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Episodios Nacionales Cádiz Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesCádiz

Benito Pérez Galdós

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I-En una mañana del mes de Febrero de 1810

tuve que salir de la Isla, donde estaba de guar-nición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un avisotan discreto como breve que cierta dama tuvola bondad de enviarme. El día era hermoso,claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí conotros compañeros, que hacia el mismo punto sino con igual objeto caminaban, el largo istmoque sirve para que el continente no tenga ladesdicha de estar separado de Cádiz; exami-namos al paso las obras admirables de Torre-gorda, la Cortadura y Puntales, charlamos conlos frailes y personas graves que trabajaban enlas fortificaciones; disputamos sobre si se per-cibían claramente o no las posiciones de losfranceses al otro lado de la bahía; echamos unascañas en el figón de Poenco, junto a la Puertade Tierra, y finalmente, nos separamos en laplaza de San Juan de Dios, para marchar cadacual a su destino. Repito que era en Febrero, y

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aunque no puedo precisar el día, sí afirmo quecorrían los principios de dicho mes, pues aúnestaba calentita la famosa respuesta: «La ciudadde Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, noreconoce otro rey que al señor D. Femando VII.6 de Febrero de 1810».

Cuando llegué a la calle de la Verónica, y ala casa de doña Flora, esta me dijo:

-¡Cuán impaciente está la señora condesa,caballerito, y cómo se conoce que se ha distraí-do usted mirando a las majas que van a alboro-tar a casa del señor Poenco en Puerta de Tierra!

-Señora -le respondí- juro a usted que fuerade Pepa Hígados, la Churriana, y María de lasNieves, la de Sevilla, no había moza alguna encasa de Poenco. También pongo a Dios por tes-tigo de que no nos detuvimos más que unahora y esto porque no nos llamaran descortesesy malos caballeros.

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-Me gusta la frescura con que lo dice -exclamó con enfado doña Flora-. Caballerito, lacondesa y yo estamos muy incomodadas conusted, sí señor. Desde el mes pasado en que miamiga acertó a recoger en el Puerto esta ovejadescarriada, no ha venido usted a visitarnosmás que dos o tres veces, prefiriendo en sushoras de vagar y esparcimiento la compañía desoldados y mozas alegres, al trato de personasgraves y delicadas que tan necesario es a unjovenzuelo sin experiencia. ¡Qué sería de ti-añadió reblandecida de improviso y en tono deconfianza-, tierna criatura lanzada en tan tem-prana edad a los torbellinos del mundo, si no-sotras, compadecidas de tu orfandad, no teagasajáramos y cuidáramos, fortaleciéndote a lavez el cuerpecito con sanos y gustosos platos, elalma con sabios consejos! Desgraciado niño...Vaya se acabaron los regaños, picarillo. Estásperdonado; desde hoy se acabó el mirar a esasdesvergonzadas muchachuelas que van a casade Poenco y comprenderás todo lo que vale un

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trato honesto y circunspecto con personas depeso y suposición. Vamos, dime lo que quieresalmorzar. ¿Te quedarás aquí hasta mañana?¿Tienes alguna herida, contusión o rasguño,para curártelo en seguida? Si quieres dormir, yasabes que junto a mi cuarto hay una alcobitamuy linda.

Diciendo esto, doña Flora desarrollaba antemis ojos en toda su magnificencia y extensión elpanorama de gestos, guiños, saladas muecas,graciosos mohínes, arqueos de ceja, repulgos delabios y demás signos del lenguaje mudo queen su arrebolado y con cien menjurjes albarda-do rostro servía para dar mayor fuerza a la pa-labra. Luego que le di mis excusas, dichas mi-tad en serio mitad en broma, comenzó a dictarórdenes severas para la obra de mi almuerzo,atronando la casa, y a este punto salió conte-niendo la risa la señora condesa que había oídola anterior retahíla.

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-Tiene razón -me dijo después que nos salu-damos-; el Sr. D. Gabriel es un chiquilicuatrosin fundamento, y mi amiga haría muy bien enponerle una calza al pie. ¿Qué es eso de mirar alas chicas bonitas? ¿Hase visto mayor desver-güenza? Un barbilindo que debiera estar en laescuela o cosido a las faldas de alguna personasentada y de libras que fuera un almacén debuenos consejos... ¿cómo se entiende? DoñaFlora, siéntele usted la mano, dirija su corazónpor el camino de los sentimientos circunspectosy solemnes, e infúndale el respeto que todocaballero debe tener a los venerandos monu-mentos de la antigüedad.

Mientras esto decía, doña Flora había traídoluengas piezas de damasco amarillo y rojo yayudada de su doncella empezó a cortar unascomo dalmáticas o jubones a la antigua, queluego ribeteaban con galón de plata. Como eratan presumida y extravagante en su vestir, creíque doña Flora preparaba para su propio cuer-

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po aquellas vestimentas; pero luego conocí,viendo su gran número, que eran prendas decomparsa de teatro, cabalgata o cosa de estejaez.

-¡Qué holgazana está usted, señora condesa!-dijo doña Flora-, y ¿cómo teniendo tan buenamano para la aguja no me ayuda a hilvanarestos uniformes para la Cruzada del Obispado deCádiz, que va a ser el terror de la Francia y delRey José?

-Yo no trabajo en mojigangas, amiguita -repuso mi antigua ama- y de picarme las manoscon la aguja, prefiero ocuparme, como me ocu-po, en la ropa de esos pobrecitos soldados quehan venido con Alburquerque de Extremadura,tan destrozados y astrosos que da lástima ver-los. Estos y otros como estos, amiga doña Flora,echarán a los franceses, si es que les echan, queno los monigotes de la Cruzada, con su D. Pe-dro del Congosto a la cabeza, el más loco entre

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todos los locos de esta tierra, con perdón seadicho de la que es su tiernísima Filis.

-Niñita mía, no diga usted tales cosas delan-te de este joven sin experiencia -indicó con maldisimulada satisfacción doña Flora-; pues podr-ía creer que el ilustre jefe de la Cruzada, paraquien doy estos puntos y comas, ha tenidoconmigo más relaciones que la de una aficiónpurísima y jamás manchadas con nada de aque-llo que D. Quijote llamaba incitativo melindre.Conociome el Sr. D. Pedro en Vejer en casa demi primo D. Alonso y desde entonces seprendó de mí de tal modo, que no ha vuelto aencontrar en toda la Andalucía mujer que leinteresara. Ha sido desde entonces acá su devo-ción para mí cada vez más fina, espiritada ysublime, en tales términos que jamás me lo hamanifestado sino en palabras respetuosísimas,temiendo ofenderme; y en los años que nosconocemos ni una sola vez me ha tocado laspuntas de los dedos. Mucho ha picoteado por

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ahí la gente suponiéndonos inclinados a con-traer matrimonio; pero sobre que yo he aborre-cido siempre todo lo que sea obra de varón, elseñor D. Pedro se pone encendido como la gra-na cuando tal le dicen, porque ve en esashabladurías una ofensa directa a su pudor y almío.

-No es tampoco D. Pedro -dijo Amarantariendo- con sus sesenta años a la espalda, hom-bre a propósito para una mujer fresca y lozanacomo usted, amiga mía. Y ya que de esto setrata, aunque le parezcan irrespetuosas y talvez impúdicas mis palabras, usted debieraapresurarse a tomar estado para no dejar que seextinga tan buena casta como es la de los Gutié-rrez de Cisniega; y de hacerlo, debe buscarvarón a propósito, no por cierto un jamelgoempedernido y seco como D. Pedro, sino uncachorro tiernecito que alegre la casa, un joven,pongo por caso, como este Gabriel, que nos estáoyendo, el cual se daría por muy bien servido,

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si lograra llevar a sus hombros carga tan dulcecomo usted.

Yo, que almorzaba durante este graciosodiálogo, no pude menos de manifestarme con-forme en todo y por todo con las indicacionesde Amaranta; y doña Flora sirviéndome consingular finura y amabilidad, habló así:

-Jesús, amiga, qué malas cosas enseña usteda este pobrecito niño, que tiene la suerte de nosaber todavía más que la táctica de cuatro enfondo. ¿A qué viene el levantarle los cascoscon...? Gabriel, no hagas caso. Cuidado con quete desmandes, y mal instruido por esta pícaracondesa, vayas ahora a deshacerte en requie-bros, y desbaratarte en suspiros y fundirte enlágrimas... Los niños a la escuela. ¡Qué cosastiene esta Amaranta! Criatura, ¿acaso el mucha-cho es de bronce?... Su suerte consiste en que dacon personas de tan buena pasta como yo, quesé comprender los desvaríos propios de la ju-ventud, y estoy prevenida contra los vehemen-

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tes arrebatos lo mismo que contra los lazos delenemigo. Calma y sosiego, Gabriel, y esperarcon paciencia la suerte que Dios destina a lascriaturas. Esperar sí, pero sin fogosidades, sinexaltaciones, sin locuras juveniles, pues nadasienta tan bien a un joven delicado y caballero-so, como la circunspección. Y si no aprende deese Sr. D. Pedro del Congosto, aprende de él;mírate en el espejo de su respetuosidad, de suseveridad, de su aplomo, de su impasible yjamás turbado platonismo; observa cómo en-frena sus pasiones; como enfría el ardor de lospensamientos con la estudiada urbanidad delas palabras; cómo reconcentra en la idea suafición y pone freno a las manos y mordaza a lalengua y cadenas al corazón que quiere saltár-sele del pecho.

Amaranta y yo hacíamos esfuerzos por con-tener la risa. De pronto oyose ruido de pasos, yla doncella entró a anunciar la visita de un ca-ballero.

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-Es el inglés -dijo Amaranta-. Corra usted arecibirle.

-Al instante voy, amiga mía. Veré si puedoaveriguar algo de lo que usted desea.

Nos quedamos solos la condesa y yo porlargo rato, pudiendo sin testigos hablar tran-quilamente lo que verá el lector a continuaciónsi tiene paciencia.

-II--Gabriel -me dijo-, te he llamado para decirte

que ayer, en una embarcación pequeña, venidade Cartagena, ha llegado a Cádiz el sin par D.Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra pa-rienta, la monumental y grandiosa señora doñaMaría.

-Ya sospechaba -respondí- que ese perdidorecalaría por aquí. ¿No trae en su compañía a

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un majo de las Vistillas o a algún cortesano delos de la tertulia del Sr. Mano de Mortero?

-No sé si viene solo o trae corte. Lo que sé esque su mamá ha recibido mucho gusto con lainesperada aparición del niño, y que mi tía, yasea por mortificarme, ya porque realmentehaya encontrado variación en el joven, ha dichoayer delante de toda la familia: «Si el señorconde se porta bien y es hombre formal, ob-tendrá nuestros parabienes y se hará acreedor ala más dulce recompensa que pueden ofrecerledos familias deseosas de formar una sola».

-Señora condesa, yo a ser usted me reiría dedon Diego y de las mortificaciones de cuantasmarquesas impertinentes peinan canas y guar-dan pergaminos en el mundo.

-¡Ah, Gabriel; eso puede decirse; pero si túcomprendieras bien lo que me pasa! -exclamócon pena-. ¿Creerás que se han empeñado enque mi hija no me tenga amor ni cariño alguno?

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Para conseguirlo han principiado por apartarlaperpetuamente de mí. Desde hace algunos díashan resuelto terminantemente que no venga alas tertulias de esta casa, y tampoco me recibena mí en la suya. De este modo, mi hija concluirápor no amarme. La infeliz no tiene culpa deesto, ignora que soy su madre, me ve poco, lasoye a ellas con más frecuencia que a mí... ¡SabeDios lo que le dirán para que me aborrezca! Disi no es esto peor que cuantos castigos puedenpadecerse en el mundo; di si no tengo razónpara estar muerta de celos, sí, y los peores, losmás dolorosos y desesperantes que puedendesgarrar el corazón de una mujer. Al ver quepersonas egoístas quieren arrebatarme lo que esmío, y privarme del único consuelo de mi vida,me siento tan rabiosa, que sería capaz de accio-nes indignas de mi categoría y de mi nombre.

-No me parece la situación de usted -le dije-ni tan triste ni tan desesperada como la ha pin-

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tado. Usted puede reclamar a su hija, llevándo-sela para siempre consigo.

-Eso es difícil, muy difícil. ¿No ves que apa-rentemente y según la ley carezco de derechospara reclamarla y traerla a mi lado? Me hanjurado una guerra a muerte. Han hecho los im-posibles por desterrarme, no vacilando hasta endenunciarme como afrancesada. Hace poco,como sabes, proyectaron marcharse a Portugalsin darme noticia de ello, y si lo impedí pre-sentándome aquella noche en tu compañía, mefue preciso amenazar con un gran escándalopara obligarlas a que se detuvieran. La deRumblar me cobró un aborrecimiento profun-do, desde que supo mi oposición a que Inés sedesposase con el tunantuelo de su hijo. Mi tíacon su idea del decoro de la casa y de la honrade la familia me mortifica más que la otra consu enojo, que tiene por móvil una desmedidaavaricia. Si me encontrara en Madrid, dondemis muchas relaciones me ofrecen abundantes

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recursos para todo, tal vez vencería estos yotros mayores obstáculos; pero nos hallamos enCádiz, en una plaza que casi está rigurosamen-te sitiada, donde tengo pocos amigos, mientrasque mi tía y la de Rumblar, por su exageradoespañolismo cuentan con el favor de todas laspersonas de poder. Suponte que me obliguen aembarcarme, que me destierren, que durantemi forzada ausencia engañen a la pobre mu-chacha y la casen contra su voluntad; figúrateque esto suceda, y...

-¡Oh!, señora -exclamé con vehemencia- esono sucederá mientras usted y yo vivamos paraimpedirlo. Hablemos a Inés, revelémosle lo queya debiera saber...

-Díselo tú, si te atreves...

-¿Pues no me he de atrever?...

-Debo advertirte otra cosa que ignoras, Ga-briel; una cosa que tal vez te cause tristeza; pero

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que debes saber... ¿Tú crees conservar sobreella el ascendiente que tuviste hace algún tiem-po y que conservaste aun después de habermudado tan bruscamente de fortuna?

-Señora -repuse-, no puedo concebir quehaya perdido ese ascendiente. Perdóneseme lavanidad.

-¡Desgraciado muchacho! -me dijo en tonode dulce compasión-. La vida consiste en milmudanzas dolorosas, y el que confía en la per-petuidad de los sentimientos que le halagan, escomo el iluso que viendo las nubes en el hori-zonte, las cree montañas, hasta que un rayo deluz las desfigura o un soplo de viento las des-barata. Hace dos años, mi hija y tú erais dosniños desvalidos y abandonados. El aparta-miento en que vivíais y la común desgracia,aumentando la natural inclinación, hicieronque os amarais. Después todo cambió. ¿Paraqué repetir lo que sabes tan bien? Inés en sunueva posición no quiso olvidar al fiel compa-

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ñero de su infortunio. ¡Hermoso sentimientoque nadie más que yo supo apreciar en su va-lor! Aprovechándome de él, casi llegué hastatolerarle y autorizarle, impulsada por el despe-cho y por mortificar a mi orgullosa parienta;pero yo sabía que aquella corazonada infantilconcluiría con el tiempo y la distancia, como enefecto ha concluido.

Oí con estupor las palabras de la condesa,que iban esparciendo densas oscuridades de-lante de mis ojos. Pero la razón me indicabaque no debía dar entero crédito a las palabrasde mujer tan experta en ingeniosos engaños, yesperé aparentando conformarme con su opi-nión y mi desaire.

-¿Te acuerdas de la noche en que nos presen-tamos aquí viniendo del Puerto de Santa Mar-ía? En esta misma sala nos recibió doña Flora.Llamamos a Inés, te vio, le hablaste. La pobreci-ta estaba tan turbada que no acertó a contestarderechamente a lo que le dijiste. Indudable-

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mente te conserva un noble y fraternal afecto;pero nada más. ¿No lo comprendiste? ¿No seofreció a tus ojos o a tus oídos algún dato paraconocer que ya Inés no te ama?

-Señora -respondí con perplejidad-, aquelinstante fue tan breve y usted me suplicó contanta precipitación que saliese de la casa, quenada observé que me disgustara.

-Pues sí, puedes creerlo. Yo sé que Inés no teama ya -afirmó con una entereza tal que se mehizo aborrecible en un momento mi hermosainterlocutora.

-¿Lo sabe usted?

-Yo lo sé.

-Tal vez se equivoque.

-No: Inés no te ama.

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-¿Por qué? -pregunté bruscamente y condesabrimiento.

-Porque ama a otro -me respondió con cal-ma.

-¡A otro! -exclamé tan asombrado que porlargo rato no me di cuenta de lo que sentía-. ¡Aotro! No puede ser, señora condesa. ¿Y quién esese otro? Sepámoslo.

Diciendo esto, en mi interior se retorcían do-lorosamente unas como culebras, que me estru-jaban el corazón mordiéndolo y apretándolocon estrechos nudos. Yo quería aparentar sere-nidad; pero mis palabras balbucientes y ciertainvencible sofocación de mi aliento descubríanla flaqueza de mi espíritu caído desde la cum-bre de su mayor orgullo.

-¿Quieres saberlo? Pues te lo diré. Es uninglés.

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-¿Ese? -pregunté con sobresalto señalandohacia la sala donde resonaba lejanamente el ecode las voces de doña Flora y de su visitante.

-¡Ese mismo!

-¡Señora, no puede ser!, usted se equivoca-exclamé sin poder contener la fogosa cólera quedesarrollándose en mí como súbito incendio, noadmitía razón que la refrenara, ni urbanidadque la reprimiera-. Usted se burla de mí; ustedme humilla y me pisotea como siempre lo hahecho.

-Qué furioso te has puesto -me dijo sonrien-do -. Cálmate y no seas loco.

-Perdóneme usted si la he ofendido con mibrusca respuesta -dije reponiéndome-; pero yono puedo creer eso que he oído. Todo cuantohay en mí que hable y palpite con señales devida, protesta contra tal idea. Si ella misma melo dice, lo creeré; de otro modo no. Soy un ciego

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estúpido tal vez, señora mía, pero yo detesto laluz que pueda hacerme ver la soledad espanto-sa que usted quiere ponerme delante. Pero nome ha dicho usted quién es ese inglés ni en quése funda para pensar...

-Ese inglés vino aquí hace seis meses, acom-pañando a otro que se llama lord Byron, el cualpartió para Levante al poco tiempo. Este queaquí está, se llama lord Gray. ¿Quieres sabermás? ¿Quieres saber en qué me fundo parapensar que Inés le ama? Hay mil indicios que niengañan ni pueden engañar a una mujer expe-rimentada como yo. ¿Y eso te asombra? Eres unmozo sin experiencia, y crees que el mundo seha hecho para tu regalo y satisfacción. Es todolo contrario, niño. ¿En qué te fundabas paraesperar que Inés estuviera queriéndote toda lavida, luchando con la ausencia, que en estaedad es lo mismo que el olvido? ¡Pues no ped-ías poco en verdad! ¿Sabes que eres modestito?Que pasaran años y más años, y ella siempre

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queriéndote... Vamos, pide por esa boca. Espreciso que te acostumbres a creer que hayademás de ti, otros hombres en el mundo, yque las muchachas tienen ojos para ver y oídospara escuchar.

Con estas palabras que encerraban profundaverdad, la condesa me estaba matando. Parec-íame que mi alma era una hermosa tela, y queella con sus finas tijeras me la estaba cortandoen pedacitos para arrojarla al viento.

-Pues sí. Ha pasado mucho tiempo -continuó-. Ese inglés se apareció en Cádiz; nosvisitó. Visita hoy con mucha frecuencia la otracasa, y en ella es amado... Esto te parece increí-ble, absurdo. Pues es la cosa más sencilla delmundo. También creerás que el inglés es unhombre antipático, desabrido, brusco, colorado,tieso y borracho como algunos que viste y tra-taste en la plaza de San Juan de Dios cuandoeras niño. No: lord Gray es un hombre finísimo,de hermosa presencia y vasta instrucción. Per-

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tenece a una de las mejores familias de Inglate-rra, y es más rico que un perulero... Ya... ¡túcreíste que estas y otras eminentes cualidadesnadie las poseía más que el Sr. D. Gabriel deTres-al-Cuarto! Lucido estás... Pues oye otracosa.

»Lord Gray cautiva a las muchachas con suamena conversación. Figúrate, que con ser tanjoven, ha tenido ya tiempo para viajar por todael Asia y parte de América. Sus conocimientosson inmensos; las noticias que da de los mu-chos y diversos pueblos que ha visto, curiosí-simas. Es hombre además de extraordinariovalor; hase visto en mil peligros luchando conla naturaleza y con los hombres, y cuando losrelata con tanta elocuencia como modestia, pro-curando rebajar su propio mérito y disimularsu arrojo, los que le oyen no pueden contener elllanto. Tiene un gran libro lleno de dibujos,representando paisajes, ruinas, trajes, tipos,edificios que ha pintado en esas lejanas tierras;

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y en varias hojas ha escrito en verso y prosa milhermosos pensamientos, observaciones y des-cripciones llenas de grandiosa y elocuente po-esía. ¿Comprendes que pueda y sepa hacerseamar? Llega a la tertulia, las muchachas le ro-dean; él les cuenta sus viajes con tanta verdad yanimación, que vemos las grandes montañas,los inmensos ríos, los enormes árboles de Asia,los bosques llenos de peligros; vemos al in-trépido europeo defendiéndose del león que leasalta, del tigre que le acecha; nos describe lue-go las tempestades del mar de la China, conaquellos vientos que arrastran como pluma laembarcación, y le vemos salvándose de lamuerte por un esfuerzo de su naturaleza ágil ypoderosa; nos describe los desiertos de Egipto,con sus noches claras como el día, con las pirá-mides, los templos derribados, el Nilo y lospobres árabes que arrastran miserable vida enaquellas soledades; nos pinta luego los lugaressantos de Jerusalén y Belén, el sepulcro del Se-ñor, hablándonos de los millares de peregrinos

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que le visitan, de los buenos frailes que danhospitalidad al europeo; nos dice cómo son losolivares a cuya sombra oraba el Señor cuandofue Judas con los soldados a prenderle, y nosrefiere punto por punto cómo es el monte Cal-vario y el sitio donde levantaron la santa Cruz.

»Después nos habla de la incomparable Ve-necia, ciudad fabricada dentro del mar, de talmodo, que las calles son de agua y los cochesunas lanchitas que llaman góndolas; y allí sepasean de noche los amantes, solos en aquellaserena laguna, sin ruido y sin testigos. Tambiénha visitado la América, donde hay unos salva-jes muy mansos que agasajan a los viajeros, ydonde los ríos, grandísimos como todo lo deaquel país, se precipitan desde lo alto de unaroca formando lo que llaman cataratas, es decir,un salto de agua como si medio mar se arrojasesobre el otro medio, formando mundos de es-puma y un ruido que se oye a muchísimas le-guas de distancia. Todo lo relata, todo lo pinta

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con tan vivos colores, que parece que lo esta-mos viendo. Cuenta sus acciones heroicas sinfanfarronería, y jamás ha mortificado el orgullode los hombres que le oyen con tanta atención,si no con tanta complacencia como las mujeres.

»Ahora bien, Gabriel, desgraciado joven,¿por lo que digo comprendes que ese ingléstiene atractivos suficientes para cautivar a unamuchacha de tanta sensibilidad como imagina-ción, que instintivamente vuelve los ojos haciatodo lo que se distingue del vulgo enfatuado?Además, lord Gray es riquísimo, y aunque lasriquezas no bastan a suplir en los hombres lafalta de ciertas cualidades, cuando estas se po-seen, las riquezas las avaloran y realzan más.Lord Gray viste elegantemente; gasta con pro-fusión en su persona y en obsequiar dignamen-te a sus amigos, y su esplendidez no es el de-rroche del joven calavera y voluntarioso, sino lagala y generosidad del rico de alta cuna, queemplea sabiamente su dinero en alegrar la exis-

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tencia de cuantos le rodean. Es galante sin afec-tación, y más bien serio que jovial.

»¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora?¿Llegarás a entender que hay en el mundo al-guien que puede ponerse en parangón con elSr. D. Gabriel Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien,hijo; reflexiona bien quién eres tú. Un buenmuchacho y nada más. Excelente corazón, des-pejo natural, y aquí paz y después gloria. Enpunto a posición oficialito del ejército... bienganado, eso sí... pero ¿qué vale eso? Figura... nomala; conversación, tolerable; nacimientohumildísimo, aunque bien pudieras figurarlocomo de los más alcurniados y coruscantes.Valor, no lo negaré; al contrario, creo que lotienes en alto grado, pero sin brillo ni lucimien-to. Literatura, escasa... cortesía, buena... Pero,hijo, a pesar de tus méritos, que son muchos,dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás enhacerte indestronable, como se lo creyó el buen

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D. Carlos IV que heredó la corona de su padre?No, Gabriel; ten calma y resígnate.

El efecto que me causó la relación de mi an-tigua ama fue terrible. Figúrense ustedes cómome habría quedado yo, si Amaranta hubieracogido el pico de Mulhacén, es decir, el montemás alto de España... y me lo hubiese echadoencima.

Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.

-III-¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía

hacer? Callarme y sufrir. Pero el hombre aplas-tado por cualquiera de las diversas montañasque le caen encima en el mundo, aun cuandoconozca que hay justicia y lógica en su situa-ción, rara vez se conforma, y elevando las ma-necitas pugna por quitarse de encima la colosalpeña. No sé si fue un sentimiento de noble dig-

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nidad, o por el contrario un vano y pueril orgu-llo, lo que me impulsó a contestar con entereza,afectando no sólo conformidad sino indiferen-cia ante el golpe recibido.

-Señora condesa -dije-, comprendo mi infe-rioridad. Hace tiempo que pensaba en esto, ynada me asombra. Realmente, señora, era unatrevimiento que un pobretón como yo, quejamás he estado en la India ni he visto otrascataratas que las del Tajo en Aranjuez, tengapretensiones nada menos que de ser amado poruna mujer de posición. Los que no somos no-bles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más queofrecer nuestro corazón a las fregatrices y da-mas del estropajo, no siempre con la seguridadde que se dignen aceptarlo? Por eso nos llena-mos de resignación, señora, y cuando recibimosgolpes como el que usted se ha servido darme,nos encogemos de hombros y decimos: «pa-ciencia». Luego seguimos viviendo, y comemos

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y dormimos tan tranquilos... Es una tonteríamorirse por quien tan pronto nos olvida.

-Estás hecho un basilisco de rabia -me dijo lacondesa en tono de burla-, y quieres aparecertranquilo. Si despides fuego... toma mi abanicoy refréscate con él.

Antes que yo lo tomara, la condesa me dioaire con su abanico precipitadamente. Sin nin-guna gana me reía yo, y ella después de un ratode silencio, me habló así:

-Me falta decirte otra cosa que tal vez te dis-guste; pero es forzoso tener paciencia. Es queestoy contenta de que mi hija corresponda alamor del inglés.

-Lo creo señora -respondí apretando conconvulsa fuerza los dientes, ni más ni menosque si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.

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-Sí -prosiguió-, todo suceso que me dé espe-ranzas de ver a mi hija fuera de la tutela y di-rección de la marquesa y la condesa, es para mílisonjero.

-Pero ese inglés será protestante.

-Sí -repuso-, mas no quiero pensar en eso.Puede que se haga católico. De todos modos,ese es punto grave y delicado. Pero no reparoen nada. Vea yo a mi hija libre, hállese en situa-ción tal que yo pueda verla, hablarla como ycuando se me antoje, y lo demás... ¡Cómo ra-biaría doña María si llegara a comprender...!Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu discreción.Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía seopusiera a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luegonos marcharíamos los tres a Inglaterra, lejos,lejos de aquí, a un país donde yo no viera pa-riente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tangrande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para permitirque una mujer católica se casara con un hombrehereje.

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-Creo que usted verá satisfechos sus deseos.

-¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte desu gran mérito es bastante raro. A nadie ha con-fiado el secreto de sus amores, y sólo tenemosnoticias de él por indicios primero y despuéspor pruebas irrecusables obtenidas mediantelargo y minucioso espionaje.

-Inés lo habrá revelado a usted.

-No, después de esto, ni una sola vez he con-seguido verla. ¡Qué desesperación! Las tresmuchachas no salen de casa, sino custodiadaspor la autoridad de doña María. Aquí doñaFlora y yo hemos trabajado lo que no es deciblepara que lord Gray se franquease con nosotras,y nos lo revelara; pero es tan prudente y calla-do, que guarda su secreto como un avaro sutesoro. Lo sabemos por las criadas, por lamurmuración de algunas, muy pocas personasde las que van a la casa. No hay duda de que es

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cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos desun disgusto. Cuidado con el suicidio.

-¿Yo? -dije afectando indiferencia.

-Toma, toma aire, que te incendias por todoslados -me dijo agitando delante de mí su abani-co-. Don Rodrigo en la horca no tiene más orgu-llo que este general en agraz.

Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flo-ra y los pasos de un hombre. Doña Flora dijo:

-Pase usted milord, que aquí está la condesa.

-Mírale... verás -me dijo Amaranta concrueldad- y juzgarás por ti mismo si la niña hatenido mal gusto.

Entró doña Flora seguida del inglés. Estetenía la más hermosa figura de hombre que hevisto en mi vida. Era de alta estatura, con elcolor blanquísimo pero tostado que abunda enlos marinos y viajeros del Norte. El cabello ru-

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bio, desordenadamente peinado y suelto segúnel gusto de la época, le caía en bucles sobre elcuello. Su edad no parecía exceder de treinta otreinta y tres años. Era grave y triste pero sin lapesadez acartonada y tardanza de modales quesuelen ser comunes en la gente inglesa. Su ros-tro estaba bronceado, mejor dicho, dorado porel sol, desde la mitad de la frente hasta el cue-llo, conservando en la huella del sombrero y enla garganta una blancura como la de la máspura y delicada cera. Esmeradamente limpia depelo la cara, su barba era como la de una mujer,y sus facciones realzadas por la luz del Me-diodía dábanle el aspecto de una hermosa esta-tua de cincelado oro. Yo he visto en alguna par-te un busto del Dios Brahma, que muchos añosdespués me hizo recordar a lord Gray.

Vestía con elegancia y cierta negligencia noestudiada, traje azul de paño muy fino, mediooculto por una prenda que llamaban sortú, yllevaba sombrero redondo, de los primeros que

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empezaban a usarse. Brillaban sobre su personaalgunas joyas de valor, pues los hombres en-tonces se ensortijaban más que ahora, y lucíaademás los sellos de dos relojes. Su figura engeneral era simpática. Yo le miré y observé ávi-damente, buscándole imperfecciones por todoslados; pero ¡ay!, no le encontré ninguna. Masme disgustó oírle hablar con rara corrección elcastellano, cuando yo esperaba que se expresa-se en términos ridículos y con yerros de los quedesfiguran y afean el lenguaje; pero consolomela esperanza de que soltase algunas tonterías.Sin embargo no dijo ninguna.

Entabló conversación con Amaranta, procu-rando esquivar el tema que impertinentementehabía tocado doña Flora al entrar.

-Querida amiga -dijo la vieja-, lord Gray nosva a contar algo de sus amores en Cádiz, que esmejor tratado que el de los viajes por Asia yÁfrica.

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Amaranta me presentó gravemente a él, di-ciéndole que yo era un gran militar, una especiede Julio César por la estrategia y un segundoCid por el valor; que había hecho mi carrera deun modo gloriosísimo, y que había estado en elsitio de Zaragoza, asombrando con mis hechosheroicos a españoles y franceses. El extranjeropareció oír con suma complacencia mi elogio, yme dijo después de hacerme varias preguntassobre la guerra, que tendría grandísimo conten-to en ser mi amigo. Sus refinadas cortesaníasme tenían frita la sangre por la violencia y fin-gimiento con que me veía precisado a respon-der a ellas. La maligna Amaranta reíase a hur-tadillas de mi embarazo, y más atizaba con susartificiosas palabras la inclinación y repentinoafecto del inglés hacia mi persona.

-Hoy -dijo lord Gray- hay en Cádiz grancuestión entre españoles e ingleses.

-No sabía nada -exclamó Amaranta-. ¿En es-to ha venido a parar la alianza?

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-No será nada, señora. Nosotros somos algorudos, y los españoles un poco vanagloriosos yexcesivamente confiados en sus propias fuer-zas, casi siempre con razón.

-Los franceses están sobre Cádiz -dijo doñaFlora-, y ahora salimos con que no hay aquíbastante gente para defender la plaza.

-Así parece. Pero Wellesley -añadió el inglés-ha pedido permiso a la Junta para que desem-barque la marinería de nuestros buques y de-fienda algunos castillos.

-Que desembarquen; si vienen, que vengan -exclamó Amaranta-. ¿No crees lo mismo, Ga-briel?

-Esa es la cuestión que no se puede resolver -dijo lord Gray-, porque las autoridades españo-las se oponen a que nuestra gente les ayude.Toda persona que conozca la guerra ha de con-venir conmigo en que los ingleses deben des-

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embarcar. Seguro estoy de que este señor mili-tar que me oye es de la misma opinión.

-Oh, no señor; precisamente soy de la opi-nión contraria -repuse con la mayor viveza,anhelando que la disconformidad de pareceresalejase de mí la intolerable y odiosísima amis-tad que quería manifestarme el inglés-. Creoque las autoridades españolas hacen bien en noconsentir que desembarquen los ingleses. EnCádiz hay guarnición suficiente para defenderla plaza.

-¿Lo cree usted? -me preguntó.

-Lo creo -respondí procurando quitar a mispalabras la dureza y sequedad que quería in-fundirles el corazón-. Nosotros agradecemos elauxilio que nos están dando nuestros aliados,más por odio al común enemigo que por amora nosotros; esa es la verdad. Juntos pelean am-bos ejércitos; pero si en las acciones campales esnecesaria esta alianza, porque carecemos de

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tropas regulares que oponer a las de Napoleón,en la defensa de plazas fuertes harto se ha pro-bado que no necesitamos ayuda. Además, lasplazas fuertes que como esta son al mismotiempo magníficas plazas comerciales, no de-ben entregarse nunca a un aliado por leal quesea; y como los paisanos de usted son tan co-merciantes, quizás gustarían demasiado de estaciudad, que no es más que un buque anclado avista de tierra. Gibraltar casi nos está oyendo ylo puede decir.

Al decir esto, observaba atentamente alinglés, suponiéndole próximo a dar rienda suel-ta al furor, provocado por mi irreverente censu-ra; pero con gran sorpresa mía, lejos de ver en-cendida en sus ojos la ira, noté en su sonrisa nosólo benevolencia, sino conformidad con misopiniones.

-Caballero -dijo tomándome la mano-, ¿mepermitirá usted que le importune repitiéndoleque deseo mucho su amistad?

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Yo estaba absorto, señores.

-Pero milord -preguntó doña Flora-; ¿en quéconsiste que aborrece usted tanto a sus paisa-nos?

-Señora -dijo lord Gray-, desgraciadamentehe nacido con un carácter que si en algunospuntos concuerda con el de la generalidad demis compatriotas, en otros es tan diferente co-mo lo es un griego de un noruego. Aborrezco elcomercio, aborrezco a Londres, mostrador nau-seabundo de las drogas de todo el mundo; ycuando oigo decir que todas las altas institu-ciones de la vieja Inglaterra, el régimen colonialy nuestra gran marina tienen por objeto el sos-tenimiento del comercio y la protección de lasórdida avaricia de los negociantes que bañansus cabezas redondas como quesos con el aguanegra del Támesis, siento un crispamiento denervios insoportable y me avergüenzo de seringlés.

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»El carácter inglés es egoísta, seco, duro co-mo el bronce, formado en el ejército del cálculoy refractario a la poesía. La imaginación es enaquellas cabezas una cavidad lóbrega y fríadonde jamás entra un rayo de luz ni resuena uneco melodioso. No comprenden nada que nosea una cuenta, y al que les hable de otra cosaque del precio del cáñamo, le llaman mala ca-beza, holgazán y enemigo de la prosperidad desu país. Se precian mucho de su libertad, perono les importa que haya millones de esclavosen las colonias. Quieren que el pabellón inglésondee en todos los mares, cuidándose muchode que sea respetado; pero siempre que hablande la dignidad nacional, debe entenderse que laquincalla inglesa es la mejor del mundo. Cuan-do sale una expedición diciendo que va a ven-gar un agravio inferido al orgulloso leopardo,es que se quiere castigar a un pueblo asiático oafricano que no compra bastante trapo de al-godón.

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-¡Jesús, María y José! -exclamó horrorizadadoña Flora-. No puedo oír a un hombre de tan-to talento como milord hablando así de suscompatriotas.

-Siempre he dicho lo mismo, señora -prosiguió lord Gray-, y no ceso de repetirlo amis paisanos. Y no digo nada cuando quierenechársela de guerreros y dan al viento el estan-darte con el gato montés que ellos llaman leo-pardo. Aquí en España me ha llenado de asom-bro el ver que mis paisanos han ganado bata-llas. Cuando los comerciantes y mercachifles deLondres sepan por las Gacetas que los ingleseshan dado batallas y las han ganado, bufarán deorgullo creyéndose dueños de la tierra como loson del mar, y empezarán a tomar la medidadel planeta para hacerle un gorro de algodónque lo cubra todo. Así son mis paisanos, seño-ras. Desde que este caballero evocó el recuerdode Gibraltar, traidoramente ocupado para con-vertirle en almacén de contrabando, vinieron a

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mi mente estas ideas, y concluyo modificandomi primera opinión respecto al desembarco delos ingleses en Cádiz. Señor oficial, opino comousted: que se queden en los barcos.

-Celebro que al fin concuerden sus ideas conlas mías, milord -dije creyendo haber encontra-do la mejor coyuntura para chocar con aquelhombre que me era, sin poderlo remediar, tanaborrecible-. Es cierto que los ingleses son co-merciantes, egoístas, interesados, prosaicos;pero ¿es natural que esto lo diga exagerándolohasta lo sumo un hombre que ha nacido demujer inglesa y en tierra inglesa? He oídohablar de hombres que en momentos de ex-travío o despecho han hecho traición a su pa-tria; pero esos mismos que por interés la ven-dieron, jamás la denigraron en presencia depersonas extrañas. De buenos hijos es ocultarlos defectos de sus padres.

-No es lo mismo -dijo el inglés-. Yo con-ceptúo más compatriota mío a cualquier espa-

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ñol, italiano, griego o francés que muestre afi-ciones iguales a las mías, sepa interpretar missentimientos y corresponder a ellos, que a uninglés áspero, seco y con un alma sorda a todorumor que no sea el son del oro contra la plata,y de la plata contra el cobre. ¿Qué me importaque ese hombre hable mi lengua, si por másque charlemos él y yo no podemos compren-dernos? ¿Qué me importa que hayamos nacidoen un mismo suelo, quizás en una misma calle,si entre los dos hay distancias más enormes quelas que separan un polo de otro?

-La patria, señor inglés, es la madre común,que lo mismo cría y agasaja al hijo deforme yfeo que al hermoso y robusto. Olvidarla es deingratos; pero menospreciarla en público indicasentimientos quizás peores que la ingratitud.

-Esos sentimientos, peores que la ingratitud,los tengo yo, según usted -dijo el inglés.

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-Antes que pregonar delante de extranjeroslos defectos de mis compatriotas, me arrancaríala lengua -afirmé con energía, esperando pormomentos la explosión de la cólera de lordGray.

Pero este, tan sereno cual si se oyese nom-brar en los términos más lisonjeros, me dirigiócon gravedad las siguientes palabras:

-Caballero, el carácter de usted y la viveza yespontaneidad de sus contradicciones y répli-cas, me seducen de tal manera, que me sientoinclinado hacia usted, no ya por la simpatía,sino por un afecto profundo.

Amaranta y doña Flora no estaban menosasombradas que yo.

-No acostumbro tolerar que nadie se burlede mí, milord -dije, creyendo efectivamente queera objeto de burlas.

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-Caballero -repuso fríamente el inglés-, notardaré en probar a usted que una extraordina-ria conformidad entre su carácter y el mío haengendrado en mí vivísimo deseo de entablarcon usted sincera amistad. Óigame usted unmomento. Uno de los principales martirios demi vida, el mayor quizás, es la vana aquiescen-cia con que se doblegan ante mí todas las per-sonas que trato. No sé si consistirá en mi posi-ción o en mis grandes riquezas; pero es lo ciertoque en donde quiera que me presento, no hallosino personas que me enfadan con sus degra-dantes cumplidos. Apenas me permito expresaruna opinión cualquiera, todos los que me oyenaseguran ser de igual modo de pensar. Preci-samente mi carácter ama la controversia y lasdisputas. Cuando vine a España, hícelo con lailusión de encontrar aquí gran número de gentependenciera, ruda y primitiva, hombres de co-razón borrascoso y apasionado, no embadur-nados con el vano charol de la cortesanía.

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»Mi sorpresa fue grande al encontrarmeatendido y agasajado, cual lo pudiera estar enLondres, sin hallar obstáculos a la satisfacciónde mi voluntad, en medio de una vida monóto-na, regular, acompasada, no expuesto a sensa-ciones terribles, ni a choques violentos conhombres ni con cosas, mimado, obsequiado,adulado... ¡Oh, amigo mío! Nada aborrezcotanto como la adulación. El que me adula es miirreconciliable enemigo. Yo gozo extraordina-riamente al ver frente a mí los caracteres alti-vos, que no se doblegan sonriendo cobarde-mente ante una palabra mía; gusto de ver bullirla sangre impetuosa del que no quiere ser do-mado ni aun por el pensamiento de otro hom-bre; me cautivan los que hacen alarde de unaindependencia intransigente y enérgica, por locual asisto con júbilo a la guerra de España.

»Pienso ahora internarme en el país, y unir-me a los guerrilleros. Esos generales que nosaben leer ni escribir, y que eran ayer arrieros,

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taberneros y mozos de labranza, exaltan miadmiración hasta lo sumo. He estado en aca-demias militares y aborrezco a los pedantes quehan prostituido y afeminado el arte salvaje dela guerra, reduciéndolo a reglas necias, y de-corándose a sí mismos con plumas y colorinespara disimular su nulidad. ¿Ha militado usteda las órdenes de algún guerrillero? ¿Conoceusted al Empecinado, a Mina, a Tabuenca, aPorlier? ¿Cómo son? ¿Cómo visten? Se me figu-ra ver en ellos a los héroes de Atenas y del La-cio.

»Amigo mío, si no recuerdo mal, la señoracondesa dijo hace un momento que usted debíasus rápidos adelantamientos en la carrera de lasarmas a su propio mérito, pues sin el favor denadie ha adquirido un honroso puesto en lamilicia. ¡Oh, caballero!, usted me interesa vi-vamente, usted será mi amigo, quiéralo o no.Adoro a los hombres que no han recibido nadade la suerte ni de la cuna, y que luchan contra

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este oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está ustedde guarnición en la Isla? Pues venga a vivir ami casa siempre que pase a Cádiz. ¿En dóndereside usted para ir a visitarle todos los días...?

Sin atreverme a rechazar tan vehementespruebas de benevolencia, me excusé como pu-de.

-Hoy, caballero -añadió- es preciso que ven-ga usted a comer conmigo. No admito excusas.Señora condesa, usted me presentó a este caba-llero. Si me desaíra, cuente usted como que harecibido la ofensa.

-Creo -dijo la condesa- que ambos se congra-tularán bien pronto de haber entablado amis-tad.

-Milord, estoy a la orden de usted -dije le-vantándome cuando él se disponía a partir.

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Y después de despedirnos de las dos damas,salí con el inglés. Parecía que me llevaba el de-monio.

-IV-Lord Gray vivía cerca de las Barquillas de

Lope. Su casa, demasiado grande para unhombre solo, estaba en gran parte vacía. Serv-íanle varios criados, españoles todos a excep-ción del ayuda de cámara que era inglés.

Dábase trato de príncipe en la comida, y du-rante toda ella no tenían un momento de sosie-go los vasos, llenos con la mejor sangre de lascepas de Montilla, Jerez y Sanlúcar.

Durante la comida no hablamos más que dela guerra, y después, cuando los generosos vi-nos de Andalucía hicieron su efecto en la insig-ne cabeza del mister, se empeñó en darme algu-nas lecciones de esgrima. Era gran tirador

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según observé a los primeros golpes; y como yono poseía en tal alto grado los secretos del artey él no tenía entonces en su cerebro todo aquelbuen asiento y equilibrio que indican una orga-nización educada en la sobriedad, jugaba congran pesadez de brazo, haciéndome más dañodel que correspondía a un simple entreteni-miento.

-Suplico a milord que no se entusiasme de-masiado -dije conteniendo sus bríos-. Me hadesarmado ya repetidas veces para gozarsecomo un niño en darme estocadas a fondo queno puedo parar. ¡Ese botón está mal y puedoser atravesado fácilmente!

-Así es como se aprende - repuso -. O no hede poder nada, o será usted un consumadotirador.

Después que nos batimos a satisfacción, ycuando se despejaron un tanto las densas nubesque oscurecían y turbaban su entendimiento,

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me marché a la Isla, a donde me acompañódeseoso, según dijo, de visitar nuestro campa-mento. En los días sucesivos casi ninguno dejóde visitarme. Su afectuosidad me contrariaba, ycuanto más le aborrecía, más desarmaba él micólera a fuerza de atenciones. Mis respuestasbruscas, mi mal humor, y la terquedad con quele rebatía, lejos de enemistarle conmigo, apre-taban más los lazos de aquella simpatía quedesde el primer día me manifestó; y al fin nopuedo negar que me sentía inclinado haciahombre tan raro, verificándose el fenómeno deconsiderar en él como dos personas distintas yun solo lord Gray verdadero, dos personas, sí,una aborrecida y otra amada; pero de tal mane-ra confundidas, que me era imposible deslindardónde empezaba el amigo y dónde acababa elrival.

Érale sumamente agradable estar en micompañía y en la de los demás oficiales miscamaradas. Durante las operaciones nos seguía

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armado de fusil, sable y pistolas, y en los ratosde vagar iba con nosotros a los ventorrillos deCortadura o Matagorda, donde nos obsequiabade un modo espléndido con todo lo que podíandar de sí aquellos establecimientos. Más de unavez se hizo acompañar al venir desde Cádiz pordos o tres calesas cargadas con las más ricasprovisiones que por entonces traían los buquesingleses y los costeros del Condado y Algeciras;y en cierta ocasión en que no podíamos salir delas trincheras del puente Suazo, transportó allácon rapidez parecida a la de los tiempos quedespués han venido, al Sr. Poenco con toda sutienda y bártulos y séquito mujeril y guitarril,para improvisar una fiesta.

A los quince días de estos rumbos y genero-sidades no había en la Isla quien no conociese alord Gray; y como entonces estábamos en bue-nas relaciones con la Gran Bretaña, y se cantabaaquello de

La trompeta de la Gloria

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dice al mundo Velintón...

(lo mismo que está escrito) nuestro mister erapopularísimo en toda la extensión que inundacon sus canales el caño de Sancti-Petri.

Su mayor confianza era conmigo; pero deboindicar aquí una circunstancia, que a todos lla-mará la atención, y es que aunque repetidasveces procuré sondear su ánimo en el asuntoque más me interesaba, jamás pude conseguir-lo. Hablábamos de amores, nombraba yo lacasa y la familia de Inés, y él, volviéndose taci-turno, mudaba la conversación. Sin embargo,yo sabía que visitaba todas las noches a doñaMaría; pero su reserva en este punto era unareserva sepulcral. Sólo una vez dejó trasluciralgo y voy a decir cómo.

Durante muchos días estuve sin poder ir aCádiz, a causa de las ocupaciones del servicio,y esta esclavitud me daba tanto fastidio comopesadumbre. Recibía algunas esquelas de la

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condesa suplicándome que pasase a verla, y yome desesperaba no pudiendo acudir. Al finlogré una licencia a principios de Marzo y corría Cádiz. Lord Gray y yo atravesamos la Corta-dura precisamente el día del furioso temporalque por muchos años dejó memoria en los gadi-tanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agita-das por el Levante, saltaban por encima delestrecho istmo para abrazarse con las olas de labahía. Los bancos de arena eran arrastrados ydeshechos, desfigurando la angosta playa; elhorroroso viento se llevaba todo en sus alasveloces, y su ruido nos permitía formar idea delas mil trompetas del Juicio, tocadas por losángeles de la justicia. Veinte buques mercantesy algunos navíos de guerra españoles e inglesesestrelláronse aquel día contra la costa de Po-niente; y en el placer de Rota, la Puntilla y lasrocas donde se cimenta el castillo de Santa Ca-talina aparecieron luego muchos cadáveres ylos despojos de los cascos rotos y de las jarciasy árboles deshechos.

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Lord Gray, contemplando por el camino tangran desolación, el furor del viento, los horro-res del revuelto cielo, ora negro, ora iluminadopor la siniestra amarillez de los relámpagos, laagitación de las olas verdosas y turbias, en cu-yas cúspides, relucientes como filos de cuchi-llos, se alcanzaban a ver restos de alguna naveque se hundía luego en los cóncavos senos parareaparecer después; contemplando lord Gray,repito, aquel desorden, no menos admirableque la armonía de lo creado, aspiraba con deli-cia el aire húmedo de la tempestad y me decía:

-¡Cuán grato es a mi alma este espectáculo!Mi vida se centuplica ante esta fiesta sublimede la Naturaleza, y se regocija de haber salidode la nada, tomando la execrable forma quehoy tiene. Para esto te han criado ¡oh mar! Es-cupe las naves comerciantes que te profanan, yprohíbe la entrada en tus dominios al sórdidomercachifle, ávido de oro, saqueador de lospueblos inocentes que no se han corrompido

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todavía y adoran a Dios en el ara de los bos-ques. Este ruido de invisibles montañas queruedan por los espacios, chocándose y redon-deándose como los guijos que arrastra un río;estas lenguazas de fuego que lamen el cielo yllegan a tocar el mar con sus afiladas puntas;este cielo que se revuelca desesperado; este marque anhela ser cielo, abandonando su lechoeterno para volar; este hálito que nos arrastra,esta confusión armoniosa, esta música, amigo,y ritmo sublime que lo llena todo, encontrandoeco en nuestra alma, me extasían, me cautivan,y con fuerza irresistible me arrastran a confun-dirme con lo que veo... Esta alteración se repiteen mi alma; esta rabia y desesperado anhelo desalir de su centro, propiedad es también de mialma; este rumor, donde caben todos los rumo-res de cielo y tierra, ha tiempo que tambiénensordece mi alma; este delirio es mi delirio, yeste afán con que vuelan nubes y olas hacia unpunto a que no llegan nunca, es mi propio afán.

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Yo pensé que estaba loco, y cuando le vi ba-jar del calesín, acercarse a la playa e internarsepor ella hasta que el agua le cubrió las botas,corrí tras él lleno de zozobra, temiendo que ensu enajenación se arrojase, como había dicho,en medio de las olas.

-Milord -le dije- volvámonos al coche, puesno hay para qué convertirse ahora en ola ninube, como usted desea, y sigamos hacia Cádiz,que para agua bastante tenemos con la quellueve, y para viento, harto nos azota por elcamino.

Pero él no me hacía caso, y empezó a gritaren su lengua. El calesero, que era muy pillo,hizo gestos significativos para indicar que lordGray había abusado del Montilla; pero a mí meconstaba que no lo había probado aquel día.

-Quiero nadar -dijo lacónicamente lordGray, haciendo ademán de desnudarse.

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Y al punto forcejeamos con él el calesero yyo, pues aunque sabíamos que era gran nada-dor, en aquel sitio y hora no habría vivido diezminutos dentro del agua. Al fin le convencimosde su locura, haciéndole volver a la calesa.

-Contenta se pondría, milord, la señora desus pensamientos si le viera a usted con incli-naciones a matarse desde que suena un trueno.

Lord Gray rompió a reír jovialmente, y cam-biando de aspecto y tono, dijo:

-Calesero, apresura el paso, que deseo llegarpronto a Cádiz.

-El lamparín no quiere andar.

-¿Qué lamparín?

-El caballo. Le han salido callos en la jerraú-ra. ¡Ay sé! Este caballo es muy respetoso.

-¿Por qué?

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-Muy respetoso con los amigos. Cuando seve con Pelaítas, se hacen cortesías y se pregun-tan cómo ha ido de viaje.

-¿Quién es Pelaítas?

-El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted ledice a mi caballo: «vas a descansar en casa dePoenco, mientras tu amo come una aceituna ybebe un par de copas», correrá tanto, que ten-dremos que darle palos para que pare, no seaque con la fuerza del golpe abra un boquete enla muralla de Puerta Tierra.

Gray prometió al calesero refrescarle en casade Poenco, y al oír esto ¡parecía mentira!, ellamparín avivó el paso.

-Pronto llegaremos -dijo el inglés-. No sé porqué el hombre no ha inventado algo para corrertanto como el viento.

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-En Cádiz le aguarda a usted una muchachabonita. No una, muchas tal vez.

-Una sola. Las demás no valen nada, señorde Araceli... Su alma es grande como el mar.Nadie lo sabe más que yo, porque en aparienciaes una florecita humilde que vive casi a escon-didas dentro del jardín. Yo la descubrí y en-contré en ella lo que hombre alguno no supoencontrar. Para mí solo, pues, relampagueanlos rayos de sus ojos y braman las tempestadesde su pecho... Está rodeada de misterios encan-tadores, y las imposibilidades que la cercan yguardan como cárceles inaccesibles más esti-mulan mi amor... Separados nos oscurecemos;pero juntos llenamos todo lo creado con lasdeslumbradoras claridades de nuestro pensa-miento.

Si mi conciencia no dominara casi siempreen mí los arrebatos de la pasión, habría cogidoa lord Gray y le habría arrojado al mar... Híceleluego mil preguntas, di vueltas y giros sobre el

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mismo tema para provocar su locuacidad;nombré a innumerables personas, pero no mefue posible sacarle una palabra más. Despuésde dejarme entrever un rayo de su felicidad,calló y su boca cerrose como una tumba.

-¿Es usted feliz? -le dije al fin.

-En este momento sí -respondió.

Sentí de nuevo impulsos de arrojarle al mar.

-Lord Gray -exclamé súbitamente- ¿vamos anadar?

-¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Usted también?

-¡Sí, arrojémonos al agua! Me pasa a mí algode lo que a usted pasaba antes. Se me ha anto-jado nadar.

-Está loco -contestó riendo y abrazándome-.No, no permito yo que tan buen amigo perezcapor una temeridad. La vida es hermosa, y quien

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pensase lo contrario, es un imbécil. Ya llegamosa Cádiz. Tío Hígados, eche aceite a la lampari-lla, que ya estamos cerca de la taberna de Poen-co.

Al anochecer llegamos a Cádiz. Lord Grayme llevó a su casa, donde nos mudamos deropa, y cenamos después. Debíamos ir a la ter-tulia de doña Flora, y mientras llegaba la hora,mi amigo, que quise que no, hubo de darmenuevas lecciones de esgrima. Con estos juegosiba, sin pensarlo, adiestrándome en un arte enel cual poco antes carecía de habilidad consu-mada, y aquella tarde tuve la suerte de probarla sabiduría de mi maestro dándole una estoca-da a fondo con tan buen empuje y limpieza,que a no tener botón el estoque, hubiéralo atra-vesado de parte a parte.

-¡Oh, amigo Araceli! -exclamó lord Gray conasombro-. Usted adelanta mucho. Tendremosaquí un espadachín temible. Luego, tira ustedcon mucha rabia...

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En efecto; yo tiraba con rabia, con verdaderoafán de acribillarle.

-V-Por la noche fuimos a casa de doña Flora;

pero lord Gray, a poco de llegar, despidiosediciendo que volvería. La sala estaba bien ilu-minada, pero aún no muy llena de gente, porser temprano. En un gabinete inmediato aguar-daban las mesas de juego el dinero de los apa-sionados tertuliantes, y más adentro tres o cua-tro desaforadas bandejas llenas de dulces nosprometían agradable refrigerio para cuandotodo acabase. Había pocas damas, por ser cos-tumbre en los saraos de doña Flora que desco-llasen los hombres, no acompañados por logeneral más que de una media docena de bel-dades venerables del siglo anterior, que, cualcastillos gloriosos, pero ya inútiles, nopretend-ían ser conquistables ni conquistadas. Amaran-

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ta representaba sola la juventud unida a lahermosura.

Saludaba yo a la condesa, cuando se meacercó doña Flora, y pellizcándome bonitamen-te con todo disimulo el brazo por punto cerca-no al codo, me dijo:

-Se está usted portando, caballerito. Casi unmes sin parecer por aquí. Ya sé que se divirtióusted en el puente de Suazo con las buenaspiezas que llevó allí el Sr. Poenco hace ochodías... ¡Bonita conducta! Yo empeñada en apar-tarle a usted del camino de la perdición, y ustedcada vez más inclinado a seguir por él... Ya sesabe que la juventud ha de tener sus trapicheos;pero los muchachos decentes y bien nacidosdesfogan sus pasiones con compostura, antesbuscando el trato honesto de personas graves yjuiciosas que el de la gentezuela maja y taber-naria.

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La condesa afectó estar conforme con la re-primenda y la repitió, dándola más fuerza consus irónicos donaires. Después, ablandándosedoña Flora y llevándome adentro, me dio aprobar de unos dulces finísimos que no se re-partían sino entre los amigos de confianza.Cuando volvimos a la sala, Amaranta me dijo:

-Desde que doña María y la marquesa deci-dieron que no viniera Inés, parece que faltaalgo en esta tertulia.

-Aquí no hacen falta niñas, y menos la con-desa de Rumblar, que con sus remilgos impedíatoda diversión. Nadie se había de acercar a laniña, ni hablar con la niña, ni bailar con la niña,ni dar un dulce a la niña. Dejémonos de niñas:hombres, hombres quiero en mi tertulia; litera-tos que lean versos, currutacos que sepan decorrido las modas de París, diaristas que noscuenten todo lo escrito en tres meses por lasGacetas de Amberes, Londres, Augsburgo yRotterdam; generales que nos hablen de las

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batallas que se van a ganar; gente alegre quehable mal de la regencia y critique la cosapública, ensayando discursos para cuando seabran esas saladísimas Cortes que van a venir.

-Yo no creo que haya tales Cortes -dijo Ama-ranta- porque las Cortes no son más que unacosa de figurón, que hace el rey para cumplirun antiguo uso. Como ahora estamos sin rey...

