puebla querida

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QUERIDA PUEBLA Rafael Rodríguez Sández Fotos: Manuel Páez En La Puebla de Cazalla, los Reyes Magos pasan a las doce del mediodía del día cinco de enero. Los niños nos congregamos ante la torre del convento y le cantamos al campanero, Diego toca las campanas si no las tocas hoy las tocarás mañana, pues tenemos clara conciencia de la dificultad que tiene esta hora para los Reyes, y por eso manifestamos con nuestro cántico la comprensión que supone aplazar para mañana la realización del prodigio. En los demás pueblos, los Reyes esperan a que se haga de noche para ocultarse y disimular su actuación con la oscuridad. Pero en el nuestro realizan un ejercicio más difícil todavía y atraviesan el pueblo a pleno día y sin engaños y no se toman más ventajas que la de que los niños estamos en la plaza del convento pendientes de las campanas. Creo que los Reyes realizan este alarde ante nosotros en gratitud y correspondencia a nuestra fe en ellos, una fe sin recelos ni atenuantes, una fe que no pide nocturnidad ni otras circunstancias que faciliten la creencia, una fe a pelo, con luz y campanero. Entre los niños corre el rumor, además, de que algunos años se ve la mano y el brazo de uno de los Reyes, de Baltasar sobre todo, en el momento de tirar de la cuerda de la campana, ayudando a Diego y complicando todavía un poco más las dificultades. Los que hemos sido niños en la Puebla tenemos el recuerdo, que no podrán abatir nunca ni 1

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NOSTALGIA DE UN CINCUENTON

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QUERIDA PUEBLARafael Rodríguez Sández

Fotos: Manuel Páez

En La Puebla de Cazalla, los Reyes Magos pasan a las doce del mediodía del día cinco de enero. Los niños nos congregamos ante la torre del convento y le cantamos al campanero, Diego toca las campanas si no las tocas hoy las tocarás mañana, pues tenemos clara conciencia de la dificultad que tiene esta hora para los Reyes, y por eso manifestamos con nuestro cántico la comprensión que supone aplazar para mañana la realización del prodigio. En los demás pueblos, los Reyes esperan a que se haga de noche para ocultarse y disimular su actuación con la oscuridad. Pero en el nuestro realizan un ejercicio más difícil todavía y atraviesan el pueblo a pleno día y sin engaños y no se toman más ventajas que la de que los niños estamos en la plaza del convento pendientes de las campanas. Creo que los Reyes realizan este alarde ante nosotros en gratitud y correspondencia a nuestra fe en ellos, una fe sin recelos ni atenuantes, una fe que no pide nocturnidad ni otras circunstancias que faciliten la creencia, una fe a pelo, con luz y campanero.

Entre los niños corre el rumor, además, de que algunos años se ve la mano y el brazo de uno de los Reyes, de Baltasar sobre todo, en el momento de tirar de la cuerda de la campana, ayudando a Diego y complicando todavía un poco más las dificultades. Los que hemos sido niños en la Puebla tenemos el recuerdo, que no podrán abatir nunca ni los años ni las pérdidas neuronales que los acompañan, de haber visto entre claridades del mediodía y no entre brumas nocturnas, el brazo de Baltasar, sólo el brazo, sobresalir por el hueco de las campanas de la torre del convento y tirar de la cuerda.

Estos acontecimientos de los Reyes Magos alegraban unos días que venían cargados con alguna tristeza a causa del fin de las vacaciones de Pascua, tan esperadas y tan breves. Todo lo que ocurría a lo largo de ellas nos parecía deslumbrante y de la mejor calidad, empezando con las jornaditas y el olor y los preparativos de los primeros portales de Belén, el sol, los días en los que lucía, pero también la lluvia los días en los que llovía, que le daba a las calles un aspecto triste y magnífico, y que hacía tan placentera la entrada en la casa, tan acogedora la camilla con el brasero, expandido el aroma de la alhucema y el romero, y también, mirando desde la ventana o el cierro, la emoción que la misma lluvia provoca y la

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egoísta alegría de saberse protegido y cobijado, y el sentimiento, que luego en el verano el calor normalmente desbarata, del gusto por lo íntimo y lo propio.

