las tramas del ayer hacia una historia compleja de la literatura venezolna

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UNIVERSIDAD NACIONAL EXPERIMENTAL DE GUAYANA VICERRECTORADO ACADÉMICO DEPARTAMENTO DE EDUCACIÓN, HUMANIDADES Y ARTES LAS TRAMAS DEL AYER: Hacia una historia compleja de la literatura venezolana (Trabajo presentado como requisito para ascender a la categoría de Agregado) Diego Rojas Ajmad C.I.: V-12.457.198 Ciudad Guayana, enero de 2011

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Page 1: Las Tramas Del Ayer Hacia Una Historia Compleja de La Literatura Venezolna

UNIVERSIDAD NACIONAL EXPERIMENTAL DE GUAYANA VICERRECTORADO ACADÉMICO

DEPARTAMENTO DE EDUCACIÓN, HUMANIDADES Y ARTES

LAS TRAMAS DEL AYER: Hacia una historia compleja de la literatura venezolana

(Trabajo presentado como requisito para ascender a la categoría de Agregado)

Diego Rojas Ajmad C.I.: V-12.457.198

Ciudad Guayana, enero de 2011

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RESUMEN

El presente estudio intenta problematizar el corpus de las historias de la literatura venezolana, caracterizando y clasificando su discurso y paradigmas, para luego esbozar unas ideas acerca de lo que pudiera llamarse una historia compleja de la literatura, que logre actualizar el quehacer historiográfico en las nuevas concepciones de las ciencias sociales. Estructurado en tres capítulos, el siguiente trabajo se inicia con una reflexión acerca del cambio ocurrido en los modos del ser humano de enfocar la comprensión de la realidad que lo circunda. Luego de esbozar el recorrido histórico de los giros epistemológicos que han hecho del saber una praxis que va de la totalidad a la fragmentación y, de vuelta a la compleja visión de la totalidad, se reflexiona acerca de la incidencia de los nuevos paradigmas de la complejidad en el desarrollo de las ciencias sociales, especialmente de la Historia. En el segundo capítulo se diserta acerca de una posible conceptualización de las historias literarias basada en la hipótesis de que cada discurso histórico responde a unas determinadas premisas epistemológicas. En el tercer capítulo intentaremos caracterizar los discursos históricos de la literatura venezolana para demostrar que el corpus de las historias de la literatura venezolana, publicados entre 1906 y 1973, revelan un fundamento epistemológico historiográfico particular, transformando con ello la concepción misma que se tiene de literatura, pasado y nación. Palabras clave: historiografia, literatura venezolana, complejidad.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

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CAPÍTULO I NUEVAS REALIDADES, ¿NUEVOS PARADIGMAS?

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CAPÍTULO II PARA UNA CARACTERIZACIÓN DE LA HISTORIA LITERARIA

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CAPÍTULO III HISTORIA DE LAS HISTORIAS LITERARIAS EN VENEZUELA

40

REFLEXIONES FINALES LA HISTORIA LITERARIA COMO DISCURSO COMPLEJO

70

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 76

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“Es el momento de intentar no el sueño imposible de una historia objetiva, pero, por lo menos, de otra que sirva mejor a nuestros anhelos e interrogantes contemporáneos”

Mariano Picón Salas

“La cuestión es ésta: no se trata de escribir nuevas historias de la literatura hispanoamericana, incorporando enmiendas de última hora (más autores y más obras,

países y regiones hasta ahora soslayados), sino de escribir una historia nueva”.

Beatriz González Stephan

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INTRODUCCIÓN

Cuando tratamos de contestar a la pregunta ¿qué es la historia?, nuestra respuesta,

consciente o inconscientemente, refleja nuestra posición en el tiempo, y forma parte de nuestra respuesta a la pregunta, más amplia, de qué idea hemos de formarnos de la sociedad en que vivimos

E. H. Carr

Se confunde comúnmente el término “literatura” con el de “obra literaria”. Sin embargo, y

aunque suene paradójico, una comunidad, un territorio, puede exhibir varias obras literarias

en su haber cultural y aún así carecer de una literatura que lo identifique. Una literatura es

una construcción social, un sistema de obras hilvanadas por categorías comunes

establecidas por las disciplinas que les dan soporte a los estudios literarios, de cuyas

prácticas de valoración, comparación y registro surge lo que denominamos propiamente

como literatura. La “Literatura” es una manera de entender, de organizar, de dar forma a la

múltiple variedad de un conjunto de obras literarias.

Vista así, la Literatura no es la biblioteca que percibimos, sino la perenne tarea de los

estudios literarios en establecer relaciones entre cada libro de esa biblioteca y entre esa

biblioteca y otras aledañas. Para realizar esta labor, los estudios literarios se fundamentan

en la clasificación de las obras por criterios de valor, de categorías generales y por juicios

temporales. Es en este accionar que existe la posibilidad de entender lo literario como

ciencia, como discurso organizador y lógico del hecho literario. Así, son tres las maneras de

asediar el hecho literario: estableciendo los fundamentos que lo hacen ser obra de arte,

valorando los méritos que permitan su clasificación y organizando temporalmente sus

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cambios y evoluciones. Para decirlo con otras palabras, la Teoría, la Crítica y la Historia

son los ámbitos que conforman los estudios literarios.

Estas tres disciplinas no se desarrollan de manera independiente sino que superponen sus

fines y resulta imposible la comprensión y el desarrollo de una de ellas sin la presencia de

las otras. La Crítica literaria, por ejemplo, debe fundamentar sus juicios en elementos

históricos y teóricos que le permita apreciar con mayor tino la obra a analizar. Una Teoría

literaria que no asiente sus postulados en obras literarias concretas de seguro divagará en la

configuración de esquemas y criterios. Una Historia literaria, por su parte, urge de escalas

de valores y de principios ordenadores. Ya Wellek y Warren habían advertido de esta

relación indisoluble:

“Los métodos así designados no pueden utilizarse separadamente, que se implican mutuamente tan a fondo, que hacen inconcebible la teoría literaria sin la crítica o sin la historia, o la crítica sin la teoría y sin la historia, o la historia sin la teoría y sin la crítica” (Wellek y Warren, 1974: 49).

En nuestro país, por no hablar del ámbito hispanoamericano, la situación y desarrollo de

estas tres disciplinas ha sido breve, leve y casi espasmódico. La teoría literaria no ha pasado

de ser aventura intelectual de unos pocos; la crítica, ejercicio para la afrenta o la exaltación

gratuita; la historia literaria ha devenido en inútil manual escolar digno de olvido. Ante este

panorama, los estudios literarios exigen una revisión de sus fundamentos, que vuelva a la

teoría, a la crítica y a la historia a su condición inicial de trenza imposible de desanudar.

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En el caso específico de la historia literaria, esta tradición tiene en nuestro país ya más de

cien años y hasta el momento no existe un balance de sus prácticas y de su oficio. No se ha

realizado el recuento sosegado de las historias literarias escritas en nuestro país ni mucho

menos se ha reflexionado acerca de sus aciertos y fallas.

Estas páginas pretenden, en la medida de lo posible, contribuir en ese necesario recuento

que nos permita mirar lo recorrido. Así, iniciaremos con una reflexión acerca del cambio

ocurrido en los modos del ser humano de enfocar la comprensión de la realidad que lo

circunda. Luego de esbozar el recorrido histórico de los giros epistemológicos que han

hecho del saber una praxis que va de la totalidad a la fragmentación y, de vuelta a la

compleja visión de la totalidad, se reflexiona acerca de la incidencia de estos nuevos

paradigmas de la complejidad en el desarrollo de las ciencias sociales, especialmente de la

Historia. En el segundo capítulo se propone una posible caracterización de modelos de las

historias literarias basado en los enfoques epistemológicos que guían el pensar humano,

contribuyendo así a dar un orden lógico a las distintas manifestaciones del registro del

pasado literario.

Basándonos en la hipótesis de que cada discurso histórico responde a unas determinadas

premisas epistemológicas de la historia, en el tercer capítulo intentaremos caracterizar los

discursos históricos de la literatura venezolana para demostrar que el corpus de las historias

de la literatura venezolana, publicados entre 1906 y 1973, revela un fundamento

epistemológico historiográfico particular, transformando con ello, al mismo tiempo, la

concepción que se tiene de literatura.

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Por último, nos aventuramos a esbozar algunas características que debe emprender una

historia compleja de la literatura venezolana, con la cual se actualice el quehacer

historiográfico en las nuevas concepciones de las ciencias sociales.

Este trabajo constituye un aporte pionero y original para la reflexión sobre nuestra

literatura. Para el estado de nuestros estudios literarios, el sólo mostrar el corpus de nuestra

historiografía literaria ya sería un avance. Sin embargo, estamos conscientes de que con la

sola recopilación no basta. El análisis y la búsqueda de vínculos y matices es una tarea por

realizar. Aquí mostramos el mapa. En otro momento, y quizás otras personas, emprenderán

este camino.

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CAPÍTULO I NUEVAS REALIDADES, ¿NUEVOS PARADIGMAS?

Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas,

de pronto, cambiaron todas las preguntas.

Mario Benedetti

En el discurso científico de finales del siglo XX, el adjetivo “nuevo” ocupa un lugar

destacado y reiterativo. Se insiste en hablar de “nuevos paradigmas”, “nuevas visiones”,

inéditas formas de entender al mundo que hacen que los postulados de las disciplinas

científicas tuerzan su habitual modo de acción. El paradigma occidental de la ciencia,

fundamentado en la objetividad, la disyunción sujeto-objeto y el uso exclusivo de la razón

como medio para la creación de conocimiento, cuyas bases se remontan a más de 28 siglos,

ha resquebrajado sus bases y se tambalea ante la incertidumbre epistemológica. La ciencia

dejó de ser un discurso legitimador, confiable, y pasó a convertirse en una mera “ficción de

la realidad” (Haken y otros, 1990).

Este resquebrajamiento del paradigma científico, sin embargo, no es cosa inusual. La

ciencia, lo sabemos desde Popper, avanza en la medida en que postulados ya establecidos

como “verdad” son desplazados por otros conceptos que logran explicar mejor la realidad

analizada. Popper (1974) llamó “falsación” a esta característica definitoria de la ciencia.

Así, es constante la búsqueda del ser humano por conocer los fundamentos de la realidad,

de la vida y de la muerte, y cada cultura, cada época, adopta visiones, posturas, modelos,

discursos... en fin, paradigmas que hagan más comprensible el mundo. Vista así la ciencia,

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podríamos afirmar que “el progreso del conocimiento se mide mucho mejor por la historia

de las preguntas que por la de las respuestas” (Wagensberg, 1994: 19).

Ese constante preguntar fue en los inicios guiado por el mito. El mito, para decirlo con otras

palabras, fue en un comienzo la manera como el ser humano consiguió apaciguar su

inquietud ante lo desconocido. La realidad no era más que una vasta morada de dioses,

cuyas manifestaciones estaban supeditadas a la voluntad divina: el viento era el aliento del

dios Eolo, las olas eran la evidencia del movimiento del tridente de Neptuno... A cada

fenómeno de la naturaleza correspondía el capricho y la voluntad de un dios. El mito era el

sustento cohesionador de la sociedad y el discurso que daba cuenta de lo real.

Su función es revelar modelos, proporcionar así una significación al Mundo y a la existencia humana. Por ello, su papel en la constitución del hombre es inmenso. Gracias al mito, como dijimos, las ideas de realidad, de valor, de trascendencia, se abren paso lentamente. Gracias al mito, el Mundo se deja aprehender en cuanto Cosmos perfectamente articulado, inteligible y significativo. (Eliade, 1983: 153).

Era la época de las “sociedades encantadas”, diría Max Weber (1984), durante la cual el

mito servía de instrumento para dar sentido a los fenómenos naturales. Isaac Asimov nos

condensa mejor ese proceso:

Así nació el mito. Las fuerzas de la Naturaleza fueron personificadas y deificadas. Los mitos se interinfluyeron a lo largo de la Historia y las sucesivas generaciones de relatores los aumentaron y corrigieron, hasta que su origen quedó oscurecido. Algunos degeneraron en agradables historietas (o en sus contrarias), en tanto que otros ganaron un contenido ético lo suficientemente importante, como para hacerlas significativas dentro de la estructura de una religión mayor. (Asimov, 1979: 17).

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Sin embargo, cual capricho de la historia, en el siglo V antes de Cristo ocurre una

coincidencia que repartirá geográficamente los tres estratos definidores del ser humano:

cuerpo, alma y mente. En un mismo tiempo, pero en tres regiones distintas, la filosofía, que

en un comienzo adopta bajo su figura todos los ámbitos del saber, se concentrará en limitar

su reflexión a uno de esos tres elementos. Confucio (551 a.C. - 479 a.C.), en China,

ahondará en la reflexión del cuerpo, en el buen vivir y obrar como medio para la felicidad

social; Siddhartha Gautama (566 a.C. - 478 a.C.), mejor conocido como Buda, explayará en

la India la reflexión sobre lo metafísico y religioso; y Sócrates (470 a.C. - 390 a.C.), en

Grecia, limitará la realidad y la razón como únicos elementos de la filosofía, dándole un

método a la búsqueda de la verdad. Cada uno a su manera y, según su contexto, buscará las

maneras de desentrañar lo real. Así, desde el siglo V a.C., el mundo oriental basa su pensar

en lo social y religioso; y el mundo occidental en lo racional y lógico. Es este paradigma

racional de nuestro mundo occidental el que ahora está en crisis y echa de vez en vez

alguna ojeada al mundo oriental en busca de nuevas vías.

Son varios los argumentos que ofrecen los investigadores para explicar este inusual reparto.

Snell (2007), por ejemplo, aduce el hecho de que China ya poseía un imperio consolidado

por lo cual sus problemas sociales y de gobierno eran apremiantes. En la India, por su parte,

la larga tradición religiosa que le antecedía encauzó el saber por la senda de lo místico. En

Grecia, a quien le tocó la razón en el peculiar reparto, el carecer de un imperio consolidado

y una religión homogénea coadyuvaron en el surgimiento de una nueva forma de entender

los enigmas del mundo. Sin embargo, no sólo el carecer de Estado consolidado y de

religión unitaria hicieron posible este hecho; otros factores políticos, sociales, económicos,

culturales y hasta geográficos, influyeron en una actitud de contemplación admirada de la

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armonía de la naturaleza, cuya derivación resultaría en el paradigma científico de nuestro

mundo occidental.

Esa “contemplación admirada”, germen de nuestra ciencia, tiene hasta nuestros días una

historia que oscila entre lo universal y lo particular, entre el pensamiento disociante y el

pensamiento relacional, entre lo simple y lo complejo. La historia del conocimiento en el

mundo occidental ha ido en un vaivén que nos recuerda que la novedad del pensamiento

complejo no es tal, y que lo que hoy se mienta como aún desconocido es simplemente un

olvido de la humanidad. Edgar Morin, al referirse a la originalidad del paradigma de la

complejidad, afirma: “Hemos descubierto ya las primeras costas de América, pero todavía

creemos que se trata de la India” (Morin, 2005: 40). Quizás otros seres ya hayan pisado con

anterioridad esas costas y se hayan bañado con conciencia en sus inquietas aguas. Veamos.

Tal vez no resulte difícil imaginar a los primeros seres humanos observar perplejos al

mundo que les rodeaba. Asombrados quizás de la lluvia, admirados de la manera como

nacían sus semejantes, cavilosos ante los cambios del día y la noche o sumidos en la

perplejidad de la muerte, esos primeros seres humanos de seguro, y por naturaleza, sentían

permanentemente la curiosidad como motor de sus actos. Su capacidad de asombro era

estimulada permanentemente por las novedades del mundo.

Ya Platón había señalado al asombro y la admiración como condición de la búsqueda de

conocimiento: “La primera virtud del filósofo es admirarse” (García Morente, 1973: 17);

aunque Aristóteles fue mucho más explícito:

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Por el asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar, asombrándose primero de las cosas extrañas que tenían más a mano, y luego, al avanzar así, poco a poco, haciéndose cuestión de las cosas más graves tales como los movimientos de la luna, del sol y de los astros y la generación de todo. (Aristóteles, 1959: 15).

