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El Ladrón El Ladrón Sandra Marton El Ladrón (1991) Título Original: Fly Like An Eagle (1990) Editorial: Harlequín Ibérica Colección: Bianca 503 Género: Contemporaneo Protagonistas: Peter Saxon y Sara Mitchell Argumento: Con el paso de los años, Sara se había resignado a ser la secretaria del jefe de policía de un pueblo del estado de Nueva York. Inesperadamente, Peter Saxon irrumpió en su mundo como una explosión. Aunque se trataba de un ladrón reformado, el comisario no confiaba en él, por lo que ordenó a Sara que lo vigilara constantemente. La joven no podía imaginar que a partir de ese momento, su vida iba a cambiar de una forma tan radical…

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El LadrónEl LadrónSandra Marton

El Ladrón (1991)Título Original: Fly Like An Eagle (1990)Editorial: Harlequín IbéricaColección: Bianca 503Género: ContemporaneoProtagonistas: Peter Saxon y Sara Mitchell

Argumento:

Con el paso de los años, Sara se había resignado a ser la secretaria del jefe de policía de un pueblo del estado de Nueva York.

Inesperadamente, Peter Saxon irrumpió en su mundo como una explosión. Aunque se trataba de un ladrón reformado, el comisario no confiaba en él, por lo que ordenó a Sara que lo vigilara constantemente. La joven no podía imaginar que a partir de ese momento, su vida iba a cambiar de una forma tan radical…

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Sandra Marton – El Ladrón

Capítulo 1

Al abrirse la puerta de la estación de policía de Brookville, Sara Mitchell levantó la vista. A su espalda, las páginas del calendario que colgaba de la pared se levantaron por efecto del gélido viento de Enero. Sara tembló, e inclinó la cabeza a modo de saludo hacia el hombre que estaba en el umbral.

—Buenos días, jefe. Bienvenido a Siberia.

El hombre gruñó y empujó la puerta con el hombro para cerrarla.

—No me lo digas —masculló—. ¿Se volvió a apagar la calefacción?

Sara suspiró, echó atrás su silla y se levantó.

—No, trabaja bien. Supongo que el edificio no resiste este frío.

Sus ojos color azul oscuro, brillaron divertidos al ver cómo luchaba el hombre por salir de su chaqueta.

—Parece un oso con eso puesto, jefe.

Jim Garrett sonrió y colgó la chaqueta del perchero que estaba a un lado de la puerta.

—Y no parezco un policía. Sí, lo sé, pero me mantiene caliente —encogió los hombros y se frotó las manos—. ¿Sabes cuál es el pronóstico del clima para esta noche?

—Sí —respondió, tomando la cafetera—. Hace como una hora lo oí en la radio. Créame, no es muy agradable..

—¿Más nieve? —murmuró el jefe.

—Más nieve, temperatura bajo cero, y…

Jim Garrett sacudió la cabeza.

—Ahórrame los detalles, Sara —sonrió al recibir de mano de ella una taza de café humeante—. Gracias —dijo, cerrando las manos alrededor de la taza—. Pensar en tu café es lo único que me hizo venir esta mañana.

—Seguro… Y los pastelillos de Alice no tuvieron nada que ver, ¿verdad? —sonrió Sara.

—Bueno, claro que sí. Pero mi esposa sólo es responsable de hacerme salir de casa. Mi secretaria tiene la obligación de hacerme pasar el día —su sonrisa amable se desvaneció—. Demonios… —dijo, mirando a través de la ventana la nieve que no dejaba de caer—. ¡Cómo quisiera que la fiesta de Winstead no fuera esta noche!

—Ni ninguna otra noche.

Sara levantó las cejas.

Jim Garrett sopló sobre el café caliente y tomó un sorbo.

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Sandra Marton – El Ladrón

—Sí, pero no puedes condenarme por eso, ¿no? Cuidar tres millones en joyas no es un trabajo agradable.

—Cinco millones —corrigió Sara con una sonrisa provocadora—. Según el periódico de hoy, las joyas de la Maharanee de Gadjapur valen cinco millones de dólares. Sólo la tiara de diamantes…

—¡Por favor! —Jim levantó la mano—. Ahórrame los detalles, ¿sí? Estoy harto de esas malditas joyas. Llevo semanas oyendo a Simón Winstead hablar de ellas. Tiaras de diamantes, gargantillas de esmeraldas, rubíes, perlas, zafiros… —hizo un gesto y le entregó su taza vacía—. No me mires así, Sara. Ya sé que no debo tomar más de una, pero en un día como este, ¿qué importa? Para cuando acabe la maldita fiesta, tendré una úlcera del tamaño de la ciudad de Nueva York.

—Todo por una buena causa —terció ella—. El periódico dice…

—Ya sé lo que dice. Que Joyerías Winstead compró las joyas de la Maharanee de Gadjapur, y que se las prestarán al Museo de Bellas Artes para su exhibición; que esta noche la créme de la créme de Nueva York pagará cien dólares por cabeza para apiñarse en la mansión de Simón Winstead, allá en Stone Mountain, y ver de cerca las joyas, antes de que el museo las reciba mañana —Jim tomó otro trago de café—. Me preocupa lo que el periódico no dice.

Sarah suspiró y se sentó.

—La casa es como una fortaleza, usted mismo lo dijo. Tiene puerta y seguridad electrónicos, además de guardia privada. La policía estatal está enterada, y usted estará allí.

—Sí, con los otros cinco policías de Brookville. Bueno, al menos tenemos al clima de nuestro lado. Para intentar algo con los caminos cerrados por la nieve, un ladrón tendría que estar loco. Lo cual me recuerda, Sara, que sería bueno que llamaras a Hank, para decirle que ponga arena en la carretera de Stone Mountain, antes que empiece todo. La mitad de los que vienen son de la ciudad, y los de allá no tienen idea de cómo conducir sobre hielo o nieve. Llama también a Tommy. Dile que traiga su grúa y…

—Ya lo hice —sonrió Sara.

—Y telefonea a Jack Barnes. Ve si puedes convencerlo de dejar abierto el taller hasta tarde. Dile…

—Lo llamé hace unos minutos. Tendrá los dos camiones preparados.

Jim Garrett levantó sus espesas cejas.

—Eres tan buena en esto como yo, Sara Mitchell —sonrió y dejó su taza vacía—. Y haces un gran café. ¿Qué haré si la gente de Brookville se entera de que eres tú la que lleva este departamento?

—No se lo diremos —Sara rió con suavidad—. Que crean que soy sólo su secretaria. Lo cual me recuerda… Mecanografié la lista de invitados que quería. Está sobre su escritorio.

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—Bien. La veré antes que nada —ya iba hacia su oficina, pero se detuvo y miró a Sara—. ¿Segura que no quieres ir a esa estúpida fiesta, Sara? A Alice y a mí nos gustaría que fueras con nosotros.

Sara tuvo una repentina visión de sí misma en un salón bien iluminado, rodeada de mujeres con vestidos elegantes y hombres atractivos de etiqueta. La imagen era tan emocionante como atemorizante y negó con la cabeza.

—No, gracias, Jim —le sonrió—. Puede hablarme de ello mañana.

—Bueno, quizá el clima haga que venga poca gente —vio las cejas levantadas de Sara, y añadió—: No lo crees, ¿verdad?

—Quisiera creerlo, jefe. Pero ha habido demasiada publicidad para esta fiesta. Es el acontecimiento de beneficencia de la temporada.

—El truco publicitario de la temporada, querrás decir. Nuestro pequeño departamento se ocupará de darle a Simón Winstead la oportunidad de hacerle publicidad gratuita a su tienda.

—El ingreso irá a los albergues infantiles.

—Sí, sí, Winstead no deja de decírmelo. Pero no por eso me gustan ni él, ni su fiesta. Si algo saliera mal…

Sara asintió, aunque apenas lo escuchaba. Su jefe decía lo mismo todos los días desde el mes pasado. No podía culparlo por preocuparse; Jim Garrett era jefe de policía de Brookville desde que ella lo recordaba, y hacía bien su trabajo. Pero las obligaciones de su departamento tenían más que ver con pleitos familiares, mal comportamiento y conductores ebrios. Esa noche, después de la fiesta, tal vez habría muchos de los últimos, pero nada más. Jim había inspeccionado la casa Winstead la semana anterior, y decía que los sistemas de seguridad eran una maravilla. Incluso la compañía de seguros…

Sara levantó la mano.

—Casi me olvido: La compañía de seguros llamó hace rato. Dicen que mandarán un representante esta noche.

—Magnífico. ¿Para que, para que les venda seguros a los socios de Winstead? —el jefe frunció el ceño.

—No creo que se trate de eso, jefe. Será un experto en seguridad. Dijeron que era su consejero en aparatos de seguridad.

Jim se pasó la mano por el cabello grisáceo.

—Justo lo que necesito. Un genio de la electrónica. Bueno, ¿cómo se llama?

—Lo escribí… Aquí está: Saxon, Peter Saxon. Dijeron que vendría por la tarde.

Jim Garrett arrugó la frente.

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—¿Saxon, dijiste? Demonios, me suena conocido… —suspiró y sacudió la cabeza—. Avísame cuando llegue, Sara. No quiero verlo hasta haber revisado la lista de invitados.

Sara asintió con solemnidad.

—Nadie pasará, jefe —dijo, lanzándole una sonrisa—. Guardaré la puerta del sanctum sanctorum con mi vida.

El jefe sonrió a su vez y cerró la puerta de su oficina privada. Se hizo el silencio en la habitación, un silencio roto sólo por el siseo del calefactor y el ocasional ulular del viento. Sara se sentó frente al escritorio y puso una hoja en la máquina de escribir. Tenía media docena de cartas por mandar, en su mayoría recordatorios a los comerciantes de la localidad de que habían aceptado no permitir el estacionamiento temporal en la calle principal. Cuando terminara con ellas, se dedicaría a los boletines, fotos y descripciones de criminales que llegaron en el correo de la mañana, para colgarlos en la pared a sus espaldas.

Siempre lo hacía. Después de todo, era una estación policíaca, a pesar de que el jefe Garrett convenciera siempre a la gente de comentar entre sí sus problemas, antes de buscar la solución oficial. Brookville estaba al norte de Nueva York, lejos de la ciudad y de sus problemas, aunque unos cuantos neoyorquinos ricos construyeron sus casas en el pueblo, y estaban dispuesto a cubrir la distancia a cambio de la tranquilidad del campo.

Sara suspiró, al tiempo que sacaba una carta de la máquina de escribir. Tal vez esa era la razón de que la fiesta de Winstead hubiera atraído tanta atención. La casa del famoso joyero estaba en una montaña sobre el pueblo, y desde que la erigieron unos meses antes, era centro de conjeturas. Al avisar el dueño que había comprado las famosas joyas de la Maharanee de Gadjapur y las exhibiría esa noche, una gran emoción se adueñó del pueblo.

La gente buscaba modo de asistir, pero a excepción de los Garrett, nadie que Sara conociera estaba invitado. Sin embargo, había otras formas de entrar: Camareros, cocineros, doncellas y personal de limpieza. Todos querían ver la casa Winstead, las fabulosas joyas, y a los invitados “escogidos”.

Sara sonrió para sí. Los “escogidos”, al parecer, serían cientos.

“Cualquiera que sea alguien”, había dicho Alice Garrett el otro día, tratando de convencerla de que fuera. “Lo pasarías tan bien, Sara… ¿Nunca soñaste con ir a un baile así?”

Sí, había soñado con eso y con muchas otras cosas. En dejar el pueblo en el que siempre vivió, con hacer algo más emocionante que sentarse día tras día frente a esa vieja máquina de escribir; con encontrar a un hombre que viera, bajo el pasivo exterior, a la mujer atrapada y deseosa de vivir. Pero eso fue hacía mucho, antes de convencerse de que los sueños eran después de todo, creaciones volátiles de la imaginación, que caían al suelo en cuanto trataba de hacerlos realidad.

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Sara fue una niña tímida. Su madre, una viuda amargada, hablaba de su padre en un tono tan duro, que era casi como si la muerte de Eli Mitchell, cuando Sara era apenas una nenita, hubiera sido con la intención de herir a su joven esposa y a su hija. La madre crió a Sara con tan fiera sobreprotección, que la aisló del mundo.

Y eso era lo correcto, pensaba Sara.

—Ve a hacer el ridículo —había dicho Beverly Mitchell, cuando Sara decido ir a la fiesta de graduación de su escuela preparatoria.

Claro que nadie la invitó. Nunca tuvo una cita, lo cual, insistía su madre, era lo mejor. Pero algunas chicas irían solas, y Sara se armó de valor y decidió ir también.

La fiesta estaba a años de distancia en el pasado, pero el dolor de estar sola, junto a la pista de baile, con una sonrisa helada en los labios, esperando contra toda esperanza que alguien la invitara a bailar, era aún tan vivo como si hubiera ocurrido ayer.

Después de eso, Sara sólo intentó vivir otro sueño, y el recuerdo del resultado era más de lo que podía soportar. Al día siguiente a su graduación de la preparatoria, le dijo a su madre que quería ir a trabajar a Nueva York.

Beverly Mitchell se quedó atónita.

—¿Dejarme, Sara? ¿Dejar tu hogar? ¿Estás loca?

De algún modo, Sara se sobrepuso, como si en el fondo de su corazón supiera que si no empezaba a vivir su propia vida, no lo lograría nunca. Se levantó temprano cada día y tomó el tren a Manhattan, tratando de que los silencios y los labios apretados de su madre no debilitaran su decisión. Y después, llegó el día en que volvió a casa feliz, con una oferta de empleo. Estaba diciéndoselo a Beverly, cuando la mujer cayó desvanecida al suelo.

Los doctores insistieron en que la terrible y desgastante enfermedad era algo que su madre incubaba desde hacía tiempo.

—No tiene nada que ver contigo, Sara —comentó impaciente el viejo doctor Harris.

Sara se dijo que él tenía razón. Pero no importaba, cuando dejó de cuidar de su madre, en esos años terribles que precedieron a su muerte, todos sus sueños habían muerto, y ahora eran como el arreglo floral que se compró el día de aquella fiesta de graduación: Descolorido y viejo, sólo una pálida muestra de lo que pudo haber sido.

Hasta esos últimos días. Por alguna razón, empezaba a sentir una extraña inquietud. Despertaba a media noche, incapaz de recordar qué sueños la hicieron revolverse en su estrecha cama, sueños que la dejaban descontenta, con la sensación de algo no concluido, o tal vez ni siquiera iniciado…

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La puerta se abrió de golpe, y una repentina oleada de aire frío llenó la habitación. Sara levantó la vista, sorprendida.

En el umbral, recortado contra el cielo, estaba un hombre. Era alto, impecable en su fino abrigo gris y su traje en tono más oscuro. Tenía el cabello cubierto de copos de nieve, y se pasó una mano de dedos largos por él. Sus ojos eran oscuros, su nariz recta, y usaba bigote.

Un bigote como los de los pistoleros en las películas del Viejo Oeste, pensó Sara, y el corazón le dio un vuelco en el pecho.

Llevas demasiado tiempo trabajando aquí, Sara.

—Buenos días—saludó cortés—. ¿Puedo…?

El hombre cerró la puerta, interrumpiéndola a media frase. La miró sin mucha atención, y Sara se ruborizó. Acababa de tratarla como a una pieza del mobiliario.

—Sí —dijo él, acercándose—, puede. Dígale al jefe que ya llegué

Su voz era grave, y el tono, arrogante. Sara contuvo el aliento.

—¿Tiene cita?

«¡Qué buena pregunta, Sara…! Claro que no. Tú haces todas las citas aquí. ¿Qué te pasa? ¿Y por qué te resulta tan familiar el tipo?»

—No la necesito —dijo él, sin inmutarse—. Dígale…

Sara entrecerró los ojos.

—Lamento desilusionarlo, pero ocurre que sí necesita tenerla. El jefe Garrett está muy ocupado.

El hombre rió, y Sara notó lo blanco que eran sus dientes contra la piel bronceada.

—Mire, corazón…

—Soy la señorita Mitchell —dijo Sara, con mayor frialdad—. Soy la secretaria del jefe.

—Y una gran secretaria, señorita Mitchell —dijo, recorriéndola con una mirada divertida.

Por un instante, Sara se imaginó como debía verla él, con el cabello claro recogido, el suéter de lana, la falda escocesa. Enrojeció de nuevo, y enfureció.

—¿Qué desea, señor…?

—¿Siempre cuida la puerta de su jefe con tanta decisión, señorita Mitchell? —sonrió él.

Sara recordó lo que le había dicho a Jim. “Guardaré la puerta con mi vida”. ¿Por qué, al decirlo, le pareció una broma y ahora que lo decía ese desconocido, sonaba tan patético?

—¿Es usted siempre tan mal educado?

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Las palabras salieron de su boca antes que pudiera detenerlas. El hombre rió y sacudió la cabeza.

—Touché, señorita Mitchell. Mire, ¿por qué no empezamos otra vez? Saldré, abriré la puerta, entraré a la oficina, y…

—Y no pasará nada, a menos que me diga su nombre y…

—Saxon. Peter Saxon. Me mandó la compañía aseguradora para revisar las instalaciones de seguridad de los Winstead.

Sara lo miró. El jefe suponía que enviarían a un genio de la electrónica, pero esa no era la mejor descripción de Peter Saxon, incluso era imposible imaginarlo trabajando para algo tan rutinario como una compañía de seguros. La idea del pistolero volvió a pasar por la mente de Sara, y la mujer sacudió la cabeza, impaciente. ¿Por qué insistía en pensar en eso? ¿Y dónde, dónde vio antes la cara de ese hombre?

—Cuando termine de inventariar mi cara, señorita Mitchell, le agradeceré que vaya a molestar a su jefe.

Las mejillas de Sara tomaron un tono escarlata. Echó atrás la silla y se puso de pie.

—Siéntese. Iré a ver si el jefe…

Peter Saxon volvió los ojos al cielo.

—¡Demonios! ¡Qué difícil es entrar a esta oficina!

—El jefe Garrett está ocupado. Le avisaré…

—Se lo avisaré yo mismo —dijo Saxon con impaciencia.

La tomó de los brazos, y la hizo a un lado como si no tuviera peso.

—¡Señor Saxon! ¿Quién se cree que es?

La puerta de la oficina del jefe se abrió. Jim Garrett miró a Sara, y luego al hombre que estaba junto a ella.

—¿Hay algún problema, Sara?

Ella tragó saliva.

—Esta… Esta persona viene de la compañía de seguros. Se llama…

—Me llamo Peter Saxon. La compañía me pidió que viniera a verlo antes de ir a la casa Winstead.

Garrett entrecerró los ojos, como si él también intentara ubicar la cara de Peter Saxon, pero al fin encogió los hombros y se volvió hacia su oficina.

—Bueno, pase para que hablemos.

—Jim —se apresuró Sara—, lo siento, intenté…

Una sonrisa perezosa dobló la boca de Saxon.

—Está bien, corazón —dijo en tono suave, tocándole la mejilla—. Le diré al jefe que luchó como un tigre. No se preocupe.

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Ella vio en silencio cómo la puerta se cerraba. Levantó la mano muy despacio, y la llevó a la mejilla. La piel le ardía donde Peter Saxon la tocó.

Temblaba cuando se sentó. Por su mente pasaron media docena de respuestas airadas y deseó haberlas pronunciado un momento antes. Pero, ¿cómo? Saxon la tomó por sorpresa. De cualquier modo, no estaba acostumbrada a esas cosas, a esas bromas que sabía tenían lugar entre hombres y mujeres. Saxon se había dado cuenta, y por eso lo hizo, sólo para hacerla sentir mal…

De detrás de la puerta cerrada surgieron voces. La de Jim era fuerte e irritada, lo cual la sorprendió. En los siete años que llevaba trabajando para él, casi nunca lo había visto perder el control. Después oyó también la voz de Peter Saxon, que parecía tan alterado como Jim.

Sara echó atrás su silla, insegura acerca de lo que le correspondía hacer, al ver que la puerta se abría. Su jefe fue hacia ella con pasos decididos, con la cara encendida de rabia.

—Llama a Dick Parker, de la compañía de seguros —ordenó.

Ella miró hacia la entrada de la oficina, donde estaba Peter Saxon, de pie con los brazos cruzados. Ya no tenía la sonrisa perezosa e insolente. Bajo el bigote, su boca estaba apretada. Sus ojos eran como dos carbones. De pronto, Sara pensó que en él había violencia contenida. El traje aún se ajustaba a su cuerpo con elegancia, pero ahora parecía fuera de lugar, como si un leopardo hubiera intentado ponerse una piel de oveja.

—¡Maldita sea, Sara, haz la llamada!

Sara marcó con mano temblorosa, y entregó el auricular a Jim. Lo oyó hablar, pero sus palabras no tenían sentido para ella. Tenía los ojos clavados en la cara de Peter Saxon. Claro que lo había visto antes. ¿En un periódico? ¿En una revista? Sí, en ambos lugares, pero, ¿por qué?

Jim Garrett soltó una maldición, y colgó bruscamente. Respiraba rápido y haciendo mucho ruido.

—Magnífico, magnífico, justo lo que necesitaba.

Saxon encogió los hombros, y sonrió, pero la expresión de sus ojos se mantuvo.

—Eso es lo que cree la compañía.

Jim Garrett rió sin alegría.

—Me lo acaban de decir. Y el estúpido de Winstead está de acuerdo, supongo.

Saxon asintió.

—Dice que atraerá mucha publicidad. Más boletos, más dinero para los niños.

Jim dio un golpe sobre el escritorio de Sara.

—Y a usted, amigo, debe encantarle esto.

Peter Saxon volvió a encogerse de hombros.

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—Me parece… Interesante.

—¿Interesante? —el jefe rió—. Darle a usted este trabajo, es como pedirle a un zorro que cuide un gallinero.

—Es un buen razonamiento. ¿Qué mejor manera de proteger a las gallinas, que pedirle al zorro su opinión acerca del gallinero?

Jim torció los labios.

—Escuche, Saxon, puede haber engañado a la compañía, a Winstead, y al encargado de su libertad bajo palabra…

Sara contuvo el aliento.

—¿Libertad bajo palabra? —susurró.

—…Pero yo no nací ayer. Y si se cree que voy a dejarlo suelto en esa casa esta noche…

—No es decisión de usted, Garrett. Winstead y la compañía quieren que esté allí. Soy el encargado de los sistemas de seguridad.

Jim rió con una risa fría.

—Cierto, casi me olvido. Demonios, ¿quién puede creerlo?

Sara se limpió la garganta.

—Jefe, por favor, ¿qué pasa?

—Estaré fuera toda la tarde, Sara —le indicó Garrett—. Voy con el señor Saxon a revisar la casa Winstead.

—Tiene citas más tarde, Jim.

—El señor Saxon es mi única cita de hoy. Me pegaré a él todo el día y toda la noche… Demonios —murmuró—, esta noche será imposible. ¿Cómo superviso a mis hombres, y a los policías privados que contrató Winstead, si tengo que estar con Saxon?

—Puede ahorrarme la hospitalidad, Garrett. No necesito escolta.

Jim apuntó a Sara con el dedo.

—Trabajarás esta noche.

—¿Qué?

—Irás a la maldita fiesta, Sara.

Ella sacudió la cabeza. Nada de lo que sucedía tenía sentido, y eso último menos que todo.

—Ya le dije que no. Gracias por invitarme, pero…

Jim Garrett golpeó el escritorio con tanta fuerza que ella dio un salto.

—Demonios, Sara, no es una invitación, sino una orden. Dale a Saxon tu dirección.

Ella abrió los ojos, incrédula.

—¿Qué? ¿De qué está hablando? No…

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—Qué gran tipo es usted, Garrett —rió Saxon—. Me está arreglando una cita. Es una amabilidad, tengo que admitirlo.

—Jefe… —la voz le falló a Sara y tuvo que limpiarse la garganta antes de recomenzar—. Jefe, por favor, ¿qué pasa? ¿De qué hablan? No entiendo…

—El señor Saxon es lo que la compañía de seguros considera un experto en seguridad —dijo Jim, en tono de desagrado absoluto—. ¿Le gustaría decirle cuáles son sus títulos, señor Saxon?

Los ojos castaños del hombre se achicaron.

—No. No quiero estropearle la fiesta, Garrett. ¿Por qué no se lo dice usted mismo?

Jim se puso las manos en las caderas.

—Es un reo, Sara.

Sara miró a Peter Saxon, sin creerlo. Él le hizo una mueca de burla.

—Soy un ex convicto, señorita. Ya pagué mi condena.

—Cumplió dieciséis meses de una pena de cuatro años, Sara —bufó el jefe—. Demonios, debieron haberlo encerrado para siempre. Tiene una lista de robos tan larga como su brazo.

—Me condenaron por un cargo de robo. El resto son conjeturas.

—¡Sí! Su cara… Ahora recuerdo —Sara soltó el aire retenido—. Los periódicos lo llamaban “ladrón de corazones”. Decían que usted robaba joyas de mujeres que había… Que había…

—Habladurías, señorita Mitchell —una veloz sonrisa sensual apareció en su boca—. Créame, nunca tomé de una mujer nada que ella no quisiera ofrecerme.

El corazón de Sara le golpeaba las costillas. De pronto, recordaba todo al mismo tiempo. Los encabezados, los comentarios… Peter Saxon, nacido en una familia rica y poderosa, fue atrapado en el tejado de una mansión con una fortuna en esmeraldas en el bolsillo. Las circunstancias del robo convencieron a la policía de que él era el autor de una serie de robos impresionantes.

Pero no pudieron probar nada. Incluso fue difícil convencer a la dueña de las esmeraldas de presentar la acusación en su contra. Era una belleza bien conocida en sociedad, y ella y Saxon se movían en el mismo ambiente. La mujer declaró que estaba en la cama, dormida, cuando el ladrón entró en su habitación, y que no sabía nada que fuera de utilidad para el fiscal. Los periódicos hicieron un gran escándalo al respecto.

—Qué rostro tan expresivo tiene, señorita Mitchell. Podría decir todo lo que está pensando —dijo Peter Saxon.

Ella parpadeó, y volvió la vista a su jefe.

—Está loco, Jim —dijo de plano—. No…

—¿Me tiene miedo, señorita Mitchell?

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—No —dijo con frialdad.

Levantó la barbilla y se volvió a Saxon.

—Esa es mi chica —aprobó Jim—. No lo pierdas de vista, Sara, a donde vaya él, irás tú.

—Cuántas posibilidades, señorita Mitchell…

El rostro del jefe de policía se endureció.

—No quiero que este ladrón se te escape.

—No me provoque, Garrett —dijo Saxon—. Estoy aquí por negocios, negocios legales. Si no le gusta, arréglelo con Winstead y la compañía de seguros.

Jim Garrett lo miró a los ojos por un tiempo que pareció eterno, antes de tragar saliva y volver la vista. Un escalofrío recorrió la columna de Sara, que supo que el jefe distinguió en esos ojos algo que lo asustaba tanto como a ella.

—Dale tu dirección, Sara, irá por ti a las siete.

—Jim, por favor, no puede pedirme que haga esto.

Garrett sacudió la mano y se fue a su oficina. En el silencio que siguió, Sara y Peter Saxon se miraron.

—No iré con usted.

—Irá. Se supone que debo estar esta noche en la casa de Winstead. Si no está conmigo, tendré problemas para entrar.

—No me importa, señor Saxon. Sus problemas no son…

Se detuvo cuando él la tomó por los hombros.

—¿Tiene miedo de que le robe sus joyas, señorita Mitchell?

—No sea ridículo. No tengo joyas.

La provocación la hizo sonrojarse.

—Entonces, ¿tiene miedo de que le robe otra cosa? —rió—. Usted fue la que mencionó mi apodo, querida —sus ojos se movieron sobre el cuerpo de ella—. Bueno, Sara, podría resultar interesante… —la miró a los ojos, y ella vio en los de él una luz—. Muy interesante.

El cuerpo de Sara empezó a temblar, como si estuviera de pie a merced del viento que soplaba con mayor fuerza.

—Basta —susurró—. No tiene derecho.

—Está asustada, ¿verdad?

El corazón de Sara golpeaba con tanta fuerza que casi podía oírse, pero sacudió la cabeza.

—No. ¿Porqué iba a estarlo?

—No sé, ¿quieres decírmelo?

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Sara trató de gritar “no”, pero era demasiado tarde. Él la abrazó y la besó de golpe.

Sus labios eran frescos y seguros, sus manos le acariciaban la espalda, quemándola a través del grueso suéter. Sara cerró los puños y lo empujó

—Maldito… —susurró.

Sara se preguntó después si todo aquello que sucedió durante los días siguientes, partió de ese momento. Si no hubiera luchado contra él, si lo hubiera dejado besarla, ¿hubiera terminado todo antes de empezar?

Nunca lo sabría. Sólo sabía que al hablar, le permitió entrar en sus labios abiertos, y que sintió la caricia de su lengua.

Por un momento se quedó helada, y luego un calor, tan intenso que superaba a todo lo que había experimentado, aun en sueños, la invadió.

Era como si no tuviera huesos. Tembló en los brazos de Peter Saxon, y se aferró a su abrigo. Se oyó gemir, y escuchó el sonido profundo de respuesta, antes que el abrazo se hiciera más fuerte.

En ese momento largo y dulce, el tiempo se detuvo. Después, con una rapidez que la dejó sin aliento, Peter la soltó.

Sara abrió los ojos despacio, y lo miró. Estaba pálido, y se preguntó si también lo habría afectado lo ocurrido.

—Pasaré por ti a las siete en punto, corazón. Ponte algo bonito. Algo azul, para que haga juego con tus ojos de medianoche —extendió la mano, y le quitó el broche del cabello, de modo que la cascada cayó sobre sus hombros—. Así está mejor. Me gustan las mujeres con el cabello suelto.

Su insolencia la devolvió a la vida.

—¿Le gustan? —dijo, alejándose de él—. ¿Quién demonios se cree…?

Pero sus palabras airadas no encontraron respuesta. La puerta de la calle se abrió, y volvió a cerrarse.

Peter Saxon se había ido.

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Capítulo 2

La casa de Winstead estaba en la cima de Stone Mountain. Construida con piedra y madera de roble, estaba diseñada de tal modo, que a primera vista parecía parte de la montaña. Sara sabía que la vista que desde allí se disfrutaba del valle, era maravillosa. De niña, recorrió con frecuencia el sendero que daba vueltas entre los árboles de la montaña.

“Es demasiado peligroso”, hubiera dicho su madre, de haber sabido que lo hacía.

Pero nunca lo supo, y Sara era feliz. Sola, tan cerca del cielo que casi podía tocar las nubes, su imaginación infantil convertía a los árboles en castillos, y soñaba en ser una princesa de un reino lejano. Para una niña solitaria como ella, la cima de la montaña era un descanso, un refugio.

Hacía años que no iba allá, y menos desde la construcción de la mansión Winstead, ahora que el sendero era un camino privado de gravilla. Los curiosos y los no invitados… “Los no escogidos”, los llamaba Alice Garrett con una sonrisa amarga… No eran bienvenidos en las posesiones de los Winstead. Se especulaba mucho acerca del aspecto que tendría la mansión, detrás del muro de piedra. La gente del pueblo que trabajaba para el joyero soltaba algunas pistas, acerca de cristalería sueca y candelabros, muebles de cuero suave, e incluso un invernadero con piscina interior y una selva de orquídeas.

