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Episodios Nacionales Bailén Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesBailén

Benito Pérez Galdós

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I--Me hacen Vds. reír con su sencilla ignoran-

cia respecto al hombre más grande y más pode-roso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yoquién es Napoleón!, yo que le he visto, que lehe hablado, que le he servido, que tengo aquíen el brazo derecho la señal de las herradurasde su caballo, cuando... Fue en la batalla deAusterlitz: él subía a todo escape la loma dePratzen, después de haber mandado destruir acañonazos el hielo de los pantanos donde pere-cieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yoque estaba en el 17 de línea, de la división deVandamme, yacía en tierra gravemente heridoen la cabeza. De veras creí que había llegado miúltima hora. Pues como digo, al pasar él contodo su estado mayor y la infantería de laguardia, las patas de su caballo me magullaronel brazo en tales términos que todavía me due-le. Sin embargo, tan grande era nuestro entu-

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siasmo en aquel célebre día que incorporándo-me como pude, grité: «¡Viva el Emperador!».

Decía estas palabras un hombre para mídesconocido, como de cuarenta años, no malca-rado, antes bien con rasgos y expresión de cier-ta hermosura ajada aunque no destruida por lafatiga o los vicios; alto de cuerpo, de miradaviva y sonrisa entre melancólica y truhanesca,como la de persona muy corrida en las cosasdel mundo y especialmente en las luchas de esevivir al par holgazán y trabajoso, a que condu-cen juntamente la sobra de imaginación y lafalta de dinero; persona de ademanes francos ydesenvueltos, de hablar facilísimo, lo mismo enlas bromas que en las veras; individuo cuyapersonalidad tenía acabado complemento en eldesaliño casi elegante de su traje, más viejo quenuevo, y no menos descosido que roto, aunquetodo esto se echaba poco de ver, gracias a ladisimuladora aguja que había corregido así las

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rozaduras del chupetín como la ortografía delas medias.

Estas eran, si mal no recuerdo, negras, y elpantalón de color de clavo pasado. Llevabacorto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambassienes, sin polvo alguno, como no fuera el delcamino: su casaca oscura y de un corte no muyusual entre nosotros, su chaleco ombliguero,forma un poco extranjera también, y su corbatainformemente escarolada, le hacían pasar comonacido fuera de España aunque era español.Mas por otra circunstancia distinta de las sin-gularidades de su vestir, causaba sorpresa lapersona de quien me ocupo, y este es un capi-talísimo punto que no debo pasar en silencio.Aquel hombre tenía bigote. Esto fue, ¿a quénegarlo?, lo que más que otra cosa alguna,llamó mi atención cuando le vi inclinado sobrela mesa, comiendo ávidamente en descomunalescudilla unas al modo de sopas, puches o nosé qué endemoniado manjar, mientras ameni-

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zaba la cena, contando entre cucharada y cu-charada las proezas de Napoleón I. Dos perso-nas, ambas de edad avanzada y de distintosexo, componían su auditorio: el varón, quedesde luego me pareció un viejo militar retira-do del servicio, oía con fruncido ceño y tacitur-namente los encomios del invasor de España;pero la señora anciana, más despabilada y lo-cuaz que su consorte, contestaba e interrumpíaal panegirista con cierto desenfado tan chistosocomo impertinente.

-Por Dios, Sr. de Santorcaz -decía la vieja-,no grite Vd. ni hable tales cosas donde le pue-dan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemosde antes, no nos espantamos de sus extrava-gancias; pero ¡ay!, la vecindad de esta casa esmuy entrometida, muy enredadora, y toda ellano se ocupa más que de chismes y trampanto-jos. Como que ayer las niñas de la bordadora enfino, que vive en el cuarto núm. 8, llegaron pa-sito a pasito a nuestra puerta para oír lo que

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Vd. decía cuando nos contaba con desaforadosgritos lo que pasó allá en las Asturias en la ba-talla de Pirrinclum, o no sé qué... pues esos en-revesados nombres no se han hecho para milengua... Esta mañana, cuando Vd. entró de lacalle, la comadre del núm. 3 y la mujer del la-ñador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón queestá en casa del Gran Capitán. Apuesto a que esespía de la canalla, para ver lo que se dice enesta casa y contarlo a sus mercedes». El mejordía nos van a dar que sentir, porque como diceVd. esas cosas y tiene esos modos, y hace ascosde la comida cuando tiene azafrán, y siempresaca lo que ha visto en las tierras de allá, le tra-en entre ojos, y sabe Dios... Como aquí estántan rabiosos con lo del día 2...

-Ya se aplacarán los humos de esta buenagente -dijo Santorcaz, apartando de sí escudillay cuchara-. Cuando se organicen bien los cuer-pos de ejército y venga el Emperador en perso-na a dirigir la guerra, España no podrá menos

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de someterse, y esto que es la pura verdad lodigo aquí para entre los tres, de modo que no looigan nuestras camisas.

-España no se somete, no señor, no se some-te -exclamó de improviso el anciano quebran-tando el voto de su antes silenciosa prudencia,y levantándose de la silla para expresar confrases y gestos más desembarazados los senti-mientos de su alma patriota-. España no se so-mete, Sr. D. Luis de Santorcaz, porque aquí nosomos como esos cobardes prusianos y austria-cos de que Vd. nos habla. España echará a losfranceses, aunque los manden todos los empe-radores nacidos y por nacer, porque si Franciatiene a Napoleón, España tiene a Santiago, quees además de general un santo del cielo. ¿CreeVd. que no entiendo de batallas? Pues sí: soyperro viejo, y callos tengo en los oídos de tantoescuchar el redoblar de los tambores y los tirosde cañón.

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-No te sofoques, Santiago -dijo apaciblemen-te la anciana-, que ya andas en los tres duros ymedio y aunque yo creo como tú que Españano bajará la cabeza, no es cosa de que te dé elreuma en la cara por lo que hable este malacabeza de Santorcaz.

-Pues lo digo y lo repito -añadió el viejo sol-dado-. Venir a hablarme a mí de cuerpos deejército, y de brigadas de caballería y de cua-dros...

-¿En qué batallas se ha encontrado Vd.?-preguntó con sonrisa burlona Santorcaz.

-¡Que en qué batallas me encontré! -exclamóD. Santiago Fernández cuadrándose ante suinterpelante y mirándole con el desprecio pro-pio de los grandes genios al ver puesta en dudasu superioridad-. ¿Pues no sabe todo el mundoque fui asistente del señor marqués de Sarriá elaño 1762 cuando aquella famosa campaña dePortugal, que fue la más terrible y hábil y es-

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tratégica que ha habido en el mundo, así comotambién digo que después de Alejandro el Ma-cedonio no ha nacido otro marqués de Sarriá?...¡Qué cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar enqué acciones me he encontrado! Aquella fueuna gran campaña, sí señor; entramos en Por-tugal, y aunque al poco tiempo tuvimos quevolvernos, porque el inglés se nos puso pordelante, se dieron unas batallas... ¡qué batalli-tas, mi Dios! Yo era asistente del señor mar-qués, y todas las mañanas le hacía los rizos y leempolvaba la peluca, de tal modo que la cabezade nuestro general parecía un sol. Él me decía:«Santiago, ten cuidado de que los rizos vayanparejos, y que uno de otro no discrepen ni elcanto de un duro, porque no hay nada que ate-rre tanto al enemigo como la conveniencia ybuen parecer de nuestras personas». ¡Y cuántole querían los soldados! Como que en todaaquella guerra apenas murieron tres o cuatro.

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Santorcaz al oír esto se desternillaba de risa,haciendo subir de punto con sus irreverentesmanifestaciones el enfado de D. SantiagoFernández, el cual, dando una fuerte puñada enla mesa, continuó así:

-¿Qué valen todos los generales de hoy, nilos emperadores todos, comparados con elmarqués de Sarriá? El marqués de Sarriá erapartidario de la táctica prusiana, que consisteen estarse quieto esperando a que venga elenemigo muy desaforadamente, con lo cualeste se cansa pronto y se le remata luego en undos por tres. En la primera batalla que dimoscon los aldeanos portugueses, todos echaron acorrer en cuanto nos vieron, y el general mandóa la caballería que se apoderara de un hato decarneros, lo cual se verificó sin efusión de san-gre.

-No, no ha habido en el mundo batallas co-mo esas, Sr. D. Santiago -dijo Santorcaz mode-rando su risa-; y si Vd. me las cuenta todas,

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confesaré que las que yo he visto son juegos dechicos. Y como desde aquella fecha ha conser-vado Vd. los hábitos de campaña, y gusta tantode conversar sobre el tema de la guerra, losvecinos le llaman el Gran Capitán.

-Ese es un mote, y a mí no me gustan motes-dijo doña Gregoria, que así se llamaba la mujerdel valiente expedicionario de Portugal-.Cuando nos mudamos aquí, y dieron los veci-nos en llamarte Gran Capitán, bien te dije quealzaras la mano y regalaras un bofetón al pri-mero que en tus propias barbas te dijera talinsolencia; pero tú con tu santa pachorra, envez de llenarte de coraje se te caía la baba siem-pre que los chicos te saludaban con el apodo, yahora Gran Capitán eres y Gran Capitán seráspor los siglos de los siglos.

-Yo no me paro en pequeñeces -dijo D. San-tiago Fernández-, y aunque tolero un apodohonroso, no consiento que nadie se burle de mí.A fe, a fe, que cuando uno ha servido en las

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milicias del Rey por espacio de veinte años,cuando uno ha estado en la campaña de Portu-gal, cuando uno ha tenido también el honor deencontrarse en la expedición de Argel quemandó el Sr. D. Alejandro O'Reilly en 1774;cuando después de tan gloriosas jornadas se lehan podrido a uno las nalgas sentado en la por-tería de la oficina del Detall y cuenta y razóndel arma de artillería, viendo entrar y salir a losseñores oficiales, y haciéndoles un recadito hoyy otro mañana, bien se puede alzar la cabeza ydecir una palabra sobre cosas militares.

-Eso mismo digo yo -indicó doña Gregoria-.Bien saben todos que tú no eres ningún rana, yque has escupido en corro con guardias deCorps y walonas y generales de aquellos quehabía antes, tan valientes que sólo con mirar alenemigo le hacían correr.

-Y no se trate -prosiguió el Gran Capitán- deembobarnos con cuentos de brujas como losque desembucha el Sr. de Santorcaz. A las niñas

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del lañador y a doña Melchora, la que borda enfino, les puede trastornar el seso este caballerocontándoles esas batallas fabulosas de prusia-nos y rusos, con lo de que si el Emperador fuepor aquí o vino por allí. Hombres como yo nose tragan bolas tan terribles, ni ha estado unoveinte años mordiendo el cartucho y peinandolos rizos del señor marqués de Sarriá, para darcrédito a tales novelas de caballerías. Conque¿cómo fue aquello? -añadió en tono de mofa ysentándose junto a Santorcaz-. Dijo Vd. quecuatro mil franceses atacaron a la bayoneta adiez mil rusos y los hicieron caer en un pantanodonde se ahogaron la mitad. Pues ¡y lo de querompieron el hielo a cañonazos para que sehundieran los enemigos que estaban encima!...¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero hombrede Dios, si andaban por sobre el hielo se resba-larían y... pobres nalgas del Emperador... digo,de los tres emperadores, pues ahí dice Vd. queeran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria, que esaprovechada la familia?

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El Gran Capitán hizo reír a su digna esposacon estos chistes, hijos de su inexperta fatuidad,y ambos celebraron recíprocamente sus ocu-rrencias.

-Si es novela de caballerías lo que he contado-dijo Santorcaz-, pronto lo hemos de ver en Es-paña, porque pasan de cien mil los Esplandia-nes que andan desparramados por ahí espe-rando que su amo y señor les mande empezarla función.

-¡Los asesinos de Madrid! -exclamó el GranCapitán inflamándose en patriótico ardor-. ¿Ycree Vd. que les tenemos miedo? ¡Santa Maríade la Cabeza! Ya veo que están fortificando elRetiro, y que no permiten que vuele una moscaalrededor de sus señorías; pero ya hablaremos.Esto es ahora, porque estamos sin tropa; pero¿sabe Vd. lo que se va a formar en Andalucía?,un ejército. ¿Y en Valencia?, otro ejército. Y enGalicia y en Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuán-tos españoles hay en España, Sr. de Santorcaz?

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Pues ponga Vd. en el tablero tantos soldadoscomo hombres somos aquí, y veremos. ¿A queno sabe Vd. lo que me ha dicho hoy el porterode la secretaría de la Guerra? Pues me ha dichoque mi pueblo ha declarado la guerra a Napo-león. ¿Qué tal?

-¿Cuál es el pueblo de Vd.?

-Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier cosa,pues bien se pueden juntar allí hasta cien hom-bres como castillos, no como esos rusos de alfe-ñique de que Vd. habla, sino tan fieros, quedespacharán un regimiento francés como quiensorbe un huevo.

-Pues una mujer que ha venido hoy de lasierra -dijo doña Gregoria-, me ha contado quetambién mi pueblo va a declarar la guerra a eseladrón de caminos, sí, Sr. de Santorcaz, mi pue-blo, Navalagamella. Y allí no se andarán conjuegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblosque Vd. nombra, las Austrias y las Prusias fue-

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ran como Navalagamella, la canalla no loshubiera vencido, y se conoce que todos los aus-triacos y prusiacos son gente de mucha facha ynada más.

-No se dice prusiacos, sino prusianos -indicóenfáticamente a su esposa el Gran Capitán.

-Bien, hombre; los rusos y los prusos, lomismo da. Lo que digo es que si Valdesogo deAbajo y Navalagamella, que son dos puebloscomo dos lentejas comparados con la grandezade todo el Reino, se ponen en ese pie, los demáslugares y ciudades harán lo mismo, y entonces,áteme esa mosca el Sr. de Santorcaz. No, noquedará un francés para contarlo, y la quehicieron aquí a primeros del mes, la pagaránmuy cara. ¿Hase visto alguna vez bribonadasemejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos pobre-citos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a ino-centes doncellas y a infelices muchachos comoel que está en esa cama! ¡Ay! Vd. no vio aque-llo, Sr. de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres

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días después; ¡pero si Vd. lo hubiera visto! Poresta calle del Barquillo pasaron esas fieras, ycomo les arrojaron algunos ladrillos desde losandamios de la casa que se está fabricando enla esquina, mataron a una pobre mujer que pa-saba con un niño en brazos. Al ver esto, todaslas vecinas de la casa que estábamos en los bal-cones, empezamos a tirarles cuanto teníamos.Una les echaba una cazuela de agua hirviendo,otra la sartén con el aceite frito; yo cogí el pu-chero que había empezado a cocer, y sin pen-sarlo dije allá va, y aunque aquel día nos que-damos sin comer, no me pesó, no señor. Des-pués entre Juanita la lañadora, las niñas de allado y yo, cogimos una cómoda y echándola ala calle aplastamos a uno. Querían subir a ma-tarnos; pero ¡quia! Todo facha, nada más quefacha. Más de cuarenta mujeres nos apostamosen la escalera, unas con tenedores, otras contenacillas, estas con asadores, aquella con unberbiquí, estotra con una vara de apalear lana.Si llegan a subir les hacemos pedazos. Mi mari-

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do tomó aquella lanza vieja que tiene allí desdelas tan famosas guerras, y poniéndose delantede nosotras en la escalera nos arengó, y dispusocómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan asubir esos perros! Yo era la más vieja de todas,y la más valiente aunque me esté mal el decirlo.Mi marido quería salir a la calle al frente detodas nosotras; pero le convencimos de queesto era una locura. Con su carga de setenta a laespalda, él hubiera partido de un lanzazo acuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ayqué día! Cuando nos retiramos cada una anuestro cuarto, en toda la casa no se oía másque «¡viva el Gran Capitán!».

-¡Qué día! -exclamó melancólicamenteFernández, disimulando el legítimo orgullo queel recuerdo de sus proezas le causara-. A eso delas ocho de la mañana vi salir de la oficina alcapitán D. Luis Daoíz. El día anterior me habíamandado por unas botas a la zapatería de lacalle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa

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en la calle de la Ternera, y cuando volví des-pués de hacer el mandado, viendo que habíacumplido con la puntualidad y el esmero queson en mí peculiar, me dio dos reales, queguardo en este pañuelo como memoria dehombre tan valiente.

Diciendo esto, trajo un pañuelo y desdo-blando una de las puntas despaciosamente, ycomo si se tratara de la más vulnerable y santareliquia, sacó una moneda de plata que pusoante la vista de Santorcaz sin permitirle que latocara.

-Esto me dio -añadió enjugando con elmismísimo pañuelo las lágrimas que de impro-viso corrieron de sus ojos-; esto me dio con suspropias manos aquel que vivirá en la memoriade los españoles mientras haya españoles en elmundo. Yo estaba barriendo la oficina cuandoentró D. Pedro Velarde buscándole y le dije:«Mi capitán, hace un rato que salió con D. Ja-cinto Ruiz». Después D. Pedro entró y estuvo

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disputando con el coronel: al cabo de un cuartode hora volvió a pasar por delante de mí. Quiénme había de decir...

El Gran Capitán no pudo continuar, porquela pena ahogaba su voz; doña Gregoria se llevótambién la punta del delantal sucesivamente asus dos ojos, y Santorcaz más serio y grave queantes respetaba el dolor de sus dos amigos.

-Me han asegurado -dijo después de unapausa-, que ese D. Pedro Velarde iba a comertodos los días en casa de Murat. ¿Es que simpa-tizaba con los franceses?

-No, no; y quien lo dijere miente -exclamódon Santiago, dejando caer de plano sobre lamesa sus dos pesadísimas manos-. D. PedroVelarde pasaba por un oficial muy entendidoen el arma, y como fue de los que el Rey envió aSomosierra a recibir al melenudo, este le trató,supo conocer sus buenas dotes y quiso atraérse-lo. ¡Bonito genio tenía D. Pedro Velarde para

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andarse con mieles! Le convidaban a comer,obsequiábanle mucho; pero bien sabían todosque si nuestro capitán pisaba las alfombras deaquel palacio era para conocer más de cerca a lacanalla, como él mismo decía.

-Él y sus compañeros de Monteleón -dijoSantorcaz-, demostraron un valor tanto másadmirable, cuanto que es completamente inútil.Aquí están ciegos y locos. Creen que es posibleluchar ventajosamente contra las tropas másaguerridas del mundo, sin otros elementos queun ejército escaso, mal instruido, y esas nubesde paisanos que quieren armarse en todos lospueblos. La obstinación ridícula de esta gentehará que sean más dolorosos los sacrificios, y elnúmero de víctimas mucho más grande, sinque puedan vanagloriarse al morir de habercomprado con su sangre la independencia de lapatria. España sucumbirá, como han sucumbi-do Austria y Prusia, Naciones poderosas que

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contaban con buenos ejércitos y Reyes muyvalientes.

-¡Esos países no tienen vergüenza! -exclamócon furor D. Santiago Fernández, levantándoseotra vez de su asiento-. En Austria y Prusiahabrá lo que Vd. quiera; pero no hay un Valde-sogo de Abajo, ni un Navalagamella.

Discretísimo lector: no te rías de esta presun-tuosa afirmación del Gran Capitán, porque bajosu aparente simpleza encierra una profundaverdad histórica.

Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el aca-loramiento de su amigo, cuyas patrióticas opi-niones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:

-Aquí somos de otra manera, Sr. de Santor-caz. Usted viviendo por allá tanto tiempo, se hahecho ya muy extranjero y no comprende cómose toman aquí las cosas.

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-Por lo mismo que he estado fuera tantotiempo, tengo motivos para saber lo que digo.He servido algunos años en el ejército francés;conozco lo que es Napoleón para la guerra, y loque son capaces de hacer sus soldados y susgenerales. Cien mil de aquellos han entrado enEspaña al mando de los jefes más queridos delEmperador. ¿Saben Vds. quién es Lefebvre?Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben Vds.quién es Pedro Dupont de l'Etang? Pues es elhéroe de Friedland. ¿Conocen Vds. al duque deIstria? Pues es quien principalmente decidió lavictoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de JoaquínMurat? Pues es el gran soldado de las Pirámi-des, y el que mandó la caballería en Marengo...

-No, no le nombre Vd. -dijo doña Gregoria-,porque si todos los demás son como ese de lasmelenas, buena gavilla de perdidos ha metidoNapoleón en España.

-Sr. de Santorcaz -añadió con grave come-dimiento el Gran Capitán-, ya sabe Vd. que un

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hombre como yo, testigo de cien combates, nose traga ruedas de molino, y todas esas heroici-dades del general Pitos y del general Flautas lasvamos a ver de manifiesto ahora, sí señor. Ysupongo que Vd. habrá venido para ponerse departe de ellos, pues quien tanto les alaba y ad-mira, es natural que les ayude.

-No -repuso Santorcaz-; yo he vuelto a Es-paña para un asunto de intereses, y dentro deunos días partiré para Andalucía. Cuando arre-gle mi negocio, me volveré a Francia.

-¡Qué mal hombre es Vd.! -exclamó doñaGregoria-. Y su pobre padre, y toda la familiallorando su ausencia, y muertos de pena sinpoder traer al buen camino a este calaverillaque durante quince años y desde aquella famo-sa aventura... Pero chitón -añadió volviendo lacara hacia mí-; me parece que el chico se hadespertado y nos está oyendo.

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-II-Los tres me miraron y yo observé claramente

cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todosin mezcla de vagas imágenes, ni mentirosasvisiones. Hallábame en una cama, de cuyodurísimo colchón daban fe las mortificacionesde mis huesos y la instintiva tendencia de micuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras unode mis brazos, fuertemente vendado se negabaa prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido comosi no me perteneciera. Asimismo rodeaba micabeza complicado turbante de trapos que olíana ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuadocuerpo sentía por aquí y por allí terribles pica-zones. El lecho en que yacía tan incómodamen-te ocupaba el rincón del cuarto, el cual era deordinarias dimensiones, con blancos muros ysuelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja yacribillada estera de esparto. Algunas láminasde santos, a quienes el artista grabador habíadado nuevo martirio en sus impíos troqueles,

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adornaban la desnuda pared, en uno de cuyostesteros ostentaba su temerosa longitud la lanzadel Gran Capitán. En el centro de la piezahallábase la mesa, que sostenía un candil decuatro mecheros, y junto a ella sentados ensendas sillas de cuero, que lastimosamentegemían al menor movimiento, estaban los trespersonajes cuya conversación hirió mis oídoscuando volví de un largo paroxismo.

Todos fijaron en mí la atención, y doña Gre-goria, acercándose maternalmente a mi cama,me habló así:

-¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes?¿Puedes hablar? Pobrecito: ya se te ha quitadola terrible calentura, y el Santo Ángel de tuGuarda ha conseguido del Padre Eterno que teotorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Nosves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿En-tiendes lo que decimos? Debes de estar bien,porque ya no dices desatinos, ni quieres echartede la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas

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a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la doñaInés, que te traían trastornado el juicio. Estásbien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobreniño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiereque te veamos en tu ser natural, sano y comple-to y cuerdo, tal y como estabas, antes de queaquellos caribes...?

-Y en verdad, no sé cómo ha escapado el in-feliz -dijo Fernández a Santorcaz-. Tres balazostenía en su cuerpecito: uno en la cabeza el cualno es más que una rozadura, otro en el brazoizquierdo, que no le dejará manco, y el terceroen un costado, y en parte sensible, tanto que sino le hubieran sacado la bala, no le veríamosahora tan despiertillo.

Aquellas bondadosas personas me instaronpara que hablase, mostrándoles que mi razón,como mi cuerpo, se había repuesto de la tre-menda crisis a que estuviera sujeta. Tambiénacudió con cariñosa solicitud a darme alimentola ejemplar doña Gregoria, y tomado aquel ávi-

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damente por mí, me sentí muy bien. ¿Habíaresucitado o había nacido en aquella noche?

-Ahora, chiquillo, estate tranquilo -continuódoña Gregoria sentándose a mi lado-. ¡Cuántose va a alegrar el Sr. Juan de Dios cuando tevea!

-¡Cómo! -exclamé con la mayor sorpresa-.¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde estoy?¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?

-¡Otra vez Inés! Este joven no está todavíabueno. Dejémonos de Ineses y a descansar.

Santorcaz se llegó a mí, y mostrándomealgún interés, me dijo:

-¡Pobrecito!, ¡con que te fusilaron! El granduque de Berg es hombre terrible y sabe sentarla mano. Dicen que mataste más de veinte fran-ceses. Ya me contarás tus hazañas, picarón. Ydi, ¿tienes ánimos de volver a hacer de las tu-

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yas? Me parece que no... porque habrás vistoque esa gente gasta unas bromas un poco pesa-das.

Dicho esto, Santorcaz, tomando su capa, semarchó.

La sensación que yo experimentaba al vermeallí, tornado nuevamente y de improviso, segúnmi entender, a la vida; en presencia de personasdesconocidas y volviendo sin cesar al pasadomi pensamiento recién salido de una sombraprofunda; las impresiones de mi alma, a quienel repentino despertar después de un largo en-tumecimiento había dado cierta actividad an-siosa, fueron causa de que no pudiera estartranquilo como me rogaban el Gran Capitán ysu mujer. Hacíales mil preguntas diversas, conla curiosidad del que volviendo al mundo des-pués de un siglo de muerte real, deseara cono-cer en un instante cuanto ha pasado en el pla-neta durante su ausencia. A todo contestabanque me estuviese quieto y sin cuidarme de na-

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da, para que no me repitiesen los accesos defiebre; pero no pude conseguir este objeto, y sidescansé un poco, procurando poner a un ladomis terribles recuerdos y apartar de la vista lassiniestras figuras que se habían hecho compa-ñeras inseparables de mi espíritu, poco des-pués, cuando, ya avanzada la noche, llegó Juande Dios, me sentí tan vivamente inquieto alverle, que a no impedírmelo mi debilidad,habría saltado del lecho para correr hacia él,arrastrado por un odio terrible y una curiosi-dad más fuerte aún que el odio. El antiguomancebo de D. Mauro Requejo estaba tan de-macrado, tan excesivamente amarillo y mustio,que parecía haber vivido diez años de penas enel trascurso de algunos días. Sus ojos encendi-dos conservaban huellas de recientes lágrimas,y su desmadejado cuerpo se movía con pesa-dez, como si le fatigara su propio peso. Arrojo-se en una silla junto a mi cama, cuando los dosancianos se retiraban a su aposento, y me hablóasí:

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-Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has recobrado eljuicio? ¿Entiendes lo que se te dice?

-¿Dónde está Inés? -le pregunté con ansie-dad.

-¡Oh, desgraciado de mí! -exclamó ocultandoel rostro entre las manos-. Tú estás enfermotodavía, y si te doy la noticia... ¿Que dónde estáInés? Espántate, Gabriel, porque no lo sé. Yoestoy loco, yo estoy imbécil. Llevo quince díasde dolores que a nada son comparables. Laslágrimas que he derramado podrían agujeraruna peña. Ahora mismo... ¿de dónde crees quevengo? Pues vengo de la bóveda de San Ginés,adonde voy todas las noches a mortificarme elcuerpo con disciplinazos, por ver si Dios seapiada de mí y me devuelve lo que me quitó,sin duda en castigo de mis grandes pecados.

Después de enjugar sus lágrimas y sonarsecon estrépito, continuó así:

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-Yo saqué a Inés de la huerta del PríncipePío. ¡Ay!, si no te salvaste también tú, fue por-que no pude, que bien lo intenté; te juro que lointenté. Inés se desmayó, y no pudiendo traerlaaquí, por ser esto muy lejos, Lobo me indujo allevarla a casa de unas que él llamaba honradí-simas señoras, donde permanecería hasta tantoque fuera posible traerla aquí para casarme conella... ¡Oh, infame legista, miserable enredador,tramposo y falsario! Inés me abofeteó, Gabriel,al verse en aquella casa, y me clavó en las meji-llas sus deditos. No puedes formarte idea de laspalabras tiernas que le dije para que se calmara,pero nada podía consolarla de que no os hubie-rais salvado también tú y el buen sacerdote. Envano le dije que sería mi mujer; en vano le dijeque la adoraba con profundísimo amor; tam-bién le mostré mi dinero, prometiéndole gastaruna buena parte en huir para siempre de Ma-drid y de España si así lo deseaba. ¡Infeliz demí!, a estas irrecusables pruebas de mi cariño,sólo contestaba llamándome bestia y ordenán-

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dome que se le quitara de delante... A cada ins-tante te llamaba, y luego se deshacía en lágri-mas, y quería después arrojarse fuera de la casapara volver a la Montaña. A pesar de esto yoera feliz, porque la tenía en mis brazos, apartá-bale de la frente los desordenados cabellos, ycon mi pañuelo limpiaba sus lágrimas divinas,con las cuales se refrescarían, si las bebieran, loscondenados del infierno... El pérfido Lobo no seapartaba de allí, y desde luego me parecieronsospechosos el esmero y solicitud con que laatendía. Inés no cesaba un momento de gemir,y tanto a mi compañero como a mí nos mostra-ba mucha repugnancia, ordenándonos que ladejáramos sola, porque no quería vernos, y quela matáramos, porque no quería vivir. Su de-sesperación llegó a tal punto que no la podía-mos contener, y se nos escapaba de entre losbrazos, diciendo que pues no le era posible sal-varos la vida, quería ir a daros a entrambossepultura. Por último, a fuerza de ruegos lo-gramos calmarla un poco, prometiéndole yo

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acudir al lugar del suplicio a cumplir tan tristeobligación. Cuando esto le dije, me miró contanta ternura, y después me lo ordenó de unmodo tan persuasivo, tan elocuente, que novacilé un instante en hacer lo prometido y salídejándola al cuidado de Lobo. ¡Nunca tal hicie-ra y maldito sea el instante en que me separé deaquel tesoro de mi vida, de aquel imán de miespíritu! Gabriel, corrí a la Moncloa, me acer-qué a los grupos en que eran reconocidos loscadáveres, y anduve de un lado para otro espe-rando encontrarte entre aquellos que, abando-nados hasta en tan triste ocasión, no teníanquien formara a su alrededor concierto de llan-tos y exclamaciones... Al fin encontré al sacer-dote; pero tú no estabas a su lado, pues unasmujeres compasivas, habiendo notado quevivías, te habían llevado a un paraje próximopara prodigarte algunos cuidados. Grande fuemi alegría cuando te vi abrir los ojos, cuando teoí pronunciar algunas frases oscuras, y observéque tus heridas no parecían de mucha grave-

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dad; así es que en cuanto dimos sepultura a tubuen amigo, me ocupé de los medios de traertea mi casa. Rogué a aquellas mujeres que te cui-daran un momento más, mientras yo volvía conuna camilla, y al salir de la huerta, me regocija-ba con la idea de participar a Inés que estabasvivo. «¡Cuánto se va a alegrar la pobrecita!»decía para mí, y yo me alegraba también, por-que había comprendido por sus palabras queaquella flor de Jericó te apreciaba bastante ¿noes verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras sido nues-tro criado, tú nos hubieras servido fielmente,¿no es verdad?... Pues bien, hijo, como te ibadiciendo, corrí desalado a comunicarle la feliznueva de tu salvación, y cuando entré en lacasa donde la había dejado, Inés ya no estabaallí. Aquellas señoras desconocidas dijéronmeque Lobo se había llevado a la muchacha, ycomo yo les manifestara mi extrañeza e indig-nación, llamáronme estúpido y me arrojaron desu casa. Volé a la de ese miserable ladrón; masno le pude ver ni en todo aquel día ni en los

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siguientes. Figúrate mi desesperación, mi agon-ía, mi locura; yo no sé cómo no entregué el al-ma a Dios en aquellos días, porque además demi gran pena, me consumía una fuerte calentu-ra, a consecuencia de la herida de esta mano,pues bien viste que perdí dedo y medio en lacalle de San José... ¿Crees que me curaba? Nipor pienso. Después que el boticario de la Pal-ma Alta me vendó la mano, no volví a acor-darme de tal cosa, y no digo yo dedo y medio,¡sino los cinco de cada mano me hubiera yoarrancado con los dientes, con tal de hallar a miidolatrada Inés, a aquella rosa temprana, aaquel jazmín de Alejandría! Durante este tiem-po no me olvidé de ti, pues el mismo día 3 tehice conducir a esta casa, que es la mía, en lacual has permanecido hasta hoy, y donde, gra-cias a los cuidados de tan buena gente, has re-cobrado la salud.

-¿Pero Lobo ha desaparecido también? -pregunté con afanoso interés-. Si no ha desapa-

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recido, ¿no puede obligársele a decir qué hahecho de Inés?

-Al cabo de diez días lo encontré al fin en sucasa. ¿Sabes tú lo que me dijo el muy embuste-ro? Pues verás. Después de reírse de mí,llamándome bobo y mentecato, me dijo que nopensara en volver a ver a Inés, porque la habíaentregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tienepadres?» le dije. Y él me contestó: «Sí, y sonpersonas de las principales de España, por locual he creído de mi deber entregarles la infelizmuchacha, desde tanto tiempo condenada avivir fuera de su rango y entre personas de in-ferior condición». Me quedé atónito; pero alpunto comprendí que esto era invención deaquel inicuo tramposo embaucador, y en micólera le dije las más atroces insolencias quehan salido de estos labios... ¿No crees tú comoyo que lo de entregarla a sus desconocidos pa-dres es pura fábula de Lobo, para ocultar así sucrimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto

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como yo? ¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendráese monstruo? ¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay!Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid, hepasado noches enteras junto a la casa de la callede la Sal examinando quién entraba y quiénsalía; he dado dinero a los criados, aguadores,lavanderas, a los escribientes del licenciado, acuantas personas visitaban la casa; pero nadieme ha sabido dar razón: nadie, nadie. ¿Es estopara desesperarse? ¿Es esto para morirse depena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para sacarladel poder de sus tíos, cometer grandes pecados,y exponer uno su alma a las horribles penas delinfierno, para ver desvanecida como el humoaquella esperanza encantadora, aquella soñadadicha y suprema felicidad!... ¿Será castigo deDios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así?¿Apruebas lo que estoy haciendo ahora, que esrezar mucho y pedir a Dios que me perdone, oque me devuelva a Inés, aunque no me perdo-ne? ¿Crees tú que concurriendo a la bóveda deSan Ginés con gran constancia y devoción,

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podré alcanzar de Dios alguna misericordia?¡Ay! Si las lágrimas que he derramado hubiesencaído todas en el corazón de ese infame Lobo,habríanle atravesado de parte a parte haciendoel efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Quées de ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienesingenio, y Dios ha querido que recobres tu pre-ciosa vida para que desbarates los inicuos pla-nes de ese monstruo, y devuelvas a Inés su li-bertad, así como a mí la paz del alma que heperdido quizás para siempre.

Así habló el afligido hortera, y oyéndole nopude menos de compadecerle por los tormen-tos de su alma tan apasionada como inocente.No se cansó de hablar hasta muy avanzada lanoche, siempre sobre el mismo tema y coniguales demostraciones dolorosas. Al fin, suvoz se perdió para mí en el vacío de un silencioprofundo, porque me quedé dormido, cediendomi atención y curiosidad a la fatiga y flaquezade ánimo que me consumían aún.

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-III-A la mañana siguiente la primera persona

que vieron mis ojos fue doña Gregoria, a quienya había empezado a tomar cariño, pues tanpropio de la caridad es inspirarlo en pocotiempo. La mujer del Gran Capitán limpiaba lasala, procurando mover los trastos lentamentepara no hacer ruido, cuando desperté, y al pun-to lo dejó todo para correr a mi lado.

-Esa cara está respirando salud -me dijo-.Veremos lo que dice hoy D. Pedro Nolascocuando te vea.

-¿Y quién es ese D. Pedro Nolasco? -pregunté sospechando fuera el citado varónalgún médico afamado de la vecindad.

-¿Quién ha de ser, hijo? El albéitar, que viveen el cuarto número 14. Aquí no gastamosmédico, porque es bocado de príncipes. Ycuando Fernández padece del reuma, le ve D.

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Pedro Nolasco, que es un gran doctor. A él de-bes la vida, chiquillo, y él te sacó del costado labala; que si no, a estas horas estarías en el otromundo.

Oído esto, le hice varias preguntas acerca desu condición y la calidad de la casa, a las quesatisfizo bondadosamente diciendo que su es-poso era portero en una oficina del ramo de laGuerra, y que con su sueldo, y lo que el Sr. Juande Dios les daba por su modesto pupilaje, pa-saban la vida pobres y contentos.

-Esta no es casa de huéspedes, porque noso-tros no queremos barullo -añadió-, pero hacemucho tiempo que conocemos al Sr. de Arroizy por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcazque has visto anoche y que no ha de tardar envenir, es un joven a quien conocimos en Alcalá,cuando estábamos allí establecidos, y él corríala tuna en aquella célebre Universidad. Ha sidomuy calavera, y sus padres no le han vuelto aver desde que se marchó a Francia hace quince

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años, huyendo de una persecución muy mere-cida, a consecuencia de sus barrabasadas y vi-ciosas costumbres. ¡Desgraciado joven! Allá hasido soldado, y cuando nos cuenta sus trabajosy penalidades nos quedamos como si oyéramosleer la novela El asombro de la Francia, Marta laRomarantina, aunque Santiago dice que todo loque cuenta es mentira. A pesar de es un taram-bana, nosotros apreciamos a este mala cabezade Santorcaz, y él no nos quiere mal; así es quecuando se aparece por España, siempre viene aparar a nuestra casa, donde le damos hospitali-dad por bien poco dinero. ¡Ay!, sí, por bienpoco dinero: verdad es que si le pidiéramosmucho, el infeliz no podría dárnoslo, porque nolo tiene. Y no es porque haya nacido de las yer-bas del campo, pues su familia a un buen solarde tierra de Salamanca pertenece: sólo que co-mo no es primogénito... su padre se empeñó endedicarle a la Iglesia, y el pobre chico no teníaafición de misacantano...

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Estábamos doña Gregoria y yo enfrascadosen este coloquio que no dejaba de interesarme,cuando volviendo de su oficina D. SantiagoFernández, quitose gravemente el pesado uni-forme, que su consorte colgó en la percha nolejos de la amenazadora lanza, y se dispuso acomer:

-Grandes noticias te traigo, mujer -dijo conretozona sonrisa, sentado ya en el sillón de cue-ro y con ambas manos posadas en las respecti-vas rodillas, mientras con lento compás movíael cuerpo-. Te vas a poner más contenta...

-No puede ser sino que el Gran Duque hareventado ya de los cólicos que padecía.

-No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo queNavalagamella le había declarado la guerra a lacanalla? No es Navalagamella sólo, mujer, esAsturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Bur-gos, Valladolid, y se cree que también Sevilla,Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo han

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dicho, y si vieras cómo están todos bailando decontento. Oficial conozco que no ha dormido entoda la noche esperando el correo, y si supieras,mujer... A ti te lo puedo decir, y no importa quelo oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchosoficiales se han fugado, sin que en los cuarteles,ni en sus casas se sepa dónde están. Y dirás tú,«¿pues dónde están?». Yo lo sé, sí señora, yo losé: se han ido a unirse a los ejércitos españolesque se están formando... ¿a que no sabes dóndese están formando? Pues yo lo sé, sí señora, yolo sé: uno se está formando en Valladolid, y lomandará D. Gregorio de la Cuesta: otro en As-turias y Galicia, que corre a cargo de Blake... yel tercero... Esta es la más gorda de todas: ¿te ladigo?

-Hombre sí, dila: no nos dejes a media miel.

-Pues se dice por ahí que las tropas de Anda-lucía se sublevarán, sí señor, se sublevarán.Pues no se han de sublevar. Si en cuanto uno déla voz empieza a desfilar nuestra gente, y ni un

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ranchero español quedará a las órdenes de Mu-rat, ni de la Junta.

-Veo que lo van a pasar mal, Santiago. Perosiento golpes en la puerta. Son los vecinos quevienen a saber noticias... Pase Vd., Sr. D. Roque;pasen ustedes niñas; pase Vd. Sr. de Cuervatón.

Abrió doña Gregoria la puerta y penetraronen ordenada falange como una docena de per-sonas de uno y otro sexo, y de diferentes eda-des y fachas, las cuales personas eran los veci-nos más adictos a la simpática persona delGran Capitán, y además entusiastas creyentesde sus noticias, por lo cual acudían todas lasmañanas cuando aquel regresaba de la oficina,con el anhelo de saciar en la fuente más pura ycristalina la ardorosa curiosidad que entoncesdevoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debodetenerme en enumerar a tan dignas personas?¿Para qué, si el lector no necesita conocer allañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Ro-que, el arruinado comerciante, ni al Sr. de

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Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordado-ra en fino? Dejémosles envueltos en el velo desu discreto incógnito, y oigamos a Fernández,que desbordándose de su propio ser, a causa dela exorbitante hinchazón de su orgulloso júbilo,iba contando lo que oyera, sin dejar de aderezarsus relatos con la sal y pimienta de la exagera-ción.

-Pues en Andalucía -dijo-, en Andalucía... yasaben Vds. dónde está Andalucía; como si dijé-ramos en Cádiz... pues. Dicen que la Junta deSevilla ha armado un gran ejército, con las tro-pas que estaban en San Roque. ¿Saben Vds. loque es San Roque? Pues es como si dijéramos...supongan Vds. que aquí está Gibraltar, puesaquí abajito está San Roque.

-Este D. Santiago lo sabe todo.

-Ya, como quien ha visto tantas tierras, y haestado en tantas batallas.

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-En San Roque están las mejores tropas deEspaña, tanto en infantería como en artillería ycaballos; de modo que si se forma ese ejército, yviene sobre Madrid... ¡Jesús!

-¡Jesús! -repitió un coro de diez voces.

-¿Vd. cree que vendrá sobre Madrid? -preguntó uno de los concurrentes.

-Eso es lo que no puedo asegurar -repusocon énfasis el Gran Capitán-. Pero a lo que yoentiendo y según la experiencia que adquirí enaquellas terribles guerras, me atrevo a decir queel ejército de Andalucía viene sobre Madrid, ysi hace lo mismo el de don Gregorio de la Cues-ta, juzguen Vds. el susto que pasarán los fran-ceses. Hay que guardar el secreto: mucho cui-dado, señores, y Vds., niñas, guárdense muybien de ir contando estas cosas cuando vayan ala costura, porque puede llegar a oídos del granduque de Berg... Yo creo que pasará lo siguien-te. El ejército de Andalucía vendrá a la Mancha:

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los franceses irán a batirlos, dejando libre aMadrid, donde entrará D. Gregorio de la Cues-ta, el cual si sigue después hacia el Mediodía,les picará la retaguardia por Tarancón, y comoal mismo tiempo los de allí le harán retrocederhacia el Tajo, viéndose los franceses atacadospor todos lados, por fuerza tendrán que caer enel río, donde se ahogarán.

-¡Cuánto sabe este hombre! Es un asombroque de esa manera pueda anunciar los movi-mientos del enemigo. Y no hay duda, así tieneque suceder.

-Y como la sublevación es general -añadióFernández-, no podrán acudir a todos lados.Además no pueden contar con un solo soldadoespañol que les ayude, porque todos desertan;de modo que si Napoleón quiere continuar laguerra en España, ya puede mandar gente.

-Y como de los que vienen, la mitad muerende borrachera...

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-El mismo Murat está padeciendo unos cóli-cos que se lo llevarán al otro mundo.

-¡Quia! Si lo que tiene es una enfermedadvergonzosa.

-Así pagará las que ha hecho. ¿Pues quépuede ser eso, sino castigo de Dios por su bar-barie y crueldad?

-No es eso, señora; es que según dicen es afi-cionado a la bebida.

-¡Menudas borracheras habrá tomado desdeque está aquí! ¿Y se marchará o no se mar-chará?

-Yo creo que sí -dijo Fernández-. Tengo en-tendido que está muy disgustado, porque Na-poleón no le quiere hacer rey de España.

-Angelito; pues no pide poco que digamos.

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-Y como parece que mandan de rey al que loes de Nápoles, un D. José, al cual según dicentambién le gusta aquello...

-Se conoce que es afición de familia.

-Lo que debiera hacer el Sr. Fernández -dijoel lañador-, es irse a cualquiera de esos ejérci-tos, donde sin duda se había de lucir, y quiénsabe si nos lo harían general de la noche a lamañana.

-Yo no sirvo para nada -contestó el GranCapitán-. Yo tuve mi época, y ahora que traba-jen otros como trabajamos los de entonces.Aquellas sí eran guerras, señores... Esto de aho-ra es una bobería, y sino, ya verán Vds. cómoen menos que canta un gallo se acaba todo.

-Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es ciertoo es puro barrunto de Vd.? Sepámoslo de unavez.

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-Es cierto, señores. Me parece que SantiagoFernández tiene motivos para saber lo que haceun ejército y lo que deja de hacer. Cuando em-piecen nuestros generales a decir «por aquí tedoy», ya les tendré a Vds. al tanto de todo díapor día.

A este punto llegaba, cuando entró Santor-caz, y no bien le vieron las honradas personasque formaban el auditorio del buen Fernández,empezaron todos a desfilar de muy mal talante,porque la presencia del citado flamasón era har-to desagradable a todos los habitantes de lacasa.

-Grandes noticias, grandes noticias traigo,señor D. Gonzalo Fernández de Córdoba-exclamó desde la puerta-. Aguárdense todos, siquieren saber la verdad pura. ¿Pero se van es-tas niñas? ¿Por qué me tienen miedo? ¿Y Vd.,D. Roque, no quiere escuchar?... Vayan nora-mala, pues, y Vds. se lo pierden, porque nosaben lo que ocurre... La lanza, Sr. Fernández,

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tome Vd. al punto la lanza, y prepárese al com-bate, porque se acerca lo tremendo, y ahoraverá quiénes son buenos patriotas y quiénes nolo son.

-No tomemos a broma estas graves cosas,señor D. Luis -dijo algo amoscado el que po-dremos llamar vencedor de Cerinola-, ni nosescandalice a la vecindad con sus endemonia-dos aspavientos.

-¿A que no sabe Vd. lo que yo sé? -añadióSantorcaz-. ¿A que no sabe Vd. que el generalDupont, que estaba en Toledo, ha recibido or-den de marchar a Andalucía, y que Monceysale mañana de aquí para Valencia, y que Le-febvre, que está en Pamplona, irá pronto sobrela capital de Aragón; que Duhesme se exten-derá por Cataluña y que Bessières baja haciaValladolid a toda prisa con las divisiones deLasalle y de Merle?

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-¡Cómo se conoce que Vd. escupe en corrocon la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes delestómago?¿Se han hecho al fin al vino de Espa-ña? Y el gran duque de Berg, ¿cómo anda desus calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengopara mí que si a esos señores se les caen loscalzones es porque, como dijo el otro, al quemal vive, el miedo le sigue. Yo, en verdad, nosabía lo que Vd. acaba de decir; pero allá en laoficina oí decir otras cosillas que no sé si so-narán bien en las orejas de la canalla. ¿Por quéno va mi Sr. D. Luis a contárselas, a ver si con elgusto se les quita el destemple?

-¿Qué noticias son esas?

-Nada, poca cosa. Cuando el francés las se-pa, verá Vd. qué contento se pone... Que entodas las ciudades se han nombrado o se van anombrar Juntas, las cuales no harán caso de loque se mande en Bayona, sino que...

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-Pero si Fernando VII no es ya Rey de Espa-ña, porque ha cedido sus derechos al Empera-dor, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esasJuntas más que cuadrillas de insurgentes?

