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Soldado belga de las Brigadas Internacionales engullido en la vorágine de la guerra, este relato significará para muchos lectores de cualquier credo político un cambio de opinión sobre el mito (positivo o negativo) de los brigadistas en España. Primeras páginas y prólogo.

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EL MERCENARIO

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EL MERCENARIO

Diario de un combatiente en la Guerra de España

por

Nick Gillain

Leer y Viajar Clásico

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NOTA DEL EDITOR

Durante el 2016 se cumplirá el 80 aniversario del inicio de la Guerra Civil Española. No hay que decir que este es uno de los hechos más traumáticos de la historia de España y que aún hoy es un tema de conversación corriente entre los españoles. Hay que reconocer, asimismo, que «las dos Españas» están patentes a diario en la vida política de nuestro país y que son una fuente de conflicto siempre dispuesta a saltar en cualquier debate, incluso en ambientes familiares donde prima el cari-ño. Podríamos decir, pues, que la Guerra Civil es un tema que nos interesa y que nos afecta: mal que nos pese y por mucho tiempo que haya pasado desde la, mal llamada dicen algunos, Transición.

Sin embargo, obviamente, no queremos profundizar en esto, sino, simplemente, en varios aspectos del libro que tiene en sus manos y que, creemos, necesitan una aclararación rápida y una ampliación moderada.

Vamos primero con la «ampliación moderada»:No ha sido fácil encontrar un texto sobre la Guerra de

España que encajara en nuestra muy especializada linea edito-

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rial, es decir, la publicación de testimonios reales y directos de los protagonistas de viajes y expediciones excepcionales (en el más amplio sentido de la palabra). Si, encima, queremos un mínimo de calidad literaria, la cosa se complica aún más.

Desde hace dos años, que decidimos firmemente publicar para el 2016 algo en torno a la Guerra Civil en nuestra colec-ción Leer y Viajar, hasta hoy, la búsqueda ha sido apasionan-te. El Mercenario es sólo la punta visible del iceberg de muchas ideas descartadas, y nos gustaría compartir con el lector una sola de estas ideas que no ha visto la luz. Se trata de Prisoners of the Good Fight, Americans against Franco Fascism, de Carl Geiser, el primer libro en el que pensamos seriamente. Geiser, como Gillain, fue soldado de las Brigadas Internacionales; en su caso, de la famosa Brigada Lincoln.

Con menos resentimiento ideológico que Gillain, Carl Geiser dedicaría gran parte de sus últimos años a un trabajo ingente de investigación recopilando y transcribiendo los testi-monios de muchos brigadistas. Su historia bien merece unas líneas por ser la antítesis completa de la de Gillain, que desarro-lló en España un rechazo, cercano a la repugnancia, sobre todo lo que significara el credo comunista (y sus métodos) y la moti-vación ideológica en el campo de batalla.

Carl Geiser llegó a España en abril del 37. Cinco años antes había tenido su primer contacto con el socialismo al formar parte de la primera delegación de la Federación Nacional de Estudiantes de los EEUU que viajó a la URSS una vez que ambos países habían reanudado las relaciones diplomáticas. Durante este viaje, Geiser se quedó admirado por los logros del sistema soviético y por los principios del socialismo. Cuando desembarcó en España, ya era miembro del Comité de la Liga de las Juventudes Comunistas. Combatió, con diversos rangos,

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en la batalla de Brunete, en Quinto y en Belchite, fue herido en Fuentes de Ebro y hospitalizado por ello durante tres meses. Después se incorporó como comisario político en el batallón Mackenzie en enero del 38. Cuando apenas llevaba un año combatiendo en España, fue capturado por el ejército de Fran-co y recluido en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, que se había «reformado» como prisión para hacinar, exclusiva-mente, a los soldados extranjeros que apoyaban a la República. Aquí acabó la acción para Carl Geiser, y para los más de seis-cientos cincuenta brigadistas apresados en aquella época por los nacionales. Al año siguiente, por mediación de la asociación de Amigos de la Brigada Abraham Lincoln y el Departamento de Estado de EEUU, Franco liberó a setenta y un norteamericanos del campo de concentración de San Pedro de Cardeña. Entre ellos, estaba el discreto Carl, que volvió a Nueva York y nunca más volvió a hablar de España ni de aquella guerra «perdida contra el fascismo».

No hay que olvidar que, algunos años después (1950-1956), el Macarthismo perseguiría a los veteranos de las Brigadas Inter-nacionales por haber luchado a favor de la República española, hecho que «la caza de brujas» asoció directamente con las acti-vidades antiamericanas y con el comunismo.

Pero volvamos con Geiser: gracias a sus estudios de inge-niería consiguió un puesto en Liquidometer, una empresa fabri-cante de material aeronaútico, donde trabajó durante cuarenta años sin que nadie le oyera mencionar jamás su experiencia en la Guerra Civil. ¿ Jamás?, no exactamente, hubo una única excepción. A principios de los setenta publicó un relato en el New York Times sobre un concierto de Navidad que celebró la coral de voluntarios internacionales en San Pedro de Cardeña (habían formado un coro en un intento de que la música mantu-viera la moral alta); aquel artículo tuvo muy buena acogida y eso

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animó a Carl Geiser, sin duda, a plantearse el colosal trabajo que comenzó tras su jubilación a la edad de 71 años.

¿Sería posible encontrar, más de cuarenta años después, a los compañeros de cautiverio en España y recoger sus testi-monios y sus recuerdos para escribir una especie de Historia General de los voluntarios norteamericanos en la Guerra Civil? Sólo había una manera de saberlo, haciéndolo. Así que Carl Geiser, junto con su amigo (y también compañero de cautive-rio) Robert Steck, consiguió recopilar información biográfi-ca de ciento veinte compatriotas que habían estado con él en San Pedro de Cardeña y en otras prisiones españolas. Asimis-mo, mantuvo correspondencia con más de ciento cincuenta veteranos para recopilar sus recuerdos. El proyecto consiguió financiación y se materializó en un manuscrito de novecientas páginas con todo el material reunido y transcrito por Geiser. En 1986, el editor Lawrence Hill & Co, publicó una versión abre-viada del trabajo original.

Esta es la historia personal de Carl Frederick Geiser que, para nosotros, pone el contrapunto antagónico al testimonio que está usted a punto de leer, querido lector. Gillain, no reposa su experiencia, escribe su testimonio aún con las armas humean-tes y el odio fresco, poseído por el resentimiento y sin cotejarlo con nadie. Geiser, por el contrario, reposa su experiencia nada menos que 43 años, abrazando aún los principios del socialis-mo y confrontando sus vivencias con los testimonios de otros doscientos setenta veteranos. Hay que añadir también que, en cuanto a luchar por unos ideales, y que estos te acompañen en el campo de batalla, Gillain y Geiser también tendrían un buen desencuentro.

El relato de Gillain es único despojando a las Brigadas Internacionales del romanticismo con el que se las ha rodeado. Es por esto que nos sumamos a la recomendación de nuestro

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prologuista de lujo de buscar otros testimonios de brigadistas que den el contraste a este relato de un desencanto.

Y hasta aquí la «ampliación moderada».

Por último, en referencia al libro, vamos con la «aclara-ción rápida» que, más bien, se trata de una explicación y una recomendación:

La explicación es sobre la posición de las notas al pie. El lector verá que en el prólogo de Eduardo Juárez (especialis-ta impagable, como podrán comprobar) las notas al pie están al final de cada página. Sin embargo, en el texto de Gillain, las notas al pie están al final del libro. Hemos reflexionado larga-mente sobre esta decisión. Nuestro principal objetivo ha sido liberar el texto de Gillain de cualquier posible distracción para ayudar al lector a disfrutar de la narración sin interrupciones sobre el contexto histórico (cosa que ya conocerá en algún caso). Las notas son tan extensas y tan bien traídas, que hemos comprobado que pueden leerse incluso fuera de su contexto, lo cual destaca aún más el mérito de Eduardo Juárez.