No eran de inferior clase los días soleados de las pascuas. Por la mañana aparecían empañados los cristales de las ventanas y los restos de la helada nocturna permanecían todavía sobre las macetas y arriates. El sol iba apareciendo entre indecisiones en el momento en que la primera copa del día llegaba a la camilla, puede que arrojando el humo de algún tizo, al que había que coger con la badila o mejor con unas tenazas y apagar en un cubo de agua, operación que produce siempre una satisfacción inexplicable. Cuando el sol conseguía al fin ser más fuerte que la inercia de la noche, imponía su luz en las calles entre tonos suaves y uniformes y gente que lleva frío entre los mantones, las mujeres, y las pellizas, los hombres.

Como todo el mundo habrá observado, la luz de los días laborables no es la misma que la luz de los días que son vísperas y fiestas. Esta luz ha de ser clasificada en luz de víspera de domingo simplemente, esto es, luz de sábado, espléndida ciertamente, y repetida cada sábado a lo largo del año, y luz de vísperas de fiestas mayores y más extensas. En estas segundas, la luz alcanza una perfección casi total, no importa que llueva o ventee. La peculiaridad de esta luz y aquello por lo que especialmente se caracteriza es la de ir acompañada de una gran serenidad y quietud en el momento del atardecer, que es cuando la víspera luce de modo principal. La incertidumbre que bajo la figura del mañana atemoriza a los hombres y les inquieta, aparece aniquilada en estas vísperas infantiles con la perspectiva de que al día siguiente no hay que temer a la clase temprana cuyas lecciones había que saber desde el día anterior, sino que, muy al contrario, el día va a empezar con la maravilla del tiempo por delante sin mayores complicaciones, sin obligaciones escolares, con todos los atractivos de las fiestas abiertos ante uno, partido de pelota en el paseo, paseo por la carretera después de comer, merienda y paseo por la calle Victoria con los amigos, y nuevo declinar del día con una nueva perspectiva de maravillas para el día siguiente. Por todo ello, el final de un tiempo de vacaciones, como el de las pascuas, era siempre algo triste y oscuro.

                       

Si es el comienzo del otoño y ha llovido, disfrutamos con el cambio de estación y el cambio de ropa tras el verano tan largo, y hay en la calle un aire nuevo y fresco, alguna señal de la lluvia en las aceras, una luz distinta y más suave, un frescor mañanero que nos conmueve. En la Puebla el otoño comienza cuando acaba la feria y es más una señal de la costumbre que un acontecimiento estrictamente meteorológico, pues no importa que acabada la feria siga haciendo calor de verano si ya hemos decretado que ha

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terminado el tiempo de pasear por el paseo y va a empezar el de pasear por la carretera. Es verdad que en muchas noches de septiembre ya no es agradable sentarse en la puerta de la calle pues hace fresco y no hay esa cosa rotunda del verano, ese ahondamiento de la noche, pero aunque viniera el mismo calor y el mismo ahondamiento, ya, después de la feria no es lo mismo, pues, por ejemplo, no pasa tanta gente para el cine e incluso el cine de verano ya no abre y el de invierno no abre todavía, o, con toda seguridad, después de la feria, Cuchilleja no enciende el foco grande de la puerta de su casa, el que ilumina los veladores y da a la calle tanta luz y animación. Así que el otoño empieza con estas señales y la calle Victoria queda por las noches más vacía y sola, y esperamos como cada año la primera lluvia que trae el olor de tierra mojada que el verano ha hecho tan remoto, la que hace brillar los adoquines de la calle con el breve resplandor de la lámpara nocturna, la misma que hace sonar las primeras canales y trae los primeros olores de la ropa guardada entre alcanfor.

