episodios nacionales, liborio brieba

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  • 8/20/2019 Episodios Nacionales, Liborio Brieba

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    Liborio Brieba

    Episodios NacionalesTomo Primero

    “Uso exclusivo Vitanet,Biblioteca Virtual 2004”

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    Libro Tercero

    ENTRE LAS NIEVES

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    LIBORIO BRIEBA

    ENTRE LAS NIEVES

    ILUSTRACIONES DELUIS HERNÁN SILVA

    EDITORIAL ANDRES BELLO

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    I N D I C E

    Prólogo .....................................................3Capítulo I Entre las Nieves ..................5Capítulo II Escaramuzas .....................17Capítulo III Los Dos Rivales ...............31Capítulo IV Un Pintor de Muestras.....46Capítulo V Esperanzas........................60Capítulo VI Teresa................................79Capítulo VII Castillos en el Aire..........91Capítulo VIII Los preparativos

    de san Bruno ....................99Capítulo IX Cosas de la época...........115Capítulo X El retrato.........................127Capítulo XI La trampa .......................138Capítulo XII Un antiguo conocido .....147

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    PROLOGO

    Para el desarrollo del gusto por la lectura en las distintasclases sociales, cupo en el siglo XIX función importante a lanovela del grupo de los folletinistas de la llamada generaciónde 1867.

    En ese número de novelistas que no se exigen finuras psicológicas y atienden más que nada a entretener, destaca Liborio E. Brieba. Nació en Santiago, en 1841, alumno del Instituto Nacional, luego de la Escuela Normal, donde se titulóde maestro a los diecisiete años. Hizo carrera administrativaen el Ministerio de Instrucción Pública, como se denominabaen aquel entonces el de Educación y Cultura.

    A los 30 años comenzó a darse a conocer literariamente,

    aunque ocultándose bajo el seudónimo de Mefistófeles, yusando la forma de publicación del folletín en la continuidadde ediciones de un diario, con “Los anteojos de Satanás o elrevés de la sociedad”, doble título aclaratorio, típico de laépoca. El mismo año 1871 publica la primera obra de la seriede episodios nacionales amenos, recreativos de la historia dela época de la Independencia, “Los Talaveras”,

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    PROLOGO

    que él mismo subtitula con evidente ambición “novelahistórica” y que continuará con los títulos “El Capitán San

    Bruno”, “El enviado”, “Entre las nieves”, “El escarmiento delos Talaveras”.

    Acierto de Brieba es el haber escogido una época dramáticade nuestra historia: la de la Reconquista del poder por lacausa del Rey, después del desastre de Rancagua y el exilio delos patriotas. Período que va desde 1814 a 1817 y que semueve entre el impulso de desquite por parte de losvencedores, la drástica sujeción de los vencidos, lainseguridad de las autoridades ante una posible reacción que

    se estaba gestando al otro lado de los Andes y la invasión y lasvictorias patriotas. Esos años van a estar bajo el gobierno dedon Casimiro Marcó del Pont, representante del rey, quien

    inspira aborrecimiento por sí mismo y por la obra de susejecutores del orden público, los integrantes del batallón “Ta-laveras”, acaudillado por el Capitán San Bruno, fanático de lacausa que defiende y hombre sin escrúpulos.

    Los relatos, independientes entre sí, constituyen una serie. Por lo tanto, sus personajes son comunes a todas lasnarraciones y aparecen o no de acuerdo al desarrollo de laacción.

    Los episodios nacionales de Liborio E. Brieba han tenidorepetidas ediciones, lo que prueba que su encanto, interés,

    siguen vivos para las distintas generaciones que se han sucedido en Chile en estos ciento diez años desde su primera publicación. Por eso mismo hemos escogido uno de sus títulosmás interesantes.

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    P ASADA la cumbre de los Andes, en las primeras faldas del lado opuesto y entre las escarpadasinuosidades cuyas

    asperezas se presentan a los ojos del viajero suavizadas por umanto de perpetua nieve, se levanta, como avergonzado delande los gigantescos picos de granito que lo rodean, el solitarialbergue que ofrece amparo contra los hielos y que ha sid bautizado con el modesto nombre, que bien le cuadra, dCasucha de las Cuevas.

    Allí, delante de ese pequeño edificio, es adonde llevamoal lector al atardecer del día 12 de octubre; es decir, en emismo instante en que una numerosa comitiva echa pie a tierr

    en los alrededores.Es O’Higgins que llega, con su madre y hermana y con lfuerza de dragones que lo escolta, a buscar el refugio que s propio padre, el capitán don Ambrosio O’Higgins, más tardvirrey del Perú, construyó cincuenta años antes, muy lejos, pocierto, de sospechar que la tierna jo-

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    ven que le resignó su corazón, y su hijo, el más ilustre de locaudillos chilenos, habrían de aprovechar aquel asilo emomentos bien aciagos para ellos y su patria.

    El desgraciado héroe de Rancagua llegaba allí después dtres largas fatigosas jornadas por senderos conquistados a dura penas entre las nieves, falto de víveres y con su alma preñadde amarguras.

    Solícito con su madre y hermana y profundamente preocupado del porvenir de su patria, otros cuidados angustias mortificaban también su corazón, con una tenacidasemejante, a veces, a la del remordimiento, y a veces, a ldesesperación.

    Era el recuerdo de aquella casta y hechicera joven que habhecho palpitar su corazón bajo el imperio de emociones tadistintas, pero tan poderosas como las que le producían lo primeros disparos del cañón en los campos de batalla; era limagen que se levantaba en su mente de aquella rubia Corinade sonrosadas mejillas, de albísimo y delicado cutis y de dulcy candoroso mirar.

    A su llegada al punto de alojamiento que hemosmencionado, O’Higgins descendió de su cabalgadura y ayudóhacerlo a sus dos ilustres compañeras de destierro.

    En seguida entró a aquella casucha, cuyo aspecto debiólevantar en su alma ideas menos dolorosas que las que lagitaban, pero más graves y solemnes: el recuerdo de su padre

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    Entretanto, los oficiales y soldados, en dos partidas, que posus uniformes dejaban conocer la diferencia de cuerpos a qu pertenecían, tomaban posesión de aquellos agrestes lugaretendiendo la vista a diversos lados, como para elegir el puntmás resguardado del viento en donde poder guarecerse.

    Los oficiales de una y otra partida se mezclaron de ahí poco, formando reducidos grupos.

    Notábanse entre ellos dos conocidos nuestros, a quienehemos abandonado desde la historia de “Los Talaveras”.Eran éstos: Las Heras, que venía al mando de la partida d

    auxiliares argentinos, que desde 1813 se hallaba en Chile, y ecapitán Freire. Los dos oficiales se acercaron saludándose siceremonia, como amigos de confianza.

    —¡Hola! ¿Cómo va de viaje? —preguntó Las Heras.

    Freire se sonrió y dijo, moviendo los hombros:

    —Así, así... Pero no es eso lo que debe preguntarse.

    —¿Hay otra cosa de más interés?

    —Cómo va de hambre, habría dicho yo.

    —¡Diablo! Eso es excusado preguntarlo.

    —¡Ya sabe usted que no hay más víveres que tres panesreservados para el general y su familia...!

    —Nadie me lo había dicho, pero lo sospechaba

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    —¡Lomo! ¡ Carne! —dijo Freire—, pero ¿de dónde? —Ya caigo —repuso Las Heras—; es verdad. Me parece un

    buena idea. —¿Cuál, pues? ¿Hay guanacos por aquí o algún otro anim

    que poder cazar? —Después que pruebe usted un buen trozo y nos confies

    que no ha comido carne más sabrosa y delicada, entonces sabde qué animal es. —Dicen que la carne humana es la más sabrosa —observriéndose el capitán—. Pero no creo que nos hallemos en el casde hacernos antropófagos; ahí están los caballos y mulas qunos podrían servir de recurso antes de pasar a tales extremos.

    —¡Carne de caballo! ¿Quién come eso? —dijo el otroficial, haciendo un guiño a Las Heras.

    Y en seguida, dirigiéndose a Freire, agregó: —¿Qué? ¿Sería usted capaz de probar eso? —A ver —replicó Las Heras, hablando también con Freire—

    . Póngase usted en el caso de que ahora no hubiera otra cosque comer más que uno de estos pobres animales en que hemohecho el viaje hasta aquí. ¿Le sabría a usted bien un bocado dalguno de ellos? De aquel tan gordito, por ejemplo, ¿eh?

    —¡Qué asco! —respondió Freire—. A fe mía que lo que eahora, así, con el hambre que tengo, no me decidiría... Diceque esa carne es negra y pajosa.

    El oficial movió la cabeza y dijo:

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    —Sí; pero con hambre, ¡caramba!, no sólo eso se encuentr bueno... —Cosa de encontrarse bueno, no lo creo. Admito que pued

    uno comerlo haciendo algún sacrificio... Pero ¡ Dios nos librde llegar a ese caso!

    Las Heras se retorció una punta del bigote, diciendo:

    —Y no es muy difícil que de aquí a mañana... —¿No nos llegará pronto el auxilio que el general ha pedid

    a Mendoza? —interrumpió Freire.

    —Por muy pronto que llegue, no será antes de tres días, yentretanto, no es posible pasarlo con agua y cigarros.

    —¡Diablos! La cosa es seria —volvió a decir Freire, con aialarmado—. Será preciso pertrecharse bien ahora, a fin d poder ayudar con más aguante. Si les parece a ustedes, noacercaremos, desde luego, a la fogata, no sea que nos dejen e blanco; estoy sintiendo ya el olor a carne asada.

    —No hay necesidad de que vayamos allá —le observó eoficial—. Yo encargué ración para tres y nos la han de traeaquí. Comeremos más tranquilos.

    —Pero mucho se demoran —dijo Freire—. ¡Y qué olorcittan apetitoso...! Se me hace agua la boca.

    Las Heras se rió, diciendo: No es para menos; esa ave es exquisita, y el hambre...

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    —¡Esa ave! ¿Se está burlando? ¡Un ave para tantos! —¿Y por qué no puede ser ave? En la cordillera hay

    avestruces de gran tamaño, capaces de abastecer uno solo más de cien hombres.

    —¿Es carne de avestruz la que vamos a comer? —¡Qué chambón! ¡Para qué iría usted a decir! —dijo a La

    Heras el otro oficial—. Yo quería que el capitán se hubierdevanado los sesos adivinando... Pero allí viene el cabo Torrecon nuestra ración. Acomodémonos en algún lugar máabrigado. Corre un viento tan frío...

