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La pregunta a la que debemos intentar responder a lo largo de nuestra conferencia no es ciertamente fácil. Por lo pronto, he aquí una primera dificultad: ¿cómo hay que entender el contenido mismo del interrogante Tucí-dides hoy? Tras una primera reflexión podría suponerse que se trata de ofrecer un panorama de los estudios que la Filología clásica ha consagrado al genial historiador de la guerra del Peloponeso. Trazar lo que en nuestra termi­nología entendemos por una puesta al día del problema. Pero al hacer tal cosa, aun procurando saltar los l ímites que a esa tarea deberíamos señalar, tan sólo conseguiría­m o s movernos en un terreno erudito o , cuando menos , puramente informativo. Si, por el contrario, procuramos centrar nuestro tema en lo que de vivo pueda haber, para nuestro t iempo, en la obra y el pensamiento de Tucídi-des, nos amenaza el peligro de perdernos en subjetivismos o , cosa aún peor, paralelismos harto discutibles, cuando no claramente anacrónicos. Y, sin embargo, es toy plena­mente convencido de que, en última instancia, no nos es lícito escamotear, por lo menos en sus líneas generales, los grandes intereses y las preocupaciones que la reflexión

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de los estudiosos ha planteado en torno al historiador áti­co . Y ello por una razón que creo indiscutible. Cada gene­ración debe replantearse, en la medida de sus posibihda-des, el sentido y el valor de los clásicos, intentar verlos a la luz de las propias experiencias, enfrentarse sincera y honradamente con su obra y su pensamiento. En otras palabras: interpretarlos bajo el prisma del hic et nunc, de las coordenadas temporales y espaciales en que nos movemos y vivimos. Verlos, en suma, al trasluz de nues­tra propia circunstancia. Porque los clásicos, precisamen­te por serlo, hablan de una especie de mensaje cifrado cuyas claves hermenéuticas son distintas para cada gene­ración, para cada período histórico. De suerte que en ca­da época se procura hallar en los clásicos una respuesta distinta, que varía a tenor de los problemas que t ienen planteados los hombres que se enfrentan con el clásico en cuestión. De ahí que un e lenco de lo que interesa, hoy por hoy , a la investigación en t o m o a Tucídides , ilustrará, en no pequeña medida, nuestras propias preo­cupaciones.

Lo que primero cabe destacar es que el problema de la génesis de la obra o , dicho en otros términos, la famosa "cuestión tucididea", no interesa ya c o m o en los dos primeros tercios de siglo. Tras los libros de Schwartz' y de Pohlenz^, seguidos de la obra de Schadewalt^ sobre la cuestión, y sobre todo después del cerrojazo que dio al problema Patzer'*, prácticamente puede afirmarse que el problema de si Tucídides escribió su obra en diversos momentos , cambiando de punto de vista en cada uno de ellos, o de una sola vez, ha dejado de importar. Las in­vestigaciones y las interpretaciones se mueven por terre­nos menos movedizos . ¿Qué interesa, pues? Por lo pronto.

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un punto central y básico: ¿cómo se comporta Tucídides en su calidad de historiador? El ζήτημα no es ciertamen­

te arbitrario. Desde Littré, en 1 8 3 9 , se había establecido como principio inconmovible que su producción históri­

ca era una obra "científica", inspirada en la Medicina y la Ciencia de su t i empo. O, de acuerdo con las palabras de Cochraine^, la Historia sería un genial intento por aph­

car al estudio de la vida social los m é t o d o s de la medicina hipocrática al m o d o c o m o la Historia moderna aphca al estudio de la reahdad social los cánones evolucionistas de interpretación derivados de la ciencia darwiniana. Tal in­

terpretación, sin dejar de ser compartida, ha encontrado serios contradictores. Es cierto que aún en nuestro propio t iempo ha llegado a afirmar Lord^ que, en su concepción de lo que es el quehacer de un historiador, Tucídides se halla más cerca del siglo X X que de su misma época; y que, como ha dicho Weidauer'', su concepción inicial se modificó profundamente al entrar en contacto con la me­

dicina hipocrática. Pero, por otro lado, hay claros indicios de que esta concepción, netamente positivada, está siendo revisada a fondo. Cuando en los primeros años de nuestro siglo Cornford*, en un revolucionario libro, niega a nues­

tro historiador la capacidad de entender la verdadera cau­

sa que provocó la guerra del Peloponeso , ¿qué está haciendo sino reaccionar contra la tendencia a ver en Tu­

cídides un historiador de talante positivista que sabe ais­

lar los "hechos" con científica claridad? Tesis que, pro­

fundamente modificada y planteada desde otro ángulo de visión, constituye la base del libro de Stahl' en que se se­

ñala la radical "tragicidad" de la concepción histórica de Tucídides. Y acaso nada esté tan lejos de la concepción positivista de la Historia c o m o la visión trágica de la mis­

ma.

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Segundo punto que interesa, y de un m o d o que ca­bría calificar de obsesivo: ¿cómo ha visto Tucídides el imperio ateniense? ¿De qué manera lo ha juzgado? ¿Cuál es su actitud ante este f enómeno? En el interés por tan dehcada cuestión se delatan, sin ningún género de dudas, las experiencias de los hombres de nuestra generación. ¿No es s intomático que el primer libro que se dedica ín­tegramente a tales cuestiones date de 1 9 4 8 , esto es, de los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial? Tras este trabajo de la señora R o m i l l y ' " , p io­nero en muchos aspectos, sigue una serie de estudios que en uno o en otro aspecto se ocupan del problema. Unas veces, como en el caso del artículo de Ste. C r o i x ' ' , para sostener que, pese a la actitud negativa de Tucídides , el Imperio ateniense gozaba de una gran popularidad entre sus mismos subditos; otras veces para defender el punto de vista opuesto . La tesis del citado historiador inglés no dejó de provocar una enorme polémica, eslabones de la cual son los trabajos de Bradeen'^ y Quinn'^ , cada uno apuntando a metas distintas. N o se trata aquí cierta­mente de reahzar una labor crítica de tales orientaciones, aunque no dejaré de manifestar que , en mi opinión per­sonal, el dominio ejercido por Atenas sobre su imperio no debió de ser aceptado con demasiado entusiasmo.