-Sí... pues que las quiten: es cosa fácil. ¡De-monios de Juntas! Y los muy simples estánformando unos ejércitos... cosa de juego, Sr. deSantorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en elCampo de San Roque con unos cuantos cañon-cillos... Y también han dado en armarse los pai-sanos, lo mismo en Castilla que en Cataluña,que en Valencia, que en Andalucía... pero esono vale nada; son hombres de alfeñique y al-corza, y no digo yo con balas, con saliva losdestruirán los franceses.

-¿Y todo lo que sabe Vd. se reduce a que laJunta de Sevilla está formando un ejército conlas tropas de San Roque que manda Castaños, ylas de Granada que están a las órdenes de Re-ding? Pues eso lo sabe todo Madrid.

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-Mira, Fernández -dijo oficiosamente doñaGregoria-, haces mal en revelar lo que sabes portan buen conducto, porque yo no soy lerda pa-ra conocer que lo que hace nuestro ejército nose debe decir. Y sino, pongo por caso: si tú queestás enterado de todo, a causa de tu gran tinopara la guerra, descubres lo que hace el ejércitode Andalucía y llega a oídos del francés, puedeaprovecharse de la noticia y entonces...

-¡Qué ha de aprovecharse, mujer, ni qué en-tiendes tú de estas cosas! Al contrario, yo quie-ro que el señor de Santorcaz vaya con el cuento.Y también en Castilla...

-Otro ejército, sí, compuesto de guardias decorps, acostumbrados a hacer la guerra en lospalacios, de estudiantes, de paletos y contra-bandistas ¡Ah! -exclamó Santorcaz, dando tre-gua a las bromas y hablando con completa se-riedad-. Es una desgracia para nosotros el tenerque confesar que no podemos batirnos con losfranceses. ¿Qué importa que se armen multitud

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de paisanos, si esas turbas indisciplinadas antesque ayuda serán elemento de desconcierto parael escaso ejército español? ¿Qué obstáculo pue-den ofrecer a los que han sometido la Europaentera, esos infelices alucinados, a quienes en-gaña su ignorancia? ¿Han visto alguna vez uncampo de batalla? ¿Tienen idea de lo que signi-fica la previsión, la táctica, el genio de un jefeexperto para decidir la victoria? Es una tristecosa haber llegado a este extremo por las torpe-zas de nuestros Reyes; pero una vez aquí, nohay más remedio que someterse a lo que laProvidencia ha querido hacer de nosotros. Es-paña no puede resistir la invasión, porque si laresistiera haría un milagro, una hazaña sobre-natural nunca vista. Condenada a ser de Napo-león y a ver sentado en su trono a un Rey de lafamilia imperial, lo más cuerdo es resignarse aeste resultado con la conciencia de haberlo me-recido.

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-¡Que España será francesa, que España seráde Napoleón! -exclamó el Gran Capitán encen-dido en violenta ira-. Sr. de Santorcaz, Vd. esun insolente, usted es un deslenguado, Vd. notiene respeto a mis canas. Ya ¿qué se puedeesperar de un trapisondista calavera como Vd.que abandonó a su familia por irse al extranjeroa aprender malas mañas? ¡Decir que España hade ser francesa! Salga Vd. de mi casa, y no pon-ga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Grego-ria? Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufasde cólera como yo?

Y levantándose de su asiento, indicó a San-torcaz con majestuoso gesto la puerta de la sala;mas como D. Luis no tuviera humor de mar-charse, porque todos los días se repetía la mis-ma escena sin resultado alguno, preparábase acomer tranquilamente, dejando que se desva-neciera, como efectivamente se desvaneció sinefusión de sangre, la ira de su honrado amigo.Durante la comida, D. Santiago gruñó un poco;

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pero la prudencia y discreción de su esposaevitó un choque que pudiera haber tenido ca-lamitosas consecuencias.

-IV-Lo que he contado pasaba el 20 de Mayo, si

no me engaña la memoria. Poco a poco fuiavanzando en mi convalecencia, y en pocosdías me hallé ya con fuerzas suficientes paralevantarme y dar algunos paseos por los gran-des corredores de la casa, pues la vivienda delGran Capitán tenía como único desahogo ellargo pasillo, en cuya pared se abrían hastaveinte puertas numeradas, albergues de otrastantas familias. Peor que mi cuerpo se hallabami alma, llena de turbaciones, de sobresaltos ycongojas, tan apenada por terribles recuerdoscomo por angustiosas presunciones, de tal mo-do que mi pensamiento corría a refugiarse al-

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ternativamente de lo pasado a lo futuro, bus-cando en vano un poco de paz.

La muerte del cura de Aranjuez, sin dejar deformar en mi alma un gran vacío, me era menossensible de lo que a primera vista pudiera pare-cer, porque conceptuándola yo como tránsitoque había llevado un nuevo santo a las falangesdel Paraíso, consideraba a mi amigo en su ver-dadero lugar, y no tan lejos de nosotros quepudiera desampararnos si le invocábamos.

En cuanto a Inés, no dudaba que existía enpoder de alguien que la protegiera por encargode los parientes de su madre, y aunque paraesta creencia no tenía más dato que la relacióndel alucinado Juan de Dios, yo me confirmabacada vez más en ella, fundándome en antece-dentes que omito por ser de mis lectores cono-cidos, y en la sórdida avaricia del licenciadoLobo, a cuyo carácter correspondía perfecta-mente una buena recompensa, a quien deseabaposeerla.

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Todo mi afán consistía en hallarme comple-tamente restablecido para poder salir a la calle,y cuando lo conseguí, tuve el gusto de darme aconocer a todos mis amigos como un verdaderoresucitado, o alma del otro mundo, que vuelvecon forma corporal a cobrar deudas atrasadas.

No tendrán Vds. idea del aspecto que ofrecíaentonces Madrid, si no les digo que la gentetoda andaba azorada y aturdida, a veces llenade miedo y a veces haciendo esfuerzos paradisimular su alegría. El odio a los franceses noera odio, era un fanatismo de que no he cono-cido después ningún ejemplo; era un senti-miento que ocupaba los corazones por enterosin dejar hueco para otro alguno, de modo queel amar a los semejantes, el amarse a sí mismo,y hasta me atrevo a decir el amar a Dios seadoptaban y sometían como fenómenos secun-darios al gran aborrecimiento que inspirabanlos verdugos del pueblo de Madrid.

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A estos se les veía solos en todos los sitios:su presencia hacía detener o apresurar a lostranseúntes, y era tan extraordinario estedesv-ío, que hasta parecían ellos mismos afectadosde profundo pesar, y se les observaba tacitur-nos y foscos, sintiendo que el suelo les quema-ba las plantas de los pies. Habían llenado detrincheras y baterías el Retiro, y para ver entodo su orgullo y presunción a los invasores, nohabía más que dirigir el paseo hacia Oriente, yse les encontraba en grandes grupos alrededorde las cantinas, o paseando por la carretera deAragón. Ningún español se encaminaba haciaallí, a no ser los granujas que entonces, comoahora, gustaban de meter las narices en todaspartes. Yo, llevado de mi curiosidad, me acer-qué al Retiro, y también recorrí otros sitioshacia el Mediodía, igualmente ocupados comoposiciones ventajosas.

En el interior de Madrid las tiendas estabandesiertas, pues todas las personas que se junta-

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ban para pedir o comunicar noticias se reuníanen parajes ocultos, siendo de notar que ya en-tonces comenzaban a dar sus primeras señalesde vida las sociedades secretas, aunque yo novi ninguna, y digo esto sólo con referencia avagos rumores. Como el afán por tener noticiasrelativas al levantamiento de las provincias, erauna fiebre de que no estaban exentos ni los ni-ños, ni los ancianos, ni las mujeres, cuando sesabía que D. Fulano de Tal había recibido unacarta de Andalucía o de Galicia o de Cataluña,la casa se llenaba de amigos, y hasta los desco-nocidos se permitían invadirla ruidosamentepara no esperar a que se les contara el gran su-ceso. Sacábanse copias de las cartas que habla-ban de la Junta de Sevilla y de la sublevaciónde las tropas de San Roque, y aquellas copiascirculaban con una rapidez que envidiaría lamoderna imprenta. Todos los días y a todashoras se hablaba de los oficiales que habíanhuido de Madrid para unirse a los ejércitos deCuesta o de Blake, y cuando se tropezaba con

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un militar o con algún joven paisano de buenporte y bríos, no se le hacía otra pregunta queesta: «¿Usted cuándo se va?». Las familias delas víctimas se habían olvidado ya de rezar porlos muertos, y pensaban en equipar a los vivos.Escaseaban los jornaleros y menestrales, porquede los barrios bajos partían diariamente mu-chos hombres a engrosar las partidas de Toledoy la Mancha, y a pesar de los brutales bandosdel general francés, ni faltaban armas en lascasas, ni los fugitivos partían con las manosvacías.

Los invasores, que vigilaban el odio de lacapital con la suspicacia medrosa del que hapadecido sus terribles efectos, no permitían,siendo tan grande su número y fuerza, que semanifestara lo que los madrileños pensaban ysentían; pero aun así, ¡cuántos cantares, cuántasjácaras, romances y décimas brotaron de im-proviso de la vena popular, ya amenazandocon rencor, ya zahiriendo con picantes chistes a

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los que nadie conocía sino por el injuriosonombre de la canalla!

En el fondo de aquella grande agitación, yentre tantos recelos, había un júbilo secreto,pues como un día y otro llegaban noticias denuevos levantamientos, todos consideraban alos franceses como puestos en el vergonzosotrance de retirarse. Aquel júbilo, aquella con-fianza, aquella fe ciega en la superioridad de lasheterogéneas y discordes fuerzas populares,aquel esperar siempre, aquel no creer en la de-rrota, aquel no importa con que curaban el des-calabro, fueron causa de la definitiva victoriaen tan larga guerra, y bien puede decirse que laestrategia, y la fuerza y la táctica, que son cosashumanas, no pueden ni podrán nunca nadacontra el entusiasmo, que es divino.

Como era natural, las noticias del levanta-miento se exageraban mucho, y el entusiasmopopular veía miles de hombres donde no habíasino centenares. Cuando las noticias venían de

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Bayona, eran objeto de sistemático desprecio, ylas disposiciones del palacio de Marrás, así co-mo la convocatoria de irrisorias Cortes en laciudad del Adour, y el pleito homenaje poralgunos grandes tributado a Bonaparte, dabanpábulo a las sátiras sangrientas. Cuando algunodecía que vendría de Rey a Madrid el hermanode Napoleón, daba pie para las más ingeniosasimprovisaciones del género epigramático. To-das las tertulias, que entonces eran muchas,pues la sociedad no se desparramaba aún porlos cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubsdonde latía sorda y terrible la conspiración na-cional. Se conspiraba con el deseo, con las noti-cias, con las sospechas, con las exageraciones,con las sátiras, con verdades y mentiras, con elllanto tributado a los muertos y las oracionespor el triunfo de los vivos.

Tal era Madrid a fines de Mayo de 1808, an-tes de que sonaran los primeros cañonazos deCabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho

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esto, se me permitirá que hable un poco de mipersona, pues atendiendo a que la desgraciahalla siempre eco en las personas discretas ysensibles, creo que no soy saco de paja a losojos de mis lectores, y que algún interés les ins-piran los penosos trances de mi borrascosa exis-tencia. Necesito, además, explicar por qué cau-sas emprendí mi viaje a Andalucía entre Mayoy Junio; y si de buenas a primeras me presenta-ra camino de Despeñaperros en compañía deldesconocido Santorcaz, Vds. no acertarían aexplicarse ni los móviles de jornada tan peli-grosa, ni mi repentino acomodamiento conaquel hombre singular.

Es, pues, el caso que no satisfecho con lasnoticias que acerca de Inés me dio Juan de Dios,traté de averiguar la verdad y tuve la feliz ocu-rrencia, mejor dicho, la inspiración, de presen-tarme en casa de la marquesa, a quien no hallé;mas quiso la Divina Providencia que un criado,conocido mío desde la famosa noche de la re-

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presentación, me saliera al encuentro, y des-pués de mostrarse muy obsequioso, satisficierami curiosidad sobre aquel punto. Según medijo, el mismo día 3 de Mayo se presentó allí unhombre de antiparras verdes, el cual conducíadentro de una litera a cierta joven llorona y alparecer enferma. No encontrando a la señora,preguntó por su hermano, con el cual hubo deconferenciar más de dos horas, después de cu-yo tiempo despidiose, dejando a la muchachaen la casa. El hermano de la marquesa, que noera otro que aquel simpático diplomático aquien conocimos en Octubre de 1807, partió eldía 4 para Córdoba a unirse con su hermana ysobrina, y ¡cosa rara! -decía aquel curioso ser-vidor-, se llevó consigo a la jovenzuela.

-¿De modo que ahora están todos en Córdo-ba? -le pregunté.

-Sí, y según noticias, no piensan venir hastaque no se acaben estas cosas. Eso de la mucha-cha que trajeron en la litera ha dado mucho que

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hablar a la servidumbre, y según dice mi mu-jer... más vale callar. El hombre aquel de lasantiparras verdes había estado ya algunos díasaquí, y unas veces la señora condesa, otras sutía, le recibían. Mal hombre parece.

-¿Y la muchacha no hizo resistencia cuandose la quisieron llevar?

-Si parecía muerta; ¿qué resistencia podíahacer? Si tuvimos que cargarla entre dos paraponerla en el coche...

Ignoro si esto que oí y puntualmente refiero,llamará la atención de Vds., pero lo que sí lesha de causar sorpresa ¡qué digo sorpresa!,asombro grandísimo, es el saber que me atrevía desafiar las iras del licenciado Lobo, del mis-mo Lobo de marras, no vacilando en arriesgarlotodo por esclarecer más aún que tan honda-mente me inquietaba. No queriendo aparecer niaun en sombra por la aborrecida calle de la Sal,busquelo allá por la alcaldía de Casa y Corte,

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donde con toda seguridad pensaba encontrarle,y al punto que me vio... No, no es verosímil, nolo van ustedes a creer. ¿Necesitaré jurarlo? Pueslo juro: juro que es la pura verdad... Pues bien:al pronto que me vio, echome los brazos al cue-llo, demostrando gran interés por mi persona, yno sólo me pidió nuevas acerca de mi salud,sino que me rogó le contase algunos pormeno-res acerca de mi fusilamiento y para él milagro-sa resurrección.

Esto me dejó atónito, aunque no tranquilo,pues presumí que tan desusadas blandurasserían obra de su refinada astucia, y prepara-ción de algún nuevo golpe contra mí; perocuando le pregunté por el estado en que sehallaba el proceso célebre, respondiome que yano se pensaba en tal cosa, porque como losfranceses eran amigos del Príncipe de la Paz, noconvenía molestar a los servidores y amigos deeste.

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-No quiero -añadió-, que S. A. el Gran Du-que se amosque. Aquello fue una broma, y dehaberte prendido, al punto hubieras sido pues-to en libertad. Pero di, picarón... ¿conque túeras galán de D.ª Inés? Cuéntame todo: ¿dóndela conociste? ¡Ah, bien comprendía Requejo queguardaba un tesoro en su casa! Yo lo sabía to-do... ¿y tú?, sospecho que también, perillán. Loque sí no sabías es que a fines del mes de Abrilse acordó en consejo de familia recoger e identi-ficar a esa jovencita para darle la posición quele corresponde. Como yo estaba al tanto de to-do, y además tenía el honor de conocer a laseñora marquesa, comprometime a entregarla,haciéndoles creer que había grandes dificulta-des para arrancarla de casa de los parientes desu supuesta madre. Hijo, es preciso hacer algopor la vida: a fe que es un pobre con mujer,nueve hijos, dos suegras y tres cuñadas; dossuegras, sí señor, la madre y la abuela de mimujer, y si uno no se da maña para mantener aeste familión... La verdad es que a todos les di

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cordelejo, a D. Mauro, al papanatas de Juan deDios, y a ti mismo, que ahora resucitas parapedirme a Inesita. ¿Pero la amabas tú? Anda,zanguango, cortéjala, a ver si logras casarte conella, lo cual aunque difícil, no es imposible... laniña tendrá una dote regular y quizás puedaheredar el mayorazgo y el título, lo cual serásegún el tenor de las escrituras... ¡Ah pela-fustán! Me parece que tú traes un proyectilloentre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba? Oye: recuer-do que la palomita te llamaba con exclamacio-nes muy tiernas, cuando medio muerta la con-ducíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja, ja!¿Sabes de qué me río? De ese ganso de Juan deDios, que estuvo aquí el otro día, y poniéndosede rodillas delante de mí, me dijo: «¡Deme Vd.a Inés porque me muero sin ella! ¡Démela Vd.hoy y máteme mañana!». Fue una comedia,Gabriel, y aunque nos reímos mucho, al fin noscansó tanto que tuvimos que echarle a palos dela escribanía.

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Atención sostenida presté yo a estas y otrasmuchas razones del licenciado Lobo, el cualpara que nada faltara en su inexplicable benig-nidad y cortesanía, al tiempo de despedirmeme dijo que quizás pudiera proporcionarmealgunas lecciones de latín, si me hallaba conánimos, puesto que era tan gran humanista, deganarme el pan con la enseñanza. Dile las gra-cias y me retiré tan satisfecho del resultado demis investigaciones, que el mismo día decidímarchar a Córdoba cuando estuviera restable-cido.

¿Me seguirán Vds., o fatigados de estasaventuras dejarán que marche solo a resolvercuestiones que a nadie interesan más que al queesto escribe? No; espero que no nos separare-mos tan a deshora, y cuando parece probableque siguiéndome asistan Vds. a algún espectá-culo que les haga más llevadero el fastidio demis personales narraciones. Vamos, pues, ytengan en cuenta que nos acompaña el Sr. de

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Santorcaz, a quien llevan a Andalucía asuntosde familia. Yo le manifesté que deseaba mellevase como escudero; mas él dijo que no teníacon qué pagar mis servicios, porque su bolsa noestaba en disposición de atender a gastos deservidumbre, y que harto se congratularía dellevarme como compañero y amigo. Así fue, enefecto, y como yo necesitara algunos días másde restablecimiento, él me esperó, y en uno delos últimos de Mayo o de los primeros de Junio,luego que me despedí de mis obsequiosos pro-tectores, correspondiéndoles como pude, y deJuan de Dios, a quien oculté el objeto de miexpedición, nos pusimos en marcha.

-V-Como Santorcaz era pobre, y yo más pobre

todavía, nuestro viaje fue tan irregular, cual losque en antiguas novelas vemos descritos. Noadoptamos sistemáticamente ninguna de las

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clases de incómodos vehículos conocidos ennuestra España; así es que en varias ocasionesmarchábamos en galera, otras en macho, si nosfranqueaban sus caballerías los arrieros quetornaban a la Mancha de vacío, y las más vecesa pie. Hacíamos noche en las posadas y ventasdel camino, donde Santorcaz lucía su prodigio-sa habilidad en el no gastar, logrando siempreque se le sirviese bien. Para estas y otras picard-ías, mi compañero se hacía pasar por un insignepersonaje, mandándome que le llamase Su Ex-celencia, y que me descubriese ante él siempreque nos mirase el mesonero. Yo lo cumplíapuntualmente; y con tal artificio, más de unavez, además de no cobrarnos nada, salían adespedirnos humildemente rogándonos que lesdispensáramos el mal servicio.

Más allá de Noblejas y Villarrubia de San-tiago, y cuando después de una larga jornadasesteábamos, apartados del camino, junto a laermita del Santo Niño, se nos agregó un mozo

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que nos dijo llevaba el mismo camino que noso-tros, y que desde entonces fue nuestro insepa-rable compañero. Tenía como veinte años;llamábase Andresillo Marijuán, y aunque eranatural de Aragón, iba a servir de mozo de mu-las a un pueblo de Andalucía, en casa de la se-ñora condesa de Rumblar, su ama y señora,pues en las fincas que esta poseía en tierra deAlmunia de Doña Godina, había nacido aquelmancebo. Al punto su genio franco y alegresimpatizó con el mío, y nos hicimos muy ami-gos. Santorcaz nos trataba con superioridadaunque sin tiranía. Cuando al llegar a una po-sada cabalgando él en perverso macho y noso-tros a pie, íbamos a tenerle el estribo y despuésa quitarle las espuelas, deshaciéndonos encumplidos y cortesías, teníamos que apretar losdientes para no soltar la risa. Marijuán, quemejor que yo sabía fingir, era el encargado deordenar al ventero que le diese al amo lo mejorde la despensa, porque Su Excelencia que ibade Regente a Sevilla, era hombre terrible, y cas-

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tigaba con fiereza a los posaderos que no leservían bien.

Así atravesamos la Mancha, triste y solitariopaís donde el sol está en su reino, y el hombreparece obra exclusiva del sol y del polvo; paísentre todos famoso desde que el mundo enterose ha acostumbrado a suponer la inmensidadde sus llanuras recorrida por el caballo de D.Quijote. Es opinión general que la Mancha es lamás fea y la menos pintoresca de todas lastie-rras conocidas, y el viajero que viene hoy de lacosta de Levante o de Andalucía, se aburre jun-to al ventanillo del wagon, anhelando que seacabe pronto aquella desnuda estepa, que comoinmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece asus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, nirecreo alguno. Esto es lo cierto: la Mancha, sialguna belleza tiene, es la belleza de su conjun-to, es su propia desnudez y monotonía, que sino distraen ni suspenden la imaginación, ladejan libre, dándole espacio y luz donde se pre-

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cipite sin tropiezo alguno. La grandeza delpensamiento de don Quijote, no se comprendesino en la grandeza de la Mancha. En un paísmontuoso, fresco, verde, poblado de agradablessombras, con lindas casas, huertos floridos, luztemplada y ambiente espeso, D. Quijote nohubiera podido existir, y habría muerto en flor,tras la primera salida, sin asombrar al mundocon las grandes hazañas de la segunda.

D. Quijote necesitaba aquel horizonte, aquelsuelo sin caminos, y que, sin embargo, todo éles camino; aquella tierra sin direcciones, puespor ella se va a todas partes, sin ir determina-damente a ninguna; tierra surcada por las ve-redas del acaso, de la aventura, y donde todocuanto pase ha de parecer obra de la casualidado de los genios de la fábula; necesitaba de aquelsol que derrite los sesos y hace locos a los cuer-dos, aquel campo sin fin, donde se levanta elpolvo de imaginarias batallas, produciendo altransparentar de la luz, visiones de ejércitos de

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gigantes, de torres, de castillos; necesitabaaquella escasez de ciudades, que hace más raray extraordinaria la presencia de un hombre, ode un animal; necesitaba aquel silencio cuandohay calma, y aquel desaforado rugir de losvientos cuando hay tempestad; calma y ruidoque son igualmente tristes y extienden su tris-teza a todo lo que pasa, de modo que si se en-cuentra un ser humano en aquellas soledades,al punto se le tiene por un desgraciado, un afli-gido, un menesteroso, un agraviado que andabuscando quien lo ampare contra los opresoresy tiranos; necesitaba, repito, aquella total au-sencia de obras humanas que representen elpositivismo, el sentido práctico, cortapisas de laimaginación, que la detendrían en su insensatovuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pu-siera en aquellos campos más muestras de suindustria y de su ciencia que los patriarcalesmolinos de viento, los cuales no necesitabansino hablar, para asemejarse a colosos inquietos

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y furibundos, que desde lejos llaman y espan-tan al viajero con sus gestos amenazadores.

-VI-Tal es la Mancha. Al atravesarla no podía

menos de acordarme de D. Quijote, cuya lectu-ra estaba fresca en mi imaginación. Durantenuestras jornadas nos aburríamos bastante,menos cuando Santorcaz nos contaba algúnextraordinario suceso de los muchos que enlejanos países había presenciado. Una vez nosdejó con la boca abierta contándonos la fiestade la coronación de Bonaparte, con todos suspelos y señales, y otra nos puso los pelos depunta refiriendo la más famosa batalla de lasmuchas en que se había encontrado. Cuandonos hizo el cuento, íbamos caballeros en sendosmachos que nos facilitaron por poco dinerounos arrieros de Villarta, y no estoy seguro sihabíamos traspasado ya el término de Puerto

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Lápice o íbamos a entrar en él. Lo que sí re-cuerdo es que por huir del calor, emprendimosnuestra jornada mucho antes de la salida delsol, y que la noche estaba brumosa, el cielo en-capotado y sombrío, la tierra húmeda, a conse-cuencia del fuerte temporal de agua que des-cargara el día anterior.

Debo indicar el paisaje que teníamos delan-te, porque no menos que la pintoresca relaciónde Santorcaz, contribuyó aquel a impresionarmis sentidos. El camino seguía en línea rectaante nosotros: a la izquierda elevábanse unoscerros cuyas suaves ondulaciones se perdían enel horizonte formando dilatadas curvas: en elfondo y muy lejos se alcanzaba a ver una colinamás alta, en cuya falda parecían distinguirse lascasas de un pueblo: a la derecha el suelo se ex-tendía completamente llano, y en su inmensacostra la tarda corriente de un arroyo y el aguade la lluvia, formaban multitud de pequeñoscharcos, cuyas superficies, iluminadas por la

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luna, ofrecían a la vista la engañosa perspectivade una gran laguna o pantano. He hablado dela luna, y debo añadir que aquel astro, desfigu-rador de las cosas de la tierra, prestaba impo-nente solemnidad al desnudo y solitario paisa-je, esclareciéndolo o dejándolo a oscuras alter-nativamente, según que daban paso o no a suspálidos rayos, los boquetes, desgarrones y acri-billaduras de las nubes.

Santorcaz, después de un rato de silencio ymeditación, contuvo su cabalgadura, parose enmitad del camino y contemplando con ciertoarrobamiento el horizonte lejano, las colinas dela izquierda y los charcos de la derecha, hablóasí:

-Estoy asombrado, porque nunca he vistodos cosas que tanto se parezcan como este paísa otro muy distante donde me encontraba hacetres años a esta misma hora, en la madrugadadel 2 de Diciembre. ¿Es mi imaginación la queme reproduce las formas de aquel célebre lu-

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gar, o por arte milagrosa nos encontramos enél? Gabriel, ¿no hay enfrente y hacia la derechaunos grandes pantanos? ¿No se ven a la iz-quierda unos cerros que terminan en lo alto conun pequeño bosque? ¿No se eleva delante unacolina en cuya falda blanquea un pueblecillo? Yaquellas torres que distingo al otro lado de di-cha colina ¿no son las del castillo de Austerlitz?

Marijuán y yo nos reímos, diciéndole que sele quitaran de la cabeza tales cosas, y que sibien lo de los charcos era cierto, por allí nohabía ningún castillo de Terlín ni nada pareci-do. Pero él poniendo al paso la cabalgadura ymandándonos que le siguiéramos uno a cadalado, continuó hablando así:

-Muchachos, no puedo olvidar aquella céle-bre jornada, que llamamos de los Tres Empera-dores, y que es sin duda la más sangrienta, lamás gloriosa, la más hábil con que ha ilustradosu nombre el gran tirano, ese hombre casi divi-no, a quien ahora puedo nombrar a boca llena,

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porque no nos oyen más que el cielo y la tierra.Os contaré, muchachos, para que sepáis lo quees el hacha de la guerra en manos de ese leña-dor de Europa. Yo me hallaba en París sin re-cursos después de haber sido sucesivamentemaestro de latín, pintor de muestras, corista enVentadour, espadachín, servidor de los emi-grados de Coblenza, postillón de diligencias,carbonero y cajista de imprenta, cuando sentéplaza en el ejército de Boulogne, destinado adar un golpe de mano contra Inglaterra...Cuando el Emperador nos trasladó de improvi-so y sin revelar su pensamiento al centro deEuropa, estábamos un tanto amoscados porquelas violentas marchas nos mortificaban mucho,y como éramos unos zopencos, no comprend-íamos los grandes planes de nuestro jefe. Perodespués de la capitulación de Ulm, nos creía-mos los primeros soldados del mundo, y alhablar de los austriacos, de los prusianos y delos rusos, nos reíamos de ellos, juzgándoloshasta indignos de nuestras balas. Cuando pa-

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samos el Inn ya presumíamos que se prepara-ban grandes cosas: al internarnos en la Mora-via, después de la acción de Hollabrünn, com-prendimos que el ejército ruso-austriaco nos ibaa presentar batalla formal. Lo que no estabareservado a nuestras cabezas era el discurrir sitomaríamos la ofensiva o si operaríamos a ladefensiva. Pero la gran cabeza, aquella que tie-ne un mechón en la frente y el rayo en el entre-cejo, lo iba a decidir bien pronto.

A este punto llegaba, cuando el camino porque marchábamos torció hacia la derecha des-cribiendo una gran vuelta, de modo que for-maba ángulo recto con su primitiva dirección.Santorcaz, nuevamente alucinado, con aquelloque parecía para él extraordinaria coincidencia,prosiguió así:

-¿Pero no es este el camino de Olmutz? Ga-briel: o esto es aquello mismo, o se le parececomo una gota a otra gota. Mira, ahora tenemosenfrente los pantanos de Satzchan y a nuestra

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izquierda la colina de Pratzen. Mira hacia allá.¿No se oye ruido de tambores? ¿No se ven al-gunas luces? Pues allí están los rusos y los aus-triacos. ¿Sabes cuál es su intención? Pues quie-ren cortarnos el camino de Viena, para lo cualtendrán que bajar de la colina de Pratzen y si-tuarse entre nuestra derecha y los pantanos.¡Mira si son estúpidos! Eso precisamente es loque quiere el Emperador y todo lo dispone demodo que parezca que nos retiramos haciaViena. Figúrate que aquí está nuestro ejército,compuesto de setenta mil hombres, cuyo in-menso frente ocupa todas las colinas de la iz-quierda, el camino y parte de la llanura que haya la derecha. El Emperador, después de llenarselas narices de tabaco, sale a media noche a reco-rrer el campo, y observar los movimientos delenemigo. ¿Veis?, por allí va. ¿No se oyen laspisadas de su caballo, y los gritos de entusias-mo con que le saludan los soldados? ¿No se veel resplandor de las hogueras que encienden asu paso? ¿Pero Vds. no ven todo esto? Bah. Es

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ilusión mía, pero de tal modo aviva mis recuer-dos la similitud del paisaje, que me parece very oír lo que estoy contando... Pero querréis sa-ber cómo fue que vencimos a los rusos y a losaustriacos, y os lo voy a referir. Al amanecer¡oh chiquillos!, los rusos bajaban maquinalmen-te por aquella alta colina de enfrente, con objetode venir hacia nuestra derecha para cortarnosel camino. No olvidéis que aquí delante tene-mos un arroyo que viene serpenteando de iz-quierda a derecha hasta perderse en los panta-nos. El Emperador manda que la derecha paseel arroyo, y verificado esto, los rusos la atacan.El centro, mandado por Soult y la izquierda porLannes, ansiaban entrar en fuego; pero el Em-perador contenía el ardor de aquellos genera-les, para aguardar a que los rusos acabasen decometer el desatino de bajar de las alturas dePratzen para meterse en la madre del arroyo deGolbasch. Os explicaré bien. Allá en lontananzay al pie de la loma están las aldeas de Telnitz ySokolnitz...

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-Si aquí no hay tales aldeas, señor -interrumpió Marijuán, indócil a la mistificación.

-Necio, ¿querrás callar? -continuó el franc-masón-. Yo sé lo que me digo, y es que todo elafán de Napoleón después que vio bajar a losrusos, consistía en tomar aquellas aldeas paraluego apoderarse de la loma que tenemos en-frente. ¿No le veis? Pues bien; los generalesSoult y Lannes partieron al galope para dirigirlas operaciones del centro y de la izquierda. Yopertenecía al centro, y estaba en el 17 de línea ya las órdenes de Vandamme. Avanzamos haciael arroyo: ¿veis?, fuimos por aquí a toda prisa.

-Si aquí no hay tal arroyo -dijo Marijuánriendo-. Vd. sí que tiene la cabeza llena dearroyos y aldeas, y derechas e izquierdas.

-Llegamos a la aldea de Telnitz y allí co-menzó el ataque -continuó imperturbablementeSantorcaz-. En la loma quedaban todavía vein-tisiete batallones de infantería rusa y austriaca,

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mandados en persona por los dos Emperadoresy por el general en jefe ruso Kutusof. ¡Ah, mu-chachos, si hubierais visto aquello! Mirad haciaenfrente, pues desde aquí se distingue muybien la posición que respectivamente teníamos,ellos encima, nosotros debajo... Al principio nosacribillaban; pero Soult nos manda subir a todotrance, y subimos desafiando la lluvia de balas.Para ayudarnos, el general Thiebault, que per-tenecía a la división de Saint-Hilaire, refuerzanuestra derecha con doce piezas de artilleríaque bien disparadas hacen grandes claros en lasfilas enemigas. Estas tienen al fin que retroce-der al otro lado de la loma. ¿Veis aquel repechoque hay a la izquierda? Pues allí fue el 17 delínea. Piquemos nuestras caballerías y noshallaremos en el mismo sitio. Estúpidos, ¿no osentusiasmáis con estas cosas? Mira, Gabriel, yaestamos subiendo: esta es la loma que veíamosdesde lejos: este repecho que miráis a la iz-quierda es el repecho de Stari-Winobradi, adonde el general Vandamme nos condujo. ¿Pe-

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ro creéis que era cosa de juego? El repecho es-taba defendido por numerosas tropas rusas, yuna formidable artillería. La cosa era peliaguda;pero cuando los generales dicen adelante, adelan-te, no es posible resistir, y aunque del 17 delínea no quedamos más que la tercera partepara contarlo, ayudados por el 24 de ligeros,tomamos al fin el repecho, apoderándonos dela artillería. Los rusos se desbandaron por elotro lado de la loma, dirigiéndose hacia aquelcaserío que a lo lejos clarea a la luz de la luna yque no es otro que el castillo de Austerlitz.

Marijuán reventaba de hilaridad. Yo, a mivez, no pude menos de hacer alguna observa-ción al narrador, diciéndole:

-Señor de Santorcaz, allá no se ve ningúncastillo, como no sea que se le antoje fortalezala cabaña de algún pastor de carneros, únicosrusos que andan por estos lugares.

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-Tú sí que no sabes lo que te dices -prosiguióSantorcaz deteniendo su macho en medio delcamino-. Os seguiré contando. Mientras los delcentro hacíamos lo que habéis oído, allá por laizquierda, en esa tierra llana que tenemos a estelado, la caballería cargaba portentosamente almando de Lannes y Murat. Francamente, rapa-ces, de esto poco os puedo hablar, porque caíherido: por un buen rato se me pusieron ciertastelarañas ante los ojos, y mis oídos no percibíansino un vago zumbido. Pero ahí hacia la dere-cha se remataba a los rusos y austriacos delmodo más admirable. ¿No veis los pantanos deSatzchan? A lo lejos brilla su engañosa superfi-cie: están helados, y los rusos, impelidos porSoult, se precipitan sobre ellos. En el acto elEmperador manda que la artillería de la guar-dia dispare algunos cañonazos sobre el hielopara que se hunda, y entre los desmenuzadoscristales, caen al agua dos mil rusos con suscañones, caballos, pertrechos, armas, municio-nes y carros, precipitándose confusamente, sin

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que sus compañeros les prestaran socorro, por-que no pensaban más que en huir, y huyendose ahogaban, y quedándose morían barridospor la metralla francesa. ¡Qué espantoso desas-tre para aquella pobre gente, y qué gran victo-ria para nosotros! Estábamos locos de entu-siasmo. ¡Pero qué veo! Gabriel, y tú, Marijuán,¿no os entusiasmáis? Sois unos gaznápiros.Aquello fue prodigioso. Sólo entramos en fuegocuarenta mil hombres, y merced a las hábilesdisposiciones del gran tirano, derrotamos anoventa mil aliados, matándoles o ahogandoquince mil, cogiendo veinte mil prisioneros yciento veinte cañones. ¿No había motivo paraque nos volviéramos locos con nuestro jefe?¡Ah, muchachos, si hubierais estado allí cuandorecorrió el campo de batalla mandando recogerlos heridos! Creo que hasta los muertos se le-vantaban para gritar «¡viva el Emperador!», ycuando a la noche siguiente encendimos unagran hoguera, en este mismo sitio donde ahoraestamos, y vino él a situarse allí enfrente para

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recibir al emperador de Austria, parecía undios rodeado de aureola de fuego y teniendo alalcance de su mano los rayos con que destruíatronos y reyes, imperios y coronas.

Marijuán y yo nos reíamos; pero pronto nosfue forzoso disimular nuestra hilaridad, porquehabiendo preguntado el joven aragonés conmucha sorna que cuál fue la ventaja sacada detal lucha, Santorcaz se amoscó, y amenazandocastigarnos si no nos entusiasmábamos comoél, nos dijo:

-Mentecatos, podencos; ¿acaso la paz y tra-tado de Presburgo es paja? Prusia quedó aliadade Francia, perdiendo Austria el apoyo de suhermana. Austria abandonó a Francia el estadode Venecia y cedió el Tirol a Baviera, recono-ciendo al mismo tiempo la soberanía de loselectores de Baviera, Wurtemberg y Baden,después de pagar a Francia cuarenta millonesde indemnización de guerra. Al mismo tiempo,pedazos de alcornoque, por el tratado de

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Schœnbrunn, Francia cedió a Prusia el Hanno-ver, Prusia cedió a Baviera el marquesado deAnspach y a Francia el principado de Neufcha-tel y el ducado de Cleves.

Marijuán y yo volvimos a mirarnos y nosvolvimos a reír, lo cual, advertido por Santor-caz, fue causa de que este nos sacudiera un parde latigazos, que a ser repetidos, nos habríanobligado a defendernos, haciendo allí mismoun segundo Austerlitz. Más bien estábamospara burlas que para veras, y Marijuán espe-cialmente, no dejaba pasar coyuntura alguna enque pudiera zaherir a nuestro compañero; asíes, que habiendo acertado a encontrar un reba-ño de ovejas y cabras, dijo el aragonés:

-Apartémonos aquí junto al charco para verde derrotar a estos austriacos y rusiacos, quevienen mandados por el tío Parranclof, empe-rador del Zurrón y rey de los guarros, y sub-amos a la loma de la Panza para quitarles laartillería y hacerles meter en el castillo.

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Yo en tanto, acordándome de D. Quijote,contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondolas pardas y desgarradas nubes, tan pronto ne-gras como radiantes de luz, dibujaban mil figu-ras de colosal tamaño y con esa expresión quesin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene nosé qué sello de solemne y pavorosa grandeza.Fuera por efecto de lo que acababa de oír, fuerasimplemente que mi fantasía se hallase por sídispuesta a la alucinación que siempre produceun bello espectáculo en la solitaria y muda no-che, lo cierto es que vi en aquellas irregularesmanchas del cielo veloces escuadrones quecorrían de Norte a Sur; y en su revuelta masalas cabezas de los caballos y sus poderosos pe-chos, pasando unos delante de otros, ya blan-cos, ya negros, como disputándose el mayoravance en la carrera. Las recortaduras, variashasta lo infinito, de las nubes, hacían visajes dedistintas formas, de colosales sombreros o mo-rriones con plumas, penachos, bandas, picos,testuces, colas, crines, garzotas; aquí y allí se

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alzaban manos con sables y fusiles, banderascon águilas, picas, lanzas, que corrían sin cesar;y al fin, en medio de toda esa barahúnda, se mefiguró que todas aquellas formas se deshacían,y que las nubes se conglomeraban para formarun inmenso sombrero apuntado de dos candi-les, bajo el cual los difuminados resplandoresde la luna como que bosquejaban una cara re-donda y hundida entre las altas solapas, desdelas cuales se extendía un largo brazo negro,señalando con insistente fijeza el horizonte.

Yo contemplaba esto, preguntándome si laterrible imagen estaba realmente ante mis ojos,o dentro de ellos, cuando Santorcaz exclamó deimproviso:

-Miradle, miradle allí. ¿Le veis? ¡Estúpidos!,¡y queréis luchar con este rayo de la guerra, coneste enviado de Dios que viene a transformar alos pueblos!

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-Sí, allí lo veo -exclamó Marijuán, riendo acarcajadas-. Es D. Quijote de la Mancha queviene en su caballo, y seguido de Sancho Panza.Déjenlo venir, que ahora le aguarda la granpaliza.

Las nubes se movieron, y todo se tornó encaricatura.

-VII-El sol no tardó en salir aclarando el país y

haciendo ver que no estábamos en Moravia,como vamos de Brunn a Olmutz, sino en laMancha, célebre tierra de España.

El pueblo donde paramos a eso de las ochode la mañana era Villarta, y dejando allí nues-tros machos, tomamos unas galeras que ennueve horas nos hicieron recorrer las cinco le-guas que hay desde aquel pueblo a Manzana-res: ¡tal era la rapidez de los vehículos en aque-

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llos felices tiempos! Cuando entrábamos en estavilla al caer de la tarde, distinguimos a lo lejosuna gran polvareda, levantada al parecer por lamarcha de un ejército, y dejando los perezososcarros, entramos a pie en el pueblo para llegarmás pronto, y saber qué tropas eran aquellas ya dónde iban.

Allí supimos que eran las del general Ligier-Belair que iba a auxiliar el destacamento deSanta Cruz de Mudela, sorprendido y derrota-do el día anterior por los habitantes de estavilla. En la de Manzanares reinaba gran desaso-siego, y una vez que los franceses desaparecie-ron, ocupábanse todos en armarse para acudir aauxiliar a los de Valdepeñas, punto donde secreía próximo un reñido combate. Dormimosen Manzanares, y al siguiente día, no encon-trando ni cabalgaduras ni carro alguno, parti-mos a pie para la venta de la Consolación, don-de nos detuvimos a oír las estupendas nuevasque allí se referían.

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Transitaban constantemente por el caminopaisanos armados con escopetas y garrotes,todos muy decididos, y según la muchedumbrede gente que acudía hacia Valdepeñas, enManzanares, y en los pueblos vecinos de Mem-brilla y la Solana no debían de quedar más quelas mujeres y los niños, porque hasta algunosinútiles viejos acudían a la guerra. Por último,resolvimos asistir nosotros también al espectá-culo que se preparaba en la vecina villa, y po-niéndonos en marcha, pronto recorrimos lasdos leguas de camino llano: mucho antes dellegar divisamos una gran columna de negrohumo que el viento difundía en el cielo. La villade Valdepeñas ardía por los cuatro costados.

Apretando el paso, oímos ya cerca del pue-blo prolongado rumor de voces, algunos tirosde fusil, pero no descargas de artillería. Bienpronto nos fue imposible seguir por el arrecife,porque la retaguardia francesa nos lo impedía,y siguiendo el ejemplo de los demás paisanos,

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nos apartamos del camino, corriendo por entrelas viñas y sembrados, sin poder acercarnos a lavilla. En esto vimos que la caballería francesa seretiraba del pueblo, ocupando el llano que haya la izquierda, y al mismo tiempo el incendiotomaba tales proporciones, que Valdepeñasparecía un inmenso horno. Los gritos, los que-jidos, las imprecaciones que salían de aquelinfierno, llenaban de espanto el ánimo más es-forzado.

Al punto comprendimos que el interior delpueblo se defendía heroicamente, y que el plande los franceses consistía en apoderarse de losextremos, incendiando todas las casas que nopudieran ocupar. De vez en cuando un es-truendo espantoso indicaba que alguno de losendebles edificios de adobes había venido alsuelo, y el polvo se confundía en los aires con elhumo. Los escombros sofocaban momentá-neamente el fuego; pero este surgía con másfuerza, cundiendo a las casas inmediatas. Al fin

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pareció que todo iba a cesar, y, según dijeronlos que estaban más cerca, habían salido delpueblo algunos hombres a conferenciar con elgeneral francés. Mucho tiempo debieron dedurar las conferencias, porque no vimos queestos se retiraran ni que concluyese el ruido yalgazara en el interior; pero al cabo de largorato un movimiento general de la multitud nosindicó que algo importante ocurría. En efecto,los franceses, replegando sus caballos en la cal-zada, retrocedían hacia Manzanares.

Cuando entramos en Valdepeñas, el es-pectáculo de la población era horroroso. Pareceincreíble que los hombres tengan en sus manosinstrumentos capaces de destruir en pocashoras las obras de la paciencia, de la laboriosi-dad, del interés acumuladas por el brazo traba-jador de los años y los siglos. La calle Real, quees la más grande de aquella villa, y, como sidijéramos, la columna vertebral que sirve a lasotras de engaste y punto de partida, estaba ma-

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terialmente cubierta de jinetes franceses y decaballos. Aunque la mayor parte eran cadáve-res, había muchos gravemente heridos, quepugnaban por levantarse; pero clavándose denuevo en las agudas puntas del suelo, volvían acaer. Sabido es que bajo las arenas que artificio-samente cubrían el pavimento de la vía, el sueloestaba erizado de clavos y picos de hierro, detal modo que la caballería iba tropezando ycayendo conforme entraba, para no levantarsemás.

A la calle se habían arrojado cuantos objetosmortíferos se creyeron convenientes para hosti-lizar a los dragones, y aun después del combatesurcaban la arena turbios arroyos de agua hir-viendo, que, mezclada con la sangre, producíasofocante y horrible vapor. En algunas venta-nas vimos cadáveres que pendían medio cuer-po fuera y apretando aún en sus crispados de-dos el trabuco o la podadera. En el interior delas casas que no eran presa de las llamas, el

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espectáculo era más lastimoso, porque no sólolos hombres, sino las mujeres y los niños, apa-recían cosidos a bayonetazos en las cuevas, y aveces cuando se trataba de entrar en algunacasa por dar auxilio a los heridos que lo habíanmenester, era preciso salir a toda prisa, aban-donándolos a su desgraciada suerte, porque elfuego, no saciado con devorar la habitacióncercana, penetraba en aquella con furia irresis-tible.

En resumen, franceses y españoles se habíandestrozado unos a otros con implacable saña;pero al fin aquellos creyeron prudente retirarse,como lo hicieron, no parando hasta Madridejos.Cuando Santorcaz, Marijuán y yo seguimosnuestra marcha, para hacer noche en SantaCruz de Mudela, el espíritu de los valerosospaisanos de Valdepeñas no había decaído, ytratando de reparar los estragos de aquella san-grienta jornada, parecían capaces de repetirla alsiguiente día.

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De lejos y al caer de la tarde distinguíamosla columna de humo, cubriendo el cielo de va-gabundas y sombrías ráfagas, y el aragonés yyo no pudimos menos de maldecir en voz alta yexpresivamente al tirano invasor de España.Contra lo que esperábamos, Santorcaz no noscontestó una palabra, y seguía su camino pro-fundamente pensativo.

-VIII-Al pasar la sierra, me reconocí completa-

mente sano de mi anterior enfermedad. La in-fluencia sin duda de aquel hermoso país, elvivo sol, el viaje, el ejercicio equilibraron alpunto las fuerzas de mi cuerpo, y respiraba condesahogo, andaba con energía, sin sentir males-tar alguno en mis heridas. Todo rastro de doloro debilidad desapareció, y me encontré másfuerte que nunca. Nada de particular hallamosdurante nuestro tránsito por las nuevas pobla-

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ciones, a no ser la alarma, la inquietud y lospreparativos de defensa. En la Carolina y enSanta Elena escaseaban mucho los hombres,porque la mayor parte habían ido a incorporar-se a la legión formada por D. Pedro Agustín deEchévarri, legión cuya base fueron los valerososcontrabandistas del país. Quedaba, no obstante,en los desfiladeros de Despeñaperros bastantegente para detener todos o la mayor parte delos correos, y en varios puntos, apostadas lasmujeres o los chiquillos en lo escabroso deaquellas angosturas, avisaban la proximidaddel convoy para que luego cayeran sobre él loshombres. También advertimos gran abandonoen los primeros campos de pan que se ofrecie-ron a nuestra vista; y en algunos sitios las muje-res se ocupaban en segar a toda prisa los trigostodavía lejos de sazón. Cerca de Guarrománvimos grandes sementeras quemadas, señal deque había comenzado allí su oficio la horribletea invasora.

