sacramentum mundi

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 Sacramentum Mundi ENCICLOPEDIA TEOLÓGICA Dirigida por Karl Rahner S.J. (Münster) Juan Alfaro (Roma) HERDER Barcelona, 1978

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I. Concepto y formas  
 Absolutismo designa el gobierno de un individuo cuya legitimidad se funda exclusivamente en su origen según la sangre (monarquía hereditaria); su ejercicio es fundamentalmente imparticipable y no consiente ningún poder intermedio que sea relativamente autónomo; su competencia es regulada únicamente por el mismo que ostenta el poder. Las formas de dominio absoluto aparecieron por primera vez en las culturas superiores antiguas y fundaron la autoridad sobre todo en la dimensión divina del poder; el soberano se tenía por representante de Dios, o por hijo suyo, o por una manifestación de la divinidad. El cristianismo se encontró con el absolutismo primeramente durante la época de las persecuciones, al imponerse el culto romano al César, y después en la concepción sagrada del poder que tuvieron Constantino el Grande y sus sucesores, los cuales se arrogaron un lugar religioso especial en la liturgia crístiana y ejercieron derechos de importancia en la dirección de la Iglesia (era de -> Constantino).  
La situación cambió gracias a la creciente autonomía jerárquica de la Iglesia, especialmente en occidente, donde, juntamente con la monarquía germánica de los pueblos transmigrantes, surgió un mundo político en el que la monarquía hereditaria desempeñaba, sin duda, un gran papel, aunque el rey fue elegido durante mucho tiempo por sus compañeros de la nobleza, que participaban en la gloria de la estirpe, y, con los feudos, se desarrolló un sistema de poder profundamente desmembrado. La realeza sagrada recibió un carácter laico con la reforma gregoriana dentro de la Iglesia, sin que por ello perdiera su significado religioso en el mundo  político. Pero el desarrollo de la libertas ecclesiae, el auge de unos episcopados nacionales conscientes de sí mismos y el esplendor del papado desde Gregorio vii hasta Inocencio iii, condujeron en occidente a un dualismo del poder espiritual y del político, dualismo que se oponía a un absolutismo de la misma forma que se oponían entre sí el rey y la nobleza. De cara a la constitución de la sociedad medieval, la formación del absolutismo de los príncipes tiene que ser calificada como el primer vuelco revolucionario, como la revolución desde arriba, que sirvió de condición histórica para que en el s. xix le siguiera la revolución burguesa desde abajo. 
Los adversarios contra los cuales tuvo que imponerse el absolutismo fueron la nobleza feudal - dotada de propios derechos públicos, pero transformada después en una nobleza oficial, despojada de sus privilegios políticos y dependiente de la corona-, y la jerarquía autónoma de la Iglesia, cuya posición polar frente al Estado había de desaparecer a causa de su transformación en Iglesia nacional, situación que no afectaba necesariamente al primado del papa en los Estados católicos con tal que el ejercicio del poder papal no se opusiera a los intereses del Estado.  
 
del monarca y un impulso económico por parte del Estado al comercio y a la industria, que a la vez ayudaron con sus tributos a sostener la burocracia y el ejército. 
La meta del absolutismo fue el desarrollo de un poder ilimitado que penetrara en todos los sectores de la vida de los súbditos y que movilizara hasta lo último los recursos económicos, las relaciones de la producción y los rendimientos laborales. Ese poder debía estar concentrado incondicionalmente en el soberano y, de cara al exterior, se hallaba asegurado por un ejército preparado en todo momento para intervenir y por una política de alianzas que rodeaba a cualquier enemigo potencial con frentes que cambiaban según lo exigiera la ocasión. Al principio de un continuo crecimiento de todo el organismo estatal en lo interior, correspondía en la política exterior una tendencia a la expansión, sobre todo por el camino de la sucesión hereditaria, tendencia que quedaba limitada por la racionalidad política y, hasta cierto punto, por el principio universalmente válido de la legitimidad dentro de la <familia» dinástica. Se concibió como suprema forma de poder la unidad perfecta de una sociedad idéntica con el Estado -un roi, une loi une fo¡-, organizada burocráticamente según puntos de vista raciales ,en cuyas aras, ora se sacrificaron, ora se utilizaron los productos históricos de la sociedad antigua. Allí donde se conservaron las instituciones nacidas de la sociedad feudal, esto aconteció, no en virtud de un justo derecho antiguo, sino gracias a la utilidad que tales instituciones tenían para el Estado universal racionalmente planificado. Únicamente a éste se le atribuyó la capacidad de garantizar el mayor bien posible de todos. Esa garantía estaba personificada en el soberano absoluto, dado por Dios a los hombres como su lieutenant (Luis xiv) o, en el despotismo ilustrado, como abogado de la razón suprema, que está encarnada en el Estado. El ser  premier domestique (Federico el Grande) de ese Estado constituye una variante -ciertamente esencial, pues incluye plenamente el movimiento espiritual de la ilustración - de aquel carisma exclusivo en virtud del cual el soberano absoluto es el único regente, legislador y juez, así como el primer jefe del ejército. El absolutismo, con su progresivo aumento de las posibilidades humanas, introdujo la edad moderna en todos los Estados, fue la época de la cultura clásica de todos los pueblos europeos y puso las bases de la educación y formación modernas con la promoción de la ilustración (--> barroco). 
 
ciertamente se excluyera con ello la arbitrariedad en la práctica, lo cual, sin embargo, por contradecir a los intereses racionales del Estado, no pertenecía a la esencia del absolutismo real.  
II. Historia del absolutismo europeo  
La historia del absolutismo comienza en la transición del s. xv al xvi, puesto que algunas manifestaciones anteriores, como el estado absolutista y burócrata de Federico II Hohenstaufen (t 1250) en el sur de Italia, o como la concepción estatal de Felipe IV el Hermoso (t 1314) en Francia - respaldada por juristas inspirados en el derecho romano como G. de Nogaret -, están completamente marcadas por rasgos premodernos (política imperial de Federico II, plan de cruzada de Felipe); «la vigorosa corriente de aire moderno» de que habla Ranke, sólo actuaba allí en forma de golpes aislados, que no caracterizan la situación total. Puesto que el dualismo entre el poder espiritual y el poítico representaba, junto con la nobleza, la resistencia más fuerte a la tendencia absolutista y tenía su apoyo en la validez universal de las normas religiosas y eclesiásticas, el paso más importante hacia el absolutismo fue la formación de las Iglesias nacionales, cuyos primeros brotes aparecieron ya antes de la reforma. Entre otras fuentes propulsoras, estas Iglesias nacionales recibieron un impulso de los concordatos firmados para defenderse del conciliarismo, los cuales concedían privilegios a los reyes en la designación de obispos y en la administración de los asuntos temporales. En Inglaterra la acción política de la radical Iglesia nacional de Enrique viii precedió a la reforma religiosa y eclesiástica; la situación así creada fue una base esencial del absolutismo de la casa Tudor (1485-1603) y un motivo de las luchas entre el absolutismo de la casa Estuardo (16031688) y la oposición puritana. Pero las limitaciones de los reyes ingleses desde el s. XIII se habían enraizado demasiado profundamente y a pesar de la fuerza de la Iglesia nacional anglicana, el absolutismo no pudo mantenerse en Inglaterra, aunque él había introducido la edad moderna tanto allí como en todos los Estados europeos.  
En el imperio alemán la competencia eclesiástica que se atribuyó a los príncipes de cada país en virtud de la reforma protestante fomentó las Iglesias regionales; y en las naciones que siguieron siendo católicas se desarrolló la Iglesia estatal. Con el principio cuius regio, eius religio de la paz religiosa de Augsburgo (1555), se entregaba prácticamente a la omnipotencia del soberano la decisión confesional de los súbditos. El absolutismo se convirtió en el estilo de gobierno en todos los Estados soberanos alemanes, incluso en los territorios regidos por eclesiásticos; pero las condiciones en que podían crecer grandes potencias absolutistas se dieron únicamente en el imperio de los Habsburgos (no sin la competencia del absolutismo bávaro) y en Prusia.  
 