La actitud de Tucídides frente al imperio está ínti­mamente relacionada con su posición ante el régimen de­mocrático imperante en su t iempo en Atenas. De recha­zo , el tema se conecta con la concepción tucididea del es­tadista ideal. También aquí la crítica ha reahzado consi­derables modificaciones en los puntos de vista y en los enfoques. Hubo un m o m e n t o en que Tucídides fue pre­sentado como un demócrata exaltado, c o m o un militan-

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te del partido que en sus t iempos ocupaba el poder. El mismo discurso fúnebre en honor de los caídos que in­serta el historiador en el libro II de su obra se interpreta­ba c o m o un canto de gloria a la democracia, c o m o un h imno, c o m o un "sueño digno del genio át ico" o sim­plemente , según apuntaba recientemente en un amplio comentario al t ex to Kakridis''' , c o m o un d o c u m e n t o pa­ra explicar a la generación que había nacido después de la crisis de Atenas la grandeza prístina de la patria. H o y las cosas han cambiado, al menos en ciertos pormenores. Por lo pronto, ya era algo extraño que un exaltador de la democracia dedicara un elogio tan formal al régimen es­tablecido por Terámenes a raíz de la revolución derechis­ta del año 4 1 1 . Y los esfuerzos realizados por Donini en la monografía dedicada al tema no acaban de resolver ni mucho menos todas las cuestiones. Al contrario. De la lectura del libro, que recoge en esencia t o d o lo que ante­riormente se había dedicado al problema, se llega a la conclusión'^ de que non era nè un democratico nè un oligarca nè un fautore della tirannia. ¿Qué era entonces nuestro historiador? Posiblemente un espíritu que se ha­llaba a medio camino entre la democracia y la oligarquía. Un hombre que amaba y deseaba, en pol í t ica , la eficacia y la autoridad, el realismo. Por e l lo , aunque hijo de una famiUa noble , pudo adherirse a los puntos de vista pol í ­ticos de Pericles y atacar tan duramente a sus sucesores, cuya polít ica no siempre supo comprender enteramente.

Y, punto complementario: ¿cuál era la concepción que del estadista tenía nuestro historiador? He aquí un aspecto de la obra tucididea que ha merecido interesan­tes estudios, aunque n o todos coincidan en las conclusio-

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Justificada o injustificadamente, traicionando o no sus reales intenciones, buena parte de los historiadores y pensadores occidentales han visto en Tucídides el gran historiador de la guerra del Pe loponeso , el descubridor de

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nes. Uno de los primeros fi lólogos que en nuestro siglo se ocupó con profundidad y extensión del problema fue Bender'^. Pero el estudio del mencionado crítico se limi­taba a detectar las notas que debía tener en la mente de Tucídides todo estadista, notas que hallaba exphcitadas en el famoso segundo discurso de Pericles en el libro II y que cabría sintetizar en los siguientes términos: ideas, e lo­cuencia, patriotismo, incorruptibilidad. La problemática central, esto es, si en el pensamiento del historiador la in­teligencia y capacidad de cálculo son capaces de imponer­se por encima de los caprichos del destino o del azar, sólo algunos años más tarde fue abordada. Cabe mencionar aquí algunos trabajos señeros de Herter'"', R o m i l l y ' * , S t a h P ' que se plantean, con resultados divergentes, cier­to es, la problemática de la tragicidad o n o , de la libertad y de las limitaciones del estadista. A su lado, los estudios concretos sobre determinados pol í t icos sólo deben men­cionarse como mera curiosidad.

Pero no podemos d e t e n e m o s más t iempo en esta te­mática, que nos alargaría considerablemente sin permitir­nos hablar de otros aspectos que creemos que lo merecen. Basta lo dicho para ofrecer un buen panorama de los cen­tros que hoy ocupan el interés por la obra de Tucídides.

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unas leyes generales de acuerdo con las cuales se rigen no ya sólo las grandes conflagraciones bélicas, sino también el mismo ritmo de la Historia. Eso es verdad, especialmen­te, de aquellos historiadores que tienden ante todo a afir­mar la esencial identidad entre pasado y presente; de quienes, poniendo entre paréntesis los e lementos particu­lares, individuales, de los hechos históricos, ponen de re­lieve las grandes líneas ideales, paradigmáticas, del aconte­cer histórico. En una palabra, los críticos que sostienen que el conjunto de acontecimientos humanos que llama­mos Historia es en última instancia un fenómeno de repe­tición y que , al hablar de la historia humana, pueden apli­carle la doctrina del "eterno presente", por usar la expre­sión de Deonna, o "el eterno r e t o m o " , si preferimos la expresión de Mircea Ehade.

Esa actitud no la hallamos tan sólo entre los pensado­res contemporáneos. Pueden hallarse en todos los t iempos y en todas las latitudes. Ya PoHbio pudo inspirarse en el gran historiador para elaborar su teoría de la historia pragmática; Alfonso V de Aragón ordenó en varias ocasio­nes que se copiara su obra con ánimo de leerla y estudiar­la; Carlos V no deja nunca su ejemplar de Tucídides cuan­do parte hacia las muchas campañas bélicas en las que se vio envuelto; Machiavelh —lo ha puesto últ imamente de reheve Reinhardt^" - e s un auténtico discípulo de Tucí­dides y se ha inspirado no pocas veces en él para estable­cer su filosofía del poder, que se basa, c o m o señalara el propio historiador, en la unidad psicológica de la natura­leza humana. Si consideramos los sucesos actuales y los del pasado - h a escrito el historiador florentino (Disc. III 4 3 ) - se reconoce sin dificultad que en todos los esta­dos y en todos los pueblos hay siempre los mismos deseos

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y la misma complexión, de suerte que es fácil, para quien analiza los acontecimientos pasados, prever los que suce­derán en cada Estado y aplicar los remedios que aplicaron los antiguos.

Una actitud semejante hallaremos en Hobbes , en Mi­chel de l'Hôpital; y, ya dentro de nuestra propia época, toda una escuela de fi lólogos, a cuya cabeza se encuen­tran Schwartz^' y Regenbogen, señala que Tucídides de­be verse a la luz de sus propias intenciones de convertirse en maestro de pol í t icos . Tucídides escribe como políti­co para políticos, ha dicho Regenbogen^^ acuñando una fórmula que es válida para una buena parte de autores que han pretendido ver en su Historia un auténtico ma­nual en el que hallar las normas de conducta del estadista.

En realidad es posible establecer dos grupos diferen­ciados a la hora de clasificar a los espíritus que ven en Tu­cídides al maestro de las futuras generaciones. De un la­do , aquellos que buscan, en la obra del historiador, lo que cabría llamar las leyes de los grandes confl ictos béhcos; de otro , quienes, ampliando mucho más la perspectiva, ven en él al fi lósofo o al sociólogo de la historia. Para los primeros la lectura de la Historia de la guerra del Pelopo­neso ofrece una serie de paralelismos entre las vicisitudes de la guerra historiada por el ateniense y los hechos béli­cos posteriores. Para los segundos se trata de aprender de él ante todo , una metodolog ía , un enfoque, un análisis de las fuerzas que determinan el acontecer histórico en sus principios generales.

De uno y otro grupo tenemos ejemplos innumerables en nuestra propia época.

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Al terminar la primera guerra europea salieron a las prensas de todo el mundo libros que ponían de relieve lo que podríamos llamar la "contemporaneidad" de Tucídi­des. Eran libros nacidos de hondas experiencias persona­les acumuladas a lo largo de la contienda; Ubros que se proponían ilustrar los grandes principios que determina­ron el estalhdo de la guerra; analizar las causas del con­flicto a la luz de lo que ya entonces empezaba a llamar­se la "primera Guerra Europea de Occidente". O, simple­mente, establecer determinados paraleüsmos entre he­chos de armas de la guerra del 14 y otros semejantes del conflicto entre Atenas y Esparta. Bethe, en e fec to , pubh-ca, cuando aún la guerra no había conc lu ido , un artícu­lo^ ̂ en que anahza la contienda de Atenas y Esparta a la luz de la guerra mundial. Thibaudet^"* es autor de un ü-bro parecido y Deonna^ ^ anahza, en un trabajo memora­ble, algunos paralehsmos, a veces harto superficiales, en­tre las dos guerras.

