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Los Cuadernos de Música MANERA DE HACER SONAR LA LUCEZ José María Guelbenzu THE MAKING OF A MUSICIAN e uando tenía dieciséis años llegó Sonny Stitt a la ciudad y nos oyó tocar. Me dijo: -Te pareces a un hombre que se llama Charlie Parker y también tocas co- mo él. Vente con nosotros». Esta invitación tuvo lugar en Alton, Illinois, allá por el año 1942; aquel chico volvió a casa a pe- dir a su madre permiso para unirse a Sonny Stitt, permiso que, natural- mente, le e denegado. Pero el chico llegó a New York un par de años más tarde y se pegó a Parker; estaba con él donde quiera que ese; incluso durante un año vivieron bajo el mismo techo. Par- ker le animó a tocar con :· él; le decía: «No tengas miedo. Suéltate tocando nada más». El jinete de la guerra estaba desha- ciendo por entonces a Lester Young y Parker se encontraba a sólo dos años de distancia de su primer grave colapso, el que le sobrevino tras la grabación de la pieza que, en mi opinión, ndaba el jazz moderno, Lover man; y tras la cual pren- dió fuego al cuarto de su hotel. El chico era ya en- tonces el trompetista del quinteto de Parker y po- cos años después, en los cincuenta, crearía con su propio grupo el espejo de todos los quintetos for- mados de entonces acá. El chico se había soltado a tocar. Todo el mundo hablaba de Miles Davis. Ahora, a la distancia, no deja de llamar la aten- ción la diferencia entre los caminos de ambos mú- 35 sicos; ellos representan, respectivamente, la más corta y la más larga carrera de un «crack» del jazz. En todo caso podría aducirse que Duke Ellington aún se mantuvo más tiempo que Miles, pero si esto es cierto en lo temporal no es menos cierto que Ellington (a mi entender el mas grave músico que ha tenido el jazz) nunca se mantuvo tanto tiempo siendo el número uno, la punta, la vanguardia, como Miles Davis. Probablemente las aportaciones de Parker y Miles son igualmente decisivas y, sin embargo, el liderazgo del trompe- tista es estremecedor: U na de las cabezas del bop a partir del 45; líder y fundador del cool; líder de la época de los grandes combos del jazz (1956- 1966); je de filas del llamado electric-jazz, donde acaba tocando con un pedal de wah wah y ampli- ficador eléctrico. Treinta años indicando a la mú- sica de jazz por dónde había que ir. No rindo admiraciones embobadas sino que, como Guillermo Brown, yo sólo me limito a hacer constar un hecho. Sin duda la época más imprecisa de Miles, quiero decir, aquella en la que su poderosa persona- lidad musical no se halla aún netamente perfilada, es la que va de su estan- cia en el quinteto de Bird hasta la aparición de la Capitol Band. Porque si bien Parker tuvo un ante- cesor (un gran innovador, bien que al tenor) en Les- ter Young, que le marcó el camino sin obligarle el estilo, no sucedió lo mismo con Davis. Davis nace al jazz en pleno triun del bop y asediado por dos gigantes, el pro- pio Bird y el también trompetista Dizzy Gilles- pie, poseedor de una téc- nica deslumbrante, supe- rior a la del mismo Miles. El velocísimo aseo, la depuración de la melodía, el sistema casi de códigos y condensaciones con que se tocaba el bop y cómo lo tocaba Dizzy eran el no-va-más de la trompeta y a John Birks Gillespie le convertiría en un clásico. Miles le siguió como todos, pero no po- día competir con la in-

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Los Cuadernos de Música

MANERA DE HACER

SONAR LA LUCIDEZ

José María Guelbenzu

THE MAKING OF A MUSICIAN

e uando tenía dieciséis años llegó Sonny Stitt a la ciudad y nos oyó tocar. Me dijo: -Te pareces a un hombre que se llama Charlie Parker y también tocas co­

mo él. Vente con nosotros». Esta invitación tuvo lugar en Alton, Illinois, allá por el año 1942; aquel chico volvió a casa a pe­dir a su madre permiso para unirse a Sonny Stitt, permiso que, natural­mente, le fue denegado. Pero el chico llegó a New York un par de años más tarde y se pegó a Parker; estaba con él donde quiera que fuese; incluso durante un año vivieron bajo el mismo techo. Par-ker le animó a tocar con :·

él; le decía: «No tengas miedo. Suéltate tocando nada más». El jinete de la guerra estaba desha­ciendo por entonces a Les ter Y oung y Parker se encontraba a sólo dos años de distancia de su primer grave colapso, el que le sobrevino tras la grabación de la pieza que, en mi opinión, fundaba el jazz moderno, Lover man; y tras la cual pren­dió fuego al cuarto de su hotel. El chico era ya en­tonces el trompetista del quinteto de Parker y po­cos años después, en los cincuenta, crearía con su propio grupo el espejo de todos los quintetos for­mados de entonces acá. El chico se había soltado a tocar. Todo el mundo hablaba de Miles Da vis.