-¿Pues no ha de haber? Nada; vengan esasCortes. Cortes nos han prometido, y Cortes noshan de dar. Pues poco bonito será este espectá-culo. Como que es un conjunto de predicado-res, y no baja de ocho a diez sermones los quese oyen por día, todos sobre la cosa pública,amiga mía, y criticando, criticando, que es loque a mí me gusta.

-Habrá Cortes -dije yo- porque en la Islaestán pintando y arreglando el teatro parasalón de sesiones.

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-¿Pero es en un teatro? Yo pensé que en unaiglesia -dijo doña Flora.

-El estamento de próceres y clérigos se re-unirá en una iglesia -indicó Amaranta- y el deprocuradores en un teatro.

-No, no hay más que un estamento, señoras.Al principio se pensó en tres; pero ahora se havisto que uno solo es más sencillo.

-Será el de la nobleza.

-No, hija, serán todos clérigos. Esto parece lomás propio.

-No hay más estamento que el de procura-dores, en que entrarán todas las clases de lasociedad.

-¿Y dices que están pintando el teatro?

-Sí, señora. Le han puesto unas cenefas ama-rillas y encarnadas que hacen una vista así co-

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mo de escenario de titiriteros en feria... En fin,monísimo.

-Para esta festividad quiere sin duda el Sr. D.Pedro los cincuenta uniformes amarillos y en-carnados que le estamos haciendo, todos galo-neados de plata y cortados en forma que lla-man de española antigua.

-Me temo mucho -dijo Amaranta riendo-que D. Pedro y otros tan extravagantes y locoscomo él, pongan en ridículo a Cortes y procu-radores, pues hay personas que convierten enmojiganga todo aquello en que ponen la mano.

-Ya principia a venir gente. Aquí está Quin-tana. También vienen Beña y D. Pablo deXérica.

Quintana saludó a mis dos amigas. Yo lehabía visto y oído hablar en Madrid en las ter-tulias de las librerías, pero sin tener hasta en-tonces el placer de tratar a poeta tan insigne. Su

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fama entonces era grande, y entre los patriotasexaltados gozaba de mucha popularidad, con-quistada por sus artículos políticos y proclamaspatrióticas. Era de fisonomía dura y basta, mo-reno, con vivos ojos y gruesos labios, signo cla-ro esto, así como su frente lobulosa, de la virilenergía de su espíritu. Reía poco, y en sus ade-manes y tono, lo mismo que en sus escritos,dominaba la severidad. Tal vez esta severidad,más que propia, fuera atribuida y supuesta porlos que conocían sus obras, pues en aquellaépoca ya habían salido a luz las principalesodas, las tragedias y algunas de las Vidas;Píndaro, Tirteo y Plutarco a la vez, estaba orgu-lloso de su papel, y este orgullo se le conocía enel trato.

Quintana era entusiasta de la causa españolay liberal ardiente con vislumbres de filósofofrancés o ginebrino. Más beneficios recibió desu valiente pluma la causa liberal que de la es-pada de otros, y si la defensa de ciertas ideas,

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que él enaltecía con todas las galas del estilo ytodos los recursos de un talento superior y va-liente cual ninguno; si la defensa de ciertasideas, repito, no hubiera corrido después porcuenta de otras manos y de gárrulas plumas,diferente sería hoy la suerte de España.

Más simpático en el trato que Quintana, porcarecer de aquella grandílocua y solemne seve-ridad, era D. Francisco Martínez de la Rosa,recién llegado entonces de Londres, y que noera célebre todavía más que por su comedia Loque puede un empleo, obra muy elogiada enaquellos inocentes tiempos. Las gracias, la finu-ra, la encantadora cortesía, la amabilidad, eltalento social sin afectación, amaneramiento niempalago, nadie lo tenía entonces, ni lo tuvodespués, como Martínez de la Rosa. Pero habloaquí de una persona a quien todos han conoci-do, y a quien vida tan larga no imprimió granmudanza en genio y figura. Lo mismo que levieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento

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de los años, era Martínez de la Rosa cuandojoven. Si en sus ideas había alguna diferencia,no así en su carácter, que fue en la forma festi-vamente afable hasta la vejez, y en el fondograve, entero y formal desde la juventud.

No sé por qué me he ocupado aquí de esteeminente hombre, pues la verdad es que noconcurrió aquella noche a la tertulia de doñaFlora, que estoy con mucho gusto describiendo.

Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña,poetas menores de que me acuerdo poco, sinduda porque su fama problemática y la medio-cridad de su mérito hicieron que no fijase mu-cho en ellos la atención. De quien me acuerdoes de Arriaza, y no porque me fuera muysimpático, pues la índole adamada y aduladorade sus versos serios y la mordacidad de sussátiras me hacían poca gracia, sino porquesiempre le vi en todas partes, en tertulias, cafés,librerías y reuniones de diversas clases. Estellegó más tarde a la tertulia.

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Después de los que he mencionado, vimosaparecer a un hombre como de unos cincuentaaños, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía co-mo D. Quijote los bigotes negros, largos y caí-dos, los brazos y piernas como palitroques, elcuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo en-trecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, yafieros, según a quien miraba, y los ademanesun tanto embarazados y torpes. Pero lo mássingular de aquel singularísimo hombre era suvestido, a la manera de los de Carnaval, consis-tente en pantalones a la turquesca, atacados a larodilla, jubón amarillo y capa corta encarnada oherreruelo, calzas negras, sombrero de plumascomo el de los alguaciles de la plaza de toros yen el cinto un tremendo chafarote, que iba gol-peando en el suelo, y hacía con el ruido de laspisadas un compás triple, cual si el personajeanduviese con tres pies.

Parecerá a algunos que es invención mía es-to del figurón que pongo a los ojos de mis lec-

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tores; pero abran la historia, y hallarán más alvivo que yo lo hago pintadas las hazañas de unpersonaje, a quien llamo D. Pedro, para no ridi-culizar como él lo hizo, un título ilustre, quedespués han llevado personas muy cuerdas. Sí;vestido estaba como he pintado, y no fue él soloquien dio por aquel tiempo en la manía de ves-tir y calzar a la antigua; que otro marqués, jere-zano por cierto, y el célebre Jiménez Guazo yun escocés llamado lord Downie, hicieron lomismo; pero yo por no aburrir a mis lectorespresentándoles uno tras otro a estos tipos tancaracterísticos como extraños, he hecho con laspersonas lo que hacen los partidos, es decir,una fusión, y me he permitido recoger las ex-travagancias de los tres y engalanar con talesatributos a uno solo de ellos, al más graciososin disputa, al más célebre de todos.

Al punto que entró D. Pedro, oyéronse es-trepitosas risas en la sala; pero doña Flora salióal punto a la defensa de su amigo, diciendo:

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-No hay que criticarle, pues hace muy bienen vestirse a la antigua; y si todos los españoles,como él dice, hicieran lo mismo, con la costum-bre de vestir a la antigua vendría el pensar a laantigua, y con el pensar el obrar, que es lo quehace falta.

D. Pedro hizo profundas reverencias y sesentó junto a las damas, antes satisfecho quecorrido por el recibimiento que le hicieron.

-No me importan burlas de gente afrancesa-da -dijo mirando de soslayo a los que le con-templábamos- ni de filosofillos irreligiosos, nide ateos, ni de francmasones, ni de democratis-tas, enemigos encubiertos de la religión y delrey. Cada uno viste como quiere, y si yo prefie-ro este traje a los franceses que venimos usandohace tiempo, y ciño esta espada que fue la quellevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quie-ro ser español por los cuatro costados y ataviarmi persona según la usanza española en todo elmundo, antes de que vinieran los franchutes

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con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos,casacas de cola de abadejo y demás porqueríasque quitan al hombre su natural fiereza. Yapueden los que me escuchan reírse cuantoquieran del traje, si bien no lo harán de la per-sona porque saben que no lo tolero.

-Está muy bien -dijo Amaranta-. Está muybien ese traje, y sólo las personas de mal gustopueden criticarlo. Señores, ¿cómo quieren uste-des ser buenos españoles sin vestir a la anti-gua?

-Pero señor marqués (D. Pedro era marqués,aunque me callo su título) -dijo Quintana conbenevolencia- ¿por qué un hombre formal yhonrado como usted, se ha de vestir de estamanera, para divertir a los chicos de la calle?¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón,y no ha de poder guarecerse en una chupa?

-Las modas francesas han corrompido lascostumbres -repuso D. Pedro atusándose los

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bigotes- y con las modas, es decir, con las pelu-cas y los colores, han venido la falsedad deltrato, la deshonestidad, la irreligión, el descarode la juventud, la falta de respeto a los mayo-res, el mucho jurar y votar, el descoco e impu-dor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y conestos males los no menos graves de la filosofía,el ateísmo, el democratismo, y eso de la sobe-ranía de la nación que ahora han sacado paracolmo de la fiesta.

-Pues bien -repuso Quintana- si todos esosmales han venido con las pelucas y los polvos,¿usted cree que los va a echar de aquí vistién-dose de amarillo? Los males se quedarán encasa, y el señor marqués hará reír a las gentes.

-Sr. D. Manolo, si todos fueran como ustedque se empeña en combatir a los franceses,imitándolos en usos y costumbres, lucidosestábamos.

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-Si las costumbres se han modificado, ellassabrán por qué lo han hecho. Se lucha y sepuede luchar contra un ejército por grande quesea; pero contra las costumbres hijas del tiem-po, no es posible alzar las manos, y me dejocortar las dos que tengo, si hay cuatro personasque le imiten a usted.

-¿Cuatro? -exclamó con orgullo D. Pedro-.Cuatrocientas están ya filiadas en la Cruzada delobispado de Cádiz, y aunque todavía no hay uni-formes para todos, ya cuento con cincuenta osesenta, gracias al celo de respetables damas,alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimosasí, señores míos, para andar charlando en loscafés y metiendo bulla por las calles, ni impri-miendo papeles que aumenten la desvergüenzae irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sa-grado, ni para convocar Cortes ni cortijos, nipara echar sermones a lo dómine Lucas, sinopara salir por esos campos hendiendo cabezasde filósofos y acuchillando enemigos de la Igle-

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sia y del rey. Ríanse del traje en buena hora,que en cuanto sean despachados los mosquitosque zumban más allá del caño de Sancti-Petri,volveremos acá y haremos que los redactoresdel Semanario Patriótico se vistan de papel im-preso, que es la moda francesa que más lescuadra.

Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con ri-sas su propio chiste, y luego tomó Beña la pala-bra para sostener la conveniencia de vestir a laantigua. ¿Verdad que era graciosa la manía?Para que no se dude de mi veracidad, quierotrasladar aquí un párrafo del Conciso que con-servo en la memoria:

«Otro de los medios indirectos- decía- peromuy poderoso, para renovar el entusiasmo,sería volver a usar el antiguo traje español. Noes decible lo que esto podría influir en la felici-dad de la nación. ¡Oh, padres de la patria, dipu-tados del augusto congreso! A vosotros dirijomi humilde voz: vosotros podéis renovar los

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días de nuestra antigua prosperidad; vestíoscon el traje de nuestros padres, y la nación en-tera seguirá vuestro ejemplo».

Esto lo escribía poco después aquel mismoSr. Beña, poeta de circunstancias, a quien yo vien casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a lospadres de la patria que imitasen en su atavío algran D. Pedro, pasmo de los chicos y alborotode paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Ar-güelles, Muñoz Torrero, García Herreros, RuizPadrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana,Toreno y demás insignes varones, vestidos dearlequines!

Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuer-do; verdad es que los liberales como los absolu-tistas, han tenido aquí desde el principio de suaparición en el mundo ocurrencias graciosísi-mas.

Quintana preguntó a D. Pedro si la Cruzadadel obispado de Cádiz pensaba presentarse a las

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futuras Cortes en aquel talante el día de la aper-tura.

-Yo no quiero nada con Cortes -repuso-. ¿Pe-ro usted es de los bolos que creen habrá tal no-vedad? La regencia está decidida a echar latropa a la calle para hacer polvo a los vocingle-ros que ahora no pueden pasarse sin Cortes.¡Angelitos! Déseles la novedad de este juguetepara que se diviertan.

-La regencia -repuso el poeta - hará lo que lamanden. Callará y aguantará. Aunque carezcode la perspicacia que distingue al señor D. Pe-dro, me parece que la nación es algo más que elseñor obispo de Orense.

-Verdaderamente, Sr. D. Manuel -dijo Ama-ranta- eso de la soberanía de la nación que haninventado ahora... anoche estaban explicándoloen casa de la Morlá, y por cierto que nadie loentendía; eso de la soberanía de la nación si sellega a establecer va a traernos aquí otra revo-

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lución como la francesa, con su guillotina y susatrocidades. ¿No lo cree usted?

-No, señora; no creo ni puedo creer tal cosa.

-Que pongan lo que quieran con tal que seanuevo -dijo doña Flora-; ¿no es verdad, Sr. deXérica?

-Justo, y afuera religión, afuera rey, afueratodo -vociferó D. Pedro.

-Denme trescientos años de soberanía, de lanación -dijo Quintana- y veremos si se cometentantos excesos, arbitrariedades y desafueroscomo en trescientos años que no la ha habido.¿Habrá revolución que contenga tantas iniqui-dades e injusticias como el solo período de laprivanza de D. Manuel Godoy?

-Nada, nada, señores -dijo D. Pedro conironía-. Si ahora vamos a estar muy bien; si va-mos a ver aquí el siglo de oro; si no va a haber

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injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni mise-rias, ni cosa mala alguna, pues para que nadanos falte, en vez de padres de la Iglesia; tene-mos periodistas; en vez de santos, filósofos; envez de teólogos, ateos.

-Justamente; el Sr. de Congosto tiene razón -replicó Quintana-. La maldad no ha existido enel mundo hasta que no la hemos traído noso-tros con nuestros endiablados libros... Pero to-do se va a remediar con vestirnos de mojigan-ga.

-Pero en último resultado -preguntó la con-desa- ¿hay Cortes o no?

-Sí, señora, las habrá.

-Los españoles no sirven para eso.

-Eso no lo hemos probado.

-¡Ay, qué ilusión tiene usted, Sr. D. Manuel!Verá usted qué escenas tan graciosas habrá en

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las sesiones... y digo graciosas por no decir te-rribles y escandalosas.

-El terror y el escándalo no nos son descono-cidos, señora, ni los traerán por primera vez lasCortes a esta tierra de la paz y de la religiosi-dad. La conspiración del Escorial, los tumultosde Aranjuez, las vergonzosas escenas de Bayo-na, la abdicación de los reyes padres, las torpe-zas de Godoy, las repugnantes inmoralidadesde la última Corte, los tratados con Bonaparte,los convenios indignos que han permitido lainvasión, todo esto, señora amiga mía, que es elcolmo del horror y del escándalo, ¿lo han traídopor ventura las Cortes?

-Pero el rey gobierna, y las Cortes, según eluso antiguo, votan y callan.

-Nosotros hemos caído en la cuenta de queel rey existe para la nación y no la nación parael rey.

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-Eso es -dijo D. Pedro- el rey para la nación,y la nación para los filósofos.

-Si las Cortes no salen adelante -añadióQuintana- lo deberán a la perfidia y mala fe desus enemigos; pues estas majaderías de vestir ala antigua y convertir en sainete las más respe-tables cosas, es vicio muy común en los españo-les de uno y otro partido. Ya hay quien diceque los diputados deben vestirse como los al-guaciles en día de pregón de Bula, y no faltaquien sostiene que todo cuanto se hable, pro-ponga y discuta en la Asamblea, debe decirseen verso.

-Pues de ese modo sería precioso -afirmódoña Flora.

-En efecto -dijo Amaranta- y como se reúnenen un teatro la ilusión sería perfecta. Prometoasistir a la inauguración.

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-Yo no faltaré. Sr. de Quintana, usted meproporcionará un palco o un par de lunetas. ¿Yse paga, se paga?

-No, amiga mía -dijo Amaranta burlándose-.La nación enseña y pone al público gratis suslocuras.

-Usted -le dijo Quintana sonriendo- será denuestro partido.

-¡Ay, no, amigo mío! -repuso la dama-. Pre-fiero afiliarme a la Cruzada del obispado. Me es-pantan los revolucionarios, desde que he leídolo que pasó en Francia. ¡Ay, Sr. Quintana! ¡Quélástima que usted se haya hecho estadista ypolítico! ¿Por qué no hace usted versos?

-No están los tiempos para versos. Sin em-bargo, ya usted ve cómo los hacen mis amigos;Arriaza, Beña, Xérica, Sánchez Barbero no dejandescansar a las prensas de Cádiz.

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Beña y Xérica se habían apartado del grupo.

-¡Ay, amigo mío!, que no oiga yo aquello de

¡Oh! Velintón, nombre amablegrande alumno del dios Marte.

-Es horrible la poesía de estos tiempos, por-que los cisnes callan, entristecidos por el lutode la patria, y de su silencio se aprovechan losgrajos para chillar. ¿Y dónde me deja ustedaquello de

Resuene el tambor;veloces marchemos...?

-Arriaza -indicó Quintana- ha hecho últi-mamente una sátira preciosa. Esta noche la le-erá aquí.

-Nombren al ruin... -dijo Amaranta, viendoaparecer en el salón al poeta de los chistes.

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-Arriaza, Arriaza -exclamaron diferentes vo-ces salidas de distintos lados de la estancia-. Aver, léanos usted la oda A Pepillo.

-Atención, señores.

-Es de lo más gracioso que se ha escrito enlengua castellana.

-Si el gran Botella la leyera, de puro aver-gonzado se volvería a Francia.

Arriaza, hombre de cierta fatuidad, se ga-llardeaba con la ovación hecha a los productosde su numen. Como su fuerte eran los versosde circunstancias y su popularidad por estaclase de trabajos extraordinaria, no se hizo derogar, y sacando un largo papel, y poniéndoseen medio de la sala, leyó con muchísima graciaaquellos versos célebres que ustedes conocerány cuyo principio es de este modo:

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«Al ínclito Sr. Pepe, Rey (en deseo) de lasEspañas y (en visión) de sus Indias.

Salud, gran rey de la rebelde gente,salud, salud, Pepillo, diligenteprotector del cultivo de las uvasy catador experto de las cubas».. . . . . . . . . . . . . . . .

A cada instante era el poeta interrumpidopor los aplausos, las felicitaciones, las alaban-zas, y vierais allí cómo por arte mágico habían-se confundido todas las opiniones en el unáni-me sentimiento de desprecio y burla hacianuestro rey pegadizo. Por instantes hasta elgran D. Pedro y D. Manuel José Quintana pare-cieron conformes.

La composición de Pepillo corrió manuscritapor todo Cádiz. Después la refundió su autor, yfue publicada en 1812.

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Dividiose después la tertulia. Los políticos seagruparon a un lado, y el atractivo de las mesasde juego llevó a la sala contigua a una buenaporción de los concurrentes. Amaranta y lacondesa permanecieron allí, y D. Pedro, comohombre galante no las dejaba de la mano.

-VI--Gabriel -me dijo Amaranta- es preciso que

te decidas a trocar tu uniforme a la francesa poreste español que lleva nuestro amigo. Además,la orden de la Cruzada tiene la ventaja de quecada cual se encaja encima el grado que más lecuadra, como por ejemplo D. Pedro, que se hapuesto la faja de capitán general.

En efecto, D. Pedro no se había andado conchiquitas para subirse por sus propios pasos alúltimo escalón de la milicia.

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-Es el caso -dijo sin modestia el héroe- quenecesita uno condecorarse a sí propio, puestoque nadie se toma el trabajo de hacerlo. Encuanto a la entrada de este caballerito en la or-den, venga en buen hora; pero sepa que losnuestros hacen vida ascética durmiendo en unatarima y teniendo por almohada una buenapiedra. De este modo se fortalece el hombrepara las fatigas de la guerra.

-Me parece muy bien -afirmó Amaranta- y sia esto añaden una comida sobria, como porejemplo, dos raciones de obleas al día, serán losmejores soldados de la tierra. Ánimo, pues,Gabriel, y hazte caballero del obispado deCádiz.

-De buena gana lo haría, señores, si me en-contrara con fuerzas para cumplir las leyes deun instituto tan riguroso. Para esa Cruzada delobispado se necesitan hombres virtuosísimos yllenos de fe.

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-Ha hablado perfectamente -repuso con so-lemne acento D. Pedro.

-Disculpas, hijo -añadió Amaranta con mali-cia-. La verdadera causa de la resistencia deeste mozuelo a ingresar en la orden gloriosa esno sólo la holgazanería, sino también que lasdistracciones de un amor tan violento comobien correspondido, le tienen embebecido ytrastornado. No se permiten enamorados en laorden, ¿verdad, Sr. D. Pedro?

-Según y conforme -respondió el grave per-sonaje tomándose la barba con dos dedos ymirando al techo-. Según y conforme. Si loscatecúmenos están dominados por un amorrespetuoso y circunspecto hacia persona depeso y formalidad, lejos de ser rechazados, conmás gusto son admitidos.

-Pues el amor de este no tiene nada de respe-tuoso -dijo Amaranta, mirando con picarescaatención a doña Flora-. Mi amiga, que me está

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oyendo, es testigo de la impetuosidad y des-consideración de este violento joven.

D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.

-Por Dios, querida condesa -dijo esta- ustedcon sus imprudencias es la que ha echado aperder a este muchacho, enseñándole cosas queaún no está en edad de saber. Por mi parte laconciencia no me acusa palabra ni acción quehaya dado motivo a que un joven apasionadose extralimitase alguna vez. La juventud, Sr. D.Pedro, tiene arrebatos; pero son disculpables,porque la juventud...

-En una palabra, amiga mía -dijo Amarantadirigiéndose a doña Flora-. Ante una personatan de confianza como el Sr. D. Pedro, puedeusted dejar a un lado el disimulo, confesandoque las ternuras y patéticas declaraciones deeste joven no le causan desagrado.

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-Jesús, amiga mía -exclamó mudando de co-lor la dueña de la casa-, ¿qué está usted dicien-do?

-La verdad. ¿A qué andar con tapujos? ¿Noes verdad, señor de Congosto, que hago bien enponer las cosas en su verdadero lugar? Si nues-tra amiga siente una amorosa inclinación haciaalguien, ¿por qué ocultarlo? ¿Es acaso algúnpecado? ¿Es acaso un crimen que dos personasse amen? Yo tengo derecho a permitirme estaslibertades por la amistad que les tengo a losdos, y porque ha tiempo que les vengo aconse-jando se decidan a dejar a un lado los misterios,secreticos y trampantojos que a nada conducen,sí señor, y que por lo general suelen redundaren desdoro de la persona. En cuanto a mi ami-ga, harto la he exhortado, condenando su insis-tente celibato, y se me figura que al fin misprédicas no serán inútiles. No lo niegue usted.Su voluntad está vacilante, y en aquello de sicaigo o no caigo; de modo que si una persona

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tan respetable como el Sr. D. Pedro uniera susamonestaciones a las mías...

D. Pedro estaba verde, amarillo, jaspeado.Yo, sin decir nada, procuraba al mismo tiempoque contenía la risa, corroborar con mis actitu-des y miradas lo que la condesa decía. DoñaFlora, confundida entre la turbación y la ira,miraba a Amaranta y al esperpento, y comoviera a este con el color mudado y los ojos chis-peantes de enojo, turbose más y dijo:

-Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro¿quiere usted tomar un dulcecito?

-Señora -repuso con iracunda voz el esta-fermo-, los hombres como yo se endulzan conacíbar la lengua, y el corazón con desengaños.

Doña Flora quiso reír, pero no pudo.

-Con desengaños, sí señora -añadió D. Pe-dro-, y con agravios recibidos de quien menos

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debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigirsus impulsos amorosos al punto que más leconviene. Yo en edad temprana los dirigí a unaingrata persona, que al fin... mas no quiero afe-ar su conducta, ni pregonar su deslealtad, yguardareme para mí solo las penas como meguardé las alegrías. Y no se diga para disculparesta ingratitud, que yo falté una sola vez enveinticinco años al respeto, a la circunspección,a la severidad que la cultura y dignidad de en-trambos me imponía, pues ni palabra incitativapronunciaron mis labios, ni gesto indecorosohicieron mis manos, ni idea impúdica turbó lapureza de mi pensamiento, ni nombré la pala-bra matrimonio, a la cual se asocian imágenescontrarias al pudor, ni miré de mal modo, ni fijélos ojos en las partes que la moda francesa teníamal cubiertas, ni hice nada, en fin, que pudieraofender, rebajar o menoscabar el santo objetode mi culto. Pero ¡ay!, en estos tiempos co-rrompidos no hay flor que no se aje, ni purezaque no se manche, ni resplandor que no se os-

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curezca con alguna nubecilla. Está dicho todo, ycon esto, señoras, pido a ustedes licencia pararetirarme.

Levantábase para partir, cuando doña Florale detuvo diciendo:

-¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato leha dado? ¿Hace usted caso de las bromas deAmaranta? Es una calumnia, sí señor, una ca-lumnia.

-¿Pero qué es esto? -dijo Amaranta fingiendola mayor estupefacción-. ¿Mis palabras hanpodido causar el disgusto del Sr. D. Pedro?Jesús, ahora caigo en que he cometido una granimprudencia. Dios mío, ¡qué daño he causado!Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba...Desunir por una palabra indiscreta dos volun-tades... Este mozalbete tiene la culpa. Ahorarecuerdo que mi amiga le está recomendandosiempre que le imite a usted en las formas res-petuosas para manifestar su amor.

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-Y le reprendo sus atrevimientos -dijo doñaFlora...

-Y le tira de las orejas cuando se extralimitade palabra u obra, y le pellizca en el brazocuando salen juntos a paseo.

-Señoras, perdónenme ustedes -dijo don Pe-dro- pero me retiro.

-¿Tan pronto?

-Amaranta con sus majaderías le ha amosca-do a usted.

-Tengo que ir a casa de la señora condesa deRumblar.

-Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi ca-sa por la de otra.

-La condesa es una persona respetabilísimaque tiene alta idea del decoro.

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-Pero no hace vestidos para los Cruzados.

-La de Rumblar tiene el buen gusto de noadmitir en su casa a los politiquillos y diaristasque infestan a Cádiz.

-Ya.

-Allí no se juega tampoco. Allí no van Quin-tana el fatuo, ni Martínez de la Rosa el pedante,ni Gallego el clerizonte ateo, ni Gallardo el de-monio filosófico, ni Arriaza el relamido, niCapmany el loco, ni Argüelles el jacobino, sinomultitud de personas deferentes con la religióny con el rey.

Y dicho esto, el estafermo hizo una reveren-cia que medio le descoyuntó, marchándosedespués con paso reposado y ademán orgullo-so.

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-Amiga mía -dijo doña Flora-, ¡qué impru-dente es usted! ¿No es verdad, Gabriel, que hasido muy imprudente?

-¡Ya lo creo; contarlo todo en sus propiasbarbas!

-Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que teensartara con el chafarote.

-La condesa nos ha comprometido -afirmécon afectado enojo.

-Es un diablillo.

-Amiga mía -dijo Amaranta-, lo hice con lamayor inocencia. Después de lo que he descu-bierto, me pongo de parte del desairado donPedro. La verdad, señora doña Flora; es unagran picardía lo que ha hecho usted. Trocarle,después de veinticinco años, por este mozuelosin respetabilidad...

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-Calle usted, calle usted, picaruela -repuso ladueña-. Por mi parte ni a uno ni a otro. Si ustedno hubiera incitado a este joven con sus provo-caciones...

-De aquí en adelante -dije yo- seré respetuo-so, comedido y circunspecto, como don Pedro.

Doña Flora me ofreció un dulce, pero vioseobligada a poner punto en la cuestión, porqueotras damas, que como ella pertenecían a laclase de plazas desmanteladas y con artilleríaantigua, intervinieron inoportunamente ennuestro diálogo.

He referido la anterior burlesca escena, queparece insignificante y sólo digna de momentá-nea atención, porque con ser pura broma, in-fluyó mucho en acontecimientos que luego con-taré, proporcionándome sinsabores y contra-riedades. De este modo los más frívolos suce-sos, que no parecen tener fuerza bastante paraalterar con su débil paso la serenidad de la vi-

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da, la conmueven hondamente de súbito ycuando menos se espera.

-VII-Poco después entró en la sala el memorable

D. Diego, conde de Rumblar y de Peña Hora-dada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a lacondesa, ni esta tuvo a bien dirigirle miradaalguna. Reconociéndome al punto, llegose a mí,y con la mayor afabilidad me saludó y felicitópor mi rápido adelantamiento en la carrera delas armas, de que ya tenía noticias. No nos hab-íamos visto desde mi aventura famosa en elpalacio del Pardo. Yo le encontré bastante des-figurado, sin duda por recientes enfermedadesy molestias.

-Aquí serás mi amigo, lo mismo que en Ma-drid -me dijo entrando juntos en la sala de jue-go-. Si estás en la Isla, te visitaré. Quiero que

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vengas a las tertulias de mi casa. Dime, cuandovienes a Cádiz, ¿paras aquí en casa de la conde-sa?

-Suelo venir aquí.

-¿Sabes que mi parienta aprecia la lealtad delos que fueron sus pajes?... Ya sabrás que deesta me caso.

-La condesa me lo ha dicho.

-La condesa ya no priva. Hay divorcio abso-luto entre ella y los demás de la familia... ¡oh!,ahora me acuerdo de cuando te encontramos enel Pardo... Cuando le preguntaron a Amarantaque qué hacías allí, no supo contestar. Lo quehacías, tú lo podrás decir... ¿Juegas, o no?

-Jugaremos.

-Aquí al menos se respira, chico. Vengohuyendo de las tertulias de mi casa, que másque tertulias son un cónclave de clérigos, frai-

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lucos y enemigos de la libertad. Allí no se vamás que a hablar mal de los periodistas y de losque quieren Constitución. No se juega, Gabriel,ni se baila, ni se refresca, ni se hablan más quesosadas y boberías... De todos modos, es preci-so que vengas a mi casa. Mis hermanas me handicho que quieren conocerte; sí, me lo han di-cho. Las pobres están muy aburridas. Si no fue-se porque lord Gray distrae un poco a las tresmuchachas... Vendrás a casa. Pero cuidado conechártela de liberal y de jacobino. No abras laboca sino para decir mil pestes de las futurasCortes, de la libertad de la imprenta, de la revo-lución francesa, y ten cuidado de hacer unareverencia cuando se nombre al rey, y de deciralgo en latín al modo de conjuro siempre queciten a Bonaparte, a Robespierre o a otro mons-truo cualquiera. Si así no lo haces, mi mamá teechará al punto a la calle, y mis hermanas nopodrán rogarte que vuelvas.

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-Muy bien; tendré cuidado de cumplir elprograma. ¿En dónde nos veremos?

-Yo iré a la Isla o nos veremos aquí, aunquela verdad... Tal vez no vuelva. Mi mamá metiene prohibido poner los pies en esta casa. Vetea la mía, y pregunta por tu amigo don Diego, elque ganó la batalla de Bailén. Yo le he hechocreer a mi mamá que entre tú y yo ganamosaquella célebre batalla.

-¿Y Santorcaz?

-En Madrid sigue de comisario de policía.Nadie le puede ver; pero él se ríe de todos ycumple con su obligación. Con que juguemos.Yo voy al caballo.

El juego, antes frío y mal sostenido por per-sonas sin entusiasmo, se animó con la presenciade Amaranta, que fue a poner su dinero en labalanza de la suerte. Para que todo marchase apedir de boca, llegó en aquel crítico punto lord

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Gray, de quien dije había desaparecido al co-mienzo de la tertulia. Como de costumbre, elespléndido inglés reclamó para sí las preemi-nencias de banquero, y tallando él con sereni-dad, apuntando nosotros con zozobra y emo-ción, le desvalijamos a toda prisa. Sobre todoAmaranta y yo tuvimos una suerte loca. DoñaFlora, por el contrario, veía mermados con ra-pidez sus exiguos capitales y D. Diego se man-tuvo en tabla con vaivenes de desgracia y for-tuna.

Indiferente a su ruina el inglés, más sacabacuanto más perdía, y todo lo que de sus bolsi-llos se trasegó al montón, venía después delmontón a visitar los míos, que se asombrabande una abundancia jamás por ellos conocida. Lafunción no concluyó sino cuando lord Gray nodio más de sí, acabándose la tertulia. Los políti-cos, sin embargo, continuaban disputando en lasala vecina, aun después de retirada la últimamoneda de la mesa de juego.

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Cuando salimos para continuar el monte encasa de lord Gray, D. Diego me dijo:

-Mi mamá cree a estas horas que duermocomo un talego. En casa nos retiramos a lasdiez. Mi mamá, después de cenar, nos echa labendición, rezamos varias oraciones y nosmanda a la cama. Yo me retiro a la alcoba, fin-giendo tener mucho sueño, apago la luz ycuando todo está en silencio, escápome boni-tamente a la calle. Muy de madrugada vuelvo,abro mis puertas con llaves a propósito, y memeto en el lecho. Sólo mis hermanitas están enel secreto y favorecen la evasión.

Lord Gray nos obsequió en su casa con unaespléndida cena; sacamos luego el libro de lascuarenta hojas y con sus textos pasamos febril-mente entretenidos la noche. D. Diego en tabla,el inglés perdiendo las entrañas, y yo ganandohasta que cansados los tres y siempre invaria-ble y terca la fortuna, dimos por terminada la

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partida. ¡Oh!, en los gloriosos años de 1810,1811 y 1812 se jugaba mucho, pero mucho.

Desde aquella noche no pude volver a Cádizhasta la tarde del 28 de Mayo, formando partede las fuerzas que se enviaron para hacer loshonores a la Regencia, que al día siguiente deb-ía instalarse en el palacio de la Aduana. Estaceremonia de la instalación fue muy divertida yanimada tanto el día 29 como el 30, por ser eneste los de nuestro señor rey D. Fernando VII.Cuando estábamos en la Aduana, haciendoguardia de honor a la Regencia, reunida dentroen sesión solemne, oímos decir que en aquelmismo día se presentarían en Cádiz al pie decien coraceros a la antigua que querían ofrecersus respetos al poder central. Al punto que taloí, acordeme del insigne D. Pedro, y no dudéque él fuese autor de la diversión que se nospreparaba.

Las doce serían, cuando una gran turba dechicos desembocando por las calles de Pedro

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Conde y de la Manzana, anunció que algo muyextraordinario y divertido se aproximaba; y conefecto, tras el infantil escuadrón, que de mildiversos modos y con variedad de chillidosmanifestaba su regocijo, vierais allí apareceruna falange de cien a caballo vestidos todos conel mismo traje amarillo y rojo que yo había vis-to en las secas carnes del gran D. Pedro. Estevenía delante con faja de capitán general sobreel arlequinado traje, y tan estirado, satisfecho yorgulloso, que no se cambiara por Godofredode Bouillón entrando triunfante en Jerusalén.

Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sícruces en el pecho; y en cuanto a armas, cuálllevaba sable, cuál espadín de etiqueta. Comodiversión de Carnestolendas, aquello podíatolerarse; pero como Cruzada del obispado deCádiz para acabar con los franceses, era de lomás grotesco que en los anales de la historia sepuede en ningún tiempo encontrar.

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La multitud les victoreaba, por la sencillarazón de que se divertía; ellos, con los aplausos,se creían no menos dignos de admiración quelas huestes de César o Aníbal; y por fortunanuestra, desde el Puerto de Santa María, dondeestaban los franceses, no podía verse ni contelescopio semejante fiesta, que si la vieran, debuena gana habrían hecho más ruido las risasque los cañones.

Llegaron a la Aduana, pidió permiso el quelos mandaba para entrar a saludar a la Regen-cia, se lo negamos, creyendo que los de la Juntano habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro,golpeando el suelo con el sable y profiriendoamenazas y bravatas; entramos a notificar a losseñores qué clase de estantiguas querían colar-se en el palacio del gobierno, y este al fin con-sintió en ser felicitado por los caballeros a laantigua, temiendo despopularizarse si no lohacía. ¡Debilidad propia de autoridades espa-ñolas!

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Entró, pues, Congosto, seguido de cinco delos suyos, escogidos entre los más granados,atravesó el salón de corte, y al encarar con losde la Regencia hizo una profunda cortesía, ir-guiose después, paseó su orgullosa vista de unconfín a otro de la sala, metió la mano en elbolsillo de los gregüescos y con gran sorpresade todos los que le veíamos, sacó unos anteojosde gruesa armadura, que se caló sobre la marti-lluda nariz. Tal facha y vestido con anteojos erade lo más ridículo que puede imaginarse. Losde la Regencia fluctuaban entre el enojo y larisa, y los extraños que presenciaban aquello,no disimulaban su contento por disfrutar deescena tan chusca.

Luego que se ensartó los espejuelos y losacomodó bien, enganchados en las orejas yapoyados en la nariz, metió la otra mano en elotro bolsillo y saco un papel, ¡pero qué papel!Lo menos tenía una vara. Todos creímos quesería un discurso; pero no, señores, eran unos

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versos. Entonces, para hablar al Rey o al públi-co o a las autoridades, privaban los malos ver-sos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, elluengo papel, tosió limpiando el gaznate, seatusó los largos bigotes, y con voz cavernosa yretumbante dio principio a la lectura de unasarta de endecasílabos cojos, mancos y lisiados,tan rematadamente malos como obra que erandel mismo personaje que los leía. Siento no po-der dar a mis amigos una muestra de aquellaliteratura, porque ni se imprimieron ni puedorecordarlos; pero si no la forma, tengo presenteel sentido, que se reducía a encomiar la necesi-dad de que todo el mundo se vistiera a la anti-gua, único modo de resucitar el ya muerto yenterrado heroísmo de los antiguos tiempos.

Durante la lectura había sacado D. Pedro laespada, y todas las frases fuertes las acompa-ñaba de tajos, mandobles y cuchilladas en elaire, volteando el arma por encima de su cabe-za, lo cual remató el grotesco papel que estaba

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haciendo. Luego que acabara de leer los mal-hadados versos, guardó el cartapacio, descolgóde la nariz los anteojos, y envainando la espa-da, hizo otra profunda reverencia y salió delsalón seguido de los suyos.

¡Señores, que es verdad lo que digo! Meofenden esas muestras de incredulidad de losque me escuchan. Ábrase la historia, no las queandan en manos de todos, sino otras algo ínti-mas, y que testigos presenciales dictaron. Puesqué, ¿se ha olvidado ya la condición sainetescay un tanto arlequinada de nuestros partidospolíticos en el período de su incubación? Ver-dad purísima, santa verdad es lo que he referi-do, aunque parece inverosímil, y aún me callootras cositas por no ofender el decoro nacional.

Después, la graciosa procesión recorrió lascalles de Cádiz con grande alegría de todo elpueblo, que se regocijaba con tal motivo extra-ordinariamente, sin decidirse por eso a vestir ala antigua... ¡Tan grande era su buen sentido!

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Los balcones y miradores se poblaban de da-mas, y en la calle la multitud seguía a los cru-zados. Sobre todo los chicos tuvieron un díafelicísimo. No faltó más para que aquello separeciese a la entrada de D. Quijote en Barcelo-na, sino que los muchachos aplicaran a ciertaspartes del caballo que montaba don Pedro lascélebres aliagas, y aun creo que algo de estoaconteció al fin del triunfal paseo y cuando sevolvían a la Isla.

Después del acontecimiento referido, ciertossucesos tristísimos determinan un paréntesis nocorto en esta parte de la historia de mi vida quevoy refiriendo. El 1º de Junio sentíame enfermoy caí con la fiebre amarilla, cual otros tantosque en aquella temporada fueron víctimas delterrible tifus, con menos suerte que un servidorde ustedes, el cual escapó de las garras de lamuerte, después de verse en estado tal que vis-lumbraba los horizontes del otro mundo.

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Mi mal (ya me había atacado en la niñez condistinto carácter) no fue muy largo. Yo estabaen la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosa-mente; visitábame lord Gray todos los días, yAmaranta y doña Flora hicieron largas guar-dias y vigilias en la cabecera de mi lecho.Cuando me vieron fuera de peligro las dos llo-raban de alegría.

Durante la convalecencia, D. Diego fue a vi-sitarme, y me dijo:

-Mañana mismo vendrás a mi casa. Mishermanas y mi novia me preguntan por ti todoslos días. ¡Qué susto se han llevado!

-Iré mañana -le respondí.

Pero yo estaba muy lejos de esperar la ordenmilitar e inapelable que por algún tiempo medesterrara de mi ciudad querida. Es el caso queD. Mariano Renovales, aquel soldado atrevidoque tan heroicas hazañas realizó en Zaragoza,

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fue destinado a mandar una expedición quedebía salir de Cádiz para desembarcar en elNorte. Renovales era un hombre muy bravo;pero con esta bravura salvaje de nuestros gran-des hombres de guerra: valor desnudo de co-nocimientos militares y de todos los demástalentos que enaltecen al buen general. Habíapublicado el guerrillero una proclama extrava-gantísima, en cuya cabeza se veía un grabadorepresentando a Pepe Botellas cayéndose deborracho y con un jarro de vino en la mano, y elestilo del tal documento correspondía a lo in-noble y ridículo de la estampa. Sin embargo,por esto mismo le elogiaron mucho y le dieronun mando. ¡Achaques de España! Estos maja-deros suelen hacer fortuna.

Pues señor, como decía, diose a Renovalesun pequeño cuerpo de ejército, y en este cuerpode ejército me incluyeron a mí, obligándome,casi enfermo todavía, a seguir al loco guerrille-ro en su más loca expedición. Obedecí y em-

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barqueme con él, despidiéndome de mis ami-gos. ¡Oh, qué aventura tan penosa, tan desaira-da, tan funesta, tan estéril! Fiad empresas deli-cadas a hombres ignorantes y populacherosque no tienen más cualidad que un valor ciegoy frenético.

No quiero contar los repetidos desastres dela expedición. Sufrimos tempestades, aguanta-mos todo género de desdichas, y para colmo dedesgracia, lejos de hacer cosa alguna de prove-cho, parte de las tropas desembarcadas en As-turias cayeron en poder de los franceses. Gra-cias dimos a Dios los pocos que después de tresmeses y medio de angustiosas penas, pudimosregresar a Cádiz, avergonzados por el infaustoéxito de la aventura. Yo comparé a mis compa-ñeros de entonces con los individuos de la Cru-zada en la falta de sentido común.

Regresamos a Cádiz. Algunos fueron a reci-birnos con júbilo creyendo que volvíamos cu-biertos de gloria, y en breves palabras conta-

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mos lo ocurrido. La gente entusiasta y patriote-ra no quería creer que el valiente Renovalesfuese un majadero. Por desgracia, de esta clasede héroes hemos tenido muchos.

Luego que descansamos un poco, despuésde poner el pie en tierra, fuimos a presentarnosa las autoridades de la Isla. Era el 24 de Setiem-bre.

-VIII-Una gran novedad, una hermosa fiesta había

aquel día en la Isla. Banderolas y gallardetesadornaban casas particulares y edificios públi-cos, y endomingada la gente, de gala los mari-nos y la tropa, de gala la Naturaleza a causa dela hermosura de la mañana y esplendente cla-ridad del sol, todo respiraba alegría. Por el ca-mino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso dediversa gente, en coche y a pie; y en la plaza de

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San Juan de Dios los caleseros gritaban, lla-mando viajeros: -¡A las Cortes, a las Cortes!

Parecía aquello preliminar de función de to-ros. Las clases todas de la sociedad concurrían ala fiesta, y los antiguos baúles de la casa delrico y del pobre habíanse quedado casi vacíos.Vestía el poderoso comerciante su mejor paño,la dama elegante su mejor seda, y los mucha-chos artesanos, lo mismo que los hombres delpueblo, ataviados con sus pintorescos trajessalpicaban de vivos colores la masa de la multi-tud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejandoen mil rápidos matices la luz del sol, y los mi-llones de lentejuelas irradiaban sus esplendoressobre el negro terciopelo. En los rostros habíatanta alegría, que la muchedumbre toda erauna sonrisa, y no hacía falta que unos a otros sepreguntasen a dónde iban, porque un zumbidoperenne decía sin cesar: -¡A las Cortes, a lasCortes!

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Las calesas partían a cada instante. Los po-bres iban a pie, con sus meriendas a la espalday la guitarra pendiente del hombro. Los chicosde las plazuelas, de la Caleta y la Viña, noquerían que la ceremonia estuviese privada delhonor de su asistencia, y arreglándose sus an-drajos, emprendían con sus palitos al hombro elcamino de la Isla, dándose aire de un ejército enmarcha, y entre sus chillidos y bufidos y alga-zara se distinguía claramente el grito general: -¡A las Cortes, a las Cortes!

Tronaban los cañones de los navíos fondea-dos en la bahía; y entre el blanco humo las milbanderas semejaban fantásticas bandadas depájaros de colores arremolinándose en torno alos mástiles. Los militares y marinos en tierraostentaban plumachos en sus sombreros, cintasy veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en lossemblantes. Abrazábanse paisanos y militarescongratulándose de aquel día, que todos creíanel primero de nuestro bienestar. Los hombres

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graves, los escritores y periodistas, rebosabansatisfacción, dando y admitiendo plácemes porla aparición de aquella gran aurora, de aquellaluz nueva, de aquella felicidad desconocida quetodos nombraban con el grito placentero de:-¡Las Cortes, las Cortes!

En la taberna del Sr. Poenco no se pensabamás que en libaciones en honor del gran suce-so. Los majos, contrabandistas, matones, chu-los, picadores, carniceros y chalanes, habíandiferido sus querellas para que la majestad detan gran día no se turbara con ataques a la paz,a la concordia y buena armonía entre los ciu-dadanos. Los mendigos abandonaron sus pues-tos corriendo hacia la Cortadura que se inundóde mancos, cojos y lisiados, ganosos de recogerabundante cosecha de limosnas entre la muchagente, y enseñando sus llagas, no pedían ennombre de Dios y la caridad, sino de aquellaotra deidad nueva y santa y sublime, diciendo:-¡Por las Cortes, por las Cortes!

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Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hom-bres, mujeres, talento, riqueza, juventud, her-mosura, todo, con contadas excepciones, concu-rrió al gran acto, los más por entusiasmo ver-dadero, algunos por curiosidad, otros porquehabían oído hablar de las Cortes y querían sa-ber lo que eran. La general alegría me recordóla entrada de Fernando VII en Madrid en Abrilde 1808, después de los sucesos de Aranjuez.

Cuando llegué a la Isla, las calles estaban in-transitables por la mucha gente. En una de ellasla multitud se agolpaba para ver una procesión.En los miradores apenas cabían los ramilletesde señoras; clamaban a voz en grito las campa-nas y gritaba el pueblo, y se estrujaban hom-bres y mujeres contra las paredes, y los chiqui-llos trepaban por las rejas, y los soldados for-mados en dos filas pugnaban por dejar el pasofranco a la comitiva. Todo el mundo quería ver,y no era posible que vieran todos.

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Aquella procesión no era una procesión desantas imágenes, ni de reyes ni de príncipes,cosa en verdad muy vista en España para queasí llamara la atención: era el sencillo desfile deun centenar de hombres vestidos de negro,jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes,seglares los más. Precedíales el clero con el in-fante de Borbón de pontifical y los individuosde la Regencia, y les seguía gran concurso degenerales, cortesanos antaño de la corona y hoydel pueblo, altos empleados, consejeros de Cas-tilla, próceres y gentileshombres, muchos de loscuales ignoraban qué era aquello.

La procesión venía de la iglesia mayor don-de se había dicho solemne misa y cantado un TeDeum. El pueblo no cesaba de gritar ¡Viva lanación!, como pudiera gritar ¡viva el rey!, y uncoro que se había colocado en cierto entarima-do detrás de una esquina entonó el himno, muylaudable sin duda, pero muy malo como poesíay música; que decía:

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Del tiempo borrascosoque España está sufriendova el horizonte viendoalguna claridad.La aurora son las Cortesque con sabios vocalesremediarán los malesdándonos libertad.

El músico había sido tan inhábil al compo-ner el discurso musical, y tan poco conocía elarte de las cadencias, que los cantantes se veíanobligados a repetir cuatro veces que con sabios,que con sabios, etc. Pero esto no quita su mérito ala inocente y espontánea alegría popular.

Cuando pasó la comitiva encontré a AndrésMarijuán, el cual me dijo:

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-Me han magullado un brazo dentro de laiglesia. ¡Qué gentío! Pero me propuse ver todoy lo vi. Lindísimo ha estado.

-¿Pero ya empezaron los discursos?

-Hombre no. Dijo una misa muy larga elcardenal narigudo, y luego los regentes toma-ron juramento a los procuradores, diciéndoles:-¿Juráis conservar la religión católica? ¿Juráisconservar la integridad de la nación española?¿Juráis conservar en el trono a nuestro amadorey D. Fernando? ¿Juráis desempeñar fielmenteeste cargo?, a lo cual ellos iban contestando quesí, que sí y que sí. Después echaron un golpe deórgano y canto llano y se acabó. Gabriel, a versi podemos entrar en el salón de sesiones.

Yo no creí prudente intentarlo; pero fuihacia allá, codeando a diestro y siniestro, cuan-do al llegar junto al teatro, ante cuyas puertasse agolpaban masas de gente y no pocos co-ches, sentí que vivamente me llamaban, dicien-

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do: -Gabriel, Araceli, Gabriel, señor D. Gabriel,Sr. de Araceli.

Miré a todos lados, y entre el gentío vi dosabanicos que me hacían señas y dos caras queme sonreían. Eran las de Amaranta y doña Flo-ra. Al punto me uní a ellas, y después que mesaludaron y felicitaron cariñosamente por mifeliz llegada, Amaranta dijo:

-Ven con nosotras, tenemos papeletas paraentrar en la galería reservada.

Subimos todos, y por la escalera pregunté ala condesa si algún acontecimiento había modi-ficado la situación de nuestros asuntos, durantemi ausencia, a lo que me contestó:

-Todo sigue lo mismo. La única novedad esque mi tía padece ahora un reumatismo que latiene baldada. Doña María la domina comple-tamente y es quien manda en la casa y quiendispone todo... No he podido ni una vez sola

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ver a Inés, ni ellas salen a la calle, ni es posibleescribirle. Yo esperaba con ansia tu llegada,porque D. Diego prometió llevarte allá. Cuandovayas espero grandes resultados de tu celosatercería. A lord Gray no hay quien le saque unapalabra; pero los indicios de lo que te dije au-mentan. Por la criada sabemos que doña Maríaestá con una oreja alta y otra baja, y que elmismo D. Diego, con ser tan estúpido, lo hadescubierto y rabia de celos. Mañana mismo espreciso que vayas allá, aunque yo dudo muchoque la de Rumblar quiera recibirte.

No hablamos más del asunto porque elCongreso Nacional ocupó toda nuestra aten-ción. Estábamos en el palco de un teatro; anuestro lado en localidades iguales veíamos amultitud de señoras y caballeros, a los embaja-dores y otros personajes. Abajo en lo que lla-mamos patio, los diputados ocupaban susasientos en dos alas de bancos: en el escenariohabía un trono, ocupado por un obispo y cuatro

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señores más y delante los secretarios del despa-cho. Poco habían unos y otros calentado losasientos, cuando los de la Regencia se levanta-ron y se fueron como diciendo: «Ahí quedaeso».

-Esta pobre gente -me dijo Amaranta- no sa-be lo que trae entre manos. Mírales cómo estándesconcertados y aturdidos sin saber qué hacer.

-Se ha marchado el venerable obispo deOrense -dijo doña Flora-. Por ahí se susurra queno le hacen maldita gracia las dichosas Cortes.

-Por lo que oigo, están eligiendo quien laspresida -dije-. Hay aquí un traer y llevar depapeletas que es señal de votación.

-Buenas cosas vamos a ver hoy aquí -añadióAmaranta con el regocijo que da la esperanzade una diversión.

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-Yo lo que quiero es que prediquen pronto -añadió doña Flora-. Prontito, señores. Veo quehay muchos clérigos, lo cual es prueba de queno faltarán picos de oro.

-Pero estos clérigos filósofos son torpes delengua -afirmó Amaranta-. Aquí hablarán máslos seglares, y será tal el barullo, que veremosescenas tan graciosas como las de un concejo depueblo con fuero. Amiga, preparémonos a reír.

-Ya parece que tienen presidente. Oigamoslo que lee aquel caballerito que está en el esce-nario y que parece un mal actor que no sabe elpapel.

-Está conmovido por la majestad del acto-repuso Amaranta-. Me parece que estos seño-res darían algo ahora porque les mandasen asus casas. Verdaderamente las fachas no sonmalas.

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-Desde aquí veo al vizconde de Matarrosa-indicó doña Flora-. Es aquel mozalbete rubio.Le he visto en casa de Morlá, y es chico despe-jado... Como que sabe inglés.

-Ese angelito debiera estar mamando, y levan a dispensar la edad para que sea diputado-repuso la condesa-. Como que no tiene másaños que tú, Gabriel. Vaya unos legisladoresque nos hemos echado. Aquí tenemos Solonesde veinte abriles.

-Querida condesa -dijo la otra- desde aquíveo todas las narices y toda la boca de D. JuanNicasio Gallego. Está abajo entre los diputados.

-Sí, allí está. De un bocado se tragará Cortesy Regencia. Es el hombre de mejores ocurren-cias que he visto en mi vida, y de seguro havenido aquí a reírse de sus compañeros de pro-curaduría. ¿No es aquel que está a su lado D.Antonio Capmany? ¡Miren qué facha! No se

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puede estar quieto un instante y baila comouna ardilla.

-Ese que se sienta en este momento es Mejía.

-También veo la cara seráfica de AgustinitoArgüelles. Dicen que este predica muy bien.¿Ve usted a Borrull? Cuentan que este no quie-re Cortes. Pero empiece de una vez la función¡qué pesados son!

-Aquí como no se paga la entrada, no hayderecho a impacientarse.

-Ya está dispuesta la presidencia. ¿Tocaránun pito para empezar?

-Yo tengo una curiosidad por oír lo que di-gan...

-Y yo.

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-Será un disputar graciosísimo -dijo Ama-ranta- porque cada cual pedirá esto y lo otro ylo de más allá.

-Conque salga uno diciendo: «Yo quiero talcosa», y otro responda: «Pues no me da la ga-na», se animará esta desabrida reunión.

-¡Cuándo las habrán visto más gordas! Serágracioso oír a los clérigos gritar: «Fuera los filó-sofos», y a los seglares: «Fuera los curas». Veocon sorpresa que el presidente no tiene látigo.

-Es que guardarán las formas, amiga mía.

-¿En dónde han aprendido ellos a guardarformas?

-Silencio, que va a hablar un diputado.

-¿Qué dirá? Nadie lo entiende.

-Se vuelve a sentar.

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-En el escenario hay uno que lee.

-Se levantarán algunos de sus asientos.

-Ya. Acaban de decir que quedan enterados.

-Nosotros también. Tanto ruido para nada.

-Silencio, señores, que vamos a oír un dis-curso.

-¡Un discurso! Oigamos. ¡Qué ruido en lospalcos!

Si no calla el público, el presidente mandarábajar el telón.

-¿Es aquel clérigo que está allí enfrentequien va a hablar?

-Se ha levantado, se arregla el solideo, echaatrás la capa. ¿Le conoce usted?

-Yo no.

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-Ni yo. Oigamos qué dice.

-Dice que sería prudente adoptar una seriede proposiciones que tiene escritas en un pape-lito.

-Bueno: léanos usted ese papelito, señor cu-ra.

-Parece que hablará primero.

-¿Pero quién es?

-Parece un santo varón.

En los palcos inmediatos corría de boca enboca un nombre que llegó hasta el nuestro. Elorador era D. Diego Muñoz Torrero.

Señores oyentes o lectores, estas orejas míasoyeron el primer discurso que se pronunció enasambleas españolas en el siglo XIX. Aún re-tumba en mi entendimiento aquel preludio,aquella voz inicial de nuestras glorias parla-

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mentarias, emitida por un clérigo sencillo yapacible, de ánimo sereno, talento claro, conti-nente humilde y simpático. Si al principio losmurmullos de arriba y abajo no permitían oírclaramente su voz, poco a poco fueron acallán-dose los ruidos y siguió claro y solemne el dis-curso. Las palabras se destacaban sobre un si-lencio religioso, fijándose de tal modo en lamente que parecían esculpirse. La atención eraprofunda, y jamás voz alguna fue oída con másrespeto.

-¿Sabe usted, amiga mía -dijo en un momen-to de descanso doña Flora- que este cleriguitono lo hace mal?

-Muy bien. Si todos hablaran así, esto no ser-ía malo. Aún no me he enterado bien de lo quepropone.

-Pues a mí me parece todo lo que ha dichomuy puesto en razón. Ya sigue. Atendamos.

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El discurso no fue largo, pero sí sentencioso,elocuente y erudito. En un cuarto de hora Mu-ñoz Torrero había lanzado a la faz de la naciónel programa del nuevo gobierno, y la esencia delas nuevas ideas. Cuando la última palabra ex-piró en sus labios, y se sentó recibiendo las feli-citaciones y los aplausos de las tribunas, el siglodécimo octavo había concluido.

El reloj de la historia señaló con campanada,no por todos oída, su última hora, y realizoseen España uno de los principales dobleces deltiempo.

-IX--Atención, que van a leer el papelito.

D. Manuel Luxán leyó.

-¿Se ha enterado usted, amiga doña Flora?

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-¿Acaso soy sorda? Ha dicho que en las Cor-tes reside la Soberanía de la Nación.

-Y que reconocen, proclaman y juran por reya Fernando VII...

-Que quedan separadas las tres potestades...no sé qué terminachos ha dicho.

-Que la Regencia que representa al Rey o seapoder ejecutivo preste juramento.

-Que todos deben mirar por el bien del Esta-do. Eso es lo mejor, y con decirlo, sobraba lodemás.

-Ahora se levanta gran tumulto entre ellos,amiga mía.

-Van a disputar sobre eso. Pues no levantarámal cisco el cleriguito. ¿Cómo se llama?...

-D. Diego Muñoz Torrero.

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-Parece que vuelve a hablar.

En efecto, Muñoz Torrero pronunció un se-gundo discurso en apoyo de sus proposiciones.

-Ahora me ha gustado más, mucho más, se-ñora condesa -dijo la de Cisniega-. A este hom-bre le haría yo obispo. ¿No es justo y razonablelo que ha dicho?

-Sí, que las Cortes mandan y el rey obedece.

-De modo, que según la Soberanía de la Na-ción, el gobierno del reino está dentro de esteteatro.