Lo mismo cabe decir de la segunda Guerra Mundial. En 1945 pubhca Lord un hbro^^ significativamente titu­lado Tucídides y la Guerra Mundial y muy recientemente Woodhead nos ha ofrecido otro sobre Tucídides^ ^ en el que, aparte de insistir sobre the perpetual contempora­neity of Thucydidean study, señala que su estudio ha sa­lido de sus reflexiones sobre el mundo tal c o m o estaba es­tructurado en 1967-1968: the America of Lyndon Johnson, the Britain of Harold Wilson, the France of Charles de Gaulle, the China of Mao Tse Tung, the Russia of Leonid Brezhnev and Aleksei Kosygin.

Nadie negará quizá que el principio Historia magistra vitae sea un m é t o d o legít imo de abordar la reflexión so-

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bre el pasado. Sin postular que la esencia del acontecer histórico sea la repetición, el c iclo, el eterno r e t o m o , no es posible, por otra parte, negarse a aceptar que , en deter­minados casos, uno no puede menos de sorprenderse an­te las analogías que ciertos hechos históricos patentizan entre sí. Cuando leemos , en cualquier narración contem­poránea, las terribles campañas de Rusia, sea la de Napo­león, sea la de Hitler, ¿podemos sustraernos a la suges­tión de evocar mentalmente las duras observaciones que Tucídides hace a propósito de la campaña de Siciha en el comienzo del libro VI? Y no se trata s implemente de paralelismos, digamos, anecdóticos . Cuando Tucídides pone en boca de Nielas que llevar la guerra a Siciha es pe­ligroso porque Atenas olvida que tendrá que sostener una guerra de dos frentes, ¿no nos parece estar o y e n d o a los posibles consejeros del canciller del Reich formulando las mismas advertencias? La creencia básica de Hitler - equ ivocada , c o m o demostraron los h e c h o s - de que los Rusos se levantarían contra el comunismo, ¿no nos evo­ca las palabras de Nicias advirtiendo que toda Siciha ce­rrará filas i^voTtiaeTai) frente al invasor? ¿Es infundado comparar el desastre del Asinaro con Stahngrado ; el tra­to dado a Mitilene y a Melos con las represiones húnga­ra, alemana o checoslovaca; la dirección que Atenas tie­ne de la pol í t ica de su imperio con la doctrina Brezhnev de la soberanía limitada? El odio que los subditos de Ate­nas sienten hacia ella —y lo reconocen realistamente sus mismos pol í t icos , empezando por Pericles— es el mismo que sentirán los pueblos sojuzgados por una potencia im­perialista moderna, c o m o Alemania o la U.R.S.S .

Yv para ilustrar, en última instancia, c ó m o se proyec­tan en el pasado hechos en cierto m o d o anecdót icos , di-

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remos que acaba de salir de la prensa^ ̂ un libro cuyo au­tor ha estudiado el tópico de la quinta columna durante la guerra historiada por Tucídides.

Cuando leemos en el historiador lo que dice sobre el carácter "inevitable", "necesario" de la guerra, acuden a nuestra mente los esfuerzos que algunos de los presuntos responsables de la primera Guerra Mundial afirmaron haber hecho para evitarla: Dios es testigo - a f i rma el Kaiser Guillermo II en una carta^' dirigida a Hindenburg, una vez terminada ya la guerra, desde su exil io -de que pa­ra evitar la guerra he ido hasta el último límite de lo que juzgaba compatible con la seguridad e integridad de mi querida Patria.

Estas palabras evocan, queramos o n o , las de Pericles cuando intenta convencer a Atenas de que el ultimatum presentado por sus enemigos no es sino un pretexto para obligarles a aceptar la responsabilidad de la iniciativa béli­ca. Espero —dice Pericles— que ninguno de vosotros irá a creer que iniciaríamos la guerra por una bagatela si nos negamos a revocar el decreto megareo, pues ellos pre­tenden que si se revocara no habría guerra: que no os quede la más leve sombra de remordimiento de haber ini­ciado el conflicto por un hecho insignificante. Pues de esa aparente bagatela depende por completo la resolución y firmeza de vuestra decisión. Si ahora cedéis, mañana vendrán con imposiciones más duras creyendo que habéis cedido por miedo. N o menos sorprendente es el posible paralelismo que puede establecerse entre las consecuen­cias polít icas, sociales, psicológicas de la guerra en los dos conflictos. Tucídides ha sabido describir con mano maes­tra la horrible exacerbación de las pasiones polít icas a

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propósito de las guerras civiles - secue la de la guerra gene­ral— que estallaron primero en Corcira, luego en el resto de Grecia. Como también la concatenación de causa y efec­to entre la peste - o t r a consecuencia de la g u e r r a - y la apa­rición de dos corrientes opuestas, pero psicológicamente emparentadas: la impiedad y la superstición. Los fenóme­nos naturales adquieren el carácter de admonic iones divi­nas. La creencia de los presagios se hace insistente: terre­motos , ecUpses, pestes, t odo ayuda a provocar un clima de terror. Y, en última instancia, el refugio de la gente sencilla en el consuelo que ofrece la religión: los oráculos, las profecías, el recurso de la oración.

Esa coexistencia de fenómenos tan opuestos puede asimismo comprobarse en la época moderna. ¿No es sig­nificativo que , después de las grandes contiendas mundia­les, hayamos asistido a f enómenos parecidos? La primera Guerra Mundial trajo consigo el redescubrimiento de Kierkegaard y , con él, la aparición de la filosofía existen-cialista. Y, en la postguerra última, la hteratura del absur­do ha sido, sin duda, uno de los hechos más significativos que hemos vivido. Si la obra de Spengler representa en el campo de la Filosofía de la Historia la negación más radi­cal de las tendencias historiográficas, propugnando una especie de nihihsmo cultural paralelo a las grandes con­vulsiones sociopolít icas (el marxismo, la revolución sovié­tica), el irracionahsmo es uno de los grandes resultados de la segunda contienda. La guerra ha s ido, c o m o afirmará Tucídides, un maestro de violencias; con ella se producen las más terribles subversiones de valores. De ellas suele na­cer un mundo nuevo, no necesariamente mejor, por su­puesto , que el que le ha precedido.

