seirei nomoribito -...

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Dirección editorial: Elsa Aguiar Coordinación editorial: Gabriel Brandariz Ilustraciones: Estudio Fénix

Título original: Seirei no MoribitoTraducción: Gonzalo Fernández (www.gonzalofernandez.es)

Publicado por primera vez en Japón en 1996por Kaisei-Sha Publishing Co., Ltd. Derechos de traducción al español por acuerdo con Kaisei-Sha Publishing Co., Ltd, a través del centro japonés de derechos extranjeros y la agencia literaria Ute Cörner, S.L. (www.uklitag.com)

© Nahoko Uehashi, 1996© Ediciones SM, 2010 Impresores, 2 Urbanización Prado del Espino28660 Boadilla del Monte (Madrid) www.grupo-sm.com

ATENCIÓN AL CLIENTETel.: 902 121 323 - Fax: 902 241 222e-mail: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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MoribitóEl guardián del espíritu

Nahoko Uehashi

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primera parte

la crisálida

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1 El rescate

Cuando la comitiva imperial llegó al puente Yama-kage, el destino de Balsa dio un giro inesperado.

En aquel momento, Balsa atravesaba el otro puente,el de los plebeyos, situado a cierta distancia corrienteabajo.Por las rendijas que dejaban los tablones podía verel río Aoyumi, un espectáculo siempre inquietante queese día, tras la crecida provocada por las lluvias otoñales,se presentaba más terrorífico de lo habitual: las aguasrevueltas, cenagosas y turbias, aparecían cubiertas de es-puma blanca.La pasarela, en precario estado de conser-vación, se agitaba de forma alarmante con cada golpe deviento.

Balsa, sin embargo, avanzó con determinación. Car-gaba al hombro una lanza de la que colgaba un hatillode trapo.Bajo su capa de viaje,muy gastada por el uso, se

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ocultaba un cuerpo de complexión atlética, compactay de músculos definidos.Cualquier persona versada enartesmarciales reconocería en ella al instante a una opo-nente temible. Llevaba el pelo, largo y estropeado porlas inclemencias del tiempo, recogido en una coleta,y en su rostro, exento demaquillaje y curtido por el sol,asomaban los primeros y sutiles indicios de arrugas.Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos, ne-gros como el azabache y con una mirada penetrante enla que se leía unmensajemuy claro: esta chica no se dejaintimidar.

Con aquellos ojos miraba ahora corriente arriba, sindejar de avanzar por el puente con zancadas firmes.Unacapa de hojas de arce teñía de granate las escarpadas la-deras de lasmontañas.En la distancia,un carruaje tiradopor un buey atravesaba el puente Yamakage, reservado,como todo el mundo sabía, para uso exclusivo de la fa-milia imperial. Las correas doradas del animal de cargabrillaban a la luz del atardecer. La comitiva estaba for-mada por veinte lacayos y la bandera roja que precedía algrupo indicaba el rango del viajero.

«El segundo príncipe», pensó Balsa. «Debe de vol-ver a la capital desde su residencia imperial en lasmon-

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tañas».La joven lancera se detuvo a contemplar la escena,cautivada por la belleza de aquel instante suspendidoen el tiempo. Sabía que, a aquella distancia, no se podíaconsiderar un delito su negativa a postrarse.Balsa no eranativa de aquel país y, además, por razones personalesdifíciles de olvidar, sentía poco respeto por gobernantesy soberanos de cualquier tipo.

Pero la tranquilidad del momento se quebrantó deforma repentina cuando el buey se revolvió contra el la-cayo que sujetaba sus riendas y empezó a cargar de formaviolenta, sacudiendo su cuerpo hacia delante y haciaatrás, dando coces y embistiendo. Los lacayos del prín-cipe no pudieron detener al animal,que parecía habersevuelto loco. Balsa vio cómo el carruaje se iba venciendohacia un lado.

Entonces, un pequeño cuerpo vestido de rojo saliódespedido del interior del vehículo, sacudiendo brazosy piernas en el aire mientras caía al río.

Antes de que el agua se lo hubiera tragado, Balsa yahabía soltado sus bultos, se había desprendido de su capa,había enganchado una cuerda al extremode su lanza conun mosquetón y disparado la misma hacia la orilla delrío. La lanza trazó una línea recta y precisa, y se clavó

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con firmeza en la tierra, justo entre dos rocas. Todavíapudo advertir de reojo cómo tres o cuatro lacayos se apre-suraban en dirección al príncipe, antes de agarrarse confuerza a la cuerda y lanzarse a las turbias aguas del río.

