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IDENTIDAD CULTURALY LIBERTADES DEMOCRÁTICAS

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© Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales y los autores, 2003

ISBN: 84-89633-67-3Depósito Legal: M-26258-2003Impreso en España / Printed in SpainStockCERO-Dayton, San Romualdo, 26 - 28037 MADRID

FAES Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales no se identificanecesariamente con las opiniones expresadas en los textos que publica.

Esta obra es el fruto de una serie de seminarios realizados en la FundaciónFAES durante el año 2002.

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Identidad culturaly libertades democráticas

Leopoldo AbadEdurne Uriarte

Fernando Vallespín

Coordinador: Luis Núñez Ladevéze

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SUMARIO 7

SSSSumarioumarioumarioumario

Páginas

PRESENTACIÓN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 LEGITIMIDAD POLÍTICA, LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y CONDICIONAMIENTOS INFORMATIVOS. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ...11 Leopoldo Abad IDENTIDADES CULTURALES Y DERECHOS HUMANOS. . . . . . . . . . . . . . .67 Luis Núñez Ladevéze LOS NUEVOS CONDICIONAMIENTOS DE LAS LIBERTADES DEMOCRÁTICAS EN EL SIGLO XXI. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .115 Edurne Uriarte MULTICULTURISMO Y DEMOCRACIA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 Fernando Vallespín

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PRESENTACIÓN 9

PRESENTACIÓN

Luis Núñez Ladevéze Catedrático y Director del Departamento de Periodismo de la Universidad San Pablo-CEU. Coordinador del ciclo.

La pérdida de un punto de referencia ideológico rival ha

creado un vacío en las sociedades, en las ideas y en las re-laciones humanas en las democracias donde, en muchos aspectos, parece como si las actitudes y los sentimientos hubieran retrocedido a épocas pasadas mientras, paradóji-camente, se ha producido un impresionante progreso técni-co y comunicativo desde el desarrollo de Internet. Nuestro lenguaje político e ideológico vuelve a los albores del siglo XIX cuando nuestra tecnología se adentra en el XXI.

Los sentimientos nacionalistas sustituyen a las reivindi-caciones de clase, el lenguaje religioso se tribaliza y los in-tereses mercantiles han arrumbado las hasta hace poco in-quietudes ideológicas dominantes. Por un lado, el mundo se convierte en un círculo cerrado en cuyo interior ni la distan-cia ni el tiempo son barreras para la comunicación. Pero, a

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la vez que la experiencia comunicativa se hace más univer-sal e ilimitada, se tiene también la impresión de que el am-biente se deja contagiar por un espíritu aldeano, en el que los sentimientos nacionalistas de diferencia entre identida-des prevalecen sobre la convicción de la pertenencia a una identidad humana común hasta el punto de que la propia vida democrática ha de adaptarse a condicionamientos a veces tan fuertes que, incluso en países formalmente de-mocráticos, derechos universales como “la libertad de ex-presión” y “la libertad de información”, pasan a ser meros formulismos verbales.

Una situación paradójica en la que la unificación de los mercados, de las comunicaciones y de las organizaciones internacionales no sirve de estímulo a la consolidación de un universalismo que esté a la altura de los deseos de paz y de tolerancia. A través de la pantalla el mundo se aldeaniza a la vez que se unifica, pero no se ve que esos procesos sir-van a una unificación de lo auténticamente humano.

Sobre este tema de fondo se realizaron en el primer se-mestre de 2002 cuatro seminarios cuyas ponencias corre-gidas tras discusión con los asistentes se incluyen en este volumen.

Luis Núñez Ladevéze Coordinador del ciclo

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LEGITIMIDAD POLÍTICA, LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y CONDICIONAMIENTOS INFORMATIVOS

Leopoldo Abad Profesor de Derecho de la Información de la Universidad San Pablo-CEU.

I. APUNTES SOBRE LA RELACIÓN ENTRE MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y PODER POLÍTICO

Los medios de comunicación, y en concreto la Prensa, han jugado un papel decisivo en el proceso político desde los mismos orígenes del régimen representativo moderno. Junto con el Parlamento —que es el centro de gravedad de todo el sistema— la Prensa es una de las instituciones de la publicidad política a través de la que se instrumentan el derecho a saber de los ciudadanos y la correlativa obligación de informar de los gobernantes. Frente al secreto característico del absolutismo y de todos los autoritarismos y totalitarismos, la libertad de prensa es un elemento indispensable para que la transparencia —sin la que no

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existe control del poder ni garantía de las libertades— se haga realidad. Cuando los liberales del siglo XIX calificanal sistema existente como un régimen de opinión, no están pensando sólo en la función legitimadora de la opinión pú- blica expresada a través de los procesos electorales, ni en la función mediadora entre instituciones y corrientes de opi-nión que lleva a cabo la Prensa sino también, y especial-mente, en la función de crítica política sin la que no puede existir un Gobierno transparente, responsable y sometido a controles.

Alexis de Tocqueville valoraba el papel central de la liber-tad de prensa en la democracia americana pero no vacilaba en afirmar que “la prensa es esa potencia extraordinaria, tan extrañamente compuesta de bienes y males que sin ella la libertad no podría vivir, y con ella apenas puede mante-nerse el orden. En materia de prensa —escribirá Tocqueville un poco más adelante— no hay, pues, término medio entre la servidumbre y la licencia, pues para cosechar los bienes inestimables que asegura la libertad, hay que saber some-terse a los inevitables males que origina”.

La lucha por la libertad de expresión no ha sido un cami-no caracterizado por el entendimiento ni el acuerdo entre gobernantes y periodistas. Las fases de esta relación han sido variadas, desde la más frontal oposición a la utilización mutua para el logro de sus fines. No ha sido extraño el in-tento de la prensa o del poder político de arrogarse funcio-nes que corresponden al otro. Ya desde los Reyes Católicos y su Pragmática Sanción en 1502, en los albores de la

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prensa, han sido habituales a lo largo de la historia los in-tentos por parte del poder político de limitar los efectos que sobre la opinión pública han poseído los medios de comuni-cación. La censura se convierte así en la principal piedra en el camino de colaboración y entendimiento entre los pode-res institucionales y la prensa. La acusación de ejercer la censura se convierte por tanto en la principal ofensa que se puede infligir a cualquier gobierno que se precie de de-mocrático, pues, no en vano, la libertad de expresión se convierte en la Primera Libertad en los sistemas repre-sentativos.

Tan tormentosas relaciones han dado lugar a la configuración de varios modelos de interacción entre la prensa y el poder político. Por un lado, encontramos el modelo del adversario, caracterizado por el mutuo recelo entre ambos. Este modelo, que por desgracia ha sido el predominante a lo largo de la historia, se caracteriza por la absoluta desconfianza entre los poderes públicos que consideran a la prensa como elemento distorsionador de la realidad, empeñada en la consecución de sus fines particulares utilizando a los políticos como objeto de sus intensas críticas. Por su parte, la prensa caracterizaba a los políticos como seres ávidos de poder y desligados de cualquier intención de trabajar por el interés público. Algunos rasgos de esta actitud es común hallarlos por desgracia aún en algunos medios de comunicación, que tachan de partidistas aquellas decisiones que no se co-rresponden con su concepción de determinadas realidades, caracterizando al ente decisorio como adalid de posi- ciones particulares o sectarias. No es desechable sin

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más este modelo, que en determinadas situaciones históri-cas ha jugado un papel fundamental en la denuncia de si-tuaciones atentatorias contra la libertad, como puede ser el caso de la prensa en los últimos años del franquismo.

Frente a esta teoría, encontramos el modelo más acorde con la realidad política de nuestro país y de las democracias representativas, el modelo del intercambio. Según éste, los medios y los poderes institucionales necesitan unos de otros para la consecución de sus legítimos fines. La prensa requiere a los poderes públicos como fuente privilegiada en la consecución de información, mientras que los políticos obtienen de la prensa la cobertura necesaria para lograr que sus diversas posturas lleguen a los ciudadanos. La prensa se convierte, por tanto, en el vocero discriminador de las diversas posiciones políticas, formando al público en sus impresiones sobre los asuntos públicos y posibilitándole la creación de una opinión libre sobre la realidad política, que como ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional se convierte en cimiento del sistema democrático.

Pero esta teoría, deseable por los beneficios que otorga a los dos polos de la relación, no conlleva un relajo en las relaciones de vigilancia que entre ambos deben sostenerse. La prensa, con independencia de las relaciones comunica-cionales que mantiene con los poderes constitucionales, no debe obviar su papel de controlador de las instancias de decisión política al hallarse enmarcada en un sistema de contrapoderes que se limitan mutuamente. Periodistas y poder político implicados en el proceso comunicativo tienen

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lógicamente diversos intereses y concepciones acerca de esa relación, pues persiguen distintos objetivos. Mientras unos luchan por atraerse la atención de las audiencias, los otros intentan persuadir a esas mismas audiencias para que adopten ciertos puntos de vista a favor de las propues-tas que propugnan. Ello da lugar a un sinfín de conflictos, que en otros países han sido solucionados mediante el re-curso a distintos organismos, como pueden ser el Comittee on Political Broadcasting de Gran Bretaña o la Federal Communication Commission de Estados Unidos. En esta lí-nea es loable la iniciativa del Colegio de Periodistas de Ca-taluña que ha creado el Consejo de la Información de Cata-luña, para velar por el cumplimento y observancia del Código Deontológico de dicha asociación. Posiblemente, los organismos de autocontrol sean la línea a seguir en la bús-queda de una información rigurosa y de alta calidad.

La labor de la prensa se engarza, sin duda alguna, con las más altas funciones directrices de un régimen participa-tivo, convirtiéndose en detentadora de los deberes inheren-tes de control que la sociedad deposita en ella. Considerada tradicionalmente como el cuarto poder, no son pocos los que la consideran más como un contrapoder, con las con-notaciones ambiguas que tal denominación conlleva. Sin ningún género de duda, los medios de comunicación pue-den ser considerados como la réplica oportuna a la actua-ción de la clásica trilogía de poderes establecida por Mon-tesquieu, pero enfrentamiento —el estar frente a— no conlleva de forma implícita oposición. La actitud del perio-dista es hallarse alerta ante las posibles actuaciones des-

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viadas del poder, configurando las opiniones del público desde su más firme convicción, pero siempre desde la rigu-rosidad y la certeza de la actividad concienzuda, basada en el íntimo convencimiento de la adecuación entre lo difundi-do y lo acontecido.

La prensa se convierte por tanto en garante de la adap-tación de la actividad de los poderes institucionales a las consideraciones mayoritarias de la sociedad, quien en los períodos entre consultas electorales posee pocas maneras de ejercer su soberanía. La función de la prensa como poro-so receptáculo de las impresiones e inquietudes de los ciu-dadanos, la convierte en muchas ocasiones en faro alum-brador del camino a seguir por las instancias de decisión.

Sin embargo, tan vital función para el régimen democrá-tico se puede ver empañada por un exceso de celo en su cumplimiento. La prensa comete con frecuencia el error de convertir los pareceres de un determinado grupo en la opi-nión mayoritaria de la sociedad, transformando al poder le-gítimo que no satisface los intereses de estos grupos en reo de actitudes partidistas. La tendencia de la prensa a con-vertir en opiniones mayoritarias lo que simplemente pode-mos considerar como impresiones corporativas o societa-rias es posiblemente uno de los mayores males que sufre el periodismo en la actualidad.

El periodista es por encima de todo un profesional liberal que desarrolla su labor en empresas difusoras, convertidas en instrumento de mediación entre éste y el público. Pero

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desde el mismo momento en que el empresario mediático supedita la esencial función del comunicador al acatamien-to de intereses societarios particulares, deja de poseer la autoridad moral que se exige a quien actúa como controla-dor de las facultades públicas. El periodista es uno de los elementos conformadores del régimen de libertades demo-cráticas, y por tanto se halla protegido frente a cualquier in-jerencia en su actuación, incluso ante la propia empresa con fórmulas constitucionales como la cláusula de concien-cia o el secreto profesional.

Mas si los informadores se encuentran investidos de la dura tarea de actuar como vigías ante las irresponsabilida-des de los diversos poderes, no es menos cierto la tremen-da responsabilidad que adquieren estos poderes ante sus legitimadores. No obstante, no podemos analizar por igual las diversas exigencias que se atribuyen a las diversas mo-dalidades del poder, y que nosotros no limitaremos a las clásicamente establecidas por Montesquieu a finales del si-glo XVIII en su obra Del espíritu de las leyes.

Si consideramos que existe un poder allí donde hallemos cualquier resorte dotado de la capacidad de actuar en y so-bre la sociedad, es evidente que no podemos limitar su ca-tegorización y debemos extenderlo a aquellas manifestacio-nes culturales, económicas, comunicativas, religiosas o de diverso tipo, que forman parte de la imbricada composición que es una sociedad libre.

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Es el equilibrio entre todos ellos, y no sólo entre los clá-sicos poderes legislativo, ejecutivo y judicial, lo que configu-ra una red equilibrada donde cada uno de ellos controla y es controlado, de forma que se logre el contrapeso adecua-do para la salvaguarda de los intereses de los ciudadanos. La teoría de los poderes intermedios esbozada por Sartori en su Teoría de la democracia convierte a estas modalida-des de poder en estructuras sociales que lo dispersan, im-pidiendo su monopolización.

El poder político, con el Parlamento como uno de sus pi-lares, desde el mismo momento que se encuentra dotado de prerrogativas de actuación sustentadas en su configura-ción como actor esencial de control de la voluntad popular, se halla inmerso en un conjunto de responsabilidades de cuyo cumplimiento depende en gran medida su legitima-ción. La dependencia del poder en relación con la sociedad en que se incardina es tal, tal la conformidad de su activi-dad con las necesidades sociales, que la idea de que los ór-ganos de mando han sido elaborados por la sociedad y para su servicio es consustancial a la idea democrática. El que el poder pueda renegar de su justa causa y su justo fin, sepa-rándose en cierto modo de la sociedad para situarse al margen de ella, como si se tratara de un cuerpo social dis-tinto, es un hecho que arruina el sistema en su núcleo.

No obstante, el Poder, a pesar de que actúe de forma coherente con sus postulados originarios, traerá consigo un sinfín de insatisfacciones en relación con su actuación. Una de las servidumbres que el ejercicio de las potestades legis-

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lativas, ejecutivas o judiciales conlleva es la crítica. Del mismo momento en que se elige entre varias opciones legí-timas, los detentadores de las posturas desechadas se con-vierten en apologistas de la parcialidad del órgano deciso-rio. Posiblemente sea el reconocimiento de la democracia como el sistema que posibilita la elección entre diversas opciones, lo que la convierta en el favorito de aquellos que consideramos al ser humano tan complejo como para no poder postular posiciones unívocas ante los problemas a los que nos enfrentamos.

Decisiones tomadas por el Poder ejecutivo en defensa del interés general, del Poder judicial en aras de la legalidad imperante o del Poder legislativo con la intención de recoger la voluntad mayoritaria de la población, se han encontrado con la oposición sistemática de aquellos que consideran que un acuerdo que no recoge sus pretensiones es atenta-torio contra la sociedad, erigiendo sus propias posiciones en general reclamación popular.

Es aquí donde la prensa juega un papel fundamental mediante la exégesis del funcionamiento del sistema repre-sentativo, en el que la discusión, la valoración de las diver-sas posturas y la posibilidad de elección entre una de ellas se configuran como elementos fundamentales, y convierte a los medios de comunicación en árbitros para el correcto de-sarrollo de las reglas del juego democrático. La discusión es uno de los pilares fundamentales del régimen parlamenta-rio, como escribe Stuart Mill en su obra capital Sobre la Li-bertad: “el hábito constante de corregir y completar su pro-

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pia opinión comparándola con la de los demás, , , , lejos de causar duda y vacilación al aplicarla en la práctica, es el único fundamento sólido de una justa confianza en ella”.

Discutir las diversas posturas, las posiciones encontra-das ante una misma realidad, los puntos en común o las irreconciliables diferencias es el único método para descu-brir la verdadera voluntad del pueblo. Una de las grandes desventajas de la democracia es que el Pueblo no puede discutir, como tampoco debe hacerlo el Ejecutivo —que de-be actuar, tomar las medidas que sean necesarias por la si-tuación de las cosas—. El Parlamento es el ámbito de la dis-cusión razonable, discusión que aparece como lo contrario a cualquier método totalitario o dictatorial, cuya primera de-cisión es siempre erradicarla.

La discusión matiza a la ley como acto racional de deci-sión, la deliberación se desenvuelve en un proceso que permite ponderar los fines políticos y los intereses en con-traste, antes de adoptar una decisión. Siempre que en el Parlamento se discute, se producen enfrentamientos, se de-fienden apasionadamente posiciones opuestas, en definiti-va lo que se está logrando es discriminar las posturas parti-distas dando lugar a síntesis, que debe reflejarse en la configuración de una ley. No debemos despreciar el método dialéctico (tesis-antítesis-síntesis) en el ejercicio de la acti-vidad legislativa, anulando su virtualidad al utilizarlo lejos de su ámbito natural de aplicación.

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Lo que por otro lado no implica la inhibición por parte de la prensa de uno de sus primordiales cometidos, la crítica del poder. Siempre que el periodista se encuentre ante de-cisiones que no considere adecuadas, o que no se acomo-den a su concepción de la realidad, tendrá la obligación mo-ral de discrepar respecto del poder. La crítica, como dice nuestro Tribunal Constitucional, es una servidumbre a so-portar en nuestro estadio cultural por aquél catalogada co-mo figura importante, y cualquier modalidad de poder se convierte en importante por las repercusiones que tiene en la sociedad. Pero crítica no lleva incluida descalificación, in-sulto o desprecio. La crítica supone un juicio o conjunto de juicios o un conjunto de opiniones expuestas sobre cual-quier asunto. Incluso Roosevelt expresaba su decepción por la ausencia de críticas y las pedía con el argumento de que así podría evitar errores.

Es por tanto la crítica el hábitat natural en que ha de moverse el poder político, pues su fundamento es la toma de decisiones, y decidir es tomar partido entre varias opcio-nes sustentadas por grupos diversos. El poder político no puede satisfacer a todos, por tanto el fundamento de su actuación será la concordancia con sus propias conviccio-nes, formadas bien mediante una reflexión profunda o so-bre la base de la consulta a los defensores de las diversas posturas.

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II. OPINIÓN PÚBLICA Y REPRESENTATIVIDAD

Desde la etapa inicial del régimen parlamentario moder-no, dos han sido las funciones políticas fundamentales que han desempeñado las Asambleas legislativas. Por un lado una función representativa, por la cual los ciudadanos transforman su personalidad abstracta en una existencia políticamente ejecutiva. Por otro lado, hallamos su función legitimadora, que configura al poder legislativo en un ente con personalidad jurídica para el ejercicio de sus labores gubernativas.

Por la unión de ambas, el Parlamento se convierte en vehículo de opiniones, expresión compleja de la realidad social. El Parlamento no puede olvidar su función como ór-gano representante de las inquietudes de quienes lo confi-guraron, aquel Parlamento que viva al margen de la reali-dad, de los anhelos y necesidades de la sociedad a la que sirve, evidentemente carece de legitimación. Por encima de cualquier otra función, lo que permite al Parlamento osten-tar una de las principales labores en un régimen democráti-co es ser ámbito de representación del conjunto de la po-blación.

Cuando la opinión pública se manifieste de modo inequí-voco y concluyente sobre determinadas materias, el Parla-mento tiene la obligación de hacerse eco de ellas. El dere-cho constitucional para decidir seguirá permaneciendo en los poderes institucionales, pero no podrán dejar de tener presente la voluntad de aquellos que validan su misión.

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Todo Parlamento se halla compuesto de un gran número de corrientes políticas que defienden intereses normalmen-te divergentes. No obstante, la función del Parlamento co-mo foro de debate de las diversas posturas es la esencia del régimen representativo, su misión se caracteriza por la toma de aquellas decisiones que satisfagan de forma ade-cuada las necesidades de la población, profundizando en las coincidencias y limando las discrepancias. La verdadera esencia de cualquier asamblea parlamentaria es funcionar como instrumento capaz de generar una unidad a partir de esa diversidad. Ya lo exponía Burke de forma magistral en su Discurso a los electores de Bristol: “El Parlamento no es un congreso de embajadores enviados por intereses dife-rentes y hostiles, intereses que cada uno debería defender como delegado y portavoz contra otros delegados y portavo-ces; el Parlamento es una asamblea deliberativa de una so-la nación, con un sólo interés, el del conjunto, y es el bien general, determinado por la razón general del todo, quien debe servir de guía y no los objetivos o los prejuicios particu-lares”.

Sin duda alguna, la Prensa y el Parlamento, como elementos fundamentales en el compuesto orgánico que es la democracia, poseen más similitudes a la postre que dife-rencias. La primera de ellas, y a la que hemos hecho refe-rencia anteriormente es la función de control. El Parlamento a través de los diversos instrumentos instituidos para ello (preguntas parlamentarias, comisiones de investigación, in-terpelaciones, etc.) es el órgano institucional que tiene co-mo primordial función el control de los entes de actuación

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política. Por su parte, los medios de comunicación, configu-ran el cuarto poder, en expresión de Macauley, que con-templa entre sus misiones el control de la actuación del resto de poderes en su adecuación a los intereses generales.

La función de control puede caracterizarse bien como la posibilidad de ejercer cierto poder mediante la determina-ción de las conductas del controlado, o bien, como la posibi-lidad de inspección o verificación de determinados comportamientos con los esperados o preestablecidos. Como establece Karl Mannheim, hemos de distinguir entre dominio y control. En el primero de ellos se dan órdenes que establecen de una manera precisa la conducta. En el control, por su parte, se ejerce cierta influencia sin establecer de antemano la conducta esperada.

Bien, pues es evidente que tanto el Parlamento como la Prensa poseen una función de control sobre el sujeto políti-co. El Parlamento está frente al poder ejecutivo en una acti-tud vigilante, pero no con la intención de que la actuación de éste se acomode a los postulados que propugne, sino como garante de que las decisiones se adecuan a las del cuerpo social al que representan. Por su lado, la Prensa ejerce esa influencia sobre el ejecutivo, sin esperar la con-ducta esperada, pero alertándolo sobre la dirección que los lectores y las audiencias le han indicado que debe tomar. Uno de los mayores errores que puede cometer un político es vivir al margen de la realidad, realidad, que aunque nos pese, construyen cada día los medios de comunicación. Ha

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sido habitual que ciertos líderes políticos se enclaustren en los resúmenes de prensa de sus asesores, siempre matiza-dos y tamizados; o a veces han desacreditado ciertas infor-maciones considerándolas como fruto de inquina personal o diferencias irreconciliables. Sin embargo, la existencia de medios de comunicación críticos con el poder no puede ser una realidad obviada por éste, pues ese periódico, televi-sión o emisora de radio, representa a una parte de la socie-dad identificada con los postulados que defiende, y anularla supondría sin duda alguna anular a un grupo de ciudada-nos, desterrando de paso uno de los principales postulados del gobierno en nuestros tiempos, el gobierno para todos.

Sin ningún género de dudas, y como ha propugnado Ale-jandro Muñoz- Alonso, la libertad de prensa se convierte en un termómetro de la salud de la democracia. En aquellos países en que la libertad de prensa —la Primera Libertad se la denomina por ejemplo en Estados Unidos— permite una pluralidad de opiniones y perspectivas, lo que se posibilita es un mayor conocimiento sobre los asuntos públicos. No olvidemos que una sociedad bien informada se convierte en baluarte esencial del desarrollo de un pueblo.

La información, como ha subrayado en multitud de ocasiones Alvin Toffler, es la más valiosa mercancía de finales de siglo. Su posesión, que no su propiedad que se nos asemeja imposible, y el acceso a ella se convierte en instrumento fundamental de desarrollo, y aquellos países que mantengan en óptimo funcionamiento los engranajes comunicativos de la sociedad, sin duda alguna tendrán gran

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parte del camino recorrido hacia la mejora de sus condicio-nes de vida.

En la sociedad de principios del milenio, la desinforma-ción se convierte posiblemente en una de las formas más evidentes de subdesarrollo. Es común que en aquellos paí-ses que se hallan bajo regímenes autoritarios o restrictivos de las libertades, los cauces de información que posee la población se hallen intervenidos, cuando no eliminados. La desinformación es asimismo el arma preferida de quienes pretendan anular la función esencial de la sociedad en cualquier sistema político. Una sociedad desinformada ca-rece de los presupuestos básicos para la formación de la opinión, que se compone de la suma de diversas posturas que en su precipitado componen la libre impresión sobre la realidad. Allí donde no existe el acceso a la información, o la información proviene de una única fuente (normalmente el poder establecido) es imposible que se configure una opi-nión pública libre, importante motor de desarrollo de la es-pecie humana, como la historia nos ha demostrado.

Desgraciadamente, la desinformación no es un hecho ajeno a los sistemas democráticos —a pesar de que la plura-lidad sea su principal enemigo—. Normalmente en estos sis-temas serán las propias fuentes productoras de información quienes en su intento por defender sus postulados, realicen una interpretación torticera de lo que supone proveer in-formación. Desde los distintos poderes, y en especial desde la prensa, es habitual maquillar la realidad para ofrecerla lo más cercana posible a sus tesis. Pero es aquí donde una

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vez más se demuestran las excelencias del régimen democrático.

Tal actitud es lícita, la realidad no es unívoca, por mucho que se repita con insistencia el aforismo de que “los hechos son sagrados y las opiniones libres”. La prensa tiene la po-sibilidad, al igual que el resto de los poderes productores de contenidos informativos, de alumbrar —sacar de la oscuri-dad a la luz— aquellas facciones de la realidad que le pa-rezcan más acertadas en orden a ilustrar a una parte de la opinión pública. Lo censurable es que esa determinada to-ma de postura se haga desde posiciones particulares y par-tidistas, que nada o poco tienen que ver con esa parte de la opinión pública bajo la que amparan su acción.

El sistema democrático posibilita que se produzcan mul-titud de interpretaciones y presentaciones de una misma realidad (gobierno y oposición, los diversos grupos parla-mentarios, los distintos medios de comunicación). Serán los diversos ciudadanos quienes tendrán que discriminar, en aras de su propia concepción de esa realidad, las posturas más acordes con ésta. No estamos en absoluto de acuerdo con aquellos que consideran que un exceso de información conduce inevitablemente a la desinformación. Una asunción reflexiva, sosegada, crítica con los diversos actos comunica-tivos a los que tenemos acceso, produce la configuración de un juicio sobre el mundo en que tenemos que relacionar-nos. Ello no será posible evidentemente si nos nutrimos só-lo de las mismas fuentes informativas, que por supuesto nos ofrecerán su visión unívoca de la realidad, cegándonos

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para reconocer los beneficios de las diversas posturas. Un requisito por tanto esencial para mantener un grado de in-formación operativo en el mundo actual es un aprovecha-miento de la diversidad mediática ofertada, y establecer los sistemas para que esta pluralidad no sea cercenada. Volve-remos posteriormente sobre ello.

III. LA INTERRELACIÓN ESENCIAL ENTRE LIBERTAD DE PENSAMIENTO Y LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Pero esta relación entre los distintos poderes políticos y los medios de comunicación social no podría adquirir su verdadera dimensión sin que se otorgara su trascendente papel en dicha interacción a la libertad de expresión como derecho de índole individual, engarzado de forma esencial con la libertad de pensamiento. Porque si la función de los medios de comunicación como institución política, glosada anteriormente, queda fuera de toda duda, no podemos obviar que esta actividad comunicativa tiene su base en un derecho de género personal, caracterizado por las no-tas esenciales que definen las libertades subjetivas: inmanencia, imprescriptibilidad, irrenunciabilidad, extrapa-trimonialidad, opinibilidad erga omnes, inalienabilidad y universalidad.

El ejercicio de la libertad de expresión como consecuen-cia evidente de la libertad ideológica —sobre lo que incidi-remos posteriormente— se convierte, a ojos del Tribunal

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Constitucional, y por ende, de una gran parte de la doctrina, en clave de bóveda del sistema democrático. Sin duda es así, pero no en la línea que muestra el Tribunal Constitucio-nal, convirtiendo a la libertad de expresión en fundamental por ser instrumento esencial de comunicación de las distin-tas opciones políticas y como requisito preexistencial para el adecuado desarrollo del derecho al sufragio. La libertad de expresión es clave porque es principio esencial de desa-rrollo y mantenimiento de la pluralidad y veremos cómo su defensa debe ir más allá de su institucionalización judicial como garante de la actividad de la prensa.

Huelga abordar la diferencia que ya en el propio texto constitucional realiza entre derecho a la información y liber-tad de expresión, pero no es menos cierto que de esa dis-tinción pueden deducirse muchas consecuencias para la fi-nalidad que nos ocupa. El artículo 20.1.a) realiza una defensa de la expresión del pensamiento, ideas y opiniones y es una consecuencia lineal del proceso mental: pienso y normalmente comunico lo que pienso. Su asociación al mundo de la comunicación es acertada pero no trascenden-te. Puede ser reclamada por un periodista, pero también por un poeta, un político, un camarero, un estudiante o un pro-fesor universitario —aunque probablemente éste debiera acudir a otro derecho reconocido como consecuencia de la libertad ideológica como es la libertad de cátedra—.

A este respecto es especialmente ilustrativo el Funda- mento 10º de la ST C 120 / 1990 que declara “ el Art. 16.1.CEgarantiza la libertad ideológica sin más limitaciones en sus

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manifestaciones que las necesarias para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. En este sentido no hay inconveniente en reconocer [...] que entre tales mani-festaciones, y muy principalmente, figura la de expresar li-bremente lo que se piense. A la libertad ideológica que con-sagra el Art. 16.1 CE le corresponde el correlativo derecho a expresarla que garantiza el Art. 20.1.a), aun cuando ello no signifique que toda expresión de ideología quede desvincu-lada del ámbito de protección del Art. 16.1, pues el derecho que éste reconoce no puede entenderse simplemente ab-sorbido por las libertades del artículo 20”.

Nadie mejor que Stuart Mill en su obra Sobre la libertad para expresar la complejidad de la libertad de pensamiento que se liga indisolublemente a la libertad de expresión: “la razón propia de la libertad humana comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos, libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y sentimiento, sobre todas las materias prácticas o especu-lativas, científicas o morales o teológicas” (1). Este es el ale-gato del pensador inglés a favor de una libertad ideológica expresada en su más amplio sentido. Libertad que conlleva-ría incluso la defensa de las posturas contrarias a la propia libertad ideológica. La grandeza del modelo democrático y del Estado de Derecho es la defensa de ciertas libertades, entre ellas y basculando como esencia del sistema, la ideológica, aun cuando esta defensa traiga consigo amparar

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(1) STUART MILL, J., Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1993, p.68.

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a aquellos que defienden y postulan ideas contrarias y cercenadoras de este régimen de libertades, siempre que actúen bajo ciertas condiciones impuestas por el juego de-mocrático.

Prosigue Stuart Mill exponiendo que “la libertad de ex-presar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la con-ducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mis-mas razones, es prácticamente inseparable de ella” (2).