-Ahora le toca a Argüelles, amiga mía. Loque me gusta es que todos dicen que están deacuerdo. ¿Para cuándo dejan el disputar?

-Al principio todo es mieles. Repare ustedque estamos en el primer acto.

-Ahora habla Argüelles.

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-¡Oh, qué bien! ¿Ha conocido usted muchospredicadores que se expresen con esa elegancia,esa soltura, esa majestad, ese elevado tono, elcual nos sorprende y embelesa de tal modo queno podemos apartar la atención del orador,encantándose igualmente con su presencia yvoz, la vista y el oído?

-¡Cosa incomparable es esta! -expresó conentusiasmo doña Flora-. Diga usted lo quequiera, han hecho muy bien en traer a Españaesta novedad. Así todas las picardías que come-tan en el gobierno se harán públicas, y el núme-ro de los tunantes tendrá que ser menor.

-Sospecho que esto va a ser más brillanteque útil -repuso la condesa-. Oradores creo queno faltarán. Hoy todos han hablado bien; ¿peroacaso es tan fácil la obra como la palabra?

Y de este modo iban comentando los discur-sos que sucedieron al de Muñoz Torrero, loscuales alargaban tanto la sesión, que bien pron-

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to se hizo de noche y el teatro fue encendido.No por la tardanza se cansaron las dos damas,quienes, como el resto de la concurrencia, per-manecieron en sus asientos hasta entrada lanoche, gozando de un espectáculo que hoy apocos cautiva por ser muy común, pero queentonces se presentaba a la imaginación con losmayores atractivos. Los discursos de aquel díamemorable dejaron indeleble impresión en elánimo de cuantos los escucharon. ¿Quiénpodría olvidarlos? Aún hoy, después que hevisto pasar por la tribuna tantos y tan admira-bles hombres, me parece que los de aquel díafueron los más elocuentes, los más sublimes, losmás severos, los más superiores entre todos losque han fatigado con sus palabras la atenciónde la madre España. ¡Qué claridad la de aqueldía! ¡Qué oscuridades después, dentro y fuerade aquel mismo recinto, unas veces teatro, otrasiglesia, otras sala, pues la soberanía de la na-ción tardó mucho en tener casa propia! Hermo-

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so fue tu primer día, ¡oh, siglo! Procura que sealo mismo el último.

Ya avanzada la noche, corrió un rumor porlas tribunas. Los regentes iban a jurar, obliga-dos a ello por las Cortes. Era aquello el primergolpe de orgullo de la recién nacida soberanía,anhelosa de que se le hincaran delante los quese conceptuaban reflejo del mismo Rey. En lospalcos unos decían: «Los regentes no juran»: yotros: «Vaya si jurarán».

-Yo creo que unos jurarán y otros no -dijoAmaranta-. Ellos han intentado tener de su par-te el pueblo y la tropa; pero no han encontradosimpatías en ninguna parte. Los que tengan unpoco de valor, mandarán a las Cortes a paseo.Los débiles se arrastrarán en ese escenario,donde me parece que resuena todavía la vozdel gracioso Querol y de la Carambilla, y be-sarán el escabel donde se sienta ese vejete ver-de, que es, si no me engaño, don Ramón Lázarode Dou.

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-¡Que juren! Con eso no habrá conflictos. Pa-rece que hay tumulto abajo.

-Y también arriba, en el paraíso. El pueblocree que está viendo representar el sainete deCastillo La casa de vecindad, y quiere tomar parteen la función. ¿No es verdad, Araceli?

-Sí señora. Ese nuevo actor que se mete don-de no le llaman, dará disgustos a las Cortes.

-El pueblo quiere que juren -dijo Flora.

-Y querrá también que se les ponga una sogaal cuello y se les cuelgue de las bambalinas.

-Y fuera también hay marejadita.

-Me parece que esos que han entrado en elescenario son los regentes.

-Los mismos. ¿No ve usted a Castaños, alviejo Saavedra?

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-Detrás vienen Escaño y Lardizábal.

-¡Cómo! -exclamó la condesa con asombro-.¿También jura Lardizábal? Ese es el más orgu-lloso enemigo de las Cortes, y andaba por ahídiciendo a todo el mundo que él se guardaríalas Cortes en el bolsillo.

-Pues parece que jura.

-Ya no hay vergüenza en España... Pero noveo al obispo de Orense.

-El obispo de Orense no jura -murmuraronlas tribunas en rumoroso coro.

Y en efecto, el obispo de Orense no juró.Hiciéronlo humildemente los otros cuatro, conmala gana sin duda. La opinión pública en ge-neral estaba muy pronunciada contra ellos.Levantose la sesión, y salimos todos, oyendo anuestro paso las opiniones del público sobre el

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suceso que había puesto fin al solemne día.Casi todos decían:

-¡Ese testarudo vejete no ha querido jurar!Pero el juramento con sangre entra.

-Que lo cuelguen. No acatar el decreto quese llamará de 24 de Setiembre, es dar a enten-der que las Cortes son cosa de broma.

-Yo me quitaba de cuentos, y al que no baja-ra la cabeza, le mandaría prender, y después...

-Si esos señores no quieren más que gobier-no absoluto...

En cambio otros, los menos por cierto, se ex-presaban así:

-¡Magnífico ejemplo de dignidad ha dado elobispo a sus compañeros! Humillar el poderreal ante cuatro charlatanes...

-Veremos quién puede más -decían unos.

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-Veremos quién más puede -respondían losotros.

Los dos bandos que habían nacido años an-tes y crecían lentamente, aunque todavía débi-les, torpes y sin brío, iban sacudiendo los anda-dores, soltaban el pecho y la papilla y se lleva-ban las manos a la boca, sintiendo que lesnacían los dientes.

-X-Despedime de Amaranta y su amiga, prome-

tiendo visitarlas al día siguiente, como en efectolo hice. En un café de Cádiz juntóseme D. Die-go, quien al punto renovó sus promesas de lle-varme a la casa materna, en lo cual le di tantaprisa, que fijamos para el próximo día la visita.También hice una a lord Gray, al cual hallé sinvariación alguna, y como le dijese que yo pen-saba ir a casa de doña María, se sorprendió,

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asegurándome después que él iba todas lasnoches.

Cuando llegó el anochecer del día indicado,fuimos Rumblar y yo, previa repetición de lasadvertencias que el caso requería.

-Ten mucho cuidado -me dijo- de fingirtemojigato, si no quieres que te echen a la calle.Mis hermanas, a quien dije que estabas aquí,desean que vayas; pero no te la eches de galan-te con ellas. Mucho cuidado con aludir a missalidas de noche, porque lo hago a escondidasde mi señora mamá. A los señores que veas allí,trátales cual si fueran lumbreras de la patria yprodigios de talento y virtudes. En fin, confíoen tu buen sentido.

Llegamos a la casa, que estaba en la calle dela Amargura y era de hermosa apariencia. Vivíaen el piso alto la de Leiva y en el principal la deRumblar, quien por el reciente reumatismo desu ilustre parienta, ejercía el cargo de jefe y di-

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rector supremo de la familia con toda la exten-sión propia de su carácter. Al entrar y subirdetúvonos un lejano y solemne rumor de rezos,y D. Diego dijo:

-Aguardemos aquí; que están rezando el ro-sario con Ostolaza, Tenreyro y D. Paco. A esteya le conoces. Los otros son diputados, quevienen aquí todas las noches.

Mientras aguardábamos observé la casa, queera alegre y bonita como todas las de Cádiz.Espaciosas vidrieras cerraban el corredor por elpatio, y en las paredes no se veía un palmo desuperficie desocupado de cuadros al óleo, re-presentando asuntos diversos, y confundidoslos religiosos con los profanos. Al fin, concluidoel rezo, tuve el honor de entrar en la sala, don-de estaba doña María con sus dos niñas, D. Pa-co y tres caballeros más que yo no conocía. Re-cibiome la de Rumblar con cierta cortesaníaceremoniosa y un tanto finchada, pero afable-mente y mostrándome benevolencia de alto a

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bajo, es decir, entre generosa y compasiva. Lasniñas, observando el ritual a que estaban acos-tumbradas, me hicieron una reverencia, sindesplegar los labios; D. Paco, tan pedante enCádiz como en Bailén, hízome grandilocuentescumplidos y los demás personajes miráronmecon recelosa prevención, sin mostrarme urba-nidad más que con algunas rígidas inclinacio-nes de cabeza.

-Has llegado tarde al rosario -dijo doña Mar-ía a D. Diego después que me indicó un asiento.

-¿Pero no dije a usted -respondió el joven-que lo rezaba esta tarde en el Carmen Calzado?De allí vengo ahora, junto con Gabriel, quevolvía de confesarse con el padre Pedro Advín-cula.

-¡Qué excelente sujeto es el padre PedroAdvíncula! -me dijo en tono sumamente pon-derativo doña María.

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-No existe otro en toda la redondez de Cádiz-respondí- con especialidad para lo tocante alconfesonario. ¿Pues y en el púlpito? ¿Y quién leechará la zancadilla a cantar una epístola?

-Es verdad.

-A mí me cautiva oírle cantar la epístola-repitió D. Diego.

-Yo celebro mucho -me dijo doña María- losgrandes adelantamientos que ha hecho usteden su carrera.

Me incliné ante la matrona con el mayorrespeto.

-Toda persona de rectitud y caballerosidad,atenta al buen servicio de la religión y del rey-continuó- no puede menos de encontrar pre-mio a su trabajo. Yo sentí mucho que mi hijo nosiguiese en el ejército algún tiempo más...

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-Harto trabajamos Gabriel y yo junto alpuente de Herrumblar -dijo D. Diego-. Verda-deramente, señora madre, si no es por noso-tros... Ello fue que hicimos un movimiento connuestro escuadrón en tales términos que... ¿teacuerdas, Gabriel? Francamente, si no es pornosotros...

-Calla, vanidoso -dijo doña María-. Más hahecho el señor que tú y no se alaba de ello. Lapropia alabanza es cosa ruin e indigna de per-sonas bien nacidas. ¿Estará mucho en Cádiz elSr. D. Gabriel?

-Hasta que concluya el sitio, señora. Despuéspienso dejar las armas y seguir en mi ardientevocación, que me impele a la carrera de la Igle-sia.

-Alabo mucho su resolución, y esclarecidossantos tiene el cielo, que primero fueron valien-tes soldados, como San Ignacio de Loyola, SanSebastián, San Fernando, San Luis y otros.

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-¿Ha estudiado usted teología? -me pre-guntó un señor de los presentes.

-Mi maleta de campaña no contiene más quelibros de teología, y desde que tengo un rato devagar, entre batalla y batalla, me harto de leeruna materia que es para mí más grata que lasmejores novelas. Las tristes horas de la guardiame dan espacio y tiempo para mis meditacio-nes.

-Asunción, Presentación -dijo doña Maríacon entusiasmo-, aquí tenéis un ejemplo quedebe sorprenderos y admiraros.

Asunción y Presentación, al oír que yo erauna especie de santo, me contemplaron conadmiradas. Yo las miré también. Estaban tanbonitas, más bonitas que en Bailén; pero opri-midas bajo la exagerada pesadumbre de la au-toridad materna, sus hermosos ojos estabanllenos de tristeza. Sin que su madre lo advirtie-ra, dijéronse algunas palabras por lo bajo.

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-¿Y qué nuevas nos trae usted de la Isla? -mepreguntó doña María.

-Señora, ayer se inauguró esa jaula de locos.Ya sabrá usted que el señor obispo de Orense seha negado, con pretexto de enfermedad, a jurarante las Cortes.

-Y ha hecho perfectamente. En verdad no seconcibe que haya gente tan loca... Antes delrosario nos explicaba el Sr. Ostolaza lo que en-tienden ellos por la soberanía de la nación, ynos hemos horripilado. ¿Verdad, niñas?

-¡Dios nos tenga en su mano! -exclamé yo-. Yahora se susurra que nos van a dar lo que lla-man libertad de la imprenta, que consiste en per-mitir a cada uno escribir todas las maldadesque quiera.

-Y luego hablan de vencer al francés.

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-Los excesos de nuestros políticos -dijo Osto-laza- excederán con mucho a los de la revolu-ción francesa. Acuérdese usted de lo que le di-go.

Observé entonces a aquel hombre, el mismoque tanto figuró después en la camarilla delrey, durante la segunda época constitucional, ypuedo decir que era grueso, de cara redonda,coloradota y reluciente, mirar provocativo,hablar chillón y ademanes desembarazados ycasi siempre descompuestos. Junto a él estabael llamado Teneyro, diputado también, cura deAlgeciras, hombre con pretensiones y fama degracioso, aunque más que a la agudeza de losconceptos, debía esta al ceceo con que hablaba;de cuerpo mezquino, de ideas estrafalarias, tanpronto demagogo furibundo, como absolutistarabioso; sin instrucción, sin principios ni másconocimientos que los del toque del órgano,cuyo arte medianamente poseía. El tercero, D.Pablo Valiente, no era ridículo, ni en el trato

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ordinario se distinguía por cosa alguna chocan-te, en maneras o en lenguaje.

Contestando a Ostolaza, dije yo con el acen-to más grave que me era posible:

-¡El cielo se apiade de nuestra infortunadanación, y nos traiga pronto a nuestro amadomonarca D. Fernando el VII!

El nombre del soberano lo acompañé de unareverencia tan exagerada que casi hube de be-sarme las rodillas.

-Pues se dice por ahí -indicó Teneyro- quevan a procesar al obispo de Orense.

-No se atreverán a ello -repuso Valiente, sa-cando su caja de tabaco y ofreciendo del oloro-so polvo a los circunstantes.

-¿A qué no se atreverá, señores... señores, aqué no se atreverá esta desalmada grey de filó-sofos y ateístas? -exclamé yo mirando al techo.

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-Señor oficial -me dijo doña María-, es indu-dable que ustedes los militares tienen la culpade que los cortesanos... así los llamo yo... esténtan ensoberbecidos. Dicen que la Regencia tan-teó a la tropa para dar un golpe, pero la tropano quiso ponerse de su parte.

-La tropa -dijo Ostolaza- ha cometido la faltade inclinarse al populacho.

-Lo que no se ha hecho, señores -dije yo conprofético tono- se hará.

Y repetí varias veces, mirando a todos lados,el enérgico «se hará».

-Si todos fueran como tú, Gabriel -me dijodon Diego- pronto acabarían las picardías queestamos viendo.

-¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene,señor de Valiente? -preguntó la de Rumblar.

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-Durarán algo más, señora. A no ser que losfranceses envalentonados con nuestras discor-dias, entren en Cádiz, y hagan con todos losque aquí estamos un picadillo. Yo he dicho quela soberanía de la nación por un lado y la liber-tad de la imprenta por otro, son dos obusescargados de horrorosos proyectiles que nosharán más daño que los que ha inventado Vi-llantroys.

-Caballero -dije yo afeminadamente-, esacomparacioncita es exacta y procuraré retenerlaen la memoria.

-Deploro tantos errores -dijo la dueña de lacasa-. Pero aquí, Sr. D. Gabriel, no tomamos apecho la política, y los que en casa se reúnen nohacen más que departir discretamente sobre elmal gobierno y los filosofastros. Yo no me ocu-po más que del matrimonio de mi querido hijo,que se efectuará en breve, y de completar laeducación religiosa de mi hija -señaló a Asun-ción- que debe entrar muy pronto en un con-

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vento de Recoletas, siguiendo su decidida einquebrantable inclinación. Ocupaciones sonestas que llenan alegremente mi cansada vida,y a las que me consagro con el mayor celo.

Asunción había bajado los ojos, y Presenta-ción me miraba, queriendo leer en mi cara elefecto que me producían las palabras de sumamá.

-¿Enviasteis recado a Inés? -preguntó doñaMaría-. Diego, tu futura esposa estará sin dudaenojada contigo, por tu mal comportamiento ydesaplicación. Necesario es que varíes de con-ducta. Ahora, cuando baje, puedes manifestarlecon palabras tiernas tu propósito de no ofen-derla más, como lo has hecho saliendo a la callepor las tardes en la hora que tengo dispuestohables con ella y le recites alguna fábula bonitao poesía instructiva. Yo, señor D. Gabriel -y sedirigió a mí de nuevo-, no gusto de tiranizar ala juventud. Conozco que es preciso ser toleran-te con los muchachos, sobre todo cuando llegan

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a cierta edad, y sé muy bien que los tiempospresentes exigen algo más de holgura que lospasados en los lazos que atan a los jóvenes consus familias.

»Con estos principios, permito a mi nueraque baje a la tertulia y platique con personasfinas y juiciosas sobre asuntos profanos, porqueuna muchacha destinada al siglo y a dar lustrea una gran casa como la suya, no debe ser cria-da con aquel encogimiento y estrechez que tanbien sienta en la que sólo ha de vivir en su casa,bien reducida a un decoroso celibato, bien ins-truyéndose para servir a Dios en el mejor y másperfecto de los estados. Mis dos niñas vivenaquí gozosas sin apetecer bailes, ni paseos, niteatros. No soy yo enemiga tampoco de que sediviertan, ni crea usted que estoy siempre conel rosario en la mano, haciéndolas rezar y abu-rriéndolas con un excesivo manoseo de las co-sas santas, no. También aquí se habla de cosasmundanas, siempre con el debido comedimien-

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to. A veces tengo que imponer silencio, man-dando que cesen las controversias sobre teo-logía, porque lord Gray, que viene aquí muy amenudo, gusta de tratar con desenvolturaasuntos muy delicados.

-Como que anoche -dijo D. Paco inoportuní-simamente- dio en afirmar que no comprendíael misterio de la Encarnación, para que la seño-rita Asunción se lo explicara.

-Estoy hablando yo, Sr. D. Paco -dijo confirmeza y enojo la condesa-. Nada importa aho-ra lo que lord Gray hiciera o dejase de haceranoche... Pues como decía, aquí viene lordGray, un sujeto respetabilísimo y tan formal ycircunspecto, que no hay otro que se le iguale.Ellas se entretienen oyéndole contar sus aven-turas. ¿Conoce usted a lord Gray?

-Sí, señora. Es un hombre muy digno y te-meroso de Dios. ¿Pero no saben ustedes queparece inclinado a convertirse al catolicismo?

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-¡Jesús y qué me dice usted! -exclamó conasombro y júbilo doña María-. Aquí se ha tra-tado algunas veces este punto, y las niñas y yole hemos exhortado a que tome tan saludabledeterminación.

-Como suelo pasarme las horas muertas enel Carmen Calzado -dije yo- he visto entrar va-rias veces a lord Gray en busca del padre Flo-rencio, que es el mejor catequizador de inglesesque hay en todo Cádiz.

-Lord Gray no ha de faltar esta noche -dijodoña María-. Y usted, Sr. D. Gabriel, ¿no nosacompañará algunos ratitos?

-Señora -respondí- de buen grado lo haría;pero mis ocupaciones militares y la necesidadque tengo de despachar de una vez todo elcapítulo de prescientia, que es el más difícil detodos, me retendrán en la Isla.

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-¿Y qué opina usted de la prescientia? -mepreguntó Ostolaza cuando yo estaba muy lejosde esperar semejante embestida.

-¿Qué opino yo de la prescientia? -dije tra-tando de no turbarme para contestar algunaingeniosa vulgaridad que me sacase del com-promiso.

-Opinará lo mismo que San Agustín, secun-dum Augustinus -indicó oficiosamente D. Paco,que anhelaba mostrar su erudición.

-Ya están las niñas con cada ojo... -dijo doñaMaría observando que sus hijas atendían a laplanteada discusión con demasiado interés-.Niñas, dejad a los hombres que debatan estascosas tan intrincadas. Ellos se sabrán lo que sedicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadrosy las pinturas del techo, o hablen conmigo, pre-guntándome si se me alivia el dolor del hom-bro.

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-Lo mismo que San Agustín -indicó donDiego-. Opinará como San Agustín y como yo.

-Según y conforme -dije recapacitando-. ¿Us-tedes piensan como San Agustín?

Ostolaza, Teneyro y D. Paco se desconcerta-ron.

-Nosotros...

-Supongo que conocerán los nuevos trata-dos...

A este punto llegaba la controversia, cuandoentró lord Gray a sacarme del apuro. No pudie-ra llegar en mejor ocasión. Recibiéronle doñaMaría y sus tertulios con la mayor cordialidady agasajo, y él saludó a todos con afectado en-cogimiento. Tal vez extrañará alguno de los queme oyen o me leen, que con tan buena amistadfuera recibido un extranjero protestante en casadonde imperaban ciertas ideas con absoluto

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dominio; pero a esto les contestaré que en aqueltiempo eran los ingleses objeto de cariñosasatenciones, a causa del auxilio que la naciónbritánica nos daba en la guerra; y como eraopinión o si no opinión, deseo de muchos, quelos ingleses, y mayormente los hermanos We-llesley, no veían con buenos ojos la novedad dela proyectada Constitución, de aquí que lospartidarios del régimen absoluto trajeran y lle-varan con palio a nuestros aliados. Lord Grayademás con su ingeniosísima labia, su simpáti-co carácter, y también poniendo en prácticaestudiadas artimañas y mojigaterías, como yo,había conseguido hacerse respetar y querervivamente de doña María. Además solía ridicu-lizar con gran desenfado las ceremonias protes-tantes.

Mientras lord Gray respondía a ciertas enfa-dosas preguntas que le hizo Ostolaza, doñaMaría llamó a sus hijas y dijo a Asunción, notan por lo bajo que yo dejase de oírlo:

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-Mira, Asunción, habla con lord Gray un ra-tito; coge con disimulo el tema de la religión ysondéale, a ver si es cierto que está dispuesto aabjurar sus errores, por abrazarse a nuestrasanta doctrina.

En aquel instante sentí ruido de pasos yentró Inés. ¡Dios mío, qué guapa estaba, peroqué guapa! No recuerdo si en el libro anteriorhablé a ustedes de la soltura, de la elegancia, dela armoniosa proporcionalidad que el completodesarrollo había dado a su bella figura. Ademásde esto, encontrábale mayor animación en elrostro, y una grata expresión de conformidad ysatisfacción, no menos simpática que su antiguatristeza, resto de la miserable y ruin vida de lainfancia. Observándola, consideré cuánto habíaganado en encantos y atractivos aquella criatu-ra, añadiendo a sus bellezas naturales, a su dis-creción e ingénito saber, la dulce cortesanía ylas gracias que infunde el trato frecuente conpersonas distinguidas y superiores. En su cara

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advertí el extraño realce que da la concienciadel propio mérito, lo cual no es lo mismo quevanidad.

No parecía haber perdido la hermosa mo-destia que la hacía tan simpática; pero sí aque-lla especie de encogimiento, aquel desmedidoamor a la oscuridad, que emanaban del males-tar hallado en su repentino cambio de fortuna.Había adquirido lo que le faltaba cuando la vien Córdoba y en el Pardo, el perfecto conoci-miento de su posición y las mil menudenciaspersonales, accidentes casi imperceptibles de lavoz, del gesto, de la mirada con que el indivi-duo da a entender claramente que se halladonde debe hallarse. Estaba más alta, un pocomás gruesa, con el color menos pálido, la bocamás risueña, los ojos no menos seductores yarrebatadores que los de su madre, célebres entoda la redondez de España, la voz más segura,sonora y grave, y el conjunto de su personarespirando firmeza, vida, soltura y nobleza. ¡Oh

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imagen tan perfecta vista como soñada! ¿Fuesuerte o desgracia haberte conocido?

-XI-Inés, no indiferente a mi presencia, según

comprendí, pero tampoco sorprendida, debíasaber que yo estaba allí.

-¡Ah! -exclamé con despecho para mis aden-tros-. La muy pícara aunque la llamaron, nobajó hasta que vino el maldito inglés.

Doña María me presentó ceremoniosamentea ella diciendo:

-A este caballero le conocimos en nuestra ca-sa de Bailén cuando la célebre batalla. Es amigodel que va a ser tu marido; allí pelearon juntoscon tan buena suerte, que, según afirma Diego,si no es por ellos...

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-Gabriel es un gran militar -dijo don Diego-.¿Pero no le conoces tú? Es amigo de tu prima lacondesa.

Doña María frunció el ceño.

-En efecto -dije yo- tuve el honor de conoceren Madrid a la señora condesa. Ambos tenía-mos un mismo confesor. Yo solicité de la señoracondesa que me consiguiese una beca en el ar-zobispado de Toledo; pero después me vi obli-gado a servir al rey, y salí de la corte.

-Este joven -añadió doña María- nos acom-pañará algunas noches, robando tal cual rato asus estudios religiosos y a las meditacionesmísticas que le traen tan absorbido. Hoy el ser-vicio de las armas le obliga a sofocar su ardien-te vocación; pero cantará misa después de laguerra. ¡Noble ejemplo que debieran imitar lamayor parte de los militares! Yo me complazco,hija mía, en que se reúnan aquí personas forma-les y de excelentes y sólidos principios. Caba-

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llero -añadió encarando conmigo-, esta damise-la es mi futura nuera, prometida esposa de estemi amado hijo don Diego.

Inés me hizo una profunda reverencia. Sesonrió al mismo tiempo, comprendiendo elastuto ardid de mi fingida religiosidad.

¿En tanto dónde estaba lord Gray? Extendíla vista y le vi tras el respaldo del monumentalsillón de doña María, muy enfrascado en estre-cha plática con Asunción, que sin duda le esta-ba convenciendo de la superioridad del catoli-cismo con respecto al protestantismo. A cadapaso apartaba él los ojos de su interlocutorapara mirar a Inés.

-Bien decía el tunante -observé para mí- quese valía de las discretas amigas. La otra con susantidad es quien les lleva y trae los recaditos.

Inés me dijo con dulce ironía:

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-Celebro mucho que esté usted tan decididoa seguir la carrera eclesiástica. Hace usted bien,porque hoy no hacen falta militares, sino bue-nos clérigos. El mundo está tan pervertido, queno lo curarán las espadas sino las oraciones.

-Esta afición la tengo desde muy niño-repuse- y nadie puede apartarla de mí porquesobrevive a todas mis alternativas y desgracias.

Inés miraba a cada instante el grupo forma-do por el inglés y Asunción. También doñaMaría volvió allá los ojos, y dijo:

-Hija, basta ya. No marees al buen lordGray. Ven a mi lado.

La muchacha acudió al lado de su madre, yal mismo tiempo Inés, por indicación muda dela condesa, pasó al lado del inglés. Yo estabaasombrado de aquel ir y venir y del incom-prensible diálogo de expresivas miradas que lasmuchachas tenían constantemente, trabado

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entre sí. Me propuse observar atentamente,para descubrir los misterios que allí pudieranexistir; pero doña María distrajo mi atención,diciéndome:

-Sr. D. Gabriel, usted, como persona casi di-vorciada del siglo, aunque en su continente yrostro no se advierte nada que lo indique, com-prenderá que en estas recatadas tertulias de micasa no se puede tener con las muchachas lalicenciosa tolerancia que madres inadvertidas yciegas tienen con sus hijas en otras familias. Poreso verá usted que apenas permito a mis niñashablar un poco con Ostolaza, con lord Gray ocon usted, si bien ha habido noches en que leshe consentido conversaciones de quince minu-tos en distintas horas. Comprendo que mi sis-tema, aunque no es riguroso, será criticado porlos que dan rienda suelta a los impulsos natura-les de la juventud. Pero no me importa. Ustedme hace justicia sin duda y alaba la prudenciade mi proceder.

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-Seguramente, señora -respondí con afecta-ción y pedantería- ¿qué cosa más sabia, ni másprudente puede haber que prohibir en absolutoa las niñas toda conversación, diálogo, miradao seña con hombre que no sea su confesor? ¡Oh,señora condesa, parece que ha adivinado ustedmi pensamiento! Como usted, yo he observadola corrupción de las costumbres, hija de la des-envoltura francesa; como usted, he observadoel descuido de las madres, la ceguera de lospadres, la malicia de las tías, la complicidad delas primas y la debilidad de las abuelas; y hedicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía,o si no dentro de poco la sociedad se precipi-tará en los abismos del pecado». Nada, nada,señora condesa, yo lo aconsejo a todas las ma-dres de familia que conozco, y les digo: «muchocuidado con las niñas mientras sean solteras.Después de casadas, allá se entiendan ellas, y siquieren tener dos docenas de cortejos, hágan-lo».

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-En todo estamos de acuerdo -dijo doñaMaría- menos en esto último, pues ni de solte-ras ni de casadas, les tolero la inmoralidad. ¡Ay,yo tengo ideas muy raras, Sr. D. Gabriel! Measombro de ver por ahí madres muy cristianas,que celando hasta lo sumo las hijas solteras,ven con indiferencia los pecadillos de las casa-das. Yo no soy así; por eso no quiero que secasen mis niñas; no, jamás, jamás. Casadas es-tarían libres de mi autoridad, y aunque no lascreo capaces de nada malo, la idea de que pue-den cometer una falta, siéndome imposiblecastigarla, me horripila.

-El gran sistema es el mío, señora; este sis-tema que no ceso de recomendar a todas lasmadres que conozco. Orden, rigor, silencio,encierro perpetuo y esclavitud constante. Mislecturas y meditaciones me han inspirado estasideas.

-Son también las mías. Mi hija Asunción en-trará pronto en un convento, y Presentación

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está destinada a ser soltera, porque así lo heresuelto yo.

-Cosa justísima y naturalísima que ustedhaya resuelto eso.

-Siendo el destino de la una el claustro y dela otra el celibato, ¿a qué viene el consentirlesconversaciones con los jóvenes?

-Es claro... a qué viene... No aprenderíanmás que cosas malas, pecados... ¡y qué pecados!

-Pero como es preciso transigir un poquitocon las costumbres, que exigen cierta licencia,suele írseme la mano en esto del rigor. Ya veusted, a casa suelen venir algunas personasmuy distinguidas, honestas y prudentes, sí,pero de mundo. Necesito contemporizar conellas, por no aparecer gazmoña, intolerante yextremada. Felizmente baja todas las noches ami tertulia, Inés, a quien como muy próxima aser mujer casada, puede permitirse que sosten-

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ga coloquios tirados con tal cual persona decen-te y bien nacida. Si no fuera por ella, lord Grayse aburriría grandemente en casa. ¿No cree us-ted, que a una muchacha que va a ser mayo-razga y que ocupará posición muy encumbradaen la corte, se le debe dar cierta libertad?

-Todas las libertades, señora, todas. ¡Unamayorazga! Pues digo; si me la hacen camaristade reina, o dama de honor de emperatrices,¿qué ha de hacer sin la desenvoltura, el desen-fado, la astucia que el buen servicio y conciertode los palacios exige?

-Cierto; a cada cual se le debe educar segúnsu destino. En posiciones elevadísimas no pue-de sostenerse todo el rigor de los principios,según dice la gente, aunque ciertas leyes sí de-ben regir en todas partes. Sin embargo, comoasí viene de atrás, debemos respetar la obra denuestros mayores, quienes harto supieron loque se hacían.

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-Justamente.

-Pero me parece que se prolonga demasiadola conversación de Inés con lord Gray, y voy ahacer que hablen en corrillo donde les oigamostodos. Sr. D. Gabriel, ni un momento debeabandonarse el ejercicio de la prolija autoridadmaterna. ¡La autoridad! ¿Qué sería del mundosin la autoridad?

-En efecto, ¿qué sería? ¡El caos, el abismo!

Doña María, que reglamentaba los diálogosde sus tertulias como mueve y ordena un gene-ral experto los movimientos de una batallacampal, dispuso que Inés continuase hablandocon lord Gray, y que Presentación pegase lahebra con Ostolaza. En tanto Asunción charla-ba en voz bastante alta con su hermano, dicién-dole cosas cuyo sentido no pude entender. Os-tolaza, Teneyro y D. Paco estaban muy metidosen lenguas disertando sobre los grandes malesde la educación a la moderna, y forzosamente

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me enredaron en su coloquio, teniendo ocasiónde lucir mi intolerancia, y un poco de ciertaerudicioncilla trasnochada que yo tenía para elcaso. Poco después volví al lado de doña Maríaa punto que don Diego, apartándose de suhermana, hacía lo mismo, y le oí decir:

-Señora madre, a ser usted, yo no permitiríaa Inés tantas intimidades con lord Gray. Fran-camente, señora, esto no me gusta, y menoscuando veo que la que va a ser mi mujer, seestá los minutos de Dios oyéndole y contestán-dole sin pestañear.

-Diego -manifestó doña María con severoacento-. Me enfada la bajeza de tus conceptos,que indican la ruindad de tus juicios. Si Inésfuera tu hermana, podrías tener esos escrúpu-los; pero siendo tu futura esposa, cuanto hasdicho es ridículo. Una gran señora, ¿ha de serencogida y corta de genio como una novicia deconvento?

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D. Diego, oído esto, se acercó de muy mal ta-lante a sus hermanas.

-Sr. de Araceli -me dijo doña María- la ju-ventud es así. Comprendo los celillos de mihijo. Verdaderamente Inés se alarga demasiadocon lord Gray. Aunque le supongo a usted po-co aficionado a perder el tiempo conversandocon muchachas frívolas, hágame el favor dedepartir un rato con mi futura nuera.

Doña María miró a Inés con enojo, y diri-giéndose luego a lord Gray, le llamó con afec-tuosa súplica.

Inés quedó sola y acudí hacia ella. Por pri-mera vez durante la tertulia hallaba ocasión depoderle hablar lejos de los demás, y la apro-veché con presteza. Ella, anticipándose al afáncon que yo iba a hablarle, me dijo:

-¿Mi prima te ha mandado aquí? ¿Me traesalgún recado de ella?

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-No -respondí-. No me ha mandado tu pri-ma. No he venido por traerte recado alguno.He venido porque he querido, y por el deseo deverte y de saber por mí mismo que me has ol-vidado.

-Por Dios -me contestó disimulando su emo-ción-. Repara dónde estás. La condesa no cesade observarme. Aquí es preciso fingir a todashoras, y disimular los pensamientos. ¿Por quéno has venido antes? Pero di: ¿mi prima no teha dado ningún recado?

-¿Qué me importa tu prima? -exclamé conenfado-. Tú no sospechabas que viniera a sor-prenderte.

-¿Pero estás loco?, doña María no me quitalos ojos.

-Vaya al diantre doña María. Respóndeme,Inés, a lo que te pregunto, o gritaré y escandali-zaré para que nos oigan hasta los sordos.

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-Pero si no me has preguntado nada.

-Sí te he preguntado. Pero tú haces que nooyes, y no quieres responderme.

-No nos entendemos -repuso llena de confu-siones, y mortificada por la observación tenazde doña María-. ¿Vendrás todas las noches?Aquí es preciso mucha cautela. Para respirarnecesito pedir la venia a la señora. Ten pruden-cia, Gabriel; también D. Diego nos mira. Haz demodo que doña María y los murciélagos creanque estamos a hablando de religión, o de loscuadros de la pared o de esa gran grieta quehay en el techo. Aquí es preciso hacerlo todoasí. No te expreses con vehemencia. Ponte ri-sueño y mira a las paredes diciendo: «¡Qué bo-nitas láminas! Allí están Dafne y Apolo».

-Pero ¿es preciso ser cómico para entraraquí?

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-Sí; es preciso estar siempre sobre las tablas,Gabriel; fingiendo y enredando. Esto es muytriste.

-Pues lord Gray no disimula.

-¿Eres amigo de lord Gray?

-Sí, y me lo ha contado todo.

-Te lo ha dicho... -exclamó confusa-. ¡Quéhombre tan indiscreto! Y yo le había encargadola mayor prudencia... Por Dios, Gabriel, nopronuncies una palabra, ni un gesto que pue-dan dar a conocer lo que te ha contado lordGray. ¡Qué indiscreción! Hazme el favor deolvidar lo que te ha dicho. ¿Él te ha traído aquí?

-No; he venido con D. Diego. He querido sa-ber por ti misma que ya no me amas.

-¿Qué estás diciendo?

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-Lo que oyes. Ya lo sabía; pero a mí me hacíafalta oírlo de tus propios labios.

-Pues no lo oirás.

-Ya lo he oído.

-Por Dios, disimula. Ahora, Gabriel, alza lavista y di: «¡Qué terrible grieta se ha abierto enel techo!». ¿Con que no te quiero yo? ¿Sabesque no lo había advertido? Y en tanto tiempo¿qué has hecho tú? ¿Has estado en el sitio deZaragoza? Aquello sería un paraíso; no estabaallí doña María.

-No he vivido más que para ti; y si algunavez he hecho un esfuerzo para subir un pelda-ño en la escala del mundo, hícelo sólo con eldeseo de llegar, si no a valer tanto como tú, almenos a ponerme en condición tal, que no serieran de mí cuando te miraba.

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-Mentiroso, tú también has aprendido a di-simular. Ni una sola vez te has acordado de míen tanto tiempo... Pero no te acerques tanto.Cuidado, no me tomes la mano. Parece quetienes fuego dentro de los guantes. Doña Maríanos observa.

-Yo no sé disimular como tú. Te he queridocon toda mi alma, Inesilla, y con veinte almasmás, porque una sola no basta para querertecomo te quiero... Dime con la mano puesta so-bre el corazón si lo mereces tú; dímelo.

-Pues no lo he de merecer -me contestó son-riendo-. Merezco eso y mucho más, porque melo tengo ganado y pagado con interés y antici-pación. ¿Pero no ve usted, Sr. D. Gabriel-añadió alzando la voz- qué hendidura tangrande es esa que hay en el techo?

-Inés, si es verdad lo que me dices, dímelootra vez, y alza la voz. Quiero que lo oigan do-ña María, D. Diego y los murciélagos.

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-Calla; por haber estado tanto tiempo sinverme, merecerías... a ver, ¿que merecerías?

-Bastante castigado estoy por los celos, porunos terribles celos que me han estado mor-diendo el corazón, y me lo muerden todavía.

-¡Celos! ¿De quién?

-¿Me lo preguntas tú? De lord Gray.

-Tú has perdido el juicio -dijo con precipita-ción y atropellándose en sus labios frases rápi-das y confusas-. ¡Él lo dice!... Tal vez... Esehombre me causará grandes pesadumbres.

-¿Tú le amas?

-Por Dios, habla bajo, disimula.

-Yo no puedo disimular. Yo no estoy, comotú, educado en esta escuela de los fingimientos.Yo no puedo decir más que la verdad.

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-¿Has dicho que yo amo a lord Gray? Jamáshe pensado en tal cosa.

-¡Oh! ¿Qué haré para creerlo? Bajo la autori-dad de doña María has aprendido de tal modoa disfrazar los pensamientos, que hasta se ocul-tan a mis ojos, tan acostumbrados, no sólo aleerlos, sino a adivinarlos. Ha desaparecidoaquella claridad que te rodeaba, y que te hacíadoblemente hermosa ante mí. Ya no hablasaquella palabra divina que ningún mortal, ymenos yo, podía poner en duda. Ahora, Inés,me asegurarás una cosa, me la jurarás, y... ¿quéquieres tú?, no lo creeré. ¡Maldita sea mil vecesdoña María que te ha enseñado a disimular!

-Si te alteras de ese modo, no podremoshablar -repuso con agitación en voz baja; y lue-go, en voz alta, añadió-: Sr. D. Gabriel, estasestampas de Dafne y Apolo, de Júpiter y Euro-pa son indecorosas, y hemos encargado a Sevi-lla una colección de santos para sustituirlas.Pero ¿qué has dicho de lord Gray? -prosiguió

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quedamente-. ¿Que le amo yo? ¡Oh, ese hombreme traerá alguna desgracia! No repara en nada.¡Qué loca he sido! ¡Me encuentro comprometi-da! Gabriel, te suplico que olvides lo que tehaya dicho lord Gray. Olvídalo, y a nadie, ni atu confesor, hables de eso. Tú reconocerás queestá lleno de seducciones y que no es extrañoque su fantasía acalore y agite el alma de una...Pero no hables de eso. Calla, por favor.

-¿De veras no le amas?

-No.

-¿Ama a alguna otra de esta casa?

-No sé... calla... no, a nadie de esta casa-respondió turbada-. Pero ¿no merezco que mecreas?

-No, casi no.

-¿Me has conocido mentirosa?

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-No sé qué tiene esta casa y todos los que laviven. Me parece que en esta morada del disi-mulo y la mentira, ninguna cosa es como apa-rece. Mienten los que aquí moran; mienten losque aquí viven, y hasta yo he necesitado mentirpara que me admitieran. Esta atmósfera estáformada de falsedad y engaño. Los corazones,oprimidos por una autoridad insoportable, ne-cesitan desfigurarse para que se les permitavivir. Esta casa, esta familia, a quien presidedesde su sillón doña María, como el genio de latristeza, no es para mí. Me ahogo, y deseo huirde este sitio. Veo aquí mil misterios, y sobretodos mis sentimientos domina uno, que es elmás antipático y desagradable de todos: la des-confianza. El corazón se me oprime cuandoconsidero que tú, Inesilla, tú me dices una cosa,me la juras y yo no la puedo creer.

-Ten calma. Doña María no nos quita losojos. D. Diego tampoco. Yo me muero de pe-na... Pero, por Dios, Sr. D. Gabriel -añadió en

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voz alta-. Un hombre que va a tomar el hábitocuando acabe la guerra, no debe entusiasmarsetanto al hablar de una batalla.

Doña María, desde su trono, me interpelópomposísimamente de esta manera:

-Pero, Sr. D. Gabriel, que oigamos todos esasmaravillas que está usted contando con tantavehemencia, con tanto ardor.

-Me contaba -dijo Inés con una naturalidadque me asombró- que en cierta ocasión, estandoél en una casa del arrabal de Zaragoza, los fran-ceses abrieron una mina, pusieron no sé cuán-tos barriles de pólvora, ¿no fue así?, y luegopegaron fuego.

-¿Y luego, Sr. D. Gabriel?

-Y luego volamos todos hasta el quinto cielo-repuse-. Siento que usted no hubiera estadoallí... pues... para que lo hubiera visto.

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-Gracias.

Los vencejos me tomaron por su cuenta paraque les explicase cómo fue aquello de mis vue-los y cabriolas por el aire, y en tanto llegoseInés junto al sillón de doña María, llamado poresta; y yo con disimulo (también aprendía)presté atención a lo que dijeron.

-Ha sido demasiado larga tu conversacióncon el militarcito -le dijo con desabrimiento laseñora-. ¡Veinte minutos! ¡Has estado en colo-quio con él veinte minutos!

-Señora madre -repuso Inés- si se empeñó encontarme sus hazañas... Yo buscaba ocasión deponer punto; pero él, dale que dale. Me refiriósiete sitios, cinco batallas y no sé cuántas esca-ramuzas.

-¡Cómo finge, cómo miente, cómo engaña! -exclamé para mí ciego de rabia-. ¡La ahogaría!

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Lord Gray se juntó después con Inés yhablaron largamente. Mi rabia, motivada poruna duda cruel, era tanta, que apenas podíadisimularla, hablando pestes de las Cortes antedoña María, Ostolaza y Valiente.

Avanzaba la hora y doña María indicó conmajestuosa gravedad el fin de la tertulia. Des-pedime de Inés, que a hurtadillas me dijo:

-Cuidado con lo que te he encargado.

Y luego tardó en despedirse de lord Graymás de diez minutos. Por mi parte anhelabasalir para no volver más a aquella casa, y salu-dando a la condesa, echeme fuera, juntándoseconmigo en la escalera lord Gray, que salió unpoco después.

-Amigo -le dije cuando estábamos en la ca-lle- en todas partes es usted el favorecido de lasdamas.

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No se dignó contestarme. Iba con la cabezainclinada, fruncido el ceño y mudo como unaestatua. Repetidas veces me esforcé por hacerlehablar; pero sus labios no articularon una síla-ba, y sólo en la calle Ancha, al despedirse demí, me dijo sombríamente:

-El amigo que sorprende un secreto mío yusa de él sin mi licencia, no es mi amigo. ¿Us-ted me conoce?

-Un poco.

-Pues suelo reñir con los amigos.

-Antes de reñir nosotros, ¿quiere usted aca-bar de perfeccionarme en la esgrima?

-Con mucho gusto. Adiós.

-Adiós.

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-XII-Pasaron días, muchos días. Yo tan pronto

deseaba volver a casa de Rumblar, como hacíaintención de no poner más los pies en aquellacasa, porque me repugnaban los artificios quehacían de las tertulias una completa represen-tación de teatro. Durante algún tiempo no vi alord Gray ni en la Isla ni en Cádiz, y cuandopregunté por él en su casa, el criado me negó laentrada, diciéndome que su amo no quería re-cibir a nadie.

Ocurrió esto el día de la bomba. ¿Saben us-tedes lo que quiero decir? Pues me refiero a undía memorable porque en él cayó sobre Cádiz yjunto a la torre de Tavira la primera bomba quearrojaron contra la plaza los franceses. Ha desaberse que aquel proyectil, como los que lesiguieron en el mismo mes tuvo la singulargracia de no reventar; así es que lo que venía aproducir dolor; llanto y muertes, produjo risas

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y burlas. Los muchachos sacaron de la bombael plomo que contenía y se lo repartían lleván-dolo a todos lados de la ciudad. Entonces usa-ban las mujeres un peinado en forma de saca-corchos, cuyas ensortijadas guedejas se sosten-ían con plomo, y de esta moda y de las bombasfrancesas que proveían a las muchachas de unartículo de tocador, nació el famosísimo cantar:

Con las bombas que tiranlos fanfarrones,hacen las gaditanastirabuzones.

Pues como decía, el día de la bomba, des-pués de tocar inútilmente a la puerta del nobleinglés, llevome el destino segunda vez a casade la señora doña María, disponiéndose lascosas de modo que cuando me encaminaba acasa de dona Flora, tropezase con el señor D.Diego, el cual me habló así:

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-¿Vienes de casa de lord Gray? Dicen queestá con la morriña. Nadie le ve por ningunaparte. Por fin, he conseguido de mi madre queno le reciba más en casa.

-¿Por qué?

-Porque es muy aficionado a las muchachas,y no me gusta verle hablar con mi novia. Mamáno quería; pero me planté, chico. «O lord Grayo yo» -dije- y no hubo más remedio.

-Según eso, le han puesto en la puerta de lacalle.

-Con cortesía y disimulo. Mi mamá ha dichoque hallándose un poco enferma, suspende porahora las tertulias.

-¿Y no salen?

-A misa van las cuatro los domingos muytemprano. Pero puedes ir a casa cuando gustes.Mamá te aprecia y siempre está preguntando

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por ti. Ahora precisamente, te ruego vengasconmigo para servirme de testigo.

-¿De testigo?

-Sí. Mi mamá quiere castigarme porque lehan dicho que me vieron ayer en un café. Esverdad que estaba, pero yo lo he negado, y paradar más fuerza a mis argumentos he dicho:«Pregúntele usted al Sr. D. Gabriel, y como nodiga que estuvimos juntos viendo sacar aguade la noria...».

-Pues vamos allá.

Entramos, pues, y en la reja del patio, elcriado nos dijo que la señora doña María habíasalido.

-¡Viva la libertad! -exclamó D. Diego hacien-do un par de cabriolas-. Gabriel, estamos solos.Hermanillas, alegrémonos y regocijémonos.

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La chillona algazara que desde los aposentosvino a mis oídos, indicome que las hembrasestaban libres también de la ominosa esclavi-tud. Cuando entramos en la estancia de D. Die-go, al punto se nos presentó D. Paco, aturdido,sofocado, balbuciente, con unas disciplinas enla mano, el vestido menos puesto en orden quede ordinario, y ostentando algunas desgreña-duras en lo alto de su peluquín.

-Señorito D. Diego -exclamó con furia seme-jante a la de esos perrillos que ladran muchosin que jamás el transeúnte se detenga a mirar-los-, la señora mandó que no saliese usted decasa. Se lo diré cuando venga.

El condesito tomó un palo que frontero a lacama y en lugar medio oculto tenía, y esgri-miéndolo de un modo alarmante por las costi-llas del ayo, gritó:

-Canalla, pedantón... Si dices una palabra...no te dejaré un hueso en su lugar.

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-Esto no puede tolerarse -dijo D. Paco, no yaenfurecido sino lloroso-. ¡Dios eterno, y tú, Vir-gen Santísima del Carmen, tened compasión demí! Este niño y sus hermanas van a quitarmelos pocos días que me restan de vida. Si lespermito hacer su gusto, la señora me riñe, ymás quisiera ver al sol apagado que a la señoracolérica. Si quiero sujetarlos, palos, rasguños,arañazos, tijeretazos y otros mil martirios es-pantosos... Pues sí, señor D. Dieguito: se lo diréa la señora, yo no puedo aguantar más... ¡Puesno digo nada de lo de las saliditas por las no-ches! Yo no puedo acallar la voz de mi concien-cia que me dice: ¡Malvado!, ¡servidor desleal!,¡traidor!... No; se lo diré a la señora, se lo diré alama, y entre tanto, orden, silencio, obediencia,todo el mundo a su sitio.

D. Diego, ciego de enojo, enarboló el palo, ya compás con los movimientos de su brazo queapuntaban impíamente a las costillas del pobreayo, iba diciendo:

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-Orden, silencio, obediencia.

Tuve que imponerme para que no acabaracon el desdichado perceptor, que aun vapulea-do de aquel modo, tenía la prudencia de nogritar, porque no se enterase la vecindad delescándalo, y con voz sofocada decía llorando:

-¡Que me mata este caribe! ¡Favor, señor D.Gabriel, favor!

Huyó D. Paco por el pasillo adelante bus-cando refugio, y siguiendo tras él, dimos lostres en una gran pieza, desde la cual se pasabaa otra con espaciosas rejas a la calle, donde vi-mos el espectáculo de la más horrenda anarqu-ía que pueden ofrecer en el interior de unahonesta casa las demasías de la libertad. Asun-ción, Presentación, Inés, las tres estaban allí,libres, sueltas, en posesión completa de susgracias, donaires, iniciativa y travesura. Peroantes de deciros lo que hacían aquellos pajari-tos aprisionados a quienes se permitía por un

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momento dar vueltas holgadamente por la jau-la, voy a indicaros cómo era esta.

Varias cestas de labores y algunos bastidoresde bordados indicaban que allí tenía la señoracondesa el taller de educación y trabajo de susniñas. Una pequeña pero anchísima silla, defondo hundido por el peso constante de corpu-lenta humanidad, denotaba el lugar de la pre-sidencia. También había una mesilla con libros,al parecer devotos, y en las paredes no cabíanya más estampas y láminas bordadas, entre lascuales el mayor número era una variada seriede perritos con el rabo tieso y los ojos de cuen-tas negras.

Un pequeño altar ostentaba mil figuras debulto y realce, alternando con estampas que sinduda habían pertenecido a libros, y en la delan-tera algunos pares de candelabros de plata an-tigua, sostenían velas de picada y filigranadacera, adornadas con papelitos, festones y otrosprimores de tijera. Pomposos ramos de flores

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de trapo, que a cien mil leguas declarabanhaber sido hechos por manos de monjas, com-pletaban el ajuar del altarejo, juntamente conalgunos pequeñísimos objetos de plomo, repre-sentando sagrados adminículos, tales comocálices y custodias, lámparas y misales. Estosjuguetes los hacían entonces los veloneros paralos niños buenos y que no lloraban.

Vi asimismo objetos de un orden enteramen-te distinto, es decir, trajes hermosísimos de mu-jer, arrojados en desorden por el suelo, y tam-bién escofietas, moños, lazos, abanicos, quirote-cas, zapatillas de raso y luengos encajes deaquellos finísimos y hereditarios, que eran, co-mo los diamantes, orgullo y riqueza de las fa-milias. Los bordados, las cestas de costura, re-llenas de fastidiosas telas blancas de indiana ycotonía, pertenecían a Presentación; los libros,el altar con todo lo que en él había de místico einfantil, eran de Asunción; y los lujosos trajes y

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adornos eran de Inés, que los había bajado paraque los viesen sus primas.

Estaban las tres vestidas según lo que enton-ces el vulgo, no menos galicista que ahora, lla-maba un savillé. Con semejante traje, que era,por exigirlo la moda, la menos cantidad posiblede traje, y lo absolutamente necesario para quelas lindas personas no anduvieran desnudas, nila madre más tolerante y descuidada habríapermitido que se presentasen delante de unhombre, aunque fuese pariente cercano. Esta-ban las tres, como digo, graciosísimas y sincomparación más guapas que en las tertulias.La libertad permitiéndoles una alegre y bulli-ciosa agitación, había impreso en sus mejillasfrescos y risueños colores, y las lenguas charla-tanas de las dos hermanitas llenaban con dulcey picotera música el ámbito de la estancia. Lavoz de Inés apenas se oía.

Os diré lo que hacían y esto es reservado, re-servadísimo, pues si doña María supiese que

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ojos humanos habían visto a sus niñas en talesarreos, y que orejas de varón habían oído cantarseguidillas a una de ellas, reventara de pesa-dumbre, o se sepultaría para siempre, antesavergonzada que muerta en el sarcófago de susmayores. Pero seamos indiscretos y contemoslo que vimos, ocultos en la estancia inmediata ysin ser vistos por ellas. Inés, en quien primera-mente se fijaron mis ojos desde la puerta, esta-ba en la reja, como en acecho, mirando ora a lacalle, ora adentro, sin duda para dar la voz dealarma en cuanto el pomposo perfil y los pom-posos y temidos espejuelos de doña María vol-viesen la esquina de la calle Ancha. Le oí decirclaramente:

-No seáis locas... que va a venir.

Presentación, la más pequeña de las doshermanas, estaba en medio de la pieza. ¿Cre-erán ustedes que rezando, cosiendo u ocupadaen algún otro grave menester? Nada de eso,pues no estaba sino bailando, sí, señores, bai-

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lando. ¡Y qué zorongo, qué zapateado tanhechicero! Quedeme absorto al ver cómo aque-lla criatura había aprendido a mover caderas,piernas y brazos con tanta sal y arte tan divinocual las más graciosas majas de Triana. Agitadapor la danza, chasqueando los dedos para imi-tar el ruido de las castañuelas, su vocecita sono-ra y dulce decía con lánguida y soñolientamúsica:

Toma, niña, esta naranjaque he cogido de mi huerto,no la partas con cuchilloque está mi corazón dentro.

Asunción, que era la mayor, de una hermo-sura menos picante y graciosa que su hermana,pero más acabada, más interesante, más seria,digámoslo así, en una palabra, mucho máshermosa, se había puesto algunas de las joyas ypreseas de Inés. Cogió una gran rosa de papelde las que adornaban el altar, y púsosela orgu-

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llosamente en el moño; tomó después tres varasde aquellos encajes finísimos de Brujas, de tansutil urdimbre que parecen hechos por moscaso arañas, pálidos ya y amarilleados por el tiem-po, y agitándolos en las manos, los echó haciaarriba, dejándolos caer sobre su cabeza y hom-bros, con tanta, con tantísima gracia, señores,cual si toda su vida hubiese estado midiendo enlas tardes de primavera las baldosas de la calleAncha, plaza de San Antonio y alameda delCarmen.

Yo estaba asombrado contemplando talestransformaciones y me sorprendía su extraor-dinaria belleza de la muchacha, cuando la virealzada con los atractivos que el arte presta tanhábilmente a la hermosura. ¡Y qué bien sabíaella aplicarlos a su persona! ¡Qué singular ta-lento el suyo para poner cada objeto en el sitiodonde debía estar, y donde las leyes más rigu-rosas de la estética querían y mandaban queestuviese!

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Después de rodear su cabeza con las blon-das, colgose de las orejitas los más hermosospendientes que creo han salido de manos deartífice platero. Luego estuvo mirándose unrato en el vidrio que cubría cierta estampa delPurgatorio, llena toda de ánimas, diablos, lla-mas, culebrones, sapos, cocodrilos, ruedas, sar-tenes, peroles, etc..., y contempló allí su imagenconfusa, por no haber en la estancia espejo, nividrio azogado que hiciese sus veces. Despuésvolvió la cabeza para verse la caída de faldaspor detrás, tomó un abanico, dio el meneo a lasvarillas, que chillaron desarrollando un vastopaisaje poblado de amorcitos, y echándose airecon él, comenzó a pasear por la habitación,riéndose de sí misma y de la risa que a las otrasdos causaba.

Viendo tal profanación, escándalo y desaca-to, penetró el insigne D. Paco en la pieza, y ex-clamó:

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-¿Qué alboroto es este? Asuncioncita, Pre-sentacioncita, todo se lo contaré a mamá cuan-do venga, todo, todito.

Presentación cesó de cantar, y tomando alpreceptor por un brazo, le dijo:

-Sr. D. Paquito mío, si no le dices nada amamá, te doy un beso.

Y en el acto se lo dio en sus secas y arruga-das mejillas.

-A mí no se me seduce con besitos, niñas -repuso el viejo vacilando entre el rigor y la tole-rancia-. Cada una a su puesto, a leer, a coser.Asuncioncita de todos los demonios, ¿qué des-caro es ese?

-Calle usted, so bruto -dijo Asunción conmuchísima sal.

-Si es un animal -añadió Presentacióndándole un sopapo con su suave manecita.

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-Más respeto a mis canas, niñas -exclamóafligido el anciano-. Si no fuera porque las hevisto nacer, porque las he criado a mis pechos,porque las he cantado el ro-ro...

Presentación haciendo gestos de delicadaurbanidad, remedando a una persona que du-rante el paseo encuentra en la calle a un cono-cido, parose ante D. Paco, hizo una graciosareverencia y le dijo:

-¡Oh! Sr. D. Protocolo, ¿usted por aquí?¿Cómo está la señora doña Circunspecta? ¿Vausted al baile del barón de Simiringande? ¿Quédice hoy la Gaceta de Pliquisburgo?...

-Eh... eh... -exclamó D. Paco, queriendo con-tener la risa que le embobaba-. Miren la mocosacómo habla, haciéndose la señora mayor. Buenapieza tenemos en casa. ¡Qué escándalo, quéprofanidad! ¿De dónde habrá sacado esta niñatales picardías?

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Y luego insistiendo ella en llevar adelante elchistoso papel que estaba desempeñando, lle-gose a Inés, que también se moría de risa, y ledijo:

-¡Ola, madama! ¿Cómo la porta bu...? ¿Havisto bu a la condesa? ¡Qué magnífico ha estadoel concierto y la ópera de Mitrídates! ¡Oh!, ma-dama... andiamo a tocare il forte piano... Aquíviene il maestro siñor D. Paquitini... tan, taralá,tan tin, tan.

