la balada del caballo blanco y lepanto: entre chesterton y borges

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La Balada del Caballo Blanco y Lepanto: entre Chesterton y Borges Por Eduardo B. M. Allegri Es común que las conferencias sean el lugar elegido por los conferenciantes para dar cuenta de aquello que uno no ha hecho, o lo que es parecido si no lo mismo, para postular lo que uno piensa que debería hacerse con un tema, un autor o una obra. No será ésta la excepción: la única presunta originalidad es que lo diré al principio y no al pasar, como suele hacerse. Por fuerza, este trabajo que expondré está sumamente incompleto y para decirlo con las palabras típicas en estos casos: no hay espacio ahora para un desarrollo íntegro de lo que el asunto demandaría. Pero, en este caso, creo que hay un fundamento en la realidad que mueve a postergar las conclusiones definitivas. Porque, como espero se verá, hay misterio en la amistad intelectual que Jorge Luis Borges mantuvo a lo largo de más de 70 años con su admirado tanto como incomprendido Gilbert K. Chesterton. Vayamos al asunto incompleto y, al menos, pensemos juntos algunas líneas. * * * 1911 no fue un año especialmente notable en el mundo. Otras cifras tienen el aura del recuerdo perdurable -1810, 1914, 1945, 2000-, mientras que 1911 muestra aspiraciones más módicas y pasa como en silencio. El emblemático hundimiento del Titanic, por ejemplo, ocurrió en abril de 1912, pero pocos saben que se botó en mayo de 1911. 1

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Page 1: La Balada del Caballo Blanco y Lepanto: entre Chesterton y Borges

La Balada del Caballo Blanco y Lepanto: entre Chesterton y Borges

Por Eduardo B. M. Allegri

Es común que las conferencias sean el lugar elegido por los conferenciantes para dar cuenta de aquello que uno no ha hecho, o lo que es parecido si no lo mismo, para postular lo que uno piensa que debería hacerse con un tema, un autor o una obra. No será ésta la excepción: la única presunta originalidad es que lo diré al principio y no al pasar, como suele hacerse. Por fuerza, este trabajo que expondré está sumamente incompleto y para decirlo con las palabras típicas en estos casos: no hay espacio ahora para un desarrollo íntegro de lo que el asunto demandaría.

Pero, en este caso, creo que hay un fundamento en la realidad que mueve a postergar las conclusiones definitivas. Porque, como espero se verá, hay misterio en la amistad intelectual que Jorge Luis Borges mantuvo a lo largo de más de 70 años con su admirado tanto como incomprendido Gilbert K. Chesterton.

Vayamos al asunto incompleto y, al menos, pensemos juntos algunas líneas.

* * *

1911 no fue un año especialmente notable en el mundo. Otras cifras tienen el aura del recuerdo perdurable -1810, 1914, 1945, 2000-, mientras que 1911 muestra aspiraciones más módicas y pasa como en silencio.

El emblemático hundimiento del Titanic, por ejemplo, ocurrió en abril de 1912, pero pocos saben que se botó en mayo de 1911.

En 1911 se corrieron por primera vez las 500 millas de Indianápolis, coronan a Jorge V en Inglaterra y Roald Amundsen llega al Polo Sur.

Mientras en Hollywood nace el primer estudio cinematográfico –curiosamente, el Nestor Studio-, en la Argentina, más modestamente, nacen los clubes Almagro y Nueva Chicago.

Y así como en 1911 se van de este mundo Florentino Ameghino, Emilio Salgari, Joan Maragall (exquisito poeta catalán), Joseph Pulitzer o Gustav Mahler, llegan a este valle de lágrimas Ronald Reagan, Juan Manuel Fangio, Cantinflas, Nino Rota, Ernesto Sábato, Odisseas Elytis o Joe Rosenthal, el fotógrafo de la foto de los soldados estadounidenses levantando la bandera en Iwo Jima.

* * *

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Borges, por esos años, vivía con sus padres y su hermana menor en la calle Serrano al 2100 y era un niño con anteojos, muy lector, empecinadamente bilingüe y nada deportista, que más o menos sufría desde hacía 2 años en una escuela pública del barrio de Palermo Viejo, su rara distinción de incipiente erudito y ya escritor. Una erudición difícil de compartir y hacer valer en un barrio de malevos y orilleros1.

Apenas unos años después, durante su permanencia en Ginebra entre 1914 y 1919 y mientras estudiaba en el liceo de Calvino, leyó a Chesterton.

Era muy chico todavía para cuando el autor inglés fue introducido en la Argentina, tanto con las primeras traducciones de Benjamín Bourse para la revista de los jesuitas, como en las ediciones en inglés que ya se leían en el país para 1910.

Pero precisamente el 1911 que nos convoca en esta instancia es, principalmente, el 1911 de la vida de Gilbert K. Chesterton. Y más concretamente el 1911 de su obra.

A diferencia de lo que nos dicen las efemérides, éste fue para Chesterton un año singular, no sólo para darnos ocasión a este nuestro homenaje a dos de sus obras más conocidas, cada cual en su género: La balada del Caballo Blanco y La Inocencia del Padre Brown.

Hay que decir ahora que 1911 es el año en el que compuso y publicó un poema también célebre: Lepanto2, en homenaje no solamente a la decisiva batalla de la Cristiandad contra el Turco, sino específicamente a don Juan de Austria, el artífice de esta victoria de tantas consecuencias para Europa3.

Algunas otras circunstancias deberían sumarse a estas tres para poder mirar con más atención el significado de estas celebraciones y centenarios. Incluso con la incorporación del escritor argentino.

Por lo pronto, hay que dejar dicho que la muerte los ha unido al asignarles el mismo día para su paso de este mundo: un mismo 14 de junio con 50 años de diferencia. Chesterton murió en 1936 y Borges en 1986. De este modo, el 25° aniversario de la muerte del argentino es el 75° de la del inglés.

Para Chesterton, este año de 1911 tendrá también importancia espiritual.

1 Según relata, no sin ironía, el propio Borges: "Su pedagogía fue deletérea o inútil, porque al ingresar yo en 1909, al cuarto grado de la escuela primaria, descubrí con temor que no me podía entender con mis condiscípulos. Carecía del léxico más común: biaba, biaba caldosa, otario, piña, muy de la garganta, ganchudo, faso, meneguina, batir. Las obscenidades de primera necesidad también no faltaban. Las estudié y pronto me curé del contrario error pedantesco de menudearlas mucho”. Borges, J. L. 1931. ¿Recuerda usted quién le enseñó las primeras letras? Diario La Razón, Buenos Aires, 31 de agosto. Publicado en: Jorge Luis Borges, Textos Recobrados (1931-1955). Emecé. 2 Eye Witness, Oct. 12, 1911, 520-521, en Dale Ahlquist, Chesterton’s Scrapbook: A Look at G.K.’s Weekly http://distributistreview.com/mag/2010/06/chestertons-scrapbook-a-look-at-g-k-s-weekly/ (From a talk delivered at Christendom College, February 28, 2006, in celebration of the college’s acquisition of a rare complete set of G.K.’s Weekly 1925-1937.)3 Traducido por Jorge Luis Borges y publicado originalmente en el primer número de la revista Sol y Luna en noviembre de 1938.

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Nótese que el autor de Ortodoxia ingresó oficialmente en la Iglesia Católica en 1922. Pero ya en este 1911, once años antes, tenemos ante nosotros tres obras disonantes para la sociedad y la mentalidad inglesas, ya sea por el contenido de esos trabajos como por el carácter de sus protagonistas, por cierto que católicos los tres: el Padre Brown, Alfredo el Grande y Don Juan de Austria.

No debe extrañar, entonces, aquella famosa conversación que refiere quien fue el paradigma del sacerdote detective, el padre John O’Connor, cuando relata cómo Chesterton interrumpió una conversación entre ambos en el tren que los llevaba de un debate en Leeds a Ilkley, para abrirle sus preocupaciones acerca del asunto de su conversión, y de la demora que le imprimiría en atención a Frances, quien lo había llevado a la Cruz.