Normalmente, la libertad de expresión encuadrada en el artículo 20.1.a) CE ha quedado asociada al campo informa-tivo, pero su implicación en el ámbito comunicacional es una de las muchas posibles implicaciones que se derivan de la libertad de expresión como corolario de la libertad ideológica. Debe incluirse la libertad de expresión entre las libertades de pensamiento pues se trata, sin duda alguna, de una de sus dimensiones. Implica la exteriorización del pensamiento, la puesta en común —comunicación— de las posiciones personales tras un proceso reflexivo de carácter individual. La libertad de pensamiento supone “la posibili-dad para el hombre de escoger o de elaborar él mismo las respuestas que cree pertinente dar a todas las cuestiones que plantea la conducción de su vida personal y social, de

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(2) Ibídem.

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conformar a estas respuestas sus actitudes y sus actos, y de comunicar a los otros lo que cree verdadero” (3).

La libertad ideológica se manifiesta de distintas maneras según el ámbito de actividad mental que se vea afectado, lo que daría lugar: a) libertad de opinión y de conciencia, que implicaría el derecho a no ser molestado ni discriminado por defender ciertas ideas, b) la libertad de comunicación y ma-nifestación de tales ideas o creencias (el Art. 20.1.a) se pondría en relación con este aspecto de la libertad ideológi-ca c) la libertad de cultos en el plano religioso d) la libertad de cátedra en el plano educativo, e) la libertad de creación y producción del artículo 20.1 b) como una manifestación más de la libertad ideológica. Cierto es que la libertad ideo-lógica quedaría en cierta medida cercenada si no posee como corolario la libertad de expresión, la inexistencia de la manifestación del pensamiento implicaría dejar vacío de to-do contenido a la citada libertad, puesto que el libre pen-samiento desprovisto de su exteriorización la reduciría a hueras formas internas de organización mental que el De-recho no debe regular.

En una línea similar se manifiesta José Mª Beneyto (4) quien expresa que “la reconducción con la naturaleza racio-nal del hombre, esto es, con su capacidad de buscar y co-

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(3) RIVERO, J., Les libertés publique. Le régime des principales liber-tés, PUF, París, 1980, p.130.

(4) BENEYTO, J.M., “Artículo 16”, en ALZAGA VILLAAMILO, O., Comenta-rios a las leyes políticas. Constitución Española de 1978, Tomo II, Edito-riales de Derecho Reunidas, Madrid, 1984, p. 335.

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nocer los valores, de comprometerse con ellos, y aún de trascenderse a sí mismo por medio de la religión es, por otra parte, la base sobre la que se puede construir un con-cepto de libertad no reduccionista, que no limite el signifi-cado de la libertad de pensamiento a la mera inmunidad de coacción”.

Y continúa: “la libertad de pensamiento tiene por objeto el conjunto de ideas, conceptos y juicios que el hombre tie-ne sobre las distintas realidades del mundo y de la vida. Pensamiento significa aquí la concepción sobre las cosas, el hombre y la sociedad que cada persona posee, y abarca por tanto el ámbito filosófico, cultural, político, científico, etc. Aunque no excluye la posibilidad de la existencia de una verdad objetiva, el derecho no se refiere a la verdad objeti-va, sino a la concepción subjetiva que el hombre se forma”. Por tanto la libertad ideológica, si bien no tiene un compo-nente social si no se expresa, sirve de basamento sobre el que se asienta la posterior libertad de expresión.

Asume el profesor Beneyto que la libertad ideológica es-tá ligada a la libertad de expresión al afirmar: “nuestra Constitución alude al derecho de libertad de pensamiento en los artículos 16 y 20. Al derecho a la libertad ideológica como libertad fundamental de la persona subyace un prin-cipio configurador del Estado: el principio de neutralidad ideológica, esto es, la declaración de incompetencia del Es-tado para prever e imponer una concepción sistemática, ideología o pensamiento global acerca del hombre, del mundo y la vida. Por su parte, el artículo 20 vuelve sobre el

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mismo contenido, pero explicitándonos las formas exterio-res —la palabra, el escrito, cualquier medio de reproducción, la producción y creación literaria, artística, científica y técni-ca, la libertad de cátedra, la transmisión o recepción de in-formación por cualquier medio de difusión— a través de los cuales se manifiesta el pensamiento o sistema ideológico”.

La dualidad existencial que defendemos entre libertad ideológica y libertad de expresión ha sido puesta de mani-fiesto al considerar que del reconocimiento del artículo 16.1 se deriva esta doble clasificación.

El primer nivel de reconocimiento de libertad ideológica y religiosa se refiere al ámbito del pensamiento. Se trata, pues, de la libertad de pensamiento, referida a la libertad de formarse una opinión propia, reflexionar; en definitiva, realizar un juicio de carácter intelectual, o bien a una fe reli-giosa o convicciones seculares. El primer nivel de reconoci-miento del artículo 16 incluye, por tanto, todo aquello que se vincula al foro interno de la persona: libertad de concien-cia, libertad de pensamiento.

El siguiente nivel lógico lo constituye el derecho a expre-sar y comunicar libremente a otros los pensamientos y las creencias o convicciones, cuya formación intelectiva es ga-rantizada por el primer nivel de protección. A la libertad de pensamiento le sigue consecuentemente la libertad de ex-presión o —más específicamente— la libertad de manifesta-ción externa.

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La asociación de la libertad de expresión a la libertad ideológica, por encima de su emparejamiento con el dere-cho a la información, tiene implicaciones más trascenden-tes que su simple colocación en uno u otro artículo del texto constitucional. Su conformación como libertad o como de-recho trae como consecuencia destacada un posiciona-miento ante el poder público. Si admitimos que se trata de un derecho (no olvidemos que el Art. 20 comienza diciendo “se reconocen y protegen los derechos”) ello supone la exi-gencia de una determinada actuación por parte del poder público para su aseguramiento. Si convenimos que se trata de una libertad, admitiríamos que la actuación del poder público debía limitarse precisamente a no actuar.

Admitiendo que se trata de una libertad, el siguiente pa-so es aceptar que el derecho a la libertad de expresión es ante todo una libertad pública, que siguiendo a Sánchez Fe-rriz podíamos categorizarla entre los derechos individuales y los derechos políticos, “puesto que las libertades públicas no buscan la conformación de la voluntad del Estado, sino la expresión de la sociedad subyacente al Estado, la expre-sión de su vida propia que puede no ser plenamente coinci-dente con la de aquél” (5). Yendo un poco más allá, la liber-tad de expresión participa en cierta medida de las características de este tipo de derechos. Si los primeros se caracterizan por fundamentar el libre desarrollo individual de la personalidad humana y los segundos por una trascen-

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(5) SÁNCHEZ FERRIZ, R., Estudio sobre las libertades, Tirant lo Blanch, Valencia, 1989, p. 47.

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dencia con efectos más allá del estricto ámbito personal de su titular, habremos de convenir que la libertad de expre-sión adquiere connotaciones de ambos. No obstante, ha si-do habitual asociar la libertad ideológica o bien a la libertad religiosa y de culto o bien a la libertad de expresión. Sobre su relación con la primera de ellas la bibliografía es abun-dante. Sobre la libertad de expresión también. Pero la con-formación de la libertad ideológica al margen de ambas es difícil, pues la libertad de expresión absorbe cualquier inten-to de deslinde.

La única posibilidad que se nos ofrece metodológica-mente es asociar la libertad ideológica a la libertad de ex-presión del pensamiento como derecho de matiz individual frente a la dimensión pública, asociada al pluralismo políti-co, con que normalmente se asocia la libertad de expresión del pensamiento.

La doble dimensión interna y externa que conlleva la li-bertad de expresión ha sido expresada por el Tribunal Cons-titucional en su sentencia nº 137 de 19 de julio de 1990, al establecer en su Fundamento Jurídico 8º que “la libertad ideológica no se agota en una dimensión interna del dere-cho a adoptar una determinada posición intelectual ante la vida y cuando le concierne y a representar o enjuiciar la rea-lidad según sus personales convicciones. Comprende, ade-más, una dimensión externa de agere lic ere, con arreglo a las propias ideas sin sufrir por ello sanción o demérito nnn

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ni padecer la compulsión o la injerencia de los poderes públicos”.

También ha reconocido en la referida sentencia la ten-dencia a subsumir la libertad ideológica dentro de la liber-tad de expresión: “a la libertad ideológica que consagra el Art. 16.1 CE le corresponde el correlativo derecho a expre-sarla que garantiza el Art. 20.1.a), aun cuando ello no signi-fique que toda expresión de ideología quede desvinculada del ámbito de protección del Art. 16.1, pues el derecho que éste reconoce no puede entenderse simplemente absorbido por las libertades del artículo 20, o que toda expresión li-bremente emitida al amparo del Art. 20 sea manifestación de la libertad ideológica del Art. 16.1”.

Nuestra perspectiva sobre la dimensión personal de la libertad ideológica ha sido puesta de manifiesto por un des-tacado número de autores estadounidenses, quienes apli-can sus puntos de vista a la libertad de expresión como manifestación del pensamiento y que la asimilan a la auto-rrealización personal, dotándola de un valor instrumental meramente individualista. Así para A.J. Richards “el valor de la libre expresión descansa en su relación profunda con el autorrespeto que surge de la autodeterminación autóno-ma”; para C. Edwin Baker, los valores protegidos son la au-torrealización y participación en el cambio; mientras que Martin Redish considera la autorrealización el valor por ex-celencia o el valor último de la libertad de expresión, y re-

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serva para otros principios o valores legítimamente invoca-dos la condición de subvalores (6).

Esta postura personalista o subjetiva sobre la libertad de expresión del pensamiento es denominada libertad psicológica por parte de Peces Barba (7), entendida como “libertad de elección, y supone un dato antropológico, una dimensión inseparable de la condición humana [...]. Si se puede hablar de cultura como creación humana y de historia y de progreso es precisamente porque el hombre puede escoger, en un momento dado, pese a las dificultades y los condicionamientos, entre las diversas opciones que se le presentan. Con la comunicación, por el lenguaje, con la capacidad de abstraer y de construir conceptos generales, nos identifica y nos distingue de los demás seres. Es la libertad inicial, el punto de partida de todo, que San Agustín llama la libertas minor”.

Por ende, aunque intrascendente para el Derecho, la libertad ideológica como realidad ontológica ligada al ser

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(6) RICHARS, D.A.J., “Free Speech and Obscenity Law: Toward a Moral Theory of the First Amendment”, University of Pennsylvania Law Review 123, 1974, p. 62. EDWIN BAKER, C., Human Liberty and Freedom of Speech, Oxford University Press, Nueva York, 1989, pp. 50-51. MARTIN REDISH, Freedom of Expression: A critical analysis, The Michie Company, Charlottesville, 1984, pp. 29 y ss. Todas estas citas están recogidas de la obra del profesor Santiago SÁNCHEZ GONZÁLEZ, La libertad de expre-sión, Marcial Pons, Madrid, 1992.

(7) PECES BARBA, G. “Libertad ideológica y libertad religiosa”, en IBAN, I.C., Libertad y Derecho Fundamental de libertad religiosa, Editoriales de Derecho Reunidas, Valencia, 1989, p. 55.

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humano es presupuesto ineludible del resto de libertades. Sin su reconocimiento se vacían de contenido el resto de derechos, puesto que la reflexión, la conformación de una posición ante la realidad social, la disposición de nuestro in-telecto frente a las opciones de conformación de la vida comunitaria, la configuración de nuestro sistema de valores morales, es parte de nuestra substantividad interna, nos de-limita como seres individuales frente a los demás y es, por tanto, la premisa básica en la que se amparan el resto de libertades reconocidas, desde la libertad de conciencia, a la libertad de expresión, pasando por el derecho al voto o el derecho de asociación.

Así pues, podemos caracterizar a la libertad de expresión como un derecho de matiz individual e individualista aso-ciada a la transmisión de nuestra particular y peculiar cos-movisión. La individualidad de los derechos fundamentales, y especialmente de la libertad de expresión, ha quedado de manifiesto en la jurisprudencia constitucional, que ha sinte-tizado su posición al establecer que los derechos individua-les tienen su fundamento en la persona individual conside-rada, y que los intentos por otorgar derechos de índole subjetivo a grupos, etnias, sociedades o personas jurídicas choca con la esencia de estos derechos, que es su ligazón a los más íntimo del ser humano, a los caracteres que lo indi-vidualizan frente al resto y que le confieren su esencia como ser humano basándose en su dignidad personal.

“La libertad ideológica está reconocida en el 16.1 de la Constitución por ser fundamento, juntamente con la digni-

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dad de la persona y los derechos inviolables que le son in-herentes, según se proclama en el artículo 10.1, de otras li-bertades y derechos fundamentales, entre ellos los consa-grados en el Art. 20.1, apdos. a) y d) de la norma fundamental” (8).

IV. PAS DE LIBERTÉ POUR LES ENNEMIS DE LA LIBERTÉ

La cuestión que se plantea en relación con las libertades y en especial con la libertad de expresión es dónde se esta-blecen sus límites en relación con el sistema en el que se integran. Esta cuestión cobra especial interés en relación con la Ley de Partidos Políticos que sanciona a aquellos par-tidos que realizan apología del terrorismo, desde una pers-pectiva clásica.

La discusión no la centraremos en la figura delictiva de la apología, cuya indeterminación en su configuración en el Código Penal de 1995 respecto de las concepciones pena-les clásicas la convierte prácticamente en inaplicable (9).

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(8) STC 20/1990 (FJ. 4º) (9) La apología está definida en el artículo 18 del Código Penal como

“la exposición, ante una concurrencia de personas o por cualquier medio de difusión, de ideas o doctrinas que ensalcen el crimen o enaltezcan a su autor”. La apología sólo será delictiva como forma de provocación y si por su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito.

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La base de la controversia se encuentra en la pregunta de si la manifestación y defensa de una determinada ideo-logía antidemocrática puede convertirse en causa suficiente de justificación para fundamentar una acción contra la ex-presión de esos postulados contrarios al sistema. O expre-sado más sencillamente ¿las ideas pueden delinquir? Con-sidero que ésta es la base sobre la que debe articularse parte de la discusión sobre la Ley de Partidos Políticos.

El Auto del Tribunal Supremo de 27 de mayo pasado ha aportado más criterios —en este caso desde una perspecti-va técnico-legal— a la discusión sobre el tema. La nueva re-dacción del artículo 578 del Código Penal (10) que en cierta medida legitima la actuación de los Tribunales contra mani-festaciones de apoyo a grupos terroristas, no ha sido consi-derada por el Supremo como delito de terrorismo. Se centra la argumentación del Tribunal Supremo en la sentencia del Tribunal Constitucional de 16 de diciembre de 1987, que distingue lo que son actos terroristas y lo que son única-mente delitos de opinión, que no pueden equipararse pe-nalmente (11). Es ello un argumento más de justificación de

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(10) Introducida por la Ley Orgánica 7/2000 de 22 de diciembre, esta-blece que “el enaltecimiento o la justificación por cualquier medio de expresión pública o difusión de los delitos comprendidos en los artículos 571 a 577 de este Código o de quienes hayan participado en su ejecu-ción, o la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos de terroristas o de sus familia-res se castigará con la pena de prisión de uno a dos años”.

(11) La citada sentencia considera que “la manifestación pública, en términos de elogio y exaltación, de un apoyo o solidaridad moral o ideo-

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la necesidad de argumentar adecuadamente la limitación de las libertades fundamentales en aras de un bien jurídico superior.

Debemos, no obstante, preguntarnos cuál es el bien jurí-dico superior que justifica la cercenación de la libertad esencial a expresar el pensamiento. Cierto es que el punto 2 del artículo 10 de la Convención Europea de los Derechos Humanos de 1950 —invocable en España a través de la vía del artículo 10.2 CE— establece como causas de restricción del ejercicio de tal libertad, “aquellas medidas previstas por la ley, que constituyen medidas necesarias en una sociedad democrática para la seguridad nacional, para la integridad territorial o la seguridad pública, para la defensa del orden y para la prevención del crimen, así como para la protección de la reputación y de los derechos ajenos”. Mas es cierto que una interpretación abusiva de estas excepciones permi-tiría a los Estados establecer criterios legales tan estrictos para el ejercicio de tales libertades que las convertirían en inaplicables.

Debemos por tanto buscar otra justificación, y la halla-mos en una de las condiciones para tales limitaciones esta-blecidas en el precepto anterior: “que constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática”. Este requisito nos conduce irremediablemente hacia cuáles son las condi-ciones fundamentales de una sociedad democrática, que

lógica con determinadas actividades delictivas, no puede ser confundida con tales actividades”.

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permitan restringir ciertos derechos sin que se viole la esencia del sistema democrático.

Gran parte de la discusión jurídica puede ampararse en lo establecido en el artículo 30 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 que establece: “Nada de la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los dere-chos y libertades proclamados en esta Declaración” (12). Co-mo sabemos, esta Declaración es configurada por el artícu-lo 10.2 de la Constitución como criterio interpretativo de los derechos fundamentales y las libertades públicas reconoci-dos en el Título I de nuestra Carta Magna. Es por ello que nada impediría fundamentar una decisión de una institución de carácter político o judicial en tal postulado normativo.

En aras de la defensa de las libertades individuales pue-de alegarse que su esencia impide cualquier intento de limi-tación de éstas, aun cuando éstas se utilicen como instru-mento en contra del resto de otras libertades. Algunos autores han profundizado en el tema (13) configurando el principio “No debe haber libertad contra la libertad”, que se traduce en la idea de que “hay que prohibir y reprimir a toda

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(12) Este artículo ha dado lugar a la teoría que encabeza este epígrafe “Pas de liberté pour les ennemis de la liberté”.

(13) RECASENS SICHES, Tratado General de Filosofía del Derecho, México, 1970.

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costa que ningún individuo ni ningún grupo use sus liberta-des y derechos fundamentales para destruir las libertades y derechos del hombre”. Cierto es que frente a esta idea se encuentra la expresada por Raymond Aron (14), quien consi-dera que “con demasiada frecuencia, los demócratas pro-clamaban: no hay libertad para los enemigos de la libertad, lo cual constituye la justificación de todos los despotismos”. Una posición similar adopta Lowenstein, para quien “la ver-dadera democracia es al mismo tiempo protección de las minorías que defienden opiniones políticas impopulares. Según los principios democráticos, la proscripción de cual-quier opinión pública, cualquiera que pueda ser su objetivo político encubierto o declarado, es ilícita. Una sociedad es-tatal que declara ilegales opiniones políticas, como tales, no puede seguir siendo considerada plenamente democrática. Se trata aquí, ni más ni menos, de un principio cuya renun-cia significa renunciar a la democracia misma” (15).

La cuestión se suscita respecto de la posible limitación de las libertades cuando su ejercicio implica cercenar el dis-frute de otros derechos fundamentales. A mi modo de ver, las posiciones antes expresadas denotan una posición es-tructuralista, donde se otorga primacía al sistema de orga-nización frente a los elementos que lo configuran y que se convierten en su causa de justificación.

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(14) En su obra Ensayo sobre las Libertades. (15) LOWENSTEIN, Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona, 1964, p.

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Considero que un sistema es útil mientras sirva al fin pa-ra el que fue creado. La democracia como forma de organi-zación política tiene como principios esenciales, junto con el establecimiento del poder popular (demopoder según Sarto-ri), la defensa de las libertades fundamentales (demopro-tección en la terminología de Sartori) frente al poder político (o como expresa la profesora Uriarte, ante los nuevos mo-vimientos populares cercenadores de estas libertades). Bajo esta perspectiva, sólo si la democracia como sistema es ca-paz de limitar el ejercicio abusivo de los derechos por cier-tos individuos, que se amparan en la bondad de un sistema que les ofrece los instrumentos legales para hacerlo, pode-mos considerar que puede cumplir uno de los dos postula-dos definitorios de la democracia según Sartori (16).

Por tanto los dos principios esenciales que deben configurar una sociedad libre son:

● Los derechos fundamentales de los sujetos, por estar fundamentados en su esencia racional humana, y no el sis-

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(16) En cierta medida similar es la diferenciación que entre los funda-mentos republicanos y liberales de la democracia establece Habermas (“Derechos humanos y soberanía popular. Las versiones liberal y republi-cana” en Aguilar, VALLESPÍN et al. La democracia en sus textos, Alianza, Madrid, 2001). Considera que desde el punto de vista liberal, el estatus de los ciudadanos está determinado fundamentalmente por los derechos negativos que tienen frente al Estado y a los otros ciudadanos. Según la visión republicana, ese estatus de ciudadano no está determinado por el modelo de las libertades negativas [...], son más bien libertades positi-vas: no garantizan la libertad frente a la compulsión externa, sino las posibilidades de participar en una praxis común.

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tema político, son los que deben ser considerados absolu-tos. Si el sistema no es capaz de garantizar estos derechos carece de legitimidad.

● Fijar unas fronteras básicas establecidas mediante con-senso donde se establece un minimun inviolable de principios esenciales que deben ser la base de organización del sistema político.

Nos planteamos por tanto cómo se defienden estos de-rechos esenciales y dónde se encuentran los límites en la posibilidad de disentir respecto de los principios políticos que constituyen el esquema fundamental de integración de una comunidad jurídica. Siguiendo al profesor Sánchez Agesta (17) estos límites serían:

1) Las decisiones fundamentales que aceptan ciertos valores (la persona, la justicia, la igualdad).

2) En la organización del Estado para regular conflictos (procesos electorales, tribunales, procedimientos de conci-liación...).

3) El respeto a los derechos fundamentales de los suje-tos.

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(17) SÁNCHEZ AGESTA, L., El sistema político de la Constitución de 1978, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1991, p.113.

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Para mantener la estabilidad de un sistema pluralista, que se basa en un espíritu de tolerancia, dos valores fun-damentales, aunque difícilmente regulables por el Derecho, serán por tanto el respeto al derecho de otro y la voluntad de compromiso. Es evidente que su inexistencia permanen-te y constante en determinados grupos políticos, convierten a éstos en enemigos no sólo del sistema, sino principalmen-te de los individuos que justifican su existencia.

En esa línea se manifiesta Hayek al considerar que “la autoridad de la decisión democrática deriva de la circuns-tancia de haber sido adoptada por la mayoría de la colecti-vidad que se mantiene compacta en virtud de ciertas creen-cias comunes a los más de sus miembros; siendo, por otra parte, indispensable que dicha mayoría se someta a los aludidos principios comunes incluso cuando su inmediato interés consista en violentarlos” (18).

Así llegamos a la determinación de que el ejercicio de determinados derechos, aunque se trate de un derecho tan ligado a la esencia democrática, como es el de libertad de expresión del pensamiento, puede amparar acciones que violenten ese valor fundamental de la vida en sociedad, que es el respeto del otro, así como la voluntad de compromiso sobre unos principios comunes. Cuando se celebra la muer-te de cualquier ser humano en aras de cualquier motiva-ción, pero aún peor, de cualquier motivación de índole polí-

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(18) HAYEK, F., Los fundamentes de la libertad, Unidad Editorial, Ma-drid, 1975, p. 174

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tico, se acepta la premisa de que existen valores comunita-rios (patria, pueblo, etnia, grupo) superiores a los valores individuales y, por ende, se pone en solfa el criterio mínimo al que puede reconducirse la vida intersubjetiva, la existen-cia de determinados valores ajenos a la transacción política. Cuando ello es así, está justificado excluir del juego político a quien no acepta estas reglas mínimas de partici-pación en él.

Y para ello, el mecanismo instituido y aceptado como en-te supremo de nuestra organización política es la ley, como bien postula el artículo primero de nuestra Carta Magna al declarar que España se configura como un Estado de Dere-cho. Su creación, ejercicio y salvaguarda se convierten en funciones justificadoras de los entes de poder que, en aras de la defensa de la libertad y los derechos de los individuos, ejercen su misión. La ley es la fuente determinante de cual-quier actuación, bien como límite o como base para la acti-vidad del poder. Mediante la ley se configuran los diversos poderes políticos, sus formas de actuación, se controlan sus decisiones, se protegen las libertades individuales y, en de-finitiva, es presupuesto de la convivencia en cualquier Esta-do de Derecho.

Sin embargo, el Derecho como conjunto de leyes de una determinada sociedad no adquiere su validez sólo por su promulgación por parte de los poderes instituidos para ello. El Derecho surge en un Estado democrático como la síntesis de las diversas posiciones que sobre determinados asuntos de interés general poseen los ciudadanos. El Parlamento,

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órgano de representación de estos ciudadanos, es el ele-mento originario de creación del Derecho en nuestro país. Representación y Estado de Derecho se convierten en con-ceptos unidos de forma indisoluble. Si el Derecho es, y debe ser, manifestación reglada de los pareceres del pueblo, la representación es pieza esencial en el proceso que trans-forma esos pareceres en leyes aplicables a la colectividad. El Derecho por tanto se convierte en base sustentadora del sistema político; la sumisión a la ley de todos los poderes es la principal propiedad de un sistema participativo, siendo instrumento idóneo para el control mutuo entre sus diversos integrantes.

Los medios de comunicación, con independencia de su actitud alerta y vigilante a las desviaciones que en todo sis-tema político se producen, no se halla investida de una ta-rea mesiánica en pos de la salvaguarda de los valores fun-damentales de un régimen democrático. Estos valores están lo suficientemente guarnecidos por la actuación de la ley en sus diversas manifestaciones. Es por ello que la prensa no es la garante del Estado de Derecho, sino que és-te es el fundamento para el libre desarrollo de la tarea co-municativa. El Ordenamiento jurídico es así el caldo de cul-tivo en el que se pueden desarrollar unos medios libres y responsables, que sin unos límites claramente establecidos pueden convertirse en juez de la validez del sistema.

El Estado de Derecho, frente a lo que postulan de forma errónea posturas anarquistas o ácratas, es, sin duda, el sis-tema adecuado para la defensa de las libertades individua-

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les, consideradas como la posibilidad del pleno desarrollo del ser humano enmarcado en un ambiente de pluralismo y respeto de las diferencias. La ley se configura, por tanto, como la garantía de que se producirán las condiciones idó-neas para que el individuo pueda desenvolver su potencia-lidad, sin que en ningún momento las posiciones sectarias o partidistas limiten su libre actuación.

V. LOS CONDICIONANTES DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Ante esta situación, el correcto ejercicio de la libertad de expresión de los pensamientos, ideas y opiniones se con-vierte en pilar fundamental del sistema representativo. Nuestra Constitución, uno de los pilares que convierte en básicos como valor fundamental, según su artículo 1, es el pluralismo político (junto con la libertad, la justicia y la igualdad). La expresión del pensamiento que nos atañe se relaciona tanto con la libertad (pues forma parte de ella) y con el pluralismo político (pues es su presupuesto y el ins-trumento esencial gracias al cual puede llevarse a cabo).

La relación entre el pluralismo político y la libertad de expresión ha sido puesta de manifiesto originalmente en los Estados Unidos mediante la conformación del concepto del marketplace of ideas o mercado libre de las ideas, donde impregnado de la visión librecambista se afirma que “el ejercicio de la libertad de expresión o de la libertad de in-formación en su faceta activa de informar tiene como con-

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secuencia una pluralidad de mensajes en constante inter-cambio, un mercado de las ideas en libre discusión. Esta pluralidad de fuentes es lo que satisface el interés colectivo en una información, que no se concibe como algo distinto del pensamiento, las ideas o la opinión, sino como el resul-tado de la existencia de esa libre discusión; como aquellas ideas, pensamientos u opiniones una vez introducidos en el mercado” (19).

El responsable de esta teoría es el juez del Tribunal Supremo norteamericano Oliver Wendell Homes, quien en el caso Abrams versus United States 250 US 616, 630 (1919) la expresaba diciendo “cuando los hombres se aperciben de que el tiempo ha dado al traste con muchos credos belige-rantes, pueden llegar a creer que el bien deseado puede al-canzarse mejor mediante el libre comercio de las ideas —free trade of ideas—, que la mejor prueba a que la verdad puede someterse consiste en la capacidad del pensamiento para ser aceptado en la competencia del mercado” (20).

Esta teoría asume la tesis de que nos encontramos en un mercado perfecto en donde cualquiera que tiene una idea puede introducirla en él, exponerla libremente frente a los otros, que serán los encargados de aceptarla o rechazar-la. Esta libre expresión del pensamiento ayuda a la creación

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(19) VILLAVERDE MENÉNDEZ, I., Estado democrático e información: el derecho a ser informado, Junta General del Principado de Asturias, Ovie-do, 1994, p.76.

(20) Esta idea fue expuesta y desarrollada por Stuart Mill en su ya co-mentado ensayo Sobre la libertad.

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de una opinión política —de polis, sobre todas las cosas que afectan a la ciudadanía— de los sujetos de esa determinada organización. Esta idea ha sido manifestada claramente por la STC 12/1982 —entre muchas otras— que ha expresado que el artículo 20.1 de la Constitución, “significa el recono-cimiento y la garantía de una institución política fundamen-tal, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político, que es un valor fundamental y un requisito de funcionamiento del Estado democrático. El Art. 20 defiende la libertad en la formación y en el desarrollo de la opinión pública, pues la libertad en la expresión de las ideas y los pensamientos y en la difusión de noticias es ne-cesaria premisa de la opinión pública libre. [...] El Art. 20 constituye una garantía de una comunicación libre, sin la cual quedarían vacíos de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las ins-tituciones representativas y absolutamente falseado el prin-cipio de libertad democrática que enuncia el Art. 1, aparta-do 2, de la Constitución y que es la base de nuestra organización jurídico-política”.

Esta idea se repite constantemente en la jurisprudencia constitucional, haciendo depender de las libertades recono-cidas en el Art. 20 poco menos que la supervivencia del sis-tema democrático. La libertad para expresar las ideas y la libertad para difundir y recibir información son elementos básicos del adecuado funcionamiento del sistema represen-tativo. Tanto es así, que si estas libertades no se ejerciesen plenamente las instituciones representativas carecerían de sentido.

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No obstante, habremos de partir de la premisa de que la únicas formas que poseen los ciudadanos de participar con sus ideas en ese libre mercado de ideas que implica el plu-ralismo político sería bien a través de los medios, bien a tra-vés de las organizaciones políticas designadas al efecto en nuestra Carta Magna (Art. 6.: “los partidos políticos expre-san el pluralismo político, concurren a la formación y mani-festación de la voluntad popular y son instrumento funda-mental para la participación política”). Yo añadiría que únicas.

Pero ni en uno ni en otro caso las circunstancias que ro-dean el ejercicio de este derecho son demasiado halagüe-ñas. No entraré a tratar en profundidad el tema del plura-lismo interno de los partidos, que posiblemente debería ser objeto de otra reflexión, pero sí me gustaría apuntar algunas cuestiones. Si la libertad de expresión se reconoce a todos los ciudadanos, y su utilización se convierte en clave del pluralismo político expresado en la Constitución, ¿qué me-didas legales existen para fomentar el debate interno, el pluralismo dentro de los partidos?, ¿la inexistencia de éste no supone una afrenta contra la libertad de expresión y por ende un atentado contra el pluralismo que ésta defiende?