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¿Cómo ve el historiador Tucídides nuestro siglo XX? Profundicemos algo más lo que antes dec íamos; porque es indudable que cada generación está capacitada para ver el pasado bajo una luz distinta. La aprehensión del pasado no es una operación intelectual que permita aclarar de una vez para siempre su sentido comple to . La tarea del historiador —es el gran descubrimiento de la historiogra­fía c o n t e m p o r á n e a - consiste en aportar, quiera o n o , una determinada perspectiva a la hora de intentar la compren­sión de los hechos históricos. Y a la elaboración de esa perspectiva coadyuvan las coordenadas históricas en que se mueve el propio historiador. Y el siglo X X ha sido pró­digo en hechos importantes, sociales, e conómicos , pol í ­t icos, espirituales, suficientes de por sí para permit imos ver bajo una luz distinta la historia de la guerra del Pelo­poneso. Vamos , pues, a intentar, en breve y apretada síntesis, seguir los pasos de la interpretación actual del historiador Tucídides.

Comencemos por una simple constatación. Hace cua­tro años apareció un breve trabajo de Flashar que lleva el sencillo t í tulo de Der Epitaphios des Períkles^°. Pero tan pronto se han pasado las primeras páginas de ese breve trabajo (56 páginas en total) nos damos cuenta de que es­tamos asistiendo a una nueva valoración, a un nuevo enfo­que del famoso discurso que Tucídides ha puesto en boca del gran estadista en el segundo año de la guerra. Si el Xóyoq eitird^pm de Pericles había sido considerado, prác­ticamente sin excepciones , hasta entonces c o m o un au­téntico himno a la democracia ateniense y al estadista ge-

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nial que intentò elevar a Atenas al cénit de su poder y su gloria, o cuando menos c o m o un desesperado intento del historiador para evocar, a las generaciones jóvenes de la postguerra, la grandeza de los ideales por los que Atenas fue a la contienda, estamos ahora en presencia de una de­moledora crítica interpretativa que pretende sostener que, de hecho , el epitafio n o es, ni más ni menos , que una condena formal de Pericles c o m o responsable de la guerra y por consiguiente de la derrota. Pericles, un fracasado: tal es la tesis sostenida por el fi lólogo alemán.

Sin que podamos detenernos en los pormenores de la tesis de Flashar, sí conviene poner de relieve que el argu­mento básico en que se apoya el autor es que el discurso fúnebre de Pericles, escrito después de la derrota del 4 0 4 y en el que el pol í t ico insiste en que , bajo su dirección, Atenas se ha convertido en una entidad que se basta para la paz y para la guerra, tenía que sonar c o m o una ironía para los o í d o s de la generación contemporánea de la de­rrota; en una palabra, que la polít ica periclea había resul­tado un fracaso.

Posiblemente esta afirmación, que no vamos aquí a discutir, sea sintomática a la hora de estudiar la valora­ción y el juicio que el siglo X X , en sus manifestaciones actuales, ha dado de nuestro historiador. Para compren­der en todo su alcance el sentido de la tesis de Flashar y , sobre t o d o , para entender la completa inversión que se ha producido en los últ imos años respecto a la actitud de Tucídides frente a Pericles, debemos trasladamos mental­mente a los años inmediatamente posteriores a la prime­ra Guerra Mundial. Ahora, en e fec to , asistiremos a un cu­rioso fenómeno de trasposición de los sent imientos de

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determinada Filología a la situación, aparentemente pa­ralela, que se dio en Atenas a raíz de la derrota del 4 0 4 .

Efectivamente, el año 1919 ve aparecer en Alemania un libro de Schwartz^' que habrá de señalar la pauta de toda la interpretación moderna de Tucídides c o m o pen­sador pol í t ico hasta los años de la postguerra de la segun­da conflagración mundial.

Schwartz era un filólogo clásico que se había forma­do , en los últ imos decenios del siglo XIX, alimentado por los ideales de la Alemania del II Reich. Como todos los hombres de su generación, el terrible impacto de la Gue­rra Europea hizo profunda mella en su espíritu. Y no es aventurado barruntar que , c o m o a muchos compatriotas suyos, la derrota de su patria frente a las potencias aliadas tuvo que afectarle hondamente . Pues bien, en 1919 apare­ce un libro que, bajo la apariencia de la más objetiva y fría metodolog ía filológica, ocultaba todo el dolor y la pasión del patriota que ha visto a su patria derrotada y maltrecha. Parte el libro de Schwartz de una serie de o b ­servaciones concretas relativas a la obra tucididea. Sobre t o d o , concentra toda su atención en la serie de los cuatro discursos pronunciados en el hbro I, con ocasión de la pri­mera asamblea de la Liga peloponesia convocada a instan­cias de Corinto, que se ve amenazada por Atenas. Del aná­lisis minucioso de esta parte de la obra tucididea llega el filólogo alemán a la conclusión de que en esta serie de cuatro discursos estamos en presencia de partes redacta­das en épocas distintas; que el autor ha introducido una serie de modificaciones en lo que podríamos llamar el b o ­rrador de la obra y que el editor, que encontró los mate­riales sin separar, los editó conjuntamente cuando era cla-

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ro, según Schwartz, que Tucídides había pensado suprimir partes redactadas para ser sustituidas por otras redactadas posteriormente.

Pero ¿por qué ese hipotét ico deseo del historiador? Sencillamente, porque en el curso de la redacción cam­bió repentinamente de perspectiva. En e fec to , según el fi­lólogo alemán, la Historia ha sido redactada en dos m o ­mentos decisivos: de una parte, t enemos un primer esbo­zo en el que la tesis central era que la responsable de la guerra había sido Corinto; fue este Estado quien arrastró a Esparta a una guerra que ella no deseaba. As í quedaría aclarada una cosa: de la serie de los cuatro discursos del libro I, habían sido redactados primero el discurso de los Corintios y la débil respuesta de Arquidamo. Las palabras de los embajadores de Atenas y las del éforo Estenelaidas no figurarían en la primera redacción.

Pero, ¿qué ocurrió después para que el autor se deci­diera a realizar las modificaciones a que nos estamos refi­riendo? Sencillamente, que en su ánimo se había produ­cido una profunda experiencia que le obligó a replantear bajo otra luz todos los hechos de la guerra. Vamos a dejar la palabra al propio Schwartz para que nos explique su hipótesis: Al principio, conformándose a su observación inmediata de los acontecimientos y ala visión personal de los asuntos lacedemonios, obtenida durante su residencia en el Peloponeso después del año 421, vio la causa de la guerra en el odio acumulado contra Atenas entre sus ve­cinos más próximos. Los de Mégara, Egina y, sobre todo, los comerciantes corintios, a quienes el espíritu empren­dedor de la democracia ateniense iba arrebatando una tras otra sus posiciones, intrigaron y azuzaron a unos y otros