Un filósofo, un creador de conocimiento, es entonces un eterno “preguntón” que ve las

cosas que le rodean como si las estuviese viendo por vez primera. Un filósofo es como un

niño que va impulsado por la curiosidad, siempre con miles de preguntas en los labios:

Para abordar la filosofía, para entrar en el territorio de la filosofía, una primera disposición de ánimo es absolutamente indispensable. Es absolutamente indispensable que el aspirante a filósofo se haga bien cargo de llevar a su estado una disposición infantil. El que quiere ser filósofo necesitará puerilizarse, infantilizarse, hacerse como el niño pequeño. (García Morente, 1973: 17).

Desde que tomó conciencia de sí y de su mundo, el ser humano despertó hacia una

irrefrenable búsqueda por las causas y los fines. Un despertar y un darse cuenta de la

existencia, del ser, y de una realidad que estaba por brindar sus secretos. Y esa curiosidad

fue alimentada por el contraste que tuvo el griego con otras culturas. El contacto comercial

extensivo hacía ir y venir nuevas formas de imaginar y entender el mundo:

El activo tráfico con las antiguas comarcas cultas del oriente, Egipto y Siria, que estuvo bajo la influencia babilónica y, desde el siglo VIII, también bajo la dominación asiriobabilónica, proporcionó el conocimiento de los comienzos del saber matemático y astronómico que se había formado junto al Eúfrates y el Nilo. Pero mientras que este saber quedaba en Oriente reducido al servicio de fines exclusivamente prácticos, en cambio, para el espíritu griego los nuevos conocimientos logrados fueron punto de partida para una nueva concepción del mundo que arruinó la antigua mitología tradicional. (Goetz y otros: 1975: 81).

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Según la perspectiva occidental, los llamados Presocráticos, en el siglo VII a.C., fueron los

primeros seres humanos en despejar la bruma del mito e intentar explicar la realidad por

medio de la razón. Los Presocráticos, nombre que agrupa a varios pensadores, entre los que

podemos mencionar a Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito, Parménides,

Demócrito, entre otros, desarrollaron su hacer durante más de dos siglos, con el objetivo

común de buscar la esencia de la realidad, es decir aquello de lo cual todo había surgido y

por lo tanto todo estaba hecho. Por ese interés común de reflexionar acerca de la naturaleza

Aristóteles los llamó los “físicos”, en referencia a los que estudian la physis, es decir la

“naturaleza” (García Morente, 1973).

Ese primer acercamiento al saber, signado por la indagación acerca de la realidad, por la

naturaleza, fue practicado desde la perspectiva relacional. No existía saber aislado en la

Antigüedad, cada conocimiento entretejía vínculos estrechos con el todo. No gratuitamente

el sentido etimológico de la palabra griega “cosmos” se refería al “mundo”, al “orden” y a

la “belleza”, los tres al unísono, queriendo con ello enlazar las distintas manifestaciones de

la realidad. Igual puede decirse de la palabra “universo”, cuya etimología deriva de “uni”

(uno) y “verso” (convertir), “hacer uno”, transformando así la multiplicidad de la realidad

en una misma cosa.

La variedad del mundo, en el pensamiento griego, tenía como centro unificador al ser

humano. De él surgían y llegaban a la vez los hilos que zurcían el cosmos:

La ciencia griega muestra a través de su historia una característica peculiar que la diferencia del punto de vista científico moderno. La mayoría de las obras del científico griego se hicieron en relación con el hombre. La

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naturaleza le interesó principalmente en relación con su persona. El mundo científico y filosófico griego fue un mundo antropocéntrico. (Universidad de Oxford, 1947: 214-215)

Y el ser humano era centro del saber (“el hombre es la medida de todas las cosas”) por la

idea constante de verlo como resumen del universo, como modelo a escala de la totalidad,

como un “microcosmos”. Esta idea se sustentaba en la posibilidad de entender la parte

como una versión abreviada del todo, según los antiguos, porque contenía los mismos

elementos, la misma organización y las mismas proporciones, aunque no la misma

cuantificación. Esta idea la recobrará Mandelbrot, siglos después, con sus famosos

fractales, en los cuales se manifiesta la autosemejanza geométrica, “propiedad de que cada

parte es igual que el todo pero en más pequeño” (Haken, 1990: 181).

Sin embargo, la diferencia entre el todo y la parte del antiguo griego no era sólo una

cuestión de tamaños y de cantidades:

En realidad, los filósofos antiguos sostenían que el hombre era un ‘pequeño mundo’ porque entre sus partes y las partes del cosmos —la idea del cosmos que tenían entonces, se entiende—, encontraban muchas correspondencias. Y así, por medio de las analogías y saltando las precisiones, encontraban que el hombre microcosmos era el arquetipo de lo máximo reducido a lo mínimo y, por tanto, la criatura más perfecta. (Rico, 1986: 19).

Ese saber antiguo, entonces, estaba sustentado en una visión total. Todo lo humano y lo

divino era el ámbito de la filosofía, por lo que ser filósofo significaba dominar las artes de

la astronomía, física, química, biología, política, ética, estética, psicología, matemática,

medicina, derecho, música, gramática, geometría... Un filósofo era un aprendiz de brujo,

señor en todas las artes.

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Transcurrieron nueve o diez siglos para que en la Edad Media el estudio por lo divino se

convirtiera en ámbito reservado a la Iglesia. Así, la filosofía seguía siendo el estudio de

todo el universo basado en la razón, pero se excluyó a la Teología. Factores políticos,

económicos, sociales y religiosos hicieron de la Iglesia Católica, en la Edad Media, un

ámbito de poder inmenso que arropaba toda reflexión y creación:

El objeto esencial y el coronamiento de los estudios era la Teología. Las artes liberales –el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música)– legadas a las escuelas por los romanos, facilitaban a los aspirantes al sacerdocio y a la dirección de los asuntos eclesiásticos los conocimientos indispensables para su ministerio. El objeto de la gramática era el latín, lengua del clero, y la inteligencia de la Biblia y los Padres; la retórica y la dialéctica servían para la defensa de la fe y entrenaban para la evangelización y los sermones; la historia se hallaba comprendida en la retórica, y no era sino un instrumento de edificación. Cuando las letras profanas no estaban prohibidas –como ocurría generalmente– como fútiles o peligrosas, se hallaban subordinadas a la doctrina de la Iglesia. (Amado y Sartiaux, S/F: 25).

Por ello, se menciona en la historia medieval el enigma por descubrir el sexo de los ángeles

o el número de querubines que caben en la punta de un alfiler como algunos ejemplos que

representan la orientación teológica, la censura y la represión impuesta a la investigación de

la época. La filosofía en ese entonces era considerada como “ancilla teologiae”, es decir

como sirvienta de la teología. (Groethuysen, 1975).

Aún así, se conserva el paradigma de visión orgánica del mundo; la interdependencia de los

fenómenos materiales y espirituales seguían manteniéndose, aunque con nuevos

argumentos; por ejemplo, la conjunción de la Biblia y el pensamiento de Aristóteles, hecha

por Santo Tomás de Aquino.

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Sin embargo, esta visión orgánica y de múltiples lazos del mundo llega a su fin en el siglo

XVI. El conocimiento humano había alcanzado tan alto grado de desarrollo que ya era

imposible el que una sola persona contuviese todo el saber. ¿Cómo conocer de tantas cosas

si cada ámbito de conocimiento había acumulado tanta información y se hacía infinito? Fue

entonces cuando cada saber fue abandonando la totalidad de la filosofía e hizo tienda aparte

para desarrollar su conocimiento.

El saber desintegró entonces sus lazos con el cosmos y se convirtió en múltiples saberes

autónomos y aislados: nacieron así las ciencias. Y en ese surgir del nuevo paradigma

coadyuvaron René Descartes e Isaac Newton, quienes sentaron las bases metodológicas y

filosóficas de la llamada ciencia moderna. Newton, con su afán por traducir el universo en

una fórmula matemática, ideó una visión estática y mecanicista de la naturaleza capaz de

desmontarse en pequeñas partes, para aprehender así mejor sus secretos. La realidad ya no

es una extensión de nuestro interior humano, ahora es un objeto externo al cual hay que

someter para hacerla nuestra herramienta y aprovechar así sus cualidades.

Descartes, por su parte, con su Discurso del método (1637) logró romper los lazos

unificadores de mente y cuerpo (res cogitans y res extensa) estableciendo el fundamento de

la “objetividad”, según la cual la cosa observada puede ser descrita sin referencia alguna al

sujeto que observa; además, sugiere la fragmentación del todo en partes para comprender

mejor así la realidad. Si la realidad es una máquina, desarmarla sería la mejor manera de

entender su funcionamiento. Con esto se supera el viejo concepto aristotélico de que la

totalidad es mayor que la suma de las partes y se consolida la visión mecanicista que obvia

las relaciones, convirtiendo al mundo en un objeto plano y homogéneo que carece de

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matices. Un mundo manufacturado y envasado para que se ajuste a la lógica newtoniana-

cartesiana.

Este paradigma newtoniano-cartesiano, desde sus fundamentos analíticos y racionales,

excluye toda concepción subjetiva, artística y filosófica, cuyos argumentos no están

supeditados a los datos empíricos. Así, la fe en la razón y la ciencia desplazó al espíritu, al

amor, a la estética y a los valores, elementos imposibles de cuantificar y por lo tanto

“acientíficos”, desembocando todo en un mundo deshumanizado, de “hombres y

engranajes”, para decirlo con un título de un libro magistral de Ernesto Sábato que

denuncia en época temprana la crisis de la ciencia.

La visión especializada a la que nos obligó la ciencia y su afán por la profundización del

saber, sin tener la visión total de la filosofía, nos sumergió en un desarrollo aberrante,

desigual y deshumanizado, cuyo más claro ejemplo lo constituye la experimentación de la

ciencia atómica. Una ciencia atómica sin filosofía, sin la visión de la totalidad, no es más

que Hiroshima y Nagasaki. Este paradigma de la ciencia moderna, al decir de Morin:

Destruye los conjuntos y las totalidades, aísla todos sus objetos de sus ambientes. No puede concebir el lazo inseparable entre el observador y la cosa observada. Las realidades clave son desintegradas. Pasan entre los hiatos que separan a las disciplinas. (Morin, 2005: 30-31).

Mas, el pensamiento contemporáneo intenta un nuevo regreso hacia esa visión integral del

mundo con los llamados paradigmas complejos, inter y transdisciplinarios, basados en una

nueva, y como hemos visto a la vez ya antigua, manera de pensar la realidad. Paradigma del

pensamiento complejo se denomina ahora esta manera de ver el universo como un solo

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ente, cuyos fundamentos básicos pueden ser presentados en forma de oposiciones para una

mejor comprensión.

La primera antinomia constitutiva del pensamiento complejo radica en la díada Sujeto-

Objeto. Para la ciencia moderna, la objetividad en el proceso de investigación, surgida del

gran muro que se interpuso entre el sujeto que observa y la cosa observada, era la condición

inicial para que el saber alcanzase la categoría de ciencia. Para que una investigación sea

“científica” el investigador debe ser lo más “objetivo” posible, en el entendido de que no

deben interponerse sus opiniones ni sus ideologías. De esta manera, el científico es un robot

aséptico capaz de procesar información sin alterar sus resultados. Sin embargo, con los

aportes de la microfísica a principios del siglo XX, se llega a la conclusión de que los

elementos subatómicos no son indiferentes ante el sujeto que observa; más bien, sus

cualidades dependen del punto de vista e interés del observador. La realidad es entonces

relativa, dinámica e incierta. Ya la certeza de la ciencia clásica, la verdad que exigía

Descartes, es imposible.

El paradigma de la complejidad ha puesto además su acento en el dilema del lenguaje y sus

posibilidades de representación. Así, asistimos en el siglo XX, con Wittgenstein a la

cabeza, a la problemática Lenguaje-Realidad, cuyas polémicas abrevarán la mayor parte

del pensamiento postmoderno.

En la Antigüedad, logo y ergo, palabra y cosa, eran dos caras de una misma moneda. Era

impensable suponer que la palabra no tuviera una relación “necesaria” con la realidad que

señalaba, razón por la cual el lenguaje tenía la facultad de poderes sobrenaturales:

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Antes de ser signo de un pensamiento, la palabra fue instrumento de una voluntad. Era una fuerza independiente, alada, capaz de herir, de matar, de llevar la desolación a las ciudades, de agostar los campos, de mover hombres, cosas, fuerzas naturales, y hasta de gobernar a los dioses y a los muertos. Había palabras de inmenso poder ante cuyo imperio nada ni nadie podía sustraerse. Entre ellas, las de bendición y maldición. (Rosenblat, 1977: 19).

Era la época del “sentido mágico de la palabra”, durante la cual la representación era en

esencia la cosa representada. Así fue el mundo hasta que la escisión entre lenguaje y

realidad vino a dar nuevas reglas de juego. El lenguaje deja así de ser un medio, algo que

está entre el individuo y la realidad, y se convierte en un léxico capaz de crear tanto al

individuo como a la realidad. En esta orientación, el mundo no es un conjunto de cosas que

se presentan y luego son nombradas. Eso que llamamos nuestro mundo es ya una

interpretación cultural, y como tal poética y metafórica. El lenguaje es entonces constructor

de la realidad, el principio de verdad y la construcción y deconstrucción del sujeto. Aparece

de esa manera el concepto de “giro lingüístico”, expresión que posibilita la colocación del

acento por la pregunta del ser y del mundo en el lenguaje.

“Toda manifestación de la vida espiritual humana puede ser concebida como una especie de

lenguaje” (Benjamin, 1970: 139), diría un pensador alemán. En este sentido, el libro

Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein nos recuerda que el mundo no

está construido solamente de partículas atómicas sino de proposiciones, y que la suma de

nuestro lenguaje es el mundo. Si no hay lenguaje suficiente para una cosa, no existe

necesariamente en el mundo (Wittgenstein, 1973).

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Esta fractura entre realidad y lenguaje, como vimos, vino a acicatear nuestras mentes y a

cuestionarnos acerca de la posibilidad de que la tan mentada Verdad, custodiada tanto por

la fe como por la razón, no fuera sino un relato más de los tantos posibles. Si el mundo es

una quimera, y si el mismo lenguaje que lo nombra es, como diría Roland Barthes, “el

objeto de una visión, análoga a la de las esferas celestes en el Sueño de Escipión, o próxima

a las representaciones moleculares de que se sirven los químicos” (Barthes, 1967: 252),

caemos entonces en el horror del abismo. El lenguaje entonces es instrumento falible de la

ciencia, incapaz ahora de representar la realidad que deseamos explorar. Esta inefabilidad

del lenguaje ya la había expresado siglos antes San Juan de la Cruz, quien había acotado

este hecho en sus comentarios, a la manera del moderno Wittgenstein: “Lo que Dios

comunica al alma es indecible y no se puede decir nada” (1980: Comentarios al Cántico

Espiritual: 26, 4); como afirma en los comentarios a Llama de amor viva: “Diré algo, a

condición de que se tenga en cuenta que mi expresión no es la realidad y difiere de ella

como lo pintado de lo vivo” (1980: Prólogo); o como dijo en los comentarios a la misma

obra: “Esta gracia de la aspiración del Espíritu es inefable, y por consiguiente no digo ni

una palabra más” (1980: 4, 17).

Con el pensamiento complejo la realidad deja de ser lo que era antes; ya nuestras formas de

hacer y nuestras convicciones no sirven para entender la nueva realidad. Transitamos la

transformación que va del “ser microcosmos”, de la Antigüedad, al “ser fragmentado” de la

edad Moderna. Un nuevo ser nos exige la contemporaneidad. Para decirlo con Frijot Capra:

El universo ya no es una máquina compuesta de una cantidad de objetos separados, sino una unidad indivisible y armoniosa, una red de relaciones

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dinámicas de la cual el observador y su conciencia forman parte esencial. (Capra, 2008: 51).