El golpe contra el agua fue similar al que hubiera su-frido al caer sobre una superficie pavimentada, y Balsaquedó considerablemente aturdida. Sacudida por laviolencia de la corriente, consiguió aferrarse a la cuerday se subió a la roca más cercana; se retiró el pelo de lacara y concentró su vista en el agua hasta encontrar unpequeño bulto rojo descendiendo a la deriva en la co-rriente. Una mano emergía en la superficie, se hundía,volvía a aparecer.

«Que se haya desmayado. Por favor, que se haya des-mayado», murmuró Balsa para sus adentros. Buscandouna referencia para orientarse, se metió de nuevo en lasaguas revueltas del río y nadó tan rápido como pudocontra la corriente en dirección al punto en el que sutrayectoria se cruzaría con la del príncipe. El agua bor-botaba en sus oídos, gélida y cortante como un cuchillo.A duras penas podía distinguir el rojo del kimono delpríncipe en la oscuridad de la corriente y, con el brazoestirado, sentía la tela escaparse entre sus dedos.

Balsa empezó a maldecir, víctima de su propia frus-tración, pero justo en ese momento sucedió algo muyextraño. Durante un segundo –no más del tiempo quese tarda en pestañear– se sintió ligera, como si algo lahiciera flotar. La furia del río se transformó en calmay todos los ruidos se desvanecieron; todo se detuvo den-tro de una especie de burbuja azul que parecía exten-derse hasta el infinito y dentro de la cual se hallaba el

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príncipe, nítido y bien definido. Sin llegar a compren-der lo que estaba ocurriendo, Balsa volvió a estirar elbrazo y agarró al infante del kimono.

Tan pronto como sumano se hubo aferrado a la tela,como si ese extrañomomento en el tiempo solo hubierasido un sueño,el agua golpeó de nuevo con tal fuerza queBalsa pensó que le arrancaría el brazo.Haciendo uso detodas sus energías, arrastró al príncipe hacia ella y en-ganchó su cinturón a unmosquetón en el otro extremode la cuerda. Balsa asió la cuerda con una mano entu-mecida, nadó de vuelta hacia la orilla y, ya al borde delcolapso, puso al príncipe en tierra.

El niño no aparentabamás de once o doce años; teníaun rostro infantil y la piel blanca como una sábana.Porsuerte, tal y como Balsa había deseado que sucediera, sehabía desmayado al caer, y gracias a ello no había tra-gado agua. Empezó a reanimarle, hasta que el mucha-cho rompió a toser y volvió a respirar.

«Gracias al cielo», suspiró Balsa.Estaba lejos de sospechar que aquello no había sido

más que el principio de todos sus problemas.

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2 Comienza el viaje

Balsa apuró la última gota de vino de su copa y ex-haló un suspiro de satisfacción. Qué sorpresa reci-bir una invitación para acudir al palacio Ninomiya.Vale, había salvado la vida del príncipe; pero, comoextranjera, su rango era incluso inferior al de un ple-beyo. Lo más que había esperado era una cantidad enmetálico. De hecho, después de dejar al príncipe consus cortesanos a orillas del río aquella misma tarde,un sirviente le preguntó dónde se alojaba para poderllevarle una recompensa. Pero el mensajero que apa-reció en la pensión dijo que la madre del príncipe, lasegunda emperatriz, deseaba agasajarla primero en elpalacio.

El mikado, emperador de Nuevo Yogo por graciadivina, tenía tres esposas.Aquella que engendró a su pri-

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mogénito era conocida como la primera emperatriz; lamadre de su segundo hijo, a su vez, era la segunda em-peratriz.

Según había oído Balsa, después del segundo prín-cipe no había más herederos al trono, dado que la ter-cera emperatriz no le había dado descendencia al mi-kado. Aquellas historias, no obstante, concernían apersonas de esferas muy distintas a la suya, y ella nosabía nada más.

Balsa no era tan ignorante de las normas que rigenel mundo como para dejar que la invitación de la se-gunda emperatriz la envaneciera.Era consciente de quela alta nobleza solo trata a los plebeyos con amabilidadcuando espera obtener algo a cambio.Sin embargo, aun-que sabía que las llamadas a palacio no solían traer nadabueno, no podía rechazar la invitación sin resultar des-cortés. Tal actitud,además,no habría hecho sino empeo-rar las cosas, por lo que no tuvo otra opción que acudira la cita.