—Imagínate, Sara, la próxima vez que se reúnan las damas voluntarias, tú y yo las dejaremos mudas con comentarios acerca de la casa —comento Alice esa tarde, en la oficina, y luego preguntó—: ¿Peter Saxon es tan guapo como en las fotografías?

—¿No te molesta que sea un ladrón, Alice?

La mujer rió, y le pasó el brazo por los hombros.

—¡Hace tanto que trabajas para mi esposo, que hablas como él! El hombre trabaja para una compañía de seguros, querida. ¿Qué podría ser más decente? —le sacudió el cabello con afecto—. Estarás segura, es un ladrón, no un asesino. Además, habrá mucha gente en la fiesta, ¿qué podría pasarte?

—Nada —dijo Sara, tratando de no recordar su reacción ante el beso de Peter Saxon—. Pero…

—Pero, nada, Sara. Vas a ir a la fiesta del año, con gente famosa, ¿qué puede tener de malo?

Ahora, mientras veía los vestidos de su armario, Sara suspiró. Alice lo dijo como si Peter Saxon y ella tuvieran una cita, pero la mujer siempre exageraba las cosas. La verdad desnuda era que estaba obedeciendo órdenes y que no podía negarse a ir con Peter Saxon, después del reto que le lanzó.

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“¿Me tienes miedo?”, fue la pregunta que le hizo antes de abrazarla y besarla…

Hizo a un lado su único vestido azul. En cambio, descolgó uno color crema y lo evaluó. Lo había comprado dos años antes, para la fiesta del aniversario de bodas de Jim y Alice. No era lo correcto para esta noche, pero estaba bien. Eso era un trabajo, nada más.

Peter Saxon se burló de ella esa mañana. Bueno, esa noche le demostraría quién era. Nada de lo que le dijera o hiciera la alteraría. Podía bromear todo lo que quisiera, ella se limitaría a vigilarlo mientras él cuidaba las joyas.

Se miró en el espejo, alisando la falda del vestido. El color era demasiado pálido para ella, el corte demasiado severo. Pero con el cabello suelto y rizado por la humedad de la ducha, casi parecía atractiva.

“Me gustan las mujeres con el cabello suelto…”

La voz de Peter Saxon sonó tan clara en su mente como si estuviera a su lado. Sara contuvo el aliento, tomó un broche de carey del tocador, y se recogió el pelo sobre la nuca.

Si tenía razón, esa iba a ser una noche desagradable para él. Se le pegaría, cierto, y si la compañía de seguros y Simón Winstead tenían razón, si no hacía falta impedirle robar, le evitaría hacer algunas otras cosas.

Peter Saxon podía haber dejado de robar joyas, pero el instinto le advertía que no había dejado de robar corazones. Esa noche no lo haría, porque la tendría a ella a su lado, como un recordatorio constante para todos los que estuvieran en la fiesta, de que Peter Saxon no era de confianza. Si eso no le bajaba los humos, nada lo lograría.

Un par de horas después, Sara se preguntaba cómo pudo ser tan ingenua. No, pensó, sentada junto a Peter Saxon como una polilla junto a una luciérnaga. Estúpida era una palabra mucho más apropiada. La fiesta estaba en su apogeo, las habitaciones bullían de gente rica y famosa, y todos querían conocer a Peter Saxon y estrecharle la mano.

No, no exactamente. Eso era lo que los hombres querían, pero las mujeres deseaban algo muy diferente. Las que ya lo conocían, y eran muchas, le pasaban los brazos alrededor del cuello, susurraban su nombre y lo besaban en la boca. Las que no, le sonreían, ofreciéndole sin palabras todo lo que pudiera pedir. Alto, guapo, vestido con traje de etiqueta, era una celebridad que sobresalía entre la gente famosa.

La presencia de Sara no importaba. Hubiera podido ser invisible, pensó, mientras otra Buffy o Muffy, de cabello muy bien peinado y perfume de doscientos dólares la onza, se arrojaba en brazos de Peter. La chica miró a Sara y apartó la vista, y su mirada le demostró que no era nada de lo que debía preocuparse. El hombre que estaba a su lado le lanzó una mirada comprensiva a Sara, y ella se irguió.

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No me tengas piedad, pensó, enojada. No era como aquella noche terrible del baile de la escuela. Estaba tan fuera de lugar ahora como entonces, pero no le importaba. No tenía ningún nudo en la garganta, y ni siquiera la cínica sonrisa de Peter Saxon cuando llegó por ella, esa tarde, penetró su armadura.

—Señorita Mitchell… —le dijo con un gesto burlón, antes de entregarle un ramillete.

Flores silvestres, notó ella, y se preguntó de dónde las habría sacado en pleno invierno.

—No las quiero, señor Saxon.

—No las condenará a muerte, señorita Mitchell.

Sara no respondió y él terminó por encoger los hombros y dejar caer el ramo en la nieve, donde quedó como una mancha de azul y carmesí.

—No importa —dijo él, despreocupado—. De todos modos, no van con tu vestido.

—No. ¿Creyó que me pondría uno azul?

—No, no lo creí —respondió con una sonrisa triste.

Después de eso, no hablaron mucho, pero de todos modos, ¿qué podían decirse? Peter Saxon estaba impaciente por llegar a la mansión. Sara sabía que había revisado la seguridad esa tarde, pero insistía en hacer una última supervisión, antes de que llegaran los invitados.

Lo vio probar las alarmas sensibles de los escaparates en que se exhibían las joyas, y la caja de seguridad en que las pondrían después de media noche.

—Está bien. Los circuitos funcionan.

Nada de eso tenía significado para Sara, pero Peter parecía satisfecho. Tras un último recorrido por los alrededores, él asintió y declaró que todo estaba listo.

Poco después, empezaron a llegar los invitados, hasta que la casa se llenó de risas y música. Sara siguió a Peter toda la velada, de habitación en habitación y de persona en persona, viéndolo besar cada mejilla perfumada y sonreír a cada par de ojos de largas pestañas y…

—Estás muy silenciosa. ¿No te diviertes?

Sara lo miró. El sonreía con su típica sonrisa cínica y fría.

—Me preguntaba cuánto tiempo piensa quedarse, señor Saxon. Se está haciendo tarde, y ya hizo su trabajo, ¿no? Hace dos horas que las joyas están en la caja de seguridad.

—Pensé que nos quedaríamos hasta el postre. ¿Entiendes?

—No —respondió ella—. No entiendo. No me interesa el postre.

—Pero a mí sí. ¿Cómo, si no, añadir algunas cucharillas a los cuchillos y tenedores que robé antes?

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Sara levantó la barbilla.

—Estoy segura de que en algunos ambientes, se aprecia mucho su sentido del humor, señor Saxon, pero…

—Me quedaré hasta que la fiesta termine. Ese es mi trabajo. Si quieres, puedo pedirte un taxi.

—Si se queda, me quedo. Ese es mi trabajo.

Él entrecerró los ojos.

—Bien. Cuando termine la velada, puedes revisarme los bolsillos.

—Sus sarcasmos no me preocupan. No fue idea mía, ¿lo recuerda? Créame, estoy tan incómoda como usted.

—Te creo. Se te ve incómoda con ese vestido. ¿Cómo puedes respirar con los botones hasta la barbilla?

—¡No me refería a eso, y usted lo sabe! —exclamó ruborizada.

—Y ya que tocas el tema de tu atuendo…

—No lo toqué.

—Te dije que te recomendaba un vestido azul. No me digas que una mujer con ojos como los tuyos no tiene un vestido azul…

¡Se estaba riendo de ella, demonios! Lo oía en su voz, lo veía en sus ojos. Tomó aliento.

—Lo que me ponga no es de su incumbencia.

Le tocó la mejilla.

—Siempre es de mi incumbencia la mujer con la que estoy.

—¡Basta!

Sara sintió que enrojecía aún más.

—Tranquila, corazón. Atraerás la atención, y no creo que te interese hacerlo.

—Usted nada sabe de lo que me interesa o no, señor Saxon.

—Te confundirías con el tapiz de la pared si pudieras, Sara, por eso te recoges el cabello en ese peinado espantoso, por eso te pones vestidos que parecen escogidos por tu abuela.

—Hurtos y psiquiatría barata. Qué hombre tan encantador y tan talentoso.

—Eso es lo que me fascina de ti, Sara —sonrió Peter—. Aquí está ese exterior helado…

—Si cree que puede insultarme…

—Y bajo él, un fuego que sólo espera ser encendido —la tomó de la muñeca—. No dejo de pensar que sería interesante atestiguar ese momento.

El contacto aceleró el corazón de Sara. ¿Qué le estaba pasando?

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—Hurtos, psiquiatría barata, e imaginación hiperactiva —dijo con ligereza—. Estoy segura de que hay mujeres que encuentran intrigante la combinación.

—Pero tú no, por supuesto.

—No, yo no. Me parece usted insoportable, grosero, irritante…

—Deja de decirme cumplidos, Sara. Estoy aquí para trabajar, y nada de lo que hagas me hará apartar la mente de ello.

—Para trabajar, es cierto, señor Saxon. Supongo que la compañía le paga mucho por lo que hace.

—Créeme, Sara, no me pagan lo que deberían —suspiró Peter—. Esta noche bien podría valer dos o tres millones.

—¿Si robara las joyas de Maharanee? Hubiera creído que un experto como usted sabría hacer la valoración. El periódico dice que son cinco millones.

Peter rió, y tomó dos copas de champaña de una bandeja.

—Al menudeo —dijo, entregándole una a Sara—. Al mayoreo es diferente.

Sara recibió la copa sin pensar.

—¿Al mayoreo?

—Las joyas deben colocarse. No se roban para luego ir a Tiffany's a venderlas —le sonrió—. De cualquier modo, un par de millones por una noche de trabajo no está mal.

—Una noche de trabajo. Qué modo tan raro de describir un crimen.

—¿Ves al hombre bajito que está en aquella esquina? ¿El gordo, con la rubia alta? No he oído que llamen “crimen” a lo que hace.

Sara miró al otro lado de la habitación.

—¿Quiere decir que lo conoce? ¿De… La cárcel? ¿Vino a tratar de robar las joyas?

Peter suspiró y sacudió la cabeza.

—Tienes una mente simple. No, claro que no. Es un famoso industrial, dueño de la mayoría de las acciones de una de las mayores fábricas de armamento del mundo. Pero no es un criminal, ¿verdad?

—No haga bromas, señor Saxon. Lo que él hace es legal. Usted…

—Ya pagué mi deuda con la sociedad. Soy un ladrón reformado, ¿recuerdas?

—No parece reformado en lo más mínimo. Habla como si en realidad no creyera que robar va contra la ley.

—Eso me dijeron.

Peter encogió los hombros.

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—¿Lo que le dijeron? ¿No cree que tomar lo que no le pertenece está mal?

—Hay ocasiones en que ves algo, y sabes de corazón que está allí, esperando que lo tomes —la miró a los ojos, y una llama pareció encenderse en ellos—. Sólo un estúpido dejaría pasar la oportunidad.

¡Demonios! Las rodillas le temblaban. Y sabía que él se estaba burlando de ella.

—Señor Saxon —se animó a decir—, quisiera que…

—¿Siempre eres tan formal con tus parejas, Sara?

«No dejes que te haga esto. Está jugando contigo como un gato con el ratón, y te toca detenerlo», le advirtió una voz interior.

—Señor Saxon, es muy tarde. Le agradecería que me ayudara a encontrar al jefe Garrett. Mañana tengo que trabajar. Tal vez él acepte pasar el resto de la noche con usted, para que yo pueda llamar un taxi y…

—Sara… —la voz de él era tan suave como su sonrisa. Le quitó la copa intacta de la mano, y la dejó, junto con la suya, sobre una mesa—. ¿De verdad ha sido tan espantoso el pasar la velada conmigo?

—No he pasado la velada con usted —dijo ella, sin detenerse a pensar en el sentido que pudiera dar a sus palabras.

—Tienes razón, te he descuidado, Sara. Me disculpo.

—No me refería a eso. Esto fue… Un trabajo.

—Música suave, flores por todas partes, una casa magnífica. ¿Siempre trabajas en estas condiciones?

Ella se irguió. ¿Qué juego era ese? ¿Qué nueva broma planeaba él? Lo miró, cansada, pero la expresión cínica de Peter había desaparecido, y la miraba ahora de una manera desconcertante.

—No me importa lo que piense usted.

—No comiste langosta ni caviar, ni bebiste un sorbo de vino. Es obvio que no te gusta la gente…

—No vine por ninguna de esas cosas.

—Y no te gusto yo, ni mi manera de ganarme la vida.

Ella lo miró como si estuviera loco.

—¿Gustarme? ¿Cómo va a agradarme alguien que roba?

—Eso dicen todos de los agentes de seguros, que roban a los huérfanos y las viudas.

—¿Los agentes de seguros? No me refería a eso.

—Quiero decir, que a la gente le gustan los dentistas y los contadores, pero no los agentes de seguros. Hacen bromas sobre nosotros, dicen que somos desagradables.

—Señor Saxon, no me refería a…

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—¿Qué pasa? Ocurre que tengo cierta experiencia en un campo relacionado con los seguros. ¿Vas a echármelo en cara? A pesar de sí, una sonrisa levantó las comisuras de los labios de Sara

—Señor Saxon, ya sabe a qué me refiero.

—Perdóname por preguntarte, pero, ¿no te interesaría una póliza? ¿Tu casa está bien asegurada? ¿Y tu coche? ¿Y ese maldito gato que trató de quedarse calvo frotándose contra mi pierna?

Ella no pudo evitar reír. Había visto el suceso, aunque no dijo nada al respecto. En el tiempo que le llevó ir por su abrigo, Taj se las arregló para dejar una buena cantidad de pelos grises en la pernera de Peter. A ella le pareció que se lo merecía.

—Lo siento. Taj no ve desconocidos con mucha frecuencia, y…

—¿Desconocidos en general, u hombres desconocidos?

—Ambos. No…

La frase se quedó en la garganta de Sara, pero era demasiado tarde. Tragó saliva, y levantó los ojos casi en desafío, a la espera del comentario de Peter Saxon.

Él la estaba mirando del mismo modo que antes de besarla.

—Señor Saxon…

—Peter.

—Señor Saxon, por favor…

—Peter—le sonrió.

Sara tragó saliva de nuevo.

—Peter. Te agradecería que….

—Te lleve a casa. Sí, ya sé. Y lo haré, en cuanto acabe la fiesta.

—No, no puedo quedarme más tiempo. Bastará con un taxi.

—Tienes que quedarte conmigo, Sara, ¿te acuerdas? Son tus instrucciones. Al jefe Garrett no…

De repente, la habitación quedó sumida en la oscuridad. Un gemido colectivo surgió entre los invitados, hubo algunas risitas nerviosas, y la luz volvió.

—Es la tormenta, amigos —dijo Simón Winstead desde la puerta, con una sonrisa bonachona en el amplio rostro—. No se preocupen. Tenemos muchas velas y demasiado champaña. Si las primeras no resuelven el problema, lo hará el segundo.

El anunció fue recibido con risas y un conato de aplauso. Al lado de Sara, Peter murmuró algo.

—El estúpido debería decirles a todos que se fueran a casa. Los caminos se pondrán imposibles.

Sara asintió.

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—Sí, será difícil bajar de la montaña. Debería saberlo.

Peter se encogió de hombros.

—Lo sabe, pero esta es su gran noche. No esperarás que el sentido común le eché a perder todo.

—¿Por qué no hablas con él? Quizá te haga caso.

—¿Winstead? No creo.

—Pero, ¿si le dijeras lo difícil que sería para las patrullas llegar aquí, en caso de que hubiera algún problema, no lo convencerías?

Peter inclinó la cabeza a un lado.

—Bueno, al menos no escondes que tienes una mente ágil —sonrió, y la tomó de la mano—. Haré un trato contigo, Sara. Si bailas conmigo, le diré a Winstead que termine la fiesta. ¿Qué te parece?

Peligroso. La respuesta fue tan rápida que al principio, creyó haberla dicho en voz alta. Pero no fue así, y Peter seguía esperando.

—Me parece… Tonto. ¿Por qué no se lo dices ahora mismo? Búscalo y…

—Estás perdiendo tiempo, Sara. Mientras estamos aquí, hablando, el camino se congela.

—Entonces, ¿para qué…?

—Una pieza, Sara —le rodeó la cintura con un brazo y la llevó hacia el invernadero, donde la piscina había sido convertida en pista—. ¿Qué puedes perder?

—No bailo muy bien.

Del invernadero llegaba el sonido de la música. Dentro estaba caliente, y olía a orquídeas. Las luces estaban bajas, y entre los cristales se veía la nieve a la luz de la luna.

Peter la tomó entre sus brazos.

—Relájate. Siente la música.

—Ya te dije que no soy muy buena en esto.

—Deja que yo lo juzgue.

Sara supo que se movía sin gracia. Era la verdad, no sabía bailar. A los trece años, cerraba la puerta de su habitación, encendía la radio a bajo volumen, y practicaba los bailes que veía en películas, pero nunca tuvo oportunidad de practicarlos con alguien, a excepción de una que otra boda o cumpleaños.

La última fue dos años antes, en el aniversario de los Garrett, cuando estrenó el vestido que llevaba. Era un vestido soso, y lo sabía desde el día que lo compró. Recordaba la ocasión. Pasó largo rato viendo un vestido azul, escotado y de falda amplia, queriendo comprarlo, pero segura de que estaba mal querer algo tan frívolo.

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Se divirtió en la fiesta de los Garrett. La pareja la trataba como si fuera de la familia, y ella estaba a gusto con ellos. Bailó más esa noche que en años, con Jim y con sus compañeros de trabajo, e inclusive con el tío de Jim, un agradable anciano que olía a lavanda.

Sara aspiró el aroma de Peter. Él olía a nieve y a calor, a champaña y a la noche. Era una combinación muy masculina. El corazón le dio un vuelco.

“Siente la música”, le había dicho, pero sólo sentía la fuerza de los brazos que la sostenían, el calor del cuerpo que se apretaba al suyo. Era la misma debilidad de esa mañana.

—Sara…

En la habitación en penumbras, su voz era como una caricia. Sara cerró los ojos y ordenó a su corazón detenerse, a su cuerpo dejar de temblar.

—Sara…

Quería que lo mirara, pero ella no podía hacerlo, no podía.

—Mírame…

—No —susurró ella.

Él le puso la mano bajo la barbilla, y le levantó la cara. Mientras Sara contenía el aliento, frotó sus labios contra los de ella, haciéndola sentir la aspereza del bigote y su aliento.

—Por favor —suspiró Sara—. Por favor…

Él la estrechó, haciéndole saber que su cuerpo la deseaba.

—Sara, dulce Sara.

—Por favor… —repitió ella, aunque no sabía qué era lo que pedía.

Peter volvió a besarla, a tocarle los labios con la lengua, y muy adentro de Sara, una llama cobró vida. Lo abrazó, y abrió la boca.

De pronto, él la apartó. Sara se tambaleó, abrió los ojos y los enfocó en el rostro de Peter, que sonreía.

—Las luces.

Sara parpadeó. Las luces. Claro, habían vuelto a apagarse. Y no se encendían.

—La tormenta empeora —susurró Peter—. Espera a que encuentre a Winstead y le diga que se acabó la fiesta —se inclinó para besarla otra vez—. Después te llevaré a casa, dulce Sara.

Algo en su tono la hizo temblar.

—Iré contigo.

Él rió.

—¿Te gustó? —dijo, y le tocó el cabello y los labios. Sara se dio cuenta entonces de su apariencia. Tenía el cabello suelto, desarreglado sobre los

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hombros. Y sus labios estaban inflamados—. No tardaré —le tomó la cara con ambas manos—. ¿Me esperarás, dulce Sara?

Ella se pasó la lengua por los labios. Le parecía que uno de sus sueños se hacía realidad, que vivía una fantasía. Lo miró a los ojos y asintió.

—Sí, te esperaré.

—Cinco minutos.

Sara lo vio salir del invernadero. En la oscuridad, se encendieron algunas velas, y se oyeron murmullos, pero cada fibra de la atención de Sara estaba concentrada en la figura de Peter. Cinco minutos, y después, la llevaría a casa.

Tenía la boca seca. No podía fingir que no sabía lo que eso quería decir. Le haría el amor. Sus besos, sus manos, todo transmitía un mensaje. Se quedaría con ella esa noche y…

Sara se llevó la mano a la boca ¡Qué estúpida! Nunca tomé de una mujer nada que ella no quisiera darme. Peter Saxon buscó todos los modos de humillarla, y ahora acababa de encontrar el mejor.

A toda prisa, al cubierto de la oscuridad, Sara se dirigió a la pequeña habitación en la que dejó su abrigo. Sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia, y las hizo a un lado.

Era una lástima no poderle decir a su jefe la verdad, pensó, mientras se dirigía a la salida. A él le preocupaba que Peter Saxon robara las joyas, pero no eran las joyas lo que el hombre buscaba esa noche.

Las joyas estaban demasiado protegidas. No podía decir lo mismo de ella misma.

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Capítulo 3

Sara cruzó la puerta y la cerró a sus espaldas. La nieve que el frío viento arrastraba le golpeó las mejillas y los ojos, pero ella no les prestó atención. La rabia la quemaba, rabia contra sí y contra Peter Saxon.

¿Cómo pudo ser tan tonta? Pensar que dejó que alguien así se aprovechara de ella, pensar que casi…

Pero sólo casi, y eso era lo que contaba. Si pudiera volver un instante a la casa, sólo el suficiente para verlo entrar al invernadero y darse cuenta de que la pequeña ingenua se le había escapado… Al menos lo imaginaba y eso era una satisfacción.

Un repentino golpe de viento la azotó con tal fuerza, que casi le cortó la respiración. Sacó sus guantes de los bolsillos del abrigo, y se cubrió con ellos las manos, ya heladas. ¡Dios, qué frío hacía! Y nevaba tanto, que apenas lograba ver más allá de su nariz. Hank y Tommy trabajaron paleando y cubriendo con arena la glorieta, pero a este ritmo, pronto no quedaría prueba de sus esfuerzos.

Se levantó el cuello del abrigo, y bajó con cuidado los escalones que llevaban al camino. Los coches estacionados parecían grandes animales silenciosos de blanco pelaje.

Dio un paso, y casi cayó sobre la nieve. ¡Maravilloso! Estaba resbaladiza como un cristal. Pero fuera del camino, le habría llegado a las rodillas.

«¿Ahora qué, Sara?», se dijo. «No pretenderás bajar la montaña caminando, ¿verdad?»

No, no con esos zapatos de suela delgada y tacones altos. Por encima del hombro, le echó un vistazo a la casa. Las ventanas brillaban con la luz de las velas, cálida e invitante, pero no quería regresar. Cuando Peter Saxon la viera, su sonrisa cínica se transformaría en carcajada. Diría algo que la haría quedar en ridículo frente a todos… Si no era que ya estaba en ridículo. No quería ni pensar en cuántas personas la habían visto en la pista de baile.

«¿Y por qué te portaste así, Sara? Nunca lo habías hecho antes.»

Impaciente, hizo a un lado la idea y se hundió en el abrigo. Lo que importaba ahora era el modo de bajar de la montaña. Podía esperar allí hasta que Jim y Alice se fueran…

Podía esperar hasta que se helara…

Tenía que haber otra alternativa.

Lejos, en el camino, el motor de un automóvil se puso en marcha con una serie de tosidos. Dos faros parpadearon en la oscuridad, y una silueta se movió hacia la lejana salida.

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Sara dio unos pasos adelante.

—¡Oiga, oiga, espere!

Corrió, tratando de no tropezar, agitando las manos para llamar la atención del conductor. Pero el coche ganó velocidad, dio vuelta en una curva, y se hundió más allá de los copos que caían.

Sara trotó por el camino. Aún tenía oportunidad de alcanzarlo. Al llegar a la entrada, el coche tendría que detenerse por una curva bastante cerrada. Pero la puerta electrónica estaba abierta. Peter Saxon se quejó de semejante descuido, mas la intención era que los invitados pudieran entrar y salir con facilidad.

Sí, ahora veía al coche.

—¡Espere, por favor, espere!

Corrió más rápido, pero no lo suficiente. Y los ocupantes no tenían modo de oírla, con las ventanas cerradas. Poco a poco interrumpió su carrera, y vio cómo el automóvil llegaba a la recta y aceleraba. Las luces traseras brillaron un momento, antes de perderse.

A su alrededor se hizo el silencio, interrumpido sólo por el viento y su respiración agitada. Sara miró por encima del hombro. La casa estaba lejos, invisible en medio de la tormenta. Tendría que regresar, aunque no le gustara la idea. Pero no había nada que hacer…

En la oscuridad, aparecieron dos faros, brillantes como los ojos de un felino en la selva. Otro coche se acercaba, demasiado rápido, pero Sara podría detenerlo. No tenía más que pararse frente a él.

El coche derrapó al aplicar el conductor los frenos. Las ruedas rechinaron sobre la superficie helada del camino, y Sara vio, horrorizada, cómo la parte trasera del coche se movía en zig-zag. Pareció que pasaba una eternidad hasta que por fin, el coche se detuvo, atravesado en el camino.

Sara se recogió la falda y corrió hacia él. La puerta se abrió, y una figura salió por ella.

—¿Está bien? —preguntó Sara—. No quería…

Se atragantó. Frente a ella, furioso, estaba Peter Saxon.

—¿Qué estúpido juego era ese? ¿Querías que ambos muriéramos?

—¿Qué haces aquí?

—Creo que yo debería hacer esa pregunta.

—¿Qué te parece que hago? Estoy caminando, estoy…

—Caminando —repitió él, sin expresión.

—Sí.

—Sube al coche.

—Gracias, pero preferiría… ¡Hey! ¿Qué haces? ¡Suéltame!

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—Sube al coche —dijo él entre dientes, empujándola hacia la puerta del lado del pasajero.

—No, no subiré.

Su protesta no surtió efecto. Peter abrió la puerta y la obligó á subir. Un segundo después, estaba a su lado.

—Ponte el cinturón de seguridad.

Sara trató de abrir, pero él se lo impidió, mirándola con ojos brillantes.

—Si fuera tu, me quedaría quieto.

Ella le lanzó una mirada, y se hundió en el asiento.

—Buena chica. Ahora, vamos, abrocha el cinturón.

—No necesito que me digas qué hacer —dijo ella, ocultando su creciente miedo tras la valentía de sus palabras.

El coche empezó a moverse.

—Bueno, entonces piensa. No quiero que te mates si nos salimos del camino. Me reservo el placer.

La luz del cuadro de mandos se combinó con los reflejos de la nieve, para arrojar una luz terrorífica sobre su rostro. Le brillaban los ojos, tenía la boca apretada, y un músculo saltaba en sus mejillas.

—Qué bonita broma me hiciste.

Era mejor hacerse la desentendida.

—Si no condujeras tan rápido… —empezó, pero él soltó una fría carcajada.

—Por favor, no perdamos el tiempo. Sabes muy bien de qué estoy hablando.

—Escucha, no tengo que darte explicaciones.

—Pasé un buen rato asomándome en los rincones, y preguntando a todos si te habían visto, antes de darme cuenta de que te burlaste de mí.

—Qué bonita palabra —dijo Sara.

Era sorprendente, pensó, que su voz sonara tan tranquila, cuando el corazón estaba a punto de saltársele del pecho.

—¿Lo hiciste para darle una lección a un ex convicto?

—Ya te dije que no tengo por qué darte explicaciones.

—No hubiera creído que una mujer como tú fuera capaz de burlarse de un hombre.

Una mujer como tú… Sí, Sara tenía razón. Él jugó con ella. Pero era algo que podían jugar dos.

—No fue muy difícil.

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Por un momento, creyó que había llegado demasiado lejos. Él se volvió hacia ella con ojos tan helados, que la noche parecía cálida en comparación. Después, clavando la vista en el camino, soltó una carcajada.

—Tienes agallas, Sara, lo reconozco —se inclinó hacia delante para limpiar el espejo retrovisor—. ¿Adónde ibas cuando saliste de la mansión?

—A casa.

—Así que decidiste escapar.

—No escapaba, sólo…

—Saliste a dar un paseo de kilómetro y medio en medio de una tormenta de nieve. Muy inteligente. Demonios, con un poco de suerte te habrías helado a muerte, y entonces sí me hubieras metido en problemas. Ya veo los titulares: “Reo Mata a Señorita”. ¡Los periódicos se venderían por millones!

—Estás diciendo tonterías —dijo Sara, cortante—. No me hubiera pasado nada. Conozco la montaña.

—Y siempre caminas en la oscuridad, en medio de una tormenta, con falda y zapatos de tacón, seguramente —continuó Peter.

Sara se revolvió. Tenía los pies helados, y el vestido húmedo se le pegaba a las piernas. Temblaba, aun con la calefacción del coche encendida. De todos modos, si Peter Saxon esperaba que le diera las gracias…

—Podía conseguir que me llevaran. Después de todo, ya terminó la fiesta.

Se acercaban al pie de la montaña, y Peter disminuyó la velocidad.

—No. El imbécil de Winstead dice que la noche no acaba mientras quede champaña, lo cual significa que seguirá hasta el amanecer.

—¿Y te saliste? Dijiste que te quedarías hasta el fin de la fiesta.

—No tenía objeto.

—Sí, pero…

—¿Qué camino lleva a tu casa, Sara, el que viene o el siguiente?

—El siguiente. Pero, ¿y las joyas?

Él rió.

—Deja de preocuparte por ellas. Créeme, están bien.

—Seguro. Es que no entiendo por qué dijiste…

El ulular de una sirena cortó el silencio de la noche. En el carril contrario brillaron luces, y una patrulla pasó a su lado. Sara se volvió en su asiento y se quedó mirándola hasta que desapareció.

—¿Qué habrá pasado?

Peter miró por el espejo retrovisor.

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—Debe haber un accidente en algún sitio. Antes que termine la noche, habrá una docena de ellos.

—Supongo que sí —aceptó Sara—. Este camino es malo, aún con buen tiempo.

Otras luces se acercaron, y dos patrullas siguieron a la primera a toda velocidad.

—¿Crees que vayan a Stone Mountain?

—Tal vez algún tonto se salió de la curva, antes de la puerta.

Sara lo miró.

—Las joyas…

—Las joyas están bien. Si quieres preocuparte por algo, preocúpate por el camino.

—Sí, pero…

—¡Maldita sea, Sara, me sería de utilidad otro par de ojos!

—Te lo tomas con mucha calma, ¿no? Las joyas son responsabilidad tuya.

—Estás dejando correr tu imaginación, Sara. Además, ahora son responsabilidad del museo. Su representante quedó satisfecho con los arreglos —la miró—. ¡Por amor de Dios, relájate! La caja fuerte no se abrirá hasta que las lleven al museo para exhibirlas.

Sara sacudió la cabeza.

—No te entiendo. Esta mañana…

Una silueta salió de los matorrales y cruzó la carretera.

—¡Cuidado! —gritó Peter, girando el volante a la derecha.

El coche flotó sobre el camino, y las ruedas se deslizaron sobre el hielo. Entre la nevada, Sara vio árboles que se inclinaban sobre ellos. Un camión los rebasó, haciendo sonar su bocina. Peter luchaba por mantener el control del coche. Por fin, se detuvieron al borde de la carretera.