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hasta conseguir ganar a Esparta para su causa. Sin esas in­trigas habría sido posible una inteligencia entre Atenas y la política espartana, poco deseosa de guerra. De mala ga­na exponía Esparta sus rígidas instituciones a la prueba peligrosa de campañas extranjeras ... Pero después de la catástofre siciliana el cuadro cambió totalmente de aspec­to. La Esparta de Lisandro y de Gilipo no era la Esparta de Arquidamo. Su política imperialista sin escrúpulos de­jó atrás cuanto Atenas pudo haber osado en este senti­do ... Viendo ahora cómo Esparta había alcanzado una posición dominante que nunca había tenido Atenas, cre­yóse Tucídides autorizado para emitir el juicio histórico de que el verdadero enemigo de Atenas había sido siem­pre Esparta. Los celos de Esparta y no la envidia de los Corintios habían sido los culpables de la terrible guerra. Esta concepción hizo ver los acontecimientos anteriores a la luz de los que vinieron después y reunió en una sola unidad la primera guerra de los diez años y la última lu­cha, encaminada a aniquilar el imperio ateniense. Prime­ramente había narrado la guerra arquidámica con fría objetividad, fijando la atención tan sólo en las fuerzas políticas y militares. Ahora se le reveló el profundo abis­mo que separaba las psicologías espartana y ateniense. Ante la visión de la honda sima en que había caído su ciudad natal, sintió cuan magnífica creación había sido aquel imperio, cuyos días brillantes alcanzara en su ju­ventud. Sus contemporáneos más jóvenes pensaban de otro modo. Siempre había sido atacada violentamente la política de Pericles por todos aquellos que, por cual­quier motivo, desaprobaban la guerra ...A tales opinio­nes opónese apasionadamente Tucídides en las nuevas partes de la obra, escrita después del 404. Pericles tuvo

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razón no retrocediendo un paso ante la envidia espar­tana: en el fondo, no importan nada las discusiones que acabaron por llevar a la guerra: esto es lo que ahora en­señaba Tucídides, y no completó la exposición, muy de­tallada, pero inacabada, que antes había hecho de estas discusiones. Explicó que Pericles había calculado exac­tamente el poder propio y el del adversario cuando se atrevió a lanzarse a la-guerra y que del desdichado final no era culpable su política, sino las faltas cometidas por los atenienses ...^^

Sin proponernos discutir aquí las hipótesis de Schwartz, sí debemos poner de relieve, que, de acuerdo con el crít ico alemán, el rasgo que caracteriza al historia­dor es una actitud de apología apasionada de Pericles y de la polít ica intransigente que había defendido siempre el estadista frente a Esparta. Esto nos lleva a p lanteamos una serie de aspectos que la crítica más moderna ha trata­do y discutido con relación a Tucídides .

Comencemos por la primera, su actitud ante Pericles. Hemos anticipado ya, hace un m o m e n t o , las últimas posi­ciones sostenidas por algunos críticos que pretenden, co­mo Flashar, que puede descubrirse, tras la obra del histo­riador, una condena de la polít ica belicista e imperiahsta de Pericles. Hay realmente antecedentes de tal posición, que, de entrada, se nos antoja absolutamente indefendi­ble. Tucídides ha visto en Pericles al estadista genial que supo intuir claramente la estrategia que había que seguir ante Esparta, pero, con su muerte, dejó a Atenas privada de un guía del talento capaz de llevar a término sus pla­nes. Thucydide, c'est un fait - h a d icho'^ J. de Romi-lly—, approuve et admire Pericles. Y cuando Bender^'*

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realiza un análisis de las cualidades que el historiador atri­buye al estadista ideal en su famoso discurso segundo del libro II, lo que está haciendo es abstraer de su admirado personaje los rasgos básicos que después podremos ver aphcados a otros estadistas de talante y cuahdades pare­cidas, aunque de menor talla. Pero, al afirmar que Tucí­dides admiraba a Pericles, no t enemos por qué admitir, s imuháneamente, que también era un defensor de la de­mocracia. Desde hace algún t iempo se ha venido insistien­do en que, efectivamente, una cosa es su ideal po l í t ico teórico y otra m u y distinta el hecho de que durante unos años Atenas estuviera regida por una figura excepcional , que además en determinadas perspectivas era la negación práctica de la democracia radical, por la que tanta repug­nancia sentía Tucídides. As í se concibe que haya defini­do el régimen de Atenas bajo Pericles c o m o "el gobierno del primer c iudadano" aunque fuera en teoría una de­mocracia. N o . Tucídides^^ —ha dicho Me Gregor—\e ac?-hería a la tradición antidemocrática de su familia; pero ello no fue obstáculo para que se sintiera impresionado ante el genio de Pericles.

Las relaciones entre Tucídides y Pericles pueden en­focarse, empero, bajo otra perspectiva más ampUa. N o ha dejado de señalarse, por ejemplo, que el historiador, en su interpretación de las causas iniciales del conf l icto , ha he­cho todo lo posible por salvar a su admirado estadista de la responsabilidad de la guerra. El problema es importan­te y conviene que nos detengamos un poco en él. C o m o es bien sabido, la tesis básica que , por lo menos en la re­dacción actual de la Historia, sostiene su autor es que la verdadera responsabilidad del conflicto radicaba en el temor que Esparta sentía ante la potencia ática. Que ,

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en suma, la contienda fue una especie de guerra preventi­va. Que este punto de vista tucidideo era original creo que es algo que no puede ponerse en duda si a tendemos al én­fasis con que el historiador expresa su teoría. Pero es sabi­do también que , incluso durante la guerra, en la propia Atenas n o dejó nunca de sostenerse un punto de vista en­teramente opues to , que achacaba al estadista la responsa-bihdad entera, al haber lanzado a Atenas a una peügrosa aventura para ocultar ciertas dificultades internas en que se encontraban Pericles y su pol ít ica. La bibhografía m o ­derna ha sido asimismo pródiga en intentar buscar los po ­sibles mot ivos de las causas del confl icto . El caso más es­pectacular es, c o m o se sabe, el de C o m f o r d , quien'^ sos­tuvo, nada menos , que la última razón fue la pol í t ica ex ­pansionista que el partido comercial, radicado especial­mente en el Pireo, impuso a Pericles y que le obligó a lanzarse a la guerra por dar satisfacción a los intereses de este partido. Lo más grave es que , según Cornford, Tucí­dides no habría tenido el más remoto barrunto de tal im­posición. Por ello callaría todos los posibles móviles eco­nómicos que pudieron desencadenar el confl icto. Ahora bien, ¿es posible que un hombre que poseía importantes minas de oro en las regiones tracias n o tuviera el más li­gero conoc imiento de la pol í t ica comercial ateniense? ¿Es lógico suponer que un hombre que llegó a ocupar cargos de tanta responsabihdad c o m o el de estratego estuviera tan p o c o informado de lo que se estaba coc iendo en los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra? ¿Es verosímil que a quien, c o m o Tucídides , ha trazado una visión del desarrollo e c o n ó m i c o y pol í t ico de Grecia con unos puntos de vista que algunos críticos han empa­rentado y puesto en paralelo con el marxismo, se le hu-

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bieran escapado, de haberlos visto, los factores económi­cos que motivaron la guerra?