A pesar de todo, la bienvenida que le estaban brin-dando parecía sincera. La segunda emperatriz debía dequerer mucho a su hijo. La sala en la que se encontrabaBalsa estaba en uno de sectores más apartados del pa-lacio, pero un brasero de carbón mantenía la estanciaa una temperatura agradable, y la comida incluía deli-cias que jamás había probado: una sopa cremosa de sa-bores sutiles,pollo frito, sabroso y crujiente,y buen vinoservido en una elegante copa de cristal. Balsa disfrutóde cada plato sinmiedo a ser envenenada,pues sabía quesi hubieran querido eliminarla la habrían asesinado enla pensión, y no en el palacio.

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Aunque había sido ella quien la había invitado, laemperatriz no se presentó ante Balsa en persona, sinoque envió al chambelán del príncipe para expresar sugratitud. A ella no le resultó extraño: según las creen-cias yogolesas, los miembros de la familia imperial sondescendientes directos del dios Ten no Kami, y sus po-deres divinos pueden causar daños de forma involunta-ria a aquellos que se crucen en su camino, igual que lascorrientes de agua que fluyen hacia el mar. Un plebeyopodría quedar ciego solo con mirarlos a los ojos.

Balsa hizo una reverencia ante el chambelán.–Gracias por esta cena exquisita –dijo–,pero una ple-

beya como yo no merece semejante banquete.El chambelán, que lucía una barba blanca elegante

y bien cuidada, inclinó la cabeza.–No se puede considerar una compensación justa por

salvar la vida del príncipe. Su alteza le ruega que accedaa pasar la noche en palacio.

Balsa arqueó levemente las cejas.–No querría abusar de la hospitalidad de la empera-

triz. Por favor, dígale que estos manjares son más quesuficiente.

–Permítame que insista –protestó el chambelán; en-tonces le dio a Balsa una palmada en el hombro, comodiciendo que no había necesidad de ser tan ceremoniosa,y de formamuy rápida,casi inaudible, susurró a su oído–:La emperatriz necesita que se quede esta noche. Le su-plico queno se vaya –recuperando al instante el tononor-mal de su voz, añadió–: Los baños termales de palacioson extraordinarios. Será una experiencia que no olvi-dará nunca.

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Balsa inclinó la cabeza en señal de asentimiento.Nole quedaba más remedio que aceptar la invitación.

Las termas, tal y como le había asegurado el chambe-lán, eranmagníficas.Después de darse un baño esplén-dido en la galería de mármol –hasta donde llegaban lasaguas termales canalizadas desde fuera, como solo se po-día permitir la alta nobleza–,Balsa salió al exterior y sedirigió a la piscina situada en un rincón del jardín pri-vado. El aire frío de la noche se clavó en su piel, pero tanpronto se hubometido en el agua humeante, una ola decalor recorrió lentamente su cuerpo.Una nube de vaporse elevaba hacia el cielo nocturno, y las hojas cobrizasdel otoño semecían a la luz trémula de las antorchas quealumbraban el jardín.Completaba la escena una bóvedaceleste repleta de estrellas.

«Tendré que ir tomando las cosas como vengan»,pensó Balsa.

Cuando salió del agua se puso la muda limpia quehabían dispuesto para ella, pero encima se volvió a po-ner sus viejas ropas de viaje. La sirvienta que la atendíafrunció el ceño.

–Había preparado ropa limpia...Balsa esbozó una sonrisa.–Gracias, pero creo que estaré más a gusto con mi

propia ropa.Una plebeya como yo no está acostumbradaa tanto lujo.Además –continuó–,no está sucia. Siemprellevo un juego limpio para ir alternando.

La sirvienta sonrió con frialdad y condujo a Balsahacia sus aposentos a través de un pasillo largo y oscuro.Todas las paredes de la estancia estaban formadas por

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puertas correderas cubiertas por lujosos brocados de oroy plata. Balsa supuso que cada puerta conduciría a otraestancia similar a la que ocupaba ella.El futón en el queiba a dormir ya estaba preparado en el centro de la ha-bitación, sobre un grueso tatami de caña. Se aseguróde que tanto su lanza como sus demás pertenencias es-tuvieran a mano y, aflojando únicamente su cinturón,se metió entre las sábanas y se estiró.El colchón era su-blime.

