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LA LLUVIA EN TU HABITACIÓN Paola Predicatori

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La LLuvia en tu

Habitación

Paola Predicatori

Traducción del italiano de

Patricia Orts

Título original: Il mio inverno a Zerolandia

Ilustración de la cubierta: Anka Zhuravleva

Cita de El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, tomada de la edición en castellano de Alianza Editorial.

Copyright © RCS Libri S.p.A., Milán, 2012Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2013

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99

www.salamandra.info

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones

establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-9838-538-0Depósito legal: B-9.620-2013

1ª edición, mayo de 2013Printed in Spain

Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1Capellades, Barcelona

a mi madre, todos los días de mi vida

La playa, vacía, infinita. Ni siquiera es ya un espacio, sino la superficie inclinada del tiempo donde la memoria se desliza.

Aparecen fragmentos de cosas, de personas, el encuadre cambia sin cesar, a menudo desenfocado. Una joven camina con una niña en brazos. Acaricia con dulzura el cabello os­curo de la niña y la besa en la sien. La cara de la niña, luego la de la joven. El viento le revuelve el pelo sobre el rostro, se lo oculta. Sonríe, mueve los labios. Está diciéndole algo a la niña, pero falta el sonido: sólo hay silencio. Y tiempo. Todo aparece y desaparece en el espacio oblicuo, lejano, inalcan­zable. La playa, las nubes, la joven que camina. De repente, ya no se ve nada.

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Mi madre

Aún recuerdo el día que me pillaron robando. Tendría ocho, quizá nueve años, y era uno de esos supermercados peque­ños, de barrio, en que se ven todos los pasillos desde la caja. En la sección de papelería había una goma roja con forma de corazón que había llamado mi atención. No pude resistirme. Una de las cajeras se acercó a mí y me dijo que le enseñara de inmediato lo que había cogido, que me había visto. Sin si­quiera mirarla a los ojos, le devolví la goma y salí a la carrera.

El miedo es como lo recuerdo ese día. El corazón se ace­lera, y un ruido ensordecedor sube desde el pecho hasta los oídos y te impide oír tus propias palabras. De repente, todo resulta tan real que parece falso. Me acuerdo de cada detalle de ese momento. La cajera llevaba una falda roja oscura y mocasines negros. Junto a las gomas con forma de corazón había unos estuches de tela azul. La gente que hacía cola en la caja se volvió para mirarme. Salí corriendo de la tienda con el corazón en un puño. En el trayecto a casa, el miedo se transformó en vergüenza y decidí que jamás se lo contaría a nadie.

Cuando le dijeron a mi madre que tenía un cáncer en los riñones, el miedo se presentó tan puntual como aquella vez: me apretó la garganta, se mezcló con mi sangre, y al llegar al corazón lo desgarró. Tenía treinta y siete años, se llamaba Anna. Murió dos años después.

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Ahora sé que no hay peor pesadilla que vivir atenazado por el miedo, tal como vivió ella todo ese tiempo, pensando en la muerte un día tras otro, hora tras otra. Se acostumbró a mantener encendida toda la noche la lamparita que había sobre su mesilla y a no cerrar los postigos bajo ningún con­cepto. Empezó a decir que nuestra casa era oscura, que por las ventanas no entraba bastante luz. Emprendió su batalla contra la oscuridad ordenando que quitasen las cortinas de la sala, y justo ella, que tanto había amado la noche, comenzó a odiarla.

La mía nunca fue una familia tradicional, de padre, ma­dre, hermanas y hermanos. Mi única familia eran mi madre y mi abuela. Mi abuelo murió cuando yo era todavía muy pequeña y no llegué a conocer a mi padre, que se marchó cuando mi madre se quedó embarazada. Ahora quedamos sólo dos y pensar en el futuro me asusta.

