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GUERRA Y PAZ León Tolstoi Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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GUERRA Y PAZ

León Tolstoi

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PRIMERA PARTE

I

Bien. Desde ahora, Génova y Lucca no sonmás que haciendas, dominios de la familia Bo-naparte. No. Le garantizo a usted que si no medice que estamos en guerra, si quiere atenuaraún todas las infamias, todas las atrocidades deeste Anticristo (de buena fe, creo que lo es), noquerré saber nada de usted, no le consideraréamigo mío ni será nunca más el esclavo fiel queusted dice. Bien, buenos días, buenos días. Veoque le atemorizo. Siéntese y hablemos.

Así hablaba, en julio de 1805, Ana PavlovnaScherer, dama de honor y parienta próxima dela emperatriz María Fedorovna, saliendo a reci-bir a un personaje muy grave, lleno de títulos:el príncipe Basilio, primero en llegar a la vela-da. Ana Pavlovna tosía hacía ya algunos días.Una gripe, como decía ella -gripe, entonces, erauna palabra nueva y muy poco usada -. Todas

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las cartas que por la mañana había enviado pormedio de un lacayo de roja librea decían, sindistinción: «Si no tiene usted nada mejor quehacer, señor conde - o príncipe -, y si la pers-pectiva de pasar las primeras horas de la nocheen casa de una pobre enferma no le aterrorizademasiado, me consideraré encantada reci-biéndole en mi palacio entre siete y diez. AnaScherer.»

- ¡Dios mío, qué salida más impetuosa!-repuso, sin inmutarse por estas palabras, elPríncipe. Se acercó a Ana Pavlovna, le besó lamano, presentándole el perfumado y resplan-deciente cráneo, y tranquilamente se sentó en eldiván.

-Antes que nada, dígame cómo se encuentra,mi querida amiga,

- ¿Cómo quiere usted que nadie se encuentrebien cuando se sufre moralmente? ¿Es posiblevivir tranquilo en nuestros tiempos, cuando setiene corazón? - repuso Ana Pavlovna -. Su-pongo que pasará usted aquí toda la velada.

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-Pero, ¿y la fiesta en la Embajada inglesa?Hoy es miércoles. He de ir - replicó el Príncipe-. Mi hija vendrá a buscarme aquí. - Y añadiómuy negligentemente, como si de pronto re-cordara algo, cuando precisamente lo que pre-guntaba era el objeto principal de su visita -.¿Es cierto que la Emperatriz madre desea elnombramiento del barón Funke como primersecretario en Viena? Parece que este Barón esun pobre hombre.

El príncipe Basilio quería para su hijo aquelnombramiento, en el que había un interés parti-cular por concedérselo al Barón a través de laemperatriz María Fedorovna.

Ana Pavlovna cerró apenas los ojos, en señalde que ni ella ni nadie podía criticar aquelloque complacía a la Emperatriz.

- A propósito de su familia - dijo -. ¿sabe us-ted que su hija, desde que ha entrado en socie-dad, es la delicia de todo el mundo? Todos laencuentran tan bella como el día.

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El Príncipe se inclinó respetuosa y reconoci-damente.

- Pienso - continuó Ana Pavlovna después deun momentáneo silencio y acercándose alPríncipe sonriéndole tiernamente, demostrán-dole con esto que la conversación política habíaterminado y que se daba entonces principio a lacharla íntima -, pienso con mucha frecuencia enla enorme injusticia con que se reparte la felici-dad en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha dado austed dos hijos tan excelentes? Dejemos de ladoa Anatolio, el pequeño, que no me gusta nada -añadió con tono decisivo, arqueando las cejas-.¿Por qué le ha dado unos hijos tan encantado-res? Y lo cierto es que usted los aprecia muchomenos que todos nosotros, y esto porque ustedno vale tanto como ellos - y sonrió con su másentusiástica sonrisa.

- ¡Qué le vamos a hacer! Lavater hubiera di-cho que yo no tengo la protuberancia de la pa-ternidad - replicó el Príncipe.

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-Déjese de bromas. ¿Sabe usted que estoymuy descontenta de su hijo menor? Dicho seaentre nosotros - y su rostro adquirió una tristeexpresión -, se ha hablado de él a Su Majestad yse le ha compadecido a usted.

El Príncipe no respondió, pero ella, en silen-cio, le observaba con interés, esperando la res-puesta. El príncipe Basilio frunció levemente elentrecejo.

- ¿Qué quiere usted que haga? - dijo por últi-mo -. Ya sabe usted que he hecho cuanto hapodido hacer un padre para educarlos, y losdos son unos imbéciles. Hipólito, por lo menos,es un abúlico, y Anatolio, en cambio, un tontobullicioso. Esto es todo; ésta es la única diferen-cia que hay entre los dos - añadió, con una son-risa aún más imperativa y una animación to-davía más extraña, mientras, simultáneamente,en los pliegues que se marcaban en torno a laboca aparecía límpidamente algo grosero y re-pelente.

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- ¿Por qué tienen hijos los hombres como us-ted? Si no fuese usted padre, no se lo diría - dijoAna Pavlovna levantando pensativamente lospárpados.

-Soy su fiel esclavo y a nadie más que a ustedpuedo confesarlo. Mis hijos son el obstáculo demi vida, mi cruz. Yo me lo explico así. ¡Quéquiere usted!-y calló, expresando con una mue-ca su sumisión a la cruel fortuna.

IIEl salón de Ana Pavlovna comenzaba a lle-

narse paulatinamente. La alta sociedad de SanPetersburgo afluía a él, es decir, las más diver-sas personas por la edad y por el carácter, perotodas pertenecientes en absoluto al mismo me-dio: la hija del príncipe Basilio, la bella Elena,que venía en busca de su padre para acompa-ñarlo a la fiesta que se celebraba en la Embaja-da; lucía un vestido de baile en el que se desta-caba el emblema de las damas de honor. Luego,la joven princesa Bolkonskaia, conocida como

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la mujer más seductora de San Petersburgo,casada el pasado invierno - ahora, a causa de sugravidez, no podía acudir a las grandes recep-ciones y frecuentaba tan sólo las pequeñas ve-ladas -; el príncipe Hipólito, hijo del príncipeBasilio, acompañado de Mortemart, a quienpresentaba; el abate Morio y otros muchos.

La joven princesa Bolkonskaia había llevadosus labores en un saquito de terciopelo bordadode oro. Su labio superior, muy lindo, con unligero vello rubio, era corto en comparación conlos dientes, pero abríase de una forma encanta-dora y todavía era más encantador cuando sedistendía sobre el labio inferior. Como sucedesiempre en las mujeres totalmente atractivas, susolo defecto, el labio demasiado corto y la bocaentreabierta, parecía ser la belleza que la carac-terizaba.

Para todos era una satisfacción contemplar aaquella «futura mamá» llena de salud y vivaci-dad, que soportaba tan fácilmente su estado.Los viejos y jóvenes malhumorados que la mi-

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raban parecía que se volviesen como ella cuan-do se encontraban en su compañía y hablabanun rato. Quien le hablase veía en cada una desus palabras la sonrisa clara y los dientes blan-cos y brillantes siempre al descubierto; y ese díacreíase particularmente amable. Todos pensa-ban esto mismo.

La pequeña Princesa, balanceándose a pe-queños y rápidos pasos, dio la vuelta a la mesacon el saquito en la mano; alisándose el traje, sesentó en el diván, cerca del samovar de plata,como si todo lo que hiciera fuese un juego deplacer para ella y para todos los que la rodea-ban.

- Me he traído la labor - dijo, abriendo el sa-quito y dirigiéndose a todos -. Tenga usted cui-dado, Ana, no me haga una mala pasada - dijoa la dueña de la casa -. Me ha escrito que setrataba de una pequeña velada, y ya ve ustedcómo me he vestido.

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Y extendió los brazos para enseñar su vestidogris, elegante, rodeado de puntillas y ceñidobajo el pecho por una amplia cinta.

- Tranquilícese, Lisa. Será usted siempre lamás bella - replicó Ana Pavlovna.

- Ya lo ven. Me abandona mi marido - conti-nuo con el mismo tono, dirigiéndose a todos-.Quiere hacerse matar. Dígame, ¿por qué estatriste guerra? - insinuó, dirigiéndose al príncipeBasilio, y, sin esperar la respuesta, habló a lahija de éste, a la bella Elena.

- ¡Qué criatura más encantadora es esta pe-queña Princesa! - murmuró el príncipe Basilio aAna Pavlovna.

Al cabo de un rato entró un hombre joven,robusto, macizo, con los cabellos muy cortos,lentes, un pantalón gris claro, según la moda dela época, un gran plastrón de encaje y un fraccastaño. Este corpulento muchacho era hijonatural de un célebre personaje del tiempo deCatalina II; el conde Bezukhov, que en aquellosmomentos se estaba muriendo en Moscú. To-

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davía no había servido en cuerpo alguno y aca-baba de llegar del extranjero, donde se habíaeducado; aquélla era la primera vez que asistíaa una velada. Ana Pavlovna lo acogió con unsaludo que reservaba para los hombres delúltimo plano jerárquico de su salón, pero, apesar de esta salutación dirigida a un inferior,al ver entrar a Pedro, la fisonomía de Ana Pav-lovna expresó la inquietud y el temor que seexperimentan al ver una enorme masa fuera desu sitio. Pedro era, realmente, un poco más altoque los demás hombres que se hallaban en elsalón, y, sin embargo, este miedo no lo produc-ía sino la mirada inteligente y, al mismo tiem-po, tímida, observadora y franca que le distin-guía de los demás invitados.

- Señor, es usted muy amable viniendo a ver auna pobre enferma - dijo Ana Pavlovna.

Pedro murmuró algo incomprensible y conti-nuó buscando a alguien con los ojos. Sonrióalegremente, saludando a la pequeña Princesa.

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Ana Pavlovna se detuvo, pronunciando estaspalabras:

- ¿No conoce usted al abate Morio? Es unhombre muy interesante.

- He oído hablar de sus proyectos de pazeterna. Es muy interesante, en efecto, pero esmuy posible que...

- ¿Cómo? - dijo Ana Pavlovna por decir algoy reanudar inmediatamente sus funciones dedueña de la casa.

Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, sepa-rando las largas piernas, comenzó a demostrara Ana Pavlovna por qué consideraba una fan-tasía los proyectos del abate.

- Ya hablaremos después - dijo Ana Pavlovnasonriendo, y, deshaciéndose del joven, que notenía ningún hábito cortesano, volvió a sus ocu-paciones de anfitriona, escuchándolo y mirán-dolo todo, dispuesta siempre a intervenir en elmomento en que la conversación languideciera.Como el encargado de una sección de husosque, una vez ha colocado a los obreros en sus

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sitios, paséase de un lado a otro y observa lainmovilidad o el ruido demasiado fuerte deaquellos, corre, se para y restablece la buenamarcha, lo mismo Ana Pavlovna, moviéndoseen el salón, tan pronto se acercaba a un gruposilencioso como a otro que hablaba demasiado,y, en una palabra, yendo de uno a otro invita-do, daba cuerda a la máquina de la conversa-ción, que funcionaba con un movimiento regu-lar y conveniente. Pero, en medio de estas aten-ciones, veíase que temía sobre todo algo porparte de Pedro. Mirábale atentamente cuandole veía acercarse y escuchar lo que se decía entorno a Mortemart, o se dirigía al otro grupo enque se encontraba el abate. Para él, educado enel extranjero, esta velada de Ana Pavlovna erala primera que veía en Rusia. Sabía que se en-contraba reunida allí la flor y nata de San Pe-tersburgo, y sus ojos, como los de un niño enuna tienda de juguetes, iban de un lado a otro.Tenía miedo de perder la inteligente conversa-ción que hubiera podido escuchar. Observando

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las expresiones seguras, los ademanes elegantesde los reunidos, esperaba a cada instante algoextraordinariamente espiritual. Por último seacercó a Morio. La conversación le pareció inte-resante; se detuvo y esperó la ocasión de expre-sar sus pensamientos tal como a los jóvenes lesgusta hacerlo.

IIILa velada de Ana Pavlovna estaba en su apo-

geo. Los husos trabajaban regularmente y pordoquier producían un ruido continuado. Losinvitados formaban tres grupos. Uno de ellos,donde predominaban los hombres, parecía di-rigido por el Abate. En otro, constituido porjóvenes, encontrábase la encantadora princesaElena, hija del príncipe Basilio, y la pequeñaprincesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vezun poco demasiado llena para su edad. En eltercero encontrábanse el vizconde de Morte-mart y Ana Pavlovna.

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El Vizconde era un hombre joven, afable, derasgos y maneras regulares, que visiblementeconsiderábase una celebridad, pero que, porbuena educación, permitía modestamente quela sociedad en que se encontraba se aprovecha-se de él. Como un buen maître d’hotel que sirvecomo si fuera algo extraordinario y delicado elmismo plato que rechazaría si lo viese en lasucia cocina, del mismo modo, en esta velada,Ana Pavlovna servía a sus invitados, primero alVizconde y después al Abate, como delicados yextraordinarios manjares. En el grupo de Mor-temart hablábase del asesinato del duque deEnghien. Decía el Vizconde que el Duque habíamuerto a causa de su magnanimidad, y añadíaque la cólera de Bonaparte tenía un especialmotivo.

- ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde - di-jo Ana Pavlovna con alegría, considerando queesta frase sonaba un poco a Luis XV -. Cuénte-nos eso, Vizconde.

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El Vizconde se inclinó en señal de respeto ysonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrarel círculo en torno al Vizconde e invitó a todosa escuchar el relato.

- El Vizconde ha sido amigo personal deMonseñor - bisbiseó Ana Pavlovna a uno de losinvitados -. El Vizconde es un parfait conteur-dijo a otro -. ¡Cómo se conoce al hombre habi-tuado a la buena compañía! - añadió a un terce-ro.

Y el Vizconde era servido a la reunión bajo elmás elegante y ventajoso aspecto para él, comoun rosbif sobre un plato caliente rodeado deverdura.

- Venga usted aquí, querida Elena - dijo AnaPavlovna a la bella Princesa, que, sentada unpoco más lejos, formaba el centro del otro gru-po.

La princesa Elena sonrió y se levantó con lamisma invariable sonrisa de mujer absoluta-mente hermosa con que había entrado en elsalón. Con el ligero rumor de su leve vestido de

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baile con adornos de felpa, deslumbradora porla blancura de sus hombros y el esplendor desus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre loshombres, que le abrieron paso, rígida, sin ver anadie, pero sonriendo a todos como si conce-diese a cada uno el derecho de admirar la belle-za de su aspecto, de sus redondeados hombros,de su espalda, de su pecho, muy escotado,según la moda de la época, y con su graciosocaminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena eratan hermosa que no solamente no veíase en ellauna sombra de coquetería, sino que, al contra-rio, parecía que se avergonzase de su indiscuti-ble belleza, que ejercía victoriosamente sobrelos demás una influencia demasiado fuerte.Hubiérase dicho que deseaba, sin poder conse-guirlo, amenguar el efecto de su hermosura.

- Es espléndida - decían todos los que la ve-ían.

El Vizconde, como inculpado por algo extra-ordinario, se encogió de hombros y bajó los

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ojos, mientras ella se sentaba ante él y le ilumi-naba con su invariable sonrisa.

- Señora, me siento cohibido ante tal auditorio- dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.

La Princesa se apoyó en el brazo desnudo ytorneado y no creyó necesario responder unasola palabra. Esperaba sonriendo. Durante todala conversación permaneció sentada, rígida,mirando tan pronto a su magnífico y ebúrneobrazo, que se deformaba por la presión sobre lamesa, como a su pecho, todavía más espléndi-do, sobre el que descansaba un collar de bri-llantes. A veces alisaba los pliegues de su vesti-do, y cuando la narración producía efecto, con-templaba a Ana Pavlovna e inmediatamentetomaba la misma expresión que la de la fiso-nomía de la dama de honor, e inmediatamenterecobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila.Detrás de Elena, la pequeña Princesa se levantóante la mesa de té.

-Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos, porfavor, ¿en qué piensa? - dijo dirigiéndose al

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príncipe Hipólito -. ¿Tiene usted la bondad detraérmela?

La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todosa la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropaalegremente.

- ¡Vaya! - dijo, y pidió permiso para reanudarsu labor.

El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se quedóen el grupo y sentóse cerca de ella.

El Vizconde contó muy gentilmente la anéc-dota entonces de moda. El duque de Enghienhabía ido a París de incógnito para verse conmademoiselle George. Habíase encontrado encasa de ella a Bonaparte, que gozaba igualmen-te de los favores de la célebre actriz, y en unade estas reuniones, Napoleón, por azar, habíasufrido una de aquellas crisis suyas, y por estarazón se encontró a merced del Duque. Éste nose había aprovechado de esta ventaja, y des-pués Bonaparte, precisamente por esta magna-nimidad, habíase vengado de él haciéndoleasesinar. El relato era bonito e interesante, par-

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ticularmente en el momento en que los dos ri-vales se encuentran cara a cara. Las damas pa-recían emocionadas.

- Muy lindo - dijo Ana Pavlovna mirando in-terrogadoramente a la pequeña Princesa.

- Muy lindo - murmuró la pequeña Princesaclavando la aguja en su labor, para demostrarque el interés y el encanto de la narración le im-pedían trabajar.

El Vizconde apreció este silencioso elogio y,sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquelmomento, Ana Pavlovna, que no separaba sumirada de aquel terrible joven, observó quehablaba demasiado alto y con excesiva ve-hemencia con el Abate y se apresuró a llevar suauxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedrohabía conseguido de nuevo trabar una conver-sación con el Abate sobre el equilibrio político,y éste, visiblemente interesado por el sinceroardor del joven, desarrolló ante él su idea favo-rita. Ambos hablaban y escuchaban con dema-

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siada animación, y, naturalmente, esto no eradel gusto de Ana Pavlovna.

Para observarlos más cómodamente, Ana noquiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegán-dose a ellos, hizo que la acompañasen al grupocomún.

En aquel momento, un nuevo invitado entróen el salón. Era el joven príncipe Andrés Bol-konski, el marido de la pequeña Princesa. Elpríncipe Bolkonski era un joven bajo, muy dis-tinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda supersona, comenzando por la mirada fatigada eiracunda, hasta su paso, lento y uniforme,ofrecía el más acentuado contraste con su pe-queña mujer, tan animada. Evidentemente,conocía a todos los que se encontraban en elsalón, y le molestaban tanto que le era muydesagradable mirarlos y escucharlos; y de todasaquellas fisonomías, la que parecía molestarlemás era la de su mujer. Con una mueca quealteraba su correcto rostro, le volvió la cara.Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entor-

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nando los ojos dirigió una mirada por toda lareunión.

- ¿Se va usted a la guerra, querido Príncipe?-preguntó Ana Pavlovna.

- El general Kutuzov - replicó Bolkonski re-calcando la última sílaba, como si fuera francés- me quiere por ayuda de campo.

- ¿Y Lisa, su esposa?- Se irá fuera de la ciudad.- Es un gran pecado privarnos de su gentil

compañía.- Andrés - dijo la Princesa dirigiéndose a su

marido con el mismo tono de coquetería conque se dirigía a los extraños-, ¡qué anécdotasnos ha contado el Vizconde sobre mademoise-lle George y Bonaparte!

El príncipe Andrés cerró los ojos y se volvió.Pedro, que desde que el Príncipe había entradoen el salón no había separado de él su miradaalegre y amistosa, se acercó y le estrechó la ma-no. El Príncipe, sin moverse, contrajo la caracon un gesto que expresaba desprecio por

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quien le saludaba, pero al darse cuenta de lacara iluminada de Pedro sonrió con una sonrisainesperada, buena y amable.

- ¡Vaya! ¡Tú también en el gran mundo! -le di-jo.

- Sabía que vendría usted - repuso Pedro -.Cenaré en su casa - añadió en voz baja, para nointerrumpir al Vizconde, que continuaba sunarración -. ¿Puede ser?

- No, imposible - dijo el príncipe Andrés,riendo y estrechando la mano de Pedro de talmodo que comprendiese que aquello no podíapreguntarlo nunca. Quería decir algo más, peroen aquel momento el príncipe Basilio se le-vantó, acompañado de su hija, y los dos hom-bres se separaron para dejarlos pasar.

- Ya me disculpará usted, querido Vizconde -dijo el príncipe Basilio en francés, apoyándosesuavemente en su brazo para que no se levan-tase -. Esta desventurada fiesta del embajadorme priva de una alegría y me obliga a inte-rrumpirle. Me duele tener que abandonar tan

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encantadora reunión - dijo a Ana Pavlovna; y laprincesa Elena, sosteniendo penosamente lospliegues de su vestido, pasó entre las sillas y susonrisa iluminó más que nunca su hermosorostro.

Cuando pasó ante Pedro, éste la miró con ojosasustados y entusiastas.

- Es muy bella - dijo el príncipe Andrés.- Mucho - contestó Pedro.Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio cogió a

Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana Pav-lovna, dijo:

- Amánseme a este oso. Hace un mes que nosale de casa, y ésta es la primera vez que le veoen sociedad. Nada hay tan indispensable a losjóvenes como la compañía de las mujeres inte-ligentes.

IVAna Pavlovna, con una sonrisa amable, pro-

metió ocuparse de Pedro, que, tal como ella

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sabía, era pariente del príncipe Basilio por partede padre.

- ¿Qué le parece a usted esa comedia de la co-ronación de Milán? - preguntó Ana al príncipeAndrés -. ¿Y esa otra comedia del pueblo deLucca y de Génova, que presentan sus homena-jes a monsieur Bonaparte, sentado en un tronoy recibiendo los votos de las naciones? ¡Encan-tador! ¡Oh, no, créame! ¡Es para volverse loca!Diríase que el mundo entero ha perdido el jui-cio.

El príncipe Andrés sonrió, mirando a AnaPavlovna de hito en hito.

- «Dieu me la donne, gare a qui la touche», dijoBonaparte con motivo de su coronación - res-pondió el Príncipe, y repitió en italiano las pa-labras de Napoleón -: «Dio mi la dona, gai a qui latocca.»

- Espero que, finalmente - continuó Ana Pav-lovna -, haya sido esto la gota de agua que hagaderramar el vaso. Los soberanos del mundo ya

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no pueden soportar más a este hombre quetodo lo amenaza.

- ¿Los soberanos? No hablo de Rusia - dijoamable y desesperadamente el Vizconde -. Lossoberanos, señora, ¿qué han hecho por LuisXVI, por la Reina, por Madame Elizabeth? Na-da - continuó, animándose -. Y, créame, ahorasufren el castigo de su traición a la causa de losBorbones. ¿Los soberanos? Envían embajadoresa cumplimentar al usurpador.

Y con un suspiro de menosprecio adoptó unanueva postura.

- Si Bonaparte continúa un año más en el tro-no de Francia - siguió diciendo, con la actituddel hombre que no escucha a los demás y queen un asunto que domina sigue exclusivamenteel curso de sus ideas -, entonces las cosas iránmucho más lejos. La sociedad, y hablo de labuena sociedad francesa, será destruida parasiempre por la intriga, por la violencia, por eldestierro y por los suplicios. Y entonces...

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Se encogió de hombros y abrió los brazos.Pedro hubiese querido decir algo, porque laconversación le interesaba, pero Ana Pavlovna,que lo observaba, se lo impidió.

- El emperador Alejandro - dijo Ana con latristeza que acompañaba siempre a su conver-sación cuando hablaba de la familia imperial -ha manifestado que dejaría que los francesesmismos decidieran la forma de gobierno quequisieran, y estoy segura de que no puede du-darse que un golpe para librarse del usurpadorharía que toda la nación se pusiera en masa allado de un rey legítimo - dijo, esforzándose enser amable con el emigrado realista.

- No es seguro - dijo el príncipe Andrés -. ElVizconde cree, y con razón, que las cosas yahan ido demasiado lejos. Creo que la vuelta alpasado será difícil.

- Por lo que he oído - dijo Pedro, que semezcló en la conversación alegremente -, casitoda la nobleza se ha puesto al lado de Bona-parte.

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-Eso lo dicen los bonapartistas - respondió elVizconde sin mirarle -. Es difícil en estos mo-mentos conocer la opinión pública en Francia.

- Bonaparte lo ha dicho - objetó el príncipeAndrés con una sonrisa. Evidentemente, le dis-gustaba el Vizconde, y, sin responderle direc-tamente, las palabras estaban dirigidas a él-.«Les he mostrado el camino de la gloria - aña-dió después de un breve silencio, repitiendo denuevo las palabras de Napoleón -. No han que-rido seguirlo. Les he abierto las puertas de missalones y se han precipitado en ellos en masa.»No sé hasta qué punto tiene derecho a decirlo.

- Hasta ninguno - repuso el Vizconde -. Des-pués del asesinato del Duque, hasta los hom-bres más parciales han dejado de mirarlo comoa un héroe. Lo ha sido para cierta gente - conti-nuó dirigiéndose a Ana Pavlovna -. Despuésdel asesinato del Duque hay un mártir mas enel cielo y un héroe menos en la tierra.

Ana Pavlovna y los demás no habían tenidotiempo aún de aceptar con una sonrisa de

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aprobación las palabras del Vizconde cuandoPedro se lanzaba de nuevo a la conversación.Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba adecirse algo extemporáneo, no pudo detenerle.

- El suplicio del duque de Enghein - dijo Pe-dro -era de tal modo una necesidad de Estadoque, para mí, precisamente la grandeza de almaestá en que Napoleón no haya vacilado en car-gar sobre sí la responsabilidad de este acto.

- ¡Dios mío, Díos mío! -murmuró aterrorizadaAna Pavlovna.

- Es decir, monsieur Pedro, ¿consideráis queel asesinato es una grandeza de alma? - dijo lapequeña Princesa sonriendo y acercándose lalabor.

- ¡Ah! ¡Oh! - exclamaron varias voces.- ¡Capital! - dijo en inglés el príncipe Hipólito,

comenzando a golpearse las rodillas.El Vizconde contentóse con encogerse de

hombros. Pedro miraba triunfalmente a su au-ditorio por encima de los lentes.

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- Hablo así - continuó - porque los Borboneshan vuelto la espalda a la Revolución y handejado al pueblo en la anarquía. ÚnicamenteNapoleón ha sabido comprender a la Revolu-ción y vencerla. Y por eso, por el bien común,no podía detenerse ante la vida de un hombre.

- ¿No quiere usted pasar a esta mesa? - pre-guntó Ana Pavlovna.

Mas Pedro continuó su discurso sin respon-der.

- No - dijo, animándose cada vez más -. Na-poleón es grande porque se ha impuesto porencima de la Revolución, de la cual ha reprimi-do los abusos y ha conservado todo lo que teníade bueno: la igualdad de los ciudadanos, lalibertad de la palabra y prensa, y solamente poresto ha conquistado el poder.

- Si hubiera conseguido el poder sin valersedel asesinato y lo hubiese devuelto al rey legí-timo, entonces sí se le habría reconocido comoun gran hombre - replicó el Vizconde.

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- No podía hacerlo. El pueblo le ha dado elpoder para que le quitase de encima a los Bor-bones y porque veía en él a un gran hombre. LaRevolución ha sido una gran obra - continuóPedro, demostrando por esta proposición au-daz y provocativa su extremada juventud y eldeseo de decirlo todo sin reservas.

- ¡Una gran obra la Revolución y el asesinatode los reyes...! Después de esto... Pero ¿no quie-re usted pasar a esta mesa? - repitió Ana Pav-lovna.

- Contrato social - dijo el Vizconde con unasonrisa amable.

- No hablo de la ejecución del rey. Hablo delas ideas.

- Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y decrimen de vuesa majestad - interrumpió denuevo la voz irónica.

- Cierto que fueron excesos, pero hay algomás que esto. Lo importante está en el derechodel hombre, en la desaparición de los prejui-

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cios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napo-león ha mantenido estas ideas íntegramente...

- Libertad e igualdad - dijo con desdén el Viz-conde, como si finalmente se decidiese a de-mostrar seriamente a aquel joven la tontería desus manifestaciones-; grandes palabras com-prometidas desde hace mucho tiempo. ¿Quiénno ama la igualdad y la libertad? El Salvador yalas predicaba. Por ventura, ¿han sido los hom-bres más felices después de la Revolución? Alcontrario, nosotros hemos querido la libertad yBonaparte la ha destruido.

Casi sonriendo, el príncipe Andrés mirabaora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueña dela casa. Desde los primeros ataques de Pedro,Ana Pavlovna, no obstante su mundología,estaba asustada, pero cuando vio que, a pesarde las sacrílegas palabras pronunciadas porPedro, el Vizconde no se exaltaba ni se poníafuera de sí, cuando se convenció de que no eraposible ahogarlas, hizo acopio de fuerzas y seunió al Vizconde para atacar al orador.

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- Pero, querido monsieur Pedro - dijo AnaPavlovna-, ¿cómo se explica usted esto? Ungran hombre que ha podido hacer ejecutar alDuque, es decir, simplemente a un hombre, sinhaber cometido delito alguno y sin juzgarlo...

- Yo preguntaría - interrumpió el Vizconde -cómo el señor explica el l8 Brumario. ¿No esuna farsa, acaso? Es un escamoteo que no separece en nada al modo de obrar de un granhombre.

- ¿Y los prisioneros de África que ha hechomatar? - dijo la pequeña Princesa -. ¡Es horrible!- y levantó los hombros.

- Dígase lo que se quiera, es un plebeyo - de-claró el príncipe Hipólito.

Pedro no sabía qué responder. Los miraba atodos y sonreía. Su sonrisa no era como la delos demás; al contrario, en él, cuando sonreía, elrostro serio y un tanto hosco desaparecía depronto, mostrándose en su lugar una fisonomíatranquila, incluso hasta un poco indecisa, queparecía pedir perdón. Para el Vizconde, que lo

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veía por primera vez, era evidente que aqueljacobino no era tan terrible como sus palabras.Todos callaron.

- ¿Cómo quieren que responda a todos a lavez? - dijo el príncipe Andrés -. Además, en losactos de un hombre de Estado cabe distinguirlos del particular y los del generalísimo o losdel emperador. Esto me parece que es suficien-temente claro.

- Sí, sí, naturalmente - dijo Pedro con la ayudaque se le ofrecía.

- No se puede negar - continuó el príncipeAndrés -que Napoleón, como hombre, fue muygrande en Pont d'Arcole y en el Hospital deJaffa, donde estrechó la mano a los apestados.No obstante, no obstante..., hay otros actos su-yos que son muy difíciles de justificar.

El príncipe Andrés, que evidentemente habíaquerido dulcificar la inconveniencia de las pa-labras de Pedro, se levantó para marcharse ehizo una seña a su mujer.

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VComenzaron los invitados a retirarse, agrade-

ciendo a Ana Pavlovna la deliciosa velada.Pedro era alto, macizo, tosco, con unas enor-

mes manos coloradas. No sabía entrar en unsalón, y mucho menos salir de él. Es decir, nosabía decir unas cuantas palabras agradablesantes de retirarse. Además, era distraído.Cuando se levantó, en lugar de coger su som-brero cogió el tricornio del General, adornadocon plumas, y movió bruscamente éstas hastaque el General le rogó que se lo devolviera.Pero esta distracción y el defecto de no saberentrar en un salón ni conversar neutralizábasepor una expresión de bondad, de sencillez y demodestia. Ana Pavlovna se dirigió a él y, ex-presándole con cristalina dulzura el perdón porsu acometividad, le saludó diciéndole:

- Espero volver a verle, pero también esperoque modificará sus opiniones, querido mon-sieur Pedro.

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Él no contestó. Se inclinó tan sólo y de nuevomostró a todos su sonrisa, que nada daba aentender, pero que quizá quisiera decir esto:«Las opiniones son las opiniones, y ya habéisvisto que soy un buen muchacho.» Y todos,incluso Ana Pavlovna, involuntariamente, locomprendían.

El príncipe Andrés pasó al recibidor. Mien-tras volvía la espalda al criado que le ayudaba aponerse la capa, escuchaba con indiferencia lacharla de su mujer con el príncipe Hipólito, quetambién se encontraba en el recibidor. Elpríncipe Hipólito hallábase al lado de la bellaPrincesa grávida y la contemplaba con insisten-cia a través de sus impertinentes.

- Estoy contentísimo de no haber ido a casadel embajador - dijo Hipólito -. Aquello es unaburrimiento. Una velada deliciosa, deliciosa,ésta, ¿verdad?

- Dicen que el baile estará muy animado - re-plicó la Princesa moviendo los labios, cubiertos

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de rubio vello -. Acudirán a él todas las mujeresbonitas.

- No todas, si usted no va - replicó el príncipeHipólito con risa alegre; y cogiendo el chal demanos del criado, él mismo lo colocó sobre loshombros de la Princesa. Por distracción o vo-luntariamente, no era posible saberlo, no retirólas manos de los hombros hasta mucho des-pués que el chal estuviera en su sitio. Hubiérasedicho que abrazaba a la Princesa.

Ella, siempre sonriendo graciosamente, sealejó, se volvió y miró a su marido. El príncipeAndrés tenía los ojos entornados y parecía fati-gado y somnoliento.

- ¿Estás ya? -preguntó su mujer, siguiéndolocon la mirada.

El príncipe Hipólito se puso rápidamente elabrigo, que, según la moda de entonces, le lle-gaba hasta los talones, y tropezando corrióhacia la puerta, detrás de la Princesa, a quien elcriado ayudaba a subir al coche.

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- Hasta la vista, Princesa - gritó, balbuceando,del mismo modo que había tropezado con lospies.

La Princesa se recogió las faldas y subió al co-che. Su marido se arregló el sable. El príncipeHipólito, con la excusa de ser útil, los estorbabaa todos.

- Permítame, caballero - dijo secamente y conaspereza el príncipe Andrés dirigiéndose enruso al príncipe Hipólito, que le interceptaba elpaso -. Te espero, Pedro - añadió con voz dulcey tierna esta vez.

El cochero tiró de las riendas y el carruajecomenzó a rodar. El príncipe Hipólito rió con-vulsivamente y permaneció en lo alto de la es-calera, en espera del Vizconde, que le habíaprometido acompañarle.

Pedro, que había llegado primero, como sifuera de la familia, se dirigió al gabinete detrabajo del príncipe Andrés e inmediatamente,como de costumbre, se recostó en el diván, co-gió el primer libro que le vino a la mano en el

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estante - eran las Memorias de Julio César - y,apoyándose sobre el codo, abrió el libro por sumitad y comenzó a leer.

- ¿Qué has hecho con la señorita Scherer? Ca-erá enferma - dijo el príncipe Andrés entrandoy frotándose las finas y blancas manos.

Pedro giró tan bruscamente todo el cuerpoque crujió el diván, y, mirando al príncipeAndrés, hizo un ademán con la mano.

- No; este Abate es muy interesante, pero nove las cosas tal como son. Para mí, la paz uni-versal es posible, pero..., no sé cómo decirlo...,pero esto no traerá nunca el equilibrio político.

Veíase claramente que al príncipe Andrés nole interesaba esta abstracta conversación.

-Amigo mío, no puede decirse en todas parteslo que se piensa. Y bien, ¿has decidido algo?¿Ingresarás en el ejército o serás diplomáti-co?-preguntó el Príncipe tras un momento desilencio.

Pedro se sentó con las piernas cruzadas sobreel diván.

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- ¿Quiere usted creer que todavía no lo sé? Nome gusta ni una cosa ni otra.

- Pero hay que decidirse. Tu padre espera.A los diez años, Pedro había sido enviado al

extranjero con un abate preceptor, y había per-manecido allí hasta los veinte. Cuando regresóa Moscú, el padre prescindió del preceptor ydijo al joven: «Ahora vete a San Petersburgo.Mira y escoge. Yo consentiré en lo que sea.Aquí tienes una carta para el príncipe Basilio, ydinero. Cuéntamelo todo. Ya lo ayudaré.» Tresmeses hacía que Pedro se ocupaba en elegir unacarrera y no se decidía por ninguna. El príncipeAndrés hablaba de esta elección. Pedro se pa-saba la mano por la frente.

- Estoy seguro de que debe de ser masón-dijo,pensando en el Abate que le habían presentadodurante la velada.

- Todo eso son tonterías - le contestó, inte-rrumpiéndole de nuevo, el príncipe Andrés -.Más vale que hablemos de tus cosas. ¿Has ido ala Guardia Montada?

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- No, no he ido. Pero he aquí lo que he pen-sado. Quería decirle a usted lo siguiente: esta-mos en guerra contra Napoleón. Si fuese a laguerra por la libertad, lo comprendería y seríael primero en ingresar en el ejército. Pero ayu-dar a Inglaterra y a Austria contra el hombremás grande que ha habido en el mundo..., nome parece bien.

El príncipe Andrés se encogió de hombros alas palabras infantiles de Pedro. Su actitud pa-recía significar que, ante aquella tontería, nadapodía hacerse. En efecto, era difícil responder aesta ingenua opinión de otra forma distinta dela que lo había hecho el Príncipe.

- Si todos hicieran la guerra por convicción nohabría guerra.

- Eso estaría muy bien - repuso Pedro.El Príncipe sonrió.- Sí, es posible que estuviera muy bien, pero

no ocurrirá nunca.- Bien, entonces, ¿por qué va usted a la gue-

rra? - preguntó Pedro.

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- ¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además,voy porque... - se detuvo -. Voy porque la vidaque llevo aquí, esta vida, no me satisface.

VIEn la habitación de al lado oíase un rumor de

ropa femenina. El príncipe Andrés se estreme-ció como si despertase, y su rostro adquirió laexpresión que tenía en el salón de Ana Pavlov-na. Pedro retiró las piernas del diván. Entró laPrincesa. Llevaba un vestido de casa, elegante yfresco. El príncipe Andrés se levantó y ama-blemente le ofreció una butaca.

-Frecuentemente me pregunto - dijo la Prin-cesa hablando en francés, como de costumbre,y sentándose con mucho ruido - por qué no seha casado Ana y por qué vosotros habéis sidotan tontos como para no haberla escogido pormujer. Perdonadme, pero no entendéis nada demujeres. ¡Qué polemista hay en usted, mon-sieur Pedro!

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- Sí, y hasta discuto siempre con su marido.No comprendo por qué quiere ir a la guerra -dijo Pedro, dirigiéndose a la Princesa sin losmiramientos habituales en las relaciones entreun joven y una mujer joven también.

La Princesa se estremeció. Evidentemente, laspalabras de Pedro la herían en lo vivo.

- ¡Ah, ah! ¿Ve usted? Es lo mismo que yo digo- dijo -. No comprendo por qué los hombres nopueden vivir sin guerras. ¿Por ventura, noso-tras, las mujeres, no tenemos necesidad de na-da? Y bien, ya lo ven. Juzguen ustedes mismos.Yo siempre lo he dicho... Mi marido es ayudan-te de campo de su tío. Posee una situación másbrillante que nadie. Todos le conocen y todos leaprecian mucho. No hace muchos días que encasa de los Apraxin oí decir a una señora:«¿Éste es el célebre príncipe Andrés? ¡Vaya!», ysonrió. Es muy bien recibido de todos y puedellegar fácilmente a ser ayuda de campo delEmperador. Éste le habla con mucha deferen-

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cia. Hemos creído que todo esto sería muy fácilde arreglar con Ana. ¿Qué le parece a usted?

Pedro miró al príncipe Andrés y, viendo quele disgustaba esta conversación, permaneció ensilencio.

- ¿Cuándo se va? - preguntó.- ¡Ah! No me hable de esa marcha, no me

hable. No quiero oír hablar de ello - dijo laPrincesa, con el tono caprichoso que teníacuando hablaba con Hipólito en el salón, peroque contrastaba visiblemente en un círculo defamilia del cual Pedro era uno de los miembros-. ¡Pensar que una ha de interrumpir todas lasrelaciones más apreciables... ! Y después... Ya losabes, Andrés - abría sus grandes ojos a su ma-rido -. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! - mur-muró, y sus hombros se estremecieron.

Su marido la miró, como extrañado de darsecuenta de que en la habitación hubiese todavíaalguien más fuera de Pedro y de él, y con unafría galantería y en tono interrogador preguntóa su esposa:

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- ¿Miedo de qué, Lisa? No comprendo...- Ya ve usted si son egoístas los hombres. To-

dos, todos, unos egoístas. Me deja porque quie-re. Dios sabe por qué. Y para encerrarme solaen el campo.

-No olvides que estarás con mi padre y mihermana -dijo en voz baja el príncipe Andrés.

- Como si fuera sola - contestó ella -. Sin misamistades. Y quiere que no tenga miedo - y eltono de su voz era de rebeldía; su pequeño la-bio se levantaba, dándole a la cara no la expre-sión sonriente, sino la bestial de una ardilla.Calló, como si considerase inconvenientehablar ante Pedro de su embarazo, porque enesto radicaba todo el sentido de su discusión.

-No comprendo por qué tienes miedo-dijolentamente el príncipe Andrés sin apartar lavista de su mujer.

La Princesa, sofocada, agitaba desesperada-mente los brazos.

- No, Andrés. Te digo que has cambiado mu-cho, mucho.

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- El médico te ha ordenado que te acuestesmás temprano - murmuró el Príncipe -. Harásmuy bien acostándote.

La Princesa no respondió, y, de pronto, subreve y corto labio cubierto de vello rubiotembló. El Príncipe se levantó y, encogiéndosede hombros, comenzó a pasearse por la estan-cia.

Pedro, por encima de los lentes, miraba consorpresa e ingenuidad tanto al Príncipe como asu esposa. Hizo un movimiento como para le-vantarse, pero reflexionó y continuó sentado.

- ¿Y qué importa que esté monsieur Pedro? -dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostrose transformó bruscamente bajo la mueca de unfingido sollozo -. Hacía mucho tiempo quequería preguntártelo, Andrés. ¿Por qué hascambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho? Tevas a la guerra y no me compadeces. ¿Por qué?

- ¡Lisa! - dijo tan sólo el príncipe Andrés, y enesta palabra había al mismo tiempo un ruego y

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una amenaza, y sobre todo la confianza absolu-ta de que ella se detendría al escucharla.

Pero su esposa continuó apresuradamente:- Me tratas como si fuera una enferma o una

niña. Lo veo claramente. ¿Hacías esto seis me-ses atrás?

- ¡Lisa, por favor, no sigas! - continuó elPríncipe, con un gesto más expresivo.

Pedro, cada vez más desconcertado por estaconversación, se levantó y se acercó a la Prince-sa. Parecía que no pudiese soportar la visión delas lágrimas y que también fuese a romper enllanto.

- Cálmese, Princesa. Le aseguro que todo estoson figuraciones suyas. Yo sé por qué..., porqué... Pero perdóneme. Soy un extraño. No, no.Sosiéguese. Hasta la vista.

El príncipe Andrés le detuvo, cogiéndole dela mano.

- No, espérate. La Princesa es tan amable queno querrá privarme de la satisfacción de pasarla velada contigo.

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- Solamente piensa en él - dijo la Princesa, nopudiendo detener unas lágrimas de rabia.

- ¡Lisa! - dijo secamente el príncipe Andréselevando el tono de su voz para demostrar quesu paciencia había ya llegado al límite.

De pronto, la expresión bestial, la expresiónde ardilla del rostro despierto de la Princesa,adquirió otra más atrayente que incitaba a lapiedad y al temor. Sus hermosos ojos contem-plaban a su marido y apareció en su cara unaexpresión tímida, como la del perro que muevela cola caída en rápidas y cortas oscilaciones.

- ¡Dios mío, Dios mío! -dijo la Princesa, y re-cogiéndose con una mano los pliegues de lafalda se acercó a su marido y le besó en la fren-te.

- Buenas noches, Lisa - dijo el príncipeAndrés levantándose y besándole gentilmentela mano, como a una extraña.

Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni unoni otro sabían qué decir. Pedro miraba al

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Príncipe, que se pasaba la fina mano por lafrente.

-Vamos a cenar-dijo con un suspiro, le-vantándose y dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor, amueblado recien-temente, rico y elegante. Todo, desde la vajillahasta la plata y el cristal, tenía ese sello particu-lar de cosa nueva que se advierte en las casasde los recién casados. A mitad de la cena, elPríncipe se apoyó sobre la mesa. Tenía un airede enervamiento que Pedro no había observadonunca en él; y, como un hombre que desde hacemucho tiempo tiene el corazón lleno de amar-gura y se decide finalmente a desahogarse, co-menzó a hablar.

-No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el conse-jo que te doy. No te cases nunca antes de haber-te preguntado a ti mismo si has hecho cuantohas podido antes de dejar de querer a la mujerelegida, antes de verla tal como es.

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Pedro se quitó los lentes y su rostro cambió,apareciendo entonces más lleno de bondad.Miró a su amigo, estupefacto.

- Mi esposa - continuó el príncipe Andrés - esuna mujer admirable; es una de esas pocas mu-jeres con las que un hombre está tranquilo porlo que respecta a su honor. Pero, ¡Dios mío, quédaría yo por no estar casado! Tú eres el prime-ro, el único a quien digo esto, porque te quiero.

Y al pronunciar estas palabras el príncipeAndrés era todavía mucho más distinto deaquel Bolkonski que se sentaba en una butacaen casa de Ana Pavlovna y que con los ojosmedio cerrados dejaba escapar frases francesasentre dientes.

- En casa de Ana Pavlovna - siguió diciendo -se me escucha. Y esta sociedad imbécil, sin lacual mi mujer no puede vivir, y esas mujeres...¡Si pudieses llegar a saber quiénes son todas lasmujeres distinguidas y, en general, las mujeres!Mi padre tenía razón. El egoísmo, la ambición,la estupidez, la nulidad en todo. He aquí a las

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mujeres cuando se muestran tal como son.Cuando se les ve en sociedad parece que ten-gan algo, pero no tienen nada, nada. Sí, amigomío, no te cases - concluyó el príncipe Andrés.

- Me parece divertido - dijo Pedro - que seconsidere usted un incapaz y tenga por destro-zada su vida. Pero si todo le favorece, si usted...- no acabó la frase. Tenía a su amigo en la másalta consideración y esperaba de él un brillanteporvenir.

«Pero ¿cómo puede decir todo esto?», pensa-ba Pedro.

Consideraba al príncipe Andrés como modelode todas las perfecciones, precisamente porqueel príncipe Andrés reunía en el más alto gradotodas las cualidades que él no tenía y que pod-ían resumirse con mucha exactitud en este con-cepto: la fuerza de voluntad. Pedro admirábasesiempre de la capacidad del príncipe Andrés,de su comportamiento con toda clase de hom-bres, de su memoria extraordinaria, de todo loque había leído; lo había leído todo, lo sabía

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todo y tenía idea de todo. Y, en particular, ad-miraba su facilidad para trabajar y aprender. Ysi con frecuencia Pedro se había extrañado deencontrarle cierta falta de capacidad para lafilosofía contemplativa, a la que Pedro se sentíaespecialmente inclinado, no veía en esto undefecto, sino una fuerza.

En las mejores relaciones, las más amistosas,las más sencillas, la adulación o el elogio sontan necesarios como la grasa lo es a los ejes delas ruedas para que funcionen.

- Soy un hombre acabado - dijo el príncipeAndrés -. Vale más que hablemos de ti - y calló,sonriendo a sus ideas consoladoras.

Instantáneamente, la sonrisa se reflejó en lacara de Pedro.

- ¿Qué podemos decir de mí? - dijo, dilatandola boca con una sonrisa confiada y alegre -.¿Qué soy yo? Un bastardo - y de pronto se ru-borizó. Evidentemente, había hecho un esfuer-zo extraordinario para decir esto -. Sin nombre,sin fortuna - añadió - y que, positivamente... - y

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dejó la frase sin terminar -. Por ahora soy unhombre libre y me considero feliz. Pero no sépor dónde empezar. Con gusto quisiera pedirlea usted un consejo.

El príncipe Andrés dirigió a Pedro su miradabondadosa, pero incluso en su amistosa miradaapuntaba la conciencia de la superioridad.

- Te quiero sobre todo porque entre la gentede nuestro mundo eres el único hombre quevive. A ti ha de serte muy fácil. Escoge lo quequieras, que para ti todo será igual. Por donde-quiera que vayas serás un hombre bueno. Peropermíteme una cosa nada más... No te relacio-nes con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Nin-guna de esas orgías te conviene y...

- ¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? -preguntó Pedro encogiéndose de hombros-. Lasmujeres, querido, las mujeres...

- No te comprendo - replicó Andrés -. Lasmujeres como deben ser son otra cosa. Pero nolas mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebi-da. No te comprendo.

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Pedro vivía en casa del príncipe Basilio Kura-guin y compartía la vida licenciosa de su hijoAnatolio, aquel a quien, para corregirle, quer-ían casar con la hermana del príncipe Andrés.

- ¿Sabe usted - dijo Pedro, como si se le ocu-rriese repentinamente una idea luminosa - quehace mucho tiempo que pienso en esto seria-mente? Con esta vida no puedo reflexionar nidecidir nada. La cabeza me da vueltas y notengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

- ¿Me lo prometes?- Mi palabra de honor.

VIIEn casa de los Rostov se celebraba la fiesta de

las dos Natalias, la madre y la hija menor. Des-de por la mañana, las berlinas conducían a lasvisitas. Llegaban y desfilaban ante el gran pala-cio de la condesa Rostov, muy conocida de to-do Moscú, situado en la calle Povarskaia. LaCondesa, con la hija mayor y las visitas que se

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sucedían incesantemente, no se movía delsalón.

La Condesa era una mujer de unos cuarenta ycinco años, de tipo oriental, de rostro ahusado yvisiblemente fatigado por los partos continuos:había tenido doce hijos. Sus lentos movimientosy la premiosidad de su conversación, debida ala falta de fuerzas, le daban un aire imponenteque inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhai-lovna Drubetzkaia, que se encontraba allí comosi estuviera en su casa, la ayudaba a recibir yconversar con las visitas.

Los jóvenes hallábanse en una habitaciónpróxima, y no creían necesario participar de larecepción. El Conde salía a recibir a las visitas ylas invitaba a comer.

- María Lvovna Kuraguin y su hija - anunciócon profunda voz el corpulento criado de laCondesa abriendo la puerta del salón.

La Condesa reflexionó y aspiró un polvo derapé extraído de una tabaquera de oro con elretrato de su marido.

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- Me han rendido las visitas - dijo -. Bien, re-cibiré a ésta, pero será la última. Marea todoesto. Hazlas entrar -dijo al criado con voz triste,como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de ma-tarme.»

Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, yuna joven carirredonda y sonriente siempreentraron en el salón con gran rumor de telas.

El tema de la conversación era la gran noticiadel día: la enfermedad del riquísimo y excelen-te conde Bezukhov, un hombre viejo, supervi-viente de la época de Catalina. También sehablaba de su hijo natural Pedro, aquel que sehabía portado tan desgraciadamente en la ve-lada.

- ¿De veras? - preguntó la Condesa.- Compadezco mucho al pobre Conde - dijo la

visitante-. ¡Está tan enfermo! Estos disgustos desu hijo lo matarán.

- ¿Qué ocurre? - preguntó la Condesa, comosi no supiera nada de lo que le hablaba su inter-locutora, a pesar de que en muy poco rato le

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habían contado quince veces el motivo de losdisgustos del conde Bezukhov.

- Éstos son los resultados de la educación ac-tual. Este joven, en el extranjero, no tenía a na-die que le guiase, y ahora, en San Petersburgo,dicen que comete tales atrocidades, que ha sidoexpulsado por la policía.

- ¿De veras? - preguntó la Condesa.- Ha elegido muy malas compañías - intervi-

no la princesa Ana Mikhailovna -. Según pare-ce, él, el hijo del príncipe Basilio y un tal Dolo-khov han hecho alguna sonada. Los han casti-gado a los dos. Dolokhov ha sido degradado yel hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por loque respecta a Anatolio Kuraguin, el padre hapodido echar tierra sobre el asunto. Pero pareceque también le han expulsado de San Peters-burgo.

- Pero ¿qué han hecho? - preguntó la Conde-sa.

-Son unos verdaderos bandidos. Sobre todoese Dolokhov - dijo la visitante -. Es hijo de

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María Ivanovna Dolokhova. Ya ve usted. ¡Unadama tan respetable! Figúrese usted que lostres cogieron un oso de no sé dónde, lo metie-ron en un coche y se fueron a casa de unas ac-trices.

Tuvo que ir un policía para calmarlos. Y ¿sa-be usted qué hicieron? Cogieron al policía, loataron a la espalda del oso y lo tiraron al Moi-ka. El oso se puso a nadar, llevando al policíaen las espaldas.

- Querida, debía de ser muy divertido el es-pectáculo - exclamó el Conde retorciéndose derisa.

- ¡Oh, qué horror, qué horror! ¿Por qué se ríeasí, Conde?

No obstante, las damas no pudieron contenerla risa.

- Fue muy difícil salvar a aquel desgraciado -continuó la visitante -. Y, ya ve usted: el hijo delpríncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov sedivierte de este modo - añadió -. ¡Lo han edu-cado bien! ¡Tan inteligente como decían que

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era! Ya ve usted adónde nos conduce la educa-ción en el extranjero. Supongo que aquí, a pesarde su fortuna, no le recibirá nadie. Querían pre-sentármelo, pero me he negado en absoluto.Tengo dos hijas.

- ¿Por qué dice usted que este joven es tan ri-co? -preguntó la Condesa mirando de soslayo alas dos jóvenes, que inmediatamente hicieronver que no escuchaban-. El conde Bezukhovsolamente tiene hijos naturales. Parece que Pe-dro es también hijo natural.

La visitante hizo un ademán.- Creo que tiene veinte hijos naturales.- ¡Y qué joven se conservaba aún el año pasa-

do! - dijo la Condesa -. Daba gusto verlo.- Pues ahora está muy cambiado - dijo Ana

Mikhailovna -. Pero vea usted lo que queríadecir - continuó -: por parte de su mujer, elpríncipe Basilio es el heredero directo, pero elviejo quiere mucho a Pedro. Se ha ocupado desu educación. Ha escrito al Emperador, de mo-do que nadie sabe, cuando muera (y está tan

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enfermo que se espera suceda esto de un mo-mento a otro, puesto que Lorrain, el doctor, havenido de San Petersburgo), quién de los dosserá el poseedor de esta enorme fortuna: Pedroo el príncipe Basilio. Cuatro mil almas y mu-chos millones. Lo sé muy bien, porque el mis-mo príncipe Basilio me lo ha dicho, y CiriloVladimirovitch es pariente mío por parte demadre. Es padrino de Boris - añadió, como si nodiese ninguna importancia a este hecho.

- El príncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicenque va en viaje de inspección - dijo la visitante.

-Sí, pero, entre nosotras, ya se puede de-cir-interrumpió la Princesa -. Esto es un pretex-to. Ha venido para ver al príncipe Cirilo Vla-dimirovitch, porque sabe que está enfermo.

- Pero, vaya, querida, ha sido una buena ju-gada - dijo el Conde. Y, observando que la visi-tante no le escuchaba, se dirigió a las jóvenes-.Ya veo la cara del policía. ¡Cómo me hubierareído si lo hubiese visto!

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Y suponiendo cómo debía mover los brazos elpolicía, rompió de nuevo a reír, con risa sonoray profunda, que conmovía su cuerpo repleto,tal como suelen hacerlo los hombres que hancomido bien y, sobre todo, han bebido copio-samente.

- Así, pues, si ustedes lo desean, comeremosen nuestra casa - dijo.

VIIISe extinguió la conversación. La Condesa mi-

raba a la Princesa con una sonrisa amable, sinocultar, sin embargo, que no la molestaría poconi mucho que se levantase y se fuera. La hija dela visitante alisábase ya los pliegues del vestidoy miraba interrogadoramente a su madre,cuando de pronto, desde la habitación vecina,cercana a la puerta, se oyó el ruido que hacíanunos jóvenes al correr, seguido del de unas si-llas movidas violentamente y caídas luego, yapareció en el salón una muchacha de treceaños que, escondiéndose algo bajo la corta falda

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de muselina, detúvose en medio de la sala. Ve-íase claramente que todo aquello obedecía a lacasualidad, porque no había sabido calcular elimpulso de su carrera y encontrábase más alládel lugar a donde se había propuesto llegar.Casi inmediatamente aparecieron en la puertaun estudiante con el cuello azul, un oficial de laguardia, una muchacha de trece años y un jo-vencito fuerte y rojo vestido con una chaqueta.

El Conde se levantó y, balanceándose, abriólos brazos a la joven que entraba corriendo.

- ¡Ya está aquí! - gritó, riendo -. Hoy es susanto, querida, su santo.

-Hay un día para todo, querida - dijo la Con-desa fingiendo ser severa -. Las malcrías dema-siado, Elías - añadió dirigiéndose a su marido.

- Buenos días, hija mía. Para muchos años -dijo la visitante -. ¡Qué criatura más deliciosa! -continuó, dirigiéndose a la madre.

La jovencita, muy despierta, tenía los ojos ne-gros, grande la boca, una linda nariz, unoshombros desnudos y gráciles, que temblaban

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por encima del corsé a causa de aquella alocadacarrera, unos tirabuzones negros y unos brazosdelgados y desnudos; caíanle hasta los tobillosunos calzones con puntillas y calzaba sus piescon unos zapatos descotados. Tenía aquellaedad deliciosa en que la niña ya no es una chi-quilla y en la que la chiquilla no es todavía mu-jer. Se escapó de su padre y corrió hacia su ma-dre y, sin hacer caso de la severa observaciónque le había dirigido, escondió su ruborosorostro bajo su chal de puntillas y se echó a reír.Reíase de algo y, jadeante, hablaba de su muñe-ca, que sacó de debajo de sus faldas.

- Ven ustedes... La muñeca... Mimí... ¿Lo ve?Y Natacha, sin poder hablar, tan divertido le

parecía, se abandonó a su madre y se echó areír con una risa tan fuerte y sonora que inclusotodos, hasta la imponente visitante, hubieronde imitarla a pesar suyo.

- Bueno, bueno, vete con tu monstruo - dijo lamadre fingiendo rechazar vivamente a su hija -.

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Es la pequeña - continuó la Condesa dirigién-dose a la visita.

Natacha apartó por un momento la cara delchal de puntillas de su madre y la miró con losojos anegados en lágrimas de tanta risa, y denuevo escondió el rostro.

La visita, obligada a asistir a esta escena defamilia, creyó muy delicado tomar parte en ella.

- Dime, queridita - dijo a Natacha -, ¿quién esMimí? ¿Es acaso tu hijita?

Este tono indulgente y esta pregunta infantilde la visitante disgustaron a Natacha. No res-pondió y miró seriamente a la Princesa.

En aquel instante, todo el grupo de jóvenes:Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhai-lovna; Nicolás, estudiante e hijo mayor de laCondesa; Sonia, sobrina del Conde, jovencitade trece años, y el pequeño Petrucha, el menorde todos ellos, se instalaron en el salón, es-forzándose visiblemente en contener, dentro delos límites de la buena educación, la animacióny la alegría que aún se reflejaban en cada uno

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de sus rasgos. Evidentemente, en la habitacióncontigua, de donde los jóvenes habían salidocorriendo con tal calor, las conversaciones eranmucho más divertidas que los cotilleos de laciudad y del tiempo. De vez en cuando mirá-banse unos a otros y a duras penas podían con-tener la risa.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, erande la misma edad, amigos desde muy peque-ños, y de arrogante presencia, pero de una be-lleza muy distinta. Boris era alto, rubio, de fac-ciones finas y regulares y expresión tranquila ycorrecta. Nicolás no era tan alto, tenía los cabe-llos rizados y su rostro era absolutamente fran-co; en el labio superior le apuntaba ya un bozonegro, y de todo él parecía desprenderse laanimación y el entusiasmo.

Nicolás ruborizóse en cuanto entró en elsalón. Parecía como si quisiera decir algo y noencontrase las palabras justas. Boris, por el con-trario, se repuso inmediatamente y contó, tran-quilo y bromeando, que conocía a la muñeca

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Mimí desde niña, cuando tenía aún la narizentera, que en cinco años había envejecido mu-cho y que le habían vaciado el cráneo. Contan-do todo esto miraba sin cesar a Natacha. Ésta sevolvió hacia él, miró a su hermano pequeño,que, con los ojos cerrados, reía conteniendo elestallido de una carcajada, y no pudiendo con-tenerse más, la muchacha salió del salón tandeprisa como se lo permitían sus ágiles piernas.Boris no reía.

- Me parece que también tú quieres irte,mamá. Necesitas el coche - dijo, dirigiéndosesonriente a su madre.

- Sí, ve y dí que enganchen los caballos - re-plicó su madre, sonriendo también.

Boris salió lentamente detrás de Natacha.El chiquillo corpulento corrió furioso tras

ellos. Parecía muy disgustado de que le hubie-sen estorbado en sus ocupaciones.

IX

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Sin contar a la hija mayor de la Condesa, Vera- que tenía cuatro años más que la pequeña y seconsideraba un personaje -, y la hija de la visi-tante, de todo el grupo de jóvenes tan sólo Ni-colás y Sonia, la sobrina, quedaron en el salón.Sonia era una jovencita morena, poco desarro-llada, de ojos dulces sombreados por unas lar-gas pestañas; una gruesa trenza negra dábaledos vueltas a la cabeza, y la piel de su rostro,sobre todo la del cuello y la de sus desnudosbrazos, delgados pero musculados y graciosos,tenía un tono aceitunado. Por la armonía de susmovimientos, la finura y la gracia de susmiembros y sus maneras un poco artificiales yreservadas parecía una gatita no formada aún,pero que, andando el tiempo, llegaría a ser unagata magnífica. Sin duda alguna creía conve-niente demostrar con su sonrisa que tomabaparte en la conversación general, pero, a pesarsuyo, sus ojos, bajo las largas y espesas pesta-ñas, miraban sin cesar al primo que marchaba aincorporarse al ejército; mirábalo con una ado-

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ración tan apasionada que, en muchos momen-tos, su sonrisa no podía engañar a nadie, y ve-íase claramente que la gatita no se había reco-gido en sí misma sino para saltar con mayorviolencia y jugar luego con su primo, excelentepresa, en cuanto Boris y Natacha hubiesen sali-do del salón.

- Sí, querida - dijo el viejo Conde dirigiéndosea la visitante y señalando a su hijo Nicolás-. Suamigo Boris ha sido nombrado oficial y, poramistad, no quiere separarse de él. Abandonala universidad, me deja solo, a mí, a un viejo,para ingresar en el ejército. Y su nombramientoen la Dirección de Archivos era ya cosa hecha.¿Es ésta la amistad? - concluyó el Conde, inter-rogando.

- Dicen que ya ha sido declarada la guerra -replicó la visitante.

- Sí; hace ya mucho tiempo que se dice - repu-so el Conde -; se dice, se dice, y eso es todo.Ésta es la amistad, querida - repitió -. Ingresacomo húsar.

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La visitante bajó la cabeza, no sabiendo quécontestar.

- No es por amistad - dijo Nicolás exaltándosey colocándose a la defensiva, como si hubieranproferido contra él una vergonzosa calumnia -.No por amistad, sino simplemente porque sien-to la vocación militar.

Volvióse a su prima y a la hija de la visitante;ambas le miraban con aprobación.

- Hoy comerá Schubert con nosotros, el co-mandante de húsares de Pavlogrado. Se en-cuentra aquí con permiso y se lo llevará con él.¡Qué vamos a hacerle! - dijo el Conde enco-giéndose de hombros y hablando con indife-rencia de este asunto, que le ocasionaba unaverdadera pena.

- Ya te he dicho, papá - replicó el oficial -, quesi no me dejabais marchar me quedaría. Pero sémuy bien que no sirvo para nada que no seapara el ejército. No soy ni diplomático ni fun-cionario. No quiero ocultar mis pensamientos -añadió, mirando con la coquetería de los joven-

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citos que se creen oportunos a Sonia y a la bellajoven.

La gatita, con la mirada fija en él, parecía acada segundo dispuesta a jugar y poner de ma-nifiesto su naturaleza felina.

- Bien. ¡No hablemos más! - dijo el ancianoConde -Siempre se exalta de este modo. El talBonaparte se sube a la cabeza de todo el mun-do; todos creen ser como él; de teniente a em-perador. Que Dios haga...-dijo, sin advertir lasonrisa burlona de la visitante.

Los mayores comenzaron a hablar de Bona-parte. Julia, la hija de la princesa Kuraguin, sedirigió al joven Rostov:

- Fue una lástima que el jueves no hubiese us-ted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mu-cho sin usted - añadió sonriendo tiernamente.

Él, halagado, se acercó a ella con la coquetasonrisa de la juventud y comenzó una conver-sación aparte con Julia, que sonreía y no se da-ba cuenta de que su sonrisa era una puñaladade celos dirigida al corazón de Sonia, que, ru-

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borizada, se esforzaba en aparentar indiferen-cia. Pero, en la conversación, la miró. Sonia lelanzó una mirada rencorosa y apasionada y,conteniendo violentamente sus lágrimas, conuna sonrisa indiferente en los labios, se levantóy salió de la sala. Desapareció toda la anima-ción de Nicolás. Esperó el primer intervalo enla conversación y, con la inquietud reflejada enel semblante, salió también de la sala en buscade Sonia.

XCuando Natacha salió de la sala, corrió hasta

el invernadero. Una vez allí, se detuvo y es-cuchó las conversaciones del salón mientrasesperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientar-se, a patear el suelo y a sentir violentos deseosde llorar porque no aparecía inmediatamente,cuando se oyó el rumor de los pasos, ni pre-miosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Na-tacha echó a correr entonces y se escondió traslos arbustos.

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Boris se detuvo en el centro del invernadero.Con la mano se sacudió el polvo del uniforme.Acercóse luego al espejo y contempló en él suarrogante figura. Natacha le miraba desde suescondite, observando todos sus movimientos.Boris paróse aún un momento ante el espejo,sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentóllamarle, pero se detuvo. «Que me busque»,pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entrócorriendo por el lado opuesto, sofocada ymurmurando palabras de rabia a través de suslágrimas. Natacha reprimió el impulso de co-rrer hacia ella y no se movió de su escondite,observando todo lo que sucedía en torno suyo.Experimentaba con ello un desconocido y par-ticular placer. Sonia musitaba algo, con la mi-rada fija en la puerta del salón. Por ésta apare-ció Nicolás.

- ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué te ocurre? - le pre-guntó Nicolás acercándose a ella.

- Nada, nada. Déjame - sollozó Sonia.- No, ya sé lo que tienes.

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-Pues si lo sabes, déjame.--- Sonia, escúchame. ¿Por qué hemos de mar-

tirizarnos por una tontería?-preguntó Nicoláscogiéndole las manos.

Sonia las abandonó entre las suyas y dejó dellorar.

Natacha, inmóvil, conteniendo la respiración,con los ojos brillantes, miraba desde su escondi-te. «¿Qué ocurrirá ahora?», pensaba.

- Sonia, el mundo no significa nada para mí.Tú lo eres todo - dijo Nicolás -. Te lo demos-traré.

-No me gusta que hables de este modo.- Como quieras. Perdóname, Sonia.Y, acercándola a sí, la besó.«¡Qué lindo!», pensó Natacha. Y cuando se

hubieron alejado del invernadero, salió tambiény llamó a Boris.

-Boris, ven aquí-dijo dándose importancia ycon un brillo pícaro en los ojos -. He de decirtealgo. Por aquí, por aquí - y atravesando el in-

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vernadero lo condujo hasta su reciente escondi-te. Boris la seguía, sonriendo.

- ¿Qué es? - preguntó.Natacha se turbó un poco. Miró en torno suyo

y, viendo a la muñeca entre las plantas, la co-gió.

- Dale un beso a la muñeca - dijo.Boris, con una tierna mirada de extrañeza,

contempló su animado rostro y no contestó.- ¿No quieres...? Pues ven aquí.Y, acomodándose entre los cajones, tiró la

muñeca.- Más cerca, más cerca - murmuraba.Cogió el brazo del oficial. En su rostro enroje-

cido leíase la emoción y el miedo.- ¿Y no quieres dármelo a mí? - susurró en

voz muy baja, mirando al suelo, llorando y son-riendo a la vez a causa de la emoción conteni-da.

Boris se ruborizó.

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- ¡Qué extraña eres! - dijo inclinándose haciaella, ruborizándose todavía más, pero sin atre-verse a nada y esperando.

Natacha saltó sobre un macetero, de modoque su rostro quedase a la altura del de Boris.Abrazándolo con sus brazos delgados y desnu-dos en torno al cuello, lanzó hacia atrás suscabellos con un movimiento de cabeza y le besóen los labios.

Se deslizó por el lado opuesto del macetero,bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.

- Natacha - dijo éste -. Ya sabes que te quiero,pero...

- ¿Estás enamorado de mí? - le interrumpióNatacha.

- Sí, pero te ruego que no volvamos a hacernunca más esto que hemos hecho ahora... Aúnnos faltan cuatro años... Entonces te pediré atus padres...

Natacha reflexionó.

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- Trece, catorce, quince, dieciséis... - dijo, con-tando con sus ahusados dedos-. Está bien. Deacuerdo.

Y una sonrisa alegre y confiada iluminó suradiante fisonomía.

- De acuerdo - repitió Boris.- ¿Para siempre? - añadió ella -. ¿Hasta la

muerte?Y ofreciéndole el brazo, con el rostro resplan-

deciente de felicidad, abandonaron lentamenteel invernadero.

XIHijo mío - dijo la princesa Mikhailovna a Bo-

ris cuando el coche de la condesa Rostov, queles conducía, atravesó la calle cubierta de paja yentró en el amplio patio del conde Cirilo Vla-dimirovitch Bezukhov -, hijo mío, sé amable yescucha con complacencia. El conde Cirilo Vla-dimirovitch es tu padrino. De él depende tucarrera. Acuérdate, hijo mío. Sé tan amable co-mo puedas, como sepas serlo - terminó la

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madre, sacando la mano de debajo de su apoli-llada capa y apoyándola, con tierno y tímidoademán, sobre el brazo de su hijo.

A pesar de que al pie de la escalera encontrá-base un coche, el criado examinó de arriba aba-jo a la madre y al hijo, que, sin hacerse anun-ciar, entraban directamente en el vestíbulo en-cristalado, entre dos hileras de estatuas coloca-das en hornacinas, y mirando la ajada capa dela madre con aire de importancia les preguntóqué deseaban y a quién querían ver, a las Prin-cesas o al Conde. Al responderle que al Conde,dijo que aquel día Su Excelencia se encontrabapeor y que no recibiría a nadie.

- Ya podemos marcharnos, entonces - dijo elhijo en francés.

- Hijo mío - dijo la madre, suplicante, apo-yando de nuevo su mano sobre el brazo de suhijo; como si este contacto pudiera calmarlo oexcitarlo, Boris calló y, sin quitarse el abrigo,miró a su madre interrogadoramente.