Y se puso a bailar un minueto.

-Vaya -exclamó D. Paco, echándosela debenévolo, pero afectando mucha seriedad- lesperdono lo que ha pasado si se acaba este jaleo,y va cada una a su puesto. La señora viene.

Inés continuaba en la reja atisbando afuera,y también a ratos decía:

-¡Que va a llegar!

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Presentación volvió a cantar, y luego dijo:

-Paquito de mi alma, si bailas conmigo tedoy otro beso.

Y sin esperar respuesta del anciano, le tomópor los brazos, haciéndole dar rápidas vueltas.

-Que me atonta, que me mata esta condena-da -exclamaba el maestro, describiendo curvassin poderse defender, ni soltar.

-¡Ay, Paquito de mi alma y de mi vida, cuán-to te quiero! -decía Presentación.

El preceptor, abandonado de los ágiles bra-zos de su pareja, cayó al suelo, pidiendo al cielojusticia; la muchacha le enredó una flor entrelas blancas guedejas de su peluca de ala depichón, y dijo así:

-Toma, amor mío, esta flor en memoria de loque te quiero.

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Quiso levantarse, y empujado por Asunción,cayó al suelo. Quiso tirar de él Presentación yquedose con un pedazo de solapa en la mano.Levantose al fin, y persiguiéndole las dos conrisas y festejo, trató una de ellas de darle unlatigazo con una varita de sacudir telas; mas lohizo con tan mala suerte que dando un cachi-porrazo al altar, toda la máquina de santos,velas y juguetes se vino al suelo con estrépito.Mientras acudía a remediar el desperfecto, D.Paco estaba en tierra de rodillas, con los brazosen cruz y la mirada fija en el techo y con vozcompungida y entrecortada, mientras gruesoslagrimones lustraban sus mejillas, decía:

-¡Señor Omnipotente y Misericordioso: queestas agonías sean en descargo de mis pecados!Mucho padeciste en la cruz; ¿pero y esto, Señor,esto no es cruz, estos no son clavos?, ¿estas noson espinas?, ¿estos no son bofetones y hiel yvinagre? Castigo es este del gran pecado quecometí ocultando a mi señora las travesuras de

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estas niñas, y las mil picardías que han apren-dido sin que nadie se las enseñase; pero por lalanzada que te dieron, Señor, juro que seré lealy fiel con mi querida ama, y que no he de ocul-tarle ni tanto así de lo que pasa.

D. Diego y yo, que habíamos permanecidoobservando aquel espectáculo sin ser vistos,quisimos entrar; pero vimos que Inés se apartóvivamente de la reja, y en el mismo instantepasó por la calle una figura, una sombra, enquien reconocimos a lord Gray. Apenas había-mos tenido tiempo de reconocerle, cuando unobjeto, entrando por la reja, vino a caer en me-dio de la sala. Al punto se abalanzó hacia elpequeño bulto D. Paco, y observándolo y reco-giéndolo, dijo:

-¿Una cartita, eh? La ha arrojado un hombre.

Inés, que se acercó de nuevo a la reja, ex-clamó con terror:

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-¡Doña María, doña María viene ya!

-XIII-Se quedaron muertas, petrificadas; pero con

presteza extraordinaria las tres empezaron aordenar los objetos, para que cada cosa estuvie-se en su sitio. Arreglaron el altar atropellada-mente; despojose la una de los atavíos que sehabía puesto; compuso la otra su vestido endesorden; pero por más prisa que se daban,tales eran la confusión y desconcierto produci-dos allí por la anarquía, que no había medio devolverlo todo a su primitivo estado. D. Diegome dijo, al ver que las muchachas iban a sersorprendidas antes de poder borrar las huellasde su rebelión:

-Amigo, huyamos.

-¿A dónde?

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-A la Patagonia, a las Antípodas. ¿Tú noadivinas lo que va a pasar aquí?

-Quedémonos, amigo, y tal vez hagamosuna buena obra defendiendo a estas infelices, siel preceptor las delata.

-¿Viste que pasó un hombre y arrojó dentroun billete?

-Era lord Gray. Veamos en qué para esto.

-Pero mi madre viene; y si te ve aquí en ace-cho...

Ni esta consideración me hizo apartar de laestancia que nos servía de observatorio; peroafortunadamente doña María no entró por allí,y pasando primero a su alcoba, penetró poresta a la funesta habitación donde ocurriera elsainete que iba a terminar en tragedia. Nosotrosnos pusimos en disposición de poder oírlo todosin ser vistos, aunque también sin ver nada.

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Sepulcral silencio reinó por breve tiempo en lapieza, y al fin interrumpiole la condesa, dicien-do con la mayor severidad:

-¿Qué desorden es este? Inés, Asunción, Pre-sentación... ese altar destrozado, esos vestidospor el suelo... Niñas, ¿por qué estáis tan sofoca-das, por qué tenéis tan encendido el rostro?...Tembláis... Vamos a ver; Sr. D. Paco, ¿qué hapasado aquí?... ¿Pero qué veo? Señor D. Paco,señor preceptor, ¿por qué tiene usted destroza-da la ropa?... ¡Pues y ese gran cardenal en elcarrillo...? ¿Ha estado usted quitando telarañascon la peluca?

-Se... se... señora doña María de mi alma-dijo el ayo con voz trémula y cierto hipo pro-ducido por su gran zozobra y la lucha que di-versos sentimientos sostenían sin duda enton-ces en su pobre alma- yo no puedo callar más...Mi conciencia no me lo permite. Yo... hace cua-renta años que co... co... como el pan de estacasa... y no puedo...

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No pudiendo seguir, prorrumpió en llantocopiosísimo.

-Pero ¿a qué vienen esos lloros?... ¿Qué hanhecho las niñas?

-Señora -dijo al fin D. Paco entre sollozos,hipidos y babeos-; me han pegado, me hanarrastrado, me han... Asuncioncita se puso aimitar a la gente de los paseos. Presentacioncitabailó el zorongo, el bran de Inglaterra y la zara-banda... Luego pasó por la calle un caballerito,miró adentro y les arrojó este billete.

Hubo un momento de silencio, de esos silen-cios angustiosos como el que precede al caño-nazo, después que se ha visto la mecha próxi-ma al cebo. Durante aquel intervalo de mudoterror, que desde la escena donde tal dramapasaba se comunicó a nosotros, haciéndonostemblar como quien aguarda un terremoto, sesintieron los tenues chasquidos de un papelque se desdobla, y luego una exclamación de

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sorpresa, asombro o no sé si de fiereza inaudita,que salió del tempestuoso seno de doña María.

-Esta letra es de lord Gray... -exclamó-. ¡Quédesvergonzado atrevimiento! ¿A quién de vo-sotras se dirige la carta? Dice: «Idolatrado amormío: si tus promesas no son vanas...». ¡Pero unapersona como yo no puede leer tales indecen-cias!... ¿A quién de vosotras dirige lord Grayesta esquela?

Continuó el silencio, uno de esos silenciosque parecen anunciar el desplome del mundo.

-Presentación, ¿es a ti? Asunción, ¿es a ti?Inés, ¿es a ti? Responded al momento. ¡Señormisericordioso! ¡Si alguna de mis hijas, si al-guien nacido de mis entrañas ha dado motivopara que un hombre le dirija estas palabras,prefiero que muera ahora mismo, y yo detrás,antes que tolerar tal deshonra!

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La imprecación retumbó en la sala como unavoz de los pasados siglos que clamaba en de-fensa de cien generaciones ultrajadas. Oyéronseluego llantos comprimidos y el resoplido de D.Paco, que así desfogaba los ardores de su co-razón, inflamado ya por nobles impulsos degenerosidad.

-Señora -dijo moqueando y babeando- per-done usía a las niñas. Eso no habrá sido nada.Tal vez un tuno que pasó por la calle. Ellas sehan estado muy calladitas.

-Se me figura -dijo doña María sin perder ladignidad en su cólera- que no tendré que hacergrandes averiguaciones para saber quién hamotivado esta amorosa epístola. Tú, Inés, túhas sido. Hace tiempo que sospechaba esto...

Nuevo silencio.

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-Responde -prosiguió doña María-. Yo tengoderecho a saber en qué emplea su tiempo la queva a casarse con mi hijo.

Entonces oí la voz de Inés, que claramente yno muy turbada respondía:

-Sí, señora doña María. Lord Gray escribiópara mí. Perdóneme usted.

-¡De modo que tú!...

-Yo no tengo culpa... Lord Gray...

-Te ha trastornado el juicio -dijo doña María-. ¡Bonita y ejemplar conducta de una niña de tucondición, que representa una de las más prin-cipales casas de España! ¡Inés, vuelve en ti, porDios, repara quién eres! ¿Es posible que unajoven destinada?... Yo he observado que es tunatural de suyo profano a las mundanidades.Ya supieron lo que se hacían destinándote a sercasada y a ocupar alto puesto en la corte, que si

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por arte del demonio hubiérante consagrado alclaustro o a un decoroso celibato... ¡pobre cria-tura!, tiemblo de pensarlo.

La ansiedad y zozobra que yo experimenta-ba no me permitieron reflexionar sobre las pe-regrinas ideas de doña María.

-No has sido tú educada por mí -prosiguióesta- que de haberlo sido... otra sería tu conduc-ta...

-Señora madre -dijo Asunción llorando-.Inés no volverá a faltar más.

-Calla tú, necia. Después os ajustaré a voso-tras dos las cuentas, pues dijo D. Paco que hab-íais bailado y cantado.

-No, señora, no ha habido nada de baile nide canto: fue broma mía -exclamó muy sofoca-do el pobre preceptor, cuyo espíritu se afligíacon los crueles alardes de justicia de su señora.

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-¿Y para qué has bajado estas ropas? -preguntó la condesa a Inés.

-Para que ellas las vieran. Las subiré, señora,y no las volveré a bajar más -repuso Inés conhumildad.

-¡Qué fundamento de niña! ¿No conoces quesi a ti te cuadran estos trapos y adornos, a ellasni aun debe permitírseles el mirarlos? Tu con-ducta no puede ser más contraria al decoro.

-Señora doña María -dijo D. Paco- permíta-me usía que la diga que la señora doña Inesitaen lo íntimo de su corazón deplora el disgustoque la ha dado. ¿No es verdad, señora doñaInesita? Vaya, señora doña María, perdón alcanto, y todo se acabó.

-No se meta usted en lo que no le importa,Sr. D. Paco -dijo la condesa-. Y tú, Inés, ten en-tendido que serás perdonada, si las cosas nosiguen adelante. Y no digo más sobre el parti-

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cular. Ya saben ustedes que soy benévola hastala exageración, tolerante hasta la debilidad.Ciérrense esas rejas al punto, y vamos a trabajary a rezar... Inés, te lo repito, respira tranquila-mente. Con tal que no vuelva a repetirse...

Oyéronse voces de las muchachas, que si node alegría y completa bonanza, indicaban queel temporal iba pasando.

D. Diego me dijo:

-Vámonos, no sea que mi madre quiera salirpor aquí y nos sorprenda.

Nos apartamos de allí.

-¿Qué te parece lo que hemos oído?

-Una infamia, una alevosía, un crimen sinejemplo -exclamé no pudiendo contener la cóle-ra que me dominaba.

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-¿Qué te parece la Inesita?... Buena pieza enverdad...

-Ese inglés de los demonios, ese monstruoque nos ha enviado aquí la Gran Bretaña es elser más odioso, más abominable que existe enla tierra. Por mi parte, digo que le aborrezco,que le abomino; que sin piedad le mataría, queme bebería su sangre... Adiós, me voy.

-¿Te vas?

-Sí: no quiero estar más en esta casa.

-Pero hombre, tú estás tonto. Si te he traídoaquí para que me ampares. Tú no sabes queahora mi señora mamá, después que ponga fina la justiciada de allá, ha de venir a emprender-la conmigo por la escapatoria de ayer tarde.¿Olvidas, hombre ligero y frívolo, que has deatestiguar que me viste ayer ocupado en darvueltas a la noria?

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-No quiero farsas, ni falsos testimonios, nitengo para qué ver a doña María... Adiós.

-Hombre cruel, detente. Mi madre sale.

En efecto, en el corredor atrapome la señoracondesa, la cual después de mostrarse sorpren-dida y no muy agradablemente con mi presen-cia, me saludó, obligándome a pasar a la sala.

-¿Estabas aquí? -preguntó a su hijo.

-Sí, señora: Gabriel y yo estábamos en micuarto leyendo unos libros de aritmética, y élme enseñaba a encontrar la quinta parte por unmedio nuevo; y como ayer cuando estuvimosviendo dar vueltas a la noria, yo aposté a queno podía ser tal cosa, vino hoy a demostrárme-lo.

-¿Conque estuvieron ustedes ayer tarde en lanoria?

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-Sí, señora; dando vueltas a la noria... quierodecir, viendo.

-Es un entretenimiento inofensivo...

-Sí, señora... e instructivo.

-Propio de jóvenes de cabeza sentada -dijodoña María-. Sin embargo, he oído que a la no-ria va mucha gente de mal vivir.

-No señora, de ninguna manera. Canónigos,militares de coronel para arriba, señoras mayo-res, frailes...

-Mi hijo es algo distraído, y por eso temo...Pronto será libre y dueño de sus acciones, por-que en los asuntos de un hombre casado, sobretodo si está en cierta posición, no deben entro-meterse las madres.

-Exactamente. ¿Y cuándo se casa D. Diego?

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-Ya no hay día seguro -respondió doña Mar-ía, con firmeza.

-Y en verdad, Sr. D. Diego -dije yo volvién-dome hacia mi amigo- que se lleva usted la máshermosa muchacha que hay en todo Cádiz.

-Lo que es eso... -dijo la condesa con afecta-ción- mi hijo puede estar satisfecho de la suerteque le ha cabido en su elección, mejor dicho, ennuestra elección, pues nosotras lo hemos arre-glado todo. Para que nada falte a esa mucha-cha, tiene hasta aquellas sutiles cualidades deingenio y amabilidad que la harán uno de losmás bellos adornos de la corte, cuando la haya.Y no se diga que a una joven mayorazga, desti-nada a casarse con otro mayorazgo, se la debesujetar y comprimir para que ni hable, ni tratecon personas de mundo. Eso no; eso sería ridí-culo, y nada hay más contrario a la alteza ysonoridad de ciertas familias que verlas repre-sentadas en la corte por una damisela encogida,

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vergonzosa, que se asusta de la gente y no sabedecir más que buenas tardes y buenas noches.

-Pues maldita la gracia que me hace -dijo D.Diego con desabrimiento- ver a mi novia muyamartelada con lord Gray en este salón.

Doña María se puso encendida.

-Este joven -dije yo- no eleva su entendi-miento hasta los altos principios de la educa-ción castiza. ¿Pues acaso su mujer va a ser mon-ja? A las que van a ser monjas o solteras, buenoque se las enseñe a no levantar los ojos del sue-lo; pero a las que van a casarse y a ser grandesseñoras... Pero hombre, ¿está usted loco? Miamigo es un necio, un caviloso, señora. ¿Apos-tamos a que por estas y otras imaginacionesridículas va a dar en la flor de decir que no secasa?

-¡Cómo! -exclamó la dama-. Mi hijo no serácapaz de tal simpleza.

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-Sí, señora, sí seré capaz -dijo D. Diego sinpoder contener el ímpetu de sus celos.

-¡Diego, hijo mío!

-Sí, señora, lo que dice Gabriel es verdad, noquiero casarme, al menos hasta ver...

-No puede darse necedad mayor -dije-. Por-que lord Gray haya conseguido con su buenaapostura, sus finos modales, su talento...

-Mi hijo no me dará tan gran pesadumbre.

La condesa, por hallarse en presencia de unextraño, no soltó la ira que a borbotones queríaescapársele del pecho, al ver en su hijo la obsti-nada genialidad, que amenazaba echar por tie-rra todos sus proyectos; mas conociendo yo queaquel volcán necesitaba cumplido desahogopor el cráter de la boca y quizás por el de lasmanos, juzgué prudente retirarme.

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-¿Se marcha usted? -me dijo-. Ya, una perso-na discreta no puede soportar las bachillerías yantojos de este inconsiderado niño.

-Señora -repuse- D. Diego es un niño obe-diente y hará lo que su madre le mande. Beso austed los pies.

Quiso D. Diego salir conmigo; pero la con-desa le detuvo, diciendo con enojo:

-Caballerito, tenemos que hablar.

Yo anhelaba respirar fuera de aquella casa.

-XIV-Al encontrarme en la calle miré a las rejas y

las vi cerradas. Atormentado por el recuerdo delo que había visto y oído, revolviendo en micabeza pensamientos de venganza, proyectos

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de barbarie, y no sé qué ideas impías y locas,dije para mí:

-Ya no me queda duda. Mataré a ese malditoinglés.

En las mil alternativas y vicisitudes de mivida, bajé, subí, caí y levanteme; creí tocar conmis manos fatigadas el fondo de aquel mar dela borrascosa desventura, donde transcurrió miniñez, y fuerzas ignoradas me sacaron de nue-vo a la superficie; luché y padecí, deseé lamuerte y amé la vida; grandes vaivenes y sacu-didas experimenté; pero cuando subía, y baja-ba, y luchaba, y vivía, y moría, jamás dejé depercibir aquella luz, encendida ante la desgra-cia, lejana estrella a quien consideraba comoexpresión de lo divino y sobrenatural que hayen la existencia. Pero ya la luz se había apaga-do, y volviendo los ojos en derredor, yo no veíasino espantosas oscuridades. Lo que yo creíaperfecto ya no lo era; lo que yo juzgué mío,

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tampoco era mío, y pensando en esto no cesabade exclamar:

-Mataré a ese condenado lord Gray. Ahoracomprendo la satisfacción de matar a un hom-bre.

Turbado por los celos, mi corazón, que hastaentonces había como florecido, despidiendo unsentimiento apacible y contemplativo cual el dela religión, ardía ahora con apasionado cente-lleo, y lo que había amado, por extraordinariacontradicción más digno de ser amado le parec-ía. Sentía ansia de destrucción, y mi amor pro-pio, mi orgullo herido clamaban al cielo,haciendo a toda la creación solidaria de miagravio. Yo creía que el universo entero estabaofendido, y que cielo y tierra respiraban anhelode venganza. Crucé varias calles, repitiendo:

-Mataré a ese inglés, le mataré.

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Al volver una esquina creí distinguirle yapresuré el paso. Sí, era él. Dios me lo poníadelante; le vi de espaldas y corrí; mas cuandoestaba junto a él y antes que me viera, penséque no era prudente precipitar un hecho quedebía tener justificación completa. Procurandoserenarme, dije para mí:

-Tengo la seguridad de sorprenderle dentrode la casa. Entretanto, esperemos.

Le toqué en el hombro, y él, al volverse, memiró impasible, sin mostrar ni alegría ni des-agrado.

-Lord Gray -le dije- ha tiempo que estoy es-perando la última lección de esgrima.

-Hoy no tengo humor para lecciones.

-La necesitaré pronto.

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-¿Va usted a batirse? ¡Qué felicidad! ¡Hoytengo yo un humor!... Deseo atravesar a cual-quiera.

-Yo también, lord Gray.

-Amigo mío, proporcióneme usted un hom-bre con quien romperme el alma.

-¿Tiene usted spleen?

-Horroroso.

-Y yo. Los españoles también solemos pade-cer esa enfermedad.

-Es muy raro. En buena ocasión me ha salidousted hoy al encuentro.

-¿Por qué?

-Porque tenía una mala tentación. Estaba enlo más negro de la negrura del spleen, y pasó

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por mí la idea de pegarme un tiro o de arrojar-me de cabeza al mar.

-Todo por un amor desgraciado. Cuéntemeusted eso y le daré buenos consejos.

-No me hacen falta. Yo me entiendo solo.

-Yo conozco a la mujer que le trae a usted atan lastimoso estado.

-Usted no conoce nada. Dejemos esa cues-tión y no hablemos más de ella.

Aquella vez, como otras muchas, lord Grayesquivaba tratar el asunto.

-¿Con que quiere usted que le dé una lec-ción? -me dijo después.

-Sí; pero tal, que con ella aprenda de una veztodo lo que encierra el noble arte de la esgrima;porque, milord, tengo que matar a uno.

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-Es cosa fácil. Le matará usted.

-¿Vamos a casa de milord?

-No; vamos al ventorrillo de Poenco. Bebe-remos un poco. ¿Y cuándo va usted a matar aese hombre?

-Cuando tenga la certeza de su alevosía.Hasta hoy tengo indicios que casi son datosevidentes; de los cuales resultan sospechas quecasi son la misma certidumbre. Pero necesitomás, porque mi alma, crédula hasta lo sumo,forja sutilezas y escrúpulos. La pícara quiereprolongar su felicidad.

Él calló y yo también. Silenciosamente lle-gamos a Puerta de Tierra.

Había en casa del señor Poenco gran remesade majas y gente del bronce, y las coplas pican-tes, con el guitarreo y las palmadas, formabanestrepitosa música dentro y fuera de la casa.

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-Entremos -me dijo lord Gray-. Esta graciosacanalla y sus costumbres me cautivan. Poenco,llévanos al cuarto de dentro.

-Aquí viene lo güeno -exclamó Poenco-.Desapartarse todo el mundo. Abran calle; calle,señores... espejen, que pasa su majestad miloro.

-Muchachos, ¡viva miloro y las cortes de laIsla! -gritó el tío Lombrijón levantándose de suasiento y saludándonos, sombrero en mano,con aquel garbo majestuoso que es tan propiode gente andaluza-. Y en celebración del santodel día, que es la santísima libertad de la im-prenta, señó Poenco, suelte usted la espita yque corra un mar de manzanilla. Todo lo quebeba miloro y la compaña lo pago yo, que aquíestá un caballero pa otro caballero.

El tío Lombrijón era un viejo robusto y po-deroso, de voz bronca y gestos gallardos y ca-ballerescos. Era traficante en vinos y gozabaopinión de hombre rico, así como de gran ga-

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lanteador y mujeriego, a pesar de la madurezde sus años.

Lord Gray le dio las gracias, pero sin imitar-le ni en el tono ni en los movimientos, diferen-ciándose en esto de la mayor parte de los ingle-ses que visitan las Andalucías, los cuales tienenempeño en hablar y vestir como la gente delpaís.

-Oigasté, tío Lombrijón -dijo otro a quienllamaban Vejarruco, y que era joven y curtidoren el Puerto-. A mí no me falta ningún hombrenacío.

-¿Por qué lo dices, camaraíya, y en qué te hefaltado? -dijo Lombrijón.

-Bien lo sabes, camaraíya -repuso Vejarruco-.En que asina que vi venir a miloro y la compañ-ía, dije al señor Poenco: «Lo que beba miloro yla compañía, corre de mi cuenta; que aquí hayun caballero pa otro caballero».

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-¡Zorongo! -exclamó Lombrijón-. Pero di,Vejarruco, ¿eso es conmigo?

-¡Cachirulo!, contigo es.

-Estira más esa estampa, que no te veo bien.

-Alarga el jocico pa que te tome el molde deél.

-¡Carambita! ¿Usté no sabe que cuando mepica un mosquito le desmondongo al momen-to?

-¡Sonsoniche! ¿Usté no sabe que cuando lepego un pezco a un hombre tiene que pedirprestaos dientes y muelas para comer?

-Basta ya, que se me van regolviendo lossentidos garrofales -dijo Lombrijón-. Señores,empiecen a cantar el requieternam por ese pro-besito Vejarruco.

-Alentaíto está el viejo.

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-Pues allá va la lezna.

Lombrijón se llevó la mano al cinturón enademán de sacar la navaja, y todos los presen-tes, principalmente las mujeres, empezaron agritar.

-Señores, no temblar -indicó Vejarruco.

-No se batirán -me dijo lord Gray-. Todos losdías hacen lo mismo y después no hay nada.

-No he traído el escarbador de dientes -dijoLombrijón, encontrándose sin armas.

-Pues ni yo tampoco -añadió Vejarruco.

-Camaraíya, por eso no ha de quedar. Ustéestá amarillo. Señores, cuando eché mano alcinturón me relucieron las uñas, y pensó queera jierro.

-¡Zorongo! Camará, usté ha escondido lalezna para que no haya compromiso.

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-Tú te la habrás metío en el garguero.

-Yo no la traigo, por humaniá -repuso Veja-rruco- porque como tengo esta mano tan pesá,se necesita mucha prudencia pa no matar caamomento.

-Vaya, déjenlo para después -dijo Poenco- ya beber.

-Lo que hace por mí, no tengo prisa... Si Ve-jarruco se quiere confesar antes que le endiñe...

-Lo que es por mí... cuando Lombrijón quie-ra el pasaporte para la secula culorum, se lo daré.

-Pelillos a la mar -dijo Poenco-; y pos que losdos han de morir, mueran amigos.

-No hay por qué ofenderse, comparito. ¿Ustése ha ofendío? -preguntó Lombrijón a su anta-gonista.

-¡Cachirulo! Yo no, ¿y usté?

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-Tampoco.

-Pues vengan esos cinco mandamientos.

-Allá van, y vivan las Cortes y viva miloro.

-Para cortar la cuestión -dijo lord Gray- yopagaré a todo el mundo. Poenco, sírvenos.

Las majas que allí había obsequiaron a lordGray con sonrisas y dichos graciosos; pero elinglés no tenía humor de bromas.

-¿Ha venido María de las Nieves? -preguntóa una.

-Pesaíto está con María de las Nieves. ¿No-sotras somos aljofifas?

-Si miloro va esta noche a mi casa -dijo envoz baja otra, que era, si no me engaño, PepaHigadillos- verá lo bueno. Mi marío ha ido acomprar burros, y me divierto pa matar la so-leá.

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-A donde irá miloro esta noche es a mi casa -indicó otra que era ya matrona-. A mi casa vatoda la sal del mundo, y si miloro quiere ponerun par de pesetas a un caballo, no tengo come-niente... Mi casa es muy principal...

Lord Gray se apartó con hastío de aquellagente, y entramos en un cuarto, donde el taber-nero recibía tan sólo a cierta clase de personas,y la mesa junto a la cual nos sentamos viose alpunto cubierta del rico tributo de aquellas vi-ñas costaneras, que no tuvieron ni tienen igualen el mundo.

-XV--Hoy voy a beber mucho -me dijo el inglés-.

Si Dios no hubiese hecho a Jerez, ¡cuán imper-fecta sería su obra! ¿En qué día lo hizo? Yo creoque debió de ser en el sétimo, antes del descan-

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so, pues ¿cómo había de descansar tranquilo siantes no rematara su obra?

-Así debió de ser.

-No; me parece que fue en el célebre día,cuando dijo: «Hágase la luz»; porque esto esluz, amigo mío, y quien dice la luz, dice el en-tendimiento.

-Señó miloro -dijo Poenco acercándose a miamigo para hablarle con oficioso sigilo-; Maríade las Nieves está ya loquita por vucencia. Sehizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos ysu basquiña. Si no hay nada que resista a esejociquito rubio; y como vucencia siga aquí, nosvamos a quedar sin donceyas.

-Poenco -dijo lord Gray- déjame en paz contus doncellas, y lárgate de aquí, si no quieresque te rompa una botella en la cara.

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-Pues najencia, me voy. No se enfade mi ni-ño. Yo soy hombre discreto. Pero sabe vucenciaque ofrecí dos duros a la tía Higadillos quellevó el pañolón... cétera; cétera.

Lord Gray sacó dos duros y los tiró al suelosin mirar al tabernero, quien tomándolos, tuvoa bien dejarnos solos.

-Amigo -me dijo el inglés- ya no me quedanada por ver en las negras profundidades delvicio. Todo lo que se ve allá abajo es repugnan-te. Lo único que vale algo es este vivífico licor,que no engaña jamás, como proceda de buenascepas. Su generoso fuego, encendiendo llamasde inteligencia en nuestra mente, nos sutiliza,elevándonos sobre la vulgar superficie en quevivimos.

Lord Gray bebía con arte y elegancia, ideali-zando el vicio como Anacreonte. Yo bebía tam-bién, inducido por él, y por primera vez en lavida, sentía aquel afán de adormecimiento, de

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olvido, de modificación en las ideas, que im-pulsa en sus incontinencias a los buenos bebe-dores ingleses.

Resonó un cañonazo en el fondo de la bahía.

-Los franceses arrecian el bombardeo -dijeasomándome al ventanillo.

-Y al son de esta música los clérigos y losabogados de las Cortes se ocupan en demoler aEspaña para levantar otra nueva. Están borra-chos.

-Me parece que los borrachos son otros, mi-lord.

-Quieren que haya igualdad. Muy bien.Lombrijón y Vejarruco serán ministros.

-Si viene la igualdad y se acaba la religión,¿quién le impedirá a usted casarse con una es-pañola? -dije regresando junto a la mesa.

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-Yo quiero que me lo impidan.

-¿Para qué?

-Para arrancarla de las garras que la sujetan;para romper las barreras que la religión y lanacionalidad ponen entre ella y yo; para reírmeen las barbas de doce obispos y de cien noblesfinchados, y derribar a puntapiés ocho conven-tos, y hacer burla de la gloriosa historia de diezy siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Decía esto en plena efervescencia, y no pudemenos de reírme de él.

-Hermoso país es España -continuó-. Esa ca-nalla de las Cortes lo va a echar a perder. Huíde Inglaterra para que mis paisanos no merompieran los oídos con sus chillidos en el Par-lamento, con sus pregones del precio del al-godón y de la harina, y aquí encontré las mayo-res delicias, porque no hay fábricas, ni fabrican-tes panzudos, sino graciosos majos; ni polizon-

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tes estirados, sino chusquísimos ladrones ycontrabandistas; porque no había boxeadores,sino toreros; porque no hay generales de aca-demia, sino guerrilleros; porque no hay fondas,sino conventos llenos de poesía; y en vez delores secos y amojamados por la etiqueta, estosnobles que van a las tabernas a emborracharsecon las majas; y en vez de filósofos pedantes,frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez deamarga cerveza, vino que es fuego y luz, y so-brenatural espíritu...

»¡Oh, amigo! Yo debí nacer en España. Si yohubiese nacido bajo este sol, habría sido guerri-llero hoy y mendigo mañana, y fraile al amane-cer y torero por la tarde, y majo y sacristán deconventos de monjas, abate y petimetre contra-bandista y salteador de caminos... España es elpaís de la naturaleza desnuda, de las pasionesexageradas, de los sentimientos enérgicos, delbien y el mal sueltos y libres, de los privilegiosque traen las luchas, de la guerra continua, del

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nunca descansar... Amo todas esas fortalezasque ha ido levantando la historia, para tener yoel placer de escalarlas; amo los caracteres tena-ces y testarudos para contrariarlos; amo lospeligros para acometerlos; amo lo imposiblepara reírme de la lógica, facilitándolo; amo todolo que es inaccesible y abrupto en el orden mo-ral, para vencerlo; amo las tempestades todaspara lanzarme en ellas, impelido por la curiosi-dad de ver si salgo sano y salvo de sus mortífe-ros remolinos; gusto de que me digan «de aquíno pasarás», para contestar «pasaré».

Yo sentía inusitado ardor en mi cabeza, y lasangre se me inflamaba dentro de las venas.Oyendo a lord Gray, sentime inclinado a abatirsu estupendo orgullo, y con altanería le dije:

-Pues no, no pasará usted.

-¡Pues pasaré! -me contestó.

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-Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y de-testo los locos absurdos y las intenciones sober-bias. Allí donde veo un orgulloso, le humillo;allí donde veo un ladrón, le mato; allí dondeveo un intruso, le arrojo fuera.

-Amigo -me dijo el inglés- me parece que austed se le van los humos de la manzanilla a lacabeza. Yo le digo como Lombrijón a Vejarruco:«Camaraíta, ¿eso que ha dicho es conmigo?».

-Con usted.

-¿No somos amigos?

-No: no somos ni podemos ser amigos-exclamé con la exaltación de la embriaguez-.¡Lord Gray, le odio a usted!

-Otro traguito -dijo el inglés con socarroner-ía-. Hoy está usted bravo. Antes de beber, hablóde matar a un hombre.

-Sí, sí... Y ese hombre es usted.

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-¿Por qué he de morir, amigo?

-Porque quiero, lord Gray; ahora mismo. Eli-ja usted sitio y armas.

-¿Armas? Un vaso de Pero Jiménez.

Me levanté fuera de mí, y así una silla conresolución hostil; pero lord Gray permaneciótan impasible, tan indiferente a mi cólera, y almismo tiempo tan sereno y risueño, que senti-me sin bríos para descargarle el golpe.

-Despacio. Nos batiremos luego -dijo rom-piendo a reír con expansiva jovialidad-. Ahoravoy a declarar la causa de ese repentino enfadoy anhelo de matarme. ¡Pobrecito de mí!

-¿Cuál es?

-Cuestión de faldas. Una supuesta rivalidad,Sr. D. Gabriel.

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-Dígalo usted todo de una vez -exclamé sin-tiendo que se redoblaba mi coraje.

-Usted está celoso y ofendido, porque supo-ne que le he quitado su dama.

No le contesté.

-Pues no hay nada de eso, amigo mío.-añadió-. Respire usted tranquilo las auras delamor. Me parece haberle oído decir a Poencoque usted anda a caza de esa Mariquilla, que node las Nieves, sino de los Fuegos debería lla-marse. A usted le han dicho que yo... pues, dirécomo Poenco... «cétera, cétera». Amigo mío,cierto es que me gustaba esa muchacha; perobasta que un camaraíya haya puesto los ojos enella para que yo no intente seguir adelante. Estose llama generosidad; no es el primer caso quese encuentra en mi vida. En celebración de paz,acabemos esta botella.

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Al frenesí que antes había yo sentido suce-dió un entorpecimiento y oscuridad tal de misfacultades intelectuales, que no supe qué res-ponder a lord Gray, ni realmente le respondínada.

-Pero, amigo mío -prosiguió él, menos afec-tado que yo por la bebida- hemos sabido que aMariquilla de las Nieves la corteja... ¡cortejar!,hermosa palabra que no tiene igual en ningúnidioma... pues decía que la corteja un guapo deJerez que se me figura es más afortunado quenosotros. Sin duda a ese es a quien usted quierematar.

-¡A ese, a ese! -dije sintiendo que se me des-pejaban un tanto los aposentos altos.

-Cuente usted conmigo. Currito Báez, queasí se llama el jerezano, es un necio presumidoy matasiete, que con todo el mundo arma ca-morra. Deseo tener cuestión con él. Le provoca-remos.

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-¡Le provocaremos, sí, señor; le provocare-mos!

-Le mataremos delante de toda la gente delbronce, para que vean cómo sucumbe un tontoa manos de un caballero... Pero no sabía queestuviera usted enamorado. ¿Desde cuándo?

-Desde hace mucho, mucho tiempo-respondí viendo cómo daba vueltas la habita-ción delante de mis ojos-. Éramos niños; ella yyo estábamos abandonados y solos en el mun-do. La desgracia nos impelió a compadecernos,y compadeciéndonos, sin saber cómo, nosamamos. Padecimos juntos grandes desventu-ras, y fiando en Dios y en nuestro amor venci-mos inmensos peligros. Llegué a considerarlacomo indisolublemente unida a mí por superiordestino, y mi corazón fortalecido por una fe sinlímites, no padeció en mucho tiempo los marti-rios de celos, desconfianzas, temores ni amoro-sos sobresaltos.

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-Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo porMaría de las Nieves!...

-Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo seme ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo veusted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No veusted estas montañas que me machacan lossesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafasmil y salpicando se esparce por las paredes...aquí... allí... más allá. ¿No lo ve usted?

-Ya lo veo... -repuso lord Gray, rematandouna botella.

-El mundo se me cayó encima. Se apagó elsol... ¿No lo ve usted, hombre; no advierte lashorribles tinieblas que nos rodean? Todo seoscureció, cielo y tierra, y el sol y la luna caye-ron, como ascuas de un cigarro... Ella y yo nosseparamos: leguas y más leguas, días y días ymás días se pusieron entre nosotros; yo alarga-ba los brazos ansiando tocarla con mis manos;pero mis manos no tocaban sino el vacío. Ella

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subió y yo me quedé donde estaba. Yo miraba yno veía nada... estaba escondida: ¿dónde?, diráusted... dentro de mi cerebro. Yo me metía lasmanos en la cabeza y escarbaba allí dentro; pe-ro no la podía coger. Era una burbuja, unapartícula, un átomo bullicioso y movible queme atormentaba en sueños y despierto. Quiseolvidarla y no pude. De noche cruzaba los bra-zos y decía: «aquí la tengo; nadie me la qui-tará...». Cuando me dijeron que me había olvi-dado, no lo quería creer. Salí a la calle y todo elmundo se reía de mí. ¡Espantosa noche! Escupíal cielo y lo dejé negro... Me metí la mano en elpecho, saqué el corazón, lo estrujé como unanaranja y se lo arrojé a los perros.

-¡Qué inmenso e ideal amor! -exclamó lordGray-. Y todo eso por Mariquilla de las Nie-ves... Beba usted esa copa.

-Supe que amaba a otro -añadí sintiendo quemi cerebro despedía una lumbre vagorosa ydesparramada, llama de alcohol que trazaba

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mil figuras en el espacio con sus lenguas azu-les-. Amaba a otro. Una noche se me apareció.Iba de brazo con su nuevo amante. Pasaron pordelante de mí y no me miraron. Yo me levantéy tomando la espada, herí en el vacío, y en elvacío surgió un manantial de sangre. La vi quese llegaba hacia mí pidiéndome perdón. Lamanga de su vestido tocó mi rostro, y mequemó. ¿Ve usted la quemadura, la ve usted?

-Sí, la veo, la veo. ¡Y todo por María de lasNieves!... Hombre es gracioso. A ver a qué sabeeste Montilla.

-Yo quiero matar a ese hombre, o que él memate a mí.

-No, a él, a él. ¡Pobre Currito Báez!

-Le mataré, le mataré, sí -exclamaba yo confuror, poniendo mi puño cerrado en el pechode lord Gray-. ¿No siente usted cómo baila elmundo bajo nuestros pies? El mar entra por esa

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ventana. Ahoguémonos juntos y todo se con-cluirá.

-¿Ahogarme? No -dijo el inglés-. Yo tambiénamo.

A pesar de mi lastimoso estado intelectualpresté atención vivísima a sus palabras.

-Yo también amo -prosiguió-. Mi amor es se-creto, misterioso y oculto, como las perlas, queademás de estar dentro de una concha están enel fondo del mar. No tengo celos de nadie, por-que su corazón es todo mío. No tengo celos másque de la publicidad; odio de muerte a todo elque descubra y propale mi secreto. Antes mearrancaré la lengua que pronunciar su nombredelante de otra persona. Su nombre, su casa, sufamilia, todo es misterioso. Yo me deslizo en laoscuridad, en oscuridad profunda que no pro-yecte sobra alguna, y abro mis brazos para re-cibirla, y los oscuros cuerpos se confunden enel negro espacio. Bullen átomos de luz, como

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estos que ahora nos rodean, y en las puntas denuestros cabellos palpita con galvánica fuerza,embriagadora sensibilidad. ¿No percibe ustedestas ondas que vienen del cielo, no siente us-ted cómo se abre la tierra y despide cien milvidas nuevas, creadas en esta corola donde es-tamos, y en cuyos bordes nos movemos a im-pulso de la suave y embalsamada brisa?

-¡Sí, lo veo, lo veo! -respondí llevando el va-so a mis labios.

-Amigo mío, Dios hizo perfectamente alamasar este barro del mundo. Habría sidolástima que no lo hiciera. La materia vivificadapor el amor es sin duda lo mejor que existedespués del espíritu. Yo adoro el universo llenode luz, pintado con lindos colores, sombreadopor amorosas opacidades que cubren el discre-to amor; yo adoro la naturaleza que todo lohizo hermoso, y detesto a los hombres corrup-tores del elemento donde habitan, como ensu-cian los sapos la laguna. Mi alma se arroja fuera

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de este lodazal y busca los aires puros; huye delas infectas madrigueras de la civilización,abiertas en fango pestilente y se baña en losrayos de oro que cruzan los espacios.

»Olvidaba decir a usted que para hacer másencantadora mi aventura, la historia, es decir,diez y siete siglos de guerras, de tratados deprivilegios, de tiranía, de fanatismo religioso, seoponen a que sea mía. Necesito demoler lastorres del orgullo, abatir los alcázares del fana-tismo, burlarme de la fatuidad de cien familiasque cifran su orgullo en descender de un reyasesino, D. Enrique II, y de una reina liviana,doña Urraca de Castilla; apalear cien frailes,azotar cien dueñas, profanar la casa llena depintarreados blasones, y hasta el mismo templolleno de sepulcros, si la refugian en él.

-¿La va usted a robar, milord? -pregunté enun instante de rápida lucidez.

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-Sí; la robaré y me la llevaré a Malta, dondetengo un palacio. He pedido un barco a Inglate-rra.

Sentí súbito estremecimiento, como si miconturbada naturaleza hiciera un esfuerzo colo-sal para recobrar su perdido aliento.

-Lord Gray -dije- somos amigos. Soy discre-to. Yo le ayudaré a usted en esa empresa, queno será fácil por desgracia.

-No lo será... veremos -repuso exaltado des-pués de beber con ardiente anhelo-. Yo le ayu-daré a usted a matar a Currito Báez.

-Sí, le mataré; así tuviera mil vidas. Peropermítame usted que le pague su auxilio, ofre-ciéndole el mío para robar a esa mujer, y bur-larnos de diez y siete siglos de guerras, de tra-tados, de privilegios, de fanatismo, de religión,de tiranía.

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-Bien, amigo Gabriel; venga esa mano. ¡Vivalo imposible! El placer de acometerlo es el úni-co placer real.

-Yo quisiera estar en los secretos de usted,milord.

-Lo estará usted.

-Yo mataré a mi hombre.

-Y pronto. Venga esa mano.

-Ahí va.

-Ahora bajemos -dijo lord Gray en el apogeode su delirio.

-¿A dónde?

-Al mundo.

-El mundo se ha hecho pedazos, no existe-dije yo.

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-Lo compondremos. Una vez se me rompióen mil pedazos un vaso etrusco que compré enNápoles. Yo recogí los trozos uno a uno y lospegué perfectamente... ¡Oh, amada mía!¿Dónde estás que no te veo? Este perfume deflores, esta música me anuncian que no estáslejos. Sr. de Araceli, ¿no la oye usted?

-Sí, una música encantadora -respondí, y eraverdad que creí oírla.

-Ella viene envuelta en la nube que la ro-dea.¿No advierte usted la deslumbradora clari-dad que entra en la pieza?

-Sí, la veo.

-Mi amada viene, Sr. de Araceli; ya entra;aquí está.

Miré a la puerta y la vi; era ella misma, ro-deada de una luz dorada y pálida como lamanzanilla y el Jerez que habíamos bebido.

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Quise levantarme; pero mi cuerpo se hizo deplomo, mi cabeza pesó más que una montaña ycayó entre mis brazos sobre la mesa, perdiendode súbito toda noción de existencia.

-XVI-Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor

Poenco fue el accidente que me dio a conocerque había mundo. Lord Gray había desapareci-do. Reconocime y me encontré estúpido; perola vergüenza, motivada por el recuerdo de mienvilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué ver-güenza aquella, señores! Mucho tiempo tardéen perdonarme.

Pero echemos un velo, como dicen los histo-riadores, sobre el infausto suceso de mi em-briaguez, y sigamos el cuento.

Desde tal día, el servicio en la Cortadura yen Matagorda me entretuvo algún tiempo, y no

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me fueron posibles aquellas visitas, ya tristísi-mas, ya alegres, que hacía a Cádiz; pero al fin,como el asedio no era penoso, disfruté de algúnvagar, y un día púseme en camino de la calleAncha, con intento de resolver allí qué direc-ción tomar.

En tiempos normales era la calle Ancha el si-tio donde se reunía la caterva de mentirosos,desocupados, noveleros y toda la gente curiosa,alegre y holgazana. Allí iban también de paseoa la hora de medio día en invierno y por lastardes en verano las damas a la moda y los pe-timetres, abates y enamorados, ocurriendo conestos mil lances y escenas de que nos ha dejadoretrato muy vivo D. Juan del Castillo en sussainetes urbanos, no menos graciosos y verda-deros que los populares y consagrados a la ma-jeza.

Pero en 1811, y después que las Cortes setrasladaron a Cádiz, la calle Ancha, además deun paseo público, era, si se me permite el símil,

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el corazón de España. Allí se conocían, antesque en ninguna parte, los sucesos de la guerra,las batallas ganadas o perdidas, los proyectoslegislativos, los decretos del gobierno legítimoy las disposiciones del intruso, la política toda,desde la más grande a la más menuda, y lo quedespués se ha llamado chismes políticos, mare-jada política, mar de fondo y cabildeos. Conoc-íanse asimismo los cambios de empleados y elmovimiento de aquella administración que, consu enorme balumba de consejos, secretarías,contadurías, real sello, juntas superiores, super-intendencias, real giro, real estampilla, renova-ción de vales, medios, arbitrios, etc., se refugióen Cádiz después de la invasión de las Anda-lucías. Cádiz reventaba de oficinas y estabaatestada de legajos.

Además, la calle Ancha obtenía la primacíaen la edición y propaganda de los diferentesimpresos y manuscritos con que entonces seapacentaba la opinión pública; y lo mismo las

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rencillas de los literatos que las discordias delos políticos, lo mismo los epigramas que lasdiatribas, que los vejámenes, que las caricatu-ras, allí salieron por primera vez a la copiosaluz de la publicidad. En la calle Ancha se reci-taban, pasando de boca en boca, los malignosversos de Arriaza, y las biliosas diatribas deCapmany contra Quintana.

Allí aparecieron, arrebatados de una mano aotra mano, los primeros números de aquellosperiodiquitos tan inocentes, mariposillas naci-das al tibio calor de la libertad de la imprenta,en su crepúsculo matutino; aquellos periodiqui-tos que se llamaron El Revisor Político, El Telé-grafo Americano, El Conciso, La Gaceta de la Re-gencia, El Robespierre Español, El Amigo de lasLeyes, El Censor General, El Diario de la Tarde, LaAbeja Española, El Duende de los Cafés y El Procu-rador general de la Nación y del Rey; algunos, ab-solutistas y enemigos de las reformas; los más,liberales y defensores de las nuevas leyes.

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Allí se trabaron las primeras disputas de lascuales hicieron luego escandalosa síntesis losautores respectivamente de los dos célebreslibros Diccionario manual y Diccionario crítico-burlesco, ambos signo claro de la gran reyerta ycachetina que en el resto de siglo se había dearmar entre los dos fanatismos que ha tiempovienen luchando y lucharán por largo espaciotodavía.

En la calle Ancha, en suma, se congregabatodo el patriotismo con todo el fanatismo de lostiempos; allí, la inocencia de aquella edad; allí,su bullicioso deseo de novedades; allí, la volu-ble petulancia española con el heroico espíritu,la franqueza, el donaire, la fanfarronada, ytambién la virtud modesta y callada. Tenía lacalle Ancha mucho de lo que llamamos Salónde conferencias, de lo que hoy es Bolsa, Bolsín,Ateneo, Círculo, Tertulia, y era también unclub.

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Cualquiera que entonces entrase en ella porlas calles de la Verónica o Novena y la atrave-sase en dirección a la plaza de San Antonio,habríase creído transportado a la capital de unpueblo en pleno goce del más acabado bienes-tar y aun de la paz más completa, si no mostra-ra otra cosa la multitud de uniformes militares,tan varios como alegres, que abundantementese veían. Gastaban las damas gaditanas osten-toso lujo, no sólo por hacer alarde de tranquili-dad ante las amenazas de los franceses, sinoporque era Cádiz entonces ciudad de gran ri-queza, guardadora de los tesoros de ambasIndias. Casi todos los petimetres y la juventudflorida en masa, lo mismo de la aristocracia quedel alto comercio, se habían instalado en losdiferentes cuerpos de voluntarios que en Febre-ro de 1810 se formaron; y como en tales cuerposha dominado siempre, por lo común, la vani-dad de lucir uniformes y arreos de gran golpede vista, aquello fue una bendición de Dios

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para el lucimiento de sastres y costureras, y losmilicianos de Cádiz estaban que ni pintados.

Debo advertir que se portaron bien y converdadero espíritu militar en todo lo muy difí-cil y arriesgado que durante el sitio se les con-fió; pero su principal triunfo estaba en la calleAncha entre muchachas solteras, casadas yviuditas.

Llamábanse unos los guacamayos, por haberelegido el color grana para su uniforme, y estosformaban cuatro batallones de línea. Menosvistoso y deslumbrador era el vestido de losdos batallones de ligeros, a quienes llamaroncananeos, por usar cananas en vez de cartuche-ras. Otros, por haber aplicado profusamente asus personas el color verde, fueron designadoscon el nombre de lechuguinos, si bien hay quienatribuye este apodo a la circunstancia de perte-necer los tales lechuguinos a los barrios de Puer-ta de Tierra y extramuros, donde se crían le-chugas. Con los mozos de cuerda y trabajado-

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res formose un regimiento de artillería, y comoeligieran para decorarse el morado, el rojo y elverde, en episcopal combinación, fueron lla-mados los obispos, y no hubo quien les quitarael nombre durante todo el transcurso de la gue-rra. Otros, que militaron en la infantería, y eranmodestísimos en estatura y traje, fueron desig-nados con el mote de perejiles, y a las personasgraves que habían formado una milicia urbanay exornádose con un levitón negro y cuello en-carnado, se les tituló los pavos. Todos llevabannombre contrahecho, y hasta el cuerpo que seformó con los desertores polacos, no pudo lla-marse nunca de los polacos, sino de las polacras.

Todo este inmenso, variado y pintorescopersonal de guacamayos, cananeos, obispos,perejiles y pavos discurría por la calle Ancha yplaza de San Antonio, llamada entonces Golfode las damas, en las horas que dejaba libres elservicio, menos penoso y arriesgado allí que enZaragoza. Formaban los variados uniformes, a

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los cuales se añadían los nuestros y los de losingleses, la más animada y alegre mescolanzaque puede ofrecerse a la vista; y como las seño-ras no llevaban sus guardapiés y faldellinas deluto, sino por el contrario, de los más brillantesrasos blancos, amarillos o rosa, con mantillasquier blancas, quier negras, y cintas emblemáti-cas, y cucardas patrióticas a falta de flores,júzguese de cuán bonita sería aquella calle An-cha, la cual, como calle, y aun desierta y aban-donada por el alegre gentío, es, con sólo eladorno de sus lindas casas, de sus balconessiempre pintados y de sus mil vidrios, lo másbonito que existe en ciudades del Mediodía.

Desde que llegué hube de encontrar muchosamigos, y comenzó el preguntar y el responder,de esta manera:

-¿Qué dice hoy El Diario Mercantil?

-Llama ladrones a todos los amigos de las re-formas, y dice que llegará día en que el obispo

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de Orense ponga un grillete al pie a los pícarosque le encausaron por no querer jurar.

-Pues para ser enemigo de la libertad de laimprenta, El Diario Mercantil no se muerde lalengua.

-¡Pero qué bien le contesta hoy El Conciso! Ledice que los matacandelas de toda luz de la razón,no quisieran que alumbrase al mundo más luz que lade las hogueras inquisitoriales.

-Peor les trata El Robespierre Español, que di-ce: «El antiguo edificio romanesco-gótico-moruno delas preocupaciones caerá, y quedaranse a la luna deValencia tanto vampiro, cárabo y lechuzo como...

Lámparas mata y el aceite chupa».

-Pero veamos qué dice El Concisín.

Y sacaron un diminuto papel, húmedo aúncomo recién salido de la prensa, el cual era unaespecie de suplemento, hijuela y lugarteniente

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de El Conciso grande, y en su lenguaje figurabaun niño que venía a contarle a su papá lo queocurría por las Cortes.

-El Concisín dice: «Después del Sr. Argüelles,que habló con tanta elocuencia como de cos-tumbre, antojósele a Ostolaza dar al viento elrepiqueteo de su voz clueca y becerril, y entrelas risas de las tribunas y el alborozo del paraí-so, defendió a los uñilargos y pancirrellenosque viven del arca-boba de la Iglesia».

-Hombre, los trata con demasiada benevo-lencia.

-Ellos nos llaman a nosotros herejotes y cala-bazones.

-Si no se puede sufrir a esa canalla. Hay queponer una horca en el Golfo de las Damas paracolgar serviles, empezando por los de capilla yacabando por los de faldón.

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-Deje usted que nos sacudamos a Soult, y loscananeos dejaremos a España como una balsade aceite. ¿Y qué se sabe del lord?

-Va sobre Badajoz.

-Massena viene en retirada desde Portugal.

-Los franceses han abandonado a Campo-mayor.

-Pronto se unirá Castaños a Wellington.

-Señora doña Flora de Cisniega, tenga ustedfelices días.

-Felices, señores guacamayos. Lord Gray, fe-lices, y usted, Sr. de Araceli, téngalos muy bue-nos, aunque no sea sino por lo caro que se ven-de.

Al mismo tiempo que doña Flora, se pre-sentó ante mí lord Gray. Hablome la dama concierto sonsonete reprensivo que me hizo mucha

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gracia. Recibía al mismo tiempo plácemes yfinezas de todos los del corrillo, y cortesía va,cortesía viene, la rodeamos llevándola calleadelante como en procesión, con cola de corte-sanos.

-Señores -dijo doña Flora- la libertad de laimprenta es cosa que ha de darnos muchas ja-quecas. ¿No han visto ustedes cómo se atreveEl Revisor Político a ocuparse de mis tertulias, yde si van o no van a ellas filósofos y jacobinos?¿Pues acaso entra en mi casa persona que nosea digna del mayor respeto? No se han atrevi-do esos pícaros diaristas a nombrarme, peroharto se conoce a quién va dirigido el dardo.

-Señora -dijo un guacamayo- la libertad de laimprenta, según dijo Argüelles en las Cortes,allí donde tiene el veneno tiene también la tria-ca. Pues ellos andan con alusioncitas, devolvá-moselas, y no pequeñas como nueces, sino gor-das como calabazas, y no rellenas de plomo frío

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cual las bombas de Villantroys, sino de fuego ymetralla cual las nuestras.

-¿Qué quiere decir eso, amiguito?

-Que a nuestra disposición tenemos El Ro-bespierre Español, El Duende de los Cafés y al píca-ro Concisín que se encargarán de poner cual nodigan dueñas a los apaga-candelas.

-La alusión, señora doña Flora -dijo un obis-po- ha salido sin duda de la tertulia de PaquitaLarrea, la esposa del Sr. Böhl de Faber.

-¿Qué más que escribir una sátira de la taltertulia con mucha sal y pimienta, retratando atodos los que van a ella, y mandarla al Robespie-rre para que la estampe? -añadió un pavo.

-No quiero que se diga que la sátira se hafraguado en mi casa -dijo doña Flora-. En pazcon todo el mudo es mi mote, y si a mis tertu-lias van tantas personas honradas y discretas es

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por pasar el tiempo cultamente, y no para en-redos e intriguillas.

-Es preciso defender la libertad hasta en lastertulias -dijo un obispo, o un lechuguino, queesto no lo recuerdo bien.

-En las trincheras es mejor -repuso doña Flo-ra-. No quiero reñir con Paquita Larrea, que siella recibe a los Valientes, Ostolazas, Teneyros,a los Morros y Borrulles, yo tengo el gusto deque vayan a mi casa los Argüelles, Torenos yQuintanas, y no porque los haya escogido en elhaz de los que llaman liberales, sino porquecasualmente concordaron en ideas.

-No nos prive usted del placer de hacer unaletrilla al menos en honor de los tertulios de laLarrea -dijo un perejil.

-No, señor perejil -repuso ella- reprima us-ted sus bríos liberales, que ya voy viendo que ladichosa libertad de la imprenta es un azote de

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Dios, y un castigo de nuestros pecados, comodice el Sr. D. Pedro del Congosto.

Debo indicar, que doña Francisca Larrea, es-posa del entendido y digno alemán Böhl deFaber, era mujer de mucho entendimiento, es-critora, lo mismo que su marido a quien eranmuy familiares los primores de la lengua caste-llana. De este matrimonio, nació Eliseo Böhl, aquien debemos las mejores y más bellas pintu-ras de las costumbres de Andalucía, novelistasin igual y de fama tan grande como merecidadentro y fuera de España.

Luego que la nube de guacamayos, cananeosy demás tropa voluntaria descargó el nubladode sus adulaciones y cortesías, doña Flora,aprovechando un claro de la conversación, medijo:

-¡Muy bien, Sr. D. Gabriel! Días y más díassin pasar por casa. Después de aquella tremen-da y borrascosa escena con D. Pedro, pocas

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veces has ido por allá. Y no quedó poco com-prometido mi honor...

-Señora, francamente, temo que el señor D.Pedro me ensarte con su gran espadón, porquede que está celoso como un turco no me quedaduda alguna. Su señoría el gran cruzado, va atomar una venganza terrible por el grandísimoagravio que le he hecho.

Conté a lord Gray en breves palabras lo ocu-rrido.

-No temas nada -dijo doña Flora-. Ahora teagradeceré que vayas a casa a llevar a la señoracondesa un recadito que me importa mucho.

-Con mil amores. ¿Pero está allí D. Pedro?

-¡Qué ha de estar!

-Respiro.

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-Pues bien. Vas a casa al momento, y dices aAmaranta, que si quiere ver a Inés y aunhablarla, vaya a las Cortes. Ella tiene cédulapara la tribuna.

-¿Qué dice usted? -exclamé con asombro-.¿Que Inés está en las Cortes?

-Sí, se han plantado en San Felipe las tres ni-ñas beatas. ¿Qué te parece? Hace un rato volvíayo de la secretaría de Consolidación y Conta-duría general, en la plazuela de San Agustín, yme las encontré con D. Paco. Díjome el buenpreceptor, que las pobrecitas hacía dos semanasque estaban suplicando a la señora doña Maríaque las dejase salir a dar un paseíllo por la mu-ralla; y por último parece que los muchos rue-gos y continuas lamentaciones ablandaron laroca de las terquedades de la condesa, quepermitió a sus tres cautivas esparcirse un pocoen el día de hoy, durante hora y media. Bajo latutela de D. Paco, en quien tiene confianza sinlímites la señora, dejolas esta salir, después de

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vestirlas a lo monjil en tales modos, que parecevan pidiendo para la Archicofradía de los Clavos ySagradas Espinas de Hermanas Siervitas con votode pobreza.

