el jardin de las fieras jeffery deaver

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El protagonista de esta historia esPaul Schumann, un matón de lamafia de Nueva York, conocido porsu sangre fría y su«profesionalidad».

Sin embargo, sin que él lo sepa,está en el punto de mira de losservicios secretos de su país:acorralado, tendrá que escogerentre pudrirse en la cárcel o aceptarun trabajo prácticamente imposible:asesinar al lugarteniente de Hitlerque está dirigiendo el plan pararearmar Alemania.

En cuanto Schumann llega al Berlín

de las olimpiadas del 36, los bientrazados planes del Gobierno deEstados Unidos comienzan atorcerse cuando el mejor y másimplacable detective de la policíaalemana se lance en persecución delsicario americano.

A medida que se va desarrollando latrama, los dos hombrescomprenderán que la mayoramenaza que se cierne sobre elloses el irrefrenable ascenso de losnazis.

Jeffery Deaver

El jardín de lasfieras

ePub r1.0Crissmar 19.08.14

Título original: Garden Of BeastsJeffery Deaver, 2007Traducción: Edith Zilli

Editor digital: CrissmarePub base r1.1

A la memoria de loshermanos Hans y Sophie

Scholl ejecutados en 1943por protestar contra los

nazis; del periodista Carl vonOssietzky, galardonado con

el premio Nobel de la Paz en1935, mientras estaba

prisionero en el campo deOranienburg, y de Wilhelm

Kruzfeld, oficial de la policíade Berlín, quien, durante laola de disturbios contra los

judíos provocada por losnazis y que conocemos como

Noche de los Cristales Rotos,

se negó a permitir que unaturba destruyera una

sinagoga…Cuatro personas que

plantaron cara al mal ydijeron «No».

«B erlín estaba lleno de susurros.Se hablaba de arrestos ilegales

a medianoche, de prisioneros torturadosen las mazmorras de la SA… losmurmullos eran ahogados por las fuertesy coléricas voces del Gobierno, que loscontradecían a través de sus mil bocas».

CHRISTOPHER ISHERWOOD,Berlin Stories

PARTE UNO

El sicario

Lunes, 13 de julio de1936

E1

n cuanto entró en el apartamento enpenumbra supo que era hombre

muerto.Se secó las palmas sudadas y echó

un vistazo en derredor; el piso estaba tansilencioso como un depósito decadáveres, salvo por el amortiguadorumor del tráfico nocturno de Hell’sKitchen y el tremolar de los suciosvisillos cuando el ventilador giratoriodirigía su hálito caliente hacia laventana.

Sin embargo, algo no marchaba bien.

Le invadió un mal presentimiento.Supuestamente, Malone debía estar

allí, borracho perdido, durmiendo lamona. Pero no estaba. No había botellasde aguardiente barato por ninguna parte;ni rastro de bourbon, lo único que bebíaaquella rata, ni siquiera el olor. Y alparecer hacía ya algún tiempo que

no iba por allí. En la mesa había unperiódico de hacía dos días, junto a uncenicero frío y un vaso que tenía un haloazul de leche seca hasta la mitad.

Encendió la luz.Bueno, había una puerta lateral, sí,

tal como él había visto desde el pasilloel día anterior al estudiar el sitio.

Pero estaba clausurada. ¿Y laventana que daba a la escalera deincendios? ¡Vaya!, bien cerrada conalambre de gallinero, cosa que no seveía desde el callejón. La otra ventanaestaba abierta, sí, pero a doce metros dealtura con respecto a los adoquines.

No había salida.Y dónde estaba Malone, se preguntó

Paul Schumann.El tipo se había largado. O estaba en

Jersey bebiendo cerveza. O era unaestatua con base de cemento debajo dealgún muelle.

No importaba.Cualquiera hubiese sido la suerte de

aquel borrachín, Paul se dio cuenta deque había sido sólo un cebo. Y lainformación de que estaría esa nocheallí, pura mentira.

En el pasillo, fuera, un roce de pies.Un tintineo metálico.

Descabalado…

Paul dejó su pistola en la única mesade la habitación y sacó el pañuelo paraenjugarse la cara. El aire abrasador deesa mortífera ola de calor del MedioOeste había llegado hasta Nueva York.Pero cuando se lleva un Colt del 45 de1911 metido bajo el cinturón, a laespalda, no se puede andar sin

americana; por eso Paul estabacondenado a usar traje. Llevaba lachaqueta de lino gris, de un solo botón.La camisa blanca de algodón estabaempapada.

Otra pisada fuera, en el pasillo,donde debían de estar preparándosepara sorprenderlo. Un susurro, otrotintineo.

Paul pensó en mirar por la ventana,pero temía recibir un disparo en la cara.Quería que lo velaran a ataúd abierto yno sabía de ningún embalsamador capazde reparar los daños causados por undisparo de bala o de perdigones.

¿Quién quería matarlo?

No podía ser Luciano, el hombre quelo había contratado para despachar aMalone. Tampoco Meyer Lansky. Eranpeligrosos, sí, pero no traidores. Paulsiempre les había hecho trabajos deprimera, sin dejar nunca la menor pistaque pudiera vincularlos con eldespachado. Además, si uno u otroquerían deshacerse de Paul, nonecesitaban encargarle un trabajo falso:lo harían desaparecer sin más.

¿Quién, pues, le había tendido esatrampa? Si era O’Banion, o Rothstein, elde Williamsburg, o Valenti, el de BayRidge; en pocos minutos sería fiambre.

Si era el pulcro Tom Dewey la

muerte tardaría algo más: el tiempo quehiciera falta para condenarlo y sentarloen la silla eléctrica de Sing Sing.

Más voces en el pasillo. Mástintineos, metal contra metal. Pero vistodesde un ángulo positivo, reflexionó conironía, de momento se podía decir quetodo iba como la seda: aún estaba vivo.Y muerto de sed.

Se acercó a la nevera y la abrió.Tres botellas de leche (dos cortadas),una caja de queso y una lata demelocotones en almíbar. Varias bebidasde cola. Buscó un abridor para destaparuna de las botellas de refresco.

Desde algún lugar se oía una radio.

Ponían Storm y Weather.Al sentarse nuevamente ante la mesa

se vio en el espejo polvoriento de lapared, sobre un lavabo de esmaltedesportillado. Sus ojos azul claro norevelaban el temor que cabía esperar, sedijo. Pero su expresión era desconfiada.Era un hombre corpulento: pasaba delmetro ochenta y pesaba más de noventakilos. Había heredado el pelo de sumadre, castaño rojizo; la tez clara, delos antepasados alemanes de su padre.La piel estaba un poco marcada, no porla viruela, sino por golpes con losnudillos recibidos a edad temprana ypor los guantes de boxeo en tiempos más

recientes. También por el cemento y lalona.

Bebió un poco de refresco. Era mássabroso que la Coca-Cola. Le gustó.

Paul estudió su situación. Si aquelloera cosa de O’Banion, Rothstein oValenti… Bueno, a ninguno de ellos leimportaba un comino Malone, un locoque trabajaba como remachador en losastilleros, metido a pandillero, quehabía matado a la esposa de un policíade una manera bastante desagradable.Después amenazó con más de lo mismoa cualquiera de la pasma que le causaraproblemas. Aun si alguno de ellosquería despachar a Paul, ¿por qué no

esperar a que hubiera cepillado aMalone?

Todo eso significaba que debía deser Dewey.

Lo deprimía la idea de quedarencerrado en el calabozo hasta que loejecutaran. Sin embargo, a decir verdad,en el fondo no lo afligía demasiado quele echaran el guante. Como cuando eraniño y se lanzaba impulsivamente apelear contra dos o tres chavales másgrandes que él, sabiendo que tarde otemprano acabaría con un hueso roto pormeterse con quien no debía. Desde unprincipio había tenido muy claros losriesgos que conllevaba su oficio actual:

que en algún momento un tío comoDewey o O’Banion le pararía los pies.

Pensó en una de las expresionesfavoritas de su padre: «En el mejor delos días y en el peor, el sol finalmentese pone». Y su viejo añadía, haciendorestallar sus coloridos tirantes:«Anímate, que mañana habrá otracarrera de caballos».

El timbre del teléfono lo hizo saltar.Paul quedó un instante largo mirando

el aparato de baquelita negra. Atendió alséptimo u octavo timbrazo:

—¿Diga?—Paul. —Una voz nítida, joven. Sin

acento de arrabal.

—Sabes quién soy.—Estoy en otro apartamento del

mismo bloque. Somos seis. En la callehay otra media docena.

¿Doce? Paul se sintió extrañamentesereno. Contra doce no podía hacernada. Lo atraparían, de una manera uotra. Bebió otro poco de refresco. ¡Quésed de mierda! El ventilador no servíamás que para mover el calor de un ladoa otro de la habitación.

—¿Trabajáis para los muchachos deBrooklyn o los del West Side? —preguntó—. Por pura curiosidad.

—Escúchame, Paul. Te diré lo quedebes hacer. Sólo tienes dos revólveres,

¿verdad? El Colt y ese pequeñoveintidós. Los otros los has dejado en tuapartamento, ¿no?

Él rio.—Así es.—Los descargas y echas el seguro

del Colt. Luego caminas hasta la ventanaque no está clausurada y los tiras a lacalle. Después te quitas la americana, ladejas caer al suelo, abres la puerta y tequedas de pie en medio de la habitación,con las manos en alto. Los brazos bienestirados hacia arriba.

—Me dispararéis —dijo él.—De cualquier manera tienes los

días contados, Paul. Pero si haces lo que

te he dicho es posible que vivas un pocomás. El que había llamado cortó.

Él dejó caer el auricular en lahorquilla. Permaneció un momentoinmóvil, recordando una noche muyagradable, algunas semanas atrás.Marion y él habían ido a Coney Islandpara escapar del calor; jugaron aminigolf y comieron salchichas concerveza. Ella, entre risas, lo arrastróhasta una adivina del parque deatracciones. La falsa gitana, después detirarle las cartas, le dijo muchas cosas.Pero a la mujer se le había pasado poralto este acontecimiento, que deberíahaber aparecido en la lectura de

cualquier adivina que se precie.Marion… Él nunca le había dicho de

qué vivía. Sólo que era dueño de ungimnasio y que de vez en cuando hacíanegocios con ciertos tíos de pasadodudoso. Pero nunca pasó de allí. Depr onto cayó en la cuenta de queesperaba que esa relación tuviera algúnfuturo. La chica era bailarina de un clubbarato del West Side, y durante el díaestudiaba diseño de modas. Ahora debíade estar trabajando; por lo general nosalía hasta la una o las dos de lamañana. ¿Cómo se enteraría de lo que lepasara?

Si era Dewey, probablemente le

permitirían llamarla.Si eran los muchachos de

Williamsburg, no habría llamada. Nada.El teléfono volvió a sonar.Paul lo ignoró. Después de abrir el

cargador del revólver grande, retiró labala que ya estaba en el receptor; luegosacó todos los cartuchos. Se acercó a laventana y arrojó las pistolas, una poruna. No las oyó golpear contra el suelo.

Cuando acabó el refresco, se quitóla chaqueta y la dejó caer al suelo. Dioun paso hacia la puerta, pero se detuvo.Regresó a la nevera a por otra soda y sela bebió toda. Después de enjugarsenuevamente la cara, abrió la puerta de

entrada y dio un paso atrás, con losbrazos en alto.

El teléfono dejó de sonar.

—Esto se llama La Habitación —dijo elhombre de pelo gris y uniforme blancobien planchado, mientras se sentaba enun diván pequeño.—Nunca has estado aquí —añadió, conuna alegre seguridad, indicadora de queel asunto estaba fuera de cuestión—. Ytampoco has oído hablar de ella.

Eran las once de la noche. Habíanllevado a Paul allí directamente desde elapartamento de Malone. Era una casa

particular, situada en la parte alta delEast Side, aunque casi todas lashabitaciones del piso bajo conteníanescritorios, teléfonos y teletipos, comosi aquello fuera una oficina. Sólo enaquella estancia había divanes ybutacas. En las paredes se veían cuadrosde buques de la Marina, tanto nuevoscomo antiguos. En el rincón, un globoterráqueo. Roosevelt los miraba desdesu sitio, encima de la repisa de mármol.El ambiente estaba deliciosamentefresco. Una casa particular con aireacondicionado, imagínate.

Paul, todavía esposado, había sidodepositado en una cómoda butaca de

piel. A su lado, algo más atrás, sesentaron dos hombres más jóvenes,también de uniforme blanco, que lohabían sacado del apartamento deMalone. El que había llamado porteléfono se llamaba Andrew Avery;tenía las mejillas rosadas y ojospenetrantes, decididos. Ojos depugilista, aunque Paul estaba seguro deque nunca en su vida se había liado apuñetazos. El otro era Vincent Manielliy era moreno; por su voz, Paul dedujoque ambos se habían criado en el mismobarrio de Brooklyn. No parecían muchomayores que los chavales que jugaban ala pelota frente a su casa, pero eran

tenientes de la Marina, nada menos.Los tenientes a cuyas órdenes Paul

había servido en Francia eran todoshombres hechos y derechos.

Mantenían las pistolas enfundadas,pero con la mano cerca de lascartucheras desabrochadas.

El hombre de más edad, sentado enla butaca de enfrente, tenía un gradobastante alto: comandante de la Marina,a menos que en esos veinte añoshubieran cambiado las insignias deluniforme.

Se abrió la puerta para dar paso auna mujer atractiva, que vestía eluniforme blanco de la Marina. El

nombre que llevaba en la blusa era RuthWillets. Ella le entregó una carpeta.

—Está todo aquí.—Gracias, recluta.Mientras ella se retiraba, sin haber

echado un solo vistazo a Paul, el oficialabrió la carpeta para extraer de ella doshojas de papel fino y las leyó conatención. Al terminar levantó la vista.

—Soy James Gordon, oficial de laInteligencia Naval. Me llaman Bull.

—¿Este es su cuartel general? —preguntó Paul—. ¿La Habitación?

El hombre, sin prestarle atención,miró a los otros dos.

—¿Ustedes ya se han presentado?

—Sí, señor.—¿No ha habido problemas?—Ninguno, señor. —Era Avery

quien respondía.—Quítele las esposas.Mientras Avery lo hacía, Manielli

mantuvo la mano cerca de su pistola,observando con nerviosismo losnudillos torcidos de Paul. Él tambiéntenía manos de luchador. Las delteniente eran rosadas, como las de undependiente de alguna tienda fina.

La puerta volvió a abrirse y entróotro hombre. Aunque sesentón, eradelgado y alto como ese actor joven quehabía visto con Marion en un par de

películas: Jimmy Stewart. Paul fruncióel entrecejo: conocía esa cara porhaberla visto en artículos del Times ydel Herald Tribune.

—¿Senador?El hombre respondió, pero

dirigiéndose a Gordon.—Usted me dijo que era inteligente.

No sabía que además estuviera bieninformado —dijo como si le disgustaraque lo hubiera reconocido. El senador lomiró de arriba abajo y, después desentarse, encendió un puro corto.

Pasado un momento entró un hombremás; aparentaba la misma edad que elsenador y vestía un graje de lino blanco,

muy arrugado. El cuerpo que estabaembutido en él era grande y blando.Usaba un bastón. Echó a Paul una solamirada; luego, sin decir una palabra anadie, se retiró al rincón. El reciénllegado también le resultaba conocido,pero no logró identificarlo.

—Bien —continuó Gordon—. Teexplicaré la situación, Paul. Sabemosque has trabajado para Luciano, paraLansky y para dos o tres de los otros. Ysabemos qué tipo de trabajo les haces.

—¿Sí? ¿Cuál?—Eres un sicario, Paul —manifestó

Manielli alegremente, como si hubieraestado deseando decirlo.

Gordon prosiguió:—El marzo pasado Jimmy Coughlin

te vio… —Frunció la frente—. ¿Cómolo decís, en vez de «matar»?

Paul se quedó pensando: algunosdecían «cepillar». Por su parte prefería«despachar». Era el verbo que utilizabael sargento Alvin York para describir laeliminación de soldados enemigosdurante la guerra. Paul se sentía menosdelincuente si utilizaba el mismotérmino que un héroe de guerra. Claroque, en esos momentos, Paul Schumannno dijo nada de eso.

Gordon continuó:—El trece de marzo, en un almacén

del Hudson, Jimmy te vio matar a ArchDimici.

Antes de que Dimici apareciera Paulhabía pasado cuatro horas vigilando ellugar. Tenía la certeza de que el hombreestaba solo. Jimmy debía de haberestado durmiendo la mona detrás dealgunas cajas.

—Ahora bien: por lo que me dicen,Jimmy no es un testigo muy digno deconfianza. Pero tenemos algunas pruebasmás firmes. Unos agentes fiscales lodetuvieron por vender licor clandestinoy él aceptó denunciarte. Al parecerrecogió un casquillo de bala en laescena del crimen y la conservó a modo

de seguro. No tiene impresionesdigitales; eres demasiado astuto comopara dejarlas. Pero la gente de Hooverha hecho una prueba con tu Colt. Lasmarcas coinciden.

¿Hoover? ¿El FBI estaba metido eneso? Y ya habían hecho una prueba delarma. No hacía aún una hora que él lahabía arrojado por la ventana deMalone.

Paul entrechocó los dientes de arribacontra los de abajo. Estaba furiosoconsigo mismo. Después de la faena conDimici había pasado media horabuscando ese condenado casquillo, hastallegar a la conclusión de que había

caído al Hudson por alguna de lasgrietas del suelo.

—Pues bien, hicimos averiguacionesy nos enteramos de que se te pagaríanquinientos dólares por… —Gordonvaciló.

Despachar.

—… Eliminar a Malone, esta noche.—¡Qué disparate! —exclamó Paul,

riendo—. Alguien les ha dado unainformación falsa. He ido sólo a hacerleuna visita. A propósito, ¿dónde está?

El comandante hizo una pausa.—El señor Malone ha dejado de ser

una amenaza para la policía y los

ciudadanos de Nueva York.—Se diría que alguien les debe

cinco billetes de cien.Bull Gordon no rio.—Estás metido en un lío, Paul, y no

te puedes librar. He aquí lo que teofrecemos. ¡Esto es una excepción,recuérdalo! Sólo lo haremos esta vez,como dicen esos anuncios deStudebakers de segunda mano. Loaceptas o lo rechazas. No negociaremos.

Por fin habló el senador.—Tom Dewey te la tiene tan jurada

como a los otros mafiosos de su lista.El fiscal especial estaba convencido

de que tenía la misión divina de acabar

con el crimen organizado en la ciudadde Nueva York. Sus objetivosprincipales eran el jefe Lucky Luciano,las Cinco Familias italianas de la ciudady el sindicato judío de Meyer Lansky.Dewey tenía tesón y era muy sagaz; ibaobteniendo una condena tras otra.

—Pero en lo que a ti respecta, haaceptado cedernos el derecho depernada.

—Olvídense. No soy un soplón.Gordon dijo:—¡Pero si no te pedimos que lo

seas! No se trata de eso.—Pues bien, ¿qué es lo que quieren

de mí?

Una pausa momentánea. El senadorhizo una señal afirmativa a Gordon,quien explicó:

—Eres un sicario, Paul. ¿No te loimaginas? Queremos que mates aalguien.

P2

or un momento Schumann sostuvola mirada a Gordon; luego desvió

la vista hacia las imágenes de barcosque decoraban las paredes. LaHabitación…

Tenía un ambiente militar, como declub de oficiales. Paul lo había pasadobien en el ejército. Allí se sentía a susanchas, tenía amigos, tenía objetivos.Para él fueron buenos tiempos, tiempossencillos… antes de regresar y de que sele complicara la vida. Y cuando se tecomplica la vida, lo que sucede nunca es

bueno.—¿Me está diciendo la verdad?—Que sí, hombre.Mientras Manielli entornaba los

ojos, como para advertirle que semoviera con tiento, Paul hundió la manoen el bolsillo para sacar una cajetilla deChesterfield y encendió uno.

—Continúe.Gordon dijo:—Tienes un gimnasio en la Novena

Avenida. No es gran cosa, ¿verdad? —el que preguntaba era Avery.

—¿Lo conoce? —preguntó Paul.—No es como para presumir —

confirmó Avery.

—Un verdadero tugurio, diría yo —rio Manielli.

El comandante continuó:—Pero antes de dedicarte a este

oficio eras impresor. ¿Te gustabatrabajar en el negocio de las artesgráficas, Paul?

Él respondió con cautela:—Sí.—¿Eras de los buenos?—De los buenos, sí. ¿Qué tiene eso

que ver eso con lo que estábamoshablando?

—¿No te gustaría borrar todo tupasado? Comenzar de nuevo. Trabajarotra vez como impresor. Podemos

arreglar las cosas de manera que nadiepueda acusarte de nada que hayas hechoen el pasado.

—Además —añadió el senador—podríamos aflojar algo de pasta. Cincomil. Podrás iniciar una vida nueva.

¿Cinco mil? Paul parpadeó. Lamayoría necesitaba dos años para ganareso.

—¿Cómo me limpiarían losantecedentes?

El senador se echó a reír.—¿Conoces ese nuevo juego que

llaman Monopoly? ¿Has jugado algunavez?

—Mis sobrinos lo tienen, pero no he

jugado nunca.El senador continuó:—A veces, cuando lanzas el dado,

acabas en la cárcel. Pero hay una tarjetaque dice «Sale en libertad». Pues bien,te daremos una de esas, pero de verdad.Es todo lo que necesitas saber.

—¿Queréis que mate a alguien? Quéextraño. No creo que Dewey esté deacuerdo.

—No hemos informado al fiscalespecial para qué te queremos.

Después de una pausa Paul preguntó:—¿A quién? ¿A Siegel? —De todos

los mafiosos del momento, el máspeligroso era Bugsy Siegel. Un

psicópata, en realidad. Paul había vistolos sangrientos resultados de subrutalidad. Sus berrinches eranlegendarios.

—Quita, hombre —dijo Gordon, conexpresión desdeñosa—. Sería ilegal quemataras a un ciudadano estadounidense.De ningún modo podríamos pedirte unacosa así.

—Pues entonces no entiendo.El senador explicó:—En cierto modo es como si

estuviéramos en guerra. Tú fuistesoldado… —Y echó un vistazo a Avery,quien recitó:

—Primera División de Infantería,

Primer Cuerpo de Ejército, FuerzaExpedicionaria Americana. St. Mihiel,Meuse-Argonne. Combatiste en serio.Recibiste varias condecoraciones por tupuntería en el campo de batalla. Ytambién combatiste cuerpo a cuerpo,¿no?

Paul se encogió de hombros. Elgordo del traje blanco arrugado seguíasentado en su rincón, en silencio,rodeando con las manos el pomo de orode su bastón. Paul le sostuvo la miradadurante un minuto. Luego se volvió haciael comandante:

—¿Qué posibilidades hay de quesobreviva para disfrutar de esa

amnistía?—Razonables —dijo el comandante

—. No son grandes, pero sí razonables.Paul era amigo de Damon Runyon,

escritor y periodista especializado entemas deportivos. Bebían juntos en lastabernas cercanas a Broadway, ibanjuntos a ver combates de boxeo ypartidos de fútbol. Un par de años antesRunyon lo había invitado a una fiesta,tras el estreno en Nueva York de supelícula Dejada en prenda, que a Paulle pareció bastante buena. En la fiestaque hubo después, donde tuvo laoportunidad de conocer a ShirleyTemple, había pedido al escritor que le

firmara un ejemplar de su libro. Runyonse lo había dedicado así:

«A mi amigo Paul. Recuerda:toda la vida es, de seis, cinco encontra».

Avery dijo:—Mira, digamos que tendrás muchas

más posibilidades que si acabaras enSing Sing.

Pasado un momento Paul preguntó:—¿Por qué yo? Por esa pasta hay en

Nueva York una docena de sicarios queestarían dispuestos a hacerles el trabajo.

—Ah, pero tú eres diferente, Paul.Tú no eres un matón de tres al cuarto.

Eres de los buenos. Hoover y Deweydicen que has matado a diecisietehombres.

Paul bufó.—Insisto: información falsa.En realidad, la cifra correcta era

trece.—Lo que nos han dicho de ti es que

antes de hacer el trabajo lo inspeccionastodo dos y tres veces. Compruebas quetus armas estén en perfecto estado, teinformas sobre tus víctimas, estudiascon tiempo los lugares que frecuentan,averiguas sus horarios y te aseguras deque sean puntuales, sabes cuándoencontrarlos solos, cuándo estarán

hablando por teléfono, dónde comen.El senador añadió:—Y eres inteligente. Como decía,

para esto se necesita ser inteligente.—¿Inteligente?—Hemos ido a tu casa, Paul —dijo

Manielli—. Tienes libros. Tienes unmontón de libros, hombre. ¡Si hasta tehas apuntado al Club del Libro!

—No son libros para inteligentes.No todos.

—Pero son libros, ¿no? —apuntóAvery—. Y apuesto a que tus colegas,en general, no leen mucho, que digamos.

—O no saben leer —completóManielli. Y celebró con risas su propio

chiste.Paul miró al hombre del traje blanco

arrugado.—¿Quién es usted?—A ti no te interesa quién… —

empezó Gordon.—Se lo he preguntado a él.—Escucha —gruñó el senador—,

aquí somos nosotros los que llevamos lavoz cantante, amigo.

Pero el gordo hizo un gesto con lamano y respondió al detenido:

—¿Lees tebeos? ¿Los de Annie laHuerfanita, la niña de los ojos sinpupilas?

—Pues sí, claro.

—Bueno, piensa en mí como«Daddy» Warbucks, su amigo ybenefactor.

—¿Qué me quiere decir?El hombre se limitó a reír. Luego se

volvió hacia el senador:—A ver si lo convences. Me gusta.El enjuto político dijo a Paul:—Lo más importante para nosotros

es que nunca matas a personas inocentes.Gordon añadió:—Según nos ha dicho Jimmy

Coughlin, una vez dijiste que sólomatabas a otros asesinos. ¿Cómo eraaquello? Que sólo corregías los erroresde Dios, ¿fue así? Y eso es lo que

necesitamos.—Los errores de Dios —repitió el

senador, sonriendo con los labios, perono con el espíritu.

—Está bien, ¿quién es?El comandante miró al senador,

quien desvió la pregunta.—¿Aún tienes parientes en

Alemania?—Cercanos ninguno. Mi familia

vino hace mucho tiempo.—¿Qué sabes de los nazis? —

preguntó el político.—Que quien gobierna es Adolf

Hitler. Parece que a nadie le gustamucho. Hace dos o tres años hubo una

gran concentración contra él en elMadison Square Garden. El atasco eraterrible, créanme. Me perdí los tresprimeros rounds de una pelea que secelebraba en el Bronx. Fue un fastidio.Creo que eso es todo.

—¿Sabías, Paul —preguntó elsenador lentamente—, que Hitler estáplaneando otra guerra? —Eso lo dejó depiedra—. Tenemos en Alemania fuentesque nos envían información desde queHitler ascendió al poder, en el treinta ytres. El año pasado llegó a manos denuestro hombre en Berlín un borrador decarta, escrito por el general Beck, unode sus jerarcas.

El comandante le entregó una hojamecanografiada. Estaba en alemán. Paulla leyó. El autor de la carta convocaba aun lento pero incesante rearme de lasFuerzas Armadas, para proteger yexpandir lo que él tradujo como«territorio vital». En unos pocos años lanación debía estar lista para la guerra.Bajó el papel con un gesto ceñudo.

—¿Y lo están haciendo?—El año pasado —respondió

Gordon— Hitler inició un reclutamiento.Desde entonces ha aumentado el númerode soldados por encima de lo querecomienda esa carta. Y hace cuatromeses las tropas alemanas se

apoderaron de Renania, esa zonadesmilitarizada que linda con Francia.

—Sí, leí algo sobre eso.—En Helgoland están construyendo

submarinos. Y van recuperando elcontrol del canal de Wilhelm paratrasladar naves de guerra desde el mardel Norte hasta el Báltico. El hombreque maneja las finanzas tiene un títulonuevo: es «jefe de la economía deguerra». ¿Y lo de España y su guerracivil? Hitler envía tropas y equipo,supuestamente para respaldar a Franco.En realidad, lo que hace es aprovecharesa guerra para adiestrar a sus soldados.

—¿Y ustedes quieren que yo… que

un sicario de la mafia mate a Hitler?—¡No, hombre, no! —exclamó el

senador—. Hitler no es más que unchiflado. Está majareta. Quiere que elpaís se rearme, pero no tiene ni idea decómo hacerlo.

—Y ese hombre del que ustedeshablan, ¿ese sí tiene idea?

—¡Ya lo creo! —Aseguró elsenador—. Se llama Reinhard Ernst.Durante la guerra fue coronel, peroahora ha pasado a la vida civil. Tiene untítulo impronunciable: plenipotenciariopor la Estabilidad Interior. Pero eso esuna bola. Es el cerebro que conduce elrearme. Está metido en todo: junto con

Schacht, en finanzas; con Blomberg, enel Ejército; con Baeder, en la Marina;con Göring, en la Fuerza Aérea; conKrupp, en municiones.

—¿Y qué ha sido del tratado? ¿El deVersalles? Tenía entendido que no estánautorizados a tener Ejército.

—Ejército grande, no. Lo mismo encuanto a la Marina. Y no pueden tenerFuerza Aérea —especificó el senador—. Pero nuestro informante dice que lossoldados y marineros se multiplican portoda Alemania, como el vino en lasbodas de Caná.

—¿Y los Aliados no puedenimpedirlo? ¡Si ganamos la guerra!

—En Europa nadie hace nada. Enmarzo, en Renania, los francesespodrían haber parado en seco a Hitler.Pero no lo hicieron. ¿Y los británicos?Como si regañaran a un perro que sehubiera meado en la alfombra.

Tras un momento Paul preguntó:—Y nosotros ¿qué hemos hecho para

detenerlos?La mirada sutil de Gordon fue

respetuosa. El senador se encogió dehombros.

—En América sólo queremos paz.Son los aislacionistas los que manejanla cuestión. Y ellos no quierenentrometerse en la política europea. Los

hombres quieren empleos y las madresno desean volver a perder a sus hijos enlos campos de Flandes.

—Y el presidente quiere salirreelegido en noviembre —añadió Paul,sintiendo que los ojos de Roosevelt loespiaban desde su sitio, sobre la repisaornamentada.

Por un momento se hizo un silencioincómodo. Gordon se echó a reír. Elsenador no.

Paul apagó su cigarrillo.—Esté bien. Claro. Ya comienzo a

entender. Si me atrapan no habrá nadaque me relacione con ustedes. Ni con él.—Señaló con la cabeza el retrato del

presidente—. ¡Hombre!, soy sólo uncivil majareta, no un soldado como estoschavales. —Echó un vistazo a los dossuboficiales. Avery sonrió; Maniellitambién, pero fue una sonrisa muydiferente.

—Es así, Paul —dijo el senador—.Es exactamente así.

—Además hablo alemán.—Dicen que con fluidez.El abuelo de Paul estaba orgulloso

de su país de origen; también su padre,quien se había empeñado en que losniños estudiaran alemán y hablaran lalengua paterna en casa. Él recordabamomentos absurdos en que sus padres

reñían, ella gritando en gaélico y él enalemán. Además, Paul había trabajadoen la imprenta de su abuelo durante lasvacaciones del instituto, comolinotipista y corrector de pruebas enalemán.

—¿Cómo se haría? Todavía no hedicho que sí, ¿eh? Es sólo curiosidad.¿Cómo se haría?

—Hay un barco que llevará aAlemania al equipo olímpico, a susfamiliares y a los periodistas. Zarparápasado mañana. Tú irás a bordo.

—¿Con el equipo olímpico?Hemos decidido que es lo mejor. En

la ciudad habrá millares de extranjeros.

Berlín estará de bote en bote. ElEjército y la policía no darán abasto.

Avery dijo:—Oficialmente no tendrás nada que

ver con las Olimpiadas; los Juegos nocomienzan hasta el uno de agosto. ElComité Olímpico cree que eres escritor.

—Cronista de deportes —agregóGordon—. Es tu tapadera. Perobásicamente debes pasar por tonto yhacerte invisible. Vas a la VillaOlímpica con todo el mundo y pasas allíuno o dos días; después te escabulles yvas a la ciudad. Los hoteles no sirven:los nazis vigilan a todos los huéspedes ycomprueban los pasaportes. Nuestro

hombre te buscará una habitación en unapensión particular.

Como a cualquier artesanoconcienzudo, le vinieron a la mentealgunas preguntas sobre el trabajo arealizar.

—¿Usaría mi nombre?—Sí, te moverías bajo tu propio

nombre. Pero también te daremos unpasaporte para la fuga, con tu fotografía,pero bajo otro nombre. Extendido porotro país.

El senador observó:—Tienes pinta de ruso. Eres alto y

macizo —asintió—. Sí, serás «elhombre de Rusia».

—No hablo ruso.—Allá tampoco lo habla nadie.

Además, lo más probable es que jamásnecesites el pasaporte. Es sólo para quepuedas salir del país en caso deemergencia.

—Y para que nadie pueda seguir elhilo hasta ustedes si no logro salir,¿verdad? —añadió Paul de inmediato.

La vacilación del senador, seguidade una rápida mirada a Gordon, expresóque había dado en el clavo.

—¿Para quién se supone quetrabajo? —continuó él—. Todos losperiódicos enviarán corresponsales. Yellos se darían cuenta de que no soy

cronista.—Ya lo hemos pensado. Escribirás

artículos por cuenta propia y a turegreso intentarás venderlos a algunosde esos periodicuchos de deportes.

—¿A quién tienen ustedes allí? —preguntó Paul.

—Por ahora, nada de nombres —respondió Gordon.

—No pido nombres. Quiero saber siconfían en él. Y por qué.

El senador dijo:—Lleva un par de años viviendo en

Alemania y siempre nos ha pasadoinformación de primera. Durante laguerra sirvió a mis órdenes. Lo conozco

personalmente.—¿Qué coartada utiliza?—Se hace pasar por comerciante,

procurador, ese tipo de cosas. Trabajapara sí mismo.

Gordon continuó:—Él te proporcionará un arma y

todo lo que necesites saber sobre tuobjetivo.

—No tengo pasaporte auténtico. Ami nombre, quiero decir.

—Ya lo sabemos, Paul. Te daremosuno.

—¿Me devolvéis las pistolas?—No —dijo Gordon. Y eso fue

definitivo—. Pues bien, amigo mío, ese

es nuestro plan, en general. Y deboadvertirte que, si estás pensandoembarcarte en un buque de carga paraperderte en algún villorrio del oeste…—Claro que Paul lo había pensado.Pero frunció el ceño y negó con lacabeza—. Pues mira, estos buenosmuchachos se pegarán a ti como lapashasta que el barco amarre en Hamburgo.Y si te atacara la misma urgencia porescapar de Berlín, te advierto quenuestro contacto no te quitará la vista deencima. Si desapareces nos llamará. Ynosotros llamaremos a los nazis paradecirles que tienen a un asesinoamericano suelto en la ciudad. Y les

daremos tu nombre y tu foto. —Gordonle sostuvo la mirada—. Si te parece quenosotros hemos sido hábiles pararastrearte, Paul, ya verás que nopodemos compararnos con los nazis. Ypor lo que nos dicen, ellos no se líancon juicios ni sentencias de ejecución.¿Lo tienes todo claro?

—Como el agua.—Bien. —El comandante hizo un

gesto a Avery—. Ahora dígale quésucederá cuando el trabajo esté hecho.

—Tendremos un avión y sutripulación esperando en Holanda —respondió el teniente—. En las afuerasde Berlín hay un viejo aeródromo.

Cuando acabes te sacaremos desde allí.—¿En avión? —preguntó Paul,

intrigado. Volar lo fascinaba. A losnueve años se había roto un brazo (laprimera de más fracturas de las quedeseaba recordar) al lanzarse desde eltejado de la imprenta de su padre con unplaneador que había construido, sólopara estrellarse contra los gastadosadoquines, dos pisos más abajo.

—Así es, Paul —confirmó Gordon.—Te gustan los aviones, ¿no? —

Añadió Avery—. En tu apartamento haymuchas revistas de aviones. Y librostambién. Y fotos de aeroplanos. Y hastaalgunas maquetas. ¿Las haces tú mismo?

Él se sintió abochornado. Lefastidiaba que hubieran descubierto susjuguetes.

—¿Eres piloto? —preguntó elsenador.

—Nunca he subido a un avión. —Luego meneó la cabeza—. No sé. —Todo aquello era una perfecta locura.

La habitación se llenó de silencio.Lo quebró el hombre del traje blancoarrugado.

—Yo también fui coronel durante laguerra. Como Reinhard Ernst. Y estuveen los bosques de Argonne. Igual que tú.Paul asintió con la cabeza.

—¿Sabes cuántos, en total?

—¿Cuántos qué?—Cuántos hombres perdimos.Él recordaba un mar de cadáveres:

americanos, franceses y alemanes. Losheridos, en cierto modo, eran aún máshorribles: gritaban, gemían y llamaban ala madre, al padre. Uno jamás olvidabaesos gemidos. Jamás.

El otro dijo, en tono reverente:—La Fuerza Especial Americana

perdió más de veinticinco mil. Casi cienmil heridos. Murió la mitad de losmuchachos que estaban a mis órdenes.En un mes avanzamos once kilómetroscontra el enemigo. Todos los días de mivida recuerdo esas cifras. La mitad de

mis soldados, once kilómetros. Y la deMeuse-Argonne fue la más espectacularde nuestras victorias en esa guerra… Noquiero que vuelva a suceder.

Paul lo observaba.—¿Quién es usted? —volvió a

preguntar.El senador se removió. Iba a hablar,

pero el otro se interpuso.—Soy Cyrus Clayborn.Sí, eso era. Vaya… el tío era

presidente de Teléfonos y TelégrafosContinental. Un millonario hecho yderecho aun ahora, a la sombra de laDepresión.

El hombre continuó:

—«Daddy» Warbucks, tal como tedecía. Soy el banquero. En este tipo de«proyectos», digamos, por lo general esmejor que el dinero no provenga de lasarcas públicas. Ya soy demasiado viejopara pelear por mi país, pero hago loque puedo. ¿Eso te deja más tranquilo,chaval?

—Sí.—Bien. —Clayborn lo miró de pies

a cabeza—. Bueno. Sólo me queda unacosa por decir. Referente al dinero. Lasuma que ellos han mencionado,¿recuerdas?

Paul hizo un gesto afirmativo.—Pues bien, dóblala.

Él sintió que le crepitaba la piel.¡Diez mil dólares! No era capaz ni deimaginarlo.

Gordon giró lentamente la cabezahacia el senador. Paul comprendió queeso no figuraba en el libreto.

—¿Me pagarán en efectivo? Noquiero cheques.

Por algún motivo eso hizo que elsenador y Clayborn rieran con ganas.

—Como tú quieras, claro —dijo elindustrial.

El político acercó un teléfono y dioun golpecito al auricular.

—Venga, hijo, ¿qué hacemos?¿Llamamos a Dewey o no?

El chasquido de una cerilla quebróel silencio: Gordon encendía uncigarrillo.

—Piénsalo, Paul. Te ofrecemos laposibilidad de borrar el pasado. Decomenzar otra vez. ¿A cuántos sicariosse les ofrece una oportunidad así?

PARTE DOS

La ciudad de lossusurros

Viernes, 24 de julio de1936

P3

or fin el hombre podía ejecutaraquello para lo que había venido.

Eran las seis de la mañana; el S. S.Manhattan, el barco en cuyo pasillo detercera clase se encontraba, avanzabapoco a poco hacia el puerto deHamburgo, diez días después de haberzarpado de Nueva York.

El navío era, literalmente, el buqueenseña de las United States Lines: elprimero de la flota construidoexclusivamente para pasajeros. Eraenorme (su eslora superaba la longitud

de dos campos de fútbol), pero en eseviaje estaba más atestado que nunca. Uncruce transatlántico típico se hacía conseiscientos pasajeros, poco más omenos, y quinientos tripulantes. En esetrayecto, en cambio, las tres clasesestaban colmadas por casi cuatrocientosatletas olímpicos, sus representantes, susentrenadores y otros ochocientoscincuenta pasajeros, en su mayoríaparientes, amigos, periodistas ymiembros del Comité Olímpico.

La cantidad de pasajeros y lasexcéntricas necesidades de los atletas ylos periodistas a bordo del Manhattanhabían dado muchísimo quehacer a la

diligente y cortés tripulación, pero enespecial a ese hombre gordo y calvo,que se llamaba Albert Heinsler. Porcierto, el puesto de mozo exigía largashoras de trabajo pesado. Pero el aspectomás arduo de esa jornada se debía a suverdadero papel a bordo del barco, delque absolutamente nadie sabía nada.Heinsler se autodenominaba «HombreA», el término que empleaba el serviciode inteligencia nazi para referirse a susoperadores de confianza en Alemania:sus Agenten.

En realidad, ese reservado solterode treinta y cuatro años era un simplemiembro del Bund germano-americano,

chusma estadounidense partidaria deHitler, más o menos aliada al FrenteCristiano en su oposición a los judíos,los comunistas y los negros. Heinsler noodiaba Norteamérica, pero jamás habíapodido olvidar los horrorosos días de suadolescencia durante la guerra, tiemposen que su familia había sido lanzada a lapobreza por los prejuicios antigermanos;él mismo había padecido incesantesprovocaciones («Heinie, Heinie, Heinieel Huno») e incontables palizas en loscallejones y el patio de la escuela.

No, no odiaba su país. Pero amabala Alemania nazi con todo su corazón yestaba deslumbrado por el mesías Adolf

Hitler. Estaba dispuesto a cualquiersacrificio por ese hombre: a aceptar laprisión y hasta la muerte, si eranecesario.

Apenas pudo creer en su buenasuerte cuando, en el cuartel general delas Tropas de Asalto de Nueva Jersey,el comandante reparó en que ese lealcamarada había trabajado comocontable de libros a bordo de algunosbarcos de pasajeros y le consiguió unpuesto en el Manhattan. Vestido con suuniforme pardo, el comandante se reuniócon él en los muelles de Atlantic City yle explicó que, si bien los nazis recibíanmagnánimamente a gente de todo el

mundo, les preocupaban los problemasde seguridad que podía producir lallegada de tantos atletas y visitantes.Heinsler debía actuar comorepresentante clandestino de los nazis abordo de ese barco. Pero no trabajaríallevando registros contables, comoantes. Era importante que dispusiera delibertad para moverse por el barco sindespertar sospechas: sería mozo.

¡Pero si eso era la aventura de suvida! De inmediato renunció al empleoque ocupaba en la trastienda de uncontable, en la parte baja de Broadway.A su manera típicamente obsesiva,dedicó los días que faltaban para zarpar

a prepararse para su misión: pasaba lanoche estudiando diagramas del barco,ensayando su papel de mozo y puliendosu dominio del alemán; tambiénaprendió una variante del código Morse,llamada código continental, que seutilizaba para telegrafiar mensajes aEuropa y dentro de ella.

Una vez que el barco abandonó elpuerto permaneció solo; observaba,escuchaba y era el perfecto. Perodurante el tiempo que el «Hombre A»Manhattan pasó en alta mar no pudocomunicarse con Alemania: la señal desu equipo inalámbrico era demasiadodébil. El barco poseía un potente

sistema de radio, desde luego, así comoradiotransmisores de onda corta y ondalarga, pero él no podía utilizarlos paratransmitir su mensaje; para eso tendríaque haber involucrado a algún operadorde radio de la tripulación, y era vitalque nadie oyera ni viera lo que debíadecir.

Por el ojo de buey, Heinsler echó unvistazo a la banda gris de Alemania. Sí,creía estar ya lo bastante cerca de lacosta como para transmitir. Entró en suminúsculo camarote para retirar dedebajo del catre el telégrafo inalámbricoAllocchio Bacchini. Luego echó a andarhacia la escalera que lo llevaría a la

cubierta superior, desde donde esperabaque la endeble señal llegara a tierra.

Mientras caminaba por el estrechocorredor volvió a repasar mentalmentesu mensaje. Si algo lamentaba era nopoder incluir su nombre y afiliación.Aun cuando Hitler, en privado,admiraba lo que hacía el Bund germano-americano, el grupo era tan rabiosa yestentóreamente antisemita que elFührer se había visto obligado adesautorizarlo en público. Si Heinslerincluía cualquier referencia al grupoamericano, sus palabras seríanignoradas.

Y ese mensaje en especial no podía

de ningún modo ser pasado por alto.

Para el Obersturmführer SS,Hamburgo:

Soy un devotonacionalsocialista. He oído que,en los próximos días, un hombrecon vínculos rusos planea causaralgún daño en altas esferas deBerlín. Aún no sé su identidad,pero continuaré investigando elasunto y confío enviar pronto esainformación.

Cuando boxeaba se sentía vivo.

No había sensación comparable.Bailar con esas cómodas zapatillas depiel, calientes los músculos, la piel a lavez fresca por el sudor y cálida por lasangre, en constante movimiento elzumbido de dinamo del cuerpo. Y eldolor, también. Paul Schumann estabaconvencido de que se puede aprendermucho del dolor.

A fin de cuentas, esa era la finalidadde todo aquello.

Pero sobre todo le gustaba aqueldeporte porque, como en el boxeo, eléxito o el fracaso dependían sólo de susanchos hombros, marcados por algunascicatrices, y se debía a la destreza de

sus pies, a sus manos poderosas, a sumente. En el boxeo estás solo contra elotro tío, sin compañeros de equipo. Sirecibes una paliza es porque el otro esmejor. Así de simple y directo. Y siganas, todo el mérito es tuyo: porque teentrenaste con la cuerda, dejaste labebida y los cigarrillos, pasaste horas yhoras pensando cómo meterte bajo suguardia, cuáles eran sus puntos débiles.En un estadio de fútbol o de béisbol haysuerte, sí. Pero en el ring de boxeo lasuerte no existe.

Ahora bailaba sobre el ring que sehabía armado en la cubierta principaldel Manhattan; todo el barco había sido

convertido en un gimnasio flotante parael entrenamiento. Uno de los pugilistasolímpicos, la noche anterior, lo habíavisto practicar con el saco de arena y lepreguntó si quería practicar un poco porla mañana, antes de que el barco llegaraa puerto. Paul había aceptado deinmediato.

Esquivó unos cuantos golpes rápidosy conectó con su clásico derechazo, loque provocó en su adversario unparpadeo de sorpresa. De inmediatorecibió un fuerte golpe en el vientreantes de que pudiera ponersenuevamente en guardia. Al principioestuvo un poco rígido (llevaba algún

tiempo sin subir a un ring), pero sehabía hecho examinar por el joven ysagaz médico de a bordo, un tío llamadoJoel Koslow, quien le dijo que podíavérselas cara a cara con boxeadores alos que doblaba la edad. «Pero en sulugar me limitaría a dos o tres rounds»,le había advertido el médico, sonriente.«Estos muchachos son fuertes. Zurran deverdad».

Lo cual era cierto, sin duda. Pero aPaul no le importaba. En realidad,cuanto más intenso fuera el ejercicio,tanto mejor: esta sesión, como las desaltar a la cuerda y boxear con susombra, cosas que había hecho todos los

días desde que estaba a bordo, le estabaayudando a mantenerse en forma para loque le esperaba en Berlín.

Paul practicaba dos o tres veces porsemana. Era muy solicitado comosparring, a pesar de sus cuarenta y unaños, pues era un verdadero compendioambulante de técnicas de boxeo. Estabaacostumbrado a practicar en cualquierparte: en los gimnasios de Brooklyn, enlos rings al aire libre de Coney Island yhasta en lugares serios. Damon Runyonera uno de los fundadores del TwentiethCentury Sporting Club, junto con MikeJacobs, el legendario promotor, y unoscuantos periodistas. Él había conseguido

que Paul pudiera ejercitarse en el mismoHipódromo de Nueva York. Una o dosveces llegó a hacer guantes con algunosde los grandes. También practicaba ensu propio gimnasio, que funcionaba enun pequeño edificio cercano a losmuelles del West Side. Tal como habíadicho Avery, no era precisamente unsitio muy fino, pero a los ojos de Paulese lugar oscuro y mohoso era unsantuario; Sorry Williams, que vivía enla trastienda, lo mantenía siempre limpioy tenía a mano hielo, toallas y cerveza.

Ahora el chico finteaba, pero Paulsupo inmediatamente de dónde vendríae l jab y lo bloqueó; luego le aplicó un

sólido golpe al pecho. Pero no llegó abloquear el siguiente y el guante loalcanzó de lleno en la mandíbula. Bailópara ponerse fuera del alcance delhombre antes de que llegara el golpesiguiente y ambos volvieron a moverseen círculos.

Mientras se desplazaban sobre lalona, Paul notó que el muchacho erafuerte y veloz, pero no podía separarsede su adversario. Lo desbordarían lasansias de ganar. Claro que se necesitabadeseo, pero más importante aún eraobservar con calma cómo se movía elotro, buscar las claves que indicaran quéharía a continuación. Ese

distanciamiento era absolutamente vitalpara ser un gran pugilista.

Y también era vital para un sicario.Él lo denominaba «tocar el hielo».

Varios años atrás, en un bar de lacalle 48, Paul trataba de calmar el dolorde un ojo morado, cortesía de BeavoWayne, que no era capaz de golpear enel vientre ni para salvar la vida, pero¡qué habilidad tenía para partir lascejas, el tío! Mientras sostenía un trozode bistec barato contra su cara, un negroenorme entró por la puerta para efectuarla diaria entrega de hielo. Losrepartidores de hielo, en su mayoría,usaban pinzas y cargaban los bloques a

la espalda. Este, en cambio, lo llevabaen las manos, sin guantes siquiera. Paullo vio pasar detrás del mostrador ydepositar el bloque en la artesa.

—Oye —le pidió—, ¿me picas unpoco?

El hombre echó un vistazo a lamancha purpúrea que le rodeaba el ojoy, riendo, cogió un picahielo para partirun trozo. Paul lo envolvió en unaservilleta y se lo puso contra la cara.Luego deslizó una moneda de diez haciael repartidor, que dijo:

—Gracias. Permíteme una pregunta.¿Cómo haces para cargar así esebloque? ¿No te duele?

—Pues mira. —El hombre levantólas manazas. Tenía las palmas llenas decicatrices, tan suaves y claras como elpergamino que el padre de Paul usaba enotros tiempos para imprimir invitacioneslujosas. El negro explicó—: El hielotambién quema, como el fuego. Y dejacicatriz. Pero con tanto tiempo de tocarhielo ya no siento nada.

Tocar el hielo.

La frase se le quedó grabada. Eraexactamente lo que le sucedía a élcuando tenía un trabajo entre manos.Estaba convencido de que todos tenemoshielo dentro. Cada uno decide si lo coge

o no.Ahora, en ese improbable gimnasio,

a miles de kilómetros de la patria, Paulsentía algo de ese entumecimiento, entanto se concentraba en la coreografía deaquel combate. Guante contra guante,guante contra piel; aun en el aire frescodel amanecer marítimo esos doshombres sudaban a chorros mientras serondaban, buscando los puntos débiles,evaluando los fuertes. A vecesconectaban, otras no. Pero se manteníanvigilantes.

En el ring de boxeo no existela suerte.

Albert Heinsler, encaramado junto a unachimenea, en una de las cubiertas altasd e l Manhattan, conectó la batería alequipo inalámbrico. Luego sacó ladiminuta llave negra y parda deltelégrafo y la instaló sobre la unidad.

Le preocupaba un poco utilizar untransmisor italiano, pues pensaba queMussolini era irrespetuoso con elFührer, pero eso era purosentimentalismo: sabía que el AllocchioBacchini era uno de los mejorestransmisores portátiles del mundo.

Mientras los tubos se calentaban

probó la llave, punto raya, punto raya.Su temperamento compulsivo lo habíallevado a practicar horas enteras. Justoantes de zarpar se había cronometrado:era capaz de enviar un mensaje de esalongitud en menos de dos minutos.

Con la vista fija en la costa que seaproximaba, Heinsler inhalóprofundamente. Se sentía bien allíarriba, en la cubierta superior. Aunqueno se había visto condenado apermanecer en su camarote, basqueandoy gimiendo, como varios cientos depasajeros e incluso algunos tripulantes,detestaba la claustrofobia depermanecer en el interior del buque. Su

puesto anterior, contable de libros de abordo, tenía más categoría que el demozo; en aquellos tiempos ocupaba uncamarote más grande en una cubiertasuperior. Pero no importaba: el honor decolaborar con el país de sus ancestroscompensaba cualquier incomodidad.

Por fin se encendió una luz en lacubierta del equipo de radio. Se inclinóhacia delante para graduar dos de losindicadores y deslizó los dedos sobre ladiminuta llave de baquelita. Luegocomenzó a transmitir el mensaje, que ibatraduciendo al alemán según operaba lallave.

Punto punto raya punto…punto punto raya… punto rayapunto… raya raya raya… rayapunto punto punto… punto…punto raya punto…

Für Ober…

No llegó más allá.Heinsler ahogó una exclamación al

sentir que una mano aferraba la partetrasera del cuello de la camisa y tirabade él hacia atrás. Gritó, perdiendo elequillibrio, y cayó contra la suavecubierta de roble.

—¡No, no, no me haga daño! —Quiso ponerse de pie, pero aquel

hombrón ceñudo, que vestía ropas deboxeador, levantó el enorme puño haciaatrás y sacudió la cabeza.

—No te muevas.Heinsler volvió a caer a cubierta,

trémulo.

Heinie, Heinie, Heinie elHuno.

El pugilista alargó la mano paraarrancar los cables

de la batería.—Abajo —ordenó, mientras recogía

el transmisor—. Deprisa.Y levantó de un tirón al «Hombre

A».

—¿Qué hacías?—Vete al diablo —dijo el calvo,

aunque la voz trémula no secorrespondía con las palabras.

Estaban en el camarote de Paul. Enla estrecha litera yacían esparcidos eltransmisor, la batería y el contenido desus bolsillos. Paul repitió la pregunta,esta vez con el añadido de un gruñidoominoso:

—Dime.Fuertes golpes contra la puerta del

camarote. Paul dio un paso adelante y,con el puño preparado, abrió la puerta.Entró Vince Manielli.

—He recibido tu mensaje. ¿Qué

diablos…? —Y calló, la mirada fija enel prisionero.

Paul le entregó la cartera.—Albert Heinsler, del Bund

germano-americano.—¡Ay, Dios mío, el Bund no!—Tenía eso. —Con un movimiento

de cabeza señaló el telégrafoinalámbrico.

—¿Nos estaba espiando?—No sé. Pero estaba a punto de

transmitir algo.—¿Cómo lo has descubierto?—Digamos que ha sido una

corazonada.Paul prefirió no decir que, si bien en

parte confiaba en Gordon y susmuchachos, no sabía hasta qué puntopodían actuar con descuido en ese tipode juego; era posible que estuvierandejando tras ellos una estela de pistasmás ancha que una carretera: notas sobreel barco, comentarios imprudentes sobreMalone o algún otro «despachado»,incluso referencias al mismo Paul.

No creía que los nazis presentaranmucho peligro; antes bien, lo que temíaera que alguno de sus antiguos enemigosde Brooklyn o Nueva jersey se enterarade que él iba en ese barco; prefería estarbien preparado. Por eso, antes dezarpar, había pagado cien dólares de su

propio bolsillo a un oficial para que leinformara sobre cualquier tripulante queno formara parte del grupo habitual, quese mantuviera aparte o hiciera preguntasextrañas. También sobre cualquierpasajero que le pareciera sospechoso.

Con cien dólares se paga muchotrabajo detectivesco, pero transcurriótodo el viaje sin que el oficial seenterara de nada… hasta que esamañana había interrumpido elentrenamiento de Paul con el boxeadorolímpico para decirle que algunosmarineros hablaban de un mozo, un talHeinsler. El hombre andaba siempre alacecho y no confraternizaba con sus

compañeros; lo más raro de todo eraque, a la menor ocasión, empezaba aloar a Hitler y los nazis.

Paul, alarmado, había seguido elrastro de Heinsler y lo había encontradoen la cubierta superior, agachado junto asu radio.

—¿Ha transmitido algo? —preguntóManielli.

—Esta mañana no. He subido laescalera tras él y le he visto preparar laradio. No ha tenido tiempo de enviarmás que unas cuantas letras. Pero tal vezse haya pasado toda la semanatransmitiendo.

Manielli echó un vistazo al aparato.

—Con eso no, no creo. Tiene unalcance de pocos kilómetros.

—¿Qué sabe?—Pregúntaselo a él —dijo Paul.—Dí, amigo, ¿qué estabas

tramando?El calvo guardó silencio. Paul se

inclinó hacia él.—Desembucha.Heinsler sonrió con aire espectral y

se volvió hacia Manielli.—Os oí hablar. Sé lo que os traéis

entre manos. Pero os lo impedirán.—¿Quién te metió en esto? ¿El

Bund?El hombre bufó despectivamente.

—Nadie me metió en nada.—Ya no hacía gestos de miedo. —

Con emocionada devoción, añadió—:Soy leal a la Nueva Alemania. Quiero alFührer. Haría cualquier cosa por él ypor el Partido. Y la gente comovosotros…

—Bah, cállate —murmuró Manielli—. ¿Qué es eso de que nos oíste?

Heinsler no respondió. Miraba porel ojo de buey con una sonrisa ufana.Paul dijo:

—¿Te oyó hablar con Avery? ¿Quédijisteis?

El teniente bajó la vista.—No sé. Un par de veces repasamos

el plan. Sólo eso. No recuerdoexactamente.

—¡Hombre, no me digas quehablabais en vuestro camarote! —leespetó Paul—. ¡Deberíais haberlo hechoarriba, en la cubierta, para ver si habíaalguien cerca o no!

—No pensamos que alguien pudieraescuchar —replicó Manielli, a ladefensiva.

Una estela de pistas como unacarretera…

—¿Qué haréis con este?—Hablaré con Avery. A bordo hay

un calabozo. Supongo que lo meteremosallí hasta que se nos ocurra algo.

—¿No podríamos entregarlo alConsulado de Hamburgo?

—Tal vez sí. No sé. Pero… —Eljoven calló, ceñudo—. ¿Qué olor esese?

Paul también frunció el entrecejo: unolor súbito, entre dulce y amargo, habíallenado el camarote.

—¡No!Heinsler caía ya contra la almohada,

con los ojos en blanco y motas deespuma blanca en la comisura de laboca. Su cuerpo se contrajo en unaconvulsión horrorosa.

Era olor a almendras.—Cianuro —susurró Manielli. Y

corrió a abrir el ojo de buey.Paul cogió una funda de almohada

para limpiar minuciosamente la boca delhombre, en busca de la cápsula, perosólo retiró unas pocas astillas de vidrio:se había destrozado por completo. Fueal lavabo en busca de un vaso de aguapara lavar el veneno, pero cuandoregresó el hombre ya había muerto.

—Se ha suicidado —susurrabaManielli como un maniático, mirándolocon los ojos dilatados—. Así comoasí… Se ha suicidado.

«Y así desaparece cualquierposibilidad de averiguar algo más»,pensó Paul. El teniente seguía mirando

el cadáver. Temblaba.—Ahora sí que estamos en un

aprieto. Ay, Dios mío…—Ve a informar a Avery.Pero Manielli parecía paralizado.

Paul lo aferró por un brazo.—Vince… debes informar a Avery.

¿Me escuchas?—¿Qué…? Ah, sí. A Andy. Se lo

diré, sí. —Y el teniente salió.Con unas cuantas pesas del gimnasio

atadas a la cintura el cuerpo se hundiríaen el océano. Pero el ojo de buey delcamarote sólo medía veinte centímetrosde diámetro. Y los corredores delManhattan ya se iban poblando de

pasajeros que se preparaban paradesembarcar; no habría manera desacarlo por el interior del barco.Tendrían que esperar. Paul escondió elcadáver bajo las mantas y le giró lacabeza hacia un costado, como siestuviera durmiendo; luego se lavócuidadosamente las manos en eldiminuto lavabo, a fin de eliminarcualquier rastro de veneno.

Diez minutos después alguien llamóa la puerta; Paul dejó entrar a Manielli.

—Andy está intentando ponerse encontacto con Gordon. En Washington esmedianoche, pero lo localizará. —Nopodía apartar los ojos del cuerpo. Al fin

preguntó—: ¿Tienes el equipajepreparado? ¿Estás listo?

—Sólo me falta cambiarme. —Paulechó un vistazo a su ropa de gimnasia.

—Anda, hazlo rápido. Luego sube.Dice Andy que no conviene llamar laatención. Tú desaparece, y este tipotambién, y su supervisor no conseguirádar con él… Nos encontraremos dentrode media hora en la cubierta principal,por babor.

Tras echar una última mirada aHeinsler, Paul recogió la maleta y losenseres de afeitar y se encaminó hacia lasala de duchas. Ya bañado y afeitado, sepuso una camisa blanca y pantalones de

franela gris. Prescindió del Stetsonpardo de ala estrecha, pues a tres ocuatro novatos en los viajestransatlánticos se les había caído ya elsombrero por la borda. Diez minutosdespués se paseaba por las cubiertas deroble macizo, bajo la pálida luz de lamañana. Se detuvo a fumar unChesterfield, apoyado contra labarandilla.

Pensaba en el hombre que acababade suicidarse. Jamás comprendería elsuicidio. Pero la expresión de esos ojospodía ser una clave: el brillo delfanatismo. Heinsler le hacía pensar enalgo que había leído recientemente; al

cabo de un momento lo recordó: la genteque caía subyugada por el predicadorevangelista de Elmer Gantry, la famosanovela de Sinclair Lewis.

Quiero al Führer. Haríacualquier cosa por él y por elPartido…

Sin duda, era una locura que unhombre se quitara la vida de esa manera.Pero lo más inquietante era lo queexpresaba sobre la banda de tierra grisque Paul tenía ahora a la vista. De losque vivían allí, ¿cuántos tenían la mismapasión mortífera? La gente como Dutch-Schultz y Siegel eran peligrosos, sí, pero

se los podía entender. En cambio lo quehabía hecho ese hombre, la expresión desus ojos, esa devoción apasionada…Estaban majaretas, totalmentedescabalados. Paul nunca se habíaenfrentado a nada parecido.

Sus pensamientos quedaroninterrumpidos al mirar hacia un costado.Un joven negro, de muy buen físico,venía hacia él. Vestía la americana azuldel equipo olímpico, de tela liviana, ypantalones cortos que revelaban piernaspoderosas.

Ambos se saludaron con unainclinación de cabeza.

—Disculpe, señor —dijo el hombre,

en voz baja—. ¿Cómo le va?—Bien —respondió Paul—. ¿Y a

usted?—Me encanta el aire de la mañana.

Mucho más limpio que en Cleveland oNueva York. —Ambos miraron sobre elagua—. Hace un rato le vi boxear.¿Profesional?

—¿A mi edad? Lo hago sólo comoejercicio.

—Me llamo Jesse.—Ah, sí, señor, ya sé quién es usted

—exclamó Paul—. La Bala del Estadode Ohio.

Se estrecharon la mano. Paul sepresentó. Pese a la impresión por lo que

había sucedido en su camarote, no podíadejar de sonreír de oreja a oreja.

—El año pasado vi aquellacompetición en los informativos delcine. Lo de Ann Arbor. Usted batió tresrécords mundiales. E igualó uno más,¿no? Debo de haber visto esa filmacióndiez o doce veces. Pero debe de estarcansado de que se lo comenten.

—No me molesta ni un poquito, noseñor —aseguró Jesse Owens—. Perosiempre me sorprende que la gente estétan enterada de lo que hago. Sólo correry saltar. No lo he visto mucho durante elviaje, Paul.

—Andaba por ahí —respondió él,

evasivo. Se preguntaba si Owens sabríaalgo de lo que había pasado conHeinsler. ¿Acaso los habría oído porcasualidad? ¿Y si le había visto coger alhombre junto a la chimenea de lacubierta superior? Pero decidió que, enese caso, el atleta no habría estado tantranquilo. Parecía estar pensando en otracosa.

Paul señaló con la cabeza haciaatrás.

—Es el gimnasio más grande que hevisto en toda mi vida. ¿Te gusta?

—Me gusta tener la posibilidad deentrenar, pero no que la pista se mueva.Mucho menos que se balancee de arriba

abajo, como pasaba hace algunos días.Prefiero mil veces las pistas normales.

—Claro —dijo Paul—. Allí va elboxeador contra el que estuve peleando.

—Cierto. Buen tipo. Hemos estadohablando.

—Es bueno —manifestó Paul, sinmucho entusiasmo.

—Eso parece —dijo el corredor.Evidentemente, él también sabía que elboxeo no era el punto más fuerte delequipo norteamericano, pero no queríacriticar a sus colegas. Paul había oídodecir que ese negro era uno de los mássimpáticos entre los norteamericanos. Lanoche anterior, en el certamen de

popularidad, había resultado segundodespués de Glenn Cunningham.

—Te ofrecería un cigarrillo, pero…Owens rio:

—No, no fumo.—Ya he renunciado a ofrecer un

trago de mi petaca. Sois todosdemasiado sanos.

Otra risa. Luego, un momento desilencio; el corpulento negrocontemplaba el mar.

—Oye, Paul, quiero hacerte unapregunta. ¿Has venido oficialmente?

—¿Oficialmente?—Con el comité, quiero decir.

Como guardaespaldas.

—¿Yo? ¿Por qué lo preguntas?—Porque tienes pinta de… no sé, de

militar o algo así. Además, por tumanera de pelear. Sabes lo que haces.

—Es que estuve en la guerra. Debede ser eso lo que te ha llamado laatención.

—Tal vez. —Luego Owens añadió—: Pero eso fue hace veinte años. Yesos dos tíos con los que te he vistoconversar. Son de la Marina. Los oímoshablar con un tripulante.

Hombre, otra estela de pistas.—¿Esos dos? Los he conocido a

bordo, por casualidad. Vengo en esteviaje de gorra. Estoy escribiendo unos

artículos sobre deporte: el boxeo enBerlín, los Juegos… Soy escritor.

—Ah, claro. —Owens asintiólentamente. Por un momento parecióreflexionar—. Pues si eres cronistaquizá sepas algo sobre esos dos tíos. —Señaló con la cabeza a unos hombresque corrían en tándem por la cubierta,pasándose el testigo. Eran veloces comoel relámpago.

—¿Quiénes son? —preguntó Paul.—Sam Stoller y Marty Glickman.

Son buenos corredores, de los mejoresque tenemos. Pero se rumorea que talvez no correrán. ¿Sabes algo de eso?

—No, nada. ¿Hay algún problema de

calificación? ¿Lesiones?—No, es que son judíos.Paul meneó la cabeza. Recordaba

cierta controversia porque a Hitler no legustaban los judíos. Hubo algunasprotestas y se habló de cambiar la sedede las Olimpiadas. Algunos hastaquerían que el equipo estadounidenseboicoteara los Juegos. Damon Runyon sesulfuraba por el solo hecho de que elpaís participara. Pero ¿qué motivospodía tener el mismo comiténorteamericano para retirar a unosatletas por su condición de judíos?

—Sería ridículo. No parece correctoen absoluto.

—Claro que no. Bueno, sólo queríasaber si estabas enterado de algo.

—Lo siento, amigo, pero no puedoayudarte —dijo Paul.

Se les unió otro negro, RalphMetcalfe, y se presentó. Paul tambiénhabía oído hablar de él. En lasOlimpiadas de Los Ángeles, en 1932,había ganado un par de medallas.

Owens notó que Vince Manielli losmiraba desde una cubierta más alta. Elteniente saludó con la cabeza y seencaminó hacia las escaleras.

—Aquí viene tu amiguito. El queconociste a bordo por pura casualidad.—Owens mostraba una gran sonrisa

astuta; no estaba del todo convencido deque Paul hubiera sido sincero. El negrodirigió una mirada hacia delante, haciala banda de tierra que iba creciendo—.¡Figúrate! Estamos casi en Alemania.Nunca imaginé que viajaría así. La vidaes asombrosa, ¿no te parece?

—Eso es muy cierto —admitió Paul.Los corredores se despidieron y se

alejaron al trote.—¿Ese era Owens? —preguntó

Manielli al acercarse.Se apoyó contra la barandilla, de

espaldas al viento, para liar uncigarrillo.

—Sí. —Paul sacó un Chesterfield.

Después de encenderlo entre las manosahuecadas ofreció las cerillas alteniente, que encendió el suyo—.Simpático, el hombre.

«Aunque demasiado perspicaz»,pensó Paul.

—¡Y cómo corre! ¿Qué te decía?—Sólo charlábamos —respondió. Y

en un susurro preguntó—: ¿Cómo estánlas cosas con nuestro amigo allí abajo?

—Avery se está ocupando de eso —dijo Manielli ambiguamente—. Está enel cuarto de radio. Vendrá en un minuto.

Un avión pasó a poca altura. Ellos loobservaron en silencio durante variosminutos.

Manielli aún parecía impresionadopor el suicidio, pero no de la mismamanera que Paul, a quien aquella muertele revelaba algo inquietante sobre lagente con la que iba a vérselas muypronto. No: el marino estaba inquietoporque acababa de ver la muerte desdemuy cerca… y por primera vez: eso eraobvio. Paul sabía que los novatos suelenser de dos tipos. Ambos se dan aires,fanfarronean y tienen brazos fuertes,buenos puños. Pero uno de esos tipos selanzará sobre cualquier oportunidad deliarse a golpes (tocar el hielo); el otrono. Vince Manielli entraba en esasegunda categoría. En realidad no era

más que un buen chico de barrio. Legustaba disparar palabras tales como«sicario» y «cepillar», para demostrarque conocía su significado, pero estabatan lejos del mundo de Paul comoMarion. Marion, la chica buena quecoqueteaba con el lado salvaje.

Pero Lucky Luciano, el jefe mafioso,le había dicho una vez una gran verdad:«Coquetear no es follar».

Manielli parecía esperar que Paulhiciera algún comentario sobre elmuerto, ese Heinsler. Algo así como queel tío merecía morir. O que estabamajareta. La gente siempre quiereescuchar esas cosas cuando muere

alguien: que ha sido culpa del propiodifunto, que lo merecía o que erainevitable. Pero la muerte nunca essimétrica y pulcra; el sicario no teníanada que decir. Un silencio espeso llenóel espacio entre ellos; un momentodespués se les unió Andrew Avery.Traía una carpeta con papeles y unmaltrecho portafolio de piel. Miró enderredor. No había nadie lo bastantecerca como para oírles.

—Acercad una silla.Paul encontró una pesada silla de

madera blanca y la acercó hasta dondeestaban los marinos. No tenía por quécargarla con una sola mano; habría sido

más fácil hacerlo con dos. Pero le gustónotar que Manielli parpadeaba al verlecargar el mueble y hacerlo girar sin unsolo gruñido. Paul se sentó.

—Aquí está el telegrama —susurróel teniente—. Al comandante no lepreocupa mucho este tal Heinsler. ElAllocchio Bacchini es un aparatopequeño, diseñado para aviones ytrabajo de campo, de corto alcance. Yaunque hubiera logrado transmitir unmensaje, lo más probable es que enBerlín no le prestaran mucha atención.Para ellos el Bund es un bochorno. PeroGordon dice que a ti te correspondedecidir. Si quieres salirte, está bien.

—Pero no habrá amnistía —dijoPaul.

—No —confirmó Avery.—Este trato se me hace cada vez

más dulce. —El sicario dejó oír una risaagria.

—¿Sigues con nosotros?—Sigo, sí. —Con un movimiento de

cabeza señaló hacia la cubierta de abajo—. ¿Qué haréis con el cadáver?

—Una vez que todo el mundo hayadesembarcado subirán a bordo unosmarines del Consulado de Hamburgo,que se ocuparán de él. —Luego Averyse inclinó hacia delante para decir envoz baja—: Oye, te diré qué pasará con

tu misión, Paul. En cuantodesembarquemos, te marchas. Vince yyo nos encargaremos de arreglar lo deHeinsler. Luego nosotros iremos aÁmsterdam y tú te quedas con el equipo.En Hamburgo habrá una breveceremonia; después todo el mundotomará el tren a Berlín. Esta noche habráotra ceremonia para los atletas, pero túte vas directamente a la Villa Olímpicay te mantienes fuera de la vista. Mañanapor la mañana coges un autobús para iral Tiergarten, el parque central deBerlín. —Le entregó el portafolio—.Lleva esto.

—¿Qué es?

—Parte de tu coartada. Credencialde periodista. Papel, lápices. Muchainformación sobre los Juegos y laciudad. Una guía de la Villa Olímpica.Artículos, recortes, estadísticas dedeporte. El tipo de cosas que tienecualquier cronista. No hace falta que lomires ahora mismo.

Pero Paul abrió el portafolio ydedicó algunos minutos a estudiaratentamente el contenido. La credencial,según le aseguró Avery, era auténtica; encuanto al otro material, no detectó nadasospechoso.

—No confías en nadie, ¿verdad? —preguntó Manielli. Habría sido divertido

meterle una buena hostia a ese novato;Paul cerró el portafolio y levantó lavista.

—¿Y mi otro pasaporte? ¿El ruso?—Te lo dará nuestro hombre. Tiene

un falsificador experto en documentoseuropeos. Escucha: no olvides llevarmañana el portafolio. Es así como tereconocerá. —Desplegó un coloridomapa de Berlín para trazar una ruta—.Apéate aquí y ve en esta dirección.Llegarás a una cafetería que se llamaBierhaus.

Avery miró a Paul, que observaba elmapa atentamente.

—Puedes llevártelo. No hace falta

que lo memorices.Pero el sicario sacudió la cabeza.—Los mapas indican dónde has

estado o adónde irás. Y si te pones amirar uno en plena calle atraes laatención de todos. Si te pierdes es mejorpedir indicaciones. Así sólo una personasabrá que eres extranjero, no toda unamultitud.

Avery enarcó una ceja. Ni siquieraManielli tuvo nada que objetar.

—Cerca de la cafetería hay uncallejón. El pasaje Dresden.

—¿Tiene letrero?—En Alemania todos los callejones

tienen su letrero.

O al menos unos cuantos. Es unatajo. No importa adónde lleve. Almediodía entra en él y detente, como siestuvieras perdido. Nuestro hombre sete acercará. Es el tío del que te hablabael senador. Reginald Morgan. Reggie.

—Descríbemelo.—Bajo. Con bigote. Pelo oscuro. Te

hablará en alemán. Entablaráconversación. En algún momento lepreguntas: «¿Cuál es el mejor tranvíapara ir a la Alexanderplatz?». Y él tedirá: «El número ciento treinta y ocho».Luego hará una pausa y rectificará: «No,es mejor el doscientos cincuenta ycuatro». Así sabrás que es él, porque no

hay tranvías con esos números.—Se diría que te hace gracia —

observó Manielli.—Parece sacado de una novela de

Dashiell Hammett. El agente de laContinental.

—Esto no es ningún juego.No, la verdad, y el santo y seña no le

parecía divertido. Pero toda aquellaintriga era inquietante. Y él sabía porqué: al final, no le quedaba más remedioque confiar en otros. Y eso era algo quea Paul Schumann no le gustaba ni pizca.

—De acuerdo. Alexanderplatz.Tranvías ciento treinta y ocho,doscientos cincuenta y cuatro. ¿Y si no

me dice lo de los tranvías? ¿No es él?—A eso iba. Si algo te suena raro,

no le pegues ni montes escena alguna. Telimitas a sonreír y te vas, con tantadesenvoltura como puedas. Y vas a estadirección.

Avery le entregó un trozo de papelcon el nombre de una calle y un número.Paul los memorizó y se lo devolvió. Elteniente le dio una llave, que él guardóen el bolsillo.

—Justo al sur de la Puerta deBrandenburgo hay un palacio antiguo.Iba a ser la nueva Embajada de EstadosUnidos, pero hace unos cinco años huboun incendio muy grande y aún no han

terminado de repararlo. Como losdiplomáticos todavía no se han instaladoallí, los franceses, alemanes y británicosno se molestan en husmear por la zona.Pero hay un par de habitaciones queusamos de vez en cuando. En ladespensa contigua a la cocina hay untransmisor inalámbrico. Nos envías unradiograma a Amsterdam; nosotrosharemos una llamada al comandanteGordon y él decidirá qué hacer acontinuación. Pero si todo va bien,Morgan se ocupará de ti. Te llevará a lapensión, te conseguirá un arma y te darátoda la información que necesites sobreel hombre que vas a… visitar.

A despachar, decimosnosotros.

—Y recuerda —anunció Maniellicon placer—: Si no apareces mañana enel pasaje Dresden o si le das esquinazoa Morgan, en cuanto él nos llame nosaseguraremos de que la policía caigasobre ti como una tonelada de ladrillos.

Paul dejó pasar esa bravuconada sindecir palabra. Se daba cuenta de queManielli estaba avergonzado por sureacción ante el suicidio de Heinsler; elchico necesitaba soltar la rienda. Peroen realidad no había posibilidad de quePaul se largara. Bull Gordon tenía

razón: a ningún sicario se le brinda otraoportunidad como la que a él se leofrecía… y con un montón de pasta paraque la aprovechara mejor.

Luego los hombres guardaronsilencio. No quedaba nada por decir. Entorno a ellos, el aire húmedo y picantese llenó de sonidos: el viento, elshusssh de las olas, el chirrido debarítono de los motores delManhattan… una mezcla de tonos quele resultó extrañamente consoladora,pese al suicidio de Heinsler y la arduamisión que le esperaba. Por fin losmarinos bajaron.

Paul se levantó y, después de

encender otro cigarrillo, se apoyó unavez más contra la barandilla, mientras elenorme barco entraba en el puerto deHamburgo. Sus pensamientos estabancompletamente concentrados en elcoronel Reinhard Ernst, hombre cuyaverdadera importancia, para PaulSchumann, guardaba muy poca relacióncon su posible amenaza contra la paz deEuropa y contra tantas vidas inocentes:para el sicario, su trascendencia residíaen el hecho de que Ernst iba a ser suúltima víctima.

Varias horas después de que el

Manhattan hubiera amarrado, cuandolos atletas y su cortejo ya habíandesembarcado, un joven tripulante delbarco salió a través del control depasaportes alemanes y se alejó sinrumbo por las calles de Hamburgo. Nopasaría mucho tiempo en tierra; por suposición subalterna sólo tenía seis horasde permiso. Pero había pasado toda suvida en suelo americano y estabadecidido a disfrutar de esa primeravisita a un país extranjero.

El pulcro y sonrosado asistente decocina se dijo que en la ciudad debía dehaber algunos museos estupendos. Y talvez también algunas iglesias de las

buenas. Traía su Kodak y pensaba pedira los residentes que le tomaran algunasinstantáneas frente a esos lugares, parasus padres. «Bitte, das Foto?», habíaestado ensayando. Por no mencionar lascervecerías, las tabernas… y quiénsabía qué más encontraría paradivertirse en esa exótica ciudadportuaria.

Pero antes de sumergirse en lacultura debía hacer un recado. Lepreocupaba la posibilidad de que esatarea redujera su precioso tiempo entierra, pero resultó que se equivocaba.Unos pocos minutos después deabandonar la aduana encontró

exactamente lo que buscaba.El marinero se acercó a un hombre

de mediana edad, que vestía uniformeverde y sombrero verde y negro.

Probó en alemán.—Ja, mein Herr?El muchacho, bizqueando, barbotó:—Bitte, du bist ein Polizist…

hum… o un soldat?El oficial, sonriente, cambió de

idioma:—Sí, sí, soy policía. Y fui soldado.

¿Cómo puedo ayudarle? El asistente decocina señaló calle abajo con la cabeza.

—He encontrado esto en el suelo. —Entregó al hombre un sobre blanco—.

Esta palabra ¿no significa «importante»?—Señaló las letras Bedeutend—.Quería asegurarme de que fueraentregada. Al ver el anverso del sobre elpolicía tardó un momento en responder.Por fin dijo:

—Sí, sí, importante. —Las otraspalabras allí escritas eran FürObersturmführer SS, Hamburg . Elmuchacho no tenía idea de lo quesignificaban, pero el alemán parecíapreocupado—. ¿Dónde estaba esto?

Estaba allí, en la acera.—Bien. Se le agradece. —El oficial

seguía mirando el sobre cerrado. Le diola vuelta en la mano—. ¿Tal vez usted

vio quién lo tiró?—No. Lo he visto allí, simplemente,

y he querido ser un buen samaritano.—Ach, sí, samaritano.—Bueno, tengo que irme —dijo el

norteamericano—. Adiós.—Danke —replicó el policía,

distraído.Mientras regresaba hacia uno de los

sitios turísticos más interesantes quehabía visto al pasar, el joven sepreguntaba qué contendría aquel sobreexactamente. Y por qué la noche anteriorHeinsler, el mozo que había conocido abordo del Manhattan, le había pedidoque lo entregara a un policía local o a un

soldado en cuanto el barco estuviera enpuerto. El tío estaba un poco chiflado,como decían todos; en su camarote todoestaba limpio y en perfecto orden; nohabía nada fuera de sitio, su ropasiempre estaba bien planchada. Ademásera muy reservado. Y se le humedecíanlos ojos cuando hablaba de Alemania.

—Con mucho gusto. ¿Qué es? —lehabía preguntado él.

—A bordo había un pasajero que meha parecido algo sospechoso. Quieroque las autoridades alemanas esténinformadas. Trataré de enviar unmensaje telegráfico, pero a veces nollegan. Y quiero asegurarme de que las

autoridades reciban la información.—¿Quién es ese pasajero? Ah,

espera. Ya sé. Ese gordo del traje acuadros, el que bebió hasta desmayarseen la mesa del capitán.

—No, otro.—¿Por qué no hablas con el sargento

de a bordo?—Porque es un asunto alemán.—Ah, ¿y no puedes entregarlo tú?Heinsler había cruzado las manos

regordetas en un ademán escalofriante,meneando la cabeza.

—Es posible que esté muy ocupado.Me he enterado de que tú tendráspermiso. Es muy importante que los

alemanes reciban esto.—Pues… supongo que sí, claro.Heinsler había añadido en voz baja:—Otra cosa: harías bien en decir

que te has encontrado la carta. De otromodo podrían llevarte a la comisaría depolicía para interrogarte. Eso teentretendría horas. Tal vez perderíastodo el tiempo de tu permiso.

Esa intriga inquietó un poco aljoven. Heinsler se dio cuenta deinmediato y añadió:

—Aquí tienes veinte dólares.«Jesús, María y José», pensó el

ayudante de cocina.—Acabas de pagar un servicio de

entrega especial —le dijo al mozo.Ahora, mientras se alejaba del

policía para regresar al puerto, sepreguntó distraídamente qué habría sidode Heinsler. No lo había visto desde lanoche anterior. Pero los recuerdos delmozo desaparecieron en cuanto seacercó al sitio que había visto antes, queparecía perfecto para probar porprimera vez la cultura alemana. Sinembargo fue una desilusión descubrirque el Rosa’s Hot Kitten Club (eltentador nombre convenientementeescrito en inglés) estaba cerrado deforma permanente, como todas las otrasatracciones del puerto.

«Pues bien —pensó el hombre,suspirando— parece que, después detodo, tendré que conformarme coniglesias y museos».

S4

e despertó al ruido de un pájaro,que levantaba vuelo desde las

matas de bayas, junto a la ventana deldormitorio, en su casa deCharlottenburg, a las afueras.

Se despertó al perfume de lasmagnolias.

Se despertó al toque del infameviento berlinés, que, según los hombresjóvenes y las viejas amas de casa,estaba cargado de un polvo alcalino quedespertaba los deseos terrenales.

Ya fuera por la magia del aire o por

ser un hombre de cierta edad, ReinhardErnst se descubrió visualizando aGertrud, su atractiva esposa, una morenade veintiocho años. Giró en la camapara mirarla. Y se encontró con el huecovacío en el lecho de plumas. No pudomenos que sonreír. Por las noches élsiempre estaba exhausto, tras unajornada de dieciséis horas, y ellasiempre se levantaba temprano, pues erasu modo de ser. Últimamente apenascompartían una o dos palabras en lacama.

Ya se oían, abajo, los ruidos de laactividad en la cocina. Eran las siete dela mañana. Ernst había dormido poco

más de cuatro horas.Se desperezó, levantando el brazo

lesionado hasta donde pudo; almasajearlo percibió el trozo triangularde metal que tenía alojado cerca delhombro. Había algo familiar y,curiosamente, cierto consuelo en esefragmento de metralla. Ernst erapartidario de aceptar el pasado yapreciaba todos los emblemas de losaños transcurridos, aun aquellos quecasi le habían quitado el miembro y lavida.

Bajó de la cama y se quitó la camisade dormir. Como a esas horas Frieda yaestaría en la casa, se puso unos

pantalones de montar beis y,colocándose la camisa, entró en elestudio contiguo. El coronel teníacincuenta y seis años; su cabeza redondaestaba cubierta

de pelo gris, muy corto; la boca,rodeada de arrugas. Tenía la narizpequeña y romana; los ojos, muy juntos,

lo cual le daba un aire a la vezdepredador e inteligente. Esas faccioneshacían que sus hombres, durante laguerra, le hubieran dado el apodo de«César».

En el verano solía pasar la mañanaejercitándose con Rudy, su nieto, quetenía siete años; hacían rodar la pelota,

levantaban pesas, hacían llaves de luchalibre y corrían sin moverse del sitio.Pero los miércoles y los viernes el niñoiba a la escuela de verano, que abríatemprano, y Ernst se veía obligado aejercitarse solo, cosa que era todo undesencanto.

Inició los quince minutos deflexiones de rodillas, pero en la mitadde la sesión oyó:

—Opa!Ernst se detuvo, respirando con

fuerza, y miró hacia el pasillo.—Buenos días, Rudy.—Mira lo que he dibujado. —Su

nieto, vestido de uniforme, mostraba una

hoja. Como Ernst no tenía las gafaspuestas no llegaba a distinguir bien eldibujo. Pero el niño dijo:

—Es un águila.—Pues sí, por supuesto. Ya la veo.—Y vuela sobre una tormenta

eléctrica.—Qué águila tan valiente has

dibujado.—¿Bajas a desayunar?—Sí. Di a tu abuela que bajaré en

diez minutos. ¿Has comido hoy huevo?—Sí.—Excelente. Los huevos te hacen

bien.—Mañana dibujaré un halcón. —El

niño, delgado y rubio, giró en redondopara correr hacia la escalera.

Mientras volvía a sus ejercicios,Ernst pensó en las decenas de asuntosque debería atender ese día. Completadala sesión, se lavó con agua fría paralimpiarse el sudor y el polvo alcalino.Mientras se secaba sonó el teléfono.Detuvo las manos. En esos días, por muyencumbrado que uno estuviera dentrodel Gobierno nacionalsocialista, unallamada de teléfono a horas extrañas eramotivo de preocupación.

—Reinie —llamó Gertrud—, espara ti.

Se puso la camisa y, sin perder

tiempo en calcetines ni zapatos, bajó laescalera. Cogió el auricular que leofrecía su esposa.

—¿Sí? Al habla Ernst.—Coronel.Reconoció la voz: era una de las

secretarias de Hitler.—Señorita Lauer. Buenos días.—Buenos días. Se me ha

encomendado decirle que el Führerrequiere inmediatamente su presencia enla Cancillería. Si tiene cualquier otrocompromiso, debo pedirle que lopostergue.

—Por favor, diga al canciller Hitlerque iré de inmediato. ¿En su despacho?

—Correcto.—¿Quién más estará presente?Hubo un momento de vacilación.

Luego la mujer dijo:—Es toda la información de que

dispongo, coronel.Heil Hitler.—Heil.Cortó y se quedó mirando el aparato,

con la mano sobre el auricular.—¡Opa, no te has puesto los

zapatos! —Rudy había aparecido junto aél, todavía con su dibujo. Reía ante lospies descalzos de su abuelo.

—Ya lo sé, Rudy. No he acabado devestirme. —Se quedó mirando el

teléfono.—¿Qué pasa, Opa? ¿Algún

problema?—No, Rudy, nada.—Mutti dice que se te enfría el

desayuno.—Has comido todo el huevo, ¿no?—Sí, Opa.—Así me gusta. Di a tu abuela y a tu

Mutti que bajaré enseguida. Quecomiencen a desayunar sin mí.

Ernst subió para afeitarse. Su deseoconyugal y su apetito por el desayunoque lo esperaba habían desaparecidopor completo.

Cuarenta minutos más tarde ReinhardErnst caminaba entre obreros por lospasillos de la Cancillería del Estado, enun céntrico edificio de Berlín, que selevantaba en la esquina de las callesWilhelm y Voss. El edificio era antiguo(algunos sectores databan del sigloXVIII) y había sido la sede de losFühreres alemanes desde los tiempos deBismarck. Hitler solía lanzarse enparrafadas sobre lo maltrecho de laestructura y, puesto que aún faltabamucho para que se terminara la nuevaCancillería, no paraba de ordenarrenovaciones en la vieja.

Pero ni la construcción ni la

arquitectura tenían, por el momento,interés alguno para Ernst. El únicopensamiento que ocupaba su mente era:«¿Cuáles serán las consecuencias de mierror? ¿Hasta qué punto he calculadomal?».

Levantó el brazo en un somero«Heil» dirigido a un guardia, que habíasaludado con entusiasmo alplenipotenciario por la EstabilidadInterior, título tan pesado e incómodo deusar como una chaqueta raída y mojada.Ernst continuó a lo largo del corredor,con el rostro impávido, sin revelar losturbulentos pensamientos sobre elcrimen que había cometido.

¿Y cuál era ese crimen?El pecado mortal de no compartirlo

todo con el Führer.Quizá en otros países fuera un asunto

de poca importancia, pero en el suyopodía considerarse ofensa capital. Sinembargo a veces no era posiblecompartirlo todo. Si uno daba a Hitlertodos los detalles de una idea, su mentepodía prenderse del aspecto másinsignificante. Y así acabaría todo,fusilado con una sola palabra. Pocoimportaba que no tuvieras ningún interéspersonal en juego, que pensaras sólo enel bien de la patria.

Pero si no se lo decías… Buff, eso

podía ser mucho peor. En su paranoiapodía decidir que le estabas ocultandoinformación por algún motivo. Yentonces ese gran ojo penetrante que erael mecanismo de seguridad del Partidose volvía hacia ti y hacia tus seresqueridos… a veces con resultadosmortíferos. Reinhard Ernst estabaconvencido de que eso era lo queocurría ahora, dada la misteriosa yperentoria convocatoria a una reunióntemprana, que no estaba programada. ElTercer Imperio era el orden, laestructura y la regularidadpersonificados. Todo lo que saliera delo ordinario era motivo de alarma.

Vaya, debería haberle dicho algo delEstudio Waltham desde el momento desu concepción, el pasado marzo. Peropor entonces el Führer, el ministro deDefensa von Blomberg y el mismo Ernstestaban tan ocupados en recuperar laRenania que el estudio había quedado enun segundo plano por el riesgomonumental que entrañaba reclamar esaporción del país, que les habían robadolos Aliados en Versalles. Y a decirverdad, gran parte del estudio se basabaen un trabajo académico que a los ojosde Hitler resultaría sospechoso, si noincendiario; Ernst, sencillamente, nohabía querido mencionar el asunto.

Y ahora pagaría por esa omisión.Se anunció a la secretaria de Hitler y

ella le hizo pasar.Al entrar en el gran antedespacho se

encontró de pie ante Adolf Hitler,Führer, canciller y presidente delTercer Imperio y comandante supremode las Fuerzas Armadas. Pensó, comotantas veces: «Si los principalesingredientes del poder son el carisma, laenergía y la astucia, he aquí al hombremás poderoso del mundo».

Hitler, de uniforme pardo y lustrosasbotas negras hasta la rodilla, estabaencorvado hacia el escritorio, hojeandounos papeles.

—Mi Führer. —Ernst lo saludó conuna respetuosa inclinación de cabeza yun leve toque de tacones, resabio de lostiempos del Segundo Imperio, que habíaterminado dieciocho años atrás, con larendición de Alemania y la huida delkáiser Guillermo rumbo a Holanda.Aunque se esperaba de los ciudadanosque hicieran el saludo del Partido,diciendo «Heil Hitler» o «Heilvictoria», los oficiales de mayor gradorara vez empleaban esa formalidad,salvo los aduladores más entregados.

—Coronel. —Hitler levantó haciaErnst sus pálidos ojos azules bajo lospárpados caídos; por algún motivo esos

ojos daban la impresión de que su dueñoestaba estudiando diez o doce cosas almismo tiempo. Su estado de ánimo erasiempre insondable. Una vez hubohallado el documento que buscaba, sedio la vuelta para entrar en su despacho,una oficina amplia, pero modestamentedecorada—. Venga, por favor.

Ernst lo siguió. Su impávido rostrode militar no delató reacciones, pero elcorazón le dio un vuelco al ver quiénesestaban presentes.

Hermann Göring, sudoroso ycorpulento, de cara redonda, descansabaen un sofá que crujía bajo su peso.Aseguraba estar siempre dolorido y su

manera de cambiar constantemente deposición causaba horror. La fragancia desu colonia, excesivamente intensa,llenaba la habitación. El ministro delAire saludó con la cabeza a Ernst, quienle devolvió el gesto.

Otro hombre, sentado en una sillaornamentada, bebía café a sorbos, conlas piernas cruzadas a la manera de lasmujeres: aquella rata repugnante de PaulJoseph Goebbels, ministro dePropaganda del Estado. Ernst no dudabade su habilidad: él era el principalresponsable del apoyo temprano y vitalque el Partido había logrado en Berlín yPrusia. Aun así, lo despreciaba por su

manera de mirar al Führer con ojos deadoración; además, ya servía ufanamentecotilleos malévolos sobre judíos y socisprominentes, ya dejaba caer los nombresde famosos actores y actrices alemanesde los estudios UFA. Ernst le dio losbuenos días y se sentó, recordando unchiste que circulaba desde hacía poco:«Describa al ario ideal. Pues a ver, esrubio como Hitler, esbelto como Göringy alto como Goebbels».

Hitler ofreció el documento alabotargado Göring, quien lo leyó e hizoun gesto afirmativo; luego lo guardó sincomentarios en un suntuoso cartapaciode piel. El Führer tomó asiento y se

sirvió chocolate. Luego enarcó una cejahacia Goebbels, para indicarle quecontinuara con lo que había estadodiciendo. Ernst comprendió que lo delEstudio Waltham debería permanecer enel limbo por un tiempo más.

—Como decía, mi Führer, muchosde los asistentes a las Olimpiadasquerrán entretenimientos.

—Tenemos cafeterías y teatros.Tenemos museos, parques, cines.Pueden ver nuestras películas deBabelsberg, pueden ver a Greta Garbo ya Jean Harlow.

A Charles Laughton, a MickeyMouse.

El tono impaciente de Hitler revelóa Ernst que el hombre sabía exactamentea qué tipo de entretenimiento se referíaGoebbels. Siguió un debate penosamentelargo y nervioso sobre la posibilidad depermitir que las prostitutas legales(«chicas de control» acreditadas)volvieran a las calles. Al principioHitler se opuso a la idea, pero Goebbelshabía estudiado el asunto a fondo ypresentó argumentos persuasivos. Al fine l Führer cedió, a condición de que nohubiera más de siete mil mujeres en todala zona metropolitana. También elArtículo 175 del Código Penal, queprohibía la homosexualidad, se aplicaría

momentáneamente con menos rigor.Abundaban los rumores sobre laspreferencias del propio Hitler (desde elincesto a los excrementos humanos,pasando por muchachos y animales),pero Ernst había llegado a la conclusiónde que, simplemente, a ese hombre no leinteresaba el sexo en absoluto; la únicaamante que deseaba era la naciónalemana.

—Por fin —continuó Goebbels,zalamero—, está ese asunto de laexhibición pública. Me parece quepodríamos permitir que las mujeresacortaran un poco sus faldas.

Mientras el jefe del Tercer Imperio

alemán y su ayudante debatían encentímetros el grado en que lasberlinesas tendrían autorización paraajustarse a la moda mundial, el gusanode la inquietud continuaba devorando elcorazón de Ernst. ¿Por qué no le habríadicho siquiera el título del EstudioWaltham, algunos meses antes? Podríahaberlo mencionado como de pasada enalguna carta al Führer. En estos tiemposhabía que ser muy prudente con esascosas.

El debate continuaba. Por fin elFührer dijo con firmeza.

—Las faldas se pueden acortar cincocentímetros. Asunto resuelto. Pero no

permitiremos el maquillaje.—Sí, mi Führer.Se hizo un momento de silencio en

tanto Hitler posaba los ojos en el rincón,cosa que hacía a menudo. Luego losclavó en Ernst.

—Coronel.—¿Sí, señor?Se levantó para dirigirse hacia su

despacho. Después de recoger una hojaregresó lentamente hacia los otros.Göring y Goebbels no apartaban losojos de Ernst. Aunque cada uno de elloscreía tener una influencia especial sobree l Führer, muy en el fondo existía eltemor de que esa gracia fuera pasajera

o, peor aún, ilusoria; en cualquiermomento uno podía encontrarse allícomo Ernst, como un zorro acorralado,aunque probablemente sin el tranquiloaplomo del coronel.

El Führer se atusó el mostacho.—Un asunto importante.—Por supuesto, mi Führer. En qué

puedo servirle.—Ernst le sostenía la mirada y

respondía con voz firme.—En relación a nuestra Fuerza

Aérea.Ernst echó un vistazo a Göring,

cuyas mejillas rojizas enmarcaban unafalsa sonrisa. Tras haber sido durante la

guerra un as temerario (aunquedespedido por el mismo barón vonRichthofen por sus repetidos ataquescontra civiles), en la actualidad era a lavez ministro del Aire y comandante enjefe de la Fuerza Aérea alemana, siendoeste último título su favorito entre losdiez o doce que ostentaba. El tema de laFuerza Aérea era el que provocaba loschoques más frecuentes y apasionadosentre él y Ernst.

Hitler entregó el documento alcoronel.

—¿Sabe leer inglés?—Un poco.—Es una carta del señor Charles

Lindbergh en persona —explicó elFührer con orgullo—. Asistirá a lasOlimpiadas como invitado especialnuestro.

¿De verdad? La información eraestimulante. Göring y Goebbels,sonrientes, se inclinaron hacia delantepara dar unos golpecitos en la mesa quetenían delante, en señal de aprobaciónpor esa noticia. Ernst cogió la carta conla mano derecha, en cuyo dorso teníacicatrices de metralla, como en elhombro.

Lindbergh… Él había seguidoávidamente la historia de su vuelotransatlántico, pero lo conmovió mucho

más el terrible relato de la muerte de suhijo. Él conocía el horror de perder a unhijo. La explosión accidental que sehabía llevado a Mark era trágica,desgarradora, por supuesto; pero almenos su hijo había muerto al timón deun barco de guerra, tras haber visto elnacimiento de Rudy, su propio hijo. Encambio perder a un bebé a manos de uncriminal… eso sí que era horroroso.

Ernst echó un vistazo al documento ypudo entender esas palabras cordiales,que expresaban interés por ver losúltimos adelantos alemanes en materiade aviación.

El Führer continuó:

—Por eso lo he mandado llamar,coronel. Algunos piensan que seríaestratégicamente importante mostrar almundo el crecimiento de nuestrapotencia aérea. Yo mismo me inclinopor pensar así. ¿Qué opina usted deorganizar un pequeño espectáculo aéreoen honor del señor Lindbergh, parahacer una demostración con nuestronuevo monoplano?

Para Ernst fue un gran alivio que nose le hubiera convocado por lo delEstudio Waltham. Pero el alivio duróapenas un momento. Su preocupaciónvolvió a crecer al analizar lo que se lepreguntaba… y la respuesta que debía

dar. Al decir «algunos piensan» Hitlerse refería, naturalmente, a HermannGöring.

—El monoplano, señor, eh…El Me 109 Messerschmitt era una

estupenda máquina de matar, un avión decombate con una velocidad decuatrocientos sesenta kilómetros porhora. Había en el mundo otros similares,aunque ninguno tan veloz. Pero lo másimportante era que el Me 109 estabahecho entero de metal, cosa que Ernsthabía recomendado fervientemente, pueseso facilitaba la producción en masa, elmantenimiento y la reparación allí dondeestuvieran. Hacía falta un gran número

de aviones para llevar a cabo losdevastadores bombardeos que Ernstplaneaba como precursores de cualquierinvasión por tierra que llevara a cabo elEjército del Tercer Imperio.

Inclinó la cabeza a un costado, comosi estudiara la cuestión, aunque habíatomado su decisión al instante.

—Yo me opondría a esa idea, miFührer.

—¿Por qué? —Hitler dilató losojos, señal de que podía sobrevenir unarabieta, probablemente acompañada poralgo casi igualmente malo: un delirantemonólogo sobre política o historiamilitar—. ¿Acaso no se nos permite

protegernos? ¿Nos avergüenza hacersaber al mundo que rehusamos ese papelde tercera clase al que intentanrelegarnos los Aliados?

«Con cautela ahora», se dijo Ernst.Con la cautela del cirujano al extirpar untumor.

—No estoy pensando en esetraicionero tratado de 1918 —respondió, llenando la voz de despreciopor el acuerdo de Versalles—. Piensoen la prudencia de permitir que otrossepan lo de ese aeroplano. Quienesestén familiarizados con la aviaciónreconocerán de inmediato el carácterúnico de su construcción. Podrían

deducir que lo estamos produciendo enmasa. A Lindbergh le sería fácilreconocer esto: tengo entendido que élmismo diseñó su Espíritu de San Luis.

Göring evitó el contacto visual conel coronel para insistir en su punto devista:

—Nuestros enemigos debencomenzar a ver nuestra potencia.

—Tal vez —propuso Ernstlentamente— se podría exhibir en lasOlimpiadas uno de los prototipos del909. Fueron construidos másartesanalmente que los modelos enproducción y no tienen montado elarmamento. Además están equipados

con motores Rolls Royce británicos. Asíel mundo vería nuestro avancetecnológico, pero quedaría desarmadopor el hecho de que utilizamos losmotores de nuestro antiguo enemigo, locual daría a entender que cualquierutilización ofensiva está muy lejos denuestros pensamientos.

—Tiene usted algo de razón,Reinhard —reconoció Hitler—. Sí, nohabrá ningún espectáculo aéreo. Yexhibiremos el prototipo. Bien. Eso estádecidido. Gracias por venir, coronel.

— Mi Führer. —Ernst se levantó,visiblemente aliviado.

Estaba llegando a la puerta cuando

Göring dijo, como de pasada:—Ah, Reinhard, ahora que lo

recuerdo… Creo que una carpeta suyaha sido enviada por error a mi oficina.

Ernst se volvió para examinaraquella sonriente cara de luna.

Los ojos hervían por la anteriorderrota en el debate del avión. Elhombre quería venganza. Göring entornólos párpados.

—Creo que se relacionaba con…¿Cómo se llamaba? Estudio Waltham.Sí, eso.

«Dios bendito…».Hitler no prestaba atención. Había

desplegado un diseño arquitectónico y

lo estaba estudiando minuciosamente.—¿Por equivocación? —repitió el

coronel. En realidad eso significaba quehabía sido escamoteado por uno de losespías de Göring—. Gracias, señorministro —dijo en tono ligero—.Mandaré que pasen a recogerlainmediatamente. Buenos dí…

Pero su estratagema no dioresultado, por supuesto. Göringcontinuó:

—Ha tenido suerte de que me laentregaran a mí. Imagine lo que podríanpensar algunos si vieran su nombreasociado a unos escritos judíos.

Hitler levantó la vista.

—¿De qué se trata?El ministro del Aire sudaba

prodigiosamente, como siempre.Después de enjugarse la cara,

respondió:—Del Estudio Waltham que ha

encargado el coronel Ernst.Como el Führer meneaba la cabeza,

Göring insistió:—Perdón. Suponía que nuestro

Führer estaba enterado.—Explíquese —exigió Hitler.—No sé nada del asunto. Sólo

recibí, por error, como he dicho, variosinformes escritos por esos médicosjudíos que se dedican a la mente. Uno de

ese austriaco Freud. Otro llamadoWeiss. Y otros que no recuerdo. Esospsicólogos —añadió, haciendo unamueca.

En la jerarquía del odio de Hitler elprimer puesto lo ocupaban los judíos; elsegundo, los comunistas; el tercero, losintelectuales. Los psicólogos merecíanun desprecio especial, pues rechazabanla ciencia racial: la creencia de que laraza determinaba la conducta, puntofundamental del pensamientonacionalsocialista.

—¿Es cierto, Reinhard?Ernst dijo, como sin darle

importancia:

—Es parte de mi trabajo leermuchos documentos sobre agresión yconflicto. De eso tratan esos escritos.

—No me ha mencionado nada deeso. —Con su característica intuiciónpara olfatear cualquier pizca deconspiración, Hitler se apresuró aañadir—: El ministro de Defensa VonBlomberg ¿está enterado de ese estudiosuyo?

—No. Por el momento no hay nadade qué informar.

Tal como sugiere el nombre, es unsimple estudio realizado a través delColegio Militar Waltham. Para reunirinformación. Eso es todo. Es posible

que de él no surja nada. —Avergonzadopor entrar en el juego, puso en sus ojosun poco del adulador brillo de Goebbels—. Pero es posible que los resultadosnos muestren la manera de crear unejército mucho más fuerte y eficientepara alcanzar los gloriosos objetivosque usted ha establecido para nuestrapatria.

No pudo saber si ese rastrero halagohabía surtido efecto. Hitler se levantópara pasearse. Luego se detuvo a mirarlargamente una compleja maqueta delEstadio Olímpico. Ernst sentía loslatidos de su corazón hasta en losdientes.

Por fin el Führer se volvió gritando:—Quiero ver a mi arquitecto.

Inmediatamente.—Sí, señor —dijo su auxiliar. Y

corrió al antedespacho.Un momento después entró un

hombre de uniforme negro. No eraAlbert Speer, sino Heinrich Himmler;ante lo diminuto de su físico, su mentóndébil y sus gafas redondas de marconegro, uno tendía a olvidar que era eljefe absoluto de la SS, la Gestapo ytodas las otras fuerzas policiales delpaís.

Himmler hizo el rígido saludo desiempre y volvió hacia Hitler los ojos

azul-grisáceos, cargados de adoración.El otro respondió con su propio saludode costumbre, levantando la mano flojapor encima del hombro. El jefe de la SSechó una mirada rápida por lahabitación y dedujo que podía compartirla novedad que lo había hecho venir.

Hitler señaló distraídamente labandeja con café y chocolate, peroHimmler negó con la cabeza. Aunquegeneralmente mantenía un rígidoautocontrol (aparte de las miradasobsequiosas que le dedicaba al Führer),Ernst observó que esa mañana parecíanervioso.

—Debo informar sobre un asunto de

seguridad. Esta mañana un comandantede la SS en Hamburgo recibió una carta,con fecha de hoy. Estaba dirigida a sucargo, pero no a su nombre. Asegurabaque un ruso causaría «algún daño» enBerlín en los días próximos. En altasesferas, decía.

—¿Escrita por quién?—Se presenta como leal

nacionalsocialista. Pero no da nombrealguno. La encontraron en la calle. Nosabemos nada más de su origen. —Elhombre descubrió los dientes,perfectamente blancos y parejos, en unamueca de niño que desilusiona a suspadres. Luego se quitó las gafas para

limpiarlas y volvió a ponérselas—. Elremitente decía que continuaríainvestigando y que nos informaría de laidentidad del hombre en cuanto laaveriguara. Pero no hemos vuelto asaber de él. El hecho de que la notaapareciera en la calle hace pensar que elremitente fue interceptado y tal vezmuerto. Es posible que no sepamos nadamás.

Hitler preguntó:—¿En qué idioma estaba? ¿Alemán?—Sí, mi Führer.—Daño. ¿Qué tipo de daño?—No lo sabemos.—Sí, a los bolcheviques les

encantaría arruinarnos los Juegos. —Lacara de Hitler era una máscara de furia.

Göring preguntó:—¿Cree usted que es auténtica?—Podría ser una tontería —

respondió Himmler—. Pero en estosdías hay miles y miles de extranjerosque pasan por Hamburgo. Es posibleque alguien se haya enterado de algunaconspiración y, por no involucrarse,escribiera un anónimo. Yo instaría atodos los presentes a andarse conespecial cautela. Advertiré también alos comandantes militares y a los otrosministros. He ordenado a todas nuestrasfuerzas de seguridad que investiguen el

asunto.Hitler ordenó, con voz ronca de ira:—¡Haga todo lo que sea necesario!

¡Todo! No caerá la menor mácula sobrenuestros Juegos. —De manerainquietante, una fracción de segundodespués su voz sonó calma y sus ojosazules se iluminaron. Se inclinó haciadelante para llenar nuevamente su tazade chocolate y puso dos bizcochos en elplatillo—. Ya pueden ustedes retirarse,por favor. Gracias. Necesito estudiarunos asuntos de construcción. —Ypreguntó a su auxiliar, que esperaba enel vano de la puerta—. ¿Dónde estáSpeer?

—Vendrá en un momento, miFührer.

Los hombres comenzaron a salir. Elcorazón de Ernst había vuelto a su lentoritmo normal. Lo que acababa desuceder respondía al funcionamientotípico

del círculo interno del Gobiernonacionalsocialista. La intriga, que podíatener resultados desastrosos,desapareció como unas cuantas migajasbarridas desde el umbral hacia fuera. Encuanto a las conspiraciones de Göring,pues bien…

—Coronel —llamó Hitler.Ernst se detuvo inmediatamente y

miró hacia atrás.El Führer tenía la vista clavada en

la maqueta del estadio; examinaba laestación de tren, de recienteconstrucción.

—Prepáreme un informe sobre eseestudio suyo, ese Waltham —dijo—.Detallado. Quiero recibirlo el lunes.

—Sí, mi Führer. Por supuesto.Göring, ante la puerta, extendió el

brazo con la palma hacia arriba para queél saliera el primero.

—Me ocuparé de que reciba esosdocumentos, Reinhard. Y espero queusted y Gertrud asistan a mi fiestaolímpica.

—Gracias, señor ministro. Nodejaré de asistir.

Viernes; un anochecer neblinoso ycálido, fragante de hierba cortada, tierraremovida y aromática pintura fresca.

Paul Schumann caminaba solo através de la Villa Olímpica, a mediahora de Berlín, hacia el oeste.

Había llegado poco antes, tras elcomplicado viaje desde Hamburgo. Fueun trayecto agotador, pero tambiéntonificante; lo estimulaba el entusiasmode estar en un país extranjero, su patriaancestral, y la espera de su misión. Una

vez presentada su credencial deperiodista lo habían recibido en elsector norteamericano de la villa:decenas de edificios, cada uno de loscuales albergaba a cincuenta o sesentapersonas. Había dejado su maleta y suportafolio en una de las pequeñashabitaciones de huéspedes de la partetrasera, donde pasaría algunas noches;ahora caminaba por los impecablesterrenos. Lo divertía ver la villa. PaulSchumann estaba habituado a practicardeporte en lugares mucho más toscos: supropio gimnasio, por ejemplo, quellevaba cinco años sin recibir una manode pintura y olía a sudor, a cuero y a

cerveza, por mucho que Sorry Williamslo fregara enérgicamente. En cambio laVilla era justamente lo que su nombreinsinuaba: una coqueta ciudad porderecho propio, construida en un bosquede abedules y bellamente diseñada; teníaedificios bajos con amplias arcadas,inmaculados, un lago, senderos en curvapara correr y caminar, campos deentrenamiento y hasta su propio estadio.

Según la guía turística que AndrewAvery le había incluido en el portafolio,la Villa tenía una oficina de aduanas,almacenes, sala de prensa, oficina decorreos, banco, gasolinera, tiendas deartículos para deportes y de

comestibles, puestos donde comprarrecuerdos y agencia de viajes.

Los atletas estaban en esosmomentos en la ceremonia debienvenida; Jesse Owens, RalphMetcalfe y el joven boxeador con quienpracticaba lo habían instado a asistir,pero ahora que estaba en el sitio dondedebía ejecutar su trabajo le conveníamantener un perfil bajo. Se habíadisculpado, diciendo que debíaprepararse para las entrevistas de lamañana siguiente. Cenó en el comedor(una de las mejores chuletas de su vida)y, después de un café y un Chesterfield,estaba poniendo fin a su paseo por la

villa.Lo único que le preocupaba,

teniendo en cuenta el motivo por el queestaba en el país, era que al complejohabitacional de cada nación se lehubiera asignado un soldado alemáncomo «oficial de enlace». En el sectorestadounidense era un moreno joven ysevero, de uniforme gris, a quien elcalor parecía resultarleinsoportablemente molesto. Paul semantenía tan lejos de él como le eraposible; Reginald Morgan, su contactolocal, había advertido a Avery que Pauldebía desconfiar de todos losuniformados. Utilizaba sólo la puerta

trasera para entrar en su dormitorio ytenía cuidado de que el guardia nuncapudiera verlo de cerca.