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--Amigo mío - dijo con voz dulce Ana Mi-khailovna dirigiéndose al criado -, sé que elconde Cirilo Vladimirovitch está muy enfer-mo... Por esto hemos venido. Soy parienta su-ya... No molestaré a nadie... Pero he de ver alpríncipe Basilio. Sé que está aquí. Anúncienos,por favor.

El criado tiró del cordón de la campanilla y sevolvió con rostro adusto.

-La princesa Drubetzkaia desea ver al prínci-pe Basilio Sergeievitch - gritó al criado de casa-ca, medias y zapatos que estaba en lo alto de laescalera.

La madre se arregló tan bien como pudo suvestido de seda teñida, se miró en un espejo deVenecia que había en la pared y, resuelta, consus toscos zapatos, emprendió el alfombradocamino de la escalera.

-Hijo mío, me lo has prometido-dijo a su hijo,tocándole de nuevo el brazo. Boris continuabadócilmente mirando al suelo.

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Entraron en una sala, una de cuyas puertasdaba a las habitaciones del príncipe Basilio.

Mientras la madre y el hijo, parados en mediode la sala, se dirigían a un criado que se levantódel rincón en que se hallaba sentado, para pre-guntarle el camino, giró el pomo metálico deuna de las puertas y el príncipe Basilio, con unbatín de terciopelo acolchado y luciendo unasola condecoración, salió, despidiendo a uncaballero de cabellos grises y de buen aspecto.

Este caballero era el célebre doctor Lorrain,de San Petersburgo.

-Así, ¿todo es inútil? -preguntó el Príncipe.- Príncipe, errare humanum est. No obstan-

te... - respondió el doctor con voz nasal y pro-nunciando estas palabras latinas con acentofrancés.

- Muy bien... Muy bien...Al percatarse de la presencia de Ana Mikhai-

lovna y de su hijo, el príncipe Basilio despidióal doctor con un saludo y, silenciosamente perocon aire interrogador, se acercó a los recién lle-

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gados. El hijo se dio cuenta de que los ojos desu madre expresaban espontáneamente un do-lor profundo, y sin querer sonrió impercepti-blemente.

- En qué momentos más tristes nos volvemosa ver, Príncipe. ¿Y nuestro querido enfermo? -preguntó, como si no se diera cuenta de la mi-rada fría y molesta de que era objeto.

El príncipe Basilio la miró interrogadoramen-te, y después a Boris. Éste saludó correctamen-te. Sin devolverle el saludo, el príncipe Basiliose volvió a Ana Mikhailovna y respondió a supregunta con un movimiento de cabeza y delabios que quería decir: «Pocas esperanzas.»

- ¿De veras? - exclamó Ana Mikhailovna -.¡Ah! ¡Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo- añadió señalando a Boris -. Quería darle austed las gracias personalmente.

De nuevo Boris se inclinó con gentileza.- Créame, Príncipe; el corazón de una madre

no olvidará nunca lo que ha hecho usted pornosotros.

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- Estoy muy contento de haber podido servir-la, mi querida Ana Mikhailovna - dijo el prínci-pe Basilio, componiéndose el lazo de la corbatay mostrando con el ademán y con la voz que enMoscú, ante su protegida Ana Mikhailovna, suimportancia era mucho más grande que en SanPetersburgo en la velada de Ana Scherer.

-Procure cumplir con su deber y hacerse dig-no de su nombramiento - añadió dirigiéndoseseveramente a Boris -. Me sentiré muy satisfe-cho de ello. ¿Se encuentra usted aquí con per-miso? - preguntó con tono indiferente.

- Excelencia, estoy aguardando la orden deincorporarme a mi destino - repuso Boris sinmostrarse molesto por el tono rudo del Príncipeni tampoco deseoso de entrar en conversación,pero sí tan respetuoso y tranquilo que elPríncipe le miró fijamente.

- ¿Vive usted con su madre?- Vivo en casa de la condesa Rostov - dijo Bo-

ris, añadiendo un nuevo «Excelencia>.

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- Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina- dijo Ana Mikhailovna.

- Lo sé, lo sé - repuso el Príncipe con su vozmonótona -. No he podido comprender nuncacómo Natalia se decidió a casarse con ese osomalcriado, una persona absolutamente estúpi-da y ridícula. Según dicen, un jugador.

- Pero muy buen hombre, Príncipe - replicóAna Mikhailovna sonriendo discretamente,como si quisiera dar a entender que el condeRostov merecía esta opinión pero que, a pesarde todo, quería ser indulgente con aquel pobreviejo -. ¿Que dicen los médicos? - preguntódespués de un breve silencio. Y su lacrimosorostro expresó de nuevo una pena profunda.

- Pocas esperanzas - contestó el Príncipe.- Y tanto como me hubiera gustado agradecer

a mi tío por última vez sus bondades paraconmigo y para con Boris. Es su ahijado - aña-dió con tono como si esta noticia hubiese dealegrar extraordinariamente al príncipe Basilio.

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El Príncipe reflexionó y frunció el entrecejo.Ana Mikhailovna comprendió que temía en-contrarse con una rival en el testamento delconde Bezukhov, e inmediatamente se apresuróa tranquilizarle.

- Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a«mi tío» - dijo con tono confiado y negligente -.Conozco muy bien su noble y recto carácter.Pero si las Princesas quedan solas... Todavíason jóvenes...-Inclinó la cabeza y añadió en vozbaja -: ¿Ya se ha preparado, Príncipe? Estosúltimos momentos son preciosos. No le haríadaño alguno, pero, si está tan mal, debe prepa-rarse. Príncipe, nosotras, las mujeres... - sonriótiernamente -, sabemos decir mejor estas cosas.Será preferible que yo le vea, por mucha penaque pueda producirme. Pero ya estoy hecha alsufrimiento.

El Príncipe comprendió que le sería muy difí-cil deshacerse de Ana Mikhailovna.

- Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿no creeusted que esta entrevista había de serle muy

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penosa? - dijo -. Esperemos a la noche. El doc-tor prevé una crisis.

- No podemos esperar ese momento, Prínci-pe. Piense usted que va en ello la salvación desu alma. ¡Ah, ah! ¡Qué terribles son los deberesdel cristiano!

Ana Mikhailovna se quitó los guantes y, conla actitud de un vencedor, se instaló en unabutaca e invitó al Príncipe a que se sentara a sulado.

- Boris - dijo a su hijo con una sonrisa -, yo en-traré a ver a mi tío, y tú, hijo mío, mientras tan-to, sube a ver a Pedro y acuérdate de transmi-tirle la invitación de Rostov. Le invitan a comer.Supongo que no deberá ir, ¿verdad? - le pre-guntó al Príncipe.

- Al contrario - dijo el Príncipe, que se habíamalhumorado visiblemente -. Le agradecerémucho que me saquen a ese hombre de casa.Está aquí. El Conde no le ha llamado ni unasola vez.

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Se encogió de hombros. El criado acompañó aBoris al vestíbulo y le condujo al piso superior,a las habitaciones de Pedro Cirilovitch, por otraescalera.

XIIPedro todavía no había sabido escoger una

carrera en San Petersburgo, y, en efecto, habíasido desterrado a Moscú por su carácter aloca-do. La historia contada en casa de la condesaRostov era totalmente exacta. Pedro había to-mado parte en la anécdota del policía y del oso.Hacía pocos días que había llegado y, como decostumbre, se había instalado en casa de supadre.

Al día siguiente llegó el príncipe Basilio y sehospedó en casa del Conde. Llamó a Pedro y ledijo:

-Amigo mío, si aquí se comporta usted tanmal como en San Petersburgo, acabará ustedmuy mal. Esto es cuanto tengo que decirle. El

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Conde está muy enfermo. No tiene usted queverle para nada.

Después de esto, nadie se había ocupado dePedro, y éste se pasaba todo el día en su habita-ción del piso superior.

Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseabade un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial,elegante y bien plantado, se detuvo. Pedro hab-ía dejado a Boris cuando éste tenía catorce años,y ahora no lo recordaba. No obstante, con suespontaneidad particular y sus maneras acoge-doras, le estrechó la mano y le sonrió amisto-samente.

- ¿Se acuerda usted de mí? - preguntó Boristranquilamente, con una amable sonrisa -. Hevenido con mi madre a casa del Conde, quedicen no se encuentra bien.

- Sí. Parece que está muy enfermo. No le de-jan tranquilo - replicó Pedro, tratando de recor-dar quién era aquel joven.

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Boris vio que Pedro no le reconocía, pero nocreyó necesario presentarse, y, sin experimentarla más pequeña turbación, le miró fijamente.

- El conde Rostov le invita a usted a comerhoy en su casa - dijo después de un silenciobastante largo y enojoso para Pedro.

- ¡Ah, el conde Rostov! - dijo alegremente Pe-dro -Así, pues, ¿es usted su hijo Ilia? No le hab-ía reconocido en el primer momento. ¿No seacuerda usted de aquella excursión que hicimosa la Montaña de los Pájaros, con madame Jac-quot, hace tanto tiempo?

- Se equivoca usted - dijo lentamente Boris,con una risa atrevida y un tanto burlona -. SoyBoris, el hijo de la princesa Drubetzkaia. El vie-jo Rostov se llama Ilia, y Nicolás su hijo. Noconozco a ninguna madame Jacquot. Pedromovió las manos y la cabeza, como si se encon-trase en el centro de una nube de mosquitos oun enjambre de abejas.

- ¡Dios mío! ¡Todo lo enredo! Tengo tantosparientes en Moscú... Usted es Boris, en efecto.

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¡Vaya! ¡Al fin nos hemos entendido! ¿Qué mecuenta de la expedición de Boulogne? Los in-gleses se verían en peligro si Napoleón atrave-sase el Canal. A mí me parece una expediciónmuy posible, siempre y cuando Villeneuve nohaga disparates.

Boris no sabía nada de la expedición de Bou-logne. No leía los periódicos y era la primeravez que oía el nombre de Villeneuve.

- Aquí en Moscú la gente se preocupa más delcotilleo y de los banquetes que de la política -dijo con su tono tranquilo y burlón -. No sénada de lo que usted me cuenta, ni jamás hepensado en ello. En Moscú la gente sólo se pre-ocupa de las murmuraciones - añadió -. Ahorasolamente se habla del Conde y de usted.

Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tanbondadosa, como si temiese que su interlocutordijera algo de que hubiera de arrepentirse. PeroBoris hablaba limpia, clara y secamente, miran-do a Pedro a los ojos.

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- En Moscú no puede hacerse otra cosa quemurmurar - continuó -. Todos se preguntan aquién dejará el Conde su fortuna, aun cuandopueda vivir más tiempo que todos nosotros, loque yo, lealmente, deseo de todo corazón.

- Sí, todo esto es muy lamentable, muy la-mentable - dijo Pedro.

Éste temía que el oficial se complicase incons-cientemente en una conversación que inclusopara él hubiera sido embarazosa.

-Y usted debe pensar-dijo Boris, enrojeciendoun poco, pero sin cambiar el tono de voz - quetodos se preocupan tan sólo por saber si estehombre rico les dejará alguna cosa.

«Vaya por Dios», pensó Pedro.- Yo, para evitar malentendidos, quiero decir-

le que se engañarían por completo si entre estaspersonas se contara a mi madre y a mí. Somosmuy pobres, pero precisamente porque su pa-dre es tan rico no me considero pariente suyo, yni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremosnada suyo.

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Pedro tardó mucho en comprender, perocuando vio de lo que se trataba se levantó deldiván, cogió la mano de Boris y con su brus-quedad un poco tosca, enrojeciendo más queBoris, comenzó a hablar, avergonzado y despe-chado.

- Es muy extraño todo esto. Por ventura yo...Pero quién podía pensar... Sé muy bien...

Pero Boris no le dejó concluir y dijo:- Estoy contento por haberlo dicho todo.

Quizá todo esto es desagradable para usted,pero, perdóneme - dijo tranquilizando a Pedro,en lugar de ser tranquilizado por él-; debo su-poner que no le he molestado. Acostumbrohablar con toda franqueza. ¿Qué he de contes-tar? ¿Irá usted a comer a casa de los Rostov?

Y, visiblemente aliviado de un deber penoso,se sintió liberado de una situación enojosa y sedulcificó completamente.

-No; escuche - dijo Pedro serenándose -. Esusted un hombre sorprendente. Esto que acabade decirme está muy bien. Naturalmente, usted

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no me conoce. Hacía mucho tiempo que no noshabíamos visto. Éramos niños todavía. ¿Quépuede usted suponer de mí? Le comprendomuy bien, le comprendo muy bien. Yo no lohabría hecho. No tendría valor para hacerlo.Pero está muy bien. Me siento muy contentopor haber reanudado su conocimiento. Pero esextraño que suponga esto de mí - añadió son-riendo, después de una pausa -. Bien. Ya nosiremos conociendo, si usted no tiene inconve-niente en ello - y estrechó la mano de Boris -.No sé si lo sabe, pero no he entrado a ver unasola vez al Conde. Tampoco él me ha llamado.Lo compadezco..., pero ¿qué quiere usted quehaga?

- ¿Y cree usted que Napoleón podrá trasladarsu ejército? - preguntó Boris sonriendo.

Pedro comprendió que quería cambiar deconversación, y, como también él lo deseaba,comenzó a enumerar las ventajas y desventajasde la expedición de Boulogne. Un criado llegóen busca de Boris, de parte de la Princesa. Ésta

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se iba. Pedro prometió asistir a la comida, einmediatamente, para unirse más a Boris, leestrechó fuertemente la mano, mirándole conternura a los ojos por debajo de los lentes.

Una vez se hubieron marchado, Pedro se pa-seó aún un buen rato por su habitación. Pero yano atravesaba con la imaginaria espada al ene-migo invisible, y sonreía al recuerdo de aqueljoven simpático, inteligente y resuelto. Comosiempre ocurre en la primera juventud, y másaún cuando se vive aislado, experimentaba unainjustificada ternura por aquel muchacho,prometiéndose firmemente ser su amigo.

El príncipe Basilio acompañaba a la Princesa,que no separaba el pañuelo de los ojos. Laslágrimas resbalaban por su semblante.

- Es terrible - dijo -, pero, ocurra lo que ocu-rra, cumpliré con mi obligación. Vendré a ve-larle esta noche. No puede dejársele de estamanera. Los momentos son preciosos. No com-prendo qué esperan las Princesas. Quizá Dios

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me ayude a encontrar la forma de prepararle.Adiós, Príncipe. Que Dios le ayude.

- Adiós, querida - repuso el príncipe Basilioretirándose.

- ¡Ah! Está en una situación horrible - dijo lamadre al hijo al instalarse en el coche-. Apenasconoce a nadie.

- Mamá, no comprendo cuáles son las rela-ciones del Conde con Pedro - dijo Boris.

- El testamento lo pondrá en claro, hijo mío.Del testamento depende también nuestra suer-te.

- Pero ¿por qué crees que nos va a dejar algo?- ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan rico, y nosotros tan

pobres!- Pero, mamá, esto no me parece una razón

suficiente.- ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Qué enfermo está!

XIIILa Condesa Rostov, sus hijas y un gran

número de invitados se encontraban en la sala.

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El Conde acompañaba a los caballeros a su ga-binete con objeto de enseñarles su magníficacolección de pipas turcas.

En aquella habitación llena de humo hablába-se de la guerra, anunciada ya por un manifies-to, y de la orden de incorporación a filas.

El Conde se hallaba sentado en una otomana,al lado de dos fumadores.

Uno de los interlocutores no era militar, teníala cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; eracasi un anciano y vestía como el más elegantejoven. Se había acomodado con las piernas so-bre la otomana, como un huésped muy fami-liar, y con el ámbar de la pipa hundido profun-damente en la boca, pegado a una de las comi-suras, aspiraba ruidosamente el humo entor-nando los ojos. Era Chinchin, primo hermanode la Condesa, una mala lengua, como se decíade él en los salones de Moscú. Cuando hablabaparecía conferir un honor extraordinario a suinterlocutor.

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El otro era oficial de la guardia, de fresco yrosado rostro, irreprochablemente acicalado;tenía abotonado por completo el uniforme y sehabía peinado cuidadosamente. Fumaba con laboquilla de ámbar colocada justamente en elcentro de la boca, y con los labios, rojos apenas,ni aspiraba el humo, que dejaba escapar en pe-queños círculos. Era el teniente Berg, oficial delregimiento de Semenovsky, el mismo al quehabía de incorporarse Boris, objeto de la ironíade Natacha para con Vera considerándolo suprometido. El Conde hallábase sentado entrelos dos y escuchaba atentamente. Después deljuego del boston, la ocupación predilecta delConde era actuar de oyente, sobre todo cuandopodía enfrentar a dos conversadores.

Los demás invitados, viendo que Chinchindirigía la conversación, se acercaron a él paraescuchar. Berg, no dándose cuenta de la burlani de la indiferencia, continuaba explicandocómo solamente por el hecho de pasar a laGuardia había avanzado un grado a sus com-

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pañeros de cuerpo porque durante la guerrapodían matar al jefe de la compañía y, siendo élel de más edad, podía ser nombrado jefe muyfácilmente, ya que todos le querían en el regi-miento y su padre se sentía muy satisfecho deello. Berg encontraba un verdadero placer encontar todo esto, y parecía que no sospechasesiquiera que los demás hombres pudiesen tenerintereses particulares. Pero todo lo que contabaera tan encantador, tan moderado, la inocenciade su joven egoísmo era tan evidente, que des-armaba a los que le escuchaban.

- Bien, amigo mío, sea en caballería o en in-fantería, irá usted muy lejos. Se lo digo yo - dijoChinchin dándole unas palmaditas en la espal-da y bajando las piernas de la otomana.

Berg esbozó una sonrisa de felicidad. El Con-de, y tras él los invitados, se dirigían a la sala.

Pedro había llegado un momento antes decomer y se había sentado en medio de la sala,en la primera silla que encontró. Sin darse

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cuenta, cerraba el paso a los demás. La Condesaquería hacerle hablar, pero él, ingenuamente,miraba en torno suyo a través de los lentes,como si buscase a alguien, respondiendo conmonosílabos a todas las preguntas de la Conde-sa. Estorbaba, y era el único que no se dabacuenta. La mayoría de los invitados, que conoc-ían la anécdota del oso, contemplaban a aquelmuchacho dulce, alto y fornido, y se extrañabande encontrarlo tan pesado y molesto para ser elautor de una broma como aquélla.

- ¿Hace poco que ha llegado usted? - le pre-guntó la Condesa.

- Sí, señora - respondió, mirando en torno su-yo.

- ¿No ha visto todavía a mi marido?- No, señora - y sonrió estúpidamente.- Creo que no hace mucho se encontraba us-

ted en París. ¿No es cierto? Debe de ser muyinteresante.

La Condesa miró a Ana Mikhailovna, quecomprendió se le pedía entretuviese a aquel

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joven, y ésta, sentándose a su lado, comenzó ahablarle de su padre. Pero, lo mismo que a laCondesa, no se le respondió sino con monosíla-bos. Los convidados hablaban entre sí: «LosRazomovski... Ha sido delicioso... ¡Oh, es ustedmuy amable...! La condesa Apraksin...», oíasepor doquier. La Condesa se levantó y se acercóa la puerta

- María Dimitrievna - dijo desde allí.- La misma - respondió una recia voz femeni-

na, e inmediatamente María Dimitrievna entróen la sala.

Todas las jóvenes, e incluso las damas, excep-tuando a las más viejas, se levantaron.

María Dimitrievna se detuvo en el umbral dela puerta, levantó la cincuentenaria cabeza,adornada con bucles grises, y contempló a losinvitados. Después, inclinándose, comenzó aarreglarse lentamente las amplias mangas delvestido. María Dimitrievna hablaba siempre enruso.

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- Mis más cordiales felicitaciones a la queridaamiga a quien homenajeamos y a sus hijos-dijocon su voz fuerte, grave, que ahogaba todos losdemás sonidos -Viejo pecador - dijo al Conde,que le besaba la mano -, me parece que te fati-gas en Moscú, donde no hay cacerías que cele-brar. Pero ¡qué le vamos a hacer! Cuando estospájaros crecen - dijo señalando a las chicas -,tanto si quieres como no, has de buscarles pro-metido. Y bien, querido cosaco - María Dimi-trievna siempre llamaba así a Natacha; y al de-cirlo acariciaba la mano de la joven, que se hab-ía acercado alegremente y sin miedo -. Ya séque eres un duendecillo, pero me gustas.

Sacó de su enorme bolsillo unos pendientesen forma de pera, se los dio a Natacha, que en-rojeció de gozo, y, volviéndose, se dirigió in-mediatamente a Pedro.

-¡Eh!, ven aquí, querido - dijo con una vozque se esforzaba en ser dulce y amable -, venaquí. - Y con severa actitud se recogió un pocomás las mangas.

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Pedro fue hacia ella, mirándola con inocenciaa través de los lentes.

-Acércate, hombre, acércate. Incluso a tu pro-pio padre, cuando era poderoso, era yo quien ledecía las verdades. Y Dios me pide que te lasdiga a ti.

Calló. Todos callaron, esperando lo que iba asuceder, porque comprendían que aquello noera nada más que la introducción.

- He aquí un valiente muchacho. No hay nadaque decir de él. El padre agonizando y él divir-tiéndose. Ata a un policía a la espalda de unoso. Una vergüenza, amigo mío, una vergüen-za. Era preferible ir a la guerra. - Se volvió y diola mano al Conde, que no sabía que hacer paraaguantar la risa -. Me parece que ya debe de serhora de sentarnos a la mesa.

Ella y el Conde pasaron delante, seguidos dela Condesa, a la que daba el brazo un coronelde húsares, un hombre muy útil, a cuyo regi-miento había de incorporarse Nicolás. Chinchindaba el brazo a Ana Mikhailovna, Berg a Vera y

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Nicolás a la sonriente Julia Kuraguin. Tras ellossiguieron los restantes grupos, que se disemi-naron por el comedor, y por último, separados,los chicos, las institutrices y los preceptores.Comenzaron a moverse los criados; se sintióruido de sillas y en la galería superior comenzóa sonar la música, a cuyos acordes se sentaronlos invitados. Con el sonido de la música semezcló el de los cuchillos y los tenedores, elmurmullo de las conversaciones de los invita-dos y el rumor de los pasos discretos de la ser-vidumbre. La Condesa se sentaba a uno de losextremos de la mesa. Tenía a su derecha a Mar-ía Dimitrievna y a su izquierda a Ana Mikhai-lovna y a las demás invitadas. En el otro extre-mo, el Conde había sentado a su izquierda alcoronel de húsares y a su derecha a Chinchin yal resto de los invitados. A un lado de la largamesa se habían acomodado los jóvenes de másedad: Vera, al lado de Berg, y Pedro, al de Bo-ris. En el otro lado, los niños, las institutrices ylos preceptores. El Conde, por detrás de la cris-

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talería y de los fruteros, miraba a su mujer y sucofia de cintas azules. Atentamente, servía elvino a los invitados, sin olvidarse de sí misma.La Condesa, por su parte, sin descuidar los de-beres de ama de casa, dirigió, tras las piñas deAmérica, una digna mirada a su marido, aldespejado cráneo y a su encendido rostro, y lepareció que todavía éste contrastaba más consus cabellos grises. Por el lado de las mujeres, laconversación era regular, y por el lado de loshombres oíanse voces cada vez más altas, sobretodo la del coronel de húsares, que, gracias a loque había comido y bebido, enrojecía de talmodo que el Conde lo ponía de ejemplo a losdemás. Berg, con una tierna sonrisa, decía aVera que el amor no es un sentimiento terres-tre, sino celestial. Boris enumeraba a su nuevoamigo Pedro los invitados que se hallaban entorno a la mesa, y cambiaba miradas con Nata-cha, sentada ante él. Pedro hablaba poco; con-templaba las caras nuevas y comía mucho.Después de los dos primeros platos, entre los

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cuales eligió la sopa de tortuga y los pasteles deperdiz, no pasó por alto ni un solo manjar, niuno solo de los vinos que el maitre le servía conlas botellas envueltas en una servilleta y quemisteriosamente, tras el hombro del invitado,decía: «Madera seco», o «Hungría», o «Vino delRin». Cogió la primera de las cuatro copas decristal colocadas ante cada cubierto, que teníagrabado el escudo del Conde, bebió con frui-ción y después miró a los demás con crecientesatisfacción. Natacha, sentada ante él, miraba aBoris de la forma en que las muchachas de treceaños miran al joven a quien han besado porprimera vez y de quien están enamoradas. Aveces dirigía esta misma mirada a Pedro, quien,ante esta chiquilla turbulenta y vivaz, sin saberpor qué, sintió ganas de reír.

Nicolás estaba sentado lejos de Sonia, al ladode Julia Kuraguin, y también, con su involunta-ria sonrisa, le decía algo. Sonia se esforzaba ensonreír, pero la devoraban los celos. Tan prontopalidecía como se ponía encarnada como la

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grana, y poniendo en acción todos sus sentidosprocuraba escuchar lo que se decían Nicolás yJulia.

XIVLa servidumbre preparaba las mesas de jue-

go. Se organizaron las partidas de boston y losinvitados se diseminaron por los dos salones, elinvernadero y la biblioteca.

El Conde, con la baraja en la mano, apenaspodía sostenerse, porque tenía la costumbre dedormir la siesta, y sonreía a todo. Los jóvenes,conducidos por la Condesa, se agruparon entorno al clavecín y el arpa. Julia, accediendo a lapetición general, comenzó el concierto con unavariación de arpa, y al terminar, con las demásmuchachas, pidió a Natacha y a Nicolás, cuyotalento musical era muy conocido, cantasenalgo. Natacha, que se hacía rogar como si fuerauna persona mayor, sentíase muy orgullosa deello, pero también un poco cohibida.

- ¿Qué cantaremos? - preguntó.

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- «La fuente» - repuso Nicolás.- Pues empecemos. Boris, ven aquí. ¿Dónde se

ha metido Sonia?Se volvió y, no viendo a su amiga, corrió en

su busca. No encontrándola en su habitación,fue a buscarla a la de los niños. Tampoco estabaallí. Entonces Natacha comprendió que Soniadebía de estar en el pasillo, sentada sobre elarca. Éste era el lugar de dolor de la juventudfemenina de casa de los Rostov. En efecto, So-nia, arrugando su ligera falda de muselina rosa,estaba sentada sobre el edredón azul y desluci-do que se hallaba sobre el arca, y con la caraentre las manos lloraba, sacudiendo convulsi-vamente los tiernos hombros desnudos. La carade Natacha, animada por la alegría de un díade fiesta, se ensombreció de pronto. Sus ojosperdieron su resplandor; experimentó en elcuello un estremecimiento y las comisuras desus labios se inclinaron hacia abajo.

- Sonia, ¿qué tienes? Dime, ¿qué tienes? Porfavor - y Natacha, abriendo la boca y afeándose

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completamente, lloró como una niña, sin saberpor qué, únicamente porque Sonia lloraba. Éstaquería levantar la cabeza, quería responder,pero no lo lograba y aún se escondía más. Na-tacha, con el rostro cubierto de lágrimas, sesentó sobre el edredón azul y besó a su amiga.Finalmente, Sonia, haciendo acopio de fuerzas,se levantó y, enjugándose las lágrimas, dijo:

- Nicolás se va dentro de una semana. Ya... harecibido la orden... Él mismo me lo ha dicho.Pero no lloraría por esto. - Le enseñó un papelescrito que tenía en la mano, con unos versosde Nicolás -. No lloraría por esto, pero tú nosabes... Nadie puede comprender... el corazónque tiene... - Y a causa de la bondad de su co-razón lloró de nuevo -. Tú..., tú eres feliz. No teenvidio por esto. Te quiero y también quieromucho a Boris - dijo recobrando fuerzas -. Paravosotros no habrá ninguna dificultad. Pero Ni-colás y yo somos primos. Será necesario que elmetropolitano... Y, a pesar de todo, no podráser. Además, mi mamá... - Sonia consideraba a

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la Condesa como una madre y la nombrabasiempre así -. Dirá que estropeo la carrera deNicolás, que soy una egoísta, que no he tenidocorazón, y la verdad... Te lo juro - se santiguó -;quiero tanto a mamá y a todos vosotros... Pero,¿qué le he hecho a Vera...? Os estoy tan agrade-cida que con gusto lo sacrificaría todo. Pero notengo nada.

Sonia no podía hablar y de nuevo escondió lacara entre las manos, sobre el edredón. Natachaintentó tranquilizarla, pero por la expresión desu semblante veíase claramente que comprend-ía la magnitud del dolor de su amiga.

- Sonia - dijo de pronto, como si adivinase laverdadera causa de la pena de su prima -, des-pués de comer te ha hablado Vera, ¿no es cier-to?

- Sí. Nicolás ha escrito estos versos y yo los hecopiado con otros que tenía suyos. Me encontróasí, escribiendo sobre la mesa de mi habitación,y me ha dicho que se los enseñaría a mamá,diciéndome, además, que soy una ingrata, que

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mamá no le dejará nunca casarse conmigo yque se casará con Julia. Ya has visto que duran-te todo el día no se ha apartado de su lado... ¿Ypor qué, Natacha? - Lloró más fuertemente queantes. Natacha le levantó la cabeza, la besó y,sonriendo a través de las lágrimas, se esforzóen tranquilizarla.

- No hagas caso, Sonia. No creas nada de loque dice. Sucederá lo que tenga que suceder.Aquí tienes al hermano del tío Chinchin, casa-do con una prima hermana. También nosotrosprocedemos de primos. Boris dice que es muyfácil. Yo, ¿sabes?, se lo he contado todo. ¡Es taninteligente y tan bueno! - dijo Natacha -. Nollores más, Sonia, pobrecita - y la besó riendo -.Vera es mala. Que Dios haga que sea bondado-sa. Todo irá bien. Ya verás como mamá no dicenada. Nicolás mismo se lo dirá. Y estate segurade que no piensa nada en Julia.

Bajó la cabeza. Sonia se levantó; se animó lagatita, le brillaron los ojos y parecía como siestuviera dispuesta a mover la cola, a saltar con

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sus ligeras patas y a correr de nuevo persi-guiendo el ovillo.

XVMientras en el salón de los Rostov se bailaba

la sexta inglesa al son de una orquesta que des-afinaba debido al cansancio de los músicos, ymientras los criados preparaban la cena, elconde Bezukhov sufría el sexto ataque. Decla-raron los médicos que no había ya ningunaesperanza. Se leyeron al enfermo las oracionesde la confesión. Comulgó y se hicieron los pre-parativos para la extremaunción. Toda la casaestaba presa de la agitación que se produce entales momentos. Fuera de ella, los agentes depompas fúnebres se escondían detrás de loscoches que llegaban, con la esperanza de unaceremonia de primera.

Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyosayudantes enviaba uno tras otro a informarsedel estado de salud del Conde, fue aquella no-

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che en persona a despedirse del célebre digna-tario de Catalina, el conde Bezukhov.

El magnífico recibidor estaba lleno. Todos selevantaron respetuosamente cuando el gober-nador, después de pasar media hora a solas conel enfermo, salió de la alcoba, respondiendoapenas a los saludos y procurando pasar lo másaprisa posible ante las miradas, fijas en él, demédicos, sacerdotes y parientes. El príncipeBasilio, amarillo y adelgazado después deaquellos días de agonía, acompañaba al gober-nador y en voz baja le repetía frecuentemente lamisma cosa.

Después el príncipe Basilio se sentó a solas enun rincón de la sala, con las piernas cruzadas,apoyando el codo en la rodilla y tapándose losojos con la mano. Así estuvo un buen rato.Luego se levantó y, con paso rápido, dirigiendoen torno suyo una mirada temerosa, atravesóun largo pasillo y se dirigió a las habitacionesde la Princesa, situada al otro extremo de lacasa.

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Entre tanto, el coche de Pedro, a quien se hab-ía mandado a buscar, entraba en el patio.Cuando las ruedas rodaron silenciosas sobre lapaja extendida bajo las ventanas del palacio,Ana Mikhailovna dirigió a su compañero con-soladoras palabras y, dándose cuenta que elhombre se había dormido durante el trayecto,lo despertó.

Una vez despierto, Pedro bajó del coche trasAna Mikhailovna y pensó entonces en la entre-vista que iba a celebrar con su padre agonizan-te. Se dio cuenta de que había descendido noante la puerta principal, sino ante otra. En elmomento de poner el pie en el suelo, dos hom-bres se deslizaron apresuradamente de la puer-ta y se escurrieron a la sombra del muro.Parándose, Pedro se fijó que a la sombra de lacasa, a uno y otro lado, había otros hombrescomo aquellos. Pero ni Ana Mikhailovna, ni elcriado, ni el cochero se habían fijado en ellos.«No hay remedio», se dijo Pedro. Y siguió aAna Mikhailovna.

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Ésta subía la escalera, débilmente iluminada,a grandes zancadas. Llamó a Pedro que subíatras ella y que, no comprendiendo por qué eranecesario ver al Conde y mucho menos subirpor las escaleras de servicio, deducía, por ladecisión y prisa de Ana Mikhailovna, que todoaquello debía de ser necesario. A mitad de laescalera, unos hombres que descendían concubos estuvieron a punto de hacerlos caer. Lesdejaron paso y no demostraron la menor extra-ñeza por encontrarlos en aquel camino.

- ¿Está aquí la habitación de las Princesas? -preguntó Ana Mikhailovna a uno de ellos.

- La puerta de la izquierda, señora - repuso elcriado con voz fuerte y atrevida, como si desdeaquel momento le estuviese permitido todo.

- Quizás el Conde no me haya llamado - dijoPedro en cuanto llegaron al rellano-. Tal vezfuera mejor que subiera a mis habitaciones.

Ana Mikhailovna se detuvo para aguardar aPedro.

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- ¡Ah, hijo mío! - dijo con el mismo ademánde por la mañana, al hablar con su hijo, tocán-dole la mano -. Créeme que sufro tanto comotú. Pero has de ser un hombre.

- ¿De veras he de ir? - preguntó Pedro, mi-rando dulcemente a Ana Mikhailovna a travésde los lentes.

- ¡Oh, amigo mío! Olvida todas las malas pa-sadas que hayan podido hacerte. Piensa que estu padre, que tal vez está en la agonía. - Suspiró-. En cuanto te conocí te quise como a un hijo.Ten confianza en mí. No abandonaré tus inter-eses.

Pedro no comprendía nada. De nuevo tuvo elconvencimiento de que todo aquello no podíaser de otro modo y obedeció a Ana Mikhailov-na, que abría ya la puerta.

Ésta daba a la antecámara. El viejo criado delas Princesas hacía punto de media sentado enun rincón. Pedro no había estado nunca enaquel lado del palacio, ni sospechaba siquierala existencia de aquellas habitaciones. Ana Mi-

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khailovna preguntó a una camarera que le salióal paso con una botella sobre una bandeja,llamándola «querida» y «corazón mío», cómose encontraban las Princesas, y condujo a Pedropor el pasillo embaldosado. Del corredor pasa-ron a una sala apenas iluminada, que daba alsalón de recibir del Conde. Era una de aquellashabitaciones frías y lujosas que Pedro ya conoc-ía, pero entrando por la puerta de la escaleragrande. En medio de esta habitación encontrá-base una bañera vacía y un gran charco en tor-no suyo sobre la alfombra. Al verlo, el criado yun sacristán, que tenía en la mano un incensa-rio, desaparecieron de puntillas, sin prestarlegran atención. Entraron en la sala de recibir,que reconoció Pedro por dos ventanas italianasque daban al jardín de invierno, un gran bustoy un retrato de tamaño natural de Catalina.

En la sala, las mismas personas, casi con lasmismas actitudes, hallábanse sentadas y habla-ban en voz baja. Todos callaron para contem-plar a Ana Mikhailovna, con su cara pálida y

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llorosa, y al corpulento Pedro, que la seguía conla cabeza baja.

La cara de Ana Mikhailovna expresaba laconvicción de que había llegado el momentodecisivo. Con la actitud de una pequeña bur-guesa atareada, entró en la sala sin dejar a Pe-dro, mostrándose aún más tierna que por lamañana. Comprendía qué conduciendo ella aaquel que el agonizante había solicitado vertenía asegurada la visita. Dirigió una rápidamirada a todos los que se hallaban en la habita-ción y, viendo al confesor del Conde, sin incli-narse, pero acortando la marcha, se acercó a él,recibió respetuosamente la bendición a inme-diatamente la de otro sacerdote.

- Gracias a Dios que hemos llegado - dijo alsacerdote -. Toda la familia temía tanto que novolviera... Este joven es el hijo del Conde - yañadió en voz más baja -. ¡Qué momento másterrible!

Diciendo estas palabras se aproximó al doc-tor.

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- Querido doctor - dijo -, este joven es el hijodel Conde. ¿No hay ninguna esperanza?

El doctor, silencioso, levantó los ojos y loshombros con un movimiento rápido. Ana Mi-khailovna levantó también los suyos con idén-tico movimiento. Después suspiró y, separán-dose del doctor, se acercó a Pedro. Se dirigió aél con un respeto particular y una triste ternura.

- Ten confianza en su misericordia - y, se-ñalándole el pequeño diván para que le aguar-dara sentado, se dirigió serenamente a la puertaque todos miraban y desapareció, cerrándolatras de sí.

Pedro, decidido a obedecer en todo y por to-do a su guía, dirigióse al pequeño diván que lehabía designado.

No habían pasado todavía dos minutoscuando el príncipe Basilio, con la túnica de lastres condecoraciones, alta la cabeza y el airemajestuoso, entró en la sala. Parecía que desdepor la mañana se hubiese adelgazado más, ysus ojos se agrandaron cuando, al observar la

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concurrencia, se dio cuenta de la presencia dePedro. Se acercó a él y le cogió la mano, cosaque todavía no había hecho nunca hasta enton-ces, estrechándosela con fuerza hacia abajo,como si quisiera probar su resistencia.

- ¡Animo, amigo mío, ánimo! Te ha llamado...Conviene...

Quiso irse, pero Pedro creyó necesario inter-rogarlo.

- La enfermedad... - Se detuvo, no sabiendo sihabía de añadir «del agonizante», «del Conde»o de «mi padre», y se avergonzó.

- No hace todavía media hora que ha tenidootra crisis, otro ataque. Ánimo, amigo mío.

El príncipe Basilio dirigió algunas palabras aLorrain y desapareció de puntillas por la puertade la habitación del enfermo. Esta manera decaminar no le era nada cómoda y tenía que darde vez en cuando algunos saltitos para conser-var el equilibrio. Tras él entró la mayor de lasPrincesas; después el clero, los chantres y tam-bién los criados. Tras la puerta sentíase un con-

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tinuo movimiento. Por último, siempre con lamisma cara pálida, pero firme en el cumpli-miento de su deber, salió Ana Mikhailovna ytocó la mano de Pedro.

- La bondad divina es infinita - dijo -. Va acomenzar la ceremonia de la extremaunción.

Pedro pasó la puerta, caminando sobre la al-fombra, y observó que el ayudante de campo,una señora desconocida y algunos criados ibantras él, como si desde aquel momento no fuesenecesario pedir permiso para entrar en aquellahabitación.

XVIPedro conocía perfectamente aquella gran al-

coba dividida por arcos y columnas y cubiertade tapices persas. Más allá de las columnas, aun lado, hallábase un gran lecho de caoba condosel y cortinas de seda, y en el otro un enormealtar lleno de iconos. Todo este lado estabailuminado a diario, como las iglesias durante eloficio vespertino. Dentro del cuadro de luz del

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altar veíase una especie de asiento muy largo,con la cabecera llena de almohadas blancascomo la nieve, no arrugadas aún, que, eviden-temente, habían sido colocadas hacía poco. Enél yacía, envuelta hasta la cintura en un cubre-cama verde claro, aquella vieja figura que Pe-dro conocía tan bien: su padre, el conde Bezu-khov. Era el mismo, con el pelo gris leonado, lafrente despejada y cruzada por profundasarrugas y el semblante de una palidez rojiza.Yacía casi estirado ante los iconos. Sus manos,largas y gruesas, descansaban sobre el cubre-cama. En la derecha, entre el índice y el pulgar,tenía una vela que sostenía un viejo criado in-clinado sobre la cabecera. En torno a aquelasiento, los sacerdotes, con sus brillantes hábi-tos de ceremonia, con sus largas cabelleras, concirios en la mano, oficiaban lenta y solemne-mente. Hallábanse las dos Princesas pequeñasdetrás del asiento, con el pañuelo a los ojos, yante ellas Katicha, la mayor, con actitud agresi-va y resuelta, no separaba la mirada de los ico-

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nos, como queriendo decir que no responderíade sí misma si por desgracia volvía la cabeza.Ana Mikhailovna, con su actitud de tristezaresignada y de benevolencia para todos, hallá-base cerca de la puerta con la señora descono-cida. El príncipe Basilio encontrábase al otrolado de la puerta, cerca del sitial del Conde,tras una silla esculpida tapizada con terciopelo,en cuyo respaldo apoyaba la mano izquierda,que sostenía un cirio, mientras se santiguabacon la derecha, levantando la mirada cada vezque se llevaba los dedos a la frente. Su rostroexpresaba una piedad tranquila y la sumisión ala voluntad de Dios. Parecía como si quisieradecir con sus rasgos: «Si no sabéis comprendereste sentimiento, peor para vosotros.»

En medio de la ceremonia, las voces de losoficiantes callaron de pronto. Los sacerdotesmurmuraban algo entre sí y en voz baja. El vie-jo criado que sostenía la mano del Conde selevantó y se dirigió a las señoras. Ana Mikhai-lovna se acercó e, inclinándose sobre el enfermo

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tras el respaldo, hizo con el dedo una señal aldoctor Lorrain. El médico francés no sosteníacirio alguno y estaba apoyado contra una co-lumna con la actitud respetuosa de un extranje-ro que, a pesar de su indiferencia religiosa, de-muestra que comprende toda la importanciadel acto que contempla y que incluso aprueba.Imperceptiblemente se acercó al enfermo, lecogió la mano que tenía libre sobre el cubreca-ma verde y le tomó el pulso con aire pensativo.Dio algo de beber al moribundo. Todos se agi-taron en torno suyo e inmediatamente volvie-ron a sus lugares respectivos y continuó la ce-remonia.

Los cantos religiosos cesaron y oyóse la vozde un sacerdote que felicitaba respetuosamenteal enfermo por la recepción de los sacramentos.El enfermo estaba semiacostado, inmóvil, exá-nime. Todos movíanse en torno suyo. Sentíansepasos y diálogos confusos, entre los cuales so-bresalían las palabras de Ana Mikhailovna.

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Pedro la oyó decir: «Es necesario transportarleal lecho. Supongo que no será imposible.»

Los médicos, las Princesas y los criados ro-deaban de tal modo al enfermo que Pedro noveía ya aquella cara rojiza ni aquellos cabellosgrises que, a pesar de la presencia de todos losasistentes al acto, no se borraron ni un momen-to de su espíritu durante toda la ceremonia. Porlos prudentes movimientos de las personas querodeaban al agonizante, Pedro adivinó que lolevantaban para transportarlo.

Durante un momento, entre los hombros ycuellos de los hombres, muy cerca de Pedro,aparecieron el pecho alto, fornido y desnudo ylos amplios hombros del enfermo, levantadopor los hombres a fuerza de brazos, y la cabezaleonada, gris y caída. Aquella cabeza, de frenteextraordinariamente amplia y carnosa, con unabella boca sensual y mirada majestuosa y fría,no había sido afeada por la proximidad de lamuerte. Era la misma que Pedro había visto tresmeses antes, cuando el Conde le envió a San

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Petersburgo. Pero ahora movíase inerte a causade los pasos vacilantes de los portadores, y lamirada fría y vaga no sabía dónde detenerse.Durante un momento hubo mucha animaciónen torno al gran lecho. Los hombres que condu-jeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovnatocó la mano de Pedro y le dijo: «Ven.» Pedro,con ella, se acercó al lecho donde el enfermoyacía en una actitud de abandono que, eviden-temente, tenía alguna relación con el sacramen-to que le acababan de administrar.

Estaba extendido, con la cabeza levantada porlas almohadas y las manos colocadas simétri-camente sobre el cubrecama de seda verde.Cuando Pedro se acercó a él, el Conde le mirófijamente, pero con aquella mirada de la cual elhombre no puede comprender ni el sentido nila importancia; o aquella mirada no significabaabsolutamente nada, a excepción de que unhombre cuando tiene ojos necesita mirar a unlado o a otro, o significaba demasiadas cosas.

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Pedro se detuvo, sin saber qué hacer. Interro-gador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guía.Ana le hizo un signo rápido con los ojos, in-dicándole la mano del enfermo, y que hicieraademán de besarla. Pedro alargó el cuello conmucho cuidado, para no enredarse con el cu-brecama, y, siguiendo el consejo, posó los la-bios sobre la mano amplia y gruesa. Pero ni lamano ni un solo músculo del Conde se movie-ron. De nuevo Pedro miró interrogador a AnaMikhailovna, preguntando qué otra cosa teníaque hacer. Con los ojos le señaló Ana el asientoque se hallaba cerca del lecho. Pedro, obedien-te, se sentó sin dejar de preguntar con la miradala conducta que había de seguir. Ana Mikhai-lovna le hizo una seña de aprobación con lacabeza. De pronto, en los músculos salientes ylas profundas arrugas de la cara del Condeapareció un temblor. Aumentó éste y se le des-vió la boca. Hasta entonces, Pedro no com-prendió bien que su padre se encontraba a laspuertas de la muerte. De la deformada boca

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salió un estertor. Ana Mikhailovna miró aten-tamente a los ojos del enfermo, procurandoadivinar lo que quería. Tan pronto señalaba aPedro como a la medicina, o, con un ligero su-surro, llamaba al príncipe Basilio o señalaba elcubrecama. Los ojos del enfermo expresabanimpaciencia. Hacía esfuerzos por mirar al cria-do que se mantenía inmóvil a la cabecera de lacama.

- Seguramente debe de querer volverse de la-do - murmuró el sirviente.

Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpodel Conde y ponerle de cara a la pared.

Pedro se levantó para ayudar al criado. Mien-tras le daban la vuelta, una de las manos que lehabían quedado hacia atrás hacía inútiles es-fuerzos para moverse. El Conde observó la ate-rrorizada mirada que Pedro dirigía a aquellamano inerte, o quizás otro pensamiento atra-vesó en aquel momento su agonizante cabeza.Pero miró a la mano desobediente, a la expre-sión de terror del rostro de Pedro; volvió a mi-

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rarse la mano y en el rostro se le dibujó unadébil sonrisa de sufrimiento que alteraba muypoco la expresión de sus rasgos y parecía reírsede su propia debilidad. Contemplando aquellasonrisa inesperada, Pedro sintió en el pecho unestremecimiento, un escozor en la nariz y laslágrimas le velaron los ojos.

Volvieron al enfermo de cara a la pared. Sus-piró.

- Se ha amodorrado - dijo Ana Mikhailovnaviendo que la Princesa entraba a relevarla -.Vámonos.

Pedro salió.

XVIIEn el recibidor no quedaban ya más que el

príncipe Basilio y la Princesa mayor, quehablaba con gran animación sentada bajo elretrato de Catalina. En cuanto vieron a Pedro ya su guía callaron. A Pedro le pareció que laPrincesa escondía alguna cosa. La Princesa dijoal Príncipe en voz baja: «No puedo ver a esta

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mujer.» - Katicha ha hecho servir el té en la sali-ta - dijo el príncipe Basilio a Ana Mikhailovna -.Vaya, hija mía; coma algo, porque si no enfer-mará.

A Pedro no le dijo nada, pero le estrechó lamano, apesadumbrado. Pedro y Ana Mikhai-lovna entraron en la sala.

A pesar de su apetito, Pedro no probó boca-do. Volvióse a su guía con aire interrogador yla sorprendió dirigiéndose de puntillas al reci-bidor donde habían quedado el príncipe Basilioy la mayor de las princesas. Pedro, suponiendoque todo aquello también era necesario, la si-guió al cabo de un instante. Ana Mikhailovnahallábase al lado de la Princesa y las dos habla-ban a la vez en voz baja y alterada.

- Créame, Princesa; sé lo que conviene y loque no conviene-dijo la joven, alterada.

- Pero, querida Princesa - decía suavemente,pero con obstinación, Ana Mikhailovna, impi-diendo el paso de la Princesa a la habitación delenfermo -. ¿Cree usted que no será demasiado

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doloroso para el pobre tío, precisamente en esteinstante en que el reposo le es tan necesario?¡Hablarle de una cosa tan terrenal en este mo-mento, cuando su alma está ya preparada...!

El príncipe Basilio estaba sentado con su acti-tud habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillasse contraían violentamente, y cuando se enco-gió pareció mucho más grueso y mucho másinteresado en la conversación de las dos muje-res.

- Querida Ana Mikhailovna - dijo -, deje usteda Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quieremucho.

- No sé lo que hay dentro de este sobre - dijola Princesa dirigiéndose al príncipe Basilio yenseñándole la cartera que tenía en la mano -.Sólo sé que el verdadero testamento lo tiene ensu escritorio; esto es un papel olvidado.

Intentaba engañar a Ana Mikhailovna, quesaltó otra vez y le cerró el paso.

- Lo sé, querida Princesa - dijo Ana Mikhai-lovna cogiendo la cartera con tanta fuerza que

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veíase claramente que no la soltaría con facili-dad -. Querida Princesa, se lo ruego, tenga pie-dad del Conde. Piense en lo que va a hacer.

La Princesa calló. Sólo se oía el rumor de losesfuerzos de la lucha para apoderarse de lacartera. Comprendía la Princesa que si hablabano diría cosas muy amables a Ana Mikhailov-na. Ésta cogía la cartera fuertemente, pero, apesar de esto, su voz se conservaba tranquila ydulce.

-Pedro, acércate, hijo mío. Me parece que noeres un extraño en el consejo de la familia, ¿noes verdad, Príncipe?

-Pero ¿por qué callas, Príncipe?-exclamó depronto la Princesa con un grito tan fuerte quellegó hasta la salita y aterrorizó a todos -. ¿Porqué callas, cuando Dios sabe quién es el queprovoca esta escena a la puerta de un agonizan-te? ¡Intrigante! - continuó con voz concentraday colérica, tirando de la cartera con todas susfuerzas.

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Pero Ana Mikhailovna dio algunos pasos pa-ra no soltarla.

- ¡Oh! - dijo el príncipe Basilio con enfado yextrañeza. Se levantó -. Esto es ridículo - conti-nuó -. Vamos, soltad, les digo. - La Princesasoltó la cartera -. Y usted también.

Ana Mikhailovna no le obedeció.- ¡Suéltela, le digo! Yo tomo la responsabili-

dad de esto. Entraré y se lo preguntaré yo mis-mo. Yo, ¿comprende usted? Esto ha de bastarle.

- Pero, Príncipe - dijo Ana Mikhailovna -,después de haber recibido tan importante sa-cramento, concédale un instante de reposo.Aquí está Pedro. Di tu opinión - dijo al joven,que se acercaba y miraba extrañado la cara en-colerizada de la Princesa, que abandonaba todomiramiento, y las mejillas temblorosas delpríncipe Basilio.

- Tenga presente que usted será responsablede todas las consecuencias - dijo severamente elpríncipe Basilio -. No sabe lo que hace.

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- ¡Mala mujer! - exclamó la Princesa lanzán-dose espontáneamente contra Ana Mikhailovnay arrebatándole la cartera.

El príncipe Basilio bajó la cabeza y abrió losbrazos. En aquel momento se abrió la puerta.La terrible puerta, que Pedro contemplaba des-de hacía unos momentos y que ordinariamentese abría tan poco, se abrió con ruido, chocandocontra la pared. La menor de las Princesas apa-reció en el marco y, palmeando, exclamó:

- ¿Qué hacéis? - exclamó desesperadamente -.Se está muriendo y me dejáis sola.

La Princesa mayor soltó la cartera. Ana Mi-khailovna se inclinó rápidamente y, recogiendoel objeto de la disputa, corrió al dormitorio. LaPrincesa mayor y el príncipe Basilio, serenán-dose, fueron tras ella. A los pocos minutos, laPrincesa, con el rostro pálido y descompuesto,salía, mordiéndose el labio inferior. Al ver aPedro, su rostro expresó una rabia no conteni-da.

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- Ya puede usted estar contento - dijo -. Yatiene lo que esperaba.

Y, sollozando, ocultó la cara en el pañuelo ysalió de la habitación.

Tras la Princesa apareció el príncipe Basilio.Balanceándose, se sentó en el mismo diván dePedro y escondió la cara entre las manos. Perose dio cuenta de que estaba pálido y que letemblaba la barbilla como si tuviera fiebre.

- ¡Ah, amigo mío! - dijo cogiendo del brazo aljoven. Y en su voz apuntaba una franqueza yuna dulzura que Pedro no había escuchadonunca -. Tanto pecar, tanto mentir... ¡Y paraqué! Tengo más de cincuenta años, amigo mío.Para mí, todo se acabará con la muerte, todo. Lamuerte es horrible - y sollozó.

La última en salir fue Ana Mikhailovna. Conlentos y silenciosos pasos se acercó a Pedro.

- Pedro - dijo.El joven la miró, interrogador. Ella le besó la

frente y dejó caer algunas lágrimas. Calló. Lue-go dijo:

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- Ya no existe.Pedro la miró a través de los lentes.- Vamos. Te acompañaré. Procura llorar. Na-

da consuela tanto como las lágrimas.Le acompañó hasta la salita oscura, y Pedro

se sintió muy satisfecho de que nadie pudieraverle la cara. Ana Mikhailovna le dejó; cuandoregresó, Pedro, que había apoyado la cabeza enla mano, dormía profundamente.

Por la mañana, Ana Mikhailovna dijo a Pe-dro:

-Sí, hijo mío. Ha sido una gran pérdida paratodos. No lo digo para ti. Dios te confortará.Eres joven y, si no me engaño, te encuentras enposesión de una inmensa fortuna. No se conoceaún el testamento. Pero te conozco a ti lo sufi-ciente para saber que esto no te hará perder lacabeza. Impone obligaciones y es preciso ser unhombre. - Pedro calló -. Más adelante te expli-caré, hijo mío, que si yo no hubiese estado aquí,quién sabe lo que hubiera ocurrido. Tú ya sabesque mi tío, todavía anteayer, me prometía

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acordarse de Boris. Pero no ha tenido tiempo dedecírmelo. Espero, hijo mío, que cumplirás eldeseo de tu padre.

Pedro no comprendió nada de lo que le quer-ían decir. Silencioso y sofocado, miró fijamentea la princesa Ana Mikhailovna. Después dehaber hablado con Pedro, ésta se fue a dormir acasa de los Rostov. Por la mañana, cuando selevantó, les contó, tanto a ellos como a sus ami-gos, los pormenores de la muerte del condeBezukhov. Dijo que el Conde había muerto talcomo ella quisiera morir; que su muerte no so-lamente había sido conmovedora, sino edifican-te, y que la última entrevista entre padre e hijohabía sido tan emocionante que no podía acor-darse de ella sin que las lágrimas anegasen susojos; que no sabría decir quién de los dos sehabía portado mejor en aquel terrible instante:el padre, que en los últimos momentos se habíaacordado de todo y de todos y que dirigió alhijo enternecedoras palabras, o Pedro, de talmodo alterado que inducía a compasión y que

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se esforzaba en disimular la emoción para noimpresionar a su padre moribundo.

- Todo esto es muy doloroso, pero hace mu-cho bien. Conforta ver a hombres como el viejoConde y a su digno hijo.

En cuanto a los actos de la Princesa y delpríncipe Basilio, los contaba, bajo promesa desecreto y confidencialmente, sin juzgarlos.

XVIIIEn Lisia-Gori, en las tierras del príncipe Ni-

colás Andreievitch Bolkonski, se esperaba deun día a otro la llegada del príncipe Andrés y laPrincesa. No obstante, la espera no trastornabael orden severo con que discurría la vida encasa del viejo príncipe.

El general en jefe príncipe Nicolás Andreie-vitch, a quien la sociedad rusa denominaba conel sobrenombre de «rey de Prusia», no se habíamovido de Lisia-Gori, con su hija la princesaMaría y la señorita de compañía mademoiselleBourienne, desde que, reinando todavía Pablo

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I, había sido relegado a sus posesiones. A pesarde que el nuevo reinado le había permitido elacceso a las capitales, continuaba en el camposu vida sedentaria, diciendo que si alguien lonecesitaba recorrería las ciento cincuenta vers-tas que separan Moscú de Lisia-Gori, pero queél no necesitaba nada de nadie. Sostenía que losvicios humanos no tienen sino dos puentes: laociosidad y la superstición, y solamente dosvirtudes: la actividad y la inteligencia. Se ocu-paba en persona de la educación de su hija, ypara fomentar en ella estas dos virtudes capita-les le dio lecciones de álgebra y geometría hastalos veinte años y distribuyó su vida en una se-rie ininterrumpida de ocupaciones. También élestaba siempre ocupado: tan pronto escribía susmemorias o se entretenía en resolver cuestionesde matemática trascendental como en torneartabaqueras o vigilar en sus tierras las construc-ciones, que no faltaban nunca. Pero teniendo encuenta que la condición principal de la activi-dad es el orden, éste era llevado en su vida has-

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ta las últimas consecuencias. Las comidas eransiempre iguales, y no solamente a la mismahora, sino al mismo minuto exactamente. Conlas personas que le rodeaban, desde su hija has-ta los criados, el Príncipe era áspero y terrible-mente exigente, de modo que, sin ser un hom-bre malo, inspiraba un temor y un respeto talesque difícilmente hubiera podido inspirarlos elhombre más cruel. Con todo y vivir retirado ysin influencia alguna en los negocios del Esta-do, todos los gobernadores de la provinciadonde se encontraban sus tierras se creían en laobligación de presentarse a él, y, lo mismo queel arquitecto, el jardinero o la princesa María, elalto funcionario esperaba la hora fijada de lasalida del Príncipe a la sala de su despacho.Todos los que aguardaban en aquella sala expe-rimentaban el mismo sentimiento de respeto,por no decir de miedo, cuando se abría la am-plia puerta del gabinete y aparecía, con su pe-luca empolvada, la pequeña figura del viejo, debreves manos apergaminadas, de cejas grises y

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caídas, que, al fruncirse, velaban el resplandorde unos ojos brillantes, inteligentes y amarillen-tos. Durante la mañana de la llegada del jovenmatrimonio, la princesa María, como de cos-tumbre, entró en el despacho a la hora precisapara el saludo matinal. Se santiguó, temerosa, yrezó interiormente. Entraba allí todos los días, ytodos los días pedía a Dios que la entrevistafuese fácil. El viejo criado empolvado que seencontraba en el despacho se levantó sin hacerruido y, acercándose a la puerta, dijo en vozbaja:

- Adelante.Tras la puerta sentíase el rumor del torno. La

Princesa empujó con timidez la puerta, que seabrió fácilmente, y se detuvo en el umbral. ElPríncipe trabajaba en el torno. La miró y conti-nuó trabajando.

La gran sala de trabajo estaba llena de objetosque visiblemente eran utilizados a menudo. Lalarga mesa en la que se hallaban esparcidoslibros y planos; la gran librería, con las llaves

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colocadas en las puertas; el alto pupitre paraescribir en pie, sobre el cual hallábase una libre-ta abierta, y el torno, con todas las herramientaspreparadas y los restos de madera esparcidospor doquier, denunciaban una actividad infati-gable, variada e inteligente. Por el movimientode la corta pierna calzada con zapatilla de tacóny bordada en plata; por la presión firme de lamano delgada y venosa, veíase en el Príncipe lafuerza tenaz de una robusta vejez. Después dealgunas vueltas del torno, retiró el pie del pe-dal, limpió la herramienta, la colocó en unabolsa de cuero colgada del torno y, acercándosea la mesa, llamó a su hija. No daba nunca labendición a sus hijos, pero al presentarle la me-jilla, no afeitada todavía aquella mañana, ymirándola con ternura y atención, dijo severa-mente:

- ¿Te encuentras bien? Siéntate.Cogió el cuaderno de geometría, manuscrito

por él mismo, y con el pie se acercó una silla.

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- Para mañana - dijo, buscando rápidamentela página y marcando con la uña párrafo porpárrafo -, todo esto.

La Princesa se inclinó sobre el cuaderno.- Espera, tengo una carta para ti - dijo el

Príncipe de pronto, extrayendo de una bolsaque tenía clavada a la mesa un sobre escrito conletra de mujer.

Al ver la carta, la cara del Príncipe se cubriócon dos manchas rosadas y la cogió apresura-damente.

- ¿Es de Eloísa? - preguntó el Príncipe, descu-briendo con una, sonrisa fría los dientes amari-llentos pero fuertes aún.

- Es de Julia - repuso la Princesa mirándole ysonriendo tímidamente.

-Aún te dejaré pasar dos más. La tercera la le-eré - dijo el Príncipe severamente -. Temo queos escribáis demasiadas tonterías. La tercera laleeré - repitió.

-Lee ésta si quieres, papá-dijo la Princesa en-rojeciendo aún más y ofreciéndole la carta.

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- Te he dicho que leeré la tercera - replicó elPríncipe rechazando la carta. Y, apoyándosesobre la mesa, tomó el cuaderno ilustrado defiguras geométricas -. Bien, señorita - comenzóel viejo inclinándose sobre el cuaderno al ladode su hija y pasando la mano sobre el respaldode la silla en que la Princesa se encontraba sen-tada, de modo que por todas partes sentíaserodeada por el olor a tabaco y a viejo particularde su padre y que ella tan bien conocía desdehacía muchos años -. Bien, señorita. Estos trián-gulos son semejantes. Fíjate en el ángulo ABC...

La Princesa miraba con terror los ojos brillan-tes de su padre. Aparecían y desaparecían ensu rostro manchas rojas. Veíase claramente queno entendía nada y que el miedo le impediríaentender todas las explicaciones de su padre,por claras que fuesen. ¿De quién era la culpa,del profesor o del discípulo? Pero cada día su-cedía lo mismo. Los ojos de la Princesa se nu-blaban. No veía ni entendía nada en absoluto.Únicamente notaba cerca de ella el rostro seco

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de su severo profesor, su aliento y su olor, y nopensaba sino en salir cuanto antes del gabinetepara dirigirse a sus habitaciones y descifrartranquilamente el problema. El viejo se indig-naba ruidosamente. Apartaba y acercaba la sillaen la que se sentaba y hacía grandes esfuerzospara no perder la calma. Pero diariamente sedeshacía en improperios y con frecuencia elcuadernillo iba a parar al suelo.

La Princesa equivocó la respuesta.- ¡Eres tonta! - exclamó el Príncipe apartando

vivamente el cuaderno y volviéndose con rapi-dez; pero inmediatamente se levantó y se pusoa pasear por la habitación. Pasó la mano por loscabellos de la Princesa y volvió a sentarse. Seacercó a la mesa y continuó la explicación -Nopuede ser, Princesa, no puede ser - dijo cuandola joven hubo cerrado el cuaderno, después dela lección, y se disponía a marcharse -. Las ma-temáticas son una gran cosa, hija mía. No quie-ro que te parezcas a nuestras damas, que sonunas ignorantes. Esto no es nada. Ya te acos-

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tumbrarás, y concluirá por gustarte. - Le pe-llizcó las mejillas -. Al final, la ignorancia se teirá de la cabeza.

La Princesa se disponía a salir, pero él la de-tuvo con un gesto y cogió de la mesa un libronuevo todavía por abrir.

-Toma. Tu Eloísa te envía esto: La llave del mis-terio. Es un libro religioso y a mí no me importanada ninguna religión. Ya lo he ojeado. Tómalo.Vete si quieres. - Le dio un golpecito en las es-paldas y cerró suavemente la puerta tras ella.

La princesa María regresó a su alcoba con unaexpresión de tristeza y temor que raramente laabandonaba y afeaba aún más su rostro enfer-mizo. Se sentó ante su escritorio, lleno de mi-niaturas y abarrotado de cuadernos y libros. LaPrincesa era tan desordenada como ordenadosu padre. Dejó el cuaderno de geometría y an-helosamente abrió la carta. Era de su íntimaamiga de la infancia, Julia Kuraguin, la mismaque había asistido a la fiesta de los Rostov.

Julia escribía:

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«Querida y excelente amiga:«¡Qué terrible y desconsoladora es la ausen-

cia! ¿Por qué no puedo, como ahora hace tresmeses, encontrar nuevas fuerzas morales en tumirada, tan dulce, tan tranquila y tan penetran-te, mirada que yo amo tanto y que me parecever ante mí cuando te escribo?»

Al terminar de leer este pasaje, la princesaMaría suspiró y se miró en el espejo que tenía asu derecha. Vio en él reflejado su cuerpo singracia, mezquino, su delgado rostro. «Me hala-ga», pensó. Y apartando los ojos del espejo con-tinuó la lectura. Sin embargo, Julia no halagabaa su amiga. En efecto, los ojos de la Princesa,grandes, profundos, a veces fulgurantes comosi proyectasen rayos de un ardiente resplandor,eran tan bellos que frecuentemente, a pesar dela fealdad de toda su cara, sus ojos eran muchomás atractivos que cualquier otra belleza. Noobstante, la Princesa no había visto nunca laexpresión de sus ojos, la expresión que adquir-ían cuando no pensaba en sí misma. Como el

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rostro de todos, el suyo adquiría una expresiónartificial cuando se miraba al espejo. Continuóleyendo.

«En Moscú no se habla sino de la guerra. Unode mis hermanos está ya en el extranjero, y elotro en la Guardia que se dirige a la frontera.Además de llevarse a mis hermanos, me haprivado esta guerra de una de mis más entra-ñables amistades. Hablo del joven Nicolás Ros-tov, que, lleno de entusiasmo, no ha podidosoportar la inactividad y ha dejado la Universi-dad para alistarse en el ejército. Bien, queridaMaría. Te confesaré que, a pesar de ser muyjoven, su ingreso en el ejército me ha producidoun gran dolor. Este muchacho, de quien tehablaba este verano, posee tal nobleza de co-razón, tan verdadera juventud, que difícilmentese encuentran personas como él en este mundoen que vivimos rodeados de viejos de veinteaños. Sobre todo, es tan franco y tan bondado-so, posee un espíritu tan puro y poético, quemis relaciones con él, por pasajeras que fuesen,

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han sido una de las más dulces satisfaccionespara este pobre corazón mío que ha sufridotanto. Te contaré un día nuestra separación y loque hablamos al marcharse. Ahora, todo esto esdemasiado reciente. ¡Ah, querida mía! ¡Quefeliz eres no conociendo estas alegrías y estaspunzantes penas! Eres feliz porque, general-mente, las penas son más fuertes que las alegr-ías. Sé muy bien que el conde Nicolás es dema-siado joven para que pueda ser alguna vez paramí algo más que un amigo. Pero esta dulceamistad, estas relaciones tan poéticas y tan pu-ras, han sido una necesidad para mi corazón.Pero no hablemos más. La gran noticia del día,que corre de boca en boca por todo Moscú, es lamuerte del viejo conde Bezukhov y su herencia.Imagínate que las tres princesas no han here-dado casi nada, que el príncipe Basilio nada enabsoluto y que Pedro lo ha heredado todo y hasido reconocido como hijo legítimo. Por consi-guiente, él es el actual conde Bezukhov, dueñode la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el

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príncipe Basilio ha desempeñado un papel bas-tante feo en toda esta historia y que ha regresa-do muy aplanado a San Petersburgo.

«Te confieso que entiendo muy poco de todasestas cuestiones de legados y testamentos. Loque sé es que desde que el joven que todos co-nocíamos con el nombre de monsieur Pedro,simplemente, se ha convertido en el conde Be-zukhov y propietario de una de las más gran-des fortunas de Rusia, me divierto mucho ob-servando los cambios de tono y de tacto de lasmamás cargadas de hijas casaderas, e inclusode aquellas mismas señoritas que se encuentranen análogas condiciones, con respecto a estesujeto, que, entre paréntesis, me ha parecidosiempre un pobre hombre. Como quiera quehace dos años que se entretiene la gente adju-dicándome prometidos que muchas veces ni yosiquiera conozco, la crónica matrimonial deMoscú me ha hecho condesa Bezukhov. Yapuedes suponer que no me preocupa ni poco nimucho llegar a serlo. Y, a propósito de matri-

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monio, he de decirte que, no hace mucho, nues-tra tía Ana Mikhailovna me ha confiado en se-creto un proyecto matrimonial con respecto a ti.Se trata ni más ni menos que del hijo delpríncipe Basilio, Anatolio, a quien querríansituar casándolo con una persona rica y distin-guida. A lo que parece, tú has sido la que hanelegido sus padres. No sé cómo tomarás todoesto, pero me parece que tenía la obligación deavisarte. Dicen que es un hombre de buen as-pecto y una mala cabeza. Todo esto es cuantopuedo decirte referente a él.

«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenarla segunda hoja de papel y mamá me ha envia-do recado para que la acompañe a casa deApraksin, donde hemos de comer hoy. Lee ellibro religioso que te envío. Aquí se ha puestode moda; aún cuando en él hay cosas difícilesde comprender para la débil concepción huma-na, es un libro admirable y su lectura calma yeleva el espíritu.

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«Adiós. Saluda respetuosamente a tu padrede mi parte y da mis recuerdos a mademoiselleBourienne. Te abraza de todo corazón tu amiga,

Julia»«P. S. Dame noticias de tu hermano y de su

simpática esposa.»

La Princesa quedó un instante pensativa. Depronto se levantó, se dirigió al escritorio y co-menzó a escribir rápidamente la respuesta a lacarta de Julia.

XIXEl viejo criado hallábase sentado en su lugar

de costumbre y escuchaba los ronquidos delPríncipe. En el gran gabinete, situado en el alaextrema de la casa, podían oírse, a través de laspuertas cerradas, los pasajes difíciles de la So-nata de Dussek repetidos por vigésima vez.

En aquel momento, un coche se detuvo a laentrada y el príncipe Andrés saltó del carruaje.Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y

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la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris,anunció en voz baja, desde la puerta del gabi-nete de trabajo, que el Príncipe dormía, y cerróla puerta rápidamente. Tikhon sabía que ni lallegada del hijo ni cualquier otro acontecimien-to, por extraordinario que fuese, podía trastor-nar las costumbres establecidas. Seguramente elpríncipe Andrés lo sabía tan bien como el cria-do. Consultó el reloj como para comprobar silos hábitos de su padre habían cambiado desdeque hubo dejado de verlo, e, informado sobreeste particular, se dirigió a su esposa.

- Despertará dentro de veinte minutos - le di-jo -. Mientras tanto vayamos a ver a la princesaMaría.

La pequeña Princesa había engordado muchodurante los últimos tiempos, pero sus ojos y ellabio sonriente sombreado por un ligero bozoelevábase de la misma manera alegre y encan-tadora cada vez que comenzaba a hablar.