Pero quiero centrarme en la posibilidad de ejercicio de la libertad de expresión del pensamiento a través de los me-dios de comunicación social. La doctrina liberal considera que el libre mercado de las ideas —su expresión libérrima sin ningún tipo de cortapisas— asegura el pluralismo de op-ciones político-sociales, que es la base de una buena salud

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democrática. Pero parece olvidar que el mercado de las ideas no es, como puede pretenderse, un mercado perfecto, que reasigna los recursos —en este caso ideológicos— de forma eficiente a través de una mano invisible, siguiendo el concepto clásico esbozado por Adam Smith. Para poder ac-ceder a este libre mercado de ideas, es necesario acceder antes a otro mercado mucho menos teórico e idílico, que es el mercado informativo.

La libertad de expresión del pensamiento encuentra aquí su primer obstáculo, la imposibilidad de acceder a esa libre discusión de ideas sin un refuerzo económico que permita lanzar un medio, por modesto que sea. Aunque tampoco va-le si no logra la suficiente difusión. Algunos alegarán que si una idea merece ser tenida en cuenta, acaba triunfando en ese mercado de ideas. Eso es de nuevo confiar en las exce-lencias distributivas del mercado, que como se ha demos-trado, y creo que en el caso de las ideas mucho más, es ilu-sorio.

Pero incluso si aceptáramos este supuesto, una nueva realidad volvería a cercenar este ensueño liberal, el proceso innegable de concentración de medios de comunicación, que haría que este medio de comunicación de éxito acaba-se en manos de una gran empresa de comunicación. Como acertadamente explica Dahl (21), una de las instituciones polí-ticas esenciales en una democracia es la existencia de

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(21) DAHL, R., La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, Madrid, 1999, p. 100.

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fuentes alternativas de información, que no se encuentren bajo el control del gobierno ni de cualquier otro grupo políti-co (en su concepción más amplia, nos permitimos añadir), que intente influir sobre los valores y las actitudes políticas públicas, y considera que estas fuentes alternativas deben estar efectivamente protegidas por la ley. La prohibición de la concentración se configura así en garantía de la existen-cia de fuentes alternativas de información.

Los efectos negativos de la concentración de medios en el ámbito de ejercicio de la libertad de expresión son inne-gables, pero entre ellos podemos destacar:

- Implica una reducción del número de medios y por tan-to afecta a la diversidad de opciones y a la pluralidad de contenidos.

- Las adquisiciones suponen casi inevitablemente que los medios adquiridos pierdan parte de su individuali-dad, porque empiezan a utilizar algunas fuentes de in-formación de la compañía compradora.

- Pueden introducirse nuevas formas de censura interna si aparecen noticias que atacan los intereses de la compañía ajenos a la comunicación.

- Predominio de la publicidad, con el consiguiente riesgo de condicionar la amplitud y el contenido de la infor-mación periodística.

- La configuración exclusiva y excluyente de la empresa periodística como estricta empresa comercial sin otro objetivo que el ánimo de lucro.

La concentración de medios tiene como principal pro-blema la reducción de voces en el mercado y por tanto una disminución del pluralismo informativo, que como ha expre-

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sado nuestro Tribunal Constitucional es básico en el correc-to ejercicio del resto de libertades. Es por ello que todas las iniciativas que se tomen en aras de una defensa de este pluralismo estarán justificadas.

Otros dos elementos también pueden incidir, quizá de forma más coyuntural, a una limitación en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión del pensamiento en el ámbito periodístico. El primero de ellos serían los condicio-namientos publicitarios. La inversión de algunas empresas en medios de comunicación es tan importante y supone una partida tan sustanciosa en su cuenta de ingresos, que en determinadas ocasiones el medio de comunicación preferi-rá silenciar cualquier noticia u opinión contraria a ese anun-ciante antes que perder su confianza. Por poner algunos ejemplos, Telefónica gastó en el año 2000 más de 39.000 millones de pesetas, AUNA 18.774 y El Corte Inglés 15.264 millones, siendo las tres empresas líderes en inversión pu-blicitaria .

El otro elemento, sin duda mucho más evanescente es la autocensura. Los profesionales de los distintos medios de comunicación son muy conscientes de la línea ideológica del medio en el que trabajan y por tanto evitan aquellas in-formaciones que pueden ser contrarias a esa línea. Muchos periodistas comentan que no es necesario que sus jefes les digan cómo deben enfocar determinado tema, porque ellos mismos conocen la tendencia informativa que se sigue en el medio sobre determinados temas.

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VI. LA INFLUENCIA GUBERNAMENTAL EN LA ACCIÓN INFORMATIVA

No obstante, el principal obstáculo a la libertad de ex-presión ha sido históricamente el Estado, quien desde di-versas posiciones ha interferido en el libre ejercicio de este derecho. Las primeras reivindicaciones de la libertad de ex-presión se hicieron contra los Gobiernos, quienes normal-mente desde posiciones totalitarias, pero también en sis-temas representativos, han intentado cercenar cualquier intento de libre manifestación del pensamiento, especial-mente si ésta era contraria a sus intereses.

El empleo de la ley como forma de control de la prensa, utilizando las armas que ofrecía el Estado de Derecho, y amparándose en la legitimidad otorgada por el sistema ins-tituido, ha sido la forma más sibilina, pero posiblemente la más efectiva, empleada en los últimos tiempos en países con una larga tradición democrática. Es por ello que lo de-fensores de la libertad de prensa en su sentido más amplio hacen suya la frase ya clásica de que la mejor ley de prensa es la que no existe.

En nuestro país, tras un periodo dictatorial en que la li-bertad de expresión en sentido pleno era una utopía (22), a pesar de los intentos por otorgar una impresión de normali-

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(22) Sobre el tema de la censura es destacable el libro SINOVA, J., La censura de prensa durante el franquismo (1936-1951), Espasa-Calpe, Madrid, 1989.

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dad que se pretendió a través de la Ley de Prensa e Impren-ta de 1966, la democracia y la consagración de la libertad que nos ocupa en el artículo 20 de la Sección I del Capítulo 2º del Título I de la Constitución de 1978 (23), así como la exi-gencia de abstención del Estado derivado de los puntos 3 y 5 del citado artículo, nos hace suponer que la intervención del Estado en el ejercicio de la libertad de expresión, y más característicamente en el derecho a emitir información, es sólo una remembranza de tiempos pasados, que en este caso no son mejores.

Mas por mucho que nos pese esta situación, podemos encontrar rasgos, si bien muy atenuados, de esta tendencia atávica del Estado a intervenir en el mundo de la prensa, bien con el objeto de condicionar la línea informativa de los medios no afines, bien con la intención de formar un grupo de prensa multimedia cercano a los postulados defendidos por el gobierno de turno.

Aunque uno de los casos más flagrantes y que ha dado lugar a una abundante doctrina es la reserva al Estado de la actividad audiovisual, que partiendo de la Ley 4/1980, de 10 de enero, del Estatuto de Radio y Televisión, convirtió en servicio público esencial la radio y la televisión reservando

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(23) Es trascendente la inclusión de la libertad de expresión en la parte dogmática de la Carta Magna, especialmente en lo referente a protec-ción (principios de preferencia y sumariedad, recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, regulación mediante ley orgánica, entre otros).

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su titularidad al Estado (24). Con independencia de la consti-tucionalidad de esta reserva exclusiva al Estado de tal acti-vidad, cuestión discutida de forma profusa por la doctrina, tal declaración implica configurar al Estado como guardián o gatekeeper de todo intento de libérrima actuación de los particulares en el ejercicio de sus derechos reconocidos en los artículos 20 y 38 de nuestra Carta Magna. Esta atribu-ción exclusiva al Estado de la actividad televisiva se ha puesto de manifiesto en las principales leyes que sobre la materia se han dictado en nuestro país.

Esta tendencia ha cambiado a raíz del proceso de libera-lización de las telecomunicaciones, que tiene su corolario en la Ley 11/98, de 24 de abril, General de Telecomunica-ciones, que en su artículo 2 establece que todos los servi-cios de telecomunicaciones serán considerados como “ser-vicios de interés económico general”.

Sobre la publicación de la actividad audiovisual es sufi-cientemente elocuente el informe del Consejo de Estado de 29 de julio de 1981 sobre el Proyecto de regulación de la te-levisión privada: “La diferencia entre la concesión y la sim-ple autorización es flagrante: en la primera, esto es en la concesión, se trata de atribuir a los particulares funciones correspondientes a la Administración pública; en la segun-da, se trata de condicionar el ejercicio del derecho, cuya ti-

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(24) Sobre esta cuestión y las diversas posturas doctrinales al efecto, me permito recomendar mi libro El servicio público de televisión ante el siglo XXI, Dykinson, Madrid, 1999.

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tularidad primaria corresponde indubitadamente al particu-lar” (25).

Es por ello, que consideramos que la principal incongruencia que reviste el monopolio en la titularidad estatal de la televisión herziana se deriva del carácter de derecho subjetivo que posee la libertad de expresión reconocida en el artículo 20.1 de nuestra Constitución (26). Así se expresa González Navarro que considera que el

_______________________________________________________ (25) El Informe del Consejo de Estado continúa con la citada argumen-

tación al considerar que “en estas circunstancias, y a la vista del artículo 20, punto 1, párrafo a) de la Constitución, no cabe otra alternativa que inclinarse por el régimen de autorización ; como hace el Proyecto”. El carácter no vinculante de los informes del Consejo de Estado se puso de manifiesto en la posterior Ley de Televisión Privada. No obstante, vemos aquí reconocida nuestra tesis, aunque la realidad legislativa se desarro-lló por muy diferentes derroteros. También es fundamental al respeto la obra El proyecto de ley de Televisión Privada del profesor Gaspar Ariño.

(26) Para LASARTE, podemos considerar derecho subjetivo ese poder que el Ordenamiento otorga o reconoce a los particulares para que satis-fagan sus propios intereses en LASARTE ÁLVAREZ, C. Principios de Dere-cho Civil, I, Madrid, 1992, 145. Por su parte RIVERO HERNÁNDEZ consi-dera que el derecho subjetivo es una situación de poder concedido por el ordenamiento jurídico a una persona que se concreta en ciertas posibili-dades de actuación específica en LACRUZ BERDEJO y otros, Parte gene-ral del Derecho Civil, 3º, Barcelona, 1984, 86. Por su parte CASTÁN defi-ne el derecho subjetivo como un poder reconocido a la persona por el Ordenamiento jurídico con significado unitario e independiente quedando al arbitrio de ella la posibilidad de su ejercicio y defensa, en CASTÁN TOBEÑAS, El concepto de derecho subjetivo, Revista de Derecho Privado, 1940, 121. También DE CASTRO definirá el concepto de derecho subjeti-vo como una determinada situación de poder concreto concedida sobre cierta realidad social a una persona (como miembro activo de la comuni-dad jurídica) y a cuyo arbitrio se confía su ejercicio y defensa, en CASTRO, F. de, La relación jurídica en el Derecho internacional privado, Revista Jurídica de Cataluña, 1933, 453.

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hecho de publicar la actividad económica de la radiodifu-sión y la televisión está menoscabando el contenido esen-cial del derecho fundamental de libre expresión recono-cido en el artículo 20 de la Constitución (27).

Si entendemos la libertad de expresión reconocida cons-titucionalmente como la posibilidad de expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones por cualquier medio de reproducción, los poderes públicos se hallan en la obligación de potenciar esta posibilidad creando las condi-ciones necesarias para ello. Así, cuando las posibilidades de actuación particular en el desarrollo de estas libertades a través de determinados medios técnicos eran casi nulas, la actuación de la Administración debía centrarse en posibili-tar esta actuación en orden a asegurar los principios de plu-ralidad, objetividad, acceso de los distintos grupos sociales, etc. No obstante, con los avances técnicos y normativos surge la eventualidad de que los sujetos privados puedan desarrollar estos derechos de carácter subjetivo por sí mis-mos, sin que el Estado tenga la obligación de proveer las medidas necesarias para ello, y sin que naturalmente inter-fiera u obstaculice el ejercicio de este derecho. Sin embar-go, la situación no se desarrolla de forma tan sencilla.

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(27) Para el citado autor, cualquier iniciativa pública que suponga un bloqueo, siquiera fuere potencial, del ejercicio de un derecho fundamen-tal es inadmisible por inconstitucional.

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Con la aprobación de la Constitución se reconoce la im-portancia de la libertad de expresión, que encuadrada en la parte dogmática de ésta aparece como una de las principa-les libertades del nuevo régimen político, especialmente si se compara con la situación política anterior. Junto a ella, la libertad de empresa reconocida en el artículo 38 de la Constitución parece articular los postulados básicos que permitan el desarrollo de diversas modalidades de actua-ción informativa, “mediante cualquier medio de reprodu-cción” realizada a través de la libre creación de empresas al efecto (28).

Pero si bien es ésta una de las muchas formas de inter-vencionismo estatal a través de la legislación, las Comuni-dades Autónomas no han sido ajenas a este intento de condicionar la actividad de los medios a través de su legis-lación. En el caso de las Comunidades históricas, la defensa de la lengua autóctona ha llevado a justificar ciertas ayudas a determinados medios de comunicación en perjuicio de otros. Las leyes a las que hacemos referencia son la Ley del Parlament catalán de 16 de octubre, la ley del Parlamento vasco de 17 de abril de 1997, y la ley del Parlamento galle-go de 19 de septiembre de 1996.

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(28) Sobre esta posibilidad de condicionar la línea informativa a través del recurso legal de la concesión administrativa es especialmente fla-grante el caso de la cadena COPE en Cataluña, cuya concesión no fue renovada aduciendo un incumplimiento de una de las cláusulas conce-sionales, pero que traslucía un intento de silenciar una de las principales voces críticas contra el gobierno catalán.

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Todas tienen como objetivo la potenciación del uso de la lengua de cada comunidad, condicionándose el otorgamien-to de la ayuda a esa premisa. La subvención más elevada es la de ley vasca que es de 198 millones (1.190.000 €), que se dividirá entre los distintos tipos de publicaciones que establece la ley (prensa diaria, semanarios, revistas infanti-les y revistas que tengan una distribución de un 25 por cien-to fuera del País Vasco. La publicación ha de estar íntegra-mente redactada en euskera. Es interesante el tratamiento que se da en la ley a las publicaciones de carácter infantil y pedagógico, que recibirán una subvención de más de 13 mi-llones de pesetas (78.131,57 €).

La orden de Cataluña tiene también un fuerte compo-nente lingüístico, ya que insiste en que el sentido de la nor-ma es la “normalización lingüística progresiva”. La orden gallega establece como requisitos para la obtención de las ayudas el uso de la lengua gallega, la tirada de ejemplares y el número de lectores y oyentes, siendo la cantidad a repar-tir por esta Comunidad de 150 millones de pesetas (901.518 €).

No hace falta insistir en lo que supone esta política des-de el punto de vista de la libertad de prensa: por un lado, la discriminación que implica esta política para el resto de pu-blicaciones, y por otro lado, la dependencia que logra que tengan los medios subvencionados de esta política de ayu-das, lo que en gran medida condiciona la libertad de actua-ción informativa. Asimismo la objeción de que cualquiera puede lograr las ayudas si se somete a las condiciones im-

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puestas por la normativa es posiblemente una de las más graves posturas, pues supone legitimar el status quo en vir-tud del cual se subordina la libertad informativa en aras de la seguridad económica.

Quizá estos sean algunos obstáculos con los que se en-cuentra la libertad de expresión en la actualidad, aunque la versión ha sido demasiado negativa en relación con la reali-dad. Exceptuando la situación del País Vasco, donde la li-bertad de expresión está siendo coartada de forma sistemá-tica bajo la aquiescencia de los poderes públicos autonómicos y municipales, así como ante la mirada hacia otro lado de muchos ciudadanos. Trataremos someramente la cuestión, pues dada la trascendencia del problema con-sidero que debería ser abordado de forma específica.

Hemos asumido que la libertad de expresión tiene una doble dimensión: privada como derecho y pública como li-bertad. Su limitación tiene dos consecuencias inmediatas. El primer aspecto nos conduce a la situación de un grupo de personas cuyo derecho fundamental a pensar lo que quie-ran y expresarlo como deseen está siendo violado de forma sistemática. Nos escandalizamos ante violaciones de dere-chos en países tercermundistas, o consideramos como héroes a periodistas que trabajan bajo un régimen de terror (como sucede en Colombia, por ejemplo), y uno de los dere-chos esenciales que conforma la personalidad del individuo no es respetado en una parte de España. Si la libertad ideo-lógica y su manifestación externa, la libertad de expresión del pensamiento, se encuentran coaccionadas, amenaza-

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das (en el sentido más real y menos metafórico), este dere-cho individual, en el que se basan gran parte del resto de derechos subjetivos (asociación, manifestación, participa-ción política) es un mero enunciado retórico.

Pero el segundo aspecto su dimensión pública, la nece-sidad de que las diversas opciones políticas e ideológicas se manifiesten como base del sistema democrático, como forma de configuración de la opinión pública, como presu-puesto del derecho al sufragio activo, quiebra irremedia-blemente.

De todo ello podemos deducir que el Estado democrático de Derecho que consagra nuestra Constitución en su primer artículo es sólo una ilusión jurídica. Mientras cualquier per-sona no pueda mostrar sus ideas de forma totalmente libre en cualquier recóndito lugar de nuestro país, sin sufrir nin-gún tipo de presión o situación que condicione esa manifes-tación, la declaración de nuestra Constitución será sólo un vano postulado.

La defensa de la libertad de expresión, que suponíamos algo trasnochada, adquiere en tales circunstancias una nueva virtualidad. De la salvaguardia que de ella hagamos depende en gran medida la salud de nuestro sistema políti-co, porque sólo desde la total independencia para manifes-tar nuestro pensamiento, desde la absoluta libertad para mostrar nuestras ideas, desde la completa autonomía en la comunicación de nuestras opiniones, podremos hablar de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político.

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La trascendencia de la actividad informativa en nuestra sociedad ya fue puesta de manifiesto por Max Weber. Decía el gran sociólogo alemán que “aunque producida en cir-cunstancias muy distintas, una obra periodística realmente buena exige al menos tanto esfuerzo como cualquier otra obra intelectual, sobre todo si se piensa que hay que reali-zarla aprisa, por encargo y para que surta efectos inmedia-tos”. Y añadía, “como lo que se recuerda es, naturalmente, la obra periodística irresponsable, a causa de sus funestas consecuencias, poca gente sabe apreciar que la responsabi-lidad del periodista es mucho mayor que la del sabio y que, por término medio, el sentido de la responsabilidad del pe-riodista honrado en nada le cede al de cualquier otro inte-lectual”. Pronunciadas estas palabras en el invierno revolu-cionario del 1919, siguen teniendo plena validez ochenta y cuatro años después.

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IDENTIDADES CULTURALES Y DERECHOS HUMANOS

Luis Núñez Ladevéze Catedrático y Director del Departamento de Periodismo de la Universidad San Pablo-CEU.

I. DEMOCRACIA

Democracia no es exactamente lo mismo que libertad, ni siquiera —al menos en algunos de los usos que se hacen de esa palabra— es siempre compatible con la libertad, la liber-tad política se entiende. Sin embargo, suelen usarse tan combinadamente ambas expresiones que muchos llegan a considerarlas sinónimas y, en cierto modo, si se perfilan con nitidez las condiciones de uso de ambas, puede decirse que se requieren recíprocamente, que no hay libertad sin demo-cracia ni hay democracia si no hay libertad.

La reflexión política de muchos siglos se ha centrado so-bre estos dos conceptos. Y no es nada improbable asegurar que la reflexión académica seguirá centrándose en este te-

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ma. Una reciente y amplísima investigación empírica dirigi-da por Inglehart (1) sobre las características y las prognosis que pueden establecerse en torno a la llamada “posmoder-nidad”, permite asegurar que hay una mayor relación inter-na entre posmodernidad y democracia que entre democra-cia y tradición. Esto significa, con suma probabilidad, que la atención sobre estos asuntos se acentuará durante el trán-sito hacia la modernización de muchos países que todavía no han accedido a la condición de sociedades industriales y también como consecuencia de los nuevos fenómenos mi-gratorios y los conflictos que la convivencia multicultural plantea en las sociedades democráticas avanzadas y, por efecto de un mimetismo desiderativo o reprobatorio, en las que no lo son.

Las últimas grandes aportaciones de entre quienes se ocupan de estos asuntos insisten en delimitar las condicio-nes sociopragmáticas en las que es posible hablar de de-mocracia en libertad. Así, pues, volviendo al principio, pare-ce que son términos en cierto modo sinónimos, puesto que se requieren entre sí. La expresión “democracia en libertad” está tan llena de sentido que se presupone como la aspira-ción al tipo de convivencia social más deseable. Pero, aun-que aparezcan tan eficazmente combinados en esa expre-sión, son, sin duda, conceptos diferentes, puesto que lo es su significado ya que uno matiza al otro. Así que trataré de analizar desde un punto de vista práctico en qué consisten

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(1) INGLEHART, R. Modernización y posmodernización. CIS. Madrid, 2000.

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la sinonimia y la diferencia. Creo que se puede llegar a es-tablecer una delimitación entre ambos teniendo en cuenta una ya lejana pero precisa sugerencia de Ortega y Gasset. “Democracia” es una palabra que responde a la pregunta de a quién corresponde legítimamente dirigir políticamente a la sociedad (2). La respuesta la dio ya Aristóteles: existe democracia cuando el pueblo se gobierna a sí mismo, ya di-rectamente en asamblea, ya —como se piensa en la actuali-dad— por medio de representantes (3).

Todavía habrá quien asegure que una auténtica demo-cracia ha de ser directa, sin mediaciones e impugne la de-mocracia representativa. Pero esto no es posible en una so-ciedad compleja como la nuestra. Que la participación democrática se realice a través de representantes y no de modo directo, es una condición de carácter pragmático de-rivada de los propias limitaciones de la acción humana. Se suele admitir que hay dos razones por las que no es posible. Ninguna de ellas implica algún tipo de reproche de carácter deontológico contra el asamblearismo. Se trata, al contrario,

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(2) ORTEGA Y GASSET, J. El espectador. En Obras completas. t.II. Ma-drid Alianza, 1983. Págs 424 y ss.

(3) ARISTÓTELES Política. Puede distinguirse, como la hace Bernard MANIM, entre “democracia (directa)” y “república representativa”, admi-tiendo que la “representación” era, al menos para sus propugnadores, un avance respecto de la “democracia original”. Cfr. Los principios del gobierno representativo. Madrid. Alianza, 1998. (Cambridge. Englanda, 1997).

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de explicaciones prácticas, derivadas de la observación del funcionamiento de la sociedad(4).

En una sociedad compleja, en la que hay división del trabajo y distribución de funciones, la democracia directa no es posible más que excepcionalmente, porque la dedicación a las cuestiones de gobierno también es una tarea compleja de naturaleza específica y de carácter funcional o cuasiprofesional. El que se ocupa de cuestiones de gobierno no puede —no tiene tiempo para— ocuparse de otra cosa; y el que se ocupa de otra cosa —por ejemplo, la albañilería, la arquitectura, la enseñanza o la medicina— no tiene tiempo para ocuparse a la vez de otras funciones es-pecíficas como son las de gobierno (5).

En segundo lugar, el proceso de división social del traba-jo lleva a la especialización cuanto más compleja es la so-ciedad, porque a la división del trabajo corresponde un cier-to grado de división del conocimiento científico-técnico, y

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(4) Cfr. STUART MILL, J. Consideraciones sobre el gobierno represen-tativo. Madrid. Alianza, 2001. (Versión C. Mellizo. Especialmente cap. 6.)

(5) MANIN, B. Id. Págs 12 y ss. ARISTÓTELES, ya aludió en La Política a la importancia de los “expertos” (1282 a 10-15). STUART MILL “En último término, nada puede ser más deseable que admitir a todos en la partici-pación del poder soberano del Estado. Pero como cuando la comunidad excede las dimensiones de una ciudad pequeña no todos pueden parti-cipar personalmente en los asuntos públicos, como no sea en mínima proporción, de ello se sigue que el modelo ideal de gobierno perfecto ha de ser el gobierno representativo” (Op. Cit., 94). La alusión a las ciudades pequeñas puede referirse a la argumentación de Aristóteles o acaso a Rousseau.

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son más necesarias —y, por ello, numerosas— las ramifica-ciones especializadas. La dedicación a tareas de adminis-tración y de gobierno requiere un cierto grado de habilidad cognoscitiva que permita dirigir la amplia base técnico-burocrática prevista en las sociedades complejas para la asistencia a esa tarea. Esa base es imprescindible en las sociedades avanzadas y la proporciona el proceso de racio-nalización burocrática al que ya se refirió Max Weber.

Así, pues, en la práctica moderna, democracia es el go-bierno del pueblo por el pueblo a través de representantes. Pero que sea el pueblo quien gobierne no garantiza que los gobernados sean libres. Si entendemos por libertad la ca-pacidad de cada ciudadano de autogobernarse, de dirigirse a sí mismo, entonces el que el pueblo gobierne democráti-camente no implica que los ciudadanos se autogobiernen dentro del grupo. Pero si la expresión autogobierno no se re-fiere al ciudadano sino al grupo, eso supondría anteponer la identidad del grupo a la de los ciudadanos (6). Mas lo que se

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(6) Como a veces indica ARISTÓTELES y ocurre, en general, en las co-munidades primitivas. Pero también en los totalitarismos modernos a partir de ROUSSEAU. Tal vez no haga justicia al sacar de contexto esta frase de HEGEL pero, en todo caso, responde al espíritu de una de las principales tendencias interpretativas poshegelianas en las que la totali-dad política se antepone a los individuos: “el poder político general exige del individuo solamente aquello que verdaderamente necesita para sí, y delimita, de este modo, las disposiciones para que lo necesario se reali-ce, entonces puede dejar lo demás a la libertad espontánea y a la propia voluntad del ciudadano, quedándole a este todavía un gran margen”. La Constitución de Alemania. Madrid, Aguilar, 1972, 23. Trad. De Dalmacio Negro. Sobre este tema véase DUMONT, Louis. Essais sur l’individualisme.

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discute como pertinente a la libertad es justamente que el individuo pueda autorregularse en la colectividad a la que pertenece y no que la colectividad pueda obligarle, ya sea limitada o ilimitadamente, como condición del gobierno del conjunto. De lo que se trata es de que la libertad del indivi-duo no sea instrumento de las exigencias del poder político coactivo. La cuestión es si tiene sentido también hablar de la libertad del grupo como conjunto o sólo de la libertad del individuo dentro del grupo. Es un asunto que se plantea con la confrontación moderna de las nacionalidades en el Esta-do. Aquí sí que entramos ya en asunto propio, porque lo que proponemos considerar es que la identidad del individuo es inequívoca y primordial, y por ello también lo es el ámbito en que puede ser delimitada o coartada esa libertad, pero la identidad del grupo es, por definición, relativa, aleatoria y discutible y, por lo mismo, también lo es el concepto de li-bertad o de autogobierno de un grupo.

En consecuencia, que los ciudadanos actúen obligados en el grupo es justamente el ejemplo que se estudia como caso de privación de libertad; incluso aunque lo hagan por decisión de la mayoría, a menos que se trate de una deci-sión unánime. Pero eso requeriría que las decisiones fueran indiscutibles o que hubiera, como en las órdenes religiosas o en el ejército, una aceptación voluntaria de la disciplina o del deber de obediencia. Para que esta situación de acep-tación voluntaria de la disciplina sea compatible con la liber-tad se requiere la contrapartida de que el individuo pueda

Une perspective anthropologique sur l’ideologie moderne. Paris. Seuil, 1991.

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separarse del grupo sin especial coste lo cual supone tam-bién que, si no cumple con la disciplina o la obediencia, pueda ser segregado, separado o excluido de la pertenencia al grupo.

En una democracia de carácter rusoniano quedaría de manifiesto la diferencia entre una condición —la democracia como proceso de adopción de decisiones conjuntas en que todos los afectados por esas decisiones participan— y otra condición, —la libertad, como capacidad de autogo-bierno del individuo dentro del grupo—. Ortega y Gasset fue sensible a esta diferencia. “Libertad” es, pues, otra cosa que “democracia”. Y si por liberalismo entendemos —valiéndonos, por no indagar mucho más, de la definición hobbesiana libertad la condición del individuo de no estar sometido a una fuerza ajena a su voluntad—, la actitud que postula la primacía del autogobierno del individuo frente al gobierno de una autoridad común, proceda ésta o no del demos, resulta entonces que democracia y liberalismo o democracia y libertad distan de ser términos sinónimos.

Ahora bien, descendiendo de nuevo de la abstracción a la discusión práctica, hay que considerar con más deteni-miento las implicaciones sociopragmáticas de la democra-cia. Desde el punto de vista práctico para que haya demo-cracia no sólo es necesario que el pueblo elija a sus representantes sino que también pueda revocarlos.(7) Si no

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(7) Stuart Mill insiste en que la fundamentación en la opinión pública no es una condición privativa de la democracia representativa ni bastan-

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se da esta segunda condición la democracia no sería más que un acto originario o constitutivo, como me parece que le ocurre a la democracia “rusoniana”, de la que no se puede asegurar que no acabe degradándose; o un acto de con-fianza reclamado por una autoridad que promueve la obe-diencia actual presentándola como una condición para al-canzar en el futuro la libertad inaccesible en la situación presente, como ocurría en la presunta democracia comunis-ta. Pero la democracia ha de ser continua, no sólo originaria ni tampoco ofertada como promesa a cambio de la subyu-gación actual. De otro modo, el gobernante acabaría impo-niendo su mandato incluso aunque el pueblo que lo eligiera quisiera prescindir de él. No basta, pues, con que haya una representatividad originaria, porque la condición del poder es tal que la supremacía del que lo posee respecto del que no lo tiene requiere que haya garantías permanentes de re-vocabilidad. Esto significa que en la práctica el pueblo no puede gobernarse a sí mismo si no puede revocar a quien le gobierna.

La revocabilidad del mandato democrático es una condi-ción sine qua non de la democracia. Y tras esta condición

te para distinguir un régimen democrático de un régimen despótico. No basta contar con el respaldo de la opinión pública, pues esa condición no la distingue de las dictaduras; ni siquiera con el de una opinión pública representativa, pues esa condición no impide que la democracia pueda convertirse en dictadura, la comentada “dictadura de la mayoría” de la que también habló Stuart Mill. Es necesario que, además, se cumpla el requisito de que esa representación pueda modificarse porque pueda modificarse la opinión que la soporta: que se den las condiciones consti-tucionales para que puedan modificarse los criterios de la opinión públi-ca.

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vienen las subsiguientes, que son las que corresponden a su desarrollo reglamentario: las reglas de revocabilidad no pueden ser infringidas por quienes gobiernan, ni en la teoría ni en la práctica. Esto no deja de ser un problema porque la tarea de garantizar la aplicación de las normas corresponde al poder político, pero no trataremos este asunto. Basta, a nuestros propósitos, consignar que, en la democracia, los mandatarios han de estar sujetos a reglas, lo cual implica, a su vez, que el mandato del gobernante ha de ser limitado, ya que de no serlo no habría garantías de que quede some-tido a las reglas que lo hacen revocable. Si no fuera un po-der limitado y sometido a reglas de derecho, el mandato se-ría prácticamente irrevocable y lo que en su origen pudo nacer como democracia se convertiría en su contrario.