»Dioles orden expresa de pasearse desde laAduana hasta el baluarte de la Candelaria,yendo y viniendo tres veces, sin que por causaalguna infringiesen esta premática paseantil, nitraspasasen la línea indicada, ni menos se in-ternasen en las calles de Cádiz, por donde des-pués que están aquí las Cortes, discurren, comodice el Sr. Teneyro, todos los pecados y viciosen endemoniada procesión... Pero, ¿qué hacenmis niñas? Verás. En cuanto llegaron a la calledel Baluarte amotináronse, empeñándose enque D. Paco las había de llevar a las Cortes,porque tenían gran curiosidad, sed devoradorade ver tan bonito espectáculo; gruñó el pobrepreceptor, chillaron ellas, se aferró él al pro-grama que le trazara su ama, rebeláronse laschicas, negándose a ir a la muralla, y luego le

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acribillaron a pellizcos y alfilerazos. Presenta-ción propuso a las otras dos arrojar a D. Paco almar, y después le quitaron el sombrero paraguardarlo en rehenes y privarle de tan útilprenda, si no las llevaba al Congreso Nacional.

»Una de ellas tenía una papeleta de tribuna,que sin duda algún galán travieso le dio con elfin que puede suponerse. Antes los galanes,cuando no podían comunicarse con sus ama-das, las citaban en las iglesias, donde la religio-sa oscuridad protegía el trasiego de las cartitas,el apretón de manos u otro desahogo de peorespecie, mientras los padres embobados con-templaban las llamaradas del cuadro de Áni-mas del Purgatorio. Hoy cuando no puedehaber reja ni correo, los amantes se suelen citaren la tribuna de las Cortes. Es esta una inven-ción donosísima, ¿no es verdad, lord Gray? Sinduda está muy en boga en los parlamentos deInglaterra, y ahora nos la introducen en Españapara mejoramiento de las costumbres.

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Lord Gray, que había puesto atención a loque doña Flora nos contaba, repuso con mali-cia:

-Señora mía, deme usted licencia para reti-rarme, porque tengo una ocupación, un que-hacer imprescindible no lejos de aquí.

-Sí, vaya usted, vaya usted. Ahora deben es-tar en la discusión de los señoríos jurisdicciona-les. Mucho ruido, mucho barullo en las tribu-nas. Usted entrará en la de los diplomáticos,que está mano a mano con la de señoras. Corrausted, adiós.

Dejome lord Gray en las garras de doña Flo-ra, la cual continuó así:

-El pobre D. Paco se defendió hasta que nopudo más. ¡Pobre señor! No tuvo más remedioque bajar la cabeza ante el número y llevarlas alas Cortes. Cuando le encontré y me contó ellance, iba el pobre tan cari-entristecido, cual si

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lo llevaran a ajusticiar, y me dijo: «Ay de mí, sidoña María llega a saber esto... ¡Malditas seanlas Cortes y el perro que las inventó!».

-¿Estarán todavía allá?

-Sí; corre a avisárselo a la condesa. La pobre-cita hace tiempo que está arando la tierra porver a Inés dentro o fuera de su cárcel, y nopuede conseguirlo, pues a ella no la admitenallá, y se pasan meses y meses sin que se lespermita dar un paseo con el ayo. Conque ve adecírselo y tú mismo la acompañarás a San Fe-lipe. No tardes, hijo, y en seguida a casa dere-chito que tengo que hablarte. ¿Comerás hoycon nosotros?

Me despedí con gran precipitación de doñaFlora, dejándola en poder de los guacamayos, yme alejé de allí; pero en vez de correr hacia lacalle de la Verónica, mi curiosidad, mi pasión yun afán invencible me impulsaron hacia la pla-za de San Felipe, olvidando a Amaranta y a

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doña Flora, fija el alma y la vida toda en las tresmuchachas, en D. Paco, en lord Gray, en lasCortes, en los diputados y en la discusión sobreseñoríos jurisdiccionales.

-XVII-Llegué, y en la pequeña plazoleta que hay a

la entrada de la iglesia, entonces convertida enCongreso, había, como de costumbre, grangentío. Extendí con avidez la vista por la multi-tud de caras que allí se confundían, y no vi nin-guna de las que buscaba. Pensando que es-tarían todos arriba, traspasé la puertecilla queconducía a la escalera de las tribunas, pero en elvestíbulo, o más bien pasadizo, la gente quebajaba, tropezando con la que quería subir,formaba remolinos y marejada. Pugnaba yo porentrar cuando vi cerca de mí a Presentación,que estrujada por espaldas y hombros muyrobustos, mostraba gran aflicción y pesadum-

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bre de haberse metido en tal fregado. Las otrasdos y D. Paco no estaban allí.

Al punto acudí a sacarla de apreturas, y alreconocerme se alegró mucho y me dio las gra-cias.

-¿Dónde están las otras dos y D. Paco? -lepregunté.

-¡Ay!, no sé... -exclamó con zozobra-. Entre elgentío, Inés y Asunción se separaron de mí.Después las vimos con lord Gray en el fondo deeste pasadizo. D. Paco fue tras ellas y a ningunoveo.

-Pues avancemos -dije resguardándola conmis brazos-. Ya parecerán.

Despejose algo el local con la salida de unafuerte masa de gente, cansada ya de oír discur-sos, y entonces vi venir a D. Paco, como quebajaba de la escalera de las tribunas reservadas.

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-No están -decía el pobre viejo con la mayoransiedad-. Asuncioncita e Inesita han desapare-cido. Deben de haber salido otra vez a la calle.Lord Gray se juntó a ellas. ¡Dios mío! ¿Quénueva tribulación es esta? Señor de Araceli, ¿lasha visto usted?

-Subamos, que arriba han de estar.

-Que no están. ¡En buena nos han metido!...El santo Ángel de la Guarda me acompañe.Estas niñas me harán condenar, señor de Arace-li... ¿Se habrán metido abajo en el salón de se-siones?

-Yo no he traído papeleta para las tribunasreservadas; pero subamos a la pública y desdeallí veremos si están.

-Yo me muero de pena -exclamó el buenprofesor con lastimosos aspavientos-. ¿Dóndeestarán esas dos niñas? El gentío las separó de

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nosotros por casualidad... ¿qué digo casuali-dad? El demonio ha andado aquí.

-Yo subiré con esta madamita a la tribunapública, y veremos si están o no están aquí.

-Yo saldré a la calle... Yo buscaré por todo eledificio; yo volveré patas arriba Cortes y procu-radores, y han de parecer, aunque se hayanmetido dentro de la campanilla del presidente oen la urna donde se vota. ¡Qué aprieto, quécompromiso, qué situación!

Y el pobre viejo se echó a llorar como unchiquillo.

-Subamos, Sr. de Araceli -dijo resueltamentePresentación- que tengo mucho deseo de vereso.

La muchacha, en su anhelo de ver las Cortes,no se cuidaba de la pérdida de sus compañeras.

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-Suban ustedes a la tribuna pública -dijo D.Paco- y aguárdenme allí, que voy a preguntar alos porteros.

Presentación se aferró a mi brazo, y lejos dehacer peso en él, parecía que me impulsaba yaligeraba, según era su impaciencia y afán desubir pronto. Cuando llegamos arriba y entra-mos, no sin trabajo, en la tribuna, la pobre mu-chacha mostraba en sus asombrados ojos y enel encendido color de sus mejillas, la viva emo-ción que espectáculo tan nuevo para ella leprodujera. Al abarcar con la vista la iglesia-salón, observé la tribuna de señoras, la de di-plomáticos, y no vi a las dos muchachas ni alord Gray. Asombrado de esto, pensé retirarmepara buscar fuera; pero Presentación, arrobaday suspensa con la gravedad del Congreso y elhablar de los diputados, me dijo deteniéndome:

-D. Paco las buscará. Yo he venido aquí paraver esto, Sr. de Araceli. Acompáñeme usted un

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momento. Mi hermana e Inés pueden parecercuando quieran. ¿Quién les mandó separarse?

-¿Pero no vio usted hacia qué parte fueroncon lord Gray?

-No sé -repuso sin poder apartar su atenciónde lo que estaba viendo-. ¿Sabe usted, Sr. deAraceli, que esto es muy bonito? Me gusta tan-to como los toros.

Traté de acomodarla en un asiento, y paraesto me fue forzoso molestar a algunas perso-nas de las que se habían instalado allí desde elprincipio de la sesión y asistían con devotísimorecogimiento a los debates. Gruñeron unos,murmuraron otros; pero al fin Presentaciónobtuvo un puesto y yo otro a su lado; pero miinquietud y ansiedad eran tales, que me levan-taba con frecuencia para alargar el cuerpo fuerade las barandillas con objeto de examinar todoel ámbito del salón y las pobladas tribunas.Fáltame decir que el gentío que nos acompaña-

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ba en la pública, era compuesto, en parte, degente de baja esfera; y en parte, de personasgraves del comercio menudo, de tenderos, pe-riodistas y también muchos vagos de la calleAncha y algunas mozas de diferente estofa.

La iglesia, convertida en salón, no era gran-de. Ocupaban los diputados el pavimento, lapresidencia el presbiterio y los altares estabancubiertos con cortinones de damasco, que losescondían, lo mismo que a las imágenes, de lavista del público, como objetos que no habíande tener aplicación por el momento. El arqui-tecto Prast, reformador del edificio, discurriótambién sin duda que a los santos no les haríamucha gracia aquello. Algunos han creído quelos diputados subían al púlpito para hablar;pero no es cierto. Los diputados hablaban, co-mo hoy, desde sus asientos; y los púlpitos noservían para nada más que para apolillarse.Tenía la iglesia sus tribunas laterales, que fue-ron destinadas a los diplomáticos, a las señoras

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y al público distinguido; y en los pies del edifi-cio abriéronse dos nuevas con barandal de ma-dera, que se dedicaron al pueblo en general, yque éste invadió desde las primeras sesiones,alborotando más de lo que parecía convenienteal decoro de su recién lograda soberanía.

Presentación no tenía ojos más que para ob-servar la presidencia, los diputados, y muyprincipalmente al que hablaba; las tribunas, losujieres, el dosel, el retrato del rey; ni tenía almamás que para atender a aquellos indefiniblesbullicios, propios de todo cuerpo deliberante, yque son como el aliento de la pasión que allípor tan diferentes órganos habla, del noble en-tusiasmo, del vil egoísmo; el sordo mugir de lasmil ideas, siempre desacordes, que hierven de-ntro de ese cerebro calenturiento que se llamasalón de sesiones. Yo observé la estupefacciónde la muchacha, y le dije:

-¿Le gusta a usted este espectáculo?

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-Muchísimo. Nos habían dicho que era muyfeo, pero es bonito. ¿Quién es aquel señor queestá en medio del redondel?

-Es el presidente. Es el que dirige esto.

-Ya, ya... Y cuando quiera mandar una cosa,sacará el pañuelo y lo agitará en el aire.

-No, señora doña Presentacioncita. Así pasaen los toros; pero aquí el presidente se vale deuna campanilla.

-Y el diputado que va a hablar, ¿por dóndesale? ¿Por detrás de aquella cortina o por esapuertecilla?

-El diputado no sale por ninguna parte, queaquí no hay toril ni telones. El diputado está ensu asiento, y cuando quiere hablar se levanta.Vea usted: todos esos que ahí están son diputa-dos.

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La muchacha, a cada nueva conquista hechapor su inteligencia en el conocimiento de lascosas parlamentarias, más sorpresa mostraba, yno distraía su atención del Congreso sino parahacerme preguntas tan originales a veces, y aveces tan inocentes, que me era muy difícil con-testarle. Carecía en absoluto de toda idea exactarespecto de lo que estaba presenciando; y aquelespectáculo la conmovía hondamente, sin quelas ideas políticas tuviesen ni aun parte mínimaen tal emoción, hija sólo de la fuerte impresio-nabilidad de una criatura educada en estrechosencierros y con ligaduras y cadenas, mas conpoderosas alas para volar, si alguna vez rompíasu esclavitud.

Era tierna, sensible, voluble, traviesa, y porefecto de la educación, disimuladora y come-dianta como pocas; pero en ocasiones tan inge-nua, que no había pliegue de su corazón queocultase, ni escondrijo de su alma que no des-cubriese. Por esto, que era sin duda efecto de

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un anhelo irresistible de libertad, aparecía aveces descomedida y desenvuelta con exceso.

Poseía en alto grado el don de la fantasía; lafalta de instrucción profana unida a aquellacualidad, la hacía incurrir en desatinos encan-tadores. No sólo en aquella ocasión, sino enotras varias, observé que al separarse de doñaMaría y al sentirse libre del peso de aquellagran losa de la autoridad materna, desbordá-banse en ella con desenfrenada impetuosidad,fantasía, sentimiento, ideas y deseos. Presen-ciando la sesión, no cabía en sí misma; tan in-quieta estaba, y tan sublevados sus nervios ytan impresionados sus sentidos.

-Señor de Araceli -me dijo después que porun instante meditó- ¿y esto para qué es?

-¿El Congreso?

-Sí, eso es; quiero decir que para qué sirve elCongreso.

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-Sirve para gobernar a los pueblos, junta-mente con el rey.

-Comprendido, comprendido -repuso viva-mente agitando su abaniquillo-. Quiere decirque todos estos caballeros vienen aquí a predi-car, y así como los curas de las iglesias predicandiciendo que seamos buenos, los procuradoresde la nación predican otras cosas; viene la gen-te, los oye y nada más. Sólo que, según dicenlos que van de noche a casa, los diputados pre-dican que seamos malos, y esto es lo que noentiendo.

-Esos discursos -le contesté risueño- no sonsermones, son debates.

-Efectivamente; me ha parecido que no sonsermones, sino que uno dice una cosa, otro otra,y parece como que disputan.

-Justamente. Disputan; cada uno dice lo quecree más conveniente, y después...

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-El disputar me gusta mucho. ¿Sabe ustedque me estaría aquí las horas muertas oyendoesto? Pero me agradaría que hablaran fuerte yse insultaran, tirándose los bancos a la cabeza.

-Alguna vez...

-Pues yo quiero venir ese día. ¿Se anunciarápor carteles en las esquinas?

-Nada de eso. La política no es una funciónde teatro.

-¿Y qué es la política?

-Esto.

-Ahora me parece que lo entiendo menos.Pero ¿quién es ese hombre alto, moreno y deaspecto temeroso, que está hablando ahora? Leaseguro a usted que ese modo de charlar megusta.

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-Es el Sr. García Herreros, diputado por So-ria.

La atención del Congreso estaba fija en elorador, uno de los más severos y elocuentes deaquella primera fecunda hornada. Profundosilencio reinaba en el salón lo mismo que en lastribunas. Callamos Presentación y yo, y aten-dimos también, ambos absortos y suspensos,porque la palabra de García Herreros, enérgicay sonora, era de las que imperiosamente sehacen oír y acallan todos los rumores de unaAsamblea.

Combatiendo las servidumbres, exclamaba: -«¿Qué diría de su representante aquel pueblonumantino, que por no sufrir la servidumbrequiso ser pábulo de la hoguera? Los padres ytiernas madres que arrojaban a ellas a sus hijos,me juzgarían digno del honor de representar-les, si no lo sacrificase todo al ídolo de la liber-tad? Aún conservo en mi pecho el calor deaquellas llamas, y él me inflama para asegurar

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que el pueblo numantino no reconocerá ya másseñorío que el de la nación. Quiere ser libre ysabe el camino de serlo».

-XVIII- Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, pa-

tadas y gritos de arriba, ahogaron las últimaspalabras del orador. Presentación me miró, ysus mejillas estaban inundadas de lágrimas.

-¡Oh, Sr. de Araceli! -me dijo-. Ese hombreme ha hecho llorar. ¡Qué hermoso es lo que hadicho!

-Señora doña Presentacioncita, ¿no reparausted que ni su hermana, ni Inés, ni lord Grayparecen por ningún lado?

-Ya parecerán. D. Paco ha ido a buscarlas ydará con ellas... Ahora está hablando otro, y

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dice que aquel no tiene razón. ¿Cómo enten-demos esto?

Otro orador usó de la palabra, pero por pocotiempo.

-Parece que ahora tratan de otro asunto -dijola muchacha, observando siempre-. Y allí se halevantado uno que saca un papel y lo lee.

-Se me figura que ese es D. Joaquín LorenzoVillanueva, el diputado por Valencia.

-Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

-Es sin duda un periódico de los que ponencomo chupa de dómine a las Cortes. Aquí acos-tumbran leer las picardías que los papelespúblicos dicen de los diputados, y las contesta-ciones que estos se sirven dirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque ElConciso se reía de sus proyectos de ley, lo de-nunciaba al Congreso Nacional, y luego nos

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regalaba la contestación. Era esta una de lasanomalías y rarezas de aquella nuestra primeraAsamblea, bastante inocente para detenerse endisputar con los periódicos, dictando luegoseveras penas que contradecían la libertad de laimprenta.

-Parece que va a haber tumulto -me dijo Pre-sentación-. ¡Cielos divinos! Se levanta a hablarotro predicador... Pero si es Ostolaza... ¿no le veusted?, el mismo Ostolaza. ¿No ve usted sucara redonda y encarnada?... Si su voz pareceuna matraca... y ¡qué gestos, qué miradas!...

Ostolaza empezó a hablar, y con su discursolas risas y burlas, arriba y abajo, sin que el pre-sidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerseoír con claridad. Volviose a las tribunas y con elgesto desenfadado las despreció, y crecierontumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón,donde varios individuos de sombrero gacho ymarsellés no podían convencerse de que esta-ban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

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-Dice que nos desprecia -exclamó Presenta-ción en voz muy baja-. Se ha puesto rojo comoun tomate. Amenaza a las tribunas porque nosreímos de su facha. Sí, Sr. Ostolaza, nos reímosde usted... Miren el mamarracho, espantajo.¿Por qué no le retiran las licencias? Si es unpredicador de aldea... Insulta a los demás. ¿Us-ted qué sabe, so bruto? ¿Porque en casa le oí-mos con la boca abierta cuando nos sermonea,cree que le van a tolerar aquí?...

Un individuo de las tribunas gritó:

-¡Afuera el apaga candelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporcionestales que los porteros nos amenazaron conecharnos a todos a la calle.

-Sr. de Araceli -me dijo Presentación, encen-dida y agitada por el entusiasmo- tendría ungrandísimo placer... ¿en qué creerá usted? Meregocijaría muchísimo... ¿de qué pensará usted?

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De que ahora se levantara de su asiento el señorpresidente y le diera dos palos a Ostolaza.

-Aquí no es costumbre que el presidenteapalee a los diputados.

-¿No? -exclamó con extrañeza-. Pues debierahacerlo. Me estaría riendo hasta mañana: dospalos, sí señor, o mejor cuatro. Los merece.Aborrezco a ese hombre con todo mi corazón.Él es quien aconseja a mamá que no nos dejesalir, ni hablar, ni reír, ni pestañear. Asuncióndice que es un zopenco. ¿No cree usted lo mis-mo?

-¡Que le den morcilla! -gritó una voz becerrilen el fondo de la galería.

-Comparito -dijo otra voz dirigiéndose alorador- ¿todo ese enfao es verdá o conversa-sión?

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-Señores -exclamó volviéndose a todos la-dos, un diarista almibarado, peli-crecido yamarillento- estos escándalos no son propios deun pueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gri-tar.

-Camaraíta -preguntole con sorna un viejochusco que allí cerca había- eso que osté hadicho ¿es jabla o rebuzno?

-Sóplenme ese ojo -gritó otro.

-Señores, que el presidente nos va a echar ala calle y perderemos lo mejor de la sesión.

-Señora doña Presentacioncita -dije yo a lamuchacha- bueno será que nos marchemos. Latribuna se alborota y no es prudente seguiraquí. Además los extraviados no parecen y de-bemos buscarlos fuera.

-Esperemos aún... En suma, Sr. D. Gabriel -me dijo con encantadora inocencia- ¿todos esos

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hombres para qué están aquí, para qué hablan,para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me en-tendió.

-Ostolaza sigue hablando. Sus brazos pare-cen aspas de molino... Todos se ríen de él. Veoque las Cortes, como los teatros, tienen su gra-cioso.

-Así es en efecto.

-Y el gracioso es Ostolaza... Pues me pareceque junto a él está el Sr. Teneyro... ¡Qué par! Siquerrá también hablar... Dígame usted otracosa, ¿quién es ese señor Preopinante de quientodos hablan tan mal?

-El Preopinante es el que ha hablado antes.

-Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿SuMajestad vendrá también a predicar aquí?

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-No lo creo.

-¿Y en qué consiste eso que dicen de que conCortes hay libertad?

-Es una cosa difícil de explicar en pocas pa-labras.

-Pues yo lo entiendo de este modo... Pongopor caso... las Cortes dirán: ordeno y mando,que todos los españoles salgan a paseo por lastardes, y vayan una vez al mes al teatro, y seasomen al balcón después de haber hecho susobligaciones... Prohíbo que las familias recenmás de un rosario completo al día... Prohíboque se case a nadie contra su voluntad y que sedescase a quien quiere hacerlo... Todo el mun-do puede estar alegre siempre que no ofenda aldecoro...

-Las Cortes harán eso y mucho más.

-¡Oh, Sr. Araceli, yo estoy muy alegre!

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-¿Por qué?

-No sé por qué. Siento deseos de reír a carca-jadas. Siempre que salgo de casa, y voy a algu-na parte donde puedo estar con alguna liber-tad, me parece que el alma quiere salírseme delcuerpo y volar bailando y saltando por el mun-do; me embriaga la atmósfera y la luz me embe-lesa. Todo cuanto veo me parece hermoso,cuanto oigo elocuente (menos lo de Ostolaza),todos los hombres justos y buenos, todas lasmujeres guapas, y me parece que las casas, lacalle, el cielo, las Cortes con su presidente y supreopinante me saludan sonriendo. ¡Oh, québien estoy aquí! Inés y Asunción no parecen, D.Paco tampoco. Cuanto más tarde vengan mejor.Otra cosa..., ¿por qué no ha seguido usted yen-do a casa por las noches? Nosotras nos hemosreído de usted.

-¿De mí? -pregunté con turbación.

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-Sí, porque se la echaba usted de devoto pa-ra agradar a mamá. ¡Qué bien hacía usted supapel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infelizniña decía claramente que engañaba a sumamá.

-Vaya usted a casa. A nosotras no nos deja-ban hablar con usted, pero nos entretuvimosmirándole.

-¡Mirándome!

-Sí, sí; a todo el que va a casa le examinamosy le medimos las facciones línea por línea. Des-pués, cuando nos quedamos solas, decimoscómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes,las orejas, y disputamos sobre cuál de las tres seacuerda mejor.

-Bonita ocupación.

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-Las tres estamos siempre juntas. La señoramarquesa de Leiva está muy enferma, y comomamá dice que quiere tener a Inés bajo su vigi-lancia, ha mandado que viva en casa. Las tresdormimos en una misma alcoba y charlamosbajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo queme ha dicho Inés? Que usted está enamorado.

-¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

-Sí, nos lo dijo, y aunque no me lo dijera...Eso se conoce.

-¿Lo conoce usted?

-Al instante. En cuanto veo a una persona.

-¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee ustednovelas?

-Jamás. No las leo; pero las invento.

-Eso es peor.

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-Todas las noches saco de mi cabeza una dis-tinta.

-Las novelas inventadas son peores que lasleídas, señora doña Presentacioncita.

-Vuelva usted a casa por las noches.

-Volveré. Lord Gray las entretiene a ustedesbastante.

-Lord Gray no va tampoco -dijo con pena.

-¿Y si supiera doña María que usted ha ve-nido aquí?

-Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. In-ventaremos algo muy gordo. Diremos que ve-nimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncu-la nos entretuvo contándonos vidas de santos.Otras veces le hemos dicho esto, y luego frayPedro Advíncula no nos ha desmentido. Es unsanto varón y yo le quiero mucho. Tiene lasmanos blancas y finas, los ojos dulces, la voz

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suave, el habla graciosa; sabe tocar el ole en unorganito muy mono, y cuando no está mamádelante, habla de cosas mundanas con tantagracia como decencia.

-¿Y fray Pedro Advíncula, va a casa de us-ted?

-Sí... es amigo de lord Gray. Es el que hace lapreparación espiritual de Inés para el matrimo-nio, y de Asunción para el monjío... Se me figu-ra (y esto es reservado) que él llevó la papeletade la tribuna.

-Y a usted ¿no la prepara para algo?

-A mí -contestó la muchacha con profundodesconsuelo- a mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contem-plando la seductora ignorancia, la infantil mali-cia, la franqueza sin freno de aquella alma, aquien la falta de toda educación mundana pre-

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sentaba en la desnudez de su inocencia. Comoera linda de rostro, y había tal viveza en suhablar espontáneo y armonioso, me encantabaverla y oírla, y como vulgarmente se dice conrespecto a los niños, me la hubiera comido. Nohallo otra frase mejor para expresar la admira-ción que aquel raudal de gracia y travesura, desentimiento y de dulce ingenuidad me produc-ía. Nombré antes a los niños, y aquí repito,aunque Presentacioncita había dejado de serlo,a mí me hacía el efecto de uno de esos chiqui-llos sentenciosos, que con sus verdades comopuños nos causan asombro y risa. Verdad esque la de Rumblar, aun haciéndome reír, mecausaba al mismo tiempo tristeza.

-XIX-De pronto miré a la tribuna de señoras, que

estaba al lado de la Epístola, en lo que podemos

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llamar el proscenio de la iglesia, y creí distin-guir a las dos muchachas.

-¡Allí están, allí están!... -dije a mi acompa-ñante.

-Sí, y en la tribuna inmediata, que es la delos diplomáticos, está lord Gray. ¿No le ve us-ted?... Está con la cabeza entre las manos, pen-sativo y meditabundo.

-No habla con ellas, ni puede hablar, porqueuna tabla les separa. Acaban de entrar en estemomento.

Llegó a la sazón D. Paco, rojo como un pi-miento, y abriéndose paso por entre la apiñadamuchedumbre de galerios (así llamaban a losdevotos de aquella religión, y así les nombrarondespués en son de remoquete en el tiempo delas persecuciones), acercósenos y nos dijo:

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-¡Gracias a Dios que han parecido!... LordGray las llevó engañadas al campanario de laiglesia... después adentro... después a la calle...¿Hase visto infamia semejante?... ¡Estoy bra-mando de furor!... ¿Qué habrán hecho, señor deAraceli, qué habrán hecho?... La señora doñaInesita estaba más pálida que una muerta, y laseñora doña Asuncioncita más roja que unaamapola... Vámonos, niña, vámonos de aquí.

-Sí, vámonos -repetí yo.

-Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto megusta mucho. Ya han acabado de leer periódi-cos y papeles y vuelven los discursos... ¿Quiénhabla?

-Es el Sr. de Argüelles. ¡Buen pájaro está!¡Pues bonitas cosas está oyendo la niña! -dijo D.Paco en voz más alta que la que a la respetabi-lidad del sitio correspondía-. Tratar de abolirlas jurisdicciones, los señoríos, los fueros, eltormento y el derecho de poner la horca a la

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entrada del pueblo, y de nombrar jueces; quie-ren quitar las prestaciones y demás sabiasprácticas en que consiste la grandeza de estosreinos.

-Pues que lo supriman todo -dijo Presenta-ción con enfado-. De aquí no me muevo hastaque lo supriman todo.

-La niña no sabe lo que habla -exclamó D.Paco, suscitando los murmullos de los circuns-tantes con lo destemplado de su voz-. Ahora laseñora doña María no podrá nombrar el alcaldede Peña-Horadada, ni cobrará tanto de fanegaen el molino de Herrumblar, ni las doce galli-nas de Baeza, ni podrá prohibir la pesca en elarroyo, ni los asnos de casa podrán meterse enlas heredades del vecino a comerse lo que se lesantoje.

-Señó abate -gritó una voz, mientras unamano pesaba con formidable empuje sobre loshombros del preceptor-; siéntese y calle.

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-Caballero -dijo otro- ¿se podría saber quiénes usted?

-Soy D. Francisco Xavier de Jindama -repusocon timidez y urbanidad el viejo.

-Lo digo porque en cuanto le vi a usted y leoí, diome olor a lechucería.

-Quiere decir que es usted de la hermandadde los bobos -añadió una moza que frontera aD. Paco estaba-. Con su voz de matraca no nosdeja oír los escursos.

-Haya paz, señores -exclamó un tercero- y si-lencio. Aquí no se viene a lamentarse de que losasnos no puedan entrar en la heredad ajena.

-El asno será él.

-¡Orden y conveniencia! -gritó el portero-. Sino, en nombre de Su Majestad les echo a todosa la calle.

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-Aquí no hay ninguna Majestad -dijo D. Pa-co.

-La Majestad son las Cortes, señor esparaván-afirmó con enfado un galerio.

-Es de los que vienen a aplaudir cuando re-buzna Ostolaza -dijo otro señalando a don Pa-co.

Viendo que la cuestión se agriaba, empeñe-me en romper por medio del gentío, y estocausó nueva confusión y reconvenciones. Almismo tiempo entre los diputados sonó rumorde disgusto por lo que pasaba en la tribuna,habló el presidente imponiendo silencio a losgalerios, y acallados estos un tanto, el diputadoTeneyro tomó la palabra. Como si la primerapronunciada por el buen cura de Algeciras fue-ra señal convenida, desatose una tempestad derisas y demostraciones, y cuanto más el oradoralzaba la voz, más la ahogaban entre su mur-mullo los de arriba.

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Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas yapodos que salieron como avalancha de la tri-buna pública, fuera imposible. Jamás actor abo-rrecido o antipático recibió tan atroz silba encorrales de Madrid. Lo extraño es que siemprepasaba lo mismo. Ya se sabía: hablar Teneyro yalborotarse el pueblo soberano, eran una mis-ma cosa. ¡Y qué ceceo el suyo, qué ademanestan graciosos, qué ira olímpica para apostrofara las tribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzarde brazos, qué arrugada cara, qué singular do-naire para decir disparates, ya abogando por laInquisición, ya por una soberanía popular a lamoda, representada por una especie de conciliode párrocos y guerrilleros! Vamos, francamen-te, era cosa de morir de risa.

El presidente sabía que sesión en la cual Te-neyro hablase, era sesión perdida, por no serposible contener a las tribunas; trabábanse dis-putas inevitables entre ciertos procuradores y el

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público, y el escándalo obligaba a despejar losaltos de la iglesia.

Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerónde Algeciras, volviéndose hacia arriba conademanes descompuestos y lengua balbuciente,gritó:

-Ya sabemos que esa es gente pagada.

Al oír esto, los denuestos, los improperiosque lanzó el pueblo llenaron el ámbito de laiglesia en términos que aquello parecía unajaula de locos. Agitábanse los diputados,echándose unos a otros la culpa del alboroto;nos apostrofaban también desde abajo llamán-donos canalla soez, y los porteros dieron prin-cipio a la expulsión. Aquí de los apuros. Pre-sentación y yo queríamos salir sin poder lograr-lo, por tener delante una muralla de carnehumana que resistía la orden del presidente.Algunos se echaron fuera; mas no por eso seacalló el tumulto, y lo peor fue que aparecieron

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de súbito dos o tres personas que tomaron elpartido del orador silbado contra el silbantepueblo.

-¡Que ustedes son unos servilones, matacandelas!

-¡Que ustedes son unos afrancesados!

-Que ustedes son... -imagínese el lector lopeor que haya oído en plazas, presenciado entabernas y aprendido en garitos.

Y no paró aquí el desastre, sino que don Pa-co, viendo que alguien tomaba a pechos la de-fensa del pobre Teneyro, arriesgose, como lealamigo y contertulio, a ponerse de su parte.

-Envidia, no es más que envidia y rabia porlas verdades como puños que dice -exclamó.

En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer suenjuta figura entre una masa uniforme de bra-zos y manos. Presentación gritó con angustia:

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-¡Que matan al pobre D. Paco!

Salió el infeliz, o lo sacaron, es decir, allá sefue todo junto, víctima y verdugos, por la puer-ta afuera. Con esto se despejó un tanto la tribu-na y pudimos salir de los últimos tras la oleadade gente que mal de su grado abandonaba lasesión. Quisimos auxiliar al maestro, pero nonos era posible por hallarse distante; y aunqueel infeliz no recibió golpe de arma alguna, lasherramientas de puños y codos le hacían mu-cho daño. Al fin, acosado por todos, huyó, co-rriendo velozmente por la escalera abajo, dan-do no pocos tumbos y costaladas.

Nuestra gran contrariedad consistía en quenos separaba de él una masa enorme de genteque nunca acababa de salir; así es que, cuandollegamos abajo, en vano mirábamos a todoslados. D. Paco no estaba. Hacíamos preguntas atodos, pero nadie nos daba razón satisfactoria.Quién decía; «le han llevado adentro»; quién«le han llevado afuera».

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-¡Qué situación, qué compromiso! -decía lamuchacha-. ¿Pero dónde está el pobre don Pa-co? Ahora tendré que ir a casa sola o con usted.

En la calle había también apiñado gentío, en-tre el cual vi a uno de esos individuos que seaparecen como llovidos en toda escena de agi-tación popular, dispuestos a echar el peso, node su autoridad, sino de sus garrotes, en la ba-lanza de las contiendas políticas. ¡DesgraciadoTeneyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovaciónles esperaba!

La hermandad de la porra no es tan antiguacomo el mundo, no; pero entradilla en años es.

-Busquemos, busquemos a ese infeliz -medecía mi linda pareja-. De modo que tengo queir sola a casa... ¿Y qué voy a decir?... Y mi her-mana e Inés ¿dónde están?... ¡Oh, señor de Ara-celi, más vale que se abra la tierra y me trague!

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Al fin nos dio razón del desgraciado precep-tor un soldado, diciéndonos:

-Se lo llevaron entre cuatro.

-¿Pero a dónde, no se sabe a dónde?

El soldado, encogiéndose de hombros, fijósu vista en la puerta de San Felipe, por dondesalían bastantes diputados. Felizmente y gra-cias a la intervención de D. Juan María Villavi-cencio, los que se disponían a obsequiar a Te-neyro y Ostolaza no pasaron a vías de hecho;mas con la agudeza de sus silbidos y el mugirde sus insultos fueron dando música a ambospersonajes por largo trecho de la calle.

Fue aquel lance uno de los muchos que afea-ron la primera época constitucional; pero nollegó a ser tan escandaloso como el ocurridopoco después con motivo del famoso incidenteLardizábal, y que puso en gran peligro la vidade D. José Pablo Valiente, diputado absolutista,

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el cual hubiera sido despedazado por el pueblosi Villavicencio no le librara heroicamente delas garras de aquel, embarcándole al instante.

-¡Virgen Santísima! -repetía Presentación-. ¡Yesas niñas no parecen!... Vámonos al punto deaquí. Allí sale el Sr. Ostolaza... Me va a conocer.

Marchamos por la calle de San José para to-mar la del Jardinillo: pero no nos fue posibleesquivar las miradas y la persecución del Sr.Ostolaza, que llamándonos desde lejos nosobligó a detenernos.

-Señora mía -dijo el taimado clérigo- eso estámuy bien... En la calle con un mozalbete... Porfuerza ha muerto la señora condesa.

-Por Dios y la Virgen -exclamó la muchachallorando-. Sr. de Ostolaza... no diga usted nadaa mamá... Yo le explicaré a usted... Salimos apaseo y como nos perdiéramos, pues... No diga

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usted nada a mamá. ¡Ay! Sr. de Ostolaza; ustedes un buen sujeto y tendrá lástima de mí.

-En efecto; siento lástima de la señorita.

-Quiero decir... Lléveme usted a casa... Ami-go -añadió esforzándose en aparecer jovial- oísu discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bienhabla usted, qué bien!... Da gusto...

-Basta de lisonjas -dijo el clérigo; y luegomirándome añadió-: y usted, señor militar-teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacarde su casa a esta señorita?

-Yo no he sacado de su casa a esta señorita -repuse-; la acompaño porque la he encontradosola.

-A causa del gentío nos perdimos D. Paco yyo... quiero decir: se perdieron ellas.

-Comprendido, comprendido.

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-¿Sabe usted, señor oficial-teólogo -me dijocon aviesa mirada- que antes de poner esto enconocimiento de doña María voy a dar parte ala justicia?

-¿Sabe usted -respondí- señor clerigón en-trometido, que si no se me quita de delanteahora mismo, le enseñaré a ser comedido y a nometerse en camisa de once varas?

-Comprendido, comprendido -repuso po-niéndose como de almagre su abominable ros-tro, y echándome de lleno su insolente mirada-.Sigan los pimpollitos su camino. Adiós...

Marchose a toda prisa y cuando le perdimosde vista, Presentación me dijo dando un suspi-ro.

-Nos llamó pimpollitos y cree que somosnovios, y que nos hemos escapado... Ahora¿qué diré a mamá cuando me vea entrar con

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usted? Necesito inventar algo muy ingenioso ybien urdido.

-Lo mejor es decir la verdad clara y desnuda.Esto ofenderá menos a la señora que las inven-ciones con que usted pretenda engañarla.

-¡La verdad!... ¿está usted loco? Yo no digola verdad aunque me maten... Corramos...¿Habrán llegado ya las otras dos? ¡Jesús divino!Si ellas dicen una mentira distinta de la mía...

-Por eso lo mejor es decir la verdad.

-Eso ni pensarlo. Mamá nos mataría... A verqué le parece a usted mi proyecto. Yo entraréllorando, llorando mucho.

-Malo...

-Pues me desmayaré, diciendo que usted esun traidor que quiso robarme.

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-Peor. Diga usted que se perdieron, que en-contraron a lord Gray...

-No nombraré al inglés; eso jamás.

-¿Por qué?

-Porque ahora, nombrar en casa a lord Grayy nombrar al demonio es lo mismo.

-Yo sé la causa, lord Gray es amado por unade ustedes.

-¡Oh, qué cosas dice usted! -exclamó muyturbada-. Nosotras...

-Usted.

-No; ni mi hermana tampoco.

-Sé que la señora Inesita está loca por él.

-¡Oh! Sí... ¡loca... loca!... Dios mío ya llega-mos... Estoy medio muerta.

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Al entrar en la calle y acercarnos a la casa,alcé la vista y detrás del vidrio de uno de losmiradores, distinguí un bulto siniestro, despuésdos ojos terribles separados por el curvo filo deuna nariz aguileña, después un rayo de indig-nación que partía de aquellos ojos. Presentaciónvio también la fatídica imagen y estuvo a puntode desmayarse en mis brazos.

-Mi mamá nos ha visto -dijo-. Sr. de Araceli.Escápese usted, sálvese usted, pues todavía estiempo.

-Subamos, y diciendo la verdad nos salva-remos los dos.

-XX-En el corredor Presentación cayó de rodillas

ante su madre que al encuentro nos salía, yexclamó con ahogada voz:

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-Señora madre ¡perdón!, yo no he hecho na-da.

-¡Qué horas son estas de venir a casa!... ¿Y D.Paco, y las otras dos niñas?...

-Señora madre... -continuó con aturdimientola muchacha- íbamos por la muralla... cayó unabomba, que partió en dos pedazos a D. Paco...no, no fue tanto... pero corrimos, nos separa-mos, nos perdimos, yo me desmayé...

-¿Cómo es eso? -dijo la madre con furor-. Siel Sr. de Ostolaza que acaba de llegar, dice quete vio en la tribuna de las Cortes...

-Eso es... me desmayé... me llevaron a lasCortes... Después mataron a D. Paco...

-Esto debe de ser obra de alguna infame ma-quinación -exclamó la condesa llevándonos a lasala-. ¡Señores... ya no hay nada seguro... nopueden las personas decentes salir a la calle!

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En la sala estaban Ostolaza, D. Pedro delCongosto y un joven como de treinta y cuatroaños y de buena presencia, a quien yo no co-nocía. Mirome el primero con penetrante enco-no, el segundo con altanero desdén y el tercerocon curiosidad.

-Señora -dije a la condesa- usted se ha exal-tado sin razón, interpretando mal un hecho queen sí no tiene malicia alguna.

Y le conté lo ocurrido, disfrazando de unmodo discreto los accidentes que pudieran serdesfavorables a las pobres niñas.

-Caballero -me contestó con acrimonia-dispénseme usted, pero no puedo darle crédito.Yo me entenderé después con estas inconside-radas y locas niñas; y en tanto no puedo menosde creer que usted y lord Gray han urdido unabominable complot para turbar la paz de micasa. Señores, ¿no hablo con razón? Estamos enuna sociedad donde se hallan indefensos y des-

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amparados el honor de las familias y el decorode las personas mayores. ¡No se puede vivir!Me quejaré al gobierno, a la Regencia... ¡pero aqué, si todo esto proviene de las altas regiones,donde no se alberga más que alevosía, desver-güenza, escándalo y despreocupación!

Los tres personajes, que cual tres estatuasexornaban con simétrica colocación el testerode la sala, movieron sus venerables cabezas conademán afirmativo, y alguno de ellos golpeócon la maciza mano el brazo del sillón.

-Señor de Araceli, siento decir a usted que yareconozco la lamentable equivocación en queincurrí respecto al carácter de usted.

-Señora, usted puede juzgarme como guste,pero en el suceso de hoy, no ha habido maliciapor mi parte.

-Yo me vuelvo loca -repuso la señora-. Portodas partes asechanzas, celadas, inicuos pla-

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nes. No hay defensa posible; son inútiles lasprecauciones; de nada sirve el aislamiento; denada sirve el apartarse de ese corruptor bulli-cio. En nuestro secreto asilo viene a buscarnosla traidora maldad que todo lo invade y hastaen lo más recóndito penetra.

Los tres personajes dieron nuevas señales desu unánime asentimiento.

-Basta de farsas -dijo Ostolaza-. La señoradoña María no necesita que usted se disculpeante ella, porque le conoce. ¿Cómo va de teo-logía?

-Con la poca que sé -repuse- cualquier sa-cristán podía pronunciar en las Cortes discur-sos dignos de ser oídos.

-El señor es de los que van todos los días aalborotar a la tribuna. Es un oficio con el cualviven muchos.

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-¡Qué aberración! ¿Y desde tal sitio y desdetales tribunas se piensa gobernar el reino?

-No quiero hacer aquí apologías de mi con-ducta -repuse con calma- ni las injurias de esehombre me harán olvidar el hábito que viste yel respeto que debo a la casa en que estoy. Aquíestá una persona que, si puede haber formadode mí juicio desfavorable en ciertas cuestiones,conoce muy bien mis antecedentes y mi reputa-ción como hombre honrado. El Sr. D. Pedro delCongosto me oye, y yo apelo a su lealtad, paraque doña María sepa si ha admitido en su casaa una persona indigna.

Oyendo esto D. Pedro, que indolentementese apoyaba en el respaldo del sillón, irguiose,atusó los largos bigotes y gravemente habló deesta manera:

-Señora, señorita y caballeros: puesto que es-te joven apela a mi lealtad, probada en cienocasiones, declaro que no una, sino muchísimas

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veces he oído elogiar su buen comportamiento,su caballerosidad, su valor como militar, conotras distinguidas prendas de paisano que lehan creado abundante número de amigos en elejército y fuera de él.

-¡Pues qué duda tiene! -exclamó Presenta-ción, descuidándose en manifestar sus senti-mientos.

-Calla tú, necia -dijo la madre-. Tu cuenta seajustará después.

-Nunca -continuó el estafermo- ha llegado amis oídos noticia alguna de este joven que no lesea favorable. Bien quisto de todos, ha hecho sucarrera por el mérito, no por la intriga; por elvalor, no por la astucia; y como esto es verdad,y yo lo sé, y me consta, y lo afirmo y lo sosten-go, y soy hombre que sabe sostener lo que dice,estoy dispuesto a defenderle contra todo agra-vio que en este terreno se le haga. Señora, seño-rita y caballeros: como hombre que ama a ese

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don del cielo, esa inmaculada virgen de la ver-dad, que es norte de los buenos, he dicho todolo que puede favorecer a este joven; ahora voya decir lo que le desfavorece...

Mientras D. Pedro tosía y sacaba el infinitopañuelo encarnado y azul para limpiarse bocay narices, reinó solemne silencio en la sala ytodos me miraban con afanosa curiosidad.

-Es, pues, el caso -continuó el cruzado- queeste joven, si bajo un aspecto es la misma vir-tud, bajo otro es un monstruo, señores, unmonstruo; el mayor enemigo del sosiegodoméstico, el corruptor de las familias, el terrorde la pudorosa amistad...

Nueva pausa y asombro de todos. Presenta-ción me miraba con la mitad de su alma en ca-da ojo.

-Sí; ¿qué otro nombre merece quien posee unarte infernal para romper lazos de muy antiguo

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trabados entre dos personas, y que resistierandurante veinticinco años a las asechanzas delmundo y a la persecución de los más diestroscortejos?... Permítanme los presentes que nonombre personas. Básteles saber que este joven,poniendo en juego sus malas artes amorosas,embaucó y engañó y arrastró tras sí a quienhabía sido la misma firmeza, el pudor mismo yla mismísima lealtad, dejando burlada la idealadoración de un hombre que había sido el de-chado de la constancia y delicadeza.

»El desairado llora en silencio su desaire, yel victorioso mozalbete goza sin reparo de lasincomparables delicias que puede ofrecer aqueltesoro de hermosura. Pero ¡guay!, que no esbueno confiar en las delicias de un día; ¡guay!,que en la hora menos pensada encontrarán unoy otro criminales amantes delante de sí la ate-rradora imagen del hombre ofendido, que estádispuesto a vengar su afrenta... Conque dígan-me si el que tal ha hecho, si el que en la difícil

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conquista de esa humana fortaleza, jamás antesrendida, ha probado su travesura, ¿qué no harádirigiéndola contra inexpertas jovenzuelas?Abrirle las puertas de una casa es abrirlas a laliviandad, a la seducción, a la imprudencia.Esto es todo lo que sé acerca del Sr. de Araceli,sin quitar ni poner cosa alguna.

Presentación estaba absorta y doña Maríaaterrada.

-Señora, señorita y caballeros -repuse yo, nodisimulando la risa-. Al Sr. D. Pedro del Con-gosto han informado mal respecto al sucesoque últimamente ha contado. Ese portento dehermosura habrá caído en las redes de otra per-sona, que no en las mías.

-Yo sé lo que me digo -exclamó D. Pedro conatronadora voz- y basta. Denme licencia pararetirarme, que avanza la hora y esta tarde he deembarcarme con la expedición que va al Con-dado de Niebla a operar contra los franceses.

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La ociosidad me enfada y deseo hacer algo enbien de la patria oprimida. No tenemos gobier-no, no tenemos generales; las Cortes entregaránmaniatado el reino al pícaro francés... Sr. deAraceli, ¿va usted al Condado?

-No señor; guarneceré a Matagorda en todoel mes que viene... Pero yo también me retiro,porque la señora doña María no ve con buenosojos que entre en su casa.

-La verdad, Sr. de Araceli, si hubiese sabi-do... Aprecio sus buenas prendas de militar yde caballero; pero... Presentación, retírate. ¿Note da vergüenza oír estas cosas?... Pues, comodecía, deseo aclarar el punto oscurísimo delencuentro de usted en la calle con mi hija. Aúncreo que hay tribunales en España, ¿no es ver-dad, Sr. D. Tadeo Calomarde?

Esto lo dijo dirigiéndose al joven que anteshe mencionado.

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-Señora -repuso este desplegando para son-reír toda su boca, que era grandísima-; a fe dejurisconsulto diré a usted que aún puede arre-glarse. Hablemos con franqueza. Estoy acos-tumbrado a presenciar lances muy chuscos enmi carrera y nada me asusta. ¿Ha habido no-viazgo?

-¡Jesús!, qué abominación -exclamó con in-decible trastorno doña María-. ¡Noviazgo!...Presentación, retírate al instante.

La muchacha no obedeció.

-Pues si ha habido noviazgo, y los dos sequieren, y han dado un paseíto juntos, y el se-ñor es un buen militar, a qué andar con farán-dulas y mojigatería, lo mejor es casarlos y enpaz.

Doña María, de roja que estaba volviosepálida y cerró los ojos, y respiró con fuerza, y eltorbellino de su dignidad se le subió a la cabe-

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za, y se mareó, y estuvo a punto de caer des-mayada.

-No esperaba yo tales irreverencias del Sr. D.Tadeo Calomarde -dijo con voz entrecortadapor la ira-. El Sr. D. Tadeo Calomarde no sabequién soy; el Sr. D. Tadeo Calomarde recuerdalos planes casamenteros que servían para hacerfortuna en los tiempos de Godoy. Mi dignidadno me permite seguir este asunto. Ruego al Sr.D. Tadeo Calomarde y al Sr. D. Gabriel de Ara-celi que se sirvan abandonar mi casa.

Calomarde y yo nos levantamos. Presenta-ción me miró, y con toda su alma en los ojos,me dijo en mudo lenguaje:

-Lléveme usted consigo.

Cuando nos retirábamos, entraron en la salaInés y Asunción, conducidas por un fraile.

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-Fray Pedro Advíncula, ¿qué es esto? -dijodoña María-. ¿Me explicará usted al fin el sin-gular suceso de la desaparición de las niñas?

-Señora... nada más natural -repuso jovial-mente el fraile, que era joven por más señas-.Una bomba... ¡Pobre D. Paco!, no se ha sabidomás de él... ¡Iban por la muralla!... Las dos ni-ñas corrieron, corrieron... pobrecitas... Las reco-gimos en casa... se les dio agua y vino... ¡quésusto!, pobrecillas... a la señora doña Presenta-cioncita no se la pudo encontrar...

-La pícara se fue a las Cortes con... ¡Justicia,cielos divinos, justicia!

No oí más porque salí de la casa. Desdeaquel momento fui amigo de Calomarde.¿Hablaré de él algún día? Creo que sí.

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-XXI-Pasaron días y San Lorenzo de Puntales me

vio ocupado en su defensa durante un mes, encompañía de los valientes canarios de Albur-querque. Allí ni un instante de reposo, allí nisiquiera noticias de Cádiz, allí ni la compañíade lord Gray, ni cartas de Amaranta, ni mimosde doña Flora, ni amenazas de D. Pedro delCongosto.

Dentro de Cádiz, el sitio era una broma y losgaditanos se reían de las bombas. La alegreciudad, cuyo aspecto es el de una perpetua son-risa, miraba desde sus murallas el vuelo deaquellos mosquitos, y aunque picaran, los re-cibía con coplas donosas, como los bilbaínos dela presente época. Cuando el bombardeo hizoverdaderos estragos, los llantos y lágrimas per-diéronse en el bullicioso rumor de aquel hervi-dero de chistes. Pero eran contadas las desgra-cias. Una bomba mató a un inglés, y estuvo a

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punto de ser víctima de otra en los mismos bra-zos de su nodriza D. Dionisio Alcalá Galiano,hijo de D. Antonio. Fuera de estos casos y otrosque no recuerdo, los efectos de la artilleríaenemiga eran risibles. Un proyectil penetró encierta iglesia, arrancando las narices a un ángelde madera que sostenía la lámpara; otro des-trozó el lecho de un fraile de San Juan de Diosque afortunadamente se hallaba fuera en elinstante crítico.

Cuando, después de ausencia tan larga, fui avisitar a Amaranta, la encontré desesperada,porque el aislamiento de Inés en la casa de lacalle de la Amargura, había tomado el carácterde una esclavitud horrorosa. Cerrada la puertaa los extraños con rigor inquisitorial, era locuraaspirar ya a burlar vigilancias, y engañar suspi-cacias y menos a romper la fatal clausura. Ladesgraciada condesa me expresó con estas pa-labras sus pensamientos:

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-Gabriel, no puedo vivir más tiempo en estatriste soledad. La ausencia de lo que más amoen el mundo, y más que su ausencia, la consi-deración de su desgracia, me causan un dolorinmenso. Estoy decidida a intentar, por cual-quier medio, una entrevista con mi hija, en lacual, revelándole lo que ignora, espero conse-guir que ella misma rompa espontáneamentelos hierros de su esclavitud y se decida a vivir,a huir conmigo. No me queda ya más recursoque el de la violencia. Yo esperé que tú me sir-vieras en este negocio; pero con la necedad detus celos no has hecho nada. ¿No sabes cuál esmi proyecto ahora? Confiarme a lord Gray,revelarle todo, suplicándole que me facilite loque tanto deseo. Ese inglés tiene una audaciasin límites, en nada repara y será capaz detraerme aquí la casa entera con doña Maríadentro, cual una cotorra en su jaula. ¿No lecrees tú capaz de eso?

-De eso y de mucho más.

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-Pero lord Gray no parece. Nadie sabe su pa-radero. Fue a la expedición del Condado, yaunque se cree que regresó a Cádiz, no se le vepor ninguna parte. Búscamele por Dios, Ga-briel, tráemele aquí o dile de mi parte que meinteresa hablar con él de un asunto que es devida o muerte para mí.

Efectivamente, nadie sabía el paradero delnoble inglés, aunque se suponía que estuvieseen Cádiz. Había tomado parte en la expediciónque fue al condado de Niebla con objeto dehostilizar a los franceses por su ala derecha, yque, si menos célebre, no fue menos lastimosaque la de Chiclana, con su célebre batallón delCerro de la cabeza del Puerco. Acaeció en la jorna-da del Condado un suceso digno de pasar a lahistoria, y fue que en ella descalabraron delmodo más lamentable a nuestro heroico y portantos títulos famoso D. Pedro del Congosto,quien en lo más recio de un combate que cercade San Juan del Puerto trabaron con los nues-

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tros los franceses, metiose denodadamente,llevando en pos a sus cruzados de rojo y amari-llo, con lo cual dicen hubo gran risa en el cam-po francés. Trajéronlo todo molido y quebran-tado a Cádiz, donde decía que por haber perdi-do una herradura su caballo no se ganó la bata-lla, pues cuando el maldito jaco tropezó, yaempezaban a huir cual bandadas de conejos losbatallones franceses; y fija esta idea en su acalo-rada mente, no cesaba de repetir: «¡Si no mehubiese faltado la herradura!...».

Lord Gray también fue al Condado, y secontaban de él maravillas; pero a su regresodesapareció su persona de todos los sitiospúblicos, y aun hubo quien le creyese muerto.Fui a su casa y el criado me dijo:

-Milord está vivo y sano, aunque no del jui-cio. Estuvo encerrado quince días sin quererver a nadie. Después me mandó que reuniese atodos los mendigos de Cádiz, y cuando lo hice,juntolos en el comedor, y allí les obsequió con

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un banquete como para reyes. Dioles a beberlos mejores vinos; los pobres, se reían unos ylloraban otros; pero todos se emborracharon.Luego fue preciso echarles a puntapiés de lacasa, y trabajamos tres días para limpiarla, por-que dejaron por fanegas las pulgas y otra cosapeor.

-Pero ¿dónde está en este momento milord?

-Debe andar ahora allá por el Carmen.

Dirigime hacia el Carmen Calzado, cuyogran pórtico frontero a la Alameda, llama laatención del forastero. No es una obra maestrade los buenos tiempos de nuestra arquitecturaaquella fachada, pero los mil accidentes conque lujosamente la adornó la imaginación delartista, le dan cierta belleza que el mar allí cer-cano parece que fantasea a su antojo. No sé porqué se me ha parecido siempre dicho frontispi-cio a las popas de los grandes navíos antiguos;hasta parece que se mece gallardamente impul-

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sado por el viento y las olas. Los santos que loadornan semejan farolones gigantescos; lashornacinas troneras, los barandajes, los nichos,las mórbidas roscas de las columnas salomóni-cas, todo se me antoja como perteneciente aldominio de la antigua arquitectura naval.

Caía la tarde. Entraban mansamente losbuenos frailes, como ovejas que vuelven alaprisco; los pobres árboles de la Alameda ape-nas sombreaban el espacio que media entre eledificio y la muralla, y el sol iluminaba el fron-tis, dorándolo completamente. En línea recta seextendía la pequeña pared del convento; y ensu extremo una puertecilla estrecha, que servíade ingreso al claustro, estaba completamenteobstruida por un regular gentío que hormi-gueaba allí en formas oscuras y movedizas,acompañadas de un rumor sordo o gruñidochillón, como de plebe menuda que se impa-cienta. Eran los pobres que esperaban la sopaboba.

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En Cádiz no han abundado tanto como enotros lugares los mendigos haraposos y mediodesnudos, esos escuadrones de gente llagada,sarnosa e inválida que aún hoy nos sale al en-cuentro en ciudades de Aragón y Castilla. Pue-blo comercial de gran riqueza y cultura, Cádizcarecía de esa lastimosa hez; pero en aquellostiempos de guerra muchos pedigüeños quepululaban en los caminos de Andalucía, refu-giáronse en la improvisada corte. Para que na-da faltase y fuese Cádiz en tales días compen-dio de la nacionalidad española, puso allí susreales hasta la hermandad de pan y piojos, quetanto ha figurado en nuestra historia social, ytanto, tantísimo ha dado que hablar a propios yextranjeros.

Acerqueme a los infelices y los vi de todasclases; unos mutilados, otros entecos, demacra-dos y andrajosos los más, y todos chillones,desenfadados, resueltos, como si la mendici-dad, más que la desgracia, fuese en ellos un

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oficio y gozasen a falta de rentas, del fuero in-alienable y sagrado de pedir al resto del huma-no linaje. Salió el lego con el calderón de bazo-fia, y allí era de ver cómo se empujaban y re-volvían unos contra otros, disputándose la vez,y con qué bríos y con qué altivo lenguaje alar-gaban el cazuelillo. Repartía el cogulla a diestroy siniestro golpes de cuchara, y ellos se apo-rreaban para quitarse la ración, y entre mano-tadas y coces iban logrando la parte correspon-diente, para retirarse después a un rincón,donde pacíficamente se lo comían.

Yo les miraba con lástima, cuando divisé enel hueco de una puerta una figura que me hizoquedar perplejo y aturdido. No creyendo a misojos la miré y remiré, sin convencerme de queera realidad lo que ante mí tenía. El mendigoque así llamaba mi atención (pues mendigo era)vestía con los andrajos más desgarrados, másrotos, más desordenados y extravagantes quepuede darse. Aquel vestido no era vestido, sino

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una informe hilacha que se deshacía al compásde los movimientos del individuo. La capa noera capa sino un mosaico de diversas y descolo-ridas telas; pero tan mal hilvanadas que el airese entraba por las mil puertas, ventanas y rejas,obra de la tosca aguja. Su sombrero no erasombrero, sino un mueble indefinido, una cosaentre plato y fuelle, entre forro y cojín vacío; ypor este estilo las demás prendas de su cuerpoanunciaban el último grado de la miseria yabandono, cual si todas hubiesen sido recogi-das entre aquello que la misma mendicidadarroja de sí, materias que se devuelven a la ma-sa general de lo inorgánico, para que de nuevotomen forma en las revoluciones del universo.

