la lluvia en tu habitacion paola predicatori

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a mi madre,todos los días de mi vida

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La playa, vacía, infinita. Ni siquiera es yaun espacio, sino la superficie inclinada deltiempo donde la memoria se desliza.

Aparecen fragmentos de cosas, depersonas, el encuadre cambia sin cesar, amenudo desenfocado. Una joven caminacon una niña en brazos. Acaricia condulzura el cabello oscuro de la niña y labesa en la sien. La cara de la niña, luego lade la joven. El viento le revuelve el pelosobre el rostro, se lo oculta. Sonríe, muevelos labios. Está diciéndole algo a la niña,pero falta el sonido: sólo hay silencio. Ytiempo. Todo aparece y desaparece en elespacio oblicuo, lejano, inalcanzable. Laplaya, las nubes, la joven que camina. Derepente, ya no se ve nada.

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Mi madre

Aún recuerdo el día que me pillaronrobando. Tendría ocho, quizá nueve años, yera uno de esos supermercados pequeños,de barrio, en que se ven todos los pasillosdesde la caja. En la sección de papeleríahabía una goma roja con forma de corazónque había llamado mi atención. No puderesistirme. Una de las cajeras se acercó amí y me dijo que le enseñara de inmediatolo que había cogido, que me había visto.Sin siquiera mirarla a los ojos, le devolví lagoma y salí a la carrera.

El miedo es como lo recuerdo ese día.El corazón se acelera, y un ruidoensordecedor sube desde el pecho hastalos oídos y te impide oír tus propias

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palabras. De repente, todo resulta tan realque parece falso. Me acuerdo de cadadetalle de ese momento. La cajera llevabauna falda roja oscura y mocasines negros.Junto a las gomas con forma de corazónhabía unos estuches de tela azul. La genteque hacía cola en la caja se volvió paramirarme. Salí corriendo de la tienda con elcorazón en un puño. En el trayecto a casa,el miedo se transformó en vergüenza ydecidí que jamás se lo contaría a nadie.

Cuando le dijeron a mi madre que teníaun cáncer en los riñones, el miedo sepresentó tan puntual como aquella vez: meapretó la garganta, se mezcló con misangre, y al llegar al corazón lo desgarró.Tenía treinta y siete años, se llamabaAnna. Murió dos años después.

Ahora sé que no hay peor pesadilla quevivir atenazado por el miedo, tal como vivióella todo ese tiempo, pensando en la

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muerte un día tras otro, hora tras otra. Seacostumbró a mantener encendida toda lanoche la lamparita que había sobre sumesilla y a no cerrar los postigos bajoningún concepto. Empezó a decir quenuestra casa era oscura, que por lasventanas no entraba bastante luz.Emprendió su batalla contra la oscuridadordenando que quitasen las cortinas de lasala, y justo ella, que tanto había amado lanoche, comenzó a odiarla.

La mía nunca fue una familiatradicional, de padre, madre, hermanas yhermanos. Mi única familia eran mi madrey mi abuela. Mi abuelo murió cuando yo eratodavía muy pequeña y no llegué a conocera mi padre, que se marchó cuando mimadre se quedó embarazada. Ahoraquedamos sólo dos y pensar en el futurome asusta.

Entre las cosas que conservo de mi

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infancia está el vídeo que mi abuelo grabóel día de mi tercer cumpleaños, cuandocelebramos también la licenciatura enLetras de mi madre. Lo guardo en lalibrería de mi dormitorio. Tras su muerte,lo he visto un montón de veces. En ciertomomento, cuando estoy a punto de soplarlas velitas, se ve a mi madre a mi espalday en la mesa que hay justo delante denosotras una tarta enorme. Yo estoy de piesobre la silla y ella me sujeta de la cintura.Me dice algo al oído, una de esas cosasque se dicen a los niños, del tipo «Mira quétarta tan bonita»; el sonido es pésimo, nose oye nada y, por desgracia, no tieneremedio, al menos eso me dijo el técnicode la tienda adonde lo llevé. Yo alzo unamano y le toco la mejilla a la vez que mirofijamente la tarta que tengo delante. Séque puede parecer imposible, perorecuerdo aquel momento. Cada vez que me

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veo en el vídeo pienso invariablemente lomismo: que el tiempo no ha pasado, quesigo estando allí con la voz de mi madreacariciándome la mejilla. Y es lo único quedeseo. Volver al pasado. Detener eltiempo.

Después de darle el diagnóstico, laoperaron de urgencia y de inmediatoempezó a someterse a terapia, pese a quetodos los médicos que la visitaron y leyeronsu historial clínico aseguraron que no habíaesperanza, que le quedaba muy pocotiempo de vida. Nadie sabía cuánto,algunos dijeron que meses, otros nodijeron nada. En cualquier caso,continuaron con el tratamiento, porque aúnera joven. Mi madre quiso ser conscientede todo desde el principio, y cuando todosfuimos conscientes, fue como estar subidoa una montaña rusa sin saber cuánto podíadurar la carrera. Como si alguien te

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agarrara del corazón.Me lo dijo mi abuela. Al día siguiente

no fui a clase —tenía dieciséis años yestaba en tercero de bachiller—, ni al otro.Cuando Sonia y Barbara, mis compañerasen el instituto, me llamaron, me inventéuna excusa y les pedí que dijeran a losprofesores que me encontraba mal, peroque no tardaría en volver. No dije una solapalabra sobre el cáncer de mi madre, noquería responder a sus preguntas y, sobretodo, me negaba a que todos se enteraran.Por aquel entonces comprendí que mehabía comportado como una adulta porprimera vez: me había callado paraprotegerla y porque yo necesitaba estarsola, alejada de las cosas que se dicen enciertos momentos, del parloteo inútil, parapoder entender el verdadero alcance de loque ocurría. Después de la abuela, tambiénmi madre me llamó y me explicó la

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situación, mientras yo deseaba con todasmis fuerzas que no notase el miedo quesentía. Asimismo, ella hacía cuanto podíapara parecer tranquila, si bien las ojeras ysu expresión tensa traslucían lo contrario.Me repitió lo que ya me había dicho miabuela, pero cuando la oí pronunciar lapalabra «cáncer» los ojos se mehumedecieron. Mi madre me abrazó y medijo que había tratamientos, que con miayuda lo lograría. En ese instante, mi yo seconvirtió en nosotras, su cáncer en el mío.Lo sabía, era terrible, el padre de un amigomío había muerto de lo mismo hacía sólounos años. Durante esos días mi cabezafue un hervidero de preguntas: ¿Y lossíntomas? ¿Cómo era posible que no sehubiese dado cuenta? ¿En qué momentohabía empezado todo? ¿Por qué nadiehabía dado importancia a su repentinapérdida de peso? ¿Por qué ella, cuando se

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trataba de mí, siempre se percataba detodo, y a mí, que también la quería, no seme había pasado por la cabeza en ningúnmomento? Si quieres a alguien, tienes quecuidarlo. Si mi amor había sido tanirresponsable, ¿era porque no la queríabastante?

Mi madre y yo nunca hablamos mucho, loque no cambió durante su enfermedad.Ahora bien, empezamos a buscarnos con lamirada, a cogernos de la mano mientrasveíamos juntas una película, a sonreírnosen silencio, a dedicarnos sonrisas cálidas,llenas de una esperanza que nadie noshabía dado. Mi abuela, que secundó cadauna de las decisiones de mi madrerespecto a la terapia y, al final, su últimavoluntad, fue testigo de todo ello. En dosaños no la vi llorar ni una sola vez. En

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ciertos momentos, incluso me parecía otrapersona. La suya era una fuerza que sehabía atemperado en otros silencios, enuna época remota y joven de la que nadiesabía una palabra y que, de repente, habíavuelto.

Pocos días antes de la operación, nopude contenerme más y se lo conté a misamigas del instituto. El día que operaron ami madre recibí un montón de SMS yemails, incluso de chicos y chicas de losque hacía siglos que no sabía nada. Nohabía dicho a nadie que la operación no erauna solución, de manera que todos esosmensajes rebosantes de confianza y vidame produjeron el efecto contrario: cadavez que llegaba uno, debía reprimir elimpulso de estampar el móvil contra lapared. Cuando, al cabo de unos días, volvía clase, el efecto de la novedad habíaempezado a decaer. Me preguntaron cómo

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había ido la operación y cómo estaba mimadre, eso fue todo. Al cabo de ciertotiempo, cuando tuve que faltar al instituto,nadie se interesó ni quiso saber más. Misamigas dejaron de venir a mi casa, y yo alas de ellas. Con la excusa de que en esassituaciones es mejor no preguntar nimolestar, se hizo el vacío a mi alrededor.Los dos años siguientes los pasé comoinmersa en una sombra. Deberes en clase,exámenes, algún que otro sábado en ladiscoteca, piscina, paseos por el centro,pero mientras hacía todo eso mi madre semoría. Su muerte estaba por todas partes:en la mochila, entre los libros del instituto,en el aire rosado y límpido de las tardes deprimavera, pero, por encima de todo, ensus ojos conscientes y resignados.Recuerdo que a diario deseaba que sesalvase contra todo pronóstico: de habersido así, habríamos vuelto a disponer de

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tiempo y aprendido a no malgastarlo, a noaguardar a que llegase un futuro inciertopara pronunciar las palabras importantes.

Si me preguntaran qué recuerdo deesos dos años, respondería que nada enespecial, exceptuando los gestos, lassonrisas, los pequeños detalles cotidianos;la vida es eso, ahora lo comprendo, lo quecuenta son los instantes, no las cosas.Creo que incluso cambió mi forma derespirar: puedo afirmar que aprendí acontener el aliento, como si todo esetiempo lo hubiese pasado bajo el agua, a laespera de volver a tomar una bocanada deaire. Durante ese período sólo tuve miedo.

Recuerdo una película en que aparece unamujer que, antes de morir, llama a sushijas a su lado y, una a una, les dedicaunas palabras de despedida. Mi madre no

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hizo nada similar. Lo único que me dijohasta el final, que jamás se cansó derepetirme, era que me quería mucho y queyo había sido lo más bonito que le habíaocurrido en la vida. Cuando estábamosjuntas me tiraba de la lengua, y yo lehablaba del instituto, de mis amigas, demis proyectos. Luego, hacia el final, cuandoempezó a sentirse muy cansada, me pedíasimplemente que me sentase a su lado enla cama. Entonces me tumbaba junto a ellay le cogía la mano, o ella apoyaba la suyaen mi pelo, y dormíamos así, como siestuviésemos excavando un tiempodiferente en el tiempo, creando asideros,escapatorias.

Murió una mañana, mientras yo estabaen clase. Hacía varios días que no selevantaba. El médico le había aumentado ladosis de morfina y se pasaba la mayorparte del tiempo durmiendo. Apenas

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hablaba y cuando le cogía la mano ya no laapretaba como antes. Ese día no quería iral instituto, pero mi abuela me habíaobligado. Decía que debía distraerme, almenos por unas horas, y que en caso deque ocurriese algo me llamaría deinmediato. Cuando mi móvil vibró y leí elnombre de mi abuela en la pantalla, supede antemano lo que iba a oír. Le dije a laprofesora que debía marcharme enseguiday salí corriendo sin mirar a nadie. Todavíame maldigo por no haberme quedado encasa ese día. Por no haber estadopresente. Corrí como un rayo con mi vespa,pensando que no podía ser verdad, y me dicuenta de que jamás había llegado acreerme del todo que ese día llegaría. Enesos dos largos años me habíaacostumbrado a verla enferma y al final mehabía convencido de que siempre sería así,de que nunca se acabaría. Cuando la vi

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inmóvil, con la boca entreabierta y losbrazos pegados a los costados, el miedohizo acto de presencia una vez más y alfinal de la carrera me sentí vacía. Claro quehacía días que pensaba cómo sería verlamuerta, pero incluso en ese instante, enque contemplaba su muerte, simple yaterradora, seguía sin poder creérmelo. Meacerqué a ella y, conteniendo larespiración, escruté su rostro inmóvil,después le cogí las manos y las apreté confuerza, la llamé, me incliné para besarla yapoyé mi frente en la suya. Mi abuela, depie junto a la puerta, susurró con unasonrisa llorosa que se había marchado. Yano estaba. Sentí que la tierra se abría bajomis pies, y el miedo me estrechó de nuevocontra su pecho y respiré el aire venenosode sus pulmones. Mi madre se había ido.

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Además de mi abuela y yo, al entierroacudieron Angela y Claudia, las amigas detoda la vida de mi madre. La fotografía queelegí se la había sacado yo el día de miúltimo cumpleaños: en ella me sonreía, yun mechón de pelo tupido y oscuro le caíasobre la frente. Estaba guapísima cuandosonreía. Era un día otoñal y los rayos delúltimo sol vespertino todo lo entristecían.Qué luz dorada. Mi abuela y yo noconseguíamos mirarnos a los ojos. Nossentíamos trastornadas, expuestas.Habíamos estrechado demasiadas manos,respirado el denso olor de muchas flores.De la iglesia apenas recuerdo los crujidosde los bancos, el quedo susurro y unaconfusión de caras tras las lágrimas y lasgafas oscuras. Cuando acabó el funeral,cogí a mi abuela del brazo y nos dirigimoslentamente hacia la salida del cementeriosin decir una sola palabra.

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Durante los días siguientes intentamosordenar sus cosas, pese a que nos faltabavalor. Lavamos, doblamos y metimos en suarmario los vestidos que habíanpermanecido meses en los reposabrazosde los silloncitos de su dormitorio.Deshicimos e hicimos de nuevo la cama,entornamos los postigos. Mi abuela llamó auna señora para que nos ayudara. Enrealidad no la necesitaba, pero creo que lohizo porque, apenas puso un pie en lahabitación de mi madre, se le vino encimatodo el dolor de esos dos años. La señoraRosa parecía no haber hecho otra cosa queayudar a familias en luto reciente. Trabajóen completo silencio. Le preparó un técaliente a mi abuela y, con una excusa, laobligó a tumbarse en el sofá y ver un ratola televisión. En ningún momento lepreguntó cómo debía arreglar laspertenencias de mi madre, sólo se dirigió a

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ella para cuestiones como si conveníaponer las plantas crasas en un sitio mássoleado o si quería que sacudiese laalfombrilla de la entrada. Antes de volver ahacer la cama de mi madre me susurró queera mejor airear un poco la habitación. Melo dijo apretándome una mano con lassuyas, mirándome con sinceracomprensión, con la mirada del que noteme la tristeza de los demás. Eldormitorio se enfrió enseguida, aunque yosigo notando el olor a medicinas y muerte.Mi abuela permaneció en la sala con elrostro crispado y los ojos clavados en lacopa del haya que se veía desde una de lasventanas. Di a Rosa las instruccionesnecesarias para que volviese a colocar lascosas en su sitio, fui yo la sacerdotisa quese ocupó del templo, y lo hice en silencio,como si temiese que al alzar la voz miabuela y yo despertáramos y nos diésemos

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cuenta de que mi madre había muerto.

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27 de septiembre

Hoy es el primer día de clase después de lamuerte de mi madre. Mientras subo laescalera que lleva al aula, noto que todosme miran. Me esfuerzo por aparentarnormalidad, si bien por unos instantes mesiento como quien acaba de revelar susecreto más íntimo al mundo entero. En elpasillo me cruzo con varias de miscompañeras, pero finjo no verlas, a pesarde que ellas me saludan con sus vocesaflautadas y sus miradas, propias deWinnie the Pooh. Delante de la puerta hayun grupo de chicos. Dos son compañerosmíos y al verme me saludan cohibidos. Unode ellos da medio paso hacia mí, pero, alpercatarse de que sigo mi camino,

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retrocede y se incorpora de nuevo al grupo.Sonrío con amargura: nadie sabe qué decirni qué hacer en ciertas ocasiones. Mejorasí, no se me dan muy bien las frases decircunstancias. Apenas pongo un pie en elaula, me doy cuenta de que es el últimolugar del mundo donde querría estar. Medetengo y respiro hondo: me siento a añosluz de todo. La muerte de mi madre me haconvertido en un gigante: desde lasalturas, cualquier persona me pareceinsignificante, igual a las demás. Aquíestán mis compañeros de clase, quetodavía son hijos de alguien, que vanvestidos de la misma forma y cuyas carasson idénticas, sin saber qué decir.Preferiría que fueran auténticosdesconocidos; al menos me ahorraríatambién el esfuerzo de saludar. Sonia, queya se ha sentado en nuestro pupitre, memira y esboza una sonrisa titubeante. En la

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iglesia sollozaba. Al recordarlo me entrannáuseas. Aún me separan de ella unoscuantos pasos, pero ya imagino lasatenciones de que seré objeto durante unsinfín de días, su delicadeza de azúcarglas. Me la imagino representando a laperfección el papel de consoladora de laafligida y siento que no es justo, que mefallan las fuerzas, pero, sobre todo, quenadie puede pedirme razonablemente queme someta a eso. Estoy de pie en mediodel aula como si el tiempo se hubiesedetenido y en ese preciso instante mevienen a la mente dos posibles maneras deescapar. La primera es dar media vuelta ymarcharme; la segunda ni siquiera necesitoimaginármela porque está allí, delante demí, similar a una visión surgida de la nada.Lentamente me dirijo a mi sitio, pero, enlugar de pararme y sentarme, sigo directahacia la meta que me he fijado. Si bien no

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logro creérmelo, es cierto: antes incluso deacabar de poner en práctica esa idea, hagocaso omiso del sitio contiguo al de Sonia yme encamino hacia el pupitre del fondo.

Giro hacia la nada y me convierto en elcentro de todas las miradas: me doycuenta de que la mitad de la clase contienela respiración, piensan que lo que estánviendo es mero fruto de su imaginación,mientras me muevo a cámara lenta,recorro los pocos pasos que me quedanpara alcanzar la zona roja y me siento allí,dejando a todos boquiabiertos. A Sonia laprimera. «Hola, Gabriele», querría decirle,pero tomo asiento sin decir nada. «Hola,Alessandra», podría decirme, pero no dicenada, porque es Cero.

Gabriele Righi, alias Cero. Empezamosa llamarlo así, yo también, el día quedurante el recreo rompió uno de loscajones de la mesa de los profesores para

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recuperar el móvil que le había quitado lade Matemáticas. Cuando ésta regresó aclase, un cuarto de hora después, le dijoque iba a suspenderlo y que repetiría concero. Él, para hacer el idiota, le preguntó:«¿Con quién, profe?» Ella, como unaestúpida, le contestó: «Cero, Righi, tesuspendo con cero, me has entendidoperfectamente.» «No conozco al tal cero,profe», replicó él, impasible. Y ella, con vozaguda, fulminándolo con la mirada ycontrayendo los labios en una mueca dedesprecio, le respondió: «Tú, Righi, tú eresCero.» Mientras tanto, nosotrospartiéndonos de risa, tapándonos la bocacon la mano, como monitos sobre un árbol,sabedores de que la profe se había pasadoun poco. Pero a ver quién era el guapo quese atrevía a defender a uno así. De maneraque, desde ese día, todos lo llamamosCero, y nació la leyenda.

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Hablábamos de él cuando nos fallabanlos demás temas, a pesar de que apenassabíamos nada de Cero y de que lo pocoque sabíamos era desolador: vivía en lascasas populares, el barrio más sórdido dela ciudad, al amparo de la estación; supadre sentía más afecto por la botella quepor la familia y cuando no bebía se ganabael pan como obrero; la madre que, encambio, trabajaba por dos, recibíaperiódicamente el agradecimiento de suconsorte con tanta fogosidad que hasta losempleados de urgencias se habían dadocuenta y, según se decía, ése era el motivode que los servicios sociales no lesquitaran ojo. Por si fuera poco, Cero novestía ropa de marca, lo que seconsideraba gravísimo, una auténticaofensa al estilo de la corte. Para colmo,alguien lo había visto comprandomarihuana a los tipos de la plaza detrás del

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colegio, y los de mi clase, que seatiborraban de pastillas y bebían comocosacos el sábado por la noche, no loconsideraban guay. Un tipo así no sefrecuentaba; si lo hacías eras un matado,alguien al que nadie habría aceptado en sugrupo. En cualquier caso, jamás lo habíavisto nadie en compañía de uno delinstituto. En suma, Cero sólo servía a laclase para reírse un poco y aliviar elaburrimiento de ciertos días. Habíarepetido exámenes un montón de veces,incluso lo habían suspendido en unaocasión, y todos los años los profesoresesperaban que no volviese a aparecer. Encambio, él se presentaba invariablementecon la típica mochila y los ojos fijos en elsuelo, propios del que sólo pretende que lodejen en paz. Durante dos años lohabíamos visto llegar y sentarse siempreen el mismo sitio, y nos habíamos reído sin

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saber por qué. Cero ni siquiera nos miraba,al igual que tampoco miraba a losprofesores que le pedían que les explicasepor qué no había hecho los deberes, que loescrutaban en silencio durante las pruebasorales en que lo acribillaban a preguntaspara las que carecía de respuestas. Elnuestro era el último curso y, con todaprobabilidad, lo aprobarían y él se iría consu silencio a otra parte. Si estabas conCero eras cero, incluso si tenías dinero oeras el mejor de la clase, el más guapo, elmás guay. Hacer ciertas cosas equivale aponerse una máscara; si te ocultas trasella desapareces y ya no cuentas paranada.

Al sentarme tengo la sensación deestar fuera de mí. Me zumban los oídos y elcorazón se me acelera, y eso que nisiquiera sé a qué se debe mi decisión. ¿Espor rabia? ¿Dolor? No, es demasiado banal,

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mi impulso no responde al dolor, del cualaún no sé qué forma tiene ni dónde se haescondido. Es que después de tu muertenada puede volver a ser como antes, soy elaprendiz de brujo al que nadie podráarreglar las cosas. No tengo nada queexpiar, no me siento culpable, lo único quenoto es que ha ocurrido algo y que la vidacambia, se transforma en algo que nohabías pensado, se convierte justo en loque habías visto que les sucedía a losdemás, sólo que esta vez te ha tocado a tiy debes reaccionar, liberarte de lascertezas, arrojar un puñado de barro sobrelo que siempre hiciste sin preguntarte porqué y acostumbrarte a lo imprevisto, a lapequeña chiflada que llevas dentro y quese muere de ganas de ponerse a gritar enel momento más inoportuno.

Ahora que estoy sentada sé que hasido un impulso incontrolado, algo que

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apenas unos meses antes me habríaparecido absurdo sólo pensarlo, que nohabría hecho bajo ningún concepto, nisiquiera colocada. Y, en cambio, aquíestoy, colgada de tristeza con una dosisridícula de locura, pegada al asiento, lacuenta atrás ha comenzado. Tres, dos,uno. Cero.

Y así empiezo el último año de instituto:trazando una línea que me separa de losdemás. Del resto del mundo.

Cuando me instalo al lado de Gabriele,éste ni siquiera se vuelve para mirarme,hace que me sienta invisible. Se quedainmóvil, no contrae ni un músculo de lacara. Con toda probabilidad piensa que lamuerte de mi madre me ha desequilibrado,eso si la noticia ha llegado a su planeta. Nole pido permiso para sentarme, ni me pasa

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por la cabeza que mi presencia puedamolestarlo. Me siento, y ya está. A partirde este momento somos Ale y Gabriele,igual que dos nombres grabados dentro deun corazón.

La clase sigue mirándome atónita yalgunos ríen como si hubiese hecho la cosamás cómica del mundo. Oigo que alguiensusurra: «Pero ¿se ha vuelto loca?»,aunque después todos se preparan para lalección. Los profesores que se suceden esamañana me lanzan una ojeada y, aparte deuno o dos que osan darme la bienvenida,nadie me dice nada. Sólo Sonia se vuelvedurante la clase de Matemáticas y me haceun gesto con la mano a la vez que abredesmesuradamente los ojos, como siquisiera saber qué narices estoy haciendo.La miro y alzo ligeramente la barbilla,cabeceo y finjo no entenderla. Cuandosuena la campana del recreo, salgo a toda

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prisa evitando a todos y me encaminoprimero a los servicios y luego al fondo delpasillo, donde están los de primer año, aquienes apenas conozco. Me apoyo contrala pared, al lado de la ventana, ypermanezco así diez minutosinterminables, esforzándome por no pensaren nada. Me digo que puedo continuar deeste modo hasta que acabe el curso y, unavez acabado, adiós, chicos. Ilaria, Barbara,Sonia. No tengo ningunas ganas derelacionarme con nadie. Con nadie. Quieroque todo sea diferente, aunque todavía nosé de qué manera. Quien dice que la vidasigue es un idiota. No, la vida se para. Eltiempo sigue su curso, pero la vida se paraun montón de veces dentro de sí y seconvierte en algo irreconocible. La partemás difícil es cuando te toca estar parado yesperar. Hoy he decidido aguardar sentadaaquí, en el último banco. Me resisto, no

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quiero que mi vida vaya a ninguna parte sinti.

Al entrar de nuevo en clase, me bastacon echar un vistazo para darme cuenta deque, entretanto, alguien me ha cogido labolsa y la ha colocado en el pupitre deSonia, en mi antiguo sitio. Por segunda vezesa mañana atraigo la mirada de todoscuando agarro la bolsa y la arrojobruscamente sobre el pupitre de Cero,quien, pese al ruido y la violencia del gesto,alza apenas la mirada y a continuación seinclina para recoger un lápiz que se hacaído al suelo con el golpe. Oigo a Ilaria,que susurra: «Vamos, chicos, dejadla enpaz...» «Eso es —pienso—, no os metáisdonde no os llaman.» Al final de la últimahora recojo a toda prisa mis cosas y memarcho sin despedirme de nadie. Al pasarpor delante de mi viejo pupitre, mirofugazmente a Sonia, que me saluda como

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si nada, como si hubiese sido una mañanaidéntica a las otras, como se hace con loslocos; por lo visto, está convencida de quemi actitud responde únicamente a lanecesidad de desahogarme y que tarde otemprano recordaremos este momentoespantoso en su pequeña habitación de unblanco tipo Ikea, abrazadas en el borde dela cama, llorando cada una en el hombrode la otra.

Bye-bye, my friend.Por la tarde voy a la piscina y por fin

consigo relajarme en el agua. Esa masalíquida azul claro es el único lugar dondelogro dejar de pensar, me olvido incluso dequienes nadan en la misma calle que yo.

Al agua me une un vínculo amoroso. Elflechazo surgió cuando tenía unos doceaños, y la artífice fue mi madre. Por aquel

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entonces yo tenía una amiga que sellamaba Cecilia, una niña delgada ytranquila con quien me sentía muy a gusto.Un día que fui a su casa a hacer losdeberes, pues íbamos a la misma clase, laencontré en compañía de una de susamigas de ballet. Estaban hablando delensayo, y sobre la cama había una falditade tul rosa que su madre le había cosidopara la ocasión. Sin pensármelo dos veces,la cogí y la miré extasiada. Luego lepregunté si podía probármela. No noté nisu expresión de alarma ni la sonrisitapérfida de su amiga. Cecilia soltó una risitay, a la vez que recuperaba la falda, me dijoque no, que si lo hacía se la ensancharía.Sentí una profunda vergüenza, sobre todoporque su amiga me miraba como si fueseuna bola de grasa. Jamás había pensadoen Cecilia y yo como la flaca y la gorda,éramos amigas, ¿qué importancia tenía

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cómo fuéramos? ¿Qué tenía que ver elafecto con nuestros cuerpos?

Apenas abrí la puerta de mi casa,rompí a llorar. Mi madre no logróconsolarme. A partir de ese día fuioficialmente gorda, pese a que sólo estabaun poco hinchada debido a la edad, lashormonas y demás. Incluso me pareció quelas trenzas, que me hacía meticulosamentetodas las mañanas para tener un aspectoaseado, aumentaban de repente devolumen.

Cuando mi madre me propuso lanatación, la idea de mostrarme al mundoen traje de baño me pareció poco menosque horripilante, si bien acabé aceptando,desesperada. Exceptuando el lanzamientode peso, creo que me sentía inadecuadapara cualquier otro deporte. No sabría decirqué me restituyó el agua, el caso es quefuncionó. Enseguida me di cuenta de que

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con el gorro y las gafas todos estábamoshorribles y que, aún más importante, elagua acogía mi cuerpo, probaba su fuerza ysu resistencia, en lugar de rechazarlo. Parasentirme a mis anchas bastaba conconcentrarme en el movimiento, en lugarde en la forma. El agua me quería, y yo aella. Me gustaban los nadadores lentos,que iban y venían por las calles sindetenerse nunca, como si estuviesen en elCaribe gozando de la cosa más hermosadel mundo. Deseé sentirme así, que micuerpo se olvidase de sí mismo y seconvirtiese en un movimiento puro, infinito.

Como siempre, me deslizo por la superficiedel agua sin detenerme jamás,concentrándome en la respiración, en lasburbujitas azules que se forman a cadabrazada. Me gusta imaginarme que, de

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repente, las paredes de la piscinadesaparecen y por fin puedo respirar bajoel agua y marcharme sin volver a emerger.

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20 de octubre

Ha pasado casi un mes desde que cambiéde pupitre y Cero sigue sin hacerme caso.Podría sentarme en sus rodillas, y nosucedería nada.

Llega a clase más o menos un cuartode hora después que yo, tira la mochila alsuelo (una mochila que ha conocidotiempos mejores) y luego, sin siquieraquitarse la cazadora, cruza los brazossobre el pupitre y apoya en ellos la cabeza.Le veo únicamente la nuca, cubierta detupido pelo castaño, y percibo el olor a fríoque emana de su cazadora, la misma que,como han recalcado repetidamente lascapullas de la clase, su madre le compróen un chino por quince euros, una imitación

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de la original, que sólo llevas si la robas otienes una familia que puede gastarse todoese dinero en una prenda. Yo tengo una.Me la regaló mi madre. Recuerdo quecuando me la dio le salté al cuello dealegría y ella negó con la cabeza, risueña,como si yo estuviera loca y me dijo:«Espero que te dure.» Ahora sé quedeberá durar toda la vida.

Matemáticas, Italiano e Historia.Cuando suena el timbre del recreo, estoytan cansada que daría lo que fuese porirme a casa. Al hacer ademán delevantarme, Gabriele se vuelveinesperadamente y me pide un cigarrillo. Lomiro y estoy a punto de decirle que repitalo que ha dicho, no vaya a ser que suspalabras sean fruto de mi fantasía. Yofumo poquísimo por la natación, perosiempre compro tabaco porque me molestatener que pedirlo. Confío en que no se dé

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cuenta de que me ha sorprendido. Meinclino sobre la mochila, que está en elsuelo. Cojo el paquete, se lo tiendo confingida indiferencia y espero a que se sirva.No necesito mirar alrededor para saber quetodos nos observan. Apenas me lodevuelve, lo meto de nuevo en la mochila ysalgo de clase. Tras cruzar el umbralintento desaparecer entre los estudiantesque abarrotan el pasillo. ¿Me ha dado lasgracias? No lo sé, tal vez sí, con una ligerainclinación de la cabeza. Sea como fuere,aun en caso de que lo haya hecho, lo quees seguro es que ni siquiera me ha mirado.¿Adónde irá a fumar? ¿A los servicios? ¿Alpatio? Bah. Las Cero respuestas.

Sin prisa, me dirijo hacia la ventana desiempre y empiezo a vaciar la mente detodo pensamiento. Miro invariablemente elmismo árbol, sigo la línea de sus ramas,observo las últimas hojas amarillas: es mi

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intervalo zen.

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25 de octubre

Gabriele Righi, alias Cero. Da la impresiónde que le importa un comino cómo lollamamos o lo miramos. Desde que meanulé, desde que me puse «a cero» yotambién, pienso que tampoco se está tanmal solo, apartado, y ya no siento lanecesidad de hablar de ropa, chicos eidioteces similares. Sonia todavía no hasoltado su presa e intenta arrancarme deese pupitre, de esa isla, sigue sincomprender que cuanto más insiste másme alejo de ella. Para mi desgracia, por lovisto ha decidido que soy su mejor amigay, desde que la evito, su misión personal,de manera que esa especie de Juana deArco no va a facilitarme la vida. Habla de

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mí con todas las chicas que conoce, meescribe emails, me manda SMS estúpidos y,valiéndose de personas a las que nisiquiera conozco, me envía invitaciones afiestas a las que nunca iré. Bien mirado, nologro recordar un solo motivo por el queantes la frecuentaba. No la soporto y, sinembargo, he pasado horas oyéndola hablarde sus lecciones de danza, de los chicosque le gustan, de los problemas con sumadre superrubia, superdelgada ysuperneurótica, y con su padre, superguay,supersilencioso y superpsicólogo. ¿Yofingía? No, sí, tal vez, no me acuerdo.

Ahora estoy en Cerolandia. Nuevo país,nuevas personas, en la práctica dos,Gabriele Righi y yo. Righi, el auténticoCero, el rey absoluto de un reino desierto,juglar a su pesar en una clase que nopierde una sola ocasión de reírse a sucosta. Y él les sigue el juego, nunca los ha

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decepcionado. Cuando lo llaman parapreguntarle, todos se vuelven a mirarloesperando el inevitable espectáculo. Sitiene ganas, se levanta del pupitre y,volviéndose hacia la ventana, suelta elhabitual «No he estudiado, profesor»; enotras ocasiones, en cambio, ni siquiera sepone del todo en pie: se queda con laspiernas flexionadas y, acodado en el banco,recita la frase de rigor y vuelve a sentarse.Los profes lo miran, él les devuelve lamirada. Ellos cabecean, él se encoge dehombros. Milagrosamente, a veces suenael timbre, y entonces se levanta y, sinsiquiera escuchar la sentencia —«Righi,voy a ponerte un cuatro»; «Righi, estásjugándote el suspenso»; «Righi, la próximavez te mando al despacho del director»—,sale a dar su habitual paseo por losjardines de Cerolandia, esto es, el patio delinstituto, un preso en su hora diaria de

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recreo. Apoyado contra la pared, fuma uncigarrillo y mira alrededor. No habla connadie ni nadie se acerca a él, y no porquelos rumores sobre su persona no resultenparticularmente atrayentes o porque tengaun aspecto amenazador: el problema esque cuando te mira comprendes al vueloque, a menos que te invite a aproximarte,te conviene irte con la música a otra parte.De su familia, sólo vi una vez a su madre,no sabemos si tiene hermanos ohermanas; Righi es de verdad un casoúnico. Sucedió en una reunión con losprofesores, hace más o menos tres años:era menuda, de rostro delgado y ojososcuros, afables. Vestía unos pantalonesnegros de corte amplio y una camisetaabotonada azul dos tallas grandes.Ocultaba el pelo en una boina oscura delana trenzada, prenda que también parecíahabérsela prestado algún hombre de la

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familia. Estaba apoyada en la pared delpasillo, sin mirar a nadie, sólo alzaba losojos si pasaba alguien y entonces sonreíatímidamente tratando de disimular sudesazón. Llevaba uno de esos bolsos deimitación que se compran en mercadilloscallejeros y lo estrechaba de tal forma quecasi parecía aferrarse a él. Ese día estabatambién mi madre, y cuando se dio cuentade cómo la observaba me regañó.

—Pero ¿qué he hecho?—No se mira a la gente de esa manera

—me contestó con severidad.—Es la madre del que ha suspendido —

dije, como si eso fuera una justificación.—¿Y qué? —zanjó ella.—No estoy haciendo nada malo —solté

—. Además, todos la miran.—Razón de más para que dejes de

hacerlo, ya me gustaría verte en su lugar.«¿Qué lugar?», pensé, pero decidí que

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no valía la pena discutir. Al volver a mirarlacomprendí, en efecto, que su situación nodebía de ser fácil: el bolso, la ropa y loszapatos recordaban los de ciertosancianos, si bien no parecía una vieja sinotan sólo una mujer pobre. Aparté la vista yme dediqué a observar a mi madre y a laspersonas que nos rodeaban. Recuerdo quepensé en lo difícil que tenía que resultar nosentirse incómodo cuando, al comparar tuvida con la de los demás, comprendías quetus circunstancias eran las peores.

Cuando entramos para hablar con laprofe de Matemáticas, ella lo hizo tambiény se sentó delante de la de Italiano, cercade nosotras. Oí que hablaba de Gabriele,que decía que era un buen chico, aunquemuy cerrado, que no se llevaba bien con supadre. Tenía una voz dulce y saltaba a lavista que los quería mucho. Escuchó sininterrumpir en ningún momento lo que la

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profesora le comentó sobre su hijo: que noestudiaba, que faltaba mucho a clase, queel instituto le traía sin cuidado. Mirándola,me pregunté qué habría ido a hacer allí. Nodaba la impresión de ser alguien quepudiese remediar nada, que tras regresar acasa se pusiera a esperar a su hijo paradecirle que se olvidara de la paga o delcoche. Me daba lástima, parecía que notenía nada ni a nadie. Cuando la profeacabó con su retahíla de quejas, la madrede Gabriele le pidió que intentase hablarcon su hijo, que requería paciencia peroque, en cualquier caso, era un chicointeligente que además dibujaba demaravilla: ¿había visto sus dibujos? Cuandola gilipollas de la maestra le respondió queen la vida no bastaba con dibujar y que enel instituto todos, hasta los conserjes,habían mostrado ya suficiente pacienciacon él, me sentí fatal. Oí que la mujer se

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disculpaba y que le daba la razón a laprofesora antes de salir de allí apaleadacomo un perro. Al vernos se acercó anosotras y nos preguntó por el aula delprofesor de Dibujo. A pesar de que alhablar se tapaba la boca con una mano,me di cuenta de que tenía los dientesestropeados. Sentí una punzada decompasión y me avergoncé de haberprestado oídos a todas las maldades quese decían sobre Gabriele. Mi madre leseñaló el aula y ella nos dio las gracias. Acontinuación salimos, pero durante un buenrato no pude quitármela de la cabeza.

Miro a Sonia y la veo hablar con Ilaria.Ahora están siempre juntas y lo que másrisa me da es la idea de que le hayan dadola espalda a la ex mejor amiga de Ilaria, ladulce y rubia Barbara, por el mero hechode que ésta se haya fijado en un tipo desegundo de bachillerato que le gusta a la

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arpía. Según parece, Ilaria los viocharlando en la puerta del instituto y esobastó para que la amistad se diera porfiniquitada en unas horas por alta traición:los chicos son de quien los ve antes y node quien los pretende. Con Sonia, encambio, Ilaria puede estar tranquila. Soniano es tan mona como ella, así que no lainquieta la competición. Hasta hace unosmeses se odiaban a muerte, y ahoraparecen uña y carne. Durará hasta elpróximo chico, hasta la próxima fiesta,cuando una de las dos suelte unaocurrencia estúpida y la otra se la tomecomo una afrenta.

Barbara, por su parte, ahora estásiempre con Silvia: en clase las llaman «laextraña pareja», y no porque entre ellashaya algo, sino porque Barbara es guapa ySilvia no. Ninguna sabe cómo saltó lachispa, porque Silvia es no sólo feúcha,

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sino también muy antipática, y Barbara nosuele frecuentar gente fea, según declaróen una excursión, provocando un gran corode silbidos y haciendo añicos el corazón devarios desafortunados ilusos que, con todaprobabilidad, seguirán pensando en ellahasta la jubilación.

Por eso adoro Cerolandia. La únicaregla que hay que respetar aquí es unriguroso silencio monacal: si quiereshablar, puedes hacerlo mediante gestos ousar el código morse, en caso de que loconozcas. Nadie te pedirá nunca nada másque el respeto de esta santa regla, nisiquiera te preguntarán cómo te llamas.Cualquier noticia procedente del mundoexterior se despedaza en sus confines y,cuando logra entrar, es como una ráfagade viento en un páramo desierto.

I love Cerolandia.

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31 de octubre

Examen oral de Inglés: me ofrezcovoluntaria y quedo muy bien. Respondocorrectamente a todas las preguntas sobreel Romanticismo. Ayer por la tarde meentristecí pensando en Mary Shelley y susfantasmas. Mientras la profe mepreguntaba, miré un par de veces aGabriele. Se había vuelto hacia la ventana,a saber en qué pensaba. Cuando regresé ami sitio, vi que estaba leyendo un cómic,lectura que no interrumpió ni cuando yoestaba a punto de sentarme y sin quererme di con la rodilla en una pata del banco,moviéndolo. Como si no existiese, como sialrededor no hubiese nada ni nadie.

Jamás lo he visto hablar, ni siquiera

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con los conserjes, lo digo en serio. No seune a los chicos cuando hablan de fútbol.Cuando nos mira un poco más de lohabitual, lo hace como si estuvieseobservándonos desde lo alto de su trono,en la sala más grande y tétrica de sucastillo de Cerolandia, y es evidente que loque ve lo aburre sin remedio.