    —Allí, al pie de esos peñascos está bueno —observó Las Heras. —¡Magnifico! —dijo Freire—. Hay un. buen rincón, y has

    podemos pasar la noche ahí. ¿No ven ustedes cómo linclinación del peñasco nos va a guarecer del hielo tan biecomo el mejor techo?

    —Aquí está la carne para usted, mi capitán Escanilla —diel cabo Torres.

    —¿Para mí? ¿ Luego, no traes las tres raciones...? —Sí, mi capitán; pero digo para usted, porque usted fu

    quien las pidió... ¿No ve que el pedazo que traigo es bie

    grande?Y el soldado levantó un respetable trozo de carne, ensartaden la hoja de su sable.

    —A ver, dame acá, y tráeme mi montura.El soldado se alejó, dejando en manos del capitán Escanill

    el sable transformado en asador.

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    —Ve también que me traigan la mía —gritó Freire. —Luego, ¿es cosa decidida que aquí hemos de pasar lanoche? —preguntó Las Heras.

    —Por cierto, ¿y en qué otra parte mejor? —respondió Freire—. No es posible que vayamos a l

    casucha a molestar a las señoras con nuestra presencia... Peroen fin, vamos tratando de meter el diente a ese tentador asado

    —Mucha prisa tiene usted por hacer conocimiento con lcarne de avestruz —dijo Las Heras, dando con el codo aEscanilla.

    —¡Así veo! —respondió éste, correspondiéndole a aquél couna seña idéntica—. Ni aun espera que tengamos con qutrinchar.

    —¡Cáspita! Es mi estómago el que me apura y no el paladala misma prisa tendría si fuera carne de vaca.

    —¿y si fuera de caballo? —preguntó Las Heras.

    —¡Dale con eso! Parece que a usted no le disgustaría que sle presentara la ocasión de ensayar sus dientes en el tordillo eque viaja.

    —En ése o en cualquier otro; habiendo necesidad, no mharía de rogar. Y espero que no pasará de mañana que no se preciso adoptar ese partido. Entonces le preguntaré a usted nos acompaña.

    —Pues me hartaré esta noche para no yerme tentado aimitarlos a ustedes. Cabalmente detesto a los indios por escostumbre de devorar caballos.

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    A ese tiempo llegó el cabo Torres con la montura deEscanilla, y enPOS de él, otro soldado con la de Freire.Entonces, mientras Las Heras enviaba a uno de ellos a igua

    diligencia, los demás se ocuparon en tender en el suelo alguno pellones y hacer los aprestos necesarios para aquellextraordinaria cena.

    Los tres oficiales sentándose alrededor de una gran piedraque hacía las veces de mesa, y se dispusieron a atacar con suquijadas aquel humeante y oloroso asado que tanto apetitdespertaba en el capitán Freire.

    A diez pasos de allí habían hecho encender un regular fuegocuya vacilante llama los alumbraba con sus inestableresplandores.

    El primer bocado de carne que se trinchó fue para eimpaciente Freire, quien sólo se ocupó de saborearlo a s placer.

    —¿Qué tal? —preguntó Las Heras, llevándose a la boca otrtajada.

    Freire se dio tiempo para contestar: —Excelente —dijo, cuando hubo tragado—. Le encuentr

    algo de parecido a la pechuga de pavo asado al horno. —¿Y no parece que hasta aliñada está? —preguntó La

    Heras, con una sonrisa que la escasez de luz ocultó perfectamente a Freire.

    —Cabal —dijo éste—; pero, ¿ qué parte del avestruz es éstaEl capitán Escanilla se mordía con fuerza el labio inferior

    como para contener la risa.

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    —Yo entiendo de avestruces —respondió Las Heras. contoda seriedad—, y apostaría mis pestañas a que estamoscomiendo un trozo de ancas.

    —¡Ancas! —exclamó Freire, sorprendido.Escanilla no pudo reprimirse y prorrumpió en una

    estrepitosa carcajada. —¡Ah, bribones! —prosiguió Freire—. ¡Me han hecho

    comer caballo! —No tal —dijo Escanilla, comprimiéndose el estómago para tomar aliento—. Es ave...

    Y, entre las convulsiones de otra carcajada, concluyó dedecir:

    —Porque lo llaman pollino... —¡Un burro! —exclamaron Freire y Las He. ras, el uno

    con la más lamentable sorpresa y el otro secundando aEscanilla en su festivo alborozo.—¡Carne de burro! ¡ Estamos bien! —decía Freire,

    mientras sus dos interlocutores se reían a más y mejor. —Pero, ¿no es verdad que es muy buena?

    —preguntó al fin Escanilla. —¿Y que tiene gusto a pechuga de pavo?

    —agregó Las Heras.Freire no pudo menos de reírse. —¡Diablos! ¡Lo que es el hambre! —repuso, moviendo

    reflexivamente la cabeza—. Habría jurado que era carne deave.

    —¡Vaya, sigamos comiendo, pues!; ahora no tendráusted excusas que poner —le dijo Las Heras.

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    —Eso no; confieso que el bocado es agradable, pero ecuanto a comer más... —¡Por Dios! Eso ya es un capricho. —Es que también estoy satisfecho; alcancé a comer un

    buena ración.Apenas acababa de hablar Freire cuando se acercó un

    soldado, diciéndole:—Mi capitán, un caballero pregunta por usted. —¿Un caballero? ¿Es alguno de los que han venido conosotros? —No, mi capitán; viene llegando con una señorita en est

    instante. —¡Calle, y a estas horas. Pero, ¿dónde están? —Se han quedado allí, cerca de la fogata grande

    esperándome. —Hazlos venir aquí, ¡qué diablos! Les convidaremos carn

    de burro —dijo Las Heras. —Bien dicho. Ve por ellos... Han de ser algunos

    desgraciados fugitivos. Se habrán atrasado en el camino y ntendrán qué comer. Preguntarán por mí corno preguntarían pootro cualquiera a fin de obtener auxilio.

    —No les digamos que ésta es carne de burro —dijo Escanilla.

    —Según como sea la señorita —observó Freire—. Si es feque coma burro, y si no... —¿Que se muera de hambre? —preguntó Las Heras. —No sea usted zonzo ; si es bonita debemos darle burr

    sin decirle ni antes ni después qué sabandija le damos; y ses fea, le haremos sufrir

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    el chasco de usted, para ver los gestos que hace. —Silencio, ya vienen —dijo Freire.En efecto, viose llegar hasta muy cerca del fuego, que ardía

    diez pasos de aquel lugar, a dos personas a caballo, cuyosrostros no fue posible percibir, desde luego.

    —Poca luz hay para ver la cara de la mujer

    —dijo Las Heras. —Atiza el fuego, hombre —gritó Freire a un soldado.Entretanto, el jinete había echado pie a tierra con tanta

    agilidad como si viniera de un paseo, y se acercaba a la dam para ayudarla a bajar. Los tres oficiales no se movían de su puestos; pero examinaban con toda atención a los reciéllegados. Apeada la mujer, se apoyó en el brazo que sucompañero le ofreció con muestras de gran respeto ycortesanía. Al dirigirse los dos hacia donde estaban Freire y sucompañeros recibieron de lleno la luz en la cara.

    Freire y Las Heras prorrumpieron en un grito de admiración —¡La hermana de Monterreal! —dijeron ambos.

    Y se levantaron apresuradamente para ir asu encuentro.

    —¡Rodríguez! —agregó Freire, cada vez más sorprendido.

    —Los mismos —respondió éste, que había oído aquellaexclamaciones y llegaba saludando con aire gozoso, como lhabría hecho en las circunstancias más felices.

    —¡Ustedes aquí! —exclamó Freire.

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    CAPITULO SEGUNDO

    ESCARAMUZAS

    Los tres oficiales se apresuraron a ceder a los recién llegadossus propios lugares, excusándose de lo poco que podíanofrecer.

    A Corina se la hizo sentar sobre las dos sillas de montar juntas una sobre otra; Rodríguez se acomodó en la mism postura en que había sorprendido a los oficiales, es decir, en suelo y con las piernas dobladas.

    —Esto es sentarse a lo turco —dijo.Pasados estos preliminares de cortesía y sentados ya todoalrededor de la piedra que hacía los oficios de mesa, se dio prisa Las Heras en preguntar a Corina por Ricardo.

    —Me separé de él —agregó— con bastante temor por lsuerte de ustedes; y en cuanto la he visto ahora a usted me haasaltado terribles sospechas.

    —¡Ay! —respondió Corina, con los ojos impregnados delágrimas—. Nada, absolutamente nada puedo decir de la suerde mi familia; pero sí tengo razones para conjeturar de unmanera terrible.

    Rodríguez contó cuanto había pasado,y, con lahabilidad que sólo él poseía para dar a sus pláticas el tintque mejor cuadraba a su genio, se expidió de tal modoque logró no entristecer ni

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    aun a la misma Corina, a quien tan lamentablemente afectabalos hechos narrados.Verdad es que cuidó de mezclar a su relato conjeturas y

    reflexiones hábilmente calculadas para tranquilizar los ánimos.De aquí resultó que, sin esfuerzo alguno, la conversación

    rodó sobre las circunstancias presentes.Freire, entretanto, observaba en silencio las relaciones qu

    mediaban entre Rodríguez y Corina.

    —No esperaba encontrar al general O’Higgins aquí —dijRodríguez—; me habían dicho que nos traía una jornada dedelantera.

    —Bien puede ser —respondió Freire—; pero hemosmarchado muy despacio porque nos ha sido preciso venirabriendo el camino, que estaba completamente cerrado por lasnieves... —Pero veo que ustedes no han concluido su cena; handejado enfriarse ese asado.

    —Haremos traer más —dijo Las Heras, con un aire deseriedad que hizo sonreír a Escanilla—. Supongo que ustedesno habrán cenado y que nos honrarán con su compañía.

    —La honra sería para nosotros; pero no se molestenustedes —objetó Rodríguez.

    —No es molestia ninguna —volvió a decir Las Heras—Por el contrario, tendremos el mayor gusto en que ustedes nohagan compañía. La carne abunda y está exquisita: apelo al tetimonio del capitán Freire, que la ha comparado con la pechugde pavo.

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    —¿Sí? —dijo Corina— Conque ¿tan buena está?Rodríguez sorprendió una mirada maliciosa de Escanilla y s

    inclinó para examinar de cerca el asado que quedaba sobre piedra.

