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Brubekston

El planeta perdido

Juan C. González

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Índice

Capítulo I – Kalick Yablum………………………………………………….....

Capítulo 2 - La fuerza .................................................................

Capítulo 3 - Preocupaciones ......................................................

Capítulo 4 - El holograma ...........................................................

Capítulo 5 - Un mensaje de peligro ............................................

Capítulo 6 - El hijo del general ...................................................

Capítulo 7 - En la asamblea ........................................................

Capítulo 8 - El enemigo al asecho ..............................................

Capítulo 9 - Capturada ...............................................................

Capítulo 10 - Noticias alarmantes ..............................................

Capítulo 11 - En busca del túnel ................................................

Capítulo 12 - Lucha en la colina .................................................

Capítulo 13 - Los planes de Kalick Yablum .................................

Capítulo 14 - Galika se pierde en la estepa ................................

Capítulo 15 - El visionario...........................................................Capítulo 16 - El rey de los kirgules..............................................Capítulo 17 - Galika es rescatada ...............................................

Capítulo 18 - Amistad y decisiones ............................................

Capítulo 19 - El capitán Raksok frente al trono .........................

Capítulo 20 - En la caverna ........................................................

Capítulo 21 - El vimana ..............................................................

Capítulo 22 - La princesa Sakina ................................................

Capítulo 23 - Regreso a la mansión............................................

Capítulo 24 - Reencuentro .........................................................

Capítulo 25 - Planes de la princesa Sakina .................................

Capítulo 26 - Kaluga se une al grupo .........................................

Capítulo 27 - En el palacio real de Batakia .................................

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Capítulo 28 - Biklar se revela contra el tirano............................Capítulo 29 - La princesa se decide por la libertad ....................

Capítulo 30 - Encuentro con el presidente ................................

Capítulo 31 - En el interior de Balkiba .......................................

Capítulo 32 - Hacia la ciudad espacial ........................................

Capítulo 33 - En la ciudad ..........................................................

Capítulo 34 - De Brubekston a la tierra ......................................

Capítulo 35 - Conflicto interplanetario ......................................

Capítulo 36 - Continúa la travesía ..............................................

Capítulo 37 - El embajador atlante ............................................

Capítulo 38 - El lado oscuro de la aristocracia Kirgul .................

Capítulo 39 - Un aliado desconocido de Biklar ..........................

Capítulo 40 - Biklar en los calabozos ..........................................

Capítulo 41 - Desesperadas .......................................................

Capítulo 42 - El terror de la princesa Sakina ..............................

Capítulo 43 - Kalick Yablum llega al reino atlante ......................

Capítulo 44 – Sakina y el embajador atlante .............................

Capítulo 45 - Comienza el escape ..............................................

Capítulo 46 - Biklar busca su propia salida ................................

Capítulo 47 - Conversación con el consejero Balmika ...............

Capítulo 48 - Al encuentro de la nave atlante ...........................

Capítulo 49 - Biklar escapa y aborda la nave atlante .................

Capítulo 50 - Kalick Yablum regresa a Brubekston ....................

Capítulo 51 - Traidores a bordo .................................................

Capítulo 52 - Fin del concejo de los sabios ................................

Capítulo 53 - El presidente conoce la verdad ............................

Capítulo 54 - Escapan los traidores ............................................

Capítulo 55 - Kalick Yablum en acción .......................................

Capítulo 56 - El embajador Dubertal recibe la noticia ...............

Capítulo 57 - Kaluga habla .........................................................

Capítulo 58 - Otra vez en la ciudad espacial ..............................

Capítulo 59 - La nave atlante se acerca a La Tierra ....................

Capítulo 60 - Bajo el ataque de los rebeldes .............................

Capítulo 61 - Historia de los túneles en el tiempo .....................

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Capítulo 62 - Alerta máxima en la ciudad espacial ....................

Capítulo 63 - Paseo por la ciudad ..............................................

Capítulo 64 - Refugio en las alturas ...........................................

Capítulo 65 - El destino del capitán Raksok ...............................

Capítulo 66 - La última visión del fin ..........................................

Capítulo 67 - En busca del imperio Rama ..................................

Capítulo 68 - Mundos en guerra ................................................

Capítulo 69 - Historia antigua de Brubekston ............................

Capítulo 70 - Comandante del gran proyecto ............................

Capítulo 71 - El amanecer de los dioses ....................................

Capítulo 72 - En el estado mayor de la ciudad espacial .............

Capítulo 73 - Los rebeldes atlantes ............................................

Capítulo 74 - Declaración de guerra ..........................................

Capítulo 75 - Primer encuentro con el enemigo ........................

Capítulo 76 - El fin de Brubekston .............................................

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Capítulo I - Kalick Yablum

—Detesto a esa gente que sigue insistiendo acerca del status político de La Atlántida como lo más impor-tante en la agenda de los brubeksinos.

—Lo mismo pienso yo, general. El asunto fue re-suelto hace mucho tiempo…; a mi entender, de una manera justa y beneficiosa para todos.

Los autores de estas palabras eran dos militares de talla regular. El primero de ellos con la insignia que indica el más alto rango en el comando de la flota in-terestelar. Había dejado la jarra de licor a un lado y contemplaba con curiosidad a través de la pared trans-parente que en aquella parte daba de frente al cosmó-dromo de la terminal espacial. Se realizaba el despegue de una pequeña nave en aquel instante.

Su interlocutor parecía ser algo más joven. Lucía una insignia semejante en idéntica posición sobre su pechera de metal broncíneo; pero a diferencia, estaba formada por cuatro barras horizontales cruzadas por una vertical. Indicación rotunda del rango inferior de su portador.

—Nuestras naves serán algún día reemplazadas por otras más avanzadas —dijo el general siguiendo con un dedo el despegue del aparato.

Era uno de recorrido corto, tan solo en funciona-miento para el transporte civil dentro del espacio pla-netario de Brubekston. Para este fin, sus motores fun-cionaban a base de combustible convencional, usando como oxidante el ozono de la propia atmósfera.

— ¿Qué quiere decir, general Yablum?

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—Quiero decir… que la técnica podría siempre ser reemplazada con ventajas indiscutibles; pero lo que hicieron en el pasado con nuestros cuerpos, fue un pe-cado y un daño irreparable.

— ¡La biogenética! ¿Se refiere a eso…? —Exactamente. ¡Dígame coronel! Si ahora le pro-

pusiesen votar en contra o a favor de los cambios en el genoma ¿Por qué cosa votaría?

El oficial quedó en silencio. Observó su jarra, y luego la agarró llevándosela a los labios.

—Eso es pura ficción general. Ya nada podemos hacer.

—Exactamente…; ya nada podemos hacer. Ha pa-sado mucho tiempo para volver atrás en el tiempo, y cambiar este, nuestro presente.

—En aquella época fue necesaria la intromisión. De otra manera, no se hubiese podido poblar La Tierra…; y mucho menos aquella luna. Me refiero a Sini tlan.

—Sini tlan —repitió el general, y volvió junto al mostrador y a su jarra—. ¡Es un pecado! ¡Repito que es un pecado!

Capítulo 2 - La fuerza

—La masa es frágil —dijo Kalick Yablum. Ahora no parecía ser el mismo general brubeksino

que unas horas antes hablaba con el coronel Gedaro Balto, subordinado suyo en el comando central de la flota. Estaba haciendo, como decía a veces, su breve vida familiar.

Su hijo estaba sentado en el piso sobre la gruesa al-fombra verde, en la sala de la mansión.

A través de la pared translúcida y frontal, el cielo de Brubekston caía como una cortina de plomo sobre las

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colinas y el mar distante. A pesar de lo aislado; era su lugar predilecto.

Lo había mandado a construir sobre la roca viva, a doscientos metros de altura sobre el nivel del páramo; luego hizo situar allí una capa de suelo fértil por todo el perímetro de la colina, excluyendo sus laderas. El terreno en lo alto era bastante plano y aprovechable para ciertos cultivos ornamentales. Quería brindar además, el aire más puro a su familia.

— ¡Mira hijo… aquí está! —dijo dando el último toque de ensamblaje a una esfera plateada.

Dejó a un lado la silla y se echó de rodillas frente al joven con aquello que en sus manos parecía un jugue-te.

— ¿Qué falta ahora, papá? —Solamente programarlo. — ¿Podré destruir a muchos terrícolas? —No se trata de destruir a nadie. En fin…, no se

trata de destruir. Obtendrás la fuerza con el ejercicio de tu mente, no con tus manos. La fuerza es coherente…, armónica. Debes vivir al mismo ritmo del universo. Nunca contra la naturaleza encontrarás el camino. Además, aquellos pequeños no hacen daño a nadie ¡Veremos ya!

Kalick dejó la esfera sobre la alfombra y se puso en pie. Sobre el extremo opuesto de la sala, junto a la pa-red opaca, estaba la máquina de control que abarcaba unos tres metros a lo largo de aquella. Algunas luces a colores sobre el panel, y las imágenes borrosas que aparecían de vez en cuando sobre la pared, indicaban que estaba en funcionamiento y en constante observa-ción de la periferia de la colina.

El joven se retiró unos pasos y quedó observando al padre con ansiedad.

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"Kalick Yablum, venga la fuerza contigo. Por el bien de tu hijo deberás mover la esfera." Pensó.

— ¡Vamos papá, hacerlo ya de una vez! Kalick permanecía de pie frente al tablero, dándole

la espalda. Deseaba oprimir la tecla; pero se detuvo y lo intentó

con la mente por segunda vez. — ¡Vamos papá! En lugar de concentrar la energía mental sobre el

objeto, un sentimiento de derrota se apoderó de la parte posterior de su cuello.

—Kalick Yablum…, estamos vencidos —escapó de sus labios en un susurro.

El general se volvió en un arranque de frenesí y avanzó hacia el joven, lo tomó bruscamente por los hombros y lo hizo acostar con el rostro contra la al-fombra. No hizo ningún esfuerzo por liberarse. Había quedado demasiado sorprendido y por un momento dudó que fuese su padre. Nunca lo había visto así. Ni llanto ni palabras de protesta. Se dejó dominar por las férreas manos y la mirada demente de aquel que lo educaba en los principios del espíritu.

Kalick Yablum rasgó el camisón que lo cubría y allí encontró lo que buscaba. La protuberancia del segundo cerebro, en forma de giba alargada, que ocupaba el cuello y parte de la espalda. La palpó suavemente.

— ¿Qué haces? —gimió el joven por fin. — ¡Espera hijo… un momento nada más! Kalick continuaba palpando, ahora con un dedo, por

el fondo de la ranura que dividía ambos lóbulos del mesencéfalo, pequeño aún, pero totalmente desarrolla-do.

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Iba a darle nuevas explicaciones de su conducta in-usual, cuando sintió un ruido y volteó el rostro hacia el vestíbulo del salón.

No se había dado cuenta que hacía un momento lo observaban desde allí cuatro ojos llenos de mirada compasiva.

— ¿Qué hacen ustedes…? ¿Puedo saber? — ¿Qué haces tú con el muchacho?—preguntó a su

vez su esposa. — ¡Ven…! Acércate y verás. La mujer brubeksina avanzó, se arrodilló junto a

ellos, y acarició la cabeza del joven. — ¿Estás bien? —Estoy bien, mamá. Otra mujer, mucho más joven, permanecía parada

bajo el umbral. —Sé que estás obsesionado —dijo la esposa a Ka-

lick, sin dejar de acariciar— ¡Vamos…; déjalo ponerse en pie! Es apenas un muchacho.

— ¡Arriba, valiente guerrero! —dijo Kalick Ya-blum dándole una leve palmada en la espalda.

La madre lo había acabado de llamar muchacho, a pesar de que su estatura superaba ya los dos metros y sus músculos eran gruesos y resistentes, como el acero templado al fuego.

— ¿Qué has visto esta vez? —Ahí lo tiene —dijo Kalick. —Ven hijo, déjame tocar a mí. Ella le hizo dar un giro sobre los talones, e introdujo

un dedo en la profunda circunvolución. —Con cuidado, mujer…; apenas se nota. — ¿Tú crees que sea el apéndice? —Seguro que lo es. ¿Cómo podría equivocarme en

algo como eso?

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—Aquí está —dijo la mujer alegremente, mientras continuaba acariciando con el dedo en el interior del canal formado por ambos lóbulos, como si aquél ejer-cicio dactilar le causase gran placer.

Capítulo 3 - Preocupaciones

A la mañana siguiente el cielo aparecía despejado de nubes. Las descargas eléctricas ocurridas durante la noche habían liberado más ozono en la atmósfera, y como siempre, aquel olor picante hacía rejuvenecer sus pulmones. Hizo lo propio en el instante de satisfacción que se le ofrecía. Respirar profundamente hasta casi sentir que reventaba su tórax. De ahora en adelante haría este ejercicio con más frecuencia.

Kalick Yablum estaba parado en el mirador; al bor-de mismo de una espectacular vista del paisaje. Habían pasado ya los efectos de la tortura causada por la com-probación de la pérdida irremediable, de lo que consi-deraba su más valiosa cualidad mental. No fue la pri-mera vez y posiblemente no sería la última, en que tendría que enfrentar y vencer aquél sentimiento adver-so; eso sí, a partir de aquel momento tendría más poder para vencerlo. Había descubierto en su hijo el inicio del desarrollo del apéndice del mesencéfalo, y eso era de gran aliento.

“Al menos,” ─pensó─ “no todo está perdido. Si los brubeksinos llegaran a un acuerdo y los gobiernos to-masen control sobre la reproducción, con seguridad se podría evitar el desenlace fatal. El fin de la especie.”

Dándole vueltas a este pensamiento; tratando de en-contrarle una solución política, había casi olvidado sus deberes cotidianos. Oprimió una tecla en el panel a su izquierda y un momento después vio que se acercaba el robot con el desayuno.

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Era un pequeño vehículo con forma humana. Un magnífico regalo de un viejo amigo en Atlántida. Her-moso recuerdo de su última estancia en La Tierra. Po-seía en su parte media una bandeja imantada donde se colocaban las vasijas con bebidas y alimentos sólidos.

Desde la salida frontal de la mansión hasta el mira-dor había casi ciento cincuenta metros; unidos ambos extremos por un pasillo de roca pulimentada de tres metros de ancho.

Kalick vio aparecer el robot, lo sintió acelerar y al momento lo tuvo junto a él, acompañado por suaves y melodiosos ritmos musicales. No era la primera vez que escuchaba aquella música y aquellas voces a coro. Un género de aquello que adoraban tanto los atlantes y a lo que llamaban arte.

Se sentó, tomó lo necesario de la bandeja y se sir-vió; mientras el robot aguardaba pacientemente por nuevas órdenes; suponiendo que se pueda hablar de paciencia tratándose de una máquina.

Un rato después, ya el Sol estaba alto sobre las coli-nas. El pequeño Sol, tan añorado cada día. Visto desde La Tierra lucía inmenso y sumamente cálido. Aquí en Brubekston, era apenas unos diez grados de arco en el firmamento.

Si no hubiese sido por la avanzada tecnología apli-cada en el proceso de adaptación del planeta, jamás los brubeksinos hubiesen podido habitarlo. Hubo que tra-bajar duro para hacer ascender la temperatura global; pero el esfuerzo fue fructífero.

"En Brubekston, a diferencia de La Tierra, la atmós-fera era respirable." pensó Kalick. "Si nuestros antepa-sados hubiesen hecho allá, lo mismo que aquí, no es-taríamos sufriendo ahora el problema más grave. La degeneración de la especie."

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Capítulo 4 - El holograma

Kirbe Logan, capital de la República Somer, no es-taba muy lejos del mar. Viajando en vimana eran ape-nas unos quince minutos de recorrido; pero desde su mansión tierra adentro y andando por los mejores ca-minos, siempre les tomaba más de una hora llegar has-ta la ciudad. “Así es mejor,” ─había pensado al esco-ger el lugar, lejos del bullicio y de la agitada vida en la urbe. Se sentía en paz.

Montó en el vimana. Este era un último modelo con capacidad para tres pasajeros y el piloto. Sintió la brisa de media mañana golpear su rostro y por otro instante la disfrutó.

Este sería prácticamente su vuelo de estreno y no debía fallar. Dentro de dos horas tendría que estar en la capital.

Aceleró suavemente colina abajo. La máquina mis-ma le anunció que en aquél terreno tenía potencia para elevarse hasta los siete metros.

"Estupendo…; fabuloso." Pensó mientras se man-tenía atento a la pizarra de los comandos.

Comparado con su viejo modelo, una máquina ad-quirida por él cinco años atrás, esta otra era una verda-dera revolución tecnológica.

Más tarde se ocuparía él mismo de programarla, si-guiendo las isomagnéticas del terreno y de acuerdo a sus necesidades de viajar por la zona. Por el momento se conformaba con llegar a tiempo a la reunión. Ace-leró y soltó la palanca del timón.

El páramo hasta unos sesenta kilómetros al oeste de la mansión era un terreno plano y sin obstáculos.

—Dos metros —dijo Kalick.

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La máquina obedeció de inmediato y descendió suavemente. Existían solamente tres comandos para el manejo de este modelo: altura, velocidad y dirección. Antiguamente sus antepasados las conducían con el pensamiento; pero esa facultad estaba casi acabada en la totalidad de la especie. En altura obedecía a valores numéricos enteros y decimales, en velocidad lo mismo; pero al elegir la dirección de vuelo debía expresarse claramente —derecha o izquierda— o de lo contrario utilizar los puntos cardinales, norte, sur, este u oeste, o sus intermedios. Kalick ya lo sabía.

Se recostó en su asiento y se dedicó a contemplar los curiosos dibujos de nubes rojas en el firmamento. Como no había bajado el escudo, la brisa continuaba golpeando su rostro y estremeciendo su cabellera color de fuego. La velocidad era moderada; y la altura sufi-ciente, para poder contemplar el páramo en la distan-cia, casi hasta el horizonte.

En la pantalla frente a él se dibujaba el terreno, diez kilómetros a la redonda. Podía a su antojo ampliar o disminuir la escala, hasta llegar a ver todo el continen-te en el mapa, o los detalles en un kilómetro cuadrado de superficie; pero se conformaba con la visión nor-mal.

Otros pensamientos afloraban en su cerebro, tratan-do de alimentarse y crecer con los ricos años de expe-riencia y sacrificio en bien de su país.

Después de ordenarle a la máquina tomar rumbo oeste y elevarse a siete metros sobre el terreno; agarró el binocular, y comenzó a observar el paisaje a ambos lados de su recorrido.

Esta vez tuvo la satisfacción de descubrir una ma-nada de mamuts que se movía a lo lejos en dirección norte, tal vez en busca de mejores pastos. Brubekston

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no era el lugar más adecuado para esta especie; pero poco antes de su extinción en La Tierra, los brubeksi-nos habían logrado adaptarla con algunos cambios genéticos, y ahora sus descendientes comenzaban a prosperar en las praderas de su nuevo hábitat.

Algún día en que tuviese más tiempo se les acercar-ía, volaría sobre ellos, o se detendría a observarlos desde su altura.

Eso estaba pensando cuando vio que algo ocurría de pronto entre la manada. Detuvo la máquina y se quedó contemplando fijamente. Los animales corrían espan-tados rompiendo su habitual formación de grupo y luego se dispersaban azarosamente. No podía ser que alguien estuviese acosándolos.

El fogonazo de luz tras un montículo lejano lo hizo estremecerse.

"¡Un conflicto fronterizo con el reino Kirgul!" se le ocurrió pensar; pero tampoco lo creyó posible. La fron-tera entre ambos estados estaba muy lejos de allí; no obstante, su deber era conocer lo que sucedía.

Dio la orden al vimana y este arrancó. Luego torció hacia el norte y aceleró de prisa. El viento era tan fuer-te que le obligó a cerrar el escudo.

Pocos minutos después volaba sobre los animales. La manada había comenzado a reagruparse nuevamen-te y él empezaba a maravillarse…, y también a inquie-tarse, por la conducta de los herbívoros y la explosión que había creído distinguir. Fue entonces cuando vio levantarse una columna de humo detrás de las colinas cercanas. Parecía una señal de auxilio, algo muy común en la estepa.

Hizo ascender su máquina desde la primera hondo-nada y poco después hasta la cima.

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A la distancia de varios kilómetros, aquellos montí-culos aparecían simplemente como ligeras ondulacio-nes; pero no eran tan pequeñas. Podían muy bien ocul-tar un objeto de la altura de dos mamuts.

Ahora pudo observar muy bien la fuente de la señal, así como los restos de un vimana sobre el terreno y un brubeksino que se alejaba, remontando hacia la cima de otra colina.

Kalick hizo descender su máquina, pasó entre los restos humeantes y luego se dirigió hacia aquél, que acababa de desaparecer de su vista.

Cuando llegó a la próxima cima vio al brubeksino delante; entonces disminuyó la velocidad y lo fue aproximando en silencio.

El fugitivo, más que oír; presintió la presencia del vimana a sus espaldas y entonces volteó su rostro y se detuvo al observar la insignia y los colores de la Re-pública Somer en el casco de la máquina.

Por un momento alzó los brazos; pero luego se echó de rodillas. Su aspecto era deplorable. Tenía los vesti-dos chamuscados y el costado izquierdo ensangrenta-do.

Kalick saltó al suelo con la pistola en mano y avanzó hacia él.

— ¡No dispare…; no dispare…! —dijo el intruso tratando de recobrar el aliento—. Sé que he violado la frontera; pero traigo algo importante… información de mucho interés para la República.

— ¿Quién eres? —De nada valdrá que sepa quién soy, general. — ¿Me conoce? Golpeado por un rayo que le atravesó el pecho, no

pudo proferir una palabra más; cayendo de inmediato sobre un costado.

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Kalick Yablum se volvió para mirar atrás, a tiempo para evitar otro rayo que pasó muy cerca de su cuello. Un vimana se había detenido sobre la colina y desde allí disparaban. Kalick se arrastró hacia su máquina que estaba a unos pocos pasos. Tenía que llegar a ella antes que el individuo se le viniese encima. Fue enton-ces cuando escuchó al herido.

No llamaba por ayuda, más bien pedía a Kalick que se le acercase tratando de mostrarle algo que aferraba en su puño.

El general se echó al suelo y rodó por un ligero de-clive. Se hirió la espalda. Hizo unos disparos en direc-ción al atacante, y corrió junto al moribundo.

—General —dijo este, extendiendo el brazo y de-jando a la vista un pequeño objeto en su mano abierta. Fue su última palabra. Burbujas de sangre comenzaban a salir por su boca, y quedó inmóvil.

Otro vimana apareció sobre la colina junto al prime-ro en el momento en que Kalick Yablum tomaba el objeto y se disponía a ir de regreso hacia su máquina.

¿Qué información podría contener la pequeña barra de holograma? No tenía la menor idea; pero debía ser importante cuando un habitante del reino Kirgul había sacrificado su vida por

entregarla. Ahora el enemigo comenzaba a disparar desde los

cañones con carga de frecuencia dura. Solamente le cubría la hondonada y su máquina es-

taba a cincuenta metros. Correr hasta ella con el fuego arreciando sobre el terreno, era un suicidio.

Hizo varios disparos y la réplica que recibió pulve-rizó las rocas sobre su cabeza, cubriendo de esquirlas su cabellera rojiza.

¿Qué tanto empeño ponían en detenerlo?

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Ahora podía imaginar la verdadera importancia que debía tener el asunto; y lo peor de todo, comenzaban a disparar sobre su vimana.

Kalick tomó el control de señales y lanzó una orden. Aquella arrancó y comenzó a moverse en círculos so-bre el terreno. En la primera vuelta que dio, pasó muy cerca detrás de los agresores.

Kalick trataba de controlarla. Debía hacerla venir a él.

Había tomado tan poco entrenamiento, que ahora, en el momento más difícil, le costaba hacerla obedecer. Finalmente le pasó al frente, a velocidad vertiginosa, y se alejó otra vez describiendo un círculo bastante am-plio. Cuando la vio acercarse por el lado opuesto, apretó un nuevo comando, y el vimana sé detuvo.

Los dos kirgules comenzaban a moverse colina aba-jo y venían a su encuentro. Apenas tuvo tiempo para saltar a su asiento y dar la orden de partida.

No estaba seguro si retomar su curso rumbo a la ciudad o regresar a la mansión con el hallazgo. Enton-ces miró atrás y vio que lo seguían.

Mejor debía hacer algo para deshacerse de aquellos. No podía permitir que lo capturasen con el holograma. Comenzaba a aferrarse a la idea de que este poseía alguna información valiosa, porque los agresores mis-mos se lo sugerían.

Se mantuvo por un minuto a altura rasante sobre el terreno. Era la mejor opción si quería restarle efectivi-dad a los disparos del enemigo. Se volvió sobre su asiento y disparó también; pero sin dar al blanco.

Ambos modelos podían desarrollar idénticas velo-cidades; pensando en esto, la solución estaba en hacer-los perder su rastro antes que continuar en el riesgo de que un disparo lo destrozase. ¿Pero cómo, si por aque-

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lla zona la estepa aparecía como una superficie total-mente plana?

Un poco más al norte el terreno era diferente, con algunos campos de rocas dispersos aquí y allá; últimas huellas de una antiquísima glaciación.

Amplió la escala del mapa en la pantalla y deter-minó el lugar.

Era además una zona de anomalías magnéticas ne-gativas para cualquier vimana. Si conseguía llegar has-ta allí, tal vez tendría su oportunidad.

Grupos de animales corrían entre las altas hierbas, espantados ante los disparos y el roce de las máquinas sobre las espigas. Lo que había comenzado como una carrera de entrenamiento camino a su trabajo, se había convertido en una gran lección.

Dio un giro a la derecha y se aventuró hacia el sitio; al tiempo que continuaba analizando el mapa. El punto aparecía como una zona más baja del terreno, y enton-ces recordó que aquel había sido un antiguo impacto de meteorito, posteriormente cubierto por los hielos de la última glaciación; los que habían llevado hacia el cráter las grandes rocas, ahora dispersas en la oquedad.

Debía disminuir la velocidad y dejar que aquellos se le acercasen, aunque se expusiese por un momento a los disparos.

Así lo hizo. También disminuyó un poco la altura. Se acercaba ya. Apenas dos millas. El enemigo es-

taba casi sobre él…, y de pronto, el gran salto de la máquina sobre el borde de la hondonada y luego hacia el fondo.

Tuvo tiempo de mirar atrás con la esperanza de no ver saltar las máquinas de los agresores, y entonces ordenó a la suya elevarse al máximo. ¡Cinco metros! Pasó casi rozando sobre las primeras rocas y escuchó

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una explosión detrás. Uno de los perseguidores se hab-ía estrellado, mientras el otro conseguía a duras penas evitar un encuentro fatal.

Kalick Yablum se alejó del sitio, torciendo rumbo al sudoeste.

Capítulo 5 - Un mensaje de peligro

Kirbe Loga era la ciudad más antigua del planeta y ostentaba con orgullo su título de prístina ciudad, re-presentado en el arco monumental que coronaba su puerta norte; inmersa como las otras tres en el bullicio de la ciudad moderna.

El emplazamiento donde se fundó la primitiva colo-nia tuvo su centro en la cima de una colina; desde allí, y a través de los años, se fueron derramando las vi-viendas a todo lo largo del valle. El río fue finalmente encerrado en su moderno cauce y unidas ambas riberas con los primeros puentes.

La gran muralla vino después para encerrar el perí-metro de cinco kilómetros alrededor de la colina. Kirbe Loga continuaba creciendo, y cien años más tarde, la muralla había desaparecido oculta por los muros más altos de nuevas edificaciones. En el presente, con sus seis millones de habitantes, era la ciudad de mayor población de Brubekston.

La gran muralla con sus cuatro puertas dejó de cumplir su función, para servir finalmente como el límite histórico que separa la zona administrativa de la república, de la zona baja residencial.

Kalick Yablum entró aquella mañana por el camino del este y atravesó lentamente por las calles menos concurridas, hasta conseguir la ancha avenida junto al río. Por esta avanzó hacia el norte, buscando la ciudad alta; entonces cruzó a la derecha del río por el primer

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puente, y continuó por la avenida a lo largo de la orilla hasta la puerta sur. A partir de aquí comenzaba a viajar por los dominios de la ciudad antigua, la zona adminis-trativa o la eterna colina, como era con mayor frecuen-cia nombrada.

Sus calles o edificios no tenían mucho de diferente con el resto de la ciudad. A no ser un detalle especial del que hablaremos luego; que no se notaba a simple vista. Por lo demás, sus edificios eran de solamente dos plantas, perfectamente alineados a lo largo de calles y avenidas, tan anchurosas como la misma Vía Láctea en el cielo nocturno de Brubekston.

Kalick marchó directamente a la zona de alojamien-to de los funcionarios del gobierno. Muy cerca de allí, sobre la falda oeste de la colina, estaba la zona de los embajadores y turistas de la Atlántida. Kalick amaba este lugar desde su juventud; pero pocas veces se per-mitía a sí mismo entrar allí.

Después de un rodeo por las calles alrededor de la zona, fue directamente a su alojamiento y entró por la parte superior haciendo ascender el vimana por encima de los cuatro metros.

Luego bajó a una habitación pequeña con ilumina-ción en las paredes. En el momento en que el vimana se posó sobre el piso formado por una sola losa, el te-cho se cerró en tinieblas.

Marcó una clave sobre un panel en una de las pare-des y esta se oscureció, entonces pasó a través de la zona oscura y entró en otra habitación, perfectamente iluminada.

Lo primero que hizo fue dirigirse unos pasos hacia el otro extremo. Allí, incrustado en la pared, había un mueble en forma de meseta. El general sacó del bolsi-llo derecho de su gabán la pequeña barra de holograma

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y la colocó en la máquina lectora situada sobre el mue-ble. Al introducirla verticalmente en la abertura, la pequeña luz roja le indicó que había sido activada. Se sentó entonces sobre el borde de un sillón y esperó ansiosamente durante diez segundos.

De repente en el espacio frente a él y a la altura de su rostro, apareció un letrero tridimensional.

“De Marleko Kedaro a todos los brubeksinos”

Decía el encabezamiento. Las letras en apretadas líneas iban ascendiendo y

desapareciendo en el espacio; pero nuevas líneas apa-recían por debajo y se mantenían subiendo. Así fue durante un largo rato hasta que todo el mensaje pasó frente al rostro atónito de Kalick Yablum.

La reunión de la asamblea anual estaba a punto de reanudarse en su segunda sesión ordinaria. En una si-tuación de emergencia como aquella, mejor hubiese sido presentar el caso directamente al presidente de la República Somer; pero la reunión estaba a punto de comenzar. Si lo presentaba en aquél momento, con probabilidad la reunión sería suspendida. Mejor espe-rar, ya que había ciertos puntos de debate aquella tarde que no convenía postergar para una sesión ulterior.

Desde que entró al palacio de gobierno, comenzó a buscar entre la gente que colmaba los amplios pasillos, el rostro bien conocido de su amigo el coronel Gedaro Balto. Luego subió por la escalinata al final de la sala de recepción. Los guardias junto al primer escalón lo vieron venir y lo saludaron de forma militar. A él no le era necesario presentar credenciales como a los miem-bros civiles de la asamblea. Al llegar a lo alto tomó por el corredor de la derecha y allí le salió al encuentro su ayudante de operaciones.

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—Bienvenido general —dijo este ofreciéndole una jarra de licor.

— ¿Alguna novedad, Yardul? —Ninguna general. Sólo que lo esperábamos algo

más temprano. Había suficiente familiaridad entre ambos oficiales

para que el subordinado hablase de aquella forma y en tono de reproche con su superior. En vez de responder con una frase hiriente, Kalick sonrió y bebió de la co-pa, colocándola de vuelta en manos de su ayudante.

—Tuve algunos problemas de control con el nuevo vimana. Fue por eso que me retrasé; pero en fin, aún no ha comenzado la sesión.

— ¿Quiere ver al presidente antes del inicio? —Quiero ver al coronel Gedaro Balto. Dígale que

por favor, se presente en mi oficina de inmediato. Allá lo estaré esperando.

Unos minutos después se abrió la puerta y entró el coronel.

Su rostro se notaba preocupado. Kalick lo esperaba pasivamente recostado al respaldo de su sillón.

—Muy bien general ¿sucede algo? —Algo peor creo que no podría suceder en estos

tiempos. Pero…, tome asiento —dijo Kalick después que se hubo cerrado la puerta a espaldas del oficial. El rostro de este terminó cubriéndose de pesar.

—Entonces ¿qué sucede? —Apenas en cinco minutos comenzará la sesión,

coronel. Después de esta, deseo verlo en mi alojamien-to. Hay un asunto muy especial que deseo tratar con ustedes antes que con otros. Pero ahora dígame una cosa. ¿Ha oído hablar alguna vez de Marleko Kedaro en el reino Kirgul?

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—El coronel se apretó con la mano derecha su po-derosa mandíbula y luego sin vacilar afirmó:

—Es un alto dignatario del reino Kirgul. —Muy bien amigo —dijo Kalick poniéndose en

pie—. Esto lo facilita un poco. Más tarde continuare-mos la conversación.

Aquella era la única pista que le faltaba para co-menzar a formarse un cuadro coherente, pero era ape-nas el comienzo. Caminó junto al coronel a través del amplio pasillo que los condujo hasta la sala de sesiones y entraron a ocupar sus puestos.

La mayoría de los miembros de la asamblea lo hab-ía hecho ya y por esto no fue difícil llegar hasta su po-sición en primera fila, donde se sentaban los miembros que harían uso de la palabra aquel día. Algunos inclu-so, comenzaban a repasar el texto de sus discurso. Ka-lick no traía nada escrito ni lo creyó necesario. Su tema de siempre lo tenía más que repasado y mil veces ana-lizado desde diferentes ángulos. Entonces, que debía tener de especial la forma en que lo presentara, si de alguna manera convencía a su audiencia. Estaba casi seguro que en esta ocasión lo haría.

La sala de sesiones era semicircular y en la misma forma estaban situadas las cinco bandas de asientos. Cada banda con espacio para diez miembros. En la pared plana que terminaba de formar el semicírculo de la habitación, estaba una mesa rectangular acompañada por dos sillones.

Poco después de ocupar sus puestos, el centro de la pared sé oscureció, y luego en la parte oscura aparecie-ron reflejos iridiscentes. A través de estos un brubeksi-no entró a la sala de la asamblea y se dirigió de inme-diato a ocupar uno de los sillones. Un momento des-pués la parte iridiscente de la pared desapareció.

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El brubeksino, de estatura más pequeña que la común, era el presidente de la República Somer.

Levantó una mano en señal de saludo a los cincuen-ta miembros de la asamblea.

—Bienvenidos una vez más. Realmente es un placer volver a verlos.

Hubo risas y un murmullo de aprobación. —Volver a vernos, reunidos en esta sala —aclaró.

Capítulo 6 - El hijo del general

El joven había ascendido con dificultad la roca agarrándose a los bordes afilados de la superficie. Sólo le faltaban unos metros para llegar al punto más eleva-do de la meseta.

El sol estaba sobre su cabeza. Miró la pulsera, y en-seguida conoció la temperatura. Estaba bastante baja; pero a pesar de eso sentía que se asfixiaba. Con seguri-dad era el metabolismo, acelerado con el ejercicio.

Se tendió boca arriba en la superficie plana y apretó el botón rojo en la parte inferior de la mochila atada a su torso. Esta se abrió lentamente y extrajo entonces un frasco de cápsulas

alimenticias. Se metió una en la boca. Al momento sintió una sensación refrescante bajo la lengua, y a medida que la cápsula se derretía, la sensación se iba extendiendo por todo el cuerpo.

Pronto su estado de ánimo se fortaleció y sintió su mente libre y serena; en plena lucidez.

Estaba allí porque su padre se lo pedía. Le debía obediencia si quería ser piloto y algún día llegar a te-ner, come él, el vimana más moderno.

El joven Biklar no tenía más que treinta y nueve años; pero hacía todo el esfuerzo por ser formal y cumplidor y actuar con la misma rectitud que lo hacía

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su hermana. De cualquier modo, su vida era mejor que la de aquellos que tenían que asistir a la academia en algún lugar de la capital, como sucedía con ella.

Hoy era el día de los ejercicios físicos. Había corri-do ya los ocho kilómetros por el borde de la meseta, saltando sobre las piedras y las grietas del terreno, si-guiendo por el trillo que él mismo había ido trazando con el tiempo y se conocía de memoria. La roca donde ahora se hallaba tendido estaba en el extremo sur, mientras la mansión se encontraba al norte.

Se sentó al borde con los pies colgantes y observó con el instrumento en aquella dirección. Estaba seguro que si su madre o su hermana llegaban temprano aque-lla tarde, desde su posición vería a cualquiera de los laghimas al aproximarse.

No era extraño que ellas pasaran en vuelo casi ra-sante sobre la meseta; con la intención de recogerlo y llevarlo de vuelta a casa, o simplemente para cerciorar-se de que todo le iba bien al joven.

Aquel día no vendría su tutor, y en estos casos, la madre se preocupaba por él más de lo normal.

Extendió el recorrido del instrumento a lo largo de la línea del horizonte, sobre la colina al norte; pero aún no descubría ningún objeto volando por aquella zona. Finalmente, se volvió a tender sobre la roca y quedó dormido.

Capítulo 7 - En la asamblea

—"Ahora que Atlántida es independiente, no debe-mos ceder en nuestros derechos comerciales".

Fueron estas las últimas palabras del orador que le precedió.

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Kalick se puso en pie y avanzó hacia el lugar de di-sertación junto al presidente. Subió los seis escalones y se sentó junto a él.

—Saludo a todos mis colegas —dijo alzando una mano hacia los miembros de la asamblea. Después la dejó caer con descuido sobre la mesa y agregó, diri-giéndose al presidente:

—Señor, pido disculpas por no haber llegado a tiempo para asistir a la primera sesión.

— ¿Es que ha habido algún problema? —No señor… ¡bueno si! en realidad he tenido una

gran tarea que resolver. —Espero que no haya sido algo familiar —dijo el

presidente, y acompañó sus palabras con una sonrisa alegre.

—Verdaderamente, les pido disculpa a todos. En lo que respecta a mi asunto, sé que se habrá de resolver.

—No tiene importancia, general. No siempre pode-mos ser tan estrictos. ¡Vea usted! Ha llegado muy a tiempo para hacer uso de la palabra. Le ruego que pro-ceda.

—Muchas gracias señor. Kalick entrecruzó los dedos de sus manos sobre la

mesa y bajó la cabeza por un instante, como pidiendo en silencio disculpa ante el reproche que veía llegar a la mente de sus colegas tras sus primeras palabras.

Decidido a materializar su discurso, habló entonces; buscando la manera de que su voz sonara firme y res-petuosa a la vez.

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—Se han mencionado muchos temas esta tarde; pe-ro yo sigo con el mío, que ya conocen; porque creo que es el más universal de todos para nuestra especie.

Hubo un murmullo en la sala. —Hoy les traigo una propuesta concreta. Un plan

de trabajo que consiste en lo siguiente: prohibir el ma-trimonio entre brubeksinos que sean más del noventa por ciento puros, con aquellos en los que está ausente el apéndice del mesencéfalo.

El murmullo se hizo esta vez más intenso entre las filas de los diputados.

—Sé que es una medida bastante drástica; pero es lo que hace falta en estos tiempos de degradación física y mental de nuestra especie. Todos los intentos que han hecho los científicos, han sido en vano; y en vez de mejorar la situación la han agravado. El apéndice del mesencéfalo, que antes era lo normal entre nosotros, se ha convertido en un raro atavismo. Menos del seis por ciento de nuestros hijos que llegan a la edad adulta lo desarrollan. Hace cinco mil años cuando llegamos a este planeta todos en nuestro pueblo lo poseían; nues-tra estatura era normal y el color de nuestra piel lo mismo.

Gracias a esas dotes fuimos capaces de extendernos por un vasto espacio de la galaxia; pero ahora les pre-vengo señores. Si no hacemos algo muy pronto, en menos de doce mil años nuestra especie habrá desapa-recido.

Sé que mis palabras suenan catastróficas y exagera-das; pero no lo son. Todos estamos ocupados en resol-

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ver los problemas de nuestra vida diaria y así estaban también los primeros brubeksinos que arribaron a este lugar. Deseaban expandirse con rapidez. Lograron adaptar este planeta creando un nuevo suelo y nueva atmósfera. Luego quisieron hacer lo mismo con La Tierra; pero La Tierra estaba habitada ya por la raza de los hombres y los cambios que se hicieran allá a nues-tro favor, llevarían al exterminio de los humanos y las plantas y las bestias. Entonces pensaron en cambiarnos a nosotros mismos. Los resultados los vemos hoy. Nuestra raza está degenerando. Está perdiendo sus grandes virtudes.

Allá en La Tierra apenas hemos podido crear un en-clave, que yo llamaría ficticio, y que nos trae más pro-blemas que ventajas. Los atlantes no son como noso-tros. Pueden respirar el aire de La Tierra y vivir en su suelo; pero repito, son apenas una mutación de noso-tros mismos. Un producto de la tecnología…, y aún no sabemos qué pasará con ellos.

Lo único que nos resta por hacer, es ponernos todos en Brubekston de acuerdo, y comenzar un proceso de selección artificial que permita que nuestra descenden-cia en vez de desaparecer, vuelva a ser pura como en los lejanos tiempos en que nuestros antepasados llega-ron al sistema solar.

Capítulo 8 - El enemigo al asecho

Su cuerpo se estremeció con la vibración del aire en la gruesa atmósfera del atardecer. Se había quedado dormido, y cuando abrió los ojos, no pudo distinguir

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casi nada a su alrededor. Sólo aquella masa oscura moviéndose sobre él, y el silbido bajo e intermitente que la acompañaba.

Su primer instinto fue arrastrarse sobre la roca y de-jarse caer por aquella parte en que lo cubrían las som-bras; tratando luego de sostenerse con pies y manos de los salientes. Cuando volvió el silencio a su alrededor, fue entonces que tuvo tiempo para darse cuenta y ver lo que sucedía.

El extraño laghima había pasado lentamente y con-tinuaba en dirección al norte.

No era su madre ni su hermana. Biklar conocía muy bien sus máquina; pero si no eran ellas ¿quién podría ser entonces?

Al principio le pareció extraño que no lo hubiesen visto, habiendo pasado tan cerca sobre él; luego se dio cuenta que su ropa lo enmascaraba muy bien con el color del entorno. El sol tan

bajo sobre el horizonte también había estado a su favor; pero de cualquier modo, no debía sentirse con-fiado en aquel instante. Se habían detenido sobre la meseta.

Fueron de angustia los minutos que pasó tendido sobre la roca. Se mantenía tratando de descubrir algún movimiento en la nave; pero aquella permanecía sus-pendida a baja altura, y no fue hasta cerca de la caída de la noche, y a la tenue luz del crepúsculo, que vio a unos diez brubeksinos echarse sucesivamente al suelo y correr en dirección a la mansión. Luego la máquina se elevó e inició su vuelo en la misma dirección. En aquél instante otro aparato aparecía en la lejanía sobre la línea del horizonte. Biklar sintió con seguridad que era el laghima de su madre.

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La maniobra de desembarco solapado sobre la coli-na, presagiaba un inminente peligro para su casa y su familia.

Bajó de la roca y corrió hacia el sitio donde había estado suspendida la nave un minuto antes. Cuando llegó allí, ya no pudo ver ni sombra de los soldados; pero si las luces del otro laghima que descendía sobre la mansión. Era su madre, y los brubeksinos eran kir-gules; ahora tenía la certeza.

Echó a correr nuevamente, saltando sobre las peñas y algunas veces sobre los arbustos que crecían por aquella parte de la colina.

Aún podría estar a tiempo para advertirla del peligro que la acechaba.

Capítulo 9 - Capturada

La mujer brubeksina hizo descender la nave al han-gar y apagó los motores. Luego se dirigía al panel en una de las paredes, cuando sintió que algo caía a sus espaldas. Se volteó de súbito, y llena de espanto, vio la enorme figura de un soldado alzarse frente a ella. Al momento otros dos asomaron desde lo alto, al borde mismo de la ventana aérea.

—Todo bajo control —dijo el primero apuntando a la mujer con el arma que portaba.

Era una especie de fusil pesado de rayo láser, con dos tubos, y encima de estos un enorme disco. Ella nunca había visto un arma como aquella.

Los dos brubeksinos al borde de la ventana dudaron por un momento. Luego se dejaron descolgar al piso de la estancia, entre la nave y la pared opuesta al sitio donde se encontraba su compañero.

Uno de ellos fue hacia la mujer. — ¡Abre la pared! —ordenó.

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— ¿Qué quieren ustedes? —Abre la pared —repitió el oficial. La esposa de Kalick Yablum les volvió la espalda y

marcó una clave sobre los signos en el panel. A la iz-quierda aparecieron los reflejos iridiscentes, y luego aquel mismo espacio se oscureció.

