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HISTORIA SOCIAL DE LA EDUCACIÓN CHILENA TOMO 1 Instalación, auge y crisis de la reforma alemana 1880 a 1920. Agentes escolares. Benjamín Silva Torrealba Compilador

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HISTORIA SOCIAL DE LA EDUCACIÓNCHILENATOMO 1Instalación, auge y crisis de la reforma alemana 1880 a 1920. Agentes escolares.

Benjamín Silva TorrealbaCompilador

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Ediciones Universidad Tecnológica Metropolitana

Padre Felipe Gomez de Vidaurre Nº 1488, Santiago, Chile

Metro La Moneda

Vicerrectoría de Transferencia Tecnológica y Extensión www.utem.cl

www.vtte.utem.cl

[email protected]

(56-2) 787 77 50

HISTORIA SOCIAL DE LA EDUCACIÓN CHILENATomo 1Instalación, auge y crisis de la reforma alemana 1880 a 1920.Agentes escolares.Compilador: Benjamín Silva Torrealba

1ra edición, agosto 20151ra reimpresión, abril 2019500 ejemplaresEdiciones Universidad Tecnológica MetropolitanaISBN: 978-956-9677-00-7Registro de propiedad intelectual nº 256.460

Comité editorial:• Lucía Lionetti Mena, Doctora en Historia. Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires -IEHS/IGEHCS (unidad Ejecutora del CONICET)

• Luis Castro Castro, Doctor en Historia. Investigador del Centro de Estudios Avanzados (CEA), Universidad de Playa Ancha.

• Manuel Araya Bugeño, Magíster en Historia, Investigador Centro de Educación y Cultura Americana (CECA)

Diseño, diagramación, portada y corrección de estilo:Ediciones Universidad Tecnológica Metropolitana Vicerrectoría de Transferencia Tecnológica y Extensión

Fotografía de portada: Archivo visual del Museo de la Educación Gabriela Mistral.

© Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su recopilación en un sistema informático y su transmisión en cualquier forma o medida (ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia, registro o por otros medios) sin el previo permiso y por escrito de los titu-lares del copyright.

Impresión: Feyser ® impresora y comercialSantiago de Chile, abril de 2019

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HISTORIA SOCIAL

DE LA EDUCACIÓN

CHILENATOMO 1

Instalación, auge y crisis de la reforma alemana 1880 a 1920.

Agentes escolares.

Benjamín Silva Torrealba

Lucía LionettiLuis Castro

Manuel Araya

Compilador

Comité Editorial

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Juan Pablo Conejeros Maldonado

CAPÍTULO1DE LA FRANCOMANÍA AL EMBRUJO ALEMÁN

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DE LA FRANCOMANÍA AL EMBRUJO ALEMÁN. Alcances en torno al rol de los agentes mediatizadores en el proceso de transferenciacultural alemana en la educación chilena (1880-1910)

Juan Pablo Conejeros Maldonado1

1. INTRODUCCIÓN

El presente trabajo, que se enmarca en el contexto de la Historia Social de la Educación, tiene por objetivo dar cuenta de algunos aspectos sociales, históricos y culturales asociados a la formación de maestros que permiten comprender y explicar el cambio del modelo educativo de cuño francés (que predominará con fuerza en Chile entre 1840 y 1880) por el germano (que gravitará aproximadamente entre 1880 y 1910).

¿Cuáles son los elementos y factores condicionantes contextuales que contribuyeron al proceso de apropiación y de representación del modelo cultural exógeno (alemán, en este caso)? ¿Quiénes fueron los principales actores o agentes que participaron en este proceso? ¿Cuáles fueron los principales componentes del discurso ideológico, político y pedagógico que estos plantearon desde el foro público? ¿Cómo se gestionaron y for-mularon los términos de referencia, tanto teóricos como prácticos, de la

1. Docente Universidad Católica Cardenal Silva Henríquez (UCSH), Chile. Email: [email protected]

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propuesta pedagógica en el medio nacional (Herbart, el currículum, la didáctica)? ¿Cómo se hace posible el proceso de transferencia cultural que llegó a gravitar tan fuertemente en la educación chilena al menos entre 1880 y 1910? ¿Cuáles fueron las dificultades y cuáles los aportes, los beneficios, las oportunidades y las amenazas que ellos representa-ron? ¿Cuáles fueron las principales críticas a la propuesta que llegaron al Centenario de la República? Estas son las preguntas centrales que guiarán nuestra indagación.

El trabajo pretende, para ello, aproximarse a los planteamientos formu-lados y a las gestiones desarrolladas por algunos agentes mediatizadores de las nuevas tendencias pedagógicas en el país, en torno a la formación de profesores en el Chile republicano del último tercio del siglo XIX, que marcaron el comienzo de un proceso de fuerte influencia alemana en el modelo de formación docente impartida en las Escuelas Normales.

Asociado a lo anterior, se pretende, finalmente, evaluar la reacción nacional y la valoración del aporte alemán por parte de las elites en el contexto del primer centenario de la república, acontecimientos que caracterizan este complejo proceso de transferencia cultural por el que transita la sociedad chilena a lo largo del período en cuestión.

La metodología de trabajo, de carácter analítico y heurístico, está focalizada en la revisión de fuentes primarias manuscritas e impresas, informes, discursos y prensa.

La historiografía tiene un propósito clave: contribuir con el esclare-cimiento del pasado que posibilite también la comprensión del presente a través de un relato fundado en las fuentes, en los documentos, en los vestigios dejados por el recorrido humano en el tiempo.

El siglo XIX, en el ámbito de la historia de la educación, constituye un período complejo que es preciso intentar desentrañar con rigor historio-gráfico, que permita, en definitiva, identificar las principales tendencias que marcan su desarrollo y explicar las interrelaciones sociales y culturales de un nuevo proceso de transferencia cultural, esta vez de cuño alemán, que gravitará significativamente entre 1880 y 1910.

La educación en Chile en el último tercio del siglo XIX transitó hacia un nuevo escenario, hacia un nuevo paradigma cultural y científico. Es el fin del ciclo de la influencia francesa que caracterizó fuertemente a la cultura iberoamericana postindependencia y, por cierto, a Chile, que no pudo sustraerse de este fenómeno (Blancpain, 1982a, 1987; Krebs y Gazmuri, 1990; Conejeros, 1997).

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El marco general de los hechos y acontecimientos históricos y culturales que van a delinear y caracterizar el período en cuestión, como telón de fondo en el escenario de los complejos fenómenos –tanto internos como externos– que configuran las estructuras del cambio, no son simples de cotejar, no son lineales en su diseño para ser analizados de manera con-vencional. Desde una perspectiva epistemológica, es preciso abordarlos con una mirada interdisciplinaria, o al menos recurrir a ciertas categorías conceptuales de base (tales como: transferencia cultural, universos simbó-licos, reproducción cultural, apropiación y representación, por ejemplo), que no pertenecen estrictamente al ámbito historiográfico, sino a otros saberes disciplinares del ámbito de las ciencias sociales, tales como la sociología de la educación y la antropología cultural, pero que permiten auxiliar y fortalecer el trabajo heurístico, analítico y crítico. De manera que recurriremos a ciertas categorías conceptuales y a ciertos modelos básicos aportados por estas disciplinas para abordar la decodificación y comprensión del discurso (Aguirre Batzan, 1993; Alvarado Borgoño, 1995-1996; Bernstein, 1990; Bourdieu, 1984; Berger y Luckmann, 1993; Chartier, 2006; Llovers, 1975; Subercaseaux, 1982 y 1988; Tylor, 1871, Viñao-Frago, 1995).

2. LAS CONDICIONES DEL CONTEXTO. LA SOCIEDAD FINISECULAR. DE LA FRANCOMANÍA AL EMBRUJO ALEMÁN

Las jóvenes repúblicas sudamericanas independientes enfrentaron con entusiasmo los primeros pasos hacia la definición del rol del Estado y las tareas prioritarias que le correspondían en la fase inicial de su proceso de configuración y consolidación institucional. Hacia mediados del siglo XIX no sólo se puede identificar una primera etapa fundacional del sistema educativo nacional en Chile, caracterizada no sólo por las principales gestiones gubernamentales más contundentes a favor de la educación nacional y la cultura, sino también por un proceso de fuerte penetración de elementos culturales exógenos provenientes de un nuevo referente paradigmático europeo puesto en boga por diferentes agentes mediatizadores, como la influencia cultural francesa que gravitará signifi-cativamente en la sociedad chilena (1840-1880), trascendiendo el ámbito educativo escolar (Blancpain, 1987; Conejeros, 1999; González, 2003).

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Esta importante tendencia cultural que caracteriza este período, marcada por la fuerte influencia cultural francesa, el liberalismo y el romanticismo en la sociedad chilena, estuvo además enclavada en una proclive actitud imitativa de lo foráneo por parte de los grupos más ilus-trados, la clase política dirigente nacional y los sectores aristocráticos. La admiración por los moldes europeos, particularmente el francés, se expresa no tan sólo en la moda del vestir y del comer, sino también en el modelo educativo. Durante este largo período la educación chilena experimentó una fuerte influencia francesa que, mediatizada por el discurso ideológico y la actividad intelectual de las élites, la gestión política del Estado, la difusión, la lectura, la traducción y adaptación de obras de autores franceses al medio nacional (Conejeros, 1998), así como por el ejercicio docente de innumerables educadores franceses y el arribo y presencia de diversas congregaciones religiosas de origen francés consagradas a la enseñanza (Conejeros, 2007; La Taille, 2012), determinó una transferencia cultural, llegando a permear y a moldear todo el sistema educacional, al menos hasta 1880.

Después de 1880 el país transitó hacia un nuevo escenario, esta vez caracterizado por nuevas tendencias que jugarán en torno a la historia de la educación un rol muy diverso y explicativo. Por nuestra parte, in-tentaremos, en este primer punto, brindar algunos trazos muy generales, aquellos más fundamentales, según nuestra apreciación, que enmarcaron el nuevo escenario aludido, y que van configurando nuevas representacio-nes, un nuevo imaginario colectivo a partir de los complejos procesos de recepción, transferencia y apropiación social y cultural de componentes simbólicos exógenos, esta vez de matriz alemana.

a) Los acontecimientos que caracterizan esta nueva etapa en el Chile finisecular, sin lugar a dudas están condicionados por los avatares de la “Guerra del Pacífico” (1879- 1883), conflicto armado en que se involu-craron Chile, Perú y Bolivia, durante el gobierno del Presidente Aníbal Pinto, y las diversas consecuencias que trajo consigo, ya de carácter económico, territorial o psicológico, afectando a la sociedad chilena en general. Dicho conflicto internacional tuvo fuertes repercusiones en la vida social y cultural de Chile, tal como la ampliación de su territorio nacional con la incorporación de las actuales regiones de Tarapacá, An-tofagasta y sus respectivos yacimientos de salitre y yodo que vendrían a potenciar la economía nacional al disponer el Estado de una riqueza extraordinaria, aumentando las entradas del fisco y haciendo crecer la

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fortuna de los principales círculos mineros, comerciales y bancarios (Cariola y Sunkel, 1982).

A lo anterior hay que sumar dos elementos más que se asocian y re-sultan, por lo mismo, relevantes. Por una parte, la victoria determinó que Chile se perfilara como una potencia militar de primer orden en la región; por otra, el espíritu y la actitud de grandeza y arrogancia se arraigó en el alma del ciudadano victorioso. Como afirma Amanda Labarca al respecto:

El chileno que regresó victorioso de los campos de Chorrillos y Mira-flores, volvió embriagado de grandeza, halló pobre su tierra y pequeña la obra de sus estadistas. Se desdeñaron las tradiciones de un fisco prudentísimo en el manejo del erario nacional. Nos creímos ricos de la noche a la mañana. Las industrias, el comercio, la burocracia y las profesiones liberales encandilaron de esperanzas los ojos de la juven-tud y comenzó el surgimiento de la democracia (Labarca, 1939: 180).

El conflicto armado de carácter internacional, sin embargo, significó también retrasos y postergaciones de algunas importantes iniciativas en el ámbito cultural y educacional. En este sentido es preciso recordar que alguna de las principales iniciativas en materia política, en particular una orientada hacia la educación femenina, por ejemplo, debió postergarse temporalmente, por cuanto las urgencias del momento obligaban a las autoridades a centrar sus esfuerzos y labores en otros frentes (Labarca, 1939; Serrano, 2012).

b) En el plano ideológico-político, las corrientes liberales tendían a pre-dominar en el medio nacional acrecentando sus demandas en materia de reformas y de modernización del país. El largo período pelucón, luego de tres décadas de república conservadora, y de un gobierno de transi-ción encabezado por José Joaquín Pérez Mascayano (1861-1871) apoyado por una fusión liberal-conservadora, dio paso al ascenso de las fuerzas políticas liberales que tendrán entre sus mejores hombres a Federico Errázuriz Zañartu (1871 – 1876), promulgador de leyes sobre la libertad de prensa y libertad de culto y que debió hacer frente al debate de las leyes laicas; Aníbal Pinto Garmendia (1876-1881); Domingo Santa María González (1881-1886); y José Manuel Balmaceda(1886-1891). Las fuertes polémicas y conflictos ideológico-políticos entre la Iglesia Católica y el Estado en torno a la libertad de enseñanza, la libertad de culto y el cre-ciente proceso de laicización de la sociedad civil, llegaron a estar entre

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los acontecimientos más relevantes que se venían desarrollando por lo menos desde 1860 (Krebs, 1981; Serrano, 2008).

c) En el ámbito educacional, el debate en torno al derecho de la mujer por incorporarse al sistema de enseñanza secundario y profesional será uno de los grandes temas que dominarán el debate público nacional. Al proceso de reformas constitucionales que amplían los espacios de tole-rancia civil y de la libertad se suman los esfuerzos del Estado docente por ampliar la cobertura educacional. El país podrá apreciar a partir de 1860, por ejemplo, un claro crecimiento en la matrícula que se mantendrá por lo menos hasta 1930. La educación primaria, en particular, experimentará entre 1860 y 1920 una expansión de la matrícula que pasará de 22.499 a 401.261 alumnos (Egaña et al, 2003; Núñez, 2005). Los gobiernos dedicarán significativos esfuerzos por atender a la educación femenina, ampliar la cobertura educacional, combatir el analfabetismo y la ignorancia y modernizar la enseñanza. A ello responderán, por ejemplo, la creación de los Liceos Fiscales Femeninos (1877), tras cuya iniciativa se encuentra la valiosa gestión de Miguel Luis Amunátegui, así como la creación de las Escuelas Normales de Preceptores de Chillán (1871), y la Escuela Normal de La Serena (1874).

