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LOS PELIGROS DEL ACUERDO TRANSATLÁNTICO (Ver el dossier de Le Monde Diplomatique Junio 2014) (Interesante periódico mensual . www.monde-diplomatique.es) La negociación de un Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (ATCI) (TTIP: Transatlantic Trade and Investment Partnership) entre Estados Unidos y la Unión Europea confirma la voluntad de los neoliberales de transformar el mundo. Ponen los tribunales al servicio de los accionistas , guardan silencio sobre el acuerdo y dejan la democracia al cuidado de los lobbies ... Su inventiva no tiene límites. Para la eventual firma del tratado todavía hay que superar numerosas etapas. Sin embargo, la finalidad comercial del ATCI se recubre de visos estratégicos: aislar a Rusia y contener a China en un momento en el que ambas potencias acercan posiciones. Los poderosos rediseñan el mundo Por SERGE HALIMI El águila del libre comercio estadounidense cruza el Atlántico para devorar un rebaño de desamparados corderitos europeos. La imagen ha invadido el debate público en la estela de la campaña para las elecciones europeas. Chocante, y políticamente peligrosa. Por una parte, no deja ver que también en Estados Unidos hay colectividades locales que corren el riesgo de ser víctimas de nuevas normas liberales que les prohibirían proteger el empleo, el medio ambiente, la sanidad. Por otra, desvía la atención de ciertas empresas europeas -francesas, como Veolia, alemanas, como Siemens- tan ávidas como las multinacionales estadounidenses de llevar a la justicia a aquellos Estados que fantaseen con amenazar sus beneficios. Por último, ignora el papel de las instituciones y de los gobiernos del Viejo Continente en la formación de una zona de Ubre comercio en su propio territorio. El empeño contra el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI) no debe, por tanto, dirigirse a un Estado en particular, ni siquiera cuando ese Estado sea Estados Unidos. Lo que está en juego en esta lucha es algo más amplio y más ambicioso: concierne a los nuevos privilegios que reclaman los inversores de todos los países, tal vez para recompensarlos por la crisis económica que ellos mismos provo- caron. Bien llevada, una batalla planetaria de estas características podría consolidar unas solidaridades democráticas internacionales que hoy en día están lejos de las que existen entre las fuerzas del capital. En este asunto, por tanto, más vale desconfiar de las parejas que aspiran a estar unidas para toda la eternidad. La regla se aplica tanto al proteccionismo y al progresismo como a la democracia y a la apertura de fronteras. En efecto, la historia demuestra que las políticas comerciales no tienen un contenido político intrínseco (1). Napoleón III unió el Estado autoritario con el libre comercio (véase Antoine Schwartz, pág. 18) casi al mismo tiempo en que, en Estados Unidos, el Partido Republicano pretendía estar preocupado por los obreros estadounidenses para defender mejor la causa de los trusts nacionales, de los “barones ladrones” del acero que mendigaban protecciones aduaneras (2). “Habiendo nacido del odio al trabajo esclavo y del deseo de que todos los hombres sean realmente libres e iguales -indica su plataforma de 1884-, el Partido Republi- cano se opone irrevocablemente a la idea de hacer competir a nuestros trabajadores con cualquier forma de trabajo esclavizado, ya sea en Estados Unidos o en el extranjero” (3). En aquella época, ya se pensaba en los chinos. Pero se trataba de miles de jornaleros llegados de Asia y reclutados por compañías de trenes califom- ianas para obligarlos a hacer trabajos forzados a cambio de salarios miserables. Un siglo más tarde, habiendo cambiado la posición internacional de Estados Unidos, demócratas y republicanos juegan a ver quién entona la serenata del libre comercio más melosa. El 26 de febrero de 1993, apenas un mes después de haber llegado a la Casa Blanca, el presidente William Clinton tomó la delantera gracias a un discurso- programa destinado a promover el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA), que sería votado unos meses más tarde. Clinton admitía que la “aldea global” alimentaba 1

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Peligros del Acuerdo Transatlántico

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LOS PELIGROS DEL ACUERDO TRANSATLÁNTICO(Ver el dossier de Le Monde Diplomatique Junio 2014)

(Interesante periódico mensual . www.monde-diplomatique.es)La negociación de un Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (ATCI) (TTIP: Transatlantic Trade and Investment Partnership) entre Estados Unidos y la Unión Europea confirma la voluntad de los neoliberales de transformar el mundo. Ponen los tribunales al servicio de los accionistas , guardan silencio sobre el acuerdo y dejan la democracia al cuidado de los lobbies ... Su inventiva no tiene límites. Para la eventual firma del tratado todavía hay que superar numerosas etapas. Sin embargo, la finalidad comercial del ATCI se recubre de visos estratégicos: aislar a Rusia y contener a China en un momento en el que ambas potencias acercan posiciones.

Los poderosos rediseñan el mundoPor SERGE HALIMI

El águila del libre comercio estadounidense cruza el Atlántico para devorar un rebaño de desamparados corderitos europeos. La imagen ha invadido el debate público en la estela de la campaña para las elecciones europeas. Chocante, y políticamente peligrosa. Por una parte, no deja ver que también en Estados Unidos hay colectividades locales que corren el riesgo de ser víctimas de nuevas normas liberales que les prohibirían proteger el empleo, el medio ambiente, la sanidad. Por otra, desvía la atención de ciertas empresas europeas -francesas, como Veolia, alemanas, como Siemens- tan ávidas como las multinacionales estadounidenses de llevar a la justicia a aquellos Estados que fantaseen con amenazar sus beneficios. Por último, ignora el papel de las instituciones y de los gobiernos del Viejo Continente en la formación de una zona de Ubre comercio en su propio territorio.

El empeño contra el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI) no debe, por tanto, dirigirse a un Estado en particular, ni siquiera cuando ese Estado sea Estados Unidos. Lo que está en juego en esta lucha es algo más amplio y más ambicioso: concierne a los nuevos privilegios que reclaman los inversores de todos los países, tal vez para recompensarlos por la crisis económica que ellos mismos provo-caron. Bien llevada, una batalla planetaria de estas características podría consolidar unas solidaridades democráticas internacionales que hoy en día están lejos de las que existen entre las fuerzas del capital.

En este asunto, por tanto, más vale desconfiar de las parejas que aspiran a estar unidas para toda la eternidad. La regla se aplica tanto al proteccionismo y al progresismo como a la democracia y a la apertura de fronteras. En efecto, la historia demuestra que las políticas comerciales no tienen un contenido político intrínseco (1). Napoleón III unió el Estado autoritario con el libre comercio (véase Antoine Schwartz, pág. 18) casi al mismo tiempo en que, en Estados Unidos, el Partido Republicano pretendía estar preocupado por los obreros estadounidenses para defender mejor la causa de los trusts nacionales, de los “barones ladrones” del acero que mendigaban protecciones aduaneras (2). “Habiendo nacido del odio al trabajo esclavo y del deseo de que todos los hombres sean realmente libres e iguales -indica su plataforma de 1884-, el Partido Republi-cano se opone irrevocablemente a la idea de hacer competir a nuestros trabajadores con cualquier forma de trabajo esclavizado, ya sea en Estados Unidos o en el extranjero” (3). En aquella época, ya se pensaba en los chinos. Pero se trataba de miles de jornaleros llegados de Asia y reclutados por compañías de trenes califom-ianas para obligarlos a hacer trabajos forzados a cambio de salarios miserables.

Un siglo más tarde, habiendo cambiado la posición internacional de Estados Unidos, demócratas y republicanos juegan a ver quién entona la serenata del libre comercio más melosa. El 26 de febrero de 1993, apenas un mes después de haber llegado a la Casa Blanca, el presidente William Clinton tomó la delantera gracias a un discurso- programa destinado a promover el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA), que sería votado unos meses más tarde. Clinton admitía que la “aldea global” alimentaba

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el desempleo y los bajos salarios estadounidenses, pero se propuso apretar el paso en el mismo sentido: “La realidad de nuestra época es y debe ser la siguiente: la apertura y el comercio nos van a enriquecer como na-ción. Eso nos incita a innovar. Eso nos obliga a afrontar la competencia. Eso nos asegura nuevos clientes. Eso favorece el crecimiento global. Eso garantiza la prosperidad de nuestros productores, que también son consumidores de servicios y de materias primas”.

Para esa época, las diversas rondas de liberalización del comercio internacional ya habían hecho caer la media de los derechos de aduana de un 45% en 1947 a un 3,7% en 1993. Pero poco importaba: la paz, la prosperidad y la democracia exigían ir cada vez más lejos. “Como hicieron notar los filósofos, desde Tucídi-des a Adam Smith -insistía Clinton-, las costumbres del comercio contradicen a las de la guerra. De la misma manera que los vecinos que se ayudan a construir sus respectivos establos después son menos propensos a prenderles fuego, aquellos que han aumentado sus niveles de vida mutuos están menos dispuestos a enfren-tarse. Si creemos en la democracia, tenemos entonces que dedicamos a reforzar las relaciones comerciales.” La regla, sin embargo, no era válida para todos los países, ya que el presidente demócrata firmó, en marzo de 1996, una ley que endurecía las sanciones comerciales contra Cuba.