Miguel Martínez dice al respecto:

El viejo paradigma newtoniano-cartesiano, y sobre todo la mentalidad positivista que generó, incurren en un grave error epistemológico al no valorar los nexos de interdependencia que tienen los elementos constituyentes de una entidad y los nexos de diferentes realidades. Precisamente esos nexos constituyen la base de lo que será el nuevo paradigma. (Martínez, 1997: 113).

Las ciencias sociales no han quedado indemnes ante este resquebrajamiento

epistemológico. Consideradas como las “cenicientas” del saber, las ciencias sociales han

forcejeado por muchos años para hacerse lugar en el conocimiento formal. Para ello, se han

empeñado en ponerse los ropajes de las “ciencias duras”, cuyas banderas de objetividad,

disyunción sujeto-objeto y especialización habían de definirla con la categoría de ciencia.

Pero para su desgracia, apenas lograban las ciencias sociales un lugar en el mundo

científico, este mundo entraba en crisis y lo que antes legitimaba el discurso científico

ahora era signo de desacierto.

Las ciencias naturales, las humanidades y las ciencias sociales se han inspirado en la ciencia clásica newtoniana. Ya los físicos han superado este modelo; ahora las demás ciencias tienen que profundizar las ideas en las que se sustentan. (Frijot Capra, 2008: 53).

Agrupado el saber en los ámbitos de las ciencias exactas, ciencias naturales y ciencias

sociales, las tres revelan una diferencia en el objeto de estudio y en sus métodos que hacen

fácilmente diferenciable la finalidad de cada uno de ellos. Las ciencias exactas basan su

hacer en la lógica y la matemática, es decir en métodos intangibles que no afincan su praxis

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en la realidad. Las ciencias naturales se dedican a desentrañar los misterios de la naturaleza;

y la ciencia social restringe su quehacer a lo creado por el ser humano (Cassirer, 1955).

La Historia es uno de los ámbitos particulares de las ciencias sociales que se ha mantenido

reacio a las discusiones acerca de los cambios producidos en la visión científica del siglo

XX. Ya el filósofo Ortega y Gasset, en 1928, alertaba acerca de la escisión entre discurso

científico y discurso histórico, resaltando la inexistencia en la Historia de los requisitos

mínimos para ser considerada como científica:

Yo creo firmemente que los historiadores no tienen perdón de Dios. Hasta los geólogos han conseguido interesarnos en el mineral; ellos, en cambio, habiendo entre sus manos el tema más jugoso que existe, han conseguido que en Europa se lea menos historia que nunca. (...) La Física es una concreción de la ‘Metafísica’. La Historia, en cambio, no es aún la concreción de una Metahistoria. Por eso no sabremos nunca de qué se nos habla en el libro histórico; está escrito en un lenguaje compuesto sólo de adjetivos y adverbios, con ausencia grave de los substantivos. Esta es la razón del enorme retraso que la Historia padece en su camino hacia una forma de ciencia auténtica. (Ortega y Gasset, 1962: 524-525).

Esta condición de la ciencia histórica a resistirse a la reflexión por sus fundamentos atizó la

polémica por la pertinencia o no de catalogar como “ciencia” al estudio del pasado. Los que

abogaban por la negación del calificativo científico basaban su argumento en la idea de que

los hechos del pasado son únicos e irrepetibles, por lo cual la investigación histórica

impediría formular teorías o leyes universales. Los que afirmaban que la historia es una

ciencia, defendían su posición señalando los métodos rigurosos, de análisis, que revisten de

cientificidad al discurso histórico. Quizás, dar una característica adecuada al concepto de

ciencia radica en las posibilidades de socialización y sistematización presentes en la

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disciplina. Un conocimiento alcanza el estatuto de “ciencia” cuando puede establecer un

sistema de reglas de ejecución, replicables, y adicionalmente ese sistema puede difundirse y

hacerse patrimonio común de la humanidad o de gran parte de ella. Así, sistematización y

socialización vendrían a ser los constituyentes de la ciencia, que para el caso de la historia

es evidente su cumplimiento: metodologías de análisis, enfoques replicables de

investigación y una amplia difusión de su ejecución entre los seres humanos.

Si la historia es una ciencia, como ya lo sabemos, ¿cuál sería entonces su objeto y sujeto de

investigación y las posibles relaciones entre ellos? En la ciencia histórica, el sujeto, el

historiador, intenta acercarse y reconstruir un hecho pasado, el objeto de estudio. Pero ese

“acercarse” al pasado no es una relación directa que surge de una sensación de la

experiencia; al contrario, siempre estará mediada por los documentos, entendiendo

“documento” en el sentido extenso del término que incluye no sólo lo textual, sino todo

aquel registro cultural que evidencia el paso del ser humano sobre el planeta. Si, al decir de

Bertrand Russell: “Nuestro conocimiento de hechos […] tiene dos fuentes, la sensación y la

memoria. De éstas, la sensación es la fundamental, puesto que sólo podemos recordar lo

que ha sido una experiencia sensible” (Russell, 1983: 428), pues en el caso de la ciencia

histórica esa sensación siempre será mediada por el documento. Esto hace pensar que el

fundamento de la ciencia histórica está en la inteligibilidad, en la decodificación e

interpretación de los documentos históricos. De ser así, la interpretación, la lectura, que es

múltiple y variable, propende entonces a la noción de una realidad histórica infinita. Pero

con estas “distintas versiones de la realidad”, parodiando el título de uno de los cuentos de

Jorge Luis Borges, surge la problemática de aprehender la realidad como un solo objeto de

estudio.

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Karl Popper disgrega la visión única de la realidad en lo que denominó “los tres mundos”:

“El mundo consta de tres sub-mundos ontológicamente distintos: el primero, es el mundo

físico o de los estados físicos; el segundo, es el mundo mental o de los estados mentales; el

tercero, es el de los inteligibles o de las ideas " (Popper, 1974: 148). A estos mundos los

llamará Mundo 1, Mundo 2 y Mundo 3, respectivamente. Con esta teoría, Popper expresa la

idea de tres niveles de realidad a los cuales el sujeto puede acercarse según sea su intención

cognoscitiva.

Siendo entonces la realidad no una sino múltiple, la objetividad/subjetividad en la tarea del

historiador proviene en una dupla inseparable por cuanto la objetividad del hecho histórico

es tamizada por la conciencia individual del historiador, por su subjetividad enmarcada en

un espacio-tiempo determinado (presente) que, en relación dialéctica, ofrece formas de

lectura del pasado y del presente simultáneamente. Por ello, E. H. Carr dirá enfático:

El historiador empieza por una selección provisional de los hechos y por una interpretación provisional a la luz de la cual se ha llevado dicha selección, sea ésta obra suya o de otros. Conforme va trabajando, tanto la interpretación como la selección y ordenación de los datos van sufriendo cambios sutiles y acaso parcialmente inconscientes, consecuencia de la acción recíproca entre ambas. Y esta misma acción recíproca entraña reciprocidad entre el pasado y el presente, porque el historiador es parte del presente, en tanto que sus hechos pertenecen al pasado. El historiador y los hechos de la historia se son mutuamente necesarios. Sin sus hechos, el historiador carece de raíces y es huero; y los hechos, sin el historiador, muertos y falsos de sentido. Mi primera contestación a la pregunta de qué es la Historia será pues la siguiente: un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado. (Carr, 2003: 105).

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La tarea de la investigación histórica consiste entonces en la búsqueda de una conciencia

plena y tridimensional de la realidad, búsqueda que servirá para encontrarnos a nosotros

mismos.

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CAPÍTULO II PARA UNA CARACTERIZACIÓN DE LA HISTORIA LITERARIA

La necesidad de revisar los fundamentos de la historia literaria parecería exigir una empresa desesperadamente vasta; la tarea resulta más inquietante aún, si sostenemos que

la historia literaria podría ser el paradigma de la historia en general, dado que el hombre, como la literatura, puede definirse como una entidad capaz

de poner en entredicho su propio modo de ser.

Paul de Man

Los cambios de los fundamentos epistemológicos, ocurridos a partir de la segunda mitad

del siglo XX, esbozados en el capítulo anterior, han obligado a repensar los modos de

realización de todo el conocimiento humano. Estos cambios, que son una constante en la

historia de la ciencia, han oscilado por más de 28 siglos, desde el surgimiento mismo de la

curiosidad y la investigación, en diversas concepciones que han servido de soporte al

discurso científico.

Una de estas concepciones, que sirve de alimento para extensas polémicas, ha girado en

torno a la idea de “conocimiento”. Desde los albores mismos de la filosofía y la ciencia, el

conocimiento se ha entendido como la representación mental surgida del contacto entre el

investigador y lo investigado, es un modelo que permite la comprensión entre el sujeto y el

objeto. Un individuo “conoce” algo cuando un modelo de lo conocido reside en su mente y

logra confrontarlo y tomarlo como representación de esa realidad; un conocimiento es “más

verdadero” mientras más se asemeje ese modelo a la realidad. Esta explicación resultaría

satisfactoria si obviáramos los evidentes hilos sueltos que quedan: ¿Es realmente necesaria

la experiencia para el conocer?, ¿Existe la objetividad en el conocimiento? ¿Puede

comunicarse lo conocido? De las posibles respuestas dadas a las preguntas anteriores,

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pueden esbozarse los enfoques epistemológicos que han dado sustento a la producción

científica universal en todos los tiempos: empirista-inductivo, racionalista-deductivo e

introspectivo-vivencial.

Para el enfoque empirista-inductivo, el conocimiento surge de la experiencia, del continuo

ensayo que producirá la repetición, que a su vez propenderá hacia la teoría. Según el

enfoque racionalista-deductivo la experiencia es sospechosa e inútil para la investigación,

por lo cual basta con el ejercicio lógico formal para alcanzar el conocimiento. El enfoque

introspectivo-vivencial hace suya la idea de que el sujeto y el objeto son uno y que el

conocimiento surge, por lo tanto, de una observación interior (Padrón, 2001).

En las ciencias sociales, en el caso específico de la Historia, los cambios en la idea de

“conocimiento” han hecho pasar igualmente de la investigación que observa a la sociedad y

su pasado como maqueta aséptica, cuyas relaciones entre los individuos pueden estudiarse

con fórmulas lógico-matemáticas, pasando por una historia intimista, biográfica, que

sustenta su realización en “historias de vida”, hasta llegar a la idea de una “historia total”,

que abarca interdisciplinariamente los distintos ámbitos del quehacer humano. Estos

vaivenes en la concepción de la ciencia histórica (racionalista, vivencial y empirista) han

fundamentado sus variaciones en los problemas subyacentes a la idea de sujeto, objeto y

realidad, en los cuales nos detendremos un poco y constituirá nuestro basamento para

intentar una clasificación de las múltiples manifestaciones de la historia literaria. Así,

podemos disertar acerca de una historia literaria racionalista, una historia literaria empirista

y una historia literaria vivencial.

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Pudiéramos reflexionar acerca del modelo de una historia literaria racionalista, cuyas

características primordiales radican en observar el objeto de estudio, en este caso a la

literatura, como un hecho universal, como una pieza del lego de los valores y esencias

autárquicas que no dependen de contextos, lenguas ni autores. La literatura, cual espíritu

absoluto hegeliano, es un ente ajeno a las voluntades humanas. Este modelo de historia

literaria surge de los postulados filosóficos hegelianos y de las doctrinas de progreso y

desarrollo del liberalismo y se manifiesta, particularmente, con el auxilio de la estilística y

el biografismo. Para ésta, el conocimiento del pasado literario es posible en la medida que

se dé único valor a las relaciones presentes entre la obra y el autor, excluyendo al contexto

y al lector de cualquier posibilidad de significado. Las primeras historias racionalistas de la

literatura aparecen en Francia a finales del siglo XIX. Herederas quizás de las poéticas del

siglo XVIII que asediaban a las obras desde sus estilos y formas, las historias racionalistas

de la literatura impulsaban la idea de la literatura como ajena a la sociedad, sin relación con

los cambios políticos, económicos y sociales. Ferdinand Brunetière (1849-1906), crítico e

historiador francés, será el primero en formular esa idea:

Brunetière ya no necesita que la historia literaria documentase el proceso de una conciencia nacional, porque para su método evolutivo las producciones literarias no debían describirse en su relación con los procesos políticos, culturales o sociales. Sólo la causalidad interna, ‘las influencias de las obras sobre las obras’ es lo que había de preocupar al historiador de la literatura. (González Stephan, 1985: 26).

Una variante de la historia racional de la literatura se manifiesta cuando se acentúa el

elemento “autor” del proceso literario. En este caso, a diferencia del de Brunetière que daba

primacía a la obra, surge la propuesta del biografismo y de la posibilidad de entender el

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hecho literario por medio de las peculiaridades de la vida del autor. Charles Sainte-Beuve

(1804-1869) es el iniciador de esta línea historiográfica:

El principio de Sainte-Beuve es la observación, no únicamente de la obra literaria, sino de la persona del autor, y ya sabemos hasta qué punto se preocupaba de la vida del personaje, de las aventuras que habían podido sucederle, de su salud, de sus aptitudes físicas, incluso de su vida corporal. Tengamos en cuenta que había hecho la carrera de medicina y que las experiencias de histología en el hospital le sirvieron de mucho. Que Sainte-Beuve haya llegado de este modo a explicar las obras a través de la vida física del autor, ya es otra cuestión; pero esa es su tendencia. (Lefebvre, 1974: 243).

La obra literaria, para la historiografía racionalista, debe encajar en los límites del discurso

occidental y liberal. Así, por ejemplo, para esta historiografía el modelo colonial

hispanoamericano fue época de vergüenza, signo de atraso y coerción, que hacía

indispensable borrarlo de todo registro histórico. Al liquidar todo pasado colonial de la

historia, con él se arrastraba la manifestación indígena y popular. El paradigma de

desarrollo europeo hacía valorar lo escrito, encauzado en los límites de los cánones de la

tradición literaria occidental. Los elementos de la cultura popular rural, indígena y

afroamericana no tienen cabida en este discurso historiográfico. (Ver González Stephan,

1993: 373-374).

En lo atinente a un modelo de historia literaria empirista, ésta intenta comprender a la

literatura como un producto cultural, identificada plenamente con su contexto, al cual le

debe su definición y peculiaridad mismas. El alemán Johann Herder (1744-1803) será uno

de los precursores de este modelo historiográfico, al señalar que cada literatura está

arraigada en sus concretas circunstancias espacio-temporales y sólo se comprende desde

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ellas. Herder será el creador de la expresión volksgeist, “espíritu del pueblo”, en la cual se

manifiesta una idea de que la humanidad no es única, sino que cada pueblo expresa su

cultura con sus niveles de desarrollo y particularidades propias, y estos a su vez constituyen

una expresión de la totalidad del ser humano. Así, la literatura no es un complejo

autónomo, supranatural, sino que es hija de su contexto y cada cultura debe ser única a los

ojos del historiador:

Herder fue (...) el primer profeta que vio con total claridad en la cuestión del valor autónomo e irreductible de cada cultura y quien elevó esta autoconciencia cultural a la condición de un principio general. Sostenía que los valores no eran universales; que toda sociedad humana, todo pueblo, toda época o civilización, posee sus normas e ideales únicos, un modo de vivir y de actuar y de pensar propios. (...) La visión de la historia humana como un proceso universal único por abrirse paso hacia las luces, etapa inevitablemente superior a las anteriores, es una gigantesca falsedad. Juzgar a una cultura por las normas de otra indica un fallo de la imaginación y del entendimiento. Se trata de una doctrina nueva: Herder identificaba las diferencias y la idea misma de desarrollo histórico de modo muy distinto al de Voltaire. Ningún pueblo o cultura es superior a otro; solo son diferentes, y como son diferentes, tienen objetivos diferentes. (Benavides Lucas, 1994: 271).