El brubeksino que la había sorprendido al principio avanzó al interior; coincidiendo su entrada con la apa-rición de la sirvienta de la familia en lo alto de la esca-linata. Esta, al ver al soldado que atravesaba la zona incomplexa se dio la vuelta, y corría de regreso a la planta superior, cuando el kirgul le apuntó y evidente-mente se produjo un disparo. El cuerpo de la mujer se prendió en llamas. Al llegar al descanso, trató de con-tinuar subiendo por la derecha; pero ya sus fuerzas la abandonaban, y en vez de proseguir, rodó de regresó sobre los escalones.

Los otros habían penetrado también a la habitación y contemplaban la escena pasivamente, mientras la esposa de Kalick volteaba su rostro horrorizada.

Aún el cuerpo de la sirvienta continuaba carbo-nizándose en el sitio donde cayera, cuando el oficial del reino Kirgul empujó a la prisionera sobre uno de los asientos.

— ¿Dónde está tu esposo? Ella permaneció en silencio. Luego movió la cabe-

za, recorriendo su entorno con la mirada. Aquella acti-tud desconcertó a sus captores por un instante.

—Puede estar en cualquier lugar. Nunca dice exac-tamente a donde irá.

La habitación permanecía como mismo la dejara Kalick Yablum en la mañana.

Sobre la alfombra, en medio del amplio espacio central; aún estaban dispersos algunos instrumentos

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utilizados por el general en el ensamblaje de la esfera plateada. La esfera misma

estaba allí, inmóvil desde que el general sufriera su gran fracaso al tratar de ponerla en marcha con la energía de su cerebro.

Capítulo 10 - Noticias alarmantes

Había terminado la sesión del concejo y el asunto propuesto por el general aceptado para el debate. Pa-recía que al final triunfaría su opinión personal sobre el sentir de la mayoría. ¡Pero en qué momento! Si se lle-gase a saber que había ocultado información tan valio-sa relativa a la seguridad de la especie, él mismo podr-ía ser juzgado por traición y negligencia. Debía actuar con precisión y cautela hasta en el menor detalle.

Atrajo consigo a su ayudante y al coronel Gedaro, y juntos viajaron en el vimana por el laberinto de anchas avenidas de la ciudad alta. Ya era de noche. El cielo estaba helado y lleno de estrellas que titilaban entre hilachas de fina bruma. Se podía aspirar el fuerte olor del ozono, a máxima concentración durante aquellas horas.

Esta vez entró directamente al área de los aloja-mientos y se movió a la mayor altura hacia su lugar de descanso. Durante el trayecto de diez minutos, los dos oficiales en el asiento trasero

permanecían en silencio. Kalick hacía lo mismo; pe-ro los pensamientos herían sus sienes, como las olas de un maremoto al golpear la costa. Comoquiera que sea, él solo no podría cargar con tantas preocupaciones.

Detuvo el vehículo exacto sobre el hangar y luego lo hizo descender con suavidad hacia su interior. Tras esto, el techo sobre ellos se cerró. Por un segundo que-daron en tinieblas; pero

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entonces las cuatro paredes se hicieron visibles es-parciendo desde la superficie una luz fría y tenue de color verdoso.

—Pies en firme, señores —dijo Kalick tomando la iniciativa.

Se encaminó al teclado, marcó la combinación, y se volteó hacia sus seguidores mientras aguardaba por unos segundos a que los reflejos iridiscentes se hicie-sen firmes dentro de la pared.

Los oficiales se miraban interrogándose mutuamen-te, pensando que aquella reunión privada no sería más que una continuación de la anterior del consejo; y su tema, el mismo que obsesionaba al general desde hacía muchos años. Por eso lo siguieron sin chistar cuando este se introdujo a través del marco de tinieblas que se hizo visible al frente.

—Les pido disculpas por haberlos casi secuestrado hasta mi alojamiento personal; pero no hay tiempo para dilaciones —dijo mientras avanzaban cruzando a lo largo de una habitación

perfectamente alumbrada. Yardul y el coronel tomaron asiento y se recostaron

cómodamente, esperando por alguna sorpresa. Kalick oprimió una tecla en la pared, junto a la

máquina lectora de hologramas situada sobre la mese-ta, y al instante desde el piso comenzó a elevarse una pieza de forma cilíndrica con diámetro de alrededor de un metro.

—Mi base personal de datos —señaló. Los otros dos continuaban aguardando en respetuo-

so silencio, hasta que el cilindro se detuvo. Kalick hizo deslizar su asiento y se acomodó, intro-

duciendo luego las piernas en la moldura que aquél poseía, adecuada para ese fin. Un segundo después, sus

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manos desaparecían al sumergirse por la parte superior del cilindro; pero allí no se detuvieron. Comenzaron a moverse por la superficie, como tecleando sobre carac-teres ocultos bajo reflejos de azul celeste.

Un momento más tarde, una esfera tridimensional de holograma apareció en el espacio sobre la máquina.

— ¡Aquí está! —dijo Kalick poniéndose en pie—. No los he traído aquí para continuar la importante arenga sobre la decadencia de nuestra especie.

— ¿Entonces, amigo…? —dijo el coronel Geda-ro—. ¿De qué se trata?

La esfera aparecida allí era una imitación lumínica del planeta Tierra.

Kalick tomó un puntero con el que la hizo girar has-ta poner frente a sí el inmenso territorio atlante.

—Los problemas crecen, señores. ¡Esta gente…! Me refiero a los atlantes, se proponen guerrear y con-quistar a otros pueblos —dio media vuelta a la esfera y continuo─: les atrae en particular el imperio Rama. La más avanzada de las civilizaciones. La antigua fuente de esclavos para las minas de Belsiria —concluyó de-jando el puntero fijo sobre el oeste del Indostán.

—La Tierra ha estado siempre, casi por completo, cubierta por una gran masa de hielo —intervino Yar-dul.

—Esa es la opinión común; pero parece que no siempre ha sido, ni continuará siendo así —dijo Ka-lick—. He estado estudiando toda la información con-cerniente, y como resultado, encontré que la tempera-tura se ha mantenido creciendo ligeramente en los últimos 400 años. Los hielos se retiran hacia los polos y el nivel de los mares crece.

— ¿Qué quiere decir con todo, general?

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—Que La Tierra se está convirtiendo en un lugar di-ferente…, y los atlantes lo saben. Parece que están elaborando planes para dominarla; y no me cabe duda que para eso podrán contar con la ayuda de los kirgu-les.

Gedaro Balto y el ayudante del general se miraron con asombro.

— ¿Cómo lo sabe? —preguntó el primero y agregó—. Además, el concejo de los sabios sería inca-paz de semejante desatino; según los principios filosó-ficos por los que su gobierno se rige.

—No se trata al parecer del consejo de los sabios. Tengo amistad personal con algunos de sus miembros y sé del honor y la dignidad que los califica como los mejores; pero hay ciertos grupos reaccionarios dentro de la sociedad atlante que ponen en peligro su estabili-dad.

Kalick se puso en pie y fue junto a la pared, enton-ces marcó una clave en el panel. Junto a este se abrió una pequeña ventana oscura con reflejos iridiscentes y Kalick introdujo una mano en ella; de donde extrajo al cabo una pequeña barra de holograma.

Mientras hacía esto, los otros no habían dejado de observarlo con atención.

—Aquí tengo la prueba. Serán ustedes los primeros a quienes revelo este secreto de estado.

Introdujo la barra en la máquina lectora, y unos se-gundos después aparecía la imagen tridimensional con la información.

Los visitantes seguían la lectura sin querer dar crédito a lo que se iba revelando en el espacio frente a ellos.

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—Hay gente en los otros reinos que estarían dis-puestos a emprenderla contra los kirgules —dijo Yar-dul.

—Eso sería el inicio de una guerra —agregó el co-ronel Gedaro.

—Una en la cual, inevitablemente nos veríamos in-volucrados…; y esa ha sido la principal razón por la que no quise entregar la información esta tarde durante la asamblea. No puedo creer que se mantendría como un secreto en el círculo de nuestros diputados.

—Yo creo que ha hecho muy bien general —dijo Gedaro—; pero díganos. ¿Cómo la obtuvo?

—En la estepa. Un héroe kirgul me la entregó esta tarde antes de morir.

Capítulo 11 - En busca del túnel

Una sola vez había andado con su padre a través del túnel y eso había sido varios años atrás. Tantos aconte-cimientos acaecidos en su vida desde aquella fecha no le permitían recordar

con claridad algo tan importante: el lugar exacto donde se hallaba oculta la entrada.

Comenzó a relacionar los fragmentarios recuerdos que aún conservaba con el aspecto actual de la colina. Verdaderamente no había cambiado mucho. Su padre se había dedicado en los últimos tiempos a plantar árboles y remover algunas rocas para construir una fuente hacia el extremo opuesto de la mansión.

Pudo recordar entonces que a dos pasos de la entra-da había una roca que le daba al pecho. Estaba seguro que si la veía podría reconocerla de inmediato.

Echó un vistazo a la mansión y pudo observar que sus alrededores permanecían en calma. Era probable

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que los kirgules estuviesen esperando por la llegada de alguien más. Tal vez esperaban por su padre.

No tenía ni la menor idea de lo que estaba suce-diendo. La razón de aquella repentina invasión a la mansión de un funcionario de la República, por fuerzas extranjeras y en época de paz, continuaba por el mo-mento lejos de su comprensión; pero sí sabía que los kirgules habían sido siempre un estado hostil y enemi-go de la libertad. Además, sabía que su madre podría estar en peligro en aquel instante y también su hermana y su padre, si regresaban y eran sorprendidos.

Confusos recuerdos, o el instinto, le hicieron cami-nar en dirección al sol poniente, y al momento, como guiado por una luz misteriosa, vio aparecer frente a él, la roca. ¡Sí! Estaba seguro que era aquella. Plana en su superficie. Años atrás le daba al cuello.

Ahora le podía servir fácilmente de asiento. Sólo debía buscar en el suelo a su alrededor, y comenzó a darle la vuelta. Tierra y desechos vegetales podían haber cubierto la superficie de la losa, no abierta quizás por varios años; pero aquello no sería un obstá-culo.

Estaba oscuro y en vez de tirarse al suelo, comenzó a arrastrar un pie, ejerciendo presión y removiendo la capa superior. En la segunda vuelta que dio alrededor de la roca, tocó algo diferente.

Entonces se detuvo y escarbó con las manos, hasta que sus dedos se encontraron con la argolla.

Era la primera pieza de un antiguo sistema de cons-trucción llamado “de puertas sólidas” por los ingenie-ros e historiadores brubeksinos. Un sistema traído a Brubekston por sus antepasados y que se había conver-tido en una reliquia.

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No le costó mucho trabajo a Biklar. Tomó la argolla con ambas manos y tiró hacia arriba, aumentando la fuerza lentamente. La losa tenía forma cuadrada y se desprendió de su engarce. En cuanto la hubo extraído por completo; la colocó al frente. Ahora entre sus pier-nas quedó el oscuro agujero del túnel.

Capítulo 12 - Lucha en la colina

El fuego había saciado su voraz apetito en el cuerpo de la sirvienta, dejando una masa informe y de color oscuro sobre los peldaños intermedios de la escalinata. Se había consumido; pero aún quedaba un poco de aquel olor dentro de las estancias de la mansión.

Los tres kirgules habían tomado asiento en el gran salón y no dejaban de vigilarla. No se movían. No hab-ían vuelto a interrogarla; y eso la hacía poner inquieta. Uno de ellos mantenía el extraño fusil sobre sus pier-nas con el cañón apuntando hacia ella y un dedo en el disparador.

Habían pasado varias horas y la situación no cam-biaba. Eso le dio a comprender, que era por su esposo por el que esperaban. Su inquietud se hizo mayor por no saber de Biklar.

"Tal vez lo habían capturado ya. ¿Le habrían hecho daño?"

No quiso continuar pensando en lo peor. — ¿Qué es lo que quieren? —dijo súbitamente diri-

giéndose al oficial que estaba sentado al frente. Aquél continuó mirándola fijamente por un instante. —No queremos nada. ¡Sólo esperar! El kirgul alzó su brazo izquierdo y marcó algunos

signos en la pulsera.

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—Ya le dije, capitán. De este lugar no sale señal al-guna; a no ser que se utilice el sistema interno de co-municación —dijo el otro sentado a su lado.

— ¿Cuándo llega? —preguntó entonces el capitán dirigiéndose a su prisionera.

—Cuando llega… ¿quién? —dijo la mujer. —Sabes que estoy hablando de tu esposo. ¿Por qué

te haces la desentendida? —Porque no sé qué es lo que buscan ustedes. Han

violado las fronteras de la República Somer…, y eso es muy grave.

—Sale afuera y dile a la gente que se prepare para la partida. La llevaremos solamente a ella.

— ¡Pero capitán…! —replicó el kirgul a su lado. —No podremos continuar esperando. Ve y da la or-

den de partida, y regresa de inmediato. Sobre la alfombra verde en medio de la habitación

la esfera plateada comenzó a moverse ligeramente, dejando escapar de su interior un sonido como burbu-jas en un líquido hirviente.

Los tres kirgules se pusieron en pie de un salto. Ante el asombro de todos, la esfera se levantó del

piso y salió disparada girando por la habitación a la altura de sus cabezas.

Uno de los soldados cayó de espaldas para evitar el filo de la cuchilla, y desde el suelo sacó su pistola láser y comenzó a disparar alocadamente tratando de alcan-zarla.

— ¡Llévenla! ¡Salgamos de aquí! —gritó el ca-pitán—. Por la salida frontal.

—De aquí no irán a ninguna parte —se escuchó la voz de Biklar apareciendo a través de la pared junto al panel de control.

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El soldado armado se volvió hacia él, mientras el otro se había propuesto recuperar el fusil que había caído de entre sus manos en el afán de esquivar la esfe-ra.

La máquina invirtió su movimiento circular y voló hacia el primero, en el momento en que se disponía a disparar sobre Biklar.

Lo atacó por la espalda, directo sobre la cabeza, y la cuchilla cortó; derramando el encéfalo por la habita-ción.

El otro soldado había levantado el fusil del piso; pe-ro ahora la esfera reposaba suspendida sobre la cabeza del capitán.

—Intentarlo nada más —gritó Biklar— y verás lo que sucede con tu jefe.

— ¡No dispares! ¡Suelta el arma! —gritó el capitán. Todos permanecían quietos, como esperando cada

cual su oportunidad. ¿Qué sería más rápido, el dedo del kirgul sobre el disparador del fusil, o la señal electro-magnética del cerebro del joven, ordenándole a la máquina atacar?

— ¡No dispares! —repitió el capitán—. La orden es llevarlos vivos. ¡Suelta el arma!

El soldado dejó caer el fusil sobre el asiento. En aquél minuto de tensión la mujer brubeksina

había quedado tendida sobre la alfombra. Nunca habría imaginado que su hijo pudiese mover aquel artefacto. La sorpresa la había dejado paralizada. Siempre creyó que la insistencia y preocupación de su esposo en el entrenamiento del joven no era más que fantasía.

Aún le costaba creerlo cuando volvió a escuchar la voz que decía:

—Levántate mama. ¡Ven conmigo!

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La esfera se mantenía girando, ahora en círculos más reducidos sobre las cabezas de los dos kirgules, que la miraban llenos de espanto cada vez que pasaba frente a sus ojos.

Cuando Gadela, que así se llamaba la mujer, vino junto a él; Biklar hizo una seña al capitán, indicándole que avanzara rumbo a la escalinata. El plan del joven era llevarlos al primer nivel y salir todos al exterior a través de la puerta frontal de la mansión. Sabía bien que otros soldados esperaban fuera; pero aquella era la única oportunidad de escape.

Los kirgules obedecían sin chistar; pero subían con lentitud los escalones, tal vez para ganar tiempo; lo que en cierta forma consiguieron.

Al llegar al salón superior su madre se adelantó unos pasos hacia la pared frontal y marcó la clave de apertura. Unos segundos después apareció la zona de reflejos iridiscentes y los cuatro salieron a la explana-da. Los dos kirgules con la esfera plateada girando aún sobre sus cabezas.

La sorpresa del enemigo fue decisiva para los pla-nes del joven.

Su única arma era la esfera, y al parecer aquella gente desconocía por completo su funcionamiento. Tal vez no creerían siquiera que se trataba de un arma. Siendo así, se vería precisado a usarla otra vez si aque-llos lo forzaban, para demostrarles su poder.

Los soldados estaban divididos en dos grupos, apos-tados a la derecha y a la izquierda de la mansión, a unos treinta pasos uno del otro. No esperaban ver salir a sus superiores por aquel lugar, y esa fue la oportuni-dad que tuvieron Biklar y su madre.

—Continúen directamente al frente —ordenó a los que ahora eran sus prisioneros.

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Se alejaron en dirección al precipicio, al tiempo que los soldados se replegaban y se disponían al ataque.

—Deténganse —ordeno Biklar a unos cuantos pa-sos del abismo.

Correr sería inútil. Mientras apuntaba a sus dos rehenes con el fusil,

hizo que la esfera se elevase en círculos sobre el grue-so del enemigo. Entonces habló al capitán:

—Ordénales que se retiren. Aquel dudo un instante. —Ordéneles capitán —repitió Biklar. La exasperación del joven, con el esfuerzo que hac-

ía para mantener la esfera bajo control, estaba llegando al límite.

Comenzaba a sentir que sus fuerzas mentales se de-bilitaban.

Entonces hizo que aquella disparase desde su altura de unos sesenta metros.

Un rayo azul de corta dimensión surcó el espacio y golpeó a uno de los soldados. Los otros se echaron de inmediato al suelo, dispersándose por el circuito junto a la fuente y ocultando sus

siluetas entre las sombras y el color del suelo. Biklar tenía que mantener la esfera sobre ellos, que

era lo único que les contenía, procurando no perder de vista a sus dos rehenes.

De esta manera desesperante, pasó a la segunda par-te de su plan; con seguridad la más difícil, en un mo-mento en que sus fuerzas mentales comenzaban a de-crecer de prisa.

Lanzó una señal mental conteniendo el código de activación del laghima.

Sobre el hangar se notaron de inmediato los reflejos de luces del aparato. Biklar le ordenó elevarse, y un

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momento después aparecía con lentitud, suspendido en el aire frente a la vivienda.

Lo había logrado. Entonces le envió la señal para que descendiese hasta ellos.

—Cuando el laghima baje, salta a los comandos —dijo a su madre.

Ella se disponía a realizar la acción, cuando algo con lo que no habían contado en su acción de escape, se dio a conocer en aquel instante; llamando también la atención de los kirgules.

Fue una luz, a la derecha de una de las lunas, baja sobre el horizonte, que crecía con rapidez en dirección a ellos.

El laghima, mientras tanto, se acercaba al borde del precipicio y varios soldados comenzaron a disparar; hasta que un rayo le impactó y la máquina, envuelta en llamas, perdió control, elevándose primero y luego alejándose hacia el sur, como un meteoro a velocidad supersónica.

La atención de todos se había distraído por un mo-mento olvidando la luz que se aproximaba, y antes que pudieran darse cuenta, esta ya estaba sobre el borde del precipicio; iluminando

con todos sus reflectores el escenario. —Es tú hermana —gritó Gadela. Los soldados en aquel momento comenzaban a reti-

rarse hacia el frente de la mansión, con seguridad bus-cando amparo contra un ataque, porque habían con-fundido la máquina de la joven con una perteneciente a las tropas fronterizas de la República Somer; aunque pronto se dieron cuenta de la verdad, al ver que el lag-hima descendía junto al borde del precipicio.

La máquina de los kirgules apareció desde algún lu-gar en los alrededores de la colina y se elevó sobre la

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vivienda. Los soldados envalentonados, comenzaron a disparar, esta vez sobre el laghima, que trataba de si-tuarse junto a Biklar y Gadela.

— ¡Aléjate, huye! —demandó el joven, al tiempo que la mujer levantaba los brazos desesperada.

Sin duda, los Kirgules no dispararían contra él y su madre; pero sí lo estaban haciendo contra la joven, y ella persistía tratando de colocar la máquina al borde del precipicio. Fue entonces, en un nuevo intento por descender, que un disparo la alcanzó por la parte baja del fuselaje.

Saltaron chispas y una llamarada y de inmediato comenzó a perder altura.

Biklar también había perdido el control de la esfera y esta giraba con movimiento vertiginoso en grandes círculos sobre la mansión.

Estaban inquietos por la suerte que correría la jo-ven, y los soldados aprovecharon aquel instante para llegar hasta ellos.

La máquina continuaba descendiendo junto a la pa-red del precipicio. Entonces el laghima de los kirgules pasó sobre el grupo y descendió también, ahora en su persecución. Por un momento pareció que la alcanza-ban; pero la máquina averiada, de alguna manera se estabilizó, y apartándose de la pared, comenzó enton-ces a ganar altura, alejándose lentamente al norte.

El laghima de los kirgules, por su parte, se había lanzado tras ella; y fue entonces que el capitán alzó un brazo y habló a los tripulantes.

—No pierdan tiempo con eso. Regresen acá y vámonos de regreso al reino.

Biklar y su madre habían quedado rodeados por una docena de kirgules. Un momento después la máquina descendía; cargando con prisioneros y captores, mien-

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tras una luz verde se extinguía en la distancia a poca altura sobre el horizonte estepario.

Capítulo 13 - Los planes de Kalick

Yablum

—Los atlantes conocen que si el ritmo de ascenso de las aguas continúa como hasta el presente; en unos quinientos años o tal vez cuatrocientos, una gran por-ción de su territorio habrá desaparecido bajo el mar.

— ¿Y por eso se quieren lanzar a la conquista? —preguntó el coronel.

—Al menos esa sería una de las razones —dijo Ka-lick mientras contemplaba pensativamente la crátera de vino entre sus manos.

Estaban sentados alrededor de la mesa situada en una especie de comedor, contiguo a la habitación prin-cipal donde un poco antes habían sido copartícipes de la información contenida en el holograma.

—Habrá que encontrar una forma de evitar el con-flicto; pero debemos tener en cuenta que la revelación al público de los planes secretos de los kirgules, podría acelerar un desenlace violento. Mitras, tulases y yilpa-dos están ansiosos por un desquite.

—Pero los kirgules nos están traicionando, general —dijo Yardul.

—Nunca han sido fieles a ningún tratado y nunca lo serán, capitán. ¡Recuerde! Nuestra última alianza histórica fue producto de una situación en que se re-quería encontrar un equilibrio entre los diferentes in-tereses de estado; pero nada más. Los kirgules contin-úan siendo hostiles a la libertad y a la justicia y tam-bién a la paz y a la razón. Gente no digna de confiar.

— ¿Qué podemos hacer entonces?—dijo Gedaro.

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—Para eso aquí estamos, coronel. Espero que antes del amanecer hayamos elaborado un plan. Algo que podamos ejecutar solamente nosotros tres. Es el reto que nos impone la situación —afirmó Kalick.

—General —dijo Yardul—. ¿Sabrán los kirgules que usted posee el holograma?

—Temo que sí, capitán. De acuerdo a las circuns-tancias en que la información cayó en mi poder.

Kalick se puso en pie de repente, perturbando al co-ronel en su meditación.

— ¿Qué sucede amigo? —dijo este. —Ahora me doy cuenta. ¿Saben? Al menos uno de

los kirgules que me perseguían en la mañana, logró salir con vida.

— ¿Qué quiere decir eso? —preguntó Yardul. —Ellos saben que tengo el holograma —dijo Kalick

dejando a sus compañeros con la sorpresa en los la-bios. Avanzó entonces apresuradamente hacia la habi-tación principal, marcó en la pared derecha sobre un teclado, y esperó hasta ver aparecer los reflejos iridis-centes. Luego metió una mano y sacó de allí un arma. Una especie de fusil de pulso gamma.

— ¡Iremos con usted general; pero díganos que su-cede! —exclamó Yardul.

—Mi familia está en peligro.

Capítulo 14 - Galika se pierde en la

estepa

Galika estaba segura que dirigiéndose al este podría escapar de los kirgules, en caso de que estos decidieran continuar en su persecución.

Después de haber conseguido estabilizar el vuelo de la máquina por unos minutos, se dio cuenta que la

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avería en la parte baja había sido fatal. Los instrumen-tos de control en la cabina estaban indicando un daño en los mecanismos de antigravitación. Ella podía muy bien lanzarse, abandonándola; pero en vez de eso, de-cidió incrementar la altura mientras pudiese, alejándo-se hacia el este.

Gotas de sudor comenzaban a correr por su frente y tuvo miedo. La noche era negra sobre la anchurosa estepa y algo más había comenzado a fallar, esta vez en el panel de control. Los sensores infrarrojos, tam-bién en la parte baja de la nave, habían sido de alguna forma dañados, porque se perdió enseguida la imagen en la pantalla de los comandos.

Había quedado a ciegas, volando entre las tinieblas. Miró hacia abajo con la esperanza de encontrar alguna luz que le sirviese de orientación; pero fue en vano, y entonces la angustia le hizo mover una mano hacia el conmutador que lanza la señal de auxilio, y estuvo a punto de presionarlo; pero el pensamiento de caer en poder del enemigo la hizo detenerse horrorizada. Pre-fería morir antes que ser atrapada por aquellas bestias. Entonces sintió que la nave comenzaba a descender.

Capítulo 15 - El visionario

La luz de los astros se difundía ya sobre el plomizo cielo de Brubekston. Marte apareció por el oeste y Júpiter por el este, luego una luna remontó su camino al cénit. El pequeño sol, lento y tardo, lo hizo a conti-nuación, donando su luz a las altas hierbas y a una pa-reja de liebres enamoradas que retozaban entre una nube de polvo levantada por la brisa.

No muy lejos de allí, una cabaña de piedras recibió también su regalo de luz. Entonces se abrió la recia puerta de metal y apareció la cabeza de un brubeksino,

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luego sus hombros, y a continuación toda su colosal figura. Echó una mirada a la luna y respiró profunda-mente. Observó por un momento la anchurosa estepa a su alrededor. Sus brazos y muslos estaban resguarda-dos con armadura de metal cobrizo, sus hombros y espaldas con vestidos de piel curtida, y lo mismo alre-dedor de su cintura. Una especie de falda corta.

Tras recrear su vista en el paisaje se volvió a la fo-gata, a unos diez pasos frente a la cabaña.

El fuego había muerto y parte del combustible que-daba a medio quemar entre un montón de ceniza. El Somersita dio un bostezo y regresó al interior de la cabaña; pero sólo para volver junto a la fogata con una cacerola en una mano, y un pincho con un pedazo de carne ahumada en la otra. Colgó la vasija y la carne sobre el fuego y se puso a reordenar la leña. Luego extrajo un instrumento alargado en forma de tubo; pero que se adaptaba bien a su mano, y apuntando de cerca a los maderos, presionó un botón con el dedo grueso.

Un suave resplandor, apenas visible, se proyectó al instante sobre aquellos; con tal fuerza, que la llama resucitó de entre la ceniza y comenzó a crepitar alegre. Satisfecho, se sentó sobre una roca junto al calor y quedó contemplando en silencio el inicio de prepara-ción de su frugal desayuno. Por un momento en que estuvo adormecido, escuchó una voz como saliendo de entre la llama que lo llamaba por su nombre.

“Kaluga…, Kaluga. De este asado no debes comer; sino de la bestia que merodea en la estepa, en dirección a la luna. Es carne fresca que entrego a ti”.

— ¿Quién eres tú? —preguntó el Somersita apar-tando horrorizado su mirada del fuego.

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—Soy el mismo dios que adoraron tus antepasados. Yo te conmino a que te levantes ahora y hagas como te digo ─respondi ٖó la voz.

Kaluga se irguió de un salto y con gran enojo dio una patada a la vara, lanzando el gancho con la carne y la cacerola a lo lejos.

Observó otra vez la luna sobre el horizonte y echó a andar hacia ella dando zancadas, como poseído por un ataque de locura.

Pronto la brisa de la mañana le alivió el ardor en el cuello, y esto hizo que su espíritu volviese a la calma. Pero continuaba andando sin detenerse como le había ordenado la voz de la llama.

Cada paso que daba equivalía a tres de un terrícola; y andando a este ritmo, no tardó mucho en perder de vista la cabaña y olvidar la voz en aquel maldito fuego que lo enloquecía. Quería alejarse para no volverla a escuchar.

De súbito se plantó en firme y miró a la luna. Exac-tamente debajo de ella un objeto relucía bañado por su luz de plata. Esto hizo que la curiosidad comenzase a crecer en él, tan alto como la angustia. En la estepa, cualquier objeto que sobresaliese por encima de la hierba era fácilmente visible. Tampoco esta vez la voz de la llama le había mentido.

¿Qué sorpresa le aguardaba a cincuenta pasos? Estaba seguro de haber andado por aquél sitio el día

anterior, cuando estuvo de caza; pero no había visto nada de interés, además de una manada de mamuts en la distancia.

Continuó acercándose. Entonces pudo distinguir la figura de una nave. En su parte trasera se veían, pinta-dos en rojo, los emblemas de la República Somer. Fue lo primero que acudió a comprobar.

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A su alrededor la hierba estaba aplastada, como si un fuerte viento hubiese quebrado los tallos.

Dio la vuelta hasta llegar frente a la cabina del pilo-to y se inclinó tratando de ver en su interior. El escudo estaba bajo y nublado; aunque no le impidió distinguir el rostro de una hembra apoyado contra el panel de comando. Parecía estar muerta; pero debía asegurarse primero antes de intentar apropiarse de algo que le pudiese ser útil.

Los laghimas eran naves fabricadas a prueba de im-pacto, y por eso no se maravilló cuando se enfrentó a la dificultad de acceder a su interior. Sabía también que a golpes no lo lograría, a no ser que el escudo de rivalita estuviese averiado ya. Por otra parte, el único instrumento o arma que poseía consigo en aquel mo-mento era el encendedor de ultrasonido en la cartuche-ra de su cinturón de piel.

Nunca antes había intentado usarlo para cortar el material de un escudo; pero ahora que no tenía otra cosa, decidía probar.

Mientras meditaba acerca de su actuación, a unos metros a su espalda se había movido la hierba que yac-ía en pie. Pero no había sido el soplo de la brisa, sino la enorme cabeza de un tigre colmillo de sable, goteando baba espumosa por las comisuras de su boca.

Kaluga estaba demasiado ensimismado en su tarea de cortar el material del escudo por su misma junta de cierre electromagnético, para llegar a percatarse del peligro que lo acechaba a corta distancia. El tigre des-apareció entre la hierba; pero poco después reapareció por la parte trasera de la nave. Podía ser que fuese la pareja de bestias, macho y hembra, deleitándose ya a la vista de la maciza espalda del Somersita.

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Gran trabajo era aquel de cortar toda la pieza alre-dedor. Si la infeliz estuviese viva y se ayudase a sí misma, abriendo el escudo desde el interior, le ahorrar-ía tiempo y sacrificio. Además, ya estaba muerto de hambre y en ayunas, hacía más de una hora después del amanecer. El calor comenzaba a sofocarlo, y en su desespero creyó ver un movimiento de la piloto.

Pasó una mano sobre el vidrio y miró al interior, pa-ra comprobar que había cambiado ligeramente su posi-ción. Si lograba hacerla despertar sería más sencillo. Entonces devolvió el encendedor a su cinturón y gol-peó con el puño sobre el escudo.

El golpe fue seco y estremeció el material de la na-ve. Una liebre asustada corrió entre la hierba y salió al claro, y otra vez desapareció. Kaluga volteó su rostro; pero no fue el inofensivo animalito lo que vio tras él, sino un tigre. Estaba apenas a cuatro pasos, observán-dolo con sedienta mirada.

El Somersita se movió, con tiempo apenas suficien-te para hacerle frente y la bestia saltó y lo golpeó en el pecho.

Como recibió el golpe en un instante de desbalance, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, y

el tigre sobre su cuerpo. Por fortuna, había interpuesto su brazo izquierdo

ante la primera dentellada, y las fauces se cerraron sobre el brazal. Replicó de inmediato con una descarga de casi media tonelada, cerrando su mano derecha en el cuello del animal, obligándole a soltar de una vez la inútil dentellada sobre la pieza de metal.

Aprovechó entonces la liberación de su brazo iz-quierdo, y sin soltar al tigre del cuello, de un empujón se puso en pie.

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La presión era tan enorme que el animal apenas conseguía lanzar lentos zarpazos por encima de los hombros del brubeksino, mientras permanecía colgado. Entonces recibió un puñetazo en medio de la espina dorsal y crujieron los huesos. Pero la presión en la gar-ganta no disminuía, hasta que los dedos rompieron la piel, y la sangre del tigre se derramó, lo mismo que el licor en una crátera rebosante; y bañó el pecho y los hombros de su victimario.

Mantuvo a la fiera colgando unos segundos, y en-tonces la dejó caer a sus pies. Entretanto, el escudo de la nave se movía y Galika asomaba su rostro buscando aire desesperadamente.

Capítulo 16 - El rey de los kirgules

El palacio real de Batakia, capital del reino Kirgul, había sido erigido sobre una colina que ascendía por el oeste y luego por el este caía en un precipicio de afila-das rocas. La antigua mansión de los reyes estaba forti-ficada y en su recinto de altas murallas, rodeada por los edificios y torres, se hallaba una explanada donde ate-rrizaban y despegaban con frecuencia las naves autori-zadas que transportaban a funcionarios de todo el re-ino, así como a embajadores de otros estados.

Tras haber arribado en una de estas naves, el capitán Raksok subió por la escalinata que conducía al interior del edificio real y luego se encaminó con paso firme por uno de los corredores laterales en busca del salón dorado. Al llegar frente a la puerta, uno de los soldados marcó una clave en el panel y un segundo después la pared comenzaba a oscurecerse y aparecían los reflejos iridiscentes.

—Puede pasar, capitán —indicó el soldado incli-nando la frente en saludo de cortesía.

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El oficial atravesó el umbral y entró en la lujosa sala del trono.

Se decía que aquel era el lugar más privado de todo el reino y al parecer era cierto, a juzgar por la manera en que Raksok se detuvo y echó un vistazo a su alrede-dor.

No era la primera vez que se presentaba ante el rey, y esa fue la causa de su perturbación. En esta ocasión el escenario lucía muy diferente. Nunca hubiera imagi-nado un gran cambio en la facha de su soberano, ni tampoco el nuevo aspecto del lugar desde el cual se impartían las grandes órdenes.

El trono estaba empotrado contra una pared a dos escalones de altura y frente a aquel habían colocado una gran mesa, servida con toda suerte de manjares y bebidas. Muchas de estas importadas desde La Tierra. La presencia de dos parejas de soldados a ambos lados del trono, sugerían la existencia de al menos otra en-trada al salón.

El rey Nagasta estaba sentado y sus manos casi no podían abarcar un trozo de carne asada que devoraba glotonamente.

— ¡Adelante capitán! Espero que me traiga buenas noticias.

El capitán dudó un instante antes de dar otro paso al frente.

—Tuvimos éxito, majestad. —Si es así, entonces ven adelante. Bebe y come de

está deliciosa carne de mamut, y cuéntame los detalles. Ante la escena de abundancia había despertado el

apetito del capitán, y no dudó. Se acercó a la mesa y escogió una buena porción, luego levantó un odre y llenó una crátera con vino.

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—Puedes sentarte —dijo Nagasta atragantándose con un bocado, y el capitán obedeció sin reparos—. Primero que todo —continuó el rey—. ¿Tienen al jo-ven?

—Más que eso majestad, tenemos también a su ma-dre, la esposa de Kalick Yablum.

— ¡Fantástico! Parece que no me equivoqué cuando lo puse al frente de esta misión, capitán.

—De eso puede estar seguro, majestad. Lo que no entiendo…

— ¡Uhh, basta…! No tiene nada que entender, ca-pitán. Cumpla las órdenes de manera estricta y será recompensado.

El capitán hizo silencio y mientras comía con afán de los manjares allí servidos, pensaba en la princesa Sakina y en la promesa del rey.

Capítulo 17 - Galika es rescatada

Frente a la cabaña de la estepa la leña crepitaba otra vez y el brubeksino estaba sentado en el suelo apoyado de espaldas contra la roca. Contemplaba en silencio la danza que ejecutaban las llamas sobre los maderos. Se mantuvo expectante por largo rato; pero nada ocurrió esta vez.

Desde la cacerola comenzaban a elevarse los vapo-res de la infusión, y esto lo hizo salir de su embeleso. Descolgó entonces la vasija y la puso a un lado. Volvió de repente su rostro hacia la izquierda. Había creído escuchar un ruido en dirección a la cabaña y se puso en pie. Luego se acercó unos pasos hacia la puerta y tomó el cuchillo de su cinturón. No fue al interior, sino que continuó avanzando junto a la pared frontal y luego por la derecha, hasta llegar a la parte trasera.

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La brisa había comenzado a soplar desde el ponien-te y había caído al suelo la piel del tigre tendida sobre el techo. En las vigas esquineras colgaban de varios ganchos las porciones más jugosas de las vísceras y músculos de la fiera. Kaluga guardó el puñal y des-colgó una gran porción, encaminándose de regreso junto al fuego.

El tigre colmillo de sable, el mamut, el oso de las cavernas y el rinoceronte lanudo, fueron las bestias más notables traídas por los brubeksinos desde La Tie-rra, y ahora no era raro encontrarlas por los lugares salvajes de Brubekston. Prosperaban como una plaga, y muchas veces perturbaban la tranquilidad de la gente al entrar en las propiedades. Esta vez el brubeksino había sido más afortunado en el reto por la subsisten-cia.

Colgó el gancho sobre el fuego y al momento este comenzó a traquear con las últimas gotas de la sangre fresca cayendo sobre las brasas. Allí lo dejó mientras servía en un jarro un poco de la infusión. Se puso en pie y esta vez fue hasta la puerta de la cabaña y la abrió empujando con la rodilla.

Sobre la cama de varas levantada a un metro del suelo por cuatro postes, estaba acostada Galika.

La mujer abrió los ojos al escuchar el chirrido de la puerta.

— ¿Ahora cómo te sientes? —Gracias. Estoy mejor. — ¡Toma! —dijo Kaluga extendiéndole la vasija. — ¿Qué es? —Te hará bien hasta que podamos comer algo. La mujer se sentó y recostó la cabeza contra la pa-

red; para luego comenzar a beber en pequeños sorbos.

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— ¿Cómo puede ser que vives apartado de todos? —preguntó a continuación.

—No fui yo quien quise elegir de esta manera. — ¿Has hecho daño a alguien? Kaluga fue hacia la única ventana, que no era más

que una piedra faltante en la pared, y quedó contem-plando el agreste paisaje en el exterior, de espaldas a la mujer.

—He tenido que huir de las ciudades y del trato con la gente, porque no me soportan; pero no he hecho daño a nadie.

— ¿Y entonces? — ¿Sabes una cosa? No es muy fácil de explicar y

te costaría trabajo comprenderlo. — ¿Cómo así? —La gente dice que debo estar loco… y a veces

pienso que es verdad. Galika había tomado tanto interés en la conversa-

ción, que dejó a un lado el jarro y se acomodó mejor contra la pared para escuchar con deleite.

— ¿Por qué dicen que estás loco? — ¡Escucha mujer! ¡En cuanto oigas lo que me su-

cede pensarás como los demás! —dijo Kaluga vol-viéndose a ella de repente—. Pero de todas formas te lo diré —concluyó suavizando su voz.

—Yo también tengo mi historia —dijo Galika—. Compartir nuestros pensamientos puede ser de ayuda para ambos.

—Un espíritu me persigue a donde quiera que voy. Me habla con su voz desde la llama de la hoguera.

Galika quedó pensativa por un instante. Preguntó luego—: ¿Y qué te dice?

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—Cosas extrañas que no comprendo. A veces me da órdenes y tengo miedo desobedecerle; pero hoy en la mañana fue diferente.

— ¿Qué te dijo? — ¿No pensarás que estoy loco…; como creen

ellos? —Aún no sé —respondió Galika—. Necesito que

me cuentes todo. ¿Qué fue lo que te dijo esta mañana? —Gracias a él te encontré, porque me ordenó cami-

nar en dirección a la luna, advirtiéndome que por allí encontraría carne fresca para alimentarme.

—Pudo haber sido sólo una casualidad. —No…, fue el espíritu. De otra forma yo no hubie-

se corrido a tu encuentro. No estoy loco. ¡No lo estoy! El espíritu es real.

— ¿Por qué no haces una cosa? Para que no te siga perturbando.

— ¿Qué? —No enciendas nunca más la hoguera. —No puedo dejar de hacerlo ¡No puedo! Por eso he

tenido que apartarme de todos y llevar esta vida mise-rable. Necesito vivir junto a la hoguera. Es como una obsesión. Llevo muchos años, quizás cien años, va-gando por la estepa; viviendo en cuevas y alimentán-dome con lo que encuentro a mi paso. Tengo escaso contacto con la gente. Ellos me ven como una fiera más.

—Yo te miro distinto y también te admiro —dijo Galika—. Eres joven y hermoso, y además… ya sé que eres muy valiente.

—Pero también piensas que estoy loco. — ¿Qué otra cosa te ha dicho el espíritu? —

interrumpió ella.

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—Cosas terribles que van a ocurrir en el mundo. La arrogancia nos ha separado del creador, y nuestro po-der no es nada; será destruido todo. Hace miles de años nuestros antepasados tuvieron un dios...

— ¡Espera! —interrumpió Galika otra vez—. Me parece haber leído algo sobre eso.

— ¿Sobre los dioses? —Después de todo, puede ser que no estés loco —

dijo ella riendo. —Te burlas de mí y no volveré a hablar contigo es-

tas cosas —dijo Kaluga volteándole la espalda y sa-liendo a toda prisa de la cabaña.

Capítulo 18 - Amistad y decisiones

— ¿Puedes venir? ¿O necesitarás que te la lleve a la boca? —dijo Kaluga asomándose a la puerta mientras masticaba un pedazo de carne.

—Puedo ir —dijo Galika aún con la sonrisa en los labios.

Había estado pensando en las visiones de su nuevo amigo y luego se quedó dormida; pero muy pronto el hambre la hizo despertar. El trozo de carne asada en manos de Kaluga, terminó

por llevarla al borde del desespero. Bajó de la cama y salió al exterior. Una gran hoguera brillaba a plena tarde en medio del claro. Kaluga había tendido una piel de mamut junto a la roca y se había acostado a un ex-tremo. En medio estaban colocados grandes trozos de oloroso asado.

— ¿Celebraremos por nuestra amistad? —Acércate mujer y come, antes que me arrepienta. — ¿Estás enojado? —Verdaderamente, no lo estoy. Tú has sido enviada

a encontrarte conmigo.

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— ¿Por el espíritu? —Si mujer. Por el espíritu. Galika se echó de rodillas sobre el otro borde de la

piel; agarró un trozo de carne y se lo llevó a la boca con ansiedad.

—Nuestros antepasados tenían sus dioses. Pero ya muy pocos creen en esas cosas. Es por ello que te re-chaza la gente cuando les hablas.

— ¿Tú tampoco crees? — ¡Déjame ver… déjame ver! Tal vez un poquito.

Quiero decir, tal vez tú tienes razón. ¿Y cómo te dijo la llama que sucederán las cosas? Podría ser en un futuro tan lejano que ni nosotros mismos estaremos vivos.

— ¡Aún no me ha dicho en qué momento suce-derán; pero dime! ¿Quién eres tú?

—Si me prometes que no le dirás a nadie… —dijo Galika.

— ¡Uhh! ¿A quién podré decir? continuarían creyéndome loco.

—Soy la hija del general Kalick Yablum. Coman-dante de la flota interestelar.

— ¿Por qué te encontré tirada en la estepa dentro de una nave?

—Tal vez puedas ayudarme —dijo la mujer. —Ya lo estoy haciendo. ¿O no te has dado cuenta? Galika se inclinó y acercó su rostro al de él, y lo

rosó suavemente, entonces dijo: —Gente. Pienso que enemigos extranjeros de la

República atacaron anoche la residencia donde vivo con mi familia. Es poco lo que sé y estoy muy confun-dida. Regresaba de mi trabajo junto al mar, en el puer-to de la capital, y cuando me acercaba a la pendiente, veo que hay una gran lucha, y a mi madre y a mi her-mano tratando de escapar de allí. Intenté ayudarlos,

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pero fue en vano. Mi nave fue dañada y tuve que esca-par sin ellos. No sé, pienso que les ha ocurrido lo peor; aunque no comprendo que sucedió y por qué. Necesito regresar a mi casa. Tengo que verlos a ellos o encon-trarme con mi padre.

— ¿Ya te sientes bien?—preguntó Kaluga. —Ya lo estoy. —Entonces mañana muy temprano iré contigo. —No, por favor. Deberíamos hacerlo ahora. —Vamos a necesitar un vehículo y eso no podrá ser

de inmediato. — ¿Cómo haríamos? —Tengo un vimana oculto en una cueva, en las co-

linas del nordeste; pero llegar hasta allá nos tomaría media jornada.

