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Episodios Nacionales La batalla de los Arapiles Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesLa batalla de los Arapiles

Benito Pérez Galdós

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2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I-Las siguientes cartas, supliendo ventajosa-

mente mi narración, me permitirán descansarun poco.

Madrid, 14 de marzo.

Querido Gabriel: Si no has sido más afortu-nado que yo, lucidos estamos. De mis averi-guaciones no resulta hasta ahora otra cosa quela triste certidumbre de que el comisario depolicía no está ya en esta corte, ni presta servi-cio a los franceses, ni a nadie como no sea aldemonio. Después de su excursión a Guadala-jara, pidió licencia, abandonó luego su destino,y al presente nadie sabe de él. Quién le suponeen Salamanca, su tierra natal, quién en Burgos oen Vitoria, y algunos aseguran que ha pasado aFrancia, antiguo teatro de sus criminales aven-turas. ¡Ay, hijo mío, para qué habrá hecho Diosel mundo tan grande, tan sumamente grande,

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que en él no es posible encontrar el bien que sepierde! Esta inmensidad de la creación sólofavorece a los pillos, que siempre encuentrandonde ocultar el fruto de sus rapiñas.

Mi situación aquí ha mejorado un poco. Hecapitulado, amigo mío; he escrito a mi tíacontándole lo ocurrido en Cifuentes, y el jefe demi ilustre familia me demuestra en su últimacarta que tiene lástima de mí. El administradorha recibido orden de no dejarme morir dehambre. Gracias a esto y al buen surtido de miantiguo guarda-ropas, la pobre condesa no pe-dirá limosna por ahora. He tratado de venderlas alhajas, los encajes, los tapices y otras pren-das no vinculadas; pero nadie las quiere com-prar. En Madrid no hay una peseta, y cuando elpan está a catorce y diez y seis reales, figúratequién tendrá humor para comprar joyas. Si estosigue, llegará día en que tenga que cambiartodos mis diamantes por una gallina.

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Para que comprendas cuán glorioso porve-nir aguarda a mi histórica casa, uno de los as-tros más brillantes del cielo de esta gran mo-narquía, me bastará decirte que el pleito entrenuestra familia y la de Rumblar se ha entabladoya, y la cancillería de Granada ha dado a luzcon este motivo una montaña de papel sellado,que, si Dios no lo remedia, crecerá hasta lo su-mo y nuestros nietos veranla con cimas másaltas que las de la misma Sierra Nevada. La deRumblar se engolfa con delicia en este mar dejurisprudencia. Me parece que la veo. Conver-tiría el linaje humano en jueces, escribas, algua-ciles y roe-pandectas para que todo cuanto res-pira pudiese entender en su cuita.

El licenciado Lobo, que frecuentemente mevisita con el doble objeto de ilustrarme en miasunto y de pedirme una limosna (hoy en Ma-drid la piden los altos servidores del Estado),me ha dicho que en el tal pleito hay materiapara un ratito, es decir, que no pasará un par de

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siglos mal contados sin que la sala de su sen-tencia o un auto para mejor proveer, que es elcolmo de las delicias. Me asegura también elsusodicho Lobo, que si nos obstinamos entransmitir a Inés los derechos mayorazguiles, esfácil que perdamos el litigio dentro de algunosmeses, pues para perder no es preciso esperarsiglos. Las informalidades que hubo en el reco-nocimiento y la indiscreción de mi pobre tío,que ya bajó al sepulcro, ponen a nuestra here-dera en muy mala situación para reclamar sumayorazgo. Nuestro papel se reduce hoy,según Lobo, a reclamar la no transmisión delmayorazgo a la casa de Rumblar, fundándonosen varias razones de posesión civilísima, agnaciónrigurosa, masculinidad nuda, emineidad, saltuario,con otras lindas palabras que voy aprendiendopara recreo de mi triste soledad y entreteni-miento de mis últimos días.

Mi tía dice que yo tengo la culpa de este de-sastre y cataclismo en que va a hundirse la más

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gloriosa casa que ha desafiado siglos y afronta-do el desgaste del tiempo, sin criar hasta ahorani una sola carcoma, y funda su anatema en mioposición al proyectado himeneo de nuestroderecho con el derecho de los Rumblar. Verda-deramente no carece de razón mi tía, y sin dudase me preparan en el purgatorio acerbos tor-mentos por haber ocasionado con mi tenacidadeste conflicto.

Esta carta te la envío a Sepúlveda. Creo queserán infructuosas tus pesquisas en todo el ca-mino de Francia hasta Aranda. Procura ir aZamora. Yo sigo aquí mis averiguaciones conardor infatigable; y demostrando gran celo porla causa francesa, he adquirido conocimientocon empleados de alta y baja estofa, principal-mente de policía pública y secreta.

Si te unes a la división de Carlos España,avísamelo. Creo que conviene a tu carrera mili-tar el abandonar a esos feroces guerrilleros; máspor Dios no pases al ejército de Extremadura.

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Creo que de ese lado no vendrá la luz que de-seamos; sigue en Castilla mientras puedas, hijomío, y no abandones mi santa empresa. Escrí-beme con frecuencia. Tus cartas y el placer queme causa contestarlas son mi único consuelo.Me moriría si no llorara y si no te escribiera.

22 de marzo.

No puedes figurarte la miseria espantosaque reina en Madrid. Me han dicho que hoyestá la fanega de trigo a 540 reales. Los ricospueden vivir, aunque mal; pero los pobres semueren por esas calles a centenares sin que seaposible aliviar su hambre. Todos los arbitriosde la caridad son inútiles, y el dinero buscaalimentos sin encontrarlos. Las gentes desvali-das se disputan con ferocidad un troncho decol, y las sobras de aquellos pocos que tienentodavía en su casa mesa con manteles. Es impo-sible salir a la calle, porque los espectáculos quese ofrecen a cada momento a la vista causanhorror y desconfianza de la Providencia infini-

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ta. Vense a cada paso los mendigos hambrien-tos, arrojados en el arroyo, y en tal estado dedemacración que parecen cadáveres en que haquedado olvidado un resto de inútil y misera-ble vida. El lodo y la inmundicia de las calles yplazuelas les sirven de lecho, y no tienen vozsino para pedir un pan que nadie puede darles.

Si la policía se lo permitiera, maldecirían alos franceses, que tienen en sus almacenes co-pioso repuesto de galleta, mientras la nación semuere de hambre. Dicen que de Agosto acá sehan enterrado veinte mil cuerpos, y lo creo.Aquí se respira muerte; el silencio de los sepul-cros reina en Platerías, en San Felipe y en laPuerta del Sol. Como han derribado tantos edi-ficios, entre ellos Santiago, San Juan, San Mi-guel, San Martín, los Mostenses, Santa Ana,Santa Catalina, Santa Clara y bastantes casas delas inmediatas a palacio, las muchas ruinas dana Madrid el aspecto de una ciudad bombardea-da. ¡Qué desolación, qué tristeza!

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Los franceses se pasean, alegres rollizos poreste cementerio, y su policía mortifica de unmodo cruel a los vecinos pacíficos. No se per-miten grupos en las calles, ni pararse a hablar,ni mirar a las tiendas. A los tenderos se les apli-ca una multa de 200 ducados si permiten quelos curiosos se detengan en las puertas o vidrie-ras, de modo que a cada rato los pobres horte-ras tienen que salir a apalear a sus parroquia-nos con la vara de medir.

Ayer dispuso el rey que hubiese corrida detoros para divertir al pueblo: ¡qué sarcasmo!Me han dicho que la plaza estaba desierta.Figúrome ver en el redondel a media docena deesqueletos vestidos con el traje bordado de pla-ta y oro, y más deseosos de comerse al toro quede trastearlo. Asistió José, que de este modopiensa ganar la voluntad del pueblo de Madrid.

Dícese que se trata de reunir Cortes en Ma-drid, no sé si también para divertir al pueblo.Azanza, ministro de Su Majestad Bonaparciana,

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me dijo que así levantarían un altar frente a otroaltar. Creo que el retablo de aquí no tendrá tan-tos devotos como el que dejamos en Cádiz.

Ahora dicen que Napoleón va a emprenderuna guerra contra el emperador de todas lasRusias. Esto será favorable a España, porquesacarán tropas de la península, o al menos nopodrán reparar las bajas que continuamentesufren. Veo la causa francesa bastante malpa-rada, y he observado que los más discretos deentre ellos no se hacen ya ilusiones respecto alresultado final de esta guerra.

De nuestro asunto ¿qué puedo decir que nosea triste y desconsolador? Nada, hijo mío, ab-solutamente nada. Mis indagaciones no danresultado alguno, no he podido adquirir ni lamás pequeña luz, ni el más ligero indicio. Sinembargo, confío en Dios y espero. Dirijo estacarta a Santa María de Nieva, que es lo másseguro.

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1º de abril.

Poco o nada tengo que añadir a mi carta de22 de Marzo. Continúo en la oscuridad; perocon fe. ¡Cuánta se necesita para permanecer enMadrid! Esto es un purgatorio por la miseria, lasoledad, la tristeza, y un infierno por la corrup-ción, las violencias e inmoralidades de todogénero que han introducido aquí los franceses.Yo no creo, como la mayoría de las gentes, quenuestras costumbres fueran perfectas antes dela invasión; pero entre aquel recatado y com-pungido modo de vivir y esta desvergonzadalicencia de hoy, es preferible a todas luces loprimero. La policía francesa es un instituto decuya perversidad no se puede tener idea, sinoviviendo aquí y viendo la execrable acción deesta máquina, puesta en las más viles manos.

Multitud de comisarios y agentes, escogidosentre la hez de la sociedad, se encargan deatrapar a los individuos que se les antoja y al-macenarlos en la cárcel de villa, sin forma de

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juicio, ni más guía que la arbitrariedad y la de-lación. El motivo aparente de estas tropelías esla complicidad con los insurgentes; pero los mal-vados de uno y otro bando se dan buena mañapara utilizar esta nueva Inquisición que haráolvidar con sus gracias las lindezas de la pasa-da. Todo aquel que quiere deshacerse de unapersona que le estorba, encuentra fácil mediopara ello, y aun ha habido quien, no contentán-dose con ver emparedado a su enemigo, le hahecho subir al cadalso. Se cuentan cosas horri-bles, que me resisto a darles crédito, entre ellasla maldad de una señora de esta corte, que, malavenida con su esposo le delató como insurgen-te y despacharon la causa en cosa de tres días,lo necesario para ir de la callejuela del Verdugoa la plaza de la Cebada. También se habla de untal Vázquez, que delató a su hermano mayor, yde un tal Escalera que subió la del patíbulo porintrigas de su manceba.

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Hay una Junta criminal que inspira máshorror que los jueces del infierno. Los hombresbajos que la forman condenan a muerte a losque leen los papeles de los insurgentes, a losempecinados, que aquí llaman madripáparos, y atodo ser sospechoso de relaciones con los espías,ladrones, asesinos, bandoleros, cuatreros y... tahu-res, a quienes llamáis vosotros guerrilleros osoldados de la patria.

Una de las cosas más criticadas a los france-ses, además de su infame policía, es la intro-ducción de los bailes de máscaras. En esto hayexageración, porque antes que tales escandalo-sas reuniones fuesen instituidas en nuestro mo-rigerado país, había intrigas y gran burla devigilancia de padres y maridos. Yo creo que lascaretas no han traído acá todos los pecadosgrandes y chicos que se les atribuyen. Pero lagente honesta y timorata brama contra tal no-vedad, y no se oye otra cosa sino que con lostapujos de las caras ya no hay tálamo nupcial

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seguro, ni casa honrada, ni padre que puedaresponder del honor de sus hijas, ni doncellaque conserve su espíritu libre y limpio de des-honestos pensamientos. Creo que no es justaesta enemiga contra las caretas, más cómodasaunque no más disimuladoras que los antiguosmantos, y tengo para mí que muchas personashablan mal de las reuniones de máscaras por-que no las encuentran tan divertidas ni tan os-curitas como las verbenas de San Juan y SanPedro.

Pero la novedad que más indignada y fuerade sus casillas trae a esta buena gente, es unjuego de azar llamado la roleta, donde parecebaila el dinero que es un gusto. Los francesesson Barrabás para inventar cosas malas y pe-caminosas. No respetan nada, ni aun las vene-randas prácticas de la antigüedad, ni aun aque-llo que forma parte desde remotísimas edades,de la ejemplar existencia nacional. Lo justohabría sido dejar que los padres y los hijos de

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familia se arruinaran con la baraja, siguiendoen esto sus patriarcales y jamás alteradas cos-tumbres, y no introducir roletas ni otros apara-tos infernales. Pero los franceses dicen que laroleta es un adelanto con respecto a los naipes,así como la guillotina es mejor que la horca, y lapolicía mucho mejor que la Inquisición.

Lo peor de esto es que, según dicen, la talendemoniada roleta, no sólo es consentida porel gobierno francés, sino de su propiedad, ypara él son las pingües ganancias que deja. Deeste modo los franceses piensan embolsarse elpoco dinero que han dejado en nuestras arcas.

No concluiré sin ponerte al corriente de unproyecto que tengo, y que, realizado, me pareceha de ser más eficaz para nuestro objeto quetodas las averiguaciones y búsquedas hechashasta ahora. El plan, hijo mío, consiste en inter-esar al mismo José en favor mío. Pienso ir apalacio, donde seré recibida por el señor Bote-llas, el cual no desea otra cosa y ve el cielo

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abierto cuando le anuncian que un grande deEspaña quiere visitarle. Hasta ahora he resisti-do todas las sugestiones de varios personajesamigos míos que se han empeñado en presen-tarme al Rey; pero pensándolo mejor, estoydecidida a ir a la corte. En Diciembre del 8 tratéa los dos Bonaparte, y las bondades que en-contré en José me hacen esperar que no seráinútil este paso que doy, aun a riesgo de com-prometerme con una causa que considero per-dida. Adiós: te informaré de todo.

22 de abril.

He estado en palacio, hijo mío, y me he pros-ternado ante esa católica majestad de oropel, aquien sirven unos pocos españoles, moviéndo-se bulliciosamente para parecer muchos. Si yodijera a cualquier habitante de Madrid que JoséI, conocido aquí por el tuerto, o por Pepe Bote-llas, es una persona amable, discreta, tolerante,de buenas costumbres, y que no desea más que

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el bien, me tendrían por loca o quizás por ven-dida a los franceses.

Recibiome Copas con gozo. El buen señor nopuede ocultarlo cuando alguna persona de ca-tegoría da, al visitarle, una especie de tácitoasentimiento a su usurpación. Sin duda creeposible ser dueño de España conquistando unoa uno los corazones. Habrías de ver su diligen-cia y extremado empeño de hacer cumplidos.Cierto es que su etiqueta es menos severa yfinchada que la de nuestros reyes, sin perderpor eso la dignidad, antes bien aumentándola.Habla hasta con familiaridad, se ríe, también sepermite algunas gentilezas galantes con lasdamas, y a veces bromea con cierta causticidadmuy fina, propia de los italianos. El acento ex-tranjero es el único que afea su palabra. Con-funde a menudo su lengua natal con la nuestray hay ocasiones en que son necesarios grandesesfuerzos para no reír.

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Su figura no puede ser mejor. José vale mu-cho más que el barrilete de su hermano. Pocofalta a su rostro grave y expresivo para ser per-fecto. Viste comúnmente de negro, y el conjun-to de su persona es muy agradable. No necesitodecirte que cuanto hablan las gentes por ahísobre sus turcas, es un arma inventada por elpatriotismo para ayudar a la defensa nacional.José no es borracho. También se cuentan de élmil abominaciones referentes a vicios distintosdel de la embriaguez; pero sin negarlos rotun-damente, me resisto a darles crédito. En resu-men, Botellas (nos hemos acostumbrado de talmanera a darle este nombre, que cuesta trabajollamarle de otra manera) es un rey bastantebueno, y al verle y tratarle, no se puede menosde deplorar que lo hayan traído, en vez delnacimiento y el derecho, la usurpación y laguerra.

Sus partidarios aquí son pocos, tan pocos,que se pueden contar. Esta dinastía no tiene

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más súbditos leales que los ministros y dos otres personas colocadas por ellos en altos pues-tos. Estos españoles que le sirven parecenvíctimas humilladas y no tienen aquel airetriunfador y vanaglorioso que suelen tomaraquí los que por méritos propios o ajeno favorse elevan dos dedos sobre los demás. Viven oavergonzados o medrosos, sin duda porqueprevén que el lord ha de dar al traste con todoesto. Algunos, sin embargo, se hacen ilusionesy dicen que tendremos Botellas, Azumbres yCopas por los siglos de los siglos.

No pertenece a estos Moratín, el cual estámás triste y más pusilánime que nunca. Ya noes secretario de la interpretación de lenguas,sino bibliotecario mayor, cargo que debe dedesempeñar a maravilla. Pero él no está conten-to; tiene miedo a todo, y más que a nada a lospeligros de una segunda evacuación de la Cortepor los franceses. Me ha dicho que el día en quecayese el poder intruso no daría dos cuartos

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por su pellejo; pero creo que su hipocondría ypésimo humor, entenebreciendo su alma, lehacen ver enemigos en todas partes. Está en-fermo y arruinado; mas trabaja algo, y ahoranos ha dado La escuela de los maridos, traduccióndel francés. Ni la he visto representar ni he po-dido leerla, porque mi espíritu no puede fijarseen nada de esto.

Moratín viene a verme a menudo con suamigo Estala, el cual es afrancesado rabioso yardiente, como aquel lo es tímido y melancóli-co. Aquí no pueden ver a Estala, que publicaartículos furibundos en El Imparcial, y hace po-co escribió, aludiendo a España, que los quenacen en un país de esclavitud no tienen patria sinoen el sentido en que la tienen los rebaños destinadospara nuestro consumo. Por esto y otros atrocespartos de su ingenio que publica la Gaceta, esaborrecido aún más que los franceses.

Máiquez sigue en el Príncipe, y como José haseñalado a su teatro 20.000 reales mensuales

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para ayuda de costa, le tachan también deafrancesado. Ahora, según veo en el diario, danalternativamente el Orestes, La mayor piedad deLeopoldo el Grande y una mala comedia arregla-da del alemán, y cuyo título es Ocultar, de honormovido, al agresor el herido.

El teatro está, según me dicen, vacío. La po-bre Pepilla González, de quien no te habrásolvidado, se muere de miseria, porque no pu-diendo representar, a causa de una enfermedadque ha contraído, está sin sueldo, abandonadade sus compañeros. Lo estaría de todo el mun-do, si yo no cuidase de enviarle todos los díaslo muy preciso para que no expire. Pepilla, elvenerable padre Salmón y mi confesor, Castillo,son las únicas personas a quienes puedo favo-recer, porque el estado de mi hacienda y la ca-restía de las subsistencias no me permiten más.Te asombrará saber que los opulentos padresde la Merced necesiten de limosnas para vivir:pero a tal situación ha llegado la indigencia

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pública en la corte de España, que los más gor-dos se han puesto como alambres.

De intento he dejado para el fin de mi cartanuestro querido asunto, porque quiero sor-prenderte. ¿No has adivinado en el tono de miepístola que estoy menos triste que de ordina-rio? Pero nada te diré hasta que no tenga segu-ridad de no engañarte. Refrena tu impaciencia,hijo mío... Gracias a José, se me han suminis-trado algunos datos preciosos, y muy pronto,según acaba de decirme Azanza, este resplan-dor de la verdad será luz clara y completa.Adiós.

21 de mayo.

Albricias, querido amigo, hijo y servidormío. Ya está descubierto el paradero de nuestroverdugo. ¡Benditos sean mil veces José y esadesconocida reina Julia, cuyo nombre invoquépara inclinarle en mi favor! Santorcaz no hapasado todavía a Francia. Desde aquí, querido

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mío, considerándote en camino hacia Occiden-te, puedo decirte como a los niños cuando jue-gan a la gallina ciega: «Que te quemas». Sí, chi-quillo, alarga la mano y cogerás al traidor.¡Cuántas veces buscamos el sombrero y lo lle-vamos puesto! Aquello que consideramos másperdido está comúnmente más cerca. La ideade que esta carta no te encuentre ya en Pie-drahíta me espanta. Pero Dios no puede sernostan desfavorable y tú recibirás este papel; in-mediatamente marcharás hacia Plasencia, yvalido de tu astucia, de tu valor, de tu ingenio ode todas estas cualidades juntas, penetrarás enla vivienda del pícaro para arrancarle la joyarobada que lleva siempre consigo.

¡Cuánto trabajo ha costado averiguarlo! Hatiempo que Santorcaz dejó el servicio. Su carác-ter, su orgullo, su extravagancia, le hacían in-soportable a los mismos que le colocaron. Poralgún tiempo fue tolerado en gracia de los bue-nos servicios que presta, mas se descubrió que

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pertenecía a la sociedad de los filadelfos, nacidaen el ejército de Soult, y cuyo objeto era destro-nar al Emperador, proclamando la república.Quitáronle el destino poco después de haber-nos robado a Inés, y desde entonces ha vagadopor la Península fundando logias. Estuvo enValladolid, en Burgos, en Salamanca, en Ovie-do; mas luego se perdió su rastro, y por algúntiempo se creyó que había entrado en Francia.Finalmente, la policía francesa (la peor cosa delmundo produce algo bueno) ha descubiertoque está ahora en Plasencia, bastante enfermo yun tanto imposibilitado de trastornar a los pue-blos con sus logias y cónclaves revolucionarios.¡Qué indignidad! ¡Los perdidos, los tunantes,los mentirosos y falsarios quieren reformar elmundo!... Estoy colérica, amigo mío, estoy fu-riosa.

El que ha completado mis noticias sobreSantorcaz es un afrancesado no menos loco ytrapisondista que él, José Marchena, ¿le cono-

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ces? uno que pasa aquí por clérigo relajado, unaespecie de abate que habla más francés queespañol, y más latín que francés, poeta, orador,hombre de facundia y de chiste, que se diceamigo de madama Staël, y parece lo fue real-mente de Marat, Robespierre, Legendre, Tallieny demás gentuza. Santorcaz y él vivieron juntosen París. Son hoy muy amigos, se escriben amenudo. Pero este Marchena es hombre depoca reserva y contesta a todo lo que le pregun-tan. Por él sé que nuestro enemigo no goza debuena salud, que no vive sino en las poblacio-nes ocupadas por los franceses, y que cuandopasa de un punto a otro, se disfraza hábilmentepara no ser conocido. ¡Y nosotros le creíamosen Francia! ¡Y yo te decía que no fueras al ejér-cito de Extremadura! Ve, corre, no tardes unsolo día. El ejército del lord debe de andar porallí. Te escribiré al cuartel general de D. CarlosEspaña. Contéstame pronto. ¿Irás donde temando? ¿Encontrarás lo que buscamos?¿Podrás devolvérmelo? Estoy sin alma.

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-II-Cuando recibí esta carta, marchaba a unirme

al ejército llamado de Extremadura, pero queno estaba ya en Extremadura, sino en FuenteAguinaldo, territorio de Salamanca.

En Abril había yo dejado definitivamente lacompañía de los guerrilleros para volver alejército. Tocome servir a las órdenes de un ma-riscal de campo llamado Carlos Espagne, el quedespués fue conde de España, de fúnebre me-moria en Cataluña. Hasta entonces aquel jovenfrancés, alistado en nuestros ejércitos desde1792, no tenía celebridad, a pesar de habersedistinguido en las acciones de Barca del Puerto,de Tamames, del Fresno y de Medina del Cam-po. Era un excelente militar, muy bravo y fuer-te, pero de carácter variable y díscolo. Digno deadmiración en los combates, movían a risa o acólera sus rarezas cuando no había enemigosdelante. Tenía una figura poco simpática, y su

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fisonomía, compuesta casi exclusivamente deuna nariz de cotorra y de unos ojazos pardosbajo cejas angulosas, revueltas, movibles y enlas cuales cada pelo tenía la dirección que leparecía, revelaba un espíritu desconfiado y pa-siones ardientes, ante las cuales el amigo y elsubalterno debían ponerse en guardia.

Muchas de sus acciones revelaban lamenta-ble vaciedad en los aposentos cerebrales, y si nopeleamos algunas veces contra molinos deviento, fue porque Dios nos tuvo de su mano;pero era frecuente tocar llamada en el silencio ysoledad de la alta noche, salir precipitadamentede los alojamientos, buscar al enemigo que tana deshora nos hacía romper el dulce sueño, yno encontrar más que al lunático España voci-ferando en medio del campo contra sus invisi-bles compatriotas.

Mandaba este hombre una división pertene-ciente al ejército de que era comandante generalD. Carlos O'Donnell. Habíasele unido por aquel

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tiempo la partida de D. Julián Sánchez, guerri-llero muy afortunado en Castilla la Vieja, y sedisponía a formar en las filas de Wellington,establecido en Fuente Aguinaldo, después dehaber ganado a Badajoz a fines de Marzo. Losfranceses de Castilla la Vieja mandados porMarmont andaban muy desconcertados. Soult,operaba en Andalucía sin atreverse a atacar allord y este decidió avanzar resueltamente haciaCastilla. En resumen, la guerra no tomaba malaspecto para nosotros; por el contrario, parecíaen evidente declinación la estrella imperial,después de los golpes sufridos en Ciudad-Rodrigo, Arroyomolinos y Badajoz.

Yo había recibido el empleo de comandanteen Febrero de aquel mismo año. Por mi venturamandé durante algún tiempo (pues también fuijefe de guerrillas) una partida que corrió el paísde Aranda y luego las sierras de Covarrubias yla Demanda. A principios de Marzo tenía laseguridad de que Santorcaz no estaba en aquel

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país. Alargué atrevidamente mis excursioneshasta Burgos, ocupada por los franceses, entrédisfrazado en la plaza, y pude saber que el an-tiguo comisario de policía había residido allímeses antes. Bajando luego a Segovia, continuémis pesquisas; pero una orden superior meobligó a unirme a la división de D. Carlos Es-paña.

Obedecí, y como en los mismos días recibie-se la última carta de las que puntualmente hecopiado, juzgué favor especial del cielo aquelladisposición militar que me enviaba a Extrema-dura. Pero, como he dicho, Wellington, a quiendebiera unirse España, había dejado ya las ori-llas del Tiétar. Nosotros debíamos salir de Pie-drahíta para unirnos a él en Fuente Aguinaldoo en Ciudad-Rodrigo. De aquí se podía irfácilmente a Plasencia.

Mientras con zozobra y desesperación re-volvía en mi mente distintos proyectos, ocurrie-ron sucesos que no debo pasar en silencio.

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-III-Después de larguísima jornada durante la

tarde y gran parte de una hermosísima nochede Junio, España ordenó que descansásemos enSantibáñez de Valvaneda, pueblo que está so-bre el camino de Béjar a Salamanca. Teníamosprovisiones relativamente abundantes, dada lagran escasez de la época, y como reinaba en elejército muy buena disposición a divertirse, allíera de ver la algazara y alegría del pueblo amedia noche cuando tomamos posesión de lascasas, y con las casas, de los jergones y bateríasde cocina.

Tocome habitar en el mejor aposento de unacasa con resabios de palacio y honores demesón. Acomodó mi asistente para mí unahermosa cama, y no tengo inconveniente endecir que me acosté, sí, señores, sin que nadaextraordinario ni con asomos de poesía me ocu-rriese en aquel acto vulgar de la vida. Y tam-

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bién es cierto, aunque igualmente prosaico, queme dormí, sin que el crepúsculo de mis senti-dos me impresionase otra cosa que la históricacanción cantada a media voz por mi asistenteen la estancia contigua:

En el Carpio está Bernardoy el Moro en el Arapil.Como va el Tormes por medio,non se pueden combatir.

Me dormí, y no se crea que ahora van a salirfantasmas, ni que los rotos artesonados o vetus-tas paredes de la histórica casa, ogaño palacio yhoy venta, se moverán para dar entrada a undeforme vestiglo, ni mucho menos a una altadoncella de acabada hermosura que venga asuplicar me tome el trabajo de desencantarla oprestarle cualquier otro servicio, ora del domi-nio de la fábula, ora del de las bajas realidades.Ni esperen que dueña barbuda, ni enano ente-co, ni gigante fiero vengan súbito a hacerme

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reverencias y mandarme les siga por luengos yoscuros corredores que conducen a maravillo-sos subterráneos llenos de sepulturas o tesoros.Nada de esto hallarán en mi relato los que loescuchan. Sepan tan sólo que me dormí. Porlargo tiempo, a pesar de la profundidad delsueño, no me abandonó la sensación del ruidoque sonaba en la parte baja de la casa. Las pisa-das de los caballos retumbaban en mi cerebrocon eco lejano, produciendo vibración semejan-te a las de un hondo temblor de tierra. Peroestos rumores cesaron poco a poco, y al fin todoquedó en silencio. Mi espíritu se sumergió enesa esfera sin nombre, en que desaparece todolo externo, absolutamente todo, y se queda élsolo, recreándose en sí propio o jugando consi-go mismo.

Pero de repente, no sé a qué hora, ni despuésde cuántas horas de sueño, despertome unasensación singularísima, que no puedo desci-frar, porque sin que fuese afectado ninguno de

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mis sentidos, me incorporé rápidamente di-ciendo: «¿quién está aquí?».

Ya despierto, grité a mi asistente:

-Tribaldos, levántate y enciende luz.

Casi en el mismo instante en que esto decía,comprendí mi engaño. Estaba enteramente so-lo. No había ocurrido otra cosa sino que miespíritu, en una de sus caprichosas travesuras(pues esto son indudablemente las fantasma-gorías del sueño) había hecho el más común detodos, que consiste en fingirse dos, con ilusoriay mentida división, alterando por un instantesu eternal unidad. Este misterioso yo y tú suelepresentarse también cuando estamos despier-tos.

Pero si en mi alcoba nada ocurría de extrañofuera de mí, como lo demostró al entrar en ellaTribaldos alumbrando y registrando, algoocurría en los bajos del edificio, donde el grave

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silencio de la noche fue interrumpido por fuer-te algazara de gentes, coches y caballos.

-Mi comandante -dijo Tribaldos sacando elsable para dar tajos en el aire a un lado y otro-esos pillos no quieren dejarnos dormir esta no-che. ¡Afuera, tunantes! ¿Pensáis que os tengomiedo?

-¿Con quién hablas?

-Con los duendes, señor -repuso-. Han veni-do a divertirse con usía, después que jugaronconmigo. Uno me cogía por el pie derecho, otropor el izquierdo, y otro más feo que Barrabásatome una cuerda al cuello, con cuyo tren y eltirar por aquí y por allí me llevaron volando ami pueblo para que viese a Dorotea hablandocon el sargento Moscardón.

-¿Pero crees tú en duendes?

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-¡Pues no he de creer, si los he visto! Más pa-seos he dado con ellos que pelos tengo en lacabeza -repuso con acento de convicción pro-funda-. Esta casa está llena de sus señorías.

-Tribaldos, hazme el favor de no matar másmosquitos con tu sable. Deja los duendes y bajaa ver de qué proviene ese infernal ruido que sesiente en el patio. Parece que han llegado viaje-ros; pero según lo que alborotan, ni el mismosir Arturo Wellesley con todo su séquito traeríamás gente.

Salió el mozo dejándome solo, y al poco ratole vi aparecer de nuevo, murmurando entredientes frases amenazadoras, y con desapaciblemohín en la fisonomía.

-¿Creerá mi comandante que son ingleses opríncipes viajantes los que de tal modo atrue-nan la casa? Pues son cómicos, señor, unos co-miquillos que van a Salamanca para represen-tar en las fiestas de San Juan. Lo menos conté

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ocho entre damas y galanes, y traen dos carroscon lienzos pintados, trajes, coronas doradas,armaduras de cartón y mojigangas. Buena gen-te... El ventero les quiso echar a la calle; perohan sacado dinero y su majestad el Sr. Chipo-rro, al ver lo amarillo, les tratará como a du-ques.

-¡Malditos sean los cómicos! Es la peor razade bergantes que hormiguea en el mundo.

-Si yo fuera D. Carlos España -dijo mi asis-tente demostrándome los sentimientos benévo-los de su corazón- cogería a todos los de lacompañía, y llevándoles al corral, uno tras otro,a toditos les arcabuceaba.

-Tanto, no.

-Así dejarían de hacer picardías. Pedrezuelay su endemoniada mujer la María Pepa del Va-lle, cómicos eran. Había que ver con qué talentohacía él su papel de comisionado regio y ella el

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de la señora comisionada regia. De tal modoengañaron a la gente, que en todos los pueblospor donde corrían les creyeron, y en el Tome-lloso, que es el mío, y no es tierra de bobos,también.

-Ese Pedrezuela -dije, sintiendo que el sueñose apoderaba nuevamente de mí- fue el que envarios pueblos de la margen del Tajo condenó amuerte a más de sesenta personas.

-El mismo que viste y calza -repuso- pero yalas pagó todas juntas, porque cuando el generalCastaños y yo fuimos a ayudar al lord en el blo-queo de Ciudad-Rodrigo, cogimos a Pedrezuelay a su mujercita y los fusilamos contra una ta-pia. Desde entonces, cuando veo un cómico,muevo el dedo buscando el gatillo.

Tribaldos salió para volver un momentodespués.

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-Me parece que se marchan ya -dije advir-tiendo cierto acrecentamiento de ruido queanunciaba la partida.

-No, mi comandante -repuso riendo-; es queel sargento Panduro y el cabo Rocacha han pe-gado fuego al carro donde llevan los trebejos derepresentar. Oiga mi comandante chillar a losreyes, príncipes y senescales al ver cómo ardensus tronos, sus coronas y mantos de armiño.¡Cáspita; cómo graznan las princesas y archi-pámpanas! Voy abajo a ver si esa canalla lloraaquí tan bien como en el teatro... El jefe de lacompañía da unos gritos... ¿Oye, mi comandan-te?... Vuelvo abajo a verlos partir.

Claramente oí aquella entre las demás vocesirritadas, y lo más extraño es que su timbre,aunque lejano y desfigurado por la ira, me hizoestremecer. Yo conocía aquella voz.

Levanteme precipitadamente y vestime atoda prisa; pero los ruidos extinguiéronse poco

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a poco, indicando que las pobres víctimas deuna cruel burla de soldados, salían a toda prisade la venta. Cuando yo salía, entró Tribaldos yme dijo:

-Mi comandante, ya se ha ido esa flor y natade la pillería. Todo el patio está lleno con peda-zos encendidos de los palacios de Varsovia ycon los yelmos de cartón y la sotana encarnadadel Dux de Venecia.

-¿Y por qué lado se han ido esos infelices?

-Hacia Grijuelo.

-Es que van a Salamanca. Coge tu fusil ysígueme al momento.

-Mi comandante, el general España quierever a usía ahora mismo. El ayudante de su ex-celencia ha traído el recado.

-El demonio cargue contigo, con el recado,con el ayudante y con el general... Pero me he

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puesto el corbatín del revés... dame acá esa ca-saca, bruto... pues no me iba sin ella.

-El general le espera a usía. De abajo se sien-ten las patadas y voces que da en su alojamien-to.

Al bajar a la plaza, ya los incómodos viajeroshabían desaparecido. D. Carlos España me salióal encuentro diciéndome:

-Acabo de recibir un despacho del lord,mandándome marchar hacia Santi Spíritus...Arriba todo el mundo; tocar llamada.

Y así concluyó un incidente que no debieraser contado, si no se relacionara con otros cu-riosísimos que se verán a continuación.

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-IV-Dejando el camino real a la derecha, nos di-

rigimos por una senda áspera y tortuosa paraatravesar la sierra. Vino la aurora y el día sinque en todo él ocurriese ningún suceso dignode ser marcado con piedra blanca, negra niamarilla, mas en el siguiente tuve un encuentroque desde luego señalo como de los más felicesde mi vida.

Marchábamos perezosamente al medio díasin cuidado ni precauciones, por la seguridadde que no encontraríamos franceses en tanagrestes parajes. Iban cantando los soldados, ylos oficiales disertando en amena conversaciónsobre la campaña emprendida, dejábamos a loscaballos seguir en su natural y pacífica andadu-ra, sin espolearles ni reprimirles. El día erahermoso, y a más de hermoso algo caliente, porlo cual caía la llama del sol sobre nuestras es-paldas, calentándolas más de lo necesario.

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Yo iba de vanguardia. Al llegar a la vista deSan Esteban de la Sierra, pueblo pequeño, ro-deado de frondosa verdura y grata sombra deárboles, a cuyo amparo habíamos resuelto ses-tear, sentí algazara en los primeros grupos desoldados, que marchaban delante, rotas las filasy haciendo de las suyas con los aldeanos que separecían en el camino.

-No es nada, mi comandante -me contestóTribaldos, a quien pregunté la causa de tanescandalosa gritería-. Son Panduro y Rocachaque han topado con un fraile agustino, y másque agustino pedigüeño, y más que pedigüeñotunante, el cual no se apartó del camino cuandola tropa pasaba.

-¿Y qué le han hecho?

-Nada más que jugar a la pelota -respondióriendo-. Su paternidad llora y calla.

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-Veo que Rocacha monta un asno y corre enél hacia el lugar.

-Es el asno de su paternidad, pues su pater-nidad trae un asno consigo cargado de nabospodridos.

-Que dejen en paz a ese pobre hombre, ¡porvida de!... -exclamé con ira- y que siga su cami-no.

Adelanteme y distinguí entre soldados, quede mil modos le mortificaban, a un benditocogulla, vestido con el hábito agustino, y azo-rado y lloroso.

-¡Señor -decía mirando piadosamente al cie-lo y con las manos cruzadas- que esto sea endescargo de mis culpas!

Su hábito descolorido y lleno de agujeroscuadraba muy bien a la miserable catadura deun flaquísimo y amarillo rostro, donde el polvo

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con lágrimas o sudores amasado formaba cos-tras parduscas. Lejos de revelar aquella misera-ble persona la holgura y saciedad de los con-ventos urbanos, los mejores criaderos de genteque se han conocido, parecía anacoreta de losdesiertos o mendigo de los caminos. Cuando sevio menos hostigado, volvió a todos lados losojos buscando su desgraciado compañero deinfortunio, y como le viese volver a escape yjadeando, oprimidos los ijares por el poderosoRocacha, se apresuró a acudir a su encuentro.

En tanto yo miraba al buen fraile, y cuandole vi volver, tirando ya del cordel de su asnoreconquistado, no pude reprimir una exclama-ción de sorpresa. Aquella cara, que al prontodespertó vagos recuerdos en mi mente, revelóal fin su enemiga, y a pesar de la edad transcu-rrida y de lo injuriada que estaba por años ypenas, la reconocí como perteneciente a unapersona con quien tuve amistad en otro tiempo.

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-Sr. Juan de Dios -exclamé deteniendo micaballo a punto que el fraile pasaba junto a mí-.¿Es usted o no el que veo dentro de esos hábi-tos y detrás de esa capa de polvo?

El agustino me miró sobresaltado, y luegoque por buen rato me contemplara, díjome asícon melifluo acento:

-¿De dónde me conoce el señor general?Juan de Dios soy, en efecto. Doy las gracias a sueminencia por haber mandado que me devol-vieran el burro.

-¿Eminencia me llama usted...? -repuse-. To-davía no me han hecho cardenal.

-En mi turbación no sé lo que me digo. Si sualteza me da licencia, me retiraré.

-Antes pruebe a ver si me conoce. ¿Mi caraha variado tanto desde aquel tiempo en queestábamos juntos en casa de D. Mauro Requejo?

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Este nombre hizo estremecer al buen agusti-no, que fijó en mí sus ojos calenturientos, y másbien espantado que sorprendido dijo:

-¿Será posible que el que tengo delante seaGabriel? ¡Jesús mío! Señor general, ¿es ustedGabriel, el que en Abril de 1808...? Lo recuerdobien... Deme usted a besar sus pies... ¿Conquees Gabriel en persona?

-El mismo soy. ¡Cuánto me alegro de quenos hayamos encontrado! Usted hecho un frai-lito...

-Para servir a Dios y salvar mi alma. Hacetiempo que abracé esta vida tan trabajosa parael cuerpo como saludable para el alma. ¿Y tú,Gabriel?... ¿Y usted Sr. D. Gabriel, se dedicó a lamilicia? También es honrosa vida la de las ar-mas, y Dios premia a los buenos soldados, al-gunos de los cuales santos han sido.

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-A eso voy, padre, y usted parece que ya loha conseguido, porque su pobreza no miente ysu cara de mortificación me dice que ayuna lossiete reviernes.

-Yo soy un humildísimo siervo de Dios -dijobajando los ojos- y hago lo poco que está en mimiserable poder. Ahora, señor general, experi-mento mucho gozo en ver a usted... y en reco-nocer al generoso mancebo que fue mi amigo, ycon esto y su venia, me retiro, pues este ejércitova sierra adentro, y yo busco el camino real.

-No permito que nos separemos tan pronto,amigo mío, usted está fatigado y además notiene cara de haber cumplido aquel preceptoque manda empiece la caridad por uno mismo.En ese pueblo descansará el regimiento. Vamosa comer lo que haya, y usted me acompañarápara que hablemos un poco, refrescando viejasmemorias.

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-Si el señor general me lo manda, obedeceré,porque mi destino es obedecer -dijo marchandojunto a mí en dirección al pueblo.

-Veo que el asno tiene mejor pelaje que sudueño y no se mortifica tanto con ayunos yvigilias. Le llevará a usted como una pluma,porque parece una pieza de buena andadura.

-Yo no monto en él -me respondió sin alzarlos ojos del suelo-. Voy siempre a pie.

-Eso es demasiado.

-Llevo conmigo este bondadoso animal paraque me ayude a cargar las limosnas y los en-fermos que recojo en los pueblos para llevarlosal hospital.

-¿Al hospital?

-Sí, señor. Yo pertenezco a la Orden Hospita-laria que fundó en Granada nuestro santo pa-dre y patrono mío el gran San Juan de Dios,

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hace doscientos y setenta años poco más o me-nos. Seguimos en nuestros estatutos la regla delgran San Agustín, y tenemos hospitales en va-rios pueblos de España. Recogemos los mendi-gos de los caminos, visitamos las casas de lospobres para cuidar a los enfermos que no quie-ren ir a la nuestra y vivimos de limosnas.

-¡Admirable vida, hermano! -dije bajandodel caballo y encaminándome con otros oficia-les y el hermano Juan a un bosquecillo que a lavera del pueblo estaba, donde a la grata sombrade algunos corpulentos y frescos árboles nosprepararon nuestros asistentes una frugal co-mida.

-Ate usted su burro en el tronco de un árbol-dije a mi antiguo amigo- y acomódese sobreeste césped junto a mí, para que demos al cuer-po alguna cosa, que todo no ha de ser para elalma.

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-Haré compañía al Sr. D. Gabriel -dijo Juande Dios humildemente luego que ató la cabal-gadura-. Yo no como.

-¿Qué no come? ¿Por ventura manda Diosque no se coma? ¿Y cómo ha de estar dispuestoa servir al prójimo un cuerpo vacío? Vamos, Sr.Juan de Dios, deje a un lado esa cortedad.

-Yo no como viandas aderezadas en cocina,ni nada caliente y compuesto que tenga olor agastronomía.

-¿Llama gastronomía a este carnero fiambrey seco y a este pan más duro que la roca?

-Yo no puedo probar eso -repuso sonriendo-.Me alimento tan sólo con yerbas del campo yraíces silvestres.

-Hombre, lo admiro; pero francamente... Almenos beberá usted un trago. Es de Rueda.

-No bebo más que agua.

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-¡Hombre... agua y yerbecitas del campo!Lindo comistrajo es ese. En fin, si de tal modose salva uno...

-Ya hace tiempo que hice voto firmísimo devivir de esa manera, y hasta hoy, D. Gabrielmío, aunque no limpio de pecados, tengo lasatisfacción de no haber cometido el de faltar ami voto una sola vez.

-Pues no insisto, amigo. No se vaya usted acondenar por culpa mía. La verdad es que ten-go un hambre... Pobre Sr. Juan de Dios...

-¡Quién había de decir que nos encontraría-mos después de tantos años...! ¿No es verdad?

-Sí señor.

-Yo creí que usted había pasado a mejor vi-da. Como desapareció...

-Entré en la Orden en Enero del año 9. Acabémis primeros ejercicios en Marzo y recibí las

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primeras órdenes el año último. Todavía no soyfraile profeso.

-¡Cuántas cosas han pasado desde que nonos vemos!

-¡Sí señor, cuántas!

-Usted, retirado del mundo, vive de un mo-do beatífico sin penas ni alegrías, contento desu estado...

Juan de Dios exhaló un suspiro profundísi-mo y después bajó los ojos. Observándole bien,advertí las señales que en su extenuado rostropatentizaban no ser jactancia de beato aquellode las campestres yerbecitas y agua de los arro-yos cristalinos. Bordeaba sus ojos un cercovioláceo muy intenso que hacía más vivo elbrillo de sus pupilas, y marcándosele los hue-sos de la cara bajo la estirada y amarillenta piel.Su expresión era la de las almas exaltadas poruna piedad que igualmente hace sus efectos en

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el espíritu y en el sistema nervioso. Misticismoy enfermedad al mismo tiempo es una devo-ción singular que ha llevado hermosísimas fi-guras al cielo de las grandezas humanas. Si enun principio creí ver en Juan de Dios un pocode artificio e hipocresía, muy luego convencimede lo contrario, y aquel santo varón arrojadopor las tempestades mundanas a la vida con-templativa y austera, estaba inflamado por unfervor tan ardiente y verdadero. Se le veíaquemarse, se observaba la combustión de aquelcuerpo, que poco a poco se convertía en ceniza,calcinado por la llama de la espiritual calentu-ra; se veía que aquel hombre apenas tocaba a latierra, apenas al mundo de los vivos, y que lamiserable arcilla que aún mantenía el nobleespíritu con endeble atadura, se iba descompo-niendo y desmenuzando grano a grano.

-Es admirable, amigo mío -le dije- que hayallegado a tan lisonjero estado de santidad un

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hombre que no se vio libre ciertamente de laspasiones mundanas.

La fisonomía de fray Juan de Dios contrájosecon ligero temblor. Pero serenándose al puntosu rostro, me dijo:

-¿No sabe usted qué ha sido de aquellosbenditos señores de Requejo? Sentiría que leshubiese pasado alguna desgracia.

-No he vuelto a saber de ellos. Estarán cadavez más ricos, porque los pícaros hacen fortu-na.

El fraile no hizo gesto alguno de asentimien-to.

-Pero Dios les habrá castigado al fin -continué- por los martirios que hicieron pade-cer a aquella infeliz muchacha...

Al decir esto advertí que en las venas deaquel miserable cuerpo humano, que la tumba

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pedía para sí, quedaba todavía un resto de san-gre. Bajo la piel de la cara se traslucieron por uninstante las hinchadas venas azules, y un ligerotinte amoratado encendió la austera frente. Nome hubiera sorprendido más ver una imagende madera sonrojándose al contacto del beso delas devotas.

-Dios sabrá lo que tiene que hacer con losseñores de Requejo por esa conducta -me con-testó.

-Creo que no le será indiferente a usted sa-ber el fin que ha tenido aquella desgraciadajoven.

-¿Indiferente? no -repuso poniéndose comoun cadáver.

-¡Oh! Las personas destinadas a padecer...-dije observando atentamente la impresión queen el santo producían mis palabras-. Aquella

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pobre joven tan buena, tan bonita, tan modes-ta...

-¿Qué?

-Ha muerto.

Yo creí que Juan de Dios se conmovería aloír esto; pero con gran sorpresa vi su rostroresplandeciente de serenidad y beatitud. Miasombro llegó a su colmo cuando en tono deconvicción profundísima, dijo:

-Ya lo sabía. Murió en el convento deCórdoba, donde la encerró su familia en Juniode 1808.

-¿Y cómo sabe usted eso? -pregunté respe-tando el engaño del pobre agustino.

-Nosotros tenemos visiones singulares. Diospermite que por un estado especial de nuestroespíritu, sepamos algunos hechos ocurridos enpaís lejano, sin que nadie nos los cuente. Inés

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murió. Yo la he visto repetidas veces en miséxtasis, y es indudable que sólo se nos presentala imagen de las personas que han tenido lasuerte de abandonar para siempre este ruin ymiserable mundo.

-Así debe de ser.

-Así es, aunque los torpes ojos del cuerpocrean otra cosa. ¡Ay! Los del alma son los queno se engañan nunca, porque hay siempre enellos un rayo de eterna luz. La corporal vista esun órgano de quien dispone a su antojo el de-monio para atormentarnos. Lo que vemos enella es muchas veces ilusorio y fantástico. Yo,Sr. D. Gabriel, padezco tormentos muy horro-rosos por las continuas pruebas a que sujeta miespíritu el Señor de cielo y tierra, y por lospérfidos amaños del ángel de las tinieblas, queanhelando perderme, juega con mis débilessentidos y se burla de esta desgraciada criatura.

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-Querido amigo, cuénteme usted lo que pa-sa. Yo también sirvo a veces de juguete y mofaa ese señor demonio, y puedo dar a usted algúnbuen consejo sobre el modo de vencerle y bur-larse de él en vez de ser burlado.

-V--Puesto que usted ha nombrado a una per-

sona que tanta parte ha tenido en que yo aban-donase el perverso siglo, y puesto que ustedconoció entonces mis secretos, nada debo ocul-tarle. Cuando Dios me crió dispuso que pade-ciese, y he padecido como ningún otro mortalsobre la tierra. Antes de sentir en mi alma elrayo divino de la eterna gracia, que mealumbró el sendero de esta nueva vida, unapasión mundana me hizo desgraciado. Despuésque me abracé a la santa cruz para salvarme,las turbaciones, debilidades y agonías de mi

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espíritu han sido tales, que pienso es esto dis-posición de Dios para que conozca en vida in-fierno y purgatorio antes de subir a la moradade los justos... Amé a una mujer, mas con tantaexaltación, que mi naturaleza quedó en aqueltrance trastornada. Cuando comprendí quetodo había concluido, yo no tenía ya entendi-miento, memoria ni voluntad. Era una máqui-na, señor oficial, una máquina estúpida: missentidos estaban muertos. Vivía en las tinieblas,pues nada veía, y en una especie de letargosoasombro. Varias veces he pensado después sicomo aquel estupor mío será el limbo a dondevan los que apenas han nacido.

-Justo. Así debe de ser.

-Cuando volví en mí, querido señor, forméel proyecto de hacerme fraile. Yo había con-cluido para el mundo. Me confesé con grandí-simo fervor. El padre Busto aprobó con entu-siasmo mi propósito de consagrar a la religiónel resto de mis tristes días, y como yo manifes-

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tara deseo de entrar en la Orden más pobre ydonde más trabajase el cuerpo y más apartadade mundanales atractivos estuviese el ánima,señalome esta regla de hermanos hospitalarios.¡Ay! mi alma recibió un consuelo inexplicable.Buscaba los sitios solitarios para meditar, ymeditando sentía rodeada mi cabeza de celes-tial atmósfera. ¡Qué luz tan pura! ¡Qué dulzuray suave silencio en el aire!

-¿Y después?

-¡Ay! después empezaron nuevamente misinfortunios bajo otra forma. Dios decretó queyo padeciese, y padeciendo estoy... Oígameusted un momento más. Comencé mis estudiosy las prácticas religiosas para ingresar en laOrden. Recibiéronme una mañana en el con-vento, donde vestí el traje de lego. Di aquel díamis lecciones más contento que nunca; asistícomo fámulo a los pobres de la enfermería, ypor la tarde, tomando el segundo tomo de Losnombres de Cristo, por el maestro fray Luis de

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León, libro que me agradaba en extremo, fuimea la huerta y en el sitio más secreto y callado deella entregué mi espíritu a las delicias de la lec-tura. No había acabado el capítulo hermosísimoque se titula, Descripción de la miseria humana yorigen de su fragilidad, cuando sentí un calofríomuy intenso en todo mi cuerpo, una gran tur-bación, una zozobra muy viva, pues toda lasangre agolpose en mi pecho, y experimentéuna sensación que no puedo decir si era gozoprofundísimo o agudo dolor. Una extraña figu-ra, bulto o sombra impresionó mi vista, miré, yla vi; era ella misma, sentada en el banco depiedra junto a mí.

-¿Quién?

-¿Necesito decir su nombre?

-Ya.

-El libro se me cayó de las manos, observé laasombrosa visión, pues visión era, y el munda-

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no amor renació violentamente en mi pechocomo la explosión de una mina. Quedé absorto,señor, mudo y entre suspendido y aterrado. Eraella misma, y me miraba con sus dulces ojos,trastornándome. Separábala de mí una distan-cia como de media vara; mas no hice movi-miento alguno para acercarme a ella, porque elmismo estupor, la admiración que tal prodigiode belleza me producía, el mismo fuego amoro-so que quemaba mi ser, teníanme arrobado ysin movimiento. Estaba vestida con riquísimatúnica de una blanca y sutil tela, la cual, asícomo las nubes ocultan el sol sin esconderlo,ocultaba su hermoso cuerpo, antes empañándo-lo que cubriéndolo. Bajo la falda asomaba des-nudo uno de sus delicados pies; sus cabellos,ensortijados con arte incomparable le caían enhermosas guedejas a un lado y otro de la caraentre sartas de orientales perlas, y en la manoderecha sostenía un pequeño ramillete de olo-rosas flores, cuya esencia llegaba hasta mí em-briagándome el sentido.

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-En verdad, Sr. Juan de Dios, que nunca hevisto a la señorita Inés en semejante traje, nomuy propio por cierto para pasear en jardines.

-¿Qué había usted de verla, si aquella ima-gen no era forma corporal y tangible, sino unafábrica engañosa del demonio, que desde aqueldía me escogió para víctima de sus abomina-bles experimentos?

-¿Y la joven del pie desnudo y el ramo deflores, no dijo alguna palabrilla?

-Ni media, hermano.

-¿Y usted no le dijo nada, ni traspasó el es-pacio de media vara que había entre los dos?

-No podía hablar. Acerqueme, sí, a ella, y enel mismo momento desapareció.

-¡Qué picardía! Pero el demonio es así; ami-go mío: ofrece y no da.

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-Mucho tardé en reponerme de la horriblesensación que aquello dejó en mi alma. Al finrecogí el libro, y dirigí mis pensamientos aDios. ¡Ay, qué extraña sensación! Tan extrañaes que no puedo explicarla. Figuraos, queridoseñor, que mis pensamientos al remontarse alcielo tomando forma material, fueran detenidosy rechazados por una mano poderosa. Esto nimás ni menos era lo que yo sentía. Quería pen-sar y no tenía espíritu más que para sentir. Pormi cuerpo corrían a modo de relámpagos delmovimiento, unas convulsiones ardientes...¡Ay! no, no puedo de modo alguno explicaresto... En mi cuerpo chisporroteaba algo, comomechas que se van apagando, y cuyas pavesasmitad fuego mitad ceniza caen al suelo... Le-vanteme; quise entrar en la iglesia; pero... ¿cre-erá usted que no podía? No, no podía. Alguienme tiraba de la cola del hábito hacia afuera.Corrí a la celda que me habían destinado, yarrojándome en el suelo, puse la frente sobremis manos y mis manos sobre los ladrillos. Así

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estuve toda la noche orando y pidiendo a Diosque me librara de aquellas horribles tentacio-nes, diciéndole que yo no quería pecar sinoservirle; que yo quería ser bueno y puro y san-to.

-¿Por qué no contó usted el caso a otros frai-les experimentados en cosas de visiones y ten-taciones?

-Así lo hice al punto. Consulté aquella mis-ma tarde con el padre Rafael de los Ángeles,varón muy pío y que me mostraba gran cariño,el cual me dijo que no tuviese cuidado, puespara desnudar el entendimiento (así mismo lodijo), de tales aprensiones imaginarias y natura-les, bastaba una piedad constante, una mortifi-cación infatigable y una humildad sin límites.Añadiome que él en los primeros años de vidamonástica había experimentado iguales aprie-tos y compromisos, mas que al fin con las rudaspenitencias y lecturas místicas había convenci-do al demonio de la inutilidad de sus esfuerzos

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para pervertirlo, con lo cual le dejó tranquilo.Aconsejome que entrase en la vida activa de laOrden, que marchase en pos de las miserias ylástimas del mundo, recogiendo enfermos porlos pueblos para traerlos a los hospitales; quevagase por los campos, haciendo corporal ejer-cicio y alimentándome con yerbas y raíces, paraque el miserable y torpe cuerpo privado detodo regalo, adquiriese la sequedad y rigidezque ahuyentan la concupiscencia. Encargomeademás, que durmiese poco, y jamás sobreblanduras, sino más bien encima de duras rocaso picudas zarzas, siempre que pudiere; queasimismo me apartase de toda sociedad deamigos, esquivando coloquios sobre negociosmundanos, no mostrando afición a personaalguna, sino huyendo de todos para no pensarmás que en la perfección de mi alma.

-Y haciéndolo así, ha conseguido usted...

-Así lo he hecho, hermano, mas poco o nadahe conseguido. Cerca de tres años de mortifica-

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ciones, de ejercicios, de penitencias, de vigilias,de rigores, de dormir en campo raso y comerberraza y jaramagos crudos, si han fortalecidomi espíritu, librándome de aquellas vagueda-des voluptuosas que al principio ponían al bor-de del precipicio mi santidad, no me han libra-do de los continuos asaltos del ángel infernal,que un día y otro, señor, en el campo y bajotecho, en la dulce oscuridad de la alta y tristenoche, lo mismo que a la luz deslumbradoradel sol, me pone ante los ojos la imagen de lapersona que adoré en el siglo. ¡Ay! en aqueltiempo, cuando estábamos en la tienda, yo blas-femé, sí... me acuerdo que un día entré en laiglesia y arrodillándome delante del SantísimoSacramento, dije: «Señor, te aborreceré, te ne-garé si no me la das, para que nuestras almas ynuestros cuerpos estén siempre unidos en lavida, en la sepultura y en la eternidad». Diosme castiga por haberle amenazado.

-De modo que siempre...

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-Sí, siempre, siempre lo veo, unas veces enesta, otras en la otra forma, aunque por tempo-radas el demonio me permite descansar y noveo nada. Esta funesta desgracia mía me haimpedido hasta ahora recibir los últimos y mássublimes grados del sacramento del Orden,pues me creo indigno de que Dios baje a mismanos. ¡Es terrible sentirse uno con el corazóny el espíritu todo dispuesto a la santidad, y nopoder conseguir el perfecto estado! Yo me des-espero y lloro en silencio, al ver cuán felices sonotros frailes de mi Orden, los cuales disfrutancon la paz más pura, las delicias de visionessantas, que son el más regalado manjar delespíritu. Unos en sus meditaciones ven ante síla imagen de Cristo crucificado, mirándolos conojos amorosísimos; otros se deleitan contem-plando la celestial figura del Niño Dios; a otrosles embelesa la presencia de Santa Catalina deSiena o Santa Rosa de Viterbo, cuya castísimaimagen y compuestos ademanes incitan a laoración y a la austeridad; pero yo ¡desgraciado

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de mí! yo, pecador abominable, que sentí que-madas mis entrañas por el mundano amor, yme alimenté con aquel rocío divino de la pa-sión, y empapé el alma en mil liviandades ins-piradas por la fantasía, me he enfermado parasiempre de impureza, me he derretido y mol-deado en un desconocido crisol que me dejópara siempre en aquella ruin forma primera.No puedo ser santo, no puedo arrojar de míesta segunda persona que me acompaña sincesar. ¡Oh maldita lengua mía! Yo había dicho:«Quiero unirme a ella en la vida, en la sepultu-ra y en la eternidad», y así está sucediendo.

Fray Juan de Dios bajó la cabeza y permane-ció largo rato meditando.

-VI--¿En qué nuevas formas se ha presentado?

-le pregunté.

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-Una mañana iba yo por el campo, y abrasa-do por la sed busqué un arroyo en que apagar-la. Al fin bajo unos frondosos álamos que entrepeñas negruzcas erguían sus viejos troncos, viuna corriente cristalina que convidaba a beber.Después que bebí senteme en una peña, y en elmismo instante cogiome la singular zozobraque me anunciaba siempre la influencia delángel del mal. A corta distancia de mí estabauna pastora; ella misma, señor, hermosa comolos querubines.

-¿Y guardaba algún rebaño de vacas o carne-ros?

-No señor, estaba sola, sentada como yo so-bre una peña, y con los nevados pies dentro delagua, que movía ruidosamente haciendo saltarfrías gotas las cuales salpicando me mojaron elrostro. Había desatado los negros cabellos y selos peinaba. No puedo recordar bien todas laspartes de su vestido; pero sí que no era un ves-tido que la vestía mucho. Mirábame sonriendo.

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Quise hablar y no pude. Di un paso hacia ella ydesapareció.

-¿Y después?

-La volví a ver en distintos puntos. Yo meencontraba dentro de Ciudad-Rodrigo cuandola asaltó el lord en Enero de este mismo año.Hallábame sirviendo en el hospital, cuandocomenzó el cerco, y entonces otros buenos pa-dres y yo salimos a asistir a los muchos heridosfranceses que caían en la muralla. Yo estabaaterrado, pues nunca había visto mortandadsemejante, e invocaba sin cesar a la divina Ma-dre de Nuestro Señor para que por su interce-sión se amansase la furia de los anglo-portugueses. El día 18 el arrabal, donde yo es-taba, diome idea de cómo es el infierno. Des-hacíase en mil pedazos el convento de SanFrancisco, donde íbamos colocando los heri-dos... Los franceses burlábanse de mí, y como alos frailes nos tenían mucha ojeriza por creer-nos autores de la resistencia que se les hace, me

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maltrataron de palabra y obra... ¡Ay! cuandoentraron los aliados en la plaza, yo estaba heri-do, no por las balas de los sitiadores, sino porlos golpes de los sitiados. Los ingleses, españo-les y portugueses entraron por la brecha. Al oíraquel laberinto de imprecaciones victoriosas,pronunciadas en tres idiomas distintos, sentígran espanto. Unos y otros se destrozaban co-mo fieras... yo exánime y moribundo, yacía entierra en un charco de sangre y fango y rodeadode cuerpos humanos. Abrasábame una sed ra-biosa, una sed, querido señor mío, tan ardientecomo si mis venas estuviesen llenas de fuego, yla boca, lengua y paladar fuesen en vez de car-ne viva y húmeda, estopa inerte y seca. ¡Quétormento! Yo dije para mí: «Gracias a ti, Señor,que te has dignado llevarme a tu seno. Ha lle-gado la hora de mi muerte». No había acabadode decirlo, mejor dicho, de pensarlo, cuandosentí en mis labios el celeste contacto del aguafresca. Suspiré y mi espíritu sacudió su fúnebresopor. Abrí los ojos y vi pegada a mis ardientes

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labios una blanca mano, en cuya palma ahue-cada brillaba el cristalino licor tan fresco y purocomo el manar de la rústica fuente.

-¿Y en qué traza venía entonces la señoritaInés?

-Venía de monja.

-¿Y las monjas daban de beber en el huecode la mano?

-Aquélla sí. Pintar a usted cuán hermosa es-taba su cara entre las blancas tocas y cuán bienle sentaba la austeridad de la pobre estameñadel traje, me sería imposible. Apenas la mirécuando voló de súbito, dejándome más sedien-to que antes.

-Una cosa me ocurre, Sr. Juan de Dios -dijecondolido en extremo de la extraña enfermedaddel desgraciado hospitalario- y es que siendoesa persona un artificio del más malo, del más

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pícaro y desvergonzado espíritu creado porDios, y habiendo ocasionado a usted tantosdisgustos, congojas, mortales ansias y acalora-dos paroxismos, parecía natural que la tomaseusted en aborrecimiento y que viese en ella másbien una espantable y horrenda fealdad que eseportento de hermosura que con tanto deleiteencarece.

Fray Juan de Dios suspiró tristemente y medijo:

-El Malo no presenta jamás a nuestros ojoscosas aborrecibles ni repugnantes, sino antesbien hermosas, odoríferas, o gratas al paladar,al olfato, al oído y al tacto. Bien sabe él lo que sehace. Si ha leído usted la vida de la madre San-ta Teresa de Jesús, habrá visto que alguna vezel demonio le pintó delante la imagen de Nues-tro Señor Jesucristo para engañarla. Ella mismadice que el Malo es gran pintor y añade quecuando vemos una imagen muy buena, aunque

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supiésemos la ha pintado un mal hombre, nodejaríamos de estimarla.

-Eso está muy bien dicho... Se me ocurre otracosa. Si yo hubiera sido atormentado de esaruin manera por el espíritu maligno, el cualsegún voy viendo es un redomado tunante,habría tratado de perseguir la imagen, de tocar-la, de hablarle, para ver si efectivamente eravana ilusión o materia corpórea.

-Yo lo he hecho, querido señor y amigo mio -repuso el hospitalario con acento ya debilitadopor el mucho hablar- y nunca he podido ponermis manos sobre ella, habiendo conseguido tansólo una vez tocar el halda de su vestido. Pue-do asegurar a usted que a la vista su figura seme ha representado siempre como una criaturahumana con su natural espesor, corpulencia yel brillo y la dulzura de los ojos, el dulce alientode la boca, y la añadidura del vestido flotandoal viento, en fin, todo en tal manera fabricado

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que es imposible no creerla persona viva y co-mo las demás de nuestra especie.

-¿Y siempre se presenta sola?

-No señor, que algunas veces la he visto encompañía de otras muchachas, como por ejem-plo en Sevilla el año pasado. Todas eran obravana de la infernal industria, pues desaparecie-ron con ella, como multitud de luces que seapagan de un solo soplo.

-¿Y siempre desaparecen así como luz que seapaga?

-No señor, que a veces corre delante de mí, yla sigo, y o se pierde entre la multitud, o avanzatanto en su camino que no puedo alcanzarla.Un día la vi en una soberbia cabalgadura quecorría más que el viento, y ayer la vi en un ca-rro.

-¿Que corría también como el viento?

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-No señor, pues apenas corría como un malcarro. La visión de ayer ofrece para mí una par-ticularidad aterradora, y que me prueba ciertarecrudescencia y gravedad del mal que padez-co.

-¿Por qué?

-Porque ayer me habló.

-¿Cómo? -exclamé sonriendo, mas no asom-brado del extremo a que llegaban las locuras demi amigo.

-¿Habló al fin la señorita del pie desnudo, lapastora, la monja de Ciudad-Rodrigo?

-Sí señor. Iba en un carro en compañía deunos cómicos que venían al parecer de Extre-madura.

-¡En un carro!... ¡Con unos cómicos!... ¡DeExtremadura!

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-Sí señor: veo que se asombra usted y locomprendo, porque el caso no es para menos.Delante iban algunos hombres a caballo; luegoseguía un carro con dos mujeres, y despuésotro carro con decoraciones y trebejos de teatro,todos quemados y hechos pedazos.

-Hermano, usted se burla de mí -dije le-vantándome de súbito y volviéndome a sentar,impulsado por ardiente desasosiego.

-Cuando la vi, señor mío, experimenté aquelcalofrío, aquella sensación entre placentera ydolorosa que acompaña a mis terribles crisis.

-¿Y cómo iba?

-Triste, arropada en un manto negro.

-¿Y la otra mujer?

-Engañosa imaginación también, sin duda, laacompañaba en silencio.

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-¿Y los hombres que iban a caballo?

-Eran cinco, y uno de ellos vestía de juglarcon calzón de tres colores y montera de picos.Disputaban, y otro de ellos, que parecía man-dar a todos, era una persona de buena aposturay presencia, con barba picuda como la del de-monio.

-¿No sintió usted olor de azufre?

-Nada de eso, señor. Aquellos hombreshablaban con animación y nombraron a unossoldados que les habían quemado sus inferna-les cachivaches.

-Sospecho, querido hermano Juan -dije conturbación- que ya no es usted solo el endemo-niado, sino que yo lo estoy también, pues esoscómicos, y esas mujeres, y esos carros, y esostrastos escénicos son reales y efectivos, y aun-que no los vi, sé que estuvieron en Santibáñezde Valvaneda. ¿Sería que alguna de las cómicas

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se le antojó a usted ser la misma persona demarras, sin que en esto hubiese la más ligerapicardía por parte de la majestad infernal?

-Bien he dicho yo -continuó el fraile concandor- que esta aparición de hoy es la másextraordinaria y asombrosa que he tenido en mivida, pues en ella la demoniaca hechura ha pre-sentado tales síntomas, señales y vislumbres derealidad, que al más licurgo y despreocupadoengañaría. Esta es también la primera vez quela imagen querida, además de tomar cuerpomacizo de mujer, ha remedado la humana voz.

-¿Ha hablado?

-Sí señor; ha hablado -dijo el hospitalario conterror-. Su voz no es la misma que aún resuenaen mis oídos, desde que la oí en casa de Reque-jo, así como su figura en el día de hoy me haparecido más hermosa, más robusta, más com-pleta y más formada. Tal como la vi en el con-

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vento, en el bosque, en la iglesia y en Ciudad-Rodrigo era casi una niña, y hoy...

-Pero si habló, ¿qué dijo?

-Yo me acerqué al carro, la miré, mirome ellatambién... Sus ojos eran rayos que me quema-ban cuerpo y alma. Luego apareció asombrada,muy asombrada... ¡Ay! sus labios se movieron ypronunciaron mi propio nombre. «Sr. Juan deDios, dijo, ¿se ha hecho usted fraile?...». Mepareció que iba yo a morir en aquel mismomomento. Quise hablar y no pude. Ella hizoademán de darme una limosna, y de pronto elhombre que parecía mandar a todos, como ad-virtiera mi presencia junto al carro de las cómi-cas, detuvo el caballo, y volviéndose me dijocon voz fiera: «Largo de aquí, holgazán pancis-ta». Ella dijo entonces: «Es un pobre mendican-te que pide limosna». El hombre alzó el palopara pegarme y ella dijo: «Padre, no le hagasdaño».

