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Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia –ASOPRUDEA– No. 49 • Agosto de 2012 Bloque 22 oficina 107 - Teléfonos: 219 5360 - 263 6106 - Correo: [email protected] http://asoprudea.udea.edu.co CONTENIDO Presentación Las líneas interrumpidas de nuestros sueños Sara Yaneth Fernández Moreno Recordando a Héctor Abad Gómez Juan Guillermo Gómez García Vivían los derechos humanos Hernán Mira Fernández Nosotros los bárbaros Óscar Calvo Isaza Homenaje a Héctor Abad Gómez María Esperanza Echeverry López Colombia 1987: ¿ficciones? o realidades Miguel Ángel Beltrán Villegas El peligroso pacifista Mario Hernández C. El sembrador siempre nace Saúl Franco Agudelo El valor de las ideas, libertades y derechos Pedro Pablo Restrepo Arango La palabra que camina, el olvido que no perdona Cindy Borrero Velásquez Un maestro, un símbolo Víctor Correa

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Homenaje a Héctor Abad Gómez. Agosto 2012.

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Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia –ASOPRUDEA– No. 49 • Agosto de 2012

Bloque 22 oficina 107 - Teléfonos: 219 5360 - 263 6106 - Correo: [email protected] http://asoprudea.udea.edu.co

Contenido

Presentación

Las líneas interrumpidas de nuestros sueñosSara Yaneth Fernández MorenoRecordando a Héctor Abad GómezJuan Guillermo Gómez GarcíaVivían los derechos humanosHernán Mira FernándezNosotros los bárbarosÓscar Calvo IsazaHomenaje a Héctor Abad GómezMaría Esperanza Echeverry LópezColombia 1987: ¿ficciones? o realidadesMiguel Ángel Beltrán VillegasEl peligroso pacifistaMario Hernández C.El sembrador siempre naceSaúl Franco AgudeloEl valor de las ideas, libertades y derechosPedro Pablo Restrepo Arango

La palabra que camina, el olvido que no perdonaCindy Borrero VelásquezUn maestro, un símboloVíctor Correa

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Muertes que son seMillasConvoCados por la Muerte, respondeMos Con este grito aniMado por la vida

Palabras Pronunciadas Por saúl Franco en el sePelio del ProFesor universitario

Pedro luis valencia Giraldo.

presentaCión

En su medio siglo de existencia, la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia conmemora también los veinticinco años del asesinato de nuestro fundador el profesor Héctor Abad Gómez. Así como la pérdida de Leonardo Betancur Taborda, Luis Fernando Vélez Vélez y Pedro Luis Valencia Giraldo.

Lastimosamente, 1987 será en nuestra memoria un año fatal para la Universidad de Antioquia, lo fue de hecho para toda la universidad pública. En este año desaparecieron siete profe-sores universitarios y una veintena de estudiantes, de manera cruel y aleve. Sin embargo, más pérdidas tuvo el país durante los años siguientes.

Porque no queremos olvidarlos, porque su ejemplo sigue vivo en nosotros: Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur Taborda, Pedro Luís Valencia Giraldo, Luis Fernando Vélez Vélez, Darío Garrido Ruiz, Carlos Alonso López Bedoya, Rodrigo Guzmán Martínez, Jorge Alberto Morales Cardona, Leonardo Lindarte Carvajal, Emiro Trujillo Uribe, Luis Javier García Isaza, Hernán Henao Delgado, Jesús María Valle Jaramillo, Gustavo Loaiza Chalarca, seguirán presentes. Hay muertes que son semillas, convocados por la muerte respondemos con este grito animado por la vida.

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las líneas interruMpidas de nuestros sueños

A quienes ya no nos acompañan, con quienes ya no discutimospero que constantemente recordamos y re-creamos.

Porque nos resistimos a su ausencia, porque su legado está más vivo que nunca.

A los profesores universitarios asesinados en su día.

Sara Yaneth Fernández Moreno

Presidenta asoPrudea

A la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia le conmueve profunda-mente el hecho de conmemorar cada año el aleve asesinato de nuestros compañeros asociados, directivos, colegas, amigos y maestros Héctor Abad Gómez, Leonardo Be-tancur Taborda, Pedro Luis Valencia y Luis Fernando Vélez; ese año 1987 estuvimos a punto de desaparecer como Asociación, de no haber sido por la constancia, temple y decidida convicción de las compañeras asociadas y parte de la directiva de ese enton-ces de no permitir tal hecho.

Desde que iniciamos la pesquisa, la tarea de buscar los nombres de todos nuestros compañeros asesinados a partir de 1987 se fue tornando más inquietante, no sólo por descubrir con asombro la manera sistemática donde año a año la lista se ha extendido, sino por pensar una y otra vez lo que cada vida representa para la Universidad, la re-gión, el país, las y los estudiantes, colegas, amigos y familiares.

Empezar por quienes encabezan la lista, remite inmediatamente a labores que engran-decen el espíritu universitario en toda su extensión: Pensar la extensión universitaria por los campamentos universitarios con apoyo de autoridades locales tanto en la zona de Moravia donde el Profesor Leonardo Betancur hacía su trabajo barrial en salud o el nororiente de la ciudad donde el Profesor Héctor Abad Gómez subía cada fin de sema-na con universitarios voluntarios a prestar asistencia sociosanitaria fundamental para la población de estos asentamientos. Discutir y participar de los debates de la Ley de Educación que el país necesitaba fue parte del trabajo que Leonardo Betancur empren-dió en la Universidad desde que era estudiante; tanto él como el Profesor Pedro Luis Valencia y el Profesor Héctor Abad Gómez asumieron el reto de pensar y concretar una práctica médica comprometida con la gente y con el país. Salud social le llamaba Pedro

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Luis Valencia; los tres reconocieron muy tempranamente que a la violencia del país se la debía estudiar desde sus múltiples determinaciones sociales, los tres sentaron las bases de la salud pública que décadas más tarde colegas, estudiantes y activistas seguimos anhelando, defendiendo y buscando.

A ellos se les suma el Profesor Luis Fernando Vélez y años más tarde el Profesor Jesús María Valle quienes sus estudios del derecho fueron nutridos por una férrea convicción en la necesidad de abordar las desigualdades e inequidades de la población, su amor a las letras y al arte, su espíritu vital e inquieto y junto con sus colegas médicos la deci-dida convicción de luchar por los derechos humanos como aspiración plena de justicia, de resarcimiento y de principio de vida.

Estudiar los conflictos, pensar en formas de convivencia pacífica, defender a los que se les niega los derechos todos los días, denunciar estos actos y tratar de construir una sociedad más sana, equilibrada, beligerante fue la pasión de muchos de estos compañeros y los que le siguieron años después, como el Profesor Hernán Henao cuyos estudios de la familia, dinámicas regionales y desplazamiento forzado lo llevaron a develar articulaciones más finas que generan en la cultura formas de perpetuar vio-lencias cotidianas, íntimas, invisibilizadas por los dictámenes sociales de las distintas regiones del país.

Es larga la lista de profeso-res solamente de la Univer-sidad de Antioquia y no está completa, ni qué decir de la lista del país, por eso este doloroso pero necesario ejercicio es imperativo para nosotros, la memoria colec-tiva hace justicia al recordar y al retomar las banderas de los compañeros no solo por la capacidad de disentir de manera argumentada, sose-gada frente a la injusticia, el dolor, la muerte, la inequidad y la pobreza, sino por la con-vicción de hacerlo en el úni-co espacio donde es deber y obligación fomentarlo como es la universidad pública.

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La sensibilidad social de los compañeros asesinados, su disposición ferviente a la do-cencia, su noble compromiso y amor por la vida, su militancia férrea a la búsqueda de mejores condiciones para todos y todas para vivir, para soñar, su obligación ética y moral de No callar ante las injusticias y el valor de señalar rutas de análisis y salidas democráticas y civilizatorias desde el reconocimiento de los derechos humanos, hacen que nosotros tomemos sus banderas, continuemos con su persistencia en un día como hoy, porque el silencio No es alternativa, porque esta sociedad –sobre todo la Univer-sidad, la comunidad universitaria, la comunidad educativa– la debe incentivar y tiene la obligación de mantenerse en ello.

Estudiantes, facultades, colegas, amigos, vecinos, familiares que dejaron de tener a sus Maestros cerca, hoy tienen su ejemplo, una historia de vida ligada a los más en-trañables amores de nuestros compañeros: la Universidad, el buen vivir, el bien estar en pleno goce de derechos para todas y todos. Esperemos estar a la altura del legado con las generaciones que vienen de colegas y de estudiantes para que la línea de vida que escribieron y que fue interrumpida abruptamente no quede suspendida en nuestros sueños sino que nos permitan continuar la marcha a paso decidido con lo que alcan-zaron a hacer por nosotros, por la Universidad y por el país quienes nos antecedieron y que hoy recordamos.

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reCordando a HéCtor abad góMez

Juan GuillerMo GóMez García

secretario asoPrudea

ProFesor Facultad de comunicaciones, udea

La violencia ha marcado, visiblemente, el rumbo de la historia de Colombia en los últi-mos sesenta años. Ella ha contribuido a mantenerse al vilo de falsos dilemas. O esto o lo otro. Esta es una sustancia dogmática que imposibilita el tal vez, el quizá.

En un conocido y breve texto del ilustrado alemán Gotthold E. Lessing, “Diálogo entre masones”, uno de los dialogantes pregunta al otro: “¿Eres masón?”. La respuesta es: “Creo que soy masón”. El primer dialogante, insatisfecho con la respuesta, vuelve a preguntar: “No te dijo si creías, sino ¿eras masón?”. El segundo dialogante vuelve a repetir: “Creo que soy masón”.

En una de las obras teatrales cumbres del mismo Lessing aparece una variante de este espíritu cálido de la tolerancia, en “Nathan, el sabio”. En esta obra Saladino afirma al judío Natham, quien había sido citado en palacio del musulmán: “La gente dice que eres un sabio”. Y Natham responde: “Sí, la gente dice que lo soy...”.

En uno y otro caso no hay afirmaciones expresas o declaraciones enfáticas, sino insi-nuaciones, horizontes de posibilidades de ser o no ser. En ellas, no se conmina a ali-nearse en este lado como el presupuesto de liquidar al conteniente. Laureano Gómez afirmaba que el peor enemigo era el indulgente, el tolerante. Esta manifestación de uno de los más violentos políticos colombiano del siglo XX –que ha encarnado en el más decisivo político del siglo XXI en Colombia– es la expresión de una honda e irreprimible violencia ideológica. Esta violencia, o mejor dicho, esta mentalidad domina la vida civil y política de nuestra nación. La ciega destrucción liberal y conservadora de los años cincuenta y sesenta fue solo el capítulo más visible de la corriente oculta de las diver-sas violentas que azotan a la nación colombiana.

La estructura de dominio, la exclusión como presupuesto de la acción social, la desin-tegración como patrimonio heredado y fielmente perpetuado, la arrogancia social como signo distintivo de las relaciones interclasista, el racismo como presupuesto de la vida familiar, los irreparables abismos entre la llamada “familia” colombiana son el pan diario de cada día de violencia y de maltrato.

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El “Matadero” fue el título de un relato del argentino Estaban Echeverría en que quería condesar simbólicamente la Argentina, bajo el dominio del dictador Rosas en el siglo XIX. Son muchos los mataderos que padecemos en cada esquina de gran ciudad, en cada camino veredal en la Colombia del siglo XXI.

Con una secreta continuidad, con un pacto cómplice con la muerte violenta se han escrito las páginas más reciente de la vida pública colombiana. Bajo ese Moloch han sucumbido miles de miles de colombianos. Bajo ese Moloch se han cegado preciosas existencias que se lloran y recuerdan con justo aprecio por la nación lacerada, por sus colegas conmovidos, amigos y familiares desconsolados. Una de esa existencia fue la del médico de la Universidad de Antioquia Héctor Abad Gómez.

Su memoria debe contribuir a reconciliarnos, no solo sobre la base de los emotivos deseos. Más bien su memoria es una ocasión para recapacitar en nuestra condición, frágil y invaluable, de ser individuos. Cada vida es una vida. La vida de quien la vive. Cada vida se legitima en el acto de vivir y solo puede disponer de ella quien la porta, quien se desea digno de saber y poder vivir. Por eso cada vida cuenta, como sujeto de sus sueños, de sus deseos y de sus desesperanzas. Nadie debe osar arrancar la vida de nadie. La naturaleza –nos recuerda, en ese monumento a la tolerancia que es la “Oración a Dios” del señor Voltaire–, nos ha dotado de manos, no para matarnos sino para acariciarnos.

