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Page 1: Textos UT2  2012
Page 2: Textos UT2  2012

INTRODUCCIÓN

¿Puede clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como una flora o

una fauna, con sus especies tropicales, polares, sus bruscas mutaciones,

sus especies que están a punto de desaparecer? La civilización urbana es

testigo de cómo se suceden, a ritmo acelerado, las generaciones de

productos, de aparatos, de gadgets, por comparación con los cuales el

hombre parece ser una especie particularmente estable.

Esta abundancia, cuando lo piensa uno, no es más extraordinaria que la de

las innumerables especies naturales. Pero el hombre ha hecho el censo de

estas últimas. Y en la época en que comenzó a hacerlo sistemáticamente

pudo también, en la Enciclopedia, ofrecer un cuadro completo de los

objetos prácticos y técnicos de que estaba rodeado.

Después se rompió el equilibrio: los objetos cotidianos (no hablo de

máquinas) proliferan, las necesidades se multiplican, la producción

acelera su nacimiento y su muerte, y nos falta un vocabulario para

nombrarlos. ¿Hay quien pueda confiar en clasificar un mundo de objetos

que cambia a ojos vistas y en lograr establecer un sistema descriptivo?

Existen casi tantos criterios de clasificación como objetos mismos: según

su talla, su grado de funcionalidad (cuál es su relación con su propia

función objetiva), el gestual a ellos vinculado (rico o pobre, tradicional o

no), su forma, su duración, el momento del día en que aparecen

(presencia más o menos intermitente, y la conciencia que se tiene de la

misma), la materia que transforman (en el caso del molino de café, no

caben dudas, pero ¿qué podemos decir del espejo, la radio, el auto?).

Ahora bien, todo objeto transforma alguna cosa, el grado de exclusividad

o de socialización en el uso (privado, familiar, público, indiferente), etc.

De hecho, todos estos modos de clasificación, en el caso de un conjunto

que se halla en mutación y expansión continuas, como es el de los

objetos, podrán parecer un poco menos contingentes que los de orden

alfabético. El catálogo de la fábrica de armas de Saint–Étienne, a falta de

un criterio de clasificación establecido, nos proporciona subdivisiones que

no tienen que ver más que con los objetos definidos según su función:

cada uno corresponde a una operación, a menudo ínfima y heteróclita, y

en ninguna parte aflora un sistema de significados.1

1 Pero la sola existencia de este catálogo es, por el contrario, rica en sentido; en su proyecto de nomenclatura completa existe una intensa significación cultural: que no se llega a los objetos más que a través de un catálogo, que puede ser hojeado “por puro gusto” como prodigioso manual, un libro de cuentos o un menú, etcétera.

Capítulo: IntroducciónEditorial: Éditions GallimardLugar: ParísAño: 1968

UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS“EL SISTEMA DE LOS OBJETOS”, Jean Baudrillard.

Ciencias Humanas FAUD / UNC / 2012

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A un nivel mucho más elevado el análisis funcional, formal y estructural

de los objetos, en su evolución histórica, que encontramos en Siegfried

Giedion (Mechanization Takes Command, 1948), esta suerte de epopeya

del objeto técnico señala los cambios de estructuras sociales ligados a

esta evolución, pero apenas si da respuesta a la pregunta de saber cómo

son vividos los objetos, a qué otras necesidades, aparte de las funcionales,

dan satisfacción, cuáles son las estructuras mentales que se traslapan con

las estructuras funcionales y las contradicen, en qué sistema cultural, infra

o transcultural, se funda su cotidianidad vivida. Tales son las preguntas

que me hago aquí. Así, pues, no se trata de objetos definidos según su

función, o según las clases en las que podríamos subdividirlos para

facilitar el análisis, sino de los procesos en virtud de los cuales las

personas entran en relación con ellos y de la sistemática de las conductas

y de las relaciones humanas que resultan de ello.

El estudio de este sistema “hablado” de los objetos, es decir, del sistema

de significados más o menos coherente que instauran, supone siempre un

plano distinto de este sistema “hablado”, estructurado más

rigurosamente que él, un plano estructural que esté más allá aun de la

descripción funcional: el plano tecnológico.

Este plano tecnológico es una abstracción: somos prácticamente

inconscientes, en nuestra vida ordinaria, de la realidad tecnológica de los

objetos. Y, sin embargo, esta abstracción es una realidad fundamental: es

la que gobierna las transformaciones radicales del ambiente. Incluso es, y

lo decimos sin afán de paradoja, lo que de más concreto hay en el objeto,

puesto que el proceso tecnológico es el de la evolución estructural

objetiva. Dicho con todo rigor, lo que le ocurre al objeto en el dominio

tecnológico es esencial, lo que le ocurre en el dominio de lo psicológico o

lo sociológico, de las necesidades y de las prácticas, es inesencial. El

discurso psicológico y sociológico nos remite continuamente al objeto, a

un nivel más coherente, sin relación con el discurso individual o colectivo,

y que sería el de una lengua tecnológica. A partir de esta lengua, de esta

coherencia del modelo técnico, podemos comprender qué es lo que les

ocurre a los objetos por el hecho de ser producidos y consumidos,

poseídos y personalizados.

Por lo tanto, es urgente definir desde el principio un plano de racionalidad

del objeto, es decir, de estructuración tecnológica objetiva. Veamos, en

Gilbert Simondon (Du mode d’existence des objets techniques, Aubier,

1958), el ejemplo del motor de gasolina: “En un motor actual, cada pieza

importante está hasta tal punto vinculada a las demás por cambios

recíprocos de energía que no puede ser distinta de como es. La forma de

la culata, el metal con que está hecha, en relación con todos los demás

elementos del ciclo, producen una determinada temperatura en los

electrodos de la bujía; a su vez, esta temperatura reacciona sobre las

características del encendido y del ciclo entero. El motor actual es

concreto, mientras que el motor antiguo es abstracto.

En el motor antiguo, cada elemento interviene, en un determinado

momento, en el ciclo, y después se le pide que ya no actúe sobre los

demás elementos; las piezas del motor son como personas que trabajaran

cada una por su parte, pero no se conocieran entre sí... De tal manera,

existe una forma primitiva del objeto técnico, la forma abstracta, en la

cual a cada unidad teórica material se la trata como un absoluto, que

necesita para su funcionamiento constituirse en sistema cerrado. En este

caso, la integración nos plantea la resolución de una serie de problemas...

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es entonces cuando aparecen estructuras particulares a las que podemos

llamar, para cada unidad constituyente, estructuras de defensa: la culata

del motor térmico de combustión interna se eriza de aletas de

enfriamiento. Éstas están añadidas desde el exterior, por así decirlo, al

cilindro y a la culata teórica y no cumplen más que una sola función, la de

enfriamiento. En los motores recientes, estas aletas desempeñan además

un papel mecánico, pues se oponen, a manera de nervaduras, a la

deformación de la culata por la presión de los gases... ya no podemos

distinguir las dos funciones: se ha desarrollado una estructura única, que

no es una componenda, sino una concomitancia y una convergencia: la

culata nervada puede ser más delgada, lo cual permite un enfriamiento

más rápido; la estructura ambivalente aletas–nervaduras cumple

sintéticamente, y de manera mucho más satisfactoria, las dos funciones

antaño separadas: integra las dos funciones, rebasándolas...

Diremos entonces que esta estructura es más concreta que la anterior y

corresponde a un progreso objetivo del objeto técnico: el problema

tecnológico real es el de una convergencia de las funciones en una unidad

estructural y no el de la búsqueda de una componenda entre las

exigencias rivales. En el caso límite, en este paso de lo abstracto a lo

concreto, el objeto técnico tiende a alcanzar el estado de un sistema

totalmente coherente consigo mismo, plenamente unificado”.

Este análisis es esencial. Nos proporciona los elementos de una

coherencia jamás vivida, jamás legible en la práctica. La tecnología nos

cuenta una historia rigurosa de los objetos, en la que los antagonismos

funcionales se resuelven, dialécticamente, en estructuras más amplias.

Cada transición de un sistema a otro mejor integrado, cada conmutación

en el interior de un sistema ya estructurado, cada síntesis de unificaciones

hace que surja un sentido, una “pertinencia” objetiva independiente de

los individuos que la llevarán a cabo: nos encontramos en el nivel de una

lengua, y por analogía con los fenómenos de la lingüística, podríamos

llamar “tecnemas” a estos elementos técnicos simples (diferentes de los

objetos reales) en cuyo juego se funda la evolución tecnológica. A este

nivel, es posible pensar en una tecnología estructural, que estudie la

organización concreta de estos tecnemas en objetos técnicos más

complejos, su sintaxis en el seno de conjuntos técnicos simples (diferentes

de los objetos reales), en el seno de conjuntos técnicos privilegiados y las

relaciones tecnológicas de sentido entre estos diversos objetos conjuntos.

Pero esta ciencia no puede ejercerse rigurosamente más que en sectores

restringidos que van de las investigaciones de laboratorio a las

realizaciones muy técnicas como las de la aeronáutica, la astronáutica, la

marina, los grandes camiones de transporte, las máquinas

perfeccionadas, etc. Allí donde la urgencia técnica hace que se emplee a

fondo la constricción estructural, allí donde el carácter colectivo e

impersonal reduce al mínimo la influencia de la moda. Mientras que el

automóvil se agota en el juego de las formas, mientras conserva un status

tecnológico minoritario (enfriamiento por agua, motor de cilindros, etc.),

la aviación, por su parte, está obligada a producir los objetos técnicos más

concretos por simples razones funcionales (seguridad, velocidad, eficacia).

En este caso, la evolución tecnológica sigue una línea casi pura. Pero es

evidente que, para dar cuenta y razón del sistema cotidiano de los

objetos, este análisis tecnológico estructural es insuficiente. Se puede

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soñar en una descripción completa de los tecnemas y de sus relaciones de

sentido que baste para agotar el mundo de los objetos reales. Pero no es

más que un sueño. La tentación de utilizar los tecnemas como astros en la

astronomía, es decir, según Platón “del mismo modo que la geometría,

valiéndonos de problemas, sin detenernos en lo que pasa por el cielo, si

queremos hacernos verdaderos astrónomos y convertir en útil lo que hay

por naturaleza de inteligente en el alma” (La República, VII, iv–2), tropieza

inmediatamente con la realidad psicológica y sociológica vivida de los

objetos, que constituye, más allá de su materialidad sensible, un cuerpo

de constricciones tales que la coherencia del sistema tecnológico se ve

continuamente modificada y perturbada. Es esta perturbación, y cómo la

racionalidad de los objetos choca con la irracionalidad de las necesidades,

y cómo esta contradicción hace surgir un sistema de significados que se

proponen resolverla, lo que nos interesa aquí, y no los modelos

tecnológicos sobre cuya verdad fundamental, sin embargo, se destaca

continuamente la realidad vivida del objeto.