—Si partimos en este momento podríamos llegar al anochecer.

—Entonces en marcha —dijo Kaluga poniéndose en pie.

Capítulo 19 - El capitán Raksok

frente al trono

El capitán Kirgul había concluído hartándose y la mesa había sido retirada. Ahora se hallaba parado fren-te al trono. El rey tendió a un lado su mano izquierda y la sirvienta le alcanzó una crátera con vino.

— ¡Dígame entonces capitán! ¿Qué le ha parecido el joven?

—Muy peligroso majestad. ¿No me explico de qué manera nos pudo sorprender a todos? El saldo fue… tres muertos de nuestra parte.

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—Es sorprendente encontrar a alguien en estos tiempos con la facultad mental de mover una esfera. ¿No le parece?

—Tiene razón. Yo me pregunto entonces... ¿qué haremos con los prisioneros?

—Regrese junto a ellos y manténgalos en máxima seguridad.

Ha visto lo peligroso que resulta ese joven, y espero que lo tome de experiencia —el rey bebió y devolvió la copa a la sirvienta haciéndole una señal para que se retirase. Entonces agregó:

—Estoy pensando…; desearía conocerlo personal-mente. De cualquier forma no se puede negar que es un ejemplar en extinción. ¡Eso es capitán! Tráigamelo aquí en un par de días. Ya nos aseguraremos de que no sea un peligro…; y tú; toma mucho cuidado de que no escape. Ahora puede retirarse.

El capitán inclinó la cabeza y dio media vuelta; pero cuando se acercaba a la salida, la voz del rey lo detuvo.

—Capitán, puede visitar a la princesa… El capitán Raksok se volvió de frente a su majestad

y otra vez hizo el saludo. —Vaya ahora; pero no por mucho tiempo —agregó

Nagasta. Y el oficial desapareció a través de los reflejos iri-

discentes en la pared.

Capítulo 20 - En la caverna

Ahora el viento soplaba con fuerza sobre las coli-nas. Los dos brubeksinos, el hombre y la mujer, bata-llaban con tesón contra la furia de los elementos. Al viento se había unido el hielo, que en forma de rocío les entumecía los músculos.

—No te detengas —gritaba Kaluga.

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La mujer avanzaba con lo último de sus energías hasta que cayó rendida contra una roca. Kaluga se hab-ía adelantado unos metros y posiblemente la perdería entre la ventisca; pero entonces volvió su mirada pen-diente abajo, y se dio cuenta que ya no lo seguía como antes. Se detuvo y retrocedió hasta encontrarla en el suelo.

—Vamos, te ayudaré —dijo tomándola entre sus brazos para ponerla en pie.

—Estoy muriéndome de frío, no puedo moverme. —Pronto llegaremos. Son apenas unos pasos —

gritó mientras continuaba halándola por los brazos, y así lo hizo hasta llegar frente a un risco. Una brecha en el hielo que cubría la roca dejaba ver el interior de una caverna.

—Moriremos aquí —dijo Galika casi con un aulli-do.

—Debemos separar la losa de la entrada. Comenzó a empujar con fuerza; pero eso no hizo

más que aumentar el dolor en sus manos. El hielo hab-ía soldado la losa de granito con la pared de roca hasta unirlas en una sola masa.

Entonces se detuvo y con ingente dificultad pudo sacar el encendedor del estuche a su cintura. Con ma-yor dificultad aún oprimió el disparador. La llama casi invisible le devolvió la

confianza. Dio calor a sus propias manos y luego pidió a Galika que extendiese las suyas.

— ¿Y ahora qué haremos? —preguntó ella. —Toma el encendedor y has que salte el hielo de la

roca. Mientras ella hacía exactamente como le fue dicho,

Kaluga empujaba, esta vez con redoblada energía, has-ta conseguir una abertura por donde podían pasar sus

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cuerpos. Ella fue la primera en entrar y cayó al suelo agotada. Kaluga no se detuvo. Fue al sitio más retirado de la gruta y prendió fuego a unos leños. Poco después se habían tendido al calor de la lumbre y recobraban el buen ánimo de la mañana. Observaban como se calen-taba la carne de tigre que les había quedado del al-muerzo. Allí permanecieron taciturnos hasta consumir el último bocado.

— ¿Dónde está el vimana? —preguntó ella. —Allá, encima de nosotros —dijo Kaluga señalan-

do hacia el techo. —No comprendo. —Ahora sería difícil y peligroso viajar a través de

la tormenta; pero mañana en cuanto amanezca, te pro-meto que partiremos en busca de tu padre.

— ¿Dónde está? —insistió ella. — ¡Encima te digo! La cueva tiene dos niveles.

¿Aún no confías en mí? ¿Crees que soy el loco que dice la gente?

—Si no confiara en ti, sabes que no te hubiese pedi-do ayuda.

— ¡Mejor haremos en descansar! —dijo Kaluga. Se puso en pie, tomó una piel de oso colgada a la pared y la tendió al piso junto al fuego —Aquí estaremos me-jor —agregó.

Se quitó el cinturón con el cuchillo y el encendedor, y luego se zafó y echó a un lado las piezas de la arma-dura de metal que cubrían sus brazos y piernas.

— ¿Dormirás a mi lado? —preguntó Galika tendida sobre la piel.

Capítulo 21 - El vimana

Kaluga fue el primero que se puso en pie y se asomó a la boca de la cueva. Toda la escarcha del día

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anterior había desaparecido, y la mañana se mostraba en todo su esplendor. Salió al aire libre y respiró pro-fundo. De repente la vida comenzaba a mostrársele diferente.

— ¿Ya está listo para partir? —dijo la mujer a sus espaldas, y él se volvió hacia ella.

—Salí a mirar el amanecer y a esperar por ti. Pensé que aún dormirías.

Ella estaba recostada contra la entrada y le sonreía. Kaluga la miró fijo a los ojos y se apartó a un lado.

—Primero comeremos algo y entonces te llevaré para que veas el vimana.

Mientras él preparaba la carne a calentar y reaviva-ba el fuego; ella se entretenía removiendo los tizones con una vara. Así pasó un rato hasta que Kaluga puso la carne sobre el fuego.

— ¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Galika sin levantar la cabeza.

— ¿Qué? —Me refiero al vimana. — ¡Uhh…! Fue hace muchos años; hacia el norte.

Su piloto estaba muerto. Algo semejante a lo que pudo ocurrirte a ti la otra noche.

Galika comprendió de inmediato que el visionario de la estepa necesitaba recordarle que su vida, se la debía a él; pero en esta ocasión prefirió callar. Comie-ron en silencio y al final, la llevó hasta el fondo de la cueva. Un boquete en el techo permitía ver una habita-ción superior, iluminada en su interior por la luz de los astros.

—Yo subiré primero —dijo, y se encaramó sobre una roca desde donde alcanzó el borde de la abertura, y se alzó con sus propias fuerzas tomando apoyo con los pies en los salientes de las paredes.

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— ¿Puedes hacerlo tú sola? —preguntó al llegar arriba.

— ¡Si puedo! Espérame un momento —respondió Galika y subió como lo había hecho su guía. Al llegar al piso superior quedó maravillada. La habitación re-sultaba ser mucho más amplia que la anterior; pero la mitad de ella estaba ubicada a cielo abierto. Era como si la naturaleza hubiese dado un enorme mordisco a la montaña, dejando una gran cornisa como techo y un cerco de rocas hacia la parte norte. Hacia ese lado un pequeño valle resguardado de los vientos mostraba su fertilidad y quietud.

Una manada de mamuts se distinguía por sus mo-vimientos, como manchas apenas perceptibles en el paisaje.

Kaluga no se detuvo. Fue hacia el interior de la ca-verna y descubrió el escudo de una pequeña nave cu-bierta con piel de oso. Marcó la clave en el panel exte-rior y el escudo retrocedió.

— ¿Piensas que esto funciona? —dijo Galika mi-rando con extrañeza los mecanismos en el panel de comando. Pero Kaluga en vez de responder se introdu-jo en su asiento y oprimió una

palanca. La máquina emitió un sonido burbujeante y comenzó a levantarse del suelo hasta la altura de un metro.

—Parece que sí —se respondió a sí misma, con la duda aún en el rostro; y saltó hacia el puesto trasero.

—Funciona como cualquier otra. Está en perfectas condiciones y me ha servido por muchos años —dijo Kaluga.

Había hecho que el vimana avanzase hacia la salida. Lentamente pasaron entre las rocas y salieron a la

pendiente.

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— ¿Qué harás? —Bordearé la colina hasta salir al sur, como siem-

pre. Ponte el cinturón, que pronto estaremos volando sobre la estepa.

Capítulo 22 - La princesa Sakina

Las habitaciones de la princesa Sakina eran modelo de orden, limpieza y lujo. La joven se hallaba reclinada sobre un sillón, casi en posición horizontal; mientras una de sus sirvientas se afanaba aplicando una máscara de diferentes cremas sobre su rostro.

—Disminuyan un poco esa luz desde el exterior. ¡Que fastidio! —ordenó.

Otra de las sirvientas fue hacia una consola de co-mandos y dio vuelta a varios botones, haciendo que la pared frontal cambiase su tonalidad hacia una más os-cura, hasta obtener un amarillo marrón.

El paisaje de la ciudad se hizo difuso y lejano. —No soporto ese ir y venir de vehículos todo el día.

Si mi tío me lo permitiese, me iría lejos de la capital. —Ya casi es tiempo de que se case, mi niña —dijo

otra sirvienta sentado a su lado. Esta parecía ser la ma-yor de todas; a juzgar por el diseño tan diferente de las arrugas en su rostro.

—Uuf, que fastidio —refunfuñó la princesa—. En este encierro soy como una sirvienta más de Nagasta; sólo que yo le sirvo para satisfacer un diferente capri-cho.

— ¿Y cuál piensa que es ese deseo de su majestad el rey, para con usted, mi señora?

— ¡Laskira…! ¡Tú lo sabes muy bien! El rey no tiene más heredero que yo; aunque eso no durará mu-

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cho tiempo. En el próximo ciclo de celos mi tío tomará otra esposa, y esta puede

darle un hijo. ¡Ojalá fuera así…! Para largarme de este maldito encierro.

— ¿Se casará mi señora con el capitán Raksok? — ¿Crees tú que él podrá darme una vida diferente? —El capitán goza del favor del rey —dijo la sir-

vienta. —Bueno, tal vez me lleve a Belsiria y me construya

allá una magnífica residencia. ¿No es verdad que suena atractivo?

—O en Atlántida señora —dijo la sirvienta. — ¿Entre tantos clones? ¡Que otro fastidio! ¡Usan-

do siempre una máscara porque si no te ahogas! —Eso es porque La Tierra tiene mucho oxígeno se-

ñora. —Lo sé Laskira. ¿Piensas que olvido lo que me en-

señan? También dicen que hay mucho nitrógeno y di-óxido de carbono. Es fastidioso. ¿Por qué no sacan esos contaminantes y ponen bastante de nuestro amo-nio y ozono? Así La Tierra sería un lugar más agrada-ble para todos.

La anciana sirvienta movió la cabeza con desgano y terminó sonriendo afablemente cuando la princesa fijó en ella su mirada.

—El capitán me contó acerca de unos prisioneros de la República Somer. ¿Has oído decir algo?

—Prisioneros en tiempo de paz no augura nada bueno —dijo Laskira meditativamente—. Ni conviene hablar en presencia de las sirvientas acerca de los asun-tos de estado —concluyó.

—Lo sé… ¿Pero has oído decir algo?

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—Hay una sirvienta nueva que sirvió al rey esta mañana durante la visita del capitán. Tal vez mi señora quiera hablar con ella.

Capítulo 23 - Regreso a la mansión

— ¿Será posible ascender por este lado? —preguntó Kaluga.

Habían llegado frente a la colina donde se erguía la residencia de los Yablum. El visionario detuvo el vi-mana para contemplar la escarpada pendiente que en algunos lugares se convertía en verdadera muralla de rocas.

— ¡No te desanimes! —dijo Galika—. Después que demos un rodeo por este lado, encontraremos un lugar de fácil acceso. Es la rampa mandada a construir por mi padre.

— ¡Muy bien! Si tú lo dices, adelante —dijo Kalu-ga, poniendo en marcha el vimana.

—Te aconsejo que lleves al máximo la altura. No me siento segura en este aparato, pensando que podr-íamos chocar con algunas rocas de las que abundan dispersas por este lado de la colina.

—Lo siento —dijo Kaluga—. Lo más que puedo hacer es conducirlo despacio. Recuerda que tiene más de cien años.

—Claro que lo sé —respondió Galika—. Es incom-parable con el último modelo que posee mi padre.

—De mucho me ha servido —objetó el visionario. Un rato después llegaron a una parte donde el terre-

no estaba despejado. — ¡Aquí está! Ya no hay obstáculos que temer.

Podrás ascender por este lado sin ningún temor. — ¿Segura que los kirgules no han regresado?

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—No creo que se atrevan a más, después de lo que hicieron con mi familia. Esta colina está a cientos de kilómetros de la frontera Kirgul.

Galika y su nuevo amigo no pudieron ver la señal luminosa que se produjo en aquel instante a través de una de las ventanas que dan al frente, en la parte alta de la residencia. Al llegar a la sima, Kaluga encontró frente a sí una gran explanada.

—Ahora puedes bajar el escudo —dijo Galika—. Sigue adelante y luego por la izquierda para aproxi-marnos por el frente. De ese lado están los hangares. Recuerda esto. Mi padre está en un periodo de confe-rencias muy importantes para el gobierno y podría arribar en un par de días. Lo esperaremos aquí. Mien-tras tanto, quiero que me ayudes a examinar los alre-dedores y el interior de la vivienda en busca de mi ma-dre y mi hermano, o de cualquier señal que nos ayude a comprender lo sucedido.

Habiendo dicho esto, Kaluga detuvo el vimana a unos cincuenta pies del mirador y echaron pie a tierra.

Era casi media mañana y la luz artificial del día era lo suficientemente difusa como para dar la apariencia de un cielo neblinoso. Los astros pequeños habían des-aparecido y solamente dos lunas, como coágulos de sangre, lucían a extremos opuestos del firmamento.

— ¡Vamos! —gritó Galika corriendo por el amplio sendero que conducía desde el mirador hasta la entrada principal.

En aquel instante un rayo de luz azul partió desde el vestíbulo y pasó rosando su hombro, desvaneciéndose luego en la distancia.

La joven, adolorida y sorprendida por el inesperado ataque, rodó al suelo entre algunos arbustos del jardín.

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Kaluga apenas dejaba su sitio junto al vimana, cuando fue también sorprendido por una lluvia de rayos.

Se había arrodillado tras el vimana amparado por el impenetrable material y echó una mirada al frente. Es-cuchó los quejidos de Galika y luego vio una figura de hombrecito que salía en aquel instante de entre las sombras de la pared frontal y avanzaba hacia ellos des-plazándose sobre el sendero, mientras no dejaba de disparar. Posiblemente venía al encuentro de su amiga. Su blanco más cercano.

Kaluga se dio cuenta que no se trataba de un ser humano, sino de un robot centinela, perfectamente diseñado para matar.

¿Qué podría hacer sin un arma adecuada contra aquella máquina enloquecida?

—No te muevas Galika, no te muevas —fue lo que atinó a decir; pero fue tarde, porque la mujer acababa de ponerse en pie y echaba a correr a un lado.

Antes que el robot se hubiese detenido frente a ella, saltó tras el muro de la fuente. Los disparos impactaron contra este, despedazando y lanzando al agua algunos de los pilares. La figura de un brubeksino armado, apa-reció entonces sobre el corredor de la planta alta.

— ¡Padre! —gritó Galika desde el suelo. Varios disparos, más poderosos que aquellos que había escu-chado hasta el momento, escaparon de entre los brazos de la figura e hicieron estallar en un arcoíris de fuego al agresivo aparato.

Capítulo 24 - Reencuentro

Kalick Yablum levantó a su hija y ayudado por Yardul y el coronel Gedaro Balto, la condujeron al interior. Los oficiales se sorprendieron cuando vieron avanzar hacia ellos al gigante de la estepa. El visiona-

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rio sobrepasaba al más alto de los tres, que era el gene-ral, hasta en tres pulgadas; pero no fue su estatura lo que les llamó más la atención, sino su indumentaria.

—Bueno, bueno…; veremos como está esto —dijo Kalick rasgando el vestido de su hija en la parte que cubría el hombro izquierdo.

La había hecho tender en su propia cama y con un instrumento alargado conectado a una manguera, lim-pió la herida, haciendo desaparecer la sangre derrama-da con un chorro de gas a presión.

—Fue solamente un rasguño —dijo Galika. — ¡Por suerte, hija! Quiero que sepas que tu llegada

nos tomó por sorpresa. No pude imaginar que apare-cerías en un vimana. Pusimos el robot a cuidar el frente para que nos alertara sobre la presencia de algún lag-hima de los kirgules; pero el muy condenado de alguna manera se desorientó con ese viejo vimana que andan ustedes.

—A saber qué pensaría cuando vio aparecer esa co-sa de pronto —dijo Yardul sin poder contener la risa.

Al parecer el comentario no fue del agrado del vi-sionario, porque dejó al instante el umbral de la puerta donde se había recostado y se fue al gran salón de reci-bimiento. Quedando los tres oficiales y la mujer a so-las.

— ¡Dime hija! ¿He visto a tu amigo alguna vez? —Tal vez se molestó —dijo Galika mientras su pa-

dre hacía cicatrizar el tejido de la piel dañada. — ¿Quién es? —preguntó el coronel. —Me salvó la vida en la estepa después de lo que

sucedió. — ¿Qué sabes de tu madre y tu hermano? ¿Qué sa-

bes de ellos? —preguntó Kalick mientras su mano es-

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parcía con un instrumento un rayo de luz naranja sobre la quemadura.

—Se los llevaron, padre. Eso fue lo último que creo haber visto. Traté de acercarme a ellos en el laghima cuando se defendían al borde del precipicio; pero no pude. Mi nave fue dañada y a duras penas conseguí alejarme a través de la estepa, escapando de una nave de los kirgules.

—Algo parecido le dije a ellos —dijo Kalick vol-viéndose de frente a sus dos amigos, parados ahora frente a la puerta.

—Pero no comprendo, padre. ¿Por qué ha sucedido este ataque?

—Te explicaremos luego. Duerme un poco. Noso-tros iremos al gran salón —dijo Kalick retirándose con los instrumentos de curación.

Capítulo 25 - Planes de la princesa

Sakina

La princesa Sakina estaba parada frente al ventanal de su alcoba cuando se abrió la puerta a sus espaldas y la vieja jefa de su servidumbre se adelantó unos pasos.

—Mi señora, aquí está la nueva sirvienta. —Muy bien Laskira, dile que pase. Una brubeksina joven se adelantó al interior y en-

tonces la princesa le hizo frente. —Escucha, te he mandado a traer aquí porque sé

que puedo confiar en tu discreción y lealtad. —Si mi señora. ¿Qué desea? —dijo la sirvienta. —Bueno, verdaderamente no es algo muy compli-

cado. Quiero que me des tu opinión acerca del capitán que estuvo comiendo hoy a la mesa de mi padre. He

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mandado por ti porque eres la más joven ¡Dime ahora! ¿Se ve apuesto el capitán?

— ¡Señora! —exclamó la sirvienta, y sus labios comenzaron a temblar y a sudar su frente.

—No tengas miedo —dijo la princesa adelantándo-se a ella—. Confío en tu buen gusto y juicio. No irás a defraudar a tu señora. ¿Verdad?

—Bueno, señora, el capitán se ve muy bien, me gusta, es atractivo. Si yo fuera…

— ¡Muy bien! Si tú fueras yo, ibas a decir. Debes saber que el capitán muy pronto será mi esposo y se convertirá en el heredero del trono junto a tu señora.

—Si mi señora —dijo la criada aún con temblor en los labios.

— ¡Dime ahora! ¿Qué habló el capitán con mi pa-dre? ¿Dijo algo de mí?

—No, estuvieron solamente hablando de un joven prisionero y de su madre, a los que el mismo capitán secuestró, y ahora tiene encerrados en su fortaleza. Su majestad el rey le ordenó que lo trajese mañana, y el joven será puesto a prueba. Dicen que tiene extraños poderes mentales.

— ¡Qué fastidio! ¿Estás segura que el capitán no mencionó nada de nuestro compromiso?

—Estoy segura…; al menos no delante de mí. Sien-to no haberla ayudado.

—No te preocupes. Puedes retirarte –dijo la prince-sa.

La puerta se abrió nuevamente y la criada desapare-ció.

La anciana jefa de la servidumbre se acercó enton-ces a la princesa.

—Señora… ¿de veras que ama al capitán?

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— ¿Y por qué no podría ser, Laskira? ¿No has oído decir que es atractivo? Como si eso no bastara para amar a alguien —dijo la princesa sonriendo y con la misma se fue a parar junto al ventanal, contemplando extasiada a lo lejos los edificios de la ciudad baja, en dirección al norte, y el ir y venir de los vehículos espa-ciales.

Capítulo 26 - Kaluga se une al gru-

po

—Con el permiso, yo me tengo que retirar —había dicho Kaluga después de algunas palabras de presenta-ción entre él y los oficiales.

— ¡Un momento! —gritó Galika desde el corredor que servía de vestíbulo a las habitaciones superiores.

Los dos visitantes y su padre, y hasta el propio Ka-luga, se volvieron a ella sorprendidos.

—No te puedes ir después de lo que ha sucedido en-tre nosotros.

— ¿Qué sucedió entre ustedes? —preguntó Kalick. —Me salvó la vida en la estepa y le debo agradeci-

miento —agregó la joven. — ¡Hija! —continuó el padre mientras ella des-

cendía lentamente—. Si él quiere retirarse, no deberías impedir que cumpla su voluntad.

—Esa no es su voluntad, padre. ¿Verdad que no, Kaluga?

—No comprendo —dijo el general volviéndose al gigante de la estepa—. Si mi hija pide que te quedes, deberías considerar la oferta. Verdaderamente, habrá espacio y alimento para los amigos.

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Capítulo 27 - En el palacio real de

Batakia

En la gran sala del trono, el mayordomo había orde-nado que se colocaran las mesas del banquete como siempre, a todo lo largo de las paredes. Unos seis o siete sirvientes se movían de un lado al otro cargando bandejas, cubiertos, y grandes odres de vino y canastos de fruta. Era el preámbulo de una celebración. Cuando el reloj del techo marcó la hora del mediodía, el rey hizo su aparición a través de los reflejos iridiscentes en la pared situada a la derecha del trono. Para ese instan-te, dos líneas de bailarinas se habían colocado en me-dio de la glorieta y le daban la bienvenida con un paso al frente, inclinando sus bustos hasta casi rosar el suelo con las manos.

Los vestidos largos y tallados y de brillantes colores ondeaban al ritmo de sus movimientos. Mientras ejecu-taban la danza, habían comenzado a entrar los invita-dos a través de la puerta situada al otro extremo del salón frente al trono. Allí permanecían dos soldados en firme, revestidos con sus armaduras color de bronce.

Junto a las paredes, los sirvientes continuaban haciendo los últimos arreglos de la comilona. Pasaron cuatro cargando una litera sobre sus hombros y en esta, una gran bandeja de oro con el plato favorito de los brubeksinos. La pierna de mamut asada, y la colocaron en la mesa frente al trono.

Toda suerte de manjares habían sido servidos ya, y los invitados, pertenecientes a la rica aristocracia del reino kirgul, comenzaban a dispersarse por el salón y a comer y a beber del

abundante vino, cuyos odres traían el sello de cobre con la inscripción, "Atlántida 2012."

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Una música suave animaba el ambiente de la reu-nión, que había comenzado con gran recato y modales por parte de los invitados.

El rey extendió la mano, y su nueva sirvienta le al-canzó la crátera de oro rebosante. Entonces la música cambió de tono, dando lugar a una especie de himno solemne. Fue la señal para

que todos interrumpiesen sus quehaceres en el festín y avanzaran un paso al frente en dirección al podio. Las bailarinas se retiraron de prisa a un lado y desapa-recieron luego. El rey se puso en pie y levantó la copa, haciendo que cesase el himno y el murmullo de la gen-te.

—Hoy estamos celebrando el 2012 aniversario de la fundación de Atlántida, la que fue una vez nuestra co-lonia y es hoy nuestra aliada comercial. Por eso no está de más que bebamos de su excelente vino.

Terminando de decir esto levantó la copa y bebió de nuevo, derramando parte del contenido sobre su pecho. Fue imitado por los invitados entre júbilo y carcajadas.

Capítulo 28 - Biklar se revela con-

tra el tirano

Era cerca del anochecer cuando los sirvientes ter-minaron de retirar los cubiertos del festín. Los ánimos se habían apaciguado ya, como los vientos en el prelu-dio a la etapa más severa de la tormenta; y se oscureció entonces una sección del muro.

Los dos guardias se habían puesto en firme al apa-recer el capitán a través de los reflejos iridiscentes. Tras él apareció Biklar.

Lo traían atado con brazaletes de luz azul, que lo forzaban a mantener los brazos a la altura del rostro;

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una posición que debía resultar molesta, incluso para caminar. Con la llegada del

prisionero, el silencio se hizo absoluto entre la con-currencia.

El rey sabía que estaba presente allí los más selecto de la aristocracia Kirgul. Jefes de clanes que dependían totalmente de las decisiones de su gobierno y a quienes creía oportuno agasajar de vez en cuando con el más caro de los vinos y la mejor de las carnes; pero esta vez, lo que el rey presentó ante ellos, les dejó paraliza-dos de asombro. Un prisionero… y el joven era incon-fundible. Un prisionero de la República Somer.

Mientras esto ocurría en el gran salón, la princesa y su sirvienta de cabecera abandonaban precipitadamente sus habitaciones.

— ¡Vamos Laskira! ¡Deprisa! La anciana con su paso tambaleante se quedaba re-

zagada a cada instante. —No se perderá la función, mi señora. Se lo prome-

to. Debería esperar por mí. — ¡Muy bien, aquí estoy! —dijo la princesa dete-

niéndose en firme. —Si desea ver al capitán, lo verá —repitió la sir-

vienta al llegar junto a ella, y agregó después—: lo vi bajar de la nave con el prisionero…, y de verdad que se ve muy apuesto.

Tras la sorpresa del primer instante había seguido largo silencio en la sala del trono. El rey Nagasta y varios visires de pie a su lado aguardaban por el ca-pitán, en tanto que los soldados hacían detener a Biklar en medio del salón.

—Adelante capitán. ¿Cómo le fue? Sé que ha sido un viaje difícil.

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—Majestad. Todo se hizo como ordenó. Aquí lo tengo.

—Muy bien, haga que se acerque un poco más. El capitán hizo una seña a los soldados y estos em-

pujaron al joven hacia adelante. — ¿Dime… es verdad lo que se dice acerca de tus

habilidades? —preguntó el rey. Biklar permaneció en silencio. En aquel instante se abrió la puerta de reflejos iri-

discentes que comunica con el corredor central, y entró la princesa Sakina seguida por su sirvienta. Atravesó entre los invitados que le dieron la bienvenida y le abrieron paso. Luego cruzó el salón en dirección al trono y pasó junto a la escolta que conducía a Biklar.

—Capitán, mucho me alegra volver a verlo. —A su disposición señora —dijo Raksok, saludan-

do con una ligera inclinación. La mirada de la princesa se encontró por primera vez con los ojos del prisione-ro. Fue solamente un instante, pero suficiente para hacerle sentir calor.

—Ven sobrina —llamó el rey—. Siéntate a mi lado. Había apretado una tecla sobre el brazo derecho del

trono y una parte de la pared situada detrás dio un giro. Otro asiento semejante apareció a su lado. La princesa ascendió la escalinata y se sentó junto a Nagasta.

—Quiero la prueba —dijo el rey a uno de sus visi-res.

Al momento dos guardias entraron al salón a través de la puerta izquierda. Empujaban por delante una es-pecie de camilla con un casco anexo a uno de sus ex-tremos. La camilla se mantenía flotando a un metro del piso y los soldados la hicieron detener en medio del salón.

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—Procedan —ordenó el visir, y los guardias forza-ron entonces al joven Biklar a tenderse sobre la cami-lla.

— ¡Tío… que no hagan eso! —dijo la princesa—. ¡Cómo es posible…!

—Calla sobrina… y observa. Deberías acostumbrar-te a cosas como estas. Algún día te tocará gobernar y tienes que estar preparada desde joven.

— ¡No quiero! —dijo ella secamente—. ¿Qué tratan de hacer con el prisionero?

A Biklar le habían colocado aquella especie de cas-co en la cabeza y varias argollas magnéticas se habían cerrado sobre su cuello, brazos y piernas, dejándole totalmente inmóvil, a pesar del esfuerzo que hacía por liberarse a sí mismo.

—No se le hará ningún daño si él no lo provoca —dijo el rey—. Solamente tratamos de efectuar un expe-rimento.

Un brubeksino de estatura más pequeña que lo nor-mal había aparecido tras los soldados con la camilla. Traía en sus manos una esfera de metal plateada que colocó en el piso en medio del salón, ante la creciente curiosidad de los invitados.

— ¿Padre, qué es eso? —preguntó Sakina. —Es un arma muy antigua y poderosa creada por

nuestros antepasados. En la actualidad se estima que son muy pocos los que podrían llegar a usarla. Funcio-na con la fuerza mental que

poseían todos los individuos de nuestra especie. — ¿Qué poseíamos…? —Sí. Es muy raro encontrar a alguien que la posea

en nuestros tiempos…; pero este joven es uno de esos pocos.

— ¿Cómo lo saben?

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—El capitán lo vio con sus propios ojos cuando mató a varios de nuestros soldados con una esfera se-mejante a esta.

— ¡Entonces…, no comprendo! —exclamó la joven princesa.

—Estoy tratando de demostrar ante todos, lo peli-groso que pueden ser ciertos enemigos nuestros —dijo el rey, y entonces dirigiéndose a Biklar alzó su voz:

—Te ordeno, prisionero, que hagas funcionar la es-fera.

— ¡No lo haré! —gritó Biklar—. No tengo que obedecer vuestras órdenes.

El brubeksino de pequeña estatura regresaba ahora con otro equipo. Una especie de tabla flotante con al-gunos instrumentos que colocó a la cabecera del pri-sionero.

—Sobrina, si este joven echara a funcionar la esfe-ra, aunque sea solamente por un instante, lograríamos almacenar el código de mando que emplea y el tipo de onda electromagnética.

Neutralizaríamos prácticamente su habilidad y la de todos aquellos que traten de utilizar una esfera contra nosotros.

El rey hizo una seña y el brubeksino de pequeña es-tatura oprimió una tecla a un costado de la camilla flo-tante.

A partir de los anillos que rodeaban los miembros y el cuello de Biklar se difundió un campo electro-magnético de azulosos reflejos.

El joven comenzó al instante a dar terribles gritos de dolor.

—Lo están torturando. ¿Cómo pueden hacer eso? —repetía la princesa.

El rey hizo otra seña y la tortura se detuvo.

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—Te ordeno por segunda vez que eches a funcionar la esfera ¡Maldita sea! ¿Harás que se agote mi pacien-cia?

Biklar permaneció en silencio. —Repitan el castigo. Más fuerte esta vez. — ¡No tío, no lo hagan! Porque moriría. — ¡Cállate Sakina! Debes aprender. El rey mandó otra vez, y el pequeño brubeksino

oprimió la tecla. El campo magnético se esparció por segunda vez al-

rededor del cuerpo de Biklar. Sus gritos estremecieron en esta ocasión a los

miembros más sensibles de la aristocracia. Algunas mujeres volteaban sus rostros. Así hizo también la princesa Sakina. Su sirvienta se

mantuvo firme a su lado con la mirada al frente. Fueron apenas unos segundos de tortura, pero el cuer-po y el rostro de Biklar habían palidecido terriblemen-te.

— ¿Cumplirás ahora la orden del rey? —preguntó el pequeño brubeksino acercando su rostro al rostro del prisionero.

Hubo silencio por unos segundos que parecieron in-terminables.

— ¿Cumplirás la orden que te doy? —gritó el rey desde lo alto de su trono, a pesar que daba la impresión que el prisionero no se fuese a mover nunca más.

Su rostro continuaba pálido, y entonces un grito, en el momento en que el rey iba a continuar con la tortura, escapó de su garganta.

—Malditos tiranos, yo acabaré con ustedes. La esfera plateada dio un giro sobre sí misma y se

elevó por los aires. Voló como una centella alrededor

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de la habitación, y descendió súbitamente sobre el ver-dugo, que apenas atinó a

cubrirse el rostro con un brazo. El miembro cayó a lo lejos cercenado.

Muchos se echaron al piso, mientras otros intenta-ban inútilmente abandonar el gran salón. La esfera lanzaba rayos con increíble precisión, derribando a los soldados; y no se detuvo hasta

que fueron diezmados. Entonces quedó flotando en lo alto, en medio del salón, y comenzó a disparar con-tra el trono; pero allí los rayos desaparecían a unos pocos metros antes de llegar; como absorbidos en el espacio.

La esfera se volvió entonces contra la especie de ta-bla flotante a la cabecera del prisionero, haciéndola saltar en pedazos y desintegrando los instrumentos sobre ella.

Dos guardias habían aparecido a través de la puerta de los invitados y comenzaban a disparar, uno de ellos haciendo blanco.

Se produjo una explosión a la altura del techo y la esfera se desintegró, poniendo fin al descalabro.

Capítulo 29 - La princesa se decide

por la libertad

La tortura infligida por sus enemigos, más el es-fuerzo que tuvo que realizar para echar a funcionar la esfera; lo dejaron tan débil, que todos pensaron había muerto. En la gran sala del trono se había producido una masacre.

Siete guardias y el científico encargado del prisio-nero habían sido las víctimas. El rey quiso saber de los

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poderes del joven Biklar y consiguió una prueba pal-pable. Lleno de cólera descendió del trono y desapare-ció por una de las puertas de reflejos iridiscentes; pero no sin antes lanzar una advertencia a uno de sus visi-res. Al jefe de la seguridad de palacio. Quería al joven prisionero vivo y con medidas de seguridad reforzadas.

Ahora comprendía a plenitud lo peligroso que había sido el experimento. Segundos después que los guardia destruyeron la esfera, no quedaba un solo invitado de-ntro del salón. La princesa Sakina descendió y llegó junto a Biklar.

Apenas había tenido tiempo de echarle al rostro una mirada compasiva, cuando un equipo de guardias irrumpió en la sala. La sirvienta, sobreponiéndose a su propio temor, la tomó de la mano y la condujo halando hacia la salida frontal.

Poco después en su habitación, Sakina ordenó a la anciana:

— Haz que se retire toda la servidumbre a sus apo-sentos; pero tú vuelve conmigo enseguida.

—Como mande la señora —dijo Laskira. Cuando ambas mujeres se encontraron a solas en el

dormitorio, dijo la princesa: —Escucha, ese prisionero de la República Somer

seguramente será condenado a muerte. Mi tío se ha propuesto descubrir el secreto de sus habilidades, y hará todo lo que esté a su alcance para conseguirlo.

— ¿Qué quiere mi señora? La princesa reflexionó un instante. — ¡Dime Laskira! ¿No te gustaría ser verdadera-

mente libre?

Capítulo 30 - Encuentro con el pre-

sidente

Page 85: Juan c gonzalez brubekston; el planeta perdido

Los dos centinelas lo saludaron al acercarse. Kalick llegó junto a la puerta y la empujó suavemente.

—Adelante general. Espero que no haya sido nada grave el asunto con su familia.

—Señor, le pido disculpas por segunda vez. —Está bien..., está bien, lo más importante fue di-

cho. ¡Siéntese general! quiero aprovechar la ocasión para anunciarle que, en rasgos generales, su propuesta en la reunión, y su tesis científica, han sido aceptadas, y eso a pesar de que no estuvo presente en la clausura.

El presidente de la República Somer estaba sentado a su buró. Kalick Yablum había quedado aferrado al respaldar de otro asiento antes de finalizar descansando en el.

Inmediatamente una sonrisa hasta cierto punto for-zada, apareció en su rostro.

—Señor, no sabe usted cuanto placer me da oír la noticia.

—Por supuesto que lo sé, general. Sé que ha sido su larga lucha; pero ya ve. Las necesidades van cambian-do y con ellas la opinión de la mayoría; pero dígame ahora. ¿No hay nada más serio detrás de su repentino abandono de la asamblea? Su ayudante se ausentó y también el coronel Gedaro Balto.

—Le aseguro que es solamente lo que usted conoce. Mi ayudante y el coronel se ausentaron y ha sido mi culpa. Ambos lo hicieron por la amistad que sienten por mi familia.

— ¿Y cómo sigue su hija? —Está mejorando señor, gracias por preocuparse. —General, ahora soy yo quien le pide que me dis-

culpe. En media hora tendré una entrevista con el em-bajador de Atlántida.

Kalick se puso en pie.

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—Sí señor, ya me retiro. Muchas gracias. La brevedad del encuentro con el presidente fue lo

que más había agradado a Kalick aquella mañana. Con una sencilla disculpa había aliviado la pesada carga que los tres oficiales llevaban en sus conciencias como resultado de los últimos incidentes. Al parecer, nadie más dentro de la República Somer conocía de los pla-nes que se estaban gestado en algún lugar del

Reino Kirgul. El general permaneció todo aquel día en su lugar de

trabajo. En vez de buscar información y elaborar un informe más detallado sobre sus planteamientos ante la asamblea. Se dedicó a investigar sobre su propio asun-to. Esperaba ansiosamente que fuese la hora de reunir-se en privado con su ayudante y el coronel Gedaro.

Cuando finalmente llegó el momento, cerró los sis-temas de información y bajó al primer nivel de seguri-dad en busca de su vimana.

Cuando conducía a su alojamiento, en la pantalla apareció la imagen de Yardul.

—En diez minutos estoy con usted general —informó el ayudante.

Capítulo 31 - En el interior de Bal-

kiba

En los últimos dos mil años de su existencia, fue un mundo políticamente dividido. El progreso mal orien-tado había terminado dando lugar al relajamiento de las costumbres, la decadencia cultural, la corrupción y el desenfreno, y finalmente a las guerras entre regiones y círculos de poder.

El gobierno unido de los antiguos colonos terminó desmembrándose en cinco grandes estados; quedando

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desde entonces la preponderancia a favor de aquel que lograba alternativamente controlar el comercio con la colonia terrestre Atlántida y con la lejana Belsiria, en el sistema Alpha Centauri.

Tres días después de la entrevista con el presidente, Kalick Yablum había estado ajetreando alrededor de los asuntos de estado, de los cuales se encargaría como embajador de la República ante el reino atlante. Con dolor para él y sus dos amigos, el vuelco que había dado la situación no era el más deseado. Debería aban-donar por unos días la búsqueda de su hijo y su esposa y dedicar el tiempo a los supremos asuntos de estado.

Balkiba no era un poblado como otro cualquiera en medio de un valle rodeado por colinas bajas. Desde la altura a la que lo observaban ahora se podía descubrir su verdadera naturaleza. A su alrededor, en un períme-tro más allá de los tres kilómetros se extendía un terri-torio desértico. Nada, absolutamente nada, perturbaba la monotonía del valle alrededor de Balkiba. Ni sobre el suelo ni por el aire.

Las tres naves que escoltaban a la nave capitana en que viajaban el general Kalick y su ayudante, adopta-ron una formación de cola y disminuyeron la velocidad al aproximarse. Unos segundos después comenzaban a descender sobre la pista del aeródromo en medio del poblado.

Al descender el laghima les vino al encuentro el co-ronel Gedaro Balto. Hizo el saludo con un movimiento de brazo —el puño contra el pecho—, y luego sin decir palabras señaló hacia un vimana aparcado a unos cin-cuenta pasos sobre la negra pista del aeródromo. Tam-bién en silencio, Kalick y su ayudante lo siguieron hasta la máquina. El soldado tras los comandos saludó con un movimiento ligero de la cabeza y después de

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cerciorarse que sus pasajeros estaban firmes en sus asientos, puso el vehículo en marcha en dirección al extremo oeste de la pista.

El aeródromo, como fue dicho anteriormente, ocu-paba el centro mismo del poblado, rodeado por edifi-cios donde se alojaban centros de comando y dirección de vuelos, talleres, almacenes y hangares.

El vimana entró por una ancha avenida donde el tráfico se hacía bastante denso. El piloto le dio altura, y entonces se desplazaron a mayor velocidad en línea recta por la avenida. Apenas un minuto y habían atra-vesado entre los últimos edificios, saliendo al valle desértico. Poco después el piloto redujo la velocidad casi a cero.

Hasta aquí habían seguido dos líneas de señales so-bre el suelo polvoriento y entonces, cuando el vimana casi se detenía, penetraron con lentitud a través de una pared invisible.

Una amalgama de reflejos multicolores escapaba hacia la periferia desde el lugar por donde el vehículo con sus tripulantes hacía contacto y penetraba la sus-tancia de la pared.

Para el general Kalick aquello no era nada nuevo. Habían penetrado una vez más a la base desde donde se efectuaba casi todo el comercio interplanetario de la República.

Aquí las construcciones eran diferentes. Edificios bajos pero de estructura maciza, formaban una especie de semicírculo y un subir y bajar constante de pasaje-ros cubría las escalinatas. Cientos de vimanas ocupa-ban la área frente a los edificios y se perdían de vista en dirección norte y sur. También miles de viajeros acudían a abordarlos incesantemente, cargando cada cual su ligero equipaje; y los vehículos partían con su

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carga, mientras otros llegaban a sustituirlos, convertido el sitio en un ajetreo interminable.

El lugar por donde habían penetrado era otra pista como de mármol negro, ocupada en toda su superficie, pero en perfecto orden, por naves de guerra en forma-ción de línea. Habría allí unas trescientas naves, muy diferentes a un laghima ordinario.

Eran achatadas como conchas de caracol, o como lentejas, con un diámetro de unos treinta pies y pinta-das con bandas concéntricas de color negro y rojo, situadas de manera alterna hasta llegar al borde.

El vimana del general avanzó entre las hileras de aquellas naves hasta llegar al centro de la pista.

Uno de los discos oscuros estaba allí, con una doble banda de luces intermitentes iluminando el borde ex-terno de su casco. Kalick saltó fuera del vimana, al tiempo que un pequeño brubeksino, de rostro simpáti-co, descendió por el tren de abordaje del platillo, y se dirigió hacia ellos. Hizo el acostumbrado saludo mili-tar y dijo entonces:

—Estamos listos para partir, general.

Capítulo 32 - Hacia la ciudad espa-

cial

Los atlantes habían efectuado ya cientos de actos y gestiones frente a la metrópolis brubeksina para obte-ner su independencia política; pero aunque a estos últimos les resultaba difícil y costoso mantener el so-metimiento de la colonia terrícola, la independencia le había sido negada una y otra vez, después de innume-rables debates en la tambaleante federación de los cin-co estados. Eran demasiado profundas las contradic-ciones dentro de la misma federación, como para deci-

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dir de manera conjunta en el asunto de la independen-cia de una colonia tan rica y prometedora como la vieja Atlántida.

Los motores antigravitatorios echaron a funcionar y la nave se elevó unos doscientos pies por encima de la aglomeración de las otras naves y de la gente. Lo hizo lentamente y luego quedó

suspendida en lo alto, como para recibir un último saludo de las miradas y los brazos que se tendían a ella, entonces saltó de golpe y desapareció entre las nubes grises que se condensaban en aquel momento sobre el valle de Balkiba.

El brubeksino de rostro agradable que los acompañó al abordar, estaba ahora sentado tras los comandos. En su rostro parecía estar grabada una sonrisa perenne y su vista pasaba a cada rato sobre el general. Otro ofi-cial de alto rango hubiese tomado aquellas miradas como un insulto; pero Kalick era diferente y tenía la facultad de penetrar hasta lo más profundo el alma de sus subordinados. Este, apenas sería unos años mayor que su hijo Biklar. La perenne sonrisa y las miradas inquietas del capitán no eran más que el orgullo que sentía el joven, seguro tras los comandos de su propia nave.

“Se siente satisfecho por tenerme como pasajero." —pensó Kalick, y entonces dijo con un escape de cu-riosidad en el tono:

— ¿Qué calificación tuviste en el examen de gra-duación?

—Cien puntos mi general —dijo el capitán piloto sin quitar esta vez la vista de los comandos.

Kalick observó una sonrisa en el rostro de su ayu-dante; y luego miró a su derecha, hacia el disco gris verdoso de Brubekston y a su lado Yelbi, la luna roja.

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— ¿Qué tiempo tenemos? —En trece minutos estaremos en la estación X2, mi

general —respondió el piloto.