    —¿Es carne de vaca ésa? —preguntó.Escanilla y Las Heras cambiaron una ojeada de inteligencia. —Pregúntelo al capitán Freire —dijo el segundo—, pues é

    que tanto la ha elogiado, podrá dar mejores informes. —Sin embargo, apenas la he comido —observó él—. Estoseñores sí que le han hecho bastante honor, y les cedo a ellos palabra.

    —¡Vamos! —dijo Rodríguez—. ¿Tantos preámbulos hayque gastar? Pues me pongo en guardia contra el dichoso asadYo tengo otra cosa que ofrecer a ustedes, de nombre másfranco y de irreprochable sabor.

    Diciendo esto fue en busca de sus caballos, que estaban poca distancia.

    No bien se hubo llegado a ellos cuando divisó a un oficiaque se acercaba envuelto en su capote y recorriendo coinvestigadoras miradas los diversos grupos en que soldados paisanos fraternizaban alegremente, sentados alrededor de lafogatas.

    El porte severo, el mesurado paso de aquel militar, llamarola atención de Rodríguez.

    —¡Por quién soy —murmuró—, que ése no es otro queO’Higgins! ¡ Vamos! Ha llegado el momento; veremos cómse maneja Corina... En

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    verdad que lo siento por ella; el lance es difícil... pero ¡ qudiablos!

    Y concluyó por mover los hombros, como dispuesto atodo.

    O’Higgins, pues era él, se dirigió a un soldado y le preguntó en voz alta:

    —¿Has visto al capitán Freire? —Sí, mi general; allá está, entre aquellas peñas — respondió el soldado.Rodríguez vio a O’Higgins tomar la dirección indicada y

    se dio prisa a volver al lado de Corina y los oficiales.Llevaba en las manos una caja de provisiones. —¡Hola! —le dijo Las Heras al verlo—; parece que usted

    tuvo tiempo de tomar precauciones de sobra para su viaje. —Todo ha sido obra de la casualidad, auxiliada con un

    poco de diligencia —respondió, sonriéndose alegremente; a pesar de que estaba violento, pues oía ya los pasos deO’Higgins a sus espaldas.

    —¿Sabe usted lo que nos querían dar estos señores? —le preguntó Corma.

    —No —dijo él, distraídamente. —Pues ese asado que usted ve —continuó ella, riéndose—

    es carne de...La frase expiró en sus labios antes de concluirla.

    Los oficiales se levantaron con precipitación, y el mismoRodríguez, que ya iba a sentarse, se enderezó cuan largo era.

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    O’Higgins estaba delante de ellos, tan admirado, que sulabios no acertaron a producir desde luego ni el más levesonido.

    Rodríguez se inclinó para saludar. —Señor general... —dijo.Mas éste, como si no tuviera ojos ni oídos para nadie

    más que para Corina, ni vio ni oyó el saludo. —¡Corina! —exclamó por fin, con una entonación taque nos encontramos impotentes para dar una idea de ella.El solo nombre de la joven pronunciado así valía por

    mil frases.La emoción de ella era incomparablemente menor

    pues esperaba este encuentro de un momento a otro, aunqunada se habían dicho con Rodríguez acerca de ello.

    Así, pues, sin tener que esforzarse para hablar, dijo aO’Higgins: —¿No es verdad que bien podía usted dudar de que so

    yo la misma Corina que dejó en Rancagua? —¡Dios mío! —repuso él, tendiéndole una mano—

    ¡Usted aquí...! ¡Usted aquí, Corina! ¿Cómo...? ¿De qué manera?¿Con quién ha venido?

    Y sólo entonces apartó la vista de ella para fijarla enlos demás circunstantes.Rodríguez iba perdiendo ya la paciencia, y así, cuandolas miradas del brigadier se detuvieron en él, permanecirígido, como si hubieraSido de acero.

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    En vez de saludar él, como lo exigía la etiqueta, esperó quO’Higgins lo hiciera.

    —¿El señor Rodríguez? —dijo éste, inclinando la cabeza dando un paso para presentarle la mano.

    —El mismo, señor —contestó él, inclinándose entonces ytocando la mano del brigadier—. Yo soy, señor, el que hatenido la felicidad de salvar a esta señorita de una horriblsuerte.

    O’Higgins abarcó de una sola ojeada a los dos jóvenes, comsi una idea poco tranquilizadora hubiera cruzado por su mente.

    —Pero, ¿cómo ha sido esto? —preguntó O’Higgins, coacento de la más viva admiración.

    —Es muy natural —dijo cándidamente Rodríguez—Sabiendo que Corina y su familia habían sido dejados en u pueblo entregado al saqueo, yo, que estaba a tres leguas, en vede tomar tranquilamente el camino de Santiago, tomé el que amistad me imponía: fuime a Rancagua, y logré tan buen éxitque ya ve el señor general que no me faltan razones para estasatisfecho.

    La reconvención que encerraban estas palabras era tan clarque O’Higgins no pudo menos de ruborizarse, a pesar de habrecobrado ya su presencia de ánimo.

    Pero no provenía tanto aquel rubor de la falta que con bastante habilidad se le reprochaba sino de las deducciones qule sugirió la propia jactancia de Rodríguez.

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    —Es usted muy valiente —dijo-—; casi tan valiente comfeliz. Lástima grande ha sido que el general Carrera no seinspirara en el arrojo de su consejero y secretario íntimo, pueasí no habría sido usted solo el que entrara a Rancagua sintoda la tercera división.

    O’Higgins suponía a Rodríguez al corriente de todos losecretos de Carrera, y, por consiguiente, envuelto en lamaquinaciones que se habían tramado contra él para dejarlsucumbir en Rancagua.

    Sus palabras eran, pues, una reconvención tan ruda, o quizmás que la de aquél, y también delicadamente combinada.

    Pero Rodríguez no era hombre de dejarse vencer en uterreno en que de la habilidad dependía la ventaja.

    Estaban rotas las hostilidades y le tocaba a él parar el golpde su adversario, y pararlo amagando, como corresponde a uágil lidiador.

    —¡Ay! —dijo—. Si el general Carrera hubiera podidconocer qué poderosos motivos los retuvieron a ustedes eRancagua —y sus ojos hicieron un movimiento intencionaaunque, en apariencia extraviado, hacia Corina—, estoy cierde que las cosas se habrían manejado de una manera mudistinta.

    O’Higgins no pestañeó, a pesar de que el dardo penetróagudamente en su corazón: era, en realidad, allí adonde ldirigía la implacable mano del que lo disparaba.

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    serve a Usía de suministrarle una miga a la malevolencia porque mientras con más desprecio mire a los que supone Usque la prohíjan, más la provoca, y mientras más arriba se sub para mirarlos, más pedestal les deja que mirar ... ¡Oh Dios mío!Si alguien pudiera exponer una prueba de que los desastres dRancagua no han provenido de los motivos plausibles que sólguían la conducta noble y elevada de Usía, si el más levindicio viniera en socorro de los enemigos de Usía, aun e

    estas alturas de los Andes en que Usía está colocado serívulnerable. Los malévolos, como los llamaría Usíaencontrarían la fuerza necesaria para arrojar tan alta la tinta quvendría a caer sobre la noble cabeza de Su Señoría, y lo que peor, siempre sobraría tinta para echar un negro borrón en l página más brillante que las heroicidades de Usía han de llenen la historia.

    Y las miradas de Rodríguez, extraviándose a veces haciaCorma, decían más claro que sus palabras: “Atreveos sostener que fue otra la causa del desastre de Rancagua”.

    El obedecía, en esto, ciegamente a los impulsos de sucorazón.

    Al mismo tiempo que hería al contendor, trataba deatemorizar al rival con las fatales consecuencias que su amorCorina le prometía.

    Quizá su proceder era poco generoso, pero se batía contra uadversario superior en poder y felizmente colocado en ecorazón cuya posesión disputaba.

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    —Mil gracias —respondió O’Higgins—. Esos consejos sodados con tanto interés que, en verdad, los estimo mucho; venir de otro que no fuera mi amigo creerla que tenía miedo dmí, y no por mí, como su solicitud lo manifiesta.

    Y volviéndose bruscamente a Corina le dijo:

    —Pero la familia de usted... ¿Qué ha sido de ella?

    Freire respiró como el navegante cuando ve alejarse ltormenta.

    Entretanto, Corina respondía diciendo que ignorabaabsolutamente la suerte de sus padres y de su hermano.

    Por su parte, Rodríguez, sin perder un instante su sangre fríase limitaba a observar a O’Higgins y a la joven, pronto intervenir cuando fuera necesario.

    Veía, además, con secreto gozo, que los ojos de ésta permanecían sin expresión alguna ante las ávidas miradas daquél.

    Corina era fiel a su juramento.El mismo O’Higgins, acostumbrado a leer en sus ojos la

    puras y delicadas emociones que la presencia de él arrancabaa su alma, se sentía herido por aquella frialdad.

    Y era que Corina sacrificaba el amante al amigo; su amor, la gratitud; los impulsos de su corazón, a la palabra empeñadaEl martirio de ella era incomparablemente superior al de él.Por fin, el general, tratando de poner término a su

    embarazosa situación, y adoptando una

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    idea cuya realización debía mortificar inmensamente Rodríguez, dijo a la joven:

    —En estos fríos parajes no hay más albergue para pasar lnoche que una pequeña habitación a treinta pasosdeaquí. Mimadre y mi hermana están allá y tendrán un verdadero placeren compartir con usted su alojamiento. A la hora que ustedguste...O’Higgins vio que Corina, antes de contestar, miró aRodríguez como para tomar su parecer, y entonces se dio prisa agregar con forzada Sonrisa:

    —Su compañero tendrá también un lugar allá mismo. Hehecho dividir en dos partes la pequeña pieza de que le hablo,colocando por medio un verdadero biombo de pieles; me pro- ponía invitar a estos señores —e indicó a Freire, Las Heras yEscanilla—, y justamente he venido aquí con ese objeto.

    Rodríguez se inclinó, dando las gracias, con los demásoficiales.

    —Nos iremos ya —repuso O’Higgins, adelantándose aofrecer el brazo a Corina.

    —Un momento, señor —le dijo Rodríguez—; si Usía nos permite...; tratábamos de cenar cuando la presencia...

    —¡Ah! —exclamó O’Higgins, cortado de pronto en suademán. —Entonces tendremos el gusto —dijo Corina,

    impremeditadamente— de ofrecer a usted y a su familia una parte de nuestras modestas pro-

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    visiones, pues hemos sabido que no tenían ustedes qué cenar.Rodríguez le dirigió una mirada elocuentísima de despecho.