Acariciar la existencia del otro es reencontrarse como ser humano en el padecimiento del otro. Es llegar a ser humano de verdad. Es replegarse a la posibilidad de la reden-ción secular que está en las condiciones justas a que hemos llegado.

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vivían los dereCHos HuManos

hernán Mira Fernández

coordinador cátedra Héctor abad Gómez

Hace veinticinco años fueron asesinados en Medellín cuatro profesores de la Univer-sidad de Antioquia y defensores militantes de los Derechos Humanos, Héctor Abad, Leonardo Betancur, Pedro Luis Valencia y Luis Fernando Vélez. Y hace cinco años moría en Palo Alto, California, Richard Rorty, filósofo, de los más destacados en la actualidad y ciudadano ejemplar como lo calificó la Universidad de Stanford donde enseñaba, al reportar su muerte. A nuestros profesores y al filósofo los unía su con-cepción de los Derechos Humanos, como algo que hay que entender racionalmente, desarrollar, postular, pero también sentir, vivir, vibrar, abrazar, para poderlos realizar en la relación con el otro, con el de más allá, con el diferente al que nos une siempre el reconocer como humano entre los humanos. Sin sentirlos, esos derechos esenciales pueden ser de verdad letra muerte. Nuestros profesores sentían con el otro, verdadero y bello significado de la compasión, y por eso fueron asesinados en una sociedad en la que tanto prima el sálvese quien pueda, sin que importe mucho cuantos, como, ni los intereses de los demás.

La eliminación violenta en la sociedad de estos profesores, se puede analizar, recha-zándola siempre, a la luz del planteamiento de Norberto Bobbio. En sociedades como estas la gloria del justo y la condena del injusto no están garantizadas, dice, El pacifico debe hacerse violento para establecer la paz, el honesto debe violar los pactos impues-tos por la fuerza y el bueno debe mancharse de la culpa del malvado para hacer triunfar el bien. Eso es lo que no hicieron estos defensores y por eso los desecharon.

La historia de la vida moral y la historia de los Estados son historias que pocas veces se encuentran. El héroe de la vida moral es una especie de santo que puede encontrar la muerte por salvar el principio del bien, mientras el héroe político es el de la historia que salva o cree salvar su pueblo, incluso a un precio de crueldad. No solo la historia de los justos y la de los poderosos son historias muchas veces paralelas que no se encuentran, sino que hasta ahora la historia que ha celebrado sus propios triunfos no es la primera, sino la segunda, concluye Bobbio.

Para vivir auténticamente los Derechos Humanos, hay que ir más allá del concepto de obligación moral y asumir el amor, la amistad, la confianza y la solidaridad social, dice Rorty. Para vencer la idea sui generis de obligación moral, habría que dejar de contestar la pregunta ‘¿Qué nos diferencia de los demás animales?’ Diciendo ‘Nosotros podemos saber mientras que ellos solamente sienten’. En cambio, deberíamos decir: ‘Podemos sentir mucho más los unos por los otros que ellos’.

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Hay que pensar en la difusión de la cultura de los Derechos Humanos no tanto como una cuestión de llegar a ser más conscientes de los requisitos de la ley moral, sino más bien como lo que se ha llamado “un progreso de los sentimientos” (Annette Baier). Este progreso, señala Rorty, consiste en una capacidad creciente para considerar las semejanzas entre nosotros y personas muy distintas, como algo de mucho más peso que las diferencias.

La Universidad ahora se debe reconocer en estos luchadores inmolados, a quienes les segaron la vida por su entrega a la causa justa por excelencia: la defensa de los dere-chos fundamentales del otro, diferente pero siempre igual, que no es más que jugársela de verdad y a fondo, con la razón sentida, por una vida en la democracia y la civilidad.

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nosotros los bárbaros

óScar calvo iSaza

dePartamento de Historia, udea.

En noviembre de 1969, el presidente Carlos Lleras debía inaugurar la ciudadela de la Universidad de Antioquia, uno de los proyectos urbanísticos más innovadores de los años sesenta en Colombia. Semanas antes, la inteligencia del Estado detuvo a cuatro sacerdotes de Golconda y a una decena de sindicalistas y dirigentes tugurianos, acu-sados de intentar invadir el campus. Por esos días, un conflicto gestado en la Facultad de Derecho acerca de la elección de nuevo decano se había convertido en un paro estudiantil generalizado. En las primeras asambleas de estudiantes realizadas en el campus, se preparaba un recibimiento con tomates al jefe de Estado y se proponía izar la bandera de Estados Unidos como señal de protesta. Así pues, la inauguración oficial de la construcción, prevista con fausto y ceremonia para el 9 de noviembre, estuvo precedida por la ocupación militar durante tres días de las nuevas instalaciones. Y el presidente no llegó a la Universidad o, por lo menos, su visita no quedó registrada en la prensa. Aquí, como en muchos otros casos, las calles –la gente, nosotros, los bárba-ros– encuentran nuevos usos para las cosas.

Este hecho seminal, más que la simple anécdota, representa una paradoja constante de la vida universitaria: el conflicto por la apropiación del espacio público en la Uni-versidad, cuya concepción y modernización se produjo por una élites que la pensaron de una forma al servicio del poder, pero que fueron sobrepasadas frente a las nuevas realidades de la masificación y el pluralismo de la sociedad. La institución, que debería servir como baluarte de la reproducción social de la clase media y para proveer conoci-mientos y funcionarios para asegurar la continuidad de los proyectos modernizadores, se convirtió en cambio en un espacio institucionalizado de subversión y crítica al orden establecido.

La Universidad colombiana sufrió enormes trasformaciones en los años sesenta. De la mano de la Alianza para el Progreso, impulsada por el gobierno de Estados Unidos, se redefinió el papel de la educación superior en la sociedad y su relación con el Es-tado, así como el lugar de los profesores universitarios en relación con los problemas nacionales. Con dinero de préstamos internacionales se financió la construcción de la Ciudad Universitaria en Medellín (1968) y luego la sede de la Universidad del Valle en Cali (1971), símbolos del proceso de masificación y modernización de la sociedad y la Universidad en la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, más allá de las construc-ciones espectaculares, las organizaciones financieras internacionales, la fundaciones filantrópicas y las entidades de cooperación internacional de Estados Unidos, contri-buyeron a formar nuevos profesores, a pagar plazas de tiempo completo y a crear o

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reestructurar los programas de estudio en áreas del conocimiento como los estudios de población, la medicina social, la economía y las ciencias sociales, que deberían servir para producir conocimientos y formar los funcionarios claves en los programas reformistas del Estado.

La fórmula de los gringos, aplicada con rigor en diversos países de América Latina, era favorecer la movilidad social, auspiciar la ampliación de la clase media y fortalecer la sociedad civil, considerados en la época como un antídoto seguro contra el comunis-mo. Y, desde luego, articular los conocimientos comparados que permitiesen asegurar la agenda de dominación imperial, tal como fue evidente tras la filtración en Chile del proyecto Camelot –y en Colombia del proyecto Simpático–, un sofisticado programa de investigación sociológica que debería permitir predecir el potencial insurgente de diversos países de América Latina. Sin embargo, y para mostrar que ni siquiera los más poderosos, el imperio y el dinero, lo dominan todo, fueron los sectores de mayor modernización y trasformación con la ayuda externa los que resultaron radicalizados políticamente a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Por una parte, los científicos que salieron de las aulas y fueron a investigar, como lo pregonaban los programas norteamericanos en contra de la tradición escolástica y especulativa de la academia Colombiana, encontraron una realidad desconocida de miseria y pudieron constatar los límites fácticos del programa reformista. Por otra parte, las cuidadas y ve-neradas clases medias que el programa imperial suponía como antídotos contra la re-beldía, se convirtieron en las universidades en sectores altamente politizados y líderes de la reacción contra la presencia estadounidense en la educación colombiana. Para la muestra, los tres días de protestas estudiantiles generalizadas en Medellín por la visita de Nelson Rockefeller y contra la guerra en Vietnam en 1969 o, claro, el movimiento estudiantil de 1971, que se inició en el Valle del Cauca en contra de la influencia de las fundaciones gringas en la educación colombiana.

En sus orígenes, la Asociación de Profesores de Tiempo Completo de la Universidad de Antioquia (1962) estuvo vinculada con el proyecto modernizador de la educación superior en Colombia. En principio, porque antes de recibir el apoyo técnico y financiero de los Estados Unidos –al diablo lo que es del diablo– el grupo de profesores de tiempo completo en la Universidad era reducido. Además, representaba un gremio con una cla-ra vocación de clase media –es una asociación, no un sindicato– comprometida con las necesidades laborales y salariales de sus miembros. Sin embargo, entre 1969 y 1971, la asociación de profesores comenzó a politizarse y a participar, de manera muy activa, en los debates públicos sobre la educación, la universidad y la sociedad más allá de las cuestiones gremiales. Aunque pluralista en términos ideológicos, la asociación dio un decidido giro a la izquierda con el ingreso como profesores de las generaciones que participaron activamente en el movimiento estudiantil de 1971 y que durante un breve tiempo vivieron la experiencia del cogobierno universitario. En el curso de los años se-tenta, los partidos tradicionales, liberal y conservador, perdieron parte de la influencia

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que habían tenido en la Universidad y cedieron espacio a las izquierdas –y también, hay que decirlo, a la insurgencia armada. Para entonces, la composición social del profesorado en la Universidad había cambiado de manera radical, pues a diferencia de las décadas anteriores, cuando el trabajo en la Universidad era el complemento ocasional de las profesiones liberales, la docencia universitaria se había convertido en una profesión especializada, con acentuada presencia de sectores populares y grupos medios cuya movilidad social fue prohijada por la ampliación de la cobertura educativa en los años sesenta.

En la Universidad de finales de los años setenta y principios de los ochenta, la vida académica había cedido en buena parte al debate político permanente, no siempre bien argumentado y a menudo de carácter sectario. Entre tanto, la represión violenta contra la protesta social y la persistencia del Estado de Sitio en Colombia, así como la implementación del terror estatal por dictaduras militares en casi toda América Latina, parecían justificar la violencia revolucionaria como única vía para la trasformación so-cial. Un dato clave de este periodo es que médicos y abogados, en áreas consagradas del conocimiento, algunos con trayectoria en los partidos tradicionales, comenzaron a preocuparse por la creciente vulneración de los derechos a la vida, la integridad per-sonal y la libertad de asociación, durante la implementación del Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay Ayala. La mayoría de ellos eran miembros de la Asociación de Profesores y tenían estrechas relaciones con sindicatos, organizaciones populares y partidos de izquierda, pero no eran necesariamente partidarios de la insurgencia, ni radicales consumados. Los fundadores en Antioquia del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos fueron todos presidentes de la Asociación: Héctor Abad Gómez, Carlos Gaviria Díaz, Leonardo Betancur Taborda, Pedro Luis Valencia Giraldo y Luis Fernando Vélez Vélez.

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HoMenaje a HéCtor abad góMez

maría esPeranza ecHeverry lóPez

Facultad nacional de salud Pública, udea

“La memoria histórica hace la identidad de los pueblos,Y es lógico recurrir al pasado para ponerlo al servicio

del presente. Lo cual no significa que todos los usosdel pasado sean lícitos, éste se lee en su ejemplaridad,

y la lección que extraemos debe ser legítima en sí mismano por provenir de un recuerdo que nos es querido; o porque favorece determinados intereses, sino porque

sirve a una causa justa ”Tzvetan Todorov

Medellín, Agosto 22 de 2002

Hoy quisiera hacer alusión al legado del pensamiento en salud pública de Héctor Abad Gómez con un doble propósito: un homenaje simple, más emotivo que académico, para un hombre que hizo de su vida una militancia sin tregua por la salud para todos, pero especialmente para los desposeídos; y como una experiencia compartida con el grupo de estudiantes gestores de ésta iniciativa...

De una obra tan vasta y de una experiencia vital tan rica y compleja, y de la cual apenas tengo un conocimiento incipiente, destaco tres elementos: la vigencia de su pensamiento en salud pública; la tolerancia, y la dimensión política de la salud pública.