Cerolandia tenía un rey taciturno ydesconfiado que jamás había traspasadolas fronteras de su reino. Nunca habíadeclarado la guerra. Era un rey al quecostaba entender, porque carecía dedeseos...

Pero no, algo tendrá que gustarle. Amenudo me pregunto lo que piensa durantelas clases, día a día, atrincherado tras el

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pupitre, sin nadie con quien intercambiar almenos dos palabras. Quizá siga algunalección, quizá algo de todo lo dicho aquídentro consiga atravesar su cortezacerebral. Dibuja muchísimo, es muy buenoen arte, y que conste que no soy la únicaque lo piensa. El profe le pidió un día quehiciese la caricatura de un maestro. Éleligió a la de Matemáticas, una mujerobesa y ceñuda, y la dibujó con su culograsiento encajado entre la cátedra y lapizarra, con las tizas flotando en suinmenso escote y el borrador latiendocomo un corazón entre sus gigantescastetas. Todos nos reímos, pero aún más elprofe, que con el folio en la mano le dijoque estaba muy bien a la vez que lo mirabafijamente, y que luego repitió para símismo «muy bien, Gabriele». De inmediatoempezó a circular el rumor de que el profeera maricón y quería engatusar a Righi, por

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eso lo había elogiado tanto. Pero el restode la clase y yo sabíamos que no eracierto, que aquellos comentarios eransimplemente producto de la envidia,porque resultaba duro reconocer que Ceroposeía un talento, sabía hacer algo, adiferencia de muchos de nosotros, que nospasamos horas y horas delante de loslibros sin conseguir aprender nada.

Cuando el otro día me pidió uncigarrillo, casi me alegré. Pensé que setrataba de una excusa para pegar la hebra,pero como no añadió una palabra más mequedé con la impresión de que sólopretendía fumar.

En Cerolandia todavía reina el silencio.

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5 de noviembre

Hoy Cero no ha venido a clase. Nadie mehabla y yo ocupo el lugar de mi rey.Dormito fingiendo tomar apuntes. Sólo meanimo e incluso hago alguna pregunta en lahora de Italiano: por lo visto, soy la únicaque ha acabado de leer El guardián entre elcenteno. Ese libro se ha convertido en miBiblia. «Pero la verdad es que no meimportaba qué clase de trabajo fuera contal de que nadie me conociera y yo noconociera a nadie. Lo que haría seríahacerme pasar por sordomudo y así notendría que hablar.»�Probablemente Cerosabría apreciarlo, podría prestárselo.

Ayer me pasé la tarde leyendo ycuando vino Rosa preparé el té para todas.

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Su presencia anima la casa. La ayudo adoblar la colada y charlamos mientras ellaplancha. Estos días, mi abuela parecesiempre cansada. Habla poco y cuando lohace se esfuerza en vano por aparentarserenidad. La noto cada vez más tensa,como si fuese a echarse a llorar o gritar encualquier momento. Creo que por eso le hapedido a Rosa que venga dos veces porsemana, así se distrae y quizá con ella sedesahogue, cosa que nunca hará conmigo.

Me pregunto qué hace Gabriele cuandono viene a clase, dónde pasa los días.Puede que tenga novia y esté con ella. Oquizá salga con una pandilla de matados,de chulos de barrio, y les hable delinstituto. Me lo imagino diciéndoles quesomos una panda de racistas, que losprofesores son unos fracasados, a la vezque dibuja; luego les cuenta que una desus compañeras, cuya madre murió hace

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poco, se sienta a su lado y no abre la boca.Entonces alguno le dice: «Pues deberíasayudarla», con la expresión típica de losmachitos que se las saben todas, y seechan a reír, y entonces Gabriel va y dice:«¿Yo? ¿Y qué tengo que ver yo?» Otro lesugiere en el mismo tono del de antes:«Quizá si lo intentas se le suelte la lengua,¿es guapa, al menos?» Y todos se partende risa de nuevo, ríen tan fuerte que nooigo la respuesta de Gabriele. Me imaginoa sus amigos carcajeándose y soltandogilipolleces mientras él dibuja sin hacerlesya caso. Lo envidio por eso que sabe hacertan bien y de lo que nunca alardea, de loque nunca se aprovecha, por ese talentoque oculta en las manos cerradas yhundidas en los bolsillos de su cazadora dequince euros. Si no se comportase como unautista, tal vez alguien se le acercaría.Porque feo no es: es alto, de complexión

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robusta sin llegar a gordo, con ojos decolor avellana claro y una boca bienperfilada y fina. Una vez hicimos unaclasificación de la clase, una de esaschorradas de chicas, y él quedó en undecoroso sexto puesto de un total de docechicos. Como no podía ser menos, ningunadijo que saldría con él, pero sólo porqueninguna tiene el valor de confesarloabiertamente. De todas formas, estoysegura de que Cero no está esperándonosa nosotras para salir con una chica.

Mientras vuelvo al aula después delrecreo, paso delante del trío Martini-Giacchetta-Luciani, los imbéciles de laaldea global, algo así como las hienas deScar, en El rey león, y al oír que se ríen nopuedo evitar escucharlos a hurtadillas.Repiten estúpidamente dos nombres —Cero y Zeta, que debo de ser yo— y sedesternillan de tal manera que los

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compadezco. A mí, en cualquier caso, elapodo me gusta. Zeta, ¿como CatherineZeta-Jones, o como Zeta, la hormiga? Quémás me da, pienso. Además, con la fugade cerebros que hay en clase podríahaberme ido mucho peor. Al cabo de unosminutos ni los oigo ya, me sumerjo en eltranquilizante silencio de Cerolandia.

Cero y Zeta, una pareja de extremos:el chico invisible y la chica sombra, doscompañeros perfectos, vaya.

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Invisible

La tumba de mi madre está al lado de la deuna chica, Maria, que murió en 1950 a losveintiocho años. En la fotografía se ve aMaria sonriente, con la cabeza ligeramenteladeada y los dedos de una mano apoyadoscon delicadeza en una mejilla. Una poseque seguramente le sugirió el fotógrafo.Siempre me ha gustado pensar que era elretrato destinado a un novio lejano, aunquenunca sabré la verdad.

Jamás he visto flores frescas en sutumba, sólo e invariablemente las mismasflores de plástico que han resistido a todaslas intemperies y se han teñido de unindefinido gris polvoriento, tallo incluido, demanera que siempre compro un par más

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para ella en la floristería. Quizá todos losparientes de Maria hayan muerto o vivanlejos, aunque da igual, a estas alturas laconsidero ya un poco de la familia.

Sobre sus tumbas se erige un ciprésgigantesco. Sus ramas, de un verde oscuro,se alzan varios metros hacia lo alto. Esprecioso, solemne, y eso me encanta. Lomás hermoso, sin embargo, es que Mariaesté cerca de mi madre. No sé por qué, nocreo que los muertos puedan verse o hacernada por el estilo, pero sé que mi madre sehabría parado delante de la tumba de esachica y se habría preguntado quién era, dequé murió.

Mi abuela y yo vamos al cementeriotodos los domingos sin decirnos palabra.Cada una desempeña sus tareas ensilencio: ella va por el agua y tira las floressecas, yo arreglo las frescas y barro bajo lalápida.

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Cuando era pequeña e iba alcementerio con mi madre para saludar a miabuelo, como decía ella, todo era distinto.Hablábamos sin parar y mirábamos lasestatuas de las tumbas más antiguas.Contemplábamos los altos cipresesrecortados contra el azul del cielo y el granpino con forma de paraguas que se elevabapor encima del muro que separa elcamposanto del huerto de los frailes. Lavisita no era triste y morir parecía algo tandulce como las flores, como la sonrisa deesas estatuas que tanto nos gustaban. Porentonces el cementerio era un lugar menossolitario, y yo creía que los muertos eranfelices y que ninguno sufría la soledad, quesólo eran invisibles e incluso se divertían.

Hoy, que es ella la invisible, buscosiempre el camino más largo de salida eintento descubrir algo nuevo en ese tiempoinmóvil.

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De Maria me gusta pensar que tal vezfue una chica alegre, al igual que mimadre, y que, como a ella, le gustaban lascosas sencillas y el cine o, mejor aún, elcinematógrafo.

A veces me las imagino paseando ensilencio: mi madre se pasa de vez encuando una mano por el cabello oscuro yMaria se lleva los dedos a los labios, con lamirada atónita por la vida perdida.

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9 de noviembre

Gabriele ha vuelto al instituto después detres días de ausencia. Sorprendiéndomeincluso a mí misma, probablemente porqueignoro lo que ocurre en mi cerebro despuésde que lo enciendo, le pregunto por qué noha venido los últimos días, como si ayernos hubiésemos pasado horas hablandopor teléfono o chateando en Facebook igualque dos buenos amigos. De repente memira a los ojos y me escruta como siquisiera averiguar si estoy tomándole elpelo.

—¿Entonces? —insisto—. ¿Por qué hasfaltado?

Para que se dé cuenta de que no estoybromeando, empleo un tono un poco duro.

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Por toda respuesta me suelta un pertinentenotemetasdondenotellaman que me hahecho y avergüenza. ¿Cómo se me haocurrido? Es más, ¿qué me ha hechopensar que podía atreverme a tanto? Sersu compañera de pupitre no significa nada,hace tiempo que lo sé, y además fui yoquien se autoinvitó. Me ha contestadocomo me merecía y me siento una idiota.Dios mío, qué ridícula. Me juro a mí mismaque nunca volveré a hacer algo así. Jamás.

Apenas suena el timbre, me levanto ycorro a refugiarme en el patio. Me uno alas de primero de bachillerato y escucho suconversación, que versa sobre tetas ynarices retocadas. De repente veo queSonia se me acerca, pero, en lugar deponer pies en polvorosa, decido que hoyincluso puedo hablar un poco con ella. Noobstante, juro que si empieza con elacostumbrado «Pero ¿qué te pasa?», esta

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vez le daré una buena colleja. En cambio,tiene ganas de bromear y me pregunta conuna sonrisa cómplice cómo se está en elsur. No capto la ironía enseguida, necesitounos instantes para comprender que serefiere a mi nuevo sitio.

—En el norte, querrás decir —replicodesdeñosa para darle a entender que suocurrencia no ha sido muy acertada. EnCerolandia tenemos un sentido del humormás refinado, pero ella no puede saberlo.Por suerte, el tema concluye ahí y mientrashago ademán de marcharme llega Micali(Lucio), de segundo C de bachillerato, y mepasa un brazo por los hombros.

—Bienvenida, princesa Zeta... Por finhas vuelto con nosotros después de tuexperiencia en tierra bárbara y enemiga.

Lo miro, a punto de mandarlo a freírespárragos, pero me contengo a tiempo yal final esbozo una sonrisa resplandeciente,

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aunque no le contesto. Me gusta que mehaya llamado princesa Zeta, ¿por quédebería enfadarme?

Después del recreo me encuentromejor, aunque de nuevo sentada ante elpupitre todavía me siento incómoda.

Me gustaría ser invisible. Una cosa queestá sola, en cualquier parte.

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En tus ojos

Ha pasado un mes desde tu muerte y en elrostro de la abuela sólo veo la mismaexpresión ausente. Hablamos poco, ellacocina, friega, en fin, hace cuanto ha hechosiempre, pero parece alguien a quien lehubieran arrebatado todo, víctima de unabrutalidad inaudita: está sombría y tienelos labios contraídos en una mueca deamargura. Cuando vuelvo a casa, seesfuerza por mostrarse amable y mepregunta cómo ha ido el instituto, pero lecuesta mucho. No se lo reprocho, en elfondo me sucede lo mismo.

Ahora que ya no estás, misocupaciones me parecen un sinsentido,como recitar de memoria un guión en que

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no abundan las improvisaciones.Me duele ver a la abuela así, hace que

me sienta aún más vulnerable y sola. Mipresencia no mejora la situación. A unahija no la sustituyes con nada, y aunque séque me adora, no es lo mismo. A veces lamiro y la imagino sentada encima de untejado tras un terrible temporal; todo loque amaba ha quedado sumergido en elagua y el barro, y no tiene el menor deseode que la salven, le puede la rabia de habersobrevivido. Hace que me sientacondenadamente triste, una tristeza queno es de esas que se dejan moldear paraasemejarse a algo más dulce y ligero. Separece a la piedra, imposible hacerle lamenor muesca, te impide moverte, eso estodo. Me gustaría ayudarla de algunaforma, pero no consigo hacer nada, alcontrario, prefiero hacer caso omiso deella. Su angustia es el espejo de la mía y

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no quiero verla, me niego a mirarme en eseespejo embrujado. Así que hacemos comosi nada, nos arrastramos a lo largo de lasparedes de nuestra soledad procurandoque nuestras miradas no se crucen.

Siempre decías que la abuela y yo nosparecíamos. Nos llamabas «las condesasceñudas» cuando, al volver a casa, nosencontrabas a cada una en un extremo,prisioneras de nuestros pensamientos.Eras tú quien alejaba las sombras y rompíalos silencios. Todavía recuerdo cuando oíagirar la llave en la cerradura y entrabas:dejabas el bolso, abrías las puertas, tu vozse difundía por todas partes, retomabas lasconversaciones interrumpidas, hacías queencontráramos las palabras, después tedescalzabas y te sentabas en el sofá comosi pretendieses recoger todas nuestrasreflexiones, y nos mirabas.

En esos momentos la abuela y yo nos

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juntábamos en tus ojos y nos dábamoscuenta de lo mucho que nos parecíamos.

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16 de noviembre

Hace unos días ha empezado a hacer frío,ya no voy tan a menudo a la piscina. Si notengo nada que hacer, como hoy, cojo lamotocicleta y doy una vuelta por la playa,sola, notando el viento en el pelo, la arenaentre los dientes y ese aroma, esos coloresque me sosiegan. Deambulo con la vespadurante horas sin rumbo fijo, sin ver anadie. Vivo el instante, sin mirar adelanteni atrás. Existo.

Entre la ciudad y la playa hay más omenos tres kilómetros. Una larga avenidaflanqueada de altos pinos marítimos divideen dos el parque y, justo cuando estoy amitad, la motocicleta empieza a darbandazos y la rueda trasera a ir a la suya.

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Lo que me faltaba, he pinchado. Enseguidame embarga la ansiedad. Estáoscureciendo y a estas horas el parque nolo frecuentan, digamos, boy-scouts. Por sifuera poco, no se ven muchos coches enlos alrededores y los que circulan frenan alpasar por mi lado, haciendo que el corazónse me desboque. Avanzo lentamente sinmirar en torno, empujando mi caballo dehojalata. Dos kilómetros no son tantos,pero se hacen interminables si en losmárgenes de la carretera en cuestión nohay casas y es de noche. De repente oigoun par de motos a mi espalda. Cuando meadelantan, los dos conductores se vuelvenpara mirarme, pero no frenan, siguen sucamino. Mientras los veo alejarse, uno delos dos toca el claxon y hace un ademán asu compañero para que se detenga. Separan a una distancia considerable y, a lavez que hablan, se vuelven para

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observarme. Luego, el de la izquierdainvierte el sentido de la marcha y se dirigehacia mí. ¿Y ahora? El corazón va aestallarme, pero trato de no dejarme llevarpor el pánico, aminoro de nuevo el paso,meto una mano en el bolsillo y aprieto elmóvil. A pocos metros de mí, se detiene yse alza la visera del casco. Yo también meparo y lo escruto. Siento el corazón en lagarganta y aprieto con tanta fuerza elmóvil que voy a triturarlo. De repente, eltipo se quita el casco, igual que un ladrónque en el momento más emocionante sedespoja de la máscara y revela suverdadera identidad, y me quedoboquiabierta. Es tal la sorpresa que estoyen un tris de restregarme los ojos, pero mereprimo. Delante de mí, más silencioso quenunca, está él, Cero, alias Gabriele Righi,mi Caravaggio mudo, mi artista solitario.Inmóvil, sobre su motocicleta hecha polvo,

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espera a que le diga algo.—Vaya, eres tú... —suelto expulsando a

la vez todo el aire que he contenido—. Mehas asustado —añado sonriendo. Por finpuedo relajarme—. He pinchado —le digoy, con ojos implorantes, le pido—: ¿Meechas una mano?

Debo de darle mucha pena, porque sinpronunciar palabra baja de su motocicletacon gestos comedidos y lentos, pone elcaballete, se acerca a mí y se agacha paraexaminar la rueda.

—¿Tienes el espray? —me pregunta sindejar de observar la rueda.

Sí, pero no sé usarlo. Mientras él sepone otra vez de pie, alzo el sillín y se loenseño. Del resto se ocupa Cero, y al cabode diez minutos tengo una flamante rueda,al menos por ahora, y reboso gratitud portodos los poros. Le doy las gracias un sinfínde veces, él se encoge de hombros y a

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continuación me pide un pañuelo. Al buscarlos kleenex encuentro también el tabaco yle ofrezco un cigarrillo. Niega con la cabezay coge los pañuelos; mientras se limpia lasmanos con parsimonia, sólo alza los ojosdos veces, y su mirada se cruza con la mía.Entonces advierto que la suya no es lahabitual indiferencia que me dedica enclase, esta vez me parece más cohibido, demanera que desvío la mirada hacia elparque.

—No es el sitio más idóneo para paseara estas horas —comenta con semblanteserio, al tiempo que tira el pañuelo al otrolado de la cuneta.

—Estaba volviendo a casa —meapresuro a responder—, pero luego... —Yle señalo la rueda con el pie.

Miramos unos segundos la vespa, comosi pudiese hablar y decirnos lo que opina, yluego nos escudriñamos de nuevo,

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azorados. Ahora que no estamos enpresencia de una clase que nos espía esdiferente.

—Bueno, pues ya está arreglado —digo—, gracias por la ayuda. —Sonríolevemente.

—De nada —contesta, y me sonríe porprimera vez. Es una sonrisa a medias, nouna de esas que te desplazan las mejillas yte achican los ojos, pero es bondadosa ysolidaria, así que me reconforta.

—Gracias de nuevo —repito—, nosvemos mañana en el instituto.

—De acuerdo.Se vuelve hacia su motocicleta. Deja

que yo arranque primero y me sigue hastaque llegamos al centro; luego, en unarotonda, toca dos veces el claxon y, almirar por el espejo retrovisor, veo que alzauna mano para saludarme antes dealejarse.

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Me paso la noche pensando en él,como si fuese el chico que llevarapersiguiendo toda la vida y que hoy, porprimera vez, me hubiera dirigido la palabra.Cuando llaman Angela y Claudia parapreguntar por mí, me muestro ausente ycontesto con monosílabos, dando laimpresión de que me importa bien poco loque digan. Me siento una estúpida, aunquea la vez un poco eufórica. ¿Será que megusta y, por tanto, sólo estoy alegreporque se ha mostrado amable conmigo?En Cerolandia redoblan los tambores:hemos roto la regla sagrada del silencio.

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Gabriele te habría gustado

Estoy segura. A su madre, ¿te acuerdas?,la viste en las reuniones con losprofesores, es la que nos preguntó dóndeestaba el de Dibujo. Sí, te habría gustado.Te encantaban los tipos como él, los quepasan olímpicamente de todos, los quetienen siempre a todos en contra y, deimproviso, sacan un lápiz de su chaquetade plástico y te sirven el mundo en untrozo de papel, sólo para ti. Le habríasdicho que te gustaba el invierno y lehabrías pedido que te dibujara la ciudad enciertas noches frías en que las luces sereflejan en el asfalto, brillante por la lluvia.Y a ti no te habría dicho que no, porque túsabías pedir las cosas. Estoy segura, le

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habrías pedido la ciudad, en exclusiva parati, y al final habrías elogiado su dibujo conojos de admiración. Con el corazón. Odioesa expresión, pero no encuentro otramejor para referirme a cuanto teconcierne.

Eso era justo lo que te gustaba: laspersonas inusuales, las sorpresas, lascosas insólitas. No te daban miedo y conuno así no te lo habrías pensado dos veces.Te habrías mostrado amable con élenseguida, y luego lo habrías acribillado apreguntas sin demostrar estúpidosprejuicios ni temores. Quizá lo habríasinvitado sin más al cine o a dar un paseo.Igual que aquella vez en que te confié queme gustaba un chico y tú, como si fuese lacosa más natural del mundo, me sugeristeque lo invitase a comer. Te contestéirritada que no se podía actuar siempre así,que el trato con las personas requería

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ciertas maneras —yo, la gran experta—,que no había que comportarse como tú. Aveces te entusiasmabas tanto con lascosas, con las personas, y lo manifestabasde una manera tan ingenua, que confrecuencia me avergonzaba de ti, sobretodo cuando venían a casa mis amigas.Quería que fueses una madre como lasdemás, una que nunca se entromete, y encambio daba la impresión de quepretendías demostrar justo lo contrario yparecer distinta. En esos momentos teodiaba, me decía que eras la única culpablede que mi padre se hubiese marchado.¿Cómo se podía convivir con alguien así? Alfinal, cuando mis amigas se iban, siemprereñíamos y tú respondías a mis críticasresoplando, como si yo fuese la personamás aburrida del mundo. «Pero ¿qué hehecho? —repetías sin cesar—. ¿Qué hedicho?» Y cuanto más me enfadaba, más

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me hacías pasar por una loca furiosa. Losdías siguientes a nuestras peleas nisiquiera soportaba que me preguntasescómo me había ido en clase. En realidad,siempre fingías, porque jamás teenfadabas. Incluso cuando salía el tema demi padre y yo te vomitaba todas misidioteces, preferías callar y encerrarte en timisma en vez de contestarme. Teensombrecías por unos instantes y revivíasciertos momentos, dolorosos y remotos, delos que yo nunca llegaría a saber nada,pero al final acababa saliendo vencedora tumejor parte. La rabia se rendía a tudulzura, a tu alegría, y volvías a ser la desiempre, una mujer un poco anárquica,extraordinariamente afectuosa.

Si hubiese conocido a alguien de miedad con tu carácter, habría sido mi mejoramiga. Estoy segura, y también de que mehabría mostrado más indulgente con ella

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de lo que fui contigo.Tu alegría me gustaba, pero en

ocasiones la rechazaba simulando que meparecía estúpida e inútil. A mi rabia, encambio, la consideraba profunda yjustificada.

Ahora echo mucho de menos tu alegría,tanto como la amiga que jamás tuve.

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17 de noviembre

A pesar de lo que sucedió ayer, he decididoque Gabriele no me interesa. Aun así, hoypara ir al instituto me he puesto unosvaqueros ceñidos y un corto suéter violetaque apenas me llega al ombligo. No sécuánto tiempo hacía que no me vestíadelante del espejo. Nunca me heconsiderado sexy, pero, gracias a lamelena larga y a los años dedicados a lanatación, el efecto no está mal.

Cuando llega Gabriele me encuentrainclinada sobre el libro de Historia,esforzándome por contestar a laspreguntas del final de la página. Alzo lavista y lo saludo con una tímida sonrisa yen voz baja, para que los demás no me

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oigan. Él se sienta de través en la silla,dándome la espalda, y su comportamientono difiere en nada de las otras mañanas.Deja la mochila en el suelo y saca elconsabido cuaderno multiusos sin siquieramirarme. La sonrisa se me marchita en loslabios y me pongo como un tomate. Pormuy bajo que haya sido mi tono, esimposible que no me haya oído, de maneraque me siento incómoda y ridícula, y mepregunto si ayer fue realmente él quien meayudó. No ha hecho el menor gesto a modode respuesta, así que, una vez pasada lasensación de extravío fruto de la punzantedecepción, siento tal rabia que me gustaríagritarle a la cara lo gilipollas que es. Pasolas primeras horas dándole vueltas alasunto y prácticamente no presto atencióna las clases. No soporto que la gente mehaga sentir tan idiota, juro que me lapagará.

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En la pausa no sale, permanecesentado. Lo imito y me quedo esperando,no sé qué. De repente veo que Pietro, elhijo de uno de los abogados más ricos dela ciudad, se dirige hacia nosotros y seplanta ante mí. Procurando que lo oigaGabriele, me invita a la fiesta que haorganizado mañana por la noche en sucasa: una superfiesta en su supercasa.Querría rehusar, porque ya me imagino lavelada, pero las ganas de vengarme delGran Cero me impulsan a aceptar.

—Vale, gracias por la invitación —respondo, y balbuceo algo que no se sabemuy bien si es un sí o un no.

Por supuesto, no tengo la menorintención de ir, pero tampoco quiero dar aeste Caravaggio de aquí al lado lasatisfacción de pensar que soy unacenicienta con la que nadie quiere ligar. Él,por su parte, sigue dibujando impasible, al

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punto de que casi me entran ganas decoger el cuaderno y tirarlo por la ventana.Si aguanto es sólo porque no se merecetantas atenciones.

Cuando acaba la mañana, meto miscosas en la mochila y me marcho,enfadada y decepcionada. ¿Por quédemonios creía que hoy sería diferente?¿Qué podía esperar de uno al que todosllaman Cero? No dejo de repetirme que soyidiota, una verdadera idiota.

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Hago el listado de objetos detu habitación

Volver a casa es lo más difícil. Está todotan silencioso, tan ordenado... el tiempo sedetuvo aquel día. La puerta de tudormitorio está siempre cerrada, siempre.Rosa es la única que entra para abrir lasventanas. Bueno, no, no es la única. Yotambién entro, algunas veces.

Tu bata sigue colgada tras la puerta ybajo la cama están tus viejas sandaliasBirkenstock. En el armario aún están todoslos vestidos, salvo uno: el de seda azulclaro con la chaqueta a juego. Lo llamabastu traje Armani, pese a que no lo era, y tesentaba de maravilla. Ése ya no está. Eratu vestido preferido, me lo dijiste varias

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semanas antes de morir: «Es el vestidomás bonito que tengo», dijiste: recuerdolas palabras pero no la voz, y nunca sabrési hablaste por hablar o si intuías ya tumuerte. En cualquier caso, fue terrible ytuve que darme media vuelta paraocultarte las lágrimas que no conseguícontener.

A un lado del armario, a la derecha,está tu bolso. Dentro, todas tus cosas: lacartera, la agenda, un par de libretas,bolígrafos y otros objetos por el estilo. Elmóvil, claro. Todo sigue ahí, en el bolso,igual que la última vez que lo usaste para iral hospital. Después suspendieron laterapia y nos dijeron que era inútil volver,que bastaba una enfermera para las cosasque aún cabía hacer. Pocas, en realidaduna sola: esperar. A partir de ese día novolviste a coger el bolso. En ocasionesmeto las manos y toco su contenido,

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porque pienso que en esos objetos todavíaqueda algo tuyo. Una vez llamé a tu móvil yesperé imaginando que tu voz me decía:«Soy mamá, Alessandra, ¿dónde estás?»

Junto al bolso hay un frasco de perfumemedio vacío. Te lo regalé yo, y te encantó.Muchos de tus jerséis huelen a él. Sobre lamesilla de noche están los últimos librosque me pediste que te comprase. No losacabaste. Apoyado en la cómoda, el bastónque usabas para caminar. A menudo mesiento en uno de los sillones a los pies dela cama y te imagino durmiendo. Me quedoallí sin saber qué pensar. Me siento comotu bata, como tu bolso, como tus zapatos.

Abandonada por tu amor.

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21 de noviembre

Me encanta el invierno, este frío urbano deniebla y lluvia que me envuelve y protege,pero no puedo decírselo a nadie. Es señalde equilibrio mostrar un sano amor por elcalor, el verano y las sandalias; si se teocurre afirmar lo contrario, te toman poruna depresiva.

Exceptuando el tiempo que estoy en elinstituto, paso las tardes sola y sin echar anadie de menos. Con Righi sigo saboreandoel consuelo que me procura nuestra fríaconvivencia en los páramos desolados deCerolandia.

Fantasías aparte, creo que miscompañeros tienen razón, Cero no esnormal, le falta algo y ciertos días parece

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de otro planeta: Cerolandia, eso es, unlugar donde las palabras siempreestuvieron prohibidas. En clase, en cambio,hoy se habla por los codos porque, comotodos los años, dentro de poco secelebrará la fiesta en el Mouse, un local dela zona normalmente frecuentado por todotipo de colgados, pero que en ocasionescomo ésta, de un solo día, se vuelve in, y siuno no va se lo considera un marginado.Los de segundo de bachillerato, es decir,nosotros, alquilan el local y se ocupan de laventa y gestión de las entradas, que sevenden por media ciudad. El resultado esuna barahúnda infernal de cuerpos, músicaensordecedora, gente que duerme o quefolla en los servicios, o acaba comatosa enlos rincones en penumbra del local. Latradición exige que todas las chicas acudanacompañadas de un chico y, por tanto, unasemana antes de la fiesta se desata la

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caza del hombre, la cual genera un sinfínde cotilleos y las parejas más insólitas:menos de la mitad sobrevive a la velada,un veinte por ciento celebra el mes de viday sólo un modesto cinco por ciento seconsolida como tal. El año pasado no asistípara quedarme con mi madre, pero éste hedecidido no perdérmela. Sé que puedeparecer estúpido, pero es así. Yo tambiéntengo ganas de escoger a alguien, devestirme bien, de que vengan a recogerme,de desmadrarme un poco y, quién sabe,puede que también de algo más (merefiero al sexo, claro, las drogas nimencionarlas).

Paso revista a la fauna masculina delos posibles candidatos, pero los únicosque me vienen a la mente son los másimprobables. El primero es Roberto.Segundo A de bachillerato, esbelto y rubio,tipo juventudes hitlerianas, educado,

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tranquilo, sólo lleva jerséis de cachemira,no fuma, no bebe y habla en vozsumamente baja. Conclusión: con uno asíno vas a una fiesta, sino que te quedas enel laboratorio de ciencias haciendoexperimentos con ranas. Luego está Luca.Segundo B, complexión normal, no muyalto, ojos y pelo castaños, siempredisponible, bueno como el pan pero uncoñazo, controla en todo momento lo quehaces, con quién hablas, cuánto bebes, unasuerte de cura: alguien que habrá dichoque sí a todas las del colegio a quienesnadie ha invitado, y con toda probabilidadyo sería la vigésimo primera. Y por último,grado de dificultad elevadísimo, Giovanni.Segundo A, pelo castaño oscuro, ojosverdes, inteligente e irónico, arrogante osimpático según la persona que tienedelante y cómo decide conducirse. El añopasado me tiraba un poco los tejos y si, a

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la salida de clase, me paraba a charlar conalguien, siempre se me acercaba. En unaocasión incluso me ofreció llevarme enmotocicleta. Es muy hábil con las chicas yninguna, digo bien, ninguna logra hablarcon él sin caer en la onda verde de susmaravillosos ojos. Por supuesto, a un tipoasí le sobran las propuestas y el riesgo detener que tragarse un «no-puedo-guapa» yacabar en boca de todos es elevadísimo. Lacompetición sería demasiado dura y, sibien pretendo perder un poco los papeles,también quiero que sea una cosa tranquila,casera, por decirlo así. Con un tipo comoGiovanni te sientes siempre el centro de laatención, y yo lo único que necesito esrelajarme. De modo que al final medesanimo y me parece que tampoco iréeste año. No obstante, aún faltan variosdías y cabe que aparezca un desesperadocomo yo que me invite en el último

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momento.

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22 de noviembre

Ayer estaba convencida de que este añoiba a quedarme otra vez en casa, pero hoy,en el recreo, ha pasado algo increíble. Laprovidencia ha salido en mi ayuda y haarrojado a mis pies a Marco, a quien Mara,una de segundo C, acaba de dejar.Atrapado desde hace un año en un tira yafloja que, según las afiladas lenguas delinstituto, duraba ya demasiado, por finreunió el ánimo necesario —al menos esome ha contado— y rompió con ella parasiempre. No especifica de qué ánimo setrata, ni yo se lo pregunto, al igual quetampoco me interesa si la ruptura esdefinitiva o no. Dada la suerte que hetenido, me abstengo de todo comentario.

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¿Qué más podía desear? Marco essimpático, no es un capullo, y, por si fuerapoco, puesto que todavía está enamoradode Mara, seguro que no intentarápropasarse a partir de las once. A pesar deque todavía faltan tres días, planeamos lavelada: aperitivo en la plaza a las siete,pizza y cerveza en la taberna de Lucio a lasnueve, y después la vorágine del baile.

Mientras hablo con él, advierto queSonia no me quita ojo. Quizá estépensando que mi fase depresiva ha tocadoa su fin y que estoy volviendo a lanormalidad. Pero la curación todavía quedalejos, y lo que a ella le parece una señal deprogreso, en mi caso se trata de un simplemomento de euforia pasajera. Si hablaseun poco más con su padre, ilustrepsiquiatra, sabría que soy un caso típico debipolaridad y, además de quedarsetranquila, dejaría de rondar a mi alrededor

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y de darme la lata.Respecto a mi ilustre vecino, su

majestad el rey Cero, como de costumbrenadie le ha preguntado nada y, según creo,tampoco ha invitado a ninguna chica. Asaber lo que me habría contestado si se lohubiese propuesto. Mientras estoyhablando con Marco, Cero me mira dosveces, la segunda de manera másprolongada, luego se inclina sobre elcuaderno de siempre, que usa para todaslas materias, y garabatea algo: ¿no seráque hoy lo he inspirado y estáretratándome? Me sorprendo sonriendosola: soy Zeta, la musa o, mejor, la musa-huraña.

A la tercera ojeada lo miro tambiénfijamente. Ninguno de los dos da su brazoa torcer. Marco ahora habla con mi orejaderecha, porque me niego a bajar la vista,aunque al final acabo rindiéndome, pues

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me siento una provocadora y bajo ningúnconcepto quiero que Cero piense eso demí. Charlo con Marco unos minutos más ylo acompaño a su clase. Cuando vuelvo a lamía, Cero está jugando con el móvil y meignora. Qué novedad. Ha cerrado elcuaderno, así que no puedo ver lo queestaba dibujando. Por descontado no erayo, ¿cómo puede habérseme ocurrido? Latentación de preguntarle si va a ir a lafiesta es casi irresistible, pero al final optopor la indiferencia total y cuando suena eltimbre salgo a toda prisa para no hacermás gilipolleces.

En la segunda rampa de la escalera yame he arrepentido: ¿qué mal había enpreguntárselo? Total, ya he recibido unvete-a-hacer-puñetas, así que no mehabría muerto porque me hubieran soltadootro. Miro a mi espalda, pero no lo veobajar. Todavía dudo un instante, pero luego

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me dejo arrastrar hacia la salida.

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26 de noviembre

Al principio, todo sucede según lo previsto:el aperitivo (bueno, los aperitivos), lapizza, las cervezas y los digestivosdirectamente, sin pasar por el café. Cuandollegamos al Mouse estamos ya bastanteeufóricos y, una vez dentro, seguimosdándole, yo al vodka y Marco al tequila.Mientras hablamos y bebemos apoyados enla barra, aparece Mara de improviso, mefulmina con la mirada y le grita algo aMarco. La pelea estalla de inmediato perono dura mucho, ya que al cabo de unosminutos ella se marcha, seguida por él, queme deja sola como una idiota delante delbar. Miro en derredor en busca de carasconocidas y entonces alguien me abraza

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por detrás y me susurra un «hola» justodentro del pabellón auditivo. No necesitovolverme para saber quién es. AunqueGiovanni ya va un poco cocido, se halla enmejores condiciones que yo. Me preguntasi estoy divirtiéndome insuflándome sucálida voz en la oreja, como corresponde alperfecto e irresistible (Don) Giovanni, y meconfiesa que está enfadado conmigo,porque le habría encantado acompañarmea la fiesta, pero Marco se le adelantó. Medispongo a soltarle que es un mentiroso,pero al volverme y mirarlo a los ojos lamentira empieza a gustarme. Mientras mehabla con su cuerpo pegado al mío y susmanos en mi cintura, su voz me hipnotiza yel perfume, que he notado en más de unaocasión y que sintoniza perfectamente consu camisa blanca y sus ojos verdes, meaturde. Y todo el vodka que llevo en elcuerpo se lo dice, pese a que debo

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esforzarme para hilvanar las palabras.Cuando pide otros dos, pienso que tal vezdebería parar, pero cuando tengo la copadelante la apuro de un trago. La músicasuena a todo volumen, el local estáabarrotado y Giovanni sigue hablando, apesar de que sólo oigo la mitad de lo quedice, esto es: que soy mona, aunquedemasiado tímida (¿?), y que lamenta loque le ocurrió a mi madre. En ese precisoinstante la idea de que, cuando vuelva acasa, no la encontraré levantadaesperándome, sea cual sea la hora de lanoche, me resulta insoportable y hago ungran esfuerzo por no llorar. Sin embargo,toda la tristeza que he tratado demantener alejada con el vodka se precipitasobre mí como un río en crecida que haroto los diques. Sólo percibo el estruendode la música y el cuerpo de Giovanni, queme aprieta. Empiezo a sudar y siento que

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me arde el estómago. Lo aparto con unademán brusco y me abro paso entre lagente buscando un sitio para sentarme. Medoy cuenta de que me he pasado muchocon el alcohol, pues apenas puedo ponerun pie delante del otro. Choco contra dostipos que me empujan con malos modos;por suerte, Giovanni sigue a mi espalda,me aferra un brazo y me lleva a uno de lossilloncitos en una de las zonas más oscurasdel local. Sentada, con la cabeza echadaatrás, cierro los ojos. Cuando vuelvo aabrirlos, unos segundos más tarde, veo lacara de Giovanni sobre la mía. Empieza aacariciarme el pelo y besarme. Respondomecánicamente a sus besos y ni siquiera lorechazo cuando me mete la mano bajo elsuéter y los dedos bajo el sujetador. Luegosu mano empieza a deslizarse hacia abajo,hasta que la noto entre las piernas.Entonces trato de apartarlo, pero él, sin

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atender a razones y con los labios pegadosa mi oreja, susurra que me esté quieta.Llegado un momento se detiene y,ladeándose con un gesto torpe quepretende ser una caricia, me pasa unamano por el pelo y me pide que melevante, que nos vayamos. Finjo noentenderlo y lo miro con los ojosentornados y sonrisa de borracha. Dadoque no me muevo, me coge de un brazo.

—Vamos, levántate —me apremiairritado.

Cuanto más lo miro, menos ganastengo de moverme. Y de repente se losuelto, igual que antes le confesé que megustaba su perfume:

—No tengo la menor intención de irmecontigo. ¿Quién coño te has creído queeres?

Me sale así, una frase pescada por elalcohol en algún rincón de mi mente,

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donde, por lo visto, la metí a la espera deutilizarla alguna vez. Esta vez. Su boca mededica una sonrisa preciosa, pero sumirada trasluce lo cabreado que está.

—Maldita capulla deprimida, que te denpor culo —me espeta, y se aleja.

Estoy sola —realmente sola— en estesilloncito de mierda, rodeada de merdosos,y me siento tan mal que un segundodespués empiezo a vomitar sobre lamoqueta burdeos del Mouse.

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Hago el listado de cosas queno hice por ti

Te gustaba deambular por los mercadillos,por las ferias, ese tipo de cosas, perobastan realmente los dedos de una manopara contar las ocasiones en que teacompañé, y sólo después de que me lorogases mil veces, de la promesa de unregalo o el permiso para hacer algo o ir aalgún sitio con mis amigos. Casi siempreacababas yendo sola o te acompañabaalguien que daba señales de vida en elúltimo momento. Justo semanas antes demorir, me pediste que fuéramos a dar unavuelta al mercado para comprarte una batamás ligera, pese a que el médico se habíaopuesto. La abuela, que te conocía, se

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alarmó enseguida, y yo también. Tus ojosse velaron de tristeza, pero hiciste caso almédico y eso nos tranquilizó. De nuevohabías hecho algo por nosotras. Hoyreconozco mi error. Debería habertecargado a mi espalda y haberte llevado adonde querías a toda costa.

En ocasiones me preguntabas si podíasacompañarme a la piscina, a pesar de queapenas sabías nadar. Cuando no terespondía con una seca negativa,encontraba mil excusas para ir sola. Laverdad era que no quería que me vierancontigo. Jamás te enfadaste, sé que teentristecía, pero aun así nunca insististe,nunca. Cuando me lo proponía, sabía serdura y arrogante. Ni siquiera sé de quépretendía defenderme comportándome así,de qué me avergonzaba. Cuando llovía,ibas a recogerme, pero no entrabas. Si hede ser franca, temía que te pusieras a

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charlar con cualquiera y me hicieras quedaren ridículo con los chicos del curso denatación, o que te lanzaras a nadar comociertas señoras regordetas. Me negaba aque te viesen conmigo y que dijesen queeras una mujer abandonada por suhombre, no quería que hablaran mal ni deti ni de mí. Pero al mismo tiempo sabía quecualquiera que hubiese hablado contigo mehabría dicho después que tenía una madresimpática e incluso guapa. Cuando mepreguntabas cómo te sentaba el traje debaño, siempre te respondía con airealtanero que bien, nunca que estabasguapísima, como si el cumplido fueseirrelevante, como si me importase uncomino. Y no era cierto, claro que no,porque el traje de baño te quedaba comoun guante, te marcaba las curvas justas enlos lugares justos.