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-¿Está usted seguro de que dijo eso?

-Sí, seguro estoy; mas el infame, como cria-tura infernal que era, enemigo natural de laspersonas consagradas al servicio de Dios, lla-mome de nuevo holgazán, y recibí al mismotiempo tal porrazo en la cabeza, que caí sin sen-tido.

-Sr. Juan de Dios -le dije después de re-flexionar un poco sobre lo extraño de aquellaaventura- júreme usted que es verdad cuantoha dicho y que no es su ánimo burlarse de mí.

-¡Yo burlarme, señor oficial de mi alma! -exclamó el hospitalario, que estuvo a punto dellorar viendo que se ponía en duda su veraci-dad-. Cierto es lo que he dicho, y tan evidentees que hay demonio en el infierno, como quehay Dios en el cielo, pues infinito es en el mun-do el número de casos de obsesión, y todos losdías oímos contar nuevas tropelías y estupen-das gatadas del mortificador del linaje humano.

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-¿Y no puede usted precisar el sitio en queocurrió eso del carro de comediantes?

-Pasado Santibáñez de Valvaneda, como atres leguas. Iban a buen paso camino de Sala-manca.

El infeliz hospitalario no podía mentir, y encuanto a la endemoniada composición de lascosas y personas referidas, yo tenía mis razonespara creer que entre los primeros y el últimoencuentro del fraile había alguna diferencia.

De nuevo le insté para que tomase algunacosa, y segunda vez se resistió a dar a su cuer-po regalo alguno. Ya nos disponíamos a mar-char, cuando le vi palidecer, si es que cabía ma-yor grado de amarillez en su amojamada carne;le vi aterrado, con los ojos medio salidos delcasco, el labio inferior trémulo y toda su perso-na desasosegada. Miraba a un punto fijo detrásde mí, y como yo rápidamente me volviese ynada hallase que pudiera motivar aquel espan-

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to, le pregunté la causa de sus terrores y si allíentre tantos soldados se atrevía Satanás a hacerde las suyas.

-Ya se ha desvanecido -dijo con voz débil ydejando caer desmayadamente los brazos.

-¿Pues qué, otra vez ha estado aquí?

-Sí en aquel grupo donde bailan los solda-dos... ¿Ve usted que hay allí unas mozas de SanEsteban?

-Es cierto; pero o yo he olvidado la cara de laseñora Inés, o no está entre ellas -repuse sinpoder contener la risa-. Si estuviera, bien se lepodían decir cuatro frescas por ponerse a bailarcon los soldados.

-Pues dude usted de que ahora es de día, se-ñor mío -afirmó no repuesto aún de la emoción-pero no dude usted de que estaba allí. Veo queel demonio recrudece sus tentaciones y aumen-

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ta el rigor de sus ataques contra los reductos demi fortaleza, y esto lo hace porque estoy pe-cando...

-¿Pecando ahora, pecando por hablar con unantiguo amigo?

-Sí señor, pues pecar es entregar sin freno elespíritu a los deleites de la conversación congente seglar. Además he estado aquí descan-sando más de hora y media, cosa que en tresaños no he hecho, y he gustado de la frescasombra de estos árboles. Alma mía -añadió conexaltado fervor- arriba, no duermas, vigila sincesar al enemigo que te acecha, no te entreguesal corruptor deleite de la amistad, ni desmayesun solo momento, ni pruebes las dulzuras delreposo. Alerta, alerta siempre.

-¿Se marcha usted ya? -dije, al ver que des-ataba al buen pollino-. Vamos, no rechazaráusted este pedazo de pan para el camino.

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Tomolo y poniéndoselo en la boca al pacíficoasno, que no estaba sin duda por cenobíticasabstinencias, cogió él para sí un puñado deyerba y la guardó en el seno.

-O es un farsante -dije para mí- o el más pu-ro y candoroso beato que ciñe el cíngulo mona-cal.

-Buenas tardes, Sr. D. Gabriel -dijo conhumilde acento-. Me voy a Béjar para seguirmañana a Candelario, donde tenemos un hos-pital. ¿Y usted, a dónde marcha?

-¿Yo? a donde me lleven; tal vez a conquistara Salamanca, que está en poder de Marmont.

-Adiós, hermano y querido señor mío -repuso-. Gracias, mil gracias por tantas bonda-des.

Y tirando del torzal, partió con el burro trassí. Cuando su enjuta figura negruzca se alejó al

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bajar un cerro, pareciome ver en él un cuerpoque melancólicamente buscaba su perdida se-pultura sin poder encontrarla.

-VII-Dos días después, más allá de Dios le guar-

de, un gran acontecimiento turbó la monotoníade nuestra marcha. Y fue que a eso de la ma-drugada nuestras tropas avanzadas prorrum-pieron en exclamaciones de júbilo; mandoseformar, dando a las compañías el marcial con-cierto y la buena apariencia que han menesterpara presentarse ante un militar inteligente, yalgunos acudieron por orden del general a cor-tar ramos a los vecinos carrascales para tejer nosé si coronas, cenefas o triunfales arcos. Al lle-gar al camino de Ciudad-Rodrigo vimos queapareció falange numerosa de hombres vesti-dos de encarnado y caballeros en ligerísimos

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corceles; verlos y exclamar todos en alegre con-cierto: «¡Viva el lord!» fue todo uno.

-Es la caballería de Cotton de la división delgeneral Graham -dijo D. Carlos España-. Seño-res, cuidado no hagamos alguna gansada. Losingleses son muy ceremoniosos y se paran mu-cho en las formas. Si se coge bastante carrascaharemos un arquito de triunfo para que pasepor él el vencedor de Ciudad-Rodrigo, y yo leecharé un discurso que traigo preparado elo-giando su pericia en el arte de la guerra y laConstitución de Cádiz, cosas ambas bonísimas,y a las cuales deberemos el triunfo al fin y a lapostre.

-No es el señor lord muy amigo de la Consti-tución de Cádiz -dijo D. Julián Sánchez, que aderecha mano de D. Carlos estaba-; pero a no-sotros ¿qué nos va ni qué nos viene en esto?Derrotemos a Marmont y vivan todos los milo-res.

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Los jinetes rojos llegaron hasta nosotros, y sujefe, que hablaba español como Dios quería,cumplimentó a nuestro brigadier, diciéndoleque su excelencia el señor duque de Ciudad-Rodrigo no tardaría en llegar a Santi Spíritus.Al punto comenzamos a levantar el arco conramajes y palitroques a la entrada de dichopueblo, y vierais allí que un dómine del paísapareció trayendo unos al modo de tarjetonesde lienzo con sendos letreros y versos que élmismo había sacado de su cabeza, y en las cua-les piezas poéticas se encomiaban hasta másallá de los cuernos de la luna las virtudes delmoderno Fabio, o sea el Sr. D. Arturo Welles-ley, lord vizconde de Wellington de Talavera,duque de Ciudad-Rodrigo, grande de España ypar de Inglaterra.

Iban llegando unos tras otros numerososcuerpos de ejército, que se desparramaban poraquellos contornos ocupando los pueblos in-mediatos, y al fin entre los más brillantes sol-

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dados escoceses, ingleses y españoles, aparecióuna silla de postas, recibida con aclamaciones yvítores por las tropas situadas a un lado y otrodel camino. Dentro de ella vi una nariz larga yroja, bajo la cual lucieron unos dientes blanquí-simos. Con la rapidez de la marcha apenas pu-de distinguir otra cosa que lo indicado y unasonrisa de benevolencia y cortesía que desde elfondo del carruaje saludó a las tropas.

No debo pasar en silencio, aunque esto con-cuerde mal con la gravedad de la historia, queal pasar el coche bajo el arco triunfal, como esteno lo habían construido ingenieros ni artíficesromanos, con la sacudida y golpe que recibierade una de las ruedas, hizo como si quisiera ve-nirse abajo, y al fin se vino, cayendo no pocasramas y lienzos sobre la cabeza del dómine quetuviera parte tan importante en su malhadadafábrica. Como no hubo que lamentar desgraciaalguna, celebrose con risas la extraña ruina. Loschicos apoderáronse al punto de los tarjetones,

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que eran como de tres cuartas de diámetro, yabriéndoles en el centro un agujero y metiendopor él la cabeza se pasearon delante de We-llington con aquella valona o flamenca golilla.

Entre tanto D. Carlos España desembuchabasu discurso delante del lord, y luego que con-cluyera, presentose el dómine con el amenaza-dor proyecto de hablar también. Consintiolo elgeneral, que como persona finísima disimulabasu cansancio, y oyendo las pedanterías del ora-dor, movía la cabeza, acompañando sus gestosde la especial sonrisa inglesa, que hace creer enla existencia de algún cordón intermandibular,del cual tiran para plegar la boca como si fuerauna cortina.

-Mi comandante -me dijo con cara de júbilomi asistente cuando me aparté de los generalespara ocuparme del alojamiento-, ¿no ha vistousía el otro ejército que viene detrás?

-Serán los portugueses.

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-¡Qué portugueses ni qué garambainas! Sonmujeres, un ejército de mujeres. Esto se llamadarse buena vida. Los ingleses, en vez de im-pedimenta llevan la faldamenta. Así da gustode hacer la guerra.

Miré y vi veinte, ¿qué digo, veinte? cuarentay aun cincuenta carros, coches y vehículos dedistintas formas, llenos todos de mujeres, unasal parecer de alta, otras de baja calidad, y dedistinta belleza y edad, aunque por lo general,dicho sea esto imparcialmente, predominaba elgénero feo. Al punto que pararon los vehículosentre nubes de polvo, vierais descender conpresteza a las señoras viajeras y resonar una delas más discordes algarabías que pueden oírse.Por un lado chillaban ellas llamando a sus con-sortes, y ellos por otro penetraban en la femenilmultitud gritando: Anna, Fanny, Mathilda, Elisa-beth. En un instante formáronse alegres parejas,y un tumultuoso concierto de voces guturales y

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de inflexiones agudas y de articulaciones líqui-das llenó los aires.

Pero como la división aliada que acababa dellegar no podía pernoctar entera en aquel pue-blo, una parte de ella siguió el camino adelantehacia Aldehuela de Yeltes. Tornaron a montaren sus carricoches muchas de las hembras for-mando parte del convoy de víveres y municio-nes, y otras quedaron en Santi Spíritus. El díapasó, ocupándonos todos en buscar el mejoralojamiento posible; pero como éramos tantos,al caer de la tarde no habíamos resuelto la cues-tión. En cuanto a mí, me creía obligado a dor-mir en campo raso. Tribaldos me notificó que eldómine del lugar tenía sumo placer en cedermesu habitación. Después de visitar a mi honradopatrono, salí a desempeñar varias obligacionesmilitares, y ya me retiraba a casa, cuando juntoal camino sentí gritos y voces de alarma. Corrí adonde sonaban, y no era más sino que por elcamino adelante venía un cochecillo cuyo caba-

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llo le arrastraba dando tan terribles tumbos ysaltos, que cada instante parecía iba a deshacer-se en pedazos mil. Cuando con rapidez inmen-sa pasó por delante de nosotros, un grito demujer hirió mis oídos.

-En ese coche va una mujer, Tribaldos -gritéa mi asistente que se había unido a mí.

-Es una inglesa, señor, que se quedó rezaga-da y detrás de las demás.

-¡Pobre mujer!... ¿Y no hay entre tantoshombres uno solo que se atreva a detener elcaballo y salvar a esa desgraciada?... Parece queno va desbocado... Detiene el paso... Corramosallá.

-El coche se ha salido del camino -dijo Tri-baldos con espanto- y ha parado en un sitiomuy peligroso.

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Al instante vi que el carricoche estaba a pun-to de despeñarse. Habiéndose enredado el ca-ballo entre unas jaras, se había ido al suelo,quedando como reventado a consecuencia delfuerte choque que recibiera. Pero como la pen-diente era grande, la gravedad lo atraía hacia lohondo del barranco.

Me era imposible ver la situación terrible dela infeliz viajera sin acudir pronto a su socorro.Había caído el coche sin romperse; mas lo peli-groso estaba en el sitio. Corrí allá solo, bajé tro-pezando a cada paso y despegando con miplanta piedrecillas que rodaban con ruido si-niestro, y llegué al fin adonde se había detenidoel vehículo. Una mujer lanzaba desde el interiorlastimeras voces.

-Señora -grité- allá voy. No tenga usted cui-dado. No caerá al barranco.

El caballo pataleaba en el suelo, pugnandopor levantarse y con sus movimientos de dolor

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y desesperación arrastraba el coche hacia elabismo. Un momento más y todo se perdía.

Apoyeme en una enorme piedra fija, y conambas manos detuve el coche que se inclinaba.

-Señora -grité con afán- procure usted salir.Agárrese usted a mi cuello... sin miedo. Si saltausted en tierra no hay qué temer.

-No puedo, no puedo, caballero -exclamócon dolor.

-¿Se ha roto usted alguna pierna?

-No, caballero... veré si puedo salir.

-Un esfuerzo... Si tardamos un instante losdos caeremos abajo.

No puedo describir los prodigios de mecáni-ca que ambos hicimos. Ello es que en casos tanapurados, el cuerpo humano, por maravillosoinstinto, imprime a sus miembros una fuerza

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que no tiene en instantes ordinarios, y realizauna serie de admirables movimientos que des-pués no pueden recordarse ni repetirse. Lo quesé es que como Dios me dio a entender, y no sinalgún riesgo mío, saqué a la desconocida deaquel grave compromiso en que se encontraba,y logré al fin verla en tierra. Asido a las piedrasla sostuve y me fue forzoso llevarla en brazos alcamino.

-Eh, Tribaldos, cobarde, holgazán -grité a miasistente que había acudido en mi auxilio-,ayúdame a salir de aquí.

Tribaldos y otros soldados, que no me hab-ían prestado socorro hasta entonces, me ayuda-ron a salir; porque es condición de ciertas gen-tes no arrimarse al peligro que amenaza sino alpeligro vencido, lo cual es cómodo y de granprovecho en la vida.

Una vez arriba, la desconocida dio algunospasos.

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-Caballero, os debo la vida -dijo recobrandoel perdido color y el brillo de sus ojos.

Era como de veinte y tres años, alta y esbel-ta. Su airosa figura, su acento dulce, su hermo-so rostro, aquel tratamiento de vos que ceremo-niosa me daba, sin duda por poseer a medias elcastellano, me hicieron honda y duradera im-presión.

-VIII-Apoyose en mí, quiso dar algunos pasos;

mas al punto sus piernas desmayadas se nega-ron a sostenerla. Sin decir nada la tomé en bra-zos y dije a Tribaldos:

-Ayúdame; vamos a llevarla a nuestro alo-jamiento.

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Por fortuna este no estaba lejos, y bien pron-to llegamos a él. En la puerta la inglesa movióla cabeza, abrió los ojos y me dijo:

-No quiero molestaros más, caballero. Podrésubir sola. Dadme el brazo.

En el mismo momento apareció presuroso ysofocado un oficial inglés, llamado sir TomásParr, a quien yo había conocido en Cádiz, yenterado brevemente de la lamentable ocurren-cia, habló con su compatriota en inglés.

-¿Pero habrá aquí una habitación confortablepara la señora? -me dijo después.

-Puede descansar en mi propia habitación -dijo el dómine que había bajado oficiosamenteal sentir el ruido.

-Bien -dijo el inglés-. Esta señorita se detuvoen Ciudad-Rodrigo más de lo necesario y haquerido alcanzarnos. Su temeridad nos ha dado

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ya muchos disgustos. Subámosla. Haré venir almédico mayor del ejército.

-No quiero médicos -dijo la desconocida-.No tengo herida grave: una ligera contusión enla frente y otra en el brazo izquierdo.

Esto lo decía subiendo apoyada en mi brazo.Al llegar arriba dejose caer en un sillón que enla primera estancia había y respiró con desaho-go expansivo.

-A este caballero debo la vida -dijo señalán-dome-. Parece un milagro.

-Mucho gusto tengo en ver a usted, mi que-rido Sr. Araceli -me dijo el inglés-. Desde el añopasado no nos habíamos visto. ¿Se acuerdausted de mí... en Cádiz?

-Me acuerdo perfectamente.

-Usted se embarcó con la expedición de Bla-ke. No pudimos vernos porque usted se ocultó

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después del duelo en que dio la muerte a lordGray.

La inglesa me miró con profundo interés ycuriosidad.

-Este caballero... -dijo.

-Es el mismo de quien os he hablado hacedías -contestó Parr.

-Si el libertino que ha hecho desgraciadas atantas familias de Inglaterra y España hubiesetropezado siempre con hombres como vos...Según me han dicho, lord Gray se atrevió amirar a una persona que os amaba... La energía,la severidad y la nobleza de vuestra conductason superiores a estos tiempos.

-Para conocer bien aquel suceso -dije yo, nociertamente orgulloso de mi acción-, sería pre-ciso que yo explicase algunos antecedentes...

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-Puedo aseguraros que antes de conoceros,antes de que me prestaseis el servicio que acabode recibir, sentía hacia vos una grande admira-ción.

Dije entonces todo lo que la modestia y elbuen parecer exigían.

-¿De modo que esta señora se alojará aquí?,-me dijo Parr-. Donde yo estoy, es imposible.Dormimos siete en una sola habitación.

-He dicho que le cederé la mía, la cual esdigna del mismo sir Arturo -dijo Forfolleda,pues este era el nombre del dómine.

-Entonces estará bien aquí.

Sir Tomás Parr habló largamente en ingléscon la bella desconocida y después se despidió.No dejaba de causarme sorpresa que sus com-patriotas abandonasen a aquella hermosa mujerque sin duda debía de tener esposo o hermanos

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en el ejército; pero dije para mí: «será que lascostumbres inglesas lo ordenan de este modo».

En tanto la señora de Forfolleda (pues Forfo-lleda tenía señora) bizmó el brazo de la desco-nocida, y restañó la sangre de la rozadura querecibiera en la cabeza, con cuya operación di-mos por concluidos los cuidados quirúrgicos ypensamos en arreglar a la señora cuarto y camaen que pasar la noche.

Un momento después el precioso cuerpo dela dama inglesa descansaba sobre un lecho algomás blando que una roca, al cual tuve que con-ducirla en mis brazos, porque la acometió nue-vamente aquel desmayo primero que la impo-sibilitaba toda acción corporal. Ella me dio lasgracias en silencio volviendo hacia mí sus her-mosos ojos azules, que dulcemente y con laencantadora vaguedad y extravío que sigue alos desmayos se fijaron, primero en mi personay después en las paredes de la habitación. Másla miraba yo y más hermosa me parecía a cada

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momento. No puedo dar idea de la extremadabelleza de sus ojos azules. Todas las faccionesde su rostro distinguíanse por la más pura co-rrección y finura. Los cabellos rubios hacíanverosímil la imagen de las trenzas de oro tanusada por los poetas, y acompañaban la bocalos más lindos y blancos dientes que puedenverse. Su cuerpo atormentado bajo las ballenasde un apretado jubón, del cual pendían faldasde amazona, era delgadísimo, mas no carecíade las redondeces y elegantes contornos y des-igualdades que distinguen a una mujer de unpalo torneado.

-Gracias, caballero -me dijo con acento me-lancólico y usando siempre el vos-. Si no temie-ra molestaros, os suplicaría que me dieseisalgún alimento.

-¿Quiere la señora un pedazo de pierna decarnero -dijo Forfolleda, que arreglaba los tras-tos de la habitación-, unas sopas de ajo, choco-late o quizás un poco de salmorejo con guindi-

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lla? También tengo abadejo. Dicen que al Sr. D.Arturo le gusta mucho el abadejo.

-Gracias -repuso la inglesa con mal humor-,no puedo comer eso. Que me hagan un poco deté.

Fui a la cocina, donde la señora de Forfolle-da me dijo que allí no había té ni cosa que lopareciese, añadiendo que si ella probara tansólo un buche de tal enjuagadero de tripas,arrojaría por la boca juntamente con los híga-dos la primer leche que mamó. Luego se puso areprender a su esposo por admitir en la casa aherejes luteranos y calvinistas, cuales eran losingleses; mas el dómine refutó victoriosamenteel ataque afirmando que merced a la ayuda delos herejes luteranos y calvinistas, la católicaEspaña triunfaría de Napoleón, lo cual no signi-ficaba más sino que Dios se vale del mal paraproducir el bien.

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-Vete a cualquier casa donde haya ingleses -dije a Tribaldos-, y trae té. ¿Sabes lo que es?

-Unas hojas arrugaditas y negras. Ya sé... to-das las noches lo tomaba la mujer del capitán.

Volví al lado de la inglesa que me dijo nopodía comer cosa alguna de nuestra cocina, yhabiéndome pedido pan, se lo di mientras lle-gaba el anhelado té.

Al poco rato entró Tribaldos trayendo unaancha taza que despedía un olor extraño.

-¿Qué es esto? -dijo la dama con espanto,cuando los vapores del condenado licor llega-ron a su nariz.

-¿Qué menjurgue has puesto aquí, maldito?-exclamé amenazando al aturdido mozo.

-Señor, no he puesto nada, nada más que lashojas arrugaditas, con un poco de canela y declavo. La señora de Forfolleda dijo que así se

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hacía, y que lo había compuesto muchas vecespara unos ingleses que fueron a Salamanca aver la catedral vieja.

La inglesa prorrumpió en risas.

-Señora, perdone usted a este animal que nosabe lo que hace. Voy yo mismo a la cocina ybeberá usted té.

Poco después volví con mi obra, que debióde satisfacer a la interesada, pues la aceptó congozo.

-Ahora, señora mía, me retiraré, para que us-ted descanse -le dije-. Deme usted órdenes paramañana o para esta noche misma. Si quiereusted que avise a su esposo... o es que se hallaen la división de Picton que no está en estepueblo...

-Señor oficial -dijo solemnemente bebiendosu té- yo no tengo esposo; yo soy soltera.

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Esto puso el límite a mi asombro, y vacilanteal principio en mis ideas no supe contestarlesino con medias palabras.

-¡Buena pieza será ésta que se ha colgado demi brazo! -dije para mí-. Los franceses traenconsigo mujeres de mala vida, pero de los in-gleses, no sabía que...

-Soltera, sí -añadió con aplomo y apartandola taza de sus labios-. Os asombráis de ver unaseñorita como yo en un campo de batalla, entierra extranjera y lejos, muy lejos de su familiay de su patria. Sabed que vine a España con mihermano, oficial de ingenieros de la división deHill, el cual hermano mío pereció en la san-grienta batalla de Albuera. El dolor y la deses-peración tuviéronme por algunos días enfermay en peligro de muerte; pero me reanimó laconciencia de los deberes que en aquel trancetenía que cumplir, y consagreme a buscar elcuerpo del pobre soldado para enviarle a Ingla-terra, al panteón de nuestra familia. En poco

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tiempo cumplí esta triste misión, y hallándomesola traté de volver a mi país. Pero al mismotiempo me cautivaban de tal modo la historia,las tradiciones, las costumbres, la literatura, lasartes, las ruinas, la música popular, los bailes,los trajes de esta nación tan grande en otrotiempo y otra vez grandísima en la época pre-sente, que formé el proyecto de quedarme aquípara estudiarlo todo, y previa licencia de mispadres, así lo he hecho.

-Sabe Dios qué casta de pájaro serás tú -dijepara mi capote; y luego en voz alta añadí soste-niendo fijamente la dulce mirada de sus ojos decielo-: ¡Y los padres de usted consintieron, sinreparar en los continuos y graves peligros a queestá expuesta una tierna doncella sola y sinamparo en país extranjero, en medio de un ejér-cito! Señora, por amor de Dios...

-¡Ah! no conocéis sin duda que nosotras, lashijas de Inglaterra estamos protegidas por las

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leyes de tal manera y con tanto rigor, queningún hombre se atreve a faltarnos al respeto.

-Sí, así dicen que pasa en Inglaterra. Y pare-ce que allá salen las señoritas solas a paseo yviajan solas o acompañadas de cualquier galan-cete.

-Aunque fuera su novio, no importa.

-¡Pero estamos en España, señora, en Espa-ña! Usted no sabe bien en qué país se ha meti-do.

-Pero sigo al ejército aliado y estoy al ampa-ro de las leyes inglesas -dijo sonriendo-. Caba-llero, faltad al pudor si os parece, intentad ga-lantearme de una manera menos decorosa quela que empleáis para amar a esa Dulcinea quefue causa de la muerte de Gray, y lord Welling-ton os mandará fusilar, si no os casáis conmigo.

-Me casaría, señora.

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-Caballero, veo que quizás sin malicia prin-cipiáis a faltar al comedimiento.

-Pues no me casaría... Permítame usted queme retire.

-Podéis hacerlo -me dijo levantándose peno-samente para cerrar por dentro la puerta.

-Os agradeceré que mañana hagáis traer mimaleta. Felizmente no la traía conmigo. Está enel convoy.

-Se traerá la maleta. Buenas noches, señora.

-IX-Fuera de la estancia sentí el ruido de los ce-

rrojos que corría por dentro la hermosa inglesay me retiré a mi aposento que era el rincón deun oscuro pasillo, donde Tribaldos me habíaarreglado un lecho con mantas y capotes. Ten-

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dime sobre aquellas durezas y en buena partede la noche no pude conciliar el sueño; de talmodo se había encajado dentro de mi cerebro laextraña señora inglesa, con su caída, sus des-mayos, su té y su acabada hermosura. Pero alfin, rendido por el gran cansancio, me dormísosegadamente. Por la mañana, díjome la seño-ra de Forfolleda que la señorita rubia estabamejor, que había pedido agua y té y pan, ofre-ciendo dinero abundante por cualquier servicioque se le prestara. Como manifestase deseos deentrar a saludarla, añadió la Forfolleda que noera conveniente, por estar la señorita arreglán-dose y componiéndose, a pesar de las heridasleves de su brazo.

Al salir a mis quehaceres, que fueron muchí-simos y me ocuparon casi todo el día, encontréa sir Tomás Parr, a quien encargué lo de la ma-leta.

Por la tarde, después del gran trabajo deaquel día que me hizo poner un tanto en olvido

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a la interesante dama, regresé a casa de Forfo-lleda, y vi a gran número de ingleses que en-traban y salían, como diligentes amigos queiban a informarse de la salud de su compatrio-ta. Entré a saludarla, y la pequeña estancia es-taba llena de casacas rojas pertenecientes aotros tantos hombres rubios que hablaban conanimación. La joven inglesa reía y bromeaba, yhabíase puesto tan linda, sin cambiar de traje,que no parecía la misma persona demacrada,melancólica y nerviosa de la noche anterior. Lacontusión del brazo entorpecía algo sus gracio-sos movimientos.

Después que nos saludamos y cambié conaquellos señores algunos fríos cumplidos, unode ellos invitó a la señorita a dar un paseo; otroponderó la hermosura de la apacible tarde, y nohubo quien no dijese una palabra para decidirlaa dejar la triste alcoba. Ella, sin embargo, afirmóque no saldría hasta la siguiente mañana y conestos diálogos y otros en que la graciosa joven

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no hacía maldito caso de su libertador, vino lanoche y con la noche luces dentro del cuarto ytras las luces un par de teteras que trajeron loscriados de los ingleses. Entonces se alegrarontodos los semblantes y empezó el trasiego contanto ahínco que el que menos se echó dentroun río de licor de la China, sin que ni un mo-mento cesase la charla. Trajeron después bote-llas de vino de Jerez, que en un santiamén deja-ron como cuerpos sin alma, porque toda ellapasó a fortificar las de aquellos claros varones;mas ninguno perdió su gravedad. Brindamos ala salud de Inglaterra, de España, y a eso de lasnueve nos retiramos todos, despidiéndonos lahermosa ninfa con afabilidad, pero sin que nicon frase, ni gesto, ni mirada me distinguiesede los demás.

Me retiraba a mi escondite cuando sentí quela desconocida echaba el cerrojo. Aquella nocheme mortificó como en la anterior un tenaz des-velo; mas ya estaba a punto de vencerlo cuando

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hízome saltar en el lecho el chirrido del cerrojocon que aseguraba su cuarto la consabida. Miréhacia la puerta, pues desde mi alcoba-rincón sedistinguía esta muy bien, y vi a la inglesa quesalía, encaminándose a una galería o solanasituada al otro confín del pasillo y de la casa.Como había dejado abierta la puerta, la luz desu cuarto iluminaba la casa lo suficiente paraver cuanto pasaba en ella.

Llegó la inglesa a la destartalada galería yabriendo una ventana que daba al campo seasomó. Como estaba vestido, fácil me fue le-vantarme en un momento y dirigirme hacia ellacon paso quedo para no asustarla. Cuando es-tuve cerca, volvió la cara y con gran sorpresamía, no se inmutó al verme. Antes bien conimperturbable tranquilidad, me dijo:

-¿Andáis rondando por aquí?... Hace enaquel cuarto un calor insoportable.

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-Lo mismo sucede en el mío, señora -dije-;cuando la he visto a usted pensaba salir alcampo a respirar el aire fresco de la noche.

-Eso mismo pensaba yo también... La nocheestá hermosa... ¿y pensabais salir?...

-Sí señora, pero si usted lo permite tendré elhonor de acompañarla y juntos disfrutaremosde este suave ambiente, del grato aroma deesos pinares...

-No... salid, bajad, iré yo también-, dijo conviva resolución y mucha naturalidad.

Entrando rápidamente en su cuarto de don-de sacara una capa de forma extraña y echán-dosela sobre los hombros, me suplicó que cui-dadosamente la embozara por no tener ella aúnagilidad en su brazo herido; y una vez que laenvolví bien, salimos ambos, sin tomar ella mibrazo, y como dos amigos que van a paseo. Portodas partes se oía rumor de soldados, y la cla-

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ridad de la luna permitía ver todos los objetos yconocer a las personas.

Súbitamente y sin contestar a no sé qué vul-gar frase pronunciada por mí, la inglesa medijo:

-Ya sé que sois noble, caballero. ¿A qué fami-lia pertenecéis? ¿A los Pachecos, a los Vargas, alos Enríquez, a los Acuñas, a los Toledos o a losDávilas?

-A ninguna de esas, señora -le respondí ocul-tando con mi embozo la sonrisa que no pudecontener- sino a los Aracelis de Andalucía, quedescienden, como usted no ignora, del mismoHércules.

-¿De Hércules? No lo sabía ciertamente -repuso con naturalidad-. ¿Hace mucho queestáis en campaña?

-Desde que empezó, señora.

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-Sois valiente y generoso, sin duda -dijomirándome fijamente al rostro-. Bien se conoceen vuestro semblante que lleváis en las venas lasangre de aquellos insignes caballeros que hansido asombro y envidia de Europa por espaciode muchos siglos.

-Señora, usted me favorece demasiado.

-Decidme; ¿sabéis tirar las armas, domar unpotro, derribar un toro, tañer la guitarra ycomponer versos?

-No puedo negar que un poco entendido soyen alguna, sino en todas esas habilidades.

Después de pequeña pausa y deteniendo elpaso, me preguntó bruscamente:

-¿Y estáis enamorado?

Durante un rato no supe qué responder; tanextrañas me parecían aquellas palabras.

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-¿Cómo no, siendo español, siendo joven ymilitar? -contesté decidido a llevar la conversa-ción a donde la fantasía de mi incógnita amigaquisiera llevarla.

-Veo que os sorprende mi modo de hablaros-añadió ella-. Acostumbrado a no oír en boca devuestras mojigatas compatriotas sino mediaspalabras, vulgaridades, y frases de hipocresía,os sorprende esta libertad con que me expreso,estas extrañas preguntas que os dirijo... Quizásme juzguéis mal...

-Oh, no señora.

-Pero mi honor no depende de vuestros pen-samientos. Seríais un necio si creyerais que estoes otra cosa que una curiosidad de inglesa, casidiré de artista y de viajera. Las costumbres y loscaracteres de este país son dignos de profundoestudio.

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-De modo que lo que quiere es estudiarme -dije entre dientes-. Resignémonos a ser libro detexto.

-El hombre que ha dado muerte a lord Gray,que ha realizado esa gran obra de justicia, queha sido brazo de Dios y vengador de la moralultrajada, excita mi curiosidad de un modopasmoso... Me han hablado de vos con admira-ción y contádome algunos hechos vuestrosdignos de gran estima... Dispensad mi curiosi-dad, que escandalizaría a una española y quesin duda os escandaliza a vos... Habiendo ma-tado a Gray por celos, claro que estabais ena-morado.

»Y vuestra dama (esto de vuestra dama mehizo reír de nuevo), ¿habita en algún castillo deestas cercanías o en algún palacio de Andaluc-ía? ¿Es noble como vos?...

Al oír esto comprendí que tenía que habér-melas con una imaginación exaltada y noveles-

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ca, y al punto apoderose de mí cierto espíritude socarronería. No me inclinaba a burlarme dela inglesa, que a pesar de su sentimentalismofuera de ocasión no era ridícula; pero mi carác-ter me inducía a seguir la broma, como si dijé-ramos, prestándome a los caprichos de aquellaidealidad tan falsa como encantadora. Todossomos algo poetas, y es muy dulce embellecerla propia vida, y muy natural regocijarnos coneste embellecimiento aun sabiendo que la trans-formación es obra nuestra. Así es que con ciertaexaltación novelesca también, mas no con com-pleta seriedad, contesté a la damisela:

-Noble es, señora, y hermosísima y princi-pal; pero ¿de qué me vale tener en ella un de-chado de perfecciones, si un funesto destino laaleja constantemente de mí? ¿Qué pensará us-ted, señora, si le digo que hace tiempo ciertomaligno encantador la tiene transfigurada en lapersona de una vulgar comiquilla que recorre

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los pueblos formando parte de una compañíade histriones de la legua?

Esto era, sin duda, demasiado fuerte.

-Caballero -dijo la inglesa con estupor-;¿pues qué, todavía hay encantamientos en Es-paña?

-Encantamientos, precisamente no -dije tra-tando de abatir el vuelo-; pero hay artes deldemonio, y si no artes del demonio, malicias yardides de hombres perversos.

-Veo que leéis libros de caballería.

-Pues ¿quién duda que son los más hermo-sos entre todos los que se han escrito? Ellossuspenden el ánimo, despiertan la sensibilidad,avivan el valor, infunden entusiasmo por lasgrandes acciones, engrandecen la gloria y achi-can el peligro en todos los momentos de la vi-da.

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-¡Engrandecen la gloria y achican el peligro!-exclamó deteniéndose-. Si esto que habéis di-cho es verdad, sois digno de haber nacido enotros tiempos... pero no he entendido bien esode que vuestra dama está transformada en unacomiquilla...

-Así es, señora. Si pudiera contar a usted to-do lo que ha precedido a esta transformación,no dudo que usted me compadecería.

-¿Y dónde están la encantada y el encanta-dor? Les doy estos nombres porque veo quecreéis en encantamentos.

-Están en Salamanca.

-Como si estuvieran en el otro mundo. Sa-lamanca está en poder de los franceses.

-Pero la tomaremos.

-Decís eso como si fuera lo más natural delmundo.

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-Y lo es. No se ría usted de mi petulancia;pero si todo el ejército aliado desapareciera yme quedase solo...

-Iríais solo a la conquista de la ciudad, quer-éis decir.

-¡Ah, señora! -exclamé con énfasis-. Unhombre que ama no sabe lo que dice. Veo quees un desatino.

-Un desatino relativo -repuso-. Pero ahoracomprendo que os estáis burlando de mí. Oshabéis enamorado de una cómica y queréishacerla pasar por gran señora.

-Cuando entremos en Salamanca podré con-vencer a usted de que no me burlo.

-No dudo que haya cómicos en el país, nimenos cómicas guapas -dijo riendo-. Hace dosdías pasó por delante de mí una compañía queme recordó el carro de las Cortes de la Muerte.

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Iban allí siete u ocho histriones, y, en efectodijeron que iban a Salamanca.

-Llevaban dos o tres carros. En uno de ellosiban dos mujeres, una de ellas hermosísima.Venían de Plasencia.

-Me parece que sí.

-Y en otro carro llevaban lienzos pintados.

-Los habéis visto; pero no sabéis lo que yosé. Cuando pasaron por delante de mí, sor-prendiéndome por su extraño aspecto que merecordaba una de las más graciosas aventurasdel Libro, un vecino de Puerto de Baños medijo: «Esos no son cómicos sino pícaros maso-nes que se disfrazan así para pasar por entre losespañoles, que les descuartizarían si les cono-cieran».

-No me dice usted nada que yo no sepa-contesté-. Señora, ¿ha oído usted decir a lord

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Wellington cuándo lanzará nuestros regimien-tos sobre Salamanca?

-Impaciente estáis... Quiero saber otra cosa.¿Amáis a vuestra Dulcinea de una manera idealy sublime, embelleciéndola con vuestro pensa-miento aún más de lo que ella es en sí, atri-buyéndole cuantas perfecciones pueden idearsey consagrándole todos los dulces transportes deun corazón siempre inflamado?

-Así, así mismo, señora -dije con entusiasmoque no era enteramente falso, y deseando ver adónde iba a parar aquella misteriosa mujer,cuyo carácter comenzaba a penetrar-. Pareceque lee usted en mi alma como en un libro.

Después que oyó esto, permaneció largo ratoen silencio, y luego reanudó el diálogo con unabrusca variación de ideas, que era la tercera enaquel extraño coloquio.

-Caballero, ¿tenéis madre? -me dijo.

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-No señora.

-¿Ni hermanas?

-Tampoco. Ni madre, ni padre, ni hermanos,ni pariente alguno.

-Veo que está muy malparado el linaje deHércules. De modo que estáis solo en el mundo-añadió con acento compasivo-. ¡Desgraciadocaballero! ¿Y esa gran señora, cómica, o mujermasónica, os ama?

-Creo que sí.

-¿Habéis hecho por ella sacrificios, arrostra-do peligros y vencido obstáculos?

-Muchísimos; pero son nada en comparacióncon lo que aún me resta por hacer.

-¿Qué?

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-Una acción peligrosa, una locura; el últimogrado del atrevimiento. Espero morir o lograrmi objeto.

-¿Tenéis miedo a los peligros que os aguar-dan?

-Jamás lo he conocido -respondí con una fa-tuidad, cuyo recuerdo me ha hecho reír muchasveces.

-Estad tranquilo, pues los aliados entraránen Salamanca, y entonces fácilmente...

-Cuando entren los aliados, mi enemigo y suvíctima habrán huido corriendo hacia Francia.Él no es tonto... Es preciso ir a Salamanca ante-s...

-¡Antes de tomarla! -exclamó con asombro.

-¿Por qué no?

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-Caballero -dijo súbitamente deteniendo elpaso-. Veo que os estáis burlando de mí.

-¡Yo, señora! -contesté algo turbado.

-Sí; me ponéis ante los ojos una aventura ca-balleresca, que es pura invención y fábula; ospintáis a vos mismo como un carácter superior,como un alma de esas que se engrandecen conlos peligros, y habéis adornado la ficción conhermosas figuras de Dulcinea y encantadores,que no existen sino en vuestra imaginación.

-Señora mía, usted...

-Tened la bondad de acompañarme a mi alo-jamiento. El olor de esos pinares me marea.

-Como usted guste.

Confieso ¿por qué no confesarlo? que mequedé algo corrido.

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La elegante inglesa no me dijo una palabramás en todo el camino, y cuando subimos acasa de Forfolleda y la conduje a su cuarto, queya empezaba a figurárseme regio camarín tapi-zado de rasos y organdíes, metiose en su tugu-rio como un hada en su cueva, y dándome de-sabridamente las buenas noches, corrió los ce-rrojos de oro... o de hierro, y me quedé solo.

-X-Acomodándome en mi lecho, hablé conmigo

de esta manera:

-¿La tal inglesa será una de esas mujeres deequívoca honradez que suelen seguir a los ejér-citos? Las hay de diferentes especies; pero enrealidad, jamás vi en pos de los soldados de lapatria ninguna tan hermosa ni de porte tan no-ble y aristocrático. He oído que tras el ejércitofrancés van pájaros de diverso plumaje. ¡Bah!...

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¿pues no dicen que Massena ha tenido tan malasuerte en Portugal por la corrupción de susoficiales y soldados, y aun por sus propios des-cuidos con ciertas amazonas muy emperifolla-das que andaban en los campamentos tan a susanchas como en París?...

Después dando otra dirección a mis ideas,dije a punto que empezaba a embargarme eldulce entorpecimiento que precede al sueño:

-Tal vez me equivoque. Después de haberconocido a lord Gray, no debo poner en dudaque las extravagancias y rarezas de la genteinglesa carecen de límite conocido. Tal vez micompañera de alojamiento sea tan cabal que lamisma virginidad parezca a su lado una mozade partido, y yo estoy injuriándola. Mañanapreguntaré a los oficiales ingleses que conoz-co... Como no sea una de esas naturalezas im-presionables y acaloradas que nacen al acaso enel Norte, y que buscan como las golondrinas losclimas templados, bajan llenas de ansiedad al

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Mediodía, pidiendo luz, sol, pasiones, poesía,alimento del corazón y de la fantasía, que nosiempre encuentran o encuentran a medias; yvan con febril deseo tras de la originalidad, traslas costumbres raras y adoran los caracteresapasionados aunque sean casi salvajes, la vidaaventurera, la galantería caballeresca, las rui-nas, las leyendas, la música popular y hasta lasgroserías de la plebe siempre que sean gracio-sas.

Diciendo o pensando así y enlazando conéstos otros pensamientos que más hondamenteme preocupaban, caí en profundísimo sueñoreparador. Levanteme muy temprano a la ma-ñana siguiente, y sin acordarme para nada de lahermosa inglesa, cual si la noche limpiara todaslas telas de araña fabricadas y tendidas el díaanterior dentro de mi cerebro, salí de mi aloja-miento.

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-Marchamos hacia San Muñoz -me dijo Fi-gueroa, oficial portugués amigo mío que servíacon el general Picton.

-¿Y el lord?

-Va a partir no sé a dónde. La división deGraham está sobre Tamames. Nosotros vamosa formar el ala izquierda de la división de D.Carlos España y la partida de D. JuliánSánchez.

Cuando nos dirigíamos juntos al alojamientodel general, pedile informes de la dama inglesacuya figura y extraños modos he dado a cono-cer, y me contestó:

-Es miss Fly, o lo que es lo mismo, missMosquita, Mariposa, Pajarita o cosa así. Sunombre es Athenais. Tiene por padre a lord Fly,uno de los señores más principales de la GranBretaña. Nos ha seguido desde la Albuera, pin-tando iglesias, castillos y ruinas en cierto librote

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que trae consigo, y escribiendo todo lo que pa-sa. El lord y los demás generales ingleses la con-sideran mucho, y si quieres saber lo que esbueno, atrévete a faltar al respeto a la señoritaFly, que en inglés se dice Flai, pues ya sabesque en esa lengua se escriben las palabras deuna manera y se pronuncian de otra, lo cual esun encanto para el que quiere aprenderla.

Acto continuo referí a mi amigo las escenasde la noche anterior y el paseo que en la sole-dad de la noche dimos miss Fly y yo por aque-llos contornos, lo que oído por Figueroa, causóa este muchísima sorpresa.

-Es la primera vez -dijo- que la rubita tienetales familiaridades con un oficial español oportugués, pues hasta ahora a todos les mirócon altanería...

-Yo la tuve por persona de costumbres untanto libres.

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-Así parece, porque anda sola, monta a caba-llo, entra y sale por medio del ejército, hablacon todos, visita las posiciones de vanguardiaantes de una batalla y los hospitales de sangredespués... A veces se aleja del ejército para re-correr sola los pueblos inmediatos, mayormen-te si hay en estos abadías, catedrales o castillos,y en sus ratos de ocio no hace más que leer ro-mances.

Hablando de este y de otros asuntos, em-pleamos la mañana, y cerca del medio día fui-mos al alojamiento de Carlos España, el cual noestaba allí.

-España -nos dijo el guerrillero Sánchez- estáen el alojamiento del cuartel general.

-¿No marcha lord Wellington?

-Parece que se queda aquí, y nosotros sali-mos para San Muñoz dentro de una hora.

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-Vamos al alojamiento del duque -dijo Fi-gueroa-; allí sabremos noticias ciertas.

Estaba lord Wellington en la casa-ayuntamiento, la única capaz y decorosa paratan insigne persona. Llenaban la plazoleta, elsoportal, el vestíbulo y la escalera multitud deoficiales de todas las graduaciones, españoles,ingleses y lusitanos que entraban, y salían, for-maban corrillos, disputando y bromeando unoscon otros en amistosa intimidad cual si todosperteneciesen a una misma familia. SubimosFigueroa y yo, y después de aguardar más deuna hora y media en la antesala, salió España ynos dijo:

-El general en jefe pregunta si hay un oficialespañol que se atreva a entrar disfrazado enSalamanca para examinar los fuertes y las obrasprovisionales que ha hecho el enemigo en lamuralla, ver la artillería y enterarse de si esgrande o pequeña la guarnición, y abundanteso escasas las provisiones.

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-Yo voy -repuse resueltamente sin aguardara que el general concluyese.

-Tú -dijo España con la desdeñosa familiari-dad que usaba hablando con sus oficiales-, ¿túte atreves a emprender viaje tan arriesgado?Ten presente que es preciso ir y volver.

-Lo supongo.

-Es necesario atravesar las líneas enemigas,pues los franceses ocupan todas las aldeas dellado acá del Tormes.

-Se entra por donde se puede, mi general.

-Luego has de atravesar la muralla, los fuer-tes, has de penetrar en la ciudad, visitar losacantonamientos, sacar planos...

-Todo eso es para mí un juego, mi general.Entrar, salir, ver... una diversión. Hágame vue-cencia la merced de presentarme al señor du-

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que, diciéndole que estoy a sus órdenes para loque desea.

-Tú eres un atolondrado y no sirves para elcaso -repuso D. Carlos-. Buscaremos otro. Nosabes una palabra de geometría ni de fortifica-ción.

-Eso lo veremos -contesté sofocado.

-Y es preciso, es preciso ir -añadió mi jefe-.Aún no ha formado el lord su plan de batalla.No sabe si asaltará a Salamanca o la bloqueará;no sabe si pasará el Tormes para perseguir aMarmont, dejando atrás a Salamanca o si... ¿Di-ces que te atreves tú?...

-¿Pues no he de atreverme? Me vestiré decharro, entraré en Salamanca vendiendo horta-lizas o carbón. Veré los fuertes, la guarnición,las vituallas; sacaré un croquis y me volveré alcampamento... Mi general -añadí con calor-, o

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me presenta vuecencia al duque, o me presentoyo solo.

-Vamos, vamos al momento -dijo España en-trando conmigo en la sala.

-XI-Junto a una gran mesa colocada en el centro

estaba el duque de Ciudad-Rodrigo con otrostres generales examinando una carta del país, ytan profundamente atendían a las rayas, puntosy letras con que el geógrafo designara los acci-dentes del terreno, que no alzaron la cabezapara mirarnos. Hízome seña don Carlos Españade que debíamos esperar, y en tanto dirigí lavista a distintos puntos de la sala para exami-nar, siguiendo mi costumbre, el sitio en que meencontraba. Otros oficiales hablaban en vozbaja retirados del centro, y entre ellos ¡oh sor-presa! vi a miss Fly, que sostenía conversación

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animada con un coronel de artillería llamadoSimpson.

Por fin, lord Wellington levantó los ojos delmapa y nos miró. Hice una amabilísima reve-rencia: entonces el inglés me miró más, ob-servándome de pies a cabeza. También yo leobservé a él a mis anchas, gozoso de tener antemi vista a una persona tan amada entonces portodos los españoles, y que tanta admiración meinspiraba a mí. Era Wellesley bastante alto, decabellos rubios y rostro encendido, aunque nopor las causas a que el vulgo atribuye las infla-maciones epidérmicas de la gente inglesa. Ya sesabe que es proverbial en Inglaterra la afirma-ción de que el único grande hombre que no haperdido jamás su dignidad después de los post-res, es el vencedor de Tipoo Sayd y de Bonapar-te.

Representaba Wellington cuarenta y cincoaños, y esta era su edad, la misma exactamenteque Napoleón, pues ambos nacieron en 1769, el

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uno en Mayo y el otro en Agosto. El sol de laIndia y el de España habían alterado la blancu-ra de su color sajón. Era la nariz, como antes hedicho, larga y un poco bermellonada; la frente,resguardada de los rayos del sol por el sombre-ro, conservaba su blancura y era hermosa yserena como la de una estatua griega, revelan-do un pensamiento sin agitación y sin fiebre,una imaginación encadenada y gran facultadde ponderación y cálculo. Adornaba su cabezaun mechón de pelo o tupé que no usaban cier-tamente las estatuas griegas; pero que no caíamal, sirviendo de vértice a una mollera inglesa.Los grandes ojos azules del general mirabancon frialdad, posándose vagamente sobre elobjeto observado, y observaban sin aparenteinterés. Era la voz sonora, acompasada, medi-da, sin cambiar de tono, sin exacerbaciones niacentos duros, y el conjunto de su modo deexpresarse, reunidos el gesto, la voz y los ojos,producía grata impresión de respeto y cariño.

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Su excelencia me miró, como he dicho, y en-tonces D. Carlos España, dijo:

-Mi general, este joven desea desempeñar lacomisión de que vuecencia me ha hablado hacepoco. Yo respondo de su valor y de su lealtad;pero he intentado disuadirle de su empeño,porque no posee conocimientos facultativos.

Aquello me avergonzó, mayormente porqueestaba delante de miss Fly, y porque, en efecto,yo no había estado en ninguna academia.

-Para esta comisión -dijo Wellington en cas-tellano bastante correcto-, se necesitan ciertosconocimientos...

Y fijó los ojos en el mapa. Yo miré a Españay España me miró a mí. Pero la vergüenza nome impidió tomar una resolución, y sin enco-mendarme a Dios ni al diablo, dije:

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-Mi general. Es cierto que no he estado enninguna academia; pero una larga práctica dela guerra en batallas y sobre todo en sitios, meha dado tal vez los conocimientos que vuecen-cia exige para esta comisión. Sé levantar unplano.

El duque de Ciudad-Rodrigo alzando denuevo los ojos, habló así:

-En mi cuartel general hay multitud de ofi-ciales facultativos; pero ningún inglés podríaentrar en Salamanca, porque sería al instantedescubierto por su rostro y por su lenguaje. Espreciso que vaya un español.

-Mi general -dijo con fatuidad España-, enmi división no faltan oficiales facultativos. Hetraído a este porque se empeñó en hacer alardede su arrojo delante de vuecencia.

Miré con indignación a D. Carlos, y luegoexclamé con la mayor vehemencia:

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-Mi general, aunque en esta empresa existantodos los peligros, todas las dificultades imagi-nables, yo entraré en Salamanca y volveré conlas noticias que vuecencia desea.

Tranquila y sosegadamente lord Wellingtonme preguntó:

-Señor oficial, ¿dónde empezó usted su vidamilitar?

-En Trafalgar -contesté.

Cuando esta histórica y grandiosa palabraresonó en la sala en medio del general silencio,todas las cabezas de las personas allí presentesse movieron como si perteneciesen a un solocuerpo, y todos los ojos fijáronse en mí convivísimo interés.

-¿Entonces ha sido usted marino? -interrogóel duque.

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-Asistí al combate teniendo catorce años deedad. Yo era amigo de un oficial que iba en elTrinidad. La pérdida de la tripulación me obligóa tomar parte en la batalla.

-¿Y cuándo empezó usted a servir en lacampaña contra los franceses?

-El 2 de Mayo de 1808, mi general. Los fran-ceses me fusilaron en la Moncloa. Salveme mi-lagrosamente; pero en mi cuerpo han quedadoescritos los horrores de aquel día.

-¿Y desde entonces se alistó usted?

-Alisteme en los regimientos de voluntariosde Andalucía, y estuve en la batalla de Bailén.

-¡También en la batalla de Bailén! -dijo We-llington con asombro.

-Sí, mi general, el 19 de Julio de 1808. ¿Quie-re vuecencia ver mi hoja de servicios, que co-mienza en dicha fecha?

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-No, me basta -repuso Wellington-. ¿Y des-pués?

-Volví a Madrid, y tomé parte en la jornadadel 3 de Diciembre. Caí prisionero y me quisie-ron llevar a Francia.

-¿Le llevaron a usted a Francia?

-No, mi general, porque me escapé en Ler-ma, y fui a parar a Zaragoza en tan buena oca-sión, que alcancé el segundo sitio de aquellainmortal ciudad.

-¿Todo el sitio? -dijo Wellington con crecien-te interés hacia mi persona.

-Todo, desde el 19 de Diciembre hasta el 12de Febrero de 1809. Puedo dar a vuecencia no-ticia circunstanciada de todas las peripecias deaquel grande hecho de armas, gloria y orgullode cuantos nos encontramos en él.

-¿Y a qué ejército pasó usted luego?

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-Al del Centro, y serví bastante tiempo a lasórdenes del duque del Parque. Estuve en labatalla de Tamames y en Extremadura.

-¿No se encontró usted en un nuevo asedio?

-En el de Cádiz, mi general. Defendí durantetres días el castillo de San Lorenzo de Puntales.

-¿Y luego formó usted parte de la expedicióndel general Blake a Valencia?

-Sí, mi general; pero me destinaron al se-gundo cuerpo que mandaba O'Donnell, y du-rante cuatro meses serví a las órdenes del Em-pecinado en esa singular guerra de partidas enque tanto se aprende.

-¿También ha sido usted guerrillero? -dijoWellington sonriendo-. Veo que ha ganado us-ted bien sus grados. Irá usted a Salamanca, siasí lo desea.

-Señor, lo deseo ardientemente.

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Todos los presentes seguían observándome,y miss Fly con más atención que ninguno.

-Bien -añadió el héroe de Talavera, fijandoalternativamente la vista en mí y en el mapa-.Tiene usted que hacer lo siguiente: Se dirigiráusted hoy mismo disfrazado a Salamanca, dan-do un rodeo para entrar por Cabrerizos. Forzo-samente ha de pasar usted por entre las tropasde Marmont que vigilan los caminos de Le-desma y Toro. Hay muchas probabilidades deque sea usted arcabuceado por espía; pero Diosprotege a los valientes, y quizás... quizás logreusted penetrar en la plaza. Una vez dentro sa-cará usted un croquis de las fortificaciones,examinando con la mayor atención los conven-tos que han sido convertidos en fuertes, losedificios que han sido demolidos, la artilleríaque defiende los aproches de la ciudad, el esta-do de la muralla, las obras de tierra y fajina,todo absolutamente, sin olvidar las provisionesque tiene el enemigo en los almacenes.

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-Mi general -repuse- comprendo bien lo quese desea, y espero contentar a vuecencia.¿Cuándo debo partir?

-Ahora mismo. Estamos a doce leguas de Sa-lamanca. Con la marcha que emprenderemoshoy, espero que pernoctemos en Castroverde,cerca ya de Valmuza. Pero adelántese usted acaballo y pasado mañana martes podrá entraren la ciudad. En todo el martes ha de desempe-ñar por completo esta comisión, saliendo elmiércoles por la mañana para venir al cuartelgeneral, que en dicho día estará seguramenteen Bernuy. En Bernuy, pues, le aguardo a ustedel miércoles a las doce en punto de la mañana.No acostumbro esperar.

-Corriente mi general. El miércoles a las do-ce estaré en Bernuy de vuelta de mi expedición.

-Tome usted precauciones. Diríjase usted ala calzada de Ledesma, pero cuidando de mar-char siempre fuera del arrecife. Disfrácese us-

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ted bien, pues los franceses dejan entrar a losaldeanos que llevan víveres a la plaza; y al le-vantar el croquis evite en lo posible las miradasde la gente. Lleve usted armas, ocultándolasbien: no provoque a los enemigos; fínjase ami-go de ellos, en una palabra, ponga usted enjuego su ingenio, su valor, y todo el conoci-miento de los hombres y de la guerra que haadquirido en tantos años de activa vida militar.El Mayor general del ejército entregará a ustedla suma que necesite para la expedición.

-Mi general -dije- ¿tiene vuecencia algo másque mandarme?

-Nada más -repuso sonriendo con benevo-lencia- sino que adoro la puntualidad y consi-dero como origen del éxito en la guerra la exac-ta apreciación y distribución del tiempo.

-Eso quiere decir que si no estoy de vuelta elmiércoles a las doce, desagradaré a vuecencia.

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-Y mucho. En el tiempo marcado puedehacerse lo que encargo. Dos horas para sacar elcroquis, dos para visitar los fuertes, ofreciendoen venta a los soldados algún artículo que ne-cesiten, cuatro para recorrer toda la población ysacar nota de los edificios demolidos, dos paravencer obstáculos imprevistos, media para des-cansar. Son diez horas y media del martes porel día. La primera mitad de la noche para estu-diar el espíritu de la ciudad, lo que piensan deesta campaña la guarnición y el vecindario, unahora para dormir y lo restante para salir y po-nerse fuera del alcance y de la vista del enemi-go. No deteniéndose en ninguna parte puedeusted presentárseme en Bernuy a la hora con-venida.

-A la orden de mi general -dije disponién-dome a salir.

Lord Wellington, el hombre más grande dela Gran Bretaña, el rival de Bonaparte, la espe-ranza de Europa, el vencedor de Talavera, de la

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Albuera, de Arroyo Molinos y de Ciudad-Rodrigo, levantose de su asiento, y con unagrave cortesanía y cordialidad, que inundó mialma de orgullo y alegría, diome la mano, queestreché con gratitud entre las mías.

Salí a disponer mi viaje.

-XII-Hallábame una hora después en una casa de

labradores ajustando el precio del vestido quehabía de ponerme, cuando sentí en el hombroun golpecito producido al parecer por un látigoque movían manos delicadas. Volvime y missFly, pues no era otra la que me azotaba, dijo:

-Caballero, hace una hora que os busco.

-Señora, los preparativos de mi viaje me hanimpedido ir a ponerme a las órdenes de usted.

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Miss Fly no oyó mis últimas palabras, por-que toda su atención estaba fija en una aldeanaque teníamos delante, la cual, por su parte,amamantando un tierno chiquillo, no quitabalos ojos de la inglesa.

-Señora -dijo esta- ¿me podréis proporcionarun vestido como el que tenéis puesto?

La aldeana no entendía el castellano co-rrompido de la inglesa, y mirábala absorta sincontestarle.

-Señorita Fly -dije- ¿va usted a vestirse dealdeana?

-Sí -me respondió sonriendo con malicia-.Quiero ir con vos.

-¡Conmigo! -exclamé con la mayor sorpresa.

-Con vos, sí; quiero ir disfrazada con vos aSalamanca -añadió tranquilamente, sacando de

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su bolsillo algunas monedas para que la aldea-na la entendiese mejor.

-Señora, no puedo creer sino que usted se havuelto loca -dije-. ¿Ir conmigo a Salamanca, irconmigo en esta expedición arriesgada y de lacual ignoro si saldré con vida?

-¿Y qué? ¿No puedo ir porque hay peligro?Caballero, ¿en qué os fundáis para creer que yoconozco el miedo?

-Es imposible, señora, es imposible que us-ted me acompañe -afirmé con resolución.

-Ciertamente no os creía grosero. Sois de losque rechazan todo aquello que sale de los lími-tes ordinarios de la vida. ¿No comprendéis queuna mujer tenga arrojo suficiente para afrontarel peligro, para prestar servicios difíciles a unacausa santa?

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-Al contrario, señora, comprendo que unamujer como usted es capaz de eminentes accio-nes, y en este momento miss Fly me inspira lamás sincera admiración; pero la comisión quellevo a Salamanca es muy delicada, exige quenadie vaya al lado mío, y menos una señoraque no puede disfrazarse, ocultando su lenguaextranjera y noble porte.

-¿Que no puedo disfrazarme?

-Bueno, señora -dije sin poder contener la ri-sa-. Principie usted por dejar su guardapiés deamazona, y póngase el manteo, es decir, unalarga pieza de tela que se arrolla en el cuerpo,como la faja que ponen a los niños.

Miss Fly miraba con estupor el extraño ypintoresco vestido de la aldeana.

-Luego -añadí- desciña usted esas hermosastrenzas de oro, construyéndose en lo alto unmoño del cual penderán cintas, y en las sienes

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dos rizos de rueda de carro con horquillas deplata. Cíñase usted después la jubona de ter-ciopelo, y cubra en seguida sus hermosos hom-bros con la prenda más graciosa y difícil dellevar, cual es el dengue o rebociño.

Athenais se ponía de mal humor, y contem-plaba las singulares prendas que la charra ibasacando de un arcón.

-Y después de calzarse los zapatitos sobremedia de seda calada, y ceñirse el picote negrobordado de lentejuelas, ponga usted la últimapiedra a tan bello edificio, con la mantilla derocador prendida en los hombros.

La señorita Mariposa me miró con indigna-ción comprendiendo la imposibilidad de dis-frazarse de aldeana.

-Bien -afirmó mirándome con desdén-. Irésin disfrazarme. En realidad no lo necesito,porque conozco al coronel Desmarets, que me

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dejará entrar. Le salvé la vida en la Albuera... Yno creáis, mi conocimiento con el coronel Des-marets puede seros útil...

-Señora -le dije, poniéndome serio-, el honorque recibo y el placer que experimento al ver-me acompañado por usted son tan grandes,que no sé cómo expresarlos. Pero no voy a unafiesta, señora, voy al peligro. Además, si este noasusta a una persona como usted ¿nada signifi-ca el menoscabo que pueda recibir la opiniónde una dama ilustre que viaja con hombre des-conocido por vericuetos y andurriales?

-Menguada idea tenéis del honor, caballero -declaró con nobleza y altanería-. O vuestroshechos son mentira, o vuestros pensamientosestán muy por bajo de ellos. Por Dios, no osarrastréis al nivel de la muchedumbre, porqueconseguiréis que os aborrezca. Iré con vos aSalamanca.

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-XIII-Y tomando el partido de no contestar a mis

razonables observaciones, se dirigió al cuartelgeneral, mientras yo tomaba el camino de mialojamiento para trocarme de oficial del ejércitoen el más rústico charro que ha parecido encampos salmantinos. Con mi calzón estrecho depaño pardo, mis medias negras y zapatos devaca; con mi chaleco cuadrado, mi jubón dealdetas en la cintura y cuchillada en la sangría,y el sombrero de alas anchas y cintas colgantesque encajé en mi cabeza, estaba que ni pintado.Completaron mi equipo por el momento unacartera que cosí dentro del jubón con lo necesa-rio para trazar algunas líneas, y el alma de laexpedición, o sea el dinero que puse en la bolsainterna del cinto.

-Ya está mi Sr. Araceli en campaña -me dije-.El miércoles a las doce de vuelta en Bernuy...¡En buena me he metido!... Si la inglesa da en el

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hito de acompañarme, soy hombre perdido...Pero me opondré con toda energía, y como noentre en razón, denunciaré al general en jefe elcapricho de su audaz paisana para que acortelos vuelos de esta sílfide andariega y volunta-riosa.

No era tanta mi inmodestia que supusiese aAthenais movida exclusivamente de un antojoy afición a mi persona; pero aún creyéndomeindigno de la solícita persecución de la hermosadama, resolví poner en práctica un medio efi-caz para librarme de aquel enojoso, aunqueadorable y tentador estorbo, y fue que bonita-mente y sin decir nada a nadie, como D. Quijoteen su primera salida, eché a correr fuera deSanti Spíritus y delante de la vanguardia delejército, que en aquel momento comenzaba asalir para San Muñoz.

Pero juzgad, ¡oh señores míos! ¡cuál sería misorpresa cuando a poco de haber salido espole-ando mi cabalgadura, que en el andar allá se

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iba con Rocinante, sentí detrás un chirrido deásperas ruedas y un galope de rocín y un crujirde látigo y unas voces extrañas de las que entodos los idiomas se emplean para animar a unbruto perezoso! ¡Juzgad de mi sorpresa cuandome volví y vi a la misma miss Fly dentro de uncochecillo indescriptible, no menos destartala-do y viejo que aquel de la célebre catástrofe,guiando ella misma y acompañada de un rapa-zuelo de Santi Spíritus!

Al llegar junto a mí, la inglesa profería ex-clamaciones de triunfo. Su rostro estaba enar-decido y risueño, como el de quien ha ganadoun premio en la carrera, sus ojos despedían laviva luz de un gozo sin límites; algunas mechasde sus cabellos de oro flotaban al viento,dándole el fantástico aspecto de no sé qué dei-dad voladora de esas que corren por los frisosde la arquitectura clásica, y su mano agitaba ellátigo con tanta gallardía como un centauro sudardo mortífero. Si me fuera lícito emplear las

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palabras que no entiendo bien aplicadas a lafigura humana, pero que son de uso común enlas descripciones, diría que estaba radiante.

-Os he alcanzado -dijo con acento verdade-ramente triunfal-. Si mistress Mitchell no mehubiera prestado su carricoche, habría venidosobre una cureña, señor Araceli.

Y como nuevamente le expusiera yo los in-convenientes de su determinación, me dijo:

-¡Qué placer tan grande experimento! Esta esla vida para mí; libertad, independencia, inicia-tiva, arrojo. Iremos a Salamanca... Sospecho queallí tendréis que hacer además de la comisiónde lord Wellington... Pero no me importanvuestros asuntos. Caballero, sabed que os des-precio.

-¿Y qué he hecho para merecerlo? -dije po-niendo mi cabalgadura al paso del caballo de

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tiro y aflojando la marcha, lo cual ambas bestiasagradecieron mucho.

-¿Qué? Llamar locura a este designio mío.No tienen otra palabra para expresar nuestrainclinación a las impresiones desconocidas, alos grandes objetos que entrevé el alma sin po-derlos precisar, a las caprichosas formas conque nos seduce el acaso, a las dulces emocionesproducidas por el peligro previsto y el éxitodeseado.

-Comprendo toda la grandeza del varonilespíritu de usted; pero ¿qué puede encontrar enSalamanca digno del empleo de tan insignesfacultades? Voy como espía, y el espionaje notiene nada de sublime.

-¿Querréis hacerme creer -dijo con malicia-que vais a Salamanca a la comisión de lord We-llington?

-Seguramente.

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-Un servicio a la patria no se solicita con tan-to afán. Recordad lo que me dijisteis acerca dela persona a quien amáis, la cual está presa,encantada o endemoniada (así lo habéis dicho)en la ciudad adonde vamos.

Una risa franca vino a mis labios, mas lacontuve diciendo:

-Es verdad; pero quizás no tenga tiempo pa-ra ocuparme de mis propios asuntos.

-Al contrario -dijo con gracia suma-. No osocuparéis de otra cosa. ¿Se podrá saber, caba-llero Araceli, quién es cierta condesa que osescribe desde Madrid?

-¿Cómo sabe usted...? -pregunté con asom-bro.

-Porque poco antes de salir yo de casa deForfolleda, llegó un oficial con una carta quehabía recibido para vos. La miré por fuera, y vi

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unas armas con corona. Vuestro asistente dijo:«Ya tenemos otra cartita de mi señora la conde-sa».

-¡Y yo salí sin recoger esa carta! -exclamécontrariado-. Vuelvo al instante a Santi Spíritus.

Pero miss Fly me detuvo con un gesto en-cantador, diciendo con gracejo sin igual:

-No seáis impetuoso, joven soldado; tomadla carta.

Y me la dio, y al punto la abrí y la leí. En ellame decía simplemente, a más de algunas cosasdulces y lisonjeras, que por Marchena acababade saber que nuestro enemigo se disponía asalir de Plasencia para Salamanca.

-Parece que os dan alguna noticia importan-te, según lo mucho que reflexionáis sobre ella-me dijo Athenais.

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-No me dice nada que yo no sepa. La infelizmadre, agobiada por el dolor y la impaciencia,me apremia sin cesar para que le devuelva elbien que le han quitado.

-Esa carta es de la mamá de la encantada -dijo la señorita Mariposa con incredulidad-.Forjáis historias muy lindas, caballero pero queno engañarán a personas discretas como yo.

Recorrí la carta con la vista, y seguro de queno contenía cosa alguna que a los extraños de-biera ocultarse, pues la misma condesa habíahecho público el secreto de su desgraciada ma-ternidad, la di a miss Fly para que la leyese.Ella, con intensa curiosidad, la leyó en un mo-mento, y repetidas veces alzó los ojos del papelpara clavarlos en mí, acompañando su miradade expresivas exclamaciones y preguntas.

-Yo conozco esta firma -dijo primero-. Lacondesa de ***. La vi y la traté en el Puerto deSanta María.

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-En Enero del año 10, señora.

-Justamente... Y dice que sois su ángel tute-lar, que espera de vos su felicidad... que os de-berá la vida... que cambiaría todos los timbresde su casa por vuestro valor, por la nobleza devuestro corazón y la rectitud de vuestros altossentimientos.

-¿Eso dice?... pasé la vista sin fijarme másque en lo esencial.

-Y también que tiene completa confianza envos, porque os cree capaz de salir bien en lagran empresa que traéis entre manos... QueInés (¿con que se llama Inés?), a pesar de lomucho que vale por su hermosura y por susprendas, le parece poco galardón para vuestraconstancia...

Miss Fly me devolvió la carta. Estaba infla-mada por una dulce confusión, casi diré arreba-tador entusiasmo, y su brillante fantasía, des-

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pertándose de súbito con briosa fuerza, agran-daba sin duda hasta límites fabulosos la aven-tura que delante tenía.