—Demonios… —susurró Peter. Se quitó el cinturón, y se volvió a Sara—. ¿Estás bien?

Ella asintió.

—Sí. ¿Qué fue eso? ¿Le dimos?

—Era un perro, o tal vez un zorro, creo que no le pegamos —rió—. Espero que el truhán nos lo agradezca. Caímos en la cuneta con mucha fuerza —abrió la puerta. Una ráfaga de aire helado llenó el auto—. Será mejor que me asegure de que los neumáticos están bien.

Sara trató de quitarse el cinturón.

—Yo también voy. Quiero ver qué fue lo que cruzó el camino.

Peter sacudió la cabeza.

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—Lo haré yo. Tú quédate, no tiene objeto que los dos nos helemos.

La puerta se cerró tras él. Sara tembló, y metió las manos en los bolsillos de su abrigo. ¡Qué cerca estuvieron!

Era una suerte que Peter fuera la clase de hombre que…

Rió y apoyó la cabeza en el asiento. Él era la clase de hombre que vivía de robar, que era capaz de jugar con una mujer, de hacerla sentir tonta. El que hubiera tratado de salvar al animal en la carretera no probaba nada.

Lo vio retroceder por el camino y perderse de vista, antes de reaparecer sacudiendo la cabeza.

—¡Nada!

Se agachó para mirar las ruedas, y después de unos minutos, caminó hacia el frente del coche. Hubo un ruido ahogado, Sara pensó que debía haber pateado un neumático, y luego Peter se acercó a ella. Sara bajó un poco el cristal para oírlo.

—El maldito neumático se desinfló. Tengo que cambiarlo.

Ella bajó más el cristal. Peter tenía el cabello agitado por el viento y cubierto de nieve, y la nariz y las mejillas rojas.

—¿Puedo ayudar en algo?

Él sacudió la cabeza.

—No —le sonrió—. Quédate aquí, y guarda calor para los dos.

—No seas tonto. Tienes que levantar el coche. Saldré para que…

—Quédate, Sara. Aquí afuera parece el Polo Norte —se quitó los guantes, los metió en sus bolsillos, y sonrió otra vez.

—Peter, eso es una locura.

—¡Demonios, Sara, no discutas! Quédate donde estás.

Ella se ruborizó y subió el cristal. Muy bien, que jugara a ser Superman. Si quería quedarse allá, helándose, ¿quién era ella para impedirlo?

Peter fue a la parte trasera del coche y abrió el portaequipajes. Sara encendió la radio, y cambió las estaciones hasta encontrar la voz de un locutor.

«—…Ya hay veinticuatro centímetros de nieve sobre el suelo, y se esperan al menos otros doce. Vientos del oeste, a cuarenta y cinco kilómetros por hora. Recomendamos quedarse en casa. Las condiciones de conducción son malas, y van empeorando. La visibilidad es poca…»

Poca no era lo correcto, pensó Sara, recordando cómo Peter desapareció de su vista a sólo unos pasos del coche. Si se acercaba un coche o un camión… Sí, estaban estacionados en la cuneta, pero eso no significaba nada. ¿Cuántas veces en los últimos años envió la grúa de Jack

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Barnes a la carretera a recoger los restos de un coche estacionado en el borde?

Miró hacia atrás. No vio nada. ¿Tendría Peter señales entre sus herramientas?, se preguntó. No muchos conductores las tenían, pero la mayoría llevaban una linterna sorda. Si la encontraba, podía pararse detrás del coche con ella, para avisar a los que pasaran.

Abrió la guantera. Mapas, monedas sueltas, un lápiz… Y una linterna.

La encendió, y un estrecho haz de luz iluminó el interior del coche No era tan brillante como debía, pero serviría. Abrió la puerta y salió.

El viento le golpeó la cara. Los copos de nieve eran como navajas frías y cortantes. Sara bajó la cabeza y fue a la parte trasera del coche. No, él no colocó señales. No había hecho nada. Estaba allí, inclinado sobre el portaequipajes abierto.

Sara encendió la linterna y la dirigió a él. Peter levantó la cabeza y se apartó.

—Te dije que…

—Sí —ella le sonrió. Después de todo, de no ser por él, seguiría en medio de la nieve, en la cima de Stone Mountain—. Pero pensé que sería buena idea…

Se interrumpió al ver la expresión de Peter.

—¡Apaga esa maldita luz!—gruñó él.

Sara apuntó la lámpara en otra dirección.

—Perdón, sólo quería…

Todo sucedió al mismo tiempo. La puerta del coche se abrió impulsada por el viento, y la voz del locutor hizo callar la suya.

«—…Ladrón de las fabulosas joyas de la Maharanee de Gadjapur. La policía reporta que el hurto fue obra de Peter Saxon, el ladrón de sociedad…»

Sara contuvo el aliento.

—¿De qué está hablando? Las joyas…

Peter extendió la mano.

—Dame la lámpara —dijo con calma.

Ella lo miró.

—¿No oíste las noticias? Dicen que…

—La lámpara, Sara.

La mano de él se cerró sobre la de ella, tan fría y dura como su voz. Sara trató de soltarse, y la línea de luz iluminó el coche. De pronto, cayó sobre una caja de herramientas abierta, y mil reflejos cobraron vida.

—¡Oh, no!

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Sus palabras cayeron en el silencio de la noche. Sara vio las increíbles joyas atrapadas en el rayo de la luz. Esmeraldas, diamantes, zafiros, rubíes…

—Las joyas de la Maharanee —susurró y obligó a sus ojos a moverse de la caja al rostro de Peter—. Las robaste…

Él cerró la tapa, tomó la lámpara de los dedos inmóviles de ella.

—Si me hubieras escuchado, Sara…

Su voz heló a Sara, que retrocedió un paso.

—¿Qué… Qué vas a hacer?

—¿No te dije que te quedaras en el coche?

—No, no…

Lo golpeó, al ver que se acercaba, pero él la detuvo. La levantó, tomándola de la cintura, y la depositó en el interior del coche.

—Voy a cambiar el neumático —dijo con suavidad, con el rostro muy cerca del de ella; tanto, que Sara sentía su respiración en la piel—. No te muevas.

—No puedes hacer esto.

—¿Me entendiste, Sara? Si tratas de escapar…

La amenaza implícita quedó en el aire entre ambos.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—Ya pensaré en algo.

La miró a los ojos, aterrándola. Sara supo lo que iba a hacer antes de que se inclinara hacia ella, pero no pudo detenerlo.

—No…

La boca de Peter se posó en la suya, en un beso veloz y apasionado. Algo más oscuro y poderoso que el miedo se adueñó de Sara.

Peter levantó la cabeza, y pasó el pulgar por los labios entreabiertos de Sara.

—Te prometo, dulce Sara, que ya pensaré en algo.

Y después, se alejó en la oscuridad.

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Capítulo 4

El coche avanzaba en la noche. Sólo el zumbido de la calefacción y el siseo de los limpiadores interrumpían el pesado silencio. Sara miró el velocímetro. La aguja estaba en setenta y cinco kilómetros por hora, demasiado rápido para el camino helado. Peter Saxon tenía que saberlo, el derrapón que los sacó del camino, haciendo que ella descubriera la fortuna oculta en el portaequipajes, era advertencia más que suficiente.

Lo miró, y apartó la vista, pensando que parecía frío y peligroso.

Un nudo de miedo le atenazaba la garganta. Le era difícil tragar saliva y respirar. El hombre que estaba a su lado era un criminal y mucho más fuerte que ella. Estaba a su merced, atrapada en una pesadilla sin final a la vista. ¿Qué quería Peter Saxon de ella?, era el único pensamiento que la atormentaba.

Ya pensaré qué hacer contigo, dulce Sara…

Un estremecimiento la recorrió. No, no era su estilo. Después de su arresto, dos años antes, cuando los periódicos estaban llenos de comentarios acerca de “El ladrón de corazones”, nunca se sugirió que utilizara la violencia. Cuando robaba, sus víctimas estaban siempre dormidas o ausentes, y siempre robaba joyas, nada más.

Nunca tomo de una mujer nada que ella no quiera darme…

Volvió a mirarlo. No, pensó, un hombre como Peter Saxon no necesitaba forzar a una mujer. Su aire rudo, atractivo, peligroso, era suficiente.

Sara se mordió el labio y clavó la vista al frente. Pero la situación era otra. Esa vez, Peter no era un hábil ladrón en un dormitorio oscuro y ella no era una bella dama de sociedad dormida en su cama. Era la mujer que le arruinó los planes. Él realizó un robo increíble, y ella lo arruinó.

Si no hubiera salido del coche, si no hubiera apuntado la luz a la caja de herramientas, si no…

—¿Cuánto dinero tienes, Sara?

—¿Dinero? —preguntó sobresaltada,

—Eso. ¿Cuánto tienes?

Sara abrió su bolsa, y se asomó a su monedero.

—Veinte… No, treinta dólares.

—¿Hay alguna sucursal del Banco Federal de Nueva York por aquí?

—Sí, en el próximo pueblo.

—¿Cuál es el camino?

Dinero. Claro, necesitaba dinero para escapar.

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Con manos temblorosas, abrió su monedero y sacó los billetes.

—Puedes quedarte con mis treinta dólares —dijo, entregándoselos—. Y tengo tarjetas de crédito, Visa y Master Card. Tómalas.

—¿Y qué hago con ellas? ¿Me parezco a Sara Mitchell?

Ella se quedó viendo las tarjetas.

—Debe de haber algún modo.

—Tengo mis propias tarjetas. No sirven de nada, a menos que quiera que la gente sepa quién soy y dónde estoy —la miró, con una sonrisa fría en la boca—. Eso pretendías, ¿verdad, dulce Sara?

—No —se apresuró a decir ella—. Nunca pensé…

—¿Cuántos años llevas trabajando para la policía? Apuesto que los suficientes para conocer todos los trucos.

—No pensé en nada, de verdad. Sólo buscaba un modo de, de…

—Estuve dieciséis meses en prisión. Créeme, Sara, allí también se aprenden algunos trucos. Y te juro que soy mil veces mejor aprendiz que tú.

Ella se pasó la lengua por los labios.

—Quería que tomaras mi dinero y me dejaras ir.

—Qué generosa —él rió—. Si quieres, puedo dejarte en una cabina telefónica, para que llames a tu jefe y le digas dónde están las joyas.

—Ya sabe que las tienes.

—Asume que las tengo, y hay un gran trecho entre el asumir y probar.

—Pero las tienes —dijo Sara, sin pensar—. Están allá atrás. Yo las he visto.

—Exacto, tú las viste. Sólo tú.

Un escalofrío le recorrió la columna.

—¿Qué quieres decir? No puedes…

—Tú y yo nos vamos de viaje, Sara. De vacaciones, si prefieres. Pero antes, necesitamos algo de dinero. Lo cual me lleva otra vez a la pregunta de antes: ¿Hay alguna sucursal del Banco Federal de Nueva York por aquí?

Un miedo diferente a todos los que había conocido, cerró sus dedos sobre Sara. Un viaje. Tú y yo nos vamos de viaje. Tomó aliento.

—Estás cometiendo un error terrible. Hasta ahora, sólo te buscan por robo.

Los dedos de él se cerraron con fuerza sobre el volante.

—El robo es suficiente. ¿Dónde demonios está ese banco?

—Por favor, escúchame…

—¡El banco, demonios! ¿Dónde está?

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En los ojos de Sara aparecieron lágrimas de desesperación.

—Sal en la próxima salida. Está a la derecha.

—Gracias.

Sara no respondió. Parpadeó para quitarse las lágrimas y miró por la ventana.

¿Qué iba a hacer Peter? ¿Robar el banco? ¿Y por qué no? Un hombre capaz de robar una fortuna en joyas y raptar a una mujer, no sería muy quisquilloso acerca de las fuentes de su dinero. El hecho de que buscara un banco en especial era interesante. ¿Usarían los del Banco Federal cerraduras más fáciles de abrir?

Una risa histérica amenazó con salir de su garganta. ¿Qué dijo Alice Garrett esa tarde? Algo acerca de la emoción de ir a la fiesta del año con una celebridad. Y ahora, iba a un banco con un ladrón. Y pensar que planeaba pasar esa noche leyendo, con Taj en el regazo… Lo mismo que los últimos siete años, lo mismo que los próximos cincuenta. En cambio, iba en un coche a media noche, con el hombre más excitante que jamás hubiera soñado.

Parpadeó, sorprendida. ¿Se estaba volviendo loca? ¿Cómo podía pensar eso? ¿Qué clase de estupidez…?

El coche dio vuelta en la salida.

—¿Es aquél? —preguntó Peter, señalando con la cabeza en dirección de un edificio bajo de cristal y acero, apenas visible entre la nieve.

—Sí. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? Estás añadiendo crímenes a tus crímenes.

Él la miró, y soltó una carcajada rasposa.

—Odio desilusionarte, Sara, pero tu imaginación está acelerada. Sólo quiero usar la caja de mi tarjeta de crédito.

Su tarjeta de crédito. Otra vez la risa histérica luchó por brotar de su garganta. ¡Claro! En la era de la informática, Peter Saxon, ex convicto, ladrón de joyas y raptor, no necesitaba un rifle para hacer un robo. Bastaba con una tarjeta de plástico.

Entraron al estacionamiento del banco. El viento, soplando sobre el espacio abierto, había formado montañas, y el banco lo mismo que la caja, estaba al otro lado de una pila de nieve hasta la rodilla.

Peter detuvo el coche lo más cerca que pudo de la caja, y apagó las luces y el motor.

—Escucha con atención, Sara —su voz era suave, pero a ella se le erizó el cabello de la nuca. Peter quitó las llaves del encendido, se desabrochó el cinturón y se acercó a Sara—. Espérame aquí tranquila, ¿entiendes?

—Ya deben de estar buscando tu coche —dijo ella sin aliento—. La policía tendrá tu número de placas.

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Él se quitó un guante, y le puso la mano sobre la boca. El calor de su piel casi quemó los fríos labios de Sara.

—Es un coche alquilado. Con suerte, Garrett tardará algún tiempo en descubrirlo. Para entonces, estaremos en lugar seguro —su mano cambió de sitio, moviéndose a la mejilla de Sara—. No pierdas tu tiempo con la esperanza de que me atrapen, no sucederá.

La mente de Sara giraba en círculos furiosos. Era una tontería subestimarlo, él había planeado todo, el robo, el escape, el “sitio seguro”, lo único que no planeó era que ella pudiera ver las joyas. Su parte en el asunto, pensó, tenía que terminar un poco más tarde, en su cama. Habría sido un premio inesperado, la ingenua muchacha de pueblo, perfecta para pasar un rato.

Para un hombre como Peter Saxon, un hombre que vivía en el límite, el riesgo de quedarse unas horas más era mínimo. Incluso servía para añadirle emoción al robo. Y no había por qué apurarse. Se suponía que nadie vería las joyas en los próximos cuatro días.

Pero algo salió mal, algo que él no planeó, y su crimen fue descubierto antes de tiempo. Y ahora, allí estaba ella, cautiva de un hombre capaz de hacer lo necesario para facilitar su escape.

—Sara, si haces lo que te digo, estarás bien, ¿entiendes?

—Sí —dijo, pero era mentira, y se notaba en su voz.

—No me obligues a hacer nada que los dos tengamos que lamentar —susurró Peter, iracundo.

Y antes que Sara recuperara el aliento, abrió la puerta y salió del automóvil.

Lo vio inclinar la cabeza para defenderse del viento, y dirigirse a la caja automática. El corazón le latía sin control, y se llevó la mano a los labios, como si esperara encontrar la ardiente huella de un beso.

Por amor de Dios, ¿qué le pasaba? En su terror, hubo un instante de algo más, una emoción que circulaba por su sangre.

¿No leyó alguna vez que el miedo produce efectos raros en las personas? Sí, en un artículo de alguna revista para policías. Un criminal inteligente podía manipular a un ciudadano corriente, decía el artículo, si el ciudadano estaba en una situación que escapaba a su control.

Sara aspiró. Por supuesto. Peter Saxon la estaba manipulando. Y ella reaccionaba tal y como se esperaba que lo hiciera.

Se enderezó y miró a Peter. ¿Cuánto tardaría en conseguir el dinero? Ya estaba en la caja, pero aún no insertaba su tarjeta. Se quitaba los guantes… Un minuto para colocar la tarjeta y activar la máquina, otro par de minutos para tomar el dinero… Tres minutos. Cuatro, si tenía suerte.

No era nada, pero era todo lo que tenía.

Ordenó a su corazón que disminuyera la velocidad de sus latidos.

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Con precaución, con calma, sin quitar los ojos de Peter Saxon, abrió la puerta. Tenía la tarjeta en la mano, estaba inclinado sobre la máquina… ¡Ahora!

Salió del coche en una explosión de abrigo de lana y falda flotante.

—¡Sara!

Su grito la alcanzó, como un disparo, rápido en el aire helado. Sara corrió por el estacionamiento cubierto de nieve. La adrenalina se movía en sus venas, el corazón se le aceleró, oyó su aliento rasposo, probó el sabor metálico de la ansiedad en su lengua. Los pasos de Peter estaban cerca. Sara gimió. Si sólo pasara un automóvil…

Imposible, a media noche, en medio de una tormenta… No tenía esperanza.

Gritó cuando él la rodeó con los brazos. Ambos resbalaron, tropezaron, y cayeron juntos. Aterrizaron en la nieve en una confusión de piernas y cuerpos. La pierna izquierda de Sara quedó debajo de todo.

Se quedaron así unos segundos. El vapor de sus alientos se mezclaba en el aire. Después, los ojos de Sara se llenaron de lágrimas de rabia y frustración.

—¡Maldito seas! —gritó, golpeando a Peter con la mano que tenía libre.

Peter Saxon la atrapó por la muñeca, y la obligó a ponerse de pie a su lado.

—¿Qué estúpido juego era ese?

El broche que retenía el cabello de Sara había caído. La mujer se quitó la mata húmeda de la cara, y miró al hombre con desafío.

—¿De verdad esperabas que me quedara sentada?

—No —respondió él, y apretó los labios—, no lo esperaba. Ahora, ¡muévete, demonios! Estamos perdiendo tiempo.

Se dirigió al coche, con Sara detrás de él. Al empezar a caminar, Sara sintió una punzada de dolor. Era un tobillo, y pensó que lo tenía torcido. Cada paso era un tormento. También le dolían la muñeca y el brazo, de donde Peter Saxon, con mano férrea, la empujaba. Pero no gimió, ni siquiera cuando él la hizo meterse en la pila de nieve frente a la caja, de modo que la falda y sus zapatos quedaron empapados.

Cuando Peter terminó de recoger los billetes, Sara temblaba de frío. Se sentaron uno al lado del otro, y ella mantuvo la vista al frente.

—¿Te lastimé?

Su voz era dura. Sara clavó los ojos en el regazo y la sorprendió descubrir su mano frotando la muñeca, que mostraba la marca de los dedos de Peter.

—Sí —respondió con dignidad.

Él puso el seguro a la puerta.

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—Puedo hacer cosas peores si me obligas, recuérdalo —el motor tosió antes de encenderse—. ¿Tienes fío?

No tenía objeto negar la verdad. Los dientes le castañeteaban. Asintió. Hubo un momento de silencio, y luego Sara oyó un ruido de tela y en su regazo apareció un abrigo.

—Póntelo.

—No lo quiero —dijo ella, pero él no le hizo caso.

Estaba ocupado en observar la carretera desierta, antes de apretar el acelerador.

Sara guardó silencio, con el abrigo sobre las piernas.

—No habrá quien te cure del congelamiento en el sitio al que vamos —dijo él después de un rato.

—No me voy a congelar.

—Tampoco habrá quien te atienda una pulmonía.

Sara lo miró. No podía saber si se burlaba de ella, pero no importaba. El hecho era que tenía frío, más frío del que había tenido nunca. La calefacción estaba encendida, y una corriente de aire cálido le recorría la cara y los pies, pero no bastaba, seguía temblando, y lo último que le hacía falta era enfermarse.

Extendió el abrigo y se envolvió en él. Al instante entró en calor, suspiró y se acomodó en el mullido asiento, aspirando el aroma de la lana húmeda mezclado con el de Peter Saxon. Recordó el mismo olor, como lo percibió cuando estaba entre sus brazos. Era limpio, poderoso…

Se incorporó, y dejó caer el abrigo hasta su cintura. Peter la miró.

—¿Te sientes mejor? —ella asintió—. Es culpa tuya haberte mojado. Si te hubieras quedado…

Se interrumpió, y sus ojos fueron al espejo retrovisor. Sara los siguió, unas luces se acercaban. Por favor, pensó, por favor…

Pero el coche los rebasó, y desapareció en la oscuridad nevada.

—Maldito estúpido —gruñó Peter Saxon, viendo el velocímetro—. Va por lo menos a noventa kilómetros por hora.

—Y tu vas a setenta y cinco, lo cual es mucho, mucho más seguro.

Él hizo una mueca de disgusto.

—El límite es ochenta. Aun si un policía fuera lo bastante tonto como para viajar por aquí esta noche, no detendría a un coche que va a sólo setenta y cinco kilómetros por hora.

—Piensas en todo, ¿verdad?

—Eso espero.

—Hay algo en lo que no has pensado —le indicó Sara. Peter la miró, y ella contuvo el aliento—. No has pensado en lo que pasará cuando te atrapen.

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Peter apretó los labios.

—No me atraparán.

—Escúchame: Por ahora, sólo te buscan por robo.

—Tranquila, Sara.

Su tono era cortante, y ella supo que era una advertencia, pero ya no podía detenerse.

—¿Qué objeto tiene que me lleves contigo?

—¿Cómo hubiera encontrado el banco sin ti, Sara? —rió él.

—Yo sólo te retraso —insistió ella, desesperada—. ¿De qué te sirvo? De todos modos, no puedo decir nada. No sé cuáles son tus planes, ni a dónde vas.

—Voy hacia el norte. Hacia las montañas Adirondack.

—No quiero enterarme. Si no sé nada, no puedo decirle nada a la policía.

—¿Y te dará un ataque de amnesia selectiva acerca de las joyas?

—No entiendo.

—No —dijo él entre dientes—, no, claro que no. Y por eso, dulce Sara, vendrás conmigo.

—Te buscan por robo —dijo ella, con palabras que escapaban de su boca a toda velocidad—. Pero, si me llevas contigo, te culparán también de secuestro. Pasarás el resto de tu vida en prisión.

Él la miró, y luego volvió a poner la vista en el camino. Disminuyó la velocidad.

—Las joyas de la Maharanee de Gadjapur valen cinco millones de dólares, Sara —dijo con voz suave—. Eso no es un simple robo. Además, estoy en libertad bajo palabra. Si me atrapan, me pasaré al menos los próximos diez años en prisión, antes de tener siquiera la esperanza de salir.

—Sí, pero, ¿qué son diez años comparados con toda la vida? La pena por secuestro es…

—Diez años, o toda la vida, son lo mismo para mí —la cortó él—. No volveré a estar encerrado.

—¿Por qué no me haces caso? Estoy tratando de ayudarte.

La mirada que le lanzó Peter hizo a Sara encogerse en su asiento.

—No soy tonto, Sara. A la única persona que quieres ayudar es a ti misma, y la mejor manera que tienes de hacerlo, es cerrando la boca, ¿entiendes?

Sara asintió. Frente a ellos estaba una sección de la carretera cubierta de arena. En cuanto la alcanzaron, Peter apretó el acelerador y el coche ganó velocidad. Sara vio el velocímetro. La aguja rebasó los ochenta, los noventa… Sara pensó en lo que comentó él acerca del límite

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de velocidad, pero de algún modo, supo que ningún policía los esperaba en la oscuridad. Seguirían viajando, sin que nadie los detuviera, lejos de Brookville y de la única vida que ella conocía.

La idea era terrorífica. Pero, ¿por qué su corazón latía a toda velocidad con una emoción maravillosa?

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Capítulo 5

—Sara… ¿Estás dormida?

—¿Mmm?

Una mano le tocó la mejilla.

—Es hora de levantarse, Sara, ¿me oyes?

—Claro que te oigo —respondió, alejándose del contacto—. No estaba dormida.

—Me equivoqué —rió Peter—. Pensé que dormías y no quise despertarte. Estabas tan tranquila, envuelta en mi abrigo…

—Sólo estaba descansando los ojos —dijo, quitándose la prenda—. Por cierto, ¿en dónde estamos?

—Entrando a Central Falls, nuestra última parada.

Nuestra última parada… Sara se incorporó y miró por la ventana. Él dijo que irían a las Adirondack, pero ese lugar no era montañoso. Estaban en un camino de dos carriles, cubierto de hielo y nieve, entre casa y escaparates.

El reloj que estaba en el tablero marcaba la una cincuenta y cinco. ¡Demonios, eran casi las dos de la mañana! La última vez que lo observó era medianoche, por lo tanto, llevaba más de una hora durmiendo. Pero eso era imposible. Las pocas veces que tuvo que dormir fuera de casa, sufrió insomnio.

Se pasó los dedos entre el cabello enredado, en un intento por acomodarlo. Para ser una mujer que no podía dormir en camas desconocidas, le resultó muy fácil dormir en un coche desconocido, con un extraño al volante.

Estaba agotada, esa era la razón. Su mente y su cuerpo estaban cansados de lo sucedido en las últimas horas. Le dolía todo. La espalda, los hombros, la cadera… Recordó la caída en el estacionamiento. Contuvo el aliento y para probar, flexionó el pie. Se encontró con un dolor incómodo, pero no era nada que no pudiera soportar. La articulación se movía bien. ¿Aguantaría, en caso de que encontrara la oportunidad de escapar?

En el automóvil hacía calor. La calefacción seguía encendida, y además, llevaba puesto el abrigo de Peter. Aun ahora que se lo había quitado de los hombros se mantenía en una temperatura agradable. Era casi como estar en los brazos de él…

Se agitó y se volvió a mirarlo.

—¿Cómo dijiste que se llama este lugar?

—Central Falls. Estamos en los límites de las Adirondack.

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Aún nevaba, pero los copos eran mayores, y caían del cielo como plumas, perezosos, cubriendo todo con un manto brillante.

Peter conducía despacio, y Sara se preguntó si sería por lo resbaladizo del camino, o por miedo a la policía. Por el camino, supuso. En el mundo polar que los rodeaba, no vio señales de vida.

—¿Este camino lleva a la montañas?

Él asintió.

—Sí. De aquí en adelante, es como la montaña rusa.

Con razón comentó que era la última parada. Peter obligó al automóvil a recorrer la superficie helada de la carretera, pero era imposible que lo consiguiera en un camino de montaña cubierto de nieve. Al oír que iban a las montañas Adirondack, Sara imaginó una cabaña solitaria en la cima de un monte, cerca de la frontera con Canadá. Ahora, suspiró con alivio, iban al pueblo. Un pueblo que de día, estaría lleno de gente, coches, y…

Peter giró a la derecha. El coche cruzó los surcos en el camino y las ruedas derraparon un instante, antes de aferrarse a la superficie y seguir adelante.

Sara miró por la ventana, tratando de entender. Estaban en medio de una serie de filas de autos cubiertos de nieve, como una especie de estacionamiento.

—¿Qué…?

—¡Cállate!

La voz de Peter, tan suave unos momentos antes, era dura ahora.

El hombre apagó los faros, y la noche los envolvió.

De pronto, un letrero de neón iluminó la oscuridad.

“Autos Carroll”. “Por casi nada”.

Peter rió.

—¡Qué bueno! Casi nada es justo lo que tenemos.

Sara se volvió hacia él. A la débil luz del tablero y la luna, resultaba difícil ver su rostro, pero le pareció que tenía ojeras de cansancio y arrugas alrededor de la boca. Sin embargo, en su voz había algo que bien podía ser emoción.

—¿Qué hacemos aquí?—preguntó Sara.

—Estamos de compras —le sonrió.

—¿De compras?

—Sí, necesitamos ruedas, Sara. Esta preciosidad se ha portado muy bien hasta ahora, pero no logrará subir las montañas.

—Creí que habíamos llegado al final.

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—Al final… ¿Con este coche? Necesitamos algo de doble tracción para seguir adelante. Algo fuerte y… —se detuvo—. Algo como ese Bronco —continuó, virando a la izquierda—. Ahí está, Sara, el coche de mis sueños.

Apagó el motor. Se deslizaron todavía unos metros, antes de detenerse junto a un vehículo poderoso que era en parte coche y en parte camioneta.

—Un cuatro por cuatro —dijo Sara, en un tono tan bajo como el de Peter.

—Estás llena de sorpresas —comentó Peter—. ¿Qué sabes tú de los cuatro por cuatro?

—El departamento tiene uno. El jefe Garrett lo usa cuando los caminos se ponen mal.

—Es un hombre inteligente —Peter se quitó el cinturón de seguridad, y la miró—. Bueno —susurró—, vamos.

—¿Vas a robar el Bronco?

Él hizo una mueca.

—Es cuestión de palabras, Sara. Si te sientes mejor, piensa que es un intercambio. Dejaré mi coche aquí.

Iba a abrir la puerta, cuando ella le puso la mano en el brazo.

—No es tuyo, es alquilado.

Peter encogió los hombros.

—Palabras. Arreglaré mi cuenta con Carroll en otra ocasión. Pero, por ahora…

—No puedes hacer esto —insistió Sara.

Él levantó las cejas.

—¿No?

—Está mal, es…

—¿Ya olvidaste lo que hay allá atrás?

—¡Por amor de Dios…! No empeores las cosas. Un robo de coche le añadirá años a tu sentencia. Cuando te atrapen…

—Si me atrapan. Sólo si me atrapan. Ahora, por favor, sal del coche.

—Te atraparán; es sólo cuestión de tiempo —él no respondió—. Lo que deberías hacer es entregarte. Así, la corte sería más indulgente. Déjame llamar a mi jefe, él es un hombre comprensivo.

—Sí, como lo demostró el día que nos conocimos.

—Lo tomaste por sorpresa. Déjame llamarlo.

—Sal del coche, Sara.

—¿Por qué no quieres escuchar? Déjame llamar al jefe Garrett.

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—Estoy conmovido —la conocida y cínica sonrisa cubrió sus labios—. ¡Cuánta preocupación por mi bienestar!

—¿Cómo puedes estar aquí, sentado y bromeando, cuando la mitad de la policía de Nueva York te busca?

—¿Por qué te has vuelto tan fría conmigo, Sara? ¿Fue por ver las joyas?

—Fue una visión que hubiera impresionado a cualquiera.

—No, pensándolo bien, empezaste a portarte así antes…

Ella golpeó con la mano el tablero.

—¿Y cómo querías que actuara? —dijo, furiosa—. Después del modo en que jugaste conmigo en el invernadero…

Sus ojos se abrieron al darse cuenta de lo que acababa de decir. La sonrisa de Peter desapareció, y el hombre la tomó de la mano.

—Por fin, la verdad. ¿Eso creíste?

—No importa, lo importante es…

—A mí me importa —le acarició los dedos—. ¿Por eso saliste corriendo? ¿Porque creíste que jugaba contigo?

—No. No creí nada. Y tampoco salí corriendo. Ya te dije que sólo quería irme a casa.