Por último, una pequeña recomendación: personalmente, como lector, siempre he leido los prólogos una vez terminado el libro; por favor, en esta ocasión, contemplen seriamente esta posibilidad. Quienes así lo hagan, sabrán porqué.

Buen viaje.el editor

* La fuente original de la historia de Carl Geiser aparece en el artículo publicado sobre él en Tamiment Library and Robert F. Wagner Labor Archives at New York University (N. del E.).

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PRÓLOGO

por Eduardo Juárez Valero

No cabe duda de que el viaje de Nick Gillain por la España fracturada y desecha de la Guerra Civil es una aventura a través de la historia más negra de nuestro país. Comunistas, anarquis-tas, fascistas, idealistas, desengañados, borrachos, héroes, viles y miserables mercenarios, coristas, policías, delincuentes, políti-cos y politicuchos… Todos tienen cabida en el corto pero inten-so relato del brigadista. Ahora bien, saber qué hay de verídico en el relato, qué es fantasía y exageración, qué parte de la historia responde al despecho del brigadista desencantado, del comu-nista renegado, del apóstata de la idea, resulta, cuando menos, tarea harto complicada.

Desde hace algunos años, la Profesora Alicia Alted se ha esforzado en establecer la diferencia existente entre memoria e historia1. En sus libros y artículos se puede seguir de forma analí-

1 alted, a., «La memoria de la República y la Guerra Civil en el exilio», en juliá, s. (dir.), Memoria de la Guerra y del Franquis-mo. Madrid, Taurus/Fundación Pablo Iglesias, 2006, pp. 247-277.

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tica la sima profunda abierta entre ambos conceptos, asociados, e incluso asimilados por los no legos en esta disciplina del pasa-do, en el presente que es la historia. Lo mismo podría decirse de Eduardo González Calleja, obstinado en centrar un debate que ha provocado y provocará, sin duda, no pocas controver-sias2. Maestros como Santos Juliá3, Paul Preston4 o el añorado Julio Aróstegui5 han recorrido esta frontera durante sus largos años de investigación, tratando de establecer una división clara que erradique la confusión que la colisión de ambos mundos provoca.

Y no resulta fácil echar mano del método científico a la hora de valorar el proceso degenerativo que sufre el hecho histó-rico en la mente del testigo desde el momento en que se convier-te en recuerdo. En ese paso que el conocimiento adquirido se torna en algo personal e intransferible es cuando la historia se tergiversa, creando aristas en lo que una vez fue un simple plano. Resulta divertido pensar en Francisco Ayala discutiendo acerca de su presencia o no en el Parlamento republicano determinado día en el que, en realidad, estaba siendo recibido en un país lati-noamericano, como lo atestiguaba el documento en posesión del Maestro Santos Juliá.

2 gonzález calleja, e., Memoria e historia. Vademécum de conceptos y debates fundamentales, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2013.

3 juliá, s., Elogio de la historia en tiempos de memoria, Madrid, Marcial Pons, 2011.

4 preston, p., El holocausto español, Barcelona, Debate, 2011.

5 aróstegui, j. (ed.), España en la memoria de tres genera-ciones, Madrid, Ed. Complutense, 2007.

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La memoria o historia viva, como algunos gustan de llamarla, es, por tanto, una herramienta peligrosa que, si bien permite conocer aspectos del hecho histórico difícilmente hallables en la documentación, está moldeada por la voluntad consciente o involuntaria de quien la atesora. En el primer nivel suele estar contaminada por filias y fobias, formación e incul-tura, anhelos y pesares de quien la atesora. Aún recuerdo la memoria o, más bien, desmemoria, de un oficial franquista en el frente del Norte en abril de 1937 quien aseguraba haber visto cómo los mineros asturianos arrasaban Guernica en lugar de los infames aviones de la Legión Cóndor. Ahora bien, la distorsión, tras décadas de recuerdos impuestos, es aún mucho mayor en el segundo nivel, el de los familiares directos del testigo, quiénes modulan los testimonios en función de sus gustos, pasiones y entendimientos personales. Obviamente, el tercer nivel, asocia-do a terceras generaciones, amistades, confidentes de confiden-tes, apenas guardan valor histórico alguno, aún a pesar de ser capaces de crear estados de opinión difícilmente refutables por el historiador. Ver al Profesor Ángel Herrerín tratar de demos-trar infructuosamente la existencia de una CNT organizada en España durante el franquismo ante un atesorador de recuerdos del tercer nivel hubiera sido muy ilustrativo para este prólogo a las aventuras y desventuras de Nick Gillain en las Brigadas Internacionales.

Ahí radica, por consiguiente, la principal dificultad a la hora de analizar este Diario de un combatiente. Como primera aproximación, habría que señalar el carácter personal y no histó-rico del relato de Gillain, quien, en todo momento, impone su opinión sobre el análisis sincero de lo allí vivido. El título prin-cipal de la obra, El Mercenario, da una idea básica de la opinión del autor acerca de su experiencia en la Guerra Civil Española y la generalización de una motivación personal aplicada como

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axioma a la mayoría de los voluntarios venidos a España durante aquella catástrofe.

No cabe duda de que algún grupo de voluntarios vinieron motivados por las promesas que se les pudo hacer en determi-nadas circunstancias. Mas, establecer que el interés personal e incluso económico, fuese la motivación básica de los brigadistas resulta chocante. El desencanto con que Gillain inicia su rela-to, expulsado de su brigada, deshonrado y condenado a muer-te, condiciona todo el relato. Pensar que un amigo y camarada como Heusler pudo haberle tendido una trampa para acabar con él, aunque plausible, dramatiza la acción hasta el punto lite-rario y determinista que engloba todo el relato. Resulta curioso que el propio Heusler, en su relato vital, no incluyera referencia alguna a la situación o al propio Gillain6 ni esa visión mortecina y desencantada de la aventura de los voluntarios extranjeros en España.

Y es significativamente interesante practicar una aprecia-ción inicial en la diferencia existente entre los propios volun-tarios extranjeros en la Guerra Civil Española. Gillain, a lo largo de su relato, no expresa distinción alguna entre milicianos comunistas, trotskistas, anarquistas, antifascistas, antimilitaris-tas, pacifistas, nacionalistas y, por supuesto, brigadistas interna-cionales. El flujo de internacionales que cruzaron la frontera de algún modo para participar en la lucha contra el fascismo en que se convirtió para muchos el conflicto patrio no se redujo a las Brigadas Internacionales.

Este fenómeno brigadista, aprobado por la III Internacio-nal Comunista en agosto de 1936, la famosa Komintern, fue

6 heusler, a., Avec les Héros de la Liberté. Espagne, 1936-1937, París, Editions du Comité International d’Aide au Peuple Espag-nol, 1937.

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capitalizado por los partidos comunistas de diferentes países, siendo el núcleo francés el aglutinador y organizador de los envíos de brigadistas al campo de entrenamiento y formación de Albacete. A todos estos habría que sumar los otros cien-tos o, para muchos, miles de voluntarios que eligieron formar parte de otras iniciativas colectivas, más o menos idealizadas. De los anarquistas extranjeros como el italiano Negus y todos los voluntarios extranjeros de la Columna Durruti, que llega-ron a sumar cuatrocientos individuos, a los aventureros como George Orwell, afiliado a las milicias trostkistas del POUM o Frank Tinker y sus colegas aviadores norteamericanos, nada dice Gillain. Es innegable el protagonismo de los comunistas en la organización, adiestramiento y desarrollo de las Brigadas Internacionales, pero de ahí a «comunistizar» cualquier acción política o social llevada a cabo por el Gobierno republicano durante la Guerra Civil es, cuando menos, cuestionable.