Entre las cosas que conservo de mi infancia está el vídeo que mi abuelo grabó el día de mi tercer cumpleaños, cuando celebramos también la licenciatura en Letras de mi madre. Lo guardo en la librería de mi dormitorio. Tras su muerte, lo he visto un montón de veces. En cierto momento, cuando estoy a punto de soplar las velitas, se ve a mi madre a mi espalda y en la mesa que hay justo delante de nosotras una tarta enorme. Yo estoy de pie sobre la silla y ella me sujeta de la cintura. Me dice algo al oído, una de esas cosas que se di­cen a los niños, del tipo «Mira qué tarta tan bonita»; el soni­do es pésimo, no se oye nada y, por desgracia, no tiene reme­dio, al menos eso me dijo el técnico de la tienda adonde lo llevé. Yo alzo una mano y le toco la mejilla a la vez que miro fijamente la tarta que tengo delante. Sé que puede parecer imposible, pero recuerdo aquel momento. Cada vez que me veo en el vídeo pienso invariablemente lo mismo: que el tiempo no ha pasado, que sigo estando allí con la voz de mi madre acariciándome la mejilla. Y es lo único que deseo. Volver al pasado. Detener el tiempo.

Después de darle el diagnóstico, la operaron de urgencia y de inmediato empezó a someterse a terapia, pese a que

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todos los médicos que la visitaron y leyeron su historial clí­nico aseguraron que no había esperanza, que le quedaba muy poco tiempo de vida. Nadie sabía cuánto, algunos di jeron que meses, otros no dijeron nada. En cualquier caso, conti­nuaron con el tratamiento, porque aún era joven. Mi madre quiso ser consciente de todo desde el principio, y cuando todos fuimos conscientes, fue como estar subido a una mon­taña rusa sin saber cuánto podía durar la carrera. Como si alguien te agarrara del corazón.

Me lo dijo mi abuela. Al día siguiente no fui a clase —tenía dieciséis años y estaba en tercero de bachiller—, ni al otro. Cuando Sonia y Barbara, mis compañeras en el instituto, me llamaron, me inventé una excusa y les pedí que dijeran a los profesores que me encontraba mal, pero que no tardaría en volver. No dije una sola palabra sobre el cáncer de mi madre, no quería responder a sus preguntas y, sobre todo, me negaba a que todos se enteraran. Por aquel enton­ces comprendí que me había comportado como una adulta por primera vez: me había callado para protegerla y porque yo necesitaba estar sola, alejada de las cosas que se dicen en ciertos momentos, del parloteo inútil, para poder entender el verdadero alcance de lo que ocurría. Después de la abue­la, también mi madre me llamó y me explicó la situación, mientras yo deseaba con todas mis fuerzas que no notase el miedo que sentía. Asimismo, ella hacía cuanto podía para parecer tranquila, si bien las ojeras y su expresión tensa traslucían lo contrario. Me repitió lo que ya me había dicho mi abuela, pero cuando la oí pronunciar la palabra «cáncer» los ojos se me humedecieron. Mi madre me abrazó y me dijo que había tratamientos, que con mi ayuda lo lograría. En ese instante, mi yo se convirtió en nosotras, su cáncer en el mío. Lo sabía, era terrible, el padre de un amigo mío había muerto de lo mismo hacía sólo unos años. Durante esos días mi cabeza fue un hervidero de preguntas: ¿Y los síntomas? ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta? ¿En qué momento había empezado todo? ¿Por qué nadie había dado importancia a su repentina pérdida de peso? ¿Por qué ella,

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cuando se trataba de mí, siempre se percataba de todo, y a mí, que también la quería, no se me había pasado por la cabeza en ningún momento? Si quieres a alguien, tienes que cuidarlo. Si mi amor había sido tan irresponsable, ¿era por­que no la quería bastante?