- ¡Pero si esto es un palacio! - dijo a su mari-do, mirándolo con aquella expresión que se

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adquiere para felicitar a un huésped por lamagnificencia del baile que celebra -. Vamosdeprisa, deprisa.

Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido yal criado que les acompañaba.

-Sin duda, María está haciendo escalas. Nohagamos ruido y así le daremos una sorpresa.

El príncipe Andrés subía tras ella con una ex-presión tierna y triste.

- Te has hecho viejo, Tikhon - dijo, al pasar, alviejo criado que le besaba la mano.

Al encontrarse ante la habitación donde so-naba el clavecín, salió de una puerta lateral larubia y hermosa francesa mademoiselle Bou-rienne. Parecía loca de alegría.

- ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho-dijo-.Voy a avisarla.

- No, no, hágame el favor. Es usted mademoi-selle Bourienne; ya la conocía por la amistadque mi cuñada le profesa - repuso la Princesabesando a la señorita de compañía -. No tieneni idea de que estamos aquí.

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Se acercaron a la puerta de la salita, tras lacual oíase el pasaje que se repetía incesante-mente. El príncipe Andrés se detuvo e hizo ungesto como si escuchara algo desagradable. LaPrincesa entró. El pasaje se interrumpió en sumitad. Oyóse un grito, los pesados pasos de laprincesa María y un rumor de besos. Cuandoentró el príncipe Andrés, las dos cuñadas, queno se habían visto desde poco tiempo despuésdel matrimonio del Príncipe, se besaban, todav-ía abrazadas.

El príncipe Andrés besó a su hermana.- ¿Irás a la guerra, Andrés? - preguntó ella,

suspirando.Lisa también se estremeció.- Mañana mismo - repuso el Príncipe.- Me abandona aquí sólo Dios sabe por qué.

Tan fácil como le hubiera sido ascender y...La princesa María, sin escuchar, siguiendo el

hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a sucuñada, mirándole tiernamente la cintura.

- ¿De veras? - preguntó.

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Se turbó el rostro de la Princesa y suspiró.- ¡Oh, sí, de veras! -repuso-. ¡Ah! ¡Es terrible!El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la ca-

ra a su cuñada y de nuevo se echó a llorar.- Necesitas descansar - dijo el príncipe

Andrés frunciendo el entrecejo -. ¿No es cierto,Lisa? Llévatela - dijo a su hermana -. Yo iré aver a papá. ¿Cómo está? Siempre el mismo,¿verdad?

- El mismo. No sé cómo lo encontrarás - dijola Princesa riendo.

- ¿Las mismas horas, los mismos paseos porlos caminos? ¿Y el torno? - preguntó el príncipeAndrés con una sonrisa imperceptible que de-mostraba que, a pesar de todo, su amor y surespeto por su padre constituían su debilidad.

- Las mismas horas y el torno, y además lasmatemáticas y mis lecciones de geometría -replicó alegremente la Princesa, como si aque-llas lecciones fuesen una de las cosas más di-vertidas de su vida.

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Cuando hubieron transcurrido los veinte mi-nutos necesarios para que despertara el Prínci-pe, llegó Tikhon en busca del príncipe Andrés,para acompañarle al lado de su padre. Parahonrar la llegada de su hijo, el anciano habíacambiado un poco sus costumbres. Ordenó quese le acompañase a su habitación mientras sepreparaba para la mesa.

El Príncipe vestía a la moda antigua, concaftán, y se empolvaba. En el momento en queel príncipe Andrés, no con aquella expresióndesdeñosa y afectada que adoptaba en los salo-nes, sino con el rostro resplandeciente que teníacuando hablaba con Pedro, entraba en la habi-tación de su padre, el viejo se había sentado altocador, sobre una silla de brazos de cuero, y,cubierto con un peinador, abandonaba la cabe-za en manos de Tikhon.

- ¿Qué hay, guerrero? ¡Vas a batir a Bonapar-te! - dijo el viejo sacudiendo la cabeza empol-vada todo lo que la trenza le permitía y queTikhon tenía sujeta entre las manos -. Sí, sí.

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Métele mano. Si no, pronto seremos todossúbditos suyos. Buenos días-y le ofreció la ma-no.

La siesta de antes de comer le ponía de buenhumor. Decía que el mediodía era de plata,pero que la siesta de antes de comer era de oro.Miró alegremente a su hijo bajo las espesas ce-jas caídas. El príncipe Andrés se acercó a él y lebesó en el lugar que el viejo le señaló. No res-pondió nada al tema de conversación predilec-to de su padre: la burla de los militares de hoyy, sobre todo, de Bonaparte.

- Sí, padre, he venido con mi mujer, que estáencinta - dijo el príncipe Andrés siguiendo conuna mirada animada y respetuosa los movi-mientos de cada rasgo del rostro de su padre -.¿Cómo estás?

-Amigo mío, solamente los tontos o los de-pravados se encuentran mal. Tú ya me conoces.De la mañana a la noche trabajo con modera-ción y por esto me encuentro bien.

-Alabado sea Dios - dijo él hijo sonriendo.

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-Dios no tiene nada que ver con esto-y vol-viendo a su idea añadió -: Bien, explícamecómo los alemanes nos han enseñado a batir aNapoleón, según esa nueva ciencia vuestra quese llama estrategia.

- Papá, permíteme que me rehaga un poco -dijo con una sonrisa que demostraba que ladebilidad de su padre no le impedía respetarloy quererle -. Todavía no he abierto las maletas.

- Lo mismo da, lo mismo da - gritó el viejo sa-cudiendo la pequeña trenza para ver si estababien hecha y cogiendo la mano de su hijo-. Lahabitación de tu esposa está a punto. La prince-sa María la acompañará y la instalará allí. Lasmujeres no hacen otra cosa que hablar conti-nuamente. Estoy muy contento de poderla ver.Siéntate y cuéntame. Comprendo el ejército deMikelson, el de Tolstoy y el desembarco si-multáneo... ¿Qué hará entonces el ejército delSur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. YAustria, ¿qué hace? - dijo levantándose y co-menzando a pasear por la habitación, seguido

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de Tikhon, que corría tras él entregándole lasdistintas prendas de su vestido-. ¿Qué haráSuecia? ¿Cómo se las arreglarán para atravesarPomerania?

A las preguntas de su padre, el príncipeAndrés comenzó a exponer los planes de cam-paña proyectados, hablando primero con frial-dad, pero animándose paulatina e involunta-riamente, pasando, como de costumbre, delruso al francés. Explicó que un ejército de no-venta mil hombres había de amenazar Prusiapara sacarla de su neutralidad y arrastrarla a laguerra; que una parte de este ejército había deunirse a las tropas de Suecia en Stralsund; quedoscientos veinte mil austriacos, unidos a cienmil rusos, habían de operar en Italia y en lasmárgenes del Rin; que cinco mil rusos y cincomil ingleses desembarcarían en Nápoles, y,finalmente, que un ejército de quinientos milhombres invadiría Francia por distintos puntos.

El viejo Príncipe, que parecía no escuchar laexplicación, continuaba vistiéndose sin dejar de

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andar, interrumpiéndole tres veces de una for-ma imprevista. La primera se detuvo y ex-clamó:

- Blanco. blanco...Esto quería decir que Tikhon no le entregaba

el chaleco que quería. La otra vez se detuvo ypreguntó:

- ¿Dará pronto a luz tu mujer?E inclinando la cabeza había dicho en tono de

enfado:-No va bien. Continúa, continúa...- No me has dicho nada nuevo - y, preocupa-

do, el viejo murmuró rápidamente-: «... No sécuándo vendrá.» Ve al comedor.

XXEl príncipe Andrés partía al día siguiente por

la noche. Su padre, una vez hubo terminado decomer, se retiró a sus habitaciones sin modificaren nada sus hábitos. La pequeña Princesahallábase en las habitaciones de su cuñada. Elpríncipe Andrés, vestido de viaje, sin charrete-

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ras, hacía las maletas en su habitación con ayu-da del criado. Después de inspeccionar perso-nalmente el coche y vigilar la instalación de lasmaletas, dio la orden de enganchar. En la alco-ba no quedaban sino los objetos que el Príncipehabía de llevar consigo: un cofrecillo, una cajade plata con los útiles de afeitar, dos pistolasturcas y una gran espada que su padre le habíatraído de Otchalov. Todos estos objetos estabanperfectamente ordenados, eran nuevos y relu-cientes y se hallaban guardados en estuches deterciopelo herméticamente cerrados.

En el momento de una partida o de un cam-bio de vida, los hombres que son capaces dereflexionar sus actos efectúan generalmente unserio balance de sus pensamientos. En estascircunstancias, habitualmente se controla elpasado y se idean planes para lo por venir. Elpríncipe Andrés tenía una expresión dulce ypensativa. Se paseaba de un lado a otro de lahabitación con paso rápido, con las manos cru-zadas a la espalda y mirando ante sí con la ca-

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beza baja y pensativa. ¿Le molestaba ir a laguerra? ¿Le entristecía dejar sola a su mujer?Quizás una cosa y otra. Pero, evidentemente,no quería que nadie le viera en aquel estado. Alsentir pasos en el vestíbulo se quitó las manosde la espalda, se detuvo al lado de la mesa, co-mo si colocase el cofrecillo en su estuche, y ad-quirió su expresión habitual, serena a impene-trable. Eran los pesados pasos de la princesaMaría.

- Me han dicho que has dado orden de en-ganchar - dijo jadeando, pues, evidentemente,había corrido -, y deseaba mucho tener unaconversación contigo. Dios sabe cuánto tiempoestaremos sin vernos. ¿Te molesta que hayavenido? Has cambiado mucho, Andrucha -añadió, como si quisiera justificar sus pregun-tas; al pronunciar la palabra «Andrucha» habíasonreído. Evidentemente, le extrañaba pensarque aquel hombre severo y arrogante fueseaquel mismo Andrucha, el niño escuchimizadoy parlanchín, su compañero de infancia.

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- ¿Dónde está Lisa? - preguntó el Prínciperespondiendo con una sonrisa a las palabras desu hermana.

-Está muy cansada. Se ha dormido en eldiván de mi habitación. ¡Ah, Andrés! Tu mujeres un tesoro-dijo, sentándose en el diván antesu hermano-. Es una verdadera niña, una niñaencantadora, alegre, a quien no sabes cómoquiero. - El príncipe Andrés calló, pero la Prin-cesa observó la expresión irónica y desdeñosaque apareció en su semblante -. Hay que serindulgente con las pequeñas debilidadeshumanas. ¿Quién no tiene debilidades en estemundo, Andrés? Recuerda que ha sido educa-da en la alta sociedad y que hoy su situación noes muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar delos demás. Comprender es perdonar. Piensaque para ella, la pobre, es triste tener que sepa-rarse de su marido y quedarse sola en el campoen el estado en que se encuentra, después de lavida a que está acostumbrada... Es muy triste.

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Y el príncipe Andrés, mirando a su hermana,sonrió como se sonríe ante las personas quecreemos conocer a fondo.

-Tú vives también en el campo y, sin embar-go, no te encuentras tan triste - dijo.

- Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos dehablar de mí? No deseo otra vida ni puedo de-searla, porque no conozco ninguna más. Crée-me, Andrés. Para una mujer joven y habituadaal gran mundo, enterrarse en el campo en plenajuventud, sola. porque papá está siempre ata-reado y yo..., ya lo sabes..., tengo muy pocosrecursos aunque soy una mujer acostumbradaal trato de la sociedad más distinguida...

-María, dime, con franqueza; me parece quemás de una vez te hace sufrir el carácter depapá - dijo el príncipe Andrés expresamentepara sorprender o poner a prueba a su hermanahablando con tanta ligereza de su padre.

- Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienesllamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado- dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus

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pensamientos que no el de la conversación -.¿Quién puede juzgar a su padre? Y si esto fueraposible, ¿qué otra cosa distinta de la veneraciónse puede sentir por un hombre como él? Estoymuy contenta y me siento muy feliz. Deseo tansólo que todos lo sean tanto como yo. - El her-mano bajó la cabeza con desconfianza -. Si hede decirte la verdad, Andrés, solamente unacosa me es penosa: las ideas religiosas de papá.No puedo comprender como un hombre de tangran talento como el suyo no pueda ver lo quees claro como la luz y se pierda de este modo.Ésta es mi única pena. No obstante, de un ciertotiempo a esta parte observo en él como unasombra de mejoría. Sus bromas no son tan inci-sivas, y no hace mucho recibió a un monje yhabló con él un gran rato.

- ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmentetu pólvora con estas frases - dijo el príncipeAndrés, burlón y tierno a la vez.

- ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y es-pero que me escuche - dijo tímidamente María

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después de un instante de silencio -. Quisierapedirte algo muy importante.

- ¿Qué quieres, querida?-No. Prométeme que no me lo negarás. No te

costará nada y no es nada indigno de ti. Paramí sería un gran anhelo. Prométeme,Andrés-dijo hundiendo la mano en su bolso ycogiendo algo, pero sin enseñárselo todavía niindicar qué era el objeto que motivaba la peti-ción, como si no pudiera sacar aquello antes dehaber obtenido la promesa que pedía. Luegodirigió a su hermano una mirada tímida, supli-cante.

- ¿Y si fuese algo que me costase un gran es-fuerzo? - preguntó el Príncipe, como si adivina-se de qué se trataba.

-Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí.Hazlo. Yo te lo ruego. El padre de papá, elabuelo, lo llevó en todas sus campañas.-Aún nosacó del bolsillo lo que tenía en la mano -. ¡.Melo prometes?

-Naturalmente. ¿Qué es?

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- Andrés; toma mi bendición con esta imageny prométeme que nunca te desprenderás deella. ¿Me lo prometes?

- Si no pesa mucho y no me siega el cuello...,por darme susto... - dijo el príncipe Andrés:pero al darse cuenta de la expresión emociona-da que aquella burla producía en su hermana,se arrepintió -. Estoy muy contento, muy con-tento, de veras - añadió.

-A pesar tuyo, Él te salvará y te conducirá aÉl, porque únicamente en Él está la verdad y lapaz-dijo, con su voz trémula de emoción, colo-cando ante su hermano, con ademán solemne,una vieja imagen oval del Salvador, de caramorena, enmarcada en plata y pendiente deuna cadena del mismo metal minuciosamentetrabajada. María se santiguó, besó la imagen yse la dio a Andrés -. Te lo pido, hermano. Hazlopor mí.

En sus grandes ojos negros fulguraban labondad y la dulzura, iluminando su rostro en-fermizo y delgado y dándole una belleza insos-

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pechada. El hermano hizo ademán de coger laimagen, pero ella le detuvo. Andrés compren-dió lo que quería y se santiguó, besando laimagen. Su rostro tenía una expresión de ternu-ra - estaba emocionado - y de burla a la vez.

- Gracias, querido.María le besó la frente y volvió a sentarse en

el diván. Los dos callaron.- Créeme lo que te digo, Andrés. Sé bueno y

magnánimo, como siempre lo has sido. No seassevero con Lisa. ¡Es tan encantadora, tan buena!¡Y ahora es tan triste su situación!

- Creo, María, que no digo nada, que no hagoa mi mujer ningún reproche, que no estoy dis-gustado con ella. ¿Por qué me dices todo esto,entonces?

La princesa María enrojeció y calló como unaculpable.

- Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya tehan dicho. Esto me apena mucho.

En la frente, en el cuello y en las mejillas de laprincesa María aparecieron unas manchas rojas.

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Quiso decir algo y no pudo. Su hermano adi-vinó su intención. Lisa, después de comer, hab-ía llorado, explicándole su presentimiento deun parto desgraciado, y el miedo que le pro-ducía, y había lamentado su suerte, la de susuegro y la de su marido. Después de llorar sehabía quedado dormida. El príncipe- Andréscompadecía a su hermana.

- Has de saber, Macha, que no he reprobado,que no reprocho ni reprocharé nunca más a mimujer. Pero, en cambio, no puedo decir que notenga motivos para hacerlo. Esto durará siem-pre y será siempre así, sean las que fueren lascircunstancias. Pero si quieres saber la verdad,si quieres saber si soy feliz o no, sólo puedodecirte que no lo soy. ¿Y crees que ella lo es?Tampoco. ¿Por qué? No lo sé.

Y pronunciando estas palabras se levantó,acercóse a su hermana y la besó en la frente.Sus bellos ojos se iluminaron con un resplandorinteligente, bondadoso y desacostumbrado.Pero no miraba a su hermana; miraba por en-

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cima de sus ojos, por encima de la cabeza de laprincesa Maria, e intentaban penetrar la oscuri-dad de la puerta abierta.

- Vamos a verla. He de decirle adiós. O, me-jor, ve tú sola primero. Despiértala; yo iré ense-guida. ¡Petruchka! - llamó a su criado -. Venaquí. Coge esto. Colócalo al lado del cochero; yesto a la derecha.

La princesa María se levantó y se dirigió a lapuerta. En el umbral se detuvo.

- Si tuvieras fe, Andrés, te hubieses dirigido aDios para que te diera el amor que no sientes; ytu ruego habría sido escuchado.

- Sí, quizá sí - dijo el Príncipe -. Ve, Macha, ve.Yo iré enseguida.

Yendo a la alcoba de su hermana, a través dela galería que unía las dos alas del edificio, elPríncipe tropezó con mademoiselle Bourienne,que sonrió graciosamente. Por tercera vez aqueldía se la encontraba en lugares solitarios, consu sonrisa entusiasta y candorosa.

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- ¡Ah! Creí que estaba usted en su habitación -dijo ella sofocándose y bajando los ojos.

El príncipe Andrés la miró severamente, y surostro, sin poderlo contener, expresó la cólera.No respondió, pero la miró a la frente y a loscabellos, sin mirar los ojos, con tal desdén, quela francesa se ruborizó y se alejó sin decir pala-bra.

Cuando el Príncipe llegó a la habitación de suhermana, la Princesa estaba despierta y su vo-cecilla alegre, que precipitaba las palabras unatras otra, sentíase en el pasillo, a través de lapuerta abierta. Hablaba como si quisiera apro-vechar el tiempo perdido, después de una largaabstinencia.

-No. Figúrate a la vieja condesa Zubov, consus tirabuzones postizos y su boca llena dedientes tan postizos como los tirabuzones, co-mo si quisiera plantar cara a los años. ¡Ja, ja, ja!

El Príncipe había oído cinco veces la mismafrase sobre la condesa Zubov, acompañada dela misma risa, en boca de su mujer. Entró len-

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tamente en la habitación. La Princesa, pequeña,gordezuela, rosada, hallábase sentada en unabutaca de brazos con la labor en la mano,hablando, incansable, y recordando escenas deSan Petersburgo e incluso citando frases. Elpríncipe Andrés se acercó a ella, le acarició lacabeza y le preguntó si había ya descansado delviaje. Ella repuso afirmativamente y continuó laconversación.

Al pie del portal esperaba el coche con los ca-ballos. Era una noche oscura de verano. El co-chero no distinguía ni la lanza del coche. A lapuerta movíase la gente con linternas. Las altasventanas de la casona dejaban filtrar la luz delinterior. En el recibidor agrupábanse los cria-dos, que deseaban despedirse del joven Prínci-pe. En el salón esperaban todos los familiares:Mikhail Ivanovitch, mademoiselle Bourienne,la princesa María y la princesa Lisa.

El príncipe Andrés había sido llamado al ga-binete de su padre, que quería despedirse de éla solas. Todos le esperaban. Cuando el príncipe

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Andrés entró en el gabinete, su padre, que teníapuestas las antiparras y el camisón de dormir,con cuyo atavío no recibía a nadie, excepto a suhijo, estaba sentado en el escritorio y escribía.Se volvió.

- ¿Te vas? - preguntó. Y continuó escribiendo.- He venido a decirte adiós.- Bésame aquí. - Y le mostró la mejilla, aña-

diendo -. Gracias, gracias.- ¿Por qué me das las gracias?- Para que no pierdas el tiempo, para que no

te pegues a las faldas de las mujeres. El deberes lo primero. Gracias, gracias-y continuó escri-biendo. De su pluma saltaban salpicaduras detinta -. Si has de decirme algo - añadió-, dímeloahora. No me estorbas.

- Se trata de mi mujer... Me avergüenza pedír-telo.

- ¡Vaya una salida! Dime lo que te convenga.- Cuando llegue el momento del parto, envía

a buscar a Moscú a un médico para que la asis-ta...

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El viejo Príncipe se levantó y clavó sus seve-ros ojos en su hijo, como si no le hubiera com-prendido bien.

-Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Natu-raleza no la ayuda - dijo el príncipe Andrésvisiblemente turbado-. Creo que de cada millónde casos solamente se produce uno malo. Peroes una manía mía y de ella también. ¡Le hancontado tantas cosas! ¡Y tiene tales presenti-mientos! Tiene miedo.

- ¡Hum. hum! - gruñó el viejo Príncipe, conti-nuando la carta que escribía -. Lo haré. - Firmóla carta. De pronto se volvió vivamente a suhijo y se echó a reír-. El asunto no va muy bien,¿verdad?

- ¿Qué asunto? ¿Qué quieres decir, papá?-Mujer, eso es todo - dijo lacónicamente el

viejo Príncipe.- No te comprendo - repuso su hijo.- Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo mío.

Todas son iguales. No tengas miedo. No se lodiré a nadie, ya lo sabes. - Cogió la mano de su

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hijo con la suya, huesuda y pequeña, la sacudióy le miró a los ojos con su mirada rápida y pe-netrante. De nuevo estalló su risa fría.

El hijo suspiró, confesando con aquel suspiroque el padre le había comprendido bien. Éstecerró y selló la carta con su acostumbrada viva-cidad. Después la lacró, puso el sello sobre ellacre y la dejó sobre la mesa.

- ¡Qué le vamos a hacer! Haré todo lo que seanecesario. Estate tranquilo.

Andrés calló. Le era agradable y le disgustabaa la vez saberse comprendido por su padre. Elviejo se levantó y le entregó la carta.

- Escucha - le dijo -. No te preocupes por tumujer. Se hará cuanto humanamente sea posi-ble. Ahora escúchame. Aquí tienes una cartapara Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para quete dé un empleo y no te deje mucho tiempo deayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dileque me acuerdo mucho de él y que le quiero.Escríbeme contándome el recibimiento que tehaya hecho. Si te recibe bien, continúa sirvién-

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dole. El hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonskino servirá nunca a nadie por favor. Bien, venaquí. - Hablaba tan deprisa que no pronunciabala mitad de las palabras; pero su hijo ya estabaacostumbrado a oírle y lo comprendía todo.Acompañó a éste al lado del escritorio, lo abrió,cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cu-bierto por su letra alta y apretada -. Es probableque muera antes que tú. Si esto sucede, has desaber que aquí están mis memorias. Después demi muerte se las envías al Emperador. Aquítienes los billetes de Lombart y una carta. Es unpremio para el que escriba la historia de la gue-rra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Acade-mia. Aquí están mis notas. Léelas cuando hayamuerto. Encontrarás cosas útiles.

Andrés no dijo a su padre que seguramenteviviría todavía muchos años, y comprendió queno había tampoco necesidad de decírselo.

- Haré cuanto me dices, papá.- Bien. Ahora, adiós.Le dio la mano para que la besara y le abrazó.

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- Recuerda, príncipe Andrés, que, si te matan,tu muerte será para mí, para un viejo, muy do-lorosa... -Calló. De pronto dijo con voz aguda -:Y que para mí sería una vergüenza que no tecomportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.

- No tenías que haberme dicho esto, papá -replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silen-cio -. También quería pedirte - añadió - que siyo muriese y me naciera un hijo, lo conservarasa tu lado, como te dije ayer. Que se eduque con-tigo, te lo ruego.

- Esto quiere decir que no se lo deje a tu mu-jer, ¿verdad? - dijo el viejo riendo.

Estaban frente a frente, silenciosos. Los in-quietos ojos del anciano miraban fijamente a losde su hijo. Algo temblaba en la parte inferiordel semblante del viejo Príncipe.

- Ya nos hemos dicho adiós. Ve - dijo de pron-to -, ve. - Y con voz enojada abrió la puerta delgabinete.

- ¿Qué ocurre, qué ocurre? - preguntó la prin-cesa María viendo al príncipe Andrés y al viejo,

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que gritaba como si estuviese encolerizado yaparecía en el umbral con su camisón blanco,sin peluca y con las enormes antiparras.

El príncipe Andrés suspiró y no repuso nada.- Vaya - dijo dirigiéndose a su mujer. Y este

«vaya» tenía un tono burlón y frío. Parecía quequisiera decir: «Anda, haz todas las muecas quetengas que hacer.»

- ¿Ya, Andrés? - dijo la pequeña Princesa pa-lideciendo y mirando temerosa a su marido.

Él la besó. Ella dio un grito y cayó desmayadaen sus brazos.

El Príncipe la sostuvo suavemente, le miró lacara y la dejó con cuidado sobre una butaca.

- Adiós, María - dijo con ternura a su herma-na. La besó y salió de la habitación con pasorápido.

Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulsode la Princesa echada en la butaca. La princesaMaría la sostenía; con sus bellos ojos tristesmiraba a la puerta por donde había desapare-cido el príncipe Andrés y se santiguaba. En el

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gabinete oíanse, repetidos y violentos, como sifueran golpes, los ruidos que el viejo producíaal sonarse. En cuanto el príncipe Andrés hubosalido, se abrió bruscamente la puerta del gabi-nete y la severa figura del viejo, con el camisónblanco, apareció en el umbral.

- ¿Se ha marchado? Está bien - dijo mirandoseveramente a la Princesa desmayada. Bajó lacabeza con actitud de descontento y cerró lapuerta de un empellón.

SEGUNDA PARTEIEn octubre de 1805, el ejército ruso ocupaba

las ciudades y los pueblos del archiduque deAustria, y otros regimientos procedentes deRusia, que constituían una pesada carga paralos habitantes, acampaban cerca de la fortalezade Braunau, cuartel general del general en jefeKutuzov.

El 11 de octubre de aquel mismo año, uno delos regimientos de infantería, que acababa de

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llegar a Braunau, formaba a media milla de laciudad, esperando la revista del Generalísimo.Con todo y no ser rusa la localidad, veíanse delejos los huertos, las empalizadas, los cobertizosde tejas y las montañas; con todo y ser extranje-ro el pueblo y mirar con curiosidad a los solda-dos, el regimiento tenía el aspecto de cualquierregimiento ruso que se preparase para una re-vista en cualquier lugar del centro de Rusia.Por la tarde, durante la última marcha, habíallegado la orden de que el general en jefe revis-taría a las tropas en el campamento.

Por la larga y amplia carretera vecina, flan-queada de árboles, avanzaba rápidamente, conruido de muelles, una gran carretela vienesa decolor azul. Tras ella seguía el cortejo y la guar-dia de croatas. Al lado de Kutuzov hallábasesentado un general austriaco, vestido con ununiforme blanco que contrastaba notablementeal lado de los uniformes negros de los rusos. Lacarretela se detuvo cerca del regimiento. Kutu-zov y el general austriaco hablaban en voz baja.

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Cuando bajaron el estribo del carruaje, Kutu-zov sonrió un poco, como si allí no se encontra-ran aquellos dos mil hombres que le mirabanconteniendo el aliento. Oyóse el grito del jefedel regimiento. Éste se estremeció otra vez alpresentar armas. En medio de un silencio demuerte, oyóse la débil voz del Generalísimo. Elregimiento dejó oír un alarido bronco:

- ¡Viva Su Excelencia!Y de nuevo quedó todo en silencio. De mo-

mento, Kutuzov permaneció en pie, en su mis-mo lugar, mientras desfilaba el regimiento.Después, andando, acompañado del generalvestido de blanco y de su séquito, pasó ante lasfilas. Por el modo que el jefe del regimientosaludaba al Generalísimo, sin separar de él losojos; por el modo de caminar inclinado entrelas filas de soldados, siguiendo sus menoresgestos, pendiente de cada palabra y de cadamovimiento del Generalísimo, veíase claramen-te que cumplía sus deberes de sumisión conmucho más gusto aún que sus obligaciones de

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general. El regimiento, gracias a la severidad ya la atención de su general, hallábase en mejorestado con relación a los que habían llegado aBraunau simultáneamente. Había únicamentedoscientos diecisiete rezagados y enfermos ytodo estaba mucho más atendido, excepto elcalzado.

Kutuzov pasaba ante las filas de soldados yse detenía a veces para dirigir algunas palabrasamables a los oficiales de la guerra de Turquíaa quienes iba reconociendo, y también a losmismos soldados. Viendo los zapatos de la tro-pa, bajó con frecuencia la cabeza tristemente,mostrándoselos al general austriaco, como noqueriendo culpar a nadie, pero sin poder disi-mular que estaban en muy mal estado. Cons-tantemente, el jefe de toda aquella tropa corríahacia delante, temeroso de perder una sola pa-labra pronunciada por el Generalísimo con res-pecto a su tropa. Detrás de Kutuzov, a una dis-tancia en que las palabras, incluso pronuncia-das a media voz, podían ser oídas, marchaban

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veinte hombres del séquito, quienes conversa-ban entre sí y reían de vez en cuando. Un ayu-dante de campo, de arrogante aspecto, seguíade cerca al Generalísimo. Era el príncipe Bol-konski y hallábase a su lado su compañeroNesvitzki, un oficial de graduación superior,muy alto y grueso, de cara afable, sonriente, yojos dulces. Nesvitzki, provocado por un oficialde húsares que iba cerca de él, a duras penaspodía contener la risa. El oficial de húsares, sinsonreír siquiera, sin cambiar la expresión de susojos fijos, con una cara completamente seria,miraba la espalda del jefe del regimiento, re-medando todos sus movimientos. Cada vez queel General temblaba y se inclinaba hacia delan-te, el oficial de húsares temblaba y se inclinabatambién. Nesvitzki reía y tocaba a los que teníamás próximos, para que observaran la burla desu compañero.

Kutuzov pasaba lentamente ante aquellos mi-llares de ojos que parpadeaban para ver a sujefe. Al encontrarse ante la tercera compañía,

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detúvose de pronto. El séquito, que no preveíaeste alto, se encontró involuntariamente en con-tacto con él.

- ¡Ah, Timokhin! - dijo el Generalísimodándose cuenta de la presencia del capitán dela nariz colorada, el cual había sido amonesta-do a causa del capote azul.

Cuando el General le dirigía alguna observa-ción, Timokhin se ponía tan rígido que mate-rialmente parecía imposible que pudiera enva-rarse más. Pero cuando le habló el Generalísi-mo, el capitán se envaró de tal forma que visi-blemente no era posible que pudiese mantener-se en este estado si la mirada del Generalísimose prolongaba algún rato. Kutuzov comprendióenseguida esta situación, y como apreciaba alcapitán se apresuró a volverse. Una sonrisaimperceptible apareció en la cara redonda ycruzada por una cicatriz del Generalísimo.

-Un compañero de armas de Ismail - dijo -.Un bravo oficial. ¿Estás contento de él? - pre-guntó Kutuzov al General.

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Éste, reflejado como en un espejo en los ges-tos y ademanes del oficial de húsares, tembló,avanzó y repuso:

- Muy contento, Excelencia.- Todos tenemos nuestras debilidades - dijo

Kutuzov sonriendo y alejándose-. La suya erael vino.

El General se aterrorizó como si él hubiesetenido la culpa y no dijo nada. En aquel mo-mento, el oficial de húsares vio la cara del ca-pitán de nariz colorada y vientre hundido ycompuso tan bien su rostro y postura, que Nes-vitzki no pudo contener la risa. Kutuzov sevolvió. No obstante, el oficial podía mover surostro como quería. En el momento en que elGeneralísimo se volvía, el oficial pudo compo-ner una mueca y tomar enseguida la expresiónmás seria, respetuosa e inocente.

La tercera compañía era la última, y Kutuzov,que se había quedado pensativo, pareció comosi recordara algo. El príncipe Andrés se destacóde la escolta y dijo en francés y en voz baja:

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- Me ha ordenado que le recuerde al degra-dado Dolokhov, que se encuentra en este regi-miento.

- ¿Dónde está? - preguntó Kutuzov.Dolokhov, que se había puesto ya su capote

gris de soldado, no esperaba que le llamasen.Cuidadosamente vestido, serenos sus ojos azulclaro, salió de la fila, se acercó al Generalísimoy presentó armas.

- ¿Una queja? -preguntó Kutuzov frunciendolevemente el entrecejo.

- Es Dolokhov - dijo el príncipe Andrés.- ¡Ah! - repuso Kutuzov -. Espero que esta

lección te corregirá. Cumple con tu deber. ElEmperador es magnánimo y yo no te olvidarési te lo mereces.

Los ojos azul claro miraban al Generalísimocon la misma audacia que al jefe del regimientoy con la misma expresión parecían destruir ladistancia que separa a un generalísimo de unsoldado.

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- Sólo pido una cosa, Excelencia - replicó consu voz sonora y firme -: que se me dé ocasiónpara borrar mi falta y probar mi adhesión alEmperador y a Rusia.

Kutuzov se volvió. En su rostro apareció lamisma sonrisa que había tenido al dirigirse alcapitán Timokhin. Frunció el entrecejo, como siquisiera demostrar que hacía mucho tiemposabía lo que decía y podía decir Dolokhov, quetodo aquello le molestaba y que no era necesa-rio. Se dirigió a la carretela. El regimientoformó por compañías, marchando a los cuarte-les que les habían sido designados, no lejos deBraunau, donde esperaban poder calzarse, ves-tirse y descansar de una dura marcha.

IIKutuzov se había replegado hacia Viena, des-

truyendo tras de sí los puentes del Inn en Brau-nau y el del Traun en Lintz. El 23 de octubre,las tropas rusas pasaban el Enns. Los furgonesde la artillería y las columnas del ejército pasa-

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ron el Enns en pleno día, desfilando a cada ladodel puente. El tiempo era bochornoso y llovía.Ante las baterías rusas que defendían el puente,situadas en unas lomas, abríase una ampliaperspectiva velada tan pronto por una cortinade lluvia como desaparecía ésta y al resplandordel sol se distinguían los objetos a lo lejos, res-plandeciendo como si estuvieran cubiertos delaca. Abajo veíase la ciudad con las casas blan-cas y los tejados rojos, la catedral y los puentes,por cuyas bocas, apelotonándose, fluían lastropas rusas. En el recodo del Danubio veíanselas embarcaciones, la isla y el castillo con elparque rodeado por las aguas del Enns, quedesembocaban en aquel lugar en el Danubio, ydistinguíase la ribera izquierda, cubierta, a par-tir de este río, de roquedales y bosques queperdíanse en la lejanía misteriosa de los picosverdes y los azulencos collados. Veíanse apare-cer los pequeños campanarios del monasterio,surgiendo por encima de un bosque de pinossilvestres, como una selva virgen; y lejos, delan-

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te, en lo alto de la montaña, al otro lado delEnns, veíanse las patrullas enemigas. En mediode los cañones emplazados en aquella altura, elcomandante de la retaguardia, con un oficial desu séquito, examinaba el territorio con unosanteojos de campaña. Un poco hacia atrás,Nesvitzki, a quien el general en jefe había en-viado a la retaguardia, estaba sentado en lacureña de un cañón. El cosaco que le acompa-ñaba le entregó un pequeño macuto y una bote-lla, y Nesvitzki obsequió a los oficiales con pas-tas y un doble kummel autentico.

Los oficiales le rodeaban muy animados,unos arrodillados y otros sentados a usanzaturca sobre la hierba húmeda.

- En efecto, el príncipe austriaco que recons-truyó aquí este castillo ya sabía lo que hacía.¡Que lugar más encantador! ¿Por qué no co-men, señores? - dijo Nesvitzki.

- Gracias, Príncipe - repuso uno de los oficia-les, encantado de poder hablar con un persona-je tan importante del Estado Mayor -. Un lugar

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magnífico. Al pasar por el parque hemos visto ados ciervos. Es un castillo incomparable.

- Príncipe - dijo otro que tenía un vivo deseode coger otro dulce pero que no se atrevía yfingía por eso admirar el paisaje -, mire; nues-tros soldados ya están allí. Mire, allí abajo,aquel claro, tras el pueblo. Hay tres que arras-tran algo. ¡Oh! Vaciarán este palacio - dijo, exal-tado.

- Sí, exactamente, exactamente - dijo Nesvitz-ki -. Me tienta- continuó, acercando un dulce asu boca perfectamente dibujada y húmeda - irallí. - Señalaba al monasterio, cuyos campana-rios distinguía. Luego sonrió, entornando losojos-. Estaría muy bien, ¿verdad, señores? -Losoficiales sonrieron -. ¡Ah! ¡Si pudiéramos asus-tar a esas monjas! Dicen que hay unas italianasmuy lindas. De buena gana daría cinco años demi vida por darme este gusto.

- Esto, prescindiendo de que las pobres semolesten - añadió, riendo, el oficial más audaz.

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Mientras tanto, un oficial del séquito, que sehallaba en primer término, señalaba algo alGeneral, y éste observaba con los anteojos.

- Sí, sí, tiene usted razón, tiene usted razón -dijo con cólera, dejando de mirar por los ante-ojos y encogiéndose de hombros -. En efecto,atacarán cuando atravesemos. ¿Qué es aquelloque arrastran por allí?

Desde el otro lado, a simple vista, veíase alenemigo en sus baterías, de las cuales ascendíauna humareda blanca y lechosa. Tras la huma-reda oíase una detonación lejana y veíanse a lastropas apresurarse a atravesar el río.

Nesvitzki, por fanfarronería, se levantó y, conla sonrisa en los labios, se acercó al General.

- ¿No quiere usted probar un poco, Excelen-cia?

- Mal negocio - dijo el General sin contestarle-. Los nuestros se han rezagado.

- ¿Hay que ir, Excelencia? - preguntó Nes-vitzki.

- Sí, vaya, por favor - repuso el General.

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Y repitió la orden que ya había dado detalla-damente:

- Diga a los húsares que pasen los últimos yque incendien el puente, tal como ya he orde-nado. Además, que inspeccionen las materiasinflamables que ya han sido colocadas.

- Muy bien - replicó Nesvitzki.Llamó al cosaco de a caballo y le ordenó pre-

parase la cantina, e irguió ligeramente su cuer-po sobre la silla.

-Me vendrá muy bien. De paso visitaré a lasmonjas - dijo a los oficiales, que le miraban conmedia sonrisa, y se alejó por el sinuoso senderode la montaña.

- Vaya, capitán, veamos el blanco -- dijo elGeneral dirigiéndose al capitán de artillería -.Distráigase un poco.

- ¡Artilleros, a las piezas! - ordenó el oficial.En un abrir y cerrar de ojos, los artilleros, ale-

gremente, corrieron a las piezas y cargaron elcañón.

- ¡Número uno! - exclamó una voz.

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El número uno disparó, ensordeciendo con susonido metálico a todos los que se hallaban enla montaña. La granada se elevó zumbando; ylejos, ante el enemigo, por el humo, indicodónde había estallado al caer. Las caras de lossoldados y de los oficiales se iluminaron al oírla detonación. Todos se levantaron e hicieronobservaciones sobre los movimientos de sustropas, que veíanse abajo, como sobre la mano,y también sobre el enemigo que avanzaba. Enaquel momento, el sol disipó por completo lasnubes y el agradable sonido de un cañonazoaislado se fundió en el claro resplandor del sol,en una impresión de coraje, entusiasmo y alegr-ía.

IIIDos granadas enemigas habían atravesado el

puente, produciendo un gran remolino. Elpríncipe Nesvitzki echó pie a tierra. Hallábaseen medio del puente y apoyó su enorme cuerpocontra la baranda. Volvióse y llamó al cosaco

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que, con los dos caballos cogidos por la brida,marchaba algunos pasos más atrás. En cuantoel príncipe Nesvitzki intentaba avanzar, lossoldados y los carros precipitábanse sobre él,empujándole contra la baranda. Y esto, no obs-tante, le producía cierta complacencia.

- ¡Eh, camarada! - dijo un cosaco a un soldadoencargado de una furgoneta, que seguía a lainfantería apelotonada al lado de las ruedas yde los caballos-. ¿No podrías esperar un poco?¿No ves que el General ha de pasar?

Pero el conductor del furgón, sin hacer casodel título de general, gritó a los soldados que leimpedían el paso:

- ¡Eh, eh! ¡Sorches! ¡Pasad a la izquierda y es-perad!

Pero la infantería, apoyando hombro contrahombro, entrecruzando las bayonetas, movíasesobre el puente como una masa compacta, sindetenerse. Mirando hacia abajo por encima dela baranda, el príncipe Nesvitzki contemplabalas rápidas y rumorosas ondas del Enns, que,

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mezclándose y rompiéndose contra los pilaresdel puente, encaballábanse unas sobre otras. Enel puente veíanse las mismas ondas, pero vivas,de los soldados: los quepis, las caras de pro-nunciados pómulos, las hundidas mejillas, lasfisonomías fatigadas y las piernas que se mov-ían sobre el fango pegajoso que cubría las ma-deras del puente. A veces, en medio de las on-das monótonas de los soldados, levantábase,como la espuma blanca en las ondas del Enns,un oficial con capa, de fisonomía muy distinta ala de los soldados; a veces cerrábanse las ondasde la infantería y llevábanse consigo, como untrozo de madera sobre el río, a un húsar a pie, aun asistente o a un aldeano. A veces, como unarama sobre el agua movediza, una carreta de lacompañía, cargada hasta los topes y cubierta decuero, resbalaba sobre el puente rodeado portodas partes.

- Esto es como si se hubiera roto una esclusa -dijo el cosaco, deteniéndose desesperado -.¿Hay muchos allá todavía?

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- Un millón, poco más o menos - repuso unsoldado que, con la capa hecha jirones, pasó asu lado y desapareció. Tras él venía otro solda-do viejo.

-Si «él», el enemigo, se pudiera precipitar con-tra el puente - dijo el soldado viejo dirigiéndosea un compañero -, se te pasarían las ganas derascarte.

El soldado pasó. Tras él, otro soldado iba enun carro.

- ¿Donde diablos has puesto los calcetines? -decía un hombre que corría tras un carro, bus-cando en él.

También el carro y el soldado se alejaron.Aparecieron después otros soldados alegres;evidentemente, habían bebido más de la cuen-ta.

-Amigo mío, le he dado un buen culatazo enlos dientes-decía alegremente un soldado quetenía subido el cuello del capote, agitando lasmanos.

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- ¡Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamo-nes - replicó el otro riendo.

Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supoa quién habían herido en los dientes ni qué sig-nificación tenía la palabra «jamón».

- ¿Por qué corren tanto? ¿Porque «él» ha tira-do? Di que no quedará ninguno-dijo con mali-cia y tono de reconvención un suboficial.

- Cuando la granada pasó por delante, mequedé deslumbrado - decía, conteniendo la risa,un joven soldado de enorme boca -. Te juro queme moría de miedo - continuaba diciendo, co-mo si presumiera de su terror.

También paso. Venía detrás un carro muy di-ferente de cuantos habían pasado hasta enton-ces. Era una carreta tirada por dos caballos.Sentadas encima, en un colchón, veíase a unamujer con una criatura de pecho, una anciana yuna zagala fuerte, de rostro colorado.

- ¡Mirad, mirad! La gente no deja moverse aloficial - decía desde diversos puntos la multi-

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tud, parada pero mirando y empujándose con-tinuamente hacia la salida.

Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas delEnns sintió de pronto otra vez el sonido, nuevopara él, de algo que se acercaba rápidamente, elpesado sonido de algo que caía al agua.

- Mira dónde apunta - dijo severamente unsoldado, cerca de Nesvitzki, al oír el sonido.

- Quiere que pasemos más deprisa - dijo otro,inquieto.

La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki com-prendió que se trataba de una granada.

- ¡El cosaco! ¡El caballo! - dijo -. Apartaos vo-sotros. Dejadme paso.

A duras penas llegó hasta el caballo, y sin de-jar de gritar, avanzó. Los soldados se apretuja-ban para dejarle paso; de nuevo le empujaronde tal modo que incluso le hicieron daño en laspiernas. Pero los que se hallaban más cerca deél no tenían la culpa, porque se sentían empu-jados fuertemente por quienes estaban máslejos.

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- ¡Nesvitzki, Nesvitzki! ¡Eh, animal! - dijo trasél una voz ronca.

Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras él,más allá de la masa de la infantería en marcha,vio a Vaska Denisov, enrojecido, con la carasucia, despeinado, con la gorra en la coronilla yel dormán tirado graciosamente sobre la espal-da.

- Ordena a estos diablos que dejen paso -gritó Denisov, visiblemente indignado. Sus ojosinquietos, negros como el carbón, resplandec-ían. En la mano desnuda, pequeña, tan rojacomo su cara, empuñaba el sable envainadoaún.

- ¡Eh, Vaska! ¿Qué te ocurre? - gritó alegre-mente Nesvitzki.

- No puedo hacer pasar al escuadrón - gritóDenisov mostrando rabiosamente los dientesblancos y espoleando a su hermoso corcel ne-gro, un pura sangre que, inquieto por el brillode las bayonetas, movía las orejas, piafaba, es-parciendo en torno suyo la espuma que escurr-

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ía por sus flancos, pateando la madera delpuente y pareciendo dispuesto a saltar sobre labaranda si quien lo montaba se lo permitía.

- ¿No lo ves? Son corderos, verdaderos corde-ros. ¡Dejadme paso! ¡Apártate! - gritaba, sinpronunciar las erres-. ¡Carretero del diablo, meabriré paso a sablazos! - y, en efecto, desen-vainó el sable y comenzó a blandirlo.

Los soldados, con las caras descompuestas,apretujábanse unos contra otros, y Denisovpudo alcanzar a Nesvitzki.

- ¿Cómo es que no estás todavía borrachohoy? - preguntó Nesvitzki a Denisov cuando seacercó a él.

- No dan tiempo ni para beber - repuso Deni-sov -. Nos pasamos el día arrastrando al regi-miento de un lado para otro. Hemos de entraren combate inmediatamente, porque si no sóloel diablo sabe lo que pasará.

-Estás hoy muy elegante-dijo Nesvitzkimirándole, contemplando su dormán nuevo ylos arreos de su caballo.

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Denisov sonrió. Sacó su pañuelo impregnadoen perfume y lo volvió bajo la nariz de Nes-vitzki.

- ¿Qué quieres que haga? Vamos a entrar enfuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiadolos dientes y me he perfumado.

La imponente figura de Nesvitzki, acompa-ñado de su cosaco, y la perseverancia de Deni-sov, que blandía el sable y enronquecía a gritos,produjeron tanto efecto que pudieron atravesarel puente y detener a la infantería. Cerca de lasalida, Nesvitzki encontró al coronel a quienhabía de dar la orden, y en cuanto hubo cum-plido su comisión, retrocedió.

IVEl resto de la infantería atravesaba el puente a

paso de maniobra, apelotonándose a la salida.Una vez hubieron pasado todos los carros, losempujones dejaron de ser tan violentos y elúltimo batallón penetró en el puente, única-mente los húsares de Denisov manteníanse al

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otro extremo del puente, frente al enemigo.Éste, que se distinguía a lo lejos, sobre la mon-taña situada ante el río, no veíase aún desde elpuente, y el horizonte se encontraba limitado auna media versta de distancia por un colladopor donde se deslizaba un arroyuelo. Haciadelante extendíase una especie de desiertodonde maniobraban unas patrullas de cosacos.De pronto, sobre las lomas opuestas a la carre-tera, aparecieron tropas con capotes azules yartillería. Eran franceses. El destacamento decosacos se dirigió al trote hacia las lomas. To-dos los oficiales y soldados del escuadrón deDenisov, a pesar de que procuraban hablar decosas indiferentes y miraban de soslayo, nocesaban de pensar en lo que se preparaba al piede la montaña y contemplaban constantementelas manchas que producían en el horizonte lastropas enemigas.

Al mediodía aclaró el tiempo otra vez y cayóel sol a plomo sobre el Danubio y las montañasoscuras que le rodeaban. No corría ni la más

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insignificante brisa y de vez en cuando llegabandesde la montaña el sonido de los clarines y elgrito del enemigo. Entre el escuadrón y éste noveíase a nadie, a excepción de algunas patru-llas; un espacio vacío de unas trescientas sage-nes les separaba. El enemigo había dejado dedisparar y la línea terrible, inabordable e inal-canzable, que dividía los dos campos adversa-rios hacíase aún más sensible.

- El diablo sabe lo que se traen entre manos -gruñó Denisov-. ¡Eh, Rostov!-gritó al joven, queparecía muy contento -. Por fin se te ve - y son-rió con aire de aprobación, evidentemente muysatisfecho del suboficial.

Rostov, en efecto, sentíase completamente fe-liz. En aquel momento apareció un jefe en elpuente y Denisov acercóse a él al galope.

- Excelencia, permítame atacar. Yo les haré re-troceder.

- ¿Cómo habla usted de ataque? - dijo el jefecon voz enojada, frunciendo el entrecejo, comosi quisiera apartar de sí una mosca molesta -.

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¿Qué hace usted aquí? ¿No ve que se retira a ladescubierta? Haga retroceder al escuadrón.

El escuadrón atravesó el puente y se colocófuera de tiro, sin perder un solo hombre. Des-pués del escuadrón pasó otro, que se encontra-ba en línea, y los últimos cosacos abandonaronaquel lado del río.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogra-do atravesaron el puente, uno tras otro, en di-rección a la montaña. El coronel Karl Bogda-nitch Schubert se acercó al escuadrón de Deni-sov y siguió su camino no lejos de Rostov sinprestarle la menor atención.

Jerkov, que no hacía mucho había dejado elregimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel.Después de su destitución del Estado Mayor nose quedó en el regimiento, alegando que no eratan tonto como para trabajar en filas cuando enel Estado Mayor, sin hacer nada, podía ganarmuchas más condecoraciones; y con esta ideahabía conseguido hacerse nombrar oficial a lasórdenes del príncipe Bagration. Ahora iba a dar

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una orden del general de retaguardia a su anti-guo jefe.

- Coronel - dijo con sombrío aspecto -, se hadado la orden de detención y de prender fuegoal puente.

-¿Quién lo ha mandado? -preguntó el Coronelcon aspereza.

- No lo sé, Coronel - replicó seriamente Jerkov-, pero el Príncipe me ha ordenado esto: «Ve ydí al Coronel que los húsares retrocedan tandeprisa como puedan y que incendien el puen-te.»

Detrás de Jerkov, un oficial de la escolta se di-rigió al Coronel de húsares con la misma orden.Tras él, montando un caballo cosaco que a du-ras penas podía manejar, galopaba el corpulen-to Nesvitzki.

- Coronel - gritó galopando aún -, le he dichoa usted que incendiaran el puente. ¿Quién harectificado mi orden? Parece que todos sehayan vuelto locos.

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El Coronel detuvo al regimiento sin muchaprisa y se dirigió a Nesvitzki.

- Me ha hablado usted de materias inflama-bles - dijo -, pero no me ha dicho nada con res-pecto a prender fuego al puente.

- ¿Cómo se entiende? - dijo Nesvitzki quitán-dose la gorra y alisándose con la mano los cabe-llos, empapados en sudor -. ¿Cómo es posibleque no le haya dicho yo que prendiera fuego alpuente si se han colocado en él materias infla-mables? Amigo mío...

- Yo no soy para usted ningún «amigo mío»,señor oficial de Estado Mayor, y no me ha di-cho que prendiera fuego al puente. Sé muy bienmi obligación y acostumbro cumplir estricta-mente las órdenes que se me dan. Usted me hadicho: «Prenderán fuego al puente.» Pero¿quién? No puedo saberlo, diablo.

- Siempre ocurre lo mismo - dijo Nesvitzkicon un ademán -. ¿Qué haces aquí? - preguntóa Jerkov.

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-He venido a dar la misma orden. Vienesmuy mojado. Acércate, acércate...

- ¿Qué dice usted, señor oficial? - continuó elCoronel con tono ofendido.

- Coronel - le interrumpió el oficial de la es-colta -, hay que darse prisa o de lo contrario elenemigo acercará sus cañones hasta ponerlos atiro de metralla.

El Coronel miró en silencio al oficial de la es-colta, al corpulento oficial de Estado MayorJerkov y frunció el entrecejo.

- Incendiaré el puente - dijo con voz solemne,como si quisiera dar a entender que, a pesar detodos los disgustos que se le ocasionaban, haríatodo cuanto fuera necesario hacer. Y espolean-do al caballo con sus piernas largas y musculo-sas, como si el animal tuviera la culpa de todo,el Coronel avanzó y ordenó al segundo es-cuadrón, aquel en, que servía Rostov bajo lasórdenes de Denisov, que volviera al puente.

Las caras alegres de los soldados del es-cuadrón cobraron la expresión severa que ten-

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ían cuando se encontraban bajo las granadas.Rostov miró al Coronel, sin bajar los ojos. Peroel Coronel no se volvió ni una sola vez a Ros-tov, y, como siempre, desde las filas miraba conaltivez y solemnidad. El escuadrón esperaba laorden.

- Aprisa, aprisa - gritaban en torno suyo al-gunas voces.

Colgando los sables de las sillas, con granruido de espuelas, precipitábanse a caballo loshúsares, sin saber siquiera lo que iban a hacer.Los soldados se santiguaban. Rostov no mirabaya al Coronel ni tenía tiempo de hacerlo. Teníamiedo. Su corazón latía, temiendo que loshúsares llegasen tarde. Cuando entregó su ca-ballo al soldado le temblaba la mano y sintióque la sangre afluía a oleadas a su corazón.Denisov pasó ante él, gritando algo. Rostov noveía sino a los húsares que corrían en tornosuyo, tropezando con las espuelas y produ-ciendo un gran ruido con los sables.

- ¡Camilla! - gritó una voz tras él.

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Rostov no se dio cuenta de lo que significabala petición de una camilla. Corría, procurandotan sólo llegar el primero; pero cerca ya delpuente dio un paso en falso y cayó de brucessobre el pisoteado y pegajoso barro. Los demáspasaron ante él.

- Por ambos lados, teniente - decía la voz delCoronel, que, a caballo constantemente, avan-zaba o retrocedía cerca del puente, con la caratriunfante y alegre.

Rostov, limpiándose las manos sucias de ba-rro en el pantalón, miró al Coronel y quiso co-rrer más allá, imaginándose que cuanto máslejos fuera mejor quedaría. Pero fuera que Bog-danitch no le hubiese mirado o reconocido, lellamó con cólera.

- ¿Quién es ese que corre por el centro delpuente? ¡A la derecha, suboficial, a la derecha yatrás! - y se dirigió a Denisov, quien, valeroso yaudaz, paseábase a caballo sobre las maderasdel puente.

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- ¿Para qué servirá esa imprudencia, capitán?Mejor será que desmonte.

- ¡Bah! Solamente cae el que ha de caer - re-plicó Denisov volviéndose sobre la fila.

Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficialde la escolta continuaban de pie, agrupados yfuera de tiro, contemplando aquel puñado dehombres con gorras amarillas, guerreras verdeoscuro con brandeburgos y pantalones azules,que avanzaban de lejos, y el grupo de hombrescon los caballos, entre los cuales podían distin-guirse fácilmente los cañones.

¿Conseguirían o no prender fuego al puente?¿Quién sería el primero? ¿Lo incendiarían ypodrían huir, o bien los franceses se acercaríanlo bastante para ametrallarlos y no dejar a unosolo con vida? Estas preguntas acudían volun-tariamente a todos los soldados que se encon-traban al otro lado del puente y que, a la claraluz de la tarde, contemplaban a aquél, a loshúsares y a los capotes azules que se movían alotro lado con las bayonetas y los cañones.

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- Esto será terrible para los húsares - dijoNesvitzki -; ya se encuentran a tiro de metralla.

- No había necesidad de haber mandado atantos hombres - dijo el oficial de la escolta.

- Sí, ciertamente - opinó Nesvitzki -; para esto,con dos hombres hubiera bastado.

- ¡Ah, Excelencia! - intervino Jerkov, sin sepa-rar la vista de los húsares pero conservando sutono inocente que no permitía distinguir sihablaba en serio o no -. ¡Ah, Excelencia! ¿Cómodice usted enviar dos soldados tan sólo?¿Quién nos daría entonces la Cruz de Vladimir?Más vale que se pierdan todos y que se pro-ponga a todo el escuadrón para la recompensa,porque todos tendremos entonces una conde-coración. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.

- ¡Ah! - dijo el oficial de la escolta -. Ya ame-trallan - y señalaba a los cañones puestos enfuncionamiento y que avanzaban pesadamente.

Del lado de los franceses donde se encontra-ban los cañones se levantó una columna dehumo, y casi simultáneamente una segunda y

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una tercera, y, mientras llegaba el ruido delprimer disparo, una cuarta. Después oyéronsedos detonaciones, una tras otra, y luego la ter-cera.

- ¡Oh, oh! - dijo Nesvitzki, como si hubierasentido un dolor muy agudo, y cogió al oficialde la escolta por un brazo -. Mire, ya ha caído elprimero. Mire.

- Y me parece que también el segundo.- Si fuese rey, no haría nunca la guerra - dijo

Nesvitzki volviendo la cabeza.Los cañones franceses se cargaban de nuevo

apresuradamente. La infantería de los capotesazules corría hacia el puente; la humareda apa-reció de nuevo en diversos lugares y zumbó lametralla, estrellándose sobre el puente. Estavez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo queocurría. Lo cubría todo un humo espeso. Loshúsares habían conseguido prender fuego y lasbaterías francesas tiraban contra ellos no paraimpedirlo, sino porque los cañones estabancargados y no sabían contra quiénes tirar. Los

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franceses pudieron tirar tres veces antes de quelos húsares hubiesen tenido tiempo de volver amontar a caballo. Dos de estos disparos estabanmal dirigidos y la metralla pasó por encima delos húsares, pero la tercera cayó en medio delgrupo y derribó a tres.

Rostov se detuvo en medio del puente sin sa-ber qué hacer. No había nadie a quien atacar dela forma en que él había imaginado que eranlos combates, y no podía ayudar a incendiar elpuente porque no había cogido brasa ninguna,como hicieron los demás soldados. Estaba depie y miraba cuando, de pronto, algo chocócontra el puente con gran estrépito y uno de loshúsares más cercanos a él cayó, gimiendo, so-bre la baranda. Rostov corrió con los demás.Alguien gritó: «¡Camilla!» Cuatro hombres co-gieron al húsar y lo levantaron.

-¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios, dejad-me!-gritó el herido.

Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron so-bre la camilla. Rostov se volvió y, como si bus-

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case algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobreel Danubio. El cielo le pareció magnífico. ¡Eratan azul, tan sereno, tan profundo...! ¡Qué ma-jestuoso y claro era el sol poniente! ¡Cuán sua-vemente brillaba el agua en el Danubio! Y to-davía eran mucho más hermosas las azulencasy largas montañas tras el río, los picos misterio-sos y los bosques de pinos rodeados de niebla.Allí todo estaba en calma, todo era feliz.

«Si estuviera allí, no desearía nada - pensóRostov -. En mí y en ese cielo hay tanta felici-dad, y aquí... gemidos, sufrimientos, miedo,esta inquietud, esta fiebre... Otra vez gritanalgo. De nuevo todos corren hasta allí, y yocorro con ellos. Y he aquí que la muerte está ami lado. Un solo instante y no veré ya más nieste sol, ni este aire, ni estas montañas...»

Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás delas nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas,y el miedo de la muerte y de las camillas, y elamor al sol y a la vida, se mezclaban en su ce-

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rebro en una impresión enfermiza y trastorna-dora.

«¡Oh Dios mío, Señor!, Tú que estás en los cie-los, sálvame, perdóname y protégeme», mur-muró Rostov.

El húsar corrió hacia los caballos; las voces sehicieron más fuertes y más tranquilas y las ca-millas desaparecieron de sus ojos.

- ¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto dela pólvora! - le gritó Denisov al oído.

«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, uncobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió lasriendas de Gratchic de manos de un soldado.

- ¿Qué era? ¿Metralla? - preguntó a Denisov.- ¡Y vaya metralla! - exclamó Denisov -. Han

trabajado como leones, a pesar de que no eraun trabajo agradable. El ataque es una grancosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, teatacan por la espalda.

Y Denisov se alejó hacia el grupo que, paradocerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki,Jerkov y el oficial de la escolta.

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«Me parece que nadie se ha dado cuenta»,pensó Rostov.

En efecto, nadie se había percatado, porquetodos conocían el sentimiento experimentadopor primera vez por el suboficial que todavíano ha entrado en fuego.

- Será considerada una acción excelente - dijoJerkov-. Quizá me propongan para un ascenso.

-Anuncie al Príncipe que he prendido fuegoal puente - dijo el Coronel con alegría y solem-nidad.

-Si me pregunta las bajas...- ¡No ha sido nada! - dijo en voz baja el Coro-

nel -. Un muerto y dos heridos - continuó convisible alegría, incapaz de reprimir una sonrisade satisfacción al pronunciar la palabra «muer-to».

Perseguido por un ejército de más de cien milhombres mandados por Bonaparte, entorpecidopor habitantes animados de intenciones hosti-les, perdida la confianza en los aliados, falto de

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provisiones y obligado a obrar fuera de todaslas condiciones previstas de la guerra, el ejérci-to ruso de treinta y cinco mil hombres, bajo elmando de Kutuzov, retrocedía rápidamentesiguiendo el curso del Danubio, deteniéndoseallí donde se veía rodeado por el enemigo ydefendiéndose por la retaguardia tanto como leera necesario para retirarse sin perder bagajes.Había habido combates en Lambach, Amster-dam y Melk; pero a pesar del coraje y la firme-za, reconocidos hasta por el propio enemigo,que los rusos habían demostrado, el resultadode estas acciones no era sino una retirada cadavez más rápida. Las tropas austriacas que hab-ían evitado la capitulación en Ulm, y se habíanunido a Kutuzov en Braunau, habíanse separa-do últimamente del ejército ruso y Kutuzovveíase reducido tan sólo a sus débiles fuerzasya agotadas. Era imposible pensar en defenderViena. En lugar de la guerra ofensiva, premedi-tada según las leyes de la nueva ciencia - laestrategia -, el plan de la cual había sido remiti-

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do a Kutuzov durante su estancia en Viena porel Consejo Superior de Guerra austriaco, el úni-co objeto, casi inaccesible, que entonces se pre-sentaba a Kutuzov consistía en reunirse a lastropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejér-cito como Mack en Ulm.

El día 28 de octubre, Kutuzov pasaba con suejército a la ribera izquierda del Danubio y sedetenía por primera vez, interponiendo el ríoentre él y el grueso del ejército enemigo. El día30 se lanzó al ataque y deshizo la división deMortier, que se encontraba en la orilla izquier-da del Danubio. En esta acción consiguió apo-derarse de unas banderas, algunos cañones ydos generales enemigos. También por primeravez, después de dos semanas de retirada, sedetenía el ejército ruso y, después de un comba-te, no solamente quedaba dueño de la situa-ción, sino que había logrado expulsar a losfranceses.

El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno desus espías un informe según el cual el ejército

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ruso encontrábase en una situación casi deses-perada. El informe decía que los franceses, conun enorme contingente de fuerzas, después deatravesar el puente de Viena, se dirigían contrala línea de comunicación de Kutuzov con lastropas procedentes de Rusia. Si Kutuzov sequedaba en Krems, los ciento cincuenta milhombres del ejército de Napoleón le impediríanel paso por todas partes, rodearían su fatigadoejército de cuarenta mil hombres y se encontra-ría en la situación de Mack en Ulm. Si Kutuzovse decidía a abandonar la línea de comunica-ción con las tropas procedentes de Rusia, habíade penetrar, ignorando el camino, en el desco-nocido y montañoso país de Bohemia, y, de-fendiéndose de un enemigo muy superior ennúmero y armamento, renunciar a toda espe-ranza de reunirse con Buksguevden. Si Kutu-zov decidía replegarse por la carretera deKrems a Olmutz para reunirse a las tropas quevenían de Rusia, exponíase a que los francesesque acababan de atravesar el puente de Viena

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aparecieran ante él, viéndose entonces obligadoa aceptar la batalla durante la marcha, con todoel impedimento de bagajes y furgones y contraun enemigo tres veces superior en número, quele cerraría el paso por todas partes. Kutuzov sedecidió por esto.

Tal como había anunciado el espía, los fran-ceses, después de atravesar el río en Viena, sedirigieron a marchas forzadas sobre Znaim porla carretera que seguía Kutuzov, a unas cienverstas de distancia. Llegar a Znaim antes quelos franceses era una gran esperanza de salva-ción para el ejército. Dejar a los franceses eltiempo de llegar, indudablemente era infligir alejército una derrota comparable a la de Ulm,con la pérdida total de las fuerzas. Pero antici-parse a los franceses con todo el ejército eraimposible. La marcha de los franceses desdeViena a Znaim era mucho más corta y mejorque la que habían de hacer los rusos desdeKrems.

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La misma noche que recibió el informe, Ku-tuzov envió la vanguardia de Bagration, cuatromil hombres, por las montañas, a la derecha dela carretera de Krems a Znaim y la de Viena aZnaim. Bagration había de llevar a cabo estamarcha sin detenerse, teniendo delante a Vienay a la espalda a Znaim, y si conseguía adelan-tarse a los franceses había de detenerlos todo eltiempo que pudiera. Kutuzov en persona, contodo el ejército, se dirigía a Znaim. Después derecorrer durante una noche tempestuosa, consoldados descalzos y hambrientos y descono-ciendo el camino, cuarenta y cinco verstas através de las montañas y perdiendo un terciode sus fuerzas por los rezagados, Bagrationsalió a la carretera de Viena a Znaim por Holla-brum unas cuantas horas antes que los france-ses, que avanzaban hacia el mismo lugar desdeViena. Kutuzov tenía todavía que marchar unajornada, con toda la impedimenta, para llegar aZnaim. Así, pues, para salvar al ejército, Bagra-tion, con menos de cuatro mil soldados ham-

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brientos y extenuados, había de retener duranteveinticuatro horas al ejército enemigo, con elque había de enfrentarse en Hollabrum. Evi-dentemente, era imposible. No obstante, la ca-prichosa fortuna hizo posible el milagro. Eléxito de la estratagema gracias a la cual habíacaído el puente de Viena en manos de los fran-ceses sin disparar un solo tiro impulsó a Murata engañar igualmente a Kutuzov. Al hallar aldébil destacamento de Bagration en la carrete-ra, creyó Murat que tenía ante sí a todo el ejér-cito de Kutuzov. Con objeto de aniquilarlo porcompleto, quiso esperar a los rezagados por lacarretera de Viena, y, en consecuencia, propusoun armisticio de tres días con la condición deque los dos ejércitos conservarían sus posicio-nes respectivas y no darían un solo paso. Afir-maba Murat que ya se habían entablado nego-ciaciones de paz y que proponía el armisticiopara evitar una inútil efusión de sangre. El ge-neral austriaco que fue a las avanzadas creyólas palabras de los parlamentarios de Murat, y

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al retroceder dejó al descubierto el destacamen-to de Bagration. El otro parlamentario se dirigióa la formación rusa para dar cuenta de la mis-ma noticia de las entrevistas pacifistas y propu-so a las tropas rusas tres días de armisticio. Ba-gration contestó que no podía aceptar ni recha-zar tal armisticio y envió por un ayudante decampo a Kutuzov el informe sobre la proposi-ción que acababa de serle hecha. El armisticioes para Kutuzov el único medio de ganar tiem-po, de dar descanso al fatigado destacamentode Bagration y adelantar, con los furgones y losbagajes cuyos movimientos no veían los france-ses, toda la distancia posible que le separaba deZnaim. La proposición de armisticio ofreció laúnica e inesperada posibilidad de salvar al ejér-cito. Al recibir esta noticia, Kutuzov envió in-mediatamente al ayudante de campo Witzen-gerod al campamento enemigo. Witzengerodhabía no sólo de aceptar el armisticio, sino pro-poner también las condiciones de capitulación,y, mientras tanto, Kutuzov enviaría a sus ayu-

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dantes de campo a acelerar todo lo posible elmovimiento de los furgones y de la impedi-menta por la ruta de Krems a Znaim. Única-mente el destacamento hambriento y fatigadode Bagration había de quedar inmóvil ante elenemigo, ocho veces más fuerte, y cubrir lamarcha de todo el ejército y de sus bagajes.

La esperanza de Kutuzov se realizaba. Lapropuesta de capitulación que no obligaba anada, dio a buena parte de la impedimenta eltiempo suficiente para pasar, y no hubo de tar-dar mucho tiempo en hacerse sentir la equivo-cación de Murat. En cuanto Bonaparte, que seencontraba en Schoenbrun, a veinticinco vers-tas de Hollabrum, recibió el informe de Murat yel proyecto de armisticio y capitulación, sos-pechó la estratagema y escribió a Murat la si-guiente carta:

«Al príncipe Murat. Schoenbrun, 25 Brumariode l805. A las ocho de la mañana.

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»Me es imposible encontrar palabras para ex-presar mi disgusto. Manda usted tan sólo mivanguardia, y no tiene derecho a concertar ar-misticio alguno sin orden mía. Me hace perderel fruto de una campaña. Rompa inmediata-mente el armisticio y láncese contra el enemigo.Le dirá usted que el general que ha firmado lacapitulación no tiene poderes para hacerlo yque el único que tiene este derecho es el Empe-rador de Rusia. Siempre y cuando el Empera-dor de Rusia ratificara dichos convenios, losratificaré yo también, pero esto no es más queuna excusa. Destruya al ejército ruso. Se en-cuentra usted en situación de apoderarse detodo su bagaje y artillería. El ayudante de cam-po del Emperador de Rusia es un... Los oficialesno son nadie cuando no tienen poderes, y ésteno tenía... Los austriacos se han dejado engañaren el puente de Viena. Usted se deja engañarpor un ayudante de campo del Emperador.

«Napoleón.»

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El ayudante de campo de Bonaparte galopócon esta carta terrible al encuentro de Murat.Bonaparte, receloso de sus generales, se dirigiócon toda su guardia hacia el templo de befalls,temeroso de dejar escapar la esperada victima.El destacamento de cuatro mil hombres de Ba-gration preparaba alegremente el fuego, se se-caba ante él, se calentaba, preparaba el rancho,por primera vez al cabo de tres días, y ni unode los soldados pensaba ni sabía lo que le espe-raba.

VIA las cuatro de la tarde, el príncipe Andrés,

que había reiterado con insistencia su demandaa Kutuzov, se presentó en el campamento deBagration. El ayudante de campo de Bonaparteno había vuelto al destacamento de Murat y elcombate no había empezado aún. Nada se sabíaen el destacamento de Bagration de la marchageneral de las cosas, y se hablaba de la paz sincreer, no obstante, que fuera posible. Hablábase

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también de la batalla y también creíasela inmi-nente. Bagration, que sabía que Bolkonski era elayudante de campo favorito y de confianza delgeneral en jefe, le recibió con una distinción yuna benevolencia singulares. Le dijo que pro-bablemente la batalla comenzaría aquel día o alsiguiente, y le dejó en absoluta libertad de colo-carse a su lado durante la acción o de ir a laretaguardia para vigilar el orden durante laretirada, «lo que era también muy importante».

