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Macbeth El lado oscuro del poder William Shakespeare Versión novelada de Martín Casillas de Alba

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Macbeth

El lado oscuro del poder

William Shakespeare

Versión novelada deMartín Casillas de Alba

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A MANERA DE EXPLICACIÓN

MACBETH ES UNA OBRA ATERRADORA que pre-senta al mismo tiempo el caos y el orden, la gue-rra y la conspiración, el respeto a las autoridades y un asesino que, en una especie de reacción en cade-na, acaba con medio Escocia luego de haber mata-do al sueño y de vivir el morado insomnio. En esta obra podemos analizar en detalle cómo es ese lado oscuro del poder, la parte siniestra dentro de noso-tros que está latente y que debemos reconocer para aprender a dominarla, como si fuera un animal sal-vaje que intenta salir a la superfi cie para destruir lo que encuentre, incluido su dueño, quien enloquece después de haber actuado en contra de las leyes na-turales y eternas.

En Macbeth, las brujas desempeñan un papel importante. Sabemos que, si un día las escuchamos, nos dirán lo que queremos oír, como si nos adivi-naran el pensamiento; sobre todo, esos que resguar-damos en el fondo del alma y que forman la parte oscura de nuestros deseos. En el caso de Macbeth,es más obvio su deseo de un día ser el rey de Escocia, más pronto que tarde; y, para lograrlo, por ahí está su esposa, lady Macbeth, que lo incita para que sea el hombre más poderoso del reino. Por eso, los con-

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juros de las brujas abren la puerta para que salga ese monstruo y se lleven a cabo los maléfi cos planes que han trazado él y su esposa; hasta que logra tener la corona por un rato, antes de morir y pasar a la his-toria como el tirano del reino.

Hesíodo registró la leyenda de Hécate como una divinidad rodeada de un halo de misterio. Es la nieta de Urano e hija de Perses y Asteria; al na-cer, el Zeus Crónida la honra y le da todo el poder y la fuerza para que domine la tierra y el mar esté-ril. Luego, no se sabe cómo ni cuándo, ese poder se transforma en su opuesto para ser la interlocutora de la brujas, del miedo y del terror, para ser coronada con unas serpientes y así encontrarla en las encruci-jadas de nuestra vida, donde no se sabe qué cami-no seguir. Así se la encuentran un día Macbeth y su amigo Banquo, después de haber ganado la batalla en contra de Cawdor, el traidor escocés, junto con el ejército noruego.

Cuando Macbeth encontró a las brujas, es-cuchó claramente cómo satisfacían su secreta ambi-ción: “primero que nada serás barón de Cawdor y luego serás rey”, le dijeron. El colmo ocurre cuando a esa misma encrucijada llegan dos caballeros escoce-ses de parte del rey Duncan para anunciarle que éste le ha otorgado ese título y, por lo tanto, es el due-ño de todas las propiedades de Cawdor, tal como lo acababan de decir las brujas.

Macbeth no se resiste y le escribe a su esposa. Ambos elucubran la manera de acortar la distancia en el tiempo entre esa predicción y la siguiente: rey de la Escocia medieval.

Hay sentimientos encontrados entre la mo-

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ral, la ética y sus deseos; entre el honor y la idea que tenía del rango y la pirámide social o la cadena del ser, como la llamaban en el medioevo; entre su am-bición y sus deseos de mostrarse poderoso frente a su mujer, como un hombre que todavía las puede. Por eso, cuando las brujas destapan la olla de los de-seos, todo lo que Macbeth necesitó fue un empujon-cito, que le dio su Lady, para lanzarse al regicidio, cometer un gran pecado contra natura y caer por el precipicio de su vida.

Mata a Duncan, el rey, y sabe que, al mismo tiempo, ha matado el sueño. La noche del asesina-to se desata el caos, se trastorna el sistema social y se violan los principios de hospitalidad más elemental, lo que, con el tiempo, resulta imperdonable.

El sol se ha puesto y todos caminan en me-dio de la oscuridad de las pasiones y de lo que podría ser la locura por la culpa. Una vez asesinado el rey, el hombre bondadoso y valiente que era Macbeth no vuelve a dormir y es perseguido por las Erinias, sus propias furias; atado de manos por lo que ahora podemos decir que era una esquizofrenia galopante; montado en la yegua de la paranoia, desata una serie de asesinatos, como el de su amigo Banquo, quien escuchara, junto con él, las predicciones de las bru-jas y a quien le dijeran que, aunque él era “menos grande que Macbeth, era más grande… pues sería el padre de muchos reyes”.

Más adelante, manda matar a toda la familia de Macduff , a la esposa y los hijos de ese noble esco-cés que, según Macbeth, rechazara ir a su banquete para aliarse con Malcolm, el hijo de Duncan —y el verdadero heredero de la corona escocesa—, quien,

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exiliado en Inglaterra, armaba un ejército de diez mil hombres para derrocar al tirano, al regicida.