Mientras caminaba por la limpiaacera vio a uno de los corredoresnorteamericanos con una joven y unbebé; varios miembros del equipohabían venido con sus esposas o conotros parientes. Eso le recordó laconversación mantenida con su hermanola semana anterior, justo antes deembarcarse en el Manhattan.

Paul llevaba una década distanciadode sus hermanos y de sus respectivasfamilias; no quería contaminarles la vidacon la violencia y el peligro que

reinaban en la suya. Su hermana vivía enChicago, adonde él rara vez iba, pero aHank lo veía de vez en cuando. Vivía enLong Island y trabajaba en una imprenta,heredera de la del abuelo. Era buenesposo y padre; no sabía con certezacómo se ganaba Paul la vida, pero sí queestaba vinculado a criminales y tiposduros.

Aunque Paul no había reveladoninguna información personal a BullGordon y los otros presentes en LaHabitación, el motivo principal por elque había aceptado ejecutar aqueltrabajo en Alemania era que, si limpiabasus antecedentes y cobraba toda esa

pasta, podría revincularse con lafamilia, cosa con la que soñaba desdehacía años.

Había bebido un vaso de whisky;luego, otro. Por fin cogió el teléfonopara llamar a su hermano. Después depasar diez minutos parloteandonerviosamente sobre la ola de calor, elbéisbol y los dos niños de Hank, Paul sehabía lanzado al vacío: le preguntó si leinteresaría tener un socio en ImpresionesSchumann. Se apresuró a tranquilizarlo:

—Ya no tengo nada que ver conaquella gente. —Y añadió que podíaaportar diez mil dólares a la empresa—.Dinero limpio. Cien por ciento legítimo.

—Madre… perla —exclamó Hank.Y los dos rieron, pues la expresión erauna de las favoritas del padre—. Hay unsolo problema —añadió su hermano, entono grave.

Paul pensó que iba a negarse,pensando en la turbia carrera de suhermano. Pero el mayor de losSchumann continuó:

—Tendremos que comprar un letreronuevo. En el que tengo no hay lugar paraponer «Impresiones SchumannHermanos».

Roto el hielo, discutieron la idea unpoco más. A Paul le sorprendió queHank pareciera casi lacrimosamente

conmovido por la propuesta. Para él lafamilia era fundamental y no entendíaque Paul se hubiera mantenido lejosesos diez años.

También a la alta y hermosa Marionle gustaría esa vida. Claro que leagradaba hacerse la mala, pero era unapose; Paul la conocía lo suficiente comopara dejarle probar apenas un bocado dela vida salvaje. La había presentado aDamon Runyon, en el gimnasio le daba abeber cerveza de la botella y la llevabaal bar de Hell’s Kitchen donde OwneyMadden sabía hechizar a las damas consu acento británico y la exhibición desus pistolas con culatas de madreperla.

Pero sabía que, como tantas chicasrebeldes, si Marion tuviera que llevaresa vida de bajos fondos acabaría porhartarse. También se cansaría de sutrabajo en la sala de baile y querría algomás estable. Estar casada con unimpresor bien establecido sería unchollo.

Hank había dicho que hablaría consu abogado para que preparara uncontrato de sociedad; Paul podríafirmarlo en cuanto regresara de su«viaje de negocios».

Ahora, mientras volvía a su cuarto,Paul reparó en tres muchachos depantalones cortos, camisa parda y

corbata negra, que llevaban sombrerospardos de estilo militar. Había visto allía decenas de jóvenes como esos,orientando a los equipos. El trío marchóhacia un poste alto, en cuyo extremoondeaba la bandera nazi. Paul habíavisto esa enseña en los informativos delcine y en los periódicos, pero siempreen imágenes en blanco y negro. Aun enesa luz crepuscular el carmesí de labandera era impresionante; brillabacomo sangre fresca.

Uno de los muchachos notó que laestaba observando y preguntó enalemán:

—¿Usted es atleta, señor? ¿Pero no

ha asistido a la ceremonia que hemosorganizado?

A él le pareció mejor no delatar suhabilidad lingüística, ni siquiera anteesos boy scouts, y respondió en inglés:

—Perdona, pero no domino muybien el alemán.

El chico también cambió de idioma.—¿Usted es un atleta?—No. Soy periodista.—¿Inglés o americano?—Americano.—Ah —dijo el alegre joven, con

fuerte acento—, bienvenido a Berlín,mein Herr.

—Gracias.

El segundo chico siguió la direcciónde su mirada.

—¿Le gusta nuestra bandera delPartido? Es, dicen ustedes,impresionante, ¿sí?

—Sí, en efecto. —La estadounidenseera más suave en cierto modo. Estaparecía a punto de soltar un puñetazo.

—Por favor —dijo el primero—,cada parte tiene un significado, unsignificado importante. ¿Sabe ustedcuáles son?

—No. Dime. —Paul seguía mirandola bandera.

El chico, lleno de entusiasmo,explicó:

—Rojo, eso es socialismo. Blancoes, sin duda, nacionalismo. Y negro… lacruz gamada. Esvástica, diría usted… —Miró al norteamericano con una cejaenarcada y no dijo más.

—Sí, continúa. ¿Qué significa?El muchacho lanzó un vistazo a sus

compañeros; luego dedicó a Paul unasonrisa extraña.

—Ach, sin duda usted sabe. —Ydijo a sus amigos en alemán—: Ahoraarriaré la bandera. —Luego repitió aPaul, sonriente—: Sin duda usted sabe.

Y con el entrecejo arrugado en ungesto de concentración, arrió la bandera,mientras los otros dos extendían la mano

en uno de esos saludos de brazo rígidoque se veían por todas partes.

Mientras Paul caminaba hacia laresidencia, los chicos iniciaron unacanción; la entonaban con vocesenérgicas, desiguales. Al alejarse lellegaron algunos fragmentos, que subíany bajaban en el aire cálido:

«Sostened en alto elestandarte, cerrad filas. La SAmarcha con pasos firmes… Abridpaso, abrid paso a los batallonespardos, en tanto las tropas deasalto despejan la tierra… Latrompeta hace oír su toque final.

Para la batalla estamos listos.Pronto todas las calles verán labandera de Hitler y nuestraesclavitud habrá terminado…».

Paul miró hacia atrás. Los vio plegarla bandera con aire reverenciar yalejarse marchando con ella. Entoncesentró por la puerta trasera de suresidencia y regresó a su cuarto.Después de lavarse y cepillarse losdientes, se desnudó y se dejó caer en lacama. Esperó el sueño durante muchorato, con la vista fija en el techo,pensando en Heinsler, el hombre que sehabía suicidado esa mañana en el barco,

en un sacrificio tan apasionado y tonto.Pensaba también en Reinhard Ernst.Y finalmente, cuando ya empezaba a

adormecerse, pensó en el muchacho deuniforme pardo. Vio su misteriosasonrisa. Oyó su voz una y otra vez:

«Sin duda usted sabe… sinduda usted sabe…».

PARTE TRES

El sombrero de Göring

Sábado, 25 de julio de1936

L5

as calles de Berlín estabaninmaculadas y la gente era cordial;

muchos le saludaban con la cabeza alverlo pasar. Paul Schumann caminabahacia el norte, a través del Tiergarten,llevando el viejo y maltrecho portafolio.

Se acercaba el mediodía del sábado;iba a encontrarse con Reggie Morgan.

El parque era hermoso; estaba llenode árboles frondosos, senderos, lagos yjardines. En el Central Park de NuevaYork uno siempre tenía conciencia deestar rodeado por la ciudad: los

rascacielos eran visibles por doquier.Pero Berlín era una ciudad baja; allíhabía muy pocos edificios altos:«atrapanubes», según oyó que una mujerdecía a un niño en el autobús. Mientrasatravesaba el parque, con sus árbolesnegros y su densa vegetación, perdió porcompleto la sensación de estar en unagran ciudad. Aquello le hacía pensar enlos densos bosques que crecían al nortede Nueva York, donde su abuelo solíallevarlo a cazar todos los veranos, hastaque la salud debilitada impidió alanciano hacer esos viajes.

Lo invadió la inquietud. Era unasensación familiar: esa agudización de

los sentidos al comenzar un trabajo;cuando estudiaba la oficina o elapartamento del que debía despachar,cuando lo seguía y averiguaba todo loposible sobre ese hombre.Instintivamente se detenía de tanto entanto y echaba un vistazo despreocupadohacia atrás, como para orientarse. Alparecer nadie lo seguía. Pero no tenaninguna certeza. Había sectores debosque muy umbríos donde alguienpodía haber estado espiándolo. Varioshombres de aspecto andrajoso lomiraron con desconfianza; luego seescabulleron entre los árboles o lasmatas. Vagabundos o desharrapados,

probablemente; aun así, para no correrriesgos, cambió unas cuantas veces derumbo, a fin de despistar a quien pudieraestar siguiéndolo.

Después de cruzar el lodoso ríoSpree, buscó la calle Spener y continuóhacia el norte, alejándose del parque; lepareció curioso que en las casas senotara un estado de mantenimiento tandiverso. Junto a una realmente grandiosapodía alzarse otra abandonada ymaltrecha. Pasó frente a una que tenía elpatio delantero lleno de malezamarchita. Era obvio que en otrostiempos había sido una casa muy lujosa.Ahora casi todas las ventanas estaban

rotas y alguien (delincuentes juveniles,pensó) la había manchado con pinturaamarilla. Un letrero anunciaba que elsábado se realizaría una venta de losenseres. Problemas de impuestos,probablemente. ¿Qué habría sido de lafamilia? ¿Adónde habrían ido todos?Tiempos difíciles, presintió. Cambio decircunstancias.

Por fin se pone el sol…

Encontrar el restaurante fue fácil.Vio el letrero, pero ni siquiera sepercató de que estaba leyendo«Bierhaus»; para él era «cervecería»simplemente: ya estaba pensando en

alemán. Su educación y las horasdedicadas a la composición tipográficaen la imprenta del abuelo hacían que latraducción fuera automática. Echó unvistazo al lugar. Había cinco o seisparroquianos sentados en la terraza:hombres y mujeres, en su mayoríasolitarios y concentrados en la comida oen algún periódico. Nada fuera de lonormal, por lo que se podía ver.

Cruzó la calle hasta el callejón queAvery le había indicado: el pasajeDresden. Se adentró en el cañón fresco yoscuro. Faltaban unos minutos para elmediodía.

Un momento después oyó pisadas.

Luego un hombre corpulento, de trajepardo y chaleco, se le acercó por detrás,escarbándose los dientes con un palillo.

—Buenos días —saludó alegrementeel hombre en alemán. Y dirigió unamirada a su portafolio de piel parda.

Paul respondió con una inclinaciónde cabeza. Respondía a la descripciónque Avery había hecho de Morgan,aunque era más gordo de lo que élesperaba.

—Buen atajo este, ¿no le parece? Louso con frecuencia.

—Sí, por cierto. —Paul le echó unvistazo—. Quizá usted pueda ayudarme.¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la

plaza Alexander?Pero el hombre arrugó el entrecejo.—¿En tranvía? ¿Desde aquí?El sicario se puso más alerta.—Sí. A la plaza Alexander.—Pero ¿por qué quiere ir en tranvía

si el metro es mucho más rápido?«Bueno», pensó Paul, «no es este.

Lárgate. Ahora mismo, caminando sinprisa».

—Gracias. Me ha sido muy útil.Buenos días tenga usted.

Pero sus ojos debían de haberrevelado algo. El hombre se llevó lamano a un costado, en un gesto que élconocía muy bien. «Pistola», pensó. Y

aquellos imbéciles lo habían enviado ala cita sin su Colt.

Paul apretó los puños y dio un pasoadelante, pero su adversario saltó haciaatrás, con una celeridad asombrosa enun hombre tan obeso, y se puso fuera desu alcance, mientras sacaba diestramenteuna pistola negra del cinturón. Paul sólopudo girar sobre sus talones y huir. Giróen la esquina, hacia un corto desvío dela callejuela.

Se detuvo en seco. Era un callejónsin salida.

Sintió el roce de un zapato detrás deél y el arma del hombre contra laespalda, a la altura del corazón.

—No te muevas —anunció eldesconocido en alemán gutural—. Dejacaer el maletín.

Él soltó el portafolio, que cayó a losadoquines; entonces sintió que el armase apartaba de su espalda para tocarle lacabeza, justo bajo la banda delsombrero.

«Padre», pensó; no se dirigía a ladivinidad, sino a su progenitor, quehabía abandonado la tierra doce añosatrás. Cerró los ojos.

El sol por fin se pone…

El disparo fue abrupto. Resonóbrevemente contra las paredes del

callejón antes de que los ladrillos losofocaran.

Paul, encogiéndose de miedo, sintióque la boca del arma se apretaba máscontra su cráneo. Luego se apartó y laoyó repiquetear contra los adoquines. Semovió a un lado precipitadamenteagachándose, y giró a tiempo para vercómo se desmoronaba el hombre quehabía estado a punto de matarlo. Teníalos ojos abiertos, pero vidriosos. Unabala lo había alcanzado en la sien. Lasangre salpicó el suelo y el muro deladrillos.

Al levantar la vista vio que seacercaba otro hombre, vestido con un

traje de franela gris oscuro. Llevado porel instinto, Paul recogió la pistola delmuerto. Era automática, con un seguro enla parte superior; una Luger,probablemente. La apuntó al pecho delhombre, con los ojos entrecerrados.Reconoció al tío de haberlo visto en lacervecería, sentado en la terraza yconcentrado en su periódico, segúnhabía supuesto cuando se fijó en él.Tenía una pistola grande, automática,pero no la dirigía hacia Paul; seguíaapuntando al hombre tendido en tierra.

—No te muevas —dijo Paul enalemán—. Suelta el arma.

El hombre no obedeció; sin

embargo, una vez seguro de que suvíctima no representaba amenaza alguna,se guardó la pistola en el bolsillo. Luegomiró hacia ambos extremos del callejón.

—Chist —susurró, con la cabezainclinada para escuchar. Se aproximó apaso lento—. ¿Schumann?

Paul no dijo nada. Mantenía la Lugerapuntada hacia el desconocido, quien seagachó frente al hombre caído.

—Mi reloj. —Lo había dicho enalemán, con un leve acento.

—¿Qué?—Mi reloj. Es todo lo que voy a

sacar. —Lo extrajo del bolsillo y,después de abrirlo, acercó el cristal a la

nariz y la boca del hombre. No hubocondensación de aliento. El reciénllegado guardó el objeto.

—¿Usted es Schumann? —repitió,señalando el portafolio abandonado enel suelo—. Soy Reggie Morgan.

Él también respondía a ladescripción de Avery: pelo oscuro ymostacho, aunque mucho más delgadoque el muerto.

Paul también miró a ambos lados.Nadie.

El diálogo parecería absurdo con uncadáver allí, pero preguntó:

—¿Cuál es el mejor tranvía para ir ala Alexanderplatz?

Morgan respondió con celeridad.—El número ciento treinta y ocho…

No, es mejor el doscientos cincuenta ycuatro.

El sicario echó un vistazo al cuerpo.—Dígame, ¿quién es este?—Vamos a averiguarlo. —Morgan

se inclinó hacia el cadáver pararegistrarle los bolsillos.

—Yo montaré guardia —ofrecióPaul.

—Bien.Se alejó unos pasos. De inmediato

regresó y apoyó la Luger contra la nucadel hombre.

—No te muevas.

El hombre se quedó de piedra.—¿Qué haces?—Dame tu pasaporte —ordenó Paul

en inglés.Cogió el documento; confirmaba que

el hombre era Reginald Morgan. Aunasí, no retiró la pistola al devolvérselo.

—Descríbeme al senador. En inglés.—Vale, pero ten cuidado con el

gatillo, por favor —dijo el hombre; suvoz situaba sus raíces en alguna zona deNueva Inglaterra—. ¿El senador, dices?Tiene sesenta y dos años, pelo blanco,la nariz más cargada de venas de las quedebería, gracias al whisky. Y es flacocomo un palo de escoba, aunque devora

un buen bistec en Delmonico cuandoestá en Nueva York y en Ernie cuandoestá en Detroit.

—¿Qué fuma?—Nada, la última vez que lo vi, el

año pasado. Por su esposa. Pero me dijoque volvería a fumar. Y lo que solíafumar eran unos puros dominicanos queolían a neumático quemado. Venga,hombre. No quiero morir sólo porque elviejo ha vuelto a caer en ese vicio.

Paul apartó el arma.—Perdona.Morgan continuó con su examen del

cadáver, sin dejarse alterar por laprueba a la que había sido sometido.

—Prefiero trabajar con un hombrecauteloso que me insulte y no con unimprudente que no lo haga. Los dosviviremos más tiempo. —Escarbó en losbolsillos del muerto—. ¿Todavía notenemos visitas?

Paul recorrió el callejón con lamirada.

—No, ninguna.Notó que Morgan observaba con

fastidio algo que había encontrado enlos bolsillos del cadáver. Por finsuspiró.

—Bueno, hermano, tenemos unproblema.

—¿Qué pasa?

El hombre le mostró una tarjeta deaspecto oficial. Arriba se veía un sellocon un águila; debajo, dentro de uncírculo, la esvástica. En la parte alta,dos letras: SA.

—¿Qué significa eso?—Significa, amigo mío, que no has

estado ni veinticuatro horas en la ciudady ya nos hemos cargado a un miembro delas Tropas de Asalto.

—¿U6

n qué? —preguntó PaulSchumann.

Morgan suspiró.— U n Sturmabteilung. Tropa de

Asalto. Camisa Parda. SA. El ejércitoparticular del Partido. Vienen a ser losmatones de Hitler. —Meneó la cabeza—. Y lo tenemos peor: no viene deuniforme. Eso significa que es de laElite Parda, de la plana mayor.

—¿Cómo pudo descubrirme?—No creo que lo hiciera a

propósito. Estaba en una cabina

telefónica, observando a todos los quepasaban por la calle.

—No lo he visto —dijo Paul,furioso consigo mismo por no haberdetectado la vigilancia. Allí todo estabadescabalado en exceso; no sabía québuscar y qué pasar por alto.

Morgan continuó:—Ha ido tras de ti en cuanto entraste

en el callejón. Diría que sólo queríasaber a qué venías: un extraño en elvecindario. Los Camisas Pardas tienensus feudos. Probablemente este era elsuyo. —Frunció el entrecejo—. Aun asíes raro que estén tan vigilantes. Lo queme pregunto es por qué un superior de la

SA estaba observando a ciudadanoscomunes. Eso queda para lossubordinados. Tal vez han lanzado algúntipo de alerta. —Contempló el cadáver—. De cualquier modo esto es serio. Silos Camisas Pardas se enteran de quehan matado a uno de los suyos, nocejarán en la búsqueda hasta haberhallado al asesino. ¡Y cómo buscarán!Son millares y millares los que hay enesta ciudad. Como cucarachas.

Ya pasada la impresión inicial deldisparo, Paul iba recobrando el instinto.Salió del callejón cerrado hacia la parteprincipal del pasaje Dresden. Aúnestaba desierto, con las ventanas a

oscuras. No se había abierto ningunapuerta. Levantó un dedo hacia Morgan yluego regresó a la boca de la callejuelapara mirar desde la esquina hacia lacervecería. De los pocos que estaban enla calle, nadie parecía haber oído eldisparo.

A su regreso dijo a Morgan que todoparecía estar en orden. Luego recordó:

—El casquillo.—¿Qué?—El casquillo de la bala. De tu

pistola.Buscaron por el suelo hasta que Paul

halló el pequeño tubo amarillo. Lorecogió con el pañuelo y frotó para

limpiarlo, por si tuviera las impresionesdigitales de Morgan; luego lo dejó caerpor una alcantarilla. Se le ovórepiquetear por un momento. Luego, unchapoteo.

Morgan asintió:—Ya me habían dicho que eras de

los buenos.No tanto como para evitar que lo

cogieran, allá en Estados Unidos,gracias a un trocito de bronce comoaquel.

Reggie desplegó su navaja debolsillo, ya bien gastada.

—Le cortaremos las etiquetas de laropa y le quitaremos todos los efectos

personales. Luego nos alejaremos deaquí a toda prisa. Antes de que ellos loencuentren.

—¿Quiénes? —preguntó Paul.Morgan dejó escapar una risa seca.

—En la Alemania actual, «ellos» estodo el mundo.

— L o s Sturmabteilung ¿usantatuajes? ¿Esa esvástica, quizá? ¿O lasletras SA?

—Sí, es posible.—Mira si tiene alguno. En los

brazos y en el pecho.—¿Y si encuentro uno? —preguntó

Morgan, ceñudo—. ¿Qué se puedehacer?

Paul señaló la navaja con la cabeza.—No bromees.Pero la expresión del sicario reveló

que no bromeaba.—No puedo hacer algo así —

susurró Morgan.—Pues entonces lo haré yo. Si es

importante que no lo identifiquen, habráque hacerlo.

Paul se arrodilló en los adoquinespara abrir la chaqueta y la camisa delhombre. Comprendía los escrúpulos deMorgan, pero el trabajo de sicario eracomo cualquier otro: uno tenía queaplicarse a fondo o dedicarse a otracosa. Y un pequeño tatuaje podía

representar la diferencia entre vivir ymorir.

Pero al final no hizo falta desollarninguna parte del cadáver, según resultó.El cuerpo de aquel hombre estaba librede marcas. De pronto, un grito.

Los dos se quedaron petrificados.Morgan miró callejón arriba y se llevónuevamente la mano hacia la pistola.También Paul aferró el arma que habíaquitado al cadáver.

Se oyó nuevamente la voz. Luego,silencio, salvo por el ruido del tráfico.Pero un momento después Paul detectóuna sirena extraña que subía y bajaba,cada vez más cerca.

—Debes irte —dijo su compañerocon urgencia—. Yo acabaré con esto. —Reflexionó un momento—. Nos veremosdentro de cuarenta y cinco minutos en elJardín Estival; es un restaurante que estáen la calle Rosenthaler, al noroeste de laAlexanderplatz. Uno de mis contactostiene información sobre Ernst. Haré quese reúna con nosotros allí. Vuelve a lacalle de la cervecería. Allí podrásconseguir un taxi. En los tranvías y losautobuses suele haber policías. Limítatea los taxis o a ir a pie, cuando seaposible. Mira siempre hacia delante y nomires a nadie a los ojos.

—El jardín Estival —repitió Paul,

mientras recogía el portafolio y sacudíael polvo y la cochambre pegados a lapiel. Dejó caer dentro de él la pistolad e l Sturmabteilung—. De ahora enadelante hablemos sólo en alemán. Esmenos sospechoso.

—Buena idea —respondió Morganen el idioma del país—. Lo hablas bien,mejor de lo que yo esperaba. Pero debessuavizar las ges. Así parecerás másberlinés.

Otro grito. La sirena se acercaba.—Oye, Schumann… si dentro de una

hora no he llegado… La radio que temencionó Bull Gordon, la del edificioque están reformando para la Embajada,

¿recuerdas? —Paul asintió—. Ve y dilesque necesitas cambio de instrucciones.—Una risa lúgubre—. De paso puedesinformarles de que he muerto. Ahoralárgate. Mira siempre hacia delante; poncara de despreocupación. Y pase lo quepase, no corras.

—¿Que no corra? ¿Por qué?—Porque en este país hay

muchísima gente que te perseguirá por elsolo hecho de verte correr. ¡Anda, dateprisa!

Y Morgan reanudó su tarea con larápida precisión de los sastres.

El coche negro, polvoriento y abolladosubió a la acera cerca del callejón,donde esperaban tres oficiales de laSchupo, impecables en sus uniformesverdes, con insignias muy anaranjadasen el cuello y altos gorros verdes ynegros.

Un hombre de mediana edad, conbigote, que vestía un traje de tres piezasde lino color blanco tiza, bajó delvehículo por la portezuela del pasajero.El coche se elevó varios centímetros alverse libre de su considerable peso. Elgordo cubrió con el sombrero panamá su

pelo encanecido y ya ralo, que peinabahacia atrás, y vació a golpecitos su pipade espuma de mar.

El motor fue dando trompiconeshasta que al final se quedó en silencio.Mientras se guardaba en el bolsillo lapipa amarillenta, el inspector Willi Kohlechó un vistazo algo exasperado a esevehículo. Los grandes investigadores dela SS y la Gestapo tenían Mercedes yBMW, pero los inspectores de la Kripo,aun los más antiguos, como Kohl, debíanconformarse con coches Auto Union. Yde los cuatro anillos entrelazados querepresentaban a las empresascombinadas (Audi, Horch, Wanderer y

DKW) se le había proporcionado,naturalmente, uno de los modelos másmodestos, con dos años de antigüedad.Aunque su coche funcionaba a gasolina,sus iniciales, DKW, correspondían a laspalabras «vehículo propulsado avapor».

Konrad Janssen, bien afeitado y sinsombrero, como tantos de losinspectores jóvenes en aquel entonces,emergió del asiento del conductorabrochándose la chaqueta cruzada deseda verde. Luego cogió delportamaletas un portafolio y la cámaraLeica.

Kohl se palpó el bolsillo para

comprobar si tenía allí su libreta y lossobres de pistas, y se dirigió hacia losoficiales de la Schupo.

—Heil Hitler, inspector —dijo elmayor de los tres, con un dejo defamiliaridad en la voz.

Kohl, que no lo reconocía, sepreguntó si se habrían encontrado enalguna ocasión anterior. Los de laSchupo (patrulleros urbanos) podíancolaborar de vez en cuando con losinspectores, pero técnicamente noestaban a las órdenes de la Kripo. Kohlno los veía con regularidad.

Levantó el brazo en algo parecido alsaludo del Partido.

—¿Dónde está el cuerpo?—Por aquí, señor. En el pasaje

Dresden.Los otros oficiales se mantenían más

o menos en posición de firmes. Semostraban cautelosos. Los oficiales del a Schupo eran muy hábiles paradetectar infracciones de tráfico, atraparcarteristas y apartar a la multitud cuandoHitler recorría la ancha avenida deUnter den Linden, pero un homicidiorequería discernimiento. Si el homicidaera un ladrón había que protegercuidadosamente el escenario; si eran lastropas de asalto o la SS, ellos debíandesaparecer lo antes posible y olvidar

lo que hubieran visto.Kohl dijo al mayor de los Schupo:—Dígame todo lo que sepa.—Sí, señor. Me temo que no es

mucho. En el distrito de Tiergartenrecibimos una llamada. He venidoinmediatamente. He sido el primero enllegar.

—¿Quién ha llamado? —Kohl seadentró en el callejón; luego se volviópara hacer un gesto impaciente a losotros policías, indicándoles que lesiguieran.

—No ha dado el nombre. Era unamujer que había oído un disparo poraquí.

—¿A qué hora llamó?—Alrededor del mediodía, señor.—Y usted ¿a qué hora ha llegado?—He partido en cuanto el

comandante me avisó.—¿Y a qué hora ha llegado? —

insistió Kohl.—Más o menos a las doce y veinte,

y media. —El hombre señaló unestrecho desvío sin salida.

En los adoquines, de espaldas, yacíaun hombre cuarentón, con exceso depeso. La causa de la muerte era clara:una herida en el costado de la cabeza,que había sangrado abundantemente. Elhombre tenía las ropas desaliñadas y los

bolsillos hacia fuera. Sin duda alguna lohabían matado allí mismo; las marcas desangre llevaban a esa conclusión obvia.

El inspector dijo a los dos Schupomás jóvenes:

—Por favor, miren si puedenencontrar testigos, sobre todo en lasbocas de este callejón. Y en estosedificios. —Señaló con la cabeza lasdos construcciones de ladrillo que losrodeaban, pese a haber notado que notenían ventanas—. Y en esa cafeteríapor la que pasamos. «Bierhaus» sellamaba.

—Sí, señor. —Los hombres sealejaron a paso enérgico.

—¿Lo habéis revisado?—No —dijo el mayor de los

Schupo. Luego añadió—: Sólo paraverificar que no fuera judío, desdeluego.

—Pues entonces sí lo habéisrevisado.

—Sólo le he abierto los pantalones.Y ya ve usted que los he vuelto aabrochar.

Kohl se preguntó si, al decidirse quela muerte de hombres circuncidadossería de baja prioridad, se había tenidoen cuenta que a veces aquelprocedimiento se realizaba por motivosmédicos hasta en el más ario de los

bebés. Revisó los bolsillos del muerto,pero no halló ninguna identificación. Enrealidad no había allí absolutamentenada. Qué extraño.

—¿No le habéis sacado nada? ¿Notenía documentos, efectos personales…?

—No, señor.El inspector se arrodilló, respirando

con dificultad, para examinarminuciosamente el cuerpo. Descubrióque el hombre tenía las manos suaves,libres de callos.

—Con estas manos —dijo, mediopara sí mismo, medio para KonradJanssen—, con las uñas recortadas yresiduos de talco en la piel, no puede

haber hecho tareas muy duras. En losdedos tiene tinta, pero no mucha, lo cualsugiere que tampoco se dedicaba atrabajos de impresión. Además, ladistribución de las manchas delata quese las hizo escribiendo a mano,probablemente registros contables ycorrespondencia.

No es periodista; si lo fuera tendríamina de lápiz en las manos y no veonada de eso. —Kohl lo sabía porque,desde la llegada del nacionalsocialismoal poder, había investigado la muerte dediez o doce periodistas. Ninguno de loscasos estaba cerrado y ninguno erainvestigado activamente—.

Comerciante, profesional, funcionario,agente del Gobierno…

—Bajo las uñas tampoco tiene nada,señor.

Kohl hizo un gesto afirmativo. Luegopalpó las piernas del muerto.

—Como he dicho, lo más probablees que fuera un intelectual. Pero tiene laspiernas muy musculosas. Y los zapatos,muy gastados. Ach, me arden los piessólo de verlos. Creo que hacía largascaminatas. —El inspector se incorporócon un gruñido de esfuerzo.

—Un almuerzo temprano y luego unpaseo.

—Sí, es muy probable. Allí veo un

palillo de dientes que podría ser suyo.—Kohl lo recogió para olfatearlo. Ajo.Se inclinó; cerca de la boca de lavíctima se percibía el mismo olor—. Sí,creo que sí. —Dejó caer el palillo enuno de sus pequeños sobres de papelmanila y lo selló.

El joven oficial continuaba:—Por lo tanto, ha sido víctima de un

robo.—Es posible —reconoció Kohl

lentamente—. Pero no creo. ¿Qué ladrónse lleva todo lo que la víctima tieneencima? Además, no hay quemaduras depólvora en el cuello ni en la oreja. Esosignifica que la bala fue disparada desde

cierta distancia. Un asaltante lo habríaencañonado desde más cerca, cara acara. Este hombre recibió el disparodesde atrás y al costado. —Lamió lapunta de un lápiz romo para apuntar esasobservaciones en su arrugada libreta—.Sí, sí, no dudo de que haya asaltantesque esperen escondidos y disparencontra la víctima antes de robarle. Peroeso no concuerda con lo que sabemos dela mayoría, ¿verdad?

La herida también sugería que elasesino no había sido de la Gestapo, dela SS o miembro de las Tropas deAsalto. En esos casos el disparo solíaser a quemarropa, a la parte frontal del

cerebro o en la nuca.—¿Qué hacía en este callejón? —

musitó el aspirante a inspector mientraspaseaba una mirada en derredor, comosi pudiera hallar la respuesta en elsuelo.

—Esa pregunta todavía no nosinteresa, Janssen. Este pasaje es un atajomuy usado entre las calles Spener yCalvin. Puede que el hombre tuviera unpropósito ilícito, pero habrá queaveriguar eso a partir de las pistas, node su ruta.

Kohl volvió a examinar la herida dela cabeza; luego fue hasta la pared delcallejón, contra la cual había salpicado

una considerable cantidad de sangre.—Ah —exclamó, encantado al ver

que la bala estaba allí, en el sitio dondelos adoquines se encontraban con labase del muro. La recogió con cuidado,utilizando una servilleta de papel.Estaba apenas mellada. La reconocióinmediatamente como una nuevemilímetros. Eso significaba que, muyprobablemente, había sido disparadapor una pistola automática, que habríaexpulsado el cartucho de bronce usado.

—Por favor, oficial —dijo al tercerSchupo—, revise el suelo en esta zona,centímetro a centímetro. Busque unacápsula de bronce.

—Sí, señor.Kohl sacó del bolsillo de su chaleco

un monóculo de aumento, que usó paraexaminar el proyectil.

—La bala ha quedado en muy buenestado. Eso es alentador. En el Alexveremos qué nos dicen las marcas. Sonmuy nítidas.

—Conque el asesino tenía un armanueva —dedujo Janssen. De inmediatoacotó su comentario—: O un arma viejaque se había disparado muy pocasveces.

—Muy bien, Janssen. Eso era lo queyo estaba a punto de decir. —Kohlguardó la cápsula en otro sobre de papel

manila, que también selló. Apuntó otrasnotas.

Janssen volvía a observar elcadáver.

—Si no le robaron, señor, ¿por quélos tiene hacia fuera? —preguntó—. Merefiero a los bolsillos.

—¡Pero si no he dicho que no lerobaran! Sólo que no estoy seguro deque el motivo principal fuera el robo…Ah, ya veo. Ábrale bien la americana.

Su ayudante obedeció.—¿Ve la hebras?—¿Dónde?—¡Aquí, hombre! —señaló el

inspector.

—Sí, señor.—Han cortado la etiqueta. ¿En el

resto de las prendas también?—Identificación —dijo el joven, con

un gesto afirmativo, mientras buscaba enla camisa y los pantalones—. Elhomicida no quiere que sepamos a quiénha matado.

—¿Marcas en los zapatos?Janssen se los quitó para

examinarlos.—Ninguna, señor.Kohl les echó un vistazo. Luego

palpó la chaqueta del difunto.—El traje es de tela de… ersatz. —

Había estado a punto de cometer el error

de utilizar la frase «tela de Hitler», enreferencia al falso paño hecho con fibrasde árbol. Había un chascarrillo popular:«si tienes un desgarrón en el traje,riégalo y exponlo al sol; la tela volveráa crecer». El Führer había anunciadoplanes para independizar al país de losproductos importados. Cintas elásticas,margarina, gasolina, aceite paramotores, goma, telas… todo sefabricaba con materiales alternativosproducidos en la misma Alemania. Elproblema era, desde luego, el mismoque planteaban los sucedáneos encualquier lugar: simplemente no eranmuy buenos; a veces la gente los

denominaba, despectivamente,«productos de Hitler». Pero no eraprudente utilizar ese término en público:alguien podía denunciarte por decir algoasí.

La importancia del descubrimientoera que indicaba que el hombre debía deser alemán. En los últimos tiempos casitodos los extranjeros traían monedapropia, con la que tenían un gran poderadquisitivo, y ninguno de elloscompraría voluntariamente ropas tanbaratas como esas.

Pero ¿por qué deseaba el asesinomantener en secreto la identidad de suvíctima? La tela ersatz insinuaba que el

hombre no tenía mucha importancia.Claro que muchos altos funcionarios delPartido Nacionalsocialista estaban malpagados. Y hasta los que cobrabansueldos decentes solían utilizarsucedáneos de telas por lealtad alFührer. ¿Sería posible que el motivo dela muerte fuera el trabajo desempeñadopor la víctima dentro del Partido o delGobierno?

—Interesante —dijo Kohl,incorporándose con movimientos rígidos—. El homicida mata a un hombre enuna parte muy transitada de la ciudad.Sabe que alguien puede oír el ruido deldisparo, pero aun así se detiene a cortar

las etiquetas de la ropa, arriesgándose aque lo sorprendan con las manos en lamasa. Esto aumenta mi curiosidad poraveriguar quién era este infortunadocaballero. Tómele las huellas digitales,Janssen. Si esperamos a que lo haga elmédico forense no acabaremos nunca.

—Sí, señor. —El joven oficial abriósu portafolio para sacar el equipo ycomenzó su trabajo.

Kohl, mientras tanto, observaba losadoquines.

—He estado diciendo «homicida»,en singular, Janssen, pero podrían habersido diez o doce, claro está. El caso esque en el suelo no veo nada de la

coreografía de este hecho. —Enescenarios más abiertos, el infameviento arenoso de Berlín esparcíaconvenientemente un polvo delator porel suelo, pero ese callejón estaba másprotegido.

—Señor… inspector —llamó eloficial de la Schupo—, no heencontrado ningún casquillo por aquí.Ya he revisado toda la zona.

Eso preocupó a Kohl. Janssendetectó la expresión de su jefe. Elinspector explicó:

—Porque no sólo cortó las etiquetasde la ropa, sino que también se tomó eltiempo necesario para buscar el

casquillo de la bala.—Conque es un profesional.—Como siempre digo, Janssen,

cuando se deduce algo no se debenexpresar las conclusiones como sifueran certidumbres. Si uno actúa así, lamente se cierra instintivamente a otrasposibilidades. Antes bien, convienedecir que nuestro sospechoso puedeposeer un alto grado de diligencia yatención a los detalles. Tal vez sea unasesino profesional, tal vez no. Tambiénes posible que una rata o un pájaro sehayan llevado el objeto brillante. O queun chaval lo haya recogido antes de huiraterrorizado al ver el muerto. Y hasta es

posible que el asesino sea un hombrepobre que desee sacar provecho delbronce.

—Por supuesto, inspector —dijoJanssen, moviendo afirmativamente lacabeza, como si estuviera memorizandoesas palabras.

En el breve tiempo que llevabantrabajando juntos, el inspector habíadescubierto dos cosas sobre suayudante: que era incapaz de usar laironía y que aprendía con notableceleridad. Esta última cualidad era unregalo del cielo para el impacienteveterano. Con respecto a lo primero, encambio, le habría gustado que el

muchacho bromeara con más frecuencia;la profesión de policía está muynecesitada de sentido del humor.

Janssen acabó de tomar las huellasdigitales, cosa que hizo con muchadestreza.

—Ahora empolve los adoquinesalrededor del cadáver y fotografíecualquier huella que encuentre. Puedeque el homicida haya tenido la astuciade quitar las etiquetas, pero no tantacomo para no tocar el suelo mientras lohacía.

Tras pasar cinco minutosesparciendo un polvo fino en torno alcadáver, el joven dijo:

—Creo que aquí hay algunas, señor.Mire usted.

—Sí, son buenas. Regístrelas.Después de fotografiar las huellas,

el muchacho se incorporó para tomarotras fotos del cadáver y el escenario.El inspector caminó lentamentealrededor. Luego sacó otra vez elmonóculo de aumento y se lo colgó delcuello con el cordón verde que lapequeña Hanna le había trenzado comoregalo de Navidad. Examinó un puntodel adoquinado, cerca del cuerpo.

—Escamas de piel, al parecer. —Las observó con atención—. Viejas ysecas. Pardas. Demasiado tiesas para

ser de guantes. Quizá de zapatos, de uncinturón, de una mochila vieja o unamaleta que tal vez cargaba el asesino osu víctima.

Recogió esas escamas paraguardarlas en otro sobre de papelmanila. Luego humedeció la goma paracerrarlo.

—Tenemos un testigo, señor —anunció uno de los jóvenes de laSchupo—, pero no se muestra muydispuesto a cooperar.

Un testigo. ¡Excelente! Kohl siguióal oficial hacia la boca del callejón. Allíotro de los agentes empujaba a unhombre hacia delante. El testigo parecía

tener unos cuarenta años. Vestía unmono de trabajo. Tenía un ojo de cristal,el izquierdo, y el brazo derecho pendíaal costado, inútil. Uno de los cuatromillones que habían sobrevivido a laguerra, pero con el cuerpo alterado parasiempre por la terrible experiencia.

El Schupo lo empujó hacia Kohl.—Suficiente, oficial —dijo el

inspector con severidad—. Gracias. —Y añadió, dirigiéndose al testigo—:Quiero ver su documentación.

El hombre le entregó su carné deidentidad. Kohl le echó un vistazo. Encuanto se lo hubo devuelto olvidó todoslos datos del documento, pero hasta el

más somero de esos exámenes por partede un funcionario policial hacía que lostestigos colaboraran de muy buena gana.

Aunque no en todos los casos.—Me gustaría ayudar. Pero como he

dicho al oficial, señor, en realidad no hevisto gran cosa. —El hombre se quedóen silencio.

—Sí, venga, dígame lo que enverdad ha visto. —Un gesto impacientede la gruesa mano de Kohl.

—Sí, inspector. Estaba fregando lasescaleras del sótano del númerocuarenta y ocho. Allí. —Señaló una casafuera del callejón—. Ya verá usted queestaba por debajo del nivel de la acera.

He oído algo que me pareció laexplosión de un tubo de escape.

Kohl gruñó. Desde el año treinta ytres sólo un idiota podía pensar en tubosde escape; cualquiera pensaba en balas.

—He continuado fregando sin darleimportancia. —Para demostrarlo, elhombre señaló su camisa y suspantalones; los tenía húmedos—. Diezminutos después he oído un silbido.

—¿Un silbato policial?—No, señor. Un silbido, como el

que se hace soplando entre los dientes.Era muy potente. Al mirar hacia arribahe visto a un hombre que salíacaminando del callejón. El silbido era

para llamar a un taxi. El coche se detuvofrente a mi edificio. El hombre hapedido al conductor que lo llevara alrestaurante jardín Estival.

Eso del silbido era algo fuera de locomún, reflexionó Kohl. Uno podíasilbar para llamar a un perro, a uncaballo. Pero llamar así a un taxi eradenigrante para el conductor. EnAlemania todas las profesiones y oficiosmerecían igual respeto. ¿Revelaba esoque el sospechoso era extranjero? ¿Osimplemente un grosero? Apuntó laobservación en su libreta.

—¿El número del taxi? —Había quepreguntarlo, desde luego, pero Kohl

recibió la respuesta que esperaba:—Pues no tengo ni idea, señor.—Jardín Estival. —Era un nombre

común—. ¿Cuál?—Creo haber oído «calle

Rosenthaler».El inspector asintió, entusiasmado

por tener tan buena pista a esa tempranaaltura de la investigación.

—Rápido: ¿qué aspecto tenía esehombre?

—Como le he dicho, señor, yoestaba en la escalera, abajo. Sólo lo hevisto de espaldas, cuando detenía eltaxi. Era un hombre grande, de más dedos metros de altura. Fornido, pero no

gordo. Eso sí: hablaba con acento.—¿Qué tipo de acento? ¿De otra

región de Alemania? ¿O de otro país?—Más o menos como la gente del

sur, en todo caso. Pero tengo un hermanoque vive cerca de Munich y este sonabadiferente.

—¿De otro país, tal vez? En estosdías, por lo de las Olimpiadas, tenemosaquí a muchos extranjeros.

—No sé, señor. He pasado toda lavida en Berlín. Y sólo una vez he salidode la patria. —Señaló con el mentón subrazo inutilizado.

—¿Tenía un portafolio de piel?—Sí, creo que sí.

Kohl dijo a su asistente:—Origen probable de las escamas

de piel. —Se volvió hacia el testigo—:¿Y usted no le ha visto la cara?

—No, señor, como ya le he dicho.El inspector bajó la voz.

—Si yo le prometo que no apuntarésu nombre, para que en el futuro no sevea involucrado, ¿podría recordar algomás de su aspecto?

—Le digo la verdad, señor: no le hevisto la cara.

—¿Edad?El hombre meneó la cabeza.Sólo sé que era corpulento y que

vestía un traje claro. Me temo que no sé

de qué color. Ah, sí… llevaba unsombrero como los que usa el ministroGöring.

—¿Qué clase de sombrero es ese?—preguntó Kohl.

—Pardo, de ala estrecha.—Ah, eso servirá. —El inspector

miró al portero de arriba abajo—. Muybien, ya puede irse.

—Heil Hitler —dijo el hombre conpatético entusiasmo. Y le hizo unenérgico saludo, tal vez para compensarla necesidad de hacerlo con el brazoizquierdo.

El inspector respondió con undistraído «Heil» y regresó junto al

cadáver. Ambos recogieronapresuradamente el equipo.

—Deprisa. Vamos al Jardín Estival.Mientras iban hacia el coche Willi

Kohl hizo una mueca de dolor y se mirólos pies. Ni siquiera esos carísimoszapatos de piel, forrados con el mássuave vellón de cordero, servían demucho para aliviar los dedos y losarcos. Y esos adoquines eranespecialmente brutales.

De pronto notó que Janssen, a sulado, aminoraba el paso.

—Gestapo —susurró el joven.El inspector levantó la vista,

consternado. Peter Krauss se acercaba,

vestido con un raído traje pardo y unsombrero flexible del mismo color. Dosde sus jóvenes ayudantes, más o menosde la edad de Janssen, se quedaronatrás.

¡Justo ahora! En ese mismo instanteel sospechoso podía estar en elrestaurante, sin sospechar que lo habíandetectado.

Krauss caminó tranquilamente hacialos dos inspectores de la Kripo.Goebbels, el ministro de Propaganda,gustaba de hacer fotografiar a ariostípicos con sus familias para utilizar ensus publicaciones. Peter Krauss podríahaber servido de modelo para esas

fotos: era alto, esbelto, rubio. Habíasido colega de Kohl hasta que loinvitaron a unirse a la Gestapo, debido asu experiencia en la investigación dedelitos políticos.

Cuando los nacionalsocialistasasumieron el poder, el antiguoDepartamento IA de la Kripo fueseparado del cuerpo de policía y pasó aformar parte de la Gestapo. Krauss eracomo tantos alemanes prusianos:nórdico, con algo de sangre eslava; noobstante, en las oficinas se rumorabaque sólo se le había invitado a cambiar

de trabajo después de que modificara sunombre de pila, Pietr, que olía a eslavo.

Kohl sabía que Krauss era uninvestigador metódico, aunque nuncahabían trabajado juntos, pues él siemprese había negado a ocuparse de delitospolíticos y en ese momento a la Kripo sele prohibía hacerlo.

—Buenas tardes, Willi.—Heil Hitler. ¿Qué te trae por aquí,

Peter?Janssen lo saludó con una

inclinación de cabeza; el investigador dela Gestapo hizo lo mismo.

—He recibido una llamadatelefónica de nuestro jefe —dijo a Kohl.

¿Se refería acaso a HeinrichHimmler en persona? Era posible. Unmes atrás el jefe de la SS habíaconsolidado todas las fuerzas policialesde Alemania bajo su control; así sehabía creado la Sipo, la división quevestía de paisano; incluía a la Gestapo,l a Kripo y la notoria SD, que era ladivisión de inteligencia de la SS.Himmler había sido nombrado jefeestatal de policía; cuando se anunciarontodos aquellos cambios, a Kohl le habíaparecido un título bastante modesto parala cabeza del cuerpo policial máspoderoso del planeta.

Krauss continuó:

— E l Führer le ha ordenado quemantenga la ciudad libre de máculamientras duren las Olimpiadas.Debemos investigar todos los delitosgraves que se cometan cerca del estadio,la Villa Olímpica y el centro de laciudad, y cuidar de que los delincuentessean atrapados cuanto antes. Y aquítenemos un homicidio a dos pasos delTiergarten. —El hombre chasqueó lalengua, consternado.

Kohl echó un vistazo a su reloj,desesperado por llegar al Jardín Estival.

—Debo irme, Peter.El hombre de la Gestapo se agachó

para examinar atentamente el cadáver.

—Lamentablemente, con tantosperiodistas extranjeros en la ciudad…Es difícil controlarlos, vigilarlos.

—Sí, sí, pero…—Debemos asegurarnos de que esto

se resuelva antes de que se enteren. —Krauss se levantó y caminó en un lentocírculo en torno al muerto—. ¿Quién es?¿Ya se sabe?

—Todavía no. No tiene carné deidentidad. Dime, Peter: ¿es posible queesto tenga algo que ver con algún asuntode la SS o la SA?

—Que yo sepa, no —respondió,frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué?

—De camino hacia aquí, Janssen y

yo nos hemos dado cuenta de que habíamuchas patrullas deteniendo a la gentepara revisar sus documentos. Sinembargo no hemos sabido que hubieraningún operativo.

—Ah, no tiene importancia. —Elinspector de la Gestapo descartó elasunto con un ademán—. Un pequeñoasunto de seguridad. Nada que debapreocupar a la Kripo.

Kohl volvió a consultar su reloj debolsillo.

—Oye, Peter, tengo prisa. El otro seincorporó:

—¿Le han robado?—Falta todo el contenido de los

bolsillos —fue la impaciente respuesta.Krauss observó el cadáver durante

un largo rato. Kohl sólo podía pensar enel sospechoso; lo imaginaba sentado enel Jardín Estival, liquidando un plato deschnitzel o de wurst.

—Debo irme —insistió.—Un momento. —Krauss continuaba

estudiando el cadáver. Por fin, sinlevantar la vista, dijo—: Tendríasentido que el asesino fuera unextranjero.

—¿Un extranjero? Pues… —Janssenhabló con celeridad, enarcando las cejasjuveniles, pero su jefe lo acalló con unamirada penetrante.

—¿Qué decía? —preguntó Krauss.El aspirante a inspector se repuso de

inmediato.—Iba a preguntarle por qué tendría

sentido.—El callejón desierto, la falta de

documentos de identificación, undisparo a sangre fría… Cuando se pasaun tiempo en este oficio, aspirante ainspector, uno desarrolla cierta intuiciónpara saber quién ha perpetrado loshomicidios de este tipo.

—¿Homicidios de qué tipo? —Kohlno pudo resistir la tentación depreguntarlo. En esos tiempos, quemataran a un hombre de un disparo en un

callejón de Berlín no era en absolutoalgo extraordinario.

Pero Krauss no respondió.—Muy probablemente, un rumano o

un polaco. Gente violenta, sin duda. Ycon motivos de sobra para asesinar aalemanes inocentes. También podría serun checo. Del Este, por supuesto, no del a Sudetenland. Son famosos por sucostumbre de disparar por la espalda.

Kohl iba a añadir: «Igual que lasTropas de Asalto». Pero se limitó adecir:

—En ese caso esperemos que elcriminal resulte ser eslavo. El otro noreaccionó ante esa referencia a sus

propios orígenes étnicos. Otra mirada alcadáver.

—Haré averiguaciones, Willi. Haréque mi gente se ponga en contacto conlos Hombres A de la zona.

El de la Kripo comentó:—Es un alivio que se utilicen

informantes nacionalsocialistas. Sonmuy buenos para esto. Y hay tantos…

—Desde luego.Janssen, bendito muchacho, también

echó una mirada impaciente a su reloj.Luego dijo con una mueca:

—Llevamos mucho retraso para esaentrevista, señor.

—Sí, sí, es cierto. —Kohl iba a salir

del callejón, pero se detuvo para decir aKrauss: ¿Puedo hacerte una pregunta?

—¿Sí, Willi?—¿Qué tipo de sombrero usa el

ministro Göring?—¿Me preguntas…? —Su colega

frunció las cejas.—Göring. ¿Qué tipo de sombrero

usa?—Pues mira, no tengo ni idea —

reconoció Krauss, momentáneamentesorprendido, como si todo buen oficialde la Gestapo debiera estar bienversado en el tema—. ¿Por qué?

—No tiene importancia.—Heil Hitler.

—Heil.Mientras se dirigían

apresuradamente hacia el DKW, Kohlordenó, sin aliento:

—Entregue el rollo de película a unode los oficiales de la Schupo. Que lalleve inmediatamente al cuartel general.Quiero esas fotos al momento.

—Sí, señor.El joven se desvió de su camino

para entregar el rollo a un agente;después de darle instrucciones alcanzó aKohl, quien llamó a uno de la Schupopara decirle:

—Cuando lleguen los hombres deldepartamento forense, dígales que

quiero recibir cuanto antes el informe dela autopsia. Quiero saber quéenfermedades sufría nuestro amigo aquípresente. En particular, si tenía gonorreao tisis. Y si estaban avanzadas. Y elcontenido del estómago. Tambiéntatuajes, fracturas, cicatrices deoperaciones quirúrgicas.

—Sí, señor.—No olvide decirles que es urgente.Tan ocupado estaba el forense en

esos días que podía tardar entre ocho ydiez horas en hacer retirar el cadáver; laautopsia solía requerir varios días.

Al correr hacia el DKW Kohl hizoun gesto de dolor: se le había movido el

vellón de cordero dentro de los zapatos.—¿Cuál es la ruta más rápida para

llegar al Jardín Estival? No importa yaveremos. —Miró en derredor—. ¡Allí!—Gritó, señalando un puesto deperiódicos—. Vaya a comprar todos losdiarios que tengan.

—Sí, señor, pero ¿por qué?Willi Kohl se dejó caer en el asiento

del conductor y presionó el botón deencendido. Su voz, aunque agitada, aúnlograba transmitir impaciencia:

—Porque necesitamos una foto deGöring con sombrero, claro está.

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e pie en la esquina, con un sobadoejemplar del Berlin Journal en las

manos, Paul estudiaba el restauranteJardín Estival: mujeres enguantadas quebebían café, hombres que acababan lacerveza a grandes tragos y se tocabanlos mostachos con servilletas de hilobien planchadas, para quitar la espuma.Gente que disfrutaba del sol de la tarde,fumando.

Paul Schumann, completamenteinmóvil, miraba y miraba.

Descabalado…

Igual que cuando uno compone,retirando las letras de metal de su cajapara formar palabras y frases.

«Cuidado con las pes y las cus»,advertía su padre constantemente; «esasletras son fáciles de confundir, pues eltipo es el anverso exacto de la letraimpresa».

Ahora estudiaba el Jardín Estivalcon idéntica atención. No habíareparado en el Camisa Parda que loobservaba desde la cabina telefónica,frente al pasaje Dresden. Para un sicarioera un error imperdonable; no volvería acometerlo.

Pasados algunos minutos aún no

había detectado ningún peligroinmediato, pero ¿qué sabía uno? Tal vezla gente que él observaba erasimplemente lo que aparentaba: tíosnormales que habían salido a comer y ahacer algún recado en aquella pesada yperezosa tarde de sábado, sin ningúninterés por la gente que estaba en lacalle. P ero quizá eran tan suspicaces ymortíferamente leales a los nazis comoHeinsler, el hombre del Manhattan.

«Quiero al Führer…».

Arrojó el diario a una papelera ycruzó la calle para entrar en elrestaurante.

—Una mesa para tres, por favor —dijo al jefe de camareros.

—Donde guste, donde guste —respondió el atribulado hombre. Paulocupó una mesa dentro. Echó una miradadisimulada a su alrededor. Nadie leprestaba atención.

Al menos eso parecía. Pasó uncamarero:

—¿Qué desea?—Por ahora una cerveza.—¿De qué tipo? —Y comenzó a

nombrar marcas que él nunca habíaoído.

—La primera. En vaso grande.El camarero se acercó hacia el bar y

regresó un momento después, trayendoun vaso alto Pilsen. Paul bebió conansia, pero descubrió que el sabor ledisgustaba: era casi dulce, como defruta. Apartó el vaso y encendió uncigarrillo, que sacó de la cajetilla pordebajo de la mesa para que nadie vierala etiqueta norteamericana. Al levantarla vista, vio que Reginald Morganentraba a paso tranquilo, mirando enderredor.

Al ver a Paul se acercó a él y losaludó en alemán:

—Cuánto me alegra volver a verte,amigo.

Después de estrecharle la mano se

sentó al otro lado de la mesa. Se enjugócon un pañuelo la cara húmeda; sus ojostenían una expresión atribulada.

—Por un pelo. La Schupo ha llegadojusto cuando me alejaba.

—¿Te ha visto alguien?—No, no creo. Salí por el otro

extremo del callejón.—¿Estamos seguros aquí? —

preguntó Paul, mirando a ambos lados—. ¿No sería mejor salir?

—No. A esta hora sería mássospechoso llegar a un restaurante yretirarse de inmediato, sin habercomido. Esto no es como Nueva York:cuando se trata de la comida los

berlineses no se dejan meter prisa. Lasoficinas cierran durante dos horas paraque la gente pueda almorzar como Diosmanda. Y también desayunan dos veces.—Morgan se dio unas palmaditas en elvientre—. Ya comprenderás por qué mealegró que me destinaran aquí.

Echó una ojeada rápida alrededor yagregó:

—Toma. —Empujó un grueso librohacia su compañero—. Ya ves que nome he olvidado de devolvértelo.

En la cubierta se leían las palabrasalemanas Mein Kampf, que Paul tradujocomo «mi lucha», y el nombre de Hitler.¿El tío había escrito un libro?

—Gracias. No había prisa, hombre.Aplastó su cigarrillo en el cenicero,

pero en cuanto estuvo frío se lo guardóen el bolsillo, para no dejar rastros quepudieran delatar su paradero.

Morgan se inclinó hacia delante,sonriente, como si le estuviera contandoun chascarrillo soez:

—Dentro del libro hay cien marcos.Y la dirección de la casa donde tealojarás. Es una pensión. Está cerca dela plaza Lützow, al sur del Tiergarten.Te he apuntado también cómo llegar.

—¿Está en la planta baja?—¿El apartamento? No sé. No he

preguntado. ¿Estás pensando en las

posibles vías de escape?De hecho, estaba pensando en la

madriguera del borracho Malone, consus puertas y ventanas clausuradas y elgrupo de marines armados que loesperaban para darle la bienvenida.

—En efecto.—Mira, échale un vistazo. Si no te

convence tal vez puedas cambiar desitio. La encargada parece biendispuesta. Se llama Käthe Richter.

—¿Es nazi?Morgan respondió, en voz baja:—No uses esa palabra. Te delatarás.

«Nazi», en la jerga de los bávaros,significa «inocentón», El apócope

correcto es «nazo», pero tampoco se usamucho por aquí. Debes decir«nacionalsocialista». Algunos usan lassiglas: NSDAP. También puedes decir«el Partido». Y dilo en tono dereverencia. En cuanto a la señoritaRichter, no parece estar a favor ni encontra. —Morgan señaló la cerveza conun gesto—. ¿No te gusta?

—Agua con meados.Morgan se echó a reír.—Es cerveza de trigo. La beben los

niños. ¿Por qué la has pedido?—Había mil tipos diferentes. Nunca

los había oído nombrar.—Pediré yo por ti. —Cuando llegó

el camarero dijo—: Por favor, tráiganosdos cervezas Pschorr. Salchichas y pan.Con coles y pepinillos en vinagre. Ymantequilla, si es que hoy tienen.

—Sí, señor. —El hombre se llevó lacopa de Paul. Morgan continuó:

—Dentro del libro hay también unpasaporte ruso con tu foto y rublos porvalor de cien dólares. En caso deemergencia, ve a la frontera con Suiza.Los alemanes te dejarán pasar, felicesde librarse de otro ruso. No te quitaránlos rublos, pues no se les permitegastarlos. A los suizos no les importaráque seas bolchevique; te recibiránencantados de que gastes tu dinero allí.

Ve a Zurich y haz llegar un mensaje a laEmbajada de Estados Unidos. Gordon seocupará de sacarte. Ahora bien: despuésde lo que ha sucedido en el pasajeDresden debemos tener muchísimocuidado. Como te he dicho, es obvio queen la ciudad está sucediendo algo. En lacalle hay muchas más patrullas que decostumbre. Tropas de Asalto, lo cual noes tan extraño, puesto que no tienen otracosa en qué pasar el tiempo que desfilary patrullar. Pero también hay gente de laSS y de la Gestapo.

—¿Qué son?—La SS… ¿Has visto esos dos que

están fuera, en la terraza? Los de

uniforme negro.—Sí.—Originariamente eran la guardia

personal de Hitler. Ahora son otroejército privado. En general visten denegro, pero algunos van de uniformegris. La Gestapo es la policía secreta;van de paisano. Son pocos, pero muypeligrosos. Su jurisdicción es,principalmente, el delito político. Peroen la Alemania de hoy cualquier cosapuede ser considerada un delito político.Escupir en la acera es una ofensa contrael honor del Führer, de modo que teenvían a la cárcel de Moabit o a uncampo de concentración.

Llegaron la comida y la cervezaPschorr; Paul bebió de inmediato lamitad de su vaso. Era espesa y rica.

—Esta sí que es buena.—¿Te gusta? Una vez aquí caí en la

cuenta de que jamás podría volver abeber cerveza norteamericana. Parahacerla bien se requieren años deaprendizaje. Es un oficio tan respetadocomo un título universitario. Berlín es lacapital cervecera de Europa, pero lamejor se hace en Munich, allá enBaviera.

Paul comió con apetito. Pero lacerveza y la comida no eran lo másimportante que tenía en la mente.

—Tendremos que actuar deprisa —susurró. En su profesión, cada horapasada cerca del sitio del trabajo arealizar aumentaba el riesgo de seratrapado—. Necesito información y unarma.

Morgan asintió.—Mi contacto vendrá en cualquier

momento. Tiene información detalladasobre… el hombre que vas a visitar. Yesta tarde iremos a una casa de empeño.El propietario tiene un buen rifle para ti.

—¿Un rifle? —Paul frunció elentrecejo. Morgan inquirió, preocupado:

—¿No sabes usar un rifle?—Claro que sé. Fui soldado de

infantería. Pero acostumbro operar acorta distancia.

—¿Sí? ¿Te resulta más fácil?—No es cuestión de facilidad, sino

de eficacia.—Pues mira, Paul: tal vez sea

posible, aunque lo veo muy difícil, quepuedas acercarte a tu blanco losuficiente como para matarlo con unapistola. Pero te atraparían, sin duda, contantos Camisas Pardas y hombres de laSS y la Gestapo rondando por ahí.Entonces tu muerte sería lenta ydesagradable, te lo aseguro. Pero hayotro motivo para que utilices un rifle:tendrás que matarlo en público.

—¿Por qué? —preguntó Paul.—El senador ha dicho que, en el

Partido y en el Gobierno alemán, todossaben lo crucial que es Ernst para elrearme. Es importante que quien loreemplace sepa que, si continúa con loque él estaba haciendo, también estaráen peligro. Si Ernst muere«discretamente» Hitler lo ocultará todoy asegurará que falleció por accidente oenfermedad.

—Pues bien, lo haré en público —dijo el sicario—. Con un rifle. Perotendré que ver esa arma, familiarizarmecon ella, buscar un buen lugar para eloperativo, examinarlo con anticipación,

evaluar la luz y las brisas, ver cómollegar y cómo salir.

—Por supuesto. Tú eres el experto.Lo que digas. Paul acabó de comer.

—Después de lo que ha pasado en elcallejón tendré que esconderme. Iré a laVilla Olímpica a por mis cosas y memudaré cuanto antes a la pensión. ¿Lahabitación ya está lista?

Morgan contestó afirmativamente.Él bebió un poco más de cerveza;

luego se puso el libro de Hitler en elregazo y lo hojeó hasta hallar elpasaporte, el dinero y la dirección.Cogió la tira de papel donde le habíanapuntado los datos de la pensión.

Después de guardar el libro en elportafolio, memorizó la dirección y lasindicaciones para encontrarla, usótranquilamente el papel para limpiar lacerveza volcada en la mesa y lo amasóentre los dedos hasta reducirlo a pulpa.Luego deslizó la bola en el bolsillo,junto con las colillas de los cigarrillos,para deshacerse de ellos más adelante.

Morgan enarcó una ceja.—Ya me habían dicho que eras de

los buenos.Paul señaló su portafolio con la

cabeza.—Mi lucha —susurró—. El libro

escrito por Hitler. ¿De qué trata

exactamente?—Alguien dijo que era una

colección de ciento sesenta mil erroresgramaticales. Se supone que desarrollala filosofía de Hitler, pero básicamentees una estupidez impenetrable. Aun así,tal vez te convenga conservarlo. —Morgan sonrió—. En Berlín escaseanmuchas cosas. En este momento cuestaconseguir papel higiénico.

Una risa breve. Luego Paul preguntó.—Este hombre que esperamos…

¿cómo sabes que podemos confiar en él?—En la Alemania actual la

confianza es algo extraño. El riesgo estan grave y tan presente que no puedes

confiar en alguien sólo porque crea en tumisma causa.

En el caso de mi contacto, suhermano era sindicalista y las Tropas deAsalto lo mataron; por eso simpatiza connosotros. Pero como no estoy dispuestoa jugarme la vida a esa única carta,además le he pagado mucho dinero.Aquí tienen un dicho: «Si de su pancomo, su canción canto». Pues bien,Max come una buena cantidad de mipan. Y se encuentra en la precariaposición de haberme vendido materialmuy útil para mí y comprometedor paraél. Ahí tienes un ejemplo perfecto decómo funciona aquí la confianza: tienes

que sobornar o amenazar. Y yo prefierohacer ambas cosas simultáneamente.

Se abrió la puerta y Morgan entornólos ojos.

—Ah, ahí está —susurró.Un hombre flaco, que vestía traje de

mecánico, entró en el restaurante con unsaco pequeño echado al hombro. Miró asu alrededor, parpadeando paraacostumbrar la vista a la penumbra.Morgan agitó la mano y el hombre se lesacercó. Estaba obviamente nervioso; susojos iban de Paul a los otrosparroquianos, a los camareros, a lassombras de los corredores queconducían a los cuartos de baño y a la

cocina, para volver finalmente a Paul.

En la Alemania actual, «ellos»es todo el mundo.

Se sentó a la mesa, primero deespaldas a la puerta. Luego cambió deasiento para ver el resto del restaurante.

—Buenas tardes —saludó Morgan.—Heil Hitler.—Heil —respondió Paul.—Este amigo mío ha pedido que lo

llamemos Max.Ha trabajado para el hombre que

vienes a ver. En los alrededores de sucasa. Lleva provisiones; conoce al amade llaves y al jardinero. Vive en la

misma zona, Charlottenburg, al oeste deaquí.

Max no quiso comida ni cerveza;sólo pidió café, en el que echó un terrónde azúcar que dejó un residuopolvoriento en la superficie. Lo revolviócon vigor.

—Necesito saber de él todo lo quepuedas decirme —susurró Paul.

—Sí, sí, te lo diré. —Pero elhombre quedó en silencio; continuabamirando en derredor. Usaba lasuspicacia tal como utilizaba lociónpara aplastarse el pelo ralo. A Paul suintranquilidad le resultó irritante, por nodecir peligrosa. Max abrió el saco y le

ofreció una carpeta verde oscuro. Elsicario se apoyó en el respaldo, paraque nadie pudiera ver el contenido, y laabrió. Se encontró ante cinco o seisfotografías arrugadas; en ellas se veía aun hombre que vestía un traje de callecortado a medida, como corresponde aun caballero minucioso y detallista.Parecía estar en la cincuentena; tenía lacabeza redonda y pelo corto, gris oblanco. Usaba gafas de montura dealambre.

Paul preguntó:—¿Son de él con seguridad? ¿No

puede ser un doble?—Él no usa dobles. —El hombre

bebió un sorbo de café con manostrémulas y volvió a mirar a su alrededor.

Paul acabó de observarlas. Iba apedir a Max que se quedara con lasfotos y las destruyera al llegar a su casa,pero el hombre parecía demasiadonervioso; el norteamericano lo imaginódespavorido, olvidándolas en el tranvíao en el metro. Entonces deslizó lacarpeta al interior del portafolio, juntoal libro de Hitler; más tarde se desharíade ellas.

—Bien —dijo inclinándose haciadelante—, háblame de él. Dime todo loque sepas.

Max le transmitió lo que sabía de

Reinhard Ernst. El coronel conservabala disciplina y el porte militares, aunquehacía ya algunos años que no lo era. Selevantaba temprano y trabajaba muchashoras, seis o siete días a la semana. Seejercitaba con regularidad y era untirador experto. A menudo llevaba unapequeña pistola automática. Sudespacho estaba en el edificio de laCancillería, el de la calle Wilhelm; ibay venía conduciendo su propio coche,rara vez acompañado por un guardia. Elcoche era un Mercedes descapotable.

Paul analizó lo que acababa de oír.—Esa Cancillería… ¿Va allí todos

los días?

—Por lo general, sí. Pero a vecesviaja a los astilleros. Recientemente,también a las fábricas de Krupp.

—¿Quién es Krupp?—Sus empresas, fábricas de

municiones y blindados.—Y en la Cancillería, ¿dónde

aparca?—No lo sé, señor. Nunca he estado

allí.—¿Podrías averiguar dónde estará

en los próximos días? ¿Cuándo irá a laoficina?

—Sí, lo intentaré. —Una pausa—.No sé si… —Max dejó apagar la voz.

—¿Qué? —lo instó Paul.

—También sé algunas cosas de suvida personal. De su esposa, su nuera,su nieto. ¿Quiere conocer esa faceta desu vida? ¿O prefiere no saberlo?

Tocar el hielo.

—No —susurró Paul—. Dímelotodo.

Circulaban por la calle Rosenthaler,a toda la velocidad que permitía elpequeño motor, rumbo al restauranteJardín Estival. Konrad Janssen dijo a sujefe:

—Una pregunta, señor.—¿Si?—El inspector Krauss esperaba

descubrir que el asesino era unextranjero. Y tenemos pistas de que enverdad el sospechoso lo es. ¿Por qué nose lo ha dicho?

—Las pistas sólo insinúan quepodría serlo. Tampoco son muyconcluyentes. Lo único que sabemos esque podría hablar con acento y que hasilbado para llamar a un taxi.

—Sí, señor, pero ¿no habríamosdebido mencionarlo? Nos convendríacontar con los recursos de la Gestapo.

El obeso Kohl jadeaba y sudabaprofusamente por aquel calor. Legustaba el verano, pues la familia podíadisfrutar del Tiergarten y el Luna Park o

almorzar al aire libre en Wannsee o enel río Havel. Pero en cuanto al clima, aél le gustaba el otoño. Se enjugó lafrente antes de responder:

—No, Janssen, no deberíamoshaberlo mencionado ni deberíamosbuscar la ayuda de la Gestapo. Le dirépor qué. En primer lugar, desde laconsolidación del mes pasado, laGestapo y la SS hacen cuanto puedenpor privar a la Kripo de suindependencia. Debemos mantenerlahasta donde sea posible y para esoconviene que trabajemos solos. Ensegundo lugar, algo que es muchísimomás importante: los «recursos» de la

Gestapo suelen reducirse a arrestar aquien parezca siquiera remotamenteculpable. Y, a veces, a arrestar aquienes son inocentes a todas luces,pero cuya reclusión podría serconveniente.

El cuartel general de la Kripocontenía seiscientos calabozos, cuyafinalidad había sido, en otros tiempos, lamisma de las comisarías de policía detodas partes: retener a los delincuentesarrestados hasta que fueran llevados ajuicio o puestos en libertad. En lostiempos que corrían, esas celdas estabanllenas a rebosar con los acusados devagos crímenes políticos; eran vigiladas

por los de la SA, jóvenes brutales deuniforme pardo con brazaletes blancos.Esos calabozos eran una simple paradatransitoria en el camino a un campo deconcentración o al cuartel general de laGestapo, en la calle Prince Albrecht. Aveces, al cementerio.

Kohl continuó:—No, Janssen. Nosotros somos

artesanos que practicamos el refinadoarte del trabajo policial, no granjerossajones armados con guadañas parasegar a los ciudadanos por decenas en lapersecución de un solo culpable.

—Sí, señor.—No lo olvide nunca. —Meneó la

cabeza—. Ach, qué difícil es hacer estetrabajo en las arenas movedizas moralesque nos rodean. —Mientras detenía elcoche junto al bordillo echó un vistazo asu ayudante—. Por esto que he dicho,Janssen, usted podría hacerme arrestar yenviar a Oranienburg por un año, ¿sabe?

—No diré nada, señor.Kohl apagó el motor. Ambos bajaron

y caminaron al trote la amplia acera,rumbo al Jardín Estival. Al acercarseWilli Kohl detectó un aroma asauerbraten bien marinados; eran lo quedaba fama a ese lugar.

Janssen llevaba un ejemplar de Elobservador del pueblo, periódico

nacionalsocialista, en cuya primeraplana se destacaba una foto de Göringcon un elegante sombrero, de corte nadahabitual en Berlín. Al pensar en esosaccesorios el jefe desvió una miradahacia su ayudante; la clara tez del jovenestaba enrojeciendo bajo el sol de julio.¿Acaso los muchachos de hoy no sabíanque los sombreros se habían inventadopara algo?

Ya cerca del restaurante le indicópor gestos que aminorara el paso. Sedetuvieron junto a una farola paraestudiar el Jardín Estival. A esa hora yano quedaban muchos parroquianos. Dosoficiales de la SS pagaron y se retiraron;

mejor así, pues, por los motivos queacababa de explicar a Janssen, preferíano decir nada sobre el caso. Quedabansólo un hombre de mediana edad,vestido con traje tradicional, y unjubilado.

Kohl reparó en las gruesas cortinas,que los protegían de la observacióndesde dentro. Hizo a Janssen un gestocon la cabeza y ambos entraron en laterraza; el inspector preguntó a cada unode los comensales si había visto entraren el restaurante a un hombrecorpulento.

El jubilado asintió con la cabeza.—¿Un hombre corpulento? Sí,

detective. No me he fijado bien, perocreo que ha entrado hace unos veinteminutos.

—¿Aún está allí?—Que yo haya visto, no ha salido.Janssen se puso rígido, como un

sabueso al olfatear el rastro.—¿Llamamos a la Orpo, señor?Era la Policía del Orden,

uniformada, alojada en barracas ysiempre lista, como lo insinuaba elnombre, para mantener el ordenmediante el uso de fusiles, pistolasautomáticas y cachiporras. Pero Kohlvolvió a pensar en el caos que estallaríasi se la llamaba, sobre todo contra un

sospechoso armado en un restaurantelleno de clientes.

—No, creo que no, Janssen.Seremos más sutiles. Dé la vuelta ustedal restaurante y espere junto a la puertatrasera. Si sale alguien, con o sinsombrero, deténgalo. Recuerde quenuestro sospechoso va armado. Seacauto y discreto.

—Sí, señor.El joven se detuvo ante el callejón y,

con un saludo nada cauto, giró en laesquina y desapareció.

Kohl se adelantó con aire casual y sedetuvo, como si estudiara la lista deespecialidades exhibida en la pared.

Luego se acercó un poco más; sentíacierto desasosiego; notaba también elpeso del revólver en el bolsillo. Antesde que los nacionalsocialistas asumieranel poder eran pocos los detectives de laKripo que iban armados. Pero hacía yavarios años desde que Göring, porentonces ministro del Interior, expandiólas muchas fuerzas policiales del país,había ordenado que todos los policíasllevaran armas y, para espanto de Kohl ysus colegas de la Kripo, que las usaranlibremente. Llegó a promulgar un edictopor el cual se podía reprender al policíaque no disparara contra un sospechoso,aunque no por disparar contra alguien

que resultara inocente.Willi Kohl no había disparado un

arma desde 1918. Sin embargo, alvisualizar el cráneo destrozado de lavíctima del pasaje Dresden se alegrabade tener ese revólver. Acomodó lachaqueta de modo que pudiera extraerlocon celeridad, en caso necesario, einspiró hondo. Luego empujó la puerta.

Se quedó petrificado como unaestatua, presa del pánico. El interior deljardín Estival estaba bastante oscuro,mientras que sus ojos venían habituadosal sol intenso del exterior; durante unmomento quedó cegado. «Qué tontería»,pensó, enfadado consigo mismo. Habría

debido tenerlo en cuenta. Allí estaba,con la palabra «Kripo» escrita en todasu persona, blanco fácil para cualquiersospechoso armado.

Dio un paso hacia dentro y cerró lapuerta a su espalda. En su algodonosocampo visual había gente que se movíapor todo el restaurante. Algunosparecían estar de pie. Y alguienavanzaba hacia él.

Kohl dio un paso atrás, alarmado, yacercó la mano al bolsillo que conteníael revólver.

—¿Una mesa, señor? Puede sentarsedonde guste. Bizqueó. Poco a pocoempezaba a recobrar la vista.

—¿Señor? —repitió el camarero.—No. Busco a alguien.Por fin volvía a ver normalmente. En

el restaurante había sólo diez o docecomensales. Ninguno era corpulento nillevaba sombrero pardo y traje claro. Sedirigió hacia la cocina.

—Señor, no puede…Mostró su credencial al camarero.—Sí, señor —dijo el hombre con

timidez.Kohl atravesó la cocina, donde el

calor aturdía, y abrió la puerta trasera.—¿Janssen?—Por aquí no ha salido nadie,

señor.

El aspirante a inspector se reuniócon su jefe y ambos regresaron alcomedor. Kohl llamó por señas alcamarero.

—¿Cómo se llama, señor?—Johann.—Diga, Johann: en los últimos

veinte minutos, ¿ha visto aquí a unhombre con un sombrero como este? —E hizo una señal a Janssen, que mostróla foto de Göring.

—Pues sí, lo he visto. Él y suscompañeros se han retirado hace unmomento. Me ha parecido algosospechoso; se han ido por la puertalateral.

Señalaba una mesa vacía. Kohlsuspiró con disgusto: era una de las dosmesas que estaban junto a las ventanas.La cortina era gruesa, sí, pero vio unapequeña abertura en uno de los lados;sin duda el sospechoso los había vistohablar con los comensales de la terraza.

—¡Venga, Janssen!El jefe y su ayudante salieron

deprisa por la puerta lateral yatravesaron un jardín anémico, uno entrelos millares que había esparcidos portoda la ciudad; a los berlineses lesencantaba cultivar flores y plantas, perola tierra era tan escasa que se veíanobligados a sembrar sus jardines en

cualquier parche polvoriento queencontraran. Sólo había un camino parasalir de allí; conducía a la calleRosenthaler. Ambos se dirigieron hastaallí a toda prisa y miraron hacia amboslados de la congestionada calle. Nohabía señales del sospechoso.

Kohl estaba furioso. Si Krauss no lohubiera distraído habrían tenido másposibilidades de interceptar al hombróndel sombrero. Pero sobre todo estabafurioso consigo mismo por su propiodescuido en la terraza, momentos atrás.

—Con tanta prisa —murmuró aljoven— hemos quemado la corteza, perotal vez se pueda salvar algo de la hogaza

restante.Giró para regresar sigilosamente

hacia la puerta principal del JardínEstival.

Paul, Morgan y ese hombreesmirriado y nervioso que conocían conel nombre de Max estaban quince metrosmás allá, en la calle Rosenthaler, en unpequeño grupo de tilos. Observaban alhombre del traje blanco y a su jovenayudante; desde el jardín lateral miraronhacia ambos lados antes de regresar a lapuerta principal.

—No es posible que nos busquen —dijo Morgan.

—Buscaban a alguien —apuntó Paul

—. Han salido por la puerta de atrás unminuto después que nosotros. Eso nopuede ser una coincidencia.

Max preguntó con voz trémula:—¿Podrían ser de la Gestapo? ¿O de

la Kripo?—¿Qué es la Kripo? —preguntó

Paul.—Policía Criminal. Detectives que

visten de paisano.—Eran de la policía, desde luego —

anunció el norteamericano. No teníadudas. Lo había sospechado apenas losvio acercarse al Jardín Estival. Habíaescogido la mesa de la ventanaexpresamente para vigilar la calle. Le

habían llamado la atención, porsupuesto: un hombre fornido, consombrero panamá, y uno más joven ymás delgado, de traje verde; ambosinterrogaban a los comensales de laterraza. Luego el más joven se habíaalejado, probablemente para cubrir lapuerta trasera, mientras el de trajeblanco examinaba el menú durante mástiempo del normal.

Paul se había puesto súbitamente depie; dejó algún dinero en la mesa (sólobilletes, en los que las impresionesdigitales eran casi imposibles dedetectar) y ordenó:

—Larguémonos, ahora mismo.

Seguido por Morgan y Max, queestaba despavorido, cruzó la puertalateral. Esperaron delante del pequeñojardín hasta que el policía hubo entradoen el restaurante; luego se alejaron apaso rápido por la calle Rosenthaler.

—Policía —murmuraba ahora Max,como si estuviera al borde del llanto.No, no…

Había allí demasiada gente paracazarte… demasiada para seguirte,demasiada para delatarte.

Haría cualquier cosa por él ypor el Partido…

Paul volvió a mirar calle abajo,

hacia el jardín Estival. No los seguíanadie. Aun así sintió, como una corrienteeléctrica, la urgencia por extraer de Maxtodo lo que supiera de Ernst, paracontinuar con el operativo.

Se giró hacia él diciendo:—Necesito saber… —Pero se le

apagó la voz. Max había desaparecido.—¿Dónde está?Morgan también se volvió.—Goddamn —maldijo en inglés.—¿Nos ha traicionado?—No puedo creerlo. Lo arrestarían

a él también. Pero… —Perdió la voz almirar más allá de Paul—. ¡No!

El sicario se dio la vuelta

bruscamente. Max estaba a dos calles deallí, entre varias personas detenidas pordos hombres de uniforme negro, aquienes al parecer no había visto.

—Un control de seguridad de la SS.Max miraba en derredor, nervioso,

esperando su turno de ser interrogadopor los agentes de la SS. Lo vieronsecarse la cara, con la expresiónculpable de un adolescente. Paulsusurró:

No tiene por qué preocuparse. Tienelos documentos en regla. Nos haentregado las fotos de Ernst. Mientras nose deje llevar por el pánico no le pasaránada.

«Cálmate», Paul se dirigió alhombre, en silencio. «No mires haciaaquí».

En ese momento Max, con unasonrisa, dio un paso hacia los de la SS.

—Saldrá bien —anunció Morgan.«No», pensó Paul. «Está a punto de

huir».Justo en ese momento el hombre giró

en redondo y huyó. Los de la SSapartaron a la pareja con la que estabanhablando y echaron a correr tras él.

—¡Deténgase! ¡Alto!—¡No! —Susurró Morgan—. ¿Por

qué ha hecho eso? ¿Por qué?«Porque estaba muerto de miedo»,

pensó Paul.Max era más delgado que los

guardias de la SS, con sus voluminososuniformes, y comenzaba a ganardistancia.

«Tal vez pueda escapar. Tal vez…».Sonó un disparo y Max cayó al

pavimento, con la sangre floreciéndoleen la espalda. Paul miró hacia atrás.Quien había disparado era un terceroficial de la SS, al otro lado de la calle.Malherido, Max comenzó a arrastrarsehacia el bordillo. En ese momento llegóel primero de los dos guardias, jadeante.Desenfundó el arma y disparó a lacabeza del pobre hombre; luego se

apoyó contra una farola para recuperarel aliento.

—Vamos —susurró Paul—.¡Vámonos ya!

Giraron en redondo para marcharpor Rosenthaler hacia el norte, junto conlos otros peatones que se alejaban apaso firme de la escena de los disparos.

—Santo Dios —murmuró Morgan—.Pasé todo un mes ganándomelo,alentándolo mientras averiguaba detallessobre la vida de Ernst. ¿Y ahora quéharemos?

—No sé, pero habrá que decidirsemuy pronto, antes de que alguienrelacione a ese hombre —una mirada

hacia el cuerpo tendido en la calle—con Ernst.

Morgan, suspirando, reflexionó porun momento.

—No conozco a nadie más que estécerca de nuestro objetivo. Pero tengo aun hombre en el Ministerio deInformación.

—¿Tienes a alguien allí mismo?—Los nacionalsocialistas son

paranoicos, pero tienen un fallo aúnmayor: la vanidad. Con tantos agentescomo tienen apostados, no se les ocurrepensar que alguien podría infiltrarseentre ellos. Mi hombre es un simpleempleado, pero podría averiguar algo.

Se detuvieron en una esquinatransitada. Paul dijo:

—Iré a la Villa Olímpica por miscosas para mudarme a la pensión.

—La casa de empeño dondeconseguiremos el rifle queda cerca de laestación Oranienburger. Te esperaré enla plaza Noviembre de 1923, bajo lagran estatua de Hitler. Digamos… a lascuatro y media. ¿Tienes mapa?

La encontraré.Los hombres se estrecharon la mano

y, con una última mirada la multitud querodeaba al infortunado Max, echaron aandar con rumbos diferentes. Otra sirenallenaba las calles de esa ciudad limpia,

ordenada, llena de gente cortés ysonriente… que había sido escenario dedos homicidios en otras tantas horas.

No, se dijo Paul; el desdichado Maxno lo había traicionado. Perocomprendió que existía unacomplicación mucho más preocupante:esos dos policías o agentes de laGestapo habían seguido a Morgan, aPaul o a ambos, desde el pasaje Dresdenhasta el Jardín Estival, sin ayuda denadie, y habían estado a pocos minutosde capturarlos. El trabajo policíaco eraallí mucho mejor que en Nueva York.«¿Quiénes diablos son?», se preguntó.

—Johann —preguntó Willi Kohl alcamarero—, ¿cómo vestía, exactamente,ese hombre del sombrero pardo?

—Traje gris claro, camisa blanca yuna corbata verde que me ha parecidobastante llamativa.

—¿Y era corpulento?—Mucho, señor. Pero sin ser gordo.

Tal vez sea preparador físico.—¿Alguna otra característica?—Que yo haya visto, no.—¿Era extranjero?—No sé. Pero hablaba un alemán

impecable. Tal vez con un leve acento.—¿Color de pelo?—No sabría decirle. Más oscuro

que claro.—¿Edad?—Ni joven ni viejo.Kohl suspiró.—¿Y has dicho que tenía

«compañeros»?—Sí, señor. Él ha sido el primero en

llegar. Luego se le ha unido otrohombre. Bastante más bajo. Vestía trajenegro o gris oscuro; no recuerdo lacorbata. Y después otro más, con ropade mecánico; de treinta a cuarenta años.Un obrero, parecía. Ha venido bastantedespués.

—El hombre corpulento, ¿traía unamaleta o un portafolio de piel?

—Sí, Pardo.—¿Sus compañeros también

hablaban en alemán?—Sí.—¿Has oído algo de la

conversación?—No, inspector.—¿Y la cara del hombre? El del

sombrero —preguntó Janssen.Una vacilación.—No le he visto la cara. A sus

compañeros tampoco.—¿Les has atendido, pero sin verles

las caras? —inquirió Kohl.—No prestaba atención. Ya ve usted

que aquí dentro hay poca luz. Y en este

oficio… tanta gente… Uno mira, perorara vez ve, ¿comprende?

Eso debía de ser verdad. Pero Kohltambién sabía que, desde la llegada deHitler al poder, tres años atrás, laceguera se había convertido en laenfermedad nacional. Los alemanes erantan capaces de denunciar a unconciudadano por «crímenes» que nohabían presenciado como incapaces derecordar detalles de los delitos que síhabían visto. Saber demasiado podíasignificar un viaje al cuartel general dela Kripo, el Alex, o al de la Gestapo, enla calle Príncipe Albrecht, paraexaminar interminables fotografías de

delincuentes fichados. Nadie iba debuen grado a esos lugares: el testigo dehoy podía ser el detenido de mañana.

Los ojos del camarero barrían elsuelo, atribulados. La frente se le cubrióde sudor. Kohl se compadeció de él.

—Tal vez si pudieras añadir algunaotra observación, en vez de unadescripción de la cara, podríamosdispensarte de ir a la sede policial. Sipor casualidad recuerdas algo útil.

El hombre levantó la vista, aliviado.—Trataré de ayudarte —dijo el

inspector—. Comencemos por cosasconcretas. ¿Qué ha comido y bebido?

—Ah, eso sí. Al principio me ha

pedido una cerveza de trigo. Me dio lasensación de que no la había probadonunca: después de beber apenas unsorbo la ha dejado a un lado. En cambiose ha bebido toda la Pschorr que sucompañero pidió para él.

—Bien. —Kohl nunca sabía, en loscomienzos, qué podían revelar másadelante esos detalles. Tal vez el estadoo el país del que provenía elsospechoso; quizá algo más específico.Pero valía la pena apuntarlo, cosa quehizo en su ajada libreta, después delamer la punta del lápiz—. ¿Y decomer?

—Salchicha y coles. Con mucho pan

y margarina. Los dos han pedido lomismo. El tipo corpulento se lo hacomido todo; parecía hambriento. Sucompañero se ha dejado la mitad.

—¿Y el tercer hombre?—Sólo café.—Y ese hombrón, como lo

llamaremos, ¿cómo sostenía el tenedor?—¿El tenedor?—Después de cortar cada trozo de

salchicha, ¿cambiaba de mano el tenedorpara comer el bocado? ¿O se lo llevabaa la boca sin cambiar de mano?

—Pues… no sé, señor. Posiblementecambiara de mano, sí. Lo digo porqueparecía dejar siempre el tenedor para

beber la cerveza.—Bien, Johann.—Es una alegría ayudar a mi Führer

en lo que pueda.—Sí, sí —dijo el inspector,

fatigado.Cambiar de mano el tenedor. Era

común en otros países; en Alemania,menos. Como lo de llamar al taxi con unsilbido. Conque el acento bien podíahaber sido extranjero.

—¿Fumaba?—Creo que sí, señor.—¿Puro, cigarrillo, pipa?—Cigarrillo, creo, pero…—¿No has visto la marca del

fabricante?—No, señor.Kohl cruzó el salón para examinar la

mesa del sospechoso y las sillas que larodeaban. No encontró nada útil.Frunció el entrecejo al ver que en elcenicero no había colillas, sólo ceniza.

¿Más pruebas de la astucia de esehombre?

Luego el inspector se agachó yencendió una cerilla bajo la mesa.

—¿Ah, sí? Mire, Janssen. Escamasde la misma piel parda que hemosencontrado antes. Es nuestro hombre, sí.Y estas marcas del polvo indican que haapoyado un portafolio.

—Me gustaría saber qué contiene —dijo su ayudante.

—Eso no nos interesa. —Kohlrecogió las escamas para depositarlasen un sobre. Todavía no. Lo importantees el portafolio, que establece unaconexión entre este hombre y el pasajeDresden.

Después de dar las gracias alcamarero y echar una mirada anhelante aun plato de wiener schnitzel, salió alexterior seguido por Janssen.

Averigüemos en el vecindario sialguien ha visto a nuestros caballeros.Usted vaya al otro lado de la calle,Janssen. Yo interrogaré a los

vendedores de flores.—Kohl soltó una risa lúgubre: los

floristas de Berlín eran notoriamentegroseros.

El ayudante sacó un pañuelo paraenjugarse la frente, con un leve suspiro.

—¿Está cansado, Janssen?—No, señor. En absoluto. —El

joven vaciló antes de agregar—: Es quea veces este trabajo nuestro pareceimposible. Tanto esfuerzo por un gordomuerto.

Kohl extrajo la pipa del bolsillo ehizo un gesto ceñudo: había puesto allíla pistola y la cazoleta estaba mellada.La llenó de tabaco.

—Sí, Janssen, es verdad. La víctimaera un hombre de mediana edad y gordo.Pero somos detectives sagaces,¿verdad? Sabemos algo más de él.

—¿Qué más, señor?—Que era hijo de alguien.—Hombre… por supuesto.—Y tal vez era hermano de alguien.

Y esposo o amante de alguien. Y quizátuvo la suerte de criar hijos. Ojalá hayatenido también antiguas amantes que lorecuerden de vez en cuando. Y quizáhabía otras amantes en su futuro. Y treso cuatro hijos más que habría podidotraer al mundo. —Frotó la cerilla contrael costado de la caja para encender la

meerschaum—. Y si miramos elincidente bajo esta luz, Janssen, yaestamos ante un extraño misteriorelacionado con un muerto obeso.Estamos ante una tragedia que es comouna telaraña. Alcanza muchas vidas ymuchos lugares distintos, se extiende alo largo de años y años. Qué triste eseso… ¿Comprende ahora por qué estetrabajo nuestro es tan importante?

—Sí, señor.Kohl pensó que en verdad el joven

había comprendido.—Usted necesita un sombrero,

Janssen. Pero por ahora cambiaré deidea: vaya usted a la parte sombreada de

la calle. Eso significa, desde luego, queserá usted quien interrogue a losfloristas. Le obsequiaran con palabrasque sólo se oyen en las barracas de lasTropas de Asalto, pero al menos estanoche, cuando se reúna con su esposa,no tendrá la piel del color de lasremolachas maduras.

M8

ientras caminaba hacia laconcurrida plaza en busca de un

taxi, Paul echaba de vez en cuando unamirada hacia atrás. Iba fumando suChesterfield y contemplaba el panorama,las tiendas, los peatones, siempre alertaa cualquier cosa que se saliera de lonormal.

Entró en un cuarto de baño público,que estaba inmaculado, y ocupó uncubículo. Allí apagó el cigarrillo y lodejó caer en el inodoro, junto con lascolillas y la bolita de pulpa donde le

habían apuntado la dirección de KätheRichter. Luego redujo las fotos de Ernsta docenas de trocitos diminutos e hizocorrer el agua.

Ya de nuevo en la calle apartó de sílas difíciles imágenes de Max y sumuerte triste, innecesaria, paraconcentrarse en el trabajo que tenía antesí. Hacía años que no mataba a nadiecon un rifle. Tenía buena puntería conlas armas largas. Se decía que las armasde fuego igualaban a la gente, pero esono era del todo cierto. Una pistola pesaalrededor de un kilo y medio; un rifle,seis o más. Para sostener un arma conabsoluta firmeza se requiere fuerza; la

potencia de sus brazos había ayudado aPaul a ser el mejor tirador de suescuadrón.

Sin embargo, tal como habíaexplicado a Morgan, cuando debíadespachar a alguien prefería hacerlo conpistola.

Y siempre se acercaba todo loposible.

Nunca decía una palabra a suvíctima; nunca se enfrentaba a ella ni lepermitía saber lo que estaba por pasar.Aparecía por detrás, si era posible, tanen silencio como cabía en un hombre desu tamaño, y le disparaba a la cabezapara matarlo instantáneamente. Jamás se

habría comportado como el sádicoBugsy Siegel o como Dutch Schultz,recientemente fallecido, que matabanlentamente, entre tormentos e insultos.Su tarea de sicario no tenía nada que vercon la ira, el placer ni la ásperasatisfacción de la venganza; se tratabasimplemente de cometer un mal paraeliminar un mal mayor.

Y Paul Schumann insistía en pagar elprecio de esta hipocresía: la proximidaddel homicidio lo hacía sufrir. Esasmuertes lo asqueaban, lo empujaban a untúnel de pesar y culpa. Cada vez, quemataba moría también una parte de él.Cierta vez, tras emborracharse en un

mísero bar de irlandeses, en el WestSide, había llegado a la conclusión deque era lo opuesto a Cristo: él moríapara que otros pudieran morir también.Habría querido estar como una cubapara no recordar nunca más esa idea.Pero se le había quedado grabada.

Aun así, probablemente Morgantenía razón con respecto al rifle. Una vezsu amigo Damon Runvon había dichoque uno sólo puede ser un triunfador siestá dispuesto a dar el paso hacia elabismo. Paul lo hacía a menudo, desdeluego, pero también sabía cuándodetenerse. Nunca había sido suicida. Envarias ocasiones había postergado la

tarea porque las probabilidades estabanen su contra. Cinco de seis podían seraceptables, pero más que eso… Él no…

Lo sobresaltó un fuerte ruido. Apocos metros de distancia algo atravesóel escaparate de una librería y cayó a laacera. Una estantería. Después, algunoslibros. Paul echó un vistazo dentro de latienda; un hombre de mediana edad seapretaba la cara ensangrentada. Alparecer lo habían golpeado en lamejilla. Una mujer, llorando, lo aferrabapor el brazo. Los dos estabanatemorizados. Los rodeaban cuatrohombrones de uniforme pardo claro.Debían de ser Tropas de Asalto.

Camisas Pardas. Uno de ellos tenía unlibro en la mano y gritaba al tendero:

—¡No se permite vender estamierda! ¡Es ilegal! Esto es un pasaje aOranienburg.

—Pero si es Thomas Mann —protestó el hombre—. No dice nadacontra el Führer ni contra nuestroPartido. Yo…

El Camisa Parda lo golpeó en lacara con el libro abierto y repitió, convoz burlona:

—Pero si es… —Otro golpe furioso—. Thomas… —Otro, y se quebró ellomo del libro—. Mann…

Ese maltrato enfureció a Paul, pero

no era asunto suyo. No podía permitirseel lujo de llamar la atención. Cuando ibaa continuar su camino, uno de losCamisas Pardas aferró a la mujer por unbrazo y la empujó hacia fuera. Ellachocó violentamente contra Paul y cayóa la acera. Estaba tan aterrada que nisiquiera pareció reparar en él. Lesangraban las rodillas y las palmas,cortadas por los fragmentos delescaparate.

El que parecía ser jefe de losCamisas Pardas arrastró al hombreafuera.

Destruid el local ordenó a susamigos. Los otros comenzaron a derribar

estantes y mostradores, a arrancar loscuadros y golpear las recias sillascontra el suelo, tratando de quebrarlas.El jefe echó un vistazo a Paul; luegodescargó un potente puñetazo al vientredel librero, que soltó un gruñido yvomitó, tendido boca abajo. El CamisaParda se acercó a la mujer y la cogiópor los cabellos. Cuando estaba a puntode golpearla en la cara, Paul le sujetó elbrazo, llevado por el instinto.

El hombre giró en redondo, haciendovolar la saliva que escapaba de su boca,totalmente abierta en su cara cuadrada.Miró fijamente a los ojos azules delintruso.

—¿Quién eres tú? ¿Sabes quién soyyo? Hugo Felstedt, de la Brigada deTropas de Asalto del Castillo de Berlín.¡Alexander! ¡Stefan!

Paul apartó suavemente a la mujer,que se inclinó para ayudar al librero alevantarse. El hombre se estabalimpiando la boca, lagrimeando por eldolor y la humillación.

Dos Camisas Pardas emergieron dela tienda.

—¿Quién es este? —preguntó uno.—¡Su credencial! ¡Ya! —gritó

Felstedt.Paul había boxeado toda su vida,

pero evitaba las peleas callejeras. De

niño su padre solía decirle,severamente, que no debía competir enninguna prueba si no había quienvigilara las reglas. Le prohibía pelear enel patio de la escuela y en loscallejones. «¿Me escuchas, hijo?». Paulaseguraba: «Sí, papá, claro que sí». Sinembargo, a veces no había más remedioque enfrentarse a Jake McGuire o a BillCarter e intercambiar algunos golpes.No habría sabido decir que esasocasiones eran diferentes, pero unosabía, sin lugar a dudas, que no podíaretirarse.

Y a veces (muchas, quizá) unopodía, pero no quería.

Y eso era todo.Evaluó a aquel hombre. Era como

ese chico, el teniente Manielli. Joven ymusculoso, pero todo pura fachada. Elnorteamericano apoyó el peso delcuerpo en la punta de los pies, buscó elequilibrio y golpeó a Felstedt en elvientre con un derechazo casi invisible.

El hombre se quedó boquiabierto yretrocedió, tratando de respirar; sepalpaba el pecho como buscando elcorazón.

—¡Puerco! —exclamó uno de losotros con voz aguda, espantada. Yacercó la mano a su pistola.

Paul se adelantó como bailando, le

sujetó la derecha para apartarla de lapistolera y le aplicó un gancho deizquierda a la cara. En el boxeo no haydolor como el de un buen golpe en lanariz; cuando se partió el cartílago, alcorrer la sangre por el uniforme colorcamello, el hombre lanzó un aullidoescalofriante y retrocedió hasta la pared,tambaleante, vertiendo lágrimas atorrentes.

Hugo Felstedt había caído derodillas y ya le daba igual el corazón: seapretaba el vientre; ahora era él quiendaba arcadas patéticamente.

El tercer Camisa Parda quisodesenfundar su arma. Paul se adelantó

deprisa, con los puños cerrados.—No —le advirtió, sereno.Súbitamente el hombre huyó calle

arriba, gritando:—Voy por ayuda… voy por ayuda…El cuarto Camisa Parda salió de la

librería. Cuando vio que Paul se leacercaba gritó:

—¡No me haga daño, por favor!Sin apartar los ojos de él, Paul se

arrodilló para abrir el portafolio ycomenzó a revolver los papeles,buscando la pistola. Por un momentobajó la vista; entonces el Camisa Pardase inclinó para recoger unos fragmentosde cristal y se los arrojó. El sicario los

esquivó, pero el hombre se lanzó contraél y lo alcanzó en la mejilla con unosnudillos metálicos. Aunque apenas lorozó, Paul quedó aturdido y cayó haciaatrás, sobre su portafolio, en un pequeñojardín lleno de maleza que se abría juntoa la tienda. El Camisa Parda saltó trasél. Se enzarzaron.

El hombre no tenía mucha fuerza niera buen luchador, pero aun así Paultardó un momento en poder levantarse.Furioso por haberse dejado coger porsorpresa, aferró la muñeca del hombre yla retorció con violencia, hasta oír quealgo se quebraba.

—Ay —susurró el Camisa Parda.

Cayó al suelo y se desmayó.Felstedt estaba rodando para

sentarse. Se limpió el vómito de la cara.Paul cogió la pistola que el otro

llevaba en el cinturón y la arrojó altejado de un edificio cercano. Luego sevolvió hacia el librero y la mujer.

—Huid. Largaos.Ellos lo miraron fijamente, mudos.—¡Ya! —murmuró él, seco.Se oyó un silbato calle arriba.

Algunos gritos.—¡Corred! —ordenó Paul.El librero volvió a limpiarse la boca

y echó una última mirada a los restos desu tienda. La mujer le rodeó los hombros

con un brazo. Ambos se alejarondeprisa.

Por la calle Rosenthaler, desde elextremo opuesto, cinco o seis CamisasPardas corrían hacia Paul.

—Cerdo judío —murmuró elhombre de la nariz quebrada—. Ahora síque estás perdido.

El norteamericano recogió elportafolio y metió dentro las cosas quese habían esparcido. Luego echó acorrer hacia un callejón cercano. Unamirada atrás: el grupo de CamisasPardas venía en su persecución. ¿Dedónde diablos habían salido tantos? Alsalir del callejón se encontró en una

calle de edificios residenciales, puestos,restaurantes decrépitos y tiendasbaratas. Se detuvo entre la multitud paramirar en derredor.

Pasó junto a un vendedor ambulantede ropa usada; en cuanto el hombreapartó la vista, él arrebató una chaquetaverde oscuro de entre las prendasmasculinas.

La hizo un rebuño y corrió hacia otrocallejón para ponérsela. Pero a pocadistancia se oyeron gritos:

—¡Allí! ¿Es ese? ¡Eh, tú! ¡Alto!A su izquierda, otros tres Camisas

Pardas lo estaban señalando. La noticiadel incidente había corrido como la

pólvora. Paul entró apresuradamente enel callejón; era más largo y más oscuroque el primero. Más gritos a su espalda.Luego, un disparo. Oyó el chasquidoseco de la bala contra los ladrillos,cerca de su cabeza, y se volvió a mirar.Tres o cuatro uniformados más se habíanunido a sus perseguidores.

En este país hay muchísimagente que te perseguirá por el solohecho de verte correr…

Paul escupió violentamente contra lapared y se esforzó por llenarse lospulmones de aire. Un momento despuéssalía del callejón hacia otra calle, aún

más transitada que la primera. Despuésde inspirar profundamente se perdióentre la muchedumbre que hacía lascompras del sábado. Había tres o cuatrocallejuelas que se abrían desde esaavenida.

¿Por cuál?Más gritos detrás de él; las Tropas

de Asalto salieron corriendo a la calle.No había tiempo. Escogió el callejónmás cercano.

Mal hecho. Las únicas salidas erancinco o seis puertas, todas cerradas.

Iba a correr nuevamente hacia laentrada, pero se detuvo. Ya eran diez odoce los Camisas Pardas que

deambulaban entre la multitud,avanzando sin pausa hacia ese lugar.Casi todos pistola en mano. Losacompañaban muchachos vestidos comolos que habían bajado la bandera en laVilla Olímpica el día anterior.

Se apretó contra los ladrillos de lapared, tratando de calmar la respiración.

«Menudo follón», pensó, furioso.Metió en el portafolio el sombrero,

la corbata y la chaqueta de su traje.Luego se puso la americana verde.

Dejó el maletín a sus pies para sacarla pistola. Verificó que estuvieracargada y con una bala en la recámara.Luego, con el brazo contra la pared,

apoyó el arma en el antebrazo y seinclinó poco a poco hacia fuera,apuntando al hombre que iba delante:Felstedt.

Para ellos sería difícil descubrir dedónde había venido el disparo. Era deesperar que se dispersaran pararefugiarse; así le darían la oportunidadde perderse entre las hileras de puestoscercanos. Era arriesgado, pero en pocosminutos estarían en ese callejón. ¿Quéalternativas tenía?

Cada vez más cerca…

Tocar el hielo…

Fue aumentando lentamente la

presión contra el gatillo; apuntaba alpecho del hombre; la mira flotaba en elpunto donde la banda diagonal de piel,entre el cinturón y el hombro, cubría elcorazón.

—No —le susurró una vozapresurada al oído.

Paul se dio la vuelta, bajando lapistola hacia el hombre que se le habíaacercado sigilosamente por detrás. Eraun cuarentón de traje muy gastado; teníaun mostacho poblado y el peloabundante, peinado hacia atrás conbrillantina. Era varios centímetros másbajo que Paul y el vientre se abultabasobre el cinturón. En las manos llevaba

una gran caja de cartón.—Ya puede apuntar eso hacia otra

parte —dijo con calma, señalando lapistola con la cabeza.

El sicario no movió el arma.—¿Quién es usted?—Sería mejor dejar la conversación

para más tarde. Ahora tenemos asuntosmás urgentes. —Pasó frente a Paul paramirar hacia un lado—. Son diez o doce.Debe de haber hecho algo muy gordo.

—He zurrado a tres de ellos.El alemán enarcó una ceja

sorprendida.—Buff, pues le aseguro, señor, que

si mata a uno o dos en pocos minutos

habrá aquí cien más. Lo perseguiránhasta cazarlo. Y mientras tanto bienpueden matar a diez o doce personasinocentes. Yo lo ayudaré a escapar.

Paul dudó.—Si no hace lo que le digo lo

matarán. Lo único que saben hacer bienes matar y desfilar.

—Deje esa caja.El hombre obedeció y Paul le

levantó la chaqueta para mirarle lacintura; luego le indicó por gestos quegirara en un círculo.

—No voy armado.El mismo gesto impaciente.El alemán giró. Paul le palpó los

bolsillos y las piernas. No iba armado.—Lo estaba observando —dijo el

hombre—. He visto que se quitaba laamericana y el sombrero. Ha hecho bien.Con esa corbata tan vistosa se destacabacomo una virgen en la Nollendorfplatz.Pero es probable que lo registren. Debedeshacerse de esa ropa. —Señaló elportafolio con la cabeza.

Alguien corría a poca distancia. Pauldio un paso atrás, analizando lasituación. El consejo tenía sentido. Sacólas prendas del maletín y se acercó a uncubo de basura.

—No, allí no —dijo el hombre—.En Berlín, si quiere deshacerse de algo,

no lo arroje a los cubos de basura, pueslo encontrará la gente que busca sobras.Y no los tire a los contenedores, si noquiere que lo hallen los hombres de laGestapo, los Hombres V o los HombresA de la SD; tienen por costumbrerevisar los desperdicios. El único lugarseguro es la cloaca. Nadie revisa lascloacas… al menos por ahora.

Paul vio una rejilla a poca distanciay, aunque de mala gana, metió allí lasprendas.

Su corbata de la suerte…—Ahora le daré algo para contribuir

a su papel de fugitivo de los Camisas deEstiércol. —El hombre sacó varios

gorros del bolsillo de su americana yescogió uno de lona clara paraentregárselo a Paul—. Póngaselo. —Elsicario lo hizo—. Ahora, la pistola.Debe deshacerse de ella. Comprendoque vacile, pero realmente le servirá demuy poco. Ninguna arma tiene tantasbalas como para detener a todas lasTropas de Asalto de la ciudad, muchomenos una mísera Luger. ¿Sí o no?

El instinto volvió a decirle que elhombre tenía razón. Se agachó paraarrojar la pistola por la rejilla. Muy pordebajo del nivel de la calle se oyó unchapoteo.

—Y ahora sígame. —El hombre

recogió la caja. Al ver que Paulvacilaba le susurró—: Ha de estarpreguntándose cómo confiar en mí si nome conoce. Pues le diré, señor: dadaslas circunstancias, la verdadera preguntaes cómo NO confiar en mí. Pero seráusted quien decida. Tiene unos diezsegundos. —Rio—. ¿No es siempre así?Cuanto más importante es la decisión,menos tiempo hay para tomarla.

Se acercó a una puerta y forcejeócon una llave hasta abrirla. Luego echóuna mirada atrás. Paul lo siguió alinterior de un almacén. El alemán cerróla puerta y echó la llave. Por lagrasienta ventana Paul vio que el grupo

de Camisas Pardas entraba en elcallejón y, después de examinarlo,seguían de largo.

El recinto estaba atestado de cajonesy polvorientas botellas de vino. Elhombre hizo una pausa; luego señaló unacaja con la cabeza.

—Coja eso. Será testigo de lo quedigamos. Y además es posible que lesaquemos provecho.

Paul lo miró, enfadado.—Podría haberme hecho dejar la

ropa y la pistola aquí, en su almacén. Nohacía falta arrojarlas a la basura.

El hombre proyectó el labio inferior.—Ah, sí, sólo que este sitio no es

exactamente mío.A ver, esa caja. Por favor, que

debemos darnos prisa, señor.El americano puso el portafolio

sobre la caja, la alzó y siguió a sucompañero. Salieron a una polvorientahabitación frontal. El hombre echó unvistazo por la cochambrosa ventana.Cuando estaba a punto de abrir la puertaPaul dijo:

—Espere.Se tocó la mejilla; el corte hecho por

los nudillos de bronce sangraba un poco.Pasó la mano por algunos estantessucios y se tocó la cara para disimularla herida; luego, por la americana y los

pantalones. Las manchas llamaríanmenos la atención que la sangre.

—Bien —dijo el alemán, mientrasabría la puerta de par en par—. Ahoraes un trabajador sudoroso. Y yo seré sujefe. Por aquí. —Giró directamentehacia un grupo de tres o cuatro CamisasPardas, que hablaban con una mujerapoyada contra una farola; ella retenía aun diminuto caniche con una correa roja.

Paul vaciló.—Venga. No pierda tiempo.Cuando casi habían dejado atrás a

los Camisas Pardas, uno de ellos losllamó.

—Eh, ustedes, alto. Queremos ver

sus credenciales. Este y uno de suscompañeros se plantaron delante de Pauly el alemán. Furioso por haberabandonado su arma, Paul echó unvistazo al costado. El hombre delcallejón frunció el entrecejo.

—Nuestras credenciales, sí, sí. Losiento mucho, caballeros, Pero yacomprenderán ustedes que hoy noshemos visto obligados a trabajar, comoya ven. —Señaló las cajas con unmovimiento de cabeza—. No estabaplaneado. Una entrega urgente.

—Deben llevar su documentacióncon ustedes en todo momento.

Paul dijo:

—Es que vamos muy cerca.—Buscamos a un hombre

corpulento, de traje gris y sombreropardo. Va armado. ¿Han visto ustedes aalguien así? Ambos se consultaron conuna mirada.

—No —dijo Paul. El segundoCamisa Parda los palpó a ambos. Luegocogió el portafolio para mirar dentro.Sacó el ejemplar de Mein Kampf; Paulvio el bulto donde estaban escondidoslos rublos y el pasaporte ruso. El alemándel callejón se apresuró a decir:

—Ahí no hay nada que puedainteresarles. Ahora recuerdo que sítenemos las credenciales. Busque usted

en la caja que lleva mi empleado.Los Camisas Pardas intercambiaron

una mirada. El que tenía el libro volvióa arrojarlo dentro, dejó el portafolio enel suelo y desgarró la tapa de la caja quePaul sostenía.

—Ya verán ustedes que somos losHermanos Burdeos.

Uno de los agentes se echó a reír. Elalemán continuó:

—Pero hay que asegurarse. Podríancoger dos de esas para comprobarlo.

Los hombres sacaron varias botellasde vino tinto. Luego les hicieron señasde que podían continuar la marcha. Paulrecogió el portafolio y ambos

continuaron calle arriba.Dos manzanas más allá el alemán

señaló la acera de enfrente.—Allí. El lugar que indicaba

parecía ser un club nocturno decoradocon banderas nazis. Un letrero demadera rezaba:

Cafetería Aria.

—¿Está loco, hombre? —preguntó elamericano.