    Sólo entonces conoció ella la contrariedad que hacía sufrir su amigo; pero ya era tarde.

    Comprendiendo Rodríguez que no era posible hacer yobjeción alguna, sino que, por el contrario, la urbanidad l prescribía otra cosa, agregó al instante: —Es una excelente idea; y me atrevo a unir mis ruegos a lode Corina para decidirlo a Usía a aceptar.

    Sólo le quedaba la esperanza de que O’Higgins rehusara averlo tomar parte en la oferta.

    Mas éste, con aquel rasgo de adivinación propio de loenamorados, penetró la intención de su rival, y, venciendo todescrúpulo, aceptó dando las gracias a Corina y haciendo unligera inclinación de cabeza a Rodríguez.

    La joven, por su parte, se arrepentía en sus adentros de suligereza; aquella mirada de Rodríguez había iluminado sinteligencia, revelándole toda la importancia del triunfo que su palabras habían concedido a O’Higgins.

    Y así, cuando, al apoyarse en el brazo que éste le ofrecíasintió levantarse en su alma la misteriosa e íntima satisfaccióque produce el más débil contacto de la persona amada, tuvun vago remordimiento, una idea indefinida, pero mortificantde haberse apartado del camino a que la obligaba su promes jurada.

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    Sus ojos buscaron nuevamente los de Rodríguez, a tiempo d ponerse en marcha, y a la luz de la fogata próxima, cuya llamavivada incesantemente por el viento, arrojaba de frente sobel joven sus titilantes resplandores, leyó en su rostro la mádolorosa desesperación.

    En el mismo instante lo vio también hacer un poderosesfuerzo sobre sí para dirigir la palabra a Freire, con votranquila, pero en la cual sólo pudo notar una debilísiminflexión que traicionaba su amargura.

    Oyó, pues, que decía al capitán: —¿Quiere usted hacer que alguien se encargue de mi

    caballos y que nos lleven las monturas adonde hemos de pasala noche?

    —Al momento —respondió Freire. —Pues, entonces, voy a tomar solamente una frazada qu

    viene suelta sobre la silla de Corina —agregó Rodríguez, encaminándose hacia los caballos.

    Corina había andado ya algunos pasos; mas no había perdiduna palabra ni movimiento de su amigo.

    Al verlo apartarse de los oficiales, un rapto invencible dgenerosidad le impelió a decirle una palabra de consuelo.

    Desprendió, de improviso, su brazo del de O’Higginsdiciendo: —Voy a tomar mi pañuelo.

    Y se acercó a su caballo, precisamente cuando Rodrígueestaba junto a él:

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    —-He jurado —le dijo en voz baja, apretándole una mano—y no olvidaré un instante el compromiso contraído.

    Y sin aguardar respuesta alguna volvió al lado del generalquien observaba silenciosamente, sospechando el ardid de la joven.

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    CAPITULO TERCERO

    LOS DOS RIVALES

    Pusiéronse todos en marcha.El aire heladoy enrarecido de aquellas elevadísimas

    montañas azotaba el rostro de los seis paseantes nocturnosO’Higgins y Corina llevaban algunos pasos de delantera Rodríguez y los tres oficiales. Cerraba la marcha un soldado,quien Freire le ordenó traer los caballos. El indefinible rumodel deshielo y las pisadas de ellos mismos eran los únicoruidos que turbaban el silencio de las abruptas sinuosidades qucircundaban el paraje.

    En los primeros momentos, O’Higgins, que con tanto gozhabía acogido su propia idea de invitar a Corina y que nhabría omitido sacrificio posible de hablarla a solas; él, que saprontaba para decirle mil cosas sobre su amor y suinquietudes, se encontró mudo, sin ideas que expresar.

    ¿Era que la grandiosidad de aquella naturaleza seapoderaba de su alma y le imponía el mismo silencio que todos? ¿Era la emoción gratísima, pero avasalladora, que l presencia de Corina, a quien había llorado perdida, le causaba¿O los celos, el despecho, el dolor de sospecharse pospuesto eel corazón de la joven?

    Sea como se quiera, O’Higgins sólo habló al cabo dlargos instantes, y sus primeras palabras

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    fueron únicamente las que brotaban de su corazón, las que sinquietud le dictaba.

    —-Corina —le dijo en voz baja y apasionada—, ¿me amusted aún?

    Ese aún encerraba un poema.

    Abrazaba cuanto había pasado desde la última entrevista eRancagua hasta el momento de proferirlo; desde la culpa que se abocaba en las desgracias de la joven hasta la felicidad quotro había tenido de salvarla; en fin, desde la arrogancia dRodríguez hasta las complacencias de ella para con éste.

    Corina no respondió.

    A tan franca pregunta sólo había que decir un si o un no.

    El silencio no era ni uno ni otro; pero estaba inmensamentdistante de significar sí.

    Mas, al fin, tomó ella su resolución: prefirió decirlo todo. —He jurado —dijo brevemente, como si sus palabras le

    abrasaran la boca— no ser sino del que salve a mi familia.O’Higgins no pudo reprimir un movimiento de sorpresa. Mencontradas emociones se agitaron en su corazón: comprendi

    al instante el sacrificio de la joven, sometiéndose a una condción impuesta de un modo violento contra sus más dulceaspiraciones. —¡Pero usted me ama! —dijo, pretendiendo arrancar de loslabios de su amada lo que leía en el fondo de su alma.

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    —Comprenderá usted —observó ella con profundo dolor—que habiendo jurado eso no debo amar sino al que...

    —No debe usted amar —le interrumpió O’Higgins—, perama. El amor no reconoce leyes. ¿No es verdad que, a pesar dsu juramento, usted me ama como antes?

    Corina se vio cogida; pero reflexionó que alentando laesperanzas de O’Higgins hacía traición a las que había hechconcebir a Rodríguez. El cáliz era amargo; pero era preciso beberlo.

    Ya llegaban al fin de su camino cuando se decidió a hablar, obedecer sólo a su conciencia, a su lealtad.

    —Rodríguez me ha salvado la vida; más que la vida, mhonor —dijo con heroica firmeza—. Le he jurado ser suya pero, antes de jurarlo, examiné atentamente mi corazón.

    Y como si temiera que algún suspiro delatara su íntimdolor, se comprimió fuertemente el pecho con la mano que napoyaba en el brazo de O’Higgins.

    Un hierro candente que hubiera desgarrado las entrañas déste le habría causado, en lo moral, una conmoción menodolorosa. Detúvose de improviso, como se detiene el león en scarrera, bajo la impresión de la bala que lo hiere. Pero fue sólun instante; aquel instante preciso en que toda su sangre debidetenerse en sus venas. El héroe reprimió al punto su emocióHallábase también delante de la puerta de la casucha.

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    había tenido en su mano como para dejar que el hielo de lnoche penetrara en sus sienes, y, atusándose la patilla, volvió presentarse con rostro impasible en el umbral de la puerta.

    Su aparición atrajo las miradas de todos los circunstantes,y, entonces, ensayando él una sonrisa de las más naturales,llamó a Rodríguez con una sena.

    Levantóse éste al momentoysalvó el corto espacio que loseparaba de la puerta.O’Higgins se hizo hacia afuera y le dijo en voz baja: —Vamos.Por extraña que fuera esta invitación, Rodríguez no hizo

    objeción alguna. Se limitó a seguir al general, que, pareciendono cuidarse más de él, tomó apresuradamente el mismo senderque antes habían seguido para venir hasta allí.

    Pronto llegaron a la estrecha planicie donde los soldadosse habían reunido para hacer sus fuegos. Todos aquelloshombres dormían ahora agrupados al pie de las rocas, salvo elque hacía de centinela, quien entretenía su tiempo cuidando deque las fogatas no se extinguieran.

    Aquel soldado sintió los pasos de O’Higgins y Rodríguez,y abandonó su tarea para salirles al encuentro.

    Mas, al reconocer a su general, a favor de la lumbre que émismo atizaba, se hizo atrás, presentando su sable, única amiacon que montaba la guardia. O’Higgins pasó por delante de élsin mirarlo.

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    Rodríguez, con su sombrero de pita calado hasta los ojos, envuelto en su manta de modo que le cubriera desde las nariceabajo para resguardarse de la crueldad del aire, seguía al brgadier, esforzándose en imitar la velocidad de su marchaPreocupábalo la idea de cuáles podrían ser las intenciones daquél, y, con su viva y maliciosa mirada, parecía interrogar todo lo que lo rodeaba. Sus ojos vagaban incesantemente a uny otro lado, como que procuraban divisar el término de aquelcaminata, y, por último, venían a detenerse en la figura degeneral, cuya capa flotaba desenvuelta al viento, y cuya espadhacía un formidable ruido en las anillas.

    Pronto dejaron atrás el campo en que pernoctaban losoldados y demás viajeros; el camino se hizo estrecho escarpado, y la marcha, fatigosa. La atmósfera delgada de paraje no permitía una agitación como aquélla sin que los pumones se encontraran ávidos de aire.

    Rodríguez estaba tentado ya por preguntar el objeto de aqueextraño paseo, cuando el general se detuvo de repente.

    —¡No tiene usted una espada! —exclamó, con tono deextrañeza, como si hubiera estado persuadido de lo contrarihasta ese momento y se admirara entonces de su engaño. —No, señor; no soy militar —dijo Rodríguez, con la mánotable sangre fría.

    Y al cabo de una pequeña pausa, agregó, como si adivinarel pensamiento de O’Higgins:

    —Pero sé manejarla, señor.

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    O’Higgins lo midió con una arrogante mira-da desde los piehasta la cabeza.

    —Ya lo sabía —contestó—. ¡ Para ponerse usted al servicide un ambicioso revolucionario que sólo a mano armada podescalar el poder necesitaba usted abandonar su carrera deabogado, olvidarse de las leyes, pisotearlas y empuñar uacero, que desde antes de blandirlo estaba ya deshonrado por objeto a que se le destinaba!

    La voz del general, calmada al principio, se fue alterandgradualmente y elevándose de tono hasta terminar en el questaba a la altura de su furor.

    Rodríguez no se intimidó, pues no cabía el miedo en s pecho, pero se maravilló extremadamente de tan brusco ataqu

    Causóle aquello el efecto de un dique que se derrumba por fuerza de la misma agua cuyo curso detenía.

    En medio de su sorpresa, dejó caer la punta de la manta coque se cubría el rostro, y fijó su vista en O’Higgins de un mod particular, que denotaba cierta extraña curiosidad.