Finalmente, durante el sitio del castillo de Dunsinane, Macbeth mata al joven Siward, poco después de enterarse de que su esposa se había qui-tado la vida.

Cuando le avisan la muerte de lady Macbeth,tras un silencio, Macbeth declara lo que para él es la vida:

La vida es una sombra que pasa, un pobre actor que gesticula y se pavonea una hora sobre el escenario y después no se le oye más; es un cuento contado por un idiota, pleno de sonido y furia, que nada signifi ca. (5.5. 9-28)

Esta defi nición nos viene a la cabeza una y otra vez, mientras vemos cómo nos subimos (o ellos se su-ben) esa hora al escenario y luego... no se les oye más...

William Shakespeare escribió esta obra en 1606 para su rey y patrono Jacobo I, escocés de pura cepa que, según la leyenda, era descendiente de Banquoy sabía mucho de brujas, pues había escrito un par de libros sobre el tema. El mismo año en que ascendie-ra al trono, 1603, adoptó a la compañía de actores donde trabajaba Shakespeare para que fueran parte de su nómina, ahora como “Los Hombres del Rey.”

Pero, volviendo a la fatídica noche, cuando los Macbeth hospedan al rey Duncan y deciden ase-sinarlo, él alucina y primero se le aparece una daga en medio de la noche, invitándolo a que la tome como si fuera su guía (según nos dice) para llevarlo hasta donde duerme el rey para que ejecute su obra.

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Días después, cuando celebra su coronación (la mis-ma noche en que ordenara matar a Banquo), éste se le aparece en el banquete y Macbeth vuelve a aluci-nar: ve cómo llega sangrando con la cabeza herida y, sin quitarle la vista, ve cómo lo señala con el índice, acusándolo así de haber sido el autor intelectual de su asesinato y, ahora, uno más de sus invitados. Mac-beth grita y se desespera hasta que pierde el sentido y, perseguido por esa sombra, decide destruir a to-dos los que imagina que son una amenaza. Por eso, sigue en la lista la familia de Macduff .

Macbeth es el protagonista de la obra y, an-tes del asesinato de Banquo, su Lady es el paradig-ma de la ambición femenina y de lo que una mujer es capaz para lograr que su marido trepe por los pa-sillos del poder.

Poco tiempo después, lady Macbeth pierde todo, incluso la razón. Sonámbula, enloquecida y enajenada, ausente y ajena a la guerra que ha pro-vocado su marido, la vemos pasear por el castillo de Dunsinane, frotándose las manos de día y de noche sin que pueda quitarse las manchas de sangre que se le embarraran desde la noche en que participó en el asesinato de Duncan —en el castillo de Inverness—; y así pasa un rato más, hasta que decide quitarse la vida.

El rey Jacobo I había escrito un tratado sobre la brujería y la magia, y tal parece que esta obra le vino como anillo al dedo. Hacía poco, en 1605, él pudo haber sido víctima de la llamada “conspiración de la pólvora”, cuando un grupo de fanáticos esco-ceses católicos pretendía volar la sala del Parlamento donde se reunirían el rey, su familia y la Corte, para que murieran todos al explotar varios barriles de

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pólvora que estaban bajo los cimientos del edifi cio. Pero, por casualidad, la conspiración fue descubier-ta a tiempo y no pasó de ser más que un buen sus-to y el pretexto para que hubiera varios decapitados.

Macbeth es la tragedia más corta que escribió Shakespeare y, por eso, es doblemente buena: no hay desperdicio y todo camina a buen ritmo, mien-tras los lectores (o el público, cuando la ven en esce-na) se quedan impávidos ante este héroe de las milbatallas, este hombre honorable de la tradición me-dieval que, de pronto, escucha a las brujas (a la mis-ma Hécate) y entiende perfectamente ese lenguaje críptico que usan para interpretar su signifi cado, como si estuvieran destapando sus deseos y sus pen-samientos ocultos.

Macbeth escuchó todo lo que quería saber, pero que no se atrevía a preguntar, sobre todo, cuan-do lo reciben las tres brujas con el saludo de: “Ba-rón de Cawdor, salve!… ¡Salve a ti, que serás rey!”; y, cuando al rato, después de escuchar esto, llegan otros caballeros para nombrarlo “Barón de Cawdor”, se desata la acción y todo se precipita hasta el fi nal.

Con el “¡Salve a ti, que serás rey!”, doblegó su deseo y la escala de valores como se dobla una varilla de hierro al rojo vivo. Impotente, cayó por los sue-los, cual varita de San José, sobre todo, por el em-pujón que le da lady Macbeth para llevar a cabo el regicidio, poder satisfacer sus deseos y suplantar la aparente falta de “hombría, por una corona y el ce-tro que ya puede sostener”.