Diez años después de Clinton, el comisario europeo Pascal Lamy -un socialista francés que más tarde llegaría a ser director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC)- retomaba su análisis: “Creo, por razones históricas, económicas, políticas, que la apertura de los intercambios se mueve en el sentido del progreso de la humanidad. Que se han ocasionado menos malestares y conflictos cuando se abren los inter-cambios que cuando se los cerró. Allí por donde pasa el comercio, las armas se frenan. Montesquieu lo dijo mejor que yo” (4). En el siglo XVIII, sin embargo, Montesquieu no podía saber que los mercados chinos se abrirían un siglo más tarde, no gracias a la fuerza de convicción de los enciclopedistas, sino tras la estela de las artillerías, de las guerras del opio y del saqueo del Palacio de Verano. Lamy, por su parte, seguramente no lo ignora.

MENOS EXUBERANTE que su predecesor demócrata -se trata en él de una cuestión de temperamento- el presidente Barack Obama toma el relevo del credo del libre comercio de las multinacionales estadounidenses -también europeas, y a decir verdad de todos los países- para defender el ATCI: “Un acuerdo podría aumen-tar nuestras exportaciones en decenas de miles de millones de dólares, inducir a la creación de cientos de miles de puestos de trabajo suplementarios, en Estados Unidos y en la Unión Europea, y estimular el creci-miento en ambas orillas del Atlántico” (5). Apenas mencionada en su declaración, la dimensión geopolítica del acuerdo, sin embargo, tiene más importancia que sus hipotéticos beneficios en términos de crecimiento, de puestos de trabajo, de prosperidad. Washington, que tiene una mirada de largo alcance, no piensa en apo-yarse en el ATCI para conquistar el Viejo Continente, sino para desviarlo de cualquier perspectiva de reunifi-cación con Rusia. Y, sobre todo, para... contener a China.

Ahora bien, también en este punto la convergencia con los dirigentes europeos es total. “Vemos cómo ascienden estos emergentes que constituyen un peligro para la civilización europea -estima por ejemplo el ex primer ministro francés François Fi- llon- ¿Y nuestra única respuesta va a ser dividimos? Es una locura” (6). Justamente, encadena el diputado europeo Alain Lamassoure, el ATCI podría permitirles a los aliados atlán-ticos “ponerse de acuerdo en normas comunes para luego imponérselas a China” (7). Estructurada por Washington, una asociación transpacífica a la que Pekín no está invitada apunta exactamente al mismo objetivo.

Seguramente no sea una casualidad que el partidario intelectual más encarnizado del ATCI, Richard Rosecran- ce, dirija en Harvard un centro de investigaciones sobre las relaciones entre Estados Unidos y China. Su alegato, publicado el año pasado, desarrolla la idea de que el debilitamiento simultáneo de los dos grandes conjuntos transatlánticos debe llevarlos a cerrar filas frente a las potencias emergentes de Asia: “A menos -escribe- que estas dos mitades de Occidente se junten, formando un conjunto en los campos de investigación, desarrollo, consumo y finanzas, ambas van a perder terreno. Las naciones de Oriente, dirigidas por China y la India, superarán entonces a Occidente en materia de crecimiento, innovación e ingresos, y, para terminar, en términos de capacidad para proyectar una potencia militar” (8).

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LA IDEA GENERAL de Rosecrance recuerda el célebre análisis del economista Walt Whitman Rostow sobre las etapas del crecimiento: después del despegue de un país, su ritmo de progreso se aminora, pues ya se han realizado los aumentos de productividad más rápidos (nivel de educación, urbanización, etc.). En este caso en particular, las tasas de crecimiento de las economías occidentales, que llegaron a la madurez hace ya algunas décadas, no van a alcanzar a las de China o la India. La unión más estrecha entre Estados Unidos y Europa constituye entonces la principal carta que les queda, ya que les va a permitir seguir imponiendo su juego a los recién venidos, impetuosos, es cierto, pero desunidos. Así, al igual que después de la Segunda Guerra Mundial, la evocación de una amenaza externa -ayer, la de la Unión Soviética, política e ideológica; hoy, la del Asia capitalista, económica y comercial- permite juntar bajo la batuta del buen pastor (estadouni-dense) las ovejas que temen que pronto la piedra angular del nuevo orden mundial ya no esté en Washington, sino en Pekín.

Un temor tanto más legítimo, según Rosecrance, cuanto que “en la historia, las transiciones hegemó-nicas entre potencias en general han coincidido con un conflicto mayor”. Pero un medio permitiría impedir que “el traspaso de mando de Estados Unidos hacia una nueva potencia hegemónica” no desembocara en una “guerra entre China y Occidente”. Como no se puede esperar juntar a las dos principales naciones asiáticas con socios atlánticos penalizados por su decadencia, habría que sacar partido de las rivalidades que existen entre ellos y contenerlos en su región gracias al apoyo de Japón. Un país cuyo temor a China lo une al campo occidental, hasta el punto de convertirse en su “terminal oriental”.

Aunque este gran diseño geopolítico invoca la cultura, el progreso y la democracia, la elección de cier-tas metáforas traiciona en este caso una inspiración menos elevada: “El productor al que le cuesta vender una mercancía dada -insiste Rosecrance- por lo general se verá llevado a fusionarse con una compañía extranjera para ampliar su oferta y aumentar su porción de mercado, como hizo Procter & Gamble cuando compró Gillette. Los Estados se enfrentan a estímulos del mismo orden”.

Sin duda, porque ningún pueblo considera todavía su nación y su territorio como productos de consumo corriente es por lo que la lucha contra el ATCI no ha hecho más que comenzar.■

Décadas de preparativos22 de noviembre de 1990. La “Declaración Transatlántica” instaura cumbres Unión Europea/Estados Unidos anuales para promover el libre comercio.

1992. Creación del think tank Transatlantic Policy Network (TPN) que reúne a legisladores europeos, miembros del Congreso estadounidense y a grandes empresas (Allianz, BASE Boeing. Caterpillar, Coca-Cola, Daimler, el Deutsche Bank, Facebook, General Electric, IBM, LVMH, Michelin, Microsoft, Nestlé, Pfizer, Siemens y hasta Walt Disney). Su objetivo es fortalecer el comercio entre Estados Unidos y Europa dinamitando las barreras aduaneras.

Diciembre de 1995. Nacimiento del proyecto de un gran mercado transatlántico con el nombre de “Nueva Agenda Transatlántica”, durante la cumbre transatlántica de Madrid. 1995. Creación del Diálogo Empresarial Transatlántico (TABD, por sus siglas en inglés), bajo la égida de la Comisión Europea y del Departamento de Comercio estadounidense, para defender los intereses de las multinacionales de ambos lados del Océano Atlántico.

18 de mayo de 1998. Declaración común de la Unión Europea y de Estados Unidos sobre la Asociación Económica Transatlántica (TEP, siglas en inglés). Establece diversas vías para desarrollar el comercio y los intercambios bilaterales.

29 de junio de 2005. La Iniciativa para Reforzar la Integración Económica y el Crecimiento Transatlánticos lanza el proyecto del ATCI, que ya se concentra en las barreras “no arancelarias”. 1 de junio de 2006. El Parlamento Europeo señala “la imperiosa necesidad” de “concluir, sin trabas, el mercado transatlántico de aquí a 2015”.

9 de noviembre de 2006. El Gobierno estadounidense acoge, según Europa Press, la segunda reunión ministerial informal entre la Unión Europea y Estados Unidos con el fin de examinar la integración económica transatlántica y los desafíos económicos comunes.

29 de abril de 2007. Durante la Cumbre Estados Unidos - Unión Europea de Washington, el presidente de la Comisión Europea José Manuel Barroso, la canciller alemana Angela Merkel (entonces presidenta del Consejo de la Unión) y el presidente estadounidense George W. Bush concluyen la nueva colaboración económica transatlántica, un acuerdo marco que apuntaba a suprimir las “trabas” a los intercambios en todos los sectores de la industria. Crean el Consejo Económico Transatlántico (CET) encargado de armonizar las legislaciones europeas y estadounidenses.

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8 de mayo de 2008. Una resolución del Parlamento Europeo afirma que “el concepto de mercado transatlántico que consiste en recurrir a la cooperación en el área reglamentaria con el fin de obtener la supresión progresiva de las barreras no arancelarias podría tener un papel importante en el mantenimiento de la dinámica que es la base de la integración económica mundial”.

4 de noviembre de 2009. Lanzamiento del Consejo de la Energía (que reúne a comisarios europeos y secretarios de Estado estadounidenses) para promover un acercamiento en materia de energía.

20 de noviembre de 2010. Durante la Cumbre Estados Unidos/Unión Europea de Lisboa, creación de un Grupo de Trabajo sobre Ciberseguridad y Cibercrimen.