Estamos empezando el mes de octubre y están maduros los duros membrillos y vienen las granadas con su primera acidez amarga y la luz ya no invade la calle ahuyentando a los vecinos sino que es amable y suave y la tarde, pasada la hora de la merienda, se acorta y apenas llega a las seis y media.

En las mañanas de otoño e invierno se suelen instalar en la Plaza del Ayuntamiento vendedores ambulantes que practican una oratoria florida y persuasiva. Recuerdo una mañana en la que el orador ofreció como regalo a todo el que le comprara el lote de mantas y toallas que ofrecía una cartera de piel de lagarto tuberculoso, dijo, adjetivo que repitió con insistencia y que a mi me resulto discordante con la seriedad que había tenido el discurso hasta aquel momento, dándome la impresión que esa nota de humor invalidaba el anterior discurso y quitaba calidad al género que vendía, pues, si el regalo era de piel de lagarto tuberculoso, ¿por qué no podía ser el cobertor, que no era objeto de regalo, de lana de oveja igualmente tísica?, o bien que la introducción de aquel adjetivo demostraba para el que quisiera entenderlo que él, que poseía dotes evidentes para triunfar en empresas más importantes, ejercía la profesión de vendedor muy a disgusto y por la dificultad de los tiempos, que no estaban para escrúpulos y florituras, con lo que él mismo dejaba sin valor una oratoria como la que practicaba, tan variada y estimable, o puede que tan sólo estuviera haciendo una prueba de la atención del público siguiendo un procedimiento que utilizan muchos maestros y oradores que consiste en la introducción brusca de una discordancia para comprobar el nivel de interés de los oyentes. Procedimiento que usaba conmigo y para medir mi grado de atención mi vecino Barrero cuando me apalabraba por las mañanas para oyente de la lectura del periódico. Colocados él detrás del mostrador de la tienda y yo delante sentado en una silla, me leía con perfecta entonación y con los movimientos de brazos y manos que el texto requiriera toda la variedad de noticias y discursos, pero de vez en cuando fingía leer cosas del tipo sucesos: le sustraen una cartera vacía que contiene quinientas pesetas y me miraba con atención y seriedad por encima de las gafas para comprobar si yo me percataba o no me percataba de lo que me había dicho, si yo le oía con atención sincera o con atención simulada, en suma, si yo era un buen oyente o no era un buen oyente.

Durante la Navidad se coloca la tómbola benéfica en uno de los arcos del Ayuntamiento. Esta tómbola ha cambiado el sistema de las papeletas con respecto a la que, antes de ella, se instalaba en la feria. En esta de la feria, las papeletas eran de papel blanco liado en diagonal con fina precisión y evidente mala leche y conseguir abrirlas era una tarea que no todos conseguían finalizar. La misma organización de la tómbola se compadecía de los compradores poniendo a su disposición un tazón lleno de agua en el que éstos mojaban la papeleta con la ilusión de abrirlas, pero logrando tan sólo que se desprendieran trocitos de papel y que quedara desleída la tinta que en el interior podía anunciar la presencia de un premio.

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Pero si no son las pascuas y no está la tómbola, la plaza tiene por las tardes de invierno un aire triste e íntimo, alumbrada con las luces de las cuatro altas y elegantes farolas que asentadas en un pedestal de ladrillos suben mediante tronco metálico hasta terminar en la lampara que viene a ser como una piña con tulipa de cristal. Luce tras las puertas del Central el ambiente del interior y también Reguera y el bar Puerto tienen las luces encendidas, y hay gente que sale y entra en ambos bares, y algunos niños que juegan y el Chumi que atiende a los últimos clientes antes de cerrar, y otros niños que vienen de hacer mandados, y la casa de las Marroyas tiene una luz muy tenue tras los visillos, y están a punto de cerrar los municipales la cancela de la plaza de abastos, por lo que habrá que dar la vuelta por la calle Marchena y Sevilla para llegar a la calle Victoria.