Pero la decadencia, la falta de satisfactores y su aparente ambición por ser reina nos permiten cono-cerla, no sin horrorizarnos, cuando dice que desea-

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ría “desexarse ahora” o “perder su sexo aquí mismo” o unsex me here (como dice en el original) “y que me llenen de pies a cabeza, con la más espantosa cruel-dad”, para poder convencer a su marido de que lleve a cabo el regicidio. Más adelante, invoca a los demo-nios para que la leche de sus pechos se convierta en hiel y conjura a los espíritus de la muerte (como si fuera una bruja más de las que habitan en el casti-llo de Inverness), diciendo: “venga la noche espesa, venga y ponga el humo lóbrego de los infi ernos para que mi puñal no vea sus heridas”.

La obra gira alrededor de las brujas y la pro-vocación con que recibe a su marido por si le falta-ba valor para hacer lo que debe hacer o, más bien, lo que deben hacer entre los dos para matar a Duncan, el rey de Escocia, ahora que es su huésped por una noche, y, así, él llegue a ser el hombre más podero-so de Escocia.

La tragedia de Macbeth es un tratado sobre la culpa y el horror del pecado y tiene una especie de moraleja: “en el pecado está la penitencia”; y, por eso, todo el ambiente medieval escocés no podía ser más efectivo para esta oscura obra de arte que espero disfruten, si es que se puede decir así.

Ésta es una versión (libre) y novelada en el es-pañol que usamos por estas latitudes, sabiendo que, al traducirla, perdemos la rima, la música y el juego de palabras, pero que podemos ganar en claridad de la trama, de los personajes y de las metáforas; ade-más de darle mayor fl uidez a la lectura de la histo-ria para que se deje leer sin mayores complicaciones. He seguido la secuencia y he dejado los monólogos y parlamentos que le dan a la obra su toque especial

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y que son, como se darán cuenta, de una belleza ex-cepcional.

Al fi nal, presentamos veinte citas de Macbethpara que los lectores puedan practicar su inglés y pu-lir su Shakespeare y así tengan una idea de lo que es esta obra en su versión original.

Martín Casillas de Alba

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LAS BRUJAS SE CITAN

DE PRONTO EL VALLE QUEDÓ sumido en la oscu-ridad por las nubes que tapaban el cielo antes de de-jar caer su agua entre los llanos y el precipicio que había al poniente. Tres brujas balbuceaban sus he-chizos y conjuros en medio de truenos celestiales y zigzagueantes, como los que aparecen por un instan-te antes de perderse en el horizonte. A lo lejos, más allá del valle donde se habían reunido, podía avistar-se un castillo de piedra con sus torreones, almenas y el asta con la bandera ondeando, sacudida y deses-perada por el viento que se remolinaba por todos la-dos sin dirección alguna.

El ambiente estaba cargado y la humedad anunciaba una tormenta como las que siempre ame-nazan por esas latitudes. Daba la impresión de que llovía sin importar la estación del año y, por eso, los pastizales estaban verdes y el paisaje era atractivo a la vista. Las sombras que producían los acantilados se afi laban y resultaban aterradoras. Si de casualidad un rayo de sol lograba atravesar esa negrura, la gen-te lo consideraba un milagro o un aviso esperanza-dor del más allá.

Una de las brujas llamó a sus compañeras en medio de los relámpagos para preguntarles cuándo

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volverían a verse. Una de ellas contestó que volve-rían a verse junto con el rayo, el trueno y la lluvia.

—Cuando acabe el caos —agregó la segunda bruja— y sea el fi nal de la batalla, sin que nos im-porte quien gane.

—Sí —dijo la tercera—, antes de que se pon-ga el sol.

No podían estarse quietas y daban vueltas (los deseos, tal vez) a lo que podía ser una fogata con todo y sus lenguas ávidas y sedientas, como las que surgen del infi erno, rojas o amarillas, cual estandar-tes que ondean y se pierden de vista en el momento en el que se crean.

—¿Y en qué lugar? —dijo la primera.—En aquel páramo —contestó otra, señalan-

do con una uña mugrosa el lugar que sugería.—Sí, ahí podemos reunirnos para encontrar-

nos con Macbeth, el barón de Glamis —añadió la ter-cera, nombrando al caballero que les interesaba acosar.

De pronto, el cielo retumbó, pues habían lla-mado a Grimalkin, el gato negro. Una de ellas se transformó en ese animal y, la segunda, siguiendo su ejemplo, se convirtió en sapo (sin perla en la ca-beza), no sin antes llamar a Paddock (como llaman a los demonios que acompañan a las brujas), quien andaba por ahí para conjurar en cónclave antes de desaparecer:

—Lo bello es feo y lo feo es bello; crucemos la niebla y atravesemos el aire en un resuello.