Ahora, a la distancia, no deja de llamar la aten­ción la diferencia entre los caminos de ambos mú-

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sicos; ellos representan, respectivamente, la más corta y la más larga carrera de un «crack» del jazz. En todo caso podría aducirse que Duke Ellington aún se mantuvo más tiempo que Miles, pero si esto es cierto en lo temporal no es menos cierto que Ellington (a mi entender el mas grave músico que ha tenido el jazz) nunca se mantuvo tanto tiempo siendo el número uno, la punta, la vanguardia, como Miles Davis. Probablemente las aportaciones de Parker y Miles son igualmente decisivas y, sin embargo, el liderazgo del trompe­tista es estremecedor: U na de las cabezas del bop a partir del 45; líder y fundador del cool; líder de la época de los grandes combos del jazz (1956-1966); jefe de filas del llamado electric-jazz, donde acaba tocando con un pedal de wah wah y ampli­ficador eléctrico. Treinta años indicando a la mú­

sica de jazz por dónde había que ir. No rindo admiraciones embobadas sino que, como Guillermo Brown, yo sólo me limito a hacer constar un hecho.

Sin duda la época más imprecisa de Mil es , quiero decir, aquella en la que su poderosa persona­lidad musical no se halla aún netamente perfilada, es la que va de su estan­cia en el quinteto de Bird hasta la aparición de la Capitol Band. Porque si bien Parker tuvo un ante­cesor (un gran innovador, bien que al tenor) en Les­ter Young, que le marcó el camino sin obligarle el estilo, no sucedió lo mismo con Davis. Davis nace al jazz en pleno triunfo del bop y asediado por dos gigantes, el pro­pio Bird y el también trompetista Dizzy Gilles­pie, poseedor de una téc­nica deslumbrante, supe­rior a la del mismo Miles. El velocísimo fraseo, la depuración de la melodía, el sistema casi de códigos y condensaciones con que se tocaba el bop y cómo lo tocaba Dizzy eran el no-va-más de la trompeta y a John Birks Gillespie le convertiría en un clásico. Miles le siguió como todos, pero no po­día competir con la in-

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creíble ductilidad y fogosidad de su excéntrico antecesor, por más que le pisara los talones. No. Aquello no era para Miles más que el principio. Compárese, en la grabación del 47 cómo el Miles que se avecinaba se encuentra mucho más a gusto tocando Bird of paradise o Embraceable you que Dexterity. Aquel maravilloso Charles Parker Quin­tet estaba compuesto por, además de Bird y Mi­les, Tommy Potter, Duke Jordan y Max Roach.

GET UP WITH MILES

En 1948 debutó en el Royal Roots la Capitol­Miles Davis Band que, posteriormente accedería al rango de gran orquesta; el trabajo con arreglis­tas como Gil Evans, Johnny Carisi y Gerry Mulli­gan centraron su sonido; en la banda había, aparte de Miles, dos metales: Lee Konitz y Gerry Mulli­gan y lograron entre los tres un sonido realmente luminoso, como se le ha llamado, pleno de textura y colorido. Allí fue, pues, donde surgió de una sola vez su estilo inconfundible. Gillespie cuenta que siempre trató de tocar como Roy Eldridge: «Nunca lo logré y casi me vuelvo loco al no poder hacerlo. Luego intenté algo distinto y de ahí salió lo que llaman en bop». De la Capitol salió el cool, el sello Miles: su trompeta adquirió primero una limpidez admirable, después un característico modo de arrastrar la frase y por último una sere­nidad de dicción que le llevaron a ese definitivo y único lirismo que nadie ha logrado igualar con su instrumento: finalmente Davis venía a ser, aunque parezca paradójico, el hombre de ideas más mo­dernas al tiempo que el mejor intérprete y creador de baladas de los cincuenta y sesenta. Su lirismo sólo ha sido recogido con verdadera personalidad, adaptándolo a su peculiar sistema de descomposi­ción de la melodía, por el piano de Bill Evans, una de las grandes estrellas de los quintetos de Miles.