La ley Orgánica de 1879, que entre otras cosas creaba la carrera de profesor, si bien venía a reorganizar la Universidad, dictaba los reglamentos para todo el sistema de enseñanza secundaria del país, manteniendo princi-pios básicos como la instrucción gratuita del Estado para la enseñanza de nivel secundario y superior; la libertad de fundar establecimientos educacionales con sus propios métodos y textos; y definía, además, el nuevo rol del Consejo de Instrucción Pública. Sin embargo, más allá de las innumerables iniciativas y buenas intenciones por modernizar el sistema de enseñanza pública en el país, predominaban las fuertes consecuencias de un grave conflicto bélico que deberá enfrentar el país, paralizando por algún tiempo la dinámica del desarrollo de la educación nacional.

El Estado chileno emprendió un conjunto de iniciativas que, miradas en su conjunto, responden a lo que podríamos denominar bien como una política de modernización, o al menos como un auténtico proceso de modernización, que tampoco le es ajeno a países vecinos como la propia república Argentina (Solberg, 1970). En esta línea se deben in-sertar no sólo los logros geopolíticos como consecuencia del conflicto armado (la Guerra del Pacífico), a su vez, se debe sumar el proceso de incorporación definitiva de la Araucanía al territorio nacional (la deno-

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minada “pacificación”, que constituyó el principal objetivo del gobierno del Presidente Joaquín Pérez); el inicio de la política de inmigración y colonización europea plurinacional, a partir de 1882 (Blancpain, 1980, 2005; Norambuena, 1990; Mörner, 1992); y, finalmente, la incorporación de la Isla de Pascua al territorio nacional.

Francamente el país parece transitar durante este período hacia un nuevo ideario, buscando nuevos referentes culturales como se puede apreciar en el análisis. Los pasos iniciales dados por la élite dirigente en orden a la construcción del Estado nacional republicano independiente se orientan ahora, después de una primera etapa que podríamos cata-logar como fundacional en relación al sistema educativo (1842-1879), hacia una nueva mirada en relación al foco de la construcción cultural y política de la identidad nacional; construcción simbólica no exenta de giros, tensiones y contradicciones propias de un proceso de crisis, en el que los componentes ideológicos y utópicos se recrean al paso del desprendimiento y superación de las categorías arcaicas del modelo do-minante y se abren a un nuevo horizonte, a nuevas fronteras culturales y simbólicas que entrarán a lidiar en el espacio público local (Cid, 2012; Larraín, 2001; Subercaseaux, 1999).

La imagen de la Francia de Víctor Hugo y Lamennais, de Quinet y Michelet, que se había anidado en el imaginario colectivo nacional, se comenzará a ver mermada después de los tristes acontecimientos de la guerra franco-prusiana de 1871. La élite política e intelectual chilena, por otra parte, tan proclive a imitar lo foráneo de una manera acrítica y convencional, y a buscar primariamente lo novedoso como canon del reconocimiento y status social, embargada además por un cierto espíritu de triunfalismo después de la Guerra del Pacífico, comenzará a fijar su mirada en un nuevo referente cultural exógeno. Esta vez será la emergente Alemania con todo su potencial de innovación científica, pedagógica y cultural la que cautive, la que “embruje” (Blancpain, 1982), como han señalado algunos historiadores, el interés de la clase política nacional, de la élite local2.

2. Aun cuando se puede afirmar que el interés y la admiración por lo “germánico” comienza a estar tempranamente presente en el imaginario cultural, en el relato y el discurso de algunos miembros de la élite liberal de mediados del siglo (Benjamín Vicuña Mackenna, Isidoro Errázuriz y Vicente Pérez Rosales), como en ese “campo de dispersión simbólico” que constituye lo identitario (Sanhueza Cerda, 2006).

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3. ACTORES Y DISCURSO PEDAGÓGICO DE LAS ELITES. NUEVAS TENDENCIAS PEDAGÓGICAS EN EL PAÍS

Después de observar y analizar, grosso modo, algunos hechos y aconte-cimientos que caracterizan el proceso histórico-social por el que transita Chile en el último tercio del siglo XIX, se puede apreciar que irrumpen en el medio nacional algunas figuras públicas, entre las que cabe mencionar a Valentín Letelier, Claudio Matte, José Abelardo Núñez, entre otros, que vendrán a ser actores principales en la acción mediatizadora de las nuevas corrientes pedagógicas que se pondrán en boga.

Las diferentes visitas que realizan a Alemania tanto Letelier, como Núñez y Matte, entre los años 70 y 80, marcan, por así decirlo, el punto de partida de un intenso, profundo y complejo proceso de transferencia cultural que experimentará el país entre 1880 y 1910, focalizado en las nuevas ideas pedagógicas vigentes en Europa, muchas de ellas tributa-rias del pensamiento herbartiano, ideas que acogerá el medio nacional con verdadero entusiasmo en tanto representan un estilo moderno, científico y eficaz para abordar los problemas que ofrecía el sistema educativo nacional.

VALENTÍN LETELIER

Entre las primeras figuras o agentes mediatizadores del proceso de trans-ferencia cultural y educativo que estudiaremos, destaca Valentín Letelier Madariaga (1852-1919). Abogado, político e intelectual de alto vuelo es-peculativo, Letelier será reconocido por su sólida formación intelectual no sólo en Chile, sino también en el resto de los países latinoamericanos. “Espíritu eminentemente reflexivo, gran estudioso, escritor de minuciosa, prolija y exacta erudición, seguramente no le aventajaba nadie entre sus contemporáneos en conocimiento de la pedagogía europea y, sobre todo, de la alemana y francesa que había observado de preferencia” (Labarca, 1939: 192).

Letelier fue el principal propiciador de la filosofía positivista en el medio cultural chileno, así como uno de los más entusiastas precursores y defensor del Estado docente, de la instrucción popular y de la cultura científica (Jaksic, 2010; Celis et al, 1998).

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Letelier, luego de su visita a diferentes centros de educación en Ale-mania en su calidad de secretario de la Legación chilena en Berlín, junto a Claudio Matte, llegará a afirmar: “me persuadí de que Alemania había creado, a fuerza de perseverancia y estudio, una ciencia y un arte antes desconocidos, de aplicación y utilidad universal, el arte y la ciencia de la pedagogía” (Vial, 1981: 142). Persuadido del valor y prestigio que al-canzaba la pedagogía alemana en toda Europa, conocedor de los aportes en esta materia de Wilhelm von Humboldt (1767-1835) y en particular de los planteamientos teóricos y prácticos del filósofo y pedagogo realista Johann Friedrich Herbart (1776- 1841), Valentín Letelier no sólo defenderá los principios de esta nueva propuesta pedagógica, sino que además pro-piciará su difusión e implementación en Chile con el objeto de cambiar el sistema pedagógico vigente en el país, que le parecía obsoleto y arcaico. De hecho, Letelier, que será uno de los principales promotores de la reforma de la enseñanza secundaria en el país –es decir, de la reforma del Liceo de Hombres, iniciada en 1893–, encontrará en este proceso de cambio educativo una de las mejores ocasiones para propiciar la aplicación de los principios de esta pedagogía “científica”. La reforma de la enseñan-za secundaria, conocida como el “plan concéntrico”, vale decir, planes nuevos con un disposición de las asignaturas en su estructura curricular no lineal, sino que agrupando los ramos de acuerdo a un cierto orden del conocimiento que se van impartiendo de manera progresiva a los largo de los años de instrucción, marca un referente de quiebre en relación a la larga tradición francesa que se había instalado y desarrollado en el país entre 1840 y 1880. Esta reforma apunta en otra dirección, se orienta hacia la recepción de nuevos componentes curriculares y didácticos, esta vez en principios inspirados en el modelo pedagógico alemán. Vale decir, los estudios secundarios que habían tenido hasta entonces similitud con el liceo francés de principios del siglo XIX, como señala Labarca, ahora vienen a asemejarse al del Real Gimnasio alemán (Labarca, 1939; López, 1988).

Sin lugar a dudas este nuevo enfoque pedagógico, curricular y cultural, en último término; este cambio de modelo curricular y didáctico trae consigo insospechadas consecuencias, no sólo para el sistema educativo en general, sino que también, y sobre todo, para la formación del profeso-rado. Podríamos decir que hay aquí un verdadero cambio de paradigma. La reforma de la enseñanza secundaria impulsada por Valentín Letelier asume un nuevo espíritu, esta vez claramente cientificista, y que se verá reflejado particularmente en el conjunto de nuevas asignaturas que se incorporan al currículum, a su nuevo Plan de Estudios, como son las ciencias biológicas, físicas y químicas (Cruz, 2002; Frey, 1910), marcando de esta manera una clara diferencia con los planes anteriores vigentes en

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los colegios de la república. Esta iniciativa reformista empezó a tensionar fuertemente el entorno educativo, en general con los colegios particulares, y en especial con los establecimientos educacionales sustentados por las congregaciones religiosas católicas, que miraban con preocupación las nuevas reformas emprendidas por el Estado y se mostraban un tanto reacias a estas iniciativas liberales, laicistas y cientificistas3.

Este nuevo enfoque pedagógico trajo consigo nuevas categorías conceptuales en las que se sustentó el discurso pedagógico germano. En él se pueden identificar algunas conceptualizaciones de base que resignificaron el sentido de la acción educativa y redefinieron las in-tenciones de la tarea docente. Por ejemplo, un concepto eje que esta reforma educativa asumió para definir el fin de la tarea educativa fue el de “formación” (Bildung) del hombre, de la personalidad. Es decir, a partir de este concepto clave, ya no es la construcción o la modelación del sujeto educando la clave como finalidad última y sustento de esta filosofía de la educación, sino que la formación del hombre, aquello que se formuló como fundamento de la enseñanza, concepción, por lo demás, que es heredera de la visión educativa humanista que Humboldt instaló en la reforma del sistema educativo prusiano de comienzos del siglo XIX (Chateau, 2003; De Tezanos, s/f).

La formación del sujeto humano fue aquí lo central, lo que definió por tanto esta nueva perspectiva que se alejó, como se puede apreciar, de la referencia a la dimensión práctica del proceso educativo, que no se orientó a la preparación para el trabajo, vale decir, en esta nueva resignifi-cación curricular adquirió la educación un carácter más bien humanista. A lo anterior súmense los principios de la teoría de la instrucción en el ámbito didáctico, con sus pasos formales (claridad del objeto, asociación o comparación, sistematización o generalización, método o aplicación) que hicieron de la Didáctica y las metodologías de la enseñanza un saber sistemático y riguroso; la distinción entre Pedagogía (entendida como Ciencia de la Educación, por tanto ciencia autónoma, que se funda en la psicología, que le aporta los medios, y en la ética, que le aporta los

3. Para apreciar con mayor profundidad el contexto de estos cambios es necesario observar las controversias y luchas ideológicas entre conservadores y liberales, especialmente en torno a la libertad de enseñanza (estandarte de lucha para el mundo conservador) y el Estado docente (concepto que defiende el mundo liberal), luchas que se vienen librando en la sociedad chilena a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y que se expresarán en la tribuna pública y política, en la prensa y en el parlamento. En torno a estos temas, véanse Muñoz Gomá, 1993; y Krebs, 1990.

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fines) y Educación (como arte de enseñar); así como la teoría del interés y la motivación como centros del proceso de enseñanza-aprendizaje, principios planteados y desarrollados por el maestro de Jena que lo situarían entre los precursores de la denominada Escuela Nueva (Ab-bagnano y Visalberghi, 1986; De Tezanos, s/f; Luzuriaga, 1973). Fue este nuevo enfoque pedagógico, esta nueva concepción educativa, curricular y didáctica, con algunos matices, la que asumió la reforma de la enseñanza secundaria en el país.

Estas influencias pedagógicas alemanas a las que se adhirió con clara convicción Valentín Letelier, llegaron a Chile, también, a través de innumerables profesores que fueron contratados por el Estado. Entre los más destacados profesores alemanes que fueron contratados con la finalidad de prestar sus mejores servicios a la república, en el campo de la formación profesional de profesores de educación secundaria, bastaría con nombrar una pléyade representativa encabezada por Jorge Enrique Schneider (Kagelmager, 1992), Juan Steffen, Federico Hanssen, Reinaldo von Lilienthal, Alfredo Beutell, Federico Johow, Federico Albert, Rodolfo Lenz, Alfred Beutell, Augusto Tafelmacher. Este conjunto de académicos figuran entre los primeros profesores que formaron parte del cuerpo docente que sentó las bases del Instituto Pedagógico, plantel fundado para ser la Escuela Normal Superior, encargada de formar a los profeso-res de Estado para la educación secundaria del país (Kagelmacher, 1992; Labarca, 1939; Mellafe et al, 1992).

A los anteriores actores culturales señalados debe sumarse la presencia de nuevos contingentes de profesores alemanes, tanto para el ejercicio de la enseñanza en los liceos de la república como para el desempeño en otros campos de la educación (técnica, industrial, médica, etc.)4. Innumerables maestros alemanes (venidos de los más diversos estados y regiones de la tierra germana: Prusia, Sajonia, Silesia, etc.) arribaron al país dispuestos a contribuir con la excelencia educativa y pedagógica que mostraban con orgullo las escuelas berlinesas que recomendaban, en particular, Letelier, Claudio Matte y José Abelardo Núñez, sin dejar de despertar susceptibilidades y hasta una franca oposición y críticas, espe-cialmente venidas desde los sectores más conservadores de la sociedad.