Sin más, las tres brujas desaparecieron; mien-tras, lejos de su aquelarre, culminaban las batallas en-tre las fuerzas escocesas del rey Duncan, apoyado por sus hijos Malcolm y Donalbain y por otros nobles,

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entre ellos, Macbeth, Banquo, Macduff , Lennox,Ross y Angus, en contra el rebelde Macdonwald y el ejército noruego.

En las regiones del reino de Fife se enfren-taban a Cawdor, el traidor escocés que apoyaba al invasor Sweno, el rey noruego que deseaba poseer Escocia; quien venía con un ejército de mercenarios irlandeses contratados en las Hébridas. Esas islas, de un extenso archipiélago en la costa oeste de Esco-cia, están compuestas por rocas antiguas de forma agreste, recortadas y escarpadas cual armas mortales. Por eso decían que los hombres que vivían ahí o ve-nían de ese lugar eran de corazón áspero; como si los agentes que habían erosionado las islas actuaran so-bre ellos y los marcaran para siempre jamás.

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EL VALIENTE MACBETH

EL REY ESTABA ACOMPAÑADO POR sus hijos y algunos nobles cuando sonaron las trompetas que anunciaban la llegada de un mensajero. Recargado en un poste, a la entrada del campamento, estaba uno de los capitanes del ejército, herido y quejándo-se de los dolores que sufría.

—¿Quién es este hombre ensangrentado?—preguntó el rey Duncan a su hijo Malcolm—. Por el aspecto que tiene —prosiguió el rey—, parece que acaba de llegar del campo de batalla y, por eso, nos puede dar las últimas noticias de la revuelta.

Malcolm se acercó para verle la cara y, des-pués de saludarlo, lo reconoció: se trataba de uno de sus valientes capitanes que venía herido del campo de batalla para evitar que lo mataran.

—¡Salud, amigo! —le dijo el joven Malcolm, sin importarle el estado en que se encontraba—. Ca-pitán, ¿nos puede decir lo que sepa de la batalla y cómo la dejó?

El capitán se enderezó un poco ayudado por uno de los nobles, volvió a apoyarse en el poste y pi-dió un poco de agua; todos esperaron a que reco-brara un poco sus fuerzas para que pudiera contar lo que sabía.

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Cuando se sintió más repuesto, les dijo:—No sabemos de quién es el día, señor, pues

se parece a los nadadores que quedan exhaustos y deciden mejor abrazarse para no morir ahogados, anulando de esa manera la competencia. El funes-to Macdonwald (a quien con razón califi camos de rebelde, pues en él crecen todos los vicios de la na-turaleza de tal manera que han formado un enjam-bre) trajo de las Hébridas a esos hombres de a pie y de a caballo: mercenarios irlandeses, famosos por su valor y coraje en la guerra. Y aunque la fortuna le sonreía y se pavoneaba cual puta de los rebeldes en un desfi le, no le sirvió de nada, pues llegó el valien-te Macbeth (que bien merece ese nombre), despre-ciando a la misma fortuna y empuñando su espada en medio del humo de la batalla sangrienta, como si fuera uno de los favoritos del valor. Se abrió cami-no hasta ver a ese esclavo frente a frente y, sin dar-le la mano ni despedirse de él, lo abrió de cuajo en dos, del ombligo a la quijada, desgarrándolo antes de colocar su cabeza (a modo de trofeo) en uno de los postes.

El rey estaba asombrado al escuchar esas his-torias, pero no pudo contenerse y dijo orgulloso:

—¡Qué valiente es mi primo! ¡Valeroso caba-llero! —exclamó antes de que el capitán siguiera con la reseña de la batalla.

—Así como donde el sol inicia sus ritos na-cen las tormentas que provocan los naufragios, ahí, donde se dejan caer los truenos espantosos, ahí mis-mo y de la misma fuente donde parece que brota el aliento, surgió el desaliento. ¡Observa, rey de Esco-cia, y escúchame! Viendo que el rey noruego lleva-

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ba ventaja, la justicia, armada de valor, obligó a sus soldados a que confi aran en sus talones y, con reno-vadas huestes y más hombres de refuerzo, iniciaron un nuevo asalto...

No había terminado de decir eso cuando el rey, imaginando el fi nal, retrocedió un poco, se tapó la boca con la mano y no pudo menos que pregun-tarle si, en ese asalto brutal, los capitanes Banquo y Macbeth no se habían retirado.

—No, señor. Como los gorriones cuando ven al águila o la liebre al león, en honor a la verdad, Su Majestad, parecían cañones doblemente carga-dos con pólvora. Así reaccionaron y, sin miedo al-guno, volvieron a embestir y redoblaron sus golpes contra el enemigo sin importarles si se bañaban con las hediondas heridas o si recordaban al Gólgota. No le sabría decir... perdón; pero parece que desfallezco y creo que mis heridas... por favor, pidan ayuda, por favor... —y diciendo eso, el capitán se desvaneció.