En esa línea de simplificación habría que entender la conti-nua asociación del Gobierno republicano con el Frente Popu-lar y la inclusión en este de los anarquistas, también unificados por el capitán Gillain en la FAI, olvidándose por completo de la CNT, matriz básica de las organizaciones anarco-sindicalistas españolas. Es evidente que la participación de Peiró y Federica Montseny en el gobierno del socialista Francisco Largo Caba-llero condujo, por asociación simple, a que Gillain asumiera que CNT y FAI se habían integrado en el mal llamado Frente Popular, para el autor, trasunto del Gobierno republicano, aún cuando la citada coalición desapareciera al poco de triunfar en las elecciones de febrero de 1936.

En cualquier caso, al igual que le ocurriera a Orwell y a otros tantos desengañados del comunismo en las filas milicia-nas, Gillain carga a lo largo de su libro contra la normalización de lo individual aplicado por los comunistas en beneficio de lo

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colectivo. Frente a la libertad de acción de las milicias anarquis-tas, y también ineficacia, Gillain describe unas Brigadas Interna-cionales sometidas a la dictadura de los comunistas, politizada la acción militar por los comisarios y fiscalizada de forma cons-tante por unos mandos que no pueden escapar a su ascendencia ideológica, dejando de un lado la lógica militar, táctica y estra-tégica, tan añorada por el autor.

Esas añoranzas de un orden militar dominado por la disci-plina y la formación alumbran ligeramente uno de los grandes misterios del presente relato, que no es otro que la identidad del autor. Si bien conocemos su nombre, poco más dice Gillain de su pasado. Se sobrentiende que poseía nacionalidad belga, principalmente porque es a través de los consulados y embaja-das del Reino de Bélgica que intenta abandonar la península en Valencia. No obstante, en un momento determinado del relato habla de su emigración previa al viaje a España y asegura cono-cer perfectamente el ruso y el francés, pero ningún idioma más de los hablados en Bélgica.

Su edad es, igualmente, un misterio. Se sabe, eso sí, que tenía quince años más que su novieta española, la bailarina Malu. Si se estima que aquella rondara los veinticinco o vein-tiocho años, Gillain andaría por los cuarenta o cuarenta y pocos años. En cuanto a su condición física, nada clarifica el relato más allá de sus bigotes, a los que alude en las últimas páginas. Esta ausencia de descripción de su condición vital, de sus rasgos físi-cos, procedencia, origen o cualquier dato que pudiera asociar su persona a una identidad real, unido a la falta de registros en la multitud de relatos, textos, documentos y estadillos de tropas asociados a las Brigadas Internacionales, induce a pensar que el nombre Nick Gillain pudiera ser un seudónimo.

Pero no ocurre lo mismo con la mayoría de los personajes presentes en el relato. Los principales oficiales de la 14 Brigada

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Internacional sí son identificables. Empezando por su primer comandante, el famoso Karol Wacław Świerczewski7, cono-cido como General Walter entre los brigadistas. Formado en la Unión Soviética, fue destinado por la Komintern, primero a París y más tarde a Albacete, con el objetivo de coordinar y estructurar el flujo de brigadistas. Tras el desastre de Lopera y las batallas de Madrid y Jarama, le fue concedido el mando de la 35 División en la ofensiva sobre Segovia que desembocó en la batalla de La Granja (30 de mayo-6 de junio de 1937). Reco-nocido por el buen desarrollo táctico de sus tropas, la incapa-cidad para tomar posiciones fijas, como el caso del Cerro del Puerco y Valsaín durante la citada ofensiva, puso en entredicho la capacidad de su unidad, pasando a un segundo plano en las ofensivas posteriores, como fue el caso de Brunete. Por lo que a él respecta, su prestigio no disminuyó con los fracasos de Sego-via y Huesca, participando en la toma de Belchite y las manio-bras previas a las ofensivas que desembocarían en la batalla del Ebro. Polaco de nacimiento y héroe posterior de aquella Repú-blica hasta el fin de sus días en 1947, es más que probable que su relación con su compatriota, la afamada fotógrafa Gerda Taro, creadora junto con André Friedman del personaje de Robert Capa, llevara a esta hasta los campos de batalla de la Sierra del Guadarrama, como demuestran las instantáneas pertenecientes a la maleta mejicana8. Su poderosa personalidad y vehemencia,

7 swierczewski, a., swierczewski, m. y swierczews-ki, z., Soldado de tres ejércitos: Karol Świerczewski, general Walter, AABI, Madrid, 2007.

8 bajatierra, l., «Robert Capa y Gerda Taro: ¡Esto es la guerra!», Cambio 16 nº 2023 (2010), pp. 34-39. velasco, m.v., «Robert Capa y Gerda Taro: pioneros del fotoperiodismo de guerra», Clio: Revista de Historia, 93 (2009), pp. 90-91. fortes, s., Esperando a Robert Capa, Planeta, Madrid, 2009.

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perfectamente descrita por Gillain en este relato y personifica-da en el coronel Goltz en la famosa novela de Hemingway9, le granjeó no pocos enfrentamientos con los oficiales del Ejército Popular de la República, fomentando el desprecio de alguno de ellos, como en el caso del coronel Domingo Moriones o el gene-ral José Miaja.

Con un perfil mucho más bajo, Jules Dumont o Dumond, según sea el texto que se maneje, llegó a la comandancia de la 14 Brigada Internacional a finales de abril de 1937, momen-to previo a la ofensiva sobre Segovia. Veterano de la guerra de Abisinia y la Gran Guerra Europea, Gillain lo describe como un hombre pusilánime y politizado hasta extremos inimagina-bles. Parece evidente que su integración en otra brigada previa-mente a su llegada a la 14 no fue aceptado por los veteranos de la misma, como el propio Guillain. A pesar de ser francófono, como los belgas, y francés de nacimiento, como la mayoría de los integrantes de aquella brigada, conocida como La Marse-llesa, nunca fue aceptado plenamente. Este comunista francés, instigador de la resistencia durante la ocupación nazi, lo que le costaría ser detenido y ejecutado por la Gestapo años más tarde, chocó directamente con Walter y la mayoría de los oficiales de la 14 Brigada, causa básica del fracaso de esta unidad en la ofen-siva sobre Segovia de 1937.

Muy crítico con la politización de los oficiales, Gillain muestra esta actitud como deleznable y negativa para la efectivi-dad de las unidades internacionales a lo largo del relato. Menos en el caso de Walter, quizás por su participación en el origen de la Brigada, Gillain critica esta actitud en cuantos brigadistas puede. Al caso ya citado de Dumont habría que sumarle los de

9 hemingway, e., ¿Por quién doblan las campanas?, Barcelo-na, Debolsillo, 2004.

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Heusler, Krieger, François Vittori o el propio André Marty e, incluso, el comandante de batallón Boris Guimpel, todos ellos incapaces de comprender las necesidades de la unidad por enci-ma de los intereses políticos. Quizás pueda comprenderse ese rechazo visceral de Gillain, especialmente a partir de mayo de 1937, cuando las purgas stalinistas llegaron hasta las filas de las Brigadas Internacionales. La eliminación de trostkistas orques-tada por Orlov y compañía desde Barcelona10, es escenificada en reiterados fusilamientos entre las filas de los brigadistas, segu-ramente exagerado por Gillain. A la desaparición y asesinato de Andreu Nin habría que sumar la eliminación de comunistas heterodoxos, citado todo ello de forma sucinta por Gillain al finalizar el capítulo de la ofensiva sobre Segovia, diferencian-do dos variantes de comunismo: el francés y el ruso. Ese poso de inquietud asociado a la pertenencia a una u otra corriente, alimenta desde el principio el hastío y desprecio hacia la actitud soviética de establecer un comunismo ortodoxo, eliminando cualquier otra corriente interna, llámese trostkismo o no.