—¿No he acertado hasta ahora,amigo mío? Entre, por favor. En ningúnlugar estará más seguro. Aquí losCamisas de Estiércol no son bien

recibidos; tampoco pueden pagarlo.Estará a salvo mientras no haya zurradoa un oficial de la SS o a un altofuncionario del Partido. No lo ha hecho,¿verdad?

Paul sacudió la cabeza. Aunque demala gana, siguió a su compañero alinterior. Inmediatamente comprendióqué había querido decir al referirse alprecio de admisión. Un letrero ponía:

20 U$S / 40 DM.

«Joder», pensó. En el sitio más caroque había visitado en Nueva York, elDebonair Club, se cobraban cinco

dólares. ¿Cuánto dinero llevaba encima?Esa suma era casi la mitad de lo queMorgan le había dado. Pero el portero,al reconocer al alemán de losmostachos, les hizo señas de quepasaran sin cobrarles nada.

Atravesaron una cortina hacia un barpequeño y oscuro, atestado deantigüedades y cachivaches, carteles depelículas y botellas polvorientas.

—¡Otto! —El encargado del barestrechó la mano a su compañero.

Otto dejó su caja en la barra e indicóa Paul que hiciera otro tanto.

—¿No ibas a entregar una sola caja?—Es que mi camarada me ha

ayudado a cargar con otra; hay diezbotellas sólo en esa. Con esto el totalasciende a setenta marcos, ¿verdad?

—He pedido una sola caja. Necesitouna sola. Pagaré sólo una.

Mientras los hombres discutían Paulse concentró en la potente voz que surgíade una radio grande, detrás delmostrador: «La ciencia moderna hadescubierto mil maneras de proteger elcuerpo contra las enfermedades. Sinembargo, si usted no aplica estassencillas normas de higiene, puedeenfermar gravemente. Con tantosvisitantes extranjeros en la ciudad esposible que haya nuevas cepas de

infección. Por eso es vital tener encuenta las reglas sanitarias».

Acabadas las negociaciones, alparecer a su entera satisfacción, Ottoechó un vistazo por la ventana.

—Aún rondan por ahí. Tomemos unacerveza. Le permitiré pagarme una.

Notó que Paul miraba la radio; pesea lo alto del volumen, sólo él parecíaprestarle atención.

—Ah, ¿le gusta la voz grave denuestro ministro de Propaganda? Esdramática, ¿no? Pero visto en persona esun enano. Tengo contactos en toda lacalle Wilhelm y todos los edificios delGobierno. A sus espaldas le llaman

«Mickey Mouse». Vayamos a latrastienda, que no soporto esta cháchara.Todos los establecimientos deben teneruna radio para transmitir los discursosde los Líderes del Partido. Y cuando lostransmiten es obligatorio subir elsonido. No hacerlo es ilegal. Aquítienen la radio delante para cumplir conlas reglas, pero el verdadero club estáen la trastienda. Diga, ¿prefiere loshombres o las mujeres?

—¿Perdón?—¿Hombres o mujeres? ¿Qué

prefiere?—No tengo ningún interés en…—Comprendo, pero como debemos

esperar a que los Camisas Pardas secansen de perseguirlo, dígame, porfavor: ¿qué preferiría mirar mientrastomamos esa cerveza a la que tangenerosamente ha accedido a invitarme?¿Hombres que bailan como hombres,hombres que bailan como mujeres omujeres que bailan como lo que son?

—Mujeres.—Bien, yo también. Ahora en

Alemania ser homosexual está prohibidopor la ley. Pero es sorprendente elnúmero de nacionalsocialistas queparecen disfrutar de la mutua compañía,y no sólo para hablar de política. Poraquí.

Atravesó una cortina de terciopeloazul.

La segunda sala era, al parecer, parahombres a los que les gustaban lasmujeres. Estaba pintada de negro ydecorada con farolillos chinos, cintas depapel y trofeos de caza, tan polvorientoscomo las banderas nazis que pendían deltecho. Se sentaron ante una desvencijadamesa de mimbre.

Paul devolvió a su compañero lagorra de lona, que desapareció en elbolsillo del hombre, junto con las otras.

—Gracias.Otto inclinó la cabeza.—Nada, ¿para qué estamos los

amigos? —Y buscó con la vista a uncamarero, hombre o mujer.

—Regresaré enseguida. —Paul selevantó para ir al lavabo.

Allí se lavó de la cara las manchasde tierra y sangre; luego se peinó el pelohacia atrás con loción; así parecía máscorto y más oscuro, lo cual le daba unaspecto algo diferente del hombre quebuscaban los Camisas Pardas.

El corte de la mejilla no era grande,pero a su alrededor se había formado unmoratón. Al salir del lavabo se escurriópor detrás del escenario, en busca delcamerino de artistas. En el extremoopuesto un hombre se había sentado a

fumar un puro y leer un periódico. Sinque él le prestara la menor atención,Paul hundió el dedo en un pote. Denuevo en el lavabo, untó la magulladuracon el cosmético. Tenía algunaexperiencia en cuestiones de maquillaje:todo buen boxeador conoce laimportancia de ocultar las lesiones aladversario.

Regresó a la mesa, donde Ottoestaba haciendo gestos a la camarera,una morena joven y bonita. Pero la chicaestaba atareada. El hombre lanzó unsuspiro de irritación y miró a Paul conatención.

—Hombre, es obvio que no eres de

aquí, pues no sabes nada de nuestracultura. Me refiero a la radio. Y a losCamisas de Estiércol; si fueras alemánno los habrías provocado peleando conellos. Pero hablas perfectamente elidioma. Con un acento muy leve, que noes francés, ni eslavo ni español. ¿A quéraza canina perteneces?

—Te agradezco la ayuda, Otto. Perohay cosas que prefiero reservarme.

—No importa. He decidido quedebes de ser norteamericano o inglés.Norteamericano, probablemente. Lo sépor vuestras películas… ese modo dearmar las frases… Sí, ¿unnorteamericano audaz, con buenos

cojones? Eres del país de los vaquerosheroicos, que se cargan ellos solos atoda una tribu de indios. Pero ¿dónde seha metido esa camarera? —Miróalrededor, alisándose los bigotes—. Aver, vamos a presentarnos.

Me llamo Otto Wilhelm FriedrichGeorg Webber. ¿Y tú…? Claro que talvez prefieres no decir tu nombre.

—Me parece más prudente.Webber rio entre dientes.—Conque has zurrado a tres de

ellos, con lo que te has ganado la eternaestima de los Camisas Pardas y de susbestezuelas.

—¿Quiénes?

—Las Juventudes Hitlerianas. Loschicos que corretean entre los pies delas Tropas de Asalto. —Webber echó unvistazo a los nudillos enrojecidos dePaul—. ¿Es posible que te guste elboxeo, señor Sin Nombre? Tienesaspecto de atleta. Puedo conseguirteentradas para las Olimpiadas. No quedaninguna, como has de saber, pero yopuedo conseguirlas. Asientos para todoel día, en buen sitio.

—No, gracias.—También puedo hacerte entrar a

una de las fiestas olímpicas. En algunasestará Max Schmeling.

—¿Schmeling? —Paul enarcó una

ceja. Admiraba al campeón de pesopesado, el más famoso de Alemania;justo el mes anterior había estado en elYankee Stadium para ver la pelea deSchmeling con Joe Louis. Para asombrode todos, el alemán derribó al BomberoPardo en el duodécimo round. La veladahabía costado a Paul seiscientos ochodólares: ocho por el billete y seis decien por la apuesta perdida. Webbercontinuó:

—Irá con su esposa, Anny Ondra. Esbellísima. Actriz, ¿sabes? Pasarás unanoche inolvidable. Sería bastante cara,pero eso tiene solución. Tendrás que irde esmoquin, claro está. También puedo

conseguírtelo. Por una pequeñacomisión.

—Paso.—Vaya —murmuró el alemán, como

si Paul hubiera cometido el error de suvida.

La camarera se detuvo junto alsicario, sonriéndole.

—Me llamo Liesl. ¿Y tú?—Hermann —dijo Paul.—¿Qué te pongo?—Cerveza para los dos. Para mí una

Pschorr.—Ach —exclamó Webber,

desdeñando esa elección—. Para mílager berlinesa, de fermentación baja.

Jarra grande.Ella le echó una mirada fría, como si

en alguna ocasión anterior el hombre lahubiera dejado sin propina. Actoseguido miró a Paul fijamente a los ojos;luego le dedicó una sonrisa coqueta y sealejó hacia otra mesa.

—Tiene usted una admiradora, señor«No Hermann». Bonita, ¿verdad?

—Muy bonita.Webber le guiñó un ojo.—Si quieres, puedo…—No —replicó Paul con firmeza.El alemán enarcó una ceja y dirigió

su atención hacia el escenario, dondedaba vueltas una mujer con el pecho

desnudo. Tenía los brazos flácidos y lastetas caídas; aun desde lejos se le veíanarrugas en torno a la boca, que manteníauna sonrisa feroz; la mujer se movía alson cascado de un gramófono.

—Aquí, por la tarde, no hay músicaen vivo —explicó Webber—. Pero porla noche tocan bandas buenas.Metales… me encantan los metales.Tengo un disco que escucho a menudo,de John Philip Sousa, ese gran directorbritánico.

—Lamento informarte de que esnorteamericano.

—¡No me digas!—Es la verdad.

—Qué país ha de ser ese, EstadosUnidos. Tienen un cine estupendo ymillones de automóviles, según se dice.Y ahora me entero de que también tienena John Philip Sousa.

Paul contempló a la camarera que seaproximaba, meneando las esbeltascaderas. La mujer dejó las cervezas enla mesa. Al parecer, en esos tres ocuatro minutos de ausencia se habíapuesto más perfume. Paul le devolvió lasonrisa con otra bien grande; luego echóun vistazo a la cuenta. Como no estabafamiliarizado con la moneda alemana yno quería llamar la atención contandomonedas, le dio un billete de cinco

marcos, calculando que sería dosdólares y pico.

Liesl interpretó que la diferencia erasu propina y le dio las graciascogiéndole calurosamente una manoentre las suyas. Él temió que lo besara.No sabía cómo pedirle el cambio;decidió apuntar la pérdida como lecciónsobre las costumbres alemanas. Con otramirada de adoración, Liesl se apartó dela mesa, pero de inmediato se pusomohína ante la perspectiva de atenderotras. Webber chocó su jarra contra lade Paul y ambos dieron un buen trago.

El alemán lo observó atentamente.—Dime, ¿a qué triles te dedicas?

—¿Triles?—Cuando te he visto en el callejón,

con esa pistola, he pensado: «Ach, estetío no es soci ni kosi…».

—¿Qué?—Socia. Socialdemócrata. Era un

partido político importante hasta que loprohibieron por ley. Los kosis son loscomunistas; no sólo están prohibidos porley, sino que los han liquidado. No, túno eres un agitador; eres uno de losnuestros, un trilero, un artista de losnegocios oscuros. —Echó una mirada ala sala—. No te preocupes. Mientras noalcemos la voz se puede hablar sinpeligro. Aquí no hay micrófonos.

Tampoco hay lealtad hacia el Partidoentre estas paredes. Al fin y al cabo,siempre es más digna de confianza lapolla que la conciencia. Y de conciencialos nacionalsocialistas no tienen nipizca. Anda, dime, ¿qué triles haces?

—No soy trilero. He venido por lasOlimpiadas.

—¿De veras? —Webber le guiñó unojo—. Este año debe de haber undeporte nuevo que no conozco.

—Soy cronista. Escribo sobredeportes.

—Vaya, escribes. Un escritor quepelea con los Camisas Pardas, no dicesu nombre, anda por la calle con una

Luger de pacotilla y se cambia de ropapara desorientar a sus perseguidores. Yluego se cambia el peinado y semaquilla. —Webber se tocó la mejillacon una sonrisa comprensiva.

—Es que he tropezado con unosCamisas Pardas que estaban atacando auna pareja. Y lo he impedido. En cuantoa la Luger, se la he robado a uno deellos.

—Sí, sí, lo que tú digas. ¿Conoces aAl Capone?

—Claro que no, hombre —respondió Paul, exasperado.

Webber lanzó un fuerte suspiro,sinceramente desencantado.

—Me mantengo informado sobre loscrímenes de Estados Unidos. Comotantos otros, aquí en Alemania. Nospasamos el rato leyendo novelas decrímenes, ¿sabes? Muchas sedesarrollan en Norteamérica. Seguí conmucho interés la historia de JohnDillinger. Fue traicionado por una mujerde vestido rojo y lo mataron en uncallejón, cuando salían del cine. Menosmal que pudo ver la película antes deque lo mataran. Murió llevándose esepequeño placer. Aunque habría sido aúnmejor que hubiera podido ver lapelícula, emborracharse y acostarse conla mujer antes de que lo mataran. Esa

habría sido una muerte perfecta. Sí: apesar de lo que digas, creo que eres unverdadero mafioso, señor JohnDillinger. ¡Liesl, bella Liesl! ¡Trae máscerveza! Mi amigo va a pagar otras dos.

Webber tenía la jarra vacía; la dePaul aún estaba llena en sus tres cuartaspartes.

—No, para mí no —dijo a lacamarera—. Sólo para él.

Antes de desaparecer rumbo a labarra ella le arrojó otra mirada deadoración; el brillo de sus ojos y loesbelto de su silueta le hicieron pensaren Marion. Se preguntó cómo estaría,qué haría en esos momentos. En Estados

Unidos eran seis o siete horas menos.«Llámame», había dicho la última

vez, convencida de que él iba a Detroitpor asuntos de negocios. Paul habíadescubierto que era posible hacer unallamada telefónica al otro lado delAtlántico, pero costaba casi cincuentadólares el minuto. Además, ningúnsicario competente dejaba semejantepista de su paradero.

Observó a los nazis del público:algunos eran soldados o de la SS, coninmaculados uniformes negros o grises;otros, comerciantes. En su mayoríaestaban ebrios; algunos bien avanzadosen la borrachera de la tarde. Todos

sonreían animosamente, pero parecíanaburridos por ese espectáculopretendidamente sensual tan pocoturbador.

Cuando llegó la camarera traía doscervezas. Puso una frente a Webber, aquien por lo demás no prestó ningunaatención, y dijo a Paul:

—Puede pagar la de su amigo, perola suya es un regalo mío. —Le cogió lamano para cerrársela en torno al asa—.Veinticinco pfennigs.

—Gracias —dijo él; probablemente,con el cambio del billete de cincohabría podido pagar un barril entero.Esta vez le dio un marco.

Ella se estremeció de placer, comosi Paul le hubiera puesto un anillo dediamantes, y le dio un beso en la frente.

—Que la disfrutes —dijo. Y se fue.—Ach, te ha hecho el descuento para

clientes habituales. A mí me cobracincuenta. Claro que los extranjerossuelen pagar un marco con setenta ycinco.

Webber bebió un tercio de la jarra.Luego se limpió la espuma de losmostachos con el dorso de la mano ysacó una cajetilla de cigarrillos.

—Estos son horrorosos, pero megustan bastante. —Se los ofreció a Paul,pero este negó con la cabeza—. Son

hojas de col remojadas en agua detabaco y nicotina. Ahora es difícilencontrar puros de verdad.

—¿A qué te dedicas? Además deimportar vinos. Webber, riendo, le echóuna mirada coquetona. Hizo un esfuerzopor inhalar ese humo acre y luego dijo,pensativo:

—A muchas cosas diferentes. Engeneral, lo que hago es comprar yvender cosas difíciles de conseguir.Últimamente hay mucha demanda dematerial militar.

No me refiero a armas, desde luego,sino a insignias, cantimploras,cinturones, botas, uniformes. Aquí todo

el mundo adora los uniformes. Mientrasel marido está en el trabajo, la mujersale a comprarle uniformes, aunque notenga rango ni afiliación. Hasta los niñoslos usan, ¡incluso los bebés! Medallas,barras, cintas, charreteras, insignias. Ytambién los vendo al Gobierno para lossoldados de verdad. Ahora hemos vueltoa tener reclutamiento. Nuestro Ejércitoestá aumentando. Necesita uniformes. Yla tela es difícil de conseguir. Yo tengogente que me vende uniformes; luego losaltero un poco y los vendo al Ejército.

—Los robas a una fuentegubernamental para vendérselos a otra.

—Ay, señor John Dillinger, qué

divertido eres. —Miró al otro lado delsalón—. Un momento. ¡Hans, ven aquí!¡Hans!

Apareció un hombre vestido deesmoquin, quien miró a Paul con airesuspicaz. Webber le aseguró que era unamigo. Luego dijo:

—Ha llegado a mis manos unacantidad de mantequilla. ¿La quieres?

—¿Cuánto?—¿Cuánta mantequilla o cuánto

cuesta?—Ambas cosas, desde luego.—Diez kilos. Setenta y cinco

marcos.—Si es como la de la última vez,

quieres decir seis kilos de mantequillamezclada con cuatro de aceite decarbón, grasa animal, agua y coloranteamarillo. Es demasiado dinero por tanpoca mantequilla.

—Pues te la cambio por dos cajonesde champán francés.

—Uno.—¿Diez kilos por un cajón? —

Webber parecía indignado.—Seis kilos, como he explicado.—Dieciocho botellas.El jefe de camareros dijo,

encogiéndose de hombros:—Si le añades colorante, acepto. El

mes pasado hubo diez o doce

parroquianos que no quisieron tocar tumantequilla blanca. ¿Quién podríareprochárselo?

Cuando el hombre se hubo ido, Paulacabó su cerveza y sacó un Chesterfieldde la cajetilla, siempre maniobrandobajo la mesa, para que nadie viera lamarca norteamericana. Hicieron faltacuatro intentos para encender elcigarrillo: las cerillas baratas provistaspor el club se rompían una tras otra.Webber las señaló con la cabeza.

—No me las eches en cara, amigo.No las vendí yo. Después de inhalarprofundamente el humo del Chesterfield,Paul preguntó:

—¿Por qué me has ayudado, Otto?—Porque estabas en aprietos, claro

está.—Haces buenas obras, ¿eh? —El

norteamericano enarcó una ceja.Su compañero se acarició los

bigotes.—Bueno, te seré franco: en estos

tiempos las oportunidades son muchomás difíciles de encontrar.

—Y yo soy una oportunidad.—Quién sabe, señor John Dillinger.

Tal vez sí, tal vez no. Si no, no heperdido nada, salvo una hora bebiendocerveza con un amigo nuevo, lo cual noes pérdida en absoluto. Sí, tal vez ambos

podamos extraer beneficios de esto. —Se levantó para acercarse a la ventana ymiró por entre las gruesas cortinas—.Creo que ya puedes salir sin peligro. Nosé qué haces en nuestra vibrante ciudad,pero es posible que yo sea el hombreque te conviene. Conozco a mucha gente,gente que ocupa puestos importantes.No, no me refiero a los altos cargos,sino a la gente que más convieneconocer en nuestro tipo de trabajo.

—¿Qué gente?—Gente pequeña, bien situada. ¿Has

oído ese chiste sobre el pueblecillo deBaviera que reemplazó su veleta por unfuncionario? ¿Por qué? Porque los

funcionarios saben mejor que nadie dedónde sopla el viento. ¡Ja! —Rio conganas. Luego volvió a ponerse solemney vació su jarra de cerveza—. La verdades que aquí me estoy muriendo. Muerode aburrimiento. Echo de menos losviejos tiempos. Anda, déjame unmensaje o ven a verme. Generalmenteestoy aquí. En este salón o en el bar.

—Apuntó la dirección en unaservilleta y la empujó hacia sucompañero.

Paul echó un vistazo al cuadrado depapel; después de memorizar ladirección, se la devolvió.

Webber lo observaba.

—Ah, pero si eres un cronista dedeportes muy espabilado, ¿verdad?

Caminaron hacia la puerta. Paul leestrechó la mano.

—Gracias, Otto.Ya fuera, el alemán le dijo:—Y ahora adiós, amigo mío. Espero

volver a verte. —Luego frunció elentrecejo—. ¿Y yo? Yo debo ponerme abuscar tintura amarilla. Ach mira en quése ha convertido mi vida. Grasa ycolorante.

R9

einhard Ernst, sentado en suamplio despacho de la Cancillería,

repasó nuevamente los descuidadoscaracteres de la nota:

Cnel. Ernst:Espero el informe sobre ese

Estudio Waltham que ha decididopreparar. He reservado un ratodel lunes para inspeccionarlo.

Adolf Hitler

Limpió las gafas de marco de

alambre. Mientras volvía a ponérselasse preguntó qué revelaría esa grafíadesordenada sobre quien la habíaescrito. La forma, en particular, erallamativa. «Adolf» era un relámpagocomprimido; «Hitler», aunque un pocomás legible, se inclinaba extraña ymarcadamente hacia abajo y hacia laderecha.

Ernst giró en su silla para mirar porla ventana. Se sentía como uncomandante de ejército que, aunenterado de que el enemigo se acerca yva a atacar, no sabe cuándo, con quétácticas, dónde establecerá las líneas deataque, de dónde procederá la maniobra.

Era consciente de que la batalla seríadecisiva, y de que el destino de susejércitos, mejor dicho, del país entero,estaba en juego.

No exageraba la gravedad de sudilema, pues Ernst sabía de Alemaniaalgo que pocos percibían y no estabandispuestos a admitir en voz alta: queHitler no detentaría el poder por muchotiempo.

E l Führer tenía demasiadosenemigos, tanto dentro como fuera delpaís. Era César, era Macbeth, eraRicardo. Cuando su locura se agotarasería expulsado o asesinado; incluso eraposible que muriera por su propia mano,

tan asombrosamente maniacos eran susataques de ira. Y tras su muerte otrosllenarían el inmenso vacío. No seríaGöring, tampoco: sus apetitos físicos yanímicos conspiraban en su contra paraarruinarlo. Ernst pensaba que,desaparecidos los dos Führer (y conGoebbels llorando a Hitler, su amorperdido), los nacionalsocialistas semarchitarían. Entonces emergería unestadista prusiano de centro: otroBismarck, tal vez imperial, perorazonable y brillante.

Y hasta era posible que Ernst tuvieraalgo que ver con esa transformación.Pues a falta de una bala o una bomba, la

única amenaza segura contra AdolfHitler y el Partido era el Ejércitoalemán.

En junio del año 34, durante lallamada Noche de los Cuchillos Largos,Hitler y Göring habían asesinado oarrestado a gran parte de la plana mayorde las Tropas de Asalto. Se consideróque la purga era necesaria, sobre todopara apaciguar al Ejército regular,celoso de la enorme milicia de losCamisas Pardas. Hitler había sopesadopor un lado a la horda de matones; porel otro, a los militares alemanes,herederos directos de los batallonesHohenzollern del siglo XIX. Y sin un

momento de vacilación eligió a losúltimos. Dos meses después, a la muertedel presidente Hindenburg, dio dospasos para cimentar su posición.Primero, se declaró Führer sinrestricciones de la nación. Segundo (ymucho más importante), requirió que lasFuerzas Armadas alemanas pronunciaranun juramento personal de lealtad a él.

Tocqueville había dicho que enAlemania nunca habría una revolución,pues la policía no lo permitiría. No, aHitler no le preocupaba la posibilidadde un alzamiento popular; su únicomiedo era el Ejército.

Y era a ese Ejército nuevo y

preclaro al que Ernst había dedicado suvida desde el fin de la guerra. Unejército que protegiera a Alemania y asus ciudadanos de todas las amenazas,tal vez hasta del mismo Hitler, en últimotérmino.

Sin embargo, se dijo, Hitler aún nohabía desaparecido y él no podíapermitirse el lujo de ignorar al autor deesa nota, que lo atribulaba tanto como elrumor distante de los vehículosblindados aproximándose en la noche.

«Cnel. Ernst: Espero elinforme…».

Había albergado la esperanza de que

la intriga iniciada por Göring sediluyera, pero ese delgado trozo depapel significaba que no era así.Comprendió que debía actuar deprisa yprepararse para repeler el ataque.

Después de un debate difícil, elcoronel tomó una decisión. Se guardó lacarta en el bolsillo y se levantó delescritorio para abandonar la oficina.Dijo a su secretaria que regresaría enmedia hora.

Recorrió un pasillo y luego otro,pasando junto a los ubicuos trabajos deconstrucción de ese edificio viejo ypolvoriento. Por doquier había obreros,atareados a pesar de ser fin de semana.

La construcción era la gran metáfora dela Nueva Alemania: una nación quesurgía de entre las cenizas de Versalles,reconstruida según la filosofíahitleriana, tantas veces citada, de«alinear» con el nacionalsocialismo atodos los ciudadanos y todas lasinstituciones del país.

Un pasillo más, bajo un severoretrato del Führer en escorzo, con lavista algo elevada, como ante una visióndel glorioso futuro del país.

Ernst salió al viento arenoso,calentado por el ardiente sol de la tarde.

—Heil, coronel.Saludó con una inclinación de

cabeza a los dos guardias armados conmáuser con bayonetas. El saludo ledivertía. Era costumbre llamar por sutítulo completo a quienes tuvieran unrango próximo al gabinete, pero eso de«señor plenipotenciario» resultabaincómodo e irrisorio.

Bajó por la calle Wilhelm hastadejar atrás la Voss y la PríncipeAlbrecht; a la altura del número 8dirigió un vistazo a la derecha: la sedeprincipal de la Gestapo, en el antiguohotel y Escuela de Artes y Oficios.Continuó en dirección sur, hasta sucafetería favorita, donde pidió un café.Permaneció allí sólo un momento antes

de ir a la cabina telefónica. Marcó unnúmero y, después de introducir algunasmonedas en la ranura, obtuvo conexión.

Atendió una voz de mujer.—Buenos días.—Buenos días, ¿la señora Keitel?—No, señor. Soy la asistenta.—¿Puede ponerse el doctor-profesor

Keitel? Soy Reinhard Ernst.—Un momento, por favor.Instantes después llegó por la línea

una suave voz masculina.—Buen día, coronel, aunque

caluroso.—La verdad es que sí, Ludwig…

Hemos de vernos. Hoy mismo. Ha

surgido un asunto urgente con respectoal estudio. ¿Estarás disponible?

—¿Urgente?—Muchísimo. ¿Puedes venir a mi

oficina? No puedo abandonar midespacho, pues espero novedades deInglaterra sobre ciertos asuntos. A lascuatro de la tarde, ¿te va bien?

—Sí, por supuesto.Cortaron y Ernst volvió a su café.¡A qué medidas ridículas debía

recurrir, simplemente para usar unteléfono que no estuviera pinchado porlos sirvientes de Göring! «He visto laguerra desde dentro y desde fuera»,pensó. «El campo de batalla es

horroroso, sí, horroroso hasta loinconcebible. Pero cuán pura y limpia esla guerra, aun angelical, comparada conuna lucha en la que no tienes a losenemigos enfrente, sino a tu lado».

Desde el centro de Berlín hasta la VillaOlímpica había veintitrés kilómetros decarretera amplia y perfectamentenivelada. El taxista silbaba alegremente;contó a Paul Schumann que esperabahacer muchos viajes bien pagadosdurante esas Olimpiadas.

De pronto el hombre enmudeció; dela radio surgía una ponderosa música

clásica. El Opel estaba equipado condos: una para informar al taxista dedónde se le requería y la otra para lastransmisiones públicas.

—Beethoven —comentó elconductor—. Precede a todas lastransmisiones oficiales. Escuchemos.

Un momento después la música sedesvaneció poco a poco y una vozronca, apasionada, comenzó a hablar:

«En primer lugar, no es aceptabletratar con frivolidad esta cuestión de lasinfecciones; es necesario comprenderque la buena salud podría depender, y enverdad depende, de hallar maneras detratar, no sólo los síntomas de la

enfermedad, sino también su fuente.Miremos las aguas contaminadas de unestanque, campo de cultivo para losgérmenes. Pero un río caudaloso noofrece el mismo clima para esospeligros. Nuestra campaña continuarálocalizando y secando estos charcosestancados, para que los gérmenes, asícomo los mosquitos y las moscas quelos portan, no tengan lugar dondemultiplicarse. Más aún…».

Paul escuchó durante un momentomás, pero aquellas divagacionesrepetitivas lo aburrían. Cerró los oídosa esa cháchara sin sentido paracontemplar el paisaje bañado de sol, las

casas, las posadas, los bonitossuburbios del oeste de la ciudad, quedaban paso a zonas menos pobladas. Elconductor abandonó la autovía deHamburgo y se detuvo frente a la entradaprincipal de la Villa Olímpica. Paul lepagó. El hombre le dio las graciasenarcando una ceja, pero no dijo nada;permanecía prendido de las palabrasque manaban de la radio. Schumannpensó pedirle que esperara, perodecidió que sería más prudente buscar aotro para que lo llevara de regreso a laciudad.

La Villa ardía bajo el sol de latarde. El viento olía a salitre, como el

aire del océano, pero era seco comoalumbre y venía cargado de una arenillafina. Paul mostró su pase y continuócaminando; el sendero, perfectamentetrazado, pasaba junto a hileras deárboles distribuidos a espaciosregulares, que se elevaban en línea rectadesde el centro de redondos discos demantillo tendidos en el césped verde yperfecto. La bandera alemana ondeabaelegante en el viento caliente: roja,blanca y negra.

«Ach, sin duda usted sabe…».

Ya en la residencia de losnorteamericanos, esquivando la zona de

recepción y a su soldado alemán, sedeslizó hasta su cuarto por la puertatrasera. Después de cambiarse hundió lachaqueta verde en un cesto lleno de ropasucia, puesto que no había cloacas amano; se puso pantalones de franela decolor crema, una camisa de tenis y unjersey ligero. Luego se peinó el pelo deotra manera, hacia un lado. Elmaquillaje había desaparecido, pero esono tenía remedio. Cuando salía con sumaleta y el portafolio una voz le llamó:

—Eh, Paul.Al levantar la vista se encontró con

Jesse Owens, que regresaba a laresidencia vestido con ropa de gimnasia.

—¿Qué haces? —preguntó Owens.—Voy a la ciudad. Debo trabajar.—Hombre, esperábamos que te

quedaras. Anoche te perdiste una buenaceremonia. ¡Hay que ver la comida quesirven aquí! Estupenda.

—Ya sé que es fantástica, pero tengoque irme. Debo hacer unas entrevistas enla ciudad.

Owens se acercó un poco más e hizoun gesto al ver el corte y el moratón quePaul tenía en la cara. Luego su vistaaguda bajó a los nudillos, que estabanenrojecidos por la pelea.

—Espero que tus otras entrevistasvayan mejor que la de esta mañana.

Parece que en Berlín escribir sobredeporte es oficio peligroso.

—Ha sido una caída. Nada grave.—Para ti tal vez no —comentó el

atleta, divertido—. Pero ¿para el tíosobre el que has caído?

Paul no pudo evitar una sonrisa. Elcorredor era sólo un chaval, pero teníaun aire mundano. Tal vez ser negro en elsur o en el Medio Oeste te hacíamadurar más deprisa. Igual quecostearse uno mismo los estudios enplena Depresión.

De la misma forma que su terribleoficio le había cambiado a él bienpronto.

—¿Qué es lo que haces aquí, Paul?—susurró el corredor.

—Sólo hago mi trabajo —respondióél lentamente—. Nada más. Oye, ¿qué sesabe de Stoller y Glickman? Espero queno los hayan descalificado.

—No, todavía figuran comoparticipantes. —Owens frunció elentrecejo—. Pero corren rumores feos.

—Que tengan suerte. Y tú también,Jesse. A ver si nos lleváis una medallade oro.

—Haremos lo posible. ¿Nosveremos después?

—Tal vez.Paul le estrechó la mano y se alejó

hacia la entrada de la Villa, dondeaguardaba una fila de taxis.

—Eh, Paul.Se volvió. El hombre más veloz del

mundo le despedía, con una sonrisaenorme.

El sondeo entre los vendedores y lagente sentada en los bancos de la calleRosenthaler había resultado inútil (noobstante, Janssen confirmó que habíaaprendido varios tacos nuevos cuandouna florista entendió que la estabaimportunando, no para comprar algo,sino para hacer preguntas). Kohl

descubrió que se había producido untiroteo a poca distancia, pero se tratabade un asunto de la SS, quizá uno de sus«asuntos menores de seguridad» tancelosamente guardados, y ninguno de laguardia de élite se dignaría hablar deeso con los de la Kripo.

Sin embargo, al regresar al cuartelgeneral descubrieron que había ocurridoun milagro: en el despacho de WilliKohl estaban las fotografías de lavíctima y de las huellas digitalesencontradas en el pasaje Dresden.

—Mire esto, Janssen —dijo elinspector, señalando con un gesto laslustrosas copias pulcramente alineadas.

Se sentó ante el maltrecho escritorioque tenía en el Alex, el enorme y vetustoedificio de la Kripo, así apodado enhonor de la plaza y el vecindario que lorodeaba: Alexanderplatz. Al parecer seestaban remozando todos los edificiosdel Estado, salvo ese. La PolicíaCriminal seguía alojada desde hacíaaños en la misma construccióncochambrosa. De cualquier modo a Kohlno le molestaba, pues estaba a ciertadistancia de la calle Wilhelm, lo cualbrindaba al organismo cierta autonomíapráctica, aunque en lo administrativo yano tuviera ninguna.

Además podía considerarse

afortunado por tener despacho propio,un cuarto de cuatro metros por seis conescritorio, mesa y tres sillas. Sobre elsencillo roble de la mesa había miles dehojas, un cenicero, un portapipas y diezo doce fotografías enmarcadas de suesposa, sus hijos y sus padres.

Se balanceó hacia delante en lachirriante silla de madera parainspeccionar las fotografías de la escenadel crimen y las de las impresionesdactilares.

—Usted tiene talento, Janssen. Estasson bastante buenas.

—Gracias, señor. —El joven lasmiraba, asintiendo con la cabeza.

Kohl lo observó con atención. Élhabía ido ascendiendo de rango por lavía tradicional. Cuando era niño, aunqueera hijo de un agricultor prusiano, lefascinaban Berlín y el trabajo policialpor los libros que leía. A los dieciochoaños llegó a la gran ciudad y consiguióempleo como oficial uniformado de laSchupo; después de cursar elentrenamiento básico en el famosoInstituto Policial de Berlín, ascendió acabo y a sargento; mientras tanto obtuvoun certificado de estudios universitarios.Después, ya casado y con dos hijos,pasó a la Escuela de Oficiales y seincorporó a la Kripo, donde con el

correr de los años ascendió de inspectorauxiliar a inspector jefe.

Su joven protegido, en cambio,seguía un camino diferente, mucho máscomún en los nuevos tiempos.

Varios años atrás Janssen se habíagraduado en una buena universidad;después de aprobar el exameneliminatorio de Jurisprudencia yestudiar en el instituto policial, a esatemprana edad había sido aceptadocomo aspirante a inspector, bajo ladirección de Kohl.

A menudo era difícil hacerlo hablar;Janssen era reservado. Estaba casadocon una morena robusta y esperaban el

segundo hijo. El joven sólo se animabacuando hablaba de su familia y de supasión por el ciclismo y las caminatas.Hasta que la proximidad de lasOlimpiadas obligó a toda la policía atrabajar tiempo extra, los inspectorestrabajaban en miércoles sólo mediajornada; a mediodía Janssen solíaponerse los pantalones cortos en unlavabo de la Kripo y salía a caminar consu hermano o con su esposa.

Cualesquiera que fuesen susaficiones, el hombre era inteligente yambicioso; Kohl se consideraba muyafortunado por poder contar con él.Desde hacía varios años la Kripo sufría

una hemorragia de oficiales con talentoque pasaban a la Gestapo, donde elsueldo era mejor y había másoportunidades. Cuando Hitler llegó alpoder la Kripo tenía doce mil detectivesen todo el país; ahora ese número habíadescendido a ocho mil. Y de estos,muchos eran antiguos investigadores dela Gestapo, transferidos a cambio dejóvenes oficiales; y a decir verdad, ensu mayoría eran borrachuzosincompetentes.

Zumbó el teléfono. Él atendió.—Aquí Kohl.—Inspector, soy Schreiber, el

empleado con quien usted ha hablado

hoy. Heil Hitler.—Sí, sí, Heil. —En el trayecto de

regreso al Alex desde el Jardín Estival,Kohl y Janssen se habían detenido enTietz, la gran tienda que dominaba elcostado norte de la Alexanderplatz,cerca del cuartel general de la Kripo. Enla sección de artículos para caballeros,el jefe había mostrado al empleado lafoto de Göring, preguntando qué clasede sombrero era ese. El hombre no losabía, pero prometió averiguarlo—. ¿Hatenido suerte? —le preguntó Kohl.

—Ach, sí, sí, ya tengo la respuesta.Es un Stetson. Fabricado en EstadosUnidos. Como usted sabe, el ministro

Göring tiene un gusto excelente.El inspector no hizo comentarios

sobre eso.—¿Es un sombrero común aquí?—No, señor. Bastante raro. Y caro,

como usted puede imaginar.—¿Dónde se pueden comprar en

Berlín?—En verdad, señor, no lo sé. Me

han dicho que el ministro los encargaespecialmente a Londres.

Kohl le dio las gracias y cortó.Luego dijo a Janssen lo que acababa desaber.

—Quizá el hombre esnorteamericano —dijo su ayudante—.

Pero tal vez no, puesto que Göring usa elmismo tipo de sombrero.

—Un pequeño acertijo, Janssen.Pero ya descubrirá que muchas piezaspequeñas suelen brindar una imagen delcrimen más clara que una sola piezagrande. —Sacó del bolsillo los sobrescon las pistas y seleccionó el quecontenía la bala.

La Kripo tenía su propio laboratorioforense, que databa de los tiempos enque la fuerza policial prusiana habíasido la más importante de la nación (oacaso del mundo: en los días de laWeimar la Kripo resolvía el noventa ysiete por ciento de los homicidios de

Berlín). Pero también el laboratoriohabía sido saqueado por la Gestapo,tanto en cuanto a equipo como personal;los técnicos que trabajaban en el cuartelgeneral estaban sobrecargados detrabajo y eran mucho menos competentesque antes. Por ende Willi Kohl habíaasumido la responsabilidad de adquirirpericia en ciertos aspectoscriminológicos. Pese a la falta de interéspersonal por las armas de fuego, habíahecho un verdadero estudio de balística,imitando el enfoque del mejorlaboratorio del mundo: el del FBI deWashington, dirigido por J. EdgarHoover.

Hizo caer la bala en una hoja depapel limpio y, con el monóculo en unojo, buscó un par de pinzas paraexaminarla minuciosamente.

—Mire usted, que tiene mejor vista—pidió.

El aspirante a inspector cogiócuidadosamente la bala y el monóculo,mientras Kohl retiraba una carpeta delestante. Contenía fotografías y dibujosde muchos tipos de balas. Era unarchivador grande, de varios cientos depáginas, pero el inspector lo habíaorganizado por calibres y por número desurcos y planos (las bandas dejadas enel proyectil de plomo por el cañón) y

por su torsión hacia la derecha o laizquierda. Apenas cinco minutosdespués Janssen halló una que coincidía.

—Bien, esa es una buena noticia —dijo Kohl.

—¿Por qué?—Nuestro homicida ha utilizado un

arma fuera de lo común. Es una nuevemilímetros de cartucho largo. Muyprobablemente del modelo A de laSpanish Star. Es rara, por suerte paranosotros. Y tal como usted ha señalado,es un arma nueva o muy poco usada.Roguemos que sea lo primero. Usted quemaneja bien las palabras, Janssen: porfavor, envíe un telegrama a todos los

distritos policiales de la zona. Quepregunten en las armerías si en alguna seha vendido en los últimos meses unaStar Modelo A, nueva o poco usada, omuniciones para esa arma. No: que seaen el último año. Quiero el nombre y ladirección de todos los compradores.

—Sí, señor.El joven aspirante a inspector apuntó

la información. Cuando salía hacia lasala de teletipos Kohl añadió:

—Espere: añada a su mensaje, comoposdata, una descripción de nuestrosospechoso. Y aclare que va armado. —El inspector recogió las fotografías másclaras de las huellas digitales del

sospechoso y la tarjeta con las de lavíctima. Luego suspiró—. Y ahora debotratar de actuar con diplomacia. Ach,cómo detesto hacer eso.

—L10

o siento, inspector Kohl,pero en el departamento

estamos ocupados.—¿Todos?—Sí, señor —dijo el hombre, un

calvo flaco, de traje ceñido, abotonadohasta muy arriba—. Hace varias horasse nos ordenó interrumpir todas lasinvestigaciones para compilar una listade todas las personas de origen ruso omarcado aspecto de serlo.

Estaban en el vestíbulo de la grandivisión de Identificación de la Kripo,

donde se realizaban los análisis dehuellas digitales y de antropometría.

—¿De toda la población de Berlín?—Sí. Hay un aviso de alerta.Ah, otra vez ese asunto de seguridad,

el que Krauss había consideradodemasiado insignificante como paramencionarlo a la Kripo.

¿Y utilizan expertos en huellasdigitales para revisar archivospersonales? ¿Nuestros propios expertos,nada menos?

—Abandonarlo todo —replicó elhombrecito de los botones—: Esas hansido las órdenes que he recibido. Delcuartel general de la Sipo.

«De nuevo Himmler», pensó Kohl.—Por favor, Gerhard, que esto es

muy importante.—Le mostró la tarjeta con las

impresiones digitales y las fotos.—Buenas imágenes —comentó

Gerhard al examinarlas—. Muy claras.—Ponga a tres o cuatro expertos a

analizarlas, por favor. Es todo lo que lepido.

Una risa demacrada cruzó la caradel funcionario.

—No puedo, inspector. ¿Tres?Imposible.

Kohl se sintió frustrado. Comoestudioso de la ciencia criminalística

extranjera, miraba con envidia a EstadosUnidos e Inglaterra, donde laidentificación forense ya se hacía casiexclusivamente por medio del análisisde las impresiones digitales. EnAlemania también se las usaba para laidentificación; no obstante, a diferenciade los norteamericanos, allí no tenían unsistema uniforme para el estudio de lashuellas; cada zona del país lo hacía demanera diferente. Un policía deWesfalia podía analizar una impresiónde determinada manera; un oficial de laKripo berlinesa lo haría de otro modo.Si se enviaban las muestras de un lado aotro era posible lograr una

identificación, pero el procedimientosolía requerir semanas enteras. Hacíatiempo que Kohl apoyaba la unificaciónde ese análisis en todo el país, peroencontraba una resistencia y un letargonotables. También había instado a susupervisor a comprar a Estados Unidosalgunas máquinas de telefoto, magníficosartefactos que podían, con notableclaridad y en pocos minutos, transmitirpor las líneas telefónicas facsímiles defotos e imágenes, tales como las dehuellas digitales. Pero eran bastantecostosas; su jefe había rechazado lasolicitud sin siquiera discutir el asuntocon el jefe de la policía.

Más preocupante aún para Kohl erael hecho de que, desde que losnacionalsocialistas detentaban el poder,las huellas digitales tenían menosimportancia que el anticuado sistema deantropometría Bertillon, por el cual seidentificaba a los criminales por lasmedidas del cuerpo, la cara y la cabeza.Kohl, como la mayoría de losinvestigadores modernos, rechazaba elanálisis de Bertillon por ser difícil demanejar; en verdad cada persona teníauna estructura física muy diferente de lade cualquier otra, pero se requeríandecenas de mediciones exactas paracategorizar a alguien. Y a diferencia de

las impresiones dactilares, rara vez losdelincuentes dejaban en la escena delcrimen impresiones físicas suficientescomo para poder vincularlo al lugar pormedio de los datos de Bertillon.

Pero el interés de losnacionalsocialistas por la antropometríaiba más allá de la simple identificación.Era clave para lo que ellos denominaban«ciencia» de la criminobiología:categorizar a la gente como criminal,independientemente de su conducta, sólopor sus características físicas. Cientosde hombres de la Gestapo y la SSdedicaban todo su tiempo acorrelacionar el tamaño de la nariz y el

tono de la piel, por ejemplo, con laproclividad a cometer un delito. Elobjetivo de Himmler no era poner a loscriminales ante la justicia, sino eliminarel crimen antes de que se produjera.

A los ojos de Kohl, eso era tanestúpido como terrorífico.

Mientras echaba un vistazo a esaenorme sala, llena de hombres y mujeresinclinados sobre los documentos entorno a mesas largas, decidió que denada serviría la diplomacia que habíainvocado durante el trayecto. Serequería una táctica diferente: el engaño.

—Muy bien. Dígame en qué fechapodrá iniciar su análisis. Necesito algo

que pueda decir a Krauss. Hace horasque me importuna.

Una pausa.—¿Pietr Krauss? ¿Nuestro Krauss?—Krauss, el de la Gestapo, sí. Le

diré… ¿Qué debo decirle, Gerhard?¿Que esto tardará una semana, diez días?

—¿La Gestapo está involucrada?—Krauss y yo hemos investigado

juntos la escena del crimen. —Eso, almenos, era cierto. Poco más o menos.

—Es posible que este incidente estérelacionado con la situación deseguridad —reflexionó el hombre, yaintranquilo.

—Creo que sí. Estas huellas podrían

ser del ruso en cuestión.El experto no dijo nada, pero

observó las fotos. ¿Por qué usaría untraje tan estrecho, si era tan flaco?

—Entregaré estas copias a unexperto. Lo llamaré en cuanto tengaalgún resultado, Kohl.

—Le agradezco cualquier cosa queusted pueda hacer —dijo el inspector,mientras pensaba: «Ach, un soloexaminador. Será casi inútil, a menosque tenga la suerte de hallar unacoincidencia».

Después de dar las gracias altécnico subió nuevamente la escalerahasta su piso. Allí entró en el despacho

de Friedrich Horcher, su superior, queera el jefe de los inspectores de Berlín-Potsdam.

Ese hombre delgado y canoso, deanticuados mostachos encerados, habíasido en sus primeros tiempos un bueninvestigador, que había capeado bien lasmarejadas de la reciente políticaalemana. Con respecto al Partido teníauna posición ambivalente; había sidomiembro secreto en los días terribles dela inflación, pero luego renunció debidoal extremismo de Hitler. Sólo entiempos recientes había vuelto aincorporarse, quizá de mala gana,arrastrado inexorablemente por el curso

que tomaba la nación. O quizá era unverdadero converso. Kohl no tenía niidea de cómo eran las cosas.

—¿Cómo marcha el caso, Willi? Eldel pasaje Dresden.

—Lento, señor. —Añadió con airelúgubre—: Al parecer los recursos estánocupados. Nuestros propios recursos.

—Sí, hay algo, una especie dealerta.

—Ya veo.—¿Sabe algo de eso? —preguntó

Horcher.—No, nada.—Aun así estamos bajo presión.

Creen que todo el mundo los está

mirando y que un cadáver cerca delTiergarten puede arruinar para siemprela imagen de nuestra ciudad. —En elrango de Horcher la ironía era un lujopeligroso; Kohl no detectó nada de esoen la voz del hombre—. ¿Algúnsospechoso?

—Algunos detalles de su aspecto,pequeñas claves. Eso es todo.

El jefe ordenó los papeles que teníaen el escritorio.

—Sería conveniente que elperpetrador fuera…

—¿… extranjero? —propuso Kohl.—Exactamente.—Ya veremos… Me gustaría hacer

una cosa, señor.La víctima aún no ha sido

identificada. Eso es una desventaja. Megustaría publicar su foto en Elobservador del pueblo y en el Journal,para ver si alguien lo reconoce.

Horcher rio.—¿La foto de un cadáver en el

diario?—No saber quién es la víctima es

una gran desventaja para lainvestigación.

—Plantearé el asunto a la Oficina dePropaganda. Veremos qué dice elministro Goebbels. Habrá que pedir suautorización.

—Gracias, señor. —Kohl se volviópara partir, pero se detuvo—. Algo más,inspector jefe. Aún espero ese informede Gatow. Ya ha pasado una semana. Seme ha ocurrido que tal vez lo recibierausted.

—¿Qué pasó en Gatow? Ah, esetiroteo.

—Dos —corrigió Kohl—. Dostiroteos.

En el primero dos familias, quealmorzaban al aire libre junto al ríoHavel, al sudoeste de Berlín, habíansido asesinadas a disparos: sietepersonas, incluidos tres niños. Al díasiguiente se había producido una

segunda matanza: ocho trabajadores quevivían en caravanas, entre Gatow yCharlottenburg, el exclusivo barrio quese levantaba al oeste de Berlín.

El comandante policial de Gatow,que nunca había manejado un caso así,hizo que uno de sus gendarmes llamara al a Kripo para pedir ayuda. Raul, unoficial joven y con iniciativa, habló conKohl y le envió al Alex fotos de laescena del crimen. Willi Kohl, pese ahaberse curtido en las investigacionesde homicidios, quedó espantado al verasesinadas a madres con sus hijos. LaKripo tenía jurisdicción sobre todos losdelitos de Alemania que no fueran

políticos y él quería convertir esoscasos en asunto prioritario.

Pero la jurisdicción local y laasignación de recursos eran dos asuntosmuy diferentes, sobre todo en estoscrímenes, donde las víctimas eran, segúnle informó Raul, respectivamente judíasy polacas.

—Dejaremos que se encargue lagendarmería de Gatow —le había dichoHorcher la semana anterior.

—¿De homicidios de esta magnitud?—se había extrañado Kohl, a la vezatribulado y escéptico. Los gendarmessuburbanos y rurales investigabanaccidentes de tráfico y robos de ganado.

Y Wilhelm Meyerhoff, el jefe de lapolicía de esa comarca, era unfuncionario perezoso y tonto, incapaz deencontrar sin ayuda el zwieback de sudesayuno.

Por eso Kohl había insistido hastaobtener de Horcher permiso para revisarsiquiera el informe sobre la escena delcrimen. Llamó a Raul, lo informó sobretécnicas básicas de investigación y lepidió que entrevistara a los testigos. Elgendarme había prometido enviarle unmensaje en cuanto su superior loaprobara. Kohl había recibido sólo lasfotografías, sin ningún otro material.

Horcher le dijo:

—No me he enterado de nada, Willi.Pero ¡hombre! ¿Judíos? ¿Polacos?Tenemos otras prioridades.

Kohl respondió, pensativo:—Por supuesto, señor. Comprendo.

Sólo me preocupa que los kosis se nosescapen.

—¿Los comunistas? ¿Qué tiene quever esto con ellos?

—La idea no se me ocurrió hastaque vi las fotografías. Pero observé quehabía algo organizado en esas muertes…y no hubo ningún intento de cubrirlas. Ami modo de ver, los homicidios fuerondemasiado obvios. Casi parecíanescenificados.

Horcher analizó aquello.—¿Cree usted que los kosis querían

presentar las cosas como si detrás de loshomicidios estuvieran la SS o laGestapo? Sí, es una idea interesante,Willi. Esos rojos cabrones serían muycapaces de rebajarse a tanto.

Kohl añadió:—Sobre todo con toda la prensa

extranjera en la ciudad, por lasOlimpiadas. A los kosis les encantaríamancillar nuestra imagen a los ojos delmundo.

—Miraré ese informe, Willi. Y haréalgunas llamadas. Buena idea.

—Gracias, señor.

—Ahora vaya a resolver ese casodel pasaje Dresden.

Si nuestro jefe de policía quiere unaciudad libre de máculas, la tendrá.

Kohl regresó a su despacho y sesentó pesadamente en la silla; mientrasse masajeaba los pies miró fijamente lasfotografías de las dos familiasasesinadas.

Lo que había dicho a Horcher erauna tontería. Fuera lo que fuese lo quehabía pasado en Gatow no era unaconspiración comunista. Pero losnacionalsocialistas tendían a lasconspiraciones como los cerdos al lodo.Había que entrar en esos juegos. Ach,

qué tristes lecciones había recibidodesde enero del año treinta y tres!

Volvió a poner las fotos en lacarpeta rotulada Gatow/Charlottenburgy la dejó a un lado. Luego guardó en unacaja los sobres con las pistas recogidas

esa tarde y escribió en ella:Incidente Pasaje Dresden. Agregó lasfotografías de las huellas digitales, de laescena del crimen y la víctima, y puso lacaja en un sitio visible de su despacho.

Cuando llamó al médico forense ledijeron que el doctor había salido por uncafé. Su asistente le dijo que ya habíallegado desde el pasaje Dresden elcadáver sin identificar A 25-73-6Q,

pero que no sabía cuándo loexaminarían. Esa noche, posiblemente.Kohl hizo un gesto ceñudo. Habíaalbergado la esperanza de que laautopsia estuviera cuanto menos enmarcha, si no acabada. Cortó.

Regresó Janssen.—Los teletipos ya han sido enviados

a los distritos, señor. He dicho que eraurgente.

—Gracias.Sonó su teléfono y él atendió. Era

nuevamente Horcher.—Willi, el ministro Goebbels ha

dicho que no podemos publicar en eldiario la foto del muerto. He intentado

convencerlo empleando toda mipersuasión, se lo aseguro. Creía poderlograrlo, pero al fin no he tenido éxito.

—Vaya, gracias, inspector jefe. —Cortó, pensando cínicamente: «Toda supersuasión, sí, claro». Hasta dudaba deque hubiera hecho esa llamada.

Kohl repitió al aspirante a inspectorlo que había dicho el jefe.

—Ach, y pasarán días, semanasquizá, hasta que algún experto en huellasdigitales pueda siquiera reducirposibilidades sobre las huellas quehemos encontrado. Janssen, coja esafotografía de la víctima… No, no, laotra, esa en que no parece tan muerto.

Llévela al departamento de impresión.Que impriman quinientas copias.Dígales que tenemos muchísima prisa.Que es un caso conjunto de la Kripo y laGestapo.

Al menos sacaremos provecho delinspector Krauss, ya que nos ha hechollegar tarde al Jardín Estival. Cosa queaún me tiene perturbado, deboreconocerlo.

—Sí, señor.Diez minutos después, cuando su

ayudante acababa de regresar, zumbó elteléfono una vez más. Kohl levantó elauricular.

—Sí, aquí Kohl.

—Soy Georg Jaeger. ¿Cómo estás?—¡Georg! Estoy bien. Trabajando en

sábado, aunque esperaba ir con mifamilia al Lustgarten. Pero así son lascosas. ¿Y tú?

—También trabajando. Siempretrabajando.

Algunos años antes Jaeger habíasido el protegido de Kohl. Era undetective de mucha valía; al llegar elPartido al poder lo habían invitado aincorporarse a la Gestapo. Él se negó; alparecer, su rotundo rechazo habíaofendido a algunos funcionarios: lomandaron nuevamente a la uniformadaPolicía del Orden; para un detective de

l a Kripo era bajar un peldaño. Sinembargo, Jaeger destacó también en esenuevo trabajo y pronto ascendió hasta lajefatura del distrito Orpo, la zona nortedel Berlín central; lo irónico era que selo veía mucho más feliz en ese territorioolvidado que en el Alex, plagado deintrigas.

—Te llamo con la esperanza debrindarte una ayuda, profesor.

Kohl rio, recordando que así lollamaba Jaeger en los tiempos en quetrabajaban juntos.

—¿De qué se trata?—Acabamos de recibir un telegrama

sobre el sospechoso de un caso en el

que estás trabajando.—Sí, sí, Georg. ¿Has hallado ya

alguna armería que haya vendido un StarModelo A?

—No, pero me he enterado de queunos SA se han quejado de que unhombre los atacó en una librería de lacalle Rosenthaler, no hace mucho.Responde a la descripción de tumensaje.

—Ach, Georg, esto sí que es unaayuda. ¿Puedes pedirles que se reúnanconmigo en el sitio del ataque?

—No querrán colaborar, los muyestúpidos, pero si están en mi distritolos mantengo a raya. Me encargaré de

que vayan. ¿Cuándo?—Ahora. Inmediatamente.—A tus órdenes, profesor. —Jaeger

le dio la dirección de la calleRosenthaler. Luego preguntó—: Oye,¿cómo marchan las cosas en el Alex?

—Sería mejor reservar esaconversación para otra oportunidad,bebiendo schnapps y cerveza.

—Sí, por supuesto —aceptó elcomandante de la Orpo, intuyendo sinduda que Kohl no quería discutir ciertosasuntos por teléfono.

Y así era, en verdad. Sin embargo,los motivos que tenía el inspector paraponer fin a la llamada no se

relacionaban tanto con intrigas como consu urgente necesidad de hallar al hombreque usaba el sombrero de Göring.

—Ach —murmuró el Camisa Parda,sarcástico—, ¿un detective de la Kripoviene a ayudarnos? ¡Mirad, camaradas!¡Esto sí que es raro!

El hombre medía más de dos metrosy, como tantos de ese cuerpo, erabastante fornido: tanto por haber sidojornalero antes de incorporarse a la SAcomo por la incesante y estúpidapráctica de desfilar que ahora hacía.Estaba sentado en el bordillo de la

acera, con el sombrero pardo en formade lata colgándole de los dedos.

Otro Camisa Parda, más bajo peroigualmente fornido, esperaba apoyadocontra la fachada de una pequeña tiendade comestibles. El letrero del escaparateanunciaba: «Hoy no hay mantequilla nicarne». Al lado había una librería con elescaparate destrozado. La acera estabasembrada de cristales y libros rotos. Elsegundo hombre, con una mueca dedolor, se apretó la muñeca vendada. Untercero permanecía sentado aparte,mohíno, con manchas de sangre seca enla pechera de la camisa.

—¿Qué le ha hecho salir de su

despacho, inspector? —continuó elprimero de los Camisas Pardas—. Noha de ser por nosotros, sin duda. Loscomunistas podrían habernos acribilladocomo a Horst Wessel y usted no sehabría separado de su café con pastas,allá en la Alexanderplatz.

Janssen se puso rígido ante loofensivo de esas palabras, pero Kohl locontuvo con una mirada y observó aaquellos hombres con expresiónsolidaria. Su rango le habría permitidoinsultar a esos Camisas Pardas en susbarbas sin sufrir consecuencias, peronecesitaba de su colaboración.

—Vaya, señores míos, no hay

motivos para que se quejen así. LaKripo se preocupa por ustedes tantocomo por cualquiera. Cuéntenme lo dela emboscada, por favor.

—Sí, tiene razón, inspector —dijo elhombre corpulento, saludando con ungesto la palabra que Kohl habíaescogido tan cuidadosamente—. Ha sidouna cobarde encerrona, sí. Esemiserable nos ha atacado desde atrásmientras aplicábamos la ley contralibros indecorosos.

—¿Su nombre…?—Hugo Felstedt. Soy comandante

del Castillo de Berlín.Kohl sabía que se trataba del

almacén de una cervecería abandonada,que veinte o veinticinco Camisas Pardashabían ocupado. Lo de «castillo» sepodía interpretar como «tugurio».

—Y allí ¿quién había? —preguntó,señalando la librería con la cabeza.

Una pareja. Parecían marido ymujer.

Kohl miró en derredor, esforzándosepor conservar la expresión de interés.

—¿Ellos también han escapado?—En efecto.Por fin habló el tercero de los

Camisas Pardas, a través de un hueco enla dentadura.

—Estaba todo planeado, por

supuesto. Esos dos nos distrajeron y eltercero nos atacó por la espalda. Conuna cachiporra.

—Comprendo. ¿Y usaba unsombrero Stetson? ¿Cómo los delministro Göring? ¿Y corbata verde?

—Sí —confirmó el más alto—. Unacorbata chillona, judía.

—¿Le han visto la cara?—Tenía una nariz enorme y

mandíbulas carnosas.—Cejas pobladas. Y labios gruesos.—Era bastante gordo —contribuyó

Felstedt—. Como el que ponían en elStormer de la semana pasada. ¿Lo viousted? Era igual al hombre de la

portada.Se trataba de una revista que

publicaba Julius Streicher, pornográficay antisemita, con artículos inventadossobre crímenes cometidos por judíos ytonterías sobre su inferioridad racial.Las portadas presentaban grotescascaricaturas de judíos. A la mayoría delos nacionalsocialistas les resultababochornosa, pero se la publicaba porqueHitler disfrutaba con ese tabloide.

—Por desgracia, me la perdí —respondió Kohl, seco—. ¿Y hablabaalemán?

—Sí.—¿Con acento?

—Acento judío.—Sí, sí, pero algún otro acento. ¿De

Bavaria, de Westfalia, de Sajonia?—Puede ser. —El alto asintió con la

cabeza—. Sí, creo que sí. Verá usted, nohabría podido hacernos daño si noshubiera atacado de frente, como unhombre, no cobardem…

Kohl lo interrumpió:—¿Es posible que su acento fuera

extranjero?Los tres se miraron mutuamente.—No podemos saberlo. Nunca

hemos salido de Berlín.—Tal vez de Palestina —insinuó

uno—. Eso podría ser.

—Pues bien, los ha atacado por laespalda y con una cachiporra.

—Y también con esto. —El terceromostraba un par de manillas de bronce.

—¿Esas son de él?—No, son mías. Él se ha llevado las

suyas.—Ya veo, ya veo. Los ha atacado

desde atrás. Pero a usted le sangra lanariz.

—Es que el golpe me ha hecho caerde bruces.

—¿Y dónde ha sucedido esoexactamente?

—Por allí. —El hombre señaló unpequeño jardín que asomaba a la acera

—. Uno de nuestros camaradas fue enbusca de ayuda. A su regreso el judíohuyó cobardemente, como un conejo.

—¿Hacia dónde?—Hacia allí. Varios callejones más

al este. Se lo enseñaré.—Un momento —dijo el inspector

—. ¿Tenía un portafolio?—Sí.—¿Y lo ha llevado consigo?—En efecto. Allí escondía las

cachiporras.Kohl señaló el jardín con la cabeza.

Janssen lo acompañó hasta allí.—Eso no tenía sentido —susurró el

asistente—. Atacados por un judío

enorme con cachiporras y manillas debronce. Sin duda lo acompañabancincuenta hombres del Pueblo Elegido.

—En mi opinión, Janssen, el relatode un testigo o un sospechoso es como elhumo: a menudo las palabras no tienensentido por sí solas, pero pueden guiartehasta el fuego.

Recorrieron el jardín, revisandominuciosamente el suelo.

—Aquí, señor —anunció Janssen,entusiasmado. Había hallado unapequeña guía turística de la VillaOlímpica, escrita en inglés.

Kohl se sintió alentado. Era raro quehubiera un turista extranjero en ese

vecindario y, por coincidencia, perdierael folleto justo en el escenario de lapelea. Las páginas estaban secas ylimpias, lo cual revelaba que llevabapoco tiempo en el césped. La recogiócon un pañuelo (a veces era posiblerecoger huellas dactilares del papel) yla abrió con cuidado. Las páginas nocontenían ninguna anotación que pudieraservir de pista para descubrir laidentidad de su dueño. Después deenvolverlo se lo guardó en el bolsillo.

—Acérquense, por favor —pidió alos Camisas Pardas. Los tres hombresentraron en el jardín.

—Fórmense aquí, en hilera. —El

inspector señaló un sector de tierradescubierta.

Ellos se alinearon con precisión,tarea para la que las Tropas de Asaltoestaban muy bien preparadas. Kohlexaminó sus botas y comparó el tamañoy la forma con las pisadas del suelo. Asísupo que el atacante tenía los pies másgrandes y que sus tacones estaban muygastados.

—Bien. —Luego se dirigió aFelstedt—. Muéstrenos hasta dónde lohan perseguido. Los otros ya puedenretirarse.

El hombre de la cara ensangrentadaalzó la voz:

—Cuando lo encuentre, inspector,avísenos. En nuestros cuarteles tenemosuna celda. Allí ajustaremos cuentas conél.

—Sí, sí, quizá podamos hacer algoasí. Y les daré tiempo de sobra, paraque no tengan que enfrentarse a él lostres solos.

El Camisa Parda vaciló,preguntándose si aquello era un insulto.Echó un vistazo a las manchas carmesíesde su camisa.

—Mire esto. Ach, cuando locojamos no le quedará una gota desangre. Vamos, camarada.

Los dos se alejaron calle abajo.

—Por aquí. Ha huido por aquí. —Felstedt condujo al inspector y a Janssenhasta la transitada calle Gormann—.Estábamos seguros de que había entradopor uno de esos dos callejonesanteriores. Los teníamos cubiertos porlos otros extremos. Pero desapareció.

Kohl inspeccionó el lugar. De lacalle partían varias callejuelas; una deellas no tenía salida; las otrasdesembocaban en diferentes calles.

—Muy bien, señor, ahora nosharemos cargo de todo.

En ausencia de sus camaradasFelstedt se mostró más sincero.

—El hombre es peligroso, inspector

—dijo en voz baja.—¿Está usted seguro de que su

descripción es exacta?Una vacilación. Luego:—Judío. Obviamente era judío, sí.

Pelo rizado como de etíope, nariz dejudío, ojos de judío. —El hombrecepilló con la mano la mancha de sucamisa y se alejó con aire arrogante.

—Cretino —murmuró Janssen.Y echó una mirada cauta a su jefe,

quien añadió:—Es poco decir. —El inspector

recorría los callejones con la vista—.Sin embargo, pese a esa ceguera suya,creo que el «comandante» Felstedt nos

ha dicho la verdad. Nuestro sospechosoestaba acorralado, sí, pero logróescapar… y de muchos hombres de laSA. Buscaremos en los cubos de basurade los callejones, Janssen.

—Sí, señor. ¿Cree usted que se hadeshecho de alguna prenda o delportafolio para poder escapar?

—Es lógico.Inspeccionaron cada una de esas

callejuelas, mirando dentro de loscubos; sólo había cartones viejos,papeles, latas, botellas y comida enputrefacción. Kohl se detuvo por unmomento a mirar en derredor, con losbrazos en jarras. Luego preguntó:

—¿Quién le lava las camisas,Janssen?

—¿Las camisas?—Las tiene siempre impecablemente

lavadas y planchadas.—Mi esposa, por supuesto.—En ese caso transmítale mis

excusas cuando deba limpiar y remendarla que usted tiene puesta ahora.

—¿Por qué tendrá que remendarla?—Porque usted va a tenderse boca

abajo y meterá el brazo por esaalcantarilla.

—Pero…—Sí, sí, ya sé. Es que yo lo he hecho

muchas veces.

Y la edad trae sus privilegios,Janssen. Hala, quítese la americana. Esde seda muy buena. No hay necesidad dearruinarla también.

El joven entregó a Kohl su chaquetaverde oscuro. Era muy bonita, sí. Lafamilia de Janssen era adinerada y élcontaba con algún dinero, aparte de susueldo de aspirante a inspector; era unasuerte, puesto que los detectives de laKripo recibían una retribuciónmiserable. Se arrodilló en los adoquinesy, apoyado en una mano, introdujo laotra en la sombría abertura.

En realidad la camisa no se ensuciótanto, pues apenas un momento después

el joven exclamó:—¡Aquí hay algo, señor! —Se

incorporó para exhibir un objeto pardo,abollado. El sombrero de Göring. Y, porañadidura, dentro estaba la corbata: elverde era chillón, desde luego.

Janssen explicó que habían quedadoen un saliente, apenas a medio metro dela rejilla. Continuó rebuscando, pero nohabía nada más.

—Ya tenemos algunas respuestas,Janssen —dijo su jefe, mientrasexaminaba el interior del sombrero. Elrótulo del fabricante decía: «Stetson Mity-Lite». Otro había sido agregadopor la tienda: «Manny’s Men’s Wear,

New York City».—Más para añadir a nuestro retrato

del sospechoso. —Kohl sacó elmonóculo del bolsillo de su chaleco y,después de sujetarlo contra el ojo,examinó algunos cabellos atrapados enla banda—. Tiene pelo castaño oscuro,algo rojizo, medianamente largo. No esnegro ni rizado, en absoluto: lacio. Y nohay manchas de crema ni de aceite parael pelo.

Después de entregar la corbata y elsombrero a su ayudante, lamió la puntadel lápiz para apuntar esas nuevasobservaciones. Luego cerró la libreta.

—¿Y ahora, señor? ¿Regresamos al

Alex?—¿Y qué podríamos hacer allí?

¿Tomar café con pastas, como dicennuestros camaradas de la SA quehacemos todo el día? ¿Ver cómo laGestapo se lleva nuestros recursos paradetener a todos los rusos de la ciudad?No, creo que daremos un paseo encoche. Esperemos que el DKW no sevuelva a recalentar. La última vez quellevé a Heidi y a los niños al campotuvimos que pasar dos horas sentados alas afueras de Falkenhagen, sin otra cosaque hacer que contemplar las vacas.

E11

l taxi que había cogido en la VillaOlímpica lo dejó en la plaza

Lützow, un sitio muy transitado cerca deun canal pardo y estancado, al sur delTiergarten.

Al apearse Paul olió a agua fétida yse detuvo durante un momento aorientarse, mientras miraba lentamente asu alrededor. No vio ojos insistentes quelo espiaran sobre algún periódico nihombres furtivos de uniforme o trajepardo. Echó a andar con rumbo este.Aquel era un vecindario residencial

tranquilo, con algunas casasencantadoras y otras más modestas.Como recordaba perfectamente lasindicaciones de Morgan, siguió duranteun rato el canal; luego lo cruzó paradescender por la calle PríncipeHeinrich. Pronto llegó a una calletranquila, el pasaje Magdeburger,bordeado de edificios residenciales decuatro y cinco pisos; se parecía a losbarrios más pintorescos del West Sidede Manhattan. En casi todas las casasondeaba una bandera, generalmente laroja, blanca y negra delnacionalsocialismo; varias teníanestandartes con los aros entrelazados de

los Juegos Olímpicos. La casa quebuscaba, el número 26, tenía uno deesos. Tocó el timbre. Un momentodespués se oyeron pisadas. La cortina deuna ventana lateral se movió como porefecto de una brisa repentina. Luego, unapausa. Tras un chasquido metálico, lapuerta se abrió.

Paul saludó con una inclinación decabeza a la mujer, que lo miraba concautela.

—Buenas tardes —dijo él enalemán.

—¿Usted es Paul Schumann?—Sí, señora.Ella parecía rondar los cuarenta

años. Tenía una figura esbelta y llevabaun vestido floreado que Marion habríacalificado de «muy poco elegante»: elbajo le llegaba por debajo de la rodilla,a la moda de dos o tres años atrás. Supelo era rubio oscuro; lo llevaba corto yondulado; como la mayoría de lasmujeres que él había visto en Berlín, nousaba maquillaje. Tenía la piel opaca ylos ojos castaños parecían cansados,pero eran detalles superficiales quehabrían desaparecido bien pronto conunas cuantas comidas abundantes y unpar de noches de sueño ininterrumpido.Lo curioso era que, justamente por esospequeños defectos, la mujer que se

escondía tras ellos le resultó másatractiva. No era como Marion o susamigas, que a veces se emperifollabanal punto de que uno ya no sabía cómoeran.

—Soy Käthe Richter. Bienvenido aBerlín. —La mujer le tendió una manoenrojecida y huesuda, que estrechabacon firmeza—. No sabía cuándo debíaesperarlo. El señor Morgan dijo quevendría en algún momento de este fin desemana. De todas maneras sushabitaciones ya están listas. Pase, porfavor.

Él entró en el vestíbulo, que olía anaftalina y canela, con un ligero aroma

de lilas; tal vez era su perfume. Despuésde cerrar con llave ella volvió aexaminar la calle por un momento, através de la ventana lateral. Luego sehizo cargo de la maleta y el portafoliode piel.

—No, deje usted…—Los llevaré yo —insistió ella con

firmeza—. Por aquí.Lo condujo hasta una puerta que se

abría en la mitad de un corredor oscuro,donde aún se conservaban las lámparasde gas originales junto a las eléctricas,más recientes. En las paredes se veíanunas cuantas pinturas al óleo,descoloridas escenas pastorales. Käthe

abrió la puerta e hizo un gesto parainvitarlo a entrar. El apartamento,amplio y limpio, tenía pocos muebles.La puerta daba a la sala; atrás había undormitorio; a la izquierda y a lo largo dela pared, una cocina pequeña, separadadel resto de la sala por un manchadobiombo japonés. Las mesas estabancubiertas con estatuillas de animales,muñecas, cajas de esmalte desportilladoy abanicos baratos. Había dos lámparaseléctricas poco firmes. En el rincón, ungramófono, con una gran radio al lado,que ella encendió.

—La sala de fumar está en la partedelantera. Supongo que usted está

habituado a que sean sólo para hombres,pero esta es para todos; es algo en loque me empeño.

Él no estaba habituado a salas defumar de ningún tipo, pero asintió con lacabeza.

—Ya me dirá usted si le gustan lashabitaciones. Si no, tengo otras.

Después de echar una mirada rápidaal lugar, Paul dijo:

—Me va bien, sí.—¿No quiere ver el resto?

¿Examinar los armarios, la vista desdelas ventanas, hacer correr el agua?

Él había notado que estaban en laplanta baja y que las ventanas no tenían

rejas; podía salir de prisa por las deldormitorio o la sala; también por lapuerta que daba al pasillo y conducía aotros apartamentos, otras vías deescape.

—Siempre que el agua no provengade ese canal por el que he pasado, nodudo que estará bien —respondió a lamujer—. En cuanto al panorama, tengodemasiado trabajo como para poderdisfrutarlo.

Una vez que se calentaron laslámparas de la radio, la voz de unhombre llenó la habitación. ¡Vaya, aúnseguía la lección de higiene! Máscháchara sobre pantanos a secar y rociar

para eliminar los mosquitos.Al menos las charlas junto al fuego

de Roosevelt eran breves y dulces. Paulse acercó al receptor e hizo girar el dialen busca de música. No la había. Apagó.

—No la ofendo, ¿verdad?Está usted en su habitación. Puede

hacer lo que guste. —Ella echó unvistazo inseguro a la radio silenciosa.Luego comentó—: El señor Morgan dijoque usted es norteamericano, pero hablaalemán muy bien.

—Gracias a mis padres y abuelos.—Él cogió la maleta. Luego entró en eldormitorio y la puso en la cama. Al verque se hundía en el colchón se preguntó

si estaría relleno de plumas. Su abuelacontaba que en Nuremberg, antes deemigrar a Nueva York, ella tenía unlecho de plumas; de niño a Paul lefascinaba la idea de dormir entre plumasde ave.

Cuando regresó a la sala Käthe dijo:—De siete a ocho de la mañana

sirvo un desayuno ligero al otro lado delvestíbulo. Por favor, hágame saber lanoche anterior a qué hora quiere que selo sirva. Y por la tarde hay café, desdeluego. En el dormitorio encontrará unajofaina. El cuarto de baño está algo másallá por el pasillo. Es compartido, peropor ahora usted es nuestro único

huésped. Cuando se acerquen lasOlimpiadas habrá muchos más. Hoyusted es el rey del número veintiséis. Elcastillo es todo suyo. —Se dirigió haciala puerta—. Ahora prepararé el café dela tarde.

—No es necesario. En realidad…—Sí, claro que sí. Está incluido en

el precio.Cuando ella salió al pasillo Paul

volvió al dormitorio; diez o doceescarabajos negros merodeaban por elsuelo. Abrió el portafolio para poner enla estantería el ejemplar de Mein Kampfque contenía los rublos y el pasaportefalso. Luego se quitó el jersey y, tras

arremangarse la camisa de tenis, se lavólas manos y usó la raída toalla parasecarse.

Un momento después Käthe regresócon una bandeja en la que llevaba unacafetera de plata abollada, una taza y unplato pequeño cubierto con un tapete deencaje. La puso en la mesa, frente a unsofá muy gastado.

—Siéntese, por favor.Él obedeció. Mientras se abotonaba

los puños preguntó:—¿Reggie Morgan y usted son

amigos?—No; él respondió a un anuncio

donde se ofrecían habitaciones y me

pagó por adelantado.Era la respuesta que Paul esperaba.

Fue un alivio saber que no era la mujerquien se había puesto en contacto conMorgan; eso la habría hechosospechosa. Por el rabillo del ojo vioque ella le miraba la mejilla.

—¿Está herido?—Soy alto. Siempre me golpeo la

cabeza. —Paul se tocó levemente lacara, como golpeándose, para ilustrarsus palabras. Como la pantomima lohizo sentir estúpido, bajó la mano.

Ella se levantó.—Espere, por favor. —Pocos

minutos después regresó con una tirita y

se la ofreció.—Gracias.—Pero no tengo yodo. Ya he

buscado.Schumann pasó al dormitorio; de pie

frente al espejo, detrás del lavabo, seaplicó la tirita a la cara.

—Aquí no correrá peligro —aseguró ella—. Los techos no son bajos.

—¿Este edificio es suyo? —preguntó Paul al regresar.

—No. Es de un hombre queactualmente está en Holanda. Yo se loadministro a cambio de techo y comida.

—¿Él está relacionado con lasOlimpíadas?

—¿Con las Olimpiadas? No, ¿porqué?

—Es que en la calle casi todo elmundo tiene la bandera nazi…nacionalsocialista, quiero decir. Pero lade aquí es la olímpica.

—Sí, sí. —Ella sonrió—. Nosdejamos entusiasmar por los Juegos,¿no?

Hablaba el alemán con unagramática impecable y se expresaba conmucha claridad; era obvio que en otrostiempos había ejercido un oficiodiferente, mucho mejor, aunque lasmanos arruinadas, las uñas rotas y esosojos tan cansados hablaban de

dificultades recientes. Pero también sepercibía en ella una energía interior, ladecisión de llevar la vida adelante haciatiempos mejores. Paul decidió que a esose debía, en parte, la atracción queexperimentaba.

Ella le sirvió café.—En estos momentos no hay azúcar.

En las tiendas se ha acabado.—Lo tomo sin azúcar.—Pero tengo strudel. Lo hice antes

de que escasearan las provisiones. —Ella descubrió el plato, en el que habíacuatro pequeños trozos de pastel—.¿Sabe qué es el strudel?

—Mi madre lo hacía todos los

sábados. Mis hermanos la ayudaban.Estiraban la masa hasta dejarla tan finaque se podía leer a través de ella

—Sí, sí —confirmó ella, entusiasta—; así lo hago yo también. Y usted, ¿noayudaba a estirar la masa?

—No, nunca. No tengo muchotalento para la cocina. —Paul cogió untrozo—. Pero lo comía en cantidades,sí… Este es muy bueno. —Señaló lacafetera con la cabeza—. ¿Quiere café?Le serviré un poco.

—¿Yo? —Käthe parpadeó—. Oh,no.

Él bebió un sorbo del brebaje, queera bastante flojo. Estaba hecho con

granos ya usados.—Hablaremos su idioma —anunció

ella. Y se lanzó en inglés—. Nunca heestado en su país, pero me gustaríamucho ir allá.

Él apenas detectó un leve acento enel sonido inglés más difícil para losalemanes.

—Habla buen inglés —dijo Paul.—Ha querido decir «bien» —espetó

ella con una sonrisa, creyendo haberlopillado en un error.

—No —explicó Paul—. Usted hablabuen inglés. Usted habla inglés bien.«Bueno» es adjetivo. «Bien» esadverbio.

Ella frunció el entrecejo.—Déjeme pensar… Sí, sí, tiene

razón. Qué vergüenza… El señorMorgan dijo que usted es escritor. Y haido a la universidad, claro está.

Dos años de estudios superiores enuna pequeña universidad de Brooklyn,que había abandonado al enrolarse paracombatir en Francia. Nunca habíallegado a completar la carrera. Fue alregresar cuando se le complicó la vida ylos estudios quedaron a un lado. Enrealidad, trabajando en la imprenta parasu padre y su abuelo había aprendidomás de palabras y libros de lo que creíahaber podido aprender en la

universidad. Pero no dijo nada de eso.—Yo soy maestra. Es decir, lo fui.

Enseñaba literatura a adolescentes. Ytambién la diferencia entre «ser» y«estar», «deber» y «deber de»… ytambién entre «bueno» y «bien». Por esome siento avergonzada.

—¿Literatura inglesa?—No, alemana. Pero me encantan

muchos libros ingleses.Por un momento se hizo el silencio.

Paul sacó el pasaporte del bolsillo y selo entregó. Ella, frunciendo las cejas, ledio vueltas en la mano.

—En verdad soy quien digo ser.—No comprendo.

—El idioma… Usted me pidió quehabláramos en inglés para ver si soyrealmente norteamericano, no uninformante nacionalsocialista. ¿Meequivoco?

—Pues… —Los ojos pardosbajaron deprisa al suelo. Estabaabochornada.

—No me molesta. Mírelo. La foto.Ella iba a devolvérselo, pero se

detuvo. Luego lo abrió para comparar lafoto con su cara. Paul aceptó de nuevo eldocumento.

—Sí, tiene razón. Espero que meperdone, señor Schumann.

—Paul.

Una sonrisa.—Ha de ser muy buen periodista

para ser tan… ¿«perceptivo», se dice?—Sí, así se dice.—Supongo que el Partido no es tan

diligente ni tiene tantos fondos comopara contratar a un norteamericano paraque espíe a gente sin importancia comoyo. Por lo tanto, puedo decirle que hecaído en desgracia. —Un suspiro—.Culpa mía. No reflexioné. En una clasesobre Goethe, el poeta, dije simplementeque lo respetaba por la valentía deprohibir a su hijo que combatiera en laguerra. En la Alemania actual elpacifismo es delito. Por decir eso me

expulsaron y me confiscaron todos loslibros. —Hizo un gesto con la mano—.Me estoy quejando. Perdone. ¿Lo haleído? ¿A Goethe?

—Creo que no.—Le gustaría. Es brillante. Hila

colores con las palabras. De todos loslibros que me quitaron, los que más echode menos son los suyos. —Käthe echóuna mirada hambrienta al plato destrudel. No lo había probado. Paul se loacercó—. No, no, gracias.

—Si no come un trozo pensaré queusted es la agente nacionalsocialista yque trata de envenenarme.

Ella miró el postre y cogió un trozo,

que comió de prisa. Cuando Paul bajó lavista para coger su taza de café, vio porel rabillo del ojo que tocaba con lapunta de un dedo las migajas caídas enla mesa para llevárselas a la boca,alerta por si él estuviera observando.

Cuando Paul volvió a levantar lacabeza, ella dijo:

—Mira que hemos sidodescuidados, usted y yo, como suelesuceder en el primer encuentro.Debemos tener más cautela. Ahora querecuerdo… —señaló el teléfono—,manténgalo siempre desconectado.Tenga en cuenta que hay aparatos paraescuchar. Y cuando haga una llamada,

dé por seguro que está compartiendo suconversación con un lacayonacionalsocialista. Esto vale sobre todopara cualquier llamada de largadistancia que haga desde la oficina decorreos; en cambio dicen que lascabinas telefónicas de la calle ofrecenuna relativa privacidad.

—Gracias —dijo Paul—. Pero sialguien escuchara mis conversaciones seaburriría bastante: qué población tieneBerlín, cuántos bistecs comen losatletas, cuánto tiempo se requirió paraconstruir el estadio… Cosas así.

—Ach —murmuró Käthe, mientrasse levantaba para retirarse—, lo que

hemos dicho usted y yo esta tarde seríaaburrido para muchos, pero haría quemereciéramos una visita de la Gestapo.O algo peor.

E12

l maltrecho Auto Union DKW deKohl logró cubrir los veinte

kilómetros hacia el oeste de la ciudad,hasta la Villa Olímpica, sin recalentarse,pese al implacable sol que obligó a losdos detectives a quitarse la americana,contra sus tendencias naturales y lasreglas de la Kripo.

La ruta los llevó a través deCharlottenburg; si hubieran continuadohacia el suroeste los habría llevadohacia Gatow; eran las dos ciudadescerca de las cuales habían muerto los

trabajadores polacos y las familiasjudías. Las terribles fotos de esosasesinatos continuaban revolviéndose enla memoria de Kohl como pescadopodrido en las tripas.

Llegaron a la entrada principal de laVilla, que bullía de actividad. Allí habíacoches privados, taxis y autobuses, delos que bajaban atletas y gente delpersonal; de varios camiones sedescargaban cajas, equipaje y equipos.Después de ponerse nuevamente lasamericanas, los detectives caminaronhasta el portón; una vez que hubieronmostrado sus credenciales a losguardias, que eran del ejército regular,

se les permitió entrar a los jardines,amplios y bien cuidados. En derredor,por las amplias aceras, pasabanhombres llevando carretillas conmaletas y baúles. Otros, de pantalonescortos y camisas sin mangas, corrían ose entrenaban.

—Mire —dijo Janssen, lleno deentusiasmo, señalando con la cabeza aun grupo de japoneses o chinos. A Kohlle sorprendió verlos con camisa blancay pantalones de franela en vez de…Bueno, lo que fuera; taparrabos, quizá, otúnicas de seda bordada. A pocadistancia varios deportistas morenos deOriente Medio caminaban juntos; dos de

ellos reían por lo que había dicho untercero. Willi Kohl miraba todo aquellocomo un colegial. Cuando comenzaranlos Juegos, la semana siguiente,disfrutaría viéndolos, desde luego, perotambién ansiaba ver gente de casi todoslos países de la tierra; las únicasnaciones importantes que no estabanrepresentadas eran España y Rusia.

Los policías localizaron losalojamientos de los norteamericanos. Enel edificio principal había una zona derecepción. Se aproximaron al oficial deenlace del Ejército alemán.

—Teniente —dijo Kohl, guiándosepor el rango que revelaba el uniforme.

El hombre se levantó de inmediato;su atención fue aún mayor cuando Kohlse identificó junto con su asistente.

—Heil Hitler. ¿Ha venido portrabajo, señor?

—En efecto. —El inspectordescribió al sospechoso y preguntó aloficial si había visto a algún hombre así.

—No, señor, pero sólo en laresidencia para norteamericanos hayvarios cientos de personas. Como ustedve, el edificio es bastante grande.

Kohl asintió.—Necesito hablar con alguien que

esté con el equipo americano. Algúnfuncionario.

—Sí, señor. Me ocuparé de eso.Cinco minutos después regresó con

un hombre larguirucho, de unos cuarentaaños, que se identificó en inglés comojefe de entrenadores. Vestía pantalonesblancos, holgados, y un chaleco blancode punto sobre la camisa, blancatambién. Kohl cayó en la cuenta de queen la zona de recepción, casi desierta unrato antes, habían entrado diez o docepersonas, atletas o no, fingiendo teneralgo que hacer allí. Tal como élrecordaba de sus tiempos de militar,nada se divulga más deprisa que unanoticia entre compañeros dealojamiento.

El oficial alemán estaba dispuesto aservir de intérprete, pero Kohl prefirióhablar directamente con quienes debíaentrevistar.

—Señor —dijo en inglés vacilante—, estoy siendo policía inspector de laPolicía Criminal. —Mostró sucredencial.

—¿Hay algún problema?—Todavía no estamos seguros.

Pero… hum… tratamos de encontrar aun hombre con quien nos gustaría hablar.Tal vez usted lo está conociendo.

—Se trata de un asunto bastantegrave —colaboró Janssen, conpronunciación perfecta. Kohl ignoraba

que hablara tan bien el inglés.—Sí, sí —continuó el inspector—.

Al parecer tenía este libro que perdió.—Desplegó el pañuelo para mostrar laguía de turismo—. Es dada a personasde los Juegos Olímpicos, ¿no?

—En efecto. Pero no sólo a losatletas: a todos. Nos han repartido unmillar, poco más o menos. Y hay variospaíses más que ofrecen también laversión inglesa, como usted sabe.

—Sí, pero hemos localizado tambiéneste sombrero y fue comprado en NuevaYork. Así, muy probable, es americano.

—¿De veras? —inquirió elentrenador, cauteloso—. ¿Su sombrero?

Kohl continuó:—Está siendo un hombre grande, nos

parece, con pelo rojo, negro pardo.—¿Negro pardo?Frustrado por su propia falta de

vocabulario extranjero, Kohl dirigió unamirada a Janssen, quien explicó:

—Su pelo es castaño oscuro, lacio,con un tinte rojizo.

—Usa un traje gris claro y estesombrero y corbata. —Kohl hizo unaseñal a su ayudante, que sacó laspruebas de su portafolio. El entrenadorlos miró sin comprometerse y se encogióde hombros.

—Tal vez si me dijeran de qué se

trata…Kohl reflexionó otra vez en lo

diferente que era la vida en EstadosUnidos: ningún alemán se habríaatrevido a preguntar a un policía paraqué quería saber algo.

—Es un asunto de seguridad deEstado.

—Seguridad de Estado. Ajá. Bien,me gustaría colaborar, claro que sí. Perosi no pueden darme más datos…

El inspector miró alrededor.—Tal vez alguna persona aquí pueda

estar conociendo a este hombre.El entrenador alzó la voz.—Oíd, muchachos, ¿alguno de

vosotros sabe a quién pertenecen estascosas?

Hubo meneos de cabeza y murmullosnegativos.

—Tal vez entonces yo tengo laesperanza de que usted tiene un… sí, sí,una lista de personas que vinieron conusted aquí. Y direcciones. Para verquién viviría en Nueva York.

—La tenemos, pero sólo de losmiembros del equipo y sus entrenadores.No sugerirá usted que…

—No, no. —Kohl no creía que elasesino estuviera en el equipo. Losatletas eran demasiado visibles; eraimprobable que alguno de ellos se

hubiera escabullido sin ser visto elprimer día para ir a Berlín, asesinar a unhombre, visitar diversos lugares de laciudad como si cumpliera una misión yluego regresar sin despertar sospechas—. Estoy dudando que este hombre esun atleta.

—Pues en ese caso temo que nopuedo serle de mucha ayuda. —Elentrenador se cruzó de brazos—.Escuche, oficial: supongo que elDepartamento de Inmigración ha detener información sobre las direccionesde los visitantes. ¿Verdad que llevan unregistro de todas las llegadas y salidasdel país? Se dice que los alemanes son

expertos en eso.—Sí, sí, lo que pensaba. Pero

desgraciadamente la información nopresenta la dirección de una persona ensu patria. Sólo su nacionalidad.

—Vaya, qué lástima.Kohl insistió.—Lo que también estoy esperando:

¿tal vez un manifiesto del barco, la listade pasajeros del Manhattan? A menudoestá dando direcciones.

—Pues sí, eso lo tenemos, sin duda.Pero comprenderá usted que a bordoveníamos cerca de mil personas.

—Por favor, comprendo. Pero aúnestaría muy esperanzado de verla.

—Sin duda. Sólo que… Vea, oficial,me sabe mal ponerle dificultades, perocreo que la residencia… creo quetenemos privilegios diplomáticos,¿sabe? Soberanía territorial. Me pareceque necesitará una orden.

Kohl recordaba los tiempos en quese requería la aprobación de un juezpara inspeccionar la casa de unsospechoso o exigir la entrega depruebas. La Constitución de Weimar,que después de la guerra había creado laRepública de Alemania, tenía muchasgarantías de esa clase, en su mayoríacopiadas de la norteamericana. (Sinembargo contenía un solo punto débil,

bastante significativo, que Hitleraprovechó inmediatamente: el privilegiopresidencial de suspenderindefinidamente todos los derechosciviles).

—Oh, sólo estoy mirando unospocos asuntos aquí. No estoy teniendoorden.

—En verdad me sentiría mástranquilo si trajera una.

—Este asunto tiene cierta urgencia.—No lo dudo, pero ¡hombre!, tal vez

sea mejor para usted también. Noconviene agitar las aguas. En el sentidodiplomático. Agitar las aguas;¿comprende lo que quiero decir?

—Comprendo las palabras.—¿Por qué no hace que su jefe llame

a la Embajada o a la ComisiónOlímpica? Si ellos me dan el vistobueno, le daré lo que me pida enbandeja de plata.

—El visto bueno. Sí, sí. —Eraprobable que la Embajada de EstadosUnidos accediera, reflexionó Kohl, sipresentaba bien la solicitud. Losnorteamericanos no querrían quecircularan rumores sobre un asesino quehabía entrado en Alemania con suequipo olímpico—. Muy bien, señor.Estaré contactando la Embajada y laComisión, como usted sugiere.

—Bien. A sus órdenes. Ah, y buenasuerte en los Juegos. Sus muchachos noslo pondrán bien difícil.

—Estaré presente —dijo elinspector—. Tengo mis entradas desdemás de todo un año.

Salió con el candidato a inspector.—Llamaremos a Horcher por la

radio del coche, Janssen. Sin duda élpodrá ponerse en contacto con laEmbajada estadounidense. Esto podríaser… —Kohl se interrumpió. Habíadetectado un olor penetrante. Aunquefamiliar, allí estaba fuera de lugar—.Esto no me gusta.

—¿Qué pa…?

—Por aquí. ¡Pronto! —Echó a andardeprisa, rodeando la parte trasera deledificio principal entre los queocupaban los americanos. Olía a humo,pero no era el de las barbacoas que sepercibe a menudo en verano, sino humode leña, algo raro en julio—. ¿Quépalabra es esa, Janssen? ¿La que poneen el letrero? No entiendo.

—Pone «Duchas/sala de vapor».—¡No!—¿Qué pasa, señor?Kohl cruzó precipitadamente la

puerta hacia una amplia zona alicatada.A la izquierda estaban los lavabos; lasduchas, a la derecha; una puerta aparte

conducía a la sala de vapor. Hacia allícorrió Kohl y la abrió de par en par.Dentro había una estufa sobre la cual seveía una bandeja grande, llena depiedras. A un costado, cubos de aguaque se podían verter sobre las piedrascalientes, a fin de producir vapor. Juntoa la estufa, que tenía el fuego encendido,había dos negros jóvenes, de chándalazul marino. El que estaba inclinadohacia la portezuela tenía cara redonda,facciones atractivas y frente alta; el otroera más delgado, de pelo espeso, que lenacía más abajo, sobre la frente. Elcarirredondo cerró la portezuelametálica y giró hacia el inspector,

enarcando una ceja con una sonrisasimpática.

—Buenas tardes, señores —dijoKohl, nuevamente en su terrible inglés—. Estoy…

—Sí, ya sabemos. ¿Cómo está,inspector? Estupendo el lugar que noshan hecho ustedes aquí. Me refiero a laVilla.

—He olido humo y teníapreocupación.

—Sólo estamos encendiendo elfuego.

—Para los músculos doloridos nohay como el vapor —añadió su amigo.

Kohl echó un vistazo a la portezuela

traslúcida de la estufa. Tenía elregulador bien abierto y las llamas eranmuy altas. Dentro se rizaban algunashojas de papel blanco.

—Señor —comenzó Janssenásperamente en alemán—, ¿qué están…?

Pero su jefe lo interrumpió con unasacudida de cabeza. Luego miró alprimero que había hablado.

—¿Usted es…? —Entornó los ojos;luego los abrió de par en par—. Sí, sí,usted es Jesse Owens, el gran corredor.—Con su fuerte acento alemán, elnombre sonó «Yessa Ovens».

El deportista, sorprendido, extendióla mano sudorosa. Mientras la

estrechaba con firmeza, el inspectormiró al otro.

—Ralph Metcalfe —se presentó elatleta. Un segundo apretón de manos.

—Él también está en el equipo —explicó Owens.

—Sí, sí, he oído de usted también.Usted ganó en Los Ángeles en el Estadode California en los últimos Juegos.Bienvenido usted también. —Kohl bajóla vista al fuego—. ¿Ustedes toman elbaño de vapor antes del ejercicio?

—A veces antes, a veces después —dijo Owens.

—¿Le gusta el vapor, inspector? —preguntó Metcalfe.

—Sí, sí, de vez en cuando. Peroahora mayormente hago baños de pies.

—¡Si sabré lo que es el dolor depies! —Comentó el corredor, haciendouna mueca—. Oiga, inspector, ¿por quéno salimos? Fuera se está mucho másfresco.

Y sostuvo la puerta para quesalieran Kohl y Janssen. Después de unabreve vacilación, los hombres de laKripo siguieron a Metcalfe al prado quese extendía detrás de la residencia.

—Su país es muy bello, inspector —elogió Metcalfe.

—Sí, sí, es verdad. —El detectiveobservaba el humo que surgía del

conducto metálico, sobre la sala devapor.

—Ojalá que encuentre al tío que estábuscando —añadió Owens.

—Sí, sí. Supongo que no es útilpreguntar si conocen a alguien que usasombrero Stetson y corbata verde. ¿Unhombre de gran tamaño?

—Lo siento, pero no conozco anadie así. —Echó una mirada aMetcalfe, quien también meneó lacabeza.

Janssen preguntó:—¿Saben de alguien que haya

venido con el equipo y se hayamarchado enseguida? ¿Para ir a Berlín o

a algún otro lugar? Los hombresintercambiaron una mirada.

—Pues no, me temo que no —respondió Owens.

—Yo tampoco, seguro —añadióMetcalfe.

—Ach, bien… ha estado un honorconocerlos.

—Gracias, señor.—Yo seguía noticias de sus carreras

en… ¿era el Estado de Michigan? ¿Elaño pasado, las pruebas?

—Ann Arbor. ¿Aquí os enterasteisde eso? —Owens rio, otra vezsorprendido.

—Sí, sí. Récords mundiales. Triste,

ahora no estamos recibiendo muchasnoticias de América. No obstante tengoansias de los Juegos. Pero tengo cuatroentradas y cinco hijos y mi esposa y miyerno futuro. Estaremos presentes yasistiendo en… ¿turnos, se dice? ¿Elcalor no los molestará?

—Me crie corriendo en el MedioOeste. Más o menos el mismo clima.

Con súbita seriedad, Janssen dijo:—Les diré que en Alemania mucha

gente desea que ustedes no ganen.Metcalfe frunció el entrecejo.—¿Por las gil… por lo que dice

Hitler de la gente de color?—No —dijo el joven asistente.

Luego su cara se abrió en una sonrisa—.Porque si nuestros agentes aceptanapuestas a favor de extranjeros se losarresta. Sólo podemos apostar por losatletas alemanes.

Owens se mostró divertido.—¿Conque apostáis contra nosotros?—Apostaríamos por ustedes —dijo

Kohl—. Pero no, no podemos.—¿Porque es ilegal?—No, porque somos sólo pobres

policías sin dinero. Así, corran como elLuft, el viento, dicen ustedes losnorteamericanos, ¿no? Corran como elviento, Herr Owens y Herr Metcalfe.Yo estaré en las gradas y animándolos,

aunque tal vez en silencio… Vamos,Janssen. —Kohl se alejó varios pasos,pero regresó—. Debo preguntar otravez: ¿están ustedes seguros que nadie hausado el sombrero Stetson pardo…? No,no, claro que no, o me lo habríandecido. Buen día.

Rodearon el edificio hasta el frente yluego se dirigieron hacia la salida de laVilla.

—¿Era el listado del barco, con elnombre de nuestro asesino, señor? Loque esos negros quemaban en la estufa.

—Es posible. Pero recuerde decir«sospechoso», no asesino.

El olor a papel quemado flotaba en

el aire caliente e irritaba la nariz deKohl, de manera provocadora,aumentando su frustración.

—¿Y qué podemos hacer?—Nada —respondió simplemente el

jefe. Y suspiró con enfado—. Nopodemos hacer nada. Y ha sido culpamía.

—¿Por qué culpa suya, señor?—Ach, las sutilezas de nuestro

oficio, Janssen… No quería revelar nipizca de nuestro objetivo; por eso hedicho que deseábamos hablar con estehombre por un asunto de «seguridad deEstado», frase que en la actualidadutilizamos con demasiada facilidad.

Esas palabras han dado a entender queel delito no era el homicidio de unavíctima inocente, sino quizá una ofensacontra el Gobierno… que, naturalmente,hace menos de veinte años estaba enguerra con el país de esta gente. Sinduda muchos de estos atletas perdieronfamiliares, tal vez incluso al padre, amanos del Ejército del káiser; bienpueden sentir un interés patriótico enproteger a un hombre así. Y ahora ya esdemasiado tarde para retirar lo que dijecon tanto descuido.

Al llegar a la calle, frente a la Villa,Janssen giró hacia el sitio donde habíanaparcado el DKW, pero su jefe

preguntó:—¿Adónde va?—¿No regresamos a Berlín?—Todavía no. Se nos ha negado el

listado de pasajeros. Pero la destrucciónde pruebas implica un motivo paradestruirlas. Y ese motivo, lógicamente,se podría encontrar cerca del punto desu pérdida. Por lo tanto, continuaremosinvestigando. Debemos seguir la pistade la manera más difícil, utilizandonuestros pobres pies… Ach, qué bienhuele esa comida, ¿no? Cocinan bienpara los atletas. Recuerdo que haceaños, cuando nadaba todos los días…¡hombre, podía comer cuanto se me

antojaba y no aumentaba ni un gramo!Pero esos días han quedado muy atrás,por desgracia. Aquí a la derecha,Janssen, a la derecha.

Reinhard Ernst dejó caer el auricular ensu horquilla y, cerrando los ojos, sereclinó en la pesada silla de sudespacho de la Cancillería. Por primeravez en varios días se sentía contento; no:se sentía lleno de gozo. Lo invadía unasensación de victoria, tan potente comocuando, con sus sesenta hombressupervivientes, logró defender con éxitoel reducto noroccidental contra

trescientos de los Aliados, cerca deVerdún. Así había ganado la Cruz deHierro de primera clase… y una miradade admiración de Guillermo II (y si elkáiser no le prendió personalmente lacondecoración fue sólo por su brazomarchito). Pero el triunfo de ese día, apesar de que no tendría elreconocimiento público, por supuesto,era mucho más dulce.

Uno de los grandes problemas a losque se había enfrentado al reconstruir laMarina del país era esa parte delTratado de Versalles que prohibía aAlemania tener submarinos y limitaba elnúmero de naves de combate a seis

acorazados, seis cruceros, docedestructores y doce torpederos.

Absurdo, naturalmente, incluso parala defensa básica.

Pero el año anterior Ernst habíaorquestado un golpe. Junto con el audazembajador Joachim von Ribbentrop,había negociado el Tratado NavalAnglogermano, que permitía laconstrucción de submarinos y elevaba elnúmero de barcos alemanes al treinta ycinco por ciento de la Marina inglesa.Pero la parte más importante del pactosólo ahora se ponía a prueba. Ernsthabía tenido la idea de hacer queRibbentrop negociara el porcentaje, no

en términos de números de barcos, comoen Versalles, sino en tonelaje.

Ahora Alemania tenía legalmentederecho a construir aún más barcos quelos que tenía Gran Bretaña, siempre queel tonelaje total no excediera ese mágicotreinta y cinco por ciento. Más aún:durante todo ese tiempo Ernst y ErichRaeder, comandante en jefe de laMarina, habían tenido por objetivo lacreación de naves de combate máslivianas, más ágiles y mortíferas, adiferencia de los mastodontes quecomponían la mayor parte de la flota deguerra británica, barcos vulnerables alataque de aviones y submarinos.

Sólo quedaba por ver si Inglaterraalzaba su protesta cuando, al estudiarlos informes de construcción de losastilleros, cayera en la cuenta de que laMarina alemana sería mucho más grandede lo que se esperaba.

Pero el diplomático alemán queacababa de llamarlo desde Londresinformaba de que el Gobierno británico,vistas las cifras, las había aprobado sinpensarlo dos veces.

¡Qué éxito!Escribió una nota para dar la buena

noticia al Führer e hizo que unmensajero se la entregara en mano.

En el momento en que el reloj de

pared daba las cuatro entró en sudespacho un hombre de mediana edad ycalvo, vestido con americana de tweedmarrón y pantalones holgados.

—Coronel, he…Ernst sacudió la cabeza y se llevó el

dedo a los labios para acallar al doctor-profesor Ludwig Keitel. Luego giró enredondo para echar un vistazo por laventana.

—Qué tarde tan bella, ¿verdad?Keitel arrugó el entrecejo; era uno

de los días más calurosos del año; hacíacerca de treinta y cuatro grados y elviento venía cargado de arenilla. Peroguardó silencio, con una ceja enarcada.

Al ver que el coronel señalaba lapuerta, hizo un gesto de asentimiento ysalió con él al pasillo; luegoabandonaron la Cancillería. Giraron alnorte por la calle Wilhelm y continuaronhasta Unter den Linden; luego viraronhacia el oeste, charlando sobre eltiempo, las Olimpiadas y una películaestadounidense que, al parecer, seestrenaría pronto. Ambos, como elFührer, admiraban a Greta Garbo, laactriz norteamericana. En Alemaniaacababan de aprobar su película AnnaKarenina, pese a estar ambientada enRusia y ser de una moralidadcuestionable. Mientras discutían sus

últimas actuaciones, entraron en elTiergarten, cerca de la Puerta deBrandenburgo.

Por fin Keitel miró en derredor, porsi los seguían o vigilaban.

—¿A qué viene esto, Reinhard?—Hay locos entre nosotros, doctor.

—Ernst suspiró.—¡No! ¿Es una broma? —preguntó

el profesor, sarcástico.— Ayer elFührer me pidió un informe sobre elEstudio Waltham. Keitel tardó unmomento en asimilar esa información.

—¿El Führer? ¿En persona?—Yo confiaba que se olvidaría,

ocupado como ha estado con las

Olimpiadas. Pero al parecer no ha sidoasí. —El coronel mostró la nota deHitler; luego explicó de qué modo sehabía enterado el Führer de laexistencia de ese estudio—. Gracias alhombre de muchos títulos y más kilos.

—Hermann el Gordo —completóKeitel en voz alta, con un suspiro deenfado.

—Chist —pidió Ernst—. Hable através de flores.

En esos días era una expresiónfrecuente; significaba: «Cuandomencione públicamente el nombre de unfuncionario del Partido, diga sólo cosasbuenas».

El profesor se encogió de hombros,pero continuó en voz más baja:

—¿Qué interés puede tener ennosotros?

El coronel no tenía tiempo nienergías para explicar lasmaquinaciones del Gobiernonacionalsocialista a un hombre quellevaba una vida esencialmenteacadémica.

Pues bien, amigo mío —dijo Keitel—, ¿qué haremos?

—He decidido pasar a la ofensiva.Contraatacar con fuerza. Lesentregaremos un informe. El lunes. Uninforme detallado.

—¿Dos días? —Bufó Keitel—. Sólotenemos datos en bruto. Y aun eso esmuy limitado. ¿Y si le dijera que dentrode unos meses tendremos un análisismejor? Podríamos…

—No, doctor —aseguró Ernst,riendo. Si no era posible hablar entreflores, se recurría al susurro—. AlFührer no se le pide que espere unosmeses. Ni unos días. Ni unos minutos.No, es mejor que actuemos ahora. Ungolpe relámpago: eso es lo que debemoshacer. Göring continuará con susintrigas; puede entrometerse hasta talpunto que el Führer profundice. Y si nole gusta lo que ve, parará el estudio por

completo. La carpeta que robó era unode los escritos de Freud. Eso es lo quemencionó en la reunión de ayer. Creoque su expresión fue «médico judío quese dedica a la mente». ¡Si hubiera vistousted la cara del Führer! Pensé que meenviaría a Oranienburg.

—Freud es brillante —susurróKeitel—. Las ideas son importantes.

—Podemos utilizar sus ideas. Y lasde los otros psicólogos. Pero…

—Freud es un psicoanalista.«Ach, estos académicos», pensó

Ernst. Eran peor que los políticos.—Pero en nuestro estudio no

mencionaremos sus nombres.

—Eso es deshonestidad intelectual—protestó Keitel, mohíno—. Esimportante mantener la integridad moral.

—En estas circunstancias no —fuela firme respuesta del coronel—. Eltrabajo no es para publicar en algúnperiódico universitario. No se trata deeso.

—Bueno, está bien —dijo elprofesor, impaciente—. Pero miobjeción sigue en pie. No tenemos datossuficientes.

—Ya lo sé. He decidido quedebemos conseguir más voluntarios.Diez o doce. Será el grupo másnumeroso de todos, para impresionar al

Führer y lograr que ignore a Göring.—Es que no tenemos tiempo —

descartó el doctor—. ¿Para el lunes porla mañana? No, no, no se puede.

—Sí que se puede. Es preciso.Nuestra obra es demasiado importantecomo para perderse en esta escaramuza.Mañana por la tarde habrá otra sesión enla universidad. Redactaré para elFührer nuestra magnífica visión delnuevo Ejército alemán. En mi mejorprosa diplomática. Sé qué palabrasutilizar. —Miró a su alrededor. Luego,otro susurro—: Cortaremos las piernas aese gordo ministro del Aire.

—Podemos intentarlo, supongo —

dijo Keitel, inseguro.—No: lo haremos —aseguró Ernst

—. Eso de «intentar» no existe. Setriunfa o no se triunfa. —Al caer en lacuenta de que estaba hablando comooficial que sermonea a un subordinado,sonrió con melancolía—. Esto no megusta más que a usted, Ludwig. Teníaesperanzas de pasar este fin de semanadescansando. Quería dedicar algúntiempo a mi nieto. Íbamos a tallar juntosun barco. Pero ya habrá tiempo pararecrearse. —Y el coronel añadió—:Cuando muramos.

Keitel no dijo nada, pero Ernstpercibió que giraba la cabeza hacia él,

inseguro.—Es una broma, amigo mío —

aseguró—. Y ahora permítame darle unanoticia estupenda sobre nuestra Marina.

E13

n la plaza Noviembre de 1923 sealzaba una estatua de bronce

patinado que representaba a Hitler depie y erguido entre soldados caídos,pero nobles. Era impresionante, peroestaba localizada en un vecindario muydiferente de los que Paul Schumannhabía visto en Berlín. El viento arenosoarrastraba papeles; en el aire pendía unacre olor a basura. Los vendedoresambulantes voceaban mercaderías yfruta barata; un pintor, con un carritodesvencijado, ofrecía a los viandantes

hacerles un retrato por unas pocasmonedas.

En los portales ganduleabanenvejecidas prostitutas sin licencia ojóvenes chulos. Por las aceras pasaban,cojeando o sobre ruedas, mendigos a losque les faltaba algún miembro, provistosde estrafalarias prótesis de metal y piel.Uno de ellos tenía un letrero prendido alpecho: «Di mis piernas por mi país.¿Qué puede darme usted?».

Era como si Paul hubiera atravesadola cortina tras la cual Hitler habíabarrido toda la basura, los indeseablesde Berlín.

Después de franquear un

herrumbroso portón de hierro, se sentófrente a la estatua del Führer; cinco oseis bancos estaban ya ocupados. Poruna placa de bronce se enteró de que elmonumento estaba dedicado al Putsch dela Cervecería en que, en el otoño de1923, según la pesada prosa grabada enel metal, los nobles visionarios delnacionalsocialismo se habían hechocargo heroicamente del corrupto Estadode Weimar, para intentar arrebatar elpaís de manos de los que le habíanapuñalado por la espalda (el idiomaalemán, como Paul bien sabía, era muydado a combinar en una sola palabratantas como fuera posible).

Muy pronto, aburrido por esoslargos y apasionados elogios a Hitler yGöring, volvió a sentarse y se secó lacara. El sol ya estaba bajo, pero aúnrefulgente; el calor era inmisericorde.Apenas llevaba un par de minutosesperando cuando Reggie Morgan cruzóla calle y fue a reunirse con él.

—Ya veo que has encontrado ellugar sin dificultad. —Hablabanuevamente en su impecable alemán.Señaló la estatua con un ademán, riendo,y bajó la voz—. Glorioso, ¿eh? Laverdad es que un montón de borrachostrató de apoderarse de Munich y losaplastaron como a moscas. Al primer

disparo Hitler se arrojó a tierra; sólosobrevivió porque se cubrió con elcuerpo de un «camarada». —Luegoobservó a Paul de arriba abajo—. Se teve diferente. El pelo. La ropa. —Sumirada se centró en la tirita—. ¿Qué teha pasado?

Él le explicó lo de la pelea con losCamisas Pardas. Morgan frunció elentrecejo.

—¿Fue por lo del pasaje Dresden?¿Iban por ti?

—No. Estaban golpeando a losdueños de una librería. Yo no queríaentrometerme, pero no podía permitirque los mataran. Me he cambiado de

ropa y de peinado. Pero tendré quemantenerme lejos de los CamisasPardas.

Morgan asintió.—No creo que haya mucho peligro.

No mencionarán el asunto a la SS ni a laGestapo; prefieren buscar venganza porsí mismos. Pero los tíos con quienes tehas liado se quedarán cerca de la calleRosenthaler. Nunca se alejan mucho.¿No tienes más lesión que esa? La manocon que disparas… ¿está bien?

—Bien, sí.—Me alegro. Pero anda con

cuidado, Paul. Por algo así te matan. Sinpreguntas, sin arresto. Podrían haberte

ejecutado allí mismo. El sicario bajó lavoz.

—Tu contacto en el Ministerio deInformación ¿qué ha descubierto sobreErnst?