También me causó sorpresa ver el garbo conque el hi de mala mujer se terciaba la capita yechaba sobre la ceja el sombrerete y guiñaba elojo a los compañeros, y decía donaires al buenlego. Pero ¡ay!, lo que más que traje y sombrerome asombró, dejándome lelo delante de tan

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esclarecido concurso, fue la cara del mendigo,sí señores, su cara; porque sepan ustedes queera la del mismísimo lord Gray.

-XXII-Creí soñar, le miré mejor, y hasta que no me

llamó saludándome, no me atreví a hablarle,temiendo padecer una equivocación.

-No sé, milord -le dije- si debo reírme o en-fadarme de ver a un hombre como usted, conese traje, y llenando su escudilla en la puerta deun convento.

-El mundo es así -me respondió-. Un díaarriba y otro abajo. El hombre debe recorrertoda la escala. Muchas veces paseando por es-tos sitios, me detenía a contemplar con envidiala pobre gente que me rodea. Su tranquilidadde espíritu, su carencia absoluta de cuidados,de necesidades, de relaciones, de compromisos;

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despertaron en mí el deseo de cambiar de esta-do, probando por algún tiempo la inefable sa-tisfacción que proporciona este eclipse de lapersonalidad, este verdadero sueño social.

-Es verdad, milord, que tan descomunal ex-travagancia no la he visto jamás en ningúninglés, ni en hombre nacido.

-Parece esto una aberración -me dijo-. Laaberración está en usted y en los que de esemodo piensan. Amigo, aunque parezca contra-dictorio, es cierto que para ponerse encima detodo lo creado, lo mejor es bajar aquí donde yoestoy... Lo explicaré mejor. Yo tenía la cabezaloca del ruido de los martillos de Londres, yvenía maldiciendo la ingrata tierra en que elhombre para poder vivir necesita hacer clavos,bisagras y cacerolas. ¡Bendita tierra esta, dondeel sol alimenta y donde lleva la atmósfera en suinmensa masa ignoradas sustancias!...

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»Mi cuerpo se rebela hace tiempo contra losrepugnantes bodrios de nuestros cocineros,inmundos envenenadores del humano linaje.Yo sentía ha tiempo profundo rencor hacia lossastres, que serían capaces de ponerle casaquín,chupa y corbata al Apolo de Fidias si se lo per-mitieran. Yo experimentaba profunda aversiónhacia las casas y ciudades, que, según vamosviendo en nuestra graciosa época, sólo sirvenpara que se luzcan y diviertan los artillerosdestruyéndolas. Yo detestaba cordialmente lasociedad de los hombres de hoy compuesta demultitud de casacas que hacen cortesías, y de-ntro de las cuales suele haber la persona de unhombre. Me horrorizaba al oír hablar de nacio-nes, de políticas, de diferencias religiosas, deguerras, de congresos; invenciones todas de lanecedad humana que al mismo tiempo que haestablecido leyes, estados, privilegios, dogmas,ha inventado cañones y fusiles para destruirlotodo. Yo detestaba los libros que se han creadopara muestra de que no hay en todo el mundo

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dos hombres que piensen de la misma manera,y que nacieron en manos de un artesano, comoen manos de un fraile la pólvora, otra especiede libro que habla más alto, pero que tampocodice nada que no sea confusión.

Lord Gray se expresaba con exaltado acento.Tomé su mano y advertí que quemaba.

-Vi luego este país bendito, y mi pensamien-to agitado descansó contemplando esta supre-ma estabilidad, este profundo reposo, este sue-ño benéfico de la sociedad española. Mis ojos sedeleitaron contemplando en la inmensidad dela tierra las siluetas de los grandes conventos, acuyo amparo protector un pueblo, a quien todose lo dan hecho, puede esparcir su gran fantasíapor los espacios de lo soñado y buscar lo idealen la única región donde existe; sin cuidarse dedesempeñar papeles más o menos difíciles en lasociedad, sin cuidarse de su persona, ni de losmolestos accidentes del escenario humano, quese llaman posición, representación, nombre,

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fortuna, gloria... Quise saciar mi ardiente an-helo de conocer este beatífico estado, y aquí metiene usted en él.

»Amigo mío, durante dos días he vivido tanlejos de la sociedad, cual si me hubiera trans-portado a otro planeta; he podido apreciar larara hermosura de un día de sol, la pureza delambiente, la profunda melancolía de la noche,mar donde el pensamiento navega a su antojosin llegar jamás a ninguna orilla; he experimen-tado la indecible satisfacción de que centenaresde hombres con casaca, entorchados y sombre-ros de distintas formas, pero todos más feosque los que en Egipto ponen al buey Apis, pa-sen junto a mí sin saludarme; he conocido elpurísimo deleite de ver pasar los minutos, lashoras, los días, cual cortejo de dulces sombrasque llevan en sus suaves manos la vida, a lamanera de aquellas deidades hermosísimas quepintaron los antiguos, transportando en susbrazos las almas de los justos al cielo; he sabo-

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reado las delicias de no ir a ninguna parte deli-beradamente, de sentir mis hombros libres detoda obligación, de no sentir en mi pensamien-to ese hierro candente cuya quemadura signifi-camos en el lenguaje con la palabra después, yque encierra un mundo de deberes, de ocupa-ciones, de molestias sin fin.

Después de una breve pausa, prosiguió así:

-Esta gente que me rodea tiene las mismaspasiones que las de allá arriba; pero no disimu-la nada. Es una ventaja. Prendas diversas lescaracterizan, pero aquí todo es abrupto y primi-tivo como las rocas, donde no ha golpeado aúnel martillo del hombre para labrar un camino.Los hay más crueles que Glocester, más menti-rosos que Walpole, más orgullosos que Crom-well, más poetas que Shakespeare, y casi todosson ladrones. Yo me deleito con la salvaje mani-festación de sus pasiones y me finjo ignorantede sus truhanerías. Aquel viejo que allí se vehaciendo cruces encima de la escudilla, me ha

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robado todos los doblones de oro que yo lleva-ba en mi bolsillo. Juntos pasábamos largashoras por las noches en la muralla. Él me con-taba vidas de santos españoles; yo fingía dor-mitar, embelesado por los místicos encantos desu relato, y entonces metía bonitamente susmanos en mi bolsillo para sacarme el dinero. Yolo observaba y callaba, gozándome en su avari-ciosa concupiscencia, como se goza viendo unabismo, una tempestad, un incendio o cual-quier aparente desorden de la naturaleza.Aquellos gitanos que están allí rezando el rosa-rio, me han entretenido dulcemente contándo-me sus ingeniosas maneras de robar.

»Amigo mío; aquí también hay una especiede alta sociedad, y se pasa el rato alegrementeen conciertos, fiestas y representaciones. Losromances moriscos que recita aquella vieja queparece exacto traslado de la tía Fingida, y enefecto lo es, han producido en mí mayor sensa-ción que las fanfarronadas de todos los cómicos

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modernos. Hay allí una muchacha ciega, aquien llaman la Tiñosa, la cual canta el jaleo y elole con tanto primor, que oyéndola he sentidoemociones dulcísimas y me he trasportado a lasúltimas, a las más remotas regiones de lo ideal.Aquellos niños cojos y mancos, en cuyos gran-des ojos negros parece centellear el genio delgran pueblo que guerreó durante siete sigloscon los moros y descubrió, conquistó y dominóregiones y continentes hasta que ya no habíamás mundo para saciar su ambición, aquellosniños, digo, son la más graciosa pareja de pille-tes que he visto en mi vida, y cuanta sal, inge-nio y travesura ha derramado la Naturaleza engranujas de Madrid, léperos de Méjico, lazza-ronis de Nápoles, lipendes de Andalucía, pi-lluelos de París, pic-pockets de Londres, es nadaen comparación de su gran ciencia. Si les edu-caran, es decir, si les corrompieran torciendo elnatural curso de sus instintos, yo quisiera verdónde se quedaban Pitt, Talleyrand, Bonaparte,y todos los grandes políticos de la época.

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-Amigo -le dije sin poder reprimir mi enfa-do- me da compasión verle a usted entre estadesgraciada gente, y más aún oírle encomiar sutriste estado.

-No parece sino que nosotros somos mejoresque ellos. ¡Ah! Desde que hay en España filóso-fos y políticos charlatanes y escritores con pujosde estadista, se ha empezado a declarar omino-sa guerra a estos mis buenos amigos, lo mismoque a los salteadores de caminos, que no sonotra cosa que una protesta viva contra los privi-legios de los cosecheros; a los buenos frailesque son la piedra fundamental de esta armoníaenvidiable, de este sistema benéfico, en quetodos viven modestamente sin molestarse unosa otros.

Esto decía cuando una vieja que acababa dellenar la escudilla, llegose a nosotros y despuésde pedirme una limosna, que le di, puso la des-carnada mano sobre el hombro del par de In-glaterra y cariñosamente le dijo:

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-Niñito querido, ¡qué buenas nuevas te trai-go esta tarde! Alégrate, picarón, y escupe otramoneda amarilla, otro pedazo de sol como elque ayer me diste en premio de mis desintere-sados servicios.

-¿Qué me cuentas, tía Alacrana, espejo de lasbusconas?

-A mí no se me han de decir esos feos voca-blos. ¿Pues qué? ¿Acaso en mi vida he hechoalgo que tenga olor de alcahuetería? Aquí don-de me ven, yo, doña Eufrasia de Hinestrosa yMembrilleja soy muy principal y mi difunto fueempleado en la renta del noveno y el excusado.Pero vamos a lo que importa.

-¿Fuiste allá, brujita mía?

-Por sétima vez. ¡Y qué buena que es mi do-ña María! Hemos brindado juntas muchos pa-ternoster, a modo de copas de vino, en esta igle-sia del Carmen y en obsequio de nuestros res-

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pectivos difuntos. Señora más enseñorada no lahay en todo Cádiz. En generosidad no, pero enprincipalidad se monta por encima de cuantagente conozco, que es medio mundo. Me daalgunos ochavos y lo que sobra de la olla que es(dicho sea sin incurrir en el feo vicio de lamurmuración) bien poco sustanciosa. Me hacomprado algunas crucecitas de los padresmendicantes, y huesecillos benditos para hacerrosarios. Hoy le llevé mi comercio y la nobleseñora hizo que le contara mi historia; y comoesta es de las más patéticas y conmovedoras,lloró un tantico. Después, como ella saliera dela sala para ir a sus quehaceres, quedeme solacon las tres niñas, y allí de las mías.

»En cuarenta años de piadoso ejercicio en es-te ajetreo de ablandar muchachas, avivar incli-naciones, y hacer el recado, ¿qué no habréaprendido, niñito mío, qué trazas no tendré,qué maquinaciones no inventaré, y qué sutile-zas no me serán tan familiares como los dedos

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de la mano? Así es que si me hallo con bríospara pegársela al mismo Satanás, de quien es-tos pícaros dicen que soy sobrina carnal, ¿cómono he de poder pegársela a doña María, queaunque principalota, se deja embobar por uncredo bien rezado y por una parla sobre la gen-te antigua, siempre que cuide uno de adornar elrostro con dos lagrimones, de cruzar las manosy mirar al techo, diciendo: «¡Señor, líbranos delas maldades y vicios de estos modernos tiem-pos!»?

-Tu charlatanería me enfada, Alacrana. ¿Quérecado me traes?

-¿Qué recado? Tres días de santa conferenciahe empleado, mi niño. ¿Qué ha de hacer la po-brecita? Creo que está dispuesta a echarse fueray huir contigo a donde quieras llevarla. Paraentrar en la casa y en el sagrado tabernáculo desu alcoba, ya tienes las llavecitas que has forja-do, gracias al molde de cera que te traje. ¡Oh,dichoso, mil veces dichoso niño! Ya sabes que

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la doña María duerme en aquella alcobaza de laderecha y las tres niñas en un cuarto interior.La sala y dos piezas más separan un dormitoriode otro: no hay peligro ninguno.

-¿Pero no te ha dado recado escrito o de pa-labra?

-Me lo ha dado, sí señor; a fe que es la niñapoco cortés para no contestarte. En esta hoja delibro que aquí traigo, marca, apunta y especifi-ca el día, hora y punto en que caerá en los bra-zos de este haraposo la más...

-Calla y dame.

-Paciencia. Hoy me ha dicho doña María quetiene un dormir tan profundo como el de losmuertos. Eso prueba una conciencia tranquila.¡Dios la bendiga!... Ahora, para darte el docu-mento, deja caer sobre mí el rocío de esas mo-nedas de oro que me fueron prometidas.

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Lord Gray dio algunas monedas a la vieja,recogiendo luego un papel que guardó en elseno. Después se levantó, dispuesto a partirconmigo.

-Vámonos -le dije- o estrangulo a esa malditabruja.

-Es una respetable señora esta doña Eufrasia-me contestó con ironía-. Admirable tipo quehace revivir a mi lado la incomparable tragico-media de Rodrigo Cota y Fernando de Rojas.

Y luego, volviéndose hacia la miserable tur-ba, con voz entre grave y burlona, le dijo:

-Adiós España; adiós soldados de Flandes,conquistadores de Europa y América, cenizasanimadas de una gente que tenía el fuego poralma y se ha quemado en su propio calor;adiós, poetas, héroes y autores del Romancero;adiós, pícaros redomados que ilustrasteis, Al-madrabas de Tarifa, Triana de Sevilla, Potro de

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Córdoba, Vistillas de Madrid, Azoguejo de Se-govia, Mantería de Valladolid, Perchel deMálaga, Zocodover de Toledo, Coso de Zara-goza, Zacatín de Granada y los demás que norecuerdo del mapa de la picaresca. Adiós, hol-gazanes que en un siglo habéis cansado a lahistoria. Adiós, mendigos, aventureros, devo-tos, que vestís con harapos el cuerpo y conpúrpura y oro la fantasía. Vosotros habéis dadoal mundo más poesía y más ideas que Inglate-rra clavos, calderos, medias de lana y gorros dealgodón. Adiós, gente grave y orgullosa, travie-sa y jovial, fecunda en artificios y trazas, tanpronto sublime como vil, llena de imaginación,de dignidad, y con más chispa en la molleraque lumbre tiene en su masa el sol. De vuestrapasta se han hecho santos, guerreros, poetas ymil hombres eminentes. ¿Es esta una masa po-drida que no sirve ya para nada? ¿Debéis des-aparecer para siempre, dejando el puesto a otracosa mejor, o sois capaces de echar fuera la le-vadura picaresca, oh nobles descendientes de

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Guzmán de Alfarache?... Adiós, Sr. Monipodio,Celestina, Garduña, Justina, Estebanillo, Láza-ro, adiós.

Indudablemente lord Gray estaba loco. Yono pude menos de reír oyéndole, en lo cual meimitaron los pilletes a quienes se dirigía, ypensé que las ideas expresadas por él eran fre-cuentes entre los extranjeros que venían a Es-paña. Si eran exactas o no, mis lectores losabrán.

-Amigo -me dijo el lord- uno de los placeresmás halagüeños de mi vida es pasar largashoras entre las ruinas.

Marchábamos despacio por la muralla ade-lante hacia las Barquillas de Lope, cuando en-contramos a dos padres del Carmen que volv-ían apresuradamente a su casa.

-Adiós, Sr. Advíncula -dijo lord Gray.

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-¡San Simeón bendito! -exclamó perplejo unode los frailes-. ¡Es milord! ¡Quién le había deconocer en semejante traje!

Uno y otro carmelita rieron a carcajada ten-dida.

-Voy a soltar el manto real.

-Creíamos que milord se había marchado aInglaterra.

-Y me alegré, sí señor me alegré -dijo el másjoven- porque no quiero compromisos, y mi-lord me está comprometiendo. Acabáronse lascondescendencias peligrosas.

-Bueno -dijo Gray con desdén.

El más anciano preguntó:

-¿Entró al fin milord en el seno de la iglesiacatólica?

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-¿Para qué?

-Ese traje -dijo fray Pedro Advíncula consorna- indica que milord se prepara a ello condolorosas penitencias... Veo que ahora usted selas arregla usted por sí mismo, y que no necesi-ta amigos.

-Sr. Advíncula, ya no los necesito. ¿Sabe us-ted que mañana me marcho?

-¿Sí? ¿Para dónde?

-Para Malta. Nada tengo que hacer en Cádiz.Vayan al diablo los gaditanos.

-Me alegro. La señora se defiende bien. Sucasa es una fortaleza a prueba de galanes. ¿Sabeusted que lo ha hecho por consejo mío?

-¡Picarón!...

-¿De veras que ya no hay nada?

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-Nada.

-Es una determinación acertada. Hágase us-ted católico y le prometo arreglarlo todo.

-Ya es tarde.

Advíncula rió de muy buena gana, y apre-tando las manos al lord, ambos frailes se despi-dieron de él con cariñosas demostraciones,

-XXIII-Dos horas después, lord Gray estaba en el

salón de su casa, vestido como de costumbre,después de haber borrado con abundantesabluciones la huella de sus barrabasadas pica-rescas.

Vestido al fin con la elegancia y el lujo que leeran comunes, mandó que pusiesen la cena, yen tanto que venían dos personas a quienes

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dirigió verbal invitación por conducto de suscriados, paseábase muy agitado en la larga es-tancia. A ratos me dirigía algunas palabras,preguntas incongruentes y sin sentido; a ratosse sentaba junto a mí como intentando hablar-me, pero sin decir nada.

Como el oro improvisa maravillas en la casadel rico, la mesa (sólo había en ella cuatro cu-biertos) ofrecía esplendidez portentosa. Cente-nares de luces brillaban en dorados candela-bros, reflejándose en mil chispas de varios colo-res sobre los vasos tallados y los vistosos jarrosllenos de flores y frutas. El mismo desordenque allí había, como en todo lo perteneciente alord Gray, hacía más deslumbradora la extrañaperspectiva del preparado festín.

Al fin, mostrando impaciencia, dijo el inglés:

-Ya no pueden tardar.

-¿Los amigos?

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-Son amigas. Dos muchachas.

-¿Las que dan quehacer a la señora Alacra-na?

-Araceli -dijo con inquietud- ¿usted oyó elcoloquio que conmigo tuvo aquella mujer?... Esuna indiscreción. Los buenos amigos cierran losoídos al susurro de lo que no les importa.

-Yo estaba tan cerca, y la señora Alacrana secuidaba tan poco de la presencia de un extraño,que no pude cerrar los oídos. Milord, lo oí todo.

-Pues muy mal, muy mal -exclamó con acri-tud-. Todo aquel que se jacte de conocer lo queyo quiero ocultar hasta de Dios, es mi enemigo.¿No he dicho lo mismo otra vez?

-Entonces reñiremos, lord Gray.

-Reñiremos.

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-¿Por tan poca cosa? -dije afectando buenhumor, pues no me convenía chocar con él enocasión tan inoportuna-. Yo soy el más discretoy prudente de los hombres. Usted mismo me hapuesto al corriente de sus aventuras. Vamos,amigo mío, seamos francos. ¿No me dijo ustedmismo que pensaba llevársela a Malta?

Lord Gray sonrió.

-Yo no he dicho eso -exclamó vacilando.

-Usted... usted mismo. Y yo prometí ayudar-le en la empresa, a cambio de su auxilio paramatar a mi aborrecido rival Currito Báez.

-Es verdad -dijo riendo-. Bien, amigo mío.Mataremos a Currito y robaremos a la mucha-cha. En caso de que necesite ayuda ¿puedo con-tar con usted?

-Sin duda. Sólo me falta saber para cuándose dispone el gran golpe.

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-¿Qué golpe?

-El del rapto.

Lord Gray meditó largo rato. Sin duda vaci-laba en fiarse de mí.

-Para el rapto no necesito de nadie -dijo alfin-. Necesitaré sí para huir de Cádiz, lo cual noes cosa fácil.

-Yo sacaré a usted del apuro. Sepamoscuándo...

-¿Cuándo?

-Para ayudar a usted necesito pedir licenciacon anticipación.

-Es verdad. Pues bien. Antes me arrancaré lalengua que revelarle a usted todavía el lugar yla persona...

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-Ni yo quiero saberlo: lo que me importa esla hora...

-Es cierto... Bien; repito que ni lugar ni per-sona los sabrá usted. Diré únicamente...

Sacó un papel que reconocí como el mismoque le entregara la Alacrana, y añadió:

-Este papel fija día y hora. Será mañana porla noche.

-Basta. Es todo lo que necesito saber. Maña-na por la noche.

-Lo demás no lo diré ni a mi sombra. Temotraiciones y emboscadas y desconfío hasta demis mejores amigos.

-Ni yo quiero ser indiscreto preguntando...No me importa. Me basta saber que mañana ala noche tengo que venir a Cádiz para ponermea disposición de un amigo a quien estimo mu-cho.

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Yo pensé que lord Gray escondería de misojos el papel que tan extraños avisos traía paraél, pero con gran sorpresa mía, me lo mostró.Era una hoja de un libro, en cuyo margen habíaalgunas rayas con lápiz.

-¿Esta es la carta? A fe que no puedo enten-der lo que dice, ni es fácil conocer el carácter dela escritura.

-Yo lo entiendo bien... Estas rayas se refierena determinadas letras de los renglones impre-sos y con un poco de paciencia se descifra. Perome parece que sabe usted bastante. Silencio,pues, y no se nombre más este asunto. Me mor-tifica, me pone nervioso y colérico el ver quehay alguien que posee una parte de mi secreto.Ahora no pensemos más que en Currito Báez.Amigo, siento deseo irresistible, anhelo pro-fundo de matar a un hombre.

-Yo también.

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-¿Cuándo le despachamos?

-Mañana por la noche se lo diré a usted.

-¿Quiere usted que le ejercite un poco en laesgrima?

-Nada más oportuno. Vengan los floretes.Espero adquirir de aquí a mañana tanta destre-za como mi maestro.

Empezamos a tirar.

-¡Oh, qué fuerte está usted, amigo! -dijo alrecibir una estocada medianilla.

-No estoy mal, no.

-¡Pobre Currito Báez!

-Sí. ¡Pobre Currito Báez! Mañana veremos.

Sonó en la escalera gran estrépito, suspen-dimos al punto el juego, permaneciendo con los

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floretes en la mano en actitud observadora, y heaquí que entran metiendo ruido y cual brazosde mar que todo lo arrollan e inundan delantede sí, dos mozas de lo mejor que puede criarAndalucía. ¿Las conocéis? Eran María Encarna-ción llamada la Churriana y Pepilla la Poenca, aquien nombraban así por ser sobrina del Sr.Poenco.

-¡Endinote! -exclamó una corriendo ligerísi-ma hacia mi amigo-. ¿Cómo tanto tiempo sinverte? ¿No sabías que esta probe se estaba mu-riendo?

-Miloro está encalabrinao por aquí dentro, yya no quiere nada con la gente de la Viña.

-Amable canalla -dijo el inglés-, sentaos. Sen-taos y cenemos.

Los cuatro tomamos asiento y no pasó des-pués nada digno de contarse, por lo cual me

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abstengo de quitar espacio y atención a asuntosde mayor importancia.

-XXIV-D. Diego de Rumblar fue a despertarme a mi

alojamiento en la tarde del siguiente día. Nohabiendo podido dormir en la noche, habíapasado en calenturientos sueños parte del día,y me hallaba al despertar afectado de granpostración. Mi alma llena de tristeza se abatía,incapaz del menor vuelo, y encontrándose infe-rior a sí misma, hasta parecía perder aquellaantigua pena que le producían sus propias fal-tas, y se adormecía en torpe indiferencia. Tole-rante con los errores, con los extravíos, con elmismo vicio, iba degradándose de hora enhora. D. Diego me dijo:

-Te participo que el sábado de esta semanatendrán lugar en casa dos acontecimientos. Yo

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me caso y mi hermana entrará de novicia en lasCapuchinas de Cádiz.

-Lo celebro.

-Ya he perdido aquellos escrúpulos, hijos deuna delicadeza excesiva y ridícula. Mi mamáme dice que soy un asno si al punto no me de-cido.

-Tiene razón.

-Además, chico, has de saber que mi mamáme ha sitiado por hambre.

-¡Por hambre!

-Sí, hombre. Asegura que nuestra fortunaestá por los suelos a causa de la guerra, y luegoañade: «Como no te cases, hijo, ¡no sé cómopodremos vivir!». A todas estas ni un real paramis gastos. Eminente joven, gloria de la patria,si le prestaras cuatro duros al señor conde deRumblar, Europa entera te lo agradecería.

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Le di los cuatro duros.

-Gracias, gracias, benemérito soldado. Te lospagaré cuando me case. Dime, ¿no te pareceque hago bien en desechar vanos escrúpulos?

-¿Eso qué duda tiene?

-Lord Gray no ha vuelto por casa; nadie sabedónde está, y es probable, que haya marchado aInglaterra.

-Creo que en efecto se ha marchado a supaís.

-Te advierto que mi novia no me puede verni pintado; pero eso no hace al caso. Mi madreme ha bloqueado por mar y tierra, y yo me rin-do, chico, me rindo a discreción. Con mi señoramamá no hay burlas, amiguito. Si vieras quécoscorrones me da... He tenido que hacer llavesnuevas para poder salir de noche. Pues ¿y mishermanitas y mi novia? Hace lo menos dos me-

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ses que no saben de qué color es la calle. Nisiquiera salen a misa; en paseos no hay quepensar. Han sido clavados por dentro los crista-les de los balcones, y no se les permite que ten-gan a la mano papel, tinta ni plumas. Las tresinfelices están que da lástima verlas de marchi-tas y acongojadas, y de seguro preferirían lapeor vida del mundo a la que ahora llevan,aguantando con gusto palos de marido o rigo-res de abadesa, con tal de abandonar lassombrías mazmorras de mi casa. No ven a otroshombres que a mí y a D. Paco. ¿Te parece queestarán divertidas?

-¿Usted sale por las noches de su casa?

-Sí; ¿no sabes que ahora voy todas las nochesa una reunión de hombres solos donde se tratade política? ¡Encantadora, deliciosa es la políti-ca! Pues te diré: nos juntamos en una casa de lacalle de la Santísima Trinidad y allí estamoshoras y más horas hablando de la democracia ydel servilismo, diciendo perrerías de los frailes

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escribiendo a trozos el graciosísimo papel satí-rico que se llama el Duende de los Cafés. Nosocupamos de la vida y milagros de todo quis-que, y criticamos sin piedad. Pero lo más saladoes aquella parte en la cual con mucho donairenos burlamos de los clérigos, de la Inquisición,del Papa, de la santa Iglesia y del Concilio deTrento. Átame esa mosca...

-Por fuerza anda en ese lío el gran Gallardo.

-Si mi madre supiera esto, me colgaría deltecho de la sala, ya que no tenemos almenas enque hacer conmigo un escarmiento. Vamosahora a la tertulia. También nos reunimos dedía. Hoy van a leer un folleto que ha escritouno en contestación al Diccionario manual parainteligencia de ciertos escritores que por equivoca-ción han nacido en España. ¿Conoces ese librito?Es una sarta de necedades. Ostolaza lo ha lle-vado a casa, y por las noches él, el Sr. Teneyro ymamá lo leen y celebran mucho sus sandios

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chistes y groserías. Verás el que va a salir encontestación.

-Por pasar el rato iremos allá -dije dispo-niéndome a salir.

-Esta noche -añadió- iremos a casa de Poen-co. Te convido a echar unas copas...

-Magnífica idea. Cuando la señora doñaMaría duerma sale usted, se mete la llave en elbolsillo, y a casa de Poenco... Pasaremos unabuena noche. Sé que estarán allí María Encar-nación y Pepilla y la Poenca.

-Me chupo los dedos, amigo Araceli, con lanoticia. Allá voy de cabeza. Mi señora madreduerme como una piedra, y no advierte misescapatorias.

-Pero lo advertirán las hermanitas.

-Ellas lo saben, y me impulsan a salir paraque les cuente lo que ocurre por ahí durante la

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noche. También voy al teatro. Las pobrecitasllevan una vida... Como duermen juntas las tresen una misma alcoba, se entretienen de nochecontándose historias en voz baja.

Llegamos a la calle de la Santísima Trinidady en un cuarto bajo, oscuro y humildísimo,había hasta dos docenas de personas de dife-rentes edades, aunque abundaban más que losviejos los jóvenes, todos alegres y bulliciosos,como grey estudiantil, vestidos de voluntarioslos unos y con sotana un par de ellos, si no es-toy trascordado. Describir la confusión y bullaque allí reinaba fuera imposible; pintar la va-riedad de sus fachas, la movilidad de sus gestosy la comezón de hablar y reír que les poseía,fuera prolijo. Unos se sentaban en desvencija-das sillas, otros de pie sobre las mesas haciendode estas tribuna, se adiestraban en el ejercicioparlamentario; algunos disputaban furiosamen-te en los rincones, y no faltaba quien en las ro-dillas o sobre el breve espacio de mesa que de-

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jaban libre los pies de los oradores, emborrona-ba cuartillas. Era aquello un nido, una hechurade políticos, de periodistas, de tribunos, de agi-tadores, de ministros, y daba gusto ver concuánto donaire rompían el cascarón los travie-sos polluelos.

Aquello era club incipiente, redacción de pe-riódico, academia parlamentaria, todo esto, yalgo más. ¡Qué hervidero! ¡Cuántas pasiones,cuántas crisis, cuántas revoluciones, cuántahistoria, en fin, bullían dentro da aquel pastelque acababa de ponerse al fuego! Los hueveci-llos que deposita la mariposa para dar vida algusano no se abren, no echan fuera la diminutacriatura, ni esta se desarrolla con más prestezaal calor de la primavera que aquellos inocentesembriones de gente política. Su precocidadasombraba, y oyéndoles hablar, se les creía ca-paces de dar guerra al universo entero.

Al punto D. Diego y yo fuimos tratados co-mo antiguos amigos.

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-Ahora va a venir ese insigne bibliotecariode las Cortes -dijo uno- y nos acabará de leer suobra.

-Ya veo cómo tiemblan los frailes panzudosy los rollizos canónigos. Yo he dicho que debegrabarse letra por letra con oro y plata en lasesquinas de las calles.

-¡Aquí está, aquí está el insigne Gallardo!

Era altísimo, flaco, desgarbado, amarillento,siendo de notar en su rostro la viveza de losojos así como la regular longitud de las abani-cadas orejas. ¡Singular hombre! Cincuenta añosdespués le habéis visto en las calles de Madriddesfigurado por el medio siglo; pero siempredistinguiéndose muy bien por la prolongaciónlongitudinal de su persona; le habréis vistosiempre flaco, siempre amarillo, pero antesatrabiliario que jovial, marchando aprisa conlos bolsillos de un como redingot gris llenos delibros viejos, con su sombrero de hule hecho a

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las injurias de aguas y soles; y si por acaso diri-gisteis vuestros pasos a la Alberquilla, dehesapróxima a Toledo, le veríais allí sepultado enuna biblioteca, donde le devoraba, como a D.Quijote la caballería, la estupenda locura de losapuntes; le veríais encerrado semanas enteras,sin tomar otro alimento que el modestísimo deuna diaria ración de sopas de leche. Algo habíaen aquella cabeza, para ofrecer el fenómeno deque sabiendo cuanto había que saber en mate-ria de libros, y siendo el almacén de apuntes ydatos y noticias más colosal que ha existido enel mundo, jamás hiciese cosa de provecho.

Pero ustedes no conocieron a Gallardo comoyo le conocí, en la plenitud de su frenesí cle-rofóbico; ustedes no le oyeron leer como yo lascélebres páginas del Diccionario burlesco, el libromás atroz y más insolente que contra la religióny los religiosos se había escrito en España. Es-taba poseído de un estro impío, y fue la prime-ra musa de esa gárrula poesía progresista que

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durante muchos años atontó a la juventud, per-suadiéndola de que la libertad consiste en ma-tar curas.

-¡A leer, a leer! -gritaron seis o siete voces.

-¿Has acabado el párrafo del cristianismo?

-Calma y no me vuelvan loco -dijo Gallardosacando unos papelotes-. No se puede ir tanaprisa.

-Si estás a la mitad, insigne bibliotecario,habrás llegado al parrafillo de la Inquisición quecaerá en la I.

-No, porque pongo la Inquisición en la ygriega.

Grandes y estrepitosas y retumbantes risas.

-Atended un poco. A ver qué os parece estode la Constitución -dijo sentándose, mientras seformaba corrillo en torno suyo-. Ya sabéis que

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el asno hilvanador del Diccionario manual decíaque la Constitución será una taracea de párrafosde Condillac cosidos con hilo gordo... Pero miradantes cómo defino el Cristianismo. Digo así:«Amor ardiente a las rentas, honores y mandosde la Iglesia de Cristo. Los que poseen esteamor saben unir todos los extremos y atar to-dos los cabos, y son tan diestros que a fuerza deamor a la esposa de Jesucristo, han logradotener a su disposición dos tesorerías, que sonlas del arca-boba de la corte de España y la delos tesoreros de las gracias de la corte de Ro-ma». Ya veis que he parafraseado lo que dijo elManual en el párrafo del Patriotismo.

-Bartolillo -preguntó uno-, ¿y no le has con-testado nada a aquello de que el alma es unhuesecillo o ternilla que hay en el celebro, o segúnotros en el diafragma, colocado así como el palitro-quillo que se pone dentro de los violines?

-Paciencia. Allá va lo que pongo a la voz Fa-natismo... «Enfermedad físico-moral, cruel y

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desesperada, porque los que la padecen aborre-cen más la medicina que la enfermedad. Es unacomo rabia canina que abrasa las entrañas, es-pecialmente a los que arrastran holapandas.Los síntomas son bascas, convulsión, delirio,frenesí; en su último período degenera en lican-tropía y misantropía, en cuyo estado el enfermose siente con arranques de hacer una granhoguera para quemar a medio linaje humano».

-Eso está bien dicho; pero algo frío, Bartolo.

-Duro, más duro en ellos. Veamos cómo tedesenvuelves en la voz Fraile. -Frailes... Aten-ción -continuó el lector-. Una especie de anima-les viles y despreciables que viven en la socie-dad a costa de los sudores del vecino en unaespecie de café-fonda, donde se entregan a todogénero de placeres y deleites, sin más que hacerque rascarse la barriga.

Aquí no pudieron contener los mozalbetessu entusiasmo, y fue tal la algazara y el jaleo de

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pies y manos, que los transeúntes se deteníanen la calle sorprendidos por el estentóreo ruido.

-Vaya, señores, que no leo más -dijo Gallar-do guardando sus papeles con orgullo-. Esto vaa perder la novedad cuando se publique.

-Bartolo, echa el Obispo.

-Bartolo, léenos el Papa.

-Eso se quedará para mañana.

-Ya andan por ahí los Zampatortas con lacabeza inclinada como higo maduro desde quesaben va a salir tu Diccionario.

-Bartolo, ¿escribes hoy algo contra Lardizá-bal?

Lardizábal, individuo de la Regencia quehabía dejado de funcionar el año anterior, pu-blicó en aquellos días un tremendo folleto con-tra las Cortes.

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-¿Yo? Jamás le he echado paja ni cebada alseñor Lardizábal.

-Hombre, defendamos la soberanía de la na-ción.

-Si no tiene más enemigos que Lardizábal...Sopla, y vivo te lo doy...

-Mañana saldrá bueno nuestro Duende.

-Cuando sea diputado -dijo uno que por loenteco parecía sietemesino- pediré que todoslos frailes que hay en España sean destinados adar vueltas a las norias para sacar agua.

-De ese modo se regará muy bien la Mancha.

-Señores, no olvidarse de que mañana hablaOstolaza y quizás D. José Pablo Valiente.

-Hay que ir a la tribuna.

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-Yo esperaré en la calle para ver la funciónde salida.

-Eh... Antonio, échanos un discurso.

-Un discurso como el de anoche, y sobre elmismo tema de la democracia.

-Pero no digas, como el Diccionario manual,que la democracia «es una especie de guarda-ropa en donde se amontonan confusamentemedias, polainas, botas, zapatos, calzones ychupas, con fraques, levitas y chaquetas, casa-cas, sortúes y capotes ridículos, sombreros re-dondos y tricornios, manteos y unos monstruosde la naturaleza que se llaman abates».

-De ese modo ha querido pintar a las Cortes.

-La democracia -dijo otro mozalbete con vozelocuente, aunque ceceosa- es aquella forma degobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía, serige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos tan

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iguales ante la ley que ellos se imponen, como losomos los desterrados hijos de Eva a los ojos de Dios.

-Hombre, repíteme eso que es muy bonito, yquiero aprenderlo de memoria para decírselo ami papá esta noche al tiempo de cenar. A mipapá, que es muy liberal, le gustan estas cosas.

Yo me aburría entre aquella gente, sin podersacar sustancia de tan inaguantable confusiónde voces diversas, ni de aquel laberinto de opi-niones, de insensateces, de puerilidades, mani-festadas en coro inarmónico, cuyo susurrohubiera enloquecido la cabeza más fuerte. Dijea D. Diego, que me marchaba, y él se empeñóen que le acompañase hasta el fin.

-Yo oigo atentamente todo lo que hablan -me dijo- para aprendérmelo de memoria y sol-tarlo después en los cafés y en los ventorrillos.De este modo voy adquiriendo fama de granpolítico, y cuando me acerco a la mesa del café,

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todos me dicen: «a ver, D. Diego, qué piensausted de la sesión de hoy».

Nos detuvimos un poco más; pero al fin pu-de sacarle con grandes esfuerzos de allí, y nosmarchamos a tomar el fresco a la muralla.

-¿Qué diría doña María -le pregunté- si aho-ra me presentase yo en la casa?

-Hombre, se me figura que mi señora madreno te juzga del todo mal. Ostolaza dice de ti milherejías; pero mamá se opone a que hablen malde nadie delante de ella... Sin embargo, tienesen casa fama de ser un terrible conquistador dehermosuras. Más vale que no vayas allá. ¡Ah,pícaro!, ya sé que te gusta mi hermanita Presen-tación. Todos los días me pregunta por ti... Pormi parte si la quieres... yo sé que eres un hom-bre honrado.

-En efecto, me agrada.

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-Como que te la llevaste a las Cortes unatarde... Sí, cuando salieron y cayó la bomba, yles dio auxilio el padre Pedro de Advíncula... Elpobre D. Paco estuvo enfermo cinco días... vol-vió a casa lleno de bizmas, porque el estallidode la bomba, ¡asómbrate, chico!, le molió comosi le hubieran dado una paliza.

-¡Desgraciado preceptor!... No olvide usted,amiguito, que esta noche hemos de ir a casa dePoenco.

-Sí; a olvidarme iba. Las carnes me tiemblanya del gusto. ¿Dices que va Pepilla la Poenca?

-Y toda la flor de la majeza.

-Me parece que no ha de llegar el momentoen que mi señora mamá cierre los ojos.

-Aguardo en Puerta de Tierra.

-Puerta del Cielo debía llamarse. ¿Irá tam-bién la Churriana?

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-También.

-Pues aunque supiera que mi mamá estabaen vela toda la noche... adiós... me voy a cenar ya rezar el rosario. Dentro de hora y media es-taré allá... Tunante, diré a Presentación que tehe visto. ¡Qué contenta se va a poner!

Cuando nos separamos visité de nuevo alord Gray, y como le encontrara dispuesto asalir a la calle, le dije:

-Milord, la señora condesa (Amaranta) meencargó ayer que rogase a usted pasase a verla.

-Ahora mismo marcharé allá... ¿Está ustedlibre esta noche?

-Libre, y a la orden de usted.

-Será algo tarde cuando yo necesite de suauxilio. ¿Dónde nos encontraremos?

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-No es preciso fijar sitio -repuse-. Yo tengo laseguridad de que nos encontraremos. Unasúplica tengo que hacer a usted. Mi espada noes buena. ¿Quiere usted prestarme esa magnífi-ca hoja toledana que está en la panoplia?

-Con mil amores: ahí va.

Diómela, y cambié su arma por la mía.

-¡Pobre Currito Báez! -dijo riendo-. Han fija-do ustedes el duelo para esta noche. Pero, ami-go mío, yo no puedo estar en todas partes. Estanoche no podré asistir a la muerte de ese hom-bre.

-¿Pues no ha de poder? Hay tiempo para to-do.

-Fijemos horas.

-No es preciso. Ya nos encontraremos.Adiós.

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-Pues adiós.

Era de noche y corrí al ventorrillo. Don Die-go tardó mucho; pasó una hora, pasaron dos yyo no cabía en mí de ansiedad y afán. Por fin levi aparecer y calmose mi febril impaciencia consu llegada.

-Poenco -gritó dando manotadas sobre lamesa- trae manzanilla. ¿Hay algo de pescadopara hacer sed?... Querido Gabriel, hombrebenévolo y caritativo, pongo en tu conocimien-to que ahora al pasar por la calle del Burro medieron ganas de entrar en casa de Pepe Caifás,y allí perdí los cuatro duros que me diste estatarde. ¿Llevarías tu longanimidad hasta el ex-tremo de darme otros cuatro? Ya sabes que mecaso pronto.

Le di lo que me pedía.

-Señor Poenco, ¿dónde está Pepilla?

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-Ha ido a confesar y está haciendo peniten-cia.

-¡A confesar! ¿Tu hija se confiesa? No la de-jes acercarse a ningún fraile. Ya sabes que losfrailes son unos animales viles y despreciables queviven en la ociosidad y holganza en una especie decafé-fondas donde se entregan a todo género de pla-ceres...

-Todo lo que gastemos lo pago yo, tío Poen-co -dije-. Venga Jerez.

-Gracias, gracias, valiente soldado. Siemprehas sido generoso. De modo que podré embo-rracharme... Poenquillo, ¿me sabrás decirdónde se puede ver esta noche a María Encar-nación?

-Señorito D. Diego -dijo el pícaro- no mecomprometeré yo a decirle dónde está, manqueme diera esos cuatro soles de plata mejicana,porque María Encarnación salió de aquí con

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Currito Báez, y tomando hacia la calle del Tor-no de Santa María... cétera, cétera.

Entraron varios majos ya de nosotros cono-cidos, y D. Diego les convidó a beber, lo cuallejos de molestarles les causó muchísimo agra-do.

-¿Vienes de las Cortes, Vejarruco? -preguntóD. Diego a uno de ellos.

-Sí... y qué borrasca han armado allí con elpapé de Lardizábal.

-Toos, toos son unos pillos -exclamó Lom-brijón-.¡Qué gomitaeras tenía aquel diputaoalto, berrendo, querencioso, y qué cosas les dijocuando le dio aquel súpito, engrimpolándosetoo!...

-¿Qué entiendes tú de eso, Lombrijón?... Si loque dijo fue que el puebro...

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-En las orejas tengo el voquible, Vejarruco.Fue lo de la mococrasia...

-Apostad a cuál es más bruto -dijo don Die-go con pedantería-. La democracia, y no la mo-cocrasia es aquella forma de gobierno en que el pue-blo, en uso de su soberanía se rige por sí mismo,siendo todos los ciudadanos iguales ante la ley...

-Justo y cabal. ¡Qué bien parla este angelito!Si en mi poder estuviera, mañana sería diputa-do.

-Algún día me votaréis, amigos Vejarruco yLombrijón -dijo mi amigo sintiendo ya en sucabeza con los vapores del generoso licor elhumo de la vana ambición.

-¡Viva el puebro soberano! -gritó Vejarruco.

-¡Vivan las Cortes! -gruñó Lombrijón batien-do palmas con el ritmo de la malagueña-. Loque igo es que un ruedo de muchachas bailan-

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do, con un par de guitarras y otros tantos mo-zos güenos y un tonel de lo de Trebujena quedé güelta a la reonda, me gustan más que lasCortes, donde no hay otra música que la delcencerro que toca el presiente y el romrom delos escursos.

-Que vengan las muchachas, que vengan lasguitarras -gritó el de Rumblar, dueño ya tansólo de la mitad de su corto entendimiento.

-Poenco, si las traes te hacemos...

-Te hacemos diputao...

-¿Qué es eso? ¡Menistro! ¡Viva la libertad dela imprenta y el menistro señó Poenco!

Mientras de este modo se enardecía el espíri-tu y se exaltaban los sentidos de aquellosbárbaros, iba pasando mucho tiempo, mástiempo del que yo quería que pasase sin poner

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en ejecución mi pensamiento. Habían sonadolas nueve, las diez, casi las once.

Más fuerte que si tuviera algo dentro, la ca-beza de mi amigo D. Diego resistía a frecuentestrasiegos del ardiente líquido; pero cuando vi-nieron las mozas y comenzó la música, el noblevástago perdió los estribos y dio con su alma ysu cuerpo en el torbellino de la más groseraorgía que ventorrillo andaluz puede ofrecer alsibaritismo. Bailó, cantó, pronunció discursospolíticos sobre una mesa, imitó el pavo y elcerdo, y por último, ya muy tarde, cuando elafán me devoraba y la impaciencia me teníanervioso y aturdido, dio con su noble cuerpo entierra, cayendo inerte, como un pellejo de vino.Las mozas formaban elegantes parejas con Ve-jarruco y Lombrijón; los guitarristas se divert-ían por su cuenta en otro extremo de la taberna,roncaba como una bestia enferma el gran Poen-co y la ocasión era propicia para mí. Tomé lasdos llaves que el durmiente D. Diego llevaba en

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su bolsillo, y corrí como un insensato fuera dela taberna.

La repugnante zambra habíase alargado bas-tante, porque eran ya casi las doce.

-XXV-Yo no corría, volaba, y en poco tiempo lle-

gué a la calle de la Amargura, mortificado porel recelo de acudir tarde. Un hombre que selanza desesperado al crimen no experimenta enel instante de perpetrar su primer robo, su pri-mer asesinato, emoción tan viva como la que yoexperimenté cuando introduje la llave, cuandole di vueltas poco a poco para evitar todo ruido,cuando empujando la puerta ya abierta, estacedió ante mí sin rechinar, merced a las precau-ciones que con este fin había tomado D. Diego.Entré, y por un rato halleme desorientado en laprofunda oscuridad del zaguán; pero a tientas

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y cuidadosamente pude llegar al patio, dondela claridad del cielo que por la cubierta de vi-drios entraba, me permitió marchar con piemás seguro. Abriendo la segunda puerta quedaba paso a la escalera, subí muy despacio asi-do al barandal.

El corazón me latía con loca presteza, pare-ciéndome tan desmesuradamente ensanchado,que experimenté la sensación de llevar dentrodel pecho un objeto mayor que la casa en queestaba. Me tenté la espada, por ver si estaba enmi cintura, y probé si salía con holgura de lavaina. En las sombras que me rodeaban, creíaver a cada instante la imagen de lord Gray yotra imagen, corriendo ambas fuera de la casaprofanada. Verdaderamente, señores, discu-rriendo con serenidad, no podía darme cuentadel objeto de mi arriesgada expedición allí de-ntro. ¿Iba a satisfacer en la persona de lordGray mi anhelo de venganza, iba a gozarme enmi propio desaire o a impedir la violenta de-

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terminación de los locos amantes? Yo no lo sab-ía. En mi pecho bullían ardientes furores, y sequemaba mi frente circundada por anillo decandente hierro. Los celos me llevaban en susalas negras llenas de agudas uñas que desga-rran el pecho, y dejándome arrastrar, no podíaprever cuál sería el término de mi viaje.

Al llegar al corredor de cristales que dabavuelta a todo el patio, percibí con claridad losobjetos, por la mucha luz de la luna que allípenetraba. Entonces medité, y formulando va-gamente un plan, dije:

-Aquí buscaré un sitio donde ocultarme.Lord Gray no puede haber llegado todavía. Leespero, y cuando venga le saldré al paso.

Puse atento el oído, y creí sentir un rumorvago. Parecíame ruido de faldas y pasos muytenues. Aguardando un rato, al cabo distinguíuna forma de mujer que salía al corredor por lapuerta menos próxima al sitio donde yo me

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encontraba. Había allí un alto, pesado y negroropero que proyectaba sombra muy oscurasobre sus costados, y junto a él me guarecí.Atisbé la figura que se acercaba, y al punto lareconocí. Era Inés. Acercábase más, y al finpasó por delante de mí. Yo me aplasté contra lapared: hubiera querido ser de papel para ocu-par el menor espacio posible.

A la escasa luz pude advertir en ella unagran confusión. Inés iba hacia la escalera, volv-ía, tornaba a adelantar, retrocediendo después.Sus ademanes indicaban zozobra vivísima, másque zozobra, desesperación. Exhalaba hondossuspiros, miraba al cielo como implorando mi-sericordia, reflexionaba después con la barbaapoyada en la mano, y al fin volvía a sus ante-riores inquietudes.

-Es que le espera -dije para mí-. Lord Grayno ha venido.

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Inés entró de repente en las habitaciones ysalió al poco rato con un largo mantón negrosobre la cabeza. Andaba con gran cautela, y susdelicados pies parecía que apenas esflorabanlos ladrillos del piso. Volvió a pasar junto a mí,dirigiéndose a la escalera, pero retrocedió otravez.

-Está loca -pensé- se dispone a salir sola. Sinduda él le espera en la calle.

La muchacha descendió dos o tres peldaños,y tornó a subir. Entonces observé claramente surostro; estaba muy inmutada. Balbucía o cecea-ba, y su soliloquio, en que se le escapaban vo-ces articuladas, era de los que indican una granagitación del alma. Algunas voces tenues y con-fusas que salían de sus labios, llegaron a mioído y percibí con toda claridad estas dos pala-bras: «Tengo miedo».

Al pasar cerca de mí, no sé si sintió mi respi-ración o el roce de mi cuerpo contra la pared,

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porque me era imposible permanecer en abso-luta quietud. Estremeciose toda, miró al rincón,y de seguro me vio, es decir, vio un bulto, unfantasma, un ladrón, cualquiera de esos vesti-gios o imaginarios duendes de la noche, queasustan a los niños y a las muchachas tímidas.En el paroxismo de su miedo, tuvo, sin embar-go, bastante presencia de ánimo para no gritar;quiso correr, mas le faltaron las fuerzas. Ma-quinalmente salí de mi escondite, dando algu-nos pasos hacia ella, la vi temblorosa con losojos desencajados y las manos abiertas, acer-queme más, y le dije en voz muy baja:

-Soy yo; ¿no me conoces?

-Gabriel -dijo como quien despierta de unmal sueño-. ¿Cómo has entrado aquí? ¿Québuscas?

-No me esperabas sin duda.

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Su acento de profunda sorpresa no indicabapesadumbre ni contrariedad. Después añadió:

-No parece sino que te ha enviado Dios ensocorro mío. Acompáñame: tengo que salir a lacalle.

-¡A la calle! -exclamé más desconcertadoaún.

-Sí -dijo recobrando la zozobra que al prin-cipio había advertido en ella-; quiero traerlaaunque sea arrastrada por los cabellos... ¡Ay!Gabriel, estoy tan angustiada que no sé cómocontarte lo que me pasa. Pero vamos, acompá-ñame. No me atrevía a salir sola a estas horas.

Diciendo esto tomaba mi brazo, y con im-pulso convulsivo me empujaba hacia la escale-ra.

-Esta casa está deshonrada... ¡Qué vergüen-za! Si mañana despierta doña María y no la

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encuentra aquí... Vamos, vamos. Yo espero queme obedecerá.

-¿Quién?

-Asunción. Voy a buscarla.

-¿En dónde está?

-Se ha marchado... Ha huido... Vino lordGray... En la calle te contaré...

Hablábamos tan bajo que nos decíamos laspalabras en el oído. En un instante y andandocon toda la prisa que permitía la oscuridad dela casa, bajamos, abrimos las puertas y nos en-contramos en la calle.

-¡Ay! -exclamó al ver cerrar por fuera lapuerta-. En mi atolondramiento se me olvidaba,al querer salir, que no tenía llaves para abrir lapuerta.

-Pero ¿a dónde vas tú, a dónde vamos?

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-Corramos -dijo aferrándose a mi brazo.

-¿A dónde?

-A la casa de lord Gray.

Aquel nombre encendió de nuevo mi sangre,y pregunté con desabrimiento:

-¿Y a qué?

-A buscar a Asunción. Tal vez lleguemos atiempo para impedir su fuga de Cádiz... Estáloca esa muchacha, loca, loca, loca... Gabriel,¿con qué objeto entrabas esta noche en la casa?¿Ibas a buscarme?... ¿Ibas de parte de mi pri-ma?

-Pero lord Gray... Explícame eso.

-Lord Gray entró esta noche. Asunción leesperaba... levantose callandito de su cama y sevistió. Yo desperté también... Asunción se llegaa mi cama cuando iba a partir, y besándome, en

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voz muy bajita me dijo: «Inés de mi corazón,adiós, me voy de esta casa». Yo salté de mi ca-ma, quise detenerla, pero la pícara lo tenía todomuy bien dispuesto y salió con gran ligereza.Quise gritar, pero tuve miedo... La idea de quedespertase doña María en aquel instante mehacía temblar... Se fueron muy despacito, ycuando me quedé sola... ¡Ay! La insensatez deesa muchacha, a quien todos tienen por santa,me enardecía la sangre. Lord Gray la ha enga-ñado; lord Gray la abandonará... Vamos, vamospronto.

-¡Me parece que estoy soñando! De modoque Asunción... ¿Pero qué vamos a hacer, quévamos a decir a Asunción y a lord Gray?

-¿Y eso dice un hombre, un caballero, un mi-litar que lleva una espada? Cuando les vi salirsentí un impulso de cólera... quise correr trasellos... luego me ocurrió llamar a los de la ca-sa... pero después, pensando que lo mejor seríaimpedir la fuga de Asunción, discurrí si podría

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traerla de nuevo a casa, con lo cual la condesano se enterará de nada... Yo pedí auxilio al cieloy dije: «Dios mío, ¿qué puede hacer una mujer,una pobre y desvalida mujer, contra la perfidia,la astucia y la fuerza de ese maldito inglés?Dios poderoso, ayúdame en esta empresa».Cuando yo decía esto te me presentaste tú.

-¿Y cuál es tu intención?

-Yo dudaba si salir o no. Era una locura sa-lir... ¿Qué hubiera podido lograr sola? Nada.Ahora es distinto. Me presentaré en casa de esebandido; procuraré convencer a esa desgracia-da de la miserable suerte que le espera. ¡Oh!,nunca la creí capaz de acto tan abominable...Haré lo posible por traérmela conmigo. Unhombre me acompaña, no temo a lord Gray, yveremos si persiste en sus viles proyectos de-lante de mí.

-No persistirá. Lo que está pasando es unplan admirable de la Providencia.

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-La pobre Asunción es una tonta. Su fondoes bueno, pero con la santidad, con el encierro ycon lord Gray se le ha convertido la imagina-ción en un hervidero. Nos queremos mucho.Varias veces he conseguido de ella con mis ca-riñosas amonestaciones más que su madre conel rigor y toda la Iglesia católica con sus santi-dades... Volverá, volverá con nosotros... ¡Quépeligroso paso!... ¡Ella y yo fuera de casa!... Co-rramos, corramos. La casa de ese hombre estáen el fin del mundo.

-Lord Gray abandonará su presa. Ya prontollegamos. Lord Gray tendrá el castigo que me-rece.

-¡Así te oyera Dios! ¡Pobre Asunción! ¡Pobreamiga! ¡Tan buena y tan loca! Se me parte elcorazón al considerarla deshonrada y perdidapara siempre. La arrancaremos de manos de suseductor... No, no huirá de Cádiz... Aún faltanmuchas horas para el día... Vamos, corramospronto.

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-XXVI-Por fin llegamos a casa de lord Gray. Toqué

fuertemente a la puerta y un criado soñolientoy malhumorado bajó a abrirnos.

-El señor no está -nos dijo.

Creyendo que nos engañaba, empujé puertay portero para abrir paso, y entramos diciendo:

-Sí está. Me consta que está.

Como la casa de lord Gray era centro deaventuras, y allí entraban con frecuencia hom-bres y mujeres a distintas horas del día y de lanoche, el criado no puso obstáculo a que inva-diéramos imperiosamente la casa, y guiándo-nos a la sala, encendió luces, sin cesar de repe-tir:

-El señor no está, el señor no ha venido estanoche.

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Inés, desfallecida, dejose caer en un sillón.Yo recorrí la casa toda, y en efecto, lord Grayno estaba. Después de mis pesquisas Inés y yonos miramos con angustiosa perplejidad, con-fundidos ante la inutilidad del arriesgado pasoque habíamos dado.

-No están, Inés. Lord Gray ha tomado susprecauciones y es inútil pensar en impedir lafuga.

-¡Inútil! -exclamó con dolor-. No sé qué pen-sar. Llévame otra vez a mi casa. ¡Dios míosantísimo, si me sienten llegar contigo!... ¡Sidoña María se levanta y ve que Asunción y yono estamos allí!... ¡Esto ha sido una locura!¡Desgraciada Asunción! ¡Tan buena y tan loca!

Inés lloraba con vivo dolor la pérdida de suamiga.

-Para mí es como si hubiera muerto -añadió-.¡Que Dios la perdone!

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-Engañado por su aparente santidad, jamáscreí que tuviera tan ciega pasión por un hom-bre.

-Su hipocresía es superior a todo lo quepuede concebirse. Ha aprendido a disimularcon tal arte sus sentimientos, que todos se en-gañan respecto a ella.

-Para decírtelo todo de una vez, Inés, yo creíque la que amaba a lord Gray eras tú. Todos,incluso Amaranta, creían lo mismo.

-Ya lo sé. Yo misma tengo la culpa de esto,porque deseando evitar a mi amiga las cruelesreprensiones y castigos de su madre, callaba ysufría siempre, y las sospechas caían sobre mí.Conmigo tenían cierta tolerancia, y como sólose trataba de cartitas y tonterías, dejé correr elengaño, pasando por casquivana... Algunasveces me apropiaba deliberadamente las faltasde Asunción, por el beneficio que me traían...¿no entiendes? Mi mayor gusto era ver rabiar a

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D. Diego, diciendo que no se casaría nuncaconmigo.

-Él espera que pronto le darás tu mano.

Por primera vez en aquella noche la vi reír.