A ese odio hacia el comunismo llamado stalinista, habría que añadir el desdén hacia la política integradora aplicada a las Brigadas Internacionales. Al reconocer los deméritos y dificulta-des de constituir unidades heterodoxas desde un punto de vista nacional, la decisión de reorganizar las Brigadas Internaciona-les estableciendo un principio de procedencia con el objetivo de que el uso de un idioma común elevara la efectividad de las mismas fue, para Gillain, un claro error. Convertidas en peque-ñas repúblicas independientes, enfrentadas entre sí y alejadas de las unidades militares españolas, la consecuencia esencial

10 genovés, m.d. Operación Nikolai o el asesinato de Andreu Nin, Barcelona, Història política, Societat i Cultura dels Països cata-lans, 1998.

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de aquella decisión fue la atomización del concepto de Briga-das Internacionales fácilmente entendible en el relato a través de la búsqueda de intereses propios de la unidad. Ya fueran municiones, armas o vituallas, la competencia logística entre las unidades militares republicanas es descrita de forma cons-tante por Nick Gillain, mostrando, de forma global, un ejército desestructurado, carente de cohesión, donde los únicos límites son los impuestos por la propia brigada, y los objetivos, los de la unidad, aflorando una especie de nacionalismo de brigada poco estudiado y claramente dañino para la efectividad de las Briga-das Internacionales durante la Guerra Civil Española.

Por todo ello, si las relaciones entre las Brigadas Interna-cionales eran, a ojos de Gillain, pésimas por este nacionalismo de brigada, la interacción con las tropas españolas le resulta igual de pésima. El desprecio hacia el camarada de ejército inter-nacional, sutilmente mostrado en el relato, se torna más que evidente hacia las Brigadas Mixtas del Ejército Popular de la República. Aunque no aparezca de forma explícita en el relato, Gillain, militar veterano, no comulga con el carácter miliciano del ejército republicano. Su crítica al uso de la democracia y el voto en la actuación táctica referido a determinadas unidades de las Brigadas Militares en sus orígenes puede estar en la base del poco interés que despiertan en él las tropas republicanas espa-ñolas. Siempre descritas como indisciplinadas, poco esforzadas, de baja eficacia y compromiso, apenas unos pocos oficiales le merecen algo de respeto, ya sean Líster o Modesto, pero siem-pre descritos desde un prisma de superioridad, ese mismo que los oficiales de carrera españoles, tales como Miaja, Moriones o Rojo, aplicaban a las milicias y tropas internacionales.

En otro nivel están los españoles integrados en las fuer-zas del orden público, la Guardia de Asalto, a quienes, direc-tamente, asocia con una policía de carácter político unida a los

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núcleos soviéticos stalinistas presentes en el Madrid sitiado. Desde Ricardo Burillo, comandante en 1936 y teniente coro-nel durante la guerra, a su subordinado, Esteban Fernández Sánchez, ambos sospechosos de participar en el asesinato de José Calvo Sotelo en julio de 193611, a los llamados Asaltos de forma genérica, Gillain muestra esta unidad policial como un comisariado político represivo, al estilo de la NKVD soviética, precursora del temido KGB12.

Mención aparte merecen las mujeres españolas. Invisibles en muchos de los libros y memorias asociadas a las Brigadas Internacionales, Gillain presenta el espectro femenino durante la guerra en tres niveles, en ninguno de los cuales se encuen-tra mujer miliciana alguna, tan representada en la literatura y el cine reciente. En el nivel más bajo están aquellas prostitui-das por necesidad en Madrid, siempre asociadas a los centros de poder soviéticos y, en determinados momentos y lugares, a alguna que otra Brigada Internacional. En un segundo nivel, lo que vendría a llamarse la mujer española decente. Íntegra y entregada, base de la familia, Gillain las describe demasiado buenas para unirse, en el modo que sea, a los aventureros que conformaban las Brigadas Internacionales. En un tercer nivel, sin llegar a calificarlas como decentes ni mostrarlas en la baje-za de la prostitución, aparecen las coristas, bailarinas y cantan-tes, personificadas en la desgraciada cantante Dolores y el amor platónico de Gillain, la bailarina Malu. Inmersas en el mundo de la farándula, seguramente despreciadas por las mujeres espa-

11 gibson, i., La noche en que mataron a Calvo Sotelo, Barce-lona, Argos Vergara, 1982.

12 navarro bonilla, d., ¡Espías! Tres mil años de informa-ción y secreto, Madrid, Plaza y Valdés, 2009.

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ñolas decentes, son descritas en el libro como dulces y amistosas, esforzadas y abnegadas, conocedoras de la dificultad de sobre-vivir en un país en guerra, en una ciudad sitiada y estrangulada, pero plenas de vida, conformando una luz en el negro futuro en el que se movían aquellos hombres condenados a morir.

Y es la muerte y no otro demiurgo el hilo conductor del viaje de Gillain. Muerte en la guerra, muerte por enfermedad, por heridas, por ajusticiamiento, por estupidez, por purgas polí-ticas, por la casualidad de un bombardeo. Como si se tratase del viaje del caballero cruzado Antonius Block en la magistral pelí-cula de Bergman13, Gillain muestra su existencia como un nave-gar sin rumbo desde el principio, escapando incontables veces de la muerte y caminando de forma constante con ella, sorpren-diéndose en muchos de los pasajes de su incólume estado. Ese viajar de campaña en campaña, de batalla en batalla constituye la esencia de este relato. De Lopera y Andalucía a Madrid y sus aledaños, ya sea Torrelodones, Galapagar o El Escorial; de las cercanías de Quijorna y la ribera del Jarama a las agrestes lomas de la Sierra del Guadarrama con el Real Sitio de San Ildefon-so rodeado y Segovia al fondo. La mutación del brigadista en soldado profesional en cambio constante, acompañado por la muerte, convierte la obra de Gillain en un ejemplo del devenir existencialista como explicación a la necesidad de luchar para olvidar la precariedad esencial de la vida.

Y en ese cambio constante, el brigadista se mueve de campo de batalla en campo de batalla pasando por ciudades fantasma-góricas, donde no se vive: se sobrevive; donde la belleza no exis-te, sólo lo efímero y el determinismo de un final trágico. Así pasa por las ciudades españolas, por Madrid y Valencia, por El

13 bergman, i., El séptimo sello, Suecia, 1957.

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Escorial o Torrelodones, mostrando destellos de algo que no le interesa, a modo impresionista, eso sí, focalizado no en la luz, sino en las gentes y la miseria con que la guerra cubre sus exis-tencias leves y prescindibles.

En ese sentido, personal y subjetivo, pesimista y barojiano, el viaje de Nick Gillain goza de un interés pleno. Ahora bien, desde el punto de vista histórico, como ya se ha dicho unas pocas líneas atrás, es más que cuestionable. Preocupado por las distancias cortas, la aventura de Gillain se centra en lo personal, sirviéndose de ello para justificar sus opiniones, muchas de ellas fruto de la discusión y razonamiento de la cantina militar. Estos desajustes históricos trufan gran parte del relato, fundamentan-do los razonamientos del autor con no pocas imprecisiones y exageraciones varias, consecuencia, quizás, del uso de la memo-ria en la redacción y no del documento histórico o el testimonio contrastado.