                

Es la hora en que solemos hacer algunos mandados que tienen también una función reparadora y de descanso, a la tienda amarilla, de tan buenos amigos, o a la del al lado, con los amigos que son los hijos del dueño, o a la farmacia de la calle Marchena, de D. Juan Gutiérrez, que es una de las farmacias que hay en la Puebla. Otra de ellas es la de la familia Raya en la calle Marchena también, la cual tiene el atractivo de poseer un lagarto metálico del que se levanta la mitad de su cuerpo seccionado para llamar la atención del dependiente, y es una atracción irresistible entrar a darle al lagarto un par de golpes secos y potentes y salir corriendo antes de que se pecarte el personal boticario.

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Pero si es verano, hay un sol que anuncia desde muy temprano sus intenciones de abarcarlo todo. Están muy frescos los higochumbos en el puesto de la plaza y resulta admirable la perfección con la que el vendedor los prepara antes de ofrecerlo al cliente: un corte en cada uno de los polos, un corte vertical con la navaja, y ofrecimiento del fruto sobre la piel de la que el tirón del comprador lo desprende totalmente. No queda nadie en la calle cuando el sol la ocupa totalmente. En el frescor de la casa se oye cómo se está majando el gazpacho en el dornajo, y cómo se le va añadiendo poco a poco el agua fresca del pozo. En la hora de la siesta el pueblo entero está recluido defendiéndose de la agresión. A esta hora pasa Daniel el heladero pregonando la mercancía, declarando con sencillez y buena voz una verdad que es el fundamento de su profesión y la razón de su presencia a esa hora: hay helado, y aderezando esta evidencia con un puntito de humor que a mi siempre me pareció impropio de la hora e impropio de la situación del que va empujando el carro con ese calor: chupa el polo, manolo, decía, resonando el ripio en la soledad de la calle con un algo de improcedente y sin sentido.

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Vamos saliendo del sopor de la siesta entre lecturas somnolientas y la carne de membrillo de la merienda, mientras hay gente que ya empieza a salir a la calle con precauciones. Y a partir de la media tarde la vida, la nuestra naturalmente, gira en torno al lugar llamado paseo. Este lugar es un rectángulo que tiene un amplio espacio central cerrado en los extremos con un semicírculo en cuyo centro hay una palmera con ancho alcorque de ladrillo, y que está rodeado por otro espacio que lo rodea por entero y que es el lugar de paseo propiamente dicho. La tarde transcurre lenta y soberbia entre vueltas repetidas en todas las direcciones con descanso en algún poyete, paseo en bicicleta por el andén central y contemplación de las muchachas en flor. Claro que hay otros que pasan a la acción, porque en mi pueblo se solía pasar de la pasiva y doliente contemplación propia del amor llamado platónico a la acción amatoria más dinámica y directa. Superada esa primera y callada fase del enamoramiento, el enamorado pasaba a una acción contraria a aquella pasividad primera: si aquella era silente, ésta es manifestación, si aquella sufre, ésta hace sufrir mediante cansancio físico propio y de la amada, y así otros atributos. Es el corretear como expresión de amor. Esta acción consiste en que si se divisa de lejos a la amada, el interesado corre hasta ponerse a su nivel, llegado al cual debe ponerse a correr con todas sus ganas tras la candidata, la cual, ya se ha puesto a correr desde que ha visto venir a aquel jumento corriendo sin mayores explicaciones. Esta respuesta ha de ser entendida como que la amada corresponde. Si no lo hiciera le bastaría el desdén o el que te vayas de aquí, imbécil. para que el aspirante sintiera herida de amor, pues amor es triste, y comprendiera con la herida que había equivocado sus dardos y que había sido inútil tanto sufrimiento. Pero si la candidata respondía con la misma conducta, el calofrío de la respuesta positiva enardecía al fogoso corredor, que tras el éxito podía decir luego yo correteo a la Fulanita y el cuerpo social podía ya comentar que el Fulanito corretea a la menganita. Si el asunto cuajaba se podía pasar a una fase de mayor reposo.