4. Comisiones en Europa. 1886-89, vol. 613, nº 43-47, 55, 57, 59 -60; ibíd., 1888-1895, vol. 721; Ibíd., 1890-91, vol. 811; Contratos en Europa. 1884-1889, vol. 518, 554; Comisiones fuera de Chile, 1886-1896, vol. 656; Contratos de profesores, 1888-95, vol.721. Fondo Justicia, Culto e Instrucción Pública, Archivo Histórico Nacional, Chile.

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De la Francomanía al embrujo alemán

Así como los vestigios de la influencia alemana en la pedagogía están presentes en las ideas de base que sustentaron la reforma de la enseñanza secundaria de 1893, impulsada por Valentín Letelier, a fortiori se puede afirmar que estas huellas se pueden apreciar en el Instituto Pedagógico, institución que fue fundada en 1889 para garantizar la formación científica y profesional de los profesores encargados de la enseñanza secundaria en el país (Cox y Gysling, 1990; De Tezanos, s/f; Núñez, 2002; Serrano et al, 2012). La influencia de la pedagogía alemana fue incorporándose progresivamente en el currículum de formación del profesorado, tal como se puede evidenciar en los propios programas de estudios del plantel (Cox y Gysling, 1990; De Tezanos, s/f; Núñez, 2002; Serrano et al, 2012).

Los profesores contratados en Alemania a partir de 1887 para la fundación y puesta en marcha del Instituto Pedagógico –por iniciativa de Federico Puga Borne, Ministro del Ramo, contratación que llevó a cabo con especial diligencia Domingo Gana– impartieron en sus aulas lo mejor que podía ofrecer la pedagogía alemana, esta vez representada esencialmente por la ideas pedagógicas de Herbart, marcando con ellos un sello nuevo en la preparación pedagógica y didáctica de los profesores, es decir, en la formación profesional docente (De Tezano, s/f; Labarca, 1939). Al respecto comenta Amanda Labarca:

El maestro de escuela germánico que había vencido en Sedán, como se aseguraba en aquellos tiempos, ostentaba orgullosamente su ciencia pedagógica a la vanguardia de sus congéneres universales. Fue, pues, Alemania el norte, al cual habían de dirigirse las miradas de nuestros hombres (1939, p. 181).

En todo este complejo proceso de transferencia cultural de matriz germana tuvo Valentín Letelier, sin lugar a dudas, una activa participación y responsabilidad como activo agente mediatizador.

JOSÉ ABELARDO NÚÑEZ

Por su parte, José Abelardo Núñez, nacido en Santiago en 1840 en el seno de una familia de educadores, era de profesión abogado, sin embargo se despertó también en él una clara vocación e interés por el tema educativo. Ocupó diversos cargos públicos, de entre los más importantes podemos destacar que fue miembro de la Sociedad de Instrucción Primaria, Vice-presidente de la Comisión visitadora de Escuelas, Visitador General de las Escuelas Normales, Inspector General de Instrucción Primaria, Director del Boletín de Educación (Celis et al, 1998; Munizaga, s/f).

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En 1878 el gobierno del Presidente Aníbal Pinto encargó a José Abelardo Núñez, Director de Enseñanza Primaria, la tarea de visitar en Europa y América diversos centros educacionales, y estudiar allí “el estado de la instrucción primaria, e como informar al gobierno acerca de las institu-ciones, reglamentos i demás elementos de organización que puedan ser aplicables a este ramo en las Escuelas de la república”5.

José Abelardo Núñez, en su condición de Comisionado de Educación del Gobierno de Chile, remitió, con fecha 5 de noviembre de 1883, a José Ignacio Vergara, el entonces Ministro de Instrucción Pública del presi-dente Domingo Santa María, el primer informe en el que recogieron las observaciones y estudios hechos tanto en el país (en las inspecciones que realizara a las Escuelas Normales) como en el extranjero (Europa y Estados Unidos) en torno a la organización de las Escuelas Normales6 (Núñez, 1883; Núñez Prieto, 2010).

El tema fue sensible para el Comisionado. A su juicio, le pareció que la base de toda reforma y mejora de la educación popular era la buena organización de las Escuelas Normales (Núñez, 1883; Núñez Prieto, 2010)7. Las instrucciones dadas por el gobierno, en la persona de Joaquín Blest Gana, a José Abelardo Núñez en 1878 habían sido claras al respecto8: a) Renta de escuelas: contribuciones especiales, matrícula de los contri-buyentes, administración de los fondos destinados a la enseñanza; b) Inspección y vigilancia: estudio en torno a la mejor forma de organiza-ción de la Inspección General de Escuelas, los medios más eficaces para la inspección y vigilancia del servicio, estadísticas de las escuelas; c) Preparación de maestros: su organización más conveniente, programa de estudios, tiempo de formación, estudios sobre los medios para mejorar la condición del preceptor en el país; d) Organización de la enseñanza, etc.

5. Decreto nº 3094, del 25 de noviembre de 1878. Vol. Ministerio de Educación, Archivo Histórico Nacional, Chile.

6. Carta de 5 de Noviembre de 1883 al Ministro de Instrucción Pública, Sr. José Ignacio Vergara (Núñez, 1883). Téngase presente que José Abelardo Núñez fue comisionado en 1878 por el gobierno para estudiar, tanto en Europa como en los Estados Unidos, el estado de la instrucción primaria e informar al gobierno de diversos aspectos relacionados con las instituciones, reglamentos y otros elementos que puedan ser aplicados en Chile. Véase para estos efectos el Decreto Nª 3094 del 25 de noviembre de 1878, referido anteriormente, del Ministerio de justicia, culto e Instrucción Pública. Archivo Histórico Nacional, Chile.

7. Carta de 5 de noviembre de 1883 al ministro de Instrucción Pública, Sr. José Ignacio Vergara.

8. Instrucciones Nº 2619, 25 de noviembre de 1878, del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción pública del Gobierno de Chile, en J.A. (Núñez, 1883: 9-12).

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Las instrucciones entregadas por el Ministro del ramo subrayaron particularmente estudiar detenidamente las posibilidades reales de la aplicación en el medio nacional de todas aquellas ideas y propuestas, nuevas medidas o cambios radicales que pudieran eventualmente apli-carse en el sistema educativo nacional9.

Después de tres años y medio en el extranjero, ocasión en la que tuvo la oportunidad de visitar –como él mismo indica– los establecimientos de educación elemental, industrial y de enseñanza especial que pudo en Estados Unidos, Alemania, Bélgica, Suecia, Noruega, Dinamarca, Inglaterra y Francia10, José Abelardo Núñez no sólo solicitó de motu proprio, sino que, además, pudo visitar de hecho las escuelas tanto normales como superiores y primarias del país, con el propósito de “tomar conocimiento cabal del estado en que se encuentran, y en vista de él –plantea–, sugerir las reformas o mejoramientos que ese estado exija”11, y así poder evacuar el informe encomendado.

El informe emitido finalmente en 1883 por el Comisionado, reunía entonces el fruto de ambas visitas a terreno: los de la vista de las ins-tituciones en el extranjero, como los de las visitas de inspección a las instituciones educativas de la propia república.

Lo que José Abelardo Núñez pudo observar en las Escuelas Normales de Nueva York, Massachusets (Bridgewater, Franninghan, Worcester, Sa-lem y Boston), Filadelfia, Ohio, Cleveland, no le impresionó tanto como lo que pudo observar y estudiar en Alemania, tanto en Sajonia como en Prusia. En este país pudo visitar –a su juicio– las dos instituciones más reputadas, como eran el Seminario Real para Preceptoras (Das Konigliche Seminar fur Stadtschullerhrer), y el Seminario para preceptores fundado por el Baron von Fletcher, de Dresden. También visitó el Das Konigliche Seminar fur Stadtschllerhrer, en Berlin.

Entre las cosas que más le impresionaron, no cabe duda, hay aspectos curriculares y didácticos, aspectos tanto teóricos como prácticos de la Pedagogía que pudo observar y compartir in situ con los propios estudiantes y profesores, así como con los directivos y altos funcionarios germanos que facilitaron su estadía y gestión gubernamental. Le impresionó sin

9. Ibíd.

10. Carta de J.A. Núñez a José Eugenio Vergara, Ministro de Instrucción Pública, con fecha 9 de Agosto de 1882 (Núñez, 1883: 13-15).

11. Ibíd.

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duda el alto nivel de desarrollo y profundidad con que allí se abordaba la ciencia pedagógica, así como el nivel de preparación y dominio de conte-nidos generales que expresaban los estudiantes. De la misma manera, le impresionó particularmente la “considerable” atención que le brindaban las Escuelas Normales al conocimiento de la naturaleza (naturkunde), vale decir, a las Ciencias Naturales12 que constituían, por lo demás, el canon epistemológico del saber en boga. Del mismo modo, no puede dejar de reconocer la impresión positiva que le produjo en esta visita constatar no sólo el cultivo –tan difundido por los demás en los pueblos alemanes, según puede asegurar– de la música en estos establecimientos, sino tam-bién, y muy particularmente, los “admirables” métodos de enseñanza que allí se impartían y se practicaban13. A su juicio, los alumnos no parecían estudiantes que hubiesen ido a buscar al Seminario los conocimientos necesarios para el desempeño de su profesión, sino más bien “verdaderos maestros” formados ya en la ciencia de enseñar14:

La disciplina escolar de aquellas escuelas –comenta el comisionado chileno–, la manera como se dirijen las clases, el sistema de discusión constante entre los alumnos i el profesor i los conocimientos tan jenerales como profundos que en esas discusiones revelaban poseer los normalistas, no pudieron menos de inspirarme, desde las primeras visitas a las escuelas normales, la más alta idea del estado en que se encontraba en Alemania la educación pública15.

Otra observación que José Abelardo Núñez registró para poner clara-mente de relieve los distintos aspectos novedosos de los cuales es un fiel testigo ocular, es aquella que se refiere a la valoración de los docentes. A su juicio, según lo que pudo constatar por ejemplo en las Escuelas Normales que habían en el reino de Sajonia - solo allí habían 12, comenta -, el profesorado disfrutaba de una alta consideración, tanto así que los directores y el cuerpo docente de estas escuelas figuraban entre los más distinguidos profesores y hombres de letras del país16.

12. Ibíd., p. 36-37.

13. Ibíd.

14. Ibíd.

15. Ibíd.

16. Ibíd., p. 38.

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No cabe duda que la pedagogía, que adquiría en Alemania un verdadero rango de ciencia, calaba profundamente en la retina y en la inteligencia de un hombre agudamente observador y que asumía con particular seriedad la tarea encomendada por el gobierno chileno. Como afirma el historiador Jean Pierre Blancpain, José Abelardo Núñez, en su obra Estudios sobre la educación moderna, hace elogios de la escuela prusiana –y también sajona, nos atrevemos a decir–, no sólo comparándola con el modelo francés, sino criticándolo abiertamente por considerarlo un modelo burgués e igualitario, y que sólo se limita a confiar la eficacia de la instrucción y la enseñanza en la cultura del maestro (Blancpain, 1985).

Finalmente, José Abelardo Núñez concluyó el informe referido propo-niendo un conjunto de ideas que apuntaron a sustentar una reforma de la enseñanza normal en Chile, vale decir, para una necesaria reforma del sistema de educación nacional, pero que, a su juicio, no se podía llevar adelante sin considerar a su vez un mejoramiento de la Escuela Normal en el país (Núñez, 1883).

El esfuerzo realizado en 1842 con la creación de la primera Escuela Normal de preceptores y el aporte de Domingo Faustino Sarmiento, su fundador, fueron necesarios, ciertamente:

El paso más avanzado que pudo darse en favor del establecimiento de un sistema de educación popular, pues no debe olvidarse que por aquel tiempo mui pocas naciones de este continente, i aún no muchas de Europa, contaban con establecimientos análogos (Núñez, 1883: 302).

Pero aquello no le pareció suficiente al Comisionado, menos a la hora presente: “... cerca de medio siglo ha pasado i, doloroso es decirlo, la enseñanza normal, si no ha decaído, ha permanecido estacionaria e ignorante de los progresos alcanzados por la educación moderna en este período de tiempo” (Núñez, 1883, : 302).

Su convicción es clara y firme respecto del estado de la situación de la educación en general en el país, y en particular respecto del estado en el que se encontraban las escuelas normales:

Nuestros establecimientos de enseñanza normal –señala– no corres-ponden actualmente ni a las necesidades del país, ni a los progresos de la educación moderna, i es tiempo ya de modelar su organización de acuerdo con esas necesidades i con los principios que reglan en el día el difícil arte de enseñar (Núñez, 1883: 302).

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Podemos afirmar que esas ideas propuestas por José Abelardo Núñez fueron progresivamente plasmándose en el medio nacional. Él fue un gestor fundamental en la reorganización de las escuelas formadoras de maestros, en la modernización y actualización de las escuelas normales del país, así como uno de los principales inspiradores y hombre de acción de la transformación de la escuela primaria y del auge e importancia que alcanzó esta durante el período que aquí nos ocupa. Los decretos del 26 de mayo de 1883 son un buen ejemplo de lo que afirmamos. En ellos se dispusieron mejoras al régimen interno de las escuelas elementales y superiores y se normó el servicio de Visitadores de las Escuelas “con un espíritu francamente moderno” (Labarca, 1939: 182). En estos mismos decretos también se derogan los “castigos corporales” como prácticas pedagógicas que era preciso dejar atrás, especialmente después de cono-cer las experiencias educativas y los principios pedagógicos que Fröebel, Pestalozzi, Ziller y Herbart propagaban con éxito en toda Europa sobre la disciplina escolar y los castigos físicos17.

A partir de estas nuevas normativas se apostó, en cambio, por propiciar el esfuerzo o los estímulos psicológicos en el estudiante, tales como “notas semanales y mensuales –destaca Amanda Labarca–, inscripciones en el cuadro de honor para los mejores, privación de recreos, reconvenciones y expulsión para los recalcitrantes” (1939: 182). Lo que se propone ahora es conciliar de una manera más coherente, si se quiere, los distintos planos de “intereses” en el educando (dicho en lenguaje herbartiano) con los nuevos modelos didácticos y los pasos formales de la instrucción que se pretendió promover en la enseñanza escolar.