Dicho sea de paso, un detalle lateral que el padre O’Connor atestigua –y que podría haber hecho las delicias de Borges- es que Chesterton era un cuchillero devoto aunque amateur, pues llevó fielmente consigo durante casi 25 años una temible hoja que abierta medía unos 30 centímetros y de la que no se separaba, literalmente, ni para dormir con la consecuente zozobra de Frances, su mujer, que debía buscar el arma de este caballero entre las cobijas. El uso de semejante adminículo, a no dudar, era siempre míticamente pacífico, como cuando lo extrajo de entre sus ropas en medio de una conferencia en Dublín, para sacarle punta a un lápiz.

Lo cierto es que la amistad de O’Connor con Chesterton se extendió desde 1904 hasta 1936 y además de haberse hundido raigalmente en la vida de ambos, alcanzó a la propia Frances. Se profesaban un mutuo y enorme aprecio.

El sacerdote estuvo relacionado con al menos dos de las ideas del autor inglés que nos importan hoy: el Padre Brown y Lepanto. Por sus testimonios sabemos también cómo fue gestándose a lo largo de muchos años la obra sobre Alfredo el Grande, por lo menos desde 1907.

* * *

En un trazo tal vez demasiado suscinto, me gustaría subrayar en este punto la significación de estas tres obras. La circunstancia de que aparezcan unidas por el año y de que sean prácticamente contemporáneas –vieron la luz entre agosto y octubre de 1911- anima todavía más a postular alguna reflexión que las enhebra necesariamente.

Porque parece ser claro que en las tres obras están contenidos los asuntos principales que movían a Chesterton. Inglaterra es uno de ellos, la Cristiandad como cultura y civilización en todos sus aspectos –desde la ciencia hasta las costumbres, desde la guerra a las tabernas- es otro que corre parejo con el cristianismo como credo; finalmente, el hombre y en particular el hombre frente a su destino, en este mundo y en el otro.

Tres asuntos parejos en importancia para el autor de los que parece no haber dejado de hablar nunca –desde el principio hasta después del fin- en centenares de obras, sin que importe la clasificación técnica de su género o especie literaria. Poemas serios o chuscos, cuentos y relatos, novelas, digresiones, ensayos, alocuciones, debates.

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Chesterton era hombre de inventiva y creatividad sorprendente, de temible habilidad dialéctica y retórica, dotado de recursos literarios frescos y ágiles, de poderosa racionalidad, de ingenio sabroso para inventar tramas o metáforas.

Pero Chesterton era hombre de pocos temas, pues, más allá de que su paleta podía aplicarse a infinidad de asuntos, desde el periodismo a la teología, desde los más triviales a los más sesudos o graves, la dirección de su mirada era siempre la misma. Siempre miraba y buscaba la misma cosa en todas las cosas.

Me gustaría recordar una vez más aquí aquello que sostenía el padre Castellani acerca de él. Según el sacerdote, a quien el escritor Edgardo Cozarinsky llamó ‘el Chesterton argentino’, Dios le había dado a Chesterton la misión de explicarles todo entero y nuevamente el Credo a los ingleses. Chesterton, entretanto, y maravillado ante la existencia, no había pasado nunca de la primera proposición: Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible…

En La Balada del Caballo Blanco4, el destino de Inglaterra se asocia al destino de la Cristiandad con el eje del enfrentamiento entre el cristianismo de Alfredo y sus aliados, ante el paganismo normando y vikingo de Guthrum y sus barones. Mantener sin maleza el trazado de la figura emblemática significa precisamente la vigencia y la vitalidad de una fe y una cultura trazada a partir de ella y con ella en sus raíces. A la vez, todo el poema está puesto a los pies de dos figuras femeninas: Frances, su mujer; y la Virgen, su Señora. Una, de quien dijo que lo había llevado hasta la Cruz y que su mirada era un hogar ambulante para él, ambas en la clave misma de su alegría personal.

Y pensé, “Iré contigo,Como el hombre con Dios ha ido,Y erraré con una estrella errante,El corazón errante de las cosas que son,La cruz ardiente de amor y guerraQue como tú misma, sigue adelante.”

Oh! sigue hacia adelante; donde tú estésRisas y honor habrá,Más allá de los bosques color púrpura y la espuma perlada,El pabellón alado de Dios, libre para andar por él,Tu rostro, que un hogar errante es,Un hogar volante para mí.

Echa a andar por las silenciosas tierras sísmicas,Amplias como es amplia una planicie,A través de estos días cual desiertos, cuandoEl orgullo y una pequeña pluma rascadora,Han secado y partido los corazones de los hombres,Corazón de los héroes, echa a andar.

Hacia arriba a través de una casa de estrellas vacía,Siendo, corazón, lo que eres,Arriba de los inhumanos precipicios del espacio

4 Utilizo aquí, algo libremente, la primera traducción al castellano de La Balada del Caballo Blanco, realizada por el Lic. J. Marcos Pérez Rabasa y presentada en el marco de la Va. Jornada Internacional Chestertoniana.

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Como sobre una escalera ve en gracia,Portando la luz de la lumbre en tu caraMás allá de la más solitaria estrella.

Recibe estos versos; en memoria de la horaEn que vagamos por el espacio, desde el hogar,Y vimos las pintorescas aldeas, entonadas por el humo, Con reyes del Oeste y santos del Oeste,Y vimos apagarse la gloria occidentalA lo largo del camino a Frome.5

La Otra mujer, es quien le advierte –y le recuerda- al rey Alfredo que los hijos de la Cruz, los que son de Cristo, no tienen morada segura ni la buscan, clave paradojal de su alegría tanto histórica como trascendente.

“Madre de Dios”, dijo el peregrino,“No soy más que un rey simple y llano,Para pedir, cual podrían pedir los santos,Ver secretos escondidos.”

“Las puertas del cielo son puertas terribles,Peores son que las puertas infernales;No atravesaría yo los vedados esplendores,Ni buscaría su misterio conocer,Pues es bueno en demasía para ser contado.”

“Pero para este mundo lleno de pena,Esta pequeña tierra que conozco:Si aquello que es, para siempre es. ¿O estallarán nuestros corazones de dicha,Viendo al extranjero marcharse?”

“Cuando nuestro último arco sea quebrado, reina,Y nuestra última jabalina arrojada,Bajo algún atardecer triste y verde,Sosteniendo en alto una cruz arruinada,Bajo el césped cálido al occidente, echados a descansar,¿Volveremos por fin a nuestro hogar?”

Y vino una voz humana pero elevada,Como una casita sostenida en suspensión Entre las nubes; o un siervo de barraca y pequeño campoQue se sienta, como siempre, al fuego de su rancho, Pero oye, arriba, sobre el viejo y sencillo techado,A un campanario prorrumpir en canción.

“Las puertas del cielo están ligeramente entornadas,Nosotros no guardamos nuestras ganancias,El peor final puede fácilmenteVenir silenciosa y repentinamenteSobre mí en un camino.”

5 En el condado de Somerset, al sudoeste de Inglaterra.

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“Y cualquier pequeña doncella que caminaConsagrada en pensamientos rectos,Puede vencer la guardia de los Tres ReyesY ver las queridas y terribles cosasQue guardé yo en mi corazón.”

“El más vil de los hombres, caído en los campos grises,Detrás de la puesta del sol,Oyó entre una estrella y la otra,A través de la puerta entreabierta de la oscuridad que cayó,El concilio, más antiguo que las cosas que son,La conversación de quién es Tres en Uno.”

“Las puertas del cielo están ligeramente entornadas,Nosotros no guardamos nuestro oro,Pueden los hombres echar raíces donde los mundos comienzan,O leer el nombre del pecado innombrable, Pero si vence o si fallaA ningún buen hombre se le dice.”

“Los hombres del Este pueden predecir las estrellas,Y los tiempos y los triunfos señalar,Mas los hombres sellados por la cruz de CristoVan alegremente en la oscuridad.”

“Los hombres del Este pueden examinar los rollosPara asegurar destinos y fama,Mas los hombres que beben la sangre de DiosVan cantando hacia su ignominia.”

“Los hombres sabios conocen qué perversidadesEstán escritas en el firmamento,Adornan tristes lámparas, tocan tristes cuerdas,Oyendo las pesadas alas color púrpura,Donde los olvidados reyes seráficosAún traman como morirá Dios.”

“Los hombres sabios conocen todas las maldadesBajo los retorcidos árboles,Donde el perverso, en placeres languidece,Y los hombres están hastiados del vino verde,Y enfermos de mares carmesí.”

“Pero tú y toda la grey de CristoSon ignorantes y arrojados,Y tú tienes guerras que con dificultad ganasY almas que con dificultad salvas.”