Capítulo 33 - En la ciudad

Dos estados ejercían su preponderancia en el seno de la federación brubeksina, buscando siempre conse-guir diferentes alianzas con los otros tres. Por una parte la República Somer, con un gobierno democrático, donde predominaba la tendencia más progresista. Por la otra el reino kirgul; una especie de dictadura aris-tocrática donde se debatían las milenarias fuerzas oscu-ras dela especie. Si un nuevo acuerdo podía ser alcan-zado en aquellos disparatados días de tensión, Kalick era sin duda el embajador más apropiado para ello.

X2 apareció a simple vista como un punto luminoso al frente, ensanchándose y creciendo en brillo a cada segundo. Finalmente se mostró como lo que era; una gran ciudad en el espacio orbital.

La República había invertido doscientos años de es-fuerzos en aquella obra monumental. En capacidad volumétrica se decía que era tan grande como la misma capital del estado; pero aquellos cálculos para Kalick, no significaban mucho. Lo importante en realidad era el valor futuro de la ciudad espacial; llegado el día en que los brubeksinos se uniesen como en los viejos tiempos.

Había sido edificada en el punto X2, donde los campos gravitatorios de Brubekston y la luna roja mantenían su centro de equilibrio, necesitándose abso-lutamente ninguna energía para

mantenerla en órbita alrededor del planeta. Pero no era solamente una base espacial en órbita;

era además una gigantesca nave que podría abandonar

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el planeta si la voluntad de sus moradores así lo decid-ía; hasta comprometerse incluso, en una larga travesía interestelar. Albergaba en su seno más de doscientos mil individuos. Un verdadero ejército de civiles y mili-tares.

De alto, si de alguna manera se podía llamar altura a su posición flotante en el espacio, era la de un edificio ordinario de dos mil quinientas plantas. En realidad eran veinte kilómetros de radio, con una forma esférica como la de cualquier planeta, con la diferencia que se mantenía habitada desde la superficie hasta su mismo centro.

En su volumen se albergaba toda suerte de instala-ciones civiles y militares, incluyendo parques boscosos y áreas de cultivo.

Cuando la nave que transportaba al general y a su ayudante se acercó a la estación, lo hizo por la zona del cosmódromo, frente a una de sus dos grandes puertas. Penetró silenciosa y furtiva y fue acogida en el interior.

La llegada allí era puramente como estación de tránsito. Lo apremiante de la misión no les permitía dilatar la permanencia ni por una hora. Y así fue. Baja-ron a la plataforma y el oficial que los recibió los con-dujo a un vehículo de ruedas que los llevó por una ca-rretera hasta otro puente de embarque. Pertenecía a una gran nave. En total eran veinte semejantes a esta las que permanecían ancladas a la superficie de X2, en su zona estrictamente militar, formando parte de su es-tructura defensiva. Podían también separarse y em-prender maniobras independientes en el espacio. Dos-cientos metros de eslora pesadamente artillados con cañones láser y de pulso gamma, podían llegar a ser un verdadero infierno de fuego en el

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combate. Este era el máximo poder militar de la República Somer.

Pero… ¿Qué podrían ocultar los Kirgules que pu-diese constituir una amenaza para el resto de los esta-dos y el mundo?

Como comandante ejecutivo de todas las fuerzas militares de la República, Kalick Yablum dio la orden de partida y se dirigió seguido por su ayudante y otros oficiales a través del corredor central del segundo ni-vel, hacia la sala de comando. Cuando llegaron frente a la puerta oval esta se abrió y el grupo penetró de inme-diato.

Los pilotos ajetreaban en los comandos y el capitán de la nave les salió al encuentro.

—General, me agrada verlo otra vez… y también me agrada que hayan encomendado esta misión a mi tripulación y a mí.

—Espero que la cumplamos con eficacia, por el bien de nuestra República —dijo Kalick.

Su voz retumbó poderosa sobre los paneles, al tiempo que un ligero estremecimiento indicaba a todos que la nave se separaba de la estación.

—Ahora le entrego el mando, general —dijo el ca-pitán marcando el saludo de cortesía.

—Muy bien, capitán. Ordene poner rumbo a La Tie-rra.

Capítulo 34 - De Brubekston a la

tierra

Cualquiera de las veinte naves que formaban parte del sistema X2 era como una sección anexa de la ciu-dad espacial. Podían acoplar y desatracar en cuestión de minutos, sin ningún tipo de inconveniente. Cada

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una tenía capacidad para albergar en su interior una veinteava parte de la población de la ciudad. Así había sido planificado desde el punto de vista de la estrategia más avanzada; pero eran números, y a Kalick Yablum le molestaban las cifras. Por eso fue que casi rechaza al capitán cuando este se les acercó unas horas después del despegue.

Estaba sentado con Yardul en medio del espacioso comedor. Hacía apenas unos minutos que estaban allí y se disponían a iniciar su actividad alimenticia y a con-tinuar la conversación privada acerca del tema que más los preocupaba, cuando llegó el capitán.

Era un brubeksino delgado, demasiado delgado para la talla promedio de tres metros de la especie. Su cintu-ra y sus hombros comparativamente estrechos; pero en cambio sus brazos, el cuello y los músculos del rostro, denotaban poseer la fuerza y energía de sus más robus-tos antepasados. Tomó asiento resueltamente frente al general.

En sus manos traía algo parecido a un antiguo ins-trumento de navegación espacial. Un semicírculo de metal con un triángulo movible al centro.

—Si se me permite, dentro de unos años me retiro del transporte para dedicarme a las investigaciones —dijo mirando por unos segundos al rostro de su supe-rior. Luego regresó su mirada al objeto, depositado ahora sobre la mesa.

Kalick y Yardul se habían servido algunas lonjas de mamut, y una jarra de vino reposaba en el centro de la mesa.

— ¿A qué investigaciones se refiere capitán? —preguntó el general.

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—Señor, es bien molesto y además absurda, la ma-nera en que se realiza un crucero hasta La Tierra y después de regreso a Brubekston. ¿No les parece?

—Lo sabemos, capitán… ¿pero qué podríamos hacer?

—Usar el mismo sistema que se usa para los viajes interestelares —replicó el Somersita con tono de con-vicción en su voz, suave como la de un joven de seten-ta años.

—Es imposible —dijo Yardul depositando su jarra de cerveza sobre la mesa, después de un largo trago—. Es tan corta la distancia de aquí a La Tierra, y por su-puesto la curvatura del

espacio, que estallaríamos con la nave sin posibili-dad de reintegrarnos.

—Yo tengo una teoría que podría ser la solución. Se acabarán un día estos aburridos viajes entre los plane-tas de un mismo sistema estelar.

— ¡Capitán! —dijo Kalick riendo—. Hágame re-cordar está conversación dentro de tres años, y le daré la licencia para que se vaya a algún lugar y haga sus investigaciones.

— ¿Habla en serio? —Por supuesto que hablo en serio, capitán. Esta pequeña conversación fue suficiente para que

el capitán de la nave pasara cinco días de felicidad. Durante la primera etapa del viaje tuvieron contacto visual directo con dos naves, y contacto espectrométri-co con otras dos, incluyendo una nave de guerra del reino Kirgul. Fue al final del séptimo día que ocurrió el incidente.

Todo comenzó cuando los sistemas de alarma die-ron la señal del descubrimiento de una nave pequeña

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que traspasaba la órbita del planeta rojo. Como en oca-siones anteriores, no se le dio

importancia al asunto, pensándose que solamente se trataba de una nave comercial de los atlantes; pero po-co después, perturbaciones en las señales provenientes de aquella, llamaron la atención del capitán, y de in-mediato se comunicó con Kalick.

— ¿Crees definitivamente se trate de una nave atlante?

—Su masa y su campo energético, no dejan casi lu-gar a dudas, general.

— ¿Entonces qué sucede? Kalick estaba ahora junto al capitán, frente a los

comandos, y ambos estudiaban la información que se obtenía de los sensores.

—Parece que varios cuerpos ajenos interfieren en el campo magnético de la nave atlante.

Kalick fijó la vista en el análisis de un espectróme-tro de masas.

— ¡Uhh…! Así es. Conchas de combate como las nuestras. Pero hay algo extraño...

El general no concluyó la frase porque en aquel ins-tante sobre una de las pantallas de la cabina de proa, apareció borrosamente el rostro de un individuo atlan-te.

—Si hay alguien en las cercanías, que pueda libe-rarnos de quienes nos acosan, que lo haga en este mo-mento.

La imagen comenzó a saltar y a difuminarse. —Ponga rumbo a esa nave, capitán —dijo el gene-

ral—. Tal vez se gane el retiro un poco antes. ¡Quiero estar seguro de lo que está sucediendo allá! —agregó señalando a la pantalla.

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Capítulo 35 - Conflicto interplane-

tario

La imagen de una nave comercial atlante había apa-recido claramente definida en la pantalla. Era una nave pequeña como todas las terrícolas, porque a ellos no se les permitía, bajo estricta supervisión, fabricar naves del mismo porte que las brubeksinas.

Kalick Yablum había ordenado acoplar la trayecto-ria de su nave, paralela a la trayectoria de la nave atlante. Ambas volaban ahora a una misma velocidad hacia el exterior del sistema. Una decena de conchas de combate, con los mismos símbolos y colores de la República Somer habían montado cerco a la nave mer-cante, algunas de ellas posiblemente tratando de abor-dar su casco.

Kalick, Yardul y el capitán habían acudido al mira-dor de proa para observar por un momento la inaudita maniobra, y al mismo tiempo tratar de comprender lo que estaba sucediendo. Nadie de aquellos, ni los atlan-tes ni sus acosadores, parecían haberse dado cuenta de la cercanía de una nave militar Somersita.

—Las atacantes son naves como nuestras conchas —dijo el capitán.

—No estamos en guerra con nadie y mucho menos con los atlantes. Todo esto es absurdo. Sean quienes sean, están cometiendo actos hostiles contra una nave comercial, y los atlantes

han pedido ayuda. ¡Lánceles una señal de adverten-cia, capitán! —ordenó Kalick—. Si no se alejan de la nave atlante, envíe nuestra flota contra ellos.

Los agresores, en la imposibilidad de acoplarse al casco de la nave comercial, mucho mayor; habían re-cién comenzado una nueva táctica. Se habían alejado a

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prudencial distancia y comenzaban a disparar pulsos de rayos gamma. Aprovechando aquella circunstancia de repliegue del agresor, Kalick ordenó:

—A estribor capitán ¡Mande a dispararles con todo! No fue hasta después de las primeras descargas que

los agresores se dieron cuenta de la presencia de un contrincante más poderoso. Lo que pensarían los atlan-tes de todo aquello era casi imposible de imaginar; pero habían notado también la cercanía de una fortale-za militar. Desconcertados tal vez por el hecho de ser atacados por naves de la República Somer y a conti-nuación defendidos por otra que mostraba igual simbo-logía y estandarte que las primeras; los atlantes optaron por alejarse al máximo de su potencia y en dirección contraria.

—Disparen contra las conchas —ordenó Kalick—. Que no escape una sola. ¡Trate de hacer contacto con los atlantes, capitán! ¡Ahora!

Dos o tres de las naves atacantes trataban de alejar-se; pero la tardanza en darse cuenta de la presencia de su enemigo más poderoso, les sirvió de perdición. Los cañones de plasma o de rayos gamma, de alta potencia, podían alcanzarlos a una distancia prácticamente in-comparable a la de sus propias armas. ¡No había esca-pe!

En su desespero, dos de las conchas trataban de dar alcance a la nave atlante que se alejaba; buscando en su cercanía la única posibilidad de supervivencia. Pero era imposible ya. Los certeros disparos de la fortaleza terminaron haciéndolas estallar a todas.

No hubo necesidad de insistir en la comunicación. Los propios atlantes se mostraron muy pronto decidi-dos a darse a conocer ellos mismos.

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En una de las pantallas grandes Kalick Yablum y los tripulantes pudieron ver la imagen de un ser muy semejante a un humano. El general se presentó él mis-mo ante los sensores de la pantalla y dio a conocer su rostro en la nave atlante.

—No disparen contra nosotros —dijo el atlante. A Kalick le pareció un joven en la voz y en el ros-

tro. Tenía los ojos verdes. El cabello rubio y ondulado le cubría hasta los hombros. Tendría aproximadamente la misma estatura que su hijo Biklar.

— ¿Por qué habríamos de hacerlo? —Esas conchas eran de la República Somer y nos

atacaron. —No estamos en guerra con nadie y no realizaría-

mos un acto de ese tipo, mucho menos contra un aliado comercial.

— ¿Cómo podemos saber…? —Lo acabamos de demostrar —dijo Kalick—. Esas

naves poseían simbología y colores falsos de la Re-pública. Les aseguro que no eran nuestras. Son piratas o tal vez enviados por otro gobierno. ¿En qué otra cosapodríamos ayudar? ¿Han sido muchos sus daños?

—Nada grave —dijo el atlante—. Vaciló unos se-gundos y agregó—: ¿Quiénes son ustedes, para que podamos reconocer vuestra ayuda hasta en los más recónditos confines de nuestro planeta?

—Soy Kalick Yablum. Máximo comandante de las fuerzas militares de la República Somer y en estos momentos embajador en tu reino. ¿Y ustedes a dónde van?

—Lo siento mucho general, no podría deciros cual es nuestra misión, aunque nos amenacen con la des-trucción; pero os aseguro que en lo que a mí respecta, es una misión de paz en algún lugar de Brubekston.

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Ahora permítanos continuar nuestro viaje, para que ustedes continúen el suyo.

—Pueden hacerlo, y que Dios los acompañe —dijo Kalick—, y espero que por su propio bien, mejor har-ían en callar lo sucedido aquí.

Capítulo 36 - Continúa la travesía

Para las naves brubeksinas un viaje desde su planeta hasta La Tierra era cuestión de catorce días, el doble del tiempo que invertía una nave en llegar desde los confines del sistema solar hasta el sistema Alpha Cen-tauri. La razón de esta aparente contradicción se expli-ca cuando abordamos la estructura del espacio mismo, y los sistemas de inducción de la curvatura cuatridi-mensional utilizada por los brubeksinos en la época anterior al caos. Era un suicidio, como explicara el capitán Yardul, utilizar la cruz gamada en una distan-cia tan reducida a nivel espacial, como la existente entre Brubekston y La Tierra. Por eso, no quedaba otra solución que invertir tantos días en la travesía.

Para hacer más llevadera la estancia a bordo durante viajes muy prolongados, los miembros de la tripula-ción se divertían a lo grande. Se comía, bebían grandes cantidades de vino y se practicaban diferentes juegos. Había algunos que preferían encerrarse en sus horas de descanso, y entonces se dedicaban a la superación in-dividual y a la adquisición de diferentes conocimientos y habilidades.

El general, en cambio, dedicó su tiempo a la medi-tación espiritual y a organizar los detalles de su misión como embajador en el reino atlante. No sería la prime-ra vez que visitaba La Tierra y por eso no sentía nin-guna emoción al acercarse al planeta que tantas leyen-das había despertado desde tiempos inmemoriales en-

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tre los miembros de su raza. Para él, desde el punto de vista astronómico, era simplemente un planeta más. En cambio, cuando se trataba de las especies que lo habi-taban, de las fábulas que se contaban y de su historia natural, no podía negar entonces su gran curiosidad por conocer más detalles.

Era mucho lo que los brubeksinos habían llegado a conocer de La Tierra en sus expediciones al pasado. Gran parte de aquel conocimiento era exacto; la otra parte consistía en pura especulación basada en hechos aislados, a veces solo de interés para unos pocos.

La gente de Brubekston había cambiado mucho. En los tiempos antiguos imperaba un espíritu romántico y aventurero. La gente hasta arriesgaba la vida por ex-plorar otros mundos y existía un espíritu amigable en-tre ellos. Ese mismo afán emprendedor los había traído hasta acá desde la lejana región de la constelación de Orión, y los había impulsado a crear nuevas culturas y sociedades. Estos mismos eran los sueños de Kalick Yablum. Sueños con un pasado remoto que algunas veces pretendía reedificar en su mente.

La caída más triste y desalentadora no es la de un individuo, sino la de la propia raza u organización so-cial afianzada en mente; siempre que esta última sea la más perfecta que se pueda concebir.

Ya eran pocos los que se interesaban tanto como sus antepasados por la ciencia y la historia. La gente vivía el materialismo, las ideas depredadoras y la falsedad. Se habían perdido el ímpetu de búsqueda y el ansia insaciable por la verdad.

Cuando había un interés egoísta de por medio, cual-quier verdad podía ser sustituida por la falsedad, con total impunidad y aplomo. El espíritu y la idea misma de Dios se habían extinguido en los corazones de su

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raza, que algún día no muy lejano, se decía, acabaría para siempre.

Recordó entonces al visionario de la estepa, del cual su joven Galika se hacía acompañar ahora; y lágrimas rojas corrieron por las rugosidades de su rostro cuando pensó en el relato de las tenebrosas predicciones.

Estaba sentado a una mesa en medio de la habita-ción que le servía como lugar de descanso durante la travesía. Había bebido dos jarras del líquido embriaga-dor de Estigia y se le había subido algo a la cabeza. No podía dejar de pensar en su familia y por eso bebía. Al menos para adormecer un poco la pena que lo atormen-taba.

Capítulo 37 - El embajador atlante

El envío de embajadores era la manera más respe-tuosa entre los brubeksinos. Después que se llegaba a un acuerdo, los pormenores de su ejecución se hacían a través del intercambio de información por señales, por el envío de mensajes directos a través de los túneles espaciales, o por el correo espacial en naves. Cada uno de los tres métodos era tan eficaz como los otros dos; con la particularidad que el segundo, el envío de men-sajes a través de los túneles espaciales, era sólo posible a distancias interestelares.

La nave atlante en cuya ayuda había acudido justo a tiempo el general Kalick Yablum, descendía ahora suavemente en la superficie de Brubekston. Tras el descenso, una de sus rampas laterales se levantó, y un vimana se puso lentamente en marcha sobre la expla-nada que servía para el ascenso y descenso de las grandes naves. Con su piloto y tres pasajeros se dirigió hacia el edificio principal de la fortaleza, sede del go-bierno kirgul.

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La estatura de un atlante era más pequeña que la de un brubeksino, pero mayor que la de un verdadero ser humano.

Cientos de miles de años atrás; pero después del tiempo en que el hombre en La Tierra se había separa-do y se distinguía ya del resto del reino animal, la es-pecie de los brubeksinos comenzó a poblar su planeta, Brubekston; que era el quinto en orden de distancia en el Sistema Solar.

Veían con ojos de benefactores a la pequeña criatu-ra que se había erguido orgullosa, ávida de conoci-miento y pletórica de actividad en medio de las demás criaturas que poblaban aquel mundo vecino suyo, al que habían comenzado a llamar Terra. Se mantuvieron por mucho tiempo los brubeksinos alejados de ella; pero cuando el hombre se alzó hasta convertirse en un gigante de poder sobre el mundo salvaje, y comenzó a domeñar a las bestias, alguien ideó experimentar con ellos en secretos lugares, donde jamás la conciencia tuvo acceso, y de la mezcla entre hombres y brubeksi-nos nacieron los atlantes. Estos, a diferencia de sus creadores, eran capaces de respirar libremente en el ambiente de la joven Tierra que les daba vida.

Capítulo 38 - El lado oscuro de la

aristocracia Kirgul

Mientras el embajador de los atlantes se dirigía al palacio, la princesa Sakina tendida en su lecho medita-ba en la triste suerte que la aquejaba.

Hizo llamar a su sirvienta. Unos minutos después se abrió un poco la puerta y apareció el rostro de la ancia-na.

— ¿Señora?

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La princesa permanecía de espaldas en aquel mo-mento, observando el escudo de la ciudad que comen-zaba a activarse, produciendo un notable cambio en los colores de la bóveda celeste. Le gustaba observar el fenómeno artificial que se había estado repitiendo cada día en los ciento quince años de su existencia. Hubiese querido ir más allá. Más allá del horizonte como cual-quier gente normal. Traspasar los límites que su perte-nencia a la familia real habían impuesto sobre ella.

—Si Laskira, puedes pasar —dijo volviéndose a la puerta.

Y la anciana hizo su entrada, tímidamente esta vez. Había notado que el comportamiento de la princesa era diferente a partir del momento en que presenciaron la escena de crueldad contra el joven cautivo de la Re-pública Somer. Estaba segura que aquellos hechos hab-ían influido de manera drástica en la conducta de la joven que ahora se encontraba frente a ella, mirándola a los ojos y con las dos arrugas de la frente más pro-nunciadas que lo normal.

— ¿No te imaginas lo qué deseo? —Cualquier cosa que desee mi señora está bien —

respondió la sirvienta. —Quiero ayudar al prisionero y escapar de aquí. Laskira no se sorprendió con la declaración, porque

hacía tiempo que esperaba algo semejante, y ahora parecía haber llegado la ocasión. No obstante, un esca-lofrío recorrió su espina dorsal y sintió que sus piernas se debilitaban.

Parecía que a su edad ya no era adecuado soportar aquel tipo de emociones violentas. Se agarró a una de las pilastras del lecho y esperó, con la esperanza de que aquella repentina flojedad pasara pronto.

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—No te preocupes —dijo la princesa—, tengo un plan. Haré que el capitán mismo me facilite el escape.

—Por favor, señora, asegúrese de que nadie nos es-cuche aquí. Yo también tengo algo que revelarle.

—Puedes hablar. He tomado las precauciones para estar completamente aisladas de todos por varias horas.

—Pues bien, mi señora —dijo la sirvienta dejándose caer en una especie de butaca que tenía junto a ella—. Cuente conmigo. Esta pobre vieja la seguirá a donde-quiera que vaya, aunque le cueste la vida; pero primero he de contarle algo que mi señora desconoce acerca de su propia familia.

— ¿De mi familia dices? —Si señora, de su padre y de su tío el rey Nagasta.

¿Recuerda que le he dicho que su padre me encargó que la cuidase mucho?

—Sí, lo recuerdo; pero nunca me has dicho qué era lo que temía mi padre.

—Temía lo que efectivamente ocurrió cuando aún eras muy niña.

—Sí, dime. Siempre se ha dicho que mi padre mu-rió en combate.

—No fue así. Su muerte fue obra del rey Nagasta tu tío. Regresaban de La Tierra después de un conflicto con los atlantes, cuando su nave estalló, de manera que hasta hoy no se ha podido explicar la causa del desas-tre. Solamente dos personas conocíamos de las sospe-chas de tu padre.

— ¿Quién es esa otra persona? —Ya está muerta, mi señora. — ¿A quién te refieres? —A Marleko Kedaro. Hace pocos días trató de es-

capar del reino y las naves de Nagasta lo persiguieron

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hasta darle muerte en la estepa. Si a mí me descubren tratando de escapar, me sucedería lo mismo.

La princesa le había dado la espalda para acercarse al gran ventanal desde donde ahora contemplaba las luces de la ciudad baja y la hermosa esfera del planeta Júpiter en un cielo completamente despejado.

—Dime Laskira ¿cómo sabes todo eso? — ¡Venga señora! Le mostraré algo. La anciana llevó a la princesa de la mano hasta la

puerta, y luego la hizo caminar a su lado a través del corredor de paredes escarlatas, hasta llegar frente a su propia alcoba. A aquella hora de la noche ya la servi-dumbre se había retirado como de costumbre y sola-mente los sensores pendientes del techo hacían de cen-tinelas en los corredores de palacio.

Las dos mujeres penetraron de prisa a la alcoba de la sirvienta.

La princesa se dejaba arrastrar por la curiosidad sin sospechar siquiera cual sería el final de aquel misterio que se comenzaba a revelar ante ella.

Cuando la puerta se cerró, Laskira dejó a la princesa y fue directo a un estante medio incrustado en la pared, y de allí tomó un odre que destapó, volviéndose enton-ces de frente a la joven.

Comenzó a derramar vino en el interior de dos co-pas de plata.

— ¿Qué haces? —preguntó la princesa. —Beba señora —dijo la sirvienta dejando el odre y

alcanzándole una copa, agarrando luego la otra para sí. — ¿Esto es lo que me querías mostrar? Nunca supe

que bebías así. —No señora, es para fortalecer nuestro espíritu por

las cosas que posiblemente verán nuestros ojos y escu-charán nuestros oídos dentro de un momento.

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— ¿Qué? —dijo la princesa tratando de deshacerse de la copa.

—Sé lo que digo, señora. Beba y confíe en mí. A tanta insistencia la princesa bebió con repugnan-

cia la mitad del contenido, mientras la anciana con gran excitación bebía el suyo de una vez. Entonces se encaramó a su cama sobre la parte de la cabecera que estaba contra la pared, y levantando una mano presionó sobre esta.

Inmediatamente se comenzó a abrir una ventana de reflejos iridiscentes a la derecha.

—Venga señora —dijo Laskira descendiendo de un salto, tomó a la princesa dulcemente de una mano y esta se dejó llevar atravesando entre los reflejos.

Al momento se vieron caminando por un largo y so-litario pasadizo, solamente iluminado por la luz escar-lata de las paredes.

—Nadie más conoce estos lugares —susurró la an-ciana al sentir el sudor frío en la mano de la princesa.

— ¿Y cómo lo sabes? —Tu padre solamente confío hasta su muerte en mí

y en su visir y amigo Marleko Kedaro. ¡Que descanse su espíritu!

— ¡Espera! ¿A dónde vamos? —dijo la princesa de-teniéndose de golpe al pasar por una intersección don-de otro pasillo más estrecho atravesaba en ángulo recto al primero.

—Pronto llegaremos ante una habitación privada del rey. En ella acostumbra a recibir a sus más fieles asesinos y también imparte sus órdenes más abomina-bles.

— ¿Por qué nunca me dijiste estas cosas? —Todo llega a su tiempo mi señora.

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Convencida la princesa, no hizo otra objeción y continuaron andando hasta que fue la propia sirvienta la que se detuvo.

—Aquí mi señora. Tanteó sobre la superficie de una de las paredes

hasta que su mano se hundió y desapareció en un agu-jero oscuro. Un momento después y para asombro de la princesa se abrió ante sus rostros una ventana muy semejante a un paisaje incrustado en la pared, vivo y en movimiento, y a poca distancia frente a ellas.

Un gran mueble de alabastro retorcido ocupaba una de las paredes de la habitación del otro lado de la pa-red. Allí estaba sentado el rey Nagasta; y junto a él, como de costumbre, una sirvienta vertía vino en su copa favorita.

En aquel instante hubo un toque a la puerta y la sir-vienta se retiró. Entonces entró un soldado. Un oficial de las tropas espaciales. Se inclinó ante el rey y co-menzó a relatar alguna historia

conmovedora. — ¿Qué habla? —preguntó Sakina. —No sé; pero me imagino que algo raro está suce-

diendo; a decir por el rostro de Nagasta. Hace algunos días, este mismo oficial estuvo aquí y hablaron durante largo rato. Me pareció como si estuviese recibiendo órdenes muy detalladas.

— ¿Por qué no podemos escuchar lo que dicen? Laskira observó a la princesa como dudando entre

responder, o continuar observando por la ventana. —Tengo miedo —dijo finalmente—. Tengo miedo

a que me descubran. Una vez lo hice y luego estuve a punto de morir de angustia.

— ¿Qué sucedió?

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—Introduje un objeto a través de la ventana para poder escuchar, y a tu terrible tío lo vi de repente alte-rado, como si sintiese que lo observaban desde algún lugar. Me pareció que me miraba directamente a los ojos.

—Debe haber una mejor forma de escuchar —dijo la princesa—; pero ahora deberíamos regresar. Tengo que pensar en la manera de utilizar al capitán para que nos ayude a escapar.

Cada una se retiró a su aposento y aquella noche no pudieron dormir. La idea de escapar de palacio era lo más difícil que se les había ocurrido jamás. Luego abandonar la ciudad y la región bajo el escudo sería tan difícil como lo primero.

El pensamiento de que su propio tío había asesinado a su padre para tomar el poder del reino, la había deja-do totalmente anonadada. Ahora más que nunca desea-ba abandonar aquel lugar de intrigas y traiciones. Y más que otra cosa, no deseaba volver a mirar al rostro del rey Nagasta.

A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre, fue a la base universal de datos situada en la biblioteca de palacio y se sentó frente al enorme teclado. La habitación era pequeña y la información sólo accesible a unos pocos. Fue por eso que se sintió sola y en paz consigo misma. Ya no continuaba du-dando cuál era su deber. A la hora del mediodía creyó haber conseguido lo que deseaba o mejor aún, creyó conocer lo que necesitaba.

Después que hubieron dicho a la servidumbre que se sentía mal y que no deseaba que la molestaran para nada en su alcoba; escapó furtivamente por el corredor hasta la alcoba de su sirvienta.

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Había desarmado uno de los sensores del techo de su habitación y sustrajo de allí un alambre paramagné-tico, que ahora llevaba oculto bajo la faja de su vesti-do. Reunida con su sirvienta, penetraron ambas al se-creto corredor, maravillándose acerca de lo que encon-trarían en esta ocasión del otro lado. Era casi la misma hora a la que entraron la noche anterior, y cuando Las-kira introdujo su mano y se abrió la ventana a la pe-queña habitación del rey, vieron que estaba vacía. En-tonces la princesa aprovechando la ocasión, extrajo el alambre de su faja y lo hizo pasar a través de los refle-jos iridiscentes. Quedaron observando en silencio hasta que vieron abrirse una puerta y una sirvienta penetró a la habitación.

Al momento escucharon sus movimientos, guardán-dose ellas mismas de hacer el menor ruido, siempre con el temor de ser escuchadas del otro lado.

Pasó una hora que les pareció interminable; y ya ca-si se disponían a abandonar la posición, cuando se abrió la puerta y entró el rey. Nagasta vestía ropa sen-cilla. No llevaba la diadema a la cabeza y ni siquiera la daga de la que era inseparable, a su cintura. Hizo en-trada y tomó asiento en su retorcido trono de alabastro.

A continuación otra figura hizo aparición en el um-bral. Esta fue la de un atlante de ojos pardos y cabelle-ra enmarañada. Un soldado cerró la puerta desde afue-ra y a partir de ese momento, Laskira y la princesa temieron hasta respirar.

—Espero que no me falles tú, como me fallaron mis hombres —dijo el rey.

—No señor, la fracción de la gente atlante a la que represento, se ha comprometido con el propósito de obtener la independencia.

— ¿Eso quiere decir…?

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—Que con ese propósito apoyaremos a nuestros aliados hasta las máximas consecuencias –dijo el atlan-te y agregó─. Para eso será preciso que el reino Kirgul nos entregue mucho armamento. Lo más moderno de vuestros arsenales.

—Me preocupa esa parte de vuestro gobierno que no estaría dispuesta a negociar. Me refiero al concejo de los siete —dijo Nagasta.

—Si los kirgules nos garantizan las armas, nosotros nos ocuparemos de poner a esa parte que dice usted, fuera de los asuntos de estado. Se lo aseguro.

Nagasta bebió largamente y se recostó al respaldo. —Trato hecho —dijo entonces—. No quisiera que

vuestro vino se acabara nunca en mis despensas. —Y nosotros estaremos allá para reabastecerlo por

siempre —reafirmó el atlante. —Hay un detalle —agregó Nagasta—. ¿Cómo

haremos para deshacernos del embajador? —Yo me encargaré…, tal vez en nuestro mismo

viaje de regreso a La Tierra. Así comenzaré a limpiar de obstáculos el sendero de nuestra victoria.

Capítulo 39 - Un aliado desconoci-

do de Biklar

Separado a pura fuerza de la compañía de su madre; el joven Biklar ahora permanecía echado boca arriba sobre una litera, en una especie de salón de enfermería. Sus brazos y piernas estaban atados con grilletes magnéticos al lecho y algunas sirvientas brubeksinas atendían sus heridas. Estas no eran muy profundas y no habían afectado ningún órgano interno; pero en cambio dolían terriblemente.

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Lo único que lo consolaba un poco era la presencia y atención de las mujeres, y el hecho de que podía le-vantar la cabeza y observar a través de un amplio ven-tanal con cortinas de seda azul. El sol se adormecía lentamente sobre algunas nubes grises en el horizonte y en la ciudad baja comenzaban a encenderse las luces artificiales del anochecer, dando un tinte rosáceo a la ciudad y a los campos cercanos que reposaban bajo la protección del escudo.

En aquel instante un sentimiento extraño le hizo ol-vidar el dolor de las quemaduras físicas en su cuerpo. Un fuego más poderoso que el de los anillos magnéti-cos que habían herido su carne lo atenazaba ahora. Por las arrugas de su rostro corrieron algunas lágrimas.

¿Cuál habría sido la suerte de su hermana? ¿Qué sucedería con su madre?

Una sirvienta entrenada a manipular un equipo cica-trizador se acercó a su lecho prisión y comenzó a aca-riciar con el aparato las quemaduras en sus tobillos. Fue un cosquilleo agradable, que al mismo tiempo ali-viaba el dolor. Cuando terminó con las piernas la sir-vienta le dio la vuelta al lecho y se acercó a sus oídos más de lo necesario, al parecer con la intención de hacer sanar su cuello; y entonces Biklar le oyó decir quedamente:

—Alguien muy interesado en ti te manda a decir que no estás solo.

— ¡Alguien! ¿Quién es? ¿Quién eres tú? —Yo…; soy una amiga más que cumple con su de-

ber sin preocuparse por las consecuencias. ¡Silencio! Ahora deberías dormir.

Capítulo 40 - Biklar en los calabo-

zos

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Biklar pasó varios días aprisionado a la camilla bajo la permanente atención de las sirvientas. Aquella que le había dado el mensaje durante el primer día de recu-peración, se acercó varias veces más con similares pa-labras de aliento. Ahora estaba casi convencido que no estaba solo. Alguien poderoso o influyente actuaba desde las sombras y de alguna manera trataba de ganar tiempo y acortar la distancia hasta él. No podía imagi-nar quien sería porque era difícil pensar que alguien dentro de palacio estuviera dispuesto a correr los ries-gos de una traición al rey.

Fueron días incómodos y angustiosos; pero final-mente sus lesiones sanaron y se presentaron algunos guardias junto a él. Era de mañana y a través del ven-tanal se apreciaba como las luces de la ciudad disminu-ían en intensidad. La tabla donde se hallaba tendido y atado la desconectaron de su base y así atado lo lleva-ron por largos corredores. Unos sombríos y decorados en las paredes con figuras de fieras y monstruos, mu-chos de ellos desconocidos para él. Otros eran lumino-sos y ventilados, atravesados a poca altura del piso y a la altura del pecho por finas bandas de luz de rayos multicolores. Sabía que todo aquello pertenecía al sis-tema de seguridad de palacio; pero cuál sería su desti-no y el motivo por el que se encontraba retenido allí, le era totalmente desconocido.

Después de flotar por un tiempo que le parecía in-terminable, seguido siempre por los cuatro soldados, se abrió una puerta al frente y comenzaron a descender una escalera. Parecía que aquella sería su prisión defi-nitiva o su tumba.

Pronto se dio cuenta que estaba en lo cierto y tam-bién que no estaría solo. Al llegar al fondo, vio que la

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habitación principal se ramificaba en dos anchos co-rredores a la derecha y a la izquierda.

Los guardias hicieron girar la camilla por control a distancia y lo llevaron por la izquierda.

El ruido de sus pasos sobre el vibrante material del piso, despertó otros ruidos extraños dentro de las cel-das a ambos lados, y aunque no podía ver las figuras de los seres que se retorcían entre las sombras, su ins-tinto le dio a comprender que algo horrendo se desarro-llaba en lo profundo de los agujeros.

Finalmente se detuvieron y se iluminó el interior de una celda. La tabla en que lo llevaban giró otra vez y penetró al lugar. Entonces una fina red de rayos azules cubrió la entrada a su celda. Era lo único que parecía separarlo de sus custodios.

El soldado que venía al frente dio una nueva orden con el equipo de control sobre su brazo, y los pulsos magnéticos que lo ataban a la tabla dejaron de aprisio-narlo.

— ¡Arriba! Desciende de ahí —escuchó una voz cavernosa desde el interior de una armadura de rivalita.

Biklar obedeció, y para demostrarse a sí mismo que había recuperado la salud y sus energías, se echó al suelo de un salto; y al instante la tabla partió hacia afuera atravesando la red de rayos.

— ¿Por qué me han secuestrado? ¿Por qué me tie-nen aquí? —gritó el joven, corriendo entonces hacia sus captores.

El que andaba al frente de estos, previendo su más posible reacción al sentirse otra vez libre de pies y ma-nos, hizo girar una porción del brazalete en su mano, y al momento una pared de material transparente des-cendió desde el techo; separando la corta distancia entre Biklar y la red de mortíferos rayos azules.

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Capítulo 41 - Desesperadas

Las palabras escuchadas durante la noche por Las-kira y la princesa, daban un giro rotundo a sus planes. Se habían dicho cosas terribles en aquella habitación, que podrían llevar al estallido de una guerra, y el rey Kirgul parecía ser la pieza clave en aquel juego infer-nal. Sintieron con certeza que sobre ellas pesaba ahora no sólo la responsabilidad por sus propias vidas, sino el destino y las vidas de todos. Una débil y achacosa en su vejez, la otra con el alma oprimida y llena de anti-guos temores.

De repente las revelaciones eran demasiado carga para ellas, y se hizo urgente la necesidad de compartir-las con alguien; pero no fue la joven la que tomó la iniciativa esta vez.

En la mañana se habían reunido temblorosas en la alcoba de la princesa y habló Laskira:

—Señora, no piense más en el capitán. Mejor trate-mos de hablar con el embajador de Atlántida, y ad-virtámosle del peligro.

— ¡Y a cambio! que nos dé su ayuda para escapar de aquí —sugirió la princesa.

—Como usted quiera señora; pero hagámoslo de prisa, no sea que muramos todos al ser descubiertos.

El mayor anhelo del capitán Raksok era su unión con la princesa en aquella especie de lazo matrimonial a la manera en que se acostumbraba entre las parejas brubeksinas. Por su parte, la princesa deseaba hacía muchos años que la sacasen de su encierro en el pala-cio real. Había estado considerando el matrimonio con el capitán como su mejor recurso. Guiada por este ob-jetivo no desaprovechaba ninguna oportunidad para instigar la pasión y las esperanzas del joven oficial.

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Ahora bien, después que la princesa se enterara la no-che anterior de los tenebrosos planes del rey Nagasta su tío, y las confesiones de Laskira, sus pensamientos se habían enmarañado completamente; y no decir de sus sentimientos, que ahora vacilaban entre el miedo terrible por sus propias vidas, y el deseo de conspirar contra el rey y echar abajo sus planes; pero ¿cómo har-ía esto último, si apenas podía moverse con cierta li-bertad a través del palacio?

Era verdad que podía confiar en su criada, aunque la pobre estaba en una situación tanto o más peligrosa que la suya; y ahora con los hechos que la fortuna les había revelado a través del corredor secreto, no queda-ba tiempo que perder.

Se decía que el embajador atlante había recibido una herida accidental, y que por eso se dilataría un poco su estancia en Brubekston; y por supuesto, sus conversaciones con el rey.

La anciana Laskira entró a la alcoba de la princesa y en cuanto se cerró la puerta, cayó desplomada en uno de los grandes sillones que había en la habitación.

— ¿Qué sucede que entras tan desesperada? —preguntó Sakina.

—Mi señora… una de las sirvientas, la que usted conoció hace algunos días, acaba de atender las lesio-nes del embajador atlante.

— ¿Y qué me dices? —Que me tomé la osadía de enviarle un mensaje de

su parte, señora. La sirvienta tiene acceso a la sala de curas y es ella misma quien lo atiende.

—Te agradezco la osadía, vieja temeraria. ¿Cuál fue el mensaje que enviaste al embajador?

—Que usted mi señora, necesita hablarle con ur-gencia.

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— ¿Dónde Laskira? ¿Dónde? Es imposible que pueda llegar hasta aquí sin ser visto, y si nos vemos en algún lugar, podría despertar sospechas. No hay nada que justifique que yo me entreviste con un embajador.

Laskira pasó una mano por las arrugas sudorosas de su frente, y quedó observando a la princesa con la boca abierta.

—Eso no lo sé señora. No lo había pensado. —Pero yo estuve pensando si no existe uno de esos

pasadizos secretos que tú conoces, que nos pueda con-ducir fuera de palacio.

—He estado buscando —dijo Laskira—; pero no he podido encontrar ninguno. Tampoco tu padre me dijo que existiese algo así.

—Entonces te sugiero que entres por esos corredo-res y busques con mayor detalle por las paredes, el piso, los techos. Es casi imposible que no exista una salida secreta que nos saque fuera de esta prisión. ¡Oh padre! Si lo sabías... ¿por qué nunca lo dijiste? Tal vez esa sería ahora nuestra salvación, y la de ese joven prisionero de la República Somer.

—No se amargue, mi señora, con tales pensamien-tos. ¡Haré como acaba de decir!

—Busca Laskira, busca y tómate todo el tiempo ne-cesario en la tarea.

Capítulo 42 - El terror de la prince-

sa Sakina

En lo más profundo de la colina donde se levantaba el palacio, Biklar luchaba por contener su furia y el malestar causado por la desesperación.

Había perdido la noción del tiempo desde que lo hicieron descender al oscuro sótano, donde solamente

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se escuchaban de tiempo en tiempo aullidos desgarra-dores o lamentos, casi siempre en diferentes lenguajes, desconocidos para él. No podía reconocer quienes eran aquellos seres ni cual la suerte que los torturaba con tanta saña; pero debía ser algo horrible, y se pregunta-ba cada vez, si algo semejante no le tocaría soportar. La leve esperanza que le había infundido aquella es-clava comenzaba a desvanecerse en su pensamiento; pero estaba equivocado.

La princesa Sakina, que le había enviado el mensaje de aliento, no dejaba de pensar en él.

Para calmar su inquietud había mandado a llamar a dos de sus sirvientas y hacía que le arreglasen el cabe-llo y le diesen masajes en el rostro y en los músculos de las piernas y la espalda. Deseaba sentirse hermosa y ágil, como si sospechase que ambas cosas le serían de utilidad muy pronto.

Ya era tarde en la noche cuando despidió a las sir-vientas; pero aún Laskira no aparecía. Entonces deci-dió ir a encontrarla a su alcoba. Se dirigía a su propia puerta, cuando observó la señal en el dintel. Alguien estaba fuera y pedía permiso para entrar. De repente resultaba extraño, ya que ella no había mandado a lla-mar a nadie para aquella hora, y Laskira conocía la clave para penetrar, sin necesidad de avisarle de ante-mano. Retrocedió y fue de regreso a su mesa de trabajo y echó a funcionar la pantalla de los sensores. Los que recogían diferentes señales electromagnéticas en el corredor frente a su puerta, no mostraban ninguna alte-ración del espectro; pero no obstante, se repitió la se-ñal. Pensó que algún mecanismo en los sensores había quedado defectuoso y se disponía a llamar a los repa-radores o a los guardias de corredor, cuando recordó el mensaje que Laskira había enviado al embajador de

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Atlántida. ¿Y si era el mismo embajador el que llama-ba a su puerta?

Pero..., de cualquier forma, los sensores debían estar defectuosos, porque se repitió la señal por tercera vez, y en la pantalla no se le mostraba ningún objeto extra-ño a lo largo del corredor.

Si permanecía en su alcoba no tendría nada que te-mer, ya que la puerta era inquebrantable, incluso para un fusil ligero de neutrones o rayos gamma; y además, podría en cualquier momento llamar a los guardias en su ayuda.

De repente comenzó a sudar frío y sintió punzadas en el estómago. ¿Y si era el enemigo interno que la asediaba desde el corredor?

Laskira podría muy bien haber sido descubierta, y el rey Nagasta, conocedor de la actividad espiatoria de las dos mujeres, había decidido deshacerse de ellas defini-tivamente. Si este era el caso, nada ni nadie podría entonces acudir en su ayuda. Se desplomó como mis-mo había hecho su sirvienta la tarde anterior, sobre uno de los grandes sillones junto al lecho; y quedó sudando copiosamente sin quitar la mirada del dintel.

Capítulo 43 - Kalick Yablum llega al

reino atlante

La nave brubeksina se encontraba ahora en órbita estacionaria a trescientos km sobre la superficie del gran océano, en el ecuador planetario.

Kalick Yablum ordenó enviar un mensajero suyo al gobierno atlante anunciando su arribo y posición, y minutos después recibía la respuesta que les daba la bienvenida y los invitaba a descender.

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Eso habría hecho el general si hubiese desconocido aquella parte de los planes del reino Kirgul. Aquello que le había sido revelado en el holograma por él mis-mo recuperado una mañana, pocos días antes en la salvaje estepa.

Suspicazmente había considerado que no era tiempo para confiar demasiado en la felicidad de los atlantes. Ordenó al capitán mantenerse alerta pero sin dar mues-tras de desconfianza, mientras él mismo, acompañado por su ayudante y una escolta de seis hombres des-cendía en una concha de combate.