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El correteo es propio de la edad temprana. Forma más suave de la expresión del amor y propio de una segunda edad más sosegada es el arrimarse, el dejarse de caer al lado de la amada por el paseo, por la carretera o por la calle Victoria, trago amargo donde los haya, que consiste en ponerse al lado de la candidata y esperar la reacción de ésta, en un momento en el que al amante se le han solido ir de la cabeza todos los temas de conversación posibles, en el que se encuentra torpe e inhábil, torpe y sin gracia, y en el que cualquier gesto de calor o de positiva recepción por parte de ella es visto con gran alivio y consuelo. El arrimarse puede desembocar en trato frecuente y salidas ordinarias que lleven a la relación a mejores desarrollos o bien quedarse estancado en la primera prueba, sin superar los silencios, los vacíos y la honda y hostil incomodidad en la que el aspirante ha consumido sus primeras energías y las posibilidades mismas de éxito. En este caso, la retirada es aun menos airosa que la llegada y el protagonista puede sufrir angustias de muerte hasta recobrar la color y la fuerza para arrimarse de nuevo.

El cine de verano ha encendido desde las diez y media un luz potente en la puerta y ha puesto en funcionamiento los aparatos de música. En una época inmediatamente anterior era el sonido ininterrumpido de un timbre el que anunciaba la proximidad de la hora de la proyección de la película. La música ha sustituido al timbre en estos años, pues era el timbre reclamo tan evidente y descarado, manera tan violenta e irritante de atraer la atención de los aficionados, que podía ser contraproducente para los propios intereses de la empresa.

El cine está dividido en entradas de general, preferencia, y azoteas y tejados adyacentes, en los que no hay que pagar entrada en las taquillas de la empresa, pues escapa a su control. sino gozar de la amistad de los dueños en la casa a fin de que le inviten a uno a escalar a los altos espacios desde los que ver la película de manera tan atrayente como gratuita.

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Fue también en verano cuando conocimos a la poderosa muerte. Una tarde, un camión atropelló a dos niños que iban en bicicleta por el cruce de la carretera de Marchena con la variante de la general de Sevilla. Los niños murieron y sus cuerpos fueron traídos al consultorio médico que había enfrente de mi casa. La poderosa muerte se hizo presente como una sombra pesada que se apoderó del ambiente oprimiéndolo y que convirtió en grave y opaca la claridad de la tarde del verano, siempre tan leve y ligera. Su presencia duró muchos días y continuó presente calmados los primeros dolores familiares, las expresiones populares de la condolencia, los relatos llenos de detalles de los vecinos sobre el accidente y sus víctimas, la bondad y la gracia con la que éstas fueron revestidas tras la muerte, apenas nada que fueron mientras vivieron o tan desabrida que fue la vida con ellos, niños de pantalón corto de patén y alpargatas de suela de goma, de bicicleta sin guardabarros y puede que sin frenos, ilusión de la libertad en la tarde del verano, el uno conduciendo la bicicleta, guiándola, el otro sentado en el cuadro y compartiéndola. La poderosa muerte manifestó la generalidad de su poder dejando afectadas a todas las cosas con su áspera presencia: los árboles del paseo se movieron con un vaivén afligido, hubo más polvo durante aquellos días, más rastrojos y plantas secas por los alcorques de los árboles y los bordillos de las aceras, más papeles sucios y viejos por el suelo, más suciedad y abandono por todos los sitios, y la luz artificial parecía alumbrar las calles por la noche con menos intensidad y alegría, y envolvía la muerte al pueblo con más y más intensa fuerza que aquella con la que el viento solano lo envuelve los días en los que arrecia con violencia.