“Nada te digo para tu consuelo,Sí, nada para tu deseo,Evita que los cielos se oscurezcan más aúnY que el mar suba más alto.”

“Será la noche tres veces noche sobre ti,Y el cielo, una cubierta de hierro.

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¿Tienes gozo sin ninguna causa,Sí, fe sin ninguna esperanza?”

En Lepanto, mientras tanto, el Alfredo intrépido y glorioso se llamará esta vez don Juan de Austria, pero las circunstancias no han cambiado y la finalidad del combate permanece la misma, aunque muden los adversarios. Si bien ya no se trata del destino de Inglaterra, sí se juega la suerte de la Cristiandad y en algo también la suerte histórica del Cristianismo en Europa. Y nuevamente un hombre deberá tomar el estandarte de sus flaquezas y debilidades, casi a oscuras sí pero con pareja alegría en ambos asuntos, y así, con esa armadura de debilidad y esperanza, enfrentar aquello que lo amenaza todo y que podría hacerlo entristecer para siempre. El Cristianismo, en el corazón y en la cabeza de Chesterton, es la garantía no solamente de la vida feliz más allá de la muerte, sino de la felicidad intramundana, incluyendo aquella alegría que portan los paganos y que, según nos ha dicho en Ortodoxia6, está en mejores manos que las suyas cuando la resguarda el propio Cristianismo.

Tal vez, y para ser enteramente justos con la mirada chestertoniana, hay que enfatizar que no vale cualquier versión del Cristianismo, sino que se requiere del Cristianismo que tenga las señas del Cristianismo de Alfredo y de Don Juan –y del insigne P. Brown- para que la empresa no se corrompa en lo que tiene de íntimamente cristiano, aunque resulte una derrota mundana.

Dos hombres a su vez, unidos por episodios que los caracterizan y los nimban de un halo de aventura y arrojo que era la especie de la alegría que Chesterton particularmente prefería, como lo muestran tantos de sus personajes desmesurados: McIan, Auberon Quinn, Inocencio Smith, Gabriel Gale.

El caso es que tanto Alfredo primero como don Juan después dieron muestras de lo mismo en su juventud. Nos dicen las crónicas que Alfredo con 21 años combatía bajo el mando del rey su hermano, el pío Etelredo. La batalla –que sería la de Ashdown, en 871, también contra los daneses- se demoraba mientras el rey terminaba sus oraciones y aguardaba más tropas para enfrentar a los daneses que eran más numerosos. Impaciente, Alfredo no quiso esperarlo y lanzó una furiosa carga que le dio la victoria. Algo parecido, en otras circunstancias, pasará en la batalla bajo la insignia del Caballo Blanco. Una batalla de los menos contra los más.

En Lepanto, don Juan hizo otro tanto. Tenía 24 fogosos años y comandaba la armada cristiana secundado por expertos generales que deliberaban en la nave capitana sobre el momento oportuno para entrar en combate. Recorriendo las galeras, don Juan enardecía mientras tanto a los hombres quienes casi por aclamación decidieron el ataque. Ya lo había hecho unos años antes también, mientras su hermanastro Felipe refrenaba los ímpetus del joven príncipe, como Etelredo frenaba los de Alfredo.

Hasta allí, en la batalla de Ethandune bajo la insignia del Caballo Blanco y en la de Lepanto bajo la insignia del Rosario, estuvimos en el espeluznante y fascinante mundo de la épica que tensa a los hombres en los límites de sus convicciones, tanto como en los de su coraje.

6 Ver Nota 17.

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Pero si damos vuelta la mirada a un mundo más parecido al nuestro, con el Padre Brown puede ser que hayamos cambiado de ámbito, aunque no de asunto principal.

Porque otra batalla le es dada al hombre en el medio de las cosas de este mundo: la batalla contra sí mismo. No se trata de grandes movimientos de ideas, no se trata de invasiones o de corrientes históricas, no se trata de batallas o heroicidades. Ahora estamos en presencia de la interioridad y de la búsqueda de la verdad y de su última –y primera- manifestación: Dios mismo.

Chesterton concibió esta relación entre el hombre y Dios como una trama dramática, asociada en términos literarios a una historia de misterios y detectives. No solamente a través de laberintos y perversidades del corazón, también con la guía de un hilo invisible con el que Dios jamás nos pierde de vista por mucho que ese hilo se extienda y se aleje de su fuente.

Que la figura central sea un sacerdote que devela crímenes y endereza entuertos, y que no quiera condenar sino ayudar a redimir, es más que un alarde de inventiva. Podría aplaudirse el rasgo hasta humorístico de buscar entre los posibles sabuesos y elegir una figura retrógrada y anodina, poco sabrosa, sin glamour, y ponerlo en el papel excéntrico de un pesquisa policial.

Sí, podría aplaudirse así eso si ése fuera el caso. Y no creo que lo sea. Chesterton, entiendo, llevó las cuestiones de comisaría a un nivel distinto, más alto y más hondo.

* * *

Véase como se quisiere, parecería no haber un esquema más opuesto al talante borgeano. Y quizá esa pesquisa de la razón de las afinidades entre uno y otro es un misterio digno de ambos.

Lo que no es secreto en modo alguno es la casi devoción que Borges le profesaba al autor de la saga del Padre Brown. Y en este punto habrá que detenerse apenas un momento.

Borges, como se ha dicho, conoció la obra de Chesterton en su adolescencia. Hay que advertir que, a diferencia de muchos, conocía la prosa del inglés tanto como su poesía, algo infrecuente entre los seguidores de Chesterton. Y ambas en su lengua original, claro.

Ciertamente que lo había leído con fruición. Le era suscitante e inspirador en más de una línea. Le era conmovedor también, y hasta físicamente conmovedor como ha repetido varias veces, especialmente en la poesía y en particular en los ejemplos épicos o heroicos.

Desde los estudios de Enrique Anderson Imbert7, Umberto Eco y más recientemente por caso uno de Marta S. Domínguez8, de la UN del Sur, parece acreditado que –no ya del

7 Enrique Anderson Imbert: Chesterton en Borges, en: Anales de Literatura Hispanoamericana, vol. 2/3, 1973/1974, Universidad Complutense de Madrid; pp. 469-494.8 Marta Susana Domínguez: Chesterton en Biorges, en: Revista de Literaturas Modernas /35, enero de 1975, Universidad Nacional de Cuyo, pp.83-108.

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espíritu e intención de los relatos- poco o nada tomó Borges de las tramas policiales o de misterios que inventó Chesterton. También Manuel Guerrero Cabrera trae a este respecto, entre otros testimonios, el de Gillian Gayton9 y sus conocidos trabajos sobre este asunto. Quizá Borges tomara algo más de lo que técnicamente se llama motivos o ámbitos, como ambientes cerrados, laberintos o espejos.

Con todo, y sin duda alguna, fue extensa e intensa la lectura de Chesterton que Borges hizo y que le permitió ver y entrever los mecanismos narrativos del autor inglés. Si bien Borges no tiene ningún texto orgánico sobre los relatos policiales, más allá de artículos o conferencias (y el ejercicio mismo de narrador de historias tales), sí había formado un corpus de ideas y teorías al respecto, pues conocía muy bien a los autores del género policial y no solamente los había leído sino pensado. Se ha observado también que en los Seis problemas para Isidro Parodi, escritos en colaboración con Adolfo Bioy Casares, los autores intentaron escribir al modo de Chesterton cuentos serios, pero el humor y la parodia parece haber ganado la cuerda y avanzado más allá de la estricta configuración de una trama misteriosa. Los autores así lo declaran, además.

Sin embargo, como también se ha dicho al estudiar en paralelo a ambos autores y obras, el carácter de este investigador peculiar que fue Isidro Parodi lo asocia en algunos puntos a la figura del propio Padre Brown, quizá más que a ninguna otra de las emblemáticas en el género.

No obstante ello, Umberto Eco tal vez haya apuntado bien una nota al definir en Borges “le mecanisme de la conjecture dans un universe spinozien malade”10. Y allí puede haber una clave que permita distinguir a Brown de Parodi. Y a Borges de Chesterton.

Como quiera que fuere, es precisamente en este punto de la visión del mundo en el que Borges y Chesterton siguen caminos diversos, que no proceden necesariamente de puntos distintos pero que sí se encaminan a destinos diferentes.