A veces, mientras nado, pienso que

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estás ahí y me miras, lista para alzar unbrazo y saludarme cuando al llegar al finalde la piscina me vuelvo hacia el graderío yte busco. Imagino que me sonríes y medices: «Aquí está tu madre.» Te veoenfundada en tu trenca oscura. Daría loque fuese para que todos pudiesen verteahora, pero sólo yo te veo.

Mencionar a mi padre estabatotalmente prohibido, la regla la habíaimpuesto yo. La única vez que lo intentastete ataqué con dureza. Me habías dicho que,después de que te abandonase, te habíasnegado a que se ocupase de nosotras,incluso a que nos enviase dineroocasionalmente. No vivía en la mismaciudad que nosotras. Me habrías explicadoque él habría mandado algo, pero quejamás habría accedido a venir aconocerme, porque nunca había queridouna hija. Debido a ese rechazo, te acusé

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de haber pensado sólo en ti, en tu orgulloherido, y no en mí. Eras la única culpablede que él no hubiese vuelto a dar señalesde vida, de nuevo te habías comportado atu manera, sin pensártelo dos veces, sincalcular las consecuencias, sobre todo paramí, y ésa fue la mentira en la que siemprequise creer en lugar de considerar que mipadre había desaparecido de nuestrasvidas porque su hija le importaba uncomino. Desde entonces no volvimos atocar el tema y al final ni siquiera quise versu foto, o saber dónde vivía, y me negué entodo momento a escuchar tus razones. Enrealidad, sabía de sobra que había sido lomejor, que me habías evitado un tiempo deesperas, ausencias y rabias desgarradoras.Que habías permitido que me hiriese unasola vez, pero nunca más. Que lo habíashecho por mí. Lo comprendí mucho mástarde y jamás te lo dije.

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26 de noviembre, todavía

Cuando vuelvo a abrir los ojos, me cuestacomprender lo que pasa. Veo cuerpos quese mueven alrededor y oigo la músicaretumbar en mi cabeza. Alguien me levantaa la fuerza y me arrastra abriéndosecamino en el local atestado. Pongo un piedelante del otro y, mientras avanzo, mirofijamente el vómito que ha salpicado misbotas y los zapatos del que estásacándome a rastras, dos altas zapatillasde baloncesto viejas y blancas. En unsantiamén, me doy cuenta del lamentableespectáculo que estoy dando y lavergüenza me impide alzar la cabeza. Loúnico que puedo esperar es que al menoshayan bebido la mitad que yo. Luego

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tropiezo y noto una violenta arcada que,por suerte, no va a más, ya que todo lo quetenía en el estómago ha ido a parar a lamoqueta del Mouse o se ha secado en misbotas. Levanto ligeramente la cabeza paraaveriguar quién es mi paladín, peroencuentro las miradas de disgusto de ungrupo de chicas y la bajo enseguida, másavergonzada aún. Más empellones, voces,música, hedor a meados cuando pasamospor delante de los servicios y, de repente,un vacío y el aire fresco. Armándome devalor, levanto la cabeza y me quedo de unapieza al reconocer los ojos de GabrieleRighi. Mi mirada se fija en sus labios, queme preguntan dónde he aparcado lamotocicleta. Si uno pudiese morir cuando lodesea, ya estaría más que muerta. Agachode nuevo la cabeza y casi rompo a llorar,pero de improviso la alzo una vez más y lepregunto:

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—¿Cuánto es cero más cero? Porqueesta noche yo soy más cero que tú.

A continuación se me escapan doslagrimones sin que pueda evitarlo. Menudapregunta de mierda: de hecho, ni mecontesta; al contrario, dado que lo heofendido, quizá me plante aquí mismo y selargue. Mientras sigo delirando en voz alta,él acerca su cara a la mía y me repite quedónde he dejado la vespa. Su voz esserena y afable. Eso significa que no sesiente ofendido y que no me abandonaráaquí: no todo está perdido.

Me esfuerzo por recuperar el hilo de losucedido durante la noche y al final leseñalo la explanada para coches al otrolado de la calle.

—No puedo conducir —aseguro, y meabrazo para protegerme del frío.

—Conduciré yo —responde tranquilo.—Si mi abuela me ve así, se asustará

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mucho —mascullo.—Vale, entonces no te llevaré

enseguida a casa, daremos una vuelta. ¿Tuchaqueta está en el guardarropa?

Asiento con la cabeza, meto una manoen un bolsillo de los vaqueros, recupero elrecibo y se lo doy.

—Espérame aquí y no te muevas. —Tras dejarme apoyada en un coche, sealeja apresuradamente.

«¿Moverme? —pienso—. ¿Cómo?» Elúnico acto que podría realizar aún conautonomía es licuarme en el suelo.

Alzo los ojos y escruto el cielo sobre micabeza: negro y tachonado de estrellas.Cierro y abro los ojos varias veces: ¿estásrealmente muerta?

Al cabo de una eternidad, Gabrieleregresa con mi cazadora y me ayuda aponérmela. Dejo que me vista como sifuese una niña: apoyo la cabeza en su

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pecho y levanto los brazos igual que untítere. De manera maquinal, pesco lasllaves de la vespa en uno de los bolsillos dela cazadora y se las tiendo. El motor seenciende con un ruido que me llegadirectamente al cerebro y, aunque no me lodice, comprendo que él está esperando aque suba. ¿Adónde vamos? No lo sé ni selo pregunto. Lo miro durante unossegundos, luego me agarro a uno de susbrazos y subo. Lo abrazo fuertemente yapoyo la cabeza en su espalda,acurrucándome detrás de su cuerpo. Amedida que avanzamos —los dos sin casco— oigo crepitar el motor y siento el aire fríoen la cara y en las piernas enfundadas enlos vaqueros. Mantengo los ojos cerrados,la cabeza me da vueltas. No sé cuántotiempo seguimos así, pero pasado un ratoun olor penetrante y familiar me hace abrirlos ojos. A mi derecha está el mar: la

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espuma blanca aparece y desapareceribeteando de blanco una inmensaextensión negra. En el cielo se ensanchandensas nubes plomizas. Podría ponerse allover de un momento a otro, pero a estasalturas todo me da igual. Vuelvo a cerrarlos ojos y me abrazo aún más fuerte aGabriele. Dos ceros en fuga en plenanoche, el infinito, también nosotrosribeteamos algo que encaja con laoscuridad.

Pienso que estoy a salvo, que nadapuede sucederme ya. Es la mismasensación que tenía de niña, cuando medolían los oídos y mi madre me metía en lacama con ella. Me rodeaba los hombroscon un brazo y apoyaba mi cabeza contrasu pecho, a la vez que sostenía un libro conla otra mano. Sentía las gotas calientes enel oído protegido por el algodón, oía elsonido de su respiración y

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esporádicamente el de las páginas del libromientras la lámpara arrojaba una luzmortecina sobre el edredón. El mundo aúnestaba en orden, el dolor bajo control, mimadre era el roble secular en la cima de lacolina, yo la cálida semilla del invierno,protegida por el más poderoso de losescudos.

Me siento aturdida, destrozada, en mimente bullen mil pensamientos confusosaunque ahora lo único que deseo es queeste paseo no acabe. De repente, lamotocicleta reduce la velocidad y luegooigo la voz de Gabriele, sobreponiéndose alruido:

—¿Estás mejor?Asiento con la cabeza; tengo la cara

medio hundida en su mullida chaqueta ytapada en buena parte por el pelo.

—¿Sí o no? —insiste.—¡Sí!

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—Entonces, te llevaré a casa. —Damedia vuelta y nos dirigimos a la ciudad.

¿A qué distancia se encuentraCerolandia? Huyamos, Gabriele, vayamos abuscar Cerolandia. Te prometo que novolveré a hablar contigo.

Al llegar, miro hacia el balcón, a tiempode ver a mi abuela entrar de nuevo encasa. Bajo lentamente, intentandorecomponerme.

—¿Cómo estoy? —pregunto.—Bien —contesta, pero por su

expresión me doy cuenta de que debo dedar pena.

—Quédate con la vespa, ya me ladevolverás otro día.

Me mira a los ojos como si dudara deestar haciendo lo mejor, pero luegoasiente.

—Está bien, te la traeré por la tarde —se limita a decir.

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Está completamente despeinado, tieneojeras y la mirada cansada. «Lo ha hechopor mí», pienso, y sonrío a pesar de que lasituación no es nada cómica. Parece apunto de decirme algo, pero luego sube ala motocicleta y la arranca.

—Adiós —se despide con una levesonrisa.

—Hasta luego —le contestodevolviéndosela.

Al entrar en casa, mi abuela está en lacocina. Segura de que no la he visto,miente y me dice que acaba de levantarse.

—¿Lo has pasado bien? —me pregunta.—Qué asco —refunfuño mientras me

quito la cazadora y la arrojo sobre el bancodel vestíbulo—, un sitio lleno de idiotas, yla música aún peor.

Cuando me dirijo hacia el baño, mellega la pregunta que esperaba:

—¿Ese chico es un compañero de

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clase? —Su tono es dulce, aunquequebrado por el cansancio de la espera.

—Sí, se le ha roto la vespa, así que lehe dicho que me acompañara y luego le hedejado la mía. Me la devolverá esta tarde.

—Has hecho bien —dice asomándose alpasillo, con la sonrisa afectuosa de mimadre en su rostro cansado.

De sobra sabe que le miento, estoy tanhorrible que hasta un ciego vería queapenas puedo aguantarme en pie, pero notiene fuerzas para regañarme.

—Anoche telefoneó Claudia, queríahablar contigo. ¿Te acordarás de llamarlacuando te levantes?

Asiento con la cabeza y nos miramoscomo suspendidas en ese instante. Nossepara la puerta de una habitaciónsilenciosa. A pesar de que estoydestrozada, durante unos segundos mevuelve a la mente la historia de Perséfone y

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me pregunto en qué estación estamos.

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27 de noviembre

—Gracias —le digo mientras baja delciclomotor tendiéndome las llaves. Memuero de vergüenza y no logro mirarlo alos ojos—. Has sido muy amable, de verdad—añado, a la espera de que su voz metranquilice—. De no haber sido por ti, aúnestaría en el sofá del Mouse.

Me sonríe. Con las manos metidas enlos bolsillos de la cazadora, mira sin pararalrededor; probablemente también sesiente cohibido. Pero no tanto como yo, encualquier caso. Menudo espectáculo di,debería agenciarme un doble para lospróximos veinte años.

—No lo creo. Una de tus amigas tehabría echado una mano —replica.

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—¿Ah, sí? ¿Y cuál, si puede saberse?Porque ya no me quedan muchas. Además,ya sabes cómo pasan de todo —concluyocon amargura.

Se produce un silencio embarazoso.Veo que cambia el peso de una pierna aotra.

—Está bien —dice por fin dando unpaso atrás—. Será mejor que me vaya.

Me ofrezco a llevarlo.—Claro, así nos pasaremos la noche

acompañándonos el uno al otro —comentadivertido.

Me echo a reír, aunque no por laocurrencia, sino porque me alegra verlocontento por una vez.

—Da igual —dice—, daré un paseo, noqueda lejos.

—Hace demasiado frío —insisto, yañado risueña—: Te lo prohíbo.

De repente, no quiero que se vaya y

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me deje sola. No rechaza enseguida lainvitación y me mira titubeante conexpresión divertida. Sin importarme unbledo lo que pueda pensar, me lanzo:

—Vamos, te invito a una pizza, así mesentiré menos culpable por la nocheinsomne que te he hecho pasar.

Vuelve a sonreír mientras hunde labarbilla en la bufanda verde caqui que letapa el cuello.

—Tendrías que pagarme una detamaño familiar —bromea.

Sus ojos me parecen preciososmientras sigue plantado allí sin saber simarcharse o quedarse.

—Te pago dos —digo lanzándome denuevo al ataque, y enseguida me sientocontenta. Permanecemos unos segundosasí, mirándonos, todavía cohibidos por lanueva situación que se ha creado—. Eso esun sí —decido—. Subo a casa a coger la

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cazadora, no tardo ni un segundo.—Vale, te espero —asiente, aunque por

su mirada no parece muy convencido, perono me importa, me alegro de que hayaaceptado.

Vamos al Blue Moon, una gran pizzería enel centro, frecuentada sobre todo porfamilias. Es un local muy bullicioso,abarrotado de niños que deambulan por lagran sala y con el televisorpermanentemente encendido. Porsupuesto, no es el sitio ideal para dospersonas que quieren charlar, pero almenos no nos toparemos con ninguno denuestros compañeros de clase. No meimporta que nos vean juntos, pero estanoche me gustaría no tener que aguantartodas sus miradas fijas en mí.

Estamos sentados uno frente a otro y

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fingimos que nos interesan las personas delas mesas contiguas. De vez en cuando nosmiramos furtivamente, confiando en que elotro no se dé cuenta. La conversación sereduce al mínimo; al fin y al cabo, almargen de la buena acción que hizoconmigo, podría descubrir a una personaque no me gusta en absoluto. ¿Y si losdemás tienen razón? No lo considero unaespecie de delincuente frustrado: ¿por quémolestarse en ayudarme si fueserealmente así? Y eso es justo lo que megustaría saber, por qué lo hizo, el problemaes que si se lo pregunto probablemente lopondré en un apuro, así que me abstengo.Me pongo a hablar del instituto, de losprofesores, de cosas que no nos interesanrealmente, ni siquiera a mí, con la únicaintención de romper el silencio, cuyoestruendo es mayor que la barahúnda quenos rodea. Mientras hablo lo miro a los

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ojos, a pesar de que él esquiva los míos,como absorto en el televisor. Se sienteincómodo, al igual que yo, si bien hago loposible por parecer desenvuelta. Entoncesle pregunto con quién fue al Mouse anoche.

—Con un amigo —contestaencogiéndose de hombros, y añade que fuea la discoteca porque su amigo quisopasarse por allí a última hora.

—Gracias por haberme echado unamano —le digo dulcemente.

Me escruta sin soltar palabra y acontinuación mira alrededor comobuscando a alguien.

—Pero ¿es que aquí no hay camareros?—se queja.

Aprovecho para observarlo y piensoque tal vez no sea tan sensible como mehabía imaginado, que lo suyo no esinquietud sino aburrimiento. Quizá sólo meechó un cable porque le di pena y en el

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fondo le importo un comino. Ahora soy yola que se siente más incómoda. Daríacualquier cosa por desaparecer en estemismo instante y me arrepiento de haberloinvitado, de mi enésima idiotez absurda.Ojalá el camarero nos diga que nuestramesa está reservada y que no sirvenpizzas, sólo platos de pescado a cien eurosy champán. Sin embargo, se aproxima unacamarera jadeante y nos toma nota. Trasun primer momento de pánico metranquilizo y dirijo la conversación comopuedo, como suele hacerse. Le preguntodónde vive, qué hace los fines de semana,si tiene alguna afición, a tal punto queacabo pareciendo una asistente social aquien hubieran confiado el enésimo casodesesperado. Aún confío en que me cuentealgo sobre su pasión por el dibujo, pero encambio me contesta de mala gana,dosificando las palabras. Me dice que vive

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en las viviendas populares, pero sólocuando su padre no está, y si está ocupauna habitación en casa de un tal Petrit, unamigo albanés que de vez en cuando lebusca algún trabajito. Estoy a punto depreguntarle qué tipo de trabajos, pero mecontengo a tiempo para no verme obligadaa escuchar algo sobre lo que en realidadnada quiero saber. Ahora, mientras habla,me mira para observar mi reacción, y yointento mostrarme impasible. Me cuentaque los fines de semana hace lo mismo quecualquier otro día, sale con sus amigos,nada especial.

—¿Gente del instituto? —le pregunto,aunque sé la respuesta.

Él rompe a reír y me contesta que no.—Nunca —asegura, y me mira

divertido.—¿Por qué dices eso? —le pregunto, y

también me entra la risa.

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—Mis amigos no estudian, trabajan.—¿En qué?—Son obreros, albañiles, cosas así —

responde encogiéndose de hombros yvolviendo a mirar en derredor.

—¿Y a ti qué trabajo te gustaría?—No sé, no me importaría ser albañil.—¿Y el dibujo? —pregunto

decepcionada.—¿El dibujo qué? ¿Por qué lo dices?

¿Acaso los albañiles no pueden dibujar?En ese momento llegan las pizzas y la

conversación acaba ahí. He entrado en elrestaurante con Caravaggio y saldré de élcon Gabriele, el albañil. Me he equivocadode medio a medio, mis compañeros declase tenían razón: no es ningún artista, lohe soñado todo. Anoche debía de estarmuy cocida. En cuanto acabamos, me dirijodirecta a la caja para pagar, por fin haterminado la pesadilla. Nos damos las

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gracias recíprocamente. Tengo lasensación de que somos más extraños queantes. Tras varios meses de silencio, hasido excesivo pasar más de una hora comopersonas normales. Creo que para éltambién ha sido demasiado y, de hecho,parece ansioso por escabullirse.Probablemente lo haya decepcionado a mivez, quizá borracha le gustaba más.

Me ofrezco a acompañarlo a casa, perosólo acepta que lo lleve a la plaza.

—Puedo seguir a pie —dice.Esta vez no insisto y lo dejo donde

dice, poniendo punto final a mi intento deentablar amistad con alguien que, con todaprobabilidad, sólo existe en mi mente.

—Bueno, pues hasta mañana —le digoconfiando en que en los próximos díastenga un compañero de pupitre menosdistante, que no me desdeñe por completo.

—Mañana no iré —replica. Parece

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haber tomado la decisión en ese mismoinstante, como para crear de nuevo ciertadistancia entre nosotros—. Nos veremosdentro de unos días —añade.

La velada no ha salido lo que se diceredonda, pero con este epílogo me pareceaún peor y me gustaría preguntarle quéhará mañana, por qué no piensa ir alinstituto, sólo que se ve claramente que nole gusta dar explicaciones.

—Bueno, hasta la próxima —digo.—Hasta la próxima —repite, antes de

dar media vuelta y empezar a alejarse.Lo miro cruzar la plaza con las manos

en los bolsillos de la cazadora, la cabezagacha y los hombros encogidos. «El físicode albañil lo tiene, desde luego, y tambiénel cerebro», pienso. Sigo observándolocuando, de repente, se vuelve y se detiene.A continuación alza un brazo, me saluda yme mira unos segundos. Le devuelvo el

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saludo sonriente. Estoy demasiado lejospara verle la cara, tampoco él puede ver lamía. Cuando echa a andar de nuevo, medigo que ése es el verdadero Gabriele, elque me gusta un poco, el señor deCerolandia, silencioso y esquivo,Caravaggio con mono de albañil.

Me gustaría pronunciar su nombre envoz alta en el aire frío, pero me limito amirarlo unos instantes más y luego vuelvoa casa más confundida que nunca.

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28 de noviembre

Hoy en el instituto soy el centro de todaslas miradas. Siento tanta vergüenza queme gustaría estar varios metros bajotierra. Apenas entro en clase, las máscapullas se acercan para preguntarmecómo estoy.

—¿Por qué? —replico con dureza.—La otra noche tenías una cara... —

afirma Silvia en tono insolente, mientrascomplacida mira de reojo a Barbara, quiense deleita con la escena desde un rincón.

—¿Nunca has visto a nadie como unacuba? —me defiendo con arrogancia, comosi hubiese hecho la cosa más guay delmundo, pese a que me siento incómoda;confío en que no se me note. En cualquier

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caso, la verdadera pregunta es otra, quede hecho llega enseguida:

—¿Y Gabriele? —inquiere la muy víbora.—¿Gabriele qué? —replico mirándola

con odio.—Te llevó fuera él, ¿no? —responde

Silvia con una sonrisita estúpida.—¿Y qué? —le espeto mirándola

fijamente.—Nada, lo decía por decir. —Se hace la

idiota y añade, con una risita de auténticagilipollas—: Es que hacíais muy buenapareja. —Y mira alrededor para comprobarel efecto que produce la burla.

—Ya. ¿Y eso te hace reír? —le digomientras me acerco peligrosamente a sucara demasiado ancha, rosácea ygranujienta, e intento que me venga a lamente algo lo suficientemente venenosopara herirla.

—Va, sólo era una broma —me dice

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retrocediendo. Y añade para disculparse—:Es que estábamos preocupadas por ti.

—Por supuesto —replico con frialdad—,ya vi cuánto os preocupabais. —Intentaprotestar, pero se lo impido, irritada porser el centro de atención—. A ver siaprendes a no meter las narices donde note llaman. Si te hubiera pasado a ti, al díasiguiente no te recogían ni los de lalimpieza.

Palidece, niega con la cabeza y hace unademán con la mano, como diciendo queestoy como una cabra y que no sirve denada hablar conmigo. La escruto unosinstantes, inmóvil, para darle a entenderque mi próxima respuesta será aún peor.Por la manera en que me mira comprendoque sabe de sobra que conmigo lleva las deperder. Aún recuerdo su expresión cuando,en cuarto, después de su enésimocomentario cargado de hiel, me vengué

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mezquinamente escribiendo en la pizarra:«Incluso por dentro eres un callo.» Enaquella ocasión hizo un gran esfuerzo porsimular que no le importaba, pero se veía ala legua que le había sentado fatal. Nuestroduelo silencioso toca a su fin cuando laimponente masa corporal de la profe deMatemáticas ocupa por entero el vano dela puerta. Nos retiramos a nuestrosrespectivos pupitres.

La profe empieza a preguntar y la llamajusto a ella, a la muy cabrona, que no tieneni idea y regresa a su sitio con un cuatro.Me alegro en el alma y me olvido de todo:de Gabriele, la pizza y el ridículo espantosode la otra noche.

Durante la pausa evito las miradas detodos escabulléndome del aula yrefugiándome en los servicios. Cuandoregreso, la clase de Italiano ha empezadoya. Me paso la hora buscando señales de

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Gabriele en el pupitre mientras lasgilipollas de delante siguen intercambiandogestos de complicidad y miradas, y apenaspueden contener unas risitas querecuerdan a las de los macacos del zoo. Derepente me siento aún más sola quecuando empecé a sentirme sola y, por sifuera poco, ahora me irrita que alguienpueda pensar que Gabriele y yo salimosjuntos. Aunque no lo odio por eso, sino porno estar aquí. ¿Y si hubiese faltadoadrede? Eso significaría que a él también leafectan las habladurías. ¿Les habrácontado a sus amigos, los obreros yalbañiles, nuestro paseo hasta la playa?Nadie sabe nada, me digo, es un secreto,son sólo esas idiotas, que por lo visto hoyno tienen nada mejor que hacer, aunque siél hubiese venido a clase nadie habríahecho preguntas. Claro que no habríanfaltado las miradas y risitas de siempre,

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pero nadie se habría atrevido a tanto.«Menudo canalla —pienso, y decido—:Mañana no vengo.»

Bye, bye, Cero, Zeta se va a la ciudad.

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La casa de Teresa

En ocasiones tomo conciencia de que estásmuerta y lo acepto todo: la casa que ya noreconozco, tus cosas que lentamente vandeslizándose hacia una lejanía de objetosolvidados. Ahora me doy cuenta de que tumuerte se repite en cada cosa, también enmí: tu muerte es mi muerte. Recuerdo auna amiga de mi abuela, Teresa, que sequedó sola en su piso enorme. Depequeña, cuando mi abuela iba a verla, aveces me llevaba consigo. Desde que sushijos se marcharon y su marido murió,muchas habitaciones estaban siemprecerradas y con los postigos entornados.Dentro reinaba una penumbra perenne y unsilencio de objetos impregnados del olor de

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esos espacios sin vida. Las únicashabitaciones que todavía usaba eran lacocina y el cuartito al final del pasillo,donde dormía. El resto estaba vinculado aun pasado remoto y mudo que aullaba sunostalgia en la oscuridad. Era tal el silencioque en ciertos momentos aún parecíanoírse las voces y los ruidos de los primerostiempos, cuando los adultos hablaban y losniños jugaban.

Pobre Teresa, me daba una pena...Cuando se lo dije a mi madre, ella contestóque no estaba obligada a visitarla, y luegooí que reñía a mi abuela. Pensé que sehabía enfadado, pero volvió para hablarconmigo:

—¿Por qué no se lo dijiste enseguida ala abuela?

No se lo había dicho porque la señoraTeresa me daba pena. Creo que mi madrelo intuyó y entonces me contó una historia

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sobre ella y sus nietos, que iban a verla yle llevaban pasteles. Sabía que no eracierto, pero me sentí aliviada.

Creo que también se muere así: cuandose deja de usar ciertos objetos o de entraren algunas habitaciones. Aprisionamos elpasado para que no nos dé alcance con elpeso de los recuerdos.

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30 de noviembre

Hoy no voy al instituto: apenas diviso laverja, media vuelta, tuerzo a la izquierda yme alejo. Es mi cumpleaños y me merezcoalguna distracción, a pesar de que mesiento culpable.

La verdad es que es mi primercumpleaños sin ti y no tengo ganas de vera nadie. Incluso la abuela se ha dadocuenta, porque esta mañana, cuando entróen mi dormitorio, me dio un fuerte abrazosin decir palabra. Sólo después, en lacocina, me preguntó qué quería que meregalara. No me había comprado nada portemor a equivocarse, me dijo, y preferíaque lo eligiese yo. El problema es que nosé lo que quiero, de manera que le dije que

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me lo pensaría y lo único que le pedí fueuna bonita tarta para el sábado, porqueAngela y Claudia vendrán a casa paracelebrarlo juntas. Han sido las primeras enfelicitarme, llamaron a las siete de lamañana y se autoinvitaron a visitarnos elfin de semana: cumplir dieciocho años estodo un acontecimiento, me dijo Angela, nopuede pasar así como así. No fui sincera,les di las gracias y le dije a la abuela que elsábado comeríamos juntas.

Es un día soleado, de manera que loprimero que hago es ir al bar de la plaza adesayunar; luego doy un largo paseo por laplaya. Como a partir de hoy soy mayor deedad, no me preocupa que puedan verme ycontárselo a alguien, ¿a quién, además? Esuna sensación extraña, de repente mesiento demasiado libre. No me gusta, tengola impresión de que podría perderme y yano volver.

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Hace un tiempo precioso y en la playase está de maravilla. Intento no pensar ennada, ni en el instituto ni en casa, perocuanto más me esfuerzo más se acrecientaen mí un sentimiento de soledad. Al cabode media hora regreso a la ciudad en lavespa. Entro en el Oviesse y paso allí unamedia hora, me pruebo varios vestidos y unpar de camisetas, pero no estoy de humor,así que salgo sin comprarme nada. Actoseguido, voy a una perfumería y curioseoentre los perfumes, los cosméticos y todocuanto una chica puede ponerse en la carapara parecer más guapa. Lasdependientas, algo mayores que yo, estáncharlando y, tras responder a las preguntasde rigor, no me hacen caso. Confusa,aburrida y con la cara manchada demaquillaje, vuelvo a casa un poco antes dela una. Mientras subo la escalera recibodos mensajes de Sonia: en el primero me

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felicita y en el segundo me pregunta siquiero que me traiga los deberes. En elfondo sólo intenta ser amable: decidoponerla a prueba y quedo con ella en micasa esta tarde.

En la comida, mi abuela me sirve losplatos que más me gustan y se esfuerzapor parecer alegre. A pesar de que no le hepedido nada, cuando llegamos al postre metiende una cajita de joyería. Me hacomprado unos pendientes con brillantesauténticos, se nota. Me los pongo y meinclino sobre la mesa para abrazarla ybesarla. Ha ido mejor de lo previsto,pienso. Me parece estupendo que ningunade las dos haya llorado en un día comoéste, puede que fuera eso lo que másdeseaba.

Sonia llega con media hora deantelación y nada más cruzar el umbral demi cuarto me abraza y me da un paquete.

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Lo desenvuelvo y descubro un par deorejeras de peluche rosa, de esas quepuedes conectar al iPod y escuchar músicacon las orejas calientes. Le doy las graciasy le digo que son preciosas, pese a que norecuerdo haber sido nunca de las quesaldrían a la calle con dos discos rosas enlas orejas. Pero a ella no le bastan lasgracias: quiere que me las pruebe. Me laspongo de mala gana y me vuelvo paramirarme en el espejo: parezco una niña, deforma que saco la lengua y hago una seriede muecas absurdas que la divierten ycomplacen.

Dejo con delicadeza las orejeras sobrela cama y le pregunto si hay mucho quehacer. Como si fuese mi secretariapersonal, coge la agenda y me pone alcorriente de todo: lecciones, exámenesorales y deberes para el día siguiente. Porsuerte, la mayor parte de las tareas son de

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Matemáticas e Historia, las dosasignaturas que más me gustan.Decidimos resolver juntas los problemas deMatemáticas, y abrimos los libros. Entre unejercicio y otro me pregunta qué ocurrió laotra noche, pero su curiosidad no memolesta: estoy tranquila, no tengo nadaque ocultar, dado que al final entreGabriele y yo no pasó nada. Me cuenta queesa mañana él ha ido al instituto. «Mejorasí —me digo—. Al menos nadie pensaráque estamos juntos.» Aprovecho paradarle mi versión de los hechos y le cuentoque se limitó a acompañarme fuera paraque tomase un poco de aire fresco y queluego, apenas me sentí mejor, volví sola acasa. Parece tragárselo, pese a que siguehaciéndome preguntas, entre otras, porqué me cambié de pupitre. Me encojo dehombros sin saber qué contestar.

—No sé, tenía ganas de divertirme —

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digo sin más—, me aburría y quería ver quépasaba. —Me mira expectante. Sé muybien que no es una respuesta, ni siquiera losería para mí, de manera que opto porcontarle una verdad a medias—: Mira, no losé ni yo. No estoy pasando una buenaracha, ¿podemos cambiar de tema?Gabriele me importa un comino, lo únicoque pretendía era distanciarme un poco deesa clase de idiotas. —Y, para que no sesienta herida, añado—: Tú no tienes nadaque ver, te lo aseguro. Ahora estoy así, yase me pasará, no es una cuestión personal.

Parece más tranquila y nos ponemos ahacer los deberes. Por un instante tengo laimpresión de que todo ha vuelto a lanormalidad, como hace dos años, cuandoéramos amigas y el mundo quedaba muylejos. No obstante, de repente seinterrumpe y me mira.

—¿Y Giovanni? —me pregunta muy

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seria.En ese momento comprendo qué es lo

que de verdad le interesa. Su miradapensativa me lo ha dado a entender. Nisiquiera necesito contestarle, porque lohace todo sola. Me confiesa que, la otranoche, cuando me vio besándolo en el sofádel Mouse, pensó que acabaríamossaliendo juntos. Ahora que sé que lo quesucede entre Gabriele y yo le trae sincuidado me siento aliviada, y le explicoencantada que Giovanni es un cabrón y noquiero tener nada que ver con él. Le cuentoque estaba muy achispada, que habríabesado a cualquiera. Veo que se relaja.

—Espero que no te guste ese imbécil —añado.

Se ruboriza y me confiesa que está locapor él. Me cuenta que el verano pasadosalieron juntos un mes, pero que luegollegó una de fuera a pasar las vacaciones y

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rompieron porque él se acostó con ella. Nome había dicho nada por lo de mi madre:en ese momento no quería atosigarme consus estúpidos problemas. Pero no me lotrago, sé por qué no me lo contó y tambiénpor qué no me contó que salían juntos elverano pasado. «Menuda arpía —pienso—.Tenía miedo de que yo le gustase aGiovanni.» No obstante, en el fondo mealegro, porque ahora ya sé a qué havenido. Al menos no me dará el coñazo conGabriele. Dejo que me lo cuente todo hastael final, y lo único de lo que me percato esde que tanto yo como la razón por la quecambié de pupitre le tienen sin cuidado.«Mejor así —pienso—. Será más fácil pasarolímpicamente cuando esté aún peor queahora por culpa de ese cretino.» Al finalme cuenta que no se hablan desde querompieron y que ella lo ha pasado fatal. Ensu opinión, le gusto un poco a Giovanni y

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cree que no debe de haberle sentado muybien que lo rechazara. La escucho sin abrirla boca, pese a que la tentación de decirleque es muy probable que tenga razón esirresistible; al final la tranquilizo y leaseguro que él no me gusta en absoluto,de manera que ya puede olvidar parasiempre la escena del sofá del Mouse.

Cuando acabamos los deberes ya estarde. Antes de marcharse, Sonia sedespide de mi abuela en la cocina.

—¿Cómo está? —me pregunta una vezen la puerta.

Como si a mi abuela se le hubiesemuerto su hija y a mí, el gato. Ni siquierami futuro albañil sería tan insensible.

—Hecha una mierda —le respondofríamente, y la atajo, porque hecomprendido que ha venido sólo por supropio interés, así que debería ahorrarse elresto de la escena.

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Tras cerrar la puerta, suspiro aliviada yvuelvo a mi cuarto.

Por fin se encienden las lucesnocturnas en Cerolandia, y sólo hayestrellas.

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Cuando te bañé

Al regresar de la piscina me encontré lacasa inmersa en la oscuridad, salvo el hilode luz que se filtraba debajo de la puertadel cuarto de baño. Alarmada por laoscuridad, te llamé de inmediato a voces yme acerqué a la puerta.

—Estoy bañándome, la abuela ha salido—contestaste.

Aliviada al oírte, te pregunté si todo ibabien. Dijiste que sí y me pediste que teayudara a lavarte la espalda. Hacía variosaños que no teníamos esa clase deintimidad y ninguna de las dos entraba enel cuarto de baño si estaba la otra. Asípues, entré vacilante. Te vi dentro de labañera llena de agua, con las rodillas bajo

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el mentón y el pelo mojado. Te volviste yme diste las gracias con voz cansadamientras me tendías la esponja. Mearremangué la sudadera y la cogí. Habíasadelgazado tanto que las vértebras tesobresalían. Tu cuello se había afinado y enla nuca los mechones mojados formabanunas cortas líneas oscuras. De repente mepareciste muy frágil. Realicé mi tarea lomás rápido que pude. Acabé con la espalday te lavé también el pelo, tratando, comohacías cuando yo era pequeña, de que nose te metiera agua en los ojos. Mientras lohacía, pensaba que apenas reconocía tucuerpo. Recordé la operación, las continuasvisitas al médico, los análisis, las curas, losmédicos y las enfermeras que te habíanvisto, y tu cuerpo, que parecíaempequeñecido, como si pretendiesedefenderse y rogase mayor delicadeza. Televanté con cuidado y te envolví en el

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albornoz que había puesto a calentar en elradiador. Me acuerdo de que cada vez queacababa de hacer algo —lavarte, secarte opeinarte—, me decías «Gracias,Alessandra» y sonreías, como si quisiesesque te dejase, pero yo continuaba, casiconvencida de que podía compartir mifuerza contigo, de que mis manos podíanrestituirte algo, retroceder en el tiempo yborrar, además de la enfermedad, laespantosa cicatriz que te iba de la espaldaal abdomen. Me resultaba imposible dejarde hacer cosas por ti. Había encontrado elremedio, había experimentado mi amor.

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1 de diciembre

Cuando entro en clase, Gabriele ya estásentado. Me saluda y aparta su cuadernopara hacer sitio a mis cosas, lo que medeja estupefacta. Le devuelvo el saludo yme quito la chaqueta, luego me siento y,por hacer algo, abro la agenda. Mientras lahojeo distraída, él se vuelve hacia mí yapoya una mano en el respaldo de mi silla.Ese gesto hace que me sienta violenta,porque estoy segura de que todos nosobservan.

—¿Cómo estás? —me susurra.—Bien —contesto, y después, mirando

alrededor para ver si alguien nos espía,añado—: Todos creen que salimos juntos.

No tenía intención de soltárselo así, tan

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secamente, pero ya no tiene remedio.Gabriele retira la mano del respaldo yapoya las dos en el borde del pupitre, comosi quisiese empujarlo para salir.

—¿Y qué? —replica en tono gélido,volviéndose para mirarme de nuevo.

—Pues nada, sólo quería que losupieras —respondo simulando que leo.

—Ya sabes que lo que piensen esoscapullos me importa un carajo. ¿Por qué temolesta tanto? —inquiere agresivo.

—¿A mí? ¿Y por qué debería? —replicoen tono desafiante, volviéndome hacia élpara mirarlo a los ojos, y le recuerdoirritada—: Si me molestase, como dices, nohabría ido a comer contigo.

He gritado demasiado y, en ese precisoinstante, me doy cuenta de que la claseentera nos mira. Sonia es la única quedisimula, puede que para demostrarme suamistad después de la reconciliación de

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ayer. Gabriele se cierra en su habitualsilencio plomizo y se pone a dibujarpasando olímpicamente de los demás,también de mí. Por suerte, entra la profede Italiano, empieza la lección y lasmiradas antes fijas en nosotros se dirigenal frente. Mientras la profe escribe en lapizarra, con el rabillo del ojo veo queGabriele se inclina hacia mí.

—¿Pasamos de venir mañana a clase?—me susurra sin perder de vista a la profeAvvampo, y me alegro de que no estémirándome.

Ésta sí que no me la esperaba. Y yoque pensaba que se había cabreado... ¿Yahora? Digo que sí casi inaudiblemente,aunque ni siquiera sé lo que me apetece deverdad.

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Cuando te enamoraste

En una ocasión mi madre se enamoró deverdad. Fue muchos años después de lo demi padre, después de haber digerido laintensa y dolorosa historia de la que yohabía sido fruto y de la que apenas sénada. Claro que había tenido otras, peroninguna tan importante como la de Alberto.

Él era abogado y, además deinteligente, también era divertido, aunquesobre todo fascinante. Uno de esos tiposque tienen explicación para todo, quesaben lo que es el Dow Jones, que tesorprenden porque responden a cualquierpregunta de tu libro de Historia, que sabencómo desenvolverse en cuanto hacen yjamás pasan inadvertidos. Al principio fue

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algo que los arrolló a los dos, parecíanhaber encontrado la mitad de la que habíansido separados al nacer. Jamás había vistoa mi madre tan feliz, tan segura de sí.Cuando no estaban juntos pasaban horashablando por teléfono, se enviabanmensajes, eran oxígeno puro, era el amor.

Pese a todo, algo no encajaba y creoque la abuela estaba de acuerdo conmigo:de hecho, con Alberto se comportó siemprede manera educada, pero jamás leconcedió plena confianza, se limitó aobservar, quizá preocupada porque su hijapudiese sufrir de nuevo por un hombreinadecuado. Respecto a mí, no sabríaexplicar qué no me gustaba de él —todavíaera pequeña, estaba en secundaria—, elcaso es que no lo veía como un adulto deverdad y aún menos como a los padres demis amigas, a pesar de que tenía más omenos su edad. Al recordarlo ahora lo

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compararía con uno de mi clase, con eldoble de años y mucho más dinero, eso sí.

Cuando al cabo de un año, más omenos, él empezó a dar muestras deirritación y lo que debería haber sido elamor con mayúsculas se desgastó hastaconvertirse en un mero recuerdo delpasado, se desencadenó el infierno.También con mayúsculas. Rompían y sereconciliaban y mi madre sacrificó a esadanza emotiva su lado más auténtico: laalegría, la vitalidad, que siempre había sidolo mejor de ella. Si volvían a estar juntosse la veía pletórica de vida y entusiasmo;cuando la dejaba, se tornaba irreconocible.Acabó pagando el pato su trabajo desecretaria en la consulta de un dentista, elúnico que había encontrado tras un sinfínde breves suplencias en una u otraescuela, cuando la esperanza deconvertirse en maestra se había ido al

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garete. Llegó tarde varias veces y se liócon los suministros que debía verificar, demanera que le pidieron que se marchase. Acontinuación, y durante un período que mepareció eterno, hizo una infinidad depequeños trabajos por los que apenas lepagaban. Si no hubiésemos tenido un techosobre nuestras cabezas y a mi abuela, quenos ayudaba, las habríamos pasadocanutas. En ese momento empecé aodiarlos ferozmente a los dos, a él —ahoralo sé— porque al final había resultado serun narciso corriente y moliente, con untalento natural para el desgaste amoroso,pero sobre todo a ella, por ser tan débil,tan poco lista que incluso en ciertosmomentos llegaba a pensar que se lo habíaganado a pulso, que se merecía sufrir.