Sin abandonar el Capitol-sound, Miles entra en su tercera fase: el reinado de los combos. En 1955 reúne al que muchos consideran su mejor quinteto (y al que incorpora, precisamente en ese año, a otro chico-que-viene-pegando-fuerte: John Col­trane, al igual que Parker le diera a él el espalda­razo); son, además del líder y de Trane, Red Gar­land, Paul Chambers y Philly Joe Jones, su bate­rista favorito. Sin embargo, otras formaciones no le van a la zaga a ésta: en el 53 grabó con J ohn Lewis, Percy Heath y Max Roach; en el 54 con Monk, Kenny Clarke, Milt Jackson y, de nuevo, Percy Heath; y con Hornee Silver, Art Blakey y Heath. En uno de sus combos incluye a Cannon­ball Adderley, sustituye a Red Garland por Bill Evans y realiza uno de los más fascinantes álbu­mes de su carrera: Kind of blue en el cual el modo, más que el acorde, es utilizado como base de la improvisación, lo que provoca una verdadera

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conmoción y fija determinantemente su modo de hacer y las direcciones de toda su música modal posterior. Con Gil Evans continúa colaborando y fruto de ello son los Sketches of Spain y, sobre todo, Miles Ahead.

Por el quinteto pasan casi todos los grandes de una época de oro: además de los anteriores, J. J. Johnson, Sonny Rollins, Wynton Kelly, Hank Mobley, Bennie Maupin, George Coleman y, de entre los más nombrados de la década de los se­tenta, nada menos que Chick Corea, Herbie Han­cock, Wayne Shorter, Tony Williams, Ron Carter, Keith Jarret, John McLaughlin, Airto Moreira, Dave Holland, Joe Zawinul, Jack de Johnette y Billy Cobham; bien, la eré me del jazz de hoy, los actuales best-sellers, incluso en España (por más que las concesiones de algunos no nos resulten convincentes a muchos aficionados). Weather Re­port, Return to Jorever, The Quintet (un soberbio conjunto) son grupos creados por ellos.

Todo esto es lo que nos sitúa ante el Electric­jazz. Los últimos músicos citados son los que van a llevar al gran público el denominado jazz-rock. Todos se lanzan con Miles. En 1969 aparece In a silent way, el detonante; en 1970, Bitches brew; después On the corner, Water babies, Big Jun ... hasta Agharta, una larguísima composición, en 1975, grabada en vivo en el Osaka Festival Hall. El último quinteto de Miles lo formaron Wayne Shorter, Herbie Hancock, Tony Williams y Ron Carter a mediados de los sesenta; con ellos dará obras maestras, definitivas, como el Stella by star­light de My funny Va/entine o Miles smiles. Con ellos, electrificando el piano y el bajo, graba otro de sus clásicos: Filies de Kilimanjaro. Y con ellos, entre otros, se lanza hacia ese jazz eléctrico en el que continuará manteniendo su liderazgo indiscu­tible hasta que -dicen- una extraña enfermedad le aleja de los estudios de grabación.

EL «CARACTER INTIMO»

Joachim Berendt hace una bella definición de la manera de tocar de Miles: «La diferencia decisiva entre la música de Lester Y oung y la que interesa a músicos de la tendencia de Miles Davis se en­cuentra en el hecho de que Miles toca consciente de que entre él y Les ter Y oung ha existido el bop»; y cita en su ayuda a André Hodeir: «Miles Davis es el único que pudo darle a la música de Parker el carácter íntimo que representa una parte esencial de su encanto»; para Berendt, ese «carác­ter íntimo» es Lester Young.

Ese carácter es decisivo en Miles. Y de nuevo el recuerdo de Parker sobrevuela (este año, ade­más, se cumple el veinticinco aniversario de su muerte, a los treinta y cinco años de edad; dijeron tras la autopsia que parecía el cuerpo de un hom­bre de cincuenta y tres años, qué curiosa preci-

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sión). He escuchado muy a menudo a Parker en estos días y hay algo que me ha llamado verdade­ramente la atención: la música de Parker habla del amor, de la tristeza, del desamparo, la desolación, la búsqueda (sobre todo de la búsqueda, casi alu­cinatoria en su intensidad) pero no habla espe­cialmente de la soledad sino en la medida en que este sentimiento ronda los anteriores. Miles sí, sobre todo. Miles habla fundamental y lúcida­mente de la soledad. Pienso en dos piezas (Lover man, del primero; Stella by starlight, del segundo) en las que ambas realizan un movimiento pare­cido: una brusca bajada hacia los graves. Pues bien, en la pieza de Bird, la bajada es al fondo del corazón, es una entrega; en la de Miles es una advertencia: es la serena llamada a la reflexión sobre la soledad. Creo que nunca he escuchado a nadie que hable con tal mezcla de arrogancia, seguridad, emoción y verdad sobre la soledad como lo hace Miles Davis. Ni siquiera en una pieza tan sutilmente cercana a la compasión como Nature hoy; tan sólo encuentro algo igual en mi memoria en la versión para piano solo que Duke Ellington hace de Solitude, y éste fue en él un caso excepcional. Y a esa firmeza arrogante de la soledad creo que debe mucho la actitud antifree de Miles, su negativa a integrarse en la atonalidad aduciendo que uno debe saber ser libre sin dejar de poseer (no sin franquear) los límites; en esta opinión no le hubiera seguido Parker, el hombre de la frontera; por ahí se tiró a muerte Ornette Coleman y se quemó en obras soberbias. Pero sólo Miles mezcló tan perfectamente la elegancia, el intimismo y la vitalidad: basta escuchar Seven steps to Heaven.