* * *

Tres cosas vio Borges en Chesterton y una intención:

Por una parte, la poderosa capacidad del autor inglés para poner el idioma y sus posibilidades brillantes al servicio de la actividad racional. La expresión chestertoniana es el reflejo de una mirada que a unos y otros, seguidores y detractores, siempre les ha resultado atrapante.

Por otro lado, Borges degustó la paleta expresiva de Chesterton como un fin en sí mismo, diríamos. El juego literario chestertoniano lo fascinaba. Su capacidad de colorear y trazar la obra, no importa cuál fuera el asunto. Esa cualidad pictórica, Borges pudo apreciarla y celebrarla en toda la obra del inglés, incluso en aquella con la que menos afinidad doctrinaria podía tener.

9 Manuel Guerrero Cabrera: Chesterton en “La muerte y la brújula” de Borges, Isagogé, 3, 2006: «Este aspecto de la obra borgeana, señalado repetidas veces por el mismo autor, ha sido menospreciado por los críticos anglófonos» (tomado de Gillian Gayton: Jorge Luis Borges y G. K. Chesterton, en A. M. Gordon y E. Rugg , dir.: Actas del VI Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, 1977, pp. 312). Guerrero Cabrera agrega, refiriéndose a Gayton: Completa esta aportación con una nota donde señala los siguientes nombres: George Steiner, Ronald J. Christ, John Updike y Martin S. Stabb. 10 Umberto Eco: L’abduction en Uqbar. En: Poétique, 67, Paris, Seuil, septiembre de 1986, p. 259.

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Finalmente, Borges entendió que junto a estas características hijas de la facundia de Chesterton, tenía enhebradas otras menos brillantes, de apariencia más sombría y hasta espeluznante. En este caso, Borges se distingue de la mayoría de los lectores de Chesterton (incluso de lectores más afines al inglés), y, por proyección de su propia perspectiva o por afinidad inicial con una parte del mundo chestertoniano, destaca los aspectos monstruosos, desproporcionados, laberínticos, como parte del cuadro completo. Sabe, de algún modo, que Chesterton conoce el lado oscuro de las cosas. La comprensión profunda de este aspecto crucial en la obra de Chesterton por parte de Borges, es otro asunto. Y no uno cualquiera porque, precisamente, allí radica uno de los misterios casi insondables: el afecto y el respeto que el argentino tenía por el inglés.

Borges subrayó desde muy temprano las notas de Chesterton y mantuvo su juicio a lo largo de toda su vida. Pero también dejó dicho que lamentaba que Chesterton hubiera puesto toda esa potencia literaria y racional al servicio de una causa que a Borges le resultaba desdichada11.

En la nota que despide a Chesterton y que publicó en el número 22 de la Revista Sur, apenas un mes después de su muerte, Borges señala, hablando de la poesía chestertoniana:

Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre. Esa intuición elemental, ese arrebato duradero de asombro (y de gratitud) informa todos los poemas de Chesterton. Su error (si es que lo tienen) es el haber sido planeados cada uno con esplendor, pero se nota demasiado en ellos el argumento.

(…)

Creo, sin embargo, que Lepanto es una de las páginas de hoy que las generaciones del futuro no dejarán morir. Una parte de vanidad suele incomodar en las odas heroicas; esta celebración inglesa de una victoria de los tercios de España y de la artillería de Italia no corre este peligro. Su música, su felicidad, su mitología, son admirables. Es una página que conmueve físicamente, como la cercanía del mar.

Dos años después, en 1938, Borges publicará en el número 1 de la revista Sol y Luna, su famosa traducción de este poema, una de las cuatro que existen vertidas al español.

Algún tiempo después, en su Introducción a la Literatura Inglesa12, volvió sobre algunos de estos puntos.

GILBERT KEITH CHESTERTON (1874-1936) fue no sólo el creador del Padre Brown y un elocuente defensor de la fe católica, sino un ensayista, un autor de admirables

11 Señala a este respecto Manuel Guerrero Cabrera (ver Nota 9): “Junto con Poe, otro autor de la narrativa de carácter policial que ha influido en el autor argentino es Chesterton. Seguramente, mucho más que ningún otro. De él ha dicho Borges que «Lo cierto es que Chesterton es un gran poeta, con un lenguaje rico y lleno de vida… Y como cuentista es aún más extraordinario», así como que lo admite por ser «un católico liberal», «un creyente que no toma su fe por un método sociológico». Señaló E. A. Imbert que a Borges «la apología del catolicismo que Chesterton emprende le resulta tolerable sólo porque es absurda, ilógica, inverosímil, fabuladora». No obstante, aunque no comparta su teología, confiesa que le ha deparado muchas horas felices.”12 Escrita en colaboración con María Esther Vázquez y publicada en la Biblioteca Borges de Alianza Editorial, 1999, 110 pp.

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biografías, un historiador y un poeta. Estudió dibujo y pintura y llegó a ilustrar algunos de los libros de su amigo Hilaire Belloc. Luego se consagró a la literatura, pero hay en sus libros mucho de pictórico. Sus personajes entran en escena como actores, sus vívidos e irreales paisajes perduran en nuestra memoria. Chesterton vivió los años que melancólicamente se denominaban fin de siglo; en un poema dedicado a Edmund Bentley declara: "El mundo era en verdad muy viejo cuando nosotros erámos jóvenes". De ese obligado abatimiento inicial lo salvaron Whitman y Stevenson. Algo quedó en él, sin embargo, que propendía a lo horrible; la más famosa de sus novelas, El hombre que fue Jueves, se subtitula Pesadilla. Hubiera podido ser un Edgar Allan Poe o un Kafka; prefirió -debemos agradecérselo- ser Chesterton. En 1911 publicó un poema épico, La balada del caballo blanco, sobre las guerras de Alfredo el Grande con los daneses; ahí hallamos la extraordinaria comparación: "Mármol como luz de luna maciza, oro como un fuego congelado". Otro poema define así la noche: "Una nube mayor que el mundo y un monstruo hecho de ojos". No menos admirable es su Balada de Lepanto; en la última estrofa el capitán Cervantes envaina la espada y sonríe pensando en un caballero que recorre los infinitos caminos de Castilla. Su obra más famosa la constituyen los cuentos del Padre Brown. Cada uno de ellos sugiere un hecho fantástico, que luego se resuelve racionalmente. En el siglo XVIII, la paradoja y el ingenio habían sido empleados contra la religión; Chesterton los usó para su defensa. Su apología de la fe cristiana, Ortodoxia (1908), ha sido admirablemente vertida al español por Alfonso Reyes. En 1922 pasó de la iglesia anglicana al catolicismo. Entre sus estudios críticos citaremos a los dedicados a San Francisco, a Santo Tomás, a Chaucer, a Blake, a Dickens, a Browning, a Stevenson y a Bernard Shaw. Escribió asimismo una espléndida historia universal, cuyo título es El hombre eterno. Bajo sus bromas había una profunda sabiduría. Su corpulencia era famosa; se cuenta que en un ómnibus ofreció su asiento a tres damas. Chesterton, el escritor más popular de su tiempo, es una de las figuras más simpáticas de la literatura.

Hacia el fin de sus días, en los Diálogos13 recogidos por Osvaldo Ferrari, Borges vuelve a mencionar como felices las mismas metáforas de la Balada. Y vuelve a quejarse del cristianismo que empuja la fuerza literaria de Chesterton. En esa ocasión, Borges le atribuye estas notas a Hilaire Belloc, a quien califica de fanático católico, mientras que exonera a Chesterton de ese talante y le atribuye la tolerancia:

Ahora, yo creo que Belloc ejerció una mala linfluencia sobre Chesterton; Belloc era un hombre inteligente pero fácilmente fanático, y, en cambio, la mente de Chesterton era una mente sumamente generosa; él hubiera sido tolerante. Pero el otro lo empujaba hacia el fanatismo, y ha llevado a que se lo lea a Chesterton en función de sus opiniones. Y en el caso de Chesterton, tenemos a un hombre de genio, y… reducirlo a un católico es una injusticia… Recuerdo que Bernard Shaw decía que la Iglesia Católica, el Vaticano, era como un barquito que zozobraba cuando entraba Chesterton, que era enorme.