nobles en la constitución de la autoridad central. Consciente del favor divino, María Teresa veía en sus ministros solamente los «peones» de su poder, que supo basar no menos en una severa política financiera que en un sistema escolar creado por ella. En María Teresa, contemporánea del odiado Federico I el Grande, de Prusia, sobrevivió aquella forma de absolutismo que propiamente había fundado y desarrollado hasta la perfección del sistema Felipe II de España. Ciertamente, a pesar de respetar los derechos de los protestantes, también la Austríaca veía en ellos a los enemigos destructores del orden querido por Dios; pero supo distinguir sabiamente entre los países de sucesión hereditaria y Hungría.  
El Habsburgo español había servido con todo su poder a la unidad de la santa fe en todos sus dominios y había utilizado para ello la inquisición, con cuya ayuda -cosa típica del absolutismo confesional- venció al mismo tiempo la oposición del reino aragonés. Entenderíamos falsamente el absolutismo si
 juzgáramos que para él la fe religiosa constituía una superestructura ideológica del poder político; ahora bien, la soberanía real era tan inviolable como la fe religiosa, y así se explica la cláusula de salvedad de Felipe al aceptar las decisiones conciliares de Trento, la cual es un ejemplo típico de la relación del absolutismo católico con la Iglesia.  
EL absolutismo francés se caracterizó de modo especial por la relación entre las luchas religiosas y la oposición de los nobles, no sólo hugonotes sino también católicos; pero, en su desarrollo, el principio une foi tampoco fue sencillamente una función del principio un roi. Fueron razones políticas las que impulsaron a Richelieu, con la conquista de La Rochelle (1628), a romper el estatuto de los hugonotes establecido en el edicto de Nantes (1598 ), y fueron también razones de este tipo las que no le permitieron derogar el edicto mismo, en contra de la tendencia de su hombre de confianza, el capuchino padre José, no menos significativo que Richelieu para el absolutismo francés. Dotado de una naturaleza religiosa con inclinaciones místicas, él luchó fanáticamente por la unidad de la fe, y, sin embargo, defendió incondicionalmente la política de Richelieu en favor del poderío francés, llegando hasta la alianza con Suecia (1634) y la declaración de guerra a España (1635), que significó la debilitación decisiva del partido católico en la guerra de los treinta años. Cuando finalmente Luis xiv derogó en 1685 el edicto de Nantes, realizó un acto de absolutismo político. El absolutismo «palaciego» del «Rey Sol», a pesar de su glorificación pagana y cultual del monarca y de su exuberante estilo de vida, es inconcebible sin los presupuestos históricos del absolutismo católico.  
 
madre. El episcopalismo, desarrollado en 1763 por el obispo trevirense J.N. von Hontheim (Febronius), por la adhesión a la Iglesia estatal del absolutismo debía dar independencia a los obispos frente al absolutismo curial, pero con relación al imperio alemán se quedó en teoría y dentro de los territorios particulares se practicó bajo formas muy varias. José II, en cambio, puso la Iglesia católica sistemáticamente al servicio del Estado absolutista y de su programa educativo; y para este fin la creación de parroquias le pareció más importante que los monasterios, suprimidos en gran número.  
Así como no se puede calificar sin más de anticlerical al josefinismo, tampoco cabe afirmar de modo general que la ilustración influyera sólo negativamente en la vida de la Iglesia. La ilustración fomentó un despertar cultural y religioso, y pastoral en particular, especialmente en los territorios de los señores eclesiásticos del imperio, los cuales, aun permaneciendo encuadrados en el absolutismo, en virtud de las limitaciones impuestas por los cabildos y por gastar menos en empresas militares - en beneficio de la vida civil-, adoptaron una forma popular de gobierno (siendo la más célebre la dinastía clerical de los Schánborn).  
Pero en último término la ilustración contenía aquellos elementos que llevarían a la disolución del absolutismo. No sólo destruyó el nimbo carismático del señor absoluto, sino que además desarrolló una teoría política que, en nombre del derecho natural, argumentó contra la concentración del poder y en favor de la división de potestades, y basó en los postulados de los derechos humanos la revolución contra la revolución del absolutismo (--> revolución francesa). Desde John Locke (+ 1704) hasta Montesquieu (+ 1775), la crítica a la monarquía absoluta exigía primero su limitación, pero luego condujo a su caída revolucionaria. Y aunque el fisiócrata ordre naturel de F. Quesnay (1774) en su racionalidad parecía conciliarse con la racionalidad del despotismo ilustrado, a fin de cuentas desembocó en los principios del liberalismo. En la Iglesia católica, algunos representantes aislados de la escolástica barroca desarrollaron una crítica política del absolutismo, especialmente mediante la polémica sobre el derecho de oposición y mediante la fundamentación del derecho de gentes, que intentaba restringir la expansión política exterior. Pero el interés esencial se centraba en la lucha con la Iglesia nacional (-> galicanismo, regalismo español, ->
 josefinismo), con la cual, sin embargo, se pudo en caso necesario llegar a compromisos dentro de la perspectiva de la contrarreforma (->reforma católica). La resistencia propiamente religiosa contra el secularismo del absolutismo transcurrió al margen o fuera de la ortodoxia: dentro de la Iglesia católica en el -->jansenismo y dentro de las Iglesias protestantes en el -> pietismo. La lucha victoriosa contra el Estado absolutista y en favor de una separación entre el Estado y la sociedad como condición de la libertad moderna se realizó fuera de la Iglesia y contra ella. La Iglesia en la época de la restauración, hasta muy entrado el s. xix, se aferró a la unión entre trono y altar. 
 
xiii - contra la sociedad liberal y democrática (cf. historia de la Iglesia en la -- >edad moderna). 
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Oskar Kóhler  
ABSOLUTO (LO ABSOLUTO)
 
2. La existencia real de lo absoluto así entendido parece ser (supuesto que exista algo) una evidenció primera que resulta de su mismo concepto. Los contenidos de las nociones de «absoluto» y «relativo» son contradictorios: no puede darse un tercer término que no sea ni independiente ni dependiente en su ser. Lo relativo, empero, apunta de por sí a aquello de que depende, y, en último término, a lo que no es relativo, sino absoluto La suposición de una serie sin principio de meros relativos, en un regressus in in finitum, no haría tampoco desaparecer esta referencia a lo absoluto que sale de lo relativo, siquiera falle, ante ese ensayo mental, nuestra representación ligada al tiempo y al espacio. Pero sería sobre todo sencilla imposibilidad un anillo o círculo cerrado y, por ende, sin principio ni fin de términos exclusivamente relativos: A tendría que haber dado la existencia a B, a pesar de que A misma, pasando por C, D, etc., dependería de B precisamente en su existencia. Si en verdad existe algo, lo existente no puede ser meramente relativo, es decir, referido a otro, pues, en definitiva, tiene que referirse a lo absolutamente otro y, por tanto, existe necesariamente lo absoluto.  
3. Con la evidencia  per se con que lo absoluto se afirma como aquello que, a par de pensarse necesariamente, existe también necesariamente, concuerda la tradición filosófica de dos milenios. La universal experiencia religiosa de lo «otro», que posee poder último e incondicionado, se convierte para la reflexión de la India en el Todo-Uno, cuya apariencia es el mundo; y, para el temprano pensamiento griego, en el fundamento primero (árjé) del mundo. Platón ve en la idea suprema del bien la carencia de supuesto y el subsistir en sí; que constituyen lo absoluto. Esta visión determina al neoplatonismo y, a par de la revelación judía y cristiana, los siglos de la patrística (cf. p. ej., Gregorio Nacianceno; posteriormente, al Maestro Eckhart, a Jakob Báhme, a Franz v. Baader, que hablan del «principio sin principio», y también del «no- principio». En Aristóteles se dibuja el ser absoluto de la causa eterna e inmóvil en su «separación» de todas las cosas sensibles del mundo.  
 
tiempo, que es norma para la masa, se orienta más y más hacia la tendencia empírica del pensamiento moderno, la cual, como la sofística antigua, en lo relativo a lo absoluto se inclina a la negación (/ateísmo) o, más bien, a la duda (/agnosticismo, / escepticismo).  
4. Para la conciencia actual, por influjo sobre todo de Kant, se ha oscurecido la evidencia primera de la existencia necesaria de lo absoluto. Esa evidencia se funda en un paso o salto del pensamiento, por el que lo relativo o condicionado es conocido como tal, es abordado en su conjunto y se lo sobrepasa en su totalidad en dirección a loabsoluto o incondicionado. Ahora bien, según Kant, eso no es posible al conocimiento humano. A juicio de Kant, sólo podemos conocer propiamente un objeto en cuanto nos es dado bajo las condiciones del espacio o, por lo menos, del tiempo. Algo relativo y condicionado sólo puede ser conocido como dependiente de otra cosa, que es a su vez relativa y está condicionada por un tercero de la misma especie, y así sucesivamente. El proceso sin término de un fenómeno a otro, en el horizonte de la experiencia posible dentro del espacio y del tiempo, es el esquema de conocimiento trazado por Kant en la Crítica de la razón pura. Con ello dio Kant la clásica fórmula epistemológica del programa metódico de la ciencia natural moderna, y le señaló su campo de investigación, en principio sin limites dentro del ámbito fenoménico llamado «mundo». Esta concepción, partiendo de la ciencia -donde, sépase o no su origen filosófico, ella tiene su puesto de todo punto legítimo-, repercute ilegítimamente como actitud fundamental más o menos marcada de un positivismo relativista sobre la visión filosófica del mundo. Datos psicológicos y sociológicos parecen ofrecer hoy en gran medida una confirmación empírica y científica del relativismo en las posiciones intelectuales. Goethe expresó esta estructura mental en términos de un optimismo vital: «Si quieres llegar a lo infinito, recorre por todos sus lados lo finito». 
5. Aun el intento de hacer de nuevo comprensible la fundamental evidencia primera de la realidad absoluta puedes aceptar que Kant le señale la dirección, ya que éste recibió sugerencias de la tradición, sobre todo de Agustín y Buenaventura. 
La idea de lo incondicionado tiene en el esquema epistemológico de Kant la función de un «principio regulador»; ella pone en marcha, como meta teóricamente inalcanzable, el preguntar, e investigar. Sólo en otro campo se abre para el Kant de la Crítica de la razón práctica el acceso a la realidad «constitutiva» de lo incondicionado: en la experiencia de la obligación moral, en el imperativo categórico (= incondicionado) de la conciencia. No la investigación teórica de la naturaleza en su necesidad, pero sí el deber moral de orden práctico, cuyo prerrequisito inmediato es la libertad del hombre, presupone la existencia necesaria del absoluto, al cual podemos llamar Dios, como postulado fundamental para que su exigencia tenga verdadero sentido; sentido que para Kant está fuera de toda duda. Dios es el garante del orden moral del mundo (/ ética).  
 