A su vez, la ley de 11 de octubre de 1883 resultó fundamental frente a la decisión de mejorar la educación pública. En ella no sólo se autorizó al Presidente de la República (Domingo Santa María) para invertir en la

17. Es interesante hacer referencia aquí a este tema que hoy despierta particular interés en el ámbito de la vida escolar y de la relación pedagógica, así como en el campo de la inves-tigación historiográfica. La prohibición del empleo del “guante” en los liceos públicos de Chile se debatía hacia mediados de la década de 1870 en altas instancias, como el Consejo de Educación Pública, en la Universidad de Chile (agosto de 1876). De ello derivó el decreto del 8 de enero de 1877 al que se refiere Miguel Luis Amunátegui Reyes, en su artículo “Cómo y por qué se suprimió el castigo del guante en los colegios del Estado” (Amunátegui, 1920). Para mayor profundización en el tema de los castigos en el sistema escolar chileno, véase “La letra ¿con sangre entra? Notas iniciales para el estudio de los castigos, la disciplina y la violencia en el liceo chileno en la segunda mitad del siglo XIX” (Toro, 2003), o “El justo deseo de asegurar el porvenir moral y material de los jóvenes. Control y castigo en las prác-ticas educativas de la Escuela de Artes y Oficios, 1849-1870” (Barrientos y Corvalán, 1997).

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construcción de escuelas primarias, sino también (art.nº2) para contratar profesores en el extranjero, tanto varones como damas, que pudieran prestar servicios en las escuelas normales primarias y superiores del país. Además, la ley, en su artículo nº 6, facultó al Presidente para enviar a alumnos y maestros de la Escuela Normal de Preceptores a estudiar y perfeccionarse en el extranjero.

En 1884, José Abelardo Núñez volvió una vez más a Europa, esta vez comisionado para llevar adelante los compromisos que establecía la ley, en orden a estudiar centros y convenir los lugares para enviar a los estudian-tes chilenos que irían a perfeccionarse y, en segundo lugar, a contratar a profesores alemanes para que vinieran a ejercer su enseñanza en el país.

Revisando diversos volúmenes del Fondo de Ministerio de Educación en el Archivo Nacional del período en cuestión, se han podido identi-ficar diversos documentos y decretos con antecedentes relativos a la firma, prórroga, modificación y contratos de profesores en Europa para desempeñarse en las escuelas normales de Santiago. Entre los primeros profesionales de origen alemán que fueron contratados y vinieron a Chile, figuraban algunos como los siguientes:

Krüssel, B (1887), profesor de dibujo a mano libre y aplicación industrial, de Hamburgo. El profesor se comprometió a prestar sus servicios al gobierno de la república en la Escuela Normal de preceptores de Valparaíso. Se le indicó también que la enseñanza de dicho ramo sería durante veinticuatro horas, distribuidas en los días de la semana. Por otra parte, el profesor se comprometió a estudiar con toda la posible consagración la lengua española, en la que tendría que hacer las explicaciones necesarias para la enseñanza del ramo. Su contrato fue por 6 años18.

Hermann H. Langer, profesor de dibujo y aplicación industrial y de gim-nástica. El fue contratado para ejercer el ramo de dibujo (18 hrs. semanales) en las escuelas públicas, y el ramo de gimnasia (8 hrs. semanales) en la Escuela Normal de Preceptores de Santiago19.

Vicetas Krzirwan y Johannes Türkes, de Dresden, contratados como profesores de la Escuela Normal de preceptores de Chillán.

18. Contratos en Europa. 1884-1889, decreto del 24/25de noviembre de 1886, firmado por A. Blest Gana, Ministro de Chile en Francia. Vol. 554, Fondo Justicia, Culto e Instrucción Pública, Archivo Histórico Nacional, Chile.

19. Ibíd., f/ss.

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Entre las innumerables profesoras que vinieron al país, figuran:

Johanna Gremler, contratada como Directora para la Escuela Normal de preceptoras de Concepción20.

Antonia Güldenpffenning, Thèrese Kühlein y Magdalena y María Schö-fer, todas contratadas para ejercer en la Escuela Normal de Santiago en calidad de profesoras21.

Amelia Witowski, celebra su contrato en la ciudad de Leipzig, en 1884, para ejercer por 6 años como profesora de Historia Universal, lengua francesa y piano22.

Ana von Zauvadsky, profesora de canto y labores de mano (bordado), con-tratada en 1887 para ejercer en la Escuela Normal de preceptoras del sur23.

Carolina Saltler, contratada el mismo año como ecónoma de la Escuela Normal de preceptores de Santiago.

Wilhelmine von Kalchberg, contratada como profesora de matemáticas y ciencias naturales para ejercer en la Escuela Normal de Santiago24.

Irma Regner von Bleyleben, contratada en 1884 como profesora de Geografía e Historia y Caligrafía, para ejercer en la Escuela Normal de preceptoras de Santiago25.

20. Contratos en Europa, 1884-1889, Doc. Nº 137 de la Legación de Chile en Berlín, 15 de diciembre de 1887.f. s/n. Archivo Histórico Nacional, Chile.

21. Ibíd., f. ss.

22. Se dan, sin duda, algunos casos singulares en que, por razones como el de esta profesora, el contrato no puede cumplirse y este debe finalmente cancelarse, ateniéndose las partes a los criterios formales establecidos de común acuerdo. No obstante, toda situación debe ser atendida, especialmente si se trata de contraer matrimonio. Precisamente este es el caso en que la profesora Witowski, deseando contraer matrimonio después de dos años de prestar sus servicios en la Escuela Normal de preceptoras y “no pudiendo en tal caso dar cumplimiento a la obligación que le imponen los artículos 2º y 3º de su contrato, es decir: residir en la Escuela, desempeñar las funciones de vigilancia, fuera de clases, sobre las alumnas, según el turno correspondiente, solicita le sea aceptada su renuncia, declarando cancelado dicho contrato”, como señala en su propio escrito presentado ante las autoridad respectiva. Será el propio José Abelardo Núñez, en Santiago, el 12 de enero de 1887, quien tome nota del asunto, acepte y aclare la situación contractual de la solicitante para dejar sin efecto las medidas que pudieren afectarla. Ibíd., f. ss.

23. Ibíd.

24. Ibíd.

25. Ibíd.

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Thèrese Adametz, quien llegó a ser Directora de la Escuela Normal de Preceptoras de Santiago, firmó contrato el 2 de agosto de 1884, en Viena, ante José Abelardo Nuñez. Se desempeñaba como subdirectora del Instituto Real e Imperial llamado Offizierstöcher instituters (Instituto de Educación de hijas de oficiales Imperial y Real), en Hernals. Había ejercido también durante seis años en las prestigiosas escuelas de Bürgersshnlclassen26.

Matilde Hutter von Stuttgardt, contratada en 1886 para ejercer como profesora auxiliar de la sección especial de bordados y labores de mano de la Escuela Normal de Preceptoras de Santiago27.

Isabel Bongard Cordes, nacida en Armsberg, Wesfalia, en 1854, estudió en la Rhenania, en Bonn y en Colonia. Había ejercido además en la Escuela Normal de Berlín. Vino a Chile por especial encargo de José Abelardo Núñez en 1884, desempeñándose primero como subdirectora en la Escuela Normal del Sur y más tarde, en 1890, pasó a ejercer el cargo de Directora de la Escuela Normal de la Serena (Alfonso y Pacheco, 2011; Pasten, 1986).

Al conjunto de destacadas profesoras señaladas hay que sumar, desde luego, otro conjunto de maestras alemanas que alcanzaron un alto re-conocimiento por la calidad de sus servicios prestado el desarrollo de la enseñanza femenina en Chile: Isabel Borgward, Clara Stockebrandt, Margarita Johow, María Jenschke, María Dubreck, Thèrese Knickenberg, Ana L. Krusche, Carlota von Metzen, Cataline Hayne, Fanny Bieber, Thèrese Haupt, Pauline Nanish, Margarita Hermanns, Frida Lachen-mayer, Margarita Stahr. La mayoría de ellas ejercieron como directoras de establecimientos escolares en el país, mientras que otras, como Ana Krusche y las siguientes profesoras referidas, ejercieron su tarea docente en la Escuela Normal de la Serena.

Bajo el gobierno del Presidente Domingo Santa María se dictó la ley de 11 de octubre de 1883 –documento legislativo del que ya hemos hablado anteriormente–, marcando una decisión clara respecto de los propósitos y esfuerzos gubernamentales en materia de educación pública. En el inciso nº6 del artículo primero se autorizó al presidente “para invertir hasta quince mil pesos en las pensiones y gastos de viaje de los alumnos y maestros de la Escuela Normal de Preceptores que se envíen a Europa

26. Ibíd.

27. Ibíd.

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o Estados Unidos, para desempeñar a su vuelta el cargo de preceptores de escuelas primarias”. Pues bien, ya sabemos que recayó en José Abe-lardo Núñez la responsabilidad de estudiar y determinar finalmente en qué Centros europeos realizarían sus estudios los jóvenes estudiantes normalistas chilenos que fueran seleccionados con las becas que otor-gó el estado. Para tales efectos, se trasladó a Europa en 1884. Los cinco primeros normalistas fueron: José Tadeo Sepúlveda, Juan Madrid, José María Muñoz Hermosilla, Emiliano Figueroa, Carlos Bosche. Un segundo grupo lo compusieron en 1889 José Zacarías Salinas, Ruperto Oroz, Ma-nuel Ruz, Rómulo J. Peña, Joaquín Cabezas y Ramón Álvarez. De ambos grupos todos se dirigieron a Alemania, a excepción de Joaquín Cabezas, del segundo grupo de contingentes, quien se dirigió a Suecia para seguir cursos de especialización en Educación Física y trabajos manuales. Del primer grupo de becarios, tres de ellos se incorporaron al Das Konigliche Seminar fur Stadtschllerhrer, en Dresden (Labarca, 1939: 184).

¿Cuáles fueron los beneficios en el ámbito académico, profesional y personal, de sus estadías en un medio socio-cultural tan distinto y “dis-tante” para cada uno de estos jóvenes normalistas?, ¿cómo asumieron y se apropiaron de las nuevas propuestas pedagógicas, en el ámbito teórico y práctico, del discurso pedagógico en boga?

Sin duda no resulta fácil rastrear el itinerario, las trayectorias perso-nales y profesionales de los maestros y maestras alemanas que ejercieron su labor docente en un país sudamericano tan alejado del centro cultural europeo al que ellos pertenecían, ni tampoco es fácil indagar la trayectoria, bajo los mismos términos, de cada uno de los jóvenes becarios chilenos en su periplo y estadía en el país germano. El caso, sin duda, amerita una incursión más significativa desde el punto de vista metodológico. Es decir, para un mejor aprovechamiento historiográfico de los datos biográficos de los denominados, der namhafteren Männer28, se requiere, a nuestro juicio, una aproximación desde el estudio prosopográfico, desde la microhistoria, desde la vertiente biográfica, si se quiere, entendiendo que en estas visiones metodológicas enunciadas hay fronteras de orden epistemológicas bastantes imprecisas, objeto, por lo demás, de encendidas controversias entre los historiadores y cientistas sociales, con el fin de poder conocer las redes de relaciones y de dependencia del grupo que

28. Los hombres de mayor relieve, como los catalogaba el historiador Theodor Mommsen (Cameron, 2003).

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permitan, finalmente, la elaboración de un relato develador y compren-sivo de estos actores en contexto29.

Después de la creación de la primera Escuela Normal de Preceptores (1842) y más tarde de la Escuela Normal de Preceptoras de Santiago (1853); la Escuela Normal de Chillán (1871) y posteriormente la de La Serena (1874), fue bajo la gestión de José Abelardo Núñez en el cargo de Inspector General de las Escuelas Normales que comenzó un verdadero proceso de expansión de las Escuelas Normales en Chile, como se puede apreciar. Ahí están la Escuela Normal de Valdivia (1896), la Escuela Normal nº2 de Santiago (1902), la Escuela Normal de Puerto Montt (1904), la Escuela Normal de Copiapó (1905); las de Victoria, San Felipe, Curicó, Talca y Limache (1906); la Escuela Normal de Angol (1908) y la de Ancud (1930).

En el Primer Congreso Nacional Pedagógico, en 1889, José Abelardo Núñez, al intervenir en su calidad de Inspector General de Instrucción Primaria, se refirió a los importantes progresos que la educación primaria había ido alcanzando en el país después de una larga etapa estacionaria:

Después de medio siglo –señala en su alocución–, nuestra organización escolar, los métodos i medios de enseñanza, no habían recibido los mejoramientos i modificaciones que debían poner nuestras escuelas en armonía con los principios de la pedagogía moderna i con el progreso alcanzado por los países que marchan a la cabeza del movimiento intelectual del mundo (Monsalve, 1998: 186)30.

A su juicio, el proceso de reforma implementado en el sistema escolar chileno, si bien despertó resistencia y reparos en especial de las élites más conservadoras, de la opinión ilustrada del país, representaba una exigencia inexcusable, constituía una “imperiosa exigencia de nuestros estados de cultura” (Monsalve,1998: 187). La reforma, la modernización de la enseñanza para José Abelardo Núñez pasa por “formar buenos maestros i construir adecuados locales de escuelas” (Monsalve,1998: 187),

29. Atendemos aquí a las condiciones y criterios destacados por Lawrence Stone en favor de la eficacia del método de aproximación histórico basado en la prosopografía, cuando dice que debe ser aplicado a un grupo claramente definido y no muy numeroso, enmarcado en un período cronológico también muy bien delimitado, con fuentes accesibles, variadas y complementarias y, finalmente, contar con un problema claramente focalizado para abordarlo analíticamente (1981, pp. 48-50).

30. Discurso de José A. Núñez en la Sesión Inaugural del Congreso Nacional Pedagógico, Publicación Oficial (Núñez, 1890: 5-7).