La mirada de él se movió sobre el rostro de Sara como si fuera una caricia.

—¿Como ahora?

—Sí —dijo ella, desesperada—. ¡Pero esto es una locura! Aquí estoy, tratando de que entres en razón…

Peter levantó una mano y la posó en la mejilla de la chica.

—Eres tan seria siempre, Sara… Tan decidida…

—Claro que lo soy —dijo ella, en un intento por ignorar la sensación que el contacto le producía—. Si te entregas, si me dejas ir…

La mano de él se dirigió a su cabello.

—¿Es eso lo que de verdad deseas? —susurró—. ¿Quieres que te deje ir?

—Sí —dijo ella a toda prisa, tal vez demasiado. «¿Qué te pasa, Sara?», se preguntó. «¿Por qué hablas sin aliento?»—. Claro que eso es lo que quiero. ¿Por qué no?

—¿Quieres que te muestre por qué, dulce Sara?

Ella retrocedió, pero el movimiento fue demasiado rápido. El aliento de Peter puso calor en sus labios, y luego su boca estuvo sobre la de ella. Fue un beso suave, tan ligero como un copo de nieve, que envolvió el cuerpo de Sara en oleadas de calor.

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—No —susurró, pero cuando él volvió a inclinarse, cerró los ojos para recibirlo.

Los labios de Peter recorrían los suyos, como si pidieran una respuesta. Sara levantó las manos y las puso sobre el pecho de él, con la intención de empujarlo, pero al notar el latido poderoso de su corazón, se contuvo.

¿Qué le pasaba? Su pulso acelerado no era por causa del miedo. Sobre la frente, los labios de Peter eran cálidos y húmedos.

—Sara… —murmuró él, tomándola por los hombros—. Sara…

«No le permitas hacerte esto, Sara. Cree que eres una inocente. Te está tratando igual, que antes. Eres su prisionera, su prisionera…», una voz gritaba en su interior.

—Déjame ir —exigió, alejándose, y lo miró a los ojos—. Parece que crees que no sé qué es esto.

—No —dijo él con suavidad—, creo que no lo sabes.

Sara se obligó a no apartar los ojos de la penetrante mirada.

—Si tienes algo de decencia, déjame ir.

—Lo siento, Sara.

Negó con la cabeza.

—No me necesitas —dijo ella, en un susurro apresurado—. Irías más rápido sin mí.

—Te necesito, Sara.

—Si me dejas aquí, no podré decirles a dónde te fuiste.

—Voy a Indian Lake.

Sara se cubrió las orejas con las manos.

—No quiero oírlo. No quiero saber nada.

—Sabes todo lo que importa —dijo él, con repentina furia—. Sabes que tengo las joyas.

Ella lo miró, sorprendida.

—Eso lo saben todos.

—Lo asumen todos, pero sólo tú puedes probarlo. No te dejaré ir, Sara, ¿entiendes?

—No lo dices en serio.

—Quizá no me pusiste atención antes, cuando te dije que no permitiré que me encierren de nuevo.

—Debiste haber pensado en eso antes de robar las joyas.

Una sonrisa dura curvó la mueca de Peter.

—Esta pequeña conversación es deliciosa, pero tendremos que interrumpirla. Tenías razón, es tonto perder tanto tiempo —abrió la puerta,

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y el aire frío inundó el interior del auto—. Sólo tienes que recordar lo que te dije: Pórtate bien, y saldrás sana y salva de esto.

—¿Por qué habría de creerte? ¿Porque eres un hombre de confianza?

—¿Me creerías si te dijera que lo soy?

—No, a menos que me dejaras ir.

—No me provoques, Sara. ¿Me entiendes?

Ella asintió, y al hacerlo descubrió que los músculos de su cuello estaban rígidos.

—Bueno, sal del coche. Quiero que estés donde pueda verte. Y agáchate. Estamos lejos de la calle, pero no quiero correr riesgos.

La noche era silenciosa y fría como la muerte. Sara bajó del coche y entregó a Peter el abrigo, pero él negó con la cabeza.

—Me estorbaría. Póntelo, ya estás temblando.

Ella abrió la boca para decirle que estaba bien, que no lo necesitaba, pero era verdad, estaba temblando.

¿De qué le serviría congelarse? No podría escapar convertida en bloque de hielo. Peter la había vigilado como un halcón hasta entonces, pero no podía seguir haciéndolo para siempre.

Peter abrió el portaequipajes y revolvió en la caja de herramientas, pero apenas prestó atención a las joyas. En cambio, sacó un trozo de alambre y un destornillador, y en segundos la camioneta quedó abierta. Después fue hacia la parte posterior y se inclinó.

¿Qué clase de hombre era el que robaba cinco millones en joyas, para después tratarlas con semejante desinterés? Llevaban cuatro horas juntos, y cuanto más tiempo pasaba, menos entendía a Peter Saxon.

Peter quitó la placa de circulación con manos firmes y seguras. Sara lo miró a la cara. Tenía los ojos entrecerrados en concentración, y la boca apretada en una línea dura y fría. Pero en realidad, no era ni una cosa ni otra, pensó Sara. Era una boca cálida y excitante, de sabor dulce.

Peter se puso en pie, y sus ojos se encontraron. Sara enrojeció y se volvió en otra dirección. Sí, pensó, sí, pronto intentaría escapar, sin importar las consecuencias. Lo que más deseaba era volver a su propio mundo, donde la vida era segura.

—Sostén esto.

Peter le entregó la caja de herramientas, cerrada. Tomando en cuenta la fortuna que encerraba, debía ser mucho más pesada. Peter se sopló en las manos, antes de arrodillarse frente al coche. Unos minutos después, las placas del coche estaban en el Bronco.

—Si un policía lo revisa, sabrá que esas placas pertenecen a otro vehículo —dijo Sara, y al instante se mordió la lengua.

—Siempre me olvido de que sabes mucho de esto, Sara. Claro, tienes razón. Pero los policías buscan un Ford negro último modelo, no un

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Bronco. Y… —añadió, sacando de su bolsillo una pequeña navaja—. Vamos a ponérselo difícil.

Cortó los cables de la luz de la placa.

—Qué cosas tan notables aprende uno en prisión —dijo Sara con tono frío.

—Sí, ¿verdad? —rió él, levantando la vista.

Con un tubo de plástico, pasó combustible de su tanque al del nuevo automóvil. Al final, recogió la caja de herramientas, y la arrojó al interior del Bronco.

—Está bien, entra.

Ella obedeció, y al apoyarse en el tobillo lastimado, hizo un gesto de dolor, pero Peter no lo notó.

—Muy bien —murmuró él—, ahora viene lo difícil —se inclinó bajo el tablero—. Nunca he hecho esto, pero tuve un compañero de celda que juraba que era un juego de niños. Chico decía que sólo hace falta… —gruñó. El mecanismo de encendido se desprendió de la columna del volante—. Después, hay que encontrar los cables indicados, y… —siseó al oír el motor que se ponía en marcha—. Otra lección aprendida gracias al sistema carcelario de Nueva York —dijo, mirando a Sara—. ¿Lista?

—¿Y si no?

Un brillo extraño apareció en los ojos de Peter.

—¿Si te dejara escoger, dulce Sara, te irías?

—Sí… Sí, claro.

Sus ojos se encontraron, y Peter rió.

—Entonces, qué bueno que no te dejo —pisó el acelerador.

El Bronco salió a la calle. Al principio, Sara tenía la esperanza de que el motor se detuviera a los pocos metros, pero pronto tuvo que aceptar que no todas las bromas acerca de los autos usados eran ciertos. Iban hacia el noroeste, dejando atrás Central Falls, y un posible rescate.

Media hora después, el camino se volvió casi intransitable. El coche que usaban antes jamás hubiera pasado entre tanta nieve y hielo, e incluso para el Bronco era difícil. Cuanto más avanzaban, más solitario era el paisaje que los rodeaba.

—¿Sabes adónde nos dirigimos? —preguntó Sara al fin—. No he visto luces ni casas.

—Hay un pueblo adelante. O al menos, eso espero. Ya casi no tenemos combustible.

—¿Qué te hace pensar que hay un pueblo? —Sara tembló—. No veo más que bosque.

—Hay un pueblo. Lo recuerdo.

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—¿Es decir que ya estuviste aquí antes? —inquirió sorprendida.

Él asintió.

—Muchas veces. No sólo hay un pueblo. También hay gasolinera, y un café abierto las veinticuatro horas para transportistas. Thompson nos llevó allí un par de veces.

—¿Nos?

—A mi hermano y a mí. Thompson nos dejaba ir con él.

—¿Y quién era Thompson?

—El chofer del abuelo. Pasábamos la mayor parte del invierno con él —rió—. Pobre tipo, lo volvíamos loco.

Sara imaginó a un par de adolescentes consentidos que atormentaban al bondadoso chofer de la familia con peticiones de que les enseñara a conducir.

—El síndrome del pobre niño rico. Y después, descuidado e incomprendido, emprendiste una vida de crimen.

Él rió, pero no era un sonido alegre.

—Yo tenía siete años, y estaba lejos de lo que tú llamarías “una vida de crimen”. Además, no tenía idea de que era rico, y tampoco la tenía Johnny, que era un año mayor que yo. Todo lo que sabíamos era que nos habían sacado de pronto del único hogar que conocíamos, para dejarnos en un sitio tan extraño como Marte.

Sara lo miró con curiosidad.

—¿Te refieres a este sitio? Admito que es bastante solitario, pero…

—Crecimos en Chahulamec, a nueve mil kilómetros, y mil años de distancia de Indian Lake.

—¿Indian Lake? ¿No es allá a donde vamos?

Peter asintió.

—La casa pertenece a mi abuelo —sonrió—. Hay que oírme. Hace cuatro años que murió, y yo hablo de él como si aún estuviera sentado detrás de su escritorio —de pronto, se inclinó para limpiar el parabrisas con la mano—. ¿Viste eso?

—¿Qué?

—Una luz. Me pareció ver una luz adelante. Podría ser la gasolinera —suspiró—. Tiene que ser. Si no la encontramos pronto…

Pero los pensamientos de Sara estaban lejos del estrecho camino y la noche de invierno.

—¿Por qué dices que “Ghahotemac” estaba a mil años de aquí?

—Chahulamec. Está en Brasil, junto al Amazonas.

—¿El amazonas?

—Sí, la tierra de los cazadores de cabezas —rió Peter.

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—¿Allá naciste?

—No, mis padres se aseguraron de que naciéramos en Estados Unidos, pero nos llevaron al Amazonas cuando éramos pequeños. Fue nuestro hogar hasta la muerte de ellos, después…

Lo dijo en un tono tan tranquilo, que Sara casi no se dio cuenta.

—¿Tus padres murieron? ¿Los dos?

—Se perdieron en el río.

Por un momento, ella se preguntó si estaría inventando la historia, pero el instinto le dijo que no era así. Algo en la voz de Peter, en sus ojos, la hizo saber que habló más de lo que quería.

Él se aclaró la garganta antes de volver a hablar.

—Trata de encontrar la gasolinera, ¿quieres? No me gustaría quedarme sin combustible en una noche así.

—Debió ser duro para ustedes perder a la familia siendo tan jóvenes.

—Al menos nos teníamos el uno al otro —asintió Peter—. Estábamos tan unidos…

Sus palabras se desvanecieron.

—¿Y ya no lo están?

—Mi hermano murió. Y toda esta historia es muy vieja —dijo él, con voz dura y sin entonación.

—Lo siento —dijo con suavidad, queriendo tomar la mano de Peter.

—No importa. Hacía años que no pensaba en ello —sonrió—. Hasta hoy, cuando recordé Indian Lake.

—Y a Thompson.

Peter rió, y la tensión en el ambiente se disipó.

—Y a Thompson, que tendrá mi eterno agradecimiento, porque allá, gente de poca fe, está la gasolinera prometida.

—Es verdad. Y está abierta.

Mientras alcanzaban el lugar, Sara se preguntó lo que habría sido perder a los padres a los siete años, y abandonar el hogar conocido, en un país soleado y lleno de color, para ir al frío y al viento ¿Y cuándo habría perdido al hermano? Ahora que lo pensaba, ¿no hubo alguna mención al respecto en los periódicos?

De pronto, algo dicho por él saltó a su memoria.

—¿Peter? ¿Qué dijiste acerca del chofer, que andabais cerca de él? ¿Por qué? Quiero decir, ¿y tu abuelo?

—Ya te dije que es una historia vieja, Sara. No importa.

—Quizá a mí me importa.

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Sus palabras cayeron como un golpe en el silencio. Peter la miró a los ojos y encogió los hombros.

—Al abuelo no le gustaban los niños —sonrió, pero en sus ojos había vacío—. Palabras de él, Sara, no mías.

Alguien golpeó la puerta del coche. Peter y Sara levantaron la vista, sorprendidos. Frente a ellos estaba el encargado de la gasolinera.

—¿Lo lleno?

—Sí —Peter abrió la puerta y salió al frío—. Revise también el aceite. Necesito, además, líquido anticongelante, y un limpiaparabrisas.

Cerró la puerta y siguió al encargado a la oficina. Sara los vio desaparecer, y se envolvió en el abrigo de Peter.

Sólo cuando él volvió al Bronco largo rato después, se dio cuenta de que la había dejado sola. Pudo haber huido, pensó. No tenía más que abrir la puerta y salir.

Pero no lo hizo.

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Capítulo 6

Llegaron a la casa poco antes del amanecer. O al menos, Peter dijo que ya habían llegado. Sara sólo veía la línea helada de la carretera al frente, igual que desde hacía kilómetros.

—Allí está —dijo él de pronto.

Sara se enderezó y miró por la ventana.

—Yo no veo nada.

Tenía una rara sensación, al mismo tiempo de nerviosismo y de emoción, y se preguntó si él se daría cuenta de ello por su voz. Pero Peter estaba concentrado en el camino, como estaba desde que salieran de la gasolinera, y Sara pensó, no por vez primera, que su tensión tenía tanto que ver con el sitio al que se dirigían como con las condiciones del camino.

—Lo verás, en unos minutos. Ahora la esconden los árboles, pero en cuanto subamos un poco… —un ominoso crujido metálico surgió del motor del Bronco, y Peter contuvo el aliento—. Vamos —susurró—, no me falles ahora que estamos tan cerca…

El camino no estaba demasiado cubierto de nieve. Los árboles que lo enmarcaban eran altos, y sus ramas formaban una especie de paraguas. Sin embargo, era un milagro que el coche robado los hubiera llevado tan lejos. Al salir de la gasolinera, empezó a gruñir y a quejarse, y Peter golpeaba el volante de fastidio, y no paraba de maldecir y suplicar al Bronco desde entonces.

—Tal vez deberías regresar —sugirió Sara.

—Lo lograremos.

Una mirada a su rostro le dijo que lo lograrían, si la decisión absoluta podía influir en ello. A partir de ese momento, Peter dedicó toda su energía al camino y al Bronco, sin darse cuenta de que Sara dejó pasar una oportunidad de escapar.

Al pasar el tiempo y los kilómetros, ella repitió la escena una y otra vez en su mente, con la esperanza de llegar a encontrar alguna pista del porqué se quedó en el auto, en lugar de abrir la puerta y escapar corriendo.

La gasolinera estaba bien iluminada, lo mismo que el café que estaba a su lado. Y había camiones estacionados enfrente, lo cual quería decir que habría gente adentro, teléfono, y…

Y ella no hizo nada. ¿Por qué? Por más que lo intentaba, no daba con la respuesta. Después de un rato, relegó el suceso a un rincón de su mente.

Había cosas más urgentes de que preocuparse, se dijo. Por ejemplo, los extraños sonidos que hacía el Bronco, y el camino, convertido en pista

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de patinaje. Y sobrepasando todo lo demás, estaba la palpable tensión del hombre que tenía al lado.

Parecía que cuanto más se acercaban a la casa, más silencioso se volvía él. Cuando dejaron la carretera y enfilaron por un sendero que cortaba el bosque como una serpiente oscura, los nervios de Sara estaban a punto de romperse.

—Es una locura tratar de subir una montaña con semejante clima —dijo.

Peter la miró, y volvió la vista al camino.

—Sólo falta un poco. Ahora estamos en tierra de los Saxon.

—Entonces, ¿en dónde está la casa? ¿No deberíamos verla pronto?

—Mi abuelo era dueño de media montaña, Sara. Construyó la casa en un sitio que le asegurara aislamiento. Cuando veas la cima de la montaña, verás la casa.

Pero aún no había señales de casa, cabaña, o lo que fuera que los esperaba. Unos minutos antes él dijo que estaba cerca, al terminar la subida, pero ya casi estaban allí. El camino se iba haciendo más amplio, y…

Sara contuvo el aliento. Adelante, en un claro, brillando con un tono gris fantasmal del amanecer invernal, estaba una maciza estructura de piedra oscura y madera aún más oscura, indiferente al hombre y al clima. Detrás de ella estaba un lago congelado, prístino. Más allá, las montañas se elevaban hacia el cielo color leche, con las cumbres perdidas en las nubes que amenazaban con más nieve aún.

Peter pisó el freno, y el Bronco se detuvo.

—Hela allí —dijo él con suavidad.

—No esperaba… Pensé que sería una cabaña de veraneo.

—Veintidós habitaciones y diez baños, Sara. Lago privado, una pequeña flota de lanchas… —el Bronco volvió a avanzar—. ¡Bienvenida!

Dejaron atrás la casa y llegaron a un garaje adjunto, que era casi tan grande como su casa de Brookville, pensó Sara. Miró atrás, hacia el oscuro bosque, y un escalofrío la recorrió.

—No me gusta este sitio—susurró.

Peter le acarició la mejilla.

—Ni a mí, pero es seguro. Nadie sabe que existe. Era el refugio del abuelo, y nunca trajo a nadie aquí —sus ojos grises se nublaron—. Debí venderlo cuando murió.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Buena pregunta. No lo sé, quizá por los fantasmas —sonrió al ver la expresión de ella—. Buenos fantasmas.

—No entiendo, Peter. ¿Cómo…?

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Una ráfaga de viento sopló desde el lago, arrojando nieve en el parabrisas del Bronco. Peter se levantó el cuello de la chaqueta.

—Estamos perdiendo tiempo. Me llevará un par de minutos forzar la entrada…

—¿Forzar la entrada? Pero si dijiste que la casa era tuya.

—Jamás pensé regresar —abrió la puerta, y la miró—. ¿Puedes conducir este tipo de coches? —ella asintió, y Peter le dedicó una sonrisa—. Muy bien, cuida de que el motor no se apague.

Tomó un destornillador y salió a la fría mañana. Sara se puso detrás del volante, y vio a Peter inclinarse sobre la cerradura. El motor tosió y Sara presionó un poco el acelerador.

—Pon la reversa, Sara. Pon la reversa y déjalo aquí. ¿Sara?

Ella parpadeó y levantó la vista. La puerta corrediza estaba abierta, y Peter le hacía señales de que entrara. Hizo avanzar al Bronco, y la puerta se cerró a sus espaldas.

Él subió, y separó los cables que había unido horas antes.

—Hecho —dijo.

El motor del Bronco calló.

El garaje parecía una caverna. La luz que entraba por la única ventana descubierta era poca, aunque suficiente para que Sara descubriera una extraña colección de coches en el interior. Había un vehículo antiguo, digno de un coleccionista, aún cuando lo cubría una capa de polvo; un jeep, con las palabras “Indian Lake” dibujadas con pintura dorada en la puerta. Incluso un vehículo que debía ser pariente del Bronco. Peter lo palmeó, orgulloso, al pasar a su lado.

—Aquí está. Nuestro billete de salida —dijo, sonriéndole a Sara.

Ella quiso preguntarle a qué se refería, pero Peter ya estaba junto a una puerta que supuso, debía conectar el garaje con la casa, y tenía un aire de concentración en el rostro. Sus dedos bailaron en la cerradura, y la puerta se abrió.

—Bienvenida, madame —dijo Peter, inclinándose—. Esta casa tiene todas las comodidades de los mejores hoteles, y el encanto de los mausoleos más selectos. ¿Le gustaría visitarla ahora, o después de que le haya mostrado su habitación?

Sara se pasó la lengua por los labios.

—¿Qué es ese ruido?

Él inclinó la cabeza y escuchó.

—Parecen los demonios del infierno, ¿verdad? —sonrió, y extendió una mano—. No es más que el viento sobre el lago. Ven, Sara, no es tan terrible como parece.

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Ella bajó del Bronco. Era la primera vez en horas que se apoyaba en el tobillo, y el resultado fue doloroso. Gimió y trató de aferrarse a la puerta del auto, pero antes que lo hiciera, Peter la sostuvo.

—¿Qué pasa, Sara?

—Mi tobillo. Cuando caí en el aparcamiento del banco, me lo torcí.

La levantó en brazos, y la llevó al interior de la casa.

—¿Por qué demonios no me lo dijiste? —inquirió, después de cerrar la puerta a sus espaldas—. Podría estar roto.

Sara sacudió la cabeza.

—No, sólo está torcido. Por favor, Peter, bájame.

La única respuesta de él fue estrecharla más. Las habitaciones que iban cruzando eran enormes, llenas de pesados muebles. Las persianas cerradas aumentaban la sensación de abandono. De las paredes colgaban severos retratos de los que supuso Sara, eran antiguos miembros de la familia Saxon. Era difícil imaginar a un niño pasando el verano en una casa así, pensó, al tiempo que Peter abría una puerta al final del pasillo.

La habitación era más pequeña que las otras, y sin embargo, no dejaba de ser tan grande como una cancha de tenis. En un extremo había una chimenea, con troncos apilados en orden a su lado, y un sillón enfrente. Peter ayudó a Sara a ponerse en pie, al tiempo que sacudía el polvo del mueble, antes de levantar de nuevo a la mujer y acomodarla encima.

—Ahora —dijo con brusquedad—, veamos ese tobillo.

—Está bien, de verdad…

Pero él ya estaba sentado a sus pies, quitándole con delicadeza los destrozados zapatos.

—Tus pies parecen de hielo, Sara.

Se los frotó, y luego le levantó la falda hasta la mitad de la pantorrilla.

—¡Demonios, Sara, tienes el tobillo hinchado!

—Por favor, Peter, está bien.

Él le tomó con suavidad el pie y lo movió.

—¿Te duele esto? —ella negó con la cabeza—. ¿Y esto?

—Un poco, pero…

—Mueve el pie, Sara. ¿Te duele aquí? Bien, ahora muévelo de un lado a otro.

Arrodillado, siguió probando el pie con movimientos sencillos, suave pero con firmeza. Sara miraba su cabeza inclinada, de cabello oscuro, espeso, y un poco largo, que se curvaba contra la nuca y detrás de las orejas. Necesita un corte de pelo, pensó sin darse cuenta, y levantó la mano hacia él.

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¿Qué pasaría si pusiera la palma en ese cuello? ¿Sentiría el cabello suave, vivo, bajo los dedos? Recordó la sensación del bigote contra su boca. ¿Sería parecida a la de tocar su cabello con los labios?

¡Demonios!

Detuvo la mano y la ocultó en su regazo, rogando que Peter no escuchara los latidos de su corazón.

—No parece que esté roto —dijo él, por fin—. Déjame buscar algo con que vendarlo, y…

—No necesita ningún vendaje —respondió ella, retirando el pie y apoyándolo en el suelo—. Estoy bien, de verdad.

Él se incorporó lentamente, y la observó.

—Sí, tienes razón.

Sus ojos se encontraron durante un momento, antes que Sara apartara la vista.

—¿No me prometiste un recorrido por la casa?

Peter tardó largo rato en asentir.

—Sí —le sonrió—. Pero eso fue antes que descubriera que hace casi tanto frío en la casa como afuera —se frotó las manos, y se inclinó sobre la chimenea—. Déjame encender fuego para descongelar la habitación, después buscaré ropa abrigada para nosotros y te guiaré por el mausoleo Saxon, con una primera escala en la cocina. Debes estar muerta de hambre.

El estómago de Sara soltó un gruñido de protesta, y ella rió.

—Claro que sí. Qué manera tan fea de referirse a una casa.

—¿Mausoleo? —Peter encogió los hombros—. Sí, supongo que es feo, pero apropiado —sopló en la astilla que acababa de encender—. Este lugar jamás tuvo vida. La cocinera me dijo que era así desde el tiempo en que mi padre aún no terminaba de crecer.

—¿La cocinera?

—Era mi otra aliada. Escondía galletas de chocolate detrás de las cajas de harina de la despensa, para que yo comiera algunas con el chocolate de la noche —sonrió—. Johnny prefería las de vainilla. Por supuesto, el abuelo no lo aprobaba.

—Tu abuelo debió ser un hombre severo.

—Era como el acero. Rígido, inflexible, frío…

—¿Tu padre también era así?

—No, para nada. Recuerdo que me llevaba sobre los hombros a la selva, para que viera las orquídeas silvestres y las mariposas azules.

—¿Y tu madre? —lo animó Sara—. ¿Cómo era?

—Alta, de ojos sonrientes y lista para reír —su rostro se ensombreció—. Hace tanto tiempo, Sara… Cómo quisiera recordarlos mejor.

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—Debe haber sido terrible perderlos a los dos. Eras tan pequeño…

Peter asintió.

—Fue un infierno —dijo en voz baja—. Los odié durante mucho tiempo después de su muerte.

—¡Oh, Peter! —dijo ella, y su voz estaba llena de compasión—. Estoy segura de que es común. Eras sólo un niño, debes haberte sentido abandonado. No entendías lo que es la muerte.

Él levantó la cabeza, y Sara vio una terrible frialdad en su rostro

—Quizás. Pero en parte fue culpa de mi abuelo. Me decía cosas.

—No entiendo.

Peter clavó la vista en las llamas.

—Yo estaba aquí cuando ellos murieron. Verás, mi abuelo enfermó, y mis padres vinieron a verlo. Supongo que mi padre seguía tratando de resolver viejas rencillas y todos vinimos a pasar algunos días con él. No recuerdo muy bien la visita, excepto que odiaba esta casa. Estaba ansioso por volver a Brasil…

Calló. Sara esperó a que empezara otra vez, y al fin le puso la mano en el hombro.

—¿Qué sucedió?

—No conozco todos los detalles. Algo ocurrió, algún asunto que mi padre debía resolver para que le renovaran el permiso de residencia. Tuvieron que regresar, pero yo tenía un resfriado o alguna estupidez así —contuvo el aliento un instante—. Mi abuelo los convenció de que se fueran con Johnny, sin mí. Les dijo que me mandaría cuando estuviera mejor.

—¿Y? —susurró Sara.

Veía un músculo temblar en la mandíbula de Peter.

—Y murieron. Mi abuelo me llamó a su oficina una mañana. Todavía lo veo, sentado detrás de su enorme escritorio, y sus ojos fríos detrás de los anteojos. “Tengo noticias desagradables que comunicarte, muchacho”, me dijo. Y luego, añadió que habían muerto.

—¿Así… Nada más?

—Así. Recuerdo que empecé a llorar, y él me dijo que me detuviera, que los hombres no debían portarse como nenitas. Y que tenía trabajo que hacer, que yo debía irme a mi habitación y leer la Biblia, y que después hablaría conmigo acerca del mejor modo de vivir la vida.

—¡Pero eras un niño, Peter! ¿Cómo pudo…?

—Cuando volvió a llamarme, me dijo que era importante que entendiera que la muerte de mis padres era culpa de ellos, y que lo mismo le diría a Johnny en cuanto llegara. Dijo que mi padre nada tenía que hacer en un sitio como la selva, que siempre fue egoísta e irresponsable, pero él se encargaría de que mi hermano y yo fuéramos diferentes.

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Sara lo miro, incrédula y horrorizada.

—¡Qué crueldad! —murmuró—. Debes haber estado deshecho, sintiéndote abandonado.

Él asintió, con los ojos oscurecidos por los recuerdos.

—Todo eso, y más. Crecí odiando a mis padres por su muerte, y además, cada vez que el viejo hablaba de ellos, decía que yo me estaba volviendo igual a mi padre y yo sentía una extraña… Alegría.

—¿Y tu hermano, se sentía igual?

Peter torció la boca.

—Creo que sí. Recuerdo cómo nos mirábamos cuando el abuelo nos acusaba de ser como nuestro padre.

—¿Por qué hizo eso, Peter?

Sara le puso la mano en el brazo.

—Supongo que quería asegurarse de que despreciáramos tanto a papá, que no quisiéramos ser como él. Nuestro padre fue una gran desilusión para el abuelo. Fue un aventurero, no un hombre de negocios, y se negó a seguir los pasos del viejo en el imperio comercial Saxon. En lugar de eso, quería estudiar antropología.

—¿Y tu abuelo no lo dejaba?

—Exacto. Así que mi padre trabajó para pagarse la universidad. Entonces conoció a mi madre, que era pintora. Se casaron, y mi padre consiguió una pequeña beca para estudiar en Brasil. El abuelo nunca lo perdonó.

—¿Cómo te enteraste de la verdad, te la dijo tu abuelo?

—Nunca me dijo nada, Sara. Para cuando llegué a la adolescencia, me había vuelto loco tratando de complacerlo, de no ser lo que él decía que era: Un duplicado de mi inútil padre, y fue un infierno. Yo era como dos personas al mismo tiempo, una que quería escalar montañas y hacer algo emocionante de su vida, y otra que se sentía obligada a pagar los pecados de mi padre. Lo mismo le pasó a mi hermano.

Sara apenas se atrevía a respirar. El momento parecía demasiado frágil. Era como si le tendieran una pieza de rompecabezas, que sólo encajaría sí veía el dibujo completo.

—¿Y qué paso? —dijo al fin, en voz muy baja.

—Leímos los diarios de nuestro padre. Era el cumpleaños número veintiuno de Johnny, y los diarios eran su herencia. Recuerdo que se encerró con ellos en su habitación durante todo el día, y que después, por la noche, me los dio diciendo: “Bienvenido a la edad adulta, hermanito” —tomó aliento—. Allí estaba todo, las peleas, la amargura los intentos de obligar a mi padre a seguir la línea. Y luego venían los párrafos acerca de mi madre, de lo enamorados que estaban, y del nacimiento de mi hermano y el mío, de su alegría al tenernos —hizo una pausa antes de

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continuar—. Los diarios, los últimos, estaban llenos de espíritu vital, Sara, del espíritu de mi padre y mi madre.

Peter buscó la mano de Sara y la apretó. En la habitación se hizo el silencio.

—¿Peter? ¿Qué le pasó a tu hermano? Me parece recordar algo acerca de un accidente hace algunos años.

—Sí. Había ido a hacer paracaidismo. Hacía años que lo practicaba, pero en esa ocasión… En esa ocasión el paracaídas no se abrió. El abuelo dijo que… Que eso probaba que Johnny era tan egoísta e irresponsable como mi padre. Dijo… —de pronto, rió con timidez—. ¡Vaya, Sara! Un interrogador certificado y con mucha experiencia se pasó seis meses intentando sacarme la historia de mi vida, cuando estaba en prisión, y no logró hacerme pasar de mi fecha de nacimiento.

Sara sacudió la cabeza.

—No entiendo, Peter.

—No importa —le indicó, con suavidad—. Sólo quisiera que nos hubiéramos conocido de otro modo. Quisiera haber entrado en la pequeña estación de policía con una infracción en la mano, en lugar de la invitación a la fiesta de los Winstead.