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Hasta entonces no había ocurrido ningunacolisión sangrienta entre los imperiales y losandaluces. Estos, al ver que de improviso porentre los romeros y lentiscos de la sierra a aque-llos soldados de la fábula, tan hermosos y almismo tiempo tan justamente engreídos de suvalor, no volvieron de su asombro sino cuandolos vieron desaparecer camino de Córdoba, ysólo entonces, sintiendo requemadas sus meji-llas por generosa vergüenza, cayeron en lacuenta de que el suelo patrio no debía serhollado por extranjeras botas. Los francesesencontraron el país tranquilo, y creyeron llegarfelizmente a Cádiz; pero bajo las herraduras desus caballos iba naciendo la yerba de la insu-rrección. Aquellos caballos no eran como el deAtila, que imprimía sello de muerte a la tierra,sino que por el contrario, sus pisadas, como untoque de rebato, iban despertando a los hom-bres y convocándolos detrás de sí.

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Llegamos por último a Bailén, y explicarépor qué nos detuvimos en esta villa algunosdías. Allí residía el ama de Marijuán, quien alpresentarse a ella nos rogó que le acompañá-semos, y esta apreciable señora que era doñaMaría Castro de Oro, de Afán de Ribera, con-desa de Rumblar, nos recibió con tanto agasajo,nos ponderó de tal modo la ruindad de las po-sadas y ventas de la villa, que no tuvimos porconveniente hacernos de rogar, y aceptamos lahospitalidad que se nos ofrecía. La casa eragrandísima y no faltaba hueco para nosotros, nitampoco excelente comida y bebida de lo másselecto de Montilla y Aguilar.

-A estas horas -nos dijo la condesa- los fran-ceses deben de haber empeñado una acción conel ejército de paisanos que dicen salió deCórdoba para defender el paso del puente deAlcolea. Si ganan los españoles, los francesesretrocederán hacia Andújar, y como han deestar muy rabiosos, cometerán mil atrocidades

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en el camino. No conviene que salgan ustedesde aquí, a no ser que tengan intención, como mihijo, de incorporarse al ejército que se está for-mando en Utrera.

No eran necesarias tantas razones para con-vencernos. Nos quedamos, pues, en la ilustrecasa; y ahora, señores míos, con todo reposovoy a contaros puntualmente lo que recuerdode aquella mansión y de sus esclarecidos habi-tantes, destinados a figurar bastante en la histo-ria que voy refiriendo.

El palacio de Rumblar era un caserón del si-glo pasado, de feísimo aspecto en su exterior,pero con todas las comodidades interiores quealcanzaban los tiempos. Las altas paredes deladrillo, las rejas enmohecidas y rematadas enpequeñas cruces, los dos escudos de piedraoscura que ocupaban las enjutas de la puerta,cuyo marco apainelado y con vuelta de cordel,parecía remontarse a fecha más antigua que elresto de la casa; las dos ventanas angreladas

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junto a un mirador moderno; el farol sostenidopor pesada armadura de hierro dulce, en cuyocentro se retorcían algunas letras iniciales y unacorona dibujadas con las vueltas del lingote; lasguarniciones jalbegadas alrededor de los hue-cos; sus pequeños vidrios, sus celosías, y la di-versidad y variedad de aberturas practicadasen el muro, según las exigencias del interior, leasemejaban a todas las antiguas mansiones denuestros grandes, bastante desprendidos siem-pre para gastar en la fábrica de los conventos elgusto y el dinero que exigían las fachadas desus palacios. Por dentro resplandecía el blancoaseo de las casas de Andalucía. Tenía gran salabaja, capilla, patio con flores, habitaciones conzócalo de azulejos amarillos y verdes, puertasde pino lustradas y chapeadas, gran número dearcones, muchas obras de estalle, cuadros viejosy nuevos, algunas jaulas de pájaros, finísimasesteras, y sobre todo, una tranquilidad, un re-poso y plácido silencio que convidaban a resi-dir allí por mucho tiempo.

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Hablemos ahora de la familia de Afán de Ri-bera, o Perafán de Ribera, que en esto no estánacordes los cronistas. Ocupará el primer lugaren esta reverente enumeración la señora conde-sa viuda doña María Castro de Oro de Afán,etc., aragonesa de nacimiento, la cual era de lomás severo, venerando y solemne que ha exis-tido en el mundo. Parecía haber pasado de loscincuenta años, y era alta, gruesa, arrogante,varonil: usaba para leer sus libros devotos o lascuentas de la casa, unos grandes espejuelosengastados en gruesa armazón de plata, yvestíaconstantemente de negro, con traje que a las milmaravillas convenía a su cara y figura. Aquellay esta eran de las que tienen el privilegio de noser nunca olvidadas, pues su curva nariz, suscabellos entrecanos, su barba echada haciaafuera y la despejada y correcta superficie de suhermosa frente, hacían de ella un tipo cual nohe visto otro. Era la imagen del respeto antiguo,conservada para educar a las presentes genera-ciones.

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Tendrá el segundo lugar su hijo, joven deveinte años, niño aún por sus hábitos, su len-guaje, sus juegos y su escasa ciencia. Era el úni-co varón, y por tanto el mayorazgo de aquellanoble casa, cuyo origen, como el del majestuosoGuadalquivir, se remontaba a las fragosidadesde la Sierra de Cazorla, donde los primerosAfán de Ribera hicieron no sé qué hazañas du-rante la conquista de Jaén. El joven D. DiegoHipólito Félix de Cantalicio había sido educadoconforme a sus altos destinos en el mundo, bajola dirección de un ayo, de que después habla-remos, y aunque era voluntarioso y propenso asacudir el cascarón de la niñez, así como aarrastrar por el polvo de la travesura juvenil elpurpúreo manto de la primogenitura, su madrelo tenía metido en un puño, como suele decirse,y ejercía sobre él todos los rigores de su carác-ter. Verdad es que el muchacho, con su instintoy buen ingenio, había descubierto un mediohabilísimo para atacar la severidad materna, yera que cuando su ayo o la condesa no le hacían

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el gusto en alguna cosa, poníase los puños enlos ojos, comenzaba a regar con pueriles lágri-mas los veinte años de su cuerpo y exclamaba:«Señora madre, yo me quiero meter fraile».Estas palabras, esta resolución del muchachue-lo, que de ser llevada adelante, troncharía im-placablemente el frondoso árbol mayorazguil,difundía el pánico por todos los ámbitos de lacasa. Procuraban todos aplacarle, y la madredecía: «No seas loco, hijo mío. Vaya, puedesmontarte a caballo en la viga del patio, y tepermito que le pongas al gato las cáscaras denuez en sus cuatro patitas».

A estos dos personajes seguirán forzosamen-te las dos hijas de la marquesa; dos pimpollos,dos flores de Andalucía, lindas, modestas, pe-queñas, frescas, sonrosadas, alegres, sin preten-siones a pesar de su nobleza, rezadoras de no-che y cantadoras por la mañana; dos avecillasque encantaban la vista con el aleteo de su ino-cente frivolidad y de cierta ingenua coquetería,

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de ellas mismas ignorada. Eran pequeñas comoel reseda; pero como el reseda tenían la seduc-ción de un perfume que se anuncia desde lejos,pues al sentirles los pasos se alegraba uno, y suproximidad era aspirada con delicia. Asuncióny Presentación eran dos angelitos con quienesse deseaba jugar para verles reír y para reírseuno mismo del grave gesto con que enmasca-raban sus lindas facciones cuando su madre lesmandaba estar serias. La de menor edad eradestinada al claustro, y mientras halagaba adoña María la grandiosa idea de ponerla en lasHuelgas de Burgos, se acordó que tomara laslecciones necesarias para ser doctora, por locual el ayo de su hermano le había empezado aenseñar la primera declinación latina, queaprendió en un periquete, encontrando aquellomuy bonito. La primera, esto es, Asunción, notenía necesidad de aprender nada, porque eradestinada al matrimonio.

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Y por último, no quiero dejar en la oscuri-dad al ayo del joven D. Diego. Llamábanlecomúnmente don Paco y era un varón de gransencillez y moderación en sus costumbres,aunque algo pedante. Estaba él convencido deque sabía latín, y citaba a veces los autores máscélebres, aplicándoles lo que estos desgraciadosno pensaron nunca en decir. ¡A tales imputa-ciones calumniosas está expuesta la celebridad!También se preciaba D. Paco de enseñar acer-tadamente la historia antigua y moderna a susdiscípulos, aunque nosotros sabemos por do-cumentos de autenticidad incontestable que ensus explicaciones nunca pasó más acá del arcade Noé. Era, sí, muy fuerte en la vida de Ale-jandro el Grande, y podemos asegurar que po-seía en altísimo grado un arte, que no a todoslos mortales es dado cultivar con regular acier-to. Don Paco era un gran pendolista, que pu-diera competir con esos colosos de la caligrafía,Torío el sublime y Palomares el divino, y hastacon el moderno Iturzaeta; habilidad que en

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parte había transmitido a su discípulo, pues lasplanas del heredero de Rumblar llenaban deadmiración al señor obispo de Guadix, cuandoiba a pasar unos días en la casa. Además, D.Paco era un hombre excelente, y temblaba demiedo delante de la condesa, cuando esta leachacaba las faltas del niño. Vestía de negro ysiempre en traje ceremonioso, aunque no nue-vo, usando asimismo peluca blanca, rematadaen descomunal bolsa. A los forasteros huéspe-des nos trataba con mucha dulzura porque lahospitalidad -decía- fue don particular de lospueblos antiguos, y debe ser practicada por lospresentes para enseñanza de los venideros.

-IX-El patrimonio de aquella casa era bueno,

aunque muy inferior al de otras familias deAndalucía y de Castilla; pero doña María con-taba con que sería de los primeros de España

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luego que su hijo heredase el mayorazgo deunos parientes por línea colateral, que carecíande sucesión directa. Para facilitar esto, doñaMaría concibió un proyecto gigantesco, del cualdependía, como el lector verá, la perpetuidadde aquella casa y linaje y solar ilustre por ellargo discurso de los siglos; trató de casar a suhijo con una hembra de la familia de aquellossus parientes, a la sazón poseedores del mayo-razgo, y residentes en Córdoba, aunque suhabitual morada era Madrid. No era obstáculopara esto la niñez más bien moral que física dedon Diego, pues siendo entonces costumbreemparentar lo más pronto posible a los mayo-razgos, los casaban fresquitos y antes que tu-vieran tiempo de asomar las narices por lasrehendijas de la puerta del mundo, donde aldecir de D. Paco, no había sino perdición ydesvanecimiento para la juventud, porque lasdulzuras de la copa de los placeres durabanbreves instantes, mientras que sus amargasheces trascendían por luengos años.

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Pero alguien desconcertó o aplazó al menoslos planes sabiamente trazados por doña Maríay sus ilustres primas; desconcertolos Napoleón,emperador de los franceses, al poner sus ojosen esta joya del continente y al invadirla. Laguerra, aquella santa guerra de que no nosmuestra otro ejemplo la historia en tiemposcercanos, obligó a suspender este como otrosproyectos, y doña María, que era aragonesa ymuy patriota, hubo de llamar a D. Diego, ydesde lo alto de su sitial le aterró con estas pa-labras, confiadas después a mi discreción porD. Paco:

-Hijo mío, mucho te quiero. Tu muerte nosólo nos mataría de pena, sino que aniquilaríanuestra casa y linaje. Eres mi único varón, eresel alma de esta casa, y sin embargo, es precisoque vayas a la guerra. Sangre valerosa correpor tus venas y estoy bien segura de que a pe-sar de tus pocos años dejarás en buen lugar elnombre que llevas. Todos los jóvenes se deben

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a su rey y a su patria en estos terribles días enque un miserable extranjero se atreve a con-quistar a España. Hijo mío, mucho te amo; peroprefiero verte muerto en los campos de batallay pisoteado por los caballos franceses, a que sediga que el hijo del conde de Rumblar no dis-paró un tiro en defensa de su patria. Los hijosde todas las familias nobles de Andalucía sehan alistado ya en el ejército de Castaños; túirás también, con un séquito de criados, quearmaré y mantendré a mis expensas mientrasdure la guerra.

Al decir esto, la marmórea cara de doñaMaría no se inmutó; pero Asunción y Presenta-ción lloraron a moco y baba. El joven palpitó deentusiasmo al verse enviado a tomar parte enun juego que no conocía, y que visto de lejos esmuy bonito.

Nosotros llegamos precisamente cuando seestaban haciendo los preparativos y el equipode guerra del mayorazgo. Todos trabajaban en

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aquella casa, y no eran las menos atareadas lashermanitas del señor conde, porque a más de ladelicadísima ropa blanca que con sus propiasmanos y bajo la inspección de su madre apare-jaron, poniéndola con mucho orden en las gru-peras, se ocupaban a toda prisa en arreglarunos muy lindos escapularios, no sólo para él,sino para todos los de la comitiva.

No sé qué tenían aquellos preparativos desemejante con los que se hacen para mandar aun chico al colegio: verdad es que nada hay taninstructivo y despabilador como un campa-mento, y por eso decía D. Paco que la guerra esmaestra del ingenio y domeñadora de las impe-tuosidades juveniles.

Marijuán fue destinado a acompañar al se-ñorito. Con él y otros criados formose una le-gioncilla de cinco hombres; mas sabedora doñaMaría de que otros jóvenes de familias ricas deBaeza, Bujalance y Andújar habían llevado has-ta diez, mandó que se aumentara aquel núme-

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ro, fijándose al instante en Santorcaz y en mí. Senos ofrecía una peseta diaria, además de lo quecayera si volvíamos con vida y salud; así es quemi compañero y yo nos miramos, consultandocon elocuente silencio el aspecto de nuestrasrespectivas fachas. Hallábamonos ambos muyderrotados; y con aquella escrutadora penetra-ción que da la carencia de posibles, cada cualconoció la escualidez y vanidad de la bolsa delotro. Santorcaz opinó que yo debía aceptar elenganche, y yo fui del mismo dictamen respec-to a mi amigo; doña María ofreció equiparnos,mudando nuestras ropas por otras nuevas ymejores, y además comprometíase a mantenerpor algún tiempo a los que ya comenzaban aabrigar algunas dudas acerca del pan que co-merían al llegar a Córdoba. No vacilamos, yhenos convertidos en soldados de caballería,prontos a incorporarnos al pequeño pero bri-llante ejército de San Roque. Comprendí queaquel era mi destino, y que para el fin que aCórdoba me llevaba, más me convenía penetrar

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en esta ciudad como soldado oscuro que comodesalmado y andrajoso vagabundo. Santorcazse decidió después de meditarlo mucho, dandopaseos en la habitación donde se nos había al-bergado. Una vez resuelto a ello, pareció muyalegre, y le oí pronunciar algunas palabras queme demostraban la agitación de su alma porcausas para mí desconocidas entonces. Luegoexpuso a doña María que no partiría de Bailénhasta no recibir unas cartas que esperaba deCórdoba y de Madrid, relativas a sus intereses,a lo cual accedió la señora, diciéndole que per-maneciese en la casa hasta cuando quisiera conla condición de incorporarse después a la escol-ta de D. Diego si esta salía antes.

No tardó mucho el día de la partida. El jovenmayorazgo estaba vestido del modo siguiente.Una ancha faja de seda color de amaranto leceñía el cuerpo. Sus calzones de ante se atabanbajo la rodilla, y sobre las medias de seda lle-vaba gruesas botas de cordobán con espuelas

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de plata. El marsellés de paño pardo fino conadornos rojos y azules daba singular eleganciaa su cuerpo, así como el ladeado sombrero por-tugués, con moña de felpa negra y cordón deoro. Guarnecía su cintura sobre el fajín, lo quellamaban charpa, y era un ancho cinturón decuero con diversos compartimientos ocupadospor dos pistolas, un puñal y un cuchillo demonte, de modo que aquello equivalía a llevaren los lomos un completo arsenal, propio parahacer frente a todas las circunstancias imagina-bles.

Ocupábanse la madre y las hijas en arreglarlos últimos pormenores del vestido, esta co-siendo el último botón, aquella poniendo unalfiler a la cinta del sombrero, la otra calzandola espuela al mozo, cuando doña María dijo conla viveza propia del que recuerda de improvisola cosa más importante:

-Falta lo principal, falta la espada.

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Al punto las miradas de todos fijáronse concierto respeto en un venerable armario de añejoroble que en el testero principal de la habita-ción desde largos años existía. Acercose a él laseñora condesa, y abriéndolo, sacó una espadalarguísima con su vaina y tahalí, las tres piezasmuy marcadas con el sello de honrosa antigüe-dad. Desenvainó el acero la propia doña Maríacon gesto majestuoso aunque sin ninguna afec-tación de brío varonil, y luego que lo hubo con-templado un instante, volvió a esconderlo en lavaina entregándolo después a su hijo. Era aque-lla espada una hermosa hoja toledana de cuatromesas y de una vara y seis pulgadas de largo.En la cazoleta o taza cabía holgadamente unaazumbre, y sus gavilanes nielados de oro, lomismo que el arriaz, daban aspecto artístico ylujoso a la empuñadura. Tenía en las dos fa-chadas del puño el escudo de los Rumblares, yen el pomo una cabeza con la empresa del ar-mero toledano Sebastián Hernández. En la hoja,algo roñosa, se podía deletrear, aunque con

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trabajo, la inscripción grabada en uno de suslados, Pro Fide et Patria. Pro Christo et Patria. ProAris et Focis. Inter Arma silent Leges.

Colgose al cinto esta poderosa e ilustre tizo-na el joven D. Diego, para cuyas manos eraexorbitante peso; mas él, orgulloso de llevarlo,hizo un gesto poco favorable a los propósitosdel invasor de España, y se preparó a salir. Pro-rrumpieron en copioso llanto Asunción y Pre-sentación, lo cual dio al traste con la forzadaentereza del condesito, destinado a ser el terrorde la Francia, y pasando de los pucheros a loshipidos y de los hipidos a una violenta explo-sión de lágrimas, atronó la casa por espacio deun cuarto de hora. Ni por esas perdió doñaMaría su serenidad, hablando a su hijo de asun-tos extraños a la guerra.

-Lo primero que has de hacer cuando lleguesa Córdoba, es visitar a mis primas y entregarlesestas cartas. Mira, aquí van las señas de su pa-lacio. Harto sentimos que no pueda celebrarse

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la boda concertada; pero Dios lo quiere así, y lapatria es lo primero. Algún día será. Di a esasseñoras que si vuelven pronto a Madrid, comome dicen en su última carta, no les perdono quepasen sin detenerse algunos días en esta sucasa.

Luego tomando distinto tono, habló así:

-Hijo mío, cuidado con lo que haces. Observa lamejor conducta: mira que vas a combatir al enemigoy a defender la religión, la patria, el Estado y el Rey.Si cobarde vuelves la espalda, no vuelvas jamás a micasa, ni te acuerdes nunca de tu madre, ni cuentesya con su tierno cariño... Su indignación, su aborre-cimiento eterno, he aquí la recompensa que teaguarda.

He subrayado estas palabras, porque sonpuntualmente históricas; y si no están en lahistoria, constan en papeles impresos de aqueltiempo, que puedo mostrar al que desee verlos.La mujer que las pronunciara (pues no fue do-

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ña María, y el atribuirlo a esta es de mi exclusi-va responsabilidad), añadió lo siguiente, diri-giéndose a otras madres que despedían a sushijos en las puertas del pueblo: -«Compañeras, sien las batallas llegan a morir todos los hombres,triunfaremos nosotras».

Salimos de la casa, tomando cada cual la ca-balgadura que se le había destinado, juntamen-te con un sable y dos pistolas. El bagaje se re-partió entre todos. Un criado antiguo se habíaencargado del dinero, otro llevaba las ropas delseñorito; Marijuán llenaba sus alforjas conabundantes provisiones, y en mi grupera pusi-mos varios encargos y las cartas que D. Diegodebía entregar en Córdoba. Cuando yo lasacomodaba entre mi equipaje, pude de soslayover los sobres y me quedé frío de sorpresa ycasi diré de terror; leí los nombres de Amaran-ta, de la marquesa su tía y del señor diplomáti-co.

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Santorcaz, que hasta entonces no había reci-bido lo que aguardaba, se quedó, prometiendojuntarse con nosotros al día siguiente o a losdos días. Yo le vi muy pensativo y tétrico conlas manos a la espalda, paseando por el portalde la casa cuando salíamos de ella. Hasta fuerade la villa fue en nuestra compañía D. Paco, elcual recordaba a su discípulo las máximas deAlejandro sobre la guerra, recomendándole unay otra vez que las pusiera en práctica al pelearcontra los franceses, y que cuidase de sostenersiempre el orden oblicuo disponiendo una se-gunda línea para asegurar las espaldas y losflancos, porque a esto -decía- debió el gran Ma-cedonio que siempre quedaran victoriosas susdifalangarquías y tetrafalangarquías.

Con tan sabia máxima que el heredero deRumblar juró cumplir al pie de la letra, despi-diose don Paco, y seguimos nuestra marchamuy contentos. No tomamos el camino realdesde Bailén a Córdoba por no tropezar con la

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retaguardia del general Dupont o con los mu-chos destacamentos que había dejado en todoslos pueblos, y en vez de las diez y ocho leguasy media de que consta aquella vía, tuvimos queandar unas veinticuatro, pues en nuestro rodeofuimos a Mengíbar; desde allí por Torre Jimeno,siguiendo un detestable camino de herradura,pasamos a Martos, y de Martos, por Alcaudetey Baena, fuimos a buscar en Castro del Río lamargen derecha del Guadajoz, que nos condujoa las inmediaciones de Córdoba.

Al salir de Bailén supimos la derrota de lospaisanos y soldados de regimientos provincia-les en el puente de Alcolea, y en Alcaudete nosdieron otra terrible noticia, referente a la entra-da de los franceses en Córdoba y al saqueo deaquella hermosa ciudad. Esto y el encuentro dealgunos hombres dispersados de la partida deEchévarri nos inclinó a tomar el camino de Éci-ja; pero el día 16 supimos que los franceses hab-ían evacuado a Córdoba; y adoptando nuestro

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primitivo itinerario, divisamos en la mañanadel 18 un inmenso caserío blanco, que destaca-ba sobre el verde-azul de la lejana sierra infini-dad de torres, minaretes, espadañas y cimbo-rrios.

-X-Era Córdoba, la ciudad de Abdherrahmán,

la Meca de Occidente, la que fue maestra delgénero humano, la vieja andaluza, que aún seengalana con algunos restos de su antiguagrandeza; todavía hermosa, a pesar de los si-glos guerreros que han pasado por ella; ya sinZahara, sin Academias, sin pensiles, sin aque-llas doscientas mil casas de que hablan los cro-nistas árabes; sin califa, sin sabios, pero orgu-llosa aún de su mezquita catedral, la de lasochocientas columnas; triste y religiosa,habiendo sustituido el bullicio de sus bazarescon el culto de sus sesenta iglesias y sus cuaren-

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ta conventos; siempre poética y no menos ricaen la decadencia cristiana que en el apogeo mu-sulmán; ciudad que hasta en los más pequeñosaccidentes lleva el sello de los siglos; tortuosa,arrugada, defendiéndose de la luz como si qui-siera ocultar su vejez; escondida en sus interio-res donde guarda innumerables maravillas, ysiempre asustada al paso del transeúnte; pro-tectora de los enamorados para quienes hahecho sus mil rejas y ha oscurecido sus calles;devota y coqueta a la vez, porque cubre con susjoyas las imágenes sagradas, y se engalana yperfuma aún con los jazmines de sus patios.

Tal era la ciudad que había estado entregadapor tres días a la brutal y salvaje codicia de lossoldados de Dupont. Este desgraciado general,que desde entonces comenzó a sentir aquelaturdimiento e indecisión que lo acompañaronhasta capitular, temeroso de ser sorprendidoallí por las tropas de Castaños, se retiró el 16 de

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Junio, dirigiéndose a Andújar, desde dondepidió refuerzos a Madrid.

El 18 entramos nosotros en la ciudad sa-queada, aún llena de mortal espanto. Todavíano había sido lavada la sangre que manchabasus calles, ni sabían exactamente los cordobesesa ciencia cierta el dinero y cantidad de alhajasque se les habían robado. Antes que en contarlo que les quedaban pensaron en armarse, y siantes habían ido a la lucha, además de los re-gimientos provinciales y las milicias urbanas,los paisanos del campo, después del saqueotodas las clases de la sociedad se apercibieronpara lo que más que guerra era un ciego plande exterminio, pues no se decía vamos a la gue-rra, sino a matar franceses.

Desde que entré en la desgraciada ciudad, ala emoción producida por el espectáculo delreciente desastre se unía la que experimentabapor asuntos de mi propia cuenta, y por la su-puesta proximidad a quien era el faro de mi

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vida. Así es que luego que el conde y los de lacomitiva nos arreglamos en una de las mejoresposadas, salí con objeto de buscar la casa de laseñora Amaranta y de su tía, lo cual me erasumamente fácil, por haber visto los sobres delas cartas que traíamos para aquellas personas.Llegué a eso de las doce a la calle de la Espar-tería, donde era su residencia. En lo sucesivo ypara evitar confusiones, ya que no puedo nom-brar a la tía de Amaranta con su verdaderonombre, usaré el título convencional de mar-quesa de Leiva.

Cuando di los primeros aldabonazos en lapuerta, parecíame que golpeaba en mi propiocorazón. ¿Estaría allí Inés? ¿Estaría allí, ya olvi-dada de que existiera antes en el mundo unchico llamado Gabriel, arcabuceado por losfranceses? Y si estaba y de improviso me veía,¿no era posible que se me presentara deslum-brada por los esplendores de su nueva posi-ción, y que a la palidez de la primera sorpresa

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sucediera en su rostro el rubor de habermeamado? ¿Se acercaba el momento de que yocayese de la inconmensurable altura de mi fa-tuidad amorosa, encontrando una sonrisa dedesdén y la mano de un criado que me pusieraen la calle? ¿Por ventura el trance que me espe-raba era hermano gemelo de aquella otra grancaída ocurrida en el Escorial, cuando por elfavor de Amaranta soñaba con los primerospuestos de la Nación? ¿Bajaría mi alma desdepríncipe a lacayo, como poco antes bajó mi am-bición?

Abriome la puerta un criado conocido, aquien rogué me llevase a presencia de mi anti-gua ama la señora condesa. Mientras atravesá-bamos el patio, buscaba afanosamente algúnobjeto que me indicase la proximidad de Inés.Como olfatea el perro buscando el rastro de suamo, así aspiraba yo las emanaciones de la casa,buscando el aire que había sido aliento deaquella naturaleza querida. No oí su voz, ni

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sentí sus pasos, ni vi cosa alguna que tuvieralas huellas de su mano. A mí se me antojabaque en cualquier objeto podía notar un selloespecial que indicara pertenecerle. En nada delo que vieron mis ojos encontré la huella inde-finible que debía tener todo aquello en que Inéspusiera los suyos. Esto se comprende y no seexplica. El corazón es el único adivino, y el míome dijo que Inés no estaba allí.

El patio era fresco y risueño, como todos losde las buenas casas de Andalucía. Entre losjazmines reales, que abrazándose a una colum-na ostentaban sus mil florecillas llenas del per-fume más grato a los enamorados; entre losnaranjos de la China, graciosas miniaturas delnaranjo común; entre los rosales de la tierra yesos claveles indígenas cuya imperial hermosu-ra no ha logrado eclipsar ninguna de las ele-gantes flores modernas; entre los tiestos de re-seda, de mejorana, de albahaca y de sándalo,saltaban los chorros de una fuente habladora,

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con cuyo monólogo se concertaba el canto dealgunos pájaros prisioneros en doradas jaulas.El pavimento era de mármol y los zócalos deazulejos; sobre estos, y cubriendo gran parte dela pared, había cuadros al óleo de aquella es-cuela andaluza que ha llevado a los lienzos eltono caliente de la tierra, la esplendidez de lainflamada atmósfera y la agraciada melancolíade los semblantes.

Afortunadamente para mí, Amaranta sedignó recibirme. Estaba en una sala baja, frescay oscura, y cuando yo entré se ocupaba en ar-mar unas flores de altar. ¿Se había entregado ala devoción? Vestía completamente de blanco, ya la exigencia de la moda se había unido el ri-gor de la estación para que aquel ligero trajefuera nada más que lo absolutamente necesariopara cubrir su hermoso cuerpo. Entonces entrelas miradas de fuera y el pudor interno no seponía tan gran baluarte de telas como se ponehoy. Amaranta estaba abrumadoramente her-

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mosa, y sus ojos negros, que eran, como otravez he dicho, los primeros ojos del mundo, esdecir, los Bonapartes de la mirada humana,conquistaban al punto todo aquello a que dirig-ían su pupila. Sentí en su presencia mucha cor-tedad, mucha turbación; sentime sin ideas y sinpalabra.

-¿Qué vienes a buscar aquí? -me dijo.

-Señora, he venido a Córdoba para afiliarmeen el ejército del general Castaños, y sabiendoque Su Excelencia y apreciable familia estabanen esta población, he querido visitar a mi anti-gua y querida ama.

-Eres tan hipócrita como intrigantuelo y tra-pisondista -repuso entre severa y amable-.¿Conque me tienes ley? ¿Por qué te portaste tanmal conmigo?

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-Señora -exclamé haciendo aspavientos derespeto-. ¡Yo portarme mal! Si no puedo olvidarlo bien que estaba al servicio de Su Excelencia.

-¿Quieres ser otra vez mi criado? -me pre-guntó.

Esta proposición cayó sobre mí como un ra-yo. Pensé en Inés, en el repentino engrandeci-miento de la que había juzgado compañera demi vida, y al considerarme criado de aquellacasa, temblé de indignación.

-No señora, no quiero servir más. Soy solda-do -repuse-. Sin embargo, estoy a las órdenesde Vuecencia para lo que guste mandarme.

-¿Conque soldado? ¿Y vas a la guerra? De-ntro de un mes serás general -dijo con punzanteironía.

-No aspiro a tanto. Quiero servir a mi país, ynada más. Con tal de que mañana pueda decir:

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«contribuí a echar de España a la canalla», que-daré satisfecho.

-¿Y crees que España podrá echar fuera a lacanalla? ¡Ah!, yo no participo de la ilusión deesta buena gente. ¿Qué pasó el día 9 en el puen-te de Alcolea? Aquellos pobres paisanos, aquienes no se puede negar el valor, huyeronante las tropas disciplinadas del general Du-pont. En Córdoba tampoco se les puso resisten-cia, y ¡qué horror, Dios mío!, ¡qué tres días deangustia! Todos creíamos que los franceses en-trarían con bandera de paz, porque la gente deEchévarri abandonó la ciudad, y los de aquí notrataban de hacer resistencia. Llegaron los fran-ceses a la Puerta Nueva, y mientras las autori-dades hablaban con ellos para darles entrada,de una casa cercana salieron algunos tiros. Fu-riosos los enemigos, después de derribar lapuerta a cañonazos, desparramáronse por lascalles de Córdoba asesinando a cuantos encon-traban al paso y metiéndose en las casas para

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coger cuanto había. No puedes figurarte lo queera aquello. Mudos de espanto y ansiedad está-bamos todos aquí, atento el oído a los rumoresde la calle, cuando sentimos que las puertascaían a golpes, y penetraba aquella soldadescabestial, diciendo que se les entregasen todos losobjetos de valor. El miedo nos impidió andar encontestaciones con ellos, y al punto les dimosalhajas, dinero, plata de mesa y cuanto había,deseando que se lo llevasen todo de una vezpara no escuchar sus insultos. Mas luego baja-ron a la bodega sedientos de vino: no contentoscon echar fuera las cubas pequeñas, bebían enlas llaves de las pipas grandes, y dejándolasluego abiertas, corría el Montilla de setenta ycinco años inundando las cuevas. Uno de aque-llos salvajes pereció ahogado en vino. Pero alfin se fueron de casa sin cometer atrocidades deotra clase, y nos vimos libres de semejantechusma. En otras partes los horrores no puedencontarse. Robaron todo el dinero de la adminis-tración, toda la plata de los conventos, los vasos

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sagrados, los cálices, las custodias, las alhajasde las imágenes; penetraron también en losconventos de frailes, muchos de los cuales mu-rieron asesinados; convirtieron en lupanar laiglesia de Fuensanta, y por tres días Córdobano fue una ciudad, fue un infierno, porque to-dos los demonios, todas las maldades y abomi-naciones cayeron sobre ella. Por las calles se lesencontraba borrachos, llenos de inmundicia, yse revolcaban en el lodo, engullendo vorazmen-te la comida que sacaban a viva fuerza de lascasas. Los generales franceses, avergonzados detanta bajeza, querían someterlos a palos; perofue preciso emplear mucho rigor, y algunoshubieron de ser fusilados para hacer entrar enrazón a los demás. Por último, saliendo deCórdoba para Andújar, esos cafres nos han de-jado en paz por algún tiempo. ¡Qué espantosoestado el de España! Y lo peor es que sucum-birá. ¡Qué horrores, qué días terribles nosaguardan! ¿Y en Madrid qué tal se vive?

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-¿Piensa usía volver a la corte?

-¡Oh! Sí... Pensamos marcharnos pronto,porque nos llama un asunto en que está intere-sada toda la familia. A ser por mí, ya estaría-mos allá. No puedo vivir en Córdoba, y menosen el estado actual de las cosas. Esto no es vivir.Si en Madrid no hubiese tranquilidad, nos ir-íamos a Bayona con toda la familia.

-¿Y ninguna de las personas de esta casa fuemaltratada por la soldadesca francesa? -pregunté deseando saber qué personas había enla casa.

-Ninguna: sólo mi tío el marqués tuvo unacontusión en la cabeza; pero recibiola al escon-derse debajo de una cama, y lo hizo con tantoímpetu que se dio un golpe muy fuerte contrael suelo. Un amigo de casa, que nos visita todoslos días, D. José María de Malespina, tambiénrecibió un ligero rasguño en la mano derecha alocultarse detrás de un armario.

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-¿Y las señoras? Oí decir que una sobrinitade la señora marquesa... o sobrinita de Su Exce-lencia, no estoy bien seguro, había venido deMadrid a acompañarlas.

-No -contestó Amaranta mirando al suelo.

-Pues entonces lo confundo yo con otra cosa.Paréceme que en Madrid lo oí decir en Madridal señor licenciado Lobo, aquel famoso escriba-no... pero no, seguramente se equivocó.

-¿Conoces tú al Sr. de Lobo? -me preguntócon inquietud.

-Ya lo creo: somos muy amigos. Le conocícuando yo servía en casa de D. Mauro Reque-jo... y por cierto que el señor licenciado y yotuvimos una cuestión con motivo de cierta mu-chacha... una infeliz, señora, una desgraciadachiquilla, huérfana de padre y madre.

-A ver, cuéntame eso -dijo con interés.

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-Pues los señores de Requejo que eran dospuerco-espines, martirizaban a la damisela. Yotenía lástima de ella, y quise sacarla de allí...pero me fusilaron los franceses.

-¡Te fusilaron!

-Sí señora; y el Sr. de Lobo... pues... lo ciertofue que la muchacha desapareció.

-Ya... Cuéntamelo todo.

Con el mayor afán, con el interés más gran-de que durante mi vida he sentido por cosaalguna, empezaba a contar a Amaranta lo quesabía, cuando la entrada de dos personas meinterrumpió. Eran el diplomático y D. José Mar-ía de Malespina, aquel por tantos títulos famo-so aunque retirado coronel de artillería dequien hablé cuando lo de Trafalgar. El primerome reconoció y tuvo la bondad de dirigirmealgunas bromas.

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-XI--Sobrina -dijo el marqués-, ya pronto ten-

dremos aquí las tropas de Castaños. ¿Sabes loque ahora le decía al Sr. de Malespina? Pues ledecía que si la Junta de Sevilla me comisionarapara entrar en negociaciones con los franceses,tal vez lograría poner fin a esta desastrosa gue-rra.

-¿Qué negociaciones, ni qué ocho cuartos?-dijo con desprecio Malespina-. ¡Oh! ¡Si la Juntade Sevilla siguiera el plan que he imaginadoestos días! Mientras no demos a la artillería ellugar que le corresponde, no es posible alcan-zar ventaja alguna. Mis recientes estudios sobrecyclodiatomía y catapéltica, me han hecho des-cubrir importantes principios que ahora debi-eran llevarse a la práctica.

-Reniego de la ciencia que inventa medios dedestrucción -exclamó con gesto elocuente el

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marqués-, cuando por las vías diplomáticaspudieran las Naciones resolver todas sus quere-llas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la guerra? ¿Valela pena de que perezcan miles de seres huma-nos por una cuestión que podría arreglarse conun pedazo de papel y una pluma mojada entinta, puesta en manos de alguna persona queyo me sé?

-Hombre de Dios, sin la guerra ¿qué seríadel mundo? Y sobre todo, ¿qué sería del mundosin la artillería? Montecúculi dice que las bata-llas dan y quitan las coronas, concluyen las guerrase inmortalizan al vencedor.

-¡Sangre y luto y desolación! Pero no dispu-temos sobre el volcán, amigo. La guerra es unmal, pero existe hoy entre nosotros. Lo queconviene es buscar alianzas en Europa. Por esodesde que llegué a Andalucía sugerí a la JuntaSuprema la idea de pedir auxilio a Inglaterra.Magnífico pensamiento, que ni a Saavedra, ni alpadre Gil se le había ocurrido.

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-Y ¡Vd. se atribuye la invención! -dijo consorna Malespina-. Pero hombre de Dios, si losasturianos fueron los primeros que en tal cosapensaron, y desde el 30 de Mayo salieron deGijón mis queridísimos amigos D. AndrésÁngel de la Vega y el vizconde de Matarrosa,hijo del conde de Toreno... ¡Bah, bah!... Si estosdiplomáticos han perdido la chaveta. Nada,amigo mío, yo le dije al padre Gil que cuidarade aumentar la artillería, adoptando los adelan-tos que yo quiero introducir en el arma. Puesqué, ¿cree usted que Napoleón no tiene noticiade ellos? Yo he descubierto que antes de inva-dir a España, mandó una comisión secreta paraque averiguara si estaba yo aquí. Como enton-ces mi familia hizo correr la voz de que yo hab-ía pasado a América, Napoleón dijo: «Pues nohay cuidado ninguno», y ordenó la invasión.Ya, ya me conoce él de muy antiguo.

-¡Qué vanaglorioso es Vd.! -dijo el diplomá-tico con mayor fatuidad que la de su amigo-.

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Eso lo dice usted por obligarme a hablar, porobligarme a que revele... no: es secreto de Esta-do, del cual quizás depende la paz de España yde Europa, no saldrá de mis labios, ni soyhombre que cede fácilmente a las sugestionesde la curiosa e imprudente amistad.

-Todo eso es pura farsa. Sepamos de una vezesos secretos.

-¡Farsa! -exclamó con enojo el diplomático-.Pero ya comprendo el juego. Lo mismo hace misobrina cuando quiere obligarme a que revelelos secretos de Estado. No, callaré, callaré, aun-que Vd. me insulte, aunque Vd. aparente dudarde mi veracidad, para que la indignación mehaga romper el secreto. ¡Pues qué!, si yo dijeraque un elevado personaje, el más poderoso quehoy existe en el mundo, se decidió al fin a tran-sigir conmigo, después de una enemistad quedata desde la paz de Luneville; si yo dijera quelos preliminares de negociación que entablépara evitar a España los horrores de la guerra,

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comenzaban a dar resultado, cuando algunoshombres pérfidos... si yo dijera esto... pero no:mi sobrina me mira como para incitarme a se-guir hablando, y Vd. Sr. de Malespina, me miratambién... mas no, punto en boca, y cesen lasimpertinentes preguntas que en vano amena-zan el inexpugnable alcázar de mi discreción.

-Todo eso es pura fábula -afirmó D. JoséMaría con desenfado-. Aborrezco la falsedad yla jactancia, pues soy hombre que se dejaríahacer picadillo antes que decir una palabra con-traria a la rigurosa verdad. Por tanto basta defingidas diplomacias y de tratados que no hanexistido sino en la cabeza de Vd. En estos mo-mentos seamos soldados, y dejemos a un ladolos protocolos. Veremos si ahora, cuando enBayona se sepa que yo sigo en España y que nopienso en partir a América, se retiran los fran-ceses de nuestro país, porque francamente...Napoleón me conoce.

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-Hombre, eso es demasiado fuerte -exclamóel diplomático soltando la risa-. Conque Napo-león...

-No extraño esas risas -dijo muy amoscadoel artillero-. ¿Qué ha de hacer quien no conoceel peligro personal; qué ha de hacer un hombreque cuando entraron los franceses a saquearesta casa, se escondió debajo de la cama?

-Yo... -contestó con turbación el marqués-, sipenetré en aquel apartado sitio, bien saben to-dos la causa, que no fue miedo ni mucho me-nos. En aquel instante me ocupaba mentalmen-te en buscar los términos más propios de unarreglo y transacción con aquella gente, y comoel ruido no me dejaba pensar, busqué la sole-dad de aquel lugar recogido y pacífico, dondesin estorbo pudiera entregarme a mis sutilísi-mas disquisiciones. Lo incomprensible es queun militar viejo como Vd. buscase asilo detrásde un armario, mientras los franceses insulta-ban a las señoras.

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-Nada, lo que he dicho siempre -repuso Ma-lespina-. Es inútil esperar que los profanoshagan nunca justicia a las combinaciones de laciencia. Todo lo ven bajo el aspecto vulgar, ylanzan al público las acusaciones más irreve-rentes. Hombre de Dios, ¿necesitaré explicar miconducta? ¿Necesitaré decir que, convencidodesde el principio de la imposibilidad de esta-blecer en el patio un campo atrincherado, tuveque retirarme a esta sala, y apoyar mi centro deretaguardia en aquel armario, para operar conel ala derecha? Viendo que se acercaban conímpetu formidable los franceses, hice un mo-vimiento envolvente sobre mi ala izquierda, yme metí tras el armario, dirigiendo el raso demetales de la terrible arma de fuego que llevabaen mi bolsillo hacia el marco de la puerta, paraque la trayectoria fuese directamente al patio.El enemigo, al ver mi actitud, retrocedió llenode espanto, y he aquí cómo sin efusión de san-gre se les obligó a la retirada.

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Amaranta no podía contener la risa oyendola disputa entre su tío y su amigo. Antes de queesta concluyera, entró la marquesa de Leiva ydijo:

-Acaba de llegar la Gaceta Ministerial de Sevi-lla. Creo que hoy trae la noticia de que ha muer-to Napoleón.

-¡Jesús! ¿Qué dice Vd.?

-¿Dónde está, dónde está esa Gaceta?

Al punto corrieron el marqués y D. JoséMaría a la habitación inmediata. La marquesa,que no había parado mientes en mi persona,aunque le hice reverencias muy profundas,acercose a Amaranta, y mostrándole un me-dallón que en la mano traía, le dijo:

-¿Te gusta? ¿No es verdad que está pareci-do? El pintor ha hecho un hermoso retrato.

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-Está muy bonito y se parece mucho -dijo miantigua ama-. Veremos qué le parece a ese bar-bilindo cuando lo vea.

-Es extraño que no haya llegado ya. Su ma-dre me decía que para el 12 pasaría por aquí.

El diplomático y Malespina aparecieron denuevo, trayendo cada cual una hoja de papelimpreso.

-Efectivamente, aquí está en letras de molde-dijo con grandes aspavientos el diplomáticopreparándose a leer-. Oigan Vds.: Madrid 6 deJunio. El descontento de las tropas enemigas parecegeneral, y corre muy válida la voz de que en Bayonahay insurrección y de que el Emperador está oculto,añadiendo algunos que herido.

-Hombre, eso es importantísimo -exclamóMalespina-, aunque no me coge de nuevo, por-que ya tenía noticias detalladas de este suceso.

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-¿Que los franceses se sublevan contra Na-poleón? -dijo la marquesa-. Dios les habrá toca-do el corazón.

-Pero oigan Vds. estotra noticia -añadió Ma-lespina-. Toledo 4. Dícese que cerca de Gallur losfranceses han sido derrotados por Palafox, dejandoen el campo de batalla 12.000 muertos y un númeroinfinito de heridos. Los españoles les tomaron 48cañones y 12 águilas.

-Hombre, magnífica victoria -exclamó el di-plomático- ¿Pero qué dice aquí? ¡Oh, esta sí quees gorda! Reus 8 de Junio. Aquí se habla de lamuerte de Josef Napoleón, de los varios partidos quedividen la Francia y de la sublevación del Rosellón.Si estas noticias salen ciertas, podemos asegurar quellegó ya el día de la venganza y de la libertad de Es-paña.

-Vienen muy satisfactorios estos dos núme-ros de la Gaceta -dijo Amaranta.

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-Ya sabía yo todo eso -afirmó con aplomo elmarqués-. ¡Pero que veo, santos cielos! Este síque es notición. Oigan todos, oiga Vd., Sr. D.José María: Valencia 10 de Junio. El ejército deDuhesme ha sido derrotado. Corren voces de que elcastillo de Figueras está en nuestro poder; se repitela noticia del levantamiento del Rosellón y de laindignación con que ha visto toda la Francia la con-ducta de su Emperador con la España.

Los sueltos que oí leer en aquella ocasiónpueden verse en la Gaceta Ministerial de Sevilla,periódico oficial de la Junta Suprema. En susbreves columnas se insertaban diariamentedespachos y noticias que remitían de todas par-tes. Dictábalas el entusiasmo y las devoraba lacredulidad, y como nadie las discutía, el efectoera inmenso. Según la Gaceta Ministerial, todoslos días era derrotado un ejército francés, y to-dos los días ocurría en Francia una insurrecciónpara destronar al azotador de Europa. ¡Ah!,entonces corrían unas bolas, junto a las cuales

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son flor de cantueso las equivocaciones delmoderno telégrafo.

-Oigan Vds. -exclamó la marquesa, que hab-ía tomado el periódico de manos del marqués-;esta sí que es noticia extraordinaria. Y no diganVds. que la sabían, porque hasta ahora no se hahablado en España ni en el mundo de semejan-te cosa. Atención: Cádiz 14. Corre muy válida lavoz de que la Francia está dividida en tres partidos:borbónico, republicano y bonapartista. Tambiéndice que han desembarcado en Rosas 11.000hombres con armas que vienen de Mallorca.

-¡Tres partidos! -exclamó el diplomático mi-rando a D. José María.

-¡Tres partidos! Ya lo sabía.

-¡Y yo también!... Pero corro a comunicar es-ta nueva a nuestros amigos -dijo el marquéslevantándose.

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-Aguarda -le indicó su hermana-. No olvidesque esta tarde tienes que pasar por allí.

-¡Otra vez! -exclamó el diplomático-. Si nohay quien la haga salir. Le he prometido, le herogado, le he amenazado, le he dicho mil fine-zas y ternuras, y nada, no quiere salir. ¿Por quéno vais vosotras?

-Sí, esta tarde iremos -afirmó detenidamentela marquesa-. Es preciso hacerla salir; porquesin ella no podemos volver a Madrid.

-¡Oh!, picarón... ya sabemos el secreto -dijoMalespina dirigiéndose con maliciosa expre-sión al marqués-. Ayer me hablaron del caso envarias tertulias... Ya sabía yo que había Vd. sidoun terrible seductor... ¿Pero ahora salimos coneso?

-Amigo, es preciso reparar de algún modolos extravíos de una borrascosa juventud. Yasabe usted que hasta hace quince años me lla-

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maban el azote de las familias. Pero ya pasaronaquellos tiempos, y ahora...