ante toda constelación posible de objetos del mundo. El contenido del conocimiento puede estar todo lo condicionado y limitado que se quiera en tiempo y espacio; puede tal vez afectar sólo al hic et nunc de una de mis sensaciones, desaparecidas de nuevo inmediatamente; pero la exigencia de validez de la verdad, que conviene al enunciado sobre ella, está de todo en todo por encima del tiempo y del espacio. Aun el fenómeno más casual y pasajero es aprehendido en el conocimiento verdadero en cuanto es como ente; y con ello se abre el espacio universal e incondicionado del ente como tal, del ser en general. Pero precisamente este modo de conocer era el supuesto previo para que lo relativo o condicionado pudiera ser conocido como tal y, con ello, fuera conocida su esencial e inamisible referencia a lo absoluto e incondicionado. Con ello queda abierto el camino para subir desde el modo lógico de incondicionalidad del conocimiento verdadero en el horizonte indefinido e infinito del ente, al actus purus de orden ontológico, al principio absoluto, determinado e infinito de la verdad y de la realidad.  
Hay que atender no sólo al «qué» fenoménico, p. ej., del nexo funcional científico entre datos observados, sino también al «hecho» ontológico (de que efectivamente es así); pero esto exige una irrupción a través de la perspectiva y «tras» la perspectiva metódicamente limitada de la problemática de cada ciencia particular, a la que sólo se manifiesta la apariencia de los fenómenos, hacia una actitud intelectual de tipo filosófico, que está abierta al ser en sí de la realidad cósmica. Esta irrupción «a través» es obra, en su realización efectiva, de la libertad que brota de un llamamiento dirigido al hombre en su totalidad. En este sentido, la preparación para entender la realidad del absoluto en el campo del conocimiento teórico, en el cual Kant y con él gran parte de la mentalidad actual piensan que no se la puede encontrar, está en efecto entrelazada con el ejercicio de la libertad del hombre, a la que apelaba Kant. Pero esta apelación a la libertad moral puede recibir también una fundamentación teórica.  
Otro camino, tampoco puramente irracional, para poner de manifiesto la realidad de lo absoluto, podría consistir en resaltar cómo el carácter incondicional que va anejo a la esencia del amor personal ha de tener el fundamento de su posibilidad y de su consumación en la existencia real del absoluto en persona. 
Con la sola noción de lo absoluto, como lo incondicionado en general, nada se dice acerca de la estructura fundamental, teística o panteística, del universo. Pero las pruebas apuntadas de la existencia de lo absoluto, no meramente deducidas de su concepto, sino apoyadas en la experiencia, pruebas que existencialmente son las más convincentes, empujan hacia una interpretación teísta personal, hacia un principio primero y fin último de la verdad y libertad en la personal realización del ser propio del hombre. En el modo de doble negación que es irremediablemente propio del conocimiento humano de lo absoluto (= lo no-condicionado; donde «condicionado» significa a su vez limitación, finitud y negación), se anuncia desde el principio el permanente carácter misterioso de lo absoluto.  
 
(1948) 5-41; J. Máller, Der Geist u. das A. (Pa 1951); G. Huber, Das Sein und das A. (Ba 1955); W. Brugger, Das Unbedingte in Kants «Kritik der reinen Vernunft»: Kant und die Scholastik heute, dir. 7. B. Lotz (Pullach 1955) 109-153; A. Guzzo, La théorie de 1'absolu chez René Le Senne: Études philosophiques (P 1955) 448-457; J. B. Lotz, Das Urteil und das Sein (Pullach 21957); W. Cramer, Das A. und das Kontingente (F 1959); J. Mliller, Von BewuBtscin zu Sein (Mz 1962); K. Rahner, Oyente de la Palabra (Herder Ba 1967); J. B. Lotz, Ontología (Ba 1963) (bibl.); E. Coreth, Metafísica (Ariel Ba 1964); O. Muck, Die transzendentale Methode in der scholastischen Philosophie der Gegenwart (1 1964) (bibl.); M. MQller, Existenzphilosophie im geistigen Leben der Gegenwart (He¡ 21964) espec. 140-159; W. Brugger, Kant und das hóchste Gut: ZphF 18 (1964) 50-61. 
Walter Kern  
ACCIÓN CATÓLICA
I. Organización 
1. Origen 
La acción católica nació de aquellos movimientos católicos de los s. xvIII y xix, cuyas metas fundamentales eran: liberar a la Iglesia de las tendencias revolucionarias de la ilustración y de las aspiraciones absolutistas de la época por lograr una Iglesia estatal; y solucionar los problemas sociales, que a partir de la revolución industrial eran cada día más apremiantes. Para poner en práctica estos propósitos, en muchos países europeos se celebraron asambleas y congresos de católicos y se fundaron asociaciones y obras católicas. Con frecuencia se perseguían objetivos políticos muy concretos, como la emancipación de los católicos en Gran Bretaña. De esta forma, se mezclaban objetivos temporales y profanos con fines espirituales y eclesiásticos. La autoridad eclesiástica subrayaba, sin distinguir apenas la diversidad de campos, su competencia y el derecho de control incluso sobre las asociaciones católicas de carácter económico, social y político, apelando para esto: a la obediencia que se debe a la Iglesia; a la unidad del cuerpo de Cristo y del apostolado, y a la necesidad de unificar todas las fuerzas. Esto es particularmente comprensible con relación a Italia, que se encontraba bajo la presión de la cuestión romana. Paulatinamente fue madurando un enfoque más matizado (reconocimiento de la autonomía fundamental de las esferas profanas: León xiii) y fueron formándose dos tendencias en el movimiento popular católico: una hacia la democracia cristiana, el movimiento social católico y los partidos cristianos; y otra representada por la a.c. Pero no sólo había, llegando incluso hasta nuestros días, organizaciones que por sus objetivos pertenecían a ambas tendencias, sino que la nomenclatura misma no, era uniforme, ni mucho menos.  
 
primeras, que vienen a prestar directamente un auxilio al ministerio espiritual y pastoral de la Iglesia, se dice que «deben estar subordinadas a la autoridad de la Iglesia incluso en la menor cosa»; respecto a las segundas, aunque se exige su dependencia «frente al consejo y a la dirección de la autoridad eclesiástica», se habla también de la «libertad racional que les corresponde» y de la responsabilidad propia «sobre todo en los asuntos temporales y económicos». 
 
Por consiguiente no hay razón para afirmar que la a.c. es una fundación exclusivamente romana o italiana: sus raíces las encontramos en Francia, Bélgica y sobre todo en Alemania. Tampoco ha surgido exclusivamente desde arriba, sino que tiene una larga historia, lo mismo que sus diversas ramas. Tampoco está articulada de acuerdo con las cuatro «columnas de los estados naturales», ya que las asociaciones de universitarios y trabajadores se cuentan entre sus organizaciones más antiguas y las ramas de hombres y niños entre sus agrupaciones más modernas. Ni fue concebida desde el principio exclusivamente como una ayuda pastoral dentro de la Iglesia, pues, incluso después de apartarse de las obras que primariamente servían a fines temporales recalcó su derecho a estudiar los problemas individuales, familiares, profesionales, culturales y sociales, a la luz de los principios católicos y a formar la conciencia de los católicos de acuerdo con esto. Precisamente Pío xi, en conexión con la a.c., habla del reinado mundial de Cristo, de la Iglesia que actúa en la sociedad. Con esto se viene abajo asimismo la afirmación de que la a.c. fue creada pensando sólo en la situación creada por la opresión fascista, y no pensando en tiempos normales, pues su historia es mucho más antigua que el fascismo; las reformas decisivas tuvieron lugar en 1915 y 1919, mientras que el fascismo llegó al poder el 28- 10-1922. 
2. Forma 
Pío xi repetidas veces definió la a.c. como «participación y colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia». Pío xii prefirió la palabra colaboración, para no provocar la confusión de una participación en la
 jerarquía misma.  
 