28 de noviembre de 2011. Durante la Cumbre Estados Unidos/Unión Europea de Washington, creación de un Grupo de Trabajo de Alto Nivel (GTAN) sobre el Empleo y el Crecimiento, encargado de reducir los “obstáculos” tradicionales en el comercio de las mercaderías (derechos de aduana, contingentes arancelarios, etc.).

Junio de 2012. El informe provisional del GTAN (redactado en inglés exclusivamente) recomienda la eliminación progresiva de todas las “barreras convencionales” del comercio.

13 de febrero de 2013. El presidente estadounidense Barack Obama, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso y el presidente del Consejo huí opto, Hermán Van Rompuy anuncian conjuntamente el lanzamiento de acciones orientadas a iniciar negociaciones para un Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión.

12 de marzo de 2013. La Comisión Europea emite sus “recomendaciones” para las negociaciones futuras.

28 de mayo de 2013. La Asamblea solicita “que sea excluido del mandato el recurso a un mecanismo específico de solución de las diferencias entre los inversores y los Estados para preservar el derecho soberano de los Estados”, rechazando así la acción de los tribunales de arbitraje.

13 de junio de 2013. Los Estados miembros validan las recomendaciones de la Comisión a la que delegan el poder oficial para negociar con Washington. Este comprende un “mecanismo de arreglo de diferencias”.

19-23 de mayo de 2014. Quinta ronda de negociaciones en Arlington, en Virginia

La globalización feliz: instrucciones de usoSegún la secretaria de Estado francesa para el Comercio Exterior, Fleur Pellerin, los debates en torno al proyecto del acuerdo transatlántico pecan de una presentación “inútilmente angustiante”. Entonces, ¿de qué trata exactamente este acuerdo? ¿Cuáles son los riesgos para la población?

Por RAOUL MARC JENNAR * y RENAUD LAMBERT

¿De qué estamos hablando? ¿GMT, PTCI, TTIP, ATCI o TAFTA?

Distintas siglas y acrónimos circulan para designar una misma realidad, oficialmente conocida en francés con el nombre de Partena- riat transatlantique sur le commerce et 1’investissement (PTCI), en inglés, con el nombre de Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), y en español como Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI). Esta multiplicidad de denomina-ciones se explica en parte por el secretismo de las negociaciones, que ha dificultado la uniformi-zación de los términos utilizados. Alimentado por la fuga de documentos, el trabajo de las redes militantes ha llevado a que surjan nuevas siglas y acrónimos: sobre todo TAFTA, en inglés (por Trans-Atlantic Free Trade Agreement), que es utilizado por algunas organizaciones francófonas -como el colectivo Stop TAFTA (1)-; y el GMT, en francés (por Grand Marché Transatlantique) (2).

Oficialmente, ¿de qué se trata?

El ATCI es un tratado de libre comercio que se negocia desde julio de 2013 entre Estados Unidos y la Unión Europea (UE) y que apunta a crear el mercado más grande del mundo, con más de 800 millones de consumidores.

Un estudio del Centre for Economic Policy Research (CEPR) -una organización financiada por grandes bancos y que la Comisión Europea presenta como “independiente” (3)- establece que el tratado permitiría incrementar la producción de riqueza anual en 120.000 millones de euros en

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Europa y 95.000 millones de euros en Estados Unidos (4). Los tratados de libre comercio, como los apadrinados por la Organización Mundial de Comercio (OMC), buscan no sólo bajar las barreras aduaneras (5), sino también reducir las barreras conocidas como “no arancelarias”: cuotas, trámites administrativos o normas sanitarias, técnicas y sociales. De creer a quienes negocian el tratado, el proceso llevaría a una elevación general de las normas sociales y jurídicas.

Y, más probablemente, ¿de qué se trata?

Creada en 1995, la OMC ha trabajado ampliamente en la liberalización del comercio mundial. Sin embargo, las negociaciones están congeladas desde el fracaso de la “ronda de Doha” (sobre todo, en cuanto a las cuestiones agrícolas). Continuar promoviendo el libre comercio implicaba desarrollar una estrategia de rodeo. Es así como cientos de acuerdos se firmaron o están en vías de ser adop-tados entre dos países o regiones. El ATCI representa el desenlace de esta estrategia: firmadas entre las dos mayores potencias comerciales del mundo (que representan cerca de la mitad de la produc-ción de riqueza mundial), sus disposiciones terminarían por imponerse en todo el planeta.

El alcance del mandato europeo de negociación y las expectativas expresadas por la parte estadou-nidense sugieren que el ATCI excede ampliamente el marco de los “simples” tratados de libre comercio. Concretamente, el proyecto apunta a tres objetivos principales: eliminar los últimos derechos de aduana, reducir las barreras no arancelarias mediante una armonización de las normas (la experiencia de los tratados precedentes hace pensar que se va a hacer “por lo bajo” y propor-cionar herramientas jurídicas a los inversores para eliminar cualquier obstáculo reglamentario o legislativo que se interponga en el camino del libre comercio. En resumen, se trata de imponer algunas de las disposiciones ya previstas por el Acuerdo Multilateral de Inversión (AMI) (6) y el Acuerdo Comercial Antifalsificación (en inglés Anti-Counterfeiting Trade Agreement, ACTA), ambos rechazados por la presión de las poblaciones.

¿Cuándo se llevaría a cabo el proyecto?

De acuerdo con el calendario oficial, las negociaciones deberían finalizar en 2015. Tras esto, se iniciaría un largo proceso de ratificación en el Consejo y en el Parlamento Europeo, y posterior-mente en aquellos Parlamentos nacionales cuya Constitución lo exija, como es el caso de Francia.

¿Quién negocia?

Por parte de Europa, funcionarios de la Comisión Europea. Por parte de Estados Unidos, sus homó-logos del Departamento de Comercio. Todos ellos son objeto de importantes presiones procedentes de lobbies, los cuales representan, en su mayoría, los intereses del sector privado.

¿Qué consecuencias tendría para los Estados?

El ATCI tiene previsto someter las legislaciones vigentes a ambos lados del Atlántico a las reglas del libre comercio, que suelen corresponderse con las preferencias de las grandes empresas. Me-diante el tratado, los Estados estarían consintiendo una cesión considerable de su soberanía: quienes contravengan los preceptos del libre comercio quedarán en efecto expuestos a sanciones financieras que pueden alcanzar decenas de millones de dólares.

Según el mandato de la UE, el tratado debe “proporcionar el mayor nivel posible de protección jurídica y de garantía para los inversores europeos en Estados Unidos” (y recíprocamente). Es decir, debe permitir a las empresas privadas denunciar a las legislaciones y las reglamentaciones cuando consideren que representan obstáculos para la competencia, para el acceso a los mercados públicos o para la inversión.

El artículo 4 del mandato precisa: “Las obligaciones del Tratado comprometerán a todos los niveles de gobierno”. En otras palabras, que se aplicarán no sólo a los Estados, sino también a todas las colectividades públicas: regiones, departamentos, municipios, etc. Una reglamentación municipal podría ser denunciada ya no ante un tribunal administrativo francés, sino ante un grupo de arbitraje

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privado internacional. Para ello, bastaría con que un inversor viera en esta reglamentación una limitación a su “derecho a invertir lo que quiere, donde quiere, cuando quiere, como quiere y sacar el beneficio que quiere” (7).

El tratado, al sólo poder ser enmendado con el consentimiento unánime de sus signatarios, se impondría independientemente de las alternancias políticas.

¿Se trata de un proyecto que Estados Unidos le ha impuesto a la UE?

En lo más mínimo: la Comisión, con el consentimiento de los veintiocho gobiernos de la UE, promueve activamente el ATCI, que abraza su credo de libre comercio. El proyecto además es apo-yado por las grandes organizaciones patronales, como el Diálogo Económico Transatlántico (Trans-Atlantic Business Dialogue, TABD). Creada en 1995 bajo el impulso de la Comisión Europea y del Departamento de Comercio estadounidense, esta organización, actualmente conocida con el nombre de Trans-Atlantic Business Council (TABC), promueve un “diálogo fructífero” entre las elites económicas de los dos continentes, en Washington y en Bruselas.■

RAOUL MARC JENNAR Y RENAUD LAMBERT

Diez amenazas al pueblo estadounidense...Por LORI M. WALLACH

Directora de Public Citizen's Global Trade Watch (Observatorio del Comercio Mundial), Washington, DC, www.citizen.org

1. Desmántelamiento de las nuevas regulaciones sobre las finanzas. Los negociadores de la Unión Europea han exigido una revisión de las reformas introducidas por el presidente Barack Obama para regular el sec-tor financiero, al igual que una restricción del marco que regula las actividades banca- rias. Sus princi-pales objetivos: la “regla Volc- ker”, que limita la capacidad de los bancos comerciales para desarrollar actividades especulativas, dado que las leyes propuestas por la Reserva Federal se aplican a los bancos extranjeros, al igual que la regulación pública sobre los seguros. Los negociadores estadounidenses, asesorados por los banqueros de Wall Street, propusieron añadir al tratado reglas que se opusieran a las disposiciones estadounidenses dirigidas a prohibir los productos derivados tóxicos, a limitar el tamaño de los bancos llamados “too-big- to-fail” (“demasiado grandes para quebrar”), a aplicar una tasa sobre las transacciones financieras, y a reintroducir el principio de la ley Glass-Steagall. Esta ley, votada por el Congreso de Estados Unidos en 1933 para separar en los bancos las actividades de inversión de las operaciones comerciales, fue abrogada en 1999 por la Administración del presidente William Clinton.