Tal vez sea éste el lugar adecuado para recordar uno de los últimos poemas de Borges, de temática religiosa, que lleva fecha en Kyoto, 1984, publicado en 1985 en Los conjurados y que se titula Cristo en la Cruz:

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.Los tres maderos son de igual altura. Cristo no está en el medio. Es el tercero. La negra barba pende sobre el pecho. El rostro no es el rostro de las láminas.

13 Jorge Luis Borges – Osvaldo Ferrari: En Diálogo II, Edición definitiva; Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005, pp 100-104.

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Es áspero y judío. No lo veoy seguiré buscándolo hasta el díaúltimo de mis pasos por la tierra. El hombre quebrantado sufre y calla. La corona de espinas lo lastima. No lo alcanza la befa de la plebeque ha visto su agonía tantas veces. La suya o la de otro. Da lo mismo. Cristo en la cruz. Desordenadamentepiensa en el reino que tal vez lo espera, piensa en una mujer que no fue suya. No le está dado ver la teología, la indescifrable Trinidad, los gnósticos, las catedrales, la navaja de Occam, la púrpura, la mitra, la liturgia, la conversión de Guthrum por la espada, la inquisición, la sangre de los mártires, las atroces Cruzadas, Juana de Arco, el Vaticano que bendice ejércitos. Sabe que no es un dios y que es un hombreque muere con el día. No le importa. Le importa el duro hierro con los clavos. No es un romano. No es un griego. Gime. Nos ha dejado espléndidas metáforasy una doctrina del perdón que puede anular el pasado. (Esa sentenciala escribió un irlandés en una cárcel.) El alma busca el fin, apresurada. Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto. Anda una mosca por la carne quieta. ¿De qué puede servirme que aquel hombrehaya sufrido, si yo sufro ahora?

Es mucho lo que permitiría anotar el texto, pero se vale por sí mismo para pintar la visión de Borges respecto de esos tres asuntos chestertonianos que apuntamos más arriba, y más específicamente de los dos últimos. Vale señalar a la vez, la mención de

la conversión de Guthrum por la espada,

que supone a mi entender un juicio lateralmente valorativo de la gesta de Alfredo: pero de la gesta que verdaderamente le importaba a Chesterton, que no era tanto el triunfo en Ethandune sino precisamente la conversión de Guthrum y de los daneses con él. Evidentemente, y en el contexto además, la opinión de Borges sobre esa gesta y otros aspectos del Cristianismo y la Cristiandad, no era favorable, lo que es consistente con su postura.

* * *

Algunos ejemplos más hay que poner aquí de las distancias y proximidades entre ambos.

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Borges escribió varias veces sobre la patria, sobre la Argentina. Su visión lírica de nuestro país tenía vetas perfectamente discernibles y propias de su idiosincrasia y sus perspectivas históricas y hasta ideológicas.

Aunque no son muy difundidas, existen dos Odas borgeanas escritas en ocasión de los 150 años de la Revolución de Mayo una, y el mismo aniversario de la Independencia la otra, en 1960 y 1966, respectivamente.14

Por más que estén casi completamente fuera de los temas que gustaba tratar Borges, tienen el inconfundible sabor de las obras líricas del argentino y sus lugares y tópicos y los rastros de su dictum. Pero no son épicas y no tienen largo aliento. En un orden más

14 Oda (1960)

El claro azar o las secretas leyesque rigen este sueño, mi destino,quieren, oh necesaria y dulce patriaque no sin gloria y sin oprobio abarcasciento cincuenta laboriosos años,que yo, la gota, hable contigo, el río,que yo el instante, hable contigo, el tiempo,y que el íntimo diálogo recurra,como es de uso, a los ritos y a la sombraque aman los dioses y al pudor del verso.

Patria yo te he sentido en los ruinososocasos de los vastos arrabalesy en esa flor de cardo que el pamperotrae al zaguán y en la paciente lluviay en las lentas costumbres de los astrosy en la mano que templa una guitarray en la gravitación de la llanuraque desde lejos nuestra sangre sientecomo el britano el mar y en los piadosossímbolos y jarrones de una bóveday en el rendido amor de los jazminesy en la plata de un marco y en el suaveroce de la caoba silenciosay en sabores de carnes y de frutasy en la bandera casi azul y blancade un cuartel y en historias desganadasde cuchillo y de esquina y en las tardesiguales que se apagan y nos dejany en la vaga memoria complacidade patios con esclavos que llevabanel nombre de sus amos y en las pobreshojas de aquellos libros para ciegosque el fuego disperso y en la caídade las épicas lluvias de setiembreque nadie olvidará, pero estas cosasson apenas tus modos y tus símbolos.

Eres más que tu largo territorioy que los días de tu largo tiempo,eres más que la suma inconcebiblede tus generaciones. No sabemoscómo eres para Dios en el vivienteseno de los eternos arquetipos,pero por ese rostro vislumbrado

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subjetivo, el tono de la Oda escrita en 1966, más allá de sus afirmaciones que podrían considerarse en otro plano, es más conmovedor que el talante más lejano y retórico de la primera.

* * *

En un orden más universal de asuntos, hay una curiosa convergencia de temas y miradas entre los autores que estamos contemplando

vivimos y morimos y anhelamos,oh inseparable y misteriosa patria.

Oda escrita en 1966

Nadie es la patria. Ni siquiera el jineteque, alto en el alba de una plaza desierta,rige un corcel de bronce por el tiempo,ni los otros que miran desde el mármol,ni los que prodigaron su bélica cenizapor los campos de Américao dejaron un verso o una hazañao la memoria de una vida cabalen el justo ejercicio de los días.Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempocargado de batallas, de espadas y de éxodosy de la lenta población de regionesque lindan con la aurora y el ocaso,y de rostros que van envejeciendoen los espejos que se empañany de sufridas agonías anónimasque duran hasta el albay de la telaraña de la lluviasobre negros jardines.

La patria, amigos, es un acto perpetuocomo el perpetuo mundo. (Si el EternoEspectador dejara de soñarnosun solo instante, nos fulminaría,blanco y brusco relámpago, Su olvido.)Nadie es la patria, pero todos debemosser dignos del antiguo juramentoque prestaron aquellos caballerosde ser lo que ignoraban, argentinos,de ser lo que serían por el hechode haber jurado en esa vieja casa.Somos el porvenir de esos varones,la justificación de aquellos muertos;nuestro deber es la gloriosa cargaque a nuestra sombra legan esas sombrasque debemos salvar.Nadie es la patria, pero todos lo somos.Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,ese límpido fuego misterioso.

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En su obra de 1911, G. K. Chesterton pone en escena a Mark, el italiano, el romano, imaginado como un aliado de Alfredo el Grande junto con un sajón y un celta. A él le hace decir antes de la batalla de Ethandune contra Guthrum el danés, en la primavera de 878:

Lift not my head from bloody ground,Bear not my body home,For all the earth is Roman earthAnd I shall die in Rome.

No alcen mi cabeza del suelo sangriento,no carguen mi cuerpo hasta mi hogar:pues toda la tierra es tierra romanay en Roma moriré.

La estrofa, por supuesto, está en La balada del Caballo Blanco (V, 148-151).

Pasaron apenas 100 años desde entonces a hoy y tal vez en tiempos de Chesterton eso dicho sonaría distinto, todavía, y ya no dice lo mismo; aunque, también es verdad, la frase imaginada por el autor correspondía a un hombre del siglo IX, mil años atrás. Creo, con todo, que Chesterton pensaba esa Roma, a la que allí alude, en continuidad con la Cristiandad y la sentía viva y vivificante.

Veamos ahora la contraparte.

En la edición del 16 de septiembre de 1982 del diario Clarín, Jorge Luis Borges publicó un breve artículo, Hoy:

Hasta el movimiento romántico, que se inició, tal es mi opinión, en Escocia, al promediar el siglo dieciocho y que se difundió después por el mundo, Virgilio era el poeta por excelencia. Para mí, en 1982, es casi el arquetipo. Voltaire pudo escribir que si Homero había hecho a Virgilio, Virgilio es lo que le había salido mejor. En la inconclusa Eneida se conjugan, según se sabe, la Odisea y la Ilíada. Es decir, la vasta respiración de la épica y el breve verso inolvidable. En la cuarta Geórgica leemos: "in tenui labor". Más allá del contexto y de su interpretación literal, esas tres palabras bien pueden ser una cifra del delicado Virgilio. Cada tenue línea ha sido labrada. Recuerdo ahora:

Adgnosco veteris vestigia fiammae.