muy floja) o unitariamente (aunque con algunas secciones totalmente dependientes); d) a.c. con carácter de élite (congregaciones marianas) o como organizaciones profesionales, las cuales deben estar sostenidas y guiadas por grupos selectos (modelo de la JOC); e) a.c. general (para los problemas comunes a varios estratos de edad o de ambiente o a varios campos de actividad) y a.c. especializada (para ambientes concretos respecto a la edad, profesión o forma de vida); ambas pueden complementarse; f) formas de a.c. organizadas a escala parroquial o sólo de forma supraparroquial: por ciudades, arciprestazgos, diócesis, naciones (asociaciones de académicos o artistas); tampoco estas formas se excluyen unas a otras; g) a.c. que de antemano se limita a ciertos sectores parciales dentro de las posibilidades que se le ofrecen, p.ej., a la ayuda pastoral directa. 
El Vaticano II ha rechazado por una parte todos los intentos realizados por convertir un determinado sistema de a.c. en el sistema universal, pero, por otra, ha hecho resaltar los elementos que, independientemente de métodos, formas y nombres ligados al tiempo o al lugar, son esenciales a una genuina a.c. Por tanto, el problema de la organización es secundario y está subordinado al interés apostólico que se persigue.  
3. Relación con otras organizaciones  
Al principio, las obras que servían a la santificación personal se consideraron como auxiliares de la a.c.; respecto de las obras que tienen un fin primariamente temporal se recomendó colaborar con ellas, y con relación a las obras propiamente apostólicas se pensaba en una cierta incorporación o al menos asociación. El decreto Sobre el apostolado de los laicos (Vaticano II) reconoce el derecho de libre asociación de los seglares y sus ventajas, previniendo naturalmente contra la fragmentación (gremios para la colaboración y coordinación) y dejando a salvo las múltiples y necesarias relaciones con la jerarquía (a lo que en el orden temporal sólo compete la vigilancia sobre los principios cristianos): Arts. 19, 24, 26.  
II. Objetivo 
1. Características esenciales 
Si nos atenemos a su origen histórico y al decreto Sobre el apostolado de los seglares (art. 20), cuatro son en conjunto las características que constituyen una verdadera a.c., prescindiendo de que se emplee o no este nombre, p. ej., cuando existen ya otros nombres, o cuando el término a.c. pueda dar lugar a interpretaciones falsas -p. ej., políticas - (países anglosajones):  
 
como servicio a las múltiples necesidades humanas, o tiene sólo carácter de estímulo. La edificación inmediata del mundo no le está ya encomendada a ella. La transformación cristiana del mundo corresponde ciertamente a la misión de la Iglesia, pero la Iglesia sólo puede ejercer esta misión a través de aquellos a quienes está confiada la edificación del orden temporal. La Iglesia - y también la a.c. - debe ayudar a los hombres a que conozcan los principios generales de la revelación, pero no está llamada a transmitirles los igualmente necesarios conocimientos técnicos. Por eso, los miembros de la a.c. deben «distinguir claramente entre lo que como ciudadanos guiados por su conciencia cristiana realizan en nombre propio, individualmente o en asociaciones, y lo que hacen en nombre de la Iglesia juntamente con sus prelados» (Constitución pastoral: Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, art. 76). 
b) Los seglares aportan una experiencia específicamente laica y asumen parte de la responsabilidad en la dirección, en la planificación y en la acción. Esto exige de los jerarcas un margen de libertad, de confianza y colaboración, que permita a los seglares adultos, expertos y con iniciativa personal desarrollar sus facultades e incluso realizar tareas auténticamente laicas dentro de la Iglesia. 
c) Los laicos están unidos por una constitución y acción colegial y corporativa.  
d) Los laicos actúan «bajo la dirección de la jerarquía misma», que con ello asume una cierta responsabilidad suprema, lo que a su vez implica el derecho - aunque restringido únicamente a esto- a determinar las líneas generales de orientación, a confirmar en el cargo a los funcionarios responsables, a ratificar las resoluciones y estatutos más importantes, pero también a emitir el juicio sobre la existencia de las cuatro características. La relación especial con la
 jerarquía se llama mandato; éste no confiere una misión con nuevas atribuciones, pero sí un cierto carácter oficial. El concilio ha dejado en suspenso intencionadamente las controversias teológicas sobre la doctrina del mandato. La suprema dirección por parte de la jerarquía y el carácter laico no deben eliminarse mutuamente; entre ambos polos hay tensión, pero no contradicción. También en el mundo sólo existen responsabilidades divididas de diferente grado; pero en la comunidad de Cristo, por principio, hay una responsabilidad universal y colegial de todos para con todos.  
Con una a.c. así entendida en el fondo también queda superada la «clásica» definición de la misma, según la cual el laico podría ser considerado de una forma exagerada como el brazo prolongado de la jerarquía, como su instrumento y órgano de ejecución. Es cierto que todavía se encuentra la definición en el art. 20 del decreto Sobre el apostolado de los laicos, pero sólo en la introducción histórica. De hecho, solamente un reducido sector de la a.c. puede describirse como colaboración, como participación en el apostolado
 jerárquico. Pero así no aparece suficientemente el carácter específicamente laico o cristiano de orden temporal de este apostolado, ni la auténtica y característica corresponsabilidad de los seglares en la Iglesia. Es cierto que la a.c. no puede actuar más allá de su cometido eclesial, pero incluso en este cometido no se puede considerar a los laicos como meros colaboradores de la
 
lo contrario, no podrían prestar su contribución específica a la Iglesia. Según la concepción actual sería mejor, por tanto, describir la a.c. como «participación oficial de los laicos en el apostolado de la Iglesia».  
La consideración seria de estas cuatro características y de la necesaria tensión existente entre ellas aclara también algunas disputas de los últimos años referentes a la a.c., p.ej.: sobre las relaciones entre el reino de Dios y la edificación del mundo terrestre, entre la evangelización o santificación y la configuración cristiana del orden temporal; sobre una estructura eclesial, en la que el cristiano pueda integrarse plenamente con todo su mundo, incluso profano, es decir, sobre un concepto nuevo, más amplio y completo, de cristianismo, y, más concretamente, sobre el compromiso temporal, tal vez político, de la a.c.; y sobre la libertad que tienen los laicos en la Iglesia con relación a la reforma interna y a la acción frente al mundo ateo, así como con relación a la edificación del -mundo en general. Según el Vaticano ii la acción temporal del cristiano debe considerarse como misión de la Iglesia y, por ello, como apostolado, si la ejecuta con espíritu evangélico; pero el creyente ha de realizarla bajo su propia responsabilidad y no la puede hacer en nombre de la Iglesia. Por otra parte, la a.c. es auténtico apostolado laico y no sólo ayuda a la pastoral; pero tampoco constituye un medio para volver a clericalizar el mundo en el sentido de un nuevo integrismo.  
2. Importancia de la a.c.  
La importancia de una a.c. que permanezca fiel a su esencia parece que reside precisamente en esta función mediadora: en que, gracias a su auténtico carácter profano y laico, es capaz de proporcionar a la Iglesia una visión del mundo y una aportación mundana, la cual puede ayudarle incluso en la elaboración y proclamación de los principios religiosos y morales; y en que, por el lado contrario, en virtud de su carácter simultáneamente oficial y eclesial, puede transmitir al mundo una visión de la Iglesia y, a los cristianos que están en el mundo, la ayuda de la Iglesia para el cumplimiento cristiano de sus tareas profanas, formándolos teórica y metódicamente para el apostolado. De este modo, la a.c. une la fuerza de los seglares y su conocimiento objetivo del mundo con la obra de los pastores (Constitución sobre la Iglesia, art. 37). Y aun cuando en la Iglesia siempre se dio de alguna forma este tipo de apostolado, es de especial importancia en una sociedad y en una Iglesia que necesitan más que nunca de una estrategia planeada a escala mundial.  Así se comprende que el decreto Sobre el apostolado de los seglares, a pesar de que en principio valora positivamente todas las iniciativas apostólicas, recomiendo con especial «insistencia» las organizaciones a las que se pueden aplicar las características esenciales de una auténtica a.c., lleven o no lleven este nombre. Esto, lejos de justificar una pretensión de monopolio, obliga a un especial servicio fraterno.  
 