2. Riesgo de “vaca loca” y de comercialización de leche contaminada. En 2011, veintiocho de los veintinueve casos de encefalopatía espongiforme bovina (EEB) contabilizados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) provenían de la Unión Europea. Como reacción, más de cincuenta países restringieron sus importaciones de carne bovina de origen europeo. Sin embargo, las empresas agrupadas en el lobby Business Eu-rope han considerado que la prohibición estadounidense de importar ese producto a causa de la epidemia de EEB es una barrera comercial que debe ser eliminada. Los gigantes europeos del negocio agrícola también han calificado las normas estadounidenses de control de calidad de la leche de “obstáculo” que se debería suprimir por medio del ATCI.

3. Aumento de la dependencia del petróleo. Business Europe, que representa principalmente a compañías petroleras como British Petroleum (BP), milita para que el ATCI prohíba los créditos impositivos sobre los carburantes alternativos menos contaminantes (como los producidos con algas) y los que emiten menos dióxido de carbono.

4. Medicamentos menos seguros. Los laboratorios farmacéuticos europeos quieren que la Agencia Estadou-nidense de Alimentos y Medicamentos renuncie a seguir con sus evaluaciones independientes de los

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medicamentos vendidos en Estados Unidos. Proponen que Washington reconozca automáticamente los fármacos homologados por las autoridades europeas.

5. Medicamentos más caros. La Asociación Americana de Industrias Farmacéuticas (Pharmaceutical Research and Manufacturen of America, PhRMA), poderoso lobby de las firmas farmacéuticas de ese país, como Pfizer, presiona para que el ATCI limite la capacidad de los gobiernos europeos y estadouni-dense para negociar una bajada en el coste de los tratamientos en los programas de salud pública. La Casa Blanca ya está aplicando ese tipo de medidas para reducir el coste de los medicamentos de los veteranos de guerra, y la Administración de Obama se ha comprometido a utilizarlas para reducir los costes de su programa Medicare.

6. Ataque a la vida privada. Varias empresas estadounidenses han reclamado que el ATCI facilite el acceso a la información personal (localización de dispositivos móviles, datos personales, informáticos y otros), para poder diseñar perfiles de consumidores clasificados.

7. Pérdida de puestos de trabajo por la desaparición de las reglas de preferencia nacional en las licitaciones públicas. Los negociadores y las grandes empresas de la UE esperan que el ATCI elimine las políticas es-tadounidenses dirigidas a dar preferencia a los candidatos nacionales y locales en las licitaciones públicas (“Buy American” y “Buy Local policies”). Sin embargo, esas medidas garantizan que el dinero de los contribuyentes sea invertido en proyectos que permiten crear empleos en EEUU.

8. Ausencia de etiquetas identificadoras de organismos genéticamente modificados (OGM). En Estados Unidos, cerca de la mitad de sus estados obligan a los fabricantes a señalar en las etiquetas de los alimentos si estos contienen OGM. Importantes productores de semillas de ese tipo, como Monsanto, presionan para que el tratado elimine esa disposición.

9. Introducción de juguetes peligrosos en el mercado. Los fabricantes europeos de juguetes, representados por la Asociación de Industrias Europeas del Juguete (Toy Industries of Europe) reconocen que existen diferencias entre las reglas sanitarias estadounidenses y europeas (principalmente en lo que se refiere a los riesgos de materiales inflamables, y a los riesgos químicos y microbiológicos). Sin embargo, esperan convencer a los padres estadounidenses de que los juguetes inspeccionados en el exterior de su país son inocuos.

10. Sumisión de los Estados a una legislación hecha a medida para las multinacionales a través del meca-nismo para solucionar las diferencias entre los Estados y las empresas.

... y diez amenazas a los pueblos europeosPor WOLF JÄCKLEIN

1. Infracción de los derechos fundamentales del trabajo. Estados Unidos sólo ha ratificado dos de las ocho normas fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que buscan proteger a los tra-bajadores. Por su parte, todos los países miembros de la Unión Europea (UE) han adoptado las regla-mentaciones promovidas por el organismo de las Naciones Unidas. La historia sugiere que la “armoni-zación” a la que conducen los tratados de libre comercio tiende a hacerse sobre la base del mínimo co-mún denominador. Los asalariados europeos pueden pues temer una erosión de los derechos de que gozan actualmente.

2. Degradación de los derechos de representación colectiva de los asalariados. La lógica del ATCI es erradicar las “barreras” que frenan el flujo de mercaderías entre los dos continentes. Esto facilitará a las empresas la posibilidad de elegir la localización de sus centros de producción en función de los “costes”, principalmente sociales. Ahora bien, los derechos de participación de los trabajadores -como la informa-ción y la consulta de los comités de empresa- continuarán deteniéndose en las fronteras. El acercamiento transatlántico equivaldría por tanto a un debilitamiento del derecho de los trabajadores, garantizado sin embargo en la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE.

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3. Debilitamiento de las normas y estándares técnicos. En este terreno, el enfoque europeo de norma-lización se distingue considerablemente del de Estados Unidos. En Europa, el principio de precaución se impone: la aparición de un producto en el mercado depende de una evaluación previa de los riesgos que presenta. Estados Unidos procede en sentido contrario: la evaluación se efectúa posteriormente y va acompañada de la garantía de hacerse cargo de las consecuencias de cualquier problema que se presentara después de la salida al mercado (posibilidad de recurso colectivo o class action, indemniza-ción pecuniaria, etc.). Esto no es todo: en Europa, los riesgos considerados no se limitan a los peligros que corren los consumidores. Incluyen también los ligados a las condiciones de trabajo, así como a la salud y a la seguridad profesional, aun cuando no son siempre respetados. Estados Unidos, en cambio, los ignora completamente.

La armonización que tanto seduce a los lobbies patronales entraña varios peligros: el debilitamiento del principio de precaución (sin responsabilidad posterior); la posibilidad de surgimiento de un sistema doble gracias al cual las empresas podrían elegir uno u otro dispositivo de normalización; retroceso en la protección del lugar de trabajo de los asalariados . La perspectiva de la creación de un “Consejo de Cooperación Reglamentaria” transatlántico que escapa ampliamente al control democrático y a la mirada de los sindicatos no tiene pues nada de tranquilizador.

4. Restricción de la libertad de circulación de personas. La circulación de personas sólo se considera bajo la forma de prestación de un servicio conocida como “modo 4”, és decir, “por la presencia de personas físicas de un país sobre el territorio de otro país” (1). Un dispositivo también llamado “desplazamiento de trabajadores”, que contribuye al dumping social dentro de la Unión Europea (2).

En las negociaciones en curso, la movilidad y la migración sólo son consideradas desde el punto de vista del interés económico; el derecho fundamental a la libertad de circulación no aparece. Sin embargo, es posible imaginar que la armonización del derecho y de la legislación laboral permitiría a las personas disfrutar de las mismas libertades y garantías que las mercancías y los capitales.

5. Ausencia de sanciones contra los abusos. Los tratados de libre comercio incluyen tradicionalmente un capítulo llamado de “desarrollo sostenible”, que engloba disposiciones relativas al derecho social y del trabajo, a la ecología, a la protección del clima y del derecho de los animales, como también al mundo rural. A diferencia de los otros, estos capítulos no prevén en general ningún mecanismo de resolución de los conflictos ni ninguna posibilidad de sanción en caso de violación. Por otra parte, los artículos que tratan del área económica y del área técnica se caracterizan por disposiciones muy precisas y la posi-bilidad de sanciones, los concernientes al derecho social resultan muy imprecisos y las sanciones previs-tas sólo ofrecen escasas posibilidades de apelar a los tribunales.

6. Desaparición progresiva de los servicios públicos. Las negociaciones se orientan hacia una apertura a la privatización de los servicios públicos por la técnica llamada de “lista negativa”. Esta consiste en inventa-riar el conjunto de los servicios públicos cerrados a la privatización, sobreentendiendo que el caso contra-rio indica estar dentro de la norma. Una vez más, la experiencia sugiere que los problemas de definición o de formulación abren puertas que facilitan las privatizaciones más allá del marco inicialmente previsto. Por otra parte, todo tipo de servicio que surgiera para responder a nuevas necesidades sería automática-mente considerado como perteneciente al sector privado.

7. Aumento del desempleo. Dentro de la UE, las empresas no europeas pueden beneficiarse del mercado público. Esto sucede mucho menos en Estados Unidos, donde las reglas que apuntan a garantizar un mínimo de “contenido local” están muy expandidas. El resultado supone una ampliación de los mercados accesibles a las empresas estadounidenses, sin contrapartida para sus homólogos europeos, con conse-cuencias nefastas para el empleo dentro de la Unión Europea.