Cada uno de nuestros objetos prácticos está ligado a uno o varios

elementos estructurales, pero, por lo demás, todos huyen continuamente

de la estructuralidad técnica hacia los significados secundarios, del

sistema tecnológico hacia un sistema cultural. El ambiente cotidiano es,

en gran medida, un sistema “abstracto”: los múltiples objetos están, en

general, aislados en su función, es el hombre el que garantiza, en la

medida de sus necesidades, su coexistencia en un contexto funcional,

sistema poco económico, poco coherente, análogo a la estructura arcaica

de los motores primitivos de gasolina: multiplicidad de funciones

parciales, a veces indiferentes o antagónicas. Por lo demás, en la

actualidad no se tiende a resolver esta incoherencia, sino a dar

satisfacción a las necesidades sucesivas mediante objetos nuevos.

Así ocurre que cada objeto, sumado a los demás, subviene a su propia

función, pero contraviene al conjunto, y a veces incluso subviene y

contraviene, al mismo tiempo, a su función propia.

Además, como las connotaciones formales y técnicas se añaden a la

incoherencia funcional, es todo el sistema de las necesidades (socializadas

o inconscientes, culturales o prácticas), todo un sistema vivido inesencial,

el que refluye sobre el orden técnico esencial y compromete el status

objetivo del objeto.

Pongamos un ejemplo: lo que es esencial y estructural y, por

consiguiente, lo que es más concretamente objetivo en un molino de café,

es el motor eléctrico, es la energía distribuida por la central, son las leyes

de producción y de transformación de la energía (lo que es ya menos

objetivo, porque es relativo a la necesidad de una determinada persona,

es su función precisa de moler el café); lo que no tiene nada de objetivo y,

por consiguiente, es inesencial, es que sea verde y rectangular, o rosa y

trapezoidal. Una misma estructura, el motor eléctrico, puede

especificarse en diversas funciones: la diferenciación funcional es ya

secundaria (por lo cual puede caer en la incoherencia del gadget.). El

mismo objeto–función, a su vez, puede especificarse en diversas formas:

estamos aquí en el dominio de la “personalización”, de la connotación

formal, que es el de lo inesencial. Ahora bien, lo que caracteriza al objeto

industrial por contraposición al objeto artesanal es que lo inesencial ya no

se deja al azar de la demanda y de la ejecución individuales, sino que en la

actualidad lo toma por su cuenta y lo sistematiza la producción2 que 2 Las modalidades de transición de lo esencial a lo inesencial son hoy relativamente sistemáticas. Esta sistematización de lo inesencial tiene aspectos sociológicos y

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asegura a través de él (y la combinatoria universal de la moda) su propia

finalidad.

Es esta inextricable complicación lo que determina que las condiciones de

autonomización de una esfera tecnológica y, por consiguiente, de

posibilidad de un análisis estructural en el dominio de los objetos no sean

las mismas que en el dominio del lenguaje. Si se exceptúan los objetos

técnicos puros con los que nunca tenemos que ver en su calidad de

sujetos, observaremos que los dos niveles, el de la denotación objetiva y

el de la connotación (por los cuales el objeto es caracterizado,

comercializado y personalizado hasta llegar al uso y entrar en un sistema

cultural), no son, en las condiciones actuales de producción y de

consumo, estrictamente disociables, como lo son los de la lengua y la

palabra en lingüística. El nivel tecnológico no es una autonomía

estructural tal que los “hechos de palabra” (aquí, el objeto “hablado”) no

tengan más importancia en un análisis de los objetos que la que tienen en

el análisis de los hechos lingüísticos. Si el hecho de pronunciar la r

arrastrada o guturalmente no cambia nada en el sistema del lenguaje, es

decir, si el sentido de connotación no pone para nada en peligro a las

estructuras denotadas, la connotación de objeto, por su parte, afecta y

altera sensiblemente a las estructuras técnicas. A diferencia de la lengua,

la tecnología no constituye un sistema estable. Al contrario de los

monemas y de los fonemas, los tecnemas se hallan en evolución continua.

Ahora bien, el hecho de que el sistema tecnológico esté hasta tal punto

implicado, por su revolución permanente, en el tiempo mismo de los

objetos prácticos que lo “hablan” (lo cual es también el caso de la lengua,

psicológicos, y tiene también una función ideológica de integración (véase “Modelos y series”).

pero en medida infinitamente menor); el hecho de que este sistema tenga

como fines un dominio del mundo y una satisfacción de necesidades, es

decir, fines más concretos, menos disociables de la praxis que la

comunicación que es el fin del lenguaje; el hecho, por último, de que la

tecnología dependa estrictamente de las condiciones sociales de la

investigación tecnológica y, por consiguiente, del orden global de

producción y de consumo, limitación externa que no se ejerce, de ninguna

manera, sobre la lengua, de todo esto resulta que el sistema de los

objetos, a diferencia del de la lengua, no puede describirse

científicamente más que cuando se lo considera, a la vez,

como resultado de la interferencia continua de un sistema de prácticas

sobre un sistema de técnicas. Lo que nos da cuenta y razón de lo real no

son tanto las estructuras coherentes de la técnica como las modalidades

de incidencia de las prácticas en las técnicas, o más exactamente, las

modalidades de contención de las técnicas por las prácticas. Y, para

decirlo todo de una vez, la descripción del sistema de los objetos tiene

que ir acompañada de una crítica de la ideología práctica del sistema.

En el nivel tecnológico no hay contradicción: sólo hay sentido. Pero una

ciencia humana tiene que ser del sentido y del contrasentido: de cómo un

sistema tecnológico coherente se difunde en un sistema práctico

incoherente, de cómo la “lengua” de los objetos es “hablada”, de qué

manera este sistema de la “palabra” (o intermediario entre la lengua y la

palabra) oblitera al de la lengua. Por último, ¿dónde están, no la

coherencia abstracta, sino las contradicciones vividas en el sistema de los

objetos?3

3 Con fundamento en esta distinción, podemos establecer una analogía estrecha entre el

análisis de los objetos y la lingüística o, más bien, la semiología. Aquello a lo que, en el

campo de los objetos, llamamos diferencia marginal, o inesencial, es análogo a la noción

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semiológica de “campo de dispersión”. “El campo de dispersión está constituido por las

variedades de ejecución de una unidad (de un fonema, por ejemplo), mientras estas

variedades no traigan consigo un cambio de sentido (es decir, no pasen al rango de

variaciones pertinentes)... En alimentación, se podrá hablar de campo de dispersión de un

plato, el que estará constituido por los límites en los cuales este plato sigue siendo

significante, cualesquiera que puedan ser las ‘fantasías’ de su ejecutor. A las variedades

que componen el campo de dispersión se lasbllama variantes combinatorias. No participan

en la conmutación del sentido, no son pertinentes... Desde hace mucho tiempo se han

considerado las variaciones combinatorias como hechos de palabra; es cierto que se les

asemejan muchísimo, pero en la actualidad se las considera como hechos de lengua,

puesto que son ‘obligadas’.” (Roland Barthes, Communications , núm. 4, p. 128.) Y R.

Barthes añade que esta noción habrá de ocupar un lugar preponderante en semiología,

pues estas variaciones, que son insignificantes en el plano de la denotación, pueden

volverse de nuevo significantes en el plano de la connotación.

Se observa una profunda analogía entre variación combinatoria y diferencia marginal:

ambas tienen que ver con lo esencial, carecen de pertinencia, dependen de una

combinatoria y cobran su sentido al nivel de la connotación. Pero la distinción capital es

que, si la variación combinatoria sigue siendo exterior e indiferente al plano semiológico

de denotación, la diferencia marginal, por su parte, nunca es precisamente “marginal”.

Esto se debe a que el plano tecnológico no designa, como el de la lengua para el lenguaje,

una abstracción metodológica fija, que llega al mundo real por intermedio de las

connotaciones, sino un esquema estructural evolutivo que las connotaciones (las

diferencias inesenciales) fijan, estereotipan y hacen regresar. El dinamismo estructural de

la técnica se fija al nivel de los objetos en la subjetividad diferencial del sistema cultural, el

cual repercute en el orden técnico.UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS“Crítica de la razón informática”, Tomás Maldonado

Ciencias Humanas FAUD / UNC / 2012

Page 8: Textos UT2  2012

Cuerpo humano y conocimiento digital

En los últimos tiempos, el cuerpo (humano) no goza de demasiada estima entre los partidarios del ciberespacio. Algunos, los más indulgentes, lo ven con bonachona y resignada desconfianza. Otros, en cambio, expresan por él un arrogante y rencoroso desprecio. Nuestro cuerpo sería, para ellos, anticuado, superado, en fin, obsoleto. Tras haber permanecido sin variaciones durante miles de años ahora debería ser cambiado, sustituido por otro más a la altura de los nuevos y apremiantes desafíos que provienen de un entorno cada vez más condicionado por las nuevas tecnologías.

Un artista australiano, conocido por sus fantasiosas performances biónicas, escribe: «Es tiempo de preguntarse si un cuerpo bípedo, dotado de visión binocular y con un cerebro de 1.400 cc, constituye una forma biológica adecuada». Su respuesta es negativa. Y añade: «Ya no tiene sentido considerar al cuerpo como un lugar de la psique o de lo social, sino más bien como una estructura a la que controlar y modificar. El cuerpo no como sujeto sino como objeto, no como objeto de deseo sino como objeto de rediseño». Y aún más: «Ya no nos beneficia en nada seguir siendo humanos o evolucionar como especie, la evolución termina cuando la tecnología invade el cuerpo» (Stelarc, 1994, págs. 63-65).

Desde luego, este modo de pensar (y de expresarse) pertenece al tradicional estilo fideísta y voluntarista propio de los manifiestos de las vanguardias artísticas. Se anuncian, en tono apodíctico, inminentes transformaciones epocales, sin aclarar, en términos plausibles, cómo podrían acaecer. No querría excluir que frente a estas temerarias lucubraciones es posible, e incluso culturalmente justificado, asumir una actitud condescendiente, argumentando que, después de todo, sólo se trata de provocaciones poéticas, a las cuales se debe reconocer el mérito de remover un mundo demasiado saturado de certezas.