soziale Bewegung Deutschlands im 19. Jh. und der Volksverein (Kti 1954); Satzung der Diijzesankomitees der Katholikenausschüsse ¡in Erzbistum Ktiln (Kü 1954); Y. Congar, Jalones para una teología del laico (Estela Ba 1961); S. Tromp, De laicorum apostolatus fundamento, indole, formis (R 1957); K. Buchheim, Katholische Bewegung: LThK2 VI 77-81 (bibl.);  J. Verscheure: LThK2 VI 74-77 (bibl.); F. Klostermann, Das christliche Apostolat (1 1962) (bibl.); E. Michel, Das christliche Weltamt (F 21962); Rahner II 339-373 (sobre el apostolado de los laicos); Commissio permanens conventuum intemationalium apostolatui laicorum provehenda. De laicorum apostolatu organizato hodie toto in orbe terrarum diffuso. Documenta collecta et systematice exposita pro Patribus Concilii Oecumenici Vaticani II (Typ. polygl. Vat. 1963); Vaticanum 11, Decretum de apostolatu laicorum (Typ. polygl. Vat. 1965); F. Klostermann: LThK Vat II 587-701;  J. Gómez Sobrino, Nuevos estatutos de la A. C. española (Ma 1967); M. Arboleya Martínez, Dos modos de enfocar la A. C. (Ba 1948). 
Ferdinand Klostermann 
ACOMODACION
1. Lo que el concepto a. (= adaptación, asimilación) significa en teología no está en modo alguno fijado; en todo caso se refiere a la relación de la Iglesia, de su teología y de los cristianos con el socio histórico o el que está enfrente, con aquel que está extra ecclesiam, con el «otro». La concepción de la a. depende de la interpretación teológica de la situación del «otro» en la historia única de Dios con la humanidad y, más próximamente, de la caracterización de la singularidad concreta de los no cristianos, es decir, de su religión, cultura, lenguaje, sociedad, etc. Esto significa que el sentido de la a. se interpreta en cada momento en virtud de la concepción de la Iglesia que entonces prevalece. En cuanto una uniformidad de la teología no es ni posible ni deseable, también las opiniones sobre la a. serán cada vez divergentes. Por consiguiente no cabe buscar una doctrina invariable de la a.; más bien es en la misma historia de la relación entre la Iglesia y el «otro» donde hay que descubrir la historia de la inteligencia de la a. La palabra a. apunta pues a la habitudo ecclesiae ad extra, y concretamente bajo el interés especial de si y de qué manera la Iglesia se comunica a lo distinto de ella.  
2. Toda respuesta debe partir del hecho de que la Iglesia no-mediada, la ecclesia pura, no existe e incluso no puede existir, así como tampoco se dan la doctrina y la verdad no-mediadas, el cristianismo, por así decir, en su forma «pura», no acomodada; pues la revelación histórica implica eo ipso  la a. de Dios a lo humano y a lo histórico, ya que de otro modo lo divino - a causa de los límites impuestos por la creación de Dios a la capacidad humana de recepción - no podría ser jamás experimentado. Por esto toda «aparición» y todo «hacerse visible» de Dios (en las religiones, en Israel, en Jesús, la historia de la Iglesia y, principalmente, el de la historia de las misiones.  
 
verdad bíblica antes de producirse la a. a ellos. Con relación a la espiritualidad cristiana, especialmente a la recepción de formas religiosas de expresión, parece que las concesiones alguna vez han ido demasiado lejos.  
6. El que la misión católica (y también la protestante) desde el principio de la moderna actividad misionera fuera de Europa en general recibió una orientación europea, es una realidad conocida y cada vez más lamentada desde los años veinte del siglo actual. Se exportó liturgia, gestos de plegaria, arte, formas de piedad, costumbres y concepciones sociales del mundo greco- romano-germánico, ideas filosóficas y políticas de Europa, etc.; es más: la condena de lo indígena fue el presupuesto de este ofrecimiento del totalitarismo europeo. R. Panikkar ha hablado con razón de un «colonialismo teológico». Los jesuitas Roberto de Nobili (1577-1565) y Mateo Ricci (1552- 1610 ), así como los escasos partidarios de sus métodos, pueden valer como testimonio excepcionales de la a., que ellos, es verdad, entendían primariamente todavía de una manera psicológica y pedagógica. Su valentía y su renuncia a un éxito cuantitativo condujeron a la llamada disputa de la a. o de los ritos (cf. LThK2 VIII 13221324), la cual duró casi dos siglos, entre los
 jesuitas por un lado y los dominicos, los franciscanos y el papa con la curia, por otro. El motivo de la disputa y el objeto que estaba en primer plano era si se podían permitir en la Iglesia determinados ritos chinos (confucionistas o budistas) e hindúes, principalmente el culto a los muertos. En esta disputa, caracterizada tanto por la obcecación y la ignorancia como por las calumnias y las desfiguraciones, triunfó el integrismo (cf. la bula de Benedicto xiv Ex quo singular¡, 1742). Esa problemática disputa y victoria han desacreditado ampliamente hasta nuestros días la misión, ya que ésta cayó desde entonces totalmente del lado del europeísmo (y del colonialismo). La decisión del año 1742 no se revisó hasta el año 1939. El desarrollo global eclesiástico de los últimos treinta años ha superado teóricamente el europeísmo (cf. las enc. misionales de los años 1926, 1951, 1954, así como la Enc. Ecclesiam suam del año 1964). Desde hace algunos años hay no pocos intentos de a.; y especialmente las reformas litúrgicas del Vaticano ii, así como los esfuerzos por entender más a fondo las religiones no cristianas y las filosofías extraeuropeas, han conducido a intentos más fuertes de a. Pero, en conjunto, la Iglesia no está todavía acomodada a Asia y a África. Con todo, se muestran ya nuevas lineas evolutivas, las cuales, guiadas por la «astucia de la historia», hacen que de las omisiones brote lo positivo.  
 
seguro que la Iglesia logre adaptarse a los estratos profundos de las culturas; pero la novedad de su mensaje y de su doctrina exige, no simplemente la sustitución global de las «ordenaciones antiguas» por las nuevas, sino más bien una novedad de la vida humana «ante Dios», la cual presupone, permite y aplaude formas plurales de realización. Por más que hoy comprendemos la razón y el deber de la a. (y hayamos de lamentar que esto no sucediera siglos antes), el terminus ad quem de las acomodaciones actualmente necesarias es muy incierto. El secularizado mundo futuro exigirá evidentemente formas de teología y de vida creyente, o sea, de a., distintas de las exigidas por las zonas de África y de Asia, que en gran parte todavía son religiosamente homogéneas. Si se juzga que la «humanización» del mundo es imparable (J.B. Metz) y que, por tanto, la estructura formalmente cristiana ha de marcar la pauta del futuro, la posición frente al problema de la a. será ciertamente de reserva. Mas eso no significa en modo alguno que las formas más simples de a., las fundadas en la convivencia humana, p. ej., la acomodación del idioma, de la forma de vestir, de las costumbres, del arte, etc., permitan el más pequeño aplazamiento. El análisis teológico, histórico y filosófico de la problemática de la a. a gran escala, junto con su importancia para una visión mundial del futuro, no quiere ni puede impedirnos realizar «hic et nunc» en lo pequeño y cotidiano la a. exigida por el bien de los hombres y de sus posibilidades de fe. Y, a este respecto, no hay una distinción de principio, sino solamente gradual, entre los llamados «países de misión» y los «países cristianos». 
Heinz Robert Schlette 
I. Enfoque psicológico y filosófico  
1. Visto  psicológicamente, el punto de partida del obrar moral es la toma de posición personal, es decir, consciente y libre, en el conflicto entre las necesidades impuestas por la realización de las tendencias del yo y las exigencias de la sociedad; según esto, el obrar moral presupone el desarrollo de la conciencia del yo, la cual se produce, por la victoria sobre el ambiente en medio de un diálogo con él. La condición es la vivencia de la situación de conflicto entre la necesidad de satisfacer las tendencias inmanentes y las exigencias del ambiente que se opone a esa necesidad. Esta situación surge en el niño cuando experimenta el beneficio de ser amado, cuando él es aceptado y promovido por el contorno ambiental. Así el niño renunciará a satisfacer sus impulsos cuando éstos sean perjudiciales a la simbiosis afectiva con la madre. Pero si no se presenta la situación de conflicto, la preparación y el desarrollo del obrar moral quedan impedidos.  
 
concreto; se produce, pues, una intosuscepción de los comportamientos ajenos, normalmente, primero del padre, de la madre y de los hermanos, de manera que la conducta de estos modelos directivos se puede convertir en norma del propio obrar por medio de la identificación. Con la ampliación del entorno y el desarrollo de la conciencia crítica el niño se ve colocado ante nuevos conflictos, puesto que ahora le salen al encuentro en medida cada vez mayor maneras de comportarse de los modelos directivos que se contradicen mutuamente, y él debe ahora decidir qué modelo directivo quiere seguir. En la decisión juegan su papel, no sólo las necesidades propias, sino también, y en una medida que aumenta cada vez, la inteligencia de la oportunidad de una conducta practicada y exigida y, evidentemente, también la fuerza de la vinculación afectiva a determinados modelos.  
Tan pronto como el niño está en situación de conocer que determinadas acciones tienen sentido por sí mismas, p. ej., el decir la verdad, y es al mismo tiempo consciente de que estas acciones son exigidas, a causa de su valor, por las personas normativas, se llega simplemente a las acciones morales, en tanto el niño está en situación de distanciarse interiormente de sus inmanentes estímulos espontáneos en tal medida que pueda comparar las exigencias de lo debido con sus necesidades subjetivas y tomar libremente posición frente a ello a base de su inteligencia. Si reinan buenas relaciones familiares, esto sucede normalmente hacia los 6 ó 7 años, cuando el niño llega al así llamado uso de razón o a la edad de la discreción; sin embargo, esta madurez también puede producitse mucho más tarde.  
Esta conciencia crítica frente a las normas del ambiente, aceptadas en forma no crítica, y frente a las exigencias de las tendencias del yo, naturalmente, existe primero en medida muy limitada y, en principio, se alcanza siempre con lentitud, con una lentitud gradualmente distinta en cada caso, puesto que la actitud y el clima reflexivos dependen siempre de los conocimientos directos y de las deciciones, que se transforman con el desarrollo progresivo de la personalidad y nunca pueden quedar sometidos a una reflexión plena. Debido a ello, una crítica actuación ética que se distancie de una moral falta de crítica, en todos los casos sólo es posible en una medida limitada y depende de la acuñación del desarrollo de la personalidad.  
Por lo menos hasta cierto grado, la ética implicada en el «super-yo» señala a dicho desarrollo un cauce que dificulta las tomas de posición genuinamente éticas, pues, sin fundamento, sólo a causa de la educación, se atribuye un valor absoluto a determinadas concepciones tradicionales (--> ética).  
 