Mi abuela, que hasta ese momento sehabía limitado a observarlo todo, pensóque había llegado la hora de enfrentarse al

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problema. Recuerdo que un día, al volverdel colegio, las oí discutir. No se dieroncuenta de mi llegada, de manera que meacerqué sigilosamente a la puerta de lasala para escucharlas. La abuela estabadiciéndole que reflexionase en tono firme,casi duro, y pese a que estaba en el pasilloy no podía verla, me la imaginaba con losbrazos cruzados delante del pecho, de piejunto a la puerta acristalada de la sala,mirando fuera, recordando una escenaremota que, sin embargo, debía deparecerle idéntica. Mi madre repetía una yotra vez con la misma dureza que sequedase al margen, y yo pensaba que, deun momento a otro, una de las dos sepondría a gritar. Poco después, mi abuela,exasperada por la cantilena obsesiva de mimadre, alzó la voz.

—¡Deja de hacer el ridículo, tienes unahija perfectamente capaz de juzgarte!

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Entonces saltó la chispa.—¡El problema no es Alessandra sino

tú! —gritó mi madre—. ¡Siempre me hasjuzgado, tanto antes como ahora!

Esa frase contenía todos los grumosdel pasado, los que el tiempo no habíadisuelto y yo sólo podía intuir. Jamás lashabía oído reñir así y no podía soportarlo.Instantes después, retrocedí y cerré degolpe la puerta de la entrada para poner fina esa discusión inútil.

La relación entre Alberto y mi madre noduró mucho más, llegó a su última paradacuando él le anunció que salía con otra. Eldía que mi madre nos lo contó, mi abuela yyo nos miramos fugazmente temiéndonoslo peor. Todavía me acuerdo, nos lo dijodurante una comida dominical,pronunciando la frase como si se tratasede una sentencia de muerte, algoineluctable, un punto final irremediable.

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Por suerte, en ese momento trabajabacomo agente inmobiliario y la distraía estarfuera de casa todo el día, recorriendo laciudad de un extremo a otro y enseñandopisos a jóvenes parejas de enamorados o asolteros recalcitrantes. Por fin habíaencontrado un trabajo que le gustaba deverdad, le encantaban las casas quevendía, pero también la angustiaba tanto lafelicidad de unos como la soledad de otros,en la que, en su fuero interno, sereconocía. Con nosotras apenas hablaba y,la verdad, tenía miedo de que pudiesehacer alguna tontería. Pasó un tiempo sinquerer ver a Angela y Claudia, aunque miabuela se encargaba de ponerlas alcorriente cuando llamaban.

Yo, por mi parte, seguía convencida deque se lo había buscado, la considerabaculpable de todo, aunque en el fondosupiera que no era cierto, que es imposible

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decidir cuándo se deja de querer a alguien,ni siquiera elegir de quién nosenamoramos. Mi actitud obedecía a lapreocupación que sentía por ella y confiabaen que mi comportamiento la animase asalir de una situación que me parecía unremolino de sufrimiento inútil. Cuando unsábado por la noche se arregló y se fue abailar sola, pensé cosas horrendas de ella:que era superficial, que sólo sabía meterseen líos y que nunca maduraría. Pero laverdad era otra: su dolor me resultabainsoportable. Verla así me producía undesasosiego inaguantable, me hacía sentirvulnerable, como si alguien hubiesesoplado sobre la casita en que me habíarefugiado hasta ese momento y yo hubiesedescubierto el verdadero alcance de mifragilidad. Deseaba que fuese fuerte, queestuviese a la altura de las circunstancias,una persona que, sucediera lo que

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sucediese, permaneciera siempre en pie.Quería una madre como la de miscompañeras de clase, cuidada, serena enla vida doméstica, realizada, completa.Segura, aunque no fuese cierto, y sinimportar lo hipócrita o egoísta que fuese.

Mi madre necesitó bastante tiempopara superar esa historia, incluso puedeque nunca lo superase. Un domingo por lamañana, mientras desayunábamos en elbar de la plaza, la vi especialmente alegrey le pregunté si todavía pensaba enAlberto. Me miró y me dedicó una de susincreíbles sonrisas.

—Siempre —murmuró, y se inclinó paraacariciarme.

—¿Sigues enamorada de él? —inquirípreocupada.

—No, ya no —contestó sin mirarme, yla conversación terminó ahí.

Sé que decía la verdad, lo que me hirió

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fue la tristeza de sus ojos. En esemomento me sentí culpable por ciertascosas que le había soltado como si fueseuna cría estúpida. La miré y, por primeravez, me di cuenta de lo sola que debía dehaberse sentido y seguramente seguíasintiéndose. Pero pensé que todavía eramuy joven y que tenía toda la vida pordelante para enamorarse.

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2 de diciembre

¿Qué hago a las ocho y media de lamañana en la playa bajo un cielo plomizocon alguien a quien apenas conozco y aquien nadie llama por su verdadero nombredesde hace años? Tal vez tengan razón losdemás y sea un medio delincuente,aunque, pensándolo bien, de ser así lanoche del Mouse no me habría ayudado. Uncabrón no se molesta en llevarte a dar unavuelta por la playa y después te acompañaa casa cuando te encuentras mejor. Uncabrón se habría comportado comoGiovanni y me habría dejado allí plantada.Por eso me siento cohibida y no sé quédecir. No debería haberle contado lo quedicen de nosotros en clase, fue una

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estupidez. Tal vez ahora piense que megusta. Quizá sea justo eso. ¿En quépiensas, Cero, mientras andamos sinhablar, tú con tu cigarrillo y yo mirando orael cielo ora la punta de mis zapatos? Sientoun extraño hormigueo en el estómago,pero no tiene nada que ver con que nohaya desayunado, sino con la emoción.Quizá sea mejor que no hablemos; cuandoestoy tan nerviosa me tiembla la voz yesbozo unas sonrisitas de lo más estúpidaspara disimular.

La primera vez que besé a un chicoestaba emocionada a más no poder ytemblaba como una hoja. Recuerdo que ledije a Francesco que tenía frío con el rostroapoyado en su hombro y que él me abrazófuerte, aunque no sirvió de nada, porqueseguí temblando. Por suerte estábamos eninvierno y hacía tanto frío que no podíasonar a falso. En cambio, la primera vez

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que hice el amor había bebido un poco yfue mejor. Habíamos viajado a Roma y enel hotel donde nos alojábamos conocimos aunos chicos de Florencia. Marco me gustóen cuanto lo vi, era un encanto y me hacíareír. La primera vez lo hice con él, y mealegro de que fuese con alguien a quien nohe vuelto a ver. No me pareció nada delotro mundo, pero quería saber cómo era,pues todas mis amigas (casi todas) lohabían hecho y cuando sacaban el temame sentía idiota.

Marco se mostró amable (bastante) yafectuoso, pero era un desconocido, ymientras lo tocaba y abrazaba incluso yotenía la impresión de ser otra, una a quientampoco conocía y a la que miraba desdefuera. A la mañana siguiente, trassepararnos, me mandó unos SMS estúpidos,y cuando regresé a casa me llamó paradecirme que quería venir a verme. Le dije

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que tenía mucho que estudiar y colgué. Memandó más mensajes, pero no le contesté.

Gabriele acaba de fumar. Sigo laparábola que traza la colilla antes de caeral suelo. Si ahora lo intenta, ¿qué hago?

Pero no hace nada, permanece ensilencio. Así pues, yo también sigo calladay sintonizo Canal Cero. Somos Cero y Zeta,igual que Diabolik y Eva Kant, losprotagonistas del cómic. ¿Las palabras?Menudo despilfarro.

Seguimos andando y de repente mepregunta si me apetece fumar. Al vermeabrir los ojos como platos, rompe a reír ysaca de su cazadora un paquete decigarrillos normal y corriente. Se enciendeuno (otro, pero ¿cuánto fuma?) sin dejarde reír. Está aquí, delante de mí, sonriendodivertido, y el sol, después de haber salidotras una gran nube gris, le ilumina los ojos.

Es guapo cuando sonríe y ahora veo

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que ha salido con otras chicas. Chicas que,a buen seguro, decían más palabras queyo, palabras un tanto estúpidas, aunquequizá no; en cualquier caso, palabrasauténticas y no este silencio en que meencierro por orgullo y miedo intentandoparecerme a alguien que no existe.

Al cabo de un rato nos sentamos en laarena, él fuma y yo contemplo el mar.

Me gustaría saberlo todo, lo que debohacer, decir. Me gustaría que este deseode equivocarme respecto a él no fuese tancomplicado. No logro concentrarme en loque tengo delante, en las olas que el vientoazota, en la espuma blanca que se eleva ydesciende sobre el mar grisáceo. Me vuelvoy lo miro dar una calada. Él también sevuelve y nos miramos sin reírnos, nosmiramos para comprobar si aún no noshemos arrepentido de estar aquí juntos enlugar de en el instituto, si no estamos

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arrepentidos de este silencio. Tira la colillaal agua y se vuelve a mirarme.

¿Qué ves realmente en mí? Yo estoybien, ¿y tú?

Alzo el cuello de la cazadora y meacurruco a su lado. Gabriele mueve unbrazo y me rodea los hombros, acontinuación se inclina hacia mí y mepregunta si tengo frío. Niego con la cabeza.Estoy a gusto, ahora me siento aresguardo, pero no se lo digo. No intentabesarme, me abraza sin más.

El mar está precioso, y me encantaeste cielo plomizo.

Es Gabriele quien rompe el silencio. Mecuenta que un amigo y él viajaron hace unaño a Grecia. Asegura que allí el azul delmar es increíble. Sonrío al oír esa palabra,porque parece un niño que acabara de

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bajar de un tiovivo. Me dice que apenastermine el instituto quiere volver, aunquesea solo, no le importa. Le digo que nuncahe estado en Grecia y que me encantaríair. Entonces espero que me invite aacompañarlo, pero no dice nada, estáensimismado y dentro de su mar azul nonecesita a nadie. Tuve la misma sensaciónen la pizzería: si yo no hubiese estado conél, habría hecho lo mismo.

Mi madre, en cambio, sí que viajó aGrecia cuando todavía iba a la universidad.Al hablar de aquel mar también se leiluminaban los ojos. Lo llamaba «el mar delos porqués», asegurando que eraimposible no pensar en algo eterno cuandobrilla al sol. Y también ella dijo que era elmar más azul que había visto en su vida.

Miro fijamente las olas frente a mí y laimagino a orillas de un mar lejano. Estácogiendo conchas blancas como la sal, y el

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estupor que le provocan esas maravillas esel hechizo que le impide volver a mi lado.Como la bruja que peinó a Gerda con elpeine mágico y la durmió hundiéndola en elolvido.

Un trueno repentino rompe el silencio.Miramos al cielo, que, entretanto, se hatornado aún más oscuro y amenazador anuestras espaldas.

—Será mejor que nos vayamos —sugiere Gabriele en voz baja.

Me suelto de mala gana de su brazo ynos ponemos en pie. El viento me arroja elpelo a la cara. Saco una goma del bolsillode los vaqueros y mientras lo recojo parahacerme una coleta, me atrae hacia él yme besa. Es un beso dulce y cuando nosseparamos tengo la sensación de que hadurado muchísimo.

—Si nos quedamos aquí nosempaparemos —digo para disimular la

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vergüenza.—Si te apetece podemos ir a casa de

Petrit, mi amigo. Ahora está trabajando —me propone apartándome el pelo de lacara.

Tardo un poco en responder y tengo laimpresión de que basta con mi cara paracomprender que la idea no me entusiasma.

—Tranquila —me dice divertido—, nome abalanzaré sobre ti.

Me pongo como un tomate y acepto, apesar de que pienso lo contrario. Me daotro beso y vamos hacia las motos.

El piso en cuestión se encuentra en unedificio de los años sesenta, en la primeraperiferia de la ciudad. Uno de esos ni viejosni nuevos, y en los que corres el riesgo demorir de tristeza si los visitas un domingopor la tarde. La pintura de la pared hasaltado en varias partes y bajo losbalcones se ven los hierros. Desde fuera es

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realmente espantoso, pero nada másentrar en el apartamento suspiro aliviadaporque es luminoso y está ordenado, senota que alguien lo ha puesto a puntorecientemente, pues todavía huele apintura fresca y las paredes están muyblancas. Hay poquísimos muebles, todos deestilos diferentes: parece una casa de laque alguien acaba de mudarse, dejando elmobiliario carente de valor.

Gabriele me enseña su habitaciónmientras me explica que ahora vivesiempre en esa casa y que a la suya casino va, porque no se lleva bien con supadre. Le pregunto el motivo, pero noresponde. En ese momento recuerdo a sumadre, el día de las reuniones con losprofesores, y no insisto porque, tal comoha zanjado el asunto paterno, es evidenteque no es uno de sus temas preferidos.

Su habitación es verdaderamente

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espartana y no sería exacto decir que estáamueblada. Dos colchones, uno sobre otroy en el suelo, sin somier, forman la cama.Al lado está la mesilla de noche, enrealidad una mesita ancha y redonda, máspropia de una sala de estar. En un extremohay un arcón largo y bajo sobre el queGabriele amontona su ropa. Cubre el sueloun ancho kilim rosa y verde, y a los pies dela cama hay montañas de cómics. Mesiento incómoda, y opto por sentarme en laalfombra sin quitarme la cazadora. Simulomirar en torno para eludir sus ojos yentretanto pienso que seguirlo hasta allí noha sido una gran idea. Veo que se quita lacazadora y que tira los cigarrillos sobre lacama, a continuación coge algo del estantemás bajo de la mesita y me pregunta si séjugar a las cartas. Lo miro, sorprendida yaliviada a la vez.

—Me las apaño —respondo con una

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sonrisa divertida. Es evidente que estoymintiendo, pero no me importa.

—¿Siete y medio?—Vale —contesto, y me quito también

la cazadora.Empezamos a jugar. Mientras, voy

preguntándole sobre la casa y Petrit.Descubro que el verano pasado trabajaronjuntos en una obra, poco antes de queGabriele viajase a Grecia. Se refiere a élcomo a un gran amigo, más aún, como aun padre. Me gustaría que me contara porqué se lleva mal con el suyo, pero prefierono sacar el tema. Él no me pregunta naday parece exclusivamente concentrado enlos naipes, como si de repente yo fuera unode sus amigos del bar. El beso y el paseopor la playa son cosa del pasado.

Al cabo de un rato comprueba que nose me dan bien las cartas. En más de unaocasión me riñe divertido por mis errores

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imperdonables. Me encanta cuando ríe, lecambia la cara, igual que a mi madre, queincluso llegaba a parecer otra persona.Cuando lo veo barajar por enésima vezprotesto, le digo que estoy harta, pero élsigue como si nada. El hielo se ha roto, laatmósfera es más relajada, y me entranganas de volver a besarlo. Besarlo sin más.Gabriele pasa la baraja de una mano a otracon la única intención de irritarme, sindejar de reír.

—Al menos cambiemos de juego, porfavor —sugiero exhausta, y le propongouna partida de escoba.

De inmediato me arrepiento, puescaigo en la cuenta de la banal alusión queacabo de hacer. [1] Un idiota seaprovecharía para responder con otraocurrencia igual de estúpida. Gabriele no;sonríe, pero sólo porque, según asegura,es un juego difícil.

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—Si no sabes jugar al siete y medio,imagínate a la escoba —comenta negandocon la cabeza.

Finjo ofenderme e insisto, quiero jugar.Reparte las cartas y empezamos. Sumontón aumenta a cada vuelta, mientrasque el mío permanece estable con unpuñado de naipes afortunados. Pierdotodas las partidas y, al cabo de mediahora, me pregunta si todavía estoy segurade saber jugar. Me rindo resoplando,agarro el montón de cartas que todavíasostiene y se las echo a la cara riendo acarcajadas. Gabriele se inclina hacia mí yme coge por los brazos. Caemos sobre laalfombra e iniciamos una lucha de besos ycaricias. De repente, todo queda ensilencio, sólo se oyen nuestrasrespiraciones y el frufrú de la ropa.

Cuando nos separamos tengo elsujetador desabrochado y la camiseta y la

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sudadera subidas. Gabriele se ha quitado elsuéter para quedarse en camiseta. Mesiento antes de que todo se precipite. Mebajo la sudadera y me vuelvo hacia él.Sigue tumbado con un brazo doblado bajola cabeza y me mira esperando a que digalo que quiero hacer; su expresión deja muyclaro que a él le da igual. No sé quédecirle, pero se ve a la legua que ya notengo ganas de seguir allí con él encima demí. No sé qué me ocurre, pero de repentetodo me parece un error: el paseo por laplaya, esta casa y el propio Gabriele, queen este momento me resulta más extrañoque nunca. El silencio es embarazoso, sóloquiero levantarme y salir de aquí. Estoyconvencida de que a él le importa uncomino. No es de los que danexplicaciones, ni corre detrás de ti niinsiste. Finjo mirar alrededor, pero noencuentro nada donde posar los ojos.

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Alargo una mano hacia una pila de cómicsy cojo uno al azar.

—¿Sólo lees estas cosas? —le preguntopasando las páginas.

—¿Estas cosas? —repite indignado; seincorpora y me lo arrebata de las manos—.Esta cosa es mil veces mejor que lasgilipolleces del instituto. Esta gente sí tienetalento, talento de verdad, está a años luzde los pobres pringados que nos dan clase.

Es la primera vez que lo oigo hablar deforma apasionada, defender algo convehemencia. Ni siquiera en clase, cuandolos maestros lo tratan mal y él se echa areír con la ironía que suele ocultar unaofensa, lo he visto reaccionar así.

—¿Te gustaría que un día publicasentus dibujos? —le pregunto, contenta anteesa reacción inesperada.

—No soy tan bueno —responde,cogiendo el suéter para ponérselo.

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—¿Quién lo ha dicho?—Lo digo yo —zanja.—¿Y tú qué sabes?—Uno sabe si es bueno o no, eso se

sabe.—Yo creo que eres bueno —afirmo

tratando de sonar convincente.—Pero si ni siquiera has visto mis

dibujos —replica divertido.—Claro que los he visto, vi los que le

llevaste al profe.—Eso no es dibujar; los verdaderos

dibujos son otra cosa. Hasta tú podríashacer los que llevé a clase.

—¿Yo? —exclamo, y me echo a reír—.Si yo supiese dibujar así estaría en elséptimo cielo. Al menos estaría segura desaber hacer algo en la vida.

—Cállate —me interrumpe risueño,lanzándome el paquete de cigarrillos—.Menudas tonterías estás diciendo. —Y

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bajando la voz añade—: Si ni siquierasabes lo que quieres.

Finjo no haberlo oído y paso a unterreno más seguro:

—Da igual, yo creo que eres muybueno, hasta el profe lo dijo.

—Pues si lo dijo Greci estoy arreglado—comenta sarcástico.

—¿Por qué?—Porque es un pringado —responde—.

A ése nadie le hace caso.—¿Y eso qué tiene que ver? Además,

siempre te defiende —replico irritada.—Es un perdedor —murmura casi para

sí, enfatizando la frase con una expresiónde amargura.

—¿Acaso crees que nosotros estamosmejor? Lo único que pasa es que con lamitad de sus años el efecto cambia —replico fríamente, asombrándome de mirapidez—. Da igual, no creo que Greci sea

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un pringado, sino más bien alguiendemasiado serio en un lugar repleto defantoches.

De repente, me molestan las cosas queha dicho del profe. «Qué imbécil», pienso,y me levanto sin añadir palabra.

Gabriele me imita, coge la cazadora yse la pone.

—¿Tienes hambre? Vamos a comeralgo. —Y con una sonrisita irónica añade—:Uno siempre tiene hambre después, ¿no?

Lo fulmino con la mirada. «Idiota»,pienso, pero él me da un ligero puñetazoen el brazo y me sonríe.

—Vamos, es broma. No te tomes enserio todas las gilipolleces que suelto, noes bueno para la salud.

—Mira quién habla —replico,propinándole un codazo.

Me pongo la cazadora y finjo seguirenfurruñada. Apenas acabo de abrocharme

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el último botón, Gabriele me cogesuavemente de un brazo y me empujafuera de la habitación. Una vez en elpasillo, me atrae y me besa, quizá paraque olvide su broma de mal gusto.

Damos varias vueltas antes de encontrarun sitio que le guste. En su opinión, todoslos bares de la ciudad los gestionancapullos y los frecuentan ricachosasquerosos. Lo dejo decidir el local y queme guíe por las calles que conoce.Avanzamos en contradirección,atravesamos zonas peatonales, nosmovemos como si estuviésemos en plenanoche y no hubiese nadie, infringimos elcódigo de circulación entero y recibimosdos fuertes pitadas de claxon. Al final nosdetenemos en un quiosco. Gabriele conoceal propietario y se ponen a hablar. El tipo

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me lanza un par de ojeadas, luego baja lavoz y le dice algo a Gabriele, que cabeceados veces y lo oigo comentar «sólo es unacompañera de clase». Cuando damosbuena cuenta de los superbocadillos que eltipo nos ha preparado, miro el reloj. Es casimediodía y me he cansado de estar allí;Gabriele se ha sentado en una silla deplástico y se ha puesto a ver pasar loscoches sin dirigirme la palabra. Cuando lepregunto algo me contesta conmonosílabos, como concentrado en eltráfico. «Se acabó el hechizo —pienso—,Caravaggio vuelve a ser una calabaza y yo,la chica invisible.»

—Vale, me voy. Estoy aburrida —lesuelto con rudeza y, sin esperar respuesta,me encamino hacia la vespa.

—Como quieras, cuídate.Me ofende un poco que no trate de

retenerme. Mientras subo a la vespa, me

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mira un instante y luego vuelve a quedarseabsorto en la calle. «Cuídate tú también»,pienso al tiempo que arranco, más confusaque antes y resentida. En parte me sientoculpable por dejarlo así, pero ¿qué sesupone que debo hacer con alguien que alcabo de un rato ni siquiera me ve?

Antes de ir a casa doy otro paseo porla playa y me esfuerzo por encontrarlesentido a lo sucedido en las últimas horas.Pasan días y días en que no ocurre nada yluego, de improviso, te encuentraspaseando con un tipo que ni siquiera sabesquién es y, por si fuera poco, te besas conél. Si pienso en las diferentes etapas denuestra historia, me parece un granembrollo. Tal vez habría sido mejor que nolo hubiese besado, al menos ahora noestaría tan confusa. No entiendo nada, enserio. Es tan difícil unir todo, lassensaciones y lo que crees haber conocido

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de las personas... Ni siquiera sé quépensar, no sé qué quiero. En eso, al menosen eso, Gabriele tiene razón.

Cuando llego a casa la comida estápreparada. No tengo hambre, pero mesiento a la mesa. La televisión rompe elsilencio oprimente que se impone en todaslas comidas. Mi abuela siempre mepregunta lo mismo: cómo han ido lasclases, si me han preguntado o si tengomuchos deberes. Y yo a diario le contestolo mismo. Parecemos un disco rayado. Hoy,sin embargo, me siento además un pococulpable. Hoy te echo de menos. Porsuerte, a las dos llega Rosa. Con ellapuedo abandonarme, mostrar midesánimo; si fingiese se daría cuenta. Ellasabe lo difícil que resulta. Lo comprendopor su forma de mirarme, por el modo enque toca las cosas cuando entra en tuhabitación. Es delicada y fuerte a la vez.

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Entre un plato y otro únicamente seoye el entrechocar de los cubiertos con losplatos. En ciertos momentos podríaponerme a gritar, así, de buenas aprimeras. Llamarte a voz en grito mientrasestamos sentadas a la mesa, como hacíastú cuando la comida estaba lista y yo,delante del ordenador, tardaba enaparecer. Recuerdo la escena de la películaEl incomprendido, cuando el niño, queacaba de ducharse, llama a su madre comosiempre, pero el grito se ahoga en sugarganta porque ella ha muerto. Ese tipode cosas pueden suceder, pero ahora yo nolo haría por error, sino porque no resistoeste silencio irreal que vuelve tu ausenciaaún más insoportable.

Al acabar de comer, me voy a micuarto. Mi abuela se queda recogiendo lamesa. Enciendo el ordenador y leo unmensaje de Sonia en el Messenger: dice

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que ha hablado con Giovanni y que estáfatal porque él no quiere saber nada deella. Escribe sustituyendo casi todas lassílabas con esos iconos infantiles yestúpidos, así que mi primer impulso escerrarlo y pasar de ella. En cambio, cuandome pregunta si puede venir a casa, lecontesto que sí. Luego me echo en lacama. Hoy estoy dispuesta a aceptarincluso a Sonia con tal de no estar sola.Quizá también por eso salí esta mañanacon Gabriele, para no estar sola. Quizá.También.

Cierro los ojos y recuerdo los besos dehace unas horas, su cuerpo pegado al mío,y me pregunto qué siento, si tengo ganasde volver a verlo. Ni siquiera nos hemosdado los números de móvil, mala señal.«Menuda historia de mierda, vaya par deimbéciles», pienso. Si quisiese contarla nosabría qué decir. No tiene ni meta ni

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sentido.

Sonia tiene los ojos rojos e hinchados.Espero que nadie la haya visto así. Sesienta en la cama y rompe a llorar. Sesorbe la nariz un par de veces y cuando porfin empieza a hablar suelta un torrente depalabras. Esta mañana Giovanni le ha dichoque ya no está con la otra, pero aun así nopiensa volver con ella. Añadió que no estáenamorado de nadie (bonito consuelo) yque el verano pasado, cuando salieronjuntos, no pensó ni por un momento que larelación fuera en serio. Que no ha vuelto apensar en ella desde que lo dejaron.Caramba, jamás me habría esperado talsinceridad de un tipo como él. Me loimaginaba como uno que te toma el pelohasta la muerte, no como uno que hablaclaro. Lo que le ha dicho es terrible, pero

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no deja de tener su belleza. Trato deimaginar cómo la habrá mirado, el tonoempleado. Me gustaría saber si habló congravedad, como quien se da cuenta de queel otro no significa nada para él, porquenadie en ese momento lo significa, o másbien con la habitual arrogancia de quiensabe que puede tener a todas las chicasque quiera. Probablemente la segundahipótesis sea la acertada y lo único queestoy intentando es atribuir a Giovanni unaprofundidad de la que carece.

Dejo que Sonia suelte hasta la últimalágrima y después le aconsejo que loolvide, porque se pondrá enferma. Ella noresponde, sólo llora y razona en voz altapara sí misma, dado que yo, de repente,me he convertido en un espacio dondepuede hacerlo en paz, en el lugar másconveniente: «¿Cómo es posible que él nosienta nada, si hace unos meses lo

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sentía?», se pregunta entre sollozos. Meresulta patética su voluntad de no darsepor vencida, de negar la evidencia, y por uninstante debo contenerme para no perderla paciencia. Suelto un hondo suspiro y lesugiero con tacto que tal vez él noestuviera tan enamorado. A fin de cuentas,¿no es eso lo que ha dicho? Aunque quizádebería convencerla de lo contrario,debería decirle lo que quiere oír: enrealidad ha venido a eso, ¿no? De hecho,replica tajante:

—No; estoy segura, este verano yo leimportaba, y tanto que le importaba, peroluego apareció esa capulla...

No hay nada que hacer, es una batallaperdida. Al final le repito que no se lo tometan a pecho y que mire alrededor: puedeque no encuentre uno mejor, pero otrogilipollas sí, eso seguro. Es una broma muyvieja, tonta y previsible, pero a Sonia le

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sirve, pues deja de llorar, al menos por unmomento. Luego vuelve a ponersetremendamente seria y me pregunta justolo único que no querría oír:

—Si él lo intentase contigo, me lodirías, ¿verdad?

La mirada de esos ojazos azules yclaros es desesperada, pero en lugar dedarme lástima sólo consigue cabrearme, demanera que le contesto, irritada por ladebilidad e hipocresía que exhibe:

—¿Por eso has venido? ¿Paraarrancarme una estúpida promesa?

Ella se da cuenta de que se ha pasadoy entonces me abraza, perdón, perdón,perdón, dice, dándome un fuerte beso en lamejilla.

—Tienes razón, soy una estúpida. Noentiendo qué me ha pasado. Tienes razón,esto está sacándome de quicio.Cambiemos de tema: ¿dónde has estado

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esta mañana? —me pregunta, fingiendohaberse repuesto.

—Por ahí.—¿Sola?—Claro —miento, y me avergüenzo, no

por ella sino por Gabriele. No es leal.Apuesto a que si le contase todo seolvidaría de Giovanni en dos segundos.

—Cero tampoco ha venido hoy —meinforma, tumbándose en la cama.

—Mejor para él —digo con fingidaindiferencia mientras escruto su rostropara averiguar si sabe algo y estáponiéndome a prueba.

Ya no me fío de ella, a saber lo que sedijeron aquella mañana, cuando reñí conSilvia. Tal vez alguien nos vio juntos yahora lo sabe todo el instituto. De repente,lo que sólo debía ser una estupidez quearchivar se transforma en un problema muydesagradable.

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—La verdad es que es un pringado —comenta Sonia—. ¿Has visto a su madre?Vaya pinta tiene... en mi opinión, es ciertoque los servicios sociales están pisándoleslos talones. ¿Sabías que su padre esalcohólico?

Ni siquiera le contesto, concentradacomo estoy en la posibilidad de que alguiennos haya visto y de que estemos a puntode convertirnos en el plato fuerte delchismorreo escolar. Pero ¿cómo se meocurrió salir con él? ¿Qué me pasa? Casime da la risa al pensar que hace apenasunos segundos he tildado a Sonia dehipócrita. ¿Y yo? ¿Acaso no soy peor?

No consigo aclararme, lo único quedeseo es que Sonia se calle de una vez,pero ella no para de hablar.

—En cualquier caso —está diciendo—,deberías cambiarte de pupitre, menudaidea sentarte al lado de ése.

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Es lo único acertado que ha dicho entodo este rato. «Mañana cambiaré depupitre —pienso—; a fin de cuentas, aGabriele le trae sin cuidado dónde esté.» Elproblema es que quedaré fatal y puede queincluso me sienta peor. No le contesto yllevo la conversación al tema de Giovanni,que me parece más seguro, y ella muerdeel anzuelo. Repite lo que ya ha dicho ysimulo escucharla.

Cuando se marcha, una hora mástarde, me tumbo en la cama y pienso enGabriele. Quizá sea mejor que no vuelva averlo fuera del instituto. Algunas de lascosas sucedidas hoy han sido bonitas, peroeso no quita que no sea una persona difícil,tal vez demasiado para mí en estemomento. Mientras tanto ha anochecido yme siento más serena. Después del follónde las últimas horas, me sorprendopreguntándome si estará pensando en mí

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y, sobre todo, qué pensará de mí. Laverdad es que no nos conocemos y que soyuna hipócrita. La verdad es que fue amabley que, en el fondo, me fío de él. Menos malque no tengo su número de móvil, pues delo contrario le mandaría un mensaje ahoramismo. Qué lío, menuda complicación. Alinfierno Sonia, el instituto y Giovanni. Alinfierno todos. Gabriele incluido.

[1]. Scopa significa «escoba» en italiano, pero elverbo scopare alude también a las relacionessexuales, de ahí el comentario de la protagonista.(N. de la t.)

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3 de diciembre

Hoy he llegado al instituto con media horade antelación y completamente paranoica.Desde que he puesto un pie en clase, nohe dejado de observar cómo me miraban ysaludaban mis compañeros, como si atodos les importase qué hago los días enque no aparezco. Estoy desquiciada, laverdad. Como cabía suponer, no sucedenada. Todo es tediosamente normal eincluso cuando llega Gabriele apenas lomiran. Mientras se sienta, finjo hacer losejercicios de Matemáticas y nos saludamosfugazmente, igual que habríamos hechohace una semana. Sin duda me he pasado.La normalidad con que transcurre lamañana es un calmante y me digo con

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amargura que soy una cría, una paranoica.Gabriele no me dirige la palabra y, como decostumbre, aprovecha la hora del recreopara salir a fumar. Puedo estar tranquila,aunque en realidad no lo estoy en absoluto.Todo lo que no está sucediendo me causauna dolorosa decepción. Conque ésastenemos, me digo, lo intentó y, dado queno salió como pretendía, se comporta denuevo como si nada. ¿Por qué entonces selo tomó tan a pecho aquella noche si deverdad le importo un comino? Si no legusto, ¿por qué fue a la pizzería? ¿Quépasa, le doy pena?

De repente, mis temores ceden anteuna rabia sutil que disimulo centrándomeen la lección. «Todo ha terminado —medigo—, pero lo intentamos.» Es la frasepreferida de Claudia, la que le oí decir unsinfín de veces a mi madre cada vez queella le contaba el final de su última

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relación. «Mejor así —pienso—, en el fondoes lo que quería, ¿no? Muy bien, Gabriele,me has leído el pensamiento.»

Cuando acaba la última hora, coge sumochila del suelo y se marcha. Se despidede mí con un susurro tan rápido y bajo queen comparación la caída de una hoja secapodría tildarse de estruendo. Le respondocon un adiós que a buen seguro no oye, yme voy a casa a celebrar mi cumpleaños.Me alegra que Angela y Claudia venganhoy, al menos dejaré de pensar un rato ennosotros.

Cuando entro en casa veo que lasamigas de mi madre todavía no hanllegado, así que me pongo a navegar porinternet y escucho el horóscopo de PaoloFox: «Hoy estaréis algo más nerviosos delo normal, corréis el riesgo de enfadaroscon vuestra pareja.» «¿Qué pareja?», mepregunto.

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A saber qué decía tu horóscopo el díade tu muerte.

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7 de diciembre

Hace dos días que Gabriele no viene aclase y reconozco que lo echo un poco demenos. Hoy llueve y me lo imaginotumbado en la cama, en casa de Petrit,leyendo cómics o fumando. No piensa enmí, y hace bien. Cuando me dijo que yo nosabía lo que quería tenía razón. Eso esjusto lo que me confunde: saber que élsabe algo de mí que yo desconozco. Poreso me gusta. Ya está, ya lo he soltado. Nosabría decir por qué, pero cuando estoycon él me doy cuenta de que comprendemuchas más cosas que yo. De todo tipo.Luego despotrica contra cualquier hijo devecino, los profesores, el instituto, suspadres, pero hay que reconocer que todos

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le tenemos manía a alguien.Estoy cansada y de pésimo humor y,

por si fuera poco, por primera vez en mivida no he estudiado, menudo coñazo. Porsuerte, mañana es fiesta.

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12 de diciembre

Se aproxima lo que siempre he temido: laNavidad. Faltan menos de dos semanas yme gustaría huir, aunque en realidad elmotivo de mi preocupación es otro. Miabuela no está bien. El médico diagnosticóuna leve depresión y dijo que debíadistraerse. Llamé a Claudia, que vinoenseguida. Quizá debí avisar también aAngela, pero Claudia es más adecuadapara estos casos: cuando te mira y teasegura que todo irá bien, la crees, yademás, casi siempre tiene razón. Sólo seequivocó con mi madre. Claudia me dijoque su madre está a punto de viajar aIschia, a los balnearios, y propuso quetambién fuera mi abuela. «Así se

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distraerá.» Quizá, pero la abuela nunca semarcharía sin mí. No obstante, cuandoClaudia se lo preguntó, aceptó a laprimera. Debía de estar realmentecansada, porque no es propio de ella irsede vacaciones con una desconocida, sobretodo en vísperas de Navidad. Pero un sí esun sí, de manera que Claudia y yo laayudamos con las maletas y se hamarchado esta mañana. Antes de subir alcoche me besó y me miró con los ojos tanbrillantes que daban miedo, y por uninstante temimos que hubiese cambiado deparecer.

Ahora estoy completamente sola encasa. Rosa le prometió a la abuela quepasará todos los días, y la situación no medisgusta.

En el instituto sólo se habla de losexámenes, mientras yo empiezo a pensaren lo que haré después, en qué quiero

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convertirme. Mi madre insistía en quedebía ir a la universidad, aseguraba queera importante, pero sin ella a mi lado meresulta muy difícil pensar en el futuro. Nosé con quién hablar de ello, qué quierohacer. Hablamos del tema, por supuesto,pero nos parecía que teníamos todo eltiempo del mundo. Varios meses antes demorir, cuando me lo preguntó de nuevo, lecontesté que me gustaría estudiarMatemáticas. Sonrió y me dijo: «Muy bien,ya verás como te encanta. Siempre se tehan dado muy bien.» Parecía contenta,aunque también triste, porque sabía que nome vería acabar el bachillerato, no digamosla facultad. He echado ya un vistazo a losprogramas en la web de la universidad.Creo que me matricularé en Matemáticas,para cumplir con mi palabra.

Mi querido genio, en cambio, pasa demí aún más que antes. En el último mes

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habrá venido al instituto unos diez días, yse ha negado a contestar cuando lo hanexaminado en clase. Ayer no se presentó, ytampoco hoy. Cuando en la tercera horaGreci pasó lista y se dio cuenta de que noestaba, nos preguntó si sabíamos algo deél. Sonia me miró un instante y luego la oíreírse con Ilaria. Qué imbéciles. Ahora soncomo las ardillas Chip y Chop, uña y carne,pero no durará mucho. Hace tiempo, Ilariatambién fue amiga mía, pero su idea de laamistad es muy flexible. Es de las queeligen a las amigas igual que la ropa,según el momento y las circunstancias. Noobstante, es la más guapa del instituto ytodos le van detrás. Si necesitas ver a undeterminado chico, lo encontrarás al ladode Ilaria infaliblemente; y ahora Sonia seha pegado a ella para ver si logra hablar denuevo con Giovanni.

La pregunta de Greci se queda en el

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aire y, dado que estos días estoy siempresola y no tengo nada que hacer, decido quepor la tarde jugaré a los detectives e iré abuscarlo. La excusa ya la tengo: ¿acaso noes mi adorado compañero de pupitre?Quién sabe, tal vez se encuentre mal, opuede que haya decidido echarlo todo porla borda justo antes de acabar elbachillerato. La primera hipótesis meparece más probable. Si hubiese decididoabandonar, lo habría hecho mucho antes y,quién sabe, quizá el diploma le importemás de lo que creemos todos.

Cuando termina la hora de Greci, losigo por el pasillo y le comento que quieroir a ver a Gabriele esta misma tarde. Memira perplejo, como si mi iniciativa lepareciese peligrosa, pero después se limitaa preguntarme si sé dónde vive. Estoy apunto de decirle que sí, pero niego con lacabeza, fingiendo, esperando a que me lo

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diga él. La escena me turba. Al final, elprofe me acompaña a secretaría sinhacerme más preguntas. Puede que sea unperdedor, pero no es idiota. Obedeciendo asu petición, la secretaria abre un ficherometálico, extrae una carpeta y escribe ladirección en un folio. Greci me lo tiende —amí jamás me la habrían dado— y me pideque lo informe, que le diga si está enfermoo si tiene problemas, y luego me mira paraasegurarse de que he comprendido a quétipo de problemas se refiere. La verdad esque no lo he entendido, pero en mi casopoco importa lo que descubra, porque nocreo que me sorprenda demasiado.Nerviosa por la investigación que estoy apunto de emprender, no me dirijo deinmediato a casa de Petrit, sino a la de suspadres.

No tardo en dar con la casa donde vivela familia de Gabriele, pese a que son

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muchas e idénticas. Me tranquilizo aldescubrir que el barrio es menos sórdidode lo que había imaginado. Llamo al timbrey nadie responde, de manera queaprovecho que una señora está saliendodel portal para colarme. Subo por laescalera. En el tercer piso, leo su apellidoen la placa junto a una de las puertas delrellano. Titubeo unos segundos antes dellamar. Dos timbrazos largos y firmes. Meabre un hombre de pelo oscuro, expresiónirascible y cara surcada de arrugasprofundas. Antes de que puedapresentarme, una voz de mujer preguntadesde dentro quién ha llamado. Lareconozco de inmediato: es su madre.

—Estoy buscando a Gabriele —digoinquieta al ver que el hombre me escrutade pies a cabeza—, soy una compañera declase.

El hombre, mejor dicho, su padre, me

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responde sarcástico:—¿Y desde cuándo Gabriele tiene

compañeros de clase?Mientras, la madre se ha acercado y lo

aparta de un empujón.—¿Buscas a Gabriele? ¿Eres una de sus

compañeras? —pregunta ansiosa.Viste una falda de lana a cuadros y un

raído suéter marrón. Lleva el pelo recogidoen un moño y tiene ojeras profundas. Sumirada es idéntica a la del día que la vimosen el colegio, triste y preocupada. Leexplico que los profesores me han pedidoque le lleve los deberes.

—¿Eres su novia? —me suelta risueña,a la vez que mira a su marido comosuplicándole que no diga nada, que tengapaciencia, que espere.

Enrojezco y el hombre sonríe alconstatar mi apuro. Luego, sin máspreámbulos, me anuncia que Gabriele se

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ha marchado, que en su casa no hay sitiopara los que no dan golpe. Su voz es ronca,parece un viejo de setenta años que sehubiera pasado la vida bebiendo yfumando, aunque no debe de tener más decincuenta. Los ojos de la madre se llenande lágrimas y me pide que si veo a Gabrielele diga que lo quieren mucho. Me quedoplantada en la puerta, mirando a la mujerque llora en silencio, y de repente tambiéntengo ganas de llorar, pero no por ella, sinopor mí.