Por ello, los miles de muertos en el desastre de Lopera o en la ofensiva de Brunete, contrastados hoy día por la argumenta-ción historiográfica, alimentan la exageración de los caídos en la batalla de La Granja o los purgados en la normalización del comunismo emprendida por Stalin a partir de mayo de 1937. Esta hipérbole generalizada se torna argumento básico a la hora de establecer la falta de cohesión y coherencia en el Ejército Popular de la República y en la acción de gobierno de Largo Caballero o Negrín. En esa línea han de entenderse las desca-lificaciones basadas en el odio hacia determinados oficiales, ya sea el capitán de Caballería italiano Aloca o el propio Dumont, tildados de cobardes e incompetentes, mientras que camaradas borrachos, ladrones o criminales, son tratados por el autor con la benevolencia que la complicidad en el viaje otorga.

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Sea como fuere, este Diario de un Combatiente, ha de entenderse, según se ha dicho, como la justificación personal de una travesía afortunada por el infierno de la guerra y la destruc-ción humana. Testimonio de vida y triunfo casual sobre la muerte, El Mercenario Nick Gillain, seudónimo de vaya usted a saber quién, nos da un imagen real, cruda y detestable, de la vida de un apátrida en el crisol que fue la Guerra Civil Española. Si no como documento histórico básico, el lector podrá encontrar entre las líneas de esta negra aventura, la vida y remordimientos de uno de tantos idealistas fracasados, engullido por la vorágine de la guerra moderna, donde la idea y el individuo son aplasta-dos hasta confundirse con la miseria que destila la indefectibili-dad de la muerte.

Real Sitio de San Ildefonso, SegoviaOctubre 2015

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Por qué he escrito El Mercenario

por Nick Gillain

Volví varias veces a la «Cité Paradis» y cada vez me reci-bían más amablemente. Me preguntaron si deseaba volver a Bélgica, diciéndome:

«Querido Gillain, tú tienes derecho a ir a Bélgica; aquí tienes quinientos francos que cuesta el viaje; haz lo que quieras; quédate en París o date una vuelta por tu país; no queremos que puedas quejarte de que no hemos tenido suficiente considera-ción contigo.»

A la semana siguiente me entregaron una nueva remesa de dos mil francos.

Al principio, esta generosidad me confortaba; sin embar-go, después de algún tiempo, me invadía un vago malestar. Tenía demasiada suerte, se me arreglaban demasiado bien todas las cosas. Me habían devuelto mis papeles y me entregaban dinero, a pesar de haber dejado irregularmente el ejército, mientras que todos los días veía denegar pensiones a inválidos y negar auxi-lios de cinco francos a licenciados de los cuarteles.

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Cuánto más reflexionaba más me convencía de que mi caso obedecía a una de estas dos hipótesis: o bien se pretendía lison-jearme para que no hablase, o bien, Heusler, que conocía mi pasado militar, se esforzaba en hacerme olvidar los días sombríos que pasé en la 14 Brigada bajo las órdenes de Dumont.

Habían pasado más de tres semanas y Heusler me llamó a su despacho.

—Gillain —me dijo— ¿quieres volver a España?, tenemos necesidad de buenos oficiales; si aceptas te nombrarán coman-dante de una media brigada de caballería.

—Te agradezco tu proposición, Heusler —le respondí—; sin embargo, te advierto que la única cosa que actualmente me interesa es verme rehabilitado ante mis compañeros. ¡El simula-cro de juicio en el que me condenaron, no lo acepto! ¡Ascendi-do a capitán por el Ministerio de la Guerra, no puedo consentir que se me prive de mi graduación por un consejo de disciplina!

—De acuerdo —convino Heusler—; voy a hacer revisar tu asunto, pero es imposible hacerlo en Francia; para ellos es nece-sario que vuelvas a España.

—Acepto —le contesté—, pero a condición de que tú me garantices la imparcialidad del tribunal que me juzgue. Debes comprender que no quiero volver a caer en las manos de Dumont y de Bastien.

—No tengas ningún temor —me dijo Heusler—, tengo que ir a España en automóvil y te llevo conmigo; me conoces y sabes que mi palabra tiene valor.

Yo tenía en él absoluta confianza, y me bastaba su protec-ción. Nos citamos para el lunes siguiente.

Ese día llegué a su despacho y lo primero que me dicen es que había salido a provincias.

—¿Cómo es eso? —pregunté—; si debíamos salir juntos para España.

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—Hay contraorden —me respondió su secretario—; tú tienes que salir en el tren con otros cuatro camaradas; en el 33 de la calle Granges-aux-Belles1 te darán tu billete.

Esta propuesta no podía satisfacerme. Yo había aceptado volver a España a condición de que Heusler, en quien yo confia-ba, viniera conmigo. Su situación dentro del Partido Comunista y el hecho de haber sido comisario político con el General Walter eran una garantía, si no absoluta de objetividad, por lo menos de que se harían las cosas claramente y no en secreto. Yo esperaba poder defenderme, pero su ausencia alejaba mucho la posibili-dad de ser oído por aquellos en quien delegasen el juzgarme.

Si mi primer impulso fue de recelo, el segundo fue de que era indigno de mí escapar, que era una cobardía no partir después de haberlo prometido: ¡El vino estaba escanciado y era necesario beberlo!

El tren salía a las nueve y media de la noche. Me habían cita-do en un pequeño restaurante comunista, La Famille Nouvelle2, donde encontraría a mis compañeros de ruta, con los que debía cenar. Hacia las siete, subí al primer piso, reservado especialmen-te para los voluntarios que iban a España. Había una multitud, en su mayor parte húngaros, checos, polacos, italianos y alema-nes; comían platos sencillos y bebían vino tinto. Contrastando con estos pobres diablos, en dos mesas en un rincón, una veinte-na de individuos se regalaban y pedían coñac en vasos grandes.

Estábamos cerca de ellos y, en cuanto supieron que no éramos nuevos reclutas, sino antiguos Internacionales, nos invi-taron a beber.

No era necesario ser muy lince para darse cuenta que esta-ban borrachos y, como todos los borrachos, empezaron a hacer-nos confidencias; y así supimos que eran chóferes encargados de llevar el contrabando de Burdeos al puerto de Nouvelle y que, por su trabajo, cobraban 145 francos, más los gastos.

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A pesar mío, hice la comparación viendo, de un lado, un rebaño enviado al matadero después de haberlo reclutado entre una horda miserable de parados y vagabundos a los que se ofre-cía un sueldo de algunas pesetas y, de otro lado, los privilegiados a quienes se pagaba un sueldo enorme por trabajos al abrigo de todo riesgo.

Pero ya era hora de ir a la estación. Tomamos un taxi que nos condujo a la estación de Lyon. En fila india entramos en el muelle y cuando llegó el tren nos instalamos en un departamen-to. Faltaba media hora para salir y en un rincón yo reflexiona-ba intentando analizar los sentimientos que me hacían volver a España. Mi deseo de limpiarme de toda sospecha y de todos los hechos calumniosos de que se me acusaba era el principal. Mientras los minutos pasaban insensiblemente mis ideas toma-ban un curso diferente. A pesar mío, pensaba que dejaba, una vez más, una vida tranquila por una aventura que lógicamente debía acabar de una manera dramática.

Embebido en estos pensamientos, mi mirada distraída, que a través de los vidrios del vagón erraba sobre el muelle, se detuvo sobre una silueta que me pareció familiar. Tuve en segui-da la sensación de que el hombre que se paseaba ante mí era el antiguo secretario del Estado Mayor de la 14 Brigada. Obrando de una manera impulsiva bajé del tren y me aproximé.