1. Pensamiento en salud pública: Para HAG la salud pública era un componente imprescindible del bienestar, por eso su ejercicio pedagógico, y su acción pública –consignada en numerosos escritos, textos como el de “Introducción a la Salud Pública”, y columnas de opinión en periódicos y revistas– se orientaron a difundir en sus estudiantes y a denunciar ante la opinión pública, esa comprensión socio-polí-tica de las realidades sanitarias, que hiciera visible la relación entre las desigualda-des sociales y las iniquidades en salud. Esto implicaba trascender las concepciones técnicas y vivir y enseñar la salud pública como “una ética social”, un espacio de lucha por calidad y condiciones de vida dignas para todos, pero en especial para los más desfavorecidos.

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Encuentro en éste pensamiento varios elementos que mantienen su vigencia: En pri-mer lugar la opción por una salud pública que no es neutral, es decir que hace todo lo que hoy, la mayoría de los ciudadanos, nuestra Facultad, y buena parte de las insti-tuciones del Estado han dejado de lado: toma partido por los desposeídos, se opone, denuncia y crea opinión pública en torno a las desigualdades socio-sanitarias moral-mente inaceptables, e interpela y cuestiona las políticas estatales que favorecen sólo los intereses de unos pocos privilegiados.

En segundo lugar, la constatación de que es posible pasar de la teoría a la acción, o más bien a la praxis, o sea a una práctica en construcción, susceptible de ser trans-formada por la reflexión, y a hacer de la pedagogía en salud pública una de las vías para desplegar ese proyecto de vida. Sin duda la fundación de la ENSP, el trabajo en el departamento de Medicina Preventiva de la Facultad de Medicina de la UdeA, la fundación y/o participación en varios periódicos universitarios y la puesta en práctica de iniciativas visionarias como las promotoras rurales de salud, y la lucha por la salud desde los derechos humanos, dan cuenta de ésa praxis no exenta de vicisitudes y de proyectos inconclusos, pero que deja como lección para nosotros, la posibilidad de enseñar con el ejemplo.

En tercer lugar, la reivindicación del humanismo, a la par con la ciencia, la técnica y la eficiencia y no como noción residual o complementaria de la salud pública, actualiza la pregunta, por el tipo de salubrista que hoy queremos formar y que nuestros estudian-tes aspiran a ser, precisamente ahora cuando el mercado y la rentabilidad económica desplazan a la solidaridad, la equidad, y la universalidad como principios rectores de lo público, y de la planificación y prestación de servicios de salud; mientras la enseñanza y la práctica de la salud pública, en el mejor de los casos, se silencian, o se adaptan rápidamente a la nueva racionalidad económica.

El pasado se lee en su ejemplaridad, y la memoria histórica puede ayudar a esa cons-trucción siempre problemática de la identidad; el sentido de permanencia del pensa-miento en salud pública de HAG radica en que supo trascender de lo particular a lo universal: al principio de justicia, a la dimensión ética, a la praxis, trazando un horizonte posible, ético y político para la salud pública. Y es desde ese sentido universalista que cabe la pregunta por el proyecto de Facultad que tenemos y el que queremos construir. ¿Cuál es nuestra identidad hoy día?

Los escenarios socio-políticos y económicos nacionales y mundiales han cambiado. Colombia hoy ha retrocedido una década en desarrollo social; y en salud, con un gasto proporcionalmente más alto, cerca del 50% de la población no está cubierta por un se-guro de salud, las antiguas inequidades socio-sanitarias se han multiplicado, resurgen las epidemias y enfermedades ya controladas, y rápidamente se pierden las fortalezas en gestión pública sanitaria que el país tardo décadas en construir.

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Si bien esta realidad también está hecha de una deuda social acumulada que reba-sa el ámbito de la salud, cabe otra pregunta ¿Cuál es nuestra responsabilidad como Facultad, y como salubristas en la producción y el mantenimiento de nuestra actual realidad en salud? ¿Queremos cambiar esa realidad? ¿Cómo y hacia dónde? Creo que re-visitar y re-leer a HAG aportaría algunas claves, necesarias más no suficientes para responder serena, honesta y públicamente a estos interrogantes, y para, eventualmen-te, guiar el cambio.

2. La tolerancia: Entendida como el reconocimiento de la alteridad, la convivencia en medio de la diversidad, y el ejercicio de la pluralidad. Tal vez, “el mesoísmo” acuñado y suscrito por HAG pretendía expresar esa posición filosófica y esa actitud política que decididamente toma partido, pero con igual firmeza rechaza el fanatis-mo de las posturas extremas, cualquiera sea su fundamento ideológico, académico ó político, rescatando la complejidad del conocimiento y de la naturaleza humana; y la diversidad y riqueza de la vida social y de la acción política civilista.

Quizá ésta interpretación mía sea imprecisa; en mis lecturas incompletas y aún preli-minares de la obra de HAG, no encontré muy elaborado ese concepto, pero en todo caso, esa visión de la tolerancia otorga el derecho a ser y a pensar diferente, a validar otra posición cual es la de tomar distancia de los extremos, jugándose al mismo tiempo las apuestas vitales.

En esa perspectiva, encuentro claves para transitar un camino del que aún nos falta mucho, cual es de hacer del conocimiento, de la academia y de la práctica pedagógica en salud pública un territorio tan diverso como la vida misma... recuperar la esencia libertaria y universalista de la Universidad, la posibilidad de disentir, y el derecho al ejercicio de la oposición como real garantía de democracia. Sin tolerancia no podemos autoafirmarnos, ni dirigir la docencia, hacia la formación de salubristas autónomos, con criterio propio, y con sentido de ciudadanía.

3. La dimensión política de la salud pública: Hannah Arent retoma y actualiza el significado de la política para los griegos: lo político es por excelencia público, per-tenece al mundo de “la polis”, de los asuntos que –a diferencia del “oikos”, de lo pri-vado– interesan a todos, por eso lo público debe ser transparente, porque es lo que se hace de cara a los otros. Es ese espacio real y simbólico donde se construye el interés colectivo, la arena donde se juegan los poderes y contrapoderes, donde los conflictos y la oposición no violenta, son legítimos, necesarios y visibles.

A esa perspectiva política de la salud pública, le apostaron la vida y obra de HAG, la denuncia y la lucha contra las iniquidades sociales y en salud son una constante en sus escritos y en su propia experiencia vital. Buscando transformarlas incursionó en la administración pública y aspiró a la Alcaldía de Medellín, y con sus asesorías a organis-mos sanitarios nacionales e internacionales, quiso incidir en el contenido y alcance de las políticas públicas, sociales y de salud. Creía en lo que hizo de su vida: en la salud

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pública como un saber y una práctica esencial y primordialmente políticos, cuyo objeti-vo fuera “la utopía posible” de una población sana, y ese horizonte pasa pero supera, el ámbito estrecho de las instituciones y de la organización sectorial de salud. No en vano su vida fue segada al frente del Comité de Derechos Humanos de Antioquia.

Esta apuesta por lo político nos sitúa hoy de cara a las opciones que nos queremos jugar como Facultad y como salubristas en el espacio de lo público, en el cual cual-quiera sea la verdad, hay que decirla. Una práctica consecuente implicaría en primera instancia, reconocer y contarle sistemáticamente a los estudiantes, a los profesores, al gobierno y a la población que hoy Colombia es un país con más del 60% de la pobla-ción por debajo de la línea de pobreza, y con un 20% en condición de miseria, que el 60% de la población económicamente activa trabaja en el mercado informal, que los or-ganismos nacionales e internacionales en salud se acomodaron rápida y acríticamente a la rentabilidad económica como principio rector de su quehacer, que hoy la equidad y la democracia son discursos –que no prácticas– maniqueas y vacías de contenido, y que hoy la salud pública guarda imprudente y vergonzoso silencio mientras se cierran los hospitales públicos –los únicos a los cuales podían asistir los pobres– y se profun-dizan como una gigantesca afrenta moral las inequidades en la situación de salud y en el acceso a los servicios de salud.

La formación de una conciencia crítica en la sociedad, de estudiantes sensibles al sufrimiento y a la injusticia (generados en buena medida por los propios Estados y gobiernos); y de una ética ciudadana –“ethos cívil”– responsable y propositiva es tarea indelegable –aunque no exclusiva– y permanente de la Universidad. Tal vez ese sería un principio para recuperar –como dice Boaventura de Souza Santos– la capacidad y el derecho a la indignación –incipiente pero valioso germen de ciudadanía– la misma que se advierte en muchos escritos de HAG, con la esperanza de convertirla algún día en acción política.

Por eso los estudiantes y profesores sensibles, que vibran con la salud pública no pue-den renunciar a la política, en el sentido más amplio y humanista de la palabra. Carlos Gaviria Díaz –a propósito, amigo y compañero de lucha por los Derechos Humanos de HAG- decía en una entrevista reciente que la política no es secundaria porque allí también se juega el sentido vital de lo personal. Y esta inquietud movilizadora que ha llevado a los estudiantes a gestar esta iniciativa hay que cuidarla con fe, con tesón, con la fuerza, y la pasión de la juventud, como se cuida un brote frágil que retoña, para dar flor y fruto. “corazón de estudiante... hay que cuidar de la vida... hay que cuidar de ése brote, para salvar a los dos: flor y fruto”.

La convicción y la acción políticas también están hechas de persistencia, más aún cuando se escoge tomar distancia frente al poder establecido. HAG, paradójicamente un hombre de rupturas, planteaba con talante conservador “trabajar dentro del sistema” “no dedicarnos a cambiar la organización social”; podemos o no compartir éste punto

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de vista, pero él siempre persistió: más allá de las dificultades, de las incomprensiones, de los fracasos, de la intolerancia y de sus propios proyectos inconclusos, estuvo su vocación vital por la salud pública. “Cuantas veces su retoño fue arrancado del camino, cuantas veces su destino fue torcido hasta el dolor, más volvió con su esperanza, con su aurora cada día…”.

Tal vez la pasión por la salud pública no pueda enseñarse.

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ColoMbia 1987: ¿fiCCiones? o… realidades

MiGuel ánGel Beltrán villeGaS

ProFesor asociado universidad nacional de colombia

desde un luGar cualquiera de la aldea Global

aGosto 25 de 2012

Para quienes vivimos nuestra vida universitaria en el decenio de los ochenta, el se-gundo semestre de 1987 fue la coronación de un largo espiral de “guerra sucia” que estremeció al país; en ese segmento del tiempo, un cúmulo de hechos sangrientos acaecidos unos tras otros como en un efecto dominó, se encargaron de apagar las pocas esperanzas que abrigábamos de que el país transitara una senda diferente a la de la violencia. Triunfaron los sectores militaristas y el país se sumió en una nueva escalada de violencia

[1986:] la Muerte y la brújula

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño –tan rigurosamente extraño, diremos– como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. En verdad que Erik Lönnrot no logró

impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó.

El año de 1986 había concluido con la gran conmoción que generó el asesinato a manos de sicarios del periodista Guillermo Cano. La muerte de director del diario El Espectador, en una fecha tan cara para las causas bolivarianas, había golpeado la sensibilidad de una amplia franja de colombianos, que veíamos en esta figura pública un nuevo ataque contra la libertad de palabra. Desde su “Libreta de Apuntes”, Cano se había esforzado por ofrecer una perspectiva crítica frente al acostumbrado manejo desinformativo de los medios escritos y hablados en nuestro país, abogando insisten-temente por la búsqueda de caminos para la paz.

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En una memorable columna periodística, que posteriormente daría título a uno de sus libros, el escritor y periodista se preguntaba en medio de la tragedia de la violencia que sacudía al país “que si se habían ensayado en tres décadas los más variados sistemas de represión de la violencia política y común, ¿por qué no se recurría al ensayo que nunca se había hecho en la búsqueda de la paz?” y luego agregaba “Durante treinta o más años el país gastó y desgastó sus instituciones, sus hombres y sus riquezas para reprimir movimientos subversivos, o guerrilleros o bandoleros, o como se los quiera llamar. Pero jamás, fuera de ciertos paréntesis como la amnistía de Rojas Pinilla y posteriormente con la rehabilitación de Alberto Lleras, se recurrió a caminos diferentes de los de la fuerza en nombre, legal si así lo quiere usted, amable lector, de defender el sistema democrático amenazado. Y es verdad histórica que sólo en los dos paréntesis anteriores se vislumbró tan cerca la paz completa. Pero en ambas oportunidades fun-cionaron los “torpedos” de guerra a la paz. El primero cuando los guerrilleros se acogie-ron a la amnistía, fueron perseguidos implacablemente y algunos de ellos asesinados de manera brutal. Y en la segunda entrabando, estableciendo alambradas de hostilida-des a los programas de rehabilitación que estaba permitiendo a los colombianos pescar de noche en nuestros ríos” (Libreta de Apuntes 20 de marzo de 1983).