—Gabriele es mayor de edad —prosigue el padre, alzando el tono—, puedehacer lo que quiera, así que si no va alinstituto no es problema nuestro.

Pero ya no lo escucho, pues me hecontagiado de toda esa tristeza. Ya no meimporta saber por qué he ido hasta allí, yano me importa nada. Observo de nuevo ala mujer, su mirada resignada ante algo

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que ha perdido, y soy consciente de que noes ella la que me da lástima: no, soy yo.No es su soledad la que me asusta, sino lamía, y en sus ojos veo los míos en losmomentos en que me siento perdida.Farfullo algo y escapo, corro escalerasabajo. Subo a la motocicleta tratando dereponerme, esforzándome por no llorar. Mesiento como una estúpida sentimental,pero no puedo evitarlo. Arranco y me alejode allí. Sé adónde debo ir, y a pesar de queme he dicho un montón de veces que nodebería, tengo ganas de volver a verlo.Además, me lo ha pedido el profe, ¿no?

Llamo al timbre y es Petrit quien meresponde y me abre. Me quedo aturdida, esel hombre más guapo que he visto en mivida. De estatura media, rubio, con ojosazul cielo y una sonrisa preciosa. Su acentoes muy marcado, pero su voz es cordial.Me dice que Gabriele está en su habitación

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y se aparta para dejarme entrar. Ahora quelo conozco, la casa me parece másacogedora, menos anónima.

Gabriele está tumbado en la cama, aoscuras. Cuando entro, enciende la luz dela mesilla, se incorpora apoyándose en loscodos, me mira un segundo y vuelve aecharse.

—¿Qué haces aquí? —pregunta conaspereza.

—Bueno, estaba dando una vuelta y hepensado que quizá estuvieras con Petrit.Hace tiempo que no vienes a clase.

Se sienta y me mira a los ojos, muyserio.

—No tengo intención de volver.Ya está, ya lo ha soltado. Noto un nudo

en el estómago. No sé qué decirle, acabode oír lo que más temía, aunque no fueraconsciente de ello.

—El pupitre es todo tuyo, ¿no te

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alegras?«No, en absoluto», pienso mirándolo e

intentando decir algo que no suene tonto oinfantil, pese a que acabo soltando lamayor tontería:

—¿Y el diploma de bachiller?Gabriele pone los ojos en blanco y se

ríe como si hubiese oído la cosa másdivertida del mundo.

—¿Y qué se supone que puedo hacercon ese diploma?

—No lo sé, tal vez un día te canses deser albañil y quieras ir a la universidad —bromeo.

—¿A la universidad? ¿Yo? Sí, claro... —replica con amargura.

Me encojo de hombros, ya no sé a quéaferrarme.

—Bueno, pensaba que alguien quedibuja tan bien como tú podría estudiarBellas Artes... —murmuro, pese a que

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ahora se enfadará en serio; de hecho, mefulmina con la mirada negando con lacabeza.

—El dibujo, claro, el dibujo... ¿Deverdad crees que me interesa tanto? ¿Parahacer qué, luego? ¿Pasarme todo el santodía dibujando y recibiendo órdenes deotros? No, gracias, no me apetece. Prefieroestar al aire libre en una obra.

—¿Y por qué crees que serás más libreen una obra? ¿Acaso no habrá nadie que tedé órdenes?

—No me importa, al menos estaré alaire libre, podré respirar. Bueno, da igual,no me has contestado, ¿a qué has venido?

—Ya te lo he dicho, pasaba por aquí yse me ha ocurrido verte un momento. —Nomenciono que he visto a sus padres,seguro que se pondría hecho una furia.

—Claro, normal —murmura para sí—.Vives en la otra punta de la ciudad, te

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venía de paso.Me avergüenzo un poco, pero no me

importa.—Si quieres me voy —digo en voz baja.Me mira a los ojos y luego se hace a un

lado para dejarme sitio en la cama.—Ven aquí —dice dando unas

palmaditas en la colcha.Me desprendo de la mochila, me quito

las zapatillas y me tumbo a su lado.Apenas cierro los ojos, lo oigo repetir lamisma pregunta:

—¿A qué has venido?—Tenía ganas de verte —susurro—. Te

he echado un poco de menos —añadoesperando su reacción.

—¿Qué pasa? ¿Nadie te ha prestado unbolígrafo? —replica.

Sin contestarle, me vuelvo hacia él y loabrazo.

—Ven a clase. Acabemos el curso

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juntos.Siento su pecho alzarse cuando suelta

una leve carcajada.—¿Luego vendrás a trabajar de albañil

conmigo?—Si vuelves al instituto, sí.—No, no pienso volver. Estoy harto. No

sirve para nada.Me gustaría decirle que a mí me sirve,

pero me fallan las fuerzas; además, tengola impresión de haber llegado demasiadolejos. Teniendo en cuenta que no queríavolver a salir con él, estar aquí, en sucama, es lo que se dice un resultadoexcelente.

—¿Qué sentido tiene tirar ahora latoalla? —insisto aunque se enfade.

Se aparta un poco, como para vermemejor.

—¿Qué me das si vuelvo? —preguntacon picardía.

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—Idiota —le digo, pero me río.De repente, llaman a la puerta y nos

sobresaltamos. Salgo de la cama, abro yme encuentro con Petrit. Lleva unchaquetón azul y parece la versiónmoderna del príncipe azul. Me hago a unlado para que pase, pero él no se muevede la puerta. Nos anuncia que se va atrabajar y que volverá por la mañana. Petrittrabaja en una fábrica de conservas y amenudo en los turnos de noche, al menoseso me contó Gabriele una vez. Añade queha hecho la compra y que la nevera estállena, que podemos coger lo que nosapetezca. Gabriele se limita a responder«De acuerdo» y luego alza un brazo amodo de despedida. Cuando la puerta secierra, vuelvo a echarme en la cama yabrazo a Gabriele, que me acaricia el pelocon ternura. El tema del instituto haquedado zanjado.

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No hago ni digo nada más. Me quedoquieta, concentrada en el movimiento desu mano, conteniendo el aliento. Cuandotomo aire de nuevo, lo hago suavementeconfiando en que no se dé cuenta de loemocionada que estoy. El corazón me latetan fuerte que me da la impresión de tenerdos. Como si estuviera en otro planeta ytuviese que acostumbrar los pulmones auna cantidad diferente de oxígeno. Quizásea siempre así cuando estoy con Gabriele.Otro planeta, otro lugar. Lejos de cuantoconozco, un mundo aparte, el refugio dealgo, igual que cuando me tumbaba al ladode mi madre buscando otro tiempo en eltiempo. Este momento es idéntico a lanoche de la playa, nos encontramos en unespacio especial para nosotros, que estávacío, desierto. Estamos en Cerolandia.

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Cuando suena mi móvil, despierto de golpey tomo conciencia de que nos hemosquedado dormidos. Me libero del abrazo deGabriele y sigo el sonido en la oscuridad. Élenciende la luz, veo el bolso en el suelo ylo cojo. En la pantalla aparece el nombrede la última persona de este mundo conquien quisiera hablar ahora: Sonia. Lanzo elmóvil dentro del bolso y espero, de piecomo una tonta, a que deje de sonar.Vuelvo a dejar el bolso en el suelo yregreso a la cama.

—¿Quién era?—Nadie —contesto, pero al ver la

expresión de Gabriele añado—: La plastade Sonia, será por los deberes.

Lo abrazo. Un momento después meacuerdo de la discusión de hace un rato ypienso cómo será estar en el instituto apartir de mañana. Si Gabriele no vuelve,me encontraré completamente sola en

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Cerolandia. ¿Qué hago? ¿Ser amiga deSonia otra vez? Jamás, hasta nunca.Encajo una pierna entre las de Gabriele yhundo la cara en su sudadera. Ahora notengo ganas de pensar en eso, ya meocuparé mañana, una vez en clase pensaréen todo. Mañana. Nos dormimos otra vez,abrazados. Cero y Zeta en esta Cerolandiaexclusivamente nuestra, a años luz de latierra.

Cuando despierto son más de las ocho.Dentro de poco mi abuela me llamarádesde Ischia, debería marcharme. Melevanto despacio y luego me quedo quieta,sin muchas ganas de irme.

—¿Te vas?—Sí, es tarde.—Vale —dice y, con un deje de

incertidumbre que no le conocía, añade—:¿Volverás mañana?

A la pregunta sigue una caricia larga y

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lenta en mi espalda, un ruego silencioso yprofundo al que no sé qué responder.

—Y tú, ¿vendrás al instituto? —inquieroa mi vez levantándome de la cama.

Mientras me ato las zapatillas, sientoque sus ojos me observan, pero no alzo losmíos para mirarlo. No me contesta, quizásea mejor así.

—Haz lo que quieras —me limito adecirle; cojo la chaqueta y me encaminohacia la puerta.

—Lo mismo te digo —me contestacuando cierro a mis espaldas.

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Cuando estés durmiendo

—¿Cuándo vuelves?—Cuando estés durmiendo.Y yo me dormía y, mientras soñaba, tú

regresabas. Apenas despertaba te llamaba,a veces quejosa a veces contrariada, yvenías. Habías mantenido tu promesa,habías vuelto. Yo del sueño, tú del mundoexterior. A veces pensaba: «¿Y si novolviese?» Y quería que el sueño durasepoco, que fuese un simple parpadeo, comoel hada Isabella, que hacía que las cosasocurriesen así. Intentaba imitarla, y luegote llamaba, sólo moviendo los labios,apenas susurrando, porque tal vez el hadaIsabella podía verme y no quería quehiciese como ella. Entonces esperaba y en

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la calma vespertina, sobre todo en verano,disolvía la ansiedad en el sueño. A vecesdespertaba empapada en sudor.

—¿Has estado corriendo en sueños? —me preguntabas.

Me incorporaba y, como un cachorro,buscaba tu cuerpo, te abrazaba y mesentaba en tus piernas, de través, hechaun ovillo, añorando el momento en quetodavía no había nacido y éramos una solay jamás habrías podido marcharte sin mí.

—Te buscaba, pero no sabía dóndeestabas.

—Pero si estoy aquí, mamá ha vuelto.¿Cuándo vuelves? Cuando estés

durmiendo. Ahora me viene a la mentecada vez que despierto de un sueñoinquieto, uno de esos en los que teprecipitas sin llegar a caer, como a veceshacen los pájaros. Me incorporo poco apoco, igual que entonces, y en ocasiones

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me doy cuenta de que no respiro:¿contendrán también el aliento los pájaroscuando vuelan? ¿Dejarán también derespirar si tienen miedo?

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13 de diciembre

—Gabriele Righi —dice la profe deMatemáticas.

«Está enfermo», respondo. Todos sevuelven hacia mí. Las chicas intercambianmiradas de estupefacción y arquean lascejas, los chicos me observan sincomprender una sola palabra.

Debería haber sido así; en cambio,cuando la profe pronuncia su nombre mequedo callada. Sigo dibujando florecillas enla agenda sin abrir la boca. Ahora ya notengo que estar atenta a no sobrepasarcon el codo mi lado del pupitre. Soy sudueña absoluta. La soledad tiene susventajas, he de considerarlo de esta forma,ver la botella medio llena. Anoche me

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telefoneó mi abuela y me alegré porqueparecía contenta. Me dijo que Ischia espreciosa y añadió que el verano que vieneme llevará allí. Cuando dice esas cosas meentristece, porque sé que lo hace paraanimarnos y que, en nuestro estado,ninguna de las dos iremos a ninguna parte.

—¿Alguien sabe algo de Righi? —pregunta la profe.

Ni siquiera alzo la cabeza por temor aencontrarme con la mirada de algunacapulla con ganas de broma. Aunque latentación es grande. Debería decirle queGabriele Righi no volverá, que por muchoque lo busquemos ha decidido que quiereser albañil y que no le interesa dibujar parauna panda de cabrones sentado a unpupitre. Pero no lo digo, hago como él,trato de ser autosuficiente, procuro que nome involucren. No le debo nada, no salimosjuntos, no somos amigos. Cero. Es más, ya

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hice bastante yendo ayer a su casa. Escierto que le pedí que volviese, que le dijecosas bien claras, pero en ciertosmomentos una suelta un montón de cosas,como cuando estás borracha y resultaspatética. Ayer me sentía sola y pensé queél podía ser mi remedio. Eso es todo. Mevuelvo hacia la ventana y permanezco unosinstantes con la mirada perdida,reflexionando: ¿qué trabajo exige lamáxima capacidad de contar mentiras ycreérselas por completo? Deberíadescubrirlo, tendría el futuro asegurado.

Al final de la clase, por suerte la última,evito también a Sonia, que está ansiosapor contarme que ayer me llamó, y vuelvodirecta a casa. Me pongo a estudiar y nisiquiera como, pero, por mucho que meesfuerzo en concentrarme en ImmanuelKant, no dejo de pensar en lo que sucedióayer. Me repito que no necesito nada, que

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también puedo estar sola. Mentiras,auténticas mentiras, lo sé. Por absurdo queparezca, pienso que si ayer, en lugar dehaber dormido, hubiésemos hecho el amor,habría sido mejor. El sexo habría ocultadoun sinfín de cosas. En cambio, así esimposible mentir. Lo que me inquieta es laternura que siento de repente. No dejo derepetirme que no le debo nada, que nonecesito algo así.

Estudio una hora más y después mevoy a la piscina. Apenas me zambullo en elagua, interrumpo el contacto con el mundo.Sólo agua y azul, y cuerpos sin rostro.Como en la fotografía que uso comosalvapantallas en el ordenador, que alguiensacó bajo el agua, y en la que únicamentese ven cuerpos en movimiento y se percibeel silencio, azul como el agua.

Estoy a salvo.

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En cuanto vuelvo a casa, llamo a miabuela. Hoy su voz suena diferente, másrelajada y serena. Dejo que me cuente loque ha hecho durante el día, y acontinuación le digo que no se preocupepor mí, que estoy bien, a pesar de que séque haberme dejado sola la hace sentirseculpable. Nada más colgar me llamaClaudia, muy contenta porque su madre leha dicho que mi abuela está mejor, que seha desahogado y que la otra noche lloró.

—¿Y tú? ¿Cómo estás? —me preguntade repente.

Sus palabras me dejan suspendida, conel teléfono apoyado en la oreja y la miradafija al frente, como si la respuestaestuviese escrita en la pared; no sé quécontestarle porque ya no sé cómo mesiento. Al final le digo que estoy mejor, quemis amigos no me dejan ni a sol ni asombra, le suelto una retahíla de mentiras,

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vaya. Últimamente es mi deporte preferido.Cuando acabamos de hablar, recorro lacasa y apago todas las luces. Luego voy aldormitorio de mi madre y me siento en sucama con los ojos cerrados, intentandoimaginar que todavía sigue allí. Meconcentro y recuerdo su voz, la última vezque me tocó, que me besó, y me preguntosi la memoria será capaz de llegar hasta elfondo sin olvidar nada. Porque sólo estásahí. Sólo en la memoria te encuentro.

No sé cuánto tiempo permanezcosentada con la casa sumida en suoscuridad y yo en la mía. Luego melevanto, voy a la cocina y enciendo la luz.Cojo el bolso y echo una ojeada al móvil,que está sobre el aparador. Tengo unmensaje de Sonia. Quiere que mañanahagamos novillos juntas. Acepto, por uninstante ese leve contacto con el mundoreal hace que me sienta mejor. «Mañana

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abandonaré Cerolandia», me digo, y lamera idea de romper todo lazo con la tierrade mi exilio y regresar a la patria meentristece.

Así que, después de todo, algo hacambiado. Yo también he echado raíces enla nada.

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14 de diciembre

El segundo lugar donde nos detenemosesta interminable jornada es un salón de téen un callejón del centro. No hace faltadecir que el único tema de conversación esGiovanni. Según me cuenta Soniadesgranando una ristra de detalles,aburridos a más no poder, ahora va detrásde una de tercero de secundaria, una talTania, superinteligente y muy mona, enresumen, un paquete completo. Por un ratofinjo escuchar la retahíla de tópicos, peroal final tiro la toalla, porque no puedo más.En un par de ocasiones intento cambiar detema, y en otras resoplo en vano. Piensoen Gabriele, me pregunto si habrá decididovolver y, si ha sido así, en qué habrá

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pensado al no verme. Mientras Soniacontinúa hablando, imagino una escena,propia de una película dramática, en la queél entra en el aula y, al no verme, piensaque lo nuestro ha acabado para siempre yse siente fatal. La idea es tan absurda queestoy a punto de echarme a reír. Esevidente que he visto demasiadas pelis.

Por fin es mediodía y decido que puedovolver a casa. Mientras subimos la avenidaa pie, veo a Gabriele, que viene en nuestradirección acompañado de un chico. «Ahíestá el hijo pródigo», pienso con acritud,pero lo cierto es que, sin saber por qué, mesiento inquieta y lo primero que se meocurre es fingir que no lo he visto, aunquees demasiado tarde. A varios metros dedistancia, Gabriele nos dirige una miradadistraída y se limita a saludar con una leveinclinación de la cabeza. Sonia noresponde, yo susurro un «Hola» y aprieto

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el paso. Hemos restablecido el orden ytodas las piezas vuelven a encajar: losbuenos con los buenos y los malos en sucasa. «Qué alivio —pienso—, por fin todoha acabado.»

Vuelvo a casa con la moral por lossuelos. Apenas como y luego voy arefugiarme en la piscina. Nado sin pausacasi dos horas, sólo me paro un par deveces para tocar fondo y deslizarme por lalínea azul oscuro de azulejos que delimitalas calles. La sigo imaginando infinita,hasta que la falta de aire me obliga aemerger.

Salgo del agua agotada, casi no logrocaminar. Pruebo a abrir un libro y se mecierran los ojos por el cansancio. Paso elresto de la tarde atiborrándome deporquerías y viendo tráilers en YouTube. Loúnico que debo hacer es aguantar hasta lasocho y, después de la llamada de Ischia,

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acostarme. A las ocho y dos minutos miabuela me pregunta cómo estoy. Parecerelajada, dulce, las vacaciones estánsentándole de maravilla. No deja de repetirque después de los exámenes volveremosa estar juntas, las dos.

Me alegro de que se encuentre mejor.Me gustaría decirle algo cariñoso, que laquiero mucho o la echo de menos, pero nopuedo. Sólo quiero dormir. A las nueve ymedia ya estoy en la cama, a oscuras, conla mente en blanco.

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¿Te acuerdas de Franco?

Mi abuela tenía un primo pintor que,aunque jamás hizo nada importante,gozaba de gran reputación en su pueblo.Franco, que así se llamaba, era el Pintor.Daba igual que ninguna galería aceptaseexponer sus cuadros o que nadie quisiesecomprarlos: todos lo consideraban elartista del pueblo. Había heredado unafortuna de su padre, el cual sí que habíasabido vender sus tierras, vaya que sí, yvivía en la mansión familiar, quedesentonaba bastante al estar rodeada decasas mucho más modestas. TambiénFranco desentonaba lo suyo, con aquel airerelajado, la sonrisa siempre en los labios yla ropa manchada de colores y aguarrás, y

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no de barro y grasa. Mi madre y yo lovisitábamos al menos una vez al mes.Íbamos con el viejo Renault 4 que parecíahecho adrede para seguir el ritmoredondeado de las colinas, que nossorprendían invariablemente cuando lavista se abría de improviso a los campos degirasoles y al mar en verano, o a la tierraarada y desnuda en invierno.

El vestíbulo de la casa era enorme ytenía una amplia escalinata central quellevaba al piso de arriba. Por el angostopasillo que se hallaba justo debajo de laescalinata se accedía al estudio, unagalería llena de caballetes, botes depintura, pinceles, tubos, papel de periódicopor todas partes y alguna que otra silla demadera. Para mí era un lugar mágico. Mimadre se acomodaba al lado de Francomientras éste pintaba, me sentaba en susrodillas y me decía: «Ahora le pediremos a

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Franco que nos haga un bonito dibujo.» Élcogía una hoja grande y blanca, la colocabaen el caballete y me hacía un retrato, o mepreguntaba qué animal u objeto megustaba más y luego lo dibujaba. Yaentonces no comprendía, como me pasaahora cuando miro a Gabriele dibujando,cómo aquellas manos podían reproducir elmundo. Aunque también mi madre pensabaque en el fondo Franco carecía deverdadero talento, siempre encontraba unsitio para sus cuadros, y yo todavíaconservo sus dibujos.

La casa de Franco realmente imponía, ysi el vestíbulo era impresionante y elestudio sugestivo, lo que me gustaba sobretodo, más aún que la casa, era el ampliojardín trasero y la fuente donde pululabanunos grandes peces rojos. En el centro seerigía la estatua de una joven con unaguirnalda de flores en la cabeza, cubierta a

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duras penas por un paño alrededor de sudelgado cuerpo. Junto con la pajarera enforma de castillo que sobresalía a ciertadistancia en el jardín, y que estaba vacía,la estatua hacía que me sintiera como enun cuento.

Franco murió hace muchos años y lamansión fue vendida y luego demolida, y ensu lugar se construyó la enésima hilera deadosados. Recuerdo que meses antes deque le diagnosticaran el cáncer a mimadre, las dos fuimos a dar un paseo porel pueblo de Franco. Al pasar por losadosados, que se erigían donde antesestuvo la casa, ambas sentimos queFranco y su mansión jamás habían existido,que eran como un sueño olvidado del quede vez en cuando reaparecían fragmentos.Me traspasó una punzada de nostalgia y,por primera vez, tuve la clara sensación dehallarme en un tiempo inexorable del que

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no era posible escapar. Recuerdo que mimadre sólo dijo «Pobres de nosotros», y noporque los adosados fuesen decididamentehorrendos, sino porque el tiempo habíaborrado a Franco, al igual que habría hechoél con un dibujo no logrado.

A menudo nos recuerdo a mi madre y amí en el jardín contemplando la fuente y eldelicado cuerpo de la estatua. La terriblemagia cuya existencia ignoraba entoncesestaba ya allí: en la pajarera vacía donderetumbaba el silencio, en la joven inmóvilen el centro de la fuente, fría, erosionadapor el tiempo. Todo presagiaba que unmago mucho más poderoso que los de loscuentos se había puesto ya manos a laobra, escondido en un rincón sombrío deljardín. Sin dejar escapar nada, su intenciónera recuperarlo todo poco a poco, eltiempo concedido y los objetos olvidados.

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15 de diciembre

Unos días antes de las vacaciones, elambiente festivo resulta insoportable. Laclase entera rezuma alegría por todos losporos, pero yo parezco el protagonista dela película Sin familia. En mi pupitrefermenta un silencio obstinado y lúgubre,tan silencioso que casi puede oírse, que aveces lleva a mis compañeros a volversepara comprobar si todavía sigo allí.

A la tercera hora, toca Greci: tendréque explicarle que su pupilo ha decididodedicarse al ladrillo. Se pasará el resto desu vida haciendo capiteles de cementoarmado. Que se divierta. Hoy soy cínica,pero así se soportan mejor lasdecepciones. Para eso sirve el cinismo,

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¿no?Cuando suena el timbre suspiro

aliviada, sólo ha pasado una hora, perodaría cualquier cosa porque fuese la última.Hoy no aguanto. Mientras esperamossentados a que llegue la profe de Italiano,en la puerta aparece Gabriele. Lamandíbula se me descuelga como si lafuerza de la gravedad hubiese aumentadode repente, y me quedo con la boca tanabierta que, llegado el caso, sin duda meseleccionarían para interpretar unapapelera. Nada más llegar a la base, dejacaer la mochila y arrastra la silla conestrépito, antes de desplomarse en ellacomo un saco de patatas. Cuando hasta elcuaderno multiusos está ya bien a la vistasobre el pupitre y antes de reflexionarsobre lo que me conviene decir, le sueltosin más:

—Eh, albañil, menuda sorpresa. ¿Se

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han acabado las paletas?Me lanza una mirada glacial y no

responde, lo que no es ninguna novedad,sólo que hoy parece realmente enfadado.Abre su cuaderno para todo y empieza agarabatear. Bienvenido, Caravaggio: ¿lohas hecho por mí? Esa idea me produceeuforia, la de que esté aquí por mí, porqueyo se lo pedí. No escucho nada de lo quedice la profesora, pues no dejo de espiar aGabriele. Lanzo una ojeada al cuaderno yveo que está dibujando una especie desuperhéroe musculoso con cara depringado. Está ensimismado y no se dacuenta de que lo observo. Al alzar la vista,me percato de que Ilaria está mirándome.Se vuelve de inmediato y se inclina haciaSonia para susurrarle al oído. Sonia sevuelve apenas y se encoge de hombros,pero hoy su estúpido parloteo me trae sincuidado.

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Cuando suena el timbre estoy un pocoarrepentida de mi comportamiento arisco,así que trato de remediarlo a mi manera, osea, con una mentira.

—La otra noche se me hizo tarde en lapiscina, por eso... —«no fui», iba a decir,pero él me interrumpe bruscamente:

—Yo también estuve ocupado. Sihubieses ido no me habrías encontrado encasa.

Y se pone de nuevo a dibujar,cerrándome la boca y haciéndome sentircomo una idiota. Me levanto y voy al cuartode baño, la alegría por verlo se haesfumado.

Greci entra a la tercera hora y al verlono oculta su satisfacción.

—Bienvenido, Righi, es un placertenerlo de nuevo entre nosotros —dice entono jovial.

—El placer es mío —contesta Gabriele

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sin alzar la mirada del pupitre.Se oye alguna que otra risita, pero el

profe no presta atención y empieza laclase.

El tema son las vanguardias del sigloXX. Gabriele atiende de vez en cuando,noto que está atento. Yo, en cambio, nologro concentrarme, estoy pensando en surespuesta: ¿se habrá enfadado conmigoporque no volví a su casa? Pero no leprometí nada y, además, si le importara deverdad no me habría dicho que hiciese loque quisiera.

Cuando terminan las clases, lo sigo ensilencio. Apenas salimos, me adelanto y,sin importarme que alguien nos vea, lepregunto si le apetece ir a la playa por latarde.

—¿Estás segura? —me preguntacortante.

—¿De qué? —contesto como una tonta

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sin comprender nada.—De que quieres estar conmigo —me

explica tan gélido como un bajo Cero eninvierno.

—Si te lo he pedido... —respondo conun hilo de voz mientras me abandona laescasa seguridad que conservaba.

—No sé si hoy podré —dice secamente,y añade—: Pregúntale a tu amiga, quizáella esté libre.

Su tono arrogante me crispa losnervios, así que le devuelvo una pelotaenvenenada:

—Por supuesto; y lamento habértelodicho a ti antes.

—No debería ser un problema para ti,dada la frecuencia con que cambias deopinión —replica con aire de tiradorexperto.

Lo miro decepcionada, pero en lugar decontestarle lo planto allí mismo, dejándolo

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a solas con su orgullo y su cabreo. «Vete ahacer puñetas, Caravaggio», piensomientras voy hacia la vespa. Me vuelvo y loveo trajinar con el sillín de la suya. Si hoyha venido al instituto por mí, podía haberseahorrado el viaje, pues lo ha echado todo aperder. ¿Qué necesidad tenía decomportarse así? Es demasiado duro,siempre.

Miro alrededor y descubro a Sonia conel grupito de capullas. Estaban mirándonosy ahora que las he visto fingen conversarentre ellas. Sonia se vuelve hacia mí y,esbozando una sonrisa falsa, alza unamano en ademán de saludo. «Cretina —pienso—, espero que Giovanni no te hagani caso.»

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21 de diciembre

Hoy, a la hora de Greci, Gabriele le haentregado sus dibujos. Son tipo cómic,además de algún que otro retrato. Al verlosnos hemos quedado boquiabiertos, y mealegro, porque de repente todos lo mirancon admiración. Greci nos ha reunidoalrededor de su mesa y nos habla de trazoincisivo e intensidad en el color. Gabrielemira únicamente al profe, desdeñandoadrede a los demás. Los rostros de todostraslucen incredulidad y estupor, perotambién un interés auténtico, y quienessolían tomarle el pelo ahora se olvidan deque siempre lo llamaron Cero. Cuanto máslos contemplo, más ganas tengo de que seenteren de que estuve en su casa, de que

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fuimos juntos a la playa, que yo fui la únicaque comprendió que en el fondo eraespecial. Pero resulta demasiado fácil,como en una de esas películas en que elperdedor se convierte de repente en héroe.Ahora es un poco así, y los pringadossomos los demás. El que tiene talento esél, y si tienes talento tarde o tempranoencuentras tu camino, aunque provengasde las viviendas populares. Mi madre teníarazón: si no quieres perderte las mejoresocasiones, hay que considerar las cosascon perspectiva.

La segunda sorpresa del día se producea la salida de clase, cuando Giovanni se meacerca para decirme que quiere hablarconmigo. Lo miro perpleja: tiene el airegrave del que está a punto de cumplir unamisión seria, así que lo sigo de mala gana.Tengo más motivos para odiarlo que paraescucharlo, pero ante todo quiero ser

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educada. Desde la noche de la fiesta nohemos vuelto a hablar y cada vez que noscruzábamos en el pasillo él desviaba lamirada. Lo sigo hasta el porticado delinstituto; cuando llegamos, se mete lasmanos en los bolsillos de los vaqueros ycon aire contrito me pide perdón por lo delMouse, me dice que había bebido mucho yque no se explica qué le ocurrió.

—Eso es todo —dice—, como ves nadadel otro mundo. Es que no quiero quepienses que soy un cabrón. No suelocomportarme así, disculpa.

Asiento con la cabeza, un tantocohibida y sin saber qué decir. En ciertosentido es mejor cuando se comportacomo un gilipollas, al menos una sabe aqué atenerse. Por si acaso, zanjo el asuntoy le digo que no se preocupe.

—A veces ocurre, uno bebe y despuésse pasa —afirmo.

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Esbozo una sonrisa comprensiva, pesea que cuando es forzada me sale fatal,como ahora. Miro en derredor, por si Soniao Gabriele andan cerca. Los celos de Soniapodrían desencadenar una nueva serie deinterrogatorios; en cuanto a Gabriele,simplemente no me apetece que nos veajuntos.

Acepto las disculpas de Giovanni,aunque no las tenga todas conmigo.

—Sé que no me crees —diceleyéndome el pensamiento—, pero no meimporta. Quería decírtelo, ya está.

Me acaricia una mejilla y se marcha sinañadir nada. Me quedo inmóvil unossegundos hasta que me recobro y consigoordenar mis pensamientos. Ese gesto, esacaricia, ha sido tan fugaz y leve que luego,al recordarlo, me pregunto si es verdad o silo he soñado. Es increíble: Gabriele se haconvertido poco menos que en el genio de

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la clase, y Giovanni pasa de ser un cabróna un arrepentido. ¿Qué ocurre? ¿El mundoha recuperado el orden o soy yo la queestá patas arriba?

Mientras voy hacia la vespa, Ilaria casise abalanza sobre mí y, atención, con vozmeliflua y ojitos de un ratoncito de Disney,me invita a su fiesta de cumpleaños.«Demasiado para un solo día», pienso.Rechazo educadamente la invitación,porque mi abono al club de las hienascaducó hace tiempo, y me dirijo a casa,donde me topo con un árbol de Navidadenorme que ocupa casi todo el vestíbulo ycon mi abuela afanada con lazos, estrellasde colores y figuritas del belén. Me parecetan frágil, tan desgreñada y descuidada,que el corazón se me encoge. El últimoárbol de Navidad lo decoró con su hija. Ellagiraba alrededor de él colocando losadornos mientras mi madre, sentada en

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una silla, le pasaba una bola, luego unacinta. Así las encontré cuando regresé acasa hace más o menos un año.

—¿Te ayudo?—La abuela lo hará sola —responde

con dulzura acariciándome una mejilla.Otra caricia, la segunda de este día

afortunado. No puedo por menos querecordar la primera, la de Giovanni. Parecíasincero cuando me pidió perdón, deberíaapreciar su gesto.

Dejo a mi abuela entretenida con elárbol. Camino de mi habitación, echo unaojeada al contenido de la caja: alguiendebió de tirar dentro los lazos y losadornos sin orden ni concierto, parecenuna madeja de brillos y colores. Recuerdoque, poco después de Navidad, lascondiciones de mi madre empeoraron y queel árbol desapareció en un abrir y cerrar deojos. Eso me lleva a evocar la ansiedad de

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aquellos días esperando el desenlace. Porun instante siento la tentación de decirle ala abuela que se olvide de todo, del árbol,de los recuerdos, de la Navidad, pero luegome digo que no, que lo mejor es ayudarla asoportar esta carga tan pesada.

Así pues, me quito el chaquetón y labufanda, me arrodillo delante de la caja yempiezo a desenredar en silencio lamadeja de cintas de colores. Ella me miray sonríe sin decir nada, igual que el día quesalimos del cementerio sumidas en undolor que nos robaba las palabras.

Después de comer caigo en la cuentade que tengo por delante varios díasvacíos. A primera hora de la tarde cojo lamotocicleta y voy a dar una vuelta. Sientola necesidad de aire y luz: hace un díaprecioso. Me abandono a la melancolíacomo a una fuente de vida eterna y piensoque nunca volveré a ser feliz.

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La otra noche soñé contigo

Estabas asomada a la terraza de una casagrande y mirabas abajo, hacia mí. El solme cegaba y sólo lograba ver tu sonrisa.Estabas guapísima. El pelo te enmarcabala cara como en la fotografía del institutoque un día me enseñaste. No podía dejarde mirarte. Seguías sonriendo, pero noconseguía verte los ojos. Luego, derepente, estábamos sentadas juntas en elsuelo de la amplia terraza. El cielo azulresplandecía. Qué maravilla estar juntas denuevo. Aunque sabía que se trataba de unsueño, todo me parecía auténtico. Cuandodesperté, lo retuve por un instante y lafelicidad se introdujo en mi corazón comoun proyectil de plata, y me mató.

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Si cierro los ojos y me esfuerzo porrecordarte, no te veo como te vi en esesueño. Era perfecto. Si pudiese soñarcontigo cada vez que lo necesito, quizá nome resultaría tan doloroso.

Aparte del vídeo que grabó el abuelo eldía de mi cumpleaños, sólo me quedan deti las fotografías, y me doy cuenta de quepocos meses después de que te hayas ido,cuando intento recobrar tu rostro en mimemoria, recordar tu voz, algo empieza adesdibujarse, y eso me espanta. Querríarecordarlo todo de ti, pero no logrorecuperar los gestos de siempre, lo que meserviría para volver a sentir cómo eras, loque constituía el aura de tu presencia: tussaludos en la puerta; tú, mientras teabrochabas la trenca y pensabas en lascosas que debías hacer y cogías las llavesdel mueble del vestíbulo. Las cosasinútiles, los fotogramas desechados.

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23 de diciembre

Primer día de vacaciones: de repente, elvacío, un cúmulo de horas que no sé cómollenar, y la soledad que poco a poco vaconvirtiéndose en mi segunda piel. Laabuela y yo parecemos las piezas sueltasde una matrioska, la casa es demasiadogrande para nosotras. Cada una finge estarocupada con sus asuntos. Somos como dosabejas minúsculas, ajetreadas y laboriosas,que se han quedado solas en el panal sinnadie que pueda ayudarlas.

En ciertos momentos, la angustia meresulta insoportable y pienso a menudo enla eventualidad más terrible: si a mi abuelale sucede algo, me quedaré sola. Tienesesenta y cuatro años, no es paranoia mía.

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Intento no pensarlo, pero la idea meaterra, no estoy preparada para quedarmesola en el mundo. Es cierto que puedocontar con Angela y Claudia, y que ellas mequieren mucho, pero no es lo mismo.

Exceptuando a mi abuelo, que muriómuy pronto, siempre vivimos sin hombres.Las tres solas: mi madre, mi abuela y yo,en un continuo enfrentamiento degeneraciones y humores: el rigor de miabuela, la exuberancia de mi madre y missombríos silencios.

Sé que mi abuelo dejó un buenpatrimonio, de modo que nunca nos hafaltado el dinero. Mi madre y yo podíamospermitirnos muchas cosas, e inclusocuando mi madre perdió el trabajosabíamos que, pese a que lascircunstancias no fueran agradables, jamássería una tragedia.

Tres mujeres en su cubil, pan y leche

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caliente a diario.Cuando Angela y Claudia nos visitaban,

la casa recordaba a esa vieja película,Esperemos que sea niña. Se colmaba devoces, del ruido de tacones y de perfumestan envolventes como un abrazo. En lamesa de la cocina aparecían los cigarrillosde Claudia y los dos móviles de Angela, mimadre llegaba descalza, arrebujada en elchal de mi abuela, que preparaba el café, yse entablaban unas conversacionesinterminables que transformaban nuestrohogar en el lugar más hermoso del mundo.Desde mi habitación las oía reír, percibíasu felicidad, su alegría en circulación, y mesentía serena.

Angela y Claudia eran las mejoresamigas de mi madre desde la universidad.Angela procedía de una familia adinerada eiba por el mundo con la seguridad de quehasta las piedras debían agradecerle que

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las pisara al caminar. En cuanto acabó launiversidad se casó y al cabo de dos añosse divorció. Desde entonces ha tenidovarios novios que, según mi madre, no leinteresaban demasiado. Lo importante,dice siempre Angela, es no detenersejamás.

Claudia proviene de una familia normal,pero es extraordinariamente guapa. Es unade esas mujeres ante las cuales loshombres se derriten. De melena larga yrubia, cuerpo delicado y ojos grisesimpresionantes. No había hombre que noperdiera la cabeza por ella y quepuntualmente, por un extraño motivo, igualque había sido elegido era abandonado.Claudia pasaba de un novio a otro y de untrabajo a otro como si fueran objetos, sinque las cosas le afectasen de verdad.Fluctuaba, ligera y cándida como una nube.Un año antes de que muriese mi madre, se

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casó con un ingeniero, una especie de niñoprodigio varios años menor que ella. Nocreo que tuviesen muchas cosas en común:él quería una mujer guapa para lucirla, yella, en ese momento, sentía que podíaconsiderar en serio la idea de convertirseen la esposa de alguien. Mi madreaseguraba que Claudia siempre habíavivido con la certeza de que, tarde otemprano, un hombre le brindaría justo loque deseaba, aunque ni siquiera ella sabíaqué era. Cuando mi madre le preguntó porqué se casaba, Claudia se limitó aresponder «¿Por qué no?», sonriendo a unfuturo fácil, color de rosa, perfumado deriqueza y cosas caras. Cuando mi madremurió, su amiga era de nuevo soltera.

Me encantaba verlas juntas. Al mirarlaspensaba que su juventud, su independenciay su fortaleza durarían eternamente.Siempre imaginé que la vida les reservaba

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algo especial, único, y, en cambio, al finalme vi obligada a admitir que no habíanrecibido nada extraordinario. Durante laenfermedad de mi madre, de repente meparecieron envejecidas y cansadas,tratando de dar un sentido a lo que estabasucediendo y a eso que quizá jamás lesocurriría a ellas.

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24 de diciembre

Hoy he recibido dos visitas: la primera deSonia, la segunda de Giovanni. Por poco nose han cruzado; los dos han venido con unregalo. El de Sonia es un osito de peluche,el de Giovanni, un par de guantes de lanarosa y azul preciosos, que deben dehaberle costado una fortuna. Por suerte,Sonia tenía que ir a la peluquería y su visitaha sido muy breve: grandes efusiones yuna declaración de amistad que habríaatemorizado a cualquiera, a ella incluida, sihubiese podido verse tan conmovida yteatral. No entiendo por qué no se hatranquilizado todavía, quizá las cosas conIlaria no vayan demasiado bien.

Giovanni, en cambio, que por lo general

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me inquieta un poco, hoy me ha parecidoun chico como los demás y hemos charladocomo dos viejos amigos, aunque despuésde lo del Mouse no me fío del todo.

Le he dado las gracias por el regalo,pero sin caer en los típicos melindres; noquería que creyese que bastan un par deguantes para que las cosas se arreglen, apesar de que hoy me ha parecido sincero yagradable. Quién sabe, tal vez no sea elcaradura mimado que todos piensan. Almenos, estoy segura de una cosa: esirresistible, y cuando clava sus ojos verdesen los tuyos te cuesta concentrarte en loque dice y empiezas a montarte unapelícula en la que salís juntos, el problemaes que al final te percatas de que estásviendo la película sola.

He ido con mi abuela a la misa delgallo. En un par de ocasiones le he vistolos ojos vidriosos. Me habría gustado

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cogerle una mano, tocarla, pero teníamiedo. A veces pienso que sólo con rozarsu dolor, me arriesgo a sentir el mío. Lodespertaría como a un viejo dragón queduerme en el corazón de la montaña, y noconozco ningún hechizo que ponga denuevo las cosas en su sitio.