Su compañero frunció las cejas.—Está sucediendo algo raro. Me ha

dicho que hay reuniones secretas portoda la calle Wilhelm. Por lo general lossábados está medio desierta, pero hoyhay gente de la SS y la SD por todaspartes. Dice que necesitarás tiempo.Debemos llamarlo dentro de una hora,poco más o menos. —Consultó su reloj—. Pero por ahora debemos ver alhombre del rifle, que está calle arriba.

Hoy ha cerrado su tienda paraatendernos, pero vive cerca. Nos espera.Voy a llamarlo. —Se levantó para echaruna mirada alrededor. De los bares y losrestaurantes del lugar sólo uno, lacafetería Edelweiss, anunciaba tenerteléfono público.

—Volveré enseguida.Mientras Morgan cruzaba la calle

Paul lo siguió con la vista. Uno de losveteranos mutilados cruzó la terraza delrestaurante, mendigando limosnas. Uncamarero fornido se acercó a labarandilla para ahuyentarlo.

Un hombre de mediana edad, que sehabía sentado varios bancos más allá,

fue a sentarse junto a Paul, con unamueca que puso al descubierto dientesoscuros.

—¿Ha visto usted eso? —rezongó—. Es un crimen, el trato que recibenlos héroes por parte de alguna gente.

—Sí, es cierto. —Paul se preguntóqué debía hacer. Quizá resultara mássospechoso levantarse y salir de allí.Ojalá ese hombre se callara.

Pero el alemán lo miró con atención.—Usted tiene edad como para haber

combatido.No era una pregunta. Probablemente

se habían requerido circunstanciasextraordinarias para que los alemanes

veinteañeros se libraran de combatir enla guerra.

—Sí, por supuesto —respondió,pensando a toda prisa.

—¿En qué batalla le hicieron eso?—El hombre señalaba con un gesto lacicatriz que Paul tenía en la barbilla.

Esa herida no se debía a ningunaacción militar; el enemigo había sido unsádico sicario llamado Morris Starble,quien se la produjo con un puñal en lataberna de Hell’s Kitchen, tras lo cual élmismo había muerto cinco minutosdespués.

El hombre lo miraba con aire deexpectación. Como era preciso decir

algo, Paul mencionó una batalla con laque estaba íntimamente familiarizado:

—En St. Mihiel.Durante cuatro días, en septiembre

de 1918, él y sus compañeros de laPrimera División de Infantería, CuartoCuerpo, avanzaron lentamente entre lalluvia torrencial y una sopa de lodo,para atacar las trincheras alemanas, quetenían dos metros y medio deprofundidad y estaban protegidas poralambres y nidos de ametralladoras.

—¡Sí, sí! ¡Yo estuve en esa! —Elhombre, radiante, le estrechócalurosamente la mano.

—¡Qué coincidencia! ¡Camarada!

«He elegido muy bien», pensó Paulamargamente.

¿Cuántas eran las posibilidades deque ocurriera algo así? Pero trató demostrarse agradablemente sorprendidopor la casualidad. Y el alemán continuódiciendo a su compañero de armas:

—¡Conque formabas parte delDestacamento C! ¡Qué lluvia aquella!Nunca antes ni después he visto lloverasí. ¿Dónde estabas?

—En la cara oeste del saliente.—Yo me enfrenté al Segundo

Cuerpo Colonial Francés.—Nosotros a los norteamericanos

—informó Paul, buscando deprisa entre

los recuerdos de dos décadas atrás.—¡Ah, el coronel George Patton!

¡Qué loco brillante era! Tenía a lastropas corriendo por todo el campo debatalla. ¡Y esos tanques suyos!Aparecían de improviso, como por artede magia. Uno nunca sabía dóndeatacaría la siguiente vez. Yo nunca mepreocupaba por los de infantería, perolos tanques… —Meneó la cabeza conuna mueca.

—Sí, fue una gran batalla.—Pues ya tuviste suerte, si esa fue tu

única herida.—Dios estaba conmigo, es cierto. —

Paul preguntó—: Y tú, ¿saliste herido?

—Un poco de metralla en lapantorrilla. Todavía la tengo. Se laenseño a mi sobrino: una herida enforma de reloj de arena. Él toca lacicatriz brillante y ríe de placer.¡Hombre, qué tiempos aquellos! —Bebió un sorbo de una petaca—. Sonmuchos los que perdieron amigos en St.Mihiel. Yo no. Los míos ya habíanmuerto todos.

Se quedó en silencio. Luego ofrecióla petaca a Paul, quien negó con lacabeza. Morgan, que salía de lacafetería, lo llamó con un gesto.

—Debo irme —dijo él—. Ha sidoun placer encontrarme con un

compañero veterano y compartir estaspalabras.

—Sí.—Buenos días, señor. Heil Hitler.—Ach, sí, Heil Hitler.Paul se reunió con Morgan, quien le

dijo:—Puede recibirnos ahora mismo.—¿No le has mencionado para qué

necesito el arma?—No; al menos no le he dicho la

verdad. Cree que eres alemán y que laquieres para matar al jefe de una bandade delincuentes de Francfort, que teengañó.

Los dos continuaron caminando calle

arriba seis o siete manzanas más, por unvecindario cada vez más mísero, hastallegar a la casa de empeño. Instrumentosmusicales, maletas, navajas de afeitar,joyas, muñecas y otros cientos deartículos colmaban los cochambrososescaparates enrejados. En la puertahabía un letrero, «Cerrado». Aguardaronen el vestíbulo sólo unos pocos minutosantes de que apareciera un hombre bajo,que se estaba quedando calvo. Saludó aMorgan con una inclinación de cabeza ymiró de soslayo, sin prestar atención aPaul; luego los hizo pasar. Después deechar otra mirada hacia atrás, cerró lapuerta con llave y bajó la cortina.

Se adentraron en aquella tiendamohosa, llena de polvo.

—Por aquí. —El tendero loscondujo a través de dos gruesas puertas,a las que echó el cerrojo; luego, por unalarga escalera que descendía hasta unsótano húmedo, iluminado sólo por dospequeñas bombillas amarillentas.Cuando la vista se habituó a esa escasaluz, Paul notó que había veinte oveinticinco rifles puestos en armeroscontra la pared.

El hombre le entregó uno que teníamira telescópica.

—Es un máuser Karabiner, de 7.92milímetros. Se desarma con facilidad,

de modo que puedes llevarlo en unamaleta. Mira la lente. No la hay mejoren el mundo.

Accionó un interruptor y se iluminóun túnel de unos treinta metros delongitud, en cuyo extremo había bolsasde arena, una de las cuales teníaprendido un blanco de papel.

—Este lugar está completamenteinsonorizado. Es un túnel deaprovisionamiento que se cavó en elsuelo hace años.

Paul cogió el rifle. Percibió lasuavidad de la culata, de madera puliday barnizada, el aroma del aceite, lacreosota y la piel de la correa. Rara vez

utilizaba rifles para su trabajo; esacombinación de olores, madera maciza ymetal, lo llevó hacia atrás en el tiempo.Podía olfatear el barro de las trincheras,la mierda, los vapores del queroseno. Yel hedor de la muerte, como de cartónmojado y podrido.

—Además, estas son balasespeciales, ahuecadas en el extremo,como puedes ver. Para matar son másefectivas que las comunes.

Paul disparó sin carga varias veces,para acostumbrarse al gatillo. Luegopuso balas en el cargador y se sentó enun banco, con el rifle apoyado en unbloque de madera cubierto de paño.

Comenzó a disparar. El ruido eraensordecedor, pero apenas lo notó. Nohacía más que mirar a través de la lente,concentrado en los puntos negros delblanco. Después de hacer algunosajustes a la mira, disparó lentamente lasveinte balas que quedaban en la caja.

—Bien —dijo a gritos, pues tenía eloído entumecido—. Buena arma.

Y se la devolvió al hombre, quien ladesarmó para limpiarla y guardó el rifley las municiones en una maltrechamaleta de cartón.

Morgan cogió el estuche y entregó unsobre al tendero, quien apagó las lucesde la galería y los condujo arriba. Una

mirada a la calle, una señal de que todoestaba despejado. Pronto estabannuevamente fuera, caminando por laacera. Paul oyó una voz metálica quellenaba la calle y se echó a reír.

—No hay modo de escapar de ella.—Al otro lado de la calle, en la paradadel tranvía, había un altavoz, por el cualuna voz masculina hablaba y hablabamonótonamente: más información sobrela salud pública—. ¿No se callan nunca?

—No —dijo Morgan—. Cuando sehaga memoria, esa será la contribucióndel nacionalsocialismo a la cultura:edificios feos, malas esculturas debronce y discursos interminables. —

Señaló con la cabeza la maleta quecontenía el máuser—. Ahora volvamos ala plaza, que debo llamar a mi contacto.Veamos si tiene suficiente informaciónpara que puedas utilizar esta bonitamuestra de maquinaria alemana.

El polvoriento DKW giró hacia la plazaNoviembre de 1923 y, al no hallar sitiopara aparcar en esa calle frenética,esquivó por un pelo a un vendedor defruta dudosa y subió a medias a la acera.

—Bien, ya hemos llegado, Janssen—dijo Willi Kohl, enjugándose la cara—. ¿Tiene la pistola a mano?

—Sí, señor.—Pues salgamos de caza.Y se apearon.La finalidad de haberse desviado al

salir de la residencia norteamericana eraentrevistar a los conductores de taxisaparcados ante la Villa Olímpica.

Con la previsión que caracterizaba alos nacionalsocialistas, sólo podíanservir en esa zona los conductores quefueran multilingües; eso significaba quesu número era limitado y, además, quecada uno regresaba a la parada trasdejar a un pasajero. Y esto, a su vez,según razonó Kohl, quería decir quealguno de ellos podía haber llevado al

sospechoso a alguna parte.Una vez que se hubieron repartido a

los taxis y tras hablar con veinte oveinticinco conductores, Janssendescubrió a uno cuyo relato interesómucho a Kohl. Poco antes un pasajerohabía abandonado la Villa Olímpica conuna maleta y un viejo portafolio marrón.Era un hombre fornido, que hablaba conleve acento. Su pelo no parecía tan largoni tenía tinte rojizo, sino oscuro y bienalisado hacia atrás; Kohl se dijo que esopodía deberse a aceites o lociones. Elconductor explicó que no iba de traje,sino con ropa informal, de coloresclaros, que él no pudo describir en

detalle.El hombre se había apeado en la

Lützowplatz, tras lo cual desaparecióentre la multitud. Esa era una de lasintersecciones más congestionadas de laciudad; cabían pocas esperanzas deencontrar allí el rastro del sospechoso.Sin embargo, el conductor añadió que supasajero había pedido indicaciones parallegar a la plaza Noviembre de 1923;también quiso saber si se podía irandando desde allí.

—¿Ha preguntado algo más sobre laplaza? ¿Algo específico? ¿Para qué iba?¿Con quién esperaba encontrarse?¿Algo?

—No, inspector. Nada. Le he dichoque la caminata hasta allí era muy larga.Él me ha dado las gracias y se habajado. Eso ha sido todo. Yo no lo hemirado a la cara —explicó—. Estabaatento a la calle.

«Ceguera, por supuesto», pensóKohl con amargura.

De regreso en la sede central, habíanrecogido folletos sobre la víctima delpasaje Dresden. Luego fueron deprisa almonumento en honor del fracasadoPutsch de 1923 (solamente losnacionalsocialistas podían convertir unaderrota bochornosa como esa en unagran victoria). Si la Lützowplatz era

demasiado grande para realizar unabúsqueda efectiva, esta, en cambio, eramucho más pequeña y se la podía cubrircon más facilidad.

Kohl paseó una mirada por la gente:mendigos, vendedores ambulantes,prostitutas, compradores, hombres ymujeres sin empleo, en pequeñascafeterías. Inhaló el aire penetrante,cargado de olor a basura, y preguntó:

—¿Percibe, Janssen, la proximidadde nuestra presa?

—Yo… —El ayudante parecióincómodo ante ese comentario.

—Es una sensación —dijo elinspector, mientras observaba la calle

desde la sombra de un valeroso ydesafiante Hitler de bronce—. Yomismo no creo en el ocultismo. ¿Yusted?

—A decir verdad, no, señor. No soyreligioso, si a eso se refiere.

—Bueno, yo no me he alejado porcompleto de la religión. Heidi no loaprobaría. Pero me refiero a la ilusiónde lo espiritual sobre la base de nuestrasprecepciones y experiencias. Esa es lasensación que tengo en este momento:que él está cerca.

—Sí, señor —dijo el candidato ainspector—. ¿Por qué lo dice?

Una pregunta adecuada, pensó Kohl.

Él era de la opinión de que losdetectives jóvenes siempre debíaninterrogar a sus mentores. Explicó:porque ese vecindario formaba parte deBerlín Norte. Allí se encontraban engran número heridos de guerra, pobres,parados, comunistas y socialistasclandestinos, bandas de adversarios delPartido, ladronzuelos y sindicalistas quese ocultaban desde que se habíanprohibido los sindicatos. Los alemanesque lo poblaban echaban tristemente demenos los viejos tiempos: no los deWeimar, desde luego (a nadie le gustabala República), pero sí la gloria dePrusia, de Bismarck, de Guillermo, del

Segundo Imperio. Eso significaba quehabría pocos miembros o simpatizantesdel Partido. Por lo tanto, pocosdispuestos a correr con la denuncia a laGestapo o al local de las Tropas deAsalto.

—Cualquiera sea su objetivo, es enlugares como este donde hallará apoyo ycamaradas. Retroceda un poco, Janssen.Siempre es más fácil reparar en unapersona que busca a un sospechoso,como nosotros, que en el sospechosomismo.

El joven se puso a la sombra de unapescadería, cuyas hediondas cubetasestaban casi vacías. Lo único que tenía a

la venta eran esforzadas anguilas, carpasy enfermizas truchas de canal. Poralgunos momentos los oficialesestudiaron las calles en busca de supresa.

—Pensemos un poco, Janssen. Él seha bajado del taxi con su maleta (y elportafolio incriminatorio) en esta plaza.Si no ha hecho que el conductor lotrajera directamente hasta aquí puede serporque ha dejado su equipaje en sualojamiento actual y ha venido aquí conalguna otra finalidad. ¿Para qué? ¿Paraencontrarse con alguien? ¿Para entregaralgo, tal vez el portafolio? ¿O pararecoger algo o a alguien? Ha estado en

la Villa Olímpica, en el pasaje Dresden,en el Jardín Estival, en la calleRosenthaler, en la Lützowplatz y ahoraaquí. ¿Qué vincula a todos estos sitios?Eso es lo que me pregunto.

—¿Inspeccionamos todas lastiendas?

—Creo que es necesario. Peroescuche, Janssen: el problema de laprivación de comida se está tornandograve. Hasta me siento mareado.Buscaremos primero en las cafeterías y,al mismo tiempo, nos brindaremos algúnsustento.

Kohl flexionó los dedos dentro delos zapatos para aliviar el dolor. La lana

de cordero se había movido ynuevamente le ardían los pies. Señalócon la cabeza el restaurante máspróximo, el mismo frente al cual habíanestacionado: la cafetería Edelweiss.Allí entraron.

Era un sitio oscuro. Kohl notó que sedesviaban las miradas, cosa queanunciaba típicamente la aparición de unfuncionario. Cuando acabaron deobservar a los parroquianos, por siacaso el sospechoso de Manny’s Men’sWear pudiera estar allí, el inspectormostró su credencial a un camarero,quien se cuadró instantáneamente.

—Heil Hitler. ¿En qué puedo serles

útil?Era dudoso que en ese agujero lleno

de humo conocieran siquiera laexistencia de los jefes de camareros; porlo tanto, Kohl preguntó por el gerente.

—El señor Grolle, sí, señor. Lotraeré de inmediato. Por favor, señores,ocupen esta mesa. Y si desean café yalgo para comer, no tienen más quepedírmelo.

—Tomaré un café y strudel demanzana. Doble porción, por favor. ¿Ymi colega? —Miró a Janssen con unaceja enarcada.

—Sólo una Coca-Cola.—El strudel, ¿con nata montada? —

preguntó el camarero.—Por supuesto —exclamó Willi en

tono de sorpresa, como si fuera unsacrilegio servirlo sin ella.

Mientras regresaban con el arma a lacafetería Edelweiss, desde donde aMorgan llamaría a su contacto en elMinisterio de Información, Paulpreguntó:

—¿Qué nos conseguirá sobre elparadero de Ernst?

—Me ha dicho que Goebbelssiempre quiere saber en qué actospúblicos se presentarán los mandamases

principales. Así puede decidir si esimportante enviar a un fotógrafo o unequipo de filmación para que registrenel evento. —Soltó una risa agria—. Sivas a ver Motín a bordo, digamos, antesde ponerte siquiera una imagen deMickey Mouse tendrás veinte minutos deaburridas filmaciones de Hitleracariciando bebés y Göring desfilandocon sus ridículos uniformes ante unmillar de hombres en el ServicioLaboral.

—¿Y Ernst estará en esa lista?—Eso es lo que espero. Dicen que

el coronel no tiene mucha paciencia parala propaganda y que detesta a Goebbels

tanto como a Göring. Pero ha aprendidoa seguir el juego. En estos tiempos, paratriunfar en el Gobierno hay que saberjugarlo.

Al acercarse a la cafeteríaEdelweiss Paul reparó en un humildecoche negro detenido sobre el bordillo,junto a la estatua de Hitler, frente alrestaurante. Aunque se veían algunosbonitos modelos de Mercedes y BMW,la mayoría de los vehículos de Berlíneran como ese: cuadrados y maltrechos.Cuando regresara a Estados Unidos ycobrara sus diez de los grandes secompraría el automóvil de sus sueños:un Lincoln negro refulgente. Marion

quedaría muy bien en un coche así.De pronto Paul sintió mucha sed.

Decidió que, mientras Morgan hacía sullamada, él ocuparía una mesa. Elrestaurante parecía estar especializadoen café y pasteles, pero en un día tancaluroso eso no lo atraía. No: decidiócontinuar sus investigaciones en el belloarte de la cerveza alemana.

S14

entado ante una desvencijada mesade la cafetería Edelweiss, Willi

Kohl acabó el strudel y el café. «Muchomejor», pensó. El hambre había llegadoa hacer que le temblaran las manos. Noera saludable pasar tanto tiempo sincomer.

Ni el gerente ni nadie habían visto aningún hombre que respondiera a ladescripción del sospechoso. Pero Kohltenía la esperanza de que alguien, en esadesdichada zona, hubiera visto a lavíctima del pasaje Dresden. Janssen,

¿tiene usted las fotos de nuestro pobremuerto?

—En el DKW, señor.—Pues bien, tráigalas.—Sí, señor.El joven terminó su Coca-Cola y se

dirigió hacia el coche.Kohl lo siguió afuera, dando

golpecitos distraídos a la pistola quetenía en el bolsillo. Después deenjugarse la frente miró hacia laderecha, calle arriba, donde se oía sonarotra sirena. Al oír el portazo del DKWgiró otra vez hacia Janssen. En esemomento el inspector detectó unmovimiento rápido a su izquierda, más

allá de su ayudante.Al parecer, un hombre de traje

oscuro, que llevaba una maleta o unestuche con algún instrumento musical,se había dado la vuelta para entrarvelozmente en el patio de un edificiogrande y decrépito, vecino a laEdelweiss. Había algo antinatural en labrusquedad con que se apartó de laacera. También le resultó extraño ver aun hombre de traje en un lugar tanmiserable.

—Janssen, ¿ha visto eso?—¿Qué?—Ese hombre que ha entrado en el

patio.

—No muy bien. Sólo he visto unoshombres en la acera, por el rabillo delojo.

—¿Más de uno?—Eran dos, creo.Kohl se dejó llevar por la intuición.—¡Hay que investigar esto!El edificio de apartamentos estaba

adosado al de la derecha; no se veíanpuertas laterales en el callejón.

—Sin duda hay una puerta deservicio en la parte trasera, como en eljardín Estival. Cúbrala. Yo iré por elfrente. Dé por seguro que esos hombresestán armados y desesperados. Vayapistola en mano. ¡Hala, corra! Si se da

prisa puede ganarles por la mano.El candidato a inspector partió a la

carrera por el callejón. Kohl también searmó y, a paso lento, se aproximó alpatio.

Atrapado.Igual que en el apartamento de

Malone.Paul y Reggie Morgan, jadeantes por

la breve carrera, se detuvieron en elpatio en penumbra, lleno de basura,donde pardeaban diez o doce arbustos.Dos adolescentes de ropas polvorientasarrojaban piedras a las palomas.

—¿Los mismos policías? —DijoMorgan—. ¿Los del jardín Estival?Imposible.

—Los mismos. —Paul no estabaseguro de que los hubieran visto, pero eloficial más joven, el del traje verde,había mirado en su dirección justo en elmomento en que él arrastraba a sucompañero hacia el patio. Debíansuponer que los había visto.

—¿Cómo nos han encontrado?Paul, sin prestar atención a la

pregunta, miró en derredor. Corrió hastala puerta de madera que se abría en elcentro de la U del edificio; estabacerrada con llave. Las ventanas del

primer piso estaban a una altura de dosmetros y medio; trepar sería difícil. Casitodas estaban cerradas, pero Paul viouna abierta; el apartamento al que dabaparecía desierto. Morgan siguió ladirección de su mirada.

—Podríamos escondernos allí, sí.Cerrar las persianas. Pero ¿cómotrepamos?

El sicario llamó a uno de loschavales que estaban arrojando piedras.

—Por favor, ¿vivís aquí?—No, señor, sólo venimos a jugar.—¿Queréis ganaros un marco?—¡Madre mía! —exclamó uno,

abriendo mucho los ojos. Se les acercó

al trote—. Sí, señor.—Bueno. Pero debéis actuar

deprisa.

Willi Kohl se detuvo fuera de la entradadel patio. Después de aguardar unmomento, para que Janssen pudieraapostarse en la parte trasera, viró en laesquina. No había señales delsospechoso del pasaje Dresden ni delhombre de la maleta: sólo algunosmuchachos, de pie entre un montón decajones de madera, al otro lado delpatio. Los chicos levantaron hacia él unamirada intranquila y echaron a andar

hacia la salida.—¡Eh, chavales! —llamó Kohl.Se detuvieron, intercambiando una

mirada nerviosa.—¿Diga?—¿Habéis visto aquí a dos hombres

hace un momento?Otra mirada inquieta.—No.—Venid aquí.Hubo una breve pausa. Luego,

simultáneamente, echaron a correr ydesaparecieron del patio, levantandonubecillas de polvo bajo los pies. Kohlni siquiera intentó perseguirlos. Con lapistola firme en la mano, paseó la

mirada por el patio. Todos losapartamentos del piso bajo teníancortinas en las ventanas o plantasanémicas en los antepechos, lo cualhacía pensar que estaban ocupados. Uno,en cambio, se veía oscuro y sin cortinas.

Kohl se acercó lentamente. En elsuelo polvoriento, bajo la ventana, viounas marcas. De los cajones de leche,sin duda. El sospechoso y su compañerohabían pagado a los niños para quellevaran los cajones hasta la ventana ylos devolvieran a su sitio, una vez queellos hubieran entrado en elapartamento.

El inspector apretó con fuerza la

pistola y pulsó el botón para llamar alencargado del edificio.

Un momento después, un hombre deaspecto atribulado, enjuto y encanecido,abrió la puerta y parpadeó con un gestonervioso al ver la pistola.

Kohl entró y miró más allá delportero, hacia el corredor oscuro. En elotro extremo vio un movimiento. OjaláJanssen se mantuviera alerta. Él, cuantomenos, se había probado en el campo debatalla; había recibido algún disparo y,según creía, liquidado a uno o dosenemigos. Janssen, en cambio… Aunqueera un tirador aventajado, hasta entoncessu discípulo sólo había disparado contra

blancos de papel. ¿Qué haría si llegabael caso de liarse a balazos?

—El apartamento de este piso —susurró al encargado—, dos hacia laderecha, ¿está desocupado?

—Sí, señor. Dio un paso atrás paraseguir vigilando el patio, por si lossospechosos trataban de saltar por laventana y huir.

—A la entrada trasera hay otrooficial. Vaya por él, de inmediato.

—Sí, señor. Pero en el momento enque el hombre iba a obedecer, unaanciana fornida, de vestido purpúreo ypañuelo azul en la cabeza, se les acercócaminando como un pato.

—¡Señor Greitel, señor Greitel!¡Deprisa, llame a la policía!

Kohl giró hacia ella. El encargadoexplicó:

—La policía ya está aquí, señoraHaeger.

—Ach, ¿cómo puede ser? —seextrañó la mujer, que parpadeaba.

El inspector le preguntó:—¿Para qué quiere a la policía?—¡Hay ladrones!La intuición dijo a Kohl que eso

estaba relacionado con su persecución.—Explíquese, señora. Rápido.—Mi apartamento da al frente del

edificio. Y desde mi ventana he visto a

dos hombres escondidos tras ese montónde cajones que, dicho sea de paso,usted, señor Greitel, lleva diciendo queva retirar desde hace varias semanas.

—Continúe, por favor. Este asuntopodría ser muy urgente.

—Esos dos estaban al acecho. Eraobvio. Y hace apenas un momento los hevisto incorporarse y coger dos bicicletasdel soporte que está junto a la entradaprincipal. No sé de una, pero la otra erala de la señorita Bauer, que lleva dosaños viviendo sola; estoy segura de queella no se la ha prestado.

—¡No! —murmuró Kohl. Y salióprecipitadamente. Ahora comprendía

que el sospechoso había pagado a loschavales sólo para que dejaran caer unpar de cajones bajo la ventana, a fin dedejar marcas en el polvo, y luego losdevolvieran a la pila tras la cual ambosestaban escondidos. Probablementehabía indicado a los chicos que semostraran furtivos o nerviosos, a fin dehacerle pensar que los sospechososhabían entrado así en el edificio.

Salió deprisa a la calle y miró haciaambos lados. Así pudo comprobarpersonalmente una estadística que, en sucondición de policía diligente, conocíabien: el medio de transporte másutilizado en Berlín era la bicicleta;

cientos de ellas atestaban esas calles,ocultando la fuga de los sospechososcon tanta efectividad como una nube dehumo denso.

Habían abandonado las bicicletas e ibancaminando por una calle transitada, aochocientos metros de la plazaNoviembre de 1923.Paul y Morgan buscaron otra cafetería obar con teléfono.

—¿Cómo has sabido que estaban enla Edelweiss? —preguntó Morgan, conla respiración agitada por pedalear tandeprisa.

—Por el coche, el que estabaaparcado sobre el bordillo.

—¿El negro?—Sí. Al principio no me llamó la

atención, pero luego un resorte se haactivado en mi mente. He recordadoalgo que sucedió hace un par de años,cuando iba a hacer un trabajo. Resultóque yo no era el único visitante de BoGillette: unos policías de Brooklyn meganaron por la mano. Pero por perezaaparcaron fuera, medio sobre la acera,suponiendo que, como el coche no teníaidentificación, nadie se percataría. Puesmira, Bo se percató. Llega a la casa, caeen la cuenta de que han venido por él y

desaparece. Me llevó todo un mesvolver a localizarlo. En el fondo de mimente algo me ha dicho: «Este coche esde la policía». Y cuando he visto a esetío, el más joven, he caído en la cuentade inmediato de que era el mismo que vien la terraza del Jardín Estival.

—Nos han seguido desde el pasajeDresden hasta el Jardín Estival y luegohasta aquí. ¿Cómo es posible?

Paul hizo memoria. No había dicho aKäthe Richter adónde iba; entre lapensión y la parada de taxis habíacomprobado diez o doce veces quenadie lo seguía. En la Villa Olímpicatampoco había dicho nada. En ese

vecindario podía haberlos traicionado elde la casa de empeño, pero no podíasaber lo del Jardín Estival. No: esos dosdiligentes policías les habían seguido elrastro por sí solos.

—Los taxis —dijo Paul al fin.—¿Qué dices?—Es el único vínculo. Con el jardín

Estival y con este barrio. De ahora enadelante, si no podemos ir a pie,haremos que el conductor nos deje a doso tres calles del sitio adonde vayamos.

Continuaron alejándose de la plaza.Algunas calles más allá encontraron unacervecería con teléfono público.Mientras Morgan entraba para llamar a

su contacto, Paul pidió una cerveza y sequedó montando guardia fuera, nerviosoy vigilante. No le había sorprendido verque los dos policías aparecieran por lacalle, siguiéndoles el rastro. Pero¿quiénes eran?

Morgan regresó a la mesa con carade preocupación.

—Tenemos un problema. —Bebióun sorbo de cerveza y, después delimpiarse el bigote, se inclinó haciadelante—. No se divulga ningunainformación. Órdenes de Himmler o deHeydrich (mi agente no está seguro);hasta nuevo aviso, no se puede divulgarninguna información sobre las

apariciones públicas de los funcionariosdel Gobierno o del Partido. No hayconferencias de prensa. Nada. Elanuncio se hizo hace apenas unas horas.

Paul tragó de una vez la mitad de lacerveza.

—¿Y qué haremos? ¿Sabes algosobre los horarios de Ernst?

—No sé siquiera dónde vive; sóloque es en algún lugar de Charlottenburg.Podríamos acecharlo hasta que salga dela Cancillería y seguirlo desde allí. Perosería muy difícil. Si estás a menos dequince metros de un funcionarioimportante, es seguro que te pedirán losdocumentos. Y si no les gustan, te

detendrán.Paul reflexionó durante un momento.

Luego dijo:—Tengo una idea. Tal vez pueda

conseguir alguna información.—¿Sobre qué?—Sobre Ernst.—¿Tú? —se extrañó Morgan.—Pero necesitaré unos doscientos

marcos.—Los tengo, sí. —Contó los billetes

y se los entregó.—Tu agente en el Ministerio de

Información, ¿podría averiguar algosobre una persona que no esfuncionario?

Morgan se encogió de hombros.—No puedo asegurártelo. Pero de

algo no me cabe duda: si losnacionalsocialistas son hábiles en algoes para reunir información sobre susciudadanos.

Janssen y Kohl salieron del patio.La señora Haeger no podía darles

ninguna descripción de los sospechosos;resultaba irónico, pero su ceguera no erapolítica, sino literal. Las cataratashabían permitido a esa entrometida ver alos hombres cuando se ocultaban ycuando huían con las bicicletas, pero le

impedían ofrecer más detalles.Los policías, desalentados,

regresaron a la plaza Noviembre de1923 para reanudar la búsqueda.Recorrieron la calle hacia arriba y haciaabajo para interrogar a vendedores ycamareros, mostrarla foto de la víctimay preguntar por el sospechoso.

No tuvieron éxito alguno… hasta quellegaron a una panadería escondida a lasombra de la estatua de Hitler.

Un hombre gordo, con unpolvoriento delantal blanco, admitióante Kohl que había visto detenerse untaxi al otro lado de la calle, hacía más omenos una hora. No era común ver taxis

allí, según dijo, pues los vecinos nopodían permitirse el gasto y nadie queno fuera del barrio tenía motivos para irallí, al menos en taxi.

El dependiente había visto apearse aun hombre corpulento, peinado confijador, que miró a su alrededor y luegose acercó a la estatua. Después depermanecer un breve rato sentado en unbanco, se había ido.

—¿Cómo vestía?—Ropa clara. No he visto bien.—¿Algún otro detalle que le llamara

la atención?—No, señor. Estaba atendiendo a

una clienta.

—¿Traía una maleta o un portafolio?—Creo que no, señor.Kohl se dijo que su deducción era

correcta: lo más probable es que elhombre se hospedara cerca de la plazaLützow y estuviera allí por algunadiligencia.

—¿Hacia dónde ha ido?—No lo he visto, señor. Lo siento.Ceguera, desde luego. Pero al menos

eso confirmaba que el sospechoso habíaestado recientemente allí.

En ese momento un Mercedes negroviró en la esquina y frenó al lado,

—Vaya —murmuró Kohl, al ver quedel vehículo se apeaba Peter Krauss,

mirando en derredor. Sabía cómo lohabía localizado: cada vez que uno salíadel Alex en horas de trabajo, debíainformar a los recepcionistas deldepartamento y especificar dóndeestaría. Ese día él había estado a puntode no revelar esa información, pero lecostaba desobedecer los reglamentos.Antes de salir había apuntado «PlazaNoviembre 1923» y la hora a la quepensaba regresar.

Krauss lo saludó con un gesto.—Estoy haciendo la ronda, Willi.

Sentía curiosidad por saber cómomarcha el caso.

—¿Qué caso? —preguntó Kohl, sólo

por petulancia.—El del cadáver del pasaje

Dresden, claro.—Ah, parece que nuestro

departamento tiene menos recursos. —Yañadió en tono irónico—: Por motivosdesconocidos. Pero creo que elsospechoso puede haber estado hace unrato aquí.

—He consultado con mis contactos,tal como te dije.

Me complace confirmarte que, segúndatos dignos de toda confianza de miinformante, el asesino sí es extranjero.

Kohl sacó libreta y lápiz.—¿Y cuál es el nombre del

sospechoso?—Eso no lo sabe.—¿Su nacionalidad?—No ha podido decírmela.—Pues bien, ¿quién es ese

informante? —interrogó Kohl,exasperado.

—Hombre, no puedo revelarlo.—Necesito entrevistarlo, Peter. Si

es testigo…—No es testigo. Tiene sus propias

fuentes, que son…—… también confidenciales.—Evidentemente. Te digo esto sólo

porque ha sido alentador descubrir quetus sospechas eran acertadas.

—¿Mis sospechas?—De que no era alemán.—Yo nunca he dicho eso.—¿Quién es usted? —preguntó

Krauss, volviéndose hacia el panadero.—El inspector, aquí presente, me

interrogaba sobre un hombre que hevisto.

—¿Tu sospechoso? —preguntóPeter.

—Podría ser.—Ach, sí que eres bueno, Willi.

Estamos a varios kilómetros del pasajeDresden, pero has seguido alsospechoso hasta esta pocilga. —Echóun vistazo al testigo—. ¿Coopera este?

El panadero aseguró con voztrémula:

—No he visto nada, señor. Deverdad. Sólo a un hombre que bajaba deun taxi.

—¿Dónde estaba?—No lo…—¿Dónde? —bramó Krauss.—Al otro lado de la calle. De

verdad, señor. No he visto nada. Estabade espaldas a mí. No…

—¡Mentiroso!—Lo juro por… Lo juro por el

Führer.—Quien jura en falso sigue siendo

mentiroso. —Peter señaló a uno de sus

jóvenes ayudantes, un oficialcarirredondo—. Lo llevaremos a lacalle Príncipe Albrecht. Después depasar un día allí nos dará la descripcióncompleta.

—No, señor, por favor. Pero siquiero ayudar, se lo aseguro.

Willi Kohl se encogió de hombros:—El hecho es que no nos ha

ayudado.—Pero si le he dicho…Kohl pidió al hombre su carné de

identidad. El panadero se lo entregó conmano trémula; él lo abrió paraexaminarlo.

Krauss miró nuevamente a su

ayudante.—Espóselo. Llévelo a la sede

central.El joven oficial de la Gestapo cogió

las manos del hombre y le puso lasesposas a la espalda. Al testigo se lellenaron los ojos de lágrimas.

—He tratado de recordar. Con todasinceridad…

—Pues ya recordará, se lo aseguro.Kohl le dijo:

—Estamos atendiendo asuntos degran importancia. Preferiría que ustedcolaborara ahora mismo. Pero si micolega quiere llevarlo a la callePríncipe Albrecht… —El inspector

miró al aterrorizado hombre enarcandouna ceja—. A usted le irá muy mal,señor Heydrich. Muy mal.

El panadero, parpadeando, se enjugólas lágrimas.

—Pero, señor…—Sí, sí, ya lo creo… —Kohl dejó

que su voz se apagara y volvió aestudiar el carné—. Usted es… ¿Dóndenació?

—En Göttburg, a las afueras deMunich, señor.

—Ah. —Mantenía una expresiónplácida y asentía con lentitud. Krauss leechó un vistazo.

—Pero señor, me parece que…

—¿Y la ciudad es pequeña?—Sí, señor. Yo…—Silencio, por favor. —Kohl

seguía con la vista fija en el documento.Por fin Krauss preguntó:—¿Qué pasa, Willi?Su colega se lo llevó aparte para

susurrarle:—Creo que la Kripo ya no tiene

interés en este hombre. Puedes hacer loque gustes con él.

Peter guardó silencio por unmomento, tratando de encontrar sentidoa ese repentino cambio de idea.

—¿Por qué?—Y te lo pido por favor: no

menciones que Janssen y yo lo hemosdetenido.

—Debo preguntártelo otra vez: ¿porqué, Willi? Después de una pausa, Kohldijo:

—Heydrich, el de la SD, es tambiénde Göttburg.

Reinhard Heydrich, jefe de laDivisión de Inteligencia de la SS ynúmero dos de Himmler, tenía fama deser el hombre más implacable delTercer Reich (Imperio). Era unamáquina sin corazón; cierta vez habíaabandonado a una muchacha después deembarazarla, pues detestaba a lasmujeres de moral laxa. Se decía que a

Hitler le disgustaba infligir dolor, perotoleraba su empleo si convenía a susfines. Heinrich Himmler, por su parte,disfrutaba al infligir dolor, pero era uncompleto inepto cuando se trataba deutilizarlo para lograr un objetivo.Heydrich, en cambio, disfrutaba alcausarlo y era experto en su aplicación.

Krauss echó un vistazo al panadero ypreguntó, inquieto:

—¿Son…? ¿Crees que puedan serparientes?

—Prefiero no correr el riesgo.Vosotros, los de la Gestapo, os lleváismucho mejor con la SD que la Kripo.Podéis interrogarlo sin temer mucho las

consecuencias. Pero si allí ven minombre relacionado con él en unainvestigación, eso bien podría ser el finde mi carrera.

—Aun así… interrogar a un parientede Heydrich… —Krauss bajó la vista ala acera—. ¿Crees que puede saber algovalioso?

Kohl estudió al miserable panadero.—Creo que sabe algo más de lo que

dice, pero nada que nos sea muy útil.Tengo la sensación de que si se muestratan evasivo es sólo porque acostumbramezclar serrín con la harina o porquecompra mantequilla en el mercadonegro. —El inspector paseó una mirada

por el vecindario—. Supongo queJanssen y yo, con un poco de empeño,podemos averiguar más detalles sobre elincidente del pasaje Dresden y al mismotiempo —bajó la voz— conservarnuestro empleo.

Krauss se paseaba, quizá tratando derecordar si había mencionado su propionombre ante ese hombre, quien a su vezpodía revelarlo a su primo Heydrich.

—Quítele las esposas —dijoabruptamente. Mientras el joven oficialobedecía, añadió—: Necesitamos uninforme sobre el asunto del pasajeDresden, Willi; cuanto antes.

—Por supuesto.

—Heil Hitler.—Heil.Los dos oficiales de la Gestapo

subieron al Mercedes y, después derodear la estatua del Führer, seperdieron a gran velocidad en el tráfico.

Cuando el coche hubo desaparecidoKohl devolvió al panadero su carné.

—Tome usted, señor Rosenbaum.Ya puede volver a su trabajo. No lomolestaremos más.

—Gracias, muchísimas gracias —exclamó el hombre, efusivo. Letemblaban las manos y las lágrimas lecorrían por las arrugas que rodeaban laboca—. Que Dios lo bendiga, señor.

—Chist —lo acalló el inspector,irritado por lo indiscreto de su gratitud—. Ahora regrese a su tienda.

—Sí, señor. ¿Una hogaza de pan?¿Un poco de strudel?

—No, no. A su tienda, hombre.El panadero entró precipitadamente.

Mientras regresaban hacia el coche,Janssen preguntó:

—¿No se llamaba Heydrich? ¿EraRosenbaum?

—Con respecto a este asunto,Janssen, es mejor que no haga preguntas.No le servirán para ser mejor inspector.

—Sí, señor. —El joven asintió conaire conspirador.

—Ahora bien: sabemos que nuestrosospechoso ha bajado de un taxi en estesitio y se ha sentado en la plaza duranteun rato antes de continuar con su misión,cualquiera que fuese. Preguntemos aestos holgazanes si han visto algo.

No tuvieron suerte con la gentesentada en los bancos; tal como Kohlhabía explicado a su ayudante, allí habíamuchos que no simpatizaban en absolutocon

el Partido ni con la policía. Esdecir: no tuvieron suerte hasta quellegaron a un hombre sentado a lasombra del Führer de bronce. A laprimera mirada Kohl lo reconoció como

soldado, ya fuera del Ejército regular odel Cuerpo Libre, la milicia informalque se había formado después de laguerra.

Cuando le preguntó por elsospechoso el hombre asintióenérgicamente:

—Ah, sí, sí. Ya sé a quién se refiere.—¿Cómo se llama usted, señor?—Helmut Gershner. Fui cabo del

Ejército del káiser Guillermo.—¿Y qué puede decirnos, cabo?—Hace escasamente tres cuartos de

hora he estado hablando con esehombre. Responde a su descripción.

Kohl sintió que se le aceleraba el

corazón.—¿Sabe usted si aún está por aquí?—Por lo que he visto, no.—Vale. Cuéntenos lo que sepa.—Sí, inspector. Estábamos hablando

de la guerra. Al principio me haparecido que fuimos camaradas, peroluego he percibido que había algoextraño.

—¿El qué, señor?—Ha mencionado la batalla de St.

Mihiel. Pero sin afligirse.—¿Sin afligirse?El hombre meneó la cabeza.—En esa batalla nos capturaron a

quince mil hombres y tuvimos

muchísimos muertos. Para mí fue el díamás triste para mi unidad, elDestacamento C. ¡Qué tragedia! Losamericanos y los franceses nosobligaron a retroceder hasta la LíneaHindenburg. Él parecía saber mucho delcombate. Sospecho que estuvo allí. Sinembargo, para él la batalla no fue unhorror. He visto por su mirada querecordaba esos días terribles como si talcosa. Además… —Los ojos del hombrese dilataron de indignación—… no haquerido compartir mi petaca en honor delos muertos. No sé por qué lo buscan,pero ha bastado esa reacción para queyo desconfiara. Sospecho que fue un

desertor. O un cobarde. Hasta es posibleque fuera un traidor.

«O tal vez el enemigo», pensó Kohl,irónico. Y preguntó:

—¿Ha dicho qué lo traía por aquí?¿O donde fuera?

—No, señor, nada de eso. Sólohemos conversado un momento.

—¿Estaba solo?—Creo que no. Me parece que se le

ha unido otro hombre, algo más bajo queél. Pero no he visto con claridad. Losiento. No estaba prestando atención,señor.

—Está muy bien, soldado —dijoJanssen. Y agregó, dirigiéndose a su jefe

—: Tal vez el hombre que hemos vistoen el patio era su colega. Traje oscuro,más bajo.

Kohl asintió.—Posiblemente. Uno de los que le

acompañaban en el Jardín Estival. —Ypreguntó al veterano—: ¿Qué edad teníael hombrón?

—Unos cuarenta, año más, añomenos. Igual que yo.

—¿Ha podido usted verlo bien?—Pues sí, señor. Estaba tan cerca de

él como de usted ahora. Puedodescribirlo a la perfección.

«Bendito sea Dios», pensó Kohl,«ha acabado la plaga de la ceguera».

Miró calle arriba, en busca de alguien aquien había visto al inspeccionar lazona, media hora antes. Luego cogió alveterano por un brazo y, con una manoen alto para detener el tráfico, locondujo al otro lado de la calle.

—Señor —le dijo a un hombrecubierto con un delantal manchado depintura, sentado junto a un carro baratodonde exhibía algunos cuadros. Elartista ambulante apartó la vista delbodegón de flores que estaba pintando.Al ver la credencial de Kohl dejó supincel para levantarse, alarmado.

—Lo siento, inspector. Le aseguroque he intentado muchas veces obtener

un permiso, pero…Kohl le espetó:—¿Sabe usar el lápiz o sólo pintura?—Yo…—¡El lápiz! ¿Sabe dibujar a lápiz?—Sí, señor. A menudo comienzo por

hacer un esbozo preliminar a lápiz yluego…

—Sí, sí, está bien. Veamos: tengo untrabajo para usted. —Kohl depositó alcabo cojo en la raída silla de lona yplantó un bloc de papel ante el artista.

—¿Quiere que retrate a estehombre? —preguntó el pintor,confundido aunque bien dispuesto.

—No: quiero que haga un dibujo del

hombre que él va a describir.

E15

l taxi pasó acelerando frente a ungran hotel, del que pendían

banderas nazis negras, blancas y rojas.—Ach, ese es el Metropol —

informó el conductor—. ¿Sabe ustedquién está allí en estos días? ¡LillianHarvey, la gran actriz y cantante! La hevisto con mis propios ojos. ¡Yadisfrutarán ustedes de sus musicales!

—Es buena, sí. —Paul no tenía niidea de quién era esa mujer.

—Ahora está haciendo una películaen Babelsberg, para los estudios UFA.

Me encantaría tenerla como pasajera,pero tiene limusina, claro.

Paul echó una mirada distraída allujoso hotel, justo del tipo donde solíanhospedarse las estrellitas de cine. Luegoel Opel giró hacia el norte y elvecindario cambió abruptamente; cadamanzana era más ruinosa que la anterior.Cinco minutos después Paul dijo alconductor:

—Aquí, por favor.El hombre lo dejó ante la acera. Ya

conocedor del riesgo que representabanlos taxis, aguardó a que el vehículodesapareciera en el tráfico; luegocaminó doscientos metros hasta la calle

Dragoner Y continuó hacia la CafeteríaAria.

Una vez dentro no le costó mucholocalizar a Otto Webber. El alemánestaba sentado a una mesa del bar,discutiendo con un hombre que vestía unsucio traje azul claro y un sombrero depaja. Al primer vistazo Webber irradióhacia Paul una gran sonrisa; luego seapresuró a despedir a su compañero.

—¡Venga, venga aquí, señor JohnDillinger! ¿Cómo está usted, amigo? —Se había levantado para abrazarlo.

Se sentaron. Antes de que Paulhubiera tenido tiempo de desabrocharsesiquiera la chaqueta, Liesl, la atraciva

camarera que los había atendido la vezanterior, avanzó hacia él por entre lasmesas.

—Anda, has vuelto —anunciómientras apoyaba una mano en suhombro y le estrechaba con fuerza—.¡No has podido resistirte a mí! ¡Ya losabía! ¿En qué puedo servirte?

—Para mí, Pschorr —dijo Paul—.Para él una cerveza de Berlín. Alapartarse ella le rozó con los dedos lacara posterior del cuello. Webber lasiguió con los ojos.

—Parece que has hecho una amigaespecial. Y a decir verdad, ¿qué te traepor aquí? ¿La atracción de Liesl? ¿O has

zurrado a otro grupo de Camisas deEstiércol y necesitas mi ayuda?

—He pensado que podríamos hacernegocios, después de todo.

—Ach, tus palabras son como lamúsica de Mozart para mis oídos. Yasabía que eras listo.

Liesl trajo las cervezas deinmediato. Paul notó que había dejadosin atender cuanto menos a dos clientesque habían pedido antes. Ella miró enderredor frunciendo el ceño.

—Tengo que trabajar. De otro modome sentaría contigo y dejaría que mepagaras un schnapps. —Se alejó conaire resentido. Webber chocó su vaso

contra el de Paul.—Gracias por esto. —Saludó con la

cabeza al hombre del traje azul claro,que se había sentado ante la barra—.¡Qué problemas los míos! Cuestacreerlo. El año pasado, en la ExposiciónAutomotriz de Berlín, Hitler anunció uncoche nuevo. Mejor que el Audi, másbarato que el DKW. Se llamará Volks-Wagen. Al alcance de cualquiera.Puedes pagarlo en cuotas y retirarlocuando hayas completado el precio. Noes mala idea: la empresa puede utilizarel dinero y conservar el coche, por si nocompletas el pago. ¿No te parecebrillante?

Paul asintió.—Ach, tuve la suerte de conseguir

millares de neumáticos.—¿Conseguir?Webber se encogió de hombros.—Y ahora descubro que esos

condenados ingenieros han cambiado eltamaño de las ruedas de ese cochecitomiserable. Mi mercancía no sirve.

—¿Cuánto has perdido?El alemán observó la espuma de su

cerveza.—En realidad no he perdido dinero.

Pero tampoco tendré ganancia. Tan maloes lo uno como lo otro. Los automóvilesson una de las cosas que este país ha

hecho bien. El Hombrecillo hareconstruido todas las carreteras. Peroaquí circula un chascarrillo: «Puedesviajar a cualquier parte del paíscómodamente y a gran velocidad, pero¿para qué hacerlo? En el otro extremodel camino sólo encontrarás másnacionalsocialistas». —Y bramó derisa.

Desde el otro lado del salón Lieslmiraba a Paul con aire de expectación.¿Qué buscaba? ¿Que le pidiera otracerveza, un revolcón o una propuesta decasamiento? Él se volvió hacia Webber.

—Admito que tenías razón, Otto. Nosoy un simple cronista de deportes.

—Ni simple ni complicado.—Quiero hacerte una proposición.—Estupendo. Pero hablemos entre

cuatro ojos. ¿Sabes qué significa eso? Asolas tú y yo. Hay un sitio mejor paraeso. Y tengo que entregar algo.

Cuando acabaron la bebida Pauldejó algunos marcos sobre la mesa.Webber recogió una bolsa de la comprade tela, que tenía impresas al costadolas palabras KaDeWe - La mejor tiendadel mundo. Escaparon sin despedirse deLiesl.

—Por aquí.Ya fuera giraron hacia el norte para

alejarse del centro de la ciudad, de las

tiendas, del lujoso hotel Metropol, y sezambulleron en ese vecindario, cada vezmás indigno. Allí había varios cabarés yclubes nocturnos, pero todos estabanclausurados.

—Ach, mira esto. Mi antiguo barrio.Todo ha desaparecido. Escuche, señorJohn Dillinger: he de contarle que yo eramuy famoso en Berlín. Como esasmafias de las que hablan las novelas decrímenes, nosotros también teníamosnuestro Ringvereine.

Paul no conocía esa palabra, cuyatraducción literal era «asociación delanillo», pero que, a tenor de laspalabras de Webber, significaba en

realidad «pandilla de delincuentes».—Sí, teníamos muchas —continuó

Webber—. Muy poderosas. La mía sellamaba Los Vaqueros, como en vuestroSalvaje Oeste —dijo, utilizando laexpresión inglesa—. Durante un tiempoyo fui el presidente. Presidente, sí. ¿Tesorprende? Es que elegíamos a nuestrosjefes por votación.

—Una democracia.Webber se puso serio.—Debes recordar que en ese tiempo

éramos una república. El Gobiernoalemán tenía al presidente Hindenburg.Nuestras pandillas estaban muy biendirigidas. Eran grandiosas. Poseíamos

edificios y restaurantes; organizábamosfiestas elegantes, hasta bailes dedisfraces. Invitábamos a políticos y afuncionarios de la policía. Éramosdelincuentes, sí, pero respetables. Genteorgullosa. Y hábiles también. Algún díate contaré mis mejores estafas.

»No sé mucho de vuestras mafias,señor John Dillinger: ese Al Capone,ese Dutch Schultz. Pero las nuestrascomenzaron como clubes de boxeo. Losobreros, después del trabajo, se reuníanpara boxear; luego organizaron pandillasde protección. Después de la guerrahubo años de rebelión y disturbiosciviles; se luchaba contra los kosis. Una

locura. Y luego esa temible inflación…Resultaba más barato calentarsequemando dinero en billetes que usarlospara comprar leña. Uno de vuestrosdólares valía miles de millones demarcos. Fueron tiempos terribles. Eneste país tenemos una expresión: «En elbolsillo vacío juega el diablo». Y todosteníamos los bolsillos vacíos. Fue asícomo el Hombrecillo subió al poder. Yasí también fue como tuve éxito. Elmundo era regateo y mercado negro. Eseclima me hizo florecer.

—Sí, está claro —dijo Paul. Luegoseñaló un cabaré clausurado—. Pero losnacionalsocialistas lo han limpiado

todo.—Pues mira, eso depende de lo que

signifique para ti «limpiar». ElHombrecillo no está bien de la cabeza.No bebe, no fuma, no le gustan lasmujeres. Ni los hombres. ¿Has visto queen los actos públicos se pone elsombrero contra la entrepierna? Aquídecimos que es para proteger al últimoparado alemán. —Webber rio conganas. Luego la sonrisa se esfumó—.Pero esto no es broma. Gracias a él losprisioneros se han apoderado de lacárcel.

Por un rato caminaron en silencio.Luego Webber se detuvo y señaló

orgullosamente un edificio decrépito.—Hemos llegado, amigo mío. Mira

ese nombre.En el letrero descolorido ponía en

inglés «The Texas Club».—Esta era la sede central. De mi

pandilla, Los Vaqueros, como te decía.En aquellos tiempos las cosas eranmuchísimo mejores. Mira bien dóndepisas, señor John Dillinger. A veces haygente que duerme la mona en el portal.Ach, ¿te he dicho ya cómo han cambiadolos tiempos?

Webber entregó al camarero sumisteriosa bolsa de tela y recibió acambio un sobre.

La sala estaba llena de humo yapestaba a basura y a ajo. El suelo seencontraba sembrado de colillas,cigarros y cigarrillos apurados hastadejar sólo un resto diminuto.

—Aquí pide sólo cerveza —advirtióWebber—. Es imposible adulterar lostoneles, que vienen sellados por lafábrica. En cuanto a lo demás… Puesmira, mezclan el schnapps con alcoholetílico y restos de comida. El vino…Ach, no quieras saberlo. Y en cuanto a lacomida… —Señaló con un gesto losjuegos de cuchillos, tenedores ycucharas encadenados a la pared, junto acada mesa. Un joven de ropa andrajosa

caminaba por la sala, enjuagando losusados en un cubo grasiento—. Esmucho mejor salir de aquí con hambreque no salir nunca más.

Pidieron las bebidas y buscaronasiento. El camarero trajo cervezas, sindejar de mirar tenebrosamente a Paul.Los dos hombres limpiaron el borde delvaso antes de beber. Webber, porcasualidad, miró hacia abajo y, ceñudo,apoyó una pierna maciza en la otrarodilla para examinar los pantalones. Elbajo estaba completamente raído, conhilachas colgando.

—Ach. ¡Y estos pantalones eraningleses! ¡De Bond Street! Bueno, haré

que una de mis chicas los arregle.—¿Qué chicas? ¿Tienes hijas?—Tal vez. Varones también, quizá.

No sé. Pero me refería a una de lasmujeres con quienes vivo.

—¿Mujeres? ¿Todas juntas?—No, hombre —dijo Webber—. A

veces estoy en el apartamento de una, aveces en el de otra. Una semana aquí,otra allá. Una de ellas es una cocineraque parece poseída por el espíritu deEscoffier; otra cose tal como MiguelÁngel esculpía; otra es muyexperimentada en la cama. Sí, sonperlas, cada una a su modo.

—¿Y cada una sabe…?

—¿… que hay otras? —El alemán seencogió de hombros—. Puede que sí,puede que no. Ellas no preguntan, yo nodigo nada. —Se inclinó hacia delante—.Pero veamos, señor John Dillinger, ¿quépuedo hacer por usted?

—Yo a decirte algo, Otto. Puedeslevantarte y salir de aquí. Si lo haces loentenderé. O puedes quedarte yescucharme hasta al final. En ese caso, ysi puedes ayudarme, habrá una buenasuma de dinero para ti.

—¡Qué intriga! Continúa.—En Berlín tengo un socio. Él ha

hecho que un contacto suyo teinvestigara un poco.

—¿A mí? ¡Qué honor! —Y enverdad parecía tomarlo así.

—Naciste en Berlín en 1886; cuandotenías doce años te mudaste a Colonia yluego aquí, tres años después, cuando teexpulsaron de la escuela.

Webber frunció las cejas.—Me salí voluntariamente, aunque a

menudo ese episodio se cuenta mal.—Por robar cosas de la cocina y

enredarte con una camarera.—La seductora fue ella y…—Te han arrestado siete veces y has

cumplido un total de trece meses enMoabit.

Sonrió, radiante:

—Sentencias tan cortas para tantosarrestos. Eso demuestra los buenoscontactos que tengo con el poder.

Paul concluyó:—Y los británicos no están muy

contentos contigo, por ese aceite rancioque le vendiste el año pasado a lacocinera de la Embajada. Los francesestampoco, pues les hiciste pasar carne decaballo por cordero. Han puesto unletrero prohibiendo volver a negociarcontigo.

—Ach, los franceses —se burló él—. Bien, lo que dices es que quieresasegurarte de poder confiar en mí, saberque soy un delincuente sagaz, tal como

me presento, y no un delincuenteestúpido, un espía nacionalsocialista.No es más que prudencia por tu parte.No tengo por qué sentirme insultado.

—No, pero podrías sentirteinsultado porque mi socio ha hecho quecierta gente de Berlín, gente delGobierno, sepa de tu existencia. Sidecides no tener nada más que verconmigo, para mí será una desilusión,pero lo comprenderé. Pero si decidesayudarnos y me traicionas esta gente tebuscará. Y las consecuencias serán muydesagradables. ¿Comprendes lo que tedigo?

Soborno y amenaza: las piedras

fundamentales de la confianza en Berlín,tal como había dicho Reggie Morgan.

Webber se limpió la cara y bajó lavista, murmurando:

—Te salvo la vida ¿y así me tratas?Paul suspiró. Ese hombre imposible

no sólo le gustaba, sino que además noveía otro medio de saber dóndeencontrar a Ernst. De cualquier manerano había podido evitar que los contactosde Morgan investigaran los antecedentesde Webber y tomaran medidas paraevitar que los traicionara. Eranprecauciones vitales en una ciudad tanpeligrosa.

—Está bien. Supongo que

acabaremos la cerveza en silencio yluego cada uno seguirá su camino.

No obstante, un momento después lacara de Webber se abrió en una sonrisa.

—Admito que no me siento taninsultado como correspondería, señorSchumann.

Paul parpadeó. Nunca habíarevelado su nombre a Webber.

—Mira, es que yo también tenía misdudas. En la Cafetería Aria, durantenuestro primer encuentro, cuando tealejaste para retocarte el maquillaje,como dirían mis chicas, te birlé elpasaporte para echarle un vistazo. Ach,no parecías nacionalsocialista, pero tal

como has dicho, en esta ciudad de locosla prudencia nunca es demasiada. Yaves, yo también he hecho averiguacionessobre ti. Mi propio contacto no hapodido descubrir nada que te vinculecon la calle Wilhelm. A propósito, ¿quétal lo hice? No sentiste nada, ¿verdad?Cuando te quité el pasaporte.

—No —reconoció Paul con unasonrisa melancólica.

—Pues bien, ahora que hemosalcanzado un mutuo respeto —el alemánrio irónicamente—, creo que podemosanalizar esa proposición comercial.Continúe, señor John Dillinger, porfavor. Dígame qué es lo que tiene en

mente.Paul contó cien de los marcos que le

había dado Morgan y se los pasó.Webber enarcó una ceja.

—¿Qué quieres comprar?—Necesito información.—Ah, información. Sí, sí. Eso

podría costar cien marcos. O muchomás. ¿Información sobre qué o sobrequién?

Paul estudió los ojos oscuros delhombre que tenía enfrente.

—Sobre Reinhard Ernst.Webber proyectó el labio inferior,

con la cabeza inclinada hacia un lado.—Por fin la cosa cobra sentido. Has

venido para un nuevo deporte olímpico,muy interesante. Caza mayor. Y haselegido bien la presa, amigo mío.

—¿Sí?—Sí, sí. El coronel está haciendo

aquí muchos cambios. Y no en bien delpaís. Nos está preparando para unadiablura. El Hombrecillo está loco, perose rodea de gente muy sagaz. Y Ernst esuno de los más sagaces.

Webber encendió uno de sushorribles puros. Paul, un Chesterfield;esta vez rompió sólo dos cerillasbaratas antes de obtener una llama. Sucompañero tenía la mirada perdida.

—Serví al káiser durante tres años,

hasta la rendición. Créeme que estuve encosas heroicas. Una vez mi compañíaavanzó más de cien metros contra losbritánicos en sólo dos meses. Con esoganamos algunas medallas… los quelogramos sobrevivir, claro. En algunasaldeas han puesto placas que sólo dicen:«A los caídos»; no tenían con qué pagartanto bronce como para poner losnombres de todos los muertos —meneóla cabeza—. Ustedes, los yanquis, teníanesos Maxim. Nosotros, la ametralladora.Era igual que el Maxim; no recuerdo sios robamos el diseño o si nos lorobasteis vosotros. Pero los británicos,ach, ellos tenían el Vicker, refrigerado

por agua. Eso sí que era una picadora decarne. ¡Qué máquina…! No, noqueremos otra guerra. El Hombrecillopuede decir otra cosa, pero nadie laquiere. Sería el final de todo. Y eso eslo que el coronel se trae entre manos. —Webber se guardó los cien marcos en elbolsillo y dio una calada a su horriblepuro ersatz—. ¿Qué quieres saber?

—Sus horarios en la calle Wilhelm:a qué hora llega, cuándo sale, qué tipode coche conduce, dónde lo aparca, siestará allí mañana, el lunes o el martes,qué ruta coge, qué cafeterías prefiere enesa zona.

—Todo eso se puede averiguar.

Sólo hace falta tiempo. Y huevo.—¿Huevo?Se tocó el bolsillo.—Dinero. Seré franco, señor John

Dillinger. Aquí no estamos hablando devender trucha de canal pasada como sifuera de lago y fresca. Este asuntorequerirá que me retire por un tiempo.Habrá graves represalias y tendré quedesaparecer. Habrá…

—Dime simplemente cuánto, Otto.—Muy peligroso… Además, ¿qué es

un poco de dinero para vosotros, losamericanos? Tenéis a ese Roosevelt. —Y añadió en inglés—: Tenéis pastaganso.

—Gansa —corrigió Paul—.¿Cuánto?

—Mil dólares.—¡Qué!—Nada de marcos. Dicen que la

inflación se ha acabado, pero eso no selo cree nadie que haya vivido en esostiempos. Hombre, si en el añoveintiocho un litro de gasolina costabaquinientos mil marcos. Y en…

Paul sacudió la cabeza.—Es demasiado.En realidad no, si te consigo la

información. Y te aseguro que laconseguiré. Sólo tendrás que pagarme lamitad por adelantado.

El sicario señaló el bolsillo deWebber, donde residían los marcos.

—Ahí tienes el pago adelantado.—Pero…—Se te pagará el resto cuando

saquemos provecho de la información,sí acaso sirve. Y siempre que meautoricen.

—Tendré gastos.Paul le entregó los cien restantes.—Ahí tienes.—Apenas es suficiente, pero ya me

arreglaré. —Luego miró alnorteamericano con atención—. Sientocuriosidad.

—¿Sobre qué?

—Sobre ti, señor John Dillinger.¿Cuál es tu historia?

—No hay ninguna historia.—Ach, siempre la hay. Anda,

cuéntale la tuya a Otto. Ahora somossocios. Más íntimos que si nosacostáramos juntos. Y recuerda que él love todo: la verdad y las mentiras. Nopareces buen candidato para estetrabajo. Pero tal vez por eso te hanescogido para visitar nuestra bellaciudad: porque no lo pareces. ¿Cómo tehas metido en esa noble profesión?

Por un momento Paul no dijo nada.Luego contestó:

—Mi abuelo emigró a Estados

Unidos hace años. Había combatido enla guerra franco-prusiana y no queríamás luchas. Allí fundó una imprenta.

—¿Cómo se llamaba?—Wolfgang. Decía que por las

venas le corría tinta en vez de sangre.Aseguraba que sus antepasados eran deMaguncia y que allí habían trabajadocon Gutenberg.

—Batallitas del abuelo —asintióWebber—. El mío decía ser primo deBismarck.

—La empresa estaba en el LowerEast Side de Nueva York, en la zonagermanoamericana de la ciudad. En1904 hubo una tragedia: se incendió un

barco que hacía excursiones por el ríoEast, el General Slocum, y murieron másde un millar de personas.

—Vaya, qué triste.—Mis abuelos iban en ese barco.

No murieron, pero él sufrió quemadurasgraves por rescatar a otra gente y ya nopudo continuar trabajando. Entonces lamayor parte de la comunidad alemana semudó a Yorkville, más hacia el norte deManhattan. Con tanto dolor no queríanquedarse en la Pequeña Alemania. Laimprenta empezó a decaer, pues elabuelo estaba muy enfermo y habíamenos vecinos que encargaran trabajos.Entonces mi padre se hizo cargo. Él no

quería ser impresor: quería jugar albéisbol. ¿Sabes qué es el béisbol?

—Sí, desde luego.—Pero no había otra opción. Tenía

que alimentar a una esposa, tres hijos yahora también a sus padres. Pero sepuso a la altura de las circunstancias. Semudó a Brooklyn, comenzó a imprimirtambién en inglés y expandió laempresa. La convirtió en un gran éxito.Durante la guerra, mi hermano no pudoingresar en el Ejército y trabajó con élmientras yo estaba en Francia. A miregreso me uní a ellos y dimos un granimpulso a la empresa. —Paul rio—.Mira, no sé si estás enterado de esto,

pero en nuestro país hubo algo que sellamó Prohibición…

—Sí, sí, claro. Recuerda que leonovelas de crímenes. ¡Beber licor erailegal! ¡Qué locura!

—La imprenta de mi padre estaba enBrooklyn, junto al río; tenía muelle y undepósito grande para el papel y paraguardar los trabajos terminados. Una delas pandillas quería utilizarla paraalmacenar el whisky con el que hacíancontrabando desde el puerto. Mi padredijo que no. Un día vinieron un par dematones y golpearon a mi hermano.Como mi padre aún se resistía, lepusieron los brazos en la prensa grande.

—¡Atiza!Paul continuó:—Quedó gravemente mutilado y

murió pocos días después. Al díasiguiente, mi hermano y mi madrevendieron la planta a la pandilla, porcien dólares.

—Y así, al quedarte sin trabajo, teenredaste con los chicos malos —adivinó Weber.

—No, no fue así —dijo Paul en vozbaja—. Fui a la policía. No teníanningún interés en ayudarme a encontrar aesos asesinos. ¿Comprendes?

—¿Me preguntas si sé lo que es lacorrupción policial?

Webber rio con ganas.—Entonces cogí mi viejo Colt del

Ejército, mi pistola. Averigüé quiéneseran los asesinos. Los seguí durante todauna semana. Cuando lo supe todo sobreellos, los despaché.

—¿Los qué?Paul había traducido literalmente la

expresión; en alemán no tenía sentido.—Les metí una bala en la nuca.—Ach, sí —susurró su compañero,

ya sin sonreír—. Aquí diríamos«apagar».

—Bueno. También sabía para quiéntrabajaban, quién era el contrabandistaque había mandado torturar a mi padre.

También lo despaché.Webber se quedó en silencio. Paul

cayó en la cuenta de que nunca hastaentonces había contado aquella historia.

—¿Recuperaste tu empresa?—Pues no. Los federales, el

Gobierno, ya habían invadido yconfiscado el local. En cuanto a mí,desaparecí en Hell’s Kitchen, un barriode Manhattan, y me preparé para morir.

—¿Para morir?—Había matado a un hombre muy

importante, un jefe de la mafia. Sabíaque sus socios o algún otro vendrían pormí para matarme. Había cubierto muybien mi rastro; la policía no pudo

descubrirme. Pero las pandillas sabíanque había sido yo. No quería poner enpeligro a mi familia. Aunque porentonces mi hermano había instalado supropia imprenta, en vez de asociarmecon él conseguí empleo en un gimnasio,donde servía de sparring y hacía lalimpieza a cambio de alojamiento.

—Y esperabas que te mataran. Peroveo que aún estás vivito y coleando,señor John Dillinger. ¿Cómo sucedió?

—Otros hombres…—Jefes de banda.—… se enteraron de lo que yo había

hecho. No estaban de acuerdo con eltipo al que yo había matado; no les

gustaba su manera de trabajar, como lode torturar a mi padre y matar policías.Ellos pensaban que los criminalesdebían ser profesionales, caballeros.

—Como yo —dijo Webber, dándoseuna palmada en el pecho.

—Sabían cómo había matado a esemafioso y a sus hombres. Limpiamente,sin dejar pruebas. Sin que saliera heridoun solo inocente. Me pidieron quehiciera lo mismo con otro hombre, quetambién era muy malo.

Yo no quería, pero me enteré de loque había hecho: había matado a untestigo y a toda su familia, incluidos dosniños. Entonces acepté. Y lo despaché a

él también.Me pagaron muchísimo dinero.

Después maté a alguien más. Con lo queme pagaron compré un pequeñogimnasio. Quería dejar aquello. Pero¿sabes lo que significa «quedarencasillado»?

—Sí, desde luego.—Pues esa casilla ha sido mi vida

desde hace años. —Paul calló—.Bueno, esa es mi historia. La puraverdad, sin mentiras. Por fin Webberpreguntó:

—¿Te molesta? ¿Ganarte la vidaasí?

Hubo una pausa.

—Creo que debería molestarmemás. Me sentía peor durante la guerra,cuando despachaba a vuestros chicos.En Nueva York sólo liquido a otrosasesinos. A los malos, los que actúancomo aquellos otros con mi padre —rio—. Suelo decir que sólo corrijo loserrores de Dios.

—Eso me gusta, señor JohnDillinger —asintió Webber—. Loserrores de Dios. Pues mira, aquítenemos unos cuantos de esos, ya locreo. —Acabó su cerveza—. Oye, hoyes sábado, día difícil para conseguirinformación. Espérame mañana por lamañana en el Tiergarten. Al final del

pasaje Stern hay un lago pequeño, en ellado del sur. ¿A qué hora te va bien?

—Temprano. A las ocho, digamos.—Muy bien. —Webber arrugó la

frente—. Sí que es temprano. Pero serépuntual.

—Necesito algo más —dijo Paul.—¿Qué? ¿Whisky, tabaco? Puedo

conseguirte hasta algo de cocaína,aunque no queda mucha en la ciudad.

—No es para mí. Es para una mujer.Un regalo. Webber sonrió ampliamente.

—Ach, señor John Dillinger,¡enhorabuena! Con tan poco tiempocomo llevas en Berlín y tu corazón ya hahablado. O tal vez la voz proviene de

otra parte de tu cuerpo. Oye, ¿le gustaríaa tu amiga un bonito liguero, con mediasa juego? Francesas, por supuesto. ¿Unsostén rojo y negro? O quizá es másrecatada. Un jersey de cachemira.Algunos bombones belgas, tal vez. Oencaje. Perfume: eso siempre vienebien. Y por ser para ti, amigo mío, teharé un precio muy especial, desdeluego.

E16

ran días de mucho trajín.Había muchos asuntos que

podrían estar ocupando la mente de esehombre enorme y sudoroso que, yaavanzada la tarde del sábado, seguía ensu oficina, tan amplia comocorrespondía a su categoría, dentro delMinisterio del Aire, cuarenta mil metroscuadrados recientemente completados enel edificio de la calle Wilhelm, másgrande aún que la Cancillería y lashabitaciones de Hitler juntas.

Hermann Göring podría, por

ejemplo, continuar trabajando en lacreación del enorme imperio industrialque planeaba en esos días (y quellevaría su nombre, desde luego). Podríahaber estado redactando unmemorándum para las gendarmeríasrurales de todo el país, a fin derecordarles que debían imponerestrictamente la Ley Estatal para laProtección de los Animales, creada porél mismo, y castigar severamente a quienpillaran cazando zorros con galgos.

También estaba ese vital asunto desu propia fiesta para celebrar lasOlimpiadas, para la cual estabaconstruyendo su propia villa dentro del

Ministerio; había logrado echar unvistazo a los planes de Goebbels paraese evento, tras lo cual se empeñó enmejorar los suyos a fin de superar a esegusano en muchos miles de marcos. Yademás, por supuesto, estaba elimportantísimo problema de qué ponersepara la fiesta. Hasta podía estar reunidocon sus ayudantes para tratar su actualcometido dentro del Tercer Imperio:construir la mejor fuerza aérea delmundo.

Pero Hermann Göring, que porentonces tenía cuarenta y tres años,estaba en esos momentos concentrado enuna viuda que le doblaba la edad y vivía

en una cabaña pequeña, a las afueras deHamburgo.

Desde luego, no era él en persona,con la retahíla de cargos que ostentaba,quien andaba de acá para allá haciendoaveriguaciones sobre la señora RubyKleinfeldt. Tenía a decenas de lacayos yoficiales de la Gestapo yendo y viniendode la calle Wilhelm a Hamburgo,investigando en los archivos yentrevistando a gente.

Göring, mientras tanto, miraba por laventana de su opulenta oficina y comíaun enorme plato de espaguetis. Eran elplato favorito de Hitler; el día anteriorél había visto al Führer picotear un

cuenco de esa pasta, lo que le habíaprovocado un ansia interna que fermentóhasta convertirse en un deseopotentísimo; durante ese día ya se habíacomido tres raciones grandes.

«¿Qué descubriremos sobre ti?»,preguntó silenciosamente a la anciana,que nada sabía de esa intensa pesquisasobre su persona. Aquella investigaciónparecía una digresión absurda si se teníaen cuenta la cantidad de proyectosimportantísimos que tenía en su agenda.Pero ese tenía una importancia vital,pues podía conducir a la caída deReinhard Ernst.

En el fondo, Hermann Göring era un

militar; a menudo recordaba los díasfelices de la guerra, cuando volaba consu biplano Fokker D7, completamenteblanco, sobre Francia y Bélgica, listopara lanzarse en combate con cualquierpiloto aliado que cometiera la estupidezde estar cerca (una cifra confirmada deveintidós habían pagado con la vida eseerror, aunque Göring estaba convencidode haber matado a muchos más). Con eltiempo se había convertido en unmastodonte que no habría cabidosiquiera en la cabina de su viejo avión;su vida se componía de calmantes,comida, dinero, obras de arte y poder.Pero si se le hubiera preguntado qué era

en el fondo, su respuesta habría sido:«Soy un militar».

Y un militar que sabía cómotransformar nuevamente a su país en unanación de guerreros. Había que mostrarlos músculos. Nada de negociar, nada deandarse con rodeos, como el chaval quese escabulle tras el cobertizo para fumaren secreto la pipa de su padre: tal era laconducta del coronel Reinhard Ernst.

Ese hombre manejaba las cosas conmano de mujer. Hasta el marica deRoehm, el jefe de las Tropas de Asaltoque Göring y Hitler habían matado en elPutsch, dos años atrás, parecía unbulldog si se le comparaba con Ernst.

Tratos secretos con Krupp, peromanteniendo la distancia; nerviosastransferencias de recursos de unastillero a otro; obligar al «Ejército»actual, si así podía llamarse, aentrenarse con artillería de madera, enpequeños grupos, para no llamarlaatención. Y tantas otras tácticasremilgadas.

¿Por qué esa vacilación? Porque,según creía Göring, ese hombre erasospechoso en su lealtad a las opinionesdel nacionalsocialismo. El Führer yGöring no eran ingenuos: sabían que nocontaban con un apoyo universal. Conpuños y pistolas se pueden ganar votos,

pero no corazones. Y muchos corazonesdel país no eran devotos delnacionalsocialismo; entre ellos habíapersonas que ocupaban los principalespuestos de las Fuerzas Armadas. Ernstbien podía estar aplicandointencionadamente el freno para impedirque Hitler y Göring tuvieran esainstitución que tan desesperadamentenecesitaban: un Ejército fuerte. Hastaparecía que tenía esperanzas de ocuparél mismo el trono, si los dos gobernantesresultaban destituidos.

Gracias a su voz suave, su actitudrazonable, sus modales elegantes, esasdos puñeteras Cruces de Hierro y otras

diez o doce condecoraciones, Ernstgozaba actualmente del favor del Lobo(para sentirse más unido al Führer, aGöring le gustaba utilizar el apodo conque las mujeres solían referirse a Hitler,aunque el ministro lo hacía sólo en laintimidad de sus pensamientos).

¡Pero si bastaba ver cómo lo habíaatacado el coronel el día anterior, por elasunto del avión de combate Me 109 ylas Olimpiadas! ¡El ministro del Airehabía pasado la mitad de la nochedesvelado, enfurecido por ese diálogo,viendo una y otra vez al Lobo, quevolvía sus ojos azules hacia Ernst y semostraba de acuerdo con él!

Lo invadió otro ataque de ira.—¡Hostias! —Empujó el plato de

espaguetis, que cayó al suelo y se hizotrizas. Uno de sus ordenanzas, veteranode la guerra, acudió corriendo.

—¿Sí, señor?—¡Limpie eso!—Iré por un cubo…—No le he dicho que limpie el

suelo. Basta con que recoja losfragmentos. Ya limpiarán esta noche. —El gordo bajó la vista a su camisaablusada; al ver que estaba manchada detomate, su enojo se multiplicó—. Quierouna camisa limpia. La vajilla esdemasiado pequeña para esas raciones.

Diga al cocinero que busque platos másgrandes. El Führer tiene un juego deporcelana de Meissen verde y blanco.Quiero platos como esos.

—Sí, señor. —El hombre ya estabaagachado junto a los añicos.

—No. Primero mi camisa.—Sí, ministro del Aire. —El

ordenanza se escabulló y regresó unmomento después, trayendo una perchacon una camisa verde oscuro.

—¡Esa no! Ya le dije el mes pasadoque con esa parezco Mussolini.

—Esa era la negra, señor. Ya la hetirado. Esta es verde.

—Pues quiero una blanca. ¡Tráigame

una camisa blanca! ¡De seda!El hombre salió una vez más y trajo

una del color correcto.Un momento después entró uno de

los asistentes de Göring.El ministro cogió la camisa y la dejó

a un lado; su obesidad le inspirabatimidez; jamás se habría desvestidodelante de un subordinado. Sintió otrofogonazo de cólera contra Ernst, esta vezpor su físico esbelto. Mientras elordenanza recogía los fragmentos deporcelana, el asistente dijo:

—Creo que tenemos buenas noticias,ministro del Aire.

—¿Qué pasa?

—Nuestros agentes en Hamburgohan hallado ciertas cartas que hablan dela señora Kleinfeldt. Insinúan que esjudía.

—¿Lo insinúan?—Lo prueban, señor ministro, lo

prueban.—¿Judía pura?—No. Mestiza. Pero por la rama

materna, o sea que es indiscutible.Las Leyes de Nuremberg sobre

Ciudadanía y Raza, promulgadas el añoanterior, retiraban la ciudadaníaalemana a los judíos y los convertían en«súbditos», además de sancionar comodelito el matrimonio o la relación sexual

entre judíos y arios. También definíancon exactitud quién era judío en caso dematrimonio interracial de los ancestros.La señora Kleinfeldt, con dos abuelosjudíos y dos no judíos, se considerabamestiza.

Eso no era tan condenatorio, pero eldescubrimiento encantó a Göring pues laseñora Kleinfeldt era la abuela deldoctor-profesor Ludwig Keitel, socio deReinhard Ernst en el Estudio Waltham.Göring aún no sabía de qué trataba esemisterioso informe, pero los hechosresultaban suficientementecondenatorios: Ernst trabajaba con unhombre de ascendencia judía y ambos

utilizaban los escritos del doctor judíoFreud. Aún peor era el hecho de que elcoronel hubiera ocultado lainvestigación a las dos personas másimportantes del Gobierno: él mismo y elLobo.

A Göring le sorprendía que Ernst lohubiera subestimado al suponer que elministro del Aire no tenía pinchados losteléfonos de las cafeterías que rodeabanel edificio de la calle Wilhelm. ¿Nosabía el plenipotenciario que, en esedistrito donde más que en ningún otrolugar reinaba la paranoia, esos eranjustamente los aparatos de los que sesacaba la mejor información? Göring

tenía en su poder la transcripción de lallamada que Ernst había hecho esamañana a Keitel para solicitarleurgentemente una entrevista.

Lo que sucediera en ese encuentrono tenía importancia. Lo fundamental eraque Göring había descubierto el nombredel buen profesor y, ahora, que teníasangre judía en las venas. ¿Lasconsecuencias de todo aquello?Dependían en gran parte de lo queGöring deseara. Keitel, intelectualmedio judío, sería enviado al campo deOranienburg; sobre eso no cabían dudas.Pero Ernst… El ministro del Airedecidió que sería mejor mantenerlo

visible. Sería expulsado de los estratossuperiores del Gobierno, pero retenidoen algún puesto servil. Sí: hacia lapróxima semana el hombre podríasentirse agradecido si se le utilizabapara corretear tras el ministro deDefensa, llevándole la cartera al calvoVon Blomberg.

Ya eufórico, Göring tragó varioscalmantes más, pidió a gritos otro platode espaguetis y se premió por tanvictoriosa intriga volviendo aconcentrarse en su fiesta olímpica. Sepreguntó si aparecería disfrazado decazador alemán, de jeque árabe o deRobin Hood, con carcaj y arco al

hombro.A veces decidirse resultaba casi

imposible.

Reggie Morgan estaba preocupado.—No tengo autoridad para aprobar

un pago de mil dólares. ¡Hombre! ¿Mil?Caminaban por el Tiergarten;

dejaron atrás a un Camisa Parda que,subido a una caja a modo de tarima,sudaba abundantemente mientrasarengaba a un pequeño grupo con vozronca. Era obvio que algunos habríanpreferido estar en cualquier otro lugar;otros lo miraban con desdén. Pero

algunos estaban hechizados. Paulrecordó a Heinsler, el del barco.

«Quiero al Führer y haríacualquier cosa por él y por elPartido…».

—¿La amenaza ha dado resultado?—preguntó Morgan

—Oh, sí. De hecho creo que merespeta más por haberlo amenazado.

—¿Y puede conseguirnosinformación útil?

—Si no puede él, no podrá nadie.Conozco a los de su clase. En cuanto lespones delante un billete demuestrantener unos recursos asombrosos.

—Bien, ya veremos si se puedeconseguir algo de dinero.

Al salir del parque giraron al sur porla Puerta de Brandenburgo. Variascalles más allá pasaron junto alrecargado palacio que, reparados losdaños del incendio, se convertiría en laEmbajada de Estados Unidos.

—Mira eso —dijo Morgan—. Esmagnífico, ¿verdad?

O lo será.Aunque el edificio no albergaba aún

oficialmente la Embajada, en la fachadapendía una bandera estadounidense.Paul, al verla, se sintió conmovido, mástranquilo y a gusto.

Pensó en las Juventudes Hitlerianas,allá en la Villa Olímpica.

«Y el negro… la cruz gamada.Esvástica, diría usted… Ach, sinduda usted sabe… Sin duda ustedsabe…».

Morgan giró hacia una callejuela;luego por otra; después de echar unamirada atrás, sacó la llave para abrir lapuerta. Penetraron en el edificio,silencioso y oscuro. Tras recorrervarios pasillos entraron por una puertapequeña, junto a la cocina. La habitaciónen penumbra contenía poca cosa: unescritorio, varias sillas y un gran

transmisor de radio, el más grande quePaul hubiera visto nunca. Morgan laencendió; al calentarse los tubos launidad comenzó a zumbar.

—Se escuchan todas lastransmisiones transatlánticas de ondacorta —advirtió Morgan—. Por esotransmitiremos por medio de relés: aÁmsterdam y luego a Londres; desde allínos conectarán por línea telefónica conEstados Unidos. Los nazis tardarán unrato en localizar la frecuencia. —Sepuso los auriculares—. Pero por situvieran suerte, debes suponer que teestán escuchando. No olvides eso, digaslo que digas.

—Está bien.—Tendremos que ser rápidos.

¿Listo?Paul hizo un gesto afirmativo y cogió

los auriculares que Morgan le ofrecía.Luego conectó el grueso enchufe al sitioque él le indicaba. Por fin se encendióuna luz verde en la parte frontal de launidad. Morgan fue hacia una ventana y,tras echar un vistazo al callejón, dejócaer la cortina. Con el micrófono biencerca de la boca, oprimió el botón delmango.

—Necesito una conexióntransatlántica con nuestro amigo del sur.—Lo dijo dos veces; luego soltó el

botón de transmisión y explicó a Paul—:«Nuestro amigo del sur» es BullGordon. Por Washington, ¿sabes?«Nuestro amigo del norte» es elsenador.

—Afirmativo —dijo una voz joven.Era la de Avery—. Un momento.Espere. Efectuando la llamada.

—Cómo estás —saludó Paul. Unapausa.

—Hola —respondió Avery—.¿Cómo te trata la vida?

—Oh, bastante bien. Me alegra oírte.—A Paul le parecía increíble habersedespedido de él sólo el día anterior.Parecía que hubiesen pasado ya varios

meses—. ¿Cómo está tu otra mitad?—No se ha metido en problemas.—Me cuesta creerlo. —Paul se

preguntó si Manielli sería tan bocazasentre los soldados holandeses como enEstados Unidos.

—Estás saliendo por un altavoz —seoyó la voz irritada de Manielli—. Sólopara que lo sepas.

El sicario se echó a reír.Luego, silencio lleno de

interferencias.—¿Qué hora es en Washington? —

preguntó Paul a Morgan.—Hora de almorzar.—Es sábado. ¿Dónde está Gordon?

—No te preocupes por eso. Ya lolocalizarán. Por el auricular, una voz demujer dijo:

—Un momento, por favor. Paso lallamada.

Segundos después Paul oyó elsonido de un teléfono. Luego, otra vozde mujer:

—¿Diga?—Con su esposo, por favor —dijo

Morgan—. Disculpe la molestia.—No cuelgue —contestó ella, como

si supiera que no debía preguntar quiénllamaba.

Un momento después, Gordoninquirió:

—¿Sí?—Somos nosotros, señor —dijo

Morgan.—Adelante.—Inconvenientes en lo dispuesto.

Hemos debido pedir información aalguien del lugar.

Gordon calló durante un momento.—¿Quién es? En términos generales.El agente hizo un gesto a Paul, quien

intervino:—Conoce a alguien que puede

acercarnos a nuestro cliente.Su compañero aprobó con una

inclinación de cabeza las palabrasutilizadas. Luego agregó:

—Mi proveedor se ha quedado sinmercancía.

El comandante preguntó:—Ese hombre, ¿trabaja para la otra

empresa?—No. Es independiente.—¿Qué otras opciones tenemos?—Sólo sentarnos a esperar y rezar

para que todo salga bien.—¿Confiáis en él?Tras un momento Paul respondió:—Sí. Es de los nuestros.—¿De los nuestros?—Como yo. Trabaja en lo mismo.

Hemos… hum… alcanzado ciertaconfianza mutua.

—¿Hace falta dinero? Morganexplicó:

—Por eso llamamos. Quiere mucho.De inmediato.

—¿Cuánto es mucho?—Mil. De vuestra moneda. Una

pausa.—Ahí podría haber un problema.—No tenemos alternativa —dijo

Paul—. Tendrá que resolverlo usted.—Podríamos hacer que regresaras

anticipadamente.—No, no conviene —le aseguró el

sicario, rotundo.El ruido de la radio podía ser una

interferencia o un suspiro de Bull

Gordon.—Esperad. Me pondré en contacto

con vosotros en cuanto pueda.

—¿Y qué recibiríamos a cambio de midinero?

—No conozco los detalles —dijoBull Gordon a Cyrus Adam Clayborn,quien estaba en Nueva York, en el otroextremo de la línea—. No pudierondármelos. Temían que alguien estuvieraescuchando, ¿comprende? Pero alparecer los nazis han cortado el accesoa la información que Schumann necesitapara localizar a Ernst. Eso es lo que

interpreto.Clayborn gruñó.Gordon se descubrió

asombrosamente tranquilo, teniendo encuenta que el hombre con quien estabahablando era el cuarto o quinto en elorden de las grandes fortunas del país.(Había ocupado el segundo puesto, peroel derrumbe bursátil lo bajó un par depuntos en la lista). Ambos eran muydiferentes, pero compartían doscaracterísticas vitales: llevaban elEjército en la sangre y eran patriotas.Eso compensaba la gran distancia encuanto a sus bienes y posición social.

—¿Mil? ¿En efectivo?

—Sí, señor.—Ese Schumann me agrada. Su

comentario sobre la reelección fuebastante agudo. Roosevelt está másasustado que un conejo. —Clayborn rioentre dientes—. Pensé que el senador secagaría allí mismo.

—Eso parecía, sí.—De acuerdo. Dispondré los

fondos.—Gracias, señor.Clayborn se adelantó a la siguiente

pregunta de Gordon.—Pero en el país de los hunos es

sábado y ya tarde. Y él necesita eldinero ahora mismo, ¿verdad?

—En efecto.—No corte.Tres largos minutos después el

magnate reapareció en la línea.—Dígales que vean a nuestro

hombre en el sitio de entrega habitualpara Berlín. Morgan sabe cuál es. ElMaritime Bank of the America’s, en lacalle Unten den Linden o como diablosse llame. Nunca lo digo bien.

—Unter den Linden. Significa «bajolos tilos».

—Está bien, está bien. El guardiallevará el paquete.

—Gracias, señor.—Oiga, Bull…

—¿Diga, señor?—A este país le faltan héroes.

Quiero que ese muchacho vuelva sano ysalvo. Teniendo en cuenta nuestrosrecursos… —Los hombres comoClayborn nunca decían «mi dinero». Elempresario continuó—: Teniendo encuenta nuestros recursos, ¿qué podemoshacer para mejorar sus posibilidades?

Gordon estudió la pregunta. Sólo sele ocurrió una cosa:

—Rezar —respondió. Y apretó lahorquilla del teléfono. Luego esperó unsegundo antes de soltarla otra vez.

E17

l inspector Willi Kohl, sentadoante su escritorio en el sombrío

Alex, intentaba comprender loinexplicable, un juego practicado muy amenudo en los departamentos policialesdel mundo entero.

Siempre había sido curioso pornaturaleza; lo intrigaba, digamos, porqué la mezcla del simple carbón conazufre y nitrato producía la pólvora,cómo funcionaban los submarinos, porqué las aves se arraciman endeterminados sectores de las líneas

telegráficas, qué ocurría dentro delcorazón humano como para quecualquier taimado nacionalsocialista,hablando en un acto público, provocarael frenesí en ciudadanos por lo demásnormales.

La cuestión que ocupaba su mente enesos momentos era qué clase de hombrepodía quitar la vida a otro. Y por qué.

Y desde luego, «¿quién?», tal comosusurraba ahora, pensando en el dibujohecho por el pintor ambulante de laplaza Noviembre de 1923. Janssenestaba ahora abajo, haciéndolaimprimir, tal como habían hecho con lafoto de la víctima. El boceto no era nada

malo, se dijo Kohl. Había algunosborrones, restos del primer esbozo y lascorrecciones, pero la cara se veía conclaridad: una apuesta mandíbulacuadrada, cuello grueso, pelo algoondulado, una cicatriz en el mentón yuna tirita en la mejilla.

—¿Quién eres? —susurró.Willi Kohl tenía los datos: el tamaño

y la edad de ese hombre, el color de supelo, su posible nacionalidad y hasta laciudad en que debía de residir. Pero ensus años de investigador habíadescubierto que para hallar a ciertoscriminales se necesitaba de mucho másque de ese tipo de detalles. Para

entenderlos de verdad se requería otracosa: una penetración psicológicaintuitiva. Y ese era uno de los mayorestalentos de Kohl.

Su mente hacía conexiones y dabasaltos que a veces resultabansorprendentes incluso para él mismo.Pero ahora no surgía nada de eso. Algoen aquel caso no encajaba.

Se reclinó en la silla para examinarsus notas, mientras chupaba la pipacaliente (una de las ventajas depertenecer a la excluida Kripo era quehasta allí, hasta aquellas destartaladasoficinas, no llegaba el desprecio deHitler por los fumadores).

Aún no había obtenido resultados desus solicitudes anteriores. El técnico dellaboratorio no había podido hallarninguna huella digital en el folleto de laVilla Olímpica encontrado en la escenade la pelea con los Camisas Pardas; eldel archivo (Kohl, enfadado, recordóque aún contaba con un soloexaminador) no había halladoequivalentes para las huellas del pasajeDresden. Y del forense aún no se sabíanada. ¿Cuánto podía tardar uno en abrira un difunto y analizarle la sangre?

Ese día la Kripo había recibido untorrente de denuncias sobre personasdesaparecidas, pero ninguna

correspondía a la descripción de esehombre que, por cierto, debía de ser hijode alguien, quizá padre, esposo,amante…

De los distritos circundantes habíanllegado algunos telegramas con losnombres de compradores de pistolasSpanish Star modelo A o municionesLargo, pero la lista aún estabatristemente incompleta. Para Kohl fue undesencanto descubrir que se habíaequivocado: el arma asesina no era tanrara como él pensaba. Quizá por laestrecha vinculación con las fuerzas deFranco en la guerra de España, enAlemania se habían vendido muchas de

esas pistolas, potentes y efectivas. Porel momento la lista incluía a cincuenta yseis personas en Berlín y susalrededores, aunque todavía faltabaconsultar a varias armerías. Además lapolicía informaba que algunas tiendas noconservaban registros o estabancerradas por ser fin de semana.

Por otra parte, si el hombre habíallegado a la ciudad justo el día anterior,como ahora parecía, era muy probableque no hubiera comprado personalmenteel arma. (Sin embargo esa lista aúnpodía resultar valiosa: el asesino podíahaber cogido la pistola de la mismavíctima o de un camarada que llevara

algún tiempo en Berlín).

Entender lo inexplicable…

Kohl todavía esperaba conseguir ellistado de los pasajeros del Manhattan:había telegrafiado a las autoridadesportuarias de Hamburgo y a la UnitedStates Lines, propietaria y operadora delbarco, solicitando una copia deldocumento. Pero no tenía esperanzas: nisiquiera estaba seguro de que el jefe depuerto tuviera un ejemplar. En cuanto ala línea marítima, tendrían que localizarel documento, hacer una copia y luegoenviarla por correo o teletipo a la sedede la Kripo; eso podía requerir varios

días. De cualquier modo, hasta elmomento no había recibido ningunarespuesta.

Incluso había enviado un telegrama aManny’s Men’s Wear de Nueva Yorkpreguntando quiénes habían compradorecientemente un Stetson Mity-Lite.También esa solicitud permanecía sinrespuesta.

Echó una mirada impaciente al relojde bronce que tenía en el escritorio. Seestaba haciendo tarde y estabahambriento. Deseaba hacer una pausa enel caso, o regresar a su casa, a cenar consu familia.

Konrad Janssen apareció en el vano

de la puerta.—Ya las tengo, señor.Mostraba una hoja impresa con la

obra del artista callejero, fragante detinta.

—Bien… Lo siento, Janssen, peroesta noche aún tendrá que llevar a cabootra tarea.

—Sí, señor, lo que usted mande.Otra cualidad del formal Janssen era

que nunca ponía reparos a trabajarmucho.

—Coja el DKW y regrese a la VillaOlímpica. Enseñe el retrato del artista atodos los que encuentre,norteamericanos o no; veamos si alguien

lo reconoce. Deje allí algunosejemplares, junto con nuestro número deteléfono. Si no hay suerte allí, llevealgunas copias al distrito de la plazaLützow. Dígales que si por casualidadencuentran al sospechoso, deberándetenerlo sólo en calidad de testigo yllamarme de inmediato. Aunque sea a micasa.

—Sí, señor.—Gracias, Janssen… Espere. Esta

es la primera vez que usted participa enla investigación de un homicidio,¿verdad?

—Sí, señor.—Pues no la olvidará jamás. Está

haciendo un buen trabajo.—Se lo agradezco, señor.Kohl le entregó las llaves del DKW.—Mano suave con el estárter. El

aire le gusta tanto como la gasolina, sino más.

—Sí, señor.—Si hay alguna novedad,

telefonéeme a casa.Cuando el joven se hubo ido Kohl se

quitó los zapatos. Luego extrajo de uncajón del escritorio una caja con vellónde cordero y usó varios trozos paraacolchar las zonas sensibles de los pies.Después de poner algunos parchesestratégicos en los zapatos, volvió a

calzárselos con una mueca de dolor.Apartó la vista del retrato del

sospechoso, hacia las lúgubresfotografías de los asesinatos de Gatow yCharlottenburg. No había sabido nadamás sobre el informe de la escena delcrimen ni sobre las entrevistas a lostestigos. Probablemente no habíalogrado ningún efecto con el relato deesa ficticia conspiración kosi que habíaurdido para el inspector en jefe Horcher.

Contempló las fotos: un chicomuerto, una mujer que trataba de asir lapierna a un hombre tendido casi a sualcance, un trabajador aferrado a unapala muy usada… Partían el corazón.

Las miró durante algunos momentos.Sabía que era peligroso continuar con elcaso. Peligroso para su carrera, desdeluego, si no para su vida. Aun así notenía opción.

Por qué, se preguntaba. Por quésentía invariablemente esa compulsiónde cerrar los casos de homicidio.

Probablemente porque, aunquepareciera irónico, en la muerteencontraba su cordura. Mejor dicho, enel proceso de poner ante la justicia aquienes causaban la muerte. Sentía queesa era su misión en la vida; ignorar unhomicidio, ya fuera el del gordo delcallejón o el de una familia judía, era

ignorar su naturaleza y, por lo tanto,pecado.

El inspector apartó las fotografías,cogió su sombrero y salió al pasillo delviejo edificio. Recorrió toda la longitudde baldosas prusianas, piedra y maderagastada por los años, pero aun asíimpecable y lustrada hasta el brillo.Atravesaba cuñas de sol bajo y rojizo,que a esa altura del año era la principalfuente lumínica de la sede; con lallegada de los nacionalsocialistas,Berlín, esa gran dama, se había vueltotacaña («Antes armas que mantequilla»,proclamaba Göring una y otra vez), y losconstructores de edificios hacían todo lo

posible para conservar los recursos.Puesto que había cedido su coche a

Janssen y debía regresar a su casa entranvía, Kohl descendió dos tramos deescaleras hasta una puerta trasera de lasede, un atajo hacia la parada. Al pie dela escalera había letreros indicando ladirección de las celdas, a la izquierda, ydel archivo de casos antiguos, de frente.Se dirigió hacia allí, recordando que ensus tiempos de asistente había pasadomucho tiempo allí, leyendo losexpedientes, no sólo para aprender loque pudiera de los grandes detectivesprusianos del pasado, sino tambiénporque le gustaba ver la historia de

Berlín narrada por sus fuerzaspoliciales.

Heinrich, el prometido de su hija,era funcionario civil, pero le apasionabala labor policial. Kohl decidió traerloalgún día; así podrían hojear juntosaquellas carpetas. Quizá le mostraraalgunos de los casos en que habíatrabajado años atrás.

Pero al cruzar la puerta se detuvo enseco: los archivos habían desaparecido.Kohl se sorprendió al encontrarse en uncorredor muy iluminado en el quemontaban guardia seis hombresarmados. Sin embargo no vestían eluniforme verde de la Schupo, sino el

negro de la SS. Casi al unísono sevolvieron hacia él.

—Buenas noches, señor —dijo uno,el más próximo a Kohl. Era flaco y teníala cara asombrosamente larga. Lomiraba con atención—. ¿Su nombre?

—Detective inspector Kohl. Y usted¿quién es?

—Si busca los archivos, ahora estánen el segundo piso.

—No. Sólo quiero utilizar la salidatrasera.

Kohl iba a avanzar, pero el de la SSdio un sutil paso hacia él.

—Lamento informarle de que ya noestá habilitada.

—No lo sabía.—¿No? Pues así es desde hace

varios días. Tendrá que volver a subir.Kohl oyó un ruido extraño. ¿Qué

era? Un clap clap mecánico.El corredor se llenó con un estallido

de sol: dos hombres de la SS habíanabierto la puerta más alejada

y se acercaban con carritos cargadosde cajas. Ambos entraron en una de lashabitaciones, al final del pasillo.

Él dijo al guardia:—Me refería a esa puerta. Parece

que sí está habilitada.—Para uso general, no. Los

ruidos…

Clap, clap, clap. Y, por debajo, elronroneo de un motor o una máquina.

Echó un vistazo a la derecha, através de una puerta entreabierta, dondese veían varios aparatos grandes. Unamujer de chaquetilla blanca ibaponiendo hojas de papel en una de ellas.Al parecer allí funcionaba una parte deldepartamento de Impresiones de laKripo. Pero luego observó que no setrataba de hojas de papel, sino detarjetas llenas de agujeros; el aparato lasclasificaba.

«Ah…», comprendió Kohl. Acababade encontrar la solución a un viejomisterio. Poco tiempo atrás le habían

dicho que el Gobierno alquilaba grandesmáquinas de calcular y clasificar,llamadas DeHoMags, como la empresaque las fabricaba, subsidiaria alemanade International Business Machines, unacompañía norteamericana. Estosaparatos utilizaban tarjetas perforadaspara analizar y comparar información.La noticia había alegrado mucho a Kohl,pues esas máquinas resultaríanvaliosísimas para la investigacióncriminalística: podían reducir cienveces el tiempo necesario para localizarcategorías de huellas digitales oinformación balística. También podíancomparar referencias de modus

operandi para relacionar al criminal conel crimen y llevar un registro dereincidentes o de quienes estaban enlibertad condicional.

Pero el entusiasmo del inspector seagrió muy pronto al saber que losaparatos no estarían a disposición de laKripo. Entonces se preguntó quién loshabría comprado y dónde estaban.Ahora descubría, con desagradablesorpresa, que al menos dos o tresestaban a cien metros escasos de sudespacho, custodiados por la SS.

¿Qué finalidad tenían?Se lo preguntó al guardia.—No sabría decírselo, señor —

respondió el hombre con voz seca—. Noestoy informado.

La mujer de blanco miró desdedentro. Se detuvo y habló con alguien.Kohl no pudo oír lo que decía ni ver a laotra persona. La puerta se cerrólentamente, como por arte de magia.

El guardia de la cara alargada pasójunto a Kohl para abrir la que conducíaa la escalera.

—Le repito, inspector, que por aquíno se puede salir. Si sube un tramo deescaleras encontrará otra puerta pordonde…

—Conozco bien el edificio —replicó Kohl, irritado. Y regresó a la

escalera.—Le he traído algo —dijo él.De pie en el salón de Paul, en la

pensión del pasaje Magdeburger, KätheRichter cogió el pequeño paquete concuriosidad y un sobrecogimientocauteloso, como si llevara años sinrecibir un regalo. Frotó los pulgares enel papel castaño que Otto Webber lehabía conseguido.

—¡Oh! —Hubo una leve exhalaciónal ver el volumen encuadernado en piel,en cuya cubierta ponía:

Obra poética completa deJohann Wolfgang von Goethe.

—Mi amigo me ha dicho que no esilegal, pero tampoco legal. Eso significaque lo prohibirán pronto.

—Está en el limbo —asintió ella—.Lo mismo sucedió durante un tiempo cone l jazz norteamericano; ahora estáprohibido. —Sin dejar de sonreír, Käthedio vueltas al libro entre las manos.

—No sabía que en mi familiausábamos los nombres de Goethe. Lamujer levantó una mirada deinterrogación.

—Mi abuelo se llamaba Wolfgang.Mi padre, Johann.

Käthe, sonriendo ante lacoincidencia, se puso a hojear el libro.

Él dijo:—Estaba pensando… Si no está muy

ocupada, ¿podríamos cenar?Ella se puso muy seria.—Ya le he explicado que sólo

puedo servir el desayuno…Paul se echó a reír.—No, no. Quiero invitarla a cenar.

Podríamos visitar algunos lugares deBerlín.

—Usted quiere…—Me gustaría salir con usted.—Yo… No, no, no puedo.—Ah, está casada… tiene un

amigo… —Él no había visto que llevaraanillo, pero no sabía cómo se

manifestaba el compromiso en Alemania—. Invítelo también, por favor.

Käthe se había quedado sinpalabras. Por fin dijo:

—No, no, no tengo a nadie, pero…—Nada de peros —replicó él con

firmeza—. No me quedaré muchotiempo en Berlín. Me gustaría quealguien me enseñara la ciudad. —Conuna sonrisa añadió en inglés—: Y sepa,señorita, que no acepto negativas.

—Hace mucho tiempo que no entroen un restaurante —reconoció ella—.Tal vez sería agradable.

Paul frunció el entrecejo.—Ha conjugado mal un verbo.

—¿Sí? ¿Cuál? —preguntó ella.—Ha debido decir «será

agradable», no «sería».Ella rio con suavidad y aceptó

reunirse con él en media hora. Regresó asu cuarto, mientras Paul se duchaba y sevestía.

Treinta minutos después, un toque ala puerta. Al abrirla él parpadeó: Kätheera una persona muy diferente.

Lucía un vestido negro que hastaMarion, la diosa de la moda, habríaaprobado. Ceñido, hecho de una telabrillante, con una audaz abertura alcostado y mangas diminutas que apenasle cubrían los hombros. La prenda olía

vagamente a naftalina. Ella parecía algoincómoda, casi abochornada por vestircon tanta elegancia, como si en tiemposrecientes no hubiera usado más quebatas de andar por casa. Pero lebrillaban los ojos. Como antes, él notócuánta belleza sutil, cuánta pasióncontenida irradiaba de su interior,contradiciendo por completo la pielmate, los nudillos huesudos, la tezpálida y la frente surcada de arrugas.

En cuanto a Paul, mantenía el pelooscurecido con loción, pero se habíahecho otro peinado (y cuando salieran loocultaría con un sombrero muy diferentede su Stetson pardo: un sombrero de

fieltro oscuro, de ala ancha, que habíacomprado esa tarde, tras separarse deMorgan). Vestía un traje de lino azulmarino, de chaqueta cruzada, y unacorbata plateada sobre la camisa blancaArrow. Junto con el sombrero habíacomprado también más maquillaje paracubrir el moratón y el corte. Ya nollevaba la tirita.

Käthe recogió el libro de poemas,que había dejado en el cuarto de Paulpara ir a cambiarse, y lo hojeó.

—Este es uno de mis favoritos. Sellama Proximidad del amado cerca dela amada. —Lo leyó en voz alta.

Pienso en ti cuandoel brillo del solrefulge sobre el mar;pienso en ti cuandoen la fuente rielael resplandor lunar.A ti te veo cuandoallá en el camino,el polvo se levanta;y cuando en la campiñatodo está silencioso,algún viandante pasa.Oigo tu voz cuandoen quedo murmullolas olas se alborotan;y cuando en la campiña

todo está silencioso,tu voz acecho grata.

Leía en voz baja; Paul la imaginófrente a su clase, hechizados losestudiantes por su evidente amor por laspalabras.

Käthe, riendo, alzó los ojosbrillantes.

—Ha sido usted muy amable. —Luego cogió el libro con manos fuertes,le arrancó la cubierta de piel y la arrojóa la papelera.

Él la miraba con el ceño fruncido.La mujer sonrió con tristeza.

—Conservaré los poemas, pero

debo eliminar la parte donde el título yel nombre del poeta son más evidentes.De esa manera ningún visitante ohuésped podrá ver por casualidad quiénlo escribió y no sentirá la tentación dedenunciarme. ¡Qué tiempos los queestamos viviendo! Y por ahora lo dejaréen su cuarto, señor Schumman. Es mejorno llevar estas cosas por la calle,aunque sea un libro desnudo. ¡Bien,vamos! —añadió con entusiasmojuvenil. Y pasó al inglés para decir—:Vamos a gozar de la ciudad. Es asícomo se dice, ¿no?

—Sí. Gozar de la ciudad. ¿Adóndequiere ir…? Pero tengo dos

condiciones.—¿Cuáles, por favor?—En primer lugar, tengo hambre y

como mucho. Segundo, me gustaría veresa famosa calle Wilhelm.

Ella quedó inexpresiva durante uninstante.

—Ach, la sede de nuestro Gobierno.Paul supuso que, perseguida como

estaba por los nacionalsocialistas, nodisfrutaría mucho de ese panorama. Peroél necesitaba buscar el mejor lugar paradespachar a Ernst y sabía que un hombresolo despierta muchas más sospechasque si lleva del brazo a una mujer. Esahabía sido la segunda misión cumplida

ese día por Reggie Morgan: no sóloinvestigar el pasado de Otto Webber,sino también el de Käthe Richter. Eracierto que la habían expulsado de sucátedra y que estaba marcada comointelectual y pacifista. No habíaevidencias de que hubiera sido nuncainformante de los nacionalsocialistas.

Al verla contemplar el libro depoesía sintió remordimientos porutilizarla así, pero se consoló pensandoque ella no sentía ningún afecto por losnazis y, al colaborar con él sin saberlo,colaboraría en impedir la guerra queHitler planeaba.

Ella dijo:

—Sí, por supuesto. Se la mostraré.Y en cuanto a la primera condición, sécuál es el mejor restaurante. Le gustará.—Y agregó con una sonrisa misteriosa—: Es el lugar perfecto para gente comousted y yo.

«Usted y yo»…Paul se preguntó qué querría decir.Salieron a la noche cálida. A él le

divirtió notar que, en cuanto dieron elprimer paso hacia la acera, ambosgiraron la cabeza de un lado a otro paraver si alguien los vigilaba.

Mientras caminaban conversaronsobre el vecindario, el clima, la escasezde cosas, la inflación. Sobre la familia

de Käthe: sus padres habían fallecido ytenía una sola hermana, casada y concuatro hijos, que vivía cerca deSpandau. Ella también le hizo preguntassobre su vida, pero el cauteloso sicariosólo daba respuestas vagas y desviabala conversación hacia ella.

La calle Wilhelm, según explicóKäthe, quedaba demasiado lejos comopara ir caminando. Paul lo sabía, puesrecordaba el mapa. Aún desconfiaba delos taxis, pero resultó que no habíaninguno disponible: era el fin de semanaprevio al comienzo de las Olimpiadas yestaba llegando gente a raudales. Ellasugirió coger un autobús de dos pisos.

Subieron al vehículo y se sentaron muyjuntos en un inmaculado asiento de pieldel piso superior. Paul miró atentamenteen derredor, pero nadie les prestabaatención en especial (aunque casiesperaba ver aparecer a los dos policíasque lo habían estado buscando todo eldía, el gordo del traje blanco y eldelgado de verde).

Al cruzar la Puerta de Brandenburgoel autobús se bamboleó hasta casi tocarlos costados de piedra; muchos de lospasajeros soltaron una exclamacióndivertida de alarma, como en la montañarusa de Coney Island; probablemente esareacción era una tradición berlinesa.

Käthe tiró de la cuerda para bajarseen Unter den Linden a la altura de lacalle Wilhelm; desde allí caminaron conrumbo sur a lo largo de la ampliaavenida, centro del Gobierno nazi. Eraun lugar sin estilo, con monolíticosbloques de piedra gris a cada lado. Lacalle, limpia y aséptica, exudaba unpoder inquietante. Paul había visto fotosde la Casa Blanca y el Congreso:parecían edificios pintorescos yamistosos, mientras que en aquella calleberlinesa, las fachadas y los ventanucos,en hileras y más hileras de oficinas depiedra y cemento, resultaban lúgubres.

Y algo que esa noche resultaba más

importante: estaban fuertementecustodiadas. Él nunca había visto tantaseguridad.

—¿Dónde está la Cancillería? —preguntó.

—Allí. —Käthe señaló un edificioviejo y ornamentado, la mayor parte decuya fachada estaba cubierta deandamios.

Paul, desalentado, estudió el lugarcon ojos rápidos. Guardias armados alfrente. Patrullaban la calle decenas dehombres de la SS y de lo que parecía serel Ejército regular, deteniendo a lostranseúntes para pedirles los papeles.En lo alto de cada edificio había más

soldados armados con pistolas. Debíade haber un centenar de uniformados enlas cercanías. Hallar un sitio paradisparar sería virtualmente imposible. Yaun si pudiera hacerlo, sin duda locapturarían o lo matarían cuando tratarade escapar.

Aminoró el paso.—Creo que ya he visto bastante. —

Miraba de reojo a varios tiposcorpulentos de uniforme negro, queexigían la documentación a doshombres, de pie en la acera.

—¿No es tan pintoresco como ustedesperaba? —Ella, riendo, iba a deciralgo más; tal vez: «Se lo dije», pero lo

pensó mejor—. Si tiene tiempo, no sepreocupe; puedo mostrarle muchaspartes de nuestra ciudad que son muybellas. ¿Vamos ya a cenar?

—Sí, vamos.Lo condujo hasta una parada de

tranvías en Under den Linden. Sesubieron a uno y, después de un brevetrayecto, ella indicó que debían bajar.

Käthe le preguntó qué le habíaparecido Berlín en el poco tiempo quellevaba allí. Nuevamente Paul dioalgunas respuestas inocuas y desvió laconversación hacia ella:

—¿Sales con alguien?—¿Que si salgo?