Esta actitud que, teóricamente, habría podido ser la mía, no carece de contraindicaciones. La principal es que semejantes teorías encuentran una amplia resonancia en los media y, por tanto, una difusa credibilidad: son muchos los que, consolados, por otra parte, por la autoridad de Marvin Minsky, «piensan que el cuerpo se debe tirar, que el wet ware, la materia húmeda en el interior del cráneo, el cerebro, debe ser sustituida» (D. de Kerckhove, 1994, pág. 58). La apuesta en juego, filosófica y políticamente hablando, es demasiado alta para tomar a la ligera estas afirmaciones. Como veremos más adelante, la progresiva artificialización del cuerpo es un hecho ya patente. Y es seguro que, en el futuro, nuevas prótesis, cada vez más refinadas, vendrán a enriquecer sus actuales prestaciones.

El problema no es, pues, para mí, tanto la defensa a ultranza de la sacralidad natural del cuerpo, o sea creer que entre la técnica y el cuerpo no pueda haber, como, por otra parte, siempre ha ocurrido, momentos de convergencia funcional. No hay duda de que los confines entre la vida natural y la vida artificial hoy aparecen cada vez más huidizos. La tesis

Capítulo: 3-Cuerpo humano y conocimiento digitalEditorial: Paidós IbéricaLugar: BarcelonaAño: 1998

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sostenida por G. Canguilhelm, hace treinta años, sobre la continuidad entre la vida y la técnica, entre el organismo y la máquina, parece encontrar ahora su definitiva confirmación (G. Canguilhelm, 1965). No están los androides por una parte y los no-androides por la otra. En la actualidad, los intercambios son intensos y frecuentes, y los fenómenos de (casi) hibridación y simbiosis están a la orden del día (K.M. Ford, C. Glimour y P.J. Bayes, 1995).

Por otra parte, el cuerpo siempre ha estado condicionado (e incluso determinado y conformado) por las técnicas socioculturales. Basta citar las «técnicas del cuerpo» (M. Mauss, 1968) y las técnicas (o prácticas) sociales coercitivas que se ejercitan sobre un cuerpo convertido en objeto, sobre un «cuerpo-objeto» (M. Foucault, 1975). Las primeras nos explican cómo los hombres, en toda sociedad, saben servirse del propio cuerpo; las segundas cómo los hombres, en toda sociedad, se sirven del cuerpo de los demás para los propios fines.1

Prescindiendo de sus aspectos cómicos y grotescos, lo que no convence en los discursos sobre la necesidad de tirar el cuerpo humano (cerebro incluido) al cubo de las especies extinguidas es la sospecha (y en mi caso más que la sospecha) de que detrás de tales discursos se esconde la vieja aversión del cristianismo hacia el cuerpo. Esta vez repropuesta con la apariencia de una ideología neomecanicista y. de ciencia ficción. Porque la verdad es que el prejuicio contra el cuerpo -el «abominable cuerpo»- fue una de las contribuciones más nefastas del cristianismo a nuestra cultura (J. Le Goff, 1985). Una herencia que ha marcado profundamente las relaciones con nosotros mismos y con los demás.2

1 Véase B. Huisman y F. Ribes (1992), pág. 142

2 Para una defensa del papel del cuerpo en el cristianismo, véase G. Leclercq (1996).

Ya Nietzsche (1960, págs. 300-301) lo había intuido, y de ello derivaba su odio contra los «despreciadores del cuerpo» (<<die Vedichter des Leibes»). Por lo demás, la historia nos ha dejado una enseñanza que no se puede (ni se debe) olvidar: el desprecio del cuerpo (sobre todo el de los demás) ha sido demasiado a menudo la antesala de la despiadada aniquilación de los cuerpos de mujeres y hombres. Lo testimonia profusamente la experiencia del universo inquisitorial, pero también del concentracional (J.-M. Chaumont, 1992). Deberíamos ser cautos, pues, con la teoría de un cuerpo humano obsoleto e ineficaz al que tirar, y también con la idea de un cuerpo que replantear sobre la base de un modelo ideal. También este esencialismo biológico nos trae recuerdos nada agradables.

Pero si las teorías de estos modernos «despreciadores del cuerpo» pueden tener, como hemos visto, implicaciones moral y políticamente execrables, esto no significa que el tema de la relación entre el cuerpo y la tecnología no sea de extremada importancia en la sociedad hipermoderna: afecta ante todo al modo en que nuestro cuerpo vivirá la aventura de una continuidad entre natural y artificial llevada a sus extremas consecuencias. Y las incógnitas, digámoslo también, son muchas.

¿Cómo se configurará, en esta perspectiva, el intercambio de nuestro cuerpo con el medio ambiente y con los demás cuerpos? ¿Nacerán de este intercambio nuevas formas de sensorialidad, sensualidad y sensibilidad, o sólo nuevas variantes (o nuevos rituales) de las ya conocidas? Y en el caso de que las formas en cuestión fueran verdaderamente nuevas, ¿deberíamos atribuir- las, una vez más, a la presunta calidad congénita de las mujeres, y sólo de las mujeres, de actuar creativamente en este campo? O bien, ¿identificar a las mujeres, siempre y en cualquier caso, con el universo de la sensorialidad, sensualidad y sensibilidad no es más que un estereotipo interpretativo

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ideado por los hombres para segregar a las mujeres y condenado a desaparecer?

¿Pero si las mujeres se decidieran a aceptar el desafío artificialista, esto significaría desembarazarse, por su parte, de la opción naturalista -«nosotras, las mujeres, responsables privilegiadas de la suerte de la madre naturaleza»- hoy favorecida por algunas corrientes del feminismo, opción que ha tenido como consecuencia un alejamiento cada vez mayor de las mujeres de la participación (y gestión) del desarrollo técnico-científico?

Donna J. Haraway (1991), importante representante del feminismo californiano, está convencida de ello. Y no sólo eso. Ella asume, me parece que sin resistencia, todas las consecuencias de su opción artificialista. La primera, quizá la más valiente, es la de aceptar la propia condición de cyborg, una condición ni inocente ni sublime, pero de la cual, a su parecer, no se puede escapar. «A finales del siglo veinte -escribe Haraway- en este tiempo mítico nuestro, todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo: en breve, todos somos cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos da nuestra política.» (Trad. ital., págs. 40-41.)

Conciencia del cuerpo

Es una convicción muy difundida que los seres humanos, a diferencia de los demás seres vivos, son conocedores (o conscientes) de que tienen un cuerpo.3

Se trata de una convicción que, por su perogrullesca obviedad, pertenece desde siempre a nuestro sentido común. Hasta el punto de que cualquier intento de demostrar su Jalta de fundamento no es, de costumbre,

3 J. Starobinski (1981) y F. Dolto (1984).

benévolamente recibido. Es más, se lo juzga un intento desatinado. Y con razón. Porque, si se lo piensa, es de veras desatinado querer sostener, contra toda evidencia, que no somos conscientes de nuestro cuerpo. Sobre todo cuando, en apoyo de esta tesis, se recurre al argumento, como poco, sorprendente, de que el cuerpo es sólo una ilusión de nuestra mente y que, por tanto, sería inútil interrogarse sobre el conocimiento (o no) de algo que no existe.

Estimo que esta teoría, fruto del celo especulativo de un crepuscular idealismo subjetivo, es filosóficamente aberrante, además de manifiestamente falsa. Y creo que es preciso rechazada sin rodeos. Incluso a riesgo de ser tachados de obtuso materialismo, de ingenuo realismo, o aún peor. Poco importa.

Dicho esto, me parece, en cualquier caso, oportuno evidenciar algunos matices interpretativos sobre la convicción, evocada al principio, de que somos, a diferencia de otros seres vivos, conscientes de que tenemos un cuerpo.

Prescindiendo de la conocida dificultad de demostrar que los otros seres vivos son capaces (o no) de un comportamiento genuinamente consciente, queda el problema del modo en que, en los seres humanos, se prefigura: el conocimiento del propio cuerpo.

Detengámonos un momento en la premisa de que somos conscientes de que tenemos un cuerpo. Hay algo que no convence en el uso del verbo tener. Estimo que es, en última instancia, desorientador sobre la verdadera naturaleza de nuestra conciencia corporal. La idea de tener un cuerpo permite suponer que estamos en posesión de un cuerpo. Algo de lo que nosotros, en un momento dado, nos hemos adueñado. Algo que antes no teníamos y que, de repente, hemos adquirido o nos ha sido concedido.

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Bien mirado, ser conscientes de nuestro cuerpo es un hecho extraño a la idea de posesión. En nuestro cotidiano cuerpo a cuerpo con nuestro cuerpo, nunca pensamos que estamos en posesión de un cuerpo, sino sencillamente que somos un cuerpo. Los dolores y los placeres de nuestro cuerpo son nuestros dolores y placeres.

Desde luego, en la tradición mística oriental, y también en la occidental, se ha teorizado (y practicado) la posibilidad de enajenarse, de desembarazarse del propio cuerpo: una especie de rechazo a ser un cuerpo en el sentido antes discutido. Más bien se ha querido considerar que estamos en posesión de un cuerpo y, por tanto, que tenemos libertad para eximimos de semejante posesión. En breve, de que somos libres para despojarnos del cuerpo.

Sin entrar a discutir sobre la naturaleza de estas eventuales experiencias trascendentales del cuerpo, debo decir que mi posición es otra. Para mí, el cuerpo debe ser entendido más bien como nuestra irrenunciable realidad cotidiana, como el cuerpo vivido cada día, y en primera persona, por todos y cada uno de nosotros, como el cuerpo que es sensorialidad, sensibilidad y sensualidad, en suma, como el cuerpo que somos.

Personalmente estoy persuadido de que, antes de ser un objeto de sofisticadas reflexiones metafísicas, o de estimulantes valoraciones de matriz psicoanalítica, o de insensatas conjeturas de ciencia ficción sobre su futuro, el cuerpo humano es un objeto de conocimiento. En efecto, el modo de ser conscientes del cuerpo parece íntimamente ligado al conocimiento que, en cada época, hemos tenido de nuestra realidad corporal. Pero no sólo eso: además de objeto de conocimiento, el cuerpo ha sido también un sujeto técnico, un punto de referencia fundamental de nuestra laboriosidad técnica.

Es superfluo recordar que nuestro cuerpo tiene una historia. La historia del hombre es, entre muchas otras cosas, la historia, de una progresiva artificialización del cuerpo, la historia de una larga marcha hacia un cada vez mayor enriquecimiento instrumental en nuestra relación con la realidad. Lo cual, a fin de cuentas, no significa más que la creación de nuevos artefactos destinados a suplir (o completar) las congénitas carencias prestacionales de nuestro cuerpo. Así nace, en torno a él, un heterogéneo cinturón de prótesis: prótesis motoras, sensoriales e intelectivas. El cuerpo, en suma, se convierte en protésico.