    —Bien se conoce —añadió éste, en el colino de su rabia—qué indignos cálculos obedecía para elegir a sus satélites el ques causa de que nos encontremos aquí. ¡Bien se conocecaballero Rodríguez! ¡No tiene usted una espada! Sí, es naturaentregado usted a urdir desde terreno seguro las tramas inicuque su jefe ... ¡Oh! ¡Es muy gracioso! Hay hombres que sabenmanejar la espada, pero saben mejor prever los casos en

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    que no deben llevarla... Es usted un astuto paladín, señoRodríguez: le doy a usted la enhorabuena.Y, volviendo la espalda, pateó el suelo con furor,

    murmurando palabras ahogadas, de las que Rodríguez percibía —¡Maldición!¡Oh, miserable de mí! ¡Insensato! ¡No tiene

    una espada! ¡Cobarde!Aquel terrible acceso duró algunos instantes, sin qu

    Rodríguez se decidiera a interrumpirlo, dominado, como debíhallarse, por mil emociones distintas. O’Higgins terminó posentarse, con la cabeza entre las manos, en una roca tapizada dnieve, a la orilla del sendero. Contemplólo Rodríguez, siempmudo, con una expresión de tristeza o de lástima, pero no dencono. Las ofensas que había recibido, si bien pudieroalterarlo por un instante, las apreció en seguida como el efectde los más encarnizados celos y de la más hondadesesperación.En vez de sentir el impulso de castigar a su ofensor, tuvocompasión de él.

    Mas no hallaba qué partido tomar. Exigir una reparación l parecía inhumano; tratar amistosamente a un hombre quacababa de insultar-lo, era humillante.

    O’Higgins exhaló un suspiro que parecía sollozo, y levantla cabeza.

    —¿Aún está usted ahí? —dijo, alzando la vozcoléricamente.

    —¡Oh, señor! —dijo entonces Rodríguez, decidiéndose hablar—. ¿Querría usted que me hu-

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    biera ido así, después de las hermosas frases que he oído? —¿Y qué espera usted, señor mío? —preguntó aquél conaltivez, levantándose de la roca en que se había sentado.

    —Que nos expliquemos con la serenidad que correspondea hombres valientes.

    —¡Hola! ¿Es una lección de valentía la que usted pretenddarme? Pues bien, vaya usted a traer una espada que medir cola mía. ¡Estoy ansioso de marcar en la cima de estas cordillerael límite de mi patria con la sangre de alguno que hayacontribuido a su pérdida!

    Rodríguez se acercó gravemente al general.

    —Señor —le dijo con noble acento—, me provoca usted me violenta a la vez. ¿Qué pretende usted? ¿Cuáles son lasofensas que le he hecho que lo inducen a obrar así? Me hahablado usted de mis servicios al lado de un caudillo de quienes o a quien considera su enemigo. ¿Querría usted acaso vengen milos males que él haya causado? ¿De dónde acá ese furoren contra mía tan sólo? Bien puede usted odiarme, porque talvez se forje razones que le hagan odioso a cuanto ha militado bajo las banderas de su rival político. ¿Pero, así, por ese odiotan sólo provoca usted a un hombre que ni ha tenido ni tiene lamira de ofenderlo? ¡Oh, señor! Eso no hace honor ni a suesclarecida bizarría ni a su afamada prudencia. Sea ustedfranco, señor, porque yo, en verdad, sospecho que otrosmóviles lo arrastran a obrar así. Es usted uno de los primerosvalientes

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    de mi patria: tenga, pues, el valor de la franqueza. ¡Qué! ¿Serusted capaz de denostarme, como lo ha hecho, sin atreverse darme una razón plausible de su conducta?

    Rodríguez hizo una corta pausa durante la cual el brigadier, que había escuchado hasta ahí con admirablequietud, se volvió a sentar con ademán distraído.

    Fue ésta una señal evidente para Rodríguez de que sus palabras, en vez de irritar a su contendor, lo habían hechoreflexionar.

    —Me pide usted una espada —continuó—. ¿Y hareflexionado usted las consecuencias de su demanda? La suerde un duelo es caprichosa. Tiene usted delante un hombre que,sin jactancia, no retrocede ante un lance de honor, por masformidable que sea su adversario. Una de dos: o me mata usteo yo lo mato. Supongamos lo primero, y helo ahí a usted frentea frente a su remordimiento, porque me ha provocado injusta-mente, y de su deshonra, porque ha derramado la sangre de suhuésped. No olvide usted que no soy otra cosa, desde elmomento que me ofreció y llevó a compartir conmigo el hogarde que había tomado posesión para su familia. ¿Y si yo lo mata usted, todos sus amigos no me tomarían por asesino enviado por el mismo general en jefe a quien ustedes reputan unencarnizado enemigo? ¿Y qué harían de mí sus soldados, señogeneral? Sería cosa de escapar de las manos para ser colgadofusilado en este mismo sitio. Más me valdría en ese casodejarme matar por usted, pues

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    moriría con honra y no vilipendiado ante los chilenos, ante loargentinos y ante la posteridad. Sí, ilustre general, es imposibun duelo entre nosotros. No crea usted que mis reflexiones sodictadas por la cobardía. No, señor; ni rehúso ni acepto un retme guardo para más adelante, y tenga entendido que ecualquiera otra ocasión me tendrá pronto, siempre que usted lesté para decirme la causa de sus provocaciones. ¡Qué diantre No se bate uno con un hombre como usted sin saber el motivy exponiéndose a ignorarlo por toda una eternidad.

    Y Rodríguez, que había ido dando a cada una de sus frases eacento grave o ligero que por su sentido le correspondíaconcluyó por adoptar el que era más peculiar de su carácter, uson casi festivo, como lo requería la intención semichistosa dsus últimas palabras.O’Higgins no se movía: su semblante, débilmente iluminad por los pálidos reflejos de la nieve, permanecía dolorosamencontraído.

    Sin embargo, ni su expresión ni su actitud eran ya las de lcólera: conocíase que habiendo llegado ésta a su paroxismohabía hecho crisis en fuerza de su misma intensidad.

    O’Higgins le dijo de pronto: —Caballero Rodríguez... —Señor —respondió al instante.Siguióse una pausa en que el general pareció recogers

    dentro de sí mismo para elegir sus palabras.

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    —La ignorancia que usted demuestra —dijo O’Higgins couna sencillez que parecía escogí— da— acerca de la causa dmis enojos...

    “¡Por Dios! —pensó Rodríguez—. Si éstos no son más quenojos, el diablo me lleve antes de verlo enfurecido.”

    —Esa absoluta inocencia —continuó O’Higgins— o eadmirablemente fingida o yo no se juzgar a los hombresQuiero creer en ella, aun cuando sufra un engaño; quierconsiderar a usted enteramente extraño a las maquinacionecriminales que se han tramado contra mi vida.

    —¡Contra la vida de Usía! —exclamó Rodríguez, dejándosllevar de su sorpresa.

    —Sí, señor, contra mi vida: todo lo sé; pero ya he dichoestoy decidido a no formar juicio alguno de usted hasta qumejores datos me pongan en aptitud de estimar su inocencia su culpabilidad. Por ahora, acepto sus excusas...

    Rodríguez pensó en que él no había dado ninguna.

    “Este es un ardid —se dijo—. Eso de maquinaciones contrsu vida no es más que una añagaza con que pretende extraviamis juicios.”

    Y agregó, en voz alta: —¿Querría, Su Señoría, ser más explícito en sus

    revelaciones? —¿Con qué objeto? No; aún no es tiempo, ya que sconfiesa usted ignorante de todo.“No hay remedio —pensó Rodríguez—. Es lo que ydecía.”

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    —Sólo le diré —continuó el general— que reuniendo yo, nha mucho, los antecedentes que tengo de usted a los datos quhe adquirido hasta aquí sobre el tenebroso plan de mienemigos, y a la doble intención que creí encontrar en la palabras de usted, recién nos vimos hace poco, me exasperó idea de servir de juguete a los cálculos astutos que llegué sospechar en usted. Y he aquí la explicación de mi conducta.

    Rodríguez se dijo, sonriéndose en sus adentros: “Muyenredado está eso; más es embrollo, a fe mía, que explicación

    —Quizás me he dejado llevar muy lejos por mis impresione —siguió el brigadier—; pero tenga usted presente que mcorazón está rebosando hiel desde el día en que la deslealtad la traición han cruzado los planes más brillantes de m patriotismo. Una gota de más coima la medida, una chispa qucae en un barril de pólvora no enciende solamente los granoque toca: hace estallar el todo... Sólo me resta ahora decir austed que si he vertido palabras que no suenen bien a sus oído...

    Aquí pareció reflexionar, como si le costara trabajo pasaadelante.

    —Pues bien —dijo al fin—, tómelas usted como quiera, ydemándeme reparación cuando lo crea conveniente. No mgusta retirar mis palabras una vez pronunciadas.

    Esto último indicó a Rodríguez la medida del sacrificio qule costaba a O’Higgins ocultar su encono. Había podidreprimirse, por amor pro-

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    pio, por orgullo; pero no quería apretar amistosamente la mande su rival: dejaba suspendida entre ellos una ofensa, como slevanta una elevada muralla para librarse de un vecino incómodo.

    —Por ahora —siguió diciendo el mismo O’Higgins—, no eusted mi huésped, como parece creerlo; aquella habitación eque debemos pasar la noche no es mía, sino de cuantos quepaen ella. Usted es dueño de quedarse o de marcharse, como mále acomode, sin que lo uno ni lo otro signifiquen absolutamennada para mi.

    —Está muy bien, señor —dijo Rodríguez, inclinándosafectadamente—. Nada quiero objetar a Su Señoría sobre lacontradicciones que he podido recoger en sus palabras, orfavorables, ora adversas, conforme a las pasiones que debeagitar su espíritu. Me fijo tan sólo en que Usía deja subsistentsus ofensas, y contesto repitiendo mis propias palabras: “Mguardo para más adelante”.

    Y haciendo Rodríguez un cumplido saludo, se apartó a unlado del camino para dejar el paso franco al brigadier.

    Ambos marcharon en seguida, guardando el mismo orden eque habían venido; pero sin dar a sus pasos la misma celeridadComo a la mitad del camino se detuvo O’Higgins para decir

    —Supongo, señor Rodríguez, que usted no gusta hace públicos sus asuntos.

    —Cuente, Su Señoría, con mi discreción.

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    —Pues, en tal caso, seremos para los que están allá —indicó el lado en que se hallaba la casucha— lo que éramoantes de salir.

    —Que me place —respondió lacónicamente Rodríguez.