Había traducido literalmente.—Es decir, ¿tienes alguna relación

romántica? Ella respondió consinceridad:

—Hasta hace muy poco tenía unamante. Ya no estamos juntos. Pero granparte de mi corazón sigueperteneciéndole.

—¿En qué trabaja? —preguntó él.—Es periodista. Como tú.—En realidad yo no soy periodista.

Escribo artículos y trato de venderlos.Temas de interés humano, digamos.

—¿Y escribes sobre política?—¿Sobre política? No. Deportes.—Deportes. —La voz de Käthe era

algo despectiva.—¿No te gustan los deportes?—Lamento decir que me disgustan.—¿Por qué?—Porque hay tantas cuestiones

importantes a las que debemosenfrentarnos… No sólo aquí, sino en elmundo entero. Y los deportes son…pues mira, son frívolos.

Paul replicó:—También lo es pasear por las

calles de Berlín en una bonita noche deverano. Pero es lo que estamoshaciendo.

—Ach —exclamó ella, irritada—.Actualmente, en Alemania, la educación

sólo busca fortalecer el cuerpo, no lamente. Nuestros muchachos practicanjuegos de guerra, se pasan las horasmuertas desfilando. ¿Sabes que se hainiciado el reclutamiento?

Paul recordó que Bull Gordon lehabía hablado del nuevo llamamiento delos alemanes, pero respondió que no.

—De cada tres muchachos, uno esrechazado porque tiene pies planos, detanto como los hacen desfilar en laescuela. Es una vergüenza.

—Bueno, todo tiene su medida —señaló él—. A mí me gustan losdeportes.

—Sí, pareces atlético. ¿Sueles

entrenar?—Un poco. Sobre todo practico

boxeo.—¿Boxeo? ¿Del tipo en que se

golpean unos a otros?Él rio:—Es el único tipo de boxeo que

existe.—Cosa de bárbaros.—Puede serlo… si bajas la guardia.—Bromeas, pero ¿cómo les puede

gustar a dos personas golpearsemutuamente?

—No podría explicártelo. Pero megusta. Es divertido.

—¡Divertido! —bufó ella.

—Divertido, sí. —Paul tambiénempezaba a enfadarse—. La vida esdifícil. A veces uno necesita aferrarse aalgo divertido, si el resto del mundo seestá haciendo mierda a tu alrededor.¿Por qué no vas a ver una pelea algunavez? Ve a ver a Max Schmeling, bebe unpoco de cerveza, grita hasta quedarronca. Tal vez te guste.

—Kakfif —replicó ella, sin rodeos.—¿Qué?—Kakfif —repitió Käthe—. Es

apócope de «absolutamente imposible».—Como te parezca.Por un momento ella guardó

silencio. Luego dijo:

—Como te decía hoy, soy pacifista.Todos los amigos que tengo en Berlínson pacifistas. No podemos casar laidea de diversión con la de hacer daño ala gente.

—Yo no voy por ahí como losCamisas Pardas, golpeando a inocentes.Los tíos con los que entreno lo hacenpor voluntad propia.

—Pero ayudas a que se cause dolor.—No: impido que alguien me lo

cause a mí. De eso se trata el box.—Como niños —murmuró ella—.

Sois como niños.—Tú no lo comprendes.—¿Por qué lo dices? ¿Porque soy

mujer? —le espetó ella.—Tal vez. Sí, tal vez sea por eso.—No soy estúpida.—No he hablado de inteligencia.

Sólo he querido decir que a las mujeresno les gusta luchar.

—No nos gusta agredir. Peroluchamos cuando se trata de proteger elhogar.

—A veces el lobo no está dentro detu casa. ¿No sales a matarlo primero?

—No.—¿Lo ignoras, con la esperanza de

que se vaya?—Sí. Exactamente. Y le enseñas que

no tiene por qué ser destructivo.

—Eso es ridículo —adujo Paul—.No se puede convencer al lobo de quese convierta en oveja.

—Yo creo que sí se puede, si sequiere. Y si se pone empeño en lograrlo.Sin embargo hay muchos hombres queno quieren eso. Quieren pelear. Quierendestruir porque eso les produce placer.

Durante un largo momento se hizoentre ellos un silencio denso. Luego elladijo, suavizando la voz:

—Ach, perdona, Paul, por favor.Estás conmigo, me acompañas a gozarde la ciudad, después de tantos meses…Y yo te pago comportándome como unafiera.

—¿Las norteamericanas son tanfieras como yo?

—Algunas sí, otras no. Pero tú no loeres.

—Soy una compañía difícil. Debescomprender, Paul, que en Berlín muchassomos así. No nos queda otro remedio.Después de la guerra no quedabanhombres en el país. Tuvimos queconvertirnos en hombres y ser tan durascomo ellos. Te pido perdón.

—No tienes por qué. Me gustadiscutir. Es otra manera de boxear.

—¡Ach, boxear! ¡Y yo, pacifista! —Käthe rio con aire juvenil.

—¿Qué dirían tus amigos?

—Sí, qué dirían. —Y lo cogió delbrazo para cruzar la calle.

A18

unque Willi Kohl era «tibio»(políticamente neutral, no afiliado

al Partido), disfrutaba de ciertosprivilegios reservados a losnacionalsocialistas devotos.

Uno de esos era que, cuando un altofuncionario de la Kripo se mudó aMunich, le habían ofrecido laposibilidad de ocupar su granapartamento de cuatro dormitorios,situado en un prístino callejón quedesembocaba en la calle B erliner, cercade Charlottenburg. Desde la guerra

había en Berlín una grave escasez deviviendas; la mayoría de los inspectoresde la Kripo, incluso muchos de sumismo rango, se veían relegados aapartamentos corrientes, apretados enedificios cuadrados y anodinos.

Kohl no sabía con certeza a qué sedebía esa recompensa. Muyprobablemente a que siempre estabadispuesto a ayudar a otros funcionarios aanalizar la información recogida en laescena del crimen, a extraerdeducciones de la evidencia o interrogara un testigo, a un sospechoso. Sabía que,en cualquier puesto, el hombre másvalioso es el que permite que sus

colegas (especialmente sus superiores)parezcan también muy valiosos.

Esas habitaciones eran su santuario,tan privados como público era sudespacho. Las habitaban aquellos queestaban más cerca de su corazón: suesposa, sus hijos y, en ocasiones,Heinrich, el novio de Charlotte (quien,por supuesto, dormía siempre en elsalón).

El apartamento estaba en el segundopiso. Mientras subía las escaleras,haciendo muecas de dolor, le llegó unolor a cebolla y carne. Heidi no tenía unmenú fijo para cada día. Algunoscolegas de Kohl declaraban

solemnemente que sábado, lunes ymiércoles, por ejemplo, eran días sincarne por lealtad al Estado. La familiade Kohl, que incluía al menos a sietepersonas, pasaba a menudo sin carne,tanto debido a la escasez como a sucoste, pero Heidi se resistía a atarse aun rito. Esa noche de sábado podíahaber preparado berenjenas con beicony salsa de nata, o budín de riñones, osauerbraten, y hasta un plato de pastacon tomates a la italiana. Y siempre algodulce, desde luego. A Willi Kohl legustaban la linzertorte y el strudel.

Abrió la puerta, jadeante por elesfuerzo de subir las escaleras, justo en

el momento en que Hanna, su hija deonce años, corría hacia él: una rubiadoncellita nórdica de pies a cabeza,aunque los padres eran morenos. Leenvolvió el corpachón con los brazos.

—¡Papá! ¿Puedo llevarte la pipa?Él sacó la meerschaum. La niña la

llevó hasta el portapipas de la sala deestar, donde había varias decenas más.

—Ya he llegado —anunció en vozalta.

Heidi salió al vano de la puerta parabesarlo en ambas mejillas. Era unoscuantos años más joven que su esposo;en el curso de su matrimonio se habíaredondeado con una suave papada y

amplio busto; cada hijo le agregó unoskilos. Pero así debía ser; Kohl pensabaque uno debía crecer con su pareja encuerpo y alma. Por sus cinco hijos Heidihabía obtenido un certificado delPartido. Las mujeres con más prolerecibían mejores premios; con nuevehijos se obtenía una estrella de oro; enrealidad, una pareja con menos decuatro hijos no podía presentarse como«familia». Pero Heidi había relegadofuriosamente el pergamino al fondo desu escritorio. Tenía hijos porquedisfrutaba de ellos en todos los sentidos:al darles vida, al criarlos y al educarlos,no porque el Hombrecillo quisiera

aumentar la población de su TercerImperio.

Su esposa desapareció y regresó unmomento después con un pequeño vasode schnapps. Sólo le permitía beber unacopita de ese potente licor antes de lacena. Él solía rezongar por elracionamiento, pero secretamente loagradecía; eran demasiados los policíasque no sabían detenerse en la segundacopa. Ni en la segunda botella.

Saludó a Hilde, su hija de diecisieteaños que, como siempre, estaba perdidaentre las páginas de un libro. Ella selevantó para abrazarlo y regresó aldiván. La esbelta muchacha era la

erudita de la familia, pero últimamentelo tenía difícil. Goebbels en personadecía que el único objetivo de una mujerera ser hermosa y poblar el TercerImperio. Las universidades estaban yacasi cerradas para las chicas; las queingresaban eran admitidas tan sólo parados carreras: la Ciencia Doméstica (queotorgaba lo que se denominabadespectivamente «el diploma budín») yla Docencia. Hilde quería estudiarCiencias Exactas para ser profesorauniversitaria, pero sólo le permitiríanmatricularse en los cursos inferiores.Kohl estaba convencido de que sus doshijas mayores eran inteligentes por

igual, pero Hilde aprendía con másfacilidad que la vivaz y atléticaCharlotte, de veintiún años. A menudose asombraba de que él y Heidi hubieranproducido seres humanos tan similaresy, al mismo tiempo, tan diferentes entresí.

El inspector salió a su pequeñobalcón, donde a veces se sentaba afumar su pipa, ya avanzada la noche.Como daba al oeste, pudo contemplarfieras nubes rojas y anaranjadas,encendidas por el sol ya desaparecido.Bebió un pequeño sorbo del fuerteschnapps. El segundo fue más amable.Cómodamente sentado en la silla, se

esforzó por no pensar en gordosasesinados, en las trágicas muertes deGatow y Charlottenburg, en Pietr(perdón: Peter), en el misterioso ajetreode las DeHoMags en el sótano de laKripo. Trató de no pensar tampoco en suinteligente sospechoso, el de Manny’s Men’s Wear.

«¿Quién eres?».

Un clamor en el vestíbulo deentrada: regresaban los muchachos.Fuerte ruido de pisadas en las escaleras.Herman, el menor, fue el primero encruzar la puerta y la cerró en las naricesde Günter, quien la frenó e inició un

forcejeo con su hermano. Al reparar enla presencia de su padre la lucha quedóinterrumpida.

—¡Papá! —exclamó Herman. Yabrazó a su padre. Günter levantó lacabeza a modo de saludo. Ya teníadieciséis años y hacía exactamentedieciocho meses que ya no abrazaba asus padres. Probablemente los hijosvarones respondían a esa planificacióndesde los tiempos del Sacro Imperio, sino desde siempre.

—Id a lavaros para cenar —ordenóHeidi.

—¡Pero si hemos estado nadando!En la piscina de la calle Wilhelm Marr.

—Pues entonces —apuntó su padre— id a lavaros el agua de la Piscina.

—¿Qué hay para cenar, Mutti? —preguntó Herman.

—Cuanto antes os lavéis —anuncióella—, antes lo sabréis. Los dossalieron de estampida por el pasillo, contoda su energía adolescente en marcha.

Pocos momentos después llegóHeinrich con Charlotte. A Kohl legustaba ese chico (jamás habríapermitido que una hija suya se casaracon alguien que no le merecierarespeto). Pero ese apuesto rubio sentíafascinación por los asuntos policiales,lo cual lo inducía a interrogar

extensamente y con entusiasmo a Kohlsobre los casos recientes. Por lo generalel inspector disfrutaba con eso, pero esanoche nada deseaba menos que hablarde su jornada de trabajo. Mencionó lasOlimpiadas, tema que a buen seguroacapararía la conversación. Todo elmundo había escuchado rumoresdiferentes sobre los equipos, los atletasfavoritos, las muchas nacionesrepresentadas.

Pronto estuvieron sentados a la mesadel comedor. Kohl descorchó dosbotellas de vino Saar-Ruwer y sirvió unpoco a cada uno; también a los niños, enpequeña cantidad. Como sucedía

siempre en esa casa, la conversacióntomó varios rumbos diferentes. ParaKohl era uno de los mejores momentosdel día: estar con sus seres queridos… ypoder hablar con libertad. Mientrascharlaban, reían y discutían, el inspectoriba estudiando cara por cara, con lamirada rápida, atento a las voces,reparando en gestos y expresiones.Cualquiera habría pensado que lo hacíaautomáticamente, por su experiencia depolicía, pero en realidad no era así:observaba a su prole y sacaba susconclusiones porque eso formaba partede la paternidad. Esa noche notó algoque lo preocupó, pero lo archivó en su

mente, como habría podido hacerlo conalgún detalle clave visto en la escena deun crimen.

La cena acabó relativamentetemprano, poco más o menos en unahora; el calor mermaba el apetito detodos, salvo de Kohl y sus hijosvarones. Heinrich propuso jugar a lascartas, pero el inspector negó con lacabeza.

—Yo no. Voy a fumar —anunció—.Y me remojaré los pies, creo. Günter,por favor, tráeme un hervidor con aguacaliente.

—Sí, padre.Kohl fue a por la palangana y las

sales. Luego se dejó caer en el sillón depiel de la sala de estar, el mismo queantes usaba su padre, tras una largajornada en los campos. Cargó una pipa yla encendió. Pocos minutos despuésentró su hijo mayor, llevando fácilmentecon una mano un hervidor humeante quebien debía de pesar diez kilos. Mientrasél llenaba la palangana, Kohl searremangó, se quitó los calcetines y,evitando mirar los juanetes torcidos ylos callos amarillentos, introdujo lospies en el agua caliente, en la que echóalgunas sales.

—Ach, sí.El chico se volvió para retirarse,

pero él le dijo:—Espera un momento, Günter.—Sí, padre.—Siéntate.El chico obedeció, cauteloso, y dejó

el hervidor en el suelo. En sus ojoshabía un destello de culpa adolescente.Kohl se preguntó, divertido, quétransgresiones aleteaban en la mente desu hijo: ¿un cigarrillo, un poco deschnapps, alguna torpe exploraciónentre las prendas interiores de la jovenLisa Wagner?

—¿Qué te pasa, Günter? Te he vistopreocupado durante la cena.

—Nada, padre.

—¿Nada?—No.Con voz suave pero firme, Willi

Kohl dijo:—Dime.El chico examinó el suelo. Por fin

respondió:—Pronto comenzarán las clases.—Falta un mes.—Aun así… Me gustaría, padre…

¿Podría cambiarme a otra escuela?—Pero ¿por qué? La Hindenburg es

una de las mejores de la ciudad. Aldirector Muntz se lo respeta mucho.

—Por favor.—¿Cuál es el problema?

—No sé, pero no me gusta.—Tienes buenas notas. Tus

profesores dicen que eres buenestudiante.

El chico no dijo nada.—¿Es por algo que no tiene relación

con los estudios?—No sé.¿Qué podría ser?Günter se encogió de hombros.—Por favor, ¿no me permitirías ir a

otra escuela hasta diciembre?—¿Por qué hasta entonces?El chico, sin responder, evitó mirar

a su padre.—Dímelo —insistió Kohl, amable.

—Porque…—Continúa.—Porque en diciembre todo el

mundo debe incorporarse a lasJuventudes Hitlerianas. Y entonces…bueno, tú no me lo permitirás.

Ah, eso otra vez. Un problemarecurrente. Pero ¿sería verdad esa nuevainformación? ¿Sería obligatorioasociarse? La idea daba miedo. Losnacionalsocialistas, al asumir el poder,habían unificado a los numerosos gruposjuveniles en las Juventudes Hitlerianas;ahora las otras estaban prohibidas. Kohlera partidario de que los chicos seorganizaran (en su adolescencia le había

encantado pertenecer a clubes denatación y montañismo), pero la deHitler no era más que un organismo parael entrenamiento militar, manejado porlos mismos jóvenes; cuanto másrabiosamente nacionalsocialistas fueranlos líderes, tanto mejor.

—¿Y tú quieres participar?—No sé. Todo el mundo se burla de

mí por no ser miembro. Hoy, en elpartido de fútbol, estaba Helmut Gruber,que es nuestro líder de las JuventudesHitlerianas. Me dijo que haría bien enafiliarme pronto.

—Pero no debes de ser el único queno se ha incorporado.

—Cada día son más los que se lesunen —replicó Günter—. A los que nosomos miembros nos tratan mal. Cuandojugamos a arios y judíos, en el patio dela escuela, siempre me toca ser judío.

—¿A qué dices que jugáis? —Kohlfrunció el entrecejo. Nunca había oídohablar de eso.

—Pues a eso, padre, a arios yjudíos. Ellos nos persiguen. Se suponeque no deberían hacernos daño; eldoctor-profesor Klindst dice que no noshacen nada. Se supone que es comojugar al pilla pilla. Pero cuando él nomira nos empujan y nos tiran al suelo.

—Tú eres un chico fuerte y te he

enseñado a defenderte. ¿Nocontraatacas?

—A veces sí. Pero los que hacen dearios son muchos más.

—Pues mira, me temo que no puedesir a otra escuela —dijo Kohl.

Su hijo contempló la nube de humoque se elevaba desde la pipa al techo.De pronto le brillaron los ojos.

—Podría denunciar a alguien. Talvez así me permitirían hacer de ario.

Él hizo un gesto ceñudo. Ladenuncia: otra de las plagasnacionalsocialistas.

—No denunciarás a nadie —dijocon firmeza—. El denunciado iría a la

cárcel. Podrían torturarlo. O matarlo.Günter frunció el ceño ante la

reacción de su padre.—Pero sólo denunciaría a un judío,

padre.Kohl se encontró sin palabras, con

las manos trémulas y el corazónacelerado. Por fin preguntó, con calmaforzada:

—¿Denunciarías a un judío sinmotivo alguno?

El chico pareció confundido.—No, por supuesto. Lo denunciaría

por ser judío. He estado pensando… Elpadre de Helen Morrell trabaja en losgrandes almacenes de Karstadt. Su jefe

es judío, aunque lo niega. Habría quedenunciarlo.

Kohl aspiró hondo y sopesó laspalabras como un carnicero en tiemposde racionamiento:

—Vivimos una época muy difícil,hijo. Todo es muy confuso. Si lo es paramí, para ti ha de serlo mucho más. Loúnico que no debes olvidar jamás, perotampoco decirlo a nadie, es que cadauno decide por sí mismo lo que está bieny lo que está mal. Lo sabe por lo que vede la vida, de cómo vive y actúa lagente, por lo que siente. En el fondo unosiempre sabe lo que es bueno y lo que esmalo.

—Pero los judíos son malos. Si esono fuera verdad no nos lo enseñarían enla escuela.

Al inspector se le estremeció elalma de ira y dolor al oír eso.

—No denunciarás a nadie, Günter—dijo con severidad—. Eso es lo queespero de ti.

—De acuerdo, padre. —El chico sealejó.

—Günter. —Se detuvo ante la puerta—. ¿Cuántos hay en tu escuela que no sehayan afiliado a las Juventudes?

—No sé, padre. Pero cada día sonmás los que se apuntan. Pronto sóloquedaré yo para hacer de judío.

El restaurante que Käthe había escogidoera el Lutter y Wegner; según explicó,tenía más de cien años y era toda unainstitución en Berlín. Los salones, medioen penumbra, eran íntimos y acogedoresy estaban llenos de humo. Y el lugar seencontraba libre de Camisas Pardas,agentes de la SS y hombres de traje conbrazaletes rojos y la temible cruzgamada.

—Te he traído aquí porque, como tehe dicho, solía ser el refugio de gentecomo tú y yo.

—¿Tú y yo?—Sí. Bohemios. Pacifistas,

pensadores. Y escritores, como tú.—Ah, escritores. Sí.—Aquí buscaba inspiración E. T. A.

Hoffmann. Bebía champáncopiosamente, botellas enteras. Y luegose pasaba toda la noche escribiendo.Habrás leído su obra, por supuesto.

No era así, pero Paul hizo un gestoafirmativo.

—¿Sabes de algún otro mejor entrelos escritores del romanticismo alemán?Yo no. El cascanueces y el rey de losratones… mucho más tenebroso y realque lo que hizo Tchaikovsky despuéscon el cuento. El ballet es pura espuma,¿no te parece?

—Claro que sí —convino Paul. Lohabía visto una vez en Navidad, de niño.Lamentó no haber leído el libro parapoder hablar del tema con inteligencia.¡Cómo le gustaba conversar con ella!Mientras bebían los cócteles a pequeñossorbos, reflexionó sobre el sparring quehabía hecho con Käthe en el trayectohacia allí. Había sido sincero al decirque le gustaba discutir con ella. Eraestimulante. En tantos meses comollevaba saliendo con Marion norecordaba un solo desacuerdo entreellos. Ni siquiera recordaba que ella sehubiera enfadado alguna vez. Enocasiones, al descubrir una carrera en el

par de medias nuevas, dejaba escapar un«¡Caramba!»; luego se llevaba los dedosa la boca, como si fuera a lanzar unbeso… y se disculpaba con una risita.

El camarero les trajo la carta.Ordenaron manitas de cerdo, coles,spaetzle y pan («¡Ach, mantequilla deverdad!», susurró ella, atónita, fija lavista en los diminutos rectángulosamarillos). Para beber ella escogió unvino dulce y dorado. Comieron sinprisa, sin dejar de conversar y reír.Cuando hubieron terminado Paulencendió un cigarrillo. Notó que ellaparecía estar indecisa. Al fin dijo, comosi se dirigiera a sus estudiantes:

—Hoy estamos demasiado serios.Te contaré un chiste. —Su voz se redujoa un susurro—. ¿Sabes quién esHermann Göring?

—¿Algún funcionario del Gobierno?—Sí, sí, el más íntimo de los

camaradas de Hitler. Es un hombreextraño. Muy obeso. Y se exhibe por allícon disfraces ridículos, en compañía defamosos y mujeres hermosas. Pues bien,el año pasado se casó, por fin.

—¿Ese es el chiste?—No, todavía no. Se casó de

verdad. El chiste es este —Käthe hizoun mohín exagerado—: ¿Te has enteradode que la esposa de Göring ha

abandonado la religión, pobrecilla?Debes preguntarme por qué.

—Dime, por favor: ¿por qué haabandonado la religión la señoraGöring?

—Porque tras la noche de bodasperdió la fe en la resurrección de lacarne.

Los dos rieron con ganas. Él notóque Käthe se había ruborizado hasta elcarmesí.

—Ay, Paul, qué cosa. Yo contandochistes verdes a un hombre que noconozco. Y por un chascarrillo asípodríamos acabar los dos en la cárcel.

—Los dos no —corrigió él, muy

serio—. Sólo tú. No he sido yo quien loha contado.

—Pues sólo por haberte reído tearrestarían.

Él pagó la cuenta y salieron. En vezde coger el tranvía regresaron a lapensión a pie, a lo largo de una aceraque bordeaba el Tiergarten por el ladosur. Paul estaba algo achispado por elvino, que rara vez bebía. La sensaciónera agradable, mejor que la del whisky.La brisa cálida resultaba agradable. Ytambién la presión del brazo de Käthecontra el suyo.

Mientras caminaban hablaron sobrelibros y política, un poco discutiendo y

un poco riendo; eran una rara parejapaseando por las calles de esa ciudadinmaculada.

Paul oyó voces de hombres que seacercaban. Unos treinta metros másadelante vio a tres Camisas Pardas.Bromeaban ruidosamente. Con losuniformes marrones y las caras juvenilesparecían traviesos escolares. Adiferencia de los belicosos matones conquienes se había enfrentado en lalibrería, ese trío sólo parecía pensar endisfrutar de la noche. No prestabanatención a nadie.

Al sentir que Käthe aminoraba elpaso se volvió a mirarla. Su cara era

una máscara, su brazo comenzaba atemblar.

—¿Qué sucede?—No quiero pasar junto a ellos.—No tienes nada que temer.Käthe lanzó una mirada a la

izquierda, presa del pánico. El tráficoera denso y el cruce para peatonesestaba a varios cientos de metros. Paraevitar a los Camisas Pardas sólo teníanuna opción: el Tiergarten.

—¡Pero si no corres ningún peligro!—insistió él—. No tienes por quépreocuparte.

—Siento tu brazo, Paul. Siento queestás listo para pelear con ellos.

—Por eso no corres peligro.—No. —Ella miró hacia el portón

que conducía al parque—. Por aquí.Entraron. El denso follaje apagaba

en gran parte el ruido del tráfico; prontollenaron la noche el cric-cric de losinsectos y la voz de barítono de lasranas. Los Camisas Pardas continuaronpor la acera, ajenos a todo lo que nofuera su bulliciosa conversación y suscantos. Pasaron sin echar siquiera unamirada al interior del parque. Aun asíKäthe mantuvo la cabeza gacha. Larigidez con que caminaba hizo que Paulrecordara sus propios movimientosdespués de haberse roto una costilla en

un entrenamiento de boxeo.—¿Te sientes bien? —preguntó.Silencio. Ella miró a su alrededor,

estremecida.—¿Te da miedo este lugar? ¿Quieres

que salgamos? Seguía sin decir nada.Llegaron a un cruce de caminos; el de laizquierda los conduciría hacia el sur,fuera del parque y de regreso a lapensión. Käthe se detuvo. Pasado unmomento dijo:

—Ven. Por aquí. —Y lo condujohacia el norte, por senderosserpenteantes que se adentraban en elparque. Por fin llegaron a un estanquedonde había decenas de botes para

alquilar, boca abajo y alineados unocontra otro. En esa noche calurosa lazona estaba desierta.

—Hacía tres años que no entraba enel Tiergarten —susurró ella.

Paul no dijo nada. Por fin ellacontinuó.

—Ese hombre, el dueño de micorazón…

—Sí, tu amigo, el periodista,—Michael Klein. Era cronista del

Munich Post. Hitler comenzó enMunich. Michael cubrió su ascenso yescribió mucho sobre él y sus tácticas:la intimidación, las palizas, losasesinatos. Llevaba la cuenta de los

homicidios no resueltos de quienes seoponían al Partido. Hasta creía queHitler había hecho matar a su propiasobrina, en el año treinta y dos, puesestaba obsesionado por ella y la chicaamaba a otro.

»El Partido y los Camisas Pardas loamenazaron, a él y también a todos losque trabajaban en el Post. Decían que elperiódico era «una cocina de veneno».Pero mientras los nacionalsocialistas noasumieron el poder no sufrió ningúndaño. Luego se produjo el incendio delReichstag… Mira, allí se ve. —Señalóhacia el noreste. Paul distinguió unedificio alto, acabado en una cúpula—.

Nuestro Parlamento. Alguien lo incendiódesde el interior, apenas unas semanasdespués de que Hitler fuera nombradocanciller. Él y Göring culparon a loscomunistas y detuvieron a variosmillares, tanto entre ellos como entre lossocialdemócratas. Los arrestaronbasándose en un decreto de emergencia.Entre ellos estaba Michael. Lo enviarona una de las cárceles provisonalesinstaladas en los alrededores de laciudad; allí lo retuvieron durantesemanas enteras. Yo estabadesesperada. Nadie me decía quépasaba, dónde lo retenían. Era terrible.Más adelante él me dijo que lo

golpeaban, le daban de comer a lo sumouna vez al día y lo obligaban a dormirdesnudo en el suelo de cemento. Por finun juez lo dejó en libertad, puesto queno había cometido ningún delito.

»Cuando lo liberaron me reuní conél en su apartamento, no lejos de aquí.Fue en un bello día de mayo, a las dosde la tarde. Íbamos a alquilar un boteaquí mismo, en este lago. Yo habíatraído un poco de pan duro para dar decomer a los pájaros. Mientras estábamosaquí vinieron cuatro Camisas Pardas yme arrojaron al suelo. Nos habíanseguido. Dijeron que lo vigilaban desdeque había salido. Que el juez había

actuado ilegalmente al liberarlo y queiban a ejecutar la sentencia. —Por unmomento se sofocó—. Lo mataron agolpes delante de mí. Aquí mismo. Yooía el ruido de sus huesos al quebrarse¿Ves…?

—Ah, Käthe, no…—¿… ves esa baldosa de cemento?

Allí cayó. En esa, la cuarta a partir delcésped. Allí quedó la cabeza de Michaelmientras moría.

Él la rodeó con un brazo. Käthe nose resistió, pero tampoco encontróningún consuelo en el contacto: estabapetrificada.

—Ahora mayo es el peor de los

meses —susurró. Luego contempló eldosel de los árboles estivales—. Esteparque se llama Tiergarten.

—Sí, lo sé.Ella explicó en inglés:—Tier significa «animal», «fiera».

Y Garten es «jardín», por supuesto.Esto es el Jardín de las Fieras, el sitiodonde cazaban las familias reales de laAlemania imperial. Pero en nuestrajerga Tier también significa «matón»,«criminal». Eso eran los que mataron ami amante: criminales. —Su voz setornó fría—. Aquí mismo, en el Jardínde las Fieras.

Él ciñó su abrazo. Käthe miró una

vez más hacia el estanque y el cuadradode cemento. El cuarto a partir delcésped. A continuación dijo:

—Llévame a casa, Paul, por favor.Se detuvieron en el pasillo, frente a

la puerta de Paul.Él deslizó la mano en el bolsillo en

busca de la llave. Käthe mantenía lavista clavada en el suelo.

—Buenas noches —susurró elnorteamericano.

—He olvidado tantas cosas… —Ella alzó los ojos—. Pasear por laciudad, ver parejas de enamorados enlas cafeterías, contar chistes verdes,sentarme en las sillas que antes

ocupaban escritores y pensadoresfamosos… El placer de esas cosas. Heolvidado cómo es. He olvidado tanto…

La mano de Paul fue hacia ladiminuta pieza de tela que le cubría elhombro; luego le tocó el cuello; sintiómoverse la piel contra sus huesos. «Quédelgada», pensó. «Qué delgada».

Con la otra mano le apartó el pelode la cara. Luego la besó.

Käthe se puso tensa repentinamente.Paul comprendió que había cometido unerror. Ella estaba vulnerable; acababade ver el sitio donde había muerto suamante, de caminar por el Jardín de lasFieras. Iba a apartarse, pero de pronto

ella lo abrazó para besarlo conviolencia; sus dientes le golpearon ellabio; sintió sabor a sangre.

—Oh, perdona —dijo, espantada.Pero Paul rio con suavidad.

Entonces ella lo imitó.—He olvidado mucho, como te

decía —susurró—. Parece que esta esotra cosa que mi memoria ha perdido.

Él la atrajo hacia sí. Seguían de pieen el pasillo, a oscuras, frenéticos loslabios y las manos. Las imágenespasaban como destellos: un haloalrededor de su pelo dorado, creado porla lámpara de atrás; el encaje colorcrema de la enagua sobre el encaje más

claro del sostén; su mano al descubrir lacicatriz dejada por la bala del Derringerde Albert Reilly: sólo una 22milímetros, pero al tocar el hueso sehabía desviado y acabó saliendo por elcostado del bíceps; su gemido agudo, sualiento caliente, el roce de la seda, delalgodón; la mano de Paul que sedeslizaba hacia abajo y encontraba losdedos de ella, listos para guiarlo entrecomplicadas capas de tela y tirantes; elliguero raído y vuelto a coser.

—A mi cuarto —susurró él.En pocos segundos abrieron la

puerta y entraron a trompicones. El aireparecía aún más caldeado que en el

corredor.La cama estaba a kilómetros de

distancia, pero de pronto encontraronbajo ellos el sofá color rosa, de altosreposabrazos. Él cayó hacia atrás contralos cojines; se oyó un crujido demadera. Käthe estaba sobre él y losujetaba por los brazos con la fuerza deuna morsa; se habría dicho que, si losoltaba, él se hundiría en el agua oscuradel canal Landwehr.

Un beso feroz; luego la cara deKäthe buscó su cuello. Paul la oyósusurrar para él, para sí misma, paranadie:

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —

Comenzaba a desabrocharlefrenéticamente la camisa—. Ach, años yaños.

Bueno, en el caso de Paul no eratanto tiempo, pensó él. Pero mientras lequitaba el vestido con un solomovimiento, deslizando la mano hacia lacintura sudorosa, cayó en la cuenta deque, si bien había estado con otrasmujeres no hacía mucho, hacía años queno sentía algo así.

Luego le sujetó la cara entre lasmanos para acercarla más y más; alperderse por completo en ella secorrigió una vez más. Tal vez hacía unaeternidad.

E19

n la casa de Kohl se habíancompletado los ritos vespertinos.

Los platos estaban secos, los mantelesguardados, la ropa lavada.

El inspector sentía los pies másaliviados; después de vaciar elrecipiente lo secó y lo dejó en su sitio.Cerró el paquete de sales y lo guardónuevamente bajo el lavabo. Regresó a lasala de estar, donde le esperaba su pipa.Un momento después Heidi ocupó supropio sillón, con su labor de punto.Kohl le contó su conversación con

Günter. Ella meneó la cabeza.—Conque era eso. Ayer, cuando

volvió del campo de fútbol, tambiénestaba nervioso, pero no quiso decirmenada. A la madre no se le habla de esascosas.

—Tenemos que hablar con ellos.Alguien debe enseñarles lo queaprendimos nosotros. El bien y el mal.

Arenas movedizas morales…

Heidi hacía repiquetear las gruesasagujas de madera con movimientosexpertos; estaba tejiendo una manta parael primer hijo de Charlotte y Heinrich,que supuestamente llegaría unos nueve

meses y medio después de la boda; secasarían en el mayo próximo.

—¿Y luego qué? —preguntó en unsusurro áspero—. En el patio de laescuela Günter comenta con sus amigosque, según dice su padre, quemar librosestá mal, o que se debería permitir quese vendieran periódicosnorteamericanos en el país. Ach,entonces te llevan y no volvemos a saberde ti. O me envían tus cenizas en unacaja con una esvástica grabada.

—Les diremos que no repitan lo queles decimos. Como en un juego. Debeser secreto.

Una sonrisa de su esposa:

—Son niños, querido. No sabenguardar secretos.

«Es verdad», pensó Kohl, «una granverdad. Qué criminales tan brillantesson el Führer y su gente. Al apoderarsede nuestros hijos secuestran a toda lanación. Hitler dijo que su imperioduraría mil años. Es así como loconseguirá». Pero dijo:

—Hablaré con…En el vestíbulo retumbaron fuertes

golpes: el llamador de bronce en formade oso que pendía en la puerta deentrada.

—¡Dios mío! —Heidi se levantó,dejando caer el tejido, y echó un vistazo

hacia las habitaciones de sus hijos.Willi Kohl comprendió de pronto

que la SD o la Gestapo debían de tenerun micrófono en su casa y habíanescuchado muchos diálogos entre él y suesposa. Era la técnica de la Gestapo:reunir pruebas en secreto para luegoarrestarte en tu hogar, ya fuera tempranopor la mañana, durante la cena oinmediatamente después, cuando menoslo esperabas.

—Deprisa, enciende la radio, buscauna emisora —dijo. Como si la policíapolítica se dejara disuadir por el hechode que ellos escucharan lasdivagaciones de Goebbels.

Ella obedeció. En el dial seencendió la luz amarilla, pero aún nosurgía sonido alguno de los altavoces.Los tubos tardaron unos segundos encalentarse.

Más golpes.Kohl pensó en su pistola, pero la

dejaba siempre en el despacho; noquería tenerla cerca de sus hijos. Y decualquier manera, ¿de qué le habríaservido contra una brigada de laGestapo o de la SS? Entró en la sala;allí estaban Charlotte y Heinrich, de piey mirándose con inquietud. Hildeapareció en el vano de la puerta, con ellibro en la mano.

De la radio comenzó a surgir laapasionada voz de barítono deGoebbels, hablando de infecciones,enfermedades y salud.

Mientras iba hacia la puerta Kohl sepreguntó si Günter ya habría hecho algúncomentario casual sobre sus padres aalgún amigo.

Tal vez el niño había denunciado aalguien, sí: a su padre, aun sin saberlo.Echó otra mirada a Heidi, que rodeabacon un brazo a su hija menor. Luegodescorrió el cerrojo y abrió la pesadapuerta de roble.

Allí estaba Konrad Janssen, frescocomo un niño en su primera comunión.

Miró más allá del inspector paradisculparse con Heidi:

—Perdone la intromisión, señoraKohl. Imperdonable venir tan tarde.

«¡Madre de Dios!», pensaba Kohl.Le temblaban las manos y el corazón lelatía con fuerza. Se preguntó si elcandidato a inspector oiría el palpitar desu pecho.

—Sí, sí, Janssen. No se preocupepor la hora. Pero la próxima vez llamecon más suavidad, por favor.

—Por supuesto. —La cara juvenil,habitualmente tan serena, resplandecíade entusiasmo—. He mostrado el retratodel sospechoso por toda la Villa

Olímpica, señor, y por media ciudad,por lo que parece.

—¿Y…?—Y encontré a un cronista británico.

Ha venido desde Nueva York en el S. S.Manhattan. Está escribiendo unahistoria de los campos de atletismo delmundo entero y…

—¿Ese británico es nuestrosospechoso, el hombre del retrato?

—No, pero…—Pues entonces esa parte del relato

no nos interesa, Janssen.—Claro que no, señor. Perdone.

Baste decir que este periodista hareconocido a nuestro hombre.

—Ah, Janssen, buen trabajo.Cuénteme qué ha dicho.

—No mucho. Sólo sabía que elhombre era norteamericano.

¿Y esa mísera confirmación merecíaque casi le hubiera reventado el corazóndel susto? Kohl suspiró.

Pero el candidato a inspector, alparecer, sólo había hecho una pausapara coger aliento. Ya continuaba:

—Y que se llama Paul Schumann.

Palabras dichas en la oscuridad.Palabras dichas como en sueños.

Estaban juntos; cada uno encontraba

en el otro un cómodo punto opuesto:rodilla contra cara posterior de larodilla, vientre contra espalda, mentóncontra hombro. La cama ayudaba: elcolchón de plumas formaba una V bajoel peso sumado de ambos y los cobijabacon firmeza. Si hubieran queridosepararse no habrían podido haberlohecho.

Palabras dichas en el anonimato deun romance nuevo, al dejar atrás lapasión, aunque sólo por el momento.

Sintiendo el perfume de Käthe, queera, de hecho, el origen de las lilas queél había olfateado al conocerla.

Le besó la nuca.

Palabras dichas entre amantes alhablar de todo y de nada. Caprichos,bromas, anécdotas, especulaciones,esperanzas… un torrente de palabras.

Käthe le estaba contando su vida decasera. Calló. Por la ventana abierta lesllegó una vez más la música deBeethoven, más potente al subir alguienel volumen de la radio en unapartamento vecino. Un momentodespués una voz firme resonaba en lanoche húmeda.

—Ach —dijo ella, meneando lacabeza—. Habla el Führer. Ese esHitler en persona.

Más cháchara sobre gérmenes, agua

estancada e infecciones. Paul se echó areír.

—¿Por qué lo obsesiona tanto lasalud?

—¿La salud?—Todo el día han estado hablando

de gérmenes y de higiene. No puedesescapar del dichoso tema.

Ella reía.—¿Qué gérmenes?—¿Dónde está la gracia?—¿No entiendes lo que dice?—Eh… no.—No habla de gérmenes, sino de

judíos. Ha cambiado todos sus discursosmientras duren las Olimpiadas. No dice

«judíos», pero se refiere a ellos. Noquiere ofender a los extranjeros, perotampoco puede permitir que olvidemosel dogma nacionalsocialista. ¿No sabesqué está pasando aquí, Paul? ¡Hombre!,en los sótanos de la mitad de los hotelesy las pensiones de Berlín hay letrerosque se han retirado mientras se celebrenlas Olimpiadas, pero que se volverán aponer el día en que partan losextranjeros. Dicen: «Prohibida laentrada a judíos», o «Los judíos no sonbienvenidos». En la carretera que llevaa Spandau, donde vive mi hermana, hayuna curva cerrada. El letrero advierte:«Curva peligrosa. Treinta kilómetros

por hora. Judíos, setenta». ¡Y no es algoque hayan pintado los vándalos! ¡Es unaseñal de tráfico, puesta allí por nuestroGobierno!

—¿Hablas en serio?—En serio, Paul, sí. Al venir aquí

has visto las banderas en las casas delpasaje Magdeburger. Al llegar hascomentado que la nuestra era diferente.

—La bandera olímpica.—Sí, sí, en vez de la

nacionalsocialista, como en la mayoríade las casas. ¿Sabes por qué? Porqueeste edificio es propiedad de un judío. Aél le está prohibido enarbolar la enseñaalemana. Él quiere enorgullecerse de su

patria, como todo el mundo, pero nopuede. Y de cualquier manera, ¿cómopodría colocar en su fachada la banderanacionalsocialista, con la esvástica, lacruz gamada, que representa elantisemitismo?

Ah, conque esa era la respuesta.

«Sin duda usted sabe…».

—¿Has oído hablar de laarianización?

—No.—El Gobierno requisa la casa o la

tienda de los judíos. Es robo puro ysimple. Lo maneja Göring.

Paul recordó las casas desiertas que

había visto esa mañana, camino a suencuentro con Morgan, en el pasajeDresden; los letreros decían que elcontenido estaba a la venta.

Käthe se le acercó un poco más.Tras un largo silencio añadió:

—Hay un hombre que trabaja en unrestaurante. «Fantasía», se llama. Es elnombre del establecimiento. Perotambién es una fantasía, algo muy bonito.Una vez fui a ese restaurante. En mediodel comedor había una jaula de cristalcon un hombre. ¿Sabes qué era? Unartista del hambre.

—¿Qué dices?—Un artista del hambre, como en el

cuento de Kafka. Había subido a esajaula algunas semanas atrás y sobrevivíasin ingerir más que agua. Estaba allí a lavista de todos. No comía nunca.

—¿Pero cómo…?—Le permiten ir al lavabo, pero

alguien lo acompaña siempre paraverificar que no ha comido nada. Díatras día…

Palabras dichas en la oscuridad,palabras entre amantes. A menudo noimporta qué significan esas palabras.Pero a veces sí. Paul susurró:

—Continúa.—Cuando lo conocí llevaba

cuarenta y ocho días en la jaula de

cristal.—¿Sin comer? Sería un esqueleto.—Estaba muy flaco, sí. Parecía

enfermo. Pero salió de la jaula durantealgunas semanas. Lo conocí a través deun amigo. Le pregunté por qué habíadecidido ganarse la vida de ese modo.Me explicó que durante algunos añoshabía trabajado para el Gobierno, enalgo relacionado con el transporte. Perobajo el Gobierno de Hitler perdió sutrabajo.

—¿Lo despidieron por no sernacionalsocialista?

—No: renunció porque no podíaaceptar sus principios ni trabajar para

ese Gobierno. Pero tenía un hijo ynecesitaba ingresos.

—¿Un hijo?—Y necesitaba ingresos. Pero no

pudo encontrar ningún puesto que noestuviera contaminado por el Partido. Loúnico que podía hacer con integ…¿Cómo es la palabra?

—Integridad.—Sí, integridad, era ser artista del

hambre. Eso era puro. No se podíacorromper. ¿Y sabes cuántas personasvan a verlo? Millares. Millares depersonas van a verlo porque es honesto.Hay tan poca honestidad en nuestra vidaactual…

Un leve estremecimiento reveló aPaul que ella estaba temblando por elllanto.

Palabras entre amantes…

—¿Käthe?—¿Qué han hecho? —Cogió aliento

con dificultad—. ¿Qué han hecho? Nocomprendo lo que ha sucedido. Somosun pueblo amante de la música, de laconversación; gozamos al dar la puntadaperfecta en la camisa de nuestroshombres, al fregar los adoquines delcallejón hasta dejarlos limpios. Nosgusta tomar el sol en la playa deWannsee, comprar ropa y dulces para

nuestros hijos. Nos conmovemos hastalas lágrimas con la sonata Claro deluna, con las palabras de Goethe y deSchiller. Pero ahora estamos poseídos.¿Por qué? —Se le apagó la voz—. ¿Porqué? —Un momento después susurró—:Ach, temo que esa es una pregunta cuyarespuesta llegará demasiado tarde.

—Vete del país —murmuró Paul.Käthe se giró para mirarlo. Él sintió

que sus brazos fuertes, fortalecidos portanto fregar platos y suelos, seenroscaban a su cuerpo; sintió que lostalones subían hasta hallar la caraposterior de su cintura, para acercarlomás y más.

—Vete —repitió él.Los temblores cesaron. La

respiración de Käthe se tornó másregular.

—No puedo.—¿Por qué?—Este es mi país —susurró ella con

sencillez—. No puedo abandonarlo.—Pero ya no es tu país. Ahora es de

ellos. Tú lo has dicho; Tier: bestias,matones. Ha sido invadido por lasbestias. Vete. Vete antes de que lascosas empeoren.

—¿Crees que puedan empeorar?Dime, Paul, por favor. Tú eres escritor.El mundo funciona de una forma y yo de

otra. No consiste en enseñar, ni enGoethe, ni en la poesía. Tú eresinteligente. ¿Qué piensas?

—Pienso que empeorará. Debessalir de aquí en cuanto puedas.

Ella aflojó su desesperada presión.—Aun cuando quisiera hacerlo, no

puedo. Cuando me despidieron, pusieronmi nombre en una lista. Me quitaron elpasaporte. Jamás obtendré papeles parasalir. Temen que trabajemos contra ellosdesde Inglaterra o París. Por eso nosretienen.

—Ven conmigo. Yo puedo sacartede aquí.

Palabras entre amantes…

—Ven a América. —¿Acaso ella nole había oído? ¿O ya estaba decidida anegarse?—. Tenemos escuelasestupendas. Podrías enseñar. Dominasmi idioma tan bien como una americana.Ella inhaló profundamente.

—¿Qué me estás pidiendo?—Que vengas conmigo.Una risa áspera.—La mujer llora y el hombre dice

cualquier cosa para que cesen laslágrimas. Ach, ¡pero si no te conozco!

Paul respondió:—Ni yo tampoco a ti. No te estoy

proponiendo que te cases conmigo. Nodigo que vivamos juntos. Sólo digo quedebes salir de aquí cuanto antes. Y queyo puedo arreglarlo.

En el silencio que siguió a esaspalabras, Paul se dijo que no, que eso noera una declaración. Nada de eso. Peroa decir verdad, no podía por menos quepreguntarse si estaba ofreciendo algomás que ayudarla a escapar de eseterrible lugar. Claro que había tenidounas cuantas mujeres: chicas buenas,chicas malas y chicas buenas quejugaban a ser malas. De algunas habíacreído que estaba enamorado; de otrashabía tenido la certeza de estarlo. Pero

nunca había sentido por ellas lo quesentía por esa mujer, y menos despuésde haber estado juntos un tiempo tanbreve. A Marion la quería, sí, en ciertomodo. De vez en cuando pasaba lanoche con ella en Manhattan, o ella conél en Brooklyn. Compartían la cama,compartían palabras: sobre películas,sobre la longitud de las faldas para elaño siguiente, el restaurante de Luigi, lamadre de Marion, la hermana de Paul.Sobre los Dodgers. Pero no eranpalabras de amantes; ahora locomprendía. No como las queintercambiaba ahora con esa mujercompleja y apasionada.

Por fin ella negó con la cabeza,irritada:

—No, no puedo ir. ¿Cómo, dime, sime quitaron el pasaporte y los papelespara salir?

—Es lo que te digo: eso no seráproblema. Tengo contactos.

—¿De veras?—En Estados Unidos hay gente que

me debe favores. —Eso, al menos, eracierto. Pensó en Avery y Manielli, queestarían en Ámsterdam, listos paraenviarle el avión al primer aviso. Luegole preguntó—: ¿Tienes vínculos aquí?¿Tu hermana?

—Ach, mi hermana… Su marido es

leal al Partido. Ella ni siquiera se trataconmigo. Soy una vergüenza para lafamilia. —Pasado un momento añadió—: No; aquí sólo tengo fantasmas. Y losfantasmas no son motivo para quedarse,sino para partir.

Fuera, risas y gritos de borrachos.Una voz masculina cantaba, gangosa:«Cuando acaben los Juegos Olímpicos,los judíos sabrán de nuestros puñales ypistolas…». Luego, ruido de cristalesrotos. Otra canción; esta vez las voceseran varias: «Sostened alto elestandarte; cerrad filas. La SA marchacon paso firme… Abrid paso, abridpaso a los batallones pardos, que las

Tropas de Asalto limpian el país».Reconoció lo que los chicos de las

Juventudes Hitlerianas habían cantado eldía anterior, al arriar la bandera en laVilla Olímpica. La enseña roja, blanca ynegra, con la cruz gamada.

«Ach, sin duda ustedsabe…».

—Oye, Paul, ¿de verdad puedessacarme del país sin papeles?

—Sí, pero me iré pronto. Si todosale bien, mañana por la noche. O a lanoche siguiente.

—¿Cómo?

—Deja los detalles a mi cuenta.¿Estás dispuesta a partir de inmediato?

Tras un momento de silencio:—Sí. Puedo.Ella le cogió la mano para

acariciarle la palma y entrelazó losdedos a los suyos. Era, con mucho, elmomento más íntimo de aquella noche.

Paul la estrechó con fuerza; al estirarel brazo tocó algo duro bajo laalmohada. Por el tamaño y la texturacomprendió que era el volumen depoemas de Goethe que le había regaladohoras antes.

—No te…—Chist —susurró él. Y le acarició

el pelo.Paul Schumann sabía que hay

momentos entre los amantes en los quelas palabras sobran.

PARTE CUATRO

De seis, cinco en contra

Desde el domingo 26 dejulio al lunes 27 de

julio de 1936

H20

abía llegado a su despacho delAlex una hora antes, a las cinco de

la mañana, y había pasado todo esetiempo redactando penosamente eltelegrama en inglés que había compuestomentalmente en la cama, mientras yacíainsomne junto a la apacible Heidi y lafragancia de la crema de noche que ellase había puesto antes de acostarse.

Willi Kohl repasó su obra.

ESTOY SIENDO DETECTIVEJEFE INSPECTOR WILLI KOHL DEKRIMINALPOLIZEI (POLICIA DEL

CRIMEN) BERLÍN STOP BUSCAMOSINFORMACIÓN RESPECTONORTEAMERICANO POSIBLEMENTEDE NUEVA YORK AHORA EN BERLÍNPAUL SCHUMANN EN RELACIÓNHOMICIDIO STOP LLEGÓ CONEQUIPO OLÍMPICONORTEAMERICANO STOP FAVORREMITIRME INFORMACIÓN SOBREESTE HOMBRE A KRIMINALPOLIZEIALEXANDERPLATZ BERLÍNDIRIGIDO INSPECTOR WILLI KOHLSTOP MUY URGENTE STOP GRACIASSALUDOS.

Había luchado arduamente con laspalabras y la gramática. El departamentotenía traductores, pero ninguno quetrabajara en domingo, y él quería enviar

ese telegrama de inmediato. En EstadosUnidos sería más temprano; aunque noestaba seguro del huso horario,calculaba que sería cerca demedianoche. Sólo esperaba que losencargados de hacer cumplir la leytuvieran allá turnos tan largos como lamayoría de las organizaciones policialesdel mundo.

Después de leer el telegrama una vezmás decidió que, si bien tenía fallos,serviría. En una hoja aparte apuntóinstrucciones para enviarlo al ComitéOlímpico Internacional, al Departamentode Policía de Nueva York y al FBI.Luego bajó a la oficina de telégrafos.

Fue una desilusión descubrir que aún nohabía nadie allí. Regresó furioso a sudespacho.

Tras unas pocas horas de sueño,Janssen iba ya camino a la VillaOlímpica, para ver si encontraba algunaotra pista. ¿Qué otra cosa podía hacerKohl? No se le ocurría nada, salvoacosar al médico forense para que leentregara el informe de la autopsia y allaboratorio por los análisis de huellasdigitales. Claro que ellos tampocohabían llegado a sus oficinas y eraposible que, por ser domingo, noaparecieran.

La frustración se acentuaba.

Bajó la vista al telegrama escritocon tanto trabajo.

—Ach, esto es absurdo.No esperaría más: manejar un

teletipo no podía ser tan difícil. Selevantó para regresar precipitadamenteal telégrafo, decidido a esmerarsecuanto pudiera para transmitir él mismoel telegrama a Estados Unidos. Y si Latorpeza de sus dedos hacía que acabaraenviado a cien ciudadesnorteamericanas diferentes, pues bien:tanto mejor.

Ella había regresado a su propio cuarto

poco antes, a las seis de la mañana, yahora estaba de nuevo en el de Paul, conun vestido de andar por casa azuloscuro, el pelo sujeto con horquillas yun leve rubor en la cara. Él, de pie en elvano de la puerta, se limpió los restosde espuma de afeitar. Luego cerró lanavaja y la dejó caer en la manchadabolsa de lona.

Käthe había traído café y tostadas,junto con un poco de margarina pálida,queso, embutido seco y mermeladaacuosa. Cruzó el torrente de luzpolvorienta que entraba por la ventanafrontal de la sala y puso la bandeja en lamesa, cerca de la cocina.

—Listo —anunció, señalando eldesayuno con un gesto—. No hace faltaque vengas al comedor. —Le echó unamirada rápida y apartó la cara—. Tengocosas que hacer.

—Dime, ¿te la juegas entonces? —preguntó él en inglés.

—¿Qué es «jugarse»? Paul la besó.—Me refiero a lo que te propuse

anoche. ¿Sigues dispuesta a venirconmigo?

Ella colocó la vajilla en la bandeja,aunque ya parecía perfectamenteordenada.

—Me la juego. ¿Y tú?Él se encogió de hombros.

—No te habría permitido cambiar deidea. Sería Kakfif, ni pensarlo.

Ella rio. Luego frunció el entrecejo.—Sólo quiero decirte una cosa.—¿Dime?—Expreso mis opiniones muy a

menudo. —Bajó la vista—. Y conmucha pasión. Michael decía que yo eraun ciclón. Quiero decir, con respecto altema de los deportes, que podríaaprender a disfrutarlos, Paul negó con lacabeza.

—Preferiría que no.—¿No?—Si te gustaran me sentiría obligado

a disfrutar de la poesía. Ella apretó la

cabeza contra su pecho. Paul tuvo lasensación de que sonreía.

—Estados Unidos te gustará —aseguró—. Pero si no te agrada, cuandopase todo esto podrás regresar. Notienes por qué abandonar el país parasiempre.

—Ah, mi sabio escritor. ¿Crees queesto… cómo decís… se irá al demonio?

—Sí. No creo que detenten el podermucho tiempo más. —Miró el reloj.Eran casi las siete y media—. Debo ir areunirme con mi socio.

—¿Un domingo por la mañana? Ach,al fin entiendo tu secreto. Paul la mirócon una sonrisa cautelosa.

—¡Escribes sobre los sacerdotesque hacen deporte! —rio Käthe—. ¡Esees tu famoso artículo! —De inmediato seesfumó la sonrisa—. ¿Y por qué debesvolver a América tan deprisa, si hasvenido a escribir sobre deportes o sobrelos metros cúbicos de cementoutilizados para construir el estadio?

—No es que deba partir deprisa,pero en Estados Unidos me esperanvarias reuniones importantes. —Paulbebió su café rápido y comió una tostadacon embutido—. Acaba tú con lo quequeda. En este momento no tengohambre.

—Bueno. Vuelve pronto. Prepararé

el equipaje. Pero una sola maleta, creo.Si llevo muchas, tal vez en alguna se meesconda algún fantasma. —Una risa—.Ach, parezco salida de un cuento denuestro macabro amigo E. T. A.Hoffmann.

Él le dio un beso y salió de lapensión; a esa temprana hora, el calor yapintaba una capa húmeda en la piel. Trasechar una mirada a ambos lados de lacalle desierta, Paul marchó hacia elnorte y, después de cruzar el canal, seadentró en el Tiergarten, el Jardín de lasFieras.

Paul encontró a Reggie Morgan sentadoen un banco, frente al mismo estanquedonde tres años antes habían matado agolpes al amante de Käthe Richter.

Aunque era muy temprano ya habíaallí decenas de personas. Variosmontaban en bicicleta o caminaban porlos senderos. Morganse había quitado laamericana y tenía la camisaarremangada. Cuando Paul se sentó a sulado, él dio un golpecito al sobre quetenía en el bolsillo de la chaqueta.

—He conseguido la pasta sinproblemas —susurró en inglés. Acto

seguido volvieron al alemán.—¿Hicieron efectivo el cheque un

sábado por la noche? —se extrañó Paul,riendo—. Este sí que es un mundonuevo.

—¿Aparecerá ese Webber? —preguntó su compañero, escéptico.

—Claro que sí. Si hay dinero de pormedio, vendrá. Pero no sé si podrásernos útil. Anoche estuve en la calleWilhelm; hay guardias por decenas,quizá por centenares. Hacer el trabajoallí sería demasiado peligroso. Veremosqué dice Otto. Tal vez haya encontradootro lugar.

Durante un momento guardaron

silencio. Paul observaba a sucompañero, que recorría el parque conla vista. Parecía melancólico.

—Echaré mucho de menos este país—dijo. Por un momento su cara perdióla vivacidad; los ojos oscuros seentristecieron—. Aquí hay gente buena.Me resulta más buena que los parisinos,más abierta que los londinenses. Ydedican mucho más tiempo que losneoyorquinos a disfrutar de la vida. Situviéramos tiempo te llevaría alLustgarten y al Luna Park. Y me encantacaminar por aquí, por el Tiergarten. Megusta observar los pájaros. —Esopareció avergonzarlo—. Una diversión

tonta.Paul rio para sus adentros al

recordar los modelos de aviones quetenía en su estantería de Brooklyn. Latontería está muchas veces en el ojo delque mira.

—¿Te irás? —preguntó.—No puedo quedarme. Llevo

demasiado tiempo aquí. Cada día quepasa hay más posibilidades de que seproduzca un error, algún descuido quelos ponga sobre mi pista. Y después delo que vas a hacer investigarán conmucha atención a todos los extranjerosque hayamos trabajado aquí en losúltimos tiempos. Pero ya podré volver

cuando la vida retorne a la normalidad yhayan desaparecido losnacionalsocialistas.

—¿Qué harás cuando vuelvas?Morgan se animó.

—Me gustaría ser diplomático. Paraeso trabajo. Después de lo que vi en lastrincheras… —Señaló con un gesto unacicatriz de bala que tenía en el brazo—.Después de eso decidí hacer todo loposible para evitar más guerras. Lológico era ingresar en el cuerpodiplomático. Escribí al senador y él meaconsejó Berlín.

Un país en movimiento, lo definió. Yaquí estoy. Tengo la esperanza de llegar

en pocos años a oficial de enlace.Después, a embajador o cónsul. Comonuestro embajador Dodd, el que tenemosaquí. Es un genio, un verdaderoestadista. Está claro que al principio nome enviarán justamente aquí. Es un paísdemasiado importante. Podría comenzarpor Holanda. O tal vez España, cuandohaya terminado la guerra civil, desdeluego. Si queda algo de España. Francoes tan malo como Hitler. Será brutal.Pero sí, me gustaría volver aquí cuandoretorne la cordura.

Un momento después Paul vio queOtto Webber venía por el sendero, apaso lento, algo inseguro y

entrecerrando los ojos para protegerlosdel potente sol.

Aquí está.—¿Ese? Parece un Bürgermeister…

después de haber pasado la nochebebiendo. ¿Podernos confiar en él?

Webber se acercó al banco y sesentó, jadeante.

—Qué calor, qué calor. Ignorabaque pudiera hacer tanto calor por lamañana. Rara vez me levanto a estashoras. Pero los Camisas de Estiércoltampoco; podremos conversar sinpeligro. ¿Usted es el socio del señorJohn Dillinger?

—¿Qué Dillinger? —preguntó

Morgan.—Me llamo Otto Webber. —El

alemán le estrechó vigorosamente lamano—. ¿Y usted?

—Si no le molesta, prefieromantener mi nombre en reserva.

—Ach, por mí está bien. —Webberexaminó a Morgan con más atención—.Oiga, tengo pantalones buenos, varios.Puedo vendérselos baratos. Muybaratos, sí. De la mejor calidad.Importados de Inglaterra. Una de mischicas puede retocarlos para que lequeden perfectos. Ingrid, que es muyhabilidosa. Y bonita, además. Unaverdadera joya.

Morgan bajó la vista a suspantalones de franela gris.

—No, no necesito ropa.—¿Champán? ¿Medias?—Otto —intervino Paul—, creo que

la única transacción que nos interesa esaquella de la que hablábamos ayer.

—Ah, sí, señor John Dillinger. Perotengo algunas noticias que no tegustarán. Todos mis contactos informanque sobre la calle Wilhelm ha caído unvelo de silencio. Algo los ha puesto enguardia. La seguridad es más severa quenunca. Y todo esto apenas ayer. Nadietiene información sobre la persona quemencionabas.

Paul torció la cara en un gesto dedesencanto. Morgan murmuró:

—Y yo que me he pasado la nocheen vela para conseguir el dinero.

—Bien —exclamó Webber,alegremente—. Dólares, ¿verdad?

—Amigo mío —aclaró el esbeltonorteamericano en tono cáustico—, si noobtenemos resultados, usted no cobra.

—Pero la situación no esdesesperada. Aún puedo ser de utilidad.

—Continúe —lo instó Morgan,impaciente. Volvió a observar suspantalones y les sacudió una mancha depolvo.

El alemán prosiguió:

—No puedo informar dónde está elpollo, pero ¿qué diríais si os hicieraentrar en el gallinero para que pudieraisbuscarlo?

—En el… Bajó la voz.—Puedo hacerte entrar en la

Cancillería. Ernst es la envidia de todoslos ministros. Todo el mundo trata dearrimarse al Hombrecillo y conseguirdespachos en ese edificio, pero lamayoría apenas logra acercarse un poco.El hecho de que Ernst se aloje allí esmotivo de angustia para mucha gente.

Paul observó, desdeñoso:—Anoche fui a echar un vistazo.

Hay guardias por todas partes. No

podrías hacerme entrar.—Pues yo opino otra cosa, amigo

mío.—¿Cómo harías, hombre? —Paul

había vuelto al inglés, pero repitió lapregunta en alemán.

—Debemos agradecérselo alHombrecillo. Obsesionado como estácon la arquitectura, no ha hecho otracosa que renovar la Cancillería desdeque llegó al poder. Allí hay obrerossiete días a la semana. Te proporcionaréun mono, una credencial falsificada ydos pases para que puedas entrar aledificio. Uno de mis contactos está allí,es enyesador, y tiene acceso a toda la

documentación.Morgan, después de reflexionar,

asintió con la cabeza, ya menos cínico.—Mi amigo me dice que Hitler

quiere poner alfombras en todos losdespachos de los pisos importantes. Esoincluye el de Ernst. Los proveedores dealfombras están midiendo losdespachos. Algunos ya están medidos,otros no. Confiemos en que el de Ernstesté entre los últimos. Si acaso ya lo hanmedido, puedes inventar alguna excusapara hacerlo otra vez. El pase que tedaré es de una empresa famosa por lofino de sus alfombras, entre otras cosas.También te proporcionaré un metro y

una libreta.—¿Cómo sabes que ese hombre es

de confianza? —preguntó Paul.—Porque ha estado empleando

escayola barata y embolsándose ladiferencia entre el coste real y lo que elEstado le paga. Cuando se trata deconstruir la sede del poder para Hitler,eso es un crimen capital. Por eso tengocierto control sobre él; no me mentirá.Además, cree que sólo se trata de unamaniobra para reducir el precio de lasalfombras. Desde luego, le he prometidoun poco de huevo.

—¿Huevo? —repitió Morgan.A Paul le tocó servir de intérprete:

—Dinero.

«Si de su pan como, su cancióncanto».

—Dáselo de los mil dólares.—Quiero señalar que no tengo esos

mil dólares.Morgan, meneando la cabeza, hundió

la mano en el bolsillo y contó cien.—Con eso basta. Ya veis que no soy

codicioso.El norteamericano miró a Paul de

reojo.—¿No? ¡Pero si es como Göring!—Ach, lo considero un cumplido,

señor. Nuestro ministro del Aire es un

empresario muy hábil. —Webber sevolvió hacia Paul—. Ahora bien: aunquesea domingo, habrá algunos funcionariosen el edificio. Pero mi contacto me diceque serán de alto rango; en su mayoríaestarán en la parte del edificio queocupa el Führer, a la izquierda, dondeno se te permitirá el paso. A la derechase encuentran las oficinas de losfuncionarios de segundo rango; allí estáErnst. Es muy probable que no estén niellos ni sus secretarios y ayudantes.Tendrás tiempo para revisar sudespacho; con suerte hallarás su agenda,un memorándum, una anotación sobresus compromisos de los próximos días.

—No está mal —reconoció Morgan.—Tardaré una hora en prepararlo

todo. Recogeré el mono, los papeles yun camión. Os esperaré a las diez junto aesa estatua, la de la mujer de pechosgrandes. Y traeré unos pantalones parausted —añadió, dirigiéndose a Morgan—. Veinte marcos. Es muy buen precio.—Luego sonrió a Paul—. Este amigotuyo me mira de una manera muyespecial, señor John Dillinger.

Me parece que no confía en mí.Reggie Morgan se encogió de

hombros.—Pues escucha, Otto Wilhelm

Friedrich Georg Webber. —Un vistazo a

Paul—. Mi colega, aquí presente, ya teha explicado qué precauciones tomamospara asegurarnos de que no nostraiciones. No, amigo mío, aquí no setrata de confianza. Te miro así porqueme gustaría saber qué demonios les vesa mis pantalones.

En la cara del niño veía la cara deMark.

Era natural, desde luego, ver alpadre en el hijo. Pero aun así le poníanervioso.

—Ven, Rudy —dijo Reinhard Ernsta su nieto.

—Sí, Opa.Era domingo, temprano todavía; el

ama de llaves retiraba los platos deldesayuno; el sol caía sobre la mesa,amarillo como el polen. Gertrud, en lacocina, examinaba un ganso desplumadoque constituiría la cena del día. Su nueraestaba en la iglesia, encendiendo velas ala memoria de Mark Albrecht Ernst, elmismo joven que el coronel veía ahorarepetido en su nieto.

Le ató los cordones de los zapatos.Echó otra mirada a la cara del niño yvio nuevamente a Mark, aunque esta vezdetectó una expresión diferente: curiosa,perspicaz.

Era verdaderamente escalofriante.Oh, cómo echaba de menos a su hijo.Dieciocho meses atrás, Mark, a los

veintisiete años, se había despedido desus padres, su esposa y Rudy, quequedaron tras la barandilla de laestación Lehrter. Ernst le hizo el saludomilitar, el de verdad, no el fascista. Suhijo subía el tren de Hamburgo paraasumir el mando de su buque.

El joven oficial conocía muy bienlos peligros de ese navío maltrecho,pero los aceptaba de todo corazón.

Para eso están los soldados y losmarinos.

Ernst lo recordaba todos los días,

pero nunca hasta entonces había sentidosu espíritu tan cerca como en esemomento, al ver sus mismasexpresiones, tan familiares para él, en lacara del nieto, tan directa, tan confiada,tan curiosa. ¿Eran la evidencia de que elniño tenía el carácter de su padre?Dentro de una década Rudy tendría queenrolarse. ¿Dónde estaría Alemania porentonces? ¿En guerra? ¿En paz? ¿Denuevo en posesión de las tierras que lehabían robado con el Tratado deVersalles? ¿Habría desaparecido Hitler,ese motor tan poderoso que se encendíay se quemaba deprisa? ¿O estaría aún enel poder, puliendo su visión de la Nueva

Alemania? A Ernst le decía el corazónque esas cuestiones tenían tremendaimportancia. Pero no podía preocuparsepor ellas. Concentraba toda la atenciónen su deber.

Cada uno debía cumplir con sudeber.

Aunque eso significara comandar unviejo buque de entrenamiento, que nohabía sido creado para transportarpólvora y granadas; un barco cuyopolvorín, mal construido, estabademasiado cerca de la cocina, de la salade máquinas o de algún cable (nadiepodía ya saberlo). Como consecuencia,mientras la nave practicaba maniobras

de guerra en el frío Báltico, en unsegundo se convirtió en una nube dehumo acre sobre el agua; el cascodestrozado se hundió en la negrura delmar hasta llegar al fondo.

El deber…

Aunque eso significara pasarse lamitad del día batallando en lastrincheras de la calle Wilhelm si eranecesario, hasta conseguir llegar alFührer, para hacer lo que másbeneficiara a Alemania.

Ernst dio un último tirón a loscordones de Rudy, para asegurarse deque no se desataran y lo hicieran

tropezar. Luego se incorporó y bajó lavista hacia esa diminuta versión de suhijo. De pronto se dejó llevar por unimpulso, algo muy poco habitual en él.

—Rudy, hoy por la mañana debovisitar a alguien. Pero más tarde, ¿tegustaría venir conmigo al EstadioOlímpico? ¿Te apetece?

—¡Pues claro, Opa! —La cara delniño floreció en una enorme sonrisa—.Podríamos correr por las pistas.

—Eres rápido para correr.—Gunni y yo, en la escuela,

corrimos una carrera desde el roblehasta el porche. Él es dos años mayor,pero gané yo.

—Bien, bien. Entonces disfrutarásde la tarde. Vendrás conmigo y podráscorrer por las mismas pistas que usaránnuestros campeones. Así la semanapróxima, cuando veamos los Juegos,podrás decir a todos que corriste porallí. ¿Verdad que será divertido?

—Claro que sí, Opa.—Ahora debo irme. Pero vendré por

ti a mediodía.—Iré a entrenar para la carrera.—Eso, sí.Ernst entró en su estudio para

recoger varias carpetas sobre el EstudioWaltham; luego fue a la despensa enbusca de su esposa y le dijo que más

tarde se llevaría a Rudy. ¿Le quedabaalgo por hacer? Sí, sí, era domingo porla mañana, pero debía atender algunosasuntos importantes. No, no podíanesperar.

De Hermann Göring se podían decirmuchas cosas, pero nadie podía negarque era incansable.

Ese día, por ejemplo, llegó a sudespacho del Ministerio a las ocho de lamañana. En domingo, nada menos. Y enel trayecto había hecho una parada.

Media hora antes, sudandofuriosamente, había entrado en la

Cancillería y se había dirigidodirectamente hacia el despacho deHitler. Era posible que el Loboestuviera despierto… todavía. Erainsomne y a menudo se quedabalevantado hasta después del amanecer.Pero no: el Führer estaba acostado. Elguardia informó de que se había retiradoalrededor de las cinco, después deordenar que no lo molestaran.

Göring reflexionó por un momento.Luego apuntó una nota y se la dejó alguardia:

Mi Führer:He sabido de un preocupante

asunto en el más alto nivel. Podríatratarse de una traición. Están enjuego proyectos importantes parael futuro. Le transmitirépersonalmente esta informaciónen cuanto me lo permita.

Göring

Bien escogidas, las palabras.«Traición» era siempre un disparador.Al terminar la guerra, los judíos, loscomunistas, los socialdemócratas, losrepublicanos (los traidores, en unapalabra) habían vendido el país a losAliados. Y aún amenazaban con hacerde Pilatos contra el Jesús de Hitler.

¡Cómo se excitaba el Lobo cuandooía esa palabra!

«Planes futuros» era otro acierto.Cualquier cosa que amenazara conestorbar la visión que Hitler tenía delTercer Imperio recibía su inmediataatención.

Aunque la Cancillería estaba apenasa la vuelta de la esquina, para un hombrecorpulento no había sido agradablellegar hasta allí en una mañana tancalurosa. Pero Göring no tenía opción.No era posible telefonear ni enviar a unmensajero; aunque Reinhard Ernst nodominaba el juego de la intriga hasta elpunto de tener su propia red de

inteligencia para espiar a los colegas,había muchos otros a quienes les habríaencantado robar a Göring su revelaciónsobre los antecedentes judíos de LudwigKeitel para ofrecérsela al Führer comosi la hubieran descubierto ellos mismos.Por ejemplo, el mismo Goebbels, queera quien más rivalizaba con él por laatención de Hitler, lo habría hecho en unabrir y cerrar de ojos.

Ahora, ya cerca de las nueve de lamañana, el ministro fijó su atención enuna carpeta desalentadoramente grande,referida a la arianización de una granempresa química del oeste, a fin deañadirla a los Talleres Hermann Göring.

Sonó su teléfono.Su asistente atendió desde la

antesala:—Despacho del ministro Göring.Él se inclinó hacia delante para

mirar. El hombre se había cuadradomientras hablaba. Al cortar se acercó ala puerta.

—El Führer lo recibirá dentro demedia hora, señor. Göring hizo un gestode asentimiento y cruzó el despachopara sentarse a la mesa. Se sirviócomida de una bandeja muy cargada. Elasistente le llenó una taza de café,mientras el ministro del Aire hojeaba lainformación financiera de la empresa

química. Pero tenía dificultades paraconcentrarse: una y otra vez, de entre lascolumnas de números emergía la cara deReinhard Ernst, retirado de laCancillería por dos oficiales de laGestapo; la expresión del coronelpasaba de su irritante placidez habitualal desconcierto y la derrota.

Una fantasía frívola, sin duda, peroque le proporcionó una diversiónagradable en tanto devoraba un platoenorme de salchichas y huevo.

A21

medio kilómetro de los edificiosoficiales, en la calle Krausen,

había un apartamento espacioso, peropolvoriento y desordenado, que databade los tiempos de Bismarck y el káiserGuillermo. Dos hombres jóvenes,sentados ante una ornamentada mesa decomedor, llevaban horas enterasenzarzados en una discusión. El debatehabía sido largo y ardiente, pues el temaera, ni más ni menos, la supervivenciade ambos. Como sucedía a menudo enesos tiempos, en definitiva se

enfrentaban a una cuestión de confianza.¿Ese hombre los llevaría a la

salvación? ¿O serían traicionados y esacredulidad acabaría costándoles lavida?

Tinc, tinc, tinc…Kurt Fischer, el mayor de los dos

rubios hermanos, dijo:—Deja ya de hacer ese ruido.Hans tocaba con el cuchillo el plato

que contenía un corazón de manzana yalgunas cortezas de queso, restos delpatético desayuno. Continuó con eltintineo durante un momento más, pero alfin dejó el cubierto.

Su hermano le llevaba cinco años,

pero entre ellos había abismos muchomás vastos. Hans dijo:

—Podría denunciarnos por dinero.Podría denunciarnos por estar ebrio denacionalsocialismo. O porque esdomingo y se le ha antojado denunciar aalguien.

Eso era verdad, desde luego.—Y te lo pregunto una vez más, ¿a

qué tanta prisa? ¿Por qué ha de ser hoy?Me gustaría ver de nuevo a Lisa. Larecuerdas, ¿verdad? ¡Es tan hermosacomo Marlene Dietrich!

—Bromeas, ¿no? —replicó Kurt,exasperado—. Nuestra vida correpeligro y tú languideces por una chica

tetuda que conociste el mes pasado.—Podemos irnos mañana. O

después de las Olimpiadas, ¿por qué no?Habrá quienes salgan temprano de losJuegos y tiren las entradas que hancomprado para todo el día. Podemos verlos de la tarde.

Muy posiblemente ese era el quid dela cuestión: las Olimpiadas. A unmuchacho tan guapo como Hans no lefaltarían otras Lisas; esta no eraespecialmente bonita ni inteligente(aunque sí bastante fácil, según loscriterios nacionalsocialistas). Pero loque más preocupaba a Hans, si habíande huir de Alemania, era que se perdería

los Juegos.Kurt lanzó un suspiro de frustración.

Su hermano tenía diecinueve años; a esaedad muchos tenían ya puestos deresponsabilidad en el Ejército o en unoficio. Pero Hans siempre había sidoimpulsivo, soñador y también algoperezoso.

¿Qué hacer? Kurt reanudó el debateconsigo mismo, en tanto mascaba untrozo de pan seco. Hacía una semana quese les había acabado la mantequilla. Dehecho les quedaba muy poco paracomer. Pero él detestaba salir a la calle.Resultaba irónico que se sintiera másvulnerable fuera, cuando en realidad

debía de ser mucho más peligrosoquedarse en el apartamento,indudablemente vigilado de tanto entanto por la Gestapo o la SD.

Volvió a pensar que todo se reducíaa confiar o no confiar.

—¿Qué has dicho? —preguntó Hansenarcando una ceja.

Kurt meneó la cabeza. Lo habíadicho en voz alta sin darse cuenta,dirigiendo la pregunta a las únicaspersonas del mundo entero que lehabrían sabido responder con franquezay buen criterio: sus padres. PeroAlbrecht y Lotte Fischer no estaban allí.Dos meses atrás, esa pareja de

socialdemócratas pacifistas habíaviajado a Londres para asistir a uncongreso sobre la paz mundial. Perojusto antes del regreso un amigo lesadvirtió de que sus nombres figurabanen una lista de la Gestapo. La policíasecreta planeaba arrestarlos enTempelhof en cuanto llegaran. Albrechthizo dos intentos de entrarsubrepticiamente en el país para sacar alos hijos: uno, a través de Francia; elotro, por los Sudetes. Las dos veces sele negó el ingreso y la segunda estuvo apunto de ser arrestado.

Los afligidos padres se refugiaron enLondres, alojados por profesores de

ideas similares y trabajando comotraductores y maestros; habían logradohacer llegar a sus hijos varios mensajesen que los instaban a partir. Pero a losmuchachos les habían retirado elpasaporte y sellado los carnés deidentidad, no sólo por ser hijos de socisardientes y pacifistas, sino porque laGestapo también les había abiertoexpedientes. Ambos compartían lascreencias políticas de los padres;además, la policía los había visto asistira esos clubes prohibidos donde setocaba jazz y swing, la música de losnegros norteamericanos, donde laschicas fumaban y se añadía vodka ruso

al ponche; también tenían amigosactivistas.

Difícilmente se los hubiera podidotachar de subversivos. Pero no pasaríamucho tiempo antes de que losarrestaran. O de que pasaran hambre. AKurt lo habían despedido de su empleo.Hans, después de completar los seismeses obligatorios de Servicio Laboral,estaba de nuevo en casa. Había sidoexpulsado de la universidad (tambiénpor obra de la Gestapo) y, al igual quesu hermano, estaba en paro. En el futuroambos bien podían acabar mendigandoen la Alexanderplatz o la Oranienburger.

Y así había surgido la cuestión de la

confianza. Albrecht Fischer logróponerse en contacto con Gerhard Unger,un excolega de la universidad de Berlín,también soci y pacifista. No muchodespués de que los nacionalsocialistasasumieran el poder, Unger habíarenunciado a su cátedra para regresar ala empresa familiar, una fábrica dedulces. Puesto que en sus viajes cruzabaa menudo las fronteras y se oponíafirmemente a Hitler, se declaró muydispuesto a sacar a los muchachos deAlemania en uno de los camiones de lafábrica. Todas las mañanas de domingoviajaba hasta Holanda para entregar susdulces y proveerse de ingredientes. Se

pensaba que, con tantos visitantes comollegarían al país para las Olimpiadas,los guardias de frontera tendrían muchoque hacer y no prestarían atención a unvehículo comercial que abandonara elpaís en un viaje rutinario.

Pero ¿podían ellos confiarles lavida?

No había motivos visibles para nohacerlo. Unger y Albrecht eran amigos.Pensaban lo mismo. Odiaban a losnacionalsocialistas.

Pero en esos días había tantasexcusas para traicionar… «Podríadenunciarnos porque es

domingo…».

Y tras la vacilación de Kurt Fischerhabía otro motivo. El joven era pacifistay socialdemócrata sobre todo porque loeran sus padres y sus amigos, pero nuncase había metido mucho en política.Vivir, para él, era hacer excursiones apie, salir con chicas, viajar y esquiar.Pero ahora que los nacionalsocialistasdetentaban el poder, le sorprendíadescubrir dentro de sí un extraño deseode pelear contra ellos, de abrirle losojos a la gente en cuanto a laintolerancia y la malignidad de susgobernantes. Tal vez debía quedarse y

trabajar para derrocarlos.Pero tenían tanto poder, eran tan

insidiosos… y tan mortíferos…Kurt miró el reloj de la repisa.

Estaba parado. Él y Hans siempre seolvidaban de darle cuerda; antes era supadre quien lo hacía. Al verlo inmóvilse le oprimió el corazón. Sacó su relojde bolsillo para ver la hora.

—Tenemos que salir ahora mismo ollamarlo para decirle que no iremos.

Tinc, tinc, tinc… El cuchilloreanudó su trabajo de címbalo contra elplato.

Luego, un largo silencio.—Yo creo que debemos quedarnos

—dijo Hans. Pero miró con expectacióna su hermano. Aunque siempre habíaexistido cierta rivalidad entre los dos, elmenor se atenía a todas las decisionesdel otro.

«Pero mi decisión ¿será lacorrecta?». Sobrevivir…

Por fin Kurt Fischer dijo:—Vamos. Recoge tu mochila.Tinc, tinc…Mientras se cargaba la mochila al

hombro clavó en su hermano una miradadesafiante. Pero el humor de Hanscambiaba como el tiempo en primavera:de pronto se echó a reír y mostró laropa. Ambos vestían pantalones cortos,

camisas de manga corta y borceguíes.—Mira qué aspecto. Si nos pintan de

pardo pareceremos de las JuventudesHitlerianas.

Kohl no pudo evitar una sonrisa.—Hala, vamos, camarada —dijo,

utilizando con sarcasmo el término conque las Tropas de Asalto y los de lasJuventudes se referían a suscompañeros.

Sin echar una última mirada alapartamento, por miedo a romper enllanto, abrió la puerta y ambos salieronal corredor.

Al otro lado del pasillo, la señoraLutz limpiaba su felpudo; era una viuda

de guerra, corpulenta y de mejillas comomanzanas. La mujer solía mantenerseaparte, pero a veces llamaba a laspuertas de ciertos vecinos (sólo las deaquellos que respondían a sus estrictasnormas de vecindad, cualesquiera quefuesen) para obsequiarles con alguno desus maravillosos platos. Tenía a losFischer por amigos y, en el curso deesos años, les había regalado budines decarne, buñuelos de ciruela, quesocasero, pepinillos en vinagre, salchichasal ajo y fideos con callos. A Kurt lebastó verla para que se le hiciera laboca agua.

—¡Ach, los hermanos Fischer!

—Buenos días, señora Lutz.¿Trabajando ya, tan temprano?

—Han dicho hoy volverá a hacermucho calor. Ach, si lloviera un poco…

—Vaya, es mejor que nada estropeelas Olimpiadas —dijo Hans con un dejode ironía—. Tenemos muchos deseos dever los Juegos. Ella rio.

—Tontos que corren y saltan en ropainterior. ¿A quién le interesa todo eso,cuando mis pobres plantas se mueren desed? Mirad esas barbas de chivo, junto ala puerta. ¡Y las begonias! Ahoradecidme, ¿dónde están vuestros padres?¿Todavía de viaje?

—En Londres, sí. —Las dificultades

políticas del matrimonio no eran deldominio público; naturalmente, losmuchachos se resistían a mencionarlas.

—Pero si ya han pasado variosmeses. Será mejor que regresen pronto ono podrán reconoceros. ¿Adónde vais?

—De excursión. Por el Grünewald.—Ah, aquello es muy bonito. Y se

está mucho más fresco que en la ciudad.—La viuda continuó fregando condiligencia.

Mientras bajaban la escalera, Kurtechó un vistazo a su hermano y notó quehabía vuelto a ponerse mohíno.

—¿Qué te pasa?—Tú pareces pensar que esta ciudad

es el patio del infierno, pero no es así.Hay millones de personas como ella. —Señaló con la cabeza hacia arriba—.Gente buena, amable. Y ahora vamos aabandonarlos a todos, ¿para ir adónde?A un lugar donde no conocemos a nadie,donde apenas entenderemos el idioma,donde no tendremos trabajo. A un paíscon el que estuvimos en guerra haceapenas veinte años. ¿Cómo crees quenos recibirán?

Kurt no supo qué responder. Suhermano tenía razón al cien por cien. Yprobablemente había diez o doceargumentos más para quedarse.

Ya fuera miraron a ambos lados de

la caldeada calle.De las pocas personas que andaban

por allí a esas horas, ninguna lesprestaría atención.

—Vamos —dijo el mayor.Mientras marchaba por la acera se

dijo que, en cierto modo, había dicho laverdad a la señora Lutz: salían deexcursión, pero no hacia algún alberguerústico en los fragantes bosques quecrecían al oeste de Berlín, sino haciauna vida nueva, incierta, en una tierracompletamente extraña.

El zumbido del teléfono le hizo dar un

respingo.Cogió el auricular con la esperanza

de que fuera el médico forense que teníael caso del pasaje Dresden.

—Aquí Kohl.—Venga a verme, Willi.Clic.Un momento después, con el corazón

palpitando con fuerza, caminaba por elpasillo hacia el despacho de FriedrichHorcher.

¿Y ahora qué pasaba? ¿El jefe deinspectores en su despacho, una mañanade domingo? ¿Acaso Peter Kraussestaba enterado de que Kohl habíainventado aquella historia de Reinhard

Heydrich y Göttburg (el hombreprocedía en realidad de Halle) parasalvar a aquel testigo, el panaderoRosenbaum? ¿O quizá alguien habríaoído alguno de sus comentariosimprudentes a Janssen? ¿Habría órdenesde reprender al inspector por interesarsepor los judíos muertos de Gatow?

Kohl entró en el despacho deHorcher.

—¿Sí, señor?—Pase, Willi. —El jefe se levantó

para cerrar la puerta y le ofrecióasiento.

El inspector se sentó. Miraba a suinterlocutor a los ojos, como enseñaba a

sus hijos que debían hacer al tratar conalguien con quien pudieran tenerdificultades.

Se hizo el silencio. Horcher ocupónuevamente el suntuoso sillón de piel; semecía en él, jugando distraídamente conel brazalete rojo intenso que le ceñía elbíceps izquierdo. Era uno de los pocosaltos funcionarios de la Kripo que usabael suyo cuando estaba en el Alex.

—El caso del pasaje Dresden… leestá dando trabajo, ¿verdad?

—Es interesante.—Echo de menos mis tiempos de

investigación, Willi.—Sí, señor.

Horcher ordenó minuciosamente lospapeles de su escritorio.

—¿Irá a ver los Juegos?—Compré las entradas hace ya un

año.—¿Sí? Sus hijos lo estarán

deseando, ¿no?—Desde luego. Y también mi

esposa.—Ach, bien, bien. —Horcher no

había escuchado una sola de laspalabras de Kohl. Por un momento, mássilencio. Se acarició el bigote encerado,como acostumbraba hacer cuando nojugueteaba con el brazalete carmesí.Luego dijo:

—A veces es necesario hacer cosasdifíciles, Willi. Sobre todo en este tipode trabajo, ¿no le parece?

Horcher lo dijo sin mirarlo a losojos. A pesar de su preocupación, Kohlpensó: «He aquí por qué este hombre nollegará muy lejos dentro del Partido: lemolesta dar malas noticias».

—Sí, señor.—Dentro de nuestra estimada

organización hay gente que lo observa austed desde hace tiempo.

Horcher, como Janssen, no sabíamostrarse sarcástico. Era sincero aldecir «estimada», aunque dada laincomprensible jerarquía policial,

determinar a qué organización se referíaera todo un misterio. Para asombro deKohl, esta cuestión tuvo respuestacuando su jefe continuó:

—La SD ha registrado susantecedentes, aparte de la Gestapo.

Eso le heló la sangre en las venas.Todos los que trabajaban para elGobierno estaban seguros de tener unexpediente en la Gestapo; no tenerlohabría sido un insulto. Pero ¿en la SD, elservicio especial de inteligencia de laSS? Y su jefe era Reinhard Heydrich enpersona. Conque habían sabido delcuento inventado para Krauss sobre laciudad natal de Heydrich. ¡Y todo por

salvar a un panadero judío a quien nisiquiera conocía!

Con la respiración agitada y laspalmas sudorosas mojando lospantalones, Willi Kohl se limitó aasentir torpemente; ante él se desplegabaya el fin de su carrera, quizá de su vida.

—Al parecer han hablado de usteden las altas esferas.

—Sí, señor. —Ojalá no le temblarala voz. Clavó los ojos en los deHorcher, quien apartó los suyos,después de algunos segundos eléctricos,para examinar un busto de Hitler debaquelita que decoraba una mesa cercade la puerta.

—Ha salido a relucir cierto asunto.Y por desgracia no puedo hacer nada.

Desde luego, no recibiría ningunaayuda de Friedrich Horcher: el hombreno sólo formaba parte de la Kripo, elúltimo peldaño de la Sipo, sino queademás era cobarde.

—Sí, señor. ¿Qué asunto es ese?—Se desea… o se ordena, en

realidad, que usted represente a la CIPCen Londres el próximo febrero.

Kohl asintió con lentitud, a la esperade más. Pero no: al parecer esa era todala descarga de malas noticias.

La Comisión Internacional dePolicía Criminal, fundada en Viena en la

década de 1920, era una red cooperativade fuerzas policiales de todo el mundo.Compartían información sobre delitos,delincuentes y técnicas de investigacióna través de publicaciones, telegramas yradio. Alemania era uno de losmiembros; para Kohl había sido unplacer enterarse de que, aunque EstadosUnidos no lo era, enviaría al congreso arepresentantes del FBI, con miras aincorporarse.

Horcher estudiaba la superficie desu escritorio, tal como lo hacían Hitler,Göring y Himmler desde sus marcoscolgados en la pared. Kohl inspiróvarias veces para calmarse. Luego dijo:

—Sería un honor.—¿Qué honor? —exclamó su jefe,

ceñudo. Y se inclinó hacia delante paraagregar con suavidad—: Quégenerosidad la suya.

El inspector comprendió aquellamofa. Asistir al congreso sería unapérdida de tiempo. Como el caballo debatalla del nacionalsocialismo eraconstruir una Alemania autosuficiente, loúltimo que Hitler deseaba era compartirin formación con una alianzainternacional de fuerzas policiales. Noera casual que «Gestapo» fuera elacrónimo de «policía estatal secreta».

Kohl iría como figura decorativa,

sólo para salvar las apariencias. Nadiede más jerarquía se atrevería a ir:cuando un funcionario nacionalsocialistaabandonaba el país durante dossemanas, era muy posible que alregresar su puesto no estuvieraesperándole. Pero Kohl, que era unasimple abeja obrera, sin intenciones deascender por las filas del Partido, podíadesaparecer durante una quincena yregresar sin más pérdidas que diez odoce casos retrasados y algunosvioladores o asesinos en libertad, locual era una pequeñez.

Eso no era asunto de ellos, porsupuesto.

Horcher, aliviado por la reaccióndel detective, preguntó con animación:

—¿Cuándo fue la última vez quesalió de viaje, Willi?

—Heidi y yo vamos con frecuencia aWannsee y a la Selva Negra.

—Me refiero al extranjero.—Ah… pues… hace ya varios años.

A Francia. Y una vez a Brighton,Inglaterra.

—Debería llevar a su esposa aLondres.

A Horcher le bastó esa propuestapara expiar su culpa; después de unapausa razonable añadió:

—Dicen que, en esta temporada, los

pasajes de ferry y de tren son bastanterazonables. —Otra pausa—. Desdeluego, los pasajes y el alojamientocorren por nuestra cuenta.

—Cuánta generosidad.—Le repito que lamento cargarlo

con esta cruz, Willi. Al menos podrácomer y beber bien. La cerveza británicaes mucho mejor de lo que dicen. ¡Y verála Torre de Londres!

—Sí, será un placer.—Qué maravilla, la Torre de

Londres —repitió el jefe de inspectorescon entusiasmo—. Bueno, Willi, quepase un buen día.

—Buen día, señor.

A través de pasillos fantasmagóricosy lúgubres, pese a los rayos de sol quecaían sobre el roble y el mármol, Kohlregresó a su despacho, calmándose pocoa poco después del susto.

Mientras se dejaba caer en el asientoechó un vistazo a la caja de pruebas y asus notas sobre el incidente del pasajeDresden. Luego sus ojos buscaron lacarpeta puesta a un lado. Cogió elauricular del teléfono para hacer unallamada al operador de Gatow y le pidióque lo comunicara con un domicilioparticular.

—¿Sí? —respondió cautelosamentela voz de un hombre joven, que quizá no

estaba habituado a recibir llamadas enla mañana del domingo.

—¿Es usted el gendarme Raul? —preguntó Kohl. Una pausa.

—Sí.—Soy el inspector Willi Kohl.—Ah, sí, inspector. Heil Hitler. Me

ha telefoneado a casa. En domingo.Kohl rio entre dientes.—Sí, es cierto. Perdone la molestia.

Lo llamo por el informe sobre lasescenas de los crímenes de Gatow y lostrabajadores polacos.

—Perdone, señor. Es que no tengoexperiencia. Supongo que mi informeera muy deficiente comparado con los

que usted suele recibir. Y muy lejos dela calidad que han de tener los suyos.Pero hice lo que pude.

—¿Me está diciendo que el informeestá hecho? Otra vacilación, más largaque la primera.

—Sí, señor. Fue enviado alcomandante de Gendarmería Meyerhoff.

—De acuerdo. ¿Cuándo fue eso?—El miércoles pasado, si no me

equivoco. Sí, así fue.—Y él ¿ya lo ha examinado?—El viernes por la noche vi una

copia en su escritorio, señor.También había pedido que le

enviaran una a usted. Me sorprende que

aún no la haya recibido.—Bien, ya aclararé este asunto con

su superior, Raul. Dígame, ¿quedó ustedsatisfecho con lo que hizo en la escenadel crimen?

—Creo haber hecho un trabajoconcienzudo, señor.

—¿Y extrajo alguna conclusión?—Pues…—A estas alturas de la investigación

las suposiciones son perfectamenteaceptables.

El joven dijo:—¿El motivo no parecía ser el

robo?—¿Me lo pregunta a mí?

—No, señor. Le expreso miconclusión. Bueno, mi suposición.

—Bien. ¿Las víctimas tenían todassus pertenencias?

—Faltaba el dinero, pero no lesquitaron las joyas ni otros efectos.Algunos parecían ser bastante valiosos,aunque…

—Continúe.—Las víctimas conservaban esos

efectos cuando llegaron al depósito.Lamento decir que posteriormente handesaparecido.

—Eso no me interesa ni mesorprende. ¿Descubrió usted algúnindicio de que tuvieran enemigos?

¿Alguno de ellos?—No, señor, al menos en el caso de

las familias de Gatow. Gente tranquila,trabajadora, al parecer honrada. Judíos,sí, pero no practicaban su religión. Nopertenecían al Partido, desde luego,pero tampoco eran disidentes. En cuantoa los trabajadores polacos, apenas tresdías antes de morir habían venido desdeVarsovia a plantar árboles para lasOlimpiadas. Hasta donde se sabe noeran comunistas ni agitadores.

—¿Alguna otra idea?—Participaron cuanto menos dos o

tres asesinos. Observé las huellas depisadas, tal como usted me indicó. En

los dos incidentes eran las mismas.—¿El tipo de arma utilizada?—No tengo ni idea, señor. Cuando

llegué los casquillos habíandesaparecido.

—¿Cómo que habían desaparecido?—Una epidemia de asesinosconcienzudos, al parecer—. Bueno, lasbalas pueden servir de pista. ¿Recuperóusted alguna en buen estado?

—Revisé atentamente el suelo, perono hallé ninguna. —El forense debe dehaber recuperado algunas.

—Se lo pregunté, señor. Dijo que nohabía ninguna.

—¿Ninguna?

—Lo siento, señor.—Si me irrito no es contra usted,

gendarme Raul. Usted hace honor a suprofesión. Y perdóneme porincomodarlo en su casa. ¿Tiene hijos?Me ha parecido oír a un bebé. ¿Lo hedespertado?

—Es una niña, señor. Pero cuandotenga edad suficiente le contaré que hatenido el honor de que un investigadortan afamado la arrancara de sus sueños.

—Que tenga un buen día.—Heil Hitler.Kohl dejó caer el auricular en su

horquilla. Estaba confundido. Los datosde los homicidios sugerían que era una

matanza de la SS, la Gestapo o lasTropas de Asalto. Pero en ese caso sehabría ordenado inmediatamente a Kohly al gendarme que cesaran en lainvestigación, tal como había sucedidoen un caso reciente de alimentosvendidos en el mercado negro, cuando lainvestigación de la Kripo descubriópistas que apuntaban hacia el almiranteRaeder, de la Marina, y Walter vonBrauchitsch, alto oficial del Ejército.

No se les impedía continuarinvestigando el caso, pero encontrabanreticencias. ¿Cómo interpretar esaambigüedad? Era casi como si utilizaranesos asesinatos, fuera cual fuera su

causa, para incitar a Kohl como pruebade su lealtad. ¿Habría llamado elcomandante Meyerhoff a la Kripo, ainstancias de la SD, para ver si elinspector rehusaba atender un casodonde las víctimas eran judíos ypolacos? ¿Podía tratarse de eso?

Pero no, no, eso era demasiadoparanoico. Si lo pensaba era sóloporque había sabido lo del expedientede la SD sobre él.

Como no hallaba respuesta a esaspreguntas, Kohl se levantó para recorrernuevamente los pasillos silenciososhacia la sala de los teletipos, por si sehubiera producido otro milagro y su

urgente consulta a los colegas deEstados Unidos hubiera recibidorespuesta.

El maltrecho camión, caliente como unhorno, llegó a la plaza Wilhelm y aparcóen un callejón.

—¿Cómo debo dirigirme a la gente?—preguntó Paul.

—«Señor» —respondió Webber—.Di siempre «señor».

—¿No habrá mujeres?—Ach, buena pregunta, señor John

Dillinger. Sí, puede haber algunas, perono en puestos de importancia, desde

luego. Secretarias, limpiadoras,archivistas, mecanógrafas. Serán todassolteras, pues las casadas no puedentrabajar; debes decirles «señorita».

Y puedes flirtear un poco, si quieres.Es lo que cabe esperar de un obrero,pero no les parecerá extraño que no lesprestes atención, que sólo quierascumplir con tu tarea lo mejor posible yvolver a tu casa para almorzar.

—¿Llamo a las puertas osimplemente entro?

—Llama siempre —aconsejóMorgan. Webber asintió.

—¿Y debo decir «Heil Hitler»?El alemán bufó:

—Tantas veces como quieras. Nuncahan encarcelado a nadie por decirlo.

—¿Y ese saludo vuestro, con elbrazo en alto?

—Tratándose de un obrero, no esnecesario —dijo Morgan. Y recordó—:No olvides las ges. Debes suavizarlas.Habla como berlinés. Así tranquilizaráslas sospechas antes de que surjan.

En la parte trasera del sofocantecamión, Paul se quitó la ropa y se pusoel traje de mecánico que le había dadoWebber.

—Te queda bien —dijo el alemán—. Si lo quieres, puedo vendértelo.

—Otto —suspiró Paul. Examinó el

maltrecho carné de identidad, quecontenía la foto de un hombre que se leparecía—. ¿Quién es este?

—Existe un depósito, poco utilizado,donde la Weimar archivaba expedientesde soldados que lucharon en la guerra.Son millones, desde luego. De vez encuando los utilizo para falsificar pases yotros documentos. Busco una foto que separezca al comprador del documento.Las fotografías son más viejas y estángastadas, pero lo mismo sucede connuestras credenciales, puesto quedebemos llevarlas encima en todomomento. —Estudió la foto; luego, aPaul—. Esta es de un hombre que

mataron en Argonne Meuse. Según suexpediente ganó varias medallas antesde morir. Pensaban darle una Cruz deHierro. No se te ve tan mal, para estarmuerto.

Luego Webber le entregó los dospermisos de trabajo que le permitirían elacceso a la Cancillería. Paul habíadejado en la pensión su pasaporteauténtico y el ruso falsificado; tambiénhabía comprado una cajetilla decigarrillos alemanes y llevaba consigolas cerillas baratas, sin marca, de laCafetería Aria. El alemán le habíaadvertido de que lo registraríanminuciosamente a la entrada del

edificio.—Toma. —Le dio una libreta, un

lápiz y una maltrecha vara de medir.También una regla corta de acero, quepodría utilizar para abrir la cerraduradel despacho de Ernst, si era necesario.

Paul observó bien aquellos objetos.Luego preguntó a Webber:

—¿Crees que se tragarán esto?—Ach, señor John Dillinger; si lo

que buscas es certeza, ¿no te hasequivocado de oficio? —El hombresacó uno de sus puros de hojas de col.

—¿Piensas fumar eso aquí? —protestó Morgan.

—¿Dónde pretendes que lo fume?

¿En el umbral de la morada del Führer?¿Y que encienda la cerilla en el traserode un SS? —Encendido el cigarro,despidió a Paul con una inclinación decabeza—. Te esperaremos aquí.

Hermann Göring caminaba a través deledificio de la Cancillería como si fuerasu propietario.

Y así había de ser algún día; élestaba convencido.

El ministro amaba a Adolf Hitlercomo Pedro a Cristo. Pero Jesús acabóclavado a una cruz de madera y Pedro sehizo cargo de la operación.

Eso era lo que sucedería enAlemania; Göring lo sabía. Hitler erauna creación ultraterrena, única en lahistoria del mundo. Hipnótico, brillantehasta lo inexpresable. Y justamente poreso no llegaría a viejo. El mundo nopuede aceptar a los visionarios y a losmesías.

El Lobo moriría antes de quepasaran cinco años; Göring lloraría y segolpearía el pecho, atravesado por undolor agudo y sincero. Oficiaría duranteel prolongado duelo. Y luego conduciríaal país hasta el puesto que lecorrespondía: el de la nación másgrande del mundo. Hitler decía que ese

imperio duraría mil años. Pero HermannGöring guiaría su propio régimen rumboa la eternidad.

Por ahora, empero, tenía metas mássencillas: medidas tácticas paraasegurarse de ser él quien asumiera elpapel de Führer.

Terminados los huevos consalchichas, el ministro había vuelto acambiarse de ropa (normalmente lohacía cuatro o cinco veces al día).Ahora lucía un vistoso uniforme militarverde, cargado de galones, cintas ycondecoraciones, algunas ganadas,muchas compradas.

Se había vestido como para

representar un papel, pues tenía lasensación de estar cumpliendo unamisión. ¿Y su objetivo? Clavar lacabeza de Reinhard Ernst en la pared(después de todo, Göring era monteromayor del imperio).

Con la carpeta donde se establecíala herencia judía de Keitel bajo elbrazo, como si fuera un látigo, caminabapor los corredores en penumbra. Algirar en un recodo hizo una mueca dedolor: la herida de bala que habíarecibido en la entrepierna durante elPutsch de la Cervecería, en noviembredel año veintitrés. Apenas una horaantes había tomado las píldoras, que

nunca le faltaban, pero el efecto yacomenzaba a ceder. Ach, el farmacéuticodebía de haberlas hecho menos potentes.Más tarde montaría un escándalo a esehombre. Después de saludar a losguardias de la SS con una inclinación decabeza, entró en el antedespacho delFührer y sonrió al secretario.

—Ha pedido que pase usted deinmediato, señor ministro.

Göring cruzó la alfombra a grandespasos y entró en el despacho del Führer.Hitler estaba apoyado contra el bordedel escritorio, según su costumbre. ElLobo nunca podía estarse sentado yquieto. Se paseaba, se encaramaba, se

mecía, miraba por las ventanas. En esemomento bebió un sorbo de chocolate y,mientras dejaba la taza y el platillo en elescritorio, dirigió una grave inclinaciónde cabeza a alguien que estaba sentadoen el sillón de respaldo alto. Luegolevantó la vista.

—Ah, señor ministro del Aire. Pase,pase. —Levantó la nota que Göringhabía escrito algo antes—. Quierodetalles de esto. Es interesante que ustedmencione una conspiración. Parece quenuestro camarada, aquí presente,también trae noticias parecidas.

Al otro lado del gran despacho,Göring parpadeó y se detuvo

abruptamente al ver que el otro visitantedel Führer se levantaba del sillón. EraReinhard Ernst, quien lo saludó con unainclinación de cabeza y una sonrisa:

—Buenos días, señor ministro.Göring, sin prestarle atención,

preguntó a Hitler:—¿Una conspiración?—Así es —confirmó el Führer—.

Estábamos discutiendo el proyecto delcoronel, ese Estudio Waltham. Alparecer, ciertos enemigos hanfalsificado información sobre sucolaborador, el doctor profesor LudwigKeitel. Imagínese, han llegado alextremo de insinuar que el profesor tiene

sangre judía. Siéntese, Hermann, porfavor, y cuénteme qué es esa otraconspiración que ha descubierto usted.

Reinhard Ernst se decía que en todasu vida jamás podría olvidar laexpresión de la cara mofletuda deHermann Göring en aquel momento.

En esa rojiza y sonriente luna decarne los ojos expresaron unaconmoción total. Un matón derribado.

No obstante, aquel golpe no le dioningún placer a Ernst, pues en cuanto seesfumó la sorpresa su semblante reflejópuro odio.

El Führer, sin que pareciera repararen ese diálogo silencioso, dio unos

golpecitos a varios documentos quetenía en el escritorio.

—He pedido al coronel Ernstinformación sobre el estudio que estárealizando actualmente sobre nuestrosmilitares. Me lo entregará mañana…

Una penetrante mirada a Ernst, quienle aseguró:

—Por supuesto, mi Führer.—Y mientras lo preparaba

descubrió que alguien ha alteradociertos datos de los parientes del doctorprofesor Keitel y otros que trabajan parael Gobierno en Krupp, Farben,Siemens…

—Además —murmuró Ernst—, fue

una sorpresa descubrir que el asunto vamás allá. Han llegado a alterar registrosde los parientes y antepasados demuchos miembros importantes delmismo Partido. Sobre todo hanintroducido informaciones en Hamburgoy alrededores. Me pareció convenienteeliminar gran parte de lo que descubrí.—Ernst miró a Göring de arriba abajo—. Algunas de esas mentiras se referíana gente que ocupa cargos bastante altos.Insinúan vínculos con judíos hojalateros,existencia de hijos bastardos y cosasasí.

Göring frunció el entrecejo.—Terrible. —Tenía los dientes

apretados; estaba furioso, no sólo por laderrota, sino por la insinuación de Ernsten cuanto a que también en el pasado delministro del Aire podía haber ancestrosjudíos—. ¿Quién puede haber hechosemejante cosa? —Y comenzó ajuguetear con la carpeta que traía.

—¿Quién? —Murmuró Hitler—. Loscomunistas, los judíos, lossocialdemócratas. Últimamente mepreocupan también los católicos. Nodebemos olvidar que se oponen anosotros. Es fácil bajar la guardia,puesto que compartimos con ellos elodio por los judíos. Pero quién sabe…Tenemos muchos enemigos.

—Sí, desde luego. —Göring echóotra mirada a Ernst, quien preguntó sipodía servirle café o chocolate—. No,gracias, Reinhard —fue la respuestaglacial.

En su vida de soldado Ernst habíaaprendido muy temprano que, de todaslas armas del arsenal militar, la másefectiva era una buena información.Insistía en saber exactamente qué setraía el enemigo entre manos. Habíacometido un error al pensar que losespías de Göring no controlaban lacabina telefónica instalada a variascalles de la Cancillería. A través de esedescuido suyo, el ministro del Aire

había descubierto el nombre del coautordel Estudio Waltham. Por suerte Ernst,aunque parecía ingenuo en el arte de laintriga, tenía buenos colaboradoresinstalados en lugares en que le eran muyútiles. El hombre que lo informabaregularmente sobre lo que sucedía en elMinisterio del Aire le había advertido lanoche anterior, después de recoger delsuelo un plato roto lleno de espaguetis,que Göring había desenterradoinformación sobre la abuela de Keitel.

Disgustado por verse forzado a esejuego, pero consciente del peligromortal que presentaba la situación, Ernstfue inmediatamente en busca de Keitel.

El doctor-profesor suponía que elparentesco judío de su abuela eraverdad, pero llevaba años sin mantenerrelaciones con esa rama de la familia.Ambos habían dedicado horas enteras,esa noche, a crear documentosfalsificados donde se insinuaba quecomerciantes y funcionarios delGobierno, de pura sangre aria, teníanraíces judías.

La única parte difícil de esaestrategia era asegurarse de llegar aHitler antes que Göring. Pero una de lastécnicas bélicas que Ernst cultivaba alplanificar la estrategia militar era lo quedenominaba «ataque relámpago».

Consistía en actuar con tanta celeridadque el enemigo no tuviera tiempo parapreparar una defensa, aunque fuera máspoderoso que uno. A primera hora de lamañana, el coronel se había abierto pasohasta el despacho del Führer parapresentarle su propia conspiración ymostrar las falsificaciones.

—Llegaremos al fondo de esto —dijo Hitler. Y se apartó del escritoriopara servirse más chocolate caliente ycoger varias zwiebacken de un plato—.Y ahora, Hermann, ¿qué decía usted ensu nota? ¿Qué es lo que ha descubiertousted?

El hombrón miró a Ernst con una

sonriente inclinación de cabeza,negándose a reconocer la derrota. Luegomeneó la cabeza, con el ceño muyfruncido, y dijo:

He sabido que en Oranienburg hayinquietud. Falta de respeto por losguardias. Me preocupa que hayaposibilidad de rebeliones.Recomendaría aplicar represalias.Enérgicas represalias.

Eso era absurdo. Ese campo deconcentración, rebautizadoSachsenhausen, se estabareconstruyendo ampliamente con manode obra esclava y era completamenteseguro; no existía la menor posibilidad

de que hubiera rebeliones. Losprisioneros eran como animalesenjaulados y sin garras. Los comentariosde Göring sólo tenían una finalidad:venganza; quería depositar la muerte depersonas inocentes a los pies de Ernst.

Mientras Hitler reflexionaba, elcoronel dijo con tranquilidad.

—No sé gran cosa sobre ese campo,mi Führer, y el ministro del Aire tienerazón: debemos asegurarnos de que nohaya ninguna disensión.

—Pero… percibo cierta vacilación,coronel —observó Hitler.

Ernst se encogió de hombros.—Sólo me decía que tal vez sería

mejor aplicar esas represalias despuésde las Olimpiadas. Al fin y al cabo esecampo no está lejos de la VillaOlímpica. Con tanto periodistaextranjero en la ciudad, sería muymolesto que se filtraran noticias. Se meocurre que sería mejor ocultar en loposible la existencia de Oranienburghasta más adelante.

La idea no agradó a Hitler; Ernst lonotó inmediatamente. Pero antes de queGöring pudiera protestar, el Führerdijo:

—Estoy de acuerdo. Dentro de uno odos meses nos ocuparemos de eseasunto.

Ernst esperaba que, por entonces ély Göring se hubieran olvidado deaquello.

—Pero el coronel ha traído buenasnoticias, Hermann. Los británicos hanaceptado por completo nuestras cuotasde buques de combate y submarinos,según el tratado del año pasado. El plande Reinhard ha tenido éxito.

—Qué suerte —murmuró Göring.—¿Esa carpeta contiene algo que yo

deba atender, ministro del Aire? —Losojos del Führer, a los que rara vez seles escapaba algo, se desviaron hacialos documentos que el hombrón traíabajo el brazo.

—No, señor, nada.El Führer se sirvió más chocolate y

se acercó a la maqueta del EstadioOlímpico.

—Vengan a ver los nuevosañadidos, caballeros. Son muy bonitos,¿no les parece? Elegantes, diría yo. Megusta el estilo moderno. Mussolini creeque lo inventó él. Pero es un ladrón,desde luego, como todos sabemos.

—Desde luego, mi Führer dijoGöring.

Ernst también murmuró unaspalabras de aprobación. Los ojosdanzarines de Hitler se parecían a los deRudy en la playa, el año anterior, al

mostrar a su Opa un complejo castillode arena que había construido.

—Dicen que hoy podría refrescar.Ojalá sea así, pues tenemos una sesiónde fotos. ¿Vendrá de uniforme, coronel?

—Creo que no, mi Führer. Despuésde todo, ahora soy un simple funcionariocivil. No quiero parecer ostentoso encompañía de mis distinguidos colegas.