-Yo sabía -añadió después- que todas lassospechas caían sobre mí, y callaba. Jamáshubiera delatado a la pobre Asunción. Espera-ba arrancarle de la cabeza esa locura, y en unaocasión creí conseguirlo. Lord Gray ponía enjuego mil ingeniosas estratagemas... ¿Tú sabestodo lo que pasó el día que fuimos a las Cor-tes?... ¡Hombre más original!... Yo esperaba quesiguieras yendo a casa por la noche... te hubierainformado de todo... Pasaron días y meses, yentretanto, sola y abandonada de todos, necesi-taba valerme de mis propios esfuerzos para irprolongando, prolongando mi situación, con laesperanza de verme libre algún día... Pero mar-chemos al punto de aquí. ¡Dios mío, qué tarde!

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-Inés, te he recobrado, te he reconquistadodespués de creerte perdida para siempre-afirmé olvidando la situación en que nos en-contrábamos-. Has resucitado para mí. ¡Queri-da mía, imitemos la conducta de Asunción ylord Gray, y vámonos por esos mundos!

Me miró con severidad.

-¿Deseas volver a aquella horrible prisión,más cerrada y más sombría que la casa de losRequejos? -le dije con exaltación, estrujando susmanecitas entre las mías.

-Más vale esperar -me contestó-. Llévame ami casa.

-¡Otra vez allá! -exclamé deteniéndola en sumarcha con la barrera de mis brazos, quehubieran querido ser muralla indestructiblepara separarla del resto del mundo-. ¡Otra vezallá! Ya no te volveré a ver más. Se cerrarán laspuertas de ese purgatorio presidido por doña

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María, y adiós para siempre. Querida mía, va-mos a casa de la condesa; allí te convencere-mos. Sabrás lo que importa más que nada en elmundo.

Inés demostraba gran impaciencia.

-¡Pero un momento más, un momento! Pa-san meses sin verte. Sabe Dios hasta cuándo nonos veremos. ¿No sabes lo que me pasa? El go-bierno ha dispuesto que salga una expediciónpara desembarcar en Cartagena y socorrer a laspartidas de Castilla. Me han designado paraformar parte de ella. Pobre soldado, tengo queobedecer. ¿Cuándo nos volveremos a ver?Nunca. No te separes de mí esta noche. Salga-mos de aquí, y te llevaré al lado de la condesa,tu prima.

-¡No, a casa, a casa!

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-La puerta de aquella mansión me pareceque es la losa de tu sepulcro. Cuando se cierre,dejándote dentro, todo se acabó.

-No, yo no quiero salir como Asunción, ace-chando el sueño de su madre para escapar. Yono quiero salir así de mi encierro, sino en plenodía, con las puertas abiertas y a la vista de to-dos. Vámonos. ¡Qué locura he hecho esta no-che, Dios mío! Asunción, ¿dónde estás? ¿Hasmuerto ya para mí y para los demás?... Nopuedo estar aquí ni un instante más. Me pareceque siento la voz de doña María llamándome, ylos cabellos se me erizan de espanto.

Inés se dirigió a la salida. En el mismo ins-tante oímos ruido de un coche en la calle.Aguardamos, sintiendo que alguien subía, ypor fin abriose la puerta de la sala, y apareciólord Gray. Estaba sombrío, fosco, agitado, ner-vioso.

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Nos miró con asombro, quiso reír, pero sucolérico semblante no echaba de sí más querayos. Temblaba de ira, iba de un lado paraotro de la sala, como un tigre en su jaula, nosmiraba, nos decía algo inconexo, risible, estúpi-do, y luego hablaba consigo mismo en mono-sílabos incomprensibles, mezclando la lenguainglesa con la española.

-Sr. de Araceli, buenas noches... Y usted, ni-ña, ¿qué hace aquí? ¡Ah!, ya... Mi casa sirve derefugio a los amantes... Son ustedes más afor-tunados que yo... ¡Condenación eterna para lasniñas mojigatas!... Un hombre como yo... Nodebí acceder... ¡Por San Jorge y San Patricio!...

-Lord Gray -dije- hemos venido a esta casacon móvil muy distinto del que usted supone.

-¿En dónde está Asunción? -exclamó Inéscon vehemencia-. No, no saldrán ustedes deCádiz. Voy a alborotar toda la ciudad.

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-¿Asunción? -repuso el inglés pateando concólera y elevando el puño-. He sido un necio...pero mañana veremos... El demonio me lleve sicedo... ¿Qué decía usted? Asunción... es unaniña honradita y formalita... ¡Maldito bigo-tism!... Mucho lloro, mucho hipo, mucho suspi-rito... ¡Mala peste!... ¿Qué decía usted?... Perdo-ne usted... Estoy nervioso... despido fuego yelectricidad... Pues como decía, Asunción...

-¡Sí!, ¿dónde está? Es usted un malvado.

-La pobrecita niña está ya de vuelta en casarezando el Confiteor con las manecitas cruzadasdelante del altarejo... ¡Malditas sean las niñaspiadosas!... Parece que su voluntad ha de ser deroca, y es cera de iglesia. Están buenas parasacristanes... Pues sí. En su casa está ya de vuel-ta. El seráfico arcangelillo se asustó al versesolo conmigo en lugar extraño... ¡No les gustamás que la sacristía!... Lloró, rabió, quiso ma-tarse, escandalizó la casa de aquella ilustre do-ña Mónica a donde la llevé... Jamás me ha pa-

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sado otra como esta... ¡Pobre gatita, cómo ma-yaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos paraclamar por su honor!... Nada; es preciso serfraile o sacristán... En fin, ya está otra vez en sucasa, a donde acabo de llevarla sigilosamente,lo mismo que la saqué... Señora doña Inesita,veo que es usted mujer resuelta... Usted se haechado a la calle con este insigne mancebo... Nohay que hacer aspavientos de honor y demásbambolla... La señora condesa me lo ha contadotodo esta tarde desde la cruz a la fecha... Ellaquería que yo me comprometiese a librarla austed de su cautiverio, y convine en ello... Peroustedes lo han sabido arreglar. Así se hace...Esta noche las contrariedades y las desdichasson para mí... Pero mañana... tomaré precau-ciones... O hizo Lucifer a las mojigatas parareírse de los enamorados, o las hizo Dios paracastigarlos... Recapacitemos; ¡las hizo Dios,Dios, Dios!...

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-Salgamos al instante de aquí -dijo Inés-. Es-te hombre está loco. Si es cierto que la infeliz havuelto a casa, pronto lo sabremos.

Impulsado por una determinación súbita, di-je al inglés:

-Milord, ¿me presta usted su coche?

-Está a la puerta.

-Pues vamos.

Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y su-biéndola en la alta carroza (una de las singula-ridades del Cádiz de entonces, introducida porlord Gray) dije al cochero:

-A casa de la señora de Cisniega, en la callede la Verónica.

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-XXVII--¿A dónde me llevas? -exclamó Inés con es-

panto cuando me senté junto a ella dentro delcoche que empezó a rodar pesadamente.

-Ya lo has oído. No me preguntes por qué.Allá lo sabrás. He tomado esta resolución y nohay fuerza humana que me aparte de ella. Noes una calaverada; es un deber.

-¡Qué dices! Yo salí para salvar a mi amigade la deshonra, y la deshonrada soy yo.

-Inés, oye lo que te digo. ¿Estás decidida acasarte con D. Diego?

-Déjate de simplezas.

-Pues entonces calla y resígnate a ir a dondeyo te lleve. Una serie de acontecimientos provi-denciales te ha puesto en mi poder y creeríacometer un crimen si te llevara de nuevo a

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aquel aborrecido encierro, donde al fin seríasvíctima del egoísmo fanático y de la insoporta-ble autoridad de quien no tiene ningún derechoa martirizarte... Pobrecilla, graba en tu memorialo que te estoy diciendo y más tarde bendecirásesta locura mía. No, no volverás allá. No pien-ses más en doña María. Confía en mí. Dime: ¿tehe engañado alguna vez? Desde que nos cono-cimos ¿no has sido para mí una criatura vene-rada a quien de ningún modo se puede ofen-der? ¿No has visto siempre en mí, junto con elcariño más vivo que jamas se tuvo hacia perso-na alguna, un respeto, un culto superior a todaslas debilidades humanas? Inés, tú eres víctimade un gran error. ¿Temes a doña María, temes ala de Leiva, temes a esas siniestras y medrosasfiguras que constantemente te están vigilandocon sus ojos terribles? Pues bien; esas dos per-sonas no son para ti otra cosa que dos figuronescomo los que asustan a los chicos. Acércate,tócalos y verás cómo son cartón puro.

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-No sé qué quieres decir.

-Quiero decir -continué hablando con tantavehemencia como rapidez- que te has forjadorespetos de familia, consideraciones e ideas queson hijas de un error. Te han engañado, estánabusando de tu bondad, de tu dulzura parafines execrables, y no pudiendo amoldar tuhermosa condición a la suya, te corrompen porgrados, falsificándote, querida mía, con la es-cuela del disimulo. No hagas caso, no piensesen ellas, considérate libre. Vivirás al amparo dela única persona que tiene derecho a mandar enti; serás libre, disfrutarás de los goces inocentes,de los nobles placeres de la Naturaleza; podrásmirar al cielo, admirar las obras de Dios,podrás ser buena sin hipocresía, alegre sin des-enfado, vivir rodeada de personas que te ado-ren, y con la conciencia en paz y tranquila. Nointerrumpirá tu sueño la cavilación de los fin-gimientos que tendrás que hacer al día siguien-te para que no te castiguen. No te verás en el

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doloroso caso de mentir; no te aterrará la ideade desposarte con un hombre aborrecido; noestarás expuesta a la alternativa de que peligretu virtud o seas desgraciada, desgraciadísima ydigna de lástima en esta breve vida y luegocondenada en la eternidad de la otra.

-Gabriel -me dijo ella bañado el rostro enlágrimas- no entiendo lo que me dices. Nopuedo creer que tú seas capaz de engañarme.¿Lo que dices es una locura o qué es...? ¿Adónde me llevas...? Por Dios, no hagas una lo-cura. Cochero, cochero, a la calle de la Amargu-ra.

-El cochero irá donde yo le mande -exclaméalzando la voz, porque el ruido del carruaje nosobligaba a hablar a gritos-. Regocíjate, Inés,alégrate, amiguita. El aspecto de tu existenciava a cambiar desde esta noche. ¡Cuántas penas,pobrecita, cuántas alternativas y vaivenes entan pocos años! Por un lado tú, por otro yo.Ambos sujetos a mil fatigas, mecidos y arras-

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trados por este oleaje terrible que ya nos sube,ya nos baja, ya nos junta, ya nos separa...

-Es verdad, es verdad.

-¡Pobre amiga mía! ¡Quién había de decirteque en tu grandeza serías tan desgraciada comoen tu miseria!

-Sí, es verdad, es verdad... Pero me dejoarrastrar por tu demencia. ¡Llévame a mi casa,por Dios! Después concertaremos...

-Ya está concertado...

-Pero mi familia... Yo tengo nombre y fami-lia...

-A eso voy.

-No, no puedo consentirlo. Es imposible queme engañes... ¡A casa, a casa! ¡Qué dirán de mí!¡Virgen Santísima!

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-No dirán nada.

-Yo tengo imaginado un gran plan...

-Este plan es el mejor... Tu prima acabará dedártelo a conocer. Al diablo doña María y la deLeiva.

-Es el jefe de la familia. Ella manda.

-Ahora mando yo, Inés. Obedece y calla.¿No recuerdas que en todos los instantes su-premos de tu vida has necesitado de mi ayuda?Ahora es lo mismo. Hace tiempo que buscabaesta ocasión... te atisbaba con vigilante mirada...quería robarte, como te robé en casa de los Re-quejos, y al fin lo he conseguido... Que vengaacá doña María a arrancarte de mi poder. Lodemás te lo dirá tu prima. Ya llegamos.

Fuera que confiaba en mí entonces como enotras ocasiones de su vida, abandonándose aaquel destino suyo, de que yo había sido tantas

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veces celoso ejecutor; fuera que un vago pre-sentimiento la inclinaba a aprobar mi conducta,lo cierto es que no hizo esfuerzo para resistircuando entré con ella en la casa y la condujearriba, despertando con el estruendo de mi lle-gada a todos los habitantes de la casa. Gransusto tuvo Amaranta al sentir tan a deshora losgolpes y voces con que yo me anuncié. Al salira mi encuentro, doña Flora y la condesa estabanaturdidas de puro asombradas.

-¿Qué es esto? ¿Cómo has salido de la casa?-exclamó la condesa, besándola con ternura-. AGabriel debemos sin duda esta buena obra.

-Qué placer es estar junto a usted, queridaprimita -dijo Inés sentándose en el sofá de lasala tan cerca de Amaranta, que casi estabasobre sus rodillas-. Me olvido de la falta que hecometido huyendo de mi casa, y los gritos demi conciencia son ahogados por la gran felici-dad que ahora siento. Estaré un ratito, un ratitonada más.

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-Gabriel -dijo Amaranta con el rostro inun-dado de lágrimas- ¿cuándo sale la expedición?Yo pediré permiso para marchar en ella y nosllevaremos a Inés.

-¡Huir! -exclamó la muchacha con terror-. Yoapareceré a los ojos de todos como una criaturasin pudor que deshonra y envilece a su fami-lia... Volveré a casa de doña María.

-¡Fuera engañosas apariencias! -grité yo-. Pormás que vuelvas a todos lados la vista, no en-contrarás más familia que la que en estos mo-mentos te rodea.

La condesa con su mirada penetrante quisoimponerme silencio; pero yo no podía callar, ylos pensamientos que se agitaban con febrilempuje en mi cerebro, afluían precipitadamen-te a mis labios, dándome una locuacidad queno podía contener.

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-El entrañable amor que te ha manifestadosiempre la persona en cuyos brazos estás, ¿note dice nada, Inés? Cuando pasaste de lahumildad de tu niñez a la grandeza de tu ju-ventud, ¿qué brazos te estrecharon con cariño?¿Qué voz te consoló? ¿Qué corazón respondióal tuyo? ¿Quién te hizo llevadera la soledad detu nobleza? Seguramente has comprendido queentre ella y tú existían lazos de parentesco másestrechos que los que reconoce el mundo. Tú loconoces, tú lo sabes, tu corazón no puedehaberse engañado en esto. ¿Necesito decírtelomás claro? La voz de la Naturaleza antes deahora, en todas ocasiones, y más que nuncaahora mismo clamará dentro de ti para de-clarártelo. Señora condesa, abrácela usted, por-que nadie vendrá a arrancarla de manos de suverdadero dueño. Inés, descansa tranquila enese seno, que no encierra egoísmo ni intrigascontra ti, sino sólo amor. Ella es para ti lo mássanto, lo más noble, lo más querido, porque estu madre.

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Diciendo esto callé; descansé como Diosdespués de haber hecho el mundo. Estaba tansatisfecho de haber hablado, que las lágrimas,la turbación, la emoción silenciosa y profundade las dos mujeres, abrazadas y oprimidas unacontra otra como queriendo formar una solapersona, me halagaban más que al orador elo-cuente los aplausos de la multitud y el deliriodel triunfo. Las últimas palabras las solté comose echa fuera algo que nos ahoga.

-XXVIII-Mientras madre e hija espaciaban a sus an-

chas y a solas los sentimientos y ternezas de sucorazón, yo me encontraba (seis horas despuésde lo contado, y ya muy entrado el día) frente afrente de mi señora doña Flora, separada supersona de la mía tan sólo por la breve superfi-cie de una mesa, donde dos regulares tazonesde chocolate nos servían de almuerzo. Habla-

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mos un rato del acontecimiento que mis lecto-res conocen, y después, arrimando con arte laconversación hacia asunto más de su gusto, medijo:

-Amaranta me asegura que no miras conmalos ojos a esa jovenzuela que nos trajisteanoche. ¡Bonita formalidad es la tuya! ¿Y quédirán de un chiquillo que en vez de inclinarse abuscar apoyo para sus inexperiencias en lacompañía de personas mayores, se enloquececon las niñas de su misma edad?... Vuelve en ti,hombre... oye la voz de la razón... penétratebien de...

-Vuelvo, oigo y penetro, señora doña Flora.Estoy arrepentido de mi locura... Tentome eldemonio, y... Pero siento pasos, que se me figu-ra son los del Sr. D. Pedro del Congosto.

-Jesús, María y José... ¡Y tú ahí tan serio to-mando chocolate conmigo!... Pero hombre, ¿y elpudor y la decencia?

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No pudo continuar porque entró D. Pedro,todo lleno de bizmas y parches, fruto amarguí-simo de la brillante campaña del Condado. Le-vantose azorada doña Flora, y dijo:

-Sr. D. Pedro... es una casualidad, créalo us-ted, que se encuentre aquí este mozuelo... Nun-ca está una libre de calumnias... Este chico estan loco, tan imprudente...

Congosto me miró con ira, y tomando asien-to, habló así:

-Dejemos a un lado esa cuestión. A su tiem-po será tratada... Ahora vengo a decir a ustedque se prepare a recibir a la señora condesa deRumblar, que viene seguida de respetables per-sonas para que le sirvan de testigos.

-¡Dios mío! ¡La justicia en mi casa!

-Parece que lord Gray robó anoche a la seño-ra doña Inesita, depositándola aquí.

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-¡Es un error! ¿Pero de veras viene doñaMaría? Yo estoy temblando... Alguien ha en-trado en la casa.

No había acabado de decirlo cuando sintiosegran ruido abajo y arriba gran conmoción. Apa-reció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse dis-tintos pareceres, pero prevaleció el de que serecibiese decorosamente a la de Rumblar, con-testando a sus cargos en el terreno legal, si ellaen el mismo los hacía.

Todos menos Inés nos reunimos en la sala, ya poco entró el lúgubre cortejo, presidido pordoña María, con una pompa y severa majestadque le habrían envidiado reinas y emperatrices.Profundo silencio reinó en la sala por un ins-tante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo ensaludos, doña María, no pudiendo contener elvolcán que bramaba dentro de las cavidades desu pecho.

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-Señora condesa -dijo- venimos a casa de us-ted en busca de una doncella puesta a mi cui-dado, la cual ha sido robada esta noche de micasa por un hombre que se supone sea lordGray.

-Aquí está, sí, señora -repuso Amaranta-. EsInés. Si estaba puesta al cuidado de personasextrañas, yo la reclamo porque es mi hija.

-Señora -dijo doña María temblando de cóle-ra- ciertas supercherías no producen efecto antela declaración categórica de la ley. La ley no lareconoce a usted por madre de esa joven.

-Pues yo me reconozco y declaro aquí delan-te de los que me escuchan, para que conste conarreglo a derecho. Si usted alega una ley, yoalego otra, y entretanto mi hija no saldrá de micasa, porque a ella ha venido espontáneamentey por su propia voluntad, no seducida por uncortejo, sino con deliberado propósito de vivir ami lado, como hija obediente y cariñosa.

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-No me sorprende la conducta de lord Gray-dijo doña María-. Los nobles de Inglaterra sue-len corresponder de este modo a la hospitali-dad que se les da en las casas honradas... Perono debo culpar tan sólo a él, hombre de mundo,privado de ideas religiosas y ciego ante la luzde la verdadera y única Iglesia, no. ¿Qué ha dehacer el ciego sino tropezar? A quien princi-palmente acuso es a ella; lo que más que nadame asombra es la liviandad de esa muchachacasquivana... Verdaderamente, señora condesa,voy creyendo que tiene usted razón en llamarlasu hija. Árbol y fruto con iguales propiedadesse distinguen.

-Señora doña María -replicó Amaranta conla voz tan temblorosa, a causa de la cólera, queapenas se entendían sus palabras- no vino mihija seducida por lord Gray. Vino acompañadapor él o por otro, que esto no hace al caso, ymovida de propia inspiración y deseo. Me con-gratulo de ello, porque así la persona que más

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amo en el mundo estará libre de corrompersecon el mal ejemplo de dos conocidas niñas mo-jigatas, que esconden a sus novios bajo las fal-das de brocado de los santos que tienen en losaltares de su casa.

Doña María se levantó como si el sillón enque estaba sentada se sacudiera repelido porsubterránea explosión. Sus ojos fulminabanrayos, su curva nariz, afilándose y tiñéndose deun verde lívido, parecía el cortante pico deláguila majestuosa: moviose convulsivamentesu barba picuda, reliquia de la antigua castaceltíbera a que pertenecía, hizo ademán de que-rer hablar; mas con gesto majestuoso semejanteal de las reinas de la dinastía goda cuandomandaban hacer alguna gran justicia, señaló ala otra condesa, y desdeñosamente dijo:

-Vámonos de aquí. No es este mi lugar. Mehe equivocado. Señora condesa, quise que no seagriara esta cuestión; quise evitar a usted lavisita de los emisarios de la ley. Pero usted no

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merece otra cosa, y no seré yo quien desempeñeen esta casa el papel que corresponde a alguaci-les y polizontes.

-Como experta en pleitos -repuso Amaranta-y conocedora de tal laya de gente, puede ustedbuscar en la familia de estos una esposa para sudigno hijo el señor conde, varón insigne en lastabernas y garitos de Madrid. Jugando al montepodrá restablecer el mermado patrimonio, sinverse en el caso de solicitar un enlace violentocon una joven mayorazga.

-Salgamos de aquí, señores; son ustedes tes-tigos de lo que aquí ha pasado -dijo doña Maríadirigiéndose a la puerta.

Y sin esperar a más, resueltamente y bra-mando de ira, que expresaba con olímpicofruncimiento de cejas, salió de la sala y de lacasa, seguida de los mismos que le habíanacompañado, a cuya cola iba D. Paco.

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Por largo rato reinó profundo silencio en lasala. Amaranta, después de desahogar las anti-guas cóleras de su pecho, estaba meditabunday aun diré que arrepentida de todo lo que habíadicho, doña Flora preocupada, y Congosto, conlos ojos fijos en el suelo, revolvía sin duda en sucabeza altos y caballerescos pensamientos. Sacóa todos de su perplejidad una visita que nadieesperaba, y que causara general asombro. En lasala se presentó de improviso lord Gray.

Advertí en su fisonomía las huellas de la agi-tación de la pasada noche, y lo turbado de suhablar indicaba que aquel singular espíritu nohabía recobrado su asiento.

-En mal hora viene milord -le dijo secamenteD. Pedro-. Ahora acaba de salir de aquí doñaMaría, cuyo enojo por las picardías de usted estan fuerte como justo.

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-La he visto salir -repuso el inglés-. Por esohe entrado. Deseo saber... ¿Se sospecha de mí,señora condesa, se me acusa?...

-¡Pues no se le ha de acusar, hombre deDios!... -dijo D. Pedro-. Pues a fe que echó re-quiebros la señora doña María... y con mucharazón por cierto. Pues qué, robar a la señoradoña Inesita, aun con consentimiento de la quese llama su madre...

-Vamos, estoy tranquilo -dijo lord Gray-.Veo que me imputan las hazañas de este pícaroAraceli, dejando en el olvido las mías propias.Desvaneceré el engaño, aunque en realidad, yoacepto todas las glorias de esta clase que mequieran adjudicar... La señora condesa estará yacontenta.

Amaranta no contestó.

-Disimule usted -dijo D. Pedro-. Eche ustedsobre el prójimo sus abominables culpas.

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-Veo con dolor -repuso lord Gray jovialmen-te- que en el rostro de usted, Sr. de Congosto,están escritas con parches y ungüentos las glo-riosas páginas de la expedición al Condado.

-Milord -exclamó el héroe con ira-, no espropio de un caballero zaherir desgracias moti-vadas por la casualidad. Antes que hacer talcosa examinaría yo mi conciencia por ver si estálibre de faltas. La mía no me acusa de habercometido en ningún tiempo bellaquerías comola de anoche.

-¿Cuál?

-Ya lo sabe usted. Acabamos de oír a la se-ñora de Rumblar -añadió la estantigua enfure-ciéndose gradualmente-. Digo y repito que esuna gran bellaquería.

-Eso va con usted, Araceli.

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-No, con usted, con usted, lord Gray. Ustedes quien ha sacado a esa joven de aquellahonesta casa, morada augusta de los buenosprincipios; usted quien la ha quitado de la pro-tección y amparo de doña María, cuya santidady nobleza engrandecen cuanto a su alcance sehalla.

-¿Con que es una gran bellaquería? -repitiólord Gray burlonamente-. Eso quiere decir quesoy un gran bellaco.

-¡Sí señor, un grandísimo bellaco! -repitiódon Pedro, poniéndose tan encendido que lasarrugas de su rostro semejaban los pliegues yabolladuras de un pimiento riojano-. Y aquíestá D. Pedro del Congosto, para sostener loque ha dicho, aquí y fuera de aquí en la forma ymanera que usted lo crea conveniente.

-¡Oh, Sr. D. Pedro! -exclamó lord Gray conjúbilo-. ¡Qué gran placer me proporciona usted!Desde que por primera vez visité esta noble

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tierra, he buscado ansiosamente al gran D. Qui-jote de la Mancha; yo quería verle, yo queríahablarle, yo quería medir la fuerza de mi brazocon la del suyo, pero ¡ay!, hasta ahora lo hebuscado en vano. He revuelto media penínsulabuscando a D. Quijote, y D. Quijote no parecíapor ninguna parte. Yo creí que tan noble tipo sehabía extinguido, disipándose en la corruptorasociedad de los modernos tiempos; pero no,aquí está, al fin le encuentro con idéntico traje yrostro, un Quijote algo degenerado en verdad,pero Quijote al fin, que no se encuentra ni pue-de encontrarse más que en España.

-Si usted bromea, señor lord, yo soy hombreserio -repuso D. Pedro-. Yo tomo a mi cargo ladefensa de esa ultrajada señora que acaba desalir; yo desharé su agravio y me tomo a pechosel castigar esta gran injuria que ha recibidolimpiando con la sangre del traidor la infamemancha. Esto digo sin nada de quijotería. Ya seve... en esta casa no me entienden. Es indudable

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que han entrado aquí las ideas filosóficas, ateasy masónicas, según las cuales ya se acabó elhonor y la grandeza, lo noble y lo justo, paraque no haya más que pillería, liberalismo, liber-tad de la imprenta, igualdad y demás corrupte-las... Lo dicho, dicho. Este traje que visto prue-ba que he tomado a mi cargo la defensa de losprincipios en cuyo nombre se ha levantado lanación contra Bonaparte. ¡Oh, si todos me imi-taran!... ¡Si todos empezando por el traje acaba-ran por las obras!... Pero basta de palabras. Elijausted hora y sitio. Acción tan aleve no puedequedar sin castigo.

-D. Quijote, sí, es él mismo -dijo el inglés-. D.Quijote degenerado y nacido de cruzamientos,pero que algo conserva de la generosa sangredel padre, como el mulo lleva en sí un poco dela dignidad y nobleza del caballo.

-¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombrecomo yo? -exclamó Congosto requiriendo colé-ricamente la espada.

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-No, caballero insigne; decía que el quijotis-mo español de hoy se parece al antiguo, comose parece el mulo al caballo. Por lo demás acep-to el reto de usted y nos batiremos a la jineta, apie, con sable, espada, lanza, honda, ballesta,arcabuz, o como usted quiera. Pronto partiré deCádiz, quizás mañana mismo. Disponga ustedde mí cuando guste.

-¿De verás se marcha usted? -dijo Amarantasaliendo de su atonía.

-Sí, señora, estoy decidido... Vendré a des-pedirme de usted... Conque Sr. D. Pedro...

-Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.

-Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.

D. Pedro salió mirándonos con altanera so-berbia, que nos hizo sonreír a todos menos adoña Flora, la que reprendió al inglés su deseode sujetar a nuevas pruebas la quebrantada

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osamenta del héroe del Condado. Después lacondesa, que no participaba de nuestro humorfestivo por la escena cómica que había seguidoa la trágica, cual ordinariamente ocurre en elmundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:

-Temo haberme dejado arrastrar demasiadolejos por la ira que me produjo la presencia deaquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, ycada palabra me pesa sobre la conciencia.Exasperada por lo que le dije, tomará venganzade mí, y si acude a la ley, no creo que la ley mesea favorable. Yo no tomé precaución algunacuando se verificó el reconocimiento de Inés.

-Venceremos esas y otras dificultades, seño-ra.

-Yo transigiría con ella y con mi tía, con talque me dejaran a Inés. Creo que cediendo adoña María parte de mis derechos mayorazgui-les, sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva noes ni con mucho tan inconquistable.

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-¿Quiere usted que lo proponga a la señoradoña María?... Nada se pierde... No sé si merecibirá; pero intentaré hablarla. Me favorece elque no sospecha nada de mí en el suceso deanoche.

-Es una buena idea. Sí... tampoco sería maloque yo me mostrase arrepentida de las atroci-dades que le dije... no... ¡Oh, qué confusión,Dios mío! No sé qué hacer...

-Cualquiera de esos actos me parece acepta-ble.

-¿Te parece que debo ir allá?

-Hoy no es conveniente. Se reanudaría alpunto la reyerta, porque aquel volcán en erup-ción estará echando fuego, humo y lava poralgún tiempo. Será prudente que yo me antici-pe e indique a doña María esa idea de transac-ción que usted le propone, con tal que no lapriven de su hija.

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-Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tra-tar con mi tía, que es el jefe de la familia, peroantes conviene tantear a la de Rumblar, a verqué tal se presenta.

-Ante todo debo indicar prudentemente adoña María que usted reconoce haber estadoalgo dura en la entrevista.

-Sí... lo encomiendo a tu habilidad, y mequedo tranquila... Si te recibe mal, no te impor-te. Con tal que te deje hablar, aguanta despre-cios y desaires.

Hago mención de este diálogo que tuvimosla condesa y yo, para que comprenda el lectorla razón de la extraña visita que hice a doñaMaría un día después de aquel de tanto ruidoen que ocurrió lo que acabo de contar.

-XXIX-

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En efecto, traslademe a hora que me parecióoportuna a casa de doña María, recelando noser recibido, pero con el firme propósito de nosalir de allí sin intentar por todos los mediosver y hablar a la orgullosa dama. Encontré a D.Diego, quien, contra mi creencia, recibiomemuy bien y me dijo:

-Ya sabrás los escándalos de esta casa. LordGray es un canalla. Cuando yo dormía en casade Poenco, fue allá y me sacó las llaves del bol-sillo... No podía haber sido otro. ¿Le viste túentrar?

-Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesapara hablarle de un asunto que a esta familia, lomismo que a la de Leiva, importa mucho.¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?

Madre e hijo conferenciaron a solas un ratoallá dentro, y por fin la señora se dignó ordenarque me llevaran a su presencia. Estaba la deRumblar en la sala acompañada de sus dos

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hijas. La madre tenía en el altanero semblantela huella de la gran pesadumbre y borrasca deldía anterior, y la penosa impresión se traslucíaen una especie de repentino envejecimiento. Delas dos muchachas, Presentación revelaba alverme cierta alegría infantil, que ni aun laproximidad de su madre podía domar, y Asun-ción una tristeza, una decadencia, una langui-dez taciturna y sombría, señal propia de losmuy místicos o muy apasionados.

La señora de Rumblar, después de ordenar aPresentación que se alejase, me recibió con unexordio severísimo, y luego añadió:

-No debía ocuparme de nada que se refiera aaquella casa donde ayer por mi desgracia estu-ve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted,nada más que a oírle por breve tiempo.

-Señora -dije- yo me marcharé pronto. Re-cuerdo que usted me rogó que no volviese mása su casa. Hoy me trae un deber, un deseo ve-

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hemente de restablecer la paz y armonía entrepersonas de una misma familia, y...

-¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?

-Señora, aunque extraño a la casa, me haafectado tan profundamente el agravio recibidopor esta augusta familia, a quien respeto y ad-miro (aunque mis enemigos calumniadoreshayan hecho creer a usted lo contrario) que mesentí vivamente inclinado a terciar de parte deusted. Señora doña María, vengo a decir a us-ted que la condesa se muestra hoy arrepentidade las duras palabras...

-¿Arrepentimientos?... Yo no lo creo, caballe-ro. Suplico a usted que no me hable de esa se-ñora. Si es eso lo que usted quería decirme... Lajusticia está ya encargada de esto y de devolvera Inés al jefe de la familia.

Asunción alzó la vista y miró a su madre.Parecía deseosa de hablarle, pero con tanto

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miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, seexpresó de este modo con voz quejosa y tristí-sima, que producía en mí extraña sensación.

-Señora madre, ¿me permite usted que hableuna palabra?

-Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendesde esto.

-Señora madre, déjeme usted decirle una co-sa que pienso.

-Está delante una persona extraña y no pue-do negártelo. Habla.

-Pues yo pienso, señora, que Inés es inocen-te.

-He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpiezade corazón. Esta tierna y piadosa criatura, aquien una celestial ignorancia de las maldadesde la tierra eleva sobre el vulgo de los mortales,es incapaz de comprender que haya ruines pa-

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siones en la sociedad. Hija mía, bendita sea tuignorancia.

-Inés es inocente, lo repito -afirmó Asunción-. Lord Gray no puede haberla sacado de estacasa, porque lord Gray no la quiere.

-No la quiere porque no te lo ha dicho...¿Qué sabes tú de eso, hija mía? ¿Tienes acasoidea de los ardides, de la perfidia, de los disi-mulos y malignas artes que usa la seducción?

-Inés es inocente -repitió cruzando las ma-nos-. Algún otro motivo la habrá impulsado aabandonarnos, pero no el amor de lord Gray.No, lord Gray no la ama. ¿Cree usted en losEvangelios? Pues tan verdad como los Evange-lios es esto que estoy diciendo.

-En otra ocasión me enfadaría -dijo la ma-dre- al ver la exageración de tu benevolencia.Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo latranquilidad y te perdono.

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-¿No me deja usted decir otra cosita que mefalta?

-Acaba de una vez.

-Yo quiero ver a Inés.

-¡Verla! -exclamó con enfado doña María-.Mis hijas no estiman sin duda su dignidad.

-Señora, yo quiero verla y hablarla -prosiguió Asunción con suplicante acento-. Sihay en ella pecado, estoy segura de que me loconfesará. Si no le hay, como creo, tendré ladicha de descubrir la verdadera causa de sufuga, y reconciliarla con la familia.

-No pienses en eso. Que cada cual se entien-da con su conciencia. Si tú a fuerza de devocióny reconcentración, y gracias también al rigor demi prudente autoridad has logrado elevar tualma a cierto grado de beatitud, concedido apocos, no te achiques empeñándote en discul-

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par a los demás. La perfecta virtud anda muyescasa por el mundo. Si en algunas honestasmoradas, inaccesibles a las profanidades dehoy, se conserva encerrada como el más precio-so tesoro, no debe contaminarse con el roce dela desenvoltura. En infausta hora vino Inés a micasa. Renuncia a verla y a hablar con ella, mien-tras esté fuera de aquí. Tu sublimada virtuddebe quedar satisfecha con perdonarla.

-No, yo quiero verla, yo quiero ir allá-exclamó la joven derramando de súbito untorrente de lágrimas-. Yo quiero verla. Inés esuna buena alma. Estamos engañados. Ella nopuede haber cometido ninguna mala acción.Señora, lord Gray no la ama ni puede amarla.Quien lo dijese es un infame que merece arderen el infierno por toda la eternidad, traspasadala lengua con un hierro candente.

-Asunción, sosiégate -dijo la madre con me-nos severidad, al notar que la infeliz muchachapadecía una febril excitación, semejante a los

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primeros síntomas de una enfermedad grave-.¿A qué tanto empeño? Siempre eres lo mismo...Tus manos arden... los ojos se te quieren saltarde la cara; estás lívida... Hija, tu piedad exalta-da de algún tiempo a esta parte te hace muchodaño, y es preciso no olvidar la salud del cuer-po. Tus largos insomnios cavilando en las cosassantas, tus meditaciones sin fin, la viva pasiónque te consume por lo religioso, te han marchi-tado en pocos días.

Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:

-Yo no quisiera que se extremara tanto ensus devociones; pero no se la puede contener.Su alma es muy vehemente, y una vez quelogré dirigirla al santo fin que me proponía,hase inflamado en una piedad estupenda. Es unfuego abrasador su espíritu, no un vano soplo,y la creo capaz de grandes cosas en la esfera dela vida mística que tan celosamente ha abraza-do.

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-Por Dios y todos los santos, ruego a usted,señora, que me permita ver a Inés. Es mi amiga,mi hermana. Yo tengo orgullo en su virtud, yome siento ofendida y lastimada por la malaopinión que hoy se tiene de ella en esta casa.Quiero hacer una buena obra y volverle suhonor. ¿Por qué ha de intervenir en esto la jus-ticia, si yo confío en que la traeré a casa? Lajusticia es el escándalo... Yo quiero ver a Inés, yconseguiré de ella con una palabra más quetoda la curia con una montaña de papeles. Se-ñora madre, esto que digo es inspiración deDios, me salen estas palabras del fondo del al-ma, siento dentro de mí un blando susurro,como si la voz de un ángel me las dictara. No seoponga usted a esta divina voluntad, pues vo-luntad divina es en este momento la mía.

La señora de Rumblar reflexionó, miró al te-cho, después a mí, luego a su hija, y al fin ex-halando un hondo suspiro, dijo:

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-La dignidad y entereza tienen su límite, y larazón no puede a veces resistir a las súplicasdel sentimiento y la piedad reunidos. Asun-ción, puedes ir a ver a Inés. Te llevará D. Paco.

La muchacha corrió ligera a vestirse.

-Pues como indiqué a usted, señora conde-sa... -dije, reanudando mi interrumpida confe-rencia diplomática.

-Haga usted cuenta de que no ha indicadonada, caballero. Todo es inútil. Si el objeto de suvisita es traerme recados o proposiciones de lacondesa, puede usted retirarse.

-La señora condesa se apresura a conceder austed...

-No quiero que me conceda nada. El jefe dela familia es la señora marquesa de Leiva, y aestas horas ha tomado todas las providencias

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necesarias para que todo vuelva a su lugar.Nada me corresponde hacer.

-¡La señora condesa está tan arrepentida deaquellas palabras!

-Que Dios la perdone... Mi responsabilidadestá a cubierto... ¿Pero a qué estos artificios, Sr.de Araceli? ¿Cree usted que no le comprendo?

-Señora, no hay artificio en lo que digo.

-Vamos, que a mí no se me engaña fácilmen-te.¿Me faltará entendimiento para comprenderque todos esos supuestos recados de la conde-sa, son pretexto que usted toma para entraraquí y ver a mi hija Presentación, de quien estátan enamorado?

-Señora, la verdad, no había pensado...

-Un ardid amoroso... en efecto, no es ningúncrimen. Pero ha de saber usted que he destina-do a mi hija al celibato. Ella no quiere casarse...

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Además, aunque de mis repetidos informesresulta que no es usted mala persona, no bas-ta... porque, veamos, ¿quién es usted?... ¿dedónde ha salido usted?

-Creo que del vientre de mi madre.

-Bueno será, pues, que renuncie a sus locasesperanzas.

-Señora, usted padece una equivocación.

-Yo sé lo que digo. Ruego a usted que se re-tire.

-Pero... si me permitiera usted que acabarade exponerle...

-Ruego a usted que se retire -repitió con gra-ve acento.

Me retiré, pues, y en el corredor, una puertase entreabrió para dejarme ver el lindo rostro

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de Presentación y una blanca manecita que mesaludaba.

-XXX-Poco después entraba en casa de doña Flora.

Después de enterar a la condesa del resultadode mi visita, dije a Inés:

-Asunción vendrá aquí. Ahora salía con D.Paco.

Un momento después, Asunción entró y lasdos amigas se abrazaban llorando. Salimos delgabinete Amaranta y yo, dejándolas solas paraque hablaran a su gusto; pero la condesaapostándose tras de la puerta, me dijo con ma-licioso acento:

-Yo me quedo aquí para oírlo todo. Será cu-rioso lo que hablen. Ya sabes que en palacio he

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realizado grandes cosas escuchando detrás delas cortinas.

-No es ningún negocio de Estado lo que vana tratar. Yo me voy.

-Quédate, necio, y oye... Por no querer oírrompimos las amistades en el Escorial... Consi-dera que han de hablar algo de ti...

Verdad es que si la delicadeza me ordenabacerrar los oídos, la curiosidad me impulsaba aabrirlos. Venció la curiosidad, mejor dicho,venció la pícara Amaranta, que no podía dejarde ser cortesana. Las muchachas hablaban enalto y lo oímos todo, y aun veíamos algo.

-No quería mamá que te viera, Inés -exclamóAsunción-. ¡Qué raro acontecimiento! Yo medespedí creyendo no verte más... y ahora yoestoy en casa y tú fuera. Hipócrita, tan prepa-rado lo tenías, y no me habías dicho nada.

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-Te equivocas -repuso Inés- yo no he salidocomo tú... Pero no quiero acusarte ahora, pues-to que arrepentida de tu gran falta, volviste acasa de tu madre. ¿Has conocido tu error, hasabierto los ojos comprendiendo el abismo deperdición en que ibas a caer, en que quizás hascaído ya?

-No sé lo que me pasa -exclamó Asunciónapretando las manos de su amiga-. Estoyhorrorizada de lo que hice. Me volví loca, se meencendieron en la imaginación unas llamas queno me dejaban vivir, y conociendo el mal meera imposible evitarlo. Lord Gray ha tiempoque quería sacarme de la casa; yo me resistía;mas al fin tanto pensé en ello, tanto discurrísobre aquel gran pecado a que él me queríainducir, que se me clavó dentro de la cabeza laidea de cometerle, y sin saber cómo lo cometí.¿Por qué no te echaste en mis brazos para im-pedirme salir? Ahora vengo a que me fortalez-cas. Yo no puedo vivir lejos de ti; y si desde

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mucho antes no caí en el lazo, lo debo a tu bue-na amistad. ¿Nos separaremos ahora? Entoncesvoy a ser muy desgraciada, querida mía. Vuel-ve a casa, por Dios, y yo te juro que lucharé contodas las fuerzas de mi alma para olvidar a lordGray, como tú deseas.

-Yo no podré lograr ahora lo que antes nologré -repuso Inés-. Asunción, entra en el con-vento mañana mismo. Cuando traspases lapuerta de la santa casa, deja fuera todos lospensamientos de este mundo, pide a Dios quete libre de la gran enfermedad que padece tualma, procura formarte de nuevo y ser otra mu-jer diferente de la que hoy eres.

-¡Ay! - exclamó la otra con dolor, arrodillán-dose delante de su amiga-. Todo eso lo he in-tentado; pero cuanto más he querido no pensaren él, más he pensado. ¿De qué me vale rezar,si no puedo representarme imagen ninguna deDios ni de santo que sea distinta de la suya?...¡Ay, Inés! Tú sabes muy bien la vida que lleva-

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mos en casa de mi madre; tú sabes muy bien laespantosa soledad, tristeza y fastidio de nuestravida. Tú sabes muy bien que allí quiere unarezar y no puede, quiere una trabajar y no pue-de, quiere una ser buena y no puede. Obligadaspor el rigor de mi madre, trabajan las manos,pero no el entendimiento; reza la boca, pero noel alma; se ciegan y abaten los ojos, pero no elespíritu... Las mil prohibiciones que por todaspartes nos entorpecen, despiertan en nuestropecho ardientes curiosidades. Ya sabes quetodo lo queremos saber, todo lo averiguamos yde todo hacemos un objeto de afanes e inquie-tudes. Como sabemos disimular, vivimos enrealidad con dos vidas, una para mamá y otrapara nosotras mismas; una vida, acá para unasola, y que tiene sus pesares y sus delicias...Como nos apartan del mundo, nosotras noshacemos un mundito a nuestro modo, y echan-do fuego, mucho fuego al horno de la imagina-ción, allí forjamos todo lo que nos hace falta. Yalo ves, amiga. ¿Tengo yo la culpa? Si no lo po-

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demos remediar, si se nos ha metido dentro undemonio, un demonio grandísimo, Inés, al cualno es posible echar fuera.

-Tú y tu hermana seréis muy desgraciadas.

-Sí; desde que éramos chiquitas, mamá nosasignó a cada una el puesto que habíamos detener en la sociedad: yo monja, mi hermananada. A mí me educaron para el claustro; a mihermana la criaron para no ser nada. Nuestroentendimiento, nuestra voluntad, no podíaapartarse ni tanto así del camino que se leshabía trazado; a mí el camino del monjío, a Pre-sentación el camino de no ser nada. ¡Ay, quéniñez tan triste! No nos atrevíamos a decir, ni adesear, ni siquiera a pensar cosa alguna queantes no estuviera previsto e indicado pormamá. No respirábamos en su presencia, y nosinfundían tanto, tanto pavor sus mandatos yreprimendas, que nos era imposible vivir. ¡Ay,para poder vivir nos fue preciso engañarla, y laengañamos!... Dios, o no sé quien, nos inspiraba

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un día y otro mil ingeniosidades, y sedesarrolló en las dos un talento superior para elengaño. Yo me esforzaba, sin embargo, en tenerdevoción, y pedía a Dios que me diera fuerzaspara no mentir y que me hiciera santa; yo se lopedía todas las noches cuando me quedaba solay podía rezar con el corazón. Delante de mamáno rezaba sino con los labios... Pues bien; encierta época de mi vida llegué a conseguir loque a Dios pedía; llegué a aficionarme a lascosas santas; llegué a sentir un entusiasmo, unaexaltación religiosa semejante a la que ahorasiento por muy distinto objeto. Me considerabafeliz y pedía a la Virgen que conservara en mítan agradable estado. Entonces me perfeccionépor algún tiempo, se acabaron los disimulos ytuve la gran satisfacción de hablar repetidasveces con mi madre sin decir cosa alguna queno saliese de mi corazón. Raudales de verdad,de fe, de amor apacible y místico a los santos ysantas brotaban de él. Yo dije: «¡Qué fortuna hetenido en que me destinaran al claustro!». Mis

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insomnios eran dulces y placenteros, y mi ima-ginación era como un celaje poblado de angeli-tos. Cerraba los ojos y veía a Dios... sí, a Dios,no te rías; a Dios mismo, con su barba blanca ysu capa... pues, como le pintan...

-Todo eso duró hasta que viste a lord Graycon su pelo rubio y su capa negra... pues, comoes -dijo Inés.

-Me lo has quitado de la boca -prosiguióAsunción, siempre de rodillas y con los brazosapoyados en los de su amiga-. Lord Gray fue acasa; yo le miré y dije para mí que se parecía aun San Miguel que está pintado en mi devocio-nario. Le dijeron que yo era muy piadosa y élhizo demostraciones de gran admiración. Des-pués, en las noches sucesivas, empezó a contarlas maravillosas aventuras de sus viajes, y yo leoía con más religiosidad que si fuera el primerpredicador del mundo narrando las hermosu-ras del cielo. En aquellas noches yo no veía al-rededor de mí más que tigres del África, catara-

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tas de América, pirámides de Egipto y lagunasde Venecia. Estaba encantada y bendecía a Diospor haber creado tantas cosas bellas, incluso alord Gray.

»¡Oh! Lord Gray no se apartaba de mi ima-ginación. Al sentir sus pasos me era difícil di-simular la alegría; si tardaba me ponía triste; sihablaba con vosotras, y no conmigo, me moríade rabia... Le decían siempre que yo era muypiadosa; ya recordarás que él me alababa mu-cho por esto. Mamá nos permitía a las tres quehabláramos con él. Con el pretexto de la pie-dad, me decía mil cosas sobre asuntos de reli-gión delante de vosotras. Una noche que pudohablarme a solas me dijo que me amaba... Yosentí un sacudimiento; me pareció que el mun-do se había abierto en dos pedazos debajo denosotras. Le miré y él clavaba los ojos en mí.Estaba fascinada y no acertaba a contestarle...Todas las noches hablaba, como sabes, de cosassantas; con dificultad me decía algunas pala-

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bras a solas; me preguntó durante tres nochesseguidas si le amaba, y a la tercera noche lecontesté que sí... Tú sabes muy bien cómo nosentendíamos. Lord Gray me dijo: «Yo hablarécon Inés cerca de ti. Pon atención a lo que lediga y haz cuenta de que te lo digo a ti. Hablatú con tu hermano y procura contestarme conpalabras dirigidas a él...».

»Teníamos además mil señales. Tú eras tanbuena que te conformaste con tu papel. Ojaláno hubieras sido tan condescendiente. Cuandolord Gray me arrojaba cartas por la ventana ytú te apropiabas la culpa para librarme de lascrueles reprensiones, lejos de detenerme en lapendiente me hacías precipitar más por ella.Nada conoció ni ha conocido mamá; ¡ojalá loconociera, aunque me hubiese matado!... ¿Teacuerdas del día en que fui con ella al conventodel Carmen, convidadas por fray Pedro Advín-cula para ver desde una tribuna la función de laVirgen? ¡Ay! Después de la función, un lego

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nos llevó a ver la sala de capítulo. No sé cómo,ni por qué causa me encontré separada de losdemás en una celdita sombría. Tuve miedo... derepente se me presentó lord Gray, quien meestrechó en sus brazos repitiéndome con ar-dientes palabras que me quería mucho. Fue unsegundo y nada más, pero en aquel segundolord Gray me dijo que me era forzoso partir conél, porque si no moriría de desesperación...

-Nada de eso me habías dicho.

-Te tenía miedo. Verás lo demás. Me reuní alinstante con mi madre y con el lego. Aquellasúplica, o más bien que súplica mandato dehuir con él, se me clavó en el pensamiento co-mo una espina. No dormía, no vivía, no pensa-ba más que en aquello. Me parecía un delitohorroroso: echaba de mí esta idea y cuando meencontraba sin ella salía volando a buscarla,porque sin ella no podía vivir... No creas queaborrecí la devoción, al contrario. La medita-ción era mi delicia y meditando era feliz... ¡Ay!

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Lord Gray en todas partes; lord Gray en losaltares de la iglesia, en el de mi casa; lord Grayen el breve espacio de calle y de mundo que senos permitía ver desde nuestro cuarto; lordGray en mis rezos, en mi libro de oraciones, enla oscuridad, en la luz, en el bullicio y en el si-lencio. Las campanas tocando a misa me habla-ban de él. La noche se llenaba toda con él. ¡Oh,Inés de mi corazón! ¡Cuán desgraciada soy!¡Tener esta enfermedad en el espíritu y no po-derla desechar, tener esta fragua de pensamien-tos en el cerebro y no poder echarle agua paraque se apague...!

Breve rato permanecieron las dos amigas ensilencio y después Asunción prosiguió de estemodo:

-Nos comunicábamos al fin por un medioque tú no conociste ni llegaste a sospechar. Pa-rece imposible que por tanto tiempo puedaguardarse secreto tan peligroso sin que pornadie sea descubierto. Yo le había dicho que si

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por indiscreción o vanidad suya alguna perso-na, cualquiera que fuese, llegaba a conocernuestro secreto, le aborrecería... Después deldía en que hablé con él en las Cortes, cuando seempeñó en que le habíamos de seguir a bordode no sé qué barco, y al fin nos envió a casa confray Pedro Advíncula; después de aquel día,digo, no le había vuelto a ver... Mi madre sos-pechaba de ti y le había prohibido entrar encasa. ¿Recuerdas aquella anciana pordioseraque iba a casa a vender rosarios? Pues ella metraía sus recados y le llevaba los míos. Yo leescribía poniendo ciertos signos con lápiz enuna hoja arrancada de la Guía de Pecadores o delTratado de la tribulación; de modo que el granfray Luis de Granada y el padre Rivadeneyrahan sido nuestras estafetas.

»Él me decía cosas hermosísimas y apasio-nadas que más me arrebataban y confundían.Me pintaba su infelicidad lejos de mí y lasgrandes dichas que Dios nos tenía reservadas.

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Por algún tiempo dudé. Yo creo que viéndole,hablándole, o distrayendo con el trato de diver-sas gentes mi espíritu, se habría aplacado laefervescencia, el bullicio, la borrasca que yosentía dentro de mí; pero ¡ay!, el largo encierro,la soledad, la idea de sepultarme para siempreen el claustro me perdieron... Inés, figúrate queel corazón se destroza y se oprime, que con laopresión de la naturaleza toda, alma y cuerpoestallan; figúrate que se siente por dentro unailuminación, una inquietud no comparable a lasdemás inquietudes, porque es la sed del espíri-tu que quiere saciarse, una quemazón que crecepor grados, un mareo que desfigura todo cuan-do nos rodea, un impulso, un frenesí, una nece-sidad, porque necesidad es la de romper el cer-co de hierro que nos estrecha; figúrate esto, yme comprenderás y me disculparás...

»Yo decía: «Sí, Dios mío, me marcharé conél, me marcharé». Momentos de alegría locasucedían a otros de tristeza más negra que el

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purgatorio. Glorias e infiernos se sucedíanrápidamente unos tras otros dentro de mi pe-cho. Dudaba, deseaba y temía, hasta que un díadije: «Sé que me condenaré, pero no me impor-ta condenarme...», y después me ponía a llorarpensando en la deshonra de mi familia. Porúltimo, pudo más mi amor que todas las consi-deraciones y me decidí. Lord Gray por unosmoldes de cera que le envié, falsificó las llavesde la casa, le escribí fijando hora, fue... salí...Pero ¡ay!, al verme fuera de casa, parece que seme cayó el cielo encima con todas sus estre-llas... lord Gray me llevó a una casa que estámuy cerca de la nuestra, en la calle de la Nove-na... No era aquella su vivienda. Salió una se-ñora de edad a recibirnos. Yo me sentí acongo-jada y aturdida, empecé a llorar y pedí ardien-temente a lord Gray que me llevase otra vez ami casa.

»Quiso consolarme; el sentimiento del honorse encendió en mí con inusitada fuerza, y la

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vergüenza me inflamaba el alma como momen-tos antes la pasión. Deseé la muerte y busquéun arma para extinguir mi vida; lord Gray fin-gió enojarse o se enojó realmente. Díjome algu-nas palabras duras. Prometí amarle con másvivo cariño si me volvía a mi casa. Viendo queno accedía a mis súplicas, grité, acudió la seño-ra anciana, diciendo que la vecindad se habíaalarmado y que nos fuéramos a otra parte. Irri-tose lord Gray y amenazó a aquella señora conahorcarla. Después pareció conformarse con mideseo, y dándome mil quejas llevome sin dila-ción a mi casa. Por el camino me aseguró quepartiría pronto para Inglaterra y que le conce-diera otra entrevista fuera de casa. Yo se loprometí, porque al paso que me aterraba la ideade mi deshonor, me hacía muchísimo daño sudeterminación de partir para Inglaterra... ¡Ay,Inés qué noche! Entré en casa llena de miedo.Me parecía ver a mi madre esperándome en laescalera con una espada de fuego... subí tem-blando... Tardé más de una hora en volver a mi

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cuarto, porque no andaba, sino que me arras-traba lentamente para no hacer ruido. Al fin,llegando a la alcoba, corrí a tu cama para con-fesártelo todo y no estabas allí. Figúrate cuálsería mi confusión.

-Yo desperté -dijo la otra-. Creí sentir pasosdentro de la casa. Te vi salir, y por un instanteel temor no me permitió hacer ningún movi-miento ni tomar resolución alguna. Quise des-pués correr tras de ti; yo sabía que tenía poderbastante para destruir tu alucinación, y fiaba enel cariño que nos profesábamos, en lo que medebes, en la deuda que tienes conmigo porhaberte librado de las sospechas de tu madre.La idea de tu deshonor me volvía loca... Salí enbusca tuya. Lo demás no necesitas saberlo. Yono soy esclava de la autoridad de doña Maríacomo lo eres tú; aquella casa no es la mía; micasa es esta. Asunción, querida amiga y herma-na mía, nos separamos hoy quizás para siem-pre.

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-No te separes de mí -exclamó Asunciónabrazando a su amiga y besándola con ardientecariño-. Si te separas, no sé qué será de mí. Re-cuerda lo que hice anoche... Inés, no me dejes.Vuelve a mi casa, y prometo no hacer cosa al-guna sin tu permiso, esclavizando mi pensa-miento al tuyo, y lograré adquirir una parte almenos de la santa serenidad que te distingue.He venido sólo a rogarte que vuelvas a mi casa.Prométeme que volverás.

-Por distintos caminos nos lleva Dios a ti y amí, Asunción. Por de pronto no admitas cartas,ni avisos, ni recados de lord Gray. Levántate ala altura de tu dignidad, abraza con resignaciónla vida del claustro, y dentro de algún tiempote verás libre de ese gran peso.

-No, no puedo. La vida del claustro me ate-rra. ¿Sabes por qué? Porque tengo la seguridadde que en el convento he de amarle más, mu-cho más. Lo sé por experiencia, sí: la soledad, elmucho rezar, las penitencias, las meditaciones,

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las vueltas y revueltas y dolorosos giros delpensamiento, más y más avivan en mí la pasiónque me quema. Lo sé muy bien, lo veo, lo toco.Yo he amado a lord Gray porque en mis solita-rias devociones se ha apoderado de mi espíritucomo el demonio tentador... No, no iré al claus-tro, porque sé que lo tendré siempre delante,mezclado con aquella dulce poesía del coro y elaltar. ¡Ay, amiga mía! ¿Creerás esto que te di-go? ¿Creerás esta profanación horrible? Pues sí,es verdad. En la iglesia ha tomado cuerpo estainsensata inclinación. Tal efecto hace en miespíritu turbado todo lo que se refiere a devo-ciones y piedades, que siempre que escucho elson de un órgano, tiemblo de emoción; lascampanas de la iglesia hacen palpitar mi pechocon ardiente viveza; la oscuridad de los tem-plos me marea, y Jesucristo crucificado no pue-de serme amable si no me lo presento con elmismo rostro que veo en todas partes... Estoespanta, ¿no es verdad? Pero no puedo reme-diarlo. Yo creo que esto es una enfermedad.

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¿Tendré yo un mal incurable? Ojalá me mueramañana de él. Así descansaría...