Tras la muerte del periodista, el político conservador Álvaro Gómez Hurtado se apresu-ró a decir que “el país ya no volverá a ser el mismo después de este horrible suceso”. Una vez más se equivocaba. Algo similar habíamos escuchado un año atrás cuando los sangrientos hechos del Palacio de Justicia, y como para desmentir dichas afirmaciones lapidarias vino el asesinato del magistrado de la Corte Suprema y redactor del tratado de extradición, Hernando Baquero Borda, quien por una jugada del azar había sobrevi-vido a la retoma del Palacio comandada por el entonces capitán Alfonso Plazas Vega. Pero este hecho, a su vez, había opacado el crimen del Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla ocurrido el año inmediatamente anterior.

De manera que no era cierto que el país no volvería a ser el mismo, porque en realidad hacía muchos años que era y seguiría siendo igual, pues si el crimen del magistrado Baquero Borda cerraba sangrientamente un capítulo de atentados contra el poder ju-dicial durante el gobierno de Belisario Betancur, los crímenes de Leonardo Posada y Pedro Nel Jiménez pocas semanas después de la posesión del presidente Virgilio Barco marcaban la alevosía de una élite política y económica que estaba dispuesta a recurrir a medidas extremas para cortarle el camino de ascenso a una nueva fuerza po-lítica, la Unión Patriótica, que para el momento del asesinato de estos dos congresistas sobrepasaba la cifra de 300 militantes asesinados.

Leonardo y Pedro Nel contaban con trayectorias vitales diferentes: Leonardo procedía de una humilde familia de aguerridos comunistas y Pedro Nel de un ambiente de cla-se media y tradiciones liberales; el padre de Leonardo hacía parte de los círculos de artesanos que durante años nutrieron las filas del Partido Comunista Colombiano y de

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cuyo comité central llegó a ser miembro; mientras que el progenitor de Pedro Nel, re-presentó la defensa de las banderas populares gaitanistas en los recintos de la Cámara de Representantes donde había logrado una curul; Leonardo se formó en las luchas es-tudiantiles de los años sesenta y principios de la década del setenta en la Universidad Nacional, en tanto que Pedro Nel se ejercitó en las lides del derecho en la Universidad Externado de Colombia, asumiendo la causa de los presos políticos. Sin embargo los dos compartieron ideales comunes de justicia y cambio social, que asumieron primero a través de su temprana militancia en la Juventud Comunista y, después, con su poste-rior vinculación al nuevo proyecto de la Unión Patriótica.

La vida de estos dos líderes fue cortada una tras otra, antes que cada uno de ellos cumpliera los cuarenta años. Leonardo fue acribillado en Barranca, donde trabajaba de la mano con el Frente Amplio del Magdalena Medio. Sus asesinos se pasearon tranquilamente por las calles y tuvieron tiempo de volver para rematarlo; Pedro Nel fue asesinado en Villavicencio, sobre la vía a Puerto López, cuando se disponía a recoger a su pequeña hija del colegio. Varios testigos vieron como los asesinos ingresaron sus motocicletas en la Brigada Séptima del Ejército. Pedro Nel investigaba la desaparición y muerte de María Eugenia Castañeda, una guerrillera que había sido encargada por las FARC de organizar el trabajo de la UP en el marco de los acuerdos de “Cese al fuego, Tregua y Paz” y que había sido desaparecida, violada y torturada un año atrás. Sus pesquisas le llevaron a establecer que en este hecho delictivo estaba presente la mano de las Fuerzas Militares.

Frente a los medios de comunicación, el entonces representante a la Cámara por la UP y miembro de las FARC, Braulio Herrera advirtió enérgicamente que con estos ase-sinatos “Se busca aniquilar un experimento muy importante que puede abrir un canal distinto al de la guerra. Pero, además, sabemos claramente que hay un plan definido de aniquilamiento físico que se llama “Baile Rojo” en donde está comprometido, les voy a decir el nombre de uno de ellos, el general (Fernando) Landazábal Reyes” (Semana.com art. 56457). Algunos calificaron estas declaraciones de temerarias, sin embargo no fue necesaria una rectificación, el mismo día del sepelio del senador Pedro Nel Jiménez, dos concejales del municipio de San José del Guaviare y copartidarios suyos, Jahir López e Hilario Muñoz, fueron desaparecidos y dos días después hallaron sus cadáveres con claras huellas de tortura.

Para complacencia teórica de aquellos que opinaban que estos hechos eran aislados y que la violencia fundamental que sacudía al país no era política sino de otro tipo, vino la tristemente famosa “masacre de Pozzeto” ocurrida en un prestigioso restaurante-piz-zería de la capital. Su protagonista Campo Elías Delgado –que años después inspiraría la película colombiana Satanás– mató a 29 personas y dejó heridas a otras doce en un viacrucis que inició esa tarde con el asesinato de su propia madre y cuatro vecinos más, para finalmente concluir su labor asesina en el mencionado establecimiento. Los diarios calificaron el crimen como producto de la mente de un psicópata, pero pocos

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se detuvieron a analizar los vínculos de este ex veterano de Vietnam con la Embajada de los Estados Unidos, de la cual recibía pagos y para quien había cumplido tareas especiales en Centroamérica. Querámoslo o no, el fantasma de la guerra estaba detrás de estas muertes.

A pesar que en esos seis últimos meses de 1986 experimentamos con todas sus crude-zas y dolores la arremetida violenta de una clase política que aliada con el narcotráfico y sectores militaristas trataba de contener cualquier manifestación de cambio, el presi-dente Virgilio Barco nos sorprendió con su mensaje presidencial de año nuevo: “El año de 1986 –decía– se incorporará en la historia de nuestra patria con el especial signifi-cado de haber permitido la consolidación de los valores democráticos, indispensables para dar impulso al progreso y a la reconciliación”. No comprendíamos de qué país hablaba, ni siquiera podría ser Suecia, porque ese año habían asesinado a su primer ministro Olof Palme. Una prueba más de la ceguera (¿o el cinismo?) que caracterizaría su mandato.

[1987:] el taMaño de Mi esperanza

“a los hombres que en esta tierra se sienten viviry morir, no a los que creen que el sol y

la luna están en Europa”

Cuesta decirlo hoy –veinticinco años después– pero más allá de ese clima de muerte, de esas ausencias crecientes, de esos dolores de patria, que nos había dejado 1986, sentíamos que todavía quedaba un margen para la esperanza. Hasta ese momento estábamos convencidos que todo esto era parte de los “costos” que debíamos pagar para allanar el camino hacia una verdadera paz con justicia social, al menos esa lectura hacíamos de los procesos de cambio que habían librado y venían librando otras nacio-nes vecinas. Y, así, recibimos el 87 con entusiasmo. No era una esperanza forjada en el vacío, había signos reveladores de que todo podía ser diferente:

En el plano internacional los esfuerzos iniciados por los ocho países que integraban la propuesta de “Contadora” y su grupo de apoyo, buscando alternativas de paz para la guerra en Centroamérica, abonaban el terreno que allanaría la firma de los acuerdos posteriormente conocidos como “Esquípulas I y II” que reivindicaban el derecho de la libre autodeterminación de las naciones y la posibilidad de una solución política a la guerra en Centroamérica, cerrándole el paso a la injerencia de la potencia del norte, en ese momento duramente cuestionada por el escándalo “Irangate” que comprometía directamente al presidente de los EU. Ronald Reagan. Las investigaciones sobre este

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nuevo caso colocaban de presente una red de tráfico de armas que eran vendidas a Irán a cambio de rehenes norteamericanos. Pocos después se supo que dichos dine-ros eran destinados para apoyar militarmente los “contra” Nicaragüenses.

Como contraparte de esta situación, en el otro polo de la “guerra fría” estaba la labor que venía desarrollando el nuevo secretario del Partido Comunista de la Unión Soviéti-ca (PCUS), Mijail Gorbachov, al punto que conceptos como “Glasnot” (Transparencia) y Perestroika (Reestructuración), fueron rápidamente incorporados a nuestro lenguaje. Saludábamos el regreso de disidentes a la URSS, la apertura informativa, el anuncio del retiro de tropas de Afganistán. Claro, no sospechábamos que en ese proceso arro-jaría el agua sucia de la tina con bebé incluido.

Con todo lo importante y significativo de estos cambios internacionales y los efectos que esas políticas podrían tener en nuestro país, lo que más nos estimulaba eran los nuevos rumbos que iba tomando el movimiento popular en nuestro país. La conforma-ción de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), constituía un paso importante para superar el fraccionamiento de casi cuatro décadas del movimiento sindical. La CUT aparecía a nuestros ojos como el resultado de un necesario proceso de búsqueda de la unidad, donde confluiría la CSTC, el Sindicalismo Independiente y sectores despren-didos de las Centrales tradicionales agrupadas en el Frente Sindical Democrático. El 15 de noviembre de 1986, la Nueva Central celebró su congreso constitutivo donde se autodefinió como “Unitaria, Democrática y Pluralista”, abrigando el 80% del sindicalis-mo colombiano.

De otro lado, estaba la resonante participación electoral de la Unión Patriótica. En un año de vida política y en alianza con otros sectores democráticos, la UP logro elegir para el Congreso de la República nueve representantes y tres senadores consolidando su mayoría política en Los Llanos Orientales y Arauca, y obteniendo una significativa votación en departamentos como Meta, Santander, Antioquia y Huila. Además, ven-ciendo nuestro abstencionismo generacional, votamos por la candidatura de nuestro amigo y maestro Jaime Pardo Leal, quien se lanzaba a la escena pública como una figura de primer orden en la vida política nacional, cuadriplicando los resultados elec-torales de 1982 e incrementando por primera vez la votación en los comicios presiden-ciales respecto a las corporaciones públicas.

Muy de la mano con el ascenso de la Unión Patriótica y de nuevas organizaciones de izquierda como “El Frente Popular” y “A Luchar”, el movimiento social avanzaba a pasos gigantescos. El año 87 se había cerrado con una significativa movilización de más de treinta mil campesinos en la región del Guaviare, que amenazaba con tomar-se la capital, preanunciando la intensa actividad de los movimientos sociales, ahora agrupados en redes y coordinaciones regionales. En ese primer semestre de 1987, estalló en mayo el paro Cívico en Chocó, Nariño, Magdalena Medio, y en el Nororiente colombiano (departamentos de Santander, N. de Santander, Cesar y Arauca). Este

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último realizado entre el 7 y 14 de junio, logró movilizar más de 120 mil campesinos que ocuparon las principales cabeceras municipales. Las motivaciones oscilaban entre la exigencia de una mayor participación estatal en la prestación de servicios públicos hasta el rechazo a la “guerra sucia” y la reivindicación del derecho a la vida. Los cien-tistas sociales declaraban la muerte de los partidos políticos y hablaba de un “Nuevo despertar de los Movimientos Sociales” con un gran “Potencial Emancipador”, mientras que el sociólogo francés Alain Touraine era entronizado como su máximo profeta.

Alimentados por los avances unitarios del sindicalismo, de los movimientos urbanos y regionales, llegamos al Encuentro Nacional Estudiantil “Chucho Peña”, el 16 de mayo de 1987, un sueño acariciado por quienes desarrollábamos nuestra actividad en el campus universitario. El evento estuvo precedido por un seminario realizado en Ma-nizales “La Universidad que Colombia necesita” y numerosas jornadas de protestas como las promovidas por la Facultad de Ciencias de la Salud en la Universidad del Cauca exigiendo la renuncia del rector Harold Alberto Muñoz; actividades de protesta en la Universidad Nacional, la Universidad de Antioquia y la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja (UPTC), en cuyos predios es asesinado el estudiante de tercer semestre de Ciencias Sociales Tomás Herrera Cantillo, el 18 de marzo de ese mismo año.

Aunque el encuentro estuvo lejos de cumplir con las expectativas que nos habíamos trazado y la unidad del movimiento estudiantil quedó como un nuevo punto de la agen-da aplazado, mirado a la distancia tuvo la virtud de recuperar para nuestra memoria histórica dos hechos: por un lado, el cruento 16 de mayo de 1984, cuando escuadrones motorizados ingresaron al campus de la Universidad Nacional y asesinaron un número indeterminado de estudiantes; aquella tarde, ocultos durante más de seis horas en los talleres de la Facultad de Artes un grupo de compañeros escuchamos, atemorizados e impotentes, las detonaciones y las agresiones de la Fuerza Disponible. Lo más sor-prendente es que esa misma noche mientras algunos estudiantes deambulaban por las calles de Bogotá con heridas de armas de fuego, las huellas de estos hechos eran borradas, como aquella remota noche de octubre en la Plaza de Tlatelolco. Poco des-pués nos fuimos enterando que muchos compañeros nuestros habían sido detenidos y confinados en la Cárcel Distrital de la capital.