-Sin embargo, hoy no tendremos acción - dijoBagration para tranquilizar al Príncipe, ypensó: «Si es un cotilla del Estado Mayor en-viado a la retaguardia para obtener una recom-pensa, la conseguirá igualmente, y si quierequedarse a mi lado, que se quede... Si es unvaliente, podrá ayudarme.»

El príncipe Andrés no contestó y pidió alpríncipe Bagration que le autorizara a recorrerla posición y examinar la situación de las tro-pas, con objeto de saber lo que sería convenien-te hacer en el caso en que fueran atacadas. El

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oficial de servicio, un muchacho apuesto, vesti-do elegantemente, con un diamante en el índi-ce, y que, a propósito, hablaba mal el francés, seofreció a acompañar al Príncipe. Por todas par-tes veíanse oficiales con los uniformes chorre-ando agua, con las caras tristes y la actitud dequien busca algo que se ha perdido; veíansetambién a muchos soldados que traían del pue-blo, a rastras, puertas, bancos y maderos.

- ¿Ve usted, Príncipe? No se puede hacer na-da con esta gente - dijo el oficial señalando a loshombres -. Los jefes son demasiado débiles.Véalos-y señalaba una cantina -; se pasan el díaahí dentro. Esta mañana los he echado a todosy ya vuelven a estar. Debemos acercarnos,Príncipe, y sacarlos de ahí. Es cuestión de unmomento.

- Vamos. Compraré un poco de queso y pan -dijo el Príncipe, que todavía no había comidonada.

- ¿Por qué no lo había dicho usted antes,Príncipe? Yo hubiese podido ofrecerle algo.

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Echaron pie a tierra y entraron en la cantina.Algunos oficiales, con las caras encendidas ycansados, estaban sentados ante las mesas co-miendo y bebiendo.

-Pero ¿qué es esto, señores?-dijo el oficial deEstado Mayor con el enojado tono de quien harepetido muchas veces la misma frase -. No sepueden abandonar los puestos de este modo. ElPríncipe ha ordenado que nadie se moviera. Lodigo por usted, capitán-dijo a un oficial de arti-llería de baja estatura, sucio, delgado y que,descalzo, porque había entregado las botas alcantinero para que se las secara, se levantabaúnicamente con calcetines ante los forasteros, aquienes contemplaba sonriendo y cohibido.

- ¿No le da a usted vergüenza, capitán Tu-chin? - continuó el oficial de Estado Mayor -.Me parece que usted, en calidad de artillero,haría mejor dando otro ejemplo a sus inferiores,y, en cambio, se presenta aquí sin botas. Cuan-do se oiga el toque de alarma, será muy bonitoverle en calcetines - el oficial de Estado Mayor

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sonrió -. Cada uno a su puesto, señores - añadiócon autoritario tono.

El príncipe Andrés sonrió involuntariamenteal ver al capitán Tuchin que, también sonrientey sin decir nada, se apoyaba ora sobre un pie,ora sobre el otro y miraba interrogadoramente,con sus grandes ojos bondadosos e inteligentes,tan pronto al príncipe Andrés como al oficial deEstado Mayor.

- Los soldados dicen que es más cómodo an-dar descalzo - dijo Tuchin sonriendo con timi-dez y con el deseo de disimular su turbacióncon una salida de tono.

Pero no había terminado aún de hablar -cuando comprendió que su broma no era bienrecibida y tampoco graciosa. Estaba confuso.

-Haga el favor de retirarse-dijo el oficial deEstado Mayor procurando aparentar seriedad.

El Príncipe contempló de nuevo la desme-drada figura del artillero, que tenía algo extra-ño y particular, nada marcial, un poco cómico,pero muy atractivo. El oficial y el Príncipe vol-

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vieron a montar a caballo y se alejaron. Al salirdel pueblo, encontrando y dejando atrás solda-dos de distintas armas, se dieron cuenta de quea la izquierda había unas fortificaciones cubier-tas de arcilla roja y fresca, recientemente cons-truidas. Algunos batallones, en mangas de ca-misa, a pesar del frío, movíanse en las trinche-ras como hormigas blancas. Manos invisibleslanzaban incesantemente paladas de arcilla rojapor encima de las trincheras. Se acercaron, con-templaron la fortificación y se alejaron. Tras latrinchera vieron algunas docenas de soldadosque, uno tras otro, salían afuera. Hubieron detaparse las narices y espolear a los caballos parasalir rápidamente de aquella atmósfera pesti-lente.

- He aquí las delicias del campamento,Príncipe - dijo el oficial de servicio.

Fueron en dirección a la montaña. Desde allíveíase a los franceses. El príncipe Andrés sedetuvo y comenzó a inspeccionar el terreno.

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- La batería ha sido colocada allí - dijo el ofi-cial de Estado Mayor señalando el pico -. Es labatería del oficial de los calcetines. Desde allí loveremos todo. Vamos, Príncipe.

- Se lo agradezco mucho, pero no es necesarioque me acompañe. Iré solo - dijo el Príncipe,que quería deshacerse del oficial -. Por favor,no se moleste.

VIIEl príncipe Andrés, a caballo, se detuvo para

contemplar la columna de humo de un cañónque acababa de disparar. Sus ojos recorrieron elamplio horizonte. Vio tan sólo que las masas desoldados enemigos, inmóviles hasta momentosantes, comenzaban a moverse y que, a la iz-quierda, como había sospechado, estaba em-plazada una batería. Aún no se había disipadoel humo sobre este emplazamiento. Dos caba-lleros franceses, probablemente dos ayudantesde campo, galopaban por la montaña al pie dela cual, sin duda para reforzar las tropas, avan-

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zaba una pequeña columna enemiga, que sedistinguía perfectamente. El príncipe Andrésvolvió grupas y se lanzó al galope en direccióna Grunt, donde se reuniría con el príncipe Ba-gration. Tras él, el cañoneo hacíase más fre-cuente y violento. Los rusos comenzaron a con-testar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaronlos parlamentarios, tronaban los fusiles.

Lemarrois acababa de llegar al campamentode Murat con la carta de Bonaparte, y Murat,humillado y deseoso de reparar su falta, hacíamover rápidamente sus fuerzas con la intenciónde atacar el centro de la posición y rodear losflancos con la esperanza de que antes del ano-checer y de la llegada de Bonaparte desharía alpequeño destacamento que se encontraba anteél.

«¡Vaya, ya hemos empezado!-pensó el Prínci-pe, sintiendo que la sangre afluía más apresu-radamente en su corazón-. ¿Dónde podré en-contrar a Tolon?»

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Al pasar ante las compañías que hacía uncuarto de hora comían el rancho y bebíanaguardiente, vio por doquier los mismos mo-vimientos rápidos de los soldados, que ocupa-ban sus posiciones y escogían los fusiles. Entodas las caras brillaba idéntica animación queél sentía en su pecho. «Ya ha empezado esto. Esterrible y alegre a la vez», parecía que dijeranlas caras de cada soldado y cada oficial. Antesde llegar al atrincheramiento que estaban cons-truyendo, a la claridad de un crepúsculo de undía nuboso de otoño, percibió a un caballeroque se dirigía hacia él. Éste, cubierto con unabrigo de cosaco y montando un caballo blan-co, no era otro que el príncipe Bagration. Elpríncipe Andrés se detuvo para esperarle, y elotro paró el caballo y, reconociendo al príncipeAndrés, le saludó con una inclinación de cabe-za. Continuó mirando ante sí, mientras el ayu-dante le contaba cuanto había visto. También laexpresión de: «Ya ha empezado todo esto» leía-se en el moreno rostro del príncipe Bagration,

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cuyos ojos, medio cerrados, parecían no mirar aninguna parte, como si no hubiera dormido. Elpríncipe Andrés contempló este rostro inmóvilcon una inquieta curiosidad. Quería saber siaquel hombre pensaba y sentía y qué era lo quesentía y pensaba en aquel momento. «¿Hayalgo tras esta cara inmóvil?», se preguntaba elPríncipe sin cesar en su contemplación. Elpríncipe Bagration, con su acento orientalhablaba con particular lentitud, como si no cre-yese necesario apresurarse. No obstante, hizogalopar a su caballo en dirección a la batería deTuchin, y el príncipe Andrés se reunió a losoficiales de la escolta, constituida por el oficialde servicio, el ayudante de campo personal delPríncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Es-tado Mayor de servicio, montado en un hermo-so caballo inglés, un funcionario civil y un au-ditor que por curiosidad había pedido autori-zación para asistir a la batalla. Todos se acerca-ron a aquella batería, desde la cual Bolkonskihabía estado estudiando el campo de batalla.

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- ¿De quién es esta compañía? - preguntó elpríncipe Bagration al suboficial de guardia queestaba al lado de los cañones.

En realidad, en vez de hacer esta preguntaparecía como si quisiera inquirir: «¿Aquí notenéis miedo?», y el artillero lo comprendió.

- Es la compañía del capitán Tuchin, Excelen-cia - dijo el interpelado irguiéndose y con vozalegre. Era un artillero rubio, con la cara cubier-ta de pecas.

Poco después, Tuchin informaba al Príncipe.- Está bien - dijo Bagration por toda respues-

ta. Y, pensando algo, comenzó a examinar elcampo de batalla que se extendía ante él.

Los franceses acercábanse cada vez más aaquel lugar. De abajo, donde se encontraba elregimiento de Kiev, y en el lecho del río, oíaseel ruido de la fusilería, y más a la derecha, traslos dragones, hallábase una columna de france-ses que rodeaban uno de los flancos de las tro-pas rusas y que había despertado la atencióndel oficial de la escolta, y así se lo daba a en-

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tender al Príncipe. A la izquierda estaba obs-truido el horizonte por un bosque vecino. Elpríncipe Bagration dio órdenes a los dos bata-llones centrales para reforzar el ala derecha. Eloficial de la escolta se atrevió a objetar alPríncipe, diciéndole que una vez los batallonesestuvieran fuera de la posición quedarían loscañones al descubierto. El príncipe Bagration lemiró fijamente y en silencio con una miradavaga. La observación del oficial de la escoltapareció justa e indiscutible al príncipe Andrés,pero en aquel momento el ayudante de campodel jefe del regimiento, que se encontraba abajo,llegó con la noticia de que enormes contingen-tes de tropas francesas avanzaban por la llanu-ra y que el regimiento se había dispersado yretrocedía para unirse a los granaderos de Kiev.El príncipe Bagration inclinó la cabeza en señalde aprobación y de consentimiento. Al paso desu montura, se dirigió a la derecha y envió alayudante de campo a los dragones con la ordende atacar a los franceses. Pero el ayudante vol-

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vió al cabo de media hora y anunció que el co-mandante del regimiento de dragones se habíareplegado tras el torrente para evitar un caño-neo concentrado y terrible dirigido a su posi-ción, por cuanto perdería a los hombres inútil-mente. Por este motivo dio orden a los tirado-res de echar pie a tierra y huir en dirección albosque.

- Bien - dijo Bagration.Mientras se alejaba de la batería en dirección

a la izquierda, también oíanse tiros en el bos-que, y como la distancia hasta el flanco izquier-do era demasiado grande para poder llegaroportunamente, el príncipe Bagration envió aJerkov para que dijera al general en jefe, aquelmismo que en Braunau mandaba el regimientoque revistó Kutuzov, que retrocediera tan rápi-damente como le fuera posible y se situase trasel torrente, ya que el flanco derecho no podríaresistir sin duda demasiado tiempo el empujedel enemigo. Tuchin y el batallón que le cubríafueron olvidados. El príncipe Andrés escucha-

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ba atentamente las palabras que dirigía elpríncipe Bagration a los jefes y las órdenes quedaba, y con gran extrañeza suya veía que enrealidad no se daba ninguna orden y que elPríncipe procuraba dar a todo aquello, que sehacía por necesidad, por azar o por la voluntadde otros jefes, la apariencia de actos realizados,si no por orden suya, por lo menos de acuerdocon sus intenciones. Gracias al tacto que mos-traba el príncipe Bagration. El príncipe Andréscomprendió que, a pesar del giro que pudierantomar los acontecimientos y su independenciacon respecto a la voluntad del jefe, la presenciadel general era importantísima. Los jefes que seacercaban a Bagration con las caras descom-puestas se reanimaban; los soldados y los ofi-ciales le saludaban alegremente, cobrando nue-vos ánimos en su presencia, y ante él se exalta-ba su coraje.

VIII

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Llegado al punto culminante del flanco dere-cho de las tropas rusas, el príncipe Bagrationcomenzó a descender hacia donde se dejaba oírun continuado fuego y donde nada se veía,consecuencia de la espesa humareda de lapólvora. Cuanto más se acercaba al llano, másdifícil se hacía el ver las cosas, pero más sensi-ble la proximidad del verdadero campo de ba-talla. Comenzaron a encontrar heridos: dossoldados llevados en brazos; uno de ellos teníala cabeza descubierta y llena de sangre; del pe-cho salíale a la boca un estertor y vomitaba fre-cuentemente. Sin duda la bala le había destro-zado la boca o la garganta. El otro caminabasolo valientemente, sin fusil. Gritaba y movía elbrazo, donde tenía una herida reciente, de laque brotaba la sangre sobre el capote como deuna botella. Su cara daba más sensación de te-rror que de sufrimiento. Hacía un minuto quehabía sido herido.

Después de atravesar la carretera comenzarona bajar por el atajo, y en el declive vieron a al-

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gunos hombres tumbados. Encontraron ungran número de soldados, muchos de los cualesestaban heridos. Subían la montaña respirandoafanosamente, y, a pesar de la presencia delgeneral, hablaban en alta voz moviendo lasmanos. Delante, entre el humo, veíanse los ca-potes grises colocados en fila, y el oficial, al verllegar a Bagration, corrió gritando tras los sol-dados que subían en multitud y les hizo retro-ceder. Bagration se acercó a la fila donde porun lado y por otro oíase el rumor de los dispa-ros, que se sucedían rápidamente y que ahoga-ban las conversaciones y los gritos del general.El aire estaba impregnado del humo de lapólvora. Las caras de los soldados, ennegreci-das ya, resplandecían de animación. Unos lim-piaban los fusiles con las baquetas, otros loscargaban extrayendo los cartuchos de las cartu-cheras, y otros, en fin, disparaban. Pero ¿contraquién tiraban? No era posible verlo a causa delhumo, que el viento era incapaz de barrer. Con

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frecuencia oíanse los agradables rumores de unzumbido o de un silbido.

«¿Qué será esto?-pensaba el príncipe Andrésal acercarse al grupo de soldados -. No puedeser un ataque, porque no avanzan. Tampocopueden formar el cuadro, por cuanto no es éstala formación justa.»

Un viejo delgado, de aspecto enfermizo, elcomandante del regimiento, con una amablesonrisa y con los párpados medio cerrados so-bre sus ojos fatigados por los años, lo que ledaba una dulce expresión, se acercó al príncipeBagration y lo recibió como el cabeza de familiarecibe a un querido huésped. Contó al Príncipeque los franceses habían dirigido un ataque decaballería contra su regimiento. Que el ataquehabía sido rechazado, pero que la mitad de sussoldados habían muerto. El comandante delregimiento decía que el ataque había sido re-chazado, aplicando este término militar a loque le había ocurrido a su regimiento, pero,realmente, ni él mismo sabía qué habían hecho

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sus tropas durante aquella media hora, y nopodía decir con seguridad si la carga había sidorechazada o el regimiento aniquilado. Sabía tansólo que al principio, durante el cañoneo diri-gido contra sus fuerzas, alguien había gritado:«¡La caballería!», y que los rusos habían co-menzado a disparar. Que habían disparadohasta entonces y que continuaban tirando to-davía, no contra la caballería, que había retro-cedido, sino contra la infantería francesa, queen aquel momento disparaba contra los rusosdesde la llanura. El príncipe Bagration bajó lacabeza, como si quisiera manifestar que la bata-lla se desarrollaba según lo que deseaba y su-ponía. Se dirigió al ayudante de campo y le dijoque enviase de la montaña dos batallones delsexto de cazadores, ante los cuales acababan depasar. El príncipe Andrés quedóse sorprendidodel cambio que se había operado en el rostrodel príncipe Bagration. Su fisonomía expresabaaquella decisión concentrada y optimista delhombre que después de un día caluroso se dis-

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pone a lanzarse al agua y efectúa los últimospreparativos. Sus ojos ya no parecían adorme-cidos, ni su mirada vagaba, ni tampoco su acti-tud era tan profundamente grave. Sus ojos delince, redondeados y resueltos, miraban haciadelante con cierta solemnidad y con ciertodesdén, y, aparentemente, no se detenían ennada, a pesar de que en este movimiento todav-ía hubiese la lentitud y regularidad de antes. Eljefe del regimiento se dirigió al príncipe Bagra-tion y le suplicó que se alejase de aquel lugardemasiado peligroso.

- En nombre de Dios, se lo ruego, Excelencia -dijo tratando de encontrar ayuda entre los ofi-ciales de la escolta, que volvieron la cara -. Porfavor, hagan el favor de mirar -- y los hacíadarse cuenta de las balas que zumbaban cons-tantemente y cantaban silbando en torno aellos. Hablaba en tono de súplica huraña, comoun leñador que dijera a su patrón: «Esto, noso-tros lo hacemos muy bien, pero a usted se lellenarían las manos de ampollas.» Hablaba co-

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mo si las balas no le pudieran tocar a él, y susojos, entornados, daban a sus palabras un tonoaún más persuasivo. El oficial de Estado Mayorunió sus exhortaciones a las del jefe del regi-miento, pero el príncipe Bagration no le res-pondió y se limitó a ordenar que hiciera cesar elfuego y que se formaran para dejar sitio al se-gundo batallón, que estaba ya cerca. Mientrashablaban, las nubes de humo, que el vientohacía oscilar de derecha a izquierda y que ocul-taban por completo el valle y la montaña deenfrente, cubierta de franceses en marcha, seabrieron ante ellos como corridas por una manoinvisible. Todos los ojos se fijaron involunta-riamente en aquella columna de franceses queavanzaba hacia las tropas rusas, serpenteandopor las anfractuosidades del terreno. Podía yadistinguirse la gorra alta y peluda de los solda-dos. Distinguíase a éstos de los oficiales, y veía-se a la bandera flamear al viento.

- Marchan muy bien - dijo alguien de la escol-ta de Bagration.

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El jefe de la columna llegaba ya al llano. Elencuentro había de efectuarse por aquel ladodel declive. El resto del regimiento ruso que sehallaba en fuego se puso en fila apresurada-mente y se apartó a la derecha. Por detrásacercábanse, en perfecta formación, dos bata-llones del sexto de cazadores. No habían llega-do aún donde se encontraba Bagration, perooíanse los pasos lejanos, pesados, cadenciosos,de toda aquella masa de hombres. Al lado iz-quierdo de la formación marchaba en direcciónal Príncipe el jefe de la compañía, un hombrejoven y apuesto de redonda cara, de tímida ysatisfecha expresión. Evidentemente, en aquelinstante no pensaba en nada, a excepción deque iba a desfilar ante su jefe. Poseído de laambición de ascender, marchaba alegremente,moviendo las musculosas piernas como si na-dara. Se erguía sin esfuerzo, y por esta ligerezase distinguía del paso pesado de los soldados,que marchaban acordando sus pasos a los de él.Cerca de la pierna llevaba el sable desnudo,

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delgado, estrecho, un pequeño sable curvo queno parecía un arma. Volviéndose hacia su supe-rior o hacia el lado opuesto, no sin perder elpaso, daba gravemente la media vuelta y parec-ía que todos sus esfuerzos estuvieran dirigidosa pasar ante su superior de la mejor maneraposible, y se presentía que había de considerar-se feliz si lo conseguía. «¡A la izquierda...! ¡A laizquierda...! ¡A la izquierda!», parecía que dije-ra a cada paso. Y siguiendo este compás, el con-tingente de soldados, agobiados por el peso delos fusiles y las mochilas, avanzaba, y cada unode ellos, después de cada paso, parecía querepitiese mentalmente: «A la izquierda... A laizquierda... A la izquierda...» El grueso Mayor,resoplando, perdía el paso, tropezando concada matorral. Un rezagado, jadeante, con elsemblante aterrorizado a causa de su retraso,corría con todas sus fuerzas para alcanzar lacompañía. Una bala, rasgando el aire, pasó so-bre el príncipe Bagration y su escolta, como

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siguiendo el compás: «A la izquierda... A laizquierda... A la izquierda... »

- Apretad las filas - gritó con voz firme el co-mandante de la compañía.

Los soldados, describiendo un arco, rodearonalgo en el lugar donde había caído la bala. Elviejo suboficial condecorado, que se había de-morado un poco con los heridos, se unió a sufila; dio un salto para cambiar el paso, perotropezó y se volvió con cólera. «A la izquierda...A la izquierda... A la izquierda...», y estas pala-bras parecían oírse a través del lúgubre silencioy del rumor de los pies pisando simultánea-mente el suelo.

- Muy bien, hijos míos - exclamó Bagration.Las palabras «orgulloso de formar» se oyeron

por toda la fila. El arisco soldado que desfilabaa la izquierda, al gritar como los demás, dirigióa Bagration una mirada que parecía decir: «Losabemos de sobra.» Otro, sin volverse, por te-mor a distraerse, abría la boca, gritaba y conti-nuaba la marcha. Se dio orden de detenerse y

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de sacar las cartucheras. Bagration recorrió lasfilas que desfilaban ante él y echó pie a tierra,entregó las bridas a un cosaco, se quitó la burka,estiró las piernas y se compuso la gorra. En loalto de la loma apareció la columna francesacon los oficiales a la cabeza.

- Dios nos proteja - dijo Bagration con su vozfirme y clara.

Se volvió al frente y, balanceando los brazos,con el paso torpe de todo soldado de a caballo,avanzó por el terreno desigual con aparentedificultad. El príncipe Andrés sentíase impul-sado hacia delante por una fuerza invencible yexperimentaba una gran alegría.

Los franceses estaban ya muy cerca. Elpríncipe Andrés se encontraba al lado de Ba-gration; distinguía claramente las charreterasrojas e incluso las caras de los franceses. Veíaperfectamente a un viejo oficial enemigo que,con las torcidas piernas enfundadas en las po-lainas, subía la montaña con grandes esfuerzos.El príncipe Bagration no dio orden alguna, y,

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silencioso siempre, marchaba delante de lastropas. De pronto, del lado de los francesespartió un tiro, luego otro y después un tercero.En las filas dislocadas del enemigo se dispersa-ba el humo. Comenzaron las descargas. Caye-ron algunos rusos, entre ellos el oficial carirre-dondo que desfilaba alegremente y con tantasprecauciones. En el mismo momento en que seoyó el primer disparo, Bagration se volvió paragritar:

- ¡Hurra! ¡Hurra!Un grito largo le respondió, un grito que re-

corrió todas las líneas rusas. Pasando ante elpríncipe Bagration, pasándose unos a otros, losrusos, en mezcla confusa, pero alegre y anima-da, bajaron corriendo al encuentro de los fran-ceses, cuyas formaciones se habían roto.

IXEl ataque del sexto de cazadores aseguraba la

retirada del flanco derecho. En el centro de laposición, la olvidada batería de Tuchin, que

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había conseguido incendiar Schoengraben, pa-raba el movimiento enemigo. Los franceses sedirigieron a apagar el fuego, que el viento pro-pagaba, y esto dio tiempo para preparar la reti-rada. En el centro de la posición, la retirada, através de los torrentes, se efectuaba con prisa ycon estrépito, pero las tropas se replegaban enbuen orden. No obstante, en el flanco izquier-do, formado por los regimientos de infanteríade Azov, Podolia y los húsares de Pavlogrado,habían sido atacados y rodeados a la vez porlas fuerzas más considerables mandadas porLannes. De un momento a otro parecía segurosu aniquilamiento. Bagration envió a Jerkov alcomandante que mandaba el flanco, con la or-den de retroceder a toda prisa. Jerkov, valien-temente, sin separar la mano del quepis, picóespuelas y se lanzó al galope, pero en cuanto seencontró a cierta distancia de Bagration, susfuerzas le abandonaron y un terror pánico seapoderó de su espíritu, impidiéndole ir hacia elpeligro.

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El escuadrón en que servía Rostov, el cual aduras penas había tenido tiempo de montar acaballo, estaba parado ante el enemigo. Otravez, como en el puente del Enns, no había na-die entre el escuadrón y el enemigo. No habíanada sino aquella misma terrible línea de lodesconocido y del miedo, parecida a la línea,que separa a los vivos de los muertos, y laspreguntas «la pasarán o no» y «cómo» les tras-tornaban.

El coronel se acercó al frente y respondió concólera a las preguntas de los oficiales, como unhombre desesperado de tener que dar una or-den cualquiera. Nadie decía nada en concreto,pero en el escuadrón circulaba el rumor de unataque próximo. El mando dio una orden. In-mediatamente prodújose un rumor de sables aldesenvainarse, pero aún no se movía nadie. Lastropas del flanco izquierdo, la infantería y loshúsares comprendían que ni los mismos jefessabían qué hacer, y la indecisión de éstos setransmitía a las tropas.

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«Aprisa, aprisa. Tanto como se pueda», pen-saba Rostov, comprendiendo que, por último,había llegado el momento de experimentar laemoción del ataque, esa emoción de la que tan-to habían hablado sus compañeros húsares.

-Con la ayuda de Dios, hijos míos - gritó lavoz de Denisov -. Al trote... Marcha...

En las filas delanteras ondularon las grupasde los caballos. Gratchik arrancó, como los de-más. A la derecha, Rostov veía las primerasfilas de sus húsares, y, un poco más lejos, haciadelante, una línea oscura que no podía definirpero que suponía era la línea enemiga. Oyéron-se dos disparos.

- ¡Acelerad el trote! - ordenó una voz.Y Rostov sintió que su caballo contraía las pa-

tas y se lanzaba al galope. Presentía todos estosmovimientos y cada vez estaba más alegre. Vioante sí un árbol aislado. Momentáneamente,este árbol estaba en el centro de aquella líneaque parecía tan terrible, pero la línea había sidoatravesada y no solamente no había en ella na-

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da de terrible, sino que cuanto más avanzaba,más alegre era todo y más animado se sentía.

«Le daré un buen golpe», pensó Rostov em-puñando valerosamente el sable.

- ¡Hurra! - gritaban las voces en torno suyo.«Que caiga uno ahora en mis manos», pensa-

ba Rostov, espoleando a Gratchik, suelta la bri-da, con ánimo de pasar ante los demás. Veíaseya claramente al enemigo. De pronto, algo co-mo una enorme escoba fustigó al escuadrón.Rostov levantó el sable dispuesto a dejarlo caer,pero en aquel momento el soldado Nikitenk,que galopaba ante él, se desvió, y Rostov, comoen un sueño, sintió que continuaba galopandohacia delante con una rapidez vertiginosa yque, sin embargo, no se movía de su sitio. Unhúsar a quien conocía se le acercó corriendo pordetrás y le miró severamente. El caballo delhúsar se encabritó y después continuó el galo-pe.

«¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué noavanzo? He caído. Me han matado», se pregun-

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taba y respondía a la vez. Estaba solo en mediodel campo. En lugar de caballos galopando y deespaldas de húsares en torno suyo veía tan sólola tierra inmóvil y la niebla de la llanura. Deba-jo de él sentía correr la sangre caliente.

«No estoy herido. Han matado a mi caballo.»Gratchik se levantó sobre las patas delanteras,pero cayó inmediatamente sobre las piernas deljinete. Caía la sangre de la cabeza del caballo,que se debatía pero que no podía levantarse.Rostov también quiso erguirse, pero volvió acaer. El sable se le había enredado en la silla.

«¿Dónde están los nuestros? ¿Dónde los fran-ceses?» No lo sabía, no había nadie en tornosuyo. Cuando pudo soltarse la pierna se le-vantó. «¿Dónde está la línea que separaba cla-ramente a ambos ejércitos?», se preguntó, sinpoder contenerse. «¿Ha ocurrido algo malo?Accidentes como éste son corrientes, pero ¿quéhay que hacer cuando ocurren?», se preguntabamientras se levantaba. Y en aquel momentoalgo le tiraba del brazo izquierdo adormecido.

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Parecía que la mano no fuera suya. La examinóinútilmente, buscando sangre. «¡Ah! Veo hom-bres. Ellos me ayudarán», pensó alegrementeviendo a gente que corría hacia donde él sehallaba. Alguien, con una gorra extraña y uncapote azul, sucio, con una nariz aquilina, corr-ía delante de aquellos hombres. Detrás corríanotros dos y después muchos más todavía. Unode ellos pronunció unas palabras, pero no enruso. Entre unos hombres parecidos a aquellos,cubiertos con la misma gorra y que les seguíanencontrábase un húsar ruso. Le llevaban cogidopor detrás, con las manos, y conducían su caba-llo de la brida.

«Seguramente un prisionero de los nues-tros..., sí... ¿También me cogerán a mí? ¿Quié-nes son estos hombres? » Miraba a los france-ses, que se acercaban a él; hacía pocos segundosse había lanzado contra ellos para aniquilarlosy su proximidad le pareció tan terrible que seresistía a creer lo que veía.

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«¿Quiénes son? ¿Por qué corren? ¿Por mí?¿Corren por mí? ¿Y por qué? ¿Para matarme?¿A mí, a quien todos quieren tanto? » Recordóel amor que le profesaba su madre, su familia,sus amigos, y la intención de sus enemigos dematarle le parecía mentira. «Sí, de veras. Vie-nen a matarme. » Permaneció de pie más dediez segundos, sin moverse, no comprendiendosu situación. El francés de nariz aquilina, elprimero, estaba tan cerca que ya se distinguía laexpresión de su rostro. La fisonomía roja, ex-traña, de aquel hombre que, con la bayonetacalada, corría hacia él conteniendo la respira-ción, le heló la sangre en las venas. Sacó la pis-tola y en lugar de dispararla se la arrojó alfrancés y con todas sus fuerzas corrió hacia losmatorrales. No corría con aquel sentimiento deduda y lucha que experimentó en el puente deEnns, sino con el miedo con que la liebre huyede los galgos. Un sentimiento de invenciblemiedo por su vida, joven y feliz, que llenabatotalmente su existencia, le animaba, saltando a

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través de las matas con la agilidad con que enotro tiempo corría cuando jugaba al gorielki,sin girar un solo momento su rostro pálido,bondadoso y joven y sintiendo en la espalda unestremecimiento de terror. «Es mejor no mirar»,pensaba, pero al llegar cerca de los matorralesse volvió. Los franceses perdían distancia, in-cluso aquel que le perseguía más de cerca, quese volvió y gritó algo a los compañeros que leseguían. Rostov se detuvo. «No, no es esto -pensó -No es posible que quieran matarme. » Elbrazo izquierdo le pesaba como si colgase de élun peso de cuatro libras. No podía correr más.También el francés se había detenido. Apuntó.Rostov cerró los ojos y se agachó. Pasó una balaante él, zumbando. Con un esfuerzo supremose cogió la mano izquierda con la derecha ycorrió hacia los matorrales. Tras ellos habíatiradores rusos.

X

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Los regimientos de infantería, atacados ines-peradamente, huían del bosque, y en una mez-cla de compañías se alejaban con gran desor-den. Un soldado pronunció con terror una fraseque no tiene sentido alguno, pero que en laguerra es terrible: «¡Nos han copado!» Y la frasese comunicó a todos con un estremecimiento deespanto.

«¡Rodeados! ¡Copados! ¡Perdidos!», gritabanlas voces con pánico. Inmediatamente, el co-mandante del regimiento oyó las descargas ylos gritos, comprendió que algo terrible le su-cedía a su regimiento, y la idea de que él, eloficial modelo, que llevaba muchos años deservicio sin que nunca se le hubiera hecho unasola observación, podía ser ante su jefe tildadode negligente o de haber faltado al orden, leturbó tanto que, olvidando instantáneamente alindisciplinado coronel de caballería y su impor-tancia de general, y más que nada el peligro yel instinto de conservación, cogióse a la silla yespoleando a su caballo galopó hacia el regi-

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miento, bajo una lluvia de balas que, por fortu-na, caían más lejos de él. Tan sólo quería unacosa: saber qué era lo que ocurría, ayudar, cos-tase lo que costara, y corregir la falta, si él habíasido su causa, eliminando su culpa, la de unoficial modelo que en veinte años de servicio nohabía cometido una sola falta. Por milagro pasóante los franceses, se acercó al campamento,detrás del bosque, a través del cual corrían losrusos, y sin preocuparse de nada bajó al galopela montaña. El momento de vacilación moralque decide la suerte de las batallas había llega-do. ¿Escucharían los soldados la voz de su co-mandante o se volverían contra él y correríanmás lejos? A pesar del grito desesperado deljefe del regimiento, tan terrible en otro tiempopara los soldados, a pesar de la cara feroz delcomandante, enrojecida y desfigurada, a pesarde la agitación de su sable, los soldados huían,hablaban, disparaban al aire y no obedecíanorden alguna. La vacilación moral que decide la

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suerte de las batallas poníase, evidentemente,de parte del miedo.

El general enronquecía de tanto gritar y acausa del humo de la pólvora. Se detuvo, des-esperado. Todo parecía perdido. No obstante,en aquel momento, los franceses, que persegu-ían a los rusos, de pronto, sin causa aparenteque lo motivara, echaron a correr y en el bos-que aparecieron los tiradores rusos. Era lacompañía de Timokhin, la única que se habíamantenido ordenadamente en el bosque y que,escondida en la trinchera, cerca de la entradadel bosque, atacaba violentamente a los france-ses. Timokhin se lanzó sobre el enemigo con ungrito tan feroz, con una audacia tan loca yblandiendo el sable como única arma, que elenemigo, sin tiempo para rehacerse, arrojabalas arenas y huía. Dolokhov, que corría al ladode Timokhin, mató a un francés casi a quema-rropa, y antes que nadie cogió por el cuello deluniforme a un oficial, que se rindió. Los fugiti-vos, rehechos, volvían a sus puestos. Los bata-

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llones rehacían sus formaciones, y los franceses,que habían conseguido dividir en dos las tropasdel flanco izquierdo, eran rechazados mo-mentáneamente. Las reservas tuvieron tiempode llegar y los fugitivos se detuvieron. El jefedel regimiento estaba cerca del puente con elMayor Ekonomov. Se adelantaban a ellos lascompañías que habían retrocedido cuando, depronto, un soldado se agarró al estribo y casi sele apoyó en la pierna. El soldado vestía un ca-pote de paño azul, pero no llevaba ni gorra nimochila. Tenía la cabeza vendada y colgaba desus hombros una cartuchera francesa. Tenía enlas manos una espada francesa también. Estabapálido; sus azules ojos miraban con descaro alrostro del comandante y sonreía su boca. Apesar de que el comandante estaba ocupadodando órdenes al Mayor Ekonomov, no podíadejar de percatarse de la presencia de aquelsoldado.

- Excelencia, he aquí dos trofeos - dijo Dolo-khov mostrando la espada y la cartuchera -. He

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hecho prisionero a un oficial y lo tengo arresta-do en la compañía.

Dolokhov jadeaba de fatiga y hablaba entre-cortadamente.

- Toda la compañía lo ha visto. Le ruego quelo recuerde, Excelencia.

- Bien, bien - dijo el comandante, y se dirigióal Mayor Ekonomov. Pero Dolokhov no semovía. Se desató el pañuelo que le vendaba lacabeza y mostró la sangre pegada a sus cabe-llos.

- Una herida de bayoneta. No me he movidode la fila. Recuérdelo, Excelencia.

XIEl viento se calmaba. Las nubes negras que

pasaban bajas sobre el campo de batalla en elhorizonte se confundían con el humo de lapólvora. En dos lugares aparecieron más clarosentre la oscuridad los resplandores del incen-dio. Se debilitó el cañoneo, pero el ruido de losdisparos de fusil en la retaguardia y a la dere-

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cha continuaba cada vez más cercano. CuandoTuchin, con sus cañones, pasando sobre losheridos, salió del fuego y se dirigió al torrente,encontró a los jefes y a los ayudantes de campo,entre los que se encontraban el oficial de EstadoMayor y Jerkov, que le habían sido enviadosdos veces y que ni una sola de ellas habían po-dido llegar a la batería. Todos, interrumpiéndo-se unos a otros, daban y transmitían las órdenespor el camino que se había de emprender, ytodos le hacían reproches y observaciones. Tu-chin no dio orden alguna, y en silencio, temero-so de hablar, porque a cada palabra, sin saberpor qué motivo, le venían ganas de llorar, ibadetrás de todos montado en su mula. Auncuando había sido dada la orden de abandonara los heridos, algunos arrastrábanse tras lastropas, suplicando que los colocaran sobre loscañones. Un bravo oficial de infantería yacíacon una bala en el vientre sobre la cureña deMatvovna. Al salir de la montaña, un suboficialde húsares, muy pálido, que se sostenía una

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mano con la otra, se acercó a Tuchin y le pidióque le dejara sentarse.

- Capitán, por el amor de Dios, me han heridoen el brazo - suplicaba tímidamente -. Por elamor de Dios, no puedo caminar más. - Eviden-temente, aquel suboficial había pedido muchasveces permiso para sentarse y siempre le habíasido negado. Con voz tímida y vacilante supli-caba -: Ordene que me siente, por el amor deDios.

- Siéntate, siéntate - dijo Tuchin -. Tío, dale tucapote - dijo a su soldado favorito -. ¿Dóndeestá el oficial herido?

- Lo han abandonado. Estaba muerto - replicóalguien.

- Siéntate, siéntate, amigo, siéntate. Pon tu ca-beza, Antonov...

El suboficial era Rostov. Con una mano sesostenía la otra. Estaba pálido y un temblorfebril le movía la barbilla. Lo colocaron sobreMatvovna, el mismo cañón del cual habían qui-tado al oficial muerto. El capote que le ofrecie-

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ron estaba sucio, lleno de sangre que manchó elpantalón y el brazo de Rostov.

- ¿Qué hay, querido? ¿Dónde le han herido? -preguntó Tuchin acercándose al cañón dondeRostov estaba sentado.

- No, es una contusión.-Entonces, ¿de quién es esta sangre de la cu-

reña?- Del oficial, Excelencia - replicó un artillero,

limpiando la sangre con la manga del capote,como excusándose por la suciedad del arma.

Con penas y fatigas, ayudado por la infanter-ía, habían podido hacer pasar los cañones porla montaña y llegar al pueblo de Gunthersdorf,donde se detuvieron. Era tan oscura la nocheque se hacía imposible distinguir a dos pasos eluniforme de los soldados. El tiroteo comenzabaa calmarse. De pronto, hacia la derecha, oyé-ronse de nuevo gritos acompañados de descar-gas. Brillaban los disparos en la oscuridad. Erael último ataque de los franceses, al que res-pondían los soldados desde las ventanas de las

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casas del poblado. De nuevo todos se precipita-ron hacia el pueblo, pero los cañones de Tuchinno se podían mover, y los artilleros, Tuchin yRostov se miraron en silencio, abandonándosea su suerte. Las descargas cesaron. Por una ca-lle adyacente aparecieron soldados que habla-ban con animación.

- ¡Petrov! ¿Vives todavía? - preguntó uno.- Les hemos sentado las costuras, hermano.

No tendrán ganas de volver - decía otro.- No se ve nada.- ¿Dicen que han tirado contra los suyos?- Esto está como la boca de un lobo.- ¿No hay nada que beber?De nuevo habían sido rechazados los france-

ses. Entre la oscuridad más absoluta, los caño-nes de Tuchin, protegidos por la bulliciosa in-fantería, marchaban de nuevo a algún sitio. Enla oscuridad, como un río invisible y tenebrosoque corriera siempre en la misma dirección,oíanse las conversaciones, el ruido de los zapa-tos y las ruedas. En medio del clamor general, a

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través de todos los demás ruidos, el más claro,el más perceptible, era el gemir de los heridos.Parecía que llenasen todas las tinieblas, querodeasen a las tropas. Gemidos y tinieblas seconfundían en aquella noche. Momentos des-pués, la emoción estremeció a la multitud queavanzaba. Alguien, montado en un caballoblanco, pasó, seguido de una escolta, y al pasarpronunció unas palabras.

- ¿Qué ha dicho? ¿Hacia dónde vamos?¿Hemos de detenernos? ¿Ha dicho que estabacontento?

Las más afanosas preguntas llovían de todaspartes, y la masa movediza comenzó a atascar-se, debido a que, evidentemente, se paraban losque iban delante. Circulaba el rumor de quehabía sido dada la orden de detenerse, y todoslo hicieron en medio de la carretera fangosa. Seencendieron las hogueras. La conversación sehizo más perceptible. El capitán Tuchin, des-pués de dar órdenes a la compañía, envió a unsoldado en busca de la ambulancia o de un

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médico para el suboficial, y después se sentó allado del fuego que los soldados habían hechoen medio de la carretera. Rostov se arrastrótambién a su lado. Un temblor febril, ocasiona-do por el dolor, el frío y la humedad, sacudíatodo su cuerpo. Se apoderaba de él un sueñoinvencible, pero el dolor de la mano lesionada,que no sabía dónde posarse, le impedía dormir.Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego,que le parecía resplandeciente y acogedor, co-mo contemplaba la figura curva y desmedradada Tuchin, sentado a la turca a su lado. Losenormes, bondadosos e inteligentes ojos deTuchin le miraban con lástima y compasión.Comprendía que Tuchin deseaba con toda sualma auxiliarlo, pero que nada podía hacer. Detodas partes llegaba el rumor de los pasos y lasconversaciones de la gente de a pie y de a caba-llo, que se instalaba por los alrededores. El so-nido de las voces, de las herraduras de los caba-llos que chapoteaban en el fuego, el chisporro-teo próximo o lejano de la leña, mezclábanse en

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un murmullo flotante. Ahora ya no era comoantes el río invisible que corría en las tinieblas.Se había convertido en un mar oscuro que secalmaba, tembloroso, después de la tempestad.Rostov miraba y escuchaba sin comprendernada de todo cuanto sucedía ante sí o en tornosuyo. Un soldado de infantería se acercó al fue-go, se agachó sobre las puntas de los zapatos,bajó las manos sobre las llamas y movió la cara.

- ¿Me permite, Excelencia? - dijo dirigiéndoseinterrogadoramente a Tuchin -. He perdido lacompañía, Excelencia, y no sé dónde está. Hasido una desgracia.

Con el soldado se acercó un oficial de infan-tería con una mejilla vendada y, dirigiéndose aTuchin, le pidió que hiciera retroceder un pocolos cañones para dejar paso a los carros de ba-gaje. Detrás del mando de la compañía corríandos soldados en dirección al fuego. Se injuria-ban y disputaban desesperadamente por arran-carse un zapato de las manos.

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- ¡Sí, vaya! ¡Todavía pretenderás ser tú quienlo haya encontrado! ¡Dámelo, ladrón!-gritabauno de ellos con voz ronca.

Después se acercó un soldado delgado, páli-do, que tenía vendado el cuello con unas tirasde tela empapada en sangre. Con irritada vozpidió agua a los artilleros.

- ¿Hemos de morir como perros? - pregunta-ba.

Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmedia-tamente llegó corriendo un soldado, muy ale-gre, que pidió fuego para la infantería.

- ¡Fuego para la infantería! ¡Que os vaya bien,buena gente! El fuego que nos dais os lo devol-veremos con creces - dijo, llevándose un tizónencendido en medio de la oscuridad.

Después de él pasaron ante el fuego cuatrosoldados que llevaban algo pesado en un capo-te. Uno de ellos tropezó.

- ¡Maldita sea! ¡Han derramado la leña por lacarretera! - murmuró uno.

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- Si está muerto, ¿por qué lo hemos de llevar?- dijo otro.

- Anda, sigue adelante.Y desaparecieron los cuatro con su carga en la

oscuridad.- ¿Qué? ¿Le duele? - preguntó Tuchin en voz

baja a Rostov.- Sí.- Excelencia, que vaya a ver al general. Está

aquí, en la isba - dijo un artillero que se acercó aTuchin.

- Ahora voy, amigo.Tuchin se levantó y se alejó del fuego,

ajustándose la ropa. No lejos de la hoguera delos artilleros, en la isba que había sido habilita-da expresamente para Bagration, hallábase elPríncipe ante la cena, hablando con algunosjefes que se habían reunido con él. Hallábaseentre ellos el viejo desmedrado de ojos casi ce-rrados, que roía ávidamente un hueso de carne-ro; un general, con veintidós años de servicio,irreprochable, colorado por la cena y el aguar-

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diente. El oficial de Estado Mayor se dormía.Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y elpríncipe Andrés estaba pálido, con los labiosapretados y los ojos brillantes de fiebre. En unpatio de la isba había una bandera tomada a losfranceses, y el auditor, con cara de inocencia,tocaba la tela y movía la cabeza con admira-ción, quizá porque, en efecto, se interesaba poraquella bandera, o porque le molestaba ver queen la mesa faltaba un cubierto para él. El coro-nel francés que el dragón había hecho prisione-ro encontrábase en una isba cercana. Los oficia-les rusos se afanaban para verle. El príncipeBagration dio las gracias a los jefes y les pre-guntó pormenores de la acción y de las pérdi-das sufridas. El jefe del regimiento de Braunnexplicaba al Príncipe que en cuanto comenzó laacción retrocedió hacia el bosque, reuniendoallí a los soldados entretenidos en hacer acopiode leña, y con dos batallones se habían lanzadoa la bayoneta contra los franceses, consiguiendodispersarlos.

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- Cuando me di cuenta, Excelencia, de que elprimer batallón estaba deshecho, me detuvepensando: «Dejaré ahora a éstos y ya encon-traré al enemigo cuando la batalla llegue a supunto culminante.» Y esto ha sido todo.

El comandante del regimiento quería haberhecho esto mismo. Le molestaba tanto nohaberlo podido hacer que llegó a creerse quehabía sucedido todo como él decía, y quiénsabe si realmente había ocurrido así. ¿Acaso eraposible saber, en medio de todo aquel desor-den, qué era lo que había ocurrido y lo que nose había hecho?

- También he de hacer notar a Vuestra Exce-lencia - continuó, recordando la conversaciónde Dolokhov con Kutuzov y su última entrevis-ta con el degradado - que el soldado degrada-do, ante mí, ha hecho prisionero a un oficialfrancés y se ha distinguido muy particularmen-te.

- En el intermedio, Excelencia, he visto el ata-que del regimiento de Pavlogrado - intervino

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Jerkov mirando en torno suyo con inquietud.En todo aquel día no había visto ni poco ni mu-cho a los húsares, y únicamente había oídohablar de ellos a un oficial de infantería -. Hananiquilado a dos cuadros, Excelencia.

Algunos sonrieron al oír las palabras de Jer-kov, creyendo que bromeaba, como de costum-bre, pero al ver que su relato era también glo-rioso para las armas rusas en aquella jornada,adoptaron una grave expresión a pesar de quemuchos de los allí presentes sabían que las ex-plicaciones de Jerkov eran pura fábula. Elpríncipe Bagration se dirigió al viejo coronel.

- Les doy las gracias a todos, señores. Todaslas armas: infantería, artillería, y caballería, sehan comportado heroicamente. ¿Cómo hanquedado abandonados dos cañones? - pre-guntó, buscando a alguien con los ojos, y no serefería a los cañones del flanco izquierdo, por-que sabía que desde el comienzo de la accióntodos aquellos cañones habían sido abandona-

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dos -. Creo que ya se lo he preguntado a usted -dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

- Uno de ellos estaba destruido - respondió eloficial de servicio -, y el otro... No puedo com-prenderlo. Estuve allí casi todo el tiempo queduró la acción. Di las órdenes y desde que mefui... Cierto es que la refriega era allí muy dura- añadió modestamente.

Alguien dijo que el capitán Tuchin estaba cer-ca del fuego y se le había ido a buscar.

- Sí, usted estaba allí abajo - dijo el príncipeBagration al príncipe Andrés.

- Ciertamente. Por poco nos encontramos - di-jo el oficial de servicio sonriendo amablementea Bolkonski.

- No he tenido el placer de verle - replicófríamente el príncipe Andrés.

Todos callaron. En el umbral de la puertaapareció Tuchin, que asomaba tímidamentetras la espalda de los generales. Al entrar en laestrecha isba, confuso, como siempre que seencontraba ante sus superiores, no se dio cuen-

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ta del asta de la bandera y tropezó con ella.Algunos de los que allí estaban se echaron areír.

- ¿Cómo es que uno de los cañones ha sidoabandonado? - preguntó Bagration frunciendoel entrecejo, tanto por el capitán como por lossuyos, entre los cuales Jerkov se distinguía porsu risa.

Ahora, en presencia de los demás, Tuchin re-presentábase por primera vez todo el horror desu crimen y la vergüenza de haber perdido doscañones, quedando él con vida. Había estadotan emocionado hasta aquel momento que nohabía tenido tiempo de pensar en todo aquello.Las risas de los oficiales todavía le turbaronmás. Ante Bagration, el labio inferior le tembla-ba. A duras penas pudo decir:

- No lo sé..., Excelencia... No disponía de bas-tantes hombres, Excelencia...

- ¿Y no podía usted echar mano de tropasauxiliares?

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Tuchin no respondió diciendo que no existíanlas tales tropas auxiliares, con todo y ser ver-dad. Diciendo esto temía «comprometer» aalgún jefe, y, silencioso, con los ojos inmóviles,contemplaba fijamente a Bagration, del mismomodo que el escolar que no sabe qué contestarmira a los ojos de su examinador.

La pausa fue muy larga. El príncipe Bagra-tion, que visiblemente no deseaba ser severo,no sabía qué decir. Los demás no se atrevían amezclarse en la conversación. El príncipeAndrés miró a Tuchin de reojo y sus manos seagitaron nerviosamente.

- Excelencia - dijo el príncipe Andrés con suvoz seca y quebrando el silencio -, se dignóusted enviarme a la batería del capitán Tuchin.Fui y encontré a las dos terceras partes de loshombres y de los caballos muertos, dos cañonesrotos y ninguna tropa auxiliar.

El príncipe Bagration y Tuchin contemplabancon igual fijeza a Bolkonski, que hablaba conmodestia y emoción.

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- Si me permite, Excelencia, que exprese mipropia opinión - continuó -, diré que la mayorparte del éxito de esta jornada la debemos a esabatería, a la firmeza heroica del capitán Tuchiny a sus hombres.

Y sin esperar respuesta, el príncipe Andrés selevantó y se alejó de la mesa. El príncipe Bagra-tion miró a Tuchin. Veíase claramente que noquería poner en duda el juicio de Bolkonski yque, por otra parte, le era imposible creerlo enabsoluto. Inclinó la cabeza y dijo a Tuchin quepodía retirarse. El príncipe Andrés salió tras él.

- ¡Ah, gracias, querido! ¡Me ha salvado usted!-le dijo Tuchin.

El príncipe Andrés le miró y se alejó sin pro-nunciar palabra. Estaba triste y disgustado.Todo aquello era tan distinto y tan extraño decomo lo había imaginado...

TERCERA PARTEI

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En Moscú, Pedro cayó en manos del príncipeBasilio, que se las ingenió para que le dieran elnombramiento de gentilhombre de cámara, loque equivalía entonces al título de consejero deEstado, e insistió para que fuese con él a SanPetersburgo y se instalase en su casa. Como porcasualidad, el príncipe Basilio hacía todo lonecesario para casar a Pedro con su hija. Sihubiese imaginado sus planes prematuramente,no hubiera podido proceder con tanta naturali-dad ni hubiese sabido encontrar aquella senci-llez familiar en sus relaciones con los hombressituados por encima o por debajo de él. Algoextraño le atraía hacia los hombres más pode-rosos o más ricos que él, y estaba dotado delraro talento de encontrar el instante que necesi-taba o del que podía aprovecharse.

Pedro, de una forma absolutamente inespe-rada, se había enriquecido y convertido enconde Bezukhov y después de su soledad re-ciente y de su despreocupación sentíase de talmodo atareado y rodeado de gente, que tan

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sólo en el lecho podía permanecer a solas con-sigo mismo. Había de firmar papeles, frecuen-tar las oficinas administrativas, cuya importan-cia no comprendía, interrogar con respecto auna a otra cosa a su primer intendente, visitarsu finca cercana a Moscú, recibir a una cantidadde personas que en otra época ni siquiera qui-sieron saber que existía y que ahora se hubieransentido molestas y ofendidas si él no las hubie-se podido recibir. Todas estas personas, hom-bres de negocios, parientes, relaciones, se sent-ían igualmente bien dispuestas y amables paracon el joven heredero. Todos, evidente e indis-cutiblemente, estaban convencidos de las altascualidades de Pedro.

A principios del invierno de 1805, el joven re-cibió de Ana Pavlovna el habitual billete colorde rosa, invitación a la que se habían añadidoestas palabras: «Encontrará usted en casa a labella Elena, que nadie se cansaría de ver.» Alleer esto, Pedro comprendió por primera vezque entre él y Elena nacía un lazo reconocido

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por las demás personas, y este pensamiento,con todo y atemorizarle un poco y darle la sen-sación de imponerle un deber que él no podíacumplir, le gustaba como una divertida suposi-ción.

Fue recibida por Ana Pavlovna con una tris-teza que evidentemente dedicaba a la recientepérdida que había aquejado al joven heredero:la muerte del conde Bezukhov.

Luego le dijo:-Tengo un plan para usted esta noche.Y, mirando a Elena, sonrió.- ¿No la encuentra usted encantadora? - aña-

dió, señalando a la majestuosa beldad que sealejaba-. ¡Qué figura! ¡Y qué tacto! ¡Qué mane-ras más artísticas de comportarse, en una mu-chacha! Esto nace del corazón. ¡Dichoso quienla consiga! Con ella, el marido menos mundanoocupará, a pesar suyo, la situación más brillan-te. ¿No lo cree usted así? Únicamente querríasaber su parecer.

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Y le dejó marchar. Pedro respondió afirmati-vamente, con toda franqueza, a la pregunta deAna Pavlovna con respecto al arte de Elena demoverse en sociedad. Si alguna vez se le ocurr-ía pensar en Elena, era precisamente por subelleza y su talento sosegado y extraordinariopara permanecer digna y silenciosa en una ve-lada.

Elena recibió a Pedro con aquella sonrisa cla-ra y hermosa que usaba para con todos. Pedroestaba tan acostumbrado a ella, y expresaba tanpoco para él, que no le prestó atención.

Como en todas las veladas, Elena lucía unvestido muy escotado, tanto por el pecho comopor la espalda, según la moda de la época. Subusto, que a Pedro siempre le había parecido demármol, estaba tan cerca de él que, involunta-riamente, con sus ojos miopes, distinguía lagracia viva de sus hombros y del cuello, que seencontraban tan cerca de sus labios que consólo acercarse un poco hubiera podido besarla.Sentía la tibieza de su cuerpo, el hálito de sus

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perfumes, el crujir del corsé a cada movimien-to. No veía la beldad marmórea que se acorda-ba a la gracia del traje, sino que veía y sentíatoda la seducción de su cuerpo cubierto tansólo por el vestido. Y una vez se hubo dadocuenta de esto, ya no pudo ver nada más, delmismo modo que es imposible caer en erroruna vez demostrado.

«Así, pues, ¿hasta ahora no se ha dado ustedcuenta de que soy hermosa?», parecía que ledijera Elena. «¿No se había usted dado cuentade que soy una mujer?», decía su mirada. Y enaquel momento Pedro sentía que no solamenteElena podía ser su mujer, sino que lo había deser, y que no podía ocurrir de otro modo. Enaquel momento estaba tan seguro de ello comosi se encontrase a su lado al pie del altar. Sí,exactamente. Pero ¿cuándo? No lo sabía. Noestaba seguro de ello ni poco ni mucho, pero enel fondo tenía la seguridad de que se realizaría.

Pedro bajaba y levantaba los ojos, y de nuevovolvía a verla tan lejana, tan extraña para él

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como la vio antes cada día. Pero le era imposi-ble. No podía. Lo mismo que el hombre que através de la niebla confunde una mata con unárbol, después de haber visto que realmente erauna mata, no puede ya creer que sea un árbol.Ella estaba muy cerca de él. Ya ejercía sobre élsu dominio. Entre los dos no había obstáculoalguno, fuera de lo que pusiera su voluntad.

Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedrotardó mucho tiempo en dormirse, pensando enlo que había ocurrido. ¿Y qué era esto? Nada.Tan sólo que una mujer a la que conocía deniña y de quien, cuando alguien le decía queera una belleza, contestaba discretamente: «Sí,es bonita...», tan sólo que aquella mujer, Elena,podía llegar a ser su esposa.

«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo hedicho - pensaba -. Hay algo malo en el sentidoque ha despertado en mí, algo que no está bien.Me han dicho que su hermano Anatolio estabaenamorado de ella; que ella lo estaba de él; queha habido algo feo entre los dos; que hay que

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alejar a su hermano... Este Hipólito... Su padre...El príncipe Basilio... No está bien, vaya...» Peromientras hablaba así - una de esas conversacio-nes que se hacen inacabables -. sentíase conten-to y satisfecho de que una serie de razonamien-tos sucediese a los primeros, y a pesar de com-probar la nulidad de Elena, pensaba en la posi-bilidad de que se convirtiera en su mujer, quepudiera quererlo, que fuese totalmente distintade como él la conocía y que todo lo que habíapensado y sentido pudiera ser falso. Y de nue-vo no veía a la hija del príncipe Basilio, sino sucuerpo cubierto solamente por un vestido gris.«Pero no. ¿Cómo es que esta idea no se me hab-ía ocurrido antes?» Y sin vacilar se decía queera imposible, que aquel casamiento sería algodesagradable e incluso indecente. Recordabasus frases y sus juicios de antes, las palabras ylas miradas de todos los que le observaban, ytambién las palabras y miradas de Ana Pavlov-na. Recordaba asimismo las incontables alusio-nes del mismo tipo que le habían dirigido el

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príncipe Basilio y otras personas. Se horrorizó.¿No estaba ya ligado por el cumplimiento deuna mala acción indudable que él no había derealizar? Pero mientras se formulaba a sí mis-mo este temor, en otro rincón de su alma seerguía la figura de Elena con toda su belleza.

IIEn el mes de noviembre de 1805, el príncipe

Basilio había de efectuar un viaje de inspeccióna cuatro provincias. Se había proporcionadoeste nombramiento para visitar de paso susarruinadas fincas y para ir en compañía de suhijo Anatolio, a quien había de recoger en laciudad donde se hallaba de guarnición, a casadel príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski,con objeto de casarlo con la hija de aquel poten-tado. Pero antes de marchar y de emprenderestos nuevos asuntos, el príncipe Basilio teníaque terminar con Pedro. Cierto era que, duran-te aquellos últimos tiempos, Pedro pasaba todoel día en casa, es decir, en la del Príncipe, don-

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de vivía emocionado, extravagante, atontado,tal como ha de ser un enamorado, en presenciade Elena. Pero aún no había hecho la peticiónde mano.

«Todo esto está muy bien, pero ha de termi-nar», se dijo un día el príncipe Basilio con unsuspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, quetan obligado le estaba (y que Dios no se lo re-prochara), no se portaba tal como debía conrespecto a este asunto. «Juventud... Frivolidad...Pero que Dios provea», pensaba el Príncipe,encantado de descubrir tanta bondad. «Peroesto ha de acabar. Pasado mañana, día del san-to de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si nocomprende lo que tiene que hacer, yo se lo haréentender. Tengo la obligación, porque soy elpadre.»

En la fiesta que se dio para celebrar el santode Elena, el príncipe Basilio invitó a unas cuan-tas personas de las más íntimas, parientes yamigos, como decía la Princesa. Los invitadosse habían sentado en torno a la mesa para la

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cena. La princesa Kuraguin, una mujer gruesa ymonumental, que había sido muy bella ocupa-ba el puesto del ama de casa. A ambos ladostenía a los huéspedes más distinguidos: a unanciano general con su vieja esposa y a AnaPavlovna Scherer. Al otro lado de la mesa seencontraban los invitados más jóvenes, menosimportantes y los familiares. Pedro y Elena es-taban juntos. El príncipe Basilio no se sentó enla mesa. Las velas ardían con luz clara. La platay el cristal resplandecían. Los vestidos de lasseñoras y el oro y la plata de las charreterasbrillaban del mismo modo. En torno a la mesamovíanse los criados con libreas rojas.

En los lugares de honor de la mesa, todos es-taban alegres y animados bajo las más diversasinfluencias. Únicamente Pedro y Elena perma-necían silenciosos uno al lado del otro, casi enun extremo de la mesa. En las caras de ambosse había detenido una sonrisa resplandeciente,sonrisa de transporte sentimental. Fueran lasque fuesen las palabras, las risas y las bromas

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de los demás, la satisfacción de saborear el vinodel Rin, la salsa o el helado, el modo con el cualse contemplaba la pareja, con indiferencia onegligencia, fuera lo que fuere, se comprendía,por las furtivas miradas que de vez en cuandoles dirigían, que las anécdotas de los comensa-les, las risas e incluso la cena, todo era fingido,y que toda la atención de los invitados se con-centraba en la pareja formada por Pedro y Ele-na.

Pedro se daba cuenta de que era el centro dela atención general y se sentía contento y cohi-bido. Encontrábase en el estado de un hombreabstraído en una ocupación. No veía nada cla-ramente. No comprendía nada. A veces, tansólo momentáneamente y de una forma impen-sada, algunas dispersas ideas atravesaban suespíritu y de la realidad se destacaban única-mente algunas impresiones. «Así, pues, todo seha acabado... ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo tandeprisa? Ahora comprendo que no es por ellasola, ni por mí solo, por lo que esto deba de

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llevarse a cabo forzosamente, sino también portodo.. A todos les pertenece también un pocoesto. Todos están convencidos de que esto hade ser, que no puedo engañarlos. Pero ¿cómoserá? No lo sé, pero será», pensaba Pedro, con-templando los hombros que resplandecían almismo nivel de sus ojos.

De pronto, una voz conocida se deja oír y ledice dos veces la misma cosa. Mas Pedro estátan absorto que no sabe lo que le dicen.

- Te pregunto cuándo has recibido carta deBolkonski -repitió por tercera vez el príncipeBasilio-. ¿Estás distraído, hijo mío?

El príncipe Basilio sonrió, y Pedro se diocuenta de que todos le sonreían, y a Elena tam-bién. «Bien, si todos lo saben, es que es ver-dad», se decía. Y sonrió con su dulce sonrisa deniño. También sonreía Elena.

- ¿Cuándo la has recibido? ¿Es de Olmutz? -repitió el Príncipe, que daba a entender quetenía necesidad de aquellos datos para resolverla cuestión.

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«Parece mentira que piensen y hablen de estatontería», pensó Pedro. Y luego, en voz alta,suspirando, dijo:

- Sí, de Olmutz.Después de cenar, detrás de todos, Pedro

acompañó a su dama al salón. Los invitadoscomenzaron a despedirse. Algunos se marcha-ron sin decir adiós a Elena. Otros, que no quer-ían molestarla en su seria preocupación, seacercaban a ella un momento y se alejaban in-mediatamente, prohibiéndole que les acompa-ñara.

- Supongo que la puedo felicitar - dijo AnaPavlovna a la Princesa, besándola efusivamente-. Si no tuviera jaqueca, me quedaría.

La Princesa no dijo nada. Sentíase atormenta-da, impaciente con la felicidad de su hija.

Mientras salían los invitados, Pedro quedóalgún tiempo solo con Elena en la salita dondese habían refugiado. Durante aquel último messe había encontrado solo frecuentemente conella, pero nunca le había hablado de amor.

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Ahora comprendía que era necesario, pero nopodía decidirse a dar este último paso. Se aver-gonzaba y suponía que al lado de Elena ocupa-ba un lugar que no le correspondía en modoalguno. «Esta felicidad no es para ti - le decíauna voz interior -. Es una felicidad para aque-llos que carecen de lo que tú tienes.» Pero habíaque decir algo y comenzó a hablar. Le preguntósi estaba contenta de aquella velada. Ella, comosiempre, respondió con sencillez, diciendo queaquella fiesta había sido para ella una de lasmás agradables.

Quedaban en la sala todavía algunos parien-tes próximos. El príncipe Basilio se acercó aPedro caminando perezosamente. Pedro selevantó y dijo que era demasiado tarde. Elpríncipe Basilio le miró severamente, con untono interrogador, como si aquellas palabrasfuesen tan extrañas que no valiese la pena escu-charlas. Pero enseguida desapareció la expre-sión de severidad, y el príncipe Basilio cogió la

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mano de Pedro y le obligó a sentarse, sonrién-dole tiernamente.

- Bien, Lilí - dijo inmediatamente a su hija,con ese tono negligente y de habitual cariciaque adoptan los padres para hablar con sushijos, pero que en el príncipe Basilio no habíallegado a exteriorizarse sino a fuerza de imitara los demás padres. Le pareció que el Príncipeestaba contuso.

Esta turbación del viejo hombre de mundo leimpresionó. Se volvió a Elena y ella tambiénpareció confusa. Con su mirada parecía decirle:«Usted tiene la culpa.»

«Éste es el momento de dar el salto. Pero nopuedo, no puedo», pensó Pedro. Y de nuevocomenzó a hablar de cosas indiferentes. Cuan-do el príncipe Basilio entró en el salón, la Prin-cesa hablaba en voz baja con una señora ancia-na. Hablaba de Pedro.

- Sí, sin duda es un partido muy brillante, pe-ro la felicidad, amiga mía...

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- Los matrimonios se hacen en el cielo - repu-so la señora de edad.

El príncipe Basilio, como si no hubiese oído alas dos señoras, se dirigió al rincón más distan-te y se sentó en el diván. Cerró los ojos y pare-ció adormecerse. Cabeceó y se despertó.

- Alina, ve a ver qué hacen - dijo a su mujer.La Princesa se acercó a la puerta. Pasó ante

ella con aire importante e indiferente y echóuna ojeada a la salita. Pedro y Elena, sentadosen el mismo sitio, hablaban.

- Todo igual por ahora - le dijo a su marido.El príncipe Basilio arrugó las cejas, dilató una

de las comisuras de sus labios, le temblaron lasmejillas con una expresión tosca y molesta y,estirándose, se levantó, irguió la cabeza y conresuelto paso cruzó ante las damas y entró en lasalita. Se acercó a Pedro con paso rápido y ale-gre semblante. La cara del Príncipe era tan ex-traordinariamente solemne que Pedro, al verle,se levantó atemorizado.

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- Que Dios sea loado - dijo el Príncipe -. Mimujer me lo ha contado todo - y con una manocogió a Pedro y con la otra a su hija-. Amigomío, Lilí, estoy muy contento, muy contento. -Le temblaba la boca -. Quería mucho a tu pa-dre, y ella será una buena esposa para ti. QueDios os bendiga. - Besó a su hija y después besóa Pedro con su apestosa boca. Por las mejillas leresbalaban las lágrimas -. Princesa, ven - gritó.

La Princesa entró y lloró también. La señorade edad se secaba los ojos con el pañuelo. Pedrofue besado y besó muchas veces la mano deElena. Al cabo de algunos instantes los dejaronsolos.

«Esto había de ocurrir así. No podía ser deotro modo - pensó Pedro -. Por eso no hay quepreguntar si está bien o mal. Está bien porqueha terminado y porque me ha quitado de enci-ma la duda que me trastornaba.»

Silencioso, había cogido la mano de su pro-metida y contemplaba su espléndido seno, quese agitaba suavemente.

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-Elena - dijo en alta voz.Y se detuvo. «En estos casos hay que decir al-

go especial», pensó. Pero no podía acordarse delo que se decía en semejantes casos.

- Te quiero - dijo, acordándose de pronto. Pe-ro estas palabras le parecieron tan tontas que seavergonzó de sí mismo.

Mes y medio más tarde estaba casado y era elposeedor feliz - así lo decían - de una mujerhermosísima y de varios millones. Se instaló enSan Petersburgo, en la enorme y ya renovadacasa del conde Bezukhov.

IIIEn diciembre de l805, el viejo príncipe Ni-

colás Andreievitch Bolkonski recibió una cartadel príncipe Basilio anunciándole su llegada yla de su hijo.

«Salgo de inspección y será para mí un placerdesviarme de mi camino para visitar a mi que-rido bienhechor - escribía -. Me acompañará mihijo Anatolio. Va a incorporarse al ejército y

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espero que le permitirá usted expresar perso-nalmente el profundo respeto que, al igual quesu padre, le profesa.»

- ¡Vaya! Veo que no hay necesidad de sacar aMaría al escaparate. Los pretendientes vienen aella - dijo imprudentemente la princesa menorcuando tuvo noticia de la carta.

El príncipe Nicolás Andreievitch frunció elentrecejo y no dijo una sola palabra.

El día de la llegada del príncipe Basilio, elpríncipe Nicolás se mostró menos tratable y depeor humor que nunca. ¿Estaba de mal humora consecuencia de la llegada, o bien le disgusta-ba ésta a causa de su mal humor?

Antes de comer, la princesa María y made-moiselle Bourienne, sabiendo que el Príncipeestaba malhumorado, le esperaban de pie. Ma-demoiselle Bourienne tenía una cara resplande-ciente que decía: «No sé nada. Soy la misma desiempre.» La Princesa estaba pálida, atemori-zada, con los ojos bajos.

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Para la princesa María, lo más penoso era sa-ber que en casos como aquél convenía obrarcomo mademoiselle Bourienne, pero no podía.«Si pretendo no darme cuenta, creerá que nome intereso por sus disgustos - pensaba -. Si meentristezco, dirá, como ha sucedido ya en otrasocasiones, que parece que voy a un entierro.»

El Príncipe miró a la asustada cara de su hijay resopló.

- O es tímida o es tonta - dijo. «También a laotra se lo habrá contado», pensó, refiriéndose asu nuera, que no estaba en el comedor-. ¿Dóndeestá la Princesa?-preguntó -. ¿Se esconde?

- No se encuentra muy bien - replicó made-moiselle Bourienne con una alegre sonrisa -.Dice que no saldrá. Claro, en su situación, secomprende...

- ¡Hum! ¡Bah, bah! - dijo el Príncipe sentándo-se a la mesa. Vio que el plato no estaba dema-siado limpio, señaló en él una mancha y lo tiró.Tikhon lo cogió al vuelo y lo devolvió a la coci-na.

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La Princesa no estaba indispuesta, pero teníatanto miedo al Príncipe que, al saber que noestaba de buen humor, decidió no moverse dela habitación.

- Tengo miedo por el niño - dijo a mademoi-selle Bourienne -, y Dios sabe qué consecuen-cias podría tener una impresión de terror.