A la salida de la iglesia, Sonia y sumadre se han acercado para felicitarnos lasNavidades. Luego la mujer nos ha dedicadouna expresión del tipo debe-de-ser-durísimo-pero-con-el-tiempo-pasará, einclinándose hacia mi abuela le ha dicho:«Hay que ser fuertes», como alguien quehubiera vivido siempre entre lutos ymiserias, y no en una mansión del sigloXVIII con piscina y filipina incluidas. No hesoltado una carcajada por respeto a lascircunstancias y a mi abuela, pero lo quehe visto y oído me ha ayudado acomprender, mejor que mil palabras, que

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Sonia sólo puede ser hija suya. Aunque leha dado las gracias, las palabras de esaidiota habían surtido ya su efecto, pues dehecho mi abuela tenía la voz quebrada porel llanto. Ha vacilado un poco y se haapoyado en mí pidiéndome disculpas con lamirada, apenas pudiendo contener sudolor. Cuando he alzado la vista, variaspersonas nos observaban. Qué extrañaimpresión debíamos de causar, mientrastodos se abrazaban y felicitaban: dosextranjeras en medio de una fiesta, con elcansancio propio del viaje y que sólo sabenexpresarse en un idioma que nadieentiende y que no sirve para nada.

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Navidad

La Navidad siempre me ha parecido lamejor fiesta del año: cuando era pequeña,por los regalos y la atmósfera mágica,luego, cuando crecí, porque se celebrabatodo lo que esta estación representa paramí: el frío, los días más cortos, la lluvia,pero también la intimidad, el silencio, lospaseos por el centro hinchada como elmuñeco de Michelin, exhalando por la bocanubecitas de vaho caliente a cada paso.

La Navidad pasada fue desgarradorapor mi madre. Sabíamos ya que iba a ser laúltima. Comía a duras penas y se esforzabapor parecer serena, pero nosotras —Angelay Claudia estaban también— éramosconscientes de que el dolor resultaba ya

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difícil de controlar y que en brevetendríamos que aumentar la dosis demorfina.

Todavía recuerdo la última comida, enla que intentamos desesperadamenteparecer despreocupadas delante de ti, perocada vez que te mirábamos resultaba másarduo ocultar la angustia y la tristeza pormucho que nos esforzáramos. Y tú, ¿quépensabas cuando te observábamos? Paraquienes saben que van a morir, los demásdejan de ser personas corrientes, se tornaninmortales: tienen toda la vida por delante.Te miraba y me preguntaba dóndeescondías el miedo que llevabas dentro,porque ahora sé que el miedo a morirpuede con todo, que no hay antídotos. Terecuerdo sentada a la mesa tratando desonreírme y mirándome con una dulzuraamortiguada por el dolor, con el temor enel fondo de los ojos. Y, sin embargo, ahí

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estabas. Enferma, pero estabas, todavíateníamos oportunidades. Aún estabasconmigo, y para mí sola te querría inclusoenferma, o dormida cien años, meconformaría con escuchar tu respiraciónmás débil: dormida, pero viva. A veces,cuando estoy en mi habitación tumbada enla cama con los ojos cerrados, imagino quela puerta de casa se abre y que estás ahí,en el pasillo, delante de tu dormitorio. Tusonrisa, tu pelo oscuro, tu perfume, novuelvas tarde, ¿has hecho los deberes?,¿hoy no vas a la piscina?, tápate bien quehace frío, si quieres voy a recogerte, ¿nosales con tus amigas? Tienes una manoapoyada en el picaporte y expresión triste.La enfermedad te ha encorvado y tumirada, que nunca olvidaré, repite sincesar, incluso ahora: ¿por qué a mí?, ¿porqué yo? Quién sabe cuántas veces lohabrás pensado mientras leías los

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resultados de los análisis, de lasresonancias magnéticas, imaginando queunos rayos invisibles atravesaban tu cuerpopara ver una maraña de célulasenloquecidas, con la esperanzapermanente de que algo hubiese cambiado,de que te dijeran que todo estaba enorden, que todo había terminado, quehabía terminado, que había terminado.

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26 de diciembre

Muerta de aburrimiento, llamo a Sonia y lepregunto si le apetece salir un rato. Millamada la sorprende, según me dice, peroa la vez se alegra de oírme, así que meinvita a ir a su casa esa misma noche. Meadvierte que acudirán también Barbara,Ilaria y las demás chicas y, como sipresintiese que eso podría hacermecambiar de idea, insiste: «Ven, nosdivertiremos mucho.» Acepto y por lanoche me presento en su casa. Me hevestido como para ir a bailar, y cuando mequito la cazadora todas me miran, aunqueSonia es la única que me elogia. Llevo unaminifalda vaquera y un suéter holgado deangora negra con los hombros al aire. Me

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he recogido el pelo en una coleta baja ycalzo botas de tacón alto. Cuando me hemirado en el espejo en casa me he dichoque quizá me estuviera pasando, que en elfondo sólo se trataba de mis compañerasde instituto, pero después ha prevalecido elqué-más-me-da.

Los padres de Sonia no están en casa yella ha preparado todo, la mesa con lacomida y la bebida y el equipo estéreo, delque sale la voz de Shakira. Sonia se acercaa mí y me susurra que están a punto dellegar varios chicos. Giovanni incluido,claro. Por eso está tan nerviosa: es laocasión de recuperarlo.

Mientras comemos, hablamos delinstituto, del examen de selectividad, dechicos, de vestidos, el parloteo de siempre.Las cosas de que hablaba hace sólo dosaños, pero que ahora me repelen. Cada vezque una pronuncia el nombre de un chico

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que consideran guapo, la habitación secolma de risitas y gorjeos que me abstengode secundar, tal vez demasiado, porque lacapulla de Ilaria se da cuenta y se pone ahablar de Gabriele y del último día decolegio, cuando llevó a Greci sus dibujos.Asegura que vestido de otra forma noparecería un matado y que hace unos díaslo vio por la calle con una chica. Me lanzauna ojeada para asegurarse de que laescucho, y yo, para evitar que se salga conla suya, finjo estupor. Es como si estuvieraen una de esas viejas películas en que lasseñoras cotillean bajo los secadores de lapeluquería. No digo nada, pese a que sé desobra que todas esperan que hable: ¿soy ono soy su compañera de pupitre? Nisiquiera el intercambio de miradas pérfidasante mis narices me saca de mi caparazón.Sigo comiendo y bebiendo como si fuese laprima extranjera de Sonia. De vez en

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cuando sonrío, pero me comporto como sisu cháchara no me afectase lo másmínimo: soy sueca y frecuento un institutofinlandés. En otro momento quizá le diríaque es una gilipollas y me marcharía, peroahora sus tejemanejes me traen sincuidado.

Cuando llegan los chicos el ambiente seanima, se llena de energía nueva y del fríoque, todavía pegado a sus cazadoras, seextiende por el aire con su agradablearoma. Muchos se sorprenden de verme allíy me miran con aire inquisitivo. Giovanniaparece al cabo de un rato, y cuando meve fumando en un rincón noto en sus ojossorpresa y admiración, lo que, pordesgracia, no se le escapa a Sonia.«Acabaremos mal», pienso, así que mehago la longuis y apenas lo saludo.Giovanni responde con una leve inclinaciónde la cabeza y a continuación se pone a

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hablar con Ilaria.Tras el alboroto de los saludos, y

después de que todos se hayanacostumbrado a la sala y las bebidas, Soniabaja la luz y Shakira cede su puesto a unamúsica más lenta y sensual, a la vez queun canuto pasa de mano en mano. Alguiense echa en el sofá que ocupa la mayorparte de la pared del fondo, otros apartanla mesa y se ponen a bailar en el centro dela habitación. Cuando Luca, uno desegundo B, me pasa el porro, lo rechazo,me levanto del sofá y voy por otra cerveza.Mientras bebo, veo con el rabillo del ojoque alguien se me acerca. Giovanni. Y meinvita a bailar. Me gustaría rehusar, perocuando me quita el vaso y me coge unamano para llevarme al centro de la sala losigo, dócil como un corderito. Sonia no mequita ojo y por segunda vez siento, mejordicho, sé, que la cosa acabará mal, pero

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aun así paso de ella y abrazo a Giovanni sinimportarme la cara de cabreo con que nosmira.

Apenas acabamos de bailar, él vuelvecon sus amigos, que se han puesto a liarotro porro. Ilaria está sentada en el sofácon Francesco, un amigo de Giovanni, yríen como idiotas. Éste se deja caer al ladode Ilaria y, pasando un brazo por delantede ella, le quita el porro a Francesco. Alacercarme a Sonia noto su hostilidad.

—Me dijiste que no te gustaba —meespeta fulminándome con la mirada.

—Y así es. Sólo he bailado con él, nohemos follado.

Se sobresalta y enrojece.—Haz lo que te parezca —dice soltando

una risita nerviosa—, ese cabrón meimporta un comino.

—¿De verdad? Entonces, ¿por qué lohas invitado? Si no me equivoco, fue él

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quien te dejó, ¿no?Me mira atónita, pero no responde. De

mí esperaba cualquier cosa, salvo estacrueldad.

—Creía que eras mi amiga —dice comouna niña a punto de llorar.

—Vaya, sólo me faltaba la escena de laamistad traicionada —le suelto, y resoplocon aire de estar hasta la coronilla.

Barbara y el resto de las chicas estánmirándonos, al igual que Giovanni y susamigos. De repente siento los ojos detodos clavados en mí, han dejado de hablary da la impresión de que esperan a que lasituación degenere: el espectáculosorpresa de la velada no tardará enempezar. Incluso Ilaria, que se haacomodado ya encima de Francesco, memira como si fuese la tía más capulla delmundo. ¿He hablado tan fuerte? Esimposible que me hayan oído, y aunque

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fuera así, ¿he dicho algo tan terrible? Soniaestá con los brazos rígidos y apoyados enlos costados, los puños apretados comouna cría de cinco años.

—Cabrona —masculla—, no meesperaba esto de ti.

—¿Qué no te esperabas? Pero ¿quécoño he hecho?

Ahora sí que he gritado; no sólo estoyenfadada con ella, sino con todos.«Menuda pandilla de energúmenos —pienso—. ¿Por qué habré venido?» Los miroiracunda y, acto seguido, me largo. Cojo lacazadora del respaldo de una silla y meprecipito hacia la puerta. Cuando pasodelante de Sonia, le doy las gracias por lainvitación. Se queda boquiabierta. No medespido de nadie más. Giovanni me mirasin comprender nada, y cuando haceademán de levantarse para acercarse a mí,doy un portazo a mis espaldas.

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Flotar en el espacio

Antes de que cerraran el ataúd, me inclinésobre ti y te besé.

¿Recuerdas cuando hablábamos de losastronautas y, al verlos salir de la navesuspendida en el espacio, no entendíamoscómo lograban estar en ese vacío infinito?Cada vez que sucedía intentabaimaginarme la situación, y el miedo meencogía el estómago y me aceleraba elcorazón.

Apenas cerraron el ataúd salí al balcón,porque no quería sentir nada.

El otro día vi por la ciudad a una mujerque se parecía a ti. Aunque no distinguíbien su cara, el corte de pelo era idéntico yllevaba también una trenca oscura. Me dio

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un vuelco el corazón. Me puse a seguirlainstintivamente, qué juego extraño. Penséque no habías muerto, que sólo habíastenido que desaparecer durante unatemporada, como en las películas de espíasen que el protagonista simula que muere yluego reaparece con otro nombre. Nohabías podido avisarme, y ahora que por finhabías vuelto ya no podías ser mi madre.Eras otra, la mujer a quien seguía, y loúnico que podía hacer era mirarte de lejos.

Caminé detrás de esa mujer sintiendonostalgia de tus abrazos, de tu voz. La vipararse en un semáforo, cruzar la calle yluego mirar el escaparate de una zapatería.Tenía tu misma manera de andar, elegantey decidida. Hacía frío y vi cómo hundía elcuello en la trenca y apretaba los brazoscontra el cuerpo mientras sus manosdesaparecían en los bolsillos. Por uninstante temí perder los papeles y llamarla,

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incluso abrazarla. Sentía un deseoirrefrenable, y por la forma en que memiraban los transeúntes debía de tener unaexpresión extraña. Mientras la seguíatropecé con un par de personas, pero nopedí disculpas sino que seguí adelante. Túeras más importante.

En un momento dado quedamos tancerca que me habría bastado con alargar elbrazo para tocarla. Temía que se volviesede repente e interrumpiese el juego; noquería que acabase, una felicidad sorda meinvadía. Por unos instantes absurdos fuifeliz de nuevo. Feliz.

De repente, se detuvo bajo lamarquesina de una parada y estuvemirándola hasta que subió al primerautobús que llegó.

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26 de diciembre (ii)

Cuando salgo de la fiesta de Sonia sonapenas las once, pero no tengo ganas devolver a casa. Cojo la motocicleta y doy unpar de vueltas por la ciudad antes dearmarme de valor y dirigirme a casa dePetrit. Cuando llamo al timbre, miro elreloj: las once y media. Pese a que nadieme responde, el portón se abre y subo.Petrit me explica sonriente que Gabriele noestá.

—Pero no creo que tarde —añade—,puedes esperarlo si quieres. —Y se apartaun poco para invitarme a entrar. Lo sigohasta la cocina, donde hay un intensoaroma a café. Al lado de los fogones hayun tipo que me saluda con un ademán de la

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cabeza—. Es Mion —me dice Petrit—. Ellaes...

—Alessandra. —Sonrío, pero ya mesiento mal, porque es el último lugar dondequerría estar en este momento.

—Hemos hecho café, ¿quieres unataza?

—No, gracias —contesto apretando lospuños en los bolsillos de la chaqueta, sinsaber qué decir ni hacer—. ¿Puedoesperarlo en su habitación? —preguntoseñalando el dormitorio de Gabriele con lacabeza.

—Claro, como quieras —responde Petritrisueño, encogiéndose de hombros.

Me encamino hacia el cuarto deGabriele. Apenas cierro la puerta, me quitobotas y chaqueta y me tumbo a oscuras, aesperarlo.

Cuando por fin la puerta se abre,despierto sobresaltada. Me incorporo

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protegiéndome con un brazo de lainesperada luz, sin lograr ver su cara.Durante un instante que se me haceeterno, Gabriele se queda apoyado contrael marco, escrutándome con los ojosentornados. Sin pronunciar palabra, cierrala puerta, deja el casco en el suelo y sequita la chaqueta despacio, como siestuviese exhausto. No me mira ni dicenada. Sus gestos son ensimismados, yo noexisto. Al cabo de un momento, se vuelvehacia el interruptor y apaga la luz. Metumbo de nuevo y espero sin saber quéhacer o decir. Me pregunto por qué habrévenido, la situación se me antoja absurda.Parece que esté loca. De hecho, lo estoy.Oigo el tenue rumor de su ropa cuando sela quita, luego el de los zapatos al caer enalgún rincón. Lo noto tumbarse a mi lado.

—No sabía adónde ir —susurro,recuperando el valor y la voz a la vez—,

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pero si quieres me marcho.No responde, permanece inmóvil.Fuera ha empezado a llover, las gotas

repiquetean contra los cristales. Siento fríoy me meto bajo la manta sin pensármelo.Él hace lo mismo. Después se vuelve haciamí y me abraza delicadamente, como sitemiese que un gesto en falso pudiesehacerme escapar. Lo abrazo a mi vez sindecir nada, agradeciendo que no me hagapreguntas.

Si alguien nos mirase en este instante,vería una figura similar a una ilusión óptica:abrazados seguimos siendo nosotros, peroa la vez formamos algo que antes no seveía porque estábamos demasiado lejos.Permanecemos un buen rato en esapostura antes de empezar a besarnos yluego a desnudarnos, lentamente,esparciendo las prendas alrededor.

La cama ahora es una barca y nuestra

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ropa se aleja a la deriva. El mar que nosmece es negro y denso, esconde loscuerpos y las caras. Hacemos el amorcomo dos desconocidos que no volverán averse, como dos sombras que se hanseparado de la oscuridad para encontrarseen este lecho.

Al final permanecemos abrazadoslargamente, y mientras me adormezcoGabriele me dice: «Ese día te esperé.»

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2046

A mi madre le encantaba la película 2046,dirigida por Wong Kar-wai. Trata del amory los recuerdos amorosos. Le gustabanmucho ciertas películas extrañas, llenas denostalgia. Tenía hasta la banda sonora.

Sé por qué le gustaba tanto. Tambiénella esperaba su historia de amor, laauténtica, la que nunca podría olvidar, laque habría revivido siempre y con idénticaintensidad en la memoria. Creo queansiaba a un hombre que se sintieraperdido sin ella, que la llevara con él atodas partes, sin importar adónde. Encambio, ese hombre primero nuncaapareció, y luego faltó el tiempo.

Si ella estuviera aquí ahora, le taparía

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los ojos con una mano y le preguntaría cuáles su recuerdo amoroso. Como el androidede la película, me convertiría en el guardiándel recuerdo. Pero no tengo ningún secretoque vigilar.

A mi madre le gustaba contarme laspelículas. Cada vez que volvía del cine medecía que tenía una bonita historia quecontar, y mientras lo hacía sus ojostraslucían el deseo de una vida másintensa, distinta. En su último año de vidavimos muchas películas juntas, en la cama,pero ella se dormía siempre antes del final,vencida por el cansancio y el dolor. De vezen cuando la observaba dormir, al tiempoque acababa de ver la película sola. Al díasiguiente, para bromear, se lo reprochaba yella decía: «Perdona, Alessandra, estabacansada»; entonces se la contaba, o lepedía que adivinase el final.

«Estaba cansada, estoy cansada»: sigo

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oyendo esta frase. En ese momento yaconocía su significado: con ella me daba aentender que poco a poco iríamos dejandode hacer cosas juntas.

Recuerdo una tarde, apenas tresmeses después de la operación. Salimosporque quería comprarse un chándalnuevo, pero tuvimos que regresarenseguida porque, de repente, laspunzadas de dolor fueron tan intensas queno lograba mantenerse de pie. La habíavisto palidecer mientras la dependienta leenseñaba la chaqueta de un chándal azuloscuro. Sonriéndome, había pedido que lellevaran una silla para sentarse y me habíadicho en voz baja: «Llama a la abuela,Alessandra, no puedo más.» Leía el doloren sus ojos mientras sus brazos delgadosaferraban los míos para poder sentarse y ladependienta preguntaba educadamente«¿La señora se encuentra mal?», si bien

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traslucía cierta irritación por haber perdidola venta. Mi madre se disculpó y luego mepidió que comprase el chándal, que le dabaigual cómo fuese. Me hubiera gustadodecirle cuatro cosas a aquella dependienta,pero no quise incomodar aún más a mimadre. En el coche tuve que esforzarmepara no llorar. El miedo me oprimía lagarganta y no lograba decir nada, laspalabras se habían convertido en arena.

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27 de diciembre

Cuando despierto, Gabriele no está a milado y en la casa reina el silencio. Salgo dela cama temblando de frío y busco atientas el interruptor: el haz amarillentoque baña la habitación hace que todoparezca aún más irreal. Recojo mi ropa delsuelo, me visto apresuradamente y medirijo a la cocina. Lo encuentro trajinandocon la cafetera.

—Buenos días —me dice casi sinvolverse—, ¿te apetece un café?

—Sí, gracias —contesto sin entrar deltodo, cohibida.

—Si quieres arreglarte, te he dejadounas toallas limpias en el cuarto de baño.Es todo tuyo. Petrit volverá más tarde.

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—Vale —respondo pasándome unamano por el pelo.

Voy al cuarto de baño. Le agradezcoque me haya ahorrado la situaciónincómoda. Cuando salgo, el café está listoy al lado de mi taza hay un platito congalletas. Bebemos en silencio evitando quenuestras miradas se crucen, yo apoyada delado en la mesa, él contra la cocina de gas;la luz fría y azulada de las primeras horasde la mañana se filtra por lapuertaventana.

—¿Has dormido bien? —me preguntamirándome fugazmente.

—Sí, ¿y tú?—También. —Y se apresura a añadir—:

Me gusta dormir cuando llueve.—A mí también, muchísimo —le digo,

recordando que esta noche me hedespertado y he oído llover.

—¿Te vas ya? —pregunta mientras

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enjuaga la taza. Luego la deja en elfregadero y se acerca a mí. Me abrazadelicadamente y me besa en el cuello.

—Sí, debo irme, mi abuela estarápreocupada —musito hundiendo la cara ensu sudadera azul.

—Te doy mi móvil, llámame cuandoquieras —me susurra al oído; luego mebesa de nuevo y me acaricia.

Permanecemos en la cocina,abrazados, hasta que al final me digo queno tengo prisa y volvemos a la habitación.

Al llegar a casa, mi abuela ya se halevantado. Está en la cocina. Antes de queme formule la inevitable pregunta leendoso mecánicamente la excusa que hepreparado durante el trayecto:

—He dormido en casa de Sonia. Cuandoacabó la fiesta nos pusimos a charlar y se

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me pasó la hora.Se le nota en la cara que ha dormido

mal y que no se cree una sola palabra. Memira un segundo.

—La próxima vez llámame, aunque seatarde. Si no, me preocupo.

Pero no es eso lo que quería decirme.No tiene fuerzas para regañarme en serio.

De repente, me siento muy cansada.Su mirada grave me ha echado encima unabuena dosis de culpa, lo que me sugiereque debo irme a dormir ya mismo. Yapensaré más tarde cómo lograr que meperdone.

Una vez en el pasillo, me detengo antela puerta del cuarto de mi madre. Mesucede a menudo, me paro delante perome da miedo entrar. La casa ha sufrido laamputación de una habitación, como si noexistiese. Es una puerta cerrada detrás dela cual solo hay cosas, objetos.

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En los últimos meses hemos idovaciándola, pero aun así continúanapareciendo cosas por toda la casa: unalista de la compra, un número de teléfonoescrito en un sobrecito vacío de azúcar.

Todo lo que encontramos lo metemosen uno de sus cajones, como si pudiesepedírnoslo en cualquier momento. Todo loque te pertenecía está ahora en tuhabitación, en el pulmón enfermo en quese ha convertido tu ausencia.

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28 de diciembre

Hoy también he pasado el día con Gabriele,pero no ha sido tan bonito como ayer. Y noporque ayer hiciéramos nadaextraordinario, sólo estuvimos toda la tardeencerrados en su dormitorio, pero me lopasé muy bien. Hicimos el amor y luegovimos una de esas películas viejísimas queúltimamente dan por televisión. Fuedivertido, estuve muy a gusto. Hoy debíallamarme a la hora de comer y a las dosaún no había dado señales de vida, así queme adelanté y quedamos en casa de Petrit;no parecía tener muchas ganas de verme.Dado que hacía mal tiempo y frío, llevé dospelículas para ver, pero cuando apenashabían pasado diez minutos se empeñó en

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salir a dar una vuelta en la vespa. Montédetrás y fuimos primero a la playa y luegosubimos a la colina. En la playa estuvimospaseando un cuarto de hora, peroparecíamos ir en la misma dirección porpura casualidad. En cierto momento meparé, pero él siguió andando y ni siquierase volvió para ver dónde estaba. Laspalabras que nos dirigimos podríancontarse con los dedos de una mano.Cuando se comporta así no lo soporto: sino quería verme, podía habérmelo dicho. Alvolver a su casa tuve que subir porque mehabía dejado el móvil en su habitación.Petrit estaba en la cocina. Debía de estarmuy enfurruñada, porque él lo notó ycuando volví me preguntó si todo iba bien.Me encogí de hombros y, por lo visto, hiceuna mueca cómica, dado que él soltó unacarcajada.

—Esta mañana vino su madre —me

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dijo en voz baja intentando explicarme porqué la tarde se había torcido de esamanera—. Riñen siempre, luego ella seecha a llorar y él se comporta como haspodido ver.

—¿Por qué riñeron?—Gabriele no quiere que ella siga

viviendo con su padre. Él bebe y ya notrabaja. Le birla dinero y la maltrata,mucho —me explicó con una miradapreocupada.

Luego me despedí apresuradamente,porque Gabriele estaba esperándomeabajo.

Me dio un beso fugaz y no me preguntósi tenía algo que hacer esta noche omañana. Yo tampoco le dije nada y memarché sin despedirme siquiera. Quizádespués de lo que me contó Petrit deberíahaberme mostrado más comprensiva, perotodos tenemos nuestros problemas y eso

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no nos da derecho a comportarnos mal conlos demás.

«Menudas vacaciones —pensémientras regresaba a casa—, lo que mefaltaba.»

Ayer por la mañana quedé con Sonia,que se excusó por lo sucedido la otranoche y me dijo que estaba nerviosa y queestos días se comporta así con todos, nosólo conmigo. Luego, entre una cosa yotra, salió de nuevo a colación el tema deGiovanni, y cuando advertí que estabatanteando otra vez el terreno le solté sinmás que no insistiera, que me parecía unaidiota por seguir corriendo detrás dealguien que no le hace el menor caso. Ypara rematarlo le dije que ella esprecisamente la última con quien Giovanniquerría salir. Palideció y los ojos se lehumedecieron.

—¿Y tú qué sabes? —me espetó.

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Estábamos en el Café del Centro, eranlas once de la mañana y media ciudad seencontraba allí. Le pedí que se calmase concortés frialdad, pero fue inútil.

—¡Y tú qué coño sabes! —exclamó conmirada de loca.

No la aguantaba más, no teníaningunas ganas de seguir explicándole lascosas, escuchándola, comprendiéndola. Mehabía dejado arrastrar hasta allí para sentirque todavía hago cosas normales, que enel fondo soy la misma de siempre y que elmundo, conmigo dentro, tampoco hacambiado. Al final pasé olímpicamente dequienes nos miraban —qué importanciapuede tener una riña de adolescentes— ydejé que se desahogase haciendo gala deun control inaudito. Me llamó cabrona enun par de ocasiones, pero me hice la suecay me dediqué a observar el peinado de laseñora de la mesa vecina mientras trataba

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de adivinar su edad. ¿Cuarenta y cinco?¿Cincuenta espléndidamente llevados,como Sharon Stone? ¿Seré así a loscincuenta? ¿Seré guapa, fea, infeliz? Nisiquiera miraba ya a Sonia. Su ataque dehisteria me provocaba náuseas. Eraconsciente de su sufrimiento, pero meimportaba un bledo.

¿Adónde habría ido a parar el afecto?

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29 de diciembre

Después de lo de ayer sigo sin tenernoticias de Cerolandia. Como me dijoPetrit, lo más probable es que Gabrielequiera ir a la suya. El problema es queahora soy yo la que se niega a estar sola.No me apetece quedarme encerrada encasa dándole vueltas a la cabeza. Por esole dije que sí a Giovanni cuando vino averme. Su visita fue toda una sorpresa,aunque después del regalo cabía esperarla.Venía del entrenamiento de voleibol ytodavía llevaba el pelo mojado. Mepreguntó si tenía plan para Nochevieja y sime apetecía pasarla con él. Su madre irá acasa de unos amigos y él va a organizaruna fiesta, con poca gente. Lo dijo con

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tanta seriedad que casi parecía unainvitación al palacio de Buckingham enlugar del típico encuentro con la gente desiempre.

—¿Irá Sonia? —le pregunté a bocajarro.—No —respondió mirándome a los ojos

—, no la he invitado. ¿Por qué? ¿Temolesta?

Dado que ya sabía la respuesta, porquela otra noche nos vio reñir, no contesté.

—¿A quién has invitado? —pregunté encambio, pese a que también ésta meparecía una pregunta inútil, ya que conozcoa casi todos sus amigos, al menos de vista.

—A los de siempre —respondió, yenumeró una serie de nombres.

—No lo sé, me lo pensaré.—¿Sales con ése? —me preguntó

entonces con aspereza.—¿Ése? —repetí simulando no

entender.

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—Sabes de sobra a quién me refiero. —Tenía la mirada fija en la bolsa que estabaen el suelo, entre sus pies, pero luegovolvió a escrutarme con sus maravillososojos verdes.

—¿Por qué quieres que vaya a tufiesta? —le solté yendo al grano.

—Porque es una ocasión para estarjuntos y conocernos mejor. —Y añadió—:Es más, si mañana por la noche no hasquedado, ¿por qué no hacemos algojuntos? Vamos a comer una pizza, a veruna película, lo que quieras. Asídescubrirás que soy un gilipollas simpáticoy que tienes un amigo más. —Dio unaligera patada a la bolsa y me dedicó unasonrisa sincera, preciosa.

Es imposible no sentirse turbada por subelleza, es casi hipnótica. No puedes dejarde mirarlo, porque quieres averiguar dedónde procede: de los ojos, de los labios

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bien perfilados, del pelo ligeramenteondulado que le cae a mechones sobre lafrente resaltando su mirada. La mezcla esmaravillosa, un prodigio de la naturaleza.Mientras lo miraba pensaba en Gabriele y,justo cuando me decía que no debíaaceptar, lo hice. «Quizá sea como dice,quizá descubras que tienes un amigomás.»

—De acuerdo —dije, acallando lasvocecitas de mi conciencia, que gritabanmil objeciones.

—¿Pizza o cine? —Me sonrió. Creo queno se lo esperaba.

—Podemos dar un paseo y luegodecidimos —sugerí con cautela.

—Muy bien, pasaré a buscarte a lasnueve y media —me dijo antes deinclinarse para recoger la bolsa.

—Vale, a las nueve y media.Mientras lo observaba subir a la

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motocicleta pensé que todavía podíadecirle que no, pero al final me quedéquieta viéndolo alejarse.

Claro que luego recordé lo que ocurrióen el Mouse, pero me convencí de que notiene importancia, que habíamos bebido yque, al fin y al cabo, el hecho de que secomportara como un capullo en unaocasión no significa necesariamente que losea. Ahora tendré la oportunidad deconocerlo mejor, porque, en el fondo, ¿quésé de él exceptuando las cuatro cosas quesaben todos?

Sé que vive con su madre, una mujermuy guapa que cumplió hace poco loscuarenta, dueña de una de las boutiquesmás chic de la ciudad. Su padre, unpequeño empresario local, los abandonópor la secretaria de treinta y dos años, conla que luego tuvo un hijo. La madre tardóun poco en recuperarse, pero después

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empezó a salir con un arquitecto de muchapasta que a Giovanni no le gusta. Tampocole gusta la nueva mujer de su padre, demanera que mejor no hablarle de ellos y,sobre todo, de su nuevo hermano. Giovannino es de los que se mete en líos, aunquesiempre hace lo que le viene en gana yestudia lo suficiente para obtener lo quequiere. Los amigos, la motocicleta, elvoleibol, la chica del momento y un montónde dinero, mucho. Cuando está de buenhumor puede ser muy divertido, elproblema es que casi siempre tiene un airecrispado y tenso, aunque hay quereconocer que un poco enfadado está aúnmás guapo. Cuando le dije que aceptaba,noté que parecía realmente contento, adiferencia de la noche del Mouse, que medio un poco de miedo.

Intento borrar de mi mente a Gabrieleencogiéndome de hombros, pero no basta,

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se niega a salir de ella. No ha dado señalesde vida desde ayer y no tengo ganas dellamarlo de nuevo para pasar otra tardesintiendo que estoy de más. Me digo quenecesito ver a otra gente, aunque luego mepase el día mirando el móvil.

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30 de diciembre

A las nueve y media exactas está en elportal. Vamos al centro en motocicleta.Aparcamos para dar un paseo y buscar unlocal donde tomar algo. Por suerte, no haymucha gente en la calle y encontramos dossitios vacíos en la cervecería. Hablamospor los codos y me sorprende la cantidadde cosas que sabe, y en especial quesiente auténtica pasión por el cine. No ledigo que era lo que más le gustaba a mimadre, pero no puedo por menos queimaginármelos comentando sus películaspreferidas. Pasa una hora sin que me décuenta, parecemos dos viejos amigos quehan vuelto a encontrarse después demucho tiempo.

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Al salir del local me siento muy agusto, de modo que cuando me invita a sucasa a ver una peli me parece normalaceptar.

—¿No le molestará a tu madre? —lepregunto.

—Mi madre ha salido a cenar y suelevolver tarde. No te preocupes. Además, nodice nada si de vez en cuando llevo aalguien a casa. Con tal de que no prendafuego a las cortinas o riegue las plantas...

La casa de Giovanni es preciosa. Dedos pisos y con el interior blanco yluminoso, como las que salen en lasrevistas. Nada más entrar me quedoboquiabierta y a él no se le escapa miestupor.

—¡Eh, que es sólo una casa, no elpalacio de Versalles! —exclama risueño—.Me alegra que te guste. Ven, vamos arriba,te enseñaré el resto.

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Subimos los dos tramos de escalera,que es de madera oscura y con barandillade plexiglás. Arriba hay tres dormitorios ydos cuartos de baño que más bien parecensalones. La habitación de Giovanni esgrande. Tiene un sofá y un mueble bajopara un televisor de plasma casi tangrande como la pantalla de un pequeñocine de arte y ensayo. La cama es baja y elcabezal, del mismo color que los panelesdel guardarropa. A los pies de la cama hayun puf oscuro con una pila de vaquerosrecién planchados. Un escritorio de maderamaciza y una librería de metal opacocompletan la obra del decorador. No hay nipósters ni trastos viejos, todo estáperfectamente en orden. Creo que se llamaminimalismo. Giovanni me señala la hilerade DVD y me dice que elija el que más meapetezca. Opto por una comedia que ya hevisto, aunque no se lo digo, porque quiero

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verla por segunda vez, y nos acomodamosen el sofá. Giovanni me pasa un brazo porlos hombros y me tapa las piernas con unaligera manta escocesa pescada delarmario. Coge uno de los dos mandos ybaja las luces. Después acciona el lectorde DVD.

Empezamos a ver la peli; en un par deocasiones no puedo evitar recordar aGabriele en su dormitorio vacío, en cómoestoy con él, a pesar de que a vecesparece muy complicado y es difícil dar conlas palabras. Pese a ello, echo de menosalgo de lo que carece esta maravillosahabitación: la presencia silenciosa ysosegada de Gabriele.

A mitad de la película ya no reímos,absortos en nuestros pensamientos. Deimproviso, Giovanni se vuelve y me besafugazmente en el cuello, y a continuacióndebajo de la oreja. Me aparto de él con

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delicadeza, quizá demasiada, porque nocapta enseguida el mensaje e insiste, meabraza y su boca busca la mía. Por uninstante recuerdo la escena del Mouse yempiezo a sentirme incómoda. Lo apartocon ambas manos y murmuro que noquiero. Me siento una estúpida. Acabo decometer otra de mis habituales gilipolleces,sólo que esta vez tengo la impresión deque no la remediaré con una excusa y, dehecho, cuando estoy a punto de decirle quees mejor que me vaya, veo que cambia deexpresión.

—¿Adónde quieres ir? ¿A casa de esemuerto de hambre?

Su sonrisa se torna amenazante, susojos, repentinamente fríos, rezuman unodio y una rabia que me alarman. Nocontesto.

—Entonces, ¿adónde? —insistecortante.

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—A casa —balbuceo.Trato de esbozar una sonrisa nerviosa.

Hago ademán de levantarme del sofá, peroél me coge de una muñeca y me obliga asentarme. De repente, estoy temblando ycon la sensación de haber caído en unatrampa.

—Tú no vas a ninguna parte,¿entiendes? —susurra inclinándose haciamí y aferrando con más fuerza mi muñeca.

Intento desasirme, pero se abalanzasobre mí con todo su peso.

En vano le grito que me suelte, luegotrato de apartarlo con todas mis fuerzas,pero él es más fuerte, de manera que a lavez que me sujeta con una mano losbrazos por encima de la cabeza, con la otrame levanta la camiseta y enseguida elsujetador.

El miedo me seca la boca y el corazónparece a punto de estallarme. Grito, pero

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ya no puedo oír mi voz y la habitaciónempieza a darme vueltas. No soy yo, sinoun animal petrificado de terror. Siento sumano entre mis piernas y lo golpeo con lasrodillas con tanta fuerza que me suelta losbrazos. Logro liberarme y levantarme delsofá, pero es más rápido que yo y meempuja con tal violencia que rodamos porel suelo y nos enzarzamos a arañazos ybofetadas; las lágrimas me mojan la cara yel miedo me oprime aún más la garganta.Me llama fulana, puta, luego me coge porel pelo y me da un bofetón que me deja sinaliento. Sollozando, le suplico que pare. Meagarra un brazo, me obliga a ponerme enpie y me arrastra hacia la cama. Le doyuna patada en la pierna. Gime, pero enlugar de soltarme me propina un puñetazoen el estómago con la mano libre y me tiraal suelo de espaldas. De mi garganta saleun sonido ronco, un estertor que no parece

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pertenecerme. Soy el animal que estánmatando a golpes. Me acurruco sobre uncostado y pego las rodillas al pecho dedolor, tiemblo convulsamente y, cuandooigo que se acerca de nuevo, el pánico meprovoca una arcada y vomito.

—¡Qué asco, coño! —grita—. ¡Quéasco, coño!

Vuelvo a abrir los ojos. Está de pie,encima de mí.

—¡Ahora mismo lo limpias, ¿me oyes,pedazo de zorra?! —me ordena con la caradesencajada por una rabia ciega.

Asiento y lo veo ir hacia el baño. Éstaes mi única oportunidad, así que me olvidodel dolor y me afianzo sobre las rodillasendebles. Apenas entra en el baño, melevanto y noto la adrenalina en cada una demis células. En sólo unos segundos salgode la habitación y corro escaleras abajo,me precipito hacia la puerta y, ya fuera,

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empiezo a gritar en el rellano, pero no medetengo, sino que sigo corriendo y salgo ala calle.

No me vuelvo, corro aun sin saberadónde voy. Al cruzar sin mirar, un cochecasi me atropella. Oigo el claxon y es comosi me explotara en el pecho junto alcorazón. Resbalo un par de veces, caigo derodillas al suelo y, a la vez que apoyo losbrazos para levantarme, siento que seestremecen como si alguien estuviesesacudiéndome violentamente. Continúo a lacarrera. Veo el portón de un edificio abiertoy entro. Me apoyo contra la pared y deslizola espalda hasta sentarme en el suelo. Meabrazo a las rodillas e intento dejar detemblar, pero no puedo; el aire me quemalos pulmones. La luz se enciende, oigovoces. Me levanto, salgo y, cuando el airefrío me congela el sudor, me estremezco.Trato de ordenar mis pensamientos. Miro

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alrededor, pero no veo a nadie. Echo denuevo a correr, mas ya sin fuerzas; me veoobligada a aminorar el paso, a caminar.Hacia casa.

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31 de diciembre

Despierto casi a las once. Al llegar a casaayer, entré con la llave de reserva queescondemos en el jardín. Había dejadotodo —mi chaqueta, el bolso, la vespa— encasa de Giovanni. Fui al cuarto de baño yme duché con los ojos cerrados, apoyandolas palmas contra la pared, dejando que elagua se deslizase por mi cuerpo un buenrato y arrastrara consigo el frío y el miedo.Procuré hacer el menor ruido posible; porsuerte, mi abuela estaba durmiendo y nose despertó. Cuando salí de la ducha y memiré en el espejo, me espanté: tenía laexpresión trastornada, unas ojerasprofundas y la tez gris, exangüe. Mearrebujé en el albornoz tibio y me senté en

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el suelo contra la pared. Repetía sin cesary en voz baja mamá mamá mamá, como siella pudiese oírme, como si aún pudiesesalvarme. Una vez en mi habitación, mepuse el pijama lentamente; me dolía todoel cuerpo: la espalda, los brazos, sobretodo el vientre. Traté de no pensar ennada, aturdida por la violencia tanrepentina y fragorosa que aún retumbabaen mi cabeza, en contraste con el profundosilencio de la casa. Tenía la impresión deque el mundo había dado un vuelco y queen unos instantes había recuperado suposición inicial, por lo que no alcanzaba acomprender lo sucedido. Me metí entre lassábanas y rompí a llorar quedamente,temblando, hasta que, vencida por elagotamiento, me dormí.

Ahora tengo frío y noto la caraardiendo. Si intento recordar lo ocurridoanoche, algo en mí se rebela y me quedo

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inmóvil, igual que un animal deslumbradopor los faros del coche que va aatropellarlo.

Mi abuela entra sigilosamente y cuandove que estoy despierta me pregunta cómome encuentro. Noto un deje depreocupación en su voz; intento taparmecon las sábanas para que no me vea lacara y le respondo que tengo fiebre.