-¿De modo que no vas esta tarde?

-Francamente -dijo el marqués-, en estos díasme gusta salir a la calle lo menos posible. Suelehaber tumultos... ¡la gente anda tan excitada!...¡Qué susto me llevé la otra tarde en el barrio deSan Lorenzo!... y como a causa de la gota nopuedo correr...

-Y como en la calle no se encuentran camaspara esconderse debajo de ellas... Vamos, va-mos, señor marqués, y leeremos a los amigosestas estupendas novedades.

Salieron la artillería y la diplomacia, y comola marquesa había salido de la habitación unmomento antes, quedamos solos otra vez Ama-ranta y yo.

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-Sigue contando -me dijo-. Y ese señor ten-dero con quien servías, ¿ha venido contigo aCórdoba?

-No señora, yo no he vuelto más a aquellacasa. Salí de Madrid acompañando al Sr. deSantorcaz.

-¡Santorcaz! -exclamó la dama, poniéndoseencarnada y después pálida como una difunta-.¿Quién? ¿Quién has dicho?

-D. Luis de Santorcaz, señora, un caballerocastellano que ha venido ahora de Francia.

Amaranta parecía experimentar una conmo-ción profunda. Para disimularla se levantó fin-giendo buscar algo, dio media vuelta, sentosede nuevo, después se puso la mano sobre losojos, y finalmente, rompió una flor de trapo quetenía entre sus manos.

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-¿Qué estabas diciendo, que no te oí...? -mepreguntó.

-Que el Sr. de Santorcaz...

-Deja a ese hombre... no hables de lo que nome interesa. ¿Conque antes decías que los ten-deros de la calle de la Sal martirizaban a la jo-ven...?

-Sí señora, mucho. Aquello me desgarraba elcorazón -contesté sin cuidarme de disimular lostiernos sentimientos de mi alma.

-Era natural que te interesaras por la desgra-cia.

-Es que yo había conocido a Inés antes deque fuera a aquella casa. La había conocidocuando estaba con su tío el buen D. Celestinodel Malvar. Nos conocíamos los dos, señora, ycomo ella era tan buena, y yo también... porque

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yo era muy bueno... En fin, señora, yo no puedoocultar a usía la verdad.

-Dímela de una vez.

Dejándome llevar de la impetuosa pena quepugnaba por desbordarse en mi afligido pecho,y olvidando toda consideración, todo tacto,toda prudencia, con el acento de la verdad y deun dolor inmenso, dije lo siguiente, sin re-flexión ni cálculo alguno:

-Señora, Inés y yo éramos novios... Yo laamo, yo la adoro... ella también...

Amaranta se levantó rápidamente, y en susemblante observé señales de repentina cólera.Mandándome callar, después de decirme queera un desvergonzado y un truhán, agitó coninquieta mano una campanilla.

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¡Altos cielos! ¡Por qué no os hundisteis sobremí! Entró un criado, y Amaranta le mandó queme pusiera al instante en la puerta de la calle.

-XII-El criado, cumplidor de la ignominiosa or-

den, era un segundo mayordomo llamadoRomán, que desde su niñez servía en la casa.Desde que le conocí en el Escorial, aquel hom-bre me había inspirado inexplicable antipatía, ydigo esto y además le nombro, para que mislectores le tengan presente, por si casualmentefigurase después un poco en los raros sucesosde esta historia.

¿Será preciso que hable de mis tormentosmorales en los días siguientes a aquel suceso?¡Dios mío! Voy a aburrir a mis lectores, abu-sando de la gentil cortesía que les movió a fijarsus ojos en estas relaciones. No, más vale que

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devore en silencio mis penas y les hable deotros asuntos, que así alcanzaré la doble ventajade proporcionarles útil entretenimiento, y decalmar mis pesares, adormeciéndoles con elbeleño de patriótico entusiasmo.

En Córdoba reinaba gran impaciencia por latardanza del ejército de Castaños. Entonces,como ahora y como siempre, los profanos en elarte de la guerra arreglaban fácilmente las cues-tiones más arduas, charlando en cafés y en ter-tulias, y para ellos era muy fácil, como lo eshoy, organizar ejércitos, ganar batallas, sitiarplazas y coger prisionero a medio mundo. A losprofanos se unían los bullangueros y voceado-res que entonces ¡santo Dios!, pululaban tantocomo en nuestros felices días, y entre aquellos yestos y el torpe vulgo, armaban tal algazara,que no sé cómo las Juntas y los generales pod-ían resistirla.

Principiaron a hacerse comentarios muy di-versos sobre la lentitud con que Castaños orga-

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nizaba sus tropas; unos aseguraban que teníamiedo; otros que estaba decidido a dar la bata-lla, pero que seguro de perderla, tenía tomadassus medidas para retirarse a Cádiz y huir aAmérica con lo más granado de sus tropas;otros, en fin, se atrevieron a más, y pronuncia-ron la palabra traidor. Esta palabra no era en-tonces palabra, era un puñal: víctimas de ellafueron Solano en Cádiz, Filangieri en Galicia,Cevallos en Valladolid, Ordóñez en Palencia, elconde del Águila en Sevilla, Trujillo en Grana-da, Torre del Fresno en Badajoz, el barón deAlbalat en Valencia. Inútil era decir a los impa-cientes de Córdoba que un ejército no se ins-truye, arma y equipa en cuatro días: nada deesto entendían. Aunque al través del tiemponos parezca lo contrario, entonces se chillabamucho, y también había quien tomara muy apechos los asuntos de la guerra sólo por el sim-ple placer de meter ruido, y también parahacerse notar. Todos los días oíamos decir:«mañana viene el ejército» o «ya ha salido de

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Utrera, ya está en Carmona...». Pero pasabandías y el ejército no venía.

En tanto en Córdoba no cesaban los trabajos.Si no tienen Vds. idea de lo que es el delirio dela guerra, entérense de aquello. En estos tiem-pos modernos, si ocurre una guerra, las seño-ras, llevadas de sus humanitarios sentimientos,se ocupan en hacer hilas. ¡Ay!, entonces las se-ñoras tenían alma para ocuparse en fundir ca-ñones. Cuando tal era el espíritu de las mujeres,figúrense Vds. cómo estarían los hombres.¡Hilas! Allí nadie pensaba en tales morondan-gas.

Los voluntarios y cuerpos francos se uni-formaban según el gusto indumentario de cadauno, y aquí de la imaginación de las hembrasde la familia, para galonar marselleses, paraemplumar sombreros, y guarnecer charpas ypolainas. Se hicieron muchos uniformes; perono bastaban para equipar los dos regimientos,uno de caballería y otro de infantería que orga-

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nizó la Junta de Córdoba. Sin embargo, esteinconveniente se obvió, disponiendo que concada prenda de vestir se cubriesen dos: el unollevaba los calzones, casaca y sombrero, y elotro el pantalón, chaqueta y gorra de cuartel. Elcorreaje también servía para dos: uno llevaba labayoneta en la cartuchera y el otro en el porta-bayoneta, y no alcanzando las cartucheras ycananas, se suplían con saquillos de lienzo. Másadelante, cuando tenga el gusto de describirosen su conjunto el ejército de Andalucía, darécompleta idea de su abigarrada conformación yaspecto. Francamente, señores, era aquel unejército que movía a risa.

Durante los días que aguardamos la llegadade Castaños para incorporamos a él (y necesa-riamente tengo que volver a hablar de mí), yohacía una vida vagabunda y holgazana. Comoel servicio del joven D. Diego no exigía más quepresentarme en la posada a la hora de comer,pasaba el día y parte de la noche discurriendo

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por aquellas tortuosas calles, que convidan altranseúnte a perderse por ellas, entregándose alazar, a lo aventurero, a lo desconocido, sin sa-ber a dónde se va, ni de dónde se viene. Por serla soledad mi mayor gusto, rechazaba la com-pañía de mis camaradas, buscando errante ysolo aquellos lugares donde más pronto meperdía.

El único sitio adonde iba deliberadamentetodos los días era la casa de Amaranta, y pasa-ba largas horas contemplando su puerta, conlos ojos fijos en las desnudas paredes, como siquisiese leer en ellas alguna mal escrita páginade mi destino. Sus cerradas ventanas, sus espe-sas celosías, no daban paso a ninguna esperan-za. Sin embargo, aquella fachada era tan elo-cuente, que no podía dejar de mirarla. Al apar-tarme de allí, el viejo muro con su puerta, susventanas, sus aleros y sus miradores, quedabatan presente en mi imaginación como si fuese

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una fisonomía. ¡Cara funesta que nunca tuvouna sonrisa para mí!

Los criados de la casa, a quienes impacien-temente preguntaba por Inés, no sabían o noquerían darme noticia alguna.

Pero un día, precisamente el 1º de Julio,cambió repentinamente la situación de mi espí-ritu. Atiendan ustedes que esto es de suma im-portancia. Por fin, tras larga espera llegó el ejér-cito del general Castaños, y al anochecer debíapartir para el Carpio. Entre los paisanos arma-dos que se juntaron con Echévarri, existía ungrupo compuesto de contrabandistas de Sierra-Morena, de Villamanrique y de Pozo Alcón,con los cuales fraternizaron bien pronto for-mando amistosa cuadrilla, los licenciados deMálaga, batallón que se formó con alguna gentecondenada por faltas, y que la Junta tuvo a bienindultar. Estos caballeros para cuya domestica-ción emplearon grandes rigores los jefes milita-res, tuvo una reyerta en Córdoba con los suizos

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de Reding. Fue cuestión de vino, prontamenteaplacada; pero que, sin embargo, alarmó el ba-rrio de Santa Marina durante media hora, pro-duciendo sustos, algunas corridas, tal cualdesmayo de sensibles mujeres, las que al oír losdos o tres tiros disparados en la colisión creye-ron que los franceses estaban otra vez sobreCórdoba, y así lo gritaban corriendo desorde-nadamente por las calles. La parte mayor de laciudad no se enteró de este suceso, que insigni-ficante en las páginas de la historia patria, fuepara mí de trascendencia suma, y más digno demención que si hubiese derribado añejos tronosy alterado la geografía del continente. Así losgranos de arena pesan a veces como montañasen el destino de un ser humano, y lo que esgota de agua en el cauce de la generalidad, esrío impetuoso en el de uno solo, o viceversa,según lo que nosotros llamamos antojos de alláarriba, y no es sino concierto sublime, que nopodemos comprender, como no puede unahormiga tragarse el sol.

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Pues bien: algunas horas antes de la que se-ñalaron para la partida, salí a la calle, impulsa-do por un sentimiento de amor hacia los labe-rintos de aquella ciudad que en sus replieguesescondidos había dado un asilo a mi tristeza.Sentía salir de Córdoba, como siente el ermita-ño dejar su cueva. Me había acostumbrado tan-to a pasear mi aburrimiento y soledad poraquellos callejones, a quienes en cierto modohabía hecho confidentes de mi pesar; hallabatantas perspectivas amigas en un recodo, enuna torre, en un ajimez, en una encrucijada, enun poste, en una reja, en una piedra corroídapor el tiempo, en un zócalo garabateado por loschicos, que no pude menos de salir a dar elúltimo adiós a todas aquellas mudas compañíasde mi tristeza. Aquel día estaba más triste quenunca.

Era de tarde: pasé por una plazuela irregularsolitaria e irregular, de esas que son la desespe-ración de los arquitectos modernos: a un lado

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muros de ladrillo, en los cuales por la disposi-ción de este material se ha querido imitar unadecoración greco-romana, con jambas, dentícu-las, capiteles, metopas y triglifos; a otro unapared sin puertas ni ventanas, luego un desco-munal portalón, una esquina cargada de escu-dos, un farol, un santo, torres medio caídas ymachones que se van a caer; una plazuela, enfin, de esas que nos salen al paso cuando visi-tamos cualquier vieja metrópoli, tal como Tole-do, Granada, Valladolid, León, etc... Al atrave-sarla sentí el ruido que cerca producía la citadareyerta entre los licenciados y los suizos: oíaselejana algazara, y al extremo de largo callejón vialgunas mujeres que corrían gritando. Estodespertó mi curiosidad y marché hacia allí;pero no había dado dos pasos, cuando me de-tuve asombrado y estremecido, porque en elfondo de la plazuela, y en el ángulo que estaformaba con una calle, vi una mano que mehacía señas; sí, una mano blanca que me llama-ba.

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Dirigime allá y en unos cuantos segundos sedisipó la ilusión. Me reí de mi torpeza al obser-var que en el ángulo mencionado había unaimagen de la Virgen de esas que la devoción delos españoles ha puesto en las antiguas calles.La Virgen tenía una corona de hierro, en cuyospicos debió de haberse enredado una cometade algún chico de la vecindad, pues un jirón depapel, todavía suspendido junto al cuerpo de lasagrada estatua, se movía a impulsos del vien-to. Aquello fue lo que a mí me pareció un brazoque se movía y una mano que me llamaba. Talalucinación en pleno día era señal de mi estu-pidez, por lo cual burlándome de mí propio,seguí mi camino.

Pasando bajo la imagen, contemplaba eljirón de la cometa, cuando me detuve de nuevo,porque un objeto rozó mi cara produciéndomecierto escalofrío. El jirón de papel se había des-prendido de la imagen cayendo sobre mí. ¡VeanVds. lo que es el estado del ánimo! Aquel hecho

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insignificante, tan insignificante como el aplas-tamiento de un grano de arena con nuestro pie,me hizo detener el paso, me hizo temblar, mehizo mirar a todos lados, puso en mis labiosesta pregunta que me dirigí lleno de confusión:-Pero Gabriel, ¿te has vuelto bobo, o lo has sidotoda tu vida?

Seguí andando hacia la acera de enfrente,cuando de nuevo me detuve, me quedé helado,absorto, estupefacto, porque detrás de mí habíasonado claramente mi nombre. ¿Quién me lla-maba? Volvime y nada vi. La plazuela estabaenteramente desierta y muda: sólo a lo lejos seoían apenas algunas voces del altercado, que deningún modo podían confundirse con la que ami espalda había dicho: «Gabriel».

Al volverme, mis ojos se fijaron en una puer-ta; era la puerta de una iglesia. Abiertas de paren par las hojas de madera chapeada, se veía elcancel de mugriento cuero, con dos puertecillaslaterales. Una vieja, al salir, puso en movimien-

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to las mohosas bisagras, y al ruido de laherrumbre, un sonido lastimero llegó a misoídos, modulando aquella voz que a mí mehabía parecido mi nombre. Esta vez no me reí,sino que entré decididamente en la iglesia. Vimuchos santos pintados o de escultura, y ¡cosasingular!, pareciome que todas las imágenessonreían apaciblemente. La iglesia era modesta,blanca, oscura. En los lustrosos bancos se sen-taban algunas señoras de edad: las luces delaltar, al reflejarse en los oropeles de un luengocortinón rojo que servía de dosel a la Virgen,brillaban, estrellas tembladoras de aquella dul-ce oscuridad, indicando a dónde debían dirigir-se los piadosos ojos. Al poco rato de estar allí,pareciome aquel interior menos oscuro, y co-mencé a ver distintamente todos los objetos. Enel fondo de la iglesia, frente al altar, había unagran reja que se alzaba desde el suelo al techo;tras esta reja percibíanse vagas claridades mo-vibles y un murmullo sordo, de cuyo conjuntose destacaba de rato en rato una sílaba o una

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tos que repetían los ecos de la bóveda.Acercándome a aquella reja, pude fácilmentedistinguir tras ella varios bultos blancos y ne-gros, entre los cuales algunos desfilaron pausa-damente y sin ruido hacia una puerta que seabría en el ángulo del fondo, y otros permanec-ían inmóviles y de rodillas. Eran las monjas.

Contemplando la tranquilidad de aquellassantas mujeres, su apacible recogimiento, laaparente vaguedad de sus formas corpóreas,aquel silencio de sus pasos que las asemejaba asimples creaciones de la luz, discurriendo porel fondo de la cámara oscura; contemplandoaquella calma de sus rezos que nadie oía, sentíenvidia de los que sumergen su vida en la dul-ce sombra de un claustro. Yo no apartaba misojos del coro, observando indiscretamente losmovimientos de las buenas madres, y mientrasmayor era mi atención, con más claridad se meiban presentando los distintos objetos de aquelrecinto, y vi poco a poco los sillones, el facistol,

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el órgano, los cuadros. Tan lentamente salíande la oscuridad los perfiles de estos objetos, quemi propia imaginación podía creerse autora deaquel espectáculo.

El día iba descendiendo, y la iglesia se oscu-recía por grados; pero una de las madres, tiran-do de unas cuerdas, descorrió la cortina negrade la alta ventana del coro, y entonces entró laluz crepuscular, dando a todo su verdaderaforma. Retiráronse algunas monjas: yo sentí eltenue chocar de las medallas de sus rosarioscuando levantaban la rodilla, y luego algunosbesos. Era fácil contar el número de las quesalían por el número de los suaves estallidosque resonaban en aquel espacio, porque todasal salir besaban los pies de un Cristo colgadojunto a la puerta. Yo atendía a esto cuando delas figuras que aún quedaban de rodillas en elcentro del coro, se levantó una dirigiéndose a lareja y al mismo lugar en que yo estaba. Mi im-presión al verla, al ver su cara, al ver sus ojos

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que me miraban, fue tan viva, tan aterradoraque hube de quedar petrificado, me quedé conla sangre helada, la vida en suspenso, hechouna estatua de plomo. Lo que estaba viendo,¿qué era? ¿Era una aberración, un delirio, unaimagen del sueño, un juguete fantástico, obrade los ángeles traviesos para burlarse de losque con sus mundanas tristezas van a profanarla casa de Dios? La miré fijamente, atónito anteaquel enigma, ante aquel misterio; pero la vi-sión no duró más que algunos segundos, por-que la monja, llamada por otra, se apartó de lareja, y salió rápidamente del coro sin besar elpie del Santo Cristo.

Al hallarme solo reuní todos, absolutamentetodos los rayos de mi razón, y juntándolos losdirigí a la confusa y negra oscuridad de aquelfenómeno. Quise desvanecer el celaje que en-volvía mi inteligencia haciéndome estúpido, yme pregunté si lo que acababa de presenciar erareproducción de aquella burla de mis sentidos

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que poco antes me había hecho ver una manoen un pedazo de papel y oír mi nombre en elchirrido de una puerta. Me di golpes en la ca-beza, busqué un sitio más solitario, donde, se-renándome, pudiera poner en claro cuestióntan ardua, y sin saber cómo, di conmigo en elfondo de una capilla. En un cuadro que se ofre-ció de improviso a mis ojos vi una falange deángeles, mil encantadoras criaturas de esas quesin más naturaleza corporal que una cabeza ydos alas, han creado los artistas para regocijarlos lienzos de la pintura ascética. Atrajeron miatención aquellos seres juguetones y enredado-res: todos se reían con infantiles carcajadas yentremezclándose volaban, rasgando nubes,esparciendo flores con el batir de sus alas depollo y dándose de coscorrones al chocar unascon otras las rubias cabecitas. Por momentosme parecía que avanzaba sobre mí aquellabandada de rostros voladores, y luego retroced-ían haciendo con alegre algazara movimientosde miedo, para esconderse después tras una

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nube, y hacerme desde allí guiños con sus ojue-los, y encantadoras muecas con sus bocas.

A tal situación habían llegado mis sentidoscuando el sacristán, agitando un grueso manojode llaves con cencerril estruendo, me hizo salirde la iglesia, pues yo era la única persona quequedaba en ella. Salí, y la luz de la calle pareciódevolverme el sentido común, que, según mipropia opinión, había perdido. El tumulto deque poco antes hablé, continuaba más recia-mente, y algunas personas atravesaron corrien-do la plazuela. Entre estas vi un hombre, uncaballero que corría azorado y con miedo, vol-viendo la vista atrás, deteniéndose a cada dospasos, y vacilando luego sobre qué direccióntomaría. Fijose en mí, y al punto, llamándomepor mi nombre, se me acercó con muestras dealegría por haberme encontrado. Era el di-plomático.

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-XIII--Gabriel -me dijo con voz temblorosa y sin

dejar de mirar hacia el sitio del tumulto-, vas ahacerme un favor... ¡Los franceses! ¡Están ahílos franceses! Sí... yo he visto pasar por esa callelas gorras de pelo de a dos varas de alto... Bienlo decía yo... Mi sobrinita y mi hermana tienenunas cosas... a ellas solas se les ocurre mandar-me con esta comisión, sin reparar que la piernagotosa no me deja correr. Pero no doy un pasomás... me retiro a casa... tú te encargarás dellevar las flores, la carta y el recado... ¿No oísteun tiro? Me parece que vienen por ese lado.¡Jesús, esto es atroz! Si viene una bala perdida...Adiós, me voy; toma, chiquillo: encárgate tú deesto. Es muy fácil. Ahí está el convento. Mira,en aquel callejón está la puerta del torno. En-tras, preguntas por la señorita Inés, la novicia...pues. Dices que vas de parte de la señora mar-quesa de Leiva. ¿Lo olvidarás?... ¡Dios mío!¡Esas mujeres que pasan corriendo! Sin duda

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los muy tunantes intentan deshonrarlas. Mevoy... Toma: entra tú en el locutorio. ¡Para quévendría yo a estos malditos barrios! Toma elramo de flores contrahechas... toma la carta,que darás a la señorita Inés... le dices que laseñora marquesa está enojada con ella, y que espreciso que se decida a salir del convento...insiste mucho en esto, ¿eh?, dile que nos vamospara Madrid, y que en la corte del nuevo reyJosé I... ¡Demonio, eso que ha sonado es un tirode obús!... Me parece que ahora cayó una gra-nada en el techo de esa casa.

-¿Una granada? Lo menos cincuenta vandisparadas ya -dije yo, atizando el fuego de sumiedo para que se marchara pronto y me deja-se tan sublime comisión.

-Conque, chiquillo -continuó, temblandocomo un azogado-, ¿lo harás bien? Si te dancontestación la llevas a casa. Ve pronto. Yo meescaparé corriendo por esta calle donde no sesiente ruido... adiós.

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Desapareció el diplomático, llevado por sumiedo, y al punto entré en la portería del con-vento con febril alegría, y di fuertes porrazos enel torno. Una voz regañona me contestó:

-Deogracias -dije-. Vengo de parte de miama la señora marquesa de Leiva a traer unrecado a la señorita Inés.

La portera me dijo que esperara en el locuto-rio, y al poco rato de estar allí corriose la corti-na de éste y vi dos monjas. No sé cómo me pu-de mantener en pie. Una de ellas era Inés.

No me cabía duda alguna, era ella misma: ensu semblante, adelgazado y pálido, habían im-preso terribles huellas los sesenta días de ince-santes pesares transcurridos desde el 2 de Ma-yo; pero la reconocí, a pesar de la escasísimaluz del locutorio, y la hubiera reconocido en laoscuridad de las entrañas de la tierra. Parecio-me que al verme cerró los ojos, y que asió lasrejas con sus dos manos para sostenerse. Cuan-

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do me dirigió la primera pregunta su voz tem-blaba de tal modo, que era imposible entendersus palabras. Sin poder decir una sola, incapazde discurso y de movimiento, permanecí yobreve rato con la cara apoyada en la reja.

La monja que la acompañaba me obligó porfin a hablar.

-La señora marquesa me ha dado este ramode flores y esta carta -dije introduciendo ambascosas para que las tomara Inés.

-¡Ah, el ramo para el Santo Niño de la En-fermería! -dijo la monja vieja-. La señora conde-sa no se olvida de nosotras.

-También me ha dado un recado de palabrapara la señorita Inés -continué-, y es que seprepare a salir del convento para partir con ellaa Madrid dentro de algunos días.

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-¡Oh! -exclamó la vieja-. La señora condesa yla señora marquesa hacen mal en contrariar ladecidida vocación de esta niña. ¡Por qué eseempeño de llevarla al siglo, cuando ella quieredejar sus maldades y abominaciones! La pobre-cita no quiere cuentas con nadie más que con suprometido esposo, que es nuestro Señor Jesu-cristo.

-Madre Transverberación -dijo Inés con vozmás entera-, el chocolate y los bollos que hanhecho sus mercedes ayer para la señora conde-sa, ¿dónde están? ¿Los ha traído su merced?

-No por cierto.

-¡Si tuviera su merced la bondad de ir a bus-carlos para que los lleve este mozo!

-Bien pudo Vd. haberlos traído -dijo gru-ñendo la vieja.

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-Si la señora condesa no lo recibe esta tarde,se enojará mucho, y me será difícil convencerlade que no quiero dejar nunca más esta santamorada.

-Voy por él... ¡Qué niñas éstas!

Dejonos solos la madre Transverberación, yentonces hablé así:

-Inés mía, estoy vivo, he resucitado. Salí vivode aquel montón de victimas, donde perdimospara siempre a nuestro buen amigo D. Celesti-no. Al verme vivo y sin ti, pensé que Dios mehabía devuelto la vida para castigarme; peroahora que te encuentro, alabo a Dios porqueveo que no una, sino dos veces me ha devueltola vida.

-¿Debo salir de aquí? ¿Debo hacer lo que memandan esas señoras? -me preguntó Inés conimpaciencia, porque temía la vuelta de la ma-dre Transverberación.

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-Sí, Inés, sal de aquí. Haz lo que te mandanesas señoras. ¿Qué dicen en esa carta?

-Toma, léela -dijo, alargándola al través de lareja.

A la escasa luz del locutorio pude leer la car-ta, que decía, entre otras cosas relativas al ramoy al chocolate, lo siguiente: «Esperamos quecesará tu obstinación en profesar. Nos opone-mos resueltamente a ello, y no queremos que tuingreso en el seno de esta familia sea señal deaniquilamiento de nuestra casa. Ya te dijimosque habíamos determinado casarte con un jo-ven de alto linaje, proyecto en el cual estriba lafelicidad y grandeza y lustre de la familia a queperteneces. Todo está concertado, y aunque seaplace por motivo de la guerra, al fin tiene queser; de modo que si persistes en profesar, nosllenarás de dolor. ¿No anhelas servirnos deconsuelo en nuestra soledad? ¿No correspondesal mucho amor que te profesamos? ¿No deseasocupar el puesto que te pertenece en nuestro

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corazón y en nuestra casa? Mi sobrina y yoiremos a convencerte, y en tanto disponemos elviaje a Madrid, adonde nos acompañarás, por-que tu presencia es indispensable a las diligen-cias de tu legitimación».

-Sí, saldré -dijo Inés cuando acabé de leer lacarta-. Ya no quiero estar más aquí.

-¿Pues qué, estabas decidida a profesar?

-Sí, muy decidida. Nada me consolaba sinola idea de encerrarme aquí para siempre.Cuando me trajeron a Córdoba... ¡qué días yqué viaje!, yo no sabía lo que era de mí. Meencerraron en este convento... luego vinieronesas señoras a decirme que era su sobrina... mebesaron... lloraron mucho las dos... luego dije-ron que me iban a casar, y cuando les contesté:«Pues ya que me han puesto aquí, aquí me hede quedar toda la vida», ambas se afligieronmucho... Me visitan con frecuencia, acompaña-das de un señor de edad que me hace mil cari-

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cias, y asegura quererme mucho; pero siempreme he negado a ceder a sus ruegos para salir.

-¿Y ahora?

-Las paredes del convento se me caen enci-ma, y anhelo salir.

-¡Pero te van a casar! -exclamé indignado-.Te quieren casar y no se hunde el mundo.

Entonces se rió, creo que por primera vezdespués de mucho tiempo, y aquella espontá-nea alegría me pareció expresión de una rena-ciente vida. Inés salía del seno del claustro co-mo yo del montón de muertos de la Moncloa, yal contestar con una sonrisa a mis amorosasquejas, sacaba del sepulcro de la Orden el pieque tan impremeditadamente había metidodentro. Viéndola reír, reíme yo también, y alpunto olvidando la situación, nos hablamos conla confianza de aquellos tiempos en que denuestras penas hacíamos una sola.

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-¡Ay, chiquilla! Ahora que eres archiduquesay archipámpana, ¿no tienes vergüenza de que-rerme?

-¿Pero qué quieren hacer de mí? -dijo Inésponiéndose triste otra vez.

-Mira, princesa; haz lo que te mandan esasseñoras: obedécelas en todo. Ya habrás conoci-do el parentesco que tienes con ellas. Dios te hapuesto en sus manos: acepta lo que Dios te da,y él arreglará lo demás.

-Saldré del convento -afirmó ella-. ¡Ay! Lasmadres se van a asustar cuando me lo oigandecir. Pero ya Dios no quiere que yo sea monja.

-No lo serás, no; y cuando yo vuelva de laguerra...

-¿Pero vas tú a la guerra? Chiquillo, ¿quiénte ha metido en guerras?

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-¿Pues qué he de hacer? ¿Quieres que toda lavida sea criado? Escucha, Inés, lo que me pasóhace días en casa de la señora condesa. Fui avisitarla, y habiendo cometido la indiscreciónde decirle que te amaba, se enfureció de talmodo que me hizo poner en la puerta de la ca-lle.

Inés cruzó las manos, dejándolas caer luegocon desaliento sobre su falda, mientras elevabasus ojos al cielo, sin decir nada.

-No soy más que un criado, Inés -exclaméagarrándome con fuerza a la reja y sacudiéndo-la, como si quisiera hacerla pedazos-; no soymás que un miserable chico de las calles, indig-no de ser mirado por personas de tu clase. Des-pués que nos separamos, mira qué distantesestamos uno de otro. Pero no creas que lo sien-to; me gusta verte donde debes estar.

-¿Y tú? -me preguntó con perplejidad.

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-Yo haré lo que deba, Inesilla. Sal de esteconvento, ve con esas señoras, y espérametranquila, con la seguridad de que iré a buscar-te. Si para entonces no has variado... si te en-cuentro la misma...

Inés me contestó al instante pasando su de-do índice por uno de los huecos de la reja. Yo selo besé, se lo mordí tan sin pensarlo, que ella nopudo contener un pequeño grito, a punto que lamadre Transverberación regresaba con el cho-colate y los bollos.

-¿Qué es eso, niña? -exclamó la vieja asom-brada de oírla chillar.

-Nada, madre Transverberación. Esta rejatiene unos picos... Al mover la mano me lastiméun dedo -repuso Inés chupándose la coyunturadel dedo índice y sacudiéndolo después paraaparentar el dolor del supuesto rasguño.

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-Aquí están el chocolate y los bollos -añadióla monja-. Vaya, ya es tiempo de que se marcheese mocito, porque oscurece y no es ésta horade tener abierto el locutorio.

-Rabiando estoy por marcharme -dije-. Ven-gan acá esos bollos y ese chocolate, que la seño-ra marquesa ha de estar con el alma en un hilo,aguardando tan buenas cosas. ¿Y qué le digo asu merced en contestación al recado que tuve elhonor de traer?

-Que está muy bien -contestó Inés apretandosu cara contra la reja-. Que haré lo que memandan, y que cuando quieran venir por mí,estoy dispuesta a salir del convento.

-¿Cómo es eso, niña? -dijo alarmada la mon-ja-. ¡Que quiere Vd. salir! ¡Qué pensará su futu-ro esposo Jesucristo si llega a sus oídos lo queVd. ha dicho! Y tiene que saberlo forzosamente,porque Él está en todas partes y todo lo oye.Nada, nada -añadió arrimando su hocico a la

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verja-. Rapaz, a la señora marquesa dirá Vd.que la niña persiste en su ejemplar vocación, yque si quieren verla enfadada y bufando derabia, que le hablen del siglo y sus tentaciones.

Inés prorrumpió en una carcajada tan natu-ral, tan graciosa, tan fresca, tan jovial, que hastalas paredes del convento parecían regocijarsecon tan alegre música.

-¿Qué risas tan mundanas son esas? -dijo lamadre Transverberación-. Es la primera vezque se ríe Vd. de ese modo en esta casa. ¿Quépasa para tanta alegría?... Adentro, niña, aden-tro y daremos parte de este inaudito desenfadoa la madre abadesa.

Cerrose el locutorio y salí a la calle. Sentíamecon nueva vida, con centuplicadas fuerzas enmi espíritu y en mi cuerpo; sentíame capaz detodo, de la abnegación, de la lucha, hasta delheroísmo, porque la presencia y las palabras de

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Inés habían abierto desconocidos horizontes,inmensos espacios delante de mí.

-XIV-Antes de llegar a la posada, fuerte ruido de

tambores y cornetas me anunció la salida delejército. Corrí a buscar mis armas y mi caballo,y antes de que se notara mi falta, ya estaba enfila con el señorito conde de Rumblar, Marijuány los demás de la partida. Era ya de nochecuando salimos, y el pueblo todo tomó parte enaquella espontánea fiesta de nuestra despedida:millares de luces se encendieron a nuestro pasoen balcones y puertas; ninguna mujer dejó desaludarnos desde la reja, ya sin galán, y todoslos chicos engendrados por aquella fecundageneración, salieron delante de los tamboresacompañándonos hasta más allá de la PuertaNueva.

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Anduvimos toda la noche, y al día siguiente,al salir del Carpio, nos desviamos del caminoreal de Andalucía tomando a la derecha en di-rección a Bujalance. Durante esta primera jor-nada encontramos a Santorcaz, que había sali-do de Bailén para incorporarse a su cuadrilla, ya todos nos dio mucho gusto el verle.

-Aquí traigo varios regalitos que le manda austed su señora mamá -dijo a mi amo, en-tregándole unos paquetes-. La señora estabadesazonada por no haber tenido noticias deVd., y me encargó que le cuidase bien. ¿Hizo elseñor conde las visitas que doña María le en-cargó?

-Puntualmente -contestó mi amo-. Y Vd.,¿por qué no ha venido antes?

-¡Qué demonio! -exclamó Santorcaz-. Conestas cosas ni tenemos posta, ni quien lleve unacarta. Sin embargo, yo recibí las que esperaba, y

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aquí estoy al fin, deseando, como los demás,que tropecemos con los franceses.

Desde entonces fue Santorcaz el principalpersonaje de la cuadrilla después del amo, lu-gar que supo conquistarse con su desenvolturay la amenidad subyugadora de su conversa-ción. Él ponía todo su esmero en agradar a D.Diego, cosa fácil de conseguir; y siempre fijo allado de este, cautivó prontamente el ánimo delbuen chico, ya contándole hazañas y extraordi-narios hechos, ya sugiriéndole con su fértilimaginación ideas y conceptos propios paraenloquecer a un joven de chispa, pero muyatrasado en su desarrollo intelectual.

Y a todas estas, señores míos, ni una palabraos he dicho de aquel ejército, ni de su extrañacomposición; pero atended ahora, que lejos deser tarde, es esta la ocasión propicia de hacerlo,según el refrán que dice: cada cosa en su tiem-po y los nabos en adviento.

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La base del ejército de Andalucía estaba enlas tropas del campo de San Roque mandadaspor Castaños, y en las que después trajo D.Teodoro Reding de Granada. Componíase de lomás selecto de nuestra infantería de línea, conalgunos caballos y muy buena artillería, no ex-cediendo su número de trece a catorce milhombres. Agregáronse a aquellas fuerzas algu-nos regimientos provinciales y los paisanos queespontáneamente o por disposición de las Jun-tas, se engancharon en las principales ciudadesde Andalucía. Difícil es conocer la cifra exacta aque se elevaron las fuerzas de paisanos arma-dos; pero seguramente eran muchos, porque laconvocatoria había llamado a todos los mozosde diez y seis a cuarenta y cinco años, solteros,casados y viudos sin hijos, de cinco pies menosuna pulgada, medidos descalzos. Además delos notoriamente inútiles, como cojos, mancos,ciegos, etc., se exceptuaba a los que tenían sumujer embarazada o ejercían cargos públicos,así como a los ordenados de Epístola; pero no

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había excepción por razón de cosecha o laboresdel campo. Los únicos rechazados de las filas,sin tener aquellos reparos, eran los negros, mula-tos, carniceros, verdugos y pregoneros. Con paisa-nos, pues, creó Sevilla cinco batallones y dosregimientos de caballería; Cádiz mandó el ba-tallón de tiradores que llevaba su nombre, y lasciudades y villas de Utrera, Jerez, Osuna, Car-mona, Jaén, Montoro y Cabra, enviaron cuer-pos de infantería y caballería de número irregu-lar.

Esto aumentó el ejército; pero aún debía cre-cer un poco más aquel que empezó enano ydebía ser gigante terrible, si no por su tamaño,por su fuerza. Los militares españoles que elGobierno de Madrid incorporaba a las divisio-nes de Moncey, de Vedel o de Lefebvre ibanhuyendo de sus traidoras filas en cuanto se lespresentaba ocasión para ello, de tal modo queal verificar sus marchas aquellos ejércitos porparajes montuosos y accidentados, veían que

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los españoles se les escapaban por entre losdedos, como suele decirse. Los desertores acud-ían a engrosar las tropas del ejército de Blake,del de Cuesta o del de Castaños; y a Carmona ya Córdoba llegaron muchos, escapados de lasfilas de Moncey, así como casi todos los quehacían la campaña de Portugal con Junot.Aquellos oficiales y soldados al romper la dis-ciplina literal que los sujetaba a la Francia inva-sora para acudir al llamamiento de la disciplinamoral de su patria oprimida, hacían el viajedisfrazados, traspasaban a pie las altas monta-ñas y los ardientes llanos, hasta encontrar unnúcleo de fuerza española. Daba lástima verlesllegar rotos, descalzos y hambrientos, aunquesu gozo por hallarse al fin en tierra no invadidales hacía olvidar todas las penas. Con estos de-sertores, entre quienes había guardias de corps,walones, ingenieros, y artilleros, aumentó unpoco nuestro ejército.

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Pero aún creció algo más. La Junta de Sevillahabía indultado el 15 de Mayo a todos los con-trabandistas y a los penados que no lo fueranpor los delitos de homicidio, alevosía o lesamajestad divina o humana, y esto trajo unalegión, que si no era la mejor gente del mundopor sus costumbres, en cambio no temía com-batir, y fuertemente disciplinada, dio al ejércitoexcelentes soldados. Ibros, lugar célebre en losfastos del contrabando; Jandulilla, Campillo deArenas, y otras localidades, entregadas mástarde al sable de la guardia civil y de los cara-bineros, enviaron respetables escuadrones, conla particularidad de que por venir armadoshasta los dientes, y ser todos unos caballeros demuy buen temple, que sabían dónde echaban laboca del trabuco, se les reputó como auxiliaresmuy eficaces del ejército. Cuerpos reglamenta-dos españoles, con algunos suizos y walones;regimientos de línea que eran la flor de la tropaespañola; regimientos provinciales que ignora-ban la guerra, pero que se disponían a apren-

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derla; honrados paisanos que en su mayor par-te eran muy duchos en el arte de la caza, y porlo general tiraban admirablemente; y por últi-mo, contrabandistas, granujas, vagabundos dela sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes con-vertidos en guerreros al calor de aquel fuegopatriótico que inflamaba el país; perdidos ymerodeadores, que ponían al servicio de la cau-sa nacional sus malas artes; lo bueno y lo malo,lo noble y lo innoble que el país tenía, desde sugeneral más hábil hasta el último pelaire delPotro de Córdoba, paisano y colega de los quemantearon a Sancho, tales eran los elementosdel ejército andaluz.

Se formó de lo que existía; entraron a com-poner aquel gran amasijo la flor y la escoria dela Nación; nada quedó escondido, porque aque-lla fermentación lo sacó todo a la superficie, y elcráter de nuestra venganza esputaba lo mismoel puro fuego, que las pestilentes lavas. Remo-vido el seno de la patria, echó fuera cuanto hab-

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ían engendrado en él los gloriosos y los dege-nerados siglos; y no alcanzando a defendersecon un solo brazo, trabajó con el derecho y elizquierdo, blandiendo con aquel la espadahistórica y con este la navaja.

En cuanto a uniformes y trajes, los había detodas las formas conocidas. Es prodigioso cómose equipó aquel ejército de paisanos en diez yseis días. La administración actual, con todossus recursos, es un sastre de portal comparadacon aquel confeccionador que puso en movi-miento millones de agujas en dos semanas. Encierto estado que la historia no ha creído dignode sus páginas, pero que existe aún, aunque enel olvido, se consigna el número de piezas devestuario que hicieron gratuitamente las mon-jas y señoras de Sevilla. Dice así: «Por las co-munidades y señoras de distinción se hanhecho 3.335 camisas, 1.768 pantalones y 167casacas de soldado: 1.001 camisas, 312 pantalo-nes y 700 chalecos de sargento: 374 botines de

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paño, 149 sacos de caballería, 16 mochilas y1.684 escarapelas». Las señoras de Alcolea, lasde Carmona, Lora del Río y otros pueblos figu-ran en la cuenta con cifras parecidas.

Esta diversidad de manos en la hechura delvestuario indica que la voz uniforme, en lo to-cante a voluntarios, era una palabra. Al lado delas casacas blancas con solapa negra, carmesí oazul que vestían la mayor parte de los regi-mientos de línea; al lado de las levitas azulescon bandolera que vestían los walones y lossuizos, veíamos los chaquetones de paño pardocon que se cubría la gente colecticia. Entre losaltos morriones de la artillería y las gorras delos granaderos, llamaban la atención nuestrosblancos sombreros portugueses y las gorras decuartel y los tocados de innumerables clasescon que cubrían sus chollas los tiradores y vo-luntarios de los pueblos. Como antes he dicho,aquel ejército hacía reír.

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¿Y el dinero para la guerra? Causa risa vercómo se da hoy de calabazadas un ministro deHacienda para arbitrar con destino a otra guerraunos cuantos millones que nadie quiere darle sino hipoteca hasta el último pingajo de la Na-ción. Aprended, generaciones egoístas. Leed laslistas de donativos hechos por los gremios, porlos comerciantes, por los nobles y hasta por losmendigos. ¡Aquel sí era llover de dinero, y re-unirlo a montones, sin que ni un realito devellón se escapase por entre los agujeros delcesto administrativo! En la lista de donacioneshay una partida conmovedora que dice así: «Laseñora condesa viuda de Montelirios ha entre-gado su toaleta de plata, manifestando el senti-miento de que sus medios no alcancen tantocomo su voluntad».

¿Habrá hoy quien dé su toaleta?...

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-XV-Nuestra marcha por Cañete de las Torres en

dirección al río Salado era un verdadero paseotriunfal, mejor dicho, casi no parecía quemarchábamos, porque la gente de los pueblos,incluso mujeres, ancianos y chicos, nos seguíana un lado y otro del camino, improvisando fies-tas y bailes en todas las paradas. Cuando elejército se detenía, se eclipsaban en aparienciatodos los males de la patria, porque la tropa,recobrando el buen humor, convertía el cam-pamento en una especie de feria. Yo no sé dedónde salían tantas guitarras; no pude com-prender de qué estaban hechos aquellos cuer-pos tan incansables en el baile como en el ejer-cicio, ni de qué metal durísimo eran las gargan-tas, para ser tan constantes en el gritar y cantar.

Durante la primera semana del mes de Juliono nos faltaron víveres abundantes, así es quelo pasábamos perfectamente; y como tampoco

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tropezamos con los franceses, que estaban esta-blecidos, aunque muy inquietos, al otro ladodel río, a todos, especialmente a los inexpertos,nos parecía la guerra una ocupación dulcísima.Sobre todo el condesito de Rumblar no cabía ensu pellejo de puro alborozado; y como con elroce de tanta y tan diversa gente se iba despabi-lando por extremo, llegó a adquirir con la nue-va vida un desembarazo, un dominio de supropia persona que antes no tenía. Santorcaz,como dije, había logrado en poco tiempo granascendiente sobre D. Diego, de tal modo quecuanto nuestro mozalbete ponía por obra, loconsultaba con aquel. Marijuán en cambio hacíabuenas migas con un servidor de Vds., y siem-pre juntos en las marchas y en los descansos,nos contábamos nuestras cosas, compadecién-donos y consolándonos mutuamente. Nosotrosdos solos y sin dar parte a nadie nos comimosel divino chocolate y los bollos de la madreTransverberación.

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Todo el ejército tenía gran impaciencia porvenir a las manos con la canalla. Como existenen todo campamento, además del supremoconsejo que se celebra en la tienda del general,tantos consejillos como grupos de soldados seescalonan aquí y allí en la cantina o en el camporaso, para echar una caña o tirar un par de car-tas, nosotros estábamos dilucidando siempre enpequeños cónclaves la eterna cuestión de nues-tro encuentro con los franceses. ¡Cuántas vecesreunidos junto a un tambor donde había unjarro de vino, dispusimos el paso del río, el ata-que del enemigo en su posición de Andújar, uotra hazaña de la misma harina! Un día hallán-donos en Porcuna, y después que se nos unió elejército de Reding, resolvimos, después de ar-diente discusión, que nuestros generales esta-ban atolondrados, y sin saber qué plan adoptar-ían. El conde de Rumblar dijo que iba a escribira su maestro D. Paco, para que le dijera lo quemás convenía hacer; pero como todos se rieronde esta ocurrencia, nuestro generalito se

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amoscó y fue a que le consolara con sus adula-ciones interminables el lugarteniente Santorcaz.

Por último, tras largo consejo celebrado porlos generales, se dijo que iban a ser distribuidaslas divisiones para tomar la ofensiva inmedia-tamente. Aquel día, que fue si no recuerdo malel 12 o el 13 de Julio, vi por primera vez al ge-neral Castaños, cuando nos pasó revista. Parec-ía tener cincuenta años, y por cierto que mecausó sorpresa su rostro, pues yo me lo figura-ba con semblante fiero y ceñudo, según a mientender debía tenerlo todo general en jefepuesto al frente de tan valientes tropas. Muy alcontrario, la cara del general Castaños no cau-saba espanto a nadie, aunque sí respeto, pueslos chascarrillos y las ingeniosas ocurrenciasque le eran propias las guardaba para las inti-midades de su tienda. Montaba airosamente acaballo, y en sus modales y apostura habíaaquella gracia cortés y urbana, que tan comúnha sido en nuestros Césares y Pompeyos. Es

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preciso confesar que a caballo y en las paradashemos tenido grandes figuras. Esto no es decirque Castaños fuera simplemente un general deparada, pues en 1808, y antes de inmortalizarsu nombre tenía muy buenos antecedentes mili-tares, aunque había hecho su carrera con rapi-dez grande, si no desusada en aquellos tiem-pos. A los doce años de edad obtuvo el mandode una compañía; a los veintiocho le hicieronteniente coronel y a los treinta y tres coronel. Sien su juventud no asistió a ninguna campaña,en 1794, y cuando tenía treinta y ocho años y lafaja de mariscal de campo, estuvo en la del Ro-sellón a las órdenes del general Caro, y allí lehirieron gravemente en el lado izquierdo delcuello. Cuentan que la ligera inclinación de sucabeza hacia aquel lado provenía de la tal heri-da.

Voy a decir de qué manera nos distribuye-ron. La primera división la mandaba Reding, lasegunda Coupigny y la tercera Jones: la reserva

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estaba a las órdenes de D. Juan de la Peña, ymandaban destacamentos sueltos compuestospoco más o menos de mil hombres, y en calidadde tropas volantes para mortificar al enemigo,D. Juan de la Cruz, el marqués de Valdecañas yD. Pedro Echévarri, que después fue uno de losmás famosos polizontes de la reacción. Tres-cientos escopeteros que habían salido Dios sabede dónde, eran capitaneados por el presbíteroD. Ramón de Argote. ¿No es verdad que hubie-ra estado mejor diciendo misa?