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y esa ha sido, a su juicio, la necesidad claramente señalada por la opinión pública, esa ha sido la necesidad imperiosa del momento presente: una demanda social, una imperiosa necesidad, una sentida y consciente tarea que se reclama a las autoridades para continuar colaborando con el me-joramiento de la educación pública, y esa ha sido, sin duda, la atención preferente de los gobernantes (Monsalve, 1998).

4. REACCIONES DEL MEDIO Y VALORACIÓN DEL APORTE ALEMÁN

Finalmente, ¿cuáles fueron las reacciones del medio socio-cultural y político local frente a esta experiencia, y el balance que se puede apreciar desde estos juicios? Sin lugar a dudas los cambios, sobre todo aquellos de carácter reformistas, suelen despertar inquietud y descontento en quienes consideran que las cosas deben permanecer como están porque sencillamente no podrían estar mejor. Ciertamente que las reacciones no se hicieron esperar, especialmente aquellas que provenían desde los sectores más conservadores de la sociedad chilena. La presencia de innumerables educadores alemanes en el Chile finisecular no pasó inad-vertida. Los que vivieron, sin duda que se esforzaron por aplicarse con verdadera vocación a la tarea que les fue encomendada, prestando sus servicios en innumerables establecimientos públicos de la república. Es preciso reconocer en ellos el mérito de su hacer, la probidad intelectual y la conciencia profesional que mostraron en su ejercicio y desempeño docente. Sin embargo, destacados intelectuales y hombres públicos, si-tuados en distintas trincheras políticas e ideológicas, en un contexto de debate que se complejizaba, además, de cara a la celebración del Primer Centenario de la República impregnado de un emergente sentimiento nacionalista (Gazmuri, 1980; Donoso, 2012), expresaron en distintos tonos su críticas sobre la gravitación en la cultura nacional –en el ámbito educacional, particularmente– de la fuerte presencia alemana.

El sentimiento de malestar, de sentir que no se era feliz al mirar el estado de la nación en vísperas del Centenario expresado tan lúcida y brillantemente por Enrique Mac-iver en el emblemático Discurso sobre la crisis moral de la república, en 1910, marcaría el tono de las críticas a los extranjeros. Por su parte, Alejandro Venegas, destacado educador, conocido por sus agudas opiniones en torno al estado de la educación nacional, y autor del libro Sinceridad, Chile intimo en 1910 (1910), escrito

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bajo el seudónimo de Dr. Julio Valdés Canje, formuló severas críticas al cosmopolitismo propiciado por las élites locales, denunciando el deterioro de la identidad nacional y la crisis y desorganización de la enseñanza del estado en todas sus categorías (Venegas, 1910); Eduardo de la Barra, en su escrito La Vida Nacional: El embrujamiento alemán (1899), encabezó el grupo de intelectuales chilenos que juzgaron y criticaron severamente a los maestros alemanes, su labor pedagógica en Chile y todo lo que ellos representaban. A juicio de Jean-Pierre Blancpain, Eduardo de la Barra estima esta empresa germana en Chile “tanto más nefasta y destructora cuanto que ella es alentada oficialmente” (Blancpain, 1985: 158). El histo-riador francés, quien ha estudiado en profundidad la presencia alemana en Chile, estima, sin embargo, que los juicios de Eduardo de la Barra son diatribas violentas y poco lúcidas que cataloga además de injustas y ex-cesivas por cuanto ofrecen unos retratos de los nuevos maestros como incapaces, inútiles y, finalmente, como un gasto oneroso para el Estado (Blancpain, 1985: 157 - 158).

El nacionalismo de algunos de estos autores, que se incubaba su-brepticia y débilmente en los últimos años del siglo XIX, se acentuó y se exacerbó en la sensibilidad social, en el imaginario colectivo de los distintos grupos sociales –entre ellos, el del Magisterio–, en la medida que se centró en las celebraciones del centenario de la vida independiente republicana. En el espacio público local, en el entorno socio-político del Chile de comienzo del siglo XX, las nuevas retóricas de un discurso legitimador de la chilenidad que se instalaba en la sensibilidad social de los actores emergentes, de las élites y del mundo popular, hacía ver a los extranjeros como verdaderos enemigos de la patria.

La presencia gravitante de la cultura alemana en el país, la hege-monía de lo germano en la educación, la influencia que había llegado a impregnar de manera decisiva y manifiesta en distintos ámbitos del sistema escolar, de la enseñanza y formación del profesorado a lo largo de los últimos 30 años, comenzó a ofrecer serios reparos y duras críticas. Ciertamente muchos profesores venidos de las regiones del Rhin no estaban preparados para respetar los códigos más propios de la iden-tidad cultural local, para respetar valores y tradiciones, expresiones y representaciones nacionales del entorno, de la sociedad sudamericana que los había convocado y acogido.

¿Qué cambios representó en Chile la pedagogía alemana, cuál fue el aporte de la pedagogía alemana a la enseñanza? Un análisis sobre esta influencia foránea, sobre este “embrujo” alemán, permite concluir

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que, aun cuando se pudiera afirmar que la escuela chilena no fue ver-daderamente hija de la pedagogía alemana, que el reconocimiento de la influencia alemana no fue profunda, que ni siquiera logró suplantar la influencia cultural francesa, no obstante todo aquello, al menos queda por reconocer que:

Los maestros alemanes hicieron dar a la enseñanza chilena un salto hacia el modernismo, mediante la iniciación a la investigación, la promoción de las escuelas normales y de disciplinas hasta entonces descuidadas: ciencias físicas, biología, botánica, música, trabajos manuales, educación física (Blancpain, 1985: 159)31.

Al evaluar la influencia alemana, en términos generales, no se puede dejar de compartir el juicio sostenido por Amanda Labarca cuando afir-ma que “los beneficios de la influencia se recogen en la modernización de los métodos, en la introducción de algunas asignaturas y en el mayor énfasis concedido a otros” (1939: 184)32. Respecto de aquellos aspectos débiles más evidentes que se pueden apreciar, la misma autora sostiene que “los perjuicios más sensibles de su actuación se palpan en la ex-tranjerización del espíritu de la enseñanza, su alejamiento de la realidad autóctona, y en su concepto aristocrático y monárquico de disciplina” (Labarca, 1939: 184-185).

A juicio de José María Muñoz, uno de los primeros estudiantes nor-malistas seleccionados para viajar a perfeccionarse en Alemania en 1884, “la innovación fundamental de la reforma –alemana– ha consistido en dar a la enseñanza un carácter científico, realmente educativo de las fa-cultades individuales, con la introducción de la psicología, metodología, crítica pedagógica e historia de la pedagogía” (1918: 175). Por otra parte, los principios de la pedagogía herbartiana no sólo operaron en el ámbito teórico del currículum o de los saberes científicos del contenido a ense-ñar, “[…] las lecciones modelos, basadas en los principios de educación en la reflexión, en la experiencia, en la observación, como un acueducto de ideas, vinieron a ser una aplicación cotidiana de la educación de los sentidos […]” (Muñoz, 1918: 175). Los principios teóricos y prácticos de

31. Véase además “La influencia alemana en la educación chilena en jeneral”, en Los Alemanes en Chile, Homenaje de la Sociedad Científica Alemana de Santiago a la Nación Chilena en el Centenario de la Independencia, 1910.

32. Véase también Serrano et al, 2012.

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la pedagogía herbartiana que se aplicaron y relucieron en el quehacer educativo del aula chilena, aquellos principios de la instrucción postu-lados por la “pedagogía científica” y aplicados a la enseñanza pasaron a constituir un componente sustantivo del discurso pedagógico y de la acción didáctica que fundamentó la formación profesional de los profe-sores, de la profesionalización docente en Chile hasta ese entonces muy poco desarrollada.

5. CONSIDERACIONES FINALES

A modo de conclusión, se puede sostener que durante el último tercio del siglo XIX Chile enfrentó un cambio cultural relevante que trajo consigo la adopción de nuevos elementos ideológicos y culturales, sociales, políticos y utópicos –esta vez de matriz germana– que platearon a la formación pedagógica, y a la propia educación nacional, nuevas tensiones y desa-fíos especialmente de cara a la celebración del Primer Centenario de vida republicana asociado a un fuerte despertar nacionalista.

La acción de los gobiernos liberales fue decisiva en esta etapa, por cuanto favorecieron e impulsaron el desarrollo y consolidación del sis-tema de educación, especialmente de la educación primaria y popular, con algunas importantes iniciativas de renovación pedagógica que con-tribuyeron con el mejoramiento de la calidad de la enseñanza, la labor pedagógica que debían desempeñar los maestros, la organización de las Escuelas Normales y los propósitos de la educación nacional.

La consideración de los agentes mediatizadores analizados, asociados al complejo proceso de transferencia cultural que experimentó la educa-ción chilena durante este período (1880-1910), nos permite afirmar que la influencia alemana logró permear fuertemente el ámbito educativo, no sólo el discurso pedagógico en los educacionistas y las elites gober-nantes, sino además, y particularmente, el currículum de formación de maestros, y de modo altamente significativo el currículum del sistema escolar chileno con sus  prácticas educativas, acarreando una serie de problemas socio-culturales y políticos  que estarán en la base de las discusiones y debates sobre la identidad chilena, el espíritu y reacción nacional y la pertinencia del modelo pedagógico de fuerte connotación cultural exógena que había predominado, pasando de la admiración del modelo a su rechazo y desprendimiento.

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Pablo Toro Blanco

CAPÍTULO7“CORAZONES

DEPRAVADOS” Y “CAPATACES

DE COLEGIO”.

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“CORAZONES DEPRAVADOS” Y “CAPATACES DE COLEGIO”. Relaciones entre inspectores y estudiantes como actores de la vida escolar en la enseñanza secundaria chilena (c.1880-c.1920)1

Pablo Toro Blanco2

1. INTRODUCCIÓN: EL LICEO, ESCENARIO COTIDIANO DE RELACIONES ASIMÉTRICAS, CONFLICTOS Y EMOCIONES

Los relatos tradicionales acerca del desarrollo histórico del sistema edu-cacional chileno han dado cuenta frecuentemente de la marcada brecha existente durante el siglo XIX entre la precaria enseñanza primaria orien-tada hacia el mundo popular, concebida como habilitante en destrezas básicas de lectoescritura y herramienta de moralización y control social y, en sus antípodas, la mejor financiada educación secundaria, entendida como un sistema uniforme de formación para los grupos privilegiados de

1. Este texto es producto del Proyecto Fondecyt de Iniciación nº11090036 (2009-2011), titu-lado “Definiendo a una juventud: Liceos, textos escolares, opinión pública en la definición del sujeto juvenil en Chile (c.1870-c.1920)”, del cual el autor fue investigador responsable. Deseo agradecer la colaboración brindada por Paula Lara Arancibia, licenciada en Historia por la Universidad Alberto Hurtado, ayudante de investigación en ese proyecto.

2. Doctor en Historia. Investigador departamento de historia Universidad Alberto Hurtado. Correo electrónico: [email protected]

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“Corazones depravados” y “capataces de colegio”

la sociedad (Labarca, 1939). En dicho contexto la educación secundaria pública habría sido ideada y expandida en estrecho vínculo con las tareas de generación de cuadros conductores del orden republicano, idea que se presentaba periódicamente a los estudiantes a través de un discurso de identidad colectiva expresado, entre otros recursos, mediante ceremo-nias públicas de premiación. En ellas, especialmente en las del Instituto Nacional, fue frecuente el tópico del Liceo como acompañante propicio del desarrollo republicano en cuanto a orden y progreso político, así como también la idea de la juventud liceana como depositaria del futuro de la Nación. Tales lugares comunes aparecían consistentemente en las cere-monias de distribución de premios que se realizaban de modo solemne. Así, por ejemplo, en 1853 el académico Ramón Briseño daba testimonio de este discurso al señalar que el Instituto Nacional operaba como “mo-delo de todos los Colegios de la República, los cuales vienen a ser como otros tantos resortes que concurren al mismo efecto en el movimiento general de la máquina social” (Briseño, 1853: 295). Este tipo de alusiones se repitieron a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, acogiendo na-turalmente énfasis propios de cada coyuntura, y mantuvieron la noción de esa formación juvenil como propedéutico de lo público, tal como se dejaba ver en las palabras que los jóvenes egresados del Liceo de Talca escucharon en su despedida del plantel en 1890: “el Liceo es una república en miniatura, donde los pequeños ciudadanos aprenden a conocer los deberes que en la sociedad le incumbirán”3. Varias décadas más tarde, en un contexto de demandas propias de un proceso de democratización y en medio de una crisis política y educacional, todavía este concepto de una elite formada mediante el estudio de las humanidades en el liceo seguía teniendo alguna presencia, lo que se trasunta en las palabras de Enrique Molina en 1933 al defender esa función tradicional señalando que “cualquiera que sea la orientación predominante que se le señale a la educación secundaria, el delta de este río es la elite” (Molina, 1933: 8).

Complementariamente a la idea de la educación secundaria como crisol republicano, noción que podría ser parcialmente plausible si se considera la proveniencia de segmentos significativos de los cuadros dirigentes del aparato estatal en la alborada del siglo XX, se ha sostenido que ella habría cumplido el papel de forja para los sectores medios. No obstante,

3. Documentos relativos a la solemne distribución de premios a los alumnos del Liceo de Talca, el 7 de octubre de 1890, presidida por el señor Intendente de la provincia, don Víctor Prieto Valdés.

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ya a mediados del siglo XX había emergido una crítica consistente a esta idea, entendiendo que la enseñanza secundaria no tuvo, salvo excepciones muy notables, realmente el papel de promotora del cambio social. Así, por ejemplo, en 1964 César de León enfatizaba que la extracción social predominante en los liceos del siglo XIX era ya de sectores medios y privilegiados (De León, 1964). Este antecedente merece ser tomado en cuenta de cara al propósito medular de estas páginas, que tiene que ver con bosquejar aspectos de las relaciones existentes entre estudiantes e inspectores como actores de la vida escolar en liceos públicos hacia fines del siglo XIX e inicios del XX. Así, una cierta consistencia común de los grupos escolarizados en los liceos pudo servir como telón de fondo para el contraste de episodios de convivencia conflictiva, en algunos casos bastante violenta, entre actores de distinta raigambre social. En ello precisamente el vínculo problemático entre estudiantes e inspectores, como se verá más adelante, algo tuvo de testimonial.