Sin embargo, el cuerpo protésico, el cuerpo que hace de sujeto técnico (o, mejor, tecnificado), no sólo tiene una relevancia operativa, no sólo se pone al servicio de la necesidad de volvemos más eficaces en la relación performativa con el medio ambiente. El cuerpo protésico se ha convertido, hoy en día, también en un formidable instrumento cognoscitivo de la realidad en todas sus articulaciones, sin excluir, está claro, su misma realidad.

Artefactos y cuerpo protésico

Si ahora queremos avanzar en el análisis, debemos llamar en nuestra ayuda a un concepto recurrente en el discurso de los arqueólogos. Aludo a la noción de artefacto. Se puede decir que; genéricamente hablando, el artificio es el resultado de la techne, del hacer con arte, el artefacto es su producto concreto. La cultura material de una sociedad es el conjunto de todos los artefactos que tal sociedad ha creado.

Hoy hay un acuerdo general en considerar que los artefactos no son más que prótesis. De ordinario, por prótesis se entienden estructuras artificiales que sustituyen, completan o potencian, parcial o totalmente, una determinada prestación del organismo. Las más conocidas son, por

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ejemplo, las dentales y ortopédicas. Pero la noción de prótesis asume ahora un sentido mucho más amplio.

Desde esta óptica, se ha hecho necesario desarrollar una articulada taxonomía del universo protésico. Están, en primer lugar, las prótesis motoras destinadas a acrecentar nuestra prestación de fuerza, de destreza o de movimiento. A esta categoría pertenecen todos los utensilios y herramientas que, desde siempre, nos han ayudado a hacer más fácil y precisa la elaboración de la materia. Prótesis motoras son, por ejemplo, el martillo, el cuchillo, la tenaza, el destornillador, las tijeras, las pinzas, el cincel y la sierra, pero también todas las máquinas herramientas de la moderna producción industrial. Por otra parte, forman parte de la misma categoría los medios de transporte y de locomoción. En un primer momento, puede parecer extraño decir que la bicicleta, la motocicleta, el automóvil, el tractor, el tren y el avión son prótesis. Si se reflexiona, empero, es difícil no reconocer 'que efectivamente lo son: es obvio que facilitan nuestra movilidad, amplían nuestro radio de acción y nos hacen accesibles espacios que, de otro modo, habrían sido inalcanzables. Son prótesis porque suplen y subrogan.

Otra importante categoría está constituida por las prótesis sensorioperceptivas. Prótesis de este tipo son los dispositivos para corregir minusvalías de la vista o del oído (gafas y prótesis acústicas), pero no sólo eso. Pertenecen a dicha categoría también todos los aparatos y los instrumentos que nos permiten percibir esos niveles de la realidad que, normalmente, no son accesibles (el microscopio, el telescopio, los aparatos de radiología médica computadorizada, etc.). Prótesis sensorioperceptivas se pueden considerar igualmente las técnicas que, entre otras cosas, fijan, registran y documentan imágene9 (la fotografía, la cinematografía, la televisión, etc.).

Además de las prótesis motoras y de las sensorioperceptivas, hay una tercera categoría: las prótesis intelectivas. El ser humano, pese a su excepcional capacidad intelectiva, o quizás a causa de ella, tiende a potenciada cada vez más, recurriendo a dispositivos que permiten almacenar y procesar una sorprendente cantidad de datos. El más importante ejemplo de esta clase de dispositivo es el moderno ordenador, cuyos tímidos precursores han sido indudablemente el viejo ábaco y la regla de cálculo. Otros ejemplos de prótesis intelectivas son el lenguaje y la escritura.

Hay, asimismo, una cuarta familia de prótesis nacida recientemente. Me refiero, en concreto, a las prótesis sincréticas. En este caso, los tres tipos de prótesis (motoras, sensorioperceptivase intelectivas) confluyen en una única y articulada agrupación funcional. Una variedad de estas prótesis, si no la única quizá la más importante, está constituida por los robots industriales. Sobre todo los de la última generación, los denominados robots inteligentes. Notoriamente, los robots industriales inteligentes son sistemas mecánicos altamente automatizados, o sea mecanismos en condiciones de realizar, sin (o con un mínimo de) participación operativa del hombre, complejísimas intervenciones tanto de desplazamiento y elaboración de materiales como de manipulación de equipamientos, maquinarias y componentes. Se trata de sistemas mecánicos preprogramados que, gracias a los formidables progresos de la informática y de la microelectrónica, consiguen combinar interactivamente cálculo, acción y percepción en la gestión de los procesos productivos.

En síntesis, se puede decir, para entendemos, que los robots son estructuras que «piensan», «actúan» y «perciben». (Por supuesto, aquí las comillas son obligatorias.)

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He aquí por qué los robots de la última generación, por la tarea vicaria global que asumen, deben ser estimados prótesis sincréticas. No obstante, alguien podría objetar que semejante prótesis no es, con toda lógica, una prótesis propiamente dicha. Va de suyo que una prótesis es tal cuando, y sólo cuando, existe un sujeto respecto al cual desarrolla su función integradora o sustitutiva. En el caso hipotético de que un robot alcanzara un estado de absoluta autorreferencialidad y autosuficiencia, difícilmente se lo podría juzgar sensu stricto una prótesis.

Pero, bien mirado, esta total autonomía de un robot, autonomía entendida, sin más, como capacidad de autodiseño, autoprogramación y autorreproducción, es de veras hipotética. Hoy en día, el robot, incluso el más sofisticado, es proyectado, programado y reproducido por nosotros. Es, por consiguiente, una creación nuestra. En la práctica, un sosias nuestro al que confiamos la tarea de desarrollar, en nuestro nombre, determinadas funciones que nosotros, no importa por qué motivo, preferimos no asumir en primera persona. Desde esta óptica, el robot debe ser considerado, fuera de toda duda razonable, una prótesis.

Natural-artificial

Pienso que ahora es importante tratar de aclaramos las ideas sobre este aspecto de nuestro asunto. Normalmente, el artificio es tomado como el resultado de un hacer humano con arte y la naturaleza, en cambio, como una realidad hecha por sí misma. La naturaleza, por consiguiente, es entendida como una realidad autónoma, una realidad que se sitúa más acá y más allá de la intervención con arte.

No se puede olvidar al respecto que la contraposición naturaleza-artificio no es en absoluto nueva.4 Ya en la antigüedad se verifica el duro

4 Debemos un documentado informe sobre la continuidad de este tema en la historia del pensamiento occidental sobre todo a los estudiosos franceses]. Ehrhard (1963), S.

enfrentamiento entre naturalistas y artificialistas, entre aquellos para los cuales la naturaleza se hace por sí misma y aquellos para los que todo, incluida la naturaleza, es artificio. Plinio el Viejo, con su Historia naturalis, es el representante más radical del naturalismo. En efecto, Plinio sacraliza la idea de la naturaleza: la naturaleza es (y debe seguir siendo) ajena al artificio. Es más, el artificio es demonizado, se 10 juzga una calamidad para la naturaleza. En la misma línea se mueve Diógenes de Sínope, el gran anticipador del moderno fundamentalismo ecológico. Para Diógenes, nunca se debe menoscabar el orden de la naturaleza. Ni siquiera la necesidad de satisfacer las necesidades humanas justifica recurrir al artificio, ya que, según Diógenes, el artificio siempre contribuye a desnaturalizar la naturaleza. Y, por tanto, a desnaturalizar al hombre.

El poeta Lucrecio, en cambio, es el representante, no menos radical, del artificialismo. Siguiendo los pasos de Epicuro, Lucrecio enuncia su memorable apotegma: «Nada es naturaleza, todo es artificio». Pero el dicho lucreciano resume muy bien sólo un aspecto, si bien importante, del artificialismo: subraya la congénita tendencia de la realidad (natural) a autoartificiali¬zarse, a autoorganizarse y a cambiar sus formas, estructuras y funciones en el curso del tiempo. Hasta el punto de que la realidad acaba por identificarse totalmente con el artificio.

Hay otro aspecto, empero, que no está presente en Lucrecio. O al menos sólo lo está de manera implícita. Me refiero a la artificialización como resultado de la intervención directa del hombre sobre la naturaleza, un proceso mediante el cual el hombre, desde el exterior, contribuye a artificializar la naturaleza. Digo que, en Lucrecio, esto está presente de manera implícita porque si «todo es artificio», como afirma, nada impide ver en la actuación del hombre uno de los factores, con seguridad el más decisivo, de autoartificialización de la realidad.

Moscovici (1968), R. Lenoble (1969) y e. Rosset (1973); véase G. Bohne (1989).

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Ahora querría citar a cuatro grandes pensadores modernos que han defendido un artificialismo muy similar al de Lucrecio. Aludo a Voltaire, d'Alembert, Kant y Marx. «Me llaman naturaleza y yo soy toda arte», dice Voltaire. En una famosa definición de d' Alembert, la naturaleza es, entre otras cosas, <el conjunto de las cosas creadas», también de las creadas por el hombre. Kant va más allá: «el arte de la naturaleza es una técnica de la naturaleza». Marx habla de «naturaleza humanizada» y de «naturaleza artificializada».

En estas cuatro tomas de posición se transparenta, con distintos matices, la común voluntad de romper el aislamiento de la idea de naturaleza, tal como había sido postulada por los naturalistas: la idea, a mi parecer errónea, de que naturaleza y artificio son dos compartimentos estancos. Y, siempre y en cualquier caso, contrapuestos. Pero se entrevé también una mal oculta desconfianza hacia el mismo término naturaleza. En el siglo XX, esta desconfianza se transformará en un franco repudio. Freud, por ejemplo, no esconde su profunda aversión al respecto. El término naturaleza, escribe Freud, encubre «una abstracción vacía y está desprovisto de todo interés práctico».

En efecto, en el contexto de un discurso científico, basado en la objetividad y en la verificación empírica, el término naturaleza resulta poco útil, por cuanto, la mayoría de las veces, hace referencia a valores y creencias de corte romántico (e incluso sentimental) que tienen sentido, desde luego, en un contexto literario (o artístico), pero relativamente poco fuera de él. Sin contar con el hecho de que, en el lenguaje cotidiano, la palabra naturaleza está con frecuencia impregnada de connotaciones subjetivas fuertemente ligadas a las vivencias personales.

Quizás ahora estemos en condiciones, con conocimiento de causa, de relativizar la vieja dicotomía natural-artificial. Hay exigencias de lo natural que llevan a lo artificial, y viceversa. La máquina fotográfica, por ejemplo,

imita al ojo de los mamíferos. El radar es una especie de sensorialidad artificial que se inspira directamente en la sensorialidad natural de los murciélagos.

Las articulaciones del robot (sus «brazos» y sus «manos») tienen por modelo las de nuestro cuerpo. En los últimos tiempos, la relación natural-artificial se ha hecho aún más compleja: No es sólo lo artificial que da pie a lo natural, sino que es lo artificial que se une, que pasa a formar parte de lo natural. Basta pensar, para dar un ejemplo, en los aparatos electrónicos a batería para regular determinadas funciones del organismo. Uno de éstos, quizás el más conocido, es el marcapasos artificial.