    Y volvieron a seguir ambos su silenciosa marcha.

    En la planicie en que dormían los soldados encontraron Freire y Las Heras que, alarmados con la prolongada ausencide uno y otro, se informaban preguntando al centinela esendero que habían seguido.

    Reuniéronse los cuatro sin que una sola palabra se pronunciara acerca de la escena que había tenido lugar.

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    CAPITULO Cuarto

    UN PINTOR DE MUESTRAS

    La cárcel de Santiago se encontraba atestada de reos políticosen los primeros días de noviembre.

    La benignidad del gobierno de Osorio, tan preconizada posus parciales y aun por él mismo, no se extendía a los qucargaban con la más leve sospecha de haber pertenecido a bando de los patriotas o servido aun indirectamente suintereses.

    Hase dicho acerca de esto que el jefe realista se veíacompelido, por órdenes superiores, a la intolerancia en materde delitos políticos; y lejos de poner en duda taleaseveraciones, nosotros, atentos, investigadores de su carácteañadiremos que sin las terminantes instrucciones del virrey dPerú, sin las tendencias sanguinarias de muchos palaciegoconsejeros ambiciosos de venganza, y sin la carencia notable denergía que descollaba en Osorio, la última dominacióespañola no habría dejado una décima parte de los rastrosangrientos que manchan su historia.

    Sucedió, pues, que a virtud de pérfidas insinuaciones, cuando un encomiable rasgo del presidente Osorio habíllevado la confianza y la tranquilidad a los hogares de muchovecinos que no tenían más delito que su inofensiva opiniófavorable al bando caído, una cruel resolución cambió dimproviso el aspecto de las cosas.

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    El hecho es que dictadas varias disposiciones en que saseguraban la indulgencia y la generosidad para los quedeponiendo sus ideas hostiles a la nueva administración, sdecidiesen a llevar una vida pacífica al lado de sus familias, que después de obtener con tales promesas que se restituyeraa sus casas un gran número de personas respetables a quienestemor había alejado de Santiago para asilarse en los campovecinos, al poco tiempo de esto, decimos, en la noche del 7 dnoviembre, numerosas partidas del regimiento de Talaveraarrebataron de sus hogares a muchos vecinos caracterizados jefes de las más notables familias.

    Quien hubiera entrado, pues, a la cárcel, en la tarde del dí10 del mes citado, habría reconocido, entre la multitud ddetenidos que vagaban por sus patios y departamentos, personajes ilustres por sus luces, su fortuna o su posición.

    El ex director supremo don Francisco de la Lastra, lo presidentes del primer Congreso, don Martín Calvo Encalada don Juan Antonio Ovalle, los vocales de la primera JuntGubernativa, don Ignacio de la Carrera y don Juan EnriquRosales, don Manuel Salas, don Juan Egaña y otros muchos tailustres como éstos se encontraban confundidos con lo

    criminales, y sujetos a los tratamientos más ignominiosos.La más refinada crueldad habían desplegado, al hacer esta prisiones, los toscos y desalmados talaveras, quieneencontraron un abominable placer en humillar a sus víctimasno excu-

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    sando atropellos, injurias ni vejámenes, ni a ellos ni a suesposas e hijas. Muchas de éstas se vieron también obligadasseguir la desgraciada suerte de sus padres o maridos cuando exceso de su cariño y desesperación las impulsó a im premeditados rasgos de resistencia.

    A la hora en que nos hacemos acompañar del lector ainterior de la cárcel, las seis de la tarde, no es difícil distingula singular figura de un hombre que se pasea cavilosamente poun costado del patio principal.

    Es un individuo de regular estatura, más bien alta que bajade edad indefinible, que sólo a fuerza de atención podrícalcularse en unos treinta años; y es que el rostro de nuestrhombre se encuentra encubierto en su mayor parte de unamanera bastante notable y algo extraña.

    En primer lugar, lleva un par de anteojos de cristal verdeoscuro con cortinillas de tafetán del mismo color, que le cubrtoda la concavidad de los ojos y una parte de las sienes.

    En seguida se le ven varios parches negros de diversotamaños, distribuidos irregularmente en su facciones; el unocasi tan grande como una peseta del rey, le cubre el lagrimalderecho, saliendo de debajo de los anteojos; otro, la partizquierda de la barba; otros dos más pequeños y muyinmediatos ocupan la mejilla del mismo lado, y finalmente unfaja de la misma tela empleada en los parches cubre desde atrde una oreja un buen trecho del pescuezo. No omitiremos decque éste se halla descubierto en toda

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    la aparición de dos jóvenes conocidas nuestras en el balcón qudaba frente al costado que él ocupaba.

    Estas dos jóvenes eran: Ricardo, con su disfraz de mujer, yAmelia, quienes, tomados del brazo como dos amigas, sacercaron a la barandilla del balcón y se pusieron a miradistraídamente lo que pasaba en el patio, sin detener su vista eninguno de los muchos grupos de prisioneros que lo poblaban.

    De ahí a poco, Amelia hizo a Ricardo varias señasignificativas con los dedos, acompañándose de ciertos visajey otros ademanes expresivos.

    Esta circunstancia debió causar nueva admiración en el dlos anteojos, porque se detuvo un instante en la mitad de su paseo.

    En seguida, hizo un movimiento de hombros, corno quiehalla una explicación natural sobre algo que no entiende, siguió andando.

    Poco a poco fue avanzando la tarde sin que aconteciera otrcosa de particular, y entrando en medias tinieblas aquella pardel patio elegida para sus paseos por el extravagante y medit bundo prisionero.

    Sin embargo, no serían aún las oraciones cuando se detuvcon más descanso, es decir, apoyándose de espaldas en aquemismo rincón en que tantas veces lo había hecho.

    Después, sin dejar de observar atentamente a todos ladossacó de un bolsillo y con disimulo un pequeño ovillo de hil blanco; ató la extremidad en uno de los barrotes de fierro duna ven-

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    tana que tenía junto a él, y, poniéndose las manos a la espaldcomenzó otro nuevo paseo a lo largo de la misma paredteniendo cuidado de ir alargando hilo a medida que se alejabde aquel lugar.

    Su marcha era tan mesurada como antes,y sus pasosguardaban la misma regularidad.

    Por otra parte, el hilo se hacía tan invisible sobre el enlucid blanco de la pared que era difícil, si no imposible, divisarlo dcualquier parte del patio que se mirara.

    Resultó de ahí que nuestro desconocido pudo llegar a laextremidad opuesta del patio con la misma apariencia ddespreocupación que en los paseos anteriores.

    Entonces volvió a detenerse, como en el otro rincón, edecir, apoyándose de espaldas contra la pared.

    De esta manera pudo tirar el hilo hasta darle toda la tensió posible, y cortarlo en seguida, precisamente en la línea dintersección de las dos murallas.

    Su maniobra era tan disimulada como la anterior, y demismo modo volvió a caminar hacia la ventana, recogiendo ehilo a medida que se acercaba a ella.

    Esto último lo hizo con más precipitación que antes, erazón de haber sentido el ruido de las llaves con queanunciaban los carceleros la asistencia al oratorio, parrecogerse en seguida a las celdas.

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    Cortado el hilo en el mismo nudo que lo retenía a la ventanlo guardó nuestro hombre en un bolsillo distinto del en qudepositó el ovillo, y tomó la dirección de los demá prisioneros.

    Pero esto fue para él un nuevo motivo de precaucionemisteriosas. Su marcha, presurosa en los primeros momentosse hizo notablemente tardía al ir acercándose a la vereda podonde desfilaban los presos. Era como si marcara sus pasos polos de alguien a quien siguiera tenazmente con la vistaEntretanto, sacaba de sus bolsillos un papelito pequeño plegado en muchos dobleces, y lo conservaba en la mano.

    Pero notando a ese tiempo que su aspecto era objeto de latención de un oficial que, parado en medio del patio, junto cootros, inspeccionaba los movimientos de los prisioneros, volvia meter la mano con indiferencia en el mismo bolsillo y a dejel papelito en él, adoptando un aire más despreocupado cabía.

    El oficial a que nos referimos no era otro que el que hemoconocido ya con el título y nombre deCapitán San Bruno.

    Como lo había presumido el de los anteojos, su figurextravagante había despertado la curiosidad del capitán, justamente lo notó cuandoéste decía a uno de los oficiales quelo acompañaban:

    —¿Qué pajarraco es aquel de anteojos verdes y carremendada?

    —¡Ah! Es el pintor de rótulos —contestó riéndose einterrogado, como si algún recuerdo

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    digno de excitar su alegría hubiera acudido a su mente. —¿Por qué está preso? —preguntó San Bruno.

    —Una jugarreta inocente del pobre hombre..., ni valía l pena tenerlo aquí; pero...

    —En fin, ¿qué ha sido ello?

    —Supóngase usted..., una mujer dueña de un despacho yviuda de un pintor entró en tratos con éste para que le hicieruna muestra que representase a un hombre bebiendo yrecostado en el hombro de una joven. Llegando a ajuste de precio, exigió éste que la viuda le diera los pinceles, tarros ingredientes que había heredado de su marido, y además uncuarto de onza de dinero. Cerrado el trato, principió su obra ehombre en la misma casa de la viuda y con los mismos pincely pinturas del finado. Ya tenía hecha la mayor parte del cuadroy, según dice la mujer, le faltaba pintar las caras, que sólo esta ban perfectamente diseñadas, cuando le pidió el cuarto de onzque debía darle al fin de su trabajo; y como el pintor sedesempeñaba con tanta formalidad, y la pintura iba tan adelany tan a gusto de la viuda, que, según dice, no se cansaba dadmirar la postura graciosa y natural de los dos personajecuyos cuerpos estaban ya acabados, no tuvo reparo en darladelantado ese dinero... Mas aquí estuvo el mal...

    Y el narrador se interrumpió para celebrar de antemano couna alegre carcajada lo que iba a seguir.

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    —¿Se largó el pícaro? ¿ No apareció más? —preguntó San Bruno. —¿Qué? No; eso no habría tenido nada de particular ni d

    gracioso. —Pues, ¿qué hubo?

    —Que el bribón, que debe de ser un borracho de siete suelase apareció a los dos días ebrio aún y demandando más dineroso pretexto de que su trabajo estaba muy mal pagado.

    —En eso no veo nada digno de hacer reír...