Madame de Staël (1766-1817) abonará también esta idea con la publicación de Acerca de

la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales (1800), en la cual

se anticipa una especie de “sociología de la literatura”, camino que expandirá la vía hacia la

interpretación materialista y social de la historia literaria. Hippolyte Taine (1823-1893) será

quien inaugure esta corriente al hablar de una influencia del entorno social sobre la obra

literaria, donde el relativismo y la percepción multicultural son privilegiadas por sobre toda

suposición inmanente y trascendentalista de la obra literaria, entendiéndola más como un

producto cultural que pertenece a un contexto social y temporal determinados. Influenciado

por el Positivismo, Taine hablará de tres factores que condicionan a la obra de arte: la

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“raza”, entendida como un conjunto de disposiciones innatas y hereditarias que caracterizan

a una sociedad; el “medio”, que para Taine constituía las condiciones climáticas, las

circunstancias políticas y todo tipo de condicionamiento social, incluyendo la religión; y el

“momento”, que se instala en la dinámica de la tradición.

La tríada raza-medio-momento explica, según Taine, los cambios de las grandes corrientes históricas y la idiosincrasia de las distintas literaturas. En realidad todo se reduce a un problema de mecánica: el efecto resultante es un compuesto determinado totalmente por la magnitud y dirección de las fuerzas que lo producen. En cada época concreta, estas tres fuerzas entran en funcionamiento: el genio de la raza se combina con las circunstancias ambientales (el medio) y las circunstancias históricas –que engloban el impulso de la propia tradición- (el momento) y surge una determinada dirección estética, un nuevo ideal. (Viñas Piquer, 2002: 335).

Vista así, la literatura es entonces configurada por las concepciones, ideologías, intereses y

afanes de las comunidades y no como categoría restringida por academias o cánones. Este

modelo historiográfico destaca las relaciones entre la obra y el contexto y minimiza las

posibilidades del autor o lector, considerándolos más como datos que pueden argüir a favor

de ciertas hipótesis sociológicas.

La visión integradora del modelo historiográfico empirista, cuya tradición se mantiene con

los principios de la historia cultural de Peter Burke (2006), Roger Chartier (2007) y otros,

postula que todos somos parte de la cultura, fragmentando y colapsando la concepción

clásica de literatura así como la de bellas artes. En el corpus literario de la historiografía

empirista comienzan a incluirse los legados poéticos indígenas, las tradiciones populares,

los refranes, los chistes, las novelas rosa y las de vaqueros, entre otras manifestaciones

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culturales. La condición de texto escrito como fundamento de la literatura desaparece y da

paso a nuevas categorías fundadas en la función estética de la obra.

Hablar de un modelo de historia literaria vivencial implica partir de conceptos como

“sentimiento” en vez de “comprensión”; es ver a la literatura como una actividad que

permite conocernos, pero que para acceder a ese “conocimiento” se requiere de la

participación en la literatura como un lector apasionado o como un escritor más. Se

exacerba las relaciones entre la obra y el lector en el proceso de valoración y ocupa, por lo

tanto, la posición del elemento predominante en la configuración de lo literario. Una

historia literaria vivencial es una historia del lector individual, con sus gustos e intuiciones

como parámetros para el historiar. El modelo de historia literaria vivencial puede contener

la contradicción de exigir la valoración del gusto individual y por esa vía llegar a la

imposibilidad de una historia de la literatura.

Algunos teóricos como Paul de Man (1919-1983), siguiendo esta idea, han expresado que

el hecho literario real es inasible y multiforme. Lo que vemos en las historias literarias son

elementos externos que rodean lo literario y terminan por convertirse en un recorrido

temporal de un simulacro:

Interesa más preguntar aquí si es posible concebir la historia de una entidad tan autocontradictoria como la literatura. En el estado actual en que se encuentran los estudios literarios, esa posibilidad está muy lejos de haber quedado claramente establecida. Por lo general se acepta que una historia positivista de la literatura, que trate la literatura como si fuera un acopio de datos empíricos, sólo puede ser la historia de lo que no es la literatura. En el mejor de los casos, sería una clasificación preliminar que abre el camino al estudio literario concreto, y en el peor, un obstáculo en el camino hacia el entendimiento literario. (De Man, 1991: 181).

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Casi como en forma de reacción ante la pretensión cientificista del Positivismo, surgen el

Vitalismo y el Irracionalismo, postulando la intuición, la sensoriedad y el abandono de los

sistemas lógicos como las herramientas para entender la obra literaria. Beatriz González

Stephan caracterizará este modelo de la siguiente forma:

En primer término, se trata de una reacción idealista, que postula como único objeto el mundo de las ideas, borrando las diferencias entre el sujeto y objeto y neutralizando la posibilidad de un conocimiento objetivo. En segundo lugar, se trata de una concepción antideterminista donde no hay leyes en la historia, porque toda obra literaria es radicalmente única y singular, y responde exclusivamente a la casualidad. (González Stephan, 1985: 27).

El francés Jules Lemaître (1853-1914) será el iniciador, en el ámbito de la historia literaria,

de esta perspectiva vivencial. Para él, la labor del historiador de la literatura consiste en

reflejar las sensaciones impresas por las obras en el ánimo del lector; por ello se habla

también en este caso de una historia literaria “impresionista”. La obra literaria no se conoce

por métodos lógicos y racionales, sino que es captada por su vivencia, a través de métodos

subjetivos e imaginativos.

Con la historia vivencial de la literatura todo esfuerzo sistematizador y de organización

cronológica es desechado, por lo cual, mina la existencia misma de los estudios literarios:

Al avalarse la originalidad y la unicidad del texto, comienza a prevalecer el enfoque monístico y parcial en los estudios literarios, socavando, primero, las bases de un conocimiento riguroso de la disciplina; segundo, la visión de conjunto, y tercero, la posibilidad del estudio del proceso histórico de una literatura. (González Stephan, 1985: 27).

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Haciendo un resumen de los tres modelos historiográficos propuestos, observamos sus

características principales, los historiadores que iniciaron esa forma de historiar la literatura

y algunos ejemplos de historias literarias hispanoamericanas escritas bajo esas perspectivas:

Modelo historiográfico Características Iniciadores Ejemplos Racionalista Visión autárquica de la

literatura. Se explica la obra a sí misma o en función de la biografía del autor. Se vigila el cumplimiento cabal del canon de las “bellas artes”.

Ferdinand Brunetière (1849-1906) Charles Sainte-Beuve (1804-1869)

-Enrique Anderson Imbert. Historia de la literatura hispanoamericana, 1954. -Agustín del Saz. Literatura iberoamericana, 1978.

Empirista Se buscan las relaciones entre la obra y el contexto. Se da primacía al relativismo cultural. Se amplía el criterio de lo “literario” y se incluyen las manifestaciones artísticas de otras comunidades.

Hippolyte Taine (1823-1893)

-Luis Alberto Sánchez. Historia de la literatura americana (desde sus orígenes hasta nuestros días), 1937. -Pedro Henríquez Ureña. Las corrientes literarias en la América hispánica, 1949.

Vivencial Se desprecia todo criterio racional que catalogue y valore a la literatura. Por ser la obra literaria un producto de la subjetividad, sólo ésta puede y debe “mostrar” las impresiones dejadas en el lector.

Jules Lemaître (1853-1914)

-Andrés González Blanco. Los contemporáneos. Estudios para una historia de la literatura hispanoamericana a principios del siglo XX, 1907. -Enrique Díaz-Canedo. Letras de América. Estudios sobre las literaturas continentales, 1944.

Estos tres enfoques epistemológicos de la historia literaria, el racionalista, el empirista y el

vivencial, condensan todas las posibilidades de configurar los discursos acerca del pasado

literario. Estos discursos, aunque irreconciliables en sus fundamentos, son necesarios para

entender el universo cultural desde todos sus ángulos.

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Entendidos estos modelos historiográficos como perspectivas para aprehender el hecho

literario, pudiéramos utilizar el clásico esquema de la comunicación, que representa el

proceso de producción y circulación de las obras literarias, para ubicarlos y representar así

los elementos que destaca cada perspectiva historiográfica:

En el siglo XX, motivado quizás por la incertidumbre antihistoricista generada por la

perspectiva vivencial, la crítica hacia la práctica historiográfica fue inclemente.

Independientemente de la orientación epistemológica del modelo, la historia literaria fue

víctima de las acusaciones venidas desde diversas voces que denunciaban la decadencia del

discurso historiográfico, revelando el anacronismo de los métodos y de sus fines.

Contexto

Autor Lector Obra

Historia Literaria Empirista

Historia Literaria

Racionalista

Historia Literaria Vivencial

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El primero en soltar sus dardos en contra de la ciencia de la historiografía literaria fue el

alemán Hans Robert Jauss, quien publicó en 1967, y en su lengua vernácula, el trabajo “La

historia literaria como desafío a la ciencia literaria”, reeditado luego en 1971 con el título

“La literatura como provocación”. En ese texto clásico de la reflexión historiográfica, Jauss

comienza diciendo:

La historia de la literatura, en nuestra época, ha caído cada vez más en descrédito, pero ello no ha ocurrido en modo alguno sin su culpa. La historia de esta digna disciplina describe inconfundiblemente en los últimos ciento cincuenta años la trayectoria de una constante decadencia. Sus máximas realizaciones pertenecen en conjunto al siglo XIX. En la época de Gervinus y Scherer, De Sanctis y Lanzón, escribir la historia de una literatura nacional se consideraba la obra culminante de la vida del filólogo. Los patriarcas de la disciplina veían el fin supremo de ésta en presentar, en la historia de las obras literarias, la idea de la individualidad nacional en su camino hacia sí misma. En la actualidad, este encumbrado camino es ya un recuerdo lejano. La forma superada de la historia de la literatura viene arrastrando una existencia sumamente precaria en la vida intelectual de nuestros días. Se ha conservado en una exigencia para examen del Estado condenada a la supresión. Como asignatura obligatoria ha sido casi suprimida de la enseñanza secundaria en Alemania. Fuera de esto, las historias de la literatura pueden encontrarse aún en todo caso en las bibliotecas de la burguesía culta, que, a falta de un diccionario más adecuado, las consulta para resolver ciertas cuestiones literarias. (Jauss, 2000: 137).

Los desaciertos y las insatisfacciones dejadas por la tradición de las historias literarias, la

cual no lograba asir las nuevas realidades, sedimentaron y condensaron sus críticas en la

segunda mitad del siglo XX. René Wellek, en una frase cargada de ironía y pesimismo,

dirá: “Hace unos treinta años escribí un libro, The Rise of English Literary History. Hoy se

podría escribir un libro sobre su decadencia y ocaso” (Wellek, 1983: 245).

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Por su parte, las críticas acerca de los fundamentos y prácticas de las historias literarias

latinoamericanas no se hicieron esperar, y ya en la temprana fecha de 1925 Pedro

Henríquez Ureña denuncia la inexistencia de una historia de la literatura hispanoamericana

hecha por hispanoamericanos y propone para su elaboración algunas sugerencias:

Todos los que en América sentimos el interés de la historia literaria hemos pensado en escribir la nuestra. Y no es pereza lo que nos detiene: es, en unos casos, la falta de ocio, de vagar suficiente (la vida nos exige, ¡con imperio!, otras labores); en otros casos, la falta del dato y del documento: conocemos la dificultad, poco menos que insuperable, de reunir todos los materiales. Pero como el proyecto no nos abandona, y no faltará quién se decida a darle realidad, conviene apuntar observaciones que aclaren el camino. (Henríquez Ureña, 1986: 140).

Entre esas “observaciones que aclaren el camino” está la necesidad de no convertir la

historia literaria en una lista interminable de nombres. La historia literaria, según Henríquez

Ureña, debe establecer previamente una “tabla de valores” que pode el frondoso panorama

literario y se aboque a unos pocos autores centrales e indispensables: “Noble deseo, pero

grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los héroes

(...). La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos

cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó”. (Henríquez

Ureña, 1986: 141). Además, una crítica acerca de los nacionalismos y las exclusiones en el

desarrollo de la historiografía literaria hace de las opiniones de Pedro Henríquez Ureña un

llamado temprano, casi premonitorio, hacia lo que medio siglo después el crítico uruguayo

Ángel Rama explayará ya no como profecía, sino como denuncia de nuestro presente:

La más visible consecuencia de estas operaciones es habernos dotado de una historia literaria lineal, progresiva y sin espesor. Ella se estructura como un continuo lineal porque las rupturas han sido disimuladas y

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racionalizadas por los causalismos literarios (derivaciones, fuentes, influencias); ese continuo circular por un cauce único y rígido, representado por la concepción clasista de la escritura culta a la que se dota de una progresividad de tipo evolutivo que en los hechos no es sino la consecuencia de haber sumado las sucesivas y obligadas aperturas de los criterios valorativos (hijos de los cambios sociales) como etapas de un proyecto cultural, trasponiendo por lo tanto a América las filosofías de la historia que desde Hegel a Comte desarrolló el pensamiento europeo. Además es visible en ellas un intento de crear estructuras paralelas a las que organizan las literaturas europeas: para eso se apoyan en la objetiva comprobación de las influencias externas, las que remachan por el trasiego de idénticas denominaciones y de esas articulaciones similares que conforman una línea evolutiva, se la reconozca o no como inmanente: neoclasicismo, romanticismo, realismo, simbolismo. (Rama, 1974: 82).

Ángel Rama no obvia la necesidad de una teoría vernácula, en el mismo sentido explicado

por Pedro Henríquez Ureña, que logre aprehender nuestra realidad cultural:

Es obvio el origen europeo de este repertorio metodológico y evidente su trasvasamiento –a veces notoriamente mecánico- que, sin embargo, en su momento configuró un real progreso de la crítica literaria, aunque distorsionó la aprehensión de la cultura literaria del continente. Es obvio también que mientras no podamos desprender de la cultura y la realidad hispanoamericana instrumentos adecuados de análisis y valoración, deberemos seguir manejando metodologías extranjeras que han alcanzado un grado de elaboración mayor que las nuestras (...). Más que un mero rechazo de sus aportaciones, nuestro problema operativo radica en plantearnos como punto de mira el desarrollo de métodos adecuados a nuestra materia literaria utilizando las proposiciones extranjeras como lúcida conciencia de su operatividad a prueba, a saber, como instrumentos que se deben corroborar sólo en la medida en que nos acerquen a una comprensión más amplia y verdadera de las letras hispanoamericanas. (Rama, 1974: 83-84).

Entender que la historia literaria no es una, sino que la variedad de sus presupuestos

epistemológicos encauzan las concepciones de periodización, literatura y nación, nos

muestra una tríada de posibilidades en la elaboración de los discursos historiográficos.

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CAPÍTULO III HISTORIA DE LAS HISTORIAS LITERARIAS EN VENEZUELA

Para hacer historia se necesita rigurosamente tener conciencia del estado en que se halla la ciencia histórica.

José Antonio Maravall

De los tres ámbitos que conforman los estudios literarios, la teoría, la historia y la crítica,

los dos primeros han tenido escaso o nulo desarrollo en nuestro país. El valorar las obras

literarias ha sido práctica común, tal como lo demuestra el trabajo Bibliografía de la crítica

literaria venezolana 1847-1977, realizado por Roberto Lovera De Sola (1982), en el cual se

registran 1.749 textos de crítica literaria en un lapso de 130 años, ello sin contar los

aparecidos en prensa y revistas, con lo cual este número seguramente se triplicaría. Sin

embargo, la reflexión sobre los fundamentos de lo literario y la meditación sobre sus

periodizaciones no ha encontrado en estas tierras sustento que la convierta en tradición.

Evidencia de este desdén hacia lo teórico es el hecho de que bastan y sobran los dedos de

una mano para contar los que han intentado desde Venezuela una teorización de la

literatura: Beatriz González Stephan, Milagros Mata Gil y Víctor Bravo. No más.

El ejercicio historiográfico en Venezuela no ha corrido mejor suerte. Esta afirmación ha

sido planteada también por Rafael Arráiz Lucca, quien en un libro de reciente publicación

sentencia: “Las aproximaciones a la literatura venezolana con un propósito totalizante no

abundan. (...) Escasean, pues, los que de un solo envión examinan el devenir histórico de

nuestras letras” (Arráiz Lucca, 2009: 13). Desde 1906, año en el cual se inicia la

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historiografía literaria en Venezuela, hasta el presente, se han elaborado sólo seis trabajos

que intentan organizar el corpus de la literatura de este país.