-¡Caballero! -exclamó sin ocultar el expansi-vo y grandioso arrobamiento de su alma poéti-ca- esto es hermosísimo, tan hermoso que noparece real. Lo que yo sospechaba y ahora seme revela por completo tiene tanta belleza co-mo las mentiras de las novelas y romances. Demodo que vos al ir a Salamanca vais a inten-tar...

-Lo imposible.

-Decid mejor dos imposibles -afirmó At-henais con exaltado acento- porque la comisiónde Wellington... ¡Qué sublime paso, qué in-comparable atrevimiento, señor Araceli! El co-ronel Simpson decía hace poco que hay noven-ta y nueve probabilidades contra una de queseréis fusilado.

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-Dios me protegerá, señora.

-Seguramente. Si no hubieran existido en elmundo hombres como vos, no habría historia osería muy fastidiosa. Dios os protegerá. Hacéismuy bien... apruebo vuestra conducta. Os ayu-daré.

-¿Pero todavía insiste usted?

-¡Extraño suceso! -dijo sin hacer caso de mipregunta- ¡y cómo me seduce y cautiva! EnEspaña, sólo en España podría encontrarse estoque enciende el corazón, despierta la fantasía yda a la vida el aliciente de vivas pasiones quenecesita. Una joven robada, un caballero lealque, despreciando toda clase de peligros, va ensu busca y penetra con ánimo fuerte en unaplaza enemiga, y aspira sólo con el valor de sucorazón y los ardides de su ingenio a arrancarel objeto amado de las bárbaras manos que laaprisionan... ¡Oh, qué aventura tan hermosa!¡Qué romance tan lindo!

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-¿Gustan a usted, señora, las aventuras y losromances?

-¿Que si me gustan? ¡Me encantan, me ena-moran, me cautivan más que ninguna lecturade cuantas han inventado los ingenios de latierra! -repuso con entusiasmo-. ¡Los romances!¿Hay nada más hermoso, ni que con elocuenciamás dulce y majestuosa hable a nuestra alma?Los he leído y los conozco todos, los moriscos,los históricos, los caballerescos, los amorosos,los devotos, los vulgares, los de cautivos y for-zados y los satíricos. Los leo con pasión, hetraducido muchos al inglés en verso o prosa.

-¡Oh señora mía e insigne maestra! -dije,afirmando para mí que la enfermedad moral demiss Fly era una monomanía literaria-. ¡Cuántodeben a usted las letras españolas!

-Los leo con pasión -añadió sin hacerme ca-so- pero ¡ay! los busco ansiosamente en la vidareal y no puedo, no puedo encontrarlos.

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-Justo, porque esos tiempos pasaron, y ya nohay Lindarajas, ni Tarfes, ni Bravoneles, ni Me-lisendras -afirmé, reconociendo que me habíaequivocado en mi juicio anterior respecto a laenfermedad de la Pajarita-. ¿Pero de veras se haempeñado usted en encontrar en la vida real losromances? por ejemplo, aquellas moritas vesti-das de verde que se asomaban a las rejas deplata para despedir a sus galanes cuando iban ala guerra, aquellos mancebos que salían al re-dondel con listón amarillo o morado, aquellosbarbudos reyes de Jaén o Antequera que...

-Caballero -dijo con gravedad interrum-piéndome- ¿habéis leído los romances de Ber-nardo del Carpio?

-Señora -respondí turbado- confieso mi ig-norancia. No los conozco. Me parece que los heoído pregonar a los ciegos; pero nunca loscompré. He descuidado mucho mi instrucción,miss Fly.

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-Pues yo los sé todos de memoria, desde

En los reinos de Leónel quinto Alfonso reinaba;hermosa hermana tenía,doña Jimena se llama,

hasta la muerte del héroe, donde hay aquellode

Al pie de un túmulo negroestá Bernardo del Carpio.

¡Incomparable poesía! Después de la Ilíadano se ha compuesto nada mejor. Pues bien. ¿Noconocéis ni siquiera de oídas el romance en queBernardo liberta de los moros a su amada Estela, y alCarpio que tenían cercado?

-Eso ha de ser bonito.

-Parece que resucitan los tiempos -dijo missFly con cierta vaguedad inexplicable, al modode expresión profética en el semblante- parece

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que salen de su sepultura los hombres, revis-tiendo forma antigua, o que el tiempo y elmundo dan un paso atrás para aliviar su triste-za, renovando por un momento las maravillaspasadas... La Naturaleza, aburrida de la vulga-ridad presente, se viste con las galas de su ju-ventud, como una vieja que no quiere serlo...Retrocede la Historia, cansada de hacer tonter-ías, y con pueril entusiasmo hojea las páginasde su propio diario y luego busca la espada enel cajón de los olvidados y sublimes juguetes...¿pero no veis esto, Araceli, no lo veis?

-Señora, ¿qué quiere usted que vea?

-El romance de Bernardo y de la hermosa Es-tela, que por segunda vez...

Al decir esto, el caballo que arrastraba no sintrabajo el carricoche de la poética Athenais,empezó a cojear, sin duda porque no podíareverdecer, como la Historia, las lozanas robus-teces y agilidades de su juventud. Pero la ingle-

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sa no paró mientes en esto, y con gravedad su-ma continuó así:

-También tiene ahora aplicación el romancede D. Galván, que no está escrito; pero quepuede recogerse de boca del pueblo como lo hehecho yo. En él, sin embargo, D. Galván nohubiera podido sacar de la torre a la infanta, sinel auxilio de una hada o dama desconocida quese le apareció...

El caballo entonces, que ya no podía con sualma, tropezó cayendo de rodillas.

-Mi estimable hada, aquí tiene usted la rea-lidad de la vida -le dije-. Este caballo no puedeseguir.

-¡Cómo! -exclamó con ira la inglesa-. An-dará. Si no enganchad el vuestro al carricoche, eiremos juntos aquí.

-Imposible, señora, imposible.

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-¡Qué desolación! Bien decía mistress Mit-chell, que este animal no sirve para nada. A mí,sin embargo, me pareció digno del carro deFaetonte.

Levantamos al animal, que dio algunos pa-sos y volvió a caer al poco trecho.

-Imposible, imposible -exclamé-. Señora meveo obligado muy a pesar mío a abandonar austed.

-¡Abandonarme! -dijo la inglesa.

En sus hermosos ojos brilló un rayo de aque-lla cólera augusta que los poetas atribuyen a lasdiosas de la antigüedad.

-Sí, señora; lo siento mucho. Va a anochecer.De aquí a Salamanca hay diez leguas, el miér-coles a las doce tengo que estar de vuelta enBernuy. No necesito decir más.

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-Bien, caballero -dijo con temblor en los la-bios y acerba reconvención en la mirada-. Mar-chaos. No os necesito para nada.

-El deber no me permite detenerme ni unahora más -dije volviendo a montar en mi caba-llo, después que, ayudado por el aldeanillo,puse sobre sus cuatro patas al de miss Fly-. Elejército aliado no tardará... ¡Ah! ya están aquí.En aquella loma aparecen las avanzadas... Lasmanda Simpson su amigo de usted, el coronelSimpson... Conque deme usted su licencia... Nodirá usted, señora mía, que la dejo sola... Allíviene un jinete. Es Simpson en persona.

Miss Fly miró hacia atrás con despecho ytristeza.

-Adiós, hermosa señora mía -grité picandoespuelas-. No puedo detenerme. Si vivo contaréa usted lo que me ocurra.

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Apresurado por mi deber, me alejé a todoescape.

-XIV-Marché aquella tarde y parte de la noche, y

después de dormir unas cuantas horas en Cas-trejón, dejé allí el caballo, y habiendo adquiridogran cantidad de hortalizas, con más un asnoflaquísimo y tristón, hice mi repuesto y em-prendí la marcha por una senda que conducíadirectamente, según me indicaron, al camino deVitigudino. Halleme en este al medio día dellunes: mas una vez que lo reconocí, apartemede él, tomando por atajos y vericuetos hastallegar al Tormes, que pasé para coger el caminode Ledesma y lugar de Villamayor. Por variosaldeanos que encontré en un mesón jugando ala calva y a la rayuela, supe que los francesesno dejaban entrar a quien no llevase carta deseguridad dada por ellos mismos, y que aun así

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detenían a los vendedores en la plaza sin dejar-los pasar adelante para que no pudiesen ver losfuertes.

-No me han quedado ganas de volver a Sa-lamanca, muchacho -me dijo el charro fornido yobeso, que me dio tan lisonjeros informes des-pués de convidarme a beber en la puerta delmesón-. Por milagro de Dios y de María Santí-sima está vivo el señor Baltasar Cipérez, o seayo mismo.

-¿Y por qué?

-Porque... verás. Ya sabes que han mandadovayan a trabajar a las fortificaciones todos loshabitantes de estos pueblos. El lugar que noenvía a su gente es castigado con saqueo y aveces con degüello... Bien dicen que el diablo essutil. La costumbre es que mientras los aldea-nos trabajan, los soldados estén quietos,hablando y fumando, y de trecho en trecho haysargentos que con látigo en mano que están allí

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con mucho ojo abierto para ver el que se distraeo mira al cielo o habla a su compañero... Biendijo el otro, que el diablo no duerme y todo loañasca... En cuanto se descuida uno tanto así...¡plas!...

-Le toman la medida de las espaldas.

-Yo tengo mala sangre -añadió Cipérez- y nocreo haber nacido para esclavo. Soy aldeanorico, estoy acostumbrado a mandar y no a queme den latigazos. A perro viejo no hay tus tus...Así es que cuando aquel Lucifer me...

-Si soy yo el azotado, allí mismo lo tiendo.

-Yo cerré los ojos; yo no vi más que sangre,yo me metí entre todos porque... ¡Baltasar Cipé-rez azotado por un francés!... Yo daba mojico-nes... quien no puede dar en el asno da en laalbarda. En fin, allí nos machacamos las lien-dres durante un cuarto de hora... Mira las resul-tas.

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El rico aldeano, apartando la anguarinapuesta del revés, según uso del país, mostromesu brazo vendado y sostenido en un pañuelo almodo de cabestrillo.

-¿Y nada más? ¡Pues yo creí que le habíanahorcado a usted!

-No, tonto, no me ahorcaron. ¿De veras locreías tú? Habríanlo hecho si no se hubierapuesto de parte mía un soldado francés, llama-do Molichard, que es buen hombre y un tantoborracho. Como éramos amigos y habíamosbebido tantas copas juntos, se dio sus mañas, ysacándome del calabozo me puso salvo, aunqueno sano, en la puerta de Zamora. ¡Pobre Moli-chard, tan borracho y tan bueno! Cipérez el ricono olvidará su generosa conducta.

-Señor Cipérez -dije al leal salamanquino-,yo voy a Salamanca y no tengo carta de seguri-dad. Si su merced me proporcionara una...

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-¿Y a qué vas a allá?

-A vender estas verduras -repuse mostrandomi pollino.

-Buen comercio llevas. Te lo pagarán a pesode oro. ¿Llevas lo que ellos llaman jericó?

-¿Habichuelas? Sí. Son de Castrejón.

El aldeano me miró con atención algo suspi-caz.

-¿Sabes por dónde anda el ejército inglés? -me preguntó clavando en mí los ojos-. Por lauña se saca al león...

-Cerca está, señor Cipérez. ¿Conque me dasu merced la carta de seguridad?...

-Tú no eres lo que pareces -dijo con maliciael aldeano-. ¡Vivan los buenos patriotas y mue-ran los franceses, todos los franceses, menos

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Molichard, a quien pondré sobre las niñas demis ojos!

-Sea lo que quiera... ¿me da su merced la car-ta de seguridad?

-Baltasarillo -gritó Cipérez- llégate aquí.

Del grupo de los jugadores salió un jovencomo de veinte años, vivaracho y alegre.

-Es mi hijo -dijo el charro-. Es un acero... Bal-tasarillo, dame tu carta de seguridad.

-Entonces...

-No, no vayas mañana a Salamanca. Vuelveconmigo a Escuernavacas. ¿No dices que tumadre quedó muy triste?

-Madre tiene miedo a las moscas; pero yono.

-¿Tú no?

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-Por miedo de gorriones no se dejan de sem-brar cañamones -replicó el mancebo-. Quiero ira Salamanca.

-A casa, a casa. Te mandaré mañana con unregalito para el señor Molichard... Dame tu car-ta.

El joven sacó su documento y entregómeloel padre diciendo:

-Con este papel te llamarás Baltasarillo Cipé-rez, natural de Escuernavacas, partido de Viti-gudino. Las señas de los dos mancebos allá sevan. El papel está en regla y lo saqué yo mismohace dos meses, la última vez que mi hijo estu-vo en Salamanca con su hermana María, cuan-do la fiesta del rey Copas.

-Pagaré a su merced el servicio que me hahecho -dije echando mano a la bolsa, cuandoBaltasarito se apartó de mí.

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-Cipérez el rico no toma dinero por un favor-dijo con nobleza-. Creo que sirves a la patria,¿eh? Porque a pesar de ese pelaje... Tan buenoes como el rey y el Papa el que no tiene capa...Todos somos unos. Yo también...

-¿Cómo recibirán estos pueblos al lord cuan-do se presente?

-¿Cómo le han de recibir...? ¿Le has visto?¿Está cerca? -preguntó con entusiasmo.

-Si su merced quiere verle, pásese el miérco-les por Bernuy.

-¡Bernuy! Estar en Bernuy es estar en Sala-manca -exclamó con exaltado gozo-. El refrándice: «Aquí caerá Sansón»; pero yo digo: «Aquícaerá Marmont y cuantos con él son». ¿Hasvisto los estudiantes y los mozos de Villama-yor?

-No he visto nada, señor.

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-Tenemos armas -dijo con misterio-. Ténga-nos el pie al herrar y verá del que cojeamos...Cuando el lord nos vea...

Y luego, llevándome aparte con toda reser-va, añadió:

-Tú vas a Salamanca mandado por el lord,¿eh?... como si lo viera... No haya miedo. El quetiene padre alcalde, seguro va a juicio. Bien,amigo... has de saber que en todos estos pue-blos estamos preparados, aunque no lo parece.Hasta las mujeres saldrán a pelear... Los france-ses quieren que les ayudemos, pero lo que hasde dar al mur dalo al gato, y sacarte ha de cui-dado. Yo serví algún tiempo con JuliánSánchez, y muchas veces entré en la ciudadcomo espía... Mal oficio... pero en manos está elpandero que lo saben bien tañer.

-Señor Cipérez -dije-. ¡Vivan los buenos pa-triotas!

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-No esperamos más que ver al inglés paraecharnos todos al campo con escopetas, hoces,picos, espadas y cuanto tenemos recogido yguardado.

-Y yo me voy a Salamanca. ¿Me dejarán tra-bajar en las fortificaciones?

-Peligrosillo es. ¿Y el látigo? Quien a mí metrasquiló, las tijeras le quedaron en la mano...Pero si ahora no trabajan los aldeanos en losfuertes.

-¿Pues quién?

-Los vecinos de la ciudad.

-¿Y los aldeanos?

-Los ahorcan si sospechan que son espías.Que ahorquen. Al freír de los huevos lo verán,y a cada puerco le llega su San Martín... Por mínada temo ahora, porque en salvo está el querepica.

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-Pero yo...

-Ánimo, joven... Dios está en el cielo... y conesto me voy hacia Valverdón, donde me espe-ran doscientos estudiantes y más de cuatrocien-tos aldeanos. ¡Viva la patria y Fernando VII!¡Ah! por si te sirvo de algo, puedes decir enSalamanca que vas a buscar hierro viejo para tuseñor padre Cipérez el rico... adiós...

-Adiós, generoso caballero.

-¿Caballero yo? Poco va de Pedro a Pedro...Aunque las calzo no las ensucio... Adiós, mu-chacho, buena suerte. ¿Sabes bien el camino?Por aquí adelante, siempre adelante. Encon-trarás pronto a los franceses; pero siempre ade-lante, adelante siempre. Aunque mucho sabe lazorra, más sabe el que la toma.

Nos despedimos el bravo Cipérez y yodándonos fuertes apretones de manos, y seguía buen paso mi camino.

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-XV-Detúveme a descansar en Cabrerizos ya

muy alta la noche del lunes al martes, y alamanecer del día siguiente, cuando me dispon-ía a hacer mi entrada en la ciudad, insigne ma-estra de España y de la civilización del mundo,los franceses, que hasta entonces no me habíanincomodado, aparecieron en el camino. Era undestacamento de dragones que custodiaba cier-to convoy enviado por Marmont desde Fuente-saúco. A pesar de que no había motivo paracreer que aquellos señores se metieran conmi-go, yo temía una desgracia; mas disimulé mizozobra y recelo, arreando el pollino, y afec-tando divertir la tristeza del camino con canta-res alegres.

No me engañó el corazón, pues los invasoresde la patria ¡que comidos de los lobos sean an-tes, ahora y después! sin intentar hacerme ma-

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nifiesto daño, antes bien un beneficio aparente,contrariaron mi plan de un modo lastimoso.

-Hermosas hortalizas -dijo en francés un ca-bo llevando su caballo al mismo paso que mipollino.

No dije nada, y ni siquiera le miré.

-¡Eh, imbécil! -gritó en lengua híbrida,dándome con su sable en la espalda- ¿llevasesas verduras a Salamanca?

-Sí, señor -respondí afectando toda la estu-pidez que me era posible.

Un oficial detuvo el paso y ordenó al caboque comprase toda mi mercancía.

-Todo, lo compramos todo -dijo el cabo sa-cando un bolsillo de trapo mugriento-. ¿Com-bien?

Hice señas negativas con la cabeza.

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-¿No llevas eso a Salamanca para venderlo?

-No, señor, es para un regalo.

-¡Al diablo con los regalos! Nosotros com-pramos todo, y así, gran imbécil, podrás volver-te a tu pueblo.

Comprendí que resistir a la venta era infun-dir sospechas, y les pedí un sentido por lasverduras, cuya escasez era muy grande enaquella época y en aquel país. Mas enfurecidoel soldado, amenazome con abrirme bonita-mente en dos: subió luego el precio más de loofrecido, bajé yo un tantico, y nos ajustamos.Recibí el dinero, mi pollino se quedó sin carga,y yo sin motivo aparente para justificar mi en-trada en la ciudad, porque a los que no ibancon víveres les daban con la puerta en los hoci-cos. Seguí, sin embargo, hacia adelante, y elcabo me dijo:

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-¡Eh, buen hombre! ¿No os volvéis a vuestropueblo? No he visto mayor estúpido.

-Señor -repuse- voy a cargar mi burro dehierro viejo.

-¿Tienes carta de seguridad?

-¿Pues no la he de tener? Cuando estuve enSalamanca hace dos meses, para ver las fiestasdel rey, me la dieron... Pero como ahora no lle-vo carga puede que no me dejen entrar a reco-ger el hierro viejo. Si el señor cabo quiere quevaya con su merced para que diga cómo mecompró las verduras... pues, y que voy por hie-rro viejo.

-Bueno, saco de papel: pon tu burro al paso demi caballo y sígueme; mas no sé si te dejaránentrar, porque hay órdenes muy rigurosas paraevitar el espionaje.

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Llegamos a la puerta de Zamora y allí medetuvo con muy malos modos el centinela.

-Déjalo pasar -dijo mi cabo-; le he compradolas verduras y va a cargar de hierro su jumento.

Mirome el cabo de guardia con recelo, y alver retratada en mi semblante aquella beatíficaestupidez propia de los aldeanos que han vivi-do largo tiempo en lo más intrincado de selvasy dehesas, dijo así:

-Estos palurdos son muy astutos. ¡Eh! mon-sieur le badaud. En esta semana hemos ahorcadoa tres espías.

Yo fingí no comprender, y él añadió:

-Puedes entrar si tienes carta de seguridad.

Mostré el documento y entonces me dejaronpasar.

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Atravesé una calle larga, que era la de Za-mora, y me condujo en derechura a una grandey hermosa plaza de soportales, ocupada a lasazón por gran gentío de vendedores. Busquéen las inmediaciones posada donde dejar miburro para poder dedicarme con libertad alobjeto de mi viaje, y cuando hube encontradoun mesón, que era el mejor de la ciudad, yacomodado en él con buen pienso de paja ycebada a mi pacífico compañero, salí a la calle.Era la de la Rúa, según me dijo una muchacha aquien pregunté. Mi afán era trasladarme al re-cinto amurallado para recorrerlo todo. De pron-to vi multitud de personas de diversas clasesque marchaban en tropel llevando cada cual alhombro azadón o pico. Escoltábanles soldadosfranceses, y no iban ciertamente muy a gustoaquellos señores.

-Son los habitantes de la ciudad que van atrabajar a las fortificaciones -dije para mí-. Losfranceses les llevan a la fuerza.

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Aparteme a un lado por temor a que mi cu-riosidad infundiese sospechas, y andando sinrumbo ni conocimiento de las calles, llegué a unconvento, por cuyas puertas entraban a lasazón algunas piezas de artillería. De repentesentí una pesada mano sobre mi hombro, y unavoz que en mal castellano me decía:

-¿No tomáis una azada, holgazán? Venidconmigo a casa del comisario de policía.

-Yo soy forastero -repuse-; he venido con miborriquito...

-Venid y se sabrá quién sois -continuómirándome atentamente-. Si par exemple, fueseisespion...

Mi primer intento fue resistirme a seguirle;pero hubiérame vendido la resistencia, y parec-ía más prudente ceder. Afectando la mayorhumildad seguí a mi extraño aprehensor, elcual era un soldado pequeño y vivaracho, oji-

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negro, morenito y oficioso, cuyo empaque ymodos me hacían poquísima gracia. En el reco-do que hacía una calle tortuosa y oscura, tratéde burlarle, quedándome un instante atrás paraponer los pies en polvorosa con la ligereza queme era propia; mas adivinando el menguadomis intenciones, asiome del brazo y socarrona-mente me dijo:

-¿Creéis que soy menos listo que vos? Ade-lante y no deis coces, porque os levanto la tapade los sesos, señor patán. Ya no me queda dudaque sois espion. Estabais observando la artilleríade las monjas Bernardas. Estabais midiendo lamuralla. Sabed que aquí hay unos funcionariosmuy astutos que espían a los espías, y yo soyuno de ellos. ¿No habéis bailado nunca al ex-tremo de una cuerda?

Nuevamente sentí impulsos de librarme deaquel hombre por la violencia; mas por fortunatuve tiempo de reflexionar, sofocando mi cóle-ra, y fiando mi salvación a la astucia y al disi-

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mulo. Llevome el endemoniado francesillo a unvasto edificio, en cuyo patio vi mucha tropa, ydeteniéndose conmigo ante un grupo formadode cuatro robustos y poderosos militares debrillantes uniformes, bigotazos retorcidos eimponente apostura, me señaló con expresiónde triunfo.

-¿Qué traes, Tourlourou? -preguntó con fasti-dio el más viejo de todos.

-Un crapaud pescado ahora mismo.

Quiteme el sombrero, y con aire contrito yhumildísimo hice varias reverencias a aquellosapreciables sujetos.

-¡Un crapaud! -repitió el viejo oficial, diri-giéndose a mí con fieros ojos-. ¿Quién sois?

-Señor -dije cruzando las manos-. Ese señorsoldado me ha tomado por un espía. Yo vengode Escuernavacas a buscar hierro viejo, tengo

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mi burro en el mesón de una tal tía Fabiana, yme llamo Baltasar Cipérez para lo que vuecen-cia guste mandar. Si quieren ahorcarme, ahór-quenme... -y luego sollozando del modo máslastimero y exhalando gritos de dolor quehubieran conmovido al mismísimo bronce, ex-clamé -: ¡Adiós, madre querida; adiós, padre demi corazón; ya no veréis más a vuestro hijito;adiós, Escuernavacas de mi alma, adiós, adiós!Pero yo, ¿qué he hecho, qué he hecho yo, seño-res?

El oficial anciano dijo con calma impertur-bable. Molichard, sargento Molichard, mandadque le encierren en el calabozo. Después le in-terrogaremos. Ahora estoy muy ocupado. Voya ver al Maréchal de Logis, porque se dice queesta tarde saldremos de Salamanca.

Presentose otro francés alto como un poste,derecho como un huso, flaco y duro y flexiblecual caña de Indias, de fisonomía curtida y bur-lona, ojos vivos, lacios y negros bigotes, y ma-

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nos y pies de descomunal magnitud. Cuando via aquel pedazo de militar, de cuya osamentapendía el uniforme como de una percha; cuan-do oí su nombre, una idea salvadora iluminósúbito mi cerebro, y pasando del pensamiento ala ejecución con la rapidez de la voluntadhumana en casos de apuro, lancé una exclama-ción en que al mismo tiempo puse afectada-mente sorpresa y júbilo; corrí hacia él, meabracé con vehemente ardor a sus rodillas, yllorando dije:

-¡Oh, Sr. Molichard de mi alma, Sr. Moli-chard, queridísimo y reverenciadísimo! Al fin leencuentro. Y ¡cuánto le he buscado sin que es-tos pícaros me dieran razón de su merced!Déjeme que le abrace, que bese sus rodillas yque le reverencie y acate y venere... ¡Oh, SantaVirgen María: qué gozo tan grande!

-Creo que estáis loco, buen hombre -dijo elfrancés sacudiendo sus piernas.

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-Pero, ¿no me conoce usía? -añadí-. Pero,¿cómo me ha de conocer, si no me ha vistonunca? Deme esa mano que la bese y viva milaños el buen Sr. Molichard que salvó a mi pa-dre de la muerte. Soy Baltasar Cipérez, mire lacarta de seguridad, soy hijo del tío Baltasar aquien llaman Cipérez el rico, natural de Es-cuernavacas. Bendito sea el Sr. Molichard. Es-toy en Salamanca porque hame mandado mipadre con un obsequio para su merced.

-¡Un obsequio! -exclamó el sargento con al-borozado semblante.

-Sí señor, un obsequio miserable, pues lo queusía ha hecho no lo pagará mi padre con lospobres frutos de su huerta.

-¡Verduras! ¿Y dónde están? -dijo Molichardvolviendo en derredor los ojos.

-Me las quitó en el camino un cabo de dra-gones, cuyo nombre no sé; pero que debe de

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andar por aquí y podrá dar testimonio de loque digo. Pues poco le gustaron a fe. Regostosela vieja a los bledos, no dejó verdes ni secos.

-¡Oh, peste de dragones! -exclamó con furiael protector de mi padre-. Yo se las sacaré de lastripas.

-Me obligó a que se las vendiera -continué-;pero puedo dar a usía el dinero que me en-tregó; además, de que en el primer viaje quehaga a Salamanca traeré, no una, sino dos car-gas para el Sr. Molichard. Mas no es el únicoobsequio que traigo a su merced. Mi padre nosabía qué hacer, porque quien da luego da dosveces; mi madre, que no ha venido en personaa ponerse a los pies de usía, porque le estánechando cintas nuevas a la mantilla, quería quepadre echase la casa por la ventana para obse-quiar a su protector, y cuando me puse en ca-mino pensaron los dos que la verdura era rega-lo indigno de su agradecido corazón, liberali-dad y mucha hacienda; por cuya razón dié-

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ronme tres doblones de oro para que en Sala-manca comprase para usía un tercio de vino dela Nava, que aquí lo hay bueno, y el del pueblorevuelve los hígados.

-El Sr. Cipérez es hombre generoso -dijo elfrancés pavoneándose ante sus amigos, que noestaban menos absortos y gozosos que él.

-Lo primero que hice en Salamanca esta ma-ñana fue contratar el tercio en el mesón de la tíaFabiana. Conque vamos por él...

-El vino de la tía Fabiana no puede ser mejorque el que hay en la taberna de la Zángana.Puedes comprarlo allí.

-Daré aína el dinero a su merced para que locompre a su gusto. Bien dicen que al que Diosquiere bien, en casa le traen de comer. ¡Cuántotrabajo para encontrar al Sr. Molichard! Pre-guntaba a todo el mundo sin que nadie me di-era razón, hasta que este buen amigo me tomó

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por espía y trájome aquí... no hay mal que porbien no venga... ¡Al fin he tenido el gusto deabrazar al amigo de mi padre! ¡Qué casualidad!Ojos que se quieren bien, desde lejos se ven...Sr. Molichard, cuando me deje su merced en elcalabozo, donde el oficial mandó que me pusie-ran, puede ir a escoger el vino que más le aco-mode. ¡Bendito sea Dios que hizo rico a mibuen padre para poder pagar con largueza losbeneficios! Mi padre quiere mucho al Sr. Moli-chard. Quien te da el hueso no quiere vertemuerto.

-En lo de ensartar refranes -dijo Molichard-,se conoce la sangre del Sr. Cipérez.

-Si bien canta el cura, no le va en zaga elmonaguillo.

Molichard pareció indeciso y después deconsultar a sus compañeros con la vista y algúnmonosílabo que no entendí, me dijo:

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-Yo bien quisiera no encerraros en el calabo-zo, porque, en verdad, cuando le obsequian auno de parte del Sr. Cipérez... pero...

-No... no se apure por mí el Sr. Molichard-dije con la mayor naturalidad del mundo-. Niquiero que por mí le riña el señor oficial. Alcalabozo. Como estoy seguro de que el señoroficial y todos los oficiales del mundo se con-vencerán de que no soy malo.

-En el calabozo lo pasaréis mal, joven... -dijoel francés-. Veremos. Se le dirá al oficial que...

-El oficial no se acuerda ya de lo que mandó-afirmó Tourlourou, quien, por encantamiento,había olvidado sus rencores contra mí.

-¡Eh! Jean-Jean -gritó Molichard llamando aun compañero que cercano al lugar de la escenapasaba, y en cuya pomposa figura conocí alcabo de dragones que comprara mis verdurasen el camino.

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Acercose Jean-Jean, por quien fui al puntoreconocido.

-Buen amigo -le dije-, me parece que fue sumerced quien me compró las verduras que trajepara el señor.

-¿Para Molichard?...

-¿No dije que eran para un regalo?

-A saber que eran para este chauve souris-dijo Jean-Jean-, no os hubiera dado un céntimopor ellas.

-Jean-Jean -dijo Molichard en francés-, ¿tegusta el vino de la Nava?

-Verlo no. ¿Dónde lo hay?

-Mira, Jean-Jean. Este joven me ha regaladoun trago. Pero tenemos que ponerle a él en elcalabozo...

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-¡En el calabozo!

-Sí, mon vieux, le han tomado por espía sinserlo.

-Vámonos a la taberna los cuatro -dijo Tour-lourou- y luego el señor se quedará en su cala-bozo.

-Yo no quiero que por mí se indispongan susmercedes con los jefes -dije con humildad yapocamiento-. Llévenme a la prisión, encié-rrenme... Cada lobo en su senda y cada gallo ensu muladar.

-¿Qué es eso de encerrar? -gritó Molicharden tono campechano y tocando las castañuelascon los dedos-. A casa de la Zángana, messieurs.Cipérez, nosotros respondemos de ti.

-¿Y si se enfada el oficial? Yo no me muevode aquí.

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-Un francés, un soldado de Napoleón -dijoTourlourou con un gesto parecido al de Bona-parte señalando las pirámides-, no bebe tran-quilo mientras que su amigo español se muerede sed en una mazmorra. Bravo, Cipérez -añadió abrazándome-, sois el primero entre miscamaradas. Abracémonos... Bien, así... amigoshasta la muerte. Señores, ved juntos aquí l'aiglede l'Empire et le lion de l'Espagne.

Francamente, a mí, león de España, me hac-ían poquísima gracia, como aquella, los brazosdel águila del imperio.

Y con esto y otros excesos verbales de lostres servidores del gran imperio, me sacaronfuera del cuartel y en procesión lleváronme aun ventorrillo cercano a las fortificaciones deSan Vicente.

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-XVI--Sr. Molichard, aparte del tercio de lo de la

Nava, que es regalo de mi señor padre, yo pagotodo el gasto -dije al entrar.

En poco tiempo, Tourlourou, Molichard yJean-Jean, regalaron sus venerandos cuerposcon lo mejor que había en la bodega, y helosaquí que por grados perdían la serenidad, sibien el cabo de dragones parecía tener más re-sistencia alcohólica que sus ilustres compañerosde armas y de vino.

-¿Tiene mucha hacienda vuestro padre? -mepreguntó Molichard.

-Bastante para pasar -respondí con modestia.

-Llámanle Cipérez el rico.

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-Cierto, y lo es... Veo que mi obsequio parecepoco... Por ahí se empieza. Ya sabemos quesobre un huevo pone la gallina.

-No digo eso. ¡A la salud de monsieurrrrCipérez!

-Esto que hoy he traído, es porque comovenía a mercar hierro viejo... Pero mi padre ymi madre y toda la familia, vendrán en proce-sión solene con algo mejor. Sr. Molichard, mihermana quiere conocer al Sr. Molichard...

-Es una linda muchacha, según decía Cipé-rez. ¡A la salud de María Cipérez!

-Muy guapa. Parece un sol, y cuantos la venla tienen por princesa.

-Y una buena dote... Si al fin irá uno a dejarsu pellejo en España. Digamos como Luis XIV:«Ya no hay Pirrineos». Bebed, Baltasarico.

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-Yo tengo muy floja la cabeza. Con tres me-dias copas que he bebido, ya estoy como si mehubieran metido a toda Salamanca entre sien ysien -dije fingiendo el desvanecimiento de laembriaguez.

Jean-Jean cantaba:

Le crocodile en partant pour la guerredisait adieux a ses petits enfants.Le malheureuxtraînant sa queuedans la poussière...

Tourlourou, después de remedar el gato y elperro, púsose de pie y con gesto majestuosoexclamó:

-Camaradas, desde lo alto de esta botellaquarrrrente siècles vous contemplent.

Yo dije a Molichard:

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-Señor sargento, como no acostumbro a be-ber, me he mareado de tal modo... Voy a salirun momento a tomar el aire. ¿Ha escogido us-ted su vino de la Nava?

Y sin esperar contestación, pagué a laZángana.

-Bien; vamos un momento afuera -repusoMolichard tomándome del brazo.

Al salir encontreme en un sitio que no eraplaza, ni patio, ni calle; sino más bien las trescosas juntas. A un lado y otro veíanse altas pa-redes, unas a medio derribar, otras en pie to-davía, sosteniendo los techos destrozados. Altravés de estos se distinguía el interior abiertode los que fueron templos, cuyos altares habíanquedado al aire libre; y la luz del día, ilumi-nando de lleno las pinturas y dorados, daba aestos el aspecto de viejos objetos de prenderíacuando los anticuarios de feria los amontonanen la calle. Soldados y paisanos trabajaban lle-

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vando escombros, abriendo zanjas, arrastrandocañones, amontonando tierra, acabando dedemoler lo demolido a medias, o reparando lodemolido con exceso. Vi todo esto, y acordán-dome de lord Wellington, puse mi alma toda enlos ojos. Yo hubiera querido abarcar de un sologolpe de vista lo que ante mí tenía y guardarloen mi memoria, piedra por piedra, arma porarma, hombre por hombre.

-¿Qué es esto que hacen aquí, señor Moli-chard? -pregunté cándidamente.

-¡Fortificaciones, animal! -dijo el sargento,que después que se llenó el cuerpo con mi vino,había empezado a perderme el respeto.

-Ya, ya comprendo -repuse afectando pene-tración-. Para la guerra. ¿Y cómo llaman estesitio?

-Esto en que estamos es el fuerte de San Vi-cente, y aquí había un convento de benedicti-

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nos, que se derribó. Una guarida de mochuelos,mi amiguito.

-¿Y qué van a hacer aquí con tanto cañón? -pregunté estupefacto.

-Pues no eres poco bestia. ¿Qué se ha dehacer? Fuego.

-¡Fuego! -dije medrosamente-. ¿Y todos a lavez?

-Te pones pálido, cobarde.

-Uno, dos, tres, cuatro... allí traen otro. Soncinco. Y esa tierra, mi sargento, ¿para qué es?

-No he visto un animal semejante. ¿No vesque se están haciendo escarpa y contra escarpa?

-¿Y aquel otro caserón hecho pedazos que seve más allá?

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-Es el castillo árabe-romano. ¡Foudre et tonne-rre! Eres un ignorante... Dame la mano, que SanCayetano me baila delante.

-¿San Cayetano?

-¿No lo ves, zopenco? Aquel convento gran-de que está a la derecha. También lo estamosfortificando.

-Esto es muy bonito, señor Molichard. Serágracioso ver esto cuando empiece el fuego. ¿Yaquellos paredones que están derribando?

-El colegio Trilingüe... triquis lingüis en latín,esto es, de tres lenguas. Todavía no han acabadoel camino cubierto que baja a la Alberca.

-Pero aquí han derribado calles enteras, se-ñor Molichard -dije avanzando más y dándoleel brazo para que no se cayese.

-Pues no parece sino que viene del Limbo,¡Ventre de bœuf! ¿No ves que hemos echado al

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suelo la calle larga para poder esparcir los fue-gos de San Vicente?...

-Y allí hay una plaza...

-Un baluarte.

-Dos, cuatro, seis, ocho cañones nada menos.Esto da miedo.

-Juguetes... Los buenos son aquellos cuatro,los del rebellín.

-Y por aquí va un foso...

-Desde la puerta hasta los Milagros, bruto.

¿Y detrás?... Jesús, María y José ¡qué miedo!

-Detrás el parapeto donde están los morte-ros.

-Vamos ahora por aquel lado.

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-¿Por San Cayetano?... ¡Oh!... Veo que erescurioso, curiosito... Saperlotte. Te advierto que sisigues haciendo tales preguntas y mirando conesos ojos de buey... me harás creer que cierta-mente eres espía... y a la verdad, amiguito, sos-pecho...

El sargento me miró con descaro y altanería.Llegó a la sazón Tourlourou en lastimoso esta-do, y mal sostenido por su amigo Jean-Jean,que entonaba una canción guerrera.

-¡Espion, sí, espion! -dijo Tourlourou señalán-dome-. Sostengo que eres espion. ¡Al calabozo!

-Francamente, caballero Cipérez -dijo Moli-chard- yo no quisiera faltar a la disciplina, nique el jefe me pusiera en el nicho por ti.

-Tiene este mancebo -afirmó Jean-Jeansentándome la mano en el hombro con tantafuerza, que casi me aplastó- cara de tunante.

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-Desde que le vi sospeché algo malo -dijoMolichard-. No está uno seguro de nadie enesta maldita tierra de España. Salen espías dedebajo de las piedras...

Yo me encogí de hombros, fingiendo no en-tender nada.

-¿Pero no os dije que estaba observando elconvento de Bernardas, cuya muralla se estáaspillerando? -dijo Tourlourou.

Comprendí que estaba perdido; pero esfor-ceme en conservar la serenidad. De prontoentró en mi alma un rayo de esperanza al oírpronunciar a Jean-Jean las siguientes palabrasen mal castellano:

-Sois unos bestias. Dejadme a mí al Sr. Cipé-rez, que es mi amigo.

Pasó un brazo por encima de mi hombro confamiliaridad cariñosa aunque harto pesada.

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-Volvámonos al cuartel -dijo Molichard-. Yoentro de guardia a las diez.

Y asiéndome por el brazo añadió:

-¡Peste, mille pestes!... ¿Queríais escapar?

-En el cuartel se le registrará -exclamó Tour-lourou.

-Fuera de aquí goguenards -dijo con energíaJean-Jean-. El Sr. Cipérez es mi amigo y le tomobajo mi protección. Andad con mil demonios ydejádmelo aquí.

Tourlourou reía; pero Molichard miromecon ojos fieros, e insistió en llevarme consigo;mas aplicole mi improvisado protector tan fuer-te porrazo en el hombro que al fin resolviómarcharse con su compañero, ambos descri-biendo eses y otros signos ortográficos con susdesmayados cuerpos. He referido con algunaminuciosidad los hechos y dichos de aquellos

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bárbaros, cuya abominable figura no se borróen mucho tiempo de mi memoria. Al reprodu-cir los primeros no me he separado de la ver-dad lo más mínimo. En cuanto a las palabras,imposible sería a la retentiva más prodigiosaconservarlas tal y como de aquellas embriaga-das bocas salieron, en jerga horrible que no eraespañol ni francés. Pongo en castellano la ma-yor parte, no omitiendo aquellas voces extran-jeras que más impresas han quedado en mimemoria, y conservo el tratamiento de vos, quecomúnmente nos daban los franceses poco co-nocedores de nuestro modo de hablar.

¿La protección de Jean-Jean era desinteresa-da o significaba un nuevo peligro mayor quelos anteriores? Ahora se verá si tienen mis ami-gos paciencia para seguir oyendo el puntualrelato de mis aventuras en Salamanca el día 16de Junio de 1812, las cuales, a no ser yo mismoprotagonista y actor principal de todas ellas, lasdiputara por hechuras engañosas de la fantasía

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o invenciones de novelador para entretener alvulgo.

-XVII-El señor Jean-Jean me tomó el brazo y

llevándome adelante por entre aquellas tristesruinas, díjome:

-Amigo Cipérez, he simpatizado con vos;nos pasearemos juntos... ¿Cuándo pensáis dejara Salamanca? Os juro que lo sentiré.

Tan relamidas expresiones fueron funestísi-mo augurio para mí, y encomendé mi alma aDios. En mi turbación, ni siquiera reparé en elaparato de guerra que a mi lado había, y olvi-deme ¡oh Jesús divino! de lord Wellington, deInglaterra y de España.

-Mucho me agrada su compañía -dije afec-tando valor-. Vamos a donde usted quiera.

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Sentí que el brazo del francés, cual máquinade hierro, apretaba fuertemente el mío. Aquelapretón quería decir: «No te me escaparás, no».A medida que avanzábamos, noté que era másescasa la gente y que los sitios por donde len-tamente discurríamos, estaban cada vez mássolitarios. Yo no llevaba más armas que unanavaja. Jean-Jean, que era hombre robustísimoy de buena estatura, iba acompañado de unpoderoso sable. Con rápida mirada observéhombre y arma para medirlos y compararloscon la fuerza que yo podía desplegar en caso delucha.

-¿A dónde me lleva usted? -pregunté dete-niéndome al fin, resuelto a todo.

-Seguid, mi buen amigo -dijo con burlescosemblante-. Nos pasearemos por la orilla delTormes.

-Estoy algo cansado.

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Parose, y clavando sus pequeños ojos en mí,me dijo:

-¿No queréis seguir al que os ha librado dela horca?

Con esa llama de intuición que súbitamentenos ilumina en momentos de peligro, con laperspicacia que adquirimos en la ocasión críticaen que la voluntad y el pensamiento tratan desobreponerse con angustioso esfuerzo a obstá-culos terribles, leí en la mirada de aquel hom-bre la idea que ocupaba su alma. Indudable-mente Jean-Jean había conocido que yo llevabaconmigo mayor cantidad de dinero que la quemostré en la taberna, y ya me creyese espía, yael verdadero Baltasar Cipérez, tentó mi caudalsu codicia, y el fiero dragón ideó fáciles mediospara apropiárselo. Aquel equívoco aspecto su-yo, aquel solitario paraje por donde me conduc-ía, indicaban su criminal proyecto, bien fueseeste matarme para dar luego con mi cuerpo en

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el río, bien fuese expoliarme, denunciándomedespués como espía.

Por un instante sentí cobarde y vencida elalma, trémulo y frío el cuerpo: la sangre toda seagolpó a mi corazón, y vi la muerte, un finhorrible y oscuro, cuyo aspecto afligió mi almamás que mil muertes en el terrible y gloriosocampo de batalla... Miré en derredor y todoestaba desierto y solo. Mi verdugo y yo éramoslos únicos habitantes de aquel lugar triste,abandonado y desnudo. A nuestro lado ruinasdeformes iluminadas por la claridad de un solque me parecía espantoso; delante el triste río,donde el agua remansada y quieta no producía,al parecer, ni corriente ni ruido; más allá laverde orilla opuesta. No se oía ninguna vozhumana, ni paso de hombre ni de bruto, ni másrumor que el canto de los pájaros que alegre-mente cruzaban el Tormes para huir de aquelsitio de desolación en busca de la frescura y

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verdor de la otra ribera. No podía pedir auxilioa nadie más que a Dios.

Pero sentí de pronto la iluminación de unaidea divina, divina, sí, que penetró en mi men-te, lanzada como rayo invisible de la inmortal yalta fuente del pensamiento; sentí no sé quédulces voces en mi oído, no sé qué halagüeñaspalpitaciones en mi corazón, un brío inexplica-ble, una esperanza que me llenaba todo, y sen-tir esto, y pensarlo, y formar un plan, fue todouno. He aquí cómo.

Bruscamente y disimulando tanto mi recelocual si fuera yo el criminal y él la víctima, detu-ve a Jean-Jean, tomé una actitud severa, resuel-ta y grave; le miré como se mira a cualquiermiserable que va a prestarnos un servicio, y entono muy altanero le dije:

-Sr. Jean-Jean: este sitio me parece muy apropósito para hablar a solas.

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El hombre se quedó lelo.

-Desde que le vi a usted, desde que le hablé,le tuve por hombre de entendimiento, de acti-vidad, y esto precisamente, esto, es lo que yonecesito ahora.

Vaciló un momento, y al fin estúpidamenteme dijo:

-De modo que...

-No, no soy lo que parezco. Se puede enga-ñar a esos imbéciles Tourlourou y Molichard;pero no a usted.

-Ya me lo figuraba -afirmó-, sois espía.

-No. Extraño que un entendimiento como eltuyo haya incurrido en esa vulgaridad -dijetuteándole con desenfado-. Ya sabes que losespías son siempre rústicos labriegos que pordinero exponen su vida. Mírame bien. A pesardel vestido, ¿tengo cara de labriego?

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-No, a fe mía. Sois un caballero.

-Sí, un caballero, un caballero, y tú tambiénlo eres, pues la caballerosidad no está reñidacon la pobreza.

-Ciertamente que no.

-¿Y has oído nombrar al marqués de Rio-ponce?

-No... sí... sí me parece que le he oído nom-brar.

-Pues ese soy yo. ¿Podré vanagloriarme dehaber encontrado en este día aciago para mí, unhombre de buenos sentimientos que me sirva, yal cual demostraré mi gratitud recompensándo-le con lo que él mismo nunca ha podido so-ñar?... Porque tú como soldado eres pobre, ¿noes cierto?

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-Pobre soy -dijo, no disimulando la avariciaque por las claras ventanas de sus ojos asoma-ba.

-Escasa es la cantidad que llevo sobre mí;pero para la empresa que hoy traigo entre ma-nos he traído suma muy respetable, hábilmenteencerrada dentro del pelote que rellena el apa-rejo de mi cabalgadura.

-¿Dónde dejasteis vuestro pollino?- pre-guntó.

Me quería comer con los ojos.

-Eso se queda para después.

-Si sois espía, no contéis conmigo para nada,señor marqués -dijo con cierta confusión-. Noharé nunca traición a mis banderas.

-Ya he dicho que no soy espía.

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-C'est drôle. ¿Pues qué demonios os trae a Sa-lamanca en ese traje, vendiendo verduras yhaciéndoos pasar por un campesino de Escuer-navacas?

-¿Qué me trae? Una aventura amorosa.

Dije esto y lo anterior con tal acento de segu-ridad, tanto aplomo y dominio de mí mismo,que en los ojos del que había querido ser miasesino observé, juntamente con la avaricia, laconvicción.

-¡Una aventura amorosa! -dijo asaltado nue-vamente por la duda, después de breve medi-tación-. ¿Y por qué no habéis venido tal y comosois? ¿Para qué ocultaros así de toda Salaman-ca?

-¡Qué pregunta!... A fe que en ciertos mo-mentos pareces un niño inocente. Si la aventuraamorosa fuera de esas que se vienen a la manopor fáciles y comunes, tendrías razón; pero esta

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de que me ocupo es peligrosa y tan difícil, quees indispensable ocultar por completo mi per-sona.

-¿Es que algún francés os ha quitado vuestranovia? -preguntó el dragón sonriendo por pri-mera vez en aquel diálogo.

-Casi, casi... parece que vas acertando. Hayen Salamanca una persona que amo y a quienme llevaré conmigo, si puedo; ¡otra que abo-rrezco y a quien mataré si puedo!

-¿Y esa segunda persona es quizás alguno denuestros queridos generales? -dijo con seque-dad-. Señor marqués, no contéis conmigo paranada.

-No, esa persona no es ningún general, ni si-quiera es francés. Es un español.

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-Pues si es un español, le diable m'emporte...podéis tratarle todo lo mal que os agrade.Ningún francés os dirá una palabra.

-No, porque ese hombre es poderoso, y aun-que español ha tiempo que sirve la causa fran-cesa. Es travieso como ninguno, y si me hubierapresentado aquí dando a conocer mi nombre,habríame sido imposible evitar una persecu-ción rápida y terrible, o quizás la muerte.

-En una palabra, señor mío -dijo con impa-ciencia-, ¿qué es lo que queréis que yo hagapara serviros?

-Primero que no me denuncies, estúpido -exclamé tratándole despóticamente para esta-blecer mejor aún mi superioridad-; después queme ayudes a buscar el domicilio de mi enemi-go.

-¿No lo sabéis?

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-No. Es esta la primera vez que vengo a Sa-lamanca. Como vuestros groseros camaradasquisieron prenderme, no he tenido tiempo denada.

-Ahora que nombráis a mis camaradas...-dijo Jean-Jean con mucho recelo- me ocurre...Cuidado que hicisteis bien el papel de aldeano.No me he olvidado de los refranes. Si ahoratambién...

-¿Sospechas de mí? -grité con altanería.

-Nada de soberbia, señor marquesito-repuso con insolencia-. Ved que puedo denun-ciaros.

-Si me denuncias, sólo experimento la con-trariedad de no poder llevar adelante mi pro-yecto; pero tú perderás lo que yo pudiera darte.

-No hay que reñir -dijo en tono benévolo-.Referidme en qué consiste esa aventura amoro-

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sa, pues hasta ahora no me habéis dicho másque vaguedades.

-Un miserable hijo de Salamanca, un perdi-do, un sans culotte ha robado de la casa paternaa cierta gentil doncella, de la más alta noblezade España, un ángel de belleza y de virtud...

-¡La ha robado!... Pues qué, ¿así se robandoncellas?

-La ha robado por satisfacer una venganza,que la venganza es el único goce de su almaperversa; por retener en su poder una prendaque le permita amenazar a la más honrada ypreclara casa de Andalucía, como retienen losladrones secuestradores la persona del rico,pidiendo a la familia la suma del rescate. Porlargo tiempo ha sido inútil toda mi diligencia yla de los parientes de esa desgraciada jovenpara averiguar el lugar donde la esconde sufementido secuestrador; pero una casualidad,un suceso insignificante al parecer, pero que ha

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sido aviso de Dios, sin duda, me ha dado a co-nocer que ambos están en Salamanca. Él nohabita sino en las ciudades ocupadas por losfranceses, porque teme la ira de sus paisanos,porque es un hombre maldito, traidor a su pa-tria, irreligioso, cruel, un mal español y un malhijo, Jean-Jean, que, devorado por impío rencorhacia la tierra en que nació, le hace todo el dañoque puede. Su vida tenebrosa, como la de lostopos, empléase en fundar y en propagar socie-dades de masonería, en sembrar discordias, enlevantar del fondo de la sociedad la hez co-rrompida que duerme en ella, en arrojar la si-miente de las turbaciones de los pueblos. Fa-vorécenle ustedes porque favorecen todo lo quedivida, aniquile y desarme a los españoles. Élcorre de pueblo en pueblo, ocultando en susviajes nombre, calidad y ocupación para noprovocar la ira de los naturales, y cuando nopuede viajar acompañado por las tropas france-sas, se oculta con los más indignos disfraces.Últimamente ha venido de Plasencia a Sala-

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manca fingiéndose cómico, y su cuadrilla imi-taba tan perfectamente una compañías de lalegua, que pocos en el tránsito sospecharon elengaño...

-Ya sé quién es -dijo súbitamente y sonrien-do Jean-Jean-. Es Santorcaz.

-El mismo, D. Luis de Santorcaz.

-A quien algunos españoles tienen por brujo,encantador y nigromante. Y para entenderoscon ese mal sujeto -añadió el francés- ¿os dis-frazáis de ese modo? ¿Quién os ha dicho queSantorcaz es poderoso entre nosotros? Lo seríaen Madrid; pero no aquí. Las autoridades leconsienten, pero no le protegen. Hace tiempoque ha caído en desgracia.

-¿Le conoces bien?

-Pues ya; en Madrid éramos amigos. Le es-colté cuando salió a Toledo a conferenciar con

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la junta, y nos hemos reconocido después enSalamanca. Estuvo aquí hace tres meses, y des-pués de una ausencia corta, ha vuelto... Caba-llero marqués, o lo que seáis, para luchar contrasemejante hombre no necesitáis llevar ese ves-tido burdo ni disimular vuestra nobleza; podéishacer con él lo que mejor os convenga, inclusomatarle, sin que el gobierno francés os estorbe.Oscuro, olvidado y no muy bien quisto, Santor-caz se consuela con la masonería, y en la logiade la calle de Tentenecios unos cuantos perdi-dos españoles y franceses, lo peor sin duda deambas naciones, se entretienen en exterminar algénero humano, volviendo al mundo patasarriba, suprimiendo la aristocracia y poniendoa los reyes una escoba en la mano, para quebarran las calles. Ya veis que esto es ridículo.Yo he ido varias veces allí en vez de ir al teatro,y en verdad que no debieran disfrazarse decómicos porque realmente lo son.

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-Veo que eres un hombre de grandísimo ta-lento.

-Lo que soy -dijo el soldado en tono dealarmante sospecha- es un hombre que no semama el dedo. ¿Cómo es posible que siendovuestro único enemigo un hombre tan pocoestimado y siendo vos marqués de tantas cam-panillas, necesitéis venir aquí vendiendo ver-dura y engañando a todo el pueblo, cual si nohubierais de luchar con un intrigante de bajaestofa, sino con todos nosotros, con nuestropoder, nuestra policía, y el mismo gobernadorde la plaza, el general Thiebaut-Tibo?

Jean-Jean razonaba lógicamente, y por breverato no supe qué contestarle.

-Connu, connu... Basta de farsas. Sois espía -exclamó con acento brutal-. Si después de veniraquí como enemigo de la Francia os burláis demí, juro...

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-Calma, calma, amigo Jean-Jean -dije procu-rando esquivar el gran peligro que me amena-zaba, después que lo creí conjurado-. Ya te dijeque una aventura amorosa... ¿No has reparadoque Santorcaz lleva consigo una joven...

-Sí, ¿y qué? Dicen que es su hija...

-¡Su hija! -exclamé afectando una cólerafrenética-; ¿ese miserable se atreve a decir quees su hija? No puede ser.

-Así lo dicen, y en verdad que se le parecebastante -repuso con calma mi interlocutor.

-¡Oh! por Dios, amigo mío, por todos lossantos, por lo que más ames en el mundo,llévame a casa de ese hombre, y si delante demí se atreve a decir que Inés es su hija le arran-caré la lengua.

-Lo que puedo aseguraros es que la he vistopaseando por la ciudad y sus alrededores, dan-

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do el brazo a Santorcaz, que está muy enfermo,y la muchacha, muy linda por cierto, no teníamodos de estar descontenta al lado del masón,pues cariñosamente le conduce por las calles yle hace mimos y monerías... Y ahora, mon petit,salís con que es vuestra novia, y una señoraencantada o princesse d' Araucaine, según habéisdado a entender... Bueno, ¿y qué?

-Que he venido a Salamanca para apode-rarme de ella y restituirla a su familia, empresaen la cual espero que me ayudarás.

-Si ha sido robada, ¿por qué esa familia, quees tan poderosa, no se ha quejado al rey José?

-Porque esa familia no quiere pedir nada alrey José. Eres más preguntón que un fiscal, y yono puedo sufrirte más -grité sin poder contenermi impaciencia y enojo-. ¿Me sirves, sí o no?

Jean-Jean, viendo mi actitud resuelta, vacilóun momento y después me dijo:

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-¿Qué tengo que hacer? ¿Llevaros a la calledel Cáliz, donde está la casa de Santorcaz, en-trar, acogotarle y coger en brazos a la princesaencantada?

-Eso sería muy peligroso. Yo no puedo hacereso sin ponerme antes de acuerdo con ella, paraque prepare su evasión con prudencia y sinescándalo. ¿Puedes tú entrar en la casa?

-No muy fácilmente, porque el señor Santor-caz tiene costumbres de anacoreta y no gustade visitas; pero conozco a Ramoncilla, una delas dos criadas que le sirven, y podría introdu-cirme en caso de gran interés.

-Pues bien; yo escribo dos palabras, hacesque lleguen a manos de la señorita Inés, y unavez que esté prevenida...

-Ya os entiendo, tunante -dijo con malicia dezorro y burlándose de mí-. Queréis que me qui-te de vuestra presencia para escaparos.

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-¿Todavía dudas de mi sinceridad? Atiendea lo que escribo con lápiz en este papel.

Apoyando un pedazo de papel en la paredescribí lo siguiente que por encima de mi hom-bro leía Jean-Jean:

«Confía en el portador de este escrito, que esun amigo mío y de tu mamá la condesa de ***,y al cual señalarás el sitio y hora en que puedoverte, pues habiendo venido a Salamanca deci-dido a salvarte, no saldré de aquí sin ti.-Gabriel».

-¿Nada más que esto? -dijo tomando el papely observándolo con la atención profunda delanticuario que quiere descifrar una inscripciónoscura.

-Concluyamos. Tú llevas ese papel; procurasentregarlo a la señorita Inés; y si me traes en eldorso del mismo una sola letra suya, aunquesea trazada con la uña, te entregaré los seis do-

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blones que llevo aquí, dejando para recompen-sar servicios de más importancia, lo que guardéen el mesón.

-¡Sí, bonito negocio! -dijo el francés condesdén-. Yo voy a la calle del Cáliz, y en cuantome aleje, vos que no deseáis sino perderme devista, echáis a correr, y...

-Iremos juntos y te esperaré en la puerta...

-Es lo mismo, porque si subo y os dejo fue-ra...

-¡Desconfías de mí, miserable! -exclamé in-flamado por la indignación, que se mostró deun modo terrible en mi voz y en mi gesto.

-Sí, desconfío... En fin, voy a proponeros unacosa, que me dará garantía contra vos. Mientrasvoy a la calle del Cáliz, os dejaré encerrado enparaje muy seguro, del cual es imposible esca-

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par. Cuando vuelva de mi comisión os sacaré yme daréis el dinero.

La ira se desbordaba en mí, mas viendo queera imposible escapar del poder de tan vil ene-migo, acepté lo que me proponía, reconociendoque entre morir y ser encerrado durante unespacio de tiempo que no podía ser largo; entrela denuncia como espía y una retención pasaje-ra, la elección no era dudosa.

-Vamos -le dije con desprecio- llévame adonde quieras.

Sin hablar más, Jean-Jean marchó a mi ladoy volvimos a penetrar en aquel laberinto deruinas, de edificios medio demolidos y revuel-tos escombros donde empezaban las fortifica-ciones. Vimos primero alguna gente en nuestrocamino, y después la multitud que iba y venía,y trabajaba en los parapetos, amontonandotierra y piedras, es decir, fabricando la guerracon los festos de la religión. Ambos silenciosos

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llegamos a un pórtico vasto, que parecía ser deconvento o colegio, y nos dirigimos a un claus-tro, donde vi hasta dos docenas de soldados,que tendidos por el suelo jugaban y reían conbullicio, gente feliz en medio de aquella nacio-nalidad destruida, pobres jóvenes sencillos eignorantes de las causas que les habían movidoa convertir en polvo la obra de los siglos.

-Este es el convento de la Merced Calzada -me dijo Jean-Jean-. No se ha podido acabar dedemoler, porque había mucha faena por otrolado. En lo que queda nos acuartelamos dos-cientos hombres. ¡Buen alojamiento! Benditossean los frailes. ¡Charles le téméraire! -gritó des-pués llamando a uno de los soldados que esta-ban en el corro.

-¿Qué hay? -dijo adelantándose un soldadopequeño y gordinflón-. ¿A quién traes contigo?

-¿Dónde está mi primo?

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-Por ahí anda. ¡Pied-de- mouton!

Presentose al poco rato un sargento bastanteparecido a mi acompañante maldito, y este ledijo:

-Pied-de-mouton, dame la llave de la torre.

-XVIII-Un instante después, Jean-Jean entraba

conmigo en un aposento que no era ni oscuroni húmedo, como suelen ser los destinados aencerrar prisioneros.

-Permitidme, señor pequeño marqués -me dijocon burlona cortesía- que os encierre aquímientras voy a la calle del Cáliz. Si me daisantes de partir los doblones prometidos, osdejaré libre.

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-No -repuse con desprecio-. Para tener la re-compensa sin el servicio, necesitas matarme,vil. Inténtalo y me defenderé como pueda.

-Pues quedaos aquí. No tardaré en volver.

Marchose, cerrando por fuera la puerta queera gruesísima. Al verme solo, toqué los muros,cuyo espesor de dos varas anunciaba una soli-dez de construcción a prueba de terremotos...¡Triste situación la mía! Cerca del medio día, yantes de que pudiera adquirir todos los datosque mi general deseaba, encontrábame prisio-nero, imposibilitado de recorrer solo y a misanchas la población. Hablando en plata, Diosno me había favorecido gran cosa, y a taleshoras, poco sabía yo, y nada había hecho.

Senteme fatigado, alcé la cabeza para explo-rar lo que había encima, y vi una escalera que,arrancando del suelo, seguía doblándose en losángulos y arrollándose hasta perderse en altu-ras que no distinguía claramente mi vista. Los

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negros tramos de madera subían por el prismainterior, articulándose en las esquinas comouna culebra con coyunturas, y las últimas vuel-tas perdíanse arriba en la alta región de lascampanas. Una luz vivísima, entrando por lasrasgadas ventanas sin vidrios, iluminaba aquellargo tubo vertical, en cuya parte inferior meencontraba. Atracción poderosa llamábamehacia arriba, y subí corriendo. Más que subir,aquella veloz carrera mía fue como si me arro-jara en un pozo vuelto del revés.

Saltando los escalones de dos en dos, lleguéa un piso donde varios aparatos destruidos meindicaron que allí había existido un reloj. Porfuera una flecha negra que estuvo dando vuel-tas durante tres siglos, señalaba con irónicainmovilidad una hora que no había de corrermás. Por todas partes pendían cuerdas; pero nohabía campanas. Era aquello el cadáver de unacristiana torre, mudo e inerte como todos loscadáveres. El reloj había cesado de latir mar-

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cando la oscilación de la vida, y las lenguas debronce habían sido arrancadas de aquellas gar-gantas de piedra que por tanto tiempo clama-ran en los espacios, saludando el alba naciente,ensalzando al Señor en sus grandes días y pi-diendo una oración para los muertos. Seguísubiendo, y en lo más alto dos ventanas, dosenormes ojos miraban atónitos el vasto cielo yla ciudad y el país, como miran los espantadosojos de los muertos, sin brillo y sin luz. Al aso-marme a aquellas cavidades, lancé un grito dejúbilo.

Debajo de mi vista se desarrollaba un mapade gran parte de la ciudad y sus contornos, surío y su campiña.

Un viento suave mugía en la bóveda de latorre solitaria, articulando en aquel cráneovacío sílabas misteriosas. Figurábaseme que lamole se tambaleaba como una palmera, amena-zando caer antes que las piquetas de los france-ses la destruyeran piedra a piedra. A veces me

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parecía que se elevaba más, más todavía, y quela ciudad ilustre, la insigne Roma la chica, sedesvanecía allá abajo perdiéndose entre lasbrumas de la tierra. Vi otras torres, los tejados,las calles, la majestuosa masa de las dos cate-drales, multitud de iglesias de diferentes for-mas que habían tenido el privilegio de sobrevi-vir; innumerables ruinas, donde centenares dehombres, parecidos a hormigas que arrastrangranos de trigo, corrían y se mezclaban; vi elTormes, que se perdía en anchas curvas haciaPoniente, dejando a su derecha la ciudad y fal-deando los verdes campos del Zurguen por laotra orilla; vi las plataformas, las escarpas ycontra-escarpas, los rebellines, las cortinas, lastroneras, los cañones, los muros aspillerados,los parapetos hechos con columnatas de lostemplos, los espaldones amasados con el polvoy la tierra que fueron huesos y carne de vene-rables monjas y frailes; vi los cañones enfiladoshacia afuera, los morteros, el foso, las zanjas,los sacos de tierra, los montones de balas, los

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parques al aire libre... ¡Oh, Dios poderoso, mediste más de lo que yo pedía! Vagaba por laciudad imposibilitado de cumplir con mi deber,amenazado de muerte, expuesto a mil peligros,vendido, perdido, condenado, sin poder ver,sin poder mirar, sin poder escuchar, sin poderadquirir idea exacta ni aun confusa de lo queme rodeaba, hasta que un brazo de piedra, re-cogiéndome de entre las ruinas del suelo, al-zome en los aires para que todo lo viese.

-Bendito sea el Señor omnipotente y miseri-cordioso -exclamé-. Después de esto no necesitomás que ojos, y afortunadamente los tengo.

La torre de la Merced tenía suficiente eleva-ción para observar todo desde ella. Casi a suspies estaba el colegio del Rey; seguía San Caye-tano; después, en dirección al ocaso, el colegiomayor de Cuenca, y por último, los Benitos; enla elevación de enfrente vi una masa de edifi-cios arruinados, cuyos nombres no conocía,pero cuyas murallas se podían determinar per-

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fectamente, con las piezas de artillería que lasguarnecían. Volviéndome al lado opuesto, vi loque llamaban Teso de San Nicolás, los Mosten-ses, el Monte Olivete, y entre estas posiciones yaquellas, el foso y los caminos cubiertos quebajaban al puente.

Desde la puerta de San Vicente, donde esta-ba el rebellín con los cuatro cañones giratoriosde que habló Molichard, partía un foso que seenlazaba con los Milagros. En la parte anteriory superior del foso había una línea de aspillerassostenida por fuerte estacada. Todo el edificiode San Vicente estaba aspillerado, y sus fuegospodían dirigirse al interior de la ciudad y alcampo. San Cayetano era imponente. Demolidocasi por completo, habían formado espaciosoterraplén con baterías de todos calibres, y susfuegos podían barrer la plazuela del Rey, elpuente y la explanada del Hospicio.

Aunque el recelo de que mi carcelero volvie-se pronto me obligó a trazar con mucha precipi-

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tación el dibujo que deseaba, este no salió mal,y en él representé imperfectamente, pero conmucha claridad, lo mucho y bueno que veía.Hícelo ocultándome tras el antepecho de latorre, y aunque la proyección geométrica deja-ba algo que desear como obra de ciencia, noolvidé detalle alguno, indicando el número decañones con precisión escrupulosa. Terminadomi trabajo, guardélo muy cuidadosamente ybajé hasta la entrada de la torre. Echándomesobre el primer escalón, aguardé al r. Jean-Jean,con intento de fingir que dormía cuando él lle-gase.

Tardó bastante tiempo, poniéndome en cui-dado y zozobra; mas al fin apareció, y le recibíhaciendo como que me despertaba de largo ysabroso sueño. La expresión de su rostro pare-ciome de feliz augurio. Dios había empezado aprotegerme, y hubiera sido crueldad divinatorcer mi camino en aquella hora cuando tan

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fácil y transitable se presentaba delante de mí,llevándome derechamente a la buena fortuna.

-Podéis seguirme -dijo Jean-Jean-. He visto avuestra adorada.

-¿Y qué? -pregunté con la mayor ansiedad.

-Me parece que os ama, señor marqués -dijoen tono de lisonja y sonriendo con el servilismopropio de quien todo lo hace por dinero-.Cuando le di vuestro billete, se quedó másblanca que el papel en que lo escribisteis... ElSr. Santorcaz, que está muy enfermo, dormía.Yo llamé a Ramoncilla, le prometí un doblón sihacía venir a la niña delante de mí para darle elbillete; pero ¡cosa imposible! La niña está ence-rrada y el amo cuando duerme, guarda la llavedebajo de la almohada... Insistí, prometiendodos doblones... Entró la muchacha, hizo señas,apareció por un ventanillo una hermosísimafigura, que alargó la mano... Subime a un to-nel... no era bastante y puse sobre el tonel una

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silla... ¡Oh, señor marqués! Después de leer elpapel me dijo que fueseis al momento y luegocomo le indicase que necesitabais ver dos letrassuyas para creerme, trazó con un pedazo decarbón esto que aquí veis... si he ganado bienmis seis doblones -añadió lisonjeándome conuna de esas cortesías que sólo saben hacer losfranceses-, vuecencia lo dirá.

El pícaro había cambiado por completo engesto y modales para conmigo. Tomé el papel ydecía: «Ven al instante», trazado en caracteresque reconocí al momento. Los garabatos conque los ángeles deben de escribir en el libro deingresos del cielo el nombre de los elegidos, nome hubieran alegrado más.

Sin hacerme repetir la súplica indirecta, pa-gué a Jean-Jean.

Salimos a toda prisa de la torre, atalaya demi espionaje, y luego del claustro y conventoarruinado; enderezando nuestros pasos por

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calles o callejuelas, pasamos por delante de lacatedral, y luego nos internamos de nuevo porvarias angostas vías, hasta que al fin paroseJean-Jean y dijo:

-Aquí es. Entremos despacito, aunque sinmiedo, porque nadie nos estorba llegar hasta elpatio. Ramoncilla nos dejará pasar. DespuésDios dirá.