8. Pérdida de confidencialidad de los datos personales. Los pueblos europeos buscan tradicionalmente la protección de sus datos personales. Las reglamentaciones estadounidenses muestran un apego menor por parte de la población del otro lado del Atlántico. En un contexto de liberalización de los servicios, la

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garantía de esta protección queda cuestionada: ¿cómo determinar el “lugar” del almacenaje y el derecho que se debe aplicar, cuando los datos se encuentran en una “nube”?

9. Sumisión de las poblaciones a la defensa de la propiedad intelectual. Lo que el conjunto de los sindicatos y de las organizaciones políticas o asociativas europeas evitó en el momento del debate sobre el Acuerdo Comercial Antifalsificación (ACTA, por sus siglas en inglés), corre el riesgo de volverse a tratar en el ATCI. Las disposiciones de protección de la propiedad intelectual e industrial son objeto de negociaciones y podrían amenazar la libertad de Internet, privar a los autores de la libertad de elección de difusión de sus obras o incluso de limitar el acceso a los medicamentos genéricos.

10. Sumisión de los Estados a un derecho hecho a medida para las multinacionales a través del mecanismo de arreglo de diferencias entre Estados y empresas. ■

Tribunales para atracar a los EstadosLa idea de que las multinacionales lleven a los propios Estados ante los tribunales para imponer su ley y hacer valer sus “derechos” no es ninguna sorpresa: ya hay más de quinien-tos casos en todo el mundo.

Por BENOÎT BRÉVILLE y MARTINE BULARD

Bastaron 31 euros para que el grupo francés Veolia emprendiera una guerra contra una de las únicas victorias de la “primavera” que, en 2011, ganaron los trabajadores egipcios: el aumento del salario mínimo de 400 a 700 libras egipcias al mes (de 41 a 72 euros). Esta suma es considerada inaceptable por la multina-cional, que demandó a Egipto, el 25 de junio de 2012, ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI), una oficina del Banco Mundial. ¿Cuál es el motivo alegado? La “nueva ley sobre el trabajo” contravendría los compromisos que se concretaron en el marco de colaboración del sector público y privado, firmado con el Gobierno de la ciudad de Alejandría para el tratamiento de los residuos (1). El Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI), en proceso de negociación, podría incluir un mecanismo que permitirá que ciertas empresas inicien juicios contra países (eso desean, al menos, Estados Unidos y algunas organizaciones patronales). Todos los gobiernos firmantes quedarían así expuestos a las mismas desventuras que los egipcios.

El lucrativo negocio del “Arreglo de las Diferencias entre Inversores y Estados (ADIE) ya ha enriquecido a numerosas sociedades privadas. En 2004, el grupo estadounidense Cargill, por ejemplo, hizo pagar 90,7 millones de dólares (66 millones de euros) a México, que fue declarado culpable por la creación de un nuevo impuesto sobre los refrescos. En 2010, Tampa Electric Company obtuvo 25 millones de dólares (18 millones de euros) de Guatemala, al denunciar una ley que establece un techo para las tarifas de la electricidad. Más recientemente, en 2012, Sri Lanka fue condenado a pagar 60 millones de dólares (43 millones de euros) al Deutsche Bank, por la modificación de un contrato petrolero (2).

La demanda de Veolia, aún en curso, fue presentada en nombre del tratado de inversión negociado entre Francia y Egipto. Existen más de tres mil tratados de este tipo en el mundo, firmados entre dos países o incluidos en acuerdos de librecambio. Estos protegen a las empresas extranjeras contra toda decisión pública (una ley, un reglamento, una norma) que pueda causar perjuicio a sus inversiones. Las regulaciones nacio-nales y los tribunales locales pierden poder jurídico, viéndose este transferido a un tribunal supranacional que extrae su poder de la renuncia de los Estados.

En nombre de la protección de las inversiones, los gobiernos son conminados a garantizar tres grandes principios: la igualdad en el tratamiento a las empresas extranjeras y las nacionales (que hace imposible, por ejemplo, una preferencia nacional a favor del empleo); la seguridad de la inversión (los poderes públicos no pueden cambiar las condiciones de explotación, expropiar sin compensación, ni proceder a una “expropiación

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indirecta”); la libertad de la empresa de transferir su capital (¡una empresa puede irse al otro lado de las fron-teras con todo, pero un Estado no puede pedirle que se vaya!).

Los recursos de las multinacionales son procesados por alguna de las instancias especializadas: el CIADI, que arbitra la mayoría de los casos, la Comisión de Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Inter-nacional (CNUDMI), el Tribunal Permanente de La Haya, ciertas cámaras de comercio, etc. En la mayoría de los casos, los Estados y las empresas no pueden apelar las decisiones tomadas por esas instancias: a dife-rencia de un tribunal de justicia, un tribunal de arbitraje no está obligado a otorgar ese derecho. Ahora bien, una aplastante mayoría de países optaron por no incluir en sus acuerdos el derecho de apelación. Si el tratado transatlántico incluyera un mecanismo de ADIE, la agenda de los tribunales quedaría sobrecargada. Existen veinticuatro mil filiales de empresas europeas en Estados Unidos y cincuenta mil ochocientas sucur-sales estadounidenses en el Viejo Continente; cada una de ellas tendría la posibilidad de emprender un proceso contra las medidas que considere perjudiciales para sus intereses.

Hace como sesenta años que las empresas privadas pueden litigar contra los Estados. Durante mucho tiempo, este procedimiento fue poco utilizado. De los aproximadamente quinientos cincuenta procesos conta-bilizados en todo el mundo desde los años 1950, el 80% se iniciaron entre 2003 y 2012 (3). Fundamental-mente, proceden de empresas del Norte -las tres cuartas partes de las reclamaciones tratadas por el CIADI vienen de Estados Unidos y la Unión Europea-, y apuntan a países del Sur (57% de los casos). Los gobiernos que pretenden romper con la ortodoxia económica, como los de Argentina o Venezuela, se hallan particular-mente expuestos.

Las medidas tomadas por Buenos Aires para hacer frente a la crisis de 2001 (control de precios, restric-ciones a la salida de capitales...) fueron sistemáticamente denunciadas ante los tribunales de arbitraje. Tras su llegada al poder, después de unas revueltas que causaron víctimas mortales, los presidentes Eduardo Duhalde y, posteriormente, Néstor Kirchner carecían, no obstante, de toda aspiración revolucionaria; su propósito era solucionar la emergencia. Pero el grupo alemán Siemens, sospechoso de haber sobornado a representantes políticos con pocos escrúpulos, se volvió contra el nuevo poder -reclamándole 200 millones de dólares (146,6 millones de euros)- cuando este cuestionó ciertos contratos establecidos por el gobierno ante-rior. Asimismo, el grupo Saur, filial de Bouygues, protestó contra la congelación del precio del agua, argumen-tando que “atentaba contra el valor de la inversión”.

Se presentaron cuarenta demandas contra el Estado argentino en los años posteriores a la crisis finan-ciera (1998-2002). Unas diez llevaron a la victoria de las empresas, con una factura total de 430 millones de dólares (314 millones de euros). Y la fuente no se agotó: en febrero de 2011, Argentina aún se enfrentaba a veintidós demandas, quince de ellas vinculadas a la crisis (4). Por su parte, Egipto se halla, desde hace tres años, en el punto de mira de los inversores. Según una revista especializada (5), el país pasó a ser, en 2013, el principal destinatario de las demandas de las multinacionales.

Para protestar contra este sistema, algunos países como Venezuela, Ecuador o Bolivia anularon sus tratados. Sudáfrica aspira a seguir el ejemplo, seguramente escarmentada por el largo proceso judicial que le enfrentó a la compañía italiana Piero Foresti, Laura De Carli & Others, en relación con el Black Economic Empowerment Act. Los italianos consideraron que esa ley, que otorgaba a los negros un acceso preferencial a la propiedad de las minas y las tierras, era contraria a “la igualdad de tratamiento entre las empresas extran-jeras y las nacionales” (6). Resulta curiosa la “igualdad de tratamiento” reivindicada por estos empresarios europeos, cuando la población de negros sudafricanos, que representa el 80%, sólo posee el 18% de las tierras, y cuando el 45% de esta población vive por debajo del umbral de pobreza. Así funciona la ley de inversión. El proceso no llegó hasta el final: en 2010, Pretoria aceptó otorgar concesiones a los demandantes transalpinos.

Es así como, cada vez, se impone un juego “ganador-perdedor”: o bien las multinacionales reciben enormes compensaciones, o bien estas obligan a los Estados a moderar sus normas, en el marco de un compromiso o para evitar un proceso. Alemania acaba de vivir su primera experiencia amarga de este tipo.