»No, no quiero claustro. Quiero distraermecon el trato de multitud de gentes, ver diversi-dad de espectáculos, visitar el mundo, la socie-dad, asistir a tertulias donde se hable de mu-chas cosas que no sean lord Gray: quiero quemi pensamiento se enrede aquí y allí, se despa-rrame pasando y repasando por distintos cami-nos, para dejarse un vellón de lana en cada flor,en cada espina. Lo que me ha de curar es elmundo, amiga querida, es el mundo con todolo bueno que encierra, la sociedad, la amistad,las artes, el viajar, el mucho ver y el mucho oír;que verdaderamente, aunque mi madre crea locontrario, la mayor parte de lo que se ve y oyeen el mundo es honrado, lícito y provechoso...Apártenme de la soledad, que es causa de miperdición; apártenme de las meditaciones, delcavilar, de este perenne volteo y constante ro-dar sobre el eje de una sola idea. Si he de cu-

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rarme, no me curarán los conventos. Queridaamiga, segura estoy de que si entro en él, amarémás locamente a lord Gray, porque no habrácosa alguna que lo aparte de los vigilantes ycalenturientos ojos de mi espíritu; y si ese hom-bre se empeña en perseguirme aun en la casade Dios, como sabe hacerlo, no podré guardarla santidad de mis juramentos, y rompiendorejas y votos, me asiré a la primera cuerda queponga en la ventana de mi celda para arrojarmea la calle. Yo me conozco, querida mía; sé leerclaramente en este oscuro libro de mi alma, yno me equivoco, no.

Oyendo estas palabras en boca de la infelizjoven, al paso que compadecía su desventuradapasión, admiraba la gran perspicacia de su en-tendimiento.

-Pues ten valor. Di a tu madre que no quie-res ser monja -indicó Inés.

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-Ayudada por tu amistad, podría hacerlo.Sola no me atrevo. Ella considerará esto comouna deshonra, y entonces tendré el claustro encasa, porque me encerrará para siempre.

-Todo eso puede vencerse. Principia por re-chazar a lord Gray.

-Lo haré si no le veo, si no me persigue...

Asunción pronunciaba estas palabras, cuan-do sentimos los pasos de lord Gray.

-¡Es él! -dijo con terror.

-Ocúltate y sal de la casa.

Amaranta hizo pasar a lord Gray a una es-tancia inmediata y al instante me llamó a sulado. El inglés afectaba tranquilidad; mas lacondesa adivinando sus propósitos, le descon-certó al momento.

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-Ya sé a que viene usted -le dijo-. Sabe queAsunción ha entrado en mi casa... Por Dios,lord Gray, retírese usted. No quiero tener nue-vas ocasiones de disgusto con doña María.

-Discreta amiga mía -repuso él con ve-hemencia-. Usted me juzgue mal. ¿Impediráusted que me despida de ella? Dos palabrasnada más. ¿Saben que me voy esta noche?

-¿Es de veras?

-Tan cierto como que nos alumbra el sol...¡Pobrecita Asunción!... También ella se alegraráde verme... Vamos, no salgo de aquí sin decirleadiós...

-Francamente, milord -indicó Amaranta-. Nocreo en su partida.

-Señora, aseguro a usted que partiré de ma-drugada. Me ha detenido tan sólo la broma que

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pensamos dar a Congosto... Sea testigo Aracelide lo que digo.

La condesa sin aguardar más, abrió la mam-para, y las dos muchachas aparecieron antenosotros.

Asunción no podía ocultar la angustia que ladominaba y quiso retirarse.

-¿Se marcha usted porque estoy aquí? -dijosecamente lord Gray-. Pronto saldré de Cádiz yde España, para no pisar más esta tierra de laingratitud. Los desengaños que aquí he padeci-do me impelen con fuerza a huir, aunque micorazón no ha de encontrar ya reposo en nin-guna parte.

-Asunción no puede detenerse para oírle austed -dijo Inés-. Tiene que marcharse a su ca-sa.

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-¿No merezco ya ni dos minutos de aten-ción? -afirmó con amargura el noble lord-. ¿Yano se me concede ni el favor de una palabra?...Está bien, no me quejo.

-Ahora parece indudable que parte -dijoAmaranta.

-Señora, adiós -exclamó lord Gray con emo-ción profunda, verdadera o fingida-. Araceli,adiós; Inés, amigos míos, procuren olvidar aeste miserable. Y usted, Asunción, a quien sinduda debo haber ofendido, según el encono conque me mira, adiós también.

La infeliz se deshacía en lágrimas.

-Había solicitado de usted el último favor,una entrevista para despedirme de la que tantohe amado, pero no espero conseguirlo. He sidoun insensato... Ha hecho usted bien en cobrar-me de pronto ese aborrecimiento que me estánrevelando sus bellos ojos... ¡Miserable de mí, he

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aspirado a lo que me era tan superior! En midemencia juzgué posible apartar esta noblealma de la piedad a que desde el nacer se incli-na; aspiré a lo imposible, a luchar con Dios,único amante que cabe en la inconmensurablegrandeza de ese corazón... Adiós, vuelva usteda sus santidades, remóntese usted a aquellascelestiales alturas, de donde este infame quisohacerla descender. Entre usted en el claustro...entre usted... Perdóneme Dios mis arrebatadospensamientos... cada cual a su puesto. Ángelesal cielo, miseria y debilidad a la tierra... Antesamor, locura, ardientes arrebatos; ahora respe-to, culto. Mañana, como ayer, vivirá usted enmi corazón; pero ahora, santa mujer, está usteddentro de él canonizada... Adiós, adiós.

Y apretando calurosamente las manos de lajoven, partió con tales modos, que todos le cre-íamos con el corazón despedazado y tuvimoslástima de él.

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Poco después Asunción, acompañada de suayo, salió a la calle, y la santa imagen, entrandoen la casa materna, volvió a su altar.

Mis lectores creerán, juzgando a lord Graypor las palabras arriba reproducidas, que elastuto seductor partía realmente renunciando ala empresa frustrada en la célebre noche. ¡Quéerror! Sigan leyendo un poco más, y verán queaquella despedida, admirable y hábil recursoestratégico empleado contra la alucinada mu-chacha, sirviole de preparación para el hecho(catástrofe podemos llamarlo) consumadoaquella misma noche, y con el cual da fin lacuriosa aventura que estoy contando.

-XXXI-Narraré punto por punto. Aconteció, pues,

que cerca ya del oscurecer en el siguiente díaentraba yo con toda tranquilidad en casa de

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doña Flora, cuando esta, Amaranta y su hijasaliéronme al encuentro con gran sobresalto yalarma.

-¿No sabes lo que ocurre? -dijo doña Flora-.El bribón de lord Gray ha cargado con la santay la limosna. La Asuncioncita ha desaparecidoanoche de la casa.

-Pero ha sido violentamente -dijo Inés- por-que D. Paco apareció atado al barandal de laescalera. Ella debió de resistir... A sus gritosdespertose doña María, pero cuando salieronya estaban fuera. Esta mañana, Presentación,hostigada por su madre, hizo confesión de losamores de su hermana.

-No me digan a mí que ha resistido -objetódoña Flora-; lord Gray es muy galán y muylindo mozo... ¿A qué vienen con hipocresías?...La niña se marchó con él porque le dio la gana.

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-Doña María estará satisfecha de la formali-dad de las niñas... -dijo Amaranta riendo-. Aho-ra repetirá su muletilla: «Yo educo a mis hijascomo me educaron a mí».

-¿Pero se ha marchado lord Gray con ella? -pregunté.

-Se dispone a partir.

-Ahora acaba de estar aquí un capitán denavío, el cual me ha dicho que milord ha fleta-do el bergantín inglés Deucalión, que sale ma-ñana.

-¿Pero no corremos a impedirlo? -dijo Inéscon gran zozobra-. Aún es tiempo.

-Eso será de cuenta de doña María.

-Pero será forzoso avisarle que el Deucaliónsale esta noche y que lo ha fletado lord Gray.

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-Sí, es preciso avisárselo -repitió Inés conenergía-. Iré yo misma.

-Gabriel irá al momento.

-¿Por qué no? Aunque doña María me arrojóayer de su casa, no tengo inconveniente enprestarle este servicio.

-Pero no pierdas tiempo... Yo me muero deimpaciencia -indicó Inés.

-Ve pronto, que la niña se impacienta.

-Allá voy... De veras no creí volver a ponerlos pies en aquella casa... ¿Conque el Deuca-lión?... Un bergantín inglés... Me parece que noles atraparán.

Corrí a la casa de Rumblar, y desde queentré todo me indicó que reinaba allí la cons-ternación más profunda. D. Diego y D. Pacoestaban sentados en el corredor, el uno frente alotro, mirándose como dos esfinges de la triste-

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za, y en las manos del último los verdes carde-nales indicaban el suplicio de que había sidovíctima. El infeliz anciano a ratos hendía losaires con la ráfaga de sus fuertes suspiros, quehabrían hecho navegar de largo a un navío delínea. Cuando entré, levantáronse los dos, y elayo dijo:

-Vamos a ver si la encontramos ahora. Es elsétimo viaje...

La condesa de Rumblar y su hija menor es-taban escondiendo su dolor y vergüenza en ungabinete inmediato a la sala, y en ésta la mar-quesa de Leiva, atada por el reuma a un sillónportátil; Ostolaza, Calomarde y Valiente sosten-ían viva polémica sobre el gran suceso. Cuandooí la voz de la de Leiva, lleno de recelo, aunquesin arredrarme, dije para mí:

-Ahora va a ser la tuya, Gabriel. La marque-sa te conocerá, con lo cual, hijo, has hecho tusuerte.

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Entré, sin embargo, resueltamente.

-De modo -decía la marquesa- que un inglésse puede burlar impunemente de toda España...

-En la embajada -indicó Valiente- rieron mu-cho cuando les conté lo ocurrido, y dijeron:«Cosas de lord Gray».

-Yo he afirmado siempre -dijo Ostolaza conpetulancia- que la alianza con los ingleses seríaa España muy funesta.

Yo corté de súbito el coloquio, diciendo:

-Traigo noticias de lord Gray.

La marquesa examinome de pies a cabeza, yluego, señalándome impertinentemente con lamuleta que sus doloridas piernas le obligaban ausar, preguntó:

-¿Usted?... ¿Y usted quién es?

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-Es el Sr. de Araceli -dijo Ostolaza con son-sonete desdeñoso.

-Ya... ya conozco a este caballero -dijo la deLeiva con malicia-. ¿Sigue usted al servicio demi sobrina?

-Me honro en ello.

-¿Viene usted de allá? ¿Inés está ya dispues-ta a volver a su casa? Ya sabrá que el goberna-dor de Cádiz va esta noche misma por ella...

-No saben nada -repuse tan desconcertadocomo sorprendido.

-Creo que bajo el punto legal, la cosa noofrecerá dificultad alguna, ¿no es verdad, señorde Calomarde?

-Absolutamente ninguna. La niña volverá acasa de usted, que es el jefe de la familia, ycuantas sutilezas se aleguen en contrario notienen fuerza de derecho.

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-Tal vez la señora condesa -dije- aleguealgún motivo que no esté previsto.

-Todo está previsto; Sr. Calomarde, ¿no esverdad? Y agradézcame mi sobrina que no hesolicitado se dicte auto de prisión contra ella...Pero a esta fecha no nos ha dicho usted lo queanunciaba con respecto a lord Gray. ¿En quépiensa usted, señor de... de qué?

-De Araceli -repitió Ostolaza con el mismosonsonete.

Muy brevemente les dije lo que sabía.

-Pues hay que avisar a la Comandancia deMarina -replicó la de Leiva con viveza-. Plu-mas, papel...

En aquel instante entró en la sala un perso-naje grave, al cual saludaron todos con el ma-yor respeto. Era D. Juan María Villavicencio,gobernador de la ciudad, varón estimabilísimo,

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buen patriota, instruido, algo filósofo y hábilpor demás en el conocimiento y trato de lasgentes.

-Ya tenemos datos, Sr. Villavicencio -dijo lamarquesa, contándole lo del Deucalión.

-En este negocio, señora -respondió el fun-cionario bajando la voz- hay que andar conprudencia... Antes de ocuparme de lord Grayvoy a cumplir el acto legal, en cuya virtud laInesita volverá esta noche a su casa.

El alma se me partió al oír esto.

-Pronto, pronto, amigo mío -dijo la reumáti-ca-. También temo que se me escapen. La gentede esta casa se marcha por el escotillón, y estoparece escenario de un teatro... Y creímos quehabía sido robada por lord Gray. La pícara semarchó sola...

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-En cuanto a lord Gray -dijo Villavicencio entono dubitativo y con cierto embarazo- me pa-rece que no podemos hacer nada contra él... LaAsuncioncita volverá al lado de su madre o adonde la quieran llevar; pero eso de prender ycastigar a milord...

-Pero...

-Señora, no podemos chocar con la embaja-da... Ya conoce usted las circunstancias; Welles-ley es quisquilloso... la alianza...

-¡Maldita sea la alianza!

-¡Y esto lo dice una dama española -exclamóVillavicencio con entusiasmo- el día en que nosllega la noticia de una gloriosa batalla, de esagran victoria, señores, ganada por españoles,ingleses y portugueses en los campos de Albue-ra!

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-¡Otra batalla! -exclamó la marquesa conhastío-. Siempre batallas, y la guerra no se aca-ba nunca.

-Creo que ha sido muy sangrienta -dijo Ca-lomarde.

-Como todas las que damos -repuso con or-gullo Villavicencio-. Hemos perdido cinco milhombres y matado a los franceses más de diezmil... ¡Precioso resultado!... Han muerto dosgenerales franceses, dos ingleses, y de los nues-tros han quedado heridos D. Carlos España y elinsigne Blake.

-De todo eso se deduce que no podemoshacer nada contra Gray -dijo con disgusto la deLeiva.

-Nada, señora... Se va a erigir un monumen-to a Jorge III... La embajada inglesa... Welles-ley... ¡Oh!, esta batalla de la Albuera estrecharámás aún las relaciones entre ambos países.

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-¡Gran victoria! -dijo Valiente-. En Extrema-dura nos envalentonamos un poco.

-Pero está muy mal de la parte del Ebro. Tor-tosa ha caído ya en poder del enemigo...

-Traición, pura traición del conde de Alacha.

-También se han apoderado los franceses delfuerte de San Felipe en el Coll de Balaguer.

-Pero aún resiste Tarragona.

-Y resistirá más todavía.

-Y de Manresa, ¿qué se ha dicho hoy?

-Ya es seguro que ha sido incendiada.

-Nada de eso nos importa por ahora -dijo lamarquesa, interrumpiendo la chispeante con-versación patriótica-. En suma, Sr. Villavicen-cio, si milord se escapa...

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-¡Qué le hemos de hacer! Nadie sabe dóndeestá.

-Creo que esta noche se le podrá ver -dijoValiente- porque a las diez se verificará, segúnhe oído, entre lord Gray y D. Pedro del Congos-to una especie de desafío quijotesco con queespera reírse mucho la gente.

-Bobadas... En fin, señora marquesa, Welles-ley me ha prometido que la muchacha volverá,pero hay que dejar en paz a lord Gray... Señoramarquesa, me llama mucho la atención esteextraño caso. Soy experto en ciertos asuntos, ycreo que en el lance de que nos ocupamos juegaalguna persona que no es lord Gray.

-¿Lo cree usted? Yo opino que Inés se hamarchado sola.

-Pues yo creo que no.

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-O con lord Gray. Ese señor inglés se propo-ne desocupar mi casa.

-Algún otro pájaro, señora, algún otro pájaroha enredado aquí, y no pararé hasta averiguarquién es... Los dos raptos tienen entre sí íntimaconexión.

-Busque usted, pues -dijo la marquesa- a esecómplice desconocido, y haga caer sobre él to-do el peso de la ley, si es que nada puedehacerse contra lord Gray.

-Espero sacar mucho partido de mis averi-guaciones esta noche.

-Verdaderamente -dijo Calomarde- si ha dehaber un choque con la embajada inglesa, lomejor es dar fuerte sobre el pobre cómplice si sedescubre, y decir: «aquí que no peco».

-Así anda la justicia en España -objetó la deLeiva.

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-Veremos lo que saco en limpio -dijo Villavi-cencio-. Vaya, señora mía, me voy a hacer unavisita de cumplido a la calle de la Verónica.Creo que bastará mi autoridad...

De pronto presentose D. Paco en la sala so-focado y jadeante, y exclamó:

-¡Ahí está, ahí está ya!... al fin la encontra-mos.

-¿Quién?

-La señora doña Asuncioncita... ¡Pobre niñade mi alma!... Está en la escalera... No quieresubir... ¡parece medio muerta la pobrecita!...

-XXXII-Reinó sepulcral silencio, y miramos todos a

la puerta del fondo por donde apareció doñaMaría. Con decoroso silencio, que no con

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lágrimas, mostraba esta señora su honda pena.El color blanco de su cara habíase convertido enuna palidez pergaminosa; su frente estaba sur-cada de repentinas arrugas, y los secos ojos tanpronto irradiaban el fulgor de la ira como seabatían amortiguados. Pero otro incidentellamó la atención más que el grave silencio y laamarillez y las arrugas, y fue que sus cabellos,entrecanos algunos días antes, estaban entera-mente blancos.

-¡Está ahí! -repitió un sordo murmullo.

-¿Te negarás a recibirla? -dijo con emoción lamarquesa, adivinando los pensamientos dedoña María.

-No... que venga aquí -repuso la madre conenergía-. Veré a la que ha sido mi hija... ¿Laencontró usted? ¿Estaba sola?

-Sola, señora -exclamó llorando D. Paco-. ¡Yen qué triste y lastimoso estado! Los vestidos

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están rotos, en su preciosa cabecita tiene variasheridas, y en su voz y ademanes demuestra elmás grande arrepentimiento. No ha queridosubir, y yace exánime y sin fuerzas en la escale-ra.

-Que entre -dijo la de Leiva-. La infeliz em-pieza a expiar su culpa. María, pasó la ocasióndel rigor y ha llegado el momento de la benevo-lencia. Recibe a tu hija, y si acabó para el mun-do, no acabe para ti.

-Retirémonos para evitarle la vergüenza deverse delante de nosotros -dijo Valiente.

-No, queden todos aquí.

-Sr. D. Francisco -dijo doña María al ayo-traiga usted a Asunción.

El ayo salió determinando fuertes corrientesatmosféricas con la violencia de sus suspiros.

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Bien pronto oímos la voz de Asunción quegritaba:

-Mátenme, que me maten: no quiero que mimadre me vea.

Por D. Diego y el ayo conducida, a interva-los suavemente arrastrada, casi traída a cuestas,entró la infeliz muchacha en la sala. En la puer-ta arrojose al suelo, y sus cabellos en desordensueltos, le cubrían la cara. Todos acudimos aella, la levantamos, la consolamos con palabrascariñosas; pero ella clamaba sin cesar:

-Mátenme de una vez. No quiero vivir.

-La señora doña María la perdonará a usted-le dijimos.

-No, mi madre no me perdonará. Estoy con-denada para siempre.

Doña María, por largo tiempo llena de ente-reza y superioridad, comenzó a declinar y su

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grande ánimo se abatió ante espectáculo tanlamentable. Después de mucho luchar con lasensibilidad y el cariño materno, pugnó porsobreponerse a este, y resueltamente exclamó:

-¿He dicho que la traigan aquí? No, meequivoqué. No quiero verla, no es mi hija.Váyase a los lugares de donde ha venido. Mihija ha muerto.

-Señora -exclamó D. Paco poniéndose de ro-dillas- si la señora doña Asuncioncita no sequeda en la casa, usted se condenará. ¿Pues quéha hecho? Salir a dar un paseo. ¿Verdad, niñamía?

-No; ¡mi madre no me perdona! -gritó condesesperación la muchacha-. Llévenme fuera deaquí. No merezco pisar esta casa... Mi madre nome perdona. Vale más que me maten de unavez.

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-Sosiégate, hija mía -dijo la de Leiva-. Gran-de es tu culpa; pero si no puedes reconquistarel cariño de tu madre y la estimación de todos,no serás abandonada a tu dolor. Levántate.¿Dónde está lord Gray?

-No sé.

-¿Vino a buscarte con conocimiento y con-sentimiento tuyo?

La desgraciada se cubría el rostro con lasmanos.

-Habla, hija mía, es preciso saber la verdad -dijo la de Leiva-. Tal vez tu culpa no sea tangrande como parece. ¿Saliste de buen grado?

La presencia de doña María se conocía porsu respiración que era como un sordo mugido.Luego oímos distintamente estas palabras queparecían salir de la cavernosa garganta de unaleona:

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-Sí... de grado... de grado.

-Lord Gray -dijo Asunción- me juró que aldía siguiente abrazaría el catolicismo.

-Y que se casaría contigo, ¡pobrecita! -dijocon benevolencia la marquesa.

-Lo de siempre... historia vieja -balbuceó Ca-lomarde a mi oído.

-Señores -dijo Villavicencio- retirémonos. Es-tamos aumentando con nuestra presencia laconfusión de esta desgraciada niña.

-Repito que se queden todos -dijo la deRumblar con fúnebre acento-. Quiero que asis-tan a los funerales del honor de mi casa. Asun-ción, si quieres, no que te perdone, sino quetolere tu presencia aquí, confiesa todo.

-Me prometió abrazar el catolicismo... me di-jo que marcharía de Cádiz para siempre, si no...Yo creí...

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-Basta -exclamó Villavicencio-. Que se retirea buscar algún reposo esta criatura.

-Pero ese infame hombre la ha abandona-do...

-La ha arrojado de su casa -dijo D. Paco.

Múltiple exclamación de horror resonó en lasala.

-Esta mañana -añadió Asunción sacandodifícilmente de su pecho el aliento necesariopara hablar- lord Gray salió dejándome sola enla casa. Yo temblaba de zozobra... Entraronluego unas mujeres, unas mujerzuelas... ¡quéhorrible gente!... Con sus gritos me desvanecie-ron y con sus manos me maltrataron. Todas sereían de mí y me desgarraron los vestidos, di-ciéndome palabras ignominiosas... Bebían ycomían en una mesa que el criado de milord lesdispuso... disputaban unas con otras sobre cuálde ellas era más amada por él... Entonces com-

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prendí el abismo en que había caído... LordGray volvió... Le increpé por su vil conducta...Estaba taciturno y sombrío... Tomó una chinelay con ella les azotó la cara a aquellas viles mu-jeres... Me colmó de cuidados. Me dijo que meiba a llevar a Malta... Yo me negué a ello y em-pecé a llorar amargamente invocando el nom-bre de Jesús... Volvieron las mujeres acompa-ñadas de hombres soeces; uno de ellos quisoultrajarme. Lord Gray le rompió la cabeza conuna silla... Corrió la sangre... ¡Dios mío, quéhorror!...

Deteníase a cada rato, y luego con gran es-fuerzo seguía:

-Lord Gray me dijo después que él no podíahacerse católico, y que se alegraba de que yoentrase en el convento para robarme. Quisesalir y el criado anunció la llegada de una seño-ra... ¡Oh! Entró una señora principal que lellamó ingrato... La señora se reía de mí... ¡Quéhora, Dios mío, qué hora!... La señora dijo que

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yo era la más piadosa y devota señorita de todoCádiz, y luego me rogó que encomendase alord Gray a Dios en mis oraciones... La ver-güenza me inflamaba, y busqué un cuchillopara matarme... Después...

Estábamos todos conmovidos y aterradoscon la patética relación de la desgraciada niña,digna de mejor suerte.

-Después... entraron unos hombres; ¡quéhombres! Vestían de cruzados como don Pedrodel Congosto, y venían a recordar a lord Grayque este le había desafiado... Entraron los ami-gos de lord Gray y todos se rieron mucho deldesafío con D. Pedro. Luego... milord me rogóde nuevo que partiese con él a Malta... Yo ledecía que me hiciese el favor de matarme... Re-íase a carcajadas y jugando con un puñal hacíacomo que me quería matar... Me inspiraba talhorror que huí de su lado... Yo corrí por la casadando gritos... él se reía... un criado me dijo:«milord me ha mandado que la acompañe a

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usted a su casa». Salimos a la calle y en la puer-ta añadió: «No tengo ganas de ir tan lejos: vayausted sola», y cerró la puerta... Di algunos pa-sos... una mujer frenética que dijo haber perdi-do por mí los favores de lord Gray, quiso casti-garme... ¡Ay!, yo estaba medio muerta y medejé castigar... Libre al fin recorrí varias calles...me perdí... yo buscaba la muralla para arrojar-me al mar... al fin después de dar mil vueltasvolví junto a la casa de lord Gray... Encontrá-ronme D. Paco y mi hermano... yo no queríavenir aquí... pero me trajeron al fin a mi casa dedonde salí culpable, y a donde vuelvo castiga-da, pues las penas todas del purgatorio y elinfierno no son superiores a las que yo he pa-decido hoy... Aun así no merezco perdón. Mifalta es grande... No merezco más que la muer-te, y pido a Dios que me la conceda esta nochemisma, para que ni un día más soporte la ver-güenza y el deshonor que han caído sobre mí.¡Señora madre mía, adiós! ¡Hermana mía,adiós! ¡No quiero vivir!

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No dijo más y cayó desmayada en el pavi-mento.

Conmovidos y aterrados, contemplamos elsemblante de doña María, que reclinada en elsillón, con la barba apoyada en la mano, silen-ciosa, ceñuda primero como una sibila de Mi-guel Ángel, y conmovida después, pues tam-bién las montañas se quebrantan al sacudimien-to del rayo, derramó lágrimas abundantes. Pa-recía que su rostro se quemaba. Su llanto erametal derretido.

-Hija mía -dijo la marquesa-, retírate a des-cansar... Sr. D. Francisco, o tú, Diego, llévala asu cuarto.

El conmovedor espectáculo de la infelizAsunción desapareció de nuestra vista.

-Señoras -dijo Villavicencio- tengo el almadespedazada, y me retiro.

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-Siento mucho... pues... -murmuró Ostolaza,y se retiró también.

-He tenido un verdadero sentimiento... -dijoValiente, marchándose tras el anterior.

-Por mi parte... -indicó Calomarde saludan-do-. Si es preciso entablar recurso...

Se fueron todos. Yo me quedé, porque unafuerza irresistible me clavaba en aquella sala, yno podía apartar el pensamiento del desoladocuadro que había visto. Delante de mí estaba lade Rumblar en la misma actitud en que antes lahe descrito. El fenómeno de su llanto me llena-ba de asombro. A mi lado la marquesa de Leivalloraba también.

Pero no estábamos solos los tres. Acababa deentrar una figura estrambótica, un mamarrachode los antiguos tiempos, una caricatura de lacaballería, de la nobleza, de la dignidad, delvalor español de otras edades. Mirando aquella

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figura de sainete que se presentaba tan inopor-tunamente, dije para mí:

-¿Qué vendrá a hacer aquí D. Pedro delCongosto? ¿Si creerá que sus caballerías ridícu-las sirven de alguna cosa en estas circunstan-cias?

La de Leiva abrió los ojos, vio al estafermo, ycomo si no diera importancia alguna a su per-sona, volviose a mí y me dijo:

-¿Qué piensa usted de lord Gray?

-Que es un infame, señora.

-¿Quedará sin castigo?

-No quedará -exclamé arrebatado por la ira.

D. Pedro del Congosto dio algunos pasos,púsose delante de doña María, y alzando elbrazo, con voz y gesto que al mismo tiempoparecían trágicos y cómicos, habló así:

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-Señora doña María... ¡esta noche!... ¡a lasonce!... ¡en la Caleta!

-¡Oh! ¡Gracias a Dios! -exclamó la noble se-ñora levantándose con ímpetu-. Gracias a Diosque hay en España un caballero... Cuatro per-sonas han presenciado el lastimoso cuadro dela deshonra de mi hija, y a ninguno se le haocurrido tomar por su cuenta el castigo de esemiserable.

-Señora -dijo Congosto con voz hueca, queantes que risa, como otras veces, me produjo unespanto indefinible-. Señora, lord Gray morirá.

Aquellas palabras retumbaron en mi cere-bro. Miré a D. Pedro y me pareció trasfigurado.Aquel espantajo, recuerdo de los heroicostiempos, dejó de ser a mis ojos una caricaturadesde el momento en que me lo representé co-mo providencial brazo de la justicia.

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-No es usted, D. Pedro -dijo con increduli-dad la de Leiva- quien ha de arreglar esto.

-Señora doña María -repitió el estafermosublimado por una alta idea de su propio pa-pel, por la idea de la hidalguía, del honor, de lajusticia- ¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Cale-ta! Todo está dispuesto.

-¡Oh! Bendita sea mil veces la única voz queha sonado en mi defensa en esta sociedad indi-ferente. Abominables tiempos, aún hay dentrode vosotros algo noble y sublime.

Esto que en otras circunstancias hubiera sidoridículo, tratándose de D. Pedro, en aquellasme hacía estremecer.

-Bendito sea mil veces -continuó doña Mar-ía- el único brazo que se ha alzado para vengarmi ultraje en esta generación corrompida, inca-paz de un sentimiento elevado.

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-Señora -dijo D. Pedro- adiós... voy a prepa-rarme.

Y partió rápidamente de la sala.

-María -dijo la de Leiva a su parienta- sosié-gate; debes procurar dormir...

-No puedo sosegar -repuso la dama-. Nopuedo dormir... ¡Oh Dios mío! Si permites queel miserable quede sin castigo... Si vieras, mu-jer... siento una salvaje complacencia al recor-dar aquellas palabras «esta noche... a las once...en la Caleta».

-No esperes de D. Pedro más que ridicule-ces... Sosiégate... Han dicho aquí que el desafíode D. Pedro con lord Gray era una función qui-jotesca. ¿No es verdad, caballero?

-Sí, señora -repuse-. Son ya las diez... Soyamigo de lord Gray y no puedo faltar.

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Respetuosamente me despedí de ellas y salí.Detúvome en la escalera D. Diego, que a todaprisa y muy sofocado subía, y me dijo:

-Gabriel, ahí me traen otra vez a la buena al-haja de doña Inesita.

-¿Quién?

-El gobernador. Esta noche todas las ovejasdescarriadas vuelven al redil... Vengo de allá...si vieras. La condesa ha llorado mucho y se hapuesto de rodillas delante de Villavicencio;pero no pudo conseguir nada. La ley y siemprela ley. Si es lo que yo digo: la ley... Por supues-to, chico, no puedo negarte que me dio lástimade la pobre condesa. Lloraba tanto... Inés estabamás serena y se conformaba. Aguárdate y laverás llegar. Sin embargo, más vale que no pa-rezcas en tu vida por aquí. Villavicencio quisoaveriguar el cómo y cuándo de la fuga de Inés,y allá le dijeron que la sacaste tú de la casa. Teanda buscando porque no te conoce. Dice que

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eres cómplice de lord Gray y el verdadero cri-minal. Calumnia, pura calumnia; pero no temetas en vindicar tu honra mancillada y echa acorrer, que Villavicencio tiene malas pulgas, yaunque te escuda el fuero militar... Conque enmarcha y no vuelvas a Cádiz en tres meses.

-Pues sí; yo fui quien la sacó de casa.

-¡Tú! -exclamó con tanto asombro como cóle-ra-. Ya no me acordaba que eres servidor de mifamosa parienta la condesa. ¿Conque la sacastetú?

-Y la volveré a sacar.

-Tú bromeas... no pienses que me apuro mu-cho... ¿Crees que insisto en casarme con ella?...Pues ahora de mejores veras debes poner lospies en polvorosa, porque voy a contarle amamá tu hazaña... Francamente, yo creí que erauna calumnia. Ahora me explico el furor deVillavicencio contra ti. ¿Pues no dice que tú

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eres el autor de todo y que es preciso sentarte lamano?

-¿A mí?

-Y disculpaba a lord Gray... Se me figura quequieren hacer justicia en tu persona sin moles-tar para nada al señor milord. Ándate con cui-dado, pues se le ha puesto en la cabeza que túeres cómplice del maldito inglés y le ayudasteen esta gran bribonada que nos ha hecho.

-¿Ha visto usted a lord Gray? -le pregunté-.¿Dónde se le podrá encontrar?

-Ahora mismo me han dicho que le acabande ver paseando solo por la muralla. ¡Malditoinglés! Las pagará todas juntas... Hace poco laInesita me llamó vil y cobarde por dejar sincastigo esto de anoche, y aseguraba que si ellafuera hombre... estaba furiosa la niña. Por su-puesto, yo pienso buscar a lord Gray, y cuandole vea le he de decir «so tunante...», pues... con-

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que márchate... tú también eres buena pieza.Adiós.

No me podía detener a contestar sus maja-derías, porque un pensamiento fijo me ator-mentaba, y dirigida mi voluntad a un puntoinvariable con arrebatadora fuerza; nada podíaapartarme de aquella corriente por donde seprecipitaba impetuosamente todo mi ser.

-XXXIII-Un cuarto de hora después tropezaba en la

muralla, frente al Carmen, con lord Gray, elcual, deteniendo la velocidad de su paso, mehabló así:

-¡Oh, Sr. de Araceli... gracias a Dios que vie-ne alguien a hacerme compañía!... He dadosiete vueltas a Cádiz corriendo todo lo largo dela muralla... ¡Aburrimiento y desesperación!...

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Mi destino es dar vueltas... dar vueltas a la no-ria.

-¿Está usted triste?

-Mi alma está negra... más negra que la no-che -repuso con alucinación-. Camino sin cesarbuscando la claridad, y no hago más que darvueltas recorriendo un círculo fatal. Cádiz esuna cárcel redonda, cuya pared circular giraalrededor de nuestro cerebro... Me muero aquí.

-¡Tan feliz ayer y tan desgraciado hoy! -le di-je-. ¡Cuán limitada es la creación que está anuestro alcance! ¡Cuán pobre es el universo!...El Omnipotente se ha reservado para sí lo me-jor, dejándonos la escoria... No podemos salirde este maldito círculo... no hay escape por latangente... El ansia de lo infinito quema nuestraalma, y no es posible dar un paso en busca dealivio... Vueltas y más vueltas... ¡Mula de no-ria... arre!... Otro circulito y otro y otro...

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-Lord Gray, Dios le ha dado a usted todo yusted malgasta y arroja las riquezas de su almahaciéndose infortunado sin deber serlo.

-Amigo -me dijo apretándome la mano tanfuertemente que creí me la deshacía- soy muydesgraciado. Tenga usted lástima de mí.

-Si eso es desgracia, ¿qué nombre daremos ala horrenda agonía de una criatura, a quienusted acaba de precipitar en la mayor deshonray vergüenza?

-¿Usted la ha visto?... ¡Infeliz muchacha!... Lehe rogado que vaya conmigo a Malta y no quie-re.

-Y hace bien.

-¡Pobre santita! Cuando la vi, más que suhermosura que es mucha, más que su talentoque es grande, me cautivó su piedad... Todosdecían que era perfecta, todos decían que me-

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recía ser venerada en los altares... Esto me in-flamaba más. Penetrar los misterios de aquellaarca santa; ver lo que existía dentro de aquelvenerable estuche de recogimiento, de piedad,de silencio, de modestia, de santa unción; acer-carme y coger con mis manos aquella imagencelestial de mujer canonizable; alzarle el velo ymirar si había algo de humano tras los celajesmísticos que la envolvían; coger para mí lo queno estaba destinado a ningún hombre y apro-piarme lo que todos habían convenido en quefuese para Dios... ¡Qué inefable delicia, quésublime encanto!... ¡Ay!, fingí, engañé, burlé...Maldita familia... Luchar con ella es luchar contoda una nación... Para atacarla toda la inteli-gencia y la astucia toda no bastan... Mil vecessea condenada la historia que crea estas fortale-zas inexpugnables.

-La audacia y la despreocupación de unhombre son más fuertes que la historia.

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-Pero cómo se desvanece todo... Aquello queayer aún valía, hoy no vale nada y su encantodesaparece como el humo, como la nave, comola sombra... El hermoso misterio se disipó... Larealidad todo lo mata... ¡Ay! Yo buscaba algoextraordinario, profundamente grandioso ysublime en aquella encarnación del principioreligioso que caía en mis brazos; yo esperabaun tesoro de ideales delicias para mi alma,abrasada en sed inextinguible; yo esperaba re-cibir una impresión celeste que transportara mialma a la esfera de las más altas concepciones;pero ¡maldita Naturaleza!, la criatura seráficaque yo soñaba rodeada de nubes y de angelitosen sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó,se descompuso, como una imagen de máquinaóptica cuya luz sopla el bárbaro titiritero di-ciendo: «buenas noches...». Todo desapareció...Las alas de ángel agitándose zumbaban en mioído, pero yo me desencajaba los ojos mirandoy no veía nada, absolutamente nada más que

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una mujer... una mujer como otra cualquiera,como la de ayer, como la de anteayer...

-Hay que conformarse con lo que Dios nosha dado y no aspirar a más. En resumen: ustedsacó a Asunción de su casa, jurándole queabrazaría el catolicismo y se casaría con ella.

-Es verdad.

-Y lo cumplirá usted.

-No pienso casarme.

-Entonces...

-Ya le he dicho que venga conmigo a Malta.

-Ella no irá.

-Pues yo sí.

-Milord -dije dando a mis palabras toda laserenidad posible- usted debajo de ese humor

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melancólico, debajo de los oropeles de su ima-ginación tan brillante como loca, guarda sinduda un profundo sentido y un corazón delegítimo oro, no de vil metal sobredorado comosus acciones.

-¿Qué quiere usted decirme?

-Que una persona honrada como usted sabráreparar la más reciente y la más grave de susfaltas.

-Araceli -me dijo con mucha sequedad- esusted impertinente. ¿Acaso es usted hermano,esposo o cortejo de la persona ofendida?

-Lo mismo que si lo fuera -repuse, obligán-dole a detenerse en su marcha febril.

-¿Qué sentimiento le impulsa a usted a me-terse en lo que no le importa? Quijotismo, puroquijotismo.

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-Un sentimiento que no sé definir y que memueve a dar este paso con fuerza extraordina-ria -repuse-. Un sentimiento que creo encierraalgo de amor a la sociedad en que vivo y amora la justicia que adoro... No le puedo contenerni sofocar. Quizás me equivoque; pero creo queusted es una peligrosa, aunque hermosa bestia,a quien es preciso perseguir y castigar.

-¿Es usted doña María? -me dijo con los ojosextraviados y la faz descompuesta- ¿es usteddoña María que toma forma varonil paraponérseme delante? Sólo a ella debo dar cuen-tas de mis acciones.

-Yo soy quien soy. Por lo demás, si parte dela responsabilidad corresponde a la madre de lavíctima, eso no aminora la culpa de usted...Pero no es una sola víctima; las víctimas somosvarias. La salvaje pasión de una furia loca ydesenfrenada para quien no hay en el mundo niley, ni sentimiento, ni costumbre respetables,alcanza en sus estragos a cuanto la rodea. Por la

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acción de usted personas inocentes están ex-puestas a ser mortificadas y perseguidas, y yomismo aparezco responsable de faltas que nohe cometido.

-En fin, Araceli, ¿en qué viene a parar todaesa música? -dijo con tono y modales que merecordaban el día de la borrachera en casa dePoenco.

-Esto viene a parar -repuse con vehemencia-en que usted se me ha hecho profundamenteaborrecible, en que me mortifica verle a usteddelante de mí, en que le odio a usted, lordGray, y no necesito decir más.

Yo sentía inusitado fuego circulando por misvenas. No me explicaba aquello. Deseaba sofo-car aquel sentimiento exterminador y sangui-nario; pero el recuerdo de la infeliz muchacha aquien poco antes había visto, me hacía crisparlos nervios, apretar los puños, y el corazón seme quería saltar del pecho. No había cálculo en

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mí. Todo lo que determinaba mi existencia enaquel momento era pasión pura.

-Araceli -añadió respirando con fuerza-, estanoche no estoy para bromas. ¿Crees que soyCurrito Báez?

-Lord Gray -repuse- tampoco yo estoy parabromas.

-Todavía -dijo con amargo desdén- no hegustado el placer de matar a un deshacedor deagravios propios y amparador de doncellasajenas.

-Maldito sea yo, si no es noble y nuevo loque inflama mi espíritu en este instante.

-¡Araceli! -exclamó con súbita furia- ¿quieresque te mate? Deseo acabar con alguien.

-Estoy dispuesto a darle a usted ese gusto.

-¿Cuándo?

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-Ahora mismo.

-¡Ah! -dijo riendo a carcajadas-. Tiene la pre-ferencia el Sr. D. Quijote de la Mancha. España,me despido de ti luchando con tu héroe.

-No importa. Después de las burlas puedenvenir las veras.

-Nos batiremos... ¿Quiere usted antes recibirlas últimas lecciones de esgrima?

-Gracias, ya sé lo bastante.

-¡Pobre niño!... ¡Le mataré a usted!... Peroson las diez y media... mis amigos me esperan...

-A la Caleta.

-¿Nombramos padrinos?

-No nos faltarán amigos para elegir.

-Vamos pronto.

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-Ahora mismo.

-Creí -dijo con espontánea fruición-, que nohabía en Cádiz más Quijote que D. Pedro delCongosto... ¡Oh, España! ¡Delicioso país!

-XXXIV-La noche era oscura y serena. Al acercarnos

a la puerta de la Caleta vimos de lejos la ilumi-nación que había en la plazuela de las Barqui-llas, junto al teatro y en las barracas. Inmensamultitud se apiñaba en aquellos improvisadossitios de recreo, y oíanse los gritos y vivas conque se celebraba el gran suceso de la Albuera.

Aguardamos largo rato. Los amigos de lordGray y D. Pedro esperaban en la muralla en dosgrupos distintos.

-¿Se han traído los garrotes? -preguntó sigi-losamente uno de los de lord Gray.

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-Sí... son vergajos de cuero para que puedaser vapuleado sin recibir golpes mortales...

-¿Y las hachas de viento?

-¿Y los cohetes?

-Todo está -dijo uno sin poder disimular sugozo-. El figurón vestido de todas armas a laantigua que ha de presentarse en lugar de lordGray aguarda en aquella casa. Mamarrachoigual no le ha visto Cádiz.

-Pero D. Pedro no parece...

-Allá viene... sus amigos los cruzados le ro-dean.

-Todo ha de hacerse como lo he dispuestoyo... -indicó lord Gray- quiero despedirme deCádiz con buen bromazo.

-Lástima que esto no pudiera hacerse en elescenario del teatro.

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-Señores, se acerca la hora. ¿Baja usted...Araceli?

-Al instante voy.

Bajaron todos, y me detuve deseando ais-larme por breve rato para recoger mi espíritu ydar alas a mi pensamiento. Habíame paseadoun poco entre la puerta y la plataforma de Ca-puchinos, cuando vi en la muralla una persona,un bulto negro, cuya forma y figura no podíadistinguirse bien, y que se volvía hacia la playa,siguiendo con la vista a los espectadores yhéroes del burlesco desafío. Picábame la curio-sidad por saber quién era; mas teniendo prisa,no me detuve y bajé al instante.

Dos grandes grupos se formaron en la playa,y los de uno y otro bando, excepto algunos bo-balicones que vestían el traje de cruzados, esta-ban en el ajo. Entre los de lord Gray, vi un fi-gurón armado de pies a cabeza, con peto y es-paldar de latón, celada de encaje, rodela y con

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tantas plumas en la cabeza que más que guerre-ro parecía salvaje de América. Dábanle instruc-ciones los demás y él decía:

-Ya sé lo que tengo que hacer. Triste cosa esdejarse matar, manque sea de mentirijiyas... Yole diré que me pongo en guardia, luego hablaréinglés así: «Pliquis miquis...», y después daréun berrido, cétera, cétera...

-Haz todo lo posible por imitar mis modalesy mi voz -le dijo lord Gray.

-Descuide miloro.

Uno de los presentes acercose al otro grupoy dijo en voz alta:

-Su excelencia lord Gray, duque de Gray,está dispuesto. Vamos a partir el sol; pero comono hay sol, se partirán las estrellas... Hagamosuna raya en la arena.

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-Por mi parte, pronto estoy -dijo D. Pedro,viendo avanzar hacia el ruedo la espantablefigura del caballero armado-. Me parece quetiembla usted, lord Gray.

Y en efecto, el supuesto lord temblaba.

-Dios venga en mi ayuda -exclamó hueca-mente Congosto- y que este brazo, pronto adefender la justicia y a vengar un vergonzosoultraje, sea más fuerte que el del Cid... ¿LordGray, reconoce usted su error y se dispone areparar la afrenta que ha causado?

El Sr. Poenco (pues no era otro) creyó pru-dente contestar en inglés de esta manera:

-Pliquis miquis... ¡ay!, ¡ooo!... EsperpentisCongosto... ¡Nooo!

-¡Pues sea! -dijo D Pedro sacando la espada-y a quien Dios se la dé...

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Cruzáronse los terribles aceros; daba donPedro unos mandobles que habrían hendido endos mitades al Sr. Poenco, si este con prudenciasuma no se retirara dando saltos hacia atrás.Los presentes aguantaban con gran trabajo larisa, porque el desafío era una especie de baile,en el cual veíase a don Pedro saltando de aquípara allí para atrapar bajo el filo de su espada alsupuesto lord Gray. Por fin, después de repeti-das vueltas y revueltas, este exhaló un rugido ycayó en tierra, diciendo:

-Muerto soy.

Al punto D. Pedro viose rodeado por un la-do y otro. Multitud de vergajos cayeron sobresus lomos, y con loco estrépito repetían los cir-cunstantes:

-¡Viva el gran D. Pedro del Congosto, el másvaliente caballero de España!

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Las hachas de viento se encendieron y co-menzó una especie de escena infernal. Este leempujaba de un lado, aquel del otro, queríanllevarle en vilo; pero fue preciso arrastrarle, yen tanto llovían los palos sobre el infeliz caba-llero y los dos o tres cruzados que salieron ensu defensa.

-¡Viva el valiente, el invencible D. Pedro delCongosto, que ha matado a lord Gray!

-¡Atrás canalla! -gritaba defendiéndose el es-tafermo-. Si le maté a él, haré lo mismo con vo-sotros, gentuza vengativa y desvergonzada.

Y apaleado, pinchado, empujado, arrastra-do, fue conducido hacia la puerta como en gro-tesco triunfo, hasta que condolidos de tantacrueldad, le cargaron a cuestas, llevándole pro-cesionalmente a la ciudad. Unos tocaban cuer-nos, otros golpeaban sartenes y cacharros, otrossonaban cencerros y esquilas, y con el ruido detales instrumentos y el fulgor de las hachas,

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aquel cuadro parecía escena de brujas o fantás-tica asonada del tiempo en que había encanta-dores en el mundo. Ya en lo alto de la muralla,dejaron de mortificar al héroe, y llevado enhombros, su paseo por delante de las barracasfue un verdadero triunfo. La espada de D. Pe-dro quedó abandonada en el suelo. Era segúnantes he dicho, la espada de Francisco Pizarro.A tal estado habían venido a parar las grande-zas heroicas de España.

Lord Gray y yo con otros dos, nos habíamosquedado en la playa.

-¿Una segunda broma? -preguntó Figueroa,que era uno de los padrinos, sobre el terrenonombrados.

-Acabemos de una vez -dijo lord Gray conimpaciencia-. Tengo que arreglar mi viaje.

-Dense explicaciones -dijo el otro- y se evi-tará un lance desagradable.

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-Araceli es quien tiene que darlas, no yo -afirmó el inglés.

-A lord Gray corresponde hablar, sincerán-dose de su vil conducta.

-En guardia -exclamó él con frenesí-. Medespido de Cádiz matando a un amigo.

-En guardia -exclamé yo sacando la espada.

Los preliminares duraron poco y los dosaceros culebrearon con luz de plata en la oscu-ridad de la noche.

De pronto uno de los padrinos dijo:

-Alto, alguien nos ve... Por allí avanza unapersona.

-Un bulto negro... Maldito sea el curioso.

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-Si será Villavicencio, que ha tenido noticiade la broma y creyendo venir a impedirla, sor-prende las veras...

-Parece una mujer.

-Más bien parece un hombre. Se detieneallí... nos observa.

-Adelante -dijo lord Gray-. Que venga elmundo entero a observarnos.

-Adelante.

Volvieron a cruzarse los aceros. Yo me sentíafuerte en la segunda embestida; lord Gray erahabilísimo tirador; pero estaba agitado, mien-tras que yo conservaba bastante serenidad. Depronto mi mano avanzó con rápido empuje;sintiose el chirrido de un acero al resbalar con-tra el otro, y lord Gray articulando una excla-mación, cayó en tierra.

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-Muero -dijo, llevándose la mano al pecho-.Araceli... buen discípulo... honra a su maestro.

-XXXV-Arrojando la espada, mi primer impulso fue

correr hacia el herido y auxiliarle; pero Figue-roa lleno de turbación, me dijo:

-Esto es hecho... Araceli, huye... no pierdastiempo. El gobernador... la embajada... Welles-ley.

Comprendiendo lo arriesgado de mi situa-ción, corrí hacia la muralla. Turbado y honda-mente impresionado y conmovido andabahacia la puerta, cuando me detuvo una personaque avanzaba resueltamente hacia el lugar de lacatástrofe.

-¡El gobernador Villavicencio! -dije en elprimer momento antes de distinguir con clari-

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dad el bulto de aquel extraño espectador delduelo.

Mas reconociendo a la persona al acercarmea ella, exclamé con asombro:

-Señora doña María... ¡Usted aquí a estahora!

-Ha caído -dijo mirando con viva atenciónhacia donde estaba lord Gray-. Acertó la mar-quesa al asegurar que no era D. Pedro hombrea propósito para llevar adelante esta grandeempresa. Usted...

-Señora -dije bruscamente- no alabe usted mihazaña... Quiero olvidarla, quiera olvidar queesta mano...

-Ha castigado usted la infamia de un malva-do, y el alto principio del honor ha quedadotriunfante.

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-Lo dudo mucho, señora. El orgullo de mihazaña es una llama que me quema el corazón.

-Quiero verlo -dijo bruscamente la señora.

-¿A quién?

-A lord Gray.

-Yo no -exclamé con espanto, deseando ale-jarme de allí.

Doña María se acercó al cuerpo y lo exa-minó.

-Una venda -dijo uno.

Doña María arrojó un pañuelo sobre el cuer-po, y quitándose luego un chal negro que bajoel manto traía, hízolo jirones y lo tiró sobre laarena.

Lord Gray abriendo los ojos, con voz débilhabló así:

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-¡Doña María! ¿Por qué tomaste la figura deeste amigo?... Si tu hija entra en el convento, lasacaré.

La condesa de Rumblar se alejó con prestezade allí.

Movido de un sentimiento compasivo, acer-queme a lord Gray. Aquella hermosa figura,arrojada en tierra, aquel semblante descoloridoy cadavérico me inspiraba profundo dolor. Elherido se incorporó al verme, y alzando su ma-no me dijo algunas palabras que resonaron enmi cerebro con eco que no pude nunca olvidar;¡extrañas palabras!

Aparteme rápidamente de allí y entraba porla puerta de la Caleta, cuando la de Rumblar,andando a buen paso tras de mí, me detuvo.

-Lléveme usted a mi casa. Si es preciso ocul-tarle a usted, yo me encargo. Villavicencio

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quiere prenderle a usted; pero no permito quetan buen caballero caiga en manos de la justicia.

Ofrecile el brazo y anduvimos despacio. Yono decía nada.

-Caballero -prosiguió-. ¡Oh, cuánto me com-plazco en dar a usted este nombre! La hermosapalabra rarísima vez tiene aplicación en estacorrompida sociedad.

No le contesté. Seguimos andando, y pordos o tres veces me prodigó los mismos elogios.Yo principiaba a cobrar aborrecimiento a miestupenda caballerosidad. La sangre de lordGray corría en surtidor espantoso delante demis ojos.

-Desde hoy, valeroso joven, ha adquirido us-ted el último grado en mi estimación, y le daréuna prueba de ello.

Tampoco dije nada.

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-Cuando mi hija se presentó en casa en ellastimoso estado en que usted pudo verla, in-voqué a Dios, pidiéndole el castigo de ese ver-dugo de nuestra honra. Me indignaba ver quede tantos hombres como en casa se reunieron,ni uno solo comprendió los deberes que elhonor impone a un caballero... Cuando vi albuen Congosto dispuesto a vengar mi ultraje,creí firmemente que Dios le había hecho ejecu-tor de su justicia. Dicen que D. Pedro es ridícu-lo; pero ¡ay!, como la hidalguía, la nobleza y laelevación de sentimientos son una excepción enesta sociedad, las gentes llaman ridículo al quediscrepa de su nauseabunda vulgaridad... Yo,no sé por qué confiaba en el éxito del valor deCongosto... Anhelaba ser hombre, y me con-sumía en mi profundo dolor. Yo creía que laarmonía del mundo no podía existir mientraslord Gray viviera, y una curiosidad intensadevoraba mi alma... No podía dormir, el velarme hacía daño... no se apartaba de mi pensa-miento la escena que después he presenciado

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aquí, y cada minuto que pasaba sin saber elresultado de una contienda que yo creí seria,me parecía un siglo...

-Señora doña María -dije procurando echarfuera el gran peso que tenía sobre mi alma- elvaronil espíritu de usted me asombra. Pero sivuelve usted a nacer y vuelve a tener hijas...

-Ya sé lo que me quiere usted decir, sí... quelas tenga más sujetas, que no les permita nisiquiera mirar a un hombre. He sido demasiadotolerante... Pero apartémonos de aquí... el ruidode esa canalla me hace daño.

-Son los patriotas que celebran la victoria deAlbuera y la Constitución que se ha leído hoy alas Cortes.

Detúvose un instante ante las barracas y alandar de nuevo, habló así lúgubremente:

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-Yo he muerto, he muerto ya. El mundoacabó para mí. Le dejo entregado a los charla-tanes. Al dirigirle la última mirada, mi espírituse recoge en sí mismo, se alimenta de sí mismo,y no necesita más... Siento haber nacido en estainfame época. Yo no soy de esta época, no...Desde esta noche mi casa se cerrará como unsepulcro... Valeroso joven, al despedirme deusted para siempre, quiero darle una prueba demi gratitud.

Tampoco dije nada... Lord Gray continuabadelante de mí.

-Usted -prosiguió- se presenta desde esteinstante a mis ojos rodeado de una aureola.Usted ha respondido a mis ideas como respon-de el brazo al pensamiento.

-Maldita aureola -exclamé para mí- malditobrazo y maldito pensamiento.

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-Le premiaré a usted del modo siguiente. Yasé que usted ama a la estudianta... me lo hadicho la de Leiva.

-¿Quién es la estudianta, señora?

-La estudianta es Inés, hija como usted sa-be... dejémonos de misterios... hija de la buenapieza de mi parienta la condesa y de un estu-diantillo llamado D. Luis. He querido sacaralgún partido de esa infeliz; pero no es posible.Su liviana condición la hace incapaz de todaenmienda. Vale bien poco. ¿Es cierto que lasacó usted de casa?

-Sí, señora. La saqué para llevarla al lado desu madre. Me vanaglorio de esta acción másque de la que usted acaba de presenciar.

-¿Y la ama usted?

-Sí, señora.

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-Es una lástima. La estudianta es indigna deusted. Yo se la regalo. Puede usted divertirsecon ella... Será como su madre... le han dadouna educación lamentable, y criada entre gentehumildísima, tuvo tiempo de aprender todaclase de malicias.

Oí tales palabras con indignación, pero callé.

-Me asombro de mi necedad. ¡Oh! Mi hijo nopuede casarse con tal chiquilla... La condesa lareclama, la llama su hija, desbarata la admira-ble trama de la familia para asegurar el porve-nir de la hija y poner un velo al deshonor de lamadre. La condesa la reclama... ¿Qué nombrellevará? Desde este momento Inés es una des-graciada criatura espúrea, a quien ningún caba-llero podrá ofrecer dignamente su mano.

Continué en silencio. Mi entendimiento es-taba como paralizado y entumecido por el es-tupor.

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-Sí -prosiguió-. Todo ha concluido. Pleite-aré... porque el mayorazgo me corresponde. Lacasa de Leiva no tiene sucesión... Supongo queusted no será capaz de dar su nombre a una...Llévesela usted, llévesela pronto. No quierotener en casa esa deshonra... Una muchacha sinnombre... una infeliz espúrea. ¡Qué horribleespectáculo para mi pobrecita Presentación,para mi única hija!...

Doña María exhaló un suspiro en que parec-ía haberse desprendido de la mitad de su alma,y no dijo más por el camino. Yo tampoco habléuna palabra.

Llegamos a la casa, donde con impaciencia yzozobra esperaba a su ama D. Paco. Subimos ensilencio, aguardé un instante en la sala, y doñaMaría después de pequeña ausencia apareciótrayendo a Inés de la mano, y me dijo:

-Ahí la tiene usted... Puede usted llevársela,huir de Cádiz... divertirse, sí, divertirse con ella.

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Le aseguro a usted que vale poco... Después dela declaración de su madre, yo aseguro que nila marquesa de Leiva ni yo haremos nada porrecobrarla.

-Vamos, Inés -exclamé- huyamos de aquí,huyamos para siempre de esta casa y de Cádiz.

-¿Van ustedes a Malta? -me preguntó doñaMaría con una sonrisa, de cuya expresión es-pantosa no puedo dar idea con las palabras denuestra lengua.

-¿No me deja usted -dijo Inés llorando- en-trar en el cuarto donde está encerrada Asun-ción, para despedirme de ella?

Doña María por única contestación nos se-ñaló la puerta. Salimos y bajamos. Cuando lacondesa de Rumblar se apartó de nuestra vista;cuando la claridad de la lámpara que ella mis-ma sostenía en alto, dejó de iluminar su rostro,me pareció que aquella figura se había borrado

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de un lienzo, que había desaparecido, comodesaparece la viñeta pintada en la hoja, al ce-rrarse bruscamente el libro que la contiene.

-Huyamos, querida mía, huyamos de estamaldita casa y de Cádiz y de la Caleta -dije es-trechando con mi brazo la mano de Inés.

-¿Y lord Gray? -me preguntó.

-Calla... no me preguntes nada -exclamé conzozobra-. Apártate de mí. Mis manos estánmanchadas de sangre.

-Ya entiendo -dijo ella con viva emoción-. Lainfame conducta de ese hombre ha sido casti-gada... Ha muerto lord Gray.

-No me preguntes nada -repetí avivando elpaso-. Lord Gray... Yo tuve más suerte que élen el duelo. Mañana dirán que el honor...pues... me pondrán por las nubes... ¡Infeliz demí!... El desgraciado cayó bañado en sangre;

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acerqueme a él y me dijo: «¿Crees que he muer-to? ¡Ilusión!... yo no muero... yo no puedo mo-rir... yo soy inmortal...».

-¿De modo que no ha muerto?

-Huyamos... no te detengas... yo estoy loco.¿Esa figura que ha pasado delante de nosotrosno es la de lord Gray?

Inés estrechándose más contra mí, añadió:

-Huyamos, sí... quizás te persigan... Mi ma-dre y yo te esconderemos y huiremos contigo.

Septiembre-Octubre, 1874.

FIN