Pero ¿por qué el hombre, a punto de convertirse en tal, se ve obligado, para sobrevivir, a desarrollar artefactos, o sea, por qué (y cómo) el homo se convierte en faber? Las explicaciones son diversas. La más difundida es la proporcionada por los antropólogos, biólogos y paleontólogos, pero también por los cultores de la antropología filosófica. Entre estos últimos no se puede olvidar la controvertida figura de Arnold Gehlen (1950) que, siguiendo los pasos de J.G. Herder, J. van Uexkûll, M. Scheler y K. Lorenz, ha teorizado al hombre como un animal que nace incompleto (unfertig), indeterminado (nicht festgestellt) y deficiente (mangelhaft). En breve: como un animal que nace débil. Aparte del uso ideológico reaccionario que hace Gehlen, a mi juicio abusivamente, de su propia teoría, no hay duda de que su descripción se corresponde con la realidad.

Es, sin duda, evidente que el humano recién nacido es incompleto, indeterminado y deficiente. No es un misterio que el ser humano viene al mundo prematuramente, en un estadio precoz de la ontogénesis, y que en el momento del nacimiento aún no está listo para introducirse rápidamente (y eficientemente) en el medio ambiente. El período de ineptitud, como lo llama B.G. Campbell (1966), dura de dos a tres años.

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Aunque destinado a la posición erecta y bípeda, en los primeros tiempos el humano recién nacido se comporta casi como un cuadrúpedo y, en relación a otros mamíferos y simios superiores, está escasamente dotado para sobrevivir. Necesita protección en todo. No sabe caminar y está desprovisto de cualquier sentido de la orientación. En los primeros días es notoriamente incapaz de distinguir una figura del fondo. Su mundo es plano, carente de concavidad y convexidad. En suma, no está a la altura del desafío del medio ambiente.5

Cuando, más tarde, supere esta fase crítica inicial, el hombre seguirá estando igualmente condicionado por la persistencia de algunas carencias que lo hacen vulnerable. Los órganos sensoriales de los animales están altamente especializados, o sea unilateralmente encaminados a un objetivo. El hombre es una excepción: desde luego, es lo opuesto a un «ser programado para la especialización».

El hombre está «abierto al mundo». O, mejor, a los mundos. No está encerrado, como los animales, desde el nacimiento a la muerte, en un mundo, un mundo estrecho del que un esquema connatural ha sancionado rígidos condicionantes y trazado insuperables confines. Como todos los animales, el hombre tiene, con seguridad, un lugar -su nicho--, pero sólo él consigue inventarse los medios que le permiten traspasar los confines de su lugar. Carente de especializaciones inscritas en su ajuar genético, está dispuesto, en principio, a explorar todos los mundos posibles. Lo cual, en la práctica, significa estar en condiciones de adquirir, de crearse motu propio esas especializaciones que le faltan, pero que son imprescindibles para actuar fuera de su propio mundo originario. Sin embargo, el precio que paga por semejantes aperturas es bastante alto. Su interés y su curiosidad por todas las cosas le impiden concentrarse, como hacen los demás animales, en pocas cosas pero con gran eficiencia. 5 La idea de que el recién nacido es incapaz de tener visión tridimensional es aún objeto de controversia, véase J. Mehler (1994).

Lo curioso, empero, es que los condicionantes negativos derivados de sus carencias son compensados por específicas capacidades que, como hemos dicho, sólo él posee. Entre éstas, la más distintiva es su capacidad de hacer de la necesidad virtud, de mudar las desventajas en ventajas. Dicho de otro modo: de hacer palanca en sus debilidades constitucionales para transformadas, mediante intervenciones compensatorias, en verdaderas capacidades adicionales. Hay fundados motivos para creer que esto se debe sobre todo al hecho de que sus debilidades no son sectorial mente homogéneas.

Examinemos, para entendemos, el caso de la visión. Por un lado, su visión de lejos, pese a la amplitud y la profundidad que le permiten su posición erecta y la implantación visual binocular y estereoscópica, tiene escasa agudeza y no puede compararse con las prestaciones visuales de muchos mamíferos depredadores, por ejemplo los leopardos, que tienen una increíble agudeza de percepción de lejos. Una agudeza, está claro, que no afecta sólo al aspecto visual, sino también al operativo. El leopardo, según los etólogos, está en condiciones de valorar desde lejos el comportamiento y la calidad d¡ la presa, además de la distancia y la velocidad requerida para alcanzada con éxito (J. Reichholf, 1994).

De la opacidad a la transparencia del cuerpo

Hay un hecho, como poco, curioso: el proceso de artificialización del cuerpo ha avanzado, durante milenios, a un ritmo sostenido, aun cuando nuestras ideas sobre el cuerpo, su estructura y su funcionamiento han sido durante mucho tiempo vagas, inciertas y superficiales. Es más, gran parte de ellas -hoy lo sabemos- eran equivocadas. En un momento dado, empero, el mismo proceso de artificialización ha abarcado áreas en las que parecía imprescindible un conocimiento del cuerpo más exacto.

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En otras palabras, el cuerpo ya no podía seguir siendo una «caja negra». Desde luego, los esfuerzos para desvelar sus secretos, para hacerlo menos opaco, más transparente, tienen -como veremos- una larga historia. Se debe reconocer, empero, que la contribución decisiva en este sentido, la verdadera inflexión, se debe atribuir a la moderna radiología médica.

En los orígenes de la radiología médica está el revolucionario descubrimiento de los rayos X por parte de Rontgen. Pero Rontgen, notoriamente, no era médico, sino físico experimental. La radiología médica nació, como su mismo nombre indica, de una convergencia entre la física de las radiaciones y la medicina. Y también de las contribuciones de la química, la biología y las tecnologías instrumentales. Esta fuerte tendencia interdisciplinaria de sus orígenes no se detiene aquí. Al contrario, se acrecienta con el tiempo.

Desde comienzos de los años ochenta, el formidable potencial de modelización y simulación proporcionado por la gráfica computadorizada abre nuevas e inauditas perspectivas a la radiología médica. Tanto en su componente diagnóstico, como en el terapéutico, e incluso quirúrgico. Este nuevo desarrollo abre el camino a clamorosos desarrollos tecnicocientíficos que, recurriendo a las técnicas de radiaciones ionizantes o no ionizantes, hacen cada vez más rico y detallado el conocimiento de

un universo que la opacidad somática había siempre escondido, cediendo, a lo sumo, algunos de sus l¡ecretos sólo a través de actos invasores. Quedaba sin resolver, empero, el problema de cómo traducir este conocimiento en modelos o simulaciones tridimensionales que permitieran intervenir operativamente, es más, interactivamente y en tiempo real, sobre las imágenes obtenidas.

Esto se ha hecho posible gracias a las nuevas técnicas de radiología médica computadorizada -tomografía axial computadorizada, tomografía de emisión de positrones, resonancia magnética y tomografía de emisión de fotón único-, pero también a los nuevos sistemas informáticos de virtualización, que, en cierto sentido, vienen a complementar esas técnicas.6

Así, el medical imaging se enriquece con nuevos instrumentos de visualización y con nuevas técnicas en la modelización de los sólidos. Se conquista, de pronto, la posibilidad de ver los órganos y los aparatos de nuestro cuerpo en cuatro dimensiones (tres espaciales y una temporal). Ahora, por primera vez en la historia de la clínica médica, se está en condiciones de observar in vitro, mediante un monitoreo dinámico interactivo en un espacio tridimensional, las estructuras y las funciones del cuerpo humano in vivo. Y no sólo eso: se está asimismo en condiciones, como veremos, de intervenir (incluso quirúrgicamente) sobre tales estructuras y funciones.

Estaría tentado de decir que estamos frente a una novedad revolucionaria en el ámbito de la modelización científica. De ordinario, el fenómeno es puesto en relación con el nacimiento de ese repertorio de imágenes de síntesis que, con una expresión no demasiado feliz (pero quizás eficaz a nivel divulgativo), se ha convenido en llamar realidad virtual.

Aunque semejante aproximación sea más que justa, es necesaria una precisión. Bien mirado, los modelos científicos de tipo visual figurativo han sido siempre virtuales. La novedad de los modelos que estamos discutiendo aquí no reside tanto en t: hecho de que sean virtuales, sino en

6 Véase sobre el tema J. McLeod y J.Osborn (1966), E. N. C. Milne (1993), L.L. Harris (1988), N. Laor y J. Agassi (1989), C. R. Bellina y O. Salvetti (1989), R. O. Cossu, O. Marcinolli y S. Valerga (1989), M. J. Gore (1992), H. Hohne y otros (1992), G. Cittadini (1993), M. Silberbach y D.J.Sahn (1993).

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su peculiar modo de sedo. Su novedad, permítaseme la paradoja, se debe buscar más bien en el hecho de que son los modelos virtuales más reales que nunca se hayan concebido. Modelos más reales en el sentido de más parecidos -formal, estructural y funcionalmente- a los objetos simbolizados, modelos, pues, operativamente más fiables para quien debe utilizados como instrumentos cognoscitivos.

No hay duda de que el fuerte impacto innovador de la modelización virtual interactiva se hace sentir hoy en la totalidad de las disciplinas (o especializaciones) médicas. Tiene un papel de vasto alcance, y cada vez mayor, en la anatomía, en la fisiología, en la diagnosis, en la terapéutica y, últimamente, incluso en la cirugía. No podía ser de otro modo. Si es verdad, como lo es, que este tipo de modelización está en condiciones de potenciar notablemente el conocimiento del cuerpo humano, está claro que esto no puede dejar de interesar directamente a todos los sectores de la medicina.

La característica más saliente de los nuevos modelos virtuales interactivos es su capacidad de funcionalizar las estructuras representadas. Sin embargo, sería reductivo creer que se trata de una aportación técnica a una renovación sólo figurativa de la anatomía descriptiva. Bien mirado, nada está más lejos de semejante modelo que el mero reconocimiento estático de las morfologías estructurales. En tanto manufactura dinámica, en funcionamiento, el modelo virtual interactivo contribuye a hacer explícita la función de las estructuras.

y es así como se intuye, por otra parte, por qué los modelos virtuales pueden concurrir, si no a desvanecer, al menos a hacer menos esquemática la clásica distinción entre describir la forma de una estructura y describir su función, entre anatomía y fisiología. Algunos estudiosos formulan la hipótesis, siguiendo los pasos del gran anatomista Alf Brodal, de que la progresiva virtualización del medical imaging

favorecerá, en resumidas cuentas, el nacimiento de una nueva anatomía, en la que estructura y función sean inseparables. «En la nueva imagen funcional», observa agudamente el neurorradiólogo sueco Torgny Greitz, «estamos en condiciones de describir la nueva anatomía». 7

Pero cuando debemos enfrentamos con novedades técnico-científicas de vasto alcance, es útil mirar hacia atrás, no sólo para saber de dónde provienen tales novedades, sino para estar en condiciones de examinar, en un marco de referencia más rico, el papel que ellas están asumiendo hoy e incluso el que pueden desarrollar en el futuro.