El silencio en cuanto a algunos pormenores relaciona­dos con aspectos de la guerra, así c o m o otros que se refie­ren a Pericles —por ejemplo, el hecho de que no hable de la oposición contra él en los años de la pen te con te cia—, debe situarse en una perspectiva más amplia. Podemos hablar de "los silencios de Tucíd ides" y ponerlos en rela­ción con lo que de un t iempo a esta parte se t iende a lla­mar "la parciahdad del historiador", una parciahdad que desde luego sus mismos defensores cahfican de incons­ciente y ciertamente no malintencionada, sino simple re-suhado de su posición polít ica.

Ya Gomme, en las primeras páginas de su monumen­tal comentario al historiador, ha hecho mención^'' de aquellos puntos que Tucídides consideraba evidentes y de los que, por ende, no pensaba ocuparse. Hay otros que metodológicamente caen fuera de la intención del histo­riador, y por tanto, no podían ser tema de su historia. Por ejemplo, Shotwell^^ ha reprochado a Tucídides que no haya mentado jamás en sus páginas las grandiosas cons­trucciones que durante la guerra se estaban llevando a ca­bo en Atenas, como el Partenón y otras; que no se cite jamás a Sófocles, Eurípides, Sócrates, Anaxágoras, Pro­tagoras. Lo cierto es que quienes reprochan a nuestro his­toriador tales silencios no se dan cuenta de que en el pró­logo de su obra afirma taxativamente que su propósito es "narrar la guerra sostenida entre Atenas y Esparta". La guerra: tal será su tema, al que se mantendrá fiel a lo lar­go de toda su obra.

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Abandonemos , pues, tales silencios y pasemos a otros aspectos del posible partidismo y parcialidad tucididea, punto que, c o m o hemos d icho , ha ocupado últ imamente el interés de n o pocos historiadores y fi lólogos.

Comencemos por el imperio y su popularidad. Que el imperiahsmo ateniense fue uno de los centros básicos del interés del historiador es algo que ha puesto definitiva­mente en claro la señora de Romil ly en su tesis doctoral ya citada^', que refuta de m o d o terminante la hipótesis de Schwartz al demostrar que , si ha habido una redacción primera de la Historia, en ella el imperiahsmo ocupaba una importancia tan grande c o m o pudo tenerla en la últi­ma redacción, la que ha llegado hasta nosotros . Lo que fue posteriormente objeto de polémica es la cuestión de la popularidad o impopularidad del imperio de Atenas. Abrió el fuego, en 1954 , el historiador inglés de Ste. Croix, en un memorable artículo''*' antes mencionado.

En general, como es bien sabido, las fuentes antiguas, y con ellas el propio Tucídides , coinciden en sostener que el imperio ateniense era despótico y explotador y que ello exphca que gozara de tan poca popularidad, de m o d o que con relativa facilidad los ejércitos espartanos o las quintas columnas de las ciudades sometidas a Atenas conseguían una defección al bando de Esparta, que , c o m o es notor io , inició la guerra presentándose c o m o la "liberadora de Grecia". Es cierto que durante el siglo XIX, y sobre todo por parte de algunos historiadores británicos-que insistían en el liberal temper del talante pol í t ico át ico, se procu­ró combatir tal punto de vista. Pero poco o casi nada se consiguió. Ste. Croix'*' intentó analizar los datos que nos proporciona el mismo Tucídides para sostener que el cua-

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dro ofrecido por él es incompleto y que los intentos de rebelión partieron siempre de grupos oligárquicos, que aprovechaban cualquier coyuntura para iniciar un movi­miento de defección.

La realidad empero es muy distinta. Nunca podre­mos dejar de agradecer a Ste. Croix su generoso intento por salvar el prestigio de Atenas, pero no es menos cier­to que los historiadores modernos n o pueden sustraerse a una instintiva simpatía hacia el imperio ateniense, por­que Atenas ha creado valores grandiosos con su literatu­ra y su arte. La historia moderna nos ha demostrado, por desgracia, la compatibihdad entre una gran cultura y un imperio despótico y cruel. Son cosas distintas. Cierto que Tucídides, y ello lo acepta el mismo Ste. Croix, se sentía fascinado por la grandeza del imperio y las insti­tuciones que lo hicieron posible. De ahí el h imno a Ate­nas que es, ciertamente, el epitafio del libro IL Pero Tu­cídides tampoco puede dejar de observar que Atenas había hecho un uso abusivo de su poder, c o m o lo hará, a su vez, Esparta, que , si se le lee con atención, no resulta mejor parada que Atenas. A pesar de que algunos críticos modernos han insistido en que calló la existencia de un imperio peloponesio o espartano, creemos que el juicio que le merece Esparta a Tucídides no es, en el f ondo , me­jor que el que le merece la Atenas postpericlea. Es cierto que, por ejemplo, trata m u y mal, incluso en ocasiones con gran parciahdad, a su personal enemigo , Cleón; es cierto que, en cambio, siente no inconfesada simpatía por Brásidas. Pero, en conjunto, lo que suele llamarse parciahdad en Tucídides resulta de un enfoque equivoca­do de la cuestión. Un caso concreto es el que se refiere al

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libro de Vlachos que lleva un significativo título'*^. Va­mos a verlo.

Establece Vlachos cinco casos concretos de parcialida­des en nuestro autor. Concretamente se ocupa de una pre­tendida simpatía hacia Esparta en detrimento de Atenas. Un segundo ejemplo sería la forma parcial y subjetiva con que habría enfocado la expedic ión ateniense a Siciha. Los restantes casos se relacionan con la exposic ión que hace el historiador de la pentecontecia , que estaría, según Vla­chos, desenfocada, porque Tucídides habría compues to este importante pasaje de su primer Ubro para engrande­cer, exagerar, la importancia de "su guerra", de la guerra del Peloponeso. Los retratos que nos ha dejado de Cleón y de Nicias const i tuyen los otros ejemplos aducidos por Vlachos.

En realidad, y c o m o hemos señalado anteriormente, no ha sido el escritor griego el primero en plantear la te­sis de una deformación consciente del hecho histórico en Tucídides . Sin embargo, en este hbro aparece de un m o d o diáfano el defecto metodo lóg ico básico de toda esa orien­tación interpretativa de la forma en que escribe la histo­ria. No podremos ocuparnos de cada uno de los casos aducidos, pero tomaremos algunos puntos concretos co­mo indicios que nos permitan detectar el origen de tal postura.

El autor del libro que estamos comentando parece es-candahzarse de que Tucídides no haga ningún esfuerzo por aclarar a sus lectores que la pol í t ica de Esparta al presentarse c o m o la "liberadora" de Grecia del yugo ate­niense no es más que pura propaganda. La verdadera cau-

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sa que motivò el estallido de la guerra peloponesia, viene a decir Vlachos, es definida c o m o el temor de Esparta al poderío creciente de Atenas. En consecuencia, el "slogan" espartano es simple y claro: "Guerra contra Atenas para conseguir la liberación de los Griegos que gimen bajo el yugo ático". Pero, continúa nuestro crít ico, mientras el imperio ateniense es "Leitmotiv" de toda la obra tu­cididea, apenas se insinúa el más ligero comentario en t o m o a la existencia de un auténtico imperio espartano, como tampoco comenta jamás Tucídides que el gesto liberador de Esparta no es más que pura propaganda.