—Buenas noches, Gallois, ¿qué haces aquí? —le dije.—Y tú, ¿por qué estás aquí? —me respondió.—Vuelvo a España.Gallois pareció estupefacto. Después de haber mirado

alrededor, en voz baja, y cogiéndome de un brazo, me dijo:—Me lo habían contado y no había querido creerlo, ¿cómo

puedes hacer semejante imprudencia?—Heusler, me prometió...Gallois no me dejó decir más.

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—Escucha —me dijo con voz imperiosa—, yo no puedo dejarte hacer semejante estupidez que va a costarte la vida. Renuncia a ese viaje.

Y como yo parecía aún vacilar, añadió:—Sal de la estación y espérame a la salida de equipajes...

has caído en una ratonera.El tren que debía llevarme a Béziers había salido ya, y en

un café, Gallois me explicaba toda la maquinación de la que debía haber sido la víctima.

—Ignoro —me dijo—, con qué intenciones te recibió la primera vez Heusler pero sé, sin embargo, que desde hace tiempo estabas señalado en París... Habían pedido desde Alba-cete que por todos los medios te hiciesen volver, te consideran allí testigo peligroso. Acabas de decirme que en la «Cité Para-dis3» te habían preguntado si necesitabas dinero, respondiste que te las arreglabas tú solo... si hubieses contestado que esta-bas necesitado, te lo habrían negado con la esperanza de que la miseria te hiciese volver a las Brigadas Internacionales. Este medio no les sirvió y especularon con tu orgullo, que conocen perfectamente, y por eso te ofrecieron el mando de la media brigada de caballería, pero en cuanto supieron que ansiabas rehabilitarte en seguida aceptaron este medio para tenerte mejor.

¿Qué te dijeron antes de salir? Que a causa de la no inter-vención4 no debías avisar a nadie de que salías para España y así podían hacerte desaparecer sin juicio y sin que nadie supiese qué había sido de ti, lo que era imposible antes porque te cono-cen miles de personas que te estiman...

Creo que es inútil que describa la noche que pasé después de estas revelaciones.

A las nueve justas entraba a la fuerza en el despacho de Heusler, con quien tuve un violento altercado.

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—Nunca hubiera creído esto de ti, Heusler —le dije furioso—, tenías toda mi confianza. Eras el hombre a quien habría confiado mi vida y mi honor sin vacilar. Me has conocido en el frente y en toda ocasión me has expresado tu satisfacción por mi conducta ¡y me querías hacer matar!

La fisonomía de Heusler que no es la de un bruto, sino más bien la de un aristócrata descarriado, pareció endurecerse ante mis apóstrofes. Después de un silencio me respondió con un tono enfático que he escuchado muchas veces en boca de los oradores obreristas:

—Aquí, en este despacho, no conozco a título privado a nadie. Me habían dicho hace tiempo que nos traicionabas y me dieron la consigna de hacerte volver a España por cualquier medio.

—¿Para hacerme fusilar?—Tal vez. Pero eso no me concierne, yo soy comunista y

ejecuto las órdenes de mi partido.Después de esta frase, quedamos cara a cara en un mutismo

absoluto. Sentía que la cólera que tenía personalmente contra Heusler había desaparecido. No tenía ante mí un hombre, sino la rueda de una maquinaria. Hubiese sido igual que enfadarse contra una prensa que hubiese estado a punto de aplastarnos. ¡Protestar! ¡Gritar! ¿Para qué? Era inútil.

Salí, pues, de la «Cité Paradis» con el convencimiento de que es ocioso e inútil descubrir a los dirigentes comunistas sus propias taras, y que si quería hacer obra útil tenía que dirigirme al pueblo por entero. Y aquella mañana tomé la firme resolu-ción de escribir un libro en donde dijese la verdad, sin disfraz, sin odio, pero también sin lagunas, sobre la vida en las Brigadas Internacionales.

Y de este modo, rompí la consigna del silencio.

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incipit . liber

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El MercenarioDiario de un combatiente en la guerra de España

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Me enrolo en una Brigada Internacional

Si alguien me preguntara por qué partí para España, yo le respondería que fue, primero, por espíritu de aventura y, después, un poco asimismo por aburrimiento en aquel otoño lluvioso de 1936, aburrimiento de ver siempre el mar gris y el cielo cargado de nubes. Y si, a continuación, alguno me pregun-tara por qué elegí el bando de los rojos, le respondería sincera y simplemente que fue por azar5.

Por aquel entonces, estaba yo en Ostende, donde me aburría hasta la desesperación. Tenía deseo de hacer alguna cosa fuera de lo normal y decidí, por tanto, irme a España. En prin-cipio la cosa no fue fácil porque ya regía el acuerdo relativo a la no intervención, y a lo largo de la frontera belga ejercíase una vigilancia muy activa para impedir la marcha de los voluntarios deseosos de irse al otro lado de los Pirineos. ¿Cómo burlar esa vigilancia? No había más que una solución: atravesar la fron-tera con los obreros frontaliers; es decir, con aquellos obreros belgas que van diariamente a trabajar a Francia. De Ostende, marché a Iprés, en autobús, y después, a pie, eché a andar carre-tera adelante bajo la lluvia. Caminaba a buen paso. Y estaba a punto de obscurecer cuando mi aventura corrió el peligro

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de quedarse inédita. Acababa de atravesar un pueblo bastan-te grande cuando, a la salida, una bicicleta se detuvo junto a mí, un gendarme echó pie a tierra y me preguntó: «Y bien, muchacho, ¿a dónde se encamina? Hace media hora que le voy siguiendo y no consigo descubrir qué es lo que busca usted por aquí».

El gendarme hablaba un gracioso francés con acento flamenco, pero por gracioso que fuera su lenguaje, a mí no me divertía, porque la intervención de aquel hombre anunciaba el fin de mi aventura. De momento, no se me ocurrió cómo enga-ñarle. En mi bolsillo llevaba el mapa de España... Temí que me registrara. Mis explicaciones, confusas, no tuvieron la suerte de tranquilizar a aquel Argos y me ordenó que le siguiese al puesto de policía. Continuaba lloviendo. Íbamos hacia un puebleci-llo, la torre de cuya iglesia apuntaba próxima en el horizonte. Mientras andábamos, el gendarme continuaba su interrogato-rio, respondiéndole yo con monosílabos. Estaba furioso contra mí mismo y anticipadamente avergonzado de las carcajadas con que mis amigos acogerían mi rápido regreso a Ostende. De repente, me pasó por la imaginación un truco de pelícu-la y decidí huir. Aprovechando un segundo en que se distrajo mi guardián mirando hacia una casa, eché rápidamente por en medio de un campo de remolacha y fácilmente cogí la delante-ra a mi guardián que, como buen gendarme belga, era terrible-mente voluminoso y pesaba; de seguro, sus noventa kilos.

—¡Alto, alto...! —gritaba mientras yo corría a más y mejor—. ¡Al ladrón, al ladrón!

Este último grito lo subrayó con un disparo de revólver al aire.

En la angustia de mi fuga, recordé que en Bélgica está prohibido por la ley, a la fuerza pública, disparar sus armas contra un hombre que huye, y le grité sin dejar de correr:

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—Usted no tiene derecho a disparar sobre mí.Esta advertencia calmó el ardor del gendarme, el cual aban-

donó mi persecución y, ya fácilmente, conseguí llegar hasta una granja donde pasé la noche.

Al amanecer del día siguiente, atravesé la frontera sin obstáculos.

En Lille, el cónsul de España me recibió muy cortésmente y, como por lo visto, tuvo alguna duda sobre mis intenciones, eludió oficialmente, en su despacho, acceder a mis pretensio-nes, pero cuando me acompañaba por el pasillo de salida me dijo al oído en tono de compinche: «¡Vaya usted a la Casa de los Sindicatos, hombre! ¡A ver si le complacen allí6!»