Atravesamos el portal oscuro, y empujandouna puerta divisamos un patio estrecho yhúmedo, donde se nos apareció Ramoncilla, lacual gravemente hizo señas de que no metié-semos ruido, y luego inclinó su cabeza sobre lapalma de la mano, para indicar sin duda que elseñor seguía durmiendo. Avanzamos paso apaso, y Jean-Jean, sin abandonar su sonrisa delisonja, señalome una estrecha ventana que seabría en uno de los muros del patio. Miré, peronadie asomó por ella. Mi emoción era tan gran-de que me faltaba el aliento, y dirigía con ex-

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travío los ojos a todos lados como quien ve fan-tasmas.

Sentí un ruido extraño, rumor como el de lasalas de un insecto cuando surca el aire junto anuestra cabeza, o el roce de una sutil tela conotra. Alcé la vista y la vi, vi a Inés en la ventana,sosteniendo la cortina con la mano izquierda yfijo en la boca el índice de la derecha para im-ponerme silencio. Su semblante expresaba untemor semejante al que nos sobrecoge cuandonos vemos al borde de un hondo precipicio sinpoder detener ya la gravitación que nos empujahacia él. Estaba pálida como la muerte, y el mi-rar de sus espantados ojos me volvía loco.

Vi una escalera a mi derecha y me precipitépor ella, pero la criada y el francés dijéronmemás con signos que con palabras que subiendopor allí no podía entrar. Moví los brazos orde-nando a Inés que bajase; pero hizo ella signosnegativos que me desesperaron más.

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-¿Por dónde subo? -pregunté.

La infeliz llevose ambas manos a la cabeza,lloró, y repitió su negativa. Luego parecía que-rerme decir que esperase.

-Subiré -dije al francés, buscando algún obje-to que disminuyese la distancia.

Pero Jean-Jean, oficioso y solícito, comoquien ha recibido seis doblones, había ya roda-do el tonel que en un ángulo del patio estaba ypuéstolo bajo la ventana. Aquel auxilio era pe-queño, pues aún faltaba gran trecho sin apoyoni asidero alguno. Yo devoraba con los ojos lapared, o más que pared, inaccesible montaña,cuando Jean-Jean, rápido, diligente y risueño,subió al tonel señalándome sus robustos hom-bros. Comprender su idea y utilizarla fue obradel mismo momento, y trepando por aquellaescalera de carne francesa, así con mis trémulasmanos el antepecho de la ventana. Estaba arri-ba.

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-XIX-Encontreme frente a Inés que me miraba,

confundiendo en sus ojos la expresión de dossentimientos muy distintos: la alegría y el te-rror. No se atrevía a hablarme; puso violenta-mente su mano en mi boca cuando quise articu-lar la primera palabra; inundó de lágrimas ar-dientes mi pecho, y luego, indicándome conmovimientos de inquietud que yo no podíaestar allí, me dijo:

-¿Y mi madre?

-Buena... ¿qué digo buena?... medio muertapor tu ausencia... ven al instante... estás en mipoder... ¿Lloras de alegría?

La estreché con vehemente cariño en misbrazos y repetí:

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-¡Sígueme al momento... pobrecita!... Teahogas aquí... tanto tiempo buscándote...¡Huyamos, vida y corazón mío!

La noticia de mi próxima muerte no mehubiera producido tanto dolor como las pala-bras de Inés cuando, temblando en mis brazos,me dijo:

-Márchate tú. Yo no.

Separeme de ella y la miré como se mira unmisterio que espanta.

-¿Y mi madre? -repitió ella.

Su voz débil y quejumbrosa apenas se oía.Resonaba tan sólo en mi alma.

-Tu madre te aguarda. ¿Ves esta carta? Essuya.

Arrebatándome la carta de las manos, la cu-brió de besos y lágrimas y se la guardó en el

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seno. Luego con rapidez suma se apartó de mí,señalándome con insistencia el patio.

El espíritu que va consentido al cielo y en-cuentra en la puerta a San Pedro que le dice:«Buen amigo, no es este vuestro destino; tomadpor aquella senda de la izquierda»; ese espírituque equivoca el camino, porque ha equivocadosu suerte, no se quedará tan absorto como mequedé yo.

En mi alma se confundían y luchaban tam-bién sentimientos diversos; primero una in-mensa alegría, después la zozobra, mas sobretodos dominaron la rabia y el despecho, cuan-do vi que aquella criatura tan amada, a quienyo quería devolver la libertad, me despedía sinque se pudiera traslucir el motivo. ¡Era paravolverse loco! ¡Encontrarla después de tantosafanes, entrever la posibilidad de sacarla de allípara devolverla a su angustiada madre, a lasociedad, a la vida; recobrar el perdido tesoro

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del corazón, tomarlo en la mano y sentir recha-zada esta mano!...

-¡Ahora mismo vas a salir de aquí conmigo! -dije sin bajar la voz y estrechando tan fuerte-mente su brazo que, a causa del dolor, no pudoreprimir un ligero grito.

Arrojose a mis plantas y tres veces, tres ve-ces, señores, con acento que heló la sangre enmis venas, repitió:

-No puedo.

-¿No me mandaste que viniera? -dije recor-dando el papel escrito con carbón.

Tomó de una mesa un largo pliego escritorecientemente, y dándomelo, me dijo:

-Toma esa carta, vete y haz lo que te digo enella. Te veré otro día por esta ventana.

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-No quiero -grité haciendo pedazos el papel-. No me voy sin ti.

Me asomé por la ventana y vi que Jean-Jeany Ramoncilla habían desaparecido. Inés searrodilló de nuevo ante mí.

-¡La llave, trae pronto la llave! -dije brusca-mente-. Levántate del suelo... ¿oyes?...

-No puedo salir -murmuró-. Vete al momen-to.

Sus grandes ojos abiertos con espanto, meexpulsaban de la casa.

-¡Estás loca! -exclamé-. Dime «muere», perono digas «vete»... Ese hombre te impide salirconmigo; tiene tanto poder sobre ti que te haceolvidar a tu madre y a mí que soy tu hermano,tu esposo, ¡a mí que he recorrido media Españabuscándote, y cien veces he pedido a Dios quetomara mi vida en cambio de tu libertad!... ¿Te

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niegas a seguirme?... Dime dónde está ese ver-dugo, porque quiero matarle; no he venido másque a eso.

Su turbación hizo expirar las palabras en migarganta. Estrechó amorosamente mi mano, ycon voz angustiosa que apenas se oía, me dijo:

-Si me quieres todavía, márchate.

Mi furor iba a estallar de nuevo con mayorviolencia, cuando un acento lejano, un eco quellegaba hasta nosotros debilitado por la distan-cia, clamó repetidas veces:

-Inés, Inés.

Una campanilla sonó al mismo tiempo condiscorde vibración.

Levantose ella despavorida, trató de compo-ner su rostro y cabello secando las lágrimas desus ojos, vino hacia mí poniendo en la miradatoda su alma para decirme que callase, que es-

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tuviese quieto, que la obedeciese retirándome,y partió velozmente por un largo pasadizo quese abría en el fondo de la habitación.

Sin vacilar un instante la seguí. En la oscuri-dad, servíanme de guía su forma blanca que sedeslizaba entre las dos negras paredes, y el rui-do de su vestido al rozar contra una y otra en laprecipitada marcha. Entró en una habitaciónespaciosa y bien iluminada, en donde entrétambién. Era su dormitorio, y al primer golpede vista advertí la agradable decencia y pulcri-tud de aquella estancia, amueblada con arte yesmero. El lecho, las sillas, la cómoda, las lámi-nas, la fina estera de colores, los jarros de flores,el tocador, todo era bonito y escogido.

Cuando puse mis pies en la alcoba, ella queiba mucho más a prisa que yo, había pasado aotra pieza contigua por una puerta vidriera,cuya luz cubrían cortinas blancas de indianacon ramos azules. Allí me detuve y la vi avan-zar hacia el fondo de una vasta estancia medio

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oscura, en cuyo recinto resonaba la voz de San-torcaz. El rencor me hizo reconocerle en la pe-numbra de la ancha cuadra, y distinguí la per-sona del miserable, doloridamente recostada enun sillón con las piernas extendidas sobre untaburete y rodeado de almohadas y cojines.

También pude ver que la forma blanca deInés se acercaba al sillón: durante corto ratoambos bultos estuvieron confundidos y enlaza-dos, y sentí el estallido de amorosos besos queimprimían los labios del hombre sobre las meji-llas de la mujer.

-Abre, abre esas maderas, que está muy os-curo el cuarto -dijo Santorcaz- y no puedo vertebien.

Inés lo hizo así, y la copiosa y rica luz delMediodía iluminó la estancia. Mis ojos la escu-driñaron en un segundo, observando todo, per-sonajes y escena. A Santorcaz con la barba cre-cida y casi enteramente blanca, el rostro amari-

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llo, hundidos los ojos de fuego, surcada dearrugas la hermosa y vasta frente, huesosas lasmanos, fatigado el aliento, no le hubiera cono-cido otro que yo, porque tenía grabadas en lamente sus facciones con la claridad del rostroaborrecido. Estaba viejo, muy viejo. La piezacontenía armas puestas en bellas panoplias,algunos muebles antiguos de gastado entalle,muchos libros, diversos armarios, arcones, unlecho cuyo dosel sostenían torneadas columnas,y un ancho velador lleno de papeles en confu-sión revueltos.

Inés se juntó al hombre a quien por su vejezprematura puedo llamar anciano.

-¿Por qué has tardado en venir? -dijo Santor-caz con acento dulce y cariñoso, que me causógran sorpresa.

-Estaba leyendo aquel libro... aquel libro... yasabes -dijo la muchacha con turbación.

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El anciano tomando la mano de Inés la llevóa sus labios con inefable amor.

-Cuando mis dolores -prosiguió- me permi-ten algún reposo y duermo, hija mía, en el sue-ño me atormenta una pena angustiosa; me pa-rece que te vas y me dejas solo, que te vashuyendo de mí. Quiero llamarte y no puedoproferir voz alguna, quiero levantarme paraseguirte y mi cuerpo convertido en estatua dehierro no me obedece...

Callando un momento para reposar su hablafatigosa, prosiguió luego así:

-Hace un instante dormía con sueño indeci-so. Me parecía que estaba despierto. Sentí vocesen la habitación que da al patio; te vi dispuestaa huir, quise gritar; un peso horroroso, unamontaña, oprimía mi pecho... todavía moja mifrente el sudor frío de aquella angustia... Aldespertar eché de ver que todo era una nuevarepetición del mismo sueño que me atormenta

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todas las noches... Di, ¿me abandonarás?¿abandonarás a este pobre enfermo, a estehombre ayer joven, hoy anciano y casi mori-bundo, que te ha hecho algún daño, lo confieso,pero que te ama, te adora como no suelen amarlos hombres a sus semejantes, sino como seadora a Dios o a los ángeles? ¿Me abandonarás,me dejarás solo?...

-No -dijo Inés.

Aquel monosílabo apenas llegó hasta mí.

-¿Y me perdonas el mal que te he hecho, lalibertad que te he quitado? ¿Olvidas las gran-dezas vanas y falaces que has perdido pormí...?

-Sí -contestó la muchacha.

-Pero no me amarás nunca como yo te amo.La prevención, el horror que te inspiré en losprimeros días no podrá borrarse de tu corazón,

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y esto me desespera. Todos mis esfuerzos paracomplacerte, mi empeño en hacerte agradableesta vida, el bienestar tranquilo que te he pro-porcionado, todo es inútil... La odiosa imagendel ladrón no te dejará ver en mí la venerablefaz del padre. ¿No estás aún convencida de quesoy un hombre bueno, honrado, leal, cariñoso,y no un monstruo abominable, como creen al-gunos necios?

Inés no contestó. La observé dirigiendo in-quietas miradas a los vidrios, tras los cuales yome ocultaba.

-Si por algo temo la muerte, es por ti-continuó el anciano-. ¡Oh! si pudiera llevarteconmigo sin quitarte la vida... Pero ¿quién ase-gura que moriré...? No; mi enfermedad no esmortal. Viviré muchos años a tu lado, mirándo-te y bendiciéndote, porque has llenado el vacíode mi existencia. ¡Bendito sea el Ser Supremo!Viviré, viviremos, hija mía; yo te prometo queserás feliz... ¿Pero no lo eres ahora? ¿Qué te

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falta...? ¿No me respondes...? Estás aterrada, tecauso miedo...

El anciano calló un momento, y durante bre-ve rato no se oyó en la habitación más que elbatir de las tenues alas de una mosca que sesacudía contra los cristales, engañada por latransparencia de estos.

-¡Dios mío! -exclamó él con amargura-. ¿Seréyo tan criminal como dicen? ¿Lo crees tú así?Dímelo con franqueza... ¿Me juzgas un malva-do? Hay en mi vida hechos extraños, hija mía,ya lo sabes; pero todo se explica y se justifica eneste mundo... ¿Qué razón hay para que te poseatu madre que durante tanto tiempo te tuvoabandonada pudiendo recogerte, y no te poseayo, que te amo por lo menos tanto como ella?no, que te amo más, muchísimo más, porque enla condesa pudo siempre el orgullo más que lamaternidad, y jamás te llamó hija. Te tenía a sulado como un juguete precioso o fútil pasa-tiempo. Hija mía, la holgazanería, la corrupción

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y la vanidad de esos grandes, tan despreciablespor su carácter, no tiene límites. Aborrece a esagente, convéncete de la superioridad que tienessobre ellos por la nobleza de tu alma; no leshagas el honor de ocupar tu entendimiento conuna idea relativa a su vil orgullo. Haz tus alegr-ías con sus tormentos, y espera con deleite eldía en que todos ellos caigan en el lodo. Apa-cienta tu fantasía con el espectáculo de repara-ción y justicia de esa gran caída que les espera,y acostúmbrate a no tener lástima de los explo-tadores del linaje humano, que han hecho todolo posible para que el pueblo baile sobre suscuerpos, después de muertos... ¿Pero estás llo-rando, Inés...? Siempre dices que no entiendesesto. No puedo borrar de tu alma el recuerdode otros días...

Inés no contestó nada.

-Ya... -dijo Santorcaz con amarga ironía,después de breve pausa-. La señorita no puedevivir sin carroza, sin palacio, sin lacayos, sin

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fiestas y sin pavonearse como las cortesanascorrompidas en los palacios de los reyes... Unhombre del estado llano no puede dar esto a unaseñorita, y la señorita desprecia a su padre.

La voz de Santorcaz tomó un acento duro yreprensivo.

-Quizás esperes volver allá... -añadió-.Quizás trames algún plan contra mí... ¡Ah! in-grata; si me abandonas, si tu corazón se dejasobornar por otros amores, si menosprecias elcariño inmenso, infinito, de este desgraciado...Inés, dame la mano, ¿por qué lloras...? vamos,vamos, basta de gazmoñerías... Las mujeres sonmimosas y antojadizas... Vamos, hijita, ya sabesque no quiero lágrimas. Inés, quiero un rostroalegre, una conformidad tranquila, un ademánsatisfecho...

El anciano besó a su hija en la frente, y des-pués dijo:

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-Acerca una mesa, que quiero escribir.

No pudiendo contenerme más, empujé lasvidrieras para penetrar en la habitación.

-XX--¡Un hombre, un ladrón! -gritó Santorcaz.

-El ladrón eres tú -afirmé adelantando conresolución.

-¡Oh! Te conozco, te conozco... -exclamó elanciano levantándose no sin trabajo de suasiento y arrojando a un lado almohadas y coji-nes.

Inés al verme lanzó un grito agudísimo, yabrazando a su padre:

-No le hagas daño -dijo- se marchará.

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-Necio -gritó él-. ¿Qué buscas aquí? ¿Cómohas entrado?

-¿Qué busco? ¿Me lo preguntas, malvado?-exclamé poniendo todo mi rencor en mis pala-bras-. Vengo a quitarte lo que no es tuyo. Notemas por tu miserable vida, porque no meensañaré en ese infeliz cuerpo a quien Dios hadado el merecido infierno con anticipación;pero no me provoques, ni detengas un momen-to más lo que no te pertenece, reptil, porque teaplasto.

Al mirarme, los ojos de Santorcaz envenena-ban y quemaban. ¡Tanta ponzoña y tanto fuegohabía en ellos!

-Te esperaba... -gritó-. Sirves a mis enemi-gos. Hijo del pueblo que comes las sobras de lamesa de los grandes, sabe que te desprecio.Enfermo e inválido estoy; mas no te temo. Tuvil condición y el embrutecimiento que da laservidumbre te impulsarán a descargar sobre

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mí la infame mano con que cargas la litera delos nobles. Desprecio tus palabras. Tu lengua,que adula a los poderosos e insulta a los débi-les, sólo sirve para barrer el polvo de los pala-cios. Insúltame o mátame; pero mi adoradahija, mi hija que lleva en sus venas la sangre deun mártir del despotismo, no te seguirá fuerade aquí.

-Vamos -grité a Inés ordenándole imperio-samente que me siguiera, y despreciando aquelgárrulo estilo revolucionario que tan en bogaestaba entonces entre afrancesados y masones-.Vamos fuera de aquí.

Inés no se movía. Parecía la estatua de la in-decisión. Santorcaz, gozoso de su triunfo, ex-clamó:

-¡Lacayo, lacayo! Di a tus indignos amos queno sirves para el caso.

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Al oír esto, una nube de sangre cubrió misojos; sentí llamas ardientes dentro de mi pecho,y abalancéme hacia aquel hombre. El rayo, alcaer, debe de sentir lo que yo sentí. Alargó subrazo para coger una pistola que en la cercanamesa había, y al dirigirla contra mi pecho, Inésse interpuso tan violentamente, que si dispara,hubiérala muerto sin remedio.

-¡No le mates, padre! -gritó.

Aquel grito, el aspecto del anciano enfermo,que arrojó el arma lejos de sí, renunciando adefenderse, me sobrecogieron de tal modo, quequedé mudo, helado y sin movimiento.

-Dile que nos deje en paz -murmuró el en-fermo abrazando a su hija-. Sé que conoces hacetiempo a ese desgraciado.

La muchacha ocultó en el pecho del padre surostro lleno de lágrimas.

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-Joven sin corazón -me dijo Santorcaz convoz trémula-. Márchate; no me inspiras ni odioni afecto. Si mi hija quiere abandonarme y se-guirte, llévatela.

Clavó en su hija los ojos ardientes, apretan-do con su mano huesosa, no menos dura y fuer-te que una garra, el brazo de la infeliz joven:

-¿Quieres huir de mi lado y marcharte conese mancebo? -añadió soltándola y empujándo-la suavemente lejos de sí.

Di algunos pasos hacia adelante para tomarla mano de Inés.

-Vamos -le dije-. Tu madre te espera. Estáslibre, querida mía, y se acabaron para ti el en-cierro y los martirios de esta casa, que es unsepulcro habitado por un loco.

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-No, no puedo salir -me dijo Inés corriendoal lado del anciano, que le echó los brazos alcuello y la besó con ternura.

-Bien, señora -dije con un despecho tal, queme sentí impulsado a no sé qué execrables vio-lencias-. Saldré. Nunca más me verá usted;nunca más verá usted a su madre.

-Bien sabía yo que no eras capaz de la infa-mia de abandonarme -exclamó el anciano llo-rando de júbilo.

Inés me lanzó una mirada encendida y pro-funda, en la cual sus negras pupilas, al travésde las lágrimas, dijéronme no sé qué misterios,manifestáronme no sé qué enigmáticos pensa-mientos que en la turbación de aquel instanteno pude entender. Ella quiso sin duda decirmemucho; pero yo no comprendí nada. El despe-cho me ahogaba.

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-Gabriel -dijo el anciano recobrando la sere-nidad-. Aquí no haces falta. Ya has oído que temarches. Supongo que habrás traído escala decuerda; mas para que bajes más seguro, toma lallave que hay sobre esa mesa, abre la puertaque hay en el pasillo, y por la escalera que veasbaja al patio. Te ruego que dejes la llave en lapuerta.

Viendo mi indecisión y perplejidad, añadiócon punzante y cruel ironía:

-Si puedo serte útil en Salamanca, dímelocon franqueza. ¿Necesitas algo? Parece que nohas comido hoy, pobrecillo. Tu rostro indicavigilias, privaciones, trabajos, hambre... En lacasa del hombre del estado llano no falta un pe-dazo de pan para los pobres que vienen a lapuerta. ¿Sucede lo mismo en casa de los no-bles?

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Inés me miró con tanta compasión, que yo lasentí por ella, pues no se me ocultaba que pa-decía horriblemente.

-Gracias -respondí con sequedad-; no necesi-to nada. El pedazo de pan que he venido a bus-car no ha caído en mi mano; pero volveré porél... Adiós.

Y tomando la llave, salí bruscamente de laestancia, de la escalera, del patio, de la horriblecasa; pero padre, hija, estancia, patio y casa,todo lo llevaba dentro de mí.

-XXI-Cuando me encontré en la calle traté de re-

flexionar, para que la razón, enfriando mi sofo-cante ira, iluminara un poco mi entendimientosobre aquel inesperado suceso; pero en mí nohabía más que pasión, una irritación salvajeque me hacía estúpido. Fuera ya de la escena,

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lejos ya de los personajes, traté de recordar pa-labra por palabra todo lo dicho allí; traté derecordar también la expresión de las fisonom-ías, para escudriñar antecedentes, indagar cau-sas y secretos. Estos no pueden salir desde elfondo de las almas a la superficie de los apa-sionados discursos en un diálogo vivo entrepersonas que con ardor se aman o se odian.

A veces sentía no haber estrangulado aaquel hombre envejecido por las pasiones; aveces sentía hacia él inexplicable compasión. Laconducta de Inés, tan desfavorable para miamor propio, infundíame a ratos una ira violen-ta, ira de amante despreciado, y a ratos un es-tupor secreto con algo de la instintiva admira-ción que producen las grandezas de la Natura-leza cuando está uno cerca de ellas, cuandosabe uno que las va a ver, pero no las ha vistotodavía.

Mi cerebro estaba lleno con la anterior en-trevista. Pasaba el tiempo, pasaba yo maqui-

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nalmente de un sitio a otro, y aún los tenía a losdos ante la vista, a ella afligida y espantada,queriendo ser buena conmigo y con su padre; aSantorcaz furioso, irónico, díscolo e insultanteconmigo, tierno y amoroso con ella. Observan-do bien a Inés, ahondando en aquel dolor suyoy en aquella su patética simpatía por la miseriahumana, no había realmente nada de nuevo. Enél sí, mucho.

Yo traía el pasado y lo ponía delante; regis-traba toda aquella parte de mi vida en que tu-viera relación con ambos personajes. Finalmen-te, hice respecto a mi propio pensar y sentir enaquella ocasión un raciocinio que iluminó unpoco mi espíritu.

-Largo tiempo, y hoy mismo al encontrarmefrente a él -dije- he considerado a ese hombrecomo un malvado, y no he considerado que esun padre.

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Sin duda me había acostumbrado a veraquel asunto desde un punto de vista que noera el más conveniente.

Así pensando y sintiendo, con el cerebro lle-no, el corazón lleno, proyectando en redor míomi agitado interior, lo cual me hacía ver de unmodo extraño lo que me rodeaba, sin vivir másque para mí mismo, olvidado en absoluto loque me llevara a Salamanca, discurrí por variascalles que no conocía.

De improviso ante mi cara apareció una ca-ra. La vi con la indiferencia que inspira un fi-gurón pintado, y tardé mucho tiempo en llegaral convencimiento de que yo conocía aquel ros-tro. En las grandes abstracciones del alma, eldespertar es lento y va precedido de una seriede raciocinios en que aquella disputa con lossentidos sobre si reconoce o no lo que tienedelante. Yo razoné al fin, y dije para mí:

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-Conozco estos ojuelos de ratón que delantetengo.

Recobrando poco a poco mi facultad de per-cepción, hablé conmigo de este modo:

-Yo he visto en alguna parte esta nariz inso-lente y esta boca infernal que se abre hasta lasorejas para reír con desvergüenza y descaro.

Dos manos pesadas cayeron sobre mis hom-bros.

-Déjame seguir, borracho -exclamé, empu-jando al importuno, que no era otro que Tour-lourou.

-¡Satané farceur! -gritó Molichard, que acom-pañaba por mi desgracia al otro-. Venid al cuar-tel.

-Drôle de pistolet... venid -dijo Tourlourouriendo diabólicamente-. Caballero Cipérez, elcoronel Desmarets os aguarda...

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-¡Ventre de biche!... os escapasteis cuandoibais a ser encerrado.

-Y sacasteis la navaja para asesinarnos.

-Monseigneur Cipérez, vous serez coffré etniché.

Intenté defenderme de aquellos salvajes; pe-ro me fue imposible, pues aunque borrachos,juntos tenían más fuerza que yo. Al mismotiempo, como la escena en la casa de Santorcazembargaba de un modo lastimoso mis faculta-des intelectuales, no me ocurría ardid ni artifi-cio alguno que me sacase de aquel nuevo con-flicto, más grave sin duda que los vencidos an-teriormente.

Lleváronme, mejor dicho, arrastráronmehasta el cuartel, donde por la mañana tuve elhonor de conocer a Molichard, y en la puertadetúvose Tourlourou, mirando al extremo de lacalle.

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-Dame... -chilló- allí viene el coronel Desma-rets.

Cuando mis verdugos anunciaron la proxi-midad del coronel encargado de la policía de laciudad, encomendé mi alma a Dios, seguro deque si por casualidad me registraban y hallabansobre mí el plano de las fortificaciones, no tar-daría un cuarto de hora en bailar al extremo deuna cuerda, como ellos decían. Volví angustia-do los ojos a todas partes, y pregunté:

-¿No está por ahí el Sr. Jean-Jean?

Aunque el dragón no era un santo, le consi-deré como la única persona capaz de salvarme.

El coronel Desmarets se acercaba por detrásde mí. Al volverme... ¡oh asombro de los asom-bros!... le vi dando el brazo a una dama, seño-res míos, a una dama que no era otra que lamismísima miss Fly, la mismísima Athenais, lamismísima Pajarita.

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Quedeme absorto, y ella al punto saludomecon una sonrisa vanagloriosa que indicaba sugran placer por la sorpresa que me causaba.

Molichard y su vil compañero adelantáronsehacia el coronel, hombre grave y de más quemediana edad, y con todo el respeto que suembrutecedora embriaguez les permitiera, dijé-ronle que yo era espía de los ingleses.

-¡Insolentes! -exclamó con indignación y enfrancés miss Fly-. ¿Os atrevéis a decir que micriado es espía? Señor coronel, no hagáis casode esos miserables a quienes rebosa el vino porlos ojos. Este muchacho es el que ha traído miequipaje, y el que con vuestra ayuda he busca-do inútilmente hasta ahora por la ciudad... Di,tonto, ¿dónde has puesto mi maleta?

-En el mesón de la Fabiana, señora -respondícon humildad.

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-Acabáramos. Buen paseo he hecho dar alseñor coronel que me ha ayudado a buscarte...Dos horas recorriendo calles y plazas...

-No se ha perdido nada, señora -le dijoDesmarets con galantería-. Así habéis podidover lo más notable de esta interesantísima ciu-dad.

-Sí; pero necesitaba sacar algunos objetos demi maleta, y este idiota... Es idiota, señor coro-nel...

-Señora -dije señalando a mis dos cruelesenemigos-. Cuando iba en busca de su excelen-cia, estos borrachos me llevaron engañado auna taberna, bebieron a mi costa, y luego queme quedé sin un real, dijeron que yo era espía yquerían ahorcarme.

Miss Fly miró al coronel con enfado y sober-bia, y Desmarets, que sin duda deseaba com-placer a la bella amazona, recogió todo aquel

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femenino enojo para lanzarlo militarmente so-bre los dos bravos franchutes, los cuales al ver-se convertidos de acusadores en acusados, pa-recían más beodos que antes y más incapacesde sostenerse sobre sus vacilantes piernas.

-¡Al cuartel, canalla! -gritó el jefe con ira-. Yoos arreglaré dentro de un rato.

Molichard y Tourlourou, asidos del brazo,confusos y tan lastimosamente turbados en lomoral como en lo físico, entraron en el edificiodando traspiés, y recriminándose el uno al otro.

-Os juro que castigaré a esos pícaros -dijo elbravo oficial-. Ahora, puesto que habéis encon-trado vuestra maleta, os conduciré a vuestroalojamiento.

-Sí, lo agradeceré -dijo miss Fly poniéndoseen marcha, ordenándome que la siguiera.

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-Y luego -añadió Desmarets- daré una ordenpara que se os permita visitar el hospital. Tengoidea de que no ha quedado en él ningún oficialinglés. Los que había hace poco, sanaron y fue-ron canjeados por los franceses que estaban enFuente-Aguinaldo.

-¡Oh, Dios mío! ¡Entonces habrá muerto! -exclamó con afectada pena miss Fly-. ¡Desgra-ciado joven! Era pariente de mi tío el vizcondede Marley... ¿Pero no me acompañáis al hospi-tal?

-Señora, me es imposible. Ya sabéis queMarmont ha dado orden para que salgamoshoy mismo de Salamanca.

-¿Evacuáis la ciudad?

-Así lo ha dispuesto el general. Estamosamenazados de un sitio riguroso. Carecemos devíveres, y como las fortificaciones que se hanhecho son excelentes, dejamos aquí ochocientos

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hombres escogidos que bastarán para defender-las. Salimos hacia Toro para esperar a que nosenvíen refuerzos del Norte o de Madrid.

-¿Y marcháis pronto?

-Dentro de una hora. Sólo de una hora pue-do disponer para serviros.

-Gracias... Siento que no podáis ayudarme abuscar a ese valiente joven, paisano mío, cuyoparadero se ignora y es causa de este mi intem-pestivo y molesto viaje a Salamanca. Fue heridoy cayó prisionero en Arroyomolinos. Desdeentonces no he sabido de él... Dijéronme que talvez estaría en los hospitales franceses de estaciudad.

-Os proporcionaré un salvo-conducto paraque visitéis el hospital, y con esto no necesitáisde mí.

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-Mil gracias; creo que llegamos a mi aloja-miento.

-En efecto, este es.

Estábamos en la puerta del mesón de la Le-chuga, distante no más de veinte pasos deaquel donde yo había dejado mi asno. Desma-rets despidiose de miss Fly, repitiendo suscumplidos y caballerescos ofrecimientos.

-Ya veis -me dijo Athenais cuando subíamosa su aposento- que hicisteis mal en no permitirque os acompañase. Sin duda habéis pasadomil contrariedades y conflictos. Yo, que conoz-co de antiguo al bravo Desmarets, os los hubie-ra evitado.

-Señora de Fly, todavía no he vuelto de miasombro, y creo que lo que tengo delante no esla verídica y real imagen de la hermosa damainglesa, sino una sombra engañosa que viene aaumentar las confusiones de este día. ¿Cómo ha

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venido usted a Salamanca, cómo ha podidoentrar en la ciudad, cómo se las ha compuestopara que ese viejo relamido, ese Desmarets?...

-Todo eso que os parece raro, es lo más na-tural del mundo. ¡Venir a Salamanca! Existien-do el camino, ¿os causa sorpresa? Cuando contanta grosería y vulgares sentimientos meabandonasteis, resolví venir sola. Yo soy así.Quería ver cómo os conducíais en la difícil co-misión, y esperaba poder prestaros algún servi-cio, aunque por vuestra ingratitud no merecíaisque me ocupara de vos.

-¡Oh! Mil gracias, señora. Al dejar a usted lohice por evitarle los peligros de esta expedición.Dios sabe cuánta pena me causaba sacrificar elplacer y el honor de ser acompañado por usted.

-Pues bien, señor aldeano, al llegar a laspuertas de la ciudad, acordeme del coronelDesmarets, a quien recogí del campo de batalladespués de la Albuera, curando sus heridas y

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salvándole la vida: pregunté por él, salió a miencuentro, y desde entonces no tuve dificultadalguna ni para entrar aquí ni para buscar alo-jamiento. Le dije que me traía el afán de saberel paradero de un oficial inglés, pariente mío,perdido en Arroyomolinos y como deseabaencontraros, fingí que uno de los criados quetraía conmigo, portador de mi maleta, habíadesaparecido en las puertas de la ciudad. Dese-ando complacerme, Desmarets me llevó a dis-tintos puntos. ¡Dos horas paseando!... Estabadesesperada... Yo miraba a un lado y otro di-ciendo: «¿Dónde estará ese bestia?... Se habráquedado lelo mirando los fuertes... Es tan bo-bo...».

-¿Y el mozuelo que acompañaba a usted?

-Entró conmigo. ¿Os burlabais del carricochede mistress Mitchell? Es un gran vehículo, ytirado por el caballo que me dio Simpson, pa-recía el carro de Apolo... Veamos ahora, señoroficial, cómo habéis empleado el tiempo, y si se

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ha hecho algo que justifique la confianza delseñor duque.

-Señora, llevo sobre mí un plano de las forti-ficaciones muy oculto... Además poseo innu-merables noticias que han de ser muy útiles algeneral en jefe. He experimentado mil contra-tiempos; pero al fin, en lo relativo a mi comi-sión militar, todo me ha salido bien.

-¡Y lo habéis hecho sin mí! -dijo la Mariposacon despecho.

-Si tuviera tiempo de referir a usted las tra-gedias y comedias de que he sido actor en po-cas horas... pero estoy tan fatigado que hasta elhabla me va faltando. Los sustos, las alegrías,las emociones, las cóleras de este día abatiríanel ánimo más esforzado y el cuerpo más vigo-roso, cuanto más el ánimo y cuerpo míos, queestán el uno aturdido y apesadumbrado, elotro, tan vacío de toda sólida sustancia, comoquien no ha comido en diez y seis horas.

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-En efecto, parecéis un muerto -dijo entran-do en su habitación-. Os daré algo de comer.

-Es una felicísima idea -respondí- y pues tanmilagrosamente nos hemos juntado aquí, locual prueba la conformidad de nuestro destino,conviene que nos establezcamos bajo un mismotecho. Voy a traer mi burro, en cuyas alforjasdejé algo digno de comerse. Al instante vuelvo.Pida usted en tanto a la mesonera lo que haya...pero pronto, prontito...

Fui al mesón donde había dejado mi asno, yal entrar en la cuadra sentí la voz del mesoneromuy enfrascada en disputas con otra que reco-nocí por la del venerable señor Jean-Jean.

-Muchacho -me dijo el mesonero al entrar-este señor francés se quería llevar tu burro.

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-¡Excelencia! -afirmó cortésmente aunquemuy turbado Jean-Jean- no me quería llevar labestia... preguntaba por vos.

Acordeme de la promesa hecha al dragón, ydel ánima de la albarda, invención mía parasalir del paso.

-Jean-Jean -dije al francés- todavía necesitode ti. Hoy salen los franceses, ¿no es verdad?

-Sí señor, pero yo me quedo. Quedamosveinte dragones para escoltar al gobernador.

-Me alegro -dije disponiéndome a llevar elburro conmigo-. Ahora, amigo Jean-Jean, nece-sito saber si el tal jefe de los masones se dispo-ne a salir hoy también de Salamanca. Es lo másprobable.

-Lo averiguaré, señor.

-Estoy en el mesón de al lado, ¿sabes?

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-La Lechuga, sí.

-Allí te espero. Tenemos mucho que hacerhoy, amigo Jean-Jean.

-No deseo más que servir a su excelencia.

-Y yo pago bien a los que me sirven.

-XXII-Miss Fly, pretextando que la criada del

mesón no debía enterarse de lo que hablába-mos, me sirvió la frugal comida ella misma, locual, si no era conforme a los cánones de la eti-queta inglesa, concordaba perfectamente conlas circunstancias.

-Vuestra tristeza -dijo la inglesa- me pruebaque si en la comisión militar salisteis bien, nosucede lo mismo en lo demás que habéis em-prendido.

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-Así es en efecto señora -repuse- y juro a us-ted que mi pesadumbre y descorazonamientoson tales que nunca he sentido cosa igual enninguna ocasión de mi vida.

-¿No está vuestra princesa en Salamanca?

-Está, señora -repliqué- pero de tal manera,que más valdría no estuviese aquí ni en cienleguas a la redonda. Porque ¿de qué valehallarla si la encuentro...

-Encantada -dijo la inglesa, interrumpién-dome con picante jovialidad- y convertida, co-mo Dulcinea, en rústica y fea labradora la queera señora finísima.

-Allá se va una cosa con otra -dije- porque simi princesa no ha perdido nada de la gallardíade su presencia, ni de la sin igual belleza de surostro, en cambio ha sufrido en su alma trans-formación muy grande, porque no ha queridoaceptar la libertad que yo le ofrecí, y prefirien-

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do la compañía de su bárbaro carcelero, me hapuesto bonitamente en la puerta de la calle.

-Eso tiene una explicación muy sencilla -medijo la dama riendo con verdadero regocijo- yes que vuestra archiduquesa prisionera ya noos ama. ¿No habéis pensado en el inconvenien-te de presentaros ante ella con ese vestido? Ellargo trato con su raptor le habrá inspiradoamor hacia este. No os riáis, caballero. Hay mu-chos casos de damas robadas por los bandidosde Italia y Bohemia, que han concluido porenamorarse locamente de sus secuestradores.Yo misma he conocido a una señorita inglesaque fue robada en las inmediaciones de Roma,y al poco tiempo era esposa del jefe de la parti-da. En España, donde hay ladrones tan poéti-cos, tan caballerescos, que casi son los únicoscaballeros del país, ha de suceder lo mismo. Loque me contáis, señor mío, no tiene nada deabsurdo y cuadra perfectamente con las ideasque he formado de este país.

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-La grande imaginación de usted -le dije-, talvez se equivoque al querer encontrar ciertascosas fuera de los libros; pero de cualquier mo-do que sea, señora, lo que me pasa es bien tris-te... porque...

-Porque amáis más a vuestra niña, desdeque ella adora a ese pachá de tres colas, a eseFra-Diávolo, en quien me figuro ver un grandí-simo ladrón, pero hermoso como los más her-mosos tipos de Calabria y Andalucía, más va-liente que el Cid, gran jinete, espadachín su-blime, algo brujo, generoso con los pobres,cruel con los ricos y malvados, rico como elgran turco, y dueño de inmensas pedrerías quesiempre le parecen pocas para su amada. Tam-bién me lo figuro como Carlos Moor, el máspoético e interesante de los salteadores de ca-minos.

-¡Oh! miss Fly, veo que usted ha leído mu-cho. Mi enemigo no es tal como usted le pinta,es un viejo enfermo.

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-Pues entonces, Sr. Araceli -dijo Athenaiscon disgusto-, no tratéis de engañarme pintan-do a esa joven como una persona principal,porque si se ha aficionado al trato de un viejoenfermo, habrá sido por avaricia, cualidad pro-pia de costureras, doncellas de labor, cómicas uotra gente menuda, a cuyas respetables clasescreo desde ahora que pertenecerá esa tan de-cantada señora que adoráis.

-No he engañado a usted respecto a la eleva-ción de su clase. Respecto a la afición que hapodido sentir hacia su secuestrador, no tienenada de vituperable, porque es su padre.

-¡Su padre! -exclamó con asombro-. Eso síque no estaba escrito en mis libros. ¿Y a un pa-dre que retiene consigo a su hija le llamáisladrón? Eso sí que es extraño. No hay país co-mo España para los sucesos raros y que en tododifieren de lo que es natural y corriente en losdemás países. Explicadme eso, caballero.

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-Usted cree que todos los lances de amor yde aventura han de pasar en el mundo confor-me a lo que ha leído en las novelas, en los ro-mances, en las obras de los grandes poetas yescritores, y no advierte que las cosas extrañasy dramáticas suelen verse antes en la vida realque en los libros, llenos de ficciones convencio-nales y que se reproducen unas a otras. Lospoetas copian de sus predecesores, los cualescopiaron de otros más antiguos, y mientrasfabrican este mundo vano, no advierten que lanaturaleza y la sociedad van creando a escon-didas del público y recatándose de la imprentamil novedades que espantan o enamoran.

Yo hacía esfuerzos de ingenio por sostenerde algún modo un coloquio en que miss Fly consu ardoroso sentimiento poético me llevabaventaja, y a cada palabra mía su atrevida ima-ginación se inflamaba más volando en pos desucesos raros, desconocidos, novelescos, fuentede pasión y de idealismo. No puedo negar que

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Athenais me causaba sorpresa, porque yo, enmi ignorancia, no conocía el sentimentalismoque entonces estaba en moda entre la gente delNorte, invadiendo literatura y sociedad de unmodo extraordinario.

-Referidme eso -me dijo con impaciencia.

Sin temor de cometer una indiscreción, contépunto por punto a mi hermosa acompañante,todo lo que el lector sabe. Oíame tan atenta-mente y con tales apariencias de agrado, que noomití ningún detalle. Algunas veces creí distin-guir en ella señales más bien de entusiasmovaronil, que de emoción femenina, y cuandopuse punto final en mi relato, levantose y conademán resuelto y voz animosa, hablome así:

-¿Y vivís con esa calma, caballero, y referísesos dramas de vuestra vida como si fueranpáginas de un libro que habéis leído la nocheanterior? No sois español, no tenéis en las ve-nas ese fuego sublime que impulsa al hombre a

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luchar con las imposibilidades. Os estáis ahímano sobre mano contemplando a una inglesay no se os ocurre nada, no se os ocurre entraren esa casa, arrancar a esa infeliz mujer del po-der que la aprisiona; echar una cuerda al cuellode ese hombre para llevarle a una casa de locos;no se os ocurre comprar una espada vieja ybatiros con medio mundo, si medio mundo seopone a vuestro deseo; romper las puertas de lacasa, pegarle fuego si es preciso; coger a la mu-chacha sin tratar de persuadirla a que os siga, yllevarla donde os parezca conveniente; matar atodos los alguaciles que os salgan al paso, yabriros camino por entre el ejército francés si elejército francés en masa se opone a que salgáisde Salamanca. Confieso que os creí capaz deesto.

-Señora -repliqué con ardor- dígame usteden qué libro ha leído eso tan bonito que acabade decirme. Quiero leerlo también, y despuésprobaré si tales hazañas son posibles.

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-¿En qué libro, menguado? -repuso con exal-tación admirable-. En el libro de mi corazón, enel de mi fantasía, en el de mi alma. ¿Queréisque os enseñe algo más?

-Señora -afirmé confundido-, el alma de us-ted es superior a la mía.

Vamos al instante a esa casa -dijo tomandoun látigo, y disponiéndose a salir.

Miré a miss Fly con admiración; pero conuna admiración que no era enteramente seria,quiero decir que algo se reía dentro de mí.

-¿A dónde, señora, a dónde quiere usted quevayamos?

-¡Y lo pregunta! -exclamó Athenais-. Caba-llero, si os hubiera creído capaz de hacerme esapregunta que indica las indecisiones de vuestraalma, no hubiera venido a Salamanca.

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-No, si comprendo perfectamente -respondí,no queriendo aparecer inferior a mi interlocuto-ra-. Comprendo... vamos... pues... a hacer unabarbaridad, una que sea sonada... yo me atrevoa ello, y aun a cosas mayores.

-Entonces...

-Precisamente pensaba en eso. Yo no conoz-co el miedo.

-Ni los obstáculos, ni el peligro, ni nada. Así,así, caballero, así se responde -gritó con acalo-rado y sonoro acento.

Su inflamado semblante, sus brillantes ojos,el timbre de su patética voz, ejercían extrañopoder sobre mí, y despertaban no sé qué vagassensaciones de grandeza, dormidas en el fondode mi corazón, tan dormidas que yo no creíaque existiesen. Sin saber lo que hacía, levante-me de mi asiento, gritando con ella:

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-¡Vamos, vamos allá!

-¿Estáis preparado?

-Ahora recuerdo que necesito una espada...vieja.

-O nueva... No será malo ver a Desmarets.

-Yo no necesito de nadie, me basto y me so-bro -exclamé con brío y orgullo.

-Caballero -dijo ella con entusiasmo- eso de-biera decirlo yo para parecerme a Medea.

-Decía que no podemos entrar con Desma-rets -indiqué pensando un poco en lo positivo-porque sale hoy de Salamanca.

En aquel momento sentimos ruido en el ex-terior. Era el ejército francés que salía. Los tam-bores atronaban la calle. Apagaba luego susretumbantes clamores el paso de los escuadro-nes de caballería, y por último, el estrépito de

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las cureñas hacía retemblar las paredes cual silas conmoviera un terremoto. Durante largotiempo estuvieron pasando tropas.

-Espero ser yo quien primero lleve a lordWellington la noticia de que los franceses hansalido de Salamanca -dije en voz baja a missFly, mirando el desfile desde nuestra ventana.

-Allí va Desmarets -repuso la inglesa fijandosu vista en las tropas.

En efecto, pasaba a caballo Desmarets alfrente de su regimiento, y saludó a miss Fly congalantería.

-Hemos perdido un protector en la ciudad-me dijo-; pero no importa; no lo necesitaremos.

En este momento sonaron algunos golpeci-tos en la puerta; abrí, y se nos presentó el Sr.Jean-Jean, que sombrero en mano, hizo variosarqueos y cortesías...

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-Excelencia, la mesonera me dijo que esta-bais aquí, y he venido a deciros...

-¿Qué?

Jean-Jean miró con recelo a miss Fly; pero alpunto le tranquilicé, diciéndole:

-Puedes hablar, amigo Jean-Jean.

-Pues venía a deciros -prosiguió el soldado-que ese señor Santorcaz saldrá de la ciudad.Como Salamanca va a ser sitiada, huyen estanoche muchas familias, y el masón no será delos últimos, según me ha dicho Ramoncilla. Hasalido hace un momento de su casa, sin dudapara buscar carros y caballerías.

-Entonces se nos va a escapar -dijo miss Flycon viveza.

-No saldrán -repuso- hasta después de me-dia noche.

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-Amigo Jean-Jean, quiero que me proporcio-nes un sable y dos pistolas.

-Nada más fácil, excelencia -contestó.

-Y además una capa... Luego que sea de no-che, prepararás el coche...

-No se encuentra ninguno en la ciudad.

-Abajo tenemos uno. Enganchas el caballo,que también está abajo, y lo llevas a la puertamás próxima a la calle del Cáliz.

-Que es la de Santi-Spíritus... Os adviertoque Santorcaz ha vuelto a su casa; le he vistoacompañado de sus cinco amigotes, cinco hom-bres terribles, que son capaces de cualquiercosa...

-¡Cinco hombres!...

-Que no permiten se juegue con ellos. Todaslas noches se reúnen allí y están bien armados.

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-¿Tienes algún amigo que quiera ganarseunos cuantos doblones y que además sea va-liente, sereno y discreto?

-Mi primo Pied-de-mouton es bueno para elcaso, pero está algo enfermo. No sé si Charles leTéméraire querrá meterse en tales fregados; se lodiré.

-No necesitamos de vuestros amigos -dijomiss Fly-. No queremos a nuestro lado gentesoez. Iremos enteramente solos.

-Dentro de un momento tendréis las armas -afirmó Jean-Jean-. ¿Y no me decís nada de vues-tro asno?

-Te lo regalaré con albarda y todo... mas nobusques ya nada en ella. Lo que merezcas te lodaré cuando nos hallemos sin peligro fuera delas puertas de la ciudad.

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Jean-Jean me miró con expresión sospecho-sa; pero, o renació pronto en su pecho la con-fianza, o supo disimular su recelo, y se marchó.Cuando de nuevo se me puso delante al ano-checer y me trajo las armas, ordenele que meesperase en la calle del Cáliz, con lo cual dimosla inglesa y yo por terminados los preparativosde aquel estupendo y nunca visto suceso, queverá el lector en los capítulos siguientes.

-XXIII-Al llegar a esta parte de mi historia, oblíga-

me a detenerme cierta duda penosa que nopuedo arrojar lejos de mí, aunque de mil mane-ras lo intento. Es el caso que, a pesar de la fide-lidad y veracidad de mi memoria, que tan pun-tualmente conserva los hechos más remotos,dudo si fui yo mismo quien acometió la teme-ridad en cuestión, apretado a ello por el poéticoy voluntarioso ascendiente de una hermosa

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mujer inglesa, o si habiéndolo yo soñado, creíque lo hice, como muchas veces sucede en lavida, por no ser fácil deslindar lo soñado de loreal; o si en vez de ser mi propia persona la quea tales empeños se lanzara, fue otro yo quiensupo interpretar los fogosos sentimientos ycaballerescas ideas de la hechicera Athenais.Ello es que, teniéndome por cuerdo hoy, comoentonces, me cuesta trabajo determinarme aafirmar que fui yo propio el autor de tal locura,aunque todos los datos, todas las noticias y lastradiciones todas concuerden en que no pudoser otro. Ante la evidencia inclino la frente ysigo contando.

Vino, pues, la noche, envolviendo en sussombras todo el ámbito de Roma la chica. Sali-mos miss Fly y yo, y atravesando la Rúa, nosinternamos por las oscuras y torcidas calles quenos debían llevar al lugar de nuestra misteriosaaventura. Bien pronto, ignorantes ambos de latopografía de la ciudad, nos perdimos y mar-

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chamos al acaso, procurando brujulearnos porlos edificios que habíamos visto durante el día;mas con la oscuridad no distinguíamos bien laforma de aquellas moles que nos salían al paso.A lo mejor nos hallábamos detenidos por unapared gigantesca, cuya eminencia se perdía alláen los cielos; luego creeríase que la enorme ma-sa se apartaba a un lado para dejarnos libre elpaso de una calleja alumbrada a lo lejos por laslamparillas de la devoción, encendidas anteuna imagen.

Seguíamos adelante creyendo encontrar elcamino buscado, y tropezábamos con un pórti-co y una torre que en las sombras de la nochevenían cada cual de distinto punto y se junta-ban para ponérsenos delante. Al fin conocimosla catedral entre aquellas montañas de oscuri-dad que nos cercaban. Dintinguimos perfecta-mente su vasta forma irregular, sus torres, queempiezan en una edad del arte y acaban enotra, sus ojivas, sus cresterías, su cúpula redon-

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da, y detrás del nuevo edificio, la catedral vieja,acurrucada junto a él como buscando abrigo.Quisimos orientarnos allí, y tomando la direc-ción que creímos más conveniente, bien prontotropezamos con los pórticos gemelos de la Uni-versidad, en cuyo frontispicio las grandes cabe-zas de los Reyes Católicos nos contemplaroncon sus absortos ojos de piedra. Deslizándonospor un costado del vasto edificio, nos hallamoscercados de murallas por todas partes, sin en-contrar salida.

-Esto es un laberinto, miss Fly -dije no sinmal humor-; busquemos hacia la espalda de lacatedral esa dichosa calle. Si no, pasaremos lanoche andando y desandando calles.

-¿Os apuráis por eso? Cuanto más tarde me-jor.

-Señora, lord Wellington me espera mañanaa las doce en Bernuy. Me parece que he dicho

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bastante... Veremos si aparece algún transeúnteque nos indique el camino.

Pero ningún alma viviente se veía por aque-llos solitarios lugares.

-¡Qué hermosa ciudad! -dijo miss Fly conarrobamiento contemplativo-. Todo aquí respi-ra la grandeza de una edad ilustre y gloriosa.¡Cuán excelsos, cuán poderosos no fueron lossentimientos que han necesitado tanta, tantísi-ma piedra para manifestarse! ¿Para vos no di-cen nada esas altas torres, esas largas ojivas;esos techos, esos gigantes que alzan sus manoshacia el cielo, esas dos catedrales, la una ancia-na y de rodillas, arrugada, inválida, agazapadacontra el suelo y al arrimo de su hija, la otraflamante y en pie, hermosa, inmensa, lozana,respirando vida en su robusta mole? ¿Para vosno dicen nada esos cien colegios y conventos,obra de la ciencia y la piedra reunidas? ¿Y esospalacios de los grandes señores, esas paredesllenas de escudos y rejas, indicio de soberbia y

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precaución? ¡Dichosa edad aquella en que elalma ha encontrado siempre de qué alimentarsu insaciable hambre! Para las almas religiosasel monasterio, para las heroicas la guerra, paralas apasionadas el amor, más hermoso cuantomás contrariado, para todas la galantería, losgrandes afectos, los sacrificios sublimes, lasmuertes gloriosas... La sociedad vive impulsadapor una sola fuerza, la pasión... El cálculo no seha inventado todavía. La pasión gobierna elmundo y en él pone su sello de fuego. El hom-bre lo atropella todo por la posesión del objetoamado, o muere luchando ante las puertas delhogar que se le cierran... Por una mujer se en-cienden guerras y dos naciones se destrozanpor un beso... La fuerza que aparentementeimpera no es el empuje brutal de los modernos,sino un aliento poderoso, el resoplido de losdos pulmones de la sociedad, que son el honory el amor.

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-No vendría mal el discursito -murmuré- sial fin encontráramos...

Cuando esto decía habíamos perdido de vis-ta la catedral, y nos internábamos por callesangostas y oscuras, buscando en vano la delCáliz. Vimos una anciana que apoyándose enun palo marchaba lentamente arrimada a lapared, y le pregunté:

-Señora, ¿puede usted decirme dónde está lacalle del Cáliz?

-¿Buscan la calle del Cáliz y están en ella? -repuso la vieja con desabrimiento-. ¿Van a lacasa de los masones o a la logia de la calle deTentenecios? Pues sigan adelante y no mortifi-quen a una pobre vieja que no quiere nada conel demonio.

-¿Y la casa de los masones, cuál es, señora?

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-Tiénela en la mano y pregunta... -contestó laanciana-. Ese portalón que está detrás de ustedes la entrada de la vivienda de esos bribones;ahí es donde cometen sus feas herejías contra lareligión, ahí donde hablan pestes de nuestrosqueridos reyes... ¡Malvados! ¡Ay, con cuántogusto iría a la Plaza Mayor para veros quemar!Dios querrá quitarnos de en medio a los france-ses que tales suciedades consienten... Masonesy franceses todos son unos, la pata derecha y laizquierda de Satanás.

Marchose la vieja hablando consigo misma,y al quedarnos solos reconocí en el portalónque cerca teníamos la casa de Santorcaz.

-¡Cuántas veces habremos pasado por aquísin conocer la casa! -dijo miss Fly-. Si yo lahubiese visto una sola vez... Pero parece quesois torpe, Araceli.

La puerta era un antiquísimo arco bizantino,compuesto por seis u ocho curvas concéntricas,

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por donde corrían misteriosas formas vegetales,gastadas por el tiempo, cascabeles y entrelaza-das cintas; y en la imposta unos diablillos, mo-nos o no sé qué desvergonzados animales quehacían cabriolas confundiendo sus piernecillasenjutas con los tallos de la hojarasca de piedra.Letras ininteligibles y que sin duda expresabanla época de la construcción, dejaban ver sustrazos grotescos y torcidos, como si un dedovacilante las trazara al modo de conjuro. Estabareforzada la puerta con garabatos de hierro tanmohosos como apolilladas y rotas las mal jun-tas tablas, y un grueso llamador en figura deculebrón enroscado pendía en el centro, aguar-dando una impaciente mano que lo moviese.

Yo interrogué a miss Fly con la mirada, vique acercaba su mano al aldabón.

-¿Ya, señora? -dije deteniendo su movimien-to.

-¿Pues a qué esperáis?

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-Conviene explorar primero al enemigo... Lacasa es sólida... Jean-Jean dijo que había de-ntro... ¿cuántos hombres?

-Cincuenta, si no recuerdo mal... pero aun-que sean mil...

-Es verdad, aunque sea un millón.

Vimos que se acercaba un hombre, y al pun-to reconocí a Jean-Jean.

-Vienen refuerzos, señora -dije-. Verá ustedqué pronto despacho.

Miss Fly, asiendo el aldabón, dio un golpe.

Yo toqué mis armas, y al ver que no se mehabían olvidado, no pude evitar un sentimientoque no sé si era burla o admiración de mí mis-mo, porque a la verdad, señores, lo que yo iba ahacer, lo que yo intentaba en aquel momento, oera una tontería o una acción semejante a aque-llas perpetuadas en romances y libros de caba-

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llería. Yo recordaba haber leído en alguna parteque un desvalido amante llega bonitamente ysin más ayuda que el valor de su brazo, o laprotección de tal o cual potencia nigromántica,a las puertas de un castillo donde el más bar-budo y zafio moro o gigante de aquellos agres-tes confines, tiene encerrada a la más delicadadoncella, princesa o emperatriz que ha peinadohebras de oro y llorado líquidos diamantes, y eltal desvalido amante grita desde abajo: «Fieroarráez, o bárbaro sultán, vengo a arrancarte esareal persona que aprisionada guardas, y te con-juro que me la des al instante si no quieres quetu cuerpo sea partido en dos pedazos por estami espada; y no te rías ni me amenaces, porqueaunque tuvieras más ejércitos que llevó elpartho a la conquista de la Grecia, ni uno solode los tuyos quedará vivo».

Así, señores, así, ni más o menos, era lo queyo iba a emprender. Cuando toqué las pistolasdel cinto, y el tahalí de que pendía la tajante

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espada y me eché el embozo a la capa, y el aladel ancho sombrero sobre la ceja, confieso queentre los sentimientos que luchaban en mi co-razón predominó la burla, y me reí en la oscu-ridad. Tenía yo un aire de personaje de valent-ías, guapezas y gatuperios, que habría puestomiedo en el ánimo más valeroso, cuando nomofa y risa; pero miss Fly había leído sin dudalas hazañas de D. Rodulfo de Pedrajas, de Pe-dro Cadenas, Lampuga, Gardoncha y Perotu-do, y mi catadura le había de parecer más pro-pia para enamorar que para reír.

Viendo que no respondían, cogí el aldabón yrepetí los golpes.

Yo no medía la extensión del peligro que ibaa afrontar, ni era posible reflexionar en ello,aunque habría bastado un destello de luz de mirazón para esclarecerme el horrible jaleo en queme iba a meter... Yo no pensaba en esto, porquesentía el inexplicable deleite que tiene para lajuventud enamorada todo lo que es misterioso

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y desconocido, más bello y atractivo cuantomás peligroso; porque sentía dentro de mí undeseo de acometer cualquier brutalidad sinnombre, que pusiese mi fuerza y mi valor alservicio de la persona a quien más amaba en elmundo.

No se olvide que aún me duraba el despechoy la sofocación de la mañana. El recuerdo de lasescenas que antes he descrito completaba miceguera; y realizar por la violencia lo que nopude conseguir por otro medio, era sin dudagran atractivo para mi excitado espíritu. En lacalle me aguijoneaba la fantasía, y desde dentrome llamaba el corazón, toda mi vida pasada ycuanto pudiese soñar para el porvenir... ¿Quiénno rompe una pared, aunque sea con la cabeza,cuando le impulsan a ello dos mujeres, unadesde dentro y otra desde fuera?

No debo negar que la hermosa inglesa habíaadquirido gran ascendiente sobre mí. No puedoexpresar aquel dominio suyo y aquella esclavi-

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tud mía, sino empleando una palabra muyusada en las novelas, y que ignoro si indicaráde un modo claro mi idea; pero no teniendo amano otro vocablo, la emplearé. Miss Fly mefascinaba. Aquella grandeza de espíritu, aquelsentimiento alambicado y sin mezcla de egoís-mo que había en sus palabras; aquel carácterque atesoraba, tras una extravagancia sin ejem-plo, todo el material, digámoslo así, de lasgrandes acciones, hallaban secreta simpatía enun rincón de mi ser. Me reía de ella y la admi-raba; parecíanme disparates sus consejos y losobedecía. Aquella inmensidad de su pensa-miento tan distante de la realidad me seducía, yantes que confesarme cobarde para seguir elvuelo de su voluntad poderosa, hubiéramemuerto de vergüenza.

Repetí con más fuerza los golpes, y nada seoía en el interior de la casa. Oscuridad y silen-cio como el de los sepulcros reinaban en ella. Elanimalejo, lagarto, o culebrón que figuraba la

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aldaba, alzó (al menos así parecía) su cabezallena de herrumbre y clavando en mí los verdesojuelos, abrió la horrible boca para reírse.

-No quieren abrir -me dijo Jean-Jean-. Sinembargo, dentro están: los he visto entrar... Sonlos principales afrancesados que hay en la ciu-dad, más masones que el gran Copto, y másateos que Judas... Mala gente. Mi opinión, señormarqués, es que os marchéis. El coche osaguarda en la puerta de Santi-Spíritus.

-¿Tienes miedo, Jean-Jean?

-Además, señor marqués -continuó este-,debo advertiros que pronto ha de pasar poraquí la ronda... Vos y la señora tenéis todo elaspecto de gente sospechosa... Todavía hayquien cree que sois espía y la señora también.

-¿Yo espía? -dijo miss Fly con desprecio-.Soy una dama inglesa.

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-Márchate tú, Jean-Jean, si tienes miedo.

-Hacéis una locura, caballero -repuso eldragón-. Esos hombres van a salir y a todos nosmolerán a palos.

Creí sentir el ruido de las maderas de unaventanilla que se abría en lo alto, y grité:

-¡Ah de la casa! Abrid pronto.

-Es una locura, señor marqués -dijo eldragón bruscamente-. Vámonos de aquí...

Entonces noté en el semblante hosco ysombrío de Jean-Jean una alteración muy visi-ble que no era ciertamente la que produce elmiedo.

-Repito que os dejo solo, señor marqués... Laronda va a venir... Vamos hacia Santi-Spíritus,o no respondo de vos.

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Su insistencia y el empeño de llevarnos hacialas afueras de la ciudad, infundió en mí terriblesospecha.

Miss Fly redobló los martillazos, diciendo:

-Será preciso echar la puerta abajo, si noabren.

Los garabatos de hierro que reforzaban lapuerta, se contrajeron, haciendo muecas horri-bles, signos burlescos, figurando no sé si extra-ñas sonrisas o mohínes o visajes de misteriososrostros.

Yo empezaba a perder la paciencia y la sere-nidad. Jean-Jean me causaba inquietud y temíuna alevosía, no por la sospecha de espionaje,como él había dicho, sino por la tentación derobarnos. El caso no era nuevo, y los soldadosque guarnecían las poblaciones del pobre paísconquistado, cometían impunemente todo lina-je de excesos. Además, la aventura iba tomando

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carácter grotesco, pues nadie respondía a nues-tros golpes ni asomaba rostro humano en la altareja.

-Sin duda no hay aquí rastro de gente. Losmasones se han marchado y ese tunante nos hatraído aquí para expoliarnos a sus anchas.

De pronto vi que alguien aparecía en el re-codo que hace la calle. Eran dos personas quese fijaron allí como en acecho. Dirigime hacia eldragón; pero este sin esperar a que le hablase,nos abandonó súbitamente para unirse a losotros.

-Ese miserable nos ha vendido -exclamé ru-giendo de cólera-. ¡Señora, estamos perdidos!No contábamos con la traición.

-¡La traición! -dijo confusa miss Fly-. Nopuede ser.

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No tuvimos tiempo de razonar, porque losdos que nos observaban y Jean-Jean se nos vi-nieron encima.

-¿Qué hacéis aquí? -me preguntó uno deellos, que era soldado de artillería sin distintivoalguno.

-No tengo que darte cuenta -respondí-. Dejalibre la calle.

-¿Es ésta la tarasca inglesa? -dijo el otro diri-giéndose a miss Fly con insolencia.

-¡Tunante! -grité desenvainando-. Voy a en-señarte cómo se habla con las señoras.

-El marquesito ha sacado el asador -dijo elprimero-. Jóvenes, venid al cuerpo de guardiacon nosotros, y vos, milady sauterelle, dad elbrazo a Charles le Téméraire para que os conduz-ca al palacio del cepo.

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-Araceli -me dijo miss Fly-, toma mi látigo yéchalos de aquí.

-Pied-de-mouton, atraviésalo -vociferó el arti-llero.

Pied-de-mouton como sargento de dragones,iba armado de sable. Carlos el Temerario era arti-llero y llevaba un machete corto, arma de esca-so valor en aquella ocasión. En un momentorapidísimo, mientras Jean-Jean vacilaba entredirigirse a la inglesa o a mí, acuchillé a Pied-de-mouton con tan buena suerte, con tanto ímpetuy tanta seguridad, que le tendí en el suelo. Lan-zando un ronco aullido cayó bañado en san-gre... Me arrimé a la pared para tener guarda-das las espaldas y esperé a Jean-Jean que, al verla caída de su compañero, se apartó de missFly, mientras Carlos el Temerario se inclinaba areconocer el herido. Rápida como el pensa-miento, Athenais se bajó a recoger el sable deeste. Sin esperar a que Jean-Jean me atacase yviéndole algo desconcertado, fuime sobre él;

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mas sobrecogido dio algunos pasos hacia atrás,bramando así:

-¡Corne du Diable! ¡Mille millions de bombar-des!... ¿Creéis que os tengo miedo?

Diciéndolo apretó a correr a lo largo de la ca-lle, y más ligero que el viento le siguió Carlos.Ambos gritaban:

-¡A la guardia, a la guardia!

-Cerca hay un grupo de guardia, señora.Huyamos. Aquí dio fin el romance.

Corrimos en dirección contraria a la queellos tomaron, mas no habíamos andado sietepasos, cuando sentimos a lo lejos pisadas degente y distinguimos un pelotón de soldadosque a toda prisa venía hacia nosotros.

-Nos cortan la retirada, señora -dije retroce-diendo-. Vamos por otro lado.

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Buscamos una boca-calle que nos permitieratomar otra dirección y no la encontramos. Lapatrulla se acercaba. Corrimos al otro extremo,y sentí la voz de nuestros dos enemigos, gri-tando siempre:

-¡A la guardia!...

-Nos cogerán -dijo miss Fly con serenidadincomparable, que me inspiró aliento-. No im-porta. Entreguémonos.

En aquel instante, como pasáramos junto alpórtico en cuyo aldabón habíamos martilladoinútilmente, vi que la puerta se abría y asomabapor ella la cabeza de un curioso, que sin dudano había podido dominar su anhelo de saber loque resultaba de la pendencia... El cielo se abríadelante de nosotros. La patrulla estaba cerca,pero como la calle describía un ángulo muypronunciado, los soldados que la formaban nopodían vernos. Empujé aquella puerta y alhombre, que curiosamente y con irónica sonrisa

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en el rostro se asomaba; y aunque ni una ni otroquisieron ceder al principio, hice tanta fuerza,que bien pronto miss Fly y yo nos encontramosdentro, y con presteza increíble corrí los pesa-dos cerrojos.

-XXIV--¿Qué hace usted? -preguntó con estupor un

hombre a quien vi delante de mí, y que alum-braba el angosto portal con su linterna.

-Salvarme y salvar a esta señora -respondíatendiendo a los pasos que un rato después denuestra entrada sonaban en la calle, fuera de lapuerta-. La patrulla se detiene...

-Ahora examina el cuerpo...

-No nos han visto entrar...

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-Pero, o yo estoy tonto, o es Araceli el quetengo delante -dijo aquel hombre, el cual no eraotro que Santorcaz.

-El mismo, Sr. D. Luis. Si su intento es de-nunciarme, puede hacerlo entregándome a lapatrulla; pero ponga usted en lugar seguro aesta señora hasta que pueda salir libremente deSalamanca... Todavía están ahí -añadí con lamayor agitación-. ¡Cómo gruñen!... parece querecogen el cuerpo... ¿Estará muerto o tan sóloherido?...

-Se marchan -dijo Athenais-. No nos han vis-to entrar... Creerán que ha sido una pendenciaentre soldados, y mientras aquellos pícaros noexpliquen...

-Adelante, señores -dijo Santorcaz con petu-lancia-. El primer deber del hijo del pueblo es lahospitalidad, y su hogar recibe a cuantos hanmenester el amparo de sus semejantes. Señora,nada tema usted.

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-¿Y quién os ha dicho que yo temo algo?-dijo con arrogancia miss Fly.

-Araceli, ¿eres tú quien me echaba la puertaabajo hace un momento?

Vacilé un instante en contestar, y ya tenía lapalabra en la boca, cuando miss Fly se anticipódiciendo:

-Era yo.

Santorcaz después de hacer una cortesía a ladama inglesa, permaneció mudo y quieto, es-perando oír los motivos que había tenido laseñora para llamar tan reciamente.

-¿Por qué me miráis con la boca abierta? -dijo bruscamente miss Fly-. Seguid y alumbrad.

Santorcaz me miró con asombro. ¿Quién lecausaría más sorpresa, yo o ella? A mi vez yono podía menos de sentirla también, y grande,

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al ver que el jefe de los masones nos recibía conurbanidad.

Subimos lentamente la escalera. Desde estaoíanse ruidosas voces de hombres en lo interiorde la casa. Cuando llegamos a una habitacióndesnuda y oscura, que alumbró débilmente lalinterna de Santorcaz, este nos dijo:

-¿Ahora podré saber qué buscan ustedes enmi casa?

-Hemos entrado aquí buscando refugio con-tra unos malvados que querían asesinarnos. Mideseo es que oculte usted a esta señora si poracaso insistieran en perseguirla dentro de lacasa.

-¿Y a ti? -me preguntó con sorna.

-Yo estimo mi vida -repuse- y no quisieracaer en manos de Jean-Jean; pero nada pido a

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usted, y ahora mismo saldré a la calle, si mepromete poner en seguridad a esta señora.

-Yo no abandono a los amigos -dijo Santor-caz con aquella sandunga y marrullería que leeran habituales-. La dama y su galán puedenrespirar tranquilos. Nadie les molestará.

Miss Fly se había sentado en un incómodosillón de vaqueta, único mueble que en la des-tartalada estancia había, y sin atender a nuestrodiálogo, miraba los dos o tres cuadros apolilla-dos que pendían de las paredes, cuando entróla criada trayendo una luz.

-¿Es esta vuestra hija? -preguntó vivamentela inglesa clavando los ojos en la moza.

-Es Ramoncilla, mi criada -repuso Santorcaz.