Normalmente, la pequeña Princesa vivía enLisia-Gori con un perpetuo sentimiento demiedo y de antipatía hacia el viejo Príncipe,sentimiento del cual ni ella misma se dabacuenta, porque el terror que la dominaba eratan imperioso que ni le dejaba ánimos para sen-tirlo. También por parte del Príncipe se daba laantipatía, pero sofocada por el desdén.

La persona a quien más amaba la pequeñaPrincesa en Lisia-Gori era mademoiselle Bou-rienne. Estaba constantemente con ella, la hacíadormir en su habitación y frecuentemente lehablaba de su suegro, criticándolo.

- Vienen huéspedes, Príncipe - dijo mademoi-selle Bourienne desdoblando con sus pequeñas

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manos rosadas la servilleta blanca -. Según heoído decir, Su Excelencia el príncipe Kuraguiny su hijo, ¿no es verdad? -preguntó con anima-ción.

- ¡Hum! Esta Excelencia es un... Soy yo quienle ha dado la carrera - dijo, ofendido -. ¿Y porqué el hijo? No lo comprendo. La princesa Isa-bel Karlovna y la princesa María quizá lo se-pan. No sé por qué trae a su hijo. Por mí, podríaevitárselo - y miró a su hija, que estaba comple-tamente sofocada -. ¿No te encuentras bien? -preguntó ----. ¿Te da miedo el ministro, comoha dicho el imbécil de Alpotitch?

- No, papá.Aun cuando mademoiselle Bourienne no hab-

ía tenido apenas habilidad para elegir la con-versación, no se detuvo y siguió hablando delos invernaderos, de la belleza de las plantasnuevas, y el Príncipe, después de la sopa, secalmó bastante. Después de comer subió a ver asu nuera. La pequeña Princesa estaba sentadaante la mesita y hablaba con Macha, su donce-

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lla. Al ver a su suegro palideció. Había cambia-do mucho. Casi se había afeado. Sus mejillasestaban fláccidas y el labio superior se le habíalevantado aún más. Estaba muy ojerosa.

- ¿No necesitas nada? - le preguntó el Prínci-pe.

- No, gracias, papá.- Bien, está bien.El príncipe Basilio llegó al anochecer. Los co-

cheros y la servidumbre de la casa fueron arecibirle a la avenida y condujeron los carros yel trineo al pabellón, recorriendo el camino cu-bierto expresamente de nieve. Las habitacionespara el príncipe Basilio y Anatolio estaban yapreparadas.

Anatolio; a medio vestir, estaba sentado antela mesa, en uno de cuyos ángulos tenía fija lamirada de sus bellos y grandes ojos, con unasonrisa distraída. Consideraba su vida como unplacer ininterrumpido que alguien, sin saberpor qué, se preocupaba de proporcionarle. Enaquella ocasión había considerado su viaje a la

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casa del viejo cascarrabias y de su rica y fea hijacomo una consecuencia de ello.

Según su forma de proceder, todo esto podíaser muy divertido. «¿Por qué no he de casarmecon ella si es rica? -pensaba-. El dinero no es-torba nunca.» Se afeitó, se perfumó con sumocuidado, con el refinamiento de costumbre, yentró en la habitación de su padre con aquellaespecial expresión suya de buen chico conquis-tador y con su hermosa cabeza erguida. Elpríncipe Basilio se dejaba vestir por dos cria-dos, mirando con animación en torno suyo, ycuando su hijo entró, le saludó alegremente,como queriendo decir: «Precisamente. Me con-viene que te presentes así.»

-Papá, dejémonos de bromas. ¿Es de veras tanfea? -preguntó Anatolio, como si continuaseuna conversación comenzada distintas vecesdurante el camino.

- Calla. No digas tonterías. Procura ser respe-tuoso y juicioso ante el Príncipe.

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- Si me recibe mal, me marcharé - dijo Anato-lio -. Detesto a estos esperpentos.

- Recuerda lo que te juegas en esto.Mientras tanto, en la habitación de las jóvenes

no solamente se sabía la llegada del ministro yde su hijo, sino que detalladamente se conocíasu exterior. La Princesa, sola en sus habitacio-nes, se esforzaba inútilmente en dominar laemoción que se había apoderado de ella.

La Princesa menor y mademoiselle Bouriennehabían ya recibido de Macha, la camarera, to-das las informaciones necesarias: que el hijo delministro era un guapo mozo; que el padre, congrandes fatigas, arrastraba los pies por la esca-lera, y que él, listo como una ardilla, subía losescalones de tres en tres. Con todas estas noti-cias, la Princesa y mademoiselle Bourienne, aquien María oía cuchichear en el pasillo, entra-ron en la habitación de la Princesa.

- ¿Ya sabes que han llegado, María? -dijo laPrincesa balanceándose y dejándose caer pesa-damente sobre una silla. No vestía ya la blusa

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que se había puesto por la mañana, sino uno desus más elegantes trajes. Se había peinado cui-dadosamente y en la cara le resplandecía laanimación, que, a pesar de todo, no podía di-simular sus rasgos fatigados y laxos. Vestidacon aquel traje, que ordinariamente llevaba ensociedad en San Petersburgo, era todavía másvisible su afeamiento.

El vestido de mademoiselle Bourienne habíasido igualmente sometido a una discreta refor-ma, que realzaba el atractivo de su lindo y fres-co rostro.

-Te cambiarás de traje, ¿no?-preguntó Lisa.La princesa María no contestó. Poco después

volvió a quedar sola. No accedió al deseo de sucuñada, y no sólo no cambió de peinado, sinoque ni siquiera se miró al espejo. Con los ojos ylos brazos bajos, se sentó abatida y pareció abs-traerse. Se le iba a presentar a un esposo, a unhombre, a una criatura fuerte, poderosa, in-comprensible, atractiva, que la transportaba depronto a su mundo, completamente distinto y

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feliz. Luego, pegado a su pecho, veía a «su»hijo, tal como el día anterior había visto a unoen casa de la hija de su nodriza. Luego, el ma-rido a su lado, mirando tiernamente a la madrey al hijo.

«No, es imposible. Soy demasiado fea»,pensó.

- El té está servido. El Príncipe no tardará envenir - dijo tras la puerta la voz de la doncella.

María se despertó, asustada, de sus pensa-mientos. Antes de bajar se dirigió a su oratorioy posó su mirada en una imagen del Salvadoriluminada por una lámpara. Quedóse así unmomento, con las manos juntas. A la Princesa,algo se le clavaba en el alma. La alegría delamor, del amor terrenal hacia un hombre, leestaba reservada. En sus fantasías sobre el ma-trimonio, la princesa María veía la felicidad dela familia, los hijos; pero su sueño más fuerte, elmás oculto, era el amor terreno. Procuraba es-conder ese sentimiento a los demás y a ellamisma, tan vivo lo sentía en su interior.

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« ¡Dios mío! - se decía -. ¿Cómo he de hacerpara arrancarme del corazón estos satánicospensamientos? ¿Qué he de hacer para dejarpara siempre estos malos deseos y cumplirfácilmente Tu voluntad?» Inmediatamente di-rigía esta súplica a Dios. Dios le respondía desdelo más hondo de su corazón: «No quieras nadapara ti. No busques nada. No te enardezcas. Nodesees nada. Haz por ignorar el porvenir de loshombres y tu destino. Vive dispuesta a todo. SiDios quiere ponerte a prueba con los deberesdel matrimonio, estate pronta a hacer Su SantaVoluntad.»

Con este pensamiento tranquilizador, perotambién con la esperanza de su sueño terrenalprohibido, la princesa María se santiguó, suspi-rando, y bajó sin acordarse del peinado ni delvestido ni preocuparse de la forma en que hab-ía de presentarse ni de lo que había de decir.¿Qué importancia podía tener todo esto con lapredicción de Dios, sin cuya voluntad no cae niun solo cabello de la cabeza del hombre?

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IVCuando la princesa María entró en el salón,

ya se encontraba en él el príncipe Basilio y suhijo, hablando con la Princesa menor y made-moiselle Bourienne. Cuando entró María, ca-minando, como de costumbre, pesadamente,apoyando todo el pie en el suelo, los señores ymademoiselle Bourienne se levantaron y la pe-queña Princesa, señalándola a los huéspedes,dijo:

- Ya está aquí María.María los vio a todos detalladamente. Se dio

cuenta de que la cara del príncipe Basilio, alverla, se entenebreció un momento y que in-mediatamente se aclaraba con una sonrisa. Sedio cuenta de que el rostro de la pequeña Prin-cesa trataba de leer curiosamente en el de losrecién llegados la impresión que María les hab-ía producido. Se dio cuenta de que mademoise-lle Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y sumirada más animada que nunca, se había fijado

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en «él». Pero ella no podía verlo. Advirtió tansólo una cosa grande, clara, bella, que se acer-caba a ella al entrar. El primero que se leaproximó fue el príncipe Basilio. María besó lacabeza calva que se inclinaba hacia su mano y asu saludo repuso que se acordaba muy bien deél. Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio.Continuaba no viéndolo. Sentía únicamenteuna mano suave que estrechaba fuertemente lasuya. Vio tan sólo la frente blanca sobre la cualbrillaban unos hermosos cabellos rubios.Cuando él miró, su belleza la entristeció.

-Por ahora, querido Príncipe, le tendremos austed con nosotros - dijo la Princesa, en francés,al príncipe Basilio -. No ocurrirá lo mismo quedurante las veladas de Anuchtka, de dondesiempre se escapaba. ¿Recuerda usted a nuestraquerida Anuchtka?

- ¡Ah! Supongo que no comenzará usted a po-litiquear como Anuchtka.

- ¿Y nuestra mesa de té?- ¡Oh, sí!

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- ¿Por qué no iba usted a casa de Anuchtka? -preguntó a Anatolio la princesa Lisa -. Ya lo sé,ya lo sé -dijo guiñando un ojo-. Su hermanoHipólito me ha hablado de sus aventuras. ¡Oh!-y le amenazaba con el dedo -. Ya conozco susaventuras en París.

- ¿Hipólito no te contaba nada? - dijo elpríncipe Basilio dirigiéndose a su hijo y cogien-do la mano de la Princesa, como si ésta quisieraescaparse y él la retuviese -. ¿No te contabacómo él, Hipólito, se enamoraba de la encanta-dora Princesa, y cómo la encantadora Princesase lo quitaba de encima? ¡Oh, es la perla de lasmujeres! - dijo, dirigiéndose a la Princesa.

Por su parte, mademoiselle Bourienne, encuanto oyó la palabra París, no pudo evitar elmezclar sus recuerdos personales con la con-versación. Se permitió preguntar si hacía mu-cho tiempo que Anatolio estaba fuera de la ciu-dad, y qué le parecía París. Anatolio contestócon gusto, y, sonriendo y comiéndosela con losojos, le habló de su patria. En cuanto vio a la

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linda parisiense, Anatolio dedujo que en Li-sia-Gori se podría pasar un buen rato. «Estaseñorita de compañía no está mal, nada mal.Supongo que ella, cuando se case, continuaráteniéndola. La pequeña es muy linda», pensa-ba.

El viejo príncipe Nicolás entró en el salón conpaso resuelto. Dirigió una mirada en torno su-yo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la pe-queña Princesa, de los lazos de mademoiselleBourienne y las sonrisas de ésta y Anatolio ydel aislamiento de su hija, extraña en la conver-sación general, pensó, mirándola con cólera:«Se ha vestido como un mamarracho. ¿No le davergüenza? Ni él mismo la mira.» Se acercó alpríncipe Basilio.

- Buenos días - dijo -. Estoy muy contento deverlos.

-Para un buen amigo, unas cuantas verstas noson un trastorno - dijo el príncipe Basilio,hablando rápidamente, con aplomo y familia-ridad -. Le presento a usted a mi hijo menor.

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¿Puedo atreverme a esperar que le acogerá gus-tosamente?

El príncipe Nicolás miró a Anatolio.- Un buen mozo - dijo -. Bien, abrázame - y le

ofreció la mejilla.Anatolio besó al viejo y le miró con curiosi-

dad perfectamente tranquila, esperando de éluna de aquellas originalidades que su padre lehabía prometido.

El príncipe Nicolás se sentó en su lugar habi-tual, en el rincón del diván. Acercó la silla des-tinada al príncipe Basilio y, señalándola, co-menzó a interrogarle sobre las cuestiones polí-ticas y las últimas noticias. Parecía que escu-chase con atención el relato del príncipe Basilio,pero no separaba la mirada de su hija, a la quese acercó para decirle:

- Te has endomingado para los huéspedes,¿no? Me gusta, me gusta mucho. Para los hués-pedes te has vestido como una muñeca, pero teadvierto delante de los huéspedes que no lohagas nunca más sin mi permiso.

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- Papá, yo tengo la culpa - dijo, ruborizándo-se, la pequeña Princesa.

- Tú eres libre de hacer lo que te parezca - dijoel príncipe Nicolás inclinándose ante su nuera-, pero ella no tiene ninguna necesidad de des-figurarse sin motivo. Ya es bastante fea - y vol-vió a sentarse en su sitio, sin prestar ningunaatención a su hija, que estaba a punto de llorar.

- Al contrario, este peinado le sienta muy bien- intervino el príncipe Basilio.

-Bien, querido joven Príncipe-dijo el príncipeNicolás dirigiéndose a Anatolio-. Ven aquí.Hablemos. Trabemos amistad.

«Va a comenzar la farsa», pensó Anatolio. Y,sonriendo, se sentó al lado del viejo Príncipe.

- Bien, querido, según me han dicho, te haseducado en el extranjero. Veo que no has sidocomo los otros, como tu padre y yo, a quienesun sacristán enseñó a leer y a escribir. Dime,¿sirves en la Guardia Montada? - y miraba aAnatolio fijamente.

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- No. Sirvo en el ejército regular - repuso Ana-tolio, que a duras penas contenía la risa.

- ¡Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieresservir al Emperador y a la patria. Estamos enguerra. Un chico como tú ha de cumplir su de-ber. ¿Estás en activo?

- No, Príncipe. Nuestro regimiento ha mar-chado ya, y yo estoy agregado... ¿A qué estoyagregado? - preguntó, riendo, Anatolio.

-Buen servicio. «¿A qué estoy agregado?» ¡Ja,ja, ja!

El príncipe Nicolás reía y Anatolio reía aúnmás que él. De pronto, el príncipe Nicolás frun-ció el entrecejo.

- Bien, ya puedes irte.Anatolio sonrió y volvió al grupo de las da-

mas.- Le has educado en el extranjero, ¿verdad? -

dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose al príncipeBasilio.

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- He hecho todo lo que he podido. He de re-conocer que la educación en el extranjero esmucho mejor que en nuestro país.

- Sí, hoy, claro. Todo, según la moda deltiempo. Un buen chico, un buen chico... ¡Vaya!Vamos arriba.

Cogió al príncipe Basilio y lo llevó al taller.En cuanto se encontraron solos, el príncipe

Basilio expuso sus pretensiones al príncipe Ni-colás.

- ¿Qué crees? - dijo, molesto -. ¿Crees que latengo presa, que no puedo separarme de ella?La gente lo supone - añadió encolerizado -. Pormí, mañana mismo, únicamente quisiera cono-cer más a mi yerno. Ya sabes mis principios.Las cartas boca arriba. Mañana, ante ti, le pre-guntaré si está conforme. Si dice que sí, se que-dará aquí algún tiempo. Después, ya vere-mos.-El Príncipe resopló -. Que se case. Me tie-ne sin cuidado - gritó, con aquella voz pene-trante con que se había despedido de su hijo.

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-Príncipe, hay que reconocer que sabe ustedapreciar a los hombres enseguida - dijo elpríncipe Basilio con el tono del hombre que seha convencido de la inutilidad de su picardíaante la perspicacia de su interlocutor -. Anato-lio, realmente, no es un genio, pero es un chicocorrecto y bueno. Y muy buen hijo.

- Está bien, está bien. Ya veremos.Después del té pasaron todos al salón de

música, y la Princesa fue invitada a tocar elclavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, allado de mademoiselle Bourienne, y sus risue-ños ojos contemplaban a la princesa María, que,aterrorizada y alegre, sentía sobre sí aquellamirada. Su sonata predilecta la transportaba almundo de la poesía más íntima, y la miradabajo la cual se sentía añadía a este mundo unapoesía mayor aún. La mirada de Anatolio, apesar de haberse fijado en ella, nada tenía quever con la Princesa; estaba pendiente del pe-queño pie de mademoiselle Bourienne, que enaquel momento tocaba él con el suyo por deba-

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jo del clavecín. Mademoiselle Bourienne mirabatambién a la Princesa, que igualmente leyó ensus hermosos ojos una nueva expresión dealegría temerosa y de esperanza.

«¡Cómo me quiere esta muchacha! ¡Qué felizsoy en este momento, y qué feliz puedo ser conuna amiga y un marido así! Pero ¿es un mari-do?», pensó la Princesa, no atreviéndose a mi-rarle a la cara y sintiendo constantemente sumirada sobre sí.

Por la noche, cuando, después de la cena, sedispersó la reunión, Anatolio besó la mano dela Princesa. Ella no sabía cómo tomar aquellaaudacia. Pero miró fijamente al bello rostro quese ofrecía a sus miopes ojos. Después Anatoliose acercó para besar la mano de mademoiselleBourienne. Esto era una inconveniencia, pero lohacía con tanta sencillez y con tanto aplomo...La muchacha se ruborizó y miró con terror a laPrincesa.

«¡Qué delicadeza! ¿Por ventura, Amelia-era elnombre de mademoiselle Bourienne-cree que

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estoy celosa y que no sé comprender la purezade su afecto por mí?», pensó la Princesa, y seacercó a mademoiselle Bourienne y la besófuertemente. Anatolio se aproximó a la peque-ña Princesa para besarle la mano.

- No, no, no. Cuando su padre me escriba di-ciéndome que se porta usted bien, le dejarébesarme la mano. Antes no - y levantando suminúsculo dedo salió sonriendo de la habita-ción.

VAun cuando Anatolio y mademoiselle Bou-

rienne no hubieran tenido explicación alguna,habíanse entendido por completo. Habíancomprendido que tenían muchas cosas quedecirse en secreto, y por eso buscaban la opor-tunidad de tener una conversación a solas.Mientras la Princesa dejaba pasar la hora acos-tumbrada en el taller de su padre, mademoise-lle Bourienne veíase con Anatolio en el jardínde invierno. Aquel día, la princesa María

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acercóse a la puerta del taller con un sentimien-to especial. Le parecía que no solamente sabíantodos que había de decidirse aquel día su suer-te, sino que todos sabían también qué pensaba:leyó esto en la expresión del rostro de Tikhon yen la del criado del príncipe Basilio, con quiense cruzó en el corredor cuando trasladaba elagua caliente a su amo, saludándola con unainclinación de cabeza. Aquella mañana, el viejoPríncipe se encontraba extraordinariamenteamable y benévolo con su hija. Pero la princesaMaría conocía demasiado bien aquella acaricia-dora expresión. Era la misma que aparecía ensu semblante cuando apretaba con rabia lospuños porque la Princesa no entendía un pro-blema de aritmética. Se alejaba de ella y repetíamuchas veces las mismas palabras en voz baja.Inmediatamente comenzó la conversación,tratándola de «usted».

- Me ha sido hecha una petición para usted -dijo con una sonrisa poco natural-. Supongoque habrá adivinado que el príncipe Basilio no

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ha venido en compañía de su pupilo - no sesabe por qué, el Príncipe trataba a Anatolio depupilo - por mi cara bonita. Me han hecho unapetición para usted, y como ya conoce ustedmis principios, lo dejo para que usted mismaresuelva.

- ¿Cómo quiere que le entienda, papá? - dijola Princesa, que se ruborizaba continuamente.

- ¿Cómo? - gritó con cólera el Príncipe -. Elpríncipe Basilio cree que reúne usted toda clasede condiciones como nuera, y te pide en ma-trimonio para su hijo. Esto es lo que has decomprender. ¿Qué opinas de todo esto? Es loque te pregunto.

- No lo sé, papá. Usted mismo ha de decirlo -murmuró la princesa María.

- ¿Yo...? ¿Yo...? Déjame en paz. No soy yoquien ha de casarse. ¿Qué piensas? Esto es loque me interesa saber.

La Princesa comprendió que su padre habíarecibido aquélla petición con hostilidad, peroen aquel momento tuvo la idea de que su vida

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había de decidirse entonces o nunca. Bajó losojos con el deseo de no encontrarse con su mi-rada, bajo cuya influencia se sentía incapaz depensar y ante la cual no sabía hacer otra cosasino obedecer. Luego dijo:

- Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad. Perosi hubiese de manifestar mi deseo...-no pudoconcluir de hablar, porque el Príncipe la inte-rrumpió.

- Está bien - dijo -. Tomará tu mano, con tudote correspondiente, y con mademoiselle Bou-rienne. Ésta será la mujer, y tú... - El Príncipe sedetuvo, observando la impresión que estas pa-labras habían producido en su hija.

La Princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.- Bien, bien, ha sido una broma - dijo el

Príncipe -. Recuerda siempre que nunca memoveré de este principio: la mujer tiene dere-cho a elegir, y tú ya sabes que dispones de todala libertad. Acuérdate tan sólo de una cosa: deque de tu decisión depende la felicidad de tuvida. No has de preocuparte para nada de mí.

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La suerte de la Princesa se había decidido, yfelizmente. Pero la alusión a mademoiselleBourienne que había hecho su padre la aterro-rizaba. No era verdad, es cierto, pero hubiesesido horrible. No podía evitar pensarlo. Cami-naba mirando ante sí, a través del jardín deinvierno, sin ver ni oír nada, cuando, de pronto,el conocido murmullo de la conversación demademoiselle Bourienne la despertó de su en-simismamiento. Levantó los ojos y vio a Anato-lio abrazar a la francesa por la cintura, murmu-rando algo a su oído. Anatolio, con una expre-sión terrible en su hermoso rostro, se volvió a laprincesa María y momentáneamente soltó lacintura de mademoiselle Bourienne, que nohabía visto aún a la Princesa.

«¿Qué ocurre? ¿Qué quiere? Espere», parecíadecir el semblante de Anatolio.

La princesa María les miró en silencio. Nocomprendía lo que deseaba. Por último, ma-demoiselle Bourienne dio un grito y huyó. Ana-tolio saludó a la Princesa con una amable sonri-

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sa, como invitándola a que riera también deaquel extraño caso, y, encogiéndose de hom-bros, atravesó el umbral de la puerta que dabaal interior de la casa.

Una hora después, Tikhon fue en busca de laprincesa María, rogándole que subiera a lahabitación de su padre y añadiendo que elpríncipe Basilio estaba con él. Cuando Tikhonentró en la alcoba de la princesa María, éstahallábase sentada en el diván, estrechando en-tre sus brazos a mademoiselle Bourienne, quelloraba desconsoladamente. Acariciábale conternura la cabeza; los bellos, resplandecientes yserenos ojos de la Princesa miraban con ternuray con pasión el hermoso rostro de mademoise-lle Bourienne.

-No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afectopara siempre - dijo mademoiselle Bourienne.

- ¿Por qué? La quiero a usted más que nunca,y haré cuanto esté en mi mano por su felicidad- repuso la Princesa.

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-Pero me desprecia. Es usted tan pura que nopodrá comprender nunca este extravío de lapasión. ¡Ah! Sólo mi pobre madre...

- Lo comprendo - dijo la Princesa tristemente-. Cálmese, querida. Voy a ver a papá - y salió.

Cuando la princesa María fue al encuentro desu padre, el príncipe Basilio, con las piernascruzadas y la tabaquera en la mano, estaba sen-tado con una sonrisa de espera en los labios, yparecía extraordinariamente emocionado. Co-mo si tuviera miedo de enternecerse demasia-do, olió un polvo de rapé.

- ¡Ah, querida, querida! - dijo levantándose ycogiéndole ambas manos. Suspiró y continuóluego -: La suerte de mi hijo está en sus manos.Decídase, querida y dulce María, a quien siem-pre he querido yo como una hija.

Se alejó. En efecto, una lágrima temblaba ensus ojos.

El príncipe Nicolás murmuró algo ininteligi-ble.

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- El Príncipe - continuó después -, en nombrede su pupilo..., su hijo..., te pide en matrimonio.¿Quieres ser la mujer del príncipe Anatolio Ku-raguin? Contesta sí o no - exclamó -. Me reservomi parecer para más tarde. Sí, mi parecer y na-da más - añadió, dirigiéndose al príncipe Basi-lio en respuesta a su ansiedad -. ¿Sí o no?

-Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No se-parar jamás mi vida de la tuya. No quiero ca-sarme - dijo resueltamente, mirando con susclaros ojos al príncipe Basilio y a su padre.

- Tonterías, tonterías, tonterías... - exclamó elpríncipe Nicolás frunciendo el entrecejo. Cogióa su hija de la mano, la acercó hacia sí y no labesó, sino que únicamente acercó su frente a surostro y le estrechó con tal fuerza la mano que ala Princesa se le escapó un grito. El príncipeBasilio se levantó.

- Querida Princesa. He de decirle que no ol-vidaré nunca, nunca, este momento. No obstan-te, ¿no nos dará usted un poco de esperanza deque su corazón, tan bueno y tan generoso, se

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incline alguna vez? Diga usted que tal vez... Eltiempo nos guarda tantas sorpresas... Diga us-ted... ¡Quién sabe!

- Príncipe, lo que he dicho es todo lo que hayen mi corazón. Le agradezco el honor que mehace con su petición, pero no seré nunca la mu-jer de su hijo.

- Bien, esto ha terminado, amigo mío. Estoymuy contento de verte, muy contento. Vete,Princesa - dijo el viejo Príncipe -. Estoy muycontento de verte - repitió al príncipe Basilio,abrazándole.

«Mi vocación es otra - pensaba la princesaMaría -. Mi vocación es ser feliz con la felicidadde los demás. Mi felicidad es la felicidad delsacrificio, y cueste lo que cueste haré la dichade la pobre Amelia. ¡Le quiere tanto! Está real-mente enamorada. Haré cuanto pueda por con-certar su matrimonio con él. Si no es rica, yo ledaré todo lo necesario. Se lo pediré a mi padre.Le imploraré a mi hermano. Se considerará tanfeliz siendo su mujer... Es tan desgraciada... Se

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encuentra en un país extranjero, sola, sin nadieque la ayude. ¡Dios mío! ¡Con qué pasión ha dequererlo, habiéndose olvidado de tantas cosashasta ese punto! Quién sabe si yo hubierahecho lo mismo que ella.»

VIEl día l6 de noviembre de l805, al despuntar

el alba, el escuadrón de Denisov, al cual perte-necía Nicolás Rostov y que formaba parte deldestacamento del príncipe Bagration, dejó elcampamento para marchar a la línea de fuego,como se decía. Se paró en medio de la carretera,a una versta de distancia aproximadamente delos otros escuadrones, que le precedían. Rostovvio desfilar a los cosacos, al primer y segundoescuadrón de húsares, a los batallones de infan-tería, junto con la artillería; vio luego pasar acaballo a los generales Bagration y Dolgorukov,ayudantes de campo. Todo el miedo que habíapasado en el frente la otra vez, toda la luchainterior por dominarse, todos los sueños de

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distinguirse como húsar habían sido vanos. Suescuadrón quedaba en reserva y Nicolás Rostovpasó el día aburrido y adormilado.

A las nueve de la mañana oyó las descargas,los gritos de triunfo, vio heridos - no muchos -que eran retirados, y, por fin, a un centenar decosacos que conducían a un destacamento ente-ro de caballería francesa hecho prisionero. Evi-dentemente, la acción había terminado. No tu-vo una gran importancia, pero resultó feliz paralos rusos. Los soldados y los oficiales que volv-ían hablaban de una brillante victoria, de latoma de Vischau, de la captura de un es-cuadrón entero. Después de la ligera helada dela noche, el tiempo se había aclarado y el ra-diante brillo de aquel día de otoño coincidíacon la nueva de la victoria, que confirmaban nosolamente el relato de los que habían tomadoparte en la acción, sino también la expresiónalegre de las caras de todos los demás soldados,de los oficiales, de los generales, de los ayudan-tes de campo, que pasaban y volvían a pasar

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ante Rostov. Para Nicolás, la cosa era tanto másdolorosa cuanto que había sentido el miedo queprecede a las batallas sin haber recogido luegoninguna de las alegrías del triunfo.

- Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentarlas penas - le gritó Denisov, instalándose en lacuneta del camino ante la botella y fiambres.Los oficiales hicieron coro a su alrededor y sepusieron a hablar mientras comían.

- ¡Mirad, todavía traen a otro! - exclamó unode los oficiales señalando a un dragón francésque dos cosacos conducían a pie. Uno de loscosacos traía sujeto por la brida a un caballofrancés de excelente estampa: el del prisionero.

- ¡Véndeme el caballo! - gritó Denisov al cosa-co.

- Si lo deseáis; Excelencia...Los oficiales se levantaron y rodearon a los

cosacos y al prisionero francés. El dragón eraun joven alsaciano que hablaba francés conacento alemán. Con el rostro encendido por laemoción, que le ahogaba, al oír hablar francés,

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empezó a hablar rápidamente a los oficiales,dirigiéndose tan pronto al uno como al otro.Explicaba cómo le habían cogido, afirmandoque no era suya la culpa, sino del cabo que lehabía enviado a buscar los atalajes; él ya habíaanunciado que los rusos se encontraban cerca.Entre palabra y palabra, añadía: «Sobre todo,no hagáis daño al caballo.» Y lo acariciaba. Sal-taba a la vista que no sabía dónde se encontra-ba. Se excusaba por haberse dejado coger y,creyéndose tal vez delante de sus superiores,trataba de hacer valer su exactitud de soldado yla atención que prestaba al servicio. Aquel in-dividuo traía a la retaguardia rusa la atmósferadel ejército francés, tan extraña para los rusos.

Los cosacos vendían el caballo por dos luises,y Rostov, que había recibido dinero y era elmás rico del grupo, lo compró.

- Sobre todo, que no hagan daño al caballo -dijo ingenuamente el alsaciano a Rostov al serleentregado el caballo a éste.

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Rostov, sonriente, tranquilizó al dragón y ledio algún dinero.

- ¡Vamos, vamos! -dijo el cosaco, empujandocon la mano al prisionero para que caminara.

- ¡El Emperador, el Emperador! - oyeron gri-tar de pronto los húsares.

Todos empezaron a moverse, echaron a co-rrer, y Rostov vio avanzar por la carretera aunos cuantos jinetes con plumeros blancos. Enun abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos suspuestos y quedaron esperando.

Rostov no se dio cuenta de cómo había llega-do a su puesto y montado a caballo. El disgustoque sentía por no haber intervenido en la ac-ción, el mal humor que le producía el encon-trarse siempre con las mismas personas, todossus pensamientos egoístas, se desvanecieroninstantáneamente. Su atención estaba absorbidapor la felicidad que le producía la presencia delEmperador. Esta felicidad le compensaba concreces del aburrimiento de todo el día. Sentíasefeliz como el enamorado que ha obtenido la

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entrevista deseada. Inmóvil en la fila, sin atre-verse a mover la cabeza, sentía «su» proximi-dad gracias a una especie de instinto apasiona-do y no por el ruido que producían los cascosde los caballos que se acercaban; la percibíaporque al mismo tiempo que se iban acercandotodo se volvía más alegre, más importante, mássolemne. A medida que el sol avanzaba, de-rramando a su alrededor un rayo de luz suave,majestuosa, sentíase aprisionado por aquel rayoy oía su voz acariciadora, tranquila, augusta yquerida. Y cuando Rostov comprendió que seencontraba allí hízose un silencio de muerte yen medio de aquel silencio dejóse oír la voz delEmperador.

- ¿Los húsares de Pavlogrado? - preguntó.- A la reserva, Sire - replicó una voz cualquie-

ra de timbre muy humano comparada conaquella sobrehumana que había dicho: «¿Loshúsares de Pavlogrado?»

El Emperador se detuvo cerca de Rostov. Elrostro de Alejandro resplandecía. Era tanta la

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alegría que brillaba en él, tal la inocente juven-tud qué transparentaba, que recordaba la ex-presión de un muchacho de catorce años; peroademás poseía el fuego del rostro de un granemperador. Al recorrer el escuadrón con la mi-rada, sus ojos tropezaron por casualidad conlos de Rostov, y permanecieron fijos en ellosescasamente dos segundos. El Emperadorcomprendió lo que sucedía en el ánimo de Ros-tov - éste pensó que lo había comprendido -,pero sólo durante dos segundos permanecieronsus azules ojos, de los que brotaba una luz sua-ve, cenicienta, fijos en el rostro de Rostov.

A continuación arqueó las cejas. Haciendo unbrusco movimiento, espoleó su caballo con elpie izquierdo y salió al galope. El joven Empe-rador deseaba asistir al combate y, no obstantelas observaciones de los cortesanos, a mediodíagalopó hacia las avanzadillas, dejando atrás latercera columna, que le acompañaba. Antes dellegar adonde estaban los húsares, algunos

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ayudantes de campo le dieron la noticia delfeliz término de la acción.

El combate, que se redujo a la captura de unescuadrón francés, fue presentado como unabrillante victoria sobre el enemigo, y ésta fue lacausa de que el Emperador, y con él todo elejército, creyeran, hasta que el humo de lapólvora no se hubo disipado, que los franceseshabían sido vencidos y retrocedían a marchasforzadas. Minutos después de haber pasado elEmperador, la división de húsares de Pavlo-grado recibió órdenes de avanzar. Rostov vol-vió a ver al Emperador en Vischau, un puebloalemán. En la plaza del pueblo, donde antes dela llegada del Emperador había habido un duroencuentro, se veían algunos soldados heridos ymuertos que aún no habían sido retirados.

El Emperador, rodeado por su séquito military civil, montaba un alazán; ligeramente incli-nado hacia delante, llevó los lentes de oro a losojos con gesto gracioso para mirar a un soldadotendido en el suelo, que había perdido el casco

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y tenía la cabeza llena de sangre. El herido es-taba tan sucio, su aspecto era tan grosero, queRostov extrañóse de que pudiera estar tan cercadel Emperador. Rostov observó que los hom-bros del Emperador temblaban, al parecer bajola influencia del frío, y que con el pie izquierdoespoleaba nerviosamente el flanco del caballo,que, habituado a tales espectáculos, contem-plaba al herido indiferente y sin moverse. Unayudante de campo apeóse de su caballo, cogióal herido por los sobacos y le instaló en unacamilla.

El soldado gemía.- Más despacio, más despacio. ¿No puede

hacerse más despacio? - dijo el Emperador,quien parecía sufrir más que el soldado agoni-zante.

Acto seguido se alejó de allí.Rostov vio que el Emperador tenía los ojos

llenos de lágrimas, y, mientras se iba, oyó quedecía a Czartorisky:

- ¡Qué cosa más terrible es la guerra!

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Las tropas de vanguardia formaban delantede Vischau, frente a un enemigo que durantetodo el día no hacía otra cosa que ceder terrenoa la más pequeña escaramuza. Las felicitacionesdel Emperador fueron transmitidas a la van-guardia; prometiéronse condecoraciones, y lossoldados recibieron doble ración de aguardien-te. Las hogueras brillaban mucho más que lanoche anterior, y en torno a ellas resonaban lascanciones de los soldados. Denisov celebrabaaquella noche su ascenso a comandante, y Ros-tov, que había bebido más de la cuenta duranteel banquete, propuso que se brindase a la saluddel Emperador. Pero no a la del emperadorimperator, tal como se hace en los banquetesoficiales, sino a la salud del Emperador hombrebueno, gentil y grande. «¡Bebamos a su salud ypor la victoria segura contra los franceses!»

- Si hemos combatido - dijo -, si no hemos re-trocedido ante los franceses como en Schoen-graben, ¿qué no seremos capaces de hacer aho-ra que el Emperador marcha ante nosotros?

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¡Moriremos satisfechos, moriremos por él! ¿Noes cierto, señores? Tal vez no me explico bien.He bebido demasiado, pero lo siento como lodigo y a vosotros os pasará lo mismo. ¡A la sa-lud del Emperador! ¡Hurra!

- ¡Hurra! ¡Hurra! - repitieron las voces aguar-dentosas de los oficiales.

Kirstein, el viejo jefe de compañía, gritó conno menos animación y fuerza que Rostov, jovende veinte años.

Cuando los oficiales hubieron bebido y rotolas copas, Kirstein llenó otras y, en mangas decamisa y con una copa en la mano, acercóse alas hogueras de los soldados; en actitud majes-tuosa, agitando la mano en el aire - su bigotegris brillaba mientras mostraba el vello de supecho por entre la camisa desabrochada -, de-túvose junto al resplandor de las hogueras.

-Hijos míos, ¡a la salud del Emperador! ¡Por lavictoria contra los franceses! ¡Hurra! - gritó consu fuerte voz de barítono el viejo húsar.

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Los húsares se agruparon y respondieron congrandes gritos.

Muy avanzada la noche, una vez recogidostodos, Denisov, con su mano sarmentosa, tocóel hombro de Rostov, ¡su amigo predilecto!.

- En campaña no sabe uno de quién enamo-rarse, y se enamora uno del Emperador.

- Denisov, no bromees con estas cosas - ex-clamó Rostov -. Es un sentimiento tan elevado,tan noble...

- Lo sé, lo sé, yo también lo siento...- No, tú no sabes lo que es.Y Rostov se puso en pie y empezó a andar

maquinalmente por entre las hogueras, mien-tras pensaba en el goce de morir, no por salvarla vida del Emperador - no se atrevía a tanto -,sino sencillamente por merecer una miradasuya.

En efecto, estaba enamorado del Emperador,de la gloria de las armas rusas y de la esperan-za del próximo triunfo.

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Pero no era él el único que experimentaba ta-les sentimientos en aquel día memorable queprecedió a la batalla de Austerlitz. De cada diezsoldados y oficiales rusos, nueve estaban ena-morados en aquella época, aunque quizá conmenos entusiasmo que Rostov, del Emperadory de la gloria de las armas.

VIIRostov pasó la noche con su pelotón en las

avanzadas del destacamento de Bagration. Loshúsares estaban situados en última línea, dedos en dos, y Rostov recorría aquella línea, tra-tando de dominar el sueño invencible que lecerraba los ojos. A su espalda extendíase uninmenso espacio iluminado por las hoguerasdel ejército ruso, las cuales resplandecían através de la niebla. Delante, todo eran sombrasy niebla.

Por más que hacía esfuerzos para atravesarcon la vista aquel muro de sombras, no lo con-seguía. Allí donde suponía que debía encon-

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trarse el enemigo, tan pronto creía descubrir unresplandor gris como alguna cosa oscura, o eldébil resplandor de las hogueras. A veces creíaque todo era una aberración de su vista. Losojos se le cerraban a pesar suyo y en la imagi-nación se le presentaba el Emperador, o bienDenisov, y a. ratos los recuerdos de Moscú. Seesforzaba entonces en abrir los ojos, y entoncesveía muy cerca, ante él, la cabeza y las orejasdel caballo que montaba y, más allá, las siluetasnegras de los húsares, que pasaban a seis pasosde él. Y a lo lejos, siempre la misma oscuridad,la misma niebla. «¿Por qué no? - pensaba Ros-tov -. Es muy posible que el Emperador se meponga delante y me dé una orden como a cual-quier oficial, diciéndome: "Ve a hacer un reco-nocimiento allá abajo." ¿No dicen que todo pasapor casualidad? Pues nada, él puede ver a unoficial y ocurrírsele tomarle a su servicio. ¿Y sime llevase consigo? ¡Oh, cómo le serviría, cómole diría toda la verdad, cómo le denunciaría alos traidores!» Y Rostov, para representarse

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vivamente su amor y su devoción por el Empe-rador, se imaginaba al enemigo, un alemántraidor, enemigo al que mataría no solamentecon alegría, sino que, además, querría abofete-arlo delante del Emperador. Un grito lejano ledespertó de pronto. «¿Dónde estoy? ¡Ah, sí! Enel frente. Y eso es el santo y seña: Olmutz. ¡Quélástima que mañana esté en mi escuadrón dereserva! Pediré que me envíen al frente. Sólo asípodré estar al lado del Emperador. El relevo notardará ya mucho. Todavía tengo tiempo de daruna vuelta y luego iré a ver al general, a pedír-selo.» Se acomodó en la silla y picó espuelas alcaballo, con objeto de ver una vez más a sushúsares. Le pareció que la noche se había acla-rado. Hacia la izquierda se distinguía una sua-ve pendiente iluminada y ante ella una peque-ña montaña negra que parecía vertical comouna pared. Sobre esa montaña negra había unespacio blanco totalmente inexplicable paraRostov: ¿era un claro del bosque iluminado porla luna donde la nieve no se había fundido to-

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davía o bien eran casas blancas? Hasta le pare-ció que en aquella mancha blanca había algoque se movía. «Seguramente es nieve esa man-cha... Una mancha... Pero no, no es una mancha- pensó Rostov -. Natacha, mi hermana, la delos ojos negros... ¡Natacha! Se quedará muyadmirada cuando le diga que he visto al Empe-rador. Natacha, Natacha...»

- Apártese a un lado, señor. Aquí hay aliagas- dijo la voz de un húsar que caminaba trasRostov.

Éste alzó la cabeza, caída sobre las crines delcaballo, y se paró al lado del húsar. El sueñojuvenil, infantil, se apoderaba de él involunta-riamente. «Sí, ¿en qué pensaba? No quiero quese me olvide. ¿Cómo le hablaré al Emperador?No, no es esto. Esto será mañana. Sí, sí, Nata-cha. ¿Quién? ¡Los húsares! ¡Los húsares! ¡Losbigotes! Este húsar del bigote ha pasado por lacalle Tverskaia. Cuando yo estaba delante decasa Guriev, todavía pensaba en él... ¡El viejoGuriev! ¡Ah, Denisov es un buen chico, un

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buen chico! Sí, todo son niñerías. Lo principales que el Emperador esté aquí. Cuando memiró me quería decir alguna cosa, pero no se haatrevido. Sí, es una broma. Pero lo que hacefalta, sobre todo, es no olvidarme de lo que hepensado. Sí, Natacha, sí, sí. Está biena. Y denuevo se le caía la cabeza sobre el cuello delcaballo. De pronto le pareció que disparaban.

- ¿Qué? ¿Qué? ¿Quién tira? - dijo, despertán-dose.

En el momento de abrir los ojos, sintió ante él,donde estaba el enemigo, los gritos prolonga-dos de miles de voces. Tanto su caballo como eldel húsar que iba cerca de él levantaron la ca-beza. En el sitio donde se oían los gritos se en-cendían y se apagaban luces una detrás de otray, encima de un altozano, donde estaban laslíneas francesas, se encendían también luces ylos gritos aumentaban cada vez más. Rostov oíaya el acento de las palabras francesas, pero nopodía entender ninguna. Gritaban demasiadasvoces a la vez. No distinguía otra cosa que:

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«¡Raaa! ¡Rrrr!» - ¿Qué es eso? ¿Qué te pareceque es? - preguntó al húsar que estaba a su lado-. ¿Son los franceses?

El húsar no respondía.- ¿No me has oído? - preguntó de nuevo Ros-

tov, cansado de esperar la respuesta.- ¡Quién sabe, señor! - respondió de mala ga-

na el húsar.- Por la posición, tienen que ser los franceses -

repitió Rostov.- Puede que sí, puede que no - dijo el húsar -.

¡Pasan tantas cosas en la noche! ¡Sooo!-gritó alcaballo, que se impacientaba.

El caballo de Rostov también se impacienta-ba, golpeando con la pata la tierra helada, escu-chando los ruidos y mirando las luces. Los gri-tos aumentaban, confundiéndose con un cla-mor general, que solamente un ejército de mu-chos miles de hombres podían producir. Laslucecitas se extendían, probablemente por todala línea del campo francés. Rostov no tenía yasueño. Los gritos alegres, triunfantes, del ejérci-

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to enemigo le excitaban. «¡Viva el Emperador!¡El Emperador!», oyó en aquel momento Ros-tov.

-Eso no debe de ser muy lejos. Detrás delarroyo -dijo al húsar.

El húsar, sin responder, se contentó con lan-zar un suspiro y tosió malhumorado. En lalínea de los húsares se oían las pisadas de loscaballos que marchaban al trote y, de pronto,de la niebla de la noche emergía la figura de unsuboficial de húsares que parecía un enormeelefante.

- ¡Señoría, los generales! - dijo el suboficialacercándose a Rostov.

Rostov, sin perder de vista las luces y escu-chando los gritos, marchó con el suboficial arecibir a algunos caballeros que avanzaban porla línea. Uno de ellos montaba un caballo blan-co. El príncipe Bagration y el príncipe Dolgoru-kov, acompañados por los ayudantes de cam-po, venían a observar el extraño fenómeno delas hogueras y de los gritos en el campo enemi-

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go. Rostov se acercó a Bagration, le informó yluego, reuniéndose con los ayudantes de cam-po, escuchó lo que decían los generales.

- Créame usted. Esto no es más que una estra-tagema - decía Dolgorukov a Bagration -. Seretiran y han mandado a la retaguardia queenciendan hogueras y que hagan mucho ruidopara engañarnos.

- Me parece que no - contestó Bagration -. Es-ta noche les he visto encima del altozano. Siretroceden, querrá decir que se han ido de allí.Señor oficial, ¿todavía están en su puesto losespías? - preguntó a Rostov.

- Esta tarde estaban todavía, pero ahora no losé, Excelencia. Si lo ordena usted, iré con loshúsares.

Bagration, sin responder, procuró distinguirla cara de Rostov entre la niebla.

- Bien, vaya usted - contestó tras un corto si-lencio.

- Obedezco.

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Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficialy a dos húsares y, mandándoles que le siguie-ran, subió al altozano al trote, en dirección a losgritos.

Rostov, con un estremecimiento de alegría,iba solo, seguido de los tres húsares, haciaaquella lejanía hundida en la niebla, misteriosay llena de peligro, adonde nadie había ido antesque él. Desde lo alto del montículo donde sehallaba, Bagration le gritó que no pasara delarroyo, pero Rostov fingió que no le oía y, sindetenerse, iba hacia delante, engañándose acada paso. Tomaba a los árboles por hombres.Marchaba al trote, y muy pronto dejó de vertanto las luces de su campamento como las delenemigo, pero oía más fuertes y más claros losgritos de los franceses. Al fondo distinguió anteél algo como un río, pero cuando llegó hasta allídióse cuenta de que era la carretera. Paró, inde-ciso, el caballo; tenía que seguirla o bien meter-se por los campos a través de la oscuridad,hacia el monte de enfrente. Seguir la carretera,

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que se veía perfectamente entre la niebla, erabastante peligroso, pues se podía distinguir confacilidad a los que pasaran por ella. «¡Seguid-me!», gritó. Y, atravesando la carretera, em-prendió al galope la subida al montecillo dondepor la tarde había visto a un piquete francés.

- ¡Señor, ya estamos! - pronunció tras él unode los húsares.

Rostov apenas si había tenido tiempo de dar-se cuenta de que algo parecía negrear entre laniebla cuando se vio un fogonazo, sonó un tiroy una bala pasó por encima de ellos, silbandocomo un gemido. Se vio el fogonazo de otrodisparo, pero no se oyó ruido alguno. Rostovdio la vuelta en redondo y siguió galopando.En diversos intervalos sonaron cuatro tiros ycuatro balas silbaron cerca de ellos en la niebla,produciendo cuatro notas distintas. Rostov con-tenía al caballo, excitado como él por los tiros, ysubía al paso. «¡Vaya, arriba, arriba!», decía ensu interior una alegre voz.

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No oyó ningún tiro más. Cuando se iba acer-cando a Bagration, puso de nuevo su caballo algalope y luego se acercó al General llevándosela mano a la visera.

Dolgorukov insistía en su parecer de que losfranceses retrocedían y que sólo habían encen-dido las hogueras para despistarlos.

- ... ¿Y qué prueba eso? - decía mientras Ros-tov se les acercaba -. Pueden haber retrocedido,dejando este piquete ahí.

- Evidentemente, Príncipe, todavía no se hanido todos. Mañana por la mañana lo sabremosde cierto - afirmó Bagration.

- Excelencia, el piquete está todavía en lo altodel montecillo, en el mismo sitio que esta tarde- replicó Rostov inclinado y con la mano en lavisera. Con trabajo podía contener la alegresonrisa que había provocado en él aquella co-rrería y principalmente el silbido de las balas.

- Está bien, está bien. Gracias, señor oficial -dijo Bagration.

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- Excelencia, permítame que le haga una peti-ción.

- Diga.- Mañana, nuestro escuadrón está destinado a

la reserva; le pido que me sea permitido agre-garme al primer escuadrón.

- ¿Cómo se llama usted?- Conde Rostov.- Bien, quédese conmigo de ordenanza.- ¿Hijo de Ilia Andreievitch? - preguntó Dol-

gorukov.Pero Rostov no le respondió.- Así, ¿puedo esperar, Excelencia?- Ya daré la orden.«Es muy posible que mañana me manden al

Emperador con una orden - pensó -. ¡Alabadosea Dios!»

VIIIA las ocho de la mañana, Kutuzov, a caballo,

se dirigía a Pratzen a la cabeza de la cuarta co-lumna de Miloradovitch, que era la que había

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de situarse en el lugar que antes ocupaban lascolumnas de Prjebichevski y de Lageron, quehabían llegado ya al río. Saludó a los soldadosdel regimiento que estaban delante y dio laorden de marcha, para demostrar que tenía laintención de conducir él mismo la columna. Sedetuvo muy cerca del pueblecito de Pratzen. Elpríncipe Andrés iba tras el general en jefe, entreel montón de personas que formaban su escol-ta. Estaba emocionado, malhumorado, peroresuelto y tranquilo como generalmente se en-cuentran los hombres cuando llega un momen-to largamente deseado. Estaba firmementeconvencido de que aquel día sería su Tolón y suPuente de Arcola.

¿Cómo sucedería tal cosa? No lo sabía, perose hallaba plenamente seguro de que llegaría aser un hecho. Conocía el país y la situación delas tropas como cualquier otro del ejército ruso.Su plan estratégico había sido dado de lado; lascircunstancias habían hecho que fuera imposi-ble de ejecutar. Y mientras se acomodaba al

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plan de Veyroter, pensaba en los azares quepodían producirse y suscitar la necesidad desus consideraciones rápidas y de su resolución.

Abajo, a la izquierda, en la niebla, se oían lasdescargas entre tropas invisibles. La batalla seconcentraba, pues, abajo, tal como el príncipeAndrés había supuesto. Era allí donde estaba elobstáculo principal. «Seré enviado a la batallacon una brigada o una división, y yo seguiréadelante con la bandera en la mano, deshacien-do todo lo que me salga al paso», pensaba.

El príncipe Andrés no podía mirar con indife-rencia las banderas de los batallones que pasa-ban. Contemplándolas, pensaba continuamen-te: «¿Quién sabe si será esta misma bandera laque tendré que coger para conducir a las tro-pas?.»

La niebla de la noche, cuando se hacía de día,se transformaba en rocío y escarcha y quedabaen las cimas, pero en el fondo todavía se ex-tendía como un lácteo mar. En el fondo de lahondonada, hacia la izquierda, por donde baja-

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ban las tropas rusas y por donde se oían lasdescargas, no se veía nada. Sobre las cimas apa-recía el cielo azul oscuro y a la derecha brillabael amplio disco del sol. Enfrente, a lo lejos, en laotra orilla de aquel mar de niebla, distinguíanselas gibosas colinas en las que debía encontrarseel ejército enemigo, alcanzándose a distinguiralguna cosa.

A la derecha, al penetrar en la niebla, la guar-dia dejaba a sus espaldas un sordo rumor depasos y de ruedas; de vez en cuando veíase elbrillo de las bayonetas.

A la izquierda, detrás del pueblo, las masasde caballería avanzaban también y sé percibíanen la niebla. La infantería marchaba delante ydetrás. El general en jefe permanecía estaciona-do a la salida del pueblo y las tropas desfilabanpor delante de él. Aquella mañana, Kutuzovparecía cansado y malhumorado. La infanteríaque pasaba por delante de él deteníase desor-denadamente; debía de haber algo que entor-pecía su camino.

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- Ordene que se dividan en batallones y queden la vuelta al pueblo - dijo Kutuzov con acen-to de cólera a un general que se acercaba -. ¿Nose da usted cuenta de que es imposible avanzaren fila por las calles de un pueblecito cuando semarcha hacia el enemigo?

- Había pensado formar detrás del pueblo,Excelencia - replicó el general.

En los labios de Kutuzov dibujóse una amar-ga sonrisa.

- Será mejor, mucho mejor, que despliegueusted cara al enemigo.

-El enemigo está todavía lejos, Excelencia, ysegún la disposición...

- ¿Qué disposición? - exclamó Kutuzov en to-no de riña -. ¿Quién le ha dicho a usted eso?Haga el favor de hacer lo que le ordeno.

- A sus órdenes.-Querido amigo, el viejo está hoy de un

humor de todos los diablos - bisbiseó Nesvitzkial príncipe Andrés.

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Un general austriaco, luciendo uniforme azuly un plumero verde, aproximóse a Kutuzov yle preguntó, en nombre del Emperador, si lacuarta columna había entrado ya en acción.

Kutuzov volvióse sin responder y su miradafue a fijarse por casualidad en el príncipeAndrés, que encontrábase a su lado. Al darsecuenta de la presencia de Bolkonski, la miradacolérica y amarga de Kutuzov se suavizó comosi quisiera decir con ello que su ayudante decampo no tenía la menor culpa de lo que pasa-ba. Sin responder una palabra al ayudante decampo austriaco, dirigióse a Bolkonski.

- Hágame el favor de ir a comprobar si la ter-cera división ha pasado ya del pueblo. Dígalesque se detengan y que esperen mis órdenes.

El Príncipe apresuróse a cumplir la orden;Kutuzov le detuvo.

- Y pregunte si los tiradores están en posición- añadió -. Pero ¿qué están haciendo? - dijo co-mo para sí, prescindiendo en absoluto del ge-neral austriaco.

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El Príncipe se lanzó al galope para hacercumplir la orden que le habían dado.

Una vez se hubo adelantado al batallón quemarchaba a la cabeza, detuvo a la tercera divi-sión, comprobando que, en efecto, delante delas columnas rusas no había ni un solo tirador.

El jefe del regimiento que iba en cabezaquedóse muy sorprendido al escuchar la ordendel Generalísimo disponiendo que colocarantiradores. Estaba más que convencido de quedelante de él tenia tropas rusas y pensaba queel enemigo encontrábase a unas diez verstas.En efecto, ante él extendíase una desierta saba-na de suave pendiente cubierta de una espesaniebla.

Después de transmitida la orden del Gene-ralísimo, el príncipe Andrés regresó a su pues-to. Kutuzov continuaba en el mismo lugar; suvoluminoso cuerpo descansaba sobre la silla ycontinuos bostezos se escapaban de su bocamientras entornaba los ojos. Las tropas no semovían, permaneciendo en posición de descan-

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so, con las culatas de los fusiles apoyadas entierra.

- Muy bien, muy bien - dijo al príncipeAndrés. Y acto seguido dirigióse al General, elcual, reloj en mano, indicábale que era hora deponerse en marcha, pues todas las columnasdel flanco izquierdo encontrábanse ya abajo.

- Ya tendremos tiempo, Excelencia - repusoKutuzov, después de lanzar un bostezo -. Notenemos prisa -añadió.

En aquel momento, detrás de Kutuzov oyé-ronse a lo lejos los gritos de los regimientos quesaludaban, y los sonidos empezaron a propa-garse rápidamente por los haces de columnasque avanzaban. Aquel a quien saludaban debíapasar evidentemente muy aprisa. Cuando lossoldados del regimiento delante del cual seencontraba Kutuzov empezaron a gritar, el Ge-neralísimo se echó un poco hacia atrás y vol-vióse a mirar con las cejas fruncidas.

Habríase dicho que por el camino de Pratzengalopaba un escuadrón completo de caballería

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vestido con uniforme de diferentes colores. Losjinetes avanzaban delante de los demás, co-rriendo al galope. Uno de ellos vestía un uni-forme de color negro y lucía un plumero blan-co; montaba un caballo alazán; el otro llevabaun uniforme blanco y su caballo era negro: eranlos dos emperadores, seguidos de su escolta.Kutuzov, con la afectación propia de un subor-dinado que está de servicio, ordenó: «¡Firmes!»,y se acercó al Emperador, saludando militar-mente. Su persona y su actitud cambiaron desúbito. Ofrecía el aspecto de un subordinadoque no discute las órdenes. Con respeto afecta-do, que pareció disgustar al Emperador, seacercó a él y le saludó.

- ¿Por qué no empieza usted, Mikhail Ilario-novitch? -preguntó ásperamente el emperadorAlejandro a Kutuzov, dirigiendo una miradacortés al emperador Francisco.

- Esperaba a Vuestra Majestad - respondióKutuzov haciendo una respetuosa reverencia.

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El Emperador acercó su oreja y frunció lige-ramente las cejas, dando a entender que nohabía oído bien.

- Espero a Vuestra Majestad - repitió Kutu-zov.

El príncipe Andrés observó que al pronunciarla palabra «espero», el labio inferior de Kutu-zov tembló de una manera anormal.

-Las columnas todavía no están reunidas, Ma-jestad.

El Emperador oyó la respuesta y todos pudie-ron darse cuenta que no era de su agrado. Seencogió de hombros y miró a Novosiltzov, quese encontraba cerca de él, y con la mirada sequejó de Kutuzov.

- No estamos en el Campo de Marte, MikhailIlarionovitch, para que hayamos de esperar quetodos los regimientos estén en línea - dijo elEmperador mirando otra vez al emperadorFrancisco, como si le invitara, si no a interveniren el diálogo, por lo menos a escuchar lo quedecían.

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El emperador Francisco, sin embargo, seguíamirando a su alrededor sin prestar oído.

-Es precisamente por eso, Majestad, por loque no empiezo - replicó Kutuzov con voz so-nora y clara, como si quisiera que sus palabrasfueran comprendidas por todos. En su rostroalgo parecía temblar -. No empiezo, Majestad,porque no estamos en una revista ni en elCampo de Marte.

En la escolta del Emperador, en todos los ros-tros, que al oír aquellas palabras se miraron losunos a los otros, dibujóse una expresión de dis-gusto y de censura: «Por viejo que sea, no tienederecho ni pretexto alguno para hablar de esemodo», querían decir todos aquellos semblan-tes.

El Emperador tenía la mirada clavada en losojos de Kutuzov, en espera de que éste dijeraalguna otra cosa. Kutuzov inclinó respetuosamen-te la cabeza y también pareció quedar en esperade algo.

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- No obstante, si Vuestra Majestad lo ordena...- dijo Kutuzov alzando la cabeza.

Y, cambiando de tono una vez más, hablócomo un general en jefe que obedece sin discu-tir.

IXKutuzov seguía al paso a los fusileros que

acompañaban a sus ayudantes de campo.Después de haber recorrido una media versta

en la cola de la columna, se detuvo delante deuna casa solitaria, probablemente una posada,que sus dueños habían abandonado, situada enel cruce de dos caminos. Las dos carreteras queconvergían en aquel punto descendían de unamontaña y las tropas subían tanto por la unacomo por la otra.

La niebla empezaba a desvanecerse. En los al-tozanos de enfrente, situados a dos verstas, todolo más, de distancia, se distinguían vagamentelas tropas enemigas. Abajo, a la izquierda, elruido de los tiros se oía más claro. Kutuzov se

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detuvo y empezó a hablar con el general aus-triaco. El príncipe Andrés, algo apartado, lesobservaba. Necesitó un anteojo de larga vista yse lo pidió a un ayudante de campo.

- Vea, vea - dijo el ayudante de campo, quemiraba no al ejército lejano, sino al que se en-contraba delante de él, en la montaña -. ¡Son losfranceses!

Los dos generales y los ayudantes de campocogieron con un vivo movimiento los anteojos,que se arrancaban de las manos uno al otro. Depronto, todos aquellos rostros se demudaron;un frío mortal cruzó por ellos. Creían que losfranceses se encontraban a diez verstas e ines-peradamente los veían ante ellos.

- Sí,, sí, es verdad... ¿Qué significa eso? - ex-clamaron diversas voces.

El príncipe Andrés descubrió, a simple vista,abajo, a la derecha, una fuerte columna francesaque avanzaba contra el regimiento de Apche-ron, a unos quinientos pasos de donde estabaKutuzov.

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«¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Ahora en-traré yo en juego!», pensó el príncipe Andrés.

Y, espoleando a su caballo, se acercó a Kutu-zov.

-Hay que detener al regimiento de Apcheron,Excelencia - gritó.

Pero en aquel mismo instante, el espacio cu-brióse de humo, las descargas oyéronse muycerca y una voz delgada y asustada gritó a dospasos del príncipe Andrés: «¡Ya estamos, cama-radas!»

Hubiérase dicho que aquel grito era una or-den. Y al oírlo, todo el mundo echó a correr.

Una multitud que crecía por momentos corr-ía, retrocediendo hacia el lugar donde cincominutos antes las tropas desfilaban por delantede los emperadores. No sólo era difícil contenera aquella multitud, sino que al mismo tiempoera imposible evitar el ser arrastrado por losque corrían. Bolkonski hacía esfuerzos pormantenerse firme, sin retroceder, y miraba es-tupefacto a su alrededor, sin comprender lo que

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estaban viendo sus ojos. Nesvitzki, enardecido,furioso, desconocido, gritaba a Kutuzov que sino se marchaba inmediatamente de allí acabar-ían por hacerle prisionero. Pero Kutuzov no semovía de su sitio; no respondió a aquel reque-rimiento y se sacó un pañuelo del bolsillo. Lesalía sangre de una mejilla. El príncipe Andrésse abrió paso hasta llegar a su lado.

- ¿Estáis herido, Excelencia? - le preguntó,conteniendo a duras penas el temblor de sumandíbula.

- No está aquí la herida, sino allá - replicó Ku-tuzov apretando el pañuelo contra su mejilla yseñalando a los fugitivos -. ¡Contenedlos! -gritó.

Pero, al convencerse de que era imposiblehacerlo, espoleó a su caballo y se lanzó hacia laderecha.

El creciente alud de fugitivos le atrapó entresus redes y se lo llevó hacia atrás.

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Los grupos de soldados que corrían eran tancompactos que el que caía en medio no lograbalevantarse.

Uno gritaba: «¡Vamos, vamos! ¿Por qué te de-tienes?» Y otros se volvían y disparaban al aire.Un tercero golpeaba al caballo de Kutuzov, elcual, a costa de duros esfuerzos, logró atravesarla riada y pasar a la izquierda con su escoltareducida por lo menos a la mitad, lanzándosehacia donde sonaban los cañones. Libre delaluvión de fugitivos, el príncipe Andrés, procu-rando no separarse de Kutuzov, descubrió através del humo, en la pendiente de la monta-ña, una batería rusa que continuaba haciendofuego y contra la cual avanzaban los franceses.Más arriba, la infantería rusa manteníase in-móvil: ni avanzaba ni retrocedía para sumarsea los fugitivos. Un general montado a caballo sedestacó de la batería y se acercó a Kutuzov. Laescolta del Generalísimo había quedado redu-cida a cuatro hombres. Todos estaban pálidos yse miraban en silencio.

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- ¡Detened a esos miserables! - gritó, ahogán-dose, Kutuzov al jefe del regimiento señalándo-le a los fugitivos.

Pero en aquel mismo instante, como si fueraun castigo a sus palabras, las balas, semejantesa una bandada de pequeños pájaros, empeza-ron a pasar silbando por encima del regimientoy de la escolta de Kutuzov. Los franceses ataca-ban la batería. Al distinguir a Kutuzov, dispa-raron contra él. Pasada aquella descarga, elcomandante se llevó una mano a la pierna yalgunos soldados cayeron. El subteniente quellevaba la bandera la dejó resbalar de sus ma-nos. La bandera se balanceó y cayó, en-ganchándose con los fusiles de los soldados queestaban cerca. Los soldados empezaron a tirarsin esperar ninguna orden.

- ¡Oh! ¡Oh! - sollozaba Kutuzov con desespe-rado acento. Se volvió -. ¡Bolkonski! - llamó convoz temblorosa, consciente de su debilidadsenil -. ¡Bolkonski! - murmuró designando al

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batallón desorganizado y al enemigo -. ¿Qué eseso?

Pero antes de que acabara lo que deseaba de-cir, el príncipe Andrés, que sentía que lágrimasde vergüenza y de rabia le subían a la garganta,se bajó del caballo y corrió hacia la bandera.

- ¡Muchacho, adelante! - gritó Kutuzov convoz aguda e infantil.

«Ha llegado la hora», pensó el príncipeAndrés mientras esgrimía el asta de la bandera,oyendo con placer el silbido de las balas dirigi-das a él.

Los soldados continuaban cayendo.- ¡Hurra! - gritó el príncipe Andrés, que con

trabajo llevaba la bandera. Se lanzó hacia delan-te, seguro de que le seguiría todo el batallón. Enefecto, no había andado sino unos pasos y yavio moverse a un soldado, después a otro ydespués a todo el batallón gritando: «¡Hurra!»Y corrieron tanto que le dejaron atrás.

Un suboficial cogió la bandera, que se balan-ceaba por ser demasiado pesada para las manos

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del Príncipe, pero pronto cayó mortalmenteherido. El príncipe Andrés volvió a apoderarsede ella y, arrastrando su mástil por el suelo,corrió hacia el batallón. Ante sí veía a los arti-lleros: unos se batían, otros dejaban las piezas yse iban con el batallón. Y los soldados de infan-tería franceses se apoderaban de los caballos delos artilleros y daban la vuelta a los cañones. Elpríncipe Andrés, con el batallón estaba ya aveinte pasos de las piezas. Sentía muy cerca lossilbidos de las balas y continuamente, a su de-recha y a su izquierda, los soldados caían lan-zando gemidos. Pero él no les prestaba aten-ción. Miraba tan sólo hacia delante. Distinguíaclaramente la cara de un artillero rojo con elquepis de medio lado, que tiraba del escobillónque un francés le quería quitar. El príncipeAndrés veía perfectamente la expresión rabiosade aquellos dos hombres que visiblemente nosabían lo que les pasaba. «¿Qué hacen?», pensóel príncipe Andrés mirándolos. «¿Por qué nohuye el artillero rojo, ya que no tiene ningún

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arma? ¿Por qué no le mata el francés? En cuan-to el otro quiera huir, el francés se acordará quetiene un fusil y le matará.» Efectivamente, otrofrancés se acercó al grupo, preparó su arma y elartillero rojo, que no sabía lo que le esperaba yacababa de arrancar triunfalmente a su conten-diente el escobillón, cayó herido. Pero el prínci-pe Andrés no vio cómo terminó la cosa. Le pa-reció que algunos soldados, los que tenía máscerca, le golpeaban en la cabeza con todas susfuerzas. Sentía un dolor agudo, pero lo que másle contrariaba era que tal dolor le distraía y leprivaba de ver lo que deseaba.

«Pero... ¿qué es esto? ¿Me caigo? ¿Se me do-blan las piernas?», pensó. Y cayó de espaldas.

Abrió luego los ojos para enterarse de cómohabía acabado la lucha de los franceses contrael artillero. Quería saber si el artillero rojo habíasido muerto o no, si los cañones habían sidosalvados o habían caído en manos de los ene-migos. Pero no veía nada. Sobre él no se ex-tendía otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno

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de nubes grises, que pasaban dulcemente.«¡Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad!¡Qué distinto es esto de lo de hace un momento,cuando corría yo, cuando corríamos gritando -pensaba el príncipe Andrés -, cuando nos bat-íamos, cuando, con los rostros furiosos, des-compuestos, el francés y el artillero se disputa-ban el escobillón! Entonces no desfilaban deesta forma las nubes por el cielo infinito.¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora deeste cielo? ¡Qué contento estoy ahora! Sí, todoes tontería, engaño, fuera de este cielo infinito.No existe nada sino este cielo. Pero ni estemismo cielo existe. No hay sino la calma y elreposo. ¡Alabado sea Dios!»

XEl príncipe Andrés yacía en las montañas de

Pratzen, en el mismo sitio en que había caídocon la bandera en la mano. Se desangraba, me-dio desmayado, y gemía plañideramente, de-jando escapar un débil e infantil gemido.

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Al atardecer dejó de gemir y calló por com-pleto. No tenía la menor idea del tiempo quehabía durado su desmayo. Sentíase vivir denuevo mientras un violento dolor le martilleabaen la cabeza.

«¿Dónde está aquel cielo tan alto, cuya exis-tencia ignoraba y que he visto hoy por primeravez?» Tal fue su primer pensamiento. «¿Y estedolor que tampoco conocía? Sí, hasta ahora lohe ignorado todo, no sabía nada, nada. ¿Perodónde me encuentro?» Aplicó el oído y oyó laspisadas de los caballos que se acercaban y elsonido de unas voces que hablaban en francés.Abrió los ojos. Sobre su cabeza resplandecíaaún aquel cielo tan alto por el que flotaban al-gunas nubes y a través de las cuales percibíaseel azul infinito. No hacía ningún movimientocon la cabeza, por lo que no pudo ver a los quese acercaban, según indicaba el ruido de loscascos de los caballos y de las voces, detenién-dose cerca de él.

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Los jinetes que se acercaban eran Napoleón ydos de sus ayudantes de campo. Bonaparterecorría el campo de batalla y daba las últimasórdenes para fortificar las baterías, lanzando devez en cuando una mirada a los muertos y a losheridos que habían quedado en el campo.

- ¡Bravos soldados! -dijo Napoleón mirando aun granadero ruso muerto caído boca abajo conel rostro hundido en la tierra y una mano, yafría, vuelta hacia arriba.

- Las municiones de las piezas se han termi-nado - dijo en aquel momento el ayudante decampo que acababa de llegar de las baterías quedisparaban contra Auhest.

- Ordene que avancen las reservas - replicóNapoleón, y alejándose algunos pasos se detu-vo cerca del príncipe Andrés, tendido en el sue-lo boca arriba; con el mástil de la bandera en lamano. La bandera habíansela llevado los fran-ceses como trofeo.

- ¡Bella muerte! - exclamó Napoleón mirandoa Bolkonski.

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El príncipe Andrés comprendió que las pala-bras dichas por Napoleón se referían a él. Oyóque daban el tratamiento de Sire a la personaque las había pronunciado. Pero oíalos como seoye el zumbar de una mosca. No sólo no lesprestó atención, sino que ni siquiera los tuvo encuenta y los olvidó enseguida. La cabeza le ard-ía, notaba cómo le corría la sangre, mientrasencima de él veíase el cielo lejano, infinito. Sab-ía que el que se encontraba cerca de él era suhéroe, Napoleón, pero en aquel instante Napo-león parecióle un hombre pequeño, insignifi-cante, en comparación con lo que le sucedía asu alma bajo aquel cielo infinito por el que corr-ían las nubes... No le preocupaba lo más míni-mo que alguien se detuviera cerca de él y dijeselo que le viniera en gana; sin embargo, produc-íale cierta satisfacción; anhelaba que aquelloshombres le prestaran ayuda y le devolviesen ala vida, que ahora parecíale tan bella, com-prendiéndola de otra forma ignorada hastaentonces. Reunió todas sus fuerzas con el fin de

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ver si conseguía moverse un poco y podía emi-tir algún sonido. Pudo mover débilmente unapierna y de su garganta brotó un sonido enfer-mizo, débil, que hizo que sintiera compasión desí mismo.