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En 2009, el grupo público sueco Vattenfall demandó a Berlín, reclamándole 1 400 millones de euros, debido a que las nuevas exigencias medioambientales de las autoridades de Hamburgo convierten su proyec-to de central de carbón en “antieconómico”. El CIADI consideró válida la reclamación y, tras múltiples batallas, se firmó un “arreglo judicial” en 2011: este condujo a una “flexi- bilización de las normas”.

Hoy, Vattenfall está en juicio contra la voluntad de Angela Mer- kel de cerrar sus centrales nucleares de aquí a 2022. No se avanza oficialmente ninguna cifra, pero en su informe anual de 2012, Vattenfall estimaba la pérdida debida a la decisión alemana en 1.180 millones de euros.

Por supuesto, las demandas de las multinacionales a veces se desestiman: de los doscientos cuarenta y cuatro casos juzgados hasta finales de 2012, el 42% culminó con la victoria de los Estados, el 31%, con la de los inversores, y el 27% dio lugar a un arreglo (7). Las empresas pierden, en tales casos, los millones destinados al juicio. Pero algunos “aprovechados de la injusticia” (8), según titula un informe de la asociación Corporate Europe Observatory (CEO), esperan recuperar el botín. En este sistema hecho a medida, los ár-bitros de las instancias internacionales y los bufetes de abogados se enriquecen, sea cual sea el resultado del proceso.

Para cada litigio, las dos partes se rodean de toda una batería de abogados, seleccionados entre las mejores empresas y cuyos honorarios oscilan entre los 350 y los 700 euros la hora. Los casos son seguida-mente juzgados por tres “árbitros”: uno es designado por el gobierno acusado, otro por la multinacional acusadora y el último (el presidente), en común por las dos partes. No hay necesidad alguna de estar cualifi-cado, habilitado o designado por un Tribunal de Justicia para arbitrar en este tipo de casos. Una vez elegido, el árbitro recibe entre 275 y 510 euros por hora (a veces mucho más), por casos que suelen superar las quinientas horas, lo cual posiblemente despierte vocaciones.

Los árbitros (en un 96%, hombres), provienen principalmente de grandes bufetes de abogados euro-peos o estadounidenses, pero es raro que su única pasión sea el derecho. Con treinta casos en su haber, el chileno Francisco Orrego Vicuña es uno de los quince árbitros más solicitados. Antes de lanzarse a la justicia mercantil, desempeñó importantes funciones de Gobierno durante la dictadura de Augusto Pinochet. También entre estos quince abogados se encuentra el jurista y ex ministro canadiense Marc Lalonde, quien pasó por los consejos de administración de Citibank Canada y Air France. Por su parte, su compatriota Yves Fortier se movió entre la presidencia del Consejo de Seguridad de la ONU, el bufete Ogilvy Renault y los consejos de administración de Nova Chemicals Corporation, Alean o Rio Tinto. “Integrar el consejo de administración de una empresa que cotiza en Bolsa -y he formado parte del consejo de varias- me ayudó en mi práctica de arbitraje internacional -admitió en una entrevista (9)-. Me dio una visión sobre el mundo de los negocios que simplemente como abogado no habría tenido.” Una auténtica garantía de independencia.

Unos veinte gabinetes, principalmente estadounidenses, proporcionan la mayor parte de los abogados y árbitros solicitados para los ADIE. Interesados por la multiplicación de ese tipo de casos, estos persiguen la menor oportunidad de demandar a un Estado. Por ejemplo, durante la guerra civil de Libia, la empresa britá-nica Freshfield Bruckhaus Deringer aconsejó a sus clientes iniciar juicios en Trípoli, dado que la inestabilidad del país causaba problemas de seguridad perjudiciales para las inversiones.

Entre los expertos, los árbitros y los abogados, cada contencioso supone, de media, cerca de 6 millones de euros por cada expediente en la maquinaria jurídica. Involucrada en un largo proceso contra el operador aeroportuario alemán Fraport, Filipinas tuvo que desembolsar la cifra récord de 58 millones de dólares (42,4 millones de euros) para defenderse -el equivalente del salario anual de doce mil quinientos docentes (10)-. Se entiende que ciertos Estados con bajos recursos vacilen en gastar semejantes sumas y busquen por todos los medios llegar a acuerdos, a riesgo de renunciar a sus aspiraciones sociales o medioambientales. No es sólo que semejante sistema beneficie a los más ricos, sino que, con juicios que desembocan en arreglos amis-tosos, desplaza a la jurisprudencia -y por tanto al sistema judicial internacional- fuera de todo control demo-crático, en un universo regido por “la industria de la injusticia”. ■

BENOÍT BRÉVILLE Y MARTINE BULARD

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Silencio, estamos negociando por vosotrosLas discusiones en torno a este proyecto se han mantenido en secreto durante mucho tiempo, suscitando así inquietudes más que legítimas. Ahora bien, tras múltiples filtraciones, se confirman las sospechas...Por MARTIN PIGEON * Investigador en el Corporate Europe Observatory (CEO). El Observatorio de Europa industrial, con base en Bruselas, estudia los grupos de presión y su influencia sobre las políticas europeas.

OPACIDAD. Esta es la palabra que mejor caracteriza las negociaciones que se dan dentro del Acuerdo Transatlántico de Libre Comercio e Inversión (ATCI). El comisario europeo de comercio internacional, Karel de Gucht, dice en balde que “no hay nada secreto respecto a estas negociaciones comerciales” (1). En un correo con fecha del 5 de julio de 2013, el negociador principal de la Unión, Ignacio García Bercero, aseguró lo contrario a su homólogo estadounidense Daniel Mullaney: ‘Todos los documentos concernientes a las negociaciones o al desarrollo del ATCI, incluidos los textos de las negociaciones, las propuestas de ambos lados, el material explicativo adjunto, los correos electrónicos intercambiados y el resto de las informaciones intercambiadas en el contexto de las negociaciones (...) seguirán siendo confidenciales” (2).

La estrategia del secreto sorprende. Las negociaciones internacionales, cuyas transacciones ocultas fueron descubiertas, siempre terminaron en fracaso.

Este fenómeno, conocido como “efecto Drácula” (3), participó en la desintegración del Acuerdo Multi-lateral de Inversiones (AMI) en 1998; y, más tarde, en 2012, intervino también en el rechazo del Parlamento Europeo al Acuerdo Comercial contra la Falsificación (ACTA). No importa. Según la Dirección General del Comercio, la mesa de negociación sigue abierta: “Para tener éxito en las negociaciones comerciales”, indica en su sitio de Internet, “hay que respetar cierto grado de confidencialidad. De otra manera, esto sería como mostrar el juego a su adversario en una partida de cartas” (4).

El Parlamento Europeo sólo dispone de un acceso restringido al detalle de los intercambios entre Washington y Bruselas. Los negociadores envían información a un solo eurodiputado por grupo político, dentro de la Comisión de Comercio Internacional del Parlamento. Estos no tienen derecho a transmitirlos a sus colegas fuera de esta Comisión ni a especialistas externos para su examen, a pesar de su carácter técnico.

Los Estados miembros reciben la misma información que los eurodiputados, no más. En el contexto del Acuerdo Económico y Comercial Global (AECG/CETA) con Canadá, en vías de resolución, los Estados se quejan de no haber obtenido los principales textos debatidos durante los últimos cinco años, ya que la Comi-sión transmite los resúmenes en lugar de los textos originales.

Esta última negocia el ATCI en un marco validado por los gobiernos. Pero una vez fijado el mandato de la Comisión, es difícil para los Estados enmendarla durante el progreso de las negociaciones. Incluso hasta de discutirlo. Esto implica encontrar alianzas con otras capitales. Durante ese tiempo, la Comisión no ha retrocedido ante ningún subterfugio para esquivar las objeciones, cuando llegan a formularse.

Los documentos transmitidos por la Dirección General de Comercio sobre el ATCI no conciernen, por otra parte, sino a las propuestas de la Unión. Estados Unidos prohíbe el examen de sus “posiciones de nego-ciación” por los otros Estados o por el Parlamento Europeo. No aceptan sino una simple consulta a partir de documentos escritos, en una cámara de lectura ex profeso, sin ninguna posibilidad de reproducción o de tomar nota. Además, únicamente son puestos a disposición los textos de negociación, es decir, borradores de acuerdo ya avanzados, y no los documentos preliminares, esenciales para comprender los compromisos de cada posición. Estas condiciones han bastado para disuadir cualquier consulta hasta hoy.

Según la Comisión, este secreto permite “proteger los intereses de la Unión” y “garantizar un clima de confianza” con el fin de que los negociadores puedan “trabajar en conjunto para obtener el mejor acuerdo posible” (5). Sin embargo, hasta las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC) -poco

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reputada por su transparencia-, prevén la publicación de las contribuciones de los Estados y los textos de negociación.