Otra tarde de otro verano murió el hijo de un guardia civil de un disparo de pistola. La noticia, al expandirse, cubrió al pueblo de la misma gravedad de la situación anterior y del desconsuelo con que se acompaña. Las conversaciones y los detalles, las versiones de vecinos y allegados, la duda de si fue juego o decisión propia, enturbiaron también la claridad de las tardes e hicieron más negras y cerradas las noches. Muchos nos sentimos acongojados y solos, pues ignorábamos que hubiera situaciones en las que fuera tan necesaria alguna explicación y algún consuelo y en las que tan sólo se encontraba el frío desconsuelo y el amargo sinsentido.

Pero andando el verano, su curso nos lleva a los días 12, 13, 14 y 15 de septiembre. Hay un olor a albero regado y a chapa de cerveza recién abierta que es privativo de la feria, el olor inolvidable que anuncia la entrada en el mundo aparte que es la feria. Eran cuatro días distintos no sólo en el paseo donde se instalaban todos los prodigios, sino también en el pueblo, que adquiría una luz distinta, que quedaba alejado de la fiesta y su brillo pero con un ambiente de reposo y sosiego en las calles que no tenía los días restantes del año.

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La feria para nosotros empieza por la tarde, y la dedicamos a las siguientes actividades: en primer lugar, observación y disfrute de los ingenios mecánicos, juegos de azar, como el tío y la tía, y a esperar la hora en la que, al declinar el sol y entre dos luces, llegaban nuevos atractivos. La banda de música con sus uniformes resplandecientes empezaba su concierto en el templete del centro del paseo. ¡Cómo sonaban las notas desgarradas y afirmativas de En el mundo, o las suaves de La leyenda del beso o perdidas en la magnificencia del paseo las más íntimas y delicadas de la Czarda de Monti, verdadero deleite de melómanos! ¡Y cómo no evocar a tantos amigos como teníamos en la banda y en especial a nuestros vecinos tan queridos Salvador, Tiburcio y Juanito! Llegan interpretando alegres pasacalles y entre los clamores admirativos del público entre el que me cuento, pues siempre he admirado mucho a las bandas de música y muy especialmente a la de la Puebla, Y los instrumentos, ¡qué maravilla de clarinetes, saxofones, trompas, bombardinos y trombones, qué sutil la trompeta en manos de su indiscutible titular Manolo García, qué vibrante la percusión y qué poderoso el viento, qué brillo, que precisión, qué dificultad de manejo!

         

Se encendía, con algo de luz en el cielo, el espléndido alumbrado que nos entusiasmaba: los paraguas de luces colgando desde y sobre las palmeras. Y la animación en las casetas en las que entramos y tomamos las primeras cervezas. Íbamos de traje nuevo, a veces estrenándolo, con chaqueta y corbata y era costumbre que nos hiciéramos fotos en posiciones y situaciones distintas: en la caseta tomando la cerveza, en el carrusel, en los caballitos, en la entrada al llegar, bien seria la expresión, bien sonriente, bien mirando al infinito pues el infinito reclama con frecuencia la atención del fotografiado cuando éste ha tomado un par de cervezas, bien pasando el brazo por el hombro del camarada y amigo, etc. Volvíamos a casa a la hora de cenar con el corazón lleno de las cosas vividas y quizás aún, como la misma cerveza ingerida, no digeridas del todo, pues habíamos tenido la experiencia, como ha escrito un poeta, y no queríamos perder el significado.

No lo perdía Pedro Gutiérrez, un hidalgo de amplios saberes y extensos ocios y aficiones que vive, creo que solo, en una amplia y antigua casa. Pedro Gutiérrez, algunos le dicen Pedrito Gutiérrez, es alto y delgado y los brazos y las piernas le acusan una cierta tendencia al descontrol. Los brazos se le van en la conversación por delante y se dirigen al interlocutor al que no llegan a tocar gracias al movimiento de manos dobladas hacia abajo que inicia al entrar en jurisdicción.