El centro de la isla principal estaba ocupado por una extensa llanura bordeada por las estribaciones de las montañas, que nacían en muchos sitios al borde mismo del océano. En está llanura central habitó la inmensa mayoría de la población desde los tiempos más primi-tivos en que fue creada la raza. En la llanura existía un lago y en medio del lago una isla. Este había sido el lugar escogido por los brubeksinos el día nefasto en que decidieron comenzar sus experimentos biológicos.

El territorio atlante era el lugar más aislado e inac-cesible de toda La Tierra, y la isla en medio del lago, a su vez en medio de la llanura rodeada por la cadena de montañas costeras; lo era mucho más. Ningún ser humano de los que poblaban las tierras próximas al este o al oeste, sería capaz de alcanzar sus costas, y mucho menos el interior del país.

Lo primero que habían hecho los brubeksinos fue reacondicionar la isla del lago según sus necesidades y las necesidades de su futura creación. La llanura toda era de un ambiente agradable, no tan lluvioso como las costas; pero la cantidad de lluvia que caía de manera regular durante todo el año, era suficiente para mante-ner una flora exuberante y variada.

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Alrededor del lago principal y de los más pequeños que lo rodeaban abundaban los bosques de coníferas. Abetos, abedules, acacias y varias especies de pino prosperaban por doquier. Está zona boscosa, vista des-de el espacio, contrastaba enormemente con el resto del país. Estaba escasamente poblada, mientras que las mayores ciudades se encontraban dispersas por el resto de la llanura. Centros urbanos llenos de esplendor y de riqueza.

Descollaba entre ellos la capital Lumeria. Los atlantes habían heredado de la humanidad el

amor al arte, tal vez incluso en un sentido más elevado, y en eso se diferenciaba una ciudad atlante de una ciu-dad brubeksina.

La arquitectura de estas últimas era maciza y rigu-rosa, con abundancia de ángulos rectos y un trazado práctico y científicamente maquinado. Las ciudades atlantes, por otra parte, eran polifacéticas e irregulares en su trazado, con grandes columnatas, torres de cúpu-las redondeadas, grandes espacios abiertos para jardi-nes y parques donde abundaban las fuentes, escalina-tas, puentes colgantes y monumentales estatuas.

Acercándose lentamente en la pequeña nave desde el sudoeste, se podían contemplar con bastante nitidez los glaciares frente a la costa norte de la isla principal. Montañas de hielo flotaban en el océano al norte. Era el fin de la era cuaternaria. En

Europa, en Siberia, y en América del Norte se hab-ían extinguido ya los enormes elefantes, el rinoceronte lanudo, el oso de las cavernas y el tigre colmillo de sable. De la época que concluía solamente una peque-ña, tal vez la más indefensa de las criaturas había so-brevivido los embates del frío, el hambre y la depreda-

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ción por parte de las bestias más poderosas. Esa criatu-ra era el hombre.

Los hielos del norte habían comenzado a fundirse y el nivel del mar se alzaba año tras año, invadiendo len-tamente la estrecha llanura costera. Sus habitantes se iban trasladando a las tierras más elevadas, hasta que por fin atravesaron las inmensas cumbres y volvieron como inmigrantes a la llanura central de Atlántida, la que había sido su patria original.

La concha descendió sobre una extensa planicie va-rias millas al este de la ciudad capital. En la vastísima llanura se levantaban, como salidos de la tierra, los enormes edificios de la ciudad. Sin muros, sin defen-sas; expuestas sus residencias, templos y edificios públicos, al paso y a las miradas de todo aquel que viajase por el país; como una demostración de que sus habitantes se sentían seguros en su aislamiento en me-dio del océano. Era cierto, no existían para los atlantes enemigos dignos de así llamarse en toda La Tierra. Los países donde habitaban los verdaderos hombres esta-ban muy lejos de aquel lugar; principalmente hacia el este, donde varios reinos de la nueva era se habían le-vantado y crecían con rapidez. Entre ellos Estigia, el país de Sumer, y las ciudades del imperio Rama. Pero ninguno de ellos; a pesar de su avance y poderío, sería capaz de representar una amenaza para los atlantes; cosa que no habían conseguido ni los reinos surgidos en la era que finalizaba. La amenaza venía del océano mismo, que lentamente parecía devorar, como una bes-tia sedienta, las llanuras costeras. El tiempo más cálido derretía también los glaciares de las montañas, que un día podrían convertir en mar la llanura central.

En Lumeria todo era moderno. El ambiente que apreciaron desde el primer instante estaba saturado de

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riqueza, belleza artística y esplendor, incomparables con ninguna otra ciudad en La Tierra, en Brubekston o en Belsiria. Pero tres cosas había que la hacían vulne-rable y débil ante los ojos y el espíritu guerrero de los codiciosos estados extranjeros. Era la estrecha vigilan-cia que los brubeksinos ejercían constantemente sobre su poder militar. Las armas atlantes eran las menos sofisticadas, sus medios de transporte los más anticua-dos, y sus ciudades, como hemos dicho, desprovistas de toda protección. No poseían incluso ni murallas, que era el más generalizado y común medio de defensa entre las nacientes ciudades de los hombres en los re-inos del este.

Había comenzado a llover fuertemente cuando Ka-lick, su ayudante y dos robustos soldados brubeksinos descendieron de la concha de combate y corrieron hacia los dos vimanas que aguardaban por ellos a cin-cuenta metros de la nave. Los cuatro iban armados con pistola de neutrones, que era el arma reglamentaria, y la enorme daga de doble filo, también en su funda a la cintura.

Iban en busca de conseguir un nuevo tratado comer-cial; pero sus oscuras sombras peludas se movían con la incertidumbre del combate. Los vimanas eran con-ducidos por dos atlantes de cabellera rubia y piel bron-ceada por el sol. Parecían dos de aquellos que frecuen-temente arribaban a las ciudades de la llanura, proce-dentes de las costas al otro lado de las montañas.

Kalick y uno de los soldados tomaron asiento detrás en uno de los vimanas, mientras Yardul y el que le seguía, que se había rezagado unos pasos, fueron al otro. Partieron de inmediato por la llanura de vegeta-ción herbácea, donde algunos árboles de ramas retorci-das, aquí y allá, eran el único obstáculo que se inter-

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ponía a la monotonía del paisaje; sin contar, claro está, las siluetas de las edificaciones que aguardaban en la distancia.

Capítulo 44 – Sakina y el embaja-

dor atlante

La princesa Sakina había quedado arrinconada al fondo de su habitación; junto al gran ventanal por el que se apreciaba a esa hora de la noche una preciosa vista de la ciudad baja. Cientos de vehículos atravesa-ban el espacio en todas direcciones formando un juego de luces multicolores en movimiento; pero ella no es-taba en aquel momento para contemplar el escenario y soñar con su libertad. Necesitaba con urgencia escapar del inminente peligro que podría estar acechando fren-te a su puerta. Era la única vía de entrada y salida de su alcoba, al menos que ella supiese. Se recostó a la ven-tana contra el vidrio de rivalita que la separaba del abismo exterior.

No tenía nada que hacer sino esperar a que los ase-sinos nocturnos, seguramente enviados por el rey Na-gasta, entrasen y dispusiesen de su triste vida. El mo-mento pareció llegar. La puerta se abrió de súbito y la princesa dio un grito.

— ¿Qué sucede señora? Dijo Laskira lanzándose al interior. Estaba agitada;

casi tanto como la princesa. Por un instante se queda-ron ambas paralizadas mirándose a los ojos.

— ¡Cierra la puerta! —dijo Sakina, y tuvo ella misma que ejecutar lo dicho, porque Laskira no reac-cionaba. La anciana se acercó al sillón y se dejó caer

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fatigada. Ya más calmada y en la seguridad de su en-cierro, la princesa se le aproximó indagando:

— ¿Dime qué sucedió? ¿Por qué has tardado tanto? —Hice como me ordenó la señora. — ¿Encontraste algo? —volvió a preguntar la prin-

cesa. —Fue una horrible aventura a través del palacio y

más allá ─la princesa se sentó en el otro sillón mien-tras la anciana continuaba con su explicación—: a par-tir de mi alcoba, y a mitad de camino antes de llegar a la habitación oculta del rey Nagasta, tomé por el corre-dor a la derecha. Lo hice pensando que por allí me dirigía hacia la parte oeste de la montaña, alejándome poco a poco de la ciudad; pero pronto me di cuenta de que había llegado al final de mi recorrido en aquella dirección. Me encontré con una pared impenetrable. Iba a volver atrás cuando sentí golpes en el piso y en-seguida recordé lo que había dicho mi señora.

Comencé a palpar las paredes con la esperanza de encontrar una puerta o un mirador oculto que me per-mitiera conocer cuáles eran las estancias al otro lado. Los sonidos bajo mis pies continuaban tan débiles co-mo al principio; como si alguien estuviese golpeando con un instrumento de metal en su propio techo. Todo lo que podía escuchar era apenas perceptible, lo que me hizo pensar que tal vez no provenían directamente del lugar donde me encontraba.

Ya después de haber revisado la parte alta de las pa-redes y el techo sin encontrar nada, me arrodillé y co-mencé a buscar por lo bajo. De repente, en la pared donde terminaba el corredor, mi mano se hundió en un agujero oscuro. Busqué en su interior y apreté una de las teclas. Mi sorpresa fue grande. Hubo reflejos iridis-centes ante mi rostro, y poco después se había abierto

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una puerta. Al otro lado descendían unos escalones. El lugar me impresionó y tuve miedo; pero también re-cordé que mi vida y la de mi señora dependen ahora del valor que tengamos.

El pasillo debajo estaba pobremente iluminado, aunque la luz era suficiente incluso para mis cansados ojos. Descendí con cuidado hasta llegar al nivel más bajo. Allí escuché los mismos golpes, esta vez con más fuerza. No les presté atención y decidí seguir explo-rando a lo largo del corredor.

Me llené de ánimo y continué andando. De todos los corredores que he conocido en esta fortaleza, nunca había andado por uno tan largo y tenebroso. Parecía interminable. Ya después me di cuenta que había sali-do de los límites del palacio. A donde me encaminaba no lo sabía; pero pronto me horroricé. Había muchos huesos regados por el piso que crujían bajo mis pies. Muchos se convertían en polvo al tocarlos, como si estuviesen carbonizados.

Parecían haber pertenecido a seres humanos, a bru-beksinos, y a toda suerte de animales de los que cono-cemos viven en la tierra.

No me desconcerté, porque pesaba más en mí el de-seo de conocer a donde me llevaba el túnel. Anduve un poco más hasta que la visión de una luz diferente me detuvo. Era roja intensa como la sangre humana.

— ¿Llegaste hasta ella? Llegué, y de allí no pude continuar, porque el pasi-

llo terminaba cerrado en una reja de gruesos barrotes de metal. Lo más triste; a través de los barrotes podía ver el cielo y el precipicio al otro lado de la montaña.

— ¿Entonces, que hiciste? Desanduve el largo trayecto lo más aprisa que pude,

pensando en la angustia de mi señora, pero me detuve

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al llegar a los escalones con la intención de escuchar si continuaban los ruidos.

Como miré la hora y vi que todavía era temprano, quise continuar probando mi suerte.

Mi angustia fue muy grande —dijo la princesa—. Pensé que mi tío lo había descubierto todo y te habían capturado. Yo también me creí perdida cuando vi las señales en mi puerta.

— ¿Las señales? Mi señora sabe que nunca me anuncio al llegar.

—Tampoco te vi por la pantalla de los sensores en el corredor —dijo la princesa otra vez preocupada.

Del susto ambas mujeres se estremecieron en sus asientos al escuchar una voz junto al gran ventanal; y al momento, la figura de un atlante se hizo visible.

—Mujeres… mujeres. Al parecer, vuestro problema es grave.

— ¡Embajador! ¿De dónde sale? —dijo Laskira po-niéndose en pie como electrizada.

—Entré detrás de ti por la puerta ¡usando esto! ─dijo el joven atlante mostrando en alto un grueso cinturón dorado.

—Espero que no me reprochen por haber irrumpido sin avisarme antes.

—No, no… por el contrario. Es importante que haya venido —dijo la princesa—. ¿Por supuesto, ha oído la conversación?

—He escuchado todo; pero aún no comprendo que sucede. Pienso que me han invitado aquí para tratar algo relacionado con ella.

—Seguro que si —dijo entonces la princesa po-niéndose de pie—. Los tres estamos en peligro de muerte…, o mejor dicho, los cuatro.

— ¿A quién más se refiere?

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—A un joven brubeksino de la República Somer. El hijo de un alto funcionario.

El atlante caviló un instante. —Sigo sin comprender parte del asunto. —Es algo que se remonta muchos años atrás. El rey

Nagasta, que es mi tío, está planeando cosas horribles. Nadie lo detendrá, a menos que podamos escapar y hacer algo de inmediato. Poner en alerta a los demás estados y a la propia Atlántida. Hay una especie de complot entre el rey y las fuerzas oscuras de tu patria. Incluso, hay un plan para daros muerte, que podría ser ejecutado en cualquier momento.

—Por un traidor que ha viajado contigo —agregó Laskira.

— ¿Y el prisionero que habéis mencionado? ¿Qué tiene que ver en esto?

—Es el hijo del general Kalick Yablum y debería-mos ayudarlo —dijo la princesa.

— ¡Eh, mujeres! Van muy deprisa. Primero, debe-mos saber cómo ayudarnos a nosotros mismos. Yo saldré de aquí en cuatro días, de regreso a La Tierra; pero con lo que me habéis dicho, será mucho mejor que adelante el viaje. Y ustedes ¿Cómo saldrán de aquí?

—El compromiso es, que nos lleves en vuestra nave —dijo la princesa.

— ¿A La Tierra? — ¿Y a dónde más podríamos escapar? Mi tío pue-

de ordenar en cualquier momento que nos asesinen. —Yo no podría sacarlas de aquí arriesgando la se-

guridad de mi propia gente —dijo el joven embajador. — ¡Eh! atlante. No lo hagas más difícil. Toma cui-

dado, en primer lugar, de vuestra propia cabeza que está a punto de ser decapitada. Pienso que el pacto que

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hemos hecho es justo. Te hemos dado toda esta infor-mación a cambio de que nos ayudes a escapar. No sólo a nosotras. También al prisionero somersita.

—No tengo idea… Entrégame el cinturón y ya verás —dijo la prince-

sa—. Yo misma me atreveré a llegar hasta los calabo-zos. ¡Solamente dime como funciona esto!

El embajador había comenzado a sentirse inquieto cuando la princesa aferró el cinturón con una mano.

— ¡Tengo una mejor idea! —expresó Laskira en aquel instante—. Sabe mi señora, aún no le dije lo que sucedió cuando llegué a los escalones en el corredor secreto.

— ¿Qué sucedió? —preguntó Sakina sin dejar de aferrar el cinturón. El atlante comenzaba a sentir que había caído en una situación embarazosa, en la que él mismo se había metido voluntariamente; pero también entendió como razonable el temor de las brubeksinas. Recordó el incidente cuando las conchas de combate intentaban destruir su nave, y de repente todo se le aclaró.

— ¡Muy bien! —dijo cediendo el cinturón a la prin-cesa—, te mostraré como funciona.

— ¡Señora! —dijo Laskira entonces—. Encontré un pasaje que lleva directamente a los calabozos.

Capítulo 45 - Comienza el escape

Dejaron al embajador atlante encerrado en las habi-taciones de la princesa y ellas dos salieron hacia la alcoba de la sirvienta. Esta vez fue diferente. La joven se había colocado el cinturón y lo había echado a fun-cionar. La anciana avanzó con timidez y aparentemen-te sola hasta llegar frente a su puerta. Al entrar, sintió un ligero empuje sobre su espalda. Por segunda vez en

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la misma noche se encaramó a su cama y abrió la ven-tana de reflejos iridiscentes.

Sabía a donde ir y como encontrar el lugar. Camina-ron sin vacilación, se desviaron a la derecha, y poco después llegaron al sitio. Parecía ser el final del corre-dor.

Mientras ellas se aventuraban por los tenebrosos la-berintos de la fortaleza, Biklar había conseguido el sueño tras muchas horas de inquietud en su oscura cel-da.

Los días de encierro le habían cambiado el alma. Nunca antes había conocido el castigo y mucho menos los sentimientos de odio y de venganza que sentía hacia sus captores. Ya habían sanado sus heridas y ahora no hacía más que maquinar como escapar de allí y partir con sus puños, casi tan duros como un par de rocas, el cuello de sus adversarios.

Los sentimientos de paz y cordialidad, y el amor a la libertad, se encontraban ahora en riña con las cir-cunstancias. El espíritu del bárbaro y de la bestia salva-je brotaba de repente a sus negros ojos cuando se acer-caba a los barrotes de su celda y trataba de observar a los lados a lo largo del corredor.

Los primeros días se asustaba de los rugidos y ala-ridos que de tiempo en tiempo rompían el silencio de los corredores. Se había adaptado a ellos. Salían de todas partes. A veces tan lastimeros y miserables que lo movían a compasión. También pudo conocer que existían allí, en sus propias celdas, otros seres que emitían silbidos agudos y prolongados que estremecían su alma y acallaban el ruido de las otras bestias.

Tres o cuatro veces durante la noche una pareja de guardias hacía su lento recorrido por los corredores. Al comienzo los veía siempre pasar; pero como transcurr-

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ían los días y aprendía a convivir con aquellos ruidos, pronto quedaba dormido, tras devorar la escasa ración que le traían al anochecer.

Debía ser muy temprano en la madrugada. Habían cesado ya los acostumbrados ruidos en el laberinto y él había quedado con la cabeza volteada hacia la entrada de su celda, cuando abrió los ojos motivado por el so-nido de un cuerpo que se arrastraba, al parecer a lo largo del corredor.

Se irguió con lentitud y se sentó al borde del lecho para continuar escuchando.

No podían ser aquellas las pisadas de los soldados sobre la dura piedra. Parecía más bien el arrastre de una enorme culebra que se acercaba zigzagueando desde un extremo del corredor. Era lo único que se escuchaba, porque desde hacía rato habían cesado los aislados chillidos de algún animalito indefenso.

De repente, una masa enorme comenzó a pasar fren-te a su celda. Biklar se puso en pie y en el acto, el odre de agua que le habían dejado junto a los alimentos rodó con estrépito por el piso.

La silueta se detuvo y volteó la cabeza y su largo cuello en dirección al prisionero. Unos ojos enormes y rojos como el fuego se quedaron fijos en él. Biklar sostuvo con firmeza la ardiente mirada de la masa os-cura e informe, que era lo único que apreciaba en ella.

El encierro había fortalecido de manera insólita su coraje; además, detrás de los barrotes se sentía seguro. Eso pensaba él; pero la bestia, tal vez llevada por el instinto o por un extraño razonamiento, comenzó a actuar de modo diferente a la lógica brubeksina.

Desde la parte baja de su figura se alzaron unas enormes garras que atraparon dos de los barrotes y

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comenzaron a tirar con fuerza. Ahora Biklar podía ver de cerca el rostro de la bestia.

También escuchó los silbidos que lo habían desve-lado durante sus primeras noches de encierro. El ruido le molestaba más que el esfuerzo inútil que hacía aque-lla por quebrar los barrotes. Entre la batahola se escu-charon gritos y pasos apresurados.

El corredor se iluminó de repente. Ahora pudo ver frente a sí el aspecto del animal que

se revolvía con furia. Había vuelto su atención hacia los soldados que avanzaban por la derecha.

Se produjeron disparos y varios rayos centelleantes golpearon las paredes. La bestia pegó en el piso con la cola y con un batir de alas se lanzó adelante contra sus contrincantes. Uno de los brubeksinos disparó hirién-dola, al tiempo que recibía el impacto de las enormes garras contra su pecho. Ambos rodaron a lo largo de varios metros.

El otro brubeksino se quedó esperando el resultado del encuentro. Para su sorpresa, fue la bestia la que se levantó y se volvió hacia él. Sin inmutarse; plantado en su sitio como el enorme tronco de un árbol, disparo una lluvia de rayos contra el animal hasta que lo vio caer al suelo calcinado; pero un peligro que le había sido imposible prever, le vino encima de repente.

Fue una barra de hierro que se alzó por el aire y le golpeó con fuerza a un lado de la cabeza, derribándolo al piso.

Esto ocurrió en el pasillo, ya fuera del alcance de la mirada de Biklar. El joven no escuchó más el ruido del terrible duelo, que duró apenas unos minutos. Si la bestia había sido la vencedora, tendría que soportar por segunda vez su descomunal ataque contra los barrotes, y quien sabe si estos llegaban a ceder.

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Tampoco sabía el hijo del general Kalick Yablum que los guardias habían venido por él, y que en un giro de las circunstancias habían encontrado allí la muerte.

Escuchó pasos en el corredor y entonces una voz de mujer pronunció su nombre, y de inmediato na pistola de rayos se alzó frente a él y comenzó a cortar los ba-rrotes, mientras Biklar retrocedía sorprendido hacia el fondo de la celda.

—No temas —dijo aquella voz—. He venido a sa-carte de aquí.

— ¿Quién eres, y por qué no te puedo ver? Es nece-sario que lo sepa para que pueda confiar en ti.

—Soy la princesa. La sobrina del rey Nagasta —dijo la voz, y en aquel instante cayó uno de los barro-tes.

— ¿Cómo podré seguirte si no te veo? ─Ayúdame con esto —dijo ella. El somersita saltó al frente y tomó el instrumento

que le tendían. Continuó cortando el barrote mientras el sonido de los pasos de la princesa le sugería que esta se alejaba.

Un momento después regresaba llevando por delan-te una camilla. Esta se mantenía suspendida a un metro gracias al mecanismo antigravitatorio. En aquel mo-mento Biklar abandonaba su celda.

— ¿A dónde vamos? —Primero, ayúdame a despojar a estos de sus ar-

maduras. Las vamos a necesitar. Unos minutos después las tenían sobre la camilla y

partían a lo largo del corredor. Biklar dejó que Galika se le adelantase. Al llegar al

salón donde se encontraba la escalera, por la cual lo habían hecho descender hasta los calabozos, la prince-sa hizo que la camilla se moviese a la izquierda, hacia

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la esquina más alejada. Por allí, a través de una peque-ña puerta de reflejos iridiscentes, apareció el rostro de la sirvienta Laskira.

Biklar continuó tras la camilla y tropezó con la princesa al llegar junto a la puerta. No acababan de traspasar el umbral cuando escucharon ruido prove-niente del salón.

Una bestia se había lanzado en vuelo y caía frente a él. Se dio vuelta y la enfrentó. No hubiese podido es-quivar el zarpazo, a no ser por los brazos que aparecie-ron del otro lado y lo halaron fuera.

La bestia se abalanzó tras ellos; pero la oscuridad de la pared se había convertido ya en reflejos iridiscentes y quedó paralizada.

Su cuerpo se cubrió de reflejos, y cayó abatida, mi-tad a un lado y mitad al otro, en medio del umbral.

Laskira y la princesa habían actuado con rapidez, evitando así el ataque de la bestia; pero eso no cambia-ba mucho la situación. Se extinguían los reflejos iridis-centes y el umbral se hizo nuevamente oscuro.

—Hay que aprovechar cada segundo —dijo Sakina, entonces dirigiéndose a Biklar puso el cinturón en sus manos—. Te servirá para salir de palacio y llegar hasta la nave del embajador atlante. ¡Debes esperar aquí has-ta que Laskira venga en tu busca!

— ¿Cuánto debo esperar? —Hasta que veamos al embajador y nos cambiemos

de vestimenta. Se escuchó un silbido a lo lejos. Con el cuerpo de la

bestia en medio, la puerta a los corredores secretos del gran palacio había quedado abierta a cualquiera que se acercase y quisiese traspasar el muro.

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Capítulo 46 - Biklar busca su pro-

pia salida

Después que el soldado sobreviviente dio la noticia de lo sucedido, la alarma se propagó por todo el pala-cio. Los enormes monstruos habían sido fabricados allí, en los laboratorios secretos de la colina real, aun-que nadie podría decir nunca como habían conseguido escapar de sus celdas.

El rey Nagasta mandó a cerrar con estrictas medidas de seguridad, las entradas de acceso a la región sub-terránea de la colina. Grupos de soldados comenzaron a movilizarse dentro y en los alrededores de palacio, en tanto se preparaba un plan para poner bajo control a los terribles monstruos.

Parecía el momento preciso para el escape. Al llegar a sus habitaciones dijo Sakina: —Lo tenemos. Conseguimos sacar al prisionero de

su celda. — ¿Dónde está? —preguntó Dubertal. — ¡Dígame primero! ¿Nos llevará a los tres en su

nave? —La partida no podrá ser hasta dentro de tres días. — ¿Y por qué no dentro de media hora? —dijo la

princesa con gesto autoritario. —El rey Nagasta podría sospechar. —Ahora olvídese de mi tío. Está demasiado ocupa-

do con el escape de sus engendros. Unas enormes bes-tias que han creado en las entrañas de esta colina. Allá fuera todo está revuelto y podríamos aprovechar la ocasión para escapar. De nosotros dependerá impedir una nueva guerra.

— ¿Cómo se propone hacerlo? —interrogó Duber-tal.

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—Laskira y yo vestiremos las armaduras de los sol-dados que han muerto y les haremos creer que lo escol-tamos hasta su nave.

—Devuélvame el cinturón. —No, el cinturón lo usará el prisionero de la Re-

pública para escapar junto a nosotros. Diciendo esto la princesa ordenó a su sirvienta—: — ¡Ve Laskira! Trae a Biklar —dijo entonces diri-

giéndose al embajador—. ¡No tema! hay demasiado revuelo en el palacio. No notarán nuestra fuga.

Por su parte, Biklar había quedado en el mismo sitio junto al cuerpo inerte de la bestia; y como Laskira le contase acerca de los pasadizos, decidió encaminarse hasta el final en busca de otra alternativa de escape, en caso de que fallase el plan de la princesa.

Utilizó la camilla como vehículo y en un momento recorrió el trayecto que a Laskira le había costado casi una hora de marcha.

Cuando Laskira regresó al sitio en su busca y para comunicarle acerca del plan de escape, quedó preocu-pada por no encontrarlo allí. Pero eso no fue todo. Al abrir la puerta y asomarse a los escalones que descend-ían hasta el pasadizo inferior, su preocupación se con-virtió en terror. Otra bestia había descubierto el sitio de la puerta oscura, y se arrastraba debajo.

El joven Biklar no estaba allí, ni tampoco la cami-lla. La primera intención que tuvo fue cerrar la puerta superior y escapar; pero no podía dejar al joven sin hacer al menos un pequeño esfuerzo. Y gritó aquel nombre con toda la potencia de su voz.

Capítulo 47 - Conversación con el

consejero Balmika

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Mi hijo es un joven encantador —dijo el atlante. Un anciano de unos cuatrocientos cincuenta, de cabellos ralos y amarillo cobrizo. Los movimientos de sus miembros al caminar a lo largo del corredor, entre las dos filas de enormes columnas, eran pausados y caden-ciosos, y su voz firme y armoniosa. Kalick Yablum lo escuchaba con interés mientras trataba de acomodar sus pasos al ritmo de marcha de su acompañante.

El gran palacio que servía como sede del gobierno de Lumeria era una delicia arquitectónica. Eso había pensado Kalick desde su primera visita a la ciudad; y ahora, después de cuarenta años, continuaba pensando lo mismo.

El corredor de las columnas, las cuales alcanzaban una altura de veinte metros, terminó en un tapiado cir-cular que encerraba un jardín. En medio de este, una aguda roca servía como nacimiento a una cascada. El agua cristalina brotaba desde la misma cima y caía estrepitosa salpicando fuera de la fuente. La brisa era fresca y estaba perfumada con aceite de sándalo.

El embajador sintió por un instante el impulso de quitarse la máscara y el equipo anexo de respiración.

Si lo hubiese hecho, en menos de un minuto habría caído asfixiado por el oxígeno y el dióxido de carbono. Se limitó simplemente a tender los brazos por encima del agua y a disfrutar su frescor. Luego se sentaron en uno de los bancos de piedra junto a la fuente.

—El concejo de gobierno dijo ayer su última pala-bra, general. Nuestro tratado de comercio se extenderá de manera permanente en bien de su república y de nuestra querida Atlántida.

— ¿No temen que fuerzas opositoras estén traman-do algo diferente? —preguntó Kalick.

El atlante lo miró extrañado.

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—Por fortuna, vivimos los tiempos más prósperos y armoniosos de nuestra historia. No me imagino que algún atlante esté deseando el mal para su propia tierra.

—Aquí entre nosotros —dijo Kalick— ¿No podría suceder que alguien quisiera hacer fracasar todos los acuerdos anteriores con los gobiernos brubeksinos, y obtener la independencia absoluta para los atlantes?

—Como atlante que soy, sé como piensa mi gente. Todo mundo está contento con lo que hemos alcanza-do. Nuestra tierra produce mucho más de lo que pode-mos consumir; en minerales, productos de las plantas y animales. Comerciamos con los reinos más grandes de los hombres, en todo el planeta ¡Vea a su alrededor general! Cuanto lujo y cuanto arte. No deseamos más que la paz con el universo. Los brubeksinos nos tratan con suficiente respeto y consideración para sentirnos felices hoy.

Mientras el anciano hablaba, Kalick observaba a su alrededor, tratando de descubrir por sí mismo aquel sentimiento de belleza inspirado por el entorno, al que se refería el anciano.

Casi frente a ellos y rodeada por arbolitos en minia-tura perfectamente desarrollados, se levantaba una es-cultura de cinco metros sobre un pedestal. Representa-ba a un hombre sentado sobre el lomo de uno de aque-llos animales a los que llamaban caballo. La figura blandía en alto un enorme cuchillo, mientras con la otra mano trataba de controlar con una cuerda los mo-vimientos de la bestia enardecida.

— ¿Qué se supone que hace la figura? —preguntó el general.

—Es un guerrero humano lanzándose a la batalla —dijo el consejero, agregando luego—: los hombres son seres bravíos e indomables, y lo único que los puede

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contener y mantenerlos bajo control, es el temor a lo desconocido, y a lo que está más allá de su compren-sión.

— ¿Qué quiere decir? —preguntó Kalick. — ¡Uhh general! Si el hombre llegase algún día a

armarse con el poder de nuestras razas, sería incluso capaz de autodestruirse. Parece que está destinado a ser la criatura más necia del universo. Brubekston necesi-tará siempre de nosotros, si quiere continuar sacándole provecho a este hermoso planeta.

El atlante hizo una mueca de esas a la que llaman risa, y aunque Kalick no comprendió por completo, le pareció que aquella simbolizaba en su rostro una idea de triunfo. ¿Pero, en qué se consideraba triunfador el consejero? Tal vez si le hubiese dicho del peligro en que se encontraba su hijo, enviado a Brubekston como embajador, y al que él mismo había librado de la muer-te; otra habría sido la expresión en la faz del anciano.

A Kalick se le figuró en aquel instante que necesi-taría aprender mucho más sobre los humanos.

—De manera concreta —preguntó entonces— ¿cómo creen ustedes que podrán mantener a los huma-nos bajo control?

—Haciéndoles creer que somos dioses. Los creado-res y amos de todo en el universo —dijo el anciano.

— ¿Hacernos pasar por dioses? ¿Será correcto? — ¡Amigo…, amigo! —dijo el consejero poniendo

una mano sobre el hombro del general. Es el único modo de hacerle un bien a esta raza.

Ellos por sí mismos, tienen una marcada tendencia a atribuir lo incontrolado y desconocido a manifestacio-nes del poder de dioses. A pesar de esto, veo en ellos gran desarrollo de la inteligencia; pero al igual que a

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nosotros, les será siempre imposible descubrir la últi-ma verdad ¿cómo y cuándo fue creado el universo?

La única solución a la paradoja es entrar en otra pa-radoja. El creador fue dios. El día

Que las criaturas racionales dejen de creerlo de forma honesta, estarán expuestas al peligro de autodes-trucción. Esa es la razón filosófica; pero hay otra razón para hacernos pasar por dioses ante los hombres, y es una de carácter práctico.

Los hombres se reproducen y expanden por La Tie-rra a un ritmo increíble. Aunque los libremos de nues-tro contacto, algún día podrán viajar por el espacio interplanetario. Cuando llegue ese momento, nuestras futuras generaciones sabrán que hacer; pero yo no du-daría en dejar que se desarrollen por sí solos, hasta que sean capaces de comprender lo que significa indepen-dencia y paz.

No debemos entrometernos en el destino de estas criaturas; sería bueno que lo elijan ellos mismos.

— ¿Y si llegasen, por algún error nuestro, a consi-derarnos de otra manera que como a dioses? Si descu-bren la verdad.

—Espero que eso no llegue a suceder antes del momento más apropiado. Cuando sean capaces de convivir de manera pacífica entre ellos —concluyó el anciano.

Capítulo 48 - Al encuentro de la na-

ve atlante

La bestia lanzó un silbido que hizo estremecer a la anciana, luego le volvió la espalda y se alejó a lo largo del corredor. Muy pronto estuvo claro para ella. Otra

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bestia apareció a través de la puerta oscura y la quedó observando con sus ojos de fuego.

Laskira no pudo soportar más su temor. Retrocedió unos pasos, atravesó el umbral, y oprimió con angustia el botón que hizo que se cerrase la puerta de reflejos iridiscentes.

Corrió a refugiarse en su alcoba y luego bebió me-dia jarra de licor. Más calmada ya, salió al pasillo cen-tral y se dirigió a las habitaciones de la princesa.

— ¿Qué sucedió? —preguntó esta al verla atravesar el umbral.

—Biklar no estaba donde lo dejamos, y esos engen-dros del rey han invadido el corredor. No tuve otra opción que escapar y cerrar la puerta.

— ¡Salgamos de aquí! —dijo Sakina. Un momento después entraban de regreso a la habi-

tación de Laskira. El embajador entró tras ellas, pero apenas unos mi-

nutos después volvía a salir por la misma puerta, escol-tado esta vez por Laskira y la princesa. Ambas vestían las brillantes armaduras de los soldados muertos, los largos cuchillos de reglamento colgados al cinturón, y los yelmos cubriendo sus rostros femeniles.

La anciana depositaba todo su empeño en caminar erguida y con paso firme.

Aquella parte de la fortaleza donde se hallaban las habitaciones de la princesa, era también el área de alo-jamiento de la servidumbre; razón por la cual, no era muy frecuentada por los centinelas.

Cuando dejaron la sección oeste y salieron al terre-no central, todo cambió. Decenas de vimanas transpor-taban soldados de un extremo al otro. Varias conchas de combate habían descendido en medio de la expla-nada, y otras tantas permanecían flotando a baja altura,

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o se movían en círculos sobre los cielos de la colina.Parecía el inicio de una guerra.

Por un momento quedaron observando desde lo alto el inusitado movimiento de tropas. Entonces descen-dieron la escalinata y se dirigieron a través de la expla-nada en dirección a la sección este de la fortaleza.

No habían andado ni cincuenta pasos cuando un atlante se les acercó haciendo gestos con sus brazos para llamar la atención. Se hacía acompañar por dos soldados, también de la raza atlante. El embajador re-conoció de inmediato a su gente.

El que marchaba al frente era su consejero diplomá-tico; el susodicho traidor, según le habían referido Laskira y la princesa.

¿Qué hacer? —fue la interrogante que incendió su ánimo de inmediato.

—Lo he estado buscando... —dijo aquél dando un paso al frente—; pero no le hallé en su habitación. Hay una situación de emergencia en la ciudad, y me he to-mado la licencia de solicitar al rey Nagasta, que nos permita salir de inmediato, a lo cual accedió gustosa-mente.

—Has hecho muy bien —dijo el embajador—; será mejor que subamos a nuestra nave, y que los kirgules resuelvan su problema.

El otro echó una mirada a Laskira y la princesa. —Ellos vendrán conmigo hasta el lugar de abordaje

—se apresuró a decir Dubertal. Para confirmar la orden, la princesa sitúo su mano

sobre la empuñadura del cuchillo. Cualquier mujer brubeksina podía superar con hol-

gura la estatura de un hombre atlante. Conociendo además el carácter belicoso de sus an-

cestros, el atlante agachó la cabeza y dio un giro sobre

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sus talones para señalar en la distancia una nave mo-derna; un laghima de color escarlata flotando a unos cien metros sobre una nube vaporosa.

Se podía distinguir muy bien entre las otras naves sobre la explanada.

Uno de los atlantes habló a través del sistema de ra-dio señales anexo a su careta de respiración, y un mo-mento después la nave comenzaba a acercarse.

Capítulo 49 - Biklar escapa y abor-

da la nave atlante

Los monstruos alados habían encontrado un nuevo túnel que explorar, cuyo piso estaba cubierto de polvo y huesos antiguos. Por su parte Biklar, también en su afán de escape, se había encontrado con la reja de gruesos barrotes que le obstruían la salida. El metal estaba incrustado en la roca con firmeza; pero no se desanimó. Como mismo había hecho con la reja de su celda, empuñó el arma de neutrones que le proporcio-nara la princesa y comenzó su onerosa tarea de cortar-los.

Escuchó entonces el grito de una mujer que lo lla-maba por su nombre. Aunque el sonido llegó hasta él de forma difusa, creyó reconocer la voz de la anciana sirvienta. Pensó entonces que sería mejor regresar jun-to a ellas.

Ya se disponía a subir a la camilla, cuando escuchó otro ruido. Esta vez el silbido indiscutible y aterrador de uno de aquellos monstruos.

De repente se sintió acosado. Se creía capaz de combatir cuerpo a cuerpo con uno de aquellos en terre-no abierto. Sus fuertes músculos juveniles se habían desarrollado lo suficiente como para aplastar cráneos y

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descoyuntar huesos. Había probado su habilidad y re-sistencia escalando y saltando rocas; pero está vez de poco le valdría su desbordante energía en el reducido espacio que le concedía el túnel. Por otra parte, la prin-cipal defensa del monstruo eran sus afiladas garras y las potentes mandíbulas.

Biklar observó el arma de neutrones entre sus ma-nos; se volvió con mucho más aliento y reanudó su tarea.

Aquellos engendros eran lentos y pesados para ca-minar y tendrían además, la desventaja de no poderse lanzar en vuelo a través del túnel. Si venían hacia él, quizás aún tendría tiempo para escapar.

Su idea era salir al exterior y escalar la pared del precipicio.

El primer barrote quedó cortado junto al suelo; en-tonces se puso en pie y comenzó a cortar por encima, centrando su atención en la labor y olvidándose por un instante de la amenaza a sus espaldas. Un momento después se desprendió el barrote y cayó hacia el preci-picio. El espacio aún no era suficiente para introducir-se.

Se agachó y comenzó a cortar el segundo, y en po-cos minutos lo había conseguido por ambos extremos. Ahora si podía.

Sintió un chasquido de huesos secos al quebrarse y se volvió apuntando con el arma al frente. Una de las bestias lo observaba muy tranquila con sus ojos de fuego, apenas a cuatro pasos.

Todavía faltaba un pequeño corte para que cediese la barra. La camilla flotante se hallaba entre él y la bestia; pero esta parecía más bien contemplarlo pacien-temente en su labor. No tenía otra opción, volvió el arma al barrote y oprimió el disparador de neutrones.

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El barrote comenzaba a reblandecerse y lo pateó con fuerza. En aquél momento sintió el aliento fétido de la bestia frente a su rostro. Se volvió asustado y la golpeó de un puñetazo al costado de la mandíbula. Otra bestia apareció tras la primera y la camilla le pegó a Biklar a la altura de la cintura. El arma se le escapó de las manos y cayó hacia atrás. De repente se sintió lanzado al vacío.

Antes de perder el equilibrio había conseguido vol-verse y con ambas manos se aferró al borde de la cami-lla. Por un instante su mirada se volvió a lo alto y pudo ver como uno de los monstruos salía por la abertura del túnel y emprendía su vuelo. Había terminado liberando a las terribles bestias.

El abismo era profundo. Como unos quinientos me-tros de caída libre. Jamás pensó que fuese tan insonda-ble, y apenas tuvo tiempo para imaginar su cuerpo des-trozado contra las afiladas rocas que se aglomeraban al fondo. Correría la misma suerte que aquél objeto, y se aferró a el con más fuerza.

A unos diez metros del suelo la camilla pareció aminorar su velocidad y se detuvo entonces, a su altura normal de un metro.

Biklar había escapado, y por el momento había sal-vado la vida casi milagrosamente.

Se echó al suelo de un salto y miró a lo alto. Una bandada de aquellos monstruos oscurecía el firmamen-to sobre su cabeza. Fue entonces que vio algo diferen-te, que apareció volando junto al borde del precipicio.

¡Una concha de combate! Se produjo el centelleo de algunos disparos y una de

las bestias comenzó a precipitarse casi directo encima de él. El resto de la bandada se dividió en grupos, que volaron alejándose con rapidez hacia el norte.

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Para el joven Biklar aún no era tiempo de clamar victoria.

La bestia se estrelló despedazándose muy cerca, salpicándolo de grasa fétida y amarillenta. La concha comenzaba a flotar y a descender. Solo, sin armas y sin transporte, lo único que le quedaba por hacer era correr a través del campo de rocas que se extendía al frente; pero entonces recordó; y vio el cinturón que la princesa le había dado y que él había dejado atado al frente de la camilla.

Se inclinó, lo desató, y corrió a lo lejos. Apenas fue un instante de escape.

Desde lo alto habían comenzado los disparos des-pedazando rocas a su alrededor. Parecía aquello la misma furia del rayo cuando la tormenta azota la tierra, y Biklar sin más remedio se detuvo, ocultándose como mejor se le presentó la ocasión.

Lo tenían localizado y los kirgules dejaban de dis-parar.

Entonces la concha comenzó a descender en el claro más cercano. Biklar miró incrédulo el cinturón entre sus manos. Su última oportunidad. ¿Por qué no probar?

Recostó la espalda contra una oscura roca y se lo colocó a la cintura. Cuando lo abrochó, un cambio de temperatura recorrió su cuerpo. Un fresco agradable que le hizo sentir mejor después del atropellado esca-pe.

Se comenzaban a sentir las voces de los soldados que se acercaban. Un instante más tarde, uno se detuvo frente a él.

—Por aquí no hay nadie —gritó a sus compañeros. Biklar no se atrevía ni a respirar. Le pareció que lo miraba directamente a los ojos

mientras le apuntaba con el arma; y no fue hasta que le

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dio la espalda y se retiró a lo lejos, que se sintió alivia-do.

Era preciso arrebatarle transporte al enemigo. Va-rias conchas de combate cruzaron como un destello fugaz por el firmamento en la misma dirección por donde habían desaparecido un rato antes las bestias voladoras. Era el momento. Ahora que no había nadie al alcance de su mirada, se dirigió a la nave. Había comenzado a tomar confianza en el cinturón.

El grupo de kirgules recorría el lugar en su busca y se habían alejado de la nave. Sólo el piloto permanecía en su puesto frente a los comandos, despreocupado y aburrido.

Biklar se acercó a la puerta de la cabina que estaba abierta, y lo hizo tratando de que sus pisadas no hicie-sen ruido en el suelo cubierto de grava.

La primera idea que tuvo fue desarmarlo. Arrebatar el arma que el kirgul llevaba a la cintura.

Este parecía ahora impaciente y miraba a su alrede-dor, como si presintiese la cercanía del somersita.

Biklar tendió la mano y atrapó la pistola de neutro-nes, pero cuando haló hacia afuera, esta no salió de su funda y la mano derecha del Kirgul, en desesperado instinto, lo agarró por la muñeca. Se sorprendió al principio al atrapar el miembro invisible de su adversa-rio; pero no dejó de ejercer presión, decidido a luchar contra cualquier cosa que fuese su rival. Iba a gritar durante la parte más reñida del forcejeó; cuando el puño izquierdo de Biklar se estrelló en su mandíbula con violencia.

El joven lo tuvo que echar fuera de la cabina, y allí lo dejó tendido, inconsciente todavía. Tomó el arma que estaba a la cintura del kirgul y saltó tras los co-mandos de la nave.

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Antes de que los otros se hubiesen dado cuenta de lo sucedido, la concha de combate se levantaba del suelo y desaparecía sobre la cúspide del precipicio.

De una cosa estaba convencido el somersita, y era que no podría llegar muy lejos en una nave sin autori-zación. También vino otro punto a consideración, y era que no debía abandonar a las dos mujeres que lo hab-ían ayudado a escapar. Se sentía atado a la princesa por un lazo más fuerte que el agradecimiento. Su belleza, su temperamento, y su bondad. Por otra parte, debía buscar a su madre, prisionera aún en la fortaleza del capitán Raksok.

Pensándolo mejor, la princesa podría arreglárselas por sí misma o con la ayuda de los atlantes.

Ordenó a la concha girar con lentitud sobre la colina como si fuese una más entre las varias naves que patru-llaban en aquel instante los cielos de la ciudad. No había podido sospechar que los monstruos causasen tanto movimiento entre las tropas. Algo debía hacer de inmediato.