Vlachos desearía que Tucídides hubiera tomado la palabra y señalado de un m o d o inequívoco a sus lecto­res que se trataba de puros manejos propagandísticos y que Esparta n o hizo más que favorecer sus propios in­tereses al hacer suya la causa de la libertad de la Hélade.

Pero ocurre que una lectura atenta de la obra tucidi­dea sugiere conclusiones más bien opuestas. En un pa­saje memorable del libro III se describe c ó m o Esparta entrega fríamente a los Plateenses a la discreción de sus más odiados enemigos lavándose c ínicamente las manos y permitiendo que se cometa una matanza no sólo in­justa, sino incluso innecesaria. Pero el lector intuye cla­ramente que en aquellos m o m e n t o s el interés de Esparta está en no desairar a sus aliados, y la ciudad obra en consecuencia. En otro pasaje del mismo libro, el general espartano Alcidas da orden de ejecutar a t o d o prisionero que caiga en manos ahadas. El hecho es tan brutal, que los mismos aliados t ienen que recordar a Alcidas que ta­les órdenes se compadecen m u y poco con la pretensión espartana de liberar a Grecia. En el libro IV nos presen­ta a los Espartanos apresurándose a pedir la paz a Ate-

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nas. ¿Qué les mueve a dar este paso tan importante? ¿Acaso razones sentimentales? ¿Quizá consideran que Grecia puede salvarse de una hecatombe nacional? Nada de eso . Las razones qute les impelen son harto egoístas: Atenas ha capturado, o está a punto de capturar, un im­portante contingente espartano, y la "hberadora" de Gre­cia se dirige a sus "enemigos" ofreciéndoles un tratado de paz y de amistad a cambio de ese contingente. Los intere­ses de Grecia, la aspiración a la libertad de los Griegos, los intereses mismos de sus actuales aliados pasan a un segun­do plano. Es el e g o í s m o , el interés particular lo que mue­ve los hilos de la pol í t ica espartana. Y, en fin, cuando en el libro V relata el historiador los primeros contactos en­tre Atenas y Esparta con miras a lo que se llamará la paz de Nicias, la conducta de Esparta es exactamente la mis­ma que en años anteriores.

Y ¿qué diremos del enfoque de la famosa expedi­ción de Sicilia? Lo que molesta a Vlachos es que Tucí­dides no comente , de un m o d o concreto y con palabras tajantes, que "la conquista de la isla es un mot ivo cons­tante en la pol í t ica de Atenas", por decirlo con las mis­mas palabras de Vlachos. Y, sobre t o d o , que, mientras de­dica una auténtica monografía a la famosa expedic ión , que abarcará los libros VI y VII, apenas unas pocas lí­neas basten, en el libro I, para despachar la expedic ión a Egipto durante la pentecontecia .

Pero, aun dejando aparte el hecho de que la desas­trosa expedic ión a Egipto forma parte de una narración necesariamente abreviada, quedan en pie dos puntos con­cretos: primero, que , mientras la intervención ateniense en Egipto n o tuvo ni podía tener consecuencia en la gue-

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rra del Pe loponeso , por la sencilla razón que aconteció antes de que ésta estallara, la derrota de Sicilia iba a dar un cambio total de rumbo a la guerra. Y, en segundo lu­gar, que nuestro historiador no ha dejado en ningún m o ­mento de señalar, por un procedimiento u o tro , el impor­tante papel que Sicilia desempeñaba en toda la pol í t ica ateniense.

Lo que ocurre es que algunos críticos han sostenido en el pasado, y sostienen aún h o y , que la labor de Tucí­dides tenía que acomodarse a lo que suponemos que de­be ser el modus operandi de todo historiador. Que, en suma, un historiador debe comentar, criticar, ilustrar, establecer distingos, emitir juicios personales. Y, dado que Tucídides no lo hace, la conclusión parece que de­bería ser que en este caso nuestro autor obra con parcia­lidad.

Pero ¿y si su propósito no fuera precisamente éste? ¿Y si hubiese renunciado al comentario personal para ha­cer que los hechos hablaran por sí mismos? ¿Y si se hu­biese propuesto ofrecer su obra al eventual lector de m o ­do que fuera éste quien tuviera que hacer sus propios jui­cios sobre los hechos historiados? ¿Si, en suma, se hubie­ra propuesto ser, más que un mero cronista, un auténti­co TTOtr^TT?? que selecciona su material, lo ordena, le da un sentido, pero sin intervenir él personalmente en el juicio que suscitan los hechos por él estructurados?

He aquí un importante problema que merece toda nuestra atención si queremos llegar a una comprensión profunda de Tucídides. Porque, si bien es cierto que en algunos, muy pocos , pasajes de nuestro autor se ha per­mitido intercalar un breve comentario personal, lo cier-

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to es que normalmente, habitualmente, el m é t o d o tucidi­deo está basado en una profunda colaboración entre el autor y el lector. N o es el autor quien señala y define el sentido de los hechos que está narrando: es el lector quien debe llevar a término esta dehcada tarea. De ahí, entre otras causas, la dificultad que presenta toda lectu­ra de Tucídides .

Pues bien, la crítica moderna, una parte al menos de la moderna crítica, ha sabido, con sagacidad y finura, de­tectar este aspecto de la Historia.

Que haya en todo historiador algo de artista, de •KOirjTijq en sentido griego, es por lo pronto , un hecho que la moderna concepción antipositivista de la historia ha sa­bido descubrir, aunque ya un historiador c o m o Mommsen pudiera afirmar que el historiador acaso pertenezca antes al linaje de los artistas que al de los eruditos. Y que la la­bor del artista sea una labor de selección, de ordenación, de penetración; que, frente al erudito, cuyo objeto es la acumulación de datos, la tarea del artista consista en dar un sentido a estos datos, es el punto de partida de una serie de inteligentes trabajos que han sabido descubrir lo que cabría llamar el m é t o d o selectivo de Tucídides para remontarse del hecho concreto a la verdad general. Un primer paso fue dado hace ya bastantes años por Schade-waldt''^ en un intento por sostener que la evolución de Tucídides se reahzó a partir de una concepción de la Historia como mero documento de hechos objetivados para elevarse, en los últ imos estadios de la redacción de" su obra, a un nivel superior en que su quehacer se con­vierte en el hallazgo de un sentido para tales hechos por él historiados.

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Los nombres que van unidos a esa concepción nueva e iluminadora del quehacer de Tucídides son fundamen­talmente tres: Jacqueline de Romil ly , G o m m e y Kit to . La primera en cierto m o d o rompió el fuego en un libro que lleva un t í tulo altamente ilustrativo^^ y en el que leemos estas importantes palabras: Tout y est construit, voulu. Chaque mot, chaque tour, chaque silence, chaque remarque, contribue à dégager une signification qui a été distinguée par lui et imposée par lui. Il l'a distinguée avec lucidité et avec clairvoyance; rien ne l'a guidé que son in­telligence; rien ne lui a servi de critère que sa raison. Mais, en fin, il a choisi, construit, refait l'histoire. El s'il s'est effacé de son oeuvre en tant qu'individu, c'est pour s'y imposer d'autant mieux en tant qu'interprète et créa­teur.

