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Informe final de proyecto de investigación Fernando Balseca __________________________________ Los modernistas portuarios: la otra lírica de Guayaquil Introducción La obra literaria de Medardo Ángel Silva, en las dos primeras décadas del siglo XX ecuatoriano, nos habla de la presencia de una voz lírica curiosa: se trata de un escritor jovencísimo de extracción popular, que no ha podido terminar su educación secundaria, huérfano de padre desde temprana edad, inmerso en el mundo del trabajo, y que, sin embargo, es capaz de configurar uno de los universos literarios más singulares no solamente en lo que atañe a su poesía sino, además, en sus crónícas en prosa. Por tanto, en la presente investigación se busca reconocer y destacar aquellos elementos de la vida social que hicieron posible que Silva sostuviera su talento literario desde una voluntad de modernidad permanente. La motivación principal de este estudio parte de la pregunta que un crítico contemporáneo de Medardo Ángel Silva se hizo en 1916: “¿De dónde vino Silva?” 1 . La respuesta no se la encontrará si se le endilga a Silva una supuesta genialidad sino, más bien, en el dar cuenta de los referentes culturales y simbólicos que él disponía en su niñez y juventud, del ambiente intelectual y las enseñanzas que recibió de sus maestros en el Colegio Vicente Rocafuerte, del espacio altamente motivador que generó la 1 Próspero Salcedo McDowall, “Un niño poeta: presentación de Medardo Ángel Silva”, en Abel Romeo Castillo, editor, Medardo Ángel Silva juzgado por sus contemporáneos, Guayaquil, Casa de la Cultura, 1966, p.5.

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Informe final de proyecto de investigación

Fernando Balseca __________________________________

Los modernistas portuarios: la otra lírica de Guayaquil

Introducción

La obra literaria de Medardo Ángel Silva, en las dos primeras décadas del siglo

XX ecuatoriano, nos habla de la presencia de una voz lírica curiosa: se trata de un

escritor jovencísimo de extracción popular, que no ha podido terminar su educación

secundaria, huérfano de padre desde temprana edad, inmerso en el mundo del trabajo, y

que, sin embargo, es capaz de configurar uno de los universos literarios más singulares

no solamente en lo que atañe a su poesía sino, además, en sus crónícas en prosa. Por

tanto, en la presente investigación se busca reconocer y destacar aquellos elementos de

la vida social que hicieron posible que Silva sostuviera su talento literario desde una

voluntad de modernidad permanente.

La motivación principal de este estudio parte de la pregunta que un crítico

contemporáneo de Medardo Ángel Silva se hizo en 1916: “¿De dónde vino Silva?”1. La

respuesta no se la encontrará si se le endilga a Silva una supuesta genialidad sino, más

bien, en el dar cuenta de los referentes culturales y simbólicos que él disponía en su

niñez y juventud, del ambiente intelectual y las enseñanzas que recibió de sus maestros

en el Colegio Vicente Rocafuerte, del espacio altamente motivador que generó la

1 Próspero Salcedo McDowall, “Un niño poeta: presentación de Medardo Ángel Silva”, en Abel Romeo Castillo, editor, Medardo Ángel Silva juzgado por sus contemporáneos, Guayaquil, Casa de la Cultura, 1966, p.5.

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aparición de El Telégrafo Literario en 1913 y 1914, de las posiciones de ruptura que

otros literatos ya habían ganado para la cultura, y del impacto de revistas literarias y

culturales de matriz moderna que aparecieron desde 1896.

El entorno de la reforma urbana

No en balde las condiciones de autoestima de los miembros de una colectividad

auspician el crecimiento y la expresión de nuevas propuestas literarias. Algo de esto

debió suceder con Silva y podría ayudar a entender el carácter tan cosmopolita y tan

clásico de su obra literaria, particularmente de su lírica. El éxito de Silva en su tiempo,

como joven intelectual, es también resultado del auge que vive la Costa ecuatoriana y

particularmente el puerto de Guayaquil, en la transición hacia el siglo XX, en la medida

en que la ciudad en la que Silva aprende a caminar se ha convertido en un eje de las

operaciones económicas que sostienen ese resurgimiento. El paisaje cultural en el que

ha crecido el joven Medardo Ángel es uno en eclosión; no sólo se vive una intensa

renovación urbana en términos de la obra pública de la ciudad sino, como trataremos de

sostener a lo largo de esta investigación, el joven se topa con un nuevo ambiente de

entusiasmo y de renovaciones literarias que hacen factible el rumbo de su literatura.

De hecho, Silva debió disfrutar cotidianamente los nuevos y variados bienes de

consumo y servicios que en la época dieron paso a lo que Isaac J. Barrera ha llamado

“una nueva manera de vivir”. De una parte, en términos de cambios tecnológicos de

significativo impacto, a comienzos de siglo la luz eléctrica fue una realidad en el puerto;

en 1901 cesó la costumbre de aprovisionarse de aguas lluvia como fuente de consumo

principal, pues en ese año se construyó un acueducto subfluvial que llevó el líquido

desde Durán hasta Las Peñas; los primeros automóviles y tranvías llegaron en 1910; la

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ciudad ya contaba con un periódico regular como El Telégrafo desde 1885; en 1912

llegó el primer avión, que hizo demostraciones en el “Jockey Club” de Guayaquil.

De otra parte, los anuncios publicitarios que uno ve en diarios y revistas de la

época expresan un fuerte sentido del consumo de bienes particulares. La perfumería, la

fotografía, las recientes novedades en inodoros, los productos químicos y farmacéuticos,

los calcetines de seda, los juguetes mecánicos y de fantasía, los discos de música, los

casimires ingleses, los trabajos de imprenta para uso social, las cajas registradoras, los

fonógrafos, etc., están al orden del día y dan cuenta de una sociedad que ha adscrito al

mercado como una práctica de estar en la ciudad y de darle sentido a un nuevo modo de

habitar un espacio ciudadano.