Hasta hace pocos siglos, los medios a disposición eran sólo los sentidos del médico: el oído para auscultar el rumor proveniente del interior del organismo, pero también para escuchar del paciente la descripción de sus propios sufrimientos; el tacto para palpar y detectar las características de los tejidos, el estado y el funcionamiento de los órganos profundos; el olfato para oler las eventuales exhalaciones; y la vista para juzgar sobre todo el rostro y los aspectos exteriores del cuerpo. Esta última, empero, generalmente no era considerada muy fiable. Comienza a sedo, y no por casualidad, sólo cuando se liberaliza la práctica de la disección.

Se deberá esperar a la llegada de los grandes anatomistas (y disectores) del Renacimiento -Leonardo da Vinci, Berengario da Carpi, Andrea Cesalpino, Andrea Vesalio, Charles Estienne, J. Valverde de Amusco y Girolamo Fabrici d'Acquapendente para dar a la visión una centralidad que nunca antes había tenido. Una visión que se identifica con la disección, que desafía la opacidad del cuerpo, su presunta sacralidad, que se propone hacer visible lo que es invisible en él, que quiere indagar meticulosamente cómo está construido y cómo funciona el taller -la fabrica- del cuerpo humano. Se inaugura el invasor reino del ojo.

7 T. Greitz, 1983

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Según el historiador Piero Camporesi (1985), con los anatomistas del Renacimiento se «interioriza el ojo de Dios». Para las religiones monoteístas, la omnisciencia de Dios se explicaba porque lo veía todo. En los siglos XV y XVI, el médico disector y el artista disector, cogidos por la «atroz voluntad de estudiar», aparecen obsesionados por el deseo de alcanzar la misma visión total. Su despiadada y, a veces, cruel invasión es justificada (y legitimada) por el supuesto de que, a fin de cuentas, sus ojos no serían más que sumisas prolongaciones del ojo de Dios, que, como dice Camporesi, «escrutaba y hurgaba por doquier» y «al que nada podía permanecer escondido». Y así la visión emprende el «viaje dentro del hombre», la ocular inspección de esa «fábrica dentro de una fábrica» que es el interior de nuestro cuerpo.8

Pero no sólo eso: la visión asume la tarea de documentar, de ilustrar gráficamente los conocimientos adquiridos. La primacía de la visión, como era de esperar, se convierte en la primacía de la imagen. Y he aquí las tablas anatómicas de Vesalio. Con Vesalio, la anatomía se convierte en objeto de simbolización. De una simbolización a la cual se exige un elevado verismo, la próxima fidelidad descriptiva. Tendencia que llevará, en los siglos sucesivos, como ha demostrado otro historiador, Martin Kemp, a un cada vez mayor realismo en las ilustraciones anatómicas, realismo del que son un sorprendente ejemplo las imágenes realizadas en el siglo XVIII por William Chelselden, Bernard Sieg,fried Albinus y William Hunter, y también las ceras anatómicas de los ceroplastas florentinos y boloñeses.9

8 Sobre el cuerpo como «simulacro biológico», véase U. Galimberti (1987), págs. 46- 5 1.

9 Véase Paolo Rossi (1988), E. Battisri(1989), 1. Belloni (1990), M.Kemp (1993), C. M. de

Saunders, J.B. y Ch. D. O'Malley (1993), W. F. Bynum y R. Porter (1993) y A. Carlino (1994).

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Las nuevas temporalidades

Con respecto a la lectura de la realidad, el «sentido común» puede ser entendido como la parte más profunda de nuestra estructura mental, lo que hace que nos sintamos situados en un espacio y un tiempo que compartimos con los demás, del que podemos hablar con otros presumiendo qué nos referimos a la misma cosa.

Como se sabe, el sentido común no tiene necesidad de referirse a cómo son las cosas de verdad (y quizá nunca nadie lo pueda decir), sino a cómo éstas se han percibido en el tiempo. Todos sabemos que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol. Esto no quita para que en nuestra vida concreta la consideremos como una superficie plana y que todas las mañanas podamos decir que el sol ha salido.

Lo mismo podemos decir de la idea de materia. Si para la ciencia y la filosofía el interrogante acerca de lo que es la materia siempre ha dado lugar a profundas discusiones (y además cuanto más avanza la ciencia, la respuesta parece menos clara), para el sentido común la respuesta parecía clara. La materia es algo sólido, pesado, inerte, resistente y duradero. La materia supone cansancio; cansancio cuando se transforma, cansancio cuando se transporta. La materia es el sus trato estable de nuestras experiencias. Es el ente estático y mudo al que se oponen la ligereza y efervescencia de las ideas.

Las cosas de las que e! mundo está hecho son partícipes de esta inercia, de este peso y de esta duración. Lo mismo podemos decir de los objetos artificiales producidos por e! hombre que surgen de la dialéctica entre las ideas y la materia y están mediatizados por el cansancio de la mano que los realiza.

En realidad, se podría decir que también los fluidos, el agua y el aire, son materias, y observar que el hombre no reconoce sólo las formas congeladas en la materia estática de los sólidos, sino también las formas generadas por los fluidos: como la de un remolino de agua en e! agua o la de un molinillo de polvo en el aire.

La reflexión sobre la materia fluida y las formas que ésta crea, ha interesado a algún filósofo o científico, sin embargo en nuestra cultura no se ha convertido en «sentido común». Durante milenios nuestro mundo siempre ha sido un mundo de solidez sin que existieran motivos para imaginar algo diferente.

Durante milenios el hombre ha trabajado con los mismos, escasos materiales. Hasta la revolución industrial el ambiente artificial estaba constituido casi exclusivamente por madera, piedra, arcilla, piel, fibras naturales y, en menor medida, por algún metal. Al mismo tiempo las

UNIDAD 2: EL SISTEMA DE LOS OBJETOS“Artefactos”, Ezio Manzini

Ciencias Humanas FAUD / UNC / 2012

Capítulo: 3-Los tiempos de lo artificialEditorial: CelesteLugar: MadridAño: 1992

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formas que el hombre extraía con cansancio de la materia iban evolucionando, pero esta evolución, excepto en momentos particulares, era lenta, casi imperceptible de una generación a otra.

Con la repetición de la experiencia, la acumulación de memoria subjetiva y colectiva produjo una semántica de los materiales y de las formas. La materia comenzó a hablar del mundo físico y cultural que contribuía a construir y que había construido en el pasado. Y de este encuentro entre propiedades físicas y valores culturales surge la identidad de los materiales; un conjunto de propiedades que acababan siendo intrínsecas al propio material y que éste llevaba como un don a las formas que surgían de él, enriqueciéndolas en profundidad y espesor cultural.

Debemos subrayar el carácter de larga duración de esta historia de los materiales y de las formas: en la permanencia de los materiales, en los largos tiempos de la evolución de la forma de los artefactos es donde hay que buscar la construcción del sentido de la realidad material de nuestra cultura.

Sin embargo, hoy en día algo se ha roto, ya que las informaciones que nuestros sentidos nos envían parecen cada vez menos procesables con los tradicionales instrumentos que el sentido común se había construido en relación a un mundo sólido. La ruptura se ha dado en el aspecto temporal: lo que era lento, casi estático, en los últimos dos siglos ha comenzado a sufrir una aceleración, llegando hoy en día a un punto en el que la velocidad de cambio es tal que resquebraja la solidez del mundo que percibimos.

Una vez llegados a este punto, nos convendrá pasar del mundo de los sólidos al de los fluidos y las imágenes dinámicas que éste puede crear. Sin embargo, entre tanto, puede ser útil reflexionar acerca de algunos conceptos que provienen de las ciencias cognitivas. Conceptos que,

mientras en el pasado podrían haberse considerado tan sólo como una interesante reflexión científica, en la actualidad se convierten en instrumentos fundamentales para una lectura más eficaz de la realidad cotidiana.

Los tiempos de cambio y profundidad

Nuestra experiencia del mundo se da a través de esas ventanas situadas entre e «ambiente interno» y el «ambiente externo» que son los sentidos: sensaciones ópticas, olfativas, táctiles, térmicas, gustativas... un flujo continuo de informaciones desorganizadas. Estas informaciones son posteriormente ordenadas componiéndose en imágenes y estructurándose en un espacio mental; en un conjunto de «escenas» recíprocamente interconectadas a las que damos el nombre de realidad.

La trama que conecta todo esto, manteniendo unida nuestra experiencia y junto a ella, a nosotros mismos, es el tiempo. Es en e! tiempo en donde fluyen las informaciones y es en la reiteración de la experiencia en donde la realidad que nosotros nos construimos toma consistencia.

El espesor y la realidad de: las cosas no están, pues, en las cosas mismas, sino que están en nuestra mente y dependen de la cantidad de correlaciones que una cierta estimulación sensorial consigue generar. Esta cantidad de correlaciones, depende a su vez, del hecho de que aquella estimulación ya se, haya dado, y de que se llegue a correlaciones activadas por experiencias precedentes, tanto directas como indirectas. Todo esto, tiene que ver con el tiempo; mejor dicho con la persistencia, con las mutaciones y con el ritmo que son, a fin de cuentas, las únicas realidades del tiempo de las que podemos tener experiencia.

Como se ha dicho en capítulos precedentes, si el aspecto emergente de nuestra actual experiencia del ambiente artificial es la sensación de la pérdida de profundidad, del espesor de la «realidad» de las cosas, más

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que en la materia, la causa debemos buscada en el tiempo. Mejor dicho, en el cambio de la materia de que está hecho el mundo se encuentra el origen de un flujo de información incongruente con los modelos culturales que querríamos utilizar y organizar en imágenes mentales. Debido a la velocidad, es decir al tiempo con el que dicho cambio tiene lugar, se hacen inútiles los modelos culturales establecidos; debido a la velocidad de las imágenes mentales que conseguimos construir se nivelan en superficies planas.

En efecto, desde el punto de vista físico, nuestra relación con los objetos es en todo momento solamente una relación con sus superficies, de hecho son las superficies las que nos envían mensajes (ya sean ópticos, táctiles, térmicos u olfativos).