En realidad, nadie lo había considerado, pues estaban ávidos de noticias y de saber cómo había ter-minado el día. De pronto vieron al capitán desma-yarse por el dolor y el agotamiento, desangrado por las heridas. Uno de los nobles llamó a su auxilio y ya los médicos del campamento venían en camino.

—Tus palabras, como tus heridas —dijo el rey, sin que el capitán lo escuchase—, te honran —yvolvió a insistir a sus nobles que lo llevaran con los médicos. Entre cuatro auxiliares lo colocaron sobre un catre y así lo transportaron a una improvisada sala donde podía ser atendido.

En eso estaban, cuando llegaron Ross y Angusprocedentes del campo donde defendían a su rey. Pa-

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recían alma que llevaba el diablo, a paso veloz y sin aliento, con el apremio de poner al tanto al monarca.

—¿De dónde vienen, señores? —preguntó el rey mientras salía a su encuentro, más bien nervioso, extendiéndoles la mano en señal de bienvenida. No-taba cierto brillo en sus ojos, como si supieran cosas extrañas. Ross fue el primero que habló:

—De Fife, gran rey, donde el cielo se había ocultado, cubierto con las banderas noruegas que ondeaban por todo el campo, bajo una pesada som-bra, ventilando a nuestra tropa. Noruega venía con una fuerza terrible y, más todavía, apoyada por el más desleal de los traidores, el barón de Cawdor, quien inició la batalla armado, recién desposado con Bellona, la diosa de la guerra. Pero nuestros hom-bres salieron a enfrentarse cuerpo a cuerpo y punta a punta con el rebelde; y, brazo contra brazo, doblega-ron su espíritu hasta que la victoria fue nuestra.

Una vez más, el rey, preocupado como esta-ba hacía un momento, al oír ese fi nal no pudo me-nos que exclamar:

—¡Qué felicidad! Ross, respirando normalmente, siguió na-

rrando los hechos de ese día en el campo de batalla:—Sí, señor. Ahora es Sweno, el rey de No-

ruega, el que quiere capitular y no le hemos permi-tido enterrar a sus muertos hasta que pague las diez mil libras en la isla de Colm, en el estuario de Forth, como hemos exigido.

Se hizo un silencio. El rey agachó la cabeza para imaginar mejor

los hechos y considerar qué debía hacer ahora que conocía el resultado de la batalla. Cuando lo tuvo

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claro, se adelantó, se plantó en el centro del círculo y anunció su decisión:

—Por lo pronto, el barón de Cawdor no vol-verá a traicionarnos, pues dictamino su muerte in-mediata. A cambio, y por el valor que ha demostrado, a partir de hoy, Macbeth será a quien se salude con ese título y gane todo lo que Cawdor ha perdido.

Con esa orden real, Ross se despidió del mo-narca antes de darse la media vuelta, seguido por Angus, para ir con los prisioneros de guerra donde estaban el rey de Noruega y el barón de Cawdor, dar las instrucciones y ejecutar las órdenes del rey Dun-can, vencedor de esa batalla.

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LAS PROFECÍAS

CERCA DEL LAGO NESS EN las Tierras Altas de Es-cocia, cuando hay truenos después del relámpago, es seguro que ahí se reúnen las brujas. Así anuncian su llegada al aquelarre, listas con los calderos, las hier-bas y los objetos con que practican su ofi cio, hacién-dose visibles ante los que ellas desean y que pasan por esa encrucijada. Los truenos y relámpagos son una pareja inseparable que hacen retumbar de vez en cuando las entrañas de la tierra. Por eso sabemos que las tres brujas se han reunido en ese páramo, tal como acordaron, una vez que terminara la gue-rra, ganara quien ganara o perdiera quien perdiera. Mientras esperaban a Macbeth, comentaban dónde habían estado: la primera venía de matar puercos; la segunda, de estar con la esposa de un marinero. Esa mujer se había puesto una bellota en el regazo y la masticaba y masticaba y masticaba, hasta que la bru-ja le pidió una: “¡Dame!”, y ella, en lugar de hacerle caso, le respondió: “¡Fuera de aquí, bruja del mal!” Sí, así dijo que le había gritado esa mujer roñosa de nalgas pintas y redondas.

—A su marido, que había zarpado como ca-pitán del Tigre a la isla de Aleppo, lo conjuré dicién-dole:

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Montada en un cedazo navegaré, y como rata sin cola te ahogarélo haré, lo haré, lo haré.