- ¡Ah, aún tiene vida! - exclamó Napoleón -.Levantadle y conducidle a la ambulancia.

A continuación, Napoleón dirigióse a recibiral mariscal Lannes, que, sombrero en mano, seacercó a él y le felicitó por la victoria.

El principe Andrés no recordaba lo que habíasucedido después. Llegó al extremo de perdertoda noción de los dolores que le produjo lainstalación en la litera, los baches del camino, elexamen de las heridas en la ambulancia. Novolvió en sí hasta que le llevaron al hospital,con otros oficiales rusos heridos y prisioneros.Durante el camino se sintió algo mejor y pudomirar e incluso hablar.

Las primeras palabras que oyó al volver en sífueron las de un oficial francés que decía preci-pitadamente:

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- Hemos de detenernos aquí. El Emperadorno tardará en pasar y seguramente habrá degustarle ver a los señores prisioneros.

-Hay tantos hoy que puede decirse que casitodo el ejército ruso lo es; por esto mismo creoque le fastidiará un poco el verlos - dijo otrooficial francés.

- ¡Lo que usted quiera! Dicen que éste que vaaquí es el jefe de la guardia del Emperador -dijo el primer oficial señalando a un oficialherido que llevaba el uniforme blanco de lacaballería de la guardia.

Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, conel que se había encontrado más de una vez enlos salones de San Petersburgo.

A su lado se veía a un muchacho de dieci-nueve años, de la caballería de la guardia, tam-bién herido.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo elcaballo.

- ¿Cuál es el oficial de más graduación? - pre-guntó al ver a los prisioneros.

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Le indicaron al coronel príncipe Repnin.- ¿Guardaba la guardia del Emperador de

Rusia? - le preguntó el Emperador.-Soy coronel y jefe de escuadrón del regi-

miento de caballería de la guardia - respondióRepnin.

- Su regimiento ha cumplido con su deber deun modo heroico - añadió Napoleón.

-- El que le parezca así a un gran hombre esuna magnífica recompensa - replicó Repnin.

-Pues os la concedo de buen grado - dijo Na-poleón-. ¿Quién es ese joven que está a su lado?

- Es el hijo del general Sukhtelen. Es tenientede mi escuadrón.

Napoleón dirigió al muchacho una mirada ydijo sonriendo:

- Joven ha empezado a vérselas con nosotros.- No es necesario ser viejo para ser valiente -

respondió Sukhtelen con acento enfático.- Bien contestado - replicó Napoleón -. ¡Joven,

irá usted lejos!

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El príncipe Andrés, colocado también enprimer término, para completar el grupo deprisioneros, no podía pasar inadvertido a laatención del Emperador. Napoleón debió re-cordar haberle visto en el campo de batalla,pues le dirigió la palabra.

-Y usted, joven, ¿está mejor?El príncipe Andrés había podido, cinco minu-

tos antes, dirigir la palabra al soldado que letransportaba, pero en aquel momento, con losojos fijos en Napoleón, guardó silencio.

¡Parecíanle tan pequeños todos los interesesque ocupaban la atención de Napoleón! Suhéroe parecíale tan mezquino con aquella suminúscula ambición y la expresión de alegríaque reflejaba su rostro, producida por la victo-ria, en comparación con el alto cielo justo ybueno que veía... Comprendió que no teníaánimo para responderle.

¡Parecía todo tan inútil y tan mezquino al la-do de aquellos serenos y majestuosos pensa-mientos que hacían brotar en él la debilidad de

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sus fuerzas, producida por la pérdida de san-gre, los sufrimientos y la espera de una muertepróxima! Con los ojos fijos en los de Napoleón,el príncipe Andrés pensaba en el vacío de lagrandeza, en el vacío mucho mayor de la muer-te, del cual ningún ser viviente puede percibirni explicarse el sentido.

El Emperador, sin aguardar la respuesta, vol-vióse, y mientras se alejaba dirigióse a uno delos jefes:

- Que atiendan a estos señores. Que los llevena mi vivac y que digan a Larrey que mire susheridas. Hasta la vista, príncipe Repnin.

Y se alejó al galope.Su rostro resplandecía de alegría y de satis-

facción; estaba satisfecho de sí mismo. Los sol-dados que conducían al príncipe Andrés hab-íanle quitado la pequeña imagen que la prince-sa María le colgó al cuello; al ver la benevolen-cia con que el Emperador había tratado al pri-sionero, apresuráronse a devolvérsela.

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El príncipe Andrés no vio quién se la devolv-ía ni en la forma en que lo efectuaban, peroencima del pecho, bajo el uniforme, notó depronto el contacto de la medalla colgada de lafina cadena de oro.

«La cosa estaría muy bien si fuera tan clara ysencilla como cree la princesa María-pensómientras miraba aquella medalla que su her-mana habíale colocado en el pecho poseída detanta piedad como veneración -. La cosa estaríabien si supiéramos dónde ir a buscar la ayudaque se necesita para esta vida y qué nos esperadespués, más allá de la tumba. ¡Qué tranquiloviviría, qué feliz sería si pudiera decir ahora:Señor, perdonadme! Pero... ¿a quién decírselo?A una fuerza indefinida, incomprensible, a lacual no puedo dirigirme ni hacerme entendercon palabras: el gran todo o la nada. ¿Dónde seencuentra ese Dios que hay aquí, en este amule-to que me ha dado la princesa María? Nada haycierto fuera del vacío que alcanzo a comprender

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y de la majestad de algo incomprensible muchomás importante aún.»

La litera seguía avanzando. A cada bruscomovimiento, el Príncipe experimentaba un do-lor insoportable. La fiebre aumentaba; Bol-konski empezaba a delirar. Pesadillas en lasque intervenía su padre, su mujer, su hermana,el hijo que esperaba; pesadillas en las que tanpronto surgía la ternura que sintiera durante lanoche, la víspera de la batalla, como la figuradel desmedrado, del ínfimo Napoleón y, domi-nando todo aquello, el alto cielo, constituían eltema principal de sus visiones.

Representábase la vida tranquila y la felici-dad de Lisia-Gori; encontrábase gozando deaquella felicidad cuando de pronto aparecía elpequeño Napoleón, con su mirada indiferente,limitado, satisfecho al comprobar la desventurade otro; y las dudas y los sufrimientos volvían aaparecer y sólo el cielo prometíale tranquilidad.De madrugada, los sueños confundiéronse enun caos de tinieblas y de olvido que, según la

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opinión de Larrey, el médico de Napoleón, notardaría en resolverse en la muerta o en la cura-ción.

- Es un individuo muy nervioso y de unagran cantidad de bilis. No saldrá de ésta - de-claró Larrey.

El príncipe Andrés, al igual que los demásheridos desahuciados por el médico, fue aban-donado a manos de los habitantes del país.

CUARTA PARTEIDe vuelta de la campaña, Nicolás Rostov fue

recibido en Moscú por su familia como el mejorde los hijos, como un héroe, como el queridoNikolenka. Para todas sus amistades era unjoven respetuoso, amable y gentil, un guapoteniente de húsares, muy buen bailarín y unode los mejores partidos de Moscú.

Los Rostov se trataban con todo Moscú. ElConde estaba bien de dinero aquel año, pueshabía hipotecado por segunda vez todas sus

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tierras. Nicolás, que pudo comprarse un buencaballo y encargarse unos pantalones a la últi-ma moda, como aún no se habían visto enMoscú, y unas botas elegantísimas y puntiagu-das, con pequeñas espuelas de plata, pasaba eltiempo muy divertido. El joven, al vivir denuevo en su casa, experimentaba la agradablesensación de acostumbrarse, después de la au-sencia, a las antiguas condiciones de vida. Pa-recíale que se había vuelto muy marcial y quehabía crecido. Su disgusto a causa de la malanota que le dieron en religión, él préstamo quetomó en casa del cochero Gavrilo, los besosfurtivos que dio a Sonia, parecíanle chiquilla-das de las que ahora se encontraba muy lejos.Era teniente de húsares, adornaban su pechovarias tiras de plata y la cruz de San Jorge yestrenaba un caballo, montado en el cual sereunía con los aficionados más respetables ydistinguidos. Iba a pasar todas las tardes a casade una señora del bulevar, dirigió la mazurcaen el baile de los Arkharov, hablaba de guerra

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con el mariscal Kaminsky, frecuentaba el clubinglés y se tuteaba con un coronel de cuarentaaños que le había presentado Denisov.

En Moscú se murió un poco su entusiasmopor el Emperador, ya que no le veía ni teníaesperanza de poderle ver más adelante. Habla-ba mucho de él, sin embargo, y sacaba a relucirel amor que le profesaba, dando a entender queno decía todo lo que podía decir y que en suafecto por el soberano había algo que no todo elmundo estaba en condiciones de entender. To-do Moscú profesaba este mismo sentimiento deadoración por el soberano, a quien llamaban «elángel terrenal».

Durante su corta estancia en Moscú, antes demarchar de nuevo al ejército, Nicolás no seacercó a Sonia; al contrario, se apartó de ellatodo lo que pudo. Sonia estaba encantadora yera notorio que le amaba apasionadamente,pero él se encontraba entonces en ese períodode juventud en el que parece que hay tantascosas que hacer en el mundo que no queda

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tiempo para ocuparse de «ella». Nicolás temíaencadenarse para siempre. La libertad le parec-ía necesaria por un puñado de razones. Cuandopensaba en Sonia se decía: «¡Bueno! Ya que-darán otras como ella.»

El día 3 de marzo se celebró en el club Inglésun banquete en honor del príncipe Bagration alque asistieron trescientas personalidades delejército y la aristocracia.

Pedro sentábase enfrente de Dolokhov y deNicolás Rostov. Comía y bebía ávidamente y engran cantidad, como siempre. Pero los que leconocían observaron aquel día un gran cambioen él. No pronunció una palabra durante todala comida y estuvo guiñando los ojos y frun-ciendo las cejas mientras lanzaba miradas a sualrededor. Otras veces se metía los dedos en lasnarices, completamente abstraído. Mostraba unrostro triste y sombrío y parecía que no se dabacuenta de lo que pasaba a su alrededor y que

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tuviera el pensamiento en alguna cosa penosa einsoluble.

La cuestión insoluble que le atormentaba eranlas alusiones de la Princesa referentes a la inti-midad de Dolokhov con su mujer. Además,aquella misma mañana había recibido una cartaanónima en la que le decían, con la cobardedesvergüenza de todos los anónimos, que loslentes no le dejaban ver lo que tenía ante lasmismas narices y que las relaciones de su mujercon Dolokhov eran un secreto para él, mas paranadie más. Pedro no concedía ninguna atenciónni a las alusiones de la Princesa ni al anónimo,pero en aquel momento le era penoso mirar aDolokhov, sentado frente a él. Cada vez quesus ojos tropezaban por casualidad con la mi-rada insolente de Dolokhov, algo extraño yterrible se alzaba en su alma y veíase precisadoa apartar la vista inmediatamente. Recordando,a pesar suyo, el pasado de su mujer y la formaen que Dolokhov se había presentado en sucasa, Pedro se daba cuenta de que lo que decían

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los anónimos podía ser cierto. Si no se hubieratratado de «su mujer», él habría creído que lacosa era muy verosímil. Involuntariamente,Pedro se acordaba de cómo Dolokhov vino a sucasa, reintegrado a su grado, de vuelta de SanPetersburgo, después de la campaña.

Dolokhov, Denisov y Rostov, instalados antePedro, parecían muy alegres. Rostov hablabaanimadamente con sus vecinos de mesa, unbravo húsar y un reputado espadachín. Esteúltimo parecía bastante cazurro y, de cuandoen cuando, lanzaba una mirada de burla a Pe-dro, que llamaba la atención por su aire concen-trado y distraído.

Rostov, por su parte, miraba a Pedro con hos-tilidad, ya que Pedro, para él, no era más queun hombre civil y rico, marido de una mujermuy bella, pero, al fin y al cabo, un cobarde.Además, Pedro, de tan distraído que estaba, nole había reconocido ni correspondió a su salu-do.

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Cuando comenzaron los brindis a la salud delEmperador, Pedro, que no se daba cuenta denada, no se puso en pie ni vació su copa.

- ¿En qué está usted pensando? - le gritó Ros-tov mirándole con ojos irritados y entusiastas -.¿No oye usted? ¡A la salud del Emperador!

Pedro, suspirando, se puso en pie dócilmente,vació su copa y, mientras esperaba a que todosse volvieran a sentar, miró a Rostov con su son-risa bondadosa.

- ¡Caramba! ¡Y yo que no le había reconocido!Pero Rostov no se dignó hacerle caso y grita-

ba: «¡Hurra!»- Pero... ¿por qué no le ha contestado usted? -

preguntó Dolokhov a Rostov.- ¡Bah! ¡Si es un imbécil! - contestó Rostov.- Es necesario halagar a los maridos de las

mujeres guapas - dijo Dolokhov.Pedro no oía lo que decían, pero comprendió

que estaban hablando de él.-Bien, pues ahora, ¡a la salud de las mujeres

guapas! - dijo Dolokhov.

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Y afectando un gesto de seriedad, pero conuna sonrisita en el ángulo de los labios se diri-gió a Pedro con la copa en la mano.

- ¡A la salud de las mujeres bonitas, Pedro, y ala de sus amantes!

Pedro, con los ojos bajos, bebió sin mirar aDolokhov y sin responderle. El criado que dis-tribuía la cantata de Kutuzov puso en aquelmomento una hoja ante Pedro, como invitadorespetable. Pedro iba a coger la hoja, pero Do-lokhov se la arrebató y se puso a leerla. Pedromiró a Dolokhov y bajó los ojos. Pero de repen-te, aquella cosa terrible y monstruosa que lehabía atormentado durante toda la comida seapoderó totalmente de él. Se echó con todo sucuerpo sobre la mesa.

- ¡Deje usted eso ahí! - gritó.Al oír el grito y al darse cuenta de lo que se

trataba, Nesvitzki y su otro vecino de la dere-cha, asustados, se dirigieron vivamente a Pe-dro.

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- ¡Cállese usted! ¿Qué le pasa? - le bisbisea-ron, inquietos.

Dolokhov, sonriendo, miraba a Pedro con susojos claros, alegres y crueles. Parecía decir:«¡Vamos! ¡Esto me gusta!»

- Me lo quedo - pronunció claramente.Pálido, con labios temblorosos, Pedro le arre-

bató el papel.- ¡Es usted..., es usted un cobarde! ¡Salga, si

quiere algo conmigo! - exclamó, retirando vio-lentamente la silla y levantándose de la mesa.

En el mismo momento que Pedro hacía aquelgesto y pronunciaba aquellas palabras, sintióque la culpabilidad de su mujer, que tanto leatormentaba aquel día, quedaba definitivamen-te resuelta en sentido afirmativo. La odiaba y sesepararía para siempre de ella.

Quedó concertado el desafío.Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pe-

dro y Nesvitzki llegaron al bosque de Sokolni-ki, donde ya se encontraban Dolokhov, Deni-sov y Rostov. Pedro ofrecía el aspecto de un

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hombre preocupado por cosas completamenteextrañas al desafío. Su azorado rostro mostrabaseñales inequívocas de habérsele removido labilis; parecía no haber dormido. Miraba conexpresión distraída todo cuanto le rodeaba ycontraía las cejas como si le molestara la luz delsol. Dos cosas le absorbían por completo: laculpabilidad de su mujer, de la cual, tras unanoche de insomnio, no dudaba, y la inocenciade Dolokhov, que no tenía motivo alguno pararespetar el honor de un extraño como era Pedropara él.

Cuando los sables fueron clavados en la nie-ve, para indicar el lugar de cada adversario, ylas pistolas cargadas, Nesvitzki se acercó a Pe-dro.

- No cumpliría con mi deber, Conde - le dijocon voz tímida-, ni justificaría la confianza conque me ha distinguido ni el honor que me hahecho al elegirme como testigo en estos mo-mentos graves, terriblemente graves, si no ledijera toda la verdad. A mi modo de ver, en

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esta cuestión no hay motivos lo suficientementeserios para llegar al extremo de tener que vertersangre... Se ha mostrado usted demasiado im-petuoso; no tiene razón; sufre usted una obce-cación...

- Sí, esto es algo terriblemente estúpido.- Entonces, permítame que transmita sus ex-

cusas. Estoy seguro de que su adversario lasaceptará de buen grado - dijo Nesvitzki, que,como todos los que intervienen en estas cues-tiones, no estaba muy convencido de que lascosas hubieran de terminar fatalmente en undesafío -. Ya sabe, Conde, que es mucho másnoble reconocer las propias faltas que llevar lascosas a extremos irreparables. No ha habidoofensa por parte de ninguno. Permítame, pues,que trate de arreglarlo.

- No, ¿por qué? - dijo Pedro -. Así como así,todo vendrá a quedar igual... ¿Está todo a pun-to? - añadió -. Dígame, se lo ruego, cuándo hede avanzar y cómo he de tirar.

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Y en sus labios apareció una sonrisa dulce ycontenida. Cogió la pistola y preguntó cómo sedisparaba, pues hasta entonces no había tenidonunca un arma en las manos y no quería confe-sar su ignorancia.

- ¡Ah, sí, sí! ¡Eso es! Lo sabía pero no meacordaba - dijo.

- No hay excusas, es inútil - dijo Dolokhov aDenisov, que también por su parte hacía tenta-tivas de conciliación.

Y se acercó al lugar señalado.

IIBien, empecemos - dijo Denisov.- ¿Qué? Preguntó Pedro, sin abandonar su

sonrisa.La situación se hacía insostenible. Era eviden-

te que la cosa no podía detenerse, que marcha-ba por sí sola, independientemente de la volun-tad de los hombres, y que tarde o tempranoacabaría por consumarse.

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Denisov fue el primero en avanzar hasta laseñal y dijo:

- Puesto que los adversarios se niegan a re-conciliarse, pueden empezar. Coged las pistolasy al oír la voz de «¡tres!» avanzad... Uno...,dos..., ¡tres! - gritó Denisov con acento irritado,situándose al margen.

Los dos adversarios empezaron a avanzar porel camino indicado, reconociéndose a través dela niebla.

Los adversarios podían disparar cuando lespareciera, mientras avanzaban hacia el límiteseñalado. Dolokhov andaba lentamente, sinlevantar la pistola. Miraba al rostro de su ad-versario con sus ojos claros, azules y brillantes.En su boca, como siempre, parecía flotar unasonrisa.

-Así, ¿puedo disparar cuando quiera? - pre-guntó Pedro.

A la voz de «¡tres!», avanzó precipitadamen-te, apartándose de la línea señalada, caminandopor encima de la nieve. Pedro sostenía la pisto-

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la con el brazo extendido y parecía como si tu-viera miedo de matarse con su propia arma.Mantenía apartada, haciendo un esfuerzo, sumano izquierda, porque sentía impulsos decogerse la mano derecha, y sabía que esto nopodía ser. Cuando hubo dado seis pasos porencima de la nieve, fuera del camino, Pedrodirigió la vista al suelo, lanzó una rápida mira-da a Dolokhov y, encogiendo el dedo, tal comole habían enseñado, disparó. Como no esperabauna explosión tan fuerte, tuvo un sobresalto,riéndose a continuación de sí mismo, de su ex-cesiva impresionabilidad; al fin se detuvo. En elprimer momento, el humo, muy espeso debidoa la niebla, impidióle ver lo que sucedía a sualrededor; sin embargo, el tiro que esperaba oírno sonó. Tan sólo oyó los pasos apresurados deDolokhov, distinguiendo a su adversario através de la humareda que se había formado.Dolokhov se apretaba el costado con la manoizquierda y con la otra sostenía la pistola con el

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cañón apuntando al suelo. Su palidez era muyacentuada.

Rostov corrió hacia él y le dijo alguna cosa.- No..., no - dijo Dolokhov con los dientes

apretados -. No, esto no ha terminado aún.Todavía dio algunos pasos, tambaleándose, y,

al llegar adonde estaba el sable, cayó de brucessobre la nieve. Tenía la mano izquierda comple-tamente cubierta de sangre. Su rostro estabaamarillo, contraído, y sus labios temblaban.

- Hacedme... -.- empezó a decir, pero hubo dedetenerse antes de acabar -, hacedme el favor...- concluyó haciendo un esfuerzo.

A Pedro érale casi imposible contener los so-llozos y corrió hacia Dolokhov. Disponíase aatravesar la raya indicadora de los campos fija-dos, cuando Dolokhov gritó:

- ¡A la raya!Pedro comprendió de lo que se trataba y se

detuvo junto al sable que limitaba su campo. Laseparación que existía entre uno y otro era dedos pasos. Dolokhov cayó al lado de la nieve, la

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mordió con avidez, volvió a levantar la cabezay se incorporó sobre las piernas hasta que pudosentarse, mientras buscaba un punto resistentedonde apoyarse. Se tragaba la nieve. Sus labiostemblaban, y al mismo tiempo sonreía; sus ojosbrillaban debido al esfuerzo que hacía y la iraque le dominaba. Levantó la pistola y apuntó.

--- ¡Colóquese de perfil! ¡Cúbrase con la pisto-la! - exclamó Nesvitzki.

- ¡Cúbrase! - dijo Denisov al adversario de suamigo, sin poderse contener.

Pedro, con una sonrisa de lástima y de arre-pentimiento flotando en los labios, manteníasederecho ante Dolokhov; indefenso, con laspiernas abiertas y los brazos separados delcuerpo, presentaba su amplio pecho, mirando asu rival con mirada triste y compungida.

Denisov, Rostov y Nesvitzki cerraron los ojos.En aquel instante oyeron un disparo y un gritodespechado de Dolokhov.

- ¡He errado la puntería! - exclamó, dejándosecaer boca abajo sobre la nieve.

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Pedro se cogió la cabeza entre las manos yechó a correr hacia el bosque. Corría por la nie-ve, dejando escapar frases incomprensibles.

- ¡Estúpido...! ¡Estúpido...! ¡La muerte...! ¡Lamentira...!-repetía, frunciendo las cejas.

Nesvitzki logró contenerle y le acompañó asu casa.

Rostov y Denisov lleváronse al herido.Dolokhov yacía en el trineo con los ojos ce-

rrados y no respondía a las preguntas que ledirigían. Pero al entrar en Moscú pareció re-animarse un poco y, alzando la cabeza con granesfuerzo, cogió la mano de Rostov, sentado a sulado.

La expresión totalmente distinta, entusiasta ytierna del rostro de Dolokhov maravillaba a suamigo.

- ¿Cómo vamos? ¿Cómo estás? - le preguntóRostov.

- Bastante mal, pero eso no tiene importancia- dijo Dolokhov con voz ahogada -. ¿Dóndeestamos?

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- En Moscú.- Ya lo veo. Por mí, nada, pero ella morirá, no

podrá resistirlo.- ¿A quién te refieres? - preguntó Rostov.- A mi madre, a mi ángel adorado, a mi ma-

dre.Y Dolokhov lloraba mientras apretaba la ma-

no de Rostov.Cuando estuvo algo calmado contó a Rostov

que vivía con su madre y que si ésta le veíamorir no lo podría soportar. Rogó a Rostov quefuera a su casa y preparara a su madre.

Rostov adelantóse con el fin de cumplir aque-lla misión. Con gran extrañeza por su parte,Rostov descubrió que Dolokhov, aquel cínico,aquel pendenciero, vivía en Moscú con su ma-dre anciana y una hermana contrahecha, y queera el más tierno y cariñoso de los hijos y de loshermanos.

III

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A la mañana siguiente, cuando el criado leentregó el café, Pedro dormía extendido sobreel diván, con un libro abierto en la mano. Des-pertóse, miró durante un rato a su alrededor,desorientado, sin darse cuenta de donde estaba.

- La señora Condesa ha preguntado si Su Ex-celencia estaba en casa - dijo el criado.

No había decidido aún la respuesta que daría,cuando la Condesa, cubierta con una bata deseda blanca bordada en plata y peinada conextrema sencillez - dos enormes trenzas forma-ban en torno a su bella cabeza una especie dediadema -, entró en el despacho. Se mostrabatranquila y majestuosa; sobre su frente marmó-rea, ligeramente abombada, parecía flotar, sinembargo, una nube de cólera.

Haciendo alarde de serenidad, no empezó ahablar hasta que el criado hubo cerrado lapuerta tras de sí. Habíase enterado de lo deldesafío y venía a tratar del asunto.

Pedro la miraba tímidamente, a través de suslentes, como una liebre acorralada por los pe-

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rros que, con las orejas en el cogote, permaneceagazapada delante de sus enemigos. Pedro tra-taba de continuar la lectura, pero comprendíaque sería grotesco e imposible, y volvía a mirar-la tímidamente.

Su mujer permanecía en pie, mirándole consonrisa desdeñosa, en espera de que el criadocerrara la puerta.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? - pre-guntó con entonación severa.

- ¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? - dijo Pedro.- ¡Ah, se las quiere dar de valiente! Pero,

respóndeme, ¿qué significa ese desafío? ¿Quéhas querido demostrar con él? ¡Vamos, respón-deme!

Pedro se dejó caer pesadamente en el diván,abrió la boca y no pudo responder.

- Si no puedes responderme, ya lo haré yo -díjole ella -. Crees en todo cuanto te dicen. Tehan dicho... -Elena sonrió - que Dolokhov es miamante - la última palabra la pronunció enfrancés, recalcándola groseramente -, y tú lo

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has creído. ¿Y qué has demostrado con todoeso? ¿Qué has conseguido probar con el desaf-ío? Que eres un estúpido. Todo el mundo losabe. ¿Y a qué conducirá lo que has hecho? Aque yo sea el hazmerreír de todo Moscú, a quetodo el mundo diga que tú, estando borracho,has provocado a un hombre del que no teníasmotivo alguno para estar celoso -Elena iba al-zando la voz poco a poco y se mostraba másanimada cada vez - y que vale más que tú entodos los sentidos...

- ¡Hum! - balbuceó Pedro, restregándose losojos, sin mirar a su mujer y sin moverse.

- ¿Por qué, por qué has creído que era miamante? ¿Por qué? Acaso porque me gusta es-tar entre personas, ¿no es así? Si fueras másinteligente y más amable preferiría tu compañ-ía.

- No sigas..., te lo ruego - murmuró Pedro convoz enronquecida.

- ¿Por qué he de callar? Estoy en mi derechoal decir, y lo diré muy alto, que habría muy

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pocas mujeres que con un marido como tú notuvieran un amante. Yo, en cambio, no lo tengo.

Pedro hacía esfuerzos por hablar; miraba a sumujer con ojos extraños, cuya expresión ella noacertaba a comprender. Luego volvió a tumbar-se en el diván.

En aquel momento sufría físicamente. Sentíauna opresión en el pecho, no podía respirar. Nodudaba que para acabar con aquel sufrimientodebía hacer alguna cosa, pero lo que deseabahacer era demasiado terrible.

- Es mejor que nos separemos - dijo con vozahogada.

- Nos separaremos si quieres, pero ha de ser acondición de que me des lo que me pertenece -díjole Elena --. ¡Separarnos! ¿Tratas de infun-dirme miedo con eso?

Pedro saltó del diván y tambaleándose seacercó a su mujer.

- ¡Te mataré! - gritó, arrancando, con fuerzapara ella desconocida e insospechada, elmármol de la mesa.

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Pedro alzó el mármol en el aire y dio un pasohacia ella.

El rostro de la joven adoptó una expresión te-rrible. Dio un grito y se echó hacia atrás. Lasangre de su padre se manifestaba ahora enPedro; dominábale en aquel instante la exalta-ción y el goce del furor. Arrojó el mármol con-tra el suelo, rompiéndose en dos pedazos. Conlos brazos extendidos se acercó a Elena y legritó: «¡Vete!», con voz tan terrible que toda lacasa se estremeció al oírle.

Dios sólo sabe lo que hubiera hecho si Elenano llega a salir huyendo del despacho.

Una semana más tarde, Pedro remitía a sumujer poderes para administrar todas lashaciendas de la Gran Rusia, cesión que equival-ía a más de la mitad de su fortuna. Hecho esto,Pedro dirigióse a San Petersburgo.

IV

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Dos meses habían transcurrido desde que enLisia-Gori se habían recibido noticias de la ba-talla de Austerlitz y de la desaparición delpríncipe Andrés. A pesar de todas las cartascursadas por mediación de la Embajada, a pe-sar de todas las pesquisas, su cadáver no habíapodido ser hallado, ni tampoco su nombre figu-raba en la lista de prisioneros.

Lo terrible para su familia era que aún teníala esperanza de que hubiese sido recogido en elcampo de batalla y que se encontrase convale-ciente, o tal vez moribundo, solo entre extraños,sin posibilidad de enviar noticias suyas. Losperiódicos, por los cuales el viejo Príncipe sehabía enterado de la batalla de Austerlitz, de-cían, con palabras breves e imprecisas, como decostumbre, que los rusos, después de brillantescombates, habíanse visto obligados a retirarse yque la retirada se había efectuado con el ordenmás perfecto. El viejo Príncipe comprendió, poraquella noticia oficial, que los rusos habían sidoaniquilados. Una semana después de recibir el

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periódico con la noticia, el viejo Príncipe recibióuna carta de Kutuzov dándole cuenta de lahazaña de su hijo.

«Su hijo - decía la carta -, ante mis ojos, ante elregimiento entero, ha caído con la bandera enla mano, como un héroe digno de su padre y desu patria. Con harto dolor por parte mía y detodo el ejército, debo decirle que actualmenteno se sabe si vive o ha muerto. Deseo creer,igual que usted, que su hijo vive aún, pues deotro modo sería mencionado entre los oficialeshallados en el campo de batalla que indica elregistro que me han remitido los parlamenta-rios.»

El viejo Príncipe recibió aquella noticia muytarde, cuando se encontraba solo en su gabinetede trabajo. Al día siguiente, como de costum-bre, salió para dar su paseo matinal. Mostróseante el mayordomo y el jardinero con expresióntaciturna, y, pese a poner cara de pocos amigos,no riñó a nadie.

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Cuando, a la hora usual, la princesa Maríaentró en la habitación de su padre, el viejoPríncipe permanecía de pie junto al torno, tra-bajando, pero, contra su costumbre, no se vol-vió al oírla entrar.

- ¡Ah, Princesa! - exclamó de pronto con lamayor naturalidad.

Abandonó el torno y la rueda continuó gi-rando por su propia inercia. Mucho tiempodespués, aún recordaba la princesa María elchirriar, que se debilitaba por momentos, de larueda. Y este chirrido se confundía en su me-moria con todo lo que sucedió a continuación.

- ¡Padre! ¿Andrés? - exclamó aquella joventan poco favorecida por la Naturaleza, con taltristeza y un olvido tan completo de ella mis-ma, que a su padre le fue imposible sostener lamirada, volviendo la cabeza hacia otro lado,sollozando.

-He recibido noticias. No se encuentra entrelos prisioneros ni entre los muertos. Kutuzov

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me escribe - dijo con voz estridente, como siquisiera alejarla -. ¡Ha muerto!

La Princesa no se desplomó ni se desmayó.Pálida, desencajada, al oír aquellas palabras, laexpresión de su rostro cambió. En sus bellosojos brilló algo, como si una especie de alegría,una alegría superior; independiente de las tris-tezas y de las alegrías de este mundo, flotarapor encima del profundo dolor que latía en sucorazón. Olvidóse del miedo que le inspirabasu padre; se le acercó, tomó su mano y, tirandode él, se abrazó a su descarnado cuello, surcadode venas.

- ¡Padre, no te apartes! Lloremos los dos - di-jo.

- ¡Bandidos! ¡Cobardes! - exclamó el viejodesviando la vista -. ¡Perder un ejército! ¡Perdera todos sus hombres! ¿Por qué? Ve y díselo aLisa.

Cuando María regresó de hablar con su pa-dre, la pequeña Princesa estaba ocupada en sulabor. Su rostro tenía aquella expresión particu-

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lar, eco de una serenidad que únicamente se daen las mujeres próximas a ser madres. Miró a laprincesa María, pero sus ojos no la veían, sinoque permanecían contemplando un no sé québeatífico y misterioso que acontecía dentro deella.

- María... - dijo alejándose de la rueca -. Pon lamano aquí. - Cogió la mano de la Princesa y lacolocó sobre su vientre. Sus ojos reían. Su labiosuperior, más corto que el otro, cubierto de unaespecie de bozo, dábale una expresión infantil yfeliz.

La princesa María cayó de rodillas a los piesde su cuñada y escondió el rostro entre lospliegues de su vestido.

- ¿No lo notas? ¿No lo notas? ¡Me parece unacosa tan insólita! ¡Cómo lo voy a querer!-dijoLisa mirando a su cuñada con ojos brillantes yfelices.

La princesa María no podía levantar la cabe-za. Estaba llorando.

- ¿Qué te ocurre, Macha?

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- Nada... No lo sé, estoy triste... Triste porAndrés -dijo, enjugándose las lágrimas en lasrodillas de su cuñada.

Durante aquella mañana, la princesa Maríaintentó varias veces preparar a su cuñada, perosiempre echábase a llorar. Aquellas lágrimasturbaban a la pequeña Princesa, que no com-prendía la razón de ellas. Guardaba silencio,mirando, inquieta, a su alrededor, como si bus-cara alguna cosa. El viejo Príncipe, a quien tem-ía tanto, entró en el aposento antes de comer.Parecía trastornado y se marchó sin decir unapalabra. Lisa miró a la princesa María y quedó-se pensativa, con aquella expresión de sus ojosque parecían mirar hacia dentro. De prontoechóse a llorar.

- ¿Se han recibido noticias de Andrés? - pre-guntó.

- No; ya sabes que no han podido llegar, peronuestro padre se inquieta por ello y esto es te-rrible para mí.

- Así. ¿No hay nada?

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- Nada - repuso la princesa María mirando fi-jamente a su cuñada con sus ojos resplande-cientes.

Había decidido no decirle nada y tratar deconvencer a su padre de que ocultara la terriblenoticia a su nuera hasta después del parto, quetendría lugar al cabo de pocos días.

VQuerida - dijo la pequeña Princesa la mañana

del l9 de marzo, después de almorzar, y su la-bio superior, cubierto de bozo, se le levantócomo de costumbre. Pero como la casa rezuma-ba tristeza desde que se recibiera la terriblenoticia, la sonrisa de la pequeña Princesa, queobedecía a la impresión general de ignoranciade la causa, resultaba tan singular que hacíaresaltar más la tristeza del ambiente -. Querida,temo que el almuerzo me haya hecho daño.

- ¡Cómo! ¿Qué tienes? Estás amarilla..., amari-lla del todo - dijo espantada la princesa Maríaacercándose con su pesado andar a su cuñada.

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- Excelencia, ¿y si hiciéramos venir a MaríaBogdanovna? - preguntó una criada que se en-contraba en la estancia.

María Bogdanovna era una comadrona delpueblo vecino, que desde hacía dos semanasestaba instalada en Lisia-Gori.

- Sí - repuso la princesa María -, tal vez seríalo mejor. Ya iré yo a buscarla. ¡No tengas mie-do, querida!

Besó a Lisa y se dispuso a salir de la habita-ción.

- No, es el estómago... Dile que es el estóma-go; díselo, María.

Y la pequeña Princesa lloraba como un chi-quillo que sufre, caprichosamente, e incluso concierta exageración retorcíase las manos hastahacer que crujiesen sus dedos. La Princesa salióde la habitación para ir a buscar a la comadro-na.

- ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Oh...! - oía decir a lapequeña Princesa mientras se alejaba.

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La comadrona le salió al paso. La expresiónde su rostro era grave y tranquila mientras sefrotaba las manos, blancas y regordetas.

- María Bogdanovna, creo que la cosa ha em-pezado - dijo la princesa María a la comadronacon ojos asustados.

- ¡Alabado sea Dios, Princesa! - repuso MaríaBogdanovna lentamente -. Usted, que es unamuchacha, no tiene necesidad de saber de estascosas.

- Sí, pero ¿cómo nos las arreglaremos? El doc-tor de Moscú no ha llegado todavía - dijo laPrincesa.

Con el fin de satisfacer el deseo de Lisa yAndrés, habían llamado a un especialista deMoscú y esperaban su llegada de un momentoa otro.

- La cosa no tiene importancia, Princesa; no ospreocupéis, que aun sin médico todo saldrábien - dijo María Bogdanovna.

Cinco minutos más tarde, la Princesa, desdesu habitación, oyó arrastrar algo muy pesado.

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Abrió la puerta y vio a unos criados que trasla-daban al dormitorio el diván de cuero del des-pacho del príncipe Andrés. La cara de los hom-bres que lo llevaban tenía una expresión so-lemne y tranquila. La princesa María permane-ció sola en su habitación y escuchaba todos losruidos de la casa. De vez en cuando, al oír lospasos de alguien que pasaba por delante de supuerta, María abría y miraba lo que se hacía enel pasillo.

Los criados iban de un lado a otro con ligeropaso; miraban a la Princesa y se volvían. Lajoven no se atrevía a preguntarles nada; volvíaa cerrar la puerta y se sentaba. Tan pronto cogíaun libro de oraciones como se arrodillaba antelas imágenes. Con harta pena y no menos ex-trañeza comprobaba que sus plegarias no laaligeraban del peso de su emoción. De prontola puerta de la habitación empezó a abrirse po-co a poco y en el umbral apareció una viejacriada envuelta en un chal. Era Prascovia Sa-

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vichna, que, por prohibición del Príncipe, casinunca entraba en el aposento de la joven.

- He venido a hacerte un poco de compañía,Machenka, y he traído los cirios del casamientodel Príncipe para encenderlos delante de lasanta imagen - dijo la vieja criada suspirando.

-¡Cuánto te lo agradezco!- ¡Que Dios te proteja, paloma mía!La vieja encendió el cirio y lo colocó ante las

imágenes, sentándose luego cerca de la puerta ahacer calceta. La Princesa cogió un libro y em-pezó a leer. Pero cuando oía pasos o voces,adoptaba, con la mirada extraviada, un gestointerrogador, mientras la criada contemplábalacon expresión tranquila.

El sentimiento que experimentaba la princesaMaría derramábase por todos los rincones de lacasa. Como la tradición dice que cuantos menossaben que una mujer está en los dolores delparto menos padece la parturienta, todos hac-ían ver que lo ignoraban. Nadie hablaba de ello,pero todos, por encima de la gravedad y respe-

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to ordinarios, que eran la regla en casa delPríncipe, demostraban una atención general, unentretenimiento profundo, al mismo tiempoque les dominaba la convicción de que ungrande e incomprensible acontecimiento seestaba consumando.

No se oían risas en la habitación pertenecien-te a las criadas; los criados permanecían senta-dos, en silencio, en espera de alguna cosa. Elviejo Príncipe se paseaba por su despacho, y devez en cuando enviaba a Tikhon a preguntar aMaría Bogdanovna si había alguna novedad.«Di que el Príncipe te ha enviado a preguntar, yven a darme la respuesta.»

- Di al Príncipe que el parto ha empezado -respondía María Bogdanovna mirando al cria-do con expresión grave.

Tikhon salía y llevaba la respuesta al Prínci-pe.

- Bien - respondía el Príncipe cerrando lapuerta tras de sí.

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Tikhon no oía el más pequeño ruido dentrodel despacho.

Algo más tarde entró Tikhon con el pretextode arreglar las bujías. El Príncipe se había ten-dido en el diván. Tikhon le miró y, al darsecuenta de la expresión trastornada de su rostro,se le acercó poco a poco y le besó el hombro,saliendo sin despabilar las bujías y sin decir elmotivo por el cual había entrado.

El misterio más solemne del mundo estaba envías de cumplirse.

Transcurrió la tarde, vino la noche, y la sen-sación de la espera ante lo incomprensible nodisminuía, sino que, por el contrario, aumenta-ba. Nadie dormía en la casa.

Era una de aquellas noches de marzo en queel invierno parece que quiere recuperar susfueros y arroja con rabia las últimas nieves ydesata los últimos temporales.

Había sido enviado un carruaje hasta el límitede la carretera para recibir al doctor alemán de

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Moscú; pero como éste no podía pasar de allí,unos hombres, provistos de faroles, avanzaronhasta el recodo del camino para acompañarle.

Hacía tiempo que la princesa María había de-jado el libro de oraciones. Sentada, en silencio,permanecía con sus brillantes ojos fijos en elarrugado rostro de la criada que conocía entodos sus detalles, en el mechón de cabellosgrises que le salía por debajo del pañuelo y enlas profundas arrugas que le atravesaban elcuello.

La vieja criada, con las agujas de hacer calcetaentre los dedos, contaba, sin darse cuenta ellamisma de lo que decía, historias relatadas cen-tenares de veces: cómo la difunta Princesa hab-ía dado a luz a la princesa María en Kishinev,asistida por una campesina moldava. «Si Dioslo quiere, los médicos no son necesarios.»

De súbito, una fuerte ráfaga de viento chocócontra los cristales, abrió las ventanas mal ce-rradas, hinchó la cortina y arrojó dentro de laestancia un puñado de nieve, apagando la luz.

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La princesa María se estremeció. La criada dejóla labor que estaba haciendo, se acercó a la ven-tana y, asomándose, trató de cerrar los postigosde la parte de afuera. El viento helado agitabala punta de su pañuelo y el mechón de cabellosgrises.

- Princesa, por el camino viene gente con faro-les... Debe de ser el médico - añadió, cerrandolos postigos sin echar la falleba.

- ¡Dios sea loado! - exclamó la princesa María-. Vamos a recibirle; no habla ruso.

La princesa María se echó sobre los hombrosun chal y corrió a recibir al que llegaba. Alatravesar la sala vio por la ventana varias lucesy un coche bajo el porche del portal. Corrióhacia la escalera.

En ésta había una candela, que el viento hacíaestremecer. Felipe, el mayordomo, en cuyo ros-tro se retrataba una expresión de miedo, estabamás abajo, en el primer rellano, con un cirio enla mano. Al final, en la entrada, oíanse los pasosprecipitados de una persona calzada con botas

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forradas y una voz que la princesa María creyóreconocer. La voz decía:

- ¡Gracias a Dios! ¿Y mi padre?- En la cama - respondió la voz de Damián, el

criado, que se encontraba en la entrada.La voz conocida pronunció algunas otras pa-

labras y el ruido de pasos fue acercándose.«¡Es Andrés! - pensaba la princesa María -.

Pero no, no es posible. Sería demasiado extra-ordinario.»

Y en aquel mismo instante apareció en el re-llano, donde esperaba el mayordomo con lacandela, el príncipe Andrés, con el cuello de suabrigo cubierto de nieve. Sí, era él, pero pálido,delgado, con una expresión distinta, de unarigidez extraordinaria, trastornado por comple-to. Subió la escalera y abrazó a su hermana.

- ¿No has recibido ninguna carta mía? - pre-guntó. Sin esperar respuesta, que no podía ob-tener, debido a que la Princesa había quedadocomo muda, volvióse y con el médico que mar-chaba tras él (se habían encontrado en la última

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parada) continuó subiendo con paso ligero,abrazando otra vez a su hermana.

- ¡Qué suerte, querida Macha!Y, quitándose el abrigo y las botas, se dirigió

a la habitación de su mujer.

VILe pequeña Princesa, que tenía puesta una

cofia blanca, estaba tendida entre almohadones;los dolores habían cesado poco antes. Sus ne-gros rizos le caían alrededor del rostro, que lafiebre cubría de sudor. Su boca, pequeña y gra-ciosa, estaba entreabierta; sonreía, animada. Elpríncipe Andrés entró en el aposento y se detu-vo ante ella, al pie del diván.

Los brillantes ojos de Lisa, que miraban asus-tados y llenos de emoción, como los de un niño,se posaron sobre su marido sin cambiar de ex-presión: «Os quiero a todos y no hice mal anadie; ¿por qué he de sufrir tanto, pues? ¡Ayu-dadme!», parecían decir. Veía a su marido, pero

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no comprendía lo que significaba su presenciaallí.

El príncipe Andrés le besó la frente.- No tengas miedo, corazón - nunca le había

dicho esta palabra -. Dios será misericordioso.Ella le miraba con aire interrogador, infantil,

como reconviniéndole.«Yo esperaba que tú me ayudarías, ¡y no lo

haces! », decían sus ojos. No se extrañaba de suregreso. No comprendía lo sucedido. Aquelregreso no tenía relación alguna con sus dolo-res ni con el remedio que los podría calmar.

Y los dolores comenzaron de nuevo. MaríaBogdanovna aconsejó al príncipe Andrés quesaliera de la habitación.

Entró el médico. El príncipe Andrés salió yhallóse con la princesa María. Comenzaron ahablar en voz baja, pero la conversación deten-íase a cada momento. Callaban y escuchaban.

- Vuelve allí - dijo la princesa María.El príncipe Andrés volvió cerca de su mujer.

En la espera, sentóse en una habitación conti-

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gua. Del aposento de la pequeña Princesa salióuna mujer con rostro asustado, y al ver alpríncipe Andrés quedóse confusa. Él escondiósu cara entre las manos y permaneció algunosmomentos en esta posición. A través de lapuerta llegaban gemidos de un dolor animal. Elpríncipe Andrés se levantó y se dirigió a lapuerta con ánimo de abrirla. Alguien le detuvo.

- No se puede pasar. No se puede pasar - dijouna voz asustada.

El Príncipe se puso a dar paseos por la habi-tación.

Los gritos cesaron. Transcurrieron unos se-gundos. De pronto, un terrible grito - no eraella; ella no podía gritar de aquella manera -estalló en el aposento contiguo. El Príncipe co-rrió hacia la puerta. Solamente oíase el llanto deun niño.

«¿Por qué han traído un chiquillo? - pensó demomento el príncipe Andrés -. ¿Una criatura?¿Cuál? ¿Por qué está allá? ¿Es un recién naci-do?'

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Y de súbito comprendió todo el gozoso signi-ficado de aquel grito. Las lágrimas le ahogaban.Se apoyó en el marco de la ventana y echóse allorar como un niño. La puerta se abrió. El doc-tor, en mangas de camisa, arremangado, páli-do, temblorosa la barba, salió de la habitacióntambaleándose. El príncipe Andrés se le acercó.El médico le miró tristemente y pasó ante él sindecirle nada.

Salió una mujer. Al darse cuenta de la pre-sencia del Príncipe, se detuvo perpleja en elumbral de la puerta. El Príncipe entró en elaposento de su mujer. Estaba muerta, tendidatal como la viera cinco minutos antes. Y a des-pecho de la inmovilidad de su mirada y de lapalidez de sus mejillas, en su bonito rostro, casiinfantil, de labio corto sombreado de bozo, sereflejaba la misma expresión.

«Os quiero a todos y no hice daño a nadie;¿qué habéis hecho conmigo?», parecía decir subello rostro, triste y sin vida.

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En un rincón de la estancia, una forma pe-queña, rosada, que sostenían las manos blancasy temblorosas de María Bogdanovna, respirabay prorrumpía en agudos gritos.

Dos horas más tarde, el príncipe Andrés, conlento paso, penetraba en el despacho de su pa-dre. El anciano estaba ya enterado de todo loocurrido. Se hallaba en pie, cerca de la puerta,y, en cuanto vio a su hijo, le enlazó el cuellosilenciosamente, con sus manos duras comotenazas, y lloró como un niño.

Los funerales de la pequeña Princesa celebrá-ronse tres días más tarde. El príncipe Andrés,de pie en las gradas del catafalco, le daba elúltimo adiós. En el ataúd, el rostro, a pesar detener los ojos cerrados, continuaba diciendo:«¡Ah! ¿Qué me habéis hecho?»

Y el príncipe Andrés sentía que algo se des-garraba en su alma y que era culpable de algu-na desgracia irreparable e inolvidable. No pod-

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ía llorar. El viejo Príncipe también subió al cata-falco y besó una de las manitas de cera, quepermanecían inmóviles una encima de otra.También a él le decía el rostro de la pequeñaPrincesa: «¿Por qué se han portado así conmi-go?» Y al darse cuenta de este reproche, el viejovolvióse con visible enojo.

Cinco días después bautizaron al pequeñopríncipe Nicolás Andreievitch. La nodriza suje-taba la envoltura, mientras el sacerdote ungía,con una pluma, las encarnadas y arrugadaspalmas de las manitas y la planta de los pies.

Era padrino el abuelo, quien, temeroso de quese le cayese el chiquitín, lo llevó temblandohasta la pila bautismal, donde lo entregó a lamadrina, la princesa María. El príncipe Andrés,presa de un terrible miedo de que ahogaran alniño, permanecía en el aposento contiguo, es-perando el fin de la ceremonia. Cuando la viejacriada le trajo el bebé, le miró con gozo, incli-nando la cabeza en señal de aprobación cuando

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la anciana le contó que el pedazo de cera echa-do a la pila - en el que se habían pegado unoscabellos del niño - había flotado.

VIILa participación de Rostov en el desafío de

Dolokhov y Pedro quedó oculta gracias a lasgestiones del anciano Conde, y Rostov, en lugarde ser degradado como esperaba, fue nombra-do ayudante de campo del general gobernadorde Moscú. Por este motivo no pudo ir al campocon su familia y pasó todo el verano en Moscú.

Dolokhov se repuso y Rostov estrechó sus la-zos de amistad con él, sobre todo durante laconvalecencia. Dolokhov había pasado todo eltiempo que duró su curación en casa de su ma-dre, que le quería apasionadamente. La ancianaMaría Ivanovna, que apreciaba mucho a Rostova causa de la amistad que le unía a su hijo,siempre le hablaba de éste.

- Sí, Conde, tiene demasiado noble el corazóny demasiado pura el alma para vivir en este

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mundo actual, tan depravado - decía -. Nadietiene en aprecio la virtud, porque, vamos a ver,dígame: ¿es honesto lo que ha hecho Bezu-khov? Mi Fedia, llevado por su buen natural, lequería, y ni ahora dice nada contra él. ¿No seburlaron de la policía juntos en San Petersbur-go? Pues a Bezukhov no le ocurrió nada y mihijo cargó con todas las consecuencias. ¡Y loque ha tenido que aguantar! Claro que le re-habilitaron, ¡pero cómo no lo habían de hacer siestoy segura de que hijos de la patria tan vale-rosos como él existen muy pocos! ¡Y ahora estedesafío! Estos hombres desconocen lo que es elhonor. ¡Provocarle sabiendo que es único hijo yhacerle blanco de ese modo...! Pero Dios haquerido guardármelo. Y total, ¿por qué? ¿Quiénse ve libre de intrigas en estos tiempos? ¿Y quéculpa tiene mi hijo si el otro tiene celos...?Comprendo que desconfiara..., pero el asuntoya tiene un año de duración... Y vamos..., loprovocó suponiendo que Fedia no aceptaría elreto porque le debe dinero. ¡Ah, cuánta vileza!

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¡Cuánta cobardía! Veo, Conde, que comprendea mi hijo; por eso le quiero con todo mi co-razón. Le comprenden muy pocos. ¡Tiene ungran corazón y un alma muy pura!

A menudo, durante su convalecencia, Dolo-khov decía cosas a su amigo que éste jamáshubiera sospechado oír de sus labios.

- Me creen malo, y lo sé - decía -. Pero me esigual. No quiero conocer a nadie excepto a losque aprecio, y a éstos les quiero tanto que hastadaría la vida por ellos; a los demás, los pisote-aría si los hallara en mi camino. Tengo una ma-dre inapreciable, que adoro, dos o tres amigos(tú uno de ellos), y en cuanto a los otros pocome importa que me sean útiles o perjudiciales.Y casi todos estorban, las mujeres las primeras.Sí, amigo mío; he tropezado con hombres ena-morados, nobles y elevados, pero mujeres, sal-vo las que se venden (condesa o cocinera, quepara el caso es lo mismo), no he hallado ningu-na. Todavía no me ha sido dado hallar la pure-za celestial, la devoción que busco en la mujer.

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Si hallara una, le daría mi vida. Y las demás... -hizo un gesto despreciativo -. Puedes creermeque si aún me interesa la vida es porque esperohallar a esa criatura divina que me purificará,me regenerará, me elevará. Pero tú no puedescomprender esto...

- Lo comprendo muy bien - dijo Rostov, quese hallaba bajo la influencia de su nuevo amigo.

La familia Rostov regresó a Moscú en otoño.Denisov volvió durante el invierno y permane-ció una temporada en la ciudad.

Los primeros meses del invierno de l806 fue-ron muy felices para Rostov y su familia.

Nicolás llevaba a muchos jóvenes a la casa desus padres. Vera era una bella muchacha deveinte años. Sonia, una jovencita de dieciséis,con todo el esplendor de una flor acabada deabrir. Natacha, ni capullo ni mujer, tan prontocon zalamerías de niña como con el encanto deuna mujercita.

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Durante aquella época, la casa de los Rostovestaba saturada de una atmósfera de amor, co-mo suele acontecer en la casa donde hay mu-chachas bonitas.

Todos los jóvenes que acudían a casa de losRostov, al contemplar aquellos rostros jóvenes,móviles, sonrientes a cualquier cosa - proba-blemente a su misma felicidad -, al ver aquelanimado movimiento, al oír aquel charloteoinconsecuente pero tierno para todos, al oír lascanciones y la música, sentían la misma atrac-ción del amor, el mismo deseo de felicidad queexperimentaban los jóvenes habitantes de lacasa de los Rostov.

Entre los jóvenes que Nicolás había presenta-do en primer lugar se hallaba Dolokhov, quegustó a toda la familia excepto a Natacha. Acausa de Dolokhov se peleó con su hermano.Ella decía que se trataba de una mala persona yque en el desafío con Bezukhov la razón estabade parte de éste y no de Dolokhov, a quien con-

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sideraba como único culpable, y además lehallaba desagradable y lleno de pretensiones.

- Sí, sí, todo lo que quieras, pero es malo - de-cía Natacha obstinadamente -, es malo; no tienecorazón. Tu Denisov sí que me gusta; es uncalavera y no sé cuántas cosas más, pero aunasí me gusta. No sé cómo decírtelo: en Dolo-khov, todo está calculado, y esto no lo puedoaguantar, mientras que en Denisov...

- Denisov es otra cosa - replicó Nicolás comodando a entender que Denisov, comparado conDolokhov, no era nada -. Es preciso verle allado de su madre. ¡Tiene un gran corazón!

- Eso no lo sé; pero es un hombre que no megusta. ¿Ya sabes que está enamorado de Sonia?

- ¡Qué estupidez...!- Estoy convencida. Ya lo verás.Lo que dijo Natacha se realizaba.Dolokhov, que no era aficionado a la com-

pañía de mujeres, empezó a frecuentar asidua-mente la casa de los Rostov, y la pregunta ¿aqué debe venir? fue muy pronto contestada, a

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pesar de que nadie hablase de ello. Iba por So-nia. Y Sonia, sin confesárselo a sí misma, lo sab-ía, y cuando entraba Dolokhov enrojecía comouna amapola.

Dolokhov se quedaba muy a menudo a cenaren casa de los Rostov, no perdía ningún es-pectáculo a los que éstos asistían y asimismofrecuentaba los bailes de adolescentes en casade Ioguel, donde acudían siempre los Rostov.Mostraba una deferencia especial para con So-nia, y la miraba con tal expresión que no sóloella no podía resistir aquella mirada, sino quela misma Condesa y Natacha enrojecían al sor-prenderla.

Se veía muy claramente que aquel hombrefrío, raro, se hallaba bajo el influjo invencibleque sobre él ejercía la jovencita, morena, gracio-sa, enamorada de otro.

Rostov observó que algo ocurría entre Dolo-khov y Sonia, pero no sabía definir de qué setrataba. «Están enamoradas de uno o de otro»,pensaba de Sonia y de Natacha. Pero no sentía

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la misma libertad que antes cuando se hallabaen compañía de Sonia y Dolokhov, y ya nopermanecía tanto en su casa.

Pasado el otoño de l806, todo el mundohablaba, aún con más ardor que el año anterior,de una nueva guerra con Napoleón. Se habíadecidido el alistamiento de diez regimientos dereclutas, y, por si ello no fuera suficiente, setomaban nueve reclutas más por cada mil cam-pesinos. Por todos lados se maldecía a Bonapar-te, y en Moscú no se hablaba de otra cosa quede la futura guerra.

Para la familia Rostov, todo el interés de esospreparativos guerreros se resumían en que Ni-colás no quería permanecer en Moscú en modoalguno, y sólo esperaba que Denisov terminarasu licencia para marchar con él a su regimiento,pasadas las fiestas. Su partida no le vedaba eldivertirse, antes por el contrario, le excitabamás. Pasaba la mayor parte del tiempo en ce-nas, fiestas y bailes.

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VIIIEl tercer día de las fiestas navideñas, Nicolás

quedóse a comer en su casa, cosa que muy po-cas veces hacía durante aquella última tempo-rada. Se trataba de la cena oficial de despedida,ya que él y Denisov partían después de la Epi-fanía, para incorporarse a su regimiento. Asist-ían unos veinte invitados, entre los que sehallaba Dolokhov.

Nunca la atmósfera del amor se había hechosentir con tanta fuerza en casa de los Rostovcomo durante aquellas Navidades. «¡Toma elmomento de felicidad, obliga a amar y ama tútambién! Ésta es la única verdad de este mun-do. Todo lo demás son tonterías. Y aquí sola-mente nos ocupamos de amar», decía aquellaatmósfera.

Rostov, después de haber hecho cansar a doscaballos sin poder llegar, como siempre, dondeprecisaba, llegó a su casa en el instante de sen-tarse a la mesa. Al entrar observó y sintió laamorosa atmósfera de la casa, pero también

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descubrió una especie de inquietud que reinabaentre algunos de los allí reunidos.

Sonia, Dolokhov, la anciana Condesa y Nata-cha también se hallaban particularmente tras-tornados. Nicolás comprendió que antes de lacomida había ocurrido algo entre Sonia y Dolo-khov, y con la delicadeza de corazón que ledistinguía procuró portarse con uno y otra,durante la cena, con todo el afecto posible.Aquella misma noche, en casa de Ioguel - elprofesor de danza - se daba el acostumbradobaile de Navidad, al que asistían los discípulos.

- Nikolenka, ¿irás a casa de Ioguel? Ven connosotros, por favor; te invito yo especialmente.Basilio Dmitrich - Denisov - también vendrá -dijo Natacha.

- ¿Dónde no iría yo si la Condesa me lo orde-naba? - dijo Denisov, que por pura chanza, en-traba en casa de los Rostov como caballero deNatacha -. Estoy dispuesto a bailar el paso delchal.

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- Si puedo, sí. Me he comprometido con losAnkharov. Tienen soirée - dijo Nicolás -. ¿Y tú? -preguntó a Dolokhov; y al formular la preguntacomprendió que hubiera hecho mejor en callar-se.

- Sí, tal vez sí - contestó fríamente y con dis-gusto Dolokhov mirando a Sonia; después, conlas cejas contraídas, dirigió a Nicolás la mismamirada que había lanzado a Pedro durante lacomida del club.

«Ha ocurrido algo», pensó Nicolás. Y su su-posición se confirmó al ver que Dolokhov mar-chaba inmediatamente después de cenar. En-tonces preguntó a Natacha lo que había sucedi-do.

-Dolokhov se ha declarado a Sonia. Ha pedi-do su mano - contestóle Natacha.

Nicolás, en aquellos últimos tiempos, habíaseolvidado mucho de Sonia, pero al oír a su her-mana sintió que algo se le desgarraba en suinterior. Dolokhov era un partido aceptable, yhasta brillante, para Sonia, huérfana y sin dote.

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Desde el punto de vista de la anciana Condesay de la sociedad, no existía ningún motivo pararechazar la petición. Por ello, su primer impul-so fue de cólera por la negativa de Sonia. Iba adecir: «Hay que olvidar las promesas que unohace cuando es niño; y es preciso aceptar laspeticiones... », pero no tuvo tiempo de decirnada.

- ¿Y sabes qué ha contestado ella? Pues queno; tal como lo oyes. Le ha dicho que estabaenamorada de otro - añadió después de un ins-tante de silencio.

«Claro, Sonia no podía obrar de otra mane-ra», pensó Nicolás.

- Mamá ha insistido mucho, pero ella ha di-cho que no y que no, y yo sé que nadie le harácambiar de parecer; cuando ella se pone de estamanera...

- ¿Mamá ha insistido? - preguntó Nicolás contono de reconvención.

- Sí - contestó Natacha -; mira, Nicolás, no telo tomes a mal, pero yo sé que nunca te casarás

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con Sonia. No sé por qué, pero estoy convenci-da de ello.

-¡Oh! Tú no puedes saber nada...-dijo Ni-colás-. Pero he de hablar con ella... ¡Sonia esuna criatura deliciosa! - añadió sonriendo.

- Tiene mucho corazón. Le voy a decir quevenga. -Y Natacha abrazó a su hermano y alejó-se corriendo.

Unos minutos más tarde, Sonia, asustada,avergonzada, con aire de culpable, se presenta-ba ante Nicolás. Acercósele éste y le besó lamano. Era la primera vez que estaban a solasdesde el regreso de Nicolás.

- Sonia - le dijo tímidamente; luego fue ex-citándose poco a poco -, si quieres rechazar unbuen partido, un brillante partido, y hasta con-veniente, porque es un buen muchacho, noble,amigo mío...

Sonia le interrumpió:- Le dije ya que no.- Si lo haces por mí, temo que...

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Sonia volvió a interrumpirle. Le miró con ex-presión suplicante, asustada.

- Nicolás, no digas eso.- Te lo tengo que decir. Tal vez es presuntuo-

so por mi parte, pero te lo tengo que decir. Si espor mí por lo que le dices que no, yo he de con-fesarte la verdad: te quiero, tal vez eres lo quequiero más...

-Con eso tengo bastante - dijo Sonia rubo-rizándose.

- No. Me he enamorado miles de veces y pro-bablemente volveré a hacerlo; aunque solamen-te guardo para ti ese sentimiento compuesto deamistad, confianza y amor. También hemos depensar que soy muy joven. Mamá se opone anuestro matrimonio. En una palabra: yo nopuedo prometerte nada, y te ruego que re-flexiones sobre la pretensión de Dolokhov - dijoNicolás, pronunciando con pena el nombre desu amigo.

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- No digas eso. Yo no quiero nada. Te quierocomo a un hermano. Te querré siempre, y nodeseo otra cosa.

- ¡Eres un ángel! Me siento indigno de ti. Perotengo miedo a engañarte.

Y Nicolás volvió a besarle la mano.

QUINTA PARTEIAvivábase la guerra y su teatro se acercaba a

la frontera rusa.En todas partes se oían maldiciones contra el

enemigo del género humano, Bonaparte. De lospueblos donde eran reclutados los soldados ydel teatro de la guerra llegaban noticias diver-sas, como siempre; falsas y, por tanto, interpre-tadas diferentemente.

Las vidas del príncipe Bolkonski, del príncipeAndrés y de la princesa María habían cambiadomucho a partir de l805.

En l806, el anciano Príncipe había sido nom-brado uno de los ocho generales en jefe de las

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milicias formadas en toda Rusia. El ancianoPríncipe, a despecho de la debilidad propia desus años, debilidad que se había acentuadomientras creyó que su hijo había muerto, decíaque no cumpliría con su deber si se negaba adesempeñar una función a cuyo ejercicio habíasido llamado por el mismo Emperador. Aquellanueva actividad que se abría ante él le excitabay le daba fuerzas. Viajaba siempre por las tresprovincias que le habían sido confiadas; llevabasu cometido hasta la pedantería; se mostrabasevero hasta la crueldad con sus subordinadosy quería conocer personalmente hasta los máspequeños detalles.

La princesa María había cesado de tomar lec-ciones de matemáticas de su padre, y sólocuando él estaba en casa, por la mañana, iba aldespacho acompañada del ama y del pequeñoNicolás, como le llamaba el abuelo. El pequeñovivía con el ama y la vieja criada Savichna, enlas habitaciones de la Princesa difunta, y laprincesa María pasaba la mayor parte del tiem-

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po en el cuarto del niño, esforzándose tantocomo podía en hacer de madre de su sobrino.

Mademoiselle Bourienne también parecíaquerer apasionadamente al pequeño, y, muy amenudo, la princesa María, violentándose, ced-ía a su amiga el placer de mecer al «angelito»,como llamaba a su sobrinito, y de entretenerlo.

Cerca del altar de la iglesia de Lisia-Gori seelevaba una capilla sobre la tumba de la pe-queña Princesa, y en ella se había erigido unmonumento de mármol, enviado de Italia, querepresentaba a un ángel con las alas desplega-das, en actitud de subir al cielo. Aquel ángeltenía el labio superior un poco levantado, comosi fuera a sonreír, y un día, el príncipe Andrés yla princesa María, al salir de la capilla, confesa-ron que era extraño, pero que la cara de aquelángel les recordaba a la difunta. Pero lo que eraaún más extraño, y que el príncipe Andrés nodijo a su hermana, fue que en la expresión queel artista había dado por casualidad al rostrodel ángel, el príncipe Andrés leía las mismas

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palabras de dulce reconvención que había leídoen el rostro de su mujer muerta:«¡Ah!, ¿por quéme habéis hecho esto?»

Al cabo de poco tiempo de la vuelta delpríncipe Andrés, el viejo Príncipe dio en pro-piedad, a su hijo, Bogutcharovo, una granhacienda situada a cuarenta verstas de Li-sia-Gori. Sea por los recuerdos penosos ligadosa Lisia-Gori, sea porque el príncipe Andrés nose sentía siempre capaz de soportar el carácterde su padre, y tal vez también porque teníanecesidad de estar solo, aprovechando la dona-ción, hizo construir una casa en Bogutcharovo,en la que pasaba la mayor parte del tiempo.

Después de la campaña de Austerlitz, elpríncipe Andrés estaba firmemente decidido ano reincorporarse al servicio militar, y cuandola guerra volvió a empezar y todo el mundotuvo que incorporarse de nuevo, él no entró enservicio activo y aceptó las funciones, bajo ladirección de su padre, correspondientes al re-clutamiento de milicias.

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Después de la campaña de l805, el ancianoPríncipe parecía haber cambiado con respecto asu hijo. El príncipe Andrés, por el contrario,que no tomaba parte en la guerra, y en el fondodel alma le dolía, no auguraba nada bueno deello.

El día 26 de febrero de l807, el ancianoPríncipe salió en viaje de inspección. El prínci-pe Andrés, como hacía siempre en ausencia desu padre, se quedó en Lisia-Gori. El pequeñoNicolás hacía cuatro días que estaba enfermo.Los cocheros que habían conducido al ancianoPríncipe a la ciudad volvieron con papeles ycartas para el príncipe Andrés.

El criado que traía las cartas no encontró alpríncipe Andrés en su despacho y se dirigió alas habitaciones de la princesa María, perotampoco estaba allí. Alguien dijo que el Prínci-pe se encontraba en la habitación del niño.

- Si le place, Excelencia, Petrucha ha llegadocon el correo - dijo una de las criadas dirigién-dose al príncipe Andrés, que estaba sentado en

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una silla baja y que, con las cejas contraídas ymano temblorosa, vertía gotas de un frasco enun vaso lleno hasta la mitad de agua.

- ¿Qué hay? - dijo con tono irritado; y comosea que las manos le temblaran más, dejó caerdemasiadas gotas en el vaso. Arrojó al suelo elcontenido y pidió otro. La criada se lo dio.

En el aposento había una cama de niño, dosarcas, dos sillas, una mesa, una mesita y unasilla baja en la que estaba sentado el príncipeAndrés.

Las ventanas estaban cerradas; encima de lamesa había una bujía encendida, y de pie, en-frente, un libro de música a medio abrir, demanera que la luz no cayera sobre la camita delniño.

-Vale más esperar - dijo a su hermano la prin-cesa María, que estaba al lado de la cama -.Después...

- Hazme el favor. No digas tonterías. Siempreesperas y he aquí lo que has esperado... - dijo el

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príncipe Andrés con un murmullo colérico, conevidente deseo de herir a su hermana.

- Créeme, vale más no despertarlo. Duerme -pronunció la Princesa con voz suplicante.

El príncipe Andrés se levantó y se acercó a lacama de puntillas con el vaso en la mano.

-No sé... ¿Despertarlo?-dijo en tono indeciso.- Como quieras..., pero... Me parece... Es decir,

como quieras-dijo la princesa María, que parec-ía amedrentada y avergonzada de haber ex-puesto su parecer.

Indicó a su hermano en voz baja que la criadale llamaba.

Hacía varias noches que ni uno ni otro dorm-ían, siempre al lado del pequeño, consumidopor la fiebre. Sin confianza en el médico de lacasa, esperaban de un momento a otro al quehabían mandado llamar de la ciudad. Entretanto, probaban una medicina tras otra. Rendi-dos de no dormir, tristes, se hacían pagar mu-tuamente su dolor y se peleaban.

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- Petrucha, con papeles de su padre, señor -murmuró la criada.

El príncipe Andrés salió.- ¡Que vayan al diablo! - exclamó; y después

de escuchar las órdenes verbales de su padre yde guardar el pliego que le dirigía, volvió alcuarto del niño.

- Y bien, ¿cómo está? - preguntó el príncipeAndrés.

- Lo mismo. Espera, por favor. Karl Ivanitchsiempre dice que el sueño es la mejor medici-na-murmuró con un suspiro la Princesa.

El príncipe Andrés se acercó al niño y lo tocó.Ardía.

- ¡Al diablo tú y tu Karl Ivanitch!Tomó el vaso con las gotas y volvió al lado de

la cama.- ¡Andrés, no seas así! - dijo la princesa María.Pero él, airado y no sin sufrir, arrugaba las ce-

jas y con el vaso en la mano se acercaba al niño.- Vamos, lo quiero - dijo -. Te digo que se lo

des.

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La princesa María se encogió de hombros, pe-ro dócilmente tomó el vaso y, llamando a lacriada, se dispuso a dar la pócima al pequeño.El niño chillaba y empezaba a atragantarse. Elpríncipe Andrés, con las cejas contraídas,apretándose la cabeza con ambas manos, salióde la habitación y se dejó caer en el diván de lasala contigua.