    —Pues ya verá usted: la mujer se resistió a las exigencias d pintor, como es natural, y de ahí un serio altercado en quconcluyó el hombre por decirle: “Bueno, está muy bien

    concluiré mi cuadro y ya veremos a quién le ha de pesar”. Coesto se acostó a dormir allí mismo, y a la madrugada del dísiguiente ya estaba muy tranquilo delante de su cuadro, congran seriedad, dándole las últimas pinceladas. Sólo que, parrecibir mejor la luz, según decía, había dado al cuadro uncolocación distinta, de tal manera que la viuda sólo veía ereverso, al paso que el pintor estaba de frente hacia ella.

    —‘‘Yo no hice alto en este cambio —dice la mujer—, pero noté que el hombre me miraba con un ceño y una frecuencia eque se conocía el rencor que me guardaba por lo del día anterior. ¡Y quién había de pensarlo, señor —concluye ellmisma—, a las diez de la mañana, este hombre atrevido tuvo desvergüenza de presentarme el cuadro acabado! ¿Y a quiécree usted que había puesto ahí el corrompido?”.

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    —Ya caigo —dijo San Bruno, imitando al oficial en susfestivas risas—. ¿La pintó a ella? —Precisamente; pero con él, abrazada con él, con esa car

    llena de vendas y parchetones... —¡Ah diablos! —Le quedaban por pintar las facciones, y el pícaro

    aprovechó la ocasión.Y nuevas y más estrepitosas carcajadas, interrumpidas po

    alegres reflexiones sobre aquel lance, mantuvieron la charla palgún tiempo en el medio del patio, habiéndose agregado otrooficiales a tomar parte en ella.

    Entretanto, los presos habían salido de la capilla y se iban sus celdas.

    A ese mismo tiempo se acercó un soldado a San Bruno y ldijo:

    —Mi capitán, el sargento Villalobos ha llegado. —Pero, ¿dónde está? —Allá afuera. —¿Y qué hace que no entra y viene a yerme? —Como hay orden de que no entren más que los soldados d

    la guardia... —Con él no rezan esas órdenes. ¡Que venga al instante!El soldado se alejó y de ahí a poco se vio aparecer la figur

    alta y escuálida del sargento a quien dejamos tendido de un pistoletazo, camino de Rancagua, y cuya salvación inesperadhemos ya indicado.

    San Bruno se apartó de los otros oficiales y fue al encuentrde Villalobos.

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    —¿Qué ha habido? —le preguntó. —Ya está hecho eso. —Pero, ¿se ha conseguido algo? —¡Qué! ¡Nada, señor! Y eso que me tomé la libertad d

    aumentar la dosis, pues le he hecho aplicar cincuenta azotes evez de veinticinco.

    —¿Y siempre se sostiene en lo mismo? —Siempre, señor; nadie lo saca de sus primeras

    declaraciones y de lamentarse y maldecir la hora en que tuvo ocurrencia de adquirir ese salvoconducto. —De modo que ya no nos queda esperanza de averiguar má

    por ese lado. —Así lo creo, señor; y aun estoy convencido de que es

    hombre dice la verdad: el tal Rodríguez ha de haberse ido a otra banda para no volver más.

    —Pero esa exigencia de que le tuviera este hombre esalvoconducto a los quince días...

    —Argucias de él, pues, señor; sin duda para darle máimportancia a ese papel; no puede ser de otro modo: esthombre ha sido engañado, ya ve usted que ésta es la cuarta veque lo hacemos azotar en los quince días que está en nuestr poder; ni el diablo tendría tanto aguante para guardar usecreto...

    —Bueno. ¿Y qué has hecho del hombre?

    —Lo dejé en el cuartel; pero di orden, a nombre de usted para que lo trajeran esta noche aquí... —Me parece bien... Si ya no hemos de sacar nada de él...

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    —Siempre será bueno que permanezca en la cárcel por algútiempo, hasta que perdamos toda esperanza de hallar afacineroso.

    —En fin, eso es cuenta tuya; arréglate como te parezca, puetú eres el más interesado; aquello del pistoletazo debe escocercomo una ortiga.

    —¡Ay, señor! ¡No me haga acordar usted, más bien! —Por lo que hace a mí, sólo tengo el encono de haber sid

    engañado; pero eso no me hace gran mella desde que tenemoaquí a la muda. —¡No deja de ser consuelo! —A propósito, ya es preciso que pensemos en aislarla

    quitarle esas dos compañeras, Amelia y la otra jovencita, hijde aquel viejo que vive allá arriba, en la primera celda...

    —¿Don Juan Enrique Rosales? —Justamente. —Pero, ¿cómo haremos para separarlas? No hay una sol

    celda desocupada. —Ya lo he pensado. Me parece que debemos principiar po

    echar a la calle a esa tal Amelia, cuya inocencia está probada —Pero, señor, ¿entonces no piensa usted en ese pobre Jua

    Vargas, que ha perdido un ojo por asegurarle a la mudita?

    —¡Hola! ¿Qué es lo que pretende? —Que le entreguen a Amelia en premio de sus servicios.

    —¡Diablos! ¡No es poca cosa! La morenita es un bocadodemasiado noble para ese zopenco.

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    —Pero ya ve usted que no anduvo lerdo el pobre hombr para descubrir que esta muda era la misma niña por quien sinteresaba usted...

    —Sí; bien lo veo... Al fin... Esa Amelia ha dicho que ntiene parientes ni nadie que la reclame... Yo creo que no leharíamos mal a nadie... Convenido; se la entregaremos a Vargas.. ., pero que busque luego a donde llevársela.

    —Eso no puede ser tampoco; el pobre hombre no puedmoverse todavía. ¿Le parece a usted poco un pinchazo hasta lentrañas del ojo?

    —¿Conque ha sido mucho, eh? —Por ahí calcule lo que a usted se le espera de la mudita. —¡Hum! Conmigo no será tan brava; ya veremos. Pues es

    misma fiereza me encanta; ardo en deseos de experimentarla. —¿Y por qué no va usted a hacerle una visita para

    principiar? No importa que estén las otras delante... Siempre avanzará algo, por lo menos el darle una buena idea..., hacersel amable con ella.

    —¿Sabes que no dices mal? Me parece bien tu indicaciónVoy a verla esta noche, poco antes de que toquen a silencio.

    —¿Nada tiene usted que encargarme por ahora? —No... Que cuando traigan a ese hombre del salvoconduct

    lo pongan en el salón de los presos.

    —Pero si no cabe una aguja en él.

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    —Hay un preso menos ahora: ese esclavo Valiente...

    —¿Cómo? ¿Que ya fue dado en libertad ese señor?

    —Lo mandé al hospital; estaba muriéndose ese hombre...

    —¿Y lo van a curar después de haber muerto a un talavera —¡Qué! Si no ha sido ese pobre diablo. Sus declaracione

    están conformes con las de los vie jos en culpar al hijo de elloy a la criada.

    —¿Entonces ya es cosa probada que fue así? —Tal parece. —¡Bueno! ¡El muchacho tuvo su merecido...! Lástima es qu

    se escapara la criada en el camino de Rancagua... Pero yaparecerá; hay muchos ojos que la conocen; el tuerto dice quno se la despinta nadie del suyo... En fin, hasta mañana, señoy que le vaya bien con la mudita.

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    CAPÍTULO Quinto

    ESPERANZAS

    El salón de los presos estaba tan lleno de gente que, segúnla expresión de Villalobos, no cabía una aguja en él.Y, enefecto, entrando, o más bien, mirando hacia adentro, al travésde las rejas de las ventanas, poco después del momento en queterminara la conversación de Villalobos con San Bruno, erafácil ver cómo el pavimento se hallaba absolutamente cubiertode hombres que sólo tenían el espacio necesario para acostarsEra por esto que en las horas del día se daba libre acceso a los patios a todos los detenidos, pues aun en la noche, y noobstante mantenerse todas las ventanas abiertas, el aire se hacde tal manera irrespirable que ocasionaba la asfixia de muchoso enfermedades consiguientes a tan malsano tratamiento.

    El pintor de que hemos hablado en el capítulo anterior shallaba en el salón de los presos, y por cierto que debía sehombre precavido en cuanto a higiene, pues había tenidcuidado de elegir un lugar junto a la misma puerta de entradde manera que, aun cerrada, éste podía respirar el aire puro quse colaba por las junturas.

    De este modo, imitando al mayor número de aquellas gentese había tendido en el suelo; pero, extraño a las conversacionde los que se ha-

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    llaban inmediatos a él, se mantenía silencioso en su lugacomo entregado a sus propias cavilaciones.

    En tales circunstancias, el ruido de los cerrojos de aquellamisma puerta vino a interrumpir la charla de los presos,llamando su atención hacia ella. Era la llegada de un nuevocompañero de alojamiento lo que motivaba eso. Un murmullode descontento se hizo sentir en todos los ámbitos de la pieza ala vista del preso,ylas voces de los más atrevidos se levantaronsobre aquel rumor para decir:

    —Nos quieren ahogar.-—¿Por qué no nos arruman como costales?Y otras expresiones semejantes.A lo que contestó una voz desde afuera:

    —Anoche han dormido muy bien;y,sin embargo. no eranmenos que ahora.

    Y la puerta, de la cual sólo se había abierto una hoja paradar paso al nuevo huésped, volvió a cerrarse con estrépito.

    El preso, que era un hombre gordo, con manta, quedó parado, sin tener a dónde moverse. A sus pies estaba el pintorque había tenido que encoger las piernas para darle lugar. —¡Eh, amigo —le dijo, sin dignarse ni aun a mirarlo—, procúrese algún otro lugar. ¿No ve cómo estoy por usted,hecho un ovillo? Pase adelante.

    —Pero si no hay trecho ninguno, ni me es posible dar un paso. ¡Por Dios! Vengo medio

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    muerto —respondió el recién llegado, con voz las-limera.El pintor levantó la cabeza para mirarlo, e hizo un

    movimiento de admiración, que reprimió al punto. —¡Hola! ¿Y qué es lo que trae usted para no poder moverse —¡Dios mío! Casi me han muerto a varillazos. Para llega

    hasta aquí he tenido que venir sostenido por dos soldados.

    Estas palabras del hombre movieron la compasión de lo presos vecinos que lo escuchaban, pues se apresuraron estrecharse para dejarle, donde se encontraba, un lugar en qu pudiera tenderse.

    Aprovechó él, manifestando su gratitud con expresiva palabras mezcladas de dolorosos ayes que le arrancaban lo

    movimientos que hacía al acostarse.El pintor, más compadecido que los otros, se sentó y aun l

    ayudó a bajarse hasta dejarlo bien en su sitio.

    —¡Pobre hombre! —le dijo en seguida—. ¿Cómo y por quha sido esto?