A caballo éramos tres mil, fuerza no muygrande si se considera que íbamos a operar enpaís entrellano y contra jinetes muy aguerridos;pero en cambio nuestra artillería era de primerorden. Teníamos veinticuatro piezas, servidaspor el Real Cuerpo, con lo más florido de aque-lla oficialidad a quien estaba reservada la ma-yor gloria de la guerra, desde el 2 de Mayo has-ta la batalla de Vitoria.

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Nosotros nos extendíamos por la izquierdadel Guadalquivir, ocupando los pueblos dePorcuna y Lopera; y alargando una de nuestrasalas por el camino de Arjonilla, observábamosla orilla derecha, mientras la otra ala se extend-ía hacia Higuera de Arjona buscando a Mengí-bar. El francés ocupaba a Andújar con las fuer-zas que primitivamente trajo a Andalucía, yque habían vencido en el puente de Alcolea ysaqueado a Córdoba. La división de Vedel,fuerte de diez mil hombres, ocupaba a Bailén, yla pequeña división de Ligier-Belair, el mismogeneral a quien vimos batirse con los vecinosde Valdepeñas en los primeros días de Junio,estaba en Mengíbar guardando el paso del ríopor aquella parte. Andújar, Bailén, Mengíbar.Del primero al segundo punto corría la carrete-ra general de Andalucía, desde Bailén a Mengí-bar el camino que iba a Jaén, y desde Mengíbara Andújar el río. Conserven Vds. en la memoriala disposición de este triángulo para compren-

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der la importancia de los movimientos de am-bos ejércitos.

Cualquiera que fuese el pensamiento denuestros generales, lo cierto es que la primeradivisión recibió orden inmediata de ponerse enmarcha, mientras Castaños con la tercera y lareserva se dirigía hacia el puente de Marmolejopara pasarlo y atacar a Dupont en Andújar. Yahe dicho que mandaba D. Teodoro Reding laprimera división: lo que aún no ha sido escritopor la historia ni dicho por mí, es que yo for-maba parte de ella, porque toda la caballeríavoluntaria había sido incorporada, mejor dicho,fundida en los batallones del ejército, que ape-nas contaban con la mitad del contingente. Ami amo y a los que le seguían nos tocó formaren las filas del regimiento de Farnesio, mientrasque los lanceros de Sevilla fueron casi todosincorporados al regimiento de España.

El día 13 nos separamos de nuestros compa-ñeros y tomamos el camino, mejor dicho, las

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veredas y trochas que conducían a Mengíbar.No llegábamos a seis mil; pero éramos buenagente aunque me esté mal el decirlo. El regi-miento de guardias walones, los suizos, el de laCorona, el de Irlanda, el de Jaén, los granaderosprovinciales, los fusileros de Carmona, la caba-llería de Farnesio y las seis bocas de fuego quemandaba D. Antonio de la Cruz, eran piezasrespetables, orgullosas de sí mismas. Teníamospor general a un hombre impetuoso, de másarrojo que prudencia, mediano táctico; peroincansable en las marchas. Nuestro jefe de Es-tado Mayor, D. Francisco Javier Abadía, era unmilitar muy entendido, quizás de los mejoresque entonces tenía el ejército español, y el coro-nel puesto al frente de la artillería pasaba porun oficial de mucho entendimiento en su arma.Nosotros le llamábamos el sainetero por serhijo de D. Ramón de la Cruz.

Adelante, pues. Al llegar a Mengíbar, encon-tramos la población muy alborotada, porque un

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destacamento francés enviado a Jaén en buscade víveres, después de saquear horriblementeesta ciudad, había retrocedido a su cuartel ge-neral asolando a su paso la comarca. De Jaén secontaban atrocidades que apenas son creíblesen militares de un país europeo. Dijéronnos quemujeres y niños habían sido inhumanamentedegollados y que igual muerte padecieron de-ntro de sus mismos hospitales varios frailesagustinos y dominicos enfermos. La consterna-ción de aquellos pueblos era excesiva, y alaproximarse las tropas acudían en tropel anuestro encuentro, derramando lágrimas de ira,suplicándonos que no dejáramos vivo unfrancés, y pidiendo los viejos aún fuertes y losrapaces de doce años que se les dejase marcharentre las filas para ayudarnos. Según nos de-cían, después del saqueo, en los caseríos inme-diatos al tránsito, Almenara, Fuente del Rey,Grañena y otros no habían dejado ni un granode trigo, ni un azumbre de vino, ni un puñadode paja. Hasta las medicinas de las boticas y de

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los hospitales de Jaén fueron robadas, y al pro-pio tiempo ni un carro ni una mula quedaronen todos aquellos contornos.

Muchas familias expoliadas habían acudidoa Mengíbar. En la plaza del pueblo dos frailesescapados a las carnicerías de Jaén, predicabanel exterminio de los franceses. Al ver la indig-nación de aquella infeliz gente robada y vejada,al ver las mujeres que acudían frenéticas y ra-biosas pidiéndonos que vengáramos a sus ino-centes hijos degollados sin piedad en la cuna,comprendí las crueldades de que por su parteempezaban a ser víctimas los franceses, cuandose rezagaban.

-XVI-Antes de decidirse a pasar el río, nuestro ge-

neral mandó una pequeña fuerza en reconoci-miento de la situación de las tropas de Coupig-

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ny. Algunos jinetes de Farnesio tomaron parteen esta expedición, y Marijuán que fue en ella,nos contó a su regreso en la tarde del 15, quehabían encontrado la división del marquéshacia Villanueva de la Reina, donde le entrega-ron los pliegos de Reding. Desde el campamen-to de Coupigny se había visto una gran polva-reda en la orilla derecha, y parecía que la divi-sión de Vedel marchaba desde Bailén a Andú-jar, para reforzar a Dupont, que ya había traba-do la lucha con Castaños. La gente venida deArjonilla aseguraba haber oído fuerte cañoneohacia la parte de los Visos.

-A estas horas -decía Marijuán-, o ellos o losde Castaños han de estar derrotados.

-¿Y qué esperaba el marqués en Villanuevade la Reina? -preguntó Santorcaz con aquellasuficiencia estratégica que le hiciera tan dignode admiración a los ojos del joven D. Diego.

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-Allí se estaba tan quieto -repuso Marijuán-.Parece que está de acuerdo con nuestro generalpara operar en combinación y atacar juntos aBailén.

-¿Pero qué estrategia es esa, ni a qué condu-ce atacar a Bailén? -dijo Santorcaz, atrayendo ensu alrededor un círculo de soldados-. ¿No dicesque la división Vedel salió de Bailén y está yasobre Andújar?

-Sí: así lo decían en Villanueva.

-Pues si no hay enemigos en Bailén, ¿qué eseso de atacar a Bailén? Se tratará de ocuparlopara luego avanzar por el arrecife y embestir aDupont y a Vedel por la espalda, mientras Cas-taños, Jones y Peña lo atacan de frente.

-Eso, eso será -dijimos todos-. De ese modoles cogeremos entre dos fuegos y no escapará niuna patena de las que han robado en Córdoba.

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-Pero si ese es el plan, ya debía estar puestoen ejecución. Si se están batiendo en Andújar, aestas horas deberíamos estar nosotros cayendosobre la retaguardia francesa; mientras que sinos ponemos en marcha esta noche y llegamosmañana, sabe Dios...

Al anochecer se nos puso en movimientosrío arriba, lo cual no comprendimos ni poco nimucho hasta que algunos compañeros que erandel país y conocían el terreno nos dijeron queíbamos buscando el vado del Rincón para pasaral otro lado. Por la noche algunas fuerzas deinfantería y dos piezas pasaron por junto a labarca, mientras el grueso del ejército con la ca-ballería nos disponíamos a hacerlo media leguamás arriba. Antes de amanecer sentimos algu-nos tiros del otro lado, y diósenos orden dehacer el menor ruido posible, y de no encenderlumbre. La noche era calurosa: habíamos comi-do poco y mal el día anterior, y con esto y el nodormir no estábamos del mejor humor; pero la

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guerra tiene mil contrariedades, y ojalá fuerantodas como aquella. Entramos al fin en el río,cuya frescura era agradable a nuestros cuerpos,secos e irritados por el calor y el polvo, y algúntiempo después, cuando comenzaban a ilumi-nar el horizonte los primeros vislumbres de laaurora, ya éramos dueños de la orilla derecha.El mayor general Abadía, que había dirigido elpaso, nos mandó replegarnos a un sitio bajo,donde casi toda la fuerza podía permaneceroculta, y allí aguardamos más de media hora.No se veían los enemigos por ningún lado; peroallá lejos hacia la barca continuaba cada vezmás vivo el tiroteo de fusil.

El terreno es por allí bastante quebrado,abundando los matorrales y chaparros; y entreestos designaron un camino de trocha por don-de avanzó la infantería, mientras a los de a ca-ballo se nos mandó caminar por terreno másalto. Habíamos tomado tan al pie de la letra laorden de no hacer ruido, que avanzamos des-

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pacio y silenciosamente con el alma en suspen-so y los ojos atentamente fijos en el últimotérmino del terreno hacia la izquierda, puntodonde se había trabado la acción. Vimos al fin alos franceses tiroteándose con nuestros compa-ñeros, con aquellos que habían pasado la barcadurante la noche, y luchaban en un campo bajosalpicado de espesos matorrales.

En una pequeña loma, y como a dos tiros defusil de aquel sitio, brillaba inmóvil e imponen-te una cosa que desde el primer momento atra-jo nuestras miradas, infundiéndonos cierto re-celo. Era un escuadrón de coraceros, la mejorcaballería del ejército de Dupont. Todos losjinetes contemplamos el resplandor de las bru-ñidas corazas, en cuyos petos el sol nacienteproducía plateados reflejos; y después de miraraquello sin decir nada, nos miramos unos aotros, como si nos contáramos. Ni una voz seoía en nuestras filas: a todos se nos había cam-biado el color, y temblábamos aunque cada

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cual hiciera esfuerzos por disimularlo. El únicorumor que turbaba el profundo silencio denuestro regimiento, donde hasta los caballosparecían contener el aliento y explorar el campocon atónitos ojos, era un ligero y casi impercep-tible son metálico producido por las estrellas delas espuelas. Aquel temblor de piernas es unaccidente que la caballería observa siempre enel comienzo de todas las batallas.

El combate, principiado en guerrillas, arre-ciaba desde que empezó la infantería a desple-gar un frente compacto de consideración. Perocasi toda la tropa española se mantenía en re-serva, esperando a saber fijamente si los france-ses ocultaban una gran fuerza en la carretera deBailén. Mientras el frente español aumentabasus tiros, resistiendo a las innumerables guerri-llas francesas, que al abrigo de sus posicionesmedio atrincheradas hacían fuego mortífero, laartillería continuaba a retaguardia, y la caba-llería, asimismo fuera de acción, recibió orden

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de ocupar un cerro a mano derecha. Fijos allí,no quitábamos los ojos de la tremenda fila decorazas que resplandecían en la loma de en-frente, quietas y confiadas en su valor y pesa-dumbre. Aquella fuerza era muy superior a lanuestra por su organización y la marcialidad decada uno de sus soldados; pero nosotros tenía-mos sobre ella, además de la ventaja numérica,que no era de gran valor, dada nuestra imperi-cia, la siguiente ventaja moral: puestos ellos enla vertiente anterior de una loma, todo su podery su número se presentaban a nuestra vista: nohabía más coraceros que aquéllos, y podíamoscontarlos uno por uno. Nosotros, en cambio,estábamos sabiamente colocados por el mayorgeneral en otra altura parecida; pero sólo unaquinta parte del regimiento ocupaba la parteculminante de la loma, mientras que todo lodemás se extendía en la vertiente posterior,permaneciendo completamente oculto a la vistadel enemigo; de modo que si nosotros lescontábamos perfectamente a ellos, los france-

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ses, engañados por la apariencia, se reirían delos treinta o cuarenta jinetes sin uniforme, en-señoreados del cerro con aire de perdona vidas.

Nosotros teníamos sobre ellos la ventaja delo desconocido, que es el genio tutelar de lasbatallas, de eso que no se ve y que en el mo-mento apurado y crítico sale inopinadamentede lo hondo de un camino, del respaldo de unaloma, de la espesura de un bosque; combatientede última hora que la tierra echa de su seno, yse presenta fresco, sin heridas ni cansancio adecidir la victoria.

Nuestras filas habían desalojado a los fran-ceses de sus posiciones. Les vimos replegarseen desorden y entonces cesó la inmovilidad delos coraceros. Los resplandecientes petos des-pedían múltiples reflejos, y ordenadamentedescendieron de su colina en perfecta fila. Re-lincharon sus caballos, y los nuestros relincha-ron también, aceptando el reto. Pero entoncesocurrió uno de esos cambios de escena tan fre-

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cuentes en la guerra, y cuyo artificio, si cae enbuenas manos, basta a decidir la victoria. Arro-jadas nuestras filas sobre las guerrillas enemi-gas, clareado el terreno y puestas en juego al-gunas piezas de artillería, viose que los france-ses vacilaban, agrupándose y retrocediendocomo si buscaran nuevas posiciones. Se nos dioorden de avanzar bajando, y una vez en llano,convertimos sobre nuestro flanco, para formarun largo frente de batalla. La infantería francesaestaba delante de nosotros, resguardada porsus coraceros: pero estos observando nuestromovimiento y reconociendo al instante su in-dudable inferioridad, invadieron precipitada-mente la carretera. La retirada era cierta. Se nosformó en columnas, dándonos orden de cargar,y el regimiento se puso rápidamente al galope.Parecía que la misma tierra, sacudiéndose bajolas herraduras de nuestros caballos, nos echabahacia adelante. Aquellos primeros pasos tras unideal de gloria, acompañaron voces de guerramezcladas con piadosas invocaciones.

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-¡Madre nuestra, Santa Virgen de Araceli,ven con nosotros!

-¡Viva España, Fernando VII, y la Virgen dela Fuensanta!

Ya nadie pensaba en tener miedo: muy lejosde esto, todos los de mi fila rabiábamos por noestar en las de vanguardia, en aquellas filasdichosas que acometían a sablazos a los france-ses de a pie, ya pronunciados en completa dis-persión. Tal era nuestro furor bélico en aquellafácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, noencontrando a derecha e izquierda francés al-guno, hacíamos grande estrago con nuestrossables en los arbustos del camino, diciendo:«Perros, canallas, ya sabréis cómo las gastamoslos españoles».

La gloria de cargar sobre la infantería fran-cesa perteneció tan sólo a las primeras filas,aunque no les duró mucho el regocijo, porquelos enemigos, convencidos ya de que no tenían

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fuerza bastante para hacernos frente, tomaban atoda prisa el camino de Bailén. Una vez pose-sionados del camino, seguimos adelante; perolos caballos enemigos corrían a todo escape, yla infantería se puso en salvo por las veredas,dispersándose a un lado y otro de la carretera.Sobre las diez nos detuvimos, y puestas en or-den las columnas, avanzamos despacio, porquerecelábamos de ser atacados por una divisiónentera. Entretanto nuestras pérdidas habíansido nulas en la caballería, y escasas, aunquesensibles, en la infantería, que perdió un ca-pitán del regimiento de la Reina y bastantessoldados.

Después de haber perdido de vista a losenemigos, continuamos la marcha hacia Bailén,si bien con mucha cautela, pues había la pre-sunción de que los franceses, reforzados congran número de tropas y caballos y artillería, senos presentarían de nuevo en mitad del cami-no, sorprendiéndonos en nuestra triunfal carre-

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ra. Así fue en efecto. A eso del medio día nues-tras columnas avanzadas recibieron el fuego delos imperiales, que rehechos con un destaca-mento que había llegado de Linares, tratabande ganar lo perdido.

Furiosos por el reciente desastre, acometie-ron briosamente a nuestra vanguardia. Toma-mos posiciones, y las tropas ligeras, ayudadasde un enjambre de paisanos, se diseminaronpor las escabrosidades colindantes, desde cu-yos matorrales mortificaban a los franceses confuego menudo. La caballería entretanto conti-nuaba muy lejos de la acción, y aunque nuestrodeseo hubiera sido que se nos enviara a lo másrecio para desahogar la furia de nuestro enar-decido pecho, Dios quiso por fortuna que nollegase esta ocasión, pues la escaramuza ter-minó de improviso; cesaron los tiros, y vimoscon sorpresa que los franceses, como poseídosde súbito pavor, retrocedían a la desbandada

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hacia Bailén, recogiendo precipitadamente susheridos.

¿Qué ocurría? Según después supimos, losfranceses había tenido una pérdida funesta, lade su general Gobert, el cual cayó mortalmenteherido por una de esas balas de invisible gue-rrero, que salían de entre las malezas para tala-drar el corazón del Imperio. Aquel valientemilitar murió pocas horas después en Gua-rromán. Dueños nosotros del campo, y sinenemigos a la vista, parecía natural que fuéra-mos sobre Bailén; pero el ejército volvió haciaMengíbar para repasar el río, movimiento queno fue por nosotros comprendido. Todos está-bamos muy orgullosos, y especialmente lospaisanos inexpertos no cabíamos en el pellejo.

-¡Hoy es día del Carmen! -exclamó D. Diego-. ¡Viva la Virgen del Carmen, y mueran losfranceses!

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Ruidosas exclamaciones alegraron y conmo-vieron nuestras filas. Era el 16 de Julio: en estedía la Iglesia celebra, además de la advocacióndel Carmen, el Triunfo de la Santa Cruz, fiestaconmemorativa de la gran batalla de las Navasde Tolosa, ganada contra los infieles por caste-llanos, aragoneses y navarros, en aquellosmismos sitios donde nosotros perseguíamos alos franceses, y en el mismo 16 del mes de Julio.Habían pasado quinientos noventa y seis años.La coincidencia del lugar y la fecha nos infla-maba más, y añadido a nuestro patriotismo unaprofunda fe religiosa, nos creímos héroes, aun-que hasta entonces no habíamos tenido ocasiónde probarlo.

Antes de cruzar el río, descansamos parallevar algo a la boca. ¡Oh, qué desengaño! Está-bamos muertos de hambre y cansancio, y se nosdijo que no había más que un tercio de ración.Pero nosotros éramos buenos chicos y nos con-

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formamos, supliendo los dos tercios restantescon la sustancia moral del entusiasmo.

-Pero Sr. de Santorcaz -pregunté a mi com-pañero, cuando con el agua al estribo vadeá-bamos el Guadalquivir-, ¿nos quiere Vd. decirpor qué no se nos ha llevado adelante? ¿Porqué después de esta victoria desandamos loandado?

-¡Zopenco! -me contestó-. Esto no ha sidomás que una fiestecilla de pólvora, y todavía noha empezado lo bueno. ¿Crees que no hay másfranceses que esos cuatro gatos de Ligier-Belair? ¿Qué sabes tú si a estas horas, Vedel,que fue a Andújar en auxilio de Dupont, habráregresado a Bailén? Ahora, o yo me engañomucho, o vamos en busca del marqués de Cou-pigny para reunirnos y emprender juntos unnuevo ataque. ¿Estás al tanto de lo que digo?¿Ves cómo no en vano ha mordido uno el ceboen Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena?

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Efectivamente, la intención de nuestro gene-ral era reunirse con Coupigny; pero esto no severificó hasta la noche del 17 al 18.

-XVII-Se nos acampó en una altura a espaldas de

Mengíbar, y supimos con gusto que aquellanoche no haríamos movimiento alguno. Nues-tro gozo, como nuestra fatiga, necesitaba des-canso; necesitábamos dar desahogo al eferves-cente alborozo, no sólo renovando en la memo-ria todos los incidentes de la acción de aqueldía, sino también refiriendo cuanto cada unohizo y cuanto dejó de hacer para que la batallafuese completamente ganada. Los suizos y lossoldados de línea no estaban tan engreídos co-mo nosotros los paisanos, que creíamos haberasistido a la más grande y gloriosa batalla delos modernos tiempos. Mirábamos con desde-ñosa indiferencia a los que quedaron de reser-

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va, y al contarles lo que pasó, hacíamos subir acifras fabulosas el número de franceses segadospor nuestros cortadores sables en la refriega.

Largas horas pasamos sobre el campo sabo-reando los deliciosos recuerdos de tanta gloria,que como dejos de un manjar muy rico nos re-novaban el placer del vencimiento. La nocheera como de verano y como de Andalucía, se-rena, caliente, con un cielo inmenso y unaatmósfera clara, donde fluctúa algo sonoro,cuya forma visible buscamos en vano en derre-dor nuestro. Tendidos sobre la caldeada tierra aorillas del río, cuyas frescas emanacionesbuscábamos con anhelo, entreteníamos lashoras hablando, cantando, o haciendo eruditasdisertaciones sobre la campaña tan felizmenteemprendida. En un grupo se jugaba a las cartas,en otro se decía un romance de héroes o de san-tos, en este algunos cantaores echaban al vuelolas más románticas endechas de la tierra, puesdesde entonces era romántica Andalucía; en

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aquel se narraban cuentos de brujas, y en algu-nos, finalmente, se dormía sin inquietud por eldía venidero.

Nuestro D. Diego, siempre al arrimo de San-torcaz; Marijuán, yo y algunos más formába-mos un grupo bastante animado, en el cual nocesó el ruido hasta muy alta la noche. Despuésde cantar, no escasearon los cuentos, acertijos yadivinanzas, y por último, la conversación re-cayó en tema de mujeres.

-Yo -dijo D. Diego con su natural ingenui-dad-, me voy a casar. A todos les convido a miboda. «¿Y quién es la novia?» dirán Vds. Puessepan que no la he visto. Mi señora madre lo haarreglado todo con otras dos señoras deCórdoba, y según me han dicho, es más bonitaque el sol, aunque ahora le ha dado por no salirdel convento.

-Será para cuando acabe la guerra, porqueahora no está el horno para bollos -dijo Mari-

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juán-. Yo también voy a casarme con una mu-chacha de Almunia, que tiene siete parras, me-dia casa y burro y medio de hijuela. Tambiénserá cuando acabe la guerra, y a todos les con-vido a mi boda. ¿Y tú, Gabriel?

-Pues yo para no ser menos -contesté-, diréque cuando se acabe la guerra me pienso casartambién. ¿Y con quién?, dirán Vds. Pues mecaso con una condesa.

-¡Con una condesa!

-Sí señores, con una condesa que posee todasestas tierras que estamos viendo y otras másallá, y tiene dos escudos con ocho lobos sobreplata y catorce calderos, con media cabeza demoro y un letrero que dice...

-Toma casa con hogar y mujer que sepa hilar -dijo Marijuán interrumpiéndome-. ¿Pues nodice que se casa con una condesa? Será con al-

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guna duquesa del estropajo. Pero di, ¿en quéalcázares reales está tu novia?

-Este es un bobalicón que no sabe lo que sehabla -dijo D. Diego-. ¡Buena condesa será ella!Pues, como os decía, muchachos, mi novia estámuy desazonada esperando a que se acabe laguerra para casarse conmigo. Así me lo handicho, y lo creo. Apuesto que están Vds. ra-biando por saber quién es y cómo se llama; pe-ro eso no lo he de mentar, porque mi señoramadre y D. Paco me dijeron que si hablaba deesto antes de llegar la ocasión me castigarían nodejándome montar en el potro. ¡Qué guapa es,señores! Sus ojos son dos luceros, como aquelgrande y muy claro que está sobre el tejado deesa casa; su boca se compone de dos hojas derosa; sus dientes hacen que todas las perlasechen a correr de envidia; sus mejillas son cla-veles abiertos, y cuando llora sus lágrimas sondiamantes. Yo no la he visto más que en figura;porque han de saber Vds. que cuando fui a visi-

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tar a sus tías en Córdoba me dieron un meda-lloncito con el retrato de la que ha de ser mimujer, el cual retrato, por temor a que se meperdiera, lo he dado a guardar al señor de San-torcaz.

-Eso se parece -dijo uno de los oyentes-, a lahistoria de la princesa Laureola, por quien vi-nieron de La Meca los tres reyes moros, y diceel cuento que tenía los ojos de azabache ar-diendo, la boca de flor de granado, y las orejasde caracolitos del mar. ¿Lo sabes tú?

-Eso está en el romance de la Reina mora,bruto. ¿Qué tiene eso que ver con la princesaLaureola?

-Yo sé el romance de la Reina mora -gritódon Diego batiendo palmas-. ¿Lo echo?

-Venga.

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-No; el del Barandal del cielo, que es más bo-nito y habla de la Virgen -añadió el condesitogozoso de hallarse a punto de lucir sus habili-dades-. Me lo enseñó mi hermana Presentación,que sabe veintisiete y los dijo todos arreo de-lante del señor obispo de Guadix, cuando suilustrísima paró en casa el mes pasado.

Y sin esperar a que le rogasen, el mayoraz-guito de Rumblar, con sonsonete de escuela,voz agridulce y amanerados gestos dio princi-pio a la siguiente retahíla:

«Por el barandal del cielose pasea una doncellablanca, rubia y encarnada,que alumbra como una estrella.San Juan le dice a Jesús:¿quién es aquella doncella?Nuestra madre, buen San Juan,nuestra madre linda y bella;

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la Virgen no viene sola,ángeles vienen con ella;no viene vestida de oro,ni de plata, ni de seda;viene vestida de grana...».. . . . . . . . . . . . . . .

Y como al concluir fuera acogida esta rela-ción con una salva de aplausos, animose elrecitador y nos endilgó otra, no menos famosa,que empezaba:

«Allá arriba en aquel altohay una fuente muy clara,donde se lava la Virgensus santos pechos y cara...».. . . . . . . . . . . . . . . .

-¡Basta de romances! -exclamó de improvisoSantorcaz, asustándonos a todos con su inte-

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rrupción-. Eso es cosa de chiquillos, y no dehombres formales. ¿No sabe Vd. más que eso?

-Sé muchos más -dijo tímidamente el joven-.D. Paco me ha enseñado muchos, y me los haceaprender de memoria para que los diga en lastertulias.

-¿Y nada más le ha enseñado a Vd. ese señorD. Paco, a quien desde el primer momento tuvey diputé por un gran zopenco?

-También me ha enseñado historia, sí señor.Y sé lo de nuestro padre Adán y aquello deAlejandro cuando fue a dar batallas a los persascomo ahora vamos nosotros a dárselas a losfranceses.

-¿Y nada más?

-¡Toma: también latín!, pero mi señora ma-dre mandó que no me atarugasen la cabeza delatín, puesto que no era necesario, y por último

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D. Paco dijo que con saber un poquito de Musamusæ bastaba.

-¿Y qué libros ha leído Vd.?

-Nada más que la Guía de Pecadores, dondeestá aquello del infierno. Ese libro es muy feo, ymi señora madre no me dejaba leer más que lodel infierno, que da mucho miedo, y sueña unocon ello. Pero mi señora madre tiene otros li-bros en el cofre, y cuando iba a misa, yo conmucha cautela los sacaba para leerlos. Uno setitula La farfulla o la cómica convertida, novelaescrita por un fraile de mínimos, y otra, Prince-sa, ramera y mártir, Santa Afra. Ambos libros sonmuy bonitos y traen un aquel de amores y be-sos que me daba mucho gusto cuando los leía aescondidas.

Santorcaz sonreía. Después de una pausa,dijo con cierta petulancia:

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-¿De modo que no ha leído Vd. la Enciclope-dia?

-¿Qué es eso?

-La Cincopedia -exclamó uno-. ¡Eh!, ¿sabes túa dónde cae la Cincopedia?

Esta palabra, que adquirió fortuna aquellanoche, fue pasando de boca en boca, y más decien la repitieron entre zumbas y chacota.

-Veo que son Vds. unos animales -dijo San-torcaz un poco avispado-. De todos modos, Sr.D. Diego, la educación que Vd. ha recibido nopuede ser más deplorable en un joven mayo-razgo, que por lo mismo que ha de sobresalirentre los demás en la sociedad, debe cultivar suentendimiento.

-A ver, amigo -dijo Rumblar-, hábleme Vd.de esas cosas que me gustan. Todo lo que Vd.me decía anteayer, cuando íbamos de camino

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por aquí, me tenía encantado, y le juro que sino estuviera en vísperas de casarme y fuerapreciso seguir con ayo, le diría a mi señora ma-dre que me le pusiera a Vd. en lugar de D. Pa-co, el cual bien se me alcanza que no me haenseñado más que gansadas y tonterías.

-Pues repito que un joven destinado a ocu-par tan alta posición en el mundo, debe saberalgo más que el romance del Barandal del cielo.Verdad es que, o mucho me equivoco, o todoeso de los mayorazgos se lo llevará la trampa, ytarde o temprano se pondrán las cosas de ma-nera que cada cual sea hijo de sus obras.

-Así debe ser -dijo Marijuán-. ¿No somos to-dos hijos de Dios?

-Vengan Vds. acá y respondan -dijo Santor-caz excitando la curiosidad de sus oyentes-.¿No les parece que el mundo está muy malarreglado?

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Abriéronse varias bocas con estupefacción, yno se oyó ninguna respuesta.

-Pues yo que no he leído ningún libro -afirmó al fin uno de los circunstantes- digo queDios tiene que volver a hacer el mundo, porqueeso de que se lo lleve todo el que primero saliódel vientre de la madre y los demás se quedenbailando el pelao, no está bien. Mi hermano elmayor, sólo porque le dio la gana de nacer an-tes que yo, tiene tres dehesas y dos casas; y losdemás... uno hubo de meterse fraile, otro se fueal Perú, otro está muerto de hambre en un hos-pital de Sevilla, y yo, señores, tuve que meter-me en el contrabando para que no se me helarael cielo de la boca.

-Oye, tú, Marijuán -dijo otro-, ¿sabes lo quecontaban en Sevilla? Pues decían que la Junta seiba a poner de compinche con las otras Juntaspara ver de quitar muchas cosas malas que hayen el gobierno de España, lo cual podemos

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hacer nosotros, sin necesidad de que vengan losfranceses a enseñárnoslo.

-Así ha de ser -observó Santorcaz-. Me handicho que en Sevilla hay sociedades secretas.

-¿Qué es eso?

-Ya sé -dijo uno-. Tiene razón D. Luis. EnSevilla hay lo que llaman flamasones, hombresmalos que se juntan de noche para hacer male-ficios y brujerías.

-¿Qué estás diciendo? No hay tales malefi-cios. Mi amo iba también a esas Juntas, y cuan-do su mujer se lo echaba en cara, respondía quelos que allí iban eran al modo de filósofos, y nohacían mal a nadie.

-Pues en Madrid las sociedades secretasestán todavía en la infancia -añadió Santorcaz-.En Francia las hay a miles, y todo el mundo seapresura a inscribe en ellas.

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-Pues si voy a Madrid -dijo con énfasis elmayorazguito-, lo primero que haré será me-terme en una de esas sociedades, donde sinduda se han de aprender muy buenas cosas.¿No es verdad, D. Luis? Yo no tengo nada detorpe: me lo conozco, sí, señores. ¿Creerá Vd.,Sr. de Santorcaz, que eso que Vd. ha dicho delos mayorazgos se me había ocurrido a mí mu-chas veces cuando jugaba en el patio de casacon las gallinas? Pero ya que me enseña Vd. loque ignoro, contésteme a una duda: ¿Por quétenemos nosotros en nuestras casas tantos pa-pelotes llenos de garabatos, y por qué usamosesos escudos con sapos y culebras? El de micasa tiene cuatro lagartos y un tablero de aje-drez con dos calderitos muy monos.

-Si esos signos representan algo -repuso San-torcaz-, es referente al primero que los usó, asus hazañas si las hizo, y a sus privilegios si lostuvo; pero hoy, amiguito, tales pinturas no va-len de nada, y dentro de algunos años, los que

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las posean sin dinero, serán unos pobres pela-gatos, a quienes nadie se arrimará, así comotodo aquel que haya hecho una fortuna con sutrabajo o la haya heredado de sus padres, odescuelle por su talento, será bien quisto en elmundo, aunque no tenga ni un adarme de la-gartija en su escudo.

-¿De modo -preguntó el mozalbete-, que yoseré un pelagatos, si llego a perder mi patrimo-nio o soy un bruto? Esto sí que es bueno.

-Nada, nada -dijo uno-. Fuera mayorazgos, yque todos los hermanos varones y hembrasentren a heredar por partes iguales.

-Eso no puede ser -observó Marijuán-, por-que entonces no habría las grandes casas quedan lustre al reino.

-Eso no puede ser -afirmó un tercero-. Puesqué, ¿el Rey iba a ser tan tonto que quitara los

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mayorazgos? Nada, nada; los dejará siemprepor la cuenta que le tiene.

-Es que si el Rey no quiere quitarlos, no fal-tará quien los quite -afirmó Santorcaz.

Todos se rieron al oír sostener la idea de queexiste alguna voluntad superior a la voluntaddel Rey.

-¿Cómo puede ser eso? Si el Rey no quiere...¿Hay quien esté por cima del Rey? El Rey man-da en todas partes, y digan lo que quieran, nohay más que su sacra real voluntad. ¡Mucha-chos, viva Fernando VII!

-Pero vengan acá, zopencos -dijo Santorcaz-.¿Dicen Vds. que nadie manda más que el Rey?

-Nadie más.

-Y si todos los españoles dijeran a una voz:«queremos esto, señor Rey, nos da la gana dehacer esto», ¿qué haría el Rey?

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Abriéronse de nuevo todas las bocas, y nadiesupo contestar.

-XVIII--Gaznápiros, animales: si Vds. están pro-

bando lo que digo -añadió con energía D. Luis-.Lo que pasa en España ¿qué es? Es que el Reinoha tenido voluntad de hacer una cosa y la estáhaciendo, contra el parecer del Rey y del Empe-rador. Hace tres meses había en Aranjuez unmal ministro, sostenido por un rey bobo, y Vds.dijeron: «No queremos ese ministro ni eseRey», y Godoy se fue y Carlos abdicó. Después,Fernando VII puso sus tropas en manos de Na-poleón, y las autoridades todas, así como losgenerales y los jefes de la guarnición, recibieronorden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat;pero los madrileños dijeron: «No nos da la ganade obedecer al Rey ni a los Infantes ni al Conse-jo ni a la Junta ni a Murat», y acuchillaron a los

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franceses en el parque y en las calles. ¿Qué pasadespués? El nuevo y el viejo Rey van a Bayona,donde les aguarda el tirano del mundo. Fer-nando le dice: «La corona de España me perte-nece a mí; pero yo se la regalo a Vd., Sr. Bona-parte». Y Carlos dice: «La coronita no es de mihijo, sino mía; pero para acabar disputas, yo sela regalo a Vd., señor Napoleón, porque aquelloestá muy revuelto y usted sólo lo podrá arre-glar». Y Napoleón coge la corona y se la da a suhermano, mientras volviéndose a Vds. les dice:Españoles, conozco vuestros males y voy a remediar-los. Pero Vds. se encabritan con aquello, y con-testan: «No, camarada, aquí no entra Vd. Sitenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: noreconocemos más Rey que a Fernando VII».Fernando VII se dirige entonces a los españoles,y les dice que obedezcan a Napoleón; pero en-tretanto, muchachos, un señor que se titula al-calde de un pueblo de doscientos vecinos, es-cribe un papelucho, diciendo que se armen to-dos contra los franceses: este papelucho va de

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pueblo en pueblo, y como si fuera una mechaque prende fuego a varias minas esparcidasaquí y allí, a su paso se va levantando la Nacióndesde Madrid hasta Cádiz. Por el Norte pasa lopropio, y los pueblos grandes lo mismo que lospequeños forman sus Juntas, que dicen: «No, siaquí no manda nadie más que nosotros. Si noreconocemos las abdicaciones, ni admitiremosde Rey a ese D. José, ni nos da la gana de obe-decer al Emperador, porque los españolesmandamos en nuestra casa, y si los reyes se hanhecho para gobernarnos, a nosotros no nos hanparido nuestras madres para que ellos nos lle-ven y nos traigan como si fuéramos manadasde carneros...». ¿Están Vds.? ¿Lo comprendenVds.? Pues esto ni más ni menos es lo que estápasando aquí. Y ahora contéstenme los alcor-noques que me oyen: ¿Quién manda, quiéndispone las cosas, quién hace y deshace, el Reyo el Reino?

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El estupor que produjeron estas palabras re-veladoras en el atento concurso, compuesto demuchachos rudos e ignorantes, pero de granviveza de imaginación, fue tan extraordinarioque por un corto rato no se oyó la más insigni-ficante voz, señal cierta de que las ideas verti-das por Santorcaz, entrando de improviso enlos oscuros cacúmenes de sus oyentes, habíanarmado allí gran zipizape y polvareda, deján-dolos aturdidos, confusos y sin palabra. El pri-mero que rompió el silencio fue Rumblar, di-ciendo:

-Todo eso está muy bien dicho. ¿Querrán us-tedes creer que hace días me ocurrió una ideaparecida cuando estaba cazando moscas y po-niéndoles rabos en cierta parte, para que al vo-lar hicieran reír a mis dos hermanas que esta-ban rezando? Sólo que yo no sabía cómo deciraquello que pensaba.

-Sí, señores, ¡vivan las Juntas! -exclamó unolevantándose-. Yo me sé de memoria aquel pa-

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pel que echó a la calle la de Córdoba, dicien-do... Oigan ustedes: «¡Cordobeses: los reinos deAndalucía se ven acometidos por los asesinosdel Norte; vuestra patria va a verse oprimidabajo el yugo de un tirano; vosotros mismosser-éis arrancados de vuestros hogares y de vues-tras casas! ¡Cuarenta argollas está labrando ellascivo Murat para conduciros al Norte como alos animales más inmundos!... ¡Soldados: ge-mid de rabia y furor!... Doce millones de hom-bres os están mirando y envidiando vuestragloria, y aun la Francia misma ansía por vues-tros triunfos».

Ruidosos aplausos y gritos acogieron estaproclama, fielmente recitada con dramáticosgestos por el muchacho.

-Pues si los españoles -continuó luego San-torcaz-, pueden hacer lo que están haciendo, nopueden también decir el día de mañana: «Va-mos, no queremos que haya más inquisición, nimás vinculaciones»... pongo por caso... O que

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digan: «En lugar de mil conventos, que hayatan sólo la mitad, con lo cual basta y sobra», o«no me da la gana de que haya diezmos»...

-Eso sí que estaría bueno -dijo Marijuán-. Pe-ro si todos los españoles van a hacer eso, y cadauno empieza a gritar por su lado diciendo loque quiere, se armará tal laberinto que nopodrán entenderse.

-Vaya unos zotes -añadió Santorcaz-. Perovenid acá: ¿no veis que hay en Sevilla una Juntaque es la que dispone? ¿No veis que hay otra enGranada, otra en Córdoba y otra en Málaga,etc.? Pues en lugar de todas esas Juntas peque-ñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puedehaber una muy grande que se reúna en Madridy acuerde lo que se ha de hacer?

Miráronse los oyentes unos a otros, y losmonosílabos de aquiescencia y aun de admira-ción corrieron de boca en boca, demostrando laprontitud con que aquellas juveniles inteligen-

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cias desplegaban sus alas, aún entumecidas yvacilantes, para intentar describir los primeroscírculos en el espacio del pensamiento.

-Estas conversaciones me enamoran -dijo elcondesito de Rumblar-. Me estaría toda la no-che oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, yavoy aprendiendo muchas cosas que no sabía.

Así aquella fantasía encerrada en el capullode una educación mezquina, agujeraba conentusiasmo su encierro, porque había vislum-brado fuera alguna cosa que tenía la fascinaciónde lo nuevo. Así aquel germen de pasión y deinteligencia, guardado en un huevo, se reco-nocía con vida, se reconocía con fuerza, y em-pezaba a dar picotazos en su cárcel, anhelandorespirar fuera de ella otros aires, y calentarsecon calores más enérgicos. Así aquella cegueraabría sus párpados, gozándose en la descono-cida luz.

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La conversación terminó en el punto en quela he dejado, porque la noche estaba muy avan-zada y casi todos empezaron a rendirse al sue-ño, excepto el mayorazguito, cuyo despabila-miento era casi febril a causa del organismo desu imaginación. Largo tiempo continuaron él ySantorcaz hablando en diálogo animadísimo, ycomo si discutieran planes y expusieran pro-yectos de gran trascendencia para los dos. Yome aparté del grupo, fingiendo retirarme adormir; pero con ánimo de satisfacer una impe-riosa exigencia de mi alma, que a voces mepedía soledad y meditación. Todos los ruidoshabían cesado en el campamento: las guitarrasy castañuelas, así como las cajas y las cornetas,estaban mudas, porque el ejército dormía. Lejosdel grupo de mis amigos, echeme sobre el sue-lo, aguardando la aurora, sin poder ni querercerrar los ojos; y allí me puse a meditar sobre loque desde mi salida de Madrid había visto yoído. ¡Cuántas personas nuevas para mí habíaencontrado en aquella breve jornada de mi vi-

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da! ¡Con cuánto afán, meditando a solas ymirándolas al lado, preguntaba a aquellos ca-minantes si tenían alguna noticia de lo que mereservaba el destino! De todas aquellas perso-nas, ninguna estaba tan enérgicamente fija enmi pensamiento como Santorcaz, hombre paramí incomprensible y sospechoso, y que empe-zaba a inspirarme secreta antipatía, sin queacertara a explicarme por qué.

-XIX-Al siguiente día hicimos un movimiento por

la orilla izquierda, río arriba, hasta un puntomucho más alto que Mengíbar. Nada entend-íamos; pero Santorcaz, o por petulancia o por-que realmente había penetrado la intención deReding, nos dijo:

-Nuestro general sabe lo que se hace, y eshombre que conoce la filosofía de las marchas.

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Haciendo alto a orillas del Guadalimas, par-te del ejército se entretuvo en marchas incom-prensibles, y empleando en esto más de un día,nos encontramos de nuevo sobre Mengíbar alanochecer del 18, punto al cual había llegadohoras antes la división del marqués de Coupig-ny. Reunidos ambos ejércitos, no hubo allí másparada que la precisa para recoger las provisio-nes de que estábamos tan escasos, y ya muy denoche emprendimos el camino de Bailén. Éra-mos catorce mil hombres. Todo anunciaba queíbamos a tener un encuentro formal con el ejér-cito francés.

Según nuestras noticias, Dupont continuabaen Andújar, reforzado por la división de Vedel.¿Habían trabado acción con nuestro tercercuerpo y el de reserva que, pasando el río porMarmolejo, estaban situados en la orilla dere-cha? Nosotros creíamos que sí, a menos queCastaños no aguardase para atacar enérgica-mente a que la primera y segunda división ca-

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yeran sobre la espalda del ejército de Dupont,bajando desde Bailén. ¿Era este el objeto quenos guiaba en nuestra marcha? Parecíanos quesí.

Mientras llegaba el momento del drama, le-jos de nosotros y en los flancos del ejército im-perial, mil dramáticas peripecias debían preci-pitar la catástrofe, irritando paulatinamente alenemigo. Los cuerpos y columnas de guerrille-ros, mandados por D. Juan de la Cruz, el condede Valdecañas y el clérigo Argote, se habíandesparramado como enjambre mortífero porlos pueblos y caseríos que dominaban el cuartelgeneral francés en las primeras estribaciones dela sierra al Norte de Andújar. De tal modo per-seguían aquellos ardorosos paisanos a los fran-ceses y con tanta rapidez se dispersaban paraevitar ser atacados, que a los invasores les erade todo punto imposible estar tranquilos unsolo momento. El poderoso gigante sacudía deuna manotada aquellos moscones venenosos;

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pero estos volvían a zumbar en derredor suyo,le molestaban con sus terribles picaduras yhuían incólumes, sin temer la espada ni elcañón, pues estas armas no se han hecho paramosquitos.

No podían apartarse los franceses de sucuartel general como no fuera en grandes des-tacamentos: frecuentemente iban mil hombres allenar en la fuente próxima unas cuantas alca-rrazas de agua. Si por acaso salían a merodearpelotones de poca fuerza, eran despachadospor los guerrilleros en menos que se reza uncredo. Antes que consentir que se apoderasende una panera, la quemaban: las fuentes eranenturbiadas con lodo y estiércol, para que nopudieran beber: los molinos desmontados yenterradas sus piedras para que no molieran unsolo grano. ¡Ay de aquel francés que se rezaga-ra en las marchas de su destacamento! ¡Sentíasede improviso asido por mil coléricas manos,sentíase arrastrado por las mujeres, pellizcado

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por los chicos y acuchillado por los hombres,hasta que su existencia se apagaba con horriblechoque en la fría profundidad de un pozo! Elinvasor no encontraba asilo en ninguna parte, yforzosamente encerrado en los límites del cuar-tel general, veía conjurados contra sí hombres ynaturaleza. Por esto, rabioso y desesperado,anhelaba batirse en función campal, seguro desu destreza y costumbre de guerrear; y lamen-tando la estupefacción del general en jefe, ex-clamaba: «Demos una batalla, y aunque muerala mitad del ejército, la otra mitad conquistaráun charco en que beber y un puñado de trigoseco que llevar a la boca».

Habían dejado los franceses en Montoro undestacamento de setenta hombres, para custo-diar un molino donde fabricaban con dificultadharina malísima. El alcalde de aquella villa,donde no había quedado ni una sola arma defuego, se atreve, sin embargo, a dar cuenta delos setenta franceses, para lo cual era preciso

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despachar primero a los veinticinco que a todashoras estaban de guardia en el puente. Reúne,pues, algunos paisanos decididos, y usando laarma blanca, ataca con furia a la guardia; losveinticinco son exterminados; apodérase de susfusiles la valiente cuadrilla, sorprende el restodel destacamento en la casa donde se alberga-ba, hace prisioneros a soldados y jefes, y lesmanda a la isla de León. El parte en que se noti-ficó este suceso a la Junta Suprema decía quetodo se hizo con las varas de los harrieros (con-servo la ortografía del original); pero esto ha deser una hipérbole andaluza.

Sintiéndose llamado a más grandes acciones,don José de La Torre (que así se nombrabaaquel alcaldito), sale al encuentro de un convoyque venía de Córdoba, y de los cincuenta ynueve franceses que custodiaban este, los cin-cuenta quedan tendidos en el camino, y losnueve restantes corren a contar a Dupont loque ha pasado. Entonces Dupont envía mil

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hombres a Montoro con encargo de que incen-dien el pueblo y lleven vivo o muerto al alcal-de. Arde Montoro, y La Torre, conducido vivo,va a ser pasado por las armas: pero un generalfrancés, a quien poco antes había dado hospita-lidad, intercede por él; es puesto en libertad, yaquel petit caporal de las guerrillas marcha aSevilla y recibe de la Junta los galones de ca-pitán de ejército.

Pues bien; lo que pasaba en Montoro, ocurr-ía en todos los pueblos de la carretera de Anda-lucía desde Córdoba hasta Santa Elena. El gi-gante que incendiaba lugares y destrozaba ejér-citos no podía dar un paso sin encontrar unavispero, y frenético con aquel zumbido, enve-nenado por los aguijones, maldecía la hora dela invasión. El águila, devorada por los insec-tos, graznaba a orillas del Guadalquivir conhambre y calentura, afilando sus garras en eltronco de los olivos, con el ansia de que llegarapronto la ocasión de destrozar alguna cosa.

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-XX-Al entrar en Bailén, ya muy avanzada la no-

che, nos sorprendió mucho el no ver ningunafuerza francesa a la entrada del pueblo paradisputarnos el paso. ¿A dónde habían ido losfranceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por pre-caución dejaron allí un par de batallones paraguardar punto tan importante? Pronto salimosde dudas, porque de boca de los habitantes deBailén, que salieron en masa a recibirnos, su-pimos que la división Vedel había pasado porallí en dirección a la Carolina.