Por otro lado, el Encuentro grabó en nuestras amnésicas mentes el nombre del poeta, cantor y teatrero antioqueño que alguna vez escribió:

No quiero morir sin escribir mi verso,no quiero que mañana al recordarme digan:No dijo suficienteno dijo lo que quisole dieron miedo los mensajeros de la muertey de igual forma murió. (http://chuchopena.blogspot.com.ar/)

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Pero Chucho Peña dijo lo suficiente, sí lo suficiente para que en este país los mensaje-ros de la muerte lo desaparecieran un 30 de abril de 1986, lo torturaran y arrojaran en un lejano paraje su cuerpo inerte y descuartizado.

25 de agosto de [1987]

Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas.

Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos.

El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas

que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.

A punto de cumplirse un año del gobierno Barco, empezamos a sentir los pasos de la muerte mucho más cercanos y julio dio la señal: en ese mes fueron muerto cinco integrantes de la Universidad de Antioquia: “El 3 de julio fue asesinado el profesor Da-río Garrido Ruiz. Al día siguiente la víctima fue el estudiante Edison Castaño Ortega, pertenecían a la Facultad de Odontología. El viernes 17 de julio, apareció muerto y con señas de tortura, el estudiante de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, José Abad Sánchez Cuervo, quien había desaparecido al inicio de la semana [ ] El 27 de julio, y también con señas de tortura, apareció el cuerpo de John Jairo Villa Peláez, estudiante de la Facultad de Derecho, en el barrio Castilla. Miembros de la Policía declararon que el joven tenía antecedentes delictivos, pero esta versión fue desmen-tida por un hermano de la víctima. El último día del mes, fue baleado frente a su casa Yowaldin Cardeño Cardona, de 18 años, alumno del Liceo Antioqueño de la Universi-dad de Antioquia” (Andrea Aldana. Recuerdos de Otras Crisis. http://periodistasudea.com/quepasaudea/2010/recuerdos-de-otras-crisis/).

Como si esto fuera poco, el 16 de junio de 1987 el presidente Barco declaró rota la tregua en el Caquetá, después que las FARC diera muerte a 27 soldados del batallón “Cazadores”. Desde hacía tiempo los acuerdos de paz y tregua, transitaban sobre un

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delgado filo de hostigamientos y provocaciones, particularmente cuando seis meses atrás 24 guerrilleros que adelantaban el trabajo político de la Unión Patriótica habían sido asesinados en la región de Urabá. Noticia ésta que se había extraviado entre las celebraciones de fin de año. De modo tal que el anuncio de Barco no fue sino la confir-mación de que la guerra había ganado nuevamente la partida. Sin embargo, el país no parecía darse cuenta de ello, sumergido en el trance hipnótico en que nos había sumi-do el triunfo ciclístico de Lucho Herrera en la vuelta a España, la obtención de un nuevo campeonato mundial de boxeo, esta vez en la categoría super-pluma, y la agonía del torero Pepe Cáceres quien jamás se recuperaría de su mortal cornada.

Pero la muerte que no parecía dejarse distraer por estas pasajeras emociones siguió impávida su recorrido en agosto: El 1º de ese mes fue torturado y asesinado José Igna-cio Londoño Uribe, estudiante de comunicación social de la Universidad de Antioquia; dos días después, un sicario segó la vida del antropólogo y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de esa misma universidad, Carlos López Bedoya. El 5 de agosto el turno fue para el estudiante de Ingeniería Gustavo Franco Marín quien fue sacado de su casa y posteriormente asesinado.

En la madrugada del 14 de agosto, en su propia casa y a escasas cuadras de la IV Bri-gada de Medellín, fue acribillado delante de su esposa y algunos de sus hijos, senador de la Unión Patriótica Pedro Luis Valencia, quien era además, un destacado catedrático de la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad Nacional. El médico se ha-bía desplazado a Medellín para participar en una manifestación pacífica por el derecho a la vida, organizada por los estudiantes de la Universidad de Antioquia. Con Valencia ya la cifra de miembros de la Unión Patriótica asesinados sobre pasaba los 400, entre ellos, tres representantes, un diputado, un consejero intendencial y 20 concejales.

La cifra se incrementó dos días después, cuando el 16 de agosto fue asesinado el abogado Álvaro Garcés Parra, alcalde de Sabana de Torres (Santander), primer man-datario municipal de la UP en Santander. Meses antes, la población había realizado un paro cívico al ser suspendido irregularmente por las autoridades departamentales, obligando a su restablecimiento en el cargo. Uno de los sicarios muerto en el ataque, portaba en sus bolsillos un permiso especial para el porte de armas expedido por el capitán Luis Orlando Orjuela, oficial de inteligencia perteneciente al batallón Ricaurte de la V Brigada del Ejército con sede en Bucaramanga.

El martes 25 de agosto en horas de la mañana nos enteramos por las emisoras radiales del asesinato del dirigente magisterial de Antioquia y presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (ADIDA), Luis Felipe Vélez. En una de sus últimas intervencio-nes públicas en el Parque Berrío de Medellín había concluido su discurso expresando un sentimiento que todos llevábamos adentro: “Tendremos que hacer del dolor que sentimos por la oleada de sangre en que diariamente envuelve al país los organismos militares y paramilitares, un acopio de valor civil para luchar por la vigencia de la vida.

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A la vida por fin daremos todo, a la muerte jamás daremos nada” (Biografía de un Gran Líder. http://luisfelipevelezherrera.blogspot.com.ar/).

Once horas más tarde, muy cerca del lugar del crimen, fueron acribillados Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur Taborda, cuando se disponían a elaborar un comunicado de rechazo por la muerte de Felipe Vélez. Las palabras se quedan cortas para describir el sentimiento de desconcierto e impotencia que experimentamos en aquel momento en que escuchamos la noticia. De aquel momento sólo dos recuerdos acuden a mi memoria: el primero una imagen de televisión del día anterior a su crimen donde Héctor Abad, portando un cartel del Comité para la Defensa de los Derechos responde a una periodista –que seguramente le interpelaba por el motivo de la marcha–: “esta es una protesta pública para llamar la atención sobre los numerosos desaparecidos en Colom-bia y por el derecho a la vida”.

La otra imagen, es el texto de una carta dirigida a los Jóvenes de Medellín, publicada quince días antes de su muerte por el diario El Tiempo. En esta misiva, firmada como precandidato a la Alcaldía de Medellín, Héctor Abad hacía un recorrido de lo que fue el proceso de migración de las zonas rurales de Antioquia a la ciudad de Medellín; destacaba luego, cómo la violencia y la injusticia había sido los determinantes de ese desplazamiento, para entonces referirse a los problemas sociales a que se veían avo-cados los jóvenes, debido a causas objetivas locales, nacionales e internacionales que los originaban, y terminaba invitándolos a la búsqueda de soluciones para lo cual solici-taba “de su concurso, de sus iniciativas, de su inteligencia y de sus aportes en ideas, y, sobre todo, en el mayor conocimiento que tienen acerca de sus verdaderas necesida-des y problemas, y de la forma como deben resolverse” (El Tiempo, agosto 7 de 1987).

Debo confesar que para el momento de su crimen, en mi imaginario Héctor Abad hacía parte de lo que, en el esquemático lenguaje de la época (signado aún por la “guerra fría”), denominábamos “personalidades democráticas”, esto es intelectuales, políticos, escritores, artistas pertenecientes a los partidos tradicionales que aunque no compar-tían el ideario socialista estaban comprometidos con la defensa de las libertades públi-cas y los derechos humanos, y que en aquel 1987 también estuvieron en la mira de la muerte, empezando por el ex ministro Enrique Parejo González que en enero sobrevi-vió a un atentado en la lejana Budapest (Hungría) hasta el escritor Antonio Caballero, el periodista Daniel Samper y la actriz Vicky Hernández que al finalizar el año ya habían abandonado el país rumbo al exilio.

Esta preocupación la expresaba con gran claridad un columnista muy cercano a los gobiernos de turno como lo era Roberto Posada García-Peña (más conocido como D’Artagnan): “Los asesinatos de militantes de la Unión Patriótica –escribía– son incon-tables, pero ya casi no conmueven. Entonces no hay reparo para comenzar a escoger víctimas ‘más sonoras’: verbigracia, un liberal como Héctor Abad Gómez, de claras inclinaciones progresistas, que no comunistas. Médico, además, animado en su vida por algo más que simples veleidades sociales” (El Tiempo, 28 de agosto de 1987)

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Fue mucho años después, ya como docente de la Universidad de Antioquia, que tuve oportunidad de conocer y dimensionar los aportes de Héctor Abad, no sólo en la im-portante labor de defensa de los derechos humanos, sino en el campo científico de la medicina preventiva y la salud pública. Su alta calidad humana, su drama familiar (que ha sido el de millares de colombianos víctimas de la violencia), lo fui reencontrando a través de la pluma de su hijo Héctor Abad Faciolince en el “Olvido que Seremos”, que leí de principio a fin en una sola jornada, precisamente cuando estaba privado de mi libertad en la cárcel Nacional “Modelo”. La fuerza de la palabra, la pasión con que fue escrito este libro me atrapó. Sin embargo, de no haber conocido esas otras dos dimen-siones de Héctor Abad, con la sola lectura de esta bella obra literaria su imagen habría quedado incompleta en mi memoria.

El miércoles 26 de agosto mientras desarrollábamos actos de protesta por los hechos de violencia que sacudían el país, una bala disparada por la fuerza pública segó la vida de Luis Alberto Parada, estudiante de Derecho de la Universidad Nacional. Al día siguiente millares de personas marchamos en silencio por la carrera séptima hacia la Plaza de Bolívar en rechazo a la “guerra sucia” y por “el Derecho a la Vida”. Como en aquella memoriosa manifestación que liderara el líder popular Jorge Eliécer Gaitán, el pueblo colombiano marchó en silencio recordando los ecos de la Oración Fúnebre que pronunciara el tribuno un 7 de febrero de 1948, poco meses antes de su crimen: “Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a vuestra excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria [ ]Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes. Somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este suelo sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la libertad de Colombia! Impedid, señor, la violencia. Queremos la defensa de la vida humana, que es lo menos que puede pedir un pueblo”

Pero, una vez más, las élites políticas y económicas de este país fueron insensibles a este llamado.

[1987-2012] Historia de la eternidad

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, y de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también

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intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir

esa imaginación.

En el mes de octubre, pocos días después de conmemorar los veinte años de la muerte de Ernesto Che Guevara, fue asesinado el candidato presidencial de la Unión Patriótica Jaime Pardo Leal. El fantasma de otro nueve de abril, tal como nos lo habían narrado nuestros padres y lo habíamos leído en los libros de historia se proyectó sobre el hori-zonte: buses incendiados, edificios apedreados, barricadas en las calles, enfrentamien-tos con la fuerza pública y tanquetas militares anillando la ciudad. Era la indignación de un pueblo que veía caer a sus mejores hombres.

Pero Pardo Leal más allá de ser el candidato de la Unión Patriótica, era también el ilustre jurista y el maestro de la Universidad Nacional, que en el auditorio Camilo To-rres de la Facultad de Derecho, junto con Eduardo Umaña Luna y Ricardo Sánchez, nos abrían con sus brillantes y encendidas intervenciones los ojos a una realidad que apenas si empezábamos a comprender. Su noble condición humana nos la recuerda nuestro amigo y colega Luis Eduardo Celis, cuando cuenta que al terminar la clase les decía a sus estudiantes “invito a dos de ustedes a almorzar a mi casa, levanten la mano y vámonos”.