Año Autor Título

1906 Gonzalo Picón Febres La literatura venezolana en el siglo diez y nueve

1940 Mariano Picón Salas Formación y proceso de la literatura venezolana

1948 José Barrios Mora Compendio histórico de la literatura venezolana

1952 Pedro Díaz Seijas Historia y antología de la literatura venezolana

1969 José Ramón Medina Cincuenta años de literatura venezolana

1973 Juan Liscano Panorama de la literatura venezolana actual

Se han excluido de esta lista a José León Escalante, Ideas sobre el movimiento literario

actual en Venezuela, de 1936; Manuel García Hernández, con su Literatura venezolana

contemporánea, de 1945; Arturo Úslar Pietri, Letras y hombres de Venezuela, de 1948;

Mario Torrealba Lossi, Literatura venezolana, de 1954 y a Pedro Pablo Barnola, con

Altorrelieve de la literatura venezolana, de 1970, por cuanto estas obras no constituyen

historias orgánicas completas. Aunque en algunas antologías se mencionan a estas obras

como “historias de la literatura venezolana”, en realidad son compilaciones de artículos

publicados previamente en la prensa, dedicados a un trabajo exegético de autores y obras

aislados y sin interés de búsqueda de orígenes y causas. El mismo Arturo Úslar Pietri, en la

obra antes citada, dirá enfáticamente de su libro, afirmación que puede ser aplicada al resto

de las obras mencionadas:

Están por eso lejos de ser una historia de la literatura venezolana. Para serlo les faltarían muchas cosas. Entre las más inexcusables: un recuento

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de la extensa y valiosa obra de los historiadores y ensayistas y un panorama de la poesía, sobre todo la de los últimos años, tan decidora y alta. A lo que más se acercan estas páginas es al esbozo de una cronología del espíritu venezolano, acompañada de una corta galería de siluetas de los hombres en quienes encarna con torturada vocación. (Úslar, 1995: 15).

Cada una de las historias de la literatura venezolana responde a un fundamento

epistemológico particular, configurando su propia concepción de lo histórico y lo literario.

1.- La literatura venezolana en el siglo diez y nueve

Con este libro de 1906 escrito por el merideño Gonzalo Picón Febres (1860-1918) se inicia

la práctica de la historiografía en Venezuela. Comparado con el registro de historias

literarias de otros países latinoamericanos, la inauguración de la historiografía literaria en

Venezuela es tardía. Esto se explica, en parte, por haber sido Venezuela escenario de

continuas guerras que hacían más lenta la estabilización política del Estado y por lo tanto

imposible el ejercicio sosegado del recuento del pasado. Antes de él, sin embargo, se hallan

variadas muestras de una conciencia por el registro histórico, razón por la cual hace afirmar

a la investigadora Mirla Alcibíades:

Sobre la historia literaria, el panorama aparece más desolado en punto a atención recibida en fechas posteriores. Todavía hay quien sostenga que la Biblioteca de autores venezolanos (1875) de José María Rojas, debe ser visto como el primer intento por organizar el corpus de nuestras letras nacionales. Desplazando la fecha algunas décadas después, no falta quien vea en La literatura venezolana en el siglo XIX (1906) de Gonzalo Picón Febres la primera historia literaria producida en nuestro país. En mi opinión, la cuestión referida a la historiografía literaria venezolana debe correrse algunos años antes de los señalados. Veíamos páginas atrás la oferta del editor e impresor Valentín Espinal cuando, desde Correo de

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Caracas en 1839, se comprometía con una ‘Colección de artículos originales venezolanos, inéditos y publicados’. Creo que es la intención historiográfica la que subyace en ese impreso (y en los que, con el mismo propósito de coleccionista, le sucedieron en el tiempo). Digo esto porque la importante existencia de un importante número de impresos reunidos bajo la denominación de Flores, Aguinaldos, Biblioteca o Álbum, es la muestra de que la idea de reunir, de juntar, producciones literarias como cuadros de costumbres, relatos y poemas, bajo un título que daba cuenta del carácter miscelánico con el que se presentaba a sus lectores, dejan ver los afanes de evitar que esos materiales se perdieran en el fárrago cotidiano de la prensa periódica. (Alcibíades, 2007: XXV).

Discrepamos de esta afirmación. Si confundimos el ejercicio historiográfico con la mera

relación de autores y obras, o con la simple faena de la antologización, pudiéramos llegar

entonces a la afirmación de que la práctica historiográfica de la literatura venezolana se

remonta a la época de la Conquista y la Colonia con los textos de Juan de Castellanos y

José de Oviedo y Baños. Sin embargo, estas prácticas no pueden ser consideradas como

textos historiográficos propiamente dichos. Son en realidad crónicas, inventarios, listas de

títulos y autores ordenados cronológicamente. La Historia no debe ser confundida con la

Crónica. Ésta no es más que una relación de hechos; aquella, una reflexión acerca de causas

y consecuencias.

Por estas razones insistimos en reafirmar a La literatura venezolana en el siglo diez y nueve

(1906) de Gonzalo Picón Febres como el texto que inaugura la historiografía literaria en

Venezuela. Este libro es el primero que de manera orgánica y total da un orden y lógica al

corpus literario y consolida y resume todo el proceso anterior de intentos de consolidación

de corpus de literatura nacional llevados adelante por la necesidad de una idea de Estado-

Nación. Infinidad de folletos y artículos de prensa, entre los cuales pudiéramos mencionar

a: “Literatura patria”, de José Pérez (1864), “Literatura patria” de Juan Piñango Ordóñez

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(1875), “Perfiles venezolanos” de Felipe Tejera (1881), “Literatura venezolana” de José

Güell y Mercader, Hortensio, (1883), “Reseña histórica de la literatura venezolana” de Julio

Calcaño (1888), “Notas sobre la evolución literaria en Venezuela” de Pedro Emilio Coll

(1904), “La literatura venezolana” de José Gil Fortoul (1904), entre muchos otros,

dispersos y perdidos por la prensa venezolana de la época, evidencian un proyecto de las

clases dirigentes por dar basamento cultural al proyecto liberal de construcción del

imaginario nacional y que coincide con el período que transcurre entre los gobiernos de

Guzmán Blanco a Juan Vicente Gómez, o también llamado de consolidación del estado

nacional moderno. Todas estas prácticas previas de la historiografía de la literatura

venezolana en el siglo XIX tienen el común denominador, al decir de Beatriz González

Stephan (1993), de haber sido elaboradas por las élites ilustradas, cuya posición, aunque

oscilaba entre lo liberal y lo conservador, los unía:

su deuda en mayor o menor grado con la empresa colonizadora de la cristiana Europa, la necesidad de legitimar el legado hispánico, el ajustarse a las nuevas reglas que imponía la ley del progreso, civilizar (es decir, europeizar) lo más pronto posible a la bárbara América Latina, construir países en cuyas fachadas se pudiese reconocer las capitales de la Europa moderna. (pág. 368).

Al acercarnos a las páginas de La literatura venezolana en el siglo diez y nueve, nos

topamos con dos impresiones que nos sobrecogen. La primera se nos devela por medio de

la palabra "verdadera", palabra con la cual se inicia el estudio. Bien es sabido ya por

nosotros que "la verdad" es "una verdad", limitada por los prejuicios, la experiencia, la

formación, la concepción de mundo que posea cada individuo. Habría que tener en cuenta

la noción de verdad en Gonzalo Picón Febres, para poder justipreciar las opiniones del

merideño. Como típico hombre del siglo XIX, en los juicios de Gonzalo Picón Febres

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dominan las reglas del arte clásico. El orden clásico es la marca que guía su juicio,

exigiendo mesura, medida, ética y asuntos elevados:

Las obras literarias que perduran son las que reflejan de un modo verdadero la realidad de la vida, la realidad del corazón humano, la realidad de la naturaleza y los ensueños de la fantasía; son aquellas en que la expresión es consustancial con lo que expresa, o lo que es lo mismo, que esté en armonía, que tenga semejanza, que se manifieste en completa identidad con las ideas, sentimientos, espectáculos, escenas o emociones que describe. Entre lo que se expresa y la manera de expresarlo debe ser la relación tan íntima y tener tal claridad y analogía, que la percepción sea fácil e instantánea por parte de la inteligencia. El fundamento del arte está en el orden, que no es sino el concierto entre la idea principal y las que le sirven de accesorias, entre los detalles y el conjunto, entre lo que es no sólo por su virtualidad, sino también por la forma en que se vierte para que sea perceptible. (Picón Febres, 1947: 243).

Hacer poesía es crear hermosura peregrina, y para crearla se necesita que el asunto sea elevado (objetivo o subjetivo); que se mantenga en los dominios de la estética, digno de los esplendores de la imaginación, del entusiasmo del espíritu, de la admiración del hombre y de las filigranas del arte. Ocuparse en verso hiriente de las pasiones bajas, de las miserias apestosas, de las trivialidades y sandeces de la vida, es prostituir el divino lenguaje de las Musas. (Picón Febres, 1947: 239).

Esta toma de posición y defensa de creencias le valió a Gonzalo Picón Febres innumerables

críticas. Pero su sinceridad con respecto a la incomprensión hacia las nuevas o ajenas

manifestaciones del arte, que no pertenecían a su código estético, le salvó:

No intento en modo alguno imponer a nadie mis muy humildes opiniones. Lo que ingenuamente digo en el decurso de estas páginas, es lo que pienso, lo que creo, lo que en mi entendimiento existe como una convicción bien meditada. (Picón Febres, 1947: "Introducción"). Yo ignoro, por supuesto, si estas afirmaciones mías resultarán desencajadas y anacrónicas en los actuales tiempos, si la razón no me asiste con sus luces, si me equivoco por completo, o si mi espíritu no está condicionado eficazmente para alcanzar las grandezas y sublimidades de algunos poetas hispano-americanos a quienes hoy se considera como

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altísimos; pero declaro a la faz de todo el mundo literario, sin miedo a las tremendas fulminaciones de la crítica, sin escrúpulos de ningún linaje y con la mayor sinceridad, que si yo entiendo y admiro, verbi gracia, a Rubén Darío en los Abrojos y en las Prosas profanas, no lo entiendo en los Cantos de vida y esperanza. (Picón Febres, 1947: 243).

Julio Planchart caracterizó bien esta incomprensión por parte de Picón Febres, al

catalogarla de “misoneísta”:

El misoneísmo es achaque natural del hombre maduro y del anciano. Estos, por lo general, pierden la facultad de variar de convicciones, sobre todo las adquiridas en la juventud, y amadas entonces apasionadamente porque constituían elementos esenciales a la formación de la personalidad, y luego, porque viene a ser para aquéllos algo así como bienes intelectuales insustituibles, y el recto sentido de ver las cosas. Una novedad cualquiera es factor de inquietud e irritación. La sensibilidad inhábil ya para responder a las excitaciones de lo nuevo, provoca indiferencia que se expresa con un no entiendo, al cual el orgullo transforma en frase irónica equivalente a decir: tales novedades son malas y contrarias a una sana y verdadera comprensión. Picón Febres tenía en mucho sus convicciones, era un hombre ya formado y por lo tanto misoneísta. (Planchart, 1948: 407-408).

La segunda impresión que nos aguarda desde las primeras páginas del texto de Picón

Febres es la presencia de una heterogeneidad de temas que abarca la política, la educación,

el periodismo, los liceos, academias y ateneos, Guzmán Blanco, Adolfo Ernst, entre otras

consideraciones de aparente extraliterariedad. Falta de plan razonable (Semprum, 1990:

193) le achacará Jesús Semprum al libro y Julio Planchart, en el mismo tono y con ansias

de jugador de rompecabezas, dirá que la obra:

parece como si ella hubiese sido compuesta con disertaciones relativas a diversos temas relacionados con la literatura venezolana del siglo XIX sin la visión del conjunto y se hubiesen colocado unas detrás de otras sin mayor orden. Así el capítulo tercero hubiera sido quizás el primero si en él hubiese habido concepto de cronología (...) En cambio en el primero trata

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de nuestra historia política, o mejor, de la falta de imparcialidad de los autores que la han escrito. El cuarto hubiera podido ser el segundo. (Planchart, 1948: 406-407).

Es posible, en nuestro criterio, configurar una intención objetiva por parte de Gonzalo

Picón Febres en la estructura de los nueve capítulos del libro. Veamos su recorrido

temático:

CAPÍTULO TEMA

I Historia política de Venezuela. Historiografía. II Historia de la literatura venezolana. III Condición científica y cultural de Venezuela, finales del XVIII y XIX. IV Orígenes de la literatura nacional. Instituciones culturales. V Guzmancismo VI Positivismo. Realismo y Naturalismo. La crítica literaria. VII Poesía venezolana. VIII Juicios críticos a la poesía venezolana. IX La narrativa venezolana.

Pudiésemos plantear como hipótesis acerca de la razón por la cual Gonzalo Picón Febres

optó por esta estructura, la vinculación con el pensamiento historiográfico liberal de Andrés

Bello. Al respecto, Beatriz González Stephan en La historiografía literaria del liberalismo

hispanoamericano del siglo XIX (1987), dice: Las directrices del pensamiento de Bello

tuvieron una repercusión fecundante en algunos historiadores del siglo XIX (González

Stephan, 1987: 27). Andrés Bello había postulado en los textos "Modo de escribir la

historia" y "Modo de estudiar la historia", ambos de 1848, la idea de que la historia debe

estudiarlo todo: clima leyes, religión, industria, producciones artísticas, guerras, letras y

ciencias. Hoy no es ya permitido escribir la historia en el interés de una sola idea. Nuestro

siglo no lo quiere; exige que se le diga todo (Bello, 1956: 231). Gran acierto que retoma

Picón Febres y que explica la presencia de diversidad de temas, en un intento novedoso por

asediar el hecho literario desde múltiples perspectivas.

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En la obra La literatura venezolana en el siglo diez y nueve se nos presenta a lo largo del

texto una frase nada inocente: literatura patria, orígenes de la literatura nacional, entre

otras del mismo talante. Frase nada inocente, decimos, porque se construye sobre palabras

de notoria carga ideológica: Historia-Literatura-Nación.

La idea de nación irrumpe para el siglo XIX hispanoamericano como motor del anhelo

independentista. Pero ese proyecto de "nación" era el deseo de un sector de la sociedad,

quien, en una especie de sinécdoque, que parece ser la figura retórica del poder, convierte

los intereses y productos de un sector en los intereses y productos de todos.

Nación, siguiendo las ideas de Gustavo Luis Carrera (1984), no es más que una convención

política, que resulta de condicionantes unificadores territoriales, geográficos, políticos,

económicos, lingüísticos y culturales. Por su parte, Luis Ricardo Dávila, en su libro

Venezuela: la formación de las identidades políticas (1996), dice:

¿Cómo la sociedad deviene nación? Pues bien, adelantemos una respuesta: Estos procesos ocurren a través de la puesta en marcha de una compleja red de organización simbólica e institucional y de la difusión de prácticas discursivas que van homogeneizando una manera de sentir y representar los procesos colectivos. (pág. 19. Subrayado nuestro).

La historiografía literaria se constituye como una de esas “prácticas discursivas” que

cumplen una función decisiva para la construcción ideológica de una nación, que servirá a

los sectores dominantes para fijar y asegurar los emblemas necesarios de la imagen de la

unidad política. Así, surge la ecuación Literatura=Nación; literatura ésta que tiene la

capacidad de operar sobre las condiciones materiales para hacer efectivo el progreso social,

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y a su vez de ser instrumento de disciplinamiento modernizador de lo heterogéneo. Picón

Febres dirá: Como la raza, como las costumbres, como la literatura propia, la lengua es

una parte constitutiva e integrante de la patria (Picón Febres, 1947: 129).