-Nosotros les hacíamos a Vds. en Linares -dijo D. Paco, que también salió a nuestro en-cuentro, rebosando de júbilo-. ¡Oh!, señor con-de, niño mío... ¿Está por ventura herido Vues-tra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde laseñora marquesa y las niñas están rezando porel buen éxito de la guerra. ¿No darán un des-canso a las tropas?

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Nuestro general había determinado salir enseguida para Andújar; pero como ocupábamostodo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa denuestro amo en cuya sala baja se nos dio untente-tieso muy confortante.

-Es un milagro que podamos daros estoscuantos panes y estas onzas de chocolate crudo-nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos artícu-los-. Los franceses no han dejado nada. ¡Quéhorroroso saqueo! Y gracias que quedamos convida. ¡Ay!, la señora condesa salió a recibirloscon una serenidad que me espantó. Yo tembla-ba y tuve que esconderme en el oratorio, por-que delante de ellos hubiera perdido la digni-dad de mi carácter. ¿Qué modo de saquear?...En una palabra, la paja de los caballos, las ga-llinas del corral, los huevos, hasta unos tomatesque tenía yo guardaditos en mi escritorio parahacer un gazpachito... todo, todo se lo llevaron.El pueblo está muerto de miseria, y yo sé demucha gente que echó la harina en los mulada-

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res para que ellos no se la llevaran. ¿No locre-éis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campolos doscientos pellejos de aceite y ciento de vinoque tenía en su cueva, y destapándolos dejócorrer aquel precioso caldo hasta que todo se lochupó la tierra? Otros hicieron una grandehoguera con los carros y la paja. Las alhajas delas imágenes y la plata de las iglesias están to-das enterradas, porque esto parece que es loque más les abre el ojo a esos señores. Así esta-ban ellos de rabiosos, cuando vieron que nosacaban de aquí gran cosa. El día 16, despuésde haber pasado un gran miedo, gozamos loindecible cuando les vimos llegar de la barca deMengíbar, derrotados y con su general muerto.¡Cómo corrían por esas calles, y qué gritos da-ban, y qué cosas tan atroces e indecentes echa-ron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban losmuy perros! ¿Pues qué creéis? Dieron muerte amuchas personas que no les hacían daño, locual creo yo que no se vio en ninguna de lasguerras de Alejandro. Pero también se les molió

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de firme. Unos cuantos pasaron por la calle deenfrente echando bravatas y detuviéronse en lapuerta de la posada de Gil, donde tenían en-cendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Misfrancesitos se ponen a decir no sé qué insolen-cias obscenas a la mujer de Gil, cuando salenlos mozos, me los agarran y con morriones ytodo... plaf... al horno... Pero ahí viene la señoracondesa, que estaba en el oratorio con las niñas.

En efecto, vimos desfilar gravemente, cu-bierta de negro manto, a la señora de la casa,seguida de los dos tiernos pimpollitos de sushijas, las cuales arrojáronse llorando en los bra-zos de su hermano. Doña María abrazó a suhijo sin perder ni por un instante su solemne yestirado empaque, y luego saludonos a todoscon mucho afecto, nombrándonos uno por uno.Cuantos componían la cuadrilla estaban pre-sentes, menos Santorcaz, el cual desde nuestrallegada había pedido con mucha prisa a D. Pa-

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co recado de escribir, y puéstose a trazar unascartas en el despacho de este.

La marquesa, después de saludarnos, tomóasiento y dirigió a D. Diego estas palabras dig-nas de la historia:

-Hijo mío: sé todo lo que pasó en la accióndel 16, y nadie me ha dicho que hicieras algonotable. ¿Has tenido miedo?

-¡Miedo! -exclamó el muchacho riendo-. Noseñora. He cumplido con mi deber en las filas,y nada más hasta ahora; pero su merced no seimpaciente, porque aunque no soy más quesoldado espero lucirme.

-¡Nada más que soldado! -dijo la condesa-.Tú no eres soldado, aunque así parezca. Cual-quiera que sea el puesto que se ocupe, cadacual debe obrar conforme a su nombre y a laposición que tiene en el mundo. ¿Qué se diríade ti, de mí, de esta casa, de tu difunto padre, si

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en estas guerras no hicieras algo superior a loque corresponde a un simple soldado?

-Señora -repuso el mozo con un desenfadoque sorprendió a su familia-, yo haré lo quepueda, y según lo que haga, así seré más o me-nos que los demás. Y ya que hablo de esto, se-ñora madre, yo quiero seguir en el ejército, yoquiero que su merced pida al Rey, ¿qué digo alRey?, a la Junta, una bandolera.

-Tú no estás destinado a ser militar sino enesta ocasión suprema, en que la patria necesitade todos sus hijos desde el más alto al más bajo.

-Pero, señora madre, no soy nada y quieroser algo -insistió el muchacho, mostrando unaenergía que nadie hasta entonces le había cono-cido.

-¡Que no eres nada! -exclamó la madre consorpresa primero, después con cólera, y mirán-

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donos a todos como para preguntarnos si suhijo se había vuelto loco durante la campaña.

-Yo no soy nada, no soy más que un papa-moscas -repuso el chico-. ¿De qué me valenesos papeluchos viejos y esos escudos de ar-mas, si todos se ríen de mí desde que abro laboca, porque no digo más que necedades?

La marquesa se puso encendida como lagrana, y sin decir palabra, miró a D. Paco, elcual confuso, absorto, aterrado por lo que aca-baba de oír, revolvía sus espantados ojos de unlado para otro.

-Este joven -dijo al fin el ayo-, parece que haperdido el juicio. Señora, cuando vuelva decumplir sus deberes de caballero en los camposde batalla, le haremos que se penetre bien delas máximas contenidas en la historia de Ale-jandro el Grande.

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Doña María, cuya dignidad no podía con-sentir que semejante asunto se tratara delantede personas extrañas, hizo callar a D. Paco, ytambién impuso silencio a su hijo con gestoaterrador. Asunción y Presentación, después deregistrar los bolsillos de su hermano, examina-ban las polainas, el sombrero y la charpa, porver, según dijeron, si aquellas prendas estabanagujeradas por alguna bala de cañón.

Pero el D. Diego, sintiendo sin duda en sucabeza un hervidero de palabras, que atrope-lladamente se le ocurrían conforme a la repen-tina fecundidad de su entender, no pudo estarcallado mucho tiempo, y habló para poner enmayores cuidados a la señora de Rumblar.Estábamos, como he dicho, en una sala baja,donde la condesa había hecho traer para nues-tro regalo un par de zaques, milagrosamentesalvados de la rapacidad francesa. D. Diego,luego que tal vio, volviose a nosotros que per-manecíamos respetuosamente detenidos en la

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puerta, y con gesto de campechana confianza,nos dijo:

-Ea, muchachos, entrad todos aquí. ¿Por quéestáis en la puerta? Vaya, poneos los sombre-ros, que aquí todos somos iguales, todos somoscompañeros de armas, y lo mismo puede ma-tarme a mí una bala que a vosotros. Ea, beba-mos juntos. ¿Tenéis vergüenza, porque soy no-ble y mayorazgo, y vosotros unos pobres ham-brones? Fuera necedades; que hoy o mañanalas Juntas quitarán todas esas antiguallas, yentonces cada cual valdrá según lo que tenga ylo que sepa.

D. Paco se puso verde al oír tales despropó-sitos, y llevándose la mano al corazón, miró a lacondesa con semblante dolorido y contristado,como para manifestarla en la sola elocuencia deuna mirada que él no había enseñado tales co-sas al joven discípulo. Doña María encerraba suenojo en lo más hondo del pecho, y aunqueharto se le conocían la inquietud y la ira en el

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furtivo centellear de sus negros ojos, nada dijoque comprometiera su dignidad, y deseandoque su hijo variase de conversación, le pre-guntó si había hecho en Córdoba las visitas a laseñora marquesa de Leiva y su sobrina.

-Sí señora -contestó el rapaz-. Las vi; la seño-ra condesa me dio muchos dulces, y la marque-sa me preguntó si sabía ayudar a misa. Una yotra me dijeron que la joven con quien estáconcertado mi matrimonio, se obstina en nosalir del convento, asegurando que antes queríacasarse con Jesucristo que conmigo. ¡Qué ran-ciedades, señora madre! -añadió con nuevoarrebato-. Yo quiero seguir en el ejército, yoquiero ir a Madrid para tratar a la gente quesabe, y a los filósofos, y leer la Enciclopedia, yver las sociedades secretas, si las hay para en-tonces, y aprender lo que no sé, pues D. Pacono me ha enseñado más que esa sandez de Porel barandal del cielo.

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El ayo volvió a mirar compungidamente a lacondesa, pintando en sus húmedos ojos la per-suasión de que no había instruido al mayoraz-go en tales iniquidades, y doña María repren-dió a su hijo con majestad verdaderamente re-gia, diciéndole con pausa y aplomo estas amar-gas palabras:

-Hijo mío, recordarás que te entregué unaespada que fue de tus abuelos. Honra da al quela ciñe, esa arma antigua; pero también ella larecibe de las manos de su poseedor, si este espersona que sabe adquirirla en los campos debatalla. ¿Deshonrarás tú esa espada que llevó eltatarabuelo de tu padre en el sitio de Maestrich,cuando medio mundo se llamaba España?

-¡La espada! -exclamó el chico con sorpresa-.Ya no me acordaba de la dichosa espada. Si yano la tengo.

-¿Que no la tienes? -preguntó doña Maríacon estupefacción.

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-No señora. Si no sirve para nada. Cuandodimos el primer ataque en Mengíbar, yo saquémi espada, y a los primeros golpes que di enunas yerbas observé que no cortaba.

-¡Que no cortaba!

-No señora. Era una hoja mellada, llena degarabatos, letreros, sapos por aquí, culebras porallí, y cubierta de moho desde la punta a la em-puñadura. ¿Para qué me servía? Como no teníafilo, la cambié por un sable nuevo que me dioun sargento.

-¡Y diste la espada, la espada!... -exclamó lacondesa levantándose de su asiento.

La señora estaba sublime en su indignación.Parecía la imagen de la historia levantándosede su sepulcro a pedir cuentas a la generacióncontemporánea.

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-Sí señora; se la di al sargento -añadió el mo-zo sacando de la vaina un sable nuevo, relu-ciente y de agudísimo filo-. Si aquello no servíapara nada. Muy bonita, eso sí, toda llena dedibujos de plata y oro; pero, señora madre, sino cortaba... si estaba llena de orín... Vea Vd.este sable: no tiene letrero ni cabecitas, ni ga-rrapatos: pero corta que es un gusto.

Observamos que la condesa dio un pasohacia su hijo; que su semblante hermosamentevenerable se contrajo, desfigurado por la ira;que extendió sus brazos; que comenzó a balbu-cir con locución atropellada, cual si su indigna-da lengua no acertara a encontrar una palabrabastante dura, bastante enérgica para tal situa-ción; la vimos después llevarse ambas manos ala cabeza, retroceder, vacilar, apoyarse en elhombro de D. Paco, y por último, reponerse,dominarse, erguirse, serenarse, mirar a su hijocon desdén, señalar a la calle, donde de impro-

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viso empezaba a oírse fuerte redoblar de tam-bores, y decir:

-El ejército se va. Marcha, corre. Cuando seacabe la guerra te ajustaremos cuentas. Si eresvaliente y vuelves vivo, a palmetazos te ense-ñaré quién eres. Pero si eres cobarde, no vuel-vas acá.

Salimos a toda prisa, y montando en nues-tras cabalgaduras, ocupamos las filas. Al puntose nos unió Santorcaz. D. Paco no quiso salir adespedirnos, porque estaba traspasado de do-lor, al ver -según dijo después- cómo en unasemana se torciera al soplo de las malas com-pañías el derecho arbolito criado con tanto es-mero en el apacible huerto de sus lecciones.

Las dos muchachas salieron a las ventanas, ynos despedían agitando los mismos pañueloscon que secaban sus lágrimas. Ninguna de lasdos, ni la destinada al matrimonio, que era, porlo tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro,

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que era ya medio doctora, habían entendido laconversación de que he hecho mérito. Las po-brecillas veían desaparecer un mundo y nacerotro nuevo sin darse cuenta de ello.

-XXI-Era la madrugada cuando las columnas de

vanguardia comenzaron a salir de Bailén. Miregimiento debía salir de los últimos, y mien-tras se puso en movimiento la artillería y loscuerpos de a pie, estuvimos más de media horaformados a la salida del pueblo y a mano dere-cha del camino, esperando la orden de marcha.Íbamos a Andújar, resueltos a tomar la ofensivacontra el ejército francés, que al mismo tiempodebía ser atacado por Castaños, del lado deMarmolejo. ¿Y la división de Vedel, cuyos mo-vimientos eran la clave de aquel problema es-tratégico? La división de Vedel estaba enAndújar el día 16, cuando ocurrió la acción de

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Mengíbar, que antes he descrito. Al saber Du-pont la derrota de Ligier-Belair, y la muerte deGobert, dispuso que Vedel marchase sobreBailén, con intención de seguirle él al día si-guiente. Mientras este avanzaba a Andújar,Ligier-Belair, al vernos retirar y pasar el río,creyó que las tropas de Reding, unidas con lasde Coupigny, intentaban extenderse cautelo-samente por la orilla izquierda, río arriba, to-mando el camino de Linares a Guarromán, paraocupar luego la Carolina y cortar el paso de lasierra. Persuadido de esto, y sin hacer averi-guaciones, emprendió la marcha hacia el Norte,creyendo anticiparse a lo que creía un rasgo deingenio estratégico del general Reding. LlegaVedel a Bailén creyendo encontrarnos, y losfranceses que quedaron allí le dicen: «Quia, losinsurgentes han repasado el río y van por Lina-res a ocupar el paso de la sierra; pero el generalLigier-Belair, que ha comprendido el juego, hamarchado en seguida a ocupar a la Carolina, demodo que cuando lleguen los españoles, cre-

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yendo haber hecho un movimiento de primerorden, se lo encontrarán allí». Vedel oye esto ydice: «Han ido a cortar el paso de la sierra paraimpedirnos la retirada y matarnos aquí dehambre y sed. Pues corramos a la Carolina.Vamos; en marcha». Manda un emisario a Du-pont, diciéndole: «Señor general en jefe, losinsurgentes han ido a cortar el paso de la sierra.Corro a la Carolina: venga Vd. tras mí, y acaba-remos con ellos».

Esto pasaba en los días 17 y 18. En tanto losinsurgentes, replegados a la orilla izquierda,como he dicho, fingíamos un movimiento haciaLinares; pero en cuanto cerró la noche, los in-surgentes caminamos a marchas forzadas haciaBailén. Por eso en este pueblo nos decían: «Poraquí pasó Vedel esta mañana en dirección a laCarolina, para impedirles a Vds. que cortaran elpaso de la sierra. ¿No ibais hacia Linares?».

No; nosotros íbamos a Andújar a atacar aDupont. En virtud de los torpísimos movimien-

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tos de los generales franceses, una gran partede la fuerza imperial corría hacia la sierra, bus-cando un fantasma. Los insurgentes que elloscreían en marcha hacia la Carolina, estaban enBailén, en marcha para Andújar. He aquí laverdadera y exacta situación de las divisionesespañolas y francesas en la noche del 18 al 19de Julio.

Íbamos a luchar con Dupont, sólo con Du-pont. Pero ¿y si Vedel, conociendo a tiempo suerror, retrocedía velozmente para caer de im-proviso sobre nuestra espalda durante el com-bate? Esta funesta probabilidad estaba compen-sada con el hecho seguro de que el ejércitofrancés de Andújar tendría que defenderse almismo tiempo de nosotros y de la reserva quele amenazaba del lado de Poniente. De todosmodos, nuestra posición era arriesgada; por locual, deseando Reding cerciorarse de la verda-dera distancia a que se hallaba Vedel, caminoarriba había despachado desde Mengíbar al

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teniente de ingenieros D. José Jiménez con en-cargo de averiguarlo. Este valiente oficial, cuyonombre no está en la historia, se disfrazó dearriero, y en una fatigosa jornada supo desem-peñar muy bien su comisión, volviendo por lanoche a decir que Vedel había pasado ya másallá de la Carolina.

Así andaban las cosas cuando nos prepará-bamos a salir de Bailén al amanecer del 19. Perono lo habíamos previsto todo; no habíamosprevisto que Dupont, muy receloso de aquellailusoria ocupación de la sierra por los insurgen-tes, había levantado su campo en la misma no-che, y silenciosamente, sofocando los ruidos desu tropa, abandonaba la funesta y para ellosmaldita ciudad de Andújar.

Era cerca de la madrugada cuando nuestrosjefes disponían las columnas para la marcha. Sial comienzo de aquella misma noche, que ya seiba a extinguir, una mirada humana hubierapodido escudriñar desde la altura de los cielos

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lo que pasaba en aquella larga faja de semente-ras y olivares que se extiende a la vera de losmontes, entre estos y el Guadalquivir, habríavisto que del oscuro caserío de Andújar se des-tacaba cautelosamente, escurriéndose pordetrás de las casas una hilera de hombres ycaballos; que esta hilera se iba alargando por lacarretera en interminable procesión, y serpen-teaba con lento paso y sin ruido y sin luces;habría visto cómo se iba extendiendo aquellaraya negra, destacándose a ratos sobre la tierrablanquecina, a ratos confundiéndose con lososcuros olivos, sin dejar de seguir paso a pasocomo si no quisiera ser vista y anhelara apagaren el polvo el ruido de las cureñas; habría vistoque iban delante unos tres mil hombres de in-fantería, después un escuadrón de caballos,después seis cañones, después un número in-menso de carros, tantos, tantos carros, que ocu-paban dos leguas; detrás de los carros nuevosgrupos de infantería y muchos generales; des-pués otros seis cañones, dos regimientos de

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coraceros, luego cuatro cañones, y al fin otrogrupo de jefes, seguidos de quinientos hombresde a pie. Esta raya no se detenía en parte algu-na, y avanzaba despacio y con precaución, cus-todiando sus dos leguas de convoy. Los hom-bres que la formaban, mudos y cabizbajos, pre-sagiando sin duda funestos acontecimientos,dirían para sí: «Llegaremos a la Carolina, don-de ya ha de estar Vedel, y batiendo a los insur-gentes, nos abriremos paso por desfiladerospara abandonar esta tierra maldita, a la cual elEmperador ha tenido la mala ocurrencia demandarnos... ¡Oh! ¡Cuándo os veremos tierrasde la Turenne, del Poitou, de la Charente, delos Vosgos, del Artois, del Limosin!...».

-XXII-Mientras aguardábamos la salida, nuestras

lenguas no estaban ociosas, y aunque Marijuánme entretenía por un lado con sus donaires y

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chuscadas, por el otro era de tanto interés undiálogo entablado entre Santorcaz y D. Diego,que a las palabras de estos dirigí toda mi aten-ción. No puedo menos de copiarlo íntegro y talcual lo oí, por si mis lectores quieren meditarun poco sobre el mismo tema.

-Lo que me indicó Vd. hace poco -decía San-torcaz-, acerca de que esa linda joven que se ledestina para esposa no quiere salir del conven-to, debe tenerle sin cuidado. Esas son gazmo-ñerías de las muchachas españolas que, enga-ñadas por su fantasía, se creen enamoradas deJesucristo, cuando lo que sienten es verdaderapasión por un ideal mundano.

-Y si no quiere salir, que no salga -respondióel joven-. Si yo no la he visto, si yo no com-prendo por qué razón he podido pensar en ellauna sola vez.

-¿Pero la quiere Vd.?

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-Confesaré a Vd. lo que me pasa. Cuando mimadre me llamó un día, y después de darmedos palmetazos porque tenía las manos man-chadas de tinta, me dijo que había determinadocasarme, sentí mucha alegría, y al volver a micuarto rompí todas las planas de escritura, di-ciendo a D. Paco que yo era un hombre y no medaba la gana de obedecerle. A todas horas pen-saba en mi mujercita y en las delicias del ma-trimonio. Mi madre escribía cartas y más cartaspara concertar mi boda, y cuando yo le pregun-taba con la mayor curiosidad: «Señora madre,¿cómo va eso?» me respondía: «Anda a estu-diar, mocoso. Ahora con la novelería del casa-miento no coges un libro en la mano». Por finmi mamá, a fuerza de cartas lo arregló todo.Cuando fui a Córdoba creí que me la enseñar-ían; pero aquellas señoras dijéronme que ladiscreta joven no quería salir del convento; ypor último, me dieron el medallón que Vd. tie-ne guardado. Después la sobrina me regalóunos dulces y su tía un pito para que fuera pi-

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tando por las calles, y en mi segunda y terceravisita pasó lo mismo, excepto que no me dieronmás pitos. Cuando vi el retrato me gustó tantola muchacha, que por la calle le iba dando be-sos, y por la noche lo acosté conmigo en micama. Estoy prendado de ella; mejor dicho, loestuve estos días atrás, porque ya, habiendodiscurrido sobre la necedad de prendarme deun retrato, me río de mí mismo y digo: «¡Si decarne y hueso encontraré tantas, a qué volver-me loco por una pintura!».

-Pues no, Sr. D. Diego -dijo Santorcaz-. Pues-to que la señora condesa le escogió a Vd. esaesposa, sin duda es un gran partido, y Vd. debeinsistir en casarse con ella.

-¿Sí? Pues vaya Vd. a sacarla del convento-añadió Rumblar-. Vamos, que según me dije-ron, no hay quien le hable de otro esposo queJesucristo.

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-Ya lo he dicho: esas son gazmoñerías de lasespañolas, por lo general mujeres nerviosas,muy extremadas en sus pasiones, y dispuestassiempre a confundir en un mismo sentimientola voluptuosidad y el misticismo. Cuidado conlas monjitas de quince años, que reniegan delsiglo y juran que han de morir de viejas en elclaustro. Yo conocí una joven y linda noviciaque tampoco quería tener más esposo que Jesu-cristo, y que se ponía furiosa cuando la habla-ban de salir del convento, hasta que un viernessanto vio a cierto joven al través de la verja delcoro. A los quince días la hermosa novicia abriópor la noche una de las rejas del convento, y searrojó a la calle, donde le esperaba su amante yhoy feliz esposo.

-¡Oh! ¡Bonitísimo suceso! -exclamó con entu-siasmo D. Diego-. ¡Cuánto daría porque a míme pasase uno semejante!

-¿Ella le ha visto a Vd.?

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-No.

-Pues en cuanto le vea, apuesto a que la mu-chacha se apresura a salir por la puerta, sinexponerse a los peligros de arrojarse por la ven-tana. Pero ahora que me ocurre, Sr. D. Diego, siVd. en vez de ser un muchacho apocadito, edu-cado a la antigua y sencillo como un fraile mo-tilón, fuera un hombre atrevido, arrojado...pues... como somos todos aquellos que nohemos recibido la educación de Grandes deEspaña; si Vd. echara de una vez fuera el cas-carón de huevo en que le ha empollado la cien-cia de D. Paco y los mimos de sus hermanitas,ahora podríamos lanzarnos a una aventuradeliciosa.

-¿Cuál, amigo Santorcaz?

-Mire Vd. Después de la batalla y cuandovolvamos a Córdoba, sacar a esa muchacha delconvento.

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-¿Cómo?

-Demonio, ¿cómo se hacen las cosas? ¡Si vie-ra usted! Eso es muy divertido. ¿Ve Vd. esterasguño que tengo en la mano derecha? Me lohice saltando las tapias de un convento. Soncinco los que he escalado, por trapicheos conotras tantas novicias y monjas. ¡Ay, Sr. D. Diegode mi alma! El recuerdo de estas y otras cosillases lo que le alegra a uno, cuando se siente ya enlas puertas de la triste vejez.

-Hombre, eso me parece muy bonito -dijodon Diego saltando sobre la silla-. Pues yoquiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarmesaltando tapias de convento. Con que diga Vd.¿qué hacemos? ¿Nos entramos de rondón en elconvento y cogiendo a la muchacha me la llevoa mi casa? Sí: y habrá que pegarle un par desablazos a alguien, y romper puertas y apagarluces. Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted esel hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tannuevas y tan preciosas me dice! Estoy entu-

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siasmado, y me parece que antes de venir alejército era yo un zoquete. Cabalmente recuer-do que he pensado alguna vez en eso que Vd.me dice ahora... sí... allá... cuando iba a misacon mi madre al convento de dominicas.

-Estas cosas, D. Diego, son la vida -añadióSantorcaz-; son la juventud y la alegría.

-¡Soberbia idea! ¿Conque vamos a buscar aesa muchachuela, mi futura esposa? ¡Qué pre-ciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombreque se deja burlar por niñerías de novicia. Na-da, nada, mi esposa tiene que ser quiera o noquiera. Pero oiga Vd., ¿y si nos descubren losalguaciles y nos llevan presos?

-Por eso hay que andar con cuidado; pero enese mismo cuidado, en las precauciones que espreciso tomar consiste el mayor gusto de laempresa. Si no hubiera obstáculos y peligros,no valía la pena de intentarla.

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-Efectivamente. A mí me gustan los peligros,señor D. Luis. A mí me gusta todo aquello queno se sabe a dónde va a parar. Siga Vd. hablán-dome del mismo asunto. ¿Qué precaucionestomaremos?

-¡Oh! Cuando llegue el caso... Yo soy muycorrido en esas cosas. Ya no estoy para fiestas,es verdad, y por cuenta mía no intentaría aven-turas de esta especie; pero son tan grandes lasdisposiciones que descubro en Vd. para serhombre a la moderna, para ser hombre de ideasatrevidas y para echar a un lado las rancieda-des y rutinas de España, que volveré a las an-dadas y entre los dos haremos alguna cosa.

-Pero hombre, ¿cuándo se dará esa batalla,cuándo volveremos a Córdoba, para enseñarleyo a mi señorita cómo se portan los caballerosde ideas modernas, que han recibido un desairede las novias de Jesucristo? Pero diga Vd. San-torcaz, si perdemos la batalla, si nos matan...

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-Todavía no se ha hecho la bala que me hade matar. Y Vd., ¿qué presentimientos tiene?

-Creo que tampoco he de morir por ahora.¡Ay! Si viera Vd., tengo un fuego dentro de lacabeza; me hierven aquí tantos pensamientosnuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, quese me figura he de vivir lo necesario para quesepa el mundo que existe un D. Diego Afán deRibera, conde de Rumblar.

-¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuandoniño. Fui después a Francia, donde aprendímuchísimas cosas que aquí ignoraban hasta lossabios. Al volver, he encontrado a esta gente unpoco menos atrasada. Parece que hay aquí cier-ta disposición a las cosas atrevidas y nuevas. EnMadrid se han fundado varias sociedades se-cretas...

-¿Para asaltar conventos?

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-No, no son sociedades de enamorados. Sialgún día se ocupan de conventos, será paraechar fuera a los frailes y vender luego los edi-ficios...

-Pues yo no los compraría.

-¿Por qué?

-Porque esas casas son de Dios, y el que selas quite se condenará.

-¿Qué es eso de condenarse? Me río de vues-tras simplezas. Pues hijo, adelantado estáis.

-Estemos en paz con Dios -dijo D. Diego-.Por eso creo que antes de robar del convento ami novia, debemos confesar y comulgar, di-ciéndole al Señor que nos perdone lo que va-mos a hacer, pues no es más que una bromapara divertirnos, sin que nos mueva la inten-ción de ofenderle.

Santorcaz rompió a reír desahogadamente.

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-¿Conque Vd. es de los que encienden unavela a Dios y otra al diablo? Robamos a la mu-chacha, ¿sí o no?

-Sí, y mil veces sí. Ese proyecto me tiene en-tusiasmado. Y me marcharé con ella a Madrid;porque yo quiero ir a Madrid. Dicen que allísuele haber alborotos. ¡Oh! Cuánto deseo verun alboroto, un motín, cualquier cosa de esasen que se grita, se corre, se pega. ¿Ha visto Vd.alguno?

-Más de mil.

-Eso debe de ser encantador. Me gustaría amí verme en un alboroto; me gustaría gritar conlos demás, diciendo: abajo esto o lo otro. ¡Ay!¡Cómo me alegraba cuando mi señora madrereñía a D. Paco, y este a los criados, y los cria-dos unos con otros! No pudiendo resistir elalborozo que esto me causara, iba al corral,ponía cañutillos de pólvora a los gatos, y en-

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cerrándolos en un cuarto con las gallinas, memoría de risa.

Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barra-basada de su discípulo, estaba con la miradafija en el horizonte, completamente abstraídode todo y meditando sin duda sobre gravesasuntos de su propio interés. No sé cuál será laopinión que el lector forme de las ideas deaquel hombre; pero no se les habrá ocultadoque sus ingeniosas sugestiones encerraban se-gundo intento. El atolondrado rapaz, lanzado alas filas de un ejército sin tener conocimientoalguno del mundo, con mucha imaginación,arrebatado temperamento y ningún criterio;igualmente fascinado por las ideas buenas y lasmalas con tal que fueran nuevas, pues todasechaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogíacon júbilo las lecciones del astuto amigo; y sulenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planesentre abominables e inocentes, todo anunciaba

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que don Diego se disponía a cometer en elmundo mil disparates.

Santorcaz después de permanecer por algu-nos minutos indiferente a las preguntas de sudiscípulo, reanudó la conversación; pero ape-nas comenzada esta, oímos un tiro, en seguidaotro y luego otro y otro.

-XXIII-Todos callamos: detuviéronse las columnas

que habían comenzado a marchar, y desde elprimero al último soldado prestamos atenciónal tiroteo, que sonaba delante de nosotros a laderecha del camino y a bastante distancia. Co-rrieron por las filas opiniones contradictoriasrespecto a la causa del hecho. Yo me alzabasobre los estribos procurando distinguir algo;pero además de ser la noche oscurísima, las

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descargas eran tan lejanas, que no se alcanzabaa ver el fogonazo.

-Nuestras columnas avanzadas -dijo Santor-caz-, habrán encontrado algún destacamentofrancés, que viene a reconocer el camino.

-Ha cesado el fuego -dije yo-. ¿Echamos aandar? Parece que dan orden de marcha.

-O yo estoy lelo, o la artillería de la van-guardia ha salido del camino.

Oyose otra vez el tiroteo, más vivo aún ymás cercano; y en la vanguardia se operaronvarios movimientos, cuyas oscilaciones llega-ron hasta nosotros. Sin duda pasaba algo grave,puesto que el ejército todo se estremeció desdesu cabeza hasta su cola. Un largo rato permane-cimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unosa otros noticias de lo que ocurría; pero en nues-tro regimiento no se sabía nada: todos los gene-rales corrieron hacia la izquierda del camino, y

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los jefes de los batallones aguardaban órdenesdecisivas del estado mayor. Por último, un ofi-cial que volvía a escape en dirección a la reta-guardia, nos sacó de dudas, confirmando loque en todo el ejército no era más que halagüe-ña sospecha. ¡Los franceses, los franceses ven-ían a nuestro encuentro! Teníamos enfrente aDupont con todo su ejército, cuyas avanzadasprincipiaban a escaramucear con las nuestras.Cuando nosotros nos preparábamos a salir parabuscarle en Andújar, llegaba él a Bailén de pasopara la Carolina, donde creía encontrarnos. Deimproviso unos cuantos tiros les sorprenden aellos tanto como a nosotros: detienen el paso;extendemos nosotros la vista con ansiedad yrecelo en la oscura noche; todos ponemos aten-to el oído, y al fin nos reconocemos, sin vernos,porque el corazón a unos y otros nos dice: «Ahíestán».

Cuando no quedó duda de que teníamos en-frente al enemigo, el ejército se sintió al pronto

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electrizado por cierto religioso entusiasmo.Algunos vivas y mueras sonaron en las filas,pero al poco rato todo calló. Los ejércitos tienenmomentos de entusiasmo y momentos de me-ditación: nosotros meditábamos.

Sin embargo, no tardó en producirse fuertí-simo ruido. Los generales empezaron a señalarposiciones. Todas las tropas que aún perma-necían en las calles del pueblo, salieron másque de prisa, y la caballería fue sacada de lacarretera por el lado derecho. Corrimos un ratopor terreno de ligera pendiente; bajamos des-pués, volvimos a subir, y al fin se nos mandóhacer alto. Nada se veía, ni el terreno ni el ene-migo: únicamente distinguíamos desde nuestraposición los movimientos de la artillería espa-ñola, que avanzaba por la carretera con bastan-te presteza. Entonces sentimos camino abajo, ycomo a distancia de tres cuartos de legua, unnuevo tiroteo que cesó al poco rato, reprodu-ciéndose después a mayor distancia. Las avan-

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zadas francesas retrocedían, y Dupont tomabaposiciones.

-¿Qué hora es? -nos preguntábamos unos aotros, anhelando que un rayo de sol alumbraseel terreno en que íbamos a combatir.

No veíamos nada, a no ser vagas formas delsuelo a lo lejos; y las manchas de olivos nosparecían gigantes, y las lomas de los cerros elperfil de un gigantesco convoy. Un accidentenoté que prestaba extraña tristeza a la situa-ción: era el canto de los gallos que se oía a lolejos, anunciando la aurora. Nunca he escucha-do un sonido que tan profundamente me con-moviera como aquella voz de los vigilantes delhogar, desgañitándose por llamar al hombre ala guerra.

Nuevamente se nos hizo cambiar de posi-ción, llevándonos más adelante a espaldas deuna batería, y flanqueados por una columna detropa de línea. Gran parte de la caballería fue

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trasladada al lado izquierdo; pero a mí con elregimiento de Farnesio me tocó permanecer enel ala derecha.

De repente una granada visitó con estruendonuestro campo, reventando hacia la izquierdapor donde estaban los generales. Era como unsaludo de cortesanía entre dos guerreros que sevan a matar, un tanteo de fuerzas, una bravataechada al aire para explorar el ánimo del con-trario. Nuestra artillería, poco amiga de fanfa-rronadas, calló. Sin embargo, los franceses, an-siando tomar la ofensiva, con ánimo de aterrar-nos, acometieron a una columna de la van-guardia que se destacaba para ocupar una altu-ra, y la lóbrega noche se iluminó con relampa-gueo horroroso, que interrumpiéndose luego,volvió a encenderse al poco rato en la mismadirección.

Por último, aquellas tinieblas en que se hab-ían cruzado los resplandores de los primerostiros, comenzaron a disiparse; vislumbramos

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las recortaduras de los cerros lejanos, de aquelsuave e inmóvil oleaje de tierra, semejante a unmar de fango, petrificado en el apogeo de sustempestades; principiamos a distinguir el on-dular de la carretera, blanqueada por su propiopolvo, y las masas negras del ejército, disemi-nado en columnas y en líneas; empezamos aver la azulada masa de los olivares en el fondoy a mano derecha; y a la izquierda las colinasque iban descendiendo hacia el río. Una débil yblanquecina claridad azuló el cielo antes negro.Volviendo atrás nuestros ojos, vimos la irradia-ción de la aurora, un resplandecimiento quesurgía detrás de las montañas; y mirándonosdespués unos a otros, nos vimos, nos reconoci-mos, observamos claramente a los de la segun-da fila, a los de la tercera, a los de más allá, ynos encontramos con las mismas caras del díaanterior. La claridad aumentaba por grados,distinguíamos los rastrojos, las yerbas agosta-das, y después las bayonetas de la infantería,las bocas de los cañones, y allá a lo lejos las ma-

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sas enemigas, moviéndose sin cesar de derechaa izquierda. Volvieron a cantar los gallos. Laluz, única cosa que faltaba para dar la batalla,había llegado, y con la presencia del gran testi-go, todo era completo.

Ya se podía conocer perfectamente el campo.Prestad atención, y sabréis cómo era. El centrode la fuerza española ocupaba la carretera conla espalda hacia Bailén, de allí poco distante: ala derecha del camino por nuestra parte se al-zaban unas pequeñas lomas, que a lo lejos sub-ían lentamente hasta confundirse con los pri-meros estribos de la sierra: a la izquierda tam-bién había un cerro; pero este cerro caía des-pués en la margen del río Guadiel, casi seco enverano, y que emboca en el Guadalquivir cercade Espelúy. Ocupaba el centro a un lado y otrodel camino una poderosa batería de cañones,apoyada por considerables fuerzas deinfanter-ía: a la izquierda estaba Coupigny con los re-gimientos de Bujalance, Ciudad-Real, Trujillo,

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Cuenca, Zapadores y la caballería de España; ya la derecha estábamos además de la caballeríade Farnesio, los tercios de Tejas, los suizos, loswalones, el regimiento de Órdenes, el de Jaén,Irlanda y voluntarios de Utrera. Mandábanos elbrigadier D. Pedro Grimarest. Los francesesocupaban la carretera por la dirección deAndújar, y tenían su principal punto de apoyoen un espeso olivar situado frente a nuestraderecha, y que por consiguiente servía de res-guardo a su ala izquierda. Asimismo ocupabanlos cerros del lado opuesto con numerosa infan-tería y un regimiento de coraceros, y a su es-palda tenían el arroyo de Herrumblar, tambiénseco en verano, que habían pasado. Tal era lasituación de los dos ejércitos, cuando la primeraluz nos permitió vernos las caras. Creo que en-trambos nos encontramos respectivamente muyfeos.

-¿Qué le parece a Vd. esta aventura, Sr. D.Diego? -dijo Santorcaz.

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-Estoy entusiasmado -repuso el mozuelo-, ydeseo que nos manden cargar sobre las filasfrancesas. ¡Y mi señora madre empeñada enque conservara aquella espada vieja sin filo nipunta!...

-¿Está usía sereno? -le preguntó Marijuán.

-Tan sereno que no me cambiaría por el em-perador Napoleón -repuso el conde-. Yo sé queno me puede pasar nada, porque llevo el esca-pulario de la Virgen de Araceli que me dieronmis hermanitas, con lo cual dicho se está queme puedo poner delante de un cañón. ¿Y Vd.,Sr. de Santorcaz, está sereno?

-¿Yo? -repuso D. Luis con cierta tristeza-. Yasabe Vd. que he estado en Hollabrünn, en Aus-terlitz y en Jena.

-Pues entonces...

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-Por lo mismo que he estado en tan terriblesacciones de guerra, tengo miedo.

-¡Miedo! Pues fuera de la fila. Aquí no sequiere gente medrosa.

-Todos los soldados aguerridos -dijo Santor-caz-, tienen miedo al empezar la batalla, por lomismo que saben lo que es.

Oído esto, casi todos los bisoños que pocoantes reíamos a carcajada tendida, saludándo-nos con bravatas y dicharachos, conforme a laguerrera exaltación de que estábammos poseí-dos, callamos, mirándonos unos a otros, paracerciorarse cada cual de que no era él soloquien tenía miedo.

-¿Sabéis lo que dijo mi señora madre quehiciera al comenzar la batalla? -indicó Rumblar-. Pues me dijo que rezara un Ave-María contoda devoción. Ha llegado el momento. Dios tesalve, María..., etc.

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El mayorazguito continuó en voz baja elAve-María que había empezado en alta voz, ytodos los que estaban en la fila le imitaron, co-mo si aquello en vez de escuadrón fuera uncoro de religioso rezo; y lo más extraño fue queSantorcaz, poniéndose pálido, cerrando losojos, y quitándose el sombrero con humildegesto, dijo también Santa María...

Aún resonaba en el aire aquella fervorosainvocación, cuando un estruendo formidableretumbó en las avanzadas de ambos ejércitos.Las columnas francesas del ala derecha se des-plegaron en línea y rompieron el fuego contranuestra izquierda.

-XXIV-He empleado mucho tiempo en describir la

posición de los ejércitos, la configuración delterreno y el principio del ataque; pero no nece-

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sito advertir que todo esto pasó en menostiempo del empleado por mi tarda pluma encontarlo. Nuestras fuerzas no estaban conve-nientemente distribuidas cuando tuvo lugar laprimera embestida de los imperiales. Verificadaesta, no pueden Vds. figurarse qué precipitadosmovimientos hubo en el centro del ejército es-pañol. Las de retaguardia, que aún llenaban lacarretera, corrían velozmente a sostener la iz-quierda: los cañones ocupaban su puesto; todoera atropellarse y correr, de tal modo, que porun instante pareció que el primer ataque de losfranceses había producido confusión y pánicoen las filas de Coupigny. En tanto, los de laderecha permanecíamos quietos, y los de a ca-ballo que ocupábamos parte de la altura, pod-íamos ver perfectamente los movimientos delcombate, que en lugar más bajo y a bastantedistancia se había acabado de trabar.

Tras las primeras descargas de las líneasfrancesas, estas se replegaron, y avanzando la

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artillería disparó varios tiros a bala rasa. Ellosponían en ejecución su táctica propia, consis-tente en atacar con mucha energía sobre el pun-to que juzgaban más débil, para desconcertar alenemigo desde los primeros momentos. Algode esto lograron al principio; pero nosotrosteníamos una excelente artillería, y disparandotambién con bala rasa las seis piezas puestas enla carretera y a sus flancos, el centro francés seresintió al instante, y para reforzarle, tuvo quereplegar su ala derecha, produciendo esto unpequeño avance de la división de Coupigny.Entretanto, todos teníamos fija la vista en elotro extremo de la línea y hacia la carretera, yolvidábamos la espesura del olivar que estabadelante. De pronto, las columnas ocultas entrelos árboles salieron y se desplegaron, arrojandoun diluvio de balas sobre el frente del ala dere-cha. Desde entonces, el fuego, corriéndose deun extremo a otro, se hizo general en el frentede ambos ejércitos. La caballería, brazo de losmomentos terribles, no funcionaba aún y per-

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manecía detrás, quieta y relinchante, conte-niéndose con sus propias riendas.

Pero a pesar de generalizarse la lucha, enaquel primer período de la batalla todo el in-terés continuaba, como he dicho, en el ala iz-quierda. Atacada por los franceses con una va-lentía pasmosa, nuestros batallones de línearetrocedieron un momento. Casi parecía queiban a abandonar su posición al enemigo; perobien pronto se repusieron tomando la ofensivaal amparo de dos bocas de fuego y de la caba-llería de España, que cargó a los franceses porel flanco. Vacilaron un tanto los imperiales deaquella ala, y gran parte de las fuerzas que hab-ían salido del olivar se transportaron al otrolado. Su artillería hizo grandes estragos ennuestra gente; mas con tanta intrepidez selanzó esta sobre las lomas que ocupaba el ene-migo entre el camino y el río Guadiel; con tantabravura y desprecio de la vida afrontaron lossoldados de línea la mortífera bala rasa y las

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cargas de la caballería del general Privé, quellegaron a dominar tan fuerte posición.

Antes que esto se verificara ocurrieron millances de esos que ponen a cada minuto en du-da el éxito de una batalla. Se clareaban nuestraslíneas, especialmente las formadas con volunta-rios; volvían a verse compactas y formidables,avanzando como una muralla de carne; oscila-ban después y parecían resbalar por la pendien-te cuando las patas delanteras de los caballosde los coraceros principiaban a martillar sobrelos pechos de nuestros soldados; luego estosrechazaban a los animales con sus haces debayonetas; caían para levantarse con frenéticoardor o no levantarse nunca, hasta que, porúltimo, el ala francesa se puso en dispersión,replegándose hacia la carretera.

Mientras esto pasaba, los de la derecha sesostenían a la defensiva, y el centro cañoneabapara mantener en respeto al enemigo, porquecasi gran parte de la fuerza había acudido a la

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izquierda; pero una vez que se oyeron los gritosde júbilo de los soldados de esta, posesionadosde la altura, antes en poder de los franceses, ycuando se vio a estos aglomerarse sobre su cen-tro, diose orden de avance a las seis piezas delnuestro, y por un instante el pánico y desordendel enemigo fueron extraordinarios. Para con-certarse de nuevo y formar otra vez sus colum-nas tuvieron que retroceder al otro lado delpuente del Herrumblar. Viéndoles en mal esta-do, se trató de lanzar toda la caballería en supersecución; pero varias de sus piezas, desmon-tadas por nuestras balas, obstruían el camino,también entorpecido con los espaldones quehabían empezado a formar.

El sol esparcía ya sus rayos por el horizonte.Nuestros cuerpos proyectaban en la tierra yhacia adelante larguísimas sombras negras.Cada animal, con su jinete, dibujaba en el suelouna caricatura de hombre y caballo, escueta,enjuta, disparatada, y todo el suelo estaba lleno

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de aquellas absurdas legiones de sombras queharían reír a un chico de escuela.

Ustedes se reirán de verme ocupado en tantriviales observaciones; pero así era, y no tengopor qué ocultarlo. En aquel momento estába-mos en una pequeña tregua, aunque la cosa nopareciera muy próxima a concluir. Hasta en-tonces sólo habíamos sido atacados por unaparte de las fuerzas enemigas, pues la divisiónde Barbou, algo rezagada, no estaba aún en elcampo francés. Entretanto, y mientras se toma-ban disposiciones para rechazar un segundoataque, que no sabíamos si sería por la derechao por el centro, retiraban los españoles susheridos, que no eran pocos, mas no ciertamenteen mi división, la cual estuviera hasta entoncesa la defensiva, tiroteándose ambos frentes aalguna distancia. Mi regimiento permanecíaaún intacto y reservado para alguna ocasiónsolemne.

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Los franceses no tardaron en intentar la ad-quisición del puente perdido. Su primer ataquefue débil, pero el segundo violentísimo. Oídcómo fue el primero. La infantería española,desplegándose en guerrillas a un lado y a otrodel camino, les azotaba con espeso tiroteo. Lan-zaron ellos sus caballos por el puente; pero contan poca fortuna, que tras de una pequeña ven-taja obtenida por el empuje de aquella podero-sa fuerza, tuvieron que retirarse, porque pasadala sorpresa, nuestros infantes les acribillaron abayonetazos, dejando un sinnúmero de jinetesen el suelo y otros precipitados por sobre lospretiles al lecho del arroyo. No tuvimos tanbuena suerte en el segundo ataque, porque re-nunciando ellos a poner en movimiento la ca-ballería en lugar angosto, atacaron a la bayone-ta con tanta fiereza, que nuestros regimientosde línea, y aun los valientes walones y suizos,retrocedieron aterrados. Yo oí contar en la tardede aquel mismo día a un soldado de los tirado-res de Utrera, presente en aquel lance, que los

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franceses, en su mayor parte militares viejos,cargaron a la bayoneta con una furia sublime,que producía en los nuestros, además del de-sastre físico, una gran inferioridad moral. Medijo que se espantaron, que en un momentoviéronse pequeños, mientras que los francesesse agrandaban, presentándose como una falan-ge de millones de hombres; que los vivas alEmperador y los gritos de cólera eran tan furio-samente pronunciados, que parecían matartambién por el solo efecto del sonido; y que,por último, sintiendo los de acá desfallecer suentusiasmo y al mismo tiempo un repentino einvencible cariño a la vida, abandonaron aquelpuente mezquino, ardientemente disputadopor dos Naciones, y que al fin quedó por Fran-cia.

El efecto moral de esta pérdida fue muy no-table entre nosotros. Advirtiose claramente entodo el ejército como un estremecimiento dedesasosiego, como una inquietud que, partien-

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do de aquel gran corazón compuesto de diez yocho mil corazones, se transmitía a la tembloro-sa bayoneta, asida por la indecisa mano. Enton-ces pude observar cómo se individualiza unejército, cómo se hace de tantos uno solo, resu-miendo de un modo milagroso los sentimientoslo mismo que se resume la fuerza; pude obser-var cómo aquella gran masa recibe y transmitelas impresiones del combate con la presteza yuniformidad de un solo sistema nervioso; cómotodos los movimientos del organismo físico,desde la mano del general en jefe hasta la pe-zuña del último caballo, obedecen a la alegríade un momento, a la pena de otro momento, alas angustiosas alternativas que en el discursode cuantas horas consiente y dispone Dios, es-pectador no indiferente de estas barbaridadesde los hombres.