Mi madre y yo nunca hablamos mucho, lo que no cambió durante su enfermedad. Ahora bien, empezamos a buscar­nos con la mirada, a cogernos de la mano mientras veíamos juntas una película, a sonreírnos en silencio, a dedicarnos sonrisas cálidas, llenas de una esperanza que nadie nos había dado. Mi abuela, que secundó cada una de las decisiones de mi madre respecto a la terapia y, al final, su última voluntad, fue testigo de todo ello. En dos años no la vi llorar ni una sola vez. En ciertos momentos, incluso me parecía otra persona. La suya era una fuerza que se había atemperado en otros silencios, en una época remota y joven de la que nadie sabía una palabra y que, de repente, había vuelto.

Pocos días antes de la operación, no pude contenerme más y se lo conté a mis amigas del instituto. El día que opera­ron a mi madre recibí un montón de sms y emails, incluso de chicos y chicas de los que hacía siglos que no sabía nada. No había dicho a nadie que la operación no era una solución, de manera que todos esos mensajes rebosantes de confianza y vida me produjeron el efecto contrario: cada vez que llegaba uno, debía reprimir el impulso de estampar el móvil contra la pared. Cuando, al cabo de unos días, volví a clase, el efecto de la novedad había empezado a decaer. Me preguntaron cómo había ido la operación y cómo estaba mi madre, eso fue todo. Al cabo de cierto tiempo, cuando tuve que faltar al instituto, nadie se interesó ni quiso saber más. Mis amigas dejaron de venir a mi casa, y yo a las de ellas. Con la excusa de que en esas situaciones es mejor no preguntar ni molestar, se hizo el vacío a mi alrededor. Los dos años siguientes los pasé como inmersa en una sombra. Deberes en clase, exámenes, algún que otro sábado en la discoteca, piscina, paseos por

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el centro, pero mientras hacía todo eso mi madre se moría. Su muerte estaba por todas partes: en la mochila, entre los libros del instituto, en el aire rosado y límpido de las tardes de primavera, pero, por encima de todo, en sus ojos cons­cientes y resignados. Recuerdo que a diario deseaba que se salvase contra todo pronóstico: de haber sido así, habríamos vuelto a disponer de tiempo y aprendido a no malgastarlo, a no aguardar a que llegase un futuro incierto para pronunciar las palabras importantes.

Si me preguntaran qué recuerdo de esos dos años, respon­dería que nada en especial, exceptuando los gestos, las son­risas, los pequeños detalles cotidianos; la vida es eso, ahora lo comprendo, lo que cuenta son los instantes, no las cosas. Creo que incluso cambió mi forma de respirar: puedo afirmar que aprendí a contener el aliento, como si todo ese tiempo lo hu­biese pasado bajo el agua, a la espera de volver a tomar una bocanada de aire. Durante ese período sólo tuve miedo.

Recuerdo una película en que aparece una mujer que, antes de morir, llama a sus hijas a su lado y, una a una, les dedica unas palabras de despedida. Mi madre no hizo nada similar. Lo único que me dijo hasta el final, que jamás se cansó de repetirme, era que me quería mucho y que yo había sido lo más bonito que le había ocurrido en la vida. Cuando estábamos juntas me tiraba de la lengua, y yo le hablaba del instituto, de mis amigas, de mis proyectos. Luego, hacia el final, cuando empezó a sentirse muy cansada, me pedía simplemente que me sentase a su lado en la cama. Entonces me tumbaba junto a ella y le cogía la mano, o ella apoyaba la suya en mi pelo, y dormíamos así, como si estuviésemos excavando un tiempo diferente en el tiempo, creando aside­ros, escapatorias.

Murió una mañana, mientras yo estaba en clase. Hacía varios días que no se levantaba. El médico le había aumenta­do la dosis de morfina y se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Apenas hablaba y cuando le cogía la mano ya no