Estas ideas podrían sustentarse, siguiendo a Beatriz González Stephan (1993), en el

proyecto liberal del siglo XIX, y éste a su vez en las ideas hegelianas de la Filosofía de la

historia. Según el filósofo alemán, la historia es concebida bajo una perspectiva teleológica:

las naciones progresan hacia el más alto espíritu de desarrollo que sería la nación. Europa

correspondería al más alto grado de desarrollo espiritual y el centro de irradiación de la

cultura. Hegel puso las etiquetas de "Viejo Mundo" para Europa y "Nuevo Mundo" para

América; y en esa novedad, en esa juventud radica, según el filósofo alemán, nuestra

inferioridad y capacidad. Nuestra salvación, nuestra oportunidad para ingresar a la historia,

sería recibir las luces europeas, es decir, mantener relaciones constantes con el viejo

mundo, o lo que es lo mismo, entrar en el Liberalismo económico.

Si para Venezuela la Independencia representó la apertura hacia el Liberalismo, no es de

extrañar que Gonzalo Picón Febres determine el origen de nuestra literatura en los años

previos a la declaración de la Independencia: “El progreso intelectual alcanzado por

Caracas en los primeros diez años del siglo decimonoveno, estimuló bien pronto a varios

hombres inteligentes de la época a escribir en prosa y verso” (Picón Febres, 1947: 109).

Doce años después, en Nacimiento de Venezuela intelectual, mantendrá la idea: “Después

del 19 de abril de 1810 fue que lució la aurora literaria en nuestra patria” (Picón Febres,

1968: 95). Evidentemente, si nuestra historia inicia en el año de la gloriosa firma

independentista, antes de ella no éramos más que seres realengos de mundo, iniciándose así

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la “leyenda negra” de Venezuela. La Colonia se esfumó de nuestras vidas, se abolió como

mancha que hay que esconder. Era nuestro conchabado.

Esa teoría del progreso, engarzada con el Liberalismo económico, equiparaba el desarrollo

literario con los vaivenes del desarrollo político, económico y social. Así, si el origen de

nuestra literatura fue 1810, según el mismo Picón Febres, 1830, como dice en el tercer

capítulo de la obra, "es la base fundamental e inconmovible de la nación venezolana. De

ese año, como de una aurora que deslumbra, como de una primavera hermosa, como de una

fecundación inmensa, surgen las mariposas de la literatura" (Picón Febres, 1947: 106).

Picón Febres señala a 1840 como otro año de referencia para la historia de la literatura

nacional. Hay que recordar que en esa fecha nace el partido Liberal y se inicia una larga

polémica de intereses políticos, revueltas caudillescas, Páez, los Monagas, la Guerra

Federal... De esta época dirá Gonzalo Picón:

Naturalmente, la lucha de los partidos se empeñó con singular esfuerzo; las pasiones se exaltaron en la palestra cívica hasta hacer brotar los odios y los tremendos rencores banderizos; todos los hombres de ilustración y de talento no se ocupaban sino de la política; los mismos literatos, los que sólo rendían culto a las beneficientes artes de la paz le quemaron incienso a manos llenas. (Picón Febres, 1947: 114).

Más adelante dirá Gonzalo Picón de manera tajante: “Nuestra literatura comenzó a renacer

(...) en 1864” (Picón Febres, 1947: 115). Hay que recordar que en esa fecha nacen los

Estados Unidos de Venezuela; y Falcón y Antonio Guzmán Blanco, representantes

supremos del Liberalismo, asumen la dirección del poder ejecutivo. De ahí en adelante, la

línea de cambios de nuestra literatura remonta vuelo, según el merideño.

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Como vemos, este libro de Gonzalo Picón Febres, que inaugura la historiografía literaria en

Venezuela, está fundamentado en una perspectiva empirista, pues intenta explicar la

evolución literaria en función de los cambios políticos. Sin embargo, su estrecha visión de

lo literario, restringido a las bellas artes y a lo canónico occidental (“en la sátira, en la

burla, en la ironía y en el chiste, no puede haber belleza alguna”. Picón Febres, 1947:

239), y la persistente valoración de las obras en correspondencia con la estilística y la

forma, le hace más racionalista que empirista.

2.- Formación y proceso de la literatura venezolana

Escrito por el merideño Mariano Picón Salas (1901-1965), el libro Formación y proceso de

la literatura venezolana constituye el segundo libro historiográfico sobre el arte literario

hecho en Venezuela. Publicado en 1940, esta obra llegaría en poco tiempo a alcanzar una

demanda elevada entre la población escolar venezolana, por lo cual el libro sería víctima de

varias ediciones piratas. Esto impulsó a Picón Salas en 1961 a reeditar la obra con un nuevo

nombre (Estudios de literatura venezolana) y con páginas adicionales. Es evidente la

oposición y la novedad de este libro en comparación con el libro de Gonzalo Picón Febres,

cuando el mismo Picón Salas dice en la primera línea del prólogo lo siguiente: “No se ha

escrito –y seguramente durante mucho tiempo no se escribirá– una Historia de nuestra

Literatura que agote el tema bajo el doble aspecto de la investigación documental y de la

claridad crítica” (Picón Salas, 1984: 9). Con esto, niega el carácter de historia literaria al

libro de Gonzalo Picón Febres, del cual dirá parcamente: “Peregrino de otras disciplinas

literarias, Picón Febres escribe obras como su Literatura venezolana en el siglo XIX,

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galería de retratos, discursos sobre la evolución de los géneros y apasionada crítica de

nuestras letras” (Picón Salas, 1984: 124). No menciona la palabra “historia”.

De Formación y proceso de la literatura venezolana llegaría a decir María Fernanda

Palacios:

En la cronología que acompaña el volumen de ensayos de Picón Salas en la Biblioteca Ayacucho, Guillermo Sucre señala esta obra como ‘la primera historia con criterios modernos sobre el tema’; no sería exagerado agregar que esa modernidad no ha sido agotada ni superada posteriormente por ningún otro trabajo de conjunto. (Palacios, 1984: III).

La modernidad presente en la obra de Picón Salas radica en el abandono del criterio

estrictamente textual para ordenar el corpus literario, en el entendido de que la literatura es

parte integrante de una cultura y una sociedad. Periodizar por géneros y generaciones no

muestra la dinámica viva de la historia: “Historiar es mucho más que una técnica para

reunir o periodizar épocas y documentos; es esclarecer una trama de vida”. (Picón Salas,

1983: 508). Engarzar la literatura en su trama de vida hace que la propuesta historiográfica

de Picón Salas se aleje de la visión positivista de la Historia. Para el Positivismo, la ciencia

conduce al descubrimiento de leyes matemáticas; en su trabajo pasa por dos fases: una de

análisis, en la cual se realiza el establecimiento de hechos; otra de síntesis, en la cual se

descubren y formulan leyes. La Historia positivista tenía que sujetarse a este método,

enfocada en descubrir datos, confrontar documentos, explorar con minucia las fuentes a fin

de establecer severamente los hechos y establecer las leyes que expliquen el progreso de la

historia (Suárez, 1976).

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Al escribir una Historia literaria, el autor no puede olvidarse de los reclamos y la pasión de su tiempo. La Historia –ya lo dijo Splenger– no es sino la proyección o la interrogación en el pasado de los problemas que nos inquietan en el presente. A otros, el sueño difícil y académico de una historia objetiva, tan fría y tan fiel que parezca una entelequía. No soy –tengo que decirlo– un erudito del siglo XIX, sino un escritor del siglo XX que busca en nuestra Literatura uno de los signos más expresivos del alma histórica venezolana. Al erudito del siglo XIX (por lo menos como solía darse en nuestros países) seguramente le hubiera importado más medir los versos y contar las figuras retóricas de los autores estudiados. (Picón Salas, 1984: 11).

En Formación y proceso de la literatura venezolana se adopta una visión multiculturalista,

en la cual no sólo tiene voz el vencedor, sino el vencido; la tachadura, lo excluido, lo

popular son parte de nuestro pasado. Esto lo inserta en la posición historiográfica surgida

en la primera mitad del siglo XX, encabezada por Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand

Braudel, según la cual se intenta:

captar en el pasado toda la serie de combinaciones infinitamente rica y diversas. La tarea de las ciencias del hombre es hacer comprender lo social, no por simplificación o abstracción, sino, por el contrario, complejizándolo, enriqueciéndolo de significaciones alumbradas por la madeja indefinida de las relaciones. Sin duda, hay que distinguir, clasificar, pero la taxonomía es sobre todo agrupadora, y el mejor punto de vista es siempre el que permite confrontar la mayor cantidad de fenómenos. (Revel, 2005: 29).

Así, Picón Salas explaya esta idea de historiar lo literario visto como una serie

constituyente de la realidad, en la cual se incluyen todos los discursos que circulan en un

contexto que propicien la imaginación. En este sentido, para una historia total de la

literatura venezolana Picón Salas recomienda:

En un capítulo debería explicarse la Literatura popular de Venezuela tal como puede recogerse en los cantos y en la poesía llanera; en los cuentos folklóricos, venidos algunos de España, pero modificados por la fantasía

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mestiza; en el propio aporte que las razas diferentes –indios, blancos, negros– dejaron en nuestra imaginación colectiva. (...) En otros capítulos me hubiera placido detenerme en ciertos libros venezolanos que, sin ser literatura artística, han constituido alimento constante de la imaginación criolla; entretuvieron con sus lances, su intriga o su gracejo más de una velada familiar, sirvieron de fácil recreo a todo el mundo. (...) A otros géneros, como el Teatro –no tanto el teatro serio que sucesivamente ha imitado, y con suma debilidad, las modas de Europa, sino más bien el sainete criollo y la comedia de costumbres. (Picón Salas, 1984: 12-13).

Formación y proceso de la literatura venezolana, de Mariano Picón Salas, se divide en 16

capítulos, y a través de ellos podemos observar algo que afirma con mayor claridad María

Fernanda Palacios:

Capítulo Tema I Días de Conquista. Indios españoles II Crónica de los primeros sucesos III Colonialismo y barroquismo IV Madurez del siglo XVIII: enciclopedismo y prerrevolución V Idilio antes de la revolución. Música y poesía neoclásica VI Revolución VII El primer humanismo de la República VIII Periodismo y proceso social IX Toro, González, Baralt, Larrazabal X Romanticismo XI Costumbrismo, narración, épica y oratoria romántica XII Llamado al orden. El segundo humanismo de la República XIII Transición XIV Positivismo y ciencia nueva. El camino hacia el modernismo XV El modernismo y la generación del 95 XVI Sinopsis de los últimos años

Como es de suponer, no estamos ante una historia convencional de la literatura venezolana. No encontraremos el consabido esquema cronológico, ni las manidas divisiones en ‘ismos’, ni el tedioso catálogo de obras y autores, ni las previsibles frases para caracterizarlos. A Picón Salas le preocupa más el sentido de esa historia y la manera en que aparecen los hechos; lo que ellos mueven, no las descripciones exhaustivas ni las clasificaciones. Este no es un libro que interese a la manera de un manual, por sus precisiones, ni por la cantidad de información; tampoco encontraremos en él fórmulas o juicios sumarios que todo lo ubiquen

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según criterios vagamente estéticos o ideológicos. Quien, como él, se interesa por la ‘formación y proceso’ de una literatura, no puede comenzar dando por descontada su existencia. De manera que en lugar de ordenar nuestra historia literaria siguiendo el esquema tradicional de las literaturas europeas, en lugar de exaltar las virtudes aisladas de algunas obras, lo que se destaca es la manera como una lengua (escrita y oral) ha dado cuerpo a una imaginación y a una sensibilidad que rinde cuenta de esos aspectos de la cultura que la historia no cuenta. Es decir, no es tanto la literatura en sí lo que se valora, como literatura, sino lo que ella permite reconocer y lo que ella inventa como historia. (Palacios, 1984: II-III).

Por lo antes dicho, no hay duda en clasificar a Formación y proceso de la literatura

venezolana de Mariano Picón Salas como una obra historiográfica enmarcada en el modelo

empirista.

3.- Compendio histórico de la literatura venezolana

El ejercicio historiográfico de la literatura de nuestro país parece ser una práctica reservada

a la región andina. Decimos esto puesto que la tercera historia de la literatura venezolana,

publicada en 1948, es del igualmente merideño José R. Barrios Mora (1913-1997).

La obra, titulada Compendio histórico de la literatura venezolana, consta de dieciocho

capítulos y su itinerario temático es el siguiente:

Capítulo Tema

I Contenido cultural de la Colonia venezolana II La Independencia y la literatura venezolana III José Luis Ramos y Andrés Bello IV Fermín Toro y Rafael María Baralt V Juan Vicente González. Comienzos de la literatura autóctona VI Cecilio Acosta VII Eduardo Blanco y la historia romántica

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VIII José Ramón Yepes. El nativismo en Venezuela. Romanticismo. Maitín y Lozano. IX El costumbrismo venezolano. Daniel Mendoza, Nicanor Bolet Peraza, Francisco de Sales Pérez

y “Jabino” X Costumbrismo y Tradición. Noticia acerca de los satíricos y humoristas. XI Juan Antonio Pérez Bonalde. Andrés Mata. XII Exposición acerca del movimiento modernista en Venezuela XIII El nativismo poético venezolano. XIV El nativismo en la prosa XV La novela contemporánea venezolana XVI El cuento venezolano XVII El ensayo en la Venezuela contemporánea XVIII La poesía actual en Venezuela

De todas las historias de la literatura venezolana, esta obra curiosamente pasó del

reconocimiento general y de la edición masiva (alcanzó varias ediciones y fue utilizada

como manual para la enseñanza secundaria) al olvido desolador que convirtió en libro raro

a esta publicación.

Como dijo el mismo Barrios Mora en la “Introducción”, esta obra tuvo la intención

pedagógica de ser usado como libro de texto: “Esta obra, como fruto que es de labores de

cátedra, se dirige ante todo, a los estudiantes de literatura patria. En sus lineamientos

generales sigue el programa oficial de la asignatura, tal como correspondió al autor

desarrollarlo” (Barrios, 1950: 11). Así, la finalidad pedagógica del texto hace que esta

historia de la literatura venezolana utilice un aspecto extraliterario como es la vida del autor

para valorar la obra. Según Barrios Mora, la vida de un autor debe ser modelo para los

jóvenes lectores y mientras mayor sea el compromiso y la conciencia ciudadana, los

méritos de la obra se elevan para poder ingresar al corpus nacional:

Tanto por la relación entre el autor y la obra, que es clave indispensable de interpretación de ésta, como por el factor educativo que significa toda vida ejemplar, hemos procurado enaltecer los rasgos biográficos de aquellas personalidades más destacadas en nuestra República de las Letras,

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verdaderos héroes civiles en la lucha por la causa de la cultura. Cada vida de éstas, para usar la expresión de Augusto Mijares, es ‘una abstracta lección de moral cívica’. (Barrios, 1950: 12).

Con este libro, Barrios Mora sigue la senda abierta por Mariano Picón Salas en el sentido

de valorar la etapa de la Colonia venezolana como parte de nuestra cultura, y no como hiato

histórico, durante el cual el silencio y la noche reinaron en la cultura venezolana. Comienza

diciendo Barios Mora: “El primer capítulo de la historia de la literatura patria ha de

referirse necesariamente al contenido cultural de la Colonia venezolana, que es como la

prehistoria de la Venezuela intelectual”. (Barrios, 1950: 15). Aunque estima a la Colonia

como período de producción cultural, Barrios Mora no ahonda en obras ni períodos, sino

que se dedica a dar un breve panorama cultural para justificar el desarrollo de diversas artes

como la música, la pintura y la poesía durante los siglos XVII, XVIII y XIX como efectos

de una acción previa de la educación española y de una actitud autodidacta de los hombres

y mujeres de la Colonia.