¿No es es preferible que una negociación sobre temas tan importantes sea llevada a cabo pública-mente entre representantes elegidos antes que en secreto entre tecnócratas anónimos? La Comisión podría exigir tal vez una transparencia completa y recíproca de las negociaciones con el fin “de allanar” las relacio-nes de fuerza durante las conversaciones. Las revelaciones sobre la amplitud de las escuchas de la NSA confirmaron la potencia del sistema de espionaje informático estadounidense, capaz de interceptar todas las comunicaciones o casi todas, incluidas las de los jefes de Estado europeos. Durante otras negociaciones, las de la AECG por ejemplo, alguna infidencia mostró que la Dirección General del Comercio podía cometer graves errores de apreciación. Sólo el examen crítico de estos textos por observadores externos, en especial por profesionales competentes, permitió corregirlos.

Cierta categoría de actores no tiene quejas sobre la opacidad de las negociaciones: la de los “lobistas” de las empresas multinacionales. Estos últimos constituyen la gran mayoría de los participantes decisivos en las consultas públicas sobre el ATCI organizadas por la Comisión y son objeto de un trato de favor: allí donde un representante sindical, a pesar de estar bien informado, no recibió más que un agradecimiento formal por su contribución, el lobby de los proveedores de automóviles, por ejemplo, ha sido invitado a una reunión para discutir en detalle la suya. El de los pesticidas recibió avisos antes de la fecha límite de la entrega de los textos y fue invitado a contribuir conjuntamente con su homólogo estadounidense. Del otro lado del Atlántico, los lobbies disponen también de un acceso a unas negociaciones sin parangón con el reservado al público y a los medios de comunicación por la Administración Obama (6).

La preferencia de la Comisión por los representantes de intereses comerciales se manifestó desde las fases preparatorias del proyecto. Un documento interno muestra que de 130 reuniones organizadas por la Dirección General del Comercio para preparar las negociaciones (7), 119 apuntaban a recoger las prefe-rencias de las grandes empresas y de sus representantes. La legislación sobre el acceso a los documentos administrativos de la Unión permitió hacer pública esta información, así como las notas de gran cantidad de estas reuniones. Pero estas estaban amplia y, a veces, totalmente, censuradas. La Comisión rechaza la transparencia objetando que algunos de los pasajes trataban sobre posiciones de negociación de la Unión. Oculta al público los elementos comprometidos que, sin embargo, parece comunicar a las empresas.

Las negociaciones en tomo al ATCI apuntan en particular a una “convergencia” entre las reglamenta-ciones existentes y sobre todo futuras. Este principio, que permitiría no incluir en el acuerdo los puntos más delicados para tratarlos mejor en el futuro, fue objeto de presiones cada vez más fuertes por parte de la indus-tria, como lo muestra un documento interno (8) de la Dirección General del Comercio enviado por error al New York Times (9). La asociación Business Europe, que representa al empresariado europeo, y la Cámara de Comercio estadounidense reclaman la instauración de “nuevas herramientas y de un proceso de gobemanza para guiar la cooperación reglamentaria de manera tanto transversal como sectorial, lo que ayudará a su vez a tratar las divergencias a la vez entre las regulaciones actuales y las medidas reglamen-tarias que estén por llegar”. Resulta inútil precisar que el empresariado pretende formar parte de dicho “proceso”.

Otro documento de la Unión, revelado en diciembre de 2013, sugiere que estas propuestas fueron tomadas en serio (9), porque figuran en el programa de las negociaciones. De Gucht recomendó en octubre de 2013 que el ATCI prevea la creación de un “Consejo de Cooperación Reglamentaria” (10) sobre la base de una evaluación “informada por la contribución apropiada de las partes interesadas”. Debe entenderse: principalmente de las empresas. ■

MARTIN PIGEON

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Carta (imaginaria) deTonsanmo a sus accionistasEstimados accionistas,

Llamamos su atención sobre la extraordinaria oportunidad que ofrecen las actuales negociaciones en tomo al Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI). Este tratado debería contribuir al crecimiento exponencial de sus dividendos y fortalecer nuestra posición como líder mundial de las semillas, los organismos genéticamente modificados (OGM) y la protección de los cultivos. Constituye la recompensa a los grandes esfuerzos que nuestro lobby realiza desde hace muchos años.

Primero que nada, deseamos tranquilizarles: aunque el 2 de octubre de 2013, el presidente de la República Francesa, François Hollande, afirmara que hará “todo lo posible para lograr preservar la agricultura en la negociación con Estados Unidos” ya que “nuestros productos no pueden quedar exclusivamente a merced de las reglas del mercado”, la agricultura realmente forma parte del mandato de negociación que Francia votó. El ATCI nos brindaría la posibilidad de reducir las excesivas reglamentaciones europeas sobre sanidad y medio ambiente, que nos impiden exportar libremente herbicidas, pesticidas y OGM.

En el marco de las conversaciones y a través de nuestro lobby, la Biotechnology Industry Organization (BIO), protestamos enérgicamente contra las persistentes diferencias entre las normativas de Estados Unidos y las de la Unión Europea (UE), y exigimos “la eliminación de los injustificados retrasos en el procesamiento de nuestras peticiones para introducir nuevos productos biotecnológicos” (1). Podemos contar con el apoyo de algunos Estados miembros, como el Reino Unido, cuyo primer ministro, David Cameron, declaró: ‘Todo debe estar sobre la mesa. Y todos debemos abordar la base de las cuestiones reglamentarias, de manera que un producto aceptado a un lado del Atlántico pueda entrar inmediatamente al mercado del otro lado” (The Wall Street Journal, 12 de mayo de 2013).

Un obstáculo de gran magnitud debe eliminarse: el “principio de precaución”, que obliga, en Europa, a demostrar la ausencia de riesgo antes de la salida al mercado de un producto. Este arcaísmo somete a nues-tros OGM a un procedimiento de autorización y a una evaluación de los riesgos obligatoria y pública. Resul-tado: las poblaciones del Viejo Continente únicamente pueden disfrutar de unos cincuenta productos transgé-nicos, frente a los centenares disponibles al otro lado del Atlántico, donde los consumidores podrán pronto descubrir el sabor del salmón OGM.

El ATCI acabará con este tipo de trabas, como la obligación de etiquetar todo producto OGM dentro del territorio de la UE. Este inesperado proyecto parece haber seducido a algunos estados norteamericanos, lo que demuestra que ya era momento de actuar (2).

Es cierto que lograr una alineación total de las normas en el momento de la firma del acuerdo será políticamente complejo: ya empiezan a hacerse oír las protestas ciudadanas. Pero, por suerte, dos meca-nismos incluidos en los mandatos de negociación permitirán una alineación de las normas tras la firma. Por una parte, el arreglo de las diferencias entre inversores y Estados nos permitirá discutir directamente ciertas reglamentaciones adoptadas por la UE, los Estados o las colectividades locales que prohibieran, por ejemplo, cultivar OGM en Francia. Por otra parte, un “consejo de cooperación reglamentaria”, constituido por represen-tantes de las agencias de regulación estadounidenses y europeas, supervisará todas las normas existentes o emergentes, antes incluso de ser sometidas a las instancias legislativas.

Nos interesa especialmente otro aspecto de las negociaciones: los derechos de propiedad intelectual. El objetivo es obligar a todo agricultor a aprovisionarse de semillas con nosotros. Todo agricultor podría ser procesado por falsificación si es sospechoso de posesión fraudulenta de semillas de una variedad protegida por una patente registrada por nosotros. Sus bienes y sus cuentas bancarias podrían congelarse. Todo comprador de cosechas fruto de esas semillas podría ser acusado por encubrimiento de falsificación. Trabajar en la granja con una selección y producción propia de semillas sería, pues, prácticamente imposible, como sugiere la batalla que ganamos a los agricultores colombianos en el marco de otro acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Presionado por nosotros, el Estado colombiano tuvo que destruir masivamente las

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cosechas obtenidas de semillas producidas en la granja (3). Ese tipo de cláusulas de propiedad intelectual figuran en el acuerdo entre la UE y Canadá (CETA), en proceso de ratificación, y se están negociando en el marco del ATCI.

Finalmente, el tratado transatlántico abre la vía para una reducción sustancial de los aranceles adua-neros. Los derechos aduaneros agrícolas son, en promedio, mucho más elevados en la UE (13%) que en Estados Unidos (7%) (4). Siguen protegiendo producciones especiales, en particular en la ganadería, llegan-do a veces a superar el 100% (5). Su disminución permitirá el pleno funcionamiento de la competencia y una mayor exportación de trigo y soja OGM. Esta incitará a la agricultura campesina a adoptar un modelo más competitivo, a bajar los costes de producción en explotaciones cada vez más grandes y automatizadas, utili-zando cada vez más pesticidas, herbicidas y, esperemos, OGM. Como ven, estimados accionistas, gracias al ATCI, el futuro se anuncia radiante para nosotros y, por consiguiente, para ustedes. ■

LA DIRECCIÓN DE TONSANMO, JUNTO CON AURÉLIE TROUVÉ * ( PROFESORA TITULAR DE ECONOMÍA, COPRESIDENTA DEL CONSEJO CIENTÍFICO DE LA ASOCIACION POR LA TASACION DE LAS TRANSACCIONES FINANCIERAS Y POR LA ACCION CIUDADANA (ATTAC)

Los tres actos de la resistenciaLos políticos nacionales, los diputados europeos y los propios gobiernos disponen de diversas opciones para oponerse al proyecto del acuerdo transatlántico. Pero todavía falta que manifiesten esa voluntad, o que la ciudadanía les invite a manifestarla...