Podía ver muy bien lo que estaba sucediendo deba-jo, en la explanada; a través de las cámaras de los sen-sores visuales en el panel de comando. Entre el movi-miento general de vimanas, divisó a cuatro atlantes que aguardaban al parecer, el descenso de alguna nave, y aquel hecho atrajo su atención.

Sabía que ilegalmente le sería muy difícil escapar fuera de los límites del escudo de la ciudad; pero si lograba embarcar en alguna que tuviese autorización de partida, su suerte podría ser muy diferente.

Se escuchó un bit bit y al momento una voz autori-taria le ordenó:

—4k7 descienda de inmediato o lo haremos estallar.

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Los kirgules al parecer no andarían con contempla-ciones y Biklar lo comprendió. Lo habían descubierto y localizado.

— ¡Muy bien! —pensó—. Les daría gusto. Y ordenó a la concha descender en un punto despe-

jado en medio de la explanada. Antes de hacerlo se había cerciorado de que los

atlantes estaban realmente esperando para embarcar. Un laghima de color escarlata se aproximaba a

ellos. Era una de aquellas naves modernas inconfundi-bles. Ordenó a la nave que tripulaba aproximarse al suelo hasta una altura de cinco metros y luego la hizo moverse lentamente en dirección al este.

Allá debajo esperarían su descenso para apresarlo. Más de cincuenta soldados comenzaban a concentrarse en el punto donde esperaban ellos que la concha des-cendería.

Biklar había abierto la puerta de la cabina, y cuando la nave llegó a la altura convenida se lanzó de golpe.

Como estaba acostumbrado a aquel ejercicio; sus fuertes piernas se flexionaron al tocar el suelo, y al instante subsiguiente corrió hacia la nave escarlata que ya descendía.

Tuvo que esquivar a grupos de soldados que corrían tras la concha. La atención de todos estaba puesta en el espectáculo de ver avanzar una nave sin piloto; a poca altura y en dirección a las torres de la sección este de la fortaleza. El pánico y el desconcierto cundían entre la gente; mientras por otro lado la nave escarlata había descendido y echaba al suelo su rampa de abordaje.

Biklar se detuvo en su carrera, y pudo observar con calma a su alrededor.

La rampa tocó el suelo, y antes de que los del grupo hubiesen dado un paso; el joven somersita había tras-

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pasado ya la puerta de abordaje sin nadie que se lo impidiese.

Corrió luego hacia la sección de carga eludiendo a dos atlantes armados que venían de frente a recibir a su embajador. Tuvo que arrodillarse en una esquina al fondo, detrás del último de los asientos, y en esa posi-ción se dispuso a esperar; al menos hasta llegar a la nave madre que se encontraría en órbita.

En la rampa, Laskira y la princesa avanzaban las primeras y encontraron de inmediato las protestas del ayudante del embajador.

— ¡Eh, brubeksinos! ¿A dónde piensan que van? — ¡Déjalos! —gritó Dubertal; y abordó la nave tras

ellas. Luego se acercó a la cabina y dio a los pilotos la orden de despegue. Su ayudante había dejado de pro-testar; pero la cólera y lo deseos de venganza atenaza-ban sus pensamientos.

Biklar por su parte, continuaba silencioso en su rincón, cuando el embajador y los improvisados miembros de la comitiva entraron a la nave. Apenas esta tomaba altura cuando la concha de combate aban-donada por él se estrellaba contra una de las torres de la fortaleza. El estallido fue tan colosal que hasta ellos llegó el remanente de la onda expansiva; pero la pe-queña nave en pocos segundos se había alejado del incidente.

El embajador fatigado cayó sobre uno de los asien-tos detrás de la cabina de pilotaje.

Laskira y la princesa hubiesen hecho lo mismo; pe-ro las armaduras resultaban demasiado incómodas para descansar en semejante posición. Tampoco tuvieron tiempo para más. Se encontraban de pie junto al emba-jador en espera de que este tomase una decisión, cuan-

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do varios soldados penetraron a la sala de comando y los encañonaron.

—Ahora está claro —susurró la princesa. Consi-guiendo que de inmediato uno de los atlantes la empu-jara con fuerza. La kirgul se derrumbó con estrépito sobre uno de los asientos. Por su parte, la anciana sir-vienta había hecho silencio dejándose dominar. ¡Qué otra cosa hubiese podido hacer!

Dubertal parecía impasible; pero algo le indicó que su fin estaba cerca y se limitó a preguntar con un tono en extremo ingenuo.

— ¿Qué hacen? —Las cosas cambiarán a partir de hoy —dijo su se-

gundo desde el extremo de la proa. Los hechos, las revelaciones anteriores de las bru-

beksinas, y ahora las palabras del traidor, lo dejaban fuera de toda duda.

Iba a ponerse en pie cuando sintió el chasquido de varias descargas y los cuatro atlantes que los encaño-naban cayeron derribados sin orden ni concierto a lo largo del corredor.

La sorpresa hizo que el traidor se volviese a ellos; permaneciendo indeciso hasta recibir un golpe en ple-no rostro que lo echó al piso.

Ni el embajador, ni la princesa, ni Laskira; habían tenido tiempo de asimilar lo sucedido, cuando apareció junto a la cabina de comando la figura completa de Biklar. Se había desenganchado el cinturón y lo mos-traba en alto.

Capítulo 50 - Kalick Yablum regre-

sa a Brubekston

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Fueron días deliciosos; pero había que regresar a Brubekston con el mensaje personal de los dirigentes atlantes. El recelo que el general había sentido a su llegada, parecía haberse disipado. Fueron tan transpa-rentes las palabras y la actitud del primero de los con-sejeros, y tan firme el apoyo que veía en todos hacia las normas tradicionales de gobierno, que el general brubeksino ingresó a la concha de combate con una serena satisfacción dibujada en su rostro.

Era de mañana. El radiante sol que iluminaba las llanuras centrales de la Atlántida, extraía con sus calo-res el bálsamo de las resinas en los bosques de conífe-ras circundantes. La brisa se encargaba luego de espar-cir su fragancia sobre las montañas, e incluso sobre los mares.

Si no hubiese sido por aquel dichoso impedimento del sistema de respiración artificial que se veían obli-gados a usar; Kalick Yablum y su gente difícilmente hubiesen deseado abandonar La Tierra con prontitud.

La concha se desprendió del suelo. Quedó estática por un momento a unos quinientos metros, y entonces desapareció entre una nube. Dejaba detrás un silbido efervescente y las miradas de admiración de un peque-ño grupo de funcionarios atlantes.

Apenas unos minutos después arribaban a la nave en órbita.

Kalick Yablum creía haber cumplido su misión de manera satisfactoria. Apartó a un lado los pensamien-tos concernientes a la diplomacia para volver a las pre-ocupaciones familiares.

Los Kirgules habían secuestrado a su esposa y a su hijo con la intención de obligarlo a él a guardar silen-cio acerca de los planes secretos del reino, contenidos en el holograma que recibiera en la estepa. La infor-

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mación recalcaba que los kirgules se disponían para una guerra; que un arma secreta que preparaban, creían ellos que los llevaría a una victoria total. También se hablaba de los aliados que pretendían enrolar en su guerra de revancha milenaria.

Esto último se mencionaba de manera imprecisa y Kalick Yablum confiaba con plenitud en los servicios secretos de la flota interestelar.

Hasta el momento no se había reportado, y ni si-quiera se sospechaba de la existencia en algún lugar de un arma superpotente en poder de los Kirgules.

¿No sería la información contenida en el holograma, una táctica con objetivos puramente comerciales?

No era especialista en cuestiones económicas, pero como ser moralmente responsable ante su pueblo, no debía ignorar aquella posibilidad antes de provocar una falsa alarma que podría ocasionar serios daños, y hasta un conflicto militar. La cosa se había convertido en un condenado círculo vicioso. Tomar medidas erróneas encaminadas a evitar una guerra, podrían provocar una guerra.

¿En qué consistía el arma secreta de los kirgules? y si en realidad existía ¿dónde hallarla?

Kalick conocía muy bien las historias ancestrales en las que se relataban los avances tecnológicos de los antiguos brubeksinos, anteriores a la época en que se produjo el éxodo que los alejó para siempre de la cons-telación de Orión.

¿Tendría el arma secreta alguna relación con aque-lla época de dispersión y descalabro?

Múltiples ideas, la mayoría de ellas contradictorias, se debatían en la mente del general. El tiempo le apre-miaba y debía tomar una decisión ejecutiva en el plazo

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de veinte días, que era lo que tardarían para estar de regreso en Brubekston.

La nave salió de órbita y en pocos minutos pasó junto a la hermosa luna de La Tierra.

Sintió entonces un gran alivio, como nunca antes luego de regresar a casa tras un largo viaje.

Mientras permanecía sentado junto a una ventana cerca de la proa contemplando al planeta que se aleja-ba; hechos decisivos para la existencia estaban ocu-rriendo en Brubekston, en la capital del reino Kirgul.

Capítulo 51 - Traidores a bordo

Eran casi de la misma edad, aunque Biklar superaba en varias pulgadas la estatura del embajador. Durante los días que llevaban de viaje hacia La Tierra había surgido una sincera simpatía entre ellos. El brubeksino permanecía la mayor parte de su tiempo junto al emba-jador o cercano a la habitación donde se alojaban Las-kira y la princesa.

Muchas veces había tenido que correr delante de los soldados o aplastarse contra una pared cuando un gru-po de pasajeros marchaban conversando distraídos a lo largo de los corredores. Al final, para él se había con-vertido en una diversión espiarlos por todas partes. En los pasillos, en los salones de diversión, y hasta en sus propias habitaciones.

En total viajaban a bordo cinco representantes co-merciales del reino atlante, de regreso al hogar; y una docena de turistas brubeksinos, hembras y varones de posición respetable entre la aristocracia kirgul. Estos últimos indiscutibles partidarios del rey Nagasta y enemigos de la República Somer; a los que el joven dedicaba gran parte de su actividad espiatoria, como era obvio.

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A los pocos días había comprendido que los kirgu-les no tenían otro interés que divertirse y llegar a cono-cer los legendarios y misteriosos parajes de La Tierra. Convencido de esto último, Biklar puso entonces toda su atención en los atlantes, comenzando por el capitán de la nave y su tripulación. Fue en esta tarea en la que llegó a descubrir, cuando menos se lo esperaba, un eslabón en la cadena del complot.

— ¿Estás seguro de lo que escuchaste? —preguntó Dubertal.

—Completamente seguro. Se habían reunido en la habitación de la princesa.

Como se había hecho costumbre que el embajador la visitase con frecuencia, nadie notaría algo inusual en su conducta.

Biklar se había quitado el cinturón, y luego sentado en uno de los sillones estiraba las piernas hacia la puer-ta.

— ¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó Saki-na; quien se movía impaciente a través de la habita-ción, dirigiendo su mirada ora al embajador, ora a la sirvienta, ora a la desembarazada postura del somersi-ta.

—He descubierto a otros dos traidores entre los sol-dados atlantes.

—Eliminarlos entonces —dijo Sakina. —Un momento. Mencionaron algo acerca de un

cargamento ¿no fue así? –dijo Dubertal. Biklar asintió con un gesto. —Vamos a dejarlos que escapen y que se lleven con

ellos a su maldito jefe –continuó el embajador─. Sería muy interesante saber de qué cargamento se trata y en qué lugar se reunirán.

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—Qué están planeando y quiénes están metidos en todo esto —agregó Laskira.

—Linda aventura —dijo Biklar. —Si ustedes me apoyan, amigos, podríamos desba-

ratar la amenaza; tanto de los kirgules como de los atlantes traidores —dijo el embajador, esta vez con notoria emoción.

—Muéstrale a Biklar la pieza —dijo Sakina a su sirvienta.

Todos siguieron a esta con mirada expectante mien-tras se agachaba junto a la litera, de donde extrajo una caja en forma de cofre como de veinte centímetros cuadrados; la cual colocó después en una mesa baja en medio de la habitación.

Biklar se disponía a preguntar en que consistía el misterio; cuando la anciana le indicó hacer silencio con un gesto. Entonces abrió la caja y para sorpresa del joven brubeksino, mostró entre sus manos una esfera plateada.

—Esto es un obsequio de mi señora —dijo exten-diéndola hacia él.

—Y seguro que muy valioso —agregó Biklar tomándola con alegría.

—En fin ¿de qué se trata? —preguntó Dubertal. —Este fue el género de armas más poderoso de los

antiguos —dijo la princesa. — ¡Uhh, ya veo! ¿De qué podría servir? En vez de responder al embajador, Biklar puso la

esfera otra vez sobre la mesa, la observó fijamente por un instante, y aquella comenzó a rotar sobre su propio eje.

Las dos brubeksinas y Dubertal retrocedieron. La esfera se había alzado hacia el techo en medio de la habitación, acompañada por un chasquido eléctrico.

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— ¿Cómo pudo hacerlo? —dijo Dubertal. —La puede controlar con la mente —respondió la

princesa—. Biklar es uno de los raros seres dotados con el antiguo poder mental de nuestra especie.

Capítulo 52 - Fin del concejo de los

sabios

La niebla, que había perdurado durante la madruga-da, comenzó a disiparse con los primeros rayos del sol naciente. El cielo por el este se teñía de rojo sobre las nevadas cumbres de las montañas, mientras bandadas de pájaros marinos cruzaban sobre la ciudad con alar-mantes graznidos. Anunciaban un nuevo amanecer sobre las inmensas tierras del reino atlante.

El anciano Balmika se había levantado temprano y luego de darse un baño, ciñó su toga de púrpura y salió al jardín.

La mayoría de la gente aún dormía. Era un día nor-mal de trabajo en los asuntos de la administración del reino —un reino sin rey—, porque eso era Atlántida desde hacía más de mil años de progreso espiritual. La época de los verdaderos reyes había quedado en el ol-vido. Era cierto que no tenían, y en la opinión del an-ciano consejero no debían tener, el desarrollo tecnoló-gico de los estados brubeksinos. El arte y la filosofía espiritualista, además de las ideas comerciales y de-mocráticas eran las predominantes. Así era mejor para una raza que se alzaba en medio del océano, tratando de mantenerse aislada de los humanos. Ellos no eran, ni pretendían ser lo normal en aquel inmenso mundo salvaje. Ellos eran “los dioses," con el suficiente poder para aterrorizar, si lo hubiesen querido, a los pequeños seres de La Tierra.

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Balmika los amaba con la ternura de un padre. Tan-to como a su propio hijo. Se sentía dichoso de haber sido uno de los promotores de las leyes de conserva-ción de la especie humana, en muchas ocasiones ame-nazada por la extinción.

Como filósofo al fin, le gustaba también pensar so-bre el futuro, y sin duda lo hacía con un sólido funda-mento.

Los atlantes se habían dedicado durante gran parte de su historia, a desentrañar los misterios de La Tierra y de las criaturas que la poblaban. Su capital poseía el más grande almacén de

conocimientos de la historia geológica y de la pre-historia del planeta. Albergaba además, un instrumento único para adquirir aquel conocimiento vivo, directo, y de primera mano. Sólo la

sabiduría de un gobierno como el concejo de los sa-bios podría mantener el orden y la armonía.

No interfería para nada en eso que algunos de los estados brubeksinos los mantuviesen en una situación de presiones políticas y económicas. Los brubeksinos eran en definitiva sus creadores y no había orgullo ni soberbia que pudiese cambiar esa realidad, pertene-ciente al pasado inalcanzable.

Como centro de la espiritualidad, a las tierras atlán-ticas venían con frecuencia brubeksinos de las familias acomodadas de los cuatro reinos y muchos estudiantes de la República Somer.

Algunos llegaban a comprender la esencia de las enseñanzas; pero la mayoría se retiraba casi tan vacía y desorientada como al principio, después de varios años de estudio.

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Su hijo Dubertal era una excepción. Estaba muy cercano el día en que sería admitido como miembro del concejo de los sabios.

En estas cosas pensaba Balmika mientras acariciaba su barba cobriza. Tenía el codo apoyado sobre la su-perficie plana del muro que servía como límite externo a los jardines de la mansión.

Observaba las lejanas cumbres al norte. Una extraña inquietud había comenzado a alterar de repente su habitual meditación. Su pensamiento fue ocupado por el recuerdo de un comentario irrelevante acerca de las nieves perennes.

Una de sus sirvientas abrió en aquel instante la puerta de la escalinata y vino hacia él.

—Balmika… señor —dijo poniéndole una mano en el hombro—. Debería comer algo antes de marchar al palacio del concejo.

Una hora después, un vimana de modelo antiguo; pero escrupulosamente cuidado salió de su hangar y se detuvo frente a la escalinata. En el asiento delantero estaba el piloto y un guardia de la seguridad personal. El anciano Balmika salió al jardín por una puerta pe-queña escondida a la derecha entre los arbustos. Ca-minó directo al vehículo y ocupó el asiento trasero. El piloto esperó en silencio hasta que Balmika ordenó—:

—Al palacio del concejo. Era una mañana del año 2012 de la creación. El palacio del concejo no estaba situado precisa-

mente en el centro de la ciudad, sino en uno de los más animados barrios de la parte sur. Mientras se desplaza-ban a poca altura por las avenidas, los mismos pensa-mientos sobre las nieves perpetuas retornaron a la mente del consejero; tal fue así, que había decidido ya cuando llegase a su habitación de trabajo, buscar toda

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la información disponible acerca de los cambios en el clima terrestre. Aquel asunto de repente lo mantenía preocupado. En su mente de filósofo se dibujaban con nitidez implicaciones políticas a partir de aquellos cambios.

Antes de llegar a palacio hubo que bajar el escudo porque una llovizna con fuerte brisa comenzaba a batir sus rostros soplando desde el norte. Balmika miró su pulsera. Por primera vez llegaba tarde a sus obligacio-nes; pero entonces le pareció que a muchos miembros del concejo les había ocurrido lo mismo.

Pensó que en su caso, los pensamientos catastrófi-cos sobre las nieves lo habían distraído demasiado.

Atravesaron la verja al interior del gran patio y el piloto condujo el vehículo al área de los hangares. La mayoría de estos estaban ocupados ya, aunque no se veía un solo ser, ni allí, ni a lo largo del corredor que llevaba directo a la escalinata lateral de palacio.

El guardia bajó primero, y lo hizo observando con mirada ofuscada a su alrededor. Al bajar el piloto, Balmika se echó al suelo de un salto.

— ¿Qué sucede? —preguntó. —Señor… está todo tan silencioso —dijo el guar-

dia, e instintivamente activó su fusil de láser—. Le recomiendo que espere junto al vimana —añadió.

La lluvia y la brisa en el exterior se habían hecho más intensas, y el cielo enrojeció por el este como jamás habían visto.

Balmika retrocedió y se colocó la capucha a la ca-beza, mientras el piloto fijaba el vimana en su posición de seguridad. El guardia había dado un recorrido por las cercanías y regresaba ya.

— ¡Adelante! —dijo entonces el consejero.

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Su escolta y el piloto se adelantaron por el corredor. El espacio entre las grandes columnas aparecía vacío, húmedo y silencioso.

Llegaron finalmente a la escalinata bajo techo que conduce al atrio.

Arriba se extendía en sentido transversal otro corre-dor de columnas, decoradas con águilas y reptiles, a partir del cual se abrían los diferentes salones de la administración.

Hubiese sido normal que en aquel instante dos guardias apareciesen al frente y en lo alto de la escali-nata; pero a pesar de esto comenzaron el largo ascenso. Alcanzaban los últimos escalones cuando sintieron ruido a sus espaldas y la voz ronca de un atlante que les ordenaba—:

— ¡Vuélvanse los tres! Sonó tétrica y extraña, y fue eso lo que en efecto les

hizo volverse al unísono. El personaje que acababa de dar la orden estaba

plantado firme junto al primer escalón. Su única vesti-menta era una especie de falda corta, usada histórica-mente en la primera época de los reyes. Le cubría ape-nas hasta la mitad de los muslos y esto le daba la apa-riencia de una imagen salida, precisamente del pasado; aunque algo no encajaba en su aspecto mitológico. Era el pesado fusil de neutrones que aferraba con firmeza.

El guardia fue quien primero rodó por los escalones como una pesada roca, luego el piloto y por último el propio consejero. Su cuerpo se detuvo destrozado junto a los pies del anacrónico personaje.

Capítulo 53 - El presidente conoce

la verdad

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El arribo del general a la capital de La República había sido esperado con expectativa. El presidente mismo lo recibió de inmediato a él y a su ayudante Yardul. Ahora revelaría lo que sabía acerca de los ma-cabros planes del rey Kirgul.

Los kirgules habían perdido, de forma definitiva, la batalla de inteligencia militar; aunque tal vez aún no lo supiesen. Mientras continuasen creyendo que Kalick Yablum desconocía el hecho de la muerte de su esposa y el escape de su hijo, el rey kirgul continuaría enga-ñado acerca del giro que tomaban los acontecimientos. Por su parte, el general no tenía nada más que le impi-diese revelar aquellos planes de guerra. Así lo había decidido.

En la mañana, al llegar a la ciudad, había ido direc-tamente a su alojamiento y después de tomar consigo la barra de holograma, recogió a Yardul y se dirigieron de prisa al palacio del concejo.

Tras el acostumbrado saludo de recibimiento y una breve introducción acerca de los pormenores de la mi-sión, el presidente enfocó el asunto oficial desde su perspectiva.

— ¡Dígame general! ¿Consiguió la renovación del acuerdo?

—Así es señor. No me puedo quejar del resultado de las reuniones con los principales líderes del concejo de los sabios. Aunque pude notar esta vez, que las pre-siones comerciales a través de la diplomacia han ido en aumento por parte de los kirgules.

—Eso era de esperar —dijo el presidente—. Ellos han aspirado siempre al monopolio absoluto en el co-mercio con los atlantes; pero también estábamos segu-ros que el gobierno de los sabios no cedería jamás esa

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porción de su soberanía. Es decir, el derecho a pactar libremente sus acuerdos comerciales.

—Esa no es, en definitiva, la mayor dificultad polí-tica del momento, señor —dijo Kalick.

— ¿Qué quiere decir? El general aprovechó el instante para meter la mano

en un bolsillo interior de su capa y extrajo de allí la pequeña barra de holograma.

—Quiero que vea esta información —dijo señalan-do hacia la máquina lectora a un lado de la habitación.

—Puede mostrarla usted —dijo el presidente in-vitándolo a continuar.

Momentos después, en un haz de luz que brotó por una ranura comenzaron a ascender lentamente los ca-racteres.

Tanto Kalick Yablum como Yardul lo leyeron otra vez. El general apartaba su mirada de vez en cuando para observar brevemente el rostro del presidente. Este había terminado reprochándose en su sillón.

Al concluir el mensaje el haz de luz desapareció. — ¿Y bien…? —dijo el presidente—. Sin duda que

se trata de nuevos planes de guerra. Aunque debo agregar que parece todo demasiado sencillo. Una gran ingenuidad por parte de los kirgules. Nuestros servi-cios secretos, sabemos bien, no han detectado ningún movimiento extraño en los dominios kirgules. Nuestra red abarca hasta los puntos más insignificantes para la gente no familiarizada con el asunto. La existencia y ubicación del túnel del tiempo en nuestro territorio, garantiza aún mucho mejor la seguridad de los mun-dos. Por el no entra ni sale nada que no sea legal y es-trictamente controlado —el presidente hablaba con calma, como si lo hiciese consigo mismo. Después de una larga pausa continuó—. Ahí se menciona un arma

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muy poderosa en poder de los kirgules. Usted sabe general, que desde la creación de los túneles por el hiperespacio, hace más de cinco mil años, no se ha conseguido nada notable en el desarrollo de la ciencia. Lo que nos legaron nuestros antepasados del gran éxo-do, es lo único grandioso que posee nuestra raza. Los avances posteriores han sido simplemente de naturale-za cuantitativa, perfeccionando la tecnología en base a las mismas teorías de la civilización de Orión. Invisibi-lidad, microtransparencia, penetración masiva, tele-transportación, energía antigravitatoria, holográmica, viajes por el tiempo y el hiperespacio. Toda la misma rutina de los antiguos. ¿No se han puesto a pensar us-tedes, que tal vez los kirgules nos quieran intimidar para obtener ventajas comerciales ilegales con los atlantes?

—Lo hemos pensado —pudo decir Kalick final-mente—; pero la idea no encaja con los hechos.

— ¿Qué hechos? —La manera en que este holograma llegó a mis

manos y lo que sucedió posteriormente con mi familia. — ¿Con su familia? Lo único que conozco, es lo del

accidente con su hija. —No fue un accidente, señor. En realidad… mi re-

sidencia fue atacada por naves kirgules, después que se enteraron que yo poseía esta información. Mi esposa y Biklar fueron secuestrados y llevados al reino kirgul. Yo pienso que si la información en este holograma no hubiese sido tan comprometedora, los kirgules nunca se hubiesen arriesgado a una incursión tan aparente-mente absurda.

—Hasta el momento ustedes habían callado esto —dijo el presidente.

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—Me amenazaban con mantenerlos vivos sólo a cambio de mi silencio; pero ahora, ya sé que mi esposa ha muerto y mi hijo logró escapar. Además, he tratado de conseguir más información antes de presentar el asunto a usted y al concejo.

—No debió tardar en informar. Aunque de cual-quier modo, no veo una amenaza real.

— ¿Y si no se tratase de algo nuevo? Si fuese un arma de los antiguos, que los kirgules han encontrado y mantenido en secreto.

—Pura especulación, general. Los archivos que existían desde los tiempos del éxodo eran únicos y de dominio público en nuestra civilización unitaria. Ni nosotros ni los kirgules, ni ninguno de los otros tres estados puede poseer un secreto de la cultura de Orión que no puedan poseer también los demás estados. Eso ha contribuido a mantener la paz.

—A pesar de todo, señor…, le propongo que consi-dere la idea de mantener en silencio este asunto.

— ¿Dice, general, no presentarlo al concejo? — ¡Exacto! Los kirgules creen que yo no sé que mi

hijo escapó. Ellos mismos creen que está muerto, al igual que mi esposa.

Mientras continúen pensando así, me seguirán pre-sionando con la amenaza a sus vidas, y eso nos dará tiempo para averiguar si en realidad existe el arma a la que se alude en el holograma. Si eso es cierto, nos ver-íamos en gran peligro.

— ¡Muy bien! seré su cómplice general. Encárguese usted mismo de la investigación.

Capítulo 54 - Escapan los traidores

La ingente persecución de la nave atlante siguiendo a La Tierra por su órbita, estaba a punto de finalizar.

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Mientras tanto, en uno de sus lóbregos corredores late-rales, antes de llegar al hangar del primer nivel y avan-zando en dirección a popa, dos soldados se habían de-tenido. Uno de ellos miró disimuladamente a ambos lados. No pudo ver a nadie.

Sobre un reloj en la pared de estribor se leían las dos de la madrugada, horario terrestre. Era habitual que la mayoría de los tripulantes, pasajeros, y una parte del pelotón de guardias, estuviesen a esa hora en sus cubículos de descanso. Se susurraron unas palabras y uno de ellos continuó a lo largo.

El otro marcó una clave numérica junto a la puerta y cuando esta se abrió, penetró al recinto.

Ocho pequeños laghimas, suficientes para transpor-tar a todo el personal de a bordo, estaban anclados en sus rieles de acoplamiento. Entre ellos uno que se dis-tinguía de los demás, no solamente por su color escar-lata intenso, sino también por las curvas de su fuselaje.

Hacia este se dirigió el soldado, que era con seguri-dad un piloto, a juzgar por la destreza con que subió a la cabina y tomó posición tras los comandos.

—Malditos sean. Lo están facilitando todo —susurró para sí.

Mientras tanto su compañero se había detenido frente a una puerta que decía en letras doradas sobre su dintel: “Cámara de hibernación.”

Oprimió las teclas de una clave numérica y la puerta se abrió lentamente a un lado. Antes que se cerrase escuchó los pasos de una patrulla que se acercaba; pero ignoró del todo la situación y se dirigió de prisa hacia su objetivo.

La habitación era reducida, con tres líneas de nichos en su pared más distante. Los únicos objetos visibles eran dos camillas de suspensión antigravitatoria.

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A partir de la izquierda comenzó a recorrer el espa-cio frente a los nichos, observando las inscripciones en cada uno; algunas veces echando una ojeada a los inte-riores a través del vidrio. Por último se detuvo frente al número cinco, que ocupaba la hilera superior y mos-traba un rótulo que decía “Sorobabel.”

Después de mirar al interior y cerciorarse de que en realidad se trataba del ayudante del embajador, marcó sobre un costado la clave y aguardó a que la cámara se abriese por sí misma. Cuando así ocurrió, esperó a que la emanación del gas blanco y helado se disipase, de-jando ver el cuerpo intacto del funcionario.

El soldado no perdió un segundo. Corrió en busca de una de las camillas flotantes y la trajo al lugar, si-tuándola entonces junto a la cámara de hibernación. Estaba casi listo. Momentos después se desplazaba a lo largo del corredor empujando por delante la camilla con el cuerpo encima; pero sin dejar de mirar con pre-ocupación, temiendo la indeseada aparición de cual-quier individuo, antes que consiguiese llegar con su carga junto a la puerta del hangar. Los motores fotóni-cos de la nave escarlata estaban en funcionamiento, la rampa de abordaje estaba descolgada, y su compañero sentado tras los comandos.

Capítulo 55 - Kalick Yablum en ac-

ción

— ¿Qué piensa hacer jefe? —preguntó Yardul. —Primero que todo, dejar esto aquí —dijo Kalick

colocando la barra de holograma en el interior de un estante en la pared, junto a la máquina lectora.

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Había estado trabajando en ella hasta el momento en que su ayudante llamó desde el exterior pidiendo autorización para entrar.

Ahora se hallaban ambos frente a frente en la sala principal del alojamiento del general en la ciudad capi-tal.

La mano de Kalick había desaparecido entre los re-flejos iridiscentes para depositar la barra en el interior del estante.

—Creo que este es el lugar seguro, Yardul. Poco después volaban a unos cinco metros por la

céntrica avenida a la orilla izquierda del río. A aquella hora de la mañana soplaba una brisa con alta concen-tración de ozono, lo que les estimulaba a mantener los escudos abiertos y respirar profundo.

Conducía Yardul mientras Kalick contemplaba los vehículos anfibios que se desplazaban rasando la su-perficie de las ondulantes aguas.

—Según Galika, el mensaje de su hermano indica claramente que logró escapar hacia la Tierra —dijo el general sin proponerse en realidad iniciar una conver-sación—; pero a pesar de todo, me resulta difícil de creer —concluyó.

—Biklar es un joven físicamente acto… y muy inte-ligente además —comentó Yardul.

—No lo dudo…; y estoy previendo que va a necesi-tar hacer uso de sus dotes, las que lo capacitan como guerrero y como sabio. Ante todo estas últimas. Su pasión por la historia y la metazoología le serán muy útiles. Ya sabes tú el ambiente que reina entre los atlantes.

—Depende con quienes tenga que lidiar. —Escucha Yardul. Cuando dejamos La Tierra hace

unos días, lo hice con espíritu optimista; pero hoy,

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después de las recientes noticias, me siento otra vez desesperanzado. El sabio Balmika…, ese gran líder del concejo atlante, me hizo ver las cosas más claramente con unas pocas palabras. Abandonamos a dios y nues-tra especie se hunde irremediablemente. Es una cadena de sucesos en nuestra historia que se remonta a la épo-ca de la desunión. El hecho mismo de la desintegración de nuestra cultura unitaria fue causado por la ceguera espiritual. No hay ser racional ni especie que olvidando a dios pueda perdurar.

— ¡Me sorprende general! —dijo Yardul encogién-dose de hombros.

—Han sido siempre mis ideas. Pero ahora las perci-bo mucho mejor —se colocó una mano detrás de la cabeza—. Parece ser el final de nuestra era que se aproxima barriendo con la inmundicia.

Volaron bajo y en línea recta a través de la estepa durante varios cientos de kilómetros. En la pantalla de los comandos podían ver el detallado esquema to-pográfico del paisaje que se desplegaba con rapidez ante la proa del vimana. Las cifras de coordenadas cambiaban velozmente, y al fin se dibujó al frente la colina; primero como una mancha tenue en la vasta extensión de la estepa, poco después, como una enor-me muralla.

Capítulo 56 - El embajador Duber-

tal recibe la noticia

El vehículo espacial había partido en silencio y en pocos segundos dejaba atrás a la nave madre. Mientras el atlante que piloteaba se ocupaba en revisar los con-

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troles, el otro había asumido la tarea de reavivar el cuerpo de Sorobabel.

El cambio a una temperatura cálida, más el adecua-do efecto de algunos medicamentos introducidos al cuerpo en forma de inyección, fueron suficientes.

Por otra parte, el soldado piloto había quedado de repente atento a la pantalla del espectrómetro de ma-sas. En realidad se alejaban de la nave madre a prodi-giosa velocidad, pero los sensores estaban captando los disparos que en forma de pulso de neutrones pasaban demasiado alejados para causarles daño.

El piloto puso la nave en módulo de navegación autónomo “destino Tierra,” y se levantó riendo de su asiento en dirección a popa. El otro había terminado de administrarle el tratamiento a su jefe.

— ¿Qué sucede...? ¿De qué te ríes? Nos están disparando; pero los disparos pasan tan

lejos, que cualquiera podría darse cuenta que no han querido hacer daño. ¡Al menos por el momento!

—Entonces… ¿es cierto que lo sabían todo acerca de nuestro escape?

—Por supuesto. Ahora verás lo que encontré. Fue hacia el último compartimiento de la popa y de

una especie de baúl extrajo un artefacto en forma de disco, el cual mostró a su compañero.

— ¿Qué es? —preguntó este. —Una rústica bomba de neutrones. — ¿Cómo llegó hasta aquí? —La encontré bien escondida junto a uno de los re-

actores. ¡Mira! —Mostró al otro la pequeña pizarra de con-

teo del artefacto—. Está programada para estallar de-ntro de quince horas.

— ¿Qué vas a hacer?

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— ¿Qué piensas que debo hacer? Arrojarla al espa-cio. El embajador Dubertal es un tipo muy inteligente. No quisieron eliminarnos de inmediato, pero nos colo-caron esto por una buena

razón. Quince horas es suficiente para que llegue-mos a Tierra y nos reunamos con el resto de nuestra gente..., y entonces la bomba estalla, eliminando a mu-chos de sus enemigos de una sola vez. Ahora nos toca a nosotros jugar con ellos. Escucha esto.

Acabo de recibir información desde Atlántida y la conspiración ha tenido éxito. ¿Cómo va el proceso de reanimación?

—Marcha perfectamente. Dentro de una horas… —Cuando despierte, seguramente querrá ir en busca

del cargamento. — ¿No tienes idea dónde puede estar? —Uhh… sólo él sabe en qué sitio descendieron las

naves y donde se reunirá nuestra gente. Ocúpate de que despierte sano y en toda sus facultades. Te aseguro que en el nuevo orden, tú y yo ocuparemos un buen lugar.

Marchó hacia la cabina riendo estrepitosamente. Mientras esto sucedía entre los traidores, en la nave atlante se recibían terribles noticias para los defensores fieles de los buenos ideales.

—Ya dejen de disparar —ordenó Dubertal al ca-pitán de la nave.

Había entrado a la sala de comando seguido por Bi-klar.

—Muy pronto estarán fuera de nuestro alcance —dijo el capitán.

—Ya lo sé. Ahora dime, ¿qué más se ha sabido de la rebelión?

— ¡Si señor! Siguen llegando mensajes continua-mente… (se interrumpió un momento para observar a

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Biklar con asombro)—. Los rebeldes se vanaglorian de haber tomado el poder con relativa facilidad. Ahora difunden la noticia por el espacio con gran regocijo.

Se dice que han destituido al gobierno de los sabios y que las cosas volverán al antiguo orden. Los miem-bros del concejo han muerto. ¡es terrible señor, lo sien-to!

— ¿No se capta alguna señal amiga que nos de es-peranza?

—Ninguna. Parece que los rebeldes han tomado control total de la sociedad.

Capítulo 57 - Kaluga habla

— ¡Vamos Galika! Estoy ansioso por conocer los detalles.

El general se hallaba sentado en su sillón preferido, situado en dirección al norte. Formando un semicírculo a su alrededor estaban su hija, el visionario de la estepa y su ayudante Yardul. El lugar exacto era la explanada pavimentada que servía de mirador en el borde mismo de la colina. Detrás de ellos y a varios metros frente a la mansión se podían apreciar de vez en cuando las figuras de dos brubeksinos que se paseaban en silencio de un extremo al otro. Vestían la armadura de las tro-pas interestelares de la República y en sus manos por-taban pesados fusiles de rayos gamma.

Una esfera de metal oscuro descansaba en el piso en medio de los cuatro.

—Esto aterrizó por allá —dijo Galika indicando hacia las cercanías de la fuente.

—No es necesario que me des alguna explicación sobre el imitador. Conozco bien de qué manera funcio-

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nan estas cosas —dijo Kalick—. Me refiero al conteni-do del mensaje. De eso quiero que me hables.

— ¡Oh padre, por supuesto! —y fue a ponerse en pie en dirección a la esfera.

Kalick la hizo detener con un gesto. —La cibermemoria del aparato quedó borrada al

momento de expresar el mensaje por primera vez. Fue diseñado para eso. Así, será necesario que me digan lo que escucharon y vieron.

—Biklar estaba encerrado en los calabozos de la fortaleza real y consiguió escapar con la ayuda de la princesa Sakina. La sobrina del rey Kirgul —dijo Gali-ka.

— ¿En qué nave? —Un embajador atlante tuvo mucho que ver en to-

do esto. Fue él quien los sacó a los tres en su propia nave —agregó el visionario.

— ¿Mencionó algo más el mensaje acerca del em-bajador?

—Sí, es el hijo de Balmika. Un miembro del conce-jo de los sabios —afirmó Galika.

— ¿Balmika…? —Exacto padre. Balmika. ¿Es qué lo conoces? —Es uno de los personajes más sobresalientes de

toda La Tierra. Me entrevisté con él varias veces en mi reciente visita. Para comenzar, creo que mi hijo está en buena compañía. Al joven Dubertal, que es así como se llama el hijo del consejero, lo salvé yo mismo; a él y a su gente, durante un ataque de naves kirgules.

— ¡Cómo! ¿Es el mismo atlante? —preguntó Yar-dul.

—El mismo… y como cosa del destino, me ha de-vuelto con un bien lo que nosotros hicimos en cumpli-miento de un deber.

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—Algo como eso vio Kaluga en la llama hace dos noches —dijo Galika.

— ¡Hija! ¿A qué te refieres? —La muerte de mamá, el escape de Biklar… y algo

más terrible. El visionario se había apartado de la conversación y

contemplaba el Sol. El pequeño Sol rojizo del cielo brubeksino.

Las miradas se habían vuelto a él con curiosidad. — ¿Continúan tus visiones? —preguntó Kalick. —Siempre las he tenido, desde hace muchos años

—respondió el visionario con cierto enojo. — ¿Le dirás a papá…? —Por supuesto. El dios de la llama me reveló que

Biklar será victorioso, y que en La Tierra librará gran-des batallas. Recorrerá aquel planeta de un extremo al otro hasta el día en que una nave lo traiga de regreso a la compañía de su especie; pero eso sí, antes tendrá que ver a su propio mundo caer en pedazos por encima de su cabeza.

—No comprendo que significa —susurró Yardul. —Simplemente, que mi hijo estará a salvo y lo vol-

veremos a ver. —Pero general… y eso de que verá a su propio

mundo caer en pedazos. —Tal vez Kaluga llegará a tener otra visión y en

ella le sea revelado por Dios su significado. —Entonces, general… ¿usted no cree que estoy lo-

co, como piensan todos? —dijo el visionario ponién-dose en pie.

—Claro que no lo estás. Puedes tranquilizarte. Dios te ha traído a mi familia con un propósito. Como mis-mo se revelaba a nuestros antepasados, ahora lo hace

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contigo. Puede ser un mensaje de algo que tenemos que realizar.

—Padre ¿de verdad crees que sus visiones tengan alguna relación con lo que está sucediendo?

—Ahora lo creo más que nunca, y hay algo en lo que debemos estar unidos y alertas. ¡Vamos a actuar de inmediato…! y con la ayuda de Dios —miró al visio-nario con firmeza—, encontraremos la verdad.

Capítulo 58 - Otra vez en la ciudad

espacial

Mucho tiempo después y en un planeta muy lejano llegaría a llamarse Sini Tlan. En los tiempos anteriores a la guerra celestial, se había convertido ya en una ver-dadera ciudad espacial. La República Somer pretendía hacerla crecer como un baluarte militar que pudiese mantener el equilibrio de poder entre los cinco estados brubeksinos. Desde su órbita ecuatorial se podía explo-rar prácticamente toda la superficie sólida, hasta varios metros de

profundidad, y también el fondo de los mares. Esa era una de sus funciones: servir como satélite espía.

Estas consideraciones eran suficientes para estimar como poco probable la existencia de un arma secreta en poder de los kirgules; a menos que se encontrase situada en algún lugar de su capital, protegida bajo el escudo.

Kalick Yablum había arribado a órbita, acompañado esta vez por su hija y su ayudante y también por el visionario de la estepa.

Este último estaba atolondrado al principio en el nuevo ambiente a bordo de la ciudad. De un simple y brutal habitante de la estepa, en la cual había vivido

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enajenado por muchos años, pasaba ahora a formar parte del séquito del general en jefe de la flota interes-telar de la República Somer. Su espíritu comenzaba a despertar con vertiginosa rapidez ante la nueva reali-dad, y cualquiera que lo veía podía adivinar en el ros-tro del gigante nada de orgullo; pero sí profunda grati-tud por la gente que lo acogía con respeto y admira-ción. Parecía que sus visiones, después de ser propaga-das entre la multitud, comenzaban a influir en la vida de muchos.

Kaluga sobrepasaba en cuatro pulgadas la estatura media de un varón brubeksino, y también esto le atraía admiración y respeto. El laghima que los conducía pilotado por Yardul, se aproximó por una de las ram-pas de la zona militar y penetró a su base sin ningún imprevisto. Minutos después se hallaban reunidos en las oficinas del estado mayor de la ciudad espacial.

Capítulo 59 - La nave atlante se

acerca a La Tierra

La nave brubeksina dada como regalo por el rey kirgul a los complotados, había desaparecido del al-cance de los medios de exploración de la nave en que viajaba el embajador Dubertal y sus nuevos amigos. Estaban en la sala de comando y varios tripulantes tra-taban de conseguir señales de cualquier sección del espectro.

Hasta hacía muy poco habían insistido en escuchar alguna noticia alentadora desde el reino atlante referen-te a los hechos de la rebelión contra el gobierno de los sabios. Si no se escuchaba nada de lo deseado y úni-camente llegaban a ellos las emisiones lanzadas al es-

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pacio por los traidores, eso podía significar una sola cosa; que los rebeldes habían eliminado a la totalidad de sus opositores tomando control de todo. La catástro-fe se avecinaba.

Las ideas políticas opuestas al gobierno de los sa-bios eran las mismas de los viejos tiempos: control total del planeta Tierra, la esclavización de la especie humana, y el dominio comercial en los cuatro mundos. Esas eran las aspiraciones de los rebeldes atlantes; pero era poco probable que el reino brubeksino de los kirgu-les les permitiese llegar tan lejos. Por otra parte, hasta aquel momento y de manera oficial, la República So-mer se mantenía a la expectativa. Si algo andaba mal entre los atlantes, eso no significaba necesariamente el descalabro; pero si empeoraban las relaciones con los kirgules, eso sí era digno de preocupación.

El piloto en el espectrómetro de rayos gamma hizo una señal al capitán, apartando su mirada de la pantalla sólo por un instante.

— ¿Aparece algo? —preguntó Dubertal. —Una explosión nuclear en un cuadrante muy cer-

cano al cono de sombras de La Tierra —informó el oficial.

La princesa había permanecido silenciosa desde su entrada a la sala de comando. Andaba seguida por su inseparable sirvienta.

Biklar no era muy ducho en cuestiones de navega-ción espacial, y además, como brubeksino en el noven-ta y ocho por ciento de su genética, no era muy pro-penso a las reacciones emocionales.

Permanecía impasible mientras el embajador atlante daba muestras inequívocas de regocijo.

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— ¿Qué sucede señor? —preguntó el capitán agre-gando a continuación—: la nave de los traidores ha desaparecido.

—No se preocupe capitán, ni por la explosión ni por esa nave.

Sencillamente sepa, que han caído en la trampa nuestros enemigos.

—No entiendo que quiere decir. —Esa explosión fue una pequeña bomba de neutro-

nes que colocamos en su nave para desviarles la aten-ción de nuestros verdaderos propósitos. Fue Biklar quien la puso allí poco antes de que escapasen; pero también colocó un emisor de señales que nos podría llevar a ellos, tan pronto entremos en órbita con La Tierra.