—Ernst, con algún esfuerzo,mantuvo la vista fija en la maqueta delestadio en vez de desviarla hacia elelaborado uniforme de Göring.

El despacho del plenipotenciario para la

Estabilidad Interior (así rezaba elletrero pintado en severos caracteres)estaba en el tercer piso de laCancillería. En esa planta lasrenovaciones parecían en buena parteacabadas, aunque en el aire pendía unfuerte olor a pintura, escayola y barniz.

Paul había entrado en el edificio sindificultad, aunque fue minuciosamenteregistrado por dos guardias de uniformenegro, armados con rifles provistos debayonetas. Los papeles de Webberpasaron la inspección, pero en el tercerpiso fue nuevamente detenido ycacheado.

Esperó a que una patrulla hubiera

desaparecido por el pasillo para tocarrespetuosamente en el cristal de lapuerta que conducía al despacho deErnst.

No hubo respuesta.Probó el pomo; no estaba cerrado

con llave. Cruzó la antesala a oscurasrumbo a la puerta que conducía aldespacho privado de Ernst. De pronto sedetuvo, alarmado por la posibilidad deque el hombre estuviera allí, puesto quepor debajo de la puerta se veía una luzintensa. Pero tocó otra vez y no oyónada. Al abrir descubrió que el fulgor sedebía al sol: la oficina daba al este y laluz de la mañana entraba en la

habitación con encarnizamiento. Decidióno cerrar la puerta; probablementehacerlo iba contra las reglas y, si losguardias hacían la ronda, seríasospechoso.

Lo primero que lo impresionó fue loatestado que estaba el despacho depapeles, folletos, planillas de cuentas,informes, mapas, cartas. Cubrían todo elescritorio de Ernst y la gran mesa delrincón. En los estantes había muchoslibros, casi todos sobre historia militar;parecían dispuestos en ordencronológico, a partir de Las guerras delas Galias de César. Considerando loque Käthe le había dicho sobre la

censura alemana, le sorprendió ver allílibros de y sobre norteamericanos eingleses: Pershing, Teddy Roosevelt,Lord Cornwallis, Ulysses S. Grant,Abraham Lincoln, Lord Nelson.

Había una chimenea, que esa mañanaestaba vacía y prístina, desde luego. Enla repisa de mármol blanco y negro seveían condecoraciones de guerra, unabayoneta, banderas de combate, fotos deErnst, más joven y de uniforme, con unhombre fornido de bigote feroz y cascocon pinchos.

Paul abrió su libreta, en la cualhabía esbozado diez o doce planos de lahabitación; luego recorrió el perímetro

del despacho, lo dibujó y añadió lasdimensiones. No se molestó en utilizarla vara de medir: no necesitabaexactitud, sino credibilidad. Echó unvistazo al escritorio. Había allí variasfotos enmarcadas del coronel con sufamilia; otras, de una morena bonita,probablemente su esposa, y de un trío:un joven de uniforme con los queparecían ser su esposa y su hijopequeño. También había dos de esamisma joven con el niño, más recientesy tomadas con varios años de diferencia.

Paul apartó la vista de las fotos paraleer someramente las docenas depapeles que cubrían el escritorio.

Cuando estaba a punto de excavar en unade esas pilas se detuvo: había captadoun ruido… o quizá la ausencia de ruido.Sólo una atenuación de los ruidossueltos que flotaban en derredor. Deinmediato se dejó caer de rodillas ypuso la vara de medir en el suelo. Luegocomenzó a llevarla de un lado a otro.Levantó la vista hacia el hombre queentraba a paso lento, mirándolo concuriosidad.

Las fotografías de la repisa y las deMax, el contacto de Morgan, databan devarios años atrás, pero sin duda algunael hombre que tenía de pie ante sí eraReinhard Ernst.

22

—Heil Hitler —dijo Paul—.Perdóneme si lo molesto, señor.

—Heil —respondió el hombre sinenergía—. ¿Quién es usted?

—Soy Fleischman. He venido atomar las medidas para las alfombras.

—Ah, las alfombras.Otra figura echó un vistazo dentro:

un guardia corpulento, de uniformenegro. Pidió a Paul sus credenciales y,después de leerlas con atención, regresóal antedespacho y acercó una silla a lapuerta.

Ernst preguntó.—¿Y qué medidas tiene este cuarto?—Nueve y medio por ocho metros.

—A Paul se le aceleró el corazón: habíaestado a punto de decir «yardas».

—Yo habría dicho que era másgrande.

—Claro que es más grande, señor.Me refería al tamaño de la alfombra.Por lo general, cuando el suelo es demadera tan fina como esta, nuestrosclientes quieren dejar un borde a lavista.

Ernst miró el roble del suelo comosi nunca lo hubiera visto. Después dequitarse la americana y colgarla del

perchero, se sentó en el sillón y se frotólos ojos. Por fin se inclinó hacia delantey se puso las gafas para leer unosdocumentos.

—¿Trabaja en domingo, señor? —preguntó Paul.

—Igual que usted —respondió Ernst,riendo, pero sin levantar la vista.

—Es que el Führer está ansioso poracabar con la remodelación del edificio.

—Sí, es verdad.Mientras se inclinaba para medir un

pequeño apartadizo, Paul le echó unamirada de reojo; reparó en la cicatriz dela mano, las arrugas que le rodeaban laboca, los ojos enrojecidos y la actitud:

era la de quien tiene un millar de ideasmadurando en la mente, la de quien llevaun millar de cargas.

Hubo un leve chirrido: Ernst habíagirado la silla hacia la ventana y seestaba quitando las gafas. Parecíadevorar el brillo y el calor del sol, conplacer, pero también con un dejo depena, como si estuviera habituado alaire libre y no disfrutara de los deberesque lo mantenían atado al escritorio.

—¿Hace mucho tiempo que trabajaen esto, Fleischman? —preguntó sinvolverse.

Paul se puso de pie, con la libretaapretada contra el costado.

—Desde siempre, señor. Desde laguerra.

Ernst continuaba disfrutando del sol,algo reclinado en la silla y con los ojoscerrados. Paul se acercósilenciosamente a la repisa. La bayonetaera larga. Estaba opaca y no había sidoafilada en tiempos recientes, pero aúnpodía matar.

—¿Y le gusta? —preguntó Ernst.—Me va bien.Podía arrebatar de allí esa arma

espeluznante, acercarse al hombre pordetrás y matarlo en un segundo. Teníaexperiencia en armas blancas. Usar unpuñal no es como las escenas de esgrima

que uno veía en las películas de DouglasFairbanks. El acero es sólo unamortífera extensión del puño. El buenboxeador también es bueno con elcuchillo.

Tocar el hielo…

Pero ¿qué hacer con el guardiaapostado ante la puerta? Ese hombretambién tendría que morir. Paul nuncamataba a los guardaespaldas de susdespachados; ni siquiera se ponía ensituaciones donde quizá debiera hacerlo.Podía matar a Ernst con la bayoneta yluego desmayar al guardia de un golpe.Pero con tantos soldados como había

por allí, alguien podía oír el alboroto;entonces lo arrestarían. Además teníaórdenes de que la muerte fuera pública.

—Le va bien —repitió Ernst—. Unavida sencilla, sin conflictos nidecisiones difíciles.

Sonó el teléfono. El coronel atendió.—¿Diga…? Sí, Ludwig, la reunión

resultó ventajosa para nosotros… Sí,sí… Oye, ¿has conseguido algunosvoluntarios? Ach, bien… Pero quizá doso tres más… Sí, nos veremos allí.Buenas tardes.

Al cortar la comunicación miró aPaul; luego hacia la repisa.

—Son algunos recuerdos míos. A

juzgar por los militares con los que hetratado toda mi vida, somos comourracas cuando se trata de acumular estetipo de objetos. En casa tengo muchosmás. ¿No es raro que nos gusteconservar recuerdos de hechos tanhorrendos? A veces me parece unalocura. —Echó un vistazo al reloj de suescritorio—. ¿Ha terminado,Fleischman?

—Sí, señor.—Tengo trabajo que hacer a solas.—Perdone la molestia, señor. Heil

Hitler.—Oiga, Fleischman…Paul se volvió desde la puerta.

—Usted es hombre de suerte. Esmuy raro que las obligacionesconcuerden con las circunstancias y elpropio carácter.

—Supongo que sí, señor. Buenosdías.

—Sí. Heil Hitler. Salió al pasillo.Con la cara y la voz de Ernst

grabados en la mente, Paul bajó laescalera, la vista fija adelante, a pasolento, pasando invisiblemente entrehombres de uniforme negro o gris, detraje, con ropas de trabajo. Y pordoquier, los ojos severos,bidimensionales, que lo miraban desdelos cuadros colgados en las paredes: la

trinidad cuyos nombres se leían en lasplacas de bronce:

A. Hitler, H. Göring y P J.Goebbels.

Ya en la planta baja giró hacia larefulgente entrada principal que daba ala calle Wilhelm; sus pisadas resonabancon fuerza. Webber le había conseguidobotas usadas; eran un buen toque final aldisfraz, pero una de las tachuelasasomaba a través del cuero yrepiqueteaba audiblemente a cada paso,por mucho que Paul torciera el pie.

Estaba a quince metros de laentrada, que era un estallido de sol

rodeado por un halo.Diez metros. Tap, tap, tap . Cinco

metros.Ya veía el exterior: torrentes de

coches que pasaban por la calle.Tres metros.

Tap… tap…

—¡Alto, usted!Paul se detuvo en seco. Al girar vio

a un hombre de mediana edad, deuniforme gris, que se acercaba a grandespasos.

—Ha bajado por esa escalera. ¿Dedónde viene?

—Sólo estaba…

—Sus documentos.—Estaba tomando medidas para las

alfombras, señor —explicó Paul,mientras desenterraba de su bolsillo lospapeles de Webber.

El de la SS les echó una miradarápida, lo comparó con la foto y leyó laorden de trabajo. Luego cogió la vara demedir que Paul llevaba en la mano,como si fuera un arma. Por fin ledevolvió la orden de trabajo.

—¿Dónde está su permiso especial?—¿Qué permiso especial? No sabía

que fuera necesario.—Para el acceso a los pisos altos,

sí.

—Mi jefe no me ha dicho nada.—Eso no es asunto nuestro. Para ir

más allá de la planta baja se requiere unpermiso especial. ¿Su carné del Partido?

—Eh… no lo he traído.—¿No es miembro del Partido?—Claro que sí, señor. Soy un

nacionalsocialista de ley, se lo aseguro.—Si no trae el carné del Partido no

es nacionalsocialista de ley.El oficial lo revisó; luego hojeó la

libreta y echó un vistazo a los bocetos ylas medidas de las habitaciones.Meneaba la cabeza. Paul dijo:

—Dentro de unos pocos días tendréque venir otra vez, señor. Entonces le

traeré ese permiso especial y el carnédel Partido. —Y añadió—: Podríaaprovechar la ocasión para medirtambién su despacho.

—Mi despacho está en la partetrasera de la planta baja. Un sectordonde no se harán renovaciones —aclaró, agrio, el oficial de la SS.

—Mayor razón para tener una buenaalfombra persa. Casualmente tenemosmás de las que se necesitan. Es una penaque vayan a pudrirse en algún depósito.

El hombre reflexionó. Luego echó unvistazo a su reloj.

—No tengo tiempo para continuarcon este asunto. Soy el subjefe de

Seguridad Schechter. Encontrará midespacho bajando la escalera, a laderecha. Mi nombre está en la puerta.Hala, váyase. Pero no olvide traer elpermiso especial cuando regrese, si noquiere acabar en la calle PríncipeAlbrecht.

Mientras los tres hombres sealejaban a buena velocidad de la plazaWilhelm, a poca distancia sonó unasirena. Paul y Reggie Morgan,intranquilos, miraron por las ventanillasdel camión, que apestaba a sudor y colquemada. Webber se echó a reír.

—Tranquilos. Es una ambulancia. —Un momento después apareció una

rodeando la esquina—. Conozco elruido de todos los vehículos oficiales.Es algo que resulta muy útil en Berlín enestos tiempos.

Pasados algunos segundos Paul dijoen voz baja:

—Lo he visto personalmente.—¿A quién? —preguntó Morgan.—A Ernst.El otro dilató los ojos.—¿Estaba allí?—Ha entrado en el despacho un

momento después que yo.—Ach, ¿qué hacemos? —Exclamó

Webber—. No podemos entrar de nuevoen la Cancillería. ¿Cómo haremos para

saber dónde encontrarlo?—Pero si ya lo sé —dijo Paul.—¿Sí? —inquirió Morgan.—Antes de que llegara he tenido

tiempo de echar un vistazo a suescritorio. Hoy irá al estadio.

—¿A qué estadio? En la ciudad haymuchos.

—El Estadio Olímpico. He visto unmemorándum. Hitler quiere que los altosdignatarios del Partido se fotografíenallí. —Echó un vistazo al reloj de unatorre cercana—. Pero sólo dispongo deunas pocas horas para instalarme en ellugar. Creo que necesitaremosnuevamente tu ayuda, Otto.

—Ach, puedo hacerte entrar dondequieras, señor John Dillinger. Yo hagolos milagros… y vosotros pagáis. Poreso nos llevamos tan bien, claro. Apropósito: mis dólares, por favor. —Dejó que la transmisión del vehículochillara en segunda para extender lamano derecha, con la palma haciaarriba, hasta que Morgan puso allí elsobre.

Un momento después Paul cobróconciencia de que Morgan lo miraba.

—¿Cómo es Ernst? —preguntó—.¿Se nota que es el hombre más peligrosode Europa?

—Fue cortés. Estaba preocupado. Y

cansado. Y triste.—¿Triste? —repitió Webber.Paul asintió con un gesto. Recordaba

los ojos del hombre, vivaces pero con elpeso de la responsabilidad; eran losojos de alguien que espera pasar porpruebas difíciles.

El sol al fin se pone…

Morgan miró de reojo las tiendas,los edificios, las banderas de la ampliaavenida Unter den Linden.

—¿Eso dificulta las cosas?—¿Que si las dificulta?—Haberlo conocido, ¿te hará

vacilar cuando llegue el momento de…

hacer aquello para lo que has venido?¿Cambia las cosas?

Paul Schumann habría deseadoresponder que sí. Que ver a alguien decerca, hablar con él, derretía el hielo,hacía que dudara en quitarle la vida.Pero respondió con la verdad:

—No, no cambia nada.

Sudaban por el calor y Kurt Fischer,cuanto menos, también por el miedo.

Los hermanos estaban ahora a doscalles de la plaza donde se encontraríancon Unger, el hombre que los sacaría deese país medio hundido para reunirlos

con sus padres.El hombre al que confiaban la vida.Hans se agachó para recoger una

piedra y la lanzó a las aguas del canalLandwehr.

—¡No! —susurró Kurt con aspereza—. No llames la atención.

—Tranquilízate, hermano. Esto nollama la atención.

Lo hace todo el mundo. Madre mía,qué calor hace. ¿No podemos detenernosa por una cerveza?

—Ach, ¿crees que vamos devacaciones? —Kurt miró en derredor.No había mucha gente. Aún eratemprano, pero el calor ya era intenso.

—¿Alguien nos sigue? —preguntó suhermano con cierta ironía.

—¿Quieres quedarte en Berlín?¿Has considerado las cosas?

—Sólo sé que si abandonamos lacasa no volveremos a verla.

—Y si no la abandonamos novolveremos a ver a mamá y a papá.Probablemente no volveremos a ver anadie.

Hans, ceñudo, recogió otra piedra.En esa ocasión logró hacerla rebotartres veces.

—¡Hala! ¿Has visto?—Date prisa.Giraron hacia una calle de mercado,

donde los vendedores estaban instalandosus puestos. Había varios camionesaparcados en las calzadas y las aceras.Estaban cargados de rábanos,remolachas, manzanas, patatas, truchasde canal, carpas, aceite de bacalao.Naturalmente, no se veían los productosde mayor demanda, como carne, aceitede oliva, mantequilla y azúcar. Aun asíla gente ya estaba haciendo cola paraconseguir las cosas mejores o siquieralas menos desagradables.

—Mira, allí está. Kurt cruzó la calleen dirección a un viejo camión aparcadoa un lado de la plaza. Un hombre derizos castaños, apoyado contra él,

fumaba y leía un periódico. Al levantarla vista vio a los muchachos y asintiósutilmente con la cabeza. Luego arrojóel periódico a la cabina del camión.

Todo se reduce a una cuestiónde confianza.

Y a veces no se produce eldesencanto: Kurt había pensado que elhombre podía no aparecer.

—¡Señor Unger! —dijo al llegar. Seestrecharon calurosamente la mano—.Le presento a mi hermano Hans.

—Ach, cómo se parece a su padre.—¿Usted vende chocolate? —

preguntó el chico, mientras observaba el

camión—Fabrico y vendo dulces. Antes era

profesor, pero eso ya no es lucrativo. Eldeseo de aprender y la necesidad deenseñar es esporádico, pero comerdulces es constante y no hay peligropolítico. Ya hablaremos de eso. Ahoradebemos salir de Berlín. Podéis viajarconmigo en la cabina, pero cuando nosacerquemos a la frontera entraréis en unespacio que hay en la parte trasera. Endías como este llevo hielo para impedirque se derrita el chocolate; estaréistendidos bajo tablas cubiertas de hielo.Pero no temáis, que no moriréiscongelados. He abierto agujeros en el

flanco del camión para que entre unpoco de aire caliente. Cruzaré lafrontera como todas las semanas.Conozco a los guardias; les regalochocolate y nunca me revisan.

Unger fue hacia la parte trasera delcamión para cerrar las puertas.

Hans subió a la cabina y se puso aleer el periódico. Kurt se enjugó lafrente y giró para echar una últimamirada a la ciudad en la que habíapasado toda su vida.

El calor, la potencia del sol, hacíanque pareciera Italia; le hizo pensar en unviaje a Bolonia que habían hechocuando su padre impartió un curso de

quince días en aquella antiguauniversidad.

Cuando el joven iba a subir junto asu hermano, la multitud dejó escapar unaexclamación colectiva.

Kurt se quedó inmóvil, con los ojosmuy abiertos.

Tres coches negros se detuvieronbruscamente rodeando el camión deUnger. De ellos bajaron seis hombrescon el uniforme negro de la SS.

—¡No!—¡Huye, Hans! —gritó Kurt. Pero

dos de los SS corrieron al lado delpasajero y, después de abrirviolentamente la portezuela, tiraron de

su hermano para sacarlo a la calle. Él seresistió hasta que uno lo golpeó en elvientre con una cachiporra. Hans lanzóun chillido y rodó por el suelo,apretándosela tripa. Los soldados lolevantaron por la fuerza.

—¡No, no, no! —exclamó Unger.Tanto él como Kurt fueron empujadoscontra el flanco del camión.

—¡Papeles! Vaciad los bolsillos.Los tres cautivos hicieron lo que se

les ordenaba.—Los Fischer —dijo el comandante

al ver los carnés de identidad, indicandocon un gesto que los reconocía. Unger,con lágrimas en las mejillas, dijo a Kurt:

—No os he traicionado. ¡Te lo juro!—No, no ha sido él —dijo el oficial

de la SS. Luego desenfundó su Luger, laamartilló y disparó al profesor en lacabeza.

Unger cayó a la acera. Kurt ahogóuna exclamación de horror.

—Ha sido ella —añadió el de la SS,señalando con la cabeza a una mujeronamadura, asomada a la ventanilla delvehículo oficial. Ella, con la vozcargada de furia, increpó a losmuchachos:

—¡Traidores! ¡Cerdos!Era la señora Lutz, la viuda de

guerra que vivía en el mismo piso, la

mujer que acababa de desearles un buendía.

Horrorizado, fija la vista en elcuerpo sin vida de Unger, que manabasangre copiosamente, Kurt oyó su gritoapasionado:

—¡Cerdos desagradecidos! Os heestado observando. Bien sé lo quehabéis hecho, quién ha estado en vuestroapartamento. Apunto todo lo que veo.¡Habéis traicionado a nuestro Führer!

El comandante de la SS la miró conuna mueca de irritación.

Luego hizo un gesto a un oficial másjoven, quien la empujó hacia el interiordel coche.

—Hace tiempo que os tenemos en lalista.

—¡Pero si no hemos hecho nada! —Susurró Kurt, sin poder apartar los ojosdel charco carmesí que crecía junto aUnger—. Nada, lo juro. Sólo tratábamosde reunirnos con nuestros padres.

—Escapar ilegalmente del país,pacifismo, actividades contra elPartido… Son todos delitos capitales.

Tiró de Hans para acercarlo y leapuntó a la cabeza con la pistola. Elmuchacho gimoteó:

—No, por favor, no…Kurt se adelantó velozmente. Un

guardia lo golpeó en el vientre. Doblado

por la mitad, vio que el comandanteapoyaba la pistola contra la nuca de suhermano.

—¡No!El comandante entrecerró los ojos y

se inclinó hacia atrás para evitar elrocío de sangre y carne.

—¡Por favor, señor!Pero otro oficial susurró:—Esas órdenes que tenemos, señor.

Moderación durante las Olimpiadas. —Señaló con la cabeza a la multitud quese había reunido a mirar en el mercado—. Allí podría haber extranjeros, quizáperiodistas.

El comandante vaciló un instante.

Luego murmuró, impaciente:—De acuerdo. Llevadlos a la Casa

Columbia.Aunque se prefería el campo de

Oranienburg, más implacable en sueficiencia y menos visible, la CasaColumbia era todavía la cárcel másfamosa de Berlín. El hombre apuntó alcadáver con un gesto.

—Y arrojad eso en cualquier parte.Averiguad si está casado. En ese casoenviad a su mujer la camisaensangrentada.

—Sí, señor. ¿Con qué mensaje?—El mensaje será la camisa.El comandante enfundó la pistola y

volvió a su coche, desviando una brevemirada hacia los hermanos Fischer. Peroen realidad no los vio; era como si yahubieran muerto.

—¿Dónde estás, Paul Schumann?Tal como el día anterior («¿Quién

eres?»), Willi Kohl hizo esa pregunta envoz alta, lleno de frustración, sinesperanzas de respuesta inmediata. Elinspector había creído que, al conocer elnombre del homicida, se aceleraría lasolución del caso. Pero no era así.

No había recibido respuesta del FBIni de la Comisión Internacional

Olímpica. Sólo un breve mensaje delDepartamento de Policía de Nueva Yorkdiciendo que se ocuparían del asuntocuando fuera «practicable».

No era una palabra con la que Kohlestuviera familiarizado, pero arrugó elentrecejo al ver lo que decía eldiccionario inglés-alemán de sudepartamento. Durante el último añohabía percibido cierta reticencia de lapolicía norteamericana en cuanto acooperar con la Kripo. Eso se debía enparte a la antipatía que despertaba enEstados Unidos el nacionalsocialismo,pero también podía arraigar, según creíaél, en el secuestro del bebé Lindbergh.

Bruno Hauptmann, detenido por lapolicía alemana, se había fugado aAmérica y asesinado al niño.

Kohl envió un segundo y brevetelegrama, en su vacilante inglés, paradar las gracias a la policía neoyorquinay recordarles la urgencia del asunto.Había puesto sobre aviso a los guardiasde frontera para que detuvieran aSchumann si intentaba abandonar elpaís, pero la orden llegaría sólo a lassalidas principales.

La segunda visita de Janssen a laVilla Olímpica también había resultadoinfructuosa. Paul Schumann no teníaningún vínculo oficial con el equipo

norteamericano. Había llegado a Berlíncomo escritor sin afiliación conocida, ynadie lo había visto desde queabandonara la Villa Olímpica, el díaanterior, ni se sabía dónde podía estar.

Su nombre no figuraba entre losrecientes compradores de municionesLargo ni de pistolas Modelo A, pero esono era ninguna sorpresa, puesto quehabía llegado el viernes.

Kohl, meciéndose hacia atrás en lasilla, revisó la caja de pistas y suspropias notas. Al levantar la vista vio aJanssen en el vano de la puerta; charlabacon otros ayudantes y aspirantes ainspector.

Willi, ceñudo, miró aquel ruidosoklatch de café. Los jóvenes lepresentaron sus respetos:

—Heil Hitler—Heil, inspector Kohl.—Sí, sí.—Vamos a la conferencia. ¿Viene

usted?—No —murmuró él—. Tengo

trabajo.Desde la ascensión al poder del

Partido, en el año treinta y tres, todas lassemanas había en el salón de asambleasuna charla de una hora sobre la doctrinanacionalsocialista. Eran obligatoriaspara todos los oficiales de la Kripo,

pero el poco entusiasta Willi Kohl raravez asistía. La última que la habíaescuchado, dos años atrás, se titulaba«Hitler, el pangermanismo y las raícesdel cambio social fundamental». Sehabía dormido.

—Puede venir el Führer Heydrichen persona.

—No es seguro —añadió otro conentusiasmo—, pero podría venir. ¿Osimagináis? ¡Estrecharle la mano!

—Como ya he dicho, tengo trabajo.—Kohl miró más allá de esas carasjuveniles y excitadas—. ¿Quénovedades tiene, Janssen?

—Buenos días, inspector —saludó

uno de los jóvenes oficiales, eufórico. Ytodos se alejaron ruidosamente por elpasillo.

Kohl fijó una mirada ceñuda en suasistente, que hizo una mueca desufrimiento.

—Perdone, señor. Se pegan a míporque estoy pegado a…

—¿A mí?—Pues sí, señor.El inspector señaló con la cabeza el

lado por donde se había ido el grupo—¿Son miembros?—¿Del Partido? Unos cuantos sí.Antes de que Hitler asumiera el

poder, los policías tenían prohibido

afiliarse a un partido político. Kohlcomentó:

—No se deje tentar, Janssen. Nocrea que afiliándose podrá progresarmás en su carrera. Sólo conseguiráenredarse más en la telaraña.

—Las arenas movedizas morales. —El joven citaba las palabras de su jefe.

—Exactamente.—De cualquier manera no podría.

—Le ofreció una de sus raras sonrisas—. Trabajar con usted no me dejatiempo para los actos políticos.

Kohl sonrió a su vez. Luegopreguntó:

—Bueno, ¿qué me trae?

—El informe de la autopsia del casodel pasaje Dresden.

—¡Por fin! —Veinticuatro horaspara realizar una autopsia.Imperdonable.

El candidato a inspector entregó a sujefe una carpeta fina que contenía sólodos páginas.

—¿Qué es esto? ¿Ese forense hizo laautopsia mientras dormía?

—Pues…—No importa —murmuró Kohl.Y de un tirón leyó el documento de

cabo a rabo. Comenzaba por establecerlo obvio, desde luego, como todos losinformes, en el denso lenguaje de la

fisiología y la morfología: que la causade la muerte se debía a un fuertetraumatismo cerebral debido al impactode una bala. No había enfermedadessexuales, algo de gota, un poco deartritis, ninguna herida de guerra. Elmuerto tenía algo en común con Kohl:los juanetes; también las callosidades desus pies insinuaban que había sido muyaficionado a caminar.

Janssen miraba sobre su hombro.—Mire, señor: tenía en una mano un

dedo roto que soldó mal.—Eso no nos interesa, Janssen. Es el

meñique, un dedo propenso a quebrarseen muchas circunstancias, no una lesión

rara que pudiera ayudarnos a conocermejor al muerto. Una fractura recientesería más útil: podríamos llamar a losmédicos del noroeste de Berlín por sihubiera pistas entre sus pacientes; peroesta es antigua.

Volvió al informe.El contenido de alcohol en la sangre

hacía pensar que había ingerido algúnlicor poco antes de morir. El contenidodel estómago incluía pollo, ajo, hierbas,cebolla, zanahoria, patatas, alguna salsarojiza y café; el grado de digestión detodo eso revelaba que la comida habíasido disfrutada media hora antes de lamuerte, poco más o menos.

—¡Ah! —Kohl, animado, apuntóesos datos a lápiz en su maltrechalibreta.

—¿Qué pasa, señor?—Aquí hay algo que sí nos interesa,

Janssen. No se puede afirmar conseguridad, pero al parecer la víctimacomió un plato sublime en su últimacomida. Probablemente sea coq au vin,una exquisitez francesa que hace unextraño casamiento entre el pollo y elvino tinto, por lo general un Borgoñatipo Chambertin. Aquí no se encuentrafácilmente, Janssen, ¿y sabe usted porqué? Porque los vinos tintos de losalemanes son horrorosos; los austriacos

los hacen estupendos, pero no nosenvían mucho. ¡Esto es bueno, ya locreo!

Después de reflexionar por unmomento, se acercó a un mapa de Berlínque tenía en la pared; buscó unachincheta y la clavó en el pasajeDresden.

—Murió aquí, a mediodía, y habíaalmorzado en un restaurante una mediahora antes. Recordará usted que erabuen caminador, Janssen: comparadoscon los músculos de sus piernas losmíos no son nada, y tenía callos en lospies. Es posible que haya cogido un taxio un tranvía para ir a su encuentro

fatídico, pero podemos suponer que fuecaminando. Si calculamos que despuésde comer dedicó algunos minutos parafumar un cigarrillo… ¿recuerda quetenía los dedos manchados de amarillo?

—No recuerdo bien, señor.—Ha de ser más observador, hijo.

Calculado el tiempo para fumar uncigarrillo, pagar la cuenta y saborear sucafé, supondremos que usó esas fuertespiernas para caminar unos veinteminutos antes de llegar al pasajeDresden. ¿Qué distancia podría recorreren ese tiempo un buen caminador?

—Un kilómetro y medio, diría yo.Kohl frunció el entrecejo.

—Sí, yo también. —Después deexaminar la escala del mapa, trazó uncírculo en torno al lugar del homicidio.

Janssen meneó la cabeza.—Hombre, eso es enorme.

¿Tendremos que llevar la fotografía dela víctima a todos los restaurantesincluidos en ese círculo?

—No: sólo a los que sirvan coq auvin. Y de esos, sólo a aquellos que losirvieron el sábado a la hora delalmuerzo. Bastará echar un vistazo a loshorarios y a la carta de la fachada parasaber si debemos entrar. Pero aun asíserá una tarea ímproba. Y debemosrealizarla inmediatamente.

El joven miró el mapa.—¿Debemos hacerlo usted y yo,

señor? ¿Podremos visitarlos todos?¿Cómo? —Y meneó la cabeza,desalentado.

—No podemos, por supuesto.—Pues entonces…Willi Kohl se echó hacia atrás en el

asiento y dejó que sus ojos flotaran porla habitación. Momentáneamente sefijaron en el escritorio. Luego dijo:

—Quédese aquí, Janssen, por sillegan telegramas o mensajes sobre elcaso. —Luego cogió su sombrero depaja, que pendía del perchero del rincón—. Yo… tengo una idea.

—¿Adónde va, señor?—Tras la pista de un pollo francés.

L23

a atmósfera de nerviosismo querodeaba a los tres hombres, en la

pensión, era como humo frío.Paul Schumann conocía bien aquella

sensación; era la de esos momentos enque esperaba para entrar al ring,tratando de recordar cuánto sabía sobresu adversario: visualizaba las defensasdel tipo en cuestión, planeaba el mejormomento de bailar bajo ellas, deponerse de puntillas para aplicar underechazo, o imaginaba cómoaprovechar sus debilidades… y la mejor

manera de compensar las propias.La conocía también por aquellas

ocasiones en que planeaba despachar aalguien. Miraba los mapas trazadoscuidadosamente por su propia mano,revisaba nuevamente el Colt y lasegunda pistola, repasaba las notas quehabía reunido sobre los horarios de suvíctima, sus preferencias, sus rutinas,sus relaciones.

Eso era el antes.El dificilísimo antes. La inmovilidad

que precede a la ejecución. El momentoen que se mastican los hechos entresensaciones de impaciencia ynerviosismo. También de miedo, claro.

De eso no te libras nunca. El buensicario no, en ningún caso.

Y siempre esa crecienteinsensibilidad, el corazón que se vacristalizando.

Comenzaba a tocar el hielo.En la habitación en penumbra, con

las ventanas cerradas y las persianasbajadas (el teléfono desconectado, porsupuesto), Paul y Morgan estudiaban unmapa y unas veinticinco fotospublicitarias del Estadio Olímpicodesenterradas por Webber junto con unpar de pantalones de franela gris paraMorgan, con la raya bien marcada (queel norteamericano, después de examinar

con escepticismo inicial, había decididoconservar).

Morgan dio un golpecito en una delas fotos.

—¿Dónde vas a…?—Un momento, por favor —

interrumpió Webber. Y se levantó paracruzar el cuarto, silbando. Estaba debuen humor; tenía mil dólares en elbolsillo; durante un tiempo no tendríaque preocuparse por la grasa y elcolorante amarillo.

Morgan y Paul se miraron con lafrente fruncida. El alemán se dejó caerde rodillas Y comenzó a sacar discos deun armario bajo un gramófono

maltrecho. Hizo una mueca.—Ach, no hay ninguno de John

Philip Sousa. Los busco siempre, peroson difíciles de conseguir. —Levantó lavista hacia Morgan—. Oiga, el señorJohn Dillinger, aquí presente, dice queSousa es norteamericano. Pero creo quees una broma, ¿no? ¿Verdad que esedirector de orquesta es inglés?

—No. Es americano —confirmó elflaco.

—Pues no es eso lo que me handicho.

Morgan enarcó una ceja.—Puede que tengas razón.

Podríamos hacer una apuesta. ¿Cien

marcos?Webber reflexionó. Luego dijo:—Prefiero seguir investigando.—Mira, no tenemos tiempo para la

música —añadió Morgan, viendo que elalemán seguía examinando la pila dediscos.

Paul dijo:—Pero hay tiempo para cubrir el

sonido de nuestra conversación, ¿no?—Exactamente —dijo Webber—. Y

utilizaremos… —Examinó una etiqueta—. Una colección de nuestrasimperturbables canciones de caza. —Encendió el aparato y puso la aguja enel disco. Una melodía enérgica, cargada

de chirridos, llenó la habitación. Él rio—. Esto es El cazador de venados. Muyadecuado para nuestra misión.

En Estados Unidos los mafiososLuciano y Lansky hacían exactamente lomismo: generalmente encendían la radiopara disimular la conversación, por silos muchachos de Dewey o de Hooverhubieran puesto un micrófono en el lugarde la reunión.

—Bueno, ¿qué decíais?Morgan preguntó:—¿Dónde se hará la sesión de fotos?—Según el memorándum de Ernst,

en la sala de prensa.—O sea, aquí —indicó Webber.

Paul examinó atentamente el dibujo yno quedó complacido. El estadio eraenorme y la sala de prensa debía demedir unos sesenta metros de longitud.Estaba cerca del extremo del edificio,por la zona sur. Era posible instalarse enlos puestos del lado norte, pero esorequeriría un disparo a gran distancia, atodo lo ancho del lugar.

—Demasiado lejos. Un poco debrisa, la distorsión de la ventana… No,no podría asegurar que el tiro fueraletal. Y podría herir a otra persona.

—¿Y qué? —Preguntó Webber sinenergía—. Podrías acertarle a Hitler. Oa Göring: es un blanco más grande que

un dirigible; hasta un ciego podríaacertarle. —Estudió el mapa una vezmás—. Podrías disparar cuando Ernstbaje del coche. ¿Qué le parece, señorMorgan? —El hecho de que, gracias aWebber, Paul hubiera podido entrar ysalir de la Cancillería sano y salvohabía dado al alemán suficientecredibilidad como para que le revelaranel nombre de Morgan.

—Pero no sabemos exactamentecuándo y dónde llegará —señaló él.Había diez o doce senderos y pasillospor los que podía arribar—. Tal vez noutilicen la entrada principal. Nopodemos adivinarlo. Y Paul debería

estar escondido antes de que él llegue.Allí se reunirá todo el panteónnacionalsocialista; habrá grandesmedidas de seguridad.

Paul continuaba estudiando el mapa.Morgan tenía razón. Notó también queen el plano figuraba una ruta subterráneaque parecía rodear todo el estadio;probablemente era para que los Líderesllegaran a entradas y salidas protegidas.Era posible que Ernst nunca estuviera enel exterior del edificio.

Durante un rato examinaron el mapaen silencio. Por fin Paul tuvo una idea yla explicó, tocando las fotos. Lossenderos de la parte trasera del estadio

estaban abiertos. Al salir de la sala deprensa uno podía ir hacia el este o haciael oeste a lo largo de un corredor; luegose bajaban varios tramos de escalerahasta la planta baja, donde había unazona de aparcamiento, una calzadaamplia y aceras que conducían a laestación de ferrocarril. A unos treintametros del estadio había un grupo deedificios pequeños, que el mapadenominaba «Depósitos», desde dondese veía el aparcamiento y la calzada.

—Si Ernst saliera por ese camino ybajara la escalera, yo podría disparardesde ese cobertizo. Este.

—¿Podrías acertar?

Paul asintió:—Sí; sería fácil.—Pero como decíamos, no sabemos

si Ernst llegará o saldrá por allí.—Quizá podamos obligarlo a salir

por ese lugar. Levantarlo como a unaperdiz.

—¿Cómo? —preguntó Morgan.—Se lo pediremos.—¿Cómo que se lo pediremos? —

Morgan frunció el entrecejo.—Se le hace llegar un mensaje a la

sala de prensa: que se lo requiere conurgencia. Alguien necesita hablar con élen privado sobre un asunto importante.Y él sale por el corredor a la galería,

donde lo tengo en la mira.Webber encendió uno de sus puros

de hojas de col.—Pero ¿qué mensaje podría ser tan

urgente como para que interrumpiera unareunión con el Führer, Göring yGoebbels?

—Por lo que he sabido es un hombreobsesionado por el trabajo. Le diremosque hay un problema relacionado con laArmada o la Marina. A eso le prestaráatención. Ese Krupp, el fabricante dearmas del que hablaba Max… unmensaje de Krupp ¿sería urgente?

Morgan asintió:—Krupp. Sí, creo que sí. Pero

¿cómo le hacemos llegar el mensaje enplena sesión de fotos?

—Eso es fácil —dijo Webber—. Letelefonearé.

—¿Cómo?El hombre chupó su puro ersatz.—Averiguaré el número de teléfono

de la sala de prensa y haré una llamada.Personalmente. Pediré que mecomuniquen con Ernst y le diré queabajo hay un conductor que le trae unmensaje. Que sólo se lo entregará a él.De Gustav Krupp von Bohlen enpersona. Llamaré desde una oficina decorreos; así, cuando la Gestapo marqueel siete para buscar el origen de la

llamada, no habrá pistas que conduzcana mí.

—¿Y cómo conseguirás el número?—preguntó Morgan.

—Por contactos.Paul preguntó cínicamente:—¿Tienes que sobornar a alguien

para conseguir ese número, Otto?Sospecho que lo sabe la mayoría de loscronistas de deportes de Berlín.

—Ach —exclamó Webber,sonriendo con placer—. Has dado en elclavo. Es cierto, claro. Pero el aspectomás importante de cualquier empresa essaber a qué individuo recurrir y cuántocobra.

—De acuerdo —dijo Morganexasperado—. ¿Cuánto?

Y recuerda que no somos un pozosin fondo.

—Otros doscientos. En marcos,simplemente. Y por ese precio añadiré,sin más cargos, un medio para entrar ysalir del estadio, señor John Dillinger.Un uniforme de la SS, completo. Puedescolgarte el rifle del hombro y entrardirectamente como si fueras Himmler enpersona; nadie te detendrá. Practica bienel Heil y el saludo hitleriano, levantandoel brazo, como el cabrón de nuestroFührer.

Morgan arrugó las cejas.

—Pero si lo pillan disfrazado demilitar lo fusilarán por espía.

Paul echó un vistazo a Webber y losdos estallaron en una carcajada. Fue elalemán quien dijo:

—Por favor, señor Morgan: nuestroamigo está a punto de matar al zar de losmilitares. Si lo pillan, aunque estuvieradisfrazado de George Washington ysilbando el himno norteamericano, lofusilarán bien fusilado, ¿no le parece?

—Yo buscaba maneras de que fueramenos obvio —gruñó el otro.

—No, Reggie, es un buen plan —adujo Paul—. Después del disparo sellevarán a todos los funcionarios a

Berlín, muy deprisa.Yo iré con los guardias que los

protejan. Una vez en la ciudad meperderé entre la multitud.

Después entraría en el edificio de laEmbajada para comunicarse por radiocon Andrew Avery y Vince Manielli,que estaban en Amsterdam, parapedirles que le enviaran el avión alaeródromo.

Los tres volvieron la mirada a losmapas del estadio. Entonces Pauldecidió que había llegado el momento.

—Tengo algo que deciros —informó—: Conmigo vendrá otra persona.

Morgan echó un vistazo a Webber,

que reía.—Ach, ¿qué estás pensando? ¿Crees

que podría vivir fuera de este edénprusiano? No, no, sólo abandonaréAlemania para ir al paraíso.

—Una mujer —aclaró Paul.Su compatriota apretó los labios.—La de aquí. —Señaló el pasillo de

la pensión.—Así es. Käthe. Ya la has

investigado. Sabes que está limpia.—¿Qué le has dicho? —preguntó

Morgan, preocupado.—La Gestapo le ha quitado el

pasaporte. Tarde o temprano laarrestarán.

—Tarde o temprano arrestarán amedio mundo. Pero ¿qué le has dicho,Paul?

—Nada, sólo que escribo sobredeportes.

—Pero…—Viene conmigo.Debería consultar a Washington. O

al senador.—Consulta con quien quieras, pero

ella viene.Morgan miró al alemán.—Ach, me he casado tres veces,

quizá cuatro. Y ahora tengo un… arreglocomplicado. No seré yo quien déconsejos sobre asuntos sentimentales.

—Joder —murmuró Morgan,meneando la cabeza—, esto ya pareceun servicio de transporte aéreo.

Paul clavó la mirada en sucompatriota.

—Otra cosa: al estadio sólo llevaréel pasaporte ruso.

Si no logro escapar ella no podrásaber qué me ha pasado. Le dirás que hetenido que partir. No quiero que se creaabandonada. Y haz lo que sea necesariopara sacarla de aquí.

—Por supuesto.—¡Ach, pero sí escaparás, señor

John Dillinger! Eres el vaqueroamericano, el de cojones bien grandes,

¿verdad?Webber se enjugó la frente sudorosa

y fue al armario en busca de tres vasos.Echó en ellos el líquido claro quellevaba en una petaca y los distribuyó:

—Obstler austriaco. ¿Lo habéisoído mencionar? Es el mejor de todoslos licores. Hace bien a la sangre y alalma. Ahora bebed, caballeros. Luegoiremos a cambiar el destino de mi pobrenación.

—Necesitaré todos los que se puedanconseguir —dijo Willi Kohl. El hombreasintió, cauto.

—En realidad no es cuestión deconseguirlos. Eso siempre es fácil. Elproblema es que este asunto sale de locomún. No tiene precedentes.

—Sale de lo común, sí —convino elinspector—. Eso es cierto. Pero el jefede policía Himmler ha catalogado estecaso como extraordinario e importante.Los otros oficiales están distribuidospor toda la ciudad, ocupados en asuntosurgentes, y él me ha encomendadoconseguir los recursos. Por eso recurroa usted.

—¿Himmler? —repitió JohannMuntz, de pie en el umbral de unapequeña casa de Charlottenburg, en la

calle Grün. Era un hombre maduro; ibabien afeitado, pulcro y de traje. Sehabría dicho que acababa de asistir aloficio religioso dominical: una salidapeligrosa, sin duda, si quería seguirsiendo el director de una de las mejoresescuelas de Berlín.

—Pues… ya sabe usted, sonautónomos. Tienen independencia total.Yo no puedo ordenarles nada. Podríandecir que no y yo tendría que aceptarlo.

—Ah, doctor Muntz, sólo le pido laoportunidad de hablar con ellos. Tengola esperanza de que se ofrezcanvoluntariamente para colaborar con lajusticia.

—Pero hoy es domingo. ¿Cómopuedo contactar con ellos?

—Creo que bastará con que llame alFührer a su casa. Él organizará unaasamblea.

—Muy bien, inspector, lo haré.Tres cuartos de hora después Willi

Kohl se encontraba en el patio traserode Muntz, frente a veinte o veinticincochicos; muchos de ellos vestían lacamisa parda, pantalones cortos,calcetines blancos y una corbata negraque pendía de una trenza de nudos atadaal cuello. Los muchachos eran, en sumayoría, miembros de la brigada de lasJuventudes Hitlerianas de la escuela

Hindenburg. Tal como el director habíarecordado a Kohl, la organizaciónfuncionaba con total independencia decualquier supervisión adulta. Losmiembros escogían a sus propios líderesy eran ellos quienes decidían lasactividades del grupo, ya fuera unaexcursión a pie, un partido de fútbol o ladenuncia de algún traidor.

—Heil Hitler —dijo el inspector. Lerespondieron varias manos alzadas y uneco de asombrosa potencia—. Soy eldetective inspector Kohl, de la Kripo.

En algunas caras apareció en unaexpresión de admiración.

Otras permanecieron tan

impertérritas como la del gordo muertoen el pasaje Dresden.

—Necesito de vuestra ayuda para elprogreso del nacionalsocialismo. Es unasunto de absoluta prioridad.

Miró a un joven rubio, que le habíanpresentado como Helmut Gruber, elFührer de la brigada. Era más bajo quela mayoría, pero estaba dotado de ciertoaplomo adulto. Sostuvo la mirada aaquel hombre, treinta años mayor, confirmeza de acero en los ojos.

—Señor, haremos lo que seanecesario para ayudar al Führer y anuestro país.

—Bien, Helmut. Ahora escuchad

todos. Quizá mi petición os parezcaextraña. Tengo aquí dos fajos dedocumentos. Uno es un mapa de la zonaque rodea al Tiergarten. El otro, la fotode un hombre que tratamos deidentificar. Al pie de la foto figura elnombre de un plato especial que sepuede comer en un restaurante. Se llamacoq au vin, un término francés. No hacefalta que sepáis pronunciarlo. Bastarácon que entréis a todos los restaurantesde la zona señalada por este círculo yaverigüéis si el establecimiento estuvoabierto ayer y si este plato figuraba en lacarta del almuerzo. En caso afirmativo,preguntad al gerente del restaurante si

conoce a la persona de esta fotografía osi recuerda haberlo visto comer allí entiempos recientes. Y si es así, llamadmeinmediatamente a la sede de la Kripo.¿Lo haréis?

—Sí, inspector Kohl, lo haremos —anunció el Führer de brigada Gruber,sin molestarse en consultar con su tropa.

—Bien. Seréis un orgullo para elFührer. Ahora distribuiré estas hojas.—Hizo una pausa para cruzar unamirada con un estudiante de la últimafila, uno de los pocos que no vestíauniforme—. Hay algo más: es necesarioque todos mantengáis en reserva lo quevoy a deciros.

—¿En reserva? —repitió el chico,arrugando la frente.

—Sí. Eso significa que no debéiscomentar lo que voy a revelaros. Si herecurrido a vosotros en busca de ayudaes por mi hijo Günter, que está allí atrás.

Varias decenas de ojos giraron haciael muchacho, a quien Kohl habíallamado poco antes para que acudiera acasa del director. Günter enrojeció ybajó la vista, mientras su padrecontinuaba:

—Probablemente ignoráis que mihijo, en el futuro, colaborará conmigo enimportantes asuntos de seguridad estatal.Os diré, de paso, que por eso no puedo

autorizarlo a incorporarse a vuestra granorganización. Prefiero que permanezcaentre bambalinas, por así decirlo. Deese modo podrá continuar ayudándome atrabajar por la gloria de la patria. Porfavor, que este dato quede entrevosotros.

¿Cuento con eso?Los ojos de Helmut perdieron brillo

al mirar nuevamente a Günter. Quizá seacordaba de algún juego reciente dearios y judíos al que habría sido mejorno jugar.

—Por supuesto, señor inspectorKohl —dijo.

El detective vio la sonrisa de alegría

que su hijo reprimía. Luego concluyó:—Ahora formaos en fila india para

que os distribuya los papeles. Mi hijo ye l Führer de brigada Gruber decidiráncómo os repartiréis el trabajo.

—Sí, señor. Heil Hitler.—Heil. —Kohl se obligó a hacer un

firme saludo con el brazo extendido.Luego entregó las hojas a los dos chicosy añadió—: Escuchad, caballeros.

—¿Sí, señor? —Helmut se cuadró.—Tened cuidado con el tráfico.

Mirad a ambos lados antes de cruzar lacalle.

L24

lamó a la puerta y Käthe lo hizopasar a su cuarto. Parecía

abochornada por el espacio que ocupabadentro de la pensión. Paredes desnudas,muebles desvencijados, ninguna planta;ella o el propietario habían trasladadolas cosas buenas a las habitaciones quese alquilaban. Tampoco había allí nadaque pareciera personal. Tal vez habíaido empeñando sus posesiones. El solcaía sobre la alfombra descolorida, peroera un trapezoide pequeño, solitario ypálido: luz reflejada por una ventana, al

otro lado del callejón.De pronto rio como una niña y lo

rodeó con los brazos para besarlo confuerza.

—Hueles diferente. Me gusta. —Leolfateó la cara.

—¿Jabón de afeitar?—Puede ser, sí.En vez del Burma Shave, Paul había

usado una marca alemana que encontróen el lavabo, pues temía que algúnguardia, en el estadio, detectara, elperfume desconocido del jabónnorteamericano y sospechara algo.

—Es agradable.Él vio una sola maleta en la cama.

En la mesa desnuda yacía el libro deGoethe, junto a una taza de café aguado.En la superficie flotaban grumosblancos; él preguntó si existía algo asícomo leche hitleriana de vacashitlerianas.

Ella respondió, riendo, que entre losnacionalsocialistas había asnos desobra, pero no se sabía que hubierancreado vacas ersatz.

—Hasta la leche de verdad se cortacuando es vieja.

Luego él anunció:—Nos iremos esta noche.Käthe frunció el entrecejo.—¿Esta noche? No exagerabas al

decir que sería inmediatamente.—Nos encontraremos aquí a las

cinco.—Y ahora, ¿adónde vas?—Debo hacer una última entrevista.—Vale, Paul. Buena suerte. Tengo

muchos deseos de leer tu artículo,aunque trate de… no sé, quizá sobre elmercado negro y no sobre deportes.

Lo miraba con aire conspirador.Käthe era sagaz, desde luego, ysospechaba que él no había venido aescribir artículos, sino por otra cosa;probablemente, como media ciudad,para organizar alguna empresasemilegal. Eso lo indujo a pensar que

ella ya había aceptado la idea de que éltenía un lado más oscuro; tal vez no sealteraría mucho si, a su debido tiempo,le decía la verdad sobre lo que habíaido a hacer allí. Al fin y al cabo, ambostenían el mismo enemigo.

La besó una vez más, disfrutando desu sabor, el perfume de lilas, la presiónde su piel. Pero descubrió que, adiferencia de la noche anterior, eso nolo excitaba en absoluto. No se preocupó;así debía ser. El hielo ya lo habíainvadido por completo.

—¿Cómo pudo traicionarnos esa mujer?

Kurt Fischer respondió a la preguntade su hermano con un desesperadomeneo de cabeza.

Él también se angustiaba al pensaren lo que les había hecho su vecina.¡Ella, la señora Lutz! La misma a quien,cada Nochebuena, llevaban un pedazocaliente del stollen que horneaba sumadre, lleno de fruta confitada; la mismaa quien sus padres consolaban cuandolloraba en el aniversario de la rendiciónde Alemania, día que reemplazaba al dela muerte de su esposo, puesto que nadiesabía exactamente cuándo lo habíanmatado durante la guerra.

—¿Cómo ha podido hacernos esto?

—susurró Hans otra vez.Pero Kurt Fischer no fue capaz de

encontrar una explicación.Habría podido comprender que los

denunciara porque planeaban pegarletreros disidentes o atacar a alguno delas Juventudes Hitlerianas. Pero ellossólo querían abandonar un país cuyoFührer había dicho:

«El pacifismo es el enemigo delnacionalsocialismo». Cabía suponer quela señora Lutz, como tantos otros, estabaintoxicada por Hitler.

La celda, en la prisión de Columbia,medía unos tres metros de lado y estabahecha de piedra toscamente tallada; no

tenía ventanas; la puerta eran unosbarrotes metálicos que daban alcorredor. Caían gotas de agua y a pocadistancia se oían correteos de ratas. Enlo alto pendía una sola bombilla,desnuda y cegadora, pero como no habíaluz en el corredor apenas se veía algúndetalle de las siluetas oscuras quepasaban de vez en cuando. A veces losguardias lo cruzaban solos; otras,escoltando a prisioneros descalzos, sinmás ruido que un sollozo ocasional, unasúplica, un jadeo. A veces el silencio desu miedo era más escalofriante quecualquier sonido que hubieran podidopronunciar.

El calor era insoportable; lesprovocaba escozores. Kurt no entendíapor qué; aquel lugar debería estarfresco, puesto que estaban bajo el niveldel suelo. Luego vio que en el rincónhabía un tubo. Por allí salía un chorro deaire caliente: los carceleros lobombeaban desde una caldera, para quelos prisioneros no tuvieran ni el máspequeño alivio en su incomodidad.

—No deberíamos haber salido —murmuró Hans—. Te lo dije.

—Sí, deberíamos habernos quedadoen el apartamento. Eso nos habríasalvado. —El mayor hablaba con ásperaironía—. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta la

semana que viene? ¿Hasta mañana? ¿Noentiendes que ella nos ha estadoobservando? Ha visto las fiestas, haoído lo que decíamos.

—¿Cuánto tiempo nos tendrán aquí?«¿Y cómo responde uno a esa

pregunta?», se dijo Kurt; en el lugar enel que estaban, cada momento era unaeternidad. Se sentó en el suelo, puestoque no había otro sitio al queencaramarse, y perdió la vista en lacelda de enfrente, oscura y vacía.

Se abrió una puerta y resonaron lasbotas contra el cemento. Kurt comenzó acontar los pasos:

uno, dos, tres.

A los veintiocho el guardia estaríafrente a su celda. Eso de contar pasosera algo que ya había aprendido de lavida del prisionero: los cautivos estánsiempre desesperados por algunainformación, por cualquier certidumbre.

Veinte, veintiuno, veintidós…Los hermanos se miraron. Hans

apretó los puños.—Que sufran —murmuró—. Que

traguen sangre.—No —dijo Kurt—. No hagas

tonterías. Veinticinco, veintiséis…Las pisadas se hicieron más lentas.

Parpadeando por el fulgor de labombilla, Kurt vio aparecer a doshombres corpulentos de uniforme pardo.Miraron a los hermanos. Luego lesvolvieron la espalda.

Uno de ellos abrió la celda deenfrente y llamó con aspereza:

—Grossman, sal.La oscuridad de la celda se movió.

Para Kurt fue una sorpresa descubrir quehabía estado mirando a otro ser humano.El hombre se levantó, tambaleante, y seadelantó utilizando los barrotes comoapoyo. Estaba hecho una pena. Si lehabían encerrado cuando acababa deafeitarse, la barba crecida revelaba que

había estado en esa celda cuanto menosuna semana.

El prisionero, parpadeando, miró alos dos guardias; luego a Kurt, al otrolado del pasillo.

Uno de los guardias echó un vistazoa una hoja de papel. Ali Grossman, hassido sentenciado a cinco años en elcampo de Oranienburg por crímenescontra el Estado. Sal.

—Pero si yo…—Calla. Se te preparará para el

viaje al campo.—¿Cómo? Ya me despiojaron.—¡Que calles, he dicho!Un guardia susurró algo a su

compañero. El otro le dijo:—¿No has traído los tuyos?—No.—Pues toma, usa los míos.Y le entregó unos guantes de piel de

color claro. El otro guardia se los puso.Luego, con el gruñido del tenista queejecuta un poderoso servicio, clavó elpuño en el vientre del flaco prisionero.Grossman lanzó un grito y comenzó atener arcadas.

Los nudillos del guardia logolpearon silenciosamente en el mentón.

—No, no, no…Más golpes; encontraban el blanco

en la ingle, la cara, el abdomen. Manaba

sangre por la nariz y la boca, lágrimaspor los ojos. Se ahogaba, jadeaba:

—¡Por favor, señor!Los hermanos, horrorizados, vieron

que el ser humano se iba convirtiendo enun muñeco roto. El guardia quedescargaba los golpes miró a sucamarada, diciendo:

—Disculpa lo de los guantes. Pediréa mi esposa que te los limpie y arregle.

—Si no te importa.Recogieron al hombre y se lo

llevaron a rastras por el pasillo. Lapuerta resonó ruidosamente.

Kurt y Hans miraban fijamente lacelda vacía. El mayor estaba mudo; no

recordaba haber tenido tanto miedo entoda su vida. Por fin su hermanopreguntó:

—Debe de haber hecho algoterrible, ¿no te parece? Para que lotraten así…

—Sabotaje, supongo —dijo Kurt,con voz trémula.

—Me han dicho que hubo unincendio en un edificio del Gobierno. ElMinisterio de Transporte. ¿Lo sabías?Quizá fue este.

—Sí. Un incendio. Este debe dehaber sido el incendiario.

Estaban paralizados por el terror; elhirviente chorro de vapor, detrás de

ellos, continuaba caldeando la diminutacelda.

Apenas un minuto después la puertavolvió a abrirse y a cerrarse. Ellos semiraron.

Comenzaron las pisadas resonantes,suela contra cemento.

… seis, siete, ocho…

—Yo mataré al que estaba a laderecha —susurró Hans—. El másgrande. Ya verás. Cogeremos las llavesy…

Kurt se inclinó hacia él y le cogió lacara entre las manos.

—¡No! —susurró, con tanta fiereza

que su hermano ahogó una exclamaciónde sorpresa—. No harás nada.

No te resistas, no les contestes. Hazexactamente lo que te digan. Y si tegolpean, aguanta el dolor en silencio.

—Todas sus intenciones de pelearcontra los nacionalsocialistas, deintentar que las cosas cambiaran, habíandesaparecido.

—Pero…Kurt tiró de Hans para acercarlo

más:—¡Harás lo que te he dicho!

… trece, catorce…

Las pisadas eran como un mazo

contra la campana de las Olimpiadas:cada una hacía vibrar una descarga demiedo en el alma de Kurt Fischer.

… diecisiete, dieciocho…

A las veintiséis se harían más lentas.A las veintiocho se detendrían.Y comenzaría a correr la sangre.—¡Me haces daño! —Pero ni los

fuertes músculos de Hans lograrondesprender los dedos de su hermano.

—Si te rompen los dientes, no dirásnada. Si te quiebran los dedos puedesgemir, llorar y aullar, pero no les digasnada. Vamos a sobrevivir a esto. ¿Me

entiendes? Para sobrevivir es necesariono resistirse.

… Veintidós, veintitrés,veinticuatro…

En el suelo, frente a los barrotes,apareció una sombra.

—¿Has entendido?—Sí —susurró Hans.Kurt le rodeó los hombros con un

brazo y ambos se volvieron hacia lapuerta.

Las pisadas se detuvieron ante lacelda.

Pero no eran los guardias. Uno eraun hombre delgado, de pelo gris, que iba

de traje. El otro, más pesado y mediocalvo, vestía americana de tweed parday chaleco. Ambos miraron a loshermanos.

—¿Sois los Fischer? —preguntó elcanoso. Hans miró a su hermano. Élasintió.

El hombre sacó una hoja delbolsillo.

—Kurt —leyó. Levantó la vista—.Tú debes de ser Kurt. Y tú Hans.

—Sí.¿Qué significaba eso?El hombre miró a lo largo del

pasillo.—Abra la celda.

Más pisadas. Apareció el guardia,echó un vistazo dentro y abrió lacerradura. Luego dio un paso atrás, conla mano en la porra que le colgaba delcinturón.

Los dos hombres entraron. El depelo gris dijo:

—Soy el coronel Reinhard Ernst.Kurt reconoció el nombre. Ernst

ocupaba algún puesto en el gobierno deHitler, aunque él no sabía exactamentecuál. El otro fue presentado como doctorKeitel, profesor de alguna academiamilitar de las afueras de Berlín. Elcoronel preguntó:

—El parte de arresto dice que

habéis cometido «delitos contra elEstado». Pero todos dicen lo mismo.¿Cuáles han sido esos delitosexactamente?

Kurt explicó lo de sus padres y elintento de abandonar ilegalmente el país.

Ernst, con la cabeza inclinada a uncostado, los observaba con atención.

—Pacifismo —murmuró.Luego se volvió hacia Keitel, quien

preguntó:—¿Habéis cometido actividades

contra el Partido?—No, señor.—¿Sois piratas Edelweiss?Se refería a los clubes informales de

gente joven (bandas, según algunos) quese oponían al nacionalsocialismo,surgidos como reacción a la insensibledisciplina de las Juventudes Hitlerianas.Se reunían clandestinamente para hablarde política y arte… y para probarciertos placeres de la vida que elPartido condenaba, al menos en público:el alcohol, el tabaco y el sexoextramatrimonial. Los hermanosconocían a algunos miembros, pero noformaban parte de ninguno de ellos. Esofue lo que Kurt respondió.

—El delito puede parecer menor,pero… —Ernst mostró una hoja—.Habéis sido sentenciados a tres años en

el campo de Oranienburg.Hans ahogó una exclamación. Kurt,

atónito, pensó en la terrible paliza queacababan de ver, en el pobre señorGrossman sometido a golpes. Tambiénsabía que algunos iban a Oranienburg oa Dachau para cumplir sentenciasbreves, pero nunca se los volvía a ver.

—¡Pero si no ha habido juicio! —balbuceó—. Nos arrestaron hace unahora. Y hoy es domingo. ¿Cómo puedenhabernos sentenciado?

El coronel se encogió de hombros.—Ya veis que hubo juicio.Y le entregó el documento, que

contenía decenas de nombres de

prisioneros; entre ellos los de Kurt yHans. Junto a cada uno se veía laduración de la sentencia. Elencabezamiento decía, simplemente:«Tribunal del Pueblo». Ese infametribunal se componía de dos juecesverdaderos y cinco hombres del Partido,la SS o la Gestapo. Sus cargos eraninapelables.

El joven miró aquel papel, atónito.El profesor dijo:

—¿Gozáis de buena salud general?Los hermanos intercambiaron una

mirada. Luego asintieron.—¿Judíos en algún grado?—No.

—¿Y habéis hecho el ServicioLaboral?

—Mi hermano sí —respondió Kurt—. Yo ya no estaba en edad de hacerlo.

—Vamos a la cuestión —dijo elprofesor Keitel—. Hemos venido aofreceros una opción. —Parecíaimpaciente.

—¿Cuál?Ernst bajó la voz para continuar:—Algunas personas de nuestro

Gobierno creen que ciertos individuosno deberían integrar nuestras FuerzasArmadas, bien porque pertenecen adeterminada raza o nacionalidad, porqueson intelectuales, o porque tienden a

criticar las decisiones de nuestrosgobernantes. Yo, en cambio, creo queninguna nación puede ser más grandeque su Ejército.

Y para que este sea grande deberepresentar a todos sus ciudadanos. Elprofesor Keitel y yo estamos realizandoun estudio que, según creemos,respaldará algunos cambios en la visiónque el Gobierno tiene de nuestrasFuerzas Armadas. —Miró hacia elpasillo otra vez para decir al guardia dela SA—: Puede retirarse.

—Pero señor…—Puede retirarse —repitió Ernst,

con voz serena.

Sin embargo a Kurt le sonó tan fuertecomo el acero de Krupp.

El hombre echó otro vistazo a loshermanos. Luego se alejó por el pasillo.El coronel continuó:

—Y este estudio bien podríadeterminar la evaluación que elGobierno hace de los ciudadanos engeneral. Buscamos hombres que estén envuestras circunstancias para que nosayuden.

El profesor añadió:—Necesitamos jóvenes saludables

que estén excluidos del servicio militarpor motivos políticos o de otro orden.

—¿Y qué deberíamos hacer?

Ernst rio brevemente.—Pues convertiros en soldados, por

supuesto. Serviríais en el Ejército, laMarina o las Fuerzas Aéreas durante unaño, llevando a cabo tareas normales.

Miró al profesor, quien continuó:—Vuestro servicio será como el de

cualquier otro soldado. La únicadiferencia es que vuestro desempeñoserá monitorizado y registrado porvuestros oficiales. Nosotrosanalizaremos la información compilada.

Ernst dijo:—Si cumplís el año de servicio se

os borrarán los antecedentes criminales.—Señaló con la cabeza la lista de

cargos—. Quedaréis en libertad deemigrar, si ese es vuestro deseo. Pero semantendrán las normas referidas aldinero: sólo podréis llevar una sumalimitada en marcos y no se os permitiráreingresar en el país.

Kurt pensaba en algo que habíaescuchado un momento antes: «Bienporque son de determinada raza onacionalidad…». ¿Acaso Ernst preveíaque en el futuro los judíos y otros noarios ingresarían en el Ejército alemán?Y en ese caso, ¿qué significaba eso parael país en general? ¿Qué cambiosplaneaban estos hombres?

—Vosotros sois pacifistas —

continuó el coronel—. Nuestros otrosvoluntarios han tenido menosdificultades para elegir. ¿Puede unpacifista incorporarse a unaorganización militar? Es una decisióndifícil. Pero nos gustaría queparticiparais. Tenéis aspecto nórdico,sois muy sanos y vuestro porte es desoldado. Si participa gente comovosotros, creo que ciertos elementos delGobierno se sentirán más inclinados aaceptar nuestras teorías.

—Con respecto a esas creenciasvuestras —añadió Keitel— tengo algoque decir. Puesto que soy profesor deuna academia militar e historiador

especializado en las guerras, me pareceningenuas. Pero tendremos en cuentavuestros sentimientos y se os asignarántareas adecuadas a ellos. Nadiepretendería convertir en aviador a unhombre que tuviera terror a la altura;tampoco pondríamos en un submarino aquien tuviera claustrofobia. En elEjército hay muchas tareas que unpacifista puede realizar. Por ejemplo, elservicio médico.

Ernst continuó:—Y como he dicho, pasado algún

tiempo tal vez descubriréis que vuestrasideas sobre la paz y la guerra se hanvuelto más realistas. Para convertirse en

hombre no hay nada mejor que elEjército.

«Imposible», pensó Kurt. Pero nodijo nada.

—No obstante, si vuestras creenciasos impiden prestar servicio —prosiguióel coronel—, tenéis otra opción. —Yseñaló con un gesto el documento de lasentencia.

Kurt desvió una mirada hacia suhermano.

—¿Podemos discutirlo a solas?—Sí, cómo no. Pero sólo podemos

concederos unas pocas horas. A últimahora de la tarde trasladaremos a ungrupo que iniciará el adiestramiento

básico mañana mismo. —Consultó sureloj—. Ahora tengo un compromiso.Regresaré entre las dos y las tres parasaber qué habéis decidido.

Kurt le devolvió la lista de cargos,pero el coronel negó con la cabeza:

—Quedáosla. Puede ayudaron adecidir.

A25

veinticinco minutos del centro deBerlín, apenas pasado

Charlottenburg, el camión blanco viróhacia el norte a la altura de la plazaAdolf Hitler, con Reggie Morgan alvolante y Paul Schumann a su lado.Ambos contemplaron el estadio, queestaba a la izquierda. Al frente seelevaban dos grandes columnasrectangulares, con los cinco arosolímpicos suspendidos entre ellas.

Al girar hacia la izquierda paraentrar en la calle Olímpica, Paul reparó

de nuevo en el enorme tamaño delcomplejo. Según los letreros deseñalización, además del estadio en síhabía piscinas, una pista de hockey,teatro, campo de deportes y muchoscobertizos y zonas de aparcamiento. Elestadio era blanco, altísimo y largo; aPaul no le hizo pensar en un edificio,sino en un inexpugnable buque deguerra.

Los terrenos estaban muyconcurridos, sobre todo por obreros yproveedores, pero también habíamuchos soldados de uniforme gris onegro y guardias de seguridad para loslíderes nacionalsocialistas que asistirían

a la sesión fotográfica. Si Bull Gordon yel senador querían que Ernst muriera enpúblico, ese era el lugar indicado.

Al parecer, era posible llegar encoche justo hasta la plaza que se abríafrente al estadio. Pero sería sospechoso,desde luego, que un teniente de la SS (elnombramiento era cortesía de OttoWebber, sin coste adicional) bajara deun camión particular. Por lo tantodecidieron rodear el edificio. Morgan lodejaría entre unos árboles, cerca de unaparcamiento, para que él «patrullara»examinando camiones y obreros, entanto avanzaba poco a poco hacia elcobertizo desde donde se veía la sala de

prensa, en el lado sur del estadio.El camión se desvió de la carretera

hacia un sector de césped y se detuvo,renqueando, invisible desde el estadio.Paul se apeó y armó el máuser. Retiródel rifle la mira telescópica, pues no erael tipo de accesorio que podía tener unoficial, y se la guardó en el bolsillo.Luego se colgó el arma del hombro y sepuso el casco negro en la cabeza.

—¿Cómo estoy? —preguntó.—Tan auténtico que me asustas.

Buena suerte.«La necesitaré», se dijo Paul,

ceñudo, mientras espiaba por entre losárboles a las veintenas de obreros que

poblaban los terrenos, capaces deseñalar a cualquier intruso, y a loscientos de guardias que con gusto loabatirían a balazos.

De seis, cinco en contra…

¡Compañero…! Al mirar a Morgansintió el impulso de levantar la mano enel saludo norteamericano de losveteranos, pero era muy consciente de supapel.

—Heil Hitler —dijo, y alzó elbrazo.

Morgan, conteniendo una sonrisa,hizo otro tanto. Cuando Paul giraba paraalejarse dijo en voz baja:

—Ah, Paul, espera. Esta mañana,cuando hablé con Bull Gordon y elsenador, los dos te desearon buenasuerte. Y el comandante me pidió que tedijera que puedes imprimir lasinvitaciones a la boda de su hija comoprimer trabajo. ¿Sabes qué quiere decir?

Paul respondió con un gestoafirmativo y echó a andar hacia elestadio, sujetando la correa del máuser.Pasó entre la línea de árboles hacia unaparcamiento enorme, que debía detener capacidad para veinte mil coches.Marchaba con autoridad y decisión,clavando miradas enérgicas en losvehículos allí aparcados, como la

personificación del guardia diligente.

Diez minutos después, tras haberatravesado el aparcamiento, seencontraba ante la altísima entrada delestadio. Allí había soldados de guardiaque verificaban minuciosamente losdocumentos y revisaban a todo el quedeseara entrar, pero en los terrenoscircundantes Paul era un soldado más;nadie le prestó atención. Entreocasionales «Heil Hitler» y saludos decabeza, fue rodeando el edificio rumboal cobertizo. Pasó junto a una enormecampana de hierro, que tenía grabada

una inscripción a un lado: «Convoco ala juventud del mundo».

Al aproximarse al cobertizo advirtióque no tenía ventanas ni puertas traseras;sería difícil huir después de disparar.Tendría que salir por delante, a la vistade todo el estadio. Pero sospechaba quela acústica haría muy difícil determinarde dónde había provenido el disparo.Además había muchos ruidos deconstrucción (martinetes, sierras,remachadoras y cosas así) que cubriríanel del rifle. Después de disparar Paulsaldría del cobertizo caminando conlentitud y se detendría a mirar enderredor; hasta podía gritar pidiendo

ayuda, si podía hacerlo sin despertarsospechas.

Era la una y media. Otto Webber,que estaba en la oficina de correos de laPotsdamer Platz, haría su llamadaalrededor de las dos y cuarto. Habíatiempo de sobra.

Continuó a paso lento, examinandoel terreno y mirando dentro de losvehículos aparcados.

—Heil Hitler —dijo a unos obrerosque pintaban una cerca a pechodescubierto—. Hace calor para trabajarasí.

—Ach, no es nada —replicó uno—.Y en todo caso, ¿qué importa?

Trabajamos por el bien de la patria.—Sois el orgullo del Führer —dijo

Paul. Y continuó caminando hacia suescondrijo de cazador.

Echó un vistazo curioso al cobertizo,como preguntándose si ofrecía algúnpeligro para la seguridad. Después deenfundarse los guantes de piel negra queformaban parte del uniforme, abrió lapuerta y entró. El interior estaba llenode cajas de cartón atadas con cordeles.Paul reconoció inmediatamente ese olor,que le recordaba sus tiempos en laimprenta: el aroma amargo del papel, eldulce de la tinta. Ese cobertizo seutilizaba para almacenar programas o

folletos de Los Juegos. Dispuso algunascajas de manera que formaran un puestode tiro en la parte delantera. Luegoextendió la chaqueta abierta a la derechadel sitio donde tenía previsto colocarse,para que cayeran allí los cartuchoscuando operara el cerrojo del arma.Estos detalles (recoger los casquillo s yno dejar huellas) probablemente notenían importancia. Allí no teníaantecedentes y al caer la noche estaríafuera del país. Aun así se tomaba esamolestia, sólo porque formaba parte desu oficio.

Uno debe asegurarse de que nadaesté descabalado.

Uno tenía que andar con muchocuidado.

De pie, bien dentro del pequeñoedificio, recorrió el estadio con la miratelescópica del rifle. Reparó en elcorredor descubierto, detrás de la salade prensa, por donde Ernst pasaría parallegar a la escalera y bajar al encuentrodel mensajero o conductor que Webberle anunciaría. En cuanto el coronelsaliera por la puerta, Paul tendría unblanco perfecto. También había grandesventanas a través de las cuales podíadisparar, si el hombre se detenía frente aalguna de ellas.

Era la una y cincuenta.

Paul se sentó, con las piernascruzadas y el rifle en el regazo. El sudorle corría por la frente en gotas cada vezmás gruesas. Después de enjugarse lacara con la manga de la camisa,comenzó a montar la mira telescópicadel rifle.

—¿Qué opinas, Rudy?Pero Reinhard Ernst no esperaba

respuesta. Su nieto miraba con sonrienteadmiración la amplitud del EstadioOlímpico. Estaban en el largo sectorpara la prensa, en el costado sur deledificio, encima del palco del Führer.

Ernst lo alzó para que pudiera mirar porla ventana. El niño prácticamentebailaba de entusiasmo.

—Ah, ¿quién es este? —preguntóuna voz.

Ernst, al volverse, vio entrar a AdolfHitler y a dos de sus SS.

—Mi Führer.Hitler se adelantó con una sonrisa

para el niño.—Este es Rudy, el hijo de mi

muchacho.Una leve expresión de simpatía en la

cara del Führer reveló a Ernst quepensaba en la muerte de Mark, en eseaccidente durante unas maniobras. Por

un momento le sorprendió que lorecordara, pero comprendió que nodebía asombrarse: la mente de Hitler eratan amplia como el campo olímpico,aterradoramente veloz, y retenía cuantodeseaba retener.

—Saluda a nuestro Führer, Rudy.Haz como te he enseñado.

El niño hizo un enérgico saludonacionalsocialista. Hitler, riendo deplacer, le revolvió el pelo. Luego seacercó unos pasos a la ventana paraseñalar algunos detalles del estadio.Hablaba con entusiasmo. Se interesó porlos estudios del niño y le preguntó quéasignaturas prefería, qué deportes le

gustaban.Más voces en el pasillo. Llegaban

juntos los dos rivales: Goebbels yGöring. Qué viaje habría sido ese, pensóErnst, sonriendo para sí.

Tras su derrota en la Cancillería, esamañana, Göring parecía distraído. Ernstlo notó claramente, a pesar de susonrisa. ¡Qué diferencias había entre losdos hombres más poderosos deAlemania! Las rabietas de Hitler,aunque sin duda extremadas, rara veztenían su origen en motivos personales;si no se conseguía su chocolate favoritoo si se golpeaba la espinilla contra unamesa, se encogía de hombros sin

enfadarse. En cuanto a los reveses encuestiones de Estado, realmente tenía unmal genio que podía aterrorizar a susamigos más íntimos, pero una vezresuelto el problema pasaba a otra cosa.Göring, por el contrario, era como unniño codicioso: todo lo que se opusieraa sus deseos lo enfurecía y lo enconabahasta que daba con una venganzaadecuada.

Hitler estaba explicando al niño aqué juegos estaba destinada cada zonadel estadio. A Ernst lo divirtió notar queGöring, bajo su amplia sonrisa, seenfurecía aún más por el hecho de que elFührer prestara tanta atención al nieto

de su rival.En el curso de los diez minutos

siguientes fueron llegando otrosfuncionarios: Von Blomberg, el ministrode Defensa del Estado, y HjalmarSchacht, jefe del Banco Nacional, conquien Ernst había desarrollado uncomplejo sistema para financiar losproyectos de rearme, mediante lautilización de fondos imposibles derastrear, conocidos como «billetesMefo». Los otros nombres de Schachteran Horace y Greeley, en honor delnorteamericano, y Ernst bromeaba conaquel brillante economista, diciéndoleque tenía raíces de vaquero. Allí estaban

también Himmler, Rudolf Hess, el de lacara de piedra, y Reinhard Heydrich, elde los ojos de serpiente, quien lo saludócon aire distraído, tal como hacía contodo el mundo.

El fotógrafo instaló meticulosamentesu Leica y otros equipos, a fin de podercaptar tanto el sujeto en primer planocomo el estadio en el fondo, sin que lasluces se reflejaran en las ventanas. Ernstse interesaba por la fotografía; poseíavarias Leica y había pensado compraruna Kodak para Rudy; esa cámara,importada de Norteamérica, era másfácil de utilizar que las máquinas deprecisión alemanas. El coronel había

tomado muchas fotografías durantealgunos de los viajes que había hechocon su familia; en particular teníabuenos documentos gráficos de París yBudapest, así como de una caminata porla Selva Negra y un viaje en barco porel Danubio.

—Bien, bien —anunció el fotógrafo—. Ya podemos comenzar.

Primero Hitler insistió en que lofotografiaran con Rudy sentado en surodilla, riendo y charlando con él comoun tío bueno. Después comenzaron lasfotografías previstas.

Aunque Ernst se alegraba de que elniño se estuviera divirtiendo,

comenzaba a impacientarse. Lapublicidad le parecía absurda. Más aún:era un grave error táctico, al igual quetoda esa idea de celebrar lasOlimpiadas en Alemania. Habíademasiados aspectos del rearme que sedebían mantener en secreto. ¿Quévisitante extranjero no vería que esa erauna nación cada día más militar?

Se dispararon los fogonazos, entanto las celebridades del Tercer Reichse mostraban alegres, reflexivas uominosas para las lentes. Entre una yotra foto, Ernst conversaba con Rudy ose apartaba; mentalmente estabacomponiendo la carta que debía escribir

a l Führer sobre el Estudio Waltham;estaba ponderando qué decir y qué no.

A veces no es posible revelarlotodo…

En el vano de la puerta apareció unguardia de la SS, quien buscó a Ernstcon la vista y le llamó:

—Señor ministro.Se giraron varias cabezas.—Señor ministro Reinhard.Al coronel eso le resultó tan

divertido como a Göring irritante:oficialmente no era ministro de Estado.

—¿Diga?—Tiene una llamada telefónica,

señor. Del secretario de Gustav Kruppvon Bohlen. Necesita informarleinmediatamente sobre un asunto muyimportante. Con relación a su últimaentrevista con usted.

¿Qué habían discutido que pudieraser tan urgente? Uno de los temas habíasido el blindado para los buques deguerra. No parecía tan crítico, peroahora que Inglaterra había aceptado lasnuevas cifras de construcción de barcos,tal vez Krupp tuviera dificultades paracumplir con las expectativas deproducción. De inmediato se dijo que nopodía ser: el barón no estaba informadode la victoria relacionada con el tratado.

Krupp era brillante como capitalista ycomo técnico, pero también era uncobarde que, pese a haber despreciadoal Partido antes de la subida al poder deHitler, a partir de entonces era unconverso fanático. Ernst sospechaba quela crisis no tenía nada de grave, peroKrupp y su hijo eran muy importantespara los planes de rearme y no se lospodía ignorar.

—Puede coger la llamada en uno deesos teléfonos, señor. Haré que se lapasen.

—Discúlpeme un momento, miFührer.

Hitler hizo un gesto afirmativo y

continuó debatiendo con el fotógrafo elángulo de la cámara. Un momentodespués sonó uno de los muchosteléfonos instalados en la pared. Una luzencendida indicó cuál era. Ernst cogió elauricular.

—¿Diga? Soy el coronel Reinhard.—Coronel, soy Stroud, asistente del

barón Von Bohlen. Le pido disculpaspor la molestia, pero él le ha enviadoalgunos documentos para que losexamine. Un conductor los tiene allí, enel estadio donde usted se encuentra.

—¿De qué se trata?Una pausa.—El barón me ha ordenado que no

mencionara el tema por teléfono.—Sí, sí, bien. ¿Dónde está ese

conductor?—En la calzada del costado sur del

estadio. Lo esperará a usted allí. Esmejor ser discreto. Lo que quierodecirle, señor, es que se presente solo.Así lo indican mis instrucciones.

—Sí, desde luego.—Heil Hitler.—Heil.Ernst colgó el auricular en su

horquilla. Göring lo observaba como unobeso halcón.

—¿Algún problema, ministro?El coronel decidió ignorar tanto la

fingida solidaridad como la ironía deltítulo. En vez de mentir prefirióadmitirlo:

—Krupp tiene un problema. Me haenviado un mensaje.

Puesto que Krupp fabricabaprincipalmente blindados, artillería ymuniciones, trataba más con Ernst y loscomandantes de la Marina y el Ejércitoque con Göring, cuyo territorio era elaire.

—Ach. —El gordo se volvió haciael espejo provisto por el fotógrafo ycomenzó a pasarse un dedo por la cara,para distribuir mejor el maquillaje.

Ernst se dirigió hacia la puerta.

—¿Puedo ir contigo, Opa?—Sí, Rudy, por supuesto. Por aquí.El niño correteó tras su abuelo y

ambos salieron al pasillo interior queconectaba todas las salas de prensa.Ernst le rodeó los hombros con unbrazo. Después de orientarse, se dirigióhacia una puerta que debía de conducir auna escalera del lado sur. Al principiohabía restado importancia al tema, peroen realidad comenzaba a preocuparse.El acero Krupp estaba consideradocomo el mejor del mundo. El chapiteldel magnífico edificio Chrysler, enNueva York, estaba hecho con el famosoEnduro KA-2, de esa compañía. Pero

eso también hacía que los logistasmilitares extranjeros vigilaran muycuidadosamente la producción de laempresa. Tal vez los británicos o losfranceses habían descubierto que granparte de ese acero no se utilizaba paravías de ferrocarril, lavadoras niautomóviles, sino para blindados.

Abuelo y nieto se abrieron pasoentre una multitud de obreros ycapataces que trabajaban enérgicamenteen esa planta: cortaban puertas paraajustar el tamaño, montaban maquinaria,lijaban y pintaban paredes. Al rodearuna mesa de carpintero Ernst se miró lamanga del traje e hizo una mueca.

—¿Qué pasa, Opa? —gritó Rudypara hacerse oír sobre el alarido de unasierra.

—Hombre, mira esto. Mira lo queme ha pasado. Tenía una salpicadura deescayola en la manga. La sacudió comopudo, pero quedó un resto. Pensómojarse los dedos para limpiarla, perotal vez de ese modo la escayola se fijaradefinitivamente en la tela. Y eso no leharía ninguna gracia a Gertrud. Eramejor dejar las cosas así por elmomento. Cuando apoyaba la mano en elpicaporte para salir al pasillo exterior,camino a la escalera, una voz sonó juntoa su oído:

—¡Coronel!Ernst se volvió. El guardia de la SS

había corrido hasta alcanzarlo y gritabapara hacerse oír sobre el gañido de lasierra:

—Han llegado los perros delFührer, señor, y él me ha mandadopreguntar si su nieto no querría posarcon ellos.

—¿Con los perros? —preguntó Rudyentusiasmado.

A Hitler le gustaban los pastoresalemanes y tenía varios. Eran animalesmansos, mascotas domésticas.

—¿Te gustaría? —preguntó Ernst.—¡Claro que sí, Opa! ¡Por favor!

—Pero no juegues bruscamente conellos.

—No, Opa.Ernst lo acompañó nuevamente por

el pasillo y lo vio correr hacia losanimales, que olfateaban la sala,explorando. Hitler rio al ver que elpequeño abrazaba al más grande y ledaba un beso en la testuz. El animal lolamió con su enorme lengua. TambiénGöring, con cierta dificultad, se inclinópara acariciar a los perros, con unasonrisa infantil en la cara redonda.Aunque era cruel en muchos aspectos,amaba con devoción a los animales.

Luego el coronel regresó al corredor

y volvió a dirigirse hacia la puertaexterior, soplando el polvo que lemanchaba la manga. Se detuvo frente auna de las grandes ventanas que daban alsur para mirar afuera. El sol caía confiereza sobre él. Había dejado elsombrero en la cabina telefónica.¿Convendría ir por él?

No, se dijo. Sería…Un fuerte golpe en el cuerpo le quitó

el aire de los pulmones. Se descubriócayendo a la lona que cubría el mármol,con una exclamación agónica… confuso,asustado… Pero al chocar con el sueloel pensamiento que llenaba su mente era:«¡Ahora también me mancharé el traje

de pintura! ¿Qué dirá Gertrud?».

E26

l Munich House era un restaurantepequeño, diez calles al noroeste

del Tiergarten y a cinco del pasajeDresden. Willi Kohl había comido allívarias veces; recordaba haber disfrutadodel goulash húngaro, al que agregabansemillas de alcaravea y uvas pasas, nadamenos. Con la comida había bebido unestupendo vino tinto Blaufrankisch, deAustria.

Él y Janssen aparcaron el DKWfrente al lugar; Kohl plantó la credencialde la Kripo en el salpicadero, para

ahuyentar a los ansiosos Schupo,siempre armados de multas. Luegocaminó a paso rápido hacia elrestaurante, vaciando en el trayecto supipa de meerschaum, seguido porKonrad Janssen.

El decorado del interior era deestilo bávaro: madera oscura y estucadoamarillento; por doquier, bordes degardenias de madera, torpementetalladas y pintadas. El salón olíagratamente a especias agrias y a carneasada. Inmediatamente Kohl sintióhambre; esa mañana sólo había tomadoun desayuno ligero, de café y pastas. Elhumo era denso, pues ya casi había

pasado la hora del almuerzo y la gentecambiaba los platos vacíos por café ycigarrillos.

Kohl vio a su hijo Günter junto aHelmut Gruber, el líder de lasjuventudes Hitlerianas, y otros dosadolescentes que también vestían eluniforme del grupo; a pesar de estarbajo techo no se habían quitado lasgorras de oficial del Ejército, ya fuerapor falta de respeto o por ignorancia.

—He recibido vuestro mensaje,muchachos.

El líder de las JuventudesHitlerianas, con el brazo extendido ensaludo, dijo:

—Heil Hitler, detective-inspectorKohl. Hemos identificado al hombre queusted busca. —Y mostró en alto la fotodel cadáver hallado en el pasajeDresden.

—¿De verdad?—Sí, señor.Kohl echó un vistazo a Günter y

detectó sentimientos contradictorios enla cara de su hijo. Estaba orgulloso dever elevada su categoría frente a laJuventud, pero no le gustaba que Helmuthubiera acaparado el liderazgo de labúsqueda por los restaurantes. Elinspector se preguntó si este incidenterendiría un doble beneficio: la

identificación del cadáver para él y,para su hijo, una lección sobre lasrealidades de la vida entre losnacionalsocialistas.

El propietario o jefe de camareros,un hombre fornido y medio calvo, depolvoriento traje negro y chaleco raídocon rayas doradas, se cuadró ante él.Cuando habló lo hizo con obviodesasosiego: los de las JuventudesHitlerianas figuraban entre losdenunciantes más enérgicos.

—Inspector: su hijo y estos amigossuyos preguntaban por este individuo.

—Sí, sí. ¿Y usted, señor, es…?—Gerhard Klemp. Soy el gerente

desde hace dieciséis años.—Este hombre ¿almorzó ayer aquí?—Sí, señor, en efecto. Viene casi

tres veces por semana. La primera vezfue hace varios meses. Dijo que legustaba comer aquí porquepreparábamos algo más que comidaalemana.

Como Kohl prefería que losmuchachos supieran lo menos posiblesobre ese homicidio, dijo a su hijo y alos Jóvenes Hitlerianos:

—Pues… gracias, hijo. Gracias,Helmut. —Y saludó con la cabeza a losotros—. Ahora nos haremos cargonosotros. Sois un orgullo para esta

nación.—Estoy dispuesto a todo por nuestro

Führer, detective-inspector —aseguróHelmut en el tono adecuado a sudeclaración—. Buenos días, señor. —Yvolvió a levantar el brazo.

Kohl vio que su hijo extendía el suyoen un gesto similar y, a manera derespuesta, él también hizo un enérgicosaludo nacionalsocialista, pasando poralto la expresión levemente divertida deJanssen:

—Heil.Los chavales salieron, parloteando y

riendo; por una vez se los veíanormales: juveniles y alegres, libres de

esa habitual expresión de autómatas sincerebro, como salidos de Metrópolis, lapelícula de ciencia ficción de FritzLang. Él cruzó una mirada con su hijo,que agitó la mano con una sonrisa, entanto el grupo desaparecía por la puerta.Kohl rezó por no haberse equivocado altomar esa decisión por su hijo; Günterbien podía acabar seducido por elgrupo. Luego se volvió hacia Klemp ydio un golpecito a la foto.

—¿A qué hora almorzó ayer?—Vino temprano, a eso de las once,

cuando acabábamos de abrir. Se fuetreinta o cuarenta minutos después.

El inspector notó que Klemp, aunque

atribulado por esa muerte, no se atrevíaa demostrarlo, por si el hombre resultaraser enemigo del Estado. También estaballeno de curiosidad, pero temía hacerpreguntas sobre la investigación orevelar voluntariamente más de lo quese le preguntara, como la mayoría de losciudadanos en esos tiempos. Al menosno padecía de ceguera.

—¿Estaba solo?—Sí.Janssen preguntó:—Por casualidad, ¿no vio usted si

había venido acompañado o si se reuniócon alguien al salir? —Señaló con lacabeza las grandes ventanas sin cortinas.

—No vi a nadie, no.—¿Comía habitualmente con

alguien?—No. Por lo general estaba solo.—Y ayer, ¿hacia dónde fue al

terminar? —preguntó Kohl, que ibaapuntando todo en su libreta, después detocar la mina del lápiz con la lengua.

—Hacia el sur, creo. Es decir, haciala izquierda. En dirección al pasajeDresden.

—¿Qué sabe usted de él?—Ach, algunas cosas. Para empezar,

tengo su dirección, si les sirve.—Desde luego que sí —exclamó

Kohl entusiasmado.

—Cuando comenzó a venir conregularidad le aconsejé que abriera unacuenta. —Se volvió hacia una caja dearchivo, llena de tarjetas pulcramenteescritas, y apuntó una dirección en untrozo de papel.

Janssen la leyó.—Queda a dos calles de aquí, señor.—¿Sabe algo más de ese hombre?—Temo que no mucho. Era

reservado. Rara vez hablábamos. Y noera por el idioma, no. Era por suspreocupaciones. Por lo general leía unperiódico, un libro o algún documentode negocios y no quería conversar.

—¿Por qué ha dicho usted que no

era por el idioma?—Hombre, es que era

norteamericano.Kohl miró a su asistente con una ceja

enarcada.—¿De verdad?—Sí, señor —aseguró el hombre

echando otro vistazo a la foto delmuerto.

—¿Y cómo se llamaba?—Reginald Morgan, señor.

—¿Y quién es usted?Como respuesta a la pregunta de

Reinhard Ernst, Robert Taggert levantó

un dedo en señal de advertencia; luegomiró atentamente por la ventana frente ala cual estaba el coronel cuando él lohabía derribado, un momento antes, paraquitarlo del campo visual del edificioanexo donde esperaba Paul Schumann.

Vislumbró la negra entrada delcobertizo y, vagamente, la boca delmáuser, que se movía de un lado a otro.

—¡Que nadie salga! —ordenó a losobreros—. ¡No os acerquéis a lasventanas ni a las puertas!

Luego se volvió hacia Ernst, queestaba sentado en una caja llena de latasde pintura. Varios de los obreros, que lohabían ayudado a levantarse, esperaban

a poca distancia.Taggert había llegado tarde al

estadio, al volante del camión blanco.Tuvo que dar un gran rodeo hacia elnorte y el oeste para asegurarse de queSchumann no lo viera. Después demostrar sus credenciales a los guardias,había subido corriendo hasta la sala deprensa, en el momento en que Ernst sedetenía frente a la ventana. Los fuertesruidos de la construcción impidieronque el coronel oyera su grito sobre elrugido de las sierras. El norteamericanotuvo que correr a lo largo del pasillo,frente a diez o doce trabajadoresatónitos, y arrojarse contra él para

apartarlo de la ventana.El coronel se sujetaba la cabeza, que

se había golpeado contra el suelocubierto de lona. No tenía sangre en elcuero cabelludo y no parecía habersufrido mucho daño, aunque el golpe deTagger lo había dejado aturdido y sinaire en los pulmones.

En respuesta a su pregunta elnorteamericano dijo:

—Trabajo para el personaldiplomático de Washington D. C. —Mostró sus papeles: una tarjeta deidentificación del Gobierno y unpasaporte estadounidense auténtico,extendido bajo su verdadero nombre; no

era la falsificación a nombre deReginald Morgan, el agente deInteligencia Naval que había matado eldía anterior en el pasaje Dresden, frentea Paul Schumann, para hacerse pasar porél.

—He venido a advertirle de que hayuna conspiración contra su vida —dijo—. En este momento hay un asesino allífuera.

—Pero Krupp… ¿El barón VonBohlen está involucrado?

—¿Krupp? —Taggert, fingiendosorpresa, escuchó la explicación deErnst sobre la llamada telefónica—. No;ese debió de ser uno de los

conspiradores, para hacer que ustedsaliera. —Señaló hacia fuera. El asesinoestá en uno de los almacenes, al sur delestadio. Hemos sabido que es ruso,aunque viste el uniforme de la SS.

—¿Ruso? Sí, sí, hubo una alerta deseguridad sobre un hombre así.

De hecho, Ernst no habría corridopeligro si se hubiera quedado ante laventana o hubiera salido a la galería. Elrifle que Schumann tenía ahora era elmismo que había probado el díaanterior, en la plaza Noviembre de1923, pero esa noche Taggert habíabloqueado con plomo el cañón del arma.Aunque el sicario hubiera disparado, la

bala no habría salido por la boca. Peroentonces, al comprender que le habíantendido una emboscada, quizá habríaescapado, aun herido por la explosióndel rifle.

—¡Nuestro Führer puede estar enpeligro!

—No —aseguró Taggert—. Sólousted.

—¿Yo? —Ernst giró la cabeza—.¡Mi nieto! —Se levantó abruptamente—.He traído a mi nieto. Él también podríaestar en peligro.

—Debemos advertir a todos que semantengan lejos de las ventanas —dijoTaggert— y evacuar el área. —Los dos

hombres se dirigieron apresuradamentepor el corredor—. ¿Hitler está en la salade prensa?

—Allí estaba hace unos minutos.Aquello estaba resultando mucho

mejor de lo que Taggert podía esperar.En la pensión había disimulado suentusiasmo al saber por Schumann queHitler y los otros líderes estaríanreunidos allí.

—Necesito informarle de lo quehemos sabido. Debemos actuar deprisapara que el asesino no escape.

Entraron en la sala de prensa. Elnorteamericano parpadeó por laimpresión de encontrarse entre los

hombres más poderosos de Alemania,que se volvían a mirarlo con curiosidad.Los únicos que le ignoraban eran dosalegres pastores alemanes y un hermosoniño de unos seis o siete años.

Adolf Hitler reparó en Ernst, queaún se apretaba la nuca y traía el trajesucio de pintura y escayola.

—Reinhard —exclamó, alarmado—,¿está usted herido?

—Opa! —El niño corrió hacia él.Ernst lo rodeó con los brazos para

llevarlo rápidamente hacia la entrada dela sala, lejos de puertas y ventanas.

—No ha pasado nada, Rudy. Ha sidosólo una caída. ¡Todo el mundo, lejos de

las ventanas! —Llamó con un gesto a unguardia de la SS—. Llévese a mi nietoal pasillo y quédese con él.

—Sí, señor. —El hombre hizo loque se le ordenaba.

—¿Qué ha sucedido? —preguntóHitler. Ernst respondió:

—Este hombre es un diplomáticoestadounidense. Dice que allí fuera hayun ruso con un rifle. En uno de losalmacenes, al sur del estadio.

Himmler ordenó a un guardia:—¡Traiga inmediatamente a algunos

hombres! Y reúna un destacamentoabajo.

—Sí, mi jefe de policía.

Ernst explicó lo de Taggert. ElFührer alemán se acercó alnorteamericano, que estaba casisofocado de emoción por verse enpresencia de Hitler. El dictador era tanbajo como él, pero más ancho y defacciones más marcadas. Con un gestosevero en la cara pálida, examinó conatención los papeles de Taggert. Susojos estaban encerrados entre lospárpados caídos y las bolsas, perotenían, sin duda, ese azul pálido ypenetrante del que tanto le habíanhablado. Ese hombre podía hipnotizar acualquiera, se dijo Taggert; él mismopercibía su fuerza.

—¿Me permite, mi Führer, porfavor? —pidió Himmler. Hitler leentregó los documentos. Después deestudiarlos preguntó—: ¿Habla ustedalemán?

—Sí, señor.—Con todo respeto, señor, ¿está

armado?—Lo estoy —dijo Taggert.—Puesto que aquí están el Führer y

estas otras personas, me haré cargo desu arma hasta que sepamos qué estápasando.

—Por supuesto. —Elnorteamericano se abrió la chaqueta ypermitió que uno de los SS le retirara la

pistola. Esperaba algo así. Después detodo Himmler era el jefe de la SS, cuyamisión principal era custodiar a Hitler ya los líderes del Gobierno.

El jefe de policía ordenó a otro desus hombres que echara un vistazo a loscobertizos y tratara de descubrir alposible asesino.

—Y dése prisa.—Sí, mi jefe de policía.Mientras él salía de la sala de

prensa, diez o doce guardias armadosentraron en fila y se distribuyeron demanera que pudieran proteger a lospresentes. Taggert se volvió hacia Hitlercon una respetuosa inclinación de

cabeza.—Señor canciller presidente: hace

varios días supimos de una posibleconspiración de los rusos.

Himmler asintió:—La información que nos llegó el

viernes desde Hamburgo apuntaba a quelos rusos querían hacer algún «daño».

Hitler lo acalló con un ademán eindicó a Taggert que continuara.

—No dimos mucha importancia aesa información. Nos llegan muy amenudo, de esos puñeteros rusos. Perohace algunas horas nos hemos enteradode algunos datos: el blanco era elcoronel Ernst y el asesino podría venir

esta tarde al estadio. He supuesto quevendría a examinar el lugar para atentarcontra el coronel durante los Juegos y hevenido personalmente a ver qué ocurría.

Y he reparado en un hombre queentraba en un cobertizo, al sur delestadio. Luego me ha espantadoenterarme de que el coronel y el resto deustedes estaban aquí.

—¿Cómo ha entrado ese asesino enel recinto? —bramó Hitler.

—Con uniforme de la SS ycredenciales falsas, según creemos —explicó el norteamericano.

—Yo estaba a punto de salir —apuntó Ernst—. Este hombre me ha

salvado la vida.—¿Y Krupp? ¿Y esa llamada

telefónica? —preguntó Göring.—Krupp no tiene nada que ver con

esto, sin duda —aseveró Taggert—.Debe de ser un cómplice quien ha hechoesa llamada para que el coronel saliera.

Himmler hizo un gesto a Heydrich,quien marchó hacia el teléfono y,después de marcar un número, hablódurante unos instantes. Luego levantó lavista.

—No, no era Krupp quien hallamado. A menos que ahora utilice elteléfono de la oficina de correos dePotsdamer Platz. Hitler murmuró a

Himmler con aire ominoso:—¿Cómo es posible que nosotros no

supiéramos nada de esto?Taggert, sabedor de que en la cabeza

de Hitler danzaba constantemente laparanoia de la conspiración, acudió endefensa de Himmler:

—Los rusos fueron muy astutos.Nosotros lo supimos por casualidad, através de nuestras fuentes en Moscú.Pero le ruego, señor: debemos actuardeprisa. Si él se percata de que lohemos descubierto, escapará y volverá aintentarlo.

—¿Por qué a Ernst? —preguntóGöring.

Eso debía de significar «por qué noa mí», se dijo el norteamericano.Respondió directamente a Hitler:

—Señor Führer del Estado: tenemosentendido que el coronel Ernst participaen el rearme. Eso no nos preocupa: enEstados Unidos consideramos aAlemania nuestro mejor aliado europeoy queremos que tenga poderío militar.

—¿Eso piensan sus compatriotas?—preguntó Hitler.

En los círculos diplomáticos erabien sabido que el sentimiento antinazide los norteamericanos lo tenía muypreocupado.

Ahora que podía prescindir de la

molestia de simular la plácidapersonalidad de Reggie Morgan, Taggertafiló la voz:

—No siempre se sabe toda laverdad. Los judíos meten mucha bulla,en vuestro país y en el mío, y loselementos izquierdistas se pasan el díagimoteando: el periodismo, loscomunistas, los socialistas…

Pero son sólo una pequeña parte dela población. No: nuestro Gobierno y lamayoría de los estadounidenses estamosfirmemente decididos a aliarnos convosotros y a ayudaros para que osquitéis el yugo de Versalles. Son losrusos a quienes más preocupa el rearme

alemán. Pero escuche, señor:disponemos de pocos minutos. Elasesino…

En ese momento regresó el guardiade la SS.

—Es como él ha dicho, señor. Juntoal aparcamiento hay algunos cobertizos.Uno tiene la puerta abierta. Y sí, se veasomar el cañón de un rifle que busca unblanco aquí, en el estadio.

Varios de los hombres presentesahogaron un murmullo de indignación.Joseph Goebbels se pellizcaba la orejacon nerviosismo. Göring habíadesenfundado su Luger y la meneabacómicamente de un lado a otro, como un

niño con una pistola de juguete.La voz de Hitler, sus manos,

temblaban de ira:—¡Esos judíos comunistas, esos

animales! ¡Venir a mi país a hacermeesto! Traidores… ¡Y con nuestrasOlimpiadas a punto de comenzar! Son…—Pero estaba tan furioso que no pudocontinuar con su diatriba.

Taggert se dirigió a Himmler:—Sé hablar ruso. Rodee el

cobertizo y permítame que trate depersuadir a ese hombre para que serinda.

Sin duda la Gestapo o la SS podránhacer que nos revele quiénes son los

otros conspiradores y dónde están.Himmler asintió y se volvió hacia

Hitler.— M i Führer, es importante que

usted y los demás partan de inmediato.Por la ruta subterránea. Puede que elasesino sea uno solo, pero también esposible que haya otros y este señor no losepa.

Como cualquiera que hubiera leídolos informes de inteligencia sobreHimmler, Taggert pensaba que eseantiguo vendedor de fertilizantes estabamedio loco y que era un aduladorincurable. Pero como tenía un claropapel que desempeñar, dijo

sumisamente:—El jefe de policía Himmler tiene

razón. No estoy seguro de que nuestrainformación sea completa. Pónganse asalvo. Yo ayudaré a las tropas acapturar a ese hombre.

Ernst le estrechó la mano,—Le estoy muy agradecido.Taggert asintió. Siguió con la vista a

Ernst, que salía al corredor a por sunieto; luego lo vio reunirse con losotros, que bajaban por una escalerainterior hacia la calzada subterránea,rodeados por una brigada de guardias.Sólo cuando Hitler y los demás hubierondesaparecido le devolvió Himmler su

pistola. Luego el jefe de policía llamó aloficial de la SS a quien había ordenadoreunir un destacamento abajo.

—¿Dónde están sus hombres?El guardia explicó que había

veinticinco desplegados hacia el este,fuera de la vista del cobertizo. Himmlerdijo:

—El líder Heydrich y yopermaneceremos aquí y convocaremosuna alerta general en la zona. Tráiganosa ese ruso.

—Heil.El hombre giró sobre sus talones y

bajó apresuradamente la escalera,seguido por Taggert. Ambos trotaron

hacia el costado este del estadio; allí sereunieron con las tropas y, describiendoun amplio arco hacia el sur, seaproximaron al cobertizo.

Los hombres corrían deprisa,rodeados por los guardias impávidos,entre el ruido de los cerrojos y losseguros de las pistolas, cargando lasbalas. Sin embargo, en medio de eseaparente dramatismo, Robert Taggertestaba sereno por primera vez en variosdías. Tal como el hombre que habíamatado en el pasaje Dresden (ReggieMorgan), él era una de esas personasque viven a la sombra del Gobierno, ladiplomacia y los negocios, cumpliendo

lo que se les manda por caminos a veceslegítimos, a menudo ilegales. De todo loque había dicho a Schumann, una de laspocas cosas ciertas era que deseaba conpasión un cargo diplomático, ya fuera enAlemania, ya en otro país; le habríagustado España, desde luego. Pero esasmetas no se consiguen con facilidad: espreciso ganarlas, con frecuencia ensituaciones descabelladas y peligrosas.Tal como el plan que involucraba a esepobre bobo de Paul Schumann.

Las instrucciones recibidas deEstados Unidos eran sencillas: habríaque sacrificar a Reggie Morgan. Taggertlo mataría para asumir su identidad.

Ayudaría a Paul Schumann a planificarla muerte de Reinhard Ernst y, en elúltimo instante, «rescataría»dramáticamente al coronel alemán, comoprueba de la firmeza con que EstadosUnidos apoyaba a losnacionalsocialistas. Hasta Hitlerllegarían noticias del rescate y loscomentarios de Taggert sobre ese apoyo.Pero todo resultó muchísimo mejor: élhabía representado su papeldirectamente ante Hitler y Göring.

La suerte que corriera Schumann notenía ninguna importancia; moriría enese momento, lo cual sería más limpio yconveniente, o sería atrapado y

torturado. En este último caso Schumannacabaría por hablar… y contaría algoincreíble: que había sido contratado porel Departamento de Inteligencia Navalnorteamericano para matar a Ernst. Losalemanes no le harían el menor caso,puesto que el asesino había sidodenunciado por Taggert y losnorteamericanos. ¿Y si resultaba que noera ruso, sino un pistolerogermanoamericano? Pues…probablemente lo habrían reclutado losrusos.

El plan era sencillo.Sin embargo hubo inconvenientes

desde un principio. Él tenía pensado

matar a Morgan varios días antes, parareemplazarlo en su primer encuentro conSchumann. Pero Morgan era un hombremuy cauto e inteligente, que sabía llevaruna vida encubierta. Taggert no habíahallado ninguna oportunidad paramatarlo antes de la escena en el pasajeDresden. ¡Y qué tensa había sido lasituación!

Reggie Morgan sólo conocía lacontraseña antigua, no la del tranvíapara ir a Alexanderplatz; por ende,cuando se encontró con Schumann en elcallejón cada uno de ellos creyó que elotro era el enemigo. Taggert habíalogrado matarlo justo a tiempo para

convencer a Schumann de que él era, enverdad, el agente norteamericano, puestoque sabía la frase correcta, tenía elpasaporte falso y pudo hacer unadescripción exacta del senador. Ademásprocuró ser el primero en registrar losbolsillos del muerto. Así fingióencontrar pruebas de que Morganpertenecía a las Tropas de Asalto,aunque el carné que mostró a Schumannsólo certificaba, en realidad, que elportador había donado una suma dedinero a un fondo para los veteranos deguerra. En Berlín medio mundo teníaesas tarjetas, puesto que los CamisasPardas eran muy hábiles cuando se

trataba de solicitar «contribuciones».El mismo Schumann le causó

algunos quebraderos de cabeza. Erasagaz, sí, mucho más de lo que Taggertesperaba de un matón. Era desconfiadopor naturaleza y nunca revelaba lo queestaba pensando. Taggert había tenidoque vigilar lo que decía y hacía,recordar constantemente que él eraReginald Morgan, un funcionario civiltenaz y mediocre. Le horrorizó, porejemplo, que Schumann insistiera enregistrar el cadáver de Morgan por situviera tatuajes. Si tenía alguno,probablemente pondría «U. S. Navy», oquizá el nombre del barco donde había

servido durante la guerra. Pero eldestino le sonrió: ese hombre nuncahabía estado bajo una aguja.

Taggert llegó al cobertizo con losguardias uniformados de negro. Allíasomaba el cañón del máuser, como siPaul Schumann buscara su blanco. Lossoldados se desplegaron en silencio; eloficial dirigía a sus hombres conademanes de la mano. El norteamericanoquedó más impresionado que nunca porlas brillantes tácticas alemanas.

Ya se acercaban, cada vez más.Schumann continuaba apuntando al

balcón, detrás del palco dela prensa.Debía de estar preguntándose qué

pasaba, por qué Ernst tardaba tanto ensalir. ¿Le habrían transmitido la llamadade Webber?

Mientras los hombres de la SSrodeaban el cobertizo, eliminandocualquier posibilidad de que Schumannpudiera escapar, Taggert recordó que,cuando hubiera acabado allí, debíaregresar a Berlín y buscar a OttoWebber para matarlo. También a KätheRichter.

Cuando los jóvenes soldadosestuvieron apostados alrededor delcobertizo, el norteamericano susurró:

—Iré a hablarle en ruso para que serinda.

El comandante de la SS asintió.Taggert sacó la pistola del bolsillo. Nocorría ningún peligro, desde luego, puesel máuser tenía el cañón bloqueado. Aunasí avanzó con lentitud, fingiendocautela y nerviosismo.

—No os mováis —susurró—. Yoentraré primero.

El de la SS enarcó las cejas,impresionado por su valentía.

Taggert levantó la pistola y avanzóhacia el vano de la puerta. La boca delrifle continuaba moviéndose de lado alado. Era palpable la frustración delsicario al no hallar un blanco.

Con un movimiento veloz, Taggert

abrió una de las puertas de par en par ylevantó la pistola, aplicando presión algatillo. Dio un paso adentro.

Y ahogó una exclamación. Lorecorrió un escalofrío.

El máuser continuaba su recorridopor el estadio, moviendo lentamente elcañón de un lado a otro. Pero no eran lasmanos del asesino las que sostenían elmortífero rifle, sino unos trozos decordel arrancados de las cajas y atadosa una viga del techo.

Paul Schumann había desaparecido.

C27

orría.No era, en absoluto, su

ejercicio favorito, aunque Paul solíacorrer o trotar en el gimnasio, a fin demantener las piernas en forma y eliminardel organismo el tabaco, la cerveza y elwhisky. Y ahora corría como JesseOwens.

Corría para salvar la vida.A diferencia del pobre Max, muerto

a disparos en plena calle mientras huíade la SS, Paul no llamaba la atención:vestía ropas y zapatillas de gimnasia que

había robado de los vestuarios delEstadio Olímpico; parecía uno entretantos miles de atletas que, enCharlottenburg y sus alrededores, seentrenaban para los Juegos. Ya estaba aunos cuatro kilómetros y medio delestadio; iba de regreso a Berlín,moviendo enérgicamente las piernaspara poner distancia entre él y latraición, que aún debía esclarecer.

Le sorprendía que Reggie Morgan(si acaso era Morgan) hubiera cometidoun error tan burdo después de haberurdido un plan tan complicado paratenderle una trampa. Evidentemente,había sicarios que no revisaban sus

herramientas antes de cada trabajo. Peroeso era una locura. Cuando uno seenfrentaba a hombres implacables,siempre armados, había que asegurarsede tener las propias armas encondiciones perfectas: que nadaestuviera descabalado.

En aquel cobertizo, caldeado comoun horno, Paul había montado la miratelescópica; luego se aseguró de que lascalibraciones estuvieran en los mismosnúmeros que en la galería de tiro de lacasas de empeño. Por fin, como últimacomprobación, retiró el cerrojo delmáuser y miró a lo largo del cañón.Estaba bloqueado. Al principio supuso

que sería algo de polvo o creosota delestuche de fibra en el que lo llevaba.Pero después de hurgar con un trozo dealambre estudió atentamente lo que sehabía desprendido. Alguien habíavertido plomo fundido por la boca delarma. Si disparaba, el cañón estallaría oel cerrojo se dispararía hacia atrás,atravesándole el pecho.

Durante la noche el rifle habíaestado en manos de Morgan. Era lamisma arma: el día anterior, mientras loobservaba, Paul había reparado en unaconfiguración característica de la veta.Obviamente Morgan, o quienquiera quefuese, la había saboteado.