Dicen que el «carácter íntimo» se lo llevaron por delante sus experiencias de jazz eléctrico. No. No es cierto. Se lo llevó por delante su propia sabiduría musical. Miles no tuvo nunca miedo a franquear barreras; y cuando su libertad se lo pidió, las franqueó. Miles tuvo entonces una de esas intuiciones que le proporciona su muy agudi­zado sentido expresivo: antes de que invadiera el mercado norteamericano, empezó a prestar una atención y a otorgar un papel decisivos a la percu­sividad, antes de que entrara a saco en ella (y en ocasiones, tan bien) Carlos Santana. Ya Dizzy trajo a su banda a Chano Pozo. Miles trabaja intensivamente con Airto Moreira y Mtume y ahí están los tres baterías de Bit ches brew; y también comenzó a utilizar dos teclados o a incorporar el sitar, entre otros instrumentos exóticos, con Kha­lil Balakrishna. En fin, en las grabaciones que siguen a In a silent way, su trompeta va diluyén­dose -excepto en algunas grabaciones con quinte­tos o sextetos en los setenta- poco a poco, muy meditadamente, en el grupo. El uso del pedal wah wah acaba con un estilo que hizo época y que pertenece a lo más hermoso del jazz; a cambio, nos entregó una serie de composiciones y realiza-

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ciones que aun hoy siguen a la vanguardia y sin las que serían inimaginables buena parte de los fenómenos musicales de mediados de los setenta para acá. Ya en 1970 mantuvo en suspenso a la norteamérica musical, cuando se anunció la posi­bilidad (la sola posibilidad, que no pasó de ahí) de actuar junto a gente como Eric Clapton y Jack Bruce en el Festival Randall's Island de New York. Contestó a aquella propuesta diciendo sim­plemente: «Rock es palabra de hombre blanco». La soledad, la arrogancia y el triunfo hasta el final.

Es indudable que sus caminos eléctricos son el vademécum de buena parte de los músicos de vanguardia de hoy. Y, por si acaso, busquen esa inolvidable trompeta en el preludio de Agharta. Ahí está Miles, entre todos los cachorros, con su pedal, su amplificador eléctrico y su «caracter ín­timo». Indiscutible. Inimitable.

UNA DE NOSTALGIA

Hace ya una buena partida de años, cuando éramos más pobres y más infelices, fui a Barce­lona con el exclusivo objeto de acudir a un recital de Miles Davis enmarcado en el ya extinto Festi­val de Jazz que anualmente se celebraba en el Palau de aquella ciudad que a los de Madrid nos parecía Europa. Eran tiempos de penuria, de ele­gir entre una cena o una entrada al concierto. Recuerdo que me crucé en la Plaza de Cataluña, el día mismo del recital, con un tipo idéntico a Miles Davis y por poco no se me paró el corazón. A la noche acudimos a nuestras clásicas localidades de altura con los nervios a punto de estallar. Re­cuerdo el retraso en comenzar el concierto, por fin la aparición de los cuatro restantes miembros del quinteto; y el tremendo aviso: Miles había desapa­recido sin mayores (ni menores) explicaciones y deberíamos contentarnos con escuchar sólo a los muchachos; que dio la espantada, vamos. Hubo casi lágrimas al principio, después resignación; y empezó el concierto. Los muchachos eran Shor­ter, Hancock, Carter y Williams (Hancock total­mente diferente al superstar que se fotografía ahora: tocaba su piano inclinado sobre él como un amanuense). Recuerdo aquel concierto como uno de los más bellos que he escuchado nunca en vivo y a aquel cuarteto como mi emocionado encuentro con quienes habían hecho posibles algunos de los mejores discos de Miles. Sólo me queda una triste­za salpicada de amargura: no haber escuchado a Miles en directo; no haber podido enfrentar cara a caraCcon mi soledad de veinteañero de cuatro perras la del hombre que sostuvo con su trom-peta algunas de las más profundas emo- �ciones que por entonces poblaban mi más ·�duro e intenso deseo de vivir y escribir. ..