El capitán dudó un instante y luego agregó—: —No estoy muy seguro que lo consigamos—. Si los

rebeldes han tomado el poder en Atlántida como cree-mos, en este momento podrían tener todas las naves del reino a su disposición.

—Además, los sistemas de exploración y comuni-cación ¡lo comprendo! —dijo Dubertal—; pero recuer-de que el resto de las naves son tan antiguas como esta, y la tecnología la más

anacrónica de los cuatro mundos, a no ser... —hizo silencio por un instante recapacitando en alguna idea que lo preocupaba, para concluir entonces—: ese car-gamento enviado por el rey Nagasta, podría ser parte del pacto entre los kirgules y los rebeldes. ¿No creen ustedes?

—De cualquier forma pienso que corremos un gran riesgo de ser detectados al entrar en órbita. Sería más seguro descender directamente en algún punto —insistió el capitán.

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—Por lo que escucho de ustedes, parece ser que no tendremos en La Tierra ningún lugar seguro —dijo Biklar y agregó—. ¿Por qué no regresamos a Brubeks-ton y a mi país? La República Somer estaría muy satis-fecha de recibirlos a todos.

—Muy bien sabes que no podríamos —intervino por primera vez la princesa.

—No se preocupen por eso —dijo Dubertal—. Hay muchos lugares en La Tierra donde refugiarnos. Yo cumplí con mi deber al sacarlos de Brubekston. ¿Por qué habríamos de regresar allá? No pienso renunciar al empeño de retornar el orden a mi país y castigar a los infames. La Atlántida volverá a ser lo que fue durante los últimos mil años ¡El reino del arte y la sabiduría! —concluyó entonces poniendo una mano en el hombro derecho de Biklar—: mi poderoso amigo, podrás ayu-darme en mucho como lo hizo tu padre hace poco tiempo.

Con el relato de los sucesos ocurridos pocas sema-nas antes, quedó más clara la difícil tarea que debían emprender.

La nave había entrado en el cono de sombras de La Tierra y poco después comenzaban los preparativos para el descenso.

Capítulo 60 - Bajo el ataque de los

rebeldes

La palabra brubeksina significaba literalmente agua helada, nombre dado al planeta por los primeros que intentaron fundar una colonia. A partir de entonces lo designaron como el planeta de los hielos. En realidad, por aquella época estuvo muy acertado el nombre; porque La Tierra estaba cubierta en más de un setenta

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por ciento de su superficie por enormes masas de hielo que arrancando desde las regiones polares llegaban a extenderse hasta los treinta grados al norte y sur del ecuador.

A las costas septentrionales de la Atlántida llegaban con frecuencia témpanos compactos de millones de toneladas formando en algunas regiones un puente flotante entre Europa, las

islas de los atlantes y el continente occidental. La nave de Dubertal se desplazaba ahora silencio-

samente en órbita polar, el más seguro patrón de nave-gación dadas las circunstancias. Esta órbita les permi-tiría explorar la superficie en un periodo relativamente corto y mantenerse a un tiempo fuera del alcance de la exploración enemiga.

Laskira y la princesa se habían retirado a la habita-ción y observaban llenas de asombro y de temor la superficie reflectante de aquel mundo, casi desconoci-do para ellas.

Cada vez que la nave se aproximaba y luego se si-tuaba sobre la faja de las regiones cálidas, era un nuevo paisaje el que se mostraba ante sus miradas inquietas. Así fue cuando apareció en una pantalla sobre el dintel de la puerta principal, el rostro de Biklar, anunciándose y pidiendo permiso para llegar junto a ellas.

La princesa se acercó y abrió la puerta. — ¿Qué sucede? ¿Alguna otra desgracia que con-

tar? —Vine a saber como están y a decirles algo —jadeó

un instante y luego tomando aliento agregó—: los ex-ploradores han localizado la nave de los traidores, y tendremos que disponernos a descender. Dubertal me ha explicado muchas cosas de este planeta.

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—Siéntate —dijo Sakina cerrando la puerta—. Es-tamos dispuestas a enfrentar cualquier peligro.

Biklar se encogió de hombros y se acomodó sobre un sillón de alabastro.

—Es un lugar muy peligroso para nosotros. Como saben, su atmósfera es irrespirable. No soportaríamos ni un minuto la alta concentración de oxígeno y bióxi-do de carbono; por lo que

tendremos que usar las máscaras permanentemente. Pero eso no es lo peor —continuó Biklar—. Habrá que enfrentar a un enemigo mucho más poderoso, que podría sorprendernos en cualquier instante, y que se mueve en su propio ambiente.

— ¿Los rebeldes? —preguntó la princesa. —Eso es. Nuestros amigos calculan que estos tendr-

ían a su disposición más de quinientas naves de dife-rentes tipos.

— ¿Tanto poder han adquirido los atlantes? —Son modelos anacrónicos —afirmó Biklar—; pe-

ro en estos momentos cada una de esas naves podría resultarnos tan peligrosa como el más antiguo de los vimanas; y existe además, el peligro general de lo des-conocido. Aquí no es como en

Brubekston, con unas cuantas especies. Dice Duber-tal que hay miles de diferentes fieras y alimañas y una raza de hombres poseídos de un arrojo y un espíritu tan maligno como el peor de los kirgules.

— ¡Fastidio! —estalló la princesa—. ¿Por qué has de compararlos precisamente con un kirgul?

Biklar no hizo aparente caso a la reprimenda de la princesa y agregó a cambio:

—A ustedes dos les debo la vida. — ¡Uh! No te hemos pedido que lo agradezcas.

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—Muy bien, pero de todas formas velaré por uste-des; mucho más a partir del descenso. Estarán bajo mi cuidado. Con la esfera y con el cinturón me considero suficiente para protegerlos a todos.

—Gracias Biklar —dijo la anciana Laskira mientras recostaba la cabeza contra el vidrio de la claraboya y trataba de descubrir el significado de los colores en el creciente disco del planeta—. ¿Nos acercamos, ver-dad?

— ¿Cómo harán? —preguntó la princesa—. ¿Des-cenderá la nave?

—No, solamente la situarán en una órbita más baja. Dice el capitán que existe una zona de la atmósfera donde se hace casi imposible la detección de la nave desde la superficie sólida.

Biklar no había hecho más que pronunciar estas pa-labras con el habitual convencimiento que era propio de su carácter, cuando de repente las luces de alarma sobre el dintel se tornaron rojas.

Abrió la puerta y se asomó al corredor. Varios pasa-jeros y tripulantes corrían a través de este.

— ¡Digan! ¿Qué sucede? Las dos brubeksinas se abalanzaron tras él hacién-

dolo salir de golpe. —Nos atacan —gritó un soldado, y Biklar lo siguió

hasta la sala de comando. Allí entraban en aquel ins-tante Dubertal y otros dos que fueron arrojados de gol-pe por una explosión en algún lugar de la nave.

—Nos han golpeado —gritaba el capitán tratando de ponerse en pie.

—Ha sido en uno de los reactores —informó un tri-pulante que se mantenía atado a su sillón de comando.

La afectación del sistema energético había desenca-denado una sobrecarga eléctrica en los paneles y chis-

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pas de material inflamable saltaban a todas partes; in-cluso desde los dispositivos de alarma ubicados en el corredor central.

—Evacuaremos la nave capitán —ordenó Duber-tal—. Todo mundo a los hangares, comenzando por los pasajeros. Y tú mi amigo, como eres un pasajero más en mi nave; ve por delante con la princesa. Espero que aún tengamos tiempo para escapar de esta.

— ¿Y usted? —No esperen por mí ¡Adelante! Otra sacudida parecía confirmar el inminente desas-

tre. Saltaron pulverizados los vidrios de los paneles y se licuó la pared divisoria de la cabina de proa.

—Huyan de aquí —gritó el capitán. Los tripulantes abandonaban la sala de comando

mientras Biklar tomaba a la princesa de una mano y se dirigía con ella hacia los hangares. Las primeras naves estaban en el espacio; pero la fiel sirvienta aguardaba por ellos y de unas cuantas zancadas recorrieron los tres la rampa por donde muchos habían avanzado ya. Al final Biklar se detuvo, se dio vuelta, y descendió en un par de saltos. Entonces hizo un gesto a la princesa que lo miraba con

zozobra desde lo alto de la portezuela. No llegó a pronunciar frase alguna. Dubertal y el capitán ingresa-ban en aquel instante al hangar.

Un momento después abandonaban la nave y la pe-queña flota se acercaba a la superficie. Tal vez serían ellos el único foco de resistencia contra las fuerzas oscuras del pasado que tratarían de imponer su domi-nio sobre el planeta Tierra.

Capítulo 61 - Historia de los túneles

en el tiempo

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La manera en que Biklar había conseguido escapar de los calabozos en la capital Kirgul quedaría como un enigma para el rey Nagasta. Los sucesos se habían desarrollado de tal manera que hasta lo daban por muerto.

Por fortuna para la civilización brubeksina desde el momento de ocurrida su desmembración en cuatro potencias independientes, el más adecuado instrumento de poder había quedado en territorio de la República Somer. Esta había sido desde un principio el centro de poder comprometido con la paz y la estabilidad de los mundos; su último reducto. El túnel del tiempo fue la instalación que ayudó a los somersitas a mantenerse firmes y contrarrestar los anhelos hegemónicos de mu-chos gobernantes y políticos de la época.

Solo esta democracia, con suficiente poder en lo económico y militar había liberado al mundo de la hecatombe durante más de 5000 años. Había sido un periodo de tiempo bastante largo en lucha constante contra los hostiles; contra hombres, familias y clanes con ambiciones expansionistas. La República Somer nunca había empleado la guerra para impedir que otros estados o naciones eligiesen y desarrollasen pacífica-mente su propia forma de vivir.

Esa había sido la razón de un gobierno tan largo, próspero y estable. Cambiaban las formas de gobierno, los imperios fenecían y se perdían bajo el polvo de los milenios; pero la República prosperaba y mantenía la esperanza para los seres civilizados.

Más de 5000 mil años habían pasado ya desde la desmembración de la civilización brubeksina en esta-dos independientes; pero mucho más había transcurri-do desde la creación de los túneles en el tiempo.

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Existían cuatro estaciones cercanas, dos de ellas en La Tierra, una en Brubekston y la otra en Belsiria. A pesar de las ventajas y facilidades que estos sistemas de transporte interplanetario

significaban para los brubeksinos, sólo dos de ellos se mantenían en funcionamiento. El ubicado en Belsi-ria, planeta gigante del sistema estelar alpha centauri, y el situado en Brubekston, como habíamos dicho, en territorio de la República Somer.

De los dos que se hallaban en La Tierra, uno estaba en la mayor de las islas atlantes. Su existencia había sido un secreto guardado por generaciones y cuando de el se hablaba se hacía como si fuese una leyenda; por voluntad soberana del pueblo.

Tampoco ningún extranjero se atrevía a indagar so-bre su existencia y uso. El cuarto túnel era también un misterio. Estaba situado hacia las tierras del sudoeste, entre los dos océanos.

Belsiria y Brubekston estaban atados por uno de es-tos puentes interestelares, a través del cual la travesía de naves y personal se podía realizar casi de manera instantánea. El que poseyese este medio de transporte era sin duda el que imponía su voluntad, cualquiera que esta fuese. No era por tanto casual que el reino kirgul hubiese ambicionado siempre la posesión del territorio donde se hallaba la instalación.

Nagasta se había convertido desde el inicio de su reinado en el más sanguinario, ambicioso y agresivo de los gobernantes. La forma en que había ascendido al poder, asesinando a su propio hermano y actuando con artimañas, daba pruebas de su temperamento. La prin-cesa Sakina su sobrina tuvo la suerte de descubrir a tiempo el complot, y gracias también al embajador atlante habían podido escapar. Cuando Nagasta supo

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de la desaparición del prisionero y las dos mujeres, lo que hizo fue apresurar sus planes: la conquista del po-der político, económico y militar, en los cuatro mundos de la región.

Capítulo 62 - Alerta máxima en la

ciudad espacial

La colaboración del rey kirgul con los rebeldes era un hecho, y comenzó a ser criticado de inmediato por todos. Solamente se necesitaba la presentación de pruebas ante la asamblea conjunta, para que el suceso fuese condenado como violación de un tratado.

Aquel que hace ilegal la interferencia en los asuntos internos de otros estados.

Las pruebas existían en realidad; pero estaban en manos de

Kalick Yablum; el personaje público más influyente de La República. Esto hacía que el asunto fuese tratado de un modo especial. Sabía que el contenido del holo-grama no había sido en realidad una farsa para obtener ventajas comerciales con los atlantes, al hacer ostenta-ción de poder. Se estaba llevando a cabo un conflicto civil entre los atlantes; pero aún no se conocía hasta qué punto estaban inmiscuidos los aristócratas kirgules y su gobierno.

Hacer la denuncia de violación de tratado precipita-damente podría dificultar el descubrimiento de planes más peligrosos. Así había opinado Kalick Yablum en breve entrevista con el presidente.

Este se había convertido así en su confidente y cómplice por el plazo de una semana.

Era todo el tiempo que tenía Kalick Yablum para indagar más profundamente sobre la situación; y sien-

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do la última noticia, que su hijo estaba a salvo, se de-dicó por entero a su misión.

Al llegar a la ciudad estelar con su pequeño séquito, lo primero que hizo fue dar una orden impostergable a sus subalternos. Había que poner a funcionar de inme-diato la más rigurosa observación de las naves kirgu-les. Pequeñas, medianas y grandes. La flota era el ins-trumento estratégico del gobierno kirgul; pero también cualquier nave privada, perteneciente a miembros de familias afortunadas, podría ser utilizada para llevar a consumación sus propósitos belicistas.

A partir de aquella orden, ninguna nave del reino debería entrar o salir de su territorio sin ser estricta-mente controlada. La pregunta de Kalick y sus genera-les era: ¿en qué podría consistir el arma secreta de los kirgules...? y si en realidad existía ¿dónde hallarla?

La ciudad estelar pasó a un estado de alerta máxi-ma. Las fortalezas se separaron desde sus puertos de atraque y miles de laghimas y conchas de combate estaban listas para entrar en

acción al menor ataque. En pocas horas el sistema de vigilancia se había

convertido en una red, en teoría impenetrable para cualquier señal. Con los grandes espectrómetros ubica-dos en la ciudad espacial y en las

grandes naves de la flota interestelar se exploraba el espacio interplanetario en las rutas comerciales, tratan-do de detectar el movimiento inusual de alguna nave o de pequeñas flotas.

—Si existen en realidad planes de agresión por par-te de los kirgules, lo más probable es que tengan alia-dos en otros estados —dijo Kalick.

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Se había reunido en el comando central con los je-fes de más alto rango y ocupaba su asiento en un ex-tremo de la larga mesa ubicada al centro.

—También lo creo así, general —comentó uno de sus oficiales—. Cualquier reino de nuestro planeta podría ser aliado de los kirgules; pero pensemos ante todo en los otros mundos y en

aquellos que añoran la independencia absoluta. Pen-semos en Belsiria o en los propios rebeldes atlantes. La luna Sini tlan podría ser un foco de conspiración. En ella hace mucho tiempo hay grupos muy poderosos que desean separarse y dejar de rendir cuentas a la liga de los brubeksinos.

—Hoy se ha debatido mucho en esta sala —dijo el general poniéndose en pie—. Han sido muy oportunas y acertadas sus opiniones; pero sólo el descubrimiento de un verdadero paso a la agresión nos permitiría to-mar medidas de rechazo. No podemos basarnos en conjeturas, ya que el hecho de que los kirgules hayan apoyado a los rebeldes atlantes, no significa que conti-nuarán más allá en una escalada de violaciones. Sabe-mos muy bien que la República no deberá cambiar su línea de acción política y militar.

Señores. Tenemos el control del túnel y el trabajo del coronel Gedaro Balto es muy eficiente. Nada ni nadie que pretenda destruir la estabilidad conseguida y mantenida en los últimos cinco mil seiscientos años podrá pasar inadvertido ante nuestras fuerzas y servi-cios de supervisión.

Capítulo 63 - Paseo por la ciudad

Kaluga había estado presente en la reunión; pero sus pensamientos permanecían alejados de la realidad que lo circundaba. Desde que dejó el ambiente de la estepa,

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que parecía ser el lugar idóneo para su existencia, vivía ensimismado. Galika lo observaba, y la atracción se fue despertando en ella. Al salir del salón lo llevó a su habitación y estuvieron juntos por varias horas.

Después se fueron a recorrer la parte civil de la ciu-dad. Un pequeño vimana de modelo antiguo fue sufi-ciente para ellos dos, y como aquí las calles no eran tan concurridas como en una verdadera ciudad, pudieron disfrutar un poco de los sitios más extravagantes que hubiesen visto jamás.

Para Kaluga, acostumbrado a vivir en la salvaje es-tepa, el paseo constituía una experiencia maravillosa. Las calles eran túneles rectangulares, y en sus cuatro caras se abrían las puertas a las viviendas, oficinas, comercios y otros establecimientos dedicados a los más disímiles propósitos. En un mundo natural se ca-mina por la superficie atraído por la fuerza de grave-dad, los tallos de las plantas crecen hacia la luz del sol y las raíces profundizan en el suelo hacia el núcleo del planeta. En un lugar como la ciudad estelar, las cosas eran totalmente absurdas para Kaluga. Nunca se podía saber si se andaba cabeza arriba o cabeza abajo. Los vehículos se desplazaban silenciosamente por la parte central de las calles, mientras las puertas a los locales se abrían en los ángulos de las caras de los rectángulos.

Era divertido mirar hacia arriba y ver a la gente ca-minar por las aceras colgando cabeza abajo. No había ni que pensar en adaptarse a tan paradójica situación. Desde que se llegaba a la ciudad se sentía como que la vida era normal. En los parques los árboles colgaban, lo mismo que la gente; y todos trabajaban y se divert-ían en el interior de una esfera.

Entraron a una taberna y Galika le hizo señas a un dependiente que estaba tras un mostrador en el techo.

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Poco después el brubeksino vino hacia ellos bajando por la pared, sin que se

derramase siquiera una gota del licor que contenían las jarras.

Comieron las mismas cosas. Carne de mamut asada y vegetales frescos producidos en la ciudad. Ya un poco cansados, llegaron al extremo opuesto junto a la superficie. Era un espléndido mirador transparente. Allí se sentaron bajo unos árboles. En este sitio nada les colgaba encima y se podía ver Brubekston que des-cendía en aquel momento hacia el horizonte.

— ¿Qué te ha parecido la ciudad? —preguntó Gali-ka.

—Aquí es bueno, sabes; pero preferiría estar en otro sitio.

— ¿Qué tú crees si nos unimos, es decir; no sepa-rarnos jamás? —dijo ella en tono ensoñador.

— Si fuese en otro lugar, estaría de acuerdo —asintió Kaluga con indiferencia, mientras se entretenía mirando a las estrellas que titilaban en el firmamento.

El más grande de los astros terminó llamando de manera especial su atención.

El sitio donde se habían detenido era una especie de parque.

Un refugio adonde se retiraba por algunas horas la gente que no podía soportar la añoranza de los bosques y los campos de Brubekston, y a los que las obligacio-nes diarias en la ciudad

espacial no les permitían salir más de una vez al año.

Mientras Kaluga quedaba adormecido recostado contra el oscuro tronco de un árbol, Galika se puso en pie y se acercó a los restos de una hoguera cercana, cuyos tizones aún refulgían, y se empeñó en hacerla

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revivir alimentándola con hojas y pequeñas ramas. Pronto lo consiguió.

Luego se acercó a Kaluga, se tendió junto a él y re-costó la cabeza contra su pecho. En aquella posición estaba lo bastante cómoda como para quedar dormida. La llama, abundante y juguetona con el ozono de la ciudad, hizo que Kaluga abriese los ojos, y de repente, quedó pasmado con el resplandor y con la voz; tan leve como el susurro de la brisa primaveral entre las hojas de las acacias, que llegó hasta sus oídos.

—Kaluga... Kaluga... desde el sexto mundo llegará la desgracia hasta tu especie. Escapa a tiempo si pue-des..., porque este será el final.

Después de estas palabras la llama se consumió y Kaluga quedó por un rato inmóvil contra el tronco del árbol, la mirada fija en el astro que con su luz lo ate-morizaba.

Capítulo 64 - Refugio en las alturas

Los traidores habían sido ubicados en su descenso sobre la superficie terrestre. No obstante, el sorpresivo ataque de algunas naves de los atlantes rebeldes, había puesto al embajador y a su gente en una situación des-esperada.

La nave madre había estallado en el espacio. Después de escapar del sorpresivo ataque, la flota

de transbordadores llevando a los sobrevivientes lo-graba ocultarse entre las nubes y la bruma, en territorio desconocido. A duras penas el capitán, gracias a su experiencia, las había reunido a todas haciéndolas des-cender sin contratiempo y de manera organizada.

La mayoría de los sobrevivientes eran atlantes, gen-te de la tripulación, leales a su capitán, al embajador Dubertal y al gobierno de los sabios. En el exterior,

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una niebla espesa flotaba a poca distancia del pedrego-so suelo. La calma parecía absoluta. Los primeros en salir fueron los atlantes; luego fueron asomando las cabezas enmascaradas de los brubeksinos. El capitán reunió en formación a la totalidad de su gente y enton-ces realizó el conteo.

Las pérdidas no habían sido muchas a pesar de lo imprevisto del ataque y la catástrofe que sobrevino. El sentido común les sugería prepararse para un nuevo encuentro con el enemigo o

mejor aún, rehuir cualquier contacto con este. Los transbordadores estaban en perfecto estado y segura-mente constituirían por mucho tiempo el único recurso con que contarían para sobrevivir y comenzar la lucha.

—Hay que buscar un lugar seguro donde ocultarnos —dijo Dubertal, mientras recorría el espacio entre las dos filas de soldados—. Nuestra lucha apenas comien-za y es por eso que les

sugiero mantenerse alertas ante cualquier indicio de los rebeldes.

Capitán, creo que deberíamos enviar cuatro patru-llas en direcciones opuestas, en busca de algún lugar que se encuentre mejor cubierto de la exploración enemiga. La niebla que nos

protege ahora podría durar semanas; pero también podría desaparecer de repente.

En aquel instante se acercaron Biklar y la princesa Sakina.

Mientras el capitán despedía a los soldados que sal-ían de exploración, Dubertal charlaba con los brubek-sinos acerca de los pormenores del aterrizaje y las ac-ciones que deberían emprender de inmediato. No hab-ían transcurrido cuatro horas de espera cuando el ca-pitán recibió información alentadora proveniente del

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sur. Solamente él y dos soldados hacían su guardia en el exterior, turnándose cada media hora para sobrelle-var la cruda temperatura,

casi en el punto de congelación del agua, cuando re-cibió un bit bit en su receptor de señales. De inmediato corrió hacia la nave donde aguardaba el embajador.

— ¿Qué sucede capitán? —Buenas noticias señor. Hacia el sur..., creen haber

hallado el lugar adecuado para las naves. —Que regrese entonces el resto de la gente, y pre-

pare todo para la partida. El sitio descubierto era un pequeño valle. El río que

lo atravesaba había labrado profundamente en las rocas de la corteza, haciendo que enormes bloques de granito aflorasen por doquier. El resto del terreno estaba for-mado por grava y arena; pero hacia el sur un tupido bosque de coníferas daba un tono diferente a la aridez del paisaje.

Las naves habían volado a poca altura sobre la pla-nicie hasta descender al valle. Poco después el sol se ocultaba tras las cumbres del oeste y la niebla era ba-rrida, casi de súbito, por la ventisca que le sucedió.

Habían sido dichosos de encontrar aquel refugio, en el cual ocuparon la parte más estrecha sobre la orilla izquierda de la corriente. Ahora tenían agua en abun-dancia, abrigo contra los

vientos helados, y un camuflaje perfecto entre las grandes rocas.

Al caer la noche, la temperatura continuó descen-diendo y tuvieron que refugiarse en las naves. Fue la primera noche en La Tierra para Biklar, la princesa, y su sirvienta Laskira.

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Capítulo 65 - El destino del capitán

Raksok

El capitán kirgul que había tomado prisioneros a Biklar y a su madre en la mansión de la estepa había estado recostado contra el respaldo de un sillón por más de hora y media.

Las piernas las tenía cruzadas encima del escritorio donde reposaba también una jarra de licor. Meditaba sobre sus intereses personales mezclados ahora con aquella guerra que estaba a punto de emprender. La aristocracia kirgul era absolutista y conservadora y a él le había tomado bastante tiempo y sacrificio para llegar al puesto donde se encontraba.

Sólo estando al lado de los poderosos, apoyando y defendiendo sus intereses, podría llegar algún día a ser tan poderoso como cualquiera de los bien nacidos. Sabía que su futuro dependería de él mismo y de nadie más; pero aún con estos razonamientos, perduraba la duda. ¿Sería correcto emprender aquel conflicto?

Llevaba muchos días meditando sobre el asunto y cada vez que lo hacía tenía que beber. A pesar de su experiencia, la cual era superior a la de muchos otros de su especie, no se había decidido todavía por una sola de las decenas de respuestas que él mismo le había dado a la pregunta.

Desgraciadamente las acciones no se detenían. El proceso estaba en marcha. Volaban a velocidad cruce-ro en una pequeña nave comercial para encontrarse con el gran proyecto. Recordaba a Sakina. La había desea-do por muchos años y ahora la condenada había des-aparecido; justo y casual, cuando el rey Nagasta se la ofrecía para la unión. Para él, un pobre capitán de la flota interestelar con ricas ambiciones, su unión con la

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sobrina del soberano significaba mayor influencia y el camino expedito para su propio ascenso.

Comenzaba a sospechar que Nagasta mismo había ordenado el asesinato de la joven. No había otra expli-cación. ¿Cómo habría podido esfumarse de palacio y por qué razón?

Debía hallar la forma de conocer la verdad. No pa-recía ser una mera coincidencia que al mismo tiempo que ella, hubiesen desaparecido además, la vieja sir-vienta y el prisionero de la

República Somer. No, no podía ser. El capitán be-bió media jarra de licor y se puso en pie. Recordó en-tonces las últimas palabras que Nagasta le había pro-nunciado frente a frente: "si echamos esta guerra es para vencer."

Los pocos que conocían del proyecto estaban con-vencidos del triunfo; pero él no lo estaba de manera absoluta. Sería la primera guerra en los últimos cinco mil años. Todo ese tiempo la República había mante-nido su preponderancia en la liga de los estados. El control sobre el cumplimiento de los tratados se había convertido en una tradición, y en esta ocasión ya los estaban culpando por la rebelión en Atlántida. Si con-seguían las pruebas para editarlas por

los cuatro mundos, entonces sería la ruina económi-ca de los kirgules.

Estos pensamientos ocupaban la mente del capitán mientras la pequeña nave comercial que los transporta-ba se dirigía solitaria hacia una de las trece lunas del planeta Júpiter.

Capítulo 66 - La última visión del

fin

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— ¿Crees que sea tan indispensable hablar con mi padre sobre el asunto? —dijo Galika mientras avanza-ban de prisa por el largo corredor que finalizaba en la oficina del general.

—Estoy seguro que si —dijo el visionario de la es-tepa cuando se encontraban ya a cinco pasos de la puerta. Kalick Yablum los esperaba de pie junto a su mesa de trabajo.

— ¿De qué se trata? —interrogó con la mirada fija en el rostro de Kaluga.

—Usted me dijo una vez que creía en la certeza de mis visiones —afirmó el visionario.

Había quedado en firme como si fuese uno más de los militares bajo las órdenes del general.

—Así es —replicó este, más sorprendido aún—. Antiguamente los dioses solían revelarse directamente a algunos miembros de nuestra especie; pero ese cono-cimiento revelado dejó de ejercer influencia sobre nuestras vidas, hasta que finalmente desapareció por completo. ¿Tienes algo que decir al respecto?

—Hace poco tiempo tuve otra visión..., que posi-blemente será la última.

— ¿Otra visión? ¿Por qué dices que será la última? —El dios de la llama me ha revelado, que pronto

caerá una gran desgracia sobre nuestra especie, tam-bién me ha dicho que escape, porque será el final de todo. He querido decírselo de inmediato a causa de que es usted, general, el primer ser que ha confiado en mí.

— ¿Cuál podría ser el mal que sobrevenga? ¿Supis-te algo con tus visiones?

— El dios de la llama ha dicho que desde el sexto mundo llegará el azote sobre nuestra especie.

—El sexto mundo en nuestro sistema estelar es el planeta Júpiter —dijo el general, al tiempo que las

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muestras de alarma comenzaban a desaparecer de su rostro.

— ¿Verdad padre, que no hay nada que temer? —preguntó Galika.

—En Júpiter solamente existe una pequeña colonia de los kirgules. Desde hace muchos años han estado tratando de poblar su luna más cercana; pero no son muchos los que desean ir a vivir allá. Los aristócratas no están dispuestos a abandonar Brubekston, donde la vida se les hace fácil, e invertir en un mundo que por el momento no les resulta de utilidad. Tomen como

ejemplo a Marte. También es propicio para estable-cer una gran colonia; pero ya ven, ningún estado se ha preocupado hasta el momento por hacerlo.

—Las cosas que el dios de la llama me ha revelado siempre han sucedido. Galika podría atestiguarlo. Si recuerda la vez que la encontré en la estepa.

—Sin duda. Creo en tus visiones, y estoy tratando de darle una interpretación a esta. ¿Recuerdas exacta-mente las palabras de la visión?

—Recuerdo las visiones que he tenido en mi vida desde la primera —dijo Kaluga—, pero esta vez fue algo diferente y el dios se valió de Galika para mostrármela. Dijo así: "Kaluga... Kaluga..., desde el sexto mundo caerá la desgracia sobre tu especie. Esca-pa a tiempo si puedes porque este será el final."

—La visión se refiere a Júpiter. De eso no tengo dudas. Estuve leyendo el último reporte de la explora-ción. Pediré más sobre Júpiter y sus satélites naturales. Será mejor que relajen sus

ánimos, porque esto tomará algún tiempo —dijo Kalick. Fue entonces hacia el extremo derecho de la estancia y ocupó un sillón fijo sobre el piso, y de cuyos

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brazos alargados y revestidos de material broncíneo sobresalían al final dos paneles.

Oprimió un botón y desde el piso comenzó a subir una plataforma cilíndrica, que se detuvo a la altura de su pecho. Con otro accionar de teclas comenzó a pro-ducirse un arcoíris de

reflejos sobre la máquina, y a continuación, una pantalla lumínica tridimensional se formó de la mezcla de colores.

Galika y Kaluga se habían situado a ambos lados del general y aguardaban con impaciencia, ante todo el visionario, cuya preocupación aumentaba con el temor de ver surgir en cualquier

momento una catástrofe natural. Sentía deseos de huir a lo lejos ¿pero a dónde? si aún ignoraba la magni-tud y género de la desgracia que se avecinaba.

En el ámbito de la pantalla se sucedían las imágenes más recientes del planeta gigante y sus satélites natura-les. Luego aparecieron diagramas e información de algunas naves

comerciales en las cercanías del sistema. El general se reclinó en su sillón y quedó contem-

plando el escenario móvil multicolor que se desplazaba ante sus miradas.

—No veo nada fuera de lo común en todo esto —dijo finalmente—. No obstante, daré instrucciones para que se incremente al máximo la vigilancia en la zona.

Realizó entonces algunas maniobras en los coman-dos, y las imágenes del espacio desaparecieron para dar lugar al rostro sonriente de su ayudante Yardul.

— ¡Capitán! Quiero que concentren de inmediato todos los sistemas de vigilancia en Júpiter y sus cer-canías.

— ¿Algo específico que debamos buscar?

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—En realidad... no hay nada específico —dijo Ka-lick volviendo su mirada al visionario, que había ocu-pado otro sillón a su izquierda y agrego—: es una pe-queña sospecha que tenemos por acá.

— ¿Se trata del visionario? —Acabas de adivinar... y te advierto que debemos

tomarlo en serio; más hoy, cuando las cosas se han complicado tanto con la rebelión de Atlántida.

—Comprendo general. Enseguida haré lo necesario y estaré alerta por cualquier catástrofe natural.

—A menos que el planeta estalle y algún pedazo se nos venga encima. Probabilidad muy remota. ¡Muy bien Yardul, sea lo que sea infórmame de los detalles!

Cambiaron nuevamente las imágenes en la pantalla. — ¡Un momento! —Chilló Galika al tiempo que se

ponía en pie, y fue tanta la sorpresa que levantó en Kaluga y su padre, que estos se levantaron para acudir a ella.

— ¿Qué sucede? —preguntó el padre tomándola de las manos.

—Muy bien —dijo ella casi desmayándose sobre el sillón—. ¡Escuchen esto! Hay una relación muy estre-lla entre la visión de hoy y la que conocimos el otro día. Aquella que ocurrió en nuestra mansión de la este-pa.

— ¿Es cierto? —preguntó Kalick escrutando pro-fundamente el rostro del visionario.

—Lo es —dijo este. — ¿Me podrías repetir el contenido de ambas visio-

nes, palabra por palabra si es posible y comenzando por la primera?

—El dios de la llama dijo aquella vez: “Biklar será victorioso librando en la Tierra grandes batallas con sus brazos y su espíritu. Recorrerá el planeta de un

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extremo al otro hasta el día en que una nave lo regrese a casa y a la compañía de su gente; pero antes verá a su propio mundo llover en pedazos por encima de su ca-beza” —y continuó el visionario—: en la visión de hoy dijo el dios: “Kaluga... Kaluga. Desde el sexto mundo llegará la desgracia hasta tu especie. Escapa a tiempo si puedes porque este será el final”. Y es a causa de esto que ahora deseo huir como nunca antes.

—Presten atención a la parte final de la primera vi-sión: dice que verá su propio mundo llover en pedazos por encima de su cabeza.

— ¡Exacto! —exclamó Kalick Yablum—. Pobre hijo mío. El mundo de Biklar es este. Nuestro planeta Brubekston, y él lo verá llover sobre su cabeza estando aún en la Tierra, como lluvia de meteoros. ¡Esto quiere decir...! —el general quedó paralizado unos segun-dos—. Que el género de desgracia que vendrá a noso-tros es la desintegración del planeta.

— ¡Oh padre! ¿Qué otra cosa más terrible nos podr-ía ocurrir?

Capítulo 67 - En busca del imperio

Rama

La vida no se hacía fácil en las alturas. Después de varios días habían conseguido crear un campamento bastante confortable y al amparo de los peligros más inminentes; representados, sin duda, por las naves de los atlantes rebeldes, que exploraban desde el espacio por encima de las elevadas cumbres.

Estaban forzados a permanecer allí de manera pru-dencial, al menos por algunos días, con la esperanza de que se calmara el fervor vengativo del enemigo. Du-

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bertal decidió finalmente poner en marcha sus propios planes.

Los Atlantes habían mantenido un largo y perma-nente comercio con el reino de los lemures y con el Imperio Rama; a los cuales tal vez sería conveniente acudir en busca de apoyo y cooperación en la lucha contra una Atlántida amenazadora. Ambos reinos se encontraban hacia el sur. Lemuria era un conjunto de grandes islas y una porción continental cercana a estas, que albergaba a una población laboriosa de gente de piel morena y rugosa, de cabellos

largos y ensortijados y de pequeña estatura, si com-parados con el resto de los humanos. Esta gente había sido el producto de uno de los ensayos genéticos más sofisticados y exitosos; y también el más antiguo de los que se guardaba memoria. Mucho más antiguo sin du-da, que el que dio origen a los atlantes.

Los habitantes del imperio Rama, por su parte, di-ferían mucho en aspecto de los lemures. Eran de mayor estatura y de piel más clara y lisa con escasez de be-llos; pero con espesa cabellera negra, especialmente las mujeres, que acostumbraban a peinarlo en trenzas que les caían hasta las caderas. Vivían en grandes ciudades fortificadas, en las partes intrincadas de las selvas con-tinentales. Esta raza estaba dominada bajo un solo po-der, que irradiaba en todas direcciones desde su capital Mohenjo Daro.

Cuando la princesa Sakina y Biklar escucharon los relatos maravillosos de Dubertal acerca de las razas de los humanos, el interés del hijo del general Yablum despertó de manera súbita y ferviente. Deseaba cono-cer más sobre estas criaturas creadas por sus antepasa-dos, y ya no se conformaba con lo que había aprendido

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en los estudios teóricos que llenaban de placer sus ra-tos de ocio.

Ahora estaba en La Tierra, en el mundo originario y natural de la especie humana.

Después de tomadas las precauciones más acucian-tes para evitar ser descubiertos o tener un encuentro sorpresivo con el enemigo, el embajador Dubertal dis-puso que el capitán con la mayoría de sus hombres se hiciese cargo del campamento y de los civiles que se encontraban con ellos, incluyendo a la princesa Sakina, quien a duras penas pudo ser convencida de permane-cer al amparo de las naves en el escondrijo. Por su par-te Dubertal y Biklar en compañía de dos soldados abandonaron el valle en las primeras horas de una ma-ñana hermosa, cuando aún la niebla cubría el paso en-tre las grandes rocas. El Vimana de cabina doble se desplazaba en silencio. Pronto entraron a los bosques del sur, siguiendo siempre la orilla del río como medio de orientación. Muy pronto la corriente embravecida comenzó a saltar en estrepitosas cascadas desde varias vertientes y despeñaderos, abriéndose paso hacia el sudoeste. Algunas veces se introducían por estrechos desfiladeros y se veían obligados a volar muy bajo, ya que no existían en aquellos pasajes verdaderas riberas por donde desplazarse; y los vimanas, al menos el mo-delo en que viajaban, eran máquinas inadecuadas para tomar altura sobre las aguas profundas. En varias oca-siones estuvieron a punto de estrellarse contra los esco-llos en medio de la corriente. Por fortuna, tras un largo recorrido el río fue perdiendo su bravura.

—Me podrías decir a donde nos dirigimos en reali-dad. Nunca había observado un paisaje tan salvaje. Si continúa así, creo que terminaré detestando la aventura

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en que nos hemos metido —dijo Biklar poco después de descender por una estrepitosa cascada.

— ¿Vez aquellos remansos a la izquierda? Aquí el paisaje comenzará a cambiar poco a poco —fue la res-puesta del embajador, al tiempo que dirigía el vehículo hacia el lugar señalado.

—No ha contestado a mi pregunta, señor. Estoy an-sioso por conocer ¿qué buscamos en realidad?

—Pretendo encontrar aliados entre los hombres. Eso es lo que me preocupa por el momento. Con nues-tro pequeño grupo, jamás podríamos ni soñar con una victoria sobre los rebeldes.

— ¿Y piensa que los hombres serían capaces de ofrecernos alguna ayuda?

—La gente del imperio Rama, además de una raza aguerrida y emprendedora, son dignos de admirar por el culto que ofrecen a la bondad y al sacrificio heroico, esas cualidades son las que los ayudaron a sobrevivir durante las épocas más difíciles de la vida en el plane-ta. Mientras otras razas desaparecían, estos se han ele-vado mucho, material y espiritualmente, sobre el resto de la humanidad.

—Entonces ¿quiere decir que nuestras esperanzas son mayores, si conseguimos hacer contacto con ellos?

—Eso espero —dijo Dubertal. El Vimana se había detenido en una anchurosa ribe-

ra que se extendía casi hasta perderse de vista por am-bos lados del río.

—Descansaremos aquí unas horas y luego continua-remos bajando hasta llegar a los grandes valles. Este río no es más que un pequeño afluente del otro que veremos pronto. Si tenemos suerte, pronto llegaremos al que ellos llaman Saraswati.

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— ¡Saraswati! —repitió Biklar—. Es un nombre muy musical para gente tan primitiva.

—No te equivoques, amigo. Ya tendrás la ocasión de conocerlos y es bueno que te dispongas a las sorpre-sas. Ellos han preservado mucho la antigua sabiduría de tu especie. Para un amante de la historia como tú, este es el lugar ideal para una gran carrera investigati-va, así que ya deberías empezar a tomar notas.

Bajaron los cuatro del vimana y tendieron las man-tas sobre el suelo cubierto de guijarros. El frío era to-davía intenso; pero había dejado de sentirse la brisa castigadora. La presión de la atmósfera sobre la piel también era diferente. Sin duda otro indicio de que habían descendido hasta los tres mil doscientos ochen-ta pies de altura desde las nevadas cumbres, que ahora brillaban a sus espaldas en la lejanía.

El valle donde se habían detenido era un sitio cer-cano a las sempiternas nieves. En otros tiempos, pro-bablemente miles de años en el pasado, los glaciares habían depositado allí enormes cantidades de materia-les rocosos, que ahora formaban montículos en algunos sitios, dispersos por el paisaje.

Los tres atlantes y el brubeksino comieron a la in-temperie y estiraron los músculos de sus piernas, du-rante un pequeño recorrido sin alejarse del vimana. Luego Dubertal dedicó algún

tiempo para observar la distancia con los instrumen-tos y rectificar la exactitud de la orientación a través de los planos tridimensionales en el panel del vimana.

Biklar se acercó prontamente a una señal del emba-jador.

—Entra al vehículo. Deseo que mires esto. —y am-bos entraron a la cabina.

— ¿De qué se trata?

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—Esto que vemos aquí —dijo Dubertal señalando a la pantalla— es la región a donde entraremos dentro de unas horas.

El Saraswati atraviesa por aquí hasta desembocar en el Gran Océano. Esta es Mohenjo Daro. Aunque la ciudad está en medio de la selva, llegaremos a ella y buscaremos la manera de

entrevistarnos con los principales de su gobierno. — ¿Y si los rebeldes han llegado al lugar? —No es desacertada la idea —dijo el embajador—.

Tratarán de conquistar todo el planeta, esclavizar a la humanidad y exterminar a la parte que no les conven-ga. Esos han sido los viejos sueños de los traidores, por lo que se han opuesto siempre al gobierno de los sa-bios. Ahora han consumado parte de sus aspiraciones, y si no se les detiene antes de que se fortalezcan, lle-gará el momento en que terribles guerras se desatarán entre los mundos habitados.

— ¿Esas naves que nos atacaron? ¿Qué piensa usted que buscaban tan alejadas de la Atlántida? —preguntó Biklar, aburrido de mirar las imágenes en la pantalla.

—El contacto con Sorobabel. Lo que Sakina y su sirvienta lograron averiguar, nos permite deducir que la aristocracia kirgul, con su rey al frente, son aliados peligrosos de los atlantes; pero a la vez, un enemigo aparte, con sus propias ambiciones y planes de domi-nación. Sorobabel el traidor, iba al encuentro de un cargamento enviado a los rebeldes por el rey Nagasta. A aquel lo creía mi ayudante fiel; pero en realidad, sabemos que es lo peor.

—Pero pudimos localizar la nave donde escapó —dijo Biklar.

—Tal vez demasiado tarde, y muy lejos del lugar donde nos forzaron a descender. Es por eso que te di-

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go, si obtenemos la ayuda del Imperio Rama y de los lemures, aún podríamos combatir el mal que nos ame-naza a todos.

Poco después de esta conversación, los cuatro com-batientes a bordo del vimana se lanzaron a través del valle, dejando atrás las últimas lenguas de los glaciares de montaña. El paisaje había cambiado, convirtiéndose en una zona boscosa con algunas colinas de verde pri-maveral. Habían llegado a las márgenes del Saraswati.

En horas de la tarde, después de vertiginosa nave-gación, se aproximaron a la primera aldea.

Se habían detenido sobre la cima de una colina, a prudencial distancia para no ser observados por los habitantes. Un grupo como de doscientos, hombres y mujeres, trabajaban en las afueras de un caserío. La labor parecía consistir en acarrear leña y madera de los alrededores para mantener con vida una hoguera ex-tendida por unos cien pies cuadrados sobre la planicie.

— ¿Qué hacen? —preguntó Biklar. —Ellos cuecen al fuego el material usado para sus

construcciones. Son bloques de arcilla que se endure-cen como la astrolita de nuestras viejas naves, luego levantan con ellos las

paredes y muros de sus almacenes, templos y habi-taciones. ¿Has viajado alguna vez a Belsiria?

— ¿Por qué me preguntas eso? Pienso que siendo el hijo del general en jefe de la

flota interestelar, hayas tenido esa oportunidad. Esa gente que vez allá, son de la misma raza huma-

na llevada a Belsiria por los antiguos Brubeksinos. — ¿Son belsevitas? —No los llamaremos así, pero son los mismos en

forma y espíritu, la raza más laboriosa de todas.

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— ¿Hemos llegado entonces a las tierras del Impe-rio Rama?

—Aquí estamos ya, mi amigo. Escucha esto —continuó Dubertal tras reflexionar un instante—. A pesar de que estos poseen poder y sabiduría que te lle-garán a sorprender, no por eso sus creencias dejan de ser muy sencillas.