La pérdida del puente sobre el Herrumblar,que al amanecer se había ganado, hizo que elala derecha retrocediera buscando mejor posi-

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ción. Casi todas las posiciones se variaron. Losgenerales conocían la inminencia de un ataqueterrible, los soldados viejos la preveían, los bi-soños la sospechábamos, y nuestros caballos,reculando y estrechándose unos contra otros,olían en el espacio, digámoslo así, la proximi-dad de una gran carnicería.

Eran las seis de la mañana y el calor princi-piaba a hacerse sentir con mucha fuerza. Co-menzamos a sentir en las espaldas aquel fuegoque más tarde había de hacernos el efecto detener por médula espinal una barra de metalfundido. No habíamos probado cosa algunadesde la noche anterior, y una parte del ejército,ni aun en la noche anterior había comido nada.Pero este malestar era insignificante comparadocon otro que desde la mañana principió a ator-mentarnos, la sed, que todo lo destruye; alma ycuerpo, infundiendo una rabia inútil para laguerra, porque no se sacia matando.

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Es verdad que desde Bailén salían en ban-dadas multitud de mujeres con cántaros deagua para refrescarnos; pero de este socorroapenas podía participar una pequeña parte dela tropa, porque los que estaban en el frente notenían tiempo para ello. Algunas veces aquellasvalerosas mujeres se exponían al fuego, pene-trando en los sitios de mayor peligro, y lleva-ban sus alcarrazas a los artilleros del centro. Enlos puntos de mayor peligro, y donde era preci-so estar con el arma en el puño constantemente,nos disputábamos un chorro de agua con atro-pellada brutalidad: rompíanse los cántaros alchoque de veinte manos que los querían coger,caía el agua al suelo, y la tierra, más sedientaaún que los hombres, se la chupaba en un se-gundo.

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-XXV-¿Por qué sitio pensaban atacarnos los france-

ses? Conociendo que el centro era inexpugna-ble por entonces; siendo el principal objeto deDupont abrirse camino hacia Bailén, y conside-rando que era peligroso intentarlo por el alaizquierda, no sólo porque allí la posición de losespañoles era excelente, sino porque les ofrecíaun gran peligro la cuenca del Guadiel, determi-naron atacar nuestra ala derecha, esperandoabrir en ella un boquete que les diera paso. Suartillería no cesaba de arrojar bala rasa, prote-giendo la formación de las poderosas columnasque bien pronto debían hostilizarnos. Al puntose reforzó el ala derecha, se desplegaron enlínea varios batallones y sin esperar el ataquemarcharon hacia el enemigo, amparados pordos piezas de artillería. El primer momento nosfue favorable. Pero el olivar vomitó gente y másgente sobre nuestra infantería. Por un instanteconfundidas ambas líneas en densa nube de

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polvo y humo, no se podía saber cuál llevabaventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales,y la metralla enemiga les hacía retroceder;avanzaban ellos y adquiríamos a nuestra vezmomentánea inferioridad.

Por largo tiempo duró este combate, tantomás cruel, cuanto era más proporcionado elempuje de una y otra parte, hasta que al finobservamos síntomas de confusión en nuestrasfilas; vimos que se quebraban aquellas compac-tas líneas, que retrocedían sin orden, que cho-caban unos con otros los grupos de soldados.La división se conmovió toda, y dos batallonesde reserva avanzaron para restablecer el orden.Gritaban los jefes hasta perder la voz, y todosse ponían a la cabeza de las columnas, conte-niendo a los que flaqueaban y excitando conardorosas palabras a los más valientes. Los ter-cios de Tejas y el regimiento de Órdenes se lan-zaron al frente, mientras se restablecía el con-cierto en los cuerpos que hasta entonces habían

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sostenido el fuego. Sobre todo, el regimiento deÓrdenes, uno de los más valientes del ejército,se arrojó sobre el enemigo con una impavidezque a todos nos dejó conmovidos de entusias-mo. Su coronel D. Francisco de Paula Soler,parecía dar fuego a todos los fusiles con laarrebatadora llama de sus ojos, con el gesto desu mano derecha empuñando la espada queparecía un rayo, con sus gritos que sobresalíanentre el granizado tiroteo, sublimando a lossoldados.

La metralla y la fusilería enemiga se recru-decieron de tal modo, que casi toda la primerafila del valiente regimiento de Órdenes cayó,cual si una gigantesca hoz la segara. Pero sobrelos cuerpos palpitantes de la primera fila pasóla segunda, continuando el fuego. Como si lostiros franceses persiguieran con inteligente sañalas charreteras, el regimiento vio desaparecer amuchos de sus oficiales.

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Reforzáronse también los imperiales, y des-plegando nueva línea con gente de reserva,avanzaron a la bayoneta, pujantes, aterradores,irresistibles. ¡Momento de incomparablehorror! Figurábaseme ver a dos monstruos quese baten mordiéndose con rabia, igualmentefuertes y que hallan en sus heridas, en vez decansancio y muerte, nueva cólera para seguirluchando. Cuando las bayonetas se cruzaban, elcampo ocupado por nuestra infantería se clareóa trozos; sentimos el crujido de poderosas cu-reñas rebotando en el suelo de hoyo en hoyo alarrastre de las mulas castigadas sin piedad; loscañones de a 12 enfilaron el eje de sus ánimashacia las líneas enemigas; los botes de metrallapenetraron en el bronce, se atacaron con pronti-tud febril, y un diluvio de puntas de hierro,hendiendo horizontalmente el aire, contuvo lamarcha del frente francés. A un disparo se su-cedía otro: la infantería, rehecha, flanqueaba loscañones, y para completar el acto de desespera-ción, un grito resonó en nuestro regimiento.

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Todos los caballos patalearon, expresando ensu ignoto lenguaje que comprendían la subli-midad del momento; apretamos con fuerte pu-ño los sables, y medimos la tierra que se ex-tendía delante de nosotros. La caballería iba acargar.

Vimos que a todo escape se nos acercó ungeneral, seguido de gran número de oficiales.Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte, rubio,colorado de suyo, y en aquella ocasión encen-dido, como si toda su cara despidiera fuego.Era Coupigny hombre de pocas palabras; perosuplía su escasez oratoria con la llama de sumirar, que era por sí una proclama. Nosotrospusimos atención esperando que nos dijeraalguna cosa; pero el general dispuso con ungesto la dirección del movimiento, y despuésnos miró. No necesitamos más.

«¡Viva España! ¡Viva el Rey Fernando!¡Mueran los franceses!» exclamamos todos, y elescuadrón se puso en movimiento. Estábamos

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formados en columna, y nos desplegamos enbatalla sobre los costados, bajando a buen paso,pero sin precipitación, de la altura donde hab-íamos estado. Maniobramos luego para tener anuestro frente el flanco enemigo; las tropas quepor allí atacaban dicho flanco doblaron porcuartas para darnos paso por los claros; el jefegritó: «A la carga»; picamos espuela, y ciega-mente caímos sobre el enemigo como repentinaavalancha. Yo, lo mismo que Santorcaz, el ma-yorazgo y los demás de la partida, íbamos en lasegunda fila. Penetraron impetuosamente losde la primera, acuchillando sin piedad; los ca-ballos bramaban de furor, sintiéndose heridos afuego y a hierro. Algunos caían, dejando morira sus jinetes, y otros se arrojaban con más fuer-za destrozando cuanto hallaban bajo sus pode-rosas manos. Los de la primera fila hicierongran destrozo; pero a los de la segunda noscostó más trabajo, porque avanzando demasia-do los delanteros, quedamos envueltos por lainfantería, lo cual atenuaba un poco nuestra

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superioridad. Sin embargo, destrozábamos pe-chos y cráneos sin piedad.

Yo vi a Rumblar, ciego de ira, luchandocuerpo a cuerpo con un francés; vi a Santorcazdando pruebas de tener un puño formidablepara el manejo del sable; uselo yo mismo contoda la destreza que me era posible, y lo mismoyo que mis amigos y otros muchos jinetes de mifila nos internamos locamente por el grueso dela infantería contraria. Otro escuadrón dabanueva carga por el mismo flanco, lo cual, ob-servado por nosotros, nos reanimó. No íbamosmal; pero los franceses eran muchos, estabanmuy hechos a tales embestidas y sabían defen-derse bien de la pesadumbre de los caballos, asícomo de los sablazos.

Sin embargo, no retrocedían delante de no-sotros. Ya se sabe que siendo el objeto de lacaballería producir un gran sacudimiento ypavor en las filas enemigas por la violencia delprimer choque, cuando este no da aquellos re-

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sultados y se empeñan combates parciales entrelos caballos y una numerosa infantería, los pri-meros corren gran riesgo de desaparecer, bruta-les masas devoradas en aquel hervidero de agi-lidad y de destreza. Aunque en la carga leshicimos gran daño, no les pusimos en disper-sión: los combates parciales se entablaron pron-to, y fue preciso que la caballería de España, aescape traída del ala izquierda; nos reforzase,para no ser envueltos y perdidos sin remedio.Hubo un momento en que me vi próximo a lamuerte. A mi lado no había más que dos o tresjinetes, que se hallaban en trance tan apuradocomo yo: nos miramos, y comprendiendo queera preciso hacer un supremo esfuerzo, arreme-timos a sablazos con bastante fortuna. Con estoy el pronto auxilio de la carga hecha en el mis-mo instante por la caballería de España, salimosdel apuro. Revolviendo atrás, hundí las espue-las, y mi caballo de un salto se puso en la nuevafila. No vi a mi lado más cara conocida que la

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de Marijuán. El conde y Santorcaz habían des-aparecido.

En el mismo instante mi caballo flaqueó desus cuartos traseros. Intenté hacerle avanzar,clavándole impíamente las espuelas: el nobleanimal, comprendiendo sin duda la inmensi-dad de su deber y tratando de sobreponerle a laagudeza de su dolor, dio algunos botes; perocayó al fin escarbando la tierra con furia. Eldesgraciado había recibido una violenta heridaen el vientre, y falto de palabra para expresarsu padecimiento, bramaba, aspirando con ansiael aire inflamado, sacudía el cuello, parecía dara entender que hallando un charco de agua enque remojar la lengua sus dolores serían menosvivos, y al fin se abandonó a su suerte, ten-diéndose sobre el campo, indiferente al ruidodel cañón y al toque de degüello.

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-XXVI-Hallándome desmontado, me dirigí a buscar

un puesto entre las escoltas de la artillería o enel servicio de municiones que se hacía precipi-tadamente por los tambores entre los carros ylas piezas. Al dar los primeros pasos, advertí elextraordinario decaimiento de mis fuerzas físi-cas; no podía tenerme en pie, y el ardor de misangre llegado a su último extremo, me parali-zaba cual si estuviese enfermo. No es propiodecir que hacía calor, porque esta frase comúnal verano de todos los países europeos es inex-presiva para indicar la espantosa inflamaciónde aquella atmósfera de Andalucía en el díainfernal que presenció la batalla de Bailén. Elefecto que hacía en nuestros cuerpos era el deuna llamarada que los azotaba por todos lados:la cara se nos abrasaba como cuando nos aso-mamos a un horno encendido, y deshechos ensudor, nuestros cuerpos hervían, descompo-niéndose la economía entera, desde el instante

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en que fuertes excitaciones del espíritu dejabande sostenerla.

Cuando me encontré a pie y a alguna distan-cia del combate, que seguía con ventaja para losespañoles, empecé a sentir vivamente y de unmodo irresistible el aguijón candente de la sedque horadaba mi lengua, y la corriente de fuegoque envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal de-sesperación, que de prolongarse mucho hubié-rame impelido a beber la sangre de mis propiasvenas. Por ninguna parte alcanzaba a ver lagente del pueblo que antes trajera cántaros conagua, y al buscar con ansiosa inspiración en elseco aire una partícula de agua, bebía y respi-raba oleadas de polvo abrasador.

Por un rato perdí la exaltación guerrera y elfuror patriótico que antes me dominaban, parano pensar más que en la probabilidad de beber,previendo las delicias de un sorbo de agua, yanhelando apagar aquellas ascuas pegajosasque revolvía en mi boca. Con este deseo caminé

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largo trecho ante las filas de retaguardia delcentro: los soldados de los regimientos que allíse rehacían para salir de nuevo al frente, cla-maban también pidiendo agua. Vimos conalegría que desde el pueblo venían corriendoalgunos soldados con cubos; pero al punto senos dijo que aquella agua no era para nosotros;era para otros sedientos, cuyas bocas necesita-ban refrescarse antes que las nuestras, si elcombate había de tener buen éxito; era para loscañones.

La resistencia enérgica de las dos piezas delala derecha, combinadas con las seis de la ba-tería central, y el auxilio de la caballería ata-cando por el flanco la línea enemiga, hizo queesta fuese rechazada, a pesar de su frente com-pacto e incomparable bravura. Los franceses seretiraron, dejándose perseguir y desposicionarpor la infantería y caballos de nuestra derecha.Harto se conocía este resultado en los gritos dealegría, en aquel concierto de injurias con que

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el vencedor confirma la catástrofe del vencido,cuando este vuelve la espalda. El sitio donde yoestaba se vio despejado por el avance de nues-tras tropas, y en casi todos los jefes que allí hab-ía observé tal expresión de gozo que sin dudaconsideraban asegurada la victoria. ¡Oh mo-mento feliz! Ya se podía pensar en beber. ¿Perodónde?

Después del avance de nuestras tropas, queno ocuparon enteramente las posiciones france-sas por ofrecer esto algún peligro, los soldadosdel regimiento de Órdenes divisaron una noria,en el momento en que los franceses que duran-te la acción la habían ocupado se hallaban en elcaso de abandonarla. Vieron todos aquel lugarcomo un santuario cuya conquista era el su-premo galardón de la victoria, y se arrojaronsobre los defensores del agua escasa y corrom-pida que arrojaban unos cuantos arcaduces enun estanquillo. Los enemigos, que no queríandesprenderse de aquel tesoro, le defendían con

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la rabia del sediento. Apenas disparados losprimeros tiros, otros muchos franceses, exte-nuados de fatiga, y encontrándose ya sin fuer-zas para combatir si no les caía del cielo o lesbrotaba de la tierra una gota de agua, acudie-ron a beber, y viéndola tan reciamente disputa-da, se unieron a los defensores.

Yo oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están dis-putando la noria!» y no necesité más. Lancemey conmigo se lanzaron otros en aquella direc-ción; tomé del suelo un fusil que aún apretabaen sus manos un soldado muerto, y corrí conlos demás a todo escape en dirección a la noria.Penetramos en un campo a medio segar, a tre-chos cubierto de altos trigos secos, a trechos enrastrojo. La lucha en la noria se hacía en guerri-llas; acerqueme a la que me pareció más floja, ydesprecié la vida lleno mi espíritu del frenéticoafán de conquistar un buche de agua. Aquelimperio compuesto de dos mal engranadasruedas de madera, por las cuales se escurría un

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miserable lagrimeo de agua turbia, era paranosotros el imperio del mundo. La hidrofagia,que a veces amilana, a ratos también convierteal hombre en fiera, llevándole con sublime ar-dor a desangrarse por no quemarse.

Los franceses defendían su vaso de agua, ynosotros se lo disputábamos; pero de improvi-so sentimos que se duplicaba el calor a nuestrasespaldas. Mirando atrás, vimos que las secasespigas ardían como yesca, inflamadas por al-gunos cartuchos caídos por allí, y sus terriblesllamaradas nos freían de lejos la espalda. «Otomar la noria o morir», pensamos todos. Nosbatíamos apoyados contra una hoguera, y lahambrienta llama, al morder con su diente in-saciable en aquel pasto, extendía alguna de suslenguas de fuego azotándonos la cara. La de-sesperación nos hizo redoblar el esfuerzo por-que nos asábamos, literalmente hablando; y porúltimo, arrojándonos sobre el enemigo resuel-

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tos a morir, la gota de agua quedó por Españaal grito de «¡Viva Fernando VII!».

Por un momento dejamos de ser soldados,dejamos de ser hombres, para no ser sino ani-males. Si cuando sumergimos nuestras bocas enel agua, hubiera venido un solo francés con unlátigo, nos habría azotado a todos, sin que in-tentáramos defendernos. Después de emborra-charnos en aquel néctar fangoso, superior alvino de los dioses, nos reconocimos otra vez enla plenitud de nuestras facultades. ¡Qué inmen-sa alegría!, ¡qué rebosamiento de fuerza y deorgullo!

¿Pero habíamos vencido definitivamente alos franceses? Cuando se disipó aquella lobre-guez moral con que la horrible sequedad delcuerpo había envuelto el espíritu, nos vimos ensituación muy difícil. Corriendo hacia la norianos habíamos apartado de nuestro campo, yadviértase que si el ejército francés fue recha-zado con grandes pérdidas, conservaba aún sus

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posiciones. ¿Iba a emprenderse nuevo ataque,haciendo el último esfuerzo de la desespera-ción? Creíamos que sí, y señales de esto nota-mos en el campo enemigo que teníamos tancerca. Al punto corrimos desbandamente haciael nuestro, que estaba algo lejos, y saltando porjunto a los trigos incendiados, abandonamos lanoria, por temor a que fuerzas más numerosasque las nuestras nos hicieran prisioneros.

Verdad que los franceses, no dando ya nin-guna importancia a las acciones parciales, seocupaban en organizar el resto y lo mejor de sufuerza para dar un golpe de mano, última esto-cada del gigante que se sentía morir. Corrimos,pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él, pasórápidamente por delante de mí un caballo sinjinete, arrogante, vanaglorioso, con la crin alaire, entero y sin heridas, algo azorado y atur-dido. Era un animal de pura casta cordobesa, lomismo que el mío. Le seguí, y apoderándomede sus bridas, cuando volvía me monté en él:

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después de ser por un rato soldado de a pie,tornaba a ser jinete. Busqué con la vista el es-cuadrón más próximo, y vi que a retaguardiadel centro se formaba en columna con distan-cias el de España. Entré en las primeras filas, apunto que dijeron junto a mí:

-Los generales franceses van a hacer el últi-mo esfuerzo. Dicen que hay unas tropas quetodavía no han entrado en fuego, y son las me-jores que Napoleón ha traído a España.

Efectivamente, el centro se preparaba a unadefensa valerosa, y guarnecía sus baterías, dis-tribuía los regimientos a un lado y otro, agru-pando a retaguardia fuerzas considerables decaballería a retaguardia. Cuando esto pasaba,sentí un vivo clamor de la naturaleza dentro demí, sentí hambre, pero ¡qué hambre!... Franca-mente, y sin ruborizarme, digo que tenía másganas de comer que de batirme. ¿Y qué? ¿Estemiserable hijo de España no había hecho ya

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bastante por su Rey y por su patria, para permi-tir llevarse a la boca un pedazo de pan?

Haciendo estas reflexiones, registré primerola grupera de mi cabalgadura allegadiza, dondeno había más que alguna ropa blanca, y des-pués las pistoleras, donde encontré un men-drugo. ¡Hallazgo incomparable! No satisfecho,sin embargo, con tan poca ración, llevé mis ex-ploraciones hasta lo más profundo de aquellossacos de cuero, y mis dedos sintieron el contac-to de unos papeles. Saquelos, y vi un pequeñoenvoltorio y tres cartas, la una cerrada y lasotras dos abiertas, todas con sobrescrito. Leí elprimer sobre que se me vino a la mano, y decíaasí: «Al Sr. D. Luis de Santorcaz, en Madrid,calle de...».

Había montado en el caballo de Santorcaz.

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-XXVII-Olvidándome al instante de todo, no pensé

mas que en examinar bien lo que tenía en lasmanos. El sobrescrito de la primera carta quesaqué y que estaba abierta, era de letra femeni-na, que reconocí al momento. El de la carta ce-rrada, que sin duda no estaba ya en la estafetapor detención involuntaria, era de hombre, ydecía: «Señora condesa de... (aquí el título deAmaranta) en Córdoba, calle de la Espartería». Eltercer sobre, también de carta abierta, era deletra de hombre y dirigido a Santorcaz. Desen-volví en seguida el envoltorio de papeles, queguardaba un bulto como del tamaño de un du-ro, y al ver lo que contenía, una luz vivísimainundó mi alma y sentí dolorosa punzada en elcorazón. Era el retrato de Inés.

Aquella aparición en el campo de batalla, enmedio del zumbido de los cañones y del cho-que de las armas; la inesperada presencia ante

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mí de aquella cara celestial, fielmente reprodu-cida por un gran artista; la sonrisa iluminadaque creí observar sobre la placa, cuando fijé enella mis ojos; aquella repentina visita, pues noera otra cosa, de mi fiel amiga, cuando yo hacíatan vivos esfuerzos para hacerme digno de ella,me regocijaron de un modo inexplicable. Parailuminar los rasgos y colores de aquel retratoque sonreía, valía la pena de que saliese el sol,de que existiese el mundo, de que la serie deltiempo trajera aquel día, aunque deslustradopor los horrores de una batalla.

Estreché aquella Inés de dos pulgadas contrami corazón y la guardé en mi pecho, resuelto ano darla, aunque la materialidad del pedazo decobre pintado no me pertenecía... Pero era pre-ciso leer aquellos papeles que podían esclareceralguna de mis dudas. Detúvome al principio lavergüenza de leer cartas ajenas, lo cual es cosafea; pero consideré que Santorcaz habría muer-to, fundándome en la dispersión de su caballo

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abandonado, y además, como la curiosidad meempezaba a picar, a escocer, a quemar de unmodo muy vivo, me decidí a leer la carta abier-ta, porque el deseo de hacerlo era más fuerteque todas las consideraciones.

Yo estaba completamente absorbido poraquel asunto de interés íntimo: yo no atendía ala batalla; yo no hacía caso de los cañonazos; yono me fijaba en los gritos; yo no apartaba lacabeza del papel, aunque sentía correr por jun-to a mis oídos el estrepitoso aliento de la lucha.En aquel instante, entre los veinte mil hombresque formando dos grandes conjuntos, se dispu-taban unas cuantas varas de terreno, yo eraquizás el único que merecía el nombre de indi-viduo. Átomo disgregado momentáneamentede la masa, se ocupaba de sus propias batallas.

La carta abierta, que llevaba la firma deAmaranta, decía así, después de las fórmulasde encabezamiento:

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«¿Eres un malvado o un desgraciado? Enverdad no sé qué creer, pues de tu conductatodo puede deducirse. Después de una ausen-cia de muchos años, durante los cuales nadie halogrado traerte al buen camino, ahora vuelves aEspaña sin más objeto que hostigarme con pre-tensiones absurdas a que mi dignidad no mepermite acceder. Harto he hecho por ti, y ahoramismo cuando me has manifestado tu situa-ción, te he propuesto un medio decoroso deremediarla. ¿Qué más puedo hacer? Pero no tesatisface lo que en la actualidad y siempre bas-taría a calmar la ambición de un hombre menosdegradado que tú; te rebelas contra mis benefi-cios, y aspiras a más, amenazándome sin mi-ramiento alguno. A todo esto contesto dicién-dote que desprecio tus amenazas, y que no lastemo. No, no es posible que por la amenazaconsiga nadie de mí lo que me impelen a negarmi dignidad, mi categoría, mi familia y minombre. Nunca creí que aspiraras a tanto, ysiempre pensé que te conceptuarías muy feliz

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con lo que otras veces has alcanzado de mí, yhoy te ofrezco, haciendo un verdadero sacrifi-cio, porque el estado del Reino ha disminuidonuestras rentas...».

Al llegar aquí el golpe de un peso que cayóchocando con mi rodilla, me hizo levantar lavista de la carta. El soldado que formaba juntoa mí, herido mortalmente por una bala perdida,había rodado al suelo. En aquel intervalo vihacia enfrente, envueltas en espeso humo lascolumnas francesas que venían a atacar el cen-tro. Pero mi ánimo no estaba para fijar la aten-ción en aquello. Pude notar que la caballeríaavanzaba un poco, que después retrocedía yoscilaba de flanco; pero dejándome llevar por elcaballo, con los ojos fijos en el papel que sosten-ía a la altura de las riendas, no puse ni un des-perdicio de voluntad en aquellos movimientosde la máquina en que estaba engranado. Lacarta continuaba así:

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«...En vano para conmoverme finges gran in-terés por aquel ser desgraciado que vino almundo como testimonio vivo de la funesta alu-cinación y del fatal error de su madre. ¿A quéese sentimiento tardío? ¿A qué acusarme de suabandono? No, esa niña no existe; te han enga-ñado los que te han dicho que yo la he recogi-do. Mal podría recogerla cuando ya es unhecho evidente que Dios se la llevó de estemundo. ¿A qué conduce el amenazarme conella, haciéndola instrumento de tus malas artespara conmigo? No pienses en esto. Por últimavez te aconsejo que desistas de tus locas preten-siones, y te presentes ante mí con bandera depaz. ¿Eres un malvado o un desgraciado? Yosería muy feliz si me probaras lo segundo, por-que uno de mis mayores tormentos consiste ensuponer tan profundamente corrompido el co-razón que hace años sólo existía para amar-me...».

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Con esto y la firma de Amaranta terminabala epístola, cuya lectura, absorbiendo mi aten-ción, me distraía de la batalla. El fragor de estazumbaba en mis oídos como el rumor del mar,a quien generalmente no se hace caso algunodesde tierra. ¿Es tal vuestra impertinencia quequeréis obligarme a contaros lo que allí pasaba?Pues oíd. Cuando la tropa francesa de línearetrocedió por tercera vez, extenuada de ham-bre, de sed y de cansancio; cuando los soldadosque no habían sido heridos se arrojaban al sue-lo maldiciendo la guerra, negándose a batirse einsultando a los oficiales que les llevaran a tanterrible situación, el general en jefe reunió laplana mayor, y expuesto en breve consejo elestado de las cosas, se decidió intentar un últi-mo ataque con los marinos de la guardia impe-rial, aún intactos, poniéndose a la cabeza todoslos generales.

Por eso, cuando leída la carta alcé los ojos, videlante de las primeras filas de caballería algu-

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nas masas de tropa escoltando los seis cañonesde la carretera, cuyo fuego certero y terriblehabía sido el nudo gordiano de la batalla. Ser-vidos siempre con destreza y al fin con exalta-ción, aquellos seis cañones eran durante unosminutos la pieza de dos cuartos arrojada porEspaña y Francia, por la usurpación y la nacio-nalidad en un corrillo de veinte mil soldados.¿Cara o cruz? ¿Las tomarían los franceses? ¿Sedejarían quitar los españoles aquellos seis ca-ñones? ¿Quién podría más, nuestros valientes yhábiles oficiales de artillería, o los quinientosmarinos?

Yo vi a estos avanzar por la carretera, y entreel denso humo distinguimos un hombre puestoal frente del valiente batallón y blandiendo confuria la espada; un hombre de alta estatura, conel rostro desfigurado por la costra de polvo queamasaban los sudores de la angustia; de uni-forme lujoso y destrozado en la garganta y senocomo si se lo hubiera hecho pedazos con las

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uñas para dar desahogo al oprimido pecho.Aquella imagen de la desesperación, que tanpronto señalaba la boca de los cañones como elcielo, indicando a sus soldados un alto ideal alconducirles a la muerte, era el desgraciado ge-neral Dupont que había venido a Andalucía,seguro de alcanzar el bastón de mariscal deFrancia. El paseo triunfal de que habló al partirde Toledo había tenido aquel tropiezo.

Los repetidos disparos de metralla no deten-ían a los franceses. Brillaban los dorados uni-formes de los generales puestos al frente, y trasellos la hilera de marinos, todos vestidos deazul y con grandes gorras de pelo, avanzaba sinvacilación. De rato en rato, como si una mano-tada gigantesca arrebatase la mitad de la fila,así desaparecían hombres y hombres. Pero encada claro asomaba otro soldado azul, y el fren-te de columna se rehacía al instante, acercándo-se imponente y aterrador. Acelerábase su mar-cha al hallarse cerca; iban a caer como legión de

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invencibles demonios sobre las piezas para cla-varlas y degollar sin piedad a los artilleros.

Los que asistían a aquel espectáculo, sin seractores de él, estaban mudos de estupor, con elalma y la vida en suspenso, cual si aguardaranel resultado del encuentro para dejar de existiro seguir existiendo. Sin embargo esto, ¿creeránmis lectores que algo ocupaba mi espíritu másde lleno que la última peripecia? Pues sí: yotenía en mi mano la carta cerrada, y la curiosi-dad por leerla no era curiosidad, era una sedmoral más terrible que la sed física que pocoantes me había atormentado. Incapaz de resis-tirla, sintiendo que todo se eclipsaba ante lainmensidad del interés despertado en mí porlos asuntos de dos o tres personas que no hab-ían de decidir la suerte del mundo, tomé la car-ta, la abrí sin reparar en lo vituperable de estaacción, y al punto la devoré con los ojos, leyen-do lo siguiente:

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«Señora condesa: Vuestra carta me anunciaque nada puedo esperar de vos por los honra-dos medios que os he propuesto. Lo compren-do todo, y si en la última que me dirigisteis,dictada sin duda por vuestro propio corazón,mostrabais bastante generosidad, en esta reco-nozco las ideas de vuestra tía la señora mar-quesa, que otro tiempo os dijo que antes queríaveros muerta que casada con un hombre infe-rior a vuestra clase. Preguntáis que si soy unmalvado o un desgraciado: y contesto que yaque os alcanza la responsabilidad de lo segun-do, a vos también os tocará sin duda la tristegloria de lo primero. Esta será la última que osescriba el que en algún tiempo no hubiera cam-biado por todas las delicias del Paraíso el gozode leer una letra de vuestra mano. Quizás pormucho tiempo no oigáis hablar de mí; quizásdisfrutéis la inefable satisfacción de creer quehe muerto; pero en la oscuridad y lejos de vos,yo me ocuparé de lo que me pertenece. ¿Quiénes el culpable, vos o yo? Cuando supe en Ma-

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drid que habíais recogido a nuestra hija des-pués de largo abandono, os prometí legitimarlapor subsiguiente matrimonio, como corres-pondía a personas honradas. Primero me con-testasteis indecisa y luego furiosa, rechazandouna proposición que calificabais de absurda eirreverente, y llamándome jacobino, franc-masón, calavera, perdido, tramposo, con otrasinjurias que quisiera oír en tan linda boca. Yoacepto el bofetón de vuestro orgullo. Lo que nome explico es la desfachatez con que negáishaber recogido a vuestra hija. ¿Y decís que estono me importa? Ya veréis si me importa o no.Yo sé que la habéis recogido; yo sé que está enun convento; yo sé que su boda con el conde deRumblar está concertada; yo sé que para llevar-la a cabo se han tenido en cuenta poderososintereses de ambas familias, que la hacen im-prescindible; yo sé que para llevar a efecto lalegitimación, se ha consumado una supercheríapoco digna de personas como...».

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Una inmensa conmoción, un estrépito indes-criptible me obligaron a apartar la atención dela carta. Los marinos llegaban a la boca de loscañones, y un combate terrible, en que parec-íamos llevar lo mejor, se había trabado. Esto erasin duda sublime; esto sacaba de quicio y con-movía el alma en su fundamento; pero ¿no hab-ía algo más en el mundo? Inés, su madre, supadre, su porvenir, su casamiento, y yo con midesmedido y leal amor: yo, preguntándome sipodría subir hasta ella, o si era preciso hacerladescender hasta mí... ¡Oh!, esta sí que era bata-lla; esta sí que era lucha, señores. Su campoestaba dentro de mí, y sus fuerzas terribles cho-caban dentro del espacio silencioso de mi pen-samiento. ¿Cómo no atender a ella más que aotra alguna? El corazón, tirano indiscutible,agrandando inconmensurablemente las pro-porciones de mi batalla, la había hecho mayorque aquella de que tal vez dependían los desti-nos del mundo.

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Yo vi los marinos próximos ya, muy próxi-mos a nuestros cañones; sentí gritos de júbilo yde victoria pronunciados en española lengua, yaunque todo esto me conmovía mucho, la cartano concluida me quemaba la mano. Decid queyo era un estúpido egoísta; pero señores, ¿y lacarta, y aquel casamiento imprescindible, y aque-lla superchería misteriosa?... ¿Se ganaba la bata-lla? Creo que sí, y la faz de Europa iba a variarsin duda. ¿Pero qué me importaba el descon-cierto del Imperio, el júbilo de Inglaterra, elestupor de Rusia, los preparativos de la coali-ción, el descrédito del grande ejército?

¿Hemos de sobreponer el interés de los con-juntos lanzados a bárbaras guerras, al interésdel inocente individuo que lucha a solas por elbien y por el amor? ¿Hemos de sobreponer elinterés de la guerra, que destruye, al del amorque crea y aumenta y embellece lo creado? Re-íos de mí; pero al mismo tiempo pensad en elmodo de probarme que un corazón ocupa me-

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nos espacio en la totalidad del universo que losquinientos diez millones de kilómetros cuadra-dos de la pelota de tierra en que habitamos.

Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y decla-ro a la faz de mi auditorio que en el punto enque se eclipsaba la estrella que por diez añoshabía iluminado la Europa, volví a fijar los ojosen la carta para continuar leyendo. Si no quie-ren Vds. enterarse de ello, no se enteren; peroes mi deber decir que la carta concluía así:

«...una superchería poco digna de personascomo vos. Segura estáis y con razón de quenada puedo contra vos. En efecto, yo sé que sialgo intentara sería vencido. Pobre, sin recur-sos, sin valimiento, ¿qué podría contra la justi-cia que sólo defiende a los poderosos? Pero mihija me pertenece, y si hoy no está en mi poder,os aseguro que lo estará mañana. Entretantoguardaos vuestro dinero».

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No decía más. Pero cuando acabé de leerla,¡qué nueva y terrible fase tomaba la refriegaentre los marinos y nuestros soldados! ¡SantoDios! ¿La batalla se perdería? Los franceses,destrozados en el primer ataque, lo repetíansacando el último resto de bravura de sus cora-zones resecados por el calor, y volvían a la car-ga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca delos cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sa-caban fuerzas de su espíritu, porque en el cuer-po ya no las tenían. Hasta los artilleros empe-zaban a desfallecer, y heridos casi todos losprimeros de derecha e izquierda, atacaban lossegundos, daban fuego los terceros, y el servi-cio de municiones era hecho por paisanos. Losfranceses medio resucitados con la valentía delos marinos, pudieron habilitar dos piezas ydesde lejos tomando por punto en blanco lamasa de nuestra caballería, disparaban bastan-tes tiros. Su larga trayectoria, pasando por en-cima de la batería española, hería las primerasfilas de mi regimiento. Este se encabritó como si

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fuera un solo caballo; chocamos unos con otros,y el espectáculo de dos compañeros muertossin combatir nos llenó de terror. Al mismotiempo oímos decir que escaseaban las muni-ciones de cañón. ¡Terrible palabra! Si nuestroscañones llegaban a carecer de pólvora, si en susalmas de bronce se extinguía aquella indigna-ción artificial, cuyo resoplido conmueve y tras-torna el aire, estremece el suelo y arrasa cuantoencuentra por delante, bien pronto serían to-mados por los valientes marinos, y les aguar-daba el morir inutilizados por el denigranteclavo, fruslería que destruye un gigante, alfilerque mata a Aquiles.

Esta consideración ponía los pelos de punta.¿Sucumbiría España? ¿No le reservaba Dios lagloria de dar el primer golpe en el pedestal deltirano de Europa?... No, no es posible asistirindiferente al espectáculo de tan supremo es-fuerzo, oh patria; pero te confieso que yo rabia-ba por conocer el autor de aquella tercera carta

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que tenía en mi mano, y cuando sin desatendera tu admirable heroísmo, miré la firma y vi elnombre de Román, segundo mayordomo de miinolvidable ama; cuando consideré que aquelpapel contendría revelaciones importantes, medominó de tal modo la curiosidad, que por uninstante desapareciste de mi espíritu, ¡oh su-blime rincón de tierra, destinado más de unavez a ser equilibrio del mundo! Adiós España,adiós Napoleón, adiós guerra, adiós batalla deBailén. Como borra la esponja del escolar elproblema escrito con tiza en la pizarra, paraentregarse al juego, así se borró todo en mí parano ver más que lo siguiente:

«Sr. D. Luis de Santorcaz: Voy a decirospuntualmente lo ocurrido. Todo está resuelto, ypor ahora os dan con la puerta en los hocicos.La señora marquesa de Leiva, al recoger a laseñorita Inés, pensó en el modo de legitimarla.Advierto a Vd. que desde que la trataron, am-bas la quieren mucho, y se desviven por deci-

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dirla a que salga del convento. Cuando la seño-ra condesa recibió la carta de Vd. en que leproponía la legitimación por subsiguiente ma-trimonio, mostrola a su tía, y ésta furiosa y fue-ra de sí preguntó si quería deshonrarse parasiempre siendo esposa de semejante perdido.Lloró un poco la condesa, lo cual es indicio deque aún le queda algo de aquel amor; y porúltimo, después de muchas reconvenciones,convinieron las dos en no admitirle a Vd. en sufamilia por ningún caso. Ya sabe Vd. que segúnconsta en la fundación de este gran mayorazgo,uno de los principales de España, no habiendoherederos directos, pasa a los de segundo gra-do en línea recta, por lo cual ahora correspon-dería al primogénito del conde Rumblar. Laactual condesa de Rumblar, enterada de la apa-rición de una heredera, anunció a mi ama queentablaría un pleito, y vea Vd. aquí el motivode que en casa se haya trabajado tanto por lalegitimación. Por fin, las dos familias acordaronevitar la ruina de un pleito y se han puesto de

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acuerdo sobre esta base: casar a la señorita Inéscon D. Diego de Rumblar, previa legitimaciónde aquella, por lo que llaman autorización delRey, con lo cual, ambos derechos se funden enuno solo, evitando cuestiones. En cuanto alpunto más difícil, la señora marquesa lo ha re-suelto al fin de un modo ingenioso y seguro. Laniña ha entrado al fin con pie derecho en lafamilia. No pudiendo legitimar la madre, por-que a ello se oponen las leyes; no pudiendoaceptarse la fórmula del subsiguiente matrimo-nio, ni conviniendo tampoco la adopción, porno dar esto derecho a la herencia del mayoraz-go, se acordó lo que voy a decir a Vd., y que sinduda le llenará de admiración. Este sesgo delasunto tiene para la familia la ventaja de que miseñora la condesa no pasará ningún bochorno.La señorita Inés ha sido reconocida poraquel...».

Un violento golpe arrebató el papel de mismanos. Encabritose mi caballo, y al avanzar

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siguiendo el escuadrón, sentí la estrepitosa risade un soldado que decía: «Aquí no se viene aleer cartas». Corrimos fuera de la carretera, ytodos mis compañeros proferían exclamacionesde frenética alegría. Vi los cañones inmóviles ydelante una espesa cortina de humo, que aldisiparse permitía distinguir los restos del ba-tallón de marinos. En el frente francés flotabauna bandera blanca, avanzando hacia nuestrofrente. La batalla había concluido.

Nuestros soldados se abrazaban con delirio.Confundíanse los diversos regimientos, y lospaisanos advenedizos con la tropa. La gente delvecino pueblo de Bailén acudía con cántaros ybotijos de agua. Agrupábanse hombres y muje-res junto a los heridos para recogerlos. Los ca-ballos recorrían orgullosos la carretera, y losgenerales confundidos con la gente de tropa,demostraban su alegría con tanta llaneza comoesta. Los gritos de ¡viva España!, ¡viva Fernan-do VII! parecían un concierto que llenaba el

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espacio como antes el ruido del cañón; y elmundo todo se estremecía con el júbilo denuestra victoria y con el desastre de los france-ses, primera vacilación del orgulloso Imperio.En tanto yo recorría el campamento, miraba alsuelo, miraba las manos de todos, las cureñasde los cañones, los charcos de sangre, los milrincones del suelo, junto al cuerpo de un heridoy bajo la cabeza del caballo moribundo. Mari-juán se llegó a mí con los brazos abiertos ygritó:

-Les vencimos, Gabriel. ¡Viva España y losespañoles, y la Virgen del Pilar a quien se debetodo! Pero ¿qué buscas, que así miras al suelo?

-Busco un papel que se me ha perdido -lecontesté.

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-XXVIII--Déjate de papeles -me dijo Marijuán- ¡Qué

demonios de marinos! ¿Viste cómo atacaban?

-La hacen hija legítima por autorización real.

-¿Qué estás diciendo? Ya no queda duda quehemos vencido a Napoleón, y como este havencido a todo el mundo, resulta que nosotroshemos vencido al mundo entero. ¿Pero chico,no te vuelves loco? Mira cómo alzan los brazosgritando, aquellos generales que vienen por elllano. ¡Benditas penas, benditos golpes, benditocalor y bendita sed, puesto que al fin hemossalido vencedores! ¡Viva España!

-De esa manera -le dije yo, preocupado conmis guerras -entra a disfrutar el mayorazgo,casándose con D. Diego, para evitar un litigioque arruinaría a las dos familias.

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-¿Qué hablas ahí, muchacho? -exclamó consorpresa- Ya sabes que los franceses se van aentregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelvaNapoleón a meterse con los españoles! Chico;nos vamos a comer el mundo, y digo que laJunta de Sevilla es una remilgada si no nosmanda conquistar a París. ¡Viva España!

-Y nuestro amo, ¿dónde está? -pregunté in-tranquilo-. ¿Qué ha sido del señorito de Rum-blar?

-¡Creo que ha muerto! -me contestó lacóni-camente Marijuán, picando espuelas y aleján-dose de mí.

Tan estupenda noticia dio nueva dirección amis alborotados pensamientos. El aspecto de larefriega interior que me sacudía el alma cambióde improviso y por completo. Todo vino abajo,todo se puso de otro color, y el mundo fue dis-tinto a mis ojos. Ignoro si en aquel momentosentí la muerte de mi amo, o si por el contrario,

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desbordado el corruptor egoísmo en mi alma,acepté con regocijo la desaparición de quieninterponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba amis ojos el equilibrio del universo, más queNapoleón el de Europa... En medio del deliriode aquella gran victoria, una de las más tras-cendentales que han ocurrido en el mundo, yopermanecía mudo, y mi caballo me transporta-ba de un lado para otro según su albedrío. Enmi derredor la efervescencia de aquella patrió-tica alegría, de aquel entusiasmo febril causabaestrepitoso oleaje. Allí la persona humana habíadesaparecido fundiéndose en el hermoso con-junto de la sociedad o la Nación, que era sinduda la que conmovía la tierra con sus gritosde gozo. El único que se conservaba aislado, ypodía llamarse hombre, era el egoísta Gabriel,grano de arena no conglomerado con la monta-ña, y que rodaba solo haciendo por su propiacuenta las revoluciones establecidas por la ar-monía del mundo.

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-Es preciso averiguar si realmente ha muertoRumblar... ¿Entrará al fin Inés en la familia desu madre? ¿La perderé para siempre? ¿Deboreírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Unhombre como yo puede subir a tanta altura?¿La misteriosa oscuridad de los tiempos veni-deros ocultará alguna cosa que destruya estenivel espantoso? ¿Puedo esperar, o resignarmedesde ahora, bendiciendo la mano de la Provi-dencia que me arroja en el polvo de dondenunca debí intentar salir?

Estas preguntas me hacía, cuando un acon-tecimiento no previsto vino a alterar repenti-namente la situación de las cosas fuera de mí.El ejército corría a ocupar sus posiciones; lacorneta y el tambor convocaban a todos lossoldados, y gran número de gentes del pueblo,hombres y mujeres, corrían hacia las calles deBailén. Nuestros destacamentos habían divisa-do las columnas avanzadas del general Vedelque venía de Guarromán en auxilio de Dupont,

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y ya a poca distancia, un cañonazo nos anuncióla presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay!, ¡si Ve-del hubiese llegado un momento antes, po-niéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protec-tor en aquel día de la España oprimida y sa-queada, permitió que Vedel llegase cuandoestaba convenida ya la tregua, y se había prin-cipiado a negociar la capitulación.

Al instante mandó Reding un oficio al gene-ral francés dándole cuenta de lo ocurrido, y losenemigos se detuvieron más allá de una ermitaque llaman de San Cristóbal, situada a manoizquierda del camino real, yendo de Bailén aGuarromán. Al poco rato vimos un oficialfrancés que llegó al pueblo con un oficio paraReding y otro para Dupont, y como en el cuar-tel general de este se estaban ya negociando lasbases de la capitulación, nos consideramos se-guros de ser atacados por la parte alta del ca-mino, a causa de que la acordada suspensión

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de armas debía afectar a todas las fuerzas quecomponían el ejército imperial de Andalucía.

A pesar de esta confianza, varios regimien-tos, entre ellos el de Irlanda y el famosísimo deÓrdenes Militares que tanto se había distingui-do en la batalla, ocuparon el camino frente a lastropas de Vedel, las cuales iban llegando pormomentos y tomaban posiciones. Mi regimien-to fue colocado en la entrada oriental del pue-blo. Sería poco más de la una cuando los fran-ceses de Vedel, sin aguardar a que les contesta-ra Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda,sorprendiéndoles con fuerzas considerables.Gran efervescencia y algazara y tumulto ennuestras filas. Todos querían ir no a combatircon los franceses, sino a pasarlos a cuchillo, porviolar las leyes de la guerra. Pero nosotros ten-íamos, para sojuzgar a los traidores, rehenespreciosos, cuales eran los restos del ejército deDupont, que estaban en nuestro poder, comouna víctima maniatada y con la cabeza sobre el

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tajo. Durante la confusión que siguió al ataque,algunas tropas acudieron a cercar el campofrancés vencido, y otras corrieron en auxilio delos regimientos de Irlanda y Órdenes, puestosen gran compromiso.

A pesar de la inferioridad de número y deposición de nuestras tropas, todo anunciabaque se iba a trabar un combate tan encarnizadocomo el primero, y los valerosos paisanos lomismo que los soldados de línea ardían en ge-neroso anhelo de morir si era preciso por rema-tar con una tarde épica la gloriosa mañana.

Pero la Providencia, como he dicho, estabade nuestra parte. Casi juntamente con los pri-meros tiros de la embestida de Vedel, sonaroncañonazos lejanos, que al principio no supimosa qué dirección referir.

-¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrum-blar o es la gente de Mengíbar? -preguntabanallí.

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-Es la división de D. Manuel de la Peña, queviene por la Casa del Rey -contestó uno que atodo escape venía del primer campo de batalla.

La tercera división, enviada al amanecerdesde Andújar por Castaños en seguimiento deDupont, había llegado, y se anunciaba al ene-migo con disparos de pólvora seca. Aterradocon este nuevo refuerzo, que aniquilaría losrestos del ejército, si Vedel no se sometía al ar-misticio, Dupont dio enérgicas órdenes paraque cesara el fuego de la división recién venidade Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, losnueve mil hombres de Vedel se sometieron deantemano al pacto que ajustaba su general enjefe.

Seguimos, sin embargo, sobre las armas, ylas entradas de la villa continuaron custodiadaspor numerosas fuerzas, que se relevaban paraproporcionarnos algún descanso. Cuando metocó dejar la guardia, dirigime a una de las mu-chas casas del pueblo en que curaban heridos,

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para que me pusieran algo en la mano izquier-da, donde había recibido una contusión queaunque ligera, me escocía bastante. Regresabaluego a pie en busca de mi puesto, cuando, sin-tiendo una mano en mi hombro, miré y tuve elgusto de encontrarme cara a cara con D. Paco,el maestro y ayo de D. Diego.

-¿Qué ha sido del niño?, ¿dónde está? No havenido por casa -me dijo con tono angustiado yponiéndose pálido.

-Sr. D. Paco -le contesté-, francamente, no sédónde está el señor conde, aunque me pareceque debe de estar vivo.

-¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen deAraceli, la de Fuensanta, la del Pilar y la delTremedal todas juntas nos favorezcan! Laspiernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor ydiscípulo no parece, yo no me atrevo a decírse-lo a la señora.

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-Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluirla batalla. Andará por cualquier lado -dije paracalmar su inquietud.

-Es raro que estando sano y salvo no viniesea casa, o mandara un recado. ¿En dónde haycaballería?

-En San Cristóbal, en donde estaba la bater-ía, en la noria, en los altos de la derecha, en losdel Gaudiel, hacia el Herrumblar, en muchaspartes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.

-Dios lo quiera. Voy, corro a buscarlo. ¿Dimetú... ya no harán fuego, eh? ¿Habrá peligro enandar por aquí? Si quisieras acompañarme.¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenasnoticias le traigo cómo se apresuraría a venir ami encuentro!

-¿Qué noticias, Sr. D. Francisco? ¿Se puedensaber? -pregunté disponiéndome a acompañaral ayo por el campo de batalla.

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-¡Noticias estupendas y que le harán saltarde gozo! Esta mañana recibió la señora un pro-pio de la marquesa de Leiva, anunciando quesu Excelencia, con la condesa, con la señoritaInés y el señor marqués, salen de Córdoba paraMadrid, a donde los llama un negocio de mu-cho interés para las dos familias.

-El camino no está para viajes, Sr. D. Paco.

-Vienen por Mengíbar, y anuncian que deesta noche a mañana llegarán a casa, dondepiensan detenerse algunos días, no sólo paratomar descanso, sino para que ambas familiasse conozcan y traten, pues son ramas que van ainjertarse, formando un solo árbol frondoso queeche profundas raíces en el suelo de la Nación ydé sombra a numerosa e ilustre prole.

-Sí -dije-, ya sé que el señorito se casa...

-¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan enreda de D.Diego!... Sí, se casa. He visto el retrato de la

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señorita Inés, que es un portento de hermosura.Pues sí: la niña no quería salir del convento,aunque se lo predicaran frailes teatinos; pero yono sé; algo pasó allá a principios del mes, o sinduda la joven al ver el retrato de D. Diego, sin-tió la flecha del dios ceguezuelo en su corazón.Lo cierto es que ha pedido salir del convento,con gran regocijo de sus parientes, y ahoramarchan todos a Madrid para las diligencias dela legitimación, porque ya sabes tú que...

-Sí, había entendido que esa joven era hija dela señora condesa.

-¡Calla, deslenguado procaz! ¡Qué has dicho!La señora condesa, prima de mi señora, habíade tener semejantes tapujos. No hay tal cosa,chiquillo desvergonzado. La señorita Inés eshija de una dama extranjera, que ya no existe yque floreció hace quince años en la corte, dandoque hablar por sus amores con un célebre caba-llero de esta ilustre familia. ¿Sabes quién es elpadre de doña Inés? Pues no es otro que ese

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espejo de los diplomáticos, ese discretísimohermano de la señora marquesa de Leiva, elcual ha reconocido a la muchacha por hija suya,y ahora se apresura a legitimarla por autoriza-ción real para que entre en posesión del mayo-razgo cuando Dios se sirva llamar a su seno a laseñora marquesa de Leiva.

-¡Qué bien lo han compuesto todo! -exclamésin poder contener la expresión de mi asombro.

-¿Cómo compuesto? Mi señora me ha parti-cipado esta mañana lo que acabo de decir. ¡Ah!Ese sin par diplomático, que tanta fama tieneen todas las cortes de Europa, ha dado unaprueba de caballerosidad, poniendo su nombrea ese fruto de sus iracundas fogosidades juveni-les, abandonado hasta hoy, y que en lo sucesivodescollará cual arbusto lozano en el pensil de lasociedad española... Pero ese D. Diego... ¿Endónde está D. Diego? Hablemos al general enjefe... preguntemos a esos soldados... Diga Vd.,héroe de este día, que se anotará en los fastos

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de la historia con piedra blanca, albo notandalapillo; oiga Vd., ¿ha visto Vd. por casualidad aD. Diego?

Y así iba preguntando a todos, sin que nadiele diese razón.

-XXIX-Vino la noche. Los franceses, muertos de fa-

tiga y de hambre en su campamento, aguarda-ban con anhelo a que la capitulación estuviesefirmada. Los que menos paciencia tenían eranlos suizos afiliados en el ejército imperial, y asíque oscureció empezaron a pasarse a nuestrocampo. Un historiador francés, queriendo ate-nuar el desastre de los suyos, ha escrito que ladefección ocurrió durante la batalla; pero estoes falso. Lo peor es que otro historiador, nofrancés sino español, lo ha repetido con lamen-

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table ligereza, faltando así a su patria y a laverdad, que es superior a todo.

La capitulación iba despaciosamente, porquelos parlamentarios se habían juntado en Andú-jar, residencia del general en jefe, y en Bailén noteníamos noticia de lo que allí pasaba. Temien-do que los enemigos intentaran escaparse,nuestros generales tomaron acertadas precau-ciones, y la artillería ocupó, mecha encendida,los puestos convenientes. Al mismo tiempomillares de paisanos, discurriendo por cerros yalturas, hostigaban de tal modo a los francesesen todas partes, que no les era posible moverse.Esta vigilancia permitía descansar a una partedel ejército; y especialmente los heridos, aun-que sólo lo fueran muy levemente como yo,teníamos libertad para estar en el pueblo, don-de nos ocupábamos en reunir víveres y llevar-los a los del campamento, así como en acomo-dar a los heridos graves en las principales ca-sas.

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Salía yo de Bailén con un cesto de víverespara unos jefes de artillería cuando tropecé conSantorcaz, que volvía seguido de algunos vo-luntarios de Utrera y licenciados de Málaga.

-¡Oh, Sr. de Santorcaz! -exclamé con la ma-yor sorpresa-. ¿Está Vd. vivo? Yo le hacía en elotro barrio.

-No, muchacho, vivo estoy -me respondió-.Dios quiere que todavía el que está dentro deesta camisa dé mucho que hacer en el mundo.

-¿Pero tampoco está Vd. herido?

-Aquí tengo un par de rasguños; pero estono es nada para un hombre como yo. Ya sabesque me han hecho sargento. No vine aquí paraganar charreteras; pero puesto que me las dan,las tomo.

-Grandes hazañas habrá hecho el Sr. D. Luis.

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-Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendi-me rabiosamente contra tres o cuatro franceses.Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví anuestro campo con un águila que entregué almarqués de Coupigny. Al recoger de mis ma-nos la bandera, el general, después de pregun-tarme si era licenciado de presidio, me dijo: «EsVd. sargento». ¿Ves? Me han puesto al frentede este pelotón de buenos muchachos; ¿quieresvenirte con nosotros?

Diciendo esto señaló a los esclarecidos varo-nes que le seguían, los cuales, o yo me engañomucho o eran la flor y nata de Ibros, Sierra deCazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerí-simas piernas y manos. Dile las gracias por elofrecimiento, y seguí mi camino.

-¡Ah! ¿Qué sabe Vd. de D. Diego? -le pre-gunté volviendo atrás.

-Pues qué -dijo retrocediendo-, ¿no se sabedónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha ex-

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traviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú hasvisto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si al-guien lo recogió?

-No sé nada de tal caballo -repuse alejándo-me.

Ya avanzada la noche regresé a Bailén, don-de me causó sorpresa ver una triste procesióncompuesta de tres mujeres vestidas de negro, alas cuales seguían hasta media docena de hom-bres, llevando por delante dos criados con sen-dos farolillos para alumbrar el camino. Acer-queme y reconocí a doña María, con sus doshijas, las tres cubiertas con negros mantones ymuy afligidas y llorosas. Digo mal, porque silas dos muchachas se deshacían en lágrimas, laseñora condesa conservaba seco el rostro, aun-que visiblemente alterado, la mirada fija y vale-rosa y el andar muy firme. Al instante me pre-senté a ella, saludándola con el mayor respeto yofreciéndola mi ayuda si, como parecía, iban enbusca de D. Diego.

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-¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo leperdiste de vista durante la batalla? -me pre-guntó.

-Señora, desde la gran carga que dimos so-bre el ala izquierda de los franceses dejé de vera D. Diego.

-Yo creí que estuviera entre los heridos; perono está. ¿Todos los muertos han sido recogidosdel campo de batalla?

-Sí señora; sólo quedan los desconocidos, lospaisanos que no estaban afiliados a ningún re-gimiento.

-Vamos a ver -dijo con un aplome, con unafirmeza que me asombraron, pues no suponíatanto valor en el alma de una mujer.

-Yo acompañaré a usía con mucho gusto.

-¿Y qué tal se ha portado mi hijo? -me pre-guntó cuando marchábamos juntos.

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-Señora, se ha portado como un héroe; se haportado como quien es.

-¿Los jefes advirtieron su valor? ¿Elogiaronsu bizarría, recordando el linaje de mi hijo?

-Sí señora, los jefes estaban con la boca abier-ta presenciando las hazañas de D. Diego -repuse por halagar el amor propio de la nobleseñora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo quesu vástago había honrado el nombre de Rum-blar.

-¿Y amabais vosotros a mi hijo?

-¡Oh!, sí señora. D. Diego es tan bueno... ynos trata como si fuéramos todos iguales.

-¡Como si todos fuerais iguales! -exclamódoña María con ligeras muestras de enfado.

-No... vamos al decir... -indiqué corrigiendomi lapsus-. D. Diego es un caballero y nosotrosunos badulaques... quiero decir que nos trataba

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sin tiranía... ¡Pobre D. Diego! Pero le hemos deencontrar, señora. D. Diego está sano y salvo.Me lo dice el corazón.

-Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos abuscar a mi hijo y te recompensaré. Si parece,yo te prometo que serás su paje cuando se case.

-¡Ah, gracias señora!, muchas gracias -contesté con viveza.

-Eres modesto. ¿Crees que no mereces estehonor? Aunque no lo merezcas yo te lo conce-do.

Llegamos a un punto en que se distinguía uncuerpo tendido boca abajo sobre el suelo. Nosestremecimos todos, y Asunción y Presentaciónse abrazaron llorando a gritos. La curiosidadluchó un instante en nosotros con el temor,pues deseábamos acercamos al cadáver por versi era D. Diego, y temíamos llegar a él por siacaso era. Doña María fue la primera que dio

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un paso y la seguimos todos. Aquel cadáversolitario de un hombre muerto por la patria, nohabía encontrado todavía ni un pariente, ni unamigo, ni un camarada que se cuidase de él. Noera D. Diego.

La condesa después de examinarlo alzó losojos al cielo, cruzó las manos y rezó en voz altael Padre nuestro, a cuya oración contestamostodos muy devotamente con El pan nuestro...

Seguimos andando, y en otro sitio encon-tramos algunos cadáveres, que la condesa conheroísmo sobrenatural examinaba cara a carahasta convencerse de que su hijo no estaba allí.Si nos acontecía llegar en el momento de abrir aalguno la sepultura, todos echábamos un pu-ñado de tierra en la fosa del patriota, que bienpronto desaparecía en la vasta superficie delcampo, no quedando huella ni marca alguna enel suelo, como no queda noticia del heroísmoindividual en la historia.

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Nuestras pesquisas por todo el campamentono dieron resultado alguno. Las dos hermanitasno podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar encastellano y en latín, recitando con fervorosadeclamación cuantas oraciones sabían. Taleseran la confusión y anonadamiento de D. Paco,que más de una vez se cayó al suelo. Sólo doñaMaría conservaba una entereza heroica y casibárbara que hacía creer en la superioridad deltemple moral de algunos linajes sobre el plebe-yo vulgo. No en vano tenía aquella señora porsu línea materna la sangre de Guzmán el Bue-no.

Era muy tarde cuando volvimos a la casa.Mientras reinaba en ella la desolación, ni unalágrima brotó de los ojos de doña María.

-Si Dios ha querido disponer de la vida demi hijo -exclamó sentándose en el clásico sillónde cuero-, concédame al menos el consuelo desaber que ha muerto con honor.

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-D. Diego ha de parecer, señora -dije yo conmovido-. Si hubiera muerto, ¿no habríamosencontrado su cuerpo?

Esta razón devolvió a D. Paco su perdidafuerza dialéctica, y habló así:

-¿Pero no hubo también un pequeño comba-te por donde estaba Vedel? ¡Quién sabe si co-gerían prisionero al niño!

-Los prisioneros fueron devueltos esta tardepor orden de Dupont -repuso doña María.

-¿Y si el niño estaba herido y lo metieron enel hospital francés?...

-Yo lo he de averiguar, señora -exclamé-.Mañana mismo pediremos un salvo-conductopara ir al campo enemigo. Me parece que allí leencontraremos.

-Ya sabes que te he prometido una gran re-compensa. Si haces lo que dices, y encuentras a

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mi hijo y le traes -me dijo la de Rumblar-, larecompensa será aún mayor. Dios dispone detodo, y las glorias de la tierra a veces son troca-das en miseria, en tristeza, en nada por su ma-no poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, quéme queda, qué resta a mi casa y a mi nombre?Dios habrá decidido que todo perezca y que lasgrandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nosocultemos para llorar. ¿La victoria se había dealcanzar sin desgracias? Napoleón es vencidoen España, y ante la salvación de nuestro país,¿qué significa una vida por noble que sea?,¿qué una familia, por grande que sea su lustre?

La enérgica entereza de aquella mujer deacero me llenó de asombro. Después continuóasí:

-Yo creí que este sería un día de júbilo en micasa. Después de la victoria alcanzada, hubié-ramos sido muy felices teniendo aquí a mi hijo,y recibiendo a la prometida esposa que con misprimas debe de llegar aquí esta noche... ¿No ha

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llegado? Cuide usted, don Paco, de que nadales falte. ¿Está todo preparado, las camas, lacena, las habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahímano sobre mano?

Asunción y Presentación lloraron con másfuerza al oírse nombrar por su madre. Parecio-me que esta también comenzaba a sentir vaci-lante su varonil espíritu, y que apagándose lallama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicosbrazos, cayendo con desaliento sobre los delsillón. Pero sin duda no quería perder su dig-nidad de gran señora delante de nosotros, ymandándonos salir a todos, a sus hijas, a D.Paco, a los criados y a mí, se quedó sola.

Un rato después sentí ruido de coches y mu-las en la calle; luego una gran algazara en elpatio, y al oír esto, diome un gran vuelco elcorazón. Escondido tras uno de los pilares videscender de los coches y subir pausadamentea las personas que eran esperadas, y al mirar aldiplomático que cargaba en sus brazos a una

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mujer para bajarla del carruaje, reconocí a lamonjita de Córdoba.

Yo temía ser visto de Amaranta; pero comoesta y su tía habíanse adelantado y estaban yaarriba, me aventuré a seguir al diplomático, quesubió detrás de todos con Inés, sosteniéndolapor la cintura. Delante iban los criados conhachas, detrás yo solo. Inés se envolvía en ungran manto, chal o cabriolé que tenía larguísi-mos flecos en sus orillas. Subíamos lentamente,ellos delante, yo detrás, y aquellos menudoshilos de seda pendientes de la espalda y de lacintura de Inés flotaban delante de mis ojos.Como quien llega a la puerta del cielo y tira delcordón de la campanilla para que le abran, asícogí yo entre mis dedos uno de aquellos cor-doncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió lacabeza y me vio.

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-XXX-Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros

de lo que ocurría, y pasando adentro las tresseñoras, el diplomático se quedó con D. Paco enel comedor.

-Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe-dijo el ayo-. Y si mi amo no parece el mundohabrá perdido en el fragor de horripilante bata-lla a un joven que prometía ser gran filósofo, yque ya era gran calígrafo.

-¡Demonio de contrariedad! -dijo el diplomá-tico, sacando su caja de tabaco y ofreciendo unpolvo al ayo, después de tomarlo él-. Lo sien-to... a nuestra edad nos gusta tener quien nossuceda y herede nuestras glorias para despa-rramar su luz por los venideros siglos. Vea Vd.la razón por qué me apresuré a reconocer a miquerida hija... ¡Ah! Sr. D. Francisco: yo he teni-do una juventud muy borrascosa, como todo el

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mundo sabe, y hartas noticias tendrá Vd. demis aventuras, pues no había en las cortes deEuropa dama alguna, casada ni soltera, que nose me rindiese. Después de todo es una desgra-cia haber nacido con tal fuerza de atracción enla persona, Sr. D. Francisco; tanto que todavía...pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más quedel bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe quesi es cierto que no existe D. Diego, no por eso sequedará soltera; pues cartas tengo aquí delpríncipe de Lichenstein, del archiduque CarlosEugenio, del conde de Schöenbrunn y de otrosesclarecidos jóvenes de sangre real pidiéndo-mela en matrimonio. Como yo tengo tantosamigos en las cortes de Europa, y en Españamismo, pues... ya he sabido que las principalesfamilias acogidas en Bayona o residentes enMadrid, se disputan la mano de mi hija. ¿La havisto Vd., Sr. D. Francisco? ¿Ha observado us-ted en su cara los rasgos que indican la noblesangre mía y la de aquella hermosísima, cuantodesgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me en-

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ternezco, señor D. Francisco... Pero hablemosde otra cosa, cuénteme Vd. cómo ha sido esabatalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitu-lación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh!Sr. D. Francisco, temo que hagan un desatino, sino les asisto con mis luces, porque los militaresson tan legos en esto de tratados... Yo traigo unproyectillo, mediante el cual la Rusia ocuparáDespeñaperros, España pasará a guarnecer lasorillas del Don y de la Moscowa, y Prusia...

Cuando me marché, el diplomático conti-nuaba calentando los cascos al buen D. Paco,que le ofreció algunos manjares y vino de Mon-tilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa,vi en la puerta de la calle a varios hombres, node muy buena facha por cierto, uno de los cua-les llegose a mí, y tomándome por el brazo, medijo:

-¿Conoces tú a esa gente que acaba de lle-gar?

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-No, Sr. de Santorcaz -repuse-. No sé quégente es esa, ni me importa saberlo.

Apartámonos todos de la casa, y por el ca-mino me dijo otra vez D. Luis que tendría mu-cho gusto en verme en las filas de su compañía.

Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamosMarijuán y yo en buscar otra vez a nuestroamo. Uniósenos D. Paco, y el general españolescribió un oficio a Dupont, rogándole que nospermitiera hacer indagaciones en el campamen-to francés, para ver si se encontraba allí a D.Diego, herido o muerto. Visitamos el hospitalenemigo, y entre los heridos no había ningúnespañol, lo cual nos desconsoló sobremanera.Yo no era el que menos se acongojaba con estacontrariedad, aunque sabía el casamiento deInés. ¿Qué significaba aquel generoso senti-miento mío? ¿Era pura bondad, era puro in-terés por la vida del semejante, aunque fueseenemigo, o era un sentimiento mixto de bene-volencia y orgullo, en virtud del cual yo, con-

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vencido de que Inés no amaba sino a mí, queríaproporcionarme el gozo de ver a D. Diego des-preciado por ella? Francamente, yo no lo sabía,ni lo sé aún.

Cuando recorrimos el campo francés, pudi-mos observar la terrible situación de nuestrosenemigos. Los carros de heridos ocupaban unaextensión inmensa, y para sepultar sus tres milmuertos, habían abierto profundas zanjas don-de los iban arrojando en montón, cubriéndolesluego con la mortaja común de la tierra. Algu-nos heridos de distinción estaban en las Ventasdel Rey; pero la mayor parte, como he dicho,tenían su hospital a lo largo del camino, y allílos cirujanos no daban paz a la mano para ven-dar y amputar, salvando de la muerte a los quepodían. Los soldados sanos sufrían los horroresdel hambre, alimentándose muy mal con caldosde cebada y un pan de avena, que parecía tierraamasada.

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Todos anhelaban que se firmase de una vezla capitulación para salir de tan lastimoso esta-do; pero la capitulación iba despacio, porquelos generales españoles querían sacar el mejorpartido posible de su triunfo. Según oí deciraquel día cuando regresamos a Bailén, ya esta-ba acordado que se concediese a los franceses elpaso de la sierra para regresar a Madrid, cuan-do se interceptó un oficio en que el lugartenien-te general del Reino mandaba a Dupont reple-garse a la Mancha. Comprendieron entonces losespañoles que conceder a los franceses lo mis-mo que querían, era muy desairado para nues-tras armas, y acordaron considerarles comoprisioneros de guerra, obligándoles a entregarlas armas. Pero aún el día 21 los contratantesdel lado francés, generales Chabert y Marescot,y los del lado español, Castaños y conde deTilly, no habían llegado a ponerse de acuerdosobre las particularidades de la rendición.

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También alcanzamos a ver a lo largo del ca-mino la interminable fila de carros donde losimperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba.¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadoresque si los franceses no hubieran llevado botíntan numeroso, habrían podido salvarse retirán-dose por la sierra; pero que el afán de no dejaratrás aquellos quinientos carros llenos de ri-quezas les puso en el aprieto de rendirse, con laesperanza de salvar el convoy. Yo no creo quelos franceses hubieran podido escaparse concarros ni sin carros, porque allí estábamos no-sotros para impedírselo; pero sea lo que quiera,lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempodespués a Savary en Tolosa, hablando de aqueldesastre tan funesto al Imperio:

«Más hubiera querido saber su muerte que sudeshonra. No me explico tan indigna cobardía sinopor el temor de comprometer lo que había robado».

No nos atrevimos a volver a la casa con lamala noticia de que el niño no parecía, y se-

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guimos visitando todos los contornos, parapreguntar a la gente del campo. D. Paco estabatan fatigado, que no pudiendo dar un paso másse arrojó al suelo; pero al fin pudimos reani-marle, y firmes en nuestra santa empresa, nosdirigimos al campamento de Vedel, con otrooficio del general Reding. Mas vino la noche ylos centinelas no nos dejaron pasar, viéndonospor esto obligados a diferir nuestra expediciónpara el día siguiente muy temprano. Ni Mari-juán, ni D. Paco ni yo teníamos esperanza algu-na, y considerábamos al mayorazgo perdidopara siempre.

Desde que amaneció corrían voces de que lacapitulación estaba firmada, y más nos lo hacíacreer la circunstancia de que varios oficialespasaron frecuentemente de un campo a otro,trayendo y llevando despachos.

No distábamos mucho de la ermita de SanCristóbal, cuando advertimos gran movimientoen el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta

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que les tuvimos muy cerca, observamos quecamino abajo venía hacia nosotros un jovensaltando y jugando, con aquella volubilidad yligereza propia de los chicos al salir de la escue-la. Corría a ratos velozmente, luego se detenía yacercándose a los matorrales sacaba su sable yla emprendía a cintarazos con un chaparro ocon una pita; luego parecía bailar, moviendobrazos y piernas al compás de su propio canto,y también echaba al aire su sombrero portu-gués para recogerlo en la punta del sable.

-¡Qué veo! -exclamó D. Paco con súbita exal-tación-. ¿No es aquel mozalbete el propio D.Diego, no es mi niño querido, la joya de la casa,la antorcha de los Rumblares...? Eh... D. Diegui-to, aquí estamos... venid acá.

En efecto, cuando estuvimos cerca, no nosquedó duda de que el mozuelo bailarín era D.Diego en persona. Él nos vio y al punto vinocorriendo para abrazarnos a todos con muchaalegría.

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-Venid acá, venid a mis brazos, esperanzadel mundo -exclamó D. Paco, loco de contento-.¡Si supiera Vd. cómo está mamá! ¡Buen sustonos ha dado el picaroncillo!... ¿Pero qué ha sidoeso, niño? ¿Estaba usía prisionero?

-Me cogieron prisionero junto a la ermita -dijo D. Diego-. ¿Pero estás vivo, Gabriel, y tútambién, Marijuán? Yo creí que os habían ma-tado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?...Pero os contaré lo que me pasó. Después de lacarga, y cuando entró la caballería de España,quedé a retaguardia del regimiento; se me mu-rió el caballo y corrí a las filas del regimiento deIrlanda. Cuando vinimos aquí nos cogieronprisioneros los franceses, y yo les dije tantaspicardías que quisieron fusilarme.

-¡Qué horror! -exclamó D. Paco-. Pero veoque es Vd. un héroe, oh mi niño querido. Creoque la mamá piensa dirigir una exposición a laJunta para que le den a Vd. la faja de capitángeneral.

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-Me iban a fusilar -continuó el rapaz-, cuan-do un oficial francés tuvo lástima de mí y mesalvó la vida. Después lleváronme a sus tiendasdonde me dieron vino, y...

-Vamos, vamos pronto a casa, y allí contaráVd. todo -dijo D. Paco-. ¡Qué alegría! Volemos,señores. ¡Cuando la señora condesa sepa que lehemos encontrado!... ¡Ah! ¿No sabe Vd. queestá ahí su novia?... ¡Qué guapísima es!... Lapobre no cesa de llorar la ausencia del niño, y sino hubiese Vd. parecido, creo que la tendría-mos que amortajar. Vamos, vamos al punto.

Corrimos todos a Bailén muy contentos. Alllegar al pueblo, uno de nosotros propuso anti-ciparse para anunciar a doña María la faustanueva; pero no permitió D. Paco que nadie sinoél en persona se encargase de tan dulce comi-sión, y con sus piernas vacilantes corrió hastaentrar en la casa diciendo con desaforados gri-tos: -¡Ya pareció, ya pareció!

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Cuando nosotros llegamos con el joven, to-dos salieron a recibirle, excepto Amaranta, aquien un fuerte dolor de cabeza retenía en sucuarto. Era de ver cómo los criados, las herma-nitas y la misma doña María, sin poder conte-ner en los límites de la dignidad su maternalcariño, le abrazaban y besaban a porfía; y unole coge, otro le deja, durante un buen rato leestrujaron sin compasión. Al fin reuniéndosetodos, inclusos los huéspedes en la sala baja,don Diego fue solemnemente presentado a sunovia. No puedo olvidar aquella escena quepresencié desde la puerta con otros criados, yvoy a referirla.

-XXXI-Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada,

cuando el diplomático se fue derecho a ellallevando de la mano a D. Diego, y le dijo:

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-Hija mía, aquí tienes al que te destinamospor esposo: mi sobrino, varón ilustre, a quienveremos general dentro de poco como siga laguerra.

-Hijo mío -añadió doña María-, las altasprendas de la que va a ser irremisiblemente tumujer no necesitan ser ponderadas en esta oca-sión, porque harto las conocemos todos. Ahora,con el trato, se avivará el inmenso cariño que osprofesáis desde hace algunos años, señal evi-dente de que Dios tenía decidida ya vuestraunión en sus altos designios.

-Bonito es el retrato -dijo D. Diego con undesenfado impropio de la situación-; pero Vd.,Inés, lo es más todavía. ¿Y en qué consistía elno querer salir del maldito convento? Sin dudalas pícaras monjas la retenían a Vd. por fuerza,esperando que al profesar les llevara un buendote. Pero no, yo juro que estaba decidido asacar de allí a mi monjita, y ya discurría el mo-

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do de saltar por las tapias de la huerta y rom-per rejas y celosías para conseguir mi objeto.

Doña María, al escuchar esto, palideció, yluego las centellas de la ira brillaron en sus ojos.Pero con disimulo habló de otro asunto, procu-rando que el noble concurso y discreto senadoolvidara las palabras del incipiente chico.

-Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pa-sado en el campamento francés -dijo a D. Die-go.

-Pues me querían fusilar -repuso el mayo-razgo sentándose-. Ya me tenían puesto de ro-dillas, cuando un oficial mandó suspender laejecución.

-¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?

-Porque les dije mil perrerías. Después,cuando me llevaron a la tienda, todos se reíande mí. Luego me dieron vino, obligándome a

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beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba,diciendo atroces disparates y frases graciosas,hasta que me quedé como un cuerpo muerto.

-¿Y no sabes tú -exclamó doña María sin po-der disimular su indignación-, que las personasde buena crianza no beben sino poquito?

-Es verdad; pero aquel vino tenía un saborci-llo que me gustaba, y los franceses se reían mu-cho conmigo. Todos iban a verme, llamándomele petit espagnol.

-Lo cual, en la lengua de las Galias, quieredecir el pequeño español -dijo D. Paco.

-Pero no debió Vd. dejarse emborrachar, jo-ven -indicó el diplomático-. Juro que si esohubiera pasado conmigo, de un sablazo desca-labro a todos los oficiales de la división de Ve-del.

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Doña María, profundamente indignada, si-lenciosa, ceñuda, parecía una sibila de MiguelÁngel.

-Pero si todos aquellos señores me queríanmucho... -continuó D. Diego-. Por la tarde, yluego que desperté de aquel largo sueño, medijeron que si sabía yo lidiar un toro. Díjelesque sí, y poniéndose muy contentos, me man-daron que diese al punto una corrida. Noqueríayo más para divertirme; así es que, poniendouna silla en lugar de toro, le capeé, le pusebanderillas y le di muerte con mi sable, pasán-dole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aque-llos condenados! Hasta el general acudió averme.

-Veo que has aprovechado el tiempo en elcampamento francés -dijo la señora madre contremenda ironía.

-Si no me querían dejar venir. Después medijeron que les cantara el jaleo, y lo canté de pie

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sobre una banqueta. ¡Ave-María purísima! Has-ta los soldados se acercaban a la tienda para oír.Entre los oficiales había dos que no me dejabande la mano, y me decían que si me pasaba alejército francés, me tomarían por ayudante,llevándome a Francia, a París, y de París a reco-rrer toda la Europa.

-¡Y no les distes una bofetada! -exclamó do-ña María clavando sus dedos en el cuero delsillón.

-¡Quia! Me eché a reír y les dije que ya pen-saba ir a Francia con el Sr. de Santorcaz, que esmi amigo y ha de ser mi ayo y maestro cuandome case.

Esta vez no fue doña María la que se estre-meció de sorpresa e indignación; fue la mar-quesa de Leiva, quien mudando el color y conabsortos ojos miró sucesivamente a su prima, asu sobrino y al ayo.

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-Pero ¿qué está diciendo el niño? -preguntóeste mirando a la condesa-. ¿Quién dice que essu maestro y su amigo?

-Cualquiera menos Vd. -contestó insolente-mente el heredero-. ¡Vaya un maestro, que nosabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!

-¡Jesús! Diego, repara que estás... -dijo doñaMaría conteniendo con grandes esfuerzos losgestos amenazadores, natural expresión de suira.

D. Paco se llevó el pañuelo a los ojos paraenjugar una lágrima. Inés atendía a todo discre-tamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la juz-gaban indiferente al peligroso diálogo, ¡quéadmirables observaciones, qué exactos juiciosharía en aquellos momentos ante semejanteescena! Su talento y alto criterio dominaríansobre las pasiones, los errores y las querellas dela histórica familia como el sol inmutable sobrela volteadora tierra.

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Asunción y Presentación, que aguardabancoyuntura para dar expansión al comprimidogozo de sus almas, hubieran querido reír comosu hermano, pero la seriedad de su madre lastenía mudas de terror.

-Esta predisposición de Vd. -dijo el marqués-, a visitar las cortes europeas me indica que sesiente el niño con inclinaciones a la diplomacia.Hija mía -añadió dirigiéndose a Inés-, cada vezdescubro más eminentes cualidades en el que tedestinamos por esposo, y veo justificado elamor que desde hace tiempo en silencio le pro-fesas, y que, en tu castidad y delicadeza, procu-ras disimular hasta el último instante.

-¡Ah!, se me olvidaba decir -exclamó D. Die-go riendo a carcajadas-, que los franceses mehan enseñado a decir algunas palabras en sulengua.

Y levantándose al punto, hizo profundas re-verencias ante Inés, diciéndole:

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-Ponchú, madama. ¿Como la porta bú?

Asunción y Presentación después de mirarseuna a otra creyeron que había llegado el mo-mento de reír, y rieron dando desahogo a susoprimidos corazones; pero como doña Maríano desplegó sus labios, las dos muchachitastuvieron que ponerse serias otra vez.

-¡Oh! ¡Tres bien! -dijo el diplomático-. SeñorD. Francisco, su alumno de Vd. demuestra lasluces y copiosa doctrina del eruditísimo maes-tro.

Hizo D. Paco una graciosa reverencia, y surostro compungido y lloroso se esclareció conuna sonrisa.

Doña María callaba; pero en su pecho rugíairacunda y atormentadora la tempestad. Ella ysu prima la de Leiva se miraban de vez encuando, transmitiéndose una a otra el fuego desus coléricos sentimientos.

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-Otras muchas palabras sé -continuó el ra-paz-; como Crenom de Dieu, Sacrebleu, exclama-ciones que se dicen cuando uno está rabioso, envez de ¡Caracoles! ¡Canastos!

Doña María se levantó de su asiento... y sevolvió a sentar.

-¡Cómo me querían aquellos demonios defranceses! Uno de ellos sabía español y hablabaa ratos conmigo. Me dijo que los españoles eranmuy valientes y muy honrados; pero que hac-ían mal en defender a Fernando VII, porqueeste príncipe es un farsantuelo que engañó a supadre y ahora está engañando a la Nación y alEmperador.

Doña María se llevó la mano a los ojos.

-Yo le aseguré que los españoles les echar-íamos de España, y él me contestó que parecíaprobable, porque la guerra iba tomando malaspecto; pero que esto sería un mal para noso-

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tros, porque de venir otra vez Fernando VII,España seguiría con su mal Gobierno, y con lasmuchas cosas perversas, injustas y anticuadasque hay aquí.

-¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a Vd. la contesta-ción a tan atrevido y antipatriótico aserto? -preguntó con énfasis el diplomático.

-Yo le dije que aquí íbamos ahora a arreglartodas esas cosas, y a quitar la santa Inquisición,y los diezmos, y los mayorazgos, como me de-cía el Sr. de Santorcaz.

Doña María aferró sus manos a los brazos dela silla como si quisiera estrujar la madera entresus dedos.

-Sobre todo los mayorazgos -prosiguióRumblar-. También le dije al francés que yo soymayorazgo y que después de casado tendré dosvinculaciones. ¡Cómo se reía cuando le dije queera Grande de España! Todos acudían a verme

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y me volvieron a dar de beber, y me caí otravez al suelo cantando que me las pelaba.

¡Ay! Doña María se llevó las manos a la ca-beza, doña María cerró los ojos, doña Maríagolpeó el suelo con su pie derecho, doña Maríasemejaba la imponente imagen de la tradiciónaplastando la hidra revolucionaria.

-Esta mañana me preguntaron si yo teníahermanas guapas. Díjeles que eran muy boni-tas, y luego me dijeron que vendrían a verlas, yque si se las quería dar para casarse con ellas,puesto que también serían mayorazgas. Yo lescontesté que mayorazgo era el que había nacidoprimero.

Y luego dirigiéndose a sus hermanitas, lesdijo:

-Os fastidiasteis, chicas, por haber nacidohembras y después que yo. Una de Vds. se ca-sará con cualquier pelele, y la otra se meterá en

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un conventito a rezar por nosotros los pecado-res, a no ser que algún día vea un galán por lareja, y se enamore, y luego se tire por la venta-na a la calle.

Doña María no podía resistir más. Iba a esta-llar su furibunda cólera; pero aún era mayor elcaudal de su prudencia que el caudal de suenojo... se contuvo y cerró otra vez los ojos yaque no podía cerrar los oídos.

-Después -siguió el mancebo-, me dijeron simis hermanas usaban navaja, si tocaban la gui-tarra, si iban a los toros y si yo era familiar de laInquisición.¡Cómo se reían aquellos condena-dos! Lo gracioso es que no me dejaban salir deallí, y a cada rato me decían so, so, so.

-Un sot -dijo el diplomático-. Pues sospechoque os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad de la Na-ción francesa! ¡Vea Vd., Sr. D. Paco, lo que esun pueblo carcomido por el jacobinismo!... ¿Yno les dio Vd. un par de sablazos?

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-Si me querían mucho. Anoche me tuvierontoda la noche bailando el bolero y la cachucha,en medio de un corrillo donde había más decuarenta oficiales.

Asunción y Presentación seguían esperandocon ansia la ocasión de reír; pero esta ocasiónno llegaba, y consultando el rostro de su ma-dre, veíanle cada vez más borrascoso. Así esque las dos estaban muertas de miedo.

D. Paco, conociendo que se preparaba un ca-taclismo, quiso conjurarlo y dijo a su discípulo:

-Vamos, basta de franceses, D. Diego. HableVd. de otra cosa. Si no fuera demasiado largo,os mandaría que recitarais aquel capítulo sobrela batalla del Gránico que os hice aprender dememoria; mas para que tan escogido concurso,y especialmente este fresco azahar de Andaluc-ía, vuestra prometida; para que todos, en unapalabra, puedan apreciar la buena pronuncia-ción de Vd. y su cadencioso oído, échenos cual-

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quiera de esos romances que sabe... vamos.Atención, señores.

-El del Barandal del cielo -dijo Asunción respi-rando con alegría.

-El de los Santos pechos -dijo Presentación.

-Vamos, no se haga Vd. de rogar.

-Pues voy a echarles una canción que me en-señaron los franceses.

-No, nada de franceses.

-Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yono la entiendo.

Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, yaccionando como un cómico, con voz fuerte yexaltado acento, cantó así:

¡Allons enfants de la patriele jour de gloire est arrivé!

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Contre nous de la tyranniel'etendart sanglant est levé!

Asunción y Presentación reían como locas, ydoña María no dijo nada. Ninguno de la familiahabía entendido una palabra.

-Es bonita la canción -dijo D. Paco-, pero nola comprendemos.

Entonces el diplomático levantose ceremo-niosa y gravemente, y tomando un tono dehombre severo habló así:

-¿Sabe Vd. lo que está cantando? Pues estácantando la Marsellesa, esa canción impía ysanguinaria, señores, esa canción que acom-pañó al suplicio a todos los mártires de la revo-lución, incluso Luis XVI, mi querido amigo...porque han de saber Vds. que Luis XVI y yoteníamos muchas bromas y nos echábamos elbrazo por el hombro paseándonos por Versa-lles... ¡La Marsellesa, señores, la Marsellesa!

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También acompañó al cadalso a María Antonie-ta... ¡y qué buena era aquella señora! ¡Cuántasveces la vi marcando pañuelos en una ventanabaja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!...En fin, este joven me ha horripilado con la taltonadilla... Señora condesa, ¿está Vd. indis-puesta? ¿Y tú, hermana? El caso no es para me-nos. Hija mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puestomala? ¿Te causa miedo esa canción?

Inés le contestó que no tenía ni pizca demiedo. En tanto doña María, no pudiendo re-sistir más salió del cuarto con sus niñas. Des-concertose al punto aquella ilustre reunión, yluego no quedó en la sala más que la familia deInés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar unaescena lamentable, y fue que doña María, ciegade furor, y necesitando desahogar aquella tor-menta de su espíritu sobre alguien, descargó suenojo al fin; ¿pero sobre quién, santo Dios?,¿sobre quién?, dirán Vds... Sobre las dos ino-centes muchachas, sobre los dos angelitos celes-

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tiales, Asunción y Presentación. ¿Y todo porqué? Porque entusiasmadillas con la llegada desu hermano, habían dejado de hacer no sé quécosa encomendada a sus tiernas manos.¡Pobrespimpollitos! La dignidad impedía a mi señorala condesa castigar al primogénito delante de lanovia y del suegro, y era forzoso que pagaranel pato las dos niñas desheredadas. Yo las villorando como unas Magdalenas y soplándoselas palmas de las manos, escaldadas por aquelfatídico instrumento de cinco agujeros quependía de fatal espetera en el despacho de D.Paco. Las pobrecillas estuvieron a moco y babatodo el día.

-XXXII-Este libro va a concluir, queridísimos lecto-

res, a quienes adoro y reverencio; va a concluir,y los notables y jamás vistos sucesos que meacontecieron en virtud del proyectado matri-

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monio de Inés y del encuentro de aquellas dosfamilias en el tortuoso y difícil camino de misamores, serán escritos, por no caber en este vo-lumen, en otro que pondré a vuestra disposi-ción lo más pronto posible. Tened, pues, unadarme de paciencia, y mientras aquellas dis-tinguidas personas se preparan para ponerse encamino hacia Madrid, a donde con vuestra ve-nia pienso acompañarlas, atended un poco más.

El mismo día 22 encontré a Santorcaz puestoya al frente de su partidilla, la cual, como hedicho, estaba formada de lo mejorcito del país.Les digo a Vds. que tropa más escogida queaquella no la capitanearon los famosos caballis-tas José María y Diego Corrientes.

-¿Va Vd. ya de marcha? -le dije.

-Sí; dispusieron que fuera alguna fuerza depaisanos a guardar el paso de Despeñaperros, yyo solicité esta comisión que me agrada mucho.

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Allá voy con mi gente. ¿Quieres venir? ¿Hasestado en casa de Rumblar?

-De allá vengo.

-¿Y esa familia que está ahí es la de la noviade D. Diego?

-Justamente.

-Creo que van todos para Madrid.

-Así parece.

-¿No sabes cuándo?

-Según he oído, pasado mañana. Esperansaber lo de la capitulación para llevar la noticia.

-¿Conque pasado mañana? Bien... adiós.¿Quieres venir en mi partida?

-Gracias; adiós.

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Les vi partir, y todo el día y toda la noche es-tuve pensando en aquella gente.

Yo no vi el triste desfile de los ocho mil sol-dados de Dupont cuando entregaron sus armasante el general Castaños, porque esto tuvo lu-gar en Andújar. A pesar de que la primera ysegunda división habían sido las vencedoras delos franceses, la honra de presenciar la rendi-ción fue otorgada a la tercera y a la de reserva,por una de esas injusticias tan comunes ennuestra tierra, lo mismo en estos días de ver-güenza que en aquellos de gloria. Por delantede nosotros desfilaron las tropas de Vedel, ennúmero de nueve mil trescientos hombres, ydejando sus armas en pabellón, nos entregaronmuchas águilas y cuarenta cañones.

Les mirábamos y nos parecía imposible queaquellos fueran los vencedores de todo el mun-do. Después de haber borrado la geografía delcontinente para hacer otra nueva, clavando susbanderas donde mejor les pareció, desbaratan-

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do imperios, y haciendo con tronos y reyes unjuego de titiriteros, tropezaban en una piedradel camino de aquella remota Andalucía, tierracasi olvidada del mundo desde la expulsión delislamismo. Su caída hizo estremecer de gozosaesperanza a todas las Naciones oprimidas.Ninguna victoria francesa resonó en Europatanto como aquella derrota, que fue sin disputael primer traspiés del Imperio. Desde entoncescaminó mucho, pero siempre cojeando.

España, armándose toda y rechazando la in-vasión con la espada y la tea, con la navaja, conlas uñas y con los dientes, iba a probar, comodijo un francés, que los ejércitos sucumben,pero que las Naciones son invencibles.

-¡Cuánto siento que no esté aquí el Sr. deSantorcaz! -me dijo Marijuán al ver pasar pordelante de nosotros a aquellos hermosos solda-dos, medio muertos de fatiga y de vergüenza-.¿Te acuerdas de las grandes bolas que nos con-taba cuando veníamos por la Mancha y nos

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refería las batallas ganadas por estos contratodo el mundo?

-Lo que nos contaba Santorcaz -respondí-,era pura verdad; pero esto que ahora vemos,amigo Marijuán, también es verdad.

Y ahora consideren Vds. lo que pasaba delotro lado de Sierra-Morena en aquel mismomes de Julio. El día 7 había jurado José en Ba-yona la Constitución hecha por unos españolesvendidos al extranjero. El día 9 el mismo Josétraspasaba la frontera para venir a gobernar-nos. El día 15 ganaba Bessières en los camposde Rioseco una sangrienta batalla, y al tener deella noticia Napoleón, decía lleno de gozo: «Labatalla de Rioseco pone a mi hermano en eltrono de España, como la de Villaviciosa puso aFelipe V». Napoleón partió para París el 21,creyendo que lo de España no ofrecía cuidadoalguno. El 20, un día después de nuestra bata-lla, entró José en Madrid, y aunque la recepciónglacial que se le hizo le causara suma aflicción,

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aún le parecía que el buen momio de la coronaduraría bastante tiempo.

Pero hacia los días 25, 26 y 27 se esparce porla capital un rumor misterioso que conmuevede alegría a los españoles y llena de terror a losfranceses; corre la voz de que los paisanos an-daluces y algunas tropas de línea han derrota-do a Dupont, obligándole a capitular. Este ru-mor crece y se extiende; pero nadie lo quierecreer, los españoles por parecerles demasiadolisonjero, y los franceses por considerarlo de-masiado terrible. El absurdo se propaga y pare-ce confirmarse; pero la corte de José se ríe y noda crédito a aquel cuento de viejas. Cuando noqueda duda de que semejante imposible es unhecho real, la corte que aún no había instaladosus bártulos, huye despavorida; las tropas deMoncey, que rechazadas de Valencia se habíanreplegado a la Mancha, se unen a las de Ma-drid, y todos juntos, soldados, generales y Reyintruso, corren precipitadamente hacia el Nor-

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te, asolando el país por donde pasan. Aquelfantasma de reino napoleónico se disipaba co-mo el humo de un cañonazo.

Y ahora os he de hablar de cómo la guerraque parecía próxima a concluir, se trabó denuevo con más fuerzas; os he de hablar deaquel infeliz y bondadoso rey José y de su cor-te, y de su hermano, y del paso de Somosierracon la famosa carga de los lanceros polacos, ydel sitio de Madrid, y de otras muchas curiosí-simas cosas; pero todo se ha de quedar para ellibro siguiente, donde estos históricos sucesoshan de tener feliz consorcio con los no menosdramáticos de mi vida, y todo lo mucho y bue-no que ocurrió en el matrimonio de Inés. Porahora guardaré prudente silencio sobre estossucesos, pues decidido estoy a seguir al pie dela letra la reservadísima escuela del diplomáti-co; y así os digo:

«No, no me obliguéis a hablar, no me obli-guéis, abusando de la dulce amistad, a que re-

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vele estos secretos de que tal vez depende lasuerte del mundo. No me seduzcáis con ruegosy cariñosas sugestiones que en vano atacan elinexpugnable alcázar de mi discreción».

A pesar de esto, ¿insistís, importunos ami-gos? Nada más os digo por ahora, sino que lafamilia de Inés salió para Madrid hacia fin demes y en los días en que el ejército vencedormarchaba también hacia la capital de España.Esta circunstancia me permitió ir en la escoltaque por el camino debía custodiar a tan esclare-cida comitiva; así es que formé con los diez de acaballo que galopaban a la zaga de los dos co-ches. ¡Ay! Por la portezuela de uno de ellossolía asomarse durante las paradas una lindacabeza, cuyos ojos se recreaban en la marcialapostura del pequeño escuadrón.

-Estos valerosos muchachos, hija mía -le de-cía su padre-, son los que en los campos deBailén echaron por tierra con belicosa furia alcoloso de Europa. Veo que les miras mucho, lo

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cual me prueba tu entusiasmo por las gloriaspatrias.

Basta con esto, señores, y no digo más. Envano me hacen Vds. señas, excitándome ahablar; en vano fingen conocer mentirososhechos, para que yo les cuente los verídicos. ¿Aqué conduce el anticipar la relación de lo queno es de este lugar? A los impacientes les diréque nada ocurrió hasta que llegamos al desfila-dero de Despeñaperros. Lo pasábamos en unanoche muy oscura, cuando de pronto detuvié-ronse los coches, oímos gritos, sonó un tiro, yalgunos hombres de muy mal aspecto, saltandodesde los cercanos matorrales, se arrojaron alcamino. Al instante corrimos sable en manohacia ellos... pero basta ya, y déjenme dormir,pues ni con tenazas me han de sacar una pala-bra más.

Octubre-Noviembre de 1873.FIN