Pero si superficie es lo que se reconoce como parte de una columna de mármol y a ella asociamos toda una serie de imágenes ya organizadas en nuestra memoria, que van desde lo que sabemos del mármol (cuánto pesa, cuáles son sus características térmicas, cómo es la estructura interna, cómo reacciona con el tiempo), a toda la historia de los monumentos y de las obras de arte que se han realizado con este material, y a los ambientes culturales a que ha pertenecido en el curso de la historia…todo esto es «el mármol»: con su peso, su profundidad cultural, y su evidente materialidad.

En cambio, no reconocemos nada o muy poco de la superficie con la que nos relacionamos, no existen conexiones posibles y la superficie no es más que un soporte que nos comunica las pocas informaciones que, en este momento, nuestros sentidos nos transmiten. En otras palabras, si en una determinada experiencia no se pueden reconocer ciertas formas y convenciones culturales importantes, esta experiencia se nivela, la información se organiza de la manera más elemental, es decir en una

superficie sin espesor físico y cultural, en una superficie en la que se encuentran impresos o proyectados signos pendientes de decodificación.

La velocidad de los cambios, que se basa en la actual vivencia del ambiente artificial, se articula a su vez en dos aspectos: lo que han cambiado las cosas y lo que ante nuestros ojos continúan cambiando. Estos dos aspectos de la velocidad del cambio, aunque sean reconducibles a análogas motivaciones técnicas, y a pesar de contribuir ambos a la crisis del tradicional concepto de materialidad de: la experiencia, inciden en esta última de manera diferente y a diferentes niveles.

Si en realidad sólo se verificase el primero de los dos aspectos (un cambio tecnológico que sustituye bruscamente el sistema de los materiales y de los objetos precedentes, con otros totalmente nuevos), podríamos imaginar la regeneración de una semántica de materiales y de formas similares a la precedente, a pesar de referirse a significantes y significados distintos. Sólo sería cuestión de tiempo: el mundo, con más disponibilidad de tiempo experiencia, volvería a adquirir profundidad.

Sin embargo se verifica también el segundo fenómeno. Los materiales y las formas cambian continuamente, y a la experiencia no se le da la posibilidad de repetirse. O mejor dicho, la repetición de la experiencia no se da de la misma forma que antes. Cuando nos encontramos más de una vez con un mismo material (si por alguna razón sabemos que se trata del mismo material), ello no quiere decir que éste nos ofrezca siempre la misma imagen; y viceversa, cuando nos encontramos más de una vez con una misma imagen esto no quiere decir que le corresponda siempre el mismo material.

De este modo, la reiteración de la experiencia no colabora en la construcción de la identidad compleja y profunda de un determina-do material (como mucho podemos llegar a pensar que su identidad es la

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mutabilidad, como sucedía con Zelig, el personaje propuesto por Woody Allen, que cambiaba de personalidad según las circunstancias). La reiteración de la experiencia también puede colaborar en la identidad de una superficie simple, en el sentido que una cierta decoración o una cierta textura, a la larga pueden comenzar a asumir un significado concreto, independientemente del sus trato material sobre el que éstas se aplican.

Este orden de consideraciones, sigue siendo válido si pasamos de los materiales a las formas, es decir a los objetos con su conjunto de propiedades matéricas, prestacionales y culturales. También en este caso, el problema no es tanto el de la aparición de nuevos objetos, como el de su manera de situarse en el tiempo.

Los tiempos de respuesta e interactividad

Tanto el reloj mecánico como el electrónico son máquinas que prestan un servicio análogo. Pero los diferentes principios sobre los que tal prestación se funda, la diferente escala dimensional de los «mecanismos» y el diferente: orden de las velocidad de los movimientos 00s movimientos de los engranajes por un lado y el de los electrones por otro), hacen que la percepción que se tiene de ellos sea completamente diferente.

Si el primero nos conduce a un juego de componentes macroscópicos en movimiento, y a la «gramática» y «sintaxis» del funcionamiento mecánico que desde hace tiempo hemos logrado comprender, el segundo nos propone un funcionamiento basado no sólo en fenómenos menos conocidos, sino principalmente en fenómenos cuya especificidad 00 que hace que un reloj sea un reloj y una calculadora una calculadora) escapa a nuestra escala dimensional.

Esta observación se puede generalizar. Los objetos, alcanzados por la tendencia (trend) de las integraciones de las funciones y por la

miniaturización de los componentes, posibles gracias a las nuevas calidades de los materiales, tienden a hacerse más densos, a perder transparencia (la transparencia mecánica por la cual todas las partes son legibles en su individualidad y en sus recíprocas relaciones de interdependencia). Lo objetos, al volverse opacos, se nos presentan ilegibles con nuestros consolidados instrumentos de interpretación, Como se ha visto, este fenómeno es el reflejo de un cambio de escala en el funcionamiento del objeto que afecta tanto al aspecto dimensional como a aquél relativo a las velocidades, es decir al tiempo en el que tiene lugar la concatenación de sucesos que finalmente llega a producir la prestación requerida.

Evidentemente los dos aspectos están correlacionados. Entre masa y aceleración existe un vínculo que establece límites precisos en la práctica constructiva. Si aumenta la masa aumenta la inercia y por lo tanto también la energía necesaria para variar la velocidad. De ahí que, en un mundo de artefactos producidos con componentes materiales macroscópicos, para obtener una prestación dinámica fuera necesario definir una cadena de correlaciones de causa y efecto entre componentes fuertemente inerciales, cuyas velocidades reentraban amplia-mente en el campo de lo que puede ser percibido. De este modo, generaciones de objetos mecánicos nos han acostumbrado a leer las prestaciones como un movimiento de diferentes partes.

Bajando de escala en cuanto a capacidad de manipulación, la técnica ha hecho posible la sustitución de una cantidad de aparatos mecánicos en movimiento, por componentes electrónicos, no sólo prácticamente indistinguibles entre sí en lo que a su forma se refiere, sino también en cuanto a lo que nosotros podemos ver, tanto estáticos en su aspecto básico, como dinámicos en cuanto a las prestaciones que proponen.

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Pero una vez que un aparato ha superado una cierta velocidad a la hora de llevar a cabo prestaciones complejas, se verifica otro fenómeno. En el momento en el que dicho aparato desarrolla con rapidez funciones, tiene la necesidad de relacionarse con frecuencia con el sujeto que lo utiliza para presentar los resultados a los que ha llegado, o para pedir ulteriores informaciones. Se establece entre ambos un tipo de relación que no tiene precedentes en la historia de la relación entre objetos y sujetos ya que se trata de un coloquio. Cuando esto se verifica, la imagen mental que tenemos del objeto sufre un profundo cambio, Lo que siempre fue una presencia muda se anima, se hace sensible, expresiva, coloquial. Se convierte casi en un interlocutor. Frente a ello, por primera vez en la historia, el hombre deja de ser la única entidad del mundo capaz de hablar. Parece realizarse el viejo sueño-pesadilla del hombre: el de realizar su doble.

Pero la ingenuidad de nuestros antepasados les hacía pensar que el doble del hombre, una creación demiúrgica de un mago o de un científico, era doble del hombre porque era físicamente parecido a éste. Sin embargo, lo que hoy en día observamos es la creación de un doble, perdido y fragmentado en un ambiente artificial cuyas partes se subjetivizan sin necesidad de pasar por ningún antropomorfismo. El futuro próximo quizá no nos encuentre relacionándonos con unos replicantes antropomórficos sino ciertamente entregados a coloquiar, enfadamos, o simpatizar con lavadoras, bombas de gasolina, lectores de campact disc o sistemas expertos.

Además nuestro doble, no sólo no se antropomorfiza sino que, al mismo tiempo en que se convierte en interlocutor, parece alejarse cada vez más de nosotros y de nuestra materialidad e individualidad: su materialidad disminuye o pasa a segundo plano, su individualidad se atenúa. Este es cada vez menos una entidad única y cada vez más el elemento de un sistema, el nudo de una red de comunicaciones cada vez más vasta.

Existe una creciente generación completa de objetos que está entrando en esta inédita esfera relacional, y que lo hace llevando una variada gama de calidades en la interacción que establece (niveles de interacción, formas de comunicación, grados de «inteligencia» prestacional). Los electrodomésticos avanzados, las fotocopiadoras, las ventanillas automáticas de los bancos, 'los contestadores automáticos, los procesa-dores de texto... son objetos y sistemas bastante diferentes entre sí, pero que presentan aspectos comunes. La experiencia que nos proponen se aleja de la que tradicionalmente ha sido nuestra relación con los objetos. Se configuran como entidades híbridas a medio camino entre diferentes polaridades, entre el mundo material de las cosas y el mundo inmaterial de los flujos informativos. Entre el mundo real, dotado de consistencia física, y el mundo virtual, fruto de sutiles simulaciones.

Entre el mundo de las presencias inanimadas y el de las relaciones intersubjetivas.

Frente a la aparición de estas nuevas entidades híbridas, la idea tradicional que poseemos acerca de lo que es un objeta debe ser revisada. De hecho, el objeto se ha caracterizado siempre por su doble naturaleza, la de objeto-prótesis, es decir instrumento que, con un cierto fin, amplifica nuestras posibilidades biológicas, y la de objeto-signo, soporte significante de posibles significados, parte integrada en un lenguaje de las cosas más amplio y complejo. Quizá, hoy en día, ya no baste este esquema binario por el hecho de que hablar de objeto-prótesis y de objeto-signo en los casos a los que aquí nos estamos refiriendo, ya no basta para hacemos comprender la relación que se va a establecer con ellos. Con la aparición de esta nueva familia de objetos capaces de desarrollar rápidamente funciones complejas, de elaborar, memorizar y transmitir informaciones en «tiempo real», este modelo se enriquece ulteriormente.

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En realidad, el objeto-prótesis de la nueva generación informatizada, se presenta como un multiplicador de las actividades cerebrales y sensoriales, que tiende a alejarse profundamente de su tradicional naturaleza de prolongación física de nuestras potencialidades que los instrumentos siempre tenían. Por lo tanto, lo que surge es una especie de «súper-prótesis-virtual», información organizada en forma de instrumento.

Además, como hemos dicho, este nuevo objeto, al desarrollar sus funciones, al presentar la complejidad de datos que ha recogido, memorizado y elaborado, debe establecer con el fruidor una interacción que se define como una especie de coloquio. De ahí la necesidad de tener en cuenta otra posible naturaleza el objeto, la de «objeto-interactor», es decir el objeto que se relaciona con la persona que lo usa entrando en la dimensión del lenguaje; en forma coloquial. Deja de entrar, pues, exclusivamente como objeto-signo, soporte estático de posibles significados, haciéndolo ahora como elemento activo. Como interlocutor con el que el usuario debe relacionarse, entendiendo su lógica y tanteando sus respuestas.