Gomme y Kitto van por otra dirección, pero llegan a resultados parecidos. Mientras el primero, en un bien conocido libro'*', se propone aclarar el concepto y la actitud que los Griegos han adoptado ante la poesía y la historia, Kitto , en un trabajo que es un mode lo de críti­ca literaria aphcado a los antiguos''^, realiza notables es­fuerzos por establecer las relaciones entre la estructura de una obra y su "sentido". En todo caso, los dos prosi­guen en la línea interpretativa de la señora Romil ly .

Gomme, tras un anáhsis de varios pasajes tucidideos, llega a la matizada conclusión siguiente: Todo eso Tucí­dides no lo explica en muchas palabras a sus lectores, sin duda porque era familiar, pero principalmente porque aquí, como en otras partes, hace que la narración de sus hechos se explique por sí misma. En cuanto a Kit to , se ha expresado en términos parecidos: Tucídides tiene los ojos fijos en los hechos, en las personas y en lo que

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IV

Y termino ya. Cabría decir, a guisa de arriesgado resu­

men, que en la preocupación por penetrar en la obra de Tucídides a lo largo de nuestro siglo se ha producido un notable desplazamiento del interés de los fi lólogos. Mien­

tras la primera obra importante en t o m o a nuestro histo­

riador se centraba en un interés, m u y propio del m o m e n ­

to , en t o m o a una interpretación "biográfica" de la obra de su autor, en que se pretendía hallar un eco de sus vi­

vencias y experiencias —recordemos la obra de Schwartz que nos ha servido de piedra de toque para ilustrar esa or i en tac ión ­ , al final se ha terminado en un enfoque de lo que podríamos definir c o m o las leyes estructurales de su método c o m o escritor. Es ésa una conquista que me parece importante, y, desde luego, significativa. H o y , aunque Tucídides siga interesando c o m o la fuente, a ve­

ces única, para conocer un m o m e n t o crít ico, decisivo de la historia de Atenas, hemos aprendido a ver en él algo más que al simple historiador­fuente: hoy buscamos en las páginas inmortales de su obra aquello que en verdad pueda justificar la pretensión que el mismo autor había señalado c o m o rasgo fundamental de su Historia: el ser un κτήμα ές àet . Lo que en última instancia significa

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éstas hicieron, pero él ovSèu Xéyei. Y más adelante: Si merece el nombre de historiador científico es porque parte de los hechos que ha investigado personalmente con rigor y porque las ideas generales que pone ante nosotros proceden de los hechos.

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"una obra imperecedera" no tanto por lo que dice como por la forma cómo lo dice. Y en este sentido la Historia tucididea, hoy lo hemos aprendido de un modo más cla- ro que antes, es una obra "clásica" que nos interesa por su valor.

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NOTAS

1 SCHWARTZ Das Geschichtswerk des Thukydides, Bonn, 1919.

2 POHLENZ Thukydidesstudien, en Kleine Schriften II, Hildesheim, 1965,295 ss.

3 SCHADEWALDT Die Geschichtsschreibung des Thukydi­des, Berlin, 1929.

4 PATZER Das Problem der Geschichtsschreibung des Thu­kydides und die thukydideische Frage, Berlin, 1937.

5 COCHRAINE Thucydides and the Science of History, Oxford, 1929,2 ss.

6 LORD Thucydides and the World War, Cambridge Mass. 1945,216.

7 WEIDAUER Thukydides und die hippokratischen Schriften, Heidelberg, 1954.

8 CORNFORD Thucydides mythistoricus, Londres, 1905.

9 STAHL Thukydides. Die Stellung des Menschen im geschichtlichen Prozess, Munich, 1966.

10 ROMILLY Thucydide et V impérialisme athénien, París, 1948.

11 STE. CROIX The Character of the Athenian Empire, en Historia III 1954-1955, 1-41.

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12 BRADEEN The Popularity of the Athenian Empire, ibid. IX 1960,257-269.

13 QUINN Thucyaides and the Unpopularity of the Athenian Empire, ibid. XIII 1964, 257-266.

14 KAKRIDIS Der thukydideische Epitaphios, ein stilis­tischer Kommentar, Munich, 1961.

15 DONINI La posizione di Tucidide verso il governo dei Cinquemila, Turin, 1969, 21 .

16 BENDER Der Begriff des Staatsmannes bei Thukydides, Würzburg, 1938.

17 HERTER Freiheit und Gebundenheit des Staatsmannes bei Thukydides, en Hermes XCIII 1950,133-153.

18 ROMILLY L ' optimisme de Thucydide et le jugement de r historien sur Périclès (Thuc. H, 65), en Rev. Et. Gr. LXXVIII 1965,557-575.

19 STAHL O.C.

20 REINHARDT Die Krise des Helden, Gotinga, 1962, 52 ss.

21 SCHWARTZ o .e .

22 REGENBOGEN Thukydides als politischer Denker, en Human. Gymn. XLIV 1933, 2-25.

23 BETHE Athen und der peloponnesische Krieg im Spiegel das Weltkrieges, en Neue Jahrb. Kl. Alt. 1917, 73-87.

24 THIBAUDET La campagne avec Thucydide, Ginebra, 1922.

25 DEONNA L'éternel présent, en Rev. Et. Gr. XXXV 1922, 1-62 y 113-179.

26 LORD O.C.

27 WOODHEAD Thucydides on the Nature of Power, Cambridge Mass. 1970.

28 LOSADA The Fifth Column in the Peloponnesian War, Leiden, 1972.

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29 Cf. Journal de Genève del 21-XII-1921 y en general BOURGEOIS-PAGES Les origines et les responsabilités de la Grande Guerre, Paris, 1921.

30 FLASHAR Der Epitaphios des Perikles, Heidelberg, 1969.

31 SCHWARTZ o .e .

32 SCHWARTZ en págs. 34-56 de Figuras del mundo anti­guo, tr. esp. Madrid, 1966^.

33 ROMILLY O . e . (en n. 18) 558 ss.

34 BENDER o .e .

35 M C G R E G O R The Politics of the Historian Thucydides, en Phoenix X 1956,93-102.

36 CORNFORD o .e .

37 GOMME A Historical Commentary on Thucydides I, Ox­ford, 1945, 1-25.

38 SHOTWELL The Story of Ancient History, Nueva York, 1961.

39 ROMILLY o .e . (en n. 10).

40 STE. CROIX 0 . c.

41 STE. CROIX/otó

42 VLACHOS Partialités chez Thucydide, Atenas, 1970.

43 SCHADEWALDT o. e.

44 ROMILLY Histoire et raison chez Thucydide, Paris, 1956.

45 GOMME The Greek Attitude to Poetry and History, Ber­keley CaUf. 1954.

46 KITTO Poiesis. Structure and Thought, Berkeley Calif. 1966.