Apenas había trascurrido poco más de un mes de la muerte de Jaime Pardo cuando nos llegó la noticia de la masacre ocurrida en la casa de la Juventud Comunista (JUCO) en Medellín. El 24 de noviembre al caer la tarde, tres hombres armados ingresaron a la sede de la Juco. Allí fueron acribilladas Orfelina Sánchez, María Concepción Bolívar, Iriam Zuaga, Pedro Sandoval, Marlene Arango Rodríguez y Luz Marina Rodríguez. Como ya era costumbre en este tipo de atentados, los agentes policiales ofrecidos por el Estado para resguardar sus vidas se retiraron pocos minutos antes de los crímenes supuestamente a “tomar un tinto”. Lo cierto es que todavía contábamos con la fuerza y la decisión para salir a las calles y expresar nuestro dolor e indignación, y así lo hicimos cerca a la sede de la Juventud, en medio de un gran clima de tensión.

En ese último trimestre de 1987 la lista de profesores y estudiantes asesinados se am-plió, al nombre de la ya mencionada Luz Marina Rodríguez, estudiante de Química y

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Farmacia de la Universidad Nacional, sede Medellín, se agregaron los de: Rodrigo Guz-mán Martínez, vicepresidente de la Asociación Nacional de Médicos Internos y Residen-tes de la seccional Antioquia; Orlando Castañeda Sánchez, estudiante de VIII semestre de la Facultad de Medicina de la UdeA; Francisco Gaviria Jaramillo, estudiante de último año de Comunicación Social de esta misma universidad y Luis Fernando Vélez Vélez, docente e investigador de la Universidad de Antioquia (Andrea Aldana, Op.cit.)

La gran mayoría de estos crímenes se mantienen en la impunidad: “Casos Aislados de violencia”, “Fuerzas oscuras que quieren desestabilizar el país” fue la respuesta que siempre estuvo en los labios de quienes tenían la obligación de investigar estas muertes. En muchos casos las mismas víctimas señalaron pistas sobre sus asesinos. Jaime Pardo Leal, por ejemplo, seis meses antes de su muerte denunció en una rue-da de prensa a 15 oficiales activos de las Fuerzas Militares, tres retirados y algunos agentes de policía vinculados directamente con torturas, desapariciones y asesinatos. También demostró la existencia de grupos paramilitares como Muerte a Revoluciona-rios del Nordeste compuesto por efectivos de la fuerza pública, al tiempo que señaló la participación de políticos, civiles y narcotraficantes en la promoción y financiación de los mismos.

Para el presidente Virgilio Barco, la existencia de estos grupos paramilitares era un problema de simple “confusión semántica”; para el Ministro de Justicia José Manuel Arias Carrizosa se trataba del ejercicio de un derecho constitucional consagrado por cualquier legislación civilizada del mundo; mientras que para los editorialistas del tiem-po era “simple y llanamente, la aplicación del sagrado derecho de defender la vida y los bienes de los ciudadanos contra asaltos de la delincuencia bien sea política o simplemente criminal” (El Tiempo, Julio 30 de 1987); hoy sabemos que al amparo de estas organizaciones se adelantó la más grande contrarreforma agraria del país, se exterminó un experimento popular como lo fue la Unión Patriótica y se aniquiló de tajo una generación de jóvenes que creyeron en la posibilidad de una sociedad más justa.

Veinticinco años después recordamos y seguiremos recordando estos compañeros(as) y colegas, que desde su compromiso con la actividad estudiantil o sindical, el trabajo popular, la cátedra universitaria, la investigación social o su conocimiento profesio-nal supieron vincular críticamente su labor universitaria con las realidades sociales del país, haciendo suyo aquel principio que inspirara la Reforma de Córdoba de hacer de la Universidad un órgano social de utilidad colectiva y no “una fábrica donde vamos a buscar la riqueza privada con el título”.

Como en aquel polémico poema encontrado en un bolsillo de Héctor Abad Gómez, aquel Borgiano 25 de agosto (de 1987) “esta meditación es un consuelo” y busca apor-tar un grano de arena al rescate de la memoria de todos los universitarios caídos por-que recordando aquel filósofo alemán muerto también un 25 de agosto “Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los ‘cómos’”.

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el peligroso paCifista

Mario hernández c.rePresentante ProFesoral csu, universidad nacional de colombia

En febrero de 1970 apareció un pequeño libro, de la colección “Tribuna libre” de Edicio-nes Tercer Mundo, con el título Una visión del mundo*. Su autor, el médico salubrista antioqueño Héctor Abad Gómez. La intención, poner en discusión una perspectiva ética y política en palabras comunes para un público común. Una visión del mundo que po-dría calificarse sin ambages como pacifista. Tal vez con ello el maestro salubrista creía aportar a la superación de la guerra que él mismo señaló como el principal problema de salud pública de Colombia. “He pretendido –decía Abad– que lo escrito pueda conside-rarse como el estímulo para un diálogo silencioso…”(Abad, 1970:11) Un diálogo desde el respeto por el otro.

Un respeto llevado al extremo, al punto de afirmar que nada justifica eliminar al otro. En la introducción de su visión del mundo, decía el profesor Abad:

Tengo un gran respeto por lo que cree y piensa cada ser humano. Pero niego el dere-cho que cualquiera pretenda tener de imponer por la fuerza sus pareceres. Creo en el derecho de la legítima defensa personal; pero no creo en el derecho de ningún hombre, de ninguna sociedad, de ninguna organización, de ningún partido político, de ninguna religión, de ninguna nacionalidad, ni de ningún grupo de naciones, para terminar con la vida de ningún hombre activo, o para prohibirle que piense, que se informe, que estudie o que experimente (Abad, 1970:13).

Sin duda pacifista. Nada justifica la eliminación de un ser humano por otro ser humano. Otra cosa es entender cómo se llega a la guerra y sobre qué bases se sostiene. Pero Héctor Abad se ubicaba en una posición ética pacifista tan contundente que terminó siendo peligrosa para los actores de la guerra colombiana.

El pacifismo del profesor Abad no era ingenuo. Tampoco religioso. Decía en uno de los capítulos de su libro: “Es el hombre, pues, transformando la naturaleza, el que crea riqueza. Y es el hombre, de acuerdo con la organización social que se dé, el que crea una sociedad justa o injusta” (Abad, 1970:41). Su visión de la sociedad justa pasaba por una autocomprensión de las condiciones generadoras de injusticia por parte de cada uno de los miembros de esa sociedad. De allí su llamado, más allá de la realidad nacional, a una conciencia latinoamericana. Decía Abad:

Latinoamérica, esta abstracción cultural, religiosa, idiomática y geográfica, todavía no se ha definido y dependerá de nosotros, los latinoamericanos de ahora, que se defina o no, o que pase a la historia como un apéndice dependiente y sin importancia, de la lla-

* Abad Gómez, Héctor. Una visión del mundo. Colección “Tribuna Libre”. Bogotá: Tercer Mundo.

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mada civilización occidental, en proceso de universalización y futura decadencia (Abad, 1970:47).

Hijo de su tiempo, creía Abad con firmeza que el bienestar se había convertido en un derecho humano, de manera que cualquier organización social contemporánea debe-ría garantizarlo. Por ello se atrevió a afirmar que “el derecho al bienestar de cada ser humano, aunque concebido en distintas maneras, es hoy en día reconocido en todo el mundo y por todos, sin mayor discusión” (Abad, 1970:32). Convencido como estaba de las posibilidades científico-técnicas de alcanzar el bienestar para todos los seres hu-manos, el profesor Abad reflexionaba sobre las posibles explicaciones para la evidente violación sistemática del derecho al bienestar:

Los principales obstáculos para que los diversos conglomerados humanos alcancen las condiciones básicas que les permitan a todos, o por lo menos a la gran mayoría, alcanzar un relativo bienestar físico, mental y social se encuentran en la mentalidad de los grupos minoritarios que ya han alcanzado este bienestar relativo y que ven amenazadas su estabilidad y su tranquilidad al darse cuenta de las aspiraciones legítimas de la mayoría por alcanzarlo también (Abad, 1970:73).

En la persistente negación del bienestar, en la exclusión sistemática y en la falta de re-conocimiento del otro estaban las causas de la injusticia que conducía inevitablemente a la guerra y la destrucción. No era pues un pacifismo ingenuo ni voluntarista. Pero sí pretendía constituirse en una “nueva ética”. En sus palabras, “la nueva ética no admitirá en ningún país y por ninguna razón de estado la muerte violenta de ningún ser humano” (Abad, 1970:55).

Una ética con semejante imperativo resultaría peligrosa para todos los actores de una guerra prolongada e irregular colombiana, llena de actores traslapados, con asociacio-nes de mutua conveniencia pero con grandes diferencias en su visión del mundo. Y en medio de la conveniencia, se justificaría la eliminación del otro. Guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo, nuevos y viejos propietarios, nuevos y viejos políticos, en medio de un creciente “sálvese quien pueda” y sin caminos para construir una sociedad justa, encontrarían sospechosa la nueva ética pacifista del profesor Abad.

La guerra terminó aniquilando al maestro y a su pacifismo. Los mismos actores de la guerra siguen creyendo que algún día uno de ellos podrá ganarla, aniquilando al ene-migo. Mientras la lección de pacifismo va adquiriendo una pátina de ingenuidad.

25 años después del triunfo pírrico de la guerra, que acabó con la vida del maestro pacifista, cabe tomar en serio su visión del mundo para preguntarnos por las conse-cuencias: ¿el respeto por el otro no sería el punto de partida para un diálogo, ya no silencioso, sino explícito y directo para superar la guerra? ¿La máxima de la ética pa-cifista no obliga acaso a construir nuevas formas de superación de los conflictos entre visiones del mundo para no aniquilarnos mutuamente? ¿Acaso la propuesta pacifista del profesor Abad no conduce a un proyecto de democracia radical?

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Poner por encima de mi propia visión del mundo el respeto por la vida del otro es tan fuerte como la máxima kantiana de no usar al otro como medio para mis fines, cuya base no es otra que considerar al otro como un igual. Un ser humano con igual digni-dad, con igual valor intrínseco e intangible que el que me doy a mí mismo. Como punto de partida, este tipo de respeto permite entrar en un verdadero diálogo, como el que esperaba Héctor Abad y al que los dueños de la guerra nunca le permitieron llegar.

La sociedad colombiana puede aprender de la “nueva ética” del profesor Abad para superar la guerra. Un diálogo genuino permitiría reducir los privilegios y superar la des-igualdad y la exclusión, si logramos entrar al escenario con un trato entre iguales. Sólo desde ese reconocimiento fundamental es posible tomar en serio la visión del mundo del otro, por más opuesta que se presente ante la mía. Y sólo desde allí es posible pensar que yo no tenga totalmente la razón y pueda ponerme en los zapatos de mi supuesto enemigo. ¿No hay en el peligroso pacifismo del profesor Abad un camino por recorrer para la sociedad colombiana?

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el seMbrador sieMpre naCeen los veinte años del asesinato de HéCtor abad góMez

saúl Franco aGudelo

docente-inveStiGador, univerSidad nacional de coloMBia

Medellín, 25 de agosto de 2007

Hace exactamente 25 años, entonces era agosto de 1982, al ofrecer uno de los actos con los que celebramos la jubilación del Profesor Héctor Abad Gómez, le dije por pri-mera vez: “El sembrador siempre nace”1. Hoy, al ver lo que vemos aquí y en muchas regiones del país, al leer lo que hemos leído de él y sobre él en estos primeros veinte años de su muerte, y al sentir lo que sentimos en actos de tanta intensidad humana y calidad académica, puedo reafirmar con renovada energía y argumentos incontrasta-bles: Héctor Abad, el sembrador, siempre nace.

La expresión contiene dos afirmaciones sustanciales. La primera: que Abad Gómez fue un sembrador. La segunda: que quien dedica su vida a sembrar, nunca muere. Sembró, desde su infancia en Jericó hasta su muerte en la puerta de la sede de los maestros antioqueños aquí en Medellín, ideas de amor y respeto a la vida; de rebeldía contra la pobreza, la injusticia y la exclusión; de nuevos sentidos para la salud pública, la medicina social, la promoción de la salud y lo que hoy se llama determinantes socia-les de la salud. Sembró cinco hijas y un hijo en las entrañas fértiles de doña Cecilia. Sembró organizaciones y apoyó movilizaciones por la defensa del agua limpia, de la leche pura, de la vacunación preventiva, de los hospitales públicos, de los marginados del poder y del dinero, de los derechos de sus colegas los profesores universitarios y de los derechos humanos, su suprema y costosa obsesión. Sembró rosas en su refugio de Rionegro. Sembró dudas y esperanzas en quienes tuvimos la suerte irrepetible de haber sido sus alumnos.