Representatividad, revocabilidad, sujeción a reglas de derecho y limitación del poder son condiciones que hacen posible la democracia y en eso consiste la libertad política. Si el gobernado no tiene autonomía política no puede revo-car al gobernante, si el poder del gobernante ha de limitarse es porque se presume que la libertad del representado es anterior al poder que de su voluntad emana. Y esta presun-ción es lo que tiene principal interés. No se trata sólo de lle-gar o no a la democracia, se trata de que para asegurar cualquier tipo de convivencia democrática es preciso ante todo, como condición sine qua non de la fiabilidad del pro-ceso, que el Estado garantice la primacía de la autonomía moral de la persona frente a cualquier grupo incluido, natu-ralmente, el propio Estado. Eso significa que la identidad personal ha de prevalecer, en la teoría y en la praxis, sobre

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la identidad del grupo y que las pretensiones de absorberla, cualquiera que sea su fuente, son éticamente indeseables, por ser aquélla más consistente que ésta.

Justamente porque esto no se reconoce muchas veces así, nos enfrentamos con situaciones en las que se preten-de establecer la democracia por vías incompatibles con su normalización. Se admite que la socialización de la demo-cracia como sistema político constituye un patrón normativo para la organización política del Estado. Sin embargo, el proceso que se adopta en muchos casos para llegar a ese modelo práctico de convivencia se basa en una concepción del grupo que impide que en la práctica se pueda acceder a la democracia, porque lo que de hecho se pretende es im-poner la identidad del grupo como condición previa para es-tablecer, después, una democracia futura. Esa anteposición de la identidad del grupo a la realización de la democracia se produce porque implícita o expresamente se asume que la identidad del grupo tiene primacía sobre la identidad de las personas. Como las personas y la democracia quedan supeditadas a la previa existencia de una identidad, cuando no hay procedimiento para expresar democráticamente la presunta voluntad identitaria del grupo porque hay quienes la discuten o la cuestionan, la futura democracia queda li-gada a la confrontación entre quienes no comparten o no creen o ponen en tela de juicio esa identidad con quienes se atribuyen la condición de ser garantes de ella.

Históricamente las democracias surgieron de la forma-ción de los estados nacionales, que evolucionaron después

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a formas de estado democrático y que ahora evolucionan hacia formas supraestatales. Entonces, puede ocurrir que nos hallemos con Estados cuya identidad pueda ponerse en duda en parte o en todo por quienes presumen poseer una identidad previa grupal, tribal, étnica, cultural, lingüística, re-ligiosa, etc., dentro del Estado democrático, cuando se pro-ponen que ese tipo de identidad se configure políticamente en la forma de Estado. Para satisfacer estas pretensiones de identidad se contrapone entonces a la democracia ya constituida, la construcción de una democracia identitaria más o menos imaginariamente delimitada y, en todo caso, por constituir.

Hay que tener en cuenta entonces una distinción que ni Ortega ni Manin necesitaron. Hemos visto que, aunque con-ceptualmente democracia sea distinto de régimen de liber-tades (Ortega) y de gobierno representativo (Manin), en la práctica sólo puede haber democracia efectiva si hay una limitación del poder político coactivo y un sistema de dele-gación de ese poder del pueblo a gobernantes representati-vos. Ahora hay que añadir algo más, que el concepto de Democracia, como forma de organización del Estado, es in-diferente a la identidad de los grupos que lo componen. El que un Estado corresponda a uno o varios pueblos o identi-dades culturales es un hecho histórico, ni teórico ni prácti-co. La pretensión de que haya una correspondencia entre identidad nacional e identidad cultural (o de otro tipo) es una opción política dentro del Estado democrático, pero eso no quita que la preservación de la identidad de los grupos sea cosa distinta de la pretensión de configurar política-

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mente cada identidad bajo la forma de un Estado. La garan-tía de que las identidades parciales sobrevivan libremente (y el Estado es una entre otras posibles) depende de que el sistema de procesos, limitaciones y garantías democráticos permita a las personas identificarse o vincularse libremente con las instituciones y manifestaciones culturales de su grupo de pertenencia. Justamente lo que distingue al Esta-do democrático, en el que el poder político queda delimita-do por el derecho, es que la limitación del poder asegura que cada ciudadano pueda permanecer en su identidad so-cial de origen, convivir de acuerdo con las instituciones que definen o distinguen esa identidad o adoptar una identidad nueva. Los derechos políticos de los ciudadanos no están li-gados a una identidad previa, no proceden ni emanan de la identidad social, proceden y emanan de la condición de ciu-dadano, del hecho de que su identidad personal no está de-terminada por la del grupo.

Esta afirmación se basa en la distinción entre identidad social de la persona, identidad moral e identidad personal (8). La primera alude al enraizamiento social de la persona

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(8) Por “identidad social” entenderé el entorno de prescripciones y normas en que se fragua la personalidad: la pertenencia del individuo a uno o varios grupos identificables; por “identidad personal”, el conjunto de condiciones que permiten a un individuo considerarse un ser humano igual y diferente de los demás: individuo de una especie distinta de cual-quier otra, es decir, persona. Por “identidad moral” el ámbito en que la persona entiende su responsabilidad social. Coincide con la noción de “identidad” expuesta por Taylor: “Consideremos lo que entendemos por ‘identidad’. Se trata de ‘quién’ somos y de ‘dónde venimos’. Como tal, constituye el trasfondo en el que nuestros gustos y deseos, y opiniones y

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(en una cultura simple o sincrética, un entorno concreto, una lengua, una moral o religión) (9). La segunda, al hecho de

aspiraciones, cobran sentido. Si algunas de las cosas a las que doy más valor me son accesibles sólo en relación a la persona que amo, entonces esa persona se convierte en algo interior a mi identidad” Cfr. TAYLOR, Ch. La ética de la identidad. Barcelona. Paidós, 1994.Pág. 70. (V. O. The Canadian Broadcasting Corp. 1991).

El point por decirlo así, está en que la “personalidad social” se cons-truye o se produce en un hábitat o en un entorno a partir del cual se engendra la “identidad moral”, en conflicto o en identificación total o parcial, y es, por eso, variable y revisable por la personalidad moral. Con Taylor podría definir la “identidad moral” como la relación narrativa entre la “identidad social” y el “marco de referencia” que cada persona conci-be implícitamente o como trasfondo para dar sentido moral a su vida, a su persona: la personalidad que se construye con relación a los motivos últimos para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto en su conducta y en la ajena (Cfr. TAYLOR, Ch. Las fuentes del yo. Barcelona. Paidós, 1996. V. O. Harvard Univ. Press, 1989. Ver cap. 2). Frente a estos tipos de identidad, la “identidad personal” no se construye social ni personal-mente, se posee por ser miembro de una especie, tiene una base genéti-ca. Distingue al individuo humano como miembro de una especie, y no de un grupo dentro de ella ni como portador de un proyecto de vida, y se muestra en la capacidad potencial de adaptarse a uno u otro entorno, de hablar una u otra lengua y de concebir uno u otro proyecto. En este sen-tido, cada persona es independiente del entorno y adaptable a cualquie-ra. Mi tesis es que esta “identidad” es a la vez que “personal”, también “universal” (coextensiva con ser miembro de la especie) y que de su consideración se puede llegar a determinar el concepto de “dignidad de la persona” entendido no como “como dignidad de la persona en una cultura” sino como “dignidad de toda persona” por pertenecer a la co-munidad humana.

(9) Habría que preguntarse por qué otras adscripciones producen identidades tan leves que no son reconocidas como tales, como la per-tenencia a una empresa, a un partido político, a una profesión o la situa-ción de clase social a la que antaño se dio tanta relevancia. Este aspecto desborda nuestro propósito pero, por simplificar, cabe decir que son objetivaciones del proceso social que no forman parte de la subjetividad

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que cada persona tenga su identidad propia dentro de su grupo social y respecto de cualquier otro grupo social posi-ble. Mi punto de vista se basa en advertir que la identidad personal distingue a toda persona dentro del grupo a que pertenece y la hace distinta a todos los demás miembros distintos del grupo, y eso que la distingue dentro del grupo social de pertenencia como persona individual es lo mismo que la distingue con relación a cualquier otro grupo, allá donde vaya o se relacione. Por tanto, la identidad personal no varía por el hecho de que se adopte como término de la relación el endogrupo o el grupo extraño(10). Dicho de otro

del “mundo de la vida”. Cfr. NÚÑEZ LADEVÉZE, L. Ideología y libertad. Madrid.Noesis, 1995. Págs. 250 y ss.

(10) Charles Taylor se plantea el problema con relación a la pérdida del “marco de referencia” que da sentido a los proyectos morales personales: “Es lo que llamamos una ‘crisis de identidad’, una forma de aguda desorientación que la gente suele expresar en términos de no saber quiénes son… Una dolorosa y aterradora experiencia” (Cfr. TAYLOR, Ch. Id. pág. 43). De acuerdo. Con todo, la persona no pierde su identidad personal y puede recuperarla incluso en otro marco. El fenómeno de la “conversión”, por ejemplo, puede interpretarse como la sustitución de un marco referencial por otro. No es una experiencia impensable ni tampoco infrecuente. Alguien puede perder su orientación, el marco que ha dado sentido a su vida y si alguien le preguntara: “¿quién eres?”, podría con-testar coherentemente, “ahora no sé quién soy”, pero no podría contes-tar coherentemente: “ahora no soy nadie o no soy nada” (a menos que ese “nada” no sea existencial, sino moral, “me siento nada o vacío”. Pero una persona que “se siente nada” es una identidad recuperable, o tal vez, se pueda suicidar, lo que es una decisión personal). Por tanto, quien así contestara seguiría siendo un “alguien” atribulado por no saber res-ponder con claridad a esa pregunta, un “alguien” digno de atención como persona. La “crisis de identidad” presupone que quien la sufre posee una “identidad” que le permitiría superar la crisis. Con esto no quiero decir que la “identidad” no presuponga siempre un “marco refe-

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modo, la identidad personal es integral, y tiene valor univer-sal erga omnes, una persona es la que es, y no otra, aunque cambie de grupo. Podría decirse que un converso o un re-negado sólo parcial o metafóricamente cambian de identi-dad, pero su identidad personal permanece íntegra; la iden-tidad social es parcial y relativa. Que el grupo cambie de identidad significa que la pierde: por ejemplo, una comuni-dad de lengua o una religión dejan de ser el grupo que era. No así, sin embargo, las personas que lo componen, las cuales siguen siendo idénticas personas que antes (11).

La tesis que defiendo es que los derechos humanos uni-versales, es decir el ámbito de protección jurídica incondi-cional frente a la organización política y terceros, se basan en el reconocimiento explícito de la primacía de la identidad personal sobre la social, por eso son universales, no parcia-les y no dependen de las instituciones ni de la valoración de un grupo concreto. Esta tesis se puede expresar negativa-mente del siguiente modo: el reconocimiento político de los grupos no tiene en ningún caso primacía sobre el reconoci-miento de las personas fuera y dentro del grupo, es decir, la política de reconocimiento y las aspiraciones a la autode-terminación no tienen relación con el reconocimiento de los derechos humanos universales. En ningún supuesto, pues, la pretensión de reconocimiento o de autodeterminación de

rencial” sino que el “marco” no es el constituyente de la identidad perso-nal puesto que puede variar.

(11) Ver más adelante en la nota 27 la distinción de ROCKEFELLER en-tre “identidad primaria” o “universal” e “identidad étnica”, es correlativa con nuestra distinción entre “identidad personal” y “social”.

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una etnia o una comunidad basada en la uniformidad cultu-ral o lingüística puede legitimar el uso de la violencia políti-ca contra las personas, a menos que lo que esté en juego sea la supervivencia de las personas dentro del grupo que aspira al reconocimiento o a la autodeterminación, en cuyo caso se trata de un caso de legítima defensa de las perso-nas cuyos derechos humanos incondicionales se ven ame-nazados o agredidos por su pertenencia al grupo, pero no de un derecho humano universal del grupo en cuanto tal.

Pero cuando se parte de un concepto de identidad, im-plícito o explícito, que antepone la comunidad de pertenen-cia a la unidad de la persona (12), se recurre a métodos de

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(12) No digo que la identidad del grupo sea sólo presunta, lo presunto es suponer que para fundamentar la democracia la identidad de la per-sona ha de quedar subordinada al ethos del grupo o ser reducida a ins-trumento de una identidad social constituyente de la personal. Sobre este asunto discrepo del, por otro lado, interesante análisis crítico del liberalismo de Alfredo Cruz. Cfr. CRUZ, Alfredo. Ethos y polis. Bases para una reconstrucción de la filosofía política. Pamplona. Eunsa, 1999.

El punto de vista de Cruz se basa en presumir que siempre existe un ethos preconstituido y no susceptible de juicio crítico (ya que es ético con anterioridad al juicio de que pueda ser objeto). Cruz está pensando en situaciones políticas disueltas históricamente y, a mi modo de ver, no recuperables. Arguye que la existencia de un ethos común es condición previa de la racionalidad práctica, lo cual puede ser cierto según como se interprete. Por ejemplo, cuando Rawls argumenta a favor de un derecho de gentes piensa que es posible encontrar aspectos éticos comunes entre sistemas políticos divergentes, los que llama sociedades liberales y sociedades jerárquicas bien ordenadas. Cfr. RAWLS, J. “El derecho de gentes” en SHUTE, S. Y HURLEY, S. De los derechos humanos. Madrid. Trotta, 1998.

El problema que el liberalismo afronta y que, a mi modo de ver, las sociedades jerárquicas no pueden afrontar, es que ha de organizar la

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violencia política que van más allá de la autodefensa para pasar a convertirse en agresión terrorista. Ocurre cuando los movimientos de liberación nacional que conciben su pre-tensión de autodeterminación como un derecho humano colectivo y la identidad relativa del grupo como una especie de derecho inalienable a la soberanía, independientemente de que esa pretensión sea controvertida o no compartida y de que el sistema legal garantice el ejercicio de los dere-chos personales (13). Se puede llegar regresivamente enton-

convivencia pacífica entre comunidades cuyos ethos distintivos son incompatibles o difieren en aspectos sustantivos dentro de la organiza-ción de un mismo Estado, lo cual fue el asunto que afrontó Locke. En esas situaciones de incompatibilidad entre distintos ethos, los “derechos humanos” son efectivamente prepolíticos a lo que cualquier ethos políti-co establezca del mismo modo que también son precondiciones presu-puestas en la ficción del pacto social. (Cfr. NÚÑEZ LADEVÉZE, L. La fic-ción del pacto social. Madrid. Tecnos, 2000). Lo son en la medida en que, siendo la condición de persona humana universal e independiente del orden político concreto en que se incardine, es necesario que convi-van órdenes políticos en los que las personas son objeto de tratos in-compatibles. Por eso hay ethos criticables, como el que instituye la abla-ción o la sumisión de las mujeres. Por eso también el reconocimiento práctico de los derechos humanos puede considerarse un ethos mínimo común universal. Otra cosa es que los distintos catálogos y fundamenta-ciones de esas condiciones no sean discutibles, revisables o criticables.

(13) “El derecho a la independencia y el derecho a la autodetermina-ción operan dentro de ciertos límites que deben ser señalados de mane-ra general por el derecho de gentes. Así, ningún pueblo tiene el derecho a la autodeterminación, o a la secesión, a costa del sometimiento de otro pueblo;” (RAWLS, J. id. 60) Entre los requisitos que RAWLS enumera para considerar que una sociedad jerárquica es bien ordenada exige: “una sociedad jerárquica… (que) asegura al menos que todas las perso-nas tengan ciertos derechos mínimos… cumple un tercer requisito: res-peta los derechos humanos fundamentales” (id., 66). Enfatizo el “todas las personas” para reparar en que los “fundamentales” se predican de todos y cada uno de los miembros y no del grupo. Su interés por desvin-

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ces a concebir una forma nacional basada exclusivamente en el rasgo de “la comunidad de descendencia”, discrimi-nando a quienes no la comparten o no la consideran exclu-yente ni incompatible con formas organizativas del Estado y soslayando, en suma, que “la nación de ciudadanos en-cuentra su identidad no en rasgos comunes de tipo étnico-cultural, sino en la praxis de ciudadanos que ejercen acti-vamente sus derechos democráticos de participación y co-municación”. (14)

II. IDENTIDAD

A discutir este asunto de la primacía de la identidad de la persona sobre la del grupo dedicaré esta segunda parte de esta exposición comenzando con la referencia a un texto elegido entre muchos posibles, pero que tiene el rasgo de plantear de un modo muy radical la cuestión que me ocupa.

El profesor Jacques Derrida se expuso hace pocos años a una larga entrevista en televisión que luego fue convertida en libro. No aludiré a los pormenores, realmente interesan-tes, de las condiciones en que se hizo la entrevista, pero sí advertiré que esos requisitos la convierten en una experien-cia de muy especial interés. En ella el filósofo reflexiona so-

cular el principio de “equidad” de una doctrina liberal no modifica este aspecto.

(14) HABERMAS, J. Facticidad y validez.. Trotta. Madrid, 1998, 622 (Suhrkam Verlag. Francfort, 1992)

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bre los nuevos modos de comunicación humana, como lo es hacerlo a través de la televisión, y sobre el fenómeno de la mundialización comunicativa, lo que otros llaman la “globa-lización”.

Según Derrida lo que caracteriza a esta “mundialización” de las comunicaciones y del mercado es la perspectiva de ir progresando hacia la “universalidad”. Seré más explícito. Lo que viene a decir Derrida, situándose en la tradición kantia-na de La paz perpetua, es que actualmente se dan las con-diciones técnicas que hacen posible una comunicación uni-versal, lo que a su vez es la condición de que se consolide un “mercado universal”. Así, pues, por vez primera conta-mos con la tecnología comunicativa que hace posible la universalización, pero a la vez contamos también con el sis-tema efectivo de transferencias que han establecido, con las imperfecciones que se quiera, el mercado mundial. Y, por último, y esto es lo más importante, contamos también con los conceptos jurídicos universales adecuados para re-gular las relaciones entre personas en ese mundo global, como son los Derechos Humanos, cuyo reconocimiento constituye la base de un hipotético Derecho Universal fun-damental y universal.

Naturalmente que el Derecho no puede ser universal en todos sus aspectos. El Derecho es local, foral, nacional, es-tatal o de gentes, pero también es, en medida poco efectiva todavía, internacional y supraestatal. Que haya un derecho internacional y un derecho supraestatal como el de la Unión Europea, significa hoy la existencia de un sistema de trans-

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ferencias o de conversiones de los derechos nacionales, una comunicación interna que permita hacer exigibles de acuerdo con un ordenamiento jurídico obligaciones volunta-riamente contraídas de acuerdo con las estipulaciones de otro ordenamiento. Los derechos de autor, por ejemplo, comprometidos por las posibilidades de acceso que permite la Internet, necesitan una regulación internacional. También hay que regular qué derecho local es competente al hacer transacciones bursátiles. Todo esto es muy complejo, pero está ahí, encima de la mesa o implícito en las relaciones vir-tuales del ordenador. Pero también hay, y esto es lo que me interesa subrayar, un derecho específicamente universal que tiende a ser internacionalmente aceptado y que se re-conoce con el nombre de “Derechos humanos”. Podemos delimitarlo como el conjunto de derechos que ha de recono-cerse a toda persona por el hecho de ser persona humana. Naturalmente que los aspectos más genéricos, en el senti-do de universales, de la condición humana tienen que estar reconocidos como derechos que hay que proteger en cual-quier ordenamiento específico. Nos movemos en el ámbito del “deber ser”, no en el del “ser”, pues de hecho hay orde-namientos que no protegen ni reconocen tales derechos.

Todo esto es muy complejo, pero, justo por que lo es, hay que tratarlo incluso asumiendo el riesgo de errar como yo lo asumo ahora, pues soy consciente de que es un riesgo de-masiado probable a causa de la complejidad y de la dificul-tad del asunto. Así, pues, estamos en una situación en que la propia mundialización invita a superar las diferencias del Estado nación, o las diferencias étnicas, religiosas, y otras

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diferencias, etc., para probar el delimitar un conjunto de condiciones universales por encima de ellas, que sean apli-cables a todos los individuos humanos por el hecho de ser-lo. Quien emigra de un país a otro, ¿ha de obligársele a ex-presarse en la lengua del país que le recibe?, ¿ha de adaptarse a las costumbres de ese lugar?, ¿ha de prescindir de sus peculiaridades religiosas?, ¿en qué medida ha de renunciar a parte de su identidad cultural para adoptar otra?, pues es bien sabido “que la raza griega se ha distin-guido de los bárbaros por ser más lista y estar más exenta de necia ingenuidad”, como dice Herédoto en el libro I de sus Historias (60, 4-6).

Son preguntas de difícil respuesta que conducen, según los casos o los detalles, a unas u otras respuestas muy dife-rentes. Pero me parece, y en esto estoy con Derrida, que remiten a principios de simple formulación que están en el ambiente y que hunden sus raíces en los planteamientos kantianos de La paz perpetua e incluso anteriores, en el ius gentium y en el iusnaturalismo español. “La desidentifica-ción, la singularidad, la ruptura con la solidez identitaria, la deconexión me parecen tan necesarias como lo contrario. No quiero tener que elegir entre la identificación y la dife-renciación” (15).

Aquí tenemos, pues, dos aspectos que entran en juego en la era de la “mundialización”, cuando las culturas loca-

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(15) DERRIDA, J. Ecografías de la televisión. Eudeba , 1988; 88. (Gali-lée, INA, 1996).

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les, a través de la acción del mercado, de los fenómenos migratorios y de las incitaciones de una televisión mundiali-zada, se hacen o pueden hacerse poco a poco permeables a una forma de cultura concreta que tiende a ser dominan-te, basada en la reproducción industrial y en la facilidad de las telecomunicaciones; cuando los pueblos también co-mienzan a ser permeables porque las razas tienden a mez-clarse, las culturas tienden a confundirse, los lenguajes a traducirse; pero, sobre todo, porque a causa de las incita-ciones de la televisión y de la multiplicad de los accesos que facilita la Internet, quien desea algo que en su lugar no en-cuentra, toma el petate o la patera y va a buscarlo en otro lugar. El mundo se abre con dificultades a una Comunica-ción global, por encima de las diferencias de los lenguajes y las culturas, y es la tecnología comunicativa la que lo abre sin que ninguna fuerza humana pueda evitarlo. Desde lue-go, tampoco el Derecho puede no ya evitarla, ni siquiera re-gularla eficazmente.

Estamos en un ámbito en el que el Derecho resulta im-potente, y los políticos se quejan porque se ven incapaces de controlar esa expansión. “Cada vez será menos posible obligar a los ciudadanos a contentarse con la producción nacional, habida cuenta que desde el comienzo tienen ac-ceso por sí mismos a una producción mundial”, comenta Derrida (16). Así, pues, estamos en una zona de confluencia y de lucha entre las exigencias abstractas y tal vez más uni-versales de la mundialización, y las motivaciones arraiga-

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(16) Id., 15.

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das, ancestrales y caprichosas derivadas de la tendencia a conservar los localismos. ¿Hay un derecho a conservar esas identidades locales?

Expondré someramente mi punto de vista basado en las consideraciones precedentes: naturalmente que hay tal de-recho, pero no es un derecho incondicional, ni incontrover-tible ni un derecho humano en el sentido de universal. Hay, pues, que precisar tres cosas a fin de evitar equívocos. En primer lugar, el propio grupo puede perder toda o parte de su identidad mezclándose con otro sin que ello derive en malestar para nadie. De ello se deriva, en segundo lugar, que el derecho a preservar la identidad del grupo no es equivalente al derecho del grupo a constituirse como Esta-do. Y en tercer lugar, que es un derecho renunciable y com-patible con su contrario, cosa que no ocurre con los Dere-chos Humanos. Por tanto, en el caso de que sea fuente de conflicto, el derecho a preservar la identidad del grupo no puede situarse en el mismo nivel de los derechos universa-les que son incondicionales y han de reconocerse a todas las personas por el hecho de ser personas.

Se infiere que el principio de autodeterminación de un grupo cultural o étnico en los Estados de Derecho es hipoté-tico, condicional y controvertible, aunque quienes lo recla-man lo propongan como un principio categórico o un axioma indiscutible. Hasta qué punto lo sea o no dependerá de las condiciones concretas que definen la identidad del grupo y la situación de sujeción política en que se halle. No basta que una facción aspire a que el grupo a que pertenece se

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autodetermine para que se considere que si no se acepta su exigencia se vulnera el derecho de autodeterminación. Se salta del derecho indiscutible a que se asegure la identi-dad de quienes desean preservarla al derecho hipotético a que esa identidad se estatalice. La comunidad estatal —por llamarla de algún modo— no es, sin embargo, hipotética si-no una manifestación histórica o el término concreto de una historia tan discutible como se quiera, pero no hipotética. Hay una diferencia importante entre el modo como una hipótesis puede hacerse práctica al modo de ser de una práctica histórica. La discusión en torno a esa diferencia no puede dejar de tener en cuenta el principio del consenti-miento (17).

Pero tan lícito es aspirar políticamente a que se consulte sobre la autodeterminación de un grupo como oponerse po-líticamente a que se consulte al grupo sobre si desea o no determinarse. La oposición a que un grupo ejerza un dere-cho hipotético, como el de autodeterminación, en nada atenta a la dignidad de las personas que lo constituyen, ni a su cultura ni a su lengua (y menos a la dignidad del grupo, suponiendo que esa expresión tenga un sentido distinto del

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(17) Sobre este particular me remito a las observaciones de Manin, Op. Cit. Pg 115-8. Puntualizaré que, desde mi punto de vista, no se trata de aceptar o no la elección sino que la misma oferta de elección en condi-ciones objetivas, unida a la garantía de la revocabilidad, es el instrumen-to de manifestación del consentimiento. No aceptar el instrumento no significa que no se consiente sino que se renuncia a consentir o a disen-tir, al menos, cuando a través de la elección se puede llegar a elegir por mayoría un principio como el de autodeterminación, que la mayoría lo acepte o no es una cuestión práctica y un asunto político.

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de la dignidad de las personas que lo componen, lo que es mucho suponer) (18).

Estos corolarios se basan, según nuestro punto de vista en que la expresión “identidad” pierde gradualmente conte-nido cuando se aplica a las personas o a los grupos. Dicho más sucintamente: no es el mismo tipo de identidad la de la persona que la del grupo. Muchas veces se habla de “iden-tidad” como si los predicados a que se aplica fueran equiva-lentes. Si decimos “identidad de lengua”, “identidad de et-nias”, “identidad del grupo”, la palabra “idéntico” se refiere a que, dadas ciertas condiciones, dos muestras o ejemplos del conjunto a que puede aplicarse el predicado (las pala-bras de una “lengua”, los miembros de una “etnia”, las ma-nifestaciones de una “cultura”) son similares en algún as-pecto específico. Lo mismo podemos decir con respecto a “costumbres” o “religión”. Visto desde esta perspectiva, las exigencias dogmáticas de una religión son como demarca-ciones que definen, protegen y delimitan su identidad. Son autodefensas contra las posibilidades de confusión con otras, de fragmentación de su unidad o de disolución de sus preceptos. De aquí se deriva que los componentes del gru-po tienen derecho a excluir de él a quienes vulneran sus

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(18) Asunto importante es la deducción de un “derecho a la autode-terminación” como algo inherente al “reconocimiento” y al “respeto por una cultura”. La lectura de Taylor deja bastante clara que son cosas distintas, aunque en Canadá se llegara a la votación. Cfr. TAYLOR, Ch. El multiculturalismo y la ‘política del reconocimiento’” México, F.C.E., 1993. (ed. o. Princeton Univ. Press, Princeton, N.J., 1992.

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principios identitarios, pero también a que todo miembro de una religión puede abandonarla a voluntad.

Pues bien, las identidades étnicas, lingüísticas y cultura-les, son naturalmente relativas porque permiten fusiones, intercambios y graduaciones. Delimitar hasta dónde llega la identidad de una lengua no es asunto tan claro como pueda parecer a primera vista a quien la habla y desde luego me-nos claro que delimitar cuándo alguien es una persona dis-tinta de otra. Los lingüistas buscan pautas de discernimien-to de las diferencias internas entre una lengua y otra y los antropólogos de las especificaciones o derivaciones de una misma cultura. ¿Cuándo dos lenguas similares son distintas lenguas? No es un problema fácil de resolver. Por ejemplo: ¿es el gallego un dialecto del castellano o una lengua distin-ta, o viceversa? ¿Qué diferencias hay en el progresivo frac-cionamiento del latín?

Cuando se transfiere la pregunta a problemas étnicos entonces las cosas no dejan de complicarse todavía más: ¿cuándo predomina una raza sobre otras en una mezcla de razas?, ¿cuándo una mezcla de razas produce una nueva raza? Las identidades raciales no son tampoco claras ni es-tán naturalmente destinadas a preservarse, puesto que pueden mezclarse y confundirse no menos naturalmente. El mestizaje es la prueba de que la identidad racial es per-meable. Hablar de identidad de culturas es también hablar de una identidad relativa, condicionada y permeable. En suma, no hay identidades culturales, étnicas, lingüísticas, religiosas, absolutas e incondicionales, y no hay, por tanto,

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derechos absolutos o incondicionales a preservar o mante-ner una identidad cuando, por definición, ésta es relativa. Las identidades de grupos no sólo son compatibles sino que también son maleables y mezclables en sentidos en que no lo son las identidades personales. Una persona puede mez-clarse con otra, pero no pierde su identidad personal. Inclu-so en la mezcla más profunda, que es la sexualmente pro-creadora, el resultado no es una simbiosis de dos, sino un tercero distinto.

Más nítidas e impermeables parecen, sin embargo, las identidades dentro de la “especie”. La palabra “especie” la tomo prestada aquí de Aristóteles. Hasta el descubrimiento de la biogenética se puede decir que Aristóteles tenía la ra-zón. El evolucionismo pareció quitársela pero no acabó en el fondo de socavar el concepto aristotélico de “especie”. Per-tenecer a una cierta especie, por ejemplo “perro”, era, se-gún el Estagirita, incompatible con pertenecer a la especie “hombre”(19). No pueden comunicarse genéticamente. No había confusión entre especies, y el darwinismo no dejó de ser una hipótesis compatible con la preservación de las es-pecies, pues la evolución podía interpretarse como saltos genéticos o mutaciones graduales pero discontinuas, como recientemente se ha puesto de manifiesto desde perspecti-vas diferentes. Pero es la tecnología genética, no la evolu-ción de las especies, la que puede trastocar las irreducti-bles diferencias entre ellas.

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(19) Cfr. POLO, L. Ética. Hacia una visión moderna de los temas clási-cos. Versión Editorial. Madrid, 1996.

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Lo que quiero decir es que si hasta la identidad de espe-cie está fácticamente en discusión y con ello el concepto aristotélico de “naturaleza”, ¿en qué sentido puede hablar-se de identidad cultural o de identidad lingüística? Las cul-turas son hoy mezclas, y el fundamentalismo o el integrismo es una suerte de comunitarismo exacerbado que se alimen-ta de una identidad cultural como si mereciera el reconoci-miento, no a la diferencia o a la preservación (cultural, lin-güística, religiosa, étnica…), sino a imponerse por la fuerza a quienes la discuten o a quienes quieren segregarse de ella. El derecho a mantener la diferencia del grupo dentro de un Estado democrático no puede confundirse con una especie de derecho humano a preservar la identidad. No hay un de-recho humano del grupo a la identidad equiparable al dere-cho humano de la persona a su integridad.