Dante, cuyo nostálgico amor soñaría a Virgilio, la traduce famosamente:

Conosco i segni dell'antica fiamma. 15

15 El texto de Dante en el Purgatorio (XXX, 40-66) dice:

Tosto che ne la vista mi percossel’alta virtù che già m’avea trafittoprima ch’io fuor di püerizia fosse,volsimi a la sinistra col respittocol quale il fantolin corre a la mammaquando ha paura o quando elli è afflitto,per dicere a Virgilio: ‘Men che drammadi sangue m’è rimaso che non tremi:conosco i segni de l’antica fiamma’.

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Virgilio es Roma y todos los occidentales, ahora, somos romanos en el destierro.

Me parece en más de un sentido conmovedor el homenaje, así como la proximidad de estas palabras con las que cité arriba, salidas de la boca de Mark, el personaje de Chesterton en La Balada del Caballo Blanco.

Lateralmente, creo que también es pertinente preguntarse si, en nuestros días, esa Roma entera de Mark y esa Roma omnipresente de Borges acaso es todavía.

Tal vez el destierro del que habla Borges es ahora más vasto y el desarraigo ha llegado más hondo, sin que él pudiera sospechar siquiera de qué se trataba cuando lo dijo.

Ambos están mirando una Roma, pero no sé si la misma, aunque le atribuyan una potencia vital semejante, y aunque uno lo haga en sentido más literario y cultural y el otro apunte al alma entera del Occidente cristiano, que incluye en su mirada a su amada Inglaterra, ya no romana en sus días, para su pena.

Me viene a la mente súbitamente ahora un pasaje curioso de santo Tomás de Aquino, que trae el P. Leonardo Castellani en El Apokalypsis de san Juan (Excursus E-G):

Santo Tomás en su COMM. AD THESS., II, después de preguntarse: "El Imperio Romano cayó y no se reveló el Anticristo...", responde tranquilamente: "El Imperio no ha desaparecido", y se remite al Sermón de Pascua de San Gregorio el Magno.

Algo así sentía Chesterton respecto de Roma y batallaba por sostener esa vigencia en lo que tenía de fundante. No creo que Borges tuviera la misma conclusión dicha en el mismo sentido.

* * *

Ma Virgilio n’avea lasciati scemidi sé, Virgilio dolcissimo patre,Virgilio a cui per mia salute die’mi;né quantunque perdeo l’antica matre,valse a le guance nette di rugiadache, lagrimando, non tornasser atre.«Dante, perché Virgilio se ne vada,non pianger anco, non piangere ancora;ché pianger ti conven per altra spada».Quasi ammiraglio che in poppa e in proraviene a veder la gente che ministraper li altri legni, e a ben far l’incora;in su la sponda del carro sinistra,quando mi volsi al suon del nome mio,che di necessità qui si registra,vidi la donna che pria m’appariovelata sotto l’angelica festa,drizzar li occhi ver’ me di qua dal rio.

Por su parte, las palabras de Virgilio que cita Borges y que están detrás de la cita de Dante, son del libro IV de la Eneida (v.22) y las dice Dido, quien, enamorada de Eneas, le confiesa a su hermana que siente renacer las cenizas de las llamas antiguas del amor en ella, que había jurado fidelidad eterna a su difunto marido Siqueo.

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Veamos otro ejemplo.

En una monografía sobre Jorge Luis Borges, Jaime Alazraki repasa conceptos borgeanos sobre el sentido del mundo y la literatura16. Dos ámbitos que, tanto para el argentino como para Chesterton, estaban enlazados en su misma raíz.

Transcribo estos párrafos de la investigación de Alazraki

Borges concluye Otras inquisiciones con este juicio: "Dos tendencias he descubierto, al corregir las pruebas, en los misceláneos trabajos de este volumen. Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aún por lo que encierran de singular y de maravillosas" (Otras inquisiciones, 259); y en otro lugar: "Las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte". (O. I. 68), por eso en Tlön -el planeta ordenado de la ficción de Borges- la metafísica es "una rama de la literatura fantástica" (Ficciones, 23). "¿Qué son -pregunta Borges- los prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe -una flor que nos llega del porvenir, un muerto sometido a la hipnosis- confrontados con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente perdura en el tiempo?" (Discusión, 172). Consecuentemente, nos confiesa que en su Antología de la literatura fantástica, compilada con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, hay una culpable omisión: faltan los insospechados y mayores maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno, Espinoza, Leibnitz, Kant, Francis Bradley (D. 172).

Y agrega el especialista:

El logro de Borges en el tratamiento de un tema de tan honda raigambre filosófica reside en haber dado proyección artística a un problema que Russell ha definido en iguales términos en el plano especulativo de la filosofía; en su Our Knowledge of the External World, al puntualizar la función de la lógica en la filosofía idealista, dice de la tradición clásica: "De esta manera, el mundo ha sido construido por medio de la lógica si apelar casi a la experiencia concreta, y mientras ha liberado la imaginación respecto a lo que el mundo podría ser, se ha negado a legislar el mundo tal cual es". Borges presenta ese mundo construido por la lógica -un mundo que la imaginación ha creado, pero que sólo agrega una biblioteca de ricas invenciones al mundo que aspira a penetrar- en el planeta Tlön. Ver en Tlön la descripción del universo sería tan descabellado como el hechicero de Novalis "que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas" (O. I.156). La visión de un universo ordenado es un viejo sueño de esa inteligencia cuyo producto es el idealismo filosófico de todos los tiempos. "La tradición clásica en filosofía -escribe Russell- es el último niño sobreviviente de dos padres muy diversos: la creencia de los griegos en la razón y la creencia del Medievo en la prolijidad del universo. Para los escolásticos, que vivieron en medio de guerras, masacres y pestilencias, nada les pareció tan encantador como el orden y la seguridad. En sus idealizantes sueños, fue seguridad y orden lo que buscaron: el universo de Tomás de Aquino o Dante es tan pequeño y aseado como un interior holandés". Tlön es ese universo ordenado de las metafísicas de la tradición clásica, Tlön es el anti-caos soñado por la inteligencia humana. De estos sueños se nutre mucho de la temática borgeana, de esos sueños soñados en el caos de la Biblioteca. De la visión caótica del universo emerge esa imagen favorita de Borges: el laberinto. El laberinto muestra las dos caras de la moneda: tiene un orden irreversible para quien posee la solución (Dios, los dioses) y puede ser al mismo tiempo una caótica construcción para quien la solución es un secreto inasequible (los hombres). El laberinto

16 Jaime Alazraki: Jorge Luis Borges, en J. Roy (ed.): Narrativa y crítica de nuestra Hispanoamérica, Castalia. 1978, pp. 35-76.

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constituye, en mayor o menor medida, el vínculo a través del cual Borges lleva su cosmovisión a casi todos sus relatos.

En este caso, la respuesta a todos los planteos de Borges respecto de la solidez del mundo podría venir sin más de un solo libro de Chesterton. Pero tal vez el tan conocido final de Ortodoxia17 -y ése es el libro al que me refiero- sirva de suficiente confrontación entre las visiones de cada uno. La extensión de la cita, espero, se justificará por sí misma:

Por consiguiente, en conclusión, ésta es mi razón para aceptar la religión y para no conformarme con extraer de ella unas cuantas dispersas verdades seculares. La acepto porque no meramente me ha dicho esta verdad o aquella sino porque se ha revelado veraz y fidedigna. Todas las demás filosofías dicen cosas que llanamente parecen verdad; sólo esta filosofía ha dicho una y otra vez cosas que no parecen verdad pero son verdad. único entre los credos, es convincente donde no es atrayente; resultó que tenía razón, como mi padre la tuvo en aquel jardín. Los Teósofos, por ejemplo, predicarán una idea evidentemente atrayente, como la reencarnación; pero si esperamos a ver sus resultados lógicos, será el altanerismo espiritual y la crueldad de casta. Porque si un hombre es pordiosero a causa de sus culpas prenatales, la gente se inclinará a despreciar al mendigo. Pero el Cristianismo predica una idea evidentemente poco atrayente como el pecado original; pero cuando esperamos a ver sus resultados, son patéticos y fraternales, un trueno de risa y de piedad; porque solamente por el pecado original podemos compadecer al mendigo y desconfiar del rey. Los hombres de ciencia nos ofrecen salud, un beneficio obvio; recién después descubrimos que por salud entendían esclavitud corporal y tedio del espíritu. La ortodoxia nos hace saltar con los sorpresivos bordes del infierno; sólo después realizamos que brincar es un saludable ejercicio altamente benéfico para nuestra salud. Solamente después descubrimos que aquelpeligro es la raíz de todo drama y de todo romanticismo.