-Deseo ardientemente ver a vuestra hija, ca-ballero -dijo la inglesa-. Tiene fama de muyhermosa.

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-Después de lo presente -dijo el masón congalantería- no creo que haya otra más hermo-sa... Pero volviendo a nuestro asunto, señora, siusted y su esposo desean...

-Este caballero no es mi esposo -afirmó missFly sin mirar a Santorcaz.

-Bien; quise decir su amigo.

-No es tampoco mi amigo, es mi criado -dijola dama con enojo-. Sois en verdad impertinen-te.

Santorcaz me miró, y en su mirada conocíque no daba fe a la afirmación de la dama.

-Bien... ¿Usted y su criado piensan permane-cer en Salamanca?...

-No, precisamente lo que queremos es salirsin que nadie nos moleste. No puedo realizar elobjeto que me trajo a Salamanca y me marcho...

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-Pues a entrambos sacaré de la ciudad antesdel día -dijo Santorcaz- porque estoy preparán-dolo todo para salir a la madrugada.

-¿Y lleváis a vuestra hija? -preguntó congran interés miss Fly.

-Mi hija me ama tanto -respondió el masóncon orgullo- que nunca se separa de mí.

-¿Y a dónde vais ahora?

-A Francia. No pienso volver a poner lospies en España.

-Mal patriota sois...

-Señora... dígame usted su tratamiento paradesignarle con él. Aunque hijo del pueblo ydefensor de la igualdad, sé respetar las jerarqu-ías que establecieran la monarquía y la historia.

-Decidme simplemente señora, y basta.

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-Bien, puesto que la señora quiere conocer ami hija, se la voy a mostrar -dijo Santorcaz-.Dígnese la señora seguirme.

Seguímosle, y nos llevó a una sala, compues-ta con más decoro que la que dejábamos e ilu-minada por un velón de cuatro mecheros. Ofre-ció el anciano un asiento a la inglesa, y luegodesapareció volviendo al poco rato con su hijade la mano. Cuando la infeliz me vio, quedosepálida como la muerte, y no pudo reprimir ungrito de asombro que por su intensidad, parecíade miedo.

-Hija mía, esta es la señora que acaba de lle-gar a casa pidiéndome hospitalidad para ella ypara el mancebo que la acompaña.

Inés estaba como quien ve fantasmas. Tanpronto miraba a miss Fly como a mí, sin con-vencerse de que eran reales y tangibles las per-sonas que tenía delante. Yo sonreía tratando dedisipar su confusión con el lenguaje de los ojos

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y las facciones; pero la pobre muchacha estabacada vez más absorta.

-Sí que es hermosa -dijo miss Fly con grave-dad-. Pero no quitáis los ojos de este joven queme acompaña. Sin duda le encontráis parecidoa otro que conocéis. Hija mía, es el mismo quepensáis, el mismo.

-Sólo que este perillán -dijo Santorcaz sacu-diéndome el brazo con familiaridad imperti-nente- ha cambiado tanto... Cuando era oficialse le podía mirar; pero después que ha sidoexpulsado del ejército por su cobardía y malcomportamiento y puéstose a servir...

Tan grosera burla no merecía que la contes-tase, y callé, dejando que Inés se confundiesemás.

-Caballero -dijo miss Fly con enojo volvién-dose hacia Santorcaz- si hubiera sabido quepensabais insultar a la persona que me acom-

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paña, habría preferido quedarme en la calle.Dije que era mi criado; pero no es cierto. Estecaballero es mi amigo.

-Su amigo -añadió D. Luis-. Justo, eso decíayo.

-Amigo leal y caballero intachable, a quienagradeceré toda la vida el servicio que me haprestado esta noche exponiendo su vida por mí.

Nueva confusión de Inés. Mudaba de colorsu alterado semblante a cada segundo, y todose le volvía mirar a la inglesa y a mí, como simirándonos, leyéndonos, devorándonos con lavista, pudiera aclarar el misteriosísimo enigmaque tenía delante.

La venganza es un placer criminal, pero tandeleitoso que en ciertas ocasiones es preciso sersanto o arcángel para sofocar esta partícula,para extinguir esta pavesa de infierno que exis-te en nuestro corazón. Así es que sintiendo yo

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en mí la quemadura de aquel diabólico fuegodel alma que nos induce a mortificar algunavez a las personas que más amamos, dije congravedad:

-Señora mía, no merecen agradecimiento ac-ciones comunes que son un deber para todaslas personas de honor. Además, si se trata deagradecer, ¿qué podría decir yo, al recordar lasatenciones que de usted he merecido en el cuar-tel general aliado, y antes de que viniésemosambos a Salamanca?

Miss Fly pareció muy regocijada de estas pa-labras mías, y en su mirada resplandeció unasatisfacción que no se cuidaba de disimular.Inés observaba a la inglesa, queriendo leer ensu rostro lo que no había dicho.

-Señor Santorcaz -dijo la Mosquita despuésde una pausa- ¿no pensáis en casar a vuestrahija?

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-Señora, mi hija parece hasta hoy muy con-tenta de su estado y de la compañía de su pa-dre. Sin embargo, con el tiempo... No se casarácon un noble; ni con un militar, porque ella yyo aborrecemos a esos verdugos y carnicerosdel pueblo.

-Podemos darnos por ofendidos con lo quedecís contra dos clases tan respetables -repusocon benevolencia miss Fly-. Yo soy noble y elseñor es militar. Con que...

-He hablado en términos generales, señora.Por lo demás, mi hija no quiere casarse.

-Es imposible que siendo tan linda no tengalos pretendientes a millares -dijo miss Flymirándola-. ¿Será posible que esta hermosaniña no ame a nadie?

Inés en aquel instante no podía disimular suenojo.

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-Ni ama ni ha amado jamás a nadie -contestóoficiosamente su padre.

-Eso no, Sr. Santorcaz -dijo la inglesa-. Notratéis de engañarme, porque conozco de lacruz a la fecha la historia de vuestra adoradaniña, hasta que os apoderasteis de ella en Ci-fuentes.

Inés se puso roja como una cereza, y memiró no sé si con desprecio o con terror. Yocallaba, y midiendo por mi propia emoción lasuya, decía para mí con la mayor inocencia: «Lapobrecita será capaz de enfadarse».

-Tonterías y mimos de la infancia -dijo San-torcaz, a quien había sabido muy mal lo queacababa de oír.

-Eso es -añadió la inglesa señalando sucesi-vamente a Inés y a mí-. Ambos son ya personasformales, y sus ideas así como sus sentimientoshan tomando camino más derecho. No conozco

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el carácter y los pensamientos de vuestra en-cantadora hija; pero conozco el grande espíritu,el noble entendimiento del joven que nos escu-cha, y puedo aseguraros que leo en su almacomo en un libro.

Inés no cabía en sí misma. El alma se le salíapor los ojos en forma de aflicción, de despecho,de no sé qué sentimiento poderoso, hasta en-tonces desconocido para ella.

-Hace algún tiempo -añadió la inglesa- quenos une una noble, franca y pura amistad. Estecaballero posee un espíritu elevado. Su co-razón, superior a los sentimientos mezquinosde la vida ordinaria, arde en el deseo fogoso deuna vida grandiosa, de lucha, de peligro, y noquiere asociar su existencia a la menguada me-dianía de un hogar pacífico, sino lanzarla a lostumultos de la guerra, de la sociedad, dondehallará pareja digna de su alma inmensa.

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No pude reprimir una sonrisa; pero nadie,felizmente, a no ser Inés que me observaba,advirtió mi indiscreción.

-¿Qué decís a esto? -preguntó Athenais a minovia.

-Que me parece muy bien -contestó allá co-mo Dios le dio a entender, entre atrevida y bal-buciente-. Cuando se tiene un alma de tal in-mensidad, parece propio afrontar los peligrosde una patrulla, en vez de llamar a la primerapuerta que se presenta.

-Ya comprenderá usted, señora -dijo donLuis- que mi hija no es tonta.

-Sí; pero lo sois vos -contestó desabridamen-te miss Fly.

Y diciéndolo, en la casa retumbaron aldabo-nazos tan fuertes como los que nosotros había-mos dado poco antes.

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-¡La patrulla! -exclamé.

-Sin duda -dijo Santorcaz-. Pero no haya te-mor. He prometido ocultar a ustedes. Si mandala patrulla Cerizy, que es amigo mío, no haynada que temer. Inés, esconde a la señora en elcuarto de los libros, que yo archivaré a estesujeto en otro lado.

Mientras Inés y miss Fly desaparecieron poruna puerta excusada, dejeme conducir por miantiguo amigo, el cual me llevó a la habitacióndonde por la mañana le había visto, y en la cualestaban aquella noche y en aquella ocasión cin-co hombres sentados alrededor de la anchamesa. Vi sobre esta libros, botellas y papeles endesorden, y bien podía decirse que las tres cla-ses de objetos ocupaban igualmente a todos.Leían, escribían y echaban buenos tragos, sindejar de charlar y reír. Observé además que enla estancia había armas de todas clases.

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-Otra vez te atruenan la casa a aldabonazos,papá Santorcaz -dijo, al vernos entrar, el másjoven, animado y vivaracho de los presentes.

-Es la ronda -respondió el masón-. A verdónde escondemos a este joven. Monsalud,¿sabes quién manda la ronda esta noche?

-Cerizy -contestó el interpelado, que era unjoven alto, flaco y moreno, bastante parecido auna araña.

-Entonces no hay cuidado -me dijo-. Puedesentrar en esta habitación y esconderte allí, porsi acaso quiere subir a beber una copa.

Escondido, mas no encerrado, en la habita-ción que me designara, permanecí algún tiem-po, el necesario para que Santorcaz bajase a lapuerta, y por breves momentos conferenciasecon los de la ronda, y para que el jefe de estasubiese a honrar las botellas que galantementele ofrecían.

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-Señores -exclamó el oficial francés entrandocon Santorcaz- buenas noches... ¿Se trabaja?Buena vida es esta.

-Cerizy -replicó el llamado Monsalud lle-nando una copa-, a la salud de Francia y Espa-ña reunidas.

-A la salud del gran imperio galo-hispano -dijo Cerizy alzando la copa-. A la salud de losbuenos españoles.

-¿Qué noticias, amigo Cerizy? -preguntóotro de los presentes, viejo, ceñudo y feo.

-Que el lord está cerca... pero nos defende-remos bien. ¿Han visto ustedes las fortifícacio-nes?... Ellos no tienen artillería de sitio... El ejér-cito aliado es un ejército pour rire...

-¡Pobrecitos! -exclamó el viejo, cuyo nombreera Bartolomé Canencia-. Cuando uno piensa

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que van a morir tantos hombres... que se va aderramar tanta sangre...

-Señor filósofo -indicó el francés- porqueellos lo quieren... Convenced a los españoles deque deben someterse...

-Descanse usted un momento, amigo Cerizy.

-No puedo detenerme... Han herido a unsargento de dragones en esta calle...

-Alguna disputa...

-No se sabe... los asesinos han huido... Dicenque son espías.

-¡Espías de los ingleses!... Si Salamanca estállena de espías.

-Han dicho que un español y una inglesa... ono sé si un inglés acompañado de una españo-la... Pero no puedo detenerme. Se me mandó

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registrar las casas... Decidme: ¿no hay logia estanoche?

-¿Logia? Si nos marchamos...

-¿Se marchan? -dijo el francés-. Y yo que es-taba concluyendo a toda prisa mi Memoria sobrelas distintasformas de la tiranía.

-Léasela usted a sí propio -indicó el filósofoCanencia-. Lo mismo me pasará a mí con miTratado de la libertad individual y mi traducciónde Diderot.

-¿Y por qué es esa marcha?

-Porque los ingleses entrarán en Salamanca -dijo Santorcaz- y no queremos que nos cojanaquí.

-Yo no daría dos cuartos por lo que me que-dara de pescuezo después de entrar los aliados-advirtió el más joven y más vivaracho de to-dos.

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-Los ingleses no entrarán en Salamanca, se-ñores -afirmó con petulancia el oficial.

Santorcaz movió la cabeza con triste expre-sión dubitativa.

-Y pues así echan ustedes a correr, desdeque nos hallamos comprometidos, Sr. Santorcaz-añadió Cerizy con la misma petulancia y ciertotonillo reprensivo-, sepan que en el cuartel ge-neral de Marmont no estarán los masones tanseguros como aquí.

-¿Que no?

-No: porque no son del agrado del generalen jefe que nunca fue aficionado a sociedadessecretas. Las ha tolerado porque era precisoalentar a los españoles que no seguían la causainsurgente; pero ya sabe usted que Marmont esalgo bigot.

-Sí...

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-Pero lo que no sabe usted es que han veni-do órdenes apremiantes de Madrid para sepa-rar la causa francesa de todo lo que trascienda amasonería, ateísmo, irreligiosidad y filosofía.

-Lo esperaba, porque José es también algo...

-Bigot... Conque buen viaje y no fiar muchodel general en jefe.

-Como no pienso parar hasta Francia, miquerido señor Cerizy... -dijo Santorcaz- estoysin cuidado.

-No se puede vivir en esta abominable na-ción -afirmó el viejo filósofo-. En París o enBurdeos publicaré mi Tratado de la libertad indi-vidual y mi traducción de Diderot.

-Buenas noches, señor Santorcaz, señores to-dos.

-Buenas noches y buena suerte contra ellord, señor Cerizy.

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-Nos veremos en Francia -dijo el francés alretirarse-. Qué lástima de logia... Marchaba tanbien... Sr. Canencia, siento que no conozca us-ted mi Memoria sobre las tiranías.

Cuando el jefe de la ronda bajaba la escalera,sacome de mi escondite Santorcaz, y pre-sentándome a sus amigos, dijo con sorna:

-Señores, presento a ustedes un espía de losingleses.

No le contesté una palabra.

-Bien se conoce, amiguito... pero no reñire-mos -añadió el masón ofreciéndome una silla yponiéndome delante una copa que llenó-. Bebe.

-Yo no bebo.

-Amigo Ciruelo -dijo D. Luis al más joven delos presentes- te quedarás en Salamanca hastamañana, porque en lugar tuyo va a salir estejoven.

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-Sí, eso es -objetó Ciruelo mirándome conenojo-. Y si vienen los aliados y me ahorcan...Yo no soy espía de los ingleses.

-¡Ingleses, franceses!... -exclamó el filósofoCanencia en tono sibilítico-... hombres que sedisputan el terreno, no las ideas... ¿Qué me im-porta cambiar de tiranos? A los que como yocombaten por la filosofía, por los grandes prin-cipios de Voltaire y Rousseau, lo mismo lesimporta que reinen en España las casacas rojaso los capotes azules.

-¿Y usted qué piensa? -me dijo Monsalud,observándome con curiosidad-. ¿Entrarán losaliados en Salamanca?

-Sí señor, entraremos -contesté con aplomo.

-Entraremos... luego usted pertenece al ejér-cito aliado.

-Al ejército aliado pertenezco.

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-¿Y cómo está usted aquí? -me preguntó conademán y tono de la mayor fiereza otro de lospresentes, que era hombre más fuerte y robustoque un toro.

-Estoy aquí, porque he venido.

Necesitaba hacer grandes esfuerzos para so-focar mi indignación.

-Este joven se burla de nosotros -dijo Cirue-lo.

-Pues yo sostengo que los aliados no en-trarán en Salamanca -añadió Monsalud-. Notraen artillería de sitio.

-La traerán...

-Ignoran con qué clase de fortificaciones tie-nen que habérselas.

-El duque de Ciudad-Rodrigo no ignora na-da.

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-Bueno, que entren -dijo Santorcaz-. Puestoque Marmont nos abandona...

-Lo que yo digo -indicó el filósofo-; casacasrojas o casacas azules... ¿qué más da?

-Pero es indigno que favorezcamos a losespías de Wellington -exclamó con ira el bárba-ro Monsalud, levantándose de su asiento.

Yo decía para mí:

-No habrá en esta maldita casa un agujeropor donde escapar solo con ella.

-Siéntate y calla, Monsalud -dijo Santorcaz-.A mí me importa poco que Narices entre o noen Salamanca. Ponga yo el pie en mi queridaFrancia... Aquí no se puede vivir.

-Si siguieran los franceses mi parecer -dijo eljoven Ciruelo con la expresión propia de quienestá seguro de manifestar una gran idea-, antesde entregar esta ciudad histórica a los aliados,

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la volarían. Basta poner seis quintales de pólvo-ra en la catedral, otros seis en la Universidad,igual dosis en los Estudios Menores, en laCompañía, en San Esteban, en Santo Tomás yen todos los grandes edificios... Vienen los alia-dos, ¿quieren entrar? ¡fuego! ¡Qué hermosomontón de ruinas! Así se consiguen dos obje-tos; acabar con ellos, y destruir uno de los másterribles testimonios de la tiranía, barbarie yfanatismo de esos ominosos tiempos, señores...

-Orador Ciruelo, tú harás revoluciones -dijoCanencia con majestuosa petulancia.

-Lo que yo afirmo -gruñó Monsalud- es quevenzan o no los aliados, no me marcharé deEspaña.

-Ni yo -mugió el toro.

-Prefiero volverme con los insurgentes -dijoel quinto personaje, que hasta entonces nohabía desplegado los bozales labios.

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-Yo me voy para siempre de España -afirmóSantorcaz-. Veo malparada aquí la causa fran-cesa. Antes de dos años Fernando VII volverá aMadrid.

-¡Locura, necedad!

-Si esta campaña termina mal para los fran-ceses, como creo...

-¿Mal? ¿Por qué?

-Marmont no tiene fuerzas.

-Se las enviarán. Viene en su auxilio el reyJosé con tropas de Castilla la Nueva.

-Y la división Esteve, que está en Segovia.

-Y el ejército de Bonnet viene cerca ya.

-Y también Cafarelli con el ejército del Nor-te.

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-Todavía no ha venido -dijo Santorcaz contristeza-. Bien, si vienen esas tropas y ponen losfranceses toda la carne en el asador...

-Vencerán.

-¿Qué crees tú, Araceli?

-Que Marmont, Bonnet, Esteve, Cafarelli y elrey José no hallarán tierra por donde correr sitropiezan con los aliados -dije con gran aplomo.

-Lo veremos, caballero.

-Eso es, lo verán ustedes -repuse-. Lo vere-mos todos. ¿Saben ustedes bien lo que es elejército aliado que ha tomado a Ciudad-Rodrigo y Badajoz? ¿Saben ustedes lo que sonesos batallones portugueses y españoles, esacaballería inglesa?... Figúrense ustedes unafuerza inmensa, una disciplina admirable, unentusiasmo loco, y tendrán idea de esa ola que

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viene y que todo lo arrollará y destruirá a supaso.

Los seis hombres me miraban absortos.

-Supongamos que los franceses son derrota-dos; ¿qué hará entonces el Emperador?

-Enviar más tropas.

-No puede ser. ¿Y la campaña de Rusia?

-Que va muy mal, según dicen -indiqué yo.

-No va sino muy bien, caballero -exclamóMonsalud, con gesto amenazador.

-Las últimas noticias -dijo el quinto persona-je, que tenía facha de militar, y era hombrefuerte, membrudo, imponente, de mirar atrave-sado y antipática catadura- son estas... Acabode leerlas en el papel que nos han mandado deMadrid. El Emperador es esperado en Varso-via. El primer cuerpo va sobre Piegel; el maris-

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cal duque de Regio, que manda el segundo,está en Wehlan; el mariscal duque de Elchin-gen, en Soldass; el rey de Westphalia en Varso-via...

-Eso está muy lejos y no nos importa nada -dijo Santorcaz con disgusto-. Por bien que salgael Emperador de esa campaña temeraria, nopodrá en mucho tiempo mandar tropas a Espa-ña... y parece que Soult anda muy apretado enAndalucía y Suchet en Valencia.

-Todo lo ves negro -gritó con enojo Monsa-lud.

-Veo la guerra del color que tiene ahora... Demodo que a Francia me voy, y salga el sol porAntequera.

-Triste cosa es vivir de esta manera -dijo elfilósofo-. Somos ganado trashumante. Verdades que no pasamos por punto alguno sin dejarla semilla del Contrato social que germinará

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pronto poblando el suelo de verdaderos ciuda-danos... Y es además de triste vergonzoso ver-nos obligados a pasar por cómicos de la legua.

-Yo no me vestiré más de payaso, aunqueme aspen -declaró Monsalud.

-Y yo, antes de dejarme descuartizar porafrancesado, me volveré con los insurgentes -indicó el que tenía figura y corpulencia de sal-vaje toro.

-Nada perdemos con adoptar nuestro dis-fraz -dijo D. Luis-. Con que se vista uno y nossiga el carro lleno de trebejos, bastará para queno nos hagan daño en esos feroces pueblos...Conque en marcha, señores. Araceli, dame tusarmas, porque nosotros no llevamos ninguna...En caso contrario, no me expondré a sacarte.

Se las di, disimulando la rabia que llenabami alma, y al punto empezaron los preparati-vos de marcha. Unos corrían a cerrar sus breves

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maletas, más llenas de papeles que de ropas.Arregló Ramoncilla el equipaje de su amo, y notardaron en atronar las casas los ruidos quecaballerías y carros hacían en el patio. Cuandopasé a la habitación donde estaban Inés y missFly, sorprendiome hallarlas en conversacióntirada, aunque no cordial al parecer, y en elsemblante de la primera advertí un hechiceromohín irónico, mezclado de tristeza profunda.Yo ocultaba y reprimía en el fondo de mi pechouna tempestad de indignación, de zozobra.Aun allí, rodeado de tan diversa gente, mirabacon angustia a todos los rincones, ansiandodescubrir alguna brecha, algún resquicio, pordonde escapar solo con ella. Creíame capaz delas hazañas que soñaba el alto espíritu de missFly.

Pero no había medio humano de realizar mipensamiento. Estaba en poder de Santorcaz,como si dijéramos, en poder del demonio. Tratéde acercarme a Inés para hablarla a solas un

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momento, con esperanzas de hallar en ella unamoroso cómplice de mi deseo; pero Santorcazcon claro designio y miss Fly quizás sin inten-ción, me lo impidieron. Inés misma parecíatener empeño en no honrarme con una solamirada de sus amantes ojos.

Athenais, conservando su falda de amazona,se había transfigurado, escondiendo graciosa-mente su busto y hermosa cabeza bajo los plie-gues de un manto español.

-¿Qué tal estoy así? -me dijo riendo en uninstante que estuvimos solos.

-Bien -contesté fríamente, preocupado conotra imagen que atraía los ojos de mi alma.

-¿Nada más que bien?

-Admirablemente. Está usted hermosísima.

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-Vuestra novia, Sr. Araceli -dijo con expre-sión festiva y algo impertinente-, es bastantesencilla.

-Un poco, señora.

-Está buena para un pobre hombre... ¿Peroes cierto que amáis... a eso?

-¡Oh! Dios de los cielos -dije para mí sinhacer caso de miss Fly-, ¿no habrá un medio deque yo escape solo con ella?

Iba la inglesa a repetir su pregunta, cuandoSantorcaz nos llamó dándonos prisa para quebajásemos. Él y sus amigos habían forrado suspersonas en miserables vestidos.

-Las dos señoras en el coche que guiará Juan-dijo D. Luis-. Tres a caballo y los otros en elcarro. Araceli, entra en el carro con Monsalud yCanencia.

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-Padre, no vayas a caballo -dijo Inés-. Estásmuy enfermo.

-¿Enfermo? Más fuerte que nunca... Vamos:en marcha... Es muy tarde.

Distribuyéronse los viajeros conforme alprograma, y pronto salimos en burlesca proce-sión de la casa y de la calle y de Salamanca.¡Oh, Dios poderoso! Me parecía que había esta-do un siglo dentro de la ciudad. Cuando sinhallar obstáculos en las calles ni en la muralla,me vi fuera de las temibles puertas, me parecióque tornaba a la vida.

Según orden de Santorcaz, el cochecillodonde iban las dos damas marchaba delante,seguían los jinetes, y luego los carros, en uno delos cuales tocome subir con los dos interesantespersonajes citados. Al verme en el campo libre,si se calmó mi desasosiego por los peligros quecorrí dentro de Roma la chica, sentí una aflicciónvivísima por causas que se comprenderán

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fácilmente. Me era forzoso correr hacia el cuar-tel general, abandonando aquel extraño convoydonde iban los amores de toda mi vida, el almade mi existencia, el tesoro perdido, encontradoy vuelto a perder, sin esperanza de nueva recu-peración. Llevado, arrastrado yo mismo poraquella cuadrilla de demonios, ni aun me eraposible seguirla, y el deber me obligaba a sepa-rarme en medio del camino. La desesperaciónse apoderó de mí, cuando mis ojos dejaron dever en la oscuridad de la noche a las dos muje-res que marchaban delante. Salté al suelo y co-rriendo con velocidad increíble, pues la hondí-sima pena parecía darme alas, grité con toda lafuerza de mis pulmones:

-¡Inés, miss Fly!... aquí estoy... parad, parad...

Santorcaz corrió al galope detrás de mí y medetuvo.

-Gabriel -gritó- ya te he sacado de la ciudady ahora puedes marcharte dejándonos en paz.

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A mano derecha tienes el camino de Aldea-Tejada.

-¡Bandido! -exclamé con rabia-. ¿Crees que sino me hubieras quitado las armas me marchar-ía solo?

-¡Muy bravo estás!... Buen modo de pagar elbeneficio que acabo de hacerte... Márchate deuna vez. Te juro que si vuelves a ponerte delan-te de mí y te atreves a amenazarme, haré conti-go lo que mereces...

-¡Malvado!... -grité abalanzándome al arzónde su cabalgadura y hundiendo mis dedos ensus flacos muslos-. ¡Sin armas estoy y podré darcuenta de ti!

El caballo se encabritó, arrojándome a ciertadistancia.

-¡Dame lo que es mío, ladrón! -exclamé tor-nando hacia mi enemigo-. ¿Crees que te temo?

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Baja de ese caballo... devuélveme mi espada yveremos.

Santorcaz hizo un gesto de desprecio, y en elsilencio de la noche oí el rumor de su irónicarisa. El otro jinete, que era el semejante a untoro, se le unió incontinenti.

-O te marchas ahora mismo -dijo D. Luis- ote tendemos en el camino.

-La señora inglesa ha de partir conmigo.Hazla detener -dije sofocando la intensa cóleraque a causa de mi evidente inferioridad mesofocaba.

-Esa dama irá a donde quiera.

-¡Miss Fly, miss Fly! -grité ahuecando ambasmanos junto a mi boca.

Nadie me respondía, ni aun llegaba a misoídos el rumor de las ruedas del coche. Corrílargo trecho al lado de los caballos, fatigado,

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jadeante, cubierto de sudor y con profundaagonía en el alma... Volví a gritar luego dicien-do:

-¡Inés, Inés! ¡Aguarda un instante... allá voy!

Las fuerzas me faltaban. Los jinetes se diri-gieron en disposición amenazadora hacia mí;pero un resto de energía física que aún conser-vaba, me permitió librarme de ellos, saltandofuera del camino. Pasaron adelante los caballos,y las carcajadas de Santorcaz y del hombre-tororesonaron en mis oídos como el graznar depájaros carniceros que revoloteaban junto a mí,describiendo pavorosos círculos en torno a micabeza. Si mi cuerpo estaba desmayado y casiexánime, conservaba aún voz poderosa, y voci-feré mientras creí que podía ser oído:

-¡Miserables!... ya caeréis en mi poder... ¡Eh,Santorcaz, no te descuides!... ¡allá iré yo!... ¡alláiré!

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Bien pronto se extinguió a lo lejos el ruidode herraduras y ruedas. Me quedé solo en elcamino. Al considerar que Inés había estado enmi mano y que no me había sido posible apo-derarme de ella, sentía impulsos de correr haciaadelante, creyendo que la rabia bastaría a hacerbrotar de mi cuerpo las potentes alas delcóndor... En mi desesperada impotencia mearrojaba al suelo, mordía la tierra y clamaba alcielo con alaridos que habrían aterrado a lostranseúntes, si por aquella desolada llanurahubiese pasado en tal hora alma viviente... ¡Seme escapaba quizás para siempre! Registré elhorizonte en derredor, y todo lo vi negro; perolas imágenes de los dos ejércitos pertenecientesa las dos naciones más poderosas del mundo sepresentaron a mi agitada imaginación. ¡Por allílos franceses... por allí los ingleses! Un pasomás y el humo y los clamores de sangrientabatalla se elevarán hasta el cielo; un paso más ytemblará, con el peso de tanto cuerpo que cae,este suelo en que me sostengo. -¡Oh, Dios de las

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batallas, guerra y exterminio es lo que deseo! -exclamé-. Que no quede un solo hombre deaquí hasta Francia... Araceli, al cuartel real...Wellington te espera.

Esta idea calmó un tanto mi exaltación y melevanté del suelo en que yacía. Cuando di losprimeros pasos experimenté esa suspensión delánimo, ese asombro indefinible que sentimosen el momento de observar la falta o pérdida deun objeto que poco antes llevábamos.

-¿Y miss Fly? -dije deteniéndome estupefac-to-. No lo sé... adelante.

-XXV-Seguro de que los franceses habían tomado

la dirección de Toro, me encaminé yo hacia elMediodía buscando el Valmuza, riachuelo quecorre a cuatro o cinco leguas de la capital. Mar-chaba a pie con toda la prisa que me permitían

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el mucho cansancio corporal y las fatigas delalma, y a las ocho de la mañana entré en AldeaTejada, después de vadear el Tormes y recorrerun terreno áspero y desigual desde Tejares.Unos aldeanos dijéronme antes de llegar allíque no había franceses en los alrededores ni enel pueblo, y en este oí decir que por Siete Carre-ras y Tornadizos se habían visto en la nocheanterior muchísimos ingleses.

-Cerca están los míos -dije para mí, y to-mando algo de lo necesario para sustentarmeseguí adelante.

Nada me aconteció digno de notarse hastaTornadizos, donde encontré la vanguardia in-glesa y varias partidas de D. Julián Sánchez.Eran las diez de la mañana.

-Un caballo, señores, préstenme un caballo-les dije-. Si no, prepárense a oír al señor du-que... ¿Dónde está el cuartel general? Creo queen Bernuy. Un caballo pronto.

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Al fin me lo dieron, y lanzándolo a toda ca-rrera primero por el camino y después por tro-chas y veredas, a las doce menos cuarto estabaen el cuartel general. Vestí a toda prisa mi uni-forme, informándome al mismo tiempo de laresidencia de lord Wellington, para presentar-me a él al instante.

-El duque ha pasado por aquí hace un mo-mento -me dijo Tribaldos-. Recorre el pueblo apie.

Un momento después encontré en la plaza alseñor duque, que volvía de su paseo; conocio-me al punto, y acercándome a él le dije:

-Tengo el honor de manifestar a vuecenciaque he estado en Salamanca y que traigo todoslos datos y noticias que vuecencia desea.

-¿Todos? -dijo Wellington sin hacer demos-tración alguna de benevolencia ni de desagra-do.

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-Todos, mi general.

-¿Están decididos a defenderse?

-El ejército francés ha evacuado ayer tarde laciudad, dejando sólo ochocientos hombres.

Wellington miró al general portugués Tron-coso que a su lado venía. Sin comprender laspalabras inglesas que se cruzaron, me parecióque el segundo afirmaba:

-Lo ha adivinado vuecencia.

-Este es el plano de las fortificaciones quedefienden el paso del puente -dije, alargando elcroquis que había sacado.

Tomolo Wellington, después de examinarlocon profundísima atención, preguntó:

-¿Está usted seguro de que hay piezas gira-torias en el rebellín, y ocho piezas comunes enel baluarte?

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-Las he contado, mi general. El dibujo seráimperfecto; pero no hay en él una sola línea queno sea representación de una obra enemiga.

-¡Oh, oh! Un foso desde San Vicente al Mila-gro -exclamó con asombro.

-Y un parapeto en San Vicente.

-San Cayetano parece fortificación importan-te.

-Terrible, mi general.

-Y estas otras en la cabecera del puente...

-Que se unen a los fuertes por medio de es-tacadas en zig-zag.

-Está bien -dijo con complacencia, guardan-do el croquis-. Ha desempeñado usted su comi-sión satisfactoriamente a lo que parece.

-Estoy a las órdenes de mi general.

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Y luego, volviendo en derredor la perspicazmirada, añadió:

-Me dijeron que miss Fly cometió la temeri-dad de ir también a Salamanca a ver los edifi-cios. No la veo.

-No ha vuelto -dijo un inglés de los de lacomitiva.

Interrogáronme todos con alarmantes mira-das y sentí cierto embarazo. Hubiera dadocualquier cosa porque la señorita Fly se presen-tase en aquel momento.

-¿Que no ha vuelto? -dijo el duque con ex-presión de alarma y clavando en mí sus ojos-.¿Dónde está?

-Mi general, no lo sé -respondí bastante con-trariado-. Miss Fly no fue conmigo a Salaman-ca. Allí la encontré y después... Nos separamos

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al salir de la ciudad, porque me era preciso es-tar en Bernuy antes de las doce.

-Está bien -dijo lord Wellington como si cre-yese haber dado excesiva importancia a unasunto que en sí no lo tenía-. Suba usted al ins-tante a mi alojamiento para completar los in-formes que necesito.

No había dado dos pasos, puesto humilde-mente a la cola de la comitiva del señor duque,cuando detúvome un oficial inglés, algo viejo,pequeño de rostro, no menos encarnado que suuniforme, y cuya carilla arrugada y diminuta sedistinguía por cierta vivacidad impertinente, deque eran signos principales una nariz picuda yunos espejuelos de oro. Acostumbrados losespañoles a considerar ciertas formas persona-les como inherentes al oficio militar, nos causa-ban sorpresa y aun risa aquellos oficiales deartillería y estado mayor que parecían catedrá-ticos, escribanos, vistas de aduanas o procura-dores.

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Mirome el coronel Simpson, pues no eraotro, con altanería; mirele yo a él del mismomodo, y una vez que nos hubimos mirado asabor de entrambos, dijo él:

-Caballero, ¿dónde está miss Fly?

-Caballero, ¿lo sé yo acaso? ¿Me ha consti-tuido el duque en custodio de esa hermosa mu-jer?

-Se esperaba que miss Fly regresase con us-ted de su visita a los monumentos arquitectóni-cos de Salamanca.

-Pues no ha regresado, caballero Simpson.Yo tenía entendido que miss Fly podía ir y ve-nir y partir y tornar cuando mejor le conviniese.

-Así debiera ser y así lo ha hecho siempre -dijo el inglés-; pero estamos en una tierra don-de los hombres no respetan a las señoras, y pu-diera suceder que Athenais, a pesar de su al-

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curnia, no tuviese completa seguridad de serrespetada.

-Miss Fly es dueña de sus acciones -le con-testé-. Respecto a su tardanza o extravío, ellasola podrá informar a usted cuando parezca.

Era ciertamente grotesco exigirme la respon-sabilidad de los pasos malos o buenos de laantojadiza y volandera inglesa, cuando ella noconocía freno alguno a su libertad, ni tenía mássalvaguardia de su honor que su honor mismo.

-Esas explicaciones no me satisfacen, caba-llero Araceli -me dijo Simpson, dignándosedirigir sobre mí una mirada de enojo, que ad-quiría importancia al pasar por el cristal de susespejuelos-. El insigne lord Fly, conde de Chi-chester, me ha encargado que cuide de su hija...

-¡Cuidar de su hija! ¿Y usted lo ha hecho?...Cuando estuvo a punto de perecer en SantiSpíritus, no le vi a su lado... ¡Cuidar de ella!

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¿De qué modo se cuida a las señoritas en Ingla-terra? ¿Dejando que los españoles les ofrezcanalojamiento, que las acompañen a visitar abad-ías y castillos?

-Siempre han acompañado a esa señoritadignos caballeros que no abusaron de su con-fianza. No se temen debilidades de miss Fly,que tiene el mejor de los guardianes en su pro-pio decoro; se temen, caballero Araceli, las vio-lencias, los crímenes que son comunes en lasnaturalezas apasionadas de esta tierra. En su-ma, no me satisfacen las explicaciones que us-ted ha dado.

-No tengo que añadir, respecto al paraderode miss Fly, ni una palabra más a lo que yatuve honor de manifestar a lord Wellington.

-Basta, caballero -repuso Simpson ponién-dome como un pimiento-. Ya hablaremos deesto en ocasión más oportuna. He manifestado

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mis recelos a D. Carlos España, el cual me hadicho que no era usted de fiar... Hasta la vista.

Apartose de mí vivamente para unirse a lacomitiva que estaba muy distante, y dejome enverdad pensativo el venerable y estudioso ofi-cial. Poco después D. Carlos España me decíariendo con aquella expresión franca y un tantobrutal que le era propia:

-Picarón redomado, ¿dónde demonios hasmetido a la amazona? ¿Qué has hecho de ella?Ya te tenía yo por buena alhaja. Cuando el co-ronel Simpson me dijo que estaba sobre ascuas,le contesté: «No tenga usted duda, amigo mío;los españoles miran a todas las mujeres comocosa propia».

Traté de convencer al general de mi inocen-cia en aquel delicado asunto; pero él reía, antesimpulsado por móviles de alabanza que devituperio, porque los españoles somos así. Lue-go le conté cómo habiendo necesitado del auxi-

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lio de los masones para salir de Salamanca, nosacompañamos de ellos hasta salir a buen trechode la ciudad; mas cuando indiqué que miss Flyles había seguido, ni España ni ninguno de losque me escuchaban quisieron creerme.

Cuando fui al alojamiento del general en jefepara informarle de mil particularidades que élquería conocer relativas a los conventos des-truidos, a municiones, a víveres, al espíritu dela guarnición y del vecindario, hallé al duque,con quien conferencié más de hora y media, tanfrío, tan severo conmigo, que se me llenó elalma de tristeza. Recogía mis noticias, hartopreciosas para el ejército aliado, sin darme cla-ras y vehementes señales, cual yo esperaba, deque mi servicio fuese estimado, o como si esti-mando el hecho, menospreciara la persona.Hizo elogios del croquis; pero me pareció ad-vertir en él cierta desconfianza y hasta la dudade que aquel minucioso dibujo fuese exacto.

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Consternado yo, mas lleno de respeto haciaaquel grave personaje, a quien todos los espa-ñoles considerábamos entonces poco menosque un Dios, no osé desplegar los labios en ma-teria alguna distinta de las respuestas que teníaque dar: y cuando el héroe de Talavera me des-pidió con una cortesía rígida y fría como el mo-vimiento de una estatua que se dobla por lacintura, salí lleno de confusiones y sobresaltos,mas también de ira porque yo comprendía quealguna sospecha tan grave como injusta deslus-traba mi buen concepto. ¡Después de tantostrabajos y fatigas por prestar servicio tan gran-de al ejército aliado, no se me trataba con ma-yor estima que a un vulgar y mercenario espía!¡Yo no quería grados ni dinero en pago de misservicios! Quería consideración, aprecio, y queel lord me llamase su amigo, o que desde lo altode su celebridad y de su genio, dejase caer so-bre mi pequeñez cualquier frase afectuosa yconmovedora, como la caricia que se hace alperro leal; pero nada de esto había logrado.

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Trayendo a mi memoria a un mismo tiempo yen tropel confuso las sofocaciones del día ante-rior, mi croquis, mis servicios, y mis apuros, loshorrendos peligros, y después la fisonomía se-vera y un tanto ceñuda de lord Wellington, eldespecho me inspiraba frases íntimas como lasiguiente:

-Quisiera que hubieses estado en poder deJean-Jean y de Tourlourou, a ver si ponías esacara... Una cosa es mandar desde la tienda decampaña, y otra obedecer en la muralla... Unacosa es la orden y otra el peligro... Expóngaseuno cien veces a morir por un...

-XXVI-Esta y otras cosas peores que callo decía yo

aquella tarde cuando partimos hacia Salaman-ca, a cuyas inmediaciones llegamos antes deanochecido, alejándonos después de la ciudad

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para pasar el Tormes por los vados del Canto ySan Martín. Por todas partes oía decir:

-Mañana atacaremos los fuertes.

Yo que los había visto, que los había exami-nado, conocía que esto no podía ser.

-¡Si creerán ustedes que esos fuertes son ju-guetes como los que se hicieron en Madrid el 3de Diciembre! -decía yo a mis amigos, dándo-me cierta importancia-. ¡Si creerán ustedes quela artillería que los defiende es alguna bateríade cocina!

Y aquí encajaba descripciones ampulosas,que concluían siempre así:

-Cuando se han visto las cosas, cuando se lasha medido palmo a palmo, cuando se las hapuesto en dibujo con más o menos arte, escuando puede formarse idea acabada de ellas.

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-Di, ¿y a miss Fly también la has visto, la hasmedido palmo a palmo y la has puesto en dibu-jo con más o menos arte? -me preguntaban.

Esto me volvía a mis melancolías y saudades(hablando en portugués) ocasionadas por] eldisfavor de lord Wellington y el ningún motivoe injusticia de su frialdad y desabrimiento conun servidor leal y obediente soldado.

Lord Wellington mandó atacar los fuertespor mera conveniencia moral y por infundiraliento a los soldados, que no habían combati-do desde Arroyo Molinos. Harto conocía elseñor duque que aquellas obras formadas sobrelas robustísimas paredes de los conventos nocaerían sino ante un poderoso tren de batir, y alefecto hizo venir de Almeida piezas de grancalibre. Esperando, pues, el socorro, y simulan-do ataques pasaron dos o tres días, en los cua-les nada histórico ni particular ocurrió digno deser contado, pues ni adquirió lord Wellingtonnuevos títulos nobiliarios, ni pareció miss Fly,

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ni tuve noticias del rumbo que tomaron lostraviesos y mil veces malditos masones.

De lo ocurrido entonces únicamente mere-cen lugar, y por cierto muy preferente, en estasverídicas relaciones, las miradas que me echabade vez en cuando el coronel Simpson y sus pa-labras agresivas, a que yo le contestaba siemprecon las peores disposiciones del mundo. Yfrancamente, señores, yo estaba inquieto, casitan inquieto como el sabio coronel Simpson,porque pasaban días y continuaba el eclipse demiss Fly. Creí entender que se hacían averigua-ciones minuciosas; creí entender ¡oh cielos! queme amenazaba un interrogatorio severo, al cualseguirían rigurosas medidas penales contra mí;pero Dios, para salvarme sin duda de castigosque no merecía, permitió que el día 20 muy demañana apareciese en los cerros del Norte... nola romancesca e interesante inglesa, sino el ma-riscal Marmont con 40.000 hombres.

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El mismo día en que se nos presentó elfrancés por el mismo camino de Toro, se sus-pendió el ataque de los fuertes e hicimos variosmovimientos para tomar posiciones si el ene-migo nos provocaba a trabar batalla. Mas pron-to se conoció que Marmont no tenía ganas delanzar su ejército contra nosotros, siendo suintento al aproximarse, distraer las fuerzas si-tiadoras y tal vez introducir algún socorro enlos fuertes. Pero Wellington, aunque no habíarecibido la artillería de Almeida, persistía contenacidad sajona en apoderarse de San Vicentey de San Cayetano, los dos formidables conven-tos arreglados para castillos por una irrisión dela historia. ¡Me parecía estar viéndolos aúndesde la torre de la Merced!

La tenacidad, que a veces es en la guerra unavirtud, también suele ser una falta, y el asaltode los conventos lo fue manifiestamente, cosarara en Wellington, que no acostumbraba co-meter faltas. La división española se hallaba en

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Castellanos de los Moriscos, observando alfrancés que ya se corría a la derecha, ya a laizquierda, cuando nos dijeron que en el asaltoinfructuoso de San Cayetano habían perecido120 ingleses y el general Rowes, distinguidísi-mo en el ejército aliado.

-Ahora se ve cómo también los grandeshombres cometen errores -dije a mis amigos-. Acualquiera se le alcanzaba que San Vicente ySan Cayetano no eran corrales de gallinas; perorespetemos las equivocaciones de los de arriba.

-¡Ya está! ¡ya está ahí... albricias! ¡ya la tene-mos ahí! -exclamó D. Carlos España que a lasazón, de improviso, se había presentado.

-¿Quién, miss Fly? -pregunté con vivo gozo.

-La artillería, señores, la artillería gruesa quese mandó traer de Almeida. Ya ha llegado aPericalbo, esta tarde estará en las paralelas, se

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montará mañana y veremos lo que valen esosfuertes que fueron conventos.

-¡Ah, bien venida sea!... creí que hablaba us-ted de miss Fly, por cuya aparición daría lasdos manos que tengo...

Vino efectivamente, no miss Fly, que acercade esta ni alma viviente sabía palabra, sino laartillería de sitio, y Marmont, que lo adivinó,quiso pasar el río para distraer fuerzas a la iz-quierda del Tormes. Le vimos correrse a nues-tra derecha, hacia Huerta, y al punto recibimosorden de ocupar a Aldealuenga. Como los fran-ceses cruzaron el Tormes, lo pasó también elgeneral Graham, y en vista de este movimientopusieron los pies en polvorosa. Marmont, queno tenía bastantes fuerzas, careciendo princi-palmente de caballería, no osaba empeñar nin-guna acción formal.

Por lo demás, ante la artillería de sitio, SanVicente y San Cayetano no ofrecieron gran re-

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sistencia. Los ingleses (y esto lo digo de refe-rencia, pues nada vi) abrieron brecha el 27 eincendiaron con bala roja los almacenes de SanVicente. Pidieron capitulación los sitiados; masWellington, no queriendo admitir condicionesventajosas para ellos, mandó asaltar la Mercedy San Cayetano, escalando el uno y penetrandoen el otro por las brechas. Quedó prisionera laguarnición.

Este suceso colmó de alegría a todo el ejérci-to, mayormente cuando vimos que Marmont sealejaba a buen paso hacia el Norte, ignorába-mos si en dirección a Toro o a Tordesillas, por-que nuestras descubiertas no pudieron deter-minarlo a causa de la oscuridad de la noche.Pero he aquí que pronto debíamos saberlo,porque la división española y las guerrillas deD. Julián Sánchez recibieron orden de dar cazaa la retaguardia francesa, mientras todo el ejér-cito aliado, una vez asegurada Salamanca, mar-chaba también hacia las líneas del Duero.

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Era la mañana del 28 de Junio, cuando nosencontrábamos cerca de Sanmorales, en el ca-mino de Valladolid a Tordesillas. Según nosdijeron, la retaguardia enemiga y su impedi-menta habían salido de dicho lugar pocas horasantes, llevándose, según la inveterada e infali-ble costumbre, todo cuanto pudieron haber a lamano. Pusiéronse al frente de la división elconde de España y D. Julián Sánchez con susintrépidos guerrilleros que conocían el paíscomo la propia casa, y se mandó forzar la mar-cha para poder pescar algo del pesado convoyde los franchutes. Sin reparar las fuerzas des-pués del largo caminar de la noche, corrió nues-tra vanguardia hacia Babilafuente, mientras losdemás rebuscábamos en Sanmorales lo quehubiese sobrado de la reciente limpia y rapiñadel enemigo. Provistos, al fin, de algo conforta-tivo, seguimos también hacia aquel punto, y alcabo de dos horas de penosa jornada, cuandocalculábamos que nos faltarían apenas otrasdos para llegar a Babilafuente, distinguimos

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este lugar en lontananza, mas no lo determina-ba la perspectiva de las lejanas casas, ni ningu-na alta torre ni castillete, ni menos colina o bos-quecillo, sino una columna de negro y espesohumo, que partiendo de un punto del horizon-te, subía y se enroscaba hasta confundirse conla blanca masa de las nubes.

-Los franceses han pegado fuego a Babila-fuente -gritó un guerrillero.

-Apretar el paso... en marcha... ¡Pobre Babi-lafuente!

-Queman para detenernos... creen que nosestorba la tizne... ¡Adelante!

-Pero D. Carlos y Sánchez les deben dehaber alcanzado -dijo otro-. Parece que se oyentiros.

-Adelante, amigos. ¿Cuánto podemos tardaren ponernos allá?

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-Una hora y minutos.

Viose luego otra negra columna de humoque salía de paraje más lejano, y que en las al-turas del cielo parecía abrazarse con la primera.

-Es Villorio que arde también -dijeron-. Esosladrones queman las trojes después de llevarseel trigo.

Y más cerca, divisamos las rojas llamas osci-lando sobre las techumbres, y una multitud demujeres despavoridas, ancianos y niños corríanpor los campos huyendo con espanto de aque-lla maldición de los hombres, más terrible quelas del cielo. Por lo que aquellos infelices nospudieron decir entre lágrimas y gritos de an-gustia, supimos que los de España y Sánchezentraban a punto que salían los franceses des-pués de incendiar el pueblo; que se habían cru-zado algunos tiros entre unos y otros; pero sinconsecuencias, porque los nuestros no se ocu-paron más que de cortar el fuego.

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Estábamos como a doscientos pasos de lasprimeras casas de la infortunada aldea, cuandouna figura extraña, hermosa, una verdadera yagraciada obra de la fantasía, una gentil perso-na, tan distinta de las comunes imágenes terres-tres como lo son de la vulgar vida las admira-bles creaciones de la poesía del Norte; una mu-jer ideal llevada por arrogante y veloz caballo,pasó allá lejos ante la vista, semejante a los ga-llardos jinetes que cruzan por los rosados espa-cios de un sueño artístico, sin tocar la tierra,dando al viento cabellera y crin, y modificandosegún los cambiantes de la luz su majestuosacarrera. Era una figura de amazona, vestida nosé si de negro o de blanco, pero igual a aquellasmujeres galopantes con cuya apostura y arran-que ligero, se representa al aire, al fuego, lo quevuela y lo que quema, y que corrían en verdad,animando al corcel con varoniles exclamacio-nes. Iba la gentil persona fuera del camino, endirección contraria a la nuestra, por un extensollano cruzado de zanjas y charcos, que el corcel

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saltaba con airoso brincar, asociando de talmodo su empuje y brío a la voluntad del jinete,que hembra y caballo parecían una sola perso-na. Tan pronto se alejaba como volvía la fantás-tica figura; pero a pesar de su carrera y de ladistancia, al punto que la vi, diome un vuelco elcorazón, subióseme la sangre con violento gol-pe al cerebro, y temblé de sorpresa y alegría.¿Necesito decir quién era?

Lanzando mi caballo fuera del camino, grité:

-Miss Fly, señorita Mariposa... señora Pajari-ta... señora Mosquita... ¡Carísima Athenais...Athenais!

Pero la Pajarita no me oía y seguía corrien-do, mejor dicho, revoloteando, yendo, vinien-do, tornando a partir y a volver, y trazandosobre el suelo y en la claridad del espacio capri-chosos círculos, ángulos, curvas y espirales.

-¡Miss Fly, miss Fly!

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El viento impedía que mi voz llegase hastaella. Avivé el paso, sin apartar los ojos de lahermosa aparición, la cual creeríase iba a des-vanecerse cual caprichosa hechura de la luz odel viento... Pero no: era la misma miss Fly; ybuscaba una senda en aquella engañosa plani-cie, surcada por zanjas y charcos de inmóvilagua verdosa.

-¡Eh... señora Mosquita!... ¡que soy yo!... Poraquí... por este lado.

-XXVII-Por último, llegué cerca de ella y oyó mi voz,

y vio mi propia persona, lo cual hubo de cau-sarle al parecer mucho gusto y sacarla de suconfusión y atolondramiento. Corrió hacia míriendo y saludándome con exclamaciones detriunfo, y cuando la vi de cerca, no pude menosde advertir la diferencia que existe entre las

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imágenes transfiguradas y embellecidas por elpensamiento y la triste realidad, pues el corcelque montaba, por cierto a mujeriegas, la in-trépida Athenais, distaba mucho de parecerse aaquel volador Pegaso que se me representabapoco antes; ni daba ella al viento la cabellera,cual llama de fuego simbolizando el pensa-miento, ni su vestido negro tenía aquella diafa-nidad ondulante que creí distinguir primero, niel cuartajo, pues cuartajo era, tenia más cernejaque media docena de mustios y amarillentospelos, ni la misma miss Fly estaba tan intere-sante como de ordinario, aunque sí hermosa, ypor cierto bastante pálida, con las trenzas malentretejidas por arte de los dedos, sin aquelconcertado desgaire del peinado de las Musas,y finalmente, con el vestido en desorden anti-armónico a causa del polvo, arrugas y jironesque en diversos puntos tenía.

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-Gracias a Dios que os encuentro -exclamóalargándome la mano-. D. Carlos España medijo que estabais en la retaguardia.

Mi gozo por verla sana y libre; lo cual equi-valía a un testimonio precioso de mi honradez,me impulsó a intentar abrazarla en medio delcampo, de caballo a caballo, y habría puesto enejecución mi atrevido pensamiento si ella no loimpidiera un tanto suspensa y escandalizada.

-En buen compromiso me ha puesto usted-le dije.

-Me lo figuraba -respondió riendo-. Pero vostenéis la culpa. ¿Por qué me dejasteis en poderde aquella gente?

-Yo no dejé a usted en poder de aquella gen-te; ¡malditos sean ellos mil veces!... Desaparecióusted de mi vista y el masón me impidió se-guir. ¿Y nuestros compañeros de viaje?

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-¿Preguntáis por la Inesita? La encontraréisen Babilafuente -dijo poniéndose seria.

-¿En ese pueblo? ¡Bondad divina!... Corra-mos allí... ¿Pero han padecido ustedes algúncontratiempo? ¿Hanse visto en algún peligro?¿Las han mortificado esos bárbaros?

-No, me he aburrido y nada más. A la hora ymedia de salir de Salamanca tropezamos conlos franceses, que echaron el guante a los ma-sones diciendo que en Salamanca habían hechoel espionaje por cuenta de los aliados. Marmonttiene orden del Rey para no hacer causa comúncon esos pillos tan odiados en el país. Santorcazse defendió; mas un oficial llamole farsante yembustero, y dispuso que todos los de la bri-llante comitiva quedásemos prisioneros. Gra-cias a Desmarets, me han tratado a mí con mu-cha consideración.

-¡Prisioneros!

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-Sí, nos han tenido desde entonces en esehorrible Babilafuente, mientras el lord tomaba aSalamanca. ¡Y yo que no he visto nada de eso!¿Se rindieron los fuertes? ¡Qué gran servicioprestasteis con vuestra visita a Salamanca!¿Qué os dijo milord?

-Sí, sí, hable usted a milord de mí... Contentoestá su excelencia de este leal servidor... Sepamiss Fly que lejos de agradar al duque, me hatomado entre ojos y se dispone a formarmeconsejo de guerra por delitos comunes.

¿Por qué, amigo mío? ¿Qué habéis hecho?

¿Qué he de hacer? Pues nada, señora Pajari-ta; nada más sino seducir a una honesta hija dela Gran Bretaña, llevármela conmigo a Sala-manca, ultrajarla con no sé qué insigne desa-fuero, y después, para colmo de fiesta, abando-narla pícaramente, o esconderla, o matarla,pues sobre este punto, que es el lado negro de

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mi feroz delito, no se han puesto aún de acuer-do lord Wellington y el coronel Simpson.

Miss Fly rompió en risas tan francas, tan es-pontáneas y regocijadas, que yo también mereí. Ambos marchábamos a buen paso en direc-ción a Babilafuente.

-Lo que me contáis, Sr. Araceli -dijo, mien-tras se teñía su rostro de rubor hechicero-, esuna linda historia. Tiempo hacía que no se mepresentaba un acontecimiento tan dramático, nitan bonito embrollo. Si la vida no tuviera estasnovelas, ¡cuán fastidiosa sería!

-Usted disipará las dudas del general devol-viéndome mi honor, miss Fly, pues de la pure-za de sentimientos de usted no creo que dudenmilord ni sir Abraham Simpson. Yo soy el acu-sado, yo el ladrón, yo el ogro de cuentos infan-tiles, yo el gigantón de leyenda, yo el morazode romance.

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-¿Y no os ha desafiado Simpson? -preguntódemostrándome cuánta complacencia producíaen su alma aquel extraño asunto.

-Me ha mirado con altanería y díchome pa-labras que no le perdono.

-Le mataréis, o al menos le heriréis grave-mente, como hicisteis con el desvergonzado einsolente lord Gray -dijo con extraordinaria luzen la mirada-. Quiero que os batáis con alguienpor causa mía. Vos acometéis las empresas másarriesgadas por la simpatía que tienen losgrandes corazones con los grandes peligros;habéis dado pruebas de aquel valor profundo ysereno cuyo arranque parte de las raíces delalma. Un hombre de tales condiciones no per-mitirá que se ponga en duda su dignidad, y alos que duden de ella, les convencerá con laespada en un abrir y cerrar de ojos.

-La prueba más convincente, Athenais, ha deser usted... Ahora pensemos en socorrer a esos

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infelices de Babilafuente. ¿Corre Inés algúnpeligro? ¡Loco de mí! ¡Y me estoy con esta cal-ma! ¿Está buena? ¿Corre algún peligro?

-No lo sé -repuso con indiferencia la inglesa-. La casa en que estaban empezó a arder.

-¡Y lo dice con esa tranquilidad!

-En cuanto se anunció la entrada de los es-pañoles y me vi libre, salí en busca del jefe. D.Carlos España me recibió con agrado, y no tuvoinconveniente en cederme un caballo para vol-ver al cuartel general.

-¿Santorcaz, Monsalud, Inés y demás com-pañía masónica habrán huido también?

-No todos. El gran capitán de esta masoneríaambulante está postrado en el lecho desde hacetres días y no puede moverse. ¿Cómo queréisque huya?

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-Eso es obra de Dios -dije con alegría y acele-rando el paso-. Ahora no se me escapará. Degrado o por fuerza arrancaremos a Inés de sulado y la enviaremos bien custodiada a Madrid.

-Falta que quiera separarse de su padre.Vuestra dama encantada es una joven de miraspoco elevadas, de corazón pequeño; carece deimaginación y de... de arranque. No ve más quelo que tiene delante. Es lo que yo llamo un avedoméstica. No, señor Araceli, no pidáis a lagallina que vuele como el águila. Le hablaréis ellenguaje de la pasión y os contestará cacarean-do en su corral.

-Una gallina, señorita Athenais -le dije, en-trando en el pueblo-, es un animal útil, cariño-so, amable, sensible, que ha nacido y vive parael sacrificio, pues da al hombre sus hijos, susplumas y finalmente su vida; mientras que unáguila... pero esto es horroroso, miss Fly... ardeel pueblo por los cuatro costados...

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-Desde la llanura presenta Babilafuente ungolpe de vista incomparable... Siento no habertraído mi álbum.

Las frágiles casas se venían al suelo conestrépito. Los atribulados vecinos se lanzaban ala calle, arrastrando penosamente colchones,muebles, ropas, cuanto podían salvar del fuego,y en diversos puntos la multitud señalaba conespanto los escombros y maderos encendidos,indicando que allí debajo habían sucumbidoalgunos infelices. Por todas partes no se oíanmás que lamentos e imprecaciones, la voz deuna madre preguntando por su hijo, o de lostiernos niños desamparados y solos que busca-ban a sus padres. Muchos vecinos y algunossoldados y guerrilleros se ocupaban en sacar delas habitaciones a los que estaban amenazadosde no poder salir, y era preciso romper rejas,derribar tabiques, deshacer puertas y ventanaspara penetrar desafiando las llamas, mientrasotros se dedicaban a apagar el incendio, tarea

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difícil porque el agua era escasa. En medio dela plaza D. Carlos España daba órdenes parauno y otro objeto, descuidando por completo lapersecución de los franceses, a quienes sola-mente se pudieron coger algunos carros. Grita-ba el general desaforadamente y su actitud yfisonomía eran de loco furioso.

Miss Fly y yo echamos pie a tierra en la pla-za, y lo primero que se ofreció a nuestra vistafue un infeliz a quien llevaban maniatado cua-tro guerrilleros empujándolo cruelmente a ra-tos o arrastrándole cuando se resistía a seguir.Una vez que lo pusieron ante la espantosa pre-sencia de D. Carlos España, este cerrando lospuños y arqueando las negras y tempestuosascejas, gritó de esta manera:

-¿Por qué me lo traen aquí?... Fusilarle almomento. A estos canallas afrancesados quesirven al enemigo se les aplasta cuando se lescoge, y nada más.

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Observando las facciones de aquel hombrereconocí al Sr. Monsalud. Antes de referir loque hice entonces, diré en dos palabras, por quéhabía venido a tan triste estado y funesta des-ventura. Sucedió que los pobres masonesigualmente malquistos con los franceses quesalían y los españoles que entraban en Babila-fuente, optaron, sin embargo, por aquellos, tra-tando de seguirles. Excepto Santorcaz, que se-guía en deplorable estado, todos corrieron, perotuvo tan mala suerte el travieso Monsalud, queal saltar una tapia buscando el camino de Villo-rio, le echaron el guante los guerrilleros, y co-mo desgraciadamente le conocían por ciertasfechorías, ni santas ni masónicas, que cometieraen Béjar, al punto le destinaron al sacrificio enexpiación de las culpas de todos los masones yafrancesados de la Península.

-Mi general -dije al conde, abriéndome pasoentre la muchedumbre de soldados y guerrille-ros-. Este desgraciado es bastante tuno y no

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dudo que ha servido a nuestros enemigos; peroyo le debo un favor que estimo tanto como lavida, porque sin su ayuda no hubiera podidosalir de Salamanca.

-¿A qué viene ese sermón? -dijo con ferozimpaciencia España.

-A pedir a vuecencia que le perdone, con-mutándole la pena de muerte por otra.

El pobre Monsalud, que estaba ya mediomuerto, se reanimó, y mirándome con ve-hemente expresión de gratitud, puso toda sualma en sus ojos.

-Ya vienes con boberías, ¡rayo de Dios! Ara-celi, te mandaré arrestar... -exclamó el condehaciendo extrañas gesticulaciones-. No se tepuede resistir, joven entrometido... Quitadmede delante a ese sabandijo, fusiladle al momen-to... ¡Es preciso castigar a alguien! ¡a alguien!

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A pesar de esta viva crueldad, que a vecesmanifestaba de un modo imponente, España nohabía llegado aún a aquel grado de exaltaciónque años adelante hizo tan célebre como espan-toso su nombre. Miró primero a la víctima,después a mí y a miss Fly, y luego que hubodado algún desahogo a su cólera con palabrotasy recriminaciones dirigidas a todos, dijo:

-Bueno, que no le fusilen. Que le den dos-cientos palos... pero doscientos palos bien da-dos... Muchachos, os lo entrego... Allí detrás dela iglesia.

-¡Doscientos palos! -murmuró la víctima condolor-. Prefiero que me den cuatro tiros. Asímoriré de una vez.

Entonces aumentó el barullo, y un guerrille-ro apareció diciendo:

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-Arden todas las sementeras y las eras dellado de Villorio, y arde también Villoruela yRiolobos y Huerta.

Desde la plaza, abierta al campo por un cos-tado, se distinguía la horrible perspectiva. Lla-mas vagas y erráticas surgían aquí y allí delseco suelo, corriendo por sobre las mieses, cualcabellera movible, cuyas últimas negras guede-jas se perdían en el cielo. En los puntos lejanoslas columnas de humo eran en mayor número ycada una indicaba la troj o panera que caía bajola planta de fuego del ejército fugitivo. Nuncahabía yo visto desolación semejante. Los ene-migos al retirarse quemaban, talaban, arran-cando los tiernos árboles de las huertas,haciendo luminarias con la paja de las eras.Cada paso suyo aplastaba una cabaña, talabauna mies, y su rencoroso aliento de muerte des-truía como la cólera de Dios. El rayo, el pedris-co, el simoún, la lluvia y el terremoto obrandode consuno no habrían hecho tantos estragos en

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poco tiempo. Pero el rayo y el simoún, todas lasiras del cielo juntas, ¿qué significan compara-das con el despecho de un ejército que se retira?Fiero animal herido, no tolera que nada vivadetrás de sí.

D. Carlos España tomó una determinaciónrápida.

-A Villorio, a Villorio sin descansar -gritómontando a caballo-. Sr. D. Julián Sánchez, aver si les cogemos. Además, hay que auxiliartambién a esos otros pueblos.

Las órdenes corrieron al momento, y partede los guerrilleros con dos regimientos de línease aprestaron a seguir a D. Carlos.

-Araceli -me dijo este-, quédate aquí aguar-dando mis órdenes. En caso de que lleguen hoylos ingleses, sigues hacia Villorio; pero entretanto aquí... Apagar el fuego lo que se pueda;

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salvar la gente que se pueda, y si se encuentranvíveres...

-Bien, mi general.

-Y a ese bribón que hemos cogido, cuidadocomo le perdones un solo palo. Doscientos ca-balitos y bien aplicados. Adiós. Mucho orden,y... ni uno menos de doscientos.

-XXVIII-Cuando me vi dueño del pueblo y al frente

de la tropa y guerrillas que trabajaban en él,empecé a dictar órdenes con la mayor activi-dad. Excuso decir que la primera fue para librara Monsalud del horrible tormento y descomu-nal castigo de los palos; mas cuando llegué alsitio de la lamentable escena, ya le habían apli-cado veintitrés cataplasmas de fresno, con cu-yos escozores estaba el infeliz a punto de entre-gar rabiando su alma al Señor. Suspendí el

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tormento, y aunque más parecía muerto quevivo, aseguráronme que no iría de aquella, porser los masones gente de siete vidas, como losgatos.

Miss Fly me indicó sin pérdida de tiempo lacasa que servía de asilo a Santorcaz, una de laspocas que apenas habían sido tocadas por lasllamas. Vociferaban a la puerta algunas mujeresy aldeanos, acompañados de dos o tres solda-dos, esforzándose las primeras en demostrarcon toda la elocuencia de su sexo, que allí de-ntro se guarecía el mayor pillo que desde mu-chos años se había visto en Babilafuente.

-El que llevaron a la plaza -decía una vieja-es un santo del cielo comparado con este queaquí se esconde, el capitán general de todosesos luciferes.

-Como que hasta los mismos franceses lesdan de lado. Diga usted, señá Frasquita, ¿por

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qué llaman masones a esta gente? A fe que noentiendo el voquible.

-Ni yo; pero basta saber que son muy malos,y que andan de compinche con los francesespara quitar la religión y cerrar las iglesias.

-Y los tales, cuando entran en un pueblo,apandan todas las doncellas que encuentran.Pues digo: también hay que tener cuidado conlos niños, que se los roban para criarlos a suantojo, que es en la fe de Majoma.

Los soldados habían empezado a derribar lapuerta y las mujeres les animaban, por la mu-cha inquina que había en el pueblo contra losmasones. Ya vimos lo que le pasó a Monsalud.Seguramente, Santorcaz con ser el pontíficemáximo de la secta trashumante, no habría sa-lido mejor librado si en aquella ocasión nohubiese llegado yo. Luego que la puerta cedieraa los recios golpes y hachazos, ordené que na-die entrase por ella, dispuse que los soldados,

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custodiando la entrada, contuvieran y alejasende allí a las mujeres chillonas y procaces, y subí.Atravesé dos o tres salas cuyos muebles endesorden anunciaban la confusión de la huida.Todas las puertas estaban abiertas, y librementepude avanzar de estancia en estancia hasta lle-gar a una pequeña y oscura, donde vi a Santor-caz y a Inés, él tendido en miserable lecho, ellaal lado suyo, tan estrechamente abrazados losdos que sus figuras se confundían en la pe-numbra de sala. Padre e hija estaban aterrados,trémulos como quien de un momento a otroespera la muerte, y se habían abrazado paraaguardar juntos el trance terrible. Al conocer-me, Inés dio un grito de alegría.

-Padre -exclamó-, no moriremos. Mira quiénestá aquí.

Santorcaz fijó en mí los ojos que lucían comodos ascuas en el cadavérico semblante, y convoz hueca, cuyo timbre heló mi sangre, dijo:

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-¿Vienes por mí, Araceli? ¿Ese tigre carnice-ro que os manda te envía a buscarme porquelos oficiales del matadero están ya sin trabajo?...Ya despacharon a Monsalud, ahora a mí...

-No matamos a nadie -respondí acercándo-me.

-No nos matarán -exclamó Inés derramandolágrimas de gozo-. Padre, cuando esos bárbarosdaban golpes a la puerta, cuando esperábamosverles entrar armados de hachas, espadas, fusi-les y guillotinas para cortarnos la cabeza, comodices que hacían en París, ¿no te dije que habíacreído escuchar la voz de Araceli? Le debemosla vida.

El masón clavaba en mí sus ojos, mirándomecual si no estuviera seguro de que era yo. Sufisonomía estaba en extremo descompuesta,hundidos los ojos dentro de las cárdenas órbi-tas, crecida la barba, lustrosa y amarilla la fren-

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te. Parecía que habían pasado por él diez añosdesde las escenas de Salamanca.

-Nos perdonan la vida -dijo con desdén-.Nos perdonan la vida cuando me ven enfermoy achacoso, sin poder moverme de este lecho,donde me ha clavado mi enfermedad. El condede España ¿va a subir aquí?

-El conde de España se ha ido de Babilafuen-te.

Cuando dije esto, el anciano respiró como sile quitaran de encima enorme peso. Incorporo-se ayudado por su hija, y sus facciones, con-traídas por el terror, se serenaron un poco.

-¿Se ha marchado ese verdugo... hacia Villo-rio?... Entonces escaparemos por... por... y losingleses, ¿dónde están?

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-Si se trata de escapar, en todas partes hayquien lo impida. Se acabaron las correrías porlos pueblos.

-De modo que estoy preso -exclamó con es-tupor-. ¡Soy prisionero tuyo, prisionero de...!¡Me has cogido como se coge a un ratón en latrampa, y tengo que obedecerte y seguirte talvez!