 

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Las piernas van también un poco por delante del tronco cuando inicia el movimiento de caminar, movimiento que es rápido y acelerado. La cabeza tiende también a ir hacia atrás cuando comienza a hablar tanto en público (arte en la que es un maestro) como en privado. Y al tiempo de ir hacia atrás sube la entonación de la frase que pierde intensidad cuando la cabeza regresa a la posición estipulada como normal, hasta quedar reducida la voz a un hilo muy tenue y suave cuando baja del todo la cabeza y mira al interlocutor por encima de las gafas.

Hay muchos Pedro Gutiérrez y todos conviven en él con sencillez y un candor no exento de picardía. Está el Pedro de la misa mañanera con su reclinatorio itinerante de altar en altar, el mismo que abandera las huestes eucarísticas de los primeros jueves y queda extasiado mirando hacia la cúpula musitando oraciones en latín, el mismo que en ocasiones litúrgicas solemnes, blande esa misma bandera con generoso y potente ímpetu que inquieta un poco a los representantes de las hermandades vecinas, pues temen que les llegue a dar un golpe de bandera.

Pero Pedro es también el propietario del primer pick-up (Anselmo Barrero dice pikap, pero es que él sabe inglés y también dice Clark Gueíbol donde todos decimos Clark Gable) que ha llegado a la Puebla, aparato que es movido por la energía eléctrica y al que no hay que dar cuerda de manivela como al gramófono inmediato anterior. Pedro tiene discos de música variada, mayormente de zarzuela y de la clásica. Algunas mañanas de verano invita a algunos de sus amigos a oír música; allí oímos las primeras zarzuelas, las que luego cantaba Enrique con tanta constancia, afición y voluntad. En otras ocasiones llevaba el pick-up para audiciones más públicas que se suelen celebrar en los altos del Central, haciendo él una pequeña introducción y comentario.

              

Pedro es también actor de teatro, especialista en papeles cómicos de los Quintero o dramáticos de Salvador Cabello. Pedro se mueve por el escenario con soltura y maestría y no hace falta que su dicción sea muy clara para que todos entendamos lo que ha dicho. Establece con el público que le quiere una comunicación honda y amable pues la gente no acaba de ver en él al personaje que interpreta sino al propio Pedro como personaje, superior a cualquier otro personaje de ficción y mucho más entero, cordial y verdadero. Son coreados sus gestos, sus aciertos expresivos, sus miradas intencionadas a público y artistas, la doble intención que, como en la vida real, le sabe dar a muchas de sus expresiones.

Pedro es también un conversador inteligente y un contertulio ameno y divertido. Puede sorprender, si no se le ha tratado mucho, que la mirada le vague errante por el mundo en torno con lo que el interlocutor queda algo desconcertado, pero el trato repetido nos enseña que la mirada aterriza de nuevo siempre en el

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contertulio y siempre tiene algo de sorpresa y de alegría por el regreso. Habla de libros y de literatura, cuenta anécdotas y sucedidos y admiramos en él sus conocimientos, su humor y buen sentido, la gracia laica de su estilo en tan soberbio blandidor de estandartes parroquiales.

Pedro tiene aire de Quijano a punto de ser Quijote, de quijano prequijote, de quijano contenido y controlado, tímido y pudoroso al que le da algo de vergüenza ser bueno y algo de apuro echarse a los caminos y se queda en casa, en la lectura y en la reflexión, en la broma amable y en la manifestación expresa de que este mundo ni es el mejor ni el único, por lo que tantas caras y aspectos de su persona y su figura, no nos hacen olvidar que la bondad es su principal propiedad y característica, como lo es de todos los quijanos lleguen o no a echarse al monte.

 

(e-mail: [email protected])

                   

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