El corazón de Sara pareció detenerse. Quería decirle a Peter que no importaba cómo se hubieran conocido, sino el hecho de que el destino les sonreía al reunirlos, y que él transformó su vida en menos de un día, que nunca fue tan feliz.

Pero, ¿cómo decirle eso? No tenía sentido. Él huía de la ley, y ella era su prisionera. Esa era la realidad, lo que tenía que recordar, lo que…

Una chispa escapada del fuego cayó en la alfombra a sus pies. Sara dio un brinco hacia atrás. Peter recogió la brasa para arrojarla de nuevo a la chimenea. Cuando se miraron otra vez, el momento de magia había concluido.

—¡Demonios! —dijo él, y luego rió—. Bueno, incendiar el mausoleo serviría para calentarlo.

—¿No te parece que sería un método algo exagerado?

Sara sonrió.

—Cierto. Sobretodo habiendo una manera más sencilla de solucionar el problema —inclinó la cabeza al costado y la miró—. ¿Cuál es tu talla, Sara?

Ella lo miró como si estuviera loco.

—¿Por qué?

—No importa. No creo poder encontrar una talla que no sea “demasiado grande” —le dio un golpecito en la punta de la nariz con un dejo—. Deme cinco minutos, señorita Mitchell, y le traeré ropa de abrigo. Tal vez no muy a la moda, pero sí de abrigo.

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—Lo importante es que abrigue.

—Recuerda lo que dijiste cuando veas lo que traigo.

Peter rió.

Lo que llevó fue una masa de lanas y panas, que arrojó sobre el sillón.

—Ahí tienes, escoge.

Sara tomó una camisa de lana, un suéter.

—Es la ropa más bonita que he visto —declaró, y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas?

—A cambiarme.

Peter ya se había quitado la chaqueta y la corbata, y sacudía la cabeza, mientras se desabotonaba la camisa. La luz del fuego ponía una cubierta dorada en su pecho.

—Te congelarás —dijo. Arrojó un zapato, otro, se llevó las manos al botón del pantalón y sonrió con timidez—. Si tú no miras, yo tampoco.

Sara lo miró a los ojos, y descubrió en ellos una risa reprimida. Asintió.

—Trato hecho.

Le pareció que él se sorprendía. Dio media vuelta, y con manos temblorosas se quitó el abrigo. Luego desabrochó los botones de su vestido, y dudó. Estaba segura de que Peter no estaba mirándola. Fuera lo que fuera, tenía palabra. Pero su sola presencia era… Era…

—¿Lista?

—¡No! —se quitó a toda prisa el resto de la ropa.

Tuvo un instante de pánico al darse cuenta de que no tenía sostén, pues debajo del vestido, llevaba sólo un fondo con sostén incluido, pero sacudió la cabeza. Siempre había querido probar lo que se sentía al andar sin sostén, sin atreverse jamás. Bueno, pensó poniéndose la ropa que Peter le dio ahora era el momento.

—Lista —dijo y se volvió.

Esperaba cualquier reacción de él, risa tal vez, al verla con la ropa colgando sobre su delicada anatomía, o algún comentario burlón.

Pero la mirada de él le resultaba inesperada, lo mismo que el modo en que Peter contuvo el aliento.

—Me siento desarreglada —dijo, pasándose los dedos por el cabello—. Necesito un cepillo y un broche.

—Déjate el pelo suelto —se apresuró a decir Peter, y caminó hacia ella sin dejar de mirarla a los ojos—. Eres una mujer hermosa, Sara Mitchell. ¿Por qué no permites que el mundo se dé cuenta de ello?

—No lo soy. No me mires así, Peter, me pones nerviosa.

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—Eso es lo último que quiero —dijo él, tocándole la cara con la mano—. Bienvenida a mi casa, Sara, y gracias.

—¿Por qué? —susurró ella.

La sonrisa de Peter conmovió su corazón.

—Por hacer que al fin este mausoleo parezca un hogar.

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Capítulo 7

El reflejo del fuego bailaba sobre las paredes. Sara colocó una cuchara de plata en un plato de porcelana blanca, se llevó a los labios una servilleta de lino y le sonrió a Peter, quien estaba sentado a su lado, con las piernas cruzadas, en el suelo de madera.

—Fue el desayuno más raro que he comido. Y el mejor.

—¿Es decir que es la primera vez que comes consomé con jerez, paté y pavo ahumado a las ocho de la mañana?

—Si hubiéramos tenido que asaltar mi despensa para desayunar, nos habríamos conformado con avena y mermelada.

Peter recogió los platos.

—Recuérdame que le agradezca a la cocinera por habernos dejado tan exquisitas latas. Y ahora, madame, me parece que nos vendría bien un poco de café, ¿no está de acuerdo?

—Yo lo preparo —asintió Sara—. Tú hiciste todo esto.

—Y fue un trabajo pesado abrir tantas latas —sonriendo, se abotonó la camisa y se puso los guantes de piel—. Quédate, Sara, voy por nieve para el café. No tiene objeto que nos helemos los dos. ¿Cómo está tu tobillo?

—Mucho mejor.

—Bien —se dirigió a la puerta, y se detuvo para mirar a Sara—. El café no te provoca insomnio, ¿verdad?

—¿Por qué?

—Quiero estar en camino al anochecer, así que sólo tenemos algunas horas para dormir la siesta. No quisiera robarte tu descanso —añadió, con una extraña sonrisa.

Sara se ruborizó, pero la puerta se cerró tras Peter antes de que pudiera responderle.

De pronto, pensó en las mujeres hermosas que se arrojaron en sus brazos en la fiesta. Cualquiera de ellas hubiera tenido una respuesta lista para semejante comentario, pero el arte del coqueteo no era familiar para Sara.

No quería coquetear con Peter Saxon. Claro que algo había cambiado y ya no tenía miedo de que le hiciera daño, pero eso no la libraba de cierto temor, ya no tanto por lo que pudiera pasarle, como por lo que le sucedió. Era un temor oscuro, íntimo. Todavía no lograba darle un nombre, pero en algún momento del camino, Peter Saxon dejó de ser el enemigo.

Y claro, eso era una locura.

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Se puso en pie y hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Ayer, él ni siquiera existía para ella, y ahora, sentía como si lo conociera de siempre. La noche anterior, sabía que era un criminal peligroso y cruel. Hoy, sabía que era un hombre. Un hombre guapo y apasionado. Un nombre que hacía a sus sentidos cobrar vida como nunca antes.

Él era, además, el hombre que la raptó, y no confiaba en ella más de lo que ella confiaba en él.

—La línea está cortada —le había dicho al verla mirar en dirección al teléfono—. Y estamos a más de quince kilómetros de la casa más cercana.

Ella asintió, como si fuera un simple comentario acerca del lugar, pero sabía que la verdad era más desagradable. Aquello fue un recordatorio de que no había modo de escapar, de que sin importar lo que ocurrió en los pocos instantes en que le habló acerca de su infancia, la situación era la de antes.

Él huía de la ley y ella era su prisionera.

Sara volvió a hundirse en el sillón, y apoyó la cabeza en el respaldo. Recordó un acto de magia que presenció de niña. El mago no era muy bueno, incluso ella podía ver cómo escondía las cartas, y los pañuelos que ocultaba en las mangas.

Pero en el último truco, hizo algo que dejó a su público sin aliento. Tenía un conejo sentado en la mesa, un animalito de nariz rosa metido en una jaula. El mago lo sacó, y lo sostuvo en la mano, en alto sobre el público.

—Presto, cambia —ordenó.

Pasó un pañuelo de seda sobre la mano que sostenía el conejo, y de pronto el conejo se convirtió en una paloma que se perdió volando en el aire.

Con los ojos muy abiertos, Sara se volvió a su madre.

—Esa fue magia de verdad —susurró.

—Ilusión, querida, eso es todo. La magia no existe.

Sara apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Ya tenía la edad suficiente para saber que su madre decía la verdad.

La magia no existe, sólo la ilusión. La ilusión confunde a la mente y maravilla al espíritu.

¿Cuál era el Peter Saxon verdadero y cuál la ilusión? ¿Era el hombre duro, de ojos fríos, que la amenazó? ¿O el que la tomó entre sus brazos haciendo que su sangre se encendiera?

Peter odiaba a su abuelo aun muerto, y al mismo tiempo, se preocupaba por un gato.

—Demonios, Sara, olvidé a tu pelota de fieltro. ¿Qué será de él? —había dicho de repente, mientras desayunaban.

—¿A qué te refieres?

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—A tu gato. No me gusta imaginar que se muere de hambre… Aunque tomando en cuenta lo que le hizo a mi pantalón, se lo merece.

Sara le aseguró que Taj tenía bastante comida y agua a su alcance, y que Alice Garrett amaba a los gatos y tenía llaves de su casa y miró a Peter, preguntándose cómo un hombre podía robar sin remordimiento de conciencia y pensar en el bienestar de un animal.

Ilusión y realidad. Un buen mago era capaz de mezclarlas para crear magia. Podía hacer que su público viera cosas inexistentes y creyera cosas que no eran ciertas.

La puerta se abrió y se cerró de golpe.

—¡Allá afuera hace un frío espantoso! —Peter se dirigió a la chimenea y colocó en ella una olla llena de nieve—. Al menos no ha vuelto a nevar —se quitó los guantes y la chaqueta y se frotó las manos—. Ya viene el café, Sara. No encontré azúcar, y por supuesto tampoco leche, pero…

—Quiero saber qué sigue, Peter.

Él se irguió y se volvió hacia ella, tan sorprendido en apariencia por lo que oyó, como Sara por haberlo dicho. Las palabras se le escaparon sin pensarlo, pero estaba bien; de otro modo no se hubiera atrevido a pronunciarlas.

—Ya te dije. Nos tomamos un café, dormimos un poco, y nos vamos.

—Ya sabes que no me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué?

Sara lo miró a los ojos.

—¿Qué va a pasar conmigo? ¿Me dejarás ir?

El rostro de él se endureció.

—No puedo, Sari, ya te lo expliqué.

—Peter, escúchame, no puedes seguir huyendo. Tarde o temprano…

Él levantó la mano, para hacerla callar.

—Deja los sermones —gruñó—, no me interesan.

Sara dio un paso adelante. Peter estaba molesto. Lo veía en sus ojos y lo oía en su voz. Pero ella también, pensó de pronto. Él no tenía derecho a jugar con ella, a asustarla y seducirla alternativamente.

Ilusión y realidad. Claro. Ella era el público de Peter, y él la confundía con trucos. Era mucho más fácil convertirla en acompañante voluntaria, que mantenerla como secuestrada. Y si caía en sus brazos y en su cama, podía obligarla a hacer cualquier cosa.

¡Qué tonta era! Ya sabía cómo era él. ¿Cómo pudo olvidarlo?

—Déjame ir, o cuando te atrapen, construiré con mis propias manos la prisión.

—¡Maldita seas, Sara!

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Peter avanzó hacia ella, dando puntapiés a los cojines en que se habían sentado, con ojos brillantes de rabia.

—No me toques —dijo ella, pero Peter ya la tomaba por los hombros.

—¿Nadie te enseñó a no jugar juegos peligrosos, niñita?

—¿Yo juego juegos peligrosos? —Sara hizo un sonido que era tanto risa como sollozos—. ¡Mira quién habla!

—Toda esa dulzura de hace rato —la miró, con la boca torcida en un gesto dolido—. Te subestimé, Sara. No se me ocurrió que tratabas de ablandarme.

Ella sacudió la cabeza.

—¿De qué estás hablando? ¿Yo traté de ablandarte?

—¿Creíste que te dejaría ir sólo porque me palmeaste la cabeza y me dijiste unas palabras amables?

¿Estaba loco? La miraba como si ella, ella, fuera el mago, como si ella…

Peter la atrajo con una brusquedad que la hizo trastabillar.

—¿O era sólo para probar, Sara? ¿Fue divertido jugar con fuego?

Un nuevo terror la atenazó.

—¡Déjame ir! —gritó golpeándole el pecho—. ¡Maldito seas, Peter!

—Vamos —susurró él—. Vamos, Sara, toca la llama, a ver si te quema los dedos —ella volvió a gritar—. Toca la llama, Sara —repitió él y sus labios se acercaron a ella.

Sara luchó contra él, pero los brazos que la apretaban tenían demasiada fuerza, era imposible escapar de ese cuerpo, y el pánico aumentó en su interior, apretándole el pecho con sus negras alas. Logró apartar la boca, y tomó aliento.

—Por favor…

—Sara, dulce Sara.

De pronto, el beso cambió, se hizo más suave, hasta ser todo dulzura cálida, y daba tanto como recibía.

Sara abrió los puños y extendió las manos sobre la lana del suéter de Peter, acercándose, temblando con un deseo tan intenso, que casi le dolía. De su cuerpo desapareció toda intención de lucha, y en su lugar quedó algo que jamás había experimentado, algo que amenazaba con fundirle los huesos.

—Sara… —Las manos de Peter le acariciaron el pelo—. Sara…

Algo en la manera de decir su nombre la llenó de tristeza y las lágrimas temblaron en sus pestañas.

—Si no hubieras robado las joyas… —dijo, deshecha.

Peter la soltó, y ella dio un paso atrás.

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—No lo entiendo, Peter.

—Sara…

—¿Por qué robar, Peter? ¿Por qué tenías que convertirte en un ladrón, teniendo tanto dinero?

Él la miró, incrédulo.

—El dinero no tuvo nada que ver en esto.

—Entonces, ¿qué? ¿Si no es por dinero, para qué irrumpe alguien en la casa de otra persona, arriesgando todo? Robaste cientos de miles de dólares en joyas.

Él sacudió la cabeza.

—Eran piezas selectas, Sara, de las que no se puede obtener ni la mitad de lo que supones.

Sara volvió los ojos al cielo.

—¡Qué admirable! Un ladrón idealista. ¿Qué te crees, por amor del cielo, un Robin Hood moderno?

—No espero que entiendas.

—No. No hay excusa para el robo, sin importar cuan romántico lo hagan los periódicos.

Él se movió hacia ella, en silencio, suave, y la tomó de las muñecas.

—¿Sabes lo que se siente al entrar y salir de un lugar supuestamente inexpugnable?

La intensidad de su mirada la sobrecogió.

—Casi… Casi pareces orgulloso de lo que hiciste. Eres un ladrón, Peter.

—Oficinas, embajadas —palideció y rió con frialdad—. Sí, y lo único que obtuve, fue el saber que había logrado entrar.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué arriesgarse así?

—Por el riesgo. ¿Cómo explicártelo? Es, como si… ¿Has estado frente a un precipicio, mirando hacia abajo?

—No. O sí, una vez —tragó saliva—, cuando era niña. Había ido a Stone Mountain y… Y me paré en una gran roca que quedaba sobre el pueblo, y miré hacia abajo. Y… Y…

Peter la miró a los ojos.

—¿Qué sentiste, Sara? —ella no respondió—. ¿Como si pudieras abrir los brazos y abarcar todo el valle? ¿No hubo un momento en que pensaste, demonios, puedo saltar al espacio, puedo volar como un águila?

Ella cerró los ojos, recordando.

—Sí —susurró, y luego abrió los párpados para mirar a Peter—. Pero no lo hice. Sabía que lo cierto era que me estrellaría contra el suelo si intentaba volar.

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—Ah, Sara, ¿no ves que la vida se trata de intentar volar? De otro modo no somos más que viajeros que recorren el camino de principio a fin, sin abrirnos a la aventura del viaje.

—¿Quieres decir…? ¿Quieres decir que por eso robas? ¿Porque es emocionante?

Él la miró largó rato. Al principio, Sara pensó que no le respondería, y luego de pronto, Peter tomó aliento y la soltó.

—Mi hermano y yo teníamos once y doce años respectivamente, cuando mi abuelo nos mandó al internado —una sonrisa amarga se posó en sus labios—. Dijo que estaba desilusionado de nosotros, que mostrábamos el mismo comportamiento ingobernable de papá, así que nos mandó a un sitio en el que… Bueno, digamos que la Academia Militar Mangus no animaba en nadie el espíritu aventurero. Johnny se graduó a los diecisiete años, y el abuelo lo enroló en su alma mater, a donde yo lo seguí un año más tarde.

Sara entreabrió los labios. ¿Qué tenía que ver eso con su pregunta?, pensó, y de repente comprendió que tenía todo que ver. Se sentó en el sofá, viendo a Peter, quien se acercó al fuego para mirar las llamas.

—Su universidad era como su casa, vacía, sin vida, jamás tocada por el sol. Quería que Johnny fuera contador y yo abogado. Ninguno de nosotros quería hacerlo… Demonios, yo no quería estudiar nada, sino escalar montañas, tocar las nubes, y… —se limpió las manos en el pantalón—. Me despreciaba por ello. Cuando el viejo me dijo: “Eres como tu padre”, me sentí como si hubiera cometido un crimen, así que me sometí y estudié leyes, para ayudar en el negocio.

—¿Y terminaste la carrera?

—Me inscribí y leí todos los malditos libros de leyes que encontré en la biblioteca. Hasta que estuve a punto de explotar. Odiaba la escuela, odiaba al viejo… Me odiaba a mí mismo sobretodo.

—Pero, no habías hecho nada malo.

—Te estás adelantando, Sara —rió él—. No, no sucedió nada hasta el final de ese año. Descubrí por accidente mi raro talento, el día que entré en el dormitorio vecino al mío.

—Te metiste en…

—Empecé con tonterías. Ni siquiera recuerdo bien de qué se trataba. Mi hermano y yo compartíamos una habitación con otros dos tipos, y habíamos tenido problemas con unos chicos mayores, que ocupaban la de al lado. Se pusieron pesados, golpearon el coche de uno de nuestros compañeros, ya sabes —sonrió—. Y una noche, después de una docena de cervezas, decidimos que era suficiente. Nos vestimos de negro, nos pintamos la cara con carbón, y soltamos una cuerda desde el techo del edificio. Era un edificio de seis pisos, y ellos vivían en el cuarto.

—¿Y qué pasó?

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—Los otros dos tipos se acobardaron en cuanto vieron lo oscuro que estaba la noche, y cómo la cuerda parecía desvanecerse en el abismo.

Sara imaginaba la escena, y casi podía sentir la emoción repentina, el reto.

—Pero tú no.

—No, Sara, yo no, ni Johnny —sonrió Peter—. Era como si la cuerda condujera a todos los sueños que alguna vez hubiera tenido. Apenas respiraba, mientras bajaba y entraba en la habitación. El plan era encender unos cohetes y salir corriendo, o alguna tontería semejante, pero eso lo hubiera echado a perder. Estando allí, supe que sólo quería salir con la seguridad de que arriesgué el cuello para hacer lo imposible.

—Así que no encendiste los cohetes. En cambio, robaste algo, como una especie de recuerdo.

—Ya te dije que bastaba con saber que lo había hecho. Pero Johnny necesitaba algo más. Tomó un lápiz y un paquete de cigarrillos, para probar que estuvo allí.

—¿Y? —lo alentó Sara.

Él no pareció oírla. Era como si estuviera lejos. Pasó un buen rato antes de que suspirara.

—Supongo que es una locura. Incluso entonces sabía que era una locura, pero me sentía tan vivo… Nunca antes me sentí así.

—¿Y por eso robas?

—No robé —la voz de Peter era dura—. Ya te lo dije.

—Dijiste que no tomaste nada esa primera vez, pero lo hiciste más tarde. Por eso fuiste a la cárcel.

—A la cárcel. Creí que moriría allí —susurró, y tomó a Sara por los hombros—. Estar enjaulado, como un animal…

Un escalofrío lo recorrió, y Sara lo miró al rostro. Todo encajaba. Lo que él le describía era vivir al límite. ¿Cuántas veces dijo Jim Garrett que los mejores policías eran gente que bien podía haber estado del otro lado?

En otra época, Peter Saxon hubiera sido pirata o mercenario, alabado u odiado, dependiendo del lado.

—Creí que moriría allí. Estar enjaulado, como un animal…

Sí, pensó ella. Las rejas cerradas eran la muerte en vida para alguien como él. Entonces, ¿por qué…?

—Peter —Sara se pasó la lengua por los labios—, si todo eso es verdad, ¿por qué robaste las joyas de Winstead? Demonios, Peter, esta vez te encerrarán para siempre, ¿no se te ocurrió eso?

En el helado silencio que siguió, Sara oyó el gemido del viento sobre el lago. Peter sonrió, casi con ternura, y la atrajo.

—Sara, dulce Sara.

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Ella empezó a temblar. Pensó que su pregunta no tenía respuesta, y que con los labios de él en los suyos, ni la pregunta ni la respuesta importaban. Cerró los ojos y muy despacio, levantó un brazo para abrazar a Peter por el cuello, acariciándole el cabello.

El tiempo se detuvo. Sus alientos se mezclaron, y Sara probó la dulzura del beso, hasta que Peter, con delicadeza, se apartó.

—Sara, mírame —ella abrió los ojos—. Yo no robé las joyas de los Winstead.

La ira se apoderó de ella.

—¿Qué clase de tonta crees que soy, Peter? Yo misma vi las joyas, ¿te acuerdas? Las vi con mis propios ojos.

—Escúchame, Sara. No las robé. Alguien las puso en mi coche.

Casi demasiado asustada para respirar, ella buscó la verdad en sus ojos.

—Quienquiera que haya sido —continuó Peter—, esperaba que el hurto se descubriera el lunes por la mañana, en el museo. Algo salió mal. No se suponía que yo abriera el portaequipajes. Algo debe haber sucedido en la casa Winstead, algo que desconectó las alarmas.

—Pero… No es lógico, Peter. Si fuera cierto, no tendrías más que decirle a la policía que no sabías cómo llegaron las joyas a tu coche.

—Piensa en lo que dices —rió él—. La policía jamás me habría creído. Ni siquiera tú me crees.

—Peter…

—Te estoy diciendo la verdad, Sara. No robé las joyas, otro lo hizo.

Ella le tomó la mano.

—No entiendo. ¿Quién haría algo así, y por qué?

—¡Cómo quisiera saberlo! Con tiempo, tal vez encontraría la respuesta, pero por ahora sólo me queda salir del país.

—Salir…

—Sí. Me dirijo a Canadá. Conozco a algunas personas en Montreal que me ayudarán.

—Peter, escúchame, si eres inocente…

—¿No ves que me enredaron demasiado bien? Si regreso, iré a la cárcel. ¿Quién me creería?

¿Era cierto lo que le decía? Sara quería creerlo. ¡Oh, cuánto quería creerlo!

—Regresa. Les diré…

—¿Qué? ¿Que viste las joyas en mi coche? —ella no respondió, y él se aproximó—. ¿Me crees, Sara?

—No lo sé.

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Peter se inclinó y volvió a besarla, hasta que el pulso de Sara se aceleró.

«No seas tonta», se dijo. «Él sabe cómo te pone esto. Él sabe, él sabe…»

—Sara…

Ella lo miró, indefensa. ¿Cuál era la realidad y cuál la ilusión?

—¿Qué quieres creer, Sara?

La tomó en brazos y Sara retrocedió, pero cuando sintió la boca de Peter y la fuerza de su abrazo, y el modo en que la necesitaba, gimió y se entregó a él.

—Sara… —repitió Peter.

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Capítulo 8

Sobre el río San Lorenzo, esplendorosa se elevaba la ciudad de Montreal en medio de la noche helada y oscura. Sara tenía la esperanza de ver la ciudad a la luz del día, pero en el invierno nórdico la noche caía pronto. Para cuando ella y Peter cruzaron la frontera, el sol ya se había ocultado.

No sabía en qué momento cruzaron esa línea invisible. Había senderos ilegales entre un país y el otro, y Peter por supuesto, los encontró.

Fue él quien diera fin al beso junto al fuego.

—Descansa —le dijo—. Tengo que trabajar.

—¿Trabajar?

—Quiero revisar la camioneta. Thompson siempre cuidó bien de los coches del abuelo; con suerte, la camioneta servirá aún.

Sara asintió. El Bronco apenas logró llevarlos hasta allí, y además, la policía ya estaría buscándolo. Ella sabía cómo funcionaban las investigaciones. Peter era el objetivo de una cacería.

Cuando salió de la habitación, Sara se hundió en el sillón, y se quedó viendo el fuego. ¿Le habría dicho la verdad acerca del robo? Peter insistía en agravar las cosas. Había robado un coche, violando los términos de su libertad condicional.

«¿Y no te olvidas de algo, Sara? Te raptó.»

Y sin embargo, allí estaba, sin vigilancia, esperando que él volviera. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No podía irse de allí caminando, ni correr, aún si hubiera querido…

El ruido de la puerta al cerrarse la despertó. Desorientada, se enderezó, y vio a Peter que se acercaba a ella, con los brazos cargados de chaquetas y botas de cuero, sonriendo.

—¿Dormiste bien?

—Sí —dijo, aunque no era verdad. Estaba más cansada que antes, con la mente llena de fragmentos de sueños y recuerdos nebulosos—. ¿Funciona la camioneta?

—Ronronea como un gatito. Toma —añadió, entregándole unas botas altas—, pruébatelas.

Eran un poco pequeñas, pero consiguió calzárselas.

—Están bien. ¿Ya nos vamos?

Peter asintió.

—Necesito luz de día para cruzar la frontera.

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Cruzar la frontera… Sara lo miró. ¿Por qué no pensó antes en eso? No lograría llegar a Canadá. Aun si los empleados de migración no estaban alerta, se necesitaban papeles para pasar.

Peter entrecerró los ojos.

—¿Qué sucede, Sara?

—Nada —dijo ella.

«Te atraparán, Peter», pensó.

—¿Segura? Pareces inquieta.

—No, es que estas botas me aprietan.

«Te atraparán y yo quedaré libre.»

—Sara, no tengas miedo. Te doy mi palabra de que no te sucederá nada.

Sus ojos se encontraron, y ella tragó saliva.

—No… No podrás pasar la frontera —se oyó decir—. No lograrás pasar la aduana.

Una sonrisa sombría y misteriosa pasó por el rostro de él.

—¿Eso quieres?

Ella tragó saliva de nuevo. Peter la besó.

—Está bien, Sara.

Ahora, mientras cruzaban Montreal, Sara se preguntó si esa última frase se refería a su inquietud, o al posible peligro que esperaba en la frontera. Lo subestimó. Peter no pretendía entrar a Canadá de manera legal. Conocía un viejo sendero que cruzaba el bosque, usado más de sesenta años antes por los traficantes de whisky, en los tiempos de la prohibición. Era un camino seguro entre un país y el otro.

Peter apagó el motor. Estaban en una calle oscura, y al otro lado, un letrero parpadeaba su neón carmesí. “Bailarinas exóticas”, decía. “Encantadoras”.

Peter se volvió y le tomó la mano.

—Escucha, Sara —dijo en voz baja, con un tono tenso que la atemorizó—. Vamos a caminar.

—¿Por aquí?

—Sí, aquí me despido de Peter Saxon, el hombre buscado por la policía.

—No entiendo. ¿Cómo…?

—Frenchy Nolan fue mi compañero de celda durante algún tiempo. Me dijo que viniera a verlo, si pasaba por Montreal —sonrió—. No me parece que éste sea la clase de barrio al que estás acostumbrada. Quédate cerca de mí, y déjame hablar, ¿está bien?

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—Sí —respondió conteniendo el aliento.

—Buena chica. Ahora, vamos, juguemos a que somos turistas distraídos.

Cuando salieron del coche, un viento helado los golpeó. Sara miró el suelo de la cabina, donde una manta ocultaba la caja de herramientas. ¿Y si alguien la robaba? Peter pareció darse cuenta de lo que pensaba, y rodeándole la cintura con el brazo, la empujó adelante.

—No hay otra alternativa —dijo con suavidad.

Sus pasos creaban ecos en el pavimento. La calle estaba sucia, y contrastaba con las otras por las que habían pasado. Las tiendas y los bares exhibían anuncios de diversiones para adultos; había lugares en que se ofrecían tatuajes artísticos; el aire olía a cerveza y licor barato.

De pronto, Peter se detuvo.

—Llegamos. El Salón del Gatito Rosa.

Sara vio el letrero de neón que estaba sobre la puerta.

—¿Tu amigo es el dueño, o algo así?

—Algo así. Bien, Sara, recuerda lo que te dije. Tranquila, no importa lo que pase.

La taberna estaba casi tan oscura como la calle, y en el aire se mezclaban los aromas del tabaco y la cerveza. De un aparato en un rincón, salía música, llenando el ambiente de percusiones rítmicas y acordes de guitarra eléctrica.

No era una noche de mucha actividad en el Gatito Rosa. Peter se detuvo un momento en la puerta, y luego, su mano cubrió la curva de la cadera de Sara, como para darle seguridad. Caminaron juntos hasta un extremo de la barra.

Las cabezas se volvieron hacia ellos, ojos de hombres los evaluaron, las pocas mujeres que estaban por allí, tenían todas el mismo aspecto; exceso de maquillaje, y no les prestaron mucha atención.

—No mires a los lados, Sara —murmuró Peter—. No mires a nadie a los ojos.

El encargado del bar, un hombre de nariz aplastada, los miró sin expresión.

—¿Qué puedo hacer por ustedes?

Peter sonrió.

—Dile a Frenchy que un viejo amigo lo está buscando.

—¿Y él querrá verte, amigo?

—Dile que su compañero de cuarto de Nueva York le manda saludos.

El hombre dirigió la vista a Sara.

—Veré si está…

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Unos instantes después, los llevaron a una habitación en la parte trasera. Al cerrarse la puerta, un gordo con un palillo entre los dientes se levantó de detrás de un escritorio, y le tendió la mano a Peter.

—Saxon —dijo con una sonrisa—. ¿Qué diablos haces aquí?

Peter tomó la mano extendida.

—Te busco, Nolan. ¿Si no, qué haría en semejante antro?

Ambos sonrieron. Después, el gordo se sentó de nuevo.

—Así que estuviste ocupado ayer… —dijo, pasándose el palillo de un lado a otro de la boca.

Sara sintió que los músculos de Peter se contraían.

—¿Qué?

—Vamos, viejo, no seas modesto —rió Nolan—. Salió en la televisión. Dicen que fue algo grande.

—Ya sabes cómo es eso, todos exageran.

Peter se encogió de hombros.

—Cinco millones no son cosa chica, Saxon.

—Y se convertirán en cinco centavos si no salgo de aquí. Tengo compradores esperando, pero…

—Pero tienes que llegar a donde están. ¿Quieres que te ayude, en nombre de los viejos tiempos? Podría interesarme, si me das una tajada de la mercancía. ¿Qué te parece?

Sara contuvo el aliento. ¿Para eso estaba Peter allí, para vender las joyas?

—Imposible, Frenchy. Fue un trabajo por encargo, y hay gente importante metida. Si no entrego, estoy muerto.

—Sí, ya sé cómo eso, amigo.

El gordo cambió de expresión

—Lo que necesito son papeles. Pasaporte, certificado de nacimiento, licencia de conducir…

Nolan miró a Sara.

—Supongo que ella es la señorita Sara Mitchell, ¿no? —dirigió la vista al brazo de Peter—. Decían que la habías raptado, Saxon.

Sara se ruborizó bajo la mirada del hombre. Peter se encogió de hombros.

—Ya te dije que exageran, Nolan. ¿Qué pasa con los papeles?

—Seguro, no hay problema, Saxon. Regresa mañana y te tendré algunos nombres.

—Los necesito hoy.

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—Apuesto que los necesitas, pero no es tan fácil —rió el otro—. Voy a hacer algunas llamadas… Tiene que ser mañana.

—¿Y en cuánto, Nolan? No tengo mucho efectivo.

Frenchy Nolan echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Diablos! Con ese material, ¿cómo te preocupas por dinero?

Se dieron la mano, y Sara y Peter se dirigieron a la puerta. Pero antes de salir, Peter se volvió.

—Por cierto… —dijo, como si no le diera importancia—. ¿Me buscan aquí?

—Llegarás a mañana, amigo. Nueva York está en plena tormenta de nieve, y perdieron tu rastro. Para cuando lo encuentren, la señorita y tú estaréis en Río.

—Bueno, hasta mañana.

Mientras cruzaban el bar, Sara empezó a hablar, pero Peter sacudió la cabeza, de manera casi imperceptible, y no la miró hasta que estuvieron en la camioneta.

—Bueno, al menos hay buenas noticias. La tormenta me regala un par de días. Supongo que el sitio en el que abandoné el coche alquilado, está hundido en metros de nieve y no lo sacarán hasta el lunes.

—¿De verdad puede ese hombre conseguirte los papeles?

—Sí, si quiere.

Peter se encogió de hombros.

—Así que a eso te referías cuando hablaste antes de despedirte de… ¿Si quiere? Pero te dijo que volvieras mañana.

—Nolan piensa traicionarme.

—¿Entregarte a la policía?

—¡Diablos, no! —respondió, riendo—. Quiere quedarse con las joyas. Traté de protegernos con el cuento de que los compradores esperaban, pero no funcionó.

—Entonces… No podemos regresar allá.

Nosotros. Nosotros no podemos regresar.

—No, no podemos. Tiene que haber otro modo.

—¿Qué otro modo? Ni siquiera somos ciudadanos de este país, Peter. Tenemos matrícula de Estados Unidos en el coche, y no tenemos papeles. Si alguien nos detuviera…

Se interrumpió, confundida. Nosotros. ¿Por qué insistía en pluralizar? No estaban juntos a propósito.

Peter le tomó la mano.

—Todavía no nos buscan, o al menos, no nos buscan aquí. Aún hay tiempo —sonrió, y Sara pensó que jamás vio a alguien tan cansado—. Lo

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que necesito es una comida decente, y una noche de sueño completo. Ya no puedo pensar.

—¿Quieres volver a Indian Lake?

—No, sería una locura. Estoy mejor aquí, pero no me gusta la idea de quedarme en la ciudad. Hay demasiados desconocidos, demasiadas esquinas oscuras —de repente, sonrió—. ¿Habías estado antes en Canadá, Sara?

La pregunta la sorprendió.

—¿Yo? Nunca he estado en ningún sitio, a menos que tomes en cuenta Boston y Nueva York.

—Bueno, la noche es joven. Podríamos recorrer Montreal.

Al principio, ella pensó que era una broma. Pero no lo era. Peter condujo hasta una estación del metro, y estacionó el coche. Después, tomó una gorra de lana.

—Toma, oculta tu cabello con esto —él también se puso una gorra, y anteojos oscuros—. Bueno, no es el mejor disfraz del mundo, pero bastará.

Luego, con la caja de herramientas en la mano, llevó a Sara al interior del subterráneo.

Sara esperaba un medio de transporte subterráneo y nada más, pero se encontró con la ville souterraine, una ciudad bajo la ciudad, con plazas, fuentes, tiendas y cafés. Con razón las calles heladas estaban desiertas, se dijo. Los habitantes de la ciudad pasaban el invierno bajo tierra.

—¿No te estás arriesgando?

—Somos dos caras más en un mar de gente —negó Peter.

—Sí, pero…

—Tenemos que hacer algunas compras, Sara. Cepillos de dientes, peines, artículos de afeitar… —rió y la atrajo—. Ese suéter —señaló un escaparate lleno de prendas de casimir en tonos azules—. ¿Lo ves? El que está atrás.

Era un suéter color índigo, que parecía tan suave como el pelaje de un gatito. Sara sonrió y sacudió la cabeza.

—Es adorable, pero demasiado caro. Y el color, demasiado oscuro para mí… ¿Peter? ¿Peter, qué haces?

Él tiró de ella hacia la tienda, y en un instante, el suéter estuvo envuelto.

—Regresen otro día —dijo la dependienta.

Con la cara enrojecida de placer, Sara miró a Peter, que la arrastraba entre la multitud.

—¿Estás loco? —le dijo—. Nunca he gastado tanto dinero en ropa, ni siquiera en un vestido.

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—Apenas puedo esperar a vértelo puesto —le indicó con una sonrisa—. Es casi del mismo tono que tus ojos.

—No —se apresuró a contradecirlo Sara—. Mis ojos son demasiado oscuros.

Él se detuvo para mirarla.

—Oscuros como el cielo de medianoche, dulce Sara. ¿Nadie te lo dijo antes?

—No —susurró ruborizada.

—Sara… —un grupo de adolescentes pasó a su lado, y él suspiró—. Vamos, estamos causando un tumulto.

Poco después, se detuvieron en una tienda de artículos deportivos, donde Peter compró una mochila, y luego sentado en un banco, pasó las joyas de la caja de herramientas a la mochila. La caja quedó abandonada bajo el banco.

Sara estaba impresionada. En medio de cientos de personas, nadie le prestó la menor atención.

—¿De verdad piensas llevar las joyas ahí?

—Por favor, asegúrate de que no haya olvidado alguna gargantilla. Y ahora, vamos a ver qué más necesitamos.

Terminaron con los brazos cargados de paquetes, y por fin, Peter se asomó al interior de un pequeño café.

—Ultima parada, y luego iremos a dormir. ¿Te parece?

Iremos a dormir… Sara logró sonreír.

—Está bien.

Ocuparon una mesa en la parte posterior del salón. Peter estaba tranquilo y sonriente, pero Sara notó que se sentaba en una silla con el respaldo contra la pared, de modo que tenía una visión completa de la entrada.

Peter ordenó la comida para ambos, y muy satisfecho, vio a Sara lanzarse sobre ella.

—Nunca lograré comerme todo esto —dijo Sara.

Pero lo consiguió, desde la ensalada hasta el steak au poivre y el gâteau.

Luego apoyó la espalda en el asiento, y suspiró satisfecha.

—Comí como un cerdo —dijo, con una pequeña sonrisa—. Mi madre no lo hubiera aprobado.

—¿No?

Peter apoyó los codos en la mesa.

—No —Sara rió—. No puedo creerlo.

Él levantó las cejas.

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—¿Que hayas comido como un cerdo? —preguntó, ingenuo.

—Ya sabes a qué me refiero, Peter. Aquí estamos, sentados en Montreal, con una mochila llena de joyas en la silla.

Él puso su mano sobre la de ella.

—Por ahora, estamos a salvo, Sara. Ya pensaré en algo para mañana.

—No estaba pensando en eso, sino en que es una locura, pero me siento…

Se interrumpió, confundida. Cielos, ¿qué le pasaba? Casi le había dicho a Peter que estaba feliz, como nunca en su vida.

Estaba loca, pero era cierto. Se sentía viva, los colores eran más brillantes, los olores más intensos. Miró a su alrededor, a las otras personas que cenaban en el lugar, y pensó en lo monótonas que debían ser sus vidas.

Peter trató de explicarle lo que se sentía viviendo al límite. ¿Era eso lo que sentía ahora? ¿Era que el peligro le despertaba los sentidos?

—Sara…

La voz de Peter, aunque baja, logró penetrar sus pensamientos Levantó la cabeza, y lo miró. Su expresión la dejó sin aliento

—¿Qué pasa, Peter?

—Tenemos que irnos —dijo él, y se levantó, dejando algunos billetes sobre la mesa—. Bien, levántate. Con calma, con calma, no te apresures. Está bien. No, no apartes la vista de mí, sonríeme. Bien. Ahora, dame la mano.

¿Podría caminar? Las piernas le temblaban, y apenas podía respirar. Pero Peter la sacó del café.

¡Diablos!

Vio al policía en cuanto llegaron a la escalera. Estaba tan cerca, que podía tocarlo. Le sudaron las manos. Peter, pensó, Peter…

Pero él le hablaba, sonreía y movía la cabeza, como si fueran sólo una pareja entre tantas. Siguió haciéndolo hasta que salieron a la calle.

Sara respiró tranquila al fin.

—Peter…

—Está bien —murmuró él, abrazándola—. Dulce Sara, todo está bien.

—¿Seguro?

—Estuviste maravillosa.

—¿Seguro que no nos vio?

—Seguro, pero si nos quedamos aquí hasta helarnos, alguien se fijará en nosotros.

Ella hizo un sonido que quería ser una risa.

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—Bueno, ¿qué hacemos, entonces?

Peter abrió la camioneta y ayudó a Sara a subir.

—Vamos al norte, a las montañas. Hay una zona de deportes de invierno, y muchos hoteles, cabañas y esquiadores —sonrió, casi como disculpándose—. Por ahora, no se me ocurre otra cosa.

Dos horas más tarde, Sara estaba en el interior de una pequeña cabaña, mirando a través de la ventana a Peter que ocultaba el coche detrás de algunos árboles. Luego, regresó a la cabaña.

—Está bien —dijo, y arrojó sobre un sillón los paquetes que llevaba—. No se puede ver el coche sin acercarse. No creo que nadie lo busque, pero es mejor no arriesgarse.

Encendió las luces, y Sara parpadeó. Estaban en una bonita sala con chimenea de piedra. Había una puerta, y tras ella se veía una cama.

—¿Qué tal eres para cortar el pelo?

—¿Qué?

—¿Sabes cortar el pelo? —Peter se quitó la chaqueta, y corrió las cortinas de todas las ventanas—. Quiero cambiar mi aspecto —se pasó los dedos por el cabello, y se tocó el bigote—. Una afeitada y corte de pelo ayudarían. Así que, ¿qué te parece? ¿Te gustaría podarme?

—Trataré. Pero nunca…

—Qué bueno, Sara. Quiero ser el primero.

Sus ojos se encontraron, y Sara sintió la misma emoción del café.

Peter se detuvo a su lado, sonriendo.

—El próximo hombre que te bese no usará bigote —se inclinó y apresó la boca de ella en un beso que la dejó sin aliento—. Esto fue sólo para que tengas cómo comparar.

Sara lo vio dirigirse al dormitorio. En el último momento, Peter se volvió y le arrojó algo brillante y metálico. Eran las llaves de la camioneta.

—Déjalas en la mesa que está junto a la puerta —le dijo Peter—. No creo que pase nada, pero por si tenemos que apresurarnos, no quiero perder tiempo buscándolas —sonrió, al ver la duda en los ojos de ella—. No quieres escapar, Sara. Los dos lo sabemos.

Entró en el baño, y Sara se dejó caer en un sillón, con los dedos cerrados alrededor de las llaves.

¡Qué tonta era! No era el peligro lo que la llenaba de alegría, lo que la ponía fuera de sí.

Era Peter Saxon.

Y él lo sabía.

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Capítulo 9

¡Maldito! Maldito, maldito… No quieres escapar, Sara. Los dos lo sabemos… ¡Qué estúpida! En sus ojos aparecieron lágrimas de furia, y parpadeó para librarse de ellas. Oía el agua que corría en el baño y por encima, el silbido alegre de Peter. Como si fuera un hombre preparándose para ir a trabajar, y no uno que huía de la ley.

Pero, claro, ¿por qué iba a estar preocupado? Todo le estaba saliendo bien. ¡Oh! Su contacto en Montreal le falló, pero tenía otros recursos y ya encontraría la forma de salir de aquello. Lo importante era que consiguió el robo de joyas de la década. Y ahora, gracias a Sara, escapaba.

Yo no robé las joyas…

Eso había dicho, y ella le creyó, sin importar los hechos. Sin importar que Peter fuera un ladrón convicto, la única persona que tenía acceso a las joyas, y que ella las hubiera visto en su coche.

La había manejado como a un instrumento. Dos días antes… Una eternidad… Ella comprendió el juego de manipulación. Después del robo de joyas, lo que mejor hacía Peter, era aprovecharse de las mujeres.

Sólo tomaba de una mujer lo que ella le ofrecía, pero el muy arrogante sabía cómo hacerlas ofrecer todo. Se crispó al recordar cuánto lo compadeció al oír la historia de su infancia, que seguramente era mentira. Y no quería ni pensar en cómo lo ayudó a esquivar al policía poco antes. Era demasiado humillante.

Miró la habitación. La cama parecía enorme, lúbrica, a pesar del blanco virginal de sus sábanas. Ese era el escenario para el siguiente paso del plan. Ya la había seducido para que fuera su cómplice, y ahora la seduciría para llevarla a la cama. Al amanecer, la patética chica de Brookville sería suya, dispuesta a llegar hasta el final de la obra.

—¿Sara?

Ella miró en dirección al baño. Ya no se oía el agua corriendo, y la puerta estaba abierta, pero una cortina de vapor impedía ver el interior.

—¿Sara? Estoy listo para el corte de pelo.

El corazón se le subió a la garganta. Tenía las llaves de la camioneta en la mano. Sólo tenía que salir.

Pero no podía, no podía hacerlo sin perder el respeto por sí misma. Si quería verse al espejo en el futuro, sin recriminarse, tenía que decirle a Peter que ya sabía de qué se trataba el juego. Tenía que mirarlo a los ojos y decirle que no era la ingenua que creía, y que su sucio truco no funcionaría más.

—¿Sara?

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Avanzó hacia el sonido de su voz, con palabras de furia entre los labios. Pero al ver a Peter, se quedó muda.

Él estaba en la puerta, con una toalla sobre los hombros y otra en la cintura. Tenía gotas de agua en el cabello y la piel. Como hipnotizada, Sara siguió una que se deslizaba entre el vello de su pecho.

—¿Bueno, qué te parece? ¿Me veo tan desnudo como me siento?

Peter sonrió, llevándose la mano al labio superior, y Sara se dio cuenta de que ya no llevaba bigote. Pensó que parecía más joven, pero tan guapo como antes. Tan peligroso como siempre.

—¿Tan mal estoy? Vamos, ¿cuál es el veredicto?

Sara levantó la barbilla.

—Vivirás—dijo con frialdad.

—¿Viviré?

—Preguntaste cuál era el veredicto, y te lo estoy dando. Vivirás. Eso diría cualquier jurado inteligente.

Para satisfacción de Sara, la sonrisa de Peter empezó a desaparecer.

—¿De qué hablas?

Ella lo miró a los ojos.

—Te descubrí, como dicen en las películas.

—Tendré que aprender a no dejarte sola, Sara Mitchell. Cada vez que lo hago…

—Lo sé. La diferencia es que en esta ocasión no caeré en la trampa.

La sonrisa terminó de desaparecer.

—Está bien —Peter se llevó las manos a las caderas—, suéltalo. ¿Qué demonios sucede?

De algún modo, pese a la velocidad a la que latía su corazón, Sara se las arregló para encoger los hombros.

—Cometiste un terrible error, Peter. Estabas haciendo planes con bases falsas.

—¿Qué significa eso?

—Que por fin recordé lo que hacemos aquí. Tú porque robaste cinco millones de dólares en joyas…

—Demonios, ¿otra vez con eso?

—Y yo porque me secuestraste.

—Sara, por amor del cielo, escúchame…

—Eso hice. “No quieres escapar, Sara. Los dos lo sabemos…” No debiste decir eso, Peter. Pero supongo que no pudiste contenerte. Me desprecias tanto, que…

—¿Estás loca? —dio un paso en dirección a ella.

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—Aléjate de mí. Si das otro paso…

—¿Qué? —preguntó Peter con voz suave—. Vamos, Sara, quiero saberlo. ¿Qué harás?

Sara tuvo una oleada de miedo. La voz de Peter, el modo en que la veía, hasta la inclinación de su cabeza, le resultaban amenazantes. Pero ya era demasiado tarde para retroceder, y ni siquiera quería hacerlo, con ese aroma de triunfo en la nariz.

Iba a decirle a Peter lo que pensaba de él, y escapar.

Tenía todas las ventajas. Peter estaba descalzo y casi desnudo, y afuera nevaba. Ella en cambio, estaba vestida. Y tenía las llaves del coche en la mano.

Empezó a avanzar hacia la puerta.

—Eres muy hábil, casi me convenciste de tu inocencia.

Él sacudió la cabeza, impaciente.

—Soy inocente. Ya te dije…

—Sí, ya me dijiste. Me contaste toda esa triste historia de tu padre y tu hermano, y de cómo no soportarías que volvieran a encerrarte.

Él torció la boca.

—Todo eso es verdad. No te he mentido en nada.

—¡Qué patética debo parecerte! Sara Mitchell, la inocente, la ingenua…

—¡Deja de decir tonterías!

—”No quieres escapar, Sara”. ¡Me estabas utilizando desde el principio, maldito!

—Dame las llaves.

Peter extendió la mano.

El tono helado de su voz hizo que un escalofrío recorriera a Sara.

—No te acerques.

Tenía la espalda contra la pared. Buscó la puerta… ¡Sí, allí estaba! Si tan sólo…

—¡Sara, mira!

Algo blanco pasó frente a sus ojos. Por instinto, retrocedió. Al instante, Peter la tomó en brazos y la levantó del suelo.

—¡No! —gritó Sara.

Le parecía que el corazón iba a estallarle. Allí estaba de nuevo el Peter Saxon de antes, el que la raptó en Brookville, mirándola a los ojos con una extraña sonrisa.

—Es un truco viejo, querida. Pero cuidarse de él exige reflejos muy rápidos.

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La toalla. Se había quitado la toalla del cuello y la lanzó hacia ella. Ahora, Sara ya no tenía ventajas, ni la oportunidad de escapar.

—Déjame ir. Gritaré si…

—Anda —susurró él—, grita. La cabaña está rodeada por el bosque, el viento sopla como un aullido de bruja. Grita, y ya verás si te sirve de algo.

Sara tragó saliva, una saliva con sabor a terror.

—No te tengo miedo.

—¿No?

—No.

—Qué bueno. Eso facilita las cosas.

Mientras Sara luchaba con todas sus fuerzas, Peter la llevó hacia la puerta del dormitorio. Ella se aferró al umbral, pero los músculos de Peter eran demasiado poderosos para que los suyos sirvieran de algo. De una patada él cerró la puerta, y dirigiéndose al espejo de cuerpo completo que estaba en un extremo de la habitación, depositó a Sara en el suelo, pero sin soltarla.

—Observa con atención, Sara, y dime lo que ves.

Una mujer de ojos encendidos y mejillas ruborizadas, con el cabello en absoluto desorden. Y detrás, el oscuro y amenazante Peter Saxon.

—No empeores las cosas, Peter.

—Contesta.

—¿Quieres oírme admitir que te tengo miedo? Está bien, es cierto. ¿Ya estás satisfecho?

La mano de Peter se deslizó a su cuello

—¿Sabes porqué me tienes miedo?

Peter inclinó la cabeza hasta apoyar la mejilla en el cabello de Sara.

—Claro, porque eres más grande que yo, y más fuerte.

—Y mucho más inteligente —sonrió él, haciéndola sentir el calor de su cuerpo—. Pero esa no es la verdadera razón.

—No sé de qué hablas.

—La mujer que está en el espejo lo sabe —susurró él, y sonrió—. Yo la volví a la vida, y eso es lo que te aterra, Sara, lo que te aterra desde el momento en que nos conocimos.

—¿Qué?

—La encerraste en tu interior durante tanto tiempo, que casi la destruiste. Y ahora, salió.

Sara rió, nerviosa.

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—Diablos, Peter Saxon, no tengo palabras para describirte. Eres incapaz de aceptar la verdad, ¿no? Ya entendí tu juego, y terminó. No me utilizarás más.

Él la atrajo.

—Hablas demasiado, Sara —dijo, y la besó con pasión.

Ella soportó el abrazo sin moverse, y cuando Peter la soltó, negó con la cabeza.

—¿Lo ves? No funciona.

Peter volvió a atraerla.

—Calla, Sara.

La besó otra vez, en un beso tan cargado de promesas, tan hambriento, que la hizo temblar. Algo más oscuro que el miedo empujaba la sangre en sus venas. Cuando al fin la soltó, Sara tuvo que suspirar.

—¿Qué… Qué pasó con aquello de que no tomabas nada de una mujer que ella no te hubiera ofrecido? ¿También era mentira?

Él la miró a los ojos.

—La mentirosa eres tú, Sara, no yo.

Sara trató de reír, pero el sonido resultó más parecido a un gemido.

—No sé de qué hablas.

Peter sonrió.

—El mundito en el que vives es seguro, ¿verdad? Puedes cerrar los ojos y fingir…

—Estás loco.

—…Y fingir que es real. Pero no lo es, Sara —contuvo el aliento—. Lo real es la vida. Esa es la única realidad existente. Sólo tienes que ir por ella para tenerla.

—Maldito seas, Peter Saxon.

La mano de él se detuvo en su mejilla y Sara sintió como si se le quemara la piel. El pulgar de Peter le acarició los labios entreabiertos.

—Suéltate, por una vez —susurró Peter con voz aterciopelada—. Dulce Sara, suéltate y haz contacto con la realidad.

—No —murmuró ella—, no…

Peter inclinó la cabeza. Sara se puso tensa, para resistir la exigencia que esperaba, pero esta vez el contacto fue suave y tierno. Luego, Peter retrocedió y la miró largo rato a los ojos, antes de inclinarse una vez más y besarla hasta dejarla temblando.

—Abrázame.

—Peter… —Sara cerró los ojos—. No, por favor.

—Hazlo.

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Lentamente, ella levantó los brazos, y puso las manos en el pecho de Peter, percibiendo el calor de su cuerpo.

—Ponme los brazos alrededor del cuello, Sara.

Sara contuvo el aliento, y poco a poco, subió las manos hasta entrecruzarlas detrás del cuello de Peter. Él hizo un sonido apenas audible, como un gemido, y ella abrió los ojos.

La miraba de él le heló la sangre. En aquellos ojos oscuros latía el deseo.

—Peter…

Él se inclinó, y le puso la boca en el cuello. Sara echó atrás la cabeza al sentir un leve mordisco.

—Hueles como la lluvia en primavera. Y sabes… Sabes a miel —la acarició con la lengua, haciéndola cerrar los ojos—. Voy a probarte toda, tu boca, tus párpados, tu cuello…

Los sueños de cien noches florecieron en ella, los sueños que su mente siempre reprimió a la luz fría del amanecer. Peter la acarició, y su cuerpo despertó a la vida. Sentía su boca, lo oía susurrar palabras contra su piel, y las entendía.

La deseaba, lo mismo que ella a él. Sara había negado la verdad ante ambos desde el principio, pero ya no seguiría negándola.

Peter Saxon era todo lo que deseaba, y todo lo que temía.

Él era la vida, la realidad, y no podía dejar que el momento se le escapara.

Se acercó, y enredó los dedos en la mata de cabello de su nuca

—Peter… —suspiró.

El sonido de su voz pareció encenderlo. Hundiendo el rostro en el cabello de Sara, la levantó en brazos, y de unos cuantos pasos, cruzó la habitación y se dejó caer en la suavidad de la cama. Acomodando a la mujer en el hueco de su hombro, la besó.

Sara abrió los labios y dejó que la lengua de Peter se encontrara con la suya. La acariciaba con lentitud provocadora, descubriendo la longitud de sus piernas, la curva de su cadera, la elevación de sus senos.

Se dio cuenta de que le decía algo en susurros, pero no lo entendía. Envuelta en mil sensaciones nuevas, lo único que podía hacer era percibir. Y era más que suficiente. Las manos de Peter, sus labios, su cuerpo, hablaban con mayor elocuencia que las palabras. Sara entendía el mensaje, y respondió con otro. Abrazó a Peter, susurrando su nombre.

Él le quitó el suéter, y Sara sintió su mano en la carne desnuda. Los dedos que la recorrían estaban encallecidos, y en su movimiento, mandaban ondas de calor por su organismo. Cuando la mano de Peter se cerró sobre un seno, gimió con suavidad.

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Ningún hombre la había tocado así antes. Ningún hombre la besó así, nadie le susurró palabras semejantes. Estaba viva, despierta, y lista para tomar lo que Peter quisiera ofrecerle.

—Sara…

Abrió los ojos con lentitud, y enfocó la vista en el rostro de él, iluminado por el deseo. Una oleada de excitación la recorrió.

—Ven a volar como un águila —añadió él, mirando los pezones erguidos—. Mi hermosa Sara, mi amor.

La chica se mordió el labio. Peter deslizó la mano sobre su piel, delineando la marca de las costillas, apoderándose de la suave elevación del seno, hasta que se detuvo para acariciar el pezón en círculos con el pulgar. Era una sensación tan exquisita, que a Sara le pareció que se fundía.

Peter la besó, dejando con la lengua una marca brillante desde el hombro hasta el hueco entre sus pechos, y cerró los labios sobre el pezón que lo esperaba.

—Peter… —fue todo lo que pudo decir Sara, al tiempo que lo abrazaba.

Toda su capacidad de percepción estaba enfocada en el punto de contacto con la boca de él. Nada la había preparado para semejantes sensaciones, y pensó que nada podía ser igual. Pero entonces, se dio cuenta de que la mano de Peter descendía sobre su vientre, por encima del pantalón, moviéndose con delicadeza.

—Ayúdame —murmuró Peter, y Sara levantó la cadera para permitirle bajar el pantalón, mirando su rostro—. Eres hermosa.

Por vez primera en su vida, Sara supo que era verdad.

—Yo también quiero verte —susurró.

Él sonrió y le tocó la mejilla.

—Sí —dijo, y se puso en pie.

Se miraron a los ojos, mientras él se quitaba la toalla que lo cubría.

Tenía el color del trigo joven. Bajo su piel, había largas prominencias musculosas. Era una mezcla impactante de virilidad y belleza, y Sara levantó los brazos para atraerlo a su lado.

Sus bocas se encontraron en besos cortos y suaves que fueron cobrando ferocidad, hasta que en un solo movimiento, Peter rodó sobre Sara.

—Sara, dulce Sara…

Sus manos y su boca parecían estar en todas partes, y el placer era doble. Sara gritó cuando Peter le puso la mano en el vientre, y luego más abajo. La caricia la electrizaba, pero cuando sintió que su boca también descendía, contuvo el aliento.

—No, oh…

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Peter le tomó las manos.

—Sí, dulce Sara. Déjame.

Sus caricias la elevaban al cielo, en una espiral ascendente de luces brillantes. Estaba en un arco iris que la cegaba. Detrás de sus párpados cerrados, surgieron lágrimas que escaparon para rodar por sus mejillas.

Cuando al fin Peter se preparó a entrar en ella, Sara sintió que el universo latía a otro ritmo. Después, viajaron juntos a un sitio de radiante cristal, en el que el color se volvía sonido, calor, sensación.

—Sara… —dijo él con voz ronca.

Desde el borde de la eternidad, ella lo llamó. Se besaron con la pasión despierta, se hicieron uno con los dioses.

Despertó en la oscuridad, a salvo en los brazos de Peter.

—¿Te desperté? —susurró él—. Sólo quería acomodar las mantas.

Sara sonrió y se acercó a Peter.

—Tengo calor —dijo adormilada—. ¿Tú no?

—Desvergonzada —rió él, cubriéndolos a ambos con las mantas. Pasaron algunos segundos, y, luego, se apoyó en un codo—. ¿Sara?

Ella suspiró.

—¿Qué?

—Te dije la verdad, amor. Yo no robé las joyas.

Sara abrió los ojos y miró su rostro en sombras.

—No importa —dijo, sabiendo que era cierto.

Peter sonrió, y le tomó la mano.

—Gracias por decirlo —le besó la palma—. Pero no las robé, Sara. Alguien quería que pareciera como si lo hubiera hecho.

Sara se sentó con la espalda en las almohadas. La manta cayó hasta su cintura.

—Pero, ¿por qué?

Peter encendió la lámpara.

—¿Recuerdas cuando pasé las joyas de la caja de herramientas a la mochila? —ella asintió—. Bueno, esa fue la primera vez que las vi con cuidado —se pasó los dedos por el cabello—. Faltan las mejores piezas, Sara. La tiara, la gargantilla de diamantes y esmeraldas, el anillo y el brazalete con los que hacía juego.

—Pero… ¿Qué significa eso?

—Significa que parece que sé quién lo hizo.

Como al descuido, acarició el cuello de Sara con el dorso de la mano.

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—¿Quién?

—Creo que también sé por qué.

Le puso la mano en el seno.

—Dímelo, Peter.

Con los ojos brillantes, él se inclinó hacia ella.

—Te lo diré por la mañana. Ahora tenemos cosas más interesantes que hacer.

Y cuando sus brazos se cerraron sobre ella, Sara decidió que tenía razón.

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Capítulo 10

—¿Simón Winstead? ¿Crees que el joyero robó sus propias joyas, haciendo que parecieran que tú eras el ladrón? —Sara miró a Peter por encima de la bandeja con café y croissants que estaba sobre la cama—. Pero, ¿por qué?

Él se inclinó para quitarle un mechón de cabello de los ojos.

—Eres una mujer muy persistente —Sara estaba sentada, con las piernas cruzadas, vestida sólo con una camisa. Peter recorrió con la mirada sus piernas desnudas, sus senos, su boca—. ¿Sabes? Podríamos hablar de esto más tarde. Digamos, dentro de una o dos horas.

Sara sonrió, y lo tomó de la mano.

—Y tú eres insoportable. Heme aquí tratando de ser seria…

—Y yo trato de hacerte el amor… —le sonrió Peter, y luego se inclinó sobre la bandeja para besar a Sara—. Mmm, café con crema y azúcar, justo como me gusta.

—Peter, por favor. Dijiste que me explicarías lo de las joyas de la Maharanee.

Él suspiró.

—Ya te dije que el ladrón es Winstead, no yo.

—Sí, pero, ¿para que querría robar sus propias joyas? ¿Y cómo? No es lógico.

Peter bajó las piernas al suelo.

—El cómo es sencillo. ¿Recuerdas cuando se fue la luz? Todos asumimos que se debía a la tormenta, pero Winstead pudo haberlo arreglado. Yo incluso le sugerí que instalara un generador por lo lejos que está la casa del pueblo, pero él no quiso. Y abrir el portaequipajes de mi coche para meter las joyas debe haber resultado sencillo —se encogió de hombros—. Recuerdo que dejé las llaves, para que el mayordomo pudiera moverlo si hacía falta.

Sara asintió.

—Pero no entiendo para qué querría involucrarte. No te necesitaba para sacar sus joyas de su caja fuerte.

—Sí, si pretendía salir ganando con su truco. Conmigo en las cercanías, ¿quién sospecharía del respetable Simón Winstead?

—¿Y por qué se quedó con algunas de las joyas?

—No con algunas, amor, sino con las mejores, las más valiosas. Cuando la policía me atrapara, me acusarían de haberlas vendido, mientras que las joyas estarían seguras en la caja fuerte de Winstead.

La cara de Sara mostró su escepticismo.

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—En su caja fuerte no, Peter. ¿Para qué las pondría allí?

—Porque es el lugar más seguro ¿Quién buscaría unas joyas robadas en el sitio del que se supone fueron extraídas?

Era un plan tan sencillo, y al mismo tiempo tan complejo, comprendió Sara. Y cuanto más lo meditaba, más coherente le parecía.

—Sí, ¿pero por qué? Ese tipo tiene una fortuna.

Peter levantó las cejas.

—Eso dicen, pero, ¿quién sabe? Tal vez lo perdió todo en la bolsa de valores, o hizo algún movimiento equivocado en sus negocios. Tal vez es sólo que le gusta la idea de estafar a la compañía aseguradora.

Sara asintió.

—¿Por… Cuánto, un millón de dólares?

Peter sonrió.

—Al menos tres millones, que le pagarán…

—Porque es imposible que recuperen las joyas que supuestamente robaste.

—Exacto. Se queda con las joyas y con el dinero, a mí me encierran, y él sigue libre.

—Pero debió saber que lo descubrirías.

—Vamos, Sara —rió el—. Supón que trato de contarle esta historia a la policía. ¿Me creerían? No tengo credibilidad, y en cambio, tengo las joyas. Es un caso cerrado.

—No. Todo lo que tenemos que hacer es llamar a mi jefe y…

—Sara —él le detuvo la mano, ya dirigida hacia el teléfono—, no podemos hacerlo.

—No seas tonto. Sólo tienes que decirle al jefe Garrett lo que me dijiste a mí. Y él… Él…

—Eso es. Aunque te creyera, ¿qué podría hacer? Necesitaría una orden para abrir la caja fuerte de Winstead, y ninguna corte la extenderá, basándose en un cuento de hadas narrado por un expresidiario como yo.

—Tienes razón —admitió Sara—. Es sólo… Que no pienso en ti como tal, Peter. Soy incapaz de pensar en ti como… Como un ladrón.

—¿Sí?

—Sí. Cuanto más te conozco, más difícil me resulta.

Peter le acarició la mejilla.

—Nunca me importó lo que los demás pensaran de mí, hasta ahora. Ahora, quisiera retroceder y… —contuvo el aliento—. Pero no es posible. Soy lo que soy, e hice lo que hice.

Sara le estrechó la mano entre las suyas.

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—Claro, lo entiendo.

—No —dijo él con suavidad—, no lo entiendes.

—Sí —asintió ella—, no tenías opción, sino escapar. Tienes razón, nadie te hubiera creído.

A Sara le pareció que la sonrisa de Peter expresaba toda la tristeza del mundo.

—Y ese es el círculo vicioso. No hay salida para mí.

—Debe haberla. ¿No se te ocurre nada?

—Seguro —rió Peter—. Sólo tengo que ir a Brookville, entrar en la casa de Winstead, sin que nadie se dé cuenta, y encontrar las joyas.

—¿Podrías hacerlo? ¿Serías capaz de entrar en la casa y abrir la caja fuerte sin que te atraparan?

—La modestia me obliga a decir que no, pero la honestidad me exige ser sincero. Claro que podría. Yo revisé los sistemas electrónicos, ¿recuerdas? Necesitaría algunas cosas.

—¿Qué cosas?

Él suspiró y se puso de pie.

—Cosas —repitió vagamente—. Nada que no haya en una ferretería —miró a Sara, y negó con la cabeza—. Es sólo un sueño. Aun si hiciera semejante locura, ¿qué objeto tendría?

—Encontrar las joyas perdidas, que prueben qué Winstead es el culpable.

—Lo lamento, corazón. Sólo me acusarían de haberlas devuelto a la caja. No funcionaría. Demonios, necesitaría un testigo incuestionable para…

—Tienes un testigo —Sara se levantó y caminó hacia él—. Me tienes a mí.

—¿De qué hablas?

Los ojos de ella brillaban.

—Si estuviera contigo en el momento de abrir la caja, podría atestiguar que las esmeraldas ya estaban allí, y que nunca las tuviste. El jefe Garrett me creerá, Peter. El confía en mí… —se ruborizó—. ¿Por qué me miras así?

Él la tomó en brazos y la besó, para luego sonreírle.

—Gracias por tu ofrecimiento, corazón, pero…

—Peter, por favor, quiero hacerlo. ¿No lo ves? Quiero hacer algo por ayudarte.

—No. Es una locura. Podría ser peligroso.

—Así es la vida —respondió ella, mirándolo a los ojos—, pero eso es lo que la hace emocionante. ¿No me dijiste algo parecido?

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—Si quieres emociones, puedo dártelas —dijo él, atrayéndola, acoplando su cuerpo al de ella.

Sara abrió la boca, y notó la presión del cuerpo de Peter, y la pasión profunda y dulce que empezaba a desatarse en ella.

—Por favor —susurró—, déjame ayudarte.

Él la levantó del suelo.

—¿Nunca te han dicho que hablas demasiado? —preguntó antes de tenderla en la cama; antes que la habitación desapareciera.

Horas después, se dirigían hacia el sur, hacia Brookville, en la camioneta. Sara tardó toda la mañana en convencer a Peter. Ahora, en el silencio tenso, su ansiedad crecía. Con cada kilómetro, el humor de Peter empeoraba. Al principio, eso sorprendió a Sara, que creía que el peligro lo emocionaba, hasta que se dio cuenta de que esto era algo más.

Se trataba de un juego en el que la apuesta era la mayor de todas: La libertad.

Cuanto más cerca estaban de la escena del crimen, mayor era el riesgo de que lo capturaran. Y si eso ocurría, lo pondrían tras las rejas.

Creí que moriría allí…

Un coche los rebasó, haciendo sonar la bocina en medio de la noche. Peter murmuró una maldición.

—Vamos, mátate idiota.

Sara se aclaró la garganta.

—Vas a sesenta, Peter, por eso te rebasó.

Él la miró, con los dedos aferrados al volante.

—¿Quién conduce, Sara, tú o yo?

Ella se le quedó mirando, incrédula.

—Sólo estaba…

—Sí, ya sé que sólo estabas… —de pronto, contuvo el aliento y golpeó el volante con las palmas—. ¡Demonios, debo de estar loco! —apretó el acelerador, y el coche cobró velocidad—. Ir demasiado lento es tan malo como ir demasiado rápido, si se trata de evitar llamar la atención.

—Estás cansado, eso es todo. Llevamos media noche en la carretera.

Él sacudió la cabeza.

—No me busques disculpas —dijo, irritado—. El hecho es que cometí un error, y no estoy en posición de permitirme errores. No lo haré más.

Sara puso la mano sobre la de él.

—No te busco disculpas. Sólo quería decir que estás bajo mucha presión, y…

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Él la interrumpió.

—No puedo creer que me hayas metido en este plan estúpido.

—No es estúpido —se apresuró a decir ella.

Se había apresurado demasiado en decirlo, pensó. ¿En dónde estaba la seguridad de antes? Se fue, junto con la confianza de Peter. Él era su fuerza, y si dudaba del éxito del plan, estaban condenados a fracasar.

—Claro que es estúpido. Vamos a entrar a la casa Winstead. Mil cosas podrían salir mal.

—Nada saldrá mal —dijo Sara, con una decisión que no sentía—. Dijiste que podías penetrar ese sistema de seguridad con los ojos cerrados.

—Si es el mismo sistema. Si Winstead no ha cambiado las joyas de lugar. Si no nos encontramos con la policía. Si…

Ella lo miró, sorprendida por la dureza de su voz.

—No mencionaste nada de eso por la mañana.

Peter adelantó la mandíbula.

—Hay una docena de posibilidades que no mencioné, y eso no quiere decir que no sea consciente de ellas. Cualquier cosa podría salir mal.

Sara dudó, buscando palabras con las cuales calmar sus temores.

—Hay riesgos —dijo al fin—. Bueno, ya me lo imaginaba.

—Tienes toda la razón, los hay.

—Vaya cambio de papeles —Sara forzó una risita—. Pensé que tú eras el que vivía para el riesgo.

—La gente cambia, Sara. Quizá se me ocurrió que a veces, el riesgo no vale la recompensa.

Ella se mordió el labio. No necesitaba preguntarle qué quería decir. Hablaba de la cárcel. Se moría por decirle que haría cualquier cosa por protegerlo, pero no se le ocurría nada, nada que no fuera lo planeado. Cuanto más pensaba en el asunto, más peligroso le parecía.

Pero, ¿qué otra opción tenían? Si se hubieran quedado en Canadá, tarde o temprano las autoridades les hubieran seguido la huella. Sin embargo, tal vez hubiera sido más seguro.

Tenía un nudo en el estómago. Estaba llevando a Peter al corazón del peligro. Su plan, tan inteligente en apariencia cuando lo sugirió, de repente le parecía imposible.

—Peter —dijo, volviéndose hacia él—, escucha…

—Allí está la desviación —dijo él, virando a la derecha—. Busca un motel. Pararemos en el primero que aparezca.

Pero el primero era demasiado grande, y estaba demasiado bien iluminado. En cambio, el segundo era perfecto. Diez cuartos agrupados en un estrecho recodo, detrás de una señal de neón que parpadeaba triste en

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la noche sin luna. “OTEL”, decía, y la letra faltante era como un hueco en la sonrisa de una anciana.

—El sitio para nosotros —dijo Peter, con una risa cruel, dirigiéndose a la oficina.

Sara le puso la mano en el brazo, un momento antes que saliera del coche.

—Ten cuidado.

Por primera vez en horas, él le sonrió.

—Tranquila, amor. Todavía estamos a más de cien kilómetros de Brookville, y ni siquiera mi abogado me reconocería ahora.

Ella lo vio entrar a la oficina mal iluminada. Había exagerado en cuanto a su cambio de aspecto, pero estaba diferente. No llevaba bigote, y Sara le había cortado el cabello. De todos modos, no respiró tranquila hasta que estuvieron a salvo, en la habitación.

Era como el anuncio de afuera, pequeña y descuidada. Peter arrojó sus cosas sobre la única silla, y puso las manos en jarras.

—Bueno, no es un gran hotel, ¿verdad?

—Está bien —dijo Sara, intentando no prestar atención al techo húmedo ni a la alfombra raída. A través de la delgada pared que los separaba de la siguiente habitación, llegaba el sonido de un televisor—. Está muy bien.

Peter tomó aire, y lo dejó salir poco a poco.

—Sí. Es fantástico.

Con aspecto cansado, dio vueltas por la habitación, cerrando las cortinas y la puerta con doble llave, rígido. Sara se pasó la lengua por los labios.

—¿Peter? Estaba… Pensando, ¿y si volviéramos?

—¿Volver?

Ella asintió.

—Sí, a Canadá. Quizá… Quizá venir acá no fue tan buena idea. Quizá… —entonces, el gemido de una sirena de policía flotó en el aire. Sara se puso pálida—. Diablos —susurró—, la policía. Peter, nos encontraron.

Él fue hacia ella y la tomó en brazos.

—Tranquila, tranquila, corazón.

Sara luchó por soltarse.

—¿Qué pasa? ¿No oyes la sirena? Es la policía.

—Dulce Sara —murmuró él—, es sólo el televisor en la habitación de al lado —ella lo miró, y ocultó la cara en su pecho. Peter la abrazó, acariciándole el pelo—. No pasa nada, amor, no pasa nada.

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Cuando dejó de temblar, Sara levantó la vista y trató de sonreír.

—Perdón. Es que no dejo de pensar en lo que puede suceder —en su mente bailaba la imagen de Peter, encerrado detrás de rejas de hierro—. Tengo tanto miedo…

—No —dijo él con rudeza—, no tengas miedo nunca, Sara. No permitiré que te ocurra nada.

Ella retrocedió para mirarlo.

—No es eso, es… —pero Peter no la escuchaba. La observaba, con tal intensidad, que su corazón pareció detenerse—. ¿Qué pasa?

Peter respondió abrazándola y besándola una y otra vez, cada beso más hondo y apasionado que el anterior, con una desesperación atemorizante.

—Peter —murmuró Sara—, ¿qué pasa? Por favor, dímelo.

—Sara —susurró él—, mi dulce Sara.

La besó otra vez, hambriento. Ella sentía que algo andaba mal, pero cuando él le quitó la ropa con una especie de urgencia, su cuerpo se encendió, sus dudas desaparecieron para dejar paso al deseo.

—Sí —suspiró, temblando—. Sí —volvió a decir, y empezó a desabrochar la camisa de Peter, con dedos que volaban sobre la lana.

La boca de Peter le quemó el cuello, los senos. Luego él se arrodilló y la atrajo, con labios ardientes contra su vientre. Sara echó atrás la cabeza, y gimió.

Por fin, Peter se levantó y la tomó de las manos.

—Desvísteme, Sara —susurró.

Ella lo hizo, deteniéndose a besar la piel que iba descubriendo. Sabía a sal y a deseo, y lo probó con la lengua como si fuera un vino de marca.

Cuando estuvieron desnudos, Peter la atrajo y se derrumbaron sobre la cama, unidos en un abrazo.

—Peter, Peter…

—Calla, calla, dulce Sara.

La besó, y ella se arqueó hacia él, buscando con el cuerpo lo que los haría uno.

Y al encontrarlo, una idea, solitaria y cristalina, apareció en su corazón.

Te amo, Peter, pensó, y la vulgar habitación de motel se convirtió en el paraíso.

Sara despertó con la luz del sol, oyendo el ruido del tránsito.

—¿Peter?—murmuró, adormilada.

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Estaba sola en la vieja cama. Sonrió y se estiró, perezosa. Peter estaba en la ducha. Oía el agua corriendo del otro lado de la puerta cerrada del cuarto de baño.

El día anterior por la mañana se bañaron juntos, riendo bajo el chorro cálido, explorando con manos enjabonadas hasta que las risas se volvieron pasión.

Sonrió e hizo a un lado la manta. Imaginó la cara de Peter cuando apartara la cortina para entrar en la ducha con él. Después le diría lo que le dijo la noche anterior: Que el sitio al que lo llevaba era demasiado peligroso.

Probar su inocencia era tan importante como conservar la libertad.

Caminó en silencio hacia la puerta del baño, y la abrió unos centímetros. Quería sorprenderlo, y si dejaba que entrara el aire frío…

Su sonrisa desapareció. Peter no estaba en la ducha, sino de pie, dándole la espalda, con el teléfono en la mano. Sara bajó la vista, y vio el cable que pasaba bajo la puerta como una serpiente negra.

—Sí, está bien, Eddie —decía él—. Estaré en Chicago mañana por la noche. Necesitaré papeles.

¡Claro! Peter se le adelantó en decidir que el plan era demasiado arriesgado, y ya preparaba la alternativa.

Chicago, pensó Sara. Nunca estuvo allí ¿Y después, a Europa, a Sudamérica? No importaba, mientras estuviera con Peter.

—Sí, Eddie, pasaporte y licencia de conducir. ¡Demonios, no! Sólo para mí. Aja, ya sé qué dicen los diarios, pero viajaré solo. Es más seguro así.

Un puño helado se cerró sobre el corazón de Sara, que retrocedió.

Viajaré solo. ¡No! Oh, no, iba a dejarla. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo?

Es más seguro así.

Se llevó la mano a la boca. ¿Era cierto? Ella no sabía mucho acerca de cómo escapar de la ley, pero…

No sabía nada. Era un estorbo, un lastre que un hombre que huía no podía permitirse. Peter tenía que detenerse a cada paso a explicarle. ¿No se derrumbó la noche anterior, sólo por la sirena de un tonto programa de televisión?

El chorro de agua se detuvo.

—¿Sara?

Ella se enderezó. Peter estaba de pie en la puerta del baño. A toda prisa se puso la ropa con dedos temblorosos, y se volvió hacia él.

—No me di cuenta de que estabas despierta.

Ella asintió.

—Acabo de levantarme. Oí el agua…

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Ambos miraron el teléfono que él tenía en las manos. Peter lo dejó en su sitio.

—Estaba haciendo una llamada. Pensé que me habrías oído.

«No llores», se dijo ella con furia.

—No, no. Acabo de levantarme.

—¡Qué bueno! Me alegro de no haberte despertado. Tuve que… Que llamar a una ferretería.

—¿A una ferretería?

—Aja —le sonrió—. Quería asegurarme de que tenían lo necesario para lo de Winstead.

No le diría que se iba. Saldría de su vida del mismo modo como entró.

—Encontré lo que necesitaba. Tengo que ir a buscarlo.

Sara tragó saliva.

—A la ferretería —dijo, y él asintió—. Ya veo… —le temblaba la voz—. ¿Cuándo?

Peter le acarició el pelo.

—Ahora.

Ahora.

—Sara —dijo él con voz ronca—, quisiera… Hay cosas que no te he dicho, cosas que no estoy seguro de que entiendas.

«Pero ya me las dijiste», lloró por dentro. «El riesgo no vale la recompensa, dijiste. Dijiste que no soportarías la prisión otra vez. Y te entiendo, mi amor, te entiendo.»

Peter sacudió la cabeza, como si estuviera impaciente consigo.

—Nada de eso importa ahora. Sólo quisiera… Quisiera que hubiera otro modo —le acarició de nuevo el cabello, la mejilla—. Es más seguro si te dejo aquí, Sara.

Ella cerró los ojos. «Recuerda esto», pensó. «Recuerda cómo es su mano, el sonido de su voz, su aliento cálido.»

Detrás de sus párpados surgieron las lágrimas. «No puedo verte salir, Peter, no puedo. Me moriré si tengo que verte.»

Rápido, antes de que le faltara decisión, tomó su chaqueta.

—¿Qué haces, Sara?

Ella sacó unos anteojos oscuros, y se los puso.

—Vi… Vi unas máquinas automáticas cerca de la oficina, anoche. Pensé que tendrían café.

—Sara, espera un minuto, por favor.

—Vete, Peter. Iré por el café y… Y… —se le quebró la voz. Abrió la puerta—. Adiós…

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«Adiós, mi amor.»

—Sara, espera…

Salió a la mañana fría, aún oyendo la voz de Peter a su espalda. Las lágrimas la cegaban. Trotó a través del estacionamiento. ¿La estaría mirando él? Supuso que sí, y siguió en línea recta hacia un portal que cobijaba teléfonos públicos y máquinas expendedoras de alimentos. Allí se escondería para dar rienda suelta a su dolor.

Entró al portal y se apoyó en la cabina más cercana. Con la cabeza inclinada, esperó a oír la puerta del coche, el motor. Esperó el crujido en la gravilla que indicaría que Peter salía del estacionamiento y de su vida.

—¿Sara? Sara, gracias al cielo ¿Estás bien?

Un brazo de hombre se cerró alrededor de ella. Sara gritó, al ver el conocido rostro del jefe Garrett.

Peter, pensó, abriendo los ojos, horrorizada.

—¡No! —gritó, tratando de escapar.

El jefe la detuvo.

—Está bien, Sara, tranquila. Ya estás a salvo.

Sara miró a su alrededor. El estacionamiento estaba lleno de policías con rifles y pistolas.

—¡Oh, diablos! Jim, escúchame, no entiendes…

—Tuvimos un golpe de suerte. Supuse que Peter Saxon se cortaría el bigote, así que conseguí carteles sin él. El portero de noche vio uno esta mañana, al volver a casa, y llamó a mi oficina.

—Jim, tienes que escuchar. Peter no…

—¿Cómo diablos lograste escapar? Estábamos preocupados por lo que pudiera ocurrirte durante la maniobra.

Sara, aterrada, elevó el tono de voz.

—¡Maldita sea, tienes que…!

—Aquí vamos. Ahora los policías sacarán al maldito —la abrazó para contener sus temblores—. No te asustes, Sara. No volverá a lastimar a nadie.

Se abrió la puerta de la habitación que había compartido con Peter, y dos guardias salieron con el hombre entre ellos, encadenado y esposado como un animal salvaje, con un hilo de sangre en la boca.

Sara se adelantó cuando se acercaron al sitio en que ella estaba.

—Peter… —susurró.

Él la miró a los ojos, y ella supo que jamás olvidaría el hielo que había en su mirada.

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Capítulo 11

La tormenta de nieve que cubriera el nordeste de Estados Unidos había terminado hacía casi dos semanas, pero aún quedaban rastros de ella. En los caminos que conducían a Brookville, se alineaban montañas de nieve, esculpidas por el viento hasta caer en un mar de olas blancas, que mantenían su forma gracias a las temperaturas bajo cero. En las calles del pueblo, rampas de hielo separaban las aceras del asfalto.

Durante la semana anterior, el clima fue frío. El sol que brillaba la mañana del arresto de Peter, se hundió tras un espeso banco de nubes, mientras Sara y Jim Garrett regresaban al pueblo. El cielo estaba oscuro y amenazador. Después, todos los días fueron iguales a ese.

Sentada detrás de su escritorio, en la estación de policía, Sara suspiró, y miró por la ventana. Al otro lado de la calle, como cada mañana, un camión de carga estaba estacionado frente al mercado. Vio al cartero que recorría su ruta a pie apresurado, en un intento por terminar antes de que comenzara la nevada.

Nada cambiaba en Brookville. Se había dado cuenta de ello una y otra vez los días anteriores. El pueblo estaba igual que como estuvo durante toda su vida. Y claro, así tenía que ser.

Era ella quien había cambiado, la que jamás volvería a ser la misma.

En cuatro días, se enamoró de Peter Saxon, y lo perdió. En la semana transcurrida desde su captura apenas si pensó en algo más que no fuera Peter, y cuánto debía odiarla. La expresión de sus ojos cuando se lo llevaron la perseguía día y noche, sacándola de sueños en los que Peter la tenía en brazos y la besaba, para arrojarla a la cruel realidad de su cama fría y solitaria.

Desde aquella mañana no volvió a ver a Peter. Jim Garrett la llevó a la estación de policía, frente a la cual se apiñaban reporteros y fotógrafos que le lanzaron cientos de preguntas. Sara se escondió en el protector hombro del jefe, ocultando la cara sin mirar, hasta que oyó cerrarse la puerta de la oficina privada de él.

Entonces, con una delicadeza sorprendente para un hombre de su complexión, Garrett la ayudó a sentarse en el sillón que estaba detrás del escritorio, y se acomodó en el suelo a su lado.

—¿Sara, estás bien?

Ella reunió todas su fuerza, para asentir.

—Sí —susurró.

—¿Segura? Puedo llamar al doctor, si crees…

—Jefe —Sara lo miró a los ojos—, Peter no me hizo daño. Se lo he repetido una y otra vez.

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Garrett se puso en pie.

—Seguro que te hizo algo —dijo con voz hueca—. Llevo una hora oyendo que arresté al hombre equivocado.

—Sí. Peter es inocente. No es un ladrón. Él…

—Sara, por amor del cielo, tómalo con calma, ¿sí?

Sara tomó aliento.

—Quiero verlo. Tengo que verlo. Él cree que lo traicioné, jefe.

Garrett volvió a sentarse, y le tomó las manos.

—No importa lo que crea, Sara, ya no puede hacerte daño. No te preocupes.

Ella apartó las manos con brusquedad.

—¡Maldita sea! —dijo, con voz dura de rabia—. Quiero verlo —de pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas, que pronto corrieron por sus mejillas—. Por favor, lléveme con él.

Su jefe la miró como si nunca antes la hubiera visto.

—Estuviste bajo mucha presión —dijo al fin—. Voy a llamar a Alice. Necesito que declares, pero podemos esperar a que te calmes y descanses un poco.

—Le daré la declaración ahora mismo. Peter cayó en una trampa. Él no tomó las joyas.

La expresión del rostro de Garrett incluía a partes iguales, compasión y disgusto. Pero nada de eso apareció en su voz.

—Tómalo con calma hasta que llegue Alice, ¿está bien? Lo que necesitas es hablar con otra mujer. Tal vez después logremos sacar algo en claro.

Sara asintió. Garrett telefoneó a su mujer. Era imposible oír lo que decía porque estaba de espaldas con la mano alrededor de la bocina, pero cuando Alice llegó, en sus ojos había un aire de solidaridad y una línea de decisión en su boca.

—Sara y yo no vamos a hablar en tu oficina, Jim —dijo y pasó un brazo por la cintura de la chica—. Ven conmigo, querida, tengo el coche afuera. Iremos a tomar una taza de té y charlaremos un rato.

En cuanto salieron, Sara se volvió hacia ella.

—Alice, por favor, llévame con Peter.

La esposa del jefe Garrett le habló como si fuera una niña a la que hacía falta tranquilizar después de una pesadilla.

—Deben estar con el papeleo aún. Ya sabes lo lentas que son esas cosas—sonrió, y abrió la puerta del coche—. Hay mucho tiempo por delante. Vamos a tu casa, para que te duches y te cambies mientras preparo la tetera. Y después, hablaremos.

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Hablaron hasta que Sara se quedó ronca, y Alice la escuchaba con tanta comprensión, que al principio pensó que le creía.

—¿Entiendes, ahora? —preguntó Sara al final—. Peter Saxon es inocente. Tienes que hacer que el jefe me escuche, Alice. Quizás… Quizás puedas hablar con él mientras yo voy con Peter.

Alice le palmeó la mano.

—Toma tu té, querida, te hará bien.

—¿No me oíste? Tengo que ver a Peter. Él cree que lo traicioné, y eso no lo soporto.

El rostro de Alice se contrajo, en una mueca que acabó con la ilusión de comprensión.

—¡Esa rata! ¿Cómo puede un hombre hacer que una mujer pase por semejante infierno? Con razón estás confundida. ¡Y todo para salvar su propio pellejo!

Sara se le quedó mirando, incrédula.

—¿No me oíste? Amo a Peter —se le quebró la voz por la angustia—. ¿Cómo pudo creer que yo llamé a la policía?

—Deja que lo piense. Es la única manera que tienes de salvar tu orgullo —suspiró Alice—. ¿No te das cuenta? Jugó con tus sentimientos, para protegerse. Es como cuando lo arrestaron la primera vez, la mujer a la que robó, tampoco quería decir nada en su contra.

Sara sacudió la cabeza.

—Los periódicos decían que ella no vio nada.

—Quizás no quiso ver nada, como tú —Alice fue al fregadero a llenar la tetera—. Saxon estaba a punto de abandonarte cuando Jim lo atrapó. ¿De verdad piensas que lo hubiera hecho si le importaras?

Sara se mordió el labio.

—No quería ir a prisión. Ponte en su lugar.

—La que me importa eres tú —dijo Alice, dejando la tetera sobre la estufa—. Un hombre así debería ser azotado. Espero que lo encierren y pierdan la llave después… Y estarás de acuerdo conmigo cuando hayas descansado y recuperes la razón.

Alice Garrett fue a telefonear a su esposo de espaldas a la cocina, y Sara se levantó en silencio y salió. Su coche llevaba toda la semana sin ser movido en el frío, pero se puso en marcha con facilidad. Miró por el espejo, justo a tiempo para ver a la mujer del jefe que corría por la calle detrás de ella, gritándole que regresara.

Sara fue directa a la prisión, donde le dijeron que Peter Saxon se negaba a verla. Y los días siguientes, se negó también a aceptar sus llamadas.

Era como una pesadilla, y no había nada que pudiera hacer para cambiar la situación. Nada…

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—¿Sara?

Parpadeó y levantó la vista. Frente a ella estaba el cartero, con la correspondencia en la mano.

—Perdón, señor Pemberton, no lo oí entrar.

El hombre asintió.

—Nieve en el aire —dijo, lacónico.

—Eso decía el pronóstico del clima esta mañana.

El cartero la miró con sus ojos irritados a causa del viento.

—Se dice que te niegas a ser testigo contra el tal Saxon, Sara, ¿es verdad?

—Se dice que no terminarás tu ruta antes del anochecer, Eddie —Sara miró hacia atrás. Jim Garrett estaba en la puerta de su oficina, con las espesas cejas levantadas—. ¿Es verdad?

El cartero encogió los hombros, y puso las cartas en la mano extendida de Sara.

—Al pueblo le encantan los rumores, jefe —miró a Sara—. Todos lo sabemos —sonrió y se levantó el cuello—. Buen día, amigos.

—Lo mismo para ti, Eddie —Garrett permaneció detrás de Sara hasta que la puerta se cerró. Luego suspiró, y caminó hasta detenerse frente al escritorio—. Quizás no deberías haber vuelto al trabajo tan pronto.

—No —se apresuró a decir—, no, prefiero estar aquí que en casa. Los días eran interminables.

«Pero no tan interminables como las noches…», pensó.

—Sí, creo que tienes razón. Además, en un pueblo como este, no puedes hacer mucho por evitar las habladurías. Sabes que la gente empieza a hablar, ¿verdad?

—En Brookville, la gente siempre habla, jefe —sonrió Sara—. Es su modo de pasar el invierno.

—No estoy bromeando, Sara. Hay toda clase de rumores por allí. Y empeorará. No siempre puedo alejar a la gente. Tienen demasiadas preguntas.

—Le agradezco su interés, jefe, pero no le pedí que me protegiera. Además, cuando el caso se lleve a juicio, todos sabrán lo que siento.

Garrett se apoyó en el borde del escritorio.

—Tengo la esperanza de que recobres la cordura mucho antes de eso. Antes de que vayas a la corte a prestar testimonio bajo juramento.

—Peter Saxon no robó las joyas.

—El juez no te pedirá tu opinión —dijo Garrett con tono cortante—. Él querrá los hechos.

—Diré lo que sé: Peter es inocente.

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El jefe suspiró.

—Sara, escúchame. No sé qué pasó entre tú y Saxon…

Sara se ruborizó.

—Le diré lo que pasó. Dedujimos la verdad acerca del robo.

Garrett agitó la mano en el aire.

—Ya lo sé, ya lo sé. Simón Winstead conspiró contra Saxon. Llevas toda la semana diciéndomelo —la miró a los ojos—. Pero el fiscal no lo creerá si no hay pruebas, Sara. Si tratas de venderle esa historia, te hará pedazos.

Sara dejó caer el lápiz que tenía en la mano.

—¿Qué quiere que haga? ¿Que mienta? ¿Que diga que Peter robó las joyas? ¿Que me golpeó? ¿Que me…?

—Sólo quiero que digas lo que sabes. Saxon te raptó, te amenazó y te retuvo a la fuerza. Robó un coche…

Sara se puso en pie.

—No tenía opción. Lo obligaron a hacerlo, porque sabía que nadie le creería.

—¿Qué demonios prueba eso?

Garrett entrecerró los ojos.

—Lo que prueba —dijo ella, furiosa—, es que él tenía razón. Yo le decía que se entregara, que usted lo escucharía y sería imparcial, que dejaría de lado sus prejuicios para escucharlo.

El jefe retrocedió.

—¿Escucharlo? Me encantaría escucharlo, pero no quiere hablar conmigo. Por lo que oí, incluso se niega a hablar con su defensor. Lo único que sé acerca de este caso es la loca historia que me cuentas: Que Winstead enredó a Saxon, y que las joyas perdidas están en su caja fuerte.

—No es una historia loca —insistió Sara—. Y no sé por qué Peter no ha dicho nada. Él sabe que Winstead lo hizo… No entiendo.

Jim Garrett suspiró.

—Todo esto es incomprensible.

Sara se dejó caer en su asiento.

—Y seguirá siéndolo —dijo, cansada—, hasta que mire en la caja fuerte de Winstead.

—Otra vez al principio —dijo el jefe. La miró un momento, y luego se aclaró la garganta—. Alice y yo estuvimos hablando anoche. Nos preguntábamos… Bueno, Alice pensaba… La cosa es que debes haber pasado un muy mal rato con Saxon, y cuando la gente está bajo mucha presión, le suceden cosas raras.

Sara lo miró con frialdad.

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—¿Y?

Garrett levantó los hombros.

—Tal vez deberías ver a alguien. Hablé con el doctor Ronald, del hospital, y dice que conoce a alguien allí que…

—¿A alguien? ¿No se referirá a un psiquiatra?

—¿Y qué? Es experto en estas cosas, según el doctor. Te ayudará.

—¡Maldita sea, no estoy loca! No necesito un doctor, sino alguien que me crea —de pronto, su ira desapareció, dejando en cambio un cansancio infinito—. Jefe, se lo suplico, consiga una orden para abrir la caja fuerte.

Él levantó los ojos al cielo.

—Quisiera poder hacerlo. Empiezo a pensar que sería el único modo de que entendieras la verdad.

—Entonces, ¿por qué no la consigue?

—Ningún juez del estado me la daría, Sara. Has estado en este negocio el tiempo suficiente para saberlo.

—Pero, si le dice…

—¿Si le digo qué? ¿Que según mi secretaria, Peter Saxon le dijo que el más reconocido joyero de Nueva York tiene tres millones en joyas robadas, guardados en su caja tuerte? —hizo un gesto—. Demonios, Sara, óyete a ti misma. No sé cómo consiguió ese maldito que creyeras semejante cuento, pero tiene más huecos que un queso.

Sara contuvo el aliento.

—Yo vi las joyas—dijo con suavidad.

—En una caja de herramientas, en el portaequipajes del coche de Saxon.

—Sí, y…

—Y notaste de inmediato que faltaban la tiara y las esmeraldas.

Sara dudó.

—No. Bueno, no exactamente. Peter fue el que se dio cuenta, y me lo dijo, y…

El jefe levantó las manos.

—¡Por amor del cielo! ¿Te imaginas si se lo digo a un juez? “Mi secretaria dice que Saxon le dijo que algunas de las piezas no estaban, su Señoría. Y también en dónde están” —sacudió la cabeza—. Sara, por favor…

—Suponga… Suponga que digo que me di cuenta al instante. Quiero decir, ¿y si desde la primera vez que las vi, me hubiera dado cuenta de que algunas de las joyas no estaban?

Garrett bajó la cabeza.

—¿Sabes de qué estás hablando?

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Ella levantó la barbilla, desafiante.

—¿Habría alguna diferencia? ¿Podría usted conseguir la orden, si…?

—No —respondió el jefe entono seco—. No serviría de nada. Por ejemplo, las joyas podrían haber estado en el bolsillo de Saxon.

Sara lo miró.

—Pero no estaban.

—O por ejemplo, yo sabría que mientes, porque esa no es la historia que me contaste las otras veces —miró a Sara hasta que ella enrojeció—. Así que por ese tipo estás dispuesta incluso a mentir, ¿no?

—Peter es inocente.

El jefe sacudió la cabeza.

—No lo creo, Sara. Tú, ¿por qué? Siempre pensé que eras capaz de descubrir a un estafador. Mira, ¿por qué no te quedas con Alice y conmigo durante un tiempo? Alice opina…

Sara le dio la espalda.

—Ya sé lo que opina. Que Peter Saxon se burló de mí.

—No, Sara, nada de eso.

—No quiero que lo encierren por un crimen que no cometió. Lo demás es asunto mío, y de nadie más.

—Sara, ese hombre no se merece esta clase de lealtad —Garrett se pasó los dedos por el cabello—. Ni siquiera quiere verte.

—No soy la mujer más popular del pueblo, ¿eh? —Sara rió con amargura—. Tampoco Winstead quiere verme.

—¿Qué?

El jefe levantó la cabeza.

—Por favor, no me sermonee. Ya sé que no debí hacerlo.

—¿Hacer qué? Sara, por amor del cielo, si acusaste de alguna locura a Simón Winstead, nos quedaremos sin trabajo con tanta rapidez que no alcanzaremos ni a darnos cuenta.

Ella suspiró y se levantó de la silla.

—No se preocupe —dijo, sirviéndose una taza de café—. No lo acusé de nada. Fui a su casa anoche. Su mayordomo me anunció, y Winstead acudió a la puerta sólo para decirme que no volviera a asomar la cara por allí.

Garrett se puso la mano en la frente.

—Demonios, Sara, eso no fue muy inteligente. El hombre tiene abogados y…

El sonido del teléfono lo interrumpió. Sara extendió la mano para responder, pero el jefe le hizo señas de dejarlo y levantó el auricular

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mientras ella tomaba un sorbo de café. Jim escuchó un momento, su rostro se ensombreció, y colgó de golpe.

Sara dejó su taza.

—¿Malas noticias?

Garrett se encogió de hombros.

—Un pequeño golpe. Eran los de la policía estatal. Desarmaron la mansión de Indian Lake, buscando las joyas —la miró a los ojos—. No encontraron nada.

Sara asintió.

—Por supuesto. Se lo dije, y lo mismo a Winstead, anoche. Claro que él no quiso oírlo.

Garrett suspiró.

—Creí que no habían hablado.

—No, casi no. Le dije que Peter Saxon no era un ladrón, y él se rió y dijo que lo era, que la gente honesta no anda por allí con cajas de herramientas llenas de joyas en el portaequipajes del coche.

Jim Garrett se puso en pie de un salto.

—¿Qué? ¿Qué dijiste, Sara?

Ella lo miró, sorprendida.

—Que le dije a Winstead que Peter no era un ladrón.

El sacudió la cabeza, impaciente.

—Eso no. Lo otro.

—¿Lo otro? Winstead dijo que sólo un ladrón tendría una caja de joyas en el portaequipajes del coche —vio la cara de su jefe, y de pronto, su pulso se aceleró—. ¿Por qué me mira así?

Garrett la tomó de los hombros.

—¿Segura que eso dijo? ¿Dijo que las joyas estaban en la caja de herramientas? —Sara asintió—. Muy interesante, muy interesante. Verás, nadie más que tú y Saxon sabía que las joyas estaban en una caja de herramientas.

El corazón de Sara dio un vuelco.

—¿Seguro?

Jim Garrett asintió.

—Saxon no ha declarado. Y tú no has hablado más que conmigo.

—Jim —susurró Sara—, el único modo de que Simón Winstead supiera eso…

—Es que él mismo hubiera puesto las joyas allí —asintió el jefe—. Muy bien —dijo después de un minuto—, oigamos de nuevo tu loca historia, Sara. Desde el comienzo —miró por la ventana la nieve que empezaba a

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caer, y sonrió—. Demonios, va a ser una tarde larga, ¿qué tengo que perder?

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Capítulo 12

Era sorprendente la facilidad con que la euforia podía transformarse en desesperación, pensó Sara. Apenas unas horas antes, estaba llena de esperanza. Le narró al jefe Garrett los detalles de la escapatoria con Peter una y otra vez, durante los seis días anteriores, pero esa tarde era la primera en que lo hizo con alegría en su voz. El jefe la escuchó con atención, y sólo la interrumpió después de que ella describió su primera visión de las joyas en el coche, dentro de la caja de herramientas, brillando como baratijas a la luz de la linterna.

—¿Segura, Sara?

Ella lo miró a los ojos.

—Sí —esperó a que el jefe agregara algo, pero él no lo hizo, así que por fin, Sara se limpió la garganta—. ¿Ahora está convencido? Winstead puso las joyas allí. Si no, no hubiera sabido lo de la caja de herramientas.

—Quizás.

Garrett encogió los hombros.

Entonces, la euforia empezó a disminuir.

—¿Quizás? Pero usted mismo lo dijo.

—Dije que era una posibilidad importante.

—Él las puso allí, jefe, usted lo sabe.

—Quizás, Sara, eso es todo. Revisaré el caso, y si me encuentro con algo…

—¿Qué quiere decir que lo revisará? Acabo de darle todas las pruebas que necesita.

Garrett echó atrás su silla, se puso en pie con pesadez, y caminó hacia la ventana.

—La nieve se está apilando. ¿Por qué no te vas a casa, antes de que los caminos empeoren? —se volvió hacia ella y al ver su gesto preocupado, suspiró—. Si encuentro algo, te avisaré. Si lo encuentro, Sara. ¿Entiendes?

—Seguro, entiendo —aceptó sin entusiasmo.

Ahora, horas después, estaba segura de entender. Simón Winstead era un hombre astuto, y probablemente ya habría pensado una explicación para lo que dijo. De hecho, si pensaba, lo único que necesitaba hacer era negar el comentario acerca de la caja de herramientas.

Era la palabra de Sara contra la de él. Y considerando el comportamiento de ella durante los días anteriores, su credibilidad no era mucho mayor que la de Peter.

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Suspiró, bebió la última gota de té que quedaba en su taza, y la dejó en la mesa al lado del sillón. Debía haber algún modo de probar que Peter era inocente, y también de convencerlo de que no lo había traicionado. Al principio, se preguntó qué le dolía más, si el recuerdo de la mirada de él mientras se lo llevaban, o el saberlo en prisión.

Pero con el paso de los días, supo qué era peor. Era que Peter estuviera tras las rejas, enjaulado.

Creí que moriría allí…

Aún oía su voz diciéndoselo, aún veía la oscuridad en sus ojos.

Se levantó, enfrentaría de nuevo a Winstead al día siguiente y encontraría la manera de que él admitiera su culpabilidad. Pero esta vez iría preparada, con una grabadora en el bolso. O le suplicaría al jefe Garrett que la acompañara. O… O…

Tenía que haber algún modo. Pero de momento estaba demasiado cansada para pensarlo. Era como si llevara días y días sin dormir.

Miró al gato gris que estaba hecho un ovillo en un sillón.

—Ven, Taj —murmuró—, es hora de dormir…

El animal alzó los ojos, maulló, bajó la cabeza y volvió a cerrarlos. Sara sonrió.

—No te culpo. Supongo que no te he dejado descansar, ¿verdad?

Acarició el cuerpo sedoso, y apagó la luz. La casa se hundió en la oscuridad, y Sara sintió un frío desagradable, como si entrara aire a través de alguna ventana abierta. No, pensó, no era eso. Era como si… Como si hubiera alguien afuera, observando, esperando.

Revisó las habitaciones, probando las ventanas y las puertas para asegurarse de que estuvieran bien cerradas. Pero la sensación de inquietud persistía.

—Te hace falta una noche de sueño, Sara Mitchell —dijo, decidida. Recogió al gato y se dirigió a la escalera. El animal protestó un poco, maullando, al ser molestado—. Perdón, gatito —le acarició el pelo—. No tengo ganas de estar sola.

Al llegar a su dormitorio, tembló. También allí hacía frío, lo cual era extraño, porque había encendido la calefacción. Pero esa noche faltaba calor en la casa. Todo parecía diferente, fuera de lugar.

Sacudió la cabeza con impaciencia. Eso era justo lo que necesitaba, una imaginación hiperactiva. Dejó al gato en la cama. El animal salió corriendo y desapareció en el pasillo.

—Está bien —le dijo Sara—, eres un gato, tienes que demostrar tu independencia.

Se detuvo junto a la ventana, y miró la noche. La nevada era espesa y constante, y los copos se posaban sobre las colinas y los árboles formando un manto blanco.

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Peter se la llevó en una noche así. La nieve caía, encerrándolos en un suave capullo. ¿Volvería ella a ver la nieve, sin ese terrible dolor en el corazón?

Inclinó la cabeza y apretó la frente contra la ventana. El vidrio estaba frío, cubierto de cristales de hielo.

—Te amo, Peter.

Su susurro resonó en el silencio. Si no le hubiera dicho que volvieran a Estados Unidos… Si él quisiera verla, y permitirle que le explicara lo sucedido…

Impaciente, cerró las pesadas cortinas, y volvió la espalda a la ventana. ¿Qué importaba ahora? No se puede arreglar lo hecho, sólo queda trabajar para cambiar el futuro, pensó Sara, al quitarse la bata y meterse a la cama. Eso era lo que haría.

Apagó la lamparilla de noche y apoyó la cabeza sobre la almohada. De algún modo, iba a descubrir cómo liberar a Peter. Iba a decirle que lo amaba, que no lo traicionó.

Poco a poco, se le cerraron los párpados. El viento gemía entre los árboles.

Sara se quedó dormida.

Ningún hombre la había tocado así antes. Ningún hombre la besó así, ninguno le dijo esas cosas. Florecía como una flor del desierto bajo la dulzura de un súbito chubasco, viva y dispuesta a tomar lo que Peter le ofrecía. Tenía la boca llena de su sabor, los senos inflamados por sus caricias, el cuerpo arqueado hacia él…

Los encallecidos dedos de Peter le recorrían el cuello, se enredaban en los mechones de su rubio cabello. Sara gimió al sentir la sedosa lengua de Peter junto a la suya. Su percepción despertó al calor del amor de Peter.

Era un sueño, sabía que era un sueño, se lo decía una parte de su cerebro, pero era un sueño tan maravilloso. Ojalá pudiera durar pasa siempre.

—Sara…

Suspiró en sueños. La voz de Peter era suave. Incluso sentía su aliento en la mejilla.

«Te amo, Peter.»

—Sara —unas manos se cerraron sobre sus hombros, sacudiéndola—. Sara, despierta.

Sintió los dedos en su piel. Abrió los ojos.

—¿Peter? —tenía la voz espesa de sueño, no podía creerlo—. Peter —repitió, y el corazón se le llenó de alegría.

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No era un sueño, estaba allí. Peter estaba allí, en el dormitorio, sentado en la cama a su lado. Había abierto las cortinas y a la pálida luz exterior, Sara alcanzó a ver la silueta entre sombras.

—Hola, Sara.

—No puedo creerlo —susurró ella—. ¿Cómo… Qué haces aquí? —El corazón le latía a toda velocidad—. Escapaste de la cárcel. ¡Oh, Peter…!

El rostro de él se endureció.

—¿De verdad te creías a salvo de mí, Sara? Debiste saber que encontraría un modo de alcanzarte.

—Escapaste —repitió ella, y sus ojos brillaron. Se apresuró a hacer a un lado las mantas y poner los pies en el suelo—. Tienes que apurarte. Seguro que vendrán aquí.

Él la tomó de los hombros.

—¿Adónde demonios crees que vas?

Sara se quedó mirándolo.

—No hay tiempo que perder. Vendrán aquí, Peter. Y cuando lo hagan…

Parpadeó al darse cuenta de que él no la soltaba.

—Eso no te salvará —gruñó Peter.

—Peter, por favor…

—Me vendiste, Sara.

—No, no es cierto. Ya sé que eso crees, pero…

—¡No jueges conmigo, maldita sea! —dijo él con rabia—. Me vendiste, y lo pagarás. Esperaba este momento, Sara, era lo que me salvaba de volverme loco en aquella jaula.

Las negras alas del miedo golpearon el pecho de Sara. Bajo la escasa luz exterior en la habitación veía con claridad el rostro de Peter, y en sus ojos había una frialdad que sólo una vez notó en ellos, en el estacionamiento del motel, cuando se lo llevaban.

—Peter, escúchame… No fue como tú crees.

—¿Escucharte? Te escuché y mira el resultado.

—Déjame que te explique…

—No tuve oportunidad de agradecerte tu consejo, Sara, pero esta noche lo haré.

La amenaza le heló la carne. Peter tenía un lado oscuro, ¿cómo pudo olvidarlo? Recordó cómo corrió tras ella en el estacionamiento del banco, la primera noche del rapto; la facilidad con que se hizo parte del mundo de Frenchy Nolan, en aquel bar de Montreal.

Él pasó dieciséis meses en prisión, experimentando cosas que ella ni soñaba. Podía ser cruel, si hacía falta.

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Era un fugitivo, y creía que ella lo había traicionado. Esa combinación podía conducir a casi cualquier cosa.

—¿Cómo demonios me vendiste? Lo he pensado mil veces.

El miedo de Sara cambió de foco, y por encima de Peter, miró el reloj. Eran poco más de las dos de la mañana. ¿Cuánto tiempo llevaba él allí, diez minutos, quince? ¿Ya habrían descubierto su ausencia en la prisión?

¿Cuánto tiempo tenía él, antes que la cacería comenzara? ¿Cuánto antes de que la casa quedara rodeada de coches de policía y hombres con perros que tirarían de las correas, mostrando los dientes?

—Peter —lo interrumpió—, por favor, no hay tiempo para esto. Tienes que irte. Vendrán aquí, antes que a cualquier otro sitio.

—No cuentes con eso, Sara.

Ella sacudió la cabeza.

—Lo harán. Garrett sabe lo que siento… Sabe lo que haré.

Peter le apretaba con mayor fuerza los hombros y gritó.

—¡Sí, seguro que lo sabe!

Algo se oyó a lo lejos. Sara contuvo el aliento y escuchó. ¿Era una sirena de policía? No, pensó, cerrando los ojos con alivio, no, era un tren. Aún quedaba tiempo.

—Escúchame, Peter… Mi coche está abajo. Lo traeré y…

Él rió.

—Magnífico. La última vez saliste corriendo a comprar café, y ahora irás por el coche. No pierdas el tiempo, corazón, no hay cabinas telefónicas cerca, y corté la línea del tuyo.

Sara lo miró.

—¿Eso crees? ¿Que quiero entregarte?

—Por segunda vez. Ya lo hiciste, dulce Sara, pero no volverá a ocurrir.

La furia empezaba a apoderarse de Sara. Estaba ansiosa por salvarlo, y él no pensaba más que en vengarse.

—Escucha, no es el momento para esto. Y me estoy cansando. Pero estás equivocado acerca de mí.

—Tienes toda la razón, me equivoqué contigo. ¡Maldita sea, me tenías idiotizado! Todo era fingido, ¿verdad? La pequeña Sara Mitchell tiene la oportunidad de abrir las alas por vez primera en su vida, y lo disfruta. Y luego…

—¿De qué estás hablando?

Los ojos de Peter se oscurecieron.

—Me convenciste, Sara. ¿No es gracioso? —sus dedos se cerraron alrededor de las muñecas de Sara—. Por vez primera, casi lamenté lo que había hecho. Me preguntaba si habría manera de volver atrás y…

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—No habías hecho nada, Peter. No robaste las joyas de la Maharanee, ambos lo sabemos.

Él sonrió.

—No entiendes, Sara. No robé ninguna joya. Ninguna, nunca, ni en la fiesta de los Winstead ni en ningún otro sitio.

¿De qué hablaba? Peter era un ladrón. Un ladrón arrepentido, sí, pero…

—Johnny era el ladrón —en sus ojos había una nube de dolor—. Veras, jugamos al juego demasiado tiempo. Desde aquella primera noche, seguimos jugándolo, y después de un tiempo, se volvió muy importante para él. No podía parar.

Sara estaba demasiado asustada para respirar.

—Pero si el ladrón era tu hermano, si no eras tú…

Por la mirada de Peter, supo que no la estaba oyendo.

—Al principio, era divertido —continuó él muy quedo—. ¡Diablos! Divertido no es la palabra correcta. Era emocionante, era… Era lo mejor del mundo. Nos volvimos buenos. Después de un tiempo, no quedaba una oficina en la universidad a la que no hubiéramos entrado. Ampliamos las operaciones a la ciudad.

—¿Las embajadas?

Los dientes de Peter brillaron en una sonrisa salvaje.

—Ningún sistema de seguridad era capaz de detenernos. Éramos invencibles —soltó a Sara y se quedó con la mirada perdida en la oscuridad. Ella lo veía, fascinada—. Y cada vez, Johnny se llevaba algo. En ese tiempo, nada grande. Una libreta, una caja de fósforos…

—Pero cambió —dijo Sara, sabiendo por instinto lo que seguía—. Los recuerditos no bastaron.

Peter asintió.

—Sí, y entonces comprendí que el juego se nos escapaba de las manos, y que debíamos dejarlo. Se lo dije a Johnny. Al principio, él se rió, pero le dije… Le dije que así debía ser. Le indiqué que se acababa, que quería salirme —se estremeció—. Pero para él no acabó. Debí saberlo, debí sospechar…

Sara se puso en pie y le puso la mano en el brazo.

—Peter…

—Fui a su apartamento la noche que murió. Yo tenía llave, y quería estar en el lugar para sentirlo. Todo estaba en su dormitorio: las joyas robadas, los recortes de periódico acerca de los robos y del sorprendente ladrón que los cometió. Casi enloquecí, intentando idear el modo de proteger a mi hermano de lo que sucedería si los periódicos descubrían la historia. Al principio, se me ocurrió arrojar todo al río.

—Pero no lo hiciste —susurró Sara—. Decidiste devolver las joyas.

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—Qué locura, ¿verdad? —rió Peter—. Tal vez estaba loco esa noche. Todo lo que sé es que salió mal. Había un broche de esmeralda en una cadena de oro. Lo reconocí, pertenecía a una mujer con la que Johnny y yo habíamos salido. De hecho, la vi con la joya dos noches antes, y sabía que ella estaría fuera ese fin de semana. Demonios, pensé, ni siquiera sabe que perdió el prendedor. Si logro devolvérselo antes que regrese…

—Pero te atraparon.

Él rió otra vez.

—Sí. La mujer regresó temprano. Practiqué ese juego cientos de veces, pero en la única ocasión que realmente importaba, me atraparon.

Sara lo miró.

—Y permitiste que la policía creyera que fuiste tú.

—Era lo único que podía hacer por mi hermano —asintió él—. Era lo único que me quedaba.

Se hizo el silencio en la habitación. Después de un rato, Sara suspiró:

—Debes haberlo querido mucho —murmuró.

Peter avanzó hacia ella con una velocidad que la aterró.

—Sí —gruñó, tomándola de los hombros—, lo quería. Era todo lo que tenía. Y nunca miré atrás, nunca lamenté nada, ni el juicio, ni el desprecio en el rostro del abuelo, ni siquiera el infierno que fue la prisión… Hasta esa noche en el motel, Sara. Esa fue la primera ocasión en que pensé que quizá había sido un error, que si no hubiera dejado al mundo creer que era un ladrón, no me habría metido en ese callejón sin salida.

—Existía una salida, y fuiste hacia ella. No te culpo por haber querido huir, Peter. No podías aceptar que te encarcelaran.

—Vamos, Sara —Peter apretó la boca—. Yo no fui el que huyó, sino tú. Me oíste en el teléfono esa mañana, y sacaste la conclusión de que te dejaba porque no te necesitaba más. Sé que así fue, así que bien puedes admitirlo.

Sara contuvo el aliento.

—Sí, te oí. Pero no pensé nada parecido a eso. Oí lo que decías acerca de que era más seguro viajar solo y lo entendí, Peter —lo miró a los ojos—. Sabía lo decidido que estabas a que no te atraparan. Sabía que lamentabas haberme hecho caso.

—¡Claro que estaba decidido a que no me atraparan! Y si nos descubrían al intentar entrar a la casa Winstead, habrías ido a prisión. Me hubiera muerto antes que dejar que algo así te pasara.

¿Qué? Sara lo miró, incrédula.

—¿Es decir que tenías miedo por mi seguridad, no por la tuya?

—No iba a dejarte correr semejante riesgo. ¿Recuerdas que estuve en la cárcel? Sé lo que se siente.

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Sara se pasó la lengua por los labios.

—Entonces, ¿por qué no dijiste algo? ¿Por qué no le pediste al hombre del teléfono que hiciera papeles para los dos?

Peter le soltó los hombros, y le acarició el cabello.

—Eso iba a hacer. Lo pensé mientras íbamos hacia Brookville Pero cuando llegamos al motel, y te vi en esa habitación sucia, con el terror en tu linda cara cuando creíste que la policía iba por nosotros, supe que te amaba demasiado para arrastrarte a semejante vida conmigo.

Era demasiado increíble para ser verdad. Él la amaba. Quiso dejarla porque la amaba.

—¿Por qué no me lo dijiste? —susurró.

—¿Qué derecho tenía a decirte que te amaba? —inquirió él—. ¿Qué podía ofrecerte?

—Tu amor es suficiente. Es todo lo que quiero.

De pronto, Peter hizo una mueca de dolor.

—¿Cómo pudiste entregarme, Sara? ¿Lo que compartimos no significaba nada para ti?

—Lo significaba todo. Te amo tanto, Peter…

—Me oíste hablar por teléfono y hacer planes para partir, y pensaste lo peor —sacudió la cabeza—. Demonios, siempre pensaste lo peor. Cada vez que intentaba decirte lo que sentía por ti, me acusabas de utilizarte.

—Creo que tenía miedo de creer que te importaba. Era como un sueño.

—¿Por qué no me dijiste que escuchaste la llamada? ¿Por qué no me pediste explicaciones?

Sara sacudió la cabeza.

—No quería complicarte las cosas, Peter. Pensé que eso era lo que querías. ¿No lo entiendes? Te amo.

—No lo repitas —dijo él, con fiereza—. Sólo intentas salvarte. No me amas. Si así fuera, nunca me hubieras traicionado.

Sara le puso los dedos sobre los labios.

—No te traicioné. No llamé a la policía. Fue el portero del motel quien te reconoció. Yo no haría nada que pudiera dañarte.

Él contuvo el aliento, y lo dejó salir en un suspiro.

—Cómo me gustaría creerte.

—Tienes que hacerlo —dijo ella, ansiosa—. Tenemos que irnos de aquí, Peter, vendrán por ti, y el jefe Garrett sabrá que debe buscarte en mi casa.

—¿Garrett? ¿Por qué?

Ella empezó a desabrocharse el camisón.

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—Le dije todo. Que te amaba, que Winstead es el verdadero ladrón, y que vinimos a Brookville para abrir su caja fuerte —echó la cabeza a un lado—. Tú no le dijiste eso a nadie.

—No —sonrió Peter—. Me decía una y otra vez que te odiaba… Pero no quería mezclarte. Y sabía que nadie iba a creerme si decía que el culpable era Winstead.

Ella asintió.

—Tenías razón. Jim Garrett pensó que estaba loca cuando traté de decirle lo de Winstead. Aunque por un tiempo me pareció que tenía una prueba aceptable —abrió el último botón y miró a Peter—. A Winstead se le fue la lengua el otro día. Me dijo… Bueno, ya no importa. Pero conseguí que el jefe aceptara intentar sacarle la verdad.

—¿Y?

—Y no funcionó, o quizá el jefe no hizo lo necesario —al quitarse el camisón, su voz salió apagada—. No importa —añadió, arrojando la prenda—. Lo que ahora debemos hacer, es apurarnos. La policía… —hizo una pausa—. Quizás más tarde, sea bueno que le digas a Jim la verdad acerca de tu hermano. Pero no querrás decírsela, ¿verdad?

Un músculo tembló en la mandíbula de Peter.

—No. Johnny está muerto y ya pagué su deuda. Esa parte de mi vida y de la de él terminó. De hecho, ya decidí qué hacer con el resto de las cosas que tomó. Las tengo en una caja fuerte, junto con los recortes de periódico. Mandaré todo por correo a sus legítimos dueños.

Sara contuvo el aliento.

—En secreto.

—Muy en secreto —rió Peter.

—Bien. Podemos arreglar los detalles después, ahora no hay tiempo… —frunció el ceño, Peter se estaba riendo—. ¿Peter, qué pasa?

Él la veía de un modo tan raro… ¿Dónde estaba la frialdad de sus ojos? Incluso las líneas duras que rodeaban su boca en los días anteriores habían desaparecido, y sonreía, tranquilo.

—¡Qué poca modestia, señorita Mitchell! Estaba usted tan decente con ese camisón de abuelita hasta el cuello…

Sara se miró. Sus mejillas se colorearon, y recogió el camisón para cubrirse con él, al tiempo que Peter empezaba a caminar hacia ella.

—¡Por amor del cielo! ¿Soy la única capaz de pensar? El jefe Garrett…

—El jefe Garrett debe estar en cama, donde está toda la gente inteligente en noches como esta —Peter tomó el camisón—. Podrías resfriarte así, Sara. ¿En qué estabas pensando?

—Cuando el jefe Garrett se entere de que escapaste de la cárcel, saltará de la cama. ¿Por qué me miras así?

Peter sonrió.

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Sandra Marton – El Ladrón

—Salí de la cárcel como entré, amor; por la puerta grande. Sólo que esta vez no llevaba esposas.

—¿Quieres decir que el juez te dejó libre bajo fianza?

Él sacudió la cabeza.

—Algo mucho mejor.

—Peter, no bromees. ¿De qué hablas?

—Soy libre, Sara.

Las palabras eran las más hermosas que Sara hubiera escuchado.

—¿Libre?—repitió, en un susurro incrédulo.

Peter sonrió.

—Retiraron todos los cargos. No me enteré de la historia completa, porque estaba demasiado ocupado pensando en lo que te haría cuando te encontrara. Pero tenía algo que ver con que Garrett le sacó la confesión a Simón Winstead, después de que el joyero dejó escapar algo —le quitó el camisón a Sara y lo dejó caer—. Al parecer, trabajo suyo, señorita Mitchell.

—Oh, Peter…

—Se descubrió que Winstead debía algunas apuestas, y necesitaba dinero, mucho dinero. Así que decidió robar sus propias joyas, y usarme como carnada —abrazó a Sara—. Y habría funcionado, de no ser por ti.

—Entonces, terminó.

—Terminó —confirmó Peter.

Sara cerró los ojos.

—Apenas lo creo —los abrió para mirar a Peter—. ¿Qué haces?

Él extendió las manos por su espalda desnuda.

—Estás fría —dijo, fingiendo inocencia—. Sólo intentaba hacerte entrar en calor.

Algo dulce se extendió por los miembros de Sara.

—Un momento. Tú también tienes que explicar algunas cosas, Peter Saxon. ¿Cómo pudiste creer que yo llamé a la policía? '

—Ya encontraré cómo disculparme —dijo él, atrayéndola para besarle el cuello—. Te resarciré.

—Y… Y lo que ibas a hacerme cuando me encontraras —siguió diciendo ella.

—Sí —susurró Peter—. Pasé mucho tiempo pensándolo. El problema era que mis ideas seguían todas esta dirección.

—Está bien —dijo Sara, sin aliento—, es la dirección correcta.

Él rió, la tomó en brazos y caminó hacia la cama.

—Eres una desvergonzada —dijo, sentándose con ella en el regazo—. Justo la mujer que necesita un hombre como yo.

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—¿Sí? —le sonrió Sara—. Quiero serlo, Peter. Quiero ser lo que haga falta para hacerte feliz el resto de tu vida.

—¿Me estás proponiendo algo?

«Aprovecha la oportunidad, Sara.»

—Sí—le indicó, conteniendo el aliento.

Peter sonrió, pero sus ojos estaban serios.

—¿Te casarías con un exconvicto como yo?

Sara le puso la mano en la mejilla.

—¿Que si me casaría con un hombre que dio todo por amor? Sí, querido, lo haría.

—Acepto —confirmó él con una sonrisa.

—¿Seguro?

El corazón de Sara saltaba de alegría.

Él la besó, con una pasión lenta y dulce que la dejó sin aliento.

—¿Te convenció eso, dulce Sara?

—Bueno —bromeó ella—, es un buen comienzo.

Su último pensamiento cuando Peter la hizo acostarse a su lado, fue que ningún águila voló jamás tan alto como ella y el hombre que tenía en sus brazos.

Fin

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