medida que el comportamiento contrario a ella se presente a su autor como algo que, no sólo hace mala la acción particular, sino que hace malo al hombre. 
Únicamente cuando la maduración de la personalidad haya alcanzado ese punto, se podrá hablar de una actuación moral cualificada. La presuposición para ello es: 
a) la experiencia subjetiva de la propia singularidad, la cual se inicia generalmente por el confrontamiento con el despertar de la -> sexualidad y con todos los fenómenos que lo acompañan;  
b) el desarrollo de la capacidad crítica de distinción, basado en la experiencia y en la enseñanza, en tal medida que se pueda comprender la transcendencia de la acción para la propia vida y se tenga capacidad de ponderar suficientemente, es decir, esencialmente, la importancia definitiva para el futuro de las relaciones con el mundo circundante.  
c) una vinculación tan amplia a la dignidad de la persona, que ésta sea reconocida como algo que debe ser respetado y amado por sí mismo; pues ahora el joven, debido a una capacidad de amor que le libera de la prisión en el yo, está en situación de comprender suficientemente al otro en su subjetividad y en las exigencias que ella comporta. Precisamente esta capacidad de distinción y sobre todo esta capacidad de amor, por lo común, no se dan ya con el final de la pubertad física, y no deberían ser precipitadamente supuestas en los años jóvenes.  
2. Bajo la perspectiva filosófica, podemos hablar de un a.m. cuando el hombre se realiza en su condición de -> persona consciente por -->decisión libre y sintiendo la responsabilidad ante él mismo y ante los otros (--> libertad). Según esto, para que un a.m. tenga efecto debe haber conciencia y voluntad libre, y éstas han de ser actualizadas en vistas al desarrollo de las personas implicadas, entre las cuales se halla siempre la propia persona. Lo cual debe hacerse sintiendo responsabilidad ante las personas, ya que ellas pueden exigir respuesta y cuentas. Esto significa que el a.m. es siempre: una toma de posición frente a la norma transcendental de conducta; un perfeccionamiento y una perfección; y, en armonía con eso, una incitación a la fe, la esperanza y la caridad «metafísicas». Expresado de otra forma: el a.m. según su estructura formal es bueno en la medida en que, reconoce a Dios como sumo bien y por ello cree, confía en la salvación de Dios y así espera, lo afirme como el sumo bien y así lo ama.  
 
Pero además es siempre un acto de -> esperanza. Y lo es porque un acto consciente sólo puede hacer más perfecto o imperfecto a un hombre en la medida en que se le presente como dotado o desprovisto de sentido y, con ello, arbitrario. Esto, a su vez, solamente es posible en la medida en que un comportamiento conforme con el ser es reconocido como absolutamente obligatorio. Ahora bien, por un lado, la conciencia del sentido del obrar es una presuposición transcendental y necesaria para la operación consciente, pues la acción consciente está necesariamente dirigida a un fin; y, por otro lado, el reconocimiento del principio de que la actuación dotada de sentido es la conforme con el ser constituye un acto libre de esperanza, pues la prueba de la exactitud del reconocimiento de ese principio sólo cabe esperarla del futuro, de modo que es posible afirmarlo o negarlo libremente.  
En cuanto el hombre toma posición frente a una cosa conocida como obligatoria, se decide en último término a seguir o no seguir la llamada moral y, en consonancia con ello, al --> amor de lo que es bueno en sí o a su repulsa arbitraria y despojada de amor. Pues el hombre, en su obrar consciente, por una parte aspira necesariamente a lo perfecto y, con ello, al bien en sí, pero, por otra parte, él tiene que decidirse por el amor de lo bueno en sí, ya que nosotros solamente en medida limitada podemos conocer eso que es bueno en sí y, por tanto, nos es posible rechazarlo desamoradamente en pro de un bien elegido a nuestro antojo.  
Según esto, el punto de partida para la determinación del a.m. debe ser la relación transcendental a Dios. Y ésta sólo se halla tan desarrollada que podamos hablar de un a.m. en sentido pleno, cuando el hombre está referido a Dios en tal grado que, o bien él afirma a Dios con fe, esperanza y amor en la concreta decisión moral, o bien lo rechaza incrédulamente, arbitrariamente, en el fondo, desesperadamente y, en último término, egoístamente. Con todo, no es necesario que la relación a Dios se actualice in actu reflexo, es suficiente que se realice in actu exercito. Esta relación a la fe, la esperanza y la caridad va inherente al a.m. con necesidad transcendental; y, en nuestro orden de salvación, ella experimenta una ampliación fáctica por la que se extiende al campo sobrenatural. Esta triple relación transcendental y sobrenatural del a.m. a Dios debe ser desarrollada en lo que sigue.  
II. Toma de posición frente a la norma transcendental de la moral: toma de posición frente a la fe  
 
Todo lo demás es bueno en la medida en que se ordena a un fin transcendental, el cual, por su parte, tiene un sentido inmanente en sí mismo. De ese modo todo es afirmado en la medida en que participa de la perfección de Dios y desarrolla sus tendencias en armonía con el ser. La criatura dotada, de espíritu (-> ángel, -> hombre) tiene parte en la perfección de Dios en tal modo que ella, por un lado goza de sentido en sí misma, de manera que su autorrealización está llena de sentido; y, por otro lado, sólo puede autorrealizarse por la subordinación al fin transcendente, a saber, a todo lo que tiene un sentido en sí mismo y, por tanto, reviste un carácter absoluto (notemos que el grado de subordinación depende del grado de absolutez). Esto significa exactamente: es moralmente bueno todo lo que promueve al hombre en su condición humana, realizada en conformidad con los demás hombres, y promueve a todos los hombres en conformidad con Dios. En consecuencia, son moralmente buenos aquellos actos que perfeccionan al sujeto que obra en su relación con Dios y con el prójimo, o sea, en último término es bueno todo lo que fomenta la intersubjetividad, la relación entre las personas bajo todos los aspectos.  
Y, además, como la naturaleza infrahumana (-> creación) sólo tiene sentido en cuanto sirve a la autorrealización del hombre, la ordenación a ella es moralmente buena en el plano objetivo en tanto se la puede poner a servicio del desarrollo del hombre. Esto significa que el mundo de las «cosas», o sea, La realidad infrasubjetiva u objetiva, o puramente categorial, sólo puede tener un carácter mediata o materialmente moral.  
Según esto, un acto es moralmente bueno .n el plano subjetivo cuando por él se proiuce una ordenación consciente a la autorrea.ización en armonía con el prójimo y con dios, y cuando por él la realidad material es puesta a servicio de la subjetividad personal. 
En consonancia con lo dicho, el primer presupuesto para la actuación moral es que se conozca suficientemente cómo la persona no puede compararse con lo infrahumano, o sea, que se conozca el abismo existente entre las personas y las cosas. Un hombre que no sepa distinguir conscientemente entre personas y objetos carece, pues, de capacidad moral.  
Este conocimiento de lo bueno en sí puede darse bajo diversos grados de claridad, no se requiere incondicionalmente que se produzca en forma consciente y temática. Pero él ya está sin duda iniciado siempre que se percibe por lo menos en manera directa e indistinta cómo determinados valores, p. ej., la -> verdad, la perfección, la -> libertad, la -> justicia, en resumen, las virtudes, deben ser apetecidos por sí mismos. Pues en las virtudes siempre se trata necesariamente de valores que están al servicio del desarrollo de la intersubjetividad, siempre se trata, consecuentemente, de valores transcendentales, en el sentido de que la ordenación a ellos siempre realiza necesariamente la perfección del que obra y, por cierto, en conformidad con su condicionamiento intersubjetivo.  
 