-Sí, preso hasta que yo quiera.

-Y harás de mí lo que se te antoje, como unchiquillo sin piedad que martiriza al león en sujaula porque sabe que este no puede hacerledaño.

-Haré lo que debo, y ante todo...

Santorcaz, al ver que fijé los ojos en su hija,estrechola de nuevo en sus brazos, gritando:

-No la separarás de mí sino matándola, ruiny miserable verdugo... ¿Así pagas el beneficio

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que en Salamanca te hice?... Manda a tus bárba-ros soldados que nos fusilen, pero no nos sepa-res.

Miré a Inés y vi en ella tanto cariño, tanfranca adhesión al anciano, tanta verdad en susdemostraciones de afecto filial, que no pudemenos de cortar el vuelo a mi violenta determi-nación.

-Aquí encuentro un sentimiento cuya exis-tencia no sospechaba -dije para mí-; un senti-miento grande, inmenso, que se me revela deimproviso y que me espanta y me detiene y mehace retroceder. He creído caminar por senderocontinuado y seguro, y he llegado a un puntoen que el sendero acaba y empieza el mar. Nopuedo seguir... ¿Qué inmensidad es esta queante mí tengo? Este hombre será un malvado,será carcelero de la infeliz niña; será un enemi-go de la sociedad, un agitador, un loco que me-rece ser exterminado; pero aquí hay algo más.Entre estos dos seres, entre estas dos criaturas

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tan distintas, la una tan buena, la otra odiosa yodiada, existe un lazo que yo no debo ni puedoromper, porque es obra de Dios. ¿Qué haré?

A estas reflexiones sucedieron otras de igualíndole, mas no me llevaron a ninguna afirma-ción categórica respecto a mi conducta, y meexpresé de este modo, que me pareció el másapropiado a las circunstancias.

-Si usted varía de conducta podrá tal vez vi-vir cerca, cuando no al lado de su hija y verla ytratarla.

-¡Variar de conducta!... ¿Y quién eres tú,mancebo ignorante, para decirme que varíe deconducta, y dónde has aprendido a juzgar misacciones? Estás lleno de soberbia porque eldespotismo te ha enmascarado con esa librea ypuesto esas charreteras que no sirven sino paramarcar la jerarquía de los distintos opresoresdel pueblo... ¡Qué sabes tú lo que es conducta,necio! Has oído hablar a los frailes y a D. Carlos

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España, y crees poseer toda la ciencia del mun-do.

-Yo no poseo ciencia alguna -respondí exas-perado-, ¿pero se puede consentir que criaturasinocentes y honradas y dignas por todos con-ceptos de mejor suerte, vivan con tales padres?

-Y a ti, extraño a ella, extraño a mí, ¿qué teimporta ni qué te va en esto? -exclamó agitandosus brazos y golpeando con ellos las ropas deldesordenado lecho.

-Sr. Santorcaz, acabemos. Dejo a usted en li-bertad para ir a donde mejor le plazca. Mecomprometo a garantizarle la mayor seguridadhasta que se halle fuera del país que ocupa elejército aliado. Pero esta joven es mi prisioneray no irá sino a Madrid al lado de su madre. Sihan nacido por fortuna en usted sentimientostiernos que antes no conocía, yo aseguro quepodrá ver a su hija en Madrid siempre que losolicite.

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Al decir esto, miré a Inés, que con extraordi-nario estupor dirigía los ojos a mí y a su padrealternativamente.

-Eres un loco -dijo D. Luis-. Mi hija y yo nonos separaremos. Háblale a ella de este asunto,y verás cómo se pone... En fin, Araceli, ¿nosdejas escapar, sí o no?

-No puedo detenerme en discusiones. Ya hedicho cuanto tenía que decir. Entre tanto que-darán en la casa y nadie se atreverá a hacerlesdaño.

-¡Preso, cogido, Dios mío! -clamó Santorcazantes afligido que colérico, y llorando de de-sesperación-. ¡Preso, cogido por esta soldadescaasalariada a quien detesto; preso antes de po-der hacer nada de provecho, antes de descargarun par de buenos y seguros golpes!... ¡Esto esespantoso! Soy un miserable... no sirvo paranada... lo he dejado todo para lo último... me heocupado en tonterías... lo grave, lo formal es

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destruir todo lo que se pueda, ya que segura-mente nada existe aquí digno de conservarse.

-Tenga usted calma, que el estado de esecuerpo no es a propósito para reformar el linajehumano.

-¿Crees que estoy débil, que no puedo levan-tarme? -gritó intentando incorporarse con es-fuerzos dolorosos-. Todavía puedo hacer algo...esto pasará, no es nada... aún tengo pulso...¡Ay! en lo sucesivo no perdonaré a nadie. Todoaquél que caiga bajo mi mano perecerá sin re-medio.

Inés le ponía las manos en los hombros paraobligarle a estarse quieto y recogía la ropa deabrigo, que los movimientos del enfermo arro-jaban a un lado y otro.

-¡Preso, cogido como un ratón! -prosiguió es-te-. Es para volverse loco... ¡Cuando había fun-dado treinta y cuatro logias en que se afiliaba lo

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más atrevido y lo más revoltoso, es decir, lomejor y lo más malo de todo el país!... ¡Oh!¡esos indignos franceses me han hecho traición!Les he servido, y este es el pago... Araceli, ¿di-ces que estoy preso, que me llevarán a la cárcelde Madrid, a Ceuta tal vez?... ¡Maldigo la infa-me librea del despotismo que vistes! ¡Ceuta!...Bueno; me escaparé como la otra vez... mi hija yyo nos escaparemos. Aún tengo agilidad, alien-to, brío; todavía soy joven... ¡Caer en poder deestos verdugos con charreteras, cuando mecreía libre para siempre y tocaba los resultadosde mi obra de tantos años!... porque sí, no soismás que verdugos con charreteras, grados fal-sos y postizos honores. ¡Mujeres de la tierra,parid hijos para que los nobles los azoten, paraque los frailes los excomulguen y para que es-tos sayones los maten!... ¡Bien lo he dicho siem-pre! La masonería no debe tener entrañas, debeser cruel, fría, pesada, abrumadora como elhacha del verdugo... ¿Quién dice que yo estoyenfermo, que yo estoy débil, que me voy a mo-

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rir, que no puedo levantarme más?... Es menti-ra, cien veces mentira... Me levantaré y ¡ay delque se me ponga delante! Araceli, cuidado,cuidado, aprendiz de verdugo... todavía...

Siguió hablando algún tiempo más; pero lefaltaba gradualmente el aliento, y las palabrasse confundían y desfiguraban en sus labios. Alfin no oíamos sino mugidos entrecortados yguturales, que nada expresaban. Su respiraciónera fatigosa, había cerrado los ojos; pero losabría de cuando en cuando con la súbita agita-ción de la fiebre. Toqué sus manos y despedíanfuego.

-Este hombre está muy malo -dije a Inés, queme miraba con perplejidad.

-Lo sé; pero en esta casa no hay nada, ni te-nemos remedios, ni comida; en una palabra,nada.

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Llamando a mi asistente que estaba en la ca-lle, le di orden de que proporcionase a Inéscuanto fuese preciso y existiera en el lugar.

-Mi asistente no se separará de aquí mien-tras lo necesites -dije a mi amiga-. La puerta secerrará. Puedes estar tranquila. En todo el díano saldremos de aquí. Adiós, me voy a la plaza,pero volveré pronto, porque tenemos quehablar, mucho que hablar.

-XXIX-Cuando volví, estaba sentada junto al lecho

del enfermo, a quien miraba fijamente. Vol-viendo la cabeza, indicome con un signo que nodebía hacer ruido. Levantose luego, acercó surostro al de Santorcaz y cerciorada de que per-manecía en completo y bienhechor reposo, sedispuso a salir del cuarto. Juntos fuimos al in-mediato, no cerrando sino a medias la puerta,

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para poder vigilar al desgraciado durmiente, ynos sentamos el uno frente al otro. Estábamossolos, casi solos.

-¿Has tenido nuevas noticias de mi madre?-me preguntó muy conmovida.

-No, pero pronto la veremos...

-¡Aquí, Dios mío! Tanta felicidad no es paramí.

-Le escribiré hoy diciendo que te he encon-trado y que no te me escaparás. Le diré quevenga al instante a Salamanca.

-¡Oh! Gabriel... haces precisamente lo mismoque yo deseaba, lo que deseaba hace tantotiempo... Si hubieras sido prudente en Sala-manca; y me hubieras oído antes de...

-Querida mía, tienes que explicarme muchascosas que no he entendido -le dije con amor.

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-¿Y tú a mí? Tú sí que tienes necesidad deexplicarte bien. Mientras no lo hagas, no espe-res de mí una palabra, ni una sola.

-Hace seis meses que te busco, alma mía, seismeses de fatigas, de penas, de ansiedad, dedesesperación... ¡Cuánto me hace trabajar Diosantes de concederme lo que me tiene destinado!¡Cuánto he padecido por ti, cuánto he lloradopor ti! Dios sabe que te he ganado bien.

-Y durante ese tiempo -preguntó con gracio-sa malicia-, ¿te ha acompañado esa señora in-glesa, que te llama su caballero y que me havuelto loca a preguntas?

-¿A preguntas?

-Sí; quiere saberlo todo, y para cerrarle el pi-co he necesitado decirle cómo y cuándo nosconocimos. Lo que se refiere a mí le importapoco; tu vida es lo que le interesa; me ha mar-cado tanto deseando saber las locuras y subli-

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midades que has hecho por esta infeliz, que nohe podido menos de divertirme a costa suya...

-Bien hecho, querida mía.

-¡Qué orgullosa es...! Se ríe de cuanto habloy, según ella, no abro la boca más que para de-cir vulgaridades. Pero la he castigado... Comoinsistiese en conocer tus empresas amorosas, lahe dicho que después de Bailén quisieron ro-barme veinticinco hombres armados, y que túsolo les mataste a todos.

Inés sonreía tristemente, y yo sofocaba la ri-sa.

-También le dije que en el Pardo, para poderhablarme, te disfrazaste de duque, siendo tal elpoder de la falsa vestimenta, que engañaste atoda la corte y te presentaron al emperadorNapoleón, el cual se encerró contigo en su ga-binete, y te confió el plan de su campaña contrael Austria.

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-Así te vengas tú -dije encantado de la mali-cia de mi pobre amiga-. Dame un abrazo, chi-quilla, un abrazo o me muero.

-Así me vengo yo. También le dije que es-tando en Aranjuez pasabas el Tajo a nado todaslas noches para verme; que en Córdoba entrasteen el convento y maniataste a todas las monjaspara robarme; que otra vez anduviste ochentaleguas a caballo para traerme una flor; que tebatiste con seis generales franceses porque mehabían mirado, con otras mil heroicidades,acometimientos y amorosas proezas que se mevinieron a la memoria a medida que ella mehacía preguntas. ¡Eh, caballerito, no dirá ustedque no cuido de su reputación!... Te he puestoen los cuernos de la luna... Puedes creer que lainglesa estaba asombrada. Me oía con toda suhermosa boca abierta... ¿Qué crees? Te tiene porun Cid, y ella cuando menos se figura ser lamisma doña Jimena.

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-¡Cómo te has burlado de ella! -exclaméacercando mi silla a la de Inés-. ¿Pero has teni-do celos?... Dime si has tenido celos para es-tarme riendo tres días...

-Caballero Araceli -dijo arrugando gracio-samente el ceño-, sí, los he tenido y los tengo...

-¡Celos de esa loca!... si es una loca -contestériendo y el alma inundada de regocijo-. Inés demi vida, dame un abrazo.

Las lindas manecitas de la muchacha se sa-cudían delante de mí, y me azotaban el rostro alacercar. Yo pillándolas al vuelo, se las besaba.

-Inesilla, querida mía, dame un abrazo... o tecomo.

-Hambriento estás.

-Hambriento de quererte, esposa mía. ¿Teparece?... seis meses amando a una sombra. ¿Ytú?...

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Yo no sabía qué decir. Estaba hondamenteconmovido. Mi desgraciada amiga quiso disi-mular su emoción; pero no pudo atajar el to-rrente de lágrimas que pugnaba por salir de susojos.

-No te acuerdes de esa mujer, si no quieresque me enfade. Es imposible que tú, con la ele-vación de tu alma, con tu penetración admira-ble, hayas podido...

-No, no lloro por eso, querido amigo mío -me dijo mirándome con profundo afecto-. Llo-ro... no sé por qué. Creo que de alegría.

-¡Oh! Si miss Fly estuviera aquí, si nos vierajuntos, si viera cómo nos amamos por bendi-ción especial de Dios, si viera este cariño nues-tro, superior a las contrariedades del mundo,comprendería cuánta diferencia hay de suschispazos poéticos a esta fuente inagotable delcorazón, a esta luz divina en que se gozan

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nuestras almas, y se gozarán por los siglos delos siglos.

-No me nombres a miss Fly... Si en un mo-mento me afligió el conocerla, ya no hago casode ella... -dijo secando sus lágrimas-. Al princi-pio, francamente... tuve dudas, más que dudas,celos; pero al tratarla de cerca se disiparon. Sinembargo, es muy hermosa, más hermosa queyo.

-Ya quisiera parecerse a ti. Es un marimacho.

-Es además muy rica, según ella misma dice.Es noble... Pero a pesar de todos sus méritos,miss Fly me causaba risa, no sé por qué: yo re-flexionaba y decía: «Es imposible, Dios mío. Nopuede ser... Caerán sobre mí todas las desgra-cias menos esta...». ¡Oh! esta sí que no la hubie-ra soportado.

-¡Qué bien pensaste! Te reconozco Inés. Re-conozco tu grande alma. Duda de todo el mun-

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do, duda de lo que ven tus ojos; pero no dudesde mí, que te adoro.

-Mi corazón se desborda... -exclamó opri-miéndose el seno con una mano que se escapóde entre las mías-. Hace tiempo que deseaballorar así... delante de ti... ¡Bendito sea Dios queempieza a hacer caso de lo que le he dicho!

-Inés, yo también he tenido celos, queridita;celos de otra clase, pero más terribles que lostuyos.

-¿Por qué? -dijo mirándome con severidad.

-¡Pobre de mí!... Yo me acordaba de tu buenamadre y decía mirándote: «Esta pícara ya nonos quiere».

-¿Que no os quiero?

-Alma mía: ahora te pregunto como a los ni-ños; ¿a quién quieres tú?

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-A todos -contestó con resolución.

Esta respuesta, tan concisa como elocuente,me dejó confuso.

-A todos -repitió-. Si no te creyera capaz decomprenderlo así, ¡cuán poco valdrías a misojos!

-Inés, tú eres una criatura superior -afirmécon verdadero entusiasmo-. Tú tienes en tualma mayor porción de aliento divino que losdemás. Amas a tus enemigos, a tus más cruelesenemigos.

-Amo ami padre -dijo con entereza.

-Sí; pero tu padre...

-Vas a decir que es un malvado, y no es ver-dad. Tú no le conoces.

-Bien, amiga mía, creo lo que me dices; perolas circunstancias en que has ido a poder de ese

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hombre no son las más a propósito para que letomaras gran cariño...

-Hablas de lo que no entiendes. Si yo te dije-ra una cosa...

-Espera... déjame acabar... Ya sé lo que vas adecir. Es que has encontrado en él cuando me-nos lo esperabas un noble y profundo cariñopaternal.

-Sí, pero he encontrado algo más.

-¿Qué?

-La desgracia. Es el hombre más desdichado,más sin ventura que existe en el mundo.

-Es verdad: la nobleza de tu alma no tienefin... pero dime: seguramente no hallarán ecoen ella los sentimientos de odio y el frenesí deeste desgraciado.

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-Yo espero reconciliarle -dijo sencillamente-con los que odia o aparenta odiar, pues su cóle-ra ante ciertas personas no brota del corazón.

-¡Reconciliarle! -repetí con verdadero asom-bro-. ¡Oh! Inés, si tal hicieras, si tan grande ob-jeto lograras tú con la sola fuerza de tu dulzuray de tu amor, te tendría por la más admirablepersona de todo el mundo... Pero debe de haberocurrido entre ti y él mucho que ignoro, queri-da mía. Cuando te viste arrebatada por esehombre de los brazos de tu madre enferma, ¿nosentiste?...

-Un horror, un espanto... no me recuerdeseso, amiguito, porque me estremezco toda...¡Qué noche, qué agonía! Yo creí morir, y enverdad pedía la muerte... Aquellos hombres...todos me parecían negros, con el pelo erizado ylas manos como garfios... aquellos hombres meencerraron en un coche. Encarecerte mi miedo,mis súplicas, aquel continuo llorar mío duranteno sé cuántos días, sería imposible. Unas veces

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desesperada y loca, les decía mil injurias, otraspedíales de rodillas mi libertad. Durante mu-cho tiempo me resistí a tomar alimento y tam-bién traté de escaparme... Imposible, porque meguardaban muy bien... Después de algunosdías de marcha, fuéronse todos, y él quedó soloconmigo en un lugar que llaman Cuéllar.

-¿Y te maltrató?

-Jamás, al principio me trataba con aspereza;pero luego, mientras más me ensoberbecía yo,mayor era su dulzura. En Cuéllar me dijo quenunca volvería a ver a mi madre, lo cual mecausó tal desesperación y angustia, que aquellanoche intenté arrojarme por la ventana al cam-po. El suicidio, que es tan gran pecado, no meaterraba... Trájome en seguida a Salamanca, yallí le oí repetir que jamás vería a mi madre.Entonces advertí que mis lágrimas le conmov-ían mucho... Un día, después que largo ratodisputamos y vociferamos los dos, púsose de

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rodillas delante de mí, y besándome las manosme dijo que él no era un hombre malo.

-Y tú, ¿sospechabas algo de tu parentescocon él?

-Verás... Yo respondí que le tenía por el másmalo, el más abominable ser de toda la tierra, yentonces fue cuando me dijo que era mi padre...Esta revelación me dejó tan suspensa, tanasombrada, que por un instante perdí el senti-do... Tomome en sus brazos, y durante largorato me prodigó las más afectuosas caricias...Yo no lo quería creer... En lo íntimo de mi almaacusé a Dios por haberme hecho nacer de aquelmonstruo... Después como advirtiese mi duda,mostrome un retrato de mi madre y algunascartas que escogió entre muchas que tenía... Yoestaba medio muerta... aquello me parecía unsueño. En la angustia y turbación de tan dolo-rosa escena, fijé la vista en su rostro y un gritose escapó de mis labios.

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-¿No le habías observado bien?

-Sí, yo había notado cierto incomprensiblemisterio en su fisonomía, pero hasta entoncesno vi... no vi que su frente era mi frente, quesus ojos eran mis ojos. Aquella noche me fueimposible dormir: entrome una fiebre terrible yme revolvía en el lecho, creyéndome rodeadade sombras o demonios que me atormentaban.Cuando abría los ojos, le hallaba sentado a mispies, sin apartar de mí su mirada penetranteque me hacía temblar. Me incorporé y le dije:«¿Por qué aborrece usted a mi querida ma-dre?». Besándome las manos, me contestó: «Yono la aborrezco: ella es la que me aborrece a mí.Por haberla amado soy el más infeliz de loshombres; por haberla amado soy este oscuro ydespreciado satélite de los franceses que en míves; por haberla adorado te causo espanto hoyen vez de amor». Entonces yo le dije: «Grandesmaldades habrá hecho usted con mi madre,para que ella le aborrezca». No me contestó...

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Se esforzaba en calmar mi agitación, y desdeaquella noche hasta el fin de la enfermedad quepadecí no se apartó de mi lado ni un momento.Cuanto puede inventarse para distraer a unacriatura triste y enferma, él lo inventó; contá-bame historias, unas alegres, otras terribles,todas de su propia vida, y finalmente refiriomelo que más deseaba conocer de esta... Yo tem-blaba a cada palabra. Había empezado a inspi-rarme tanta compasión, que a ratos le suplicabaque callase y no dijese más. Poco a poco fuiperdiéndole el miedo: me causaba cierto respe-to; pero amarle... ¡eso imposible!... Yo no cesabade afirmar que no podía vivir lejos de mi ma-dre, y esto, si le enfurecía de pronto, era motivodespués para que redoblase sus cariños y con-sideraciones conmigo. Su empeño era siempreconvencerme de que nadie en el mundo mequería como él. Un día, impaciente y acongoja-da por el largo encierro, le hablé con muchadureza; él se arrojó a mis pies, pidiome perdón

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del gran daño que me había causado, y llorótanto, tanto...

-¿Ese hombre ha derramado una lágrima? -dije con sorpresa-. ¿Estás segura? Jamás lohubiera creído.

-Tantas y tan amargas derramó, que mesentí no ya compasiva, sino también enterneci-da. Mi corazón no nació para el odio, nació pa-ra responder a todos los sentimientos genero-sos, para perdonar y reconciliar. Tenía delantede mí a un hombre desgraciado, a mi propiopadre, solo, desvalido, olvidado; recordabaalgunas palabras oscuras y vagas de mi madreacerca de él, que me parecían un poco injustas.Lástima profunda oprimía mi pecho: la adora-ción, la loca idolatría que aquel infeliz sentíapor mí, no podían serme indiferentes, no, deningún modo, a pesar del daño recibido. Le dijeentonces cuantas palabras de consuelo se meocurrieron, y el pobrecito me las agradeció tan-

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to, tantísimo... Por la primera vez en su vida erafeliz.

-¡Ángel del cielo -exclamé con viva emoción-, no digas más! Te comprendo y te admiro.

-Suplicome entonces que le tratase con lamayor confianza, que le dijese padre y tú al usode Francia, con lo cual experimentaría granconsuelo, y así lo hice. Ese hombre terrible queespanta a cuantos le oyen y no habla más quede exterminar y de destruir, temblaba como unniño al escuchar mi voz; y olvidado de la gui-llotina, de los nobles y de lo que él llamaba elestado llano, estaba horas enteras en éxtasis de-lante de mí. Entonces formé mi proyecto, aun-que no le dije nada, esperando que el dominioque ejercía sobre él llegase al último grado.

-¿Qué proyecto?

-Volver aquel cadáver a la vida, volverle almundo, a la familia, desatar aquel corazón de la

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rueda en que sufría tormento, sacar del infiernoaquel infeliz réprobo y extirpar en su alma elodio que le consumía. Durante algún tiempo nohablé de volver al lado de mi madre, ni mequejé de la larga y triste soledad, antes bienaparecía sumisa y aun contenta. Entonces em-prendimos esos horribles viajes para fundarlogias; empezó la compañía de esos hombresaborrecidos, y no pude disimular mi disgusto.Cuando hablábamos los dos a solas él se reía delas prácticas masónicas, diciendo que eran sim-ples y tontas, aunque necesarias para subyugara los pueblos. Su odio a los nobles, a los frailesy a los reyes continuaba siempre muy vivo;pero al hablar de mi madre, la nombraba siem-pre con reserva y también con emoción. Estoera señal lisonjera y un principio de conformi-dad con mi ardiente deseo. Yo se lo agradecí yse lo pagué mostrándome más cariñosa con él;pero siempre reservada. Los repetidos viajes,las logias y los compañeros de masonería, meinspiraban repugnancia, hastío y miedo. No se

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lo oculté, y él me decía: «Esto acabará pronto.No conquistaré a los necios sino con esta farsa;y como los franceses se establezcan en España,verás la que armo...». «Padre, le decía yo, noquiero que armes cosas malas ni que mates anadie, ni que te vengues. La venganza y lacrueldad son propias de almas bajas». Él meponderaba las injusticias y picardías que rigena la sociedad de hoy, asegurando que era preci-so volver todo del revés, para lo cual era nece-sario empezar por destruirlo todo. ¡Cuántohemos hablado de esto! Por último, tales horro-res han dejado de asustarme. Tengo la convic-ción de que mi pobre padre no es cruel ni san-guinario como parece...

-Así será, pues tú lo dices.

-Estábamos en Valladolid, cuando cayó en-fermo, muy enfermo. Un afamado médico deaquella ciudad me dijo que no viviría muchotiempo. Él, sin embargo, siempre que experi-mentaba algún alivio, se creía restablecido por

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completo. En uno de sus más graves ataques,hallándonos en Salamanca, me dijo: «Te robé,hija mía, para hacerte instrumento de la horri-ble cólera que me devora. Pero Dios, que noconsiente sin duda la perdición de mi alma, meha llenado de un profundo y celeste amor queantes no conocía. Has sido para mí el ángel dela guarda, la imagen viva de la bondad divina,y no sólo me has consolado, sino que me hasconvertido. Bendita seas mil veces por esta sa-via nueva que has dado a mi triste vida. Perohe cometido un crimen: tú no me perteneces;entré como un ladrón en el huerto ajeno y robéesta flor... No, no puedo retenerte ni un mo-mento más al lado mío contra tu gusto». El infe-liz me decía esto con tanta sinceridad, que mesentí inclinada a amarle más. Luego siguió di-ciéndome: «Si tienes compasión de mí, si tualma generosa se resiste a dejarme en esta sole-dad, enfermo y aborrecido, acompáñame y asís-teme, pero que sea por voluntad tuya y no porviolencia mía. Déjame que te bese mil veces, y

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márchate después si no quieres estar a mi la-do». No le contesté de otro modo que abrazán-dole con todas mis fuerzas y llorando con él.¿Qué podía, qué debía hacer?

-Quedarte.

-Aquélla era la ocasión más propia para con-fiarle mis deseos. Después de repetir que no leabandonaría, díjele que debía reconciliarse conmi madre. Recibió al principio muy mal la ad-vertencia, mas tanto rogué y supliqué que al finconsintió en escribir una carta. Empecela yo, ycomo en ella pusiera no recuerdo qué palabraspidiendo perdón, enfureciose mucho y dijo: -«¡Pedir perdón, pedirle perdón! Antes morir»-.Por último, quitando y poniendo frases, di fin ala epístola; mas al día siguiente le vi bastantecambiado en sus disposiciones conciliadoras, y¿qué creerás, amigo mío?... Pues rompió la car-ta, diciéndome: «Más adelante la escribiremos,más adelante. Aguardemos un poco». Esperécon santa resignación, y hallándonos en Plasen-

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cia, hice una nueva tentativa. Él mismo escribióla carta, empleando en ella no menos de cuatrohoras, y ya la íbamos a enviar a su destinocuando uno de esos aborrecidos hombres quele acompañan entró diciéndole que la policíafrancesa le buscaba y le perseguía por gestionesde una alta señora de Madrid. ¡Ay, Gabriel!Cuando tal supo, renovose en él la cólera yamenazó a todo el género humano. No necesitodecirte que ni enviamos la carta, ni habló másdel asunto en algunos días. Pero yo insistía enmi propósito. Al volver a Salamanca le mani-festé la necesidad de la reconciliación; enfadoseconmigo, díjele que me marcharía a Madrid,abrazome, lloró, gimió, arrojose a mis pies co-mo un insensato, y al fin, hijo, al fin, escribimosla tercera carta, la escribí yo misma. Por último,mi adorada madre iba a saber noticias de supobre hija. ¡Ay! aquella noche mi padre y yocharlamos alegremente, hicimos dulces proyec-tos; maldijimos juntos a todos los masones de latierra, a las revoluciones y a las guillotinas

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habidas y por haber; nos regocijamos con su-puestas felicidades que habían de venir; noscontamos el uno al otro todas las penas denuestra pasada vida... pero al siguiente día...

-Me presenté yo... ¿no es eso?

-Eso es... ya conoces su carácter... Cuando tevio y conoció que ibas enviado por mi madre,cuando le injuriaste... Su ira era tan fuerte aqueldía que me causó miedo. -«Ahí lo tienes, decía,yo me dispongo a ser bueno con ella, y ella en-vía contra mí la policía francesa para mortifi-carme, y un ladrón para privarme de tu com-pañía. Ya lo ves, es implacable... A Francia, nosiremos a Francia, vendrás conmigo. Esa mujeracabó para mí y yo para ella...». Lo demás losabes tú y no necesito decírtelo. ¡Esta mañanacreímos morir aquí! ¡Cuánto he padecido eneste horrible Babilafuente viéndole enfermo,tan enfermo que no se restablecerá más, vién-donos amenazados por el populacho que quer-ía entrar para despedazarnos!... Y todo ¿por

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qué? Por la masonería, por esas simplezas que anada conducen.

-A algo conducen, querida mía, y la semillaque tu padre y otros han sembrado, dará algúndía su fruto. Sabe Dios cuál será.

-Pero él no es ateo, como otros, ni se burla deDios. Verdad que suele nombrarle de un modoextraño, así como el Ser Supremo, o cosa pareci-da.

-Llámese Dios o Ser Supremo -exclamé vol-viendo a aprisionar entre mis manos las de miadorada amiga-, ello es que ha hecho obrasacabadas y perfectas, y una de ellas eres tú, queme confundes, que me empequeñeces y anona-das más cuanto más te trato y te hablo y te mi-ro.

-Eres tonto de veras, pues ¿qué he hecho queno sea natural? -preguntome sonriendo.

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-Para los ángeles es natural existir sin man-cha, inspirar las buenas acciones, ensalzar aDios, llevar al cielo las criaturas, difundir elbien por el mundo pecador. ¿Que qué hashecho? Has hecho lo que yo no esperaba niadivinaba, aunque siempre te tuve por la mis-ma bondad; has amado a ese infeliz, al másinfeliz de los hombres, y este prodigio que aho-ra, después de hecho, me parece tan natural,antes me parecía una aberración y un imposi-ble. Tú tienes el instinto de lo divino y yo no: túrealizas con la sencillez propia de Dios las másgrandes cosas y a mí no me corresponde otropapel que el de admirarlas después de hechas,asombrándome de mi estupidez por no haber-las comprendido... ¡Inesilla, tú no me quieres,tú no puedes quererme!

-¿Por qué dices eso? -preguntó con candor.

-Porque es imposible que me quieras, por-que yo no te merezco.

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Al decir esto, estaba tan convencido de miinferioridad, que ni siquiera intenté abrazarla,cuando cruzando ella las defensoras manos,parecía dejarme el campo libre para aquel exce-so amoroso.

-De veras, parece que eres tonto.

-Pero si tu corazón no sabe sino amar, si nosabe otra cosa, aunque de mil modos le enseñeel mundo lo contrario, algo habrá para mí enun rinconcito.

-¿Un rinconcito...? ¿De qué tamaño?

-¡Qué feliz soy! Pero te digo la verdad, qui-siera ser desgraciado.

No me contestó sino riéndose, burlándose demí con un descaro...

-Quiero ser desgraciado para que me amescomo has amado a tu padre, para que te desvi-vas por mí, para que te vuelvas loca por mí,

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para que... ¿Pero te ríes, todavía te ríes? ¿Acasoestoy diciendo tonterías?

-Más grandes que esta casa.

-Pero, hija, si estoy aturdido. Dime tú, quetodo lo sabes, si hay alguna manera extraordi-naria de querer, una manera nueva, inaudita...

-Así, así siempre, basta... Ni es preciso tam-poco que seas desgraciado. No, dejémonos dedesgracias, que bastantes hemos tenido. Pida-mos a Dios que no haya más batallas en quepuedas morir.

-¡Yo quiero morir! -exclamé sintiendo que elpuro y extremado afecto llevaba mi mente a milraras sutilezas y tiquis miquis, y mi corazón aincomprensibles y quizás ridículos antojos.

-¡Morir! -exclamó ella con tristeza-. ¿Y a quéviene ahora eso? ¿Se puede saber, señor míoquerido?

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-Quiero morir para verte llorar por mí... peroen verdad esto es absurdo, porque si muriera,¿cómo podría verte? Dime que me amas, díme-lo.

-Esto sí que está bueno. Al cabo de la vejez...

-Si nunca me lo has dicho... Puede que quie-ras sostener que me lo has dicho.

-¿Que no? -exclamó con jovialidad encanta-dora-. Pues no.

No sé qué más iba a decir ella; pero induda-blemente pensó decir algo, más dulce para míque las palabras de los ángeles, cuando sonó enla estancia una ronca voz.

-No, no te vas, paloma, sin abrazar a tu ma-rido -exclamé estrujando aquel lindo cuerpo,que se escapó de mis brazos para volar al ladodel enfermo.

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-XXX-Acerqueme a la puerta de la triste alcoba.

Santorcaz no me veía, porque su observaciónestaba fatigada y torpe a causa del mal, y laestancia medio a oscuras.

-Alguien estaba ahí -dijo el enfermo besandolas manos de su hija-. Me pareció sentir la vozde ese tunante de Gabriel.

-Padre, no hables mal de los que nos hanhecho un beneficio, no tientes a Dios, no le pro-voques.

-Yo también le he hecho beneficios, y ya vescómo me paga: prendiéndome.

-Araceli es un buen muchacho.

-¡Sabe Dios lo que harán conmigo esos ver-dugos! -exclamó el anciano dando un suspiro-.Esto se acabó, hija mía.

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-Se acabaron, sí, las locuras, los viajes, las lo-gias que sólo sirven para hacer daño -afirmóInés abrazando a su padre-. Pero subsistirá elamor de tu hija, y la esperanza de que vivire-mos todos, todos felices y tranquilos.

-Tú vives de dulces esperanzas -dijo- yo detristes o funestos recuerdos. Para ti se abre lavida; para mí, lo contrario. Ha sido tan horrible,que ya deseo se cierre esa puerta negra ysombría, dejándome fuera de una vez... Hablasde esperanzas; ¿y si estos déspotas me encie-rran en una cárcel, si me envían a que muera acualquiera de esos muladares del África...?

-No te llevarán, respondo de que no te lle-varán, padrito.

-Pero cualquiera que sea mi suerte, será muytriste, niña de mi alma... Viviré encerrado, ytú... ¿tú qué vas a hacer? Te verás obligada aabandonarme... Pues qué, ¿vas a encerrarte enun calabozo?

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-Sí, me encerraré contigo. Donde tú estés allíestaré yo -dijo la muchacha con cariño-. No mesepararé de ti, no te abandonare jamas, ni iré...no, no iré a ninguna parte donde tú no puedasir también.

No oí voz alguna, sino los sollozos del pobreenfermo.

-Pero en cambio, padrito -continuó ella entono de amonestación afectuosa-, es preciso queseas bueno, que no tengas malos pensamientos,que no odies a nadie, que no hables de matargente, pues Dios tiene buena mano para hacer-lo; que desistas de todas esas majaderías que tehan trastornado la cabeza, y no pierdas la tran-quilidad y la salud porque haya un rey de máso de menos en el mundo; ni hagas caso de losfrailes ni de los nobles, los cuales, padre queri-do, no se van a suprimir y a aniquilarse porquetú lo desees, ni porque así lo quiera el malhumor del Sr. Canencia, del Sr. Monsalud y delSr. Ciruelo... He aquí tres que hablan mal de los

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nobles, de los poderosos y de los reyes, porquehasta ahora ningún rey, ni ningún señor hanpensado en arrojarles un pedazo de pan paraque callen, y otro para que griten en favor su-yo... ¿Conque serás bueno? ¿Harás lo que tedigo? ¿Olvidarás esas majaderías?... ¿Mequerrás mucho a mí y a todos los que me quie-ren?

Diciendo esto, arreglaba las ropas del lecho,acomodaba en las almohadas la venerable yhermosa cabeza de Santorcaz, destruía los do-bleces y durezas que pudieran incomodarle,todo con tanto cariño, solicitud, bondad y dul-zura, que yo estaba encantado de lo que veía.Santorcaz callaba y suspiraba, dejándose tratarcomo un chico. Allí la hija parecía más que unahija una tierna madre, que se finge enojada conel precioso niño porque no quiere tomar lasmedicinas.

-Me convertirás en un chiquillo, querida-dijo el enfermo-. Estoy conmovido... quiero

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llorar. Pon tu mano sobre mi frente para que nose me escape esa luz divina que tengo dentrodel cerebro... pon tu mano sobre mi corazón yaprieta. Me duele de tanto sentir. ¿Has dichoque no te separarás de mí?

-No, no me separaré.

-¿Y si me llevan a Ceuta?

-Iré contigo.

-¡Irás conmigo!

-Pero es preciso ser bueno y humilde.

-¿Bueno? ¿Tú lo dudas? Te adoro, hija mía.Dime que soy bueno, dime que no soy un mal-vado y te lo agradeceré más que si me vinierasa llamar de parte del Ser Sup... de parte de Dios,decimos los cristianos. Si tú me dices que soyun hombre bueno, que no soy malo, tendré porembusteros a los que se empeñan en llamarmemalvado.

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-¿Quién duda que eres bueno? Para mí almenos.

-Pero a ti te he hecho algún daño.

-Te lo perdono, porque me amas, y sobre to-do porque me sacrificas tus pasiones, porqueconsientes que sea yo la destinada a quitarteesas espinas que desde hace tanto tiempo tienesclavadas en el corazón.

-¡Y cómo punzan! -exclamó con profundapena el infeliz masón-. Sí, quítamelas, quítame-las todas con tus manos de ángel; quítalas una auna, y esas llagas sangrientas se restañarán porsí... ¿De modo que yo soy bueno?

-Bueno, sí; yo lo diré así a quien crea lo con-trario, y espero que se convencerán cuando yolo diga. Pues no faltaba más... La verdad es loprimero. Ya verás cuánto te van a querer todos,y qué buenas cosas dirán de ti. Has padecido:yo les contaré todo lo que has padecido.

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-Ven -murmuró Santorcaz con voz balbu-ciente, alargando los brazos para coger en susmanos trémulas la cabeza de su hija-. Trae acáesa preciosa cabeza que adoro. No es una cabe-za de mujer, es de ángel. Por tus ojos mira Diosa la tierra y a los hombres, satisfecho de suobra.

El anciano cubrió de besos la hermosa frente,y yo por mi parte no ocultaré que deseabahacer otro tanto. En aquel momento di algunospasos y Santorcaz me vio. Advertí súbita mu-danza en la expresión de su semblante, y memiró con disgusto.

-Es Gabriel, nuestro amigo, que nos defiendey nos protege -dijo Inés-, ¿por qué te asustas?

-Mi carcelero -murmuró Santorcaz con tris-teza...- Me había olvidado de que estoy preso.

-No soy carcelero, sino amigo -afirmé ade-lantándome.

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-Sr. Araceli -continuó él con voz grave-, ¿adónde me llevan? ¡Oh, miserable de mí! Maloes caer en las garras de los satélites del despo-tismo... no, no, hija mía, no he dicho nada; qui-se decir que los soldados... no puedo negar queodio un poquillo a los soldados, porque sinellos, ya ves, sin ellos no podrían los reyes...¡malditos sean los reyes!... no, no, a mí no meimporta que haya reyes, hija mía; allá se en-tiendan. Sólo que... francamente, no puedo me-nos de aborrecer un poco a ese muchacho quequiso separarte de mí. Ya se ve, le mandabansus amos... estos militares son gente servil quelos grandes emplean para oprimir a los hijosdel pueblo... No le puedo ver, ni tú tampoco,¿es verdad?

-No sólo le puedo ver, sino que le estimomucho.

-Pues que entre... Araceli... también yo te es-timé en otro tiempo. Inés dice que eres un buenmuchacho... Será preciso creerlo... Puesto que

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ella te estima, ¿sabes lo que yo haría? excep-tuarte a ti solo, a ti solito; ponerte a un lado, y atodos los demás enviarles a la guillot... no, nohe dicho nada... Si otros la quieren levantar,háganlo en buen hora; yo no haré más que very aplaudir... No, no, no aplaudiré tampoco:váyanse al diablo las guillotinas.

-Padre -dijo Inés-, da la mano a Araceli, quese marchará a sus quehaceres, y ruégale quevuelva a vernos después. ¡Ay! dicen que va adarse una batalla: ¿no sientes que le sucedaalguna desgracia?

-Sí, seguramente -dijo Santorcaz estrechán-dome la mano-. ¡Pobre joven! La batalla serámuy sangrienta, y lo más probable es que mue-ra en ella.

-¿Qué dices, padre? -preguntó Inés con te-rror.

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-La mejor batalla del mundo, hija mía, seráaquélla en que perezcan todos los soldados delos dos ejércitos contendientes.

-¡Pero él no, él no! Me estás asustando.

-Bueno, bueno, que viva él... que viva Arace-li. Joven, mi hija te estima, y yo... yo también...también te estimo. Así es que Dios hará muybien en conservar tu preciosa vida. Pero noservirás más a los verdugos del linaje humano,a los opresores del pueblo, a los que engordancon la sangre del pueblo, a los pícaros frailesy...

-¡Jesús! estás hablando como Canencia, nimás ni menos.

-No he dicho nada; pero este Araceli... aquien estimo... nos aborrece, querida mía, quie-re separarnos, es agente y servidor de una per-sona...

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-A quien estimas también, padre.

-De una persona... -continuó el masón, po-niéndose tan pálido que parecía un cadáver.

-A quien amas, padre -añadió la muchacharodeando con sus brazos la cabeza del pobreenfermo-, a quien pedirás perdón... por...

El rostro de Santorcaz encendiose de repentecon fuerte congestión; sus ojos despidieron ra-yo muy vivo, incorporose en el lecho y estiran-do los brazos y cerrando los puños y fruncien-do el terrible ceño gritó:

-¡Yo!... pedirle perdón... pedirle perdón yo...¡Jamás, jamás!

Diciendo esto cayó en el lecho como cuerpodel que súbitamente y con espanto huye la vi-da.

Inés y yo acudimos a socorrerle. Balbucíafrases ardorosas... llamaba a Inés creyéndola

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ausente, la miraba con extravío; me despedíacon gritos y amenazas; y, finalmente, se tran-quilizó cayendo en pesado sopor.

-Otra vez será -me dijo Inés con los ojos lle-nos de lágrimas-. No desconfío. Haz lo que di-jimos. Escríbele esta tarde mismo.

-Le escribiré y vendrá en seguida a Salaman-ca. Prepárate a marchar allá con tu enfermo.

-XXXI-Haciendo mucho ruido, llamándome a voces

y azotando con su látigo las puertas y los mue-bles, entró en la casa miss Fly. Recibila en lasala y al verme sonrió con gracia incomparable,no exenta en verdad de coquetería. Llamó miatención ver que se había acicalado y compues-to, cosa verdaderamente extraña en aquel lugary ocasión. Su rostro resplandecía de belleza yfrescura. Habíase peinado cual si tuviese a ma-

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no los más delicados enseres de tocador, y elvestido, limpio ya de polvo y lodo, disimulabasus desgarrones y arrugas no sé por qué artesingular, sólo revelado a las mujeres. ¿Por quéno decirlo? Detesto las gazmoñerías y melin-dres. Sí, lo diré: Athenais estaba encantadora,hechicera, lindísima.

Como le manifestase mi sorpresa por aquellarestauración de su interesante persona, me dijo:

-Caballero Araceli, después que vuestrossoldados han apagado el incendio, quedó unpoco de agua para mí. En casa de unos aldea-nos me proporcionaron lo preciso para peinar-me... Pero, señor comandante, ¿así cumplís convuestros deberes? ¿No estaréis mejor al frentede vuestras tropas? Hace un rato que ha llega-do Leith con su división, y pregunta por vos.

Al saber la noticia, no quise detenerme.Despedime de Inés, y después de asegurar bienla entrada de la casa y de encomendar a Tribal-

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dos que cuidase a los dos prisioneros, bajé a laplaza, donde miss Fly se separó de mí sin moti-vo aparente. Empezaban a llegar tropas ingle-sas. El general Leith, a quien indiqué que Espa-ña me había mandado proseguir, cuando llega-ron los ingleses me ordenó que esperase hastala noche.

-Es imposible perseguir a los franceses decerca -dijo-. Van muy adelantados, y nos serádifícil hacerles daño. Nuestras tropas están can-sadas.

Quedeme allí no sin gozo, y dispuse lo nece-sario para que Santorcaz y su hija fuesen tras-ladados a Salamanca. Felizmente regresabaaquella tarde para quedar allí de guarnición,Buenaventura Figueroa, mi más íntimo y que-rido amigo, y le di instrucciones prolijas sobrelo que debía hacer con mis prisioneros en laciudad y durante el viaje. Verificose este por lanoche en un convoy que se envió a Roma la chi-ca, y no sin trabajo logré un carromato de regu-

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lar comodidad, en cuyo interior acomodé a pa-dre e hija, acompañados de Tribaldos y de buenrepuesto de víveres para el viaje. Quise darlestambién dinero, mas rehusolo Inés, y a la ver-dad no lo necesitaban, porque el Sr. Santorcaz(no sé si lo he dicho), que un año antes hereda-ra íntegro su patrimonio, poseía regularhacienda, sobrada para su modesto traer.

Di también a Inés instrucciones para quecontribuyese a impedir nuevas salidas de suinfeliz padre al campo de Montiel de las masó-nicas aventuras, y ella prometiome con inequí-voca seguridad que le encarcelaría convenien-temente sin mortificarle, con lo cual, muy ape-nados nos despedimos los dos, yo por aquellanueva separación, cuyos límites no sabía, y ellapor presentimientos del peligro a que expuestoquedaba en la terrible campaña emprendida.En esto, y en escribir a la condesa lo que el lec-tor supone, entretuve gran parte de las últimashoras del día.

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Partimos al amanecer del siguiente, persi-guiendo a los franceses, que no pararon hastapasar el Duero por Tordesillas, extendiéndosehasta Simancas. Allí reforzó Marmont su ejérci-to con la división de Bonnet, y nosotros leaguardamos en la orilla izquierda vigilando susmovimientos. La cuestión era saber por quésitio quería el francés pasar el río, para venir alencuentro del ejército aliado, cuyo cuartel gene-ral estaba en La Seca.

No quería Marmont, como es fácil suponer,darnos gusto, y sin avisarnos, cosa muy naturaltambién, partió de improviso hacia Toro... ¡Enmarcha todo el mundo hacia la izquierda, in-gleses, españoles, lusitanos, en marcha otra vezhacia el Guareña y hacia los perversos pueblosde Babilafuente y Villorio!

-¡Y a esto llaman hacer la guerra! -decía uno-. Por el mucho ejercicio que hacen, tienen tanbuenas piernas los ingleses. Ahora resultaráque Marmont no acepta tampoco la batalla en

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el Guareña y lo buscaremos en el Pisuerga, enel Adaja o tal vez en el Manzanares o en elAbroñigal a las puertas de Madrid.

Tan sólo resultó que después de dos sema-nas de marchas y contramarchas, nos encon-tramos otra vez en las inmediaciones de Sala-manca. Pero lo más gracioso fue cuando baila-mos el minueto, como decían los españoles,pues aconteció que ambos ejércitos marcharontodo un día paralelamente, ellos sobre la iz-quierda y nosotros sobre la derecha, viéndonosmuy bien a distancia de medio tiro de cañón ysin gastar un cartucho. Esto pasó no muy lejosde Salamanca; y cuando nos detuvimos en SanCristóbal, allí eran de ver las burlas motivadaspor la tal maniobra y marcha estratégica que loschuscos calificaban de contradanza.

Desde San Cristóbal quise ir a Salamanca:pero me fue imposible, porque no se concedíanlicencias largas ni cortas. Tuve, sin embargo, elgusto de saber que nada singular había ocurri-

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do en la casa de la calle del Cáliz durante miausencia y las marchas y minuetos del ejércitoaliado... En cuanto a miss Fly (me apresuro anombrarla, porque oigo una misma preguntaen los labios de cuantos me escuchan), me hab-ía honrado no pocas veces con su encantadorapalabra durante los viajes a Tordesillas, a laNava y al Guareña; pero siempre en cortas ydisimuladas entrevistas, cual si existiese algúndesconocido estorbo, algún impedimento mis-terioso de su antes ilimitada libertad. En estasbreves entrevistas advertía siempre en ella sinigual dulzura y melancólico abandono, yademás una admiración injustificada hacia to-das mis acciones, aunque fuesen de las máscomunes e insignificantes.

Por lo demás si las entrevistas pecaban decortas, eran frecuentísimas. No hacíamos altoen punto alguno, sin que se me presentase At-henais, cual mi propia sombra y recatadamenteme hablase, diciéndome por lo general cosas

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alambicadas y sutiles, cuando no melifluas yapasionadas. La más refinada cortesía y un ex-celente humor de bromas inspiraban mis con-testaciones. Regalábame a cada momento milmonerías, golosinas o cachivaches de poco va-lor, que adquiría en los diversos pueblos de lacarrera.

Entretanto (suplico a mis oyentes se fijenbien en esto, porque sirve de lamentable ante-cedente a uno de los principales contratiemposde mi vida), yo notaba que no se había disipadoentre mis compañeros ingleses y españoles lainfundada sospecha que el viaje de Athenais aSalamanca despertara. En suma, la Pajarita hab-ía vuelto al cuartel general, y mi buena opinióny fama de caballerosidad continuaban tan pro-blemáticas como el día que aparecí en Bernuy.En dos ocasiones en que tuve el alto honor dehablar con el señor duque, experimenté mortalpena, hallándole no sólo desdeñoso sino enextremo austero y desapacible conmigo. Los

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espejuelos del coronel Simpson despedían ra-yos olímpicos contra mí y en general cuantaspersonas conocía en las filas inglesas demostra-ban de diversos modos poca o ninguna aficióna mi honrada persona.

-Sr. Araceli, Sr. Araceli -me dijo Athenaispresentándose de improviso ante mí el 21 deJulio cuando acabábamos de ocupar el cerrocomúnmente llamado Arapil Chico-, venid a milado. Simpson no ha salido aún de Salamanca.¿Os ha pasado algo desde ayer que no noshemos visto?

-Nada, señora, no me ha pasado nada. ¿Y austed?

-A mí sí; pero ya os lo contaré más adelante.¿Por qué me miráis de ese modo?... Vos tam-bién dais en creer, como los demás, que estoytriste, que estoy pálida, que he cambiado mu-cho...

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-En efecto, miss Fly, se me figura que esa ca-ra no es la misma.

-No me siento bien -dijo con sonrisa gracio-sa-. No sé lo que tengo... ¡Ah! ¿no sabéis? Dicenque va a darse una gran batalla.

-No lo dudo. Los franceses están hacia Cava-rrasa. ¿Cuándo será?

-Mañana... Parece que os alegráis -dijo mos-trando un temor femenino que me sorprendió,conociendo como conocía su varonil arrojo.

-Y usted también se alegrará, señora. Un al-ma como la de usted, para sostenerse a su pro-pia altura, necesita estos espectáculos grandio-sos, el inmenso peligro seguido de la colosalgloria. Nos batiremos, señora, nos batiremoscon el Imperio, con el enemigo común, comodicen en Inglaterra, y le derrotaremos.

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Athenais no me contestó, como esperaba,con ningún arrebato de entusiasmo, y la poesíade los romances parecía haberse replegado contimidez y vergüenza quizás en lo más escondi-do de su alma.

-Será una gran batalla y ganaremos -dijo conabatimiento-; pero... morirá mucha gente. ¿Noos ocurre que podéis morir vos?

-¿Yo?... ¿y qué importa? ¿Qué importa la vi-da de un miserable soldado, con tal que quedetriunfante la bandera?

-Es verdad; pero no debéis exponeros... -dijocon cierta emoción-. Dicen que la división es-pañola no se batirá.

-Señora, no conozco a usted, no es ustedmiss Fly.

-Voy creyendo lo que decís -afirmó clavandoen mí los dulces ojos azules-; voy creyendo que

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no soy yo miss Fly... Oíd bien, Araceli, lo quevoy a deciros. Si no entráis en fuego mañana,como espero, avisádmelo... Adiós, adiós.

-Pero aguarde usted un momento, miss Fly-dije procurando detenerla.

-No, no puedo. Sois muy indiscreto... Si su-pierais lo que dicen... adiós, adiós.

Dando algunos pasos hacia ella, la llamé re-petidas veces; mas en el mismo instante vi uncoche o silla de postas que se paraba delante demí en mitad del camino; vi que por la portezue-la aparecía una cara, una mano, un brazo. Si erala condesa... ¡Dios poderoso, qué inmensaalegría! Era la condesa, que detenía su cochedelante de mí, que me buscaba con la vista, queme llamaba con un lindo gesto, que iba a decirsin duda dulcísimas cosas. Corrí hacia ella locode alegría.

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-XXXII-Antes de referir lo que hablamos, conviene

que diga algo del lugar y momento en que taleshechos pasaban, porque una cosa y otra intere-san igualmente a la historia y a la relación delos sucesos de mi vida que voy refiriendo. El 21por la tarde pasamos el Tormes, los unos por elpuente de Salamanca, los otros por los vadosinmediatos. Los franceses, según todas las con-jeturas, habían pasado el mismo río por Alba deTormes, y se encontraban al parecer en los bos-ques que hay más allá de Cavarrasa de Arriba.Formamos nosotros una no muy extensa líneacuya izquierda se apoyaba junto al vado deSanta Marta, y la derecha en el Arapil Chico,junto al camino de Madrid. Una pequeña divi-sión inglesa con algunas tropas ligeras ocupabael lugar de Cavarrasa de Abajo, punto el másavanzado de la línea anglo-hispano-portuguesa.

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En la falda del Arapil Chico, y al borde delcamino, fue donde se me apareció Athenais,que volvía a caballo de Cavarrasa, y pocos ins-tantes después la señora condesa, mi adoradaprotectora y amiga. Corrí hacia ella, como hedicho, y con la más viva emoción besé sus her-mosas manos que aún asomaban por la porte-zuela. El inmenso gozo que experimenté ape-nas me dejó articular otras voces que las de«madre y señora mía», voces en que mi alma,con espontaneidad y confianza sumas, espera-ban iguales manifestaciones cariñosas de partede ella. Mas con amargura y asombro advertíen los ojos de la condesa desdén, enojo, ira,¡qué sé yo!... una severidad inexplicable que medejó absorto y helado.

-¿Y mi hija? -preguntó con sequedad.

-En Salamanca, señora -repuse-. No podríausted llegar más a tiempo. Tribaldos, mi asis-tente, acompañará a usted. Ha sido casualidadque nos hayamos encontrado aquí.

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-Ya sabía que estabas en este sitio que lla-man el Arapil Chico -me dijo con el mismo tonosevero, sin una sonrisa, sin una mirada cariño-sa, sin un apretón de manos-. En Cavarrasa deAbajo, donde me detuve un instante, encontré asir Tomás Parr, el cual me dijo dónde estabas,con otras cosas acerca de tu conducta, que mehan causado tanto asombro como indignación.

-¡Acerca de mi conducta, señora! -exclamécon dolor tan vivo como si una hoja de aceropenetrara en mi corazón-. Yo creía que en miconducta no había nada que pudiera desagra-dar a usted.

-Conocí en Cádiz a sir Tomás Parr, y es uncaballero incapaz de mentir -añadió ella conindecible resplandor de ira en los ojos que tantaternura habían tenido en otro tiempo para mí-.Has seducido a una joven inglesa, has cometidouna iniquidad, una violencia, una acción villa-na.

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-¡Yo, señora! ¡yo!... ¿Este hombre honradoque ha dado tantas pruebas de su lealtad...?¿Este hombre ha hecho tales maldades?

-Todos lo dicen... No me lo ha dicho sólo sirTomás Parr, sino otros muchos; me lo dirá tam-bién Wellesley.

-Pues si Wellesley lo afirmara -repliqué condesesperación-, si Wellesley lo afirmara, yo lediría...

-Que miente...

-No, el primer caballero de Inglaterra, elprimer general de Europa no puede mentir; esimposible que el duque diga semejante cosa.

-Hay hechos que no pueden disimularse -añadió con pena-, que no pueden desfigurarse.Dicen que la persona agraviada se dispone apedir que se te obligue al cumplimiento de lasleyes inglesas sobre el matrimonio.

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Al oír esto, una hilaridad expansiva y unaindignación terrible cruzaron sus diversos efec-tos en mi alma, como dos rayos que se encuen-tran al caer sobre un mismo objeto, y por uninstante se lo disputan. Me reí y estuve a puntode llorar de rabia.

-Señora, me han calumniado, es falso, esmentira que yo... -grité introduciendo por laportezuela del coche primero la cabeza y des-pués medio cuerpo-. Me volveré loco si usted,si esta persona a quien respeto y adoro a quienno podré jamás engañar, da valor a tan infamecalumnia.

-¿Con que es calumnia?... -dijo con verdade-ro dolor-. Jamás lo hubiera creído en ti... Vivi-mos para ver cosas horribles... Pero dime, ¿veréa mi hija en seguida?

-Repito que es falso. Señora, me está ustedmatando, me impulsará usted a extremos delocura, de desesperación.

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-¿Nadie me estorbará que la recoja, que lalleve conmigo? -preguntó con afán y sin hacercaso del frenesí que me dominaba-. Que vengatu asistente. No puedo detenerme. ¿No decíasen tu carta que todo estaba arreglado? ¿Hamuerto ese verdugo? ¿Está mi hija sola?... ¿Meespera?... ¿Puedo llevármela?... responde.

-No sé, señora; no sé nada; no me pregunteusted nada -dije confundido y absorto-. Desdeel momento que usted duda de mí...

-Y mucho... ¿En quién puede tenerse con-fianza?... Déjame seguir... Tú ya no eres el mis-mo para mí.

-Señora, señora, no me diga usted eso, por-que me muero -exclamé con inmensa aflicción.

-Bueno, si eres inocente, tiempo tienes deprobármelo.

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-No... no... Mañana se da una gran batalla.Puedo morir. Moriré irritado y me condenaré...¡Mañana! ¡sabe Dios dónde estaré mañana! Us-ted va a Salamanca, verá y hablará a su hija;entre las dos fraguarán una red de sospechas yfalsos supuestos, donde se enmarañe parasiempre la memoria del infeliz soldado, queagonizará quizás dentro de algunas horas eneste mismo sitio donde nos encontramos. Esposible que no nos veamos más... Estamos enun campo de batalla. ¿Distingue usted aquellosencinares que hay hacia abajo? Pues allí detrásestán los franceses. ¡Cuarenta y siete mil hom-bres, señora! Mañana este sitio estará cubiertode cadáveres. Dirija usted la vista por estoscontornos. ¿Ve usted esa juventud de tres na-ciones? ¿Cuántos de estos tendrán vida maña-na? Me creo destinado a perecer, a perecer ra-biando, porque precipitará mi muerte la ideade haber perdido el amor de las dos personas aquienes he consagrado mi vida.

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Mis palabras, ardientes como la voz de laverdad, hicieron algún efecto en la condesa, yla observé suspensa y conmovida. Tendió lavista por el campo, ocupado por tanta tropa, yluego cubriose el rostro con las manos, deján-dose caer en el fondo del coche.

-¡Qué horror! -dijo-. ¡Una batalla! ¿No tienesmiedo?

-Más miedo tengo a la calumnia.

-Si pruebas tu inocencia, creeré que he reco-brado un hijo perdido.

-Sí, sí, lo recobrará usted -afirmé-. ¿Pero nobasta que yo lo diga, no basta mi palabra?...¿Nos conocemos de ayer? ¡Oh! Si a Inés se ledijera lo que a Vd. han dicho, no lo creería. Sualma generosa me habría absuelto sin oírme.

Una voz gritó:

-¡Ese coche, adelante o atrás!

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-Adiós -dijo la condesa-, me echan de aquí.

-Adiós, señora -respondí con profunda tris-teza-. Por si no nos vemos más, nunca más,sepa usted que en el último día de mi vida con-servo todos, absolutamente todos los senti-mientos de que he hecho gala en todos los ins-tantes de mi vida ante usted y ante otra personaque a entrambos nos es muy cara. Agradezco austed, hoy como ayer, el amor que me ha mos-trado, la confianza que ha puesto en mí, la dig-nidad que me ha infundido, la elevación que hadado a mi conciencia... No quiero dejar de-udas... Si no nos vemos más...

El coche partió, obligado a ello por una ba-tería a la cual era forzoso ceder el paso. Cuandodejé de ver a la condesa, llevaba ella el pañueloa los ojos para ocultar sus lágrimas.

Sofocado y aturdido por la pena angustiosaque llenaba mi alma, no reparé que el cuartelgeneral venía por el camino adelante en direc-

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ción al Arapil Chico. El duque y los de su comi-tiva echaron pie a tierra en la falda del cerro,dirigiendo sus miradas hacia Cavarrasa deArriba. Llamó el lord a los oficiales del regi-miento de Ibernia, uno de los establecidos allí,y habiéndome yo presentado el primero, medijo:

-¡Ah! Es usted el caballero Araceli...

-El mismo, mi general -contesté-, y si vue-cencia me permite en esta ocasión hablar de unasunto particular, le suplicaré que haga luz sinpérdida de tiempo sobre las calumnias que pe-san sobre mí después de mi viaje a Salamanca.No puedo soportar que se me juzgue con lige-reza, por las hablillas de gente malévola.

Lord Wellington, ocupado sin duda conasunto más grave, apenas me hizo caso. Des-pués de registrar rápidamente todo el horizontecon su anteojo, me dijo casi sin mirarme:

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-Señor Araceli, no puedo contestar a ustedque estoy decidido a que la Gran Bretaña searespetada.

Como yo no había dejado nunca de respetara la Gran Bretaña, ni a las demás potencias eu-ropeas, aquellas palabras que encerraba sinduda una amenaza, me desconcertó un poco.Los oficiales generales que rodeaban al duque,trabaron con él coloquio muy importante sobreel plan de batalla. Pareciéronme entonces in-oportunas y aun ridículas mis reclamaciones,por lo cual un poco turbado, contesté de estemodo:

-¡La Gran Bretaña! no deseo otra cosa quemorir por ella.

-Brigadier Pack -dijo vivamente Wellingtona uno de los que le acompañaban-, en la ayu-dantía del 23 de línea que está vacante, pongausted a este joven español, que desea morir porla Gran Bretaña.

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-Por la gloria y honor de la Gran Bretaña -añadí.

El brigadier Pack me honró con una miradade protectora simpatía.

-La desesperación -me dijo luego Welling-ton- no es la principal fuente del valor; pero mealegaré de ver mañana al señor de Araceli en lacumbre del Arapil Grande. Señor D. José Olaw-lor -añadió dirigiéndose a su íntimo amigo, quele acompañaba-, creo que los franceses se estándisponiendo para adelantársenos mañana aocupar el Arapil Grande.

El duque manifestó cierta inquietud, y porlargo tiempo su anteojo exploró los lejanos en-cinares y cerros hacia Levante. Poco se veía ya,porque vino la noche. Los cuerpos de ejércitoseguían moviéndose para ocupar las posicionesdispuestas por el general en jefe, y me separéde mis compañeros de Ibernia y de la divisiónespañola.

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-Nosotros -me dijo España- vamos al lugarde Torres, en la extrema derecha de la línea,más bien para observar al enemigo que paraatacarle. ¡Plan admirable! El general Picton y elportugués d'Urban parece que están encarga-dos de guardar el paso del Tormes, de modoque la situación de los franceses no puede sermás desventajosa. No falta más que ocupar elArapil Grande.

-De eso se trata, mi general. La brigada Pack,a la cual desde hace un momento pertenezco,amanecerá mañana, con la ayuda de Dios en laermita de Santa María de la Peña, y después...Así lo exige el honor de la Gran Bretaña...

-Adiós, mi querido Araceli, pórtate bien.

-Adiós, mi querido general. Saludo a miscompañeros desde la cumbre del Arapil Gran-de.

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-XXXIII-¡El Arapil Grande! Era la mayor de aquellas

dos esfinges de tierra, levantadas la una frentea la otra, mirándose y mirándonos. Entre lasdos debía desarrollarse al día siguiente uno delos más sangrientos dramas del siglo, el verda-dero prefacio de Waterloo, donde sonaron porúltima vez las trompas de la Ilíada del Imperio.A un lado y otro del lugar llamado de Arapilesse elevaban los dos célebres cerros, pequeño eluno, grande el otro. El primero nos pertenecía,el segundo no pertenecía a nadie en la nochedel 21. No pertenecía a nadie por lo mismo queera la presa más codiciada; y el leopardo de unlado y el águila del otro le miraban con anhelodeseando tomarlo y temiendo tomarlo. Cadacual temía encontrarse allí al contrario en elmomento de poner la planta sobre la preciosaaltura.

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Más a la derecha del Arapil Grande, y máscerca de nuestra línea, estaba Huerta, y a laizquierda en punto avanzado, formando elvértice de la cuña, Cavarrasa de Arriba. El deabajo, mucho más distante y a espaldas delgran Arapil, estaba en poder de los franceses.

La noche era como de Julio, serena y clara.Acampó la brigada Pack en un llano, paraaguardar el día. Como no se permitía encenderfuego, los pobrecitos ingleses tuvieron que co-mer carne fría; pero las mujeres, que en estoeran auxiliares poderosos de la milicia británi-ca, traían de Aldeatejada y aun de Salamancafiambres muy bien aderezados, que con el romabundante devolvieron el alma a aquellos des-madejados cuerpos. Las mujeres (y no bajabande veinte las que vi en la brigada), departíancon sus esposos cariñosamente, y según pudeentender, rezaban o se fortalecían el espíritucon recuerdos de la Verde Erín y de la bellaEscocia. Gran martirio era para los highlanders,

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que no se les consintiera en aquel sitio tocar lazampoña, entonando las melancólicas cancio-nes de su país; y formaban animados corrillos,en los cuales me metí bonitamente, para tenerel extraño placer de oírles sin entenderles. Éra-me en extremo agradable ver la conformidad yalegría de aquella gente, transportada tan lejosde su patria, sostenida en su deber y conducidaal sacrificio por la fe de la misma patria... Yoescuchaba con delicia sus palabras y aun en-tendiendo muy poco de ellas, creí comprenderel espíritu de las ardientes conversaciones. Unescocés fornido, alto, hermoso, de cabellos ru-bios como el oro y de mejillas sonrosadas comouna doncella, levantose al ver que me acercabaal corrillo, y en chapurreado lenguaje, mitadespañol, mitad portugués, me dijo:

-Señor oficial español, dignaos honrarnosaceptando este pedazo de carne y este vaso derom, y brindemos a la salud de España y de lavieja Escocia.

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-¡A la salud del rey Jorge III! -exclamé acep-tando sin vacilar el obsequio de aquellos va-lientes.

Sonoros hurras me contestaron.

-El hombre muere y las naciones viven -dijodirigiéndose a mí otro escocés que llevaba bajoel brazo el enorme pellejo henchido de unazampoña-. ¡Hurra por Inglaterra! ¡Qué importamorir! Un grano de arena que el viento lleva deaquí para allá no significa nada en la superficiedel mundo. Dios nos está mirando, amigos, porlos bellos ojos de la madre Inglaterra.

No pude menos de abrazar al generoso es-cocés, que me estrechó contra su pecho, dicien-do:

-¡Viva España!

-¡Viva lord Wellington! -grité yo.

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Las mujeres lloraban, charlando por lo bajo.Su lenguaje incomprensible para mí, me pare-ció un coro de pájaras picoteando alrededor delnido.

Los escoceses se distinguían por el pintores-co traje de cuadros rojos y negros, la piernadesnuda, las hermosas cabezas osiánicas cu-biertas con el sombrero de piel, y el cinto ador-nado con la guedeja que parecía cabelleraarrancada del cráneo del vencedor en las salva-jes guerras septentrionales. Mezclábanse conellos los ingleses, cuyas casacas rojas les hacíanmuy visibles a pesar de la oscuridad. Los oficia-les envueltos en capas blancas y cubiertos conlos sombreritos picudos y emplumados, nadaairosos por cierto, semejaban pájaros zancudosde anchas alas y movible cresta.

Con las primeras luces del día la brigada sepuso en marcha hacia el Arapil Grande. A me-dida que nos acercábamos, más nos convenc-íamos de que los franceses se nos habían antici-

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pado por hallarse en mejores condiciones parael movimiento, a causa de la proximidad de sulínea. El brigadier distribuyó sus fuerzas, y lasguerrillas se desplegaron. Los ojos de todosfijábanse en la ermita situada como a la mitaddel cerro, y en las pocas casas dispersas, únicosedificios que interrumpían a larguísimos tre-chos la soledad y desnudez del paisaje.

Subieron algunas columnas sin tropiezo al-guno, y llegábamos como a cien varas de SantaMaría de la Peña cuando la ondulación del te-rreno, descendiendo a nuestros ojos a medidaque adelantábamos, nos dejó ver, primero, unalínea de cabezas, luego una línea de bustos,después los cuerpos enteros. Eran los franceses.El sol naciente que aparecía a espaldas de nues-tros enemigos nos deslumbraba, siendo causade que los viésemos imperfectamente. Unmurmullo lejano llegó a nuestros oídos, y dellado acá también los escoceses profirieron al-gunas palabras; no fue preciso más para que

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brotase la chispa eléctrica. Rompiose el fuego.Las guerrillas lo sostenían, mientras algunoscorrieron a ocupar la ermita.

Precedía a esta un patio, semejante a un ce-menterio. Entraron en él los ingleses; pero losimperiales, que se habían colado por el ábside,dominaron pronto lo principal del edificio conlos anexos posteriores; así es que aún no habíanforzado la puerta los nuestros cuando ya leshacían fuego desde la espadaña de las campa-nas y desde la claraboya abierta sobre el pórti-co.

El brigadier Pack, uno de los hombres másvalientes, más serenos y más caballerosos quehe conocido, arengó a los highlanders. El coronelque mandaba el 3.º de cazadores arengó a lossuyos, y todos arengaron, en suma, incluso yo,que les hablé en español el lenguaje más apro-piado a las circunstancias. Tengo la seguridadde que me entendieron.

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El 23 de línea no había entrado en el patio,sino que flanqueaba la ermita por su izquierda,observando si venían más fuerzas francesas. Encaso contrario, la partida era nuestra, por lasencilla razón de que éramos más hasta enton-ces. Pero no tardó en aparecer otra columnaenemiga. Esperarla, darle respiro, es decir, apa-rentar siquiera fuese por un momento que se latemía, habría sido renunciar de antemano atoda ventaja.