Paul actuó deprisa; arrancó el cordelde algunas cajas y colgó el rifle deltecho, para crear la ilusión de que él aúnestaba allí. Luego salió subrepticiamenteal exterior y se unió a un grupo de la SSque marchaba hacia el norte. Se separóde ellos al llegar a las piscinas, dondebuscó una muda de ropa y calzado, sedeshizo del uniforme de la SS y rompiósu pasaporte ruso para arrojarlo alinodoro.

Ahora estaba a media hora delestadio y corría, corría…

Con la ropa ya empapada de sudor,abandonó la carretera para encaminarsehacia el centro de una aldea pequeña,

donde encontró una fuente hecha a partirde un antiguo abrevadero para caballos.Inclinado hacia el caño, bebió un litrode aquella agua caliente y con sabor aherrumbre. Luego se mojó la cara.

¿A qué distancia de la ciudadestaría? A unos seis kilómetros, calculó.Al ver que dos oficiales, de uniformeverde y alto sombrero verde y negro,detenían a un hombre para exigirle suspapeles, giró disimuladamente y se alejópor las calles laterales. Era demasiadopeligroso continuar hasta Berlín a pie.

Alrededor de la estación deferrocarril había varias hileras devehículos aparcados. Escogió un DKW

sin capota y, una vez seguro de quenadie lo veía, utilizó una piedra y unarama quebrada para romper lacerradura. Luego buscó los cables, cortócon los dientes la tela que los aislaba yentretejió los hilos de cobre. Al pulsarel botón de arranque, el motor rechinópor un momento, pero no arrancó. Hizouna mueca al recordar que no habíaregulado el estárter. Lo ajustó e hizootro intento. Esta vez el motor cobróvida, petardeando, y él movió lamanivela hasta que lo oyó funcionar consuavidad. Necesitó un momento paraentender cómo funcionaban las marchas,pero al instante partía hacia el este por

las calles estrechas de la aldea.Mientras tanto se preguntaba quién lohabría traicionado.

Y por qué. ¿Acaso por dinero? ¿Porpolítica? ¿Por algún otro motivo?

Pero en esos momentos no podíahallar respuesta alguna a esas preguntas:la fuga ocupaba todos sus pensamientos.

Pisó el acelerador a fondo y viróhacia una carretera ancha e inmaculada;un letrero le aseguró que el centro deBerlín se hallaba a seis kilómetros dedistancia.

Un alojamiento modesto, cerca de la

calle Bremer, en el sector noroeste de laciudad. La vivienda de ReginaldMorgan, típica de ese barrio, era unlúgubre edificio de cuatro pisos quedataba de los tiempos del SegundoImperio, aunque no recordaba enabsoluto las glorias prusianas.

Willi Kohl y el candidato ainspector se apearon del DKW. Al oírnuevamente las sirenas levantaron lavista: un camión lleno de hombres de laSS pasaba deprisa por la calle; otraentrega de la alerta secreta de seguridad,aún más amplia que la anterior; alparecer se estaban estableciendocontroles de carreteras en toda la

ciudad. También Kohl y Janssen fueronparados. El guardia de la SS echó unamirada desdeñosa al carné de la Kripo yles indicó por señas que pasaran.Cuando el inspector le preguntó quésucedía, se limitó a ordenarlessecamente:

—Circulen.Ahora Kohl tocaba la campanilla

instalada junto a la maciza puertaprincipal. Mientras esperaban golpeabacon impaciencia el suelo con un pie.Dos largos timbrazos más tarde abrió lapuerta una casera fornida, con vestidooscuro y delantal, quien abrió mucho losojos al ver a dos hombres de traje, muy

serios.—Heil. Disculpen los señores la

tardanza. Es que mis piernas ya no…—Inspector Kohl, de la Kripo. —

Mostró su credencial para que la mujerse tranquilizara un poco: al menos noera la Gestapo.

—¿Conoce usted a este hombre? —Janssen exhibía la foto del pasajeDresden.

—¡Ach, pero si es el señor Morgan!Vive aquí. No parece muy… ¿Hamuerto?

—Sí, señora.—Dios nos guar… —La frase,

políticamente cuestionable, murió en sus

labios.—Nos gustaría ver sus habitaciones.—Sí, señor, por supuesto. Por aquí.

—Cruzaron un patio tanabrumadoramente sombrío que habríaentristecido hasta al irreprimiblePapageno de Mozart.

La mujer caminaba meciéndosehacia delante y hacia atrás.

—A decir verdad, señores, esehombre siempre me pareció algoextraño. —Lo dijo echando cautelosasmiradas a Kohl, para dejar claro queella no era cómplice de Morgan, por silo habían matado losnacionalsocialistas, pero también que su

conducta no era tan sospechosa comopara denunciarlo—. No lo hemos vistoen todo un día. Salió ayer, justo antesdel almuerzo, y no ha regresado.

Franquearon otra puerta cerrada conllave, al final del patio, y luego subierondos tramos de escalera que olían acebolla y encurtidos.

—¿Cuánto tiempo llevaba viviendoaquí? —preguntó Kohl.

—Tres meses. Pagó seis meses poradelantado. Y me dio una propina… —Se le apagó la voz—. Pero no muygrande.

—¿Los cuartos estaban amueblados?—Sí, señor.

—¿Recuerda usted que hayarecibido algún visitante?

—No que yo sepa. Yo no he hechopasar a ninguno.

—Muéstrele el dibujo, Janssen.Él mostró el retrato de Paul

Schumann.—¿Ha visto a este hombre?—No, señor. ¿También ha muerto?

—La mujer añadió abruptamente—:Quiero decir… No, no lo he visto nunca.

Kohl la miró a los ojos. Eranevasivos, pero por miedo, no porengaño, y él le creyó. A sus preguntasrespondió que Morgan era comerciante,que no recibía llamadas telefónicas en la

casa y que recogía su correspondenciaen correos. No sabía si tenía susoficinas en otro lugar. Nunca habíadicho nada concreto sobre su trabajo.

—Bien, ahora déjenos.—Heil —saludó ella. Y se

escabulló como un ratón. Kohl recorrióla habitación con una mirada.

—¿Ha notado, Janssen, que he hechouna deducción equivocada?

—¿A qué se refiere, señor?—He supuesto que el señor Morgan

era alemán porque usaba prendas depaño hitleriano. Pero no todos losextranjeros tienen tanto dinero comopara vivir en Unter den Linden y

comprar ropa de primera calidad enKaDeWe, aunque esa sea nuestraimpresión.

Su asistente reflexionó por unmomento.

—Es verdad, señor. Pero quizá teníaotro motivo para usar ropa ersatz.

—¿Quizá deseaba hacerse pasar poralemán?

—Sí, señor.—Bien, Janssen. Aunque tal vez,

antes que hacerse pasar por uno denosotros, lo que buscaba era no llamarla atención. De cualquier modo, ambascosas lo hacen sospechoso. Veamosahora si podemos restar misterio a

nuestro misterio. Comencemos por losarmarios.

El candidato a inspector abrió unapuerta e inició su examen del contenido.

Kohl, por su parte, escogió labúsqueda menos exigente: se instaló enuna silla chirriante para revisar losdocumentos del escritorio. Al parecer elnorteamericano había sido una suerte demediador, que proporcionaba serviciosa varias empresas estadounidenseslocalizadas en Alemania. A cambio deuna comisión ponía en contacto a uncomprador norteamericano con unvendedor alemán o viceversa. Cuandovenían a la ciudad empresarios de

Estados Unidos se contrataba a Morganpara que los entretuviera y concertarareuniones con representantes alemanesde Borsig, Bata Shoes, Siemens, I. G.Farben, Opel y muchas más.

Había varias fotos de Morgan ydocumentos que confirmaban suidentidad, pero a Kohl le resultó extrañoque no hubiera efectos realmentepersonales: ni fotos familiares nirecuerdos.

… tal vez era hermano dealguien. Y esposo o amante dealguien. Y quizá tuvo la suerte decriar hijos. Ojalá haya tenido

también antiguas amantes que lorecuerden de vez en cuando.

Kohl analizó las implicaciones deesa falta de información personal.¿Significaría acaso que el hombre era unsolitario? ¿O quizá tenía otros motivospara mantener en secreto su vidapersonal?

Janssen escarbaba en el ropero.—¿Hay algo en especial que deba

buscar, señor?Dinero estafado, el pañuelo de una

amante casada, una carta de extorsión, lanota de una adolescente embarazada…cualquier cosa que pudiera señalar las

causas por las que el pobre señorMorgan había muerto brutalmente en losinmaculados adoquines del pasajeDresden.

—Busque cualquier cosa que nosayude a esclarecer el caso de algunamanera. No puedo describirlo mejor. Esla parte más difícil de la tareadetectivesca. Use el instinto, laimaginación.

—Sí, señor.El inspector continuó examinando el

escritorio. Un momento después Janssenanunció:

—Mire esto, señor. El señor Morgantenía fotos de mujeres desnudas. Aquí

hay una caja.—¿Son fotografías impresas? ¿O

tomadas por él mismo?—No, son postales. Ha de haberlas

comprado en algún lugar.—Pues entonces no nos interesan,

Janssen. Debe usted discernir cuándolos vicios de una persona son relevantesy cuándo no lo son. Y puedo asegurarleque, de momento, las postalesvoluptuosas no tienen importancia.Continúe con su búsqueda, por favor.

Hay hombres en quienes la calma creceen proporción directa a la

desesperación. Estos hombres son rarosy especialmente peligrosos, pues suimplacabilidad no disminuye y jamáscaen en el descuido.

Robert Taggert era de ese tipo.Aquel maldito sicario de Brooklyn lohabía dejado de piedra al haberloburlado y haber puesto en peligro sufuturo, pero él no permitiría que laconmoción sufrida le turbara el buenjuicio.

Sabía cómo había llegado Schumanna descubrirlo todo: en el suelo delcobertizo había un trozo de alambre y, allado, trocitos de plomo. Había revisadoel cañón del arma y descubierto el

tapón, naturalmente. Taggert pensó,furioso, por qué no se le habría ocurridovaciar las balas de pólvora. Así nohabrían sido peligrosas para Ernst ySchumann habría descubierto la traicióndemasiado tarde, cuando el cobertizoestuviera ya rodeado por la SS.

Pero aquello, se dijo, aún teníaremedio.

En un breve segundo encuentro conHimmler y Heydrich, en la sala deprensa, les había asegurado no saber dela conspiración mucho más de lo que yales había explicado; luego abandonó elestadio, informando a los alemanes deque se pondría inmediatamente en

contacto con Washington para preguntarsi tenían más detalles. Los dejó a ambosmurmurando sobre las conspiraciones dejudíos y rusos. Le sorprendió que lepermitieran salir del recinto sindetenerlo: aunque su arresto no habríasido lógico, sabía muy bien que existíaese riesgo, puesto que el país estabacolmado de sospechas y paranoia.

Ahora Taggert analizaba a su presa.Paul Schumann no era estúpido, desdeluego. En la trama en la que le habíanimplicado, lo hacían pasar por ruso ysabía que eso era lo que buscarían losalemanes. Sin duda a esas horas ya sehabría deshecho de su falsa identidad y

se presentaría nuevamente comonorteamericano. Pero Taggert prefirióno revelar eso a los alemanes; seríamejor presentar al «ruso» muerto, juntocon su cómplice: el jefe de una bandadelincuente y una disidente; sin duda,Käthe Richter tendría algunos amigosque simpatizaran con los kosi, lo cualañadiría credibilidad a la historia delasesino ruso.

Desesperado, sí.Pero mientras conducía el furgón

blanco hacia el sur, sobre un canal tanpardo como las Tropas de Asalto, semantenía sereno como una piedra.Aparcó en una calle transitada y se

apeó. No dudaba de que Schumannregresaría a la pensión en busca deKäthe Richter: había exigido de manerainflexible llevarse a esa mujer a EstadosUnidos. Eso significaba que no ladejaría allí, ni siquiera en esosmomentos. Taggert también estabaseguro de que se presentaría en personaen vez de llamarla: Schumann conocíalos peligros de los teléfonosintervenidos de Alemania.

Marchaba a buena velocidad por lascalles, sintiendo el golpeteotranquilizador de la pistola contra lacadera.

En una esquina viró hacia el pasaje

Magdeburger y se detuvo a inspeccionarminuciosamente la pequeña calle.Parecía desierta y polvorienta en elcalor de la tarde. Después de pasardisimuladamente frente a la pensión deKäthe Richter, como no percibía ningunaamenaza, regresó deprisa y bajó hasta laentrada al sótano. La abrió a golpes conel hombro y entró subrepticiamente alhúmedo subsuelo.

Subió por una escalera de madera,siempre pisando en el lateral de lospeldaños, para reducir los crujidos lomáximo posible. Al llegar arriba abrióla puerta y, después de sacar la pistoladel bolsillo, salió al vestíbulo de la

planta baja. Estaba desierto. No habíaruidos ni movimiento alguno, aparte delzumbido frenético de una mosca enorme,atrapada entre dos cristales.

Caminó a lo largo del corredor y sedetuvo ante cada puerta para escuchar,pero no se oía nada. Por fin regresó aaquella de la que pendía un letrerotoscamente pintado que ponía «Casera».Allí golpeó.

—¿Señora Richter?Se preguntaba cómo sería aquella

mujer. Esas habitaciones habían sidoalquiladas para Schumann por elverdadero Reginald Morgan, pero alparecer ella y Morgan no habían llegado

a conocerse personalmente, pues lohabían resuelto todo por teléfono; encuanto a la carta de aceptación y elefectivo, los intercambiaron por mediode un sistema de mensajería que recorríatoda la ciudad.

Otro toque a la puerta.—He venido por una habitación. La

puerta de la calle estaba abierta.No hubo respuesta.Intentó abrir. No estaba cerrada con

llave. Al entrar vio que en la cama habíauna maleta abierta, rodeada de ropa ylibros. Eso lo tranquilizó: significabaque Schumann aún no había regresado.Pero ella, ¿dónde estaba? Tal vez quería

cobrar algún dinero que le debían o, másprobablemente, pedir prestado lo quefuera posible a amigos y parientes.Emigrar de Alemania por las víaspermitidas implicaba poder llevar sóloropa y algo de dinero para gastospersonales; si pensaba partir ilegalmentecon Schumann llevaría todo el efectivoposible. La radio estaba encendida; lasluces, también. Regresaría pronto.

Taggert vio junto a la puerta untablero con las llaves de todas lashabitaciones. Después de coger las quecorrespondían a las de Schumann, saliónuevamente al corredor y recorriósilenciosamente el pasillo. Con un

movimiento veloz, abrió la cerradura yentró con la pistola en alto.

La sala estaba desierta. Cerró lapuerta con llave antes de pasar aldormitorio, sin hacer ruido. Schumannno estaba allí, pero su maleta sí. Taggertse detuvo a reflexionar en el centro de lahabitación. El sicario podía sersentimental en su interés por la mujer,pero era un profesional concienzudo:antes de entrar miraría por las ventanasdel frente y de la parte trasera, para versi había alguien dentro.

Decidió esperar escondido. La únicaopción realista era el armario. Dejaríala puerta un poco entreabierta para oír a

Schumann cuando entrara. Cuando sepusiera a preparar el equipaje, él saldríadel ropero para matarlo. Con un poco desuerte vendría con Käthe Richter ypodría matarla también. Si no, laesperaría en su cuarto. Desde luego,cabía esperar que ella fuera la primeraen llegar; en ese caso él podría matarlainmediatamente o aguardar hasta quellegara Schumann. Habría que decidirsepor lo más conveniente. Luegoinspeccionaría las habitaciones, paraasegurarse de que no quedaran rastrosde la verdadera identidad de Schumann,y finalmente llamaría a la SS y a laGestapo para informarles de que ya

había acabado con el ruso.Taggert entró en el amplio armario

y, después de cerrar la puerta casi porcompleto, se desabrochó casi toda lacamisa para aliviar el terrible calor.Inhaló bien hondo, llenando de aire lospulmones doloridos. El sudor lemoteaba la frente y le escocía en lossobacos, pero eso no le importaba, puesRobert Taggert estaba totalmenteimpulsado, o antes bien intoxicado, porun elemento mucho mejor que el oxígenohúmedo: la euforia del poder. El chavalde Hartford, el chico a quien golpeabansólo por pensar más y correr menos quelos otros mozalbetes de ese barrio pobre

y gris, acababa de conocer al mismísimoAdolf Hitler, el político más sagaz de latierra, y los ardorosos ojos azules de esehombre lo habían mirado conadmiración y respeto, un respeto quepronto se repetiría en Estados Unidos, asu regreso, cuando informara a sussuperiores sobre el éxito de su misión.

Embajador en Inglaterra, en España.Sí, y con el tiempo incluso en Berlín,ese país que tanto le gustaba. Podríallegar adonde quisiera.

Se enjugó la cara otra vez,preguntándose cuánto tiempo tendría queesperar a Schumann.

La respuesta llegó apenas un

momento después: Taggert oyó que seabría la puerta de la calle. Luego,fuertes pisadas en el pasillo, quepasaron de largo ante esa habitación. Eltoque a una puerta.

—¿Käthe? —preguntó la vozdistante. Quien hablaba era PaulSchumann.

¿Entraría en la habitación de lamujer para esperarla?

No: las pisadas regresaban haciadonde le esperaba el traidor agazapado.

Taggert oyó el repiqueteo de lallave, el chirrido de los goznes viejos y,luego, el chasquido de la puerta alcerrarse. Paul Schumann había entrado

al cuarto donde moriría.

C28

on el corazón acelerado, comocualquier cazador que tiene a la

presa cerca, Robert Taggert escuchabacon atención.

—¿Käthe? —llamó la voz deSchumann.

Robert oyó el crujido de las tablas,el ruido del agua que corría en ellavabo. Los tragos de un hombre quebebía con sed.

Levantó la pistola. Sería mejordispararle al pecho, de frente, como siél lo hubiera atacado. La SS lo querría

vivo para interrogarlo, naturalmente; noles gustaría que Taggert lo matara por laespalda. Aun así, no podía arriesgarse:Schumann era demasiado corpulento ypeligroso como para enfrentarse a élcara a cara. Diría a Himmler que nohabía tenido más remedio, pues elasesino había tratado de huir o de cogerun cuchillo y él se había visto obligadoa dispararle.

Oyó que el hombre entraba en eldormitorio. Un momento después, unrumor de cajones revueltos: comenzabaa llenar la maleta.

«Ahora», pensó.Empujó una de las dos puertas del

armario para abrirla un poco más. Esole permitió ver todo el dormitorio.Levantó la pistola.

Pero Schumann no estaba a la vista.Taggert sólo pudo ver la maleta en lacama. Alrededor, esparcidos, algunoslibros y otros objetos. Frunció elentrecejo al divisar, en el vano de lapuerta, un par de zapatos que antes noestaba allí.

Oh, no…Comprendió que Schumann había

entrado en el dormitorio, pero luego sehabía quitado los zapatos para pasarnuevamente a la sala, caminando encalcetines.

Desde la puerta había estadoarrojando libros a la cama, para hacerlepensar que aún estaba allí. Y esosignificaba que…

El enorme puño atravesó la puertadel ropero como si fuera algodón deazúcar. Los nudillos golpearon a Taggerten el cuello y en la mandíbula. Un rojocegador llenó su campo visual, en tantosalía a la sala, a trompicones. Dejó caerla pistola para cogerse el cuello yapretar la carne atormentada.

Schumann cogió a Taggert por lassolapas y lo arrojó al otro lado de lahabitación, donde se estrelló contra unamesa. Quedó tendido en el suelo,

despatarrado como la muñeca alemanaque había aterrizado junto a él, sinquebrarse, fijos en el cielo raso losfantasmagóricos ojos violáceos.

—No eres quien dices ser, ¿verdad?No eres Reggie Morgan.

Paul no se molestó en explicar quehabía actuado como cualquier sicarioque se precie: antes de salir sememoriza el aspecto de la habitación,para comparar ese recuerdo con lo quese ve al regresar. Había notado que lapuerta del armario ya no estaba cerrada,sino entreabierta. Y como sabía queTaggert estaba obligado a seguirlo paramatarlo, comprendió que estaba oculto

allí.—Yo…—¿Quién? —bramó el sicario.Como el hombre no decía nada, lo

cogió por el cuello de la camisa con unamano mientras le vaciaba los bolsilloscon la otra. Cartera, varios pasaportesestadounidenses, una credencialdiplomática a nombre de Robert Taggerty la tarjeta de las Tropas de Asalto quehabía mostrado a Paul en el callejón,durante su primer encuentro.

—No te muevas —murmuró,mientras examinaba lo que habíaencontrado.

La cartera había pertenecido a

Reginald Morgan; contenía un carné deidentidad, varias tarjetas con su nombre,una dirección en Washington y otra enBerlín, en la calle Bremer. Tambiénincluía varias fotos, todas del hombreque había muerto en el pasaje Dresden.En una de ellas, tomada en una reuniónsocial, estaba entre un hombre y unamujer entrados en años; los teníaabrazados y todos sonreían a la Kodak.

Uno de los pasaportes, muy usado ylleno de sellos de entradas y salidas,estaba a nombre de Morgan. Esetambién contenía una foto del hombredel callejón.

Otro pasaporte, el que había

mostrado a Paul el día anterior, tambiénestaba a nombre de Reginald Morgan,pero la foto era del hombre que teníaante sí. Lo acercó a una lámpara paraexaminarlo con atención; parecía falso.Un segundo pasaporte, aparentementeauténtico y lleno de sellos y visados,estaba extendido a nombre de RobertTaggert, al igual que la credencialdiplomática. Los dos pasaportesrestantes también mostraban la foto delhombre presente; uno eraestadounidense, a nombre de RobertGardner; el otro lo presentaba comoArtur Schmidt, alemán.

Así que el tío tendido en el suelo,

frente a él, había matado a su contactoen Berlín para asumir su identidad.

—Veamos, ¿de qué va esto?—Tranquilízate, amigo. No hagas

ninguna tontería.—El hombre había abandonado la

rígida personalidad de Reggie Morgan.La que emergía era escurridiza, como sifuera uno de los lugartenientes queLucky Luciano tenía en Manhattan. Paulmostró el pasaporte que creía auténtico.

—Este eres tú. Taggert, ¿no?El hombre se apretó la mandíbula y

el cuello, donde había recibido el golpe,y frotó la zona enrojecida.

—Me has pillado, Paulio.

—¿Cómo ha ocurrido? —Paularrugó las cejas—. Interceptaste lacontraseña del tranvía, ¿verdad? Por esoMorgan se quedó desconcertado en elcallejón. Pensó que el traidor era yo,porque fallé con la frase del tranvía,dice plaza Alexander en vez deAlexanderplatz. Y yo pensé lo mismo deél. Y tú cambiaste los documentosmientras revisabas el cadáver. —Leyóla tarjeta de las Tropas de Asalto—.«Fondo de Veteranos». ¡Qué putada! —estalló, furioso por no haberla miradomejor cuando Taggert se la mostró—.¿Quién eres, coño?

—Soy comerciante. Trabajo para

este o aquel…—Y te escogieron porque te pareces

un poco al verdadero Reggie Morgan.Eso lo ofendió.—Me escogieron porque soy hábil.—¿Y qué me dices de Max?—Era auténtico. Morgan le pagó

cien marcos para que le consiguieradatos sobre Ernst. Luego yo le paguédoscientos para que me permitierahacerme pasar por Morgan.

Paul asintió.—Por eso estaba tan nervioso, el

imbécil. No era de la SS de quien teníamiedo, sino de mí.

Pero la historia del engaño parecía

aburrir a Taggert.—Tenemos que negociar, amigo —

continuó—. Mira…—¿Para qué habéis hecho todo esto?—Oye, Paulio, que no tenemos

tiempo para chácharas. Media Gestapote anda buscando.

—No, Taggert. Si he entendido bienlas cosas, andan buscando a un ruso,gracias a ti. Ni siquiera saben cómo soy.Y tú no los traerás hasta aquí, al menosmientras no me hayas matado. Así quetenemos todo el tiempo del mundo.Anda, larga ya.

—Aquí se trata de cosas másimportantes que tú y yo, amigo. —

Taggert movió la mandíbula en uncírculo lento—. ¡Me has aflojado losdientes, coño!

—Habla.—No es…Paul se acercó un paso, con el puño

cerrado.—Está bien, está bien, cálmate, tío.

¿Quieres que te diga la verdad? Aquí va.Allá en casa hay mucha gente que noquiere meterse en otra guerra de estas.

—¡Pero si a eso me han mandado amí! Para impedir el rearme.

—En realidad nos importa un rábanoque los alemanes se rearmen. Lo que nosinteresa es mantener contento a Hitler.

¿Entiendes? Demostrarle que EstadosUnidos está de su parte.

Por fin Paul comprendió.—Y a mí me tocaba ser la cabeza de

turco. Me hiciste pasar por asesino rusoy luego me has denunciado, para queHitler creyera que Estados Unidos es ungran amigo suyo, ¿no?

Taggert asintió.—Lo tienes bastante claro, Paulio.—Pero ¿estás ciego o qué? ¿No ves

lo que está haciendo ese hombre?¿Quién puede estar de su parte?

—¡Joder, qué nos importa! Puedeque Hitler coja una parte de Polonia,Austria, los Sudetes. —Reía—. ¡Puede

quedarse hasta con Francia si quiere! Noes asunto nuestro.

—Está matando a mucha gente. ¿Esque nadie se ha dado cuenta?

—Por unos cuantos judíos…—¡Qué dices! Pero ¿te das cuenta de

lo que has dicho?Taggert alzó las manos.—Mira, no me malinterpretes. Lo

que sucede aquí es sólo algo pasajero.Los nazis son como niños con un juguetenuevo: su país. Antes de que acabe elaño se cansarán de esa monserga aria.Hitler es pura cháchara. Cuando setranquilice comprenderá que necesita alos judíos.

—No —aseguró Paul enérgicamente—. En eso te equivocas. Hitler estáloco. Es mil veces peor que BugsySiegel.

—Pues mira, Paulio: esas son cosasque no decidimos ni tú ni yo. Reconozcoque nos has pillado. Intentamos una delas gordas y tú nos la has arruinado. Hayque aplaudirte. Pero me necesitas,amigo. Sin mi ayuda no podrás salir deeste país. Te diré lo que haremos, tú yyo. Buscamos a algún imbécil con carade ruso, lo matamos y llamamos a laGestapo. Nadie te ha visto. Y hasta tedejaré hacer de héroe. Conoceráspersonalmente a Hitler y a Göring.

Quizá te den una medalla y todo. Tú y tuamiguita podéis iros a casa. Y añadiréuna propina: un buen negocio para tuamigo Webber. Dólares para el mercadonegro. Le encantará. ¿Qué opinas?Puedo arreglarlo. Y todo el mundo saleganando. Y si no… pues morirás aquí.

—Quiero saber algo —dijo Paul—:¿Ha sido Bull Gordon? ¿Es él quien estádetrás de todo esto?

—¿Él? ¡No, hombre! Él no tienenada que ver. Son… otros intereses.

—¿Qué significa eso de «intereses»?A ver si respondes claro.

—Lo siento, Paulio, pero si hellegado hasta aquí es porque no tengo la

lengua floja. Cosas del oficio, ya meentiendes.

—Eres peor que los nazis.—¿Sí? —Murmuró Taggert—. ¡Y lo

dices tú, sicario! —Se puso de pie ysacudió el polvo de la americana—.Bueno, ¿qué me dices? Busquemos aalgún vagabundo eslavo y le cortamos elcuello; así los alemanes tendrán a subolchevique. Anda, vamos.

Todo el mundo sale ganando…

Sin cambiar de posición, sinentornar los ojos, sin dar la menor señalde lo que estaba a punto de hacer, Paulclavó el puño directamente en el pecho

de ese hombre. Taggert dilató los ojos yse quedó sin respiración. Ni siquieradesvió la mirada hacia el puñoizquierdo de Paul, que se disparaba paratriturarle la garganta. Cuando cayó alsuelo, sus extremidades ya temblaban enlos estertores de la muerte; de su boca,bien abierta, surgían sonidos guturales.Ya fuera por fractura de cuello o porfallo cardiaco, murió en treintasegundos.

Paul contempló durante unosmomentos aquel cadáver. Le temblabanlas manos, pero no por los potentesgolpes que había asestado, sino por lafuria que le provocaba la traición. Y las

palabras de ese hombre.

Puede quedarse hasta conFrancia si quiere… Por unoscuantos judíos…

Pasó deprisa al dormitorio, se quitóla ropa de gimnasia que había robado enel estadio, se lavó con agua de lapalangana y volvió a vestirse. Alguienllamaba a la puerta. Ah, Käthe, quehabía regresado. De pronto recordó queel cadáver de Taggert yacía en la sala,bien a la vista, y se apresuró a llevarloal dormitorio.

Pero en el momento en que iba ameterlo en el armario se abrió la puerta

del apartamento. Paul levantó la vista.No era Käthe quien entraba. Se encontrófrente a dos hombres. Uno era gordo,con bigote, y vestía un traje de colorclaro y chaleco, todo bastante arrugado;traía en la mano un sombrero de paja. Asu lado, un hombre más joven, esbelto,de traje oscuro, que aferraba una pistolaautomática negra.

¡No! Eran los mismos policías quelo seguían desde el día anterior. Seincorporó lentamente, con un suspiro.

—Ach, por fin, señor Paul Schumann—dijo el mayor, parpadeando en señalde sorpresa. Hablaba en inglés, pero confuerte acento—. Soy el detective-

inspector Kohl. Voy a arrestarlo, señor,por el homicidio de Reginald Morgan,acaecido ayer en el pasaje Dresden. —Y agregó, bajando la vista al cadáver deTaggert—: Y al parecer, ahora tambiéndebo arrestarlo por otro asesinato.

—D29

eje las manos quietas. Sí, sí,señor Schumann, por favor.

Manténgalas arriba.El inspector advirtió que el

norteamericano era bastante corpulento.Cuanto menos veinte centímetros másalto que él y más ancho. El retrato hechopor el pintor ambulante era exacto, peroel hombre tenía la cara más marcada porcicatrices que en el dibujo; en cuanto alos ojos… los tenía de un azul suave,cautos pero serenos.

—Janssen, compruebe si ese hombre

ha muerto —ordenó nuevamente enalemán, mientras apuntaba a Schumanncon su pistola.

El joven detective se inclinó paraexaminar el cuerpo, aunque Kohl estabaprácticamente seguro de estar viendo uncadáver.

Su ayudante hizo un gesto afirmativoy se incorporó. Para Willi Kohl,encontrar a Schumann allí era unasorpresa a la vez inesperada y grata. Nolo esperaba. Apenas veinte minutosantes, en la habitación de ReginaldMorgan, había encontrado una carta deconfirmación de reserva por unashabitaciones de esa pensión, a nombre

de Paul Schumann. Pero Kohl no dudabade que el norteamericano era demasiadointeligente como para permanecer en esamisma residencia después de habermatado a Morgan. Él y Janssen habíanacudido deprisa, con la esperanza dehallar algún testigo, alguna prueba quelos condujera a Schumann, pero ni ensueños habían imaginado encontrar alnorteamericano en persona.

—Decid, ¿sois de esa policíaGestapo? —preguntó el detenido enalemán.

En verdad, tal como decían lostestigos, tenía apenas un leve acento.Pronunciaba la ge como un berlinés

nato.—No, somos de la Policía Criminal.

—Kohl mostró su credencial—. Procedea registrarlo, Janssen.

El joven oficial lo palpódiestramente en todos los lugares dondepudiera tener un bolsillo, a la vista osecreto. Descubrió su pasaporteestadounidense, dinero, un peine,cerillas y una cajetilla de cigarrillos.Luego entregó todo a su jefe, quien leordenó esposar a Schumann. Acontinuación examinó atentamente elpasaporte. Parecía auténtico. Paul JohnSchumann.

—Yo no maté a Reggie Morgan. Fue

él. —Señaló el cadáver con la cabeza—. Se llama Taggert. Robert Taggert.Ha tratado de matarme a mí también. Poreso luchábamos.

Kohl dudaba que se pudieraclasificar como «lucha» unaconfrontación entre ese altonorteamericano, de brazos enormes ynudillos rojos, encallecidos, y lavíctima, que tenía el físico de JosephGoebbels.

—¿Que luchaban, dice?—Me ha apuntado con un revólver.

—Schumann indicó la pistola caída enel suelo—. He tenido que defenderme.

—Nuestra Spanish Star modelo A,

señor —apuntó Janssen, entusiasmado—. ¡El arma del homicidio!

«Un arma del mismo tipo que la delhomicidio», corrigió Kohl mentalmente.La comparación de las balasdeterminaría si se trataba de la misma ono. Pero jamás corregiría a un colega,aunque fuera novato, delante de unsospechoso. Janssen cubrió la pistolacon un pañuelo para recogerla y apuntóel número de serie.

Kohl, después de lamer la punta desu lápiz, garabateó el número en sulibreta y pidió a su ayudante la lista depersonas que habían comprado esasarmas, suministrada por los distritos

policiales de toda la ciudad. El joven lasacó de su portafolio.

—Ahora traiga del coche el equipode dactiloscopia. Tome las huellas delarma y las de nuestros amigos aquípresentes.

—Sí, señor. —El joven salió.El inspector recorrió con la vista los

nombres de la lista; no había ningúnSchumann.

—Pruebe Taggert —insinuó elnorteamericano—. O alguno de esosotros nombres. —Señaló con la cabezavarios pasaportes apilados en la mesa—. Llevaba todos esos encima.

—Puede sentarse. —Kohl lo ayudó a

instalarse en el sofá. Era la primera vezque un sospechoso lo ayudaba en unainvestigación, pero recogió lospasaportes que, según Schumann, podíanresultar reveladores.

Y en verdad lo eran. Uno de ellos,claramente auténtico, era de ReginaldMorgan, el muerto del pasaje Dresden.Los otros contenían fotos del hombreque yacía a sus pies, pero bajo nombresdiferentes. En esos tiempos, cualquierinvestigador criminal de la Alemanianacionalsocialista estaba familiarizadocon los documentos falsificados. De losotros sólo parecía legítimo el que estabaa nombre de Robert Taggert; también era

el único lleno de sellos y visadosaparentemente genuinos. Comparó todoslos nombres con la lista de loscompradores de esa arma. Se detuvo enuno.

Janssen apareció en el vano de lapuerta, con el equipo de dactiloscopia yla Leica. Kohl le alargó la lista.

—Parece que es verdad que fue lavíctima quien compró la pistola,Janssen. Fue el mes pasado, bajo elnombre de Artur Schmidt.

Eso no eliminaba la posibilidad deque Schumann hubiera matado a Morgan;Taggert podía haberle vendido oentregado la pistola.

—Proceda con las huellas digitales—ordenó Kohl.

El joven oficial abrió el portafolio einició la tarea.

—Le digo que yo no maté a ReggieMorgan. Fue él.

—Por favor, señor Schumann, porahora no diga nada.

Allí estaba también la cartera deReginald Morgan. Kohl la revisó. Hizouna pausa al encontrar la foto de unhombre en una reunión social, de pieentre dos personas mayores.

Sabemos algo más de él… queera hijo de alguien… y tal vez era

hermano de alguien. Y esposo oamante de alguien…

El candidato a inspector procedió aespolvorear el arma; luego tomó lashuellas digitales de Taggert. Por fin dijoa Schumann:

—¿Puede sentarse algo más haciadelante, por favor?

Kohl aprobó el tono cortés de suprotegido. Schumann cooperó; el joven,después de tomarle las impresiones, lelimpió la tinta de los dedos con ellíquido astringente incluido en elequipo. Luego puso la pistola y las dostarjetas impresas en una mesa, para que

su jefe lo inspeccionara todo.—¿Señor?Kohl sacó su monóculo y examinó

con atención el arma y las huellas.Aunque no era experto, en su opinión lasúnicas huellas de la pistola eran las deTaggert.

Janssen, con los ojos entrecerrados,señaló el suelo con un gesto. Elinspector siguió la dirección de sumirada.

Allí había un maltrecho portafoliode piel. ¡Ah, la cartera reveladora! Seacercó para abrirla y examinó elcontenido, descifrando el inglés lomejor que podía. Había allí muchas

notas sobre Berlín, los deportes y lasOlimpiadas, una credencial deperiodista a nombre de Paul Schumann ydocenas de inocuos recortes deperiódicos norteamericanos.

«Conque ha estado mintiendo»,pensó el inspector.

El portafolio lo situaba en el lugardel homicidio.

Pero al examinarlo con atenciónKohl notó que, si bien era viejo, la pielse mantenía blanda; de ella no sedesprendía ninguna escama.

Luego echó un vistazo al cadáverque tenía delante. Dejó el portafolio enel suelo y se agachó junto a los zapatos

del muerto. Eran marrones, estabangastados y desprendían trocitos decuero. Por el color y el brillo,correspondían a las pistas que habíahallado en los adoquines del pasajeDresden y en el suelo del restauranteJardín Estival. Los zapatos deSchumann, en cambio, no dejabanescamas. El inspector torció la cara,irritado consigo mismo: otra suposiciónerrónea. Schumann había dicho laverdad. Quizá.

—Ahora registre a ese, Janssen —ordenó mientras se incorporaba.Señalaba el cadáver con la cabeza.

El candidato a inspector se dejó caer

de rodillas e inició un minuciosoexamen del cuerpo. Kohl lo miraba conuna ceja enarcada. Janssen encontródinero, un cortaplumas, una cajetilla decigarrillos, un reloj de bolsillo con unagruesa cadena de oro. De pronto eljoven frunció el entrecejo:

—Mire, señor. —Y entregó alinspector unas etiquetas de seda,indudablemente cortadas de las prendasque Reginald Morgan vestía cuandomurió en el pasaje Dresden. Mostrabanlos nombres de tiendas o fabricantesalemanes.

—Le explicaré lo que pasó —dijoSchumann.

—Sí, sí, en un minuto podrá hablar.Janssen, comuníquese con la sede. Quealguien lo ponga en contacto con laEmbajada de Estados Unidos. Preguntepor este tal Roben Taggert. Dígales queposee una credencial diplomática. Por elmomento no mencione que ha muerto.

—Sí, señor.Janssen localizó el teléfono. Kohl

notó que estaba desconectado de lapared, algo muy común en esos días.

La bandera olímpica de la casa, a laque no acompañaba el estandartenacionalsocialista, revelaba que eldueño o su administrador era judío ohabía caído en desgracia por otra razón;

así que era más que probable que losteléfonos estuvieran intervenidos.

—Llame desde la radio del DKW,Janssen.

El candidato a inspector asintió conla cabeza y salió otra vez.

—Bien, señor, ya puede contarme suhistoria. Y no ahorre detalles, por favor.

Schumann dijo, en alemán:—Llegué aquí con el equipo

olímpico. Soy cronista de deportes.Escritor freelance. ¿Sabe qué…?

—Sí, sí, conozco esa palabra.—Debía encontrarme con Reggie

Morgan, quien me presentaría a algunaspersonas para que pudiera escribir mis

artículos. Yo buscaba eso que llamamos«color»: información sobre las partesmás pintorescas de la ciudad, jugadores,prostitutas, clubes de boxeo.

—¿Y qué hacía ese tal ReggieMorgan? Me refiero a su profesión.

—Era sólo un comerciantenorteamericano que me habíanmencionado. Vivía aquí desde hacíaunos cuantos años y conocía bien ellugar.

Kohl señaló:—Dice usted que vino con el equipo

olímpico; sin embargo allí no parecíandispuestos a decirme nada de usted. ¿Nole parece extraño?

Schumann rio con amargura:—¿Y usted, que vive en este país,

me pregunta por qué la gente se muestrareticente ante las preguntas de unpolicía?

Es un asunto de seguridad delEstado…

Willi Kohl no permitió que por sucara pasara expresión alguna, pero laverdad que encerraba ese comentario loabochornó por un momento. Observócon atención a Schumann. Parecíatranquilo. Kohl no detectó ninguna señalde falsedad, aunque esa era una de susespecialidades.

—Continúe.—Ayer debía encontrarme con

Morgan.—¿A qué hora? ¿Y dónde?—Alrededor del mediodía. Ante una

cervecería de la calle Spener.Al lado del pasaje Dresden,

reflexionó Kohl. Y más o menos a lahora del homicidio. Sin duda, si esehombre tenía algo que ocultar noreconocería haber estado cerca de laescena del crimen. ¿O tal vez sí? Losdelincuentes nacionalsocialistas eran, engeneral, estúpidos y transparentes. Kohlse dio cuenta de que tenía ante sí a unhombre muy sagaz, aunque él no pudiera

saber si era un criminal o no.—Pero, por lo que usted dice, el

verdadero Reginald Morgan noapareció. Fue Taggert.

—En efecto, aunque por entonces yono lo sabía. Dijo que él era Morgan.

—¿Y qué sucedió cuando seencontraron?

—Fue muy breve. Estaba alterado.Me arrastró a ese pasaje; dijo que habíasucedido algo y que debíamosencontrarnos más tarde. En unrestaurante.

—¿Cuál?—El Jardín Estival.—Donde la cerveza no fue de su

agrado.Schumann parpadeó. Luego repuso:—Pero ¿ese brebaje puede ser del

agrado de alguien?Kohl se contuvo para no sonreír.—¿Y usted se encontró nuevamente

con Taggert en el Jardín Estival, comoestaba planeado?

—En efecto. Allí se nos unió unamigo. No recuerdo cómo se llamaba.

—Ah, el obrero.—Susurró algo a Taggert, que

pareció preocupado, y dijo quedebíamos salir pitando… —El inspectorfrunció el entrecejo ante esa traducciónliteral de lo que debía de ser una

expresión idiomática—… quiero decir,largarnos. Ese amigo creía que por allíandaba la Gestapo o algo así. ComoTaggert pensaba lo mismo, salimos porla puerta lateral. Eso debería habermehecho entender que algo andaba mal,pero para mí era como una aventura,¿comprende? Justo lo que buscaba paramis artículos.

—Color local —apuntó Kohllentamente, mientras se decía que unagran mentira resulta mucho más creíblesi el mentiroso le añade pequeñasverdades—. ¿Se reunió usted con ese talTaggert en otras ocasiones? —Señaló elcadáver con la cabeza—. Además de

hoy, desde luego. —Se preguntaba si elhombre admitiría haber estado en laplaza Noviembre de 1923.

—Sí —dijo Schumann—. En unaplaza, ese mismo día. Era un barrio feo,cerca de la estación Oranienburger.Junto a una gran estatua de Hitler.Debíamos encontrarnos con otrocontacto, pero el tío jamás apareció.

—Y ustedes «salieron pitando» otravez.

—En efecto. Taggert se asustó denuevo. Era obvio que allí pasaba algoraro. Fue entonces cuando decidí queera mejor cortar las relaciones con él.

—¿Y qué fue de su sombrero

Stetson? —preguntó Kohl deprisa.Una expresión preocupada.—Pues si he de serle sincero,

detective Kohl, iba caminando por lacalle cuando vi que unos… —Vaciló enbusca de una palabra—. ¿Unas bestias?¿Rudos?

—Sí. Unos matones.—De uniforme pardo.—Tropas de Asalto.—Matones —repitió Schumann con

cierta repugnancia—. Estabangolpeando a un librero y a su esposa.Me pareció que iban a matarlos y loimpedí. Un momento después había diezo doce de esos persiguiéndome. Arrojé

algunas prendas por la alcantarilla paraque no me reconocieran.

«Este hombre es fuerte», pensóKohl. «Y sagaz».

—¿Va a arrestarme por golpear aunos matones nazis?

—Eso no me interesa, señorSchumann. Lo que me importa de verdades la finalidad de toda esta mascaradaque organizó el señor Taggert.

—Trataba de amañar algunas de laspruebas de los Juegos Olímpicos.

—¿Amañar?El norteamericano reflexionó un

momento.—Hacer que un jugador pierda

deliberadamente. Es lo que había estadohaciendo aquí en los últimos meses:organizando grupos de apuestas enBerlín. Los colegas de Taggertapostarían contra algunos de losfavoritos norteamericanos. Como yotengo credencial de prensa, puedoacercarme a los atletas. Él quería quelos sobornara para que perdieranadrede. Por eso, supongo, estaba tannervioso este último par de días. Debíamucho dinero a algunos de vuestrosmafiosos, como él los llamaba.

—¿Y mató a Morgan para poderocupar su lugar?

—En efecto.

—¡Qué plan tan complicado! —observó Kohl.

—Había mucho dinero en juego.Cientos de miles de dólares. Otramirada al cuerpo tendido en el suelo.

—Ha dicho usted que ayer decidióponer fin a su relación con el señorTaggert. Sin embargo está aquí. ¿Cómose ha producido esta trágica «pelea»,como usted la llama?

—Él no aceptó mi negativa. Estabadesesperado por conseguir la pasta; parahacer las apuestas había pedido muchodinero prestado. Hoy ha venido aamenazarme.

Ha dicho que lo amañarían todo para

que el asesino de Morgan pareciera seryo.

—Para obligarlo a usted aayudarlos.

—Sí. Pero le he dicho que no meimportaba. Que lo denunciaría decualquier modo. Entonces ha sacado esapistola para apuntarme. Luchamos y élha caído. Supongo que se ha roto elcuello.

La mente de Kohl aplicóinstintivamente la información queSchumann acababa de proporcionarle alos hechos y a lo que él sabía sobre lanaturaleza humana. Algunos detallesconcordaban; otros eran chocantes.

Willi Kohl siempre se obligaba amantener la mente abierta ante la escenade un crimen, a no extraer conclusionesapresuradas. Ahora lo hizoautomáticamente; sus pensamientosquedaron trabados. Era como si unatarjeta perforada se hubiera atascado enuna de las máquinas clasificadorasDeHoMag.

—Usted ha luchado en defensapropia y él ha muerto en una caída.

Una voz de mujer dijo:—Sí, es exactamente lo que ha

sucedido.Kohl se giró hacia la silueta que

asomaba en el vano de la puerta. Ella

aparentaba unos cuarenta años; eraesbelta y atractiva, aunque su carareflejaba cansancio y preocupación.

—¿Su nombre, por favor?—Käthe Richter. —Ella le entregó

automáticamente el carné—. Administroeste edificio en ausencia de supropietario.

El documento confirmaba suidentidad; él se lo devolvió.

—¿Y usted ha presenciado loshechos?

—Estaba aquí, en el pasillo. Comooía ruidos dentro, he abierto un poco lapuerta. Y lo he visto todo.

—Sin embargo, a nuestra llegada

usted no estaba aquí.—He tenido miedo. No quería que

me involucraran. Conque la mujerfiguraba en alguna lista de la Gestapo ola SD.

—No obstante se ha presentado,señorita.

—Después de reflexionar unmomento, he pensado que tal vez quedenen esta ciudad algunos policías que seinteresen por saber la verdad. —Lo dijoen tono desafiante.

Entró Janssen y miró a la mujer,pero Kohl preguntó, sin darleexplicaciones:

—¿Y…?

—En la Embajada estadounidensedicen que no conocen a ningún RobertTaggert.

Kohl, con un gesto afirmativo,continuó analizando la información.Finalmente se acercó al cadáver deTaggert.

—¡Qué caída afortunada! —dijo—.Desde su punto de vista, señorSchumann, por supuesto. Y usted,señorita Richter… Le repetiré lapregunta: ¿ha presenciadopersonalmente la lucha? Deberesponderme con sinceridad.

—Sí, sí. Ese hombre tenía unapistola. Iba a matar al señor Schumann.

—¿Conoce usted a la víctima?—No, no lo había visto nunca.Kohl echó otra mirada al cadáver;

luego se enganchó el pulgar en elbolsillo del reloj.

—Esto de ser detective es un trabajoextraño, señor Schumann. Uno trata deinterpretar las pistas y seguirlas a dondeconduzcan. Y en este caso las pistas mepusieron sobre sus pasos; en realidadme condujeron directamente hasta aquí.Ahora parece que esas mismas pistasindican que, en realidad, el hombre quehe estado buscando era este otro.

—A veces la vida es curiosa.En alemán la frase no tenía sentido.

Kohl comprendió que era la traducciónliteral de una expresión idiomática, perodedujo el significado. Que, por cierto,no podía negar.

Sacó la pipa del bolsillo. Sinencenderla, se la puso en la boca ymordisqueó la boquilla durante unmomento.

—Bien, señor Schumann: hedecidido no detenerlo por ahora. Lodejaré en libertad, pero retendré supasaporte mientras investigo estosasuntos más a fondo.

No salga de la ciudad. Comoprobablemente ha visto, nuestrasdiversas autoridades son muy eficientes

cuando se trata de localizar a alguiendentro del país. Pero temo que deberáabandonar la pensión. Es la escena de uncrimen. ¿Hay algún otro lugar donde yopueda ponerme en contacto con usted?

Schumann reflexionó durante uninstante.

—Pediré una habitación en el hotelMetropol.

Kohl lo apuntó en su libreta y seguardó el pasaporte en el bolsillo.

—Muy bien, señor. ¿Hay algo másque quiera decirme?

—Nada, inspector. Colaboraré entodo lo que pueda.

—Ya puede marcharse. Coja sólo

las cosas indispensables. Janssen,quítele las esposas.

El candidato a inspector obedeció.Schumann se acercó a la maleta y, bajola atenta mirada de Kohl, puso en unestuche la navaja, el jabón de afeitar, uncepillo de dientes y el dentífrico. Elinspector le devolvió los cigarrillos, lascerillas, el dinero y el peine. Schumannmiró a la mujer.

—¿Puedes acompañarme hasta laparada del tranvía?

—Sí, desde luego.Kohl preguntó:—¿Vive usted en este edificio,

señorita Richter?

—Sí, en el apartamento trasero deeste piso.

—Muy bien. Me pondré en contactocon usted también.

Salieron juntos por la puerta.Cuando desaparecieron Janssen fruncióel entrecejo.

—¿Cómo puede dejarlo ir, señor?¿Le cree?

—En parte. Lo suficiente como paradejarlo libre por el momento. —Kohlexplicó a su ayudante lo que lepreocupaba. Estaba convencido de queese homicidio se había producido endefensa propia. Y parecía, en verdad,que el asesino de Reginald Morgan era

Taggert. Pero quedaban preguntas sinresponder. En cualquier otro país, Kohlhabría detenido a Schumann hastahaberlo verificado todo. Pero sabía que,si ordenaba que se lo retuviera mientrascontinuaba la investigación, la Gestapodeclararía imperiosamente que elnorteamericano era el extranjeroculpable que Himmler deseaba. Y antesde que cayera la noche estaría en laprisión de Moabit o en el campo deOranienburg—. No sólo moriría por uncrimen que probablemente no cometió,sino que además el caso se declararíacerrado y jamás descubriríamos laverdad completa. Lo cual es, por

supuesto, el objetivo de nuestro oficio.—Pero ¿no quiere que lo siga por lo

menos?Kohl suspiró.—¿Cuántos criminales hemos

apresado por haberlos seguido, Janssen?—Pues… ninguno, creo, pero…—Dejemos eso para los detectives

de la ficción. Sabemos dónde encontrara este hombre.

—Pero el Metropol es un hotelenorme, con muchas salidas. Desde allíse nos podría escapar con facilidad.

—Eso no nos interesa, Janssen. Enbreve continuaremos investigando elpapel que el señor Schumann ha

representado en este drama. Pero ahoralo prioritario es examinar atentamenteesta habitación… Ach, debo felicitarlo,candidato a inspector.

—¿Por qué, señor?—Porque ha resuelto el homicidio

del pasaje Dresden. —Señaló elcadáver con la cabeza—. Más aún, elculpable ha muerto. No tendremos quemolestarnos en someterlo a juicio.

E30

l coronel Reinhard Ernst,acompañado por un guardia de la

SS, había llevado a Rudy a su casa deCharlottenburg. Cabía agradecer que elniño fuera tan pequeño: no habíaentendido del todo el peligro corrido enel estadio. Aunque lo inquietaron lascaras sombrías de los hombres, laurgencia que imperaba en la sala deprensa y la velocidad con que sealejaban de la Villa, no podía apreciarla importancia de los hechos. Sólo sabíaque su Opa se había hecho algo de daño

en una caída, aunque el abuelo restabaimportancia a lo que denominaba«aventura».

En realidad, lo más destacado de latarde no había sido, para él, elmagnífico estadio, el haber conocido alos hombres más poderosos del país, nitampoco la alarma causada por elasesino, sino los perros. Ahora Rudyquería uno; mejor aún, dos. Hablabainterminablemente sobre los animales.

—Todo está en obras —murmuróErnst a Gertrud—. He estropeado eltraje.

Ella no se mostró complacida, desdeluego, pero lo que más la preocupó fue

que él hubiera sufrido una caída. Leexaminó minuciosamente la cabeza.

—Tienes un chichón. Has de tenermás cuidado, Reinie. Te traeré hielopara que te lo apliques.

Él detestaba no poder serabsolutamente sincero con su esposa.Pero no podía, de ninguna de lasmaneras, decirle que había sido elblanco de un magnicida. Si ella seenteraba le imploraría que se quedara encasa. Insistiría. Y él tendría que negarse,cosa que rara vez hacía con su esposa.Si durante la rebelión de noviembre de1923 Hitler se había sepultado bajo unmontón de cadáveres para protegerse de

todo daño, Ernst, por el contrario, jamásevitaría el encuentro con un enemigocuando su deber requiriese lo contrario.

En circunstancias diferentes sí, talvez se habría quedado en casa duranteuno o dos días, hasta que descubrieranal asesino. Y sin duda lo descubrirían,ahora que se había puesto en marcha elgran mecanismo de la Gestapo, la SD yla SS. Pero ese día Ernst debía atenderuna cuestión vital: realizar las pruebasen la universidad, con el doctor-profesor Keitel, y preparar elmemorándum sobre el Estudio Walthampara el Führer.

Pidió al ama de llaves que le llevara

al estudio un poco de café, pan ysalchichas.

—Pero Reinie —protestó Gertrud,exasperada—, hoy es domingo. Elganso…

En casa de Ernst la comidadominical era una vieja tradición que nose rompía mientras fuera posibleevitarlo.

—Lo siento, querida, pero no tengoopción. El próximo fin de semana sí, lopasaré entero contigo y con la familia.

Y se sentó ante su escritorio paraapuntar algunas notas.

Diez minutos después aparecióGertrud en persona con una bandeja

grande.—No voy a permitir que comas esa

basura —dijo mientras retiraba el pañoque cubría la bandeja.

Él sonrió al ver el enorme plato deganso asado con mermelada de naranja,coles, patatas hervidas y guisantes concardamomo. Se levantó para besar aGertrud en la mejilla. Ella se fue.Mientras Ernst comía, sin mucho apetito,comenzó a preparar un borrador delmemorándum.

ESTRICTAMENTECONFIDENCIAL

Adolf Hitler,

Führer, canciller de Estado,presidente de la nación alemana ycomandante de las FuerzasArmadas.

Mariscal de Campo, Wernervon Blomber, ministro de Estadode Defensa.

Führer y ministro míos:Se me han pedido detalles del

Estudio Waltham, que realizo conel doctor-profesor Ludwig Keitelen la Academia Militar Waltham.Me complace describir lanaturaleza de dicho trabajo y losresultados obtenidos hasta ahora.

Este estudio surge de lasinstrucciones que recibí deustedes, en cuanto a preparar alas Fuerzas Armadas de Alemaniay ayudarlas a alcanzar muyprontamente los objetivos denuestra gran nación, que ustedeshan fijado.

Hizo una pausa para organizar suspensamientos.

¿Qué revelar y qué ocultar?Media hora después había

completado el documento, de una páginay media, y le hacía algunas correccionesa lápiz. Por el momento ese borrador

serviría. Haría que Keitel también loleyera y corrigiera; después, esa noche,perfilaría la versión final. Al díasiguiente lo entregaría personalmente alFührer. Escribió una nota para Keitel,pidiéndole sus comentarios, y laenganchó al borrador.

Llevó la bandeja al piso bajo y sedespidió de Gertrud. Hitler habíainsistido en apostar guardias frente a sucasa, al menos hasta que atraparan alasesino. Él no tenía objeción, pero pidióque se mantuvieran fuera de la vista parano alarmar a su familia. También habíacedido cuando el Führer le exigió que,en vez de conducir personalmente su

Mercedes descapotado, se dejara llevaren un coche cerrado por una escoltaarmada de la SS.

Fueron primero a la Casa Columbia,en Tempelhof.

El conductor se apeó paraasegurarse de que no hubiera ningúnpeligro en la zona de entrada. Fue ahablar con los otros dos guardiasapostados frente a la puerta y ellostambién miraron alrededor, aunque Ernstno imaginaba quién podía ser tan tontocomo para intentar un magnicidio frentea un centro de detención de la SS.Pasado un momento, le hicieron unaseña y el coronel se apeó. Desde la

puerta principal lo condujeron escalerasabajo, franqueando varias puertascerradas con llave, hasta la zona de lasceldas.

Caminó nuevamente por ese largocorredor, caluroso y húmedo, queapestaba a heces y orina. «Qué manerarepugnante de tratar a la gente», pensó.Los militares británicos,norteamericanos y franceses que élhabía capturado durante la guerra habíanrecibido un trato respetuoso. Ernst secuadraba ante los oficiales, charlaba conlos soldados y cuidaba de que se losmantuviera abrigados, secos yalimentados. Ahora sentía un arrebato de

desprecio por el carcelero de uniformepardo que lo acompañaba, silbando porlo bajo una cancioncilla de moda; de vezen cuando golpeaba los barrotes con laporra, simplemente para asustar a losprisioneros.

Recorridos tres cuartos de lalongitud del pasillo, Ernst se detuvo anteuna celda y miró dentro. La piel leescocía por el calor.

Los dos hermanos Fischer estabanempapados de sudor. Tenían miedo,desde luego (en ese lugar terrible todoel mundo tenía miedo), pero vio en susojos algo más: un desafío juvenil.

Para Ernst fue una desilusión. Esa

mirada le dijo que rechazarían suofrecimiento. ¿Preferían pasar un tiempoen Oranienburg? Él había dado porseguro que Kurt y Hans aceptaríanparticipar en el Estudio Waltham. Eransujetos perfectos.

—Buenas tardes.El mayor de los hermanos le saludó

con una inclinación de cabeza. Ernstsintió un extraño escalofrío: esemuchacho se parecía a su hijo. ¿Cómono lo había notado antes? Tal vez erapor el aire de serenidad, de confianza ensí mismo, que por la mañana habíaestado ausente. Tal vez, consecuenciaperdurable de la mirada que había visto

horas antes en los ojos del pequeñoRudy. De cualquier modo la similitud loincomodaba.

—Necesito que me digáis siparticiparéis en nuestro estudio. Loshermanos se miraron. Kurt empezó ahablar, pero fue el menor quien dijo:

—Participaremos.Se había equivocado, pues. Ernst

asintió, sonriente y sinceramentecomplacido. Entonces el hermano mayorañadió:

—Siempre que usted nos permitaenviar una carta a Inglaterra.

—¿Qué carta?—Queremos comunicarnos con

nuestros padres.—Me temo que eso no está

permitido.—Pero usted es coronel, ¿no?

¿Verdad que tiene autoridad paradecidir qué está permitido y qué no? —preguntó Hans.

Ernst inclinó la cabeza paraexaminar al muchacho, pero volvió aconcentrar su atención en el hermanomayor. Su parecido con Mark eraverdaderamente impresionante. Vacilóun momento, pero luego dijo:

—Una sola carta. Y tendréis queenviarla antes de que pasen dos días,mientras estéis bajo mi supervisión. Los

sargentos no consentirán que salga unacarta a Londres. Ellos no tienenautoridad para decidir qué puedenpermitir y qué no.

Los muchachos intercambiaron otramirada. Kurt hizo un gesto afirmativo. Elcoronel también. Y luego se cuadró anteellos, tal como lo había hecho aldespedirse de su hijo: no con el brazoextendido, al estilo fascista, sino con elgesto tradicional, con la palma planajunto a la frente. El guardia de la SAfingió no percatarse.

—Bienvenidos a la Nueva Alemania—dijo el coronel.

Su voz, próxima al susurro,

desmentía lo rígido del saludo.

Tras girar en la esquina se dirigieronhacia la plaza Lützow, para poner todala distancia posible entre ellos y la casade pensión antes de buscar un taxi. Paulse volvía a menudo para ver si alguienlos seguía.

—No nos hospedaremos en elMetropol —dijo mientras miraba haciaambos lados de la calle—. Buscaré unlugar seguro. Mi amigo Otto puedeencargarse de eso. Lo siento, perotendrás que dejarlo todo allí. No puedesregresar.

Se detuvieron en la concurridaesquina. Él le deslizó distraídamente elbrazo en torno a la cintura, mientrasobservaba el tráfico, pero Käthe se pusorígida y se apartó.

Paul la miró, intrigado.—Regresaré, Paul. —Su voz no

expresaba ninguna emoción.—¿Qué pasa, Käthe?—Lo que he dicho a ese inspector de

la Kripo es la verdad.—Estabas…—Estaba en el vano de la puerta, sí,

mirando hacia dentro. Eras tú quienmentía. Has asesinado a ese hombre. Noha habido pelea alguna. Él no estaba

armado. Estaba allí, indefenso, y tú lohas matado con un golpe. Ha sidohorroroso. No había visto nada tanhorroroso desde que… desde que…

El cuarto cuadrado contandodesde el césped…

Paul guardó silencio.Frente a ellos pasó un camión

descubierto, con cinco o seis CamisasPardas en la parte trasera. Reían ygritaban algo a un grupo de transeúntes.Algunos de los peatones los saludaronagitando la mano. El camióndesapareció deprisa a la vuelta de laesquina.

Paul condujo a Käthe a una plazapequeña y buscó un banco, pero ella noquiso sentarse.

—No —susurró. Lo miraba confrialdad, con los brazos cruzados contrael pecho.

—No es tan sencillo como tú crees—susurró él.

—¿Sencillo?—Lo mío, por qué he venido. No te

lo he dicho todo, es cierto. No queríacomplicarte.

Entonces, por fin, estalló la ira.—¡Vaya, qué buena excusa para

mentir! ¡No querías complicarme! Mepediste que fuera a América contigo,

Paul. ¿No te parece que eso ya eracomplicarme bastante?

—Me refería a complicarte con mivida de antes. Este viaje debía ser elfinal de todo eso.

—¿Qué vida de antes? ¿Eresmilitar?

—En cierto modo. —Él vaciló—.No, no es cierto. En Estados Unidos erasicario. He venido para detenerlos.

—¿Para detener a quiénes?—A tus enemigos. —Paul señaló

con la cabeza una de los cientos debanderas rojas, blancas y negras queondeaban a poca distancia—. Debíamatar a alguien de este Gobierno para

impedir que iniciara otra guerra. Peroesa parte de mi vida debía quedardefinitivamente cerrada. Me borraríantodos los antecedentes y…

—¿Y cuándo pensabas revelarmeese pequeño secreto tuyo, Paul?¿Cuando llegáramos a Londres? ¿EnNueva York?

—Eso se ha terminado. Puedescreerme.

—Me has utilizado.—Nunca te…—Anoche, esa noche maravillosa,

hiciste que te mostrara la calle Wilhelm.Me usabas como tapadera, ¿verdad?Buscabas un sitio desde donde asesinar

a ese hombre.Él levantó la vista hacia una de esas

banderas descarnadas y no respondió.—Supongamos que, una vez en

América, yo hiciera algo que teenfadara. ¿Me golpearías? ¿Mematarías?

—¡Käthe! ¡No, por supuesto que no!—Ach, es fácil decirlo. Pero ya me

has mentido. —Ella sacó un pañuelo delbolso. El perfume de lilas lo conmoviópor un momento; su corazón gimió comosi fuera olor a incienso en el velatoriode un ser querido. Ella se enjugó losojos y guardó el pañuelo—. Dime unacosa, Paul: ¿en qué te diferencias de

ellos? En qué, dime… No, no, claro queeres diferente: eres más cruel. ¿Sabespor qué? —Apenas se la entendía, conla voz medio ahogada por las lágrimas—: Me diste esperanzas para luegoquitármelas. Con ellos, con las fierasdel jardín, nunca hay ninguna esperanza.Al menos ellos no engañan. No, Paul;regresa a tu país perfecto. Yo me quedo.Me quedaré hasta que vengan a llamar ami puerta. Y entonces desapareceré.Como Michael.

—No he sido sincero, Käthe, loreconozco. Pero debes venir conmigo…Por favor.

—¿Sabes qué escribió nuestro

filósofo Nietzsche? «Quien lucha contralos monstruos debe tener cuidado de noconvertirse él mismo en monstruo». Oh,qué gran verdad, Paul. Qué gran verdad.

—Ven conmigo, por favor. —Él laaferró con fuerza por los hombros.

Pero Käthe Richter también erafuerte. Le apartó las manos y dio un pasoatrás. Con los ojos clavados en él,susurró implacablemente:

—Prefiero compartir mi país condiez mil asesinos que mi cama con unosolo.

Y giró sobre sus talones. Por unmomento vaciló. Luego echó a andardeprisa, atrayendo las miradas de los

transeúntes, quienes se preguntaban quépodía haber causado una pelea tanintensa entre dos enamorados.

—W31

illi, Willi, Willi…Era Friedrich

Horcher, el jefe de inspectores, quienpronunciaba lentamente su nombre. Kohlacababa de regresar al Alex; su jefe loalcanzó cuando ya llegaba a sudespacho.

—¿Diga, señor?—Lo estaba buscando.—¿Ah, sí?—Es por ese caso de Gatow. Los

disparos, ¿recuerda?¿Cómo olvidarlo? Esas fotos estaban

grabadas en su mente para siempre. Lasmujeres, los niños… Pero en esemomento volvió a sentir un escalofrío demiedo. ¿Y si ese caso había sido unaprueba, tal como él temía? Tal vez losmuchachos de Heydrich esperaban ver siabandonaba o no el asunto. Y ahorasabían que él había hecho algo peor:llamar secretamente al joven gendarme asu casa.

Horcher se ajustó el brazalete rojosangre.

—Tengo buenas noticias para usted.El caso está resuelto. También el deCharlottenburg, el de esos trabajadorespolacos. Ambos fueron obra del mismo

asesino.El alivio inicial de Kohl por no ser

arrestado se convirtió rápidamente endesconcierto.

—¿Quién ha cerrado el caso?¿Alguien de la Kripo?

—No, no. Ha sido el mismo jefe dela gendarmería. Meyerhoff. Imagínese.

Ach… El asunto comenzaba acristalizar, para disgusto de Willi Kohl.No se sorprendió en absoluto ante elresto de la historia, tal como la contabasu jefe.

—El asesino fue un judío checo.Demente. Como Vlad el Empalador. Eseera checo, ¿no? O rumano, húngaro… no

recuerdo. ¡Ja! ¡La historia siempre se medio fatal! Pero vamos, que elsospechoso fue detenido y ya haconfesado. Lo entregaron a la SS. —Horcher rio—. Sus agentes han distraídotiempo de esa importante y misteriosaalerta de seguridad para efectuar unpoco de labor policíaca.

—¿Hubo algún cómplice?—¿Cómplices? No, no. El checo

actuó solo.—¿Solo? ¡Pero si el gendarme de

Gatow dedujo que los autores debían deser dos o tres, cuanto menos! Las fotosapoyan esa teoría. Y la lógica también,dado el número de víctimas.

—Ach, Willi, los policíasentrenados sabemos que a veces la vistaengaña. Y un gendarme joven, de unbarrio de las afueras… Allí no estánhabituados a investigar la escena de uncrimen. De cualquier manera el judíoconfesó. Actuó solo. El caso estáresuelto. Y el pájaro va camino de lajaula.

—Me gustaría interrogarlo.Una vacilación. Luego Horcher

volvió a acomodarse el brazalete, sindejar de sonreír.

—Veré qué se puede hacer, aunquees probable que ya esté en Dachau.

—¿En Dachau? Pero ¿por qué lo han

enviado a Munich? ¿Por qué no aOranienburg?

—Tal vez porque ya está repleto. Detodas maneras el caso está cerrado. Nohay motivos para hablar con él.

Desde luego, ese hombre ya debíade haber muerto.

—Además, usted necesita todo sutiempo para concentrarse en el caso delpasaje Dresden. ¿Cómo marcha eso?

—Hemos hecho algunosdescubrimientos —informó Kohl a sujefe, tratando de que su voz no delatarasu enojo ni su frustración—. Creo que enuno o dos días más tendremos todas lasrespuestas.

—Excelente. —Horcher frunció elentrecejo—. En la calle PríncipeAlbrecht hay aún más alboroto queantes.

¿Se ha enterado? Más alertas, másmedidas de seguridad. Hasta hanmovilizado a la SS. Todavía no sé quéestá pasando. ¿Tiene usted algunanoticia, por casualidad?

—No, señor. —Pobre Horcher.Siempre temía que cualquiera estuviesemejor informado que él—. Pronto lepresentaré el informe sobre elhomicidio.

—Bien. Todo apunta hacia eseextranjero, ¿verdad? Creo recordar que

usted dijo eso.«No, lo dijiste tú», pensó Kohl.—El caso marcha ahora deprisa.—Excelente. Vaya, qué cosas… los

dos trabajando en domingo, usted y yo.¿Se imagina? ¿Recuerda los tiempos enque teníamos todo el domingo libre ytambién el sábado por la tarde?

El hombre se alejó silencioso por elpasillo.

Desde la puerta de su oficina Kohlvio los espacios vacíos allí donde habíadejado sus notas y las fotografías delcaso Gatow. Sin duda Horcher las había«archivado»; eso significaba que habíancorrido la misma suerte que el pobre

checo judío. Probablemente habían sidoquemadas, como el listado delManhattan, y ahora flotaban sobre laciudad, en el viento alcalino de Berlín,convertidas en partículas de ceniza. Seapoyó pesadamente contra el marco dela puerta, con la vista fija en elescritorio, y pensó: «Esto es lo únicoinnegable del homicidio: que no sepuede deshacer. El dinero robado sedevuelve, los cardenales se curan, lacasa incendiada se reconstruye, lavíctima de un secuestro reaparece,atribulada, pero viva. En cambio esosniños que murieron, sus padres, lostrabajadores polacos… habían muerto

para siempre».Sin embargo a Willi Kohl se le

decía que no era así. Que en ese país lasleyes del universo eran algo diferentes.La muerte de esas familias, de esostrabajadores, quedaba borrada. Porque,si hubieran sido reales, la gente honradano podría descansar sin habercomprendido esa pérdida, sin haberlallorado y (eso incumbía a Kohl) sinhaberla vengado.

El inspector colgó su sombrero en lapercha y se sentó pesadamente en lasilla desvencijada. Echó un vistazo a lascartas y telegramas recibidos. Nada quese relacionara con Schumann. Con su

monóculo de aumento, comparópersonalmente las huellas que Janssenhabía tomado a Taggert con las fotos delas que había encontrado en losadoquines del pasaje Dresden. Eraniguales. Eso lo alivió un poco;significaba que Taggert era, en verdad,el asesino de Reginald Morgan; elinspector no había dejado en libertad aun homicida.

Era una suerte poder compararlaspor sí mismo. Un mensaje delDepartamento de Identificación leinformaba de que todos losexaminadores y analistas habíanrecibido órdenes de abandonar

cualquier investigación de la Kripo paraponerse a disposición de la Gestapo y laSS, a la luz de «novedades referidas a laalerta de seguridad».

Se acercó al escritorio de Janssen,quien le informó de que los hombres delforense aún no habían retirado elcadáver de Taggert de la pensión. Kohlmeneó la cabeza, suspirando.

—Haremos aquí lo que podamos.Que los técnicos de balística analicen lapistola y comprueben si en verdad es elarma homicida.

—Sí, señor.—Algo más, Janssen. Si los expertos

en armas de fuego también han sido

reclutados para la búsqueda de ese ruso,haga usted mismo las pruebas. Sabehacerlas, ¿verdad?

—Sí, señor.Cuando el joven se hubo retirado,

Kohl volvió a sentarse para apuntar unascuantas preguntas sobre Morgan y elmisterioso Taggert; debía hacerlastraducir para enviarlas a las autoridadesnorteamericanas.

En el vano de la puerta apareció unasombra.

—Un telegrama, señor —dijo elmensajero del piso, un joven deamericana gris. Y ofreció el documentoa Kohl.

—Sí, sí, gracias. —El inspectordesgarró el sobre, pensando que sería larespuesta de United States Lines sobreel listado o la de Manny’s Men’s Wearacerca del sombrero, pero que encualquier caso le comunicarían que nopodían brindarle ninguna ayuda.

Pero se equivocaba. Era delDepartamento de Policía de NuevaYork. Aunque estaba en inglés, elsignificado se comprendía con facilidad.

AL DETECTIVE INSPECTOR W.KOHL. KRIMINALPOLIZEIALEXANDERPLATZ BERLÍN. ENRESPUESTA A SU SOLICITUD DEAYER, DEBEMOS INFORMAR QUE ELEXPEDIENTE DE P. SCHUMANN HA

SIDO ELIMINADO Y NUESTRAINVESTIGACIÓN SOBRE DICHAPERSONA SUSPENDIDA POR TIEMPOINDEFINIDO STOP NO HAY MÁSINFORMACIÓN DISPONIBLE STOPSALUDOS CAP G. O’MALLEY DPNY

Kohl arrugó el entrecejo. En eldiccionario inglés-alemán deldepartamento comprobó que «eliminar»significaba «borrar». Releyó variasveces el telegrama.

En cada lectura la piel le ardía másy más.

Conque la Policía Criminal tenía aSchumann bajo el punto de mira. ¿Porqué motivos? ¿Y por qué se habíaneliminado sus antecedentes, por qué se

había detenido la investigación?¿Cuáles eran las implicaciones de

todo eso? La más inmediata: aunqueaquel hombre no hubiera matado aReginald Morgan, era más que posibleque hubiera venido a la ciudad conalgún propósito criminal.

Y la otra era que Kohl,personalmente, había dejado suelto a unhombre potencialmente peligroso.

Debía hallar a Schumann o, cuantomenos, conseguir más información sobreél lo antes posible. Sin aguardar elregreso de Janssen, Willi Kohl recogiósu sombrero y salió por el pasillo enpenumbras hacia la escalera. Tan

distraído estaba que bajó hacia el sectorprohibido de la planta baja. Aun asíabrió la puerta. De inmediato le salió alpaso un soldado de la SS. Entre elpalmoteo de las tarjetas clasificadas porla DeHoMag, el hombre dijo:

—Señor, esta es una zona restring…—Déjeme pasar —bramó el

inspector, con una fiereza que sobresaltóal joven guardia.

Otro de los guardias, armado conuna ametralladora Erina, se volvió haciaellos.

—Voy a salir de mi edificio por lapuerta que está al final de ese pasillo.No tengo tiempo para ir hacia la otra

salida.El joven guardia de la SS miró en

derredor, intranquilo. Ninguno de lospresentes dijo una palabra. Por finasintió.

Kohl se alejó a grandes pasos, sinprestar atención a sus pies doloridos, ysalió a la intensa luz de la calurosatarde. Mientras se orientaba apoyó elpie derecho en un banco para acomodarla lana de cordero. Luego partió hacia elnorte, en dirección al hotel Metropol.

—¡Ach, señor John Dillinger!Otto Webber, con el ceño fruncido,

señaló una silla en un rincón oscuro dela Cafetería Aria, en tanto aferraba aPaul por un brazo, susurrando:

—Estaba preocupado por ti. ¡Nohabía noticias! ¿Ha servido de algo millamada al estadio? La radio no ha dichonada. Pero es evidente que ese roedorde nuestro Goebbels no usaría la radioestatal para anunciar un magnicidio. —La sonrisa del bandido desapareció depronto—. ¿Qué pasa, amigo mío? No sete ve precisamente contento.

Pero antes de que Paul pudiera decirnada Liesl, la camarera, reparó en él yacudió deprisa.

—Hola, amor mío. —Hizo un mohín

—. Debería darte vergüenza. La últimavez te fuiste sin darme un beso dedespedida. ¿Qué te sirvo?

—Una Pschorr.—Sí, sí, será un placer. Te he

echado de menos. Webber,completamente ignorado por ella, dijoenfurruñado:

—Disculpa, ach, disculpa. Para míuna lager.

Liesl se inclinó para besar a Paul enla mejilla. Él percibió un perfume muyfuerte, que permaneció flotando a sualrededor aun después de que la mujerse hubiese ido. Pensó en lilas, pensó enKäthe. Luego apartó esos pensamientos

con brusquedad para explicar a sucompañero lo que había sucedido en elestadio y posteriormente.

—¡No! ¿Nuestro amigo Morgan? —Webber estaba horrorizado.

—Un hombre que se hacía pasar porMorgan. Los de la Kripo tienen minombre y mi pasaporte, pero creen queyo no lo maté. Tampoco me hanrelacionado con Ernst y el estadio.

Liesl les trajo las cervezas. Antes dealejarse rozó a Paul, coqueta, y le apretóel hombro, dejando otra nube de fuerteperfume sobre la mesa. Paul apartó lacara para huir de él. Liesl se alejó,meciéndose con una sonrisa lasciva.

—¿No puede entender que no meinteresa? —murmuró él, más enfadadoaún porque no podía quitarse a Käthe dela cabeza.

—¿Quién? —preguntó Webber entrevarios tragos grandes.

—Ella. Liesl.El alemán arrugó la frente.—No, no, no, señor John Dillinger.

No es ella. Él.—¿QUÉ?—¿Creías que Liesl era mujer?Paul parpadeó.—¿Es…?—Por supuesto. —Webber bebió

otro poco de cerveza y se limpió el

bigote con el dorso de la mano—.Supuse que lo sabías. Es obvio.

—¡Joder! —Paul se frotó con fuerzala mejilla donde había recibido el besoy se volvió a mirarla—. Obvio para ti,quizá.

—Pese a tu profesión, hermano, eresun niño de pecho.

—Cuando me preguntaste a qué salapodíamos ir te dije que me gustaban lasmujeres.

—Ach, las del espectáculo sonmujeres, sí. Pero la mitad de lascamareras son hombres. Yo no tengo laculpa de que seas atractivo para ambossexos. Además es culpa tuya, por

haberle dado una propina digna de unpríncipe etíope.

Paul encendió un cigarrillo paracubrir el olor a perfume, que ahora ledaba asco.

—Veamos, señor John Dillinger:parece que estás en problemas. ¿Lagente que está detrás de esta traición esla misma que debe sacarte de Berlín?

—Todavía no lo sé. —Recorrió conla mirada el club, que estaba casidesierto; aun así se inclinó hacia delantepara susurrar—: Necesito que vuelvas aayudarme, Otto.

—Ach, aquí estoy, siempre biendispuesto. Yo, el que te rescata de los

Camisas de Estiércol, el fabricante demantequilla, el vendedor de champán, eldoble de Krupp.

—Pero ya no me queda dinero.Webber hizo una mueca despectiva.

—Después de todo, el dinero es laraíz de todos los males. ¿Qué necesitas,amigo mío?

—Un coche. Otro uniforme. Y otraarma. Un rifle. El alemán calló por unmomento.

—Tu cacería continúa.—En efecto.—Ach, qué no habría hecho yo con

diez o doce hombres como tú en mibanda… Pero la seguridad en torno a

Ernst será más intensa que nunca. Quizáincluso abandone la ciudad por untiempo.

—Es cierto, pero tal vez no se vayade inmediato. En su despacho vi que hoytenía dos compromisos. El primero, enel estadio. El otro, en un lugar llamadoAcademia Waltham. ¿Dónde queda?

—¿Waltham? Es…—Hola, querido, ¿quieres otra

cerveza? ¿O tal vez me quieres a mí?Paul dio un respingo al sentir un

aliento caliente contra la oreja y unosbrazos que lo rodeaban como serpientes.Liesl se le había acercado desde atrás.

—La primera vez será gratis —

susurró la camarera—. Quizá la segundatambién.

—¡Basta! —ladró él. La cara deLiesl pasó a la frialdad. Ahora que sabíala verdad Paul notó que, si bien erabonita, tenía ángulos obviamentemasculinos.

—No tienes por qué ser tan grosero,querido.

—Disculpa. —Se apartó—. No meinteresan los hombres.

—No soy un hombre —replicó Liesltan tranquila.

—Ya sabes lo que quiero decir.—Pues entonces has hecho mal en

coquetear —le espetó ella—. Me debes

cuatro marcos por las cervezas. No:cinco. He sumado mal.

Paul le pagó. La camarera le volviófríamente la espalda, murmurando, y sededicó a limpiar ruidosamente las mesasvecinas. Webber comentó, sin darleimportancia:

—Mis chicas a veces también seponen así. Es tan fastidioso…

Al reanudar la conversación, Paulrepitió:

—La Academia Waltham, ¿quésabes de ella?

—Es una escuela militar. Está cercade aquí, en el camino a Oranienburg, quees la sede de nuestro bello campo de

concentración. ¿Por qué no tocas a lapuerta y te entregas, ya que estás? Asíahorrarás a la SS el trabajo derastrearte.

—Un coche y un uniforme —repitióPaul—. Quiero ser empleado público,pero no militar. Como es lo que hicimosen el estadio, posiblemente esperen algoasí. Podría ser…

—¡Ach, ya sé! Podrías ser un jefedel RAD.

—¿Qué es eso?—Servicio Laboral Nacional. Un

soldado de la pala. Todos losmuchachos del país deben cumplir unperiodo como obreros; probablemente

lo ideó el mismo Ernst como recursopara adiestrar soldados. Llevan laspalas como si fueran fusiles y pasantanto tiempo desfilando como cavando.Tú eres demasiado viejo para estar en elservicio, pero podrías pasar por oficial.Tienen camiones para llevar a losobreros de un lado a otro. Y como se losve por todos los caminos, no llamaríasla atención. Y ya sé dónde conseguirteun buen camión. Y un uniforme. Son deun gris azulado muy bonito. El color tesentará de maravilla.

—¿Y el rifle? —susurró Paul.—Eso será más difícil. Pero tengo

algunas ideas. —Webber acabó su

cerveza—. ¿Cuándo quieres hacerlo?—Debería estar en la Academia

Waltham a las cinco y media, a mástardar.

El alemán asintió.—Pues entonces debemos actuar

deprisa. Te convertiremos enfuncionario nacionalsocialista. —Reía—. Pero no necesitas entrenamiento.Bien sabe Dios que los de verdad notienen ninguno.

A32

l principio oyó sólo el ruido deinterferencias. Por fin los

chirridos se fundieron en un:—¿Gordon?—No usamos nombres —le recordó

el comandante, mientras apretabafuriosamente el aparato de baquelitacontra la oreja, para oír con másclaridad las palabras que le llegabandesde Berlín. Era Paul Schumann, quellamaba por conexión radial víaLondres. Aún no eran las diez de lamañana del domingo, pero Gordon

estaba ante su escritorio delDepatamento de Inteligencia Naval, enWashington; había pasado la noche allí,ansioso por saber si el hombre habíalogrado matar a Ernst—. ¿Estás bien?¿Qué ha pasado? Hemos comprobadolas transmisiones de radio, losperiódicos, pero nada…

—Calla —le espetó Schumann—.No tengo tiempo para eso de «amigosdel norte» y «amigos del sur». Escuchabien.

Gordon se incorporó en la silla.—Adelante.—Morgan ha muerto.—¡Dios! ¡No! —Gordon cerró por

un momento los ojos, afectado por lapérdida. Aunque no conocíapersonalmente a ese hombre, suinformación había sido siempre válida.Y cualquiera que arriesgara su vida porla patria merecía su respeto.

A continuación Schumann lanzó unabomba:

—Lo asesinó un estadounidensellamado Robert Taggert. ¿Lo conoces?

—¿Qué? ¿Un estadounidense?—¿Lo conoces o no?—No, nunca lo había oído nombrar.—Trataba de matarme a mí también,

antes de que hiciera lo que me enviasteisa hacer. El tío con quien hablabas en

estos últimos días no era Morgan, sinoTaggert.

—¿Cómo se llama? Repítemelo.Schumann se lo deletreó; luego le

dijo que tal vez estuviera relacionadocon el servicio diplomático de EstadosUnidos, aunque no podía asegurarlo. Elcomandante apuntó el apellido y gritó:

—¡Recluta Willets!La mujer tardó apenas un momento

en aparecer en el vano de la puerta.Gordon le plantó el papel en la mano:

—Averígüeme todo lo que puedasobre este tío. —Ella desaparecióinmediatamente. Luego, al teléfono—: Ytú, ¿estás bien?

—¿Tú has tenido algo que ver conesto?

Pese a los ruidos de lacomunicación, Gordon percibió la iradel sicario.

—¿Qué?—Fue todo una trampa. Desde el

comienzo. ¿Has tenido algo que ver?El aire pantanoso de la mañana

entraba y salía por esa ventana deWashington.

—No entiendo de qué me hablas.Después de una pausa Schumann le

contó la historia completa: cómo habíamatado Taggert a Morgan para hacersepasar por él y cómo había traicionado a

Schumann ante los nazis. Gordon estabasinceramente espantado.

—¡No, por Dios! ¡Te lo juro! Nosería capaz de hacer algo así a uno demis hombres. Y a ti te considero uno deellos, de verdad.

Otra pausa.—Taggert dijo que tú no

participabas, pero quería oírlo de tupropia boca.

—Te juro que…—Bueno, tienes algún traidor metido

entre tu gente, comandante. Te convieneaveriguar quién es.

Gordon se apoyó en el respaldo,abrumado por la noticia, con la vista

clavada en la pared que tenía delante.Allí colgaban varias condecoraciones,su diploma de Yale y dos fotos, la delpresidente Roosevelt y la de Theodorus B. M. Maison, el teniente naval demandíbula ancha que había sido elprimer jefe de la Inteligencia Naval.

Un traidor…—¿Qué te dijo ese tal Taggert?—Sólo que era cuestión de

«intereses». Nada más específico.Querían mantener contentos al quemanda aquí. Al principal, ¿entiendes?

—¿Puedes hablar otra vez con él,averiguar algo más?

Una vacilación.

—No.Gordon comprendió lo que eso

significaba: Taggert había muerto.Schumann continuó:

—Recibí el santo y seña a bordo delbarco. Taggert sabía las mismas frasesque nosotros. Morgan no. ¿Cómo pudosuceder?

—Yo envié el santo y seña a mishombres de a bordo. También adondeestás ahora. Se suponía que Morgan iríaa recogerlo.

—Pues entonces Taggert recibió elmensaje correcto e hizo llegar a Morganuno diferente. Ese espía del Bundgermanoamericano que iba a bordo no

pudo transmitir nada. No fue él. ¿Quiénpudo hacerlo? ¿Quién conocía la frase?

Inmediatamente surgieron dosnombres en la memoria del comandante.Como ante todo era militar, sabía que unoficial del Ejército debe tener en cuentatodas las posibilidades. Pero el jovenAndrew Avery era para él como un hijo,A Vincent Manielli no lo conocía tanbien, pero en su hoja de servicio nohabía nada que indujera a dudar de sulealtad.

Schumann, como si le leyera lamente, preguntó:

—¿Cuánto hace que trabajas conesos dos chicos tuyos?

—Sería prácticamente imposible.—Últimamente la palabra

«imposible» significa algo muydiferente. ¿Quién más conocía la frase?¿«Daddy» Warbucks?

Gordon reflexionó. Pero CyrusClayborn, el financiero, sólo tenía unaidea general de lo planeado.

—Ni siquiera sabía que hubiera unsanto y seña.

—Pues bien, ¿quién escogió lafrase?

—El senador y yo, juntos.Más interferencias. Schumann no

dijo nada. Pero el comandante añadió:—No, no pudo ser él.

—¿Estaba contigo cuando latransmitiste?

—No. Estaba en Washington. —Gordon se dijo: «Pero pudo enviar unmensaje a Berlín en cuanto cortó lacomunicación conmigo, con el códigocorrecto, y hacer que Morgan recibierauno diferente»—. Imposible —dijo.

—Sigo oyendo la misma palabra,Gordon. Esto no me aclara las cosas.

—Mira, todo el asunto fue idea delsenador. Habló primero con gente delGobierno y luego vino a mí.

—Eso significa que desde unprincipio planeó tenderme una trampa—añadió Schumann, en tono alarmante

—. Junto con esas mismas personas.Los hechos cayeron en cascada por

la mente del comandante. ¿Era aquelloposible? ¿Adónde conducía esatraición? Por fin el sicario dijo:

—Escucha: maneja esta situacióncomo quieras. ¿Aún piensas enviarmeese avión?

—Sí, señor. Te doy mi palabra dehonor. Yo mismo me pondré en contactocon mis hombres de Ámsterdam. Dentrode tres horas y media estará allí.

—No. Necesito más tiempo. Quevenga alrededor de las diez de la noche.

—No puede aterrizar en laoscuridad. Vamos a utilizar una pista

abandonada. No tiene luces. Pero hacialas ocho y media aún habría suficienteclaridad. ¿Qué te parece?

—No. Que sea mañana al amanecer.—¿Por qué?Hubo una pausa.—Esta vez no se me escapará.—¿Qué vas a hacer?—Lo que me encomendasteis —

gruñó Schumann.—No, no, no puedes. Ahora es muy

peligroso. Anda, vuelve a casa. Pon esatienda que querías. Te la has ganado.Te…

—¿Me escuchas, comandante?—Adelante.

—Mira, yo estoy aquí y tú estás allá.No puedes detenerme. Deja de gastarsaliva. Tú ocúpate de que el avión estéen la pista mañana al amanecer.

La recluta Ruth Willets apareció enel vano de la puerta.

—Espera —dijo Gordon al teléfono.—Sobre Taggert aún no hay nada,

señor. Los de registros llamarán encuanto tengan algo.

—¿Dónde está el senador?—En Nueva York.—Consígame sitio en cualquier

avión que vuele hacia allí. Del Ejército,particular, lo que sea.

—Sí, señor.

El comandante volvió al teléfono.—Paul, te sacaremos de allí. Pero

por favor, sé razonable. Ahora todo hacambiado. ¿Tienes idea de lo peligrosoque es?

En la línea aumentaron los ruidos,que se tragaron casi toda la respuestadel sicario, pero Bull Gordon creyó oíruna risa. Luego, nuevamente la voz deSchumann. Parte de la frase sonaba, máso menos, «de seis, cinco en contra».

Luego quedó un silencio mucho máspotente que las interferencias.

En un depósito del este de Berlín(que Otto Webber consideraba «suyo»,aunque para entrar debieron romper una

ventana) encontraron percheros llenosde uniformes del Servicio Nacional deTrabajo. Webber descolgó uno de losmás vistosos.

—Ach, sí, como yo decía: el grisazulado te sienta bien.

Tal vez fuera cierto, pero el colorera demasiado llamativo, sobre todopara utilizarlo en la Academia Waltham,donde debería disparar en un campoabierto o en un bosque, a juzgar por ladescripción que Webber había hecho delpaisaje que rodeaba la institución.Además el uniforme era ceñido,abultado y grueso. Serviría paraacercarse a la escuela, pero Paul

escogió también ropa más práctica parala tarea en sí: traje de mecánico, camisaoscura y un par de botas.

Uno de los socios comerciales deOtto tenía acceso a varios camiones delGobierno. Bajo la promesa de queWebber devolvería el vehículo enmenos de veinticuatro horas, en vez detratar de vendérselo nuevamente alGobierno, el hombre les entregó la llavea cambio de unos puros cubanosfabricados en Rumanía.

Sólo faltaba el rifle.Paul pensó en el hombre de la casa

de empeño, el mismo que les habíasuministrado el máuser, pero no sabía si

él formaba parte de la trampa deTaggert; aunque no fuera así, la Kripo ola Gestapo podían haber rastreado elarma hasta él; en ese caso ya estaríadetenido.

Pero Otto le dijo que a menudohabía fusiles en un pequeño almacén aorillas del río Spree, donde él a vecesentregaba pertrechos militares.

Viajaron hacia el norte; apenascruzado el río giraron hacia el oeste, através de una zona de edificios bajos defábricas o tiendas. Webber tocó a sucompañero en el brazo; señalaba unedificio oscuro, a la izquierda.

—Es ese, amigo.

Parecía desierto, tal comoesperaban, puesto que era domingo(«Hasta esos herejes de los Camisas deEstiércol quieren un día de descanso»,explicó Webber). Por desgracia eledificio se alzaba tras una alta cerca dealambre de púas y tenía delante unamplio aparcamiento, que lo hacía muyvisible desde aquella vía tan transitada.

—¿Cómo hacemos para…?—Tranquilo, señor John Dillinger.

Sé bien lo que hago. En el río hay unaentrada lateral para botes y barcazas,que no se ve desde la calle. Y desde esecostado no se nota que es un almacénnacionalsocialista; no tiene águilas ni

cruces gamadas en el muelle. Nuestravisita no llamará la atención a nadie.

Aparcaron cincuenta metros más alládel depósito. Luego Webber lo guio porun callejón hacia el sur, rumbo al agua.Ambos salieron a un muro de piedra quese alzaba sobre el río pardo; allí el aireestaba cargado de olor a pescadopodrido. Después de bajar una viejaescalinata tallada en la piedra, seencontraron en un muelle de cementodonde había varios botes amarrados.Otto se embarcó en uno y Paul lo siguió.

En pocos minutos llegaron remandohasta un muelle similar en la partetrasera del almacén militar. Webber

amarró el bote y subió cautelosamentepor los peldaños de piedra, resbaladizospor las deposiciones de las aves. Pauliba tras él. Al mirar en derredor vioalgunos botes en el río, pero casi todaseran embarcaciones de paseo; su amigotenía razón: nadie les prestaría atenciónalguna. Subieron unos cuantos peldañoshasta la puerta trasera, donde Paul echóun vistazo a través de la ventana. Dentrono había lámparas encendidas; sólo unamortecina luz solar se filtraba por variaslucernas traslúcidas; la enormehabitación parecía desierta. Webberextrajo un llavero del bolsillo y probóvarias ganzúas hasta hallar una que

funcionara.Se oyó un suave chasquido. Ante un

gesto de su compañero, Paul empujó lapuerta.

Entraron en el ambiente caluroso yviciado; los vapores de la creosotairritaban los ojos. Paul vio que habíacientos de cajones.

Contra la pared, fusiles colgados. Elejército o la SS debían de utilizar ellugar como estación de ensamblaje:retiraban las armas de los cajones,arrancaban la envoltura y limpiaban lacreosota con que estaban untados paraevitar que se oxidaran. Eran máuser,similares a los que Taggert le había

comprado, aunque de cañones máslargos. Tanto mejor, pues serían máscerteros; era posible que en Walthamdebiera disparar desde muy lejos. Notenían mira telescópica. Pero en St.Mihiel y los bosques de Argonnetampoco las tenían y, aun así, la punteríade Paul siempre había sido perfecta.

Retiró un fusil de la pared y,después de inspeccionarlo, probó elcerrojo. Funcionaba suavemente, con elsatisfactorio chasquido del metal bientrabajado. Schumann apuntó y disparósin bala varias veces para cogerle eltranquillo al gatillo. Luego localizaronunos cajones con la etiqueta «7.92 mm»,

el calibre correspondiente al máuser.Contenían cajas de cartón gris, conáguilas y esvásticas impresas. Él abrióuna, sacó cinco balas y, después decargar el arma, eyectó una paraasegurarse de que fueran los proyectilesadecuados.

—Bien. Ya podemos largarnos —dijo mientras se guardaba dos cajas enel bolsillo—. ¿Vamos…?

Lo interrumpió el ruido de la puertaprincipal, que se abría y arrojaba haciaellos un fiero rayo de sol. Ambosgiraron, bizqueando. Antes de que Paulpudiera levantar el fusil, un joven deuniforme negro les apuntó con una

pistola.—¡Usted! Deje inmediatamente el

arma. ¡Arriba las manos!Paul se agachó para depositar el

máuser en el suelo y se incorporólentamente.

O33

tto Webber dijo con brusquedad:—¿Qué hace usted, hombre?

Somos de Municiones Krupp. Nos hanenviado para ver si las municioneseran…

—Quieto.El joven guardia miró en derredor,

nervioso, para ver si había alguien másallí.

—Ha habido un problema con unode los envíos. Hemos recibido unallamada de…

—Es domingo. ¿Cómo es posible

que trabajéis en domingo?Webber se echó a reír.—Joven amigo mío: cuando envías a

la SS un material equivocado, has decorregir el error sin que importe el día ola hora. Mi supervisor…

—¡Silencio!El joven soldado descubrió un

teléfono en un escritorio polvoriento ycaminó hacia allí, sin dejar deapuntarles con la pistola. Cuando yaestaba cerca de la mesa, Webber bajólas manos y comenzó a acercársele.

—Ach, esto es absurdo. —Semostraba exasperado—. Aquí tengo micarné de identificación.

—¡Deténgase en el acto! —Elsoldado adelantó la pistola.

—Quiero mostrarle los papeles demi supervisor.

—Webber continuaba caminando.El guardia de la SS apretó el gatillo.

Un breve estallido metálico sacudió lasparedes.

Paul, sin saber si su amigo habíasido alcanzado o no, levantó el máuserdel suelo y se arrojó tras una alta pila decajones para cargar una bala.

El joven soldado se arrojó hacia elteléfono y descolgó el auricular; luegose retiró hacia atrás, agachado.

—¡Escuche, por favor! —gritó ante

el aparato.Paul se levantó deprisa. No podía

ver al soldado, pero disparó una balacontra el teléfono, que estalló en diez odoce fragmentos de baquelita. El guardialanzó un grito.

El sicario volvió a cubrirse, pero noantes de ver que Otto Webber, tendidoen el suelo, se retorcía lentamente,apretándose el vientre manchado desangre.

No…—¡Oye, judío! —Bramó el soldado

—. Tira inmediatamente el arma. Prontohabrá aquí cien hombres.

Paul fue hacia la parte delantera del

edificio, desde donde podría cubrir a lavez la puerta del frente y la trasera. Porla ventana vio que había una motocicletasolitaria aparcada allí delante.Comprendió que ese joven sólo estabaallí para una inspección rutinaria delalmacén; no iba a venir nadie, era unfarol. Pero alguien podía haber oído eldisparo. Y el de la SS podía quedarsesimplemente allí, impidiéndole moverse,hasta que su superior, viendo que noregresaba, enviara más tropas aldepósito.

Miró desde su extremo del montónde cajas. No tenía ni idea de dóndeestaba el soldado. Él…

Sonó otro disparo. En la ventanadelantera se astilló un cristal, aunquelejos de Paul. El guardia de la SS habíadisparado para llamar la atención,apuntando hacia la calle, sin que leimportara la posibilidad de herir aalguien.

—¡Oye, cerdo judío! —gritaba—.¡Levántate con las manos arriba, si noquieres morir aullando en Columbia!

Esta vez la voz provenía de un sitiodiferente, hacia la parte delantera delalmacén. Se había arrastrado haciadelante para interponer más cajonesentre él y el enemigo.

Otro disparo atravesó la ventana.

Fuera sonó un claxon.Paul pasó a la hilera siguiente,

moviendo el fusil delante de él, con eldedo en el gatillo. El máuser eraincómodo: bueno para disparar adistancia, pero no para eso. Echó unvistazo rápido. El pasillo estabadesierto. Otro disparo destrozó unaventana, haciéndolo saltar. Seguramentealguien ya habría oído el ruido; o si nohabría visto clavarse una bala en lapared en alguna casa al otro lado de lacalle. Tal vez los proyectiles habíanalcanzado un coche o herido a untranseúnte.

El sicario avanzó hacia el pasillo

siguiente, deprisa, moviendo el armadelante.

Vio una imagen fugaz del uniformenegro, que desaparecía. El de la SShabía oído a Paul, o tal vez le adivinó laintención, y acababa de escurrirse trasotra pila de cajones.

Paul decidió que no podía esperarmás. Debía detener al guardia. Noquedaba otro recurso que lanzarse a lacarga sobre la hilera central de cajones,tal como se hacía durante la guerra,saliendo de las trincheras para atacar;con suerte podría acertar un disparofatal antes de que el hombre lo rociaracon las balas de su pistola

semiautomática.«Vamos», se dijo. E inspiró hondo.

Otra vez…¡Ya!Se levantó de un salto y trepó al

cajón que tenía enfrente, con el fusil enalto. En cuanto su pie tocó el segundocajón oyó un ruido atrás y a la derecha.¡El guardia lo había flanqueado! Pero enel momento en que giraba, las ventanassucias volvieron a estremecerse con elruido de otro disparo. Paul se detuvo,inmóvil.

El soldado de la SS apareció frentea él, a seis metros de distancia. Paullevantó frenéticamente el máuser, pero

justo antes de que disparara el hombretosió. De su boca brotó un rocío desangre; la Luger cayó al suelo. Elhombre sacudió la cabeza y cayópesadamente. Allí quedó, quieto; lasangre iba dando a su uniforme el colorde la herrumbre.

Paul miró hacia la derecha. OttoWebber, en el suelo, se apretaba la tripaensangrentada con una mano.

En la otra sostenía un máuser. Se lashabía arreglado para arrastrarse hastauna hilera de armas, cargar una ydisparar. El fusil se deslizó hasta elsuelo.

—¿Estás loco? —susurró el sicario,

enfadado—. ¿Por qué te has acercado aél así? ¿No se te ha ocurrido que podíadisparar?

—No —dijo el alemán, pálido ysudoroso, riendo—. No se me haocurrido. —Un suspiro de dolor—. Ve aver si alguien ha oído los disparos.

Paul corrió hacia la parte delantera ycomprobó que la zona aún estabadesierta. Al otro lado de la calle habíaun edificio alto y sin ventanas, que debíade ser una fábrica o un almacén; estabacerrado. Lo más probable es que lasbalas se hubieran clavado allí sin llamarla atención.

—Todo está despejado —dijo a

Webber, que se había incorporado y semiraba la masa de sangre del vientre.

—Ach…—Tenemos que buscar un médico.

—Paul se colgó el fusil al hombro paraayudarlo a levantarse. Ambos salieronpor la puerta trasera. Una vez en el bote,el alemán se recostó, con la cabezacontra la proa, mientras Paul remabafrenéticamente hacia el muelle junto alcamión.

—¿Adónde puedo llevarte para quete vea un médico?

—¿Qué médico? —Webber reía—.Ya es demasiado tarde, señor JohnDillinger. Déjame. Continúa. Lo sé. Es

demasiado tarde.—No: te llevaré a donde puedan

ayudarte —repitió Paul con firmeza—.Dime dónde puedo encontrar a alguienque no corra con el cuento a la SS o a laGestapo. —Llevó el bote hasta el muelley, después de atar las amarras,desembarcó. Luego dejó el máuser en untrozo de césped y regresó para ayudar aWebber a salir del bote.

—¡No! —susurró.Su amigo había desatado la cuerda y

aplicado las fuerzas que le restaban enun empellón para apartarlo del muelle.La embarcación ya estaba a tres metrosde distancia, a la deriva.

—¡Otto! ¡No!—Como te he dicho, es demasiado

tarde —repitió Webber, jadeando.Luego rio con acritud—. ¡Mira esto,hombre! ¡Un funeral vikingo! Ach,cuando vuelvas a tu patria y escuchesalgo de John Philip Sousa, piensa enmí… Aunque insisto en que es inglés.Vosotros, los americanos, os atribuísdemasiadas cosas. Vete, vete, señorJohn Dillinger. Tienes un trabajo quehacer.

Lo último que Paul Schumann vio desu amigo fue que cerraba los ojos y sedejaba caer en el fondo del bote. Laembarcación iba cobrando velocidad,

arrastrada por las aguas lodosas delSpree.

Eran diez o doce, todos jóvenes, los quehabían escogido la vida y la libertadantes que el honor. ¿Era cobardía ointeligencia lo que les había motivado ahacerlo?

Kurt Fischer se preguntaba si seríael único, entre todos ellos, que se sentíaacosado por esa cuestión.

Los llevaban a través de la campiña,al noroeste de Berlín, en un autobús deltipo que se utilizaba generalmente paralas excursiones de los estudiantes. El

gordo conductor, que conducíasuavemente su vehículo por la carreteraserpenteante, intentaba sin éxito quecantaran marchas de cazadores yexcursionistas.

Kurt y su hermano compartíananécdotas con los otros. Poco a poco elmayor fue descubriendo algunas cosas.En su mayoría eran arios; todos ellosprocedían de familias de clase media ytenían estudios, asistían a la universidado pensaban hacerlo después de cumplircon el Servicio Laboral. Como Kurt yHans, uno de cada dos se oponíaligeramente al partido por motivospolíticos e intelectuales: eran

socialistas, pacifistas o manifestantes.La otra mitad estaba compuesta por«chicos modernos», más ricos, tambiéncon ideas rebeldes, pero no tanpolíticas: su mayor queja contra losnacionalsocialistas era cultural, por lacensura que imponían a las películas, elbaile y la música.

En el grupo no había, desde luego,judíos, eslavos ni gitanos rumanos.Tampoco comunistas. Pese a las ideasabiertas del coronel Ernst, Kurt estabaseguro de que pasarían muchos añosantes de que esos grupos étnicos

y políticos encontraran cabida entrelos militares o el funcionariado alemán.

En lo personal, el muchacho pensabaque eso no podría suceder mientras elpoder estuviera en manos del triunviratoformado por Hitler, Göring y Goebbels.

Y allí estaban todos, reunidos por elsingular hecho de haberse vistoobligados a escoger entre el campo deconcentración, donde posiblementemorirían, o una organización que lesparecía moralmente condenable.

«¿Soy un cobarde», se preguntónuevamente Kurt, «por haber escogidocomo lo he hecho?». Recordó queGoebbels, en abril de 1933, habíaconvocado a un boicot nacional contralas tiendas judías. Los

nacionalsocialistas creían que tendría unapoyo abrumador. En realidad resultóperjudicial para el Partido, pues muchosalemanes (el matrimonio Fischer entreellos) desafiaron abiertamente el boicot.Más aún: millares de personas entraronen tiendas que nunca habían pisado, sólopara demostrar su apoyo a losconciudadanos judíos.

Eso sí era valor. ¿Acaso él no lotenía?

—¿Kurt?Alzó la mirada. Su hermano le

hablaba.—¿No me estás escuchando?—¿Qué has dicho?

—Te preguntaba cuándo comeremos.Tengo hambre.

—No tengo ni idea. ¿Cómo quieresque lo sepa?

—¿Se come bien en el Ejército?Dicen que sí. Pero será relativo, claro.En el campo de batalla no ha de sercomo en el cuartel. ¿Cómo será?

—¿El qué? ¿La comida?—No. Estar en las trincheras, estar

en…—No estaremos en las trincheras.

No habrá otra guerra. Y si la hubiera, yahas oído lo que dijo el coronel Ernst:nosotros no tendremos que combatir.Nos asignarán otras tareas.

Su hermano no parecía convencido.Peor aún: no parecía molestarle la ideade tener que combatir. ¡Si hasta parecíaque la idea le despertaba curiosidad!Ese nuevo aspecto de Hans le resultóperturbador.

¿Cómo será?

En el autobús continuaban lasconversaciones: se hablaba de deportes,del paisaje, de las Olimpiadas, depelículas norteamericanas. Y demujeres, por supuesto.

Por fin llegaron; abandonaron lacarretera para desviarse por un caminolargo, bordeado de arces, que conducía

al recinto de la Academia MilitarWaltham.

¿Qué pensarían sus pacifistas padressi los vieran en ese lugar?

El autobús se detuvo, chirriante,frente a uno de los edificios de ladrillorojo. A Kurt le pareció incongruente queesa institución, dedicada a la filosofía yla práctica de la guerra, funcionara en unvalle idílico, con una lustrosa alfombrade césped, trémula hiedra adherida a losvetustos edificios y, al fondo, bosques ycolinas que formaban un delicado marcoal panorama.

Los muchachos recogieron susmochilas y se apearon del vehículo. Un

joven soldado, no mucho mayor queellos, se presentó diciendo que era eloficial de reclutamiento y les estrechó lamano en señal de bienvenida. Explicóque el doctor-profesor Keitel vendríamuy pronto. Luego mostró en alto unapelota de fútbol, con la que él y otrosoldado habían estado jugando, y laarrojó hacia Hans. El chico la pasóhábilmente a otro de los reclutas.

Y como suele suceder cuando seencuentran varios jóvenes y una pelotaen un campo de césped, en pocosminutos se formaron dos equipos y seinició el partido.

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las cinco y media de la tarde elcamión del Servicio Laboral se

desvió por una carretera lisa einmaculada, que serpenteaba entre altospinos y tejos. El aire estaba moteado depolvo y perezosos insectos que moríanal chocar contra el parabrisas.

Paul Schumann se esforzaba porpensar sólo en Reinhard Ernst, en suobjetivo. Buscaba a tientas el hielo.

No pienses en Otto WilhelmFriedrich Georg Webber.

Pero eso era imposible. Loconsumían recuerdos del hombre quehabía tratado sólo durante un día. Enesos momentos pensaba que Otto sehabría sentido perfectamente a susanchas en el West Side de Nueva York,bebiendo con Runyon, Jacobs y el grupode boxeo.

Tal vez hasta le habría gustadoboxear un poco. Pero lo que de verdadle habría encantado habría sido tenertantas oportunidades como habría enAmérica, la libertad de planearincontables timos.

Algún día te contaré mis

mejores estafas…

Pero sus pensamientos se borraronal virar en una curva lenta, que conducíaa un camino lateral. Un kilómetro másallá vio un letrero pintado con pulcritud:

Academia Militar Waltham

En el césped holgazaneaban tres ocuatro muchachos vestidos deexcursionistas, rodeados de mochilas,cestas y restos de una meriendadominical. Un letrero, junto a ellos,apuntaba a lo largo de la ancha calzadahacia el salón principal. Un segundocamino conducía al estadio, el gimnasio

y los edificios académicos, numeradosdel 1 al 4. Más allá estaba la calzadaque llevaba a los edificios 5 a 8. Era enel edificio 5, dentro de media hora,donde Ernst tenía programada unareunión, según Paul había leído en suagenda. Pero dejó atrás el desvío ycontinuó por la calzada; unos cienmetros más allá salió hacia un sitiodesierto, sin pavimentar, cubierto dehierba crecida. Allí introdujo el camiónentre los árboles, para que no lo vierandesde la carretera principal.

Una inspiración profunda. Se frotólos ojos; se enjugó el sudor de la cara.

Se preguntaba si Ernst se

presentaría. O si haría como DutchSchultz en jersey City, aquella vez quehabía faltado a una reunión, sabiendopor instinto (por adivinación, decíanalgunos) que le tenderían unaemboscada.

Pero ¿qué otra cosa podía hacerPaul? Debía pensar que el coronel sepresentaría. Y estaba convencido de queen verdad sería así. Todo cuanto habíadescubierto sobre ese hombre revelabaque no faltaba a sus obligaciones. Elnorteamericano se apeó del camión.Después de quitarse el abultadouniforme azul grisáceo y la gorra, losdobló pulcramente para depositarlos en

el asiento delantero, bajo el cual habíaescondido también otro atuendo, por sinecesitaba cambiar nuevamente deidentidad para escapar. Luego se vistiódeprisa con las ropas de trabajo quehabía robado del almacén.

Finalmente recogió el fusil y lasmuniciones y se adentró en la parte másdensa del bosque; avanzaba tan ensilencio como le era posible. Atravesópoco a poco aquella arboleda tranquilay fragante: con cautela al principio, puesesperaba encontrarse con más guardias osoldados, sobre todo después delatentado de esa tarde contra la vida deErnst. Le sorprendió no ver nada de eso.

Ya más cerca de los edificios, aún entrela maleza, vio gente y vehículos cercade una de las construcciones, que unletrero identificaba como la número 5,la que buscaba. A unos treinta metros dela entrada se veía un sedán Mercedesnegro. Junto al coche, un hombre quevestía el uniforme de la SS miraba enderredor, vigilante, con unaametralladora al hombro. ¿Sería elcoche de Ernst? El reflejo de lasventanillas no permitía ver el interior.

Paul advirtió también un pequeñocamión cerrado y un autobús, cerca delcual diez o doce muchachos vestidos depaisano jugaban al fútbol con un soldado

de uniforme gris. Otro soldado, apoyadocontra el autobús, observaba el partido yanimaba a uno y otro equipo.