Y claro, quien tanto siembra, vive renaciendo. Por eso nunca muere, aunque lo maten con seis tiros como a él. Lo hirieron en el pecho, y no murió. Lo abalearon en la cabeza y en el cuello y, aunque cayó para siempre, nunca murió. Ha estado vivo cada día de estos primeros veinte años de orfandad de todos nosotros. Y resucitó para siempre en el monumento vivo e indestructible que le construyó su hijo Héctor Joaquín en el libro apasionado y riguroso “El olvido que seremos”. Creo Héctor que esta obra, producto de un amor filial tan grande que te llevó a preferirlo al mismo cielo, como se lo dijiste

1 Franco, Saúl. El sembrador siempre nace: a propósito de la jubilación del Dr. Héctor Abad G. Boletín. Asociación de profesores. Universidad de Antioquia, 5:12-13, Medellín, octubre 1982.

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a la monjita Josefa: “Yo ya no me quiero ir para el cielo. A mí no me gusta el cielo sin mi papá. Prefiero irme para el infierno con él”2, esta obra, digo, hizo ya definitivamente imposible el olvido de tu papá. Los demás, sus discípulos, sus amigos, los herederos de sus siembras, nos encargaremos de seguir escribiendo a diario, sin duda con menos brillo que el tuyo pero con enorme afecto y decisión de acero, otra obra con un título comprometedor: “El olvido que impediremos”.

Dado que ya otros aspectos de su vida, en especial su calidad humana, su carácter de padre, líder y luchador infatigable por los derechos humanos, han sido cuidadosamente desarrollados por otros de sus familiares, amigos y estudiosos, por razones de campo profesional y por haberle conocido en especial su faceta de médico-salubrista, quiero dedicar estas anotaciones a enunciar algunas de las dimensiones en que el profesor Abad vivió, entendió y enseñó la salud pública, y de las tensiones que padeció e hizo padecer por su genial forma de interpretarla y practicarla.

Arriesgo una primera afirmación al respecto: Héctor Abad tenía la salud pública en su código genético. En otras palabras: la salud pública no era externa, ocasional o utilita-ria en su vida. Era hilo conductor, razón de vida, pasión insaciable. O, como ya lo he escrito varias veces: Abad Gómez era un salubrista esencial3.

Como visionario que fue en el campo de la salud pública, no permite que lo ubiquemos de manera rígida en alguna de las principales escuelas o corrientes de pensamiento y de acción del campo salubrista. Después de pensarlo mucho he ido concluyendo que Abad se formó en la corriente higienista, practicó durante toda su vida el preventivismo, y contribuyó intuitiva y eficazmente a sentar las bases de la corriente médico-social latinoamericana. Me explico.

La Higiene, palabra derivada del nombre de la diosa de la salud, predominó en la con-cepción hipocrática de la salud. Era una higiene privada que luego, transformada por los horrores de la peste en la edad media, devino en higiene pública. Era un conjunto de normas que debían ser observadas para mantener la salud y evitar las enfermedades4. Normas de alimentación, de aseo, del vestido, del ejercicio, en la higiene privada. Nor-mas de limpieza social –no en el trágico sentido actual en nuestro país–, de control de los lugares públicos, de sujeción de ciertas conductas individuales ante los imperativos colectivos. Sanidad y salubridad son las dos palabras clave para la higiene. Y confir-mando que la higiene no es cosa de médicos, fue el filósofo Emmanuel Kant, quien delimitó con claridad las dos higienes: “Aquello que es bueno para la salud de cada

2 Abad Faciolince, Héctor. El olvido que seremos. Editorial Planeta. Bogotá, 2006. 3 Franco, Saúl. El esencial. La Hoja de Medellín. 23:10-13. Medellín, agosto de 1994. 4 Quevedo, Emilio. Cuando la higiene se volvió pública. Revista Facultad de Medicina,

Universidad Nacional de Colombia, Vol.52, No. 1:83-90. 2004.

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uno, se denomina saludable; aquello que compete a todos, salubre”5. Y bajo ambas modalidades, la higiene predominó en el mundo de lo que hoy llamamos salud pública hasta cuando el descubrimiento de los agentes etiológicos provocó una revolución que terminó imponiendo la actitud preventiva y fortaleciendo la medicina clínica a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pues bien. Abad vivió obsesionado por la higiene, la de todos y la de cada uno. La del agua, del aire, de la leche, de las comidas, de las manos, de los pies y los zapatos.

Pero no se quedó en la higiene. Captó desde muy temprano la importancia de pre-venir las enfermedades. Vacunar y desparasitar fueron algunas de las bases del pre-ventivismo. Y Abad se empeñó por tanto en impulsar la vacunación masiva, contra la poliomielitis en Antioquia, contra la fiebre amarilla en el Putumayo, contra todas las enfermedades para las que hubiera vacuna en todo el país. Como era un Maestro –carácter también esencial en él– no podía limitarse a hacer prevención. Tenía que en-señar a prevenir. En 1957 fue invitado a fundar, y efectivamente creó el Departamento de Medicina Preventiva y Salud Pública en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, su nicho académico durante el cuarto de siglo más activo de su vida de salubrista. Y como para enseñar en serio tenía que investigar de alguna forma, lo hizo, a veces con más dedicación que rigor, pero siempre con seriedad y una aguda visión de lo esencial. Un año antes de su muerte, en una especie de autocrítica, reconoció los límites del modelo preventivo. “Ya es tiempo de que los médicos y los salubristas nos preguntemos, reflexionemos, pensemos en si por habernos dedicado exclusivamente a la prevención de las enfermedades, al tratamiento de ellas y a la rehabilitación de sus secuelas, hemos olvidado la observación en conjunto de la vida humana, de las comu-nidades humanas, de sus otros problemas tales como la pobreza, la desocupación, la injusticia, la violencia, la inseguridad, la deficiente organización social”6.

Sin proponérselo, y hasta ahora sin el suficiente reconocimiento académico, contribuyó a poner las bases del pensamiento médico-social latinoamericano y a la conceptuali-zación hoy en boga de los determinantes sociales de la salud. ¿O no es exactamente eso el enunciado antes citado, su persistente afirmación del origen, la naturaleza y la dinámica social de las enfermedades, y su ejemplar llamado a la organización y a la participación social para lograr condiciones de vida y de salud dignas y políticas y pro-gramas de salud equitativos y adecuados? Posiblemente siguiendo sin saber uno de esos guiones secretos de la vida, veinte días antes de su muerte lo invité y aceptó par-ticipar en el IV Congreso Latinoamericano y V Mundial de Medicina Social en el recinto de Quirama. Allí moderó uno de los paneles centrales sobre la salud en el proceso de

5 Lecourt, Dominique. Dictionnaire de la pensée médicale. Presses Universitaires de France, 2004, pág. 606.

6 Abad, G. Héctor. Características del desarrollo científico en Colombia y su relación con la salud pública. Serie Publicamos, No. 1. Sociedad Vallecaucana de salud pública. Cali, septiembre, 1986.

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paz centroamericano y le escuché por última vez de viva voz sus lecciones imborrables sobre el carácter y el papel político de la salud pública, sobre la prioridad de la defensa de la vida y de los derechos humanos aun en medio de las guerras, y sobre la dimen-sión de la salud como un puente para la paz.

Sería tan injusto con él como abusivo con el tiempo de ustedes si pretendiera exponer sus principales aportes conceptuales en salud pública. Corriendo el riesgo de excesiva simplificación quiero, no obstante, sólo enunciar tres de ellos dada si vigencia y riqueza.

El primero se refiere a la promoción de la salud. Más que un teórico, el profesor Abad fue un promotor convencido de la promoción de la salud. Fue sin duda el pionero en Colombia de esta dimensión de la salud pública. Treinta años antes de que se promul-gara la Carta de Ottawa, cédula de ciudadanía de la promoción de la salud, ya él estaba formando promotoras rurales en el municipio de Santo Domingo. Y se empeñó tanto en desarrollar la idea que había aprendido en México, que a los veinticinco años de iniciado el trabajo había ya en el país 5.000 promotoras rurales de salud, “mis cinco mil novias” como las llamó en el enamorado artículo periodístico del 23 de agosto de 19817.

El segundo aporte que destaco hoy es la dimensión internacional de la salud pública que el Dr. Abad aprendió y enseñó tempranamente. A mitad del siglo pasado, cuando nadie hablaba de globalización y cuando los procesos de internacionalización estaban apenas embrionarios, ya él estaba en los Estados Unidos haciendo su posgrado en Salud Pública Internacional, en Mineapolis. Desde entonces estableció y mantuvo por siempre vínculos académicos y de trabajo sanitario con estudiantes, investigadores y funcionarios de distintos países y organismos internacionales y logró una presencia internacional destacada. Pero el punto a resaltar es su visión internacionalista de los problemas y las soluciones en el campo de la salud. Entendía que ni las epidemias ni sus curas respetan las fronteras nacionales. Que la cooperación internacional en salud es un recurso necesario para enriquecer los enfoques y las acciones en salud, al tiem-po que es un amplio espacio de intercambio y enriquecimientos mutuos.

Y el tercer aporte visionario de mi Maestro fue el ejemplo y el llamado a reconocer la violencia como problema prioritario de salud pública en nuestro país. Hace 45 años, justo en 1962, Abad invitó a los asistentes al primer Congreso Colombiano de Salud Pública a investigar, con los métodos y recursos epidemiológicos, el tema de la vio-lencia8. La entendía no como una enfermedad, sino como “un síntoma de profundas

7 Franco, Saúl. Dos salubristas y universitarios esenciales: Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur. Agenda Cultural. Universidad de Antioquia, No. 135: 10-16, agosto 2007.

8 Abad Gómez, Héctor. Necesidad de estudios epidemiológicos sobre la violencia. Primer Congreso Colombiano de Salud Pública. Medellín. Editorial Bedout, noviembre de 1962.

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enfermedades sociales de tipo religioso, político, cultural o económico”9. Sostuvo que la violencia era social y culturalmente construida y determinada. Se opuso a quienes creían que la violencia podría tratar de acabarse oponiéndole más violencia, lección que el actual gobierno se niega en aceptar. Y terminó sus reflexiones sobre el tema preguntándose y preguntándonos, con la mezcla de ingenuo y provocador que siempre tuvo: “¿Si sabemos el diagnóstico y los remedios, por qué no aplicamos los remedios?

Posiblemente ustedes sepan que yo terminé dedicando la mayor parte de mi vida in-telectual a tratar de comprender este fenómeno mediante el estudio y la investigación constantes, y a contribuir en algo a divulgar su importancia y a sugerir ideas y acciones posibles para su abordaje. Ante ustedes reconozco hoy, con una mezcla de dolor y gra-titud, que fueron las enseñanzas en vida, pero sobre todo el golpe del asesinato del Dr. Abad, de mi amigo Leonardo Betancur, de Pedro Luis Valencia y demás compañeros de la Universidad de Antioquia, lo que me determinó y enrutó por este tormentoso y riesgoso camino. A ellos dedicó, con el alma, lo que haya podido lograr en este campo. Y en su memoria seguiré haciendo la tarea hasta que mi muerte nos hermane para siempre.

Por las balas que lo mataron prematuramente, por su constante inquietud intelectual y por una especie de compulsión que lo llevaba a cambiar de tema con frecuencia y a no dar continuidad a algunos desarrollos, muchas de las lecciones del Dr. Abad en salud pública quedaron inconclusas o les faltó mayor cultivo y profundidad. Nos toca a los que seguimos y a los que vendrán después, decantar y aplicar sus enseñanzas, discutir sus propuestas embrionarias y tal vez corregir algunos rumbos y hasta refutar algunas argumentaciones. Todo ello es necesario y creo que él estaría feliz de ver germinar sus semillas y recortar las malezas que inevitablemente crecen en cualquier campo, más cuando tiene la complejidad del campo de la salud pública. Y tranquilos que él, intensamente vivo, nos seguirá acompañando y enseñando. Porque el sembra-dor siempre nace.

9 Abad Gómez, Héctor. La violencia: síntoma de enfermedad social. Editorial. Boletín Epidemiológico de Antioquia, II(1), 1987. En: Momento Médico. Suplemento, p. 7, Medellín, agosto, 1987.