Otro antecedente general del sistema escolar secundario que vale la pena considerar es que la enseñanza pública, representada por el liceo, tuvo una índole centralizada, uniforme, urbana, elitista y claramente orientada hacia la educación universitaria (Perl, 2012). Esas característi-cas homogeneizadoras ciertamente configuraron un escenario propicio para el desarrollo de relaciones interpersonales en el liceo marcadas por tendencias normalizadoras, las que se hallaban orientadas a formar un modelo de persona basado en cánones universalistas tomados de modelos de países europeos (Francia, Alemania, Inglaterra), en combinaciones distintas de acuerdo al ámbito y tiempo específico de su aplicación. En este contexto es que se inserta uno de los problemas que es recogido en este texto: la progresiva toma de razón respecto a las singularidades del actor estudiantil en tanto sujeto marcado por una índole etaria. En este sentido es que dejamos constancia de la necesidad de integrar en el relato historiográfico (y, sobre todo, en el de la historia de la educación) la di-mensión de la edad como factor constitutivo de los actores involucrados. Frente a una práctica de análisis histórico que, en términos generales, solamente de modo paulatino ha concedido primacía a factores crecientes en complejidad (partiendo desde la realidad material de las coordenadas de clase y siguiendo luego con la nacionalidad, la etnia o el género), la especificidad de las edades amerita ser reconocida e integrada al relato4.

4. Una visión esquemática del problema de las edades como asunto para la historiografía

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“Corazones depravados” y “capataces de colegio”

En una cierta consonancia con el registro de un proyecto explícita-mente pensado como constructor de un orden homogéneo, basado en la distinción normalizadora entre atraso y progreso, montado sobre el par polar barbarie-civilización y la oposición emoción-razón, la historiografía atenta al desarrollo de la enseñanza secundaria durante los últimos lustros del siglo XIX y la primera parte del XX parece haber tendido durante dé-cadas a acoplarse a esa lógica de análisis. De esta manera es que aspectos íntimos, propios de la cotidianeidad de la vida escolar, inspiraron menor interés que las formulaciones del pensamiento pedagógico de la época en estudio. Del mismo modo es que los escenarios de conflicto protagonizados por los actores presentes en los liceos recibieron atención esporádica, lo que podría ser entendido considerando su escaso peso relativo, en térmi-nos de número, en el conjunto de la población escolarizada, debido a su condición de elite. Pese a dicha singularidad (o, quizás, precisamente por ella), consideramos que la enseñanza secundaria podría servir como un terreno de estudio para problematizar asuntos tales como las relaciones entre distintos agentes de la vida escolar. Por ello es que se sostiene en estas páginas que el escenario del liceo público es, a través del período propuesto, un nicho en el que sería posible encontrar testimonios de conflicto entre jóvenes estudiantes e inspectores (asunto que, a primera vista, podría parecer pueril y anecdótico) y que tales tensiones serían representativas de diferencias sociales existentes. De la misma manera, la transición en las formas de relación entre tales actores daría pábulo para una primera mirada a la vida escolar desde el ámbito de la historia de las emociones5.

En relación con lo anterior, es necesario reconocer que el campo historiográfico cobijado bajo el rótulo de ‘historia de las emociones’ no ha presentado mayores avances todavía en el caso chileno en lo que a historia de la educación concierne. En términos generales, aquella ten-dencia ha tenido sus desarrollos más importantes en el contexto amplio de la historia cultural anglosajona, siendo heredera de un tronco común

reciente se aborda someramente en nuestro texto “Desórdenes y juegos de chapas en la plaza: estudiantes, espacio público y juventud (San Fernando, c.1870-c.1900)” (Toro, 2012).

5. Recuperamos en estas páginas y siguientes algunos aspectos de esta descripción sobre los cambios en las concepciones sobre las emociones juveniles y el interés que ellas concitaban, los que se encuentran en nuestro estudio “Close to you: building tutorials relationships at the Liceo in Chile in the long 19th century”, Jahrbuch für Historische Bildungsforschung, band 18 (Toro, 2012).

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de intereses que se derivan de la atención prestada a las experiencias subjetivas de los individuos, por una parte, y a la construcción social de modelos de expresión de tales subjetividades (Matt, 2012: 117-118). De tal modo, un concepto que nutrió las primeras etapas de investigación histórica en esta área es la noción de emocionología, la cual puede ser entendida como un conjunto de estándares emocionales colectivos en los que agentes sociales e instituciones promueven o prohíben ciertos tipos de emociones o, al contrario, otras les son indiferentes (Stearns y Stearns, 1985: 813). Esa herramienta conceptual claramente responde a la preocupación propia de una primera etapa en el desarrollo del com-promiso historiográfico con las emociones en el pasado de la educación, que se puede entender como inscrita en el área de los problemas de los estudios de gubernamentalidad, o sea, centrada en las dimensiones normativas de acuerdo a la tradición instalada por Michel Foucault6. Es precisamente este aspecto el que se intenta vislumbrar, en la medida del carácter ensayístico de este texto, en las secciones siguientes.

Si se ha presentado, en apurada síntesis, un panorama de rasgos generales del sistema de enseñanza pública secundaria que da como resultado un entorno normalizador, marcado por la uniformidad, jerár-quico y escasamente orientado hacia la consideración de las diferencias y la subjetividad (etaria y emocional) de sus actores, sostenemos que se configura la necesidad de abrir cauces, aunque sean iniciales y no todavía suficientemente documentados, para la atención historiográfica sobre las asimetrías existentes al interior de estos sistemas de aparente homogeneidad. En ese sentido, además, ya hechas algunas precisiones teóricas, es que puede desplegarse el análisis propuesto a continuación, el que se estructura en dos partes principales: en primer lugar, se presenta una mirada sucinta sobre ciertos aspectos conflictivos de las relaciones entre estudiantes e inspectores, no siendo infrecuente que tales episo-dios polémicos representen roces derivados de cercanía o lejanía social y estilos de relación basados en la coerción y legitimados en un discurso homogeneizador. Por otra parte, en un segundo apartado se presenta un breve panorama sobre ciertas directrices, tanto teóricas como prácticas,

6. Para una visión general sobre el campo temático de la historia de las emociones en el contexto de la historiografía de la educación, es útil la consulta del artículo de Noah Sobe: “Researching emotion and affect in the history of education”, History of Education: Journal of the History of Education Society. La caracterización sobre esta etapa se encuentra en pp.691-692.

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que, con mayor o menor impacto, tendieron a modificar las bases de las relaciones entre inspectores y estudiantes y a reconfigurar la naturaleza de aquellos en atención a la de éstos, fenómeno que se produjo a partir de tránsitos en las emocionologías prevalecientes en la enseñanza de la juventud en el espacio del liceo.

No escapa a nuestra atención que ricos campos de análisis quedan fuera de los límites de esta mirada monográfica, que adolece de un evidente sesgo de género a propósito de las fuentes consultadas y los espacios a los que se ha dirigido la mirada escrutadora. Debido a la opción tomada permanece el misterio sobre la enseñanza secundaria privada, un territorio que avizoramos que dispone de un suelo fértil y provechoso en términos testimoniales para la época que se aborda en estas páginas. Del mismo modo, resulta vedado, debido al campo escogido, el riquísimo potencial que vislumbramos nos brindaría una mirada sobre la enseñanza femenina, tanto en su modalidad religiosa como fiscal, esta última emergente en el último cuarto del siglo XIX. Por todas las consideraciones anteriores es que estas páginas deben ser comprendidas con la indulgencia que es necesario brindar a un texto que no puede ostentar tantas certezas como las dudas que, por su índole especulativa, abundan en él.

2. CONFLICTOS Y VIDAS COMPARTIDAS: DIMENSIONES SOCIALES DE LA RELACIÓN ENTRE ALUMNOS E INSPECTORES

Durante el primer medio siglo de funcionamiento de la red de liceos públicos no fue frecuente que se presentara una definición precisa res-pecto a las competencias y requisitos que debían tener los inspectores a cargo de los estudiantes, ya sea tanto en el caso de establecimientos con sistema de internado como de aquellos que solamente atendían a los jóvenes aprendices durante la jornada escolar regular. Si bien exis-tieron definiciones reglamentarias que individualizaron la función de inspectoría y recogieron y elevaron a la estatura de norma la práctica frecuente de emplear a estudiantes de cursos mayores como centinelas y guías de sus compañeros más jóvenes, el papel de inspección no pare-cía estar dotado inicialmente de exigencias de calificación profesional que implicaran especial cuidado. Varios de los reglamentos escolares que fueron formalizándose hacia las décadas de 1840 y 1850 como, por ejemplo, el del Liceo de Valdivia (publicado en octubre de 1845), esta-

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blecían que “un alumno con el título de inspector, bajo las órdenes del rector y nombrado por él, vigilará sobre todos los alumnos mientras estén en el colegio”7. Es interesante considerar que esta primera etapa de funciones de inspectoría encargadas a estudiantes, usualmente como algo característico de los años de organización inicial de los estableci-mientos secundarios provinciales, mostraba la precariedad general de la conformación del cuerpo docente de los liceos y, por otra parte, ponía en jaque las posibilidades de control y normalización sobre los jóvenes educandos. Así, por ejemplo, en un informe del rector del liceo de Con-cepción, a mediados de 1855, se planteaba que era necesario reformular la política de admisión de estudiantes al internado, ya que: “[…] resulta que los inspectores no son respetados si es que los jóvenes a quienes mandan son de su misma edad y pertenecen a una misma esfera como estudiantes […]”8. Semejanzas, tanto en términos etarios como sociales, generaban, por lo visto, importantes desafíos a la posibilidad de establecer una distancia emocional y normativa, y de imponer el respeto necesario para la mantención del orden.

Es pertinente hacer notar que la vigilancia ejercida entre iguales, tanto en términos de edad como de condición social, fue siendo crecientemente percibida como inconveniente por raciocinios de distinta índole. Una de las razones por las que se consideraba negativa esa práctica era lo que se apreciaba como una inevitable alternativa entre dos situaciones disfuncionales de cara a propósitos de normalización y moralización de los jóvenes estudiantes: por una parte, la cercanía y eventual complicidad entre alumnos e inspectores podría ser un manto protector para ocultar ante los ojos adultos la comisión de actos reprobables desde la lógica disciplinaria, situaciones tales como juegos de azar, ingesta de bebidas alcohólicas o expresiones de afecto sexual entre pares; por otro lado, si el cuidado de los jóvenes de cursos mayores llegaba a ser capaz de cumplir con la vigilancia encomendada, no estaba a la altura, sin embargo, de hacerse cargo de la tarea de constituir un foco verdaderamente educador para los estudiantes dada la inexperiencia y juventud de sus centinelas circunstanciales. Este último punto respecto a la función de inspectoría habría de quedar insatisfecho durante las décadas siguientes, pese a los

7. “Reglamento del Liceo de Valdivia”, Anales de la Universidad de Chile, (de aquí en adelante AUCH), Santiago 1845: 31.

8. Carta del rector Francisco Fierro, 16 de julio de 1855, s.n.p., Archivo Nacional, Fondo Intendencia de Concepción, volumen 49, 1854-55.

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cambios que comenzaron a producirse ya en la segunda mitad del siglo XIX. Así, un clamor pedagógico de parte de las autoridades a cargo de los liceos (difícil de dimensionar en su extensión y profundidad) fue expandiéndose a diversa velocidad y expresándose en discursos y me-morias de rectores: la función de inspectoría no podía quedar reducida meramente a un ejercicio de vigilancia, sino que debía ser un vehículo de educación entendida como moralización. Testimonio de ello eran las palabras del rector del Instituto Nacional quien, en su memoria de 1847, consideraba necesario relevar la función de los inspectores de los estudiantes internos, pues serían estos quienes tendrían la mejor opción de “[…] penetrar a fondo las inclinaciones de los alumnos, de combatir por los medios más seguros las que son perniciosas, fomentar las de una tendencia saludable […]”9.

Conforme pasaba el tiempo, buena parte de estas necesidades for-mativas detectadas en 1847 seguían sin ser totalmente satisfechas en los liceos. Las habilidades requeridas para una apropiada función de inspector difícilmente serían llevadas a cabo por muchachos inexpertos o por aventureros en busca de un empleo temporal. Pese a situaciones específicas en las que se valoraba positivamente las habilidades de es-tudiantes de cursos mayores para tratar con acierto a sus compañeros y someterlos apropiadamente a la inspección y moralización, el tenor de las observaciones era más bien crítico. Una de aquellas menos frecuentes valoraciones favorables de los estudiantes mayores como inspectores proviene de los recuerdos de Bernardo Ossandón, estudiante del liceo de La Serena hacia 1862, quien señala que los estudiantes de cursos mayores “disponían de la fuerza moral necesaria para hacer imponer sus mandatos y sabían hacerse respetar y estimar de los alumnos” (Ossandón, 1921: 28).

Pese al caso recién señalado, en general las condiciones supuestas para que se cumpliera la expectativa de formación intelectual y moral de los educandos al cuidado de sus inspectores eran prácticamente inviables. Numerosas denuncias de escándalos por conductas atrabilia-rias y violentas de inspectores poblaron las páginas de los volúmenes que recolectaban informaciones sobre la marcha administrativa de los liceos. Frente a ello era necesario disponer de funcionarios dotados de características que, desde la perspectiva de época, difícilmente se logra-rían sin cumplir con los requisitos atribuidos a los grupos rectores de

9. Memoria del Rector del Instituto Nacional, 10 de julio de 1847, AUCH, Santiago, 1847, p.334.

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la sociedad. Algo de esta necesidad puede encontrarse en las demandas que formulaba Marcos Flavio Latapiat, Rector del Liceo de Los Ángeles, cuando señalaba al Ministro de Instrucción en mayo de 1890 que “a las condiciones de decencia y de un poco de ilustración, se debe agregar la honorabilidad i buenas costumbres, tan necesarias para conservar el orden i ser respetados por los alumnos”10. Agregaba que lo escaso de las rentas asignadas para los inspectores en los presupuestos de educación impedía hallar inspectores que pudieran poseer tales atributos.