necesariamente, lo orientan hacia una ordenada o desordenada relación intersubjetiva. 
Esto significa: cuando el hombre juzga que una acción está permitida, prohibida o mandada, él no puede equivocarse al formular la permisión, la prohibición o el mandato en la medida en que, necesariamente por la razón y tendencial o voluntariamente por la disposición subjetiva, se halla dirigido a lo verdadero en sí y, a pesar de la mediación de la subjetividad, por la transparencia de lo objetivo goza de una evidencia que ilumina el campo de la subjetividad y de la intersubjetividad. Y en la misma medida la permisión, etc., se refiere inmediatamente a la afirmación o negación personal de sujetos, a una toma de posición buena o mala en sí.  
Esto significa que el a.m. inmanente, en su toma de posición frente a la norma moral, frente a lo bueno en sí, tiene una estructura formal lo mismo que el acto de fe en su asentimiento creyente, de modo que lleva en sí mismo su propia seguridad. O sea, lleva su evidencia en sí mismo, pues el hombre realiza en él una inmediata comunicación intersubjetiva, teniendo tanta conciencia directa -aunque no refleja- de la estructura de dicha comunicación como de la comunicación misma.  
En efecto, incluso bajo el aspecto de la ordenación a lo verdadero y bueno en sí, a lo absoluto en general, el a.m. se refiere directamente a Dios, aun cuando esto no siempre sucede en forma explícita, ya que la relación transcendental a lo absoluto no es otra cosa que la ordenación a Dios, por más que la elaboración temática de esa ordenación esté expuesta a falsificaciones. 
Ahora bien, el hombre debe llevar a la práctica estas tomas de posición intersubjetiva a través de acciones externas, objetivas y, en este sentido, transcendentales. Lo cual ocurre cuando él usa su corporalidad y los bienes de esta tierra como medios de expresión y de autorrealización, y los pone para este fin en relación con la subjetividad y la intersubjetividad. A este respecto, ciertamente el hombre está vinculado a la ley propia de la realidad infrapersonal o categorial, pero, en virtud de su personalidad la usa de tal manera que ella, en su ser así y no de otro modo, se halla determinada, ya no por interrelaciones causales independientes del hombre, sino por él mismo.  
En el enjuiciamento de esta ley propia el hombre puede equivocarse. Dicho de otro modo: el hombre puede equivocarse en lo que ella permite, manda o prohíbe, o sea, en sus tomas de posición objetiva. El fundamento para la posibilidad del error en la interpretación objetiva de sus tomas de posición subjetiva se basa:  
a) En nuestra necesidad de abstracción. Con lo cual, por definición, se realiza un conocimiento incompleto de la esencia, por la razón de que lo esencial se nos desarrolla históricamente y, en consecuencia, no se nos revela definitivamente, e igualmente por la razón de que nosotros comprendemos selectivamente, es decir, prescindiendo de ciertas notas.  
 
introducirse errores, pues nosotros sólo conocemos la identidad entre lo subjetivo y lo objetivo en medio de las diferencias.  
c) Hemos de pensar que nosotros - aun cuando nuestra razón esté necesariamente ordenada a la verdad en sí-, puesto que el conocimiento depende de la disposición del sujeto y dicha verdad siempre es aprehendida en forma limitada y objetivada, tenemos la posibilidad de adoptar una postura libre frente a esa verdad concretamente captada, en cuanto ella es interpretable para nosotros. Por eso, nuestra aprehensión fáctica de la verdad depende también de las tendencias del sujeto y del libre amor a ella. En consecuencia, el hecho de que la verdad no sea captada está condicionado, no sólo por los límites de la razón, sino también por la disposición de la voluntad.  
De ahí se deduce lo siguiente: los juicios morales pueden reflejar lo moralmente permitido, etc. -más exactamente, la voluntad de Dios- en manera conforme a la verdad. Pero, a causa de su carácter abstractivo y de la limitada ordenación tendencial a la verdad, lo hacen siempre de una manera imperfecta, e incluso pueden caer en el error. Sin embargo, al formular la permisión, etc., nosotros conocemos infaliblemente la voluntad de Dios en cuanto estamos ordenados a la verdad en sí. Mas esta ordenación a la voluntad de Dios, en tanto es libre, implica siempre un cacto metafísico de fe», pues, aun cuando la afirmación libre de lo verdadero y de lo bueno en sí descanse en las condiciones transcendentales de nuestro conocer y querer, sin embargo, éstas sólo pueden ser afirmadas como tales mediante un acto transcendental no necesario, es decir, libre.  
2. Puesto que., en consecuencia, nosotros podemos expresar afirmativamente, pero no exclusiva ni definitivamente, la esencia de hechos objetivos y la finalidad de ciertas maneras categoriales de comportamiento, podemos decir algo en general y objetivamente acerca de la bondad o maldad de tales acciones, sólo en forma afirmativa, pero no en forma exclusiva ni definitiva; es decir, cabe decirlo materialmente, pero no formalmente. Expresado de otro modo: es posible que la esencia de una acción categorial, de una acción realizada, incluso en el caso de que la hayamos comprendido correctamente, revista un aspecto que nos ha pasado desapercibido, y que el acto tenga una finalidad que nosotros no hemos captado. La cual significa que, en principio, acerca de determinados actos externos no se puede decir que ellos son moralmente buenos o malos siempre y bajo todas las circunstancias. Eso sólo puede decirse en sentido material, es decir, el acto, cuando se realiza, tiene siempre un aspecto materialmente bueno o malo, aspecto que no se pierde cuando ese acto, a causa de otras posibles finalidades, haya de ser considerado como moralmente ambivalente en el plano objetivo. 
 
consiguiente, el que el asesinato siempre sea formalmente malo se debe, no al acto objetivo y externo de la occisión, sino a la actitud interna, la cual siempre es necesariamente mala, por ser injusta en el caso presupuesto.  
De estos actos hay que distinguir los materialmente indiferentes, los cuales son concretamente buenos o malos en el terreno objetivo (y no sólo en el subjetivo) según el fin a que sirven en virtud de la intención fáctica del que obra. 
III. Toma de posición frente a la perfección transcendental: una toma de posición frente a la esperanza  
1. Para que un acto sea moral debe ser comprendido como bueno o malo para mí. La aprehensión de la congruencia o incongruencia de un acto, de lo recto y verdadero en sí, no implica todavía el conocimiento del sentido correspondiente, así como del valor y del carácter obligatorio que de ahí se desprenden. Para que este conocimiento tenga efecto hay que añadirle la visión de que el acto considerado como bueno o malo redunda en salvación o pérdida de quien obra o de otros, y la de que, en consecuencia, quien actúa debe rendir cuentas ante sí mismo o ante otros, o sea, es necesario comprender el concreto carácter obligatorio del acto y la consecuente responsabilidad del que obra. En efecto, una actuación responsable no significa otra cosa que una acción conscientemente dotada de sentido. Pero el hombre sólo puede obrar conscientemente con sentido cuando se pone a sí mismo en relación con un fin reconocido, el cual tenga su sentido en sí mismo y con ello constituya su propia meta. Pero el referirse conscientemente a un fin todavía no es sin más una actuación responsable, pues cabe la posibilidad de que el hombre se refiera a una meta establecida arbitrariamente. Ahora bien, el ordenarse conscientemente a un fin arbitrariamente escogido no sólo carece de sentido, sino que, además, a causa de la elección conscientemente arbitraria, constituye un auténtico sinsentido y contrasentido, ya que la conciencia siempre está intencionalmente orientada hacia el ser en sí. Por tanto, para que la ordenación consciente a un fin tenga sentido, ese fin ha de presentarse al que actúa como digno de ser apetecido en sí mismo, o sea, la meta debe tener su sentido en sí misma y la ordenación a ella debe ser conveniente para el que actúa, pues la subjetividad busca siempre con necesidad transcendental la autorrealización y, sólo realizándose a sí misma, puede ella seguir siendo subjetividad.  
 