El mejor argumento en pro de la gracia divina es su poca gracia. Y los aspectos menos populares del Cristianismo se transforman, si se les considera de cerca, en los sostenes mismos del pueblo. El círculo externo del cristianismo es una guardia de abnegaciones éticas y de sacerdotes profesionales; pero, salvando esta muralla inhumana, encontrareis las danzas de los niños y el vino de los hombres; porque el Cristianismo es la única armadura de las libertades paganas. En la filosofía moderna todo sucede al revés: la guardia exterior es encantadora y atractiva, y adentro, la desesperación se retuerce.

Y la desesperación consiste en figurarse que el Universo carece de sentido. Por lo mismo, no hay novela posible, porque las novelas no tendrían traza. En la tierra de la anarquía absoluta no hallareis aventuras: pero en la de la autoridad, cuantas os plazcan. La selva del escepticismo no tiene senderos; pero estos salen al paso al que viaje por el jardín de las doctrinas y los designios personales. Aquí todas las cosas llevan su historia atada a la cola, como los utensilios y cuadro de mi casa paterna; porque esta es mi casa paterna. Acabo donde comencé, y que es el único término verdadero. Al fin, he descubierto la puerta de la buena filosofía, y al fin puedo entrar por ella en mi segunda infancia.

Pero este Universo cristiano, más vasto y poblado de las aventuras que el otro, tiene algo difícil de explicar. Lo intentaré, a modo de conclusión. Toda la disputa de las religiones gira en torno al problema de si el hombre, que ha nacido de cabeza, es capaz de decir cuando está al derecho y cuando al revés. La primera paradoja del Cristianismo

17 Gilbert Keith Chesterton: Ortodoxia, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1945, Colección Austral, pp. 211-216. (Trad. de Alfonso Reyes).

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consiste en afirmar que la condición ordinaria del hombre no es su estado normal o sensible; que lo normal es una anormalidad. Y éste es todo el secreto del dogma de la caída. En el curiosísimo y nuevo catecismo de sir Oliver Lodge, las primeras preguntas son éstas: ¿Qué eres tú?, y en seguida: ¿Qué significa, pues, la Caída del hombre? Recuerdo que yo me entretenía mucho escribiendo respuestas a mi capricho; pero pronto me convencí de que mis respuestas eran muy incongruentes y agnósticas. A la pregunta ¿Qué eres tú?, yo no podía contestar más que esto: Dios lo sabe. Y a la otra: ¿Qué significa, pues, la Caída del hombre?, contestaba yo con absoluta sinceridad: Que, sea yo lo que fuere, no soy yo mismo. Y esta es la paradoja de nuestra religión: algo que de ningún modo hemos conocido ni nos es dable conocer, no sólo nos supera, sino que nos es más connatural que nuestra misma personalidad. Y de esto no puede haber más prueba que la prueba experimental con que he comenzado estas páginas: la prueba de la celda acolchada y la puerta abierta. Hasta conocer la ortodoxia no supe lo que es la emancipación mental. Lo cual, finalmente, se aplica de un modo especial a la idea de la alegría. Se dice generalmente que el paganismo es la religión de la alegría, y el cristianismo la religión del dolor; pero igualmente fácil es probar la proporción inversa. Todo esto nos conduce a nada. Todo objeto humano contiene en sí una proporción de dolor y otra de alegría; y lo único que importa es conocer su modo de distribución o equilibrio. El pagano se alegraba a medida que se acercaba a la tierra y se entristecía gradualmente al irse aproximando al cielo. Los mejores tipos de la alegría pagana ?la jovialidad de Cátulo o Teócrito- son ciertamente tipos eternos de la alegría inolvidable, que merecen la gratitud humana; pero son goces prendidos a la actualidad de la vida, y no concernientes a su origen. Para el pagano, las cosas más insignificantes son tan dulces como los breves arroyos que bajan por los costados del monte: pero todas las cosas mayores le son tan amargas como el mar. Cuando el pagano contempla el verdadero corazón del mundo, se queda helado. Más allá de los dioses, que son simplemente despóticos, se asienta el hado, que es ya mortal; peor aún, porque ya está muerto. Y cuando los racionalistas afirman que el mundo antiguo era más ilustrado que el mundo cristiano, no les falta razón desde su punto de vista, porque por ilustrado entienden: enfermo de desesperaciones incurables.

Es absolutamente cierto que el mundo antiguo era más moderno que el cristiano; como que ambos, los antiguos y los modernos, han sido miserables en su apreciación de la existencia, del conjunto de la vida, mientras que los medievales eran, al menos, dichosos respecto a esa apreciación universal. Concedo pues, que tanto los paganos como los modernos son miserables respecto al hecho universal, y en todo lo demás dichosos; que los cristianos de la Edad Media estaban en paz con la causa universal, y con todo lo demás estaban en guerra. Pero si precisamente se trata del pivote que mantiene al mundo, entonces convendremos en que hay más contentamiento cósmico en las estrechas y ensangrentadas calles de Florencia que no en el teatro de Atenas o en los jardines de Epicuro. Giotto vivió en una ciudad más melancólica, pero en un universo más placentero que Eurípides.

Los hombres se han visto obligados a contentarse con pequeñas cosas, amargados siempre por las mayores. Sin embargo (y lanzo como un desafío mi postrer dogma), esta condición no es nativa del hombre. El hombre es más humano, más semejante a sí mismo cuando su estado fundamental es la alegría y su estado superficial la pena. La melancolía debiera ser un entreacto inocente, un tierno y fugitivo rapto del ánimo; y las alabanzas de la vida, en cambio, debieran ser el impulso constante de nuestras almas. El pesimismo debe ser como una tarde de fiesta emocional; y la alegría, como la labor tumultuosa por quien alienta todo. Pero, según el estado aparente del hombre que resulta del paganismo o del agnosticismo, esta primaria necesidad humana no podría colmarse jamás. La alegría debe ser expansiva; y para el agnóstico tiene que estar contraída y como arrinconada en una cueva del mundo. El dolor debe ser concentrado; y para el agnóstico la desolación se esparce por la inconcebible eternidad. Y esto es lo que yo

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llamo haber nacido de cabeza. Pudiéramos decir que el escéptico es un hombre que anda al revés, porque sus pies se agitan hacia arriba con el éxtasis, mientras que su cabeza se hunde en los abismos. Para el hombre moderno los cielos están debajo de la tierra. Y la explicación es muy sencilla; está de cabeza ?muy débil pedestal, por cierto-. Y no tarda en reconocerlo cuando encuentra sus verdaderos pies.

El Cristianismo satisface de un modo inmediato y perfecto el instinto ancestral del hombre por ponerse al derecho; y lo satisface de un modo supremo, por cuanto su credo hace de la alegría algo gigantesco, y de la tristeza algo reducido y especial. Por manera que esta bóveda que nos cubre no es sorda porque el universo sea insensible; ni es su silencio el mutismo desalentado de un mundo sin designios ni anhelo, no: el silencio que nos rodea es la compasiva y ardiente vigilancia del cuarto del enfermo. La tragedia nos está permitida, a título de comedia misericordiosa, porque el pleno vigor frenético de las alegrías divinas nos azotaría con demasiada rudeza, como una farsa escandalosa. Debemos tomar nuestras lágrimas más ligeramente de lo que podríamos tomar la tremenda levedad de los ángeles. Y acaso estamos en esta silenciosa cámara estrellada, porque las risas de los cielos son demasiado atronadoras para que podamos resistirlas.

La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano. Y al cerrar este volumen caótico, abro de nuevo el libro, breve y asombroso, de donde ha brotado todo el Cristianismo; y la convicción me deslumbra. La tremenda imagen que alienta en las frases del Evangelio, se alza, en esto como en todo, más allá de todos los sabios tenidos por mayores. Su patetismo era siempre natural, casi casual. Los estoicos antiguos y modernos se jactan de esconder sus lágrimas. Pero Él nunca las ocultó; antes las descubrió a plena cara a todas las miradas próximas, y a las más distantes de su ciudad natal. Algo ocultaba, sin embargo.