La Casa de los Sindicatos de Lille, un antiguo convento, estaba en aquel período de huelgas, animada como un cuartel general en día de gran batalla. El camarada Dumoulin me envió al camarada Burneton.

«¿Tú quieres irte a España?»Respondí afirmativamente y tras de un breve interrogato-

rio, heme aquí, embarcado para España con un grupo de veinte voluntarios. La cosa fue tan rápida que no me quedó tiempo ni para ir a darle las gracias al cónsul rojo7.

Ya en París, se nos llevó a otra casa de Sindicatos, en la Avenue Mathurin-Moreau8. En su patio sucio se agitaba una muchedumbre de voluntarios, uniendo sus aclamaciones al Frente Popular y a España con el canto de La Carmañola9, el cual se interrumpía frecuentemente para proferir toda clase de maldiciones contra la burguesía. Un gran servicio de orden funcionaba a la puerta de la Casa de los Sindicatos, tan perfec-to como el que se utiliza en las recepciones de la Academia Francesa. Sin embargo, los policías se mostraban muy discre-tos. No hay duda que respetaban a la letra el acuerdo de no intervención.

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Aquella noche misma salimos para Perpiñán. Éramos quinientos hombres, como en el «CID», la mayoría obreros sin trabajo y extranjeros. El viaje se hizo sin incidentes. Mien-tras que este grupo de hombres fracasados en la vida se preci-pitaban febrilmente hacia la incógnita de su destino, veíase a través de los cristales del vagón la luna, que parecía correr sobre los árboles que bordeaban una carretera vecina. Medio borrado en la noche, se adivinaba un paisaje que expresaba la dulzura del paisaje francés. El río Loira brillaba como una cinta de plata.

En Perpiñán, las organizaciones obreras nos entregaron papeles de identidad debidamente timbrados y rebosantes de nombres españoles:

—Si te preguntan por qué no sabes español, respondes que abandonaste el país cuando estabas en la lactancia.

Precaución inútil. Nadie nos preguntó nada. La frontera se cruzó sin más formalidades que las que se exigen a los turistas para atravesar el Principado de Mónaco.

De Figueras a Albacete hicimos un viaje interminable en ferrocarril, arrastrados por una locomotora asmática. Las esta-ciones de tránsito estaban inundadas de hombres jóvenes con el pelo muy brillante que llevaban colgados de la cintura revól-veres de un calibre impresionante. Si el frente vacilaba, la reta-guardia, por el contrario, estaba bien guardada. Cuanto más voluminosa era el arma, más presumía su propietario, dándose el aire importante de un burro cargado de reliquias. Un inge-nuo de los nuestros preguntó por qué toda esta gente no estaba en la línea de fuego. La pregunta no tuvo contestación.

En mi vagón éramos ocho belgas: un ex sastre, un gigante de dos metros de alto, y ancho en proporción, un ex sargento ciclista con el cráneo hundido por un accidente, y algunos obre-ros sin trabajo de la región de Charleroi. Al cabo de media hora de viaje los ocho belgas estábamos ya reñidos unos con otros.

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Cada uno de mis vecinos tenía opiniones claramente defini-das sobre el papel que íbamos a desempeñar en España: el uno, pretendía que un simple paseo a través del país impondría su pacificación inmediata; el otro, hablaba de fabricar obuses, y un tercero, afirmaba que íbamos a civilizar una nación de salvajes.

Como buenos belgas, defendían sus ideas con un encar-nizamiento que fatalmente debía de concluir en disputa. Sin embargo, concluyeron por cambiar de opinión cuando vieron que los campos estaban cultivados, que en la estación de Barce-lona sacaban a los heridos de trenes y que en lugar de irse paran-do por el camino a su antojo, el convoy recibió orden de acelerar la marcha. Circulaba ya el rumor de que los Internacionales luchaban en Madrid y de que habían sufrido enormes pérdidas. Pero lo que concluyó por poner de acuerdo a todos mis compa-ñeros fue su común hostilidad hacia mí por mi obstinación en no participar en sus disputas. Por primera y no por última vez, ¡ay!, la frase «cochino burgués» subió a sus labios desdeñosos.

Entretanto, el tren continuaba poco a poco su camino. Los voluntarios acabaron por darse cuenta de que nunca se detenía en una estación importante y se pusieron furiosos. A la hora de las comidas, el convoy se inmovilizaba siempre en una estación desierta, lejos de las poblaciones. Para los fanáticos, esto constituía la pérdida de una hermosa ocasión de presumir de «bravos» y se lamentaban de no poder cantar La Interna-cional más que delante de las narices de algunos catetos aburri-dos o de ferroviarios indiferentes. En Valencia, no pudiendo resistir más, enviaron una delegación al jefe político del convoy, exigiéndole que se organizara un desfile por las calles de la ciudad con banderas rojas y cantos apropiados.

Una negativa cortés, pero firme, fue la respuesta de las autoridades españolas y en seguida todos los «responsables» que viajaban en el tren se creyeron en el deber de explicarnos lo

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razonable de aquella actitud. Hablaron de la no intervención, de la necesidad de ocultar los movimientos de tropas y de otra porción de tonterías. Pero lo que se guardaron bien de decir es que el espectáculo de dos mil hombres sucios, harapientos, supurando miseria, hubiese sido de un efecto deplorable para la población civil y habría confirmado de visu los rumores que corrían, según los cuales, los Internacionales no eran más que una banda de vagabundos venidos a España para buscarse aquí el pan... y el resto. Y era ese «resto» lo que atormentaba a los descontentos. Antes de salir para España, se les había hincha-do la cabeza a los voluntarios en las células comunistas, donde los «pequeños camaradas» les habían predicho una recepción gloriosa en España: cantos, músicas, multitudes entusiastas, ancianos bendiciéndoles, niñitos implorando venganza para sus padres asesinados... Las mujeres, les abrazarían exhortándo-les a combatir. Un cuento de hadas10.

Y, en lugar de eso, a través de la rica Cataluña y de la fértil llanura de Valencia, no veían más que caras hostiles. Y había que ver cómo se asombraban de esto mis ingenuos compañeros de viaje.

Pacientemente, los «responsables» recomenzaron sus explicaciones. Les oí decir, que los catalanes no eran verdaderos españoles y que allí mandaban en dueños los anarquistas. Dije-ron también que los anarquistas, aun siendo del Frente Popu-lar11, eran enemigos natos de los comunistas y que más tarde, tras la victoria, habría que arreglarles las cuentas. En cuanto a los pobladores de Valencia y de los alrededores, nuestros jefes, al juzgarles, usaban formulas más brutales. Los denunciaban como fascistas y calmaban la inquietud de los viajeros asegu-rándoles que este centro de rebeldía en la retaguardia, estaba completamente controlado por la policía que, a diario, expur-gaba en sacas terribles las filas facciosas12.

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En lo que concierne a las mujeres, las explicaciones de los «responsables» se embrollaron un poco. Se quiso persuadir a los voluntarios de que todas las solteras, todas las casadas, e incluso las niñas de pecho, eran Frente Popular cien por cien, que sentían un amor sin límites por los bravos Internaciona-les que habían abandonado todo, familia, situación, distrac-ciones —sobre todo distracciones— para defender el frente de la Libertad. Por inverosímil que parezca, los voluntarios se convencieron, y a partir de este momento, cuando aparecía una mujer, la enviaban besos con la mano, trataban de «cochino anarquista» a todo civil que llevaba ostensiblemente un revól-ver, y mandaban a la horca, por ahora sólo verbalmente, a todo hombre bien vestido. Y así ocurrió esto, único en el mundo: aclamamos a un agente de policía, y el modesto funcionario se sorprendió tanto del homenaje que se olvidó de saludarnos levantando el puño.