Todo esto se basa en la nueva escala temporal sobré la que actúa el sistema, en una dimensión temporal que ya no es aquella que habíamos aprendido a conocer mediante los mecanismos tradicionales, sino que se acerca, y en algunos casos supera, a propia dimensión de los organismos biológicos.

Los tiempos de proceso y variabilidad

La aceleración del tiempo también ha supuesto un profundo cambio en relación a la oferta y demanda de productos. El resultado ha sido el crecimiento de la flexibilidad productiva y la tendencial producción industrial de objetos en «serie variada y «por encargo». Esto, como

veremos, contribuye a una especie de «fluidificación» de los objetos, a la producción de una artificialidad en la cual las cosas parecen menos vinculadas a la materialidad de los procesos.

Todo esto va unido a la progresiva informatización de las actividades productivas y al proceso de aceleración que ha alcanzado a las relaciones entre las diferentes funciones industriales: proyecto, producción, marketing y distribución.

Vale la pena precisar mejor este concepto. Con toda seguridad, la relación de recíproca influencia entre producción y mercado no es un hecho nuevo, sino que ya se daba en la producción industrial clásica, con la diferencia de que en esta última las fases de proyecto, producción y comercialización de los objetos, se consideraban en secuencias rígidamente separadas entre sí. En las fases iniciales, la relación con el público era relativamente débil y entraba en juego, de forma decisiva, en la fase final e la comercialización con el marketing. Una vez diseñado el producto, (así como las líneas de producción), éste ya no podía ser modificado. La tarea del marketing consistía en hacerla aceptable tal como era.

Pero el nuevo contexto tecnológico y organizativo permite cambiar este esquema, ya que la industria se organiza en tomo a un sistema informativo y productivo integrado y en contacto con la demanda. Un sistema en el cual todas las partes actúan recíprocamente en un tiempo rapidísimo. En particular, la integración entre el diseño y las máquinas de control numérico o las líneas robotizadas, permite (dentro de los límites consentidos por el sistema) realizar variaciones del producto prácticamente continuas, sin necesidad de interrumpir la línea productiva. La integración de la red comercial con el aprovisionamienco, la producción y el almacenaje, permite trabajar tendencialmente por encargo, y las soluciones técnicas adoptadas permiten aportar, sobre una

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base sustancialmente homogénea, variaciones que dan diversas connotaciones al producto final. Todo ello, está encabezado por una nueva idea del marketing, entendido como una actividad de relación con el público, desde las fases iniciales de la producción, que orienta, tanto a largo como a corto plazo, la estrategia de imagen de la empresa productora, así como las calidades específicas de cada uno de los productos, basándose en un análisis en tiempo real de los trend de consumo y de la evolución del gusto.

En este nuevo contexto, la relación entre producción y demanda tiende a alejarse cada vez más de los tradicionales estereotipos de la industria, para acercarse al modelo de las televisiones comerciales en las que se da una especie de condicionamiento recíproco, y casi en tiempo real, entre audience y programación: el telespectador al actuar con su mando a distancia, al hacer sus elecciones, modifica la audience y, en un cierto sentido, decide las futuras transmisiones.

El caso del sistema televisivo es transparente y emblemático, pero aún puede parecer demasiado lejano de lo que tradicionalmente se considera como actividad productiva. Sin embargo, mirándolo bien no es así. El «sistema moda» por ejemplo, trabaja con productos mucho más «materiales» que las «emisoras televisivas» y sin embargo es otro ejemplo muy pertinente de esta tendencia. Tras una observación todavía más atenta, surge después que este tipo de relación, aunque más matizada y ligada a lo específico de las mercancías producidas, llega hoya proponerse incluso en los ámbitos productivos más «clásicos» del sistema industrial. Desde el punto de vista de los procesos de formación del ambiente artificial y de la experiencia que tenemos de él, todo esto se ha resuelto en un continuo deslizamiento de las formas. Aunque estas variaciones raramente produzcan imágenes dotadas de identidades radicalmente diferentes (es más, la variedad disponible tiende en todo caso a presentar diferencias irrelevantes en el plano semántico,

generando una especie de «variedad uniforme»), sin embargo proponen un conjunto de mercancías continuamente cambiante, como si la materialidad de los procesos hubiera dejado de ser un verdadero condicionante a la rigidez de los productos en el tiempo.

Los tiempos de consumo, lo efímero y la memoria

Otro campo fundamental en el que la aceleración del tiempo incide en nuestra relación con los artefactos, modificándolos profundamente, es aquél que nace de una reducción que llega a la tendencial anulación de los tiempos de producción y consumo. Pensemos en una maquinilla de afeitar desechable, al igual que sucede con todos los objetos de un solo uso, la relación que establecemos con ella, es más una relación con un tipo de servicio que una relación con una cierta entidad matérica.

Todavía podemos referimos a una maquinilla como a algo dotado de estabilidad en el tiempo, pero si la consideramos en su realidad física, el objeto a que nos referimos no tiene ninguna persistencia. Cada día, cada vez que la usamos tenemos en la mano un objeto exactamente igual al del día anterior que, sin embargo, no es el mismo.

En realidad, lo que se mantiene estable es una especie de «arquetipo» abstracto de maquinilla que se «materializa» día a día gracias al servicio garantizado por un productor y por un sistema de distribución. En este caso, el componente «material» de estabilidad no es ya el objeto físico en sí, sino más bien el servicio que se nos da proponiéndonos con continuidad el instrumento capaz de desarrollar la función requerida.

Consideremos ahora el caso del reloj Swatch, diferente del anterior en algunos aspectos, pero similar en otros. Su carácter dominante no es tanto su breve duración (ya que el reloj como tal podría incluso tener una duración relativamente Iarga) sino el predominio de la imagen sobre la materialidad del objeto.

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Un producto como este posee ciertamente una «presencia material» propia. Es decir, está hecho de una cierta cantidad de materia que nos acompañará por un período de tiempo pero nuestro modo de percibido es puramente en término de imágenes y lo que nos ponemos en la muñeca es una imagen elegida entre muchas otras. El plástico de que está hecho no se percibe de manera diferente a la percepción que podríamos tener del papel cuando leemos un libro, y su productor no es diferente del editor que usa la forma libro» como soporte para transmitir las informaciones que sobre él se imprimen.

Entre estos dos significativos casos, la maquinilla desechable y el reloj de plástico, hay Una amplia y creciente gama de productos industriales de gran consumo.

Hablar de estos objetos significa entrar en un mundo en el cual los tiempos del ciclo de vida tienden a anularse, es decir e! tiempo en el que se imprime una página de periódico, en el que se sopla una botella de plástico, en el que se teje de manera ultrarrápida una camiseta, es el tiempo igualmente breve de su consumo. Se trata de objetos cuya existencia ya no está ligada a la individualidad física, sino al flujo continuo de su paso por nuestra vida. Son objetos en perenne e inmediata decadencia y. precisamente por esto, siempre nuevos.

Nuestro tradicional modo de ver las cosas ha estado hasta hoy muy cercano al pensamiento de Parménides, según el cual lo que existe «es inmortal, entero y compacto, único, inmóvil y sin fin».

Sin embargo deberíamos, reorientar nuestros modelos de lectura de la realidad hacia el pensamiento de Heráclito, según el cual todo transcurre así: «no puedes descender dos veces por el mismo río». No puedes afeitarte dos veces con la misma maquinilla.

Con estas rápidas consideraciones acerca de la relación entre el tiempo y los objetos (o mejor dicho entre el tiempo y nuestra vivencia de los objetos), hemos buscado algunas causas de lo que vivimos como pérdida del espesor en nuestra experiencia del mundo.

Con esta clave de lectura han surgido diferentes familias de artefactos muy lejanas entre sí: «objetos interactivos», «objetos de serie variada», «objetos instantáneos». A éstos le corresponden procesos productivos, ámbitos de consumo y relaciones sujeto/objeto muy diferentes pero que tienen en común la forma de situarse en el tiempo. Para estos objetos existe la duración de la performance, y no la duración del objeto en sí. Son objetos sin memoria.

Pero en el ambiente artificial, incluso en el actual, también existen objetos que, de alguna manera, están hechos y utilizados precisamente por su duración. Esto se debe a que en nuestra cultura la necesidad de relacionamos con cosas persistentes, la necesidad de encontrar en los objetos unos testimonios de nuestra vida, parece ser una necesidad profunda. De todas formas, la aceleración de los tiempos también ha afectado a la producción de los objetos así como la vivencia que podemos tener de ellos.

En la cultura europea el más emblemático «objeto de la memoria» es la casa, la construcción en la que habitamos. Para ésta, al menos subjetivamente, el tiempo de referencia es la eternidad. Uno adquiere una casa para sí mismo y para sus propios hijos. Nadie llega a imaginarse que un día podrá ser derribada. Pero a este caso límite, se unen otros objetos del paisaje cotidiano, como algunos muebles y objetos de decoración, que entran profundamente en la esfera afectiva. A ellos les confiamos (o nos gustaría confiarles) la tarea de durar, de acumular memoria, de proveemos de una especie de referencia temporal, de funcionar como un reloj analógico, que con su lenta cadencia marca el

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transcurso de los largos tiempos de la existencia. Objetos que no quisiéramos ver pasar por nuestra vida: por el contrario quisiéramos ser nosotros los que pasáramos por la suya. Estos objetos, cuya demanda responde a una exigencia profunda y difícilmente modificable (que parecería justo poder garantizar), son los mas difíciles de producir en el nuevo ambiente técnico-productivo. No debido a que ya no se puedan realizar objetos duraderos, sino debido a que su modo de durar se conecta mal a la idea de memoria. Los nuevos materiales, incluso aquellos duraderos, no parecen ser capaces de salir de una condición de existencia dual, en la cual de la condición «como nuevos» pasan bruscamente, con una especie de traspiés, a la de «degradados para tirar».

Lo que surge del sistema técnico contemporáneo nos parece, pues, incapaz de recubrirse con la «pátina del tiempo» convirtiéndola así en soporte del recuerdo. Es como si los nuevos artefactos tratasen de poner en escena una eterna juventud estando destinados a la más melancólica decadencia cuando ya no lo consiguen.

Entre todas las extraordinarias posibilidades que la tecno-ciencia nos propone cotidianamente, puede faltar la de saber «envejecer con dignidad». Quizá no sea una casualidad y no sea este un problema intrínseco a la tecno-ciencia que los ha producido. Tal vez esta situación exprese significativamente un problema que atañe profundamente a la cultura en la que esta tecno-ciencia nace, es decir nuestra actual cultura occidental: el de no ser capaces de pensar con serenidad en la decadencia y en la muerte.

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Ciencias Humanas