Me mira y, tras sentarse en el borde dela cama, me pregunta por qué dejé lavespa, el bolso y la chaqueta delante delportón. Lo descubrió la vecina de al lado,cuando esta mañana temprano sacó apasear el perro. Al ver la motocicleta contodas mis cosas encima, mi abuela sealarmó y corrió a mi habitación paraasegurarse de que estaba en casa; luego,sin embargo, me dejó dormir, ya se loexplicaría más tarde. El problema es queno puedo contarle la verdad: en el fondo la

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culpa es mía, ¿no? Fui yo quien aceptó ir asu casa.

Me habla en voz baja, como si intuyeseque me ha pasado algo desagradable,incluso terrible. Me esfuerzo porinventarme una excusa, y no se me ocurrenada mejor que decirle que reñí con misamigas y lo dejé todo fuera, llevada por larabia; después, fingiendo que tengo sueñoy que estoy cansada, le digo que me dejedormir un poco más, que hablaremosdespués. Me vuelvo de lado, pero sientoque sigue observándome e intuyo supreocupación. Se levanta y va hacia lapuerta sin pronunciar palabra. Entonces sedetiene.

—Claudia vendrá esta tarde, tal vezpodáis hablar un poco —dice.

—¿La has llamado tú? —pregunto,levantando apenas la cabeza de laalmohada.

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Contesta que Claudia telefoneó anochepara saber qué hacíamos en Nochevieja. Lamiro, sé que miente, debe de haberlallamado al ver todas mis cosas fuera. Nome importa, me alegro de que venga, asíme distraeré.

—¿Y qué le has dicho? —quiero saber,deslizándome de nuevo entre las sábanas.

—Nada, que pensaba que saldrías contus amigos —contesta esquivando mimirada y fijando la suya en el escritoriofrente a la cama.

—Tengo fiebre —digo de repente—.¿Me traes una aspirina?

Asiente y suspira hondo. Sé lo que estápensando, porque pienso lo mismo, aunquepor una razón distinta: yo pienso en mimadre porque tengo miedo, ella porqueteme no ser lo bastante fuerte paraaguantar todo esto.

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Tomo la aspirina y duermo profundamente.Despierto a las dos de la tarde. Claudiatodavía no ha llegado. Me siento agotada ycon los músculos entumecidos, y siguedoliéndome el estómago a causa delpuñetazo. Me incorporo apoyándome en loscodos y veo mi bolso sobre la silla delescritorio. Lo cojo y saco el móvil: ningúnmensaje. «Mejor», pienso, aunque sé queno es cierto, y que después de anochejamás volveré a tener el valor de llamar aGabriele. Después de anoche, ¿qué tendréel valor de hacer? La mera idea de volver alinstituto y ver a Giovanni me aterroriza. ¿Aquién puedo contárselo? ¿Y qué puedocontar? Nadie nos vio, nadie sabe que salícon él; nadie, creo, lo vio cuando me trajola vespa. Me siento indefensa, aplastadapor el miedo. Encontraré una excusa y novolveré a clase hasta finales de curso.

Si estuvieras aquí me acribillarías a

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preguntas y habrías llamado ya a todas miscompañeras para averiguar la verdad. Siestuvieras aquí no seguiría paralizada eneste lecho de miedo. Me hundo de nuevoen la almohada, desesperada y vulnerable.

Llega Claudia. Tras los saludos de rigor,oigo que mi abuela baja la voz y le dicealgo, y luego unos pasos que se acercan ami puerta. Claudia llama quedamente yentra sin esperar respuesta. Apenas la veorompo a llorar, ella se sienta en la cama yme abraza.

—Estás ardiendo —dice—, tienesfiebre.

Me estrecha más contra su cuerpo yme mece delicadamente. No me preguntanada, me abraza sin más, pero su gesto nosirve para mitigar la angustia, ladesesperación de anoche y de estosmeses. Al rato me quedo dormida como si,a pesar de todo, mi cuerpo hubiese

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decidido dejar de sentir.

Claudia se ha quedado con nosotras apasar la Nochevieja. Ha dicho que no leimportaba renunciar a la cena que teníaprevista, y me he sentido realmente feliz.No me ha preguntado nada, se ha limitadoa decirme que cuente con ella paracualquier cosa. Es probable que mi abuelale haya explicado que se trata de una peleaentre amigas, y también se lo habrá creído.

Con Claudia en casa me siento mejor,aunque sigo atemorizada. La fiebre aún esalta y de vez en cuando me pongo atemblar. Mi cuerpo recuerda todo e intentasacudirme, quiere que hable para sentirseseguro, protegido.

No he vuelto a echar un vistazo al móvildesde anoche, como si por ahí pudiesellegarme algo amenazador. Claudia ha

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ayudado a la abuela a preparar nuestrapequeña fiesta para tres. Hemos comidopoco y, haciendo un esfuerzo, hepermanecido despierta hasta el brindis delas doce.

Pocos minutos después de medianocheha llamado Angela desde la montaña,donde está con sus padres, pues su padreno se encuentra muy bien y no ha queridodejarlos solos. Me ha asegurado que lapróxima vez vendrá con nosotras. Le hepasado el móvil a Claudia, que se haalejado; seguro que estaban hablando demí.

Antes de irme a la cama he abrazadocon fuerza a Claudia y le he dado lasgracias.

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2 de enero

Claudia se ha marchado hoy, aunque haprometido volver pronto y me ha invitado apasar unos días en su casa. Le he dichoque me encantaría y le he preguntadocuánto tiempo podría quedarme. Hacontestado que el que quisiera. Como nodeseaba que se marchase preocupada, lehe contado que reñí con mi mejor amigapor un chico y que, movida por un impulsode rabia, salí de la fiesta como una loca.Por suerte, me hizo el tipo de preguntastontas de mujer, si estoy enamorada deese chico y si se trata de una amistadimportante, y no me vi obligada a entrar endetalles. No me ha gustado nada mentirle,pero no me quedaba más remedio. Mi

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madre me habría acorralado hastasonsacarme toda la verdad, y así me habríasalvado de mí misma, y de Giovanni.

La fiebre ha bajado, pero todavía mesiento débil. Guardo cama toda la mañana.Por la tarde despierto con el timbre deltelefonillo. Contesta la abuela y luego oigosus pasos en el pasillo. La sangre se mehiela. Pienso que podría tratarse de Sonia,o de Giovanni —¿qué habrá venido a hacer?—, pero cuando la abuela se asoma a lapuerta dice:

—Es Gabriele, tu amigo, le he dichoque suba.

Me quedo paralizada, muda, como unaestatua. Me siento dividida entre lafelicidad que experimento y una sensaciónbastante parecida a la culpa. Mi abuela vaa recibirlo. Oigo sus pasos y a continuaciónunos toques ligeros en la puerta. Apenas loveo en el umbral, mirándome, comprendo

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un sinfín de cosas y me doy cuenta de loestúpida que he sido. Lo recibo con unasonrisa torpe, pero espero que aun así noteque me alegro de verlo.

—Hola —me saluda un poco cohibido,mirando alrededor.

—Hola —murmuro, tratando derecuperarme de la sorpresa—. Siéntate. —Le señalo la silla del escritorio.

Niega con la cabeza y se queda de pieen el centro de la habitación.

—Me marcho enseguida. Sólo hepasado un momento a saludarte.

—Voy a la cocina, Alessandra —medice la abuela, justo detrás de él—.Llamadme si necesitáis algo. —Y nos dejasolos.

—Siéntate —repito señalándole la silla.—Te mandé dos mensajes —dice yendo

al grano—. No me has contestado. —Aunque habla con calma, trasluce cierta

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irritación.—No... quiero decir, no los he visto, he

estado enferma. Hace al menos dos díasque no miro el móvil —le explico, confiandoen que me crea pero sabiendo que, contoda probabilidad, ésa será la única verdadque podré contarle. Y añado—: Me alegromucho de verte.

Me mira como tratando de averiguar sisoy o no sincera.

—No has vuelto a llamarme —dicehundiendo las manos en los bolsillos de lachaqueta, que aún no se ha quitado—.Supuse que habrías salido con uno de tusamiguitos. —Esta vez aflora su sarcasmo yme mira a los ojos.

—Tú tampoco, así que estamosempatados —le respondo poco convencida,pensando que si al menos uno de los doshubiese dado señales de vida, ahora yo noestaría así. —Me mira como si intuyese que

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le oculto algo. Se me acelera el corazón ypor un instante sopeso contarle la verdad,pero si lo hiciese se marcharía y no volveríaa verlo—. No salí con mis amiguitos —ledigo intentando eludir su mirada—.Además, creía que no te importaba —añado en voz baja, como si acabase deconfesarle lo que siento por él y meavergonzase.

La habitación se sume en un extrañosilencio. Por primera vez, está sucediendoalgo importante entre nosotros y lamentono ser capaz de vivirlo plenamente. Lasombra del miedo es venenosa. Me miracomo dudando entre responderme o no. Sime lo merezco, si se puede fiar de mí. Porun instante sólo se oyen ruidosprocedentes de la cocina.

—¿Qué hiciste en Nochevieja? —lepregunto para romper el silencio.

—La pasé en casa de Petrit, nada del

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otro mundo. —Se encoge de hombros—. Temandé un mensaje por si querías venir. Nosabía que tenías otros compromisos —refunfuña.

—Me quedé en casa, no fui a ningunaparte, lo siento si no me crees.

Me mira a los ojos y comprendo que nose ha tragado una sola palabra de lahistoria del móvil.

—Si hubiera estado bien habría ido, mehabría encantado, en serio —le digo paraarreglar las cosas.

Gabriele desvía la vista y luego vuelve aescrutarme.

—De acuerdo —se limita a decir, yrespira hondo—, en ese caso nos veremosen el instituto.

—No sé si volveré. Quizá sea como túdices y no sirva para nada. —La voz me hatemblado, ojalá no se haya dado cuenta.

—El problema es que nadie te aceptará

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como albañil —comenta serio.Se nota que se le ha escapado, que no

está para bromas.Me encojo de hombros y tampoco logro

reír. Tengo ganas de salir de la cama, deabrazarlo y decirle lo estúpida e ingenuaque soy.

—¿Cuánto tiempo debes quedarte encasa?

—Dos o tres días, aún no lo sé seguro.—Bien, nos vemos en clase. ¿De

acuerdo? —Me mira con aire grave paradarme a entender que me esperará allí.

—Vale —asiento, y trato de sonreírle,pero las lágrimas se me escapan.

Se acerca a la cama y se inclina parabesarme. Entonces le rodeo el cuello conlos brazos y lo atraigo con fuerza hacia mí,hundo la cara en su chaqueta y, justo así,tan cerca, empiezo de nuevo a temblar.

—¿Qué te pasa? —me susurra,

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abrazándome con fuerza.—Tengo frío... Es la fiebre.Cuando se marcha, antes de meterme

de nuevo entre las sábanas, cojo el móvildel bolso. Hay tres mensajes, los dos deGabriele y uno de Giovanni. Leo los deGabriele: en el primero me invita a casa dePetrit para pasar la Nochevieja, en elsegundo me felicita el año. Luego me armode valor y leo el de Giovanni: «Feliz año,gatita.» Vuelvo a ver su cara, a oír su voz,las palabras de aquella noche, llenas deobscenidades y rabia, y me echo de nuevoen la cama. Después hundo la cara en laalmohada para ahogar los sollozos que measaltan de repente y no logro contener.

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9 de enero

El día que vuelvo a clase, de pura ansiedadme falta el aire. Llego temprano y mesiento en mi sitio. Abro los libros, simulorepasar, copiar apuntes. Cuento los díasque quedan para el final del curso:demasiados para pasarlos intentandoesconderme a toda hora.

Después de su sádico mensaje,Giovanni no ha vuelto a dar señales devida. Tampoco me ha llamado Sonia tras elnumerito del bar, pero ella es un malmenor y, de hecho, cuando llega me doycuenta de que me trae sin cuidado, y lomismo vale para todas las otras. Es ciertoque si tienes un problema grave lo demásse desvanece. No obstante, hoy Sonia me

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parece más tensa de lo habitual. Apenasha saludado a Silvia y cuando llega Ilaria yse sienta a su lado casi ni se miran. Asaber lo que pasó después de esa anoche,por qué habrán reñido. Bueno, eso haceque me sienta mejor, no estoy en el ojo delhuracán. Divide et impera.

Cuando llega Gabriele, nos saludamoscomo corresponde por primera vez desdeque compartimos el pupitre. Un bonito holaque todos oyen y que les sorprende menosde lo que hubiera imaginado. Varios sevuelven a mirarnos, pero sin verdaderointerés, como si mirasen el armario o por laventana.

Ninguna risita, ningún comentariosusurrado. Nada de nada. El resto de lashoras transcurre según el guión. Gabrieledibuja mientras yo me dedico a tomarapuntes, de cuando en cuando observocómo se mueven sus manos por el folio,

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cómo sujetan el lápiz. Al cabo de un ratome siento tan fascinada que me gustaríaabrazarlo. Acerco mi pierna a la suyaconfiando en que no se dé cuenta de que lohago adrede y cuando, por toda respuesta,deja de dibujar y me acaricia la mía bajo elbanco, me ruborizo. La voz de la profe mellega como si se encontrara en el pasillo yrenuncio a cualquier actividad: escuchar,escribir, entender. Olvido hasta el miedocon que he llegado al instituto y con el queregresaré a casa. Cierro los ojos y duranteun instante me imagino contándoselo todo,cómo sería si tuviese esa posibilidad. Perono puedo, no quiero. No me creería, senegaría a seguir conmigo. ¿Y quién podríareprochárselo? En su lugar, yo haría lomismo.

En el recreo no me muevo de mi sitio.Gabriele, en cambio, sale a fumar, perocuando se levanta no me dice nada. Da

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igual, el gesto de antes era cuantonecesitaba. Alzo la mirada del banco y veoque las chicas charlan y ríen junto a laventana. Las únicas que nos hemosquedado al margen somos Sonia y yo;Sonia casi me da pena. Seguro que elverano pasado ella no tuvo lo que se diceuna verdadera historia con Giovanni, ypuede que le gustase de verdad, pese aque el mero hecho de pensarlo me producenáuseas, porque un tipo así no tiene lamenor idea de lo que es la ternura. A saberqué diría Sonia si lo supiese, seguro que lodefendería y se cabrearía conmigo. Tú te lohas buscado, me diría, y es muy probableque tenga razón.

Cuando empieza de nuevo la clase,trato de repetir el juego de antes yconcentrarme en las manos de Gabriele,pero esta vez no lo logro, porque estoypensando en lo que ocurrirá después,

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cuando tenga que salir de aquí y correr elriesgo de toparme con Giovanni. En elrecreo no he mirado ni una sola vez haciala puerta y no tengo la menor idea de susintenciones. Y lo que me mata es justo nosaber nada, pese a que el mensaje que meenvió no augura nada bueno. Ese «gatita»tan desagradable y ofensivo que me dedicóindica que sigue con ganas de jugar. Demanera que tengo un problema.

Cuando suena el timbre de la últimahora, lo único que deseo es salir lo antesposible y volver a casa. Me despido deGabriele apresuradamente y me precipitohacia la salida sin aguardar su respuesta.Una vez fuera, corro hacia la vespa y mepongo el casco con manos trémulas.Entonces noto una sombra a mi lado y mevuelvo. No sé por qué, a pesar del miedocreía que se trataba de Gabriele. La sonrisase me desvanece: es Giovanni.

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Me pongo tensa y no consigo descifrarsu expresión. Me escruta con calma,esperando mi reacción. Su mirada, que nodice nada y se parece a la de los reptiles,siempre igual, siempre alerta, mehipnotiza. Trago saliva y retrocedo dospasos instintivamente. Sonrío con labiostrémulos mientras el asa de la mochila seme resbala de la mano. «¿Por qué nogrito?», me pregunto. Experimento lucidezy confusión al mismo tiempo.

—La otra noche no ocurrió nada. Debesmantener la boca cerrada, ¿vale? —susurraacercándose.

No dejo de mirarlo, alelada, sólo soycapaz de asentir con la cabeza mientrastrato de contener las lágrimas. Parece queva a añadir algo, pero de pronto Gabrielese materializa detrás de él.

—¿Pasa algo? —pregunta conaspereza, rompiendo el hechizo maligno

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que me envolvía.Giovanni se sobresalta y se vuelve de

golpe. Gabriele lo sobrepasa un palmo almenos y lo mira con dureza.

—¿A qué te refieres? —replica Giovannien tono firme, demasiado firme paraalguien que trata de disimular su miedo.Quizá crea que no nos hemos dado cuenta,pero cuando ha visto a Gabriele haparpadeado ligeramente.

—No lo sé —responde Gabriele sindejar de mirarlo—, por eso te lo pregunto.Si tienes algún problema podemoscomentarlo. —Y añade—: Pero tú y yosolos, como dos buenos amigos —enfatizala última palabra.

—Le he preguntado si ha visto a Sonia,¿verdad? —me dice Giovanni volviéndosehacia mí y dando la espalda a Gabriele paraque éste no capte su mirada amenazadora,lo que de nuevo me hace sentir atrapada.

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Asiento con la cabeza y trago salivaintentando comprender si la intervenciónde Gabriele ha mejorado o empeorado misituación.

—Sí, así es, no hay ningún problema —digo.

Se quedan cara a cara un instante más,después Giovanni se despide y se aleja. AGabriele no se le escapa su expresión detriunfo y, tras mascullar un «cabrón», sevuelve para mirarme mientras saca elpaquete de tabaco del bolsillo.

—¿Qué quería de ti? —me pregunta.—Sonia —le contesto esquivando su

mirada—, me ha preguntado por Sonia. —Yrecojo la mochila del suelo.

Gabriele niega con la cabeza y acontinuación tira al suelo el cigarrillo queacaba de encender.

—Claro, Sonia —repite con una sonrisaforzada, respira hondo y añade—: Como

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quieras...Y se va.Mientras lo veo alejarse, estoy segura

de dos cosas: que Gabriele es el únicocapaz de protegerme y que no puedocontarle la verdad. Me pongo el casco yvuelvo a casa más asustada que antes, apesar de que he disfrutado viendo aGiovanni batirse en retirada.

Por la tarde trato de concentrarme enlos libros. Me gustaría llamar a Gabriele,pero me contengo: ¿qué le diría? ¿Deboseguir mintiendo? Él ni siquiera me mandaun mensaje. Lo que me preocupa no estanto que esté enfadado conmigo, sino quepiense que entre Giovanni y yo hay algo yque estoy tomándole el pelo.

Cojo el móvil y releo los dos mensajesque me envió en Nochevieja como si, derepente, pudiese entrever algo del tipo «teecho de menos» entre el simple «Feliz

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año» y el «¿Vienes a casa de Petrit estanoche?». ¿Por qué fui tan estúpida? ¿Porqué?

En cuanto mi abuela sale a hacer lacompra, entro en el dormitorio de mimadre y me siento en el silloncito verde desiempre, donde permanezco un buen ratocon los ojos fijos en la cama vacía.

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10 de enero

Hoy, durante la pausa, Giovanni entró en elaula. Aunque se puso a hablar con Sonia,sabía que había venido por mí. Gabrielehabía bajado a fumar, así que supongo queGiovanni esperó a que saliese para entrar.Al verlo, Sonia recuperó el color, mientrasque yo notaba que la sangre abandonabacada centímetro de mi piel. En unmomento dado me levanté y salí, perocuando estaba a mitad de camino entre elaula y el servicio me dio alcance y,aferrándome de un brazo, me empujó haciala oficina de los bedeles, al fondo delpasillo, lejos de la escalera desde la queGabriele habría podido vernos al subir.

—Si se lo dices a alguien te la cargas,

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¿me oyes? —me amenazó empujándomecontra la pared—. Te la cargas, ¿vale?Además, ¿quién coño te creería? —Después me soltó y se marchó.

Todo fue tan rápido que sólo me diotiempo a sentirme aterrorizada. Los ojosme brillaban y el corazón me latíadesbocado.

Cuando alcé la vista para asegurarmede que se había alejado, Gabriele aparecióal fondo del pasillo, donde termina el tramode escalera; Giovanni se encontraba justoen su camino. Gabriele se le acercó y, alcruzarse, lo golpeó con el hombro tanfuerte que lo arrojó contra la pared. Todoslo vieron y durante unos segundos el pasillose sumió en un silencio irreal. Gabriele nose detuvo, sino que siguió hacia mímirándome fríamente, y en el últimomomento se desvió hacia los servicios.Giovanni se volvió para mirarlo, pero no

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tuvo valor para decir o hacer nada. Con unamano en el hombro, me fulminó con lamirada, como dispuesto a darme unapaliza. Por suerte, debió de pensar que noera una idea muy acertada, que Gabrieleestaba cerca, así que regresó a su clase.Entonces me precipité a la nuestra y mesenté tratando de respirar con normalidad.Cuando Gabriele entró, no nos dijimosnada. Lo notaba fuera de sí, rabioso, y laidea de que todo aquello fuera por mi culpame resultaba insoportable. Apenas llegó laprofe, me dirigí a su mesa, le expliqué queno me encontraba bien y le pedí permisopara irme a casa.

—Sí, se te ve un poco pálida —observó,y me dejó salir.

Recogí mis cosas a toda prisa y memarché sin siquiera mirarlo.

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11 de enero

Hoy llegué hasta la puerta del instituto,pero al final no entré. Me pasé la mañanafundiendo la tarjeta regalo que Angela yClaudia me dieron por Navidad. Volví acasa y escondí las bolsas en el garaje yluego, por la tarde, aproveché que miabuela se había acostado y lo subí todo. Sime hubiese visto con tantas bolsas mehabría acribillado a preguntas y me habríavisto obligada a confesarle que había hechonovillos.

He comprado unas cosas preciosas quejamás me pondré: un par de zapatos desalón con tacón, un vestido ceñido de lanay seda y un pañuelo rosa pálido. Me lospruebo y me miro en el espejo: parezco al

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menos diez años mayor. Una de esasjóvenes tan sofisticadas a las que, hastahace un año, me habría gustadoparecerme. Ni siquiera sé si me gusto.Tengo la sensación de que ya no me veo.El vestido me cubre media pierna y loszapatos me obligan a caminarcontoneándome de manera nada natural.¿Por qué habré comprado estas cosas?Vuelvo a meterlo todo en las bolsas y lasescondo bajo la cama, como objetos viejose inútiles. Una tristeza abrumadora meoprime el pecho, y entonces, venciendo elmiedo a salir, voy a nadar y nado hastaquedar exhausta. De vuelta en casa, mepongo el camisón y me tumbo en la cama.Lo último que pienso, antes de sumirme enel sueño, es que vivo tratando de escaparde una jaula.

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13 de enero

He vuelto al colegio tras dos días deausencia. Ayer Angela nos dio unasorpresa: se presentó a las ocho de lamañana y mi abuela dijo que no pasabanada si, por un día, no iba a clase; claroque no sabía que el anterior también me lohabía tomado libre. Mientrasdesayunábamos en el bar, Angela mepreguntó si todo iba bien; luego paseamospor el centro y de vuelta a casa.Dedicamos el resto de la mañana a charlarcon mi abuela. A la hora de comer nosinvitó a un restaurante, un local abiertorecientemente, y por la tarde ella y yofuimos a dar un largo paseo por la playa.Le dije que me alegraba de que hubiese

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venido. Me respondió que sólo tenía quepedírselo, que ella vendría a vermesiempre, o que, en caso de que lonecesitase, también yo podía ir a su casa.La abracé y me sentí mejor. Esta mañanase marchó temprano, no sin decirnos quevolverá dentro de unos días. La idea meencanta. Me siento menos sola, menostriste. Angela no parece tan atenta comoClaudia, porque es más tímida, pero tieneun gran sentido práctico y por eso megusta más: es una de esas personas quepodrían desmontar un reloj y luegomontarlo de nuevo sin cometer el mínimoerror. Transmite seguridad. Sobre todo eneste momento.

Gabriele, en cambio, no se hapresentado hoy en clase, lo que mepreocupa, porque es una señal de que noquiere saber nada de mí. Yo tampoco lo hebuscado, no he tenido el valor.

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La profe de Italiano nos habla delexamen, de cómo formular la tesina, perolo único que yo oigo es esta soledad sorda,más profunda que el miedo, que me dejamuy abatida. En la pausa me cruzo conGiovanni en el pasillo, perosorprendentemente ni siquiera me mira.Me vuelvo a fin de asegurarme de que amis espaldas no esté Gabriele o algúnprofesor. Durante las clases no dejo depensar si habrá decidido dejarme en paz deuna vez por todas. Me siento tan aliviadaque saboreo algo similar a la felicidad y losojos se me empañan.

A la salida sucede lo mismo cuando melo encuentro en lo alto de la escalera.Nada, como si yo no existiese. Como sifuese alguien a quien no hubiera visto niconocido en su vida. Durante unossegundos, la felicidad se desvanece y en mimente se insinúa una sospecha: ¿esperará

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sorprenderme cuando estemos a solas, singente alrededor?

Vuelvo a casa analizando un sinfín dehipótesis y ya me veo metida en un hoyo.Mi imaginación rememora las historias desucesos de los últimos tiempos cuyasprotagonistas fueron chicas que pecaron deexceso de confianza.

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21 de enero

La semana ha pasado sin más sorpresas niamenazas, pero también sin Gabriele. Hacecuatro días que no lo veo. Lo echomuchísimo de menos, jamás me habíasucedido nada igual. Tengo ganas de verlo,pero no de esta forma, con este secretoque se interpone entre nosotros, con laimposibilidad de aclararlo todo.

En clase se respira ambiente deexámenes, y cuando se habla sólo es paradecir qué haremos después, adóndeiremos, o para comparar las tesis. Muchosestán hincando los codos porque quieren ira la universidad, pero yo aún no hedecidido nada. Tengo la impresión de quemi vida se ha detenido y se niega a

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avanzar.Desparramo mis cosas sobre el pupitre

y, de repente, me invade la espantosasensación de que no volveré a ver aGabriele, de habérmelo jugado todo, dehaber perdido algo importante. Ninguno delos profes pregunta por él, ni siquieraGreci, lo que aumenta mi ansiedad, comosi hubiera desaparecido definitivamente. Alevocar los momentos compartidos con élme parecen preciosos. Cuando vuelvo acasa, paso por delante de la de Petrit, perono me paro sino que alargo un poco elrecorrido y me dirijo a la playa.

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24 de enero

Hoy la profe de Matemáticas está enferma,así que salimos un poco antes. Hace un díaprecioso, soleado, y decido ir a la playa.Veo a algunas personas pasear por laorilla, así que decido parar y caminar unpoco. Aparco la vespa donde la dejé laúltima vez que vine con Gabriele y me dirijoa la orilla.

Se está bien, a pesar de que el airesigue frío. Pero el cielo es azul. Azul comoaquel día.

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Despedida

El año pasado, mientras estabas en elhospital para someterte a los controleshabituales, te sentiste mal y te ingresaron.El médico con quien hablamos nos dijo queprobablemente no saldrías de ésa, que lasituación era en extremo crítica. Al cabo dedos días te recuperaste milagrosamente,según dijo el mismo doctor.

El domingo que fui a verte estabasfuera, en el jardín del hospital, sentada enun banco. Llevabas una bata azul y tu cara,pese a las huellas de la enfermedad,parecía menos tensa y cansada. Nada másverme me pediste que paseáramos.Estábamos en primavera, el aire era cálidoy el jardín estaba cubierto de flores.

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Caminamos sin hablar hasta que, deimproviso, como si el miedo a perderte sehubiese materializado en ese momento, teabracé al igual que un enamorado tímidoque hubiera logrado hacer acopio de valor.No sé cuánto tiempo permanecimos así, depie junto al seto, al sol de aquella tarde deabril.

Cuando acabó la visita te empeñasteen acompañarme hasta la verja. Luego,mientras bajaba por la avenida, me volví:no te habías movido del sitio y meobservabas. Cuando alzaste una mano enademán de despedida, tuve que reprimir elimpulso de echar a correr hacia ti. Tedevolví el saludo y proseguí mi camino,como una autómata, mientras las lágrimasme resbalaban por las mejillas.

Siempre he pensado que ese día nosdespedimos en privado, lejos de lasmiradas de la gente. Fue una despedida de

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amor en la estación más hermosa del año.

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24 de enero, otra vez

Camino y contemplo el mar. Al oír quealguien se aproxima por detrás, el corazónme da un vuelco. Me vuelvo de golpe. EsGabriele, con un cigarrillo sin encenderentre los dedos y la cazadora al hombro. Mimiedo se desvanece. Suelto el aire quehabía retenido y lo saludo con el últimosoplo que me queda en los pulmones.

—Dichosos los ojos —digo risueña—,creía que habías desaparecido parasiempre.

—He estado ocupado. Nada especial —explica guiñando los ojos debido al sol.

—¿Acabas de llegar? —le pregunto,mirando alrededor para asegurarme de queestá solo.

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—Sí, estaba dando una vuelta y vi tuvespa. Te he mandado un mensaje, peropor lo visto hoy también estás enferma —dice con una sonrisa irónica.

Rebusco en los bolsillos de la chaqueta,pero no encuentro el móvil. Tiro la mochilaal suelo y hurgo hasta encontrarlo.

—Perdona —me apresuro a decirle—, lometí aquí cuando me puse el casco y no hevuelto a mirarlo. De todas formas, me hasencontrado.

—De todas formas, te he encontrado —repite, y empieza a patear la arena haciamis pies.

—¡Para ya! —exclamo riendo—. ¡Queme entra arena en los zapatos! —Retrocedo unos pasos.

—Pues luego te la quitas, menudoproblema —dice serio, y no sé si estábromeando o no, así que dejo de reírme ysigo retrocediendo a medida que él avanza

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sin dejar de tirarme arena a los zapatos.Su expresión indescifrable me turba y

no sé qué más decir. Me paro, pero élsigue acercándose hasta que quedamoscara a cara. Me mira inescrutable, sinpronunciar palabra.

—¿Quieres que nos sentemos un poco?—propongo, confiando en que se le hayapasado el enfado del otro día.

Sin siquiera responderme, pone lacazadora en la arena y se sienta. Lo imito.Nos observo desde fuera, hombro conhombro, y el mar enfrente. De vez encuando me vuelvo a mirar su perfil y élfuma. Todo es tan hermoso que el miedova desapareciendo poco a poco y, justoaquí, en esta playa que hoy parece infinita,siento el valor de contárselo todo. Empiezovacilante, pero luego lo suelto de un tirón,hasta el final, sin mirarlo en ningúnmomento. Después se produce un silencio

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irreal. No sé cómo me siento ni si he hechobien. Pero ya no hay remedio, no tienesentido preguntárselo. Gabriele se pone enpie, se sacude la arena de los pantalones yme mira negando con la cabeza. Luego seda media vuelta y sube a zancadas hacia lacarretera. Lo observo alejarse y se meforma un nudo en la garganta. Me levantoy, de repente, veo que se detiene y vuelvehacia mí con la misma furia con que se hamarchado.

De nuevo cara a cara, lanza lacazadora a la arena con rabia y me mirairacundo.

—¿Por qué? —grita—. ¿Por qué salistecon él? —repite aún más fuerte—. Teacostaste con él, ¿no?

—No; te he dicho la verdad, debescreerme. Además, de ser así no te lohabría contado.

Con los brazos rígidos pegados a los

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costados, me mira con una mezcla decólera y desolación.

—Si eso fue lo que pasó, ¿por qué no lodenunciaste? —replica como si estuvieserazonando en voz alta.

—Porque habría sido su palabra contrala mía. ¿Quién me habría creído? —Abrolos brazos y añado—: Ni siquiera tú mecrees. Además, estaba muy asustada y nosabía a quién decírselo.

—¿Por qué saliste con él? —insiste,ahora repentinamente tranquilo.

—No me llamabas y me sentía sola —respondo con voz trémula—, vino a vermey pensé que no hacía nada malo si... salíacon él. —Lo miro a los ojos y me doycuenta de que jamás me perdonará y quecontárselo ha sido un grave error—. Te lohe dicho porque no quería mentirte —añado, con la esperanza de que me crea—.Te quiero a ti —concluyo titubeante,

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sabiendo que después de lo que le hecontado la frase suena ridícula.

—Claro, de hecho ya lo he notado. Pero¿por quién me tomas? ¿Por un pardillo?

—¡Te he contado la verdad, no ocurriónada! ¿Lo entiendes o no? —exclamo conlos ojos anegados en lágrimas, que ya nopuedo contener.

—¡No me cuentes gilipolleces! —chillaencolerizado—. No me cuentes gilipolleces—susurra fríamente acercándose a mí.

—¿Por qué crees que me amenazó,entonces? —argumento para que entre enrazón—. Tú también estabas fuera de clasey lo viste.

—No vi nada —me corta—, únicamenteque hablabais.

—No es cierto, también notaste queestaba asustada, sólo que ahora no quieresreconocerlo.

—Lo único que veo es que te burlas de

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mí. Desde el principio, desde que tesentaste en el pupitre conmigo. ¿Meequivoco?

—Te equivocas. No me senté a tu ladopara burlarme de ti.

—Entonces, ¿por qué? Explícamelo —me pide con sarcasmo.

Vacilo unos segundos, pero luego melanzo. De nada sirve ya mentir.

—Porque cuando murió mi madresentía rabia hacia todos y sentarme a tulado era la mejor forma de demostrarlo —admito con pesar—. No tenía ningúninterés en conocerte, me traías sincuidado. Eras la manera más sencilla demantener alejados a los demás, la formamás rápida de demostrarme que nadavolvería a ser como antes. Ahora, sinembargo, es distinto, ahora nos conocemosun poco. —Me siento estúpida, en partepor la voz de niña que me ha salido y en

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parte porque me parece inútil.—Eso es —me espeta furibundo—,

ahora te conozco y puedes irte al infierno,vuelve con tu amiguito. Hacéis la parejaperfecta.

—Reconozco que me equivoqué, perono me he acostado con él. Si eso es lo quecrees, te equivocas. Te he dicho quecometí un error, y me siento idiota a másno poder, pero en ese momento no tuve lasensación de estar haciendo nada malo. Nome di cuenta. —Y añado en voz baja—:Necesitaba salir y creía que yo te dabaigual. Luego, cuando viniste a mi casa,comprendí hasta qué punto me habíaequivocado.

—De manera que la culpa es mía.Como no te llamo, no te queda másremedio que salir con otro, ¿es eso?¿Sabes cuál es tu problema? —me dicedesdeñoso—. Que primero quieres estar

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conmigo, luego de repente cambias de ideay quieres estar sola y hacer lo que te vengaen gana, pero cuando te sucede algo elcapullo de turno debe correr a salvarte,¿verdad? —Se inclina para coger lacazadora y, mirándome a los ojos, agrega—: Tú y yo hemos acabado. —Y se aleja.

—¿Acabado? ¿Por qué? —grito a susespaldas, encolerizada—. ¿Qué se suponeque empezamos? —No se detiene, sigueandando, ni siquiera se da media vuelta.No soporto que se vaya así y echo a corrertras él—. ¿Adónde vas? Para un momento—le suplico aferrándolo de un brazo.

—Tú y yo hemos acabado —repite,desasiéndose con fuerza de mi mano. Yecha de nuevo a andar.

De repente me invade una rabiaprofunda, malvada.

—Entonces ¡¿por qué coño has venidoa buscarme?! —chillo—. Sólo sabes hacerte

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el duro, ¿verdad? ¿Sabes por qué? Puesporque tienes unos problemas del copón.—Por si fuera poco, hundo el dedo en lallaga—: Dejaste sola a tu madre con esepedazo de mierda porque no tienes huevospara afrontar las dificultades. Es más fácilmarcharse, ¿eh?

Aún no he acabado de hablar cuandose abalanza sobre mí. Me agarra confuerza los brazos y a continuación acercasu frente a la mía para golpearla.

—¡Siento mucho que tu madre hayamuerto —grita apretándome los brazoshasta hacerme daño—, pero mi vida no esasunto tuyo! ¿Queda claro? No tienes niputa idea sobre mí, ni puta idea.

Cierro los ojos y asiento llorando.—Suéltame, por favor —le ruego en voz

baja—, me haces daño.Lo hace. Caigo al suelo de rodillas y

estallo en sollozos.

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—Tú y ese cabrón sois iguales —le digocon un hilo de voz—. Vete, márchate.

Oigo que lanza una palabrota y, actoseguido, se inclina hacia mí paraayudarme. Lo rechazo con brusquedad yme pongo en pie sola, tambaleándome.

—¡Vete! —repito—. Lo que fuera quehubo entre nosotros ahora ha terminado deverdad. Yo tampoco quiero volver a verte—le digo intentando recuperar la calma, ysubo hacia la carretera dejándolo solo.

No me vuelvo a mirarlo. Me da igualque no nos veamos nunca más. Lo únicoque deseo en este momento es irme acasa y no pensar en nada.

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Dos arco iris

Una tarde en que estaba estudiando en mihabitación, entraste para anunciarme quefuera había dos arco iris. Fui hasta laventana, aparté la cortina y vi dos arcosrelucientes y nítidos recortarse contra elcielo. Apenas unos momentos antes llovíatorrencialmente, de modo que parecíaincreíble que de repente hubiese salido elsol.

—Acaban en el mar, vayamos a verlos—propusiste sonriendo.

Así que cogimos el coche y fuimos a laplaya. Nos sentíamos pletóricas, nosparecía estar haciendo una cosa que era, almismo tiempo, mágica y tonta, pero porprimera vez tu enfermedad daba la

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impresión de haberse rendido.Ese día encontré el caldero de oro

escondido en tus ojos risueños, mientrasconducías y comentabas cuanto veías,porque valía la pena mirarlo todo: al tipoque cruzaba la calle con su perro, a lasseñoras que esperaban en el semáforo, alconductor del Jaguar que se detuvo anuestro lado en el stop. Te empapabas devida frenéticamente, como hambrienta,como si no quisieras perderte ni unamigaja.

Me sentía feliz, y por un instante penséque el milagro todavía podía producirse: túte curabas al final y yo me quedaba con tuamor.

Ese recuerdo es el hechizo máspoderoso que conozco: tú te transformasen tierra y mi corazón en cristal.

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25 de enero

Hoy en clase tuve la sensación de que mehabía vuelto realmente invisible. No hablécon nadie y nadie me dirigió la palabra.Cuando Gabriele apareció, ni siquieralevanté la cabeza del pupitre y mecomporté como si no estuviese. Fue comoal principio, cuando él era sólo Cero y yoaún no era Zeta. «Es increíble —pensé—,cómo el final de las cosas se parecesiempre al inicio.» Cuando recuerdo lasveces que hemos estado juntos, se meantoja una historia que conozco sólo yo,que podría haberme inventado. Si tuvieseque contarla no sabría cómo hacerlo, perotal vez no puedo contarla porque esmeramente fruto de mi imaginación.

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A la salida, mientras iba hacia la moto,vi a la madre de Gabriele parada entre doscoches en el otro extremo de la calle.Miraba a un lado y otro, buscándolo en lamultitud de estudiantes que salían en esemomento. Movida por un impulso, meacerqué y ella me sonrió al reconocerme.

Me preguntó si había visto a su hijo, ycuando le dije que sí quiso saber si estababien y si iba al colegio todos los días. Lecontesté que sí y añadí que este añoseguro que le daban el diploma. Me sonriócontenta, me tocó un brazo y me dio lasgracias. Me alegró verla sonreír, y mientrasella seguía buscando a Gabriele entre elgentío, pensé qué podía decirle paracomplacerla. No sé por qué, no era unacuestión de gentileza, sino más bien unanecesidad que sentía en ese momento,como si darle un motivo de felicidadpudiese aplacar mi propia infelicidad.

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Aunque no hacía frío, ella se arrebujabaen el plumífero negro y no dejaba deescudriñar el instituto, a pesar de que suhijo debía de haberse marchado hacía unbuen rato. De repente me puso de nuevo lamano en el brazo y me dijo que debía irse,que saludase a Gabriele de su parte si loveía. Asentí con la cabeza, pero saltaba ala vista que mis asentimientos no lebastaban, que lo habría esperado allí díasenteros. Ahora entiendo el vínculo visceralque los une. Al verla marcharse, sentí unapena enorme. Recordé lo que le habíadicho a Gabriele en la playa, y lo lamenté.

Tampoco he visto a Giovanni. Aún noestoy tranquila, de manera que el hecho deno verlo me serena. Debería haberlodenunciado. Ahora ya es tarde y, de todasformas, sería su palabra contra la mía. Dehaberlo hecho, tal vez a alguien le habríadado por pensar que tras la muerte de mi

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madre necesito llamar la atención, lo quesin testigos ni pruebas sería lo más creíble.Cada vez que pienso en ello siento rabia,una sensación de impotencia frustrante.