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la apretaba como antes. Ese día no quería ir al instituto, pero mi abuela me había obligado. Decía que debía distraerme, al menos por unas horas, y que en caso de que ocurriese algo me llamaría de inmediato. Cuando mi móvil vibró y leí el nombre de mi abuela en la pantalla, supe de antemano lo que iba a oír. Le dije a la profesora que debía marcharme enseguida y salí corriendo sin mirar a nadie. Todavía me maldigo por no haberme quedado en casa ese día. Por no haber estado presente. Corrí como un rayo con mi vespa, pensando que no podía ser verdad, y me di cuenta de que ja­más había llegado a creerme del todo que ese día llegaría. En esos dos largos años me había acostumbrado a verla enferma y al final me había convencido de que siempre sería así, de que nunca se acabaría. Cuando la vi inmóvil, con la boca entreabierta y los brazos pegados a los costados, el miedo hizo acto de presencia una vez más y al final de la carrera me sentí vacía. Claro que hacía días que pensaba cómo sería ver­la muerta, pero incluso en ese instante, en que contemplaba su muerte, simple y aterradora, seguía sin poder creérmelo. Me acerqué a ella y, conteniendo la respiración, escruté su rostro inmóvil, después le cogí las manos y las apreté con fuerza, la llamé, me incliné para besarla y apoyé mi frente en la suya. Mi abuela, de pie junto a la puerta, susurró con una sonrisa llorosa que se había marchado. Ya no estaba. Sentí que la tierra se abría bajo mis pies, y el miedo me estrechó de nuevo contra su pecho y respiré el aire venenoso de sus pulmones. Mi madre se había ido.

Además de mi abuela y yo, al entierro acudieron Angela y Claudia, las amigas de toda la vida de mi madre. La fotogra­fía que elegí se la había sacado yo el día de mi último cum­pleaños: en ella me sonreía, y un mechón de pelo tupido y oscuro le caía sobre la frente. Estaba guapísima cuando sonreía. Era un día otoñal y los rayos del último sol vesper­tino todo lo entristecían. Qué luz dorada. Mi abuela y yo no conseguíamos mirarnos a los ojos. Nos sentíamos trastorna­

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das, expuestas. Habíamos estrechado demasiadas manos, respirado el denso olor de muchas flores. De la iglesia apenas recuerdo los crujidos de los bancos, el quedo susurro y una confusión de caras tras las lágrimas y las gafas oscuras. Cuan­do acabó el funeral, cogí a mi abuela del brazo y nos dirigi­mos lentamente hacia la salida del cementerio sin decir una sola palabra.

Durante los días siguientes intentamos ordenar sus co­sas, pese a que nos faltaba valor. Lavamos, doblamos y meti­mos en su armario los vestidos que habían permanecido meses en los reposabrazos de los silloncitos de su dormito­rio. Deshicimos e hicimos de nuevo la cama, entornamos los postigos. Mi abuela llamó a una señora para que nos ayuda­ra. En realidad no la necesitaba, pero creo que lo hizo por­que, apenas puso un pie en la habitación de mi madre, se le vino encima todo el dolor de esos dos años. La señora Rosa parecía no haber hecho otra cosa que ayudar a familias en luto reciente. Trabajó en completo silencio. Le preparó un té caliente a mi abuela y, con una excusa, la obligó a tumbarse en el sofá y ver un rato la televisión. En ningún momento le preguntó cómo debía arreglar las pertenencias de mi madre, sólo se dirigió a ella para cuestiones como si convenía poner las plantas crasas en un sitio más soleado o si quería que sacudiese la alfombrilla de la entrada. Antes de volver a hacer la cama de mi madre me susurró que era mejor airear un poco la habitación. Me lo dijo apretándome una mano con las suyas, mirándome con sincera comprensión, con la mi­rada del que no teme la tristeza de los demás. El dormitorio se enfrió enseguida, aunque yo sigo notando el olor a medi­cinas y muerte. Mi abuela permaneció en la sala con el rostro crispado y los ojos clavados en la copa del haya que se veía desde una de las ventanas. Di a Rosa las instrucciones nece­sarias para que volviese a colocar las cosas en su sitio, fui yo la sacerdotisa que se ocupó del templo, y lo hice en silencio, como si temiese que al alzar la voz mi abuela y yo despertá­ramos y nos diésemos cuenta de que mi madre había muerto.