—Por eso, soplé viento —dijo la otra bruja.—Sí —prosiguió—, y así tuve a los demás a

mis órdenes, pues conozco los puertos donde soplan los vientos y los rumbos por la carta marina. Por eso lo sequé como se seca el heno y su capitán no dor-mirá ni de día ni de noche. Y el sueño se colgará del pellejo de sus párpados para que sepa cómo viven los condenados a la muerte: nueve por nueve (los días por los meses), insomne, nueve por nueve, hasta que quede reducido a nada y haya pasado del apogeo al suspiro, sin perder su buque de vela azotado por la tempestad. ¡Miren lo que traigo!

—¿Qué es? ¡Muéstralo! —le dijeron.—El dedo pulgar de un marinero que nau-

fragó a su regreso —y no bien lo había mostrado, cuando se oyó el eco de tambores que anunciaban la llegada de Macbeth.

En ese instante, las tres hermanas del destino se tomaron de las manos para formar un círculo y conjurar como mensajeras del mar y de la tierra, da-ban vueltas, giraban, “tres vueltas por ti y tres por mí y otras tres para que sean nueve”; hasta que se detu-vieron en seco y una de ellas, con el índice sobre sus pútridos labios, les pidió que guardaran silencio.

El conjuro había terminado.Agotados, pero vencedores, Macbeth y Ban-

quo cabalgaban por la encrucijada. Comentaban los sucesos del día, cuando, de pronto, Macbeth suspi-ró y dijo en voz alta:

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—En mi vida he visto un día tan feo y tan be-llo al mismo tiempo.

Banquo pensaba en la distancia; por eso, sin que viniera a cuento, preguntó qué tan lejos estaban de Forres.

No acababa de hablar, cuando, a tiro de pie-dra, vio tres harapos que danzaban; jaló la rienda, se levantó de los estribos tratando de ver mejor el hori-zonte y reconocer qué era lo que estaba ahí.

Le preguntó a Macbeth:—¿Ves lo que estoy viendo? ¿Quiénes son esas

mujeres escuálidas de aspecto tan extraño? No pare-cen ser de esta tierra y, sin embargo, la están pisan-do. ¿Viven o son seres imaginarios?

Sin decir más, se acercaron hasta esas criatu-ras, controlando sus caballos. Cuando creyeron que los podían oír bien, Banquo espetó:

—Parece que me entienden, ¿verdad? Veo que las tres se ponen el dedo cuarteado sobre sus la-bios secos. Parecen mujeres, pero, por sus barbas, no estoy seguro de que lo sean... lo dudo.

Macbeth venía distraído, pero picó al caballo para alcanzar a Banquo. La bestia se resistía y rechaza-ba el avivar de las espuelas como si hubiese visto una serpiente en el camino. Cuando se emparejó, les dijo:

—¡Hablen si pueden! ¿Quiénes son?La primera de las brujas, esbozando una son-

risa con todo y sus dientes podridos, contestó:—¡Salve, Macbeth! ¡Barón de Glamis, salve! Y la segunda agregó:—¡Salve, Macbeth! ¡Barón de Cawdor, salve!Como si fuese una coreografía, la tercera con-

cluyó:

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—¡Salve, Macbeth! ¡Salve el que será rey!En ese momento, Macbeth se estremeció, pa-

recería que hubieran adivinado uno de sus secretos, como si una corriente fría le hubiese recorrido la co-lumna vertebral de manera inesperada o le hubieran echado un balde de agua fría.

—¿Qué pasa, señor? —le preguntó Banquo, al verlo estremecerse y temblar—. ¿Por qué tiem-blas? ¿Te asusta lo que dijeron y que es tan interesan-te? —y, volteando a donde estaban, demandó—: en verdad, díganme ¿son espectros o lo que aparentan ser? Han saludado a mi noble señor con el título que ostenta, luego le han dicho otro título nobiliario yle han dado esperanzas de que un día llegue a ser rey de Escocia, de tal modo que lo han pasmado. Y sobre mi persona, ¿no tienen nada que decir? Os digo que si pueden penetrar en la semilla del tiempo y saber qué grano crece y cuál no, háblenme a mí, que nada imploro y no me asustan sus favores ni sus odios.

Se hizo un silencio. Los caballos agitaban sus crines como si estu-

viesen en medio de una batalla. Había que apacen-tarlos y los jinetes les daban palmadas en el cuello para calmarlos y decirles que no pasaba nada.

—¡Salve! —dijo la primera bruja.—¡Salve! —agregó la segunda.—¡Salve! —exclamó la tercera, antes de que

la primera volviera a hablar.—Tú serás menor que Macbeth pero más

grande —y la segunda continuó—, menos dichoso, pero más dichoso —y la tercera concluyó—, padre de reyes, aunque no serás rey. ¡Salve, Banquo, y sal-ve, Macbeth!

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Uno de los caballos relinchó, levantando la crin cual bandera ondeando al viento como si trata-ra de sacudirse el polvo del camino; así que Macbethle soltó un poco la rienda para que no se parara de manos. Luego las interpeló:

—¡Alto ahí, oradoras imperfectas! ¡Díganme un poco más! Ya sé que de mi padre Sinel heredé el título de barón de Glamis; eso ya lo sé, pero ¿por qué ahora me llaman barón de Cawdor si quien lo ostenta sigue vivo y es un hombre próspero? Luego me han dicho que podré ser rey, francamente, eso está lejos de ser creíble. ¿De dónde sacan esos secre-tos y por qué se aparecen en medio de este desolado páramo, cruzándose en nuestro camino para decir-nos estas profecías? ¡Hablen, se lo ordeno!

Los caballos manoteaban en el suelo como si estuvieran desolados o cavaran una tumba y seguían agitando la crin de un lado a otro. En un parpadeo, las brujas se habían desvanecido y Banquo, sorpren-dido, le dijo a su compañero:

—A veces la tierra hace unas burbujas iguales a las que forma el agua del mar. Estoy seguro de que ésta fue una de ellas. ¿A dónde se fueron?

—Por el aire —contestó Macbeth, tratando de controlarse; lo que le habían dicho era a la vez claro y confuso como si esas brujas lo hubiesen de-safi ado—. Y lo que parecía tener materia y cuerpo se disolvió y se integró al viento. ¡Si se hubieran queda-do poco más...! —pensó.

Ambos sabían que eran cómplices de esas profecías y que habían sido testigos de un fenómeno extraordinario. Los dos habían escuchado las mis-mas palabras y las mismas predicciones; aunque sa-

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bían que sus destinos estaban dichos con el lenguaje críptico y ambiguo que usaban los oráculos en la an-tigüedad, a veces inexplicable. Para Macbeth, en el fondo de su alma, no eran tan confusos como po-drían pensar que le habían dicho.

—Lo que escuchamos y lo que dijeron —pre-guntó Banquo a su compañero—, ¿realmente suce-dió o es el producto de haber comido alguna de esas raíces podridas que luego aprisionan la razón?

Desganados, confundidos y en silencio, reto-maron su camino a paso lento, sin verse a los ojos. Mejor veían hacia el horizonte con la vista ida.

—Tus hijos serán reyes —de pronto le dijo Macbeth a Banquo.

—Y tú serás rey —le contestó.—También barón de Cawdor, ¿no fue eso lo

que dijeron? —agregó Banquo, como si dudara de lo que habían escuchado.

Ambos trataban de entender por qué las bru-jas habían desaparecido en un santiamén; pero, sin perder el hilo de la pregunta, sabían que eso era jus-tamente lo que habían dicho, en ese tono y con esas mismas palabras.

A lo lejos, ondeaba la bandera del rey carga-da por dos caballeros que galopaban a toda veloci-dad, parecían venir a buscarlos. Por el polvo y las banderas, podía calcularse la distancia a la que se en-contraban. Banquo trató de salir de su estupor y le preguntó a Macbeth si reconocía quiénes eran los que venían montados y a la carrera. Detuvieron sus caballos y, conforme se acercaban, reconocieron a Ross y Angus, dos caballeros escoceses.

Los caballos, nerviosos, giraban sobre sí mis-

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mos hasta que sus jinetes los detuvieron. Ross los saludó primero de lejos, con la palma de la mano ex-tendida y, ya cerca, les dijo, todavía medio sofocado:

—Caballeros, el rey ha recibido con beneplá-cito las noticias de tu valor y triunfo, Macbeth. Tras conocer tus hazañas en la dura batalla frente a los rebeldes, encantado y asombrado de tu arrojo, ala-bándote como lo mereces, sin saber de quién era el día, enmudeció al imaginarte en medio de las fuer-zas enemigas; impávido al ver esas extrañas imáge-nes de la muerte. Como la que producías, pues por donde pasabas, como el granizo que cae del cielo nublado, causabas una muerte tras otra a tu alrede-dor; así lo explicaron los heraldos del campo cuan-do llevaron esas buenas y mejores noticias, relatando tus hazañas en defensa del rey y de su reino, como si fuesen coronas de olivo arrojadas a sus pies.

Angus anunció el mensaje del rey:—Hemos sido enviados por Su Majestad para

darte las gracias en su nombre y llevarte con él a fi n de que personalmente te honre y compense.

—Sí, señor —dijo Ross—, y como prenda de los honores más altos, me pidió que, en su nombre, de ahora en adelante te llamemos barón de Cawdor. ¡Salve!, nuestro más noble barón, con ese título que desde ahora te pertenece.

Banquo no podía creer lo que escuchaba y, tal vez por eso, se dijo a sí mismo:

—¡Cómo! ¿El diablo puede decir la verdad? —y por diablo, ya sabemos a quién se refería.

Un poco confuso, Macbeth preguntó cómo era posible que lo nombraran “barón de Cawdor” si aún vivía el que lo portaba.