Tenía en las manos todas las cartas. Maqui-nalmente las abrió y empezó a leerlas. El ancia-no Príncipe, en un papel azul, escribía con suletra alta y caída:

«Acabo de recibir, por correo, una noticiamuy agradable, si es cierta. Parece que Benig-sen ha vencido completamente a Bonaparte enEylau. En San Petersburgo todos triunfan y hasido enviada una multitud de condecoracionesal ejército. Aunque sea alemán, lo felicito. Hastaahora no entiendo lo que hace por allí el jefe deKortcheva, un tal Khandrikov. Aún no tenemosni hombres ni víveres. Ve enseguida allí y dileque le haré cortar la cabeza si dentro de una

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semana no está todo dispuesto. También herecibido una carta de Petinka sobre la batalla dePressich-Eylau, en la que tomó parte; todo esverdad. Cuando no se entrometen los que notienen nada que hacer allí, hasta un alemánderrota a Bonaparte. Dicen que ha huido con elmayor desorden. Ve, pues, inmediatamente aKortcheva y cumple mis órdenes.»

El príncipe Andrés suspiró y abrió otra carta.Estaba escrita con caracteres muy finos y ocu-paba dos hojas; era de Bilibin. La volvió a do-blar, sin leerla, y leyó de nuevo la de su padreque acababa con estas palabras: «¡Ve, pues,inmediatamente a Korcheva y cumple misórdenes!» «No, perdón, no iré mientras el niñono esté bien del todo», pensó acercándose a lapuerta y dirigiendo un vistazo al cuarto delniño.

La princesa María no se movía del lado de lacama y mecía dulcemente al niño.

«¿Qué otras cosas desagradables dirá mi pa-dre?-se preguntaba el príncipe Andrés recor-

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dando el contenido de la carta que acababa deleer -. Sí..., los nuestros han obtenido una victo-ria sobre Bonaparte, precisamente cuando yono estaba allí. Sí, sí, la suerte se ríe de mí... Lomismo da». Y comenzó a leer la carta francesade Bilibin.

Leyó sin comprender ni la mitad. Leía sólopor dejar de pensar, aunque no fuera más quepor unos instantes, en aquello que desde hacíamucho tiempo pensaba exclusivamente y conmucha pena.

De pronto le pareció oír a través de la puertaun ruido extraño. Le dio miedo, temía que lehubiera pasado algo al niño mientras leía lacarta. De puntillas se acercó a la puerta de lahabitación y la abrió un poco.

En el momento de entrar observó que la cria-da, con aspecto aterrorizado, le ocultaba algunacosa y que la princesa María no estaba al ladode la cama.

- Andrés - oyó a la princesa María con unmurmullo que le pareció desesperado. Como

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acontece muy a menudo después de una larganoche de insomnio y de emociones fuertes, unmiedo injustificado le invadió de pronto. Leasaltó la idea de que el niño había muerto. To-do lo que veía y oía le parecía confirmar su te-mor. «Todo ha terminado», pensó, y un sudorfrío humedeció su frente.

Aturdido, se acercó a la cuna pensando en-contrarla vacía y que la criada había escondidoal niño muerto. Separó las cortinas y, durantemucho rato, sus ojos asustados y distraídos nopudieron encontrar al niño. Por último lo des-cubrió. El pequeño, enrojecido, con los brazosseparados, yacía de través en la cama, con lacabeza bajo la almohada. Dormido, movía loslabios y respiraba regularmente.

Al darse cuenta de ello, el príncipe Andrés sealegró como si lo hubiese perdido y lo recobra-ra de nuevo. Se inclinó y, tal como su hermanale había enseñado, le puso los labios en la frentepara observar si tenía fiebre. La frente estabahúmeda. Le tocó la cabeza con la mano; tenía

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los cabellos mojados: sudaba. No solamente nohabía muerto, sino que se comprendía muybien que la crisis había pasado y que estaba encamino de mejorar rápidamente. Habría cogidoa aquella criatura para estrecharla contra supecho, pero no se atrevía. Estaba de pie a sulado; le miraba la cabeza, las manos, las piernasque se adivinaban debajo de las sábanas.

Oyó un roce a su lado y apareció una sombraentre las cortinas de la cama. No se volvió; con-tinuó mirando la cara del niño y escuchando surespiración. La sombra era la princesa María,que se había acercado, sin hacer ruido, a la ca-ma; había levantado la cortina y se había deja-do caer de espaldas.

El príncipe Andrés, sin volverse, la reconocióy le tendió la mano. Ella se la estrechó.

- Suda - dijo el príncipe Andrés.- Entré para decírtelo.El pequeño se movía apenas; dormía son-

riendo y frotaba la cabeza contra la almohada.El príncipe Andrés miró a su hermana. Los ojos

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resplandecientes de la princesa María, en lapenumbra de la alcoba, brillaban más que decostumbre a causa de las lágrimas de alegríaque los inundaban. La princesa María se inclinóhacia su hermano y lo besó, incluyendo en elabrazo un trozo de cortina. Se estrecharon a laluz mortecina que atravesaba la cortina, comosi no quisieran separarse del mundo que for-maban los tres, aparte de todas las cosas. Elpríncipe Andrés fue el primero en separarse dela cama, despeinándose con las cortinas.

- Sí, esto es todo lo que me queda - murmurócon un suspiro.

IIPedro, que se encontraba en la mejor situa-

ción de espíritu después del viaje al Sur, realizóel deseo que tenía de visitar a su amigo Bol-konski, a quien hacía dos años que no habíavisto.

Bogutcharovo estaba situado en un país nomuy bonito, llano, cubierto de campos y de

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bosques de pinos y chopos cortados y sin cor-tar.

La casa de los propietarios se encontraba alfinal de la carretera del pueblo, detrás de unestanque de nueva construcción y bien lleno,cuyas orillas aún no estaban cubiertas de hier-ba. Estaba situada en el centro de un bosquenuevo en el que había unos cuantos grandesabetos. Comprendía la granja, edificios para losservicios, establos, baños, un pabellón y unagran casa de piedra, no terminada aún del todo.Las rejas y las puertas eran sólidas y nuevas.Los senderos, estrechos; los vallados, firmes.Todo tenía la señal del orden y de la explota-ción inteligente. A la pregunta«¿Dónde vive elPríncipe?», los criados mostraron un pequeñopabellón nuevo construido al borde del estan-que. El viejo preceptor del príncipe Andrés,Antonio, ayudó a Pedro a bajar del carruaje, leinformó de que el Príncipe estaba en casa y leacompañó a una sala de espera pequeña y lim-pia.

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Pedro quedó sorprendido de la modestia dela casa, muy pulida, eso sí, después del ambien-te brillante en que había visto la última vez a suamigo en San Petersburgo. Entró, resuelto, en lablanca salita, toda perfumada con el aroma delos abetos, y quería pasar al interior, pero An-tonio, de puntillas, se adelantó a él y llamó a lapuerta.

-Y bien, ¿qué hay?-pronunció una voz agria ydesagradable.

- Una visita - respondió Antonio.- Que espere - y se oyó el ruido de una silla.Pedro se acercó a la puerta con paso rápido y

se encontró cara a cara con el príncipe Andrés,envejecido, que salía con las cejas fruncidas.Pedro lo abrazó, se quitó los lentes, le besó en lamejilla y se quedó mirándolo de cerca.

- ¿Eres tú? No te esperaba. Estoy muy conten-to - dijo el príncipe Andrés.

Pedro, admirado, no decía nada, no apartabalos ojos de su amigo. No podía darse cuenta delcambio que observaba en él. Las palabras del

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príncipe Andrés eran amables; tenía la sonrisaen los labios y en el rostro, pero la mirada eraapagada, muerta; evidentemente, a pesar detodos sus deseos, el príncipe Andrés no podíaanimarla con una chispa de alegría.

No era precisamente que su amigo hubieseadelgazado, perdido el color o envejecido; perola mirada y las pequeñas arrugas de la frente,que indicaban una larga concentración sobreuna sola cosa, admiraron y turbaron a Pedrohasta que se hubo habituado a ello.

En aquella entrevista, después de una largaseparación, la conversación, como suele suce-der, tardó mucho en tener efecto. Se pregunta-ban y respondían brevemente con respecto acosas que exigían, bien lo sabían ellos, una lar-ga explicación. Por último, la conversación em-pezó a encarrilarse sobre lo que primeramentehabían dicho con pocas palabras; sobre su vidapasada, los planes para el porvenir, el viaje dePedro, sus ocupaciones, la guerra, etcétera. Laconcentración y la fatiga moral que Pedro había

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observado en las facciones del príncipe Andrésaparecían aún con más fuerza en la sonrisa conque escuchaba a Pedro, sobre todo cuandohablaba con animación y alegría del pasado ydel futuro. Parecía que el príncipe Andrés quer-ía participar en lo que decía, sin conseguirlo.Pedro comprendió finalmente que el entusias-mo, los sueños, la esperanza en la felicidad y enel bien estaban fuera de lugar ante el príncipeAndrés. Se avergonzaba de expresar todas susnuevas ideas masónicas, excitadas y reavivadasen él por el viaje. Se detuvo; tenía miedo deparecer un simple. Al mismo tiempo tenía, noobstante, unas ganas irresistibles de hacer ver asu amigo que era otra persona mucho mejorque el Pedro de San Petersburgo.

- No puedo decirte lo que he vivido en estetiempo. Ni yo mismo me reconozco.

- Sí, hemos cambiado mucho, mucho - dijo elpríncipe Andrés.

- Y bien. Y tú, ¿qué planes tienes? - preguntóPedro.

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- ¿Mis planes..., mis planes? - repitió irónica-mente el príncipe Andrés, como si se admirasede aquella palabra -. Ya lo ves, construyo. Elaño próximo quiero estar completamente insta-lado.

Pedro miró fijamente, en silencio, la cara delpríncipe Andrés.

- No... quiero decir... - añadió Pedro.El Príncipe le interrumpió:- Pero ¿por qué hemos de hablar de mí...?

Cuéntame, cuéntame tu viaje, todo lo que hashecho allí por tus tierras.

Pedro comenzó a contar todo lo que habíahecho, procurando ocultar tanto como podía laparticipación que tenía en el mejoramiento quehabía promovido.

Muchas veces el príncipe Andrés se adelantóa contar lo que Pedro contaba, como si todo loque éste había hecho fuese una cosa bien cono-cida de tiempo atrás, y no solamente escuchabasin interés, sino que hasta parecía avergonzarsede lo que Pedro le contaba.

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Pedro se sentía cohibido, molesto delante desu amigo. Se calló.

- Heme aquí, amigo mío - dijo el Príncipe,también visiblemente turbado ante su huésped-. Mañana marcho a casa de mi hermana.Acompáñame y te presentaré a ella. Pero meparece que ya la conoces. - Hacía lo mismo quesi hablara de una visita con la cual no tuvieranada en común -. Marcharemos después decomer. ¿Quieres, entre tanto, visitar la hacien-da?

Salieron y pasearon hasta la hora de comer,conversando sobre las noticias políticas y losconocimientos de ambos, como personas queno tienen mucho de común entre sí. El príncipeAndrés hablaba con animación e interés de unaconstrucción nueva que emprendía en el pue-blo, pero hasta en aquel tema, a media conver-sación, cuando iba a describir a Pedro la futuradisposición de la casa, se detuvo de pronto.

- Pero esto no tiene ningún interés. Vamos acomer y después marcharemos.

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Durante la comida se habló del casamiento dePedro.

- Quedé muy sorprendido cuando me lo dije-ron - observó el príncipe Andrés.

Pedro se sonrojó; se sonrojaba siempre que sehablaba de su casamiento, y dijo, balbuceando:

- Cualquier día ya te contaré cómo ha ido to-do eso. Pero todo se ha acabado, ¿sabes? Parasiempre.

- ¿Para siempre? - dijo el príncipe Andrés -.No hay nada que sea para siempre.

- Pero ¿ya sabes cómo ha terminado eso?¿Has oído hablar del desafío?

- ¡Ah!, ¿hasta por ahí has pasado?- La única cosa de la que doy gracias a Dios es

de no haber matado a aquel hombre - dijo Pe-dro.

- Pero ¿por qué? Matar a un perro rabioso esuna buena obra.

- No, matar a un hombre no está bien; es in-justo.

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- ¿Por qué injusto? - repitió el príncipeAndrés -. Los hombres no pueden saber lo quees justo ni lo que es injusto. Los hombres estánperdidos y lo estarán siempre; sobre todo enaquello que consideran como lo justo y lo injus-to.

- Lo injusto es lo que es malo para otro hom-bre - dijo Pedro, viendo, gozoso, por primeravez desde que había llegado, que el príncipeAndrés se animaba y empezaba a hablar yquería expresar todo lo que le había hechocambiar de tal modo.

- Y ¿qué es lo que te enseña lo que es malopara un hombre? - preguntó.

- ¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo queentendemos por malo - dijo Pedro.

- Sí, todos lo conocemos; pero el mal que co-nozco por mí mismo, no puedo hacerlo aningún otro hombre - dijo el príncipe Andrés,animándose lenta y visiblemente y deseoso deexplicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las co-sas.

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Hablaban en francés.- En la vida no conozco sino dos males bien

reales: el remordimiento y la enfermedad. Nohay otro bien que la ausencia de estos males.Vivir para uno mismo evitando estos dos ma-les, he aquí toda mi sabiduría en el presente,

- ¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? - em-pezó a decir Pedro -. No puedo admitir tu opi-nión. Vivir sólo para no hacer el mal, para noarrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, hevivido sólo para mí, y he destruido mi vida.Ahora, cuando vivo, o cuando menos - corrigióPedro con modestia - cuando procuro vivirpara los demás, es cuando comprendo toda lafelicidad de la vida. No, no puedo estar deacuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo quedices.

El príncipe Andrés miró a Pedro en silencio ysonrió irónicamente.

- Vamos, verás a mi hermana María, la prin-cesa María. Con ella estarás de acuerdo. Quizátengas razón, para ti - continuó después de una

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pausa -, pero cada uno vive a su manera. Túhas vivido para ti y dices que has estado a pun-to de estropear tu vida, dices que no has cono-cido la felicidad hasta el instante en que hasempezado a vivir para los demás. Y yo he expe-rimentado lo contrario. Yo he vivido para lagloria. ¿Qué es la gloria? Amaba a los demás,deseaba hacer alguna cosa por ellos, y no sólohe estado a punto de destruir mi vida, sino queme la he destrozado completamente, y me sien-to más tranquilo desde que vivo para mí solo.

- ¿Cómo es posible vivir para uno solo? - pre-guntó Pedro enardeciéndose -. ¿Y el hijo?, ¿lahermana?, ¿el padre?

- Pero todo esto es siempre lo mismo. Esto noes lo que se entiende por los demás. Los demás,el prójimo, como lo designáis con la princesaMaría, es la fuente principal del error y del mal.El prójimo son los campesinos de Kiev a losque quieres hacer bien.

Miró a Pedro con una expresión irónica yprovocativa.

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- Esto es una broma - dijo Pedro, animándosecada vez más -. ¿Qué mal ni qué error puedehaber en lo que he deseado? He hecho muypoco y muy mal, pero tengo el deseo de hacerbien y ya he hecho alguna cosa.

IIIEra ya de noche cuando el príncipe Andrés y

Pedro se pararon ante el portal de la casa deLisia-Gori.

Al llegar, el príncipe Andrés, con leve sonrisa,señaló a Pedro el movimiento que se producía ala entrada de la casa. Una anciana encorvada,con un saco a la espalda, y un hombre enclen-que, vestido de negro y con los cabellos largos,huyeron por la puerta cochera al darse cuentade que el carruaje se paraba. Dos mujeres co-rrieron a su encuentro y los cuatro se volvieronhacia el coche, asustados, y desaparecieron porla escalera de servicio.

-Son los peregrinos de Macha - dijo el prínci-pe Andrés-. Habrán creído que era mi padre. Es

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en lo único que mi hermana no le obedece; élordena que los echen y ella los acoge.

El Príncipe condujo a Pedro a la habitaciónconfortable que tenía en casa de su padre y en-seguida entró a ver al pequeño.

- Vamos a visitar a mi hermana - dijo elPríncipe cuando volvió -; aún no la he visto.Ahora se esconde con los peregrinos. Ya verás,estará avergonzada y podrás ver los hombresde Dios. Te aseguro que es curioso.

- ¿Quiénes son los hombres de Dios?- Ven...; ya lo verás.La princesa María, en efecto, ruborizóse y

quedó muy confusa cuando entraron en suhabitación, en la que ardía una lamparilla antelas imágenes. En el diván, ante el samovar, es-taba sentado a su lado un muchacho de nariz ycabellos largos, vestido de monje. Cerca de ella,una vieja delgada estaba sentada en una silla,con una expresión dulce e infantil en su rostroarrugado.

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- ¿Por qué no me has hecho avisar? - dijo laPrincesa, con amable reconvención, mientras secolocaba delante de sus peregrinos, como unaclueca ante sus pollitos -. Muchas gracias por lavisita. Estoy contenta de veros-dijo a Pedrocuando le besó la mano.

Le conoció cuando era pequeño, y ahora suamistad con Andrés, la desgracia con su mujery, sobre todo, su rostro bondadoso e ingenuo,la disponían favorablemente. Ella le miraba consus ojos resplandecientes y parecía decir: «Osamo mucho, pero os ruego que no os burléis delos míos.»

A las diez, los criados corrieron a la puerta aloír las campanillas del coche del ancianoPríncipe. El príncipe Andrés y Pedro salierontambién al portal.

- ¿Quién es? - preguntó el viejo Príncipe aldescender del carruaje y darse cuenta de la pre-sencia de Pedro-. ¡Ah! ¡Me alegro mucho!¡Abrázame! - dijo reconociéndolo.

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El anciano Príncipe estaba de buen humor ydispensó a Pedro una excelente acogida.

Antes de cenar, el príncipe Andrés volvió algabinete de su padre, y le encontró discutiendoanimadamente con Pedro. Éste demostraba quellegaría una época en que no habría guerra. Elanciano se reía, pero discutía sin excitarse.

-Deja correr la sangre de las venas, cámbialapor agua y entonces sí que habrán terminadolas guerras. Habladurías de mujeres, habladur-ías de mujeres - añadió, pero golpeó amistosa-mente el hombro de Pedro, y se acercó a la me-sa donde estaba el príncipe Andrés, que, evi-dentemente, no quería mezclarse en la conver-sación y ojeaba los papeles que su padre habíatraído de la ciudad. El viejo Príncipe se acercó aél y empezó a hablar de sus cosas.

- El representante de la nobleza, el conde Ros-tov, no ha proporcionado ni la mitad de loshombres. Ha venido a verme y quería invitar-me a comer. ¡Buena comida ha tenido...! Toma,mira este papel...

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- ¡Bueno, querido! - dijo el príncipe NicolásAndreievitch a su hijo dando un golpecito en elhombro de Pedro -, tu amigo es un buen mu-chacho, ¡me gusta mucho!, ¡me excita! Hay gen-te que habla muy cuerdamente pero que unono desea escuchar; él dice sandeces y me excita,a mí, a un viejo. ¡Vaya! Id abajo, quizá cene convosotros. Volveremos a discutir. Trata bien a miboba, la princesa María - gritó a Pedro desde lapuerta.

Pedro, hasta entonces, en Lisia-Gori, no apre-ció toda la fuerza y todo el encanto de su amis-tad con el príncipe Andrés. Este encanto se ex-teriorizaba más en el trato con la familia delPríncipe que en las relaciones con el mismopríncipe Andrés. Pedro consideróse súbitamen-te como una antigua amistad del viejo y severoPríncipe y de la dulce y tímida princesa María,a pesar de que casi no los conocía. Todos leamaban ya. No solamente la princesa María lomiraba con ojos amorosos, sino que hasta elpequeño príncipe Nicolás, como le llamaba el

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abuelo, sonreía a Pedro y quería ser llevado porél en brazos. Mikhail Ivanitch y mademoiselleBourienne lo miraban con alegre sonrisa mien-tras hablaba con el viejo Príncipe.

El Príncipe bajó a cenar. Evidentemente, lohacía por Pedro. Durante los dos días que Pe-dro pasó en Lisia-Gori lo trató muy afectuosa-mente y le invitó a pasar algunos ratos en sugabinete.

SEXTA PARTEIEn la primavera de l809, el príncipe Andrés

fue a la provincia de Riazán para inspeccionarla hacienda de su hijo, de quien era tutor.

Durante aquel viaje repasó mentalmente suvida y llegó a la conclusión, consoladora y re-signada; de que no vale la pena de emprendernada, de que lo mejor es llegar al final de laexistencia sin hacer daño a nadie, sin atormen-tarse, libre de deseos...

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El príncipe Andrés tenía que hablar con elmariscal de la nobleza del distrito acerca de latutela del dominio de Riazán. Este personajeera el conde Ilia Andreievitch.

Ya había empezado la temporada de los calo-res primaverales. El bosque estaba enteramenteverde. Había tanto polvo y hacía tanto calorque al ver el agua se sentían deseos de sumer-girse en ella.

El príncipe Andrés, triste y preocupado por loque debía pedir al mariscal de la nobleza,avanzaba en su carruaje por la senda del jardínhacia la casa de los Rostov, en Otradnoie. A laderecha se oían, a través de los árboles, alegresgritos femeninos. Pronto descubrió un grupode muchachos que corrían atravesando el ca-mino.

Una jovencita muy delgada, extrañamentedelgada, de cabellos negros, ojos negros y ves-tida de cotonada amarilla, con un pañuelo en lacabeza, por debajo del cual salía un mechón decabellos, corría a no mucha distancia del coche.

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La muchacha gritaba algo, pero al darse cuentade la presencia de un forastero se puso a reírsin mirarlo y retrocedió.

De pronto, el príncipe Andrés se sintió in-quieto, no sabía por qué.

Hacía un día tan hermoso, un sol tan claro,todo lo que le rodeaba era tan alegre... Y aque-lla niña delgada y gentil, que no sabía ni queríasaber que él existiese, que estaba contenta ysatisfecha de la propia vida, probablementevacía, pero gozosa y tranquila... «¿De qué sealegra? ¿En qué piensa? Seguramente que ni enlos estatutos militares ni en la organización delos campesinos de Riazán. ¿En qué piensa,pues? ¿Por qué es feliz?», se preguntaba, curio-so y contra su propia voluntad, el príncipeAndrés.

El conde Ilia Andreievitch vivía en Otradnoie,en l809, igual que siempre, es decir, recibiendoa casi toda la provincia, concurriendo a las ca-cerías, a los teatros, a los banquetes y a los con-ciertos. Como le sucedía con cada huésped

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nuevo que llegaba a su casa, el Conde quedóencantado de ver al príncipe Andrés y le hizoquedar a dormir casi a la fuerza.

Durante todo el día, el aburrimiento hizo quelos viejos amos y los invitados más respetables,de los que estaba llena la casa del Conde a cau-sa de la festividad que se acercaba, se ocuparandel príncipe Andrés; pero Bolkonski, que habíaobservado frecuentemente a Natacha, que reíade alguna cosa y se divertía con el grupo dejóvenes, se preguntaba a cada momento: «¿Enqué piensa? ¿Por qué está tan contenta?»

Por la noche, cuando se encontró solo enaquel sitio nuevo para él, tardó mucho en dor-mirse. Leyó; después apagó la bujía y la volvióa encender al cabo de poco. En el cuarto, con laventana cerrada, hacía calor. Refunfuñaba con-tra aquel viejo tonto - se refería al conde Rostov- que le había hecho quedar con el pretexto deque los papeles necesarios no habían llegadoaún. Le fastidiaba haber tenido que quedarse.

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El príncipe Andrés levantóse y se acercó a laventana para abrirla. En cuanto la abrió, la luzde la luna, como si hubiera estado esperando alotro lado de los postigos, se precipitó en el in-terior del cuarto y lo inundó. El Príncipe abrióla ventana de par en par. La noche era fresca,inmóvil y clara. Delante mismo de la ventana sealineaban unos árboles retorcidos, oscuros porun lado, plateados del otro; debajo de los árbo-les crecía una vegetación grasa, húmeda, luju-riosa, esparciendo de un lado a otro sus hojas ysus tallos argentinos. Más lejos, detrás de losárboles negros, un tejado brillaba bajo el cielo;más allá, un gran árbol frondoso de blancotronco; arriba, la luna casi entera, y el cieloprimaveral, casi sin estrellas. El príncipeAndrés se apoyó en el alféizar. Su mirada sedetuvo en el cielo.

La alcoba del príncipe Andrés estaba en elprimer piso. La habitación de encima tambiénestaba ocupada, y quienes se hallaban en ella

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tampoco dormían. Oyó, procedente de esahabitación, una charla mujeril.

- Otra vez - dijo una voz femenina que elpríncipe Andrés reconoció enseguida.

-Pero ¿cuándo dormirás?-respondió otra voz.- No dormiré, no podría dormir ahora. ¿Qué

quieres que haga? Vamos, no te hagas de rogar,otra vez nada más.

Dos voces femeninas cantaron una frase mu-sical que era el final de una tonada.

- ¡Ah!, ¡que bonita! ¡Vaya, vamos a dormir! Seha terminado.

- Duerme; yo no podría - pronunció la prime-ra de las voces, que se acercaba a la ventana. Lamujer, evidentemente, se apoyaba en el alféizar,porque se percibía el frufrú de las faldas y hastala respiración. Todo callaba y parecía petrificar-se, la luna, la luz y las sombras.

El príncipe Andrés también tenía miedo demoverse y de delatar su indiscreción involunta-ria.

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- ¡Sonia, Sonia! - gritó de nuevo la primeravoz -. ¡Quién ha de poder dormir! ¡Mira, miraqué maravilla! ¡Ah! ¡Qué maravilla! Sonia, des-piértate - decía casi llorando -. No había vistonunca una noche tan deliciosa como ésta.

Sonia respondió sin entusiasmo alguna cosa.- ¡Ven, mira qué luna! ¡Ah! Es maravillosa.

Vamos, mujer, ven, créeme, ven. ¿Ves? Me en-cogería, me pondría de puntillas, me abrazaríalas rodillas bien fuerte y me pondría a volar,así.

- Vamos, basta, que te vas a caer...Se oía un rumor de lucha y la voz disgustada

de Sonia:- ¡Ya es la una!- ¡Vete, vete! Todo me lo estropeas.Otra vez todo quedó en silencio. El príncipe

Andrés sabía que ella estaba aún en la ventana;de vez en cuando oía un ligero movimiento, aveces un suspiro.

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- ¡Ah Dios mío, Dios mío! ¿Qué será esto? -exclamó de súbito -. Vámonos a dormir. - Cerróla ventana.

«¿Qué le importa mi existencia? - pensaba elpríncipe Andrés mientras escuchaba la conver-sación, esperando, sin saber por qué, quehablara de él -. ¡Y ella otra vez! ¡Parece hechoadrede!»-Súbitamente, en su alma se produjoun tumulto tan inesperado de pensamientos dejuventud y de esperanza, en contradicción contoda su vida, que no tuvo ánimos para expli-carse su estado y se durmió enseguida.

IIAl día siguiente, después de saludar al Con-

de, el príncipe Andrés marchóse sin esperar alas señoras.

Ya había empezado junio cuando, al volver acasa, atravesó el bosque de álamos. Todo eramacizo, oscuro y espeso. Los pinos nuevos,dispersos por el bosque, no violaban la bellezadel conjunto y se armonizaban con el tono ge-

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neral gracias al verde tierno de los brotes nue-vos.

El día era caluroso, la tempestad se cernía enalgún punto, pero allí un trozo de nube habíamojado el polvo de la carretera y las hojas gra-sas. El lado izquierdo del bosque caía en lasombra y era umbrío; la parte derecha, húmeday reluciente, brillaba al sol, y el viento apenas loagitaba.

Todos los momentos intensos de su vida apa-recían de pronto ante el príncipe Andrés: Aus-terlitz y aquel cielo alto; el rostro lleno de re-proches de su mujer muerta; Pedro junto a él; laniña emocionada por la belleza de la noche, yaquella noche y la luna, todo junto, resplandec-ía en su imaginación a cada instante.

«No, a los treinta y un años la vida no haterminado - decidió de pronto firmemente -. Nobasta que yo sepa todo lo que hay en mí, lo hande saber todos: Pedro y esta niña que queríavolar al cielo. Es preciso que todos me conoz-can, que mi vida no transcurra para mí solo,

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que no vivan tan independientes de mi vida,que ésta se refleje en todos y que todos, ellos yyo, vivamos juntos.»

A la vuelta de su viaje, el príncipe Andrés de-cidió marchar a San Petersburgo en otoño.

Dos años antes, en l808, Pedro había regresa-do a San Petersburgo después de un viaje porsus propiedades.

En aquellos tiempos, su vida transcurría, co-mo antaño, entre los mismos excesos y lasmismas orgías. Le gustaba comer y beber bien,y aunque lo encontraba inmoral y humillante,no podía abstenerse de participar en los place-res de la soltería.

Cuando menos lo esperaba recibió una cartade su mujer, que le rogaba le concediera unaentrevista: le explicaba su tristeza y el deseo deconsagrarle toda su vida.

Al final de la carta le hacía saber que al cabode algunos días llegaría a San Petersburgo, deregreso del extranjero.

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Simultáneamente, su suegra, la esposa delpríncipe Basilio, le mandó a buscar, rogándoleque fuera a su casa sólo unos instantes, con elfin de hablar de una cuestión importante.

Pedro vio en todo aquello una conjuración encontra suya y comprendió que trataban de re-conciliarlo con su mujer. En el estado en que seencontraba, este proyecto no le fue desagrada-ble. Le era igual todo. Pedro no concedía granimportancia a ningún acontecimiento de la vi-da, y, bajo la influencia del enojo que en aque-llos momentos lo dominaba, no tenía interés enmantener su libertad ni le interesaba mantener-se firme en castigar a su esposa.

«Nadie tiene razón, nadie es culpable, puestampoco lo es ella», pensaba.

Si Pedro no dio enseguida su consentimientopara una reconciliación con su mujer fue sóloporque en aquellos momentos no tenía valorpara emprender nada. Si su mujer se presenta-ba en su casa no la echaría de ella. Del modoque estaba entonces, ¿qué le importaba vivir o

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no vivir con su esposa...? He aquí lo que díasdespués escribía en su diario:

«Petersburgo, 23 de noviembre.»Vuelvo a vivir con mi mujer. Su madre ha

venido a casa llorando y me ha dicho que Elenaestaba aquí, que me rogaba que le escuchase,que era inocente, que mi alejamiento la hacíasufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabíaque si consentía en recibirla no tendría fuerzapara negarme a lo que me pidiera. Con estaduda no sabía a quién dirigirme ni a quién pe-dir consejo. Si el bienhechor estuviera aquí, élme guiaría. Me he encerrado en casa; he vueltoa leer las cartas de José Alexeievitch, me heacordado de mis conversaciones con él y hesacado la conclusión de que no podía negarmea la demanda, que he de tender caritativamentela mano a todos y mucho más a una persona detal modo ligada a mí, y que he de llevar micruz. Pero si por el triunfo de la virtud la per-dono, que mi unión con ella tenga sólo unafinalidad espiritual. Así lo he decidido: he escri-

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to a José Alexeievitch; mi mujer ha pedido queolvide todo el pasado, que le perdone sus fal-tas, y he contestado que no tenía que perdonar-le nada. Estoy muy contento pudiendo decirleesto, pues no sabe ella el esfuerzo que represen-ta para mí volver a verla. Me he quedado en lacasa grande, en la habitación de arriba, y heexperimentado el feliz sentimiento de la reno-vación.»

IIIPor aquella época, como siempre, la alta so-

ciedad que se reunía en la Corte y los grandesbailes se dividía en muchos círculos, cada unode los cuales tenía su matiz. Entre estos círcu-los, el más vasto era el francés de la unión na-poleónica, el del conde Rumiantzov y de Cau-laincourt. Elena ocupó en él el lugar más dis-tinguido tan pronto como se hubo instalado enSan Petersburgo con su marido. Su casa erafrecuentada por miembros de la Embajadafrancesa y por un gran número de personas de

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las mismas tendencias, bien conocidas por sutalento y amabilidad.

Elena estaba en Erfurt al celebrarse la famosaentrevista entre ambos Emperadores, y allí sehabía relacionado con todos los hombres céle-bres que acompañaban a Napoleón por Europa.Había tenido un éxito brillante en Erfurt. Elmismo Emperador, que la había visto en el tea-tro, había dicho de ella: «Es un animal magnífi-co.» Su éxito de mujer hermosa y elegante noextrañó a Pedro, porque con los años aún habíaganado, pero lo que le admiraba era que enaquellos dos años su mujer hubiese llegado aadquirir una reputación de mujer exquisita, tanbella como espiritual.

El famoso príncipe de Ligne le escribía cartasde ocho páginas; Bilibin reservaba sus ocurren-cias para ofrecer las primicias a la condesa Be-zukhov. Ser admitido en el salón de Elenaequivalía a un certificado de hombre espiritual.Los jóvenes, antes de pasar la velada en casa deElena, leían libros para tener tema de conversa-

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ción en el salón; los secretarios de embajada yhasta los mismos embajadores le confiaban se-cretos diplomáticos, de tal manera que Elenaera una especie de potencia. Pedro, que sabíaque era muy corta, a veces asistía a las soirées ya las cenas, en las que se habla de política, depoesía o de filosofía, y experimentaba un extra-ño sentimiento de sorpresa y de miedo. Enaquellas reuniones sentía una especie de temorcomo el que debe sentir el prestidigitador acada momento ante la idea de que se le descu-bran los trucos. Pero, sea que para dirigir unsalón como aquél la tontería es necesaria, seaporque a los engañados les gusta serlo, el em-baucamiento no se descubría y la reputación demujer encantadora y espiritual que había ad-quirido Elena Vasilievna Bezukhova se afirma-ba de tal manera que podía decir las cosas mástriviales y más tontas entusiasmando a todo elmundo, ya que todos buscaban en sus palabrasun sentido profundo que ni ella misma habíanunca soñado.

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Pedro era el marido que precisamente necesi-taba aquella brillante mujer del gran mundo.Era hombre distraído, original, gran señor queno molesta a nadie y que ni tan sólo modifica laimpresión general de la superioridad del salón,sino que, por contraste con el tacto y eleganciade la mujer, aún le hace resaltar más.

Pedro, durante dos años seguidos, gracias asus ocupaciones incesantes, concentradas enintereses inmateriales, y a su desdén sinceropor todo lo que no fuera aquello, adoptaba enla sociedad de su mujer aquel tono indiferente,lejano y benévolo para todos que no se adquie-re artificialmente y que, por lo mismo, inspiraun respeto involuntario. Entraba en el salón desu esposa como en el teatro; conocía allí a todoel mundo, estaba igualmente satisfecho de cadauno y se sentía del mismo modo indiferentepara todos. A veces se mezclaba en una conver-sación que le interesaba, y entonces, sin pre-ocuparse de si los señores de la Embajada esta-ban presentes o no, exponía opiniones total-

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mente opuestas al tono del momento. Pero laopinión sobre el «original» marido de la mujermás distinguida de San Petersburgo estaba yatan bien establecida que nadie se tomaba enserio sus ocurrencias.

IVEl 31 de diciembre, víspera del Año Nuevo de

1810, se celebraba un baile en casa de un granseñor del tiempo de Catalina. El cuerpo di-plomático y el Emperador habían de asistir a él.

Una tercera parte de los invitados había lle-gado ya y en casa de los Rostov, que habían deasistir a la fiesta, se estaban ultimando los pre-parativos a toda prisa.

María Ignatevna Perouskaia, amiga y parien-te de la Condesa, una señorita de honor, delga-da y pálida, iba al baile de los Rostov y guiabaa aquellos provincianos por el gran mundo deSan Petersburgo.

Los Rostov debían ir a buscarla a las diez enlas cercanías del jardín de Taurida, y a las diez

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y cinco minutos las muchachas aún no estabanvestidas.

A las diez y cuarto se metieron en el coche yse marcharon. Pero todavía tenían que dar lavuelta por el jardín de Taurida.

La señorita Perouskaia ya estaba a punto. Apesar de su edad y de su fealdad, había ocurri-do en su casa lo mismo que en la de los Rostov,aunque sin tanto trajín; ya estaba acostumbradaa ello. También su persona envejecida estabalimpia, perfumada, empolvada, y, como en casade los Rostov, la anciana criada, entusiasmada,admiró el atuendo de su ama cuando salió delsalón, con su vestido amarillo adornado con eldistintivo de las damas de honor de la Corte.

La señorita Perouskaia elogió los vestidos delos Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y elvestido de la Perouskaia y, con todas las pre-cauciones por los peinados y las ropas, a lasonce se instalaron en el coche y se marcharon.

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En toda la mañana, Natacha no había tenidotiempo de pensar en lo que vería.

Al sentir el aire húmedo y frío, en la oscuri-dad del carruaje que se bamboleaba por el em-pedrado, imaginó por primera vez todo lo queallí la aguardaba: el baile, los salones resplan-decientes, la música, las flores, las danzas, elEmperador, toda la juventud brillante de SanPetersburgo. Era tan hermoso, que no podíallegar a creerlo, por cuanto armonizaba muypoco con la impresión de frío, de pequeñez, deoscuridad, del coche. Sólo comprendió lo que leesperaba cuando, al pisar la alfombra encarna-da de la entrada, atravesó el vestíbulo, se quitóel abrigo y, al lado de Sonia, delante de su ma-dre, subió, entre las flores, la escalera ilumina-da. Sólo entonces recordó cómo debía compor-tarse en el baile, y procuró adoptar aquella acti-tud majestuosa que suponía adecuada en unamuchacha durante un baile. Pero, por suertesuya, se daba cuenta de que sus ojos miraban atodos lados; no distinguía nada claramente, el

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pulso latíale apresuradamente y la sangre em-pezaba a afluirle al corazón. No podía adoptarlas actitudes que la hubiesen hecho parecerridícula, y subía, temblando de emoción, pro-curando dominarse con todas sus fuerzas. Estoera precisamente lo que mejor le sentaba. De-lante y detrás de ellos, los invitados, vestidosde gala, continuaban entrando, conversando envoz baja. Los espejos de la escalera reflejaban alas damas con vestidos blancos, azules, rosa,con diamantes y perlas en los brazos y en loscuellos desnudos.

Natacha miró por los espejos y no pudo dis-tinguirse de entre los demás. Todo se confundíaen una procesión brillante. Al entrar en el pri-mer salón, el rumor de voces, de pasos, de re-verencias aturdió a Natacha. La luz la cegabamás aún.

El dueño y la señora de la casa, que ya hacíamedia hora que aguardaban en la puerta y re-cibían a los invitados con las mismas palabras:

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«encantado de verle», acogieron del mismomodo a los Rostov y a la señorita Perouskaia.

Las dos muchachas, con vestido blanco y ro-sas en los cabellos negros, correspondieron alsaludo; pero la dueña, sin darse cuenta, detuvomás rato su mirada en la ligera Natacha. Lacontempló y tuvo para ella sola una sonrisaparticular, distinta de su sonrisa de señora de lacasa. Quizás al verla recordaba su tiempo demuchacha y su primer baile. El señor de la casaseguía igualmente con los ojos en Natacha;preguntó al Conde cuál era su hija.

- Encantadora - dijo besándole la punta de losdedos.

En el salón de baile, los invitados se estrecha-ban cerca de la puerta de entrada en espera delEmperador. La Condesa se colocó en la primerafila de aquella multitud. Natacha comprendía ysentía que algunas veces hablaban de ella y quela contemplaban. Se daba cuenta de que gusta-ba a los que la observaban, y esta observaciónla tranquilizó un poco.

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«Hay como nosotras y las hay peores», pensó.A Natacha le fue simpático el rostro de Pedro,

aquel hombre grotesco, como le llamaba la se-ñorita Perouskaia. Ella sabía que Pedro las bus-caba entre la gente, y particularmente a ella.Pedro le había prometido ir al baile y presentar-le caballeros con quienes bailar.

Antes de llegar hasta donde se encontraban,Pedro se paró a hablar con un invitado moreno,no muy alto, de facciones muy correctas, quevestía un uniforme blanco y estaba apoyado enuna ventana hablando con un señor lleno decondecoraciones, cruces y pasadores. Natachareconoció enseguida al joven del uniformeblanco. Era Bolkonski, que le pareció muy reju-venecido, alegre e incluso embellecido.

- Otro conocido, Bolkonski; ¿ves, mamá? - di-jo Natacha señalando al príncipe Andrés -. ¿Re-cuerdas? Pasó una noche en casa, en Otradnoie.

- ¡Ah!, ¿también le conoce usted? -preguntó laseñora Perouskaia -. Le detesto. Ahora es elgalán de moda. Un orgulloso insoportable; es

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como su padre. Ahora es muy amigo de Spe-ransky; están escribiendo no sé qué proyectos.¡Mire como habla con las señoras! Ellas lehablan y él les vuelve la cara. ¡Ya le arreglaríayo si me lo hiciera a mí!

VSúbitamente todo se agitó. La multitud em-

pezó a hablar, avanzó y retrocedió luego, y, alos acordes de la música, el Emperador avanzóentre dos hileras de cortesanos. El señor y laseñora de la casa caminaban detrás. El Empe-rador avanzaba saludando rápidamente a dere-cha e izquierda, como si quisiera terminarcuanto antes este primer momento del ceremo-nial. La música tocaba una polonesa, entoncesde moda, compuesta para él según la letra, har-to conocida: «Alejandro, Elizabeth, nos encant-áis», etc.

El Emperador entró en el salón; la multitud seempujaba en las puertas. Algunas personas,con cara de circunstancias, iban y venían rápi-

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damente. Otra vez la multitud se apartó a laspuertas del salón, donde el Emperador hablabacon la dueña de la casa. Un joven, con aspectoasustado, avanzaba hacia las damas y les roga-ba se apartaran. Algunas, cuyo rostro expresa-ban un completo olvido de las convenienciassociales, se arreglaban los vestidos para pasar aprimera fila. Los caballeros se acercaban a lasdamas y se formaron las parejas para la polone-sa.

Todo el mundo se apartaba, y el Emperador,sonriendo, dio la mano a la dueña de la casa y,andando fuera de compás, atravesó la puertadel salón.

Detrás seguía el dueño de la casa con la seño-ra M. A. Narischkin; luego los embajadores, losministros, los generales, que la señorita Pe-rouskaia iba nombrando sin interrupción. Másde la mitad de las damas, con sus caballeros,bailaban o se disponían a bailar la polonesa.Natacha vio que iba a quedarse con su madre ySonia en el pequeño grupo de señoras arrinco-

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nadas hasta la pared a las que nadie había sa-cado a bailar la polonesa. Natacha estaba de piecon los brazos caídos; el pecho, formado ape-nas, movíase con regularidad y retenía la respi-ración. Miraba ante sí con ojos brillantes, asus-tados, con expresión de esperar la mayor alegr-ía o la desilusión más amarga. Ni el Emperadorni todos los demás personajes que nombraba laseñorita Perouskaia llamaban su atención. Notenía más que un pensamiento: «¿Nadie vendráa buscarme? ¿No bailaré entre las primeras pa-rejas? Todos estos señores que parece que nome ven y si me miran tienen la actitud de decir:"¡Ah!, ¡No es ella! No vale la pena mirarla en-tonces", no se darán cuenta de mí. ¡No, eso noes posible! Tendrían que comprender que quie-ro bailar, que bailo bien y que se divertiríanmucho si bailaran conmigo.»

La polonesa, cuyos acordes hacía rato se es-cuchaban, empezaba a sonar tristemente, comoun recuerdo, a los oídos de Natacha. Tenía ga-nas de llorar. La señorita Perouskaia se alejó del

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grupo. El Conde estaba al otro extremo de lasala. La Condesa, Sonia y ella estaban solas,como en un bosque, ni interesantes ni útilespara nadie entre aquella multitud extraña. Elpríncipe Andrés pasó por delante de ellas conuna dama. Evidentemente, no las reconocía. Elgalante Anatolio, sonriendo, murmuraba algo ala dama que acompañaba del brazo y miró aNatacha del mismo modo que se mira a unapared.

Boris pasó en dos ocasiones y cada vez lamiró. Berg y su mujer, que no bailaban, se acer-caron a ellos. Aquella reunión de familia allí, enel baile, como si no hubiera otro sitio para unaconversación familiar, hizo gracia a Natacha.No escuchaba y no miraba a Vera, que lehablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se paró cerca de laúltima pareja; bailaba con tres. La música cesó.El ayuda de campo, con aire preocupado, corrióhacia las Rostov y les suplicó se retiraran, apesar de que ya estaban arrimadas a la pared.

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La orquesta inició un vals de un ritmo lento yanimado.

El Emperador, con una sonrisa, contempló lasala. Transcurrió un momento y nadie comen-zaba el baile todavía. El ayuda de campo, ani-mador resuelto, se dirigió a la condesa Bezu-khov y la sacó a bailar. Ella levantó la manosonriendo, y, sin mirar, la puso sobre el hombrode su pareja. El ayuda de campo, que en estasfunciones era un artista, sin turbarse, con sere-nidad y decisión, enlazó fuertemente a su pare-ja y ambos comenzaron a bailar; primeramente,deslizándose en círculo por la sala, le cogió lamano izquierda, le hizo dar una vuelta, y a lossonidos, cada vez más rápidos, de la músicaoíase el tintineo regular de las espuelas, movi-das por las ágiles y diestras piernas del ayudan-te, y, cada tres pasos, el vestido de terciopelo desu pareja se levantaba, desplegándose. Nata-cha, contemplándolos, estaba a punto de llorarpor no poder bailar aquella primera vuelta devals.

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El príncipe Andrés, con uniforme blanco decoronel de caballería, con medias de seda yzapatos bajos, animado y alegre, se encontrabaen el primer renglón del círculo, cerca de losRostov. El barón Firhow hablaba con él de laprimera sesión del Consejo del Imperio quehabía de celebrarse al día siguiente. El príncipeAndrés, como hombre muy unido a Speranskyy que participaba en los trabajos de la Comisiónde leyes, podía dar informes ciertos sobre lafutura sesión, por cuyo motivo circulaban dis-tintos rumores. Pero no escuchaba lo que ledecía Firhow y miraba tan pronto al Emperadorcomo a los caballeros que se disponían a bailary no se decidían a entrar en el círculo.

El príncipe Andrés observaba a aquellas pare-jas a quienes el Emperador intimidaba y que semorían de deseos de bailar. Pedro se acercó alpríncipe Andrés y le cogió la mano.

- ¿Aún no baila? Aquí tengo a una protegida,la pequeña de los Rostov; invítela, por favor -dijo.

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- ¿Dónde está?- preguntó Bolkonski -. Perdo-ne - dijo al Barón-, ya terminaremos esta con-versación en otro lugar; estamos en el baile yhemos de bailar.

Avanzó en la dirección que Pedro le indicaba.La cara desesperada, palpitante, de Natachasaltó a los ojos del príncipe Andrés. La recono-ció. Adivinó lo que pensaba y comprendió queaquél era su primer gran baile; se acordó de laconversación en la ventana y, con la expresiónmás alegre, se acercó a la condesa Rostov.

- Permítame que le presente a mi hija - dijo laCondesa, ruborizándose.

- Ya tuve el gusto de ser presentado a ella,como recordará usted, Condesa - dijo el prínci-pe Andrés con una sonrisa cortés y profundaque estaba completamente en contradicción conlo que había dicho la señorita Perouskaia conrespecto a la grosería del Príncipe, quien seacercó a Natacha y se dispuso a pasarle el brazopor la cintura antes de invitarla a bailar. Lepropuso una vuelta de vals. La expresión de

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desespero de Natacha, tan pronta al dolor comoal entusiasmo, se desvaneció súbitamente conuna sonrisa de felicidad, de agradecimientoinfantil.

«Hacía mucho tiempo que lo esperaba», pa-recía que dijera la sonrisa de aquella chiquillaasustada y satisfecha cuando apoyó el brazo enel hombro del príncipe Andrés. Era la segundapareja que entraba en el círculo.

El príncipe Andrés era uno de los mejoresbailarines de su época. Natacha bailaba admi-rablemente; se hubiera dicho que los pies cal-zados de gala no rozaban el suelo, y su rostroresplandecía de entusiasmo y de felicidad. Sucuello y sus brazos desnudos no eran ni muchomenos tan hermosos como los de Elena; teníalos hombros delgados y el pecho no estabaformado todavía; los brazos eran flacos; perosobre su piel le parecía experimentar los milla-res de miradas que la rozaban. Natacha tenía laactitud de una niña escotada por vez primera,de una niña que se hubiera avergonzado de su

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escote si no la hubiesen convencido de que eranecesario lucirlo.

Al príncipe Andrés le gustaba bailar y, bai-lando, se olvidaba enseguida de las conversa-ciones políticas e intelectuales con las que todoel mundo se dirigía a su encuentro: deseabadesprenderse de la violencia que producía lapresencia del Emperador; se había puesto abailar y había escogido a Natacha porque Pedrose la había recomendado y porque era la prime-ra muchacha bonita que sus ojos habían visto.Pero en cuanto hubo ceñido aquella cinturadelgada, ligera, en cuanto ella se movió tancerca de él, sonriendo, lo atrayente de su hechi-zo le subió a la cabeza. Cuando, al descansar,después de haberla dejado, se paró y miró a losque bailaban, sintióse rejuvenecido.

VIDespués del príncipe Andrés, Boris se acercó

a Natacha y la invitó a bailar; luego, el ayudan-te de campo que había abierto el baile; después,

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otros jóvenes, y Natacha, feliz y roja de emo-ción, pasaba a Sonia sus demasiado numerosossolicitantes. Bailó toda la noche sin descanso.No se dio cuenta de que el Emperador hablabalargamente con el embajador francés, quehablaba con tal o cual dama con una atenciónparticular, que el príncipe tal hacía o decía talcosa, que Elena tenía un gran éxito y que talpersona la honraba con singular atención. Noveía ni al Emperador. No se dio cuenta de sumarcha sino porque el baile se animó más aún.El príncipe Andrés bailó con Natacha un co-tillón muy alegre que precedió a la cena.

Él le recordó cómo se encontraron por prime-ra vez en el camino de Otradnoie, cuánto lehabía costado dormirse aquella noche de luna ycómo, sin querer, la había oído. Aquel recuerdosofocó a Natacha, que intentó justificarse, comosi hubiera algo malo en aquel estado en que elpríncipe Andrés la había sorprendido involun-tariamente.

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Al Príncipe, como a todas las personas edu-cadas en el gran mundo, le gustaba tratar conquienes carecían del trivial sello mundano. Asíera Natacha con su admiración, su alegría, sutimidez y hasta sus incorrecciones de francés.Él la escuchaba y le hablaba de una maneraparticularmente tierna y atenta. Sentado a sulado, hablándole de todos los temas más insig-nificantes, el príncipe Andrés admiraba el brillogozoso de sus ojos, y de su sonrisa, provocadano por las palabras pronunciadas, sino por sufelicidad interior.

Cuando Natacha era invitada a bailar, se le-vantaba riendo y daba vueltas por la sala; elpríncipe Andrés admiraba sobre todo su graciaingenua. A medio cotillón, Natacha, al terminaruna figura, volvió a su asiento sofocada todav-ía.

Otro caballero la invitó nuevamente.Estaba cansada, oprimida, y, visiblemente,

quería rehusar, pero de pronto ponía gozosa-mente la mano sobre el hombro de su pareja y

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sonreía al príncipe Andrés. «Estaría muy con-tenta descansando y quedándome a su lado;estoy fatigada, pero, ya ve usted: vienen a bus-carme y soy feliz, estoy satisfecha y amo a to-dos; usted y yo ya lo comprendemos», y susonrisa aún decía muchas más cosas. Cuandosu pareja la dejó, Natacha corrió a través de lasala en busca de dos damas para la figura. «Siprimero se acerca a su prima y, enseguida, aotra dama, será mi mujer», se dijo de pronto elpríncipe Andrés, admirándola, sorprendido desí mismo.

Natacha se acercó primero a su prima.«¡Qué tonterías se nos ocurren muchas veces!

-pensó el príncipe Andrés -; pero tan cierto es elencanto de esta muchacha, tanto es su atractivoque no bailará más de un mes aquí, que se ca-sará... Es una rareza en este mundo», pensócuando Natacha, alisándose el vestido, se sen-taba a su lado.

Al acabar el cotillón, el anciano Conde, con sufrac azul, se acercó a la pareja, invitó al príncipe

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Andrés a hacerles una visita y preguntó a suhija si estaba contenta. Natacha no respondió;sólo tuvo una sonrisa, que parecía decir en tonode reconvención:

«¿Cómo es posible que se me pregunte eso?»- ¡Estoy contenta como nunca lo había estado

en mi vida! - dijo.El príncipe Andrés observó que sus delgados

brazos se levantaban rápidamente para abrazara su padre y se bajaban enseguida. Natacha nohabía sido nunca tan feliz. Estaba embriagadade felicidad, hasta ese punto en que las perso-nas se vuelven dulces y buenas del todo y nocreen en la posibilidad del mal, de la desgracia,del dolor.

En aquel baile, a Pedro, por primera vez, lehirió la situación que su esposa ocupaba en lasaltas esferas. Estaba desanimado y distraído.Una larga arruga le atravesaba la frente, y depie, cerca de una ventana, miraba por encimade los lentes sin ver a nadie.

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Natacha pasó por delante de él al ir a cenar.El semblante torvo y desventurado de Pedro laafectó. Se paró ante él; habría querido consolar-le, darle el exceso de su felicidad.

- Es bonito, Conde, ¿no le parece? - dijo.Pedro sonrió distraídamente; sin duda no

comprendía lo que le decían.«¡Cómo podría sentirse descontento un hom-

bre tan bueno como Bezukhov!», pensó Nata-cha. A sus ojos, todo lo que se encontraba enaquel baile era bueno, gentil, amable; se ama-ban los unos a los otros. Nadie podía ofender anadie, y por esto todo el mundo debía ser feliz.

VIIAl día siguiente, el príncipe Andrés fue a

efectuar algunas visitas a casa de personas queaún no había saludado, y entró en casa de losRostov, con quienes se había relacionado en elúltimo baile. Además de cumplir una regla decortesía que le obligaba a visitarlos, quería veren su propia casa a aquella niña original, ani-

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mada, que le había dejado un recuerdo tanagradable.

Natacha fue de las primeras en salir a recibir-lo. Llevaba un vestido azul que, para el gustodel Príncipe, aún le sentaba mejor que el delbaile. Ella y toda su familia recibieron al prínci-pe Andrés como una amistad antigua, con sen-cillez y cordialidad. Toda la familia, a la que, enotra ocasión, el príncipe Andrés había juzgadotan severamente, le parecía ahora formada porbuena gente, muy sencilla y muy amable. Lahospitalidad y la bondad del anciano Conde,que en San Petersburgo se portaba con singulargentileza, era tal, que el príncipe Andrés nopudo rehusar la invitación a cenar. «Sí, sonbuena gente - pensó Bolkonski -, que no sabenseguramente el tesoro que tienen con Natacha.Son buena gente que forman el mejor fondopara esta encantadora niña tan poética y tanllena de vida.»

El príncipe Andrés sentía en Natacha la pre-sencia de un mundo particular, totalmente ex-

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traño para él, lleno de alegrías desconocidas, deaquel mundo extraño al que ya se había aso-mado en el camino de Otradnoie y, en la venta-na, en aquella noche de luna. Ahora este mun-do ya no le desazonaba, no era extraño para él,e incluso encontraba placeres desconocidos.

Después de cenar, Natacha, a ruegos delpríncipe Andrés, se sentó al clavecín y comenzóa cantar. El príncipe estaba cerca de la ventana,hablando con las señoras, y la escuchaba. Alfinal de una estrofa calló y escuchó. Impensa-damente subieron a su garganta unos sollozoscuya culpabilidad no sospechó siquiera.

Miró a Natacha, que cantaba, y en su almaaconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre ytriste a la vez. No tenía ninguna razón parallorar, pero las lágrimas se escapaban de susojos. ¿Por qué? ¿Por su antiguo amor? ¿Por lapequeña Princesa? ¿Por sus ilusiones, por susesperanzas...? Sí y no. Las lágrimas obedecíansobre todo a la contradicción violenta que, depronto, había reconocido entre alguna cosa

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infinita, grande, que existía en él, y la materia,reducida, corporal, que era él e incluso ella.Esta contradicción le entristecía y le alegrabamientras ella cantaba.

En cuanto Natacha dejó de cantar, se acercó aél y le preguntó si le gustaba su voz. Natachaformuló esta pregunta y se avergonzó inmedia-tamente al comprender que era una preguntaque no debía haber hecho. Él la miró y sonrió;le dijo que su canto le gustaba mucho, comotodo lo que ella hacía.

El príncipe Andrés se marchó muy tarde decasa de los Rostov. Se acostó por costumbre,pero pronto se dio cuenta de que estaba desve-lado. Encendió el candelabro y se sentó en lacama: volvió a acostarse y notó que no le mo-lestaba estar despierto; tenía el alma alegre yrejuvenecida, como si de un lugar cerrado sehubiera escapado al aire libre. No se le ocurríapensar que estaba enamorado de la señoritaRostov. No pensaba en ella, la imaginaba sola-mente, y gracias a ello toda su vida se presen-

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taba ante él con un nuevo aspecto. «¿Por qué hede preocuparme, por qué he de trabajar dentrode este marco estrecho, cerrado, cuando la vida,toda la vida, con todas sus alegrías, se abre paramí?», se preguntaba. Y por primera vez desdehacía mucho tiempo empezó a trazar planespara el porvenir. Decidió que debía ocuparsede la educación de su hijo, buscarle un precep-tor y confiárselo; después presentar la dimisióny marcharse al extranjero, ver Inglaterra, Suiza,Italia. «He de aprovechar la libertad que tengomientras sienta dentro de mí tanta fuerza yjuventud. Pedro tenía razón cuando decía quehay que creer en la posibilidad de la felicidadpara ser feliz. Y ahora creo. Dejemos que losmuertos entierren a sus muertos; mientras sevive, hay que vivir y ser feliz», pensaba.

VIIIInvitado por el conde Ilia Andreievitch, el

príncipe Andrés fue a comer a casa de los Ros-tov y allí pasó todo el día.

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Todos los de la casa comprendían por quéiba, y él, sin ocultarlo, procuró pasar todo eltiempo con Natacha. No sólo en el alma de Na-tacha, asustada pero feliz y entusiasmada, sinotambién por toda la casa, se sentía el miedo dealguna cosa importante que había de realizarse.La Condesa, con ojos tristes, pensativos y seve-ros, miraba al príncipe Andrés mientras habla-ba con Natacha y tímidamente, para disimular,empezaba una conversación sin importancia,en cuanto él se volvía. Sonia tenía miedo dedejar a Natacha y temía estorbarlos cuandoestaba entre ellos dos. Natacha palidecía demiedo, tímida, cuando por un momento sequedaba sola con él. Le extrañaba la timidez delPríncipe. Comprendía que había de decirle al-guna cosa, pero que no se decidía.

Cuando, por la noche, el príncipe Andrés semarchó, la Condesa, en voz baja, le preguntó aNatacha:

- ¿Y qué?

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- Mamá, por Dios, no me preguntes nadaahora. No debemos hablar de ello.

Pero por la noche, Natacha, ora emocionada,ora asustada, con los ojos inmóviles, permane-ció mucho rato tendida en la cama de su madre.Tan pronto le contaba los cumplidos que él lehacía, como le decía que se marcharía al extran-jero, o le preguntaba dónde pasarían el verano,o le hablaba de Boris.

- ¡No he sentido jamás cosa semejante! - decíaNatacha -. Ante él me encuentro extraña, tengomiedo; ¿qué quiere decir esto? ¿Eh? Mamá,¿duermes?

- No, hija mía; yo también tengo miedo - dijola Condesa -. Ve, ve a dormir.

-Es igual; tampoco dormiría. ¡Qué tontería esdormir! ¡Mamá, mamá, no había experimenta-do jamás cosa semejante! -repetía, aterrorizaday admirada de aquel sentimiento que descubr-ía-. ¡Quién había de decirlo!

A Natacha le parecía que se había enamoradodel príncipe Andrés desde que le vio por pri-

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mera vez en Otradnoie. Estaba asustada deaquella suerte extraña e inesperada que habíahecho que se encontrara de nuevo con aquel aquien ella había escogido entonces (de esto es-taba firmemente convencida), y que, a juzgarpor las apariencias, ella no le era del todo indi-ferente. «Y como si fuese hecho a propósito, élestá en San Petersburgo cuando estamos noso-tros; y nos hemos encontrado en el baile. Eso esel destino. Está bien claro que todo esto es obradel destino. La primera vez que le vi experi-menté una sensación extraña.»

- ¿Qué es lo que te ha dicho? ¿Qué versos sonaquellos...? - dijo pensativamente la madre,refiriéndose a unos versos que el príncipeAndrés había escrito en el álbum de Natacha.

-Mamá, ¿verdad que no es ningún mal quesea viudo?

- Basta, Natacha, basta. Reza. Los casamientosse hacen en el cielo.

-Pero, mamita, mujer, ¡si supieras cuánto loquiero! ¡Qué contenta estoy! - exclamó Natacha,

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llorando de emoción y de felicidad y abrazandoa su madre.

A aquella hora, el príncipe Andrés se encon-traba en casa de Pedro y le hablaba de su amorpor Natacha y de su intención de casarse conella.

Aquel día había reunión en casa de la conde-sa Elena. Entre los invitados se encontraban elembajador francés, el gran Duque, quien fre-cuentaba mucho la casa desde hacía poco tiem-po, y muchas grandes damas y personalidades.Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejabasorprendidos a todos los que le veían a causade su expresión concentrada, distraída y oscu-ra.

Desde el baile, Pedro se sentía preso de unahipocondría que procuraba vencer con deses-perados esfuerzos. A raíz de las relaciones delgran Duque con su mujer, inesperadamentehabía sido nombrado chambelán, y a partir deaquel momento empezó a sentir aburrimiento yvergüenza en la alta sociedad. Ideas tenebrosas

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sobre la vanidad de todo lo de este mundo leensombrecían a menudo. Desde que había des-cubierto los sentimientos de su protegida Nata-cha y del príncipe Andrés, su mal humor au-mentaba por el contraste de su situación y la desu amigo. Procuraba no pensar ni en su mujer,ni en Natacha, ni en el príncipe Andrés.

Pedro, al salir del piso de la Condesa, a me-dianoche, había ido a sentarse arriba, en lahabitación de techo bajo, llena de humo; ante lamesa, con una bata vieja, hacía copias de actascuando alguien entró.

Era el príncipe Andrés:- ¡Ah! ¿Eres tú? - exclamó Pedro con tono dis-

traído y descontento -. Aquí me tienes - dijomostrando la libreta con el gesto de huir de lasmiserias de la vida con el cual los desgraciadosmiran el trabajo que están haciendo.

El príncipe Andrés, con el rostro radiante, en-tusiasta, transformado, se paró ante Pedro y,sin darse cuenta de su expresión triste, le sonriócon el egoísmo de la felicidad.

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- Y bien, amigo - dijo -. Ayer quería hablarte yhoy he venido para esto. En mi vida había ex-perimentado cosa semejante. Estoy enamorado,amigo mío.

Pedro suspiró pesadamente y se dejó caer so-bre el diván, al lado del Príncipe.

- De Natacha Rostov, ¿verdad?- Sí, sí, claro. ¿De quién sino de ella? No lo

hubiera creído nunca, pero esto es más fuerteque yo. Ayer sufrí mucho; pero no daría estesufrimiento por nada del mundo. Antes no viv-ía, pero ahora no puedo vivir sin ella. Pero¿puede amarme? Soy viejo para ella... ¿Por quéno me dices nada?

- ¿Yo, yo? ¿Qué quieres que te diga? - dijoPedro súbitamente. Levantándose, empezó apasear por la habitación -. Ya hacía muchotiempo que lo pensaba... Esta muchacha es untesoro, tan... Es una rareza... Amigo, por favor,no dudes más y cásate, cásate, cásate; estoyseguro de que no habrá hombre más feliz quetú.

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- Pero, ¿y ella?-Ella te ama.- No digas tonterías - dijo el príncipe Andrés

sonriendo y mirando a Pedro de hito en hito.- Ella te ama..., yo lo sé - exclamó Pedro.- No, escucha - dijo el Príncipe deteniéndole

con la mano -. ¿Sabes en qué situación me en-cuentro? Tengo necesidad de decirlo a alguien.

- Bueno, pues. Di. Estoy muy contento.Y, en efecto, el rostro de Pedro cambiaba, las

arrugas desaparecían y con gesto alegre escu-chaba al príncipe Andrés.

Éste parecía otro hombre. ¿Dónde estaban suenojo, su desprecio de sí mismo, aquel extrañodesengaño de todo? Pedro era la única personaante la cual se podía decidir a confesarse, y ex-primió todo lo que tenía en el alma. Sosegada-mente, con atrevimiento, hacía los planes paraun largo porvenir; decía que no podía sacrificarsu felicidad por el capricho de su padre, que élsabría obligarle a dar el consentimiento a sumatrimonio, a verlo con gozo; de lo contrario,

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lo haría sin su consentimiento. Y a veces se ad-miraba de este sentimiento que se apoderabade él en absoluto, como de una cosa extraña,independiente de sí mismo.

- Si alguien me hubiese dicho que yo podíaenamorarme de esta manera, no lo hubieracreído. Esto no se parece en nada a lo que sentíaantes. Para mí, el mundo está dividido en dospartes: ella, y con ella la felicidad, la esperanza;la otra parte, todo aquello donde ella no está: latristeza, la oscuridad, el final - dijo el príncipeAndrés.

- La oscuridad, las tinieblas... - replicó Pedro-. Sí, lo comprendo.

-Yo no puedo dejar de amar la claridad; estono es culpa mía; y soy muy feliz. ¿Me com-prendes? Ya sé que compartes mi alegría.

- Sí, sí - afirmó Pedro mirando a su amigo conojos que expresaban tristeza y ternura. Y cuantomás brillante le parecía la suerte del príncipeAndrés, más negra le parecía la suya.

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IXEra necesario el consentimiento del padre pa-

ra la boda, y a la mañana siguiente el príncipeAndrés marchó a su casa.

El anciano recibió la noticia con una calmaaparente y con disimulada hostilidad. No podíacomprender por qué quería cambiar de vida eintroducir algo nuevo cuando su vida ya estabaacabada.

«Que me dejen terminar como quiero y queluego hagan lo que quieran», se decía el viejo.Pero con su hijo utilizó la diplomacia que em-pleaba en los casos importantes. Empezó a dis-cutir el asunto en un tono completamente tran-quilo.

En primer lugar, el matrimonio no era brillan-te ni por el parentesco, ni por la fortuna, ni porla nobleza; en segundo lugar, el príncipeAndrés no era joven y estaba delicado (el an-ciano insistía particularmente en este punto) yella era muy joven; en tercer lugar, había un

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hijo que era lástima tener que confiarlo a unaesposa joven.

- Finalmente - el anciano le dijo con sorna -, tepido que aguardes un año a casarte. Ve al ex-tranjero, cuídate, busca, como es tu intención,un alemán para el príncipe Nicolás, y luego, siel amor, la pasión, la ceguera por la personason aún tan grandes, cásate. Ésta es mi últimapalabra, ¿lo has entendido? La última... - con-cluyó el Príncipe con un tono que demostrabaque no había nada que pudiera hacerle cambiarde determinación.

El príncipe Andrés vio claramente que su pa-dre esperaba que su amor o el de Natacha noresistirían la prueba de un año de ausencia, obien que para entonces él estuviera muerto; elpríncipe Andrés resolvió hacer la voluntad desu padre, pedir la mano de Natacha y fijar laboda al cabo de un año.

A las tres semanas de la última reunión en ca-sa de los Rostov, el príncipe Andrés regresaba aSan Petersburgo.

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Al día siguiente de la conversación con sumadre, Natacha aguardó en vano a Bolkonskitodo el día. Lo mismo ocurrió al siguiente, y alotro, y al otro. Pedro tampoco se presentaba, yNatacha, que no sabía que el príncipe Andrésse hubiese marchado a su casa, no podía expli-carse su ausencia.

Pasaron tres semanas. Natacha no quería ir aninguna parte y andaba de una habitación aotra, como una sombra, ociosa y desconsolada.Por la noche, a escondidas, lloraba y no iba a lacama de su madre. Por el menor motivo se ru-borizaba y le latía el corazón. Se imaginaba quetodos le descubrían el despecho y que se burla-ban de ella o la compadecían. La herida delamor propio, unida a la intensidad del doloríntimo, aumentaba todavía su desventura.

Un día entró en la habitación de su madre pa-ra decirle alguna coca, y súbitamente se puso allorar. Las lágrimas le resbalaban por el rostro

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como a una criatura humillada que no sabe porqué la han castigado.

La Condesa la calmó; Natacha, que al princi-pio escuchaba las palabras de su madre, la inte-rrumpió:

- Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar.Bueno; venía... Ha dejado de venir...

La voz le temblaba. Estaba a punto de llorarde nuevo, pero se contuvo y prosiguió contranquilidad;

- No quiero casarme; él me da miedo. Ahoraya estoy bien tranquila...

Al día siguiente, después de esta conversa-ción, Natacha se puso un vestido viejo, por elque sentía una predilección especial, y desdeaquella mañana reemprendió la vida ordinaria,de la que se había apartado desde el día delbaile. Después de tomar el té fue al salón, que legustaba mucho por la resonancia que tenía, y sepuso a solfear.

Cuando hubo terminado la primera lección sesentó en medio de la sala y repitió una frase

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musical que le agradaba especialmente. Escu-chaba con placer el encanto con que sus sonidosse esparcían y llenaban todo el vacío de la salay se apagaban lentamente; y súbitamente sepuso alegre.«¿Qué saco pensando tanto? ¡Seestá bien sin eso! », se dijo, y empezó a pasearsede un lado a otro, por el parquet sonoro, perocambiando de paso a cada momento y des-lizándose del tacón a la punta (llevaba los zapa-tos nuevos que prefería); después, alegre, comosi oyera el eco de su voz, escuchaba el choqueregular del tacón y el ruido leve de las puntas.Al pasar por delante del espejo se miraba. «¡Yosoy así!-parecía que dijera su rostro cuando sereflejaba en el espejo-. ¡Bueno, no necesito anadie!»

Un criado quiso entrar para arreglar el salón,pero ella no se lo permitió; cerró la puerta trasde sí y continuó paseándose. Aquella mañanavolvía a su estado predilecto de amor para con-sigo misma y de admiración a su persona...«¡Qué delicia esta Natacha!», se decía de nuevo,

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como si hubiese sido un hombre quien hablarade ella. «Bonita, voz encantadora, joven y nohace daño a nadie; sólo falta dejarla tranquila.»Pero, a pesar de que la dejaban tranquila, noencontraba sosiego. De ello se dio cuenta inme-diatamente.

La puerta del vestíbulo se abrió; alguien pre-guntó si estaban los de la casa. Se oyeron pasos.Natacha se miraba al espejo, pero no se veía enél. Oyó hablar en la antesala. Cuando distin-guió las voces se volvió pálida. Era «él». Estabasegura, a pesar de que apenas oía su voz através de las puertas cerradas.