La razón estriba en que el derecho humano ha de ser universal y la preservación del grupo solo afecta al grupo, el cual, por definición, no es universal, sino parcial. Afronta-mos otra vez un problema complejo: simultáneamente pre-tendemos preservar la identidad religiosa, moral, social, lin-güística o cultural del grupo, lo cual es ecológicamente considerado muy interesante, y, a la vez, asegurar la univer-salidad del derecho en tanto derecho incondicional de toda persona humana.

La universalidad del derecho sólo puede extenderse a aquellos aspectos que afectan a la universalidad humana, a aquello que ha de ser exigible respecto de todo ser humano por el mero hecho de serlo. Eso significa que si los derechos

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humanos son universales han de ser predicables de todos los individuos sin exclusión. Se aplican por tanto a la espe-cie humana como comunidad y no a las distintas comuni-dades que se agrupan en la comunidad humana. En eso consiste la “igualdad humana”. Somos iguales en la medida en que somos humanos, y diferentes en la medida en que pertenecemos a uno u otro grupo o somos personas diver-sas. Por tanto, el derecho humano no puede ser compren-dido como el derecho del grupo que agrupa a los diferentes de otros grupos, o lo que es equivalente, no hay derechos humanos de los grupos —como la absurda pretensión de que exista un derecho humano del grupo a la autodetermi-nación política: humanamente sólo la persona puede auto-determinarse y la política no es sino un precio, cuanto me-nor, mejor, que hay que pagar— y el derecho a la diferencia en tanto derecho humano (no en tanto condiciones de pre-servación) no lo es de la autodeterminación del grupo sino de los miembros que lo componen (20).

El derecho del grupo a la diferencia es también y al mis-mo tiempo el derecho de sus componentes a elegir entre di-ferenciarse o no del grupo al que pertenece. Puesto que las identidades comunitarias son relativas, el miembro de una comunidad de esa clase tiene derecho tanto a que se res-pete su adhesión a esa identidad como a que se respete su voluntad de separarse de ella, sin que eso le suponga una exclusión como ciudadano aunque quede socialmente apar-

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(20) El derecho de autodeterminación del pueblo es de naturaleza polí-tica, no humana.

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tado de su grupo. Por esta razón, de la identidad del grupo no se deriva un derecho a la soberanía sino una política de reconocimiento. El principio —no el derecho— de autodeter-minación del grupo es compatible con su contrario, el de oponerse a la autodeterminación al que queda subordina-do, y no puede lógicamente anteponerse a, ni compararse con, los derechos humanos.

Propongo, pues, que se distinga entre “identidad” de la persona (universal) y “diferencia” social relativa. Algunos arguyen que no hay identidad personal sin nutrición de dife-rencia social de algún tipo, es decir, que como la identidad de la persona no es algo abstracto hay que suponer que lo que social o culturalmente diferencia a una persona de otras es lo que personalmente le identifica, y que, en con-secuencia, anular esa diferencia equivale a anular su iden-tidad. Aceptaré que los hábitos culturales y los rasgos socia-les aprendidos en el seno del grupo identifican a sus integrantes como “miembros sociales” (21), pero no como “personas” o como “seres sociales”. Es decir, identifica a los individuos en lo mudable, modificable, permeable, rela-tivo, pasajero, etc., pero no los hace persona (22). La condi-

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(21) Considero que es un asunto ligado a la política de reconocimiento. Ya lo traté en Moral y mercado en una sociedad global. Diputación de Valencia, 1999. Cfr. ÁGUILA, R. de La senda del mal . Madrid. Taurus, 2000. Págs. 212 y ss.

(22) “La identidad étnica de una persona no constituye su identidad primaria… Todos los seres humanos son portadores de una naturaleza humana universal como personas; todos poseen igual valor desde la perspectiva democrática (y cristiana), y todas las personas, como tales, merecen igual respeto e igual oportunidad de autorrealización… una

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ción de persona y su dignidad es independiente de los re-conocimientos que el grupo exprese acerca de quiénes han de considerarse personas y hasta dónde alcanza su digni-dad.

Curiosamente esta idea de que la personalidad es un producto cultural o social es defendida en tradiciones opuestas. Por un lado, quienes adoptan el punto de vista de que la persona es una mera construcción social, están en condiciones de pensar que la identidad de la persona reside en las fuentes sociales en que se forjó su personalidad, ya que no reconocen otro principio. Sin embargo, una persona puede rechazar sus raíces, abjurar de su religión, cambiar de costumbres y adoptar otras nuevas sin que eso afecte en nada a su identidad como persona, sólo a su identidad so-cial que es, por eso mismo, relativa. Por otro lado, quienes desde el conservadurismo basan su oposición a la moder-nidad en el carácter abstracto de la universalidad aceptan de un modo u otro el punto de vista constructivista que rela-

persona tiene el derecho de exigir igual reconocimiento ante todo en primer lugar en razón de su identidad y potencial humanos universales y no principalmente sobre la base de una identidad étnica. Nuestra identi-dad universal como seres humanos es nuestra identidad primaria y es más fundamental que ninguna otra identidad particular, trátese de ciu-dadanía, sexo, raza u origen étnico. Bien puede ser que en algunas si-tuaciones la mejor manera de defender los derechos de los individuos sea invocando los derechos de todo un grupo definido… Desde la pers-pectiva democrática, ciertas culturas en particular se evalúan críticamen-te a la luz del modo en que otorgan una distinta expresión concreta a las capacidades y los valores universales”. ROCKEFELLER, Steven, C. Co-mentario (a Taylor), en TAYLOR Op. Cit., . (124-5). Me ocupé de este tema en La ficción del pacto social. Madrid, Tecnos, 2000.

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tiviza los aspectos universales de la persona. Se es perso-na, se dice, porque el individuo se formó y se compenetra con una comunidad. Hay derechos porque previamente hay instituciones que permiten reclamarlos y protegerlos. Sin institución concreta no hay derecho humano (23). Pero esto no es cierto ni en la teoría ni en la práctica. El mandato “de-jarás a tu padre y a tu madre” implica implícitamente el re-conocimiento de que las raíces son transitorias. Las fuentes del yo son culturales, pero la raíz última del yo personal trasciende la cultura y se integra en la naturaleza (24). El indi-viduo humano no es sólo un producto cultural de hábitos y normas preexistentes, es también un proyecto personal,

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(23) Sutil y brillante la crítica de Steven LUKES: “defender los derechos humanos no significa simplemente proteger a los individuos. También significa proteger las actividades y relaciones que hacen sus vidas más valiosas, actividades y relaciones que no pueden concebirse reductiva-mente como simples bienes individuales.” Estoy de acuerdo si se admite el principio regulativo de reciprocidad que enunciaría de este modo: siempre que ese hacer más valiosa su vida no impida a los demás hacer más valiosa la suya. Se trata de que el enunciado del derecho humano no es, por universal, abstracto, el hombre abstracto que no encontraba DE MAISTRE es decir, tiene rango institucional. Véase “Cinco fábulas sobre los derechos humanos” en SHUTE, S. Y HURLEY, S. Op. cit. Pg 39.

(24) Trato de distinguir entre el concepto filosófico de “naturaleza humana” y el empírico de “especie humana” solamente con el fin de no ser objeto de las críticas relativistas y comunitaristas a las teorías univer-salistas de tradición iusnaturalista o racionalista. En lugar de “razón” hablo, pues, de “lenguaje” y en lugar de “naturaleza”, hablo, pues, de género humano o de “especie”, términos que son coextensivos aunque no cointensivos con aquellos a los que sustituyen, y desprovistos de su sentido filosófico tradicional. Es bastante para el propósito argumentati-vo de estas líneas, pues ambos delimitan empíricamente la universalidad aplicable a todos y a cada uno de los seres potencialmente procreadores o como seres potencialmente hablantes.

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una voluntad capaz de influir y de modificar los sistemas normativos en que se desenvolvió.

Somos universalmente iguales sólo si se considera que cada individualidad personal se integra igualmente en la comunidad existencial de seres humanos. Creo que esto ya lo vio Kant de modo parecido aunque no lo expresó de esta manera. El sujeto del derecho a la diferencia en tanto dere-cho humano, es el individuo —la persona—, es el derecho a mantenerse adherido al grupo que se diferencia o distingue de otro grupo, es decir, es el derecho a que las identidades relativas no sean agredidas, pero eso no significa que haya derechos humanos colectivos a los que los grupos puedan apelar para evitar su mezcla o su confusión con otros gru-pos. Este es un asunto que afecta a los problemas sociales derivados de la inmigración ya que toda delimitación cultu-ral, religiosa, étnica, biológica o lingüística nos diferencia, nos agrupa, nos discrimina, nos segrega en el interior de la identidad común que se produce por la pertenencia a una misma naturaleza (25).

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(25) Este es un modo de afrontar el problema que señala Taylor cuan-do distingue dos clases de liberalismo, el universalista y el comunitario: “…dos modos de política que comparten el concepto básico de igualdad de respeto entran en conflicto. Para el uno, el principio de respeto iguali-tario exige que tratemos a las personas en una forma ciega a la diferen-cia. La intuición fundamental de que los seres humanos merecen este respeto se centra en lo que es igual en todos. Para el otro, hemos de reconocer y aun fomentar la particularidad. El reproche que el primero hace al segundo es, justamente, que viola el principio de no discrimina-ción. El reproche que el segundo hace al primero es que niega la identi-

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III. DERECHOS UNIVERSALES

Entonces, ¿no hay derechos universalmente aplicables a los grupos? Los hay si son aplicables simultáneamente a todos los grupos, pero no puede haberlos de un grupo parti-cular porque entonces no sería universal. Ni siquiera el de-recho del grupo a la supervivencia puede compararse al de-recho de la persona a sobrevivir. El derecho de autodefensa y a sobrevivir de las personas no es condicionado: toda per-sona tiene ese derecho y la comunidad política no puede someterlo a más condiciones que el de que todos tienen de-recho y, por tanto, quien lo pone en peligro o lo amenaza renuncia al suyo (por aplicación del principio de reciproci-dad en la igualdad) (26). Por eso cabe hablar de un derecho de autodefensa o de supervivencia del grupo cuando las personas son amenazadas por razón de su pertenencia o adscripción al grupo. Pero entonces no hablamos en reali-dad de la libertad de un pueblo o de un grupo, sino de la li-bertad de las personas que lo componen cuyos derechos son vulnerados en consideración al hecho de pertenecer a un pueblo o a una cultura particular.

Sin embargo, como miembros de la especie, sí estamos obligados a asegurar la supervivencia de la raza humana (porque eso nos compromete a todos y a cada uno, de aquí la importancia de la ecología). Esa responsabilidad no equi-

dad cuando constriñe a las personas para introducirlas en un molde homogéneo que no les pertenece de suyo”. (Id., 67)

(26) Este asunto puede tener interés para la justificación de la legítima defensa e incluso para una discusión sobre la pena de muerte.

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vale a que nos sintamos obligados a defender categórica-mente la supervivencia de las razas particulares, ni de las culturas, ni de las lenguas, ni de los pueblos, por deseable que sea que sobrevivan. Los derechos universales han de ser, por definición, comunes a todos los grupos, y lo que es común a todos ellos es lo que podemos llamar “naturaleza” de la especie, o sea los rasgos que se dan simultáneamente en todos sus miembros y en cada uno de ellos. Por lo de-más, si los hubiera serían incompatibles con el derecho de todo individuo a separarse de su grupo. Por tanto, el dere-cho a la diferencia comunitaria, cultural, religiosa o lingüís-tica no puede ser un derecho humano universal sino de otro tipo, un derecho hipotético, una situación histórica o una aspiración cultural o política (bien entendido que hay una di-ferencia considerable entre partir de una “situación” o un precedente histórico definido y manifestar una “aspiración” de construir una comunidad futura a partir de precedentes difusos o discutibles).

Naturalmente que hay derecho a ser diferente como grupo, a preservar un área de identidad socialmente relati-va, siempre que ese derecho a la diferencia del grupo no se convierta en instrumento de agresión de algún derecho más universal contra sus miembros, como el derecho humano propiamente dicho, el derecho de toda persona a que se respete su identidad personal básica, su vida, su concien-cia, su albedrío, su dignidad de ser humano. El derecho a la vida y a que se respete la dignidad humana personal por encima de cualquier otra pretensión, es universal porque es aplicable a todo individuo cualquiera que sea su raza, na-

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cionalidad, cultura, lenguaje o religión. El derecho a preser-var la identidad de una raza, una nacionalidad, una cultura, etc., no puede equipararse, pues, a los derechos humanos personales, que son los únicos universalizables.

¿Cómo incluir entre los derechos humanos el de la pre-servación de la identidad de un pueblo, una raza, una pecu-liaridad biológica o física, por ejemplo, la comunidad de sor-dos o una religión, si justamente lo que nos distingue como humanos es el hecho de que todos los pueblos y razas, y todos los seres por encima de sus diversidades o limi-taciones físicas, sean igualmente humanos, es decir, comu-nicables entre sí, mezclables y combinables? Porque eso es lo que, principalmente, quiere decir que poseemos una misma naturaleza. En eso consiste el aspecto universal, y no relativo, local o parcial, de la identidad sobre la que ha de basarse la universalidad del derecho: que somos comu-nicables unos con otros dentro de esa naturaleza y a partir de la individualidad personal, y no fuera de ella ni fragmen-tando esa individualidad.

Los grupos se fragmentan y se mezclan, pero no los indi-viduos ni la especie. Ese derecho a la diferencia del grupo no puede ser reconocido, por tanto, como un derecho humano universal. El derecho humano es de otra clase y se reconoce de otra forma, como el derecho personal de todo miembro de la especie a no ser separado de su pueblo, a no ser obligado a hablar una lengua distinta de la que habla, a no ser segregado de su grupo social contra su voluntad, a no ser incomunicado por el hecho de no poder expresarse,

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por alguna limitación física, en la lengua arbitraria en la que se expresan los miembros de la comunidad en que se inte-gran. No hay por tanto una comunidad religiosa, lingüística, racial, o física, como la de los ciegos o los sordos o los homosexuales, que posea el derecho a ser incondicional-mente mantenida como identidad específica de comunica-ción, como cultura particular segregada de la comunidad humana. Justamente lo que hay es el derecho contrario a que no sea aislada del conjunto al que pertenece, a que no sea menospreciada su dignidad de ser humano.

Todas esas pretensiones de asegurar las identidades re-lativas y locales, son compatibles con sus contrarios. Es igualmente defendible promover la pureza que el mestizaje, la diferencia que el cruce: si a nadie se puede obligar a hablar una lengua que no sea la suya, a nadie se puede obligar tampoco a que prescinda de ella y hable la que no lo es, como tampoco se puede obligar a nadie a mantenerse adherido a una religión o a una tradición si quiere desvincu-larse de ella (siempre que esa desvinculación no ponga en peligro otros valores sobre los que descansa el equilibrio o la paz sociales).

La comunicación entre la mezcla y el cruce de culturas forma parte del proceso de internacionalización del mundo. Las identidades culturales y lingüísticas se desarrollan en el interior de una identidad común de la especie (el término más próximo de que disponemos al concepto aristotélico de naturaleza). Ni la cultura ni la lengua forman parte de la na-turaleza humana, de lo distintivo del hombre. Lo que forma

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parte de la naturaleza social humana es la capacidad de te-ner una cultura y una lengua, la disposición genética para diferenciarnos de los que no son humanos, pero no esta cultura concreta ni esta lengua particular.

Entonces, ¿dónde está la identidad entendida, no como diferencia de grupo, sino como igualdad de todos los miem-bros de todos los grupos? La identidad va directamente, sin mediaciones, de la especie hombre al individuo humano y directamente del individuo humano a la especie hombre. Esas son las identidades básicas, incomunicables hacia el exterior: los miembros de la especie humana no se mezclan con los de otras especies para formar una especie híbrida; y también son comunicables dentro de sí: todos los individuos de la raza humana pueden mezclarse unos con otros para perpetuar la especie. Tales son, pues, las identidades pri-marias y universales, las identidades que tienen como suje-to a los derechos humanos. Las otras identidades secunda-rias, locales, comunitarias y relativas no pueden, por definición, ser sujetos de derechos humanos, porque la co-municación entre ellas puede significar mezcla, confusión, cambio.

Las identidades de los grupos son relativas, y la prueba de ello está en que las razas y los lenguajes son intertradu-cibles y comunicables. Comunicables en un sentido de co-municación distinto de cuando decimos que los individuos se comunican. Los individuos se comunican sin transferir ni perder su identidad, por eso, la identidad propiamente di-cha es la personal. Cuando una persona se comunica con

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otra no se mezcla con ella, no pierde parte de su identidad para adquirir la del interlocutor, sigue siendo ella misma. Pero eso no ocurre ni con la raza, ni con el lenguaje, ni con la tradición. La comunicación biológicamente más profunda entre individuos, que es la sexual, da lugar a otro individuo pero no a la pérdida o a la ganancia de parte de la indivi-dualidad. Ni en el coito ni en la interlocución se produce la confusión de un individuo en otro. Sin embargo, la transfe-rencia de razas o de lenguajes equivale a la confusión entre unas razas y otras dentro de una misma especie o raza que permanece idéntica a sí misma, la especie o raza humana. En cuanto al lenguaje, los lingüistas más avanzados consi-deran que hay un lenguaje universal subyacente e inexpre-sable, modos universales de organizar el contenido semán-tico, o, dicho tal vez más propiamente, universales lingüísticos que subyacen a las arbitrariedades expresivas de la significación. Así, pues, la especie y la persona son los polos no relativos de la identidad, las referencias universa-les del derecho y la comunicación humanos. Todas las de-más son referencias relativas y locales.

Y esta es la base de los llamados “derechos humanos”. No hay un “derecho humano” a la propia cultura. Eso sería un derecho cultural, pero no humano en el sentido de que infiera en la identidad del hombre. Si las culturas pueden mezclarse sin problema entonces no hay un derecho a la preservación cultural. El derecho humano es otro: el de que no se violente la voluntad del individuo a mantener o con-servar como parte de su identidad su adhesión a una co-munidad o grupo. Me explicaré: si alguien, los individuos de

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un grupo, quieren vivir de acuerdo con sus pautas de grupo, sus costumbres, normas ancestrales y hábitos, eso no se puede violentar. Pero tampoco el grupo puede violentar e impedir que un individuo deje de pertenecer a su grupo pa-ra integrarse en otro que lo acoja, ya sea Montesco, ya sea Capuleto.

Si hay derechos humanos los hay en la medida en que haya identidad humana. Y si hay identidades respecto de las cuales la identidad personal es relativa, entonces hay derechos por encima de, o a la par, con los derechos perso-nales del hombre, y la expresión derecho del hombre no puede servir como la última referencia del derecho, ya que ésta referencia incluiría el derecho de los grupos o de las comunidades en que se integra la personalidad. Pero eso implicaría que la personalidad no es más que un accidente de la comunidad, y que la conciencia individual es un epife-nómeno de una conciencia colectiva o un mero producto social (27). Tendríamos que pensar que los derechos de la cultura o los derechos de la raza son superiores, como de-

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(27) Como dice Inglehart: “rechazamos la noción de que la construc-ción cultural es el único factor que configura la experiencia humana. Hay también una realidad objetiva ahí fuera, que se relaciona tanto con las relaciones sociales como con la ciencia natural. La realidad externa es crucial cuando se llega al recurso político último, es decir, la violencia: cuando usted dispara a alguien, esa persona muere al margen de que crea o no en las balas” (Op. cit. pág 14). Para una crítica ontológica del “constructivismo social” véase SEARLE, J. La construcción de la realidad social. Barcelona. Paidós, 1997. (v. o. Nueva York. Simon-Schuster 1995.)

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cía Gobineau e implícitamente dicen los fanáticos integris-tas y los nacionalistas identitarios, aunque no siempre lo hagan expresamente, porque lo que expresamente hacen es identificar los derechos parciales y, por definición, no universales del grupo, o de la lengua o los culturales, con los humanos. Pero esa identificación es, a mi parecer, in-sostenible.

En conclusión: justamente porque hay intercambio cultu-ral y traducción lingüística cabe proteger el derecho de la persona, de cada persona, a conservar su diferencia en el seno del grupo o a expresar su diferencia adhiriéndose a la comunidad a la que pertenece. Pero nadie está obligado a pertenecer a una comunidad contra su voluntad. Por eso, la protección de una cultura o de una raza sólo es necesaria en tanto en cuanto se preserven, es decir, se satisfagan y se cumplan los derechos del hombre que son los que se de-rivan de la relación entre individuo personal y especie, los que se deducen de la comprobación de que un individuo es, ante todo, miembro de la especie hombre y no de ninguna otra (cosa que, dicho sea de paso, quienes defienden o equiparan los derechos de los animales a los del hombre ponen tal vez sin pensarlo en duda.)

Uno puede estar orgulloso de pertenecer a una raza o una cultura, pero su dignidad de hombre no procede de su pertenencia a esa raza o a esa cultura, sino del hecho de poder sentir y comunicarse, pensar y relacionarse como ser humano con otros seres humanos, cualquiera que sea su raza, su lengua, su aspecto físico o su cultura. Si ese orgullo

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de pertenencia a una comunidad se transforma en instru-mento de incomunicación, o de justificación para conculcar los derechos humanos de quienes se oponen o lo discuten, se transforma en fanatismo y deriva en actitudes totalitarias y belicosas.

La comunidad de la especie humana ha sido hasta hoy infranqueable. Ahora, con la evolución de la genética, podría dejar de serlo. Volvemos, pues, a conectar con el problema que ya vimos que plantea la genética actual al poder que-brantar, gracias a la ciencia aplicada, la identidad de la es-pecie. Esta posibilidad fáctica no tiene, a mi juicio, una co-rrespondencia moral. Justamente si hay algún derecho humano, es decir, un derecho que corresponda a todo hom-bre por el hecho de serlo y que, a la vez, pueda tener un sujeto colectivo de modo que debiera protegerse erga omnes a la misma altura que se reconoce y se protegen los derechos individuales de cada persona, es el que afecte a la identidad o a la integridad de la raza humana. Resulta sor-prendente tanta preocupación por la conservación de las di-ferencias culturales y étnicas cuando lo que actualmente comienza a ser posible es la consolidación de diferencias hereditarias mediante la manipulación genética y, con ello, la posibilidad de perpetuar genéticamente cualidades que aseguren la superioridad física y biológica de unas estirpes sobre otras.(28)

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(28) Cfr. HABERMAS, J (2002) El futuro de la naturaleza humana. Barcelona. Paidós

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En suma, las identidades culturales, comunitarias, étni-cas, no son universales, sino parciales. Estas son identida-des relativas secundarias o terciarias que se producen en el interior de una identidad primaria o propia, que es la de la pertenencia del individuo humano a su especie. Lo propio de la comunicación humana sería procurar ampliar esos aspectos parciales y no recluirse en ellos, como si fueran re-fugios o guaridas donde alimentar la propia segregación. Pero en la actualidad, época equívoca en que el universa-lismo trata de expresarse como relativismo, ya sea de ma-nos del comunitarismo como del agnosticismo, comienzan a florecer, paradójicamente contradiciendo la misma aspira-ción de universalidad, identidades relativas que pretenden alzarse como expresiones absolutas, hasta el punto de que reclaman ser objetos de protección directa de los derechos universales, que son los únicos derechos humanos dignos de ese nombre. Nacionalismos excluyentes, idiosincrasias que elevan el derecho a la diferencia del grupo social por encima de la universalidad que iguala unos hombres con otros, como las comunidades gay o las feministas, o tal vez, ¿por qué no?, la de cojos, la de sordos o la de los mancos, comunidades religiosas movidas por el fanatismo que obli-gan a sus miembros a adherirse a ellas contra su voluntad, así las sectas y las teocracias, y los nacionalismos fanáticos que acaban directamente comprendiendo o indirectamente justificando el terror como instrumento de acción política, es decir, equiparando conceptualmente el hipotético dere-cho de un pueblo a autodeterminarse como Estado segre-gándose de un Estado ya constituido, a los derechos huma-nos de quienes rechazan ese punto de vista.

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Por eso, ese tipo de orgullo de pertenencia a una comu-nidad segregada es un fenómeno gregario, un repliegue a las limitaciones de la propia diferencia, una actitud exclu-yente que pretende elevar a la categoría de derecho huma-no la pertenencia excluyente a una identidad particular ge-neralmente hipotética. “Yo sé el número de las arenas y la dimensión de los mares, yo comprendo al mudo y oigo al que no habla”, contesta la Pitia del templo de Delfos a las preguntas de Creso (Herodoto, Historias, 47,10-12).

Pero en nuestra época de la “globalización” hay quienes olvidan esas verdades directas que ya habían florecido en el albor de nuestra cultura, la única que se concibió con crite-rios de universalidad, o quienes trastocan las obvias jerar-quías que distinguen entre la naturaleza del hombre, sus agrupaciones diversas más o menos arbitrarias y la identi-dad personal. Algunos argumentan, incluso sirviéndose de Aristóteles o de Espinosa, que el bien del conjunto está por encima del individual. Mas por no haber reflexionado ade-cuadamente sobre el sentido de la noción de identidad, no se detienen a considerar que el grupo más homogéneo es la especie humana, ni en que lo que hay de universal y de co-mún en todos los miembros de la especie sólo puede estar reproducido en cada uno de los individuos, en las personas. No se trata, pues, del “hombre abstracto” que Joseph de Maistre pretendía buscar para poder decir que no había modo de encontrarlo, se trata del hombre natural, del miembro de una especie que encontramos todos los días al relacionarnos con cualquier persona.

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Me referiré, para terminar, a algunos aspectos concretos de estas distinciones. La primera manifestación comunica-tiva del hombre es la lengua y la primera manifestación de identidad cultural, la pertenencia a una familia. La tribu es algo más que la familia. Antropológicamente, según Mauss, la tribu es el universo conocido de los míos o los nuestros, frente a los extraños o los ajenos (29). Pero la familia misma procede de la organización del intercambio. Levi Strauss se refiere a la prohibición universal del incesto como a una cláusula restrictiva del intercambio inter nos que facilita el intercambio inter alia. Así, pues, en la célula más primaria e identitaria —si se quiere decir así—, en la comunidad fami-liar, ya hay una presencia del otro, del alienum, del extraño. El rapto de las sabinas es una violación de derechos no porque facilite el intercambio sino porque violenta la liber-tad de las raptadas. Herodoto lo advierte cuando comenta el rapto de Elena, que dio origen a la guerra de Troya (30).

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(29) “El orgullo con que hablan de su tribu… Un hombre de una tribu ve a los miembros de otra tribu como un grupo indiferenciado, con respecto al cual tiene una norma indiferenciada de comportamiento, mientras que se ve a sí mismo como miembro de un segmento de su propia tribu… El sentimiento tribal descansa tanto en la oposición a otras tribus como en un nombre común, en un territorio común, en la acción común en la guerra y en la estructura de linaje común de una clan dominante… Una tribu es el mayor grupo cuyos miembros consideran su deber unirse para emprender incursiones guerreras y acciones defensivas”. E.E. Evans-Pritchard. Los nuer. Barcelona. Anagrama, 1977; 136-7. (Oxford, 1940).

(30) Dice Herodoto que “es evidente que, si ellas no quisieran, no serí-an raptadas” (Lib. I, 4, 12). De la afirmación lo que importa no es si, de hecho, quisieron o no, sino el principio: si quisieron, no hay rapto.

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Junto a la familia está la lengua. Los lingüistas hablan de “comunidades de lengua”, ciertamente, del mismo modo en que antes he hablado de “comunidad familiar”. Pero hay una importante diferencia entre la comunidad de lengua y la familiar. Ésta es una comunidad real, la otra es virtual. La lengua es el instrumento principal de comunicación entre humanos porque, como ya vio Aristóteles y repitieron las in-teligencias más agudas de la humanidad desde Descartes a Wittgenstein, tiene carácter distintivo. El lenguaje es la ma-nifestación más inmediatamente diferencial de lo humano, el instrumento que facilita y permite el intercambio de co-nocimientos y la división del trabajo en que se basa la orga-nización social. En esa medida, la lengua, que es virtual-mente el enlace entre la identidad de la especie y la individual, es el instrumento que nos permite expresar nuestra pertenencia como individuos a una especie. En ese sentido podemos decir que todas y cada una de las lenguas son vehículos imprescindibles de realización de la identidad del individuo. Pero las lenguas sólo generan comunidades virtuales de comunicación. Y como el hablar o no una len-gua es una cuestión de hecho y no de derecho, es también ridículo y forma parte de la patología humana hacer de la arbitrariedad virtual de la lengua una cuestión de naturaleza o de derecho a la identidad personal, porque no lo es. La confusión entre naturaleza y cultura, confusión que se refie-re al tipo y al carácter de la identidad, es especialmente pa-tógena cuando se centra en la lengua. Simular que no se entiende lo que se entiende, como se ha llegado a ver en alardes de defensa de una lengua que no es agredida sino

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respetada, es una mentira, una falsedad como cualquier otra, pero es signo, además, de una obcecación patológica.

En la actualidad, esa integración no es una tarea tan di-fícil como pueda parecer a primera vista, pues el mundo de las comunicaciones comienza a florecer en especies de co-munidades virtuales, de personas que, ante todo son per-sonas, que hablan sin hablar y oyen sin oír a través de la red de Internet, porque, como dijo una vez cierto amigo mío sor-do, y le tomo la palabra: “en Internet todo el mundo habla con sus manos y escucha con sus ojos”. Y, hoy por hoy, los sordos tienen manos y tienen ojos. No necesitan nada más para hablar y en eso no se diferencian en nada de los de-más cuando se comunican por la red.

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LOS NUEVOS CONDICIONAMIENTOS DE LAS LIBERTADES DEMOCRÁTICAS EN EL SIGLO XXI

Edurne Uriarte Catedrática de Ciencia Políticas de la Universidad del País Vasco.

La libertad de expresión, la libertad de voto o la libertad de asociación son instituciones centrales de las democra-cias. Sin ellas, la democracia no existe o no es una demo-cracia auténtica. Y, en buena medida, la gran transforma-ción del siglo XX ha sido la consecución de esas libertades para un amplio número de países del mundo, casi la mitad hacia el final de ese siglo.

El siglo XX ha conquistado la democracia en lucha con las fuerzas del pasado, renuentes a la extensión del libera-lismo. Y, a pesar de que los fascismos obtuvieron una im-portante participación de las masas, el siglo XX ha centrado su preocupación por los ataques a la democracia o por la limitación de las libertades en los grandes poderes econó-micos, militares, políticos y también culturales.

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Cuando hemos iniciado el siglo XXI, el mundo occidental asiste al desarrollo de nuevos peligros para la democracia, de nuevos ataques a las libertades que no vienen de los grandes poderes del pasado, sino de la sociedad civil o de los ciudadanos que han gozado de amplias libertades y que, sin embargo, desean destruir o desvirtuar las democracias desde dentro. La experiencia del terrorismo, con el caso es-pecial del entramado ETA-Batasuna para los españoles, o la experiencia de la creciente extrema derecha en una buena parte de los países europeos, alertan de unos nuevos peli-gros para la democracia y para las libertades que no pue-den ser analizados ni afrontados con los esquemas del pa-sado.