Los solemnes superhombres y los diplomáticos imperiales se jactan de disimular sus indignaciones. Él no disimulaba las suyas: arrojaba los objetos por la escalinata del Templo, y preguntaba a los hombres cómo esperaban salvarse de la condenación del infierno. Algo ocultaba, sin embargo. Lo digo con reverencia: esa personalidad arrebatadora escondía una especie de timidez. Algo había que escondía de los hombres, cuando iba a rezar a las montañas: algo que Él encubría constantemente con silencios intempestivos o con impetuosos raptos de aislamiento. Y ese algo era algo que, siendo muy grande para Dios, no nos lo mostró durante su viaje por la tierra: a veces discurro que ese algo era Su alegría.

* * *

Estas disonancias entre Borges y los modos de Chesterton, por decirlo con palabras borgeanas, son significativas.

Ameritan –y este el momento oportuno para decir la consabida disculpa- un estudio más hondo y desprejuiciado en ambos sentidos que contemple el verdadero alcance y la verdadera influencia que el inglés dejó en el argentino. Un estudio que no sea ni chestertoniano ni borgeano. Un estudio que por fuerza no es éste.

Por otra parte, esas disonancias y los postulados de Borges respecto de lo que considera extraliterario en Chesterton, reclaman una discusión teórica acerca de la naturaleza de una obra de arte y de las relaciones raigales entre el autor y su obra, en todos los planos de ambos.

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Pero, y por último, valdrá apuntar aquí la impresión inicial de que la queja consecuente de Borges respecto de esos aspectos chestertonianos, para él menos valiosos o simplemente disvaliosos, parecerían contener dos contradicciones.

La primera es que la propia obra borgeana está hecha y entramada con los signos borgeanos. Aquellas meditaciones, posiciones, conclusiones, postulados, profesiones, creencias de Borges, las que lo forman desde adentro y son su visión del mundo, la que profesa o ha elegido, son omnipresentes en su obra y constituyen lo que habitualmente se llama el universo borgeano. No debería negársele ese derecho al propio Chesterton, por el solo hecho de que los paradigmas de uno no sean los del otro.

Por otra parte, hay que recordar que cada vino está hecho de muchos elementos y muchas circunstancias disímiles. Las cepas, altura y humedad de los viñedos, la tierra y el aire, tiempos de siembra o maduración del mosto, calidad de los toneles, sol y sombras. Pero, en cualquier caso, todos los vinos están hechos de uva. Difícilmente se pueda entonces paladear un vino, apreciar su excelencia y hasta embriagarse con él y en él, y lamentar, a la vez, que sea el fermento de unas uvas.

¿Podría reprochársele a Chesterton el haber puesto su talento y sus letras a los pies de un credo y de una visión del mundo y del hombre y de la divinidad? ¿Podría decirse de él que ha obrado con cierta uniformidad en sus invenciones y en su modo de expresarlas, de manera que quien lo lee disfrutando de sus artificios sabe inmediatamente qué piensa, qué cree, qué siente respecto de los dioses y de los hombres?

Pues si ese reproche puede hacérsele a Chesterton, también podría hacérsele a Borges. Si eso puede decirse de Chesterton, también puede decirse de Borges.

Que a uno de ellos la luz del cosmos le produjera la alegría del descubrimiento de una divinidad luminosa –y lo proclamara en sus escritos- y al otro no –y lo proclamara en sus escritos-, no parece suficiente motivo para concederle a uno lo que pretende negársele al otro. Por más que sea Borges con su autoridad literaria quien ejerza ese discrimen.

Conclusión: amistad misteriosa

Por algún tiempo, hemos estado preguntándonos aquí qué clase de amistad intelectual o espiritual –o siquiera literaria- mantuvieron por tantos años Borges y Chesterton.

Es claro y sabido que esa amistad tuvo una sola dirección y no dos, hasta donde el sentido común y la historia nos dicen que fue Borges quien leyó y admiró a Chesterton, con sus reservas y prevenciones. Y no a la inversa.

Borges pudo haberse interesado por Chesterton como por otros autores del vasto mundo. Porque, y hay que decirlo, a nuestro juicio Borges fue uno de los pocos autores universales con los que contó la Argentina.

En compañía de Leonardo Castellani y Leopoldo Marechal, y no muchos más de esa estatura, Borges miró las cosas con pasión universal que –más allá de sus conclusiones

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y su talante- quiere decir ahora y aquí raigal y metafísica. Y así las postuló y así las cantó. Buscó también él lo que el propio Chesterton llamó “las raíces del mundo”.

Sus respuestas, sus meditaciones y sus postulados, en casi todas las cosas, fueron opuestos a los que sostuvo y profesó Chesterton.

Y no amaban las mismas raíces. Pero ambos buscaron en el mismo sentido esas raíces, y a su modo, cada cual lo hizo con pasión.

Podemos discutir con él –debemos discutir con Borges- sus afirmaciones y las secuelas de sus afirmaciones. Chesterton lo habría hecho. Pero me arriesgo a decir que Chesterton sabría con quién estaba discutiendo.

Un aspecto final me gustaría anotar como cierre a estas especulaciones.

En La Balada del Caballo Blanco, Chesterton pone un énfasis muy particular en que, en la medida en que el trazado de caliza de la emblemática y mítica figura de aquel caballo se mantuviera limpia de maleza y visible, una cultura, una creencia, un modo de vida, pero más que nada una Fe y una Esperanza operantes, serían no sólo misión y justificación de toda una cultura y toda una civilización, sino el aliento y el empuje histórico pero más que nada trascendente de una nación entera. Alfredo sabe que esa figura es más que eso y que ese emblema es algo mucho mayor que un trazado cuyos orígenes se pierden en la noche del tiempo. Sabe que eso sostiene a toda una nación y al hombre particular, común y concreto que vive en ella y por ella. Y así se lo hace decir Chesterton a Alfredo con aires de visión profética.

La misión de escritor del propio Chesterton está íntimamente relacionada con la significación del emblema. Porque es un hecho –deplorado tantas veces por el propio Borges- que Chesterton dedicó su vida y el talento y su arte, a limpiar de malezas el Caballo Blanco, a mantenerlo blanco y notable a los ojos de los hombres para que su lozanía –la lozanía de las cosas que aquella figura representaba a sus ojos y que eran las cosas que amaba, en las que creía, y de las que sabía eran las raíces profundas y verdaderas de su Inglaterra amada- vivificara siempre y cada vez la vida de la nación inglesa y la vida cotidiana de los ingleses. Y aun de la propia Cristiandad entera si eso fuera posible.

A eso dedicó Chesterton toda su vida y sus obras y sus trajines, y precisamente Borges es un testigo insospechable de que lo hizo siempre y en todo.

Sin embargo, el misterio se ahonda cuando miramos bajo este aspecto esa entrañable admiración y amistad literaria.

Porque fue a Borges, muy particularmente, a quien le quedó destinado por un designio arcano ayudar a difundir en la Argentina –y en el mundo, en la medida que su predicamento fue mundial- la figura y la obra de Chesterton.

Lo hizo, estoy seguro, con honestidad. Como con honestidad, creo, rechazó lo que de más chestertoniano tenía Chesterton, tal vez sin darse cuenta de lo que eso significaba.

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Chesterton, también estoy seguro, habría discutido cada uno de esos disensos tan radicales con Borges de muy buena gana y con una enorme cordialidad y afabilidad.

Y, estoy seguro también, le habría agradecido a Borges –si la humildad de Chesterton se lo hubiera permitido, sí lo habría hecho con sencillez entusiasmada e infantil- el haber ayudado a mantener libre de malezas el trazado del Caballo Blanco.

Porque entiendo que –lo supiera o no, lo quisiera o no- a eso fue a dar, en muy buena medida, la admiración y el apego que Borges sintió por Chesterton, por su persona y sus modos.

Porque entiendo y veo que, difundiendo su obra, encomiándola junto con la persona de su autor –y mucho más allá de los reparos que le pudiera merecer-, por propiedad transitiva misteriosa y poética, también él, también Borges, cerró filas junto a Alfredo, junto a don Juan de Austria y junto al mismo Padre Brown.

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