-¡A ellos! -grité a mi coronel.

-All right! -exclamó este.

Y el 23 de línea cayó como una avalanchasobre la columna francesa. Trabose un vivocombate cuerpo a cuerpo; vacilaron un poconuestros ingleses, porque el empuje de losenemigos era terrible en el primer momento;pero tornando a cargar con aquella constanciaimperturbable que, si no es el heroísmo mismo,es lo que más se le parece, toda la ventaja estu-

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vo pronto de nuestra parte. Retiráronse en des-orden los imperiales, o mejor dicho, variaron detáctica, dispersándose en pequeños grupos,mientras les venían refuerzos. Habíamos tenidopérdidas casi iguales en uno y otro lado, y bas-tantes cuerpos yacían en el suelo; pero aquellono era nada todavía, un juego de chicos, unprefacio inocente que casi hacía reír.

Nuestra desventaja real consistía en que ig-norábamos la fuerza que podían enviar losfranceses contra nosotros. Veíamos enfrente elespeso bosque de Cavarrasa, y nadie sabía loque se ocultaba bajo aquel manto de verdura.¿Serán muchos, serán pocos? Cuando la intui-ción, la inspiración o el genio zahorí de losgrandes capitanes no sabe contestar a estaspreguntas, la ciencia militar está muy expuestaa resultar vana y estéril como jerga de pedan-tes. Mirábamos al bosque, y el oscuro ramaje delas encinas no nos decía nada. No sabíamos leeren aquella verdinegra superficie que ofrecía

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misteriosos cambiantes de color y de luz, fajasmovibles y oscilantes signos en su vasta exten-sión. Era una masa enorme de verdura, unmonstruo chato y horrible que se aplanaba enla tierra con la cabeza gacha y las alas extendi-das, empollando quizás bajo ellas innumerablesguerreros.

Al ver en retirada la segunda columna fran-cesa, mandó Pack redoblar la tentativa contra laermita, y los highlanders intentaron asaltarla pordistintos puntos, lo cual hubiera sido fácil si alsonar los primeros tiros no ocurriese del ladodel bosque algo de particular. Creeríase que elmonstruo se movía; que alzaba una de las alas;que echaba de sí un enjambre de homúnculos,los cuales distinguíanse allá lejos al costado dela madre, pequeños como hormigas. Luegoiban creciendo, íbanse acercando... de pigmeostornábanse en gigantes; lucían sus cascos: susespadas semejaban rayos flamígeros; subían en

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ademán amenazador columna tras columna,hombre tras hombre.

El coronel me miró y nos miramos los jefestodos sin decirnos nada. Con la presteza delbuen táctico, Pack, sin abandonar el asedio dela ermita, nos mandó más gente y esperamostranquilos. El bosque seguía vomitando gente.

-Es preciso combatir a la defensiva -dijo elcoronel.

-A la defensiva, sí. ¡Viva Inglaterra!

-¡Viva el emperador! -repitieron los ecos allálejos.

-¡Ingleses, la Inglaterra os mira!

El clamor que antes nos contestara de lejosdiciendo: ¡viva el emperador! resonó con másfuerza. El animal se acercaba y su feroz brami-do infundía zozobra.

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-XXXIV-Ocupáronse al instante unas casas viejas y

unos tejares que había como a 60 varas a unlado y otro de la ermita, estableciéndose imagi-naria línea defensiva, cuyo único apoyo mate-rial era una depresión del terreno, una especiede zanja sin profundidad que parecía marcar ellinde entre dos heredades. Si yo hubiera man-dado toda la fuerza del brigadier Pack, habríaintentado jugar el todo por el todo y desconcer-tar al enemigo antes que embistiera; pero losingleses no hacían nunca estas locuras que sa-len bien una vez, y veinte se malogran. Por elcontrario, Pack dispuso sus fuerzas a la defen-siva; con ojo admirable y rápido se hizo cargode todos los accidentes del terreno, de las sua-ves ondulaciones del cerro por aquella parte,del peñón aislado, del árbol solitario, de la ta-pia ruinosa, y todo lo aprovechó.

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Llegaron los franceses. Nos miraban desdelejos con recelo, nos olían, nos escuchaban.

¿Habéis visto a la cigüeña alargar el cuello aun lado y otro, de tal modo que no se sabe simira o si oye, sostenerse en un pie, alzando elotro con intento de no fijarlo en tierra hasta nohallar suelo seguro? Pues así se acercaban losfranceses. Entre nosotros, algunos reían.

No puedo dar idea del silencio que reinabaen las filas en aquel momento. ¿Eran soldadosen acecho o monjes en oración?... Pero ins-tantáneamente, la cigüeña puso los dos pies entierra. Estaba en terreno firme. Sonaron miltiros a la vez y se nos vino encima una oleadahumana compuesta de bayonetas, de gritos, depatadas, de ferocidades sin nombre.

-¡Fuego! ¡muerte! ¡sangre! ¡canallas! -talesson las palabras con que puedo indicar, por lopoco que entendía, aquella algazara de la in-dignación inglesa, que mugía en torno mío, un

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concierto de articulaciones guturales, un graz-nido al mismo tiempo discorde y sublime comode mil celestiales loros y cotorras charlando a lavez.

Yo había visto cosas admirables en soldadosespañoles y franceses, tratándose de atacar;pero no había visto nada comparable a los in-gleses tratando de resistir. Yo no había vistoque las columnas se dejaran acuchillar. El viejotronco inerte no recibe con tanta paciencia elgolpe de la segur que lo corta, como aquelloshombres la bayoneta que los destrozaba. Repe-tidas veces rechazaron a los franceses haciéndo-les correr mucho más allá de la ermita. Habíagente para todo; para morir resistiendo y paramatar empujando. Por momentos parecía queles rechazábamos definitivamente; pero el bos-que, sacando de su plumaje nuevas empolladu-ras de gente, nos ponía en desventaja numérica,pues si bien del Arapil Chico venían a ayudar-

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nos algunas compañías, no eran en númerosuficiente.

La mortandad era grande por un lado y porotro, más por el nuestro, y a tanto llegó que nosvimos en gran apuro para retirar los muchosmuertos y heridos que imposibilitaban los mo-vimientos. El combate se suspendía y se traba-ba en cortos intervalos. No retrocedíamos niuna línea; pero tampoco avanzábamos, y hab-íamos abandonado el patio de la ermita por serimposible sostenerse allí. Las casas de labor ytejares sí eran nuestros y no parecían los high-landers dispuestos a dejárselos quitar, pero estaserie de ventajas y desventajas que equilibrabalas dos potencias enemigas, este contrapesosostenido a fuerza de arrojo no podía durarmucho. Que los franceses enviasen gente, que,por el contrario, las enviase lord Wellington, yla cuestión había de decidirse pronto; que laenviasen los dos al mismo tiempo y entonces...sólo Dios sabía el resultado.

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El brigadier Pack me llamó, diciéndome:

-Corred al cuartel general y decid al lord loque pasa.

Monté a caballo y a todo escape me dirigí alcuartel general. Cuando bajaba la pendiente endirección a las líneas del ejército aliado, distin-guí muy bien las masas del ejército francés mo-viéndose sin cesar; pero entre el centro de unoy otro ejército no se disparaba aún ni un solotiro. Todo el interés estaba todavía en aquellaapartada escena del Arapil Grande, en aquelloque parecía un detalle insignificante, un capri-cho del genio militar que a la sazón meditaba lagran batalla.

Cuando pasé junto a los diversos cuerpos dela línea aliada, llamó mi atención verles quietosy tranquilos, esperando órdenes mano sobremano. No había batalla: es más, no parecía queiba a haber batalla, sino simulacro. Pero losjefes, todos en pie sobre las elevaciones del te-

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rreno, sobre los carros de municiones y aunsobre las cureñas, observaban, ayudados de susanteojos, la peripecia del Arapil Grande, junto ala ermita.

-¿Por qué toda esta gente no corre a ayudaral brigadier Pack? -me preguntaba yo lleno deconfusiones.

Era que ni Wellington ni Marmont queríanaparentar gran deseo de ocupar el ArapilGrande, por lo mismo que uno y otro conside-raban aquella posición como la clave de la bata-lla. Marmont fingía movimientos diversos paradesconcertar a Wellington: amenazaba correrhacia el Tormes para que el ojo imperturbabledel capitán inglés se apartase del Arapil; luegoafectaba retirarse como si no quisiera librarbatalla, y en tanto Wellington, quieto, inmuta-ble, sereno, atento, vigilante, permanecía en supuesto observando las evoluciones del francés,y sostenía con poderosa mano las mil riendas

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de aquel ejército que quería lanzarse antes detiempo.

Marmont quería engañar a Wellington; peroWellington no sólo quería engañar sino queestaba engañando a Marmont. Este se movíapara desconcertar a su enemigo, y el inglésatento a las correrías del otro, espiaba la másligera falta del francés para caerle encima. Almismo tiempo afectaba no hacer caso del Ara-pil Grande y colocó bastantes tropas en la dere-cha del Tormes para hacer creer que allí queríaponer todo el interés de la batalla. En tanto ten-ía dispuestas fuerzas enormes para un caso deapuro en el gran cerro. Pero ese caso de apuro,según él, no había llegado todavía, ni llegaría,mientras hubiera carne viva en Santa María dela Peña. Eran las diez de la mañana y fuera dela breve acción que he descrito, los dos ejércitosno habían disparado un tiro.

Cuando atravesé las filas, muchos jefes apos-tados en distintos puntos me dirigían pregun-

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tas a que era imposible contestar, y cuando lle-gué al cuartel general, vi a Wellington a caballo,rodeado de multitud de generales.

Antes de acercarme a él, ya había dicho yoexpresivamente con el gesto, con la mirada:

-No se puede.

-¿Qué no se puede? -exclamó con calma im-perturbable, después que verbalmente le mani-festé lo que pasaba allá.

-Dominar el Arapil Grande.

-Yo no he mandado a Pack que dominara elArapil Grande, porque es imposible -repuso-.Los franceses están muy cerca y desde ayertienen hechos mil preparativos para disputar-nos esa posición, aunque lo disimulan.

-Entonces...

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-Yo no he mandado a Pack que dominasepor completo el cerro, sino que impidiese a losfranceses que se establecieran allí definitiva-mente. ¿Se establecerán? ¿No existen ya el 23 delínea, ni el 3.º de cazadores, ni el 7.º de highlan-ders?

-Existen... un poco todavía, mi general.

-Con las fuerzas que han ido después bastapara el objeto, que es resistir, nada más queresistir. Basta con que ni un francés pise la ver-tiente que cae hacia acá. Si no se puede domi-nar la ermita, no creo que falte gente para en-tretener al enemigo unas cuantas horas.

-En efecto, mi general -dije-. Por muy aprisaque se muera, ochocientos cuerpos dan muchode sí. Se puede conservar hasta el medio día loque poseemos.

Cuando esto decía, atendiendo más a las le-janas líneas enemigas que a mí, observé en él

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un movimiento súbito; volviose al general Ála-va, que estaba a su lado y dijo:

-Esto cambia de repente. Los franceses ex-tienden demasiado su línea. Su derecha quiereenvolverme...

Una formidable masa de franceses se ex-tendía hacia el Tormes, dejando un claro bas-tante notable entre ella y Cavarrasa. Era necesa-rio ser ciego para no comprender que por aquelclaro, por aquella juntura iba a introducir suterrible espada hasta la empuñadura el geniodel ejército aliado.

-XXXV-El cuartel general retrocedió, diéronse órde-

nes, corrieron los oficiales de un lado para otro,resonó un murmullo elocuente en todo el ejérci-to, avanzaron los cañones, piafaron los caballos.Sin esperar más, corrí al Arapil para anunciarque todo cambiaba. Veíanse oscilar las líneas de

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los regimientos, y los reflejos de las bayonetasfiguraban movibles ondas luminosas; los cuer-pos de ejército se estremecían conmovidos porlas palpitaciones íntimas de ese miedo singularque precede siempre al heroísmo. La respira-ción y la emoción de tantos hombres daba a laatmósfera no sé qué extraño calor. El aire ar-diente y pesado no bastaba para todos.

Las órdenes trasmitidas con rapidez inmen-sa llevaban en sí el pensamiento del general enjefe. Todos lo adivinamos en virtud de la extra-ña solidaridad que en momentos dados se esta-blece entre la voluntad y los miembros, entre elcerebro que piensa y las manos que ejecutan. Elplan era precipitar el centro contra el claro de lalínea enemiga y al mismo tiempo arrojar sobreel Arapil Grande toda la fuerza de la derecha,que hasta entonces había permanecido en elllano en actitud expectativa.

Hallábame cerca del lugar de partida, cuan-do un estrépito horrible hirió mis oídos. Era la

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artillería de la izquierda enemiga, que tronabacontra el gran cerro. Le atacaba con empujecolosal. Nuestra derecha, compuesta de valien-tes cuerpos de ejército, subía en el mismo ins-tante a sacar de su aprieto a los incomparableshighlanders, 23 de línea y 3.º de ligeros, cuyasproezas he descrito.

Pasé por entre la quinta división al mandodel general Leith, que desde el pueblo de losArapiles marchaba al cerro; pasé por entre latercera división, mandada por el mayor generalPackenham, la caballería del general d'Urban ylos dragones del decimocuarto regimiento, queiban en cuatro columnas a envolver la izquier-da del enemigo en la famosa altura; y vi desdelejos la brigada del general Bradford, la de Coley la caballería de Stapleton Cotton, que mar-chaban en otra dirección contra el centro ene-migo; distinguí asimismo a lo lejos a mis com-pañeros de la división española formando partede la reserva mandada por Hope.

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La ermita antes nombrada no coronaba elArapil Grande, pues había alturas mucho ma-yores. Era en realidad aquella eminencia regu-lar y escalonada, y si desde lejos no lo parecía,al aventurarse en ella hallábanse grandes de-presiones del terreno, ondulaciones, pendien-tes, ora suaves ora ásperas, y suelo de tierraligeramente pedregoso.

Los franceses, desde el momento en que cre-yeron oportuno no disimular su pensamiento,aparecieron por distintos puntos y ocuparon laparte más alta y sitios eminentes, amenazandode todos ellos las escasas fuerzas que operabanallí desde por la mañana. La primera divisiónque rompió el fuego contra el enemigo fue la dePackenham, que intentó subir y subió por lavertiente que cae al pueblo. Sostúvole la caba-llería portuguesa de d'Urban; pero sus progre-sos no fueron grandes, porque los franceses,que acababan de salir del bosque, habían toma-

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do posiciones en lo más alto, y aunque la pen-diente era suave, dábales bastante ventaja.

Cuando llegué a las inmediaciones de la er-mita, el brigadier Pack no había perdido unalínea de sus anteriores posiciones; pero susbravos regimientos estaban reducidos a menosde la mitad. El general Leith acababa de llegarcon la quinta división, y el aspecto de las cosashabía cambiado completamente porque si elenemigo enviaba numerosas fuerzas a la cum-bre del cerro, nosotros no le íbamos en zaga ennúmero ni en bravura.

Pero no había tiempo que perder. Era preci-so arrojar hombres y más hombres sobre aquelmontón de tierra, despreciando los fuegos de laartillería francesa, que nos cañoneaba desde elbosque, aunque sin hacernos gran daño. Erapreciso echar a los franceses de Santa María dela Peña y después seguir subiendo, subiendohasta plantar los pabellones ingleses en lo másalto del Arapil Grande.

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-El refuerzo ha venido casi antes que la con-testación -dije al brigadier Pack-. ¿Qué debohacer?

-Tomar el mando del 23 de línea, que haquedado sin jefes. ¡Arriba, siempre arriba! Yaveo lo que tenemos que hacer. Sostenernosaquí, atraer el mayor número posible de tropasenemigas, para que Cole y Bradford no hallengran resistencia en el centro. Esta es la llave dela batalla. ¡Arriba, siempre arriba!

Los franceses parecían no dar ya gran im-portancia a Santa María de la Peña, y coronaronla altura. Las columnas escalonadas con granarte, nos esperaban a pie firme. Allí no habíaposibilidad de destrozarlas con la caballería, nide hacerles gran daño con los cañones situadosa mucha distancia. Era preciso subir a pechodescubierto y echarles de allí como Dios nosdiera a entender. El problema era difícil, la ta-rea inmensa, el peligro horrible.

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Tocó al 23 de línea la gloria de avanzar elprimero contra las inmóviles columnas france-sas que ocupaban la altura. ¡Espantoso momen-to! La escalera, señores, era terrible, y en cadauno de sus fúnebres peldaños, el soldado seadmiraba de encontrarse con vida. Si en vez desubir bajase, aquélla sería la escalera del infier-no. Y sin embargo, las tropas de Pack y de Leithsubían. ¿Cómo? No lo sé. En virtud de un pro-digio inexplicable. Aquellos ingleses no se pa-recían a los hombres que yo había visto. Se lesmandaba una cosa, un absurdo, un imposible, ylo hacían, o al menos lo intentaban.

Al referir lo que allí pasó, no me es posibleprecisar los movimientos de cada batallón, nilas órdenes de cada jefe, ni lo que cada cualhacía dentro de su esfera. La imaginación con-serva con caracteres indelebles y pavorosos loprincipal; pero lo accesorio no, y lo principalera entonces que subíamos empujados por unafuerza irresistible, por no sé qué manos pode-

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rosas que se agarraban a nuestra espalda. Ve-íamos la muerte delante, arriba; pero la propiamuerte nos atraía. ¡Oh! Quien no ha subidonunca más que las escaleras de su casa, nocomprenderá esto.

Como el terreno era desigual, había sitios enque la pendiente desaparecía. En aquellos esca-lones se trababan combates parciales de un en-carnizamiento y ferocidad inauditos. Los va-lientes del Mediodía, que conocen rara vez elheroísmo pasivo de dejarse matar antes quedescomponer las filas separándose de ellas, nocomprenderán aquella locura imperturbable aque nos conducía la separación convertida envirtud. Fácil es a la alta cumbre desprenderse yprecipitarse, aumentando su velocidad con elmovimiento, y caer sobre el llano y arrollarlo einvadirlo; pero nosotros éramos el llano, empe-ñado en subir a la cumbre, y deseoso de aplas-tarla, y hundirla y abollarla. En la guerra comoen la naturaleza, la altura domina y triunfa, es

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la superioridad material, y una forma simbólicade la victoria, porque la victoria es realmentealgo que con flamígera velocidad baja rodandoy atropellando, hendiendo y destruyendo. Elque está arriba tiene la fuerza material y moral,y por consiguiente el pensamiento de la lucha,que puede dirigir a su antojo. Como la cabezaen el cuerpo humano, dispone de los sentidos yde la idea... nosotros éramos pobres fuerzasrastreras que arañando el suelo, estábamos amerced de los de arriba, y sin embargo quería-mos destronarlos. Figuraos que los pies se em-peñaran en arrojar la cabeza de los hombrospara ponerse encima ellos, ¡estúpidos que nosaben más que andar!

Los primeros escalones no ofrecieron grandificultad. Moría mucha gente; pero se subía.Después ya fue distinto. Creeríase que los fran-ceses nos permitían el ascenso a fin de cogernosluego más a mano. Las disposiciones de Packpara que sufriésemos lo menos posible eran

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admirables. Inútil es decir que todos los jefeshabían dejado sus caballos, y unos detrás, otrosa la cabeza de las líneas, llevaban, por decirloasí, de la mano a los obedientes soldados. Unorden preciso en medio de las muertes, un pasoseguro, un aplomo sin igual regimentando lamaniobra, impedían que los estragos fuesenexcesivos. Con las armas modernas, aquelhecho hubiera sido imposible.

Era indispensable aprovechar los intervalosen que el enemigo cargaba los fusiles, para co-rrer nosotros a la bayoneta. Teníamos en contranuestra el cansancio, pues si en algunos sitios lainclinación era poco más que rampa, en otrosera regular cuesta. Los franceses reposados,satisfechos y seguros de su posición, nos abra-saban a fuego certero y nos recibían a bayonetalimpia. A veces una columna nuestra lograba,con su constancia abrumadora, abrirse paso porencima de los cadáveres de los enemigos; maspara esto se necesitaba duplicar y triplicar los

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empujes, duplicar y triplicar los muertos, y elresultado no correspondía a la inmensidad delesfuerzo.

¡Qué espantosa ascensión! Cuando se empe-ñaban en algún descanso combates parciales,las voces, el tumulto, el hervidero de aquelloscráteres no son comparables a nada de cuantola cólera de los hombres ha inventado para re-medar la ferocidad de las bestias. Entre milmuertes se conquistaba el terreno palmo a pal-mo, y una vez que se le dominaba, se sosteníacon encarnizamiento el pedazo de tierra nece-sario para poner los pies. Inglaterra no cedía elespacio en que fijaba las suelas de sus zapatos,y para quitárselo y vencer aquel prodigio deconstancia, era preciso a los franceses desplegartodo su arrojo favorecido por la altura. Aun asíno lograban echar a los británicos por la pen-diente abajo. ¡Ay del que rodase primero! Co-nociendo el peligro inmenso de un pasajerodesmayo, de un retroceso, de una mirada atrás,

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los pies de aquellos hombres echaban raíces.Aun después de muertas, parecía que sus lar-gas piernas se enclavaban en el suelo hasta lasrodillas, como jalones que debían marcar eter-namente la conquista del poderoso genio deInglaterra.

Mas al fin llegó un momento terrible; unmomento en que las columnas subían y morían,en que la mucha gente que se lanzaba por aqueltalud, destrozada, abrasada, diezmada, sintién-dose mermar a cada paso, entendió que susfuerzas no traían gran ventaja. Tras las colum-nas francesas arrolladas, aparecían otras. Comoen el espantoso bosque de Macbeth, en la crestadel Grande Arapil cada rama era un hombre.Nos acercábamos arriba, y aquel cráter superiorvomitaba soldados. Se ignoraba de dónde pod-ía salir tanta gente, y era que la meseta del ce-rro tenía cabida para un ejército. Llegó, pues,un momento, en que los ingleses vieron venirsobre ellos la cima del cerro mismo, una mons-

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truosidad horrenda que esgrimía mil bayonetasy apuntaba con miles de cañones de fusil. Elpánico se apoderó de todos, no aquel pániconervioso que obliga a correr, sino una angustiasoberana y grave que quita toda esperanza,dando resignación. Era imposible, de todo pun-to imposible, seguir subiendo.

Pero bajar era el punto más difícil. Nada másfácil si se dejaban acuchillar por los franceses,resignándose a rodar sobre la tierra vivos omuertos. Una retirada en declive paso a paso ydando al enemigo cada palmo de terreno contanta parsimonia como se le quitó, es el colmode la dificultad. Pack bramaba de ira, y la san-gre agolpada en la carnaza encendida de surostro parecía querer brotar por cada poro. Erahombre que tenía alma para plantarse solo en lacumbre del cerro. Daba órdenes con ronca voz;pero sus órdenes no se oían ya: esgrimía la es-pada acuchillando al cielo, porque el cielo tenía

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sin duda la culpa de que los ingleses no pudie-sen continuar adelante.

Había llegado la ocasión de que muriese es-toicamente uno para resguardar con su cuerpoal que daba un paso atrás. De este modo se sal-vaba la mitad de la carne. Una mala retiradaarroja en las brasas todo cuanto hay en el asa-dor. Las columnas se escalonaban con arte ad-mirable; el fuego era más vivo, y cada vez quedescendía de lo alto desgajándose uno de aque-llos pesados aludes, creeríase que todo habíaconcluido; pero la confusión momentánea des-aparecía al instante, las masas inglesas aparec-ían de nuevo compactas y formidables, y lamuerte tenía que contentarse con la mitad. Asíse fue cediendo lentamente parte del terreno,hasta que los imperiales dejaron de atacarnos.Habían llegado a un punto en que el cañóninglés les molestaba mucho, y además los pro-gresos de Packenham por el flanco del Grande

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Arapil les inquietaban bastante. Reconcentrá-ronse y aguardaron.

En tanto, por otro lado ocurrían sucesos ad-mirables y gloriosos. Todo iba bien en todaspartes menos en nuestro malhadado cerro. Elgeneral Cole destrozaba el centro francés. Lacaballería de Stapleton Cotton, penetrando porentre las descompuestas filas, daba una de lascargas más brillantes, más sublimes y al mismotiempo más horrorosas que pueden verse. Des-de la posición a que nos retiramos, no avergon-zados pero sí humillados, distinguíamos a lolejos aquella admirable función que nos causa-ba envidia. Las columnas de dragones, las fa-langes de caballos, los más ligeros, los más vi-vos, los más guerreros que pueden verse, pene-traban como inmensas culebras por entre lainfantería francesa. Los golpes de los sablesofrecían a la vista un salpicar perenne de pe-queños rayos, menuda lluvia de acero que des-trozaba pechos, aniquilaba gente, atropellaba y

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deshacía como el huracán. Los gritos de losjinetes, el brillo de sus cascos, el relinchar de loscorceles que regocijaban en aquella fiesta san-grienta sus brutales e imperfectas almas, ofrec-ían espectáculo aterrador. Indiferentes como esnatural, a las desdichas del enemigo, los cora-zones guerreros se endiosaban con aquel es-pectáculo. La confianza huye de los combates,deidad asustada y llorosa, conducida por elmiedo; no queda más que la ira guerrera quenada perdona, y el bárbaro instinto de la fuer-za, que por misterioso enigma del espíritu seconvierte en virtud admirable.

Los escuadrones de Stapleton Cotton, comohe dicho, estaban realizando el gran prodigiode aquella batalla. En vano los franceses alcan-zaban algunas ventajas por otro lado; en vanohabían logrado apoderarse de algunas casas delpueblo de Arapiles. Creyendo que poseer laaldea era importante, tomaron briosamente losprimeros edificios y los defendieron con bravu-

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ra. Se agarraban a las paredes de tierra y sepegaban a ella, como los moluscos a la piedra;se dejaban espachurrar contra las tapias antesque abandonarlas, barridos por la metralla in-glesa. Precisamente cuando los franceses creíanobtener gran ventaja poseyendo el pueblo, ycuando nosotros descendíamos del ArapilGrande, fue cuando la caballería de Cotton pe-netró como un gran puñal en el corazón delejército imperial; viose el gran cuerpo partidoen dos, crujiendo y estallando al violento rocede la poderosa cuña. Todo cedía ante ella, fuer-za, previsión, pericia, valor, arrojo, porque erauna potencia admirable, una unidad abruma-dora, compuesta de miles de piezas que obra-ban armónicamente sin que una sola discrepa-ra. Las miles de corazas daban idea del testudoromano, pero aquella inmensa tortuga con con-chas de acero tenía la ligereza del reptil y milla-res de patas y millares de bocas para gritar ymorder. Sus dentelladas ensanchaban el aguje-ro en que se había metido; todo caía ante ella.

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Gimieron con espanto los batallones enemigos.Corrió Marmont a poner orden y una bala decañón le quitó el brazo derecho. Corrió luegoBonnet a sustituirle y cayó también. Ferey,Thomieres y Desgraviers, generales ilustres,perecieron con millares de soldados.

En la falda de nuestro cerro se había sus-pendido el fuego. Un oficial que había caídojunto a mí al verificar el descenso, era transpor-tado por dos soldados. Le vi al pasar y él casimoribundo, me llamó con una seña. Era sirThomas Parr. Puesto en el suelo, el cirujano,examinando su pecho destrozado, dio a enten-der que aquello no tenía remedio. Otros oficia-les ingleses, la mayor parte heridos también, lerodeaban. El pobre Parr volvió hacia mí los ojosen que se extinguían lentamente los últimosresplandores de la vida, y con voz débil mehabló así:

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-Me han dicho antes de la batalla que tenéisresentimientos contra mí y que os disponíais apedirme satisfacción por no sé qué agravios.

-Amigo -exclamé conmovido-, en esta oca-sión no puede quedar en mi pecho ni rastro decólera. Lo perdono y lo olvido todo. La calum-nia de que usted se ha hecho eco, seguramentesin malicia, no puede dañar a mi honor; es unaligereza de esas que todos cometemos.

-¿Quién no comete alguna, caballero Arace-li? -dijo con voz grave-. Reconoced, sin embar-go, que no he podido ofenderos. Muero sin lazozobra de ser odiado... ¿Decís que os calum-nié? ¿Os referís al caso de miss Fly? ¿Y a esollamáis calumnia? Yo he repetido lo que heoído.

-¿Miss Fly?

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-Como se dice que forzosamente os casaréiscon ella, nada tengo que echaros en cara. ¿Re-conocéis que no os he ofendido?

-Lo reconozco -respondí sin saber lo querespondía.

Parr, volviéndose a sus compatriotas, dijo:

-Parece que perdemos la batalla.

-La batalla se ganará -le respondieron.

Sacó su reló y lo entregó a uno de los presen-tes.

-¡Que la Inglaterra sepa que muero por ella!¡Que no se olvide mi nombre!... -murmuró convoz que se iba apagando por grados.

Nombró a su mujer, a sus hijos, pronuncióalgunas palabras cariñosas, estrechando la ma-no de sus amigos.

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-La batalla se ganará... ¡Muero por Inglate-rra!... -dijo cerrando los ojos.

Algunos leves movimientos y ligeras oscila-ciones de sus labios fueron las últimas señalesde la vida en el cuerpo de aquel valiente y ge-neroso soldado. Un momento después se añad-ía un número a la cifra espantosa de los muer-tos que se había tragado el Arapil Grande.

-XXXVI-La tremenda carga de Stapleton Cotton hab-

ía variado la situación de las cosas. Leith seapareció de nuevo entre nosotros, acompañadodel brigadier Spry. En sus semblantes, en susgestos lo mismo que en las vociferaciones dePack comprendí que se preparaba un nuevoataque al cerro. La situación del enemigo era yamucho menos favorable que anteriormente,porque las ventajas obtenidas en nuestro centro

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con el avance de la caballería y los progresosdel general Cole modificaban completamente elaspecto de la batalla. Packenham, después derechazarles del pueblo, les apretaba bastantepor la falda oriental del cerro, de modo queestaban expuestos a sufrir las consecuencias deun movimiento envolvente. Pero tenía podero-sa fuerza en la vasta colina y además retiradasegura por los montes de Cavarrasa. La brigadade Spry que antes maniobrara en las inmedia-ciones del pueblo, corriose a la derecha paraapoyar a Packenham. La división de Leith, labrigada de Pack con el 23 de línea, el 3.º y 5.º deligeros entraron de nuevo en fuego.

Los franceses reconcentrándose en sus posi-ciones de la ermita para arriba, esperaban conimponente actitud. Sonó el tiroteo por diversospuntos; las columnas marcharon en silencio. Yaconocíamos el terreno, el enemigo y los tropie-zos de aquella ascensión. Como antes, los fran-ceses parecían dispuestos a dejarnos que

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avanzáramos, para recibirnos a lo mejor conuna lluvia de balas; pero no fue así, porque desúbito desgajáronse con ímpetu amenazadorsobre Packenham y sobre Leith atacando contanto coraje que era preciso ser inglés para re-sistirlo. Las columnas de uno y otro lado hab-ían perdido su alineación, y formadas de irre-gulares y deformes grupos ofrecían frentes eri-zados de picos, si se me permite expresarlo así,los cuales se engastaban unos en otros. Los dosejércitos se clavaban mutuamente las uñas des-garrándose. Arroyos de sangre surcaban el sue-lo. Los cuerpos que caían eran a veces el princi-pal obstáculo para avanzar; a ratos se inte-rrumpían aquellos al modo de abrazos demuerte y cada cual se retiraba un poco haciaatrás a fin de cobrar nueva fuerza para unanueva embestida. Observábamos los claros delsuelo ensangrentado y lleno de cadáveres, ylejos de desmayar ante aquel espectáculo terri-ble, reproducíamos con doble furia los mismoschoques. Cubierto de sangre, que ignoraba si

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había salido de mis propias venas o de las deotro, yo me lanzaba a los mismos delirios queveía en los demás, olvidado de todo, sintiendo(y esto es evidente), como una segunda, o mejordicho, una nueva alma que no existía más quepara regocijarse en aquellas ferocidades sinnombre, una nueva alma, en cuyas potenciasirritadas se borraba toda memoria de lo pasado,toda idea extraña al frenesí en que estaba meti-da. Bramaba como los highlanders, y ¡cosa ex-traordinaria! en aquella ocasión yo hablabainglés. Ni antes ni después supe una palabra deese lenguaje; pero es lo cierto que cuanto aulléen la batalla me lo entendían, y a mi vez lesentendía yo.

El poderoso esfuerzo de los escoceses des-concertó un poco las líneas imperiales, preci-samente en el instante en que llegó a nuestrocampo la división de Clinton, que hasta enton-ces había estado en la reserva. Tropas frescas ysin cansancio entraron en acción, y desde aquel

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momento vimos que las horribles filas de fran-ceses se mantuvieron inactivas aunque firmes.Poco después las vimos replegarse, sin dejar dehacer fuego muy vivo. A pesar de esto, los in-gleses no se lanzaban sobre ellos. Corrió algúntiempo más, y entonces observamos que lastropas que ocupaban lo alto del cerro lo aban-donaban lentamente, resguardadas por el fren-te que seguía haciendo fuego.

No sé si dieron órdenes para ello; lo que sées que súbitamente los regimientos ingleses,que en distintos puntos ocupaban la pendiente,avanzaron hacia arriba con calma, sin precipi-tación. La cumbre del Grande Arapil era unaextensión irregular y vasta, compuesta de otrospequeños cerros y vallecitos. Inmenso númerode soldados cabían en ella, pero venía la noche,el centro del ejército enemigo estaba derrotado,su izquierda hacia el Tormes también, de modoque les era imposible defender la disputada

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altura. Francia empezaba a retirarse, y la batallaestaba ganada.

Sin embargo, no era fácil acuchillar, comoalgunos hubieran querido, a los franceses queaún ocupaban varias alturas, porque se defend-ían con aliento y sabían cubrir la retirada. Pornuestro lado fue donde más daño se les hizo.Mucho se trabajó para romper sus filas, paraquebrantar y deshacer aquella muralla que pro-tegía la huida de los demás hacia el bosque;pero al principio no fue fácil. El espectáculo delas considerables fuerzas que se retiraban casiilesas y tranquilamente nos impulsó a cargarcon más brío sobre ellas, y al cabo, tanto se gol-peó y machacó en la infortunada línea francesa,que la vimos agrietarse, romperse, desmenu-zarse, y en sus innúmeros claros penetraron elpuño y la garra del vencedor para no dejar na-da con vida. ¡Terrible hora aquella en que unejército vencido tiene que organizar su fugaante la amenazadora e implacable saña del

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vencedor, que si huye le destroza y si se quedale destroza también!

Caía la tarde; iba oscureciéndose lentamenteel paisaje. Los desparramados grupos del ejérci-to enemigo, rayas fugaces que serpenteaban enel suelo a lo lejos, se desvanecían absorbidospor la tierra y los bosques, entre la triste músicade los roncos tambores. Estos y la algazara cer-cana y el ruido del cañón, que aún cantaba lasúltimas lúgubres estrofas del poema, producíanun estrépito loco que desvanecía el cerebro. Noera posible escuchar ni la voz del amigo gritan-do en nuestro oído. Había llegado el momentoen que todo lo dicen las facciones y los gestos, yera inútil dar órdenes, porque no se entendían.El soldado veía llegada la ocasión de las proe-zas individuales, para lo cual no necesitaba delos jefes, y todo estaba ya reducido a ver quiénmataba más enemigos en fuga, quién cogía másprisioneros, quién podía echar la zarpa a ungeneral, quién lograba poner la mano en una de

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aquellas veneradas águilas que se habían pa-voneado orgullosas por toda Europa, desdeBerlín hasta Lisboa.

El rugido que atronó los espacios cuando elvencedor, lleno de ira y sediento de venganzase precipitó sobre el vencido para ahogarle, noes susceptible de descripción. Quien no ha oídoretumbar el rayo en el seno de las tempestadesde los hombres, ignorará siempre lo que sontales escenas. Ciegos y locos, sin ver el peligroni la muerte, sin oír más que el zumbar del tor-bellino, nos arrojábamos dentro de aquelvolcán de rabia. Nos confundíamos con ellos:unos eran desarmados, otros tendían a sus piesal atrevido que les quería coger prisioneros,cuál moría matando, cuál se dejaba atrapar es-toicamente. Muchos ingleses eran sacrificadosen el último pataleo de la bestia herida y deses-perada: se acuchillaban sin piedad: miles demanos repartían la muerte en todas direcciones,

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y vencidos y vencedores caían juntos revueltosy enlazados, confundiendo la abrasada sangre.

No hay en la historia odio comparable al deingleses y franceses en aquella época. Güelfos ygibelinos, cartagineses y romanos, árabes y es-pañoles se perdonaban alguna vez; pero Ingla-terra y Francia en tiempo del Imperio se abo-rrecían como Satanes. La envidia simultánea deestos dos pueblos, de los cuales uno dominabalos mares del globo y otro las tierras, estallabaen los campos de batalla de un modo horrible.Desde Talavera hasta Waterloo, los duelos deestos dos rivales tendieron en tierra un millónde cuerpos. En los Arapiles, una de sus másencarnizadas reyertas, llegaron ambos al colmode la ferocidad.

Para coger prisioneros, se destrozaba todo loque se podía en la vida del enemigo. Con unoscuantos portugueses e ingleses, me interné talvez más de lo conveniente en el seno de la des-concertada y fugitiva infantería enemiga. Por

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todos lados presenciaba luchas insanas y oía losvocablos más insultantes de aquellas dos len-guas que peleaban con sus injurias como loshombres con las armas. El torbellino, la espiralme llevaba consigo, ignorante yo de lo que hac-ía; el alma no conservaba más conocimiento desí misma que un anhelo vivísimo de matar al-go. En aquella confusión de gritos, de brazosalzados, de semblantes infernales, de ojos des-figurados por la pasión, vi un águila doradapuesta en la punta de un palo, donde se enro-llaba inmundo trapo, una arpillera sin color,cual si con ella se hubieran fregado todos losplatos de la mesa de todos los reyes europeos.Devoré con los ojos aquel harapo, que en unade las oscilaciones de la turba fue desplegadopor el viento y mostró una N que había sido deoro y se dibujaba sobre tres fajas cuyo matiz eraun pastel de tierra, de sangre, de lodo y de pol-vo. Todo el ejército de Bonaparte se había lim-piado el sudor de mil combates con aquel pa-

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ñuelo agujereado que ya no tenía forma ni co-lor.

Yo vi aquel glorioso signo de guerra a unadistancia como de cinco varas. Yo no sé lo quepasó: yo no sé si la bandera vino hasta mí, o siyo corrí hacia la bandera. Si creyese en mila-gros, creería que mi brazo derecho se alargócinco varas, porque sin saber cómo, yo agarré elpalo de la bandera, y lo así tan fuertemente,que mi mano se pegó a él y lo sacudió y quisoarrancarlo de donde estaba. Tales momentos nocaben dentro de la apreciación de los sentidos.Yo me vi rodeado de gente; caían, rodaban,unos muriendo, otros defendiéndose. Hice es-fuerzos para arrancar el asta, y una voz gritó enfrancés:

-Tómala.

En el mismo segundo una pistola se disparósobre mí. Una bayoneta penetró en mi carne; nosupe por dónde, pero sí que penetró. Ante mí

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había una figura lívida, un rostro cubierto desangre, unos ojos que despedían fuego, unasgarras que hacían presa en el asta de la banderay una boca contraída que parecía iba a comerseáguila, trapo y asta, y a comerme también a mí.Decir cuánto odié a aquel monstruo, me es im-posible; nos miramos un rato y luego forcejea-mos. Él cayó de rodillas; una de sus piernas, noera pierna, sino un pedazo de carne. Pugné porarrancar de sus manos la insignia. Alguien vinoen auxilio mío, y alguien le ayudó a él. Mehirieron de nuevo, me encendí en ira más salva-je aún, y estreché a la bestia apretándola contrael suelo con mis rodillas. Con ambas manosagarraba ambas cosas, el palo de la bandera y laespada. Pero esto no podía durar así, y mi ma-no derecha se quedó sólo con la espada. Creíperder la bandera; pero el acero empujado pormí se hundía más cada vez en una blandurainexplicable, y un hilo de sangre vino derecho ami rostro como una aguja. La bandera quedó enmi poder; pero de aquel cuerpo que se revolvía

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bajo el mío surgieron al modo de antenas, ga-rras, o no sé qué tentáculo rabioso y pegajoso, yuna boca se precipitó sobre mí clavando susagudos dientes en mi brazo con tanta fuerza,que lancé un grito de dolor.

Caí, abrazado y constreñido por aqueldragón, pues dragón me parecía. Me sentí apre-tado por él, y rodamos por no sé qué declivesde tierra, entre mil cuerpos, los unos muertos einertes, los otros vivos y que corrían. Yo no vimás; sólo sentí que en aquel rodar veloz, lleva-ba el águila fuertemente cogida entre mis bra-zos. La boca terrible del monstruo apretabacada vez más mi brazo, y me llevaba consigo,los dos envueltos, confundidos, el uno sobre elotro y contra el otro, bajo mil patas que nospisaban; entre la tierra que nos cegaba los ojos;entre una oscuridad tenebrosa, entre un zum-bido tan grande, como si todo el mundo fueseun solo abejón; sin conciencia de lo que eraarriba y abajo, con todos los síntomas confusos

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y vagos de haberme convertido en constelación,en una como criatura circunvoladora, en la cualtodos los miembros, todas las entrañas, toda lacarne y sangre y nervios dieron vueltas infini-tas y vertiginosas alrededor del ardiente cere-bro.

Yo no sé cuánto tiempo estuve rodando; de-bió de ser poco; pero a mí me pareció algo almodo de siglos. Yo no sé cuándo paré; lo que sées que el monstruo no dejaba de formar conmi-go una sola persona, ni su feroz boca de mor-derme... por último, no se contentaba con co-merme el brazo, sino que, al parecer, hundía suenvenenado diente en mi corazón. Lo que tam-bién sé es que el águila seguía sobre mi pecho,yo la sentía. Sentía el asta cual si la tuviera cla-vada en mis entrañas. Mi pensamiento se hacíacargo de todo con extravío y delirio, porque élmismo era una luz ardiente que caía no sé dedónde, y en la inapreciable velocidad de sucarrera describía una raya de fuego, una línea

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sin fin, que... tampoco sé a dónde iba. ¡Tormen-to mayor no lo experimenté jamás! Este seacabó cuando perdí toda noción de existencia.La batalla de los Arapiles concluyó, al menospara mí.

-XXXVII-Dejadme descansar un instante y luego con-

testaré a las preguntas que se me dirigen. Yo norecobré el sentido en un momento, sino que fuientrando poco a poco en la misteriosa claridaddel conocer; fui renaciendo poco a poco conpercepciones vagas; fui recobrando el uso dealgunos sentidos y había dentro de mí una es-pecie de aurora; pero muy lenta, sumamentelenta y penosa. Me dolía la nueva vida, memortificaba como mortifica al ciego la luz queen mucho tiempo no ha visto. Pero todo eraturbación. Veía algunos objetos y no sabía loque eran; oía voces y tampoco sabía lo que

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eran. Parecía haber perdido completamente lamemoria.

Yo estaba en un sitio (porque indudable-mente era un sitio del globo terráqueo); yo veíaen torno a mí formas; pero no sabía que las pa-redes fueran paredes, ni que el techo fuese te-cho; oía los lamentos, pero desconocía aquellasvibraciones quejumbrosas que lastimaban mioído. Delante, muy cerca, frente por frente a mí,vi una cara. Al verla, mi espíritu hizo un es-fuerzo para apreciar la forma visible; pero nopudo. Yo no sabía qué cara era aquella; lo igno-raba como se ignora lo que piensa otro. Pero lacara tenía dos ojos hermosísimos que me mira-ban amorosamente. Todo esto se determinabaen mí por sentimiento, porque ¿entender?... noentendía nada. Así es que por sentimiento adi-viné en la persona que tenía delante una comotendencia compasiva y tierna y cariñosa haciamí.

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Pero lo más extraño es que aquel cariño quependía sobre mí y me protegía como un ángelde la Guarda, tenía también voz y la voz vibróen los espacios, agitando todas las partículasdel aire y con las partículas del aire todos losátomos de mi ser desde el centro del corazónhasta la punta del cabello. Oí la voz que decía:

-Estáis vivo, estáis vivo... y estaréis tambiénsano.

El hermoso semblante se puso tan alegre queyo también me alegré.

-¿Me conocéis? - dijo la voz.

No debí de contestar nada, porque la vozrepitió la pregunta. Mi sensibilidad era tangrande, que cada palabra cual hoja acerada meatravesaba el pecho. El dolor, la debilidad mevencieron de nuevo, sin duda porque habíahecho esfuerzos de atención superiores a miestado, y recaí en el desvanecimiento. Cerrando

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los ojos, dejé de oír la voz. Entonces experi-menté una molestia material. Un objeto extrañorozaba mi frente cayéndome sobre los ojos.Como si el ángel protector lo adivinara, al pun-to noté que me quitaban aquel estorbo. Era elcabello en desorden que me caía sobre la frentey las cejas. Sentí una tibia suavidad cariñosaque debía de ser una mano, la cual desemba-razó mi frente del contacto enojoso.

Poco después (continuaba con los ojos ce-rrados) me pareció que por encima de mi cabe-za revoloteaba una mariposa, y que después detrazar varias curvas y giros, en señal de indeci-sión, se posaba sobre mi frente. Sentí sus dosalas abatidas sobre mi piel; pero las alas erancalientes, pesadas y carnosas: estuvieron largorato impresas en mí, y luego se levantaron pro-duciendo cierto rumor, un suave estallido queme hizo abrir los ojos.

Si rápidamente los abrí, más rápidamentehuyó el alado insecto. Pero la misma cara de

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antes estaba tan cerca de la mía, tan cerca, quesu calor me molestaba un poco. Había en ellacierto rubor. Al verla, mi espíritu hizo un es-fuerzo, un gran esfuerzo, y se dijo: -¿Qué rostroes este? Creo que conozco este rostro.

Pero no habiendo resuelto el problema, seresignó a la ignorancia. La voz sonó entoncesde nuevo, diciendo con acento patético:

-¡Vivid, vivid por Dios!... ¿Me conocéis?¿Qué tal os sentís? No tenéis heridas graves...habéis contraído un ataque cerebral, pero lafiebre ha cedido... Viviréis, viviréis sin remedio,porque yo lo quiero... Si la voluntad humana noresucitara a los muertos, ¿de qué serviría?

En el fondo, allá en el fondo de mi ser, no séqué facultad, saliendo entumecida de profundosopor, emitió misteriosas voces de asentimien-to.

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-¿No me veis? -continuó ella (repito que nosabía quién era)-. ¿Por qué no me habláis? ¿Est-áis enfadado conmigo? Imposible, porque no oshe ofendido... Si no os vi, si no os hablé con másfrecuencia en los últimos días, fue porque nome lo permitían. Ha faltado poco para que meenviasen a mi país dentro de una jaula... Perono me pueden impedir que cuide a los heridos,y estoy aquí velando por vos... ¡Cuánto he pe-nado esperando a que abrieseis los ojos!

Sentí mi mano estrechada con fuerza. El ros-tro se apartó de mí.

-¿Tenéis sed? -dijo la voz.

Quise contestar con la lengua; pero el don dela palabra me era negado todavía. De algúnmodo, empero, me expliqué afirmativamente,porque el ángel tutelar aplicó una taza a mislabios. Aquello me produjo un bienestar in-menso. Cuando bebía apareció otra figura de-lante de mí. Tampoco sabía precisamente quién

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era; pero dentro, muy dentro de mí bullía in-quieta una chispa de memoria, esforzándose enexplicarme con su indeciso resplandor el enig-ma de aquel otro ser flaco, escuálido, huesoso,triste, de cuyo esqueleto pendía negro traje ta-lar semejante a una mortaja. Cruzando sus ma-nos, me miró con lástima profunda. La mujerdijo entonces:

-Hermano, podéis retiraros a cuidar de losotros heridos y enfermos. Yo le velaré esta no-che.

De dentro de aquella funda negra que en-volvía los huesos vivos de un hombre, salióotra voz que dijo:

-¡Pobre Sr. D. Gabriel de Araceli! ¡En qué es-tado tan lastimoso se halla!

Al oír esto, mi espíritu experimentó un granalborozo. Se regocijó, se conmovió todo, comodebió de conmoverse el de Colón al descubrir

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el Nuevo Mundo. Gozándose en su gran con-quista, pensó mi espíritu así:

-¿Con que yo me llamo Gabriel Araceli?...Luego yo soy uno que se halló en la batalla deTrafalgar y en el 2 de Mayo... Luego yo soyaquel que...

Este esfuerzo, el mayor de los que hasta en-tonces había hecho, me postró de nuevo. Sen-time aletargado. Se extinguía la claridad: veníala noche. Luz rojiza, procedente de triste farol,iluminaba aquel hueco donde yo estaba. Elhombre había desaparecido, y sólo quedó lahermosa mujer. Por largo rato me estuvo mi-rando sin decirme cosa alguna. Su imagen mu-da, triste y fija delante de mí, cual si estuviesepintada en un lienzo, fue borrándose y desva-neciéndose a medida que yo me sumergía denuevo en aquella noche oscura de mi alma, decuyo seno sin fondo poco antes saliera. Dormíno sé cuánto tiempo, y al volver en mi acuerdo,había ganado poco en la claridad de mis facul-

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tades. El estupor seguía, aunque no tan denso.El deshielo iba muy despacio.

Mi protectora angelical no se había apartadode mí, y después de darme de beber una sus-tancia que me causara gran alivio y reanima-ción, acomodó mi cabeza en la almohada, y medijo: -¿Os sentís mejor?

Un soplo corrió de mi cerebro a mis labios,que articularon: -Sí.

-Ya se conoce -añadió la voz-. Vuestra caraes otra. Creo que va desapareciendo la fiebre.

Contesté segunda vez que sí. En la estupidezque me dominaba no sabía decir otra cosa, y medeleitaba el usar constantemente el único tesoroadquirido hasta entonces en los inmensos do-minios de la palabra. El sí es vocabulario com-pleto de los idiotas. Para contestar a todo quesí, para dar asentimiento a cuanto existe, no esnecesario raciocinio ni comparación, ni juicio

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siquiera. Otro ha hecho antes el trabajo. Encambio para decir no es preciso oponer un ra-zonamiento nuevo al de aquel que pregunta, yesto exige cierto grado de inteligencia. Como yome encontraba en los albores del raciocinio,contestar negativamente habría sido un porten-to de genio, de precocidad, de inspiración.

-Esta noche habéis dormido muy tranquilo -dijo la voz de mi enfermera-. Pronto estaréisbien. Dadme vuestras manos que están algofrías: os las calentaré.

Cuando lo hacía, un rayo pasó por mi men-te, pero tan débil, tan rápido, que no era todav-ía certeza, sino un presentimiento, una espe-ranza de conocer, un aviso precursor. En micerebro se desembrollaba la madeja; pero tandespacio, tan despacio...

-Me debéis la vida... -continuó la voz perte-neciente a la persona cuyas manos apretaban ycalentaban las mías-, me debéis la vida.

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La madeja de mi cerebro agitó sus hilos; talesfuerzo hacía por desenredarlos que estuvo apunto de romperlos.

-En vuestro delirio -prosiguió- se os han es-capado palabras muy lisonjeras para mí. El al-ma cuando se ve libre del imperio de la razónse presenta desnuda y sin mordaza; enseñatodas sus bellezas y dice todo lo que sabe. Asíla vuestra no me ha ocultado nada... ¿Por quéme miráis con esos ojos fijos, negros y tristescomo noches? Si con ellos me suplicáis que lodiga, lo diré, aunque atropelle la ley de las con-veniencias. Sabed que os amo.

La madeja entonces tiró tan fuertemente desus hilos, que se iba a romper, se rompía sinremedio.

-No necesitaría decíroslo porque ya lo sabéis-continuó después de larga pausa-. Lo que nosabéis es que os amaba antes de conoceros... Yotenía una hermana gemela más hermosa y más

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pura que los ángeles. Apuesto a que no sabéisnada de esto... Pues bien, un libertino la en-gañó, la sedujo, la robó a Dios y a su familia, ymi pobrecita, mi adorada, mi idolatrada Lillian,tuvo un momento de desesperación y se dio a sípropia la muerte. El mayor de mis hermanospersiguió al malvado, autor de nuestra ver-güenza: ambos fueron una noche a orillas delmar, se batieron y mi pobre Carlos cayó parano levantarse más. Poco después mi madre,trastornada por el dolor se fue desprendiendode la tierra y en una mañana del mes de Mayonos dijo adiós y huyó al cielo. Seguramentenada sabíais de esto.

Continuaba siendo idiota y contesté que sí.

-Después de estos acontecimientos, sobre lahaz de la tierra existía un hombre más aborre-cido que Satanás. Para mí su sólo nombre erauna execración. Le odiaba de tal modo que si leviera arrepentido y caminando al cielo, mislabios no hubieran pronunciado para él una

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palabra de perdón. Figurándomelo cadáver, lepisoteaba...

La madeja daba unas vueltas, unos giros, yhacía tales enredos y embrollos, que me dolía elcerebro vivamente. Allí había un hilo tirante yrígido, el cual, doliéndome más que los demásme hizo decir:

-Soy Araceli, el mismo que se halló en Tra-falgar y naufragó en el Rayo y vivió en Cádiz...En Cádiz hay una taberna, de que es amo el Sr.Poenco.

-Un día -prosiguió-, hallándome en España,a donde vine siguiendo a mi segundo hermano,dijéronme que aquel hombre había sido muertopor otro en duelo de honor. Pregunté con tantoanhelo, con tan profunda curiosidad el nombredel vencedor, que casi lo supe antes que lo re-velaran. Me dijeron vuestro nombre; me refirie-ron algunos pormenores del caso, y desdeaquel momento ¿por qué ocultarlo? os adoré.

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Mi espíritu hizo inexplicables equilibrios so-bre dos imágenes grotescas, y puestos en unabalanza dos figurones llamados Poenco y D.Pedro del Congosto, el uno subía mientras elotro bajaba. En aquel instante debí de decir algomás sustancioso que los primitivos sís, porqueella (yo continuaba ignorando quién era) pusola mano sobre mi frente, y habló así:

-Me adivinabais sin duda, me veíais desdelejos con los ojos del corazón. Yo os busquédurante muchos meses. Tanto tardasteis enaparecer, que llegué a creeros desprovisto deexistencia real. Yo leía romances y todos a voslos aplicaba. Erais el Cid, Bernardo del Carpio,Zaide, Abenamar, Celindos, Lanzarote del La-go, Fernán González y Pedro Ansúrez... Toma-bais cuerpo en mi fantasía y yo cuidaba dehaceros crecer en ella; pero mis ojos registrabanla tierra y no podían encontraros. Cuando osencontré, me pareció que ibais a achicaros; peroos vi subir de pronto y tocar el altísimo punto

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de talla con que yo os había medido. Hasta en-tonces cuantos hombres traté, o se burlaban demí o no me comprendían. Vos tan sólo me mi-rasteis cara a cara y afrontasteis las excelsastemeridades de mi pensamiento sin asustaros.Os vi espontáneamente inclinado a la realiza-ción de acciones no comunes. Asocieme a ellas,quise llevaros más adelante todavía y me se-guisteis ciegamente. Vuestra alma y la mía sedieron la mano y tocaron su frente la una con laotra, para convencerse de que eran las dos deun mismo tamaño. La luz de entrambos se con-fundía en una sola.

La madeja de mi conocimiento se revolvióde un modo extraordinario. Los hilos entraban,salían los unos por entre los otros y culebrea-ban para separarse y ponerse en orden. Ya apa-recían en grupos de distintos colores, y aunqueharto enmarañados todavía, muchos de ellos, sino todos, parecían haber encontrado su puesto.

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-Vos amabais a otra -prosiguió aquélla queempezaba ya a no serme desconocida-. La vi yla observé. Quise tratarla por algún tiempo y latraté y la conocí; la hallé tan indigna de vos,que desde luego me consideré vencedora. Esimposible que me equivoque.

Al oír esto, el corazón mío, que hasta enton-ces había permanecido quieto y mudo, y dor-mido como un niño en su cuna, empezó a darunos saltitos tan vivarachos, y a llamarme conuna vocecita tan dulce que realmente me hacíadaño. Dentro de mí se fue levantando no sé sidiré un vapor, una onda que fue primero tibia ydespués ardiente, y me subía desde el fondo ala superficie del ser, despertando a su paso to-do lo que dormía; una oleada invasora, domi-nante, que poseía el don de la palabra, y al as-cender por mí iba diciendo: «Arriba, arriba to-do».

-¿Qué tenéis? -continuó aquella mujer-. Est-áis agitado. Vuestro rostro se enciende... ahora

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palidece... ¿Vais a llorar? Yo también lloro. Lasalud vuelve a vuestro cuerpo, como la sensibi-lidad a vuestra noble alma. ¿Será posible que oshaya conmovido la revelación que he hecho?No juzguéis mi atrevimiento con criterio vul-gar, creyendo que no falto al decoro, a las con-veniencias y al pudor diciendo a un hombreque le amo. Yo, al mismo tiempo soy pura co-mo los ángeles y libre como el aire. Los neciosque me rodean podrán calumniarme y calum-niaros; pero no mancharán mi honra, como nola mancha un amor ideal y celeste al pasar delpensamiento a la palabra... Si durante muchotiempo he disimulado y aparentado huir devos, no ha sido por temor a los tontos, sino porprovecho de entrambos. Cuando os he vistocasi muerto, cuando os he recogido en mis bra-zos del campo de batalla, cuando os traje aquí yos atendí y os cuidé, tratando de devolveros lavida, tenía gran pena de que murieseis igno-rando mi secreto.

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El estupor mío tocaba a su fin. Pensamientoy corazón recobraban su prístino ser; pero lapalabra tardaba; vaya si tardaba...

-Dios me ha escuchado -añadió ella-. No sólopodéis oírme, sino que vivís; y podréis hablar-me y contestarme. Decidme que me amáis, y simorís después, siempre me quedará algo vues-tro.

Una figura celestial, tan celestial que no pa-recía de este mundo, se entró dentro de mí,agasajándome y plegándose toda para que nohubiese en mi interior un solo hueco que noestuviese lleno con ella.

-No me contestáis una sola palabra -dijo lavoz de mi enfermera-. Ni siquiera me miráis.¿Por qué cerráis los ojos...? ¿Así se contesta,caballero...? Sabed que no sólo tengo dudas,sino también celos. ¿Os habré desagradado enlo que últimamente he hecho? No os lo ocul-taré, porque jamás he mentido. Mi lengua nació

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para la verdad... ¿Ignoráis tal vez que vuestraprincesa encantada y el bribón de su padre es-taban en Salamanca? Quien los trajo, es cosaque ignoro. El desgraciado masón anhelaba lalibertad y se la he dado con el mayor gusto,consiguiendo del general un salvo conductopara que saliese de aquí y pudiese atravesartoda España sin ser molestado.

Al oír esto, razón, memoria, sentimientos,palabra, todo volvió súbito a mí con violencia,con ímpetu, con estrépito, como una cataratadespeñándose de las alturas del cielo. Di ungrito, me incorporé en el lecho, agité los brazos,arrojé lejos de mí con instintiva brutalidadaquella hermosa figura que tenía delante, yprorrumpí en exclamaciones de ira. Miré a ladama y la nombré, porque ya la había conoci-do.

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-XXXVIII-El hospitalario que antes vi, entró al oír mis

gritos, y ambos procuraron calmarme.

-Otra vez le empieza el delirio -dijo Juan deDios.

-Yo he sido la causa de esta alteración -dijomiss Fly muy afligida.

Mi propia debilidad me rindió, y caí en el le-cho, sofocado por la indignación que sorda-mente se reconcentraba en mí, no encontrandoni voz suficiente ni fuerzas para expresarsefuera.

-El pobre Sr. Araceli -dijo Juan de Dios consentimiento piadoso- se volverá loco como yo.El demonio ha puesto su mano en él.

-Callad, hermano, y no digáis tonterías -dijomiss Fly cubriendo mis brazos con la manta y

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limpiando el sudor de mi frente-. ¿Qué habláisahí de demonios?

-Sé lo que me digo -añadió el agustino,mirándome con profunda lástima-. El pobre D.Gabriel está bajo una influencia maléfica... Lohe visto, lo he visto.

Diciendo esto, destacaba de su puño cerradodos dedos flacos y puntiagudos, y con ellos seseñalaba los ojos.

-Marchad fuera a cuidar de los otros enfer-mos -dijo miss Fly jovialmente- y no vengáis afastidiarnos con vuestras necedades.

Fuese Juan de Dios y nos quedamos de nue-vo solos Athenais y yo. Hallándome ya en po-sesión completa de mi pensamiento, le habléasí:

-Señora, repítame usted lo que hace poco hadicho. No entendí bien. Creo que ni mis senti-

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dos ni mi razón están serenos. Estoy delirando,como ha dicho aquel buen hombre.

-Os he hablado largo rato -dijo miss Fly concierta turbación.

-Señora, no puedo apreciar sino de un modomuy confuso lo que he visto y oído esta noche...Efectivamente, he visto delante de mí una figu-ra hermosa y consoladora; he oído palabras...no sé qué palabras. En mi cerebro se confundenel eco de voces lejanas y el son misterioso deotras que yo mismo habré pronunciado... Nodistingo bien lo real de lo verdadero; durantealgún tiempo he visto los objetos y los semblan-tes sin conocerlos.

-¡Sin conocerlos!

-He oído palabras. Algunas las recuerdo,otras no.

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-Tratad de repetir lo sustancial de lo muchoque os he dicho -murmuró Athenais, pálida ygrave-. Y si no habéis entendido bien, os lo re-petiré.

-En verdad no puedo repetir nada. Hay de-ntro de mí una confusión espantosa... He creídover delante de mí a una persona, cuya repre-sentación ideal no me abandona jamás en missueños, una figura que quiero y respeto, porquela creo lo más perfecto que ha puesto Dios so-bre la tierra... He creído oír no sé qué palabrasdulces y claras, mezcladas con otras que nocomprendía... He creído escuchar tan prontouna música del cielo, tan pronto el fragor decien tempestades que bramaban dentro de uncorazón... Nada puedo precisar... al fin he vistoclaramente a usted, la he conocido...

-¿Y me habéis oído claramente también?-preguntó acercando su rostro al mío-. Ya séque no debe darse conversación a los enfermos.Os habré molestado. Pero es lo cierto que yo

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esperaba con ansia que pudierais oírme. Si pordesgracia murierais...

-De lo que he oído, señora, sólo recuerdoclaramente que había usted puesto en libertad auna persona a quien yo aprisioné.

-¿Y esto os disgusta? -preguntó la Mosquitacon terror.

-No sólo me disgusta, sino que me contraríamucho, pero mucho -exclamé con inquietud,sacudiendo las ropas del lecho para sacar losbrazos.

Athenais gimió. Después de breve pausa,mirome con fijeza y orgullo y dijo:

-Caballero Araceli, ¿tanto coraje es porque seos ha escapado el ave encantada de la calle delCáliz?

-Por eso, por eso es -repetí.

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-¿Y seguramente la amáis?...

-La adoro, la he adorado toda mi vida. Hatiempo que mi existencia y la suya están tanenlazadas como si fueran una sola. Mis alegríasson sus alegrías, y sus penas son mis penas. ¿Endónde está? Si ha desaparecido otra vez, señoraAthenais de mi alma, juro a usted que todos losromances de Bernardo, del Cid, de Lanzarote yde Celindos, me parecerían pocos para buscar-la.

Athenais estaba lastimosamente desfigura-da. Diríase que era ella el enfermo y yo el en-fermero. Largo rato la vi como sosteniendo nosé qué horrible lucha consigo misma. Volvía elrostro para que no viese yo su emoción: memiraba después con ira violentísima que setrocaba sin quererlo ella misma en inexplicabledulzura, hasta que levantándose con ademánde majestuosa soberbia, me dijo:

-Caballero Araceli, adiós.

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-¿Se va usted? -dije con tristeza y tomandosu mano que ella separó vivamente de la mía-.Me quedaré solo... Merezco que usted me des-precie, porque he vuelto a la vida, y mi primerapalabra no ha sido para dar las gracias a estaamiga cariñosa, a esta alma caritativa que merecogió sin duda del campo de batalla, que meha curado y asistido... ¡Señora, señora mía! Lavida que usted ha ganado a la muerte vería congusto el momento en que tuviera que volversea perder por usted.

-Palabras hermosas, caballero Araceli -medijo con acento solemne, sin acercarse a mí,mirándome pálida y triste y seria desde lejos,como una sibila sentenciosa que pronunciaselas revelaciones de mi destino-. Palabras her-mosas; pero no tanto que encubran la vulgari-dad de vuestra alma vacía. Yo aparto esa hoja-rasca y no encuentro nada. Estáis compuesto degrandeza y pequeñez.

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-Como todo, como todo lo creado, señora -interrumpí.

-No, no -dijo con viveza-. Yo conozco algoque no es así; yo conozco algo donde todo esgrande. Habéis hecho en vuestra vida y aun enestos mismos días cosas admirables. Pero elmismo pensamiento que concibió la muerte delord Gray, lo entregáis a una vulgar y prosaicaama de casa como un papel en blanco para queescriba las cuentas de la lavandera. Vuestrocorazón, que tan bien sabe sentir en algunosmomentos, no os sirve para nada y lo entregáisa las costureras para que hagan de él un cojinci-llo en que clavar sus alfileres. Caballero Araceli,me fastidio aquí.

-¡Señora, señora, por Dios, no me deje usted!Estoy muy enfermo todavía.

-¿Acaso no tengo yo rango más alto que elde enfermera? Soy muy orgullosa, caballero. Elhermano hospitalario os cuidará.

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-Usted bromea, apreciable amiga, encanta-dora Athenais, usted se burla del verdaderoafecto, de la admiración que me ha inspirado.Siéntese usted a mi lado; hablaremos de cosasdiversas, de la batalla, del pobre sir ThomasParr a quien vi morir...

-Todavía creo que valgo para algo más quepara dar conversación a los ociosos y a los abu-rridos -me contestó con desdén-. Caballero, metratáis con una familiaridad que me causa sor-presa.

-¡Oh! Recordaremos las proezas inauditasque hemos realizado juntos. ¿Se acuerda ustedde Jean-Jean?

-En verdad sois impertinente. Bastante os heasistido; bastantes horas he pasado junto a vos.Mientras delirabais, me he reído, oyendo lasnecedades y graciosos absurdos que continua-mente decíais; pero ya estáis en vuestro sanojuicio y de nuevo sois tonto.

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-Pues bien, señora, deliraré, deliraré y dirétodas las majaderías que usted quiera, con talque me acompañe -exclamé jovialmente-. Noquiero que usted se marche enojada conmigo.

Miss Fly se apoyó en la pared para no caer.Advertí que la expresión de su rostro pasaba deuna furia insensata a una emoción profunda.Sus ojos se inundaron de lágrimas, y como si nole pareciese que sus manos las ocultaban bien,corrió rápidamente hacia afuera. Su intenciónprimera fue sin duda salir; mas se quedó juntoa la puerta y en sitio donde difícilmente la veía.Con todo, bastaron a revelarme su presencia,ignoro si los suspiros que creí oír o la sombraque se proyectaba en la pared y subía hasta eltecho. Lo que sí no tiene duda alguna para mí,es que después de estar largo tiempo sumergi-do en tristes cavilaciones, me sentí con sueño, ylentamente caí en uno profundísimo que duróhasta por la mañana. ¿Debo decir que cuandome hallaba próximo a perder completamente el

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uso de los sentidos, se repitieron los fenómenosextraños que habían acompañado mi penosoregreso a la vida? ¿Debo decir que me parecióver volar encima y alrededor de mi cabeza uninsecto alado, que después vino a posar sobremi frente sus dos alas blandas, pesadas y ar-dientes?

Eso no era más que repetición de lo que an-tes había soñado: el fenómeno más raro entretodos los de aquella rarísima noche vino des-pués, poniendo digno remate a mis confusio-nes, y fue, señores míos, que no desvanecidaaún mi confusión por aquello de la Pajarita,advertí que se cernía sobre mi frente una cosanegra, larga, no muy grande, aunque me eramuy difícil precisar su tamaño, el cual objeto oanimalucho tenía dos largas piernas y dos pi-cudas alas, que abría y cerraba alternativamen-te, todo negro, áspero, rígido y extremadamen-te feo. Aquel horrible crustáceo se replegaba, yentonces parecía un puñal negro; después abría

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sus patas y sus alas y parecía un escorpión.Lentamente bajaba acercándose a mí, y cuandotocó mi frente sentí frío en todo mi cuerpo. Agi-tose mucho, meneó las horribles extremidadesrepetidas veces, emitiendo un chillido estriden-te, seco, áspero, que estremecía los nervios, ydespués huyó.

-XXXIX-Tras un sueño tan largo como profundo,

desperté en pleno día notablemente mejorado.La hermosa claridad del sol me produjo bienes-tar inmenso, y además del alivio corporal expe-rimentaba cierto apacible reposo del alma. Merecreaba en mi salud como un fatuo en su her-mosura.

A mi lado estaban dos hombres, el hospita-lario y un médico militar, que después de reco-nocerme, hizo alegres pronósticos acerca de mi

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enfermedad y me mandó que comiese algo su-culento si encontraba almas caritativas que melo proporcionasen. Marchose a cortar no sécuántas piernas, y el hermano, luego que nosquedamos solos, se sentó junto a mí, y com-pungidamente me dijo:

-Siga usted los consejos de un pobre peniten-te, Sr. D. Gabriel, y en vez de cuidarse del ali-mento del cuerpo, atienda al del alma, que har-to lo ha menester.