Lo que se modifica esencialmente, entonces, a lo largo de las dos primeras

décadas del siglo XX en Guayaquil, es la cultura del puerto gracias a una cada vez más

marcada influencia europea de referencia moderna. Sin duda alguna, el ambiente

importador de cultura de las dos primeras décadas del siglo constituye la culminación de

un proceso social relacionado con el auge económico de la región costeña, que se

origina a mediados del siglo XIX a partir del modelo exportador de cacao, y el

consiguiente posicionamiento de clases mejor ilustradas en los espacios de poder y de

dirección.

Hasta en términos poblacionales, según los registros necrológicos y los datos

censales, se puede imaginar el ánimo del florecimiento que debió sentir en carne propia

el niño Silva: en Guayaquil había, en 1890, 44.772 habitantes (Silva nació en 1898), y,

en 1920, ya en el nuevo siglo, 89.771 habitantes. Esto es, si un siglo antes, en 1820,

había tan sólo 13.000 habitantes, Silva es testigo presencial de un auge indescriptible de

la urbe pues ésta casi duplica su población. El aumento poblacional y la multiplicación

de la obra pública —ciertamente desordenada y a los ojos de hoy poco llamativa— son

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el paisaje cotidiano en el que el niño y el joven Silva tendrán que crecer en su ciudad

portuaria.

El lugar que ocupa el puerto de Guayaquil es notable en el período. Veamos lo

que Ch.M.Pepper dice en 1908: “El importante monopolio de comercio que conserva

Guayaquil, de manera ininterrumpida, desde hace muchos años le ha convertido en el

puerto de mayor riqueza del Pacífico en relación a su tamaño y una de las ciudades más

ricas del mundo en proporción a su población.”2 Una explicación más histórica, a cargo

del estudioso Andrés Guerrero, pondrá las cosas de esta manera: “Es aquí, en el Puerto

de Guayaquil, donde encontramos un proceso de acumulación de capital, una burguesía,

una pequeña burguesía y el primer núcleo de proletariado.” (Guerrero 91).

El lugar que esta burguesía ocupará en el desarrollo de un escenario cultural es

lo que habría que profundizar, pues ya se sabe que las expresiones artísticas no

dependen solamente de buenos momentos económicos sino, fundamentalmente, de un

entorno que se sucede alrededor de ese desarrollo. Guerrero, en esta dirección, muestra

el nivel del conflicto que se produce entre una clase terrateniente cacaotera, plenamente

constituida a la vuelta del siglo, aunque de perspectiva regional, frente a una burguesía

de banqueros exportadores y comerciantes, de proyección como clase nacional. En la

tensión de estos dos espacios de poder económico, social y político debe situarse el

desenvolvimiento contradictorio de las producciones culturales de la época que

estudiamos.

Ya en la primera década del siglo XX, según Guerrero, a base del estudio de la

acumulación del capital, se observa un gran “desarrollo logrado, con respecto a los

hacendados, por las clases sociales ubicadas en el terreno de la circulación dineraria y

2 Report on Trade Conditions in Ecuador, Bureau of Manufacturing, Washington DC, Department of Commerce, 1908. Citado por Andrés Guerrero, p 49.

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mercantil. Los primeros sufren un desplazamiento, en cuanto a preponderancia

económica e importancia política, por los nuevos burgueses banqueros, exportadores y

comerciantes. Se invierten los papeles en la relación campo-ciudad.” (Guerrero 61). Sin

embargo, Silva, en 1919, abre su breve novela campesina María Jesús con esta frase:

Vuelvo a vosotros —campos de mi tierra.— malherido del alma, huyendo al tumulto de la ciudad en que viven los malos hombres que nos hacen desconfiados y las malas mujeres que nos hacen tristes. (5)

Esto nos indica una actitud de resistencia a la modernidad de la urbe y al proceso

de la vida moderna. La tarea de los escritores debe ser entendida en un intersticio desde

el cual, al mismo tiempo que se hallan absortos ante la voluptuosidad de los bienes de la

vida moderna, resisten los embates del nuevo paisaje cultural que se despliega como

consecuencia de las reformas urbanas y, sobre todo, de la importación del espíritu

moderno. Esta posición se sostiene en la idea de que el pasado queda atrás y que

nuestras urbes se pone al orden del día, al orden de los tiempos, siguiendo modelos

europeos y norteamericanos.

Varios historiadores del desarrollo urbano del puerto nos informan de los

inmensos esfuerzos que debieron hacerse para redecorar la ciudad según la exigencia de

la nueva vida:

Desde el punto de vista urbano y arquitectónico, el siglo XIX y la Colonia terminaron para Guayaquil en 1896. Si bien las catástrofes, sobre todo los incendios, habían sido comunes a lo largo de la historia de la ciudad, ninguno fue comparable al que se desató cerca de la medianoche de aquel 5 de octubre, en la manzana contigua a la Gobernación, y se extendió hacia el norte hasta el día siguiente, cuando casi treinta horas después los habitantes pudieron constatar la magnitud del flagelo.

Se incendiaron un total de 92 manzanas de las 458 que tenía entonces la ciudad, destruyéndose cerca de 1.200 casas y edificios de los 4.265 existentes, entre los que se encontraban las principales edificaciones administrativas como la Aduana, la Comandancia de Armas, la Empresa de Carros Urbanos, entre otras. Se quedaron sin hogar cerca de 33.000 habitantes, de un total aproximado de 59.000 personas que vivían en esa época en Guayaquil.” (Compte 103)

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A raíz del incendio la ciudad prontamente emprendió su proceso de

reconstrucción. Se dicta, entonces, una “ordenanza de rectificación del plano de la

ciudad y fábrica de los nuevos edificios”, “que establecía la rectificación de las calles

para que sean ‘rectas y amplias’ y la desaparición de los callejones a fin de evitar la

propagación del fuego.” (Compte 106). Todo esto procura la unificación de la ciudad,

“dejando de lado la antigua imagen desordenada de la Ciudad Vieja en contraste con la

ordenada y planificada Ciudad Nueva”. (Compte 106). Antes de que termine el siglo

XIX se habían terminado el Colegio San Luis Gonzaga, la Cárcel Nueva, el edificio del

Banco del Ecuador, la Universidad, el Teatro Olmedo, el Colegio Nacional San Vicente,

lo que coincide con el proceso de urbanización emprendido por la Revolución Liberal,

que pone a Guayaquil como polo de desarrollo comercial a nivel nacional a base del

modelo agroexportador.