Si la profundización de la democracia en el siglo XX se basaba en un fortalecimiento de los mecanismos de partici-pación de todos los ciudadanos o en una auténtica realiza-ción del gobierno del pueblo, la profundización de la demo-cracia en el siglo XXI debe encontrar nuevos mecanismos para proteger a los ciudadanos de los individuos, grupos y movimientos que, desarrollados en el seno mismo de las democracias, utilizan sus instituciones para limitar las liber-tades democráticas o para acabar con ellas.

En definitiva, los límites a las libertades democráticas ya no provienen tanto en los países democráticos de los pode-res económicos, políticos o culturales, sino más bien de grupos y movimientos de la misma sociedad civil. El terro-rismo, y ETA-Batasuna es un claro ejemplo, ataca a los ciu-dadanos desde la misma sociedad civil. Y la extrema dere-

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cha cuestiona la democracia también desde un movimiento popular. No surge del Estado, o del poder económico, sino de los estratos populares de la sociedad. En este contexto, para garantizar las libertades democráticas, no es suficiente seguir profundizando en la democracia participativa que ha perseguido el siglo XX. Es preciso también desarrollar una democracia fuerte capaz de defenderse a sí misma y a sus ciudadanos de los ataques que provienen de su mismo se-no y de esos mismos ciudadanos.

I. LAS PREOCUPACIONES DE LAS DEMOCRACIAS EN EL SIGLO XX

La democracia es un ideal y es un sistema político. Como ideal, la democracia define la posibilidad de la máxima igualdad política, del reparto equilibrado de la capacidad de influencia en las decisiones políticas, de una ciudadanía in-formada, activa y crítica. Como ideal, la democracia define un concepto que ha adquirido ciertas cualidades de sagrado y que se refiere a una sociedad en la que los ciudadanos han tenido la oportunidad de desarrollar su máxima poten-cialidad política.

Como sistema político, la democracia se refiere a un modo específico de organización política en el que los ciu-dadanos eligen y controlan a quienes han de gobernarles. Se trata de un sistema político en el que están garantizadas varias instituciones políticas que, en palabras de Robert Dahl, son las siguientes: 1) cargos públicos electos, 2) elec-

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ciones libres, imparciales y frecuentes, 3) libertad de expre-sión, 4) fuentes de información alternativas, 5) autonomía de las asociaciones, y, 6) ciudadanía inclusiva (1).

Tanto en lo que se refiere a su condición de ideal como a su carácter de sistema político, las preocupaciones en torno a la democracia se han centrado fundamentalmente a lo largo del siglo XX en los peligros y en las limitaciones prove-nientes de los grandes poderes, tanto el poder económico como el poder mismo de las élites políticas, que se hacían con el control de las instituciones políticas y tendían a recor-tar las libertades y derechos de los ciudadanos. Frente a los peligros de los grandes poderes, la democracia se ha consi-derado la conquista por parte de los ciudadanos, del pue-blo, de espacios de decisión y poder.

Ciertamente, la concepción de la democracia como con-quista del poder de decisión por parte de los ciudadanos frente a los grandes poderes se debe, en primer lugar, a la esencia misma de la democracia liberal. Porque la demo-cracia liberal se distingue de sistemas políticos anteriores, no sólo en el hecho de que la soberanía reside en el pueblo, sino también porque el pueblo tiene mecanismos eficaces de participación en las decisiones políticas.

Es la significación histórica misma de la democracia en relación con sistemas políticos anteriores lo que explica, en

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(1) DAHL, Robert, La democracia, Taurus, 1999

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segundo lugar, la reflexión democrática orientada hacia los peligros de los grandes poderes. Pero, junto a las causas históricas, el desarrollo del socialismo y la reivindicación de la igualdad económica como anterior incluso a la igualdad política, orienta también la reflexión en torno a las demo-cracias hacia los peligros de los grandes poderes, en este caso, el poder económico. En tercer lugar, y en la medida en que el Estado adquiere unas enormes dimensiones, muy especialmente a partir del desarrollo del Estado del Bienes-tar, surgen otro tipo de críticas a las limitaciones de las li-bertades y a los peligros de las democracias desde los es-tados o las élites políticas demasiado poderosas.

Las tres causas apuntadas explican que las reflexiones sobre los peligros para las democracias o las reflexiones sobre los condicionamientos o las limitaciones de las liber-tades democráticas, hayan concebido la democracia como un sistema político que debe centrarse principalmente en la ampliación de todo tipo de libertades y derechos para los individuos frente a las tentaciones de los poderosos de res-tringir esas libertades. En este sentido, el debate en torno a la democracia en el siglo XX ha sido fundamentalmente un debate en torno a la necesidad y a la manera de ampliar to-das las libertades de los individuos y restringir la capacidad de los más poderosos, incluido el propio Estado, de coartar o limitar esas libertades.

En primer lugar, y en relación con la significación históri-ca de la democracia respecto a sistemas políticos anterio-res, el hecho de que la democracia sea un sistema político

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joven y, además, tan sólo se haya extendido a una parte del mundo, ha determinado la orientación de las reflexiones democráticas hacia la necesidad de extensión de las liber-tades a otros lugares del mundo. Es importante recordar que la democracia es muy joven. Su juventud se refleja en los primeros sufragios universales implantados en el mun-do. El primer país en instaurar el sufragio universal, Nueva Zelanda, lo hizo en 1893, pero es el único país con un su-fragio universal anterior a 1900. Todos los demás países, y no muchos en las primeras décadas, instauran sus sufra-gios universales a partir de 1900, siendo Australia quien inaugura el sufragio universal en el siglo XX, en 1901.

Pero, además de joven, la democracia es comparativa-mente débil como sistema político en el mundo. Según Arend Lijphart, y a partir de datos de la Freedom House, en 1996 no llegaban al 50% los países democráticos en el mundo. Entre los países de más de 250.000 habitantes, Lijphart señala que en 1996 había 36 democracias con 19 años de antigüedad, a los que en 1996 había que sumar otras 25 democracias más jóvenes (2).

Son estos rasgos de juventud y de debilidad relativa en el conjunto del mundo los que han determinado que el pro-blema básico de la democracia en el siglo pasado haya sido el de la manera de consolidar, por un lado, unas democra-cias nacientes, y, por otro lado, extender el sistema demo-crático a esa mayor parte del mundo no democratizada aún.

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(2) LIJPHART, Arend, Modelos de democracia, Ariel, 2000

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El problema para los demócratas en el siglo XX era conse-guir libertad de expresión, libertad de voto, de asociación, o medios de comunicación plurales. Y cuando se conseguían, al menos formalmente, el problema era garantizar las con-diciones para que fueran efectivas.

Izquierda y derecha, socialdemócratas, liberales, demó-cratacristianos y conservadores, coincidieron en la preocupación por la consolidación de las instituciones básicas de la democracia, en la centralidad de la extensión de las libertades. Las diferencias entre unos y otros, y, sobre todo, entre la izquierda y la derecha, se basaban en el concepto de igualdad de la izquierda y en la idea acerca de lo que las instituciones políticas podían y debían hacer para conseguir esa igualdad.

La centralidad de la igualdad para la izquierda y la pers-pectiva marxista que ha determinado a la izquierda hasta muy recientemente impulsaron otro de los grandes debates del siglo XX en relación con la democracia, el debate en tor-no a las relaciones entre igualdad económica e igualdad po-lítica. Porque la democracia garantiza la igualdad política, pero la izquierda ha denunciado a lo largo del siglo pasado que la igualdad política no era auténtica en la medida en que no había igualdad económica. Porque no todos partían de las mismas condiciones para adquirir los conocimientos y la información necesarias, es decir, para convertirse en ciudadanos en igualdad de posibilidades de actuación so-bre la política. La idea de igualdad económica apuntaba también hacia las élites políticas como producto de las cla-

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ses más privilegiadas y denunciaba que el poder del pueblo no era tal en la medida en que el poder recaía en la práctica en unas minorías privilegiadas.

La idea de igualdad económica junto a las teorías sobre las élites privilegiadas y acaparadoras de poder, tanto las económicas como las políticas y culturales, han influido en buena medida en el desarrollo de las tesis de la democracia radical, es decir, de la necesidad de profundizar la demo-cracia a través de una participación mucho más intensa de todos los ciudadanos en todas las decisiones. Muchas de estas reflexiones han destacado la idea de que la democra-cia es tan sólo formal, es decir, que, en la práctica, no hay un control efectivo de los ciudadanos sobre las institucio-nes, o que son las élites las que en realidad gobiernan. Esta idea ha estado y está conectada, además, con la idea o la utopía de la democracia directa impulsada clásicamente por Jean Jacques Rousseau. La democracia sólo sería auténti-ca, en este sentido, en la medida en que todos los ciudada-nos pudieran participar en la toma de cada una de las de-cisiones.

Las tesis marxistas sobre la desigualdad de clases y la artificialidad de un sistema político organizado sobre esa desigualdad, junto al ideal de la democracia directa, han confluido en buena medida en muchas de las críticas a la democracia en el siglo pasado. Y, en la práctica, si bien desde perspectivas diferentes, han destacado la necesidad de profundizar la democracia, con su extensión efectiva a todos los ciudadanos, es decir, con más poder para los ciu-

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dadanos, y menos poder para las élites o para el Estado, lo que, en relación con la cuestión que me ocupa en estas pá-ginas, significa una profundización de las libertades y de los derechos individuales respecto a las tentaciones de restrin-girlos de las élites.

Por otro lado, el problema de la desigualdad económica, o la incapacidad de un mercado autorregulado para asegu-rar la estabilidad económica, impulsaron el desarrollo del Estado del Bienestar, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Se ha señalado en numerosas ocasiones que el impulso al Estado del Bienestar provino tanto de la socialdemocracia como del liberalismo y del conservadu-rismo o de la democracia cristiana, y este impulso conjunto tiene su reflejo en la actualidad en el hecho de que, a pesar de los debates sobre las adecuadas dimensiones del Esta-do o sobre los límites de su responsabilidad, lo cierto es que todas estas fuerzas políticas mantienen las estructuras bá-sicas del Estado del Bienestar.

Pero el Estado del Bienestar supuso un aumento enorme de las dimensiones del Estado, y esto provocó, a su vez, el desarrollo de una corriente política e intelectual que se ha denominado neoliberalismo y que ha propugnado una re-ducción del volumen del Estado. El neoliberalismo piensa que hay que dar un nuevo protagonismo a la sociedad civil, sean los individuos o sea las empresas, es decir, que el Es-tado es demasiado grande y produce efectos perversos en el mercado y en las libertades. Porque este Estado enorme coartaría el impulso de la iniciativa individual e incluso res-

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tringiría lo que debe ser el campo amplio y plenamente ga-rantizado de las libertades individuales.

El neoliberalismo y sus denuncias del exceso de poder de los estados coinciden, además, en algunos de sus plan-teamientos con los teóricos de la democracia radical. Por-que también estos últimos, si bien desde lecturas diferen-tes, denuncian el exceso de poder del Estado o de las élites políticas y propugnan un adelgazamiento del Estado y un re-forzamiento de la sociedad civil.

En definitiva, y desde ángulos y problemas muy diferen-tes, la lectura que el siglo XX hace de la democracia es la de los peligros que desde los grandes poderes pueden coartar las libertades o acabar con la misma democracia, tanto los poderes conectados con el pasado o con la nostalgia de sis-temas no liberales, como los poderes económicos interesa-dos en el aumento de sus privilegios, o los poderes políticos con tentaciones de acaparar y utilizar para sus intereses los mecanismos del Estado.

II. LOS NUEVOS PELIGROS PARA LA DEMOCRACIA

Si el siglo XX miraba hacia los grandes poderes como fuentes de peligro para las libertades democráticas, creo que el siglo XXI debe también mirar hacia los ciudadanos o hacia los movimientos populares como fuentes de otros pe-ligros para las democracias. Porque, aunque esos nuevos

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peligros no son auténticamente novedosos en su totalidad, sí se producen en un contexto diferente que invita a consi-derarlos desde otros ángulos.

Los peligros a los que me refiero son el terrorismo, por un lado, y los movimientos populistas de extrema derecha y de extrema izquierda, por otro lado. El terrorismo, en su sentido de violencia utilizada con objetivos políticos contra el Estado o contra otros ciudadanos existe desde hace tiempo, de la misma forma que los populismos de extrema izquierda y de extrema derecha. Lo novedoso de ambos fe-nómenos es el contexto en el que ahora se producen o per-viven, que es el contexto de sociedades con democracias asentadas y con economías estables. Por lo tanto, cuestio-nan la democracia desde situaciones de pleno desarrollo de las libertades democráticas, y por eso el peligro que supo-nen para las democracias debe ser valorado desde esta nueva perspectiva y debe llevar a una reconsideración de los mecanismos de defensa de las libertades y derechos fundamentales.

La existencia de un nuevo contexto es esencial para en- tender esta problemática, porque también el siglo XX asis- tió a la participación de las masas en los totalitarismos, enlos asesinatos masivos, en la justificación de la persecución,en el racismo. Pero las barbaries del siglo XX se producían en una época de desarrollo de las democracias, en la que la democracia era todavía una realidad frágil que tenía mu-

chas más promesas y futuro que presente y pasado. Y, en el fondo, se tendía a pensar que una profundización de las

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democracias impediría en el futuro el surgimiento de nue-vos movimientos antidemocráticos y totalitarios.

El fenómeno terrorista en España, su naturaleza y su evolución en el contexto de la democracia, exponen con cla-ridad este proceso. Porque ETA surge en el franquismo, en el contexto de una dictadura, y se tiende a entender en esa época que ETA representa un movimiento popular de lucha contra una dictadura. En ese contexto, ETA es violencia, pe-ro se interpreta desde muchos sectores como una violencia de resistencia frente a un poder no democrático. En ese sentido, se le otorga un grado notable de legitimidad porque su violencia se entiende como un derecho de resistencia o rebeldía de la sociedad contra el Estado que no quiere otor-gar el poder al pueblo.

ETA encaja, en este planteamiento, en la lectura clásica de una democracia secuestrada por las élites o por el Esta-do, y de una sociedad que debe defenderse de ese Estado o de esas élites. ETA se enfrenta al Estado, y aunque su vio-lencia no es compartida por muchos, encuentra, a pesar de todos, un grado notable de justificación última o de legiti-mación.

Pero ETA pervive en la democracia y demuestra su natu-raleza antidemocrática y su vocación totalitaria. La organi-zación terrorista que decía haber nacido para combatir la dictadura y para lograr las libertades, eso sí, para el “pueblo vasco”, no para los ciudadanos en general, se mantiene vi-va y activa en la democracia porque se niega a reconocer

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esa democracia. Para ETA, la democracia y la dictadura son la misma cosa, porque oprimen igualmente a su idea de pueblo vasco. Y esto se refleja, ya no sólo en una continua-ción de los atentados terroristas, sino en su recrudecimien-to, de tal forma que la ETA de la democracia se hace mucho más sanguinaria que la ETA de la dictadura.

Sin embargo, esto que es obvio por la realidad misma de los asesinatos, no acaba de ser interiorizado por la sociedad española durante bastante tiempo. Durante algunos años, la idea de la democracia acosada por los grandes poderes, o por el Estado, pervive todavía en la cultura política de los españoles. Y se tiende a pensar que, en último extremo, ETA es, al fin y al cabo, el producto de los abusos del poder en su sentido más clásico. ETA contribuye al mantenimiento de esta percepción, no sólo con su discurso clásico en torno al “Estado opresor”, sino también con unos asesinatos selecti-vos dirigidos contra “los representantes del Estado”, es de-cir, contra los políticos, los policías o los militares, y, en me-nor medida, miembros de la judicatura y otros cuerpos de la administración.

Tan sólo muy lentamente, y después de muchos años de asesinatos, comienza a trasformarse significativamente la percepción de los españoles en torno al terrorismo. Y esta trasformación no sólo se debe a la pervivencia misma del terrorismo en el marco de una democracia consolidada. Se debe también a la extensión de los ataques terroristas

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hacia otros sectores de la sociedad. Tal como he explicado en otro lugar (3), la implicación de la sociedad civil en la con-testación, el combate o la resistencia al terrorismo se pro-duce fundamentalmente cuando esa sociedad civil se sien-te objetivo del terrorismo, y eso tiene lugar en España a partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Es decir, los ciudadanos perciben en toda su plenitud que el terrorismo ataca a la sociedad y a la democracia cuando se sienten potenciales objetivos. Es en ese momen-to cuando las auténticas dimensiones del peligro para la democracia del terrorismo comienzan a hacerse claras. Hasta entonces, el terrorismo era sobre todo un problema para el Estado, o una responsabilidad del Estado, y no tanto una responsabilidad de la sociedad.

Probablemente, se podrían buscar ciertos paralelismos entre esa nueva percepción de la sociedad española sobre el terrorismo con los cambios en Estados Unidos, y en cierto modo en el resto de países occidentales, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Porque hasta esos atenta-dos, tanto en Estados Unidos como en otros países demo-cráticos, había una concepción bastante desarrollada de que los terrorismos, o bien eran producto de situaciones de injusticia, o bien eran un problema de sociedades democrá-ticas que no habían sabido dar la satisfacción adecuada a determinados grupos sociales. Dicho de otra forma, el terro-

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(3) URIARTE, Edurne, La sociedad civil contra ETA, Claves, nº 111, abril, 2001

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rismo era un problema de democracias no tan perfecciona-das como la de Estados Unidos. Por eso, Estados Unidos y otros países han tendido a interpretar los terrorismos como problemas políticos que requerían soluciones políticas, es decir, negociación, diálogo, o satisfacción de determinadas demandas.

El 11 de septiembre cambió profundamente esa percep-ción. Porque los ciudadanos y políticos norteamericanos, en primer término, y también los ciudadanos de otras demo-cracias sin terrorismos, comprendieron que los grupos terro-ristas también atacaban sus democracias, democracias a las que los ciudadanos norteamericanos no entendían como culpables o responsables de esos terrorismos. En definitiva, los norteamericanos y los europeos comprendieron que los terrorismos también pueden actuar en el seno de las demo-cracias más avanzadas, y que, si lo hacen, es porque se tra-ta de terrorismos de ideología totalitaria que están dispues-tos a acabar con las democracias y que nunca se sentirán satisfechos con lo que les puedan ofrecer esas democra-cias. Es decir, aun en el supuesto de que esas democracias lo admitieran, esos terrorismos no aceptarían ningún diálo-go con las democracias porque sus objetivos se sitúan mu-cho más allá de los límites de las sociedades democráticas.

La experiencia del desarrollo de los populismos y de las ideologías de extrema derecha y de extrema izquierda tiene ciertos paralelismos con el papel de los terrorismos en las democracias, porque el nuevo dato relevante de estos mo-vimientos antidemocráticos es, nuevamente, el contexto en

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el que se sitúan, es decir, el contexto de los sistemas políti-cos plenamente democráticos. Porque, como señalaba más arriba, también el siglo XX asistió al desarrollo de los totali-tarismos de izquierdas y de derechas y a la participación de las masas en esos totalitarismos. Pero al horror que el siglo XX sintió ante esos totalitarismos le quedó el paliativo de que las democracias no estaban asentadas, de que no se habían consolidado suficientemente, y la idea de que el de-sarrollo de las democracias, junto al Estado del Bienestar, evitaría nuevos movimientos antidemocráticos.

Sin embargo, asistimos en los últimos años al desarrollo de movimientos de extrema izquierda y de extrema derecha que surgen en el seno de sociedades plenamente desarro-lladas. Algunos de los movimientos de extrema izquierda es-tán conectados con los movimientos de la antiglobalización, otros proceden de viejas ideologías de extrema izquierda, pero lo cierto es que no han tenido el impacto que sí están teniendo en los últimos tiempos los partidos de extrema de-recha.

El hecho que ha centrado la atención en la extrema de-recha y su crecimiento ha sido indudablemente el paso a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Francia del Frente Nacional de Jean Marie Le Pen, y la suma de un 20% de los votos de los franceses de los dos partidos de ex-trema derecha. Este buen resultado de la extrema derecha ha concentrado la atención en un fenómeno que, por otra parte, se está produciendo en varios países europeos. El crecimiento del Partido Liberal de Jörg Haider en Austria pa-

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recía una excepción, tan sólo acompañada por los buenos resultados del Frente Nacional en Francia. Pero en los últi-mos meses, otros partidos de extrema derecha comienzan a emerger en Europa. Es el caso del partido holandés Pim For-tuyn, cuyo líder, del mismo nombre, fue asesinado en mayo de 2002 por un joven ecologista, o el caso del Partido del Progreso de Noruega que según algunos sondeos, lograría en Noruega el 30% del voto y se convertiría en la primera fuerza política (4).

El interés del crecimiento de los partidos de extrema de-recha en Europa, al igual que el interés del terrorismo en el seno de sociedades democráticas, se centra en relación con los condicionamientos de las libertades democráticas, en el hecho de que esos condicionamientos, en forma de limita-ciones o en forma de estrategias para anular esas liberta-des, pueden venir, y de hecho están viniendo, de la propia sociedad, de los ciudadanos, de movimientos populistas, o de grupos terroristas amparados en redes sociales que los sostienen y los legitiman. Y esto se produce en una época de máxima consolidación histórica de la democracia, cuan-do pensábamos que no era posible destruirla desde dentro, y cuando creíamos que tan sólo cabía profundizarla y am-pliarla.

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(4) Son datos ofrecidos por ABC, 12 de mayo de 2002.

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III. LIBERTAD Y SEGURIDAD, IZQUIERDA Y DERECHA

Las cada vez más difusas fronteras entre la izquierda y la derecha conservan, al menos en el discurso más teórico, algunos de los temas clásicos. Y uno de esos temas es el del binomio libertad-seguridad. La izquierda más importante de las últimas décadas, es decir, la socialdemocracia, ha considerado que la seguridad puede coartar la libertad y que la clave de la solución de los problemas no está tanto en el aumento de las fuerzas de seguridad o del ejército, si-no en la resolución de los problemas sociales que originan los problemas de inseguridad. En el ideario de la socialde-mocracia de la segunda mitad del siglo XX los mecanismos de seguridad han sido equiparados a medidas de fuerza y de represión, y, por lo tanto, como peligrosos para las liber-tades.

Pero, sobre todo, la izquierda ha confiado en que la jus-ticia social, eje fundamental de su programa, resolvía por sí misma la inseguridad y los conflictos. Es decir, los conflictos tenían orígenes y explicaciones sociales, y se resolvían, no con la represión, sino con la resolución de los problemas sociales que estaban en los orígenes de esos problemas. El actual debate en España en torno al aumento de la insegu-ridad no parece reflejar con claridad, en el caso del PSOE, esta interpretación de la inseguridad, pero lo interesante del planteamiento histórico de la socialdemocracia es que se está produciendo una lenta trasformación en torno a la con-fianza en la justicia social como elemento de solución de los problemas de inseguridad.

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Frente a la posición de la izquierda, los programas de la derecha han defendido más abiertamente la necesidad de reforzar la inversión en seguridad, es decir, policía y ejército. El desorden social, la delincuencia, han sido interpretados por las fuerzas de derecha no tanto como reflejo de proble-mas sociales o de injusticias, sino como reflejos de la mal-dad individual, de las tendencias antisociales de individuos y grupos sociales que debían ser controlados por medidas de tipo represivo.

Esta división aparentemente simplista entre libertad y seguridad persiste, aunque debilitada, hoy en día. Y se ha mostrado, por ejemplo, en algunas reacciones que se han producido ante el reforzamiento de medidas de seguridad por parte de los estados, muy especialmente el norteameri-cano, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Al-gunas voces de izquierda han criticado las múltiples medi-das de seguridad como una limitación de las libertades individuales o como un abuso de los Estados, que, en inter-pretación de estas voces, aprovecharían la situación de miedo y de tensión social para reforzar su poder de control sobre los individuos.

Y esta dicotomía entre libertad y seguridad está presen-te, en cierto modo, y como veremos más adelante, en el de-bate que se ha producido en España en torno a la reforma de la Ley de Partidos Políticos y la ilegalización de Batasuna.

Ahora bien, esta dicotomía libertad-seguridad y su rela-ción con la izquierda y la derecha ha sido alterada en el si-

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glo XX en relación con el nazismo, lo que introduce otro elemento de interés en el debate entre la izquierda y la de-recha, y ayuda a entender también las reacciones ante los ataques a la libertad de los terrorismos o los peligros para la libertad de los movimientos de extrema izquierda y ex-trema derecha.

Y ha sido alterada porque el consenso en torno a la ne-cesidad de reprimir cualquier manifestación nazi, en forma de asociación o expresión de ideas, ha sido unánime. En es-te caso, la gran mayoría de fuerzas políticas o de expresio-nes intelectuales han entendido que la represión de las manifestaciones nazis era una garantía de libertad o que la represión era necesaria para salvaguardar la libertad de los ciudadanos y la democracia misma.

No sólo en Alemania, sino en el conjunto de países occi-dentales, los grupos nazis, la simbología nazi, la propagan-da o los artículos y libros de defensa del nazismo han sido perseguidos y reprimidos. Probablemente, el nazismo ha constituido una excepción a los límites extraordinariamente amplios que en las democracias se han dado a las liberta-des de asociación y de expresión.

Ha habido y sigue habiendo un consenso unánime en fuerzas políticas de todo signo sobre la conveniencia en las democracias de reprimir, prohibir o perseguir las ideas y or-ganizaciones nazis. Porque no se trata tan sólo de persecu-ción de organizaciones que fomentan ideas racistas o vio-

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lentas, se trata también de la prohibición de las ideas mis-mas de exaltación del nazismo.

El alto consenso en torno a la necesidad de reprimir el nazismo se ha debido, en primer lugar, al horror histórico de lo que significó el nazismo en el siglo XX y al deseo de las sociedades europeas de alejar el peligro de una nueva re-edición de unos hechos semejantes. Pero la claridad de ideas de los europeos en torno al nazismo también está re-lacionada con el hecho de que la izquierda sí ha contribuido al consenso social y político en torno a la necesidad de apli-car los criterios de la “seguridad” en lo que se refiere al na-zismo. Y esta referencia a la izquierda tiene interés en rela-ción con esta cuestión porque nos muestra que el debate sobre la libertad y la seguridad está cruzado también por las consideraciones sobre los rasgos ideológicos de los grupos y personas que amenazan la libertad o la seguridad.

En definitiva, cuando los ataques a la libertad han pro-cedido de los movimientos fascistas, el consenso sobre la necesidad de limitar los derechos democráticos de asocia-ción y de expresión ha sido bastante alto. Pero cuando los ataques a la libertad han procedido de la izquierda totalita-ria, el consenso ha sido mucho más difícil de establecer. La diferente reacción de los intelectuales del siglo XX a los tota-litarismos de diferente signo ideológico, el fascismo, por un lado, el comunismo, por otro, ha mostrado el doble rasero con el que este siglo midió los movimientos antidemocráti-cos.

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En el inicio del siglo XXI, los debates del siglo XX han co-menzado a superarse y el binomio libertad-seguridad y sus relaciones con la izquierda y la derecha comienza a adoptar nuevas formas. Pero, no obstante, perviven viejas ideas del pasado siglo que explican, por ejemplo, en España, la difi-cultad para lograr un consenso para perseguir el terrorismo, y muy especialmente, para perseguir a Batasuna.

IV. DEMOCRACIA, LIBERTAD Y BATASUNA

El caso de Batasuna es de especial interés, no sólo por-que esta relacionado con el principal problema al que se en-frenta en estos momentos España, sino porque se inscribe plenamente en el debate sobre nuevos peligros para las democracias, sobre los nuevos condicionamientos de las li-bertades y sobre las viejas y nuevas fórmulas para respon-der a estos peligros.

Hay aspectos históricos concretos que explican en Espa-ña las dificultades para consensuar, no sólo las políticas an-titerroristas, sino también las estrategias para enfrentarse a los nacionalismos radicales y secesionistas. Y aunque esas cuestiones son importantes para entender el caso Batasu-na, no son los aspectos que me interesa destacar en el con-texto de la problemática que se aborda en estas páginas. Porque en el debate que se ha desarrollado en España al-rededor de la nueva Ley de Partidos Políticos y la ilegaliza-ción de Batasuna, han intervenido de forma relevante las

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concepciones históricas sobre los problemas de las demo-cracias a las que me he referido más arriba, así como el de-bate en torno a la seguridad y a la libertad entre la izquierda y la derecha.

Debemos tener en cuenta, por otra parte, que el mismo hecho de que en España se haya producido ese debate, es decir, que la ilegalización de Batasuna no se haya producido con mucha más rapidez es llamativo en sí mismo dadas las relaciones de este grupo político con ETA, que ya han sido mostradas sobradamente por datos de la realidad política cotidiana y por los mismos jueces. Pero aquí nos encontra-mos con otros problemas relacionados probablemente con aspectos de la psicología colectiva como la incapacidad o la lentitud para interiorizar datos y realidades en circunstan-cias “normales” y sin que medien acontecimientos traumá-ticos.

A pesar de la dificultad para interiorizar la relación de Batasuna con ETA, en la práctica, la ilegalización está sien-do fundamentada sobre todo en la relación de este grupo político con el grupo terrorista, más que en la apología del terrorismo y en el apoyo de este grupo político al grupo te-rrorista. Y esta última parte es la que nos interesa espe-cialmente, porque las sociedades democráticas sí han lle-gado a un consenso sobre la necesidad de perseguir a los grupos terroristas pero no tanto sobre la necesidad de per-seguir a los grupos que alientan y justifican a los grupos te-rroristas y sus actos de violencia.

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El debate que se está produciendo en España se inscri-be precisamente en esa última parte, porque a pesar de los numerosos datos que prueban la conexión directa de Bata-suna con ETA, hay una parte de los analistas que se resis-ten a aceptar en la práctica esa conexión directa entre Ba-tasuna y ETA. A partir de ahí, fundamentan sus posiciones en la idea de que Batasuna sería un partido o una coalición meramente política, que se limita a defender unas ideas, aunque esas ideas sostengan ideológicamente el terroris-mo.

En este contexto, las resistencias y las críticas a la ilega-lización de Batasuna se inscriben en las viejas ideas sobre la democracia expuestas más arriba. En primer lugar, por-que para algunos pensadores y políticos, la democracia es un sistema político que debe buscar la expansión de las li-bertades para los individuos con la mirada puesta en unos peligros que sólo pueden seguir proviniendo de los grandes poderes tradicionales.

Pero, además, el binomio libertad-seguridad con el que algunos siguen viendo el mundo señala que toda limitación de la libertad, aunque sea una limitación que busca la ga-rantía de la libertad de otros o que busca más seguridad, es un peligro para esa libertad. Y que, por lo tanto, es mejor sacrificar la seguridad, incluso la libertad de muchos ciuda-danos, para mantener el principio, fundamental en sí mis-mo, de la libertad. En este contexto, cualquier limitación de la libertad de asociación o de expresión sería mala en sí misma porque rompería la sacralidad de algunos principios

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y rompería algunas de las creencias clásicas que se han sustentado en las democracias.