Se colige luego de la revisión de Compendio histórico de la literatura venezolana que una

perspectiva escrituraria rige el canon que propone Barrios Mora: sólo lo escrito puede ser

considerado como literatura. Por esta razón, son excluidas la literatura oral indígena y

algunos cantos folklóricos, cuya consideración proponía Picón Salas anteriormente como

parte del corpus nacional. La cultura indígena para Barrios Mora fue inexistente y dedica

sólo tres cortos párrafos de las 286 páginas que conforman el libro para referirse a ella:

Es preciso, desde luego, tomar en consideración el hecho de que las tribus indígenas que poblaban nuestro territorio al advenimiento de los españoles, eran de las más atrasadas de América. A este respecto escribe Don Arístides Rojas: ‘En primer término, Venezuela no fue en su época

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indígena sino una reunión de tribus salvajes, ignorantes, sin centro de gobierno, sin industria, sin monumentos, sin arte: muchedumbres incipientes, sin memoria de sus progenitores y con escasos rudimentos de la familia. Nada dieron al conquistador, que tuvo que hacerlo todo, desde el hogar y el cultivo de la tierra, hasta la estabilidad y educación de la tribu’. (...) Relativamente pacificado el pueblo aborigen, hecha hospitalaria la tierra, se intensifica la inmigración de la cultura española, cuya existencia databa de quince siglos atrás, y que, es preciso observarlo, no se fusionó con la autóctona, sino que se sobrepuso a ella y la absorbió por entero. (Barrios, 1950: 15-16).

Alberto Rodríguez Carucci, en su trabajo titulado “La literatura colonial en la historiografía

literaria” (1988), mencionará las dos últimas líneas de la cita de Barrios Mora como una

anticipación acerca del concepto de aculturación:

Barrios revisó también, aunque brevemente, el problema interétnico planteado por el conflicto entre indígenas y conquistadores, atreviéndose a sugerir una tesis diferente de aquella idea sobre la fusión simple de las culturas (...), aproximándose sin duda a la noción antropológica de aculturación. (Rodríguez Carucci, 2006: 128).

Otro de los aportes de Compendio histórico de la literatura venezolana es que por vez

primera, y quizás la única, se incluye en el corpus de la literatura venezolana el género

humorístico. El humor, relegado de los cánones oficiales, en Barrios Mora será parte

integrante de nuestra identidad literaria. Dirá Barrios Mora: “El humorismo y la sátira han

tenido diestros cultivadores en Venezuela; el carácter nacional es muy dado a descubrir la

faz ridícula de las cosas y a sazonar con un grano de sal, aun los acontecimientos

infaustos”. (Barrios Mora, 1950: 154). Y así, en ese capítulo X expondrá la vida y obra de

Rafael Arvelo, Leoncio Martínez y Francisco Pimentel.

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En definitiva, Compendio histórico de la literatura venezolana de José Barrios Mora se

inscribe, por su estructura general que organiza la evolución literaria sobre la base de la

biografía del autor, en la perspectiva racionalista. Sin embargo, no hay que olvidar los

aspectos mencionados que en ciertas ocasiones lo hacen girar hacia una perspectiva

empirista; sin embargo, su importancia en el conjunto del texto no constituye un elemento

definitorio.

4.- Historia y antología de la literatura venezolana

Esta es la cuarta historia de la literatura venezolana. Publicada en 1952, esta obra viene a

romper la “hegemonía andina” en el ejercicio de la historiografía literaria. Escrita por el

guariqueño Pedro Díaz Seijas (1921-2010), Historia y antología de la literatura venezolana

ocuparía el lugar que había iniciado el texto de José Ramón Barrios Mora en cuanto al

carácter de libro de texto para ser usado en la educación secundaria. Por ese motivo, al

igual que el libro de Barrios Mora, el texto inicia con una advertencia debajo del título:

“Obra adaptada a los programas de cuarto año de educación secundaria, tercer año de

educación normal y especial” (Díaz Seijas, 1962: portadilla). Por esta razón, por ser ambas

obras escritas expresamente para ser usadas con fines pedagógicos, el texto de Díaz Seijas

repite palabra por palabra el índice estructurado por Barrios Mora:

Capítulo Tema I Los cronistas e historiadores coloniales. II Contenido cultural de la Colonia venezolana III La Independencia y la literatura venezolana IV José Luis Ramos y Andrés Bello

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V Fermín Toro y Rafael María Baralt VI Juan Vicente González. Comienzos de la literatura autóctona VII Cecilio Acosta VIII Eduardo Blanco y la historia romántica IX José Ramón Yepes. El nativismo en Venezuela. Romanticismo. Maitín y Lozano. X El costumbrismo venezolano. Daniel Mendoza, Nicanor Bolet Peraza, Francisco de Sales

Pérez y “Jabino” XI Costumbrismo y Tradición. Noticia acerca de los satíricos y humoristas. XII Juan Antonio Pérez Bonalde. Andrés Mata. XIII Exposición acerca del movimiento modernista en Venezuela XIV El nativismo poético venezolano. XV El nativismo en la prosa XVI La novela contemporánea venezolana XVII El cuento venezolano XVIII El ensayo en la Venezuela contemporánea XIX La poesía actual en Venezuela XX La literatura actual

Como puede percibirse, la diferencia entre el texto de Díaz Seijas y el de Barrios Mora está

en los añadidos de dos capítulos: el I y el XX. En el capítulo I, denominado “Los cronistas

e historiadores coloniales”, Díaz Seijas se remonta hasta las primeros testimonios europeos

sobre el territorio que luego llegaría a llamarse Venezuela. Por eso propone, y esto con

carácter de novedad en la historiografía literaria venezolana, la inclusión de las cartas de

Colón y la obra de los cronistas de Indias como parte del corpus de la literatura nacional:

Para remontarnos en la búsqueda de nuestros primeros fundamentos culturales, no es despreciable una revisión somera del panorama que nos ofrecen los primeros cronistas que se desplazaron por nuestro territorio, y luego el testimonio de los primeros historiadores, que con más rigor quisieron dejar constancia organizada de su deseo, fundamentalmente de contar, de narrar, hechos, sucesos, a la posteridad. (...) En otras partes de sus impresiones de viajero, el Almirante nos da noticias de nuestro paisaje virgen, de nuestra naturaleza, de nuestra existencia primitiva. Colón inaugura, pues, un género, una primera expresión literaria. (Díaz Seijas, 1962: 9-10).

En el capítulo XX, Pedro Díaz Seijas propone un balance de la literatura venezolana de su

contemporaneidad haciendo un vuelo rasante por la poesía, el ensayo, la novela y el cuento

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mencionando obras y autores representativos. En este punto, Díaz Seijas asume una

posición historiográfica que merece la pena ser transcrita:

Cuando traemos a nuestro libro Historia y antología de la literatura venezolana este panorama sobre la literatura actual, no lo hacemos con la angustia de mantener informado al público y a los lectores especializados sobre lo que pudiera catalogarse como los últimos sucesos en nuestro ambiente literario, lo hacemos simplemente con un sentido de proyección histórica, como un primer intento de incorporar a nuestro proceso cultural en función de continuidad, a sus más nuevos representantes. No es preocupación fundamental de ninguna historia literaria la información del día, aspecto que corresponde por entero a la función de la prensa. En la historia se examinan valores que han traspuesto ya el período de decantación y han entrado en la etapa de afirmación hacia lo permanente. (Díaz Seijas, 1962: 557).

Para el autor, la historia no debe ocuparse del presente. Esta conseja, aunque suene lógica,

se enfila en los postulados ideológicos de la historia aséptica, cuya razón de ser radica en la

historia como mera descripción del pasado, sin la incómoda preocupación por la actualidad.

Ya Benedetto Croce había advertido de esta necesidad de la historia para entender nuestro

presente al decir:

Los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia carácter de ‘historia contemporánea’ por lejanos en el tiempo que puedan parecer los hechos por ella referidos; la historia, en realidad, está en relación con las necesidades actuales y la situación presente en que vibran aquellos hechos. (Croce, 1960: 11).

A diferencia de esos dos capítulos que dan inicio y cierre al texto de Díaz Seijas, la

estructura temática es idéntica al libro de Barrios Mora. Pensamos que la razón de esta

coincidencia, que pudiera insinuar alguna idea de plagio, aunque no es el caso, radica en el

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hecho de que el Ministerio de Educación ofrecía la lista temática a desarrollar y el

interesado en redactar un libro de texto debía cumplir ese itinerario de contenidos.

De la literatura indígena, cuya mención en las obras de Picón Salas y Barrios Mora se

auguraba un desarrollo posterior en las nuevas historias literarias, desaparece por completo

en el texto de Díaz Seijas, ni siquiera como intención. En cuanto al humorismo, Díaz Seijas

lo considera también como parte de la literatura nacional, pero a diferencia de Barrios

Mora, Díaz Seijas pone el acento en el poco desarrollo de este género en nuestro país:

En la historia de la literatura venezolana, han escaseado los escritores satíricos y humorísticos. Realmente, tales manifestaciones son grados de la belleza, difíciles de alcanzar sin una verdadera vocación y sin una naturaleza especial. Contados son los nombres, a lo largo de todo nuestro proceso cultural, que han sido conquistados por tan difícil aspecto de la literatura. A tres pudieran reducirse los escritores que han pasado a la consagración, en cuanto a lo satírico y humorístico se refiere, en nuestra literatura. Ellos son: Rafael Arvelo, Leoncio Martínez y Francisco Pimentel. (Díaz Seijas, 1962: 219-220).

Historia y antología de la literatura venezolana de Pedro Díaz Seijas, por lo expuesto, se

inscribe en la perspectiva racionalista, ya que el biografismo y la visión plana de la

literatura y la historia que lo acompañan así lo determinan.

5.- Cincuenta años de literatura venezolana (1918-1968)

Publicada en 1969, esta obra de José Ramón Medina (1921-2010) recibió añadidos a lo

largo de sus sucesivas ediciones. En 1981 se reedita con el título de Ochenta años de

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literatura venezolana (1900-1980) y en 1992 se vuelve a revisar y actualizar y se publica

con el título definitivo de Noventa años de literatura venezolana (1900-1990).

Estructurada en cinco capítulos, la obra hace una revisión panorámica de la literatura

venezolana del siglo XX:

Capítulo Tema I La Generación del 18 II La Vanguardia y el Surrealismo en Venezuela III Esbozo de la narrativa venezolana IV El Ensayo V Balance y crónica de los últimos 25 años

En 50 años de literatura venezolana se evidencia una concepción netamente escrituraria de

lo literario, por lo cual lo indígena y lo popular, por nombrar sólo dos de las posibles

manifestaciones del arte de la palabra, son inexistentes en este libro. Se agrupan las obras

por géneros (poesía, novela, cuento y ensayo) y su descripción histórica se mantiene

apegada a lo estrictamente textual, lo que importa en esta historia es la obra y sus

peculiaridades formales sin importar el contexto.

Sin embargo, en el libro de Medina se asoman en escasas ocasiones la idea de la literatura

en relación con las condiciones sociopolíticas. Por ejemplo, cuando se refiere al

postmodernismo americano, hace la siguiente afirmación: “Los cambios sociales, políticos

y económicos que se producen en el continente influyen necesariamente en el proceso

cultural que se avecina y del cual el experimento vanguardista es un episodio más”

(Medina, 1969: 69). Páginas más adelante, Medina conjuga un estancamiento literario con

el advenimiento y desarrollo de la dictadura perezjimenista (1951-1958):

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El año 1958 es también, en lo literario, una etapa de crisis y progreso en la literatura nacional. Hay una evidente y vital interrelación entre lo literario y lo político. La transformación democrática del país, las controversias, las polémicas y los hechos antagónicos que se producen de entonces a esta parte en el panorama de nuestra realidad política han influido –y conformado en cierta medida-, el proceso literario. (Medina, 1962: 272).

Así, a pesar de estos dos ejemplos, en su gran mayoría Cincuenta años de literatura

venezolana mantiene un criterio formalista de desarrollo de géneros y técnicas para hilvanar

la historia literaria venezolana. Sin embargo, esa descripción no se limita al ámbito

venezolano; José Ramón Medina intenta relacionar el corpus de la literatura venezolana con

los vaivenes de la literatura de Hispanoamérica y del mundo, haciendo de lo literario una

sola manifestación universal, tal como lo imaginaba Goethe. Transcribamos un sólo

ejemplo de esta idea de sincronización de lo literario nacional con lo literario universal, que

está presente a lo largo del libro de Medina:

Esa coincidencia espacio-temporal es harto significativa e inquietante. Es el letrismo francés, la poesía concreta del Brasil, el nadaísmo en Colombia, el transverbalismo o rebeldía sintáctica de cierta zona de la poesía venezolana de estos años, etc. (Medina, 1969: 260).

Se presiente entonces por esta vía un interés de superación, aunque tímido, de los

nacionalismos en literatura.

José Ramón Medina expone en las páginas del libro su concepción de la historia y la deja

entrever, cual diosa Iustitia, repartiendo condenas y absoluciones, juzgando no sólo al

pasado sino al historiador mismo:

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La historia es la gran maestra de la justicia en el tiempo. Mientras tanto, todo lo que hagamos o digamos para escarnecer la actitud beligerante de los nuevos, la recalcitrancia o negación que asumamos, premunidos de una virtuosa infalibilidad sobre los hechos o creyéndonos poseedores de la única verdad estética, porque entendemos haber cumplido cabalmente nuestro papel en la trayectoria que nos tocó enfrentar –trocados ahora en celosos cancerberos de la tradición y del statu quo- no pasará de ser, asimismo, jactancioso engreimiento sujeto también al juicio esclarecedor de la crítica temporal. (Medina, 1969: 259).

Evidentemente, 50 años de literatura venezolana de José Ramón Medina es un ejemplo de

historia literaria racionalista, pues su idea de literatura hace obviar las peculiaridades

culturales de cada región y lo presenta como una manifestación autosuficiente, ajena a los

vaivenes del mundo.

6.- Panorama de la literatura venezolana actual

En Panorama de la literatura venezolana actual, publicada en 1973 y escrita por el

caraqueño Juan Liscano (1915-2001), encontramos una reflexión que puede leerse casi

como legado del recorrido realizado por la historiografía literaria venezolana. Dice el autor:

Se impone señalar, sin embargo, que nuestro país es pobre en estudio de conjunto –como el que estamos llevando a efecto-, de indagaciones en determinados aspectos, de valoraciones, de movimientos, etapas y líneas de desarrollo literario. No abundan libros dedicados a investigar la obra de un escritor o el proceso de nuestras letras. Y en los que existen, se elude el juicio sobre los movimientos más recientes. Esas carencias producen efectos negativos porque propician la ignorancia, el desconocimiento, la negación arbitraria del pasado literario. (Liscano, 1973: 259).

En la segunda edición del libro, realizada en 1995, Juan Liscano agrega un nuevo capítulo

titulado “20 años después”, el cual inicia con estas palabras:

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Concluimos Panorama de la literatura venezolana actual en octubre de 1972. Las apreciaciones finales señalaban que se carecía de toma de conciencia del proceso literario como unidad cultural determinada por circunstancias internas y externas, colectivas e individuales. Seguimos pensando lo mismo aunque reconozcamos que los estudios críticos investigativos y especializados en este campo, han logrado mayor desarrollo metodológico con las corrientes semióticas y estructuralistas europeas de los últimos treinta años, no siempre para su bien, porque los más importantes trabajos carecen aún de visión de conjunto. Se estudia siempre a un determinado autor como si fuera producto solitario y excelso. Lo más confirmativo de esta apreciación es que las nuevas promociones no han producido otro Panorama de nuestras letras. (Liscano, 1973: 269).

Como vemos, Liscano era partidario de una historia literaria más dinámica, que enlazara lo

local, lo universal, lo biográfico, lo social y lo textual en una suerte de tejido sociocultural

que cobijara a la totalidad del hecho literario. Quizás por ello subtitula el inicio de la

introducción con la frase “relatividad de la literatura”, casi como queriendo con ello

impregnar a los estudios literarios de las nuevas perspectivas que ya la ciencia exacta había

asumido años atrás. Liscano expone su idea de lo literario en estas líneas:

Los movimientos literarios no aparecen por generación espontánea ni siguen una línea ascendente de progreso y desarrollo óptimos. Por lo tanto, no nacen de la nada o del cerebro genial de un superdotado ni constituyen un vuelo del espíritu que se remonta cada vez más alto. Obedecen a procesos cuantitativos y cualitativos en que intervienen muchos factores, desde la capacidad creadora y la invención del individuo estimulado por experiencias y hallazgos anteriores, es decir, por el pasado inmediato o remoto, hasta las presiones sociales más exteriores, las modas, las maneras, pasando por los sentimientos y la sensibilidad de la gente en un momento dado, las circunstancias históricas, la solidaridad de generación o de grupos, las afinidades intelectuales entre hombres de diversas edades, los estímulos, los adelantos tecnológicos, el llamado ‘environment’ que, en nuestra época, tiene importancia determinante. (Liscano, 1995: 7).