Albacete: un caos donde cada Internacional ingería veinticinco litros de vino diarios

Mis peores recuerdos datan de Albacete. Imaginaos una ciudad sin carácter, en una gran llanura desnuda, invadida por una multitud de diez mil milicianos. Seis meses de guerra han sembrado por todas partes la ruina y el desorden. Y a pesar de todo, no tendréis idea exacta de lo que era Albacete a principios de noviembre de 1937 si no conocéis el cuartel de la Guardia Republicana ni la Plaza de Toros.

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El primer edificio está situado cerca de la estación y servía de principal acuartelamiento a las Brigadas Internacionales en formación; el segundo, a extramuros de la ciudad, albergaba las cocinas y los comedores de estos Internacionales. Diferentes por su arquitectura, los dos edificios se parecían por la suciedad y el desorden.

Nuestro convoy llegó a la estación de Albacete, por la noche, e inmediatamente se nos condujo al cuartel de la Guardia Republicana13, donde nos acostamos de dos en dos en colcho-netas. La aglomeración era tal, que en las minúsculas habitacio-nes primitivamente destinadas para cuatro personas estábamos ahora más de veinte. Sin embargo, pese a la falta de sitio, todo el piso bajo, a mano izquierda de la entrada, permanecía vacío. En esta serie de locales, los muros mostraban aún las salpicaduras de sangre de fusilados desconocidos. A este respecto, se conta-ban sombrías historias. Era evidente que allí se habían matado hombres, pero no se llegaba a un acuerdo sobre la identidad de las víctimas. La mayoría creía que se trataba de fascistas asesina-dos después de la toma de Albacete por los republicanos. Fuese lo que fuese, los voluntarios mostraron una repugnancia inven-cible a estar en aquel piso bajo y preferían aglomerarse en las alcobas desbordadas antes que dormir entre los muros de aque-llas habitaciones trágicamente ensangrentadas.

Al día siguiente, se nos llevó a un campo próximo y se nos numeró e identificó, operación breve y poco complicada. Un escriba cualquiera cogió una lista y después de un llamamiento rápido preguntó si había entre nosotros oficiales y suboficia-les, cocineros, taquígrafos, mecanógrafos, artilleros, jinetes y ametralladores.

Las respuestas fueron las que debían ser; puesto que no había ningún control, no había por qué cohibirse y cada uno fue graduado según su ambición. Cuando pienso en aquella

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escena me asombro de que no surgiesen más oficiales de entre nosotros y ni un solo coronel.

A mí se me designó como «responsable» de pelotón. Al concluir las tareas de identificación, volví al cuartel a la cabeza de todos los que pretendían ser jinetes. En verdad que al decir todos exagero un poco, ya que perdí una docena de ellos en el camino, dos de los cuales no he vuelto a ver más.

El escuadrón de caballería en formación era completa-mente internacional. Su capitán, Alocca, era italiano; el comi-sario político, Huart, era belga, como yo; el comandante del otro pelotón era francés. Los soldados rasos eran oriundos de todos los países de Europa. Había incluso un mongol ruso y un canadiense francés. Esta «macedonia14» (helado de frutas diversas), se llevaba bastante bien, porque todos comulgaban en la misma santa idea de no hacer nada. Cuando había que ir al ejercicio, era una tarea sobrehumana reunir a los soldados y nunca se conseguía agrupar más de un cincuenta por ciento de la tropa.

Esta lamentable situación tenía tres causas. Primero, no había ni caballos, ni armas, lo que hacía que no se tomasen en serio unas maniobras en las que todo era supuesto: el enemi-go, nuestras monturas, nuestros fusiles... En segundo lugar, la incuria de nuestro servicio de avituallamiento era inconcebible. Todos los días eran llevados hombres a los refectorios de la céle-bre Plaza de Toros a las 11:45, no sirviéndoseles la comida hasta las cuatro de la tarde... Y, claro está, hartos de esperar, la mayor parte de los jinetes se desbandaban para ir a comer a la ciudad. Recuerdo el día en que yo regresé solo al cuartel porque todo mi pelotón se había volatizado.

Por último, un enfermo era considerado como tabú. Poco importaba a los que se habían hecho los muertos por la maña-na, salir por la tarde a la ciudad y emborracharse. Contra este

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estado de cosas, nadie podía hacer nada. Ni los médicos, ni los oficiales..., pues no en vano los periódicos comunistas habían denunciado, durante largos años, las «salvajes inhumanida-des» del servicio de sanidad del ejército «burgués».

Pero el verdadero mal del que sufría este ejército prole-tario era el de ser un Ejército Político. Político por sus oríge-nes, político por su finalidad, político por su espíritu. Y por ello es por lo que, en lugar de actuar, se hablaba allí sin tregua. Yo había reflexionado mucho durante mi viaje. Repasaba mis recuerdos de la experiencia rusa. Recordaba que, si el Ejército Rojo había vencido, fue gracias a los cuarenta mil oficiales del antiguo ejército, reclutados por Trotsky. Desde el primer día, me había presentado yo como un técnico, apolítico por prin-cipio, que ponía a la disposición del gobierno republicano sus conocimientos militares.

El asombro fue grande en todo el cuartel cuando hice públicamente esta sorprendente profesión de fe. La reacción de la tropa me fue francamente hostil; pero en las altas esferas pareció que agradaba tal franqueza.

Pronto tuve la prueba. Fui propuesto para tomar el mando de la división militar que se había decidido organizar. Inútil decir que decliné este ofrecimiento, aunque era tan lisonjero. Aún hoy, me pregunto por qué se dirigieron a mí para ese pues-to de confianza. ¿Por qué se me sabía disciplinado y duro hacia los otros como lo era conmigo mismo? ¿O, simplemente, para sondearme? Lo ignoro; pero lo que sé, es que, puestos al corrien-te de esta gestión, por una indiscreción, mis jinetes votaron en la primera reunión política, una moción aprobando mi negativa.

Nuestro Ejército Político estaba basado en dos ideas direc-trices; una, que la disciplina era libre; otra, que los jefes milita-res estaban duplicados en todas las escalas de la jerarquía por los comisarios políticos, y sus actos intervenidos en las reuniones

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políticas. Todo esto en teoría, claro está. Los promotores, desde el principio, advirtieron que era imposible crear una fuerza armada sobre bases tan inestables. Pero, para el simple volunta-rio, estos dogmas eran infalibles, y en los mítines monstruo que los animadores de las brigadas organizaban para ellos, no deja-ban de subrayar los encantos de un ejército en que los soldados podían decir a un oficial que no le querían porque era un mal camarada. ¡Cómo si un oficial digno de tal nombre pudiera ser verdadero camarada de un verdadero soldado!

Este vicio de hipocresía era la enfermedad que gangrena-ba todo el organismo. Una mañana, el diputado Marty vino a decir a mis jinetes que en un ejército nuevo eran necesarios cuadros nuevos, y que los oficiales que no supiesen adaptarse a este régimen serían eliminados. La misma noche, en la reunión de los cuadros, tomó groseramente partido por los oficiales y terminó su discurso prometiendo destituir a los que, de grado o por fuerza, no impusieran la disciplina.

A principios de diciembre de 1937, el escuadrón recibió sus primeros caballos. Eran pobres matalones que la 5ª División había abandonado en Chinchilla. Cinco milicianos habían cuidado de ellos en tal forma que llegaron a nosotros en un esta-do lamentable. Sin embargo, tal como eran, todavía resultaban demasiado fogosos para mis jinetes, cuya mayor parte tenían más de 35 años y habían olvidado completamente las reglas de la equitación.