Afortunadamente, dentro de un par dedías me marcho a visitar a Angela yClaudia. Estaré ausente una semana. En elinstituto sólo lo sabe Greci, que me sonrióy dijo que un cambio de aires me sentarábien, que es consciente de lo difícil quedebe de resultar para mí. Sin mi madre,quería decir. Y añadió: «Apenas puedocreerlo cuando lo pienso.» Nos miramos yle sonreí con los ojos húmedos. Me marchéantes de lograr decirle algo, peroreconozco que me gustó mucho quealguien me hablase de mi madre. Nadie lohace, pero daría lo que fuera porquesucediese más a menudo.

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26 de enero

Hoy en clase no se habla de otra cosa.Apenas entro, Sonia, Ilaria y Silvia callan yme miran, luego veo que Sonia me haceuna seña indicándome que tenemos quehablar. En cuanto me siento, Pietro seacerca.

—¿Te has enterado? —me preguntaseñalando con la cabeza el sitio vacío a milado.

—¿De qué?—Pues que ayer, mientras salíamos,

Giovanni empujó a Cero por la escalera.—¡¿Qué?! —exclamo estupefacta.Ilaria y Sonia me miran, pero finjo no

darme cuenta.—Pues sí —prosigue Pietro—, y Cero se

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cabreó de lo lindo. Lo lanzó contra la paredy parecía dispuesto a molerlo a puñetazos—explica riendo.

«Pobre idiota —pienso—, pringado yencima sádico.»

—¿Y luego? —le pregunto.—Nada, Cero lo aplastó contra la pared

y le dijo algo. Pero no le pegó. —Hace unapausa y se ve que todavía le entra la risa—. Giovanni se cagó de miedo —dicelanzando una ojeada a Sonia, que nos mira—, pensaba que Cero lo esperaría fuera. Elmuy gilipollas se largó en su moto comoalma que lleva el diablo —comenta consarcasmo.

—¿Y por qué lo empujó Giovanni? —lepregunto bajando la voz.

—No lo sé. Gori, el de primero, dijoque, mientras bajaba la escalera, Cero seacercó a Giovanni y le dijo algo, y luegovino el empujón.

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—¿Qué le dijo? —me apresuro apreguntar.

—Y yo qué sé. Por si acaso, tú procurano molestar a Hulk.

—Quizá cuando llegue se lo pregunte.—¿Estás loca? —me suelta Pietro

abriendo los ojos, alarmado—. Ése igual temata. Bueno —concluye, contento con supapel de informador—, vuelvo a mi pupitre.Ayer no abrí un libro y si la de Matemáticasme llama, el año que viene ocuparé yo ellugar de Cero.

Finjo que estoy sacando los libros de lamochila, pero no dejo de pensar en lo queacaba de contarme Pietro. Es evidente queahora Giovanni sabe que se lo conté aGabriele, si no, ¿a qué viene esa reacción?Si, como dice Pietro, Giovanni estabaasustado, confío en que lo estuviese deverdad, de lo contrario estoy acabada.Respiro hondo y no sé si alegrarme o si

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temer nuevos problemas. Lo que está claroes que Gabriele me ha creído. No logroordenar mis pensamientos y me muero deganas de que llegue para preguntárselo.Miro el reloj: las ocho y veinte. Hoy ya noviene.

A tercera hora no aguanto más y lemando un mensaje. Cuando suena eltimbre de la última hora, aún no herecibido respuesta. Salgo al pasillo y lollamo, pero el usuario no está disponible.Me paro y miro alrededor, desesperada.

¿Dónde te has metido?Yo estoy aquí.

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27 de enero

El piso de Claudia está en un edificioantiguo en pleno centro histórico. Unalarga hilera de habitaciones se abre a unamplio pasillo. Se lo dejó aquel maridosuyo, el genio de la física o lasmatemáticas, no recuerdo bien. Eso es loque más me gusta de Claudia, que pormucho que haga enfadar a las personassiempre logra que la perdonen. Mi madrese reía cada vez que le contaba los finalesde sus historias de amor, y Claudia se losrelataba a mi madre porque sólo ella sabíaentenderlos como corresponde, esto es,como algo para reírse y a continuaciónolvidar. Angela no, a veces era inclusodemasiado severa, de manera que Claudia

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prefería no contarle todo.Mi habitación es preciosa: una cama

amplia con sábanas y edredón de unestampado floral en tonos rojo oscuro yazul marino. Las cortinas son a juego y hayun escritorio que debe de tener mi edadmultiplicada por diez, y el suelo es detablas de tonos oscuros que incitan adescalzarse o sentarse directamente sobreellas. En la sala hay una mesa larga concabida para veinte personas y un sofáverde oscuro que debe de haber costadouna fortuna. No obstante, lo más bonito esla gran chimenea, que además funciona,con un sofá de terciopelo rosa que Claudiaha colocado justo delante, junto con unamesita de cerezo. Este detalle me loexplicó ella, asegurándome que era loúnico que sabía de los muebles de la casa.De las paredes cuelgan decenas decuadros que deben de valer una fortuna y

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varias fotografías antiguas de la familia. Asaber por qué un hombre deja una casa asía una mujer que lo ha abandonado casidespués de la boda.

—¿Era tan insoportable? —le pregunto.—Ni te lo imaginas —responde

poniendo los ojos en blanco—. Con decirteque quería enseñarme a jugar al bridge...—Se echa a reír—. ¿Me ves jugando albridge?

—Pero ¿cuántos años tenía?—Según el registro civil, pocos, pero

mentalmente se podía remontar sinproblemas a principios del siglo veinte. —Yañade en tono irónico—: Mira alrededor ydime si ves algo que tenga menos de cienaños.

Me río.—Imagínate, los domingos por la

mañana salíamos a correr juntos —prosigue—. Todos los domingos, a las

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ocho. Parecíamos la pareja presidencial.Dios mío, qué ridículos —dice, echándoseel pelo atrás y descubriendo su rostroperfecto—. Pero bueno, esta casa esmaravillosa, a pesar de que él la odiaba porel mero hecho de que pertenecía a supadre —concluye con una mueca.

—¿Y por qué?—Pues porque engañaba a su madre

con todas las mujeres guapas con que secruzaba y nunca estaba en casa: la historiade siempre —contesta, y sopla paraapartarse el flequillo, que acaba de caerlesobre los ojos.

—¿Ahora trabajas? —preguntocambiando de tema.

—Ahora no, pero un amigo me hapedido que le eche una mano en su librería.Debe de ser divertido, y además conoceréa gente interesante. —Me mira y pregunta—: ¿Me ves como librera? —Se echa a reír

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y me contagio de su risa. Me lanza un cojíncentenario y me espeta—: ¿Qué pasa,acaso no tengo pinta de intelectual?

Charlando y bromeando se nos hace lahora de comer, y tengo la sensación deestar con una chica de mi edad y no conuna mujer adulta. Claudia me hace reír,ahora entiendo por qué mi madre siemprese alegraba de verla. En su compañíalogras no pensar en nada, todo pareceposible y los problemas se esfuman.

Sentadas en los sofás históricos,hablamos de un sinfín de cosas, salvo de ti.

Cuando acabamos de comer, dice quenecesita descansar un poco. Angela llegarápor la tarde y quiere estar en forma para lasesión de compras desenfrenadas que nosespera.

—Hoy tienes que comprarte un montónde cosas —me dice, y muerde unamanzana—. Eres muy guapa. Lo sabes,

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¿verdad? —Luego, como si la mentira de ladisputa por el novio le hubiese vuelto enese instante a la mente, pregunta—:¿Cómo acabó la historia del chico por elque te enfadaste?

—Todavía no ha acabado. No sabe loque quiere.

—En ese caso, déjalo —me dice conaire de alguien que sabe del tema—. Novale la pena. —Se levanta y me da un beso—. Hasta luego. Puedes ver la tele si teapetece. Eres libre de hacer lo que quieras.—Y se marcha a su habitación.

Me tumbo en el sofá. Enciendo eltelevisor y, por lo visto, me quedo dormida,ya que de repente abro los ojos y veo aAngela delante de mí, mirándome risueña.No la he oído llegar.

No tenía idea de lo que Claudiaentendía por compras desenfrenadas hastaque salimos. Angela me había aconsejado

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que me pusiese un calzado cómodo y ropapráctica. Ahora sé por qué.

Creo que hemos entrado al menos enveinte tiendas, y que nos hemos probadolas colecciones invernales de, al menos,veinte estilistas. Al final estoy agotada ycon un montón de bolsas en la mano. ¡Diosmío, sólo he pagado un perfume! El restoson regalos de Angela y Claudia. Angela seha pasado todo el tiempo metiéndose conClaudia, o hablando por teléfono porcuestiones de trabajo. He tratado deimaginarte en mi lugar en esta situación yme he preguntado si Claudia y Angelatambién pensaban en ti cuando memiraban.

Luego vamos a cenar a un restauranteprecioso justo detrás de casa de Claudia,uno de esos en que el camarero siempreestá listo para servirte de nuevo vino en lacopa en cuanto la apuras. Hablamos de

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muchas cosas, aunque no de ti, ni siquierauna alusión. Después volvemos a casa, yClaudia se ofrece a prepararnos su famosoponche de mandarina.

Mientras estamos sentadas delante dela chimenea encendida, te veo llegar.

Te sientas con nosotras, con las manosjuntas entre las rodillas y mirada serena.No estás triste, nos miras como siesperases algo, tu semblante refleja unaamargura dulce, incrédula, que parecedecir: ¿Y yo? ¿Me habéis olvidado?

Claudia es la primera en hablar de ti, yal oírla me miras sonriente.

Claudia y Angela te conocían como yo yano podré hacerlo. Me hablan de ti como siel mero hecho de que yo estuviese allí conellas significase que todavía te tienen. Mecuentan que una vez entrasteis en una

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tienda porque querías comprarte unatrenca y que después Claudia empezó aprobarse un sinfín de prendas, al punto deque olvidaste la que acababas de ponerte.Al salir del establecimiento la llevabaspuesta y habías dejado dentro tu viejochaquetón.

Nadie se dio cuenta y tú no sabías quéhacer. Pasasteis una hora en el parquedelante de la tienda, preguntándoos sidebíais devolverla o no. Al final, entrastede nuevo y los de la tienda, en premio portu honestidad, te hicieron un descuento tangeneroso que no haberla comprado habríasido un delito. Tu trenca. Por eso tegustaba tanto: porque tenía una historia.

Y luego también me cuentan de aquellavez que escribiste «Eres un cabrón» conrotulador indeleble en las ventanillas delcoche del profesor de Filosofía que te habíasuspendido, pero descubristeis que aquel

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coche no era de él sino del capitán de loscarabineros del cuartel que había allí cerca.Claudia y Angela tuvieron que arrastrartelejos entre risotadas mientras tú repetíasque ibas a entregarte. Al día siguiente ledejaste un mensaje de disculpa en elparabrisas.

Mientras hablamos pareces serena.Acabo de comprenderlo: no es cierto

que los muertos no tengan necesidades.Has regresado en cuanto nos hemospuesto a hablar de ti.

Esta noche también yo estoy serena.Cuanto me ha ocurrido desde que empezómi vida sin ti, me parece algo que no mepertenece, que no forma parte de mí, almenos no de la manera adecuada.

¿Y Gabriele?Por un instante lo veo solo, en ese

pupitre que ahora se ha vuelto demasiadopequeño, dibujando sin cesar. Me acerco y

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miro la hoja, en ella se nos ve a los dos enmedio de un paisaje blanco, donde no haynada. «Es Cerolandia», pienso, y sonrío.

De la boca de Gabriele sale unbocadillo, como en los cómics, en que selee: «¿Dónde demonios estabas?»

Estoy aquí.

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2 de febrero

Greci me ha interceptado hoy en el pasilloy me ha dicho que quería hablar conmigo.Hemos ido a la sala de profesores, peronos hemos quedado ante la puerta.

—¿Lo sabías? —se apresura apreguntarme a la vez que saca de unbolsillo un papel doblado que agita delantede mi cara.

—¿A qué se refiere? —inquiero.—¿No sabes nada de Gabriele?Lo miro con aire interrogativo y luego

observo el papel que sujeta mientrasespero una explicación.

—Gabriele Righi —prosigue mirándomea los ojos— se ha marchado del instituto.Me dejó esto en la sala de profesores. —Y

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agita de nuevo el papel—. ¿No te dijonada?

Niego con la cabeza; tengo el corazónen un puño. De repente, se me van lasganas de entrar en clase, lo único quequiero es marcharme, salir al aire libre,respirar.

—Lo siento —dice el profe mirándomecon ceño.

Finjo que la noticia me deja indiferentey miro por la ventana que da al patio.

—¿Por qué? Ni siquiera somos amigos—replico, haciendo un esfuerzo para queno me tiemble la voz.

—Se ha ido a Ámsterdam. ¿De verdadno lo sabías?

Niego con la cabeza y me concentropara que no parezca que me afecta.

—Bien, ahora tengo que marcharme —dice—, y tú también, es hora de quevuelvas a clase. Si quieres, luego podemos

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seguir hablando.Asiento con la cabeza y regreso al aula.

Apenas cruzo el umbral, miro el pupitre y,al verlo vacío, el corazón me da un vuelco.Dudo entre sentarme o escapar, pero ya esdemasiado tarde. Aparto la silla y tomoasiento lentamente. Paso la primera horapetrificada, saco a duras penas los libros ysólo me quito la chaqueta al cabo de unrato. Es el segundo abandono en esteinvierno que parece interminable. Sóloahora me percato de que he pasadomuchas mañanas esperándolo sinangustiarme porque, aunque no viniese,sabía que estaba en alguna parte y quetarde o temprano volvería. Ámsterdamestá lejísimos. Miro con nostalgia la otramitad del pupitre y se me hace un nudo enla garganta. Durante unos segundos meparece sentir el olor de su cazadora y verloinclinado sobre el cuaderno en que dibuja.

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Alargo un brazo encima del pupitreimaginando que le cojo una mano.¿Cuántas horas tuve para poder hacerlo deverdad? ¿Cuántos minutos? Sonrío conamargura, pues ahora es un gesto vacío yridículo.

Ni siquiera una llamada, ni un mensaje.Ha desaparecido sin más. Saco el móvil ypienso que podría hacerlo yo, pero ¿paraqué? Si hubiese querido avisarme lo habríahecho.

Al final de la mañana tomo el caminomás largo para volver a casa, deseandoque nunca se acabe. La única forma desoportarlo es moverme sin parar.

No quería, pero cuando llego a casa nopuedo resistirlo más y lo llamo. Una voz meinforma que su número ya no está activo.¿Ni siquiera me merecía una despedida?¿Tanto lo he decepcionado? ¿De verdad nohabía nada que pudiese salvarse? Sé que

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no se ha marchado por mí, no es culpamía. Has conseguido sorprenderme una vezmás, Caravaggio. Has salido del escenariocomo un auténtico profesional, apenas uninstante antes de que cayese el telón.Chapeau.

Ahora, en Cerolandia, todo vadesapareciendo poco a poco, cubierto porla nieve inmaculada que cae sin cesar. EnCerolandia no hay estaciones, niprimaveras, sólo un invierno largo ysilencioso que acaba de terminar. El pasose ha cerrado, los duendes y las hadas sehan marchado, el hechizo se hadesvanecido, el tiempo ha concluido, ynosotros nunca hemos existido.

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17 de febrero

Por la tarde he ido a casa de los padres deGabriele, pero una vecina me ha dicho quese habían marchado. No sabía adónde, aÁmsterdam no, eso seguro. Imagino ladesesperación de su madre, forzada aestar lejos de Gabriele: qué pena infinitadebe de sentir. ¿Tal vez él se lo dijo antesde irse? ¿Le dijo adónde iba, hablaron?Preguntas y más preguntas, pero ningunarespuesta.

¿Era realmente necesario borrar todastus huellas? Es probable que un no-final tehaya parecido la mejor manera de concluirnuestra no-historia. No sé si imaginabasque me dolería tanto. ¿Es un castigo por nohaberte entendido, por haberte traicionado

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de una manera u otra? ¿Por qué? «No esnada», me digo. Eres así, siempre lo fuiste,jamás estuviste del todo, igual que yo. Nosconocimos porque yo caí sobre ti y, quiénsabe, de ahí salió una historia sin principioni fin. Ahora, sin embargo, echo de menosCerolandia.

En casa paso el tiempo encerrada enmi habitación. La abuela cree que estoyestudiando para los exámenes: mejor así.Angela y Claudia me llaman a menudo,este fin de semana iré a pasar unos días acasa de Claudia. Desapareciste cuandoestaba con ella. Quién sabe, quizá cuandovuelva te encuentre de nuevo.

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7 de marzo

Ahora que Gabriele se ha ido, creía que noiba a poder soportar tanta soledad, pero loestoy haciendo muy bien. Hace más de unmes que dejé también de ir a la piscina,sólo salgo para ir al instituto. Ya no soyuna nadadora, me he convertido en unaacróbata, me mantengo en equilibrio sobreun largo hilo de días idénticos sin caerjamás. Tengo siempre los ojos cerrados y,si bien el vacío me atrae, no me asusta.

Las únicas personas con quienes habloson Angela y Claudia. A pesar de quepodría no fingir con ellas cuando hablamospor teléfono, a estas alturas me sale tanbien que de todas formas lo hago y repitoinvariablemente que estoy un poco mejor,

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que va mejor. La ausencia se transformaen presencia, el vacío se torna soportable,el tiempo hace el resto.

¿En qué se convierten las personas queya no están, lo que fue, o todo lo que nosfaltó?

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Cuando vuelva la felicidad,haré como si nada

Cuando vuelva la felicidad, haré como sinada. Simularé no darme cuenta, comoalguien que es capaz de vivir sin ella, queaprendió a hacerlo y está bien así. Cuandovuelva la felicidad, no le diré nada. Fingiréno verla y ya está. Igual que, mientrasestudiaba, sentía que te movías por tuhabitación, oía la radio difundir su músicasuavemente, aunque no hacía caso porquepensaba que era una nimiedad. La felicidadera eso, pero yo no lo sabía.

A veces, en el silencio me pareceadvertir ruidos al otro lado de la pared yaguzo el oído. Pego la oreja a la pared yescucho. En mi lado sólo el vacío, en el

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tuyo tu ausencia. Y vencen siempre: dejoque me aniquilen con el poder de las cosasinvisibles.

Cuando vuelva la felicidad, podráincluso echarse a gritar, pero no permitiréque me engañe.

Cuando era niña me acostabas y luegoentornabas la puerta. Oía que la abuela tepreguntaba «¿Se ha dormido?», y tú lecontestabas: «Sí, estaba cansada. Se hapasado el día jugando. —Y añadías—: Simañana hace buen día la llevaré alparque.» La llevo a la playa, la llevoconmigo. Hasta el fin del mundo. Siempre.Para siempre. Voces procedentes de otrahabitación. Luego me dormía. La felicidadno era un grito, sino un susurro velado.

Voces procedentes de otra habitación.Debo recordarlo, a pesar de que sé quenada volverá a ser como antes, que nadavuelve a ser idéntico a sí mismo. Ese

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quedo susurro es la única felicidad queconozco.

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23 de marzo

Cuando regreso del instituto encuentro unsobre para mí en la repisa del vestíbulo:sello holandés. No me atrevo a abrirlo.Corro a mi habitación y le grito a la abuelaque no tengo hambre, luego me siento enla cama, aún con el chaquetón puesto, ysostengo el sobre en las rodillas como sifuese de cristal. Al final lo abro procurandono romperlo, pues pienso que cuanto másdelicada sea más valioso será sucontenido. Dentro hay un dibujo: soy yo, enla playa, a mi espalda se ve el mar y, porencima del horizonte, un cúmulo de nubesgrises que se adensa. Aparezco de frentemirando a alguien o algo delante de mí. Loobservo y sé qué estoy mirando: te miro a

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ti. En mis labios aflora una leve sonrisa,varios mechones de pelo bailan delante demi cara, y mis ojos traslucen ciertatimidez. ¿Te miraba así? Vuelvo la hoja,pero no hay nada escrito, ni siquiera unadirección o un teléfono. Nada. Aunque lohas firmado: has puesto Cero en lugar deGabriele, no quien eres en realidad sino elque todos creyeron que eras. Cojo el sobrey lo examino bien, pero, excepto midirección, no hay nada más. Siempresupiste borrar las huellas. Aun así mesiento feliz, feliz de que, allá donde estés,pienses en mí, de que sigas imaginándome.Recuerdo muy bien el día que estuvimos enla playa, y hoy el cielo es plomizo comoentonces. Nuestra primera cita, aunqueesa vez no sabía que lo fuera. Ahora lo sé.Cuando nos besamos olías a tabaco.Después jugamos a las cartas en casa dePetrit. Ahora me siento feliz porque sé que,

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para hacer este dibujo, al menos haspensado un poco en mí.

¿Sabes que Giovanni no ha pasado decurso? Resulta que con el móvil mandó asus amigos la foto de una chica de cuartodesnuda y borracha. Cuando ella se enteró,se lo contó a sus padres, que hablaron conel director. Es la hija de Ravelli, el juez.Primero lo denunciaron y después losuspendieron: esta vez no se saldrá con lasuya.

A regañadientes he empezado aestudiar para los exámenes. En clase ya nohablo con nadie y nuestro pupitre siguesiendo de nuestra exclusiva propiedad.

Pero ¿con quién estoy hablando? A lavez que te digo todo esto, me doy cuentade que no me he movido de la cama, quesigo sentada en ella. Miro tu dibujo y tecuento algunas cosas sobre mí. Acontinuación me callo, cierro los ojos y

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trato de recordar tu voz, de volver a ver tucara. ¿Sabes qué es lo que mejor recuerdode ti? Cuando, después de haberte fumadoun cigarrillo, tirabas la colilla al suelo, laaplastabas con el zapato, te metías lasmanos en los bolsillos y, con el cuellohundido en el chaquetón, mirabasalrededor y tus ojos traslucían ya lo queevocarías más tarde, papel y lápiz enmano.

Dejo la hoja en el escritorio y sonrío ami madre, que me mira desde el marco deplata de la mesilla de noche. Acto seguidome levanto, voy a la ventana y aparto lacortina. Hoy el aire es tan gris y cortanteque casi parece otro invierno, a pesar deque hace dos días que estamos enprimavera. Respiro hondo y pienso que nome has olvidado, que no me has borradode tu mente. A partir de hoy es primavera.

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10 de abril

La semana pasada la vecina nos pidió susegadora, que nos había prestado elverano pasado y habíamos olvidadodevolvérsela. Por delicadeza, no habíavenido aún a recuperarla e incluso cuandose presentó en casa parecía temermolestarnos. Cuando se marchó, mi abuelay yo bajamos al garaje y empezamos abuscarla. Mientras apartábamos todo loque habíamos acumulado con el tiempo, vique mi abuela alzaba una cubierta deplástico y luego se inclinaba, a la vez quese llevaba una mano a la boca. Pensé quese encontraba mal o que estaba a punto dellorar, así que me sorprendí cuando soltóuna carcajada. Intenté comprender el

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motivo de su repentina alegría, peroúnicamente vi unas latas similares a las depintura y dos rollos de papel pintado.

—¿Qué pasa? —le pregunté sonriendo.—Nada, una tontería —se limitó a

decir.Luego me lo contó: cuando yo era muy

pequeña, a mi madre se le había metido enla cabeza empapelar mi dormitorio sinayuda de nadie. Había comprado elmaterial necesario y un manual de esosque te lo explican paso a paso. Al cabo dedos días, mi abuela entró en mi cuarto yvio que las paredes empezaban a pelarse,que las tiras de papel se despegaban comolenguas colgantes. Por si fuera poco,mientras mi madre y ella presenciaban eldesastre, la asistenta, atraída por losgritos de sorpresa y las protestas, entróabriendo la puerta bruscamente, deresultas de lo cual golpeó la mesa de

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trabajo y la derribó. Por supuesto, encimaestaban las latas de cola todavía abiertas.Mi madre, agotada y exasperada, arrancótodo el empapelado en un santiamén,mientras mis abuelos contemplabandivertidos cómo saltaba y desgarraba lastiras de papel. Mientras me lo contaba, a laabuela se le saltaban las lágrimas de larisa y de vez en cuando me decía«Perdona, Ale, perdona», hasta que al finalconcluyó: «Qué cosas pasan.» Acontinuación se enjugó las lágrimas y noañadió más, a pesar de que se la veíaserena, que el recuerdo no le habíaapenado, todo lo contrario.

Pero la cosa no acaba aquí. La semanapasada llovió sin parar. Rosa vino a casa yabrió la ventana del dormitorio de mimadre, pero luego olvidó cerrarla. A últimahora de la tarde, oí que la ventanagolpeteaba y fui a la habitación. La cortina

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ondulaba suavemente arriba y abajo y unaligera llovizna caía dentro, iluminada por elhaz de luz dorada que se filtraba por laventana abierta. Hice amago de cerrarla,pero me detuve. El aire era fresco y sepercibía el olor penetrante del mar. Al finalno la cerré y permanecí allí unos minutosescuchando el frufrú de la cortina alsacudirse, sintiendo el aire que entraba yacariciaba las cosas, como si todo volviesea respirar de nuevo.

No obstante, el suceso más extraño seprodujo al día siguiente. Era viernes yvolvía del instituto. Apenas abrí la puertade casa, mi abuela salió de la cocina y seacercó a mí empuñando nada menos que¡el paraguas de Magritte! «¡Lo hantraído!», exclamó con aire incrédulo. Suexpresión era de asombro, semejante a lade alguien a quien acaban de revelarle unsecreto. Nos regalaron el paraguas de

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Magritte en una librería al comprar ciertonúmero de libros, y en casa nos lodisputábamos porque nos gustaba a lastres. Mi madre no me lo dejaba, porqueestaba convencida de que lo perdería; miabuela se lo quitaba a mi madre porque,según decía, su hija llevaba capucha, asíque no lo necesitaba; y yo lo escondía, conla esperanza de que lo olvidaran, porquelas nubes no son cosa de viejas. Un buendía, el paraguas desapareció de verdad ycada una de nosotras acusó a las otras dehaber sido poco cuidadosas. Pero lasemana pasada una joven se presentó encasa y nos lo devolvió. La chica le contó ami abuela que mi madre la había ayudado aencontrar casa y había sido tan amable queun día, poco después de la compra, lahabía invitado a tomar café en el jardín. Lacasa todavía no estaba amueblada, pero sesentía agradecida hacia mi madre y la

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había invitado de todas formas. Mi madrese había olvidado el paraguas allí, y luego,y sin saber muy bien cómo, éste había idoa parar a una caja y después al desván.Hace un mes, la joven lo encontró y, alrecordar a su propietaria, fue a la agenciainmobiliaria, donde le dieron la tristenoticia. Tras reflexionar varios días, al finaldecidió devolvérnoslo. Ninguna de las doshabía vuelto a pensar en el paraguas. Nisiquiera yo, en todo el invierno. Hemeditado mucho sobre el asunto y aún nosé qué pensar.

Quizá llega un momento en que todo seresquebraja y luego, poco a poco, serompe: mi abuela riéndose en el garaje; lalluvia dentro de tu habitación; un objetoque creías perdido y que retorna.

Y, al final, también tú te conviertes enalgo distinto, aunque de algún modo másexacto. Ya no eres el pensamiento

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constante que duele, sino el hechoinesperado que nos sorprende y libera.

No hemos puesto el paraguas en tuhabitación, sino bien a la vista en un rincóndel recibidor. Lo hemos colocado de pie, yresplandece de algo que ya noconseguíamos ver.

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28 de abril

Temía que no me escribieras (dibujases)más, pero hoy he recibido otro sobre delpaís de Van Gogh. A propósito, ¿hasvisitado su museo?

Abro poco a poco el sobre, igual que laprimera vez: otro dibujo. Pero en estaocasión también apareces tú. Vamos losdos en tu vespa, de noche. Al fondo, denuevo el mar. Es la noche del Mouse,¿verdad? Era estupendo sentirse a salvo, abuen recaudo y a salvo. Desde la muertede mi madre no había vuelto a sentirme asícon nadie. Esa noche ya comprendí muchascosas de ti, sólo que no quería pensar,creía que no era importante, que setrataba de algo pasajero. ¿Cuánto tiempo

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estuvimos dando vueltas? Seguro quepasaste mucho frío, y sin embargo no teimportaba.

Ahora me pregunto por qué, en lugarde quejarme de que nunca hablabas, no teconté algo de mí, de mi madre, de lascosas que me asustaban. Fuiste mi únicoamigo, pero no lo entendí enseguida. Quéimbécil.

¿Sabes por qué salí con Giovanni? Puesporque no confiaba en nuestra relación,que en el fondo ni siquiera lo parecía. ¿Quépodía hacer? Podría habértelo explicado sihubieses tenido tiempo, si no hubieses idosiempre a la tuya, si no te hubiesesmarchado.

Y ahora, ¿qué haces? ¿Trabajas? ¿Eresalbañil, como dijiste? Sonrío al pensarlo,porque ni siquiera tú te lo creías cuandorepetías con firmeza que era lo único quete gustaba.

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Meto el segundo dibujo en una carpetaazul claro que he comprado paraguardarlos. Trato de imaginarte en esaciudad desconocida, pero no lo consigo.Pongo los dibujos uno al lado del otro yvuelvo a mirarlos. Tus palabras están aquí,en los trazos sobre el papel. Son para mí,pero sobre todo para ti. Hiciste bien enmarcharte, si era lo que querías, quizá lascosas se entiendan mejor cuando uno estálejos. ¿Te acuerdas de lo que se decía delas parejas que empezaban a salir en lafiesta del instituto? Que lo sepas: nosotrossomos parte ya de la estadística. Quélástima, pues de haber durado habríamossido la excepción y no la regla.

Ahora debo estudiar. Adiós, Cero.Tuya,

Zeta

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30 de mayo

Un dibujo al mes. He comprendido quefunciona así. No obstante, éste esfantástico: tú y yo sentados ante nuestropupitre, toma frontal, plano americano,como diría alguien. Tú miras hacia laventana como hacías siempre, y yo alfrente, probablemente siguiendo la lecciónporque mi expresión es concentrada,tensa. Tú, en cambio, frunces el ceño ymiras con severidad. El resto de la clase nopasa de ser un boceto, un conjunto delíneas y círculos. El resto no cuenta, en esemar confuso sólo se nos ve a nosotros.Sonrío, siento nostalgia de Cerolandia, lapatria perdida. El espacio donde merefugié, adonde llegué cuando creía que

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debía hacer algo, anunciar que en mi vidatodo había cambiado para siempre. Y túestabas allí, el rey de un reino vacío.¿Echas de menos Cerolandia?

Estamos esperándote, ¿sabes? Seguroque te preguntas quién te espera. Puestodos. Las marcas que dejaste en elpupitre, los chicles que pegaste bajo elborde, la superficie desgastada, la ventanapor la que sólo mirabas tú, la silla vacía. Noes cierto que las personas son las únicasque padecen nostalgia, también las cosassaben lo que es. Lo he comprendido almirar las que dejó mi madre, cada vez queentro en su habitación. Todo me espera allícomo si se negase a aceptarlo. Pequeñosobjetos testarudos, dueños de un grancorazón. Y luego estoy yo. Escucho tuausencia, que me habla de ti, me cuentamenudencias, me recuerda los detalles: lamanera en que apoyabas la mano en el

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folio antes de empezar a dibujar; tu perfil,que yo espiaba con el rabillo del ojo; laforma en que resoplabas cuando estabasharto fingiendo respirar hondo. Ese tipo decosas: nada serio, nada que puedacontarse.

En cuanto a mí, tengo una novedad.Este verano, después de los exámenes,viajaré a Grecia con Angela, en barco. Esestupendo, ¿no? Además, he tomado unadecisión: voy a matricularme enMatemáticas, los números siempre me hangustado, me relajan. La idea de Grecia mela metisteis en la cabeza mi madre y tú.Con ella no puedo ir porque ha muerto,contigo tampoco porque has desaparecido.Cuando regrese, ¿a quién le contaré lo quehe visto?

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3 de julio

El día de los exámenes orales llevo unafalda azul hasta la rodilla y una camisetablanca. Me he recogido el pelo en unacoleta baja; parezco una niña a punto derecibir la confirmación. Me siento ante lacomisión examinadora con el corazón en unpuño. Me oigo hablar de Zola, de Verga ydel verismo; de Capuana y el positivismo.Todos asienten muy serios, están muyatentos. Al final de mi exposición meformulan varias preguntas de Historia y deLiteratura. Y justo cuando empiezo asentirme relajada, se acaba el examen.

Fuera me esperan Claudia y Angela, miabuela y los compañeros de instituto, queme acribillan a preguntas. De repente

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vuelven a ser mis compañeros, ningunoestá excluido. Ilaria y Sonia me abrazan,pero esta vez no las rechazo. Sonia mesonríe, y esa sonrisa borra meses y mesesde incomprensiones, malhumores y chicosequivocados.

Me siento extraña, puede que inclusoun tanto perdida, porque ahora que haacabado el instituto comprendo cuánto metranquilizaba ir a diario y no tener quepensar en nada más. Quién sabe, quizáGabriele venía también sólo por eso,porque así no debía tomar decisiones,podía fingir que tenía algo que hacer, queacabar. Por eso se marchó, no porque no leinteresase el diploma, sino porque eraconsciente de que debía tomar unadeterminación, encontrar su camino. Asaber si lo habrá logrado; hace dos mesesque no recibo sus dibujos; eran un regalode despedida, pero no lo comprendí. Por

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suerte, entre exámenes y otras cosas nome ha quedado demasiado tiempo parapensar. Mejor así.

La abuela me abraza con ojos llorosos,y las dos sabemos el motivo. Ayer fui alcementerio y te llevé unas margaritaspreciosas. Esta mañana, antes de veniraquí, me despedí de tu fotografía delrecibidor y, al entrar en el aula, antes desentarme, te dediqué mi primerpensamiento.

Claudia y Angela me fotografíandelante del instituto con mis compañeros ydespués me piden que les saque una conmi abuela. Son momentos felices. Luego,mientras vamos en coche al restaurante,nos sumimos varios minutos en el silencio.Sucede siempre que nos reunimos, cuandotodas, casi a la vez, nos ponemos a pensaren lo que habrías hecho, en qué habríasdicho. Ninguna lo dice, aunque no es

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necesario, y ahora me gusta. Sufrir estambién una forma de quererte y ahora losé, sé cuánto te quise, pese a que sólo medoy cuenta cuando me siento así. Quizásea una estupidez pensarlo, pero a vecescreo que no se aprende nada de lafelicidad.

Hoy, sin embargo, habríamos sidotodas felices, felices a tope. Nos habríamosdrogado de despreocupación hastamarearnos. Tú, Claudia y Angela oshabríais emborrachado en el restaurante,la abuela os habría observado reír, tansosegada como siempre. Y yo habríagozado de esos momentos como de unapromesa de felicidad. Ni siquiera habríapensado en Gabriele, porque si las cosashubieran sido distintas probablemente nolo habría conocido.

En el restaurante, Angela me dice queya ha organizado el viaje a Grecia, que

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vamos en agosto, y luego empiezo a abrirlos regalos. Angela me ha regalado uniPad, Claudia un bolso de Gucci —segúnasegura, es importante para ir a launiversidad— y la abuela una pulsera concolgantes.

—Tu madre me dijo que te la comprara—me explica antes de que dos lágrimasresbalen por sus mejillas; esta vez nisiquiera hace ademán de enjugarlas. Melevanto y la abrazo, y permanecemos asíhasta que estoy segura de haber logradocontener las mías.

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27 de julio

Cuando vuelvo de la playa encuentro tusobre. Justo ahora que empezaba a pensarmenos en ti, que me había acostumbrado ala idea de no volver a verte... No sé porqué a veces me entra mucha prisa porolvidarte y luego, cuando recibo algo tuyo,me doy cuenta de que sería una estupidezque pasara.

Dejo la bolsa de la playa en la entraday voy a sentarme a la mesa de la terraza.Mi abuela no está, habrá salido, estoy solaen casa. Lo abro sin la ansiedad de lasprimeras veces, pese a que, nada másverlo, se me escapa una sonrisa. Esta vezhay dos folios. Cojo el primero y tapo elotro: quiero disfrutar de la doble sorpresa.

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Miró el primer dibujo y alzo los ojostratando de comprender esta emoción. Lacopa del haya ondea con la brisa, el cieloestá azul, el aire huele a verano. Es unretrato de mi madre, que me sonríeserena. Lo miro detenidamente y aspiro elaire que me rodea. Acto seguido, melevanto y me dirijo a su habitación, abro lasventanas y dejo que entre el aire, mesiento en la cama y lo miro de nuevo. Esprecioso. Sus ojos parecen seguirme desdela hoja, su mirada es muy intensa, viva. Porunos segundos vuelves a estar conmigo, eneste instante suspendido. Siento tuausencia y tu presencia a la vez, ypermanezco inmóvil durante un rato,absorta en este sentimiento, en estafelicidad serena y dolorosa.

La única fotografía que has podido verde mi madre es la de su lápida, pero no tehas limitado a copiarla, demostrando así tu

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habilidad. La has hecho para mí. ¿Por qué?¿Es tu regalo?

Vuelvo a la terraza y cojo el otro folio.Apareces tú en una habitación,probablemente donde vives ahora. Estássentado en la cama, de perfil, y miras porla ventana abierta. Casi como yo ahora. Esmaravilloso que no me olvides.

Cuando estoy a punto de meter los dosdibujos en el sobre descubro que detrás delsegundo hay algo: una dirección y unnúmero de teléfono.

El corazón empieza a palpitarme: ¿eraesto lo que quería? Trataba de no pensaren ti porque me negaba a desearte. Entroen casa, cojo el móvil de la bolsa, vuelvo ala terraza y me preparo. Me siento y piensoen lo que me gustaría decirte, aunque séque apenas oiga tu voz lo confundiré todo.Marco el número. Oigo un pitido, una, dos,tres veces. Luego, tu voz.

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—Hola —me dice Gabriele al otro lado de lalínea.

—Hola —contesto risueña.Silencio.—Es precioso, me refiero al retrato de

mi madre —le digo emocionada.Silencio.—¿Me oyes?—Sí. ¿Sabes?, tu madre era muy guapa.—Sí —me limito a decir, y aguardo.De nuevo un silencio.—Entonces, el instituto se ha acabado,

¿no? —dice al cabo, y me doy cuenta deque él también está emocionado.

—Pues sí, por fin. No aguantaba más —confieso, sonriendo nerviosa—. ¿Estástrabajando?

—Ahora tenemos un descanso.Silencio. Únicamente silencio.—Pienso a menudo en ti —dice al fin,

como si fuese un problema que no logra

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resolver.—Yo también —le digo sonriente y feliz.

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7 de agosto

Gabriele vuelve mañana; luego, quién sabelo que pasará. Ni siquiera sé cuánto tiempose queda. Ya veremos. De todas formas, lehe dicho a Angela que no voy a Grecia.Quiero esperar y ver qué ocurre. La verdades que me gustaría ir con él.

Ayer estuve en la playa. El cieloamenazaba tormenta y se había alzado unviento fuerte.

Me volviste a la mente, un día queparecía haber tenido lugar mil años antes.

Recuerdo ese día en la playa como si fuera

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ayer. Era muy pequeña, debía de tenercuatro o cinco años, no más. El tiempoestaba inestable, por la noche habíallovido, pero fuimos de todas formas con lavecina y sus hijos. El mar estaba agitado,me acuerdo muy bien, al igual que delviento que nos azotaba la cara y delintenso olor del aire.

Te veo de nuevo sentada en unatumbona y me miro mientras juego con laarena, enfurruñada porque me habíasprohibido acercarme al agua, mientras quelos otros niños sí podían bañarse.

Ese día, la playa vacía me parecíaenorme. Un espacio oblicuo de arena, cieloy agua, infinito.

Al cabo de un rato me eché a llorar.¿Quizá me había hecho daño? ¿Me habíaentrado arena en los ojos?

Me cogiste en brazos y fuimos a pasearpor la orilla, yo pegada a ti como a un

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árbol, corazón contra corazón. De vez encuando me decías algo o me besabasfugazmente en la mejilla.

En ciertos momentos notaba en la carael sol que se colaba entre las gruesasnubes. Y oía el viento, y tus palabras. ¿Quéme decías? ¿Qué me contabas? Ojalápudiera recordarlo todo...

Entonces éramos inmortales. La vidanos parecía tanta...

Sentía el sol en la cara y oía el viento ytus palabras, y era lo único que importaba.

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La lluvia en tu habitaciónPaola Predicatori

ISBN edición en papel: 978-84-9838-538-0ISBN libro electrónico: 978-84-15630-11-1Depósito legal: B-20.103-2013Primera edición en libro electrónico (epub): septiembrede 2013

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Cita de El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger,tomada de la edición en castellano de Alianza Editorial.

Título original: Il mio inverno a ZerolandiaTraducción del italiano: Patricia Orts

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