Por último, la diferenciación entre extrema derecha y ex-trema izquierda tiene una influencia muy significativa en es-te proceso, porque la tradicional diferenciación que algunas fuerzas políticas y que muchos intelectuales han realizado entre extrema izquierda y extrema derecha a lo largo del si-glo XX, explican en buena medida que la ilegalización de Ba-tasuna planteara en España algún debate importante. A pe-sar de las argumentaciones en contra, desde la misma izquierda que quiere alejarse y diferenciarse de esa degene-ración extrema de su ideología, lo cierto es que Batasuna es un grupo ultranacionalista pero también de extrema iz-quierda, tal como lo afirman sus programas, sus votantes y sus dirigentes. Y esa condición de extrema izquierda le ha procurado tradicionalmente una legitimación social y una justificación que no hubiera encontrado si su ultranaciona-lismo hubiera estado combinado con la extrema derecha.

Dicho de otra forma, si el grupo conectado con el terro-rismo y que justifica y alienta el terrorismo hubiera sido cualquiera de los grupos de extrema derecha que están emergiendo en Europa, el debate sobre la ilegalización hubiera sido mucho menos importante porque pocos hubie-ran encontrado razones de oportunidad política, sean el aumento de votos del PNV o la posible mayor conflictividad, para justificar la tolerancia de un sistema democrático hacia un partido de estas características.

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Giovanni Sartori ha señalado que la democracia liberal es una entidad compuesta por dos elementos: la libertad de las personas (el liberalismo) y la participación en el poder (democracia); o que también se puede decir que la demo-cracia liberal consiste en: 1) la “demoprotección”, es decir, la protección de un pueblo contra la tiranía, y 2) el “demo-poder”, es decir, el establecimiento del poder popular. Gio-vanni Sartori ha señalado también que, con independencia de nuestras preferencias personales sobre cuál de los dos elementos de la democracia es más importante, se trata de un problema de “secuencia prodedimental”, es decir, de qué condición es previa a la otra. Y para Sartori no hay duda de que la libertad de y la demoprotección son las condicio-nes necesarias de la democracia per se (5).

Ahora bien, Sartori se refiere a la demoprotección como referida a los medios legales y estructurales para limitar y controlar el ejercicio del poder y mantener a raya el poder absoluto y arbitrario. Se trata de la definición clásica de la demoprotección o de la democracia enfrentada a los pro-blemas del siglo XIX que en buena medida continuaron siendo los problemas del siglo XX. En el siglo XXI la demo-protección, la garantía de las libertades como previa para ejercer el poder popular, debe adquirir otros significados re-lacionados con los nuevos peligros a los que se enfrentan las democracias y que coartan las libertades de los indivi-

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(5) SARTORI, Giovanni, “¿Hasta dónde puede ir un gobierno democrá-tico?” dentro de DEL AGUILA, Rafael; VALLESPÍN, Fernando y otros, La democracia en sus textos, Alianza, Madrid, 1998, pág. 522

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LOS NUEVOS CONDICIONAMIENTOS DE LAS LIBERTADES... 141

duos. El terrorismo o Batasuna constituyen un ejemplo, muy importante, de cuáles son esos nuevos peligros y de las ra-zones por las cuales es importante desarrollar un concepto de dermoprotección adaptado a las nuevas realidades, o a los nuevos peligros.

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MULTICULTURISMO Y DEMOCRACIA

Fernando Vallespín Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.

El principal objeto de este trabajo consiste en mostrar algunas de las dificultades con las que se encuentran los sistemas democráticos a la hora de abordar el pluralismo cultural interno. En el lenguaje hoy predominante esta cues-tión puede ser presentada también como el “problema del multiculturalismo”.

Es bien sabido que este neologismo, una vez que ha ac-cedido al gran público a través de los medios de comunica-ción, dice ya bien poco y es utilizado por unos y por otros sin criterio técnico de ningún tipo. Todos recordamos un inten-so debate habido en nuestro país —protagonizado por unas declaraciones hechas por Miquel Azurmendi— en las que, al hilo de una discusión sobre la inmigración, abominaba de la implantación de una España multicultural. Cualquiera mí-nimamente familiarizado con la discusión establecida en la teoría política contemporánea desde finales de los años ochenta, acabaría un tanto perplejo al contemplar la elasti-

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cidad semántica y la forma tan contradictoria con la que se acabó utilizando el término. No es un caso único, sino que casi ha acabado por constituir la norma de nuestro discurso público. De ahí que el grueso de este trabajo esté dedicado a tratar de establecer una cierta higiene conceptual y evite entrar en exceso en pronunciamientos radicales. Su objetivo es establecer las distinciones conceptuales oportunas para, a partir de ahí, poder estar en condiciones de iniciar un de-bate.

Advertimos ya también que el fin último, como dijimos al principio, es conectar la idea de multiculturalismo al siste-ma democrático. La tesis fundamental de la que parto, que es una tesis “fuerte”, es que las democracias liberales muestran una cierta incapacidad para lidiar con los conflic-tos derivados de la creciente diversidad o pluralismo cultu-ral interno. Por su propio diseño institucional y por los mis-mos valores que le dan vida, la democracia liberal no está bien equipada para emprender el necesario ajuste que le reclama esta nueva situación. Con el agravante de que el recurso a una “recomposición” o “reestructuración” de la misma en la línea del multiculturalismo —mediante el reco-nocimiento de derechos de grupo, por ejemplo— crea pro-blemas de otro tipo que siempre es necesario ponderar. Y, sobre todo, están lejos de ofrecer mejores soluciones de las que ofrece el sistema de la democracia pluralista.

La ruta que vamos a seguir en nuestra exposición se or-ganiza del modo siguiente: en un primer momento (I) abor-daremos la gestación del concepto de multiculturalismo en

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la teoría política, que a grandes rasgos coincide con la dis-cusión entre liberalismo y comunitarismo y con la explosión de la perspectiva posmoderna en las ciencias sociales. Después (II) pasaremos a complementar esa perspectiva con la aparición de un nuevo giro en la discusión, que coin-cide también con algunas de las consecuencias del fin de la Guerra Fría, con los subsiguientes conflictos nacionales en Europa Oriental, la revitalización de los movimientos nacio-nalistas en algunos otros países de Occidente, los avances de la globalización y el espectacular desarrollo de los movi-mientos migratorios. En una tercera parte (III) entraremos ya directamente en nuestro tema de la vinculación entre de-mocracia y multiculturalismo en la línea ya especificada.

Va de suyo que ante tan amplia panoplia de temas no hay ningún ánimo de exhaustividad y la presentación adole-cerá necesariamente de cierto esquematismo.

I. MULTICULTURALISMO Y “ESPÍRITU DEL COMUNITARISMO”

El debate en torno al multiculturalismo no es apenas comprensible si ignoramos la larga disputa teórica entre po-siciones liberales y comunitaristas. Se trata, desde luego, de una disputa puramente teórica, pero que tendrá un induda-ble impacto sobre la propia autocomprensión de las socie-dades liberales occidentales. Llevado a una síntesis extre-ma, lo que aquí estamos calificando como el “espíritu del comunitarismo” puede resumirse en los rasgos siguientes:

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1.- El diagnóstico general que se ofrece de las socieda-des liberales y capitalistas está claramente influenciado por la evaluación que hacen de ella los neoconservadores de los años setenta (como Daniel Bell, por ejemplo). A grandes rasgos consiste en lamentar su “caída” de las sociedades occidentales en la “individualización” y la “pluralización”. La “individualización”, distinta de la auténtica autonomía indi-vidual, comportaría la pérdida de los vínculos comunitarios y sociales tradicionales, que en su momento habrían permiti-do la aparición de una auténtica libertad, pero también una gran responsabilidad personal. Su progresiva implantación confluiría en una mera atomización, aislamiento, solipsis-mo, narcisismo, yoísmo, etc.; en un sujeto desvinculado de sus responsabilidades sociales. La “pluralización”, por su parte, equivalente a un pluralismo mal entendido caracteri-zado por la eliminación de todo sentimiento de “bien co-mún”, se manifestaría en la búsqueda de nuevas formas y estilos de vida. Su efecto sería la fragmentación social y la pérdida del sentimiento comunitario y la solidaridad intra-grupal, que revierte en una clara disociación respecto de los valores comunes de la sociedad y la desintegración norma-tiva.

2.- Lo característico del movimiento comunitarista es que dota de cuerpo filosófico, por así decir, a este diagnós-tico elaborado desde la teoría social. Sus rasgos básicos los va desarrollando además a partir de una crítica y revisión selectiva de algunos de los principios básicos del liberalis-mo. Ataca en particular a tres de los aspectos más relevan-tes de esta doctrina: el individualismo atomista, la universa-

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lidad de los derechos y el principio de neutralidad del Esta-do respecto a las distintas concepciones del bien. Sirve, por tanto, para poner en cuestión parte de la herencia filosófico-política de la Ilustración. Aunque, en todo caso, hay impor-tantes diferencias entre la crítica radical de la modernidad de un MacIntyre y el atenuado y progresista comunitarismo de M. Walzer. El autor que quizá represente más conse-cuentemente la posición comunitarista es Charles Taylor, en quien podemos apoyarnos para exponer brevemente los puntos esenciales de la crítica al liberalismo.

La tesis básica de este autor es que el liberalismo, ya desde sus orígenes, habría emprendido una falsa ruta teóri-ca a la hora de plantearse el problema de las diferencias entre personas y grupos sociales. Su mayor defecto consis-tiría en partir de una visión del “hombre autónomo”, des-provista de toda referencia a los elementos empíricos que lo constituyen como tal: raza, sexo, credos, orígenes naciona-les, etc. La organización política liberal se constituye así a partir de aquéllos rasgos que toda persona tiene en común, aquéllos que son compartidos universalmente. A saber, su igual “dignidad” y respeto moral. Este reconocimiento vincu-la al Estado exigiéndole la protección de los derechos indi-viduales e imponiéndole una exquisita neutralidad respecto a las diferentes cuestiones de la vida buena. Entre otras ra-zones, además, porque el pluralismo de concepciones del bien y de formas de vida es ya un factum en toda sociedad moderna. El presupuesto normativo básico del liberalismo es, en consecuencia, que toda persona debe ser libre de or-

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ganizar su vida según los criterios de la “autonomía racio-nal”.

Para Taylor, sin embargo, esta “política del universalis-mo”, puramente procedimental, ignoraría la vitalidad de los diferentes contextos culturales a la hora de conferir identi-dad a las personas. La “igualdad abstracta” del liberalismo sería ciega ante la indesligable conexión existente entre la identidad individual y el particularismo cultural, que, en de-finitiva, incorpora todos aquellos elementos que dotan de sentido a las personas. El bienestar del individuo depende así de una previa inmersión en un ámbito cultural específi-co. La identidad de la persona presupone condiciones de vida de sujetos socializados. El yo individual se remite a un marco social concreto en el que puede identificarse con pa-peles sociales y normas culturales específicas. Sólo a través de tales identificaciones está en condiciones de constituir una identidad narrativa que le abra la posibilidad de una autorrealización continua, de una “autenticidad” plena.

Por reducirlo a una frase, que bien podría servir para sin-tetizar el impulso básico del comunitarismo: la cultura com-partida por una comunidad es imprescindible para la identi-dad del individuo y constituye, por tanto, un bien en sí mismo que debe ser cuidado y protegido. El yo abstracto y desvinculado del liberalismo se suple por la prioridad moral de una comunidad o grupo-nosotros. Cada una de estas cul-turas posee su propia imagen del mundo y concepciones del bien que son inconmensurables entre sí. Sin prejuzgar la existencia de bienes y males que pueden ser predicados

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con carácter universal, lo cierto es que cada una de ellas está inmersa en su propio cosmos valorativo y no cabe em-prender esa supuesta distinción con la que se manejan au-tores como Rawls y Habermas entre moralidad o principios vinculantes universalmente, y eticidad o contenidos norma-tivos e identitarios propios de sociedades o culturas especí-ficas. No existe más que una irreductible pluralidad de dife-rentes concepciones del bien, que se corresponden con culturas específicas. La labor del cada Estado consistirá en-tonces en apoyar, desarrollar y fijar en el tiempo los valores y formas de vida específicas y particulares propios de la so-ciedad a la que sirve. Su pérdida equivaldría a la pérdida de todo aquello que constituye al individuo como tal.

3.- Este culturalismo sirve indudablemente para sostener la necesaria vinculación moral entre individuo y comunidad de pertenencia, que es lo que a la postre hay detrás de todo patriotismo y nacionalismo. O de aquellas concepciones morales que tanto gustan de establecer una prioridad de la motivación moral concreta sobre los principios morales abs-tractos. Según esta perspectiva, nuestra implicación moral es hacia los próximos, no hacia los lejanos. Para que se puedan aplicar eficazmente los principios de la moralidad política no basta con que puedan ser reconocidos como ta-les mediante una “aprehensión abstracta”. La auténtica motivación moral proviene, al contrario, de los fines y con-vicciones morales de la propia comunidad, de lo que es “moral” para nosotros. Sin una previa identificación y proximidad no podemos comprometernos activamente con otros. Sobre esta idea básica construye el comunitarismo su

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concepción del bien común. Éste incorporaría un determi-nado conjunto de valores o formas de vida colectivos e indi-viduales que son compartidos por los miembros de la propia sociedad. Y, como ya hemos dicho, es lo que compete de-fender y promover por parte del Estado.

4.- ¿Qué ocurre, sin embargo —y éste es el paso decisivo que nos permite transitar desde el mero culturalismo al multiculturalismo— cuando dentro de una misma sociedad o comunidad política nos encontramos con diferentes cultu-ras, formas de vida o concepciones del bien que constituyen también diferentes unidades identitarias? La respuesta co-munitarista es clara. En estas sociedades multiculturales debe imponerse una política apoyada sobre el reconoci-miento explícito de las distintas ideas sustantivas sobre la vida buena que son propias de los diferentes grupos socia-les; debe articularse explícitamente como una política de la diferencia sustentada sobre las peculiaridades culturales de los diferentes grupos sociales. Taylor reniega de soluciones individualistas apoyadas en la supuesta autonomía de las personas. Lo que distingue al individuo y le separa de otros no se consigue abstrayéndose de sus peculiaridades, sino, por el contrario, afirmándolas. Como atestigua el movimien-to feminista o el de los grupos de color en Estados Unidos, su equiparación al resto de los grupos equivalía en la prác-tica a la renuncia de muchas de sus señas de identidad propias, a su autenticidad. Frente a la neutralidad e inhibi-ción del liberalismo individualista, Taylor propugna entonces un liberalismo social, que fuera más hospitalario con dichas señas de identidad mediante su promoción activa por parte

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de los poderes públicos. Esto es la esencia de la perspecti-va multicultural en un sentido estricto.

Obsérvese, como señala el propio Taylor, la gran diferen-cia que a este respecto se establece entre la posición del li-beralismo y el comunitarismo. El primero acusa al comunita-rismo de vulnerar el principio de no discriminación, el principio de igual trato con independencia de consideracio-nes de raza, status o cualquier otro elemento empírico que pueda diferenciar a las personas; mientras que el segundo acusa al liberalismo de negar la identidad al imponer a las personas una forma supuestamente homogénea que no se corresponde con lo que son en realidad. Y les impide así un pleno reconocimiento de su particularidad.

El enfoque posmoderno en filosofía, que tan eficaz y tempranamente afecto a movimientos sociales como el fe-minismo o los de otras minorías étnicas y de opción social, abundará hasta casi la náusea en la necesidad de imponer políticas de la diferencia. Sin haberlo pretendido, y desde otra perspectiva epistemológica, hacen suya así la crítica comunitarista de muchos de los presupuestos del liberalis-mo. Y llegan a imponer el multiculturalismo, el diferente tra-tamiento de quien no es idéntico, como la forma más legí-tima de abordar los problemas del pluralismo en las sociedades contemporáneas. En otras palabras, que tanto la concepción de la sociedad ínsita en la filosofía moral libe-ral, con sus pretensiones de universalidad, como las impli-caciones derivadas de ella —el principio de neutralidad y la escisión entre un marco de lo público y otro de lo privado—

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estarían encubriendo una sutil forma de dominación que afectaría a grupos como la mujer, razas u otros grupos so-ciales minoritarios y marginados. El concepto persona, humano o humanidad no sería a la postre más que una forma sofisticada de referirse al varón heterosexual, blanco y judeo-cristiano. En su versión más politizada, la lucha por el reconocimiento de las diferencias acaba cumpliendo la función de reivindicar una igual dignidad para quienes su-puestamente sufren el desprecio, la humillación y el some-timiento. Y es una lucha que, según el contexto, debe estar guiada por una diferente interpretación de las necesidades, y pasa por una revaloración y renegociación pública de las diferencias.

II. LA DIVERSIFICACIÓN DEL DEBATE

1. El cambio de paradigma

Como decíamos arriba, la propia evolución del debate se vio claramente afectada por todo un conjunto de aconteci-mientos político-sociales, como fue el fin de la Guerra Fría, que enseguida propició la aparición de nuevos conflictos étnicos en Europa del Este y en otros lugares del mundo. O la propia aceleración de la globalización, con su rápido proceso de destrucción o mutación de las comunidades locales de gran parte del mundo, que son percibidas por éstas como una amenaza a su propia identidad y han producido una nueva sensación de desarraigo. Sería la

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nueva sensación de desarraigo. Sería la típica reacción de-fensiva frente a la occidentalización; la afirmación de lo propio frente a todo lo que viene de fuera, sentido ahora como ajeno y amenazador. Y, por supuesto, la acentuación de los movimientos migratorios, que es el fenómeno que en los últimos tiempos más ha hecho por introducir la diversi-dad en las sociedades occidentales, y no sólo en ellas.

Todo este conjunto de factores provocó que un debate esencialmente intelectual y casi reducido a las condiciones objetivas de sociedades multiculturales producto de la in-migración, como los Estados Unidos y Canadá, se trasladara a una serie de situaciones de naturaleza y origen histórico bien distinto. Con los términos de conflictos multiculturales se comenzó a definir fenómenos tan dispares como la gue-rra étnica en los Balcanes, la existencia de minorías de tipo nacional (en España, por ejemplo), indígenas (en Canadá, Australia o Iberoamérica) o étnico-culturales (países de Eu-ropa del Este o minorías de inmigrantes), o las ya mencio-nadas de la reivindicación de un mayor reconocimiento de “grupos” de género, preferencia sexual o minoría racial o cultural. Por no mencionar la propia traslación de esta pecu-liar disputa al ámbito de las relaciones entre Occidente y el resto (“the West against the rest”), que además de la cono-cida tesis sobre el choque de civilizaciones de Huntington sigue teniendo una sugerente fuente de discrepancias teó-ricas en la cuestión de si los principios liberales (los dere-chos humanos propiamente dichos) son efectivamente ex-portables a otros ámbitos culturales o si funcionan de forma suficientemente neutral frente a las otras culturas.

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Lo único que todos estos conflictos tienen en común —ya sean de raíz religiosa, étnica y cultural en sentido amplio— es la lucha por el reconocimiento de cada peculiaridad o di-ferencia. Va de suyo que muchas de estas diferencias res-ponden más a una percepción subjetiva que a una clara y objetiva atribución de rasgos diferenciadores. La opción por un rasgo identitario u otro es también algo que obedece a consideraciones de signo contextual. En algunos lugares se-rá la lengua, en otros la raza, la religión o la cultura; o inclu-so alguna combinación entre cada uno de estos criterios. No hay una ley general aplicable a cada supuesto particular. Tampoco se atisba una clara definición de cuáles hayan de ser las decisiones o transformaciones sociales y políticas necesarias para que dichos grupos alcancen el reconoci-miento, de cuál sea su techo.

Por todo ello, en el campo de las ciencias sociales es ya un lugar común reconocer que en las últimas décadas se ha producido un cambio importante en las fuentes de la con-tenciosidad política y social. Cambio que pasa por el tránsito desde el paradigma de la distribución al paradigma del re-conocimiento. O, lo que es lo mismo, que el debate en torno a la distribución de bienes económicos u otros bienes socia-les más generales no constituye ya el núcleo del conflicto político. Éste se ha desplazado ahora hacia cuestiones que tienen mucho más que ver con los problemas identitarios.

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2. El culturalismo liberal: multiculturalismos “buenos y malos”

En todo caso, la propia teoría liberal, una parte de ella al menos, se dejó seducir por esta nueva revitalización de lo identitario y culturalista. Y es también claramente percepti-ble en ella un cambio en su énfasis desde la preocupación por el problema de la igualdad hacia el de la integración de la diversidad, del signo que sea. La propia obra de John Rawls constituye un buen ejemplo a este respecto, aunque este cambio de énfasis no lo aparte de una solución liberal a la hora de resolver el problema. En otros autores, como Kymlicka, Joseph Raz o David Miller —que emanan de esa misma tradición, aunque se integran en una corriente que autocalifican como culturalismo liberal— el giro ya es mucho más perceptible. La idea aquí es que el reconocimiento de la autonomía y el valor del individuo es esencial, pero que es precisamente por esto por lo que deben preservarse y garantizarse los elementos culturales en los que la persona despliega sus opciones y planes vitales. La cultura no sería algo importante en sí mismo, sino por el valor que posee pa-ra el propio individuo. O, que del mismo modo en que los derechos, por ejemplo, son imprescindibles para que las personas puedan adoptar decisiones, también lo son aque-llas prácticas sociales que a través de la cultura aparecen coloreadas de sentido; serían un bien primario en el sentido rawlsiano. La discusión no es, como en el anterior debate, buscar definir qué viene antes si el individuo o la comuni-dad. El presupuesto sigue siendo que la prioridad compete al individuo. De lo que se trata ahora es de ligar el respeto

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de lo culturalmente dado —la lengua, costumbres y concep-ciones del mundo— al propio valor de la autonomía indivi-dual. Su respeto se vincula a la propia necesidad individual de autorrespeto y autoestima. A grandes rasgos coincide también con el ingenuo nacionalismo liberal propugnado por Yael Tamir, que busca reconciliar el respeto por la auto-nomía e independencia individual y la libre elección propias de la tradición liberal con los elementos de pertenencia, lealtad y solidaridad del nacionalismo. El nacionalismo se vería aquí como un legítimo y natural sentimiento de lealtad hacia la comunidad política de adscripción, que no presu-pone para su realización de una previa exclusión de otros grupos sociales dentro de la politeia en cuestión. Es perfec-tamente compatible, pues, con sociedades políticas multi-nacionales o multiétnicas.

Desde estos presupuestos es fácil colegir el punto medio en el que acaban convergiendo de hecho el comunitarismo y este importante sector del liberalismo. “Todos somos mul-ticulturalistas ahora”, diría uno de ellos. Muchos de sus más conspicuos representantes —Kymlicka sería el caso más claro— se dedicarán, además, con mucha más fruición que los propios comunitaristas, a elaborar sofisticados elencos de diferentes conflictos culturales, teorías de derechos de las minorías nacionales, de indígenas, de inmigrantes, ca-sos en los que puede ser autorizada o no la secesión, etcé-tera. Puede afirmarse también, sin embargo, que los dos grandes supuestos sobre los que se ha centrado la discu-sión son las minorías nacionales, incluyendo en ellas a las minorías indígenas, y las minorías de inmigrantes. Grupos

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identitarios como las mujeres, minorías étnicas no recondu-cibles a un territorio bien delimitado (vgr. afroamericanos o hispanos en los Estados Unidos) o grupos homosexuales, aun pudiendo gozar también de “derechos grupales” no suscitan, sin embargo, el mismo tipo de problemas.

A estos autores se les debe también alguna distinción teórica importante, como es la que permite distinguir entre derechos de las minorías legítimos e ilegítimos o entre un multiculturalismo bueno y otro malo. Esta distinción es rele-vante porque permite atacar directamente el principal pro-blema que toda perspectiva liberal ha visto siempre en el multiculturalismo: la posible lesión de derechos individuales en nombre de la salvaguarda de derechos colectivos su-puestamente prioritarios. La clave para evitar esa posibili-dad estaría en poder diferenciar entre dos formas de apli-cación de los derechos colectivos: de un lado mediante el establecimiento de restricciones internas, aquello que legí-timamente puede imponer el grupo sobre el individuo (para prevenir disensiones internas respecto al mantenimiento de las pautas de su particularismo cultural, por ejemplo); y, de otro, las protecciones externas, las medidas dirigidas a pro-teger al grupo frente a agresiones externas, de la sociedad más amplia. Respecto de las primeras, esta perspectiva del culturalismo liberal muestra importantes cautelas. El reco-nocimiento de derechos de grupo se hace para suplementar los derechos individuales, no para restringirlos. La validez de las medidas dirigidas a proteger al grupo frente a agre-siones externas, por su parte, habrán de medirse siempre en relación a su propia vulnerabilidad respecto a la propia

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acción de la sociedad mayoritaria. Por resumir, y como ha dicho el propio Kymlicka, podemos afirmar que los derechos minoritarios se adecuan a los requerimientos del cultura-lismo liberal si (a) protegen la libertad de los individuos dentro del grupo, y (b) promueven relaciones de igualdad o de no dominación entre grupos.

Como enseguida veremos, todas estas consideraciones de teoría política normativa no sólo son discutibles, sino que crean también importantes problemas cuando tratamos de trasladarlas a la realidad empírica.

III. MULTICULTURALISMO Y SISTEMA DEMOCRÁTICO

1.- ¿ Qué hace que este tipo de conflictos sean particularmen-te problemáticos?

Desde luego, no todos los conflictos culturales o identi-tarios son igual de problemáticos ni exigen la aplicación de las mismas medidas. No es lo mismo resolver el problema de la discriminación de la mujer o de algún grupo minorita-rio mediante medidas de discriminación inversa, que afron-tar un conflicto étnico violento; y la integración social de mi-norías de inmigrantes en muchos casos depende más de su lugar de origen que de cualquier otro factor. En muchos ca-sos la proliferación de culturas o identidades de grupo di-versas dentro de un mismo espacio político no tiene por qué

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ser necesariamente conflictiva. Cuando provocan verdade-ros conflictos, tienden a ser, sin embargo, particularmente difíciles de resolver. Ésta es al menos una de las premisas con las que tradicionalmente ha operado la teoría social.

Uno de los análisis más certeros a este respecto es el que aporta Alfred Hirschman cuando distingue entre conflic-tos divisibles, que suelen ser aquellos que tienen que ver con la distribución de algún bien, y conflictos indivisibles, que afectan sobre todo a consideraciones sobre la identi-dad o el ser de alguien. Los primeros, los conflictos de inte-rés, suelen incidir sobre un más o menos, mientras que los segundos lo hacen sobre o una cosa u otra, o esto o lo otro (o se es vasco o se es español, por poner un ejemplo que nos es próximo). La idea es que unos son negociables, se prestan al compromiso y la componenda, mientras que otros impiden cualquier tipo de transacción, ya que lo que se piensa que está en juego es la propia identidad. En so-ciedades con graves fracturas étnicas, religiosas o lingüísti-cas, cada una de las partes se ve a sí misma y a sus adver-sarios como todo un conjunto de características o rasgos adscriptivos que se conectan de modo decisivo a la propia experiencia de la auto-identidad. Son, pues, prácticamente impermeables a la lógica de un más o un menos. O se es de una manera o de otra. Aunque el problema de este tipo de conflictos es que quienes reivindican una identidad muchas veces se resisten a clarificar qué es lo que desean en reali-dad; o, lo que es lo mismo, en qué se concreta en la reali-dad empírica una identidad que casi siempre aparece misti-ficada. ¿Cómo vamos a poder negociar algo sobre la propia

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identidad cuando no sabemos en qué consiste lo que so-mos? O lo vamos redefiniendo de forma que nunca sea po-sible llegar a una transacción.

Contrariamente a la predicción marxista, los conflictos de clase no resultaron ser tan antagónicos como para lle-varse por delante el sistema capitalista y el de la democra-cia liberal. A la larga, tras grandes transformaciones en la propia estructura del sistema capitalista y en el mismo pa-pel del Estado en la sociedad, pudieron ser integrados. Es más, como recuerda Hirschman siguiendo en esto a Marcel Gauchet, dicha integración contribuyó a robustecer aún más a los sistemas democráticos. Para Gauchet, el conflicto, como factor socializador esencial de las democracias, es un magnífico mecanismo creador de cohesión e integración social. Siempre y cuando no acabe con el orden social, claro está. En esto ambos parecen seguir la máxima nietschziana de que “aquello que no me mata me hace más fuerte”.

La propia respuesta que nos ofrece Hirschman para po-der explicarnos esta paradoja tiene mucho que ver con la naturaleza de las sociedades de mercado pluralistas. En ellas, y en esto se diferencian de todas las demás, no hay ninguna pretensión de establecer un orden y armonía per-manente. Como mucho aspiran a encontrar vías para ir acomodando o saliendo al paso (“muddling through”) de los conflictos a medida que se van produciendo. En definitiva, los conflictos típicos de estos tipos de sociedad se caracte-rizarían por poseer las tres características siguientes:

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(a) Tienen lugar con bastante frecuencia y adoptan una gran cantidad de formas;

(b) en ellos predomina el tipo de conflicto divisible y se prestan, por tanto, al compromiso y al arte de la negocia-ción; y

(c) como consecuencia de los dos rasgos anteriores, los compromisos alcanzados nunca provocan la idea o la ilu-sión de que representan soluciones definitivas.

Lamentablemente, y como dice este mismo autor, hay también muchos otros tipos de conflicto, que, además, es-tán aumentando en todas partes (desde la cuestión en tor-no al aborto hasta las disputas étnicas y el fundamentalis-mo). Y aquí no nos resistimos a citarlo literalmente:

Cuando Benjamín Constant tuvo que enfrentarse al in-quieto Napoleón, gritó lleno de nostalgia: “Que Dieu nous rende nos roi fainéants!” (Que Dios nos devuelva a nuestros reyes que no hacen nada!). De modo similar, cuando hoy experimentamos el nacimiento y el renacimiento de conflic-tos en torno a cuestiones no-divisibles, nos apetece excla-mar: “¡Que Dios nos devuelva el conflicto de clase!”

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2.- ¿Existe algún método que permita al sistema democrático abordar los conflictos identitarios de forma más eficaz?

Poco a poco vamos llegando al punto clave de nuestra exposición. Antes conviene hacer un pequeño añadido a la discusión anterior. Es bien cierto que la lógica sobre la que se asientan las economías de mercado pluralistas impide el acceso a algo así como un orden armonioso. Pero no exclu-ye el diseño de formas institucionales o la generalización de determinadas prácticas capaces de mejorar o lubricar los mecanismos de resolución de conflictos existentes. Si el conflicto de clase, por ejemplo, no arrastró a las sociedades capitalistas en la línea anticipada por Marx, ello se debió en gran medida a la progresiva inclusión de las clases trabaja-doras en el sistema democrático mediante el sufragio uni-versal y el reconocimiento de los derechos sociales y de asociación sindical que fue paralelo a la aplicación de im-portantes políticas redistributivas y de bienestar social.

Por simplificar podemos decir que hay tres grandes fuen-tes de conflictos políticos: las diferencias entre (a) intereses, (b) concepciones ideológicas y (c) identidades. Cada una de ellas incide predominantemente sobre tres ti-pos de bienes: recursos, derechos y reconocimiento o res-peto, y requieren también un tratamiento diferenciado para cada uno de ellos.