Pálida y asustada, corrió a la sala.- ¡Mamá! ¡Bolkonski ha venido! ¡Mamá, es te-

rrible, es insoportable! ¡Yo no quiero... sufrir!¿Qué debo hacer?

Antes de que la Condesa tuviera tiempo deresponder, el príncipe Andrés entraba en lasala, con la cara trastornada y seria.

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Cuando se dio cuenta de la presencia de Na-tacha, se le iluminó el rostro. Besó la mano a laCondesa y a Natacha y se sentó en el canapé.

-Hacía tiempo que no habíamos tenido el gus-to... - empezó la Condesa, pero el príncipeAndrés la interrumpió, contestando a la pre-gunta, deseoso de explicarse.

- No he venido porque he estado todos estosdías en casa de mi padre. Tenía que hablarle deuna cuestión muy importante. He llegado estanoche... - dijo lanzando una mirada a Natacha -.Quisiera hablarle, Condesa - añadió después deun minuto de silencio.

La Condesa suspiró con pena y entornó losojos.

- Estoy a su disposición - dijo.Natacha comprendía que había de retirarse,

pero no sabía hacerlo; tenía la sensación de quele apretasen el cuello; con atrevimiento miró alpríncipe Andrés con ojos asustados.

«¡Enseguida! ¿Inmediatamente...? ¡Esto nopuede ser!», pensó.

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Él la miró nuevamente, y aquella mirada laconvenció de que no se engañaba. Sí..., ense-guida, ahora mismo, su suerte sería decidida.

- Ve, Natacha, ya te llamaré - murmuró laCondesa.

Natacha miró al príncipe Andrés y a su ma-dre con espantados y suplicantes ojos y salió.

- Condesa, he venido a pedirle la mano de suhija - dijo el Príncipe.

La cara de la Condesa enrojeció y de momen-to no contestó nada.

- Su proposición... - empezó lentamente laCondesa.

El príncipe Andrés permanecía callado y lamiraba.

- Su proposición... - estaba angustiada - nos esmuy agradable y... la acepto y estoy muy con-tenta. Y mi esposo... espero... Pero esto es ellamisma quien debe decidirlo...

-Cuando me dé su consentimiento se lo pre-guntaré... ¿Me lo permite?-preguntó el príncipeAndrés.

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- Sí... - dijo la Condesa.Ella le tendió la mano y con un sentimiento

mezcla de ternura y de miedo puso los labiosen la frente del príncipe Andrés, mientras él lebesaba la mano. Ella quería amarlo como a unhijo, pero le parecía demasiado extraño e im-ponente aún.

- Estoy segura de que mi marido consentirá -dijo la Condesa -. Pero ¿y su padre?

- Mi padre, a quien he comunicado mis inten-ciones, ha puesto por condición absoluta, paradar su consentimiento, que espere un año. Estoes lo que quería decirle. - Claro que Natacha esmuy joven aún, pero una espera tan larga...

- Es preciso... - dijo él, suspirando.- Ahora la haré venir - dijo la Condesa, y salió

del salón.«Señor, Dios mío, ten piedad de mí», repetía

la Condesa mientras iba a buscar a su hija. So-nia le dijo que Natacha estaba en su dormitorio.

Se había sentado en la cama, pálida, con losojos secos; contemplaba el icono y, persignán-

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dose rápidamente, murmuraba alguna cosa. Alver a su madre, saltó de la cama y corrió a suencuentro.

- ¿Qué, mamá? ¿Qué?- Ve, ve con él. Ha pedido tu mano - dijo la

Condesa fríamente, según pareció a Natacha -.Ve, ve - repitió con tristeza detrás de su hija,que corría; y suspiraba con pena.

Natacha no se acordó que entraba en el salón.Desde la puerta le vio y se detuvo. «Este extra-ño, ¿lo es "todo” para mí desde ahora?», se pre-guntaba; y enseguida se respondía: «Sí, todo.Desde ahora lo amo más que a todo el mundo.»El príncipe Andrés se le acercó con los ojos ba-jos.

- La amo desde el primer día que la vi. ¿Pue-do esperar?

La miraba. La expresión grave y apasionadade su rostro la impresionaba. La suya decía:

«¿Por qué lo preguntas? ¿Por qué dudar deaquello que es imposible esconder? ¿Por qué

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hablar cuando uno no puede expresar con pa-labras lo que siente? »

Se acercó a él y se detuvo. Le cogió la mano yse la besó.

- ¿Me quiere?- Sí, sí -dijo Natacha, como si le pesara; sus-

piró profundamente, después aceleró los suspi-ros y sollozó.

- ¿Por qué? ¿Qué tiene?- ¡Ah, soy tan feliz! - replicó ella, sonriendo a

través de las lágrimas; él se inclinó hacia ella,reflexionó un segundo, como si se interrogara,y la abrazó.

El príncipe Andrés le cogía las manos, le mi-raba a los ojos y no hallaba en su alma el anti-guo amor por ella. Súbitamente, alguna cosacambiaba en su interior, no experimentaba elviejo encanto poético, misterioso, del deseo,sino la lástima por su debilidad de mujer y decriatura, el miedo ante su ternura y su confian-za, la conciencia, penosa y alegre a la vez, deldeber que le ataba para siempre a ella. El sen-

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timiento actual, aunque no fuera tan puro y tanpoético como el otro, era más profundo y másvivo.

- ¿Le ha dicho su madre que debemos esperarun año?-dijo el príncipe Andrés sin apartar susojos de los de ella.

«¿Soy esta chiquilla juguetona, como todosdicen de mí? - pensó Natacha -. ¿Soy yo, desdeeste momento, "la mujer", la igual de este hom-bre simpático, inteligente, que hasta mi padrerespeta? Claro que desde hoy ya no se puedebromear con la vida, que ya soy una mujer,responsable de todos mis actos; de todas mispalabras. Sí. ¿Qué me ha pedido? »

- No - dijo Natacha, pero no sabía lo que lehabía preguntado.

- Perdóneme - dijo el Príncipe -. Es usted tanjoven y yo he vivido tanto ya... Tengo miedopor usted. Aún no se conoce usted a sí misma.

Natacha escuchaba con atención, tratando decomprender todo el sentido de aquellas pala-bras, sin lograrlo.

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- Por mucho que sienta esta espera, que alar-ga la hora de mi felicidad - prosiguió el prínci-pe Andrés -, durante este tiempo podré cono-cerla. Dentro de un año le pediré que quierahacer mi felicidad, pero es usted libre... Nuestronoviazgo quedará entre nosotros, y si se con-vence usted de que me ama o me amaba... - dijoel príncipe Andrés con una sonrisa forzada.

- ¿Por qué dice usted eso? - interrumpió Na-tacha -. Ya sabe usted que le amo desde el díaen que vino a Otradnoie-dijo, firmemente con-vencida de que decía la verdad.

- En un año se podrá usted conocer a sí mis-ma.

- ¡Un año! - exclamó súbitamente Natacha,que hasta entonces no comprendió que el ma-trimonio no se efectuaría hasta pasado esetiempo -. ¿Por qué un año? ¿Por qué?

El príncipe Andrés le explicó la causa.Natacha no le oía.- Pero ¿no hay otro remedio? - preguntó.

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El príncipe Andrés no contestó, pero su rostroexpresaba la imposibilidad de modificar estadecisión.

- ¡Es terrible! No, ¡es espantoso, espantoso!-dijo Natacha, que volvía a llorar -. Me morirési debemos aguardar un año. ¡Es imposible!

Contempló la cara de su prometido y le pare-ció ver en ella una expresión de lástima y deextrañeza.

- No, no, haré todo cuanto sea preciso - dijosúbitamente Natacha secándose las lágrimas -.¡Estoy tan contenta!

Sus padres entraron en el salón y bendijeron alos enamorados.

Desde aquel día, el príncipe Andrés frecuentóla casa de los Rostov como prometido.

XNo hubo fiesta de noviazgo y nadie supo que

Bolkonski y Natacha se habían prometido. Elpríncipe Andrés lo quería, a pesar de todo. De-cía que, siendo él la causa de su retraso, él hab-

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ía de pagar la pena; que su palabra le ligabapara siempre, pero que no quería que Natachase comprometiera y la dejaba en completa liber-tad. «Dentro de seis meses, si ella ve que no meama, tendrá derecho a retirar su palabra.» Nohay que decir que ni los padres de Natacha niella misma querían oír hablar de eso. Pero elpríncipe Andrés insistía. Diariamente iba a casade los Rostov, pero no se comportaba como elprometido de Natacha. La trataba de usted y lebesaba la mano. Después de la petición, entre elpríncipe Andrés y Natacha se establecieronunas relaciones muy distintas de las simple-mente amistosas que tuvieron antes. Hasta en-tonces no se conocían. A los dos les gustabarecordar cómo se juzgaban cuando todavía noeran «nada» el uno para el otro. Ahora los dosse sentían muy distintos. Antes disimulaban;ahora eran sencillos y sinceros.

En la familia, de momento, las relaciones conel príncipe Andrés produjeron cierta incomo-didad; tenía el aspecto de un hombre de otra

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clase social, y durante mucho tiempo Natachahubo de acostumbrar a los suyos al principeAndrés, afirmando a todos, con orgullo, queparecía raro, pero que, al fin y al cabo, era comotodos; que a ella no le daba miedo y que nadiehabía de temerle. Al cabo de algún tiempo, lafamilia se acostumbró a ello, y, sin cohibirsepor su presencia, la casa seguía su vida ordina-ria, que él también llevaba. Sabía hablar de lastierras con el Conde, de vestidos con la Conde-sa y Natacha, de álbumes y tapicerías con So-nia. A veces, los Rostov, entre ellos y delantedel príncipe Andrés, admirábanse de lo quehabía ocurrido y de cómo eran evidentes lossignos del destino: la llegada del Príncipe aOtradnoie, su entrada en San Petersburgo, ymuchas otras circunstancias observadas por losfamiliares.

En la casa reinaba aquel sopor poético y si-lencioso que acompaña siempre la presencia delos prometidos. A menudo, sentados en elsalón, todos permanecían callados; a veces se

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levantaban y los prometidos se quedaban solosy también callaban. Hablaban muy poco de suvida futura. El príncipe Andrés sentía miedo yvergüenza de hablar de ello. Natacha compartíaeste sentimiento, como todos los demás, quesiempre adivinaba. Una vez, Natacha le hablóde su hijo. El Príncipe se ruborizó, lo que ocurr-ía muy a menudo, al ver la gran ternura de Na-tacha, y dijo que su hijo no viviría con ellos.

- ¿Por qué? - preguntó Natacha, extrañada.- No puedo separarlo de su abuelo. Y luego...- ¡Cómo le querría! - dijo Natacha adivinán-

dole el pensamiento -. Pero ya lo veo; no quiereque tenga ningún motivo de acusarnos a ustedy a mí.

El viejo Conde se acercaba a veces al príncipeAndrés, le abrazaba y le pedía de vez en cuan-do consejo para la educación de Petia o la carre-ra de Nicolás. La Condesa suspiraba al mirarlo.Sonia, siempre temerosa de estorbar, buscabaexcusas para dejarlos solos, incluso cuando noera necesario. Cuando el príncipe Andrés

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hablaba - hablaba muy bien -, Natacha lo escu-chaba con orgullo; cuando era ella la quehablaba, veía con miedo y alegría que él la mi-raba atentamente. Y se preguntaba: «¿Qué en-cuentra en mí? ¿Qué quiere decir con esta mi-rada? ¿Y si no hallara en mí lo que su miradabusca?»

A veces se sentía locamente alegre; entoncesle gustaba mucho mirarle y escuchar cómo sereía el príncipe Andrés. Reía muy poco, perocuando lo hacía se abandonaba completamentea la risa; y cada vez, después que ocurría esto,ella se sentía más cerca de él. Natacha habríasido totalmente feliz si la idea de la separaciónque se acercaba no la hubiera asustado; él tam-bién palidecía y temblaba al pensarlo.

La tarde anterior al día en que debía mar-charse de San Petersburgo, el príncipe Andrésllegó acompañado de Pedro, quien no habíavuelto a casa de los Rostov desde el día delbaile. Pedro parecía trastornado y confuso.Habló con la madre. Natacha se sentó con Sonia

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cerca de la mesa de ajedrez e invitó al príncipeAndrés. Éste se acercó.

- ¿Hace mucho tiempo que conoce usted aBezukhov? ¿Es muy amigo suyo?-preguntó elPríncipe.

- Sí. Es bueno, pero un poco raro.Y, como siempre que se hablaba de Pedro,

Natacha empezó a explicar anécdotas de susdistracciones, algunas de las cuales eran inven-tadas.

- Ya sabe usted que le he confesado nuestrosecreto -dijo el Príncipe-. Le conozco desde pe-queño. Tiene un corazón angelical. Quisierapedirle, Natacha... - dijo súbitamente, muy se-rio -. Me marcho. Dios sabe lo que puede pasar.Podría dejar de quer... Bueno, ya sé que nohemos de hablar de esto, pero solamente quieropedirle una cosa: pase lo que pase, cuando yono esté aquí...

- Pero ¿qué puede ocurrir?- Cualquier desgracia que sobreviniera, le pi-

do, señorita Natacha, que se dirija a él en busca

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de consejo y ayuda. Es el hombre más distraídodel mundo, pero tiene un corazón de oro.

Ni el padre, ni la madre, ni Sonia, ni hasta elpríncipe Andrés, podían prever el efecto queproduciría en Natacha la separación de suprometido. Enrojecida por la emoción, los ojossecos, estuvo recorriendo la casa durante todoel día, ocupándose de las cosas más insignifi-cantes, como si no comprendiera lo que la espe-raba. No lloró ni siquiera en el momento enque, diciéndole adiós, él le besó la mano porúltima vez. «¡No se vaya!», le dijo con una vozque le hizo pensar si realmente había de que-darse y de la que se acordó durante muchotiempo. Cuando se hubo marchado, tampocolloró, pero no se movió de su habitación duran-te algunos días, sentada, no interesándose pornada y repitiendo de vez en cuando: «¡Ah! ¿Porqué se ha marchado?»

Al cabo de dos semanas, con gran sorpresa detodos, se restableció de la depresión moral yvolvió a ser como antes, pero su personalidad

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moral había cambiado, igual que las criaturasque se levantan con otra fisonomía después deuna larga enfermedad...

SÉPTIMA PARTEINicolás Rostov se había convertido en un

muchacho de maneras rudas, bueno, a quienlas amistades de Moscú encontraban no muyrecomendable, pero que era amado y respetadopor sus compañeros, los subalternos y los jefesy que estaba satisfecho de su vida.

En aquellos últimos tiempos, en l809, su ma-dre se quejaba frecuentemente en sus cartas; ledecía que los negocios iban cada día peor y quedebería volver a casa para consolar y hacercompañía a sus viejos padres.

Al leer estas cartas, Nicolás temía que quisie-ran hacerlo salir de aquel medio, en el cual,desligado de todas las preocupaciones de lavida, se encontraba tan tranquilo y satisfecho.Comprendía que, tarde o temprano, le sería

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preciso volver al engranaje de la vida: atar ydesatar negocios, llevar cuentas con los admi-nistradores, discusiones, intrigas, relaciones,trato social, el amor de Sonia y la palabra dada.

Todo esto era horriblemente difícil y compli-cado, y contestaba a las cartas de su madre conotras frías, clásicas, que empezaban así: «Que-rida mamá», y acababan con: «Su obedientehijo», pasando por alto todo lo que pudierahacer referencia a su vuelta. En 1810 recibióuna carta de sus padres que le anunciaban queNatacha se había prometido a Bolkonski y quela boda no se celebraría hasta después de unaño, porque el viejo Príncipe no daba su con-sentimiento. Esta carta entristeció y ofendió aNicolás. En primer lugar, le dolía que Natachase marchara, porque la quería más que a nadiede la familia; en segundo lugar, en calidad dehúsar, se dolía de no haberse encontrado en sucasa para demostrar a aquel Bolkonski que noera un gran honor su parentesco y que, si ver-daderamente amaba a Natacha, podría pres-

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cindir del consentimiento paterno. Durante unmomento dudó si pedir permiso para ver aNatacha prometida, pero las maniobras se acer-caban, y después pensaba en Sonia, en las pre-ocupaciones de los negocios, y aplazó otra vezel viaje. Sin embargo, en la primavera recibióuna carta que su madre le había escrito a es-condidas del Conde, y aquella carta le decidió amarcharse. Le decía que si no regresaba, si nose ocupaba de los negocios, las tierras se ven-derían públicamente y se verían todos reduci-dos a la mendicidad; que el Conde estaba muyavejentado, que se había confiado mucho a Mi-tenka, que era bueno y que todo el mundo lehabía engañado, que todo se hundía. «En nom-bre de Dios, te pido que vengas inmediatamen-te si no quieres hacernos desgraciados», escrib-ía la Condesa.

Esta carta impresionó a Nicolás. Poseía aquelbuen sentido de la mediocridad, que le dictabalo que debía hacer.

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Había llegado la hora de marcharse, si no li-cenciándose, por lo menos pidiendo un permi-so. ¿Para qué era necesario marcharse? No losabía, pero, después de haber dormido bien,después de haber comido, ordenó que le ensi-llaran su gris Marte, un trotador muy fogoso,que hacía tiempo no había salido, y al llegar alalojamiento con el caballo echando espuma porla boca, dijo a Lavrutchka - Rostov se habíaquedado con el asistente de Denisov - y a loscompañeros que salieron a verle que le habíandado un permiso y que se marchaba a su casa.A pesar de que le hubiera sido difícil y extrañopensar que se marchaba y no sabría nada delEstado Mayor - lo cual le interesaba particu-larmente -, si sería ascendido a capitán y si ledarían la condecoración de Ana en las últimasmaniobras; por extraño que le pareciera pensarque se iba a marchar sin vender al conde polacoGolukonsky los tres caballos que pretendía y delos que pensaba sacar dos mil rublos; por in-comprensible que le pareciera su no asistencia

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al baile que unos húsares habían de dar a laseñora Pchasdetzka para rivalizar con los ula-nos, que daban otro a la señora Borjozovska,sabía que debía abandonar aquella buena vidae ir a alguna parte, allí donde todo eran tonter-ías y preocupaciones. Al cabo de una semanarecibió el permiso. Los húsares, no sólo suscompañeros de regimiento, sino también los dela brigada, le ofrecieron una comida de quincerublos el cubierto, con orquesta y dos coros.Rostov bailó el trepak con el mayor Bassov; losoficiales, borrachos, zarandearon, abrazaron ydejaron caer a Rostov; los soldados del tercerescuadrón volvieron a zarandearlo y gritaron«¡hurra!» Por último, pusieron a Rostov en eltrineo y lo acompañaron hasta la primera para-da.

Hasta la mitad del camino, desde Krement-chug a Kiev, todos los pensamientos de Rostoveran aún para el escuadrón, pero a partir de eseinstante se olvidó de sus caballos, del sargentoDojoveika, y se preguntó con inquietud qué

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encontraría en Otradnoie. Cuanto más se acer-caba, con más y más fuerza- como si el sentidomoral estuviera sometido a la ley de la veloci-dad de caída de los cuerpos - pensaba en sucasa. En la última parada, antes de Otradnoie,dio tres rublos al postillón para que bebiera, ycomo un chiquillo subió la escalera del portalde su casa.

Después de las expansiones de la llegada, pa-sada ya la extraña impresión de disgusto queexperimentó Rostov al no encontrar lo queimaginaba («Siempre serán los mis-mos-pensaba -. ¿Por qué me he preocupadotanto?»), Nicolás empezó a acostumbrarse a suantiguo ambiente. Su padre y su madre eran losmismos que antes, únicamente habían enveje-cido algo. Hallaba en ellos cierta inquietud y aveces cierto desacuerdo, cosa que no había co-nocido nunca y que provenía, Nicolás lo supopronto, de la marcha dificultosa de los nego-cios. Sonia tenía ya diecinueve años. Había de-jado de embellecerse, ya no prometía nada

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nuevo, pero lo que poseía era suficiente. Todasu persona respiraba felicidad y amor desdeque Nicolás había vuelto, y el amor constante,inconmovible, de aquella muchacha actuabaalegremente sobre él. Petia y Natacha fueronlos que más sorprendieron a Nicolás.

Petia ya era un muchacho de trece años, listo,inteligente y muy gracioso, cuya voz empezabaa madurar. Natacha dejó admirado a Nicolásdurante mucho tiempo, y siempre que la mira-ba sonreía.

- ¡No eres la misma! - decía.- ¿No? ¿Más fea?-Al contrario...; pero infundes respeto. ¡La

Princesa! - le murmuraba.- Sí, sí - decía alegremente Natacha. Le ex-

plicó su novela con el príncipe Andrés, la lle-gada de él a Otradnoie y le enseñó la últimacarta que había recibido -. ¿Qué, estás contento?Yo estoy tan tranquila ahora, ¡soy tan feliz!

- Muy contento - repitió Nicolás -. Es un buenchico. ¡Bueno! Y tú, ¿estás enamorada?

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- No sé qué decirte. Lo he estado de Boris, delprofesor, de Denisov, pero no era esto. Ahorame siento tranquila, calmada. No hay mejorhombre que él y me siento bien y confiada. Esmuy distinto de otras veces.

Nicolás expresó a Natacha el disgusto que leocasionaba aquel aplazamiento de un año, peroNatacha, encolerizándose un poco contra suhermano, le demostraba que no podía ser deotro modo, que no estaría bien entrar en la fa-milia contra la voluntad de su padre. Ella pre-fería también que fuera así.

-No lo comprendes, no lo comprendes, va-ya-decía.

Nicolás calló sin cambiar de opinión.A menudo quedaba extrañado al verla; no le

parecía una prometida enamorada separada delprometido. Nicolás se extrañaba de esto e in-cluso miraba con desconfianza el noviazgo conBolkonski. No creía que el destino de su her-mana estuviera decidido, tanto más cuanto queno veía al príncipe Andrés a su lado.

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Siempre le parecía que había algo que nomarchaba bien entre aquel futuro matrimonio.

«¿Por qué el aplazamiento? ¿Por qué prescin-dir de la ceremonia de la promesa?», pensaba.Una vez, hablando de Natacha con su madre,con gran extrañeza por su parte y con íntimasatisfacción, dióse cuenta que, en el fondo de sualma, la madre veía también a veces con dis-gusto aquella boda.

- ¿Ves? Escribe - dijo enseñando a su hijo lacarta del príncipe Andrés, con aquel sentimien-to escondido de hostilidad de la madre por lafutura felicidad conyugal de la hija-. No tienemucha salud. De esto no habla nunca con Nata-cha. No hagas caso de su alegría; es su últimaépoca de soltera; pero no sé cómo se pone cadavez que recibimos alguna carta. Debemos creerque, con la ayuda de Dios, irá todo bien - aca-baba, y añadía siempre -: ¡Es un hombre admi-rable!

II

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Al llegar, Nicolás estaba serio e incluso triste.La obligación de introducirse en aquel enojosoasunto de la explotación, por lo que su madre lehabía obligado a volver, le contrariaba. Conobjeto de deshacerse más rápidamente de estacarga, al tercer día de haber vuelto, hosco, sincontestar a la pregunta «¿Dónde vas?», con elceño fruncido, dirigióse al pabellón de Mitenkay le pidió cuentas de «todo». ¿Qué cuentas de«todo» eran éstas? Nicolás lo sabía aún menosque Mitenka, que temblaba de pies a cabeza,asustado y extrañado. La conversación y lascuentas de Mitenka no duraron mucho rato.

El stárosta y el elegido de la comunidad, queestaban aguardando en el vestíbulo del pa-bellón, oyeron con placer y también con miedo,primeramente, la voz del joven Conde, que seelevaba y se hacía cada vez más fuerte; luegolas palabras injuriosas, que caían una tras otra.

- ¡Ladrón! ¡Desagradecido...! Te haré pedazos,¡perro...! Conmigo no harás como con mi padre.Has robado...

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Enseguida aquella gente, con igual miedo eigual placer, vieron como el joven Conde, rojode cólera, con los ojos inyectados, agarraba aMitenka por el cuello del vestido, con muchatraza, y entre palabra y palabra le daba de pun-tapiés en el trasero, gritándole: «¡Vete! ¡No tequiero ver jamás! ¡Ladrón...!»

Mitenka rodó por los seis peldaños y huyóhacia un grupo de árboles. Este bosque era lu-gar seguro para los criminales de Otradnoie. Elmismo Mitenka se escondía allí cuando volvíaborracho de la ciudad, y muchos habitantes deOtradnoie que se escondían de Mitenka conoc-ían la fuerza saludable de aquel refugio.

La mujer y las nueras de Mitenka, con asus-tados rostros, aparecieron en el vestíbulo por lapuerta de la habitación donde hervía el samo-var reluciente y donde se veía el lecho del ad-ministrador con un cubrecama hecho de retales.

El joven Conde, respirando con dificultad, sindarse cuenta de nada, pasó por delante de ellascon aire resuelto y entró en la casa.

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La Condesa, que inmediatamente había sabi-do por las criadas lo que ocurría en el pabellón,se tranquilizó en parte pensando que la situa-ción económica de la casa se restablecería desdeeste hecho, pero le inquietaba por el efecto queaquello había de producir en su hijo. De punti-llas se acercó a su puerta, mientras él fumabauna pipa tras otra.

A la mañana siguiente, el viejo Conde llamó asu hijo y le dijo con tímida sonrisa:

- ¿Sabes, amigo mío, que te has indignado in-útilmente? Mitenka me lo ha contado todo.

«Ya sabía que aquí, en este mundo de imbéci-les, yo no sabría hacer nada bueno», pensó Ni-colás.

- Te has exaltado porque no había apuntadoestos setecientos rublos. Están apuntados, conotras cosas, en la otra página; tú no lo has visto.

- Papá, es un pillo y un ladrón; lo sé perfec-tamente. Lo que hice, hecho está, pero, si quie-res, no diré nada más.

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- No, hombre, no. - El Conde estaba nervioso.Comprendía que había administrado mal losbienes de su esposa y que era culpable ante sushijos, pero no sabía de qué modo arreglarlo -.No, hazme el favor de ocuparte de los negocios.Yo soy ya viejo...

- No, papá, perdóname si te he disgustado; yoentiendo menos que tú.

«¡Vayan al diablo todos estos aldeanos, estedinero, estas cuentas!», pensó. Después de estono intervino ya más en los negocios, exceptouna vez, cuando la Condesa le llamó y le pre-guntó qué debía hacer con una orden de pagode dos mil rublos suscrita por Ana Mikhailov-na.

- Ya te diré lo que pienso - contestó Nicolás -;dices que esto depende de mí; no me sonsimpáticos ni Ana Mikhailovna ni Boris, peroson nuestros amigos y son pobres. Mira - rom-pió el documento, y este acto hizo verter lágri-mas de gozo a la Condesa.

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Después, el joven Rostov no se metió en nin-guna otra cuestión; se abandonó con pasión auna cosa nueva para él, la caza, que en casa delviejo Conde se practicaba con grandes gastos.

IIIEl conde Ilia Andreievitch había renunciado

al cargo de mariscal de la nobleza, porque elloimplicaba muchos gastos, pero, a pesar de esto,sus negocios no se solucionaban. A menudo,Natacha y Nicolás sorprendían las conversa-ciones misteriosas e inquietantes de sus padres;oían habladurías sobre la venta de la rica casapatriarcal y la propiedad cercana a Moscú.

El Conde se hallaba preso entre sus asuntoscomo en una red inmensa, y procuraba no dar-se cuenta de que a cada paso se enredaba más ymás; no tenía fuerzas para cortar las redes quelo envolvían ni paciencia para deshacerse deellas con prudencia.

La Condesa, con su corazón amoroso, se dabacuenta de que sus hijos se arruinaban, que el

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Conde no tenía la culpa, que no podía cambiar,que él sufría demasiado, aunque lo disimulara,con su ruina y la de sus hijos, y ella buscaba elmodo de solucionarlo. Su talento de mujer sóloveía un camino: el matrimonio de Nicolás conuna rica heredera. Comprendía que era la últi-ma esperanza y que, si rechazaba el partido queella le preparaba, habría que despedirse parasiempre de la posibilidad de reparar la situa-ción. Aquel partido era Julia Kuraguin, la hijade unos padres buenos y virtuosos, a la queRostov conocía de niña y que desde la muertedel último hermano que le quedaba había pa-sado a ser una de las más ricas herederas.

La Condesa escribió directamente a la señoraKuraguin a Moscú, proponiendo casar a su hijocon su hija, y recibió una contestación favora-ble. La señora Kuraguin contestó que, por suparte, consentía, pero que todo dependía de suhija. La señora Kuraguin invitaba a Nicolás apasar algunos días en Moscú.

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Muchas veces, la Condesa, con lágrimas enlos ojos, decía a su hijo que su único deseo,ahora que ya podía considerarse tranquila conrespecto a sus dos hijas, era verle casado. Decíaque después podría morir tranquila. Luegodaba a entender que había pensado en una mu-chacha encantadora y procuraba adivinar laopinión de su hijo con respecto al matrimonio.

Otras veces elogiaba a Julia y aconsejaba aNicolás que fuese a divertirse a Moscú durantelas fiestas. Nicolás adivinaba el fin de las con-versaciones de su madre, y un día la hizohablar claramente. Ella le confesó que la únicaesperanza de salvar la situación era su matri-monio con la señorita Kuraguin.

- Y si me enamorara de una muchacha sin for-tuna, ¿me exigirías que sacrificara mi amor ymi honor al dinero? - le preguntó, sin com-prender la crueldad de la pregunta, queriendosolamente demostrar su nobleza de sentimien-tos.

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- No, no me comprendes - dijo la madre, nosabiendo cómo justificarse -. No me has com-prendido, Nicolás. Yo quiero tu felicidad - aña-dió y, comprendiendo que no decía la verdad yse embrollaba, rompió a llorar.

- No llores, mamá; dime sólo que lo deseas ydaré mi vida, todo, con tal que estés tranquila.Lo sacrificaré todo por ti, hasta mi corazón.

Pero la Condesa no quería plantear la cues-tión de aquel modo. No quería sacrificar a suhijo; ella sí hubiese querido sacrificarse por él.

- No; no me has comprendido; no hablemosmás - dijo, secándose las lágrimas.

«Sí, pero si yo amo a una muchacha pobre - sedijo Nicolás -, he de sacrificar, pues, mi corazóny mi felicidad al dinero. Me parece increíbleque mamá me haya dicho esto. Así, pues, por-que Sonia es pobre, ¿no puedo quererla, nopuedo corresponder a su amor fiel y abnegado?Seguro que seré más feliz con ella que con unamuñeca como Julia. Puedo sacrificar mi co-razón en bien de mis padres, pero no puedo

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imponerme a mis sentimientos. Si amo a Sonia,mi amor es más fuerte y está por encima detodo.»

No fue a Moscú; la Condesa no volvió ahablarle del matrimonio y, con tristeza y a ve-ces con cólera, observaba un acercamiento cadavez más acentuado entre su hijo y Sonia, que notenía dote. Le dolía, pero no podía evitar de-mostrar su disgusto a Sonia, riñéndola a menu-do sin motivo, tratándola de «usted» y llamán-dola «querida». Lo que más disgustaba a labuena Condesa era, precisamente, que Sonia,aquella sobrina pobre de ojos negros, fuera tandulce, tan buena, tan fiel, tan agradecida a susbienhechores, tan constante en el amor a Ni-colás, que fuese imposible reprocharle nada.

Nicolás terminaba su permiso. Se había reci-bido una carta del príncipe Andrés, desde Ro-ma, en la que decía que habría ya regresado aRusia si, de pronto, a consecuencia del climacálido, no se le hubiera abierto la herida. Esto le

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obligaba a retardar su regreso hasta la entradade año.

Natacha estaba también enamorada de suprometido, también estaba confiada en esteamor y también se sentía accesible a las alegríasde la vida. Pero, al cabo de cuatro meses deseparación, pasaba largas temporadas de triste-za que no podía dominar.

Se consideraba digna de lástima; le dolíaaquel tiempo perdido para ella, precisamentecuando se sentía tan dispuesta a amar y a seramada.

En casa de los Rostov no había mucha alegría.

IVLlegó Navidad, y, aparte de la misa solemne,

de las felicitaciones solemnes y enojosas de losvecinos y de los domésticos, de los vestidos ylos abrigos nuevos, no hubo nada de particular.

Con un frío sin viento y un sol claro y res-plandeciente durante el día, uno sentía la nece-

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sidad de celebrar la fiesta de una manera uotra.

El tercer día, después de comer, todos los fa-miliares se dispersaron por la casa. Era el mo-mento más enojoso de la jornada. Nicolás, quepor la mañana había ido a casa de los vecinos,se quedó dormido en el diván. El viejo Condedescansaba en su gabinete. Sonia estaba senta-da a la mesa redonda del salón y calcaba undibujo. La condesa hacía un solitario. Natachaentró en el salón y se acercó a Sonia, mirando loque hacía; después se acercó a su madre y, ensilencio, quedóse quieta.

- ¿Qué te pasa, que vas de un lado a otro co-mo un alma en pena? - le preguntó su madre.

- ¡Le necesito..., le necesito enseguida! - dijoNatacha muy seria, los ojos relucientes.

La Condesa levantó la cabeza y miró fijamen-te a su hija.

- No me mires, mamá, no me mires, porquelloraré.

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- Ven aquí; siéntate a mi lado - dijo la Conde-sa.

- Mamá, le necesito. ¡Me aburro tanto! ¿Porqué será?

La voz se le ahogó en la garganta; las lágri-mas asomaron a sus ojos. Para ocultarlas, sevolvió rápidamente y salió del salón.

Los criados, disfrazados de osos, de turcos,de taberneros, de grandes damas, terribles yextraños, llevaban consigo el frío y la alegría;primero estrechamente amontonados en la an-tesala, luego, escondiéndose uno tras otro, apa-recieron en el salón y con timidez, luego másalegres, poco a poco empezaron sus canciones,sus bailes, sus rondas y los juegos de Noche-buena.

La Condesa reconocía las caras, se reía de losdisfraces; después pasó a la sala. El Conde, consu sonrisa en el rostro, se quedó en el salón,aprobando a los bromistas. Los jóvenes habíandesaparecido.

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Al cabo de media hora entraron otras másca-ras: una vieja dama con paniers era Nicolás;una turca, Petia; un clown, Dimmler; un húsar,Natacha; un circasiano, Sonia, con un bigote yunas cejas pintadas con corcho quemado.

Después de la alegre sorpresa, la broma de noreconocer a los disfrazados y los elogios de lospresentes, los jóvenes se creyeron tan bien ata-viados que sintieron el deseo de mostrarse antealguien más. Nicolás, que quería pasear a todoel mundo en su troika por el magnífico camino,propuso llevarse diez criados disfrazados e ir acasa del tío.

- No, le daríais demasiado la lata - dijo laCondesa -, y en su casa no hay sitio para tantagente. Si queréis ir a casa de alguien, id a casade los Melukhov.

La señora Melukhov era una viuda que teníados hijos de edad distinta, que también teníanpreceptores e institutrices. Vivían a cuatro vers-tas de los Rostov.

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- Creo que tiene razón - dijo el anciano Condesacudiéndose -. Bueno, me visto en un momen-to e iré con vosotros. Ya veréis qué algazara.

Pero la Condesa no le dejó salir, pues hacíadías que tenía dolor en la pierna. Se decidió queIlia Andreievitch no podía salir, pero que siLuisa Ivanovna y la señora Chausse queríanacompañarlos, las señoritas podrían ir a casa delos Melukhov. Sonia, siempre tímida, suplicócon insistencia a Luisa Ivanovna que accediera.Sonia era la mejor ataviada. El bigote y las cejasle sentaban muy bien; todos decían que estabapreciosa y ella se encontraba de un humor in-mejorable, animada, enérgica. Una voz interiorle decía que su suerte había de decidirse aqueldía o nunca; vestida de hombre parecía otrapersona. Luisa Ivanovna consintió al fin y, alcabo de media hora, cuatro troikas con campani-llas se acercaban al portal con los patines cru-jiendo sobre la nieve helada.

Natacha dio antes que los demás el tono de laalegría de aquel día de Navidad, y aquella

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alegría, pasando del uno al otro, crecía y crecíay llegó al máximo en el momento en que elgrupo salió de la casa y, hablando, riendo ygritando, se instalaron en los trineos.

Había dos troikas del servicio; la tercera era ladel Conde, con un caballo muy trotador; lacuarta era la de Nicolás, con su pequeño caballonegro, de piel áspera, en el centro. Nicolás, quese había puesto la capa de húsar encima delvestido de señora anciana, estaba de pie en elcentro del trineo y guiaba.

Hacía una noche tan clara que veíase brillar elresplandor de la luna en las herraduras de loscaballos y en los ojos de los que pasaban, quemiraban asustados a los pasajeros; éstos metie-ron mucha bulla bajo los arcos del portal.

Natacha, Sonia, la señora Chausse y dos cria-das se instalaron en el trineo de Nicolás; en eldel Conde, su mujer y Petia; en los demás, loscriados disfrazados.

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- ¡Adelante, Zakhar! - gritó Nicolás al cocherode su padre, para darse el gusto de adelantarloen el camino.

La troika del Conde hacía crujir los patinescomo si se agarrara a la nieve y avanzó con lamúsica de las campanillas. Los caballos de loslados se estrechaban contra las varas y esparc-ían la nieve. Nicolás siguió a la primera troika;detrás crujían las otras. Arrancaron al trote cor-to por un camino estrecho. Mientras pasabanpor delante del jardín, las sombras de los árbo-les desnudos cubrían la pista y tapaban la claraluz de la luna. Pero en cuanto salieron de lafinca, la llanura nevada, iluminada por la luna,brillante como el diamante, de tono azulado,inmóvil, se abrió de ancho en ancho. Uno, dos;el trineo de delante recibió un trompazo que setransmitió al segundo trineo, y, rompiendo conaudacia la calma profunda, los trineos se colo-caron en fila.

- ¡Rastro de liebres! ¡Hay muchos agujeros! -resonó en el aire helado la voz de Natacha.

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- ¡Qué claro se ve, Nicolás! - exclamó Sonia.Nicolás se volvió y se inclinó para ver más de

cerca el rostro de Sonia. Un rostro nuevo, atra-yente, con cejas espesas y bigote negro, emergíade la cebellina al claro de luna y le miraba.

«En otro tiempo era Sonia», pensó Nicolás.La miró más de cerca y sonrió.- ¿Qué quieres, Nicolás?- Nada.Y se volvió hacia los caballos.Cuando se encontraron en la gran pista, don-

de el claro de luna permitía ver los rastros delos trineos, los caballos, sin que nadie les obli-gase, tendieron las riendas y aceleraron el paso.El caballo de la izquierda, al volver la cabeza,estiraba las riendas; el de en medio se mecía,levantando las orejas como si preguntara:«¿Debemos empezar o debemos esperar todav-ía un poco?» Delante, distanciada, se veía sobrela blanca nieve la troika negra de Zakhar, quehacía repicar las pesadas campanillas; desde su

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trineo se oían las exclamaciones animadas, lasrisas y las voces de las máscaras.

- ¡Eh! ¡Compañeros! - gritó Nicolás. Estiró lasriendas de un lado e hizo un movimiento con lamano armada con un látigo.

Sólo por el viento que levantaban al pasar ypor lo tensos que marchaban los caballos sepodía observar con qué rapidez volaba la troika.

Nicolás se volvió. Con las risas y los gritos,restallando el látigo, se obligaba a los caballosde las demás troikas a galopar. El caballo delcentro se mecía gallardamente bajo su arco yprometía correr más aún si se lo exigían.

Nicolás alcanzó a la primera troika. Empren-dieron una bajada y se hallaron en la pista an-cha y lisa, en un campo, cerca del río.«¿Pordónde pasamos? - pensó Nicolás -. Seguramen-te por el prado. Pero esto es nuevo, no recuerdohaberlo visto nunca. Esto no es ni el prado deKossoi ni el monte Diomkino. ¡Dios sabe lo quees! Esto es algo nuevo y mágico. ¡Bien, es

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igual!» Y gritando al caballo, alcanzó y pasó ala primera troika.

Zakhar retenía los caballos y volvía la cara,cubierta de hielo hasta las cejas.

Nicolás lanzó los caballos a rienda suelta. Za-khar alargó los brazos, chascó la lengua y pusolos suyos al galope.

- Tenga cuidado, señor - pronunció Zakhar.Las dos troikas volaban una al lado de la otra

y las patas de los caballos se cruzaban cada vezmás a menudo.

Nicolás adelantaba. Zakhar, sin cambiar deposición, con las manos hacia delante, levantóun brazo con las riendas.

- Te equivocas, señor - gritó a Nicolás.Nicolás dejaba galopar a los caballos y ade-

lantaba a Zakhar. Los caballos echaban unanube de nieve seca al rostro de los viajeros. Portodos lados se oían gritos de mujeres y el crujirde los trineos sobre la nieve.

Nicolás paró de nuevo los caballos y observóa su alrededor. La misma llanura mágica salpi-

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cada de estrellas, bañada con la luz de la luna,se extendía ante su vista. «Zakhar me dice quevaya por la izquierda, pero ¿por qué? - pensóNicolás-. ¿Vamos a casa de los Melukhov o alpueblecito de Melukhova? Dios sabe dóndevamos. ¡Esto es extraño y delicioso!», y miró eltrineo.

-Mira qué blancos están el bigote y las cejasde esta personita - dijo una de las personas sen-tadas en el trineo, señalando a Natacha -. Esextraña, bonita, con un fino bigote y espesascejas.

«Me parece que es Natacha - díjose Nicolás -y aquélla la señora Chausse, ¿quién sabe? ¡Y elcircasiano con bigote no sé quién es, pero megusta!»

-¿Tenéis frío?-Preguntó.- Sí, sí - contestaron unas voces riendo.«He aquí un bosque mágico, con sombras ne-

gras, movibles y brillantes, con un tramo depeldaños de mármol y de cobertizos plateados,palacio de hadas y un agudo grito de animal.

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Sí, en efecto, esto es Melukhova. Aún será másextraño que, yendo a la ventura, llegásemos aMelukhova», pensó Nicolás.

Y, efectivamente, era Melukhova y aparecie-ron en el portal criados y mozos con rostrosrisueños, llevando bujías encendidas en la ma-no.

- ¿Quién sois? - preguntaron los del portal.- ¡Las máscaras de casa del Conde! Ya las re-

conozco por los caballos - replicó una voz.

VCuando todos hubieron marchado de la casa

de Pelagia Danilovna, Natacha, que lo observabay lo descubría todo, se las arregló para instalar-se con Luisa Ivanovna en el trineo, haciendoque Sonia se acomodase con Nicolás y las cria-das.

Nicolás ya no tenía ganas de pasar delante denadie, y de vez en cuando miraba fijamente aSonia a la extraña luz de la luna, buscando enaquella luz que lo cambia todo, a través de las

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cejas y el bigote, la antigua Sonia y la Sonianueva de la cual había decidido no separarsenunca. La miraba fijamente, y se daba cuentade que era siempre la misma y siempre diferen-te. Respiraba a pleno pulmón el aire helado, y,mirando la tierra que huía bajo el trineo y elcielo estrellado, se transparentaba al reino de lamagia.

- Sonia, ¿te encuentras bien? - le preguntabade vez en cuando.

- Sí - respondía ella -, ¿y tú?A medio camino ordenó al cochero que detu-

viera los caballos y, corriendo, fue al trineo deNatacha y se subió a los patines.

- Natacha, ¿sabes?, me he decidido por Sonia- murmuró en francés.

- ¿Se lo has dicho? - preguntó Natachaanimándose, muy gozosa.

- ¡Ah, qué rara estás con ese bigote y esas ce-jas! ¿Estás contenta?

- Muy contenta, soy muy feliz.. Me dabas ra-bia. No te lo había querido decir, pero te porta-

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bas mal con ella. ¡Tiene tan buen corazón, Ni-colás! ¡Qué contenta estoy! A veces soy mala,pero me da vergüenza ser feliz sola, sin Sonia.Ahora ya estoy satisfecha. Ve, ve con ella.

- No, espera. ¡Ah, qué rara eres! - decía Ni-colás sin dejar de mirarla y descubriendo tam-bién en su hermana alguna cosa nueva, un airedesconocido, un encanto y una ternura quenunca le había sabido ver.

«Si antes la hubiese visto como ahora, haríatiempo que le habría preguntado lo que teníaque hacer, hubiera hecho todo lo que ella mehubiese dicho y todo estaría arreglado», pensa-ba Nicolás.

- ¿Estás contenta? Así, pues, ¿he hecho bien?- ¡Ah, muy bien! No hace mucho tiempo que

me disgusté con mamá porque dijo que ella tetenía perturbado. ¿Cómo es posible que diga talcosa? Me enfadé mucho y no permitiré quenadie hable mal de ella, ni tan siquiera que lopiense, porque ella es mejor que nadie.

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- Así, pues, ¿te parece bien? - repitió Nicolásmirando otra vez la expresión del rostro de suhermana para saber si decía la verdad; y luego,haciendo crujir las botas, saltó de los patines ycorrió hacia su trineo. Aquel circasiano, siem-pre contento y sonriente, con un bigotito y unosojos brillantes, que miraban por debajo de lacapa de cebellina, continuaba sentado en elmismo sitio de antes. Aquel circasiano era So-nia, su futura esposa, contenta y enamorada.

Al llegar a casa, después de explicar a laCondesa lo que habían hecho en casa de losMelukhov, las niñas se retiraron a sus habita-ciones.

Al desnudarse, permanecieron sentadas unbuen rato, hablando de su felicidad sin despin-tarse los bigotes. Hablaban de su vida cuandoestuvieran casadas, de sus maridos, que seríanamigos, y de la dicha que sentirían.

VI

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Poco después de Navidad, Nicolás declaró asu madre el amor que sentía por Sonia y sudeseo irreductible de casarse con ella. La Con-desa, que hacía mucho tiempo se daba cuentade lo que pasaba entre Sonia y Nicolás, y portanto esperaba aquella declaración, escuchó ensilencio las palabras de su hijo, le dijo que pod-ía casarse con quien quisiera, pero que ni ella nisu padre bendecirían aquella unión.

Por primera vez Nicolás comprendió que sumadre estaba descontenta de él y que a pesarde toda la ternura que le profesaba no seavendría nunca a dar su consentimiento. Fría,sin mirar a su hijo, mandó a buscar a su mari-do. Cuando el Conde entró, la Condesa, que seproponía explicarle la cuestión brevemente ycon calma, en presencia de Nicolás, no se pudocontener: se puso a llorar de despecho y saliódel cuarto. El anciano Conde empezó a exhor-tar a Nicolás, a rogarle que renunciara a suproyecto. Nicolás respondió que no podía reti-rar la palabra dada, y el padre, suspirando,

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muy confuso, interrumpió muy pronto las ex-plicaciones y fue a reunirse con su esposa. Du-rante el tiempo que había discutido con su hijosintió la convicción de que él había faltado yadministrado mal sus bienes; por ello no podíaenojarse contra su hijo, que se negaba a casarsecon una mujer rica y prefería a Sonia sin dote.En aquella circunstancia recordaba más viva-mente que nunca que si sus negocios no se en-contraran en una tan lamentable situación, nopodía desear para Nicolás una esposa mejorque Sonia, y que él solo, con Mitenka y con suscostumbres incorregibles, era el único culpablede la desastrosa situación de su fortuna.

Ni el padre ni la madre volvieron a hablarmás de este casamiento a su hijo; pero al cabode unos cuantos días la Condesa llamó a Soniay con una crueldad que ni la una ni la otra pod-ían esperar echó en cara a su sobrina el haberenamorado a su hijo, y su ingratitud. Sonia, conlos ojos bajos, escuchaba aquellas palabrascrueles de la Condesa y no comprendía qué se

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exigía de ella. Estaba siempre dispuesta a sacri-ficarse por sus bienhechores. Pero en aquel casono podía comprender cómo y cuándo debíaefectuarse el sacrificio. No podía dejar de amara la Condesa y a toda la familia Rostov, perotampoco podía dejar de amar a Nicolás ni igno-rar que su felicidad dependía de aquel amor.Estaba silenciosa, triste y no respondía ni unapalabra. Nicolás no pudo soportar más tiempoaquella situación y fue a explicarse con su ma-dre. Tan pronto le suplicaba que le perdonase aél y a Sonia, como que consintiera aquel casa-miento, como amenazaba a su madre con casar-se seguidamente, en secreto, si tanto le contra-riaban.

La condesa, con una frialdad que su hijo no lehabía conocido nunca, le respondía que ya eramayor de edad y que podía casarse sin el con-sentimiento de sus padres, pero que ella nuncareconocería a aquella «intrigante» como a hijasuya.

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Furioso por la palabra «intrigante», Nicoláslevantó la voz y dijo a su madre que no habíapensado nunca que quisiera obligarle a vendersu afecto y que, si realmente era así, se mar-charía para no volver más... Pero no tuvo tiem-po de pronunciar esta palabra decisiva, que sumadre, a juzgar por la expresión de su rostro,esperaba con terror, y que tal vez quedaría parasiempre entre ellos dos como un penoso re-cuerdo; no había tenido tiempo de pronunciaraquellas palabras, ya que Natacha, pálida ygrave, entró en la sala por la puerta tras la cualhabía escuchado la conversación.

- ¡Nikolenka! No digas tonterías, calla. ¡Te di-go que calles...! - gritó casi ahogando su voz -.Mamá querida, no es precisamente eso, pobremamá - dijo dirigiéndose a su madre, que, sin-tiéndose al borde mismo de la separación defi-nitiva, miraba a su hijo con espanto, pero quepor testarudez y por la excitación de la lucha nopodía ni quería ceder -. Nicolás, ya te lo expli-caré; ahora vete. Escúchame, mamá.

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Sus palabras no tenían ningún sentido, perodieron el resultado que ella esperaba.

La Condesa, sollozando, ocultó el rostro en elpecho de su hija. Nicolás se levantó y salió de lasala con las manos en la cabeza.

Natacha se encargó de la reconciliación y lallevó hasta el extremo de que Nicolás recibió desu madre la promesa de que Sonia no sería per-seguida y él prometió no hacer nada a escondi-das de sus padres.

Con la firme intención de volver y de casarsecon Sonia después de haber arreglado sus asun-tos en el regimiento y conseguido el retiro, Ni-colás, triste y serio, en desacuerdo con sus pa-dres, pero apasionadamente enamorado, segúnél creía, marchó al regimiento a principios deenero.

Después de la marcha de Nicolás, la casa delos Rostov quedó más triste que nunca. LaCondesa, a consecuencia de aquellos disgustos,cayó enferma.

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Sonia estaba muy triste por la marcha de Ni-colás, pero aún lo estaba más por la actitudhostil que la Condesa no podía dejar de demos-trarle. El Conde estaba más preocupado quenunca por la mala situación de sus negocios,que exigían medidas radicales. Era precisovender la casa de Moscú y las haciendas cercade la ciudad, y para la venta era preciso ir allá,pero la salud de la Condesa retrasaba el viaje.

Natacha, que al principio soportaba bien yhasta alegremente la separación con su prome-tido, le echaba luego mucho de menos y sentía-se impaciente. El pensar que el mejor tiempo desu vida, aquel que podía dedicar a amarle, pa-saba inútilmente para todos, era un tormentocontinuo para ella. La mayoría de sus cartas ladisgustaban. Le era difícil pensar que mientrasella vivía sólo pensando en él, él vivía una vidapropia, veía países nuevos, conocía personasdiferentes que le interesaban. Cuanto más inte-resantes eran sus cartas, más despechada sesentía, y las cartas que ella le escribía no le cau-

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saban ningún consuelo, antes las tomaba comoun deber enojoso y falso.

No le gustaba escribir porque no podía com-prender la posibilidad de expresar francamenteen una carta la milésima parte de lo que ellaestaba habituada a expresar con la voz, la mi-rada, con la sonrisa. Le escribía cartas secas,clásicamente monótonas, a las que ni ella mis-ma daba importancia y de las cuales la Condesale corregía las faltas de ortografía en los borra-dores.

La salud de la Condesa no mejoraba, pero,por otra parte, era imposible retardar más elviaje a Moscú. Era preciso vender la casa, hacerel ajuar e ir a esperar a Andrés en Moscú, don-de aquel invierno vivía el príncipe Nicolás An-dreievitch, y Natacha tenía el convencimientode que Andrés ya había llegado.

La Condesa se quedó en el campo y el Conde,con Sonia y Natacha, marchó a Moscú a últimosde enero.

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OCTAVA PARTEIAl empezar el invierno, el príncipe Nicolás

Andreievitch Bolkonski y su hija llegaron aMoscú. Por su historia, su talento y su origina-lidad - y principalmente a causa del actual des-censo de entusiasmo por el reinado del empe-rador Alejandro y de la corriente de opiniónfrancófoba y patriótica que entonces existía enMoscú -, el príncipe Nicolás Andreievitch seconvirtió enseguida en objeto de un respetoparticular por parte de los moscovitas y el cen-tro de oposición de Moscú.

El Príncipe había envejecido mucho aquelaño. Los indicios irrecusables de la vejez eranbien manifiestos en él: somnolencias intempes-tivas, olvido de acontecimientos inmediatos ymemoria de acontecimientos antiguos.

Ultimamente, la vida se había hecho muy pe-nosa para la princesa María. En Moscú se veíaprivada de sus mayores alegrías: las conversa-ciones con gente devota y la soledad reconfor-

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tante de Lisia-Gori, y no encontraba ningunacompensación en las alegrías de la capital. Nofrecuentaba el mundo; todos sabían que su pa-dre no la dejaba salir sin él, y él mismo no pod-ía salir por culpa de la salud y por ello no lainvitaban ni a las reuniones y veladas ni a lascenas. La princesa María había abandonado laesperanza de casarse: veía con qué frialdad ycon qué mal humor el príncipe Nicolás An-dreievitch recibía y alejaba a los jóvenes quepodían resultar pretendientes y que a vecesiban a su casa. La vuelta del príncipe Andrés yel momento de su matrimonio se acercaban, yla misión de preparar a su padre no solamenteno la había cumplido, sino que, al contrario, lacosa parecía totalmente confusa: recordar alanciano Príncipe la existencia de la condesaRostov era exasperarle, tanto más cuanto queaun sin eso el mal humor casi nunca le abando-naba.

A últimos de enero, el conde Ilia Andreie-vitch llegó a Moscú con Sonia y Natacha. La

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Condesa, que estaba enferma, no había podidoacompañarlos, y había sido imposible esperarsu total restablecimiento. El príncipe Andrésera esperado en Moscú de un día a otro; erapreciso hacer el ajuar, vender la casa de las cer-canías de Moscú, y debía aprovecharse la es-tancia del anciano Príncipe en la ciudad parapresentarle su futura nuera. La casa de los Ros-tov en Moscú no estaba en condiciones, veníanpor poco tiempo y la Condesa no les acompa-ñaba; por todas estas razones, el Conde decidióquedarse en casa de María Dmitrievna Akhro-simovna, que en muchas ocasiones había ofre-cido hospitalidad al Conde.

Dos días después de su llegada, y por consejode María Dmitrievna, el conde Ilia Andreie-vitch fue con Natacha a casa del príncipe Ni-colás Andreievitch. El Conde no estaba muyalegre al pensar que debía hacer esta visita. ElPrincipe le daba miedo. La última entrevistaque había tenido con él, cuando el alistamiento,durante el cual, en respuesta a su invitación a

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comer, había recibido una severa represión porno haber proporcionado bastantes hombres, latenía clavada en la memoria. Natacha, que sehabía puesto su mejor traje, estaba, por el con-trario, de muy buen humor. «No es posible queno me quieran; todo el mundo me ha queridosiempre y yo estoy dispuesta a quererlos, por-que él es su padre y ella su hermana; notendrán ningún motivo para no quererme»,pensaba Natacha.

Llegaron a la vieja casa sombría de Vozdvi-jenka y entraron en el vestíbulo.

- ¡Que Dios nos ayude! - exclamó el padre,mitad de veras, mitad de broma. Natacha, sinembargo, observó que su padre se atribulaba alentrar en el vestíbulo y preguntaba tímidamen-te, en voz baja, si el Príncipe y la Princesa esta-ban en casa. Cuando se supo su llegada se pro-dujo un cierto barullo entre los criados delPríncipe: el criado que había ido a anunciarlosera detenido por otro criado, y ambos hablabanen voz baja.

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Una camarera corrió a la sala muy apresura-da y dijo algo referente a la Princesa. Finalmen-te apareció un criado viejo; con cara severa in-formó a Rostov que el Principe no podía reci-birlo, pero que la Princesa les rogaba que pasa-ran a sus habitaciones. La primera que salió arecibirlos fue la señorita Bourienne. Saludó apadre e hija con una cortesía particular y losacompañó adonde estaba la Princesa, que, conel rostro descompuesto, cubierta de manchasrojas, salió con paso tardo a recibir a los visitan-tes haciendo todo lo posible para aparentaraplomo y vivacidad. Natacha, al primer golpede vista, no agradó a María. La encontraba de-masiado bien vestida y le parecía frívola, alegrey vanidosa. La princesa María no se daba cuen-ta de que antes de conocer a su futura cuñadaya sentía una prevención involuntaria por subelleza y celos por el amor de su hermano. Amás de esta antipatía invencible, en aquel mo-mento la princesa María estaba aún emociona-da porque, al tener noticia de la visita de los

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Rostov, el anciano Príncipe había dicho que nolos necesitaba para nada, que la Princesa lospodía recibir, si quería, pero que prohibía quelos hicieran entrar en sus habitaciones. La Prin-cesa se había decidido a recibirlos, pero sufríatemiendo que el viejo Príncipe hiciera algunade las suyas, ya que la llegada de los Rostov lehabía conmovido mucho.

- Estimada Princesa, ya lo veis, os traigo unacantatriz - dijo el Conde saludando y mirando asu alrededor como si temiera que el Príncipeentrase -. Estoy contentísimo de que tengamosocasión de conocernos... Siento que el Príncipecontinúe tan delicado.

Y después de pronunciar algunas frases tri-viales se levantó.

-Si me lo permitís, Princesa, os dejaré a Nata-cha unos momentos. He de ir a dos pasos deaquí, a la plaza de los Perros, a casa de AnaSemionovna, y después pasaré a buscarla.

Ilia Andreievitch había inventado aquella es-tratagema diplomática para dar tiempo a la

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futura cuñada de su hija de explicarse con ella(después lo confesó a Natacha), y también paraevitar la posibilidad de encontrarse con elPríncipe, al que temía de un modo extraordina-rio. No lo dijo a su hija, pero Natacha se diocuenta del miedo y de la inquietud de su padrey se sintió ofendida. Se avergonzaba por supadre, se enojaba más aún por haberse puestoencarnada y, con mirada atrevida, provocado-ra, como para demostrar que ella no tenía mie-do, miró a su futura cuñada. María agradeció lavisita al Conde, le rogó que no tuviera prisa porvolver e Ilia Andreievitch salió.

La señorita Bourienne no se iba, a pesar de lasmiradas significativas que le dirigía la Princesa,que quería encontrarse a solas con Natacha, yseguía imperturbable la conversación sobre lavida mundana de Moscú y los teatros. Natachaestaba ofendida por el barullo que se habíaproducido en la antecámara, por el azoramien-to de su padre y el tono forzado de la Princesa,que parecía hacerle un favor al recibirla, y por

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ello todo le era desagradable. La princesa Maríano le gustaba; la encontraba fea, afectada y se-ca. De súbito, Natacha se alzó moralmente y apesar suyo tomó un tono negligente que la dis-tanció aún más de la princesa María. A los cin-co minutos de conversación penosa, forzada, seoyeron los pasos rápidos de unas pantuflas quese acercaban. El rostro de la princesa Maríaexpresó el espanto. La puerta de la sala se abrióy el Príncipe entró; iba con gorro de dormirblanco y bata.

- ¡Ah, señoras! - dijo -. La señora Condesa, lacondesa Rostov, si no me equivoco. Os pidoperdón, excusadme, porque no lo sabía, señori-ta. Os aseguro que no sabía que os hubieraisdignado hacernos el honor de una visita. ¡Hevenido al cuarto de mi hija con esta indumenta-ria! Os ruego que me excuséis; os aseguro queno lo sabía - repitió falsamente, recalcando laspalabras en un tono tan desagradable que laprincesa María, con los ojos bajos, no se atrevíaa mirar ni a su padre ni a Natacha. Ésta se le-

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vantó y volvió a sentarse sin saber lo que teníaque hacer.

Sólo la señorita Bourienne sonreía agrada-blemente.

- Os ruego que me excuséis. ¡Dios sabe que loignoraba!-murmuró de nuevo el viejo, y, exa-minando a Natacha de pies a cabeza, salió.

La señorita Bourienne fue la primera en sere-narse después de aquella aparición y entablóconversación sobre la enfermedad del Príncipe.

Natacha y la princesa María se miraban en si-lencio, y mirándose así, sin decir lo que queríandecirse, se juzgaban la una a la otra. Cuando elConde volvió, Natacha, con visible descortesía,se mostró muy satisfecha y se apresuró a mar-charse.

En aquel momento casi aborrecía a aquellavieja y seca Princesa que la había puesto enaquella situación tan desagradable y había de-jado pasar media hora sin decirle nada delpríncipe Andrés. «No había de ser yo precisa-mente la primera en hablar de él ante aquella

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francesa», pensaba Natacha. Pero la princesaMaría también se decía lo mismo: sabía quehabía de decírselo, pero no podía, primero por-que la presencia de la señorita Bourienne se loprivaba, y después porque, aún no existiendoninguna razón particular, le era penoso hablarde aquel casamiento. Cuando el Conde hubosalido de la estancia, la princesa Maria seacercó rápidamente a Natacha, le tomó la manoy suspirando penosamente dijo: «Espérese...,yo... » Natacha, con un aire burlón que ni ellamisma sabía explicarse, miró a la princesa Mar-ía.

- Querida Natacha, ya sabéis que estoy muycontenta de que mi hermano haya encontradola felicidad...

La princesa María se detuvo, porque no decíaverdad. Natacha observó aquella vacilación ycomprendió la causa.

- Creo, Princesa, que no es muy cómodohablar de eso en este momento - dijo Natacha

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con una dignidad y una frialdad extraordina-rias, y las lágrimas le apagaron la voz.

«¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? », pensó asíque hubo Salido de la estancia.

Aquel día, Natacha se hizo esperar mucho acomer. Sentada en su dormitorio, lloraba comouna niña y se sonaba ruidosamente. Sonia esta-ba a su lado y le besaba el pelo.

- Natacha, ¿qué tienes? Pero ¿qué importa to-do eso? Ya pasará, Natacha - le decía Sonia.

- No, si supieras cómo hiere...- No digas eso, Natacha, tú no tienes ninguna

culpa. ¿Qué te importa? Abrázame.Natacha levantó la cabeza, abrazó y besó a su

amiga en los labios y descansó su rostro húme-do en el de Sonia.

- Ya lo sé que nadie tiene la culpa. La tengoyo. Pero todo eso hace mucho daño. ¡Ah!, ¿porqué no viene? - decía Natacha.

Cuando bajó a comer tenía los ojos enrojeci-dos. María Dmitrievna, que sabía cómo habíarecibido el Príncipe a los Rostov, daba a enten-

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der que no se daba cuenta de la tristeza de Na-tacha, y durante la comida bromeó con muchaanimación con el Conde y los demás visitantes.

IIAquella noche, los Rostov fueron a la ópera;

María Dmitrievna había adquirido las localida-des. Natacha no quería ir, pero era imposiblecorresponder con una negativa a aquella aten-ción que María Dmitrievna tenía precisamentepara ella. Cuando, ya arreglada y a punto desalir, pasó al salón para esperar a su padre, seencontró bella al mirarse al espejo, muy bella yaún se entristeció más, con una tristeza dulce yafectuosa.

«Dios mío, si él estuviera aquí no sería comoantes, estúpidamente tímida ante cualquiercosa, sino que lo abrazaría, lo apretaría muyfuerte, le obligaría a mirarme con aquellos ojoscuriosos, como me miraba muy a menudo, yenseguida le haría reír a la fuerza, como reíaentonces - pensaba Natacha -. ¿Qué tengo yo

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que ver con su padre y su hermana? Yo sólo lequiero a él; amo su rostro, sus ojos, su sonrisaviril e infantil a la vez... No, vale más no pensaren ello, olvidar, olvidarlo todo por ahora. Nopodría soportar esta espera y lloraría.» Se alejódel espejo haciendo un esfuerzo para contenerlas lágrimas.«¿Cómo puede querer Sonia a Ni-colás tan resignadamente, tan tranquilamente yesperar tanto tiempo con esta paciencia?»,pensó mirando a Sonia, que entraba vestida ycon un abanico en la mano. «No, ¡ella es muydiferente, pero yo no puedo!»

Natacha en aquel momento se sentía tan tier-na, tan dulce, que no tenía bastante con amar ysaberse amada; necesitaba besar al hombreamado, escucharle palabras de amor, porque sucorazón desbordaba este sentimiento. Mientrasiba hacia el carruaje al lado de su padre y mira-ba soñolienta las luces que se deslizaban sobreel cristal cubierto de escarcha, aún se sentía mástierna y más triste y hasta olvidaba con quiénestaba y adónde iba. En la hilera de coches, el

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de los Rostov, haciendo crujir la nieve bajo susruedas, se acercaba al teatro. Natacha y Soniabajaron ligeras recogiéndose las faldas; el viejoConde bajó ayudado por los criados, y, entrelas damas y los caballeros que entraban y entrelos vendedores de programas, los tres penetra-ron en el corredor de los palcos. Detrás de lapuerta cerrada se oía la música.

- Natacha, el cabello - murmuró Sonia.El criado, cortésmente, se deslizó ante ellas y

abrió la puerta del palco. La música se oía másdistintamente; la hilera iluminada de palcosbrillaba de mujeres con los brazos desnudos yel patio chispeaba de uniformes.

La dama que entró en el palco contiguo ob-servó a Natacha con una mirada de envidiafemenina.

El telón aún no se había levantado, iniciábasela sinfonía. Natacha, alisándose el vestido,entró con Sonia y se sentó de cara a la fila ilu-minada de palcos del otro lado. La sensación,no experimentada desde hacía mucho tiempo,

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de centenares de ojos que le miraban los brazosy el cuello desnudos se apoderó de ella de súbi-to desagradablemente, y le excitaron una seriede recuerdos, de deseos correspondientes aaquella sensación.

Las dos muchachas, notablemente bonitas,acompañadas del conde Ilia Andreievitch, alque hacía tiempo no se le veía en Moscú, atra-ían la atención general. De otra parte, todo elmundo conocía vagamente las relaciones deNatacha con el príncipe Andrés; se sabía quelos Rostov habían ido a vivir al campo, y laprometida de uno de los mejores partidos deRusia era mirada con curiosidad.

Todo el mundo encontraba que Natacha,desde que vivía fuera de allí, había ganado enbelleza, y aquella noche, a causa de la emoción,estaba más bella que de costumbre. Impresio-naba por la plenitud de vida y de belleza ligadaa la indiferencia para todo lo que la rodeaba.Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar anadie; su brazo delgado, desnudo hasta el codo,

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se apuntalaba en la barandilla, cubierta de ter-ciopelo, e inconscientemente se abandonabaarrugando el programa según el ritmo de lasinfonía.

Ante la orquesta, en el centro, vuelto de es-paldas al escenario, Dolokhov estaba de pie,con su pelo espeso, rizado, echado hacia atrás;llevaba traje persa. Era el punto de mira de todala sala, y, con todo y saber que lo miraban, semantenía con tanto aplomo como si estuvieraen su casa. A su alrededor se agrupaba la ju-ventud dorada de Moscú, y se veía bien que élla dirigía.

En el palco vecino apareció una dama bella yde buen porte, con una trenza enorme, la es-palda y el pecho muy escotados, blancos y opu-lentos. El doble collar de gruesas perlas rodea-ba su cuello. Tardó un buen rato en instalarse,haciendo crujir la falda de seda.

Natacha, a pesar suyo, miraba aquel cuello,aquellos hombros, aquellas perlas y aquel pei-nado y admiraba su belleza. Mientras Natacha

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la miraba por segunda vez, la dama se volvió ytropezó con la mirada del conde Ilia Andreie-vitch, que conocía a todo el mundo; el Conde seinclinó y le dirigió la palabra.

- ¿Hace mucho tiempo que está aquí, Conde-sa? Iré a besarle la mano. Yo he venido pararesolver unos negocios y he traído a las niñas.Dicen que Semionovna trabaja divinamente. ¿Elconde Pedro Kirilovich se acuerda de nosotros?¿Está aquí?

- Sí, tenía intención de venir - dijo Elena; ymiró atentamente a Natacha.

El conde Ilia Andreivitch volvió a ocupar susitio.

- Es hermosa, ¿eh? - murmuró el viejo Conde.- Es una maravilla. Comprendo que se ena-

moren de ella - replicó Natacha.En aquel momento sonaba el último acorde

de la obertura y el director de orquesta golpea-ba el atril con su batuta. En el patio, los caballe-ros que entraban retrasados se acomodaban ensus respectivos asientos.

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Se levantó el telón.Enseguida, en los palcos y en el patio se hizo

el silencio; los hombres, viejos y jóvenes, deuniforme o de etiqueta, todas las damas, consus bustos cubiertos de pedrería, fijaron ávi-damente su atención en la escena. Natachamiró también.

IIILlegada del campo y en aquella disposición

seria en que se encontraba Natacha, todo aque-llo, le pareció bárbaro y grosero. No podía se-guir el curso de la ópera ni podía escuchar lamúsica; veía sólo cartones pintados, hombres ymujeres extrañamente vestidos que, bajo unaluz cruda, se movían de una manera rara,hablaban y cantaban. Sabía lo que quería repre-sentar todo aquello, pero en conjunto era tanfingido, tan poco natural, que tan pronto seavergonzaba por los comediantes como se reía.Miraba las caras de los espectadores a su alre-dedor, y buscaba en ellas el mismo sentimiento

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de extrañeza que ella experimentaba, pero to-dos estaban atentos a lo que pasaba en la esce-na y expresaban una admiración que a Natachale parecía fingida. «Probablemente debe serasí», pensaba. Seguía mirando las hileras decabezas llenas de pomada del patio, las damasescotadas de los palcos y, sobre todo, a su veci-na Elena, que, apenas vestida, con una sonrisaquieta y tranquila, no apartaba los ojos del es-cenario; y sentía la luz clara que llenaba la salay el aire que la multitud calentaba. Poco a poco,Natacha empezó a entrar en un estado de em-briaguez que hacía mucho tiempo no habíasentido. No se acordaba de quién era, ni sabíadónde estaba, ni lo que hacían ante ella.

Miