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Porteros: La presencia olvidada

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Diseño y diagramacion Univalle

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Porteros: La presencia olvidada

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Es viernes en la noche, cerca de las 7.00, y los automóviles no dejan de entrar en esta unidad residencial. En la cara se ve el cansancio de personas que han trabajado todo el día. Esos ojos se iluminan pensando en el fin de se-mana que tienen por delante. No ven la hora de recostarse en su cama. A menos de dos metros de esta puerta, en la portería, un solo hombre se esfuerza por atender los constantes timbres de los citófonos, el incesante flujo de ve-hículos y las decenas de personas que entran y salen. El zumbido es incesan-te y agobia los oídos. Miles de timbres que resuenan. Carros amontonados esperando poder ingresar. Hombres y mujeres afanados porque el portero solucione un inconveniente que no le compete. Un hombre normal estallaría en poco tiempo. Nos es fácil sostener un ritmo tan agitado. La mirada se agobia y los oídos se cansan. Sin embargo, el hombre continúa infatigable. Parece abstraerse a lo que sucede y repetir consabidas frases. Una tras otra. Una mecanización que muestra lo cotidia-no de la situación.En los ojos de este solitario hombre no se observa felicidad por el fin de sema-na próximo. Al igual que los demás, sus ojos demuestran cansancio, pero no de ese que se quita durmiendo bien. Estos ojos irradian una fatiga permanente, adquirida a lo largo de toda una vida de duro trabajo. No se iluminan con el

correr de los minutos; por el contrario se oscurecen al recordar que su jorna-da laboral recién empieza.Ese hombre es Roberto Escobar. Tra-baja en la misma unidad desde hace aproximadamente 20 años. Orgulloso, recuerda como en más de una ocasión que lo iban a despedir, la comunidad se unió para pedir su continuidad. Ha trabajado con cuatro o cinco empresas de vigilancia privada. Actualmente tiene un contrato informal directa-mente con la administración del con-junto residencial. Igual suerte tienen los otros 6 porteros que ahí laboran. “Es que con las empresas privadas es muy complicado todo. Siempre bus-can la manera de salir ganando y al que lo joden es a uno”. Por esta razón dice sentirse a gusto con su situación actual. Sin embargo, reconoce las des-ventajas que genera. Temas como la salud y la pensión se complican bajo esta forma de contrato.20 años es mucho tiempo para aguan-tar un ritmo como éste. El movimiento es incesante. Las llamadas de atención están a la orden del día. Parece que toda la culpa recae sobre él. Es respon-sable de lo que le compete, y de aque-llo que ignora.Al poco rato aparece Germán Queve-do. También labora en las mismas con-diciones, pero con una diferencia. Es su primer trabajo como portero, y además es inquilino en la unidad. “Cuando la

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unidad terminó el contrato con la úl-tima empresa yo estaba sin trabajo. Hablé con la administradora y me dio el permiso”. Asegura que es un trabajo muy pesado. Que nunca valoró real-mente lo que hacían estos hombres, hasta que empezó a convivir con ellos. Es un hombre delgado, 1.65 de estatu-ra y rostro angulado. No le gustan las fotos. Es ostensiblemente tímido. En frente de la portería su esposa vende

“colitas cubanas” y hamburguesas en un puesto al lado del parque. Como afirma Germán “no nos podemos man-tener sólo con lo que manda mi hija mayor desde España”.Roberto es más alto y más viejo. Usa gafas y la calvicie domina su cabe-za. Su trato con los demás es bastante

más distendido. “Buenas noches don Roberto” le dice una señora de avan-zada edad mientras entra. “Igual uno no debe confiarse. Con estas personas nunca se sabe. Te saludan normal pero más tarde te clavan el cuchillo por la espalda”. Es una afirmación sorpren-dente pues en las miradas de los inqui-linos se nota un verdadero cariño por este padre de dos niñas que bordea los cincuenta años.

El movimiento se ha invertido. Son cerca de las 9.00 y ahora es más el nú-mero de personas que abandonan la unidad. Mujeres jóvenes muy maqui-lladas que suben a automóviles lujo-sos. Hombres perfumados y bien ves-tidos que hablan entusiasmados sobre lo que la noche depara. Sin excepción,

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todos saludan al portero. Los mayores le dicen don Roberto, los más jóvenes se limitan a llamarlo “Rober”.Ante todos, el portero muestra la mis-ma actitud. El inconfundible servi-lismo. La mirada de respeto. Los ojos poniéndose a la orden de cada uno. Los pocos que se detienen a charlar no logran sonsacar confidencias. Este hombre tiene una habilidad especial para hacer que la gente hable. Nunca dice nada. El oficio le ha enseñado a ser cauto.Cada media hora Germán debe dar una ronda a la unidad. Con una linter-na y una tabla de registro recorre to-dos los bloques. Su compañero perma-nece siempre en la portería pendiente de las dos puertas y los citófonos.Un grupo de jóvenes se acerca al lu-gar. Parecen viejos conocidos de Ro-berto porque éste los saluda por sus nombres. Bromean un rato. Se apoyan

en las paredes de la casita de ladrillo e inmediatamente el portero les pide que se vayan. “¿Ya te aburrimos? ¿O al fin te cansaste de tanta joda?” pre-gunta una muchacha de unos 19 años. “No Marcelita. Son las nuevas normas. Más tarde hablamos”.Desde que la nueva administradora asumió, las medidas se han endureci-do bastante. Las llamadas desde el te-léfono de la portería se han limitado. El diálogo entre porteros y residentes ha tratado de reducirse al mínimo. Sin embargo los inquilinos no tienen problema en pasar por encima de las nuevas medidas. Un par de señoras se detienen cerca de 20 minutos a con-versar con Roberto. Un hombre mayor le hace compañía por cerca de media hora. Todos, sin excepción, cuentan historias. Detalles de sus vidas, de la del vecino. Las palabras del portero no revelan nada. Siempre las mismas res-

puestas. El mismo inte-rés educado. El mismo cansancio escondido tras sus ojos.“El problema no es que te vean. Lo que pasa es que acá la gente es muy chismosa. Yo he aprendido que no se puede confiar ni en el compañero, y menos si él pasa las 24 horas en la unidad”. Es clara

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la alusión a Germán. Es sorprendente, pues cuando están juntos parecen lle-varse bien.Alrededor de la medianoche el flujo empieza a mermar. La portería se con-vierte en un solitario y silencioso rin-cón. Un par de borrachos entran con una cerveza en la mano. Los jóvenes vuelven a acompañar al portero. Uno le pide un cigarrillo y don Roberto se lo facilita. Es claro que este gesto sería reprendido por la administradora. Sin embargo parece que de todos los resi-dentes, es en estos jóvenes en quienes más confía.Más tarde, la pequeña casita luce tris-te. Ya no entran personas ni vehículos. Ya no hay jóvenes haciendo riendo. Sólo un radio ameniza la noche. Don Roberto se refugia detrás del periódi-co. Ahora sus ojos demuestran el can-

sancio que los años han acumulado en él. Son turnos de doce horas seguidas, por siete días. Uno libre para descan-sar y luego otra vez a trabajar doce horas, pero en el turno diurno. Asegu-ra que prefiere la noche por el silencio y la tranquilidad. “Además de día la gente trabaja y nadie viene a charlar un rato”. Su voz está desgastada. Mientras termina un cigarrillo afirma que a pesar de todo, en esa unidad se trabaja bien. La gente es generosa y agradecida. “Bueno… la mayoría”, co-rrige con una sonrisa. “En otros lugares te tratan como basura. Aquí al menos te traen un plato de comida y charlan un poco”. Lo que más le duele a este hombre es la ingratitud. No lo dice, pero es evidente. Está resentido. Tiene motivos. En un país de grandes des-igualdades son los trabajadores anó-

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nimos los que más sufren. Los medios se ocupan de los mineros, los obreros y otros gremios de gente explotada. También anónimos, pero sin duda re-presentados en el imaginario colectivo por estereotipos propios de la cultura occidental. En cambio, los porteros son un ramo olvidado. No existen agrupa-ciones que los defiendan, las noticias no versan sobre su ardua labor. La in-seguridad, constante compañera en su trabajo, es proporcional a la inestabi-lidad laboral. De todas las personas que hoy pasa-ron junto a él, pocos lo recordaran en sus casas. Seguirá siendo el hombre de la casita. El de los citófonos, los ciga-rrillos y las palabras agradables. El de la voz tranquila y los ojos cansados. El decorado permanente de la unidad. El recuerdo dura mientras entran o salen. Luego se pierde en la memoria.

Estos personajes existen sólo en su es-pacio. En esa caseta que les ha sido asignada. Ésta en particular es de la-drillo rojo. Un espacio muy pequeño, cuadrado. Ocupado por la consola de los citófonos, las estanterías don-de se guarda la correspondencia de cada inmueble. Una pequeña silla en el medio. Un baño muy pequeño en la parte trasera. Ahí se cambian, ahí co-men. También duermen durante ese misterioso espacio de tiempo cuando la realidad se torna difusa y los más pequeños acontecimientos se magni-fican. Ese espacio que va desde las 2 hasta las 5 de la madrugada.Es en la portería donde se almace-na todo el dolor de estos hombres. En los pocos minutos que queda desier-ta, se siente una presencia agobiante. Un olor a “guardado”, a humedad y a encierro. Un olor que la mayoría no

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soportaría mucho tiempo, pero al que estos hombres parecen haberse acos-tumbrado.El tiempo continúa avanzando y la mañana empieza a clarear por detrás de la pequeña caseta. Don Roberto se estira en su silla y sale a recibir el sol. Germán emprende su última ronda. Cuando vuelve, se encarga de la puer-ta mientras el otro hombre se cambia. Ya han llegado los encargados del si-guiente turno. Los dos solitarios de la noche abandonan la caseta, cada uno con un rumbo diferente. Germán se di-rige a su casa, en uno de los bloques de la unidad. Ahí lo esperan su esposa y dos de sus hijos. Don Roberto empren-de el camino hacia la avenida. Ahí to-mará un bus que lo llevará muy lejos; hasta un barrio en el que no se concibe la existencia de una unidad residen-cial. Descansará, y esa misma noche volverá a cumplir con su trabajo. Aho-ra más que nunca su dolor es evidente. Sin embargo en su rostro ya no hay re-sentimiento. Sólo un poco de cansan-cio. Dobla en la esquina y se confunde con la gente que recién se despierta, alegre y descansada, para ir a trabajar.