Pese al reconocimiento respecto a la importancia de la función de los inspectores, graduada por su cumplimiento en régimen de internado y externado, eran escasas las esperanzas de poder contar con personal pre-parado para cumplir con semejantes expectativas, como se ha apreciado recién. Las rentas con que estaban dotadas las plazas de inspector eran bastante modestas. En la memoria de 1847 recientemente referida, el rector del principal establecimiento secundario del país denunciaba que la labor de inspectoría era reputada como “un destino muy subalterno y de poca importancia, y así es que apenas se le mira como una escala para llegar a la primera grada del profesorado”11. No habría grandes cambios en esas desmedradas condiciones en las décadas siguientes, si se considera los testimonios de otros rectores respecto a las dificultades pecuniarias por las que debían atravesar quienes asumían plazas de inspección en los liceos a lo largo del país. Un ejemplo de ello se encuentra en la carta del preocupado rector del Liceo de Linares al ministro de Instrucción Públi-ca, fechada el 10 de febrero de 1884, en que informaba que el inspector recibía $300 como sueldo mensual en contraste con los $200 que reci-bían algunos profesores que sólo hacían tres horas de clase a la semana.

Numerosa tinta y papel fueron gastados a través de décadas en informes y solicitudes a las autoridades centrales para clamar por mejoras en las remuneraciones de los inspectores de los liceos. Mirado en su conjunto el panorama de la segunda mitad del siglo XIX, las condiciones econó-micas de su desempeño no parecen haber experimentado una radical mejora, percepción que se hace explícita en testimonios, ya hacia fines del siglo, como el del rector del liceo de Antofagasta, Liborio Manterola. En su memoria correspondiente a 1895, denunciaba que los sueldos de los profesores eran bajos y los precios de vivienda y alimentos en la ciudad

10. Memoria del Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública 1890, p.302.

11. Memoria del Rector del Instituto, AUCH, p.334.

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nortina eran muy elevados, pese a lo cual los docentes podían arreglárse-las pues ejercían profesiones liberales u otras labores compatibles con la docencia, pero “no sucede lo mismo a un inspector, que debe ocupar todo el día en el liceo”12. Por lo mismo, fue frecuente durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX una crónica inestabilidad laboral en esta función. Sucedía que ser inspector se convertía en una labor de paso, un tránsito hacia mejores posibilidades. Ello explica, a su vez, la dificultad de poder reclutar a personas con algún grado de preparación que estuvieran dispuestas a permanecer durante un período prolongado desempeñando un puesto de trabajo a veces ingrato, exigente y mal remunerado. Incluso a los segmentos algo más privilegiados dentro de este campo laboral las cosas no se les daban nada de fáciles, condición por lo demás genérica del magisterio. El caso del inspector general del Liceo de Valparaíso es ilustrativo: cuando le resultaba posible asumía, por estricta conveniencia monetaria, las clases de los profesores que no asistían, pese a no tener la preparación necesaria. Interpelado por el Visitador de Liceos, Leonidas Banderas Le Brun, respecto a porqué lo hacía, pese a los malos resultados logrados con sus alumnos, respondía: “porque estoy embromado y si así no fuera, ¿cree usted que yo me dedicaría a amansar a estos potrillos chúcaros?”(Guzmán, 1964, p. 14).

La pobre dotación de los salarios para esta función dentro de los liceos fue un factor que, en el último tercio del siglo XIX, condujo a una aparente suerte de segmentación social al interior de los cuerpos docentes en los planteles de enseñanza secundaria. Varios factores contribuyeron a este proceso. Uno de ellos fue la progresiva desaparición de la práctica de emplear estudiantes del mismo establecimiento como inspectores al cuidado de los alumnos. Cada vez se hizo más esporádica esa situación dadas sus numerosas inconveniencias. Por ende, el tutelaje entre iguales se debilitó como figura al interior de patios y salas de los liceos. Otro factor coadyuvante para esta situación fue el escaso horizonte profesional que involucraba la función de inspectoría. Ello derivó en un contraste entre los privilegiados estudiantes y sus vigilantes.

Un testimonio respecto a desavenencias sociales entre estudiantes e inspectores puede encontrarse en los recuerdos del ya citado Leonardo Guzmán, quien, rescatando imágenes de su paso como estudiante por

12. Memoria del Rector del Liceo de Antofagasta, p.47, Archivo Nacional, Fondo Ministerio de Educación (en adelante ANME), volumen 1088, 1895.

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el Liceo de Valparaíso entre 1902 y 1907, presenta un relato poblado de patetismo respecto a uno de sus inspectores. En un escenario marcado por la alegría de juegos y pullas juveniles contra algunos de los adultos (de los cuales resultaban exentos aquellos profesores admirados por su saber y calidad personal y también los temidos por su rigurosidad y ceño adusto), era frecuente ver merodeando por los patios del liceo a la deprimente figura de un inspector “bajo, delgado, vestido de obscuro lus-troso (era muy pobre), triste, con párpados irritados y marcas de viruela, por lo que lo apodábamos ‘El Pije Polilla’ […]” (Guzmán, 1964: 15). A su vez, los estudiantes del Liceo de La Serena, hacia inicios de la década de 1880, hostilizaban a uno de sus inspectores “[…] muy mal querido entre la muchachada, que despectivamente y aludiendo a sus toscas facciones había bautizado con el apodo de Nariz de Pelotón, quizás para consonarlo con otro epíteto de mayor y más ordinario calibre […]” (Marín, 1933: 428).

Por los mismos años en que los estudiantes porteños hacían burlas sobre el desmedrado “Pije Polilla”, sus camaradas en Talca las empren-dían contra otro inspector. Según el testimonio de Mariano Latorre, un verdadero trashumante del sistema educacional chileno de fines del siglo XIX e inicios del XX, la disciplina en el establecimiento bajo los meses finales del rectorado de Gonzalo Cruz era bastante débil. Estudiantes internos que huían de sus dormitorios en las noches para ir a casas de remolienda, frecuentes rencillas y conflictos abundaban en el liceo talquino. Para enfrentar la situación, el inspector general decidió traer a un nuevo inspector de internos, apellidado Quijada. “Era un hombre alto, de ojos achinados y de expresión dura. Le faltaba el brazo derecho y la manga fláccida estaba siempre metida en el bolsillo de la chaqueta”

(Latorre, 1952: 432-433). On Quijola, como fue rápidamente apodado por los traviesos jóvenes, no había logrado completar sus estudios y, como tantos otros inspectores de la época, no tenía formación suficiente para enfrentar las tareas encomendadas. Las humillaciones de los estudiantes hacia él (“algún muchacho decidido se colaba en el dormitorio y le anu-daba las sábanas con apretados nudos ciegos o sembraban de picapica almohadas y colchas” [Latorre, 1952: 432-433]) daban fe de una distancia en que se mezclaba el sarcasmo, muchas veces con un fondo clasista, y la picardía de los jóvenes sometidos a la normalización escolar.

No obstante los remanentes de esas situaciones conflictivas, que no habrían de cejar en el futuro, es significativo considerar que la función de inspectoría se vio beneficiada gracias al proceso general de profe-sionalización de la función docente para el nivel secundario, la que fue

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impulsada consistentemente desde la década de 1880 y que tradicio-nalmente ha sido asociada a la reforma pedagógica de matriz alemana. En ese contexto es que la fundación del Instituto Pedagógico generó un contexto de avances relevantes para que las políticas de educación consideraran con mayor nivel de exigencia las funciones propias de los inspectores de liceos, pese a que ello no redundara inmediatamente en una transformación sustancial de su desempeño práctico ni de su esmi-rriada condición financiera. Así, por ejemplo, en su sesión del 4 de abril de 1892, el Consejo de Instrucción Pública recomendaba a los rectores de los liceos que debían encomendar la función de inspectores a los mismos profesores de cada establecimiento. Esta iniciativa oficial tuvo pronto impacto en los establecimientos secundarios, de acuerdo a lo que los testimonios señalan. De esta manera es que en 1892 se anunciaba la supresión de la figura de los inspectores en el liceo de Chillán, lo que era concebido como un importante paso para adecuar la organización escolar a las tendencias pedagógicas en boga: “algo así como si dejáramos suprimido el sistema policial de nuestra enseñanza”13. Esfuerzos seme-jantes se desarrollaron en otros establecimientos, como, por ejemplo, el liceo de Valparaíso. En el plantel porteño su rector definió en 1894, en acuerdo con el consejo de profesores, la eliminación de los inspectores y el traspaso de sus funciones a la figura de los ordinariatos, o sea, la transferencia de responsabilidades propiamente educativas a profesores que, desde ahí en adelante, velarían por un régimen de relaciones más formativas que punitivas con los estudiantes y sostendrían el contacto con las familias de los alumnos (Eliz, 1912: 117).

El ánimo reformista que se expresaba en medidas como las recién señaladas tuvo una prolongación mucho más intensa ya en los primeros lustros del siglo XX. Nuevas influencias educacionales, junto con el for-talecimiento de espacios académico-gremiales de reflexión pedagógica, como la Asociación de Educación Nacional fundada en 1904, dieron el pie suficiente para que se sostuviera un análisis mucho más complejo respecto al conjunto de problemas relacionados con la disciplina escolar, la formación del carácter juvenil y los nuevos desafíos de la normalización y moralización que debía cumplir la enseñanza secundaria. Abundaron cuestionamientos respecto a la base de las relaciones entre inspectores y estudiantes, a la vez que también se levantaron opiniones acerca del tipo

13. Memoria del Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública 1892, p.115.

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de personal que efectivamente desempeñaba esta labor en los liceos. En el Congreso Nacional de Enseñanza Pública de 1902, por ejemplo, una de las inquietudes que animó el debate al respecto fue el hecho de que seguía siendo un campo laboral asumido por “personas muy jóvenes, sin preparación pedagógica de ninguna especie, que miran su empleo como cosa transitoria […] y que no encuentran, por otra parte, en el des-empeño de su ingrata misión ningún aliciente […]” (Mac-Mahon, 1904: 76). Esta observación crítica apuntaba tanto a los liceos que contaban solamente con estudiantes externos, como también a los que contaban con internados. Sobre estos últimos, existía una negativa percepción respecto a las prácticas disciplinarias y su escaso valor formativo. De esta manera, uno de los expositores en el Congreso señalaba que era necesario introducir cambios en la labor de los inspectores de los liceos, en cuya práctica había predominado históricamente en los internados un estilo de disciplina casi militar y que “la dureza con que según ella se trataba a los educandos i la falta de simpatía, por decirlo así, que existía entre los alumnos i sus inspectores, puede ser la de que se les reunía en agrupaciones demasiado numerosas […]” (Lamas, 1904: 195). La obser-vación planteaba la necesidad de adecuar la supervisión formativa y la normalización de los jóvenes estudiantes a grupos más manejables, lo que validaba la dimensión educacional de los profesores jefes en detrimento de la figura tradicional de los inspectores.

Una década después, en el contexto del Congreso de Educación Secun-daria de 1912, al ser consultados profesores secundarios por su percepción respecto a las condiciones que se debería exigir a los inspectores en los Liceos, las respuestas más frecuentes fueron que debieran ser profesores y poseer “buena conducta funcionaria y cultura pedagógica”14. Comen-zaba a cerrarse, a lo menos en el discurso, el horizonte de posibilidades de supervivencia del rol del inspector de liceo como un individuo no profesionalizado, carente de formación pedagógica, reclutado simple-mente por sus habilidades represivas del estudiantado a su cargo. De una u otra manera ya no sería tolerable, en el rango de las intenciones y el sentido común de los actores involucrados, que se pudiera calificar con justicia y apego a la realidad a los inspectores de un liceo fiscal de ser “capataces de colegio”, como lo destacaba, desde una mirada crítica, en

14. “Investigación pedagógica entre el profesorado”, en Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria, 103.

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1894 un Visitador de Liceos al inspeccionar el históricamente polémico liceo de San Fernando15. Como se verá a continuación, las condiciones de posibilidad para sostener un tipo de inspección basado en las premisas de la vigilancia férrea y el frecuente recurso del castigo ya estaban en crisis al aproximarse el país a las conmemoraciones de un siglo de vida independiente. 

3. TRÁNSITOS EDUCACIONALES Y SUS CORRELATOS EN LOS ACTORES DEL LICEO: DE GUARDIANES DEL CAUTIVERIO A ESCRUTADORES DEL ALMA JUVENIL

Los capataces de colegio, que eran objeto de la crítica del Visitador de Liceos en 1894, estaban destinados, si no a desaparecer, al menos a ser condenados por el sentido común de docentes y autoridades educaciona-les, actores cada vez más atentos a las modificaciones que las disciplinas del campo pedagógico se encontraban impulsando en el paso de un siglo a otro. Una pasajera reflexión respecto a las velocidades a las que las prácticas cotidianas cambiarían, del mismo modo que la magnitud que tendrían tales variaciones, nos remite a la necesidad de recordar que el sedimento de los usos y costumbres es, a diferencia de la fluidez del discurso escrito y la definición ideológica y erudita, un campo de trans-formación lento, irregular, un terreno en que se apozan permanencias de la rutina y destellos de las innovaciones y los cambios perseguidos por las políticas educacionales. Las modificaciones administrativas y las voluntades políticas guían y enmarcan la realidad escolar, pero no la construyen a su entera voluntad, tanto hoy como ayer.

Considerando lo anterior, es posible, creemos, establecer un puente de significados entre una transformación que puede entenderse como un producto normativo (la necesidad de profesionalizar un ámbito de desempeño, el de los inspectores de liceo) y un proceso subyacente de más amplio espectro: las transformaciones en lo que hemos querido entender (con un uso bastante laxo del concepto) como la emocionología vigente en los liceos durante buena parte del siglo XIX. Con ello se quiere apuntar selectivamente a algunos aspectos del repertorio de expectativas, normas y prohibiciones emocionales presentes en las relaciones entre adultos

15. Informe de inspección al Liceo de San Fernando del Visitador de Liceos, s/f, p.5, f.15 y ss. ANME, Volumen 1049, Liceos de Aconcagua a Rengo, informe de visitadores 1894.