POR RAOUL MARC JENNAR (Autor de Le grand Marché transatlantique. La menace sur les peuples d’Europe. Cap Bear Perpiñan, 2014)

Hasta la firma del tratado, deben franquearse varias etapas.

Mandato de negociación. La Comisión Europea se reserva el monopolio de la iniciativa: es la única que propone las recomendaciones que enmarcan la negociación de cualquier acuerdo de comercio o de librecambio (1). Reunidos en Consejo, los Estados miembros deliberan sobre el caso antes de autorizar la negociación. Las recomendaciones iniciales de la Comisión -rara vez modificadas por el Consejo (2)- deli-mitan entonces un mandato de negociación. El del Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (ATCI) fue conferido el 14 de junio de 2013.

Negociación. Está a cargo de la Comisión, con la asistencia de un comité especial donde están presentes los 28 gobiernos, que, por tanto, no pueden simular que desconocen por completo las negociaciones actuales. El comisario de comercio, Karel De Gucht, coordina las conversaciones por la parte europea. El Tratado de Lisboa prevé que la Comisión “informe periódicamente al Parlamento Europeo del avance de las negocia-ciones” (3), una obligación nueva con la que cumple no sin algunas reticencias. Las condiciones en las que la Comisión de Comercio Internacional del Parlamento Europeo recibe información muestran una concepción muy limitada de la transparencia . Para el ATCI, esta fase sigue su curso.

Acto I: validación por parte de los Estados miembros. Una vez terminadas las negociaciones, la Comisión presenta sus resultados al Consejo Europeo, que decide por mayoría cualificada (al menos el 55% de los Estados que representan al 65% de la población [4]). Restricción importante: si el texto que le someten contie-ne disposiciones sobre el comercio de servicios, sobre los aspectos comerciales de la propiedad intelectual o sobre las inversiones extranjeras directas, se requiere unanimidad. Esta también se impone para cerrar acuerdos, “en el ámbito del comercio de servicios culturales y audiovisuales, cuando dichos acuerdos puedan perjudicar a la diversidad cultural y lingüística de la Unión; y en el ámbito del comercio de servicios sociales, educativos y sanitarios, cuando dichos acuerdos puedan perturbar gravemente la organización nacional de dichos servicios y perjudicar a la responsabilidad de los Estados miembros en la prestación de los mismos”. Los gobiernos disponen, pues, de una amplia libertad de apreciación del resultado final de las discusiones y pueden apoyarse en la obligación de decidir por unanimidad para bloquear el proyecto.

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Antes de pronunciarse, el Consejo debe someter el texto al Parlamento Europeo, para evitar que lo desa-prueben (5).

Acto II: validación por parte del Parlamento Europeo. Desde 2007, el Parlamento dispone de mayor poder de ratificación. Puede aprobar o rechazar un tratado negociado por la Comisión al término de un procedi-miento denominado “dictamen conforme”. Así lo hizo el 4 de julio de 2012 al rechazar el acuerdo comercial antifalsificación (en inglés Anti-Counterfeiting Trade Agreement, ACTA), negociado entre 2006 y 2010 en el mayor de los secretos por más de 40 países. También puede, como cualquier Estado, solicitar la opinión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la compatibilidad del acuerdo negociado con los tratados (6). Esta fase debe empezar cuando el Consejo de ministros transmite al Parlamento el resultado de la negocia-ción.

Acto III: ratificación por parte de los Parlamentos nacionales. Si la cooperación transatlántica es validada por el Parlamento y el Consejo europeos, sigue quedando una cuestión que debatir: un tratado que constara de todas las disposiciones inscritas en los 46 artículos del mandato de negociación, ¿escaparía al análisis de los Parlamentos nacionales?

“¡Sí! -responde el comisario De Gucht, quien evoca la futura ratificación del acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea (UE) y Canadá en estos términos-. Posteriormente, será preciso que el colegio de los 28 comisarios europeos dé el visto bueno al texto definitivo que presentaré ante él antes de pasar a la ratificación por parte del Consejo de ministros y el Parlamento Europeo”(7). Con esto, descarta la posibilidad de una ratificación por parte de los Parlamentos nacionales. Probablemente entienda que este procedimiento se aplica también a la cooperación transatlántica, puesto que, en virtud del Tratado de Lisboa, los acuerdos de libre comercio son competencia exclusiva de la UE, contrariamente a los acuerdos mixtos (es decir, some-tidos a la vez al Parlamento Europeo y a los Parlamentos nacionales), que contienen disposiciones que son competencia de la Unión y de los Estados a la vez.

Dentro del Consejo de ministros europeos, varios gobiernos, entre ellos los de Alemania y Bélgica, no com-parten el punto de vista de De Gucht. Este último anunció que recurriría al Tribunal de Justicia de la UE para zanjar su desacuerdo (8).

La cuestión de los acuerdos de libre comercio mixtos ya ha fomentado debates en otras ocasiones: en 2011, parlamentarios alemanes, irlandeses y británicos solicitaron que fueran declarados “mixtos” los acuerdos de libre comercio con Colombia y Perú y que, por lo tanto, fueran sometidos a la ratificación de los Parlamentos nacionales. El 14 de diciembre de 2013, el Parlamento francés también ratificó el acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Corea del Sur negociado por la Comisión. Próximamente deberá estudiar la ratifi-cación de los acuerdos entre la UE, Colombia y Perú.

El acuerdo previsto con Estados Unidos supera el ámbito del librecambio y se introduce en las prerrogativas de los Estados, como cuando se trata de cambiar las normas sociales, sanitarias, medioambientales y técni-cas, o de transferir la regulación de los conflictos entre empresas privadas y poderes públicos a estructuras de arbitraje privadas. La competencia exclusiva de la UE no se extiende a campos que todavía conciernen -al menos en parte- a la soberanía de los Estados.

El caso de Francia. En su célebre fallo de 1964, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas esta-blece la primacía absoluta de los tratados sobre el derecho nacional de los Estados miembros (9). En Francia, sin embargo, los tratados poseen un rango inferior a la Constitución: por lo tanto, deben adecuarse a ella. Durante la adopción de cada tratado, la práctica de los gobiernos consiste en modificar la Constitución para evitar cualquier incompatibilidad.

La adopción del Tratado de Lisboa de 2008 fue una de esas ocasiones (10). No obstante, durante esta última revisión, no se propuso a los congresistas reunidos en Versalles que modificaran el artículo 53 de la Constitu-ción, que dispone: “Sólo podrán ser ratificados o aprobados en virtud de una ley los tratados de paz, los trata-dos de comercio, los tratados o acuerdos relativos a la organización internacional, los que impliquen obliga-ciones financieras para la Hacienda Pública, los que modifiquen disposiciones de naturaleza legislativa, los

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relativos al estado de las personas y los que entrañen cesión, canje o accesión territorial. No tendrán efecto hasta haber sido ratificados o aprobados [...]”.

Por tanto, al ser un tratado de comercio, la cooperación transatlántica debería ser sometida a la ratificación del Parlamento francés. Corresponde al ministro de Asuntos Exteriores examinar si el texto depende del artículo 53 de la Constitución. No sorprende, pues, que el Gobierno de Manuel Valls haya accedido a trans-ferir de Bercy (sede del Ministerio de Economía y Finanzas) al Quai d’Orsay (sede del Ministerio de Asuntos Exteriores) la tutela en materia de comercio exterior. El ministro de Asuntos Exteriores, Laurent Fabius, cuyo atlantismo nunca ha sido desmentido, ofrece más garantías que el ministro de Economía, Arnaud Monte- bourg. Y la elección de Fleur Pellerin como secretaria de Estado de Comercio Exterior ha dejado completa-mente tranquilo al Movimiento de Empresas de Francia (MEDEF) (11).

Si se confirmara la necesidad de una ratificación por parte del Parlamento francés, el Gobierno podría intentar recurrir al procedimiento de revisión simplificado, que somete a voto el tratado, sin debate (12). Pero la decisión corresponde a la Conferencia de Presidentes y a la Comisión de Asuntos Exteriores de la Asamblea Nacional. Sin contar con que sesenta diputados o sesenta senadores también pueden pedir al Consejo Constitucional que dictamine sobre la adecuación a la Constitución del contenido del tratado de cooperación transatlántica.

La lógica indica que la población no puede esperar demasiado de gobiernos que aceptaron las recomenda-ciones realizadas por la Comisión Europea, el 14 de junio de 2013. Sin embargo, las dudas que parece han florecido durante la primavera de 2014 sugieren que el éxito cada vez mayor de los movimientos de oposición al ATCI está surtiendo efecto.

Un valioso incentivo para seguir luchando. ■

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