¿Qué motivo podía tener alguien tanimportante como Ernst para reunirse conunos cuantos estudiantes? Tal vez eranun grupo escogido de futuros oficiales;en verdad parecían modelos denacionalsocialistas: blancos, rubios y enmuy buena forma física. Quienesquieraque fuesen, cabía suponer que Ernst losvería en el aula; para eso deberíarecorrer a pie la distancia que separabael Mercedes del edificio 5. Paul tendríatiempo de sobra para despacharlo. Sinembargo, desde donde se encontraba en

esos momentos no disponía de un buenángulo para disparar. Los árboles y lamaleza ondeaban en el viento caliente;no sólo le dificultaban la visión de supresa, sino que podían desviar la bala.

Se abrió la portezuela del Mercedesy de él bajó un hombre calvo, deamericana marrón. Paul miró hacia elasiento trasero, detrás de él. ¡Sí! Allídentro estaba Ernst. Luego la portezuelase cerró, ocultándole al coronel, queseguía dentro del coche. El hombre demarrón, cargado con una gran carpeta,marchó hacia un segundo vehículo, unOpel aparcado cerca de Paul, al pie dela colina boscosa. Después de poner la

carpeta en el asiento trasero, regresó alotro lado del campo.

El sicario desvió su atención haciael Opel; estaba desocupado. El vehículole proporcionaría una buena posiciónpara disparar; allí estaría a cubierto delfuego de los soldados y, cuando iniciarael regreso hacia su camión para escapar,llevaría una ventaja considerable.

Sí, ese coche sería su escondite decaza. Con el máuser bajo el brazo, Paulavanzó con lentitud, entre el suavezumbido de los insectos, el crujir de lapolvorienta vegetación de verano y lasrisas de los muchachos, que disfrutabande su partido de fútbol.

Las resistentes ruedas del Auto Uniontraqueteaban a lo largo de la carretera, aunos míseros sesenta kilómetros porhora; el vehículo se sacudíafuriosamente, aunque el pavimento eraliso como un espejo. Se oyó unadescarga del tubo de escape y el motorjadeó pidiendo aire. Willi Kohl graduóel estárter y volvió a acelerar. El cochese estremeció, pero al fin cogió un pocode velocidad.

Tras salir del edificio de la Kripo através de la puerta prohibida (en undesafío estúpido, sí), el inspector habíaido caminando al hotel Metropol. Al

aproximarse oyó música: en elmagnífico vestíbulo, las notascompuestas por Mozart hacía tantosaños danzaban en las cuerdas de uncuarteto de cámara.

A través de las ventanas pudo verlas arañas refulgentes, los murales conescenas de El anillo de los nibelungos,de Wagner, los camareros vestidos conpantalones perfectamente negros ychaquetas perfectamente blancas, quellevaban en equilibrio sus bandejas deplata. Y siguió de largo, sin siquieradetenerse ante el hotel. Sabía desde unprincipio que Paul Schumann mentíacuando le dijo que se alojaría allí. Su

investigación había revelado que esenorteamericano se sentía a gusto, noentre el champán, las limusinas yMozart, sino con salchichas y cervezaPschorr. Calzaba zapatos gastados y legustaba el boxeo. Tenía algunoscontactos con los rufianes de la zona querodeaba la plaza Noviembre de 1923.Un hombre capaz de enfrentarse a puñolimpio con cuatro Camisas Pardas no sealojaría en un sitio tan fino como elMetropol. Y tampoco podía pagarlo.

Sin embargo ese lugar había sido elprimero que se le había ocurrido cuandoKohl le preguntó cuál sería su nuevadirección; eso indicaba que debía de

haberse fijado en él poco antes. Ypuesto que la pensión de la señoritaRichter estaba a buena distancia,resultaba lógico que lo hubiera visto ensu trayecto hacia Berlín Norte, el barriobajo que se iniciaba cien metros másallá del hotel. Esa zona sí era másacorde con el temperamento y laspreferencias de Paul Schumann.

El distrito era grande; encircunstancias normales habrían hechofalta cinco o seis investigadores pararecorrer todos los locales y reunirinformación sobre un sospechoso. PeroKohl había encontrado ciertas pruebasque, según creía, lo ayudarían a reducir

considerablemente la búsqueda. En lapensión había encontrado, en losbolsillos del norteamericano, unascerillas baratas, metidas en una cajetillade tabaco alemán. Kohl las conocía. Lasveía a menudo entre las pertenencias deotros sospechosos, que las recogían enestablecimientos de los barrios bajos dela ciudad, como Berlín Norte.

Tal vez Schumann no tuvieracontacto alguno allí, pero era un buenlugar para iniciar la búsqueda. Armadocon el pasaporte del norteamericano,Kohl había recorrido la parte sur delvecindario; tras verificar que lascerillas que regalaban eran las mismas,

mostraba la foto del hombre a loscamareros y los encargados de losbares.

«No, inspector, lo siento… Deverdad, no he visto a nadie así,pero estaré alerta. Heil… HeilHeil Heil…».

Probó en un restaurante de la calleDragoner. Nada. Luego, unas cuantaspuertas más allá, en un club de la mismacalle. Después de mostrar su credencialal hombre de la entrada pasó al bar. Sí,las cerillas eran las mismas que teníaSchumann. Recorrió varias salasmostrando el pasaporte del

norteamericano, por si alguien lohubiera visto. Los clientes de paisanoestaban tan «ciegos» como cabíaesperar; los de la SS, típicamentereacios a colaborar. (Uno le ladró:«Quítate, Kripo, que no me dejas ver elespectáculo»).

Pero al fin mostró la foto a unacamarera y los ojos de la mujerrelampaguearon de ira.

—¿Lo conoce? —preguntó Kohl.—Ach, ¿que si lo conozco? Sí, sí.—¿Su nombre, señorita…?—Liesl. Él dijo que se llamaba

Hermann, pero ya veo que era mentira.—Señalaba el pasaporte con la cabeza

—. No me extraña. Ha estado aquí haceapenas una hora, con ese sapo que loacompaña, Otto Webber.

—¿Quién es ese Webber?—¿No se lo he dicho? Un sapo.—¿Qué hacían aquí?—Lo que todo el mundo. Beber,

conversar… ach, y coquetear. El tíocoquetea con una y luego la rechazafríamente. Qué crueldad. —A Liesl se lesacudió la nuez; Kohl dedujo la tristehistoria—. ¿Lo arrestará usted?

—Dígame, por favor: ¿qué sabe deél? ¿Dónde se hospeda, a qué se dedica?

Lo que la camarera sabía era muypoco, pero le dio una información de

oro: al parecer Schumann y Webberplaneaban reunirse con otra persona esamisma tarde. Y debía de ser una reuniónclandestina, añadió misteriosamente ladesdeñada.

—Cosa de sapos. En un lugar que sellama Academia Waltham.

Kohl había salido apresuradamentede la cafetería para volar hacia Walthamen el DKW.

Ahora tenía ante sí la AcademiaMilitar; detuvo suavemente el coche enel arcén de grava, cerca de doscolumnas de ladrillo coronadas porestatuas de águilas imperiales. Variosestudiantes que holgazaneaban en el

césped, junto a sus mochilas y una cestacon la merienda, echaron un vistazo alpolvoriento vehículo negro. Kohl losllamó con un gesto. Los rubios jóvenes,al percibir su autoridad, se acercaron altrote.

—Heil Hitler.—Heil —respondió él—. ¿Aún se

dan clases aquí? ¿En verano?—Se imparten algunos cursos,

señor. Pero hoy no tenemos clases.Hemos salido de excursión.

Esos chicos, como sus propios hijos,estaban atrapados por la gran fiebre dela educación para engrandecer el TercerImperio, pero en un grado si cabe más

alto, puesto que la finalidad de esaacademia era producir soldados para lapatria.

Qué criminales tan brillantesson el Führer y su gente. Alapoderarse de nuestros hijossecuestran a toda la nación…

Abrió el pasaporte de Schumannpara mostrar la foto.

—¿Habéis visto a este hombre?—No, inspector —dijo uno. Y miró

a sus amigos, que también negaron conla cabeza.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?—Más o menos una hora.

—¿Ha llegado alguien en esetiempo?

—Sí, señor. Hace poco ha llegadoun autobús escolar, acompañado por unOpel y un Mercedes. Negro. Cincolitros. Nuevo.

—No, era el 7.7 —le corrigió unamigo.

—¡Estás ciego! Era mucho máspequeño.

Un tercero apuntó:—Y un camión del Servicio

Laboral. Sólo que no ha entrado poraquí.

—No. Ha pasado de largo y luego hacogido un desvío. —El muchacho lo

señaló—. Cerca de la entrada a otrosedificios académicos.

—¿Del Servicio Laboral?—Sí, señor.—¿Venía con trabajadores?—No hemos podido ver la parte

trasera.—¿Habéis visto al conductor?—No, señor.—Yo tampoco.Servicio Laboral. Kohl reflexionó.

Generalmente se usaba a los reclutas delRAD para trabajar en los cultivos y enlas obras públicas. Era muy raro que seles asignara un colegio, sobre todo endomingo.

—¿Hay aquí alguna obra en la que elServicio esté trabajando?

El chico se encogió de hombros.—Creo que no, señor.—Yo tampoco he oído nada de eso,

señor.—No digáis nada de estas preguntas

—pidió Kohl—. A nadie.—¿Cuestión de seguridad del

Partido? —preguntó uno de los chicos,con una sonrisa de intriga.

Kohl se llevó un dedo a los labios.Y los dejó murmurando con

entusiasmo sobre lo que habría queridodecir aquel misterioso policía.

S35

e acercaba al Opel gris. A gatas.Pausa. Luego volvió a gatear.

Como en St. Mihiel y en los densos yvetustos bosques de Argonne.

Paul Schumann sentía el olor de lahierba caliente y del estiércol seco queutilizaban como fertilizante. El olor aaceite y creosota del arma. El olor de supropio sudor.

Otro par de metros. Luego, otrapausa.

Debía avanzar con lentitud: allíestaba muy expuesto. Cualquiera que

estuviese en los terrenos que rodeabanel edificio 5 podía mirar en esadirección y notar que la hierba ondulabade un modo extraño. O tal vez captar eldestello de la luz reflejada en el cañóndel fusil.

Pausa.Estudió nuevamente el lugar. El

hombre de marrón retiraba del pequeñocamión una pila de documentos. Elreflejo de las ventanillas aún impedíaver a Ernst dentro del Mercedes. Elguardia de la SS continuaba suvigilancia de la zona.

Paul miró nuevamente el edificioacadémico. El calvo estaba reuniendo a

los jóvenes, que abandonaron de malagana el partido de fútbol para entrar enel aula.

Puesto que la atención de todos sedesviaba hacia otro sitio, Paul apresurósu avance hasta el Opel. Abrió laportezuela de atrás y entró al vehículorecalentado. La temperatura le provocóescozores.

A través de la ventanilla izquierdanotó que era un sitio perfecto paraefectuar su disparo. Tenía una excelentevisión de la zona que rodeaba el cochede Ernst: doce, quince metrosperfectamente despejados para derribaral hombre. Además, los guardaespaldas

y los soldados tardarían un poco endescubrir de dónde había venido eldisparo.

Paul Schumann estaba tocando elhielo con firmeza. Retiró el seguro delarma y fijó los ojos entornados en elautomóvil del coronel.

—Os saludo, futuros soldados.Bienvenidos a la Academia MilitarWaltham.

Kurt Fischer y los otrosrespondieron al doctor-profesor Keitelcon saludos diversos. La mayoría dijo«Heil Hitler».

Era interesante, se dijo Kurt, que elprofesor no hubiera utilizado esa

fórmula.Acompañaba a Keitel, al frente del

aula, el oficial de reclutamiento quehabía estado jugando al fútbol con ellos;sostenía una pila de sobres grandes;miró con un guiño a Kurt, quien unmomento antes no había logrado pararleun gol.

Los voluntarios ocupaban pupitresde roble. Alrededor, en las paredes, seveían mapas y unas banderas que él noconocía. Su hermano se inclinó parasusurrarle:

—Banderas de guerra de losEjércitos del Segundo Imperio.

El mayor lo acalló con un gesto,

irritado por la interrupción y por elhecho de que Hans supiera algo que élignoraba. ¿Y cómo podía saber, siendohijo de pacifistas, qué era una banderade guerra?

El desgarbado profesor continuó:—Os diré lo que tenemos planeado

para los próximos días. Escuchadme conatención.

—Sí, señor. —El coro de vocesllenó el aula.

—En primer lugar rellenaréis unformulario de información personal y lasolicitud de ingreso en las FuerzasArmadas. Luego responderéis uncuestionario sobre vuestra personalidad

y vuestras aptitudes. Las respuestasserán compiladas y analizadas; eso nosayudará a determinar las aptitudes y laspreferencias mentales de cada uno porciertas tareas. Algunos, por ejemplo,seréis más aptos para el combate; otros,para las transmisiones de radio o paralas tareas de oficina. Por eso es vitalque respondáis con sinceridad.

Kurt echó una mirada a su hermano,que no se dio por enterado. Amboshabían acordado responder a ese tipo depreguntas de tal manera que se lesasignara a tareas de oficina o incluso atrabajos manuales; cualquier cosa queles evitara tener que matar a otro ser

humano. Pero ahora temía que Hanshubiera cambiado de idea. ¿Tal vez leseducía la perspectiva de convertirse encombatiente?

—Cuando hayáis acabado con losformularios escucharéis al coronelErnst. Luego se os conducirá alalojamiento y se os servirá la cena.Mañana comenzará vuestroentrenamiento; pasaréis el mes siguientepracticando la marcha y mejorando elestado físico. Después comenzará lainstrucción en las aulas.

Keitel hizo una señal al soldado, quecomenzó a distribuir los sobres. Ante elpupitre de Kurt hizo una pausa; habían

acordado disputar otro partido antes dela cena, si había suficiente claridad.Luego el hombre salió con Keitel enbusca de lápices para los reclutas.

Mientras alisaba sus papeles conaire distraído, Kurt se descubrióextrañamente satisfecho, pese a lasangustiosas circunstancias de esedurísimo día. Había, sí, algo de gratituden eso: hacia el coronel Ernst y eldoctor-profesor Keitel, que les habíanproporcionado una salvación milagrosa.Pero sobre todo comenzaba a pensarque, después de todo, se le habíabrindado la posibilidad de hacer algoimportante, un acto que trascendía su

propia vicisitud. Si hubiera ido aOranienburg, su prisión o su muertehabrían sido quizá valerosas, perocarentes de sentido. Ahora, en cambio,decidió que esa contradictoria acción deingresar voluntariamente en el Ejércitopodía ser el gesto de desafío que habíaestado buscando, una pequeña peroconcreta ayuda para salvar a su país dela plaga parda.

Con una sonrisa dirigida a suhermano, Kurt pasó la mano por el sobrede los cuestionarios. Por primera vez envarios meses sentía el corazón contento.

W36

illi Kohl aparcó el DKW nolejos del camión de Servicio

Laboral, que se encontraba a unoscincuenta metros de la carretera, situadoobviamente con intención de que lo se loviera.

Mientras se acercabasilenciosamente al camión, con elsombrero de paja bien encasquetadopara protegerse los ojos del resplandordel sol, sacó la pistola, alerta acualquier ruido de pisadas o de voces.Pero no oyó nada que saliera de lo

normal: sólo pájaros, grillos y cigarras.Se aproximó al vehículo a paso

lento. En la parte trasera vio lo quecabía esperar: bolsas de tela embreada,palas y azadas, las «armas» del ServicioLaboral. Pero dentro de la cabinaencontró ciertos elementos que leresultaron mucho más interesantes. En elasiento había un uniforme de oficial dela RAD, meticulosamente doblado,como si su propietario debiera volver aponérselo y temiera que las arrugaspudieran darle un aspecto sospechoso.Pero aún más llamativo era lo que habíabajo el asiento, envuelto en papel: untraje azul, de chaqueta cruzada, una

camisa blanca, ambos de talla grande.La camisa era una Arrow, fabricada enEstados Unidos. ¿Y el traje? Kohl sintióque el corazón le palpitaba con fueza alver la etiqueta: «Manny’s Men’s Wear,New York City».

La tienda favorita de Paul Schumann.Kohl volvió a poner las ropas en su

sitio y miró a su alrededor, buscandoalguna señal del norteamericano, el sapoWebber o cualquier otra persona.

Nadie.Las huellas marcadas en el polvo,

junto a la portezuela del camión,indicaban que Schumann se habíaadentrado en el bosque, hacia el recinto.

En esa dirección había un antiguocamino de servicio; aunque estabacubierto de hierbas crecidas, era más omenos transitable. Pero allí estaríaexpuesto; a cada lado había setos ymatas que ofrecerían a Schumann unlugar perfecto para aguardar escondido.Sólo había otra ruta: a través de lacolina boscosa, sembrada de piedras yramas. Ach… sus pobres pies gritabanva al verla. Pero no había opción. WilliKohl inició el avance a través de lapenosa pista de obstáculos.

«Por favor», rogaba Paul Schumann.

«Por favor, sal de ese coche, coronelErnst, y ponte bien a la vista». En esepaís donde Dios estaba legalmenteprohibido, donde quedaban pocasoraciones que escuchar, quizá Él leconcediera lo que le pedía.

Pero al parecer no era buenmomento para recibir la ayuda divina.Ernst seguía dentro del Mercedes. Losreflejos del parabrisas y las ventanasimpedían a Paul ver exactamente en quésitio del asiento trasero estaba.

Si disparaba a través del cristal y nodaba en el blanco, quizá jamás tuvieraotra oportunidad.

Estudió nuevamente el sitio. No

había brisa. La luz era buena y veníadesde el costado, no de frente. Unaperfecta oportunidad para disparar.

Se enjugó el sudor de la frente,frustrado. Algo se le clavabaincómodamente en el muslo; bajó lavista. Era la carpeta que el hombrecalvo había puesto en el coche diezminutos antes. La empujó hacia el suelo,pero al hacerlo echó un vistazo alprimer documento. Lo recogió paraleerlo, entre mirada y mirada alMercedes de Ernst.

Ludwig:Adjunto a esta el borrador de

mi carta al Führer sobre nuestroestudio. Notarás que he incluidouna referencia a las pruebas queharemos hoy en Waltham. Estanoche podremos añadir losresultados.

Creo que, en esta tempranaetapa del estudio, es mejorcalificar como criminales deEstado a los que matan nuestrossujetos militares. Por ende verásque, en esta carta, las dos familiasjudías que matamos en Gatowfiguran como subversivos judíos;los trabajadores polacoseliminados en Charlottenburg,

como infiltrados extranjeros; losrumanos, como degeneradossexuales. En cuanto a los jóvenesarios de hoy, en la AcademiaWaltham, serán disidentespolíticos. Supongo que másadelante podremos ser másdirectos en cuanto a la inocenciade los exterminados por nuestrossujetos, pero por el momento nocreo que el clima sea el adecuadopara hacerlo.

Tampoco me refiero a loscuestionarios que aplicas a lossoldados como «examenpsicológico». Pienso que esto

también provocaría un efectodesfavorable.

Por favor, revisa esto y ponteen contacto conmigo si quieresalterar algo. Mi intención espresentar la carta el lunes 27 dejulio, tal como se me pidió.

Reinhard

Paul arrugó la frente. ¿Quésignificaba todo eso? Pasó a la páginasiguiente para continuar leyendo.

ESTRICTAMENTECONFIDENCIAL

Adolf Hitler, Führer, canciller

de Estado, presidente de la naciónalemana y comandante de lasFuerzas Armadas.

Mariscal de Campo, Wernervon Blomberg, ministro del Estadode Defensa.

Führer mío y ministro mío:Han pedido ustedes detalles

del Estudio Waltham, que estoyllevando a cabo con el doctorprofesor Ludwig Keitel, de laAcademia Militar Waltham. Mecomplace describir la naturalezadel trabajo y los resultadosobtenidos hasta ahora.

El estudio surge de lasinstrucciones que de ustedes herecibido, en cuanto a preparar lasFuerzas Armadas de Alemania yayudarlas a alcanzar con la mayorceleridad los objetivos de nuestragran nación, según ustedes loshan fijado.

En los años vividos comocomandante de nuestras valerosastropas, durante la guerra, aprendímucho sobre la conducta de unhombre durante el combate. Sibien cualquier buen soldadoobedece las órdenes, se me hizoevidente que, ante la obligación

de matar, cada uno responde dedistinta manera, diferencia que,según creo, se basa en sutemperamento.

Brevemente expresado,nuestro estudio consiste enformular preguntas a soldadosantes y después de que ejecuten apersonas condenadas comoenemigos del Estado, para luegoanalizar sus reacciones. Estasejecuciones implican una serie desituaciones diferentes: diversosmétodos de ejecución, categoríasde prisioneros, relación delsoldado con estos, antecedentes

familiares e historia personal delsoldado, etcétera. Los ejemplosrecogidos hasta la fecha son lossiguientes:

El 18 de julio de este año, enla ciudad de Gatow, un soldado(sujeto A) interrogó largamente ados grupos convictos poractividades subversivas judías.Luego se le ordenó llevar a cabola orden de ejecución por fuegoautomático.

El 19 de julio, enCharlottenburg, un soldado(sujeto B) ejecutó de modo similara varios infiltrados polacos.

A diferencia de las ejecucionesde Gatow, aunque el sujeto B fueel causante inmediato de estasmuertes, no había mantenidocomunicación alguna con losejecutados antes del exterminio.

El 21 de julio un soldado(sujeto C) ejecutó a un grupo degitanos rumanos que manteníanuna conducta sexual degenerada;esto se realizó en ciertasinstalaciones especiales quehemos construido en la AcademiaWaltham. El elemento letal fue elmonóxido de carbono emitido porel escape de un vehículo. Al igual

que el sujeto B, este soldadonunca conversó con las víctimas,pero, a diferencia de él, no los viomorir.

Paul Schumann ahogó unaexclamación de horror y volvió a laprimera carta. ¡Pero si esas víctimaseran inocentes, según lo admitía elpropio Ernst! Familias judías,trabajadores polacos… Leyónuevamente algunos párrafos paraasegurarse de haber entendido bien,pensando que quizá había traducido mallas palabras. Pero no, no cabían dudas.Miró al otro lado del campo

polvoriento, hacia el Mercedes negrodonde Ernst seguía protegido. Luegocontinuó leyendo la carta a Hitler.

El 26 de julio un soldado(sujeto D) ejecutó en lasinstalaciones de Waltham a docedisidentes políticos.

En este caso la variante fueque estos convictos eran deextracción aria y, durante la horaprevia a la ejecución, el sujeto Dhabía conversado y practicadodeporte con ellos, hasta conocer aalgunos por sus nombres. Luegose le ordenó que los observara

mientras morían.

«¡Dios! ¡Eso es hoy, aquí!».Paul se estiró hacia delante para

mirar, con los ojos entornados. Elsoldado alemán de uniforme gris, que unrato antes había estado jugando al fútbolcon los muchachos, hizo un rígidosaludo nazi al calvo del traje marrón.Luego conectó una gruesa manguera altubo de escape del autobús y a una bocainstalada en la pared exterior del aula.

En la actualidad estamosrecopilando las respuestasproporcionadas por todos estossujetos. Tenem os planeadas otras

varias decenas de ejecuciones,cada una con una variante ideadapara que nos proporcione tantosdatos útiles como sea posible.Adjunto los resultados de lascuatro primeras pruebas.

Tengan ustedes la seguridadde que rechazamos sin vacilar elpensamiento judío contaminado detraidores como el doctor Freud, yconsideramos que la sólidafilosofía nacionalsocialista y laciencia nos permitirán ajustar eltipo de personalidad de lossoldados al elemento letal, lanaturaleza de las víctimas y la

relación entre ellos, a fin decumplir con más eficacia losobjetivos que ustedes han fijadopara nuestra gran nación.

Dentro de dos mesespresentaremos a ustedes elinforme completo.

Con el más humilde de losrespetos,

Coronel Reinhard Ernst,plenipotenciario de EstabilidadInterior

Paul levantó la vista hacia el otrolado del campo. El soldado echó unamirada a los jóvenes que estaban dentro

del aula, cerró la puerta y luego seacercó tranquilamente al autobús paraponer el motor en marcha.

C37

uando se cerró la puerta del aulalos estudiantes miraron a su

alrededor. Fue Kurt Fischer quien selevantó para acercarse a la ventana ygolpear el cristal con los nudillos.

—Habéis olvidado darnos lápices—observó.

—En la parte de atrás hay algunos—respondió alguien. Kurt encontró treslápices pequeños en la repisa de unapizarra.

—¡Es que no hay para todos!—¿Cómo podemos hacer un examen

sin lápices?—¡Abrid una ventana! —Pidió

alguien—. ¡Qué calor hace aquí!Un muchacho rubio y alto,

encarcelado por haber escrito un poemadonde ridiculizaba a las JuventudesHitlerianas, se levantó para forcejearcon el pestillo.

Kurt regresó a su asiento y, despuésde romper el sobre, retiró las hojas;quería ver qué clase de informaciónpersonal deseaban y si se le preguntabaalgo sobre el pacifismo de sus padres.Pero se echó a reír, sorprendido.

—Mirad esto —dijo—. El mío no seha impreso.

—Ni el mío.—¡Todos están así! ¡En blanco!—Esto es absurdo.El rubio dijo desde la ventana:—No se pueden abrir. —Y miró a

los otros reunidos en esa habitaciónsofocante—. Ninguna. Las ventanas nose abren.

—Déjame probar —dijo un jovencorpulento. Pero las cerraduras tambiénlo derrotaron—. Están herméticamentecerradas. ¿Por qué…? —Observó laventana con los ojos entornados—. Elcristal tampoco es normal. Es muygrueso.

Fue entonces cuando Kurt percibió

el aroma fuerte y dulzón de los tubos deescape, que entraba en el aula por unrespiradero instalado sobre la puerta.

—¿Qué es eso? ¡Aquí pasa algoraro!

—¡Nos están matando! —Gritó unmuchacho—. ¡Mirad fuera!

—¡Una manguera! ¡Mirad!—Hay que salir. ¡Romped el cristal!El joven corpulento que había

tratado de abrir las ventanas miró a sualrededor.

—¡Una silla, una mesa, cualquiercosa!

Pero los pupitres y los bancosestaban atornillados al suelo. Y aunque

la habitación parecía ser un aula normal,no había punteros ni globos terráqueos,ni siquiera tinteros con los que tratar deromper los cristales. Varios estudiantestrataron de derribar la puerta a golpesde hombro, pero era gruesa, de roble, yestaba bloqueada desde fuera. La tenuenube azul de humo de tubo de escapeentraba en un chorro incesante.

Kurt y otros dos muchachos trataronde romper las ventanas a patadas, peroel cristal era muy grueso: demasiadocomo para que pudieran quebrarlo sinuna herramienta pesada. Había unasegunda puerta, pero esa también estababien trabada.

—Meted algo en los respiraderos.Dos jóvenes se quitaron la camisa;

Kurt y otro estudiante los levantaron envilo. Pero Keitel y Ernst, sus asesinos,lo habían previsto todo. El orificio teníauna gruesa rejilla de un metro porcincuenta centímetros. No había manerade bloquear esa superficie lisa.

Los muchachos comenzaban aasfixiarse. Todo el mundo se apartó delas aberturas hacia los rincones de lahabitación. Algunos rompieron en llanto;otros rezaban. Kurt Fischer miró por laventana. El oficial de «reclutamiento»,que pocos minutos antes le había metidoun gol, los miraba tranquilamente,

cruzado de brazos, tal como alguienpodría contemplar el juego de unos ososen el zoológico de la calle Budapest.

Paul Schumann vio allí delante elMercedes negro, que aún protegía a supresa.

Vio al guardia de la SS que mirabaalrededor, vigilante.

Vio al calvo acercarse al soldadoque había conectado la manguera alaula; vio cómo le hablaba y apuntabaalgo en una hoja de papel.

Vio un campo desierto en el quedoce jóvenes acababan de jugar unpartido de fútbol, en sus últimos minutossobre la tierra.

Y sobre todas estas claras imágenesvio aquello que las vinculaba: elhorroroso espectro del mal indiferente.Reinhard Ernst no era sólo el arquitectode la guerra de Hitler, sino también unasesino de inocentes. Y su motivo:reunir información útil.

Allí el mundo entero estabadescabalado.

Paul apuntó el máuser hacia laderecha, hacia el calvo y el soldado. Elsegundo hombre de uniforme gris,apoyado contra el camión, fumaba uncigarrillo. Había alguna distancia entrelos dos soldados, pero Paul creía poderdespacharlos a ambos. En cuanto al

calvo (que tal vez era el profesormencionado en la carta a Hitler), nodebía de estar armado y lo más probableera que huyese al primer disparo.Entonces Paul podría correr al aula,abrir la puerta y disparar para cubrir lahuida de los chicos.

Ernst y su guardia escaparían o seprotegerían tras el coche hasta quellegara alguna ayuda. Pero ¿cómo dejarmorir a esos muchachos?

La mira del máuser se fijó en elpecho del soldado. Paul comenzó aaplicar presión contra el gatillo.

Luego, con un suspiro furioso,volvió a apuntar al Mercedes.

No; estaba allí con una solafinalidad: matar a Reinhard Ernst.

Los chicos del aula no eran asuntosuyo. Habría que sacrificarlos. Una vezque él matara a Ernst, los otros soldadosse pondrían a cubierto para responder alfuego; entonces Paul se vería obligado aescapar adentrándose de nuevo en elbosque, mientras los chicos seasfixiaban.

Schumann trató de no imaginar elhorror que imperaba en esa habitación,lo que estarían pasando esos jóvenes.Una vez más tocó el hielo. Midió surespiración.

Y en ese momento sus oraciones

recibieron respuesta: se abrió laportezuela trasera del coche de Ernst.

«Y38

o solía pasar horas nadando ycaminaba días enteros», pensó

Willi Kohl, enfadado, mientras seapoyaba contra un árbol para recobrar elaliento. Era injusto que se dieran almismo tiempo un apetito saludable yaptitudes para un trabajo sedentario.

Ach, también estaba la cuestión de laedad, claro. Por no mencionar los pies.

La policía prusiana recibía el mejorentrenamiento del mundo, pero en suprograma no figuraba eso de seguir a unsospechoso a través del bosque, como

Göring en sus cacerías de osos. Kohl noveía señales del paso de Paul Schumannni de persona alguna. Su propio avanceera lento. De vez en cuando se detenía,al aproximarse a un matorral muy denso,para asegurarse de que nadie leestuviera apuntando con un arma. Luegoreanudaba su cautelosa persecución.

Por fin, a través de la maleza, viodelante un campo de césped recortadoen torno a un edificio escolar.Aparcados a poca distancia, unMercedes negro, un autobús y uncamión. También un Opel, al otro ladodel campo. Había allí varios hombres;entre ellos, dos soldados y uno de la SS

junto al Mercedes.¿Sería todo eso algún tipo de

negociación furtiva entre Schumann yese Webber, cosas del mercado negro?Y en ese caso, ¿dónde estaban ellos?

Preguntas, sólo preguntas.De pronto Kohl reparó en algo

anormal. Se acercó un poco más,apartando la maleza, y se enjugó elsudor de los ojos para mirar conatención. Entre el tubo de escape delautobús y la escuela había unamanguera.

¿Para qué? Tal vez estaban matandoalimañas.

Pronto olvidó ese detalle curioso. Su

atención se concentró en el Mercedes.Tenía la portezuela de atrás abierta y deél bajaba un hombre. Kohl, asombrado,notó que era un ministro del Gobierno:Reinhard Ernst, el coronel a cargo de loque se denominaba «EstabilidadInterior», aunque todos sabían que era elgenio militar responsable del rearme.

¿Qué hacía él allí? ¿Acaso…?—Oh, no —susurró Willi Kohl,

audiblemente—. ¡Dios mío!De pronto comprendió con exactitud

a qué se debían las alertas de seguridad,cuál era la relación entre Morgan,Taggert y Schumann, para qué estaba elnorteamericano en Alemania.

El inspector echó a correr por elbosque rumbo al claro, con la pistolabien apretada en la mano, maldiciendo ala Gestapo, a la SS y a Peter Krauss porno haberle explicado lo que sabían.Maldecía también los veinte años y losveinticinco kilos que la vida habíaagregado a su cuerpo desde su ingresoen la policía. En cuanto a los pies, tanurgente era su deseo de impedir lamuerte de Ernst que olvidó el dolor porcompleto.

¡Todo mentira!«Todo lo que nos dijeron era

mentira. Para que viniéramosvoluntariamente a su cámara deejecución». Kurt había creído que elegíala salida cobarde al aceptar unirse alservicio. Ahora iba a pagar esa decisióncon la muerte. En cambio, si él y Hanshubieran ido al campo de concentración,probablemente habrían sobrevivido.

Nervioso, mareado, se sentó en elrincón del edificio académico 5, junto asu hermano. No estaba menos asustadoque los demás ni menos desesperado; noobstante, no intentaba arrancar lospupitres del suelo ni derribar la puerta agolpes de hombro como los otros. Sabíaque Ernst y Keitel esperaban eso y

habían construido un edificio hermético,inexpugnable, para que les sirviera deataúd. Los nacionalsocialistas eran taneficientes como demoniacos.

Él blandía una herramienta diferente.Con el pequeño lápiz que habíaencontrado en la parte trasera del aula,garabateaba palabras inseguras en unapágina en blanco, arrancada de un libro.El título del volumen resultaba irónico,considerando que era el pacifismo loque les había llevado a ese terriblelugar: Tácticas de la caballería durantela guerra entre Francia y Prusia, 1870-1871.

Alrededor, gemidos de miedo, gritos

de ira, sollozos. Kurt apenas los oía.—No tengas miedo —dijo a su

hermano.—No —dijo Hans, aterrado, con la

voz quebrada—. No tengo miedo.En vez de la carta tranquilizadora

que había pensado escribir esa noche asus padres, la que Ernst había prometidodejarles enviar, redactó una nota muydiferente.

Albrecht y Lotte FischerCalle Príncipe George n.° 14Swiss CottageLondres, InglaterraSi por algún milagro recibís

esto, sabed, por favor, que enestos últimos minutos de vida ostenemos en el pensamiento. Lascircunstancias de nuestra muertetienen tan poco sentido como lasde los millares que han muertoaquí antes que nosotros. Osrogamos que continuéis convuestra obra, sin olvidarnos; asítal vez se acabe esta locura. Decida quien quiera escucharos que elmal, aquí, es peor que cuantopuedan imaginar y que continuaráhasta que alguien tenga el valorde impedirlo.

Sabed que os queremos.

Vuestros hijos

Los gritos cesaron; los jóvenes ibancayendo de rodillas o boca abajo ycomenzaban a besar las tablas de roble ylos zócalos, tratando de chupar el aireque pudiera haber bajo el suelo.Algunos se limitaban a orarapaciblemente.

Kurt Fischer apartó una vez más lamirada de lo que escribía. Hasta rio porlo bajo, pues de pronto comprendía queese era el objetivo esencial que habíadeseado: hacer llegar el mensaje a suspadres y finalmente al mundo. Asílucharía contra el Partido. Su arma sería

su muerte.Ya cercano al final, sintió un curioso

optimismo, seguro de que esa nota seríahallada y entregada. Y quizá, por mediode sus padres o de otros, sería la raízcapaz de quebrar la muralla de la cárcelque aprisionaba a su país.

El lápiz cayó de su mano.Con las últimas migajas de

pensamiento y energía, Kurt plegó lahoja y la guardó en su cartera, dondemás posibilidades tendría de que laretiraran de su cadáver; Dios mediante,algún enterrador o un médicoencontraría su mensaje y tendría el valorde enviarlo. Luego estrechó la mano de

Hans y cerró los ojos.

Paul Schumann aún no tenía blanco.Reinhard Ernst se paseaba

erráticamente junto al Mercedes,hablando al micrófono conectado por uncable al salpicadero del coche. Ademásla estatura de su guardaespaldas loocultaba a la vista del sicario.

Con el arma lista y el dedo en elgatillo, aguardaba a que el hombre sedetuviese.

Tocar el hielo…

Dominar la respiración, ignorar las

moscas que le zumbaban en la cara,ignorar el calor. Gritar mudamente aReinhard Ernst: «¡Deja de moverte,hombre! Déjame hacer esto y volver ami país, a mi imprenta, a mi hermano…a la familia que tuve, que aún puedotener».

A su mente vino una rápida imagende Käthe Richter; vio sus ojos, sintió suslágrimas, oyó el eco de su voz.

Prefiero compartir mi país condiez mil asesinos que mi cama conuno solo.

Su dedo acarició el gatillo delmáuser. La cara de Käthe, sus palabras,

desaparecieron en un rocío de hielo.Y justo en ese momento Ernst dejó

de pasearse, colgó nuevamente elmicrófono en el salpicadero delMercedes y se apartó del coche. De pie,cruzado de brazos, charlabaamistosamente con su guardaespaldas,que movía la cabeza en una lentaafirmación. Ambos contemplaban elaula.

Paul apuntó la mira al pecho delcoronel.

A39

l aproximarse al claro Willi Kohloyó un fuerte disparo. Resonó

contra los edificios y el paisaje antes deque se lo tragaran la hierba alta y losenebros que lo rodeaban. El inspector seagachó instintivamente. Vio que, al otrolado del claro, la alta silueta deReinhard Ernst caía al suelo, junto alMercedes.

«No… ¡Ese hombre ha muerto! ¡Esculpa mía! Por mi descuido, miestupidez, han matado a un hombre, a unhombre que era vital para la patria».

El guardaespaldas del ministro,agazapado, buscaba al atacante. «¿Quéhe hecho?», se preguntó el inspector.

Pero entonces resonó otro disparo.Mientras se acercaba al tronco

protector de un grueso roble, en el bordedel claro, Kohl vio que un soldado delEjército regular caía a tierra. Más allá,otro soldado yacía en el césped, con elpecho ensangrentado.

A poca distancia un hombre calvo,de traje marrón, gateaba para refugiarsebajo el autobús.

El inspector miró luego alMercedes. ¿Qué pasaba allí? Se habíaequivocado. ¡El ministro estaba

indemne!Al oír el primer disparo Ernst se

había arrojado al suelo para protegerse,pero ahora se incorporaba con cautela,pistola en mano, su guardaespaldashabía desenfundado un arma automáticay también buscaba un blanco.

Schumann no había matado a Ernst.Entonces resonó un tercer disparo en

todo el claro. Hizo trizas una ventanilladel Mercedes. Un cuarto perforó lacubierta y el neumático del coche. LuegoKohl vio movimientos entre la hierba.¡Era Schumann, sí! Corría desde el Opelhacia la escuela, disparandoocasionalmente hacia el Mercedes con

un fusil largo; así impedía que Ernst y suguardia se incorporaran. Cuando estaballegando a la puerta del aula, el hombrede la SS que protegía al ministro selevantó para disparar varias veces. Noobstante el autobús protegía alnorteamericano contra sus balas.

Pero no lo protegía de Willi Kohl.El inspector se secó la mano contra

los pantalones y apuntó a Schumann.Sería un disparo a larga distancia, perono imposible. Y al menos podríainmovilizarlo hasta que llegaran otrossoldados.

Pero en el momento en que Kohlcomenzaba a apretar el gatillo,

Schumann abrió de par en par la puertadel edificio. Le vio entrar y salir uninstante después, llevando a unmuchacho a rastras. Lo seguían variosmás; tropezaban y se apretaban el pecho,tosiendo. Algunos vomitaban. Otro;luego tres más.

«¡Santo Cielo!». Kohl estaba atónito.El gas no era para las ratas ni losinsectos, sino para esos chicos.

Schumann hizo un ademán paraindicar a los jóvenes que fueran hacia elbosque. Antes de que Kohl pudierarecobrarse de la impresión y apuntar unavez más, el norteamericano volvió adisparar contra el Mercedes. Así cubrió

a los muchachos con su fusil, mientrasellos buscaban la protección del espesobosque.

El máuser le golpeó con fuerza elhombro al disparar otra vez. Paulapuntaba hacia abajo, con la esperanzade alcanzar a Ernst o al guardia en laspiernas. Pero el coche estaba en unahondonada y resultaba imposible hacerblanco por debajo. Echó un rápidovistazo al interior del aula; ya salían losúltimos jóvenes; a trompicones, huíanhacia el bosque.

—¡Corred! —gritó—. ¡Corred!Y disparó dos veces más, para

inmovilizar a Ernst y a su guardia.

Después de limpiarse el sudor de lafrente con los dedos, trató de acercarseal Mercedes, pero el ministro y suguardaespaldas estaban armados ytenían buena puntería; además, el de laSS usaba una pistola automática.Dispararon repetidas veces, sin darleopción de avanzar. En tanto Paulforcejeaba con el cerrojo para cargar elarma, el guardia roció de balas elautobús y el suelo circundante. Ernstsaltó al asiento delantero del Mercedespara coger el micrófono; luego volvió acubrirse al otro lado del vehículo.

¿Cuánto tardarían en llegar losrefuerzos? Paul había atravesado la

población de Waltham, que estaba aapenas tres kilómetros; era una aldea debuen tamaño, donde sin duda habría uncuerpo de policía. Y la misma academiapodía tener su propia fuerza deseguridad.

Si quería sobrevivir tenía que huir almomento. Disparó dos veces más, hastaagotar las municiones del Máuser. Luegodejó caer el fusil y se agachó paraarrebatar la pistola a uno de lossoldados muertos. Era una Luger, comola de Reginald Morgan.

Frenéticamente, cargó el arma.Al bajar la vista vio, agachado y

medio escondido bajo el autobús, al

hombre calvo y de bigote que habíaconducido a los estudiantes al interiordel edificio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Paulen alemán.

—Por favor, señor. —Le temblabala voz—. No me…

—¡Tu nombre!—Doctor-profesor Keitel, señor. —

El hombre lloraba—. Por favor…Paul recordó el nombre: estaba en la

carta referida al Estudio Waltham.Levantó la pistola y le disparó una solavez, al centro de la frente.

Luego echó un último vistazo haciael coche de Ernst. No había allí blanco

alguno. Cruzó el prado a la carrera,disparando varias veces al interior delMercedes, para impedir que Ernst y elguardia se incorporaran. Pronto sezambullía en el bosque, en tanto lasbalas del hombre de la SS cortaban elexuberante follaje verde en torno a él,sin acercarse siquiera al blanco.

W40

illi Kohl se había alejado delclaro; ya empapado de sudor y

descompuesto por el calor y el esfuerzo,caminaba nuevamente hacia el camióndel Servicio Laboral, que debía de serel medio de escape de Schumann.Desinflaría los neumáticos para impedirque se escapara.

Cien metros, doscientos, jadeando ypreguntándose quiénes eran esosjóvenes. ¿Criminales? ¿Inocentes?

Se detuvo a recobrar el aliento. Sino lo hacía, sin duda Schumann oiría con

facilidad su respiración sibilante encuanto se acercara.

Recorrió el bosque con la mirada.No se veía nada.

¿Dónde estaba el camión? Se habíadesorientado. ¿Por aquí? No, hacia elotro lado.

Pero tal vez Schumann no iba haciael camión. Tal vez tenía otra manera deescapar. Después de todo el hombre erabrillante. Tal vez había escondido…

Sin un ruido, sin advertencia alguna,un trozo de metal caliente le tocó lanuca.

¡No! Su primer pensamiento fue:«Heidi, amor mío… ¿cómo te las

arreglarás sola con los chicos, en estemundo loco? ¡Oh, no, no!».

—No se mueva —dijo la voz enalemán, con un acento levísimo.

—No… ¿Es usted Schumann? —preguntó Kohl en inglés.

—Deme la pistola.Soltó el arma. Schumann la cogió.

Una mano enorme lo aferró por elhombro y lo obligó a girar.

«Qué ojos», pensó Kohl, petrificado.Y volvió a su lengua materna.

—Va a matarme, ¿verdad?El norteamericano, sin decir nada, le

palpó los bolsillos por si tuviera otrasarmas. Luego dio un paso atrás para

examinar el campo y el bosque. Como silo tranquilizara comprobar que estabansolos, hundió la mano en el bolsillo dela camisa y sacó varias hojas de papel,húmedas de sudor, que entregó a Kohl.

—¿Qué es esto? —preguntó este.—Léalo.—Mis gafas, por favor. —El

inspector miró hacia el bolsillo de suchaqueta.

Schumann retiró las gafas y se lasdio.

Después de montárselas en la nariz,Kohl desplegó los documentos y losleyó deprisa. Espantado por esaspalabras, levantó la vista, mudo, y la

clavó en los ojos azules de Schumann.Luego volvió a leer la primera página.

Ludwig:Adjunto a esta el borrador de

mi carta al Führer sobre nuestroestudio. Notarás que he incluidouna referencia a las pruebas queharemos hoy en Waltham. Estanoche podremos añadir losresultados.

Creo que, en esta tempranaetapa del estudio, es mejorcalificar como criminales deEstado a los que matan nuestrossujetos militares. Por ende verás

que, en esta carta, las dos familiasjudías que matamos en Gatowfiguran como subversivos judíos;los trabajadores polacoseliminados en Charlottenburg,como infiltrados extranjeros; losrumanos, como degeneradossexuales. En cuanto a los jóvenesarios de hoy, en la AcademiaWaltham, serán disidentespolíticos…

«Oh, Dios bendito», pensó. «¡Elcaso de Gatow, el de Charlottenburg! Yotro más: gitanos asesinados. ¡Y esosjóvenes de hoy! Y planeaban otros…

Los han matado sólo para este bárbaroestudio, autorizado por la plana mayorde nuestro Gobierno».

—Yo…Schumann recuperó las hojas.—De rodillas. Cierre los ojos.Kohl miró una vez más al

norteamericano. Ach, sí, tenía ojos deasesino. ¿Cómo se le había pasado poralto en la pensión? «Tal vez porque yahay tantos asesinos entre nosotros quenos hemos vuelto inmunes». Willi Kohlhabía actuado con humanidad al dejar aSchumann en libertad mientras élcontinuaba la investigación, en vez deenviarlo a una muerte segura en las

celdas de la SS o la Gestapo. Habíasalvado la vida de un lobo que ahora sevolvía contra él. Sí, podía decir aSchumann que él no sabía nada de esehorror, pero ¿qué motivos tenía esehombre para creerle? Además (lo pensócon vergüenza), pese a su ignoranciasobre esa monstruosidad en particular,era innegable que el inspector estabavinculado a la gente que lo habíaperpetrado.

—¡Venga! —susurró Schumann confiereza.

Kohl se arrodilló entre las hojas,pensando en su esposa. Recordaba losalmuerzos al aire libre en el bosque de

Grünewald, cuando eran jóvenes reciéncasados. Ah, el tamaño de la cesta queella preparaba, la sal de la carne, elaroma resinoso del vino, losencurtidos… El contacto de su mano.

El inspector cerró los ojos y rezó; almenos los nacionalsocialistas no habíanhallado la manera de convertir en delitola comunicación espiritual. Pronto sesumió en una especie de trance,encomendando a Dios que cuidara deHeidi y sus hijos.

Y al fin cayó en la cuenta de quehabían pasado varios segundos.

Con los ojos aún cerrados escuchócon atención. No se oía más que el

viento entre los árboles, el zumbido delos insectos, la voz de tenor de un aviónallá arriba.

Otro par de interminables minutos.Por fin abrió los ojos. Dudaba. Luego sevolvió con lentitud, esperando oír unpistoletazo en cualquier momento.

No había señales de Schumann. Elcorpulento hombre se había escabullidosilenciosamente del claro.

A poca distancia se oyó el ruido deun motor de combustión al ponerse enmarcha. Luego, el chirrido de lasmarchas.

Se levantó. Tan deprisa como lopermitían su corpulencia y sus pies

doloridos, corrió en dirección al ruido.Al llegar al camino de servicio lo siguióhacia la carretera. No había rastros delcamión del Servicio Laboral. Kohl sevolvió hacia su DKW, pero pronto sedetuvo. Tenía el capó levantado y unoscables colgando: Schumann lo habíainutilizado. Giró en redondo paradesandar apresuradamente el trayectohacia el edificio académico.

Llegó en el momento en que doscoches de la SS se detenían derrapando.De ellos bajaron hombres uniformadosque rodearon inmediatamente elMercedes, en cuyo interior estaba Ernst.Pistola en mano, miraban hacia el

bosque en busca de amenazas.Kohl cruzó el claro hacia ellos. Los

hombres de la SS fruncieron el ceño alverlo llegar y le apuntaron con lasarmas.

—¡Soy de la Kripo! —anunció sinaliento. Y agitó su credencial.

El comandante de la SS le indicópor señas que se acercara.

—Heil Hitler.—Heil —jadeó Kohl.—¿Inspector de la Kripo de Berlín?

¿Qué hace usted aquí? ¿Ha oído elinforme de radio sobre el ataque alcoronel Ernst?

—No. He seguido al sospechoso

hasta aquí, capitán. Pero ignoraba susintenciones de atacar al coronel. Queríadetenerlo por otro caso.

—Ni el coronel ni su guardiapudieron ver al atacante —dijo elhombre de la SS—. ¿Usted sabe cómoes?

Kohl vaciló.Una sola palabra le quemaba la

mente. Se había fijado allí como unalapa y no quería salir.

Esa palabra era «deber».Por fin Kohl dijo:—Sí, señor, lo conozco.El comandante de la SS dijo:—Bien. He ordenado bloquear todas

las carreteras de la zona. Haré llegar ladescripción a los controles. Es ruso,¿no? Al menos eso nos han dicho.

—No, es norteamericano. Y puedoproporcionar algo mejor que sudescripción. Sé qué coche conduce ytengo su fotografía.

—¿De veras? —El comandantearrugó la frente—. ¿Cómo?

—Él mismo me ha entregado esto,hace unas horas. Willi Kohl no tenía otraopción. Con el corazón atormentado,hurgó en su bolsillo para entregar elpasaporte al comandante.

«S41

oy un estúpido», pensó PaulSchumann. Estaba desesperado

y aquello no tenía fin.Conducía el camión del Servicio

Laboral hacia el oeste, por carreterassecundarias que conducían a Berlín.Buscaba en el espejo retrovisorcualquier señal de que lo estuvieranpersiguiendo.

Un estúpido…«¡Tenía a Ernst en la mira! ¡Podría

haberlo matado! Pero…».Pero entonces los otros, los

muchachos, habrían tenido una muertehorrorosa en esa condenada aula. Sehabía ordenado no pensar en ellos.Tocar el hielo. Hacer aquello para loque había ido a ese turbulento país.

Pero no pudo.Paul golpeó el volante con la palma,

lleno de ira.¿Cuántos otros morirían ahora por

esa decisión suya? Cada vez que leyeraen el periódico que losnacionalsocialistas habían expandido suEjército, que tenían armas nuevas, quesus soldados habían participado enejercicios de entrenamiento, que seguíadesapareciendo gente, que alguien había

muerto ensangrentado en el cuartocuadrado de cemento contando desde elcésped, en el Jardín de las Bestias, sesentiría responsable.

Y haber matado a ese monstruo deKeitel no restaba espanto a su decisión.Reinhard Ernst, un hombre mucho peorde lo que nadie hubiera imaginado,seguía con vida.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.Estúpido…

Bull Gordon lo había escogidoporque era muy hábil.

Sí, claro, tocaba el hielo. Pero unhombre mejor, más fuerte, no se hubieralimitado a coger el frío: lo habría

metido dentro de su alma para tomar ladecisión correcta, fuese cual fuese elcoste para esos muchachos. PaulSchumann continuó su marcha, con lacara ardiendo de vergüenza; regresaba aBerlín, donde se escondería hasta quellegara el avión de rescate, por lamañana.

Pero al virar en una curva frenó enseco. Un camión del Ejército lebloqueaba el paso. De pie, a su lado,había seis hombres de la SS, dos deellos armados con ametralladoras. Paulno esperaba que tardaran tan poco eninstalar controles, ni que lo hicieran encarreteras tan secundarias como esa.

Cogió las dos pistolas, la suya y la delinspector, y las puso en el asiento, amano.

Luego hizo un saludo flojo:—Heil Hitler.—Heil, oficial —fue la seca

respuesta del comandante de la SS,aunque hubo un dejo burlón en la miradaque echó al uniforme del ServicioLaboral, que Paul había vuelto aponerse.

—Dígame, por favor, ¿qué sucede?El comandante se aproximó al

camión.—Buscamos a una persona

relacionada con un incidente que se ha

producido en la Academia MilitarWaltham.

—¿Por eso he visto antes tantoscoches oficiales en la ruta? —preguntóPaul, con el corazón golpeándole elpecho.

El oficial de la SS respondió con ungruñido. Luego le miró fijamente. Iba ahacerle una pregunta, pero en esemomento se detuvo una motocicleta y elconductor, después de apagar el motor,se apeó de un salto para correr hacia elcomandante.

—Señor —dijo—, un detective de laKripo ha averiguado la identidad delasesino. He aquí su descripción.

Paul acercó lentamente su manohacia la Luger. Podía matar a esos dos,pero aún quedarían los otros, a pocadistancia.

El motociclista entregó un papel alcomandante y continuó:

—Es norteamericano. Pero hablaalemán con fluidez.

El militar consultó la nota. Echó unvistazo a Paul y luego nuevamente alpapel.

—El sospechoso —anunció— mideaproximadamente un metro setenta ycinco de estatura y es muy delgado. Pelonegro y bigote. Según su pasaporte, sellama Robert E. Gardner.

Paul miró fijamente al comandante,asintiendo en silencio. «¿Gardner?», sepreguntaba.

—Ach —dijo el oficial de la SS—,¿por qué me mira? ¿Ha visto a alguienasí?

—No, señor. Lo siento. No lo hevisto.

¿Gardner? ¿Quién era? «Unmomento… sí», recordó: ese nombrefiguraba en uno de los pasaportes falsosde Robert Taggert.

Kohl había entregado a la SS esedocumento en vez del de Paul.

El comandante volvió a mirar elpapel.

—El detective ha informado de queel hombre conducía un sedán Audi decolor verde. ¿Ha visto usted esevehículo en esta zona?

—No, señor.Paul vio por el espejo que dos de

los otros hombres estabaninspeccionando la parte trasera de suvehículo. Enseguida anunciaron:

—Aquí está todo bien.El comandante continuó:—Si ve a ese hombre o al Audi,

póngase inmediatamente en contacto conlas autoridades. —Luego gritó alconductor del camión atravesado en lacarretera—: ¡Que pase!

—Heil Hitler —saludó Paul, conmás entusiasmo del que había oído anadie desde su llegada a Alemania.

—Sí, sí, Heil. ¡Circule!

Un Mercedes de la plana mayor de la SSfrenó derrapando frente al edificio 5 dela Academia Militar Waltham, dondeWilli Kohl observaba a las decenas desoldados que recorrían el bosque, enbusca de los jóvenes escapados delaula.

Se abrió la portezuela del coche y deél se apeó nada menos que HeinrichHimmler en persona. Después de

limpiar con un pañuelo sus gafas demaestro de escuela, se acercó a grandespasos al grupo formado por elcomandante de la SS, Kohl y ReinhardErnst, quien había bajado del Mercedesy estaba rodeado por diez o doceguardias.

Kohl levantó el brazo y Himmlerrespondió con un saludo breve; luegoestudió atentamente al hombre, con losojos tensos.

—¿Usted es de la Kripo?—Sí, jefe de policía Himmler. Soy

el detective-inspector Kohl.—Ah, sí. Conque usted es Willi

Herman Kohl.

El detective se quedó desconcertadopor el hecho de que el gran jefe de lapolicía alemana conociera su nombre.Al recordar su archivo de la SD sesintió aún más intranquilo. Aquelendeble hombre le volvió la espalda ypreguntó a Ernst:

—¿Estás bien?—Sí, pero ha matado a varios

oficiales y a mi colega, el doctor-profesor Keitel.

—¿Dónde está el asesino?El comandante de la SS dijo

agriamente:—Ha escapado.—¿Y quién es?

—El inspector Kohl ha averiguadosu identidad. —Ernst, con una temeridadque su rango permitía (pero que Kohl nose habría atrevido a emplear), dijoabruptamente—: Mira la foto delpasaporte, Heinrich. Es el mismo queestuvo en el Estadio Olímpico. Estuvo aun metro del Führer, de todos losministros. A un paso de todos nosotros.

—¿Gardner? —preguntó Himmler,inquieto, mientras echaba un vistazo aldocumento que le mostraba elcomandante de la SS.— En el estadioutilizó un nombre falso. O quizá el falsoes este. —El hombrecillo levantó unamirada ceñuda—. Pero ¿por qué te salvó

la vida en el estadio?—Evidentemente, no me salvó la

vida —dijo Ernst bruscamente—. Yo noestaba en peligro, recuérdalo. Él mismodebió de haber colgado el arma en elcobertizo, para presentarse como aliadonuestro. Así franqueaba nuestrasdefensas, desde luego. Vaya uno a sabera quién más pensaba matar cuandohubiera acabado conmigo. Tal vez almismo Führer. El informe del que noshablaste decía que era ruso —añadiócon un deje de acritud—. Pero estepasaporte es norteamericano. Himmlercalló por un momento, en tanto barríacon la mirada las hojas secas que tenía a

sus pies.—Los norteamericanos no tienen

ningún motivo para hacerte daño.Supongo que lo contrataron los rusos. —Miró a Kohl—. ¿Y cómo ha sabidousted de este asesino?

—Por pura coincidencia, jefe depolicía del Estado.

Le estábamos siguiendo porque erael sospechoso de otro caso. Sólo alllegar aquí caí en la cuenta de que elcoronel Ernst estaba en la Academia yde que el sospechoso tenía intención dematarlo.

—Pero ¿usted sabía del atentadoanterior contra el coronel Ernst? —

preguntó inmediatamente Himmler.—¿Del incidente al que se ha

referido el coronel hace un momento, enel Estado Olímpico? No, señor. Noestaba enterado.

—¿No?—No, señor. La Kripo no ha sido

informada. Hace apenas dos horas me heentrevistado con el jefe de inspectoresHorcher; él tampoco sabía nada delasunto. —Kohl meneó la cabeza—.Ojalá se nos hubiera informado, señor.Así habría podido coordinar mi casocon la SS y la Gestapo; de esa maneraquizá este incidente no se habríaproducido y estos hombres no habrían

muerto.—¿Eso significa que usted no sabía

que nuestras fuerzas de seguridadbuscaban desde ayer a un posibleinfiltrado? —preguntó Himmler, con elplúmbeo tono de un mal actor de cabaré.

—En efecto, mi jefe de policía. —Kohl miró a aquel hombre a los ojosdiminutos, enmarcados por gafasredondas de montura negra, ycomprendió que era Himmler en personaquien había dado la orden de mantener al a Kripo a oscuras con respecto a laalerta de seguridad. Después de todo,era el Miguel Ángel del Tercer Imperioen el arte de atribuirse méritos, robar

gloria y desviar las culpas, aún más queGöring. Kohl se preguntó si él mismocorrería algún riesgo. Se habíaproducido un fallo de seguridadpotencialmente desastroso; ¿beneficiaríaa Himmler sacrificar a alguien por eldescuido? La estrella de Kohl parecíaestar al alza, pero a veces hace falta unchivo expiatorio, sobre todo cuando tusintrigas han estado a punto de provocarla muerte del experto en rearme deHitler. Kohl tomó una decisión rápida.

—Lo curioso —añadió— es quetampoco me haya dicho nada nuestrooficial de enlace con la Gestapo. Nosvimos ayer mismo por la tarde. Es una

pena que no me haya mencionado losdetalles específicos de este asunto deseguridad.

—¿Y quién es vuestro enlace con laGestapo?

—Peter Krauss, señor.—Ah. —El jefe de la policía del

Estado, con un gesto de asentimiento,archivó la información y perdió todointerés por Willi Kohl.

—Aquí había también unosprisioneros políticos —dijo ReinhardErnst, evasivo—. Diez o doce jóvenes.Han escapado por el bosque. Heordenado a las tropas que los busquen.

Sus ojos se desviaron nuevamente

hacia el aula mortífera. Kohl tambiénmiró el edificio, que parecía tanbenigno, una modesta institución deestudios superiores que databa de laPrusia del Segundo Imperio y, sinembargo, representaba el mal en estadomás puro. Notó que Ernst había hechoretirar la manguera del tubo de escape yalejar el autobús. Algunos documentosque habían quedado esparcidos en elsuelo, probablemente parte delabominable Estudio Waltham, tambiénhabían desaparecido.

El inspector dijo a Himmler:—Con su permiso, señor, me

gustaría redactar cuanto antes un informe

y colaborar en la captura del asesino.—Sí, inspector, hágalo

inmediatamente.—Heil Hitler.—Heil —saludó Himmler.Kohl echó a andar hacia unos

hombres de la SS que permanecían juntoa un camión, para pedirles que lollevaran de regreso a Berlín. Mientrascaminaba penosamente hacia ellosdecidió que podía maquillar el incidentede manera que se redujera el riesgo parasí mismo. La pura verdad era que la fotodel pasaporte correspondía a la cara deun hombre que había muerto en unapensión de Berlín antes de que se

produjera el atentado contra Ernst. Peroeso lo sabían sólo Janssen, PaulSchumann y Käthe Richter. Los dosúltimos no ofrecerían voluntariamenteninguna información a la Gestapo; encuanto al candidato a inspector, Kohlenviaría a Janssen a Potsdaminmediatamente, para mantenerloocupado durante varios días con uno delos homicidios que estaban sin resolveren esa zona; entonces asumiría el controlde todos los expedientes sobre Taggert yel homicidio del pasaje Dresden. Esanoche daría parte del cuerpo delasesino, que había muerto tratando deescapar. Desde luego, el forense no

podría haber realizado todavía laautopsia (si es que habían retirado elcadáver); Kohl se aseguraría, mediantefavores o soborno, de que la hora de lamuerte fuera posterior al atentado de laAcademia.

No creía que hubiera másinvestigaciones. Todo ese asunto era yaun bochorno peligroso: para Himmler,por su desidia en cuanto a la seguridaddel Estado, y para Ernst, debido a eseincendiario Estudio Waltham. Podría…

—Eh, Kohl… ¿Inspector Kohl? —lollamó Heinrich Himmler. Se volvió.

—¿Sí, señor?—¿Cuándo calcula que estará listo

su protegido?El inspector reflexionó durante un

momento; no encontraba sentido aaquella pregunta.

—Eh… Sí, jefe de policía Himmler.¿Mi protegido?

—Konrad Janssen. ¿Cuándo podrápasar a la Gestapo?

¿Qué significaba eso? A Kohl se lequedó la mente en blanco por unmomento. Himmler continuó:

—Ya sabe usted que lo aceptamosen la Gestapo antes de su graduación enla Academia de Policía, ¿no? Peroqueríamos que se formara con uno de losmejores investigadores del Alex antes

de trabajar en la calle PríncipeAlbrecht.

Ante esa noticia Kohl sintió el golpeen pleno pecho, pero se recuperó conceleridad.

—Perdone, señor —dijo, meneandola cabeza con una sonrisa—. Lo sabía,desde luego, pero estaba tanconcentrado en este incidente… Conrespecto a Janssen, pronto estarápreparado. Ha demostrado tener un grantalento.

—Hace tiempo que lo tenemos en lamira, Heydrich y yo. Ya puede ustedenorgullecerse de ese muchacho.

Me da la sensación de que ascenderá

deprisa. Heil Hitler.—Heil.Kohl se alejó devastado. ¿Janssen?

¿Tenía pensado desde un principiotrabajar para la policía política secreta?Al inspector le temblaban las manos porel dolor de esa traición. Conque elmuchacho le había mentido en todo,también al decir que deseaba serinvestigador criminal y que no pensabaafiliarse al Partido, cuando paraascender en la Gestapo y la Sipodebería ser miembro del mismo. Elinspector sintió un escalofrío al recordarlas muchas indiscreciones que habíacompartido con el candidato a inspector.

Por esto que he dicho,Janssen, usted podría hacermearrestar y enviar a Oranienburgdurante un año…

Aun así, reflexionó, el candidato ainspector necesitaba de él para avanzar.No le convenía denunciarlo. Tal vez elpeligro no era tan grande como podríahaber sido.

Kohl levantó la vista desde el suelohacia el grupo de la SS que rodeaba elcamión. Uno de ellos, un hombrecorpulento con casco negro, preguntó:

—¿Si? ¿En qué podernos servirle?Él explicó lo de su DKW.

—¿Que el asesino lo ha inutilizado?¿Y por qué se ha tomado esa molestia, siusted no lo habría alcanzado ni aunqueél huyera a pie? —Los soldados rieron—. Sí, sí, lo llevaremos, inspector.Partiremos dentro de algunos minutos.

Kohl asintió y, todavía aturdido porla desagradable sorpresa de haberdescubierto lo de Janssen, subió alcamión y se instaló allí, solo. El discoanaranjado del sol descendía tras unaladera erizada de flores y hierba. Curvólos hombros, con la cabeza apoyadacontra el asiento. Los de la SS subieronal vehículo y lo pusieron en marcha.Salieron de la Academia rumbo al

sudeste, hacia Berlín.Los soldados conversaban sobre el

intento de asesinato, sobre los JuegosOlímpicos y el gran actonacionalsocialista que se proyectabapara el próximo fin de semana enSpandau.

Fue en ese momento cuando elinspector tomó una decisión. Parecíaabsurdamente impulsiva, tan repentinacomo la súbita desaparición del sol bajoel horizonte: un color intenso en el cieloy, un momento después, apenas unapenumbra azul grisácea. Pero tal vez nofuera una decisión consciente, sino algoinevitable, determinado mucho tiempo

atrás por leyes inmutables, tal como latarde había de convertirse en noche.

Willi Kohl y su familiaabandonarían Alemania.

La traición de Konrad Janssen y elEstudio Waltham, dos claros emblemasde lo que era el Gobierno y hacia dóndese encaminaba, eran motivo suficiente.Pero lo que en verdad decidía lacuestión era ese norteamericano, PaulSchumann.

De pie entre los oficiales de la SS,frente al edificio 5, consciente de quetenía en su bolsillo tanto el pasaporteauténtico de Schumann como el falso deTaggert, Kohl se había torturado por

tener que cumplir con su deber. Y al finlo había hecho. Pero lo triste era que suobligación le ordenaba actuar en contrade su país.

En cuanto al motivo por el cual seiría, lo sabía también. Continuaríasimulando que ignoraba la decisión deJanssen (aunque, desde luego, dejaría dehacerle comentarios imprudentes); diríatodo aquello que el jefe de inspectoresHorcher deseara; se mantendría bienlejos del sótano de la Kripo, con susatareadas máquinas clasificadoras;manejaría casos como el de Gatowexactamente como ellos querían… locual significaba, naturalmente, no

manejarlos en absoluto. Sería el modelode policía nacionalsocialista.

Y en febrero, cuando viajara aLondres para asistir al congreso de laPolicía Criminal, llevaría consigo a todasu familia. Y desde allí se embarcaríanhacia Nueva York, adonde habíanemigrado años antes dos primos, que seganaban la vida en la gran ciudad.

Al viajar en calidad de altofuncionario de la Kripo, le sería fácilobtener documentos de salida yautorización para llevar consigo unabuena cantidad de dinero. Tendría quemaniobrar con astucia al prepararlotodo, desde luego, pero en la Alemania

actual, ¿quién no tenía cierta habilidadpara la intriga?

Heidi se alegraría del cambio, porsupuesto: tendría un refugio para sushijos. Günter se libraría de suscompañeros de las juventudesHitlerianas. Hilde podría continuarestudiando y tal vez llegara a serprofesora, como deseaba.

Respecto a la hija mayor había unacomplicación, desde luego: HeinrichSachs, su prometido. Pero Kohl decidiópersuadir al joven de que losacompañara. Sachs se oponía convehemencia al nacionalsocialismo, notenía parientes cercanos y estaba tan

enamorado de Charlotte que la seguiríaa cualquier parte. El joven era unfuncionario talentoso, hablaba bieninglés y, pese a sufrir algunos ataques deartritis, era un trabajador incansable;probablemente en Estados Unidosconseguiría empleo con mucha másfacilidad que él mismo.

En cuanto al inspector, ¡comenzar denuevo ya en la madurez, qué desafíoabrumador! Pensó con ironía en esadescabellada obra del Führer, Milucha. ¡Para lucha la que le esperaba aél! Un hombre cansado, con familia, queiba a comenzar de nuevo a una edad enla que ya debía estar delegando casos en

los inspectores jóvenes y tomándosealgunas horas libres para acompañar asus hijos al Luna Park. Pero no era porpensar en el esfuerzo y la incertidumbrevenideros por lo que se sentía tansofocado; no era por eso por lo que se lellenaban los ojos de lágrimas, hasta elpunto de que hubo de apartarlos de losmuchachos de la SS.

No: las lágrimas eran por lo queveía en ese momento, mientras girabanen una curva de la carretera a Berlín: lasllanuras de Prusia. Aunque se mostrabanpolvorientas y pálidas en ese atardecerdel seco verano, aun así exudaban unagrandeza palpable, pues eran las

planicies de su querida Alemania, unagran nación a la que unos cuantosladrones habían robado trágicamente lasverdades y los ideales.

Kohl hundió la mano en el bolsillo,en busca de su pipa de meerschaum.Después de llenar la cazoleta buscó enla americana, pero no tenía cerillas. Seoyó un chasquido; el recluta de la SSsentado junto a él había encendido una yse la ofrecía.

—Gracias —dijo Kohl. Y chupópara encender el tabaco. Luego se apoyócontra el respaldo, llenando el ambientede un acre aroma a cerezas; en elparabrisas surgían ya a la vista las luces

de Berlín.

E42

l coche serpenteaba como unabailarina a lo largo de la carretera

que llevaba a Charlottenburg. ReinhardErnst, en el asiento trasero, se agarrabapara resistir los giros, con la cabezaapoyada en la lujosa tapicería de piel.Tenía un nuevo chófer-guardaespaldas;Claus, el teniente de la SS que lo habíaacompañado a la Academia Waltham,había resultado herido al volar loscristales de la ventanilla y estabahospitalizado. Seguía al Mercedes otrocoche de la SS, lleno de guardias de

casco negro.Se quitó las gafas para frotarse los

ojos. Ach, Keitel había muerto y tambiénel soldado que participaba en el estudio.«Sujeto D», lo llamaba Ernst, que nisiquiera sabía su nombre. ¡Quédesastroso había resultado ese día!

Sin embargo, lo que sobresalía entrelos pensamientos del coronel era ladecisión tomada por el asesino frente aledificio 5. «Si hubiera queridomatarme», reflexionaba Ernst, «yobviamente esa era su misión, podríahaberlo hecho con facilidad». Perohabía decidido no hacerlo y, en cambio,rescatar a los jóvenes.

Al reflexionar sobre ese acto veíacon claridad el horror de lo que habíaestado haciendo. En verdad el EstudioWaltham era algo abominable. Él habíadicho a esos jóvenes, mirándolos a losojos, que si cumplían un año de serviciomilitar se les absolvería de todo pecado.Y lo había hecho sabiendo que eramentira, una falsedad tejida sólo paramantener a las víctimas tranquilas ydesprevenidas, a fin de que el soldadopudiera intimar con ellas antes dematarlas.

Sí, había mentido a los hermanosFischer, tal como había mentido a lostrabajadores polacos al prometerles

paga doble por transplantar unos árbolespara las Olimpiadas. Y a las familiasjudías de Gatow, al aconsejarles que sereunieran junto al río, pues en la zonahabía algunos Camisas Pardasrenegados de los que Ernst y sushombres les protegerían.

Él no tenía nada contra los judíos.En la guerra había combatido con ellos;los consideraba tan inteligentes yvalerosos como cualquiera. Más aún: sise basaba en los judíos que habíaconocido entonces y en tiemposposteriores, no lograba ver ningunadiferencia entre ellos y los arios. Encuanto a los polacos, el estudio de la

historia le demostraba que ellostampoco se diferenciaban mucho de susvecinos prusianos; en verdad tenían unanobleza que pocos nacionalsocialistasposeían.

Repugnante, lo que hacía con eseestudio. Horroroso. Sintió la punzada deuna vergüenza aguda como un puñal,como el dolor que le había quemado elbrazo al recibir la metralla caliente en elhombro durante la guerra.

La carretera era ya recta; seaproximaban al barrio donde él vivía.Se inclinó hacia delante para indicar alconductor el camino a su casa.

Abominable, sí…

Y no obstante… Mientras miraba losedificios familiares, las cafeterías y losparques de esa parte de Charlottenburg,el horror empezó a esfumarse, tal comosucedía en el campo de batalla trassonar el último disparo de máuser oEnfield, cuando cesaban los cañonazos yse apagaban los gritos de los heridos.Recordó haber observado al «oficial dereclutamiento», el sujeto D, que debuena gana, caballerosamente casi,había conectado la manguera mortífera ala escuela, aunque minutos antes habíaestado jugando al fútbol con lasvíctimas. Otro soldado podría haberseresistido.

Si él no hubiera muerto, susrespuestas al cuestionario del doctor-profesor habrían resultado sumamenteútiles para establecer los criterios autilizar para seleccionar a los hombresadecuados para cada tarea.

La debilidad que había sentido unmomento atrás, el arrepentimientoimpulsado por la decisión del asesinode renunciar a su propia misión,desapareció súbitamente. Una vez mástuvo la seguridad de estar haciendo locorrecto. Que Hitler se regodeara con lalocura. Sin duda morirían algunosinocentes antes de que pasara latormenta, pero finalmente el Führer

desaparecería; en cambio, el Ejércitoque Ernst estaba creando perduraríadespués que él y sería la columnavertebral de una nueva gloria alemana…y, en último término, de una nueva pazen Europa.

Había que hacer sacrificios.Por la mañana comenzaría la

búsqueda de otro psicólogo o doctor-profesor que lo ayudara a continuar laobra. Y esta vez buscaría a alguien másacorde con el espíritu delnacionalsocialismo. ¡Y que no tuvieraabuelos judíos, por Dios! Ernst debíaser más astuto. En ese momento de lahistoria era necesario ser astuto.

El coche se detuvo frente a su casa.Ernst dio las gracias al conductor y seapeó. Los hombres del coche que loseguía también salieron y se reunieroncon los que ya custodiaban suresidencia. El comandante le dijo que laguardia permanecería allí hasta que elasesino estuviera detenido o hasta quese verificara su muerte o su huida delpaís. Ernst le dio cortésmente lasgracias y entró. Mientras saludaba aGertrud con un beso, ella echó unvistazo a las manchas de hierba y lodoque tenía en los pantalones.

—¡Ach, Reinie, no tienes remedio!Él sonrió débilmente, sin darle

explicaciones. Su esposa regresó a lacocina, donde estaba preparando algofragante, con vinagre y ajo. Ernst subióal piso de arriba para lavarse ycambiarse de ropa. Su nieto dibujabaalgo en su habitación.

—¡Opa! —El niño corrió hacia él.—Hola Mark. ¿Quieres que

trabajemos en nuestro barco esta noche?El pequeño no respondió. Ernst notó

que estaba ceñudo.—¿Qué pasa?—Me has llamado Mark, Opa. Así

se llamaba papá.¿De verdad?—Perdona, Rudy. No pensaba con

claridad. Es que hoy estoy muy cansado.Creo que necesito una siesta.

—Sí, yo también duermo la siesta —aseguró el niño de inmediato, feliz decomplacer a su abuelo con susconocimientos—. A veces estoy cansadopor la tarde. Mutti me da leche caliente,algunas veces con cacao, y luegoduermo la siesta.

—Exacto. Así es como se siente eltonto de tu abuelo.

El día ha sido largo y necesita unasiesta. Ahora ve a preparar la madera,que después de cenar trabajaremos connuestro barco.

—Sí, Opa, enseguida.

Cerca de las tres de la tarde BullGordon subió los peldaños de LaHabitación, en Manhattan. En otrosbarrios la ciudad estaba bulliciosa yvibrante, a pesar de ser domingo, peroallí todo era silencio.

La casa, con las persianas cerradas,parecía desierta, pero al acercarseGordon, que ese día vestía de paisano,la puerta de la calle se abrió antes deque pudiera sacar la llave del bolsillo.

—Buenas tardes, señor —le dijo elmarino de uniforme en voz baja.

Él lo saludó con una inclinación decabeza.

—El senador está en la sala, señor.—¿Solo?—Sí.Gordon colgó su abrigo de un

perchero del vestíbulo. Sentía el pesodel arma en el bolsillo. No creía que lehiciera falta, pero se alegraba de tenerlaallí. Antes de entrar en la pequeñahabitación inspiró profundamente.

El senador estaba sentado en unsillón, junto a una lámpara de pie deTiffany, escuchando la radio. Al ver aGordon apagó la Philco.

—¿Cansado del viaje en avión? —preguntó.

—Siempre es cansado. Así lo

parece.Gordon se acercó al bar para

servirse un trago. Quizá no convenía,por lo del arma. Pero qué diablos…Añadió otro dedo de whisky al vaso.Luego dirigió al senador una miradainterrogante.

—Sí, pero póngame el doble de eso.El comandante vertió el líquido

turbio en otro vaso y se lo entregó.Luego se sentó pesadamente. Aún lepalpitaba la cabeza tras habler voladoen el R2D, la versión naval del DC-2.Era igualmente rápido, pero carecía delos cómodos asientos y del aislamientoantisonido de la línea comercial.

El senador vestía traje con chaleco,camisa de cuello duro y corbata de seda.Gordon se preguntó si habría ido así a laiglesia esa mañana. Una vez había dichoque todo político debía asistir a laiglesia, cualesquiera que fuesen suscreencias personales y aunque fueraateo. Cuestión de imagen. Eraimportante.

—Bueno —gruñó—, dígame ya loque sepa. Acabemos con esto.

El comandante bebió un largo sorbode whisky e hizo exactamente lo que elanciano le pedía.

Berlín estaba quieta bajo el velo de lanoche.

La ciudad era una expansión enormey plana, exceptuando los pocosrascacielos del horizonte y el faro delaeropuerto Tempelhof, al sur. Estepanorama desapareció en cuanto elconductor franqueó la cima de la colinapara sumergirse en los ordenadosbarrios del noroeste, entre los cochesque parecían regresar del fin de semanaen los lagos y las montañas cercanas.

Todo ello hacía que conducir fuerabastante difícil.

Y Paul Schumann no quería que lodetuviera la policía de tráfico. Sinpapeles, con un camión robado… Eravital pasar desapercibido.

Se desvió por una calle que cruzabael Spree por un puente y continuabahacia el sur. Por fin halló lo quebuscaba: un solar descubierto en el quehabía decenas de camiones aparcados.La había visto el día de su llegada a laciudad, en el trayecto entre laLützowplatz y la pensión de KätheRichter.

¿Era posible que todo eso hubierapasado solamente el día anterior?

Pensó otra vez en ella. Y también en

Otto Webber. Por duro que fueraacordarse de ellos, era preferible areflexionar sobre aquella lamentabledecisión tomada en Waltham.

En el mejor de los días, en elpeor, el sol al fin se pone…

Pero faltaba muchísimo tiempo paraque el sol se pusiera sobre su tremendofracaso. Tal vez no se pusiera jamás.

Aparcó entre dos camiones grandesy apagó el motor. Luego se apoyó en elrespaldo, preguntándose si cometía unalocura al regresar a ese sitio. Pero talvez era un paso prudente. No tardaríamucho. El suave Avery y el agresivo

Manielli se ocuparían de que el pilotoacudiera puntualmente a la cita en elaeródromo. Además percibíainstintivamente que fuera de la ciudadcorrería más peligro. Losnacionalsocialistas, bestias arrogantes,jamás sospecharían que su presa estabaescondida justo en medio de su jardín.

Se abrió la puerta y el asistente hizopasar a otro hombre al interior de LaHabitación, donde ya estaban BullGordon y el senador.

Con su característico traje blanco, laviva imagen de lo que eran los dueños

de plantaciones cien años atrás, CyrusClayborn saludó a los dos hombres conuna sonrisa despreocupada en su cararojiza. Luego inclinó la cabeza una vezmás. Echó un vistazo al armario de loslicores, pero sin hacer un solo gestohacia él. Era abstemio; Bull Gordon losabía.

—¿Hay café? —preguntó Clayborn.—No.—Ah. —Dejó su bastón contra la

pared, cerca de la puerta—. Sólo mehacéis venir aquí cuando necesitáisdinero. Pero hoy me parece que no mehabeis llamado por eso. —Se dejó caeren el asiento con pesadez—. Es por lo

otro, ¿no?—Es por lo otro —repitió Gordon

—. ¿Dónde está su hombre?—¿Mi guardaespaldas? —Clayborn

inclinó la cabeza.—Sí.—Fuera, en el coche.Aliviado por no tener que usar la

pistola (el guardaespaldas de Claybornera muy peligroso), el comandante secomunicó con un marino, de los tres queestaban en una oficina próxima a laentrada, y le ordenó vigilar que aqueltipo permaneciera en la limusina; nodebía permitirle entrar a la casa.

—Si es necesario, emplee la fuerza.

—Sí, señor. Será un placer.Al momento, Gordon vio que el

financiero reía entre dientes.—¿Acaso pensaba que acabaríamos

a tiros, comandante? —Como el oficialno respondía, Clayborn agregó—: Puesbien, ¿cómo lo descubrió?

—Por un tipo llamado AlbertHeinsler.

—¿Quién?—Usted debe de conocerlo —gruñó

el senador—, puesto que lo puso abordo del Manhattan.

Gordon continuó:—Los nazis son listos, sin duda,

pero nos preguntamos para qué querían

un espía en el barco. Me parecióextraño. Como sabíamos que Heinslerpertenecía a la división Jersey del Bundgermanoamericano, hicimos que Hooverlos presionara un poco.

—Y ese marica, ¿no tiene nadamejor que hacer con su tiempo? —gruñóClayborn.

—Descubrimos que usted contribuyegenerosamente con el Bund.

—Uno tiene que poner su dinero atrabajar —dijo el financiero, locuaz,haciendo que Gordon lo detestara aúnmás. El magnate hizo un gesto afirmativo—. Conque se llamaba Heinsler, ¿eh?No lo sabía. Estaba a bordo sólo para

vigilar a Schumann y hacer llegar unmensaje a Berlín sobre la presencia deun ruso en la ciudad. Teníamos quemantener a los alemanes en alerta, hacermás creíble nuestra pequeña obra,¿comprende? Todo era parte de lacomedia.

—¿Cómo conoció a Taggert?—En la guerra sirvió a mis órdenes.

Le prometí algún cargo diplomático sime ayudaba en esto.

El senador meneó la cabeza.—No podíamos entender cómo

había conseguido los códigos. —Señalóa Gordon, riendo—. Al principio, elcomandante creía que era yo quien había

vendido a Schumann. No importa; eso nome inquietó. Pero entonces Bull seacordó de sus empresas: usted controlatodas las líneas telefónicas ytelegráficas de la Costa Oeste. Sin dudahizo que alguien escuchara cuando llaméal comandante para decidir el santo yseña.

—Eso es una estupidez. Yo…Gordon dijo:—Uno de mis hombres inspeccionó

los archivos de su empresa, Cyrus.Usted tiene transcripciones de misdiálogos con el senador. Lo descubriótodo.

Clayborn se encogió de hombros,

más divertido que preocupado. Esoirritó mucho a Gordon, que le espetó:

—Lo sabemos todo, Clayborn.Explicó que la idea de matar a

Reinhard Ernst había surgido delmagnate, quien se la había propuesto alsenador. Deber patriótico, decía; élcolaboraría con fondos para elmagnicidio. Por cierto, había puestofondos para todo. El político habló conaltas autoridades del Gobierno, queaprobaron bajo cuerda el operativo.Pero Clayborn había llamado en secretoa Robert Taggert para ordenarle quematara a Morgan, se encontrara conSchumann y lo ayudara a planear el

asesinato de Ernst, sólo para salvar alcoronel alemán en el último instante.Cuando Gordon fue a pedirle mildólares más, Clayborn había continuadofingiendo que el comandante hablabacon Morgan, no con Taggert.

—¿Por qué le interesa tantomantener contento a Hitler? —preguntóGordon.

Clayborn lanzó un bufido desdeñoso.—Hay que ser tonto para ignorar la

amenaza judía. Están conspirando entodo el mundo. Y eso sin mencionar alos comunistas. ¡Y la gente de color! Nose puede bajar la guardia ni por unminuto.

Gordon, disgustado, estalló:—¡Conque por eso era todo! ¡Por

los judíos y los negros! Pero antes deque el anciano pudiera responder elsenador intervino:

—Pues yo creo que hay algo más,Bull… Es por dinero, ¿no, Cyrus?

—¡Pues claro! —Susurró el magnate—. Los alemanes nos deben miles demillones: todos los préstamos que leshicimos para mantenerlos en pie en estosquince últimos años. Para que nos siganpagando debemos tener contentos aHitler, a Schacht y a los otros dueños dela pasta.

—Se están rearmando para iniciar

otra guerra —bramó Gordon.Clayborn replicó, como de pasada:—Pues entonces será mejor estar a

buenas con ellos, ¿no? Más mercadopara nuestras armas. —Señaló con undedo al senador—. Siempre que ustedes,los estúpidos del Congreso, se deshagande esa Ley de Neutralidad. —De prontofrunció el entrecejo—. Pero ¿quépiensan los alemanes de la situación deErnst?

—¡Aquello es un caos completo! —Tronó el senador—. Taggert les hablade un magnicidio, pero el asesinoescapa y lo intenta de nuevo. LuegoTaggert desaparece. En público se dice

que los rusos contrataron a un asesinonorteamericano, pero en privado piensanque tal vez nosotros estuvimos detrás detodo esto.

Clayborn hizo una mueca dedisgusto.

—¿Y Taggert? —De inmediatoinclinó la cabeza—. Muerto, claro. Porobra de Schumann. Pues bien, así son lascosas… Bien, caballeros, supongo queaquí termina nuestra estupenda relaciónde trabajo.

—Reggie Morgan ha muerto porculpa tuya. Eres culpable de varioscrímenes bastante graves, Cyrus.

El hombre se peinó una ceja blanca.

—¿Y vosotros, que habéisfinanciado esta pequeña excursión condinero de particulares? ¿No crees quesería un buen tema para una sesión delCongreso? Me parece que estamosempatados, amigos. Creo que lo mejorserá que cada uno se vaya por su lado ymantenga el pico bien cerrado. Buenasnoches. Ah, y no dejéis de compraracciones de mi empresa, si losfuncionarios civiles podéis permitirosese gasto. Ya veréis cómo suben.

Clayborn se levantó con lentitud,recogió su bastón y se encaminó hacia lapuerta.

Gordon decidió que, cualesquiera

que fuesen las consecuencias y sinimportar lo que pasara con su propiacarrera, se ocuparía de que Clayborn nose saliera con la suya después de haberhecho asesinar a Reginald Morgan eintentar lo mismo con Schumann. Pero lajusticia tendría que esperar. Por elmomento había un solo asunto querequería su atención.

—Quiero el dinero de Schumann —dijo el comandante.

—¿Qué dinero?—Los diez mil que usted le

prometió.—¡Pero si no ha cumplido! Los

alemanes sospechan de nosotros y mi

hombre ha muerto. Schumann hafracasado. De pasta, nada.

—Usted no va a birlárselos.—Lo siento —dijo el millonario, sin

pizca de sentimiento.—Pues en ese caso, Cyrus —

exclamó el senador—, te deseo buenasuerte.

—Le hará falta —añadió Gordon.El empresario se detuvo y se volvió

hacia ellos.—Me refería a lo que puede pasarte

cuando Schumann descubra que, ademásde haber conspirado para matarle, nopiensas pagarle —explicó el senador.

—¡Y sabiendo cuál es su oficio! —

completó Gordon.—No os atreveréis…—Ese hombre estará aquí dentro de

ocho o diez días.El industrial suspiró.—Está bien, está bien. —Y sacó una

chequera del bolsillo. Ya comenzaba arellenar uno cuando Gordon meneó lacabeza.

—No. Quiero ver billetes. Pasta dela buena. Ahora mismo, no la semanaque viene.

—¿Un domingo por la noche? ¿Diezmil dólares?

—Ahora mismo —se hizo eco elsenador—. Si Paul Schumann quiere ver

dólares, dólares le daremos.

E43

staban hartos de esperar. Duranteel fin de semana que habían pasado

en Amsterdam, los tenientes AndrewAvery y Vincent Manielli habían vistotulipanes de todos los coloresimaginables y muchas pinturasexcelentes. Habían coqueteado conrubias de pelo corto y caras redondas yrojizas (al menos Manielli; Avery estabafelizmente casado). También disfrutaronde la compañía de un audaz piloto de laReal Fuerza Aérea, llamado Len Aarons,que estaba en el país dedicado a sus

propias intrigas, sobre las cuales semostraba tan evasivo como losnorteamericanos. Bebieron por litroscerveza Amstel y empalagosa ginebra deGinebra.

Pero la vida en una base militarextranjera cansa bien pronto. Y, a decirverdad, también estaban hartos de estaren ascuas, preocupados por PaulSchumann.

Sin embargo, por fin la espera habíaterminado. El lunes a las diez de lamañana el bimotor, aerodinámico comolas gaviotas, describió un breve giro yluego tocó el césped del aeródromoMachteldt, en las afueras de Amsterdam.

Se posó sobre la rueda de cola, aminoróla velocidad y luego rodó por la pistahacía el hangar, serpenteando, puestoque el piloto no podía ver sobre elmorro levantado cuando el avión estabaen tierra.

Avery agitó un brazo para que elesbelto aparato plateado se acercara aellos.

—Quiero unos cuantos rounds conél —gritó Manielli, para hacerse oír porencima del ruido de los motores y lashélices.

—¿Con quién? —preguntó Avery.—Con Schumann. Quiero entrenar

con él. Lo he observado y no es tan

bueno como él cree.El teniente miró a su colega, riendo.—¿Qué pasa?—Que te comerá como si fueras una

caja de galletas.—Soy más joven y más rápido.—Y más estúpido.El avión se detuvo en una pista de

aparcamiento y el piloto apagó losmotores. Las hélices tosieron hastadetenerse. La tripulación de tierra corrióa inmovilizar las ruedas bajo el granPratt & Whitneys.

Los tenientes se acercaron a laportezuela. Habían pensado comprarleun regalo a Schumann, pero no sabían

qué.—Le diremos que el regalo es este,

su primer viaje en avión —habíapropuesto Manielli.

—No. No puedes presentar comoregalo algo que ya está hecho.

Su compañero reconoció que Averydebía de saber de esas cosas; loscasados conocían bien el protocolo delos regalos. Finalmente habíancomprado un cartón de Chesterfield,bastante caros y difíciles de conseguiren Holanda, que Manielli llevaba bajoel brazo.

Alguien de la tripulación de tierra seacercó a la puerta del avión y la bajó,

convirtiéndose en escalerilla. Lostenientes se adelantaron con una gransonrisa, pero se detuvieron en seco:quien salía era un joven de veintidós oveintitrés años vestido con ropas muysucias, encorvado para franquear esaabertura baja.

Parpadeó, alzó una mano paraprotegerse los ojos del sol y bajó laescalerilla.

—Guten Morgen… Bitte, Ich binGeorg Mattenberg.

—Rodeó a Avery con los brazos ylo estrechó con fuerza. Luego lo dejóatrás, frotándose los ojos como siacabara de despertar.

—¿Quién diablos es este? —susurróManielli.

Avery se encogió de hombros. Luegoclavó la vista en la portezuela, pordonde iban saliendo otros chicos.

En total eran cinco, todos dedieciocho o veinte años y en buen estadofísico, aunque exhaustos, legañosos y sinafeitar, con las ropas destrozadas ymanchadas de sudor.

—Nos hemos equivocado de avión—susurró Manielli—. ¡Ostras, dónde…!

—No nos hemos equivocado —aseguró su compañero, aunque no estabamenos confuso.

—¿El teniente Avery? —llamó una

voz desde la portezuela, con fuerteacento. Era algo mayor que los demás.Lo seguía otro más joven.

—Soy yo. ¿Quiénes sois?—Responderé por los demás, pues

soy el que mejor habla vuestro idioma.Me llamo Kurt Fischer. Este es mihermano Hans. —La expresión de lostenientes lo hizo reír—. No nosesperabais, sí, ya lo sé. Es que PaulSchumann nos ha salvado.

Contó que Schumann había rescatadoa diez o doce jóvenes a quienes losnazis estaban a punto de matar con gas.El norteamericano había logradorecoger a algunos de ellos en el bosque

por donde huían y les ofreció laposibilidad de huir del país. Algunosprefirieron quedarse y correr el riesgo,pero siete de ellos, incluidos loshermanos Fischer, decidieron partir.Schumann los había cargado en la partetrasera de un camión del ServicioLaboral, donde ellos cogieron palas ybolsas de tela embreada para hacersepasar por trabajadores. Elnorteamericano había logrado atravesarcon ellos un control de carreteras y losllevó hasta Berlín sanos y salvos; allípasaron la noche escondidos.

—Al amanecer nos llevó a un viejoaeródromo de las afueras y nos hizo

subir a este avión. Y aquí estamos.Avery iba a ametrallarlo con más

preguntas, pero en ese momentoapareció una mujer en la portezuela delavión. Parecía tener unos cuarenta años;era muy delgada y estaba tan cansadacomo los otros. Sus ojos pardosrecorrieron velozmente los alrededores.Luego bajó la escalerilla. En una manotraía una pequeña maleta; en la otra, unlibro sin tapas.

—Señora —saludó Avery, echandootra mirada perpleja a su colega.

—¿Usted es el teniente Avery? ¿O elteniente Manielli? —Su inglés eraperfecto; sólo tenía un acento levísimo.

—Eh… pues sí, soy Avery.—Me llamo Käthe Richter. Esto es

para usted.Y le entregó una carta. Él la abrió y

dio un codazo a Manielli. Ambosleyeron:

Gordon, Avery y Manelli (ocomo se escriba):

Llevad a estas personas aInglaterra, América o a dondequieran ir. Buscadles casa ytrabajo. No me importa cómo,pero ocupaos de eso.

Y si se os ocurre enviarlos deregreso a Alemania, recordad que

tengo amigos periodistas; aDamon Runyon o a cualquiera delos otros les interesaría muchoenterarse de la misión para la queme enviasteis a Berlín. ¡Sí quesería un artículo estupendo! Sobretodo en año de elecciones.

Ha sido un placer; muchachos.Paul

PD.: En la trastienda de migimnasio vive un negro llamadoSorry Williams. Ocupaos de que ellocal quede a su nombre, comosea. Y dadle un poco de pasta. Sedgenerosos.

—También me ha dado esto —dijoella. Y le entregó a Avery varias hojasmaltrechas, escritas en alemán, amáquina—. Se trata de algo llamadoEstudio Waltham. Paul dijo que elcomandante debía leerlo.

Avery se guardó el documento en elbolsillo.

—Me ocuparé de que lo reciba.Manielli se acercó al avión, seguido

por su compañero, y ambos mirarondentro de la cabina desierta.

—Él no confiaba en nosotros.Pensaba que lo entregaríamos a Dewey,después de todo, y ha hecho que elpiloto aterrizara en otro lugar antes de

llegar aquí.—¿En Francia, quizá? —Sugirió

Manielli—. Tal vez conoció el paísdurante la guerra… No, ya sé. Debe deestar en Suiza.

Ofendido por el hecho de queSchumann los creyera capaces de nocumplir el trato, Avery alzó la voz,dirigiéndose hacia la cabina:

—Oiga, ¿dónde lo ha dejado?—¿Qué?—¿Dónde ha aterrizado para dejar a

Schumann?El piloto arrugó el entrecejo e

intercambió una mirada con el copiloto.Luego se volvió hacia Avery. Su voz

resonó en el metal del fuselaje.—¿Acaso él no les ha dicho nada?

U

Epílogo

Sábado, 21 denoviembre de 1936

na noche fría en la Selva Negra.Dos hombres avanzaban

pesadamente por la nieve pocoprofunda. Estaban helados pero parecíantener un objetivo en la mente y una tareaimportante que ejecutar cuando llegaranallí.

El propósito, como el deseo,invariablemente insensibiliza el cuerpo

contra las molestias.Y también el obstler, ese potente

licor austríaco, que ellos bebíangenerosamente, compartiendo la petaca.

—¿Cómo está tu panza? —preguntóPaul Schumann en alemán, al ver que lamueca de dolor duraba mucho en la carade su compañero.

El de los bigotes lanzó un gruñido.—Duele, claro. Dolerá siempre,

señor John Dillinger.Al regresar a Berlín, Paul había

hecho algunas sutiles averiguaciones enla Cafetería Aria, hasta enterarse dedónde vivía Otto Webber; quería hacerlo que pudiera por ayudar a las «chicas»

de su amigo. Visitó a una de ellas,Berthe, y se llevó la alegre sorpresa dedescubrir que Webber aún vivía.

La bala que le perforara el vientreen el almacén junto al Spree habíacausado daños graves, pero no letales,en su breve tránsito por la abundantecarne. El herido había flotado un largotrecho por el río en su funeral vikingo,hasta que unos pescadores lo sacaron ydecidieron que no estaba tan muertocomo parecía. Lo llevaron a una cama ydetuvieron la hemorragia. Pronto estuvoen manos de un antiguo médico de lasbandas callejeras, quien a cambio de unpago, lógicamente, lo cosió sin hacer

preguntas. La infección posterior fuepeor que la herida. («Las Luger disparanlas balas más sucias que existen», habíaasegurado Webber. «El fiador dejaentrar gérmenes»). Pero Berthecompensaba su falta de habilidad paracocinar o limpiar con una infinitadedicación como enfermera. Con laayuda de Paul, pasó algunos mesesdevolviendo la salud al pandilleroalemán.

Paul se mudó a otra pensión, lejosdel pasaje Magdeburger y laAlexanderplazt, en una parte olvidadade la ciudad, y allí permaneció untiempo sin llamar la atención. Trabajaba

un poco haciendo de sparring engimnasios; también ganaba unos marcosen alguna imprenta. De vez en cuandosalía con mujeres de la zona; casi todashabían sido socis, artistas o escritoras,que se escondían en sitios como BerlínNorte y la plaza Noviembre de 1923. Enlas primeras semanas de agosto iba conregularidad a una oficina de correos o auna sala de proyección para ver losJuegos Olímpicos en directo, en lostelevisores Telefunken o Fernsehinstalados para los que no habíanconseguido entradas para presenciarlos.Disfrazado de buen nacionalsocialista(con el pelo muy decolorado, nada

menos), se había obligado a hacer ungesto ceñudo por cada una de las cuatromedallas de oro que ganó Jesse Owens,pero resultó que la mayoría de losalemanes sentados a su alrededorvitoreaban con entusiasmo las victoriasdel negro. Los alemanes se llevaron lamayor parte de las medallas de oro,cosa que no sorprendió a nadie, peroEstados Unidos ganó unas cuantas yacabó segundo. La única sombra queatribuló a Paul fue que Stoller yGlickman, los corredoresjudeoamericanos, hubieran sidodescalificados de la carrera.

Terminados los Juegos, mientras

agosto avanzaba hacia septiembre,acabaron las vacaciones de Paul.Decidido a compensar el poco tinodemostrado en la Academia MilitarWaltham, reanudó su gesta: matar alplenipotenciario alemán de EstabilidadInterior.

Pero el sistema de contactos deWebber, una herramienta de informaciónincreíble, le proporcionó un datointeresante: Reinhard Ernst habíadesaparecido. Sólo se sabía que suoficina de la Cancillería estabadesocupada. Al parecer habíaabandonado Berlín con su familia ypasaba mucho tiempo viajando. Se le

concedió un título nuevo (Paul habíadescubierto que los nacionalsocialistasarrojaban títulos, cintas y medallascomo maíz a las gallinas) y ahora era«Líder supremo del Estado para elenlace especial industrial».

No se sabían más detalles sobre él.¿Significaba eso que lo habían retiradodefinitivamente del escenario?

¿O eran simples medidas deseguridad para proteger al zar delrearme?

Paul Schumann no tenía la menoridea.

Pero una cosa era obvia: el rearmemilitar de Alemania avanzaba a pasos

vertiginosos. Ese otoño debutó enEspaña un nuevo avión de combate, elM109, con tripulación alemana, enayuda de Franco y sus tropasnacionalistas. El éxito del aparato fueasombroso, pues diezmó las posicionesde los republicanos. El Ejército alemáncontinuaba con nuevas levas; losastilleros trabajaban a su máximacapacidad en la producción desubmarinos y buques de guerra.

Hacia octubre hasta los barrios másapartados de Berlín se habían vueltopeligrosos. En cuanto Otto Webberestuvo en condiciones de viajar, él yPaul se echaron a los caminos.

—¿Cuánto falta para llegar aNeustadt? —preguntó ahora elnorteamericano.

—No mucho. Unos diez kilómetros.—¿Diez? —gruñó Paul—. Que Dios

me ampare.En realidad se alegraba de que su

próximo objetivo no estuviera cerca.Era mejor poner alguna distancia entreellos y St. Margen, su parada másreciente, donde los oficiales de laSchupo debían de estar descubriendo elcadáver de un jefe local del Partido.Había sido una persona brutal; solíaordenar a sus matones que reunieran ygolpearan a los comerciantes para

arianizar sus tiendas. Tenía muchosenemigos que deseaban perjudicarlo,pero la investigación de la Kripo o laGestapo revelaría que las circunstanciasde su muerte apuntaban a la casualidad;aparentemente, había detenido su cochea la vera del camino para orinar en elrío; al perder el equilibrio en el ribazohelado había rodado cinco o seis metroshasta golpearse la cabeza contra laspiedras, después de lo cual murióahogado por la corriente torrentosa.Junto a él se encontró una botella deschnapps medio vacía. Un lamentableaccidente. No habría necesidad decontinuar investigando.

Ahora Paul pensaba en el próximodestino. Se habían enterado de que enNeustadt se presentaría uno de loshombres de Hermane Göring,vanguardia del operativo que se estabadesarrollando, una miniatura del mitinde Nuremberg. Paul había escuchado losdiscursos en los que incitaba a losciudadanos a destruir las casas de losvecinos judíos. Se hacía llamar«doctor», pero no era sino un criminallleno de prejuicios, un hombre mezquinoy peligroso. Quizá resultara tanpropenso a los accidentes como el líderde St. Margen, si Paul y Webber teníanéxito.

Tal vez otro accidente. O quizá se lecayera una lámpara eléctrica en labañera. También existía la posibilidadde que, con lo desequilibrados queparecían ser tantos líderesnacionalsocialistas, el hombre sehubiera pegado un tiro o se hubieraahorcado en un ataque de locura. DesdeNeustadt continuarían su viaje haciaMunich, donde el bendito de Webbertenía otra «chica» que podíaalbergarlos.

Unos faros refulgieron tras ellos; losdos hombres se apresuraron a adentrarseen el bosque y allí permanecieron hastaque el camión hubo pasado. Cuando las

luces traseras desaparecieron tras unrecodo del camino, ambos continuaronla marcha.

—Ach, señor John Dillinger, ¿sabespara qué se utilizaba esta carretera?

—Dime, Otto.—Por aquí pasaba todo el tráfico de

relojes de cuco. ¿Has oído hablar deellos?

—Claro. Mi abuela tenía uno. Miabuelo siempre quitaba las pesas de lascadenas para que se detuviera.Detestaba ese maldito reloj. A cadahora: «cucú, cucú…».

—Y esta era la ruta que se utilizabapara llevarlos al mercado. Hoy en día ya

no hay tantos que los fabriquen, pero enotros tiempos pasaban por aquí carroscargados, a todas horas, día y noche…Ach, mira allí ese río. Es afluente delDanubio. Y los ríos del otro lado de lacarretera desembocan en el Rin. Esto esel corazón de mi país. ¿Verdad que esmuy bello a la luz de la luna?

A poca distancia se oyó el reclamode un búho; suspiró el viento y el hieloque cubría las ramas de los árbolesrepiqueteó con un ruido como decacahuetes al caer al suelo de un bar.

«Tiene razón», pensó Paul. «Estelugar es realmente bello». Y sintió unasatisfacción tan crepitante como la nieve

bajo sus botas.Un increíble giro del destino lo

había convertido en residente de esatierra extraña, pero había acabado porencontrarla mucho menos extraña queaquel país donde lo esperaba laimprenta de su hermano, un mundo alque, sin duda, no retornaría jamás.

No: hacía años ya que había dejadoatrás esa vida, cualquier circunstanciaque incluyera una modesta empresa, unacasa como todas, una buena esposa,niños alegres. Y estaba muy bien así.Paul Schumann sólo deseaba lo quetenía en esos momentos: caminar bajo lamirada tímida de la media luna, con un

compañero afín a su lado, rumbo alobjetivo que Dios le había fijado, auncuando ese papel fuera la difícil ypresuntuosa misión de corregir suserrores.

Nota del autor

Si bien la aventura de PaulSchumann y su misión en Berlín es puraficción (y los individuos de la vida realno desempeñaron, desde luego, lospapeles que les he asignado), por lodemás he sido exacto en cuanto a lahistoria, la geografía y la tecnología, asícomo las instituciones culturales ypolíticas de Estados Unidos y Alemaniaen el verano de 1936. La ingenuidad delos Aliados y su ambivalencia en lo quea Hitler y a los nacionalsocialistas serefería eran tal como las he descrito. El

rearme alemán se desarrolló tal como lohe trazado, aunque no fue un soloindividuo, como mi ficticio ReinhardErnst, sino varios los que tuvieron lamisión de preparar al país para lo queHitler soñaba desde hacía tiempo. EnManhattan existía en verdad un sitiollamado «La Habitación». Y elDepartamento de Inteligencia Naval fuela CIA de sus tiempos.

Algunas partes de Mein Kampf, ellibro de Hitler, sirvieron de inspiraciónpara las transmisiones de radio de esterelato. Si bien no existió ningún EstudioWaltham, se efectuaron investigacionesde ese tipo, aunque en fechas

posteriores: los hombres de la SS fueronresponsables de exterminios masivos(conocidos como Einstatzgruppen) bajola dirección de Artur Nebe, quien enotros tiempos había sido jefe de laKripo. En 1937 el Gobierno naziutilizaba las máquinas clasificadorasDeHoMag para seguir el rastro de susciudadanos, aunque según misconocimientos nunca funcionaron en lasede de la Kripo. Es verdad que laPolicía Internacional Criminal, queresulta ser la salvación de Willi Kohl,se reunió en Londres a principios de1937; esa organización acabaría porconvertirse en la Interpol.

Ya avanzado el verano de 1936, elcampo de concentración deSachsenhausen reemplazó oficialmenteal viejo campo de Oranienburg; durantelos nueve años siguientes hubo allí másde doscientos mil prisioneros políticos yraciales. Muchos millares fueronejecutados o murieron a consecuencia depalizas, maltrato, hambre y enfermedad.Los rusos ocupantes, a su vez, utilizaronesas instalaciones como prisión paraalbergar a sesenta mil nazis y otrosprisioneros políticos; se calcula queantes de que se cerrara el campamento,en 1950, murieron unos doce mil deellos.

En cuanto al bar favorito de OttoWebber, la Cafetería Aria cerródefinitivamente sus puertas pocodespués de que terminaran los juegosOlímpicos.

Una breve nota referida al destino devarios de los personajes que aparecenen este relato: en la primavera de 1945,cuando Alemania yacía en ruinas,Hermann Göring creyó equivocadamenteque Adolf Hitler pensaba abandonar elmando del país y pidió sucederlo. Parasu horror y vergüenza, Hitler se ofendióy lo tachó de traidor; fue expulsado delPartido nazi y se ordenó su arresto. Enel Juicio de Nuremberg Göring fue

sentenciado a muerte. Se suicidó en1946, dos horas antes del momentofijado para su ejecución.

Heinrich Himmler, a pesar de ser elcolmo de la adulación, hizo por cuentapropia propuestas de paz a los Aliados(este hombre, jefe de la SS y arquitectode los programas de asesinatos masivos,llegó a insinuar que judíos y nazisdebían olvidar el pasado y «enterrar elhacha de guerra»). Al igual que Göring,fue tachado de traidor por Hitler. Alcaer el país trató de huir disfrazado paraescapar de la justicia, pero por algúnmotivo decidió asumir la personalidadde un policía militar de la Gestapo, lo

cual significaba el arresto automático.Inmediatamente se descubrió suidentidad.

Se suicidó antes de que se lesometiera al Juicio de Nuremberg.

Hacia el final de la guerra, AdolfHitler se fue volviendo cada vez másinestable, físicamente débil (se cree quepadecía la enfermedad de Parkinson) ydepresivo; planeaba ofensivas militarescon divisiones que ya no existían,apelaba a todos los ciudadanos a lucharhasta la muerte y ordenó a Albert Speerque instituyera un plan de tierracalcinada (cosa a la que el arquitecto senegó). Pasó sus últimos días en un

búnker cavado bajo el jardín de laCancillería. El 29 de abril de 1945 secasó con Eva Braun, su amante, y pocodespués ambos se suicidaron.

Paul Joseph Goebbels se mantuvoleal a Hitler hasta el final y fue elegidosucesor suyo. Tras el suicidio delFührer intentó negociar la paz con losrusos. Sus esfuerzos fueron inútiles. Elantiguo ministro de Propaganda yMagda, su esposa, también se quitaronla vida (después de que ella asesinara asus seis hijos).

Al principio de su carrera, Hitlerdijo de la expansión militar queconduciría a la Segunda Guerra

Mundial: «Será mi deber llevar a caboesta guerra cualesquiera que sean laspérdidas… Tendremos que abandonarmucho de lo que nos es querido y quehoy parece irreemplazable. Las ciudadesse convertirán en montones de ruinas;nobles monumentos arquitectónicosdesaparecerán para siempre. Esta veznuestro sagrado suelo no se salvará.Pero esto no me atemoriza».

El imperio que, según Hitler,sobreviviría por mil años duró doce.

Mi sincera gratitud a los«sospechosos habituales» y a algunosnuevos: Louise Burke, Britt Carlson,Jane Davis, Julie Deaver, Sue Fletcher,

Cathy Gleason, Jamie Hodder-Williams,Emma Longhurst, Carolyn Mays, DianaMackay, Mark Olshaker, Tara Parsons,Carolyn Reidy, David Rosenthal,Ornella Robiatti, Marysue Rucci,Deborah Schneider, Vivienne Schuster yBrigitte Smith.

También a Madelyn, por supuesto.Quienes quieran saber más sobre la

Alemania nazi encontrarán estas fuentestan interesantes como valiosas fueronpara mí en mi investigación: LouisSnyder, Encyclopedia of the ThirdReich; Ron Rosenbaum, ExplainingHitler; John Toland, Adolf Hitler; PiersBrendon, The Darle Valley ; Michael

Burleigh, El tercer Reich; Edwin Black,IBM and the Holocaust; William L.Shirer, Auge y caída del Tercer Reich y20th Century Journey, Volume II, TheNightmare Years ; Giles MacDonogh,Berlin; Christopher Isherwood,Historias de Berlín; Peter Gay, LaCultura Weimar y My GermanQuestion; Frederick Lewis Allen, SinceYesterday; Edward Crankshaw,Gestapo: Instrument of Tyranny ; DavidClay Large, Berlin; Richard Bessel, Lifein the Thrid Reich; Nora Waln, TheApproaching Storm; George C.Browder, Hitler’s Enforcers; RogerManvell, Gestapo; Richard Grunberger,

The 12-Year Reich; Ian Kershaw, Hitler1889-1936; Joseph E. Persico, Roosevelt’s Secret War ; Adam LeBor yRoger Boyes, Seduced by Hitler;Melanie Gordon, Voluptuous Panic:The Erotic World of Weimar Berlin ;Richard Mandell, The Nazi Olympics;Susan D. Bachrach, The Nazi Olympics;Mark R. McGee, Berlin: A Visual andHistorical Documentation from 1925 tothe Present; Richard Overy, HistoricalAtlas of the Third Reich; NealAscherson, Berlin: A Century ofChange; Rupert Butler, Gestapo; AlanBullock, Hitler; A Study in Tyranny ;Pierre Aycoberry, The Social History of

the Third Reich, 1833-1945, y OttoFriedrich, Antes del diluvio.

JEFFERY DEAVER. Escritorestadounidense nacido el 6 de mayo de1959 en Glen Ellyn, Illinois. Aunque susinicios profesionales fueron comoperiodista, finalmente cursó estudios deDerecho y ejerció como abogado.

Sus novelas y compendios de relato

corto son encuadrables dentro delgénero del thriller, suelen promover enel lector el uso de la lectura lateral yusan con profusión los «finales trampa»(a veces más de uno en el mismo relato)para enfatizar la sorpresa de laconclusión. Su serie de novelas másconocida es la protagonizada porLincoln Rhyme, un detective tetrapléjicoque ya ha aparecido como principalprotagonista en ocho de sus novelas.