«Blando y suave como una nube», pensó Balsa. «Losnobles deben de dormir así todas las noches; sin em-bargo, paramí esto no esmás que una pequeña degusta-ción del paraíso.Me pregunto cuánto tiempo durará...».

A pesar de saberse acechada por peligros desconoci-dos, dejó que el calor del baño y el cansancio del día seapoderasen de ella.

Lamayoría de las personas se duermen de forma pro-gresiva, yendo y viniendo entre un sueñomás profundoy uno más ligero; y cuando se despiertan, tampoco re-cuperan la conciencia al instante. Balsa, sin embargo,era capaz de alcanzar el sueño profundo en cuestión desegundos, como si cayera por un precipicio, y al desper-tar estaba inmediatamente alerta: una habilidad adqui-rida tras muchos años de entrenamiento.

El ruido de pisadas aproximándose la despertó enmedio de la noche. Dos personas se acercaban, pero nopor el pasillo, sino a través de una de las habitacionesadyacentes. A pesar de las precauciones que tomaban,se notaba que no eran profesionales, pues no sabíansilenciar sus pasos. Balsa se incorporó bruscamente enla cama.

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Entonces se oyó un susurro tras una de las puertas:–Balsa.Para su sorpresa, era una voz de mujer.–Adelante, estoy despierta –contestó.La puerta se abrió y una silueta avanzó en la pe-

numbra. Llevaba un candelabro de plata en una manoy junto a ella, cogida de la otramano,había una segundasilueta más pequeña. Balsa no pudo disimular su sor-presa cuando, a la tenue luz de la vela, reconoció aque-lla cara de piel pálida. «¡Imposible!», pensó. Pero no seequivocaba. Era el niño que había rescatado en el río latarde anterior: el segundo príncipe.

–¿Su... su alteza? –balbuceó.Cuando sus ojos se encontraron,Balsa se preguntó si

se quedaría ciega. Pero nadamás lejos de la realidad: losojos que la miraban no solo no emitían una luz cega-dora, sino que desfallecían de puro cansancio. El niñoparecía estar a punto de quedarse dormido.

–Había temido por ti –dijo con voz suave la mujerque acompañaba al príncipe–. Por suerte, veo que losojos de su alteza imperial no te han cegado. Aunque nodebería sorprenderme, habida cuenta de la reputaciónque te precede.Dicen que eres una mujer fuerte.

Balsa comprendió que quien se encontraba ante ella–aquella mujer joven y delgada– no era otra que lasegunda emperatriz, la segunda esposa del mikado, y seapresuró a salir de la cama para arrodillarse a sus piescon la cabeza inclinada.La emperatriz continuó hablan-do con parsimonia.

–Gracias por haber salvado la vida del príncipe.Siempreme ha dadomiedo cruzar ese río cuando vamos

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a la residencia imperial en las montañas. ¡Y tú te lan-zaste al agua desde el puente! Cuatro de los lacayos delpríncipe se tiraron al río detrás de él, y solo ha sobre-vivido uno.Los cuerpos de los otros tres todavía no hanaparecido.

Balsa cerró los ojos. «Pobrecillos», pensó. Si no se hu-bieran lanzado al rescate del príncipe, lo más probablees que los hubieran acusado de no intentar salvarlo. Lamuerte había sido,por tanto, su única opción.Sintió unaprofunda compasión por ellos.

–Debes de preguntarte por qué hemos venido a verteen plena noche y por qué deseo hablar contigo a solas.Balsa, levanta la cabeza y mírame.

Balsa obedeció y lo que vio le llegó al corazón. Aun-que todavía era joven, la emperatriz tenía la cara páliday seca como si estuviera enferma. Pero sus ojos se ilu-minaron al mirar a Balsa.

–¡Eres tal y como dicen los rumores! –exclamó–.Tie-nes el aspecto de una mujer valiente y audaz. Las sir-vientas me han contado lo que dicen de ti los hombres.A pesar de sermujer, te ganas la vida protegiendo a otros.No hay nadie en el negocio que no conozca el nombrede Balsa la lancera, la aventurera de Kanbal que hablacon fluidez diversas lenguas y que ha salvadomuchas vi-das. ¿No es cierto todo esto?

Balsa miró en otra dirección.–Los rumores que han llegado a sus oídos son dema-

siado elogiosos. No soy más que una simple guardaes-paldas. Ofrezco protección a cambio de dinero, ese esmitrabajo.

La emperatriz asintió.

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–O sea, que si te pagan salvas la vida de alguien. ¿Noes así?

–Bueno, no... no es exactamente así... –Balsa se esfor-zaba en buscar las palabras adecuadas–. Supongo que,dicho en términos sencillos, lo que usted dice es cierto.Pero no existe ninguna garantía de que siempre vayaa poder salvar a la persona que protejo.

El gesto de la emperatriz se tornó severo.–Qué raro. Admito que tengo poco contacto con el

mundo exterior, pero sé que, en toda transacción, aque-llo que se vende debe tener el mismo valor que aquelloque se compra. Si lo que vendes es salvar vidas y quieresrecibir un pago a cambio, tendrás que salvar la vida dela persona cuya protección te haya sido encomendada.

Balsa sonrió. No le faltaba agudeza a la emperatriz.–Así es –respondió–. Pero si fracaso no recibo nada.–¿Por qué? –preguntó la emperatriz, sorprendida–.

¿No te pagan hasta haber concluido el trabajo?–Lo habitual es que me paguen el cincuenta por

ciento al principio y el resto al final. Pero nome referíaa eso. Lo que intentaba explicar es que si fracaso en mitrabajo, estoy muerta.

La emperatriz se quedó unos segundos en silencioy a continuación preguntó:

–Entonces, si pones tu vida en juego, ¿por qué lohaces?

–Señora, lo siento, pero si le cuento la historia de mivida, la noche se transformará en día.

La emperatriz vaciló un instante y miró a su hijo,que se había quedado dormido apoyado contra la puertacorredera. Balsa ya había deducido que quería contra-

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tarla como guardaespaldas del príncipe.Algo grave de-bía de estar ocurriendo en el palacio, y la emperatriz,temiendo por la vida de su hijo, quería que ella lo pro-tegiera. Al tratarse de una persona ajena a la corte, sinconexiones de ningún tipo con la alta nobleza, no se-ría sino un nuevo peón del que nadie sabía nada. Ade-más, después de haber rescatado a su hijo, debía de apa-recer ante los ojos de la emperatriz como un ser mágicocon poderes sobrenaturales. «¡Está convencida de quepuedo salvar al príncipe!», pensó Balsa. «Pero es impo-sible. Yo no puedo hacer nada contra las intrigas de pa-lacio».

Sin embargo, lo que la emperatriz dijo a continua-ción superó todas sus figuraciones.

–He acudido a ti esta noche dispuesta a despedirmede mi hijo para siempre.

Balsa, sorprendida, levantó la cabeza con un movi-miento brusco. La emperatriz la miraba fijamente a losojos.

–Estoy convencida de que ayer, en el puente, el accesode furia del buey no fue una simple casualidad.Alguienquierematar al príncipe.Hace dos semanas,mientras sebañaba, una roca se desmoronó en el manantial y em-pezó a brotar agua hirviendo.Si no se hubiera resbalado

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justo en ese momento,mi hijo habría muerto de formaterrible y dolorosa.

–Disculpe, alteza, pero ¿está segura de que no fue unaccidente?

Balsa pensó que su pregunta enfurecería a la empe-ratriz, pero esta se limitó a exhalar un suspiro.

–Eso es lo que dice todo el mundo. El problema esque nadie entiende por qué alguien querría matarle –lallama de la vela soltó un chispazo–.Hace dosmesesmáso menos,mientras estábamos en la residencia imperialen las montañas, el niño empezó a emitir quejidos porlas noches,como si le atormentara alguna pesadilla.Cadanoche sucedía lomismo,pero al despertar no recordabanada.Loúnico que perduraba en él era una especie de im-presión muy fuerte, un deseo.

La emperatriz se quedó en silencio, como si le resul-tara difícil continuar.

–¿Un deseo? ¿Qué clase de deseo?–Decía que... decía que quería «volver a su hogar».–¿Volver a casa? ¿Adónde?–No sé. Él tampoco lo sabe. Pero el deseo era tan in-

tenso que le causaba trastornos muy serios. Al cabo depoco tiempo tuvimos que empezar a vigilarle por las no-ches para que no se levantara dormido.Cuando la noti-

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cia llegó a sus oídos, el mikado acudió a la residenciaacompañado por un astrólogo imperial.

Balsa sabía que los astrólogos imperiales eran erudi-tos del Tendo –las fuerzas divinas que rigen estemundoy el más allá– que vivían en el palacio de las estrellas.

–El astrólogo se llamaba Gakai –continuó la empe-ratriz–. Después de escuchar las explicaciones del prín-cipe, pasó toda la noche observándolomientras dormía.Entonces sucedió algo horrible –sus labios temblaron–:poco después de las doce, cuando todo elmundo dormía,desperté sobresaltada.Aunque estaba consciente,nomepodíamover.Hice un esfuerzo por volver la cabeza haciael príncipe y me resultó difícil creer lo que vieron misojos.El cuerpo del niño... brillaba con una luz pálida decolor azul que latía como si estuviera viva.Era como si elpríncipe fuera una crisálida con otra criatura creciendodentro de él.

»Entonces escuché un cántico. El astrólogo imperialentonaba una salmodia con voz temblorosa. Vi cómolevantaba una espada por encima de mi hijo y, olvidán-dome de mí misma, hice acopio de todas mis fuerzas ygrité.La luz desapareció al instante.Como si despertarade un sueño,volví a percibir el aire frío de la noche ymedi cuenta de que durante aquellos momentos no habíasentido nada.El príncipe seguía durmiendo, como si nohubiera pasado nada, y por un instante pensé que todohabía sido, efectivamente, un sueño.

»Pero era evidente que no había sido un sueño, por-que el astrólogo estaba empapado en sudor, como si al-guien le hubiera arrojado un cubo de agua caliente porencima.Ymemiraba desafiante, con ojos llenos de odio.

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–¿Con ojos de odio?La emperatriz apretó los dientes.–Sí. Y dijo algo terrible, algo escandaloso y ofensivo.

Debía de estar tan avergonzado de haber expuesto sumiedo a mis ojos, que... –la segunda emperatriz estabatemblando, pero de algún modo encontró la forma depronunciar las palabras– señaló al príncipe y se atrevióa preguntar si la sangre delmikado corría de verdad porsus venas.

–¿Y por qué diría una cosa así?La emperatriz clavó su mirada en Balsa.–¿Por qué? ¡Amí tambiénme gustaría saber por qué!

Pero por más que le presioné, lo único que conseguí fueque negara con la cabeza. Y luego dijo: «Tarde o tem-prano, quien ahí duerme morirá» –la emperatriz nopudo evitar un sollozo–.Yo estallé de rabia y le preguntécómo podía cometer la osadía de predecir la muerte delpríncipe sin tomar ninguna medida para protegerlo.Pero él respondió: «Si de verdad tuviera sangre imperial,no llevaría esa cosa dentro de él.Así que nome acuse depredecir la muerte del príncipe».

El niño despertó de repente, asustado por el llantode sumadre. Intentó consolarla con una caricia en la es-palda y, a continuación, miró a Balsa de forma amena-zadora. El parecido de sus ojos con los de su madre eratan asombroso que a Balsa se le partió el corazón.

–¿Has insultado a mi madre? –inquirió el príncipe.–¡Sssh! –la emperatriz le tapó la boca con la mano–.

Te equivocas, Chagum. Pero has elegido un buen mo-mento para despertar. Precisamente le estaba pidiendoa esta mujer que te protegiera para salvar tu vida.

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Balsa sintió un sudor frío, consciente como era delgrave cometido hacia el que,de forma inexorable, se veíaarrastrada.

–Disculpe, alteza, pero...–No, por favor. Deja que termine primero mi his-

toria.Chagum, visiblemente sorprendido, alzó la mirada

hacia sumadre.Balsa estaba segura de que nunca la ha-bía visto suplicar de esa forma a un plebeyo.

–Chagum, tú también debes escuchar con muchaatención. Aunque todavía eres muy joven, quiero queestas palabras se graben en tu mente. Debes recordarque tal vez no tengas la ocasión de volver a escucharlasjamás.

El príncipe asintió en señal de obediencia.–He pensado día y noche en lo que dijo el astrólogo

imperial, y creo que por fin he comprendido. No mereveló ningún detalle; de hecho, creo que él mismo nosabe qué es lo que hay dentro de mi hijo. Solo sabe quees algo terrible y que acabará matándolo. Pero sí dejóuna cosa muy clara: sea lo que sea esa criatura, ningúndescendiente de los dioses sería elegido nunca como suportador.Por eso, si está dentro de él,Chagumno puedeser el hijo del mikado. Esto es lo que quiso decir el as-trólogo.

–Entonces... ¿el mikado no es mi padre? –preguntóChagum a su madre con los ojos muy abiertos.

Ella le dio una respuesta muy clara, con voz tran-quila y firme:

–Te juro por el cielo y la tierra que eres el hijo delmi-kado –a continuación volvió lamirada hacia Balsa–.Lo

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sé con toda certeza. Eso significa que algún poder queni siquiera los astrólogos imperiales son capaces de com-prender está actuando sobre Chagum.Por eso escribí ensecreto a la persona con más conocimientos de chama-nismo de todo el país, planteando el problema como unreto a su sabiduría y no como algo que hubiera ocurridode verdad.

–¿Cómo se llama esa persona?–Chamán Torogai.–¿Y recibió el mensaje? Porque, de ser así, es usted

muy afortunada.Torogai se mueve como el viento y na-die sabe nunca dónde está.

El príncipe volvió amostrar su desconcierto.Era ob-vio que nunca había visto a un plebeyo dirigirse de esemodo a su madre. Balsa le dedicó una sonrisa, pero élarrugó el ceño. «Qué simpático», pensó ella.

–¿Y qué dijo? ¿Es alguien de fiar? –preguntó el niño.–Sí. Por lo que he podido saber, no existe nadie me-

jor –la emperatriz parecía ahoramás calmada, e inclusose dibujó una leve sonrisa en sus labios–. Su respuesta,en esencia, decía lo siguiente: «No puedo afirmar nadaacerca de la naturaleza exacta de esa criatura, pero si esaquella que, según dicen, fue aniquilada en un pasadolejano, su portador solo morirá si no es capaz de prote-gerla. Por el contrario, si es capaz demantener con vidaa la criatura –y conservar la suya propia– hasta el sols-ticio de verano, lo más probable es que sobreviva».

–¿Eso es todo?–Sí –asintió la emperatriz–. Su respuesta solo pare-

cía plantear nuevos enigmas, de modo que envié un se-gundo mensaje solicitando una aclaración. Pero, para

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entonces, Torogai ya había abandonado la capital y na-die sabía dónde se encontraba. No obstante, saber quehabía esperanzame levantómucho el ánimo –sumiradase tornó grave de nuevo–. Por desgracia, la tranquilidadno duró mucho. Poco después empezaron los acciden-tes, y entonces llegué a la conclusión de que las palabrasdel astrólogo imperial ocultaban otro significado mássiniestro.

El príncipe apretó los puños.–Si se hicieran públicos los rumores de que el prín-

cipe es portador de semejante criatura, la reputación delmikado como descendiente de los dioses se vería gra-vemente dañada.Para evitarlo,decidió que lomejor seríamatar a Chagum antes de que alguien se enterase. Y lamejor forma de eliminarle es hacer que su muerte pa-rezca un accidente.

–¿Mi padre? ¿Mi propio padre?La emperatriz volvió a tapar la boca del niño con la

mano y lo abrazó con fuerza.–No debes odiarle.No tiene opción.Si intentara ayu-

darte contratando a un exorcista, tarde o temprano ha-bría rumores y el problema ya no te afectaría solo a ti,sino también al honor del mikado y al futuro de estepaís. Eres su hijo, el príncipe, y por eso debe matarte.

Su voz tembló y se apagó con las últimas palabras.Se hizo el silencio. La joven emperatriz miró a Balsa fi-jamente, se aclaró la garganta y, haciendo un esfuerzopor reprimir el llanto, continuó:

–He pensado bien en todo esto. Ayer, cuando traje-ron a Chagum al palacio con el pelo todavíamojado pe-gado a la cara, tomé una decisión. Quiero que mi hijo

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viva.Dejará de pertenecer a la dinastía imperial, pero almenos tendrá la oportunidad de descubrir las cosas bue-nas de esta vida.Conocerá el amor, el regalo de tener hi-jos... Si sé que está vivo y fuera de peligro en algún sitio,creo que seré capaz de soportarlo, aunque eso signifiqueno volver a verlo nunca más. La separación es mejor,mucho mejor que el dolor de verle morir. Y ahora es elmomento de intentarlo, porque tal vez no haya otraoportunidad.Balsa, tú eres fuerte.Te gratificaré con unarecompensa más grande de lo que un plebeyo podríasoñar con obtener a lo largo de una vida.Por favor, salvala vida de mi hijo. Protégelo y haz todo lo posible paraque sea feliz.

A continuación apartó al príncipe con suavidad desus brazos y sacó de su kimono dos bolsas bordadas congran lujo.Desató las cuerdas ymostró su contenido: unade ellas estaba llena de oro y la otra contenía resplan-decientes perlas. Pero, cuando levantó la mirada haciaBalsa para ver la impresión que había causado en ella, sellevó una sorpresa. Balsa no se había inmutado lo másmínimo ante tanta riqueza.

–Alteza, ya le he explicado que, por mucho que meofrezca,paramí el dinero no tiene ningún valor si estoymuerta.Disculpe mi rudeza, pero creo que debo hablarcon franqueza. Lo que usted me propone es un golpebajo, injusto y cobarde.

La emperatriz se puso pálida y empezó a temblar deforma violenta.

–¿Qué insinúas?–Ayer salvé la vida del príncipe, y usted me lo agra-

dece arrebatándome la mía.

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–¡Yo no he dicho nada sobre arrebatar tu vida!Balsa miró a la emperatriz a los ojos.–¿Está usted segura? Yo procedo de una cuna sin

abolengo. Si usted me convoca a palacio, no tengo másremedio que acudir. Si usted desea hablar conmigo, notengo más remedio que escuchar. Y ahora que he oídolo que tenía que decirme, solo me quedan dos opciones:morir intentando cumplir la misión que me ha enco-mendado, o renunciar a ello y morir en este momento.Ambos caminos me llevan a una muerte segura.

Balsa se sentía observada por el príncipe,pero en vezde volver la vista hacia él, aguantó la mirada de la em-peratriz. Ahora que se encontraba al borde de lamuerte,poco podían importarle las maneras.

–Entiendo –murmuró por fin la emperatriz–.Tienesrazón: estoy siendo injusta y cobarde.Pero no tengo otraopción y no me importa si mi propuesta es justa o no.Haré lo que sea con tal de proteger ami hijo –y alzandola barbilla, añadió–: No te equivocas. Ahora que cono-ces este secreto, no puedo permitir que te marches convida. ¿Qué opción eliges, reputada lancera: morir aquí,o llevarte el tesoro a cambio de arriesgar tu vida prote-giendo al príncipe?

Balsa esbozó una sonrisa glacial.–Hay tres hombres detrás de mí, otros dos en el pa-

sillo y tres más detrás de usted. ¿Solo ha podido encon-trar a ocho personas de confianza, alteza? ¡Que nadie semueva! Un solomovimiento y le atravieso el corazón alpríncipe.

Ya tenía la lanza en lamano.Había aprovechado paracogerlamientras la emperatriz y el príncipemiraban en

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otra dirección.La tensión de los escoltas se podía sentira través de las puertas. La emperatriz observaba a Balsay se mordía el labio, nerviosa.

–Ahora, alteza –ordenó Balsa–, entrégueme al prín-cipe y deme las joyas.

La emperatriz abrazó a su hijo y levantó la vista, untanto indecisa.

–¡Deprisa! –insistió Balsa–. Cuando amanezca serádemasiado tarde para escapar. Si quiere que no corra-mos peligro, tráigame un pañuelo oscuro para taparlela cara a su hijo y dígame cómo podemos salir de aquísin ser vistos. Cuando calcule que ya debemos de en-contrarnos fuera del palacio, prenda fuego al dormito-rio del príncipe.Luego podrá decir que él mismo causóel incendio mientras sufría una pesadilla y que el fue-go se extendió tan rápido que no pudo salvarle. Hagacreer a todo el mundo que el príncipe ha muerto. Em-pezarán a sospechar cuando no encuentren el cuerpoentre las cenizas, pero el tiempo que tarden en hacerese descubrimiento determinará nuestra suerte.El éxitodel plan depende de su capacidad para resultar convin-cente.

La emperatrizmiraba a Balsa sin poder articular pa-labra.

–Entonces...El hielo se derritió de la sonrisa de Balsa.–Solo estaba un poco furiosa. ¿Cómo iba a elegir

morir ahora? Después de todo, soy una guardaespaldasprofesional, así es que asumo la protección del príncipe.¡Pero dese prisa!

Los ojos de la emperatriz se inundaron de lágrimas.

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