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y jóvenes estudiantes en el ámbito de la enseñanza secundaria pública. Siendo un horizonte temático singularmente amplio, se ha optado por hacer posible un intento superficial desde la historia de las emociones, aplicando la atención en el encuentro, no siempre exento de polémica y ribetes violentos, entre inspectores y jóvenes estudiantes.

Como se advertía en los párrafos introductorios, la primera perspec-tiva que asomó en el desarrollo de la historia de las emociones tuvo que ver con los aspectos normativos, usualmente detectados en el lenguaje propio de códigos conductuales prescritos. Una muestra de ello podría ser considerada, por ejemplo, el estudio de las regulaciones de niños y jóvenes a través de las formas de la etiqueta y la urbanidad16. En tanto este enfoque se domicilia en el terreno normativo es que suele presentar algunas limitantes que vale la pena tener en cuenta. Una de ellas es que necesariamente refleja un sesgo desde el punto de vista de los actores involucrados: es la voz reguladora (expresada en códigos, reglamentos, literatura de consejo, manuales o reflexiones psicológicas sobre el joven) la que tiene la palabra. Quedan solamente reflejadas borrosamente, usualmente enmudecidas, las perspectivas de los destinatarios de la regulación conductual y emocional, del mismo modo que el nivel de la experiencia no logra hacerse visible. Con todo, es un paso introductorio necesario (aunque insuficiente) en el camino a comprender de manera plausible estructuras de relaciones emocionales entre actores en un espacio como el que se ha abordado en estas páginas.

Contempladas las prevenciones recién expuestas, es viable dar un vistazo panorámico a dos o tres momentos y fenómenos que fueron modificando las relaciones entre inspectores y estudiantes (y, sobre todo, las expectativas al respecto). Si era plausible que (más allá de la ironía) los inspectores fueran tradicionalmente considerados capataces de colegio, ello escondía, en algún punto de la transformación a la que nos referimos, trazos de verdad (fáctica) y de ideal (programático). Esto significa que en el mote con el que se quería ridiculizar o denunciar a una forma de inspección en los liceos concurría una práctica a erradicar (castigos, autoritarismo, escasez de herramientas de comprensión más compleja sobre la realidad de los estudiantes) y un modelo por construir (atención pedagógica, comprensión de lo juvenil como una realidad con sus propias características).

16. Hemos analizado brevemente aspectos de este asunto en nuestro estudio “Dimensiones de la confección de una juventud virtuosa: manuales de urbanidad en Chile (c.1840-c.1900): manuales de urbanidad en Chile (c.1840-c.1900)”. Toro, 2012.

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Durante buena parte del siglo XIX, el papel que supuestamente de-bían cumplir los inspectores (sobre todos los que se desempeñaban en liceos con sistema de internado) era profundamente demandante, desde el punto de vista del discurso. Además de la tradicional asociación entre su figura y la vigilancia de los jóvenes a su cargo, se asumía que deberían cumplir con propósitos educacionales de más amplio rango. Lo que nos interesa perfilar en estos párrafos es una dialéctica que se teje, a lo largo del siglo y muy marcadamente en el paso hacia el XX, entre los cambios respecto a las funciones y perfil de ese cargo y las modificaciones que se van tejiendo sobre el objeto mismo de su trabajo: los jóvenes educandos. Variaciones en los supuestos sobre la naturaleza juvenil (empujadas por los aportes de las disciplinas pedagógicas y la paulatina recepción de la psicología como campo de estudio durante el último tercio del XIX) fueron cercando las posibilidades prácticas de que la labor (supuesta) de los inspectores pudiera seguir siendo la misma que correspondía a una etapa en que represión, vigilancia y moralización se encontraban inextricablemente enlazadas con la idea de educación.

Lo que es importante rescatar de estas modificaciones, de cara al pro-blema de la emocionología que hemos intentado relevar, es que nuevas imágenes respecto a la identidad y naturaleza juvenil implicaron giros importantes respecto a la explicación de las conductas de los estudiantes, a la vez que llevaron a los adultos a su cargo a plantearse un conjunto de tareas que requerían de herramientas mucho más sofisticadas que la mera vigilancia y la tutoría distante. Si era viable que tradicionalmente los inspectores se comportaran como capataces de colegio (en el contexto de un sistema secundario con personal ayuno de formación profesional pedagógica y nociones básicas de psicología), ello obedecía a que sus categorías de comprensión de lo juvenil estaban basadas más en códigos normativos de matriz moral que en postulados de base psicológica. Así se puede entender, por ejemplo, que las herramientas explicativas de los adultos respecto a las esporádicas asonadas escolares de desorden los llevaran a comprenderlas como fruto de la maldad que habitaba en los “depravados corazones” de los estudiantes, como sostenían en reunión profesores e inspectores del liceo de Concepción al analizar un motín escolar acaecido en ese plantel en 185917. Esa realidad conceptual es la

17. Copia del acta de Sesión Extraordinaria del Consejo de Profesores del Liceo de Concep-ción, Concepción, 14 de septiembre de 1859, p.64 Archivo nacional, Fondo Intendencia de Concepción, volumen 476, Liceo de Concepción 1857-1875.

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que sería sometida a permanente erosión durante la segunda parte del siglo XIX y quedaría profundamente debilitada ya al iniciarse el siglo XX (al menos en el nivel del discurso declarado y constituido como sistema de creencias o sentido común). Su derrumbe (discursivo) natu-ralmente no es posible de asimilar totalmente a su impacto en el nivel de la práctica ni en el inasible ámbito de las convicciones internas y motivaciones de los actores. Sin embargo, lo que es importante señalar es que la pérdida de legitimidad de la condena moral a la juventud (al nivel de las fundamentaciones para la relación entre adultos y jóvenes en el liceo) y su reemplazo por un enfoque de base psicológica tuvo como resultado la rearticulación de aspectos de la emocionología existente en los establecimientos secundarios. Esto implicó que el talante emocional desde el cual los adultos (profesores e inspectores) debían interpretar a sus tutelados se transformó de modo importante (insistimos: en el nivel discursivo-normativo). Este proceso de cambio es el que implica que la función de inspección no desaparezca del escenario escolar, pero sí que sea reconfigurada y que parte importante de sus exigentes (y poco cum-plidas) misiones anteriores se transfirieran a un nuevo agente surgido de los ánimos reformistas durante la década de 1890: el profesor jefe.

En párrafos anteriores se señalaban algunos aspectos de la reforma de funciones de los inspectores escolares, a propósito de las influencias de la época de reforma educacional que se masificó en el país en el último cuarto del siglo XIX. En ese contexto es que se produjo la transferencia de funciones desde los tradicionales inspectores a los nuevos profesores jefes. Ciertamente es importante señalar que este proceso no parece haber tenido homogeneidad en el conjunto del sistema escolar, a la vez que es necesario considerar que sus efectos prácticos (manifestados en la expe-riencia escolar) son más difíciles de rastrear que su ámbito declarativo. Muestra de lo que subyacía como cambio conceptual a esta transformación administrativa es lo que sucedía en 1895 en el liceo de Chillán. Allí se tomaba la decisión de establecer profesores jefes, siguiendo el modelo de la enseñanza secundaria alemana. Se nombró un profesor jefe por cada curso “para llegar a formar una idea cabal de las tendencias y carácter de cada cual” (Tondreau, 1918: 465), quien debía emplear medios para conocer más en profundidad a sus estudiantes, tales como excursiones escolares campestres, las que cada curso debería realizar dos o tres veces al año. Se hacía así evidente el lazo entre función administrativa y pro-pósito pedagógico que articula nuevas rutinas emocionales, empujando al profesor hacia una atención de la subjetividad de sus estudiantes.

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“Corazones depravados” y “capataces de colegio”

Numerosas referencias educacionales estuvieron en la base de las transformaciones en la concepción de las relaciones entre adultos res-ponsables y jóvenes estudiantes en los liceos hacia fines del siglo XIX. Se ha polemizado ampliamente respecto de si la influencia alemana, en el contexto de la reforma educacional representada en la fundación del Instituto Pedagógico en 1889, fue un factor retardatario de estos cambios y legitimador de prácticas disciplinarias autoritarias. En este sentido, es célebre la instalación en el imaginario de la discusión pedagógica de fines del XIX de la idea del embrujamiento alemán, perspectiva crítica difundida por el educacionista Eduardo de la Barra. Este vitriólico au-tor denunciaba las prácticas represivas de profesores alemanes en los establecimientos representativos de esa reforma, como, por ejemplo, el Liceo de Aplicación. Allí, aseguraba de la Barra, a los estudiantes se les trataba a golpes y palos (De la Barra, 1899: 33). Más allá, sin embargo, de la pertinencia de las acusaciones del destacado ex Rector del Liceo de Valparaíso, lo que queda claro es que los ánimos reformistas en el campo de las relaciones entre profesores y estudiantes fueron ganando terreno consistentemente, alimentados por distintas tendencias, pero cobijados por un cierto ánimo común. Resumen de la nueva perspectiva puede ser la declaración de Eugenio María de Hostos, rector del Liceo de Chillán en 1889, quien sintetizaba el espíritu global de estas modificaciones al conceptualizarlas como “un paso importante del régimen del rigor a la disciplina de la benevolencia” (Tondreau, 1917: 1467).

Fue el tránsito desde el rigor a la benevolencia, usando los términos del célebre educador portorriqueño, lo que condujo a las transformaciones que se han caracterizado sintéticamente en los párrafos anteriores. Si se indicaba anteriormente que la función de los inspectores merecía cada vez mayores críticas y escasa benevolencia en los foros educacionales formales de inicios del siglo XX, sucedía al contrario con la emergente noción de profesor jefe, que se suponía como un rol que debía ser asumido por personas que pudieran estudiar la psicología del estudiante. Pero ese conocimiento instrumental no sería suficiente, de acuerdo a las nuevas tendencias pedagógicas en la alborada del nuevo siglo, ya que era necesaria una transformación en las dimensiones sentimentales de las relaciones interpersonales. En ello, es significativo enfatizarlo, estaba involucrado un giro importante en las exigencias emocionales que era posible hacer a los actores de la vida escolar. Numerosos textos reflexionaron sobre estas nuevas tareas que se les imponían a los profesores. Un ejemplo señero de este emergente sentido común se encuentra en las palabras

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de Luis Galdames, uno de los principales representantes de las primeras camadas de profesores formados al amparo de la reforma educacional y el Instituto Pedagógico. Sintetizaba esta nueva disposición emotiva indicando que era necesario usar la persuasión y el afecto y “antes que la palabra, la sonrisa” (Galdames, 1913: 280).

4. REFLEXIONES FINALES

Tras esta sucinta panorámica de algunas de las transformaciones en el papel de los inspectores en los liceos durante la última parte del siglo XIX e inicios del XX, cabe hacer algunas consideraciones de naturaleza necesariamente provisoria. El ánimo general de estas líneas ha sido introducir una discusión que vincule un problema histórico adminis-trativo u organizacional (a saber: las transformaciones de la función de los inspectores en los establecimiento secundarios) con un cambio de naturaleza bastante más compleja y difícil de asir: el tránsito desde un régimen emocional o emocionología, que inducía a la consideración de una naturaleza juvenil en base a supuestos derivados de codificaciones morales, antes que a observaciones construidas desde criterios cientí-ficos, hacia uno basado en el esfuerzo por comprender la singularidad de lo juvenil. Complementariamente, ese tránsito también significó un nuevo repertorio de exigencias para los adultos encargados de la for-mación de los estudiantes, en la medida que los impelió a desarrollar necesariamente disposiciones emocionales que les permitieran captar aspectos de la subjetividad de sus tutelados. Semejante exigencia reba-saba los límites de funcionamiento en los que se había encuadrado tanto la figura tradicional de docente como la de inspector. En este sentido, vale la pena recordar que durante largas décadas la enseñanza en los liceos tuvo como eje principal (si no exclusivo) el dominio de los con-tenidos a impartir, lo que hizo posible la compatibilidad de facto entre carreras liberales y docencia secundaria, lazo que tendió a ser disuelto a propósito del desarrollo de la profesionalización tras la fundación del Instituto Pedagógico en 1889. Fue este conjunto de nuevas exigencias el que desgajó del dominio de los inspectores un amplio campo de acciones formativas que ellos no podían satisfacer, en la medida que reprodujeran las características precedentes de su desempeño: la desaparecida práctica de ser reclutados entre los estudiantes de cursos superiores o la insufi-ciente praxis (principalmente centrada en la represión) de personas que

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se desempeñaban en un entorno que les era ajeno, tanto socialmente como en términos de propósitos más complejos que la mera vigilancia, así como también en relación a expectativas laborales que fueran más vinculantes que el simple papel de plataforma momentánea de empleo a la espera de mejores horizontes.

Los capataces de colegio fueron condenados, a lo menos desde el nivel del discurso, a desaparecer. No obstante, es necesario reiterar que las prácticas superan, con porfiada astucia, a la voluntad hecha recta normativa pedagógica o voluntarioso propósito gremial. Así, restos de esa antigua naturaleza quedaron adheridos a las nuevas formas que ad-quirió la función de inspectoría ya en el siglo XX. También puede decirse lo mismo respecto a las atribuciones y naturalizaciones, usualmente negativas, respecto de la conducta juvenil. La imagen condenatoria de esos corazones depravados, vestida bajo nuevos ropajes discursivos, ha tendido a emerger y sumergirse, alternativamente, a lo largo de las déca-das siguientes al período que hemos visitado en estas páginas. Instalar, pues, la pregunta sobre las emociones subyacentes o que acompañan y legitiman formas de relación en un entorno tan significativamente intenso en términos de convivencia, como ciertamente es el espacio escolar hoy y ayer, parece ser un acto de conocimiento que cobra pleno sentido para iluminar, desde un ángulo complementario, zonas desapercibidas de la realidad histórica de la educación chilena.

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