sentido, a saber, el de servir de medio para la autorrealización del hombre. El hombre tiene una responsabilidad inmediata con relación a la subjetividad percibida conscientemente, pues ésta lleva su sentido en si misma. Para ello el hombre debe haber comprendido concretamente el sentido o el contrasentido del acto en sí, o sea, se debe haber dado cuenta de las personas implicadas, y, entonces, según la medida de esa comprensión tendrá conciencia del carácter obligatorio del acto.  
Esto se desprende de que la subjetividad tiende siempre con necesidad transcendental a su propia realización. Por definición, la realización subjetiva es siempre autorrealización. Y, en consonancia con eso, 1a propia realización consciente se lleva a cabo con responsabilidad ante sí mismo. De ahí que incluso el amor desinteresado del hombre sólo sea posible bajo el presupuesto de que ese amor tenga sentido para él y le lleve a su propio perfeccionamiento. O, por aducir otro ejemplo, el hombre sólo puede suicidarse guiado por la intención de alcanzar una plenitud de sí mismo adecuada a las circunstancias.  
Esto se desprende también de que la subjetividad, la cual está en relación con otras subjetividades, sólo puede realizarse a sí misma respetando la subjetividad de los otros. Pues Dios sería infiel a sí mismo si aniquilase la criatura espiritual una vez que la ha creado. Pero aquella subjetividad que sólo puede realizarse en dependencia de otro haría imposible su autorrealización en la medida en que no se realizara en conformidad con su dependencia. La subjetividad obra irresponsablemente en la medida en que niega su dependencia. Dicho de otro modo: la responsabilidad humana sólo es posible en cuanto el hombre comprende conscientemente su subjetividad en su dependencia objetiva e intersubjetiva. En efecto, el hombre depende tanto de la realidad categorial como de las personas. 0.1 necesita la realidad categorial, o sea, su corporalidad y el mundo de las cosas, como un medio para la propia realización. Y de las personas, en cambio, tiene necesidad como compañeras en el camino de la propia realización, hasta tal punto que él sólo puede actualizarse como persona en cuanto adopta una postura para con la personalidad ya actualizada, es decir, el hombre sólo puede amar, afirmarse personalmente a sí mismo y afirmar a otros en cuanto él ha sido amado. Según esto, la posibilidad de la afirmación moral de otros presupone un conocimiento suficiente de que la ordenación a los demás, de que la aceptación de la dependencia con relación a ellos contribuye, no a la destrucción, sino a la realización de sí mismo. Así, hombres que -por no haber experimentado suficientemente el amor personal- no han podido desarrollar lazos personales, tampoco son responsables de crímenes contra otros, incluso en el caso de que en forma puramente racional comprenden con claridad que obrar así está prohibdo; y no lo son porque desconocen el valor negado en su acción. Una parte del fenómeno de la criminalidad en el mundo del confort, la cual muchas veces resulta tan incomprensible, sin duda debe explicarse por la falta de lazos personales y por la consecuente irresponsabilidad.  
 
eso, nuestra actividad productiva consiste en una toma de posición frente a las posibilidades que se nos ofrecen y no en un comportamiento auténticamente creador. En último término, lo único que nosotros podemos hacer es adoptar una postura personal con relación a las posibilidades que nos vienen de fuera y, así, actualizar nuestra personalidad mediante una singular toma de posición ante las posibilidades incesantemente renovadas. Por esto el hombre desde su raíz es un ser individual y social y, de esa manera, una criatura. P-1 sólo puede decir «yo» en la medida en que puede decir «tú» y, en último término, «mi Dios». únicamente así está en condiciones de realizar su originalidad en forma singular dentro de la historia (-> sociedad; -> historia e historicidad).  
Por consiguiente, según lo dicho, autorrealizaci6n es siempre un dar sentido a la acción propia y a la vida propia en dependencia de otras cosas y de otros. Pero esa dependencia solamente adquiere rango moral cuando y en la medida en que una determinada forma de comportamiento es adecuadamente conocida como el sentido de una acción actual o de la vida en general y, en consecuencia, es reconocida como obligatoria. Éste es el caso cuando tanto las personas y sus tomas de posición frente a otras como la realidad categorial son referidas a personas.  
Puesto que nosotros sólo aprehendemos nuestra subjetividad por mediación del campo objetivo de la intersubjetividad y lo objetivo únicamente llega al sujeto bajo los límites del espacio y del tiempo, solamente captamos nuestra propia subjetividad y nuestra dependencia intersubjetiva en cuanto nos desprendemos del pasado, del presente y del futuro objetivos, y al mismo tiempo referimos la subjetividad a la objetividad sometida a mutación. Ahora bien, puesto que todo obrar moral es una actuación subjetiva, la acción ética sólo se realiza en la medida en que el sujeto operante, a base de su operación objetiva, adopta una postura frente a la subjetividad; frente a una subjetividad que, por una parte, en virtud de su misma naturaleza - precisamente por ser subjetividad - está substraída al manejo del hombre y, por otra parte, maneja la realidad objetiva. De ahí se deduce que todo a.m. reviste un aspecto singular, pues cada situación objetiva frente a la cual el hombre debe tomar una posición moral, dada su dependencia de las personas que actúan en ella, tiene un carácter irrepetible, y, además, todo sujeto operante ha de actuar en armonía con su singularidad subjetiva. 
Esto significa simplemente que el hombre sólo puede rendir cuentas de su actuación en cuanto su toma de posición subjetiva, mediada por la realidad objetiva, está referida a la subjetividad. De donde se deduce que el hombre sólo puede tener responsabilidad en el grado en que ha comprendido la finalidad de la subjetividad propia y de la ajena y al mismo tiempo la relación del obrar propio con esta finalidad.  
 
teologal de la -> esperanza. Ella constituye el presupuesto para un amor libre, abnegado, y, por esto, virtuoso, ya que el hombre solamente puede entregarse en la medida en que ha tomado posesión de sí mismo y se ha afirmado a sí mismo.  
Si el hombre niega el futuro tal como éste llega hacia él y pretende darle un sentido arbitrario, obra irresponsablemente, es decir, obra, no en conformidad con el sentido de la subjetividad y de la intersubjetividad, el cual se revela en el conocimiento y exige reconocimiento, sino a tenor del propio arbitrio y, por tanto, absurdamente. 
2. En cuanto aquí se trata de responsabilidad ante uno mismo, hablamos de autonomía y, en cuanto se trata de responsabilidad ante otros, hablamos de heteronomía. Puesto que el hombre es al mismo tiempo responsable ante sí mismo y responsable ante otros, él es a la vez autónomo y heterónomo, si bien desde diversos puntos de vista.  
El hombre es autónomo en cuanto debe rendirse cuentas a sí mismo, en cuanto su acción subjetiva está en consonancia con el fin conocido de su subjetividad. El fundamento de esta conciencia de responsabilidad ante sí mismo está, por un lado, en que el hombre, mediante su toma de posición personal, de tal modo configura consciente y libremente las tendencias que laten en él y buscan su satisfacción, que éstas, aun conservando necesariamente su constitución, ya no se hallan determinadas por una red de causas independientes del sujeto humano, sino que se convierten en expresión y realización de su autointeligencia y autonomía. Y, por otro lado, la conciencia de responsabilidad ante sí mismo se funda en que el hombre siempre decide en su acción moral apoyándose en un pasado previamente existente, así como en sus propios lazos con el presente, y proyectándose desde allí hacia el propio futuro que le viene de fuera, hacia un futuro lleno de importancia para su salvación. Puesto que de esa manera el hombre es la causa y el fin de su propio obrar, él es responsable frente a sí mismo.  
El hombre es heterónomo en cuanto debe rendir cuentas ante el prójimo y ante Dios, en cuanto su acción subjetiva está conforme con la subjetividad de éstos. En tanto el hombre refiere a otros el fruto de su acción, orienta -dentro del margen de sus responsabilidades morales- lo entrañado en sus actos al bienestar y al desarrollo personal de las personas implicadas y, con ello, a la propia salvación, que él sólo puede esperar en armoniosa conformidad con los demás. El hombre es, pues, heterónomo por su dependencia de otras personas y cosas, dependencia que, en interés de la realización de sí mismo, exige que se tenga en cuenta la ley propia de aquellas personas y cosas de las cuales él depende. 
 
conocimiento a lo verdadero en sí y, con ello, una necesaria ordenación a una autorrealización llena de sentido. Ciertamente, esto no excluye el error objetivo ni lo exime de sus efectos objetivamente malos, pero así se convierte en expresión - aunque inadecuada - de una postura personalmente buena, de una actitud amorosa, de una autorrealización verdadera y dotada de sentido. La posibilidad de error es ineludible. Mas no por eso se pierde la dignidad de la conciencia (Vaticano zi, Constitución pastoral, n. 16), ya que permanece su ordenación a lo verdadero, a lo bueno en sí, a lo que tiene sentido en sí mismo. 
Pero si el error de conciencia tiene su raíz en una ordenación culpablemente deficiente a la verdad y, con ello, en un amor culpablemente deficiente del sujeto a la verdad, se da también una ordenación irresponsable a una autorrealización inadecuada, pues el hombre, a causa de un amor desordenado, no actualiza aquel amor a la verdad que él conoce como obligatorio. El error es querido en su causa.  
En cuanto el hombre, en virtud de su ordenación necesaria a la verdad, se inclina conscientemente hacia ella, queda ordenado a lo verdadero en sí y, en consecuencia, él concibe como sentido de su existencia la tarea de adecuar sus propias acciones y toda su vida a las exigencias del futuro, y concretamente, por una toma responsable de posición frente a lo que conoce como obligatorio para la autorrealización en dependencia de otras personas y cosas. 
Según esto, en el plano objetivo hay una acción calificadamente moral y responsable cuando por la acción propia se toma posición de una manera subjetivamente definitiva, y se di una acción simplemente moral y responsable cuando se toma posición de una manera subjetivamente transitoria. En el primer caso, objetivamente se trata de una acción
 justificante, o de un pecado grave, o de una acción que modifica esencialmente la propia constitución subjetiva o la relación intersubjetiva (->
 justificación, -> pecado, -> conversión