— ¿Hasta qué punto? —Hasta creer que somos dioses, y de eso se tratarán

de aprovechar los rebeldes, para exterminarlos a todos, o convertirlos en esclavos, como ya tú sabes. Nuestramisión consiste en buscar aliados, y si concertamosuna alianza con este pueblo, le seremos fieles.

Poco después decidieron bajar hasta las proximida-des del caserío. Como medida de seguridad, Biklar ciñó el cinturón de invisibilidad y desapareció de la escena, aunque se mantuvo junto a sus compañeros mientras avanzaban; marchando a pie y despreocupa-damente. No más habían descendido a la planicie des-provista de vegetación elevada, se dejó notar su pre-sencia.

Cuando el primero de los aldeanos divisó las gigan-tescas figuras que avanzaban hacia ellos y el rumor se expandió entre la multitud, quedaron postrados de es-panto. A los ojos de los humanos la rareza de aquellos rostros y la corpulenta estatura de sus poseedores no podía más que inspirar terror. Pero entonces algo suce-dió entre la multitud.

Antes que el primero de los humanos se lanzase en desesperada carrera, alguien entre ellos vociferó una orden a la que todos obedecieron.

—Avancemos despacio y sin hacer movimientos bruscos —advirtió Dubertal a su gente.

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Parece que entre la multitud laboriosa las palabras de algún líder habían hecho su efecto apaciguador. Esperaron en silencio hasta que los gigantes se aproximaron, y entonces un hombre les salió al en-cuentro. Por su aspecto y vestimenta, y a diferencia de la mayoría de los varones que trabajaban a pecho des-cubierto, este se distinguía por la túnica de colores vivos y el turbante negro que cubríale hasta la altura de las cejas.

— ¿Qué motivo trae esta vez a los dioses hasta nuestro pueblo?

—expresó directamente como si acostumbrado es-tuviese a encuentros de tal especie.

—Venimos desde las lejanas tierras atlantes —díjole Dubertal, y agregó—. Perdidos hemos estado del otro lado de las altas cumbres, más por accidente que por voluntad. Ahora os pido,

Como representante que sois de la muchedumbre, que nos enseñes el modo y lugar propicio para encon-trar al gran señor de estas tierras.

El hombre volteó su rostro al poniente, y cuando encontró el rosáceo disco del astro diurno, dio medio giro a la izquierda y alzando ambos brazos los extendió hacia el sur, en dirección a la selva.

—En la ribera derecha del Saraswati encontraran una ciudad, escondida en lo intrincado de la floresta; pero la podrán reconocer a primera vista, porque no hay otra como ella. Allí habita nuestro señor.

—Cansados estamos de viajar por la bastedad de los cielos. Si encontrásemos a alguien con la facultad de guiar nuestro recorrido hasta la gran ciudad, sería re-compensado. Él y todo su pueblo serían recompensa-dos en abundancia.

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—Hay gente de sobra dispuesta a serviros, cualquie-ra que sea vuestra procedencia. Yo mismo lo haría con placer si aceptármelo desean.

Habiendo dicho esto, el hombre se dirigió a algunos de sus colaboradores y tras impartir ciertas orientacio-nes, se alejó con los visitantes en dirección al poblado.

Capítulo 68 - Mundos en guerra

—Nada señor, absolutamente nada fuera de lo común —dijo Kalick Yablum inclinando su pecho al frente y colocando las manos al borde del escritorio.

El presidente había ido hasta una de las ventanas y observaba el paisaje de la ciudad, mientras meditaba con aparente serenidad sobre los últimos acontecimien-tos. Acababa de recibir el informe del general. Ahora sabía que la situación se tornaba desconcertante.

—Que no hayamos descubierto ningún indicio de preparativos bélicos, sólo puede significar una cosa —dijo volviendo a su sillón de trabajo. Tomó asiento y agregó—: significa que no existe nada de que alarmar-se.

—Jamás habíamos vivido una situación como esta —dijo Kalick—. En realidad hemos sido víctimas de una agresión. ¿A qué se debe?

— ¿El secuestro de su esposa? —No solamente eso. Lo que sucedió con mi familia

está vinculado al resto de los acontecimientos. Ataca-ron mi hogar y se llevaron a mi hijo y a mi esposa des-pués que supieron que el holograma estaba en mi poder con la información que revelaba los planes de los kir-gules. Ahora podemos estar seguros que Marleko Ke-daro no mentía. La rebelión de la facción opositora en la Atlántida es un hecho. Han tomado el poder y el rey Nagasta está

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aliado con ellos. Hemos descubierto que la luna Sini tlan y Belsiria han estado últimamente tratando de ob-tener un compromiso con los Kirgules para alcanzar la independencia, y todo esto a nuestras espaldas.

—Como jefe operativo de la inteligencia y de la flo-ta interestelar ¿qué propone, general?

—Señor, sé que ya usted sabe lo que deberíamos hacer. En primer lugar, denunciar el complot entre los rebeldes atlantes y los kirgules. Que el resto de los estados brubeksinos sepan las cosas que están en jue-go. La paz, la libertad y probablemente la existencia misma de nuestra especie. En segundo lugar, propongo movilizar numerosas fuerzas en Belsiria para impedir cualquier alzamiento a favor del rey Nagasta.

—Muy bien general. Convocaré de inmediato a nuestra asamblea, e informaremos a Mitrasia, a Tulasia y a Yilpadia lo esencial de los hechos. Es hora de que aunemos fuerzas para impedir una conflagración. Si en cualquier caso esta sucediera, ya usted sabe, destruire-mos al reino Kirgul de una vez y para siempre.

Arrancaremos el mal de raíz. Comuníquese con el coronel Gedaro Balto y dígale que triplique la seguri-dad en la región del túnel. Si es necesario, que lo cierre totalmente a las naves de los kirgules. Sé que en pocos minutos obtendremos el consentimiento expreso del resto de los estados —el presidente se puso en pie y agregó—: ¡ahora, vaya usted general! Aún podríamos estar a tiempo de evitar lo peor.

Capítulo 69 - Historia antigua de

Brubekston

En los tiempos remotos en que los brubeksinos constituían una entidad social unitaria, que fue durante

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el primer milenio después de su arribo al sistema solar; habían colonizado al quinto planeta, al que llamaron Brubekston, y luego al tercero. Terminada esta época de ferviente expansión, se lanzaron con renovado ímpetu desde sus nuevas bases hacia el sistema estelar más cercano; la estrella Alpha Centauri. El descubri-miento allá de un planeta gigante con condiciones pro-picias para adaptarlo, los motivó a la creación de los primeros túneles. Belsiria, el planeta a que nos referi-mos, no era exactamente un paraíso para la especie, pero poseía gran riqueza en minerales y abundante flora y fauna. Necesitaban una

base cercana para poner en explotación sus abun-dantes recursos, y para ello escogieron a uno de sus satélites naturales, al que nombraron Sini tlan. Impul-sados por las nuevas fuentes de

materias primas, miles de familias brubeksinas ini-ciaron la inmigración, y en menos de ochocientos años, Belsiria se había convertido en un delicioso centro de comercio y de poder. Para finales del segundo milenio de la colonia, sus habitantes se sentían ya como una entidad autónoma, con capacidad para gobernarse y vivir de sí misma; pero no fue hasta la ruptura de la metrópolis en sus actuales cinco estados, cuando las ideas de independencia arraigaron y se convirtieron en obsesión de sus habitantes.

Estas ideas eran alentadas ante todo por el estado brubeksino de los kirgules, quienes albergaban sus propios planes.

Como se ha dicho, el túnel que comunicaba a Bru-bekston con Belsiria a través del hiperespacio, había quedado después de la ruptura en territorio de la Re-pública Somer; ahora, siendo imposible la construcción de uno semejante en el estrecho espacio gravitacional

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de un planeta (por la imposibilidad astrofísica de ope-rarlos conjuntamente) los kirgules quedaron en desven-taja y en dependencia comercial de Someria, la que se negó siempre a concederles participación en la opera-ción y administración del túnel; aunque nunca les negó su utilización ilimitada y libre de todo cargo en el co-mercio pacífico con Sini tlan y con la colonia belsevi-ta.

Por miles de años el resentimiento kirgul fue balan-ceado favorablemente para el bien de la especie. Mien-tras la situación global permanecía así; Kirgulia había desviado su atención hacia Atlántida, una región co-mercial que le resultaba más ventajosa por su cercanía y la posibilidad de utilizar naves crucero de gran capa-cidad de carga en jornadas de navegación de hasta siete días.

Los atlantes se habían erigido como los amos indis-cutibles del planeta Tierra y los kirgules hacían todo lo posible por aprovechar esta situación inmiscuyéndose en sus asuntos, tratando de ganarse el favor de los círculos gobernantes e incluso, recurriendo al soborno y a los pactos fuera del conocimiento público. Claro está, La Atlántida había salido del periodo oscuro de su historia y arribado a la cúspide de su desarrollo cultu-ral. Había consolidado una forma de gobierno, que aunque no era independiente totalmente a los designios de sus creadores brubeksinos, si tenía capacidad sufi-ciente para rechazar gravosas imposiciones del extran-jero; ya que la prosperidad de la colonia terrestre bene-ficiaba a todos, y era además, el baluarte que servía de eslabón intermedio entre los brubeksinos y la naciente civilización humana.

La terrible época de la escisión también tuvo como consecuencia que aquellos resultados alcanzados y

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adquiridos durante la época de la civilización unitaria llegasen a constituir patrimonio común de la especie; entre estos, los avances científicos y económicos. Fue por esta razón que los cinco estados; Mitrasia, Tulasia, Yilpadia, Kirgulia y Someria, compartían de manera pareja y equitativa los avances de la época floreciente anterior a la desmembración.

Los antiguos habían construido un túnel que comu-nicaba directamente a escala interestelar al planeta Belsiria con el planeta Tierra. Después de la ruptura político social, y como dejaran de ser útiles, ambas estaciones quedaron abandonadas, y hasta perdidas, en los archivos y los recuerdos de los brubeksinos.

Capítulo 70 - Comandante del gran

proyecto

La pequeña nave había arribado sin contratiempos a su destino y el capitán Raksok comenzaba a sentir que su carrera como militar se acercaba definitivamente al éxito. Esta no era la primera vez que visitaba "el pro-yecto" que era como se le llamaba a la enorme nave ensamblada en una órbita estacionaria del segundo satélite natural de Júpiter. Júpiter a su vez, era el sexto planeta en distancia a la estrella y el mayor del sistema.

Su fuerza gravitatoria envolvía a sus satélites más cercanos en un campo de radiaciones tan poderoso, que había sido seleccionado como el lugar perfecto para realizar el temerario y

ambicioso plan militar del reino. En el, los kirgules centraban sus aspiraciones de revancha. En los años que había tardado su construcción, "el proyecto" se mantenía en absoluto secreto. Como estaba situado en una zona controlada por el reino y protegido por los

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campos de fuerza, ni los espectrómetros de masa más poderosos instalados en Brubekston o en las grandes naves, eran capaces de detectar su presencia.

El capitán Raksok había sido puesto al frente del programa de construcción desde su comienzo. Ahora que estaba listo, pasaría a ocupar el cargo de coman-dante. Cuando la pequeña nave comercial en que via-jaba penetró y se detuvo en su puerto de atraque, una mueca grávida apareció en su rostro.

Las dudas que lo torturaran desde el inicio de la tra-vesía habían desaparecido repentinamente ante el salu-do marcial de la tripulación que lo recibía en apretada formación a un extremo del hangar. Se sentía podero-so, importante y respetado, y junto con estos senti-mientos comenzaba a desbordarse el lado más oscuro de su carácter. A partir de aquel momento tendría sufi-ciente influencia y control para buscar a la princesa Sakina y llevar a efecto la unión con ella, que lo llevar-ía finalmente a la conquista del poder del reino, y quien sabe si mucho más.

Desde el instante en que pisó la plataforma del han-gar, quedó investido como comandante en jefe de la fortaleza espacial. Un arma de nuevo tipo, capaz de situar en desventaja y someter a

toda la civilización conocida. Seguido de su segundo y de otros oficiales, entró a

la nueva oficina de la comandancia y se instaló en el gran sillón. Un momento después anunciaron la llega-do de un embajador. Era un atlante de espalda encor-vada y lóbulo occipital achatado, con más probabilidad debido a un defecto de nacimiento que al resultado de un accidente. Entró con su pequeña comitiva y saludó al comandante alzando ambas manos hasta la altura de su cabeza.

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—Adelante embajador. Ya me habían avisado de su llegada —dijo Raksok sin inmutarse un ápice—. Como puede ver, muy pronto comenzaremos las operaciones. Quiero saber si nuestros aliados en Belsiria están listos para la acción.

—Para informarle de eso he sido enviado directa-mente.

Tenemos doscientas naves en Sini tlan y otras cien en Belsiria. No creo que haya fuerza capaz de resistir-nos allá, contando con que la República Somer sea barrida de un solo golpe.

—De eso me ocuparé yo mismo. En poco tiempo ustedes tendrán su deseada independencia.

—Queremos tener la seguridad que el túnel en Bel-siria quedará bajo nuestra administración.

El atlante fue interrumpido. —Será administrado totalmente por ustedes —dijo

Raksok—. Como mismo acordaron con el rey Nagasta. Ahora, embajador, le deseo un feliz viaje de regreso y le aconsejo que lo haga de inmediato, porque en nueve días nuestra ciudad flotante se marcha para Brubeks-ton. Ya puede ir imaginando el fin de la República Somer.

Capítulo 71 - El amanecer de los

dioses

Los habitantes del poblado, como había dicho Du-bertal refiriéndose a la raza humana que habitaba el país, eran en efecto generosos y valientes. Acogieron a los tres atlantes y a Biklar de la manera en que se da servicio a los dioses. Poco después de la llegada al lugar, el suceso se había convertido en noticia que se expandió con rapidez y atrajo la curiosidad de los po-

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bladores. El hombre que los guio hasta la aldea era un funcionario de menor rango, designado por la gente misma, que se ocupaba en dirigir los trabajos de la comunidad. Llevó a los viajeros hasta su propia casa y de inmediato se organizó una especie de ritual sagrado en honor a los recién llegados. Aparecieron mujeres de la vecindad con ofrendas de frutas y otros alimentos, en cestas repletas que cargaban sobre sus cabezas. Se prendieron lámparas de aceite y la multitud que se hab-ía ido reuniendo se postró en plegaria.

—Esto se complica, y nosotros deberíamos partir cuanto antes

—dijo Dubertal en un susurro. Entonces dirigiéndo-se al funcionario le preguntó—: ¿Cuántos días nos tomaría llegar hasta la capital del imperio?

—Señor, Mohenjo Daro está situada en los bancos del Saraswati. Si tomamos el camino por la orilla dere-cha del río, en doce días podríamos llegar a ella. Tendríamos además, la comodidad de ir viajando por la ruta de los comerciantes, en la cual hallaremos las ciudades más prósperas del imperio.

—Eso es precisamente lo que no deseo. Viajaremos por la selva, cruzaremos el desierto y las colinas. ¡Esa es la ruta que deseo!

— ¡Señor! —dijo el hombre con una reverencia—. Le ofrezco mis servicios humildemente.

—Partiremos entonces al amanecer. Habían ido en busca del vimana y lo dejaron junto a

la vivienda. Pronto la máquina se convirtió en objeto de curiosidad y fueron muchos los que se ofrecieron a velar por ella y por el sueño de los viajeros. Durmieron aquella noche sobre las mantas, sobre el piso

de tierra de una de las habitaciones.

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Al crecer el alba sobre las tierras planas, salieron a contemplar el sol. Asombrosamente, la multitud per-manecía en su sitio, ansiosa por ver reaparecer las co-losales figuras de sus dioses

vivos. Comieron fuera frente a la multitud y luego repartieron todo lo que quedó entre la gente, vertiéndo-les leche en el cuenco de las manos, de la que bebían con sobrado placer. Luego partieron velozmente en dirección a las colinas del sudoeste.

Capítulo 72 - En el estado mayor de

la ciudad espacial

El general había regresado a sus habitaciones hacía apenas media hora, cuando recibió una llamada de su ayudante señalando que se trataba de algo urgente. Inmediatamente retornó al cuartel de comando a lo largo de la avenida central. Ya junto a la puerta se le unieron su hija y el visionario de la estepa.

— ¡Padre! ¿Qué sucede? —Ya lo sabremos. Será mejor que vengan conmigo. El cuartel estaba abarrotado de laboriosos especia-

listas. Más de los que normalmente se necesitan. —Por aquí señor —dijo dirigiéndose a él uno de los

oficiales, y a continuación le señaló hacia una pantalla de visualización frente a la cual estaba sentado Yardul junto a otros subordinados.

— ¿De qué se trata? —preguntó Kalick sentándose al lado de su ayudante.

—Sí señor, el espectrómetro de masa ha detectado un objeto extraño que se mueve hacia nosotros en las cercanías de Júpiter.

— ¿Un objeto extraño? ¿Se trata de una nave?

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—Mire aquí —señaló Yardul—. Todo parece indi-car que no es un meteoro. Su dimensión geométrica es mucho menor que el índice de masa, por lo que me atrevo a confirmar que es una nave; pero de dimensio-nes colosales.

Sobre un plano de coordenadas triangulares en la pantalla se movía un punto de color oscuro.

—Por otra parte —continuó Yardul—, el primer in-forme del infrarrojo indica que este objeto es demasia-do caliente para tratarse de un cometa o un meteoro. Debe poseer una fuente de

energía propia que lo mantiene a nuestra temperatu-ra vital.

— ¿Cuáles son sus dimensiones? —preguntó Ka-lick.

—Señor... casi las mismas que esta ciudad espacial. —Demasiado grande para tratarse de algo construi-

do por los brubeksinos. Comuníqueme con Kurbe Lo-ga. Quiero consultar esto inmediatamente con el presi-dente.

Segundos después se recibía el primer mensaje en la capital. La ciudad se convirtió en un hervidero de na-ves atravesando su doble nivel de escudos. Luego des-aparecían entre las azulosas nubes del firmamento.

En la sala de sesiones de la asamblea de la Repúbli-ca los diputados escuchaban el informe de Kalick Ya-blum. Su figura holográfica estaba de pie sobre una plataforma circular junto a la

tribuna presidencial. La voz del general había para-lizado los rostros de sus oyentes.

—Estoy aquí para informarles que estamos viviendo una situación llena de incertidumbres —dijo—. Suce-sos acaecidos hace unos pocos días comenzaron a re-velarnos que fuerzas oscuras

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desean que nuestra especie regrese al estado de bar-barie superado por los antepasados hace muchos mile-nios. El enemigo ha conseguido mantener ocultos sus planes tenebrosos hasta el

día de hoy. Por desgracia, tal vez sea ya muy tarde para nuestra civilización. Las pruebas que hemos con-seguido acopiar son claras y contundentes contra los Kirgules y sus aliados, los rebeldes de La Atlántida. Nada parecía amenazarnos hasta hoy; pero acabamos de descubrir una nave que se aproxima a las fronteras espaciales de Brubekston. Si esto no es un peligro real, que me perdone dios y las futuras generaciones; pero, para el caso de que lo sea, le pido a nuestro presidente y al consejo de la República, que me dé su autorización para poner a todas nuestras fuerzas en posición de combate... y esperemos que esto no sea lo peor.

La imagen tridimensional de Kalick hizo silencio, y segundos después desaparecía. El murmullo de los reunidos se expandió por la sala.

En los campos cercanos a Kurbe Loga miles de vi-manas volaban apresuradamente llevando a tripulantes y pasajeros ansiosos por ponerse a resguardo bajo los escudos magnéticos de la ciudad.

La respuesta al informe de Kalick Yablum no se hizo esperar. Todos habían quedado demasiado asusta-dos con la noticia para reaccionar de otro modo. Una hora después se reunía el estado mayor de la flota in-terestelar en la ciudad espacial.

Como era costumbre, los generales iban llegando al salón y a medida que lo hacían intercambiaban opinio-nes sobre el tema, reunidos en pequeños grupos, o pa-seándose en parejas por el salón, alrededor de la gran mesa central.

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Pronto que estuvieron todos allí, apareció el general Yablum.

Vestía esta vez un traje rojo escarlata bajo la peche-ra broncínea y las hombreras de plata. Traía la cabelle-ra suelta y sus ojos relumbraban como el fuego de cien batallas. Lucía amenazador y terrible en aquel instante.

Pocos minutos después los ánimos habían vuelto a la normalidad y cada cual ocupaba su asiento. Enton-ces habló serenamente a sus subordinados.

—Hace unos instantes el poder supremo de la Re-pública ha sido transferido a nosotros los militares, y con el también la responsabilidad por el destino de nuestro estado y de la civilización entera, amenazada como nunca antes por las fuerzas oscuras, a las que habíamos creído definitivamente extirpadas de nuestra raza. Ya sabemos que es en el reino kirgul donde ha resurgido el mal. Nuestra misión es acabarlo de una vez antes de que se continúe expandiendo por el mun-do.

Ellos han violado el derecho universal de no agre-sión y han cooperado en los crímenes cometidos contra el legítimo gobierno atlante.

Kalick dejó de hablar para echar una mirada a su ayudante Yardul. Este asintió con un movimiento de cabeza y se puso en pie, dirigiéndose entonces a una máquina lectora de holograma situada contra la pared, a la derecha de la entrada principal. De su bolsillo ex-trajo una pequeña barra y la colocó en el interior de la máquina.

Las miradas se habían vuelto hacia él con expectati-va. Habían pasado apenas unos segundos, y un mensa-je apareció en el espacio sobre la máquina; comenzan-do a ascender las líneas de grandes caracteres cuyo

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encabezamiento decía: "De Marleko Kedaro a todos

los Brubeksinos"

Cuando el mensaje hubo terminado de pasar ante las miradas, Kalick volvió a ocupar el centro de la aten-ción.

—Este mensaje que acaban de leer ha sido entrega-do hace un instante al conocimiento público de todos los brubeksinos, como quiso hacer su autor y que le costó la vida.

El relato completo de lo acontecido alrededor de la confabulación de los kirgules, lo tendrán en sus ofici-nas para que lo estudien luego detalladamente. Ahora pasaremos a las cuestiones tácticas.

Según la información que hemos conseguido de nuestros amigos en el reino kirgul, la situación es la siguiente: poco antes de que ocurrieran los hechos san-grientos de La Atlántida, hubo un inusitado movimien-to de tropas y naves de combate, especialmente lag-himas, sobre y en los alrededores de la capital kirgul. Ahora no pensamos que esto haya tenido que ver direc-tamente con maniobras militares agresivas, ya que pos-teriormente nos enteramos que los científicos kirgules realizan experimentos biogenéticos ilegales. Especial-mente la creación de diferentes monstruos voladores, al parecer para utilizarlos con fines bélicos. Varios de estos engendros escaparon, y ese fue todo el movi-miento de tropas bajo el escudo magnético de la ciu-dad. No poseíamos noticias de ninguna otra maniobra, y esto nos había tenido desconcertados hasta hoy. Co-mo ustedes saben, tenemos esa nave que se aproxima desde Júpiter.

En La Tierra los kirgules han conseguido aliados en los rebeldes que tomaron el poder en La Atlántida, aunque esto no nos preocupa tanto como Sini tlan. Re-

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cuerden que un veinte por ciento de su población está formada por atlantes, y que estos siempre han deseado con fervor la independencia política; y además, están bien equipados militarmente, gracias a las maniobras desestabilizadoras de los kirgules durante muchos años.

Esta es la información, la cual en buena parte uste-des conocen. Ahora quiero saber sus ideas. ¿Qué plan de ataque proponen en caso de una amenaza real?

Un comandante con pelos rojos en la barbilla que le cubrían hasta el busto, se puso en pie lentamente.

—Con el permiso general. Con lo que hemos visto hasta aquí, pienso que es suficiente para tomar noso-tros la iniciativa y golpear primero a los kirgules. Ellos han violado la ley al intervenir en los asuntos internos de otro estado. Eso es lo que han hecho al ayudar a los rebeldes atlantes. Arrasemos con el territorio kirgul.

— ¿Y convertirnos en violadores de la ley, en lugar de sus custodios? —dijo Kalick, agregando a continua-ción—. Parece bastante insensato de parte de los kirgu-les iniciar una agresión directa y armado contra cual-quier estado, y mucho más si se trata de la República.

—Ya lo han hecho al violar nuestras fronteras, y us-ted mismo es testigo, general.

Hubo un murmullo de aprobación, y entonces Ka-lick se puso en pie.

—En realidad, tienen razón. ¿Quién propone la primera medida de represalia?

Otro de los comandantes se puso en pie. —Reforcemos nuestras tropas en Belsiria para pro-

teger el túnel, la ciudad Irki Sama y el cosmódromo interestelar, en caso de un ataque desde Sini tlan.

—Muy bien —dijo el general volviendo a su asien-to─. ¿Quiénes apoyan esta medida?

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Todos levantaron la mano y al momento alguien más propuso:

— ¡Cerremos el uso del túnel para los kirgules! —Muy bien. Yo propongo además, la separación de

la ciudad estelar y alejarnos de Brubekston. Así po-dremos desplegar la flota en el espacio interplanetario —dijo Kalick. Hubo un murmullo de aprobación, y entonces agregó—. Esto no significa que seamos los primeros en lanzar un ataque. Mantendremos la vigi-lancia, ante todo, sobre esa nave que se aproxima des-de Júpiter. Las acciones de los kirgules están siendo en todo sentido desconcertantes; pero los hechos indican que hay algo muy peculiar que se deriva de ellas.

Se dirigió a Yardul que se había retirado luego de mostrar el holograma y ahora regresaba por la puerta principal.

— ¿Tienes el informe listo? —Si general —dijo este situándose detrás de su

sillón—. Kirbe Loga ha cerrado sus escudos; Irki Sama y la región del túnel aquí, han hecho lo mismo. Los demás estados están en posición de ataque y listos para apoyarnos; aunque debo decirles que algo continúa muy difícil de comprender.

Kalick Yablum hizo una mueca de desagrado, como queriendo decir con su rostro "¿No son suficientes las incomprensiones?"

— ¿De qué se trata? —dijo entonces. —En territorio kirgul no hay ningún indicio de mo-

vimiento de tropas. Kalick volvió a ponerse en pie y dirigió su mirada a

una esquina del gran salón. Bajo una cornisa entre dos columnas estaban escuchando de pie, su hija y el vi-sionario de la estepa. Las miradas de este y el general

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se cruzaron por un momento. La misma idea pasó por sus mentes en aquel instante.

La verdadera amenaza se aproximaba desde Júpiter en aquella nave. El general recorrió con la mirada a lo largo de la mesa de sesiones, observando luego, por un instante, cada uno de los rostros de los oficiales.

—Que se haga lo que hemos acordado; lo primero: separarnos de Brubekston para que podamos desplegar la flota en orden de batalla.

Capítulo 73 - Los rebeldes atlantes

El capitán Raksok, ahora al mando de la gran nave kirgul y convertido en su comandante, se había retirado a su dormitorio después de dar las últimas instruccio-nes de navegación.

Estaba tendido en su litera y disfrutaba con las imá-genes mentales de sus sueños; que por fin se realiza-ban. Eran efímeros chispazos que pronto desaparecían en la oscuridad de su mente,

como las descargas eléctricas en la atmósfera car-gada de ozono de Brubekston. Con estos deliciosos pensamientos en los que aparecía siempre la figura de Sakina al final de un túnel, se quedó dormido profun-damente.

Cuando quiso despertar, no supo si en realidad lo estaba. La confusión se apoderó de él. ¿Qué había pa-sado?

Se vio en un salón completamente iluminado. Tan brillante que la luz lo enceguecía, obligándolo a cerrar los ojos. Por un momento creyó que debía ser una pe-sadilla y comenzó a realizar esfuerzos para despertar. Escuchó varias voces y vio unas figuras borrosas que se movían a su alrededor, entonces sintió un pinchazo en su brazo izquierdo y quedó dormido.

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Cuando despertó por segunda vez, se sintió más confuso que la primera. No supo cuánto tiempo había transcurrido; pero descubrió que algunas figuras esta-ban tendidas en el suelo. A lo lejos una claridad difusa de color violeta le permitió descubrir por fin en qué lugar se encontraba. Era una de las celdas para prisio-neros en su propia nave.

Los bultos a su alrededor se movían y comenzaban a levantarse. Eran algunos de sus soldados. Entonces se escucharon pasos y una sombra eclipsó parte de la luz violeta a la entrada de la celda.

Corrió con absoluta determinación hacia ella; pero gruesos barrotes de metal se interpusieron a su paso antes de conseguir alcanzarla.

—Quieto capitán. —escuchó una voz con acento atlante—. Dudo mucho que pueda rebasar los límites de su prisión.

La voz le resultaba conocida y gritó—: — ¿Qué ha sucedido? Esto es una traición. Te co-

nozco, desgraciado. ¿Cómo se han atrevido? —Claro que me conoce, capitán. Soy aquél embaja-

dor de Sini tlan al que consideran despreciable e indig-no de tomar en cuenta.

— ¿Cómo han hecho esto? Le ordeno que abra esta celda de inmediato.

—Me da mucho gusto informarle que ya no ordena nada, capitán. Usted y su gente han sido reducidos a la impotencia y la nave está en nuestro poder. En poder del reino atlante de Sini tlan.

Me haré cargo personalmente de la ofensiva militar contra los estados de Brubekston.

— ¿Qué quiere decir? —dijo Raksok un poco más calmado; pero sin dejar de oprimir ferozmente los ba-rrotes con ambas manos.

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—Que los planes del reino kirgul continuarán su curso, sólo que ahora con ligeros cambios.

— ¿Qué harán con nosotros? —Nada —dijo el atlante dejando iluminar su rostro

por una lámpara de luz blanca sobre el dintel de la re-ja—. Alimentarlos como a dragones kirgules hasta la hora del juicio.

Capítulo 74 - Declaración de gue-

rra

Los tremores de la desolación recorrían las regiones habitadas de Brubekston mucho antes del inicio de un verdadero conflicto militar entre los estados. No era para menos, después que el público recibió la informa-ción de los planes agresivos de los kirgules.

Naves privadas de todo tipo habían dejado de trans-itar por los campos y el espacio aéreo, para dar lugar a un movimiento inusitado de vehículos militares.

Las ciudades que poseían escudos magnéticos los habían cerrado; las que no los poseían, lucían inmóvi-les y silenciosas, como viejas cordilleras de metal y piedra. Todos sabían que

aquellos eran la única protección contra el tronar de la guerra; los cuales se edificaban en dos o tres niveles sobre la urbe y sus zonas aledañas.

Los disparos efectuados desde el espacio sobre las zonas protegidas eran normalmente ineficaces para penetrar estos campos de fuerza. O estallaban en lo alto sin causar más daño, o se desviaban en cualquier dirección, perdiendo entonces su efecto destructivo.

A estas ciudades protegidas acudían los brubeksinos en momentos de amenaza militar desde épocas inme-

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moriales, ya que siempre habían dado buen resultado; y por eso las guerras se

habían convertido en poco más que escaramuzas, en las cuales el número de víctimas civiles era escaso, y donde los ejércitos, después de golpearse unas cuantas veces se retiraban a sus

bases originales, sin haber conquistado territorio al-guno del enemigo. Así, luego se firmaban tratados de paz duraderos y todo volvía a la normalidad.

Dondequiera que se formaban estados, los brubek-sinos habían aprendido a respetarse mutuamente ante la imposibilidad de someterse a un vencedor.

A pesar del estado de tensión reinante, este prece-dente histórico hacía pensar a los brubeksinos más optimistas, que las cosas volverían muy pronto a la normalidad. Por fortuna, esto no era lo pensaban Ka-lick y la gente más cercana a él. Las profecías de Ka-luga parecían haber probado su certeza con la apari-ción de la enorme nave en el espacio interplanetario entre las órbitas de Brubekston y Júpiter.

La ciudad estelar se había alejado del planeta madre hacia el horizonte del sistema, es decir, hacia el exte-rior; al encuentro de un enemigo desconocido.

Kalick estaba sentado frente a los comandos cuando se apareció Yardul.

— ¿Cómo van las cosas? —Como ordenó. He hecho un recorrido por las zo-

nas civiles de la ciudad y vi mucho orden. Diría que mucho más que el que hubo antes de que ocurriera todo esto. La gente no tiene miedo y se siente confiada.

— ¡Dime Yardul! ¿Qué piensas que podría ser lo peor?

Dudó un instante, se estiraron ligeramente las arru-gas grises de su rostro y tomó asiento junto a su jefe.

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— ¡Lo peor...! Pienso que sería no derrotar a los kirgules en el primer instante.

— ¡Mira! —dijo Kalick señalando a la pantalla que tenían al frente—. Además de ser enorme, esa nave fue construida sin que lo sospechásemos jamás. ¿De dónde salió?

—De las cercanías de Júpiter, general. — ¡Sabes Yardul! Para mí, lo peor de todo esto es

que desconocemos a nuestro posible enemigo. Piensa en el holograma. ¿Recuerdas dónde se menciona la existencia de un arma superpoderosa?

—Lo recuerdo. —Eso es lo que me preocupa —dijo Kalick palide-

ciendo—. Todo indica que su derrotero va acercándose a Brubekston. Para el momento en que nos encontre-mos al alcance efectivo de nuestras armas, ellos estar-ían en persecución del planeta.

— ¿Qué sugiere...? —dijo Yardul; y fue interrum-pido por un tintineo en los controles.

—Mensaje entrante de los kirgules —anunció un operador desde el otro extremo de la sala de comando.

Kalick efectuó algunos reajustes en los dispositivos: — ¡Entonces veamos de que se trata! —dijo vol-

viéndose por un instante hacia la entrada principal, por donde Galika y Kaluga hacían su aparición. Su aten-ción fue a continuación acaparada por la figura de un brubeksino en la gran pantalla.

Era nada menos que el mismísimo rey Nagasta. Su aparición repentina, después del prolongado silencio que sucedió a la retirada de embajadores, podría cons-tituir aún una esperanza de restaurar la paz.

— ¡Kalick Yablum! Quiero hablar con el general Kalick Yablum —dijo el rey.

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Kalick oprimió una tecla en los comandos para permitir así que su propia imagen fuese captada por los kirgules.

—Así está mejor —dijo Nagasta alzando su copa de oro favorita.

—La guerra es una necedad. El mayor de todos los errores...

—No quiero escuchar consejos —dijo Nagasta—; sino que les hablo para proponerles la vida, si es que aún querrán vivir después de la derrota y sumisión de toda la civilización ante el poder de mi reino.

—Sabe que no es posible —dijo Kalick apenas pu-diendo contener la cólera—. Tú reino ha sido condena-do a desaparecer conjuntamente con tu incapacidad. Esta será la última guerra. El imperio ha llegado al fin y será sustituido por algo mucho mejor.

Contrario a lo esperado, se hizo el silencio y la ima-gen del rey desapareció de la pantalla.

— ¿Qué significa? —preguntó Galika colocando las manos sobre los hombros de su padre.

—Es la declaración oficial de guerra —dijo Kalick.

Capítulo 75 - Primer encuentro

con el enemigo

Varios meses de agitadora incertidumbre se habían vaciado como un baño de arena hirviente sobre el ge-neral Yablum; todo de una sola vez con las palabras del rey Nagasta. Pocas horas después se recibía el pri-mer mensaje de una de las fortalezas de la ciudad es-pacial, la que se había adelantado al encuentro de la nave kirgul.

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—Nuestras naves S—1 y S—2 podrán entrar en contacto de tiro esférico con la nave enemiga dentro de media hora —dijo Yardul sentado frente a los coman-dos y sin volver la vista.

Kalick se movía por la sala silenciosamente con los brazos cruzados a la espalda. Galika y Kaluga estaban sentados uno junto a otro en el sofá junto a la puerta principal. El rostro del visionario reflejaba una preocu-pación tan cercana al terror, que cualquiera hubiese dicho estaba a punto de enloquecer de verdad.

— ¡No haremos eso! —dijo Kalick—. En vez de disparar, ordénales que se replieguen. Que dejen que la nave pase a tomar su rumbo en persecución del plane-ta, y que luego la sigan. La

ciudad espacial hará lo mismo; pero cuando el resto de las fortalezas estén a tiro. Trataremos de envolverla. Luego regresaremos a Brubekston.

Dada esta orden, la ciudad espacial comenzó un enorme giro de 0.5 en su trayectoria, al tiempo que descendía lo mismo por el polo sur de la eclíptica; cambiando entonces su rumbo hacia el núcleo del sis-tema.

— ¡De vuelta a casa! Le daremos duro a los kirgu-les; tan duro, que no habrá necesidad de hacerlo nunca más.

Poco después la nave kirgul se les adelantaba; pero había quedado encerrada a distancia de tiro por las fortalezas de la ciudad espacial. Dos situadas a la cola y las otra seis por delante.

El general dio la orden. —Inicien el ataque —repitió Yardul para los co-

mandantes de las fortalezas. Pasaron unos segundos. En las pantallas de los sen-

sores se seguía con impaciencia la trayectoria del ene-

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migo; entonces aquella nave, misteriosa desde que apareciera por primera vez, comenzó a esfumarse en el espacio dentro de una esfera color de fuego.

— ¿Qué sucede? —gritó Kalick. —General, esto es extraño. Dos de nuestras naves al

frente acaban de desaparecer. — ¡Espectrómetro de masa! —gritó uno de los ope-

radores y en tres zancadas el general se colocó a su lado—. ¡Aquí general ...; la S—4 y la S—5 se han des-integrado!

—El arma secreta de los kirgules —gritó Kalick Yablum.

Kaluga había saltado a mitad de la estancia, pálido de terror.

Antes de que alguien se moviese para acudir de al-guna forma en su ayuda, Yardul desde su puesto daba otra noticia nefasta.

—La S—3 ha desaparecido. — ¡Confirmado! ¡Desintegrada! —gritó por segun-

da vez el brubeksino achaparrado frente al espectróme-tro de masa.

— ¿Qué está sucediendo...? Retirada Yardul, retira-da. Ordena a los comandantes que se alejen de ese in-fierno.

— ¡Retirada... retirada. Aléjense ya. Retirada! —repetía Yardul desenfrenadamente.

El alcance de los disparos de la nave kirgul había resultado ser muy superior al de las naves de la Re-pública. Esto quería decir que los kirgules podrían des-truir toda la flota sin ser alcanzados siquiera.

La dejaron pasar, y cuando hubieron puesto sufi-ciente espacio de por medio, Kalick Yablum solicitó una reunión urgente en la ciudad espacial.

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—Nos ha resultado bastante caro comprender, que el enemigo tiene ahora ventajas sobre nosotros.

¡Tres naves y sus tripulaciones desintegradas! ¿Qué dicen los ingenieros?

Se puso en pie un brubeksino de tez bronceada con el cabello recogido en dos trenzas que le caían sobre los hombros.

—General, los kirgules están utilizando en su nave un arma con tecnología antigravitatoria. De lo que hemos podido conocer al analizar sus disparos, su al-cance supera dos veces y media al de nuestras propias armas; pero lo más peligroso no es su alcance, sino su poder. Un poder que hasta hoy no se había experimen-tado.

—Sea más preciso capitán —dijo Kalick. —Si general. Uno de esos disparos podría atravesar

el escudo de cualquier ciudad y ponerla literalmente a volar.

— ¡A volar! —exclamó Kaluga. Hubo a continua-ción un murmullo entre los oficiales.

El somersita continuó alzando un poco la voz: —Un disparo de menor energía, en vez de desinte-

grar los objetos a nivel molecular, podría partirlos en pedazos o incluso; simplemente separarlos de la super-ficie del planeta. Ponerlos a

volar por sí solos. — ¿Qué recomiendan sus científicos? —Estamos trabajando en esto —dijo el oficial—;

pero no creo que podamos contrarrestar el poder de los kirgules.

— ¿Qué dices, Yardul? —General, está demostrado que no podemos ni

acercarnos a la nave del enemigo. En estos momentos se aproximan a Brubekston, y si es como dice el ca-

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pitán científico, nuestras ciudades estarán desampara-das.

—Hay que comunicarse con el presidente y el con-cejo de la República y recomendar la evacuación in-mediata de Kirbe Loga y las demás ciudades —dijo Kalick—. Habrá que luchar en las estepas y en las montañas utilizando pequeñas naves. Incluso, tendre-mos que evacuar esta ciudad espacial. Vuelvan a sus naves, señores —agregó dirigiéndose a los comandan-tes—. Iré a comunicarme con el presidente mientras ponemos rumbo a las montañas de Someria.

Capítulo 76 - El fin de Brubekston

Pocos minutos después era dada la orden de eva-cuación comenzando por la capital Kirbe Loga. A dife-rencia de la concentración bajo sus escudos, que había sido un movimiento ordenado, ahora la gente escapaba de manera caótica, muchas veces lanzando sus vima-nas en cualquier dirección y altura por las atestadas vías de escape.

Huían a las estepas, a los bosques, a las cavernas de las montañas. Y mientras el pesar de abandonar los hogares y la tranquilidad de la vida cotidiana quebraba los sólidos pilares de la

República, que por muchos siglos había permaneci-do como el centro de estabilidad y equilibrio de la civi-lización brubeksina; en la capital del reino kirgul, en su palacio real y por todo el estado, se celebraba con júbi-lo la desgracia de sus vecinos, al tiempo que se efec-tuaban los preparativos para lanzar el último ataque.

Lejos estaban los kirgules, así festejando, de cono-cer la realidad de la situación.

A una señal lumínica en el brazo de su asiento, el rey kirgul se había vuelto de frente a la pared, conver-

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tida ahora en pantalla tridimensional. En ella apareció la figura de un oficial del ejército, con su casco negro cubriéndole hasta la mitad del rostro.

Los cuatro comandantes que aguardaban de pie frente al trono real, y que se habían visto interrumpidos por las imágenes en la pantalla, no llegaron a ver la expresión de asombro y luego de espanto en el rostro del rey Nagasta. El casco había sido retirado de la ca-beza del brubeksino, que no era otro que el comandan-te Raksok.

—Ya era hora de que aparecieses —dijo Nagasta—. Te pedí discreción; pero no tan prolongada. ¿Qué ha sucedido?

El rey parecía no darse cuenta de lo maltrecha que estaba la apariencia de su oficial de confianza.

— ¿Qué ha sucedido? —repitió el capitán conte-niendo el aliento—. Es el fin. Los atlantes acabarán con nosotros.

— ¿Cómo dices, imbécil? —gritó Nagasta. El capitán entró en un ataque de risa demencial que

le impidió al rey continuar con sus insultos. Luego unas manos lo atraparon por los hombros y lo halaron fuera de su asiento. Su lugar fue ocupado por un atlan-te.

— ¿Qué sucede? —preguntó Nagasta por segundo vez.

—Continuará sin comprender hasta el fin de sus días —dijo el atlante—. Ya no queremos poseer más amos, porque ya no somos las débiles criaturas de los dioses.

— ¿Qué? — ¡Nagasta! —continuó el atlante ahora en tono de

advertencia—. Estamos sobre sus cabezas y tengo en

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mis manos el disparador que hará volar tu capital y todo tu reino.

Sin más palabras, el embajador atlante de Sini tlan oprimió su dedo sobre una tecla.

El estallido antigravitatorio fue presenciado a lo le-jos en las estepas.

Miles de rostros llenos de angustia se volvieron al cielo donde se había formado de repente una enorme columna oscura.

Piedra, polvo, árboles, naves, cuerpos de bestias y brubeksinos; todo lo existente sobre el suelo en el lugar que se erigía la capital kirgul, fue levantado con horri-ble estruendo y desparramado por el espacio interpla-netario en unos segundos.

El desolador ataque fue observado también desde la ciudad estelar.

—No comprendo, general. Tienen que haber enlo-quecido. Los kirgules han disparado contra su propia capital. El primer blanco ha sido la capital kirgul. La han hecho volar por el espacio.

—Tenemos que evitar... —dijo Kalick, pero sus pa-labras fueron interrumpidas por una exclamación de alerta de su ayudante.

—Nos han descubierto y parece que se disponen a atacar.

Kalick realizó algunas operaciones en los coman-dos.

— ¡Escuchen! les habla el comandante de la flota. A todas las naves que se alejen. Eviten ponerse al al-cance de sus disparos.

— ¡Observen! —gritó uno de los operadores del es-pectrómetro de masa—. Se disponen a disparar otra vez sobre Brubekston.

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—Y luego lo harán contra nosotros —agregó Yar-dul.

La nave kirgul se alejaba de Brubekston siguiendo el plano de la órbita del planeta, y entonces se produjo lo más terrible. El planeta se dividió en pedazos. Mi-llones de fragmentos se dispersaron por el espacio.

Segundos después, desde el comando de la ciudad espacial los sobrevivientes del desastre observaban entristecidos la información mostrada por los es-pectrómetros en las diferentes pantallas; mientras la ciudad misma, con el resto de las naves que habían salido ilesas del enfrentamiento, se alejaban hacia los límites exteriores del Sistema Solar.

FIN

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