-¿Pues qué, Sr. Juan de Dios, acaso voy amorir? -le dije recelando que quisiera ensayaren mí el sistema de las silvestres yerbecillas.

-Para vivir como usted vive -afirmó el frailecon acento lúgubre-, vale más mil veces lamuerte. Yo al menos la preferiría.

-No entiendo...

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-Sr. Araceli, Sr. Araceli -exclamó, no ya in-quieto sino con verdadera alarma-, piense us-ted en Dios, llame usted a Dios en su ayuda,elimine usted de su pensamiento toda ideamundana, abstráigase usted. Para conseguirlorecemos, amigo mío, recemos fervorosamentepor espacio de cuatro, cinco o seis horas, sindistraernos un momento, y nos veremos libresdel inmenso, del horrible peligro que nos ame-naza.

-Pero este hombre me va a matar -dije conmiedo-. Me manda el médico que coma, y aho-ra resulta que necesito una ración de seis horasde rezo. Hermanuco, por amor de Dios, trái-game una gallina, un pavo, un carnero, unbuey.

-¡Perdido, irremisiblemente perdido!... -exclamó con aflicción suma, elevando los ojosal cielo y cruzando las manos-. ¡Comer, comer!Regalar el cuerpo con incitativos manjarescuando el alma está amenazada; amenazada,

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Sr. Araceli... Vuelva usted en sí... recemos jun-tos, nada más que seis horas, sin un instante dedistracción... con el pensamiento clavado en loalto... De esta manera el pérfido se ahuyentará,vacilará al menos antes de poner su infernalmano en un alma inocente, la encontrará atadaal cielo con la santas cadenas de la oración, yquizás renuncie a sus execrables propósitos.

-Hermano Juan de Dios, quíteseme de delan-te o no sé lo que haré. Si usted es loco de atar,yo por fortuna no lo soy, y quiero alimentarme.

-Por piedad, por todos los santos, por la sal-vación de su alma, amado hermano mío, modé-rese usted, refrene esos livianos apetitos, pongacien cadenas a la concupiscencia del mascar,pues por la puerta de la gastronomía entrantodos los melindres pecaminosos.

Le miré entre colérico y risueño, porque suausteridad, que había empezado a ser grotesca,me enfadaba, y al mismo tiempo me divertía.

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No, no me es posible pintarle tal como era, talcomo le vi en aquel momento. Para reproduciren el lienzo la extraña figura de aquel hombre,a quien los ayunos y la exaltación de la fantasíallevaran a estado tan lastimoso, no bastaría elpincel de Zurbarán, no; sería preciso revolver lapaleta del gran Velázquez para buscar allí algode lo que sirvió para la hechura de sus inmorta-les bobos.

Me reí de él, diciéndole:

-Tráigame usted de comer y después reza-remos.

Por única contestación, el hospitalario searrodilló, y sacando un libro de rezos, me dijo:

-Repita usted lo que yo vaya leyendo.

-¡Que me mata este hombre, que me mata!¡Favor! -grité encolerizado.

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Juan de Dios se levantó, y poniendo su ma-no sobre mi pecho, espantado y tembloroso, mehabló así:

-¡Que viene! ¡que va a venir!

-¿Quién? -pregunté cansado de aquella farsa.

-¿Quién ha de ser, desgraciado, quién ha deser? -dijo en voz baja y con abatimiento-.¿Quién ha de ser sino el torpe enemigo del lina-je humano, el negro rey que gobierna el impe-rio de las tinieblas como Dios el de la luz; aquelque odia la santidad y tiende mil lazos a la vir-tud para que se enrede? ¿Quién ha de ser sinola inmunda bestia que posee el arte de mudarsey embellecerse, tomando la figura y traje quemás fácilmente seducen al descuidado peca-dor? ¿Quién ha de ser? ¡Extraña pregunta porcierto! ¡Me asombro de la inocente calma conque usted me habla, hallándose, como se halla,en el mismo estado que yo!

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Mis carcajadas atronaban la estancia.

-Me alegraré en extremo de que venga -le di-je-. ¿Cómo sabe usted que va a venir?

-Porque ya ha estado, pobrecito; porque yaha puesto sus aleves manos sobre usted en se-ñal de posesión y dominio, porque dijo que ibaa volver.

-Eso me alegra sobremanera. ¿Y cuándo hetenido el honor de tal visita? No he visto nada.

-¡Cómo había usted de verlo si dormía, des-graciado! -exclamó con lástima-. ¡Dormir, dor-mir! he aquí el gran peligro. Él aprovecha lasocasiones en que el alma está suelta y haciendotravesuras, libre de la vigilancia de la oración.Por eso yo no duermo nunca, por eso velo cons-tantemente.

-¿Vino mientras yo dormía?

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-Sí; anoche... ¡horrible momento! La señorainglesa que tan bien ha cuidado a usted habíasalido. Yo estaba solo y me distraje un poco enmis rezos. Sin saber cómo, había dejado volar elpensamiento por espacios voluptuosos y sonro-sados... ¡pecador indigno, mil veces indigno!...Yo había puesto el libro sobre mis rodillas, ycerrado los ojos, y dejádome aletargar en sabro-so desvanecimiento, cuya vaporosa niebla yblando calor recreaban mi cuerpo y mi espíri-tu...

-Y entonces, cuando mi bendito hermanucose regocijaba con tales liviandades; abriose latierra, salió una llama de azufre...

-No se abrió la tierra, sino la puerta, y apare-ció... ¡Ay! apareció en aquella forma celestial,robada a las criaturas de la más alta esferaangélica; apareció cual siempre le ven mis pe-cadores ojos.

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-Hermano, hermano, soy feliz y sentiría queestuviera usted cuerdo.

-Apareció, como he dicho, y su vista meconvirtió en estatua. Otra de igual catadura leacompañaba, también en forma mujeril, repre-sentando más edad que la primera, la tan abo-rrecida como adorada, que es el terror de misnoches y el espanto de mis días, y el abismoque se traga mi alma.

-¿Y en cuanto me vieron...? Adoro a esosdemonios, Sr. Juan de Dios, y ahora mismo voya mandarles un recadito con usted.

-¿Conmigo? ¡Infeliz precito! Ya vendrán porusted y se lo llevarán con sus satánicas artes.

-Quiero saber qué hicieron, qué dijeron.

-Dijeron: «aquí nos han asegurado que está»,y luego sus ojos, que todo lo ven en la lobre-guez de la horrenda noche, vieron el miserable

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cuerpo, y se abalanzaron hacia él con aullidosque parecían sollozos tiernísimos, con lamentosque parecían la dulce armonía del amor mater-no, llorando junto a la cuna del niño moribun-do.

-¡Y yo dormido como un poste! ¡Padre Juan,es usted un imbécil, un majadero! ¿Por qué nome despertó?

-Usted deliraba aún; las dos ¡ay! aquellas dosapariencias hermosísimas, y tan acabadas yperfectas que sólo yo con los perspicuos ojosdel alma podía adivinar bajo su deslumbradoraestructura la mano del infernal artífice; las dosmujeres, digo, derramaron sobre el pecho y lafrente de usted demoníacas chispas, con taningeniosa alquimia desfiguradas, que parecíanlágrimas de ternura. Pusieron sus labios defuego en las manos de usted como si las besa-ran, le arreglaron las ropas del lecho, y des-pués...

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-¿Y después?

-Y después, buscáronme con los ojos comopara preguntarme algo; mas yo, más muertoque vivo, habíame escondido bajo aquella mesay temblaba allí y me moría. Sr. D. Gabriel, memoría queriendo rezar y sin poder rezar, que-riendo dejar de ver aquel espectáculo y viéndo-lo siempre... Por fin, resolvieron marcharse... yaeran dueños del alma de usted y no necesitabanmás.

-Se fueron, pues.

-Se fueron diciendo que iban a pedir licenciaa no sé quién para trasladar a usted a otro pun-to mejor... al infierno cuando menos. De estamanera desapareció de entre los vivos un her-mano hospitalario que era gran pecador; se lollevaron una mañana enterito y sin dejar unasola pieza de su corporal estructura.

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-¿Y después...? Estoy muy alegre, hermanoJuan.

-Después vino esa señora a quien llamanDoña Flay, la cual es una criatura angelical, quele quiere a usted mucho. Usted empezó a salirde aquel marasmo o trastorno en que le dejaronlas embajadoras del negro averno: la señorainglesa habló largamente con usted y yo, queme puse a escuchar tras la puerta, oí que le de-cía mil cositas tiernas, melosas y hechiceras.

-¿Y después?

-Y después usted se puso furioso y entré yo,y la inglesa me mandó salir, y a lo que entendí,mi don Gabriel se durmió. La inglesa entraba ysalía, sin cesar de llorar.

-¿Y nada más?

-Algo más hay, sí, sin duda lo más terrible yespantoso, porque el atormentador del linaje

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humano, aquél que, según un santo Padre, tie-ne por cómplice de su infame industria a lamujer, la cual es hornillo de sus alquimias, yfundamento de sus feas hechuras; aquel que meatormenta y quiere perderme, entró de nuevoen la misma duplicada forma de mujer linda...

-Y yo, ¿dormía también?

-Dormía usted con sueño tranquilo y repo-sado. La señora inglesa estaba junto a aquellamesa envolviendo no sé qué cosa en un papel.Entraron ellas... no expiré en aquel momentopor milagro de Dios... se acercaron a usted yvuelta a los aullidos que parecían llantos, y alos signos quirománticos semejantes a blandasy amorosas caricias.

-¿Y no dijeron nada? ¿No dijeron nada amiss Fly ni a usted?

-Sí -continuó después de tomar aliento, por-que la fatiga de su oprimido pecho apenas le

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permitía hablar-, dijeron que ya tenían la licen-cia y que iban a buscar una litera para trasladara usted a un sitio que no nombraron... Pero lomás extraño es que al oír esto la señora inglesa,que no estaba menos absorta, ni menos sus-pendida, ni menos espantada que yo, debió deconocer que las tan aparatosas beldades eranobra de aquel que llevó a Jesús a la cima de lamontaña y a la cúspide de la ciudad; y sobreco-gida como yo, lanzó un grito agudísimo preci-pitándose fuera de la habitación. Seguila y am-bos corrimos largo trecho, hasta que ella pusofin a su atropellada carrera, y apoyando la ca-beza contra una pared, allí fue el verter lágri-mas, el exhalar hondos suspiros y el proferirpalabras vehementes, con las cuales pedía aDios misericordia. Una hora después volví,despertó usted, y nada más. Sólo falta que re-cemos, como antes dije, porque sólo la oracióny la vigilancia del espíritu ahuyenta al Malo, asícomo el pérfido sueño, las regaladas comidas ylas conversaciones mundanas le llaman.

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Juan de Dios no dijo más; atendía a extrañosruidos que sonaban fuera, y estaba trémulo ylívido.

-¡Aquí, aquí estoy, Inesilla... señora condesa!-exclamé reconociendo las dulces voces quedesde mi lecho oía-. Aquí estoy vivo y sano ycontento, y queriéndolas a las dos más que a mivida.

¡Ay! Entraron ambas y desoladas corrieronhacia mí. Una me abrazó por un costado y otrapor otro. Casi me desvanecí de alegría cuandolas dos adoradas cabezas oprimían mi pecho.

Juan de Dios huyó de un salto, de un vuelo ono sé cómo.

Quise hablar y la emoción me lo impedía.Ellas lloraban y no decían nada tampoco. Al fin,Inés levantó los ojos sobre mi frente y la ob-servé con curiosidad y atención.

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-¿Qué miras? -le dije-. ¿Estoy tan desfigura-do que no me conoces?

-No es eso.

La condesa miró también.

-Es que noto que te falta algo -dijo Inés son-riendo.

Me llevé la mano a la frente, y en efecto, algome faltaba.

-¿Dónde han ido a parar los dos largos me-chones de pelo que tenías aquí?

Al decir esto, con sus deditos tocaba mi ca-beza.

-Pues no sé... tal vez en la batalla...

Las dos se rieron.

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-Queridas mías, recuerdo haber visto ensueños encima de mi cabeza un animalejo frío ynegro, y ahora comprendo lo que era aquello:unas tijeras. Tengo aquí sobre la sien una roza-dura... ¿la ven ustedes?... Esos pelos me moles-taban, y aquí del cirujano. Es hombre entendidoque no olvida el más mínimo detalle.

Tantas preguntas tenía que hacer, que nosabía por cuál empezar.

-¿Y en qué paró esa batalla? -dije-. ¿Dóndeestá lord Wellington?

-La batalla paró en lo que paran todas, enque se acabó cuando se cansaron de matarse -me respondió una de ellas, no sé cuál.

-Pero los franceses se retiraban cuando yocaí.

-Tanto se retiraron -dijo la condesa-, que to-davía están corriendo. Wellington les va a los

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alcances. No tengas cuidado por eso, que ya loharán bien sin ti... Veremos si te dan algún gra-do por haber cogido el águila.

-Conque yo cogí un águila...

-Un águila toda dorada, con las alas abiertasy el pico roto, puesta sobre un palo, y con rayosen las garras: la he visto -dijo Inés con satis-facción, extendiéndose en pomposas descrip-ciones de la insignia imperial.

-Te encontraron -añadió la condesa-, entremuchos muertos y heridos, abrazado con elcadáver de un abanderado francés, el cual temordía el brazo.

Era la parte de mi cuerpo que más me dolía.

-Te hemos buscado desde el 22 -dijo Inés-, yhasta anoche todo ha sido correr y más corrersin resultado alguno. Creímos que habíasmuerto. Fui a la zanja grande donde están ente-

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rrando los pobres cuerpos. Había tantos, tantos,que no los pude ver todos... Aquello parecíauna maldición de Dios. Si cuando tal vi hubieratenido en mi mano el águila que cogiste, lahabría echado también en la zanja, y luego tie-rra, mucha tierra encima.

-Bien, Inesilla, nadie mejor que tú dice lasmayores verdades de un modo más sencillo. Lagloria militar y los muertos de las batallas debi-eran enterrarse en una misma fosa... En fin,adoradas mías, vivo estoy para quererlasmuchísimo, y para casarme con la una, previoel consentimiento de la otra.

La condesa frunció ligeramente el ceño eInés me miró el cabello. La felicidad que inun-daba mi alma se desbordó en francas risas yexpresiones gozosas, a que Inés habría contes-tado de algún modo, si la seriedad de su madrese lo hubiera permitido.

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-Saquemos ahora de aquí a este bergante-dijo la condesa- y después se verá. Debemosdar gracias a esa señora inglesa que te recogióen el campo de batalla y que te ha cuidado tanbien, según nos han dicho. Sé quien es y lahemos visto. La conocí en el Puerto... Por cierto,caballerito, que tenemos que hablar tú y yo.

-¿No está por aquí? ¡Athenais, Athenais!... Seempeñará en no venir cuando la necesitamos.Me alegro infinito de que se conozcan ustedes,creo que este conocimiento me ahorra un dis-gusto. Miss Fly es persona leal y generosa. ¡Sr.Juan de Dios!... Ese no vendrá aunque le ahor-quen. Ha dado en decir que son ustedes el de-monio.

-¿Ese bendito hospitalario? -indicó la conde-sa-. El médico nos dijo que se había ya escapa-do dos veces de la casa de locos... Vamos, a vercómo te arreglamos en la camilla. Llamaremosa otro enfermero.

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Cuando salió la condesa, dije a Inés:

-No me has dicho nada de aquella persona...

-Ya lo sabrás todo -me contestó, sin oponersea que le comiese a besos las manos-. Ven prontoa casa... prueba a levantarte.

-No puedo, hijita, estoy muy débil. Ese hos-pitalario de mil demonios se propuso hoy ma-tarme de hambre. El agustino empeñado en queno había de comer, y miss Fly volviéndomeloco con sus habladurías...

-¡Oh! -dijo Inés con encantadora expresiónde amenaza-. ¿Esa inglesa ha de estar contigoen todas partes...? Tengo una sospecha, unasospecha terrible, y si fuera cierto... ¿Seré yodemasiado buena, demasiado confiada e ino-cente, y tú un grandísimo tunante?

Miró de nuevo mi frente, no ya con inquie-tud, sino con verdadera alarma.

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-¡Inesilla de mi corazón! -exclamé-. ¡Si tienessospechas, yo las disiparé! ¿Dudas de mí? Esono puede ser. No ha sucedido nunca y no suce-derá ahora. ¿Puedo yo dudar de ti? ¿Puedequebrantarse la fe de esta religión mutua enque ha mucho tiempo vivimos y entrañable-mente nos adoramos?

-Así ha sido hasta aquí; pero ahora... tú meocultas algo... mi madre ha pronunciado al des-cuido algunas palabras... No, Gabriel, no meengañes. Dímelo, dímelo pronto. Miss Fly terecogió del campo de batalla. Ella lo ha negado;pero es verdad. Nos lo han dicho.

-¡Engañarte yo!... Eso sí que es gracioso.Aunque fuese malo y quisiera hacerlo no podr-ía... Pero te debo decir la verdad, toda la ver-dad, mujer mía, y empiezo desde este momen-to... ¿por qué me miras la frente?

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-Porque... porque -dijo pálida, grave y ame-nazadora- porque ese mechón de pelo te lo haquitado miss Fly. Yo lo adivino.

-Pues sí, ella misma ha sido -contesté con se-renidad imperturbable.

-¡Ella misma!... ¡Y lo confiesa! -exclamó entresuspensa y aterrada.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo no sabíaqué decirle. Pero la verdad salía en onda impe-tuosa de mi corazón a mis labios. Mentir, fingir,tergiversar, disimular era indigno de mí y deella. Incorporándome con dificultad le dije:

-Yo te contaré muchas cosas que te sorpren-derán, querida mía. Demos tú y yo las gracias aesa generosa mujer que me recogió de entre losmuertos en el Arapil Grande, para que no tequedases viuda.

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-En marcha, vamos -dijo la condesa entran-do de súbito e interrumpiéndome-. En esta lite-ra irás bien.

-XL-

La casa de la calle del Cáliz, a donde por dosveces he transportado a mis oyentes, y a cuyorecinto de nuevo me han de seguir, si quierensaber el fin de esta puntual historia, era la habi-tación patrimonial de Santorcaz, que la habíaheredado de su padre un año antes, con algu-nas tierras productivas. Componíase el tal ca-serón de dos o tres edificios diversos en tamañoy estructura, que compró, unió y comunicóentre sí el Sr. D. Juan de Santorcaz, aldeanoenriquecido a principios del siglo pasado. Fal-taba a aquella vivienda elegancia y belleza;pero no solidez, ni magnitud, ni comodidades,aunque algunas piezas se hallaban demasiado

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distantes unas de otras y era excesiva la longi-tud de los corredores, así como el número deescalones que al discurrir de una parte a otra seencontraban.

En los aposentos donde anteriormente lesvimos estaba Santorcaz con su hija el 22 de Ju-lio durante la batalla. Esta última circunstanciahará comprender a mis oyentes que no presen-cié lo que voy a contar, mas si lo cuento de refe-rencia, si lo pongo en el lugar de los hechospresenciados por mí es porque doy tanta fe a lapalabra de quien me los contó, como a mis pro-pios ojos y oídos; y así téngase esto por verídicoy real.

Estaban, pues, según he dicho, el infortuna-do D. Luis y su hija en la sala; lamentábase ellade que existieran guerras y maldecía él su tristeestado de salud que no le permitía presenciar elespectáculo de aquel día, cuando sonó con te-rrible estruendo la famosa aldaba del culebrón,y al poco rato el único criado que les servía y el

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militar que les guardaba anunciaron a los soli-tarios dueños que una señora quería entrar.Como miss Fly había estado allí algunos díasantes, ofreciendo al masón un salvo-conductopara salir de Salamanca y de España, alegróselea aquel el alma y dio orden de que al puntodejasen pasar e internasen hasta su presencia ala generosa visitante. Transcurridos algunosminutos, entró en la sala la condesa.

Santorcaz rugió como la fiera herida cuandono puede defenderse. Largo rato estuvieronabrazadas madre e hija, confundiendo suslágrimas, y tan olvidadas del resto de la crea-ción, cual si ellas solas existieran en el mundo.Vueltas al fin en su acuerdo, la madre, obser-vando con terror a aquel hombre rabioso ysombrío que clavaba los ojos en el suelo comosi quisiera con la sola fuerza de su mirada abrirun agujero en que meterse, quiso llevar a suhija consigo, y dijo palabras muy parecidas a

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las que yo pronuncié en circunstancias seme-jantes.

Los que vieron mi sorpresa, juzguen cuálsería la de Amaranta cuando Inés se separó deella, y hecha un mar de lágrimas corrió con losbrazos abiertos hacia el anciano, en ademáncariñoso. Absorta miró tan increíble movimien-to la condesa. Santorcaz, cuando su hija estuvopróxima, volvió el rostro y alargó los brazospara rechazarla.

-Vete de aquí -dijo-, no quiero verte, no teconozco.

-¡Loco! -gritó la muchacha con dolor-. Si di-ces otra vez que me marche, me marcharé.

Revolvió Santorcaz los fieros ojos de un ladoa otro de la estancia, miró con igual rencor a lacondesa y a su hija, y temblando de cólera, re-pitió:

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-Vete, vete, te he dicho que te vayas. Noquiero verte más. Sal de esta casa con esa mu-jer, y no vuelvas.

-Padre -dijo Inés sin dar gran importancia alfrenesí del anciano-. ¿No me has dicho que estacasa es mía? ¿No me has entregado las llaves?Pues voy a acomodar a esta señora en una habi-tación de las de la calle, porque hoy es imposi-ble que encuentre posada, y mañana las dosnos iremos, dejándote tranquilo.

Tomando un manojo de llaves y repiquete-ando con él, no sin cierta intención zumbona,Inés salió de la estancia seguida de Amaranta,que nada comprendía de aquella tragicomedia.

Luego que se quedó solo, Santorcaz dio al-gunos paseos por la habitación, recorriéndolaen giros y vueltas sin fin, cual macho de noria.Su fisonomía expresaba todo cuanto puedeexpresar la fisonomía humana, desde la sañamás terrible a la emoción más tierna. Tomó

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después un libro, pero lo arrojó en el suelo a lospocos minutos. Cogió luego una pluma, y des-pués de rasguñar el papel breve rato, la des-trozó y la pisoteó. Levantose, y con pasos vaci-lantes e inseguro ademán dirigiose a la puertavidriera, penetró en la estancia próxima, dondehabía un tocador de mujer y un lecho blanco.De rodillas en el suelo, hizo de la cama reclina-torio, y apoyando el rostro sobre ella, estuvollorando todo el día.

Si Santorcaz hubiera tenido un oído agudo yfinísimo, como el de algunas especies ornitoló-gicas, habría percibido el rumor de tenues pa-sos en el corredor cercano; si Santorcaz hubieraposeído la doble vista, que es un absurdo parala fisiología, pero que no lo parecería si se lle-garan a conocer los misteriosos órganos delespíritu, habría visto que no estaba enteramen-te solo; que una figura celestial batía sus alas enlas inmediaciones de la triste alcoba; que sintocar el suelo con su ligero paso, venía y se

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acercaba, y aplicaba con gracioso gesto su lindacabeza a la puerta para escuchar, y luego intro-ducía un rayo de sus ojos por un resquicio paraobservar lo que dentro pasaba; y como si lo queveía y oía la contentase, iluminaba aquellossombríos espacios con una sonrisa, y se mar-chaba para volver al poco rato y atender lomismo. Pero el pobre masón no veía nada deesto. Aquella tarde un ordenanza inglés le trajoun salvo-conducto para salir de Salamanca;pero el masón lo rompió. La condesa e Inés,excepto en los intervalos que esta salía, habla-ban por los codos en las habitaciones de la ca-lle. Figuraos la tarea de dos lenguas de mujerque quieren decir en un día todo lo que hancallado en un año. Hablaban sin cesar, pasandode un asunto a otro, sin agotar ninguno, expe-rimentando emociones diversas, siempre sor-prendidas, siempre conmovidas, quitándoseuna a otra la palabra, refiriendo, ponderando,encareciendo, comentando, afirmando y ne-gando.

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Esto pasaba el 22 de Julio. De vez en cuandolas interrumpía zumbido lejano, estremeci-miento sordo de la tierra y del aire. Era la vozde los cañones de Inglaterra y Francia que esta-ban batiéndose donde todos sabemos. Las dosmujeres cruzaban las manos, elevando los ojosal cielo... Los cañonazos se repetían cada vezmás. Por la tarde era un mugido incesante co-mo el del Océano tempestuoso. En madre e hijapudo tanto el terror, que se callaron: es cuantohay que decir. Pensaban en la cantidad dehombres que se tragaría en cada una de sussacudidas el mar irritado que bramaba a lo le-jos.

Llegó la noche y los cañonazos cesaron. Muytarde entró Tribaldos en la casa. El pobre mu-chacho estaba consternado, y aunque se laechaba de valiente, derramó algunas lágrimas.

-¿A dónde vas? -preguntó con inquietud lamadre a la hija, viendo que esta se ponía elmanto sin decir para qué.

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-Al Arapil -contestó Inés entregando otromanto a la condesa, que se lo puso también sindecir nada.

Visitó Inés por breves momentos al ancianoy salió de la casa y de la ciudad, acompañadade su madre y del fiel Tribaldos. Inmenso gent-ío de curiosos llenaba el camino. La batalla hab-ía sido horrenda, y querían ver las sobras todoslos que no pudieron ver el festín. Anduvieronlargo tiempo, toda la noche, hacia arriba y haciaabajo, y de acá para allá sin encontrar lo quebuscaban, ni quien razón les diera de ello. Cer-ca del día vieron a miss Fly que regresaba delcampo de batalla delante de una camilla bienarreglada y cubierta, donde traían a un hombreque fue encontrado en el Arapil Grande, llenode heridas, sin conocimiento y con una horriblemordida en el brazo.

Acercáronse Inés, la condesa y Tribaldos amiss Fly para hacerle preguntas; pero esta, im-paciente por seguir, les contestó:

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-No sé una palabra. Dejadme continuar; lle-vo en esta camilla al pobre sir Thomas Parr, queestá herido de gravedad.

Siguieron ellas y Tribaldos y recorrieron elcampo de batalla, que la luz del naciente día lespermitió ver en todo su horror; vieron los cuer-pos tendidos y revueltos, conservando en susfisonomías la expresión de rabia y espanto conque les sorprendiera la muerte. Miles de ojossin brillo y sin luz, como los ojos de las estatuasde mármol, miraban al cielo sin verlo. Las ma-nos se agarrotaban en los fusiles y en las em-puñaduras de los sables, como si fueran a al-zarse para disparar y acuchillar de nuevo. Loscaballos alzaban sus patas tiesas y mostrabanlos blancos dientes con lúgubre sonrisa. Las dosdesconsoladas mujeres vieron todo esto, yexaminaron los cuerpos uno a uno; vieron loscharcos, las zanjas, los surcos hechos por lasruedas y los hoyos que tantos millares de piesabrieran en el bailoteo de la lucha; vieron las

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flores del campo machacadas, y las mariposasque alzaban el vuelo con sus alas teñidas desangre. Regresaron a Salamanca, volvieron porla noche al campo de batalla, no ya conmovidassino desesperadas; rezaban por el camino, pre-guntaban a todos los vivos y también a losmuertos.

Por último, después de repetidos viajes yexploraciones dentro y fuera de la ciudad, enlos cuales emplearon tres días, con ligeros in-tervalos de residencia y descanso en la casa dela calle del Cáliz, encontraron lo que buscabanen el hospital de sangre; improvisado en laMerced. Lo hallaron separado de los demás, enuna habitación solitaria y en poder de un pobrefraile demente. Hicieron diligencias cerca de laautoridad militar, y, por último, consiguieronpoder llevarle, es decir, llevarme consigo.

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-XLI-Acomodáronme en una estancia clara y bo-

nita y en un buen lecho, que atropelladamentedispusieron para mí. Me dieron de comer, locual agradecí con toda mi alma, y empecé aencontrarme muy bien. Lo que más contribuíaa precipitar mi restablecimiento era la alegríainexplicable que llenaba mi alma. Síntoma ex-terno de este gozo era una jovialidad expansivaque me impulsaba a reír por cualquier frívolomotivo.

La noche de mi entrada en la casa, mientrasla condesa escribía cartas a todo ser viviente enla sala inmediata, Inés me daba de cenar.

Nos hallábamos solos, y le conté toda, abso-lutamente toda la casi increíble novela de missFly, sin omitir nada que me perjudicase o meengrandeciese a los ojos de mi interlocutora.Oyome esta con atención profunda, mas no sin

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tristeza, y cuando concluí, diríase que mi cons-tante amiga había perdido el uso de la palabra.No sé en qué vagas perplejidades se quedósuspenso y flotante su grande ánimo. En sufisonomía observé el enojo luchando con lacompasión, y el orgullo tal vez en pugna con lahilaridad. Pero no decía nada, y sus grandesojos se cebaban en mí. Por mi parte, mientrasmás duraba su abstracción contemplativa, másinclinado me sentía yo a burlarme de las nubesque oscurecían mi cielo.

-¿Es posible que pienses todavía en eso? -ledije.

-Espero que me enseñes el mechón rubio conque te han pagado el negro... Buena pieza,piensas que me casaré contigo, con un perdido,con un bribón... Te cuidaremos, y luego queestés bueno te marcharás con tu adorada ingle-sa. Ninguna falta me haces.

Quería ponerse seria, y casi, casi lo lograba.

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-No me marcharé, no -le dije-, porque tequiero más que a las niñas de mis ojos; me hasenamorado porque eres una criatura de otrostiempos, porque vuestra alma, señora (me gus-ta tratar de vos a las personas) da la mano a lamía y ambas suben a las alturas donde jamásllega la vulgaridad y bajeza de los nacidos. Porvos, señora, seré Bernardo del Carpio, el Cid yLanzarote del Lago, acometeré las empresasmás absurdas, mataré a medio mundo y mecomeré al otro medio.

-Si piensas embobarme con tales tonterías...-dijo sin quererse reír pero riendo.

-Señora -exclamé con dramático acento-, vossois el imán de mi existencia, la única parejadigna de la inmensidad de mi alma; adoro laságuilas que vuelan mirando cara a cara al sol, yno las gallinas que sólo saben poner huevos,criar pollos, cacarear en los corrales y morir porel hombre. Llevadme, llevadme con vos, seño-ra, a los espacios de las grandes emociones y a

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las excelsitudes del pensamiento. Si me aban-donáis, yo os lloraré en las ruinas; si me amáis,seré vuestro esclavo y conquistaré diez reinospara poneros uno en cada dedo de las manos.

-Calla, calla, tonto, farsante -dijo Inés defen-diéndose como podía contra la hilaridad que laahogaba.

-¡Ah, señora y dueña mía! -proseguí yo re-forzando mi entonación-. Me rechazáis. Vuestrocorazón es indigno del mío. Yo lo creí templadoen el fuego de la pasión, y es un pedazo de car-ne fofa y blanda. Os lo pedía yo para unirlo almío y vos le arrojáis a los soldados para queclaven en él sus bayonetas. Sois indigna de mí,señora. Os digo estas sublimidades, y en vez deoírme, os estáis cosiendo todo el día; tembláiscuando voy a la guerra, no pensáis más que envuestros chiquillos, en vez de pensar en mi glo-ria; y os ocupáis en hacer guisotes y platos di-versos para darme de comer: yo no como, seño-ra; en la región donde yo habito no se come...

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De veras sois tonta: os habéis empeñado enamarme con cariño dulce y tranquilo propio decostureras, boticarios, sargentos, covachuelistasy sastres de portal. ¡Oh! amadme con exalta-ción, con frenesí, con delirio, como amaba Ber-nardo del Carpio a doña Estela, y cantad lashazañas de los héroes que son norte y faro demi vida, y poneos delante de mí cual figurahistórica, sin cuidaros de que mi ropa estéhecha pedazos, mi mesa sin comida, y mis hijosdesnudos. ¿Qué veo? ¿Os reís? ¡Miseria! ¡Yo memuero por vos y os reís! ¡Yo peno y vos os re-gocijáis! ¡Yo enflaquezco y vos os presentáis amí fresca, alegre y gordita!

Inés lloraba de risa, pero de una manera tanfranca y natural, que todo el enojo se iba des-vaneciendo en aquellas chispas de alegría. Micorazón se entendió con el suyo, como los her-manos que por un momento riñen, para que-rerse más.

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-Os abandono, porque amáis a otro, a unacriatura vulgar y antipoética, señora -continuémirando su frente y haciendo con mis dedosmovimiento semejante al abrir y cerrar de unastijeras-; pero quiero llevarme un recuerdo vues-tro, y así os corto ese mechón que os cuelgasobre la frente.

Diciéndolo, cogí la preciosa cabeza y le dimil besos.

-Que me lastimas, bárbaro -gritó sin cesar dereír.

Acudió la condesa que en la cercana habita-ción estaba, y al verla, Inés, más roja que unaamapola, le dijo:

-Es Gabriel, que la está echando de gracioso.

-No hagáis ruido que estoy escribiendo. To-davía me faltan muchas cartas, pues tengo queescribir a Wellington, a Graham, a Castaños, a

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Cabarrús, a Azanza, a Soult, a O'Donnell y alRey José.

Mi adorada suegra tenía la manía de las car-tas. Escribía a todo el mundo, y de todos logra-ba respuesta. Su colección epistolar era un ri-quísimo archivo histórico, del cual sacaré algúndía no pocas preciosidades.

Al día siguiente mi suegra fue a visitar amiss Fly, a quien como he dicho, había tratadoen el Puerto y reconocido últimamente en Sa-lamanca. Athenais pagó la visita a la condesaen el mismo día. Vino elegantemente vestida,deslumbradora de hermosura y de gracia. Serv-íale de caballero el coronel Simpson, siempreencarnadito, vivaracho, acicalado y compuestocomo un figurín, y siempre honrando todos losobjetos y personas con la cuádruple mirada dedos ojos y dos vidrios que jamás descansabanen su investigadora observación. Yo me habíalevantado y desde un sillón asistí sin movermea la visita, que no fue larga, aunque sí digna de

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ocupar el penúltimo lugar en esta verídica his-toria.

-¿De modo que parte usted definitivamentepara Inglaterra? -dijo la condesa.

-Sí, señora -repuso Athenais, que no se dig-naba mirarme- estoy cansada de la guerra y deEspaña, y deseo abrazar a mi padre y herma-nas. Si alguna vez vuelvo a España tendré elgusto de visitaros.

-Antes quizás tenga yo el de escribir a usted-dijo mi suegra acordándose de que había papely plumas en el mundo-. Por falta de tiempo nohe escrito ya a lord Byron a quien conocí enCádiz. No llevará usted malos recuerdos deEspaña.

-Muy buenos. Me he divertido mucho en es-te extraño país; he estudiado las costumbres, hehecho muchos dibujos de los trajes y gran

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número de paisajes en lápiz y acuarela. Esperoque mi álbum llame la atención.

-También llevará usted memoria de las tris-tes escenas de la guerra -dijo Amaranta conemoción.

-Los franceses nada respetan -indicó missFly con la indiferencia que se emplea en lasvisitas para hablar del tiempo.

-En su retirada -afirmó Simpson- han des-truido todos los pueblos de la ribera del Tor-mes. No nos perdonan que les hayamos mata-do cinco mil hombres y cogido siete mil prisio-neros con dos águilas, seis banderas y oncecañones... ¡Grandiosa e importante batalla! Nopuedo menos de felicitar al Sr. de Araceli-añadió haciéndome el honor de dirigirse a mí-por su buen comportamiento durante la acción.El brigadier Pack y el honorable general Leithhan hecho delante de mí grandes elogios deusted. Me consta que su excelencia el gran We-

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llington no ignora nada de lo que tanto os favo-rece.

-En ese caso -dije- tal vez se disipe la pre-vención que su excelencia tenía contra mí pormotivos que nunca pude saber.

Athenais se puso pálida; mas dominándoseal instante, no sólo se atrevió a fijar en mí suslindos ojos de cielo, sino que se rió y de muybuena gana, según parecía.

-Este caballero -contestó con jovialidadasombrosa por lo bien fingida- ha tenido ladesgracia y la fortuna de pasar por mi amante alos ojos de los ociosos del campamento. En Es-paña, el honor de las damas está a merced decualquier malicioso.

-¡Pero cómo! ¿Es posible, señora? -exclaméfingiéndome sorprendido y además de sor-prendido encolerizado-. ¿Es posible que poraquel felicísimo encuentro nuestro...? No sabía

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nada ciertamente. ¡Y se han atrevido a calum-niar a usted!... ¡Qué horror!

-Y poco ha faltado para que me supusierancasada con vos -añadió apartando los ojos demí, contra lo que las conveniencias del diálogoexigían-. Me ha servido de gran diversión, por-que a la verdad, aunque os tengo por personaestimable...

-No tanto que pudiera merecer el honor...-añadí completando la frase-. Eso es claro comoel agua.

-Todo provino de que alguien nos vio juntosen la ciudad, cuando para salvaros de aquellosinfames soldados, pasasteis por mi criado du-rante unas cuantas horas -dijo Athenais, coque-teando y haciendo monerías-. Ahora falta sabersi por vanidad pueril fuisteis vos mismo quiense atrevió a propalar rumores tan ridículosacerca de una noble dama inglesa, que jamás ha

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pensado enamorarse en España, y menos de unhombre como vos.

-¡Yo, señora! El coronel Simpson es testigode lo que pensaba yo sobre el particular.

-Los rumores -dijo el simpático Abraham-,partieron de la oficialidad inglesa y empezarona circular cuando Araceli volvió de Salamancay Athenais no.

-Y vos, mi querido sir Abrabam Simpson-dijo miss Fly con cierto enojo-, disteis circula-ción a las groserías que corrían acerca de mí.

-Permitidme decir, mi querida Athenais-indicó Simpson en español- que vuestra con-ducta ha sido algo extraña en este asunto. Soisorgullosa... lo sé... creíais rebajaros sóloocupándoos del asunto... Lo cierto es que oíaistodo, y callabais. Vuestra tristeza, vuestro silen-cio hacían creer...

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-Me parece que no conocéis bien los hechos -dijo Athenais empezando a ruborizarse.

-Todos hablaban del asunto; el mismo We-llington se ocupó de él. Os interrogaron condelicadeza, y contestasteis de un modo vago. Sedijo que pensabais pedir el cumplimiento de lasleyes inglesas sobre el matrimonio; calumnia,pura calumnia; pero ello es que lo decían y vosno lo negabais... yo mismo os llamé la atenciónsobre tan grave asunto, y callasteis...

-Conocéis mal los hechos -repitió Athenaismás ruborizada-, y además sois muy indiscreto.

-Es que, según mi opinión -dijo Simpson-,llevasteis la delicadeza hasta un extremo la-mentable, mi querida Athenais... Os sentíaisultrajada sólo por la idea de que creyeran...pues... una mujer de vuestra clase... No quieroofender al señor; pero... es absurdo, monstruo-so. La Inglaterra, señora, se hubiera estremeci-do en sus cimientos de granito.

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-¡Sí, en sus cimientos de granito! -repetí yo-.¡Qué hubiera sido de la Gran Bretaña!... Es cosaque espanta.

Miss Fly me dirigió una mirada terrible.

-En fin -dijo la condesa-, los rumores circula-ron... yo misma lo supe... Pero la cosa no vale lapena. Si la Gran Bretaña se mantiene sin manci-lla...

Miss Fly se levantó.

-Señora -le dije con el mayor respeto-, sentir-ía que usted dejase a España sin que yo pudiesemanifestarle la profundísima gratitud que sien-to...

-¿Por qué, caballero? -preguntó llevando elpañuelo a su agraciada boca.

-Por su bondad, por su caridad. Mientras vi-va, señora, bendeciré a la persona que me reco-

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gió del campo de batalla con otros infelicescompañeros.

-Estáis en gran error -exclamó riendo-. Yo nohe pensado en tal cosa. Vos sin duda lo desea-bais. Recogí a varios, sí; pero no a vos. Os hanengañado. Me visteis en la Merced recorriendolas salas y dormitorios... No quiero que meatribuyan el mérito de obras que no me perte-necen.

-Entonces, señora, permítame usted que ledé las gracias por... No, lo que quiero decir esque ruego a usted no me guarde rencor porhaber sido causa, aunque inocente, de esos ridí-culos rumores.

-¡Oh, oh!... No haga caso de semejante nece-dad. Soy muy superior a tales miserias... ¡Lacalumnia! Acaso me importa algo... ¡Vuestrapersona! ¿Significa algo para mí? Sois vanidosoy petulante.

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Miss Fly hacía esfuerzos extraordinarios porconservar en su semblante aquella calma ingle-sa que sirve de modelo a la majestuosa impasi-bilidad de la escultura. Miraba a los cristales, alos viejos cuadros, al suelo, a Inés, a todos me-nos a mí.

-Entonces, señora -añadí-, puesto queningún daño ha padecido usted por causamía...

-Ninguno, absolutamente ninguno. Os hac-éis demasiado honor, caballero Araceli, y sólocon pedirme excusas por la vil calumnia, sólocon asociar vuestra persona a la mía, estáis fal-tando al comedimiento, sí, faltando a la consi-deración que debe inspirar en todo lo habitadouna hija de la Gran Bretaña.

-Perdón, señora, mil veces perdón. Sólo meresta decir a usted que deseo ser su humildísi-mo servidor y criado aquí y en todas partes y

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en todas las ocasiones de mi vida. ¿También asífalto al comedimiento?

-También... pero, en fin, admito vuestroshomenajes. Gracias, gracias -dijo con altivez-.Adiós.

Al fin de la visita, aunque repetidas veces seempeñó en reír, no pudo conseguirlo sino amedias. Sus manos temblaban, destrozando laspuntas del chal amarillo. Despidiose cariñosa-mente de la condesa, y con mucha ceremoniade Inés y de mí.

-¿Y no será usted tan buena que nos escribaalguna vez para enterarnos de su salud? -ledije.

-¿Os importa algo?

-¡Mucho, muchísimo! -respondí con ve-hemencia y sinceridad profunda.

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-¡Escribiros! Para eso necesitaría acordarmede vos. Soy muy desmemoriada, señor de Ara-celi.

-Yo, mientras viva, no olvidaré la generosi-dad de usted, Athenais. Me cuesta mucho tra-bajo olvidar.

-Pues a mí no -,dijo mirándome por últimavez.

Y en aquella mirada postrera que sus ojosme echaron, puso tanto orgullo, tanta soberbia,tanta irritación que sentí verdadera pena. Al finsalió de la sala. La palidez de su rostro y la fu-ria de su alma la hacían terrible y majestuosa-mente bella.

Pocos momentos después aquel hermoso in-secto de mil colores, que por unos días revolo-teara en caprichosos círculos y juegos alrededorde mí, había desaparecido para siempre.

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Muchas personas que anteriormente me hanoído contar esto sostienen que jamás ha existi-do miss Fly; que toda esta parte de mi historiaes una invención mía para recrearme a mí pro-pio y entretener a los demás; pero ¿no debecreerse ciegamente la palabra de un hombrehonrado? Por ventura, quien de tanta rectituddio pruebas, ¿será capaz ahora de oscurecer sureputación con ficciones absurdas y con fábri-cas de la imaginación que no tengan por base yfundamento a la misma verdad, hija de Dios?

Poco después de que los dos ingleses nos de-jaron solos, la condesa dijo a Inés:

-Hija mía, ¿tienes inconveniente en casartecon Gabriel?

-No, ninguno -repuso ella con tanto aplomo,que me dejó sorprendido.

Con inefable afecto besé su hermosa manoque tenía entre las mías.

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-¿Está tranquila y satisfecha tu alma, hijamía?

-Tranquila y satisfecha -repuso-. ¡Pobrecitamiss Fly!

Ambos nos miramos. Un cielo lleno de luzdivina, y de inexplicable música de ángelesflotaba entre uno y otro semblante... Si es posi-ble ver a Dios, yo lo veía, yo.

-¡Qué hermoso es vivir! -exclamé-. ¡Qué bienhizo Dios en criarnos a los dos, a los tres! ¿Hayfelicidad comparable a la mía? ¿Pero esto quées, es vivir o es morir?

Al oír esto, la condesa, que había corrido aabrazamos, se apartó de nosotros. Fijó los ojosen el suelo con tristeza. Inés y yo pensamos almismo tiempo en lo mismo y sentimos la mis-ma pena, una lástima íntima y honda que tur-baba nuestra dicha.

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-¿Qué tal está hoy? -preguntó Amaranta.

-Muy mal -repuso Inés-. Vamos los dos allá.Hace ya hora y media que no me ha visto, yestará muy taciturno.

Aunque extenuado y débil, me levanté y laseguí apoyado en su brazo.

-Haré la última tentativa y venceré -dijo cer-ca de la guarida del masón-. Le he observadomuy bien todo el día, y el pobrecito no desea yasino rendirse.

-XLII-Al entrar en la solitaria y triste estancia, vi-

mos a Santorcaz apoltronado en el sillón y le-yendo atentamente un libro. Alzó la vista paramirarnos. Inés, poniendo la mano en su hom-bro, le dijo con cariñoso gracejo:

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-Padre, ¿sabes que me caso?

-¿Te casas? -dijo con asombro el anciano sol-tando el libro y devorándonos con los ojos-.¡Tú!...

-Sí -continuó Inés en el mismo tono-. Me ca-so con este pícaro Gabriel, con un opresor delpueblo, con un verdugo de la humanidad, conun satélite del despotismo.

Santorcaz quiso hablar, pero la emoción en-torpecía su lengua. Quiso reír, quiso despuésponerse serio y aun colérico; mas su semblanteno podía expresar más que turbación, vacila-ción y desasosiego.

-Y como mi marido tendrá que servir a losreyes, porque éste es su oficio -prosiguió Inés-,me veré obligada, querido padre, a reñir conti-go. Ahora me ha dado por la nobleza; quiero ira la corte, tener palacio, coches y muchos ymuy lujosos criados... Yo soy así.

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-Bromea usted, señora doña Inesita -dijoSantorcaz en tono agri-dulce, recobrando al finel uso de la palabra-. ¿No hay más que casarsecon el primero que llega? -Hace tiempo que leconozco, bien lo sabes -dijo ella riendo-. Mu-chas veces te lo he dicho... Ahora, padre, tú tequedarás aquí con Juan y Ramoncilla, y yo mevoy a Madrid con mi marido. Te entretendrásen fundar una gran logia y en leer libros derevoluciones y guillotinas para que acabes devolverte loco, como D. Quijote con los de caba-llerías.

Diciendo esto abrazó al anciano y se dejó be-sar por él.

-¡Adiós, adiós! -repitió ella- puesto que nonos hemos de ver más, despidámonos bien.

-Picarona -dijo él estrechándola amorosa-mente contra su pecho y sentándola sobre susrodillas-. ¿Piensas que te voy a dejar marchar?

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-¿Y piensas que yo voy a esperar a que tú medejes salir? Padre, ¿te has vuelto tonto? ¿Hasolvidado a la persona que ha estado en casa yque tiene tanto poder?... ¿No sabes que estáspreso?... ¿crees que no hay justicia ni leyes, nicorregidores? Atrévete a respirar...

El masón apartó de sí a la muchacha, tratóde levantarse, mas impidiéronselo sus dolori-das piernas, y golpeando los brazos del sillón,habló así:

-Pues no faltaba más... marcharte tú y de-jarme... Araceli -añadió dirigiéndose a mí conbondad-. Ya que mi hija tiene la debilidad dequererte, te permito que seas su marido; perotú y ella os quedaréis conmigo.

-A buena parte vas con súplicas -dijo Inésriendo-. A fe que mi marido hace buenas migascon los masones. Él y yo detestamos el popula-cho y adoramos a reyes y frailes.

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-Bueno, me quedaré -dijo Santorcaz con lige-ra inflexión de broma en su tono-. Me moriréaquí. Ya sabes cómo está mi salud, hija mía:vivo de milagro. En estos días que has estadoenojada conmigo, yo sentía que la vida se meiba por momentos, como un vaso que se vacía.¡Ay! queda tan poco, que ya veo, ya estoy vien-do el fondo negro.

-Todo se arreglará -dije yo acercando miasiento al del enfermo-. Nos llevaremos connosotros al enemigo de los reyes.

-Eso es, eso... Gabriel ha hablado con tantotalento como Voltaire -dijo el masón con repen-tino brío-. Me llevaréis con vosotros... No tengoinconveniente, la verdad.

-Bueno, le llevaremos -dijo Inés abrazando asu padre-, le llevaremos a Madrid, donde te-nemos una casa muy grande, grandísima, y enla cual estaremos muy anchos, porque mi ma-

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dre se va con todos sus criados a vivir a Anda-lucía para no volver más.

-¡Para no volver más! -dijo el enfermo conturbación-. ¿Quién te lo ha dicho?

-Ella misma. Se separa de mí mientras tú vi-vas.

-¡Mientras yo viva!... Ya lo ves. Por eso cono-cerás la inmensidad de su aborrecimiento.

-Al contrario, padre -dijo Inés con dulzura-,se marcha porque tú no la puedes ver, y paradejarme en libertad de que te cuide y esté con-tigo en tu enfermedad. Lo que te decía hacepoco de abandonarte y marcharme sola con mimarido era una broma.

En los párpados del anciano asomaban al-gunas lágrimas que él hubiera deseado podercontener:

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-Lo creo; pero eso de que tu madre se separede ti por concederme el inestimable beneficiode tu compañía, me parece una farsa.

-¿No lo crees?

-No: ¿a que no se atreve a venir aquí y a de-cirlo delante de mí?

-Eso quisieras tú, padrito. ¿Cómo ha de ve-nir a decirte eso, ni ninguna otra cosa, cuandose ha marchado?

-¡Se ha marchado! ¡Se ha marchado!-exclamó Santorcaz con un desconsuelo tanprofundo que por largo rato quedó estupefacto.

-¿Pues no lo sabes? ¿No sentiste la voz deunos señores ingleses? Esos la acompañan has-ta Madrid, de donde partirá para Andalucía.

El dominio de aquella hermosa y excelentecriatura sobre su padre era tan grande que San-torcaz pareció creerlo todo tal como ella lo de-

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cía. Clavaba los ojos en el suelo y lentamente seacariciaba la barba.

-Búscala por toda la casa -prosiguió Inés-. Afe que tendría gusto la señora en vivir dentrode esta jaula de locos.

-¡Se ha marchado! -repitió sombríamenteSantorcaz, hablando consigo mismo.

-Y no me costó poco quedarme -añadió ellahaciendo con manos y rostro encantadoras mo-nerías-. Su deseo era llevarme consigo. Allá ledijo no sé quién... nada se puede tener oculto...que yo te había tomado gran cariño. Sólo poresta razón venía dispuesta a perdonarte, a re-conciliarse contigo... Esto era lo más natural,pues tú la habías amado mucho, y ella te habíaamado a ti... Pero tú estás loco... la recibistecomo se recibe a un enemigo... te pusiste furio-so... te negaste a ser bueno con ella. Me hashecho pasar unos ratos que no te perdono.

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Las lágrimas corrieron hilo a hilo por la carade Santorcaz.

-Mi deber era huir de esta casa aborrecida,huir con ella, abandonándote a las perversida-des y rencores de tu corazón -dijo Inés que re-unía a la santidad de los ángeles cierta astuciade diplomático-. Pero me acordé de que estabasenfermo y postrado; se lo dije...

El masón miró a su hija, preguntándole conlos ojos cuanto es posible preguntar.

-Se lo dije, sí -prosiguió ella-, y como esa se-ñora tiene un corazón bueno, generoso y aman-te; como nunca, nunca ha deseado el mal ajeno,ni ha vivido del odio; como sabe perdonar lasofensas y hacer bien a los que la aborrecen...¡ay! no lo creerás ni lo comprenderás, porqueun corazón de hierro como el tuyo, no puedecomprender esto.

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-Sí, lo creo, lo comprendo -dijo Santorcaz se-cando sus lágrimas.

-Pues bien; ella misma convino en que no meseparase de ti, para consolarte y fortalecerte entus últimos días; y como ella y tú no podéisestar juntos en un mismo sitio, determinó reti-rarse. Acordamos que me case con el verdugode la humanidad y que Gabriel y yo te llevemosa vivir con nosotros.

-¿Y se marchó?... ¿pero se marchó?-preguntó Santorcaz con un resto de esperanza.

-Y se marchó, sí señor. Venía dispuesta a re-conciliarse contigo, a quererte como yo te quie-ro. Ha llorado mucho la pobrecita, al ver quedespués de tantos años, después de tantas des-gracias como le han ocurrido por ti, después detanto daño como le has hecho, aún te niegas apronunciar una palabra cristiana, a borrar conun momento de generosidad todas las culpasde tu vida, a descargar tu conciencia y también

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la suya del peso de un resentimiento insoporta-ble. Se ha marchado perdonándote. Dios seencargará de juzgarte a ti, cuando en el mo-mento del juicio le presentes como únicos méri-tos de tu existencia, ese corazón insensible yperverso, o mejor dicho, ese nido de culebras, alas cuales has criado, a las cuales echas de co-mer todos los días para que crezcan y vivansiempre, y te muerdan aquí y en la eternidadde la otra vida.

El masón se revolvía con angustia en susillón; el llanto había cesado de afluir de susojos; tenía el rostro encendido, las manos cris-padas, echada la cabeza hacia atrás, y entrecor-taba su aliento una sofocación fatigosa.

-Padre -exclamó Inés echándole los brazos alcuello-. Sé bueno, sé generoso y te querré mástodavía. Ya sabes mi deseo: prepárate a cum-plirlo, y mi madre volverá. Yo la llamaré y vol-verá.

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Los músculos de Santorcaz se tendieron, po-niéndose rígidos, cerró los ojos, inclinó la cabe-za, y su aspecto fue el de un cadáver. En aquelmismo instante abriose la puerta y penetró lacondesa, pálida, llorosa. Andando lentamente,adelantó hasta llegar al lado del enfermo queseguía inerte, mudo y aparentemente sin vida.Alarmados todos, acudimos a él, y con ayudade Juan y Ramoncilla le acostamos en su lecho;al instante hicimos venir el médico que ordina-riamente le asistía.

Inés y la condesa le observaban atentamente,y fijaban sus ojos en el semblante demacrado,pero siempre hermoso, del desgraciado masón.Miraban con espanto aquella sima, aterradas delo que en su profundidad había, sin compren-derlo bien.

El médico, luego que le examinara, anunciósu próximo fin, añadiendo que se maravillabade que alargase tanto su vida, pues el día ante-rior casi le diputó por muerto, aunque ocultó a

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Inés el fatal pronóstico. Cerca ya de la noche,un hondo suspiro nos anunció que recobrabade nuevo el conocimiento; abrió los ojos, y re-volviéndolos con espanto por todo el recinto dela estancia, fijolos en la condesa, cuyo semblan-te iluminaba la triste luz.

-¡Otra vez estás aquí! -exclamó con voz torpey expresión de hastío y cólera-; ¿otra vez aquí?Mujer, sabe que te aborrezco. ¡La cárcel, el des-tierro, el patíbulo... todo te ha parecido pocopara perseguirme!... ¿Por qué vienes a turbarmi felicidad? Vete, ¿por qué agarras a mi hijacon esa mano amarilla como la de la muerte?¿Por qué me miras con esos ojos plateados queparecen rayos de luna?

-Padre, no hables así, que me das miedo -gritó Inés abrazándole, llenos los ojos de lágri-mas.

La condesa no decía nada y lloraba también.

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Santorcaz, después de aquella crisis de suespíritu, cayó en nuevo sopor profundísimo,ycerca de la madrugada, recobró el conocimientocon un despertar sereno y sosegado. Su mirarera tranquilo, su voz clara y entera, cuandodijo:

-Inés, niña mía, ángel querido ¿estás aquí?

-Aquí estoy, padre -respondió ella acudien-do cariñosamente a su lado-. ¿No me ves?

Inés tembló al observar que los ojos de supadre se fijaban en los de la condesa.

-¡Ah! -dijo Santorcaz sonriendo ligeramente-.Está ahí... la veo... viene hacia acá... ¿Pero porqué no habla?

La condesa había dado algunos pasos haciael lecho, pero permanecía muda.

-¿Por qué no habla? - repitió el enfermo.

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-Porque te tiene miedo -dijo Inés- como te lotengo yo, y no se atreve la pobrecita a decirtenada. Tú tampoco le dices nada.

-¿Qué no? -indicó el masón con asombro-.Hace dos horas que estoy dirigiéndole la pala-bra... tengo la boca seca de tanto hablar, y nome contesta. ¡Ay! -añadió con dolor y volvien-do el rostro- es demasiado cruel con este infeliz.

-¿La quieres mucho, padre? -preguntó Inéstan conmovida que apenas entendimos suspalabras.

-¡Oh, mucho, muchísimo! -exclamó el en-fermo oprimiéndose el corazón.

-Por eso desde que la has visto -continuó lamuchacha- le has pedido perdón por los ligerosperjuicios que sin querer le has causado. Todoste hemos oído y hemos alabado a Dios por tubuen comportamiento.

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-¿Me habéis oído?... -dijo él con asombro,mirándonos a todos-. ¿Me has oído tú... me haoído ella... me ha oído también Araceli? Lo hab-ía dicho bajo, muy bajito para que sólo Dios meoyera, y lo ignorara todo ser.

Amaranta, tomando la mano de Santorcaz,dijo:

-Hace mucho, mucho tiempo que deseabaperdonarte; si en cualquiera ocasión, desde queInés vino a mi poder, te hubieras presentado amí como amigo... Yo también he tenido resen-timientos; pero la desgracia me ha enseñadopronto a sofocarlos...

Lágrimas abundantes cortaron su voz.

-Y yo -dijo Santorcaz con voz apacible yademán sereno-. Yo que voy a morir, no sé loque pasa en mi corazón. Él nació para amar. Élmismo no sabe si ha amado o ha aborrecidotoda su vida.

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Después de estas palabras todos callaron porbreve rato. Las almas de aquellos tres indivi-duos, tan unidos por la Naturaleza y tan sepa-rados por las tempestades del mundo, se su-mergían, por decirlo así, en lo profundo de unameditación religiosa y solemne sobre su respec-tiva situación. Inés fue la primera que rompió elgrave silencio, diciendo:

-Bien se conoce, querido padre, que eres unhombre bueno, honrado, generoso. Si has teni-do fama de lo contrario, es porque te han ca-lumniado. Pero nosotras, nosotras dos y tam-bién Araceli, te conocemos bien. Por eso teamamos tanto.

-Sí -respondió el masón, como responde elmoribundo a las preguntas del confesor.

-Si has hecho algunas cosas malas -continuóInés- es decir, que parecen malas, ha sido porbroma... Esto lo comprendo perfectamente. Porejemplo: cuando te perseguían... apuesto a que

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la persecución no era ni la mitad de lo que tú tefigurabas... pero, en fin, sea lo que quiera. Locierto es que te enfadaste, y con muchísimarazón, porque tú estabas enamorado, queríasser bueno, querías... Pero hay familias orgullo-sas... Es preciso también considerar que unafamilia noble debe tener cierto punto... Diosprimero y el mundo después no han queridoque todos sean iguales.

-Pero se ven castigos, o si no castigos, justi-cias providenciales en la tierra -dijo Santorcazbruscamente, mirando a Amaranta-. Señoracondesa, hoy mismo ha consentido usted quesu hija única y noble heredera se case con unchico de las playas de la Caleta. ¡Bravo abolen-go, por cierto!

-Mejor sería -repuso la condesa- decir con unjoven honrado, digno, generoso, de mérito ver-dadero y de porvenir.

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-¡Oh! señora mía, eso mismo era yo haceveinte años -afirmó Santorcaz con tristeza.

Después cerró los ojos, como para apartar desí imágenes dolorosas.

-Es verdad -dijo Inés entre broma y veras-;pero tú te entregaste a la desesperación, padrequerido, tú no tuviste la fortaleza de ánimo deeste opresor de los pueblos, tú no luchaste co-mo él contra la adversidad, ni conquistaste es-calón por escalón un puesto honroso en elmundo. Tú te dejaste vencer por la desgracia;corriste a París, te uniste a los pícaros revolu-cionarios que entonces se divertían en matargente. Agraviados ellos como tú y tú comoellos, todos creíais que cortando cabezas ajenasganabais alguna cosa y valían más los que sequedaran con ella sobre los hombros... Vinisteluego a España con el corazón lleno de vengan-za. Tú querías que nos divirtiéramos aquí conlo que se divertían allá; la gente no ha queridodarte gusto y te entretuviste con las mojigangas

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y gansadas de los masones, que según ellosdicen, hacen mucho, y según yo veo, no hacennada...

-Sí -dijo el anciano.

-Al mismo tiempo procurabas hacer daño ala persona que más debías amar... Yo sé que siella no te hubiera despreciado como te despre-ciaba, tú habrías sido bueno, muy bueno, y tehabrías desvivido por ella...

-Sí, sí - repitió él.

-Esto es claro: Dios consiente tales cosas. Aveces dos personas buenas parece que se ponende acuerdo para hacer maldades, sin caer en lacuenta de que diciéndose dos palabras, con-cluirían por abrazarse y quererse mucho.

-Sí, sí.

-Y no me queda duda -continuó Inés derra-mando sin cesar aquel torrente de generosidad

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sobre el alma del pobre enfermo-, no me quedaduda de que te apoderaste de mí porque mequerías mucho y deseabas que te acompañara.

Santorcaz no afirmó ni negó nada.

-Lo cual me place mucho -prosiguió ella-.Has sido para mí un padre cariñoso. Declaroque eres el mejor de los hombres, que me hasamado, que eres digno de ser respetado y que-rido, como te quiero y te respeto yo, dando elejemplo a todos los que están presentes.

El revolucionario miró a su hija con inefableexpresión de agradecimiento. La religión nohubiera ganado mejor un alma.

-Muero -dijo con voz conmovida D. Luis,alargando la mano derecha a Amaranta y laizquierda a su hija- sin saber cómo me recibiráDios. Me presentaré con mi carga de culpas ycon mi carga de desgracias, tan grandes la unay la otra, que ignoro cuál será de más peso... Mi

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pecho ha respirado venganza y aborrecimientopor mucho tiempo... he creído demasiado en lasjusticias de la tierra: he desconfiado de la Pro-videncia; he querido conquistar con el terror yla violencia lo que a mi entender me pertenecía;he tenido más fe en la maldad que en la virtudde los hombres; he visto en Dios una superiori-dad irritada y tiránica, empeñada en protegerlas desigualdades del mundo; he carecido porcompleto de humildad; he sido soberbio comoSatán, y me he burlado del paraíso a que nopodía llegar; he hecho daño, conservando en elfondo de mi alma cierto interés inexplicable porla persona ofendida; he corrido tras el placer dela venganza, como corre en el desierto el se-diento tras un agua imaginaria; he vivido enperpetua cólera, despedazándome el corazóncon mis propias uñas. Mi espíritu no ha cono-cido el reposo hasta que traje a mi lado unángel de paz que me consoló con su dulzura,cuando yo la mortificaba con mi cólera. Hastaentonces no supe que existían las dos virtudes

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consoladoras del corazón, la caridad y la pa-ciencia. Que las dos llenen mi alma, que cierrenmis ojos y me lleven delante de Dios.

Diciendo esto, se desvaneció poco a poco.Parecía dormido. Las dos mujeres, arrodilladasa un lado y otro, no se movían. Creí que habíamuerto; pero acercándome, observe su respira-ción tranquila. Retireme a la sala inmediata, eInés me siguió poco después. Entre los dosconvenimos en llamar al prior de Agustinos,varón venerable, que había sido amigo muyquerido del padre de Santorcaz.

Por la mañana, después de la piadosa cere-monia espiritual, Santorcaz nos rogó que ledejásemos solo con la condesa. Largo ratohablaron a solas los dos; mas como de prontosintiéramos ruido, entramos y vimos a Ama-ranta de rodillas al pie del lecho, y a él incorpo-rado, inquieto, con todos los síntomas de undelirio atormentador. Con sus extraviados ojosmiraba a todos lados, sin vernos, atento sólo a

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los objetos imaginados con que su espíritu po-blaba la oscura estancia.

-Ya me voy - decía-, ya me voy... ¡adiós! esde día... No tiembles... esos pasos que se sientenson los de tu padre que viene con un ejército delacayos armados para matarme... No me encon-trarán... Saldré por la ventana del torreón...¡Cielo santo! han quitado la escala me arrojaréaunque muera... Dices bien, mi cuerpo, encon-trado al pie de estos muros, será tu vergüenza yla deshonra de esta casa... ¿Esperaré? ¿No quie-res que aguarde?... Ya están ahí; tu padre gol-pea la puerta y te llama... Adiós: me arrojaré alcampo... También allá abajo hay criados conpalos y escopetas. Dios nos abandona porquesomos criminales. Me ocurre una idea feliz.Estás salvada... escóndete allí... pasa a tu alco-ba. Déjame recoger estos vasos de valor, estoscandelabros de plata. Los llevaré conmigo, yprocuraré escurrirme con mi tesoro robado porla cornisa del torreón hasta llegar al techo de

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las cuadras. Adiós... saldré; abre la puerta ygrita: ¡al ladrón, al ladrón! Conocerán tu deshon-ra Dios y tu padre, si quieres revelársela; perono esa turba soez. Vieron entrar un hombre,pero ignoran quién es y a lo que vino. Almamía, ten valor; haz bien tu papel. Grita ¡alladrón, al ladrón!... Adiós... Ya salgo; me escurropor estas piedras resbaladizas y verdosas... Aúnno me han visto los de abajo. Es preciso que mevean... ¡Oh! Ya me ven los miserables con micarga de preciosidades, y todos gritan: ¡alladrón, al ladrón! ¡Qué inmensa alegría siento!Nadie sabrá nada, vida y corazón mío; nadiesabrá nada, nada...

Cayó hacia atrás, estremeciéndose ligera-mente, y su alma hundiose en el piélago sinfondo y sin orillas. Inés y yo nos acercamos conreligioso respeto al exánime cuerpo. En nuestroestupor y emoción creímos sentir el rumor delas aguas negras y eternas, agitándose al impul-so de aquel ser que había caído en ellas; pero lo

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que oíamos era la agitada respiración de lacondesa, que lloraba con amargura, sin atrever-se a alzar su frente pecadora.

-XLIII-Los que quieran saber cómo y cuándo me

casé, con otras particularidades tan preciosascomo ignoradas acerca de mi casi inalterabletranquilidad durante tantos años, lean, si paraello tienen paciencia, lo que otras lenguas me-nos cansadas que la mía narrarán en lo sucesi-vo. Yo pongo aquí punto final, con no pocogusto de mis fatigados oyentes y gran placermío por haber llegado a la más alta ocasión demi vida, cual fue el suceso de mis bodas, pri-mer fundamento de los sesenta años de tran-quilidad que he disfrutado, haciendo todo elbien posible, amado de los míos y bienquisto delos extraños. Dios me ha dado lo que da a todoscuando lo piden buscándolo, y lo buscan sin

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dejar de pedirlo. Soy hombre práctico en la vi-da y religioso en mi conciencia. La vida fue miescuela, y la desgracia mi maestra. Todo loaprendí y todo lo tuve.

Si queréis que os diga algo más (aunqueotros se encargarán de sacarme nuevamente aplaza, a pesar de mi amor a la oscuridad), sa-bed que una serie de circunstancias, difíciles deenumerar por su muchedumbre y complica-ción, hicieron que no tomase parte en el restode la guerra; pero lo más extraño es que desdemi alejamiento del servicio empecé a ascenderde tal modo que aquello era una bendición.

Habiendo recobrado el aprecio y la conside-ración de lord Wellington, recibí de este hom-bre insigne pruebas de cordial afecto, y tantome atendió y agasajó en Madrid que he vividosiempre profundamente agradecido a sus bon-dades. Uno de los días más felices de mi vidafue aquel en que supimos que el duque de Ciu-

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dad-Rodrigo había ganado la batalla de Water-loo.

Obtuve poco después de los Arapiles el gra-do de teniente coronel. Pero mi suegra, con eltalismán de su jamás interrumpida correspon-dencia, me hizo coronel, luego brigadier, y aúnno me había repuesto del susto, cuando unamañana me encontré hecho general.

-Basta -exclamé con indignación después deleer mi hoja de servicios-. Si no pongo remedio,serán capaces de hacerme capitán general sinmérito alguno.

Y pedí mi retiro.

Mi suegra seguía escribiendo para aumentarpor diversos modos nuestro bienestar, y conesto y un trabajo incesante, y el orden admira-ble que mi mujer estableció en mi casa (porquemi mujer tenía la manía del orden como misuegra la de las cartas) adquirí lo que llamaban

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los antiguos aurea mediocritas; viví y vivo conholgura, casi fui y soy rico, tuve y tengo unejército brillante de descendientes entre hijos,nietos y biznietos.

Adiós, mis queridos amigos. No me atrevo adeciros que me imitéis, porque sería inmodes-tia; pero si sois jóvenes, si os halláis posterga-dos por la fortuna, si encontráis ante vuestrosojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas,y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manosvigorosas; si os halláis imposibilitados pararealizar en el mundo los generosos impulsosdel pensamiento y las leyes del corazón, acor-daos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lotuvo todo.

Febrero-Marzo de 1875.

FIN DE «LA BATALLA DE LOS ARAPILES» YDE LA PRIMERA SERIE DE LOS EPISODIOS NA-

CIONALES.