    —-¡Ay! ¡Eso es un cuento muy largo, amigo mío! Pero ehecho es que esos malditos talaveras, a quienes se lleve ediablo, me han tenido quince días en su cuartel y me haazotado cuatro veces.

    —¡Cuatro veces! ¡Bárbaros! ¡Y con ésta son

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    —No; con ésta han sido las cuatro... ¡ay! Pero, bien dicusted, la de hoy ha valido por dos...

    —¡Cargaron más la mano los pícaros...! Si no tienenentrañas esos hombres... Pero ¿qué les ha hecho usted, miamigo, para tanto rigor?

    El hombre dio un gemido antes de contestar.

    —Ahí lo ha de ver usted —dijo al fin—, la injusticia mágrande... Me han sacado los pedazos...y cada vez que me tocanla ropa... ¡ Maldito... sea! ¡ Qué me daría a mí por entrar en talesconchavos...!

    —¡ Oiga! ¡ Ha estado usted enconchavos...! ¡ Pues no es poco...! Y si ha sido con insurgentes...

    —Peor que eso, amigo mío, con un diablo a quien Dioconfunda.—¡ Jesús, María...! Pero ¿quéconchavos han sido esos de

    tanta consecuencia? —Imagínese usted. Voy a contárselo todo, para que vea l

    injusticia... ¡Ay! ¡Qué dolor, por Dios! En dos palabras lo dirtodo ...Di dos caballos por un papel...

    —¡No es nada lo del ojo! —le interrumpió el pintor. —Sí, señor; por un pasaporte. —Eso es otra cosa; en estos tiempos un pasaporte vale com

    un diablo.

    —Bien puede ser...; pero no será el hijo de mi madre el quvuelva a dar ni un comino por cosa que se le parezca... ¡Biencaro me ha costado éste!

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    —Ya lo veo; pues usted cargará en cuenta su pelle jo sobre eimporte de los caballos.

    —¡Por cierto, caramba! —Pero ¿a quién diablo se le ha ocurrido tratarlo a usted a

    porque llevaba pasaporte? —A estos endiablados talaveras. ¿No lo he dicho ya?—¡ De veras! ¡ Sólo a ellos se les ocurre...! —Pero es que la culpa es del bribón que me lo vendió... ¡Ah¡Muy bien sabía él que lo andaban persiguiendo...! —Pero ¿qué culpa tiene ,usted...? —Ninguna, por cierto; pero a esta gente se le ha puesto qu

    yo sé el paradero de ese pícaro, puesto que tengo su pasaporte —¡Ah! Ahora comprendo. ¡Esa es la madre del cordero! —Pero yo, ¿qué voy a saber de él, cuando sólo, por mal d

    mis pecados, lo he conocido el día que hicimos este fatanegocio? —¿No lo ha declarado usted así? —¡Mil veces! Pero esta gente no entiende. Por fuerza he d

    saber lo que ellos quieren. ¡Bribones...! Pero no es tanta mrabia con ellos como con el que ha sido causa de todo esto.

    —El del negocio; precisamente, ése es el verdadero culpabl—¡ Ya me las pagará algún día...! Una vez no más lo he visto

    pero no se me despinta nunca...ya sabré dar con él. —¿Le sabe usted el nombre?

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    —Por supuesto, y lo primero que hice cuando meallegaronla primera tanda fue cantarlo de plano, junto con sus señas...Esun tal Manuel Rodríguez, a quien se lleve el diablo.

    —Bien merecido se lo tendría! —dijo el pintor, con undébil sonrisa que tenía algo de malicioso, y que no pudo se

    notada por su interlocutor.En ese momento el toque de silencio puso fin a todas la

    conversaciones, y ya no dominó otro ruido que el de los pasode los centinelas cuyos fusiles se veían relucir del lado exteriode las ventanas, heridos por la opaca luz de los faroles.

    Entretanto, sucesos de alguna importancia para el lectotenían lugar en otro departamento de la cárcel. Retrocedamoalgunos instantes para tomar las cosas por orden.

    Poco después de las oraciones, Ricardoy Amelia se hallabanen uno de los cuartos del segundo piso; habitación pobremenamueblada, en la que sólo se veían tres camas, otras tantasillas y un lavatorio. Sin embargo, esto en la cárcel era un lujque no pocos envidiarían.

    A la escasa luz que desde afuera proyectaba un farol colgaden el balcón se podía ver a los dos jóvenes. Ricardo recostaden una cama, y Amelia sentada a poca distancia.

    Aquél tenía un papel en la mano y decía en voz baja: —Por más que me devano los sesos no puedo comprende

    qué interés tenga ese hombre en

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    averiguar cuál es mi cuarto, ni qué personas me acompañan. —En todo caso —observó Amelia—, nada se pierde condecírselo; quizá tiene algún proyecto favorable para usted.

    —Pero, ¿por qué para mí? ¿De dónde le viene ese interés? —Se habrá enamorado de usted —dijo la joven

    sonriéndose—; no es el primero a quien le sucede. —Lo que prueba que mi disfraz es perfecto. —Y que su figura de mujer es encantadora. —No por eso dejo de estar aburridísimo. Pero si es un galáel que me escribe esto reniego de mis encantos femeninos

    ¡Traza más ridícula que la del tal hombre...! ¿Conque no se hfijado usted esta tarde en ese de anteojos, con la cara llena d parches negros?

    —Pues no lo vi. —Sin embargo, es una figura chocante..., y para darme e

    papel se nos puso en el camino... Pero se me ocurre una cos¿No será un amigo disfrazado...? Esos anteojos tan grandes.los mismos parches...; bien puede ser...

    —Ya había pensado yo en eso: es muy posible. —Pues mañana le contesto preguntándole quién es y

    satisfaciendo sus averiguaciones. —Pero la medida del cuarto... —Ahora la tomaremos con el mismo hilo que viene en e

    papel. Esperemos que llegue Teresa, y a puerta cerrada no pondremos a hacerlo.

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    Se ha demorado ahora; quizá la enfermedad de su padre.. .Pobre Teresa, tan cariñosa conmigo... En verdad que estotentado por decirle que soy hombre: es una indignidad llevamás adelante el engaño...

    —Siempre usted con la misma idea —dijo Amelia, cuyorostro se nubló desde que la conversación recayó sobre esto—¿ No teme usted que una indiscreción pueda hacer público elsecreto?

    —Pero si no cabe indiscreción en ello..., así como le hedicho que no soy muda. —¡Oh! Ya lo vería usted; el despecho de haber sido

    engañada... Cuando se acordara de las caricias que le ha prodigado usted... los besos, los abrazos...

    —Pero también yo le traería a la memoria cómo me heexcusado siempre de admitirlos, hasta llegar a despertar sus

    enojos y resentimientos. ¿Continuamente no me está diciendoque yo soy una mala amiga, tan indiferente con ella...? Puestodo eso le servirá de prueba en mi favor...

    —Pero, ¿a qué viene el descubrirse, por Dios? ¡ Mireusted qué escrúpulos esos...! Y en resumidas cuentas, ustedtiene la culpa; harto le dije a usted desde que llegamos aquí quno era conveniente hacer tanta intimidad con esa joven.

    —Como no veía yo ningún mal en ello, a pesar de lasrecomendaciones de usted... —Pues ya ve el mal. Ahora tenemos que se le haceindigno el continuar así... ¡Oh! ¡Ya sé lo que es eso!

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    Y Amelia esforzó una sonrisa que involuntariamentretrataba a lo vivo su amargura.

    —Vamos a ver, ¿qué es lo que usted sabe? —preguntó Ricardo, tratando de encubrir una rebelde sonri

    de muy distinta expresión que la de aquélla. —No hay necesidad de decirlo... ¿Qué me importa a mí?Y la joven abandonó vivamente su asiento y se fue a recosta

    sobre su cama, en el rincón diagonalmente opuesto al quocupaba Ricardo. Este movió la cabeza de una manera ququería decir: “¡Malo va esto!»

    Y se quedó pensativo,mirando con cierta expresión delástima hacia la cama de Amelia.

    “¡Qué diablos! —pensaba—. En verdad que mi situación edifícil. ¿Cómo soportar por más tiempo en silencio lo que pasen mi corazón? Yo necesito decir todo a Teresa; decirle“Perdóname, alma mía; te he engañado contra toda mi voluntad; cada abrazo, cada beso tuyo, han ido infiltrando en m pecho un amor inmenso que ya es un martirio ocultar”. PerAmelia,que no se nos separa un instante. Amelia, que me ama por más que se esfuerce en disimularlo; que ya sufre unos celterribles, y a quien le debo tantos servicios... He aquí ldificultad. ¡Ah! Si pudiera ocultarme de ella; pero ¿he de tenla crueldad de declarar a Teresami amor en su presencia...? ¿Yqué he de hacer...? ¡ Oh! ¡ Es para dar-se al diantre con tantadificultades! Pero ya siento los pasos. ¡Ella es!”

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    69 ENTRE LAS NIEVES

    Y, en efecto, un segundo después entró y se dirigió a la camde Ricardo una joven cuyas facciones no era posible distingu bien, en razón de la poca luz que recibía la pieza; pero cuy juventud se traslucía en los delicados y graciosos contornos dsu cuerpo y en la fresca y purísima voz con que dijo:

    —¿Mucho he tardado, Corina? —¡Chit, más bajo! —dijo Amelia con tono de mal humor—

    ¿Quiere usted que descubran que Corina no es sordomuda?La joven se turbó por un momento: —¡De veras! —exclamó muy quedo—. ¡Soy una loca! ¿M

    perdonas, Corina? Ya no se me olvida más.Y sentándose junto a Ricardo, en la orilla de la cama, le

    tomó las manos cariñosamente. —Así como éste son los descuidos que yo temo -dij

    Amelia, dulcificando su voz y dándole una entonació particular, a fin de que Ricardo comprendiera la doblintención de sus palabras.

    —Ha sido una casualidad —respondió él, por lo bajo. Yañadió, dirigiéndose a Teresa—: ¿Por qué se ha demoradtanto usted?

    —¡Usted! ¡Siempre la misma cosa! ¿No hemos convenido etuteamos...? ¡ Y está visto que no quieres ser mi amiga!

    —No lo tomes por ese lado, Teresa; quizá por lo mismo qute quiero tanto se me hace duro tutearte; he tenido siempre lcostumbre de tratar de usted a las amigas que distingo.

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    70 LIBORIO BRIEBA

    —Eso no puede ser cierto, picarona, quieres disculparte así¿Quié