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el valor de las ideas, libertades y dereCHos

“Los países libres son aquellos en los que son respetados los derechos del hombre y donde las leyes, por consiguiente, son

justas.” Robespierre

Pedro PaBlo reStrePo aranGo

Presidente aPenJudeaasociación de Pensionados y Jubilados de la universidad de antioquia

La celebración del 25 aniversario del profesor caído, nos invita a reflexionar sobre los aportes invaluables de los docentes de la Universidad de Antioquia que se destacaron en su extraordinaria labor en defensa de los derechos humanos, muy especialmente los profesores Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur Taborda, Luís Fernando Vélez Vélez y Pedro Luís Valencia Giraldo, quienes sembraron en nuestros corazones una luz de esperanza en un país inundado por las desigualdades sociales. Ellos marcaron con su vida una etapa de valores, y enseñaron que es posible un mundo mejor.

Llevo en mi memoria el recuerdo vivo del acompañamiento del doctor Héctor Abad Gómez en la marcha de las antorchas que realizamos para protestar contra los ase-sinatos de profesores de la Universidad de Antioquia y del categórico mensaje contra los cobardes asesinos que enlutan la universidad pública con su mensaje de muerte. Y se equivocan en lo más fundamental: la Universidad es un espacio para la ciencia, la cultura y la vida y en ella solo puede caber el respeto por la diferencia y la tolerancia en las ideas.

Esta conmemoración del 25 aniversario que nos convoca a continuar su legado y seguir sus enseñanzas, es también nuestro compromiso permanente e ineludible con la socie-dad, para buscar los cambios que se requieren en nuestro país. Nos invita asimismo a razonar sobre el respeto a los valores fundamentales establecidos en nuestra Constitu-ción Nacional y sobre la forma en la que construimos la universidad pública. El artículo 22 de la carta magna estable que “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento” pero para que ella exista se tiene que reconocer los derechos que tienen sus ciudadanos a todos los beneficios ofrecidos por el Estado sin distinción alguna.

Vale la pena citar aquí al profesor Héctor Abad Gómez cuando decía: “Una sociedad humana que aspira a ser justa tiene que suministrar las mismas oportunidades de am-

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biente físico, cultural y social a todos sus componentes. Si no lo hace estará creando desigualdades artificiales.”Y de manera aun más contundente señaló que “Sin justicia no puede, ni debe, haber paz”. Situación que hoy se vive en nuestro país y de la cual no es ajena la universidad pública y, en particular, la Universidad de Antioquia.

En el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos se reconoce que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Nuestros insignes profesores dejaron el legado de la lucha de un pueblo por los derechos humanos que busca el reconocimiento y la igualdad en estos principios fundamentales, donde la dignidad del ser humano exige la corresponsabili-dad del Estado en salvaguardar dichos derechos. Nos legaron además la valentía para luchar por los ideales comunes de un pueblo.

El valor y el rigor de las enseñanzas de quienes nos acompañaron hace 25 años, son una fuente inagotable de inspiración en la lucha contra la injusticia y el respeto por la diferencia, con el fin de asegurar el reconocimiento y el cumplimiento de los Derechos Humanos, en un país que no ha tenido la voluntad para garantizar esos derechos a todos los ciudadanos.

Que no se nos olvide que esta conmemoración se hace al legado que nos dejaron estos profesores universitarios que consagraron sus vidas a estas ideas.

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“la palabra que CaMina, el olvido que no perdona”

cindy borrero velásquez

orGanización colombiana de estudiantes-oce

“Hace quince años estoy tratando de enseñar. Creo que he enseñado muy poco, aunque creo que una cosa sí he logrado: hacer pensar libremente. ¿Es esto bueno o malo? Yo creo que bueno. El pensamiento libre fuera de ser una gran satisfacción personal- es lo que ha permitido que la humanidad haya adelantado. El pensamiento libre nos permite crear mejores

esquemas y aspirar a cosas mejores”

Héctor Abad Gómez.

A plena luz del día 25 de agosto de 1987 se silenciaba la voz de un hombre que marcó en dos la historia política de una ciudad conservadora e inquisidora para la segunda mitad del siglo XX. Una Medellín donde el disenso a lo establecido estaba prohibido. Este hombre no sólo inscribía su nombre en la historia por los múltiples debates que realizó desde las aulas de la Universidad de Antioquia hasta el Concejo de Medellín, sino por la enseñanza sutil y sencilla de aprender el valor de vivir para transformar la realidad social y política.

Aquel legado ha perdurado por décadas durante las cuales miles de soñadores colom-bianos se han dado a la tarea de enseñar a ser libres a los sujetos desde una pedago-gía de la tolerancia y el respeto por el otro. Héctor Abad Gómez no solo representa la figura de un maestro que fue abatido por las filas del paramilitarismo en Colombia, si no que va más allá, fue y sigue siendo una expresión de resistencia civil enmarcada en una sociedad excluyente y macartizadora, donde las voces alternas se ven persegui-das y amenazadas con ser castigadas con el olvido.

Pero es ese olvido el que nos motiva día a día a reivindicar la otra historia que no ha sido contada en este país, el que ostenta el tercer lugar entre 129 países del mundo por peor desigualdad solo superado por Haití y Angola. Trabajamos incansablemente hombro a hombro con nuestros maestros aquellos que son nuestros guías para cam-

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biar a esta sociedad, refiriéndome a aquellos hombres y mujeres que se apartan de la mediocridad que ejerce el sistema educativo colombiano sobre su profesión y marcan definitivamente nuestro paso desde las escuelas hasta las universidades.

Con ellos aprendimos a sumar, a leer, a entender de historia, de geografía en la etapa básica del conocimiento, luego con el pasar de los años conocemos aquellos con quie-nes complejizamos el análisis de nuestros contextos, con quienes visionamos formas diferentes de aprehender esa realidad latente. Así construimos esos lazos de solidari-dad entre los diferentes estamentos de la comunidad universitaria que con las coyun-turas políticas se vuelven más estrechos para quienes entregamos cuerpo y mente a transformar.

Sin embargo más de 200 años después de los primeros gritos de nuestra independen-cia hoy se escuchan las voces quebrantadas de quienes presenciamos el horror de una guerra que ha desangrado a nuestra sociedad y que año tras año nos quita una vida más para alumbrar. Docentes y estudiantes han sido víctimas de un Estado opresor donde se mutila la diversidad de expresión y se acallanta la oposición, desde Héctor Abad Gómez hemos visto amenazada la palabra divergente, la que cruza caminos para hacerse material y transfigurar el orden establecido.

No obstante seguiremos luchando por una Colombia libre y soberana, donde no im-peren las leyes impuestas por otros, seremos nosotros quienes decidamos cómo y a dónde vamos. Un país donde se dignifique la profesión docente, donde la investiga-ción se desarrolle bajo los más altos parámetros de cientificidad pero sobre todo de autonomía. Sueño con una Colombia donde nuestros profesores puedan expresarse libremente desde un diálogo interdisciplinario hasta un abrazo con sus estudiantes que se movilizan por la construcción de un nuevo modelo educativo.

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un Maestro, un síMbolo

víctor Javier correa vélez

oFicina estudiantil de la Facultad de medicina, udea

25 años atrás la vil violencia nos arrebató un gran soñador, un hombre que vivió bajo una coherencia impecable entre su palabra y su acción, siempre al servicio del prójimo. Como un universitario ejemplar dispuso su conocimiento al bien de los más necesita-dos, un humanista que vio en el otro un igual que ameritaba de el todo el amor, pocos hombre como Héctor Abad Gómez han surcado este suelo y su ausencia dejó un vacio difícil de llenar.

Varias generaciones de estudiantes que hemos cursado desde su asesinato estas magnas aulas de la Universidad de Antioquia conocemos poco sobre su trabajo y en-señanzas, como si el tiempo fuera desvaneciendo el poder de las palabras y las ideas, hundiéndose en el olvido tras el silencio cómplice o el miedo de muchos que sí lo cono-cieron y hoy callan. ¿Qué ocurre que los mensajes de los violentos para desplomar los ideales de cambio perduran?, ¿Qué pasa que los recados de muerte superen a la vida misma? El camino hacia una conciencia humana más limpia, libre de la codicia, del de-seo mal sano y la maldad implica darse al trabajo de escuchar a quienes han hablado, permitirles que sus palabras suenen aun con sus voces silenciadas, enseñándonos que un mundo mejor es posible si pensamos en el otro, pues solo se cambia la realidad si aquellos que la construimos somos también diferentes.

Cuentan quienes tuvieron el placer de escucharlo en clase que Héctor Abad creía en esta idea, para él era tan importante mantenerse en resistencia para proteger la vida de toda la humanidad y abrir lo espacios de participación comunitaria, como tomarse un café con un estudiante para escuchar sobre sus problemas particulares, actuando allí sobre las ideas de un único hombre. Creyó en el poder de la educación incorporándola en su trabajó, pues como medico salubrista fue su eje fundamental para el enfoque comunitaria y social de la salud. Eso es lo que hace que Héctor Abad Gómez sea recordado como un gran maestro, alguien que no limitó su que hacer a un acto mecánico si no que fue siempre un referente ético y moral para una sociedad que el mismo llamaba enferma.

Recuerdo haberlo escuchado en grabaciones de algunos de sus programas radiales hablar un poco sobre la medicina que requería esta sociedad enferma, reivindicaba la política como la más noble y digna de las profesiones modernas, pero siempre y cuando se pusiera al servicio del otro y no, como muchos la malentienden, un ejercicio para alimentar el ego, o satisfacer los deseos propios. Poliatria llama Héctor Abad al trabajo necesario para que a través de la política se le diera el tratamiento adecuado a los males de la sociedad. Para él, y algo que comparto profundamente, entender a las

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sociedades como entes vivos nos abre el panorama a su comprensión, bien lo dijo: la violencia es solo un síntoma de un problema de fondo, la insidiosa injusticia social, y como síntoma el manejo definitivo del mismo requiere el abordaje del problema que lo origina, de allí que veo lo absurdo de tratar la violencia con más violencia, el odio con más odio, la desidia con indiferencia.

Qué triste estaría este gran Maestro si pudiera ver que hoy tantos años después de identificarse la enfermedad y prescribir el tratamiento nuestra sociedad continua en-ferma, como si aquellos encargados de suministrar la cura desvirtuaran la nobleza de su profesión usándola para malsones fines, aquellos políticos que hoy nos gobiernan a duras penas sirven para despertar indignación.

La sociedad colombiana necesita una visión de futuro, ¿a dónde queremos ir?, pero que triste es pensar que en medio de esta lamentable situación, habiendo vivido en el tantos hombres buenos, nuestro pueblo permanezca aun hoy carente de símbolos positivos que lleguen al alma más lejos que el reality de turno o la novela televisiva perversa que nos deslumbra con las ostentosas posibilidades del poder de la delin-cuencia. Es necesario entonces reconstruir e instaurar los referentes del hombre nuevo si queremos ver un cambio real, aquel que un maestro como Héctor Abad puede llenar a cabalidad, pues como ya lo había mencionado fue un humanista impecable con una coherencia intachable.

Necesitamos volcar nuestra atención a quienes reposan en los anales de la historia y cuya vida es un punto de admiración, regresarle a nuestra comunidad aquellos símbo-los que la nutran de valores reales y esperanza. Si bien recordar a Héctor Abad implica pensárselo también recorriendo Barrientos, caminado por el bloque de Morfología o to-mando café en Guayaquilito, pues en este sentido fue como cualquiera de nosotros, no podemos dejar morir ni sus ideas ni el poder transformador que como símbolo referente tiene tan maravilloso ser que dignó a estos espacios con lo amoroso de su presencia.

¡Que hombres, maestros y símbolos como él perduren en la mente de todos, enseñan-do y construyendo en cada uno de nosotros un ser humano mejor!

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Historia del río Con niño y Con señora

“…peor que la muerteEs la matanza”

Humberto Díaz Casanueva

A la memoria de Héctor Abad Gómez

Véame Señora

Soy uno de aquellos Que ascendió la escalera de la muertePara salvarse y me salvé

Soy yo uno de ellos SeñoraEstoy aquí de puro huesoPorque la carne no importa ya

Mi sangre igual que la de tantos La donaron al río

Por eso y aunque se aterren los defensores del aguaLos niños pintan los ríos cafés en vez de azules

Cómo cambiar la realidad Por un paraíso de cristal Señora

Y en ese río SeñoraUn niño pesca para el aliento de sus sueñosAhí la pureza Señora no en el agua

En su frasquitoLleva miradas que se detuvieron a mirarloVoces y bocas que gritan y murmuranDiminutos dedos ya que no olvidaron la cariciaPedacitos de gestos que pudo recoger-Yo me detuve atraído por su canto-

Algún pez hará con todo ello SeñoraPara devolverlo al río

Quizá con ese pez SeñoraEl río cambie de colores

daniel día