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—¿Por qué me quieren vestir con ropa pres-tada? —dijo, pues suponía que era precipitada la manera como le habían dado esas noticias. Angus adelantó un poco su caballo para estar al lado de Macbeth y explicarle con más calma:

—Señor, es cierto que aún vive quien era el barón de Cawdor, pero sobre su cabeza pesa una sentencia que se merece y que acabará con él. No sabemos si había conspirado con el noruego o si le ofreció ayuda en secreto al rebelde Macdonwald o si con ambos pretendía hacer naufragar a su patria. Lo ignoramos, pero lo que sí sabemos es que su trai-ción se ha probado y ha confesado y, por último, es la causa de su propia ruina.

Macbeth giró su caballo, tirando de las rien-das hasta dar una vuelta en sí mismo. Mientras lo hacía, no pudo menos que pensar en lo que aca-baban de decirle las brujas: “barón de Glamis y de Cawdor”. Se acordó antes de agradecerles a esos dos nobles las buenas noticias.

—Gracias por haberse molestado... —les dijo una vez que su corcel se quedara quieto y volviera a integrarse al resto de los caballeros.

De pasada, Macbeth aprovechó para decirle a Banquo en voz baja:

—Y tú, ¿no esperas que tus hijos sean reyes? Pues las que me dieron el título de Cawdor te pro-metieron eso, ¿verdad?

Banquo, montado sobre su caballo, escuchó a Macbeth y se levantó sobre los estribos, como acos-tumbraba hacerlo cada vez que quería otear el hori-zonte y ver los árboles del bosque desde esa altura, para contestarle:

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—Si lo creemos a ciegas, entonces, bien pue-des desear tener la corona y no sólo el título de Cawdor. Sin embargo, creo que todo eso es tan ex-traño que, a veces, los demonios nos seducen y nos llevan a la perdición, diciendo lo que parece cier-to. Aprovechan esos instrumentos para cautivarnos como si fuera un juego inocente, sólo para traicio-narnos después con todo y sus consecuencias.

Los cuatro caballeros iniciaron la marcha ha-cia el campamento del rey y Macbeth se adelantó queriendo estar solo para que nadie lo viera mascullar sus pensamientos. Sin voltear a ver a sus compañe-ros, le daba vueltas a lo que le revoloteaba: “Dijeron dos verdades como si fueran dos felices prólogos del tema imperial... tal vez la propuesta sobrenatural no sea mala o tampoco buena. Si es mala, ¿por qué me dan muestras de haber triunfado, ahora que declaran eso y una de ellas resulta ser verdadera? Ahora soy el barón de Cawdor. Y si es real, ¿por qué no caigo de bruces frente a esa otra idea cuya imagen es tan es-pantosa que se me pone la carne de gallina y hace que mi corazón palpite tan fuerte y que pegue por los dos costados en contra de lo que siempre hace? El miedo del presente es menor que lo imaginado. Mi pensamiento, donde el crimen no es más que una fantasía, sacude de tal manera mi condición hu-mana, que toda mi capacidad de razonar se ahoga en conjeturas: nada es más real que lo que no ha sido”.

Banquo y los dos caballeros lo seguían, pero Macbeth trotaba adelante, dándole vueltas a todo ese asunto: “si el destino quiere que sea rey, bien po-dría coronarme sin que se lo pida”.

Su amigo Banquo movía la cabeza de un lado

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para el otro, parecía no entender lo del nuevo nom-bramiento; como si le hubieran regalado a su amigo un traje nuevo, esos que al principio no nos acomo-dan y que sólo nos quedan bien y adquieren su for-ma definitiva después de que los usamos un buen tiempo.

Macbeth pensaba que, “suceda lo que suceda, el tiempo y las horas cruzan días difíciles”.

Banquo se adelantó y le dijo en voz alta, sa-cándolo de su ensimismamiento, que se ponía a sus órdenes. Macbeth volteo a verlo y le dijo:

—Perdónenme, pero de pronto se me vinie-ron pensamientos que había olvidado; discúlpen-me, caballeros. Sus molestias y sus favores quedarán registrados en mi diario que leeré todos los días. Vamos con el rey —les dijo a los dos caballeros y, acercándose a Banquo, agregó en corto—, amigo Banquo, piensa en todo lo que ha sucedido y, más tarde, cuando caigan las cosas por su propio peso, platicaremos un poco más y a fondo.

—Así lo haremos —respondió Banquo y, pi-cando con las espuelas a su caballo, pasó del trote al galope para tomar un ritmo contundente con el que llegarían hasta donde estaba el rey; sin importarles que los caballos no estuvieran frescos como cuando los montaran por la mañana.

Sin decir más, los cuatro siguieron su cami-no, cada quien pensando en sus asuntos, sin darse cuenta de que, una vez más, se había nublado y el cielo estaba oscuro, como sucede durante el otoño en Escocia.

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