Se ha destacado la significación de los tipos de arquitectura presentes en el

período en la ciudad, lo que hace notar la presencia de una mentalidad concreta que

dibuja el diseño de la urbe y la prepara para nuevos ambientes: “Este pensamiento

liberal también aparece en las ideas de reconstrucción de las edificaciones públicas

perdidas por el incendio, que adoptaron los esquemas de composición clasicista como

expresión de majestuosidad y poder de lo laico sobre lo religioso.” (Compte 107). Esto

es, no cabe duda, resultado de que se vive una “liberalización” generalizada no sólo en

términos de ideología política o partidista sino, fundamentalmente, en relación a las

costumbres y a la nueva actitud de apertura hacia lo nuevo:

Este período, caracterizado por la reconstrucción de la ciudad y su arquitectura, repite los principios de lo que se ha denominado la arquitectura tradicional, esto es, edificaciones en madera de dos o tres plantas, organizadas especialmente alrededor de un patio interior; con soportal al exterior, ventanas de chazas, fachadas con composición clásica y uso de elementos provenientes de una interpretación particular de los órdenes, utilizados en sentido decorativo más que con un respeto a los cánones. (Compte 108)

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El joven Silva debió recorrer las calles de su ciudad observando las nuevas

edificaciones que se erigían como expresión de una vida novedosa: la Cárcel Municipal,

en cemento y ladrillo, construida entre 1886 y 1905; la Casona Universitaria que abre

sus puertas en 1904; el Mercado Sur, 1905-1907, de estructura metálica. Y, al mismo

tiempo, experimentando, incluso en el modo de reconstruir las casas, una fuerza de la

tradición que se ubicaba al par de las propuestas recién llegadas. Los recorridos del

poeta por la ciudad demuestran esta tensión presente en sus crónicas.

Del paisaje cultural y la educación

Un hábitat no está hecho únicamente con elementos materiales. Una ciudad no

consiste solamente en el trazado de sus calles y en el modo en que levanta sus

edificaciones. Una ciudad está conformada, además, por una atmósfera cultural que se

respira, por un sentido de pertenencia particular a un espacio, por un singular modo de

experimentar esas construcciones y esos trazados urbanos. La vivencia de la ciudad

moderna está conformada desde un punto en que los símbolos culturales empiezan a

marcar y a determinar los modos de vivir y, por tanto, de pensar y de sentir. Esta

modificación del cambio de siglo ha sido destacada por los historiadores de la vida

cotidiana:

Al abrir sus ojos, el siglo XX ecuatoriano encuentra una revolución liberal triunfante en el poder y un sinnúmero de cambios tecnológicos y comunicacionales que generan cambios de actitudes y mentalidades. Guayaquil está en pleno proceso de recuperación por el incendio de 1896 y sus elites se encuentran empeñadas en hacer de ella una ciudad moderna. Un “boom” de magazines de estilo americano —conocidas como “revistas ilustradas”— invade el mercado, y en sus páginas se rinde culto a la moda y al deporte, aspectos estrechamente vinculados con la cultura del ocio.

El siglo también es testigo de la entrada de la mujer en el mundo laboral, favorecida por las leyes liberales, lo que genera un amplio debate acerca de los roles de la mujer moderna. (Hidalgo 156-158)

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El papel de los medios de comunicación —en un momento en que la prensa ya

formaba parte de la actividad cotidiana de las clases dirigentes del puerto y que la radio

iba a aparecer a comienzos de 1920— es determinante para transmitir el ambiente de

contemporaneidad que se respiraba en la ciudad. No sólo la información sino la

propaganda se van a convertir en dispositivos que configuran un nuevo paisaje cultural

en los públicos lectores. Lo que se adquiere como bienes suntuarios determina sin duda

alguna modos diferentes de percibir el lugar en esta nueva vida moderna que llega al

país.

El anuncio publicitario, de otra parte, no se detiene en la propaganda del bien

importado o del servicio a base de la importación, sino que ayuda a expresar

públicamente una intimidad que antes habría pasado secretamente. Tal es el caso

curioso de un par de anuncios que salen en El Telégrafo Literario; uno de ellos trata

temas de enamorados: “PRINCESITA.–Pasaré todos los días de seis á seis y cuarto por tu

casa– ¿Crees podremos vernos donde tu tía?–Yo iré donde ella esta noche, si posible

haré te llame por teléfono.–Cada día te quiero más.–Tu enamorado–Guitarrico.” (7,

112); otro trata acaso acerca de una amistad rota o de un amor en ciernes: “POUPPÉ–No

seas así, recuerda tu juramento–á pesar de todo lo sucedido con tu hermano yo siempre

seguiré queriéndote.–El domingo espero verte en misa de seis. Irás?–Yo esperaré;–

Tuyísimo PIO.” (6, 96). Todo esto nos permite inferir que hasta las relaciones

interpersonales empiezan a verse afectadas por los nuevos modos de comerciar con la

información. Piénsese también, sólo de pasada, en las intervenciones líricas de Silva en

la confección de anuncios publicitarios poéticos.

El arribo de bienes materiales es concomitante con la serie de viajes de

importación de conocimientos y de técnicas, a veces promovidos desde el Estado, que

realizaron algunos miembros de nuestras clases dirigentes a través de los cuales varios

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de nuestros cuadros intelectuales y científicos se prepararon en Europa en campos como

la aviación, la medicina, la farmacología o la arquitectura. El referente de progreso es

Europa y, por eso mismo, pronto se va a convertir en el lugar al que todos los

intelectuales, aunque fuera imaginariamente, quieren llegar. De Europa llegan también

las costumbres, las influencias literarias, los gustos, las propuestas educacionales.

Se sabe que, desde el proceso de institucionalización liberal de 1895, se vive en

el período una suerte de liberalización de la sociedad. De hecho, asombra revisar, por

ejemplo, el importantísimo papel que en el desarrollo de una conciencia intelectual en

los sectores dirigentes, y luego en las capas medias, cumplió una institución educativa

como el Colegio Nacional Vicente Rocafuerte, en el cual se educó Silva aunque no

pudo terminar su bachillerato por una precaria situación familiar.

El colegio no era nuevo cuando Silva acudió a sus aulas. La institución ya estaba

marcada por el prestigio institucional de haber sabido responder a las necesidades de la

ciudad. Fundado en 1841, cuando en Guayaquil no existía ningún plantel de la hoy

llamada enseñanza secundaria, la institución educativa cumplió la tarea de poner al

orden del día el conocimiento de los jóvenes. Reabierto en 1843 cuando se hubo

superado la extrema insalubridad de la ciudad producida por las epidemias, llama la

atención ver el programa de estudios que se enseñaba en el colegio: literatura, que

comprendía el estudio de las lenguas francesa, inglesa y griega; gramática latina

combinada con la castellana; literatura y bellas letras, elocución y poesía; filosofía y

ciencias naturales, matemáticas, física, geografía y cronología, lógica, ideología y

metafísica, moral, historia natural, química y física experimentales, mineralogía,

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agricultura, medicina y jurisprudencia, que comprende el derecho público, civil y

canónico3.

Es interesante notar que, aunque el colegio gozaba de un estatuto de educación

pública, a fin de garantizar la instrucción de sus hijos los padres de familia y los

comerciantes de la ciudad ofrecieron contribuir con dinero para lograr el sostenimiento

del plantel. Las primeras rentas del colegio provenían del 2 % del derecho que en

papeles pagaban los frutos al tiempo de su exportación. Esto es, los exportadores fueron

los primeros interesados en sostener una actividad educativa de primer nivel, y para ello

decidieron contribuir con sus propios recursos. Este caso de autogestión, que sin duda

hoy en el siglo XXI asombraría, se explica básicamente por esa necesidad de ilustración

que requerían los sectores dirigentes, una ilustración ciertamente distinta de la

ilustración católica que por siglos había marcado los rumbos de estos territorios. De otra

parte, este auspicio económico da cuenta de los alcances que ellos veían en el aspecto

educativo, pues estamos ante sectores dirigentes que consideran, sin duda alguna, la

educación como una inversión que redundará en el futuro de los hijos.

No hay que olvidar que, ligados a diferentes momentos de la vida institucional

del plantel, se encuentran nombres como los de Vicente Rocafuerte (de quien se dice

que es probable que él mismo trazara el primer plan de estudios del colegio), Juan José

Flores (ante quien negocian los comerciantes el pago del 2 % para mantener el colegio),

José Joaquín de Olmedo (que fuera subdirector de Estudios de la provincia), y Teodoro

Maldonado (quien fuera el primer director de la institución). Es curioso cómo antes de

terminar el siglo XIX se arreglan las finanzas del colegio: a partir de las rentas anuales

del Estado y del pago de 4 centavos por cada carga de cacao embarcada para el exterior

por el puerto de Guayaquil y de 2 centavos por la exportación de cada suela. Esto es, las

3 Ver Revista del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte 1 (Guayaquil), Librería e Imp. de Elicio A. Uscátegui (diciembre 1919).

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condiciones favorables de la economía de los exportadores de cacao hicieron posible

también mejorar el nivel de educación de sus hijos. Estamos ante un sector burgués que

apuesta además por una educación de calidad en la perspectiva de sostenerse al mando

de la sociedad. El conocimiento aquí fue muy bien entendido como un espacio de

detentación de poder y de autoridad.

Al finalizar el siglo XIX la composición clasista del colegio se ensancha, pues

empiezan a entregarse becas para que los hijos de las familias pobres de la ciudad y de

Manabí puedan instruirse en el colegio y, así, conviven con pensionistas hijos de las

principales familias de Guayaquil. Otra de las preocupaciones de las autoridades

educativas fue contar con profesores aptos para trasmitir lo más actual del

conocimiento. Asombra ver la trayectoria intelectual de los maestros del Vicente

Rocafuerte, pues se trata de profesores interesados en experimentos químicos y físicos;

de maestros que estudian los insectos de varias regiones del Ecuador y que solicitan

intercambio de coleópteros para ampliar las exhibiciones de los museos de la

institución; de profesores que escriben sus propios manuales de manejo del lenguaje en

la perspectiva del español americanos. Personalidades de las letras como José Luis

Tamayo y Alfredo Baquerizo Moreno fueron alumnos y luego profesores de literatura

del colegio. Cuando el colegio estuvo bajo la dirección de los padres jesuitas, de 1863 a

1875, se instaló la Academia de Poesía que se dedicada a promover la facultad de la

memoria y las justas poéticas que, desde entonces, se convierten en una tradición del

colegio.

En el Colegio Vicente Rocafuerte se pagaba tributo al conocimiento de las

ciencias y al disfrute riguroso del arte literario. Este es el ambiente de la tradición en

que vive el joven Silva en los años en que asiste al colegio y participa de los certámenes

escolares literarios y las veladas literario musicales que allí se organizan. Silva se educa,

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entonces, en un ambiente ciertamente determinado por una educación de utilidad

(cuando él asiste al colegio se ha creado una Escuela de Comercio que enseña idiomas,

geografía, teneduría de libros, contabilidad mercantil, operaciones bancarias, finanzas,

principios de economía política y legislación mercantil)4, en dirección a lo mercantil,

pero también es el lugar de las humanidades y, particularmente, de la poesía. Los

maestros de Silva son verdaderos intelectuales.

Esto nos permite afirmar que Silva no viene de la nada ni de una genialidad

resultado de una generación espontánea. Medardo Ángel Silva es expresión del esfuerzo

sostenido de una clase dirigente guayaquileña que apuesta como medida de valor por

una educación que quiere poner al estudiante en contacto con la profesión y que, como

consecuencia, genera una clase media ilustrada que se encargará de sostener la cultura

guayaquileña de las dos primeras décadas del siglo XX. Si el papel de Guayaquil en la

generación de modernidad literaria ha sido visto como una actividad central para la

cultura en el período, podemos añadir que esto se debe a este interés —desde las

ciencias y las humanidades— que se despierta en el nivel educativo. Desde su orfandad

y su pobreza, en su colegio, con sus maestros, el niño Silva tuvo la oportunidad de

acceder a mundos ilustrados que teñirán su quehacer literario del futuro.

El papel de El Telégrafo Literario

Otro suceso que determinó los estilos de hacer literatura en el joven Silva fue la

revista El Telégrafo Literario: Semanario de Literatura y Variedades. Del 9 de octubre

de 1913 al 22 de enero de 1914 aparecen 16 números, que constituyeron el mecanismo

de entrada de una firme idea de modernidad cultural, sistematizada, en las letras

4 Ver Revista del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte 3 (Guayaquil) (marzo 1921).

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ecuatorianas. Esto se llevó a cabo no sólo gracias al uso constante de las palabras

modernismo, moderno y modernidad sino, fundamentalmente, por el modo conciente de

propiciar un corte en la estética de las letras ecuatorianas a fin de formar parte de una

corriente que no se agotaba en lo local sino que tenía grandes implicaciones a nivel

nacional y latinoamericano. Por esto la tarea de los tres redactores del semanario —

Miguel Ángel Granado y Guarnizo, José Aurelio Falconí Villagómez y Manuel Eduardo

Castillo— es notable. La conciencia acerca de las implicaciones modernas de este

trabajo también es nuevo entre nuestros intelectuales. Los escritores de El Telégrafo

Literario, bien informados y bien relacionados con el acontecer latinoamericano y

europeo, son unos verdaderos adelantados de la reflexión acerca de la literatura

moderna en nuestro medio.

La revista, a lo largo de su serie, mantiene una postura en torno a las ideas

estéticas del período, aunque no todos los números siguen el mismo esquema; más bien,

hay ligeros cambios que dejan percibir la hechura de un programa cultural en el formato

de la revista. Una de las partes que pronto desaparece es la sección editorial, firmada en

alguna ocasión por “La Redacción”, espacio dedicado al combate de las ideas en el

ámbito local, especie de oportunidad para ejercer de modo teórico verdaderos

programas de trabajo literario, auténticas convocatorias para apoyar un modo

determinado de producir arte, oportunidad incluso para ejercer un actitud de magisterio.

En esos editoriales se percibe ya la claridad con que los tres redactores principales del

suplemento literario veían el acontecer de su trabajo, en primer lugar, marcado por el

“calor de un entusiasmo juvenil”5:

5 La primera cifra alude al número de la revista, y la segunda a la página que se cita; así 1, 1 significa primer número, página 1. En adelante usaremos este sistema para citar los textos que provienen de El Telégrafo Literario. Transcribimos la ortografía y la puntuación original que traen los textos en la revista.

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“El Telégrafo Literario” surge al calor de un entusiasmo juvenil. Sus redactores, jóvenes que han sentido relampaguear en sus cerebros los chispazos de la Idea, vibrante, fuerte; y á fuerza de vibrante y fuerte por lo mismo que es burilada a martillazos, la devuelven dentro sus columnas con toda la serenidad de sus almas francas. A veces, serán ingenuos, no temerán desnudarse dentro el risueño jardín del Arte, pero lejos siempre del cercado ajeno, y entonces ha de ser cuando se los mire más francos; porque serán sinceros!

Lo repetimos, los que hacen “El Telégrafo Literario” podrán, ser si se quiere llamarlos así; inexpertos, pero eso es natural. A los diez y ocho años no se hacen cosas magníficas: los que las esperen, se engañarán, pero tampoco quiere decir con esto, que dentro él todos sean principiantes. Uno, dos, de ellos han sentido ya la inmensa fruición de ser leídos por el público y ese público ha tenido para ellos manifestaciones de simpatía, gestos de aprobación, tanto mejor. Se les agradece. (1, 1)

Inmediatamente, el redactor del editorial anuncia que algunas plumas ya

consagradas se harán presentes en las páginas del suplemento, consiguiendo de este

modo juntar el gesto moderno de ruptura con una tradición ya existente en el ámbito

local pero aún no caracterizada de modo decidido como moderna. De hecho, El

Telégrafo Literario cumplirá una labor de rescate de los autores nacionales

considerados modernos o precursores de modernidad literaria. Es notorio el esfuerzo de

sus redactores por encontrar padres y madres literarios que les permitan sostener lo que

en ese momento es visto como una ruptura riesgosamente juvenil. En los números

subsiguientes se notará un esfuerzo por rendir homenaje a varias autores que se

encuentran activos en el acontecer literario nacional, y al mismo tiempo un afán por

calificarlos de modernistas o modernos. El Telégrafo Literario propicia, sin duda

ninguna, una identificación de modernidad que es fundamental para las letras

ecuatorianas.

El tópico de la juventud y de lo juvenil es clave para obtener una nueva carta de

autorización frente al público lector y, seguramente, ante los otros escritores con

quienes se intentará polemizar: “Pero nosotros, jóvenes de armas aun no contaminadas

por el virus del Egoismo, ni por el Mal, tenemos una como serena visión en el éxito y

uno como miraje claro en el Porvenir.” (1, 1). Inmediatamente, frente a la pregunta

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“Que ideales nos proponemos llenar?”, la voz colectiva del editorial responde

dramáticamente: “Enormes! Tenemos la frente cargada de ellos. Bajo que estandarte nos

amparamos? Bajo el del Arte. Con la mirada en sus pliegues avanzaremos en

interminable caravana de empeños, a conquistar Damasco. Que será escabrosa la ruta?

Tanto mejor.” (1,1). La tarea, según lo antes citado, se impone además gracias a la

audacia. El Arte con mayúsculas surge como el norte absoluto —sin calificativas— que

guiará sus brújulas estéticas.

De esta manera la empresa juvenil desde la que se habla se constituye en una

determinación del discurso literario. La idea de juventud se presenta ante los lectores

contemporáneos como el sitio desde el cual se impulsa una gesta nueva y diferente, un

desafío al establishment literario del período. Para atenuar esta sensación de

confrontación total que se avecina, y para no hablar desde la orfandad, los redactores

requirieron restituirle el calificativo de modernos a una lista de autores y autoras que ya

tenían un espacio ganado en la escena local. Por eso, a partir del número 3, justo cuando

cesa de salir la sección editorial, se resaltarán las obras y las figuras de autores tan

dispares como Modesto Chávez Franco (a quien el entrevistador Miguel Ángel Granado

y Guarnizo lo hace adscribir a favor del movimiento modernista, en 3, 35), Aurelio

Falconí (elogiado a secas como modernista, en 4, 50), Emilio Gallegos del Campo

(proclamado “poeta y cien veces poeta”, en 5, 68), Nicolás Augusto González (señalado

como “un grande hijo de la joven América y del Ecuador Moderno”, en 6, 82), Alfredo

Baquerizo Moreno (considerado un estilista de la lengua de talla latinoamericana, en 7,

100), Remigio Crespo Toral (cuya originalidad lírica es el principal rasgo que de él se

destaca, en 8, 114), Dolores Sucre (de quien se alaba la audacia de su clasicismo y de su

poesía indígena, en 9, 130), Zoila Ugarte de Landívar (de quien se subraya que hace arte

desde el periodismo y la polémica, en 10, 146), María Piedad Castillo (colocada en el

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sagrado recinto del arte por su lírica sentimental, en 11, 162), Miguel Ángel Corral

(quien triunfa como novelista nada menos que en París, en 14, 212), Francisco Falquez

Ampuero (calificado de poeta parnasiano, en 15, 226), y Wenceslao Pareja (nombrado

sin más como un poeta moderno, en 16, 242). Lo que, a juicio de los redactores, tiende

puentes entre estos escritores y escritoras es su vocación y adscripción por la literatura

moderna

La elaboración de estas siluetas ocupa la primera plana del suplemento cultural,

una especie de tema central del número, ya que una gran fotografía del escritor o de la

escritora homenajeados copa toda la portada a partir del número 3, una suerte de

alabanza de los escritores, generalmente a partir de un contacto —especie de

interview— con uno de los redactores, Miguel Ángel Granado y Guarnizo, quien no

solamente se propone en la silueta dar sus impresiones personales sobre el físico y la

personalidad de sus entrevistados, aparte de hacer sugerencias críticas sobre su obra,

sino que además se permite una teorización fragmentada de lo que es un artista y de lo

que es el arte. De modo permanente, Granado y Guarnizo desliza una serie de posturas

estéticas que son el lente que aplica a sus entrevistados (sólo en una ocasión, cuando se

exalta la figura de María Piedad Castillo, la silueta es realizada por José Aurelio Falconí

Villagómez).

El primer editorial cierra así su presentación:

Que Escuela reconocemos por molde? Determinada, ninguna! Tenemos la suficiente altivez en nuestros corazones

para afiliarnos á una. Todo lo que sea imposición, rechazan nuestros espíritus acostumbrados á ser libres, sin mas guías que sus impulsos, sin mas moldes que sus impresionismos. El ideal sería llegar á formarla. Hasta entonces, tomaremos de las aceptadas, todo, y de las otras que alguien calificará de malas, pues no faltan espíritus timoratos y cortos —tomaremos también algo. Seremos imprecisos, ambiguos si se quiere. Dentro de esa imprecisión y ambigüedad habran exageraciones. Natural! Es lo justo. No somos vulgares. Tampoco queremos que se nos llame raros. Nos contentaremos con que se nos diga: locos! (1, 1)

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Así, se proclama en literatura una libertad formal siempre y cuando ésta se acoja

al modelo que propone el Arte, ejerciendo una firme postura de defensa de las formas

artísticas. Con este anuncio los redactores de El Telégrafo Literario están colocando los

criterios estéticos antes que cualquier otro. No es gratuito, por consiguiente, que en el

editorial del número 2, después de cuestionar “lo poco desarrollada que está entre

nosotros la afición á la literatura”, se juzguen, una vez más, “Adoradores del Arte” (2,

17).

En esta especie de reportaje cultural que se hace en estas siluetas, el redactor

parecería preguntarle a Modesto Chávez Franco acerca de lo que él piensa del

modernismo, y el entrevistado responde: “—Ah! el modernismo!…. Aplaudo todo

aquello que sea evolución. Me gusta lo espontáneo. Lo bello. Lo que se manifiesta

ingenuo, natural…. Elogio lo artístico y no lo artificioso.” (3 34). De este modo, los

entrevistados afirman —o se les hace decir— una serie de sentencias que les permite

legitimar la postura ardorosamente juvenil de estos primeros autoproclamados

modernistas. En la silueta realizada a Aurelio Falconí, en la que se destaca cómo este

escritor se codeaba en París con Gómez Carrillo, Apeles Mestres y Vargas Vila, el

redactor concluye de este modo: “De la Juventud intelectual del Ecuador, representa

uno de los pocos, poquísimos, que ha comprendido verdaderamente la evolución

literaria llamada Modernismo. [/] Y por eso, él es también un modernista.” (4, 50),

señalando, de esta manera, la urgencia de compartir el calificativo de modernistas,

atribuido a los del El Telégrafo Literario, con escritores anteriores a su generación. Esto

devela una suerte de angustia por tener una filiación ampliamente compartida. La

empresa que realizan estos tres redactores es tan ambiciosa que se requiere encontrar

antecedentes en autores ya reconocidos o en vías de consagración.

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Un poema decisivo de los alcances de esta estética que dice adorar al arte tal vez

sea el del propio Modesto Chávez Franco que aparece junto a su silueta. Se trata del

poema “Brindis bohemio” que, a base de la enumeración, va elaborando una serie de

“tesis” que explican su posición artística: “Los burgueses no brindan por nosotros los

del sentimiento”, “Los aristócratas no escancian por los del pensamiento”, “Las

medianías elevadas no brindan por nosotros” (4, 51). El poema introduce de modo

novedoso, ante una estética local marcada por el romanticismo, un desenfado que a

veces lo acerca a la prosa, y se convierte, así, en una denuncia de las dificultades que el

escritor del período tiene para conseguir una plena inserción y una justa valoración

local. Este tono antiburgués aparecerá también en las crónicas que Medardo Ángel Silva

escribirá en 1919 para El Telégrafo.

En la semblanza dedicada al poeta y dramaturgo Emilio Gallegos del Campo,

Granado y Guarnizo sostiene con firmeza lo siguiente:

Un poeta no es un hombre: es un artista; comprenden?… Y ser artista en tener un alma superior. Y ésta no vive entre la colectividad egoísta y anémica de los hombres; lejos de perdurar con ellos, en ese ambiente vulgar y mal sano, se eleva y canta desde allá, desde esa altura magestuosa, donde las palabras se vuelvan ecos lejanos, y la maledicencia no llega á ella, (como al águila no le interesa los movimientos microscópicos de las larvas!……)

Ser poeta es poseer una orientación cerebral rara, una objetivación maravillosa y una educación sentimental refinadísima, en la cual, la Imaginación complementa aquello que las demás energías espirituales no alcanzan á llenar.

El poeta sutiliza la monotonía pesada de la Vida, haciéndola ideal. Quien aspira á modelar la manera de sufrir; ó de reír, de meditar ó de

materializar la existencia de un pueblo, habrá modelado su tiempo. Y modelar el polígono moral de multiplicidad de lados, donde se concretó el mundo emotivo de millares de almas, es labor de artista. Y dentro del Arte, el poeta es el llamado á ello.

Por eso, el poeta es un bello escultor de–leyenda, gravando, con el audaz buril de su pluma, el torrente impetuoso de la sentimentalidad compleja de una época. (5, 66)

Este verdadero manifiesto acerca de lo que es un poeta es interesante por varias

razones. La primera tiene que ver con esa marca típicamente moderna de concebir al

poeta como un sujeto que está más allá de lo humano, en tanto su alma es superior. Es

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verdad que a lo largo de las revistas los redactores dejan ver de modo permanente un

fastidio a la idea del gusto del vulgo. Pero esta declaración de Granado no es solamente

un ataque a lo poco profundo que es el vulgo; aquí hay además un esfuerzo por

posicionar al poeta en un lugar que le era negado en el nuevo mercado creado por la

circulación de la mercancía y el capital. No solamente se puede entender aquí una lucha

estética a favor del poeta sino, especialmente, el reclamo de los artistas por habitar un

estatus de mayor consideración en las referencias simbólicas de su tiempo. La idea de la

refinación del poeta, de su rareza y de su más allá constituyen el plus que los artistas

adicionarían a la escena mercantil que se está desarrollando en la cultura ciudadana.

Este enfrentamiento del que hablamos entre el poeta y el ambiente forjado por el

mercado agroexportador se ve con claridad cuando Granado hace la semblanza de

Nicolás Augusto González, poeta y novelista. El redactor cuenta que un día de 1912

acoderó en uno de los muelles de Malecón un gran vapor; enseguida describe el

movimiento febril que inicia el desembarco a cargo de los fornidos estibadores:

Todas, personas atléticas. Hechas para el trabajo mecánico y brutal de los músculos. Para la lucha de la materia con la materia. La Necesidad con la inmovilidad animal de las cosas…

Ninguna, exponente de la Idea. Ninguna, cruzado del Pensamiento. Ninguna, que simbolizara el triunfo, heroico también, de esa otra pelea más temible aun que la primera: la de la inteligencia, permitiéndose imponer su energía poderosa, sobre la poderosa energía del mundo exterior. (6, 82)

Observamos aquí, de modo visible, el intento de los intelectuales modernistas

por sostener un punto de vista que valore el trabajo cotidiano de otro modo, opuesto al

régimen del capital. Aquellos que aún no han gozado de los favores de la imaginación,

de las ideas y del pensamiento son vistos como una pura materialidad en lucha con la

otra materialidad de las cosas, de las mercancías.

Al escribir la silueta de Alfredo Baquerizo Moreno, jurisconsulto y hombre de

letras, Granado se permite teorizar de esta manera: “La finalidad esencial, que todo

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escritor debe tener presente, al describir el polígono moral de un sér, culto ó no, es:

aprovecharse precisamente de los detalles heterogéneos de la naturaleza complicada;

sorprender el feliz momento en que su cerebro reflexiona con mayor energía volitiva, y

su conciencia se enriquece con una cantidad más apreciable de elementos psicológicos.”

(7, 98). Así se construye desde las páginas de este semanario cultural una verdadera

teoría de los procesos de creación. Nos interesa destacar esto, de pasada por ahora, para

señalar que hay un proyecto colectivo que se desenvuelve desde la redacción de los

modernistas acunados en El Telégrafo; que toda posible influencia y magisterio que

ellos quieren ejercer tiene una dirección clara a fin de marcar los procesos literarios

subsiguientes. Y Medardo Ángel Silva se dejó seducir por esta apuesta a favor de la

inteligencia y la sensibilidad. Hablando de él mismo, y a propósito de la fundación de la

revista Renacimiento en la que él participó, Silva dice:

Nuestra generación nació al arte entre los años 1912 y 14. […] Cuando M. E. Castillo y Castillo, J. A. Falconí Villagómez y M. A. Granado Guarnizo fundaron El Telégrafo Literario, con un arrogante gesto de sembradores de ideas, los que empezábamos a incursionar por los dominios apolíneos, encontramos al fin concretadas nuestras aspiraciones, un molde para nuestros sueños y una dirección para nuestro continuo anhelar. (Silva 2004, 617)

Es claro, pues, el lugar posible que en el desarrollo artístico de Silva jugó la

actitud nueva de los escritores de El Telégrafo Literario: al menos para Silva, ellos

concretaron un modo de hacer literatura, fueron el molde de una manera distinta de

entender la poesía, y marcaron una dirección moderna a seguir. La obra de Medardo

Ángel Silva debe ser entendida como parte de este aprendizaje y de este diálogo con sus

hermanos mayores de generación. Silva vino también de esta actitud intelectual de esta

clase media ilustrada que en Guayaquil pugnaba por sostener un lugar distinto a favor

del arte, a pesar de contar con un paisaje material adverso para ello.

Los escritores que concurrieron a las páginas de El Telégrafo Literario hicieron

patente la llamada “crisis cerebral—crisis de imaginación, crisis de ideas, de tendencias

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y de formas” (8, 114), que estos guayaquileños reclamaban para las letras nacionales.

Hoy, podríamos añadir, también crisis de representación intelectual. Para superar este

escollo la denominación de lo moderno fue decisiva, pues no sólo cubrió a los

expresamente así llamados autores modernos sino que se convirtió en un amplio

paraguas para cobijar a aquellos literatos que se esforzaban por ser consistentes con la

elaboración formal en sus creaciones. Ser modernos, en el período, supuso asumir

también esta tensión con el pasado y con la tradición intelectual que se venía gestando

en el Ecuador. Ser modernos fue animar una idea de futuro que, junto a otros, fue

aceptada casi inmediatamente por Medardo Ángel Silva.

Cierre momentáneo (y otra vuelta de tuerca de apertura)

La obra literaria principal de Medardo Ángel Silva se sostiene en la escritura

lírica y en la escritura de crónicas. Entre ambas, novelas breves, relatos de imaginación,

artículos de crítica literaria que completan la obra del autor. Silva, más conocido por

algunos de sus versos y por la forma trágica de su muerte, sin embargo es un escritor

más moderno en su trabajo de prosa: Silva es modernista en su lírica y moderno en sus

crónicas. ¿Qué se quiere ensayar con esta afirmación? Aunque esto será materia de otra

especulación por venir, quiero sugerir que al revisar los diversos tipos de lírica que

aparecieron en El Telégrafo Literario —ya se sabe por el mismo Silva que este

semanario fue sin duda un espacio señero para su aprendizaje estético— sorprende el

hecho de que varios de los poetas que allí publicaron ya estaban haciendo una poesía

desenfadada anunciando una actitud de vanguardia.

Tal vez el poeta que mayormente se adscribía a esta línea fue J. A. Falconí

Villagómez, redactor y animador del semanario. El poema “El bofetón”, que aparece en

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el número 1 (1,8), fechado en 1912, es muy interesante porque está hecho casi en un

registro de prosa que no requiere de excesiva adjetivación —como la lírica

modernista—: durante un baile de salón una mujer flirtea “por sport” animada por la

orquesta y el champán; el marido de ella registra este gesto de ella y agrede al galán

antes de abandonar bruscamente la fiesta. Eso es todo, pero la sutileza de sugerencias

que nos lleva Falconí nos habla de una lírica distinta a la reconocida como modernista.

Se trata de una instantánea poética diseñada a medio camino entre el modernismo y la

vanguardia, en la que la tensión del suceso está puesto en las evocaciones de lo que se

silencia.

Tal vez uno de los textos clave de este anuncio de vanguardia sea “El poema de

las ranas”, del mismo Falconí, que aparece en el número 14:

Enigmáticas ranas! Yo que he hallado el problema de vuestras almas, debo fabricaros un poema. Ranas de espíritu hermético, q’ vivís largos años aletargadas, como viven los ermitaños; y al filo morís de viejas, cumpliendo con un rito de: Liturgia que alguien debió hacer en sanscrito Yo sé lo que murmuran vuestros gritos y voces, y entre los estornudos sé distinguir las toces. Una rana angustiada dice de su nostalgia, y otra solloza presa de una gran cefalalgia. Yo conocí á una rana a quien cual dura tenia le mordía el cerebro la feroz neurastenia, y conocí á otra que su novio perdió, y desesperanzada al fin se suicidó. […] Las ranas tienen alma. Sus ojos son humanos y misericordiosos.—¿Seremos sus hermanos?— Ranas! Para vosotras yo fabriqué este poema, nadie más que vosotras apreciará esta gema,

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mejor que no comprendan los otros,—Es mi lema! (14, 216)

Estos versos conforman una genuina expresión moderna de la poesía

ecuatoriana, aunque no son plenamente modernistas. Hay en el texto poético

fragmentariamente citado la expresión de un coloquialismo que se separa, en términos

de la poesía ecuatoriana, de la seriedad modernista. Constituye, a mi juicio, el anuncio

de un posible trabajo futuro, de una línea que está por aflorar: está ya en germen la

expresión poética de la vanguardia literaria aunque Arturo Borja, “el poeta más

sugestivo de todos nuestras poetas modernos” (2, 17) , sea sin rival el ejemplo vivo de

la gran poesía actual. Entonces, si hay anuncios claros de textos que pugnan por salirse

de la lírica modernista, ¿por qué Medardo Ángel Silva no vio esos intentos y, más bien,

se sujetó a las formas duras del poetizar modernista?, ¿por qué Silva, en definitiva,

desdeñó de esa “más moderna” poesía?

El investigador Willington Paredes propone lo siguiente para comprender los

términos de las contradicciones portuarias: “La paradoja de Guayaquil es la de vivir y

sentir la entrada del mar, el fluir de ríos de mercancías y, al mismo tiempo, no poder

detener y cambiar la lógica, ni el sentido, de hacia dónde van a acumularse y cómo se

distribuyen los recursos y la riqueza.” (Paredes 223). La elección por una lírica de claro

corte modernista, en Medardo Ángel Silva, puede ser entendida como resultado de una

tensa negociación interior en el poeta, negociación que —frente al imaginario de

prestigio de los bienes importados— lo llevó a dar un paso adelante en sus crónicas y a

no salirse de un cierto clasicismo en su poesía.

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