Es decir, se imagina el hecho literario no como una estructura límpida, “como pensaba

Hegel, sino más bien se procede por ramificaciones cada vez más complejas y parecidas a

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haces de proyecciones y prolongaciones verbalistas. Se piensa por momentos en ciertos

diseños del universo propuesto por Teilhard de Chardin” (Liscano, 1995: 7).

Sin embargo, y luego de semejante declaración de principios, Liscano estructura el texto en

los siguientes capítulos:

Capítulo Tema

I Antecedentes temáticos y lingüísticos II Tiempos del narrar actual venezolano III Medio siglo de poesía IV Ensayo. Biografía. Crítica V 20 años después

Aunque se percibe una pesada carga en la clasificación por géneros (narrativa, poesía y

ensayo), el mismo autor es consciente de la inexactitud de la clasificación a finales del siglo

XX y confiesa:

Vano empeño, en nuestros días, es querer delimitar los géneros literarios como si se tratase de especies zoológicas. En efecto, la poesía tiende a ser de pronto narrativa y prosaica, la narrativa poética y liberada del argumento. Asimismo el ensayo-crítico, la crítica-ensayística, la biografía-novelada, la novela-biográfica coexisten en este período convulsionado de la cultura y definido por Einstein, con su admirable modestia, como época de ‘perfección de los medios y confusión de los fines’. (Liscano, 1995: 221).

Hay en la obra de Liscano una innovación metodológica con respecto a las historias

literarias que le preceden. No se propone el autor una lista de autores y obras en relación

con una clasificación histórica del itinerario político del país. Liscano agrupa obras en

relación con temas y tendencias:

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Sin duda alguna, la literatura venezolana pierde mucho al compararla con niveles superiores. Y si a eso fuésemos, más valdría quedarse en los niveles altos de lectura selecta que abocarse, como lo hacemos, a una tarea si bien patriótica y de plausible fomento de intercomunicación americana, también reductora, limitadora, localista y para colmo, seguramente propiciatoria de disgustos y reclamos, porque en general importa más al escritor saber si se nombró y cómo o si se le omitió, que el esfuerzo y el valor en sí de este tipo de trabajo. Aceptamos el riesgo, resueltos a preferir el delineamiento de tendencias, la exposición de temáticas y procedimientos, que la enumeración y el registro de fechas y de nombres. Independientemente de nuestro gusto o disgusto, trataremos de situar las obras y los escritores estudiados, actores en este proceso narrativo en función exclusiva de lo que se proponían, lograron o fallaron. Por lo tanto, este trabajo no refleja nuestra opinión sobre la literatura venezolana (...) sino a su existir propio. Trataremos de comprender, precisar, difundir, establecer relaciones temáticas y formales con la única finalidad de que en otros países, y en el nuestro también, se tenga una visión de conjunto de nuestras letras actuales. Por eso nuestra obra pecará por demasiado informativa. (Liscano, 1995: 26-27).

A pesar de estos avances, se mantiene el criterio escriturario en la concepción de literatura,

obviándose por lo tanto la literatura oral y folklórica del corpus utilizado. Esto resulta

bastante curioso pues Juan Liscano fue el iniciador y promotor de los estudios sobre el

Folklore en Venezuela. En Panorama de la literatura venezolana actual en ningún

momento se cuestiona el canon oficial de lo literario; se obvia al humorismo y a las

tradiciones folklóricas e indígenas, pero se echa de menos, contradictoriamente, a la

literatura erótica. Nada más.

De esta obra dirá Lubio Cardozo:

La prosa de Liscano en Panorama de la literatura venezolana actual está determinada por un objetivo: la crítica interpretativa, encajada, dentro de lo que llamarían los gramáticos especulativos modistes, los modi intelligendi y significandi. Todos sus recursos y entresijos estilísticos están en función de ello. Crítica penetrativa con su peso de significado valorativo, pero el cual corre por cuenta del lector de acuerdo a las

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coordenadas personales de las afinidades electivas. No es crítica valorativa per se, de dualismo cómodo y maniqueísta, no; ella va más allá de los simples postulados zoilunos de lo bueno y lo malo. Como diría Todorov: ‘Ahora bien, en el momento presente, los estudios literarios parecen haber encontrado al fin su objeto propio, después de vagar a través de campos tan alejados como la biografía del autor y la sociedad contemporánea. Este objeto es la obra literaria en sí; la unidad de los estudios literarios se realiza en este objeto único, cualquiera que sea el método utilizado’. (Cardozo, 1976: 83)

Panorama de la literatura venezolana actual de Juan Liscano se inscribe, por lo antes

expuesto, en el modelo historiográfico empirista. Sus continuas exigencias por renovar las

perspectivas de los estudios históricos y la visión que tiene de la literatura, aún con sus

limitaciones y carencias, dejan ver una idea integral del hecho literario. Con esta obra se

cierra el ciclo de la producción historiográfica de la literatura venezolana.

Luego del breve recorrido por la historiografía literaria en Venezuela, pudiéramos ensayar

un ejercicio de comparación y resumen, mostrado en el siguiente cuadro:

Año Título Autor Fundamento historiográfico

1906 La literatura venezolana en el siglo diez y nueve Gonzalo Picón Febres Racional

1940 Formación y proceso de la literatura venezolana Mariano Picón Salas Empírica

1948 Compendio histórico de la literatura venezolana José Ramón Barrios Racional

1952 Historia y antología de la literatura venezolana Pedro Díaz Seijas Racional

1969 Cincuenta años de literatura venezolana José Ramón Medina Racional

1973 Panorama de la literatura venezolana actual Juan Liscano Empírica

Ahí, en este breve cuadro de escasas líneas, se condensa la práctica de la historiografía

literaria de nuestro país. Como se ve, seis obras, dos perspectivas historiográficas. Ese es el

saldo y balance de nuestra tradición.

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REFLEXIONES FINALES LA HISTORIA LITERARIA COMO DISCURSO COMPLEJO

¿Podríamos concebir una historia literaria que no truncara la literatura?

Paul de Man

Luego de esta revisión de la historiografía literaria hecha en Venezuela, la sensación que

queda en el lector es la de estar en presencia de una obra inacabada, de un mármol a medio

cincelar. Pareciera que en el ámbito de los estudios literarios la ingente tarea de crear

nuestro corpus, valorarlo y reflexionar sobre sus fundamentos es una labor que apenas ha

tenido amagos en nuestros investigadores. La historia, la crítica y la teoría literarias, pilares

del arte de la palabra, esperan por su desarrollo en nuestro país.

Sin embargo, ese desdén hacia los estudios literarios no es gratuito y vino acompañado, ya

a finales del siglo XX, por una crisis de sus fundamentos. Historia, Literatura, Nación...,

conceptos clave en la conformación del saber cultural, se resquebrajaron y sus significados

se vaciaron de contenido. ¿Cómo escribir una “historia de la literatura venezolana” si las

tres palabras que conforman esta frase se convirtieron en cáscara por la polémica

postmoderna, causando múltiples debates acerca de su precisión y utilidad? Por esta razón,

pensamos, la última historia de la literatura venezolana fue publicada a inicios de la década

de los setenta del siglo XX, época durante la cual la crisis de las ciencias exactas comienza

a invadir los terrenos de las ciencias sociales. Luego de este conflicto, era imposible asumir

la responsabilidad de crear una historia de la literatura venezolana en solitario, con la

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seguridad de criterio que utilizaron Mariano Picón Salas o Pedro Díaz Seijas, por nombrar a

algunos de los estudiados.

Es imposible, según el paradigma reinante, acometer un trabajo de investigación en

solitario y que pretenda abarcar el objeto a estudiar en su totalidad. El saber del mundo

acumulado sobrepasa la capacidad de memoria de las comunidades y el paradigma del

pensamiento complejo, visión dominante de estos tiempos, obliga a la búsqueda de

relaciones múltiples.

La revisión de las perspectivas teóricas y metodológicas tiene también por resultado, al menos en potencia, una expansión sin precedentes de los campos de la historia literaria. En realidad, las grandes empresas globales son cada vez menos frecuentes como realizaciones individuales, mientras que como empresas colectivas se multiplican. Esto significa ipso facto la desaparición progresiva de las visiones monolíticas de historia literaria/historia de la literatura en beneficio de estudios más restringidos y coordinados entre sí por una orientación común que no impide, sino que hasta favorece, la apertura del sistema. (Kushner, 1993: 142).

Por estas razones, las estrategias historiográficas actuales se diferencian en demasía con las

pergeñadas hace ya más de cien años. La tradición de las “historias literarias”, iniciada en

Venezuela por Gonzalo Picón Febres, tradición mantenida luego por Mariano Picón Salas,

José Ramón Barrios, Pedro Díaz Seijas, José Ramón Medina y Juan Liscano, es hoy día

discurso irrealizable. En estos momentos, lo aconsejable es la visión multidisciplinaria y

grupal, que asedie la producción literaria de un país desde sus múltiples nichos.

Una historia de la literatura venezolana, desde el paradigma de la complejidad, que sea

conciente de las incidencias en los cambios sujeto-objeto y lengua-realidad, esbozados en el

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capítulo 1, debe concebir lo literario como un fenómeno cultural imbricado por múltiples

factores, por infinidad de signos y territorios. Si para el paradigma del pensamiento

complejo la totalidad es piedra de toque fundamental, entonces una historia de la literatura

venezolana debe percibir, dentro del límite de los discursos estéticos y lúdicos, todo el

espesor, todas las voces, todos los pliegues que hacen de la imaginación llevada a palabra

(oral o escrita) una práctica social. Una historia de la literatura venezolana compleja no

arguye generaciones ni movimientos ni se convierte en una farragosa lista de autores y

obras. Por el contrario, la historia pensada desde la complejidad debe visibilizar la

diversidad literaria, cuyas manifestaciones escritas y orales deben tener cabida en sus

páginas. Ya Alberto Rodríguez Carucci había señalado esta carencia:

Se ha coordinado una práctica falsamente unificadora y homogeneizante de la literatura nacional, controlada por un reduccionismo más o menos evidente, que termina cumpliendo la función de segregar algunos componentes de la pluralidad literaria venezolana, cuyos recorridos a través de la historia son complejos y quedan expresados en las tensiones y conflictos originados por la diversidad cultural y lingüística del país. Con respecto a esto último, las treinta y cuatro lenguas indígenas que existen paralelamente al castellano, constituyen una prueba contundente del multilingüismo y de la pluralidad cultural de una Venezuela que comúnmente no registra esto como parte de su realidad cotidiana. (Rodríguez Carucci, 1988: 19).

¿Dónde están las historias literarias venezolanas que hacen las periodizaciones, que

muestran los cambios y evoluciones y que ciernen géneros acerca de la producción literaria

de esas treinta y cuatro lenguas indígenas? ¿Dónde las historias que registran las tradiciones

populares, los chistes y las coplas del extenso llano venezolano, por nombrar sólo algunas

manifestaciones literarias? Eva Kushner propondrá la alternativa a seguir: “En realidad, la

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renovación de la historia literaria es posible precisamente a condición de postular la

apertura del sistema descriptivo” (Kushner, 1993: 139).

Una historia compleja de la literatura venezolana exhibe un criterio histórico dinámico, con

el cual pueda percibirse el sentido activo de las expresiones literarias, sus matices y su

espesor, relacionando la obra literaria con su contexto, sí, pero no encerrando el fenómeno

literario, al decir de Bajtin, en la única época de su creación, corriendo el riesgo del

reduccionismo o la taxidermia cultural:

Las obras rompen los límites de su tiempo, viven durante siglos, es decir, en un gran tiempo, y además, con mucha frecuencia (tratándose de las grandes obras, siempre), esta vida resulta más intensa y plena que en su actualidad. Una obra literaria se manifiesta ante todo en la unidad diferenciada de la cultura de su época de creación, pero no se puede encerrarla en esta época: su plenitud se manifiesta tan sólo dentro del gran tiempo. Pero tampoco la cultura de una época por más alejada que esté de nosotros en el tiempo, debe encerrarse en sí como algo prefigurado, totalmente concluido e irreversiblemente distanciado y muerto. La unidad de una cultura determinada es unidad abierta. (Bajtin, 1982: 350).

Esta falsa idea de las historias literarias de ver las obras como signos anclados a su

contexto, incapaces de trascender en el tiempo y que hace invisible, por ejemplo, las

lecturas e influencias de una novela como Doña Bárbara en las generaciones posteriores,

son un síntoma de la perenne ausencia del lector en el desarrollo de la historiografía.

Ninguna historia de la literatura estaría completa si no tuviera en cuenta al destinatario del texto, es decir, la lectura, los lectores, los públicos, la recepción (enfoques hermenéuticos, estética de la recepción, trabajos sociológicos sobre la lectura...). (Kushner, 1993: 143).

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Una historia compleja de la literatura venezolana se sabe presa de las concepciones de la

periodización, pues es imposible una historia sin la mediación de marcos cronológicos

sistematizables; la cronología es conditio sine qua non para la existencia de la historia. Sin

embargo, la periodización de una historia literaria compleja debe partir, aunque suene a

verdad de Perogrullo, de los signos ofrecidos por el hecho literario mismo. Una propuesta

de periodización debe ir al ritmo que brinden las obras, no que las obras sean las que deban

adaptarse, cual cama de Procusto, a la medida de los periodos previamente establecidos:

El historiador gana si procede inductivamente, es decir, si deja que la observación y la descripción de los fenómenos preceda a la determinación de los contornos de conjunto de un fenómeno en el tiempo y en el espacio y no que la siga. (Kushner, 1993: 133).

Adicionalmente, una historia compleja de la literatura venezolana debe problematizar

acerca de la incesante relación que casa los periodos literarios con los periodos políticos y

sociales.

Por ello, cuando se habla de la Literatura Colonial o de la Colonia, de la Literatura de la Independencia, de la Literatura de la Primera República, de la Literatura de la Federación, de la Literatura del Gomecismo o del PostGomecismo; se aplican categorías históricas nacionales seguramente válidas, pero inexpresivas en el sentido literario, y en ninguna forma referidas a verdaderos períodos en el desarrollo de la literatura venezolana. (Carrera, 1984: 31).

Un intento reciente de historia de la literatura venezolana, que no se propuso serlo, y que

pone el énfasis en los requerimientos que hace la complejidad hacia las ciencias, es el

trabajo realizado por Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares y Beatriz González Stephan y

que lleva por título Nación y literatura: itinerarios de la palabra escrita en la cultura

venezolana. Publicado en el 2006, esta monumental obra de 966 páginas abarca más de 500

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años de práctica literaria en nuestro país. Desde el enfoque de la diversidad, esta obra

agrupa a 56 investigadores quienes desde múltiples metodologías y enfoques teóricos

asumieron la tarea de ofrecer una lectura de la literatura venezolana.

Los tiempos obligan, y quizás pronto seamos testigos de la publicación de una historia de la

literatura venezolana desde un enfoque de la teoría de los polisistemas o de la historia

cultural. Aproximaciones desde el ámbito de la literatura hispanoamericana ya han señalado

el camino, como el trabajo propuesto por Paul Alexandru Georgescu, quien en 1989

publicó su Nueva visión sistémica de la narrativa hispanoamericana o el ya mencionado

Nación y literatura: itinerarios de la palabra escrita en la cultura venezolana, del 2006.

Como vimos en estas páginas, pensar las historias literarias radica en problematizar las

nociones de literatura y el tipo de periodización a implementar, para lograr explicar así el

“cómo” y el “por qué” de los cambios literarios. La tarea por venir está en:

Habilitar otro concepto de ‘literatura nacional’, que permita restablecer el carácter múltiple de las tradiciones y sistemas literarios en una literatura. Una historia literaria nacional que gane para sí la categoría de la pluralidad, es la condición básica para superar la imagen de falsa unidad homogénea de las historias literarias. (González Stephan, 1985: 73).

La suerte está echada...

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