(a) Ya hemos visto cómo los conflictos de intereses en-tran claramente en la categoría de conflictos negociables y

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se prestan con relativa facilidad al compromiso. Entre otras razones porque la dependencia mutua entre las partes ofrece grandes incentivos para la negociación. La gran con-tradicción que a este respecto tuvo que resolver la demo-cracia fue el poder compaginar la igualdad formal de los de-rechos de ciudadanía con la desigualdad social de hecho. La respuesta ofrecida ya la acabamos de mencionar y tuvo sin duda el efecto de crear eso que Dahrendorf denomina la cultura de la integración.

(b) Los conflictos ideológicos fueron perdiendo también sus aristas a medida que se fue apaciguando el conflicto de clase. La auténtica condición de posibilidad para que las di-ferentes opciones ideológicas, respecto a cómo organizar la sociedad, pudieran dejarse ver y enfrentarse públicamente dependió, sin embargo, de la existencia de todo un conjunto de instituciones y prácticas democráticas. Entre ellas está, como es obvio, el reconocimiento de los derechos políticos (libertad de expresión, asociación, derecho de sufragio, etc.). Una vez que estos derechos fueran implantados y se abriera una esfera pública de amplio intercambio y presen-tación de ideas y propuestas de distinto tipo, tendió a amai-nar el potencial conflictivo del choque ideológico. La clave estuvo en que dichas instituciones fueran integradas como legítimas por parte de todas las opciones ideológicas. Del resto se encargó ya la propia dinámica del derecho de su-fragio, que, en la mayoría de las sociedades, tendió a privi-legiar a las opciones ideológicas moderadas.

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(c) Los conflictos identitarios, allí donde estuvieron presentes, se fueron acomodando también con mayor o menor eficacia mediante toda una serie de fórmulas de integración. De ellas, solamente tres recurren explícitamente a la necesidad del reconocimiento de derechos colectivos o de grupo: (a) la creación de unidades de autogobierno político y cultural de las minorías nacionales (o indígenas); (b) el otorgamiento explícito de derechos poliétnicos a diferentes comunidades de inmigrantes; y (c) otras medidas, generalmente de discriminación positiva, dirigidas a determinados sectores de la población —como las mujeres o grupos étnicos minoritarios— que se entienden disminuidas en su ca-pacidad de competir en términos de igualdad como conse-cuencia de haber sido históricamente preteridas y discriminadas. Como es obvio, hay otras formas de lidiar con el problema de la diversidad o el pluralismo social —sobre todo si es de naturaleza política y religiosa (no étni-ca)— sin necesidad de recurrir a alguna de estas medidas, como muestra el ejemplo de las prácticas consociativas de algunos países. Holanda sería aquí el ejemplo más relevan-te. Otros, como Suiza o Bélgica, combinan prácticas conso-ciativas a las propias medidas contempladas en (a).

Por lo dicho con anterioridad, va de suyo que estas me-didas buscan integrar a dichas minorías en la sociedad más amplia, eliminando todo sentimiento de resentimiento o alienación que pudieran tener hacia ella e intentando cubrir a la par sus necesidades de reconocimiento o respeto. Toda sociedad que opera con éstas u otras medidas similares es inmediatamente calificada de sociedad multicultural, ya que

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en cierto modo aplica el programa de una política de la dife-rencia; o, lo que es mismo, se aparta del dogma del princi-pio de igual trato en su gestión de la diversidad. Como es obvio, la mayoría de las veces esto supone una banalización del concepto de cultura, pero es bien sabido que, en una de sus acepciones más generalizadas, cultura identifica simple y llanamente a todo grupo con identidad diferenciada.

A nadie se le escapa que existe también un modelo al-ternativo de gestión del pluralismo, la diversidad y la multi-culturalidad interna que no pasa por su reconocimiento ex-plícito a través de medidas políticas o la atribución de derechos colectivos. Es el modelo liberal convencional, que trata de afirmar un único marco de principios generales, guiados por la tolerancia y la neutralidad del Estado, y al que han de adaptarse todos los grupos e individuos con independencia de su lugar o cultura de origen, su forma de vida o cualesquiera que sean su atributos, planes de vida u opciones vitales. Que no recurra a las políticas del multicul-turalismo no significa que no pueda estar también compuesto por una gran diversidad —con la posible excep-ción de minorías nacionales claramente delimitadas territo-rialmente— o que dicha diversidad no sea valorada. La tesis en este caso es que es posible aceptar y valorar el pluralis-mo cultural —o del signo que sea— y sostener a la vez el principio de igualdad y de neutralidad del Estado. Aunque la formulación sería más bien que el programa multicultural es incompatible con la igualdad y no garantiza una mejor inte-gración de la pluralidad. A lo sumo aceptaría un multicultu-ralismo benigno que va en la línea de eso que Kymlicka re-

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cientemente ha calificado como la justicia en contexto y que podemos denominar también como multiculturalismo con-textual. A grandes rasgos equivale a evaluar la pertinencia o no de aplicar determinadas medidas a grupos específicos bajo determinadas condiciones más o menos excepciona-les, de forma temporal y siempre con una clara evaluación de los costes y beneficios implicados y otras consideracio-nes objetivas de las medidas a tomar. Y podemos pensar en otra gran condición: siempre y cuando no basten los otros mecanismos para integrar las reivindicaciones de cualquier otro grupo, como puede ser el ejercicio de los derechos polí-ticos y sociales de toda la vida. Llegados a este punto ya es casi inevitable hacernos la pregunta del millón: ¿qué siste-ma es preferible?

3.- Costes y beneficios de la “inversión en multiculturalidad”.

Como es bien sabido y siempre se encargan de recor-dárnoslo los teóricos de la democracia, un sistema demo-crático tiende a ser más estable y eficaz cuanto mayor sea la homogeneidad cultural de su población. El problema de la acomodación del pluralismo étnico, cultural, lingüístico o del signo que sea crea importantes tensiones en el sistema democrático. De ahí que el modelo estándar para resolver dichos problemas fuera siempre el modelo de la asimila-ción, propio de sociedades que, como la francesa o la esta-dounidense de otras épocas, tienden a buscar la integración

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del extraño o diferente adaptándolo a las condiciones políti-cas y sociales de la mayoría. El desafío de las sociedades con importantes minorías nacionales (o indígenas) sólo ha podido resolverse cuando, en efecto, se ha recurrido a la implantación de mecanismos de autogobierno más o menos extenso o, incluso, en el caso de que esto no funcionara, re-curriendo a la secesión. En casos como el español podre-mos estar más o menos satisfechos de cómo ha funcionado el sistema autonómico en la integración de Cataluña o el País Vasco en el Estado, pero no había muchas otras opcio-nes. No puede decirse lo mismo, sin embargo, de otras al-ternativas favorables al reconocimiento de derechos colec-tivos a determinados grupos. Porque las políticas de la diferencia tienen muchas veces un gran número de costes que superan con creces a los beneficios. ¿Cuáles son en-tonces estos problemas más claramente perceptibles en las políticas multiculturales?

1.- El primero y quizá decisivo es el de la propia defini-ción de lo que constituya un grupo (y, por supuesto, una na-ción). Para constituir un grupo —minoritario, se entiende— parece que hace falta, antes de nada, poseer una identidad colectiva. Y para que ésta esté presente se requiere, como mínimo, un sentimiento de pertenencia común; una forma de atribución de este status de pertenencia; alguna com-prensión de un interés común; algún tipo de solidaridad en-tre sus miembros; y un sentido de continuidad, que permita establecer una relación narrativa entre pasado, presente y futuro. Generalmente es imprescindible también la presen-cia de algún sentimiento compartido de agravio o discrimi-

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nación por parte de la sociedad mayoritaria. Sin ese senti-miento de agravio, generalmente expresado en términos de opresión, es difícil que pueda alcanzar la legitimidad que requiere para verse beneficiado por los derechos que re-clama.

Todo grupo se dota, en definitiva, de toda una serie de marcadores de fronteras dirigidos a resaltar su diferencia con relación a otros. Sus rasgos interiorizados como propios pueden ser adscriptivos, como la raza, el sexo o la edad; o producto de una determinada socialización, como la lengua o la religión o la opción sexual, y se vinculan directamente a la constitución de la conciencia del grupo. No sólo interna-mente, en el sentido de que desde dentro se perciben de una determinada manera a partir de esos marcadores, sino externamente también; es decir, que acaban tomando con-ciencia de lo que son por la propia forma en la que son eva-luados o vistos por el grupo mayoritario a partir de determi-nados rasgos (el poseer otra religión, por ejemplo). Conviene no olvidar tampoco que el recurso a identidades adscriptivas, generalmente étnicas, facilita las conexiones afectivas y primarias en momentos en los que los papeles sociales alcanzan un mayor nivel de abstracción y desper-sonalización.

2.- Una vez que un grupo ha alcanzado su reconocimien-to legal y es destinatario de derechos o cualquier otro bene-ficio, tenderá a reafirmar aquellos marcadores que constitu-yen su diferencia. A partir de ese momento comienza una vida institucionalizada, que en muchos casos trata incluso

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de prevenir el propio curso del cambio social. Y una cosa es que un grupo se alimente fundamentalmente de las trans-misiones culturales de la tradición propia, y otra bien distin-ta es que no vaya a verse afectado permanentemente por procesos de cambio social y de un constante cuestiona-miento de su herencia. Mantener una determinada forma de vida cultural y querer transmitirla a generaciones futuras es perfectamente razonable, pero tiene que compatibilizar-se con su apertura a nuevos desafíos y a la presión de nue-vas reivindicaciones.

Esta cristalización activa de la identidad propia normal-mente no sólo no favorece la integración en una sociedad pluralista, sino que, más bien al contrario, favorece su fragmentación. Y no sólo porque el gozar de esos derechos a la diferencia le permite al grupo gozar de mecanismos ins-titucionales para afirmarlo políticamente y tratar de ampliar sistemáticamente su distancia con respecto a la sociedad mayoritaria. También porque permite iniciar un proceso de proliferación de otros grupos que reclaman su reconoci-miento. La escalada en su diferenciación y el ulterior frac-cionamiento o proliferación debilita las fuentes de la unidad y cohesión social y las lealtades y deberes cívicos. De ahí surge una visión de la política etnificada, racializada o pen-diente del puro juego de las minorías. Y, aunque parezca paradójico, allí donde ya no hay apenas cohesión social es mucho más difícil experimentar la diferencia.

3.- Todo esto tiene mucho que ver con un fenómeno que se tiende a olvidar. Las políticas multiculturales han creado

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una nueva fuente estratégica para la oportunidad política, para plantear demandas al sistema político. La creciente in-fluencia de la política identitaria pasa a depender así de una gran cantidad de actores representantes de élites gru-pales o de redes, organizaciones y líderes étnicos y religio-sos. En nuestro país es mucho más visible el papel de las élites políticas nacionalistas, supuestamente capacitadas para mantener vivo el agravio y el victimismo que supues-tamente justifica el ulterior desarrollo del autogobierno o la adquisición de nuevos privilegios. Pero en países más avan-zados que el nuestro en la implantación de derechos poliét-nicos a grupos de inmigrantes, ha comenzado a aparecer ya una floreciente industria étnica, antirracista, y nuevos es-quemas de acción política etnocorporatista. Todo ello por no mencionar la misma capacidad de la que gozan estas éli-tes para, abusando de su capacidad para imponer restric-ciones internas a los miembros del grupo, limitar los dere-chos individuales de aquellos previamente declarados como no auténticos o que no se ajustan a los rasgos objetivos previamente sancionados como propios.

4.- Puede alegarse que esta especie de objetivación de los intereses de los grupos minoritarios constituye ya un cierto reconocimiento de su identidad y que, por tanto, a partir de ese momento, sus actores podrán comenzar a ac-tuar mucho más en la línea de los intereses negociables o estratégicos. Algo de eso es cierto. Pero sólo en parte. La di-ficultad por plasmar y negociar un claro elenco de, digamos, competencias políticas más o menos definitivas con cual-

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quiera de nuestras nacionalidades históricas es un buen ejemplo de ello. La indivisibilidad de los conflictos persiste.

Este elenco de problemas o de los costes que puede te-ner para el sistema democrático el recurso a estrategias multiculturales no es una lista cerrada. El objetivo, como señalábamos al principio, consiste más bien en sacar a la luz la dificultad de una acertada gestión de la diversidad en los sistemas democráticos. En principio, eso que antes cali-ficábamos como el modelo liberal estándar nos parece más sugerente, justo y eficaz que las políticas de la diferencia para lidiar con este conjunto de problemas. También lo con-sideramos más acorde con la propia tradición democrática. Por concluir, sí nos gustaría abordar dos cuestiones que, sin embargo, consideramos esenciales para un mejor funcio-namiento del sistema. La primera tiene que ver con la difi-cultad de escaparse a la introducción de cuando menos al-gún procedimiento de reconocimiento de derechos de grupo, aunque solamente sea en la línea del multicultura-lismo contextual al que antes aludíamos. Esto se hace ya inexorable si deseamos hacer justicia a los complejos pro-blemas de integración de las minorías culturales de inmi-grantes.

La segunda consideración alude a la necesidad de abrir el espacio público para la articulación de las demandas de las minorías étnicas u otros grupos minoritarios. Si una de los principales desafíos que se plantean a la democracia ba-jo importantes condiciones de diversidad cultural es la cuestión relativa a qué le dota de unidad, nuestra respuesta

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es que dicha unidad no sólo deriva de un consenso norma-tivo previo y compartido. Dicho consenso se va construyen-do también por la propia dinámica de la confrontación ar-gumentativa en el espacio público. Como ha señalado Helmut Dubiel, uno de los representantes de la segunda generación de la Escuela de Francfort.

“La esfera pública democrática ha sido calificada por algunos comentaristas como un gran sujeto colectivo en sí misma. Si aceptamos esa descripción no debemos perder de vista, desde luego, que la esfera pública democrática es un monstruo amable con muchas cabezas que a menudo habla en diferentes idiomas”.

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COLECCIÓN FAES FUNDACIÓN PARA EL ANÁLISIS Y LOS ESTUDIOS SOCIALES •El futuro de España en el XXV aniversario de la Constitución. Un coloquio —Varios autores— •Hacia una consolidación jurídica y social del Programa MaB —Jesús Vozmediano— •Identidad cultural y libertades democráticas —Varios autores. Coord. Luis Núñez Ladevéze— •España, un hecho —Varios autores. Coord. José María Lassalle— PUBLICACIONES PREVISTAS •El desafío de la seguridad —Varios autores. Coord. Ignacio Cosidó— •El poder legislativo estatal en el Estado autonómico —Enrique Arnaldo, Jordi de Juan— COLECCIÓN FAES FUNDACIÓN PARA EL ANÁLISIS Y LOS ESTUDIOS SOCIALES INSTITUT CATALUNYA FUTUR •Reflexions al voltant de la formació —Diversos autors— •Política cultural i de comunicació: del teatre a la televisió —Diversos autors—

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PAPELES DE LA FUNDACIÓN No 1 La financiación de los partidos políticos —Pilar del Castillo— No 2 La reforma del Impuesto sobre Sociedades —Francisco Utrera— No 3 La conclusión de la Ronda Uruguay del GATT —Aldo Olcese— No 4 Efectos del control de los arrendamientos urbanos —Joaquín Trigo— No 5 Una política de realismo para la competitividad —Juan Hoyos, Juan Villalonga— No 6 Costes de transacción y Fe Pública Notarial —Rodrigo Tena— No 7 Los grupos de interés en España —Joaquín M. Molins— No 8 Una política industrial para España —Joaquín Trigo— No 9 La financiación del deporte profesional —Pedro Antonio Martín, José Luis González Quirós— No 10 Democracia y pobreza —Alejandro Muñoz-Alonso— No 11 El planeamiento urbanístico y la Sociedad del Bienestar —Manuel Ayllón— No 12 Estado, Libertad y Responsabilidad —Michael Portillo— No 13 España y la Unión Monetaria Europea —Pedro Schwartz, Aldo Olcese— No 14 El gasto público y la protección de la familia en España: un análisis económico —Francisco Cabrillo— No 15 Conceptos básicos de política lingüística para España —Francisco A. Marcos— No 16 Hacia un Cuerpo de Ejército Europeo —Gabriel Elorriaga Fernández— No 17 La empresa familiar en España —Aldo Olcese, Juan Villalonga—

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No 18 ¿Qué hacer con la televisión en España? —Luis Núñez Ladevéze— No 19 La posición del contribuyente ante la Administración y su futuro —Elisa de la Nuez— No 20 Reflexiones en torno a una política teatral —Eduardo Galán, Juan Carlos Pérez de la Fuente— No 20 Los teatros de Madrid, 1982-1994 Anexo —Moisés Pérez Coterillo— No 21 Los límites del pluralismo —Álvaro Delgado-Gal— No 22 La industria de defensa en España —Juan José Prieto— No 23 La libertad de elección en educación —Francisco López Rupérez— No 24 Estudio para la reforma del Impuesto sobre Sociedades —Juan Costa— No 25 Homenaje a Karl Popper —José María Aznar, Mario Vargas Llosa, Gustavo Villapalos, Pedro Schwartz, Alejo Vidal-Quadras— No 26 Europa y el Mediterráneo. Perspectivas de la Conferencia de Barcelona —Alberto Míguez— No 27 Cuba hoy: la lenta muerte del castrismo. Con un preámbulo para

españoles —Carlos Alberto Montaner— No 28 El Gobierno Judicial y el Consejo General del Poder Judicial —José Luis Requero— No 29 El Principio de Subsidiariedad en la construcción de la Unión Europea —José Ma de Areilza— No 30 Bases para una nueva política agroindustrial en España —Aldo Olcese— No 31 Responsabilidades políticas y razón de Estado —Andrés Ollero— No 32 Tiempo libre, educación y prevención en drogodependencias —José Vila— No 33 La creación de empleo estable en España: requisitos institucionales —Joaquín Trigo—

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No 34 ¿Qué Unión Europea? —José Luis Martínez López-Muñiz— No 35 España y su defensa. Una propuesta para el futuro —Benjamín Michavila— No 36 La apoteosis de lo neutro —Fernando R. Lafuente, Ignacio Sánchez-Cámara— No 37 Las sectas en una sociedad en transformación —Francisco de Oleza— No 38 La sociedad española y su defensa —Benjamín Michavila— No 39 Para una promoción integral de la infancia y de la juventud —José Vila— No 40 Catalanismo y Constitución o —Jorge Trías— No 41 Ciencia y tecnología en España: bases para una política —Antonio Luque, Gregorio Millán, Andrés Ollero— No 42 Genealogía del liberalismo español, 1759-1936 —José María Marco— No 43 España, Estados Unidos y la crisis de 1898 —Carlos Mellizo, Luis Núñez Ladevéze— No 44 La reducción de Jornada a 35 horas —Rafael Hernández Núñez— No 45 España y las transformaciones de la Unión Europea —José M. de Areilza— No 46 La Administración Pública: reforma y contrarreforma —Antonio Jiménez-Blanco, José Ramón Parada— No 47 Reforma fiscal y crecimiento económico —Juan F. Corona, José Manuel González-Páramo, Carlos Monasterio— No 48 La influencia de los intelectuales en el 98 francés: el asunto Dreyfus —Alejandro Muñoz-Alonso— No 49 El sector público empresarial —Alberto Recarte— No 50 La reforma estructural del mercado de trabajo —Juan Antonio Sagardoy, José Miguel Sánchez Molinero— No 51 Valores en una sociedad plural —Andrés Ollero—

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No 52 Infraestructuras y crecimiento económico —Juan Manuel Urgoiti— No 53 Política y medios de comunicación —Luis Núñez Ladevéze, Justino Sinova— No 54 Cómo crear empleo en España: Globalización, unión monetaria europea

y regionalización. —Juan Soler-Espiauba— No 55 La Guardia Civil más allá del año 2000 —Ignacio Cosidó— No 56 El gobierno de las sociedades cotizadas: situación actual y reformas pendientes —Juan Fernández-Armesto, Francisco Hernández— No 57 Perspectivas del Estado del Bienestar: devolver responsabilidad a los

individuos, aumentar las opciones —José Antonio Herce, Jesús Huerta de Soto— No 58 España, un actor destacado en el ámbito internacional —José Ma Ferré — No 59 España en la nueva Europa —Benjamín Michavila— No 60 El siglo XX: mirando hacia atrás para ver hacia delante —Fernando García de Cortázar— No 61 Problemática de la empresa familiar y la globalización —Joaquín Trigo, Joan M. Amat— No 62 El sistema educativo en la España de los 2000 —José Luis González Quirós, José Luis Martínez López Muñiz— No 63 La nación española: historia y presente —Fernando García de Cortázar— No 64 Economía y política en la transición y la democracia —José Luis Sáez— No 65 Democracia, nacionalismo y terrorismo —Edurne Uriarte— No 66 El estado de las autonomías en el siglo XXI: cierre o apertura indefinida —Fernando García de Cortázar— No 67 Vieja y nueva economía irregular —Joaquín Trigo— No 68 Iberoamérica en perspectiva —José Luis Sáez—

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No 69 Isaiah Berlin: Una reflexión liberal sobre el “otro” —José María Lassalle— No 70 Los temas de nuestro tiempo Fernando García de Cortázar No 71 La Globalización —Fernando Serra— No 72 La mecánica del poder —Fernando García de Cortázar— No 73 El desafío nacionalista —Jaime Ignacio del Burgo— o FUERA DE COLECCIÓN • Razón y Libertad —José María Aznar— • Política y Valores —José María Aznar— • Un compromiso con el teatro —José María Aznar— • Cultura y Política —José María Aznar— PAPELES DEL INSTITUTO DE ECOLOGÍA Y MERCADO No 1 Repoblación forestal y política agrícola —Luis Carlos Fernández-Espinar— No 2 El agua en España: problemas principales y posibles soluciones —Manuel Ramón Llamas— No 3 La responsabilidad por daño ecológico: ventajas, costes y alternativas —Fernando Gómez Pomar— No 4 Protección jurídica del medio ambiente —Raúl Canosa— No 5 Introducción a la ecología de mercado —Fred L. Smith— No 6 Los derechos de propiedad sobre los recursos pesqueros —Rafael Pampillón— No 7 Hacia una estrategia para la biodiversidad —Jesús Vozmediano— No 8 Caracterización de embalses y graveras para su adecuación ecológica —Ramón Coronado, Carlos Otero—

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No 9 Conocer los hechos, evitar la alarma —Michael Sanera, Jane S. Shaw— No 10 Política ambiental y desarrollo sostenible —Juan Grau, Josep Enric Llebot— No 11 El futuro de las ciudades: hacia unas urbes ecológicas y sostenibles —Jesús Vozmediano— FUERA DE COLECCIÓN • Mercado y Medio Ambiente —José María Aznar— ESSAYS IN ENGLISH LANGUAGE • Cuba today: The slow demise of Castroism.

With a preamble for Spaniards —Carlos Alberto Montaner— • Tribute to Karl Popper —José María Aznar, Mario Vargas Llosa, Gustavo Villapalos, Pedro Schwartz, Alejo Vidal-Quadras— • The boundaries of pluralism —Álvaro Delgado Gal— • In praise of neutrality —Fernando R. Lafuente, Ignacio Sánchez Cámara— • Democracy and poverty —Alejandro Muñoz-Alonso— • The legal protection of environment —Raúl Canosa— • Politics and freedom —José María Aznar— • The Genealogy of Spanish Liberalism, 1759-1931 —José María Marco—

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Colección Veintiuno 1.- El fundamentalismo islámico (Varios Autores) 2.- Europa, un orden jurídico para un fín político (Varios Autores) 3.- Reconquista del descubrimiento (Vintilia Horia) 4.- Nuevos tiempos: de la caída del muro al fin del socialismo (E. de Diego/L. Bernaldo de Quirós) 5.- La Galicia del año 2000 (Varios Autores) 6.- España ante el 93. Un estado de ánimo (Varios Autores) 7.- Los años en que no se escuchó a Casandra (Juan Velarde Fuertes) 8.- El impulso local (Francisco Tomey) 9.- La lucha política contra la droga (Gabriel Elorriaga) 10.- La Unión Europea cada semana (Carlos Robles Piquer) 11.- El Descubrimiento de América. Del IV al VI Centenario (Tomo I) (Varios Autores) 12.- El Descubrimiento de América. Del IV al VI Centenario (Tomo II) (Varios

Autores) 13.- El discurso político. Retórica-Parlamento-Dialéctica (Alfonso Ortega y Carmona) 14.- Empresa pública y privatizaciones: una polémica abierta (Varios Autores) 15.- Lenguas de España, lenguas de Europa (Varios Autores) 16.- Estudios sobre Carl Schmitt (Varios Autores) 17.- El político del siglo XXI (Luis Navarro) 18.- La profesionalización en los Ejércitos (Varios Autores) 19.- La Defensa de España ante el siglo XXI (Varios Autores) 20.- El pensamiento liberal en el fin de siglo (Varios Autores) 21.- Una estrategia para Galicia (Gonzalo Parente) 22.- Los dos pilares de la Unión Europea (Varios Autores) 23.- Retórica. El arte de hablar en público (Alfonso Ortega y Carmona 24.- Europa: pequeños y largos pasos (Carlos Robles Piquer) 25.- Cánovas. Un hombre para nuestro tiempo (José María García Escudero) 26.- Cánovas y la vertebración de España (Varios Autores) 27.- Weyler, de la leyenda a la historia (Emilio de Diego) 28.- Cánovas y su época (I) (Varios Autores) 29.- Cánovas y su época (II) (Varios Autores) 30.- La España posible. (Enrique de Diego) 31.- La herencia de un Imperio roto. (Fernando Olivié) 32.- Entorno a Cánovas. Prólogos y Epílogo a sus Obras Completas (Varios Autores) 33.- Algunas cuestiones clave para el siglo XXI (Varios Autores) 34.- Derechos y Responsabilidades de la persona (Varios Autores) 35.- La Europa postcomunista (Varios Autores)

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36.- Europa: el progreso como destino (Salvador Bermúdez de Castro) 37.- Las claves demográficas del futuro de España (Varios Autores) 38.- La drogadicción: un desafío a la comunidad internacional en el siglo XXI.

(Lorenzo Olivieri) 39.- Balance del Siglo XX. (Varios Autores) 40.- Retos de la cooperación para el Desarrollo (Varios Autores) 41.- Estrategia política (Julio Ligorría) Colección Cátedra Manuel Fraga

I. Lección Inaugural. (Lech Walesa) II. Repercusiones internacionales de la Unión Monetaria Europea. (Anibal Cavaco Silva)

Los Ministros-privados como fenómeno europeo. (John Elliott) III. Reflexiones sobre el Poder en William Shakespeare. (Federico Trillo-Figueroa) Socialismo, Liberalismo y Democracia. (Jean-François Revel) IV. Fraga o el intelectual y la política. (Juan Velarde Fuertes) ¿Habrá un orden mundial? (Luis Alberto Lacalle) El Mercosur ante la guerra comercial. (Luis Alberto Lacalle) V. Relaciones entre España e Italia a lo largo del siglo XX. (Giulio Andreotti) Guerra humanitaria y Constitución. (Giuseppe de Vergottini) FUERA DE COLECCIÓN • Manuel Fraga. Homenaje Académico (Tomos I y II) • Obras completas de Antonio Cánovas del Castillo ( 13 volúmenes) Cuadernos de formación Veintiuno Serie Azul: 1.- El socialismo ha muerto (Manuel Fraga) 2.- Libertad, Constitución y Europa (José Mª Aznar) 3.- La rebelión liberal-conservadora (Jesús Trillo-Figueroa) 4.- Administración única (Mariano Rajoy) 5.- Economía, corrupción y ética (Ubaldo Nieto de Alba) 6.- No dos políticas sino dos éticas (José Mª García Escudero) 7.- Sobre la codificación de la ética pública (Jaime Rodríguez-Arana) 8.- Un hombre de Estado: Antonio Cánovas del Castillo (Mario Hdez Sánchez-Barba/ Luis. E. Togores) 9.- Etica, ciudadanía y politica (Varios Autores) 10.- La filosofía económica de Julien Freund ante la Economía moderna (Jerónimo Molina Cano)

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11.- Un Homenaje Académico a Manuel Fraga (Textos de J. Mª Aznar, C. J. Cela y Otros Autores) 12.- Derechos y Deberes del Hombre (Varios Autores) 13.- Homenaje a Manuel Fraga. Dos sesiones académicas. (Varios Aurores) 14.- El nuevo debate educativo: libertad y empresa en la enseñanza. (Enrique de Diego) 15- Cánovas del Castillo: el diseño de una política conservadora. (Mario Hernández Sánchez-Barba) 16.- El modelo Aznar-Rato. (Juan Velarde Fuertes) 17.- El empleo en España. (Varios Autores) 18.- El futuro de la economía española. El modelo Aznar-Rato va a más. (Juan Velarde Fuertes) 19.- Política familiar en España. (Varios Autores) 20.- La calidad en la enseñanza: valores y convivencia (Varios autores) Serie Naranja: 1.- Los incendios forestales (Varios Autores) 3.- La lucha contra la pobreza. La verdad sobre el 0,7 % y el 1% (Varios Autores) 4.- Cuestiones de defensa y seguridad en España: una perspectiva militar (Varios Autores) 5.- Administración única: descentralización y eficacia (Jaime Rodríguez-Arana)

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FAES FUNDACIÓN PARA EL ANÁLISIS Y LOS ESTUDIOS SOCIALES

PATRONATO

PRESIDENTE: José María Aznar

VICEPRESIDENTE: Javier Arenas

VOCALES

Ángel Acebes, Esperanza Aguirre, Francisco Álvarez-Cascos, Carlos Aragonés,

Rafael Arias-Salgado, José Antonio Bermúdez de Castro, Miguel Boyer, Jaime Ignacio del Burgo,

Pío Cabanillas, Pilar del Castillo, Gabriel Cisneros, Miguel Ángel Cortés,

Gabriel Elorriaga, Antonio Fontán, Manuel Fraga, Gerardo Galeote,

Luis de Grandes, Juan José Lucas, Rodolfo Martín Villa, Ana Mato,

Abel Matutes, Jaime Mayor, Mercedes de la Merced, Jorge Moragas,

Alejandro Muñoz-Alonso, Eugenio Nasarre, Marcelino Oreja, Loyola de Palacio,

Ana Pastor, José Pedro Pérez-Llorca, Josep Piqué, Mariano Rajoy, Rodrigo Rato, Carlos Robles,

José Manuel Romay, Luisa Fernanda Rudí, Javier Rupérez, Alfredo Timermans,

Isabel Tocino, Federico Trillo-Figueroa, Juan Velarde, Alejo Vidal-Quadras, Celia Villalobos, Eduardo Zaplana,

Javier Zarzalejos

SECRETARIO GENERAL: Baudilio Tomé

FAES FundaciónFAES FundaciónFAES FundaciónFAES Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales para el Análisis y los Estudios Sociales para el Análisis y los Estudios Sociales para el Análisis y los Estudios Sociales c/ Juan Bravo, 3 – C. 28006 Madrid

Teléfonos 91 576 68 57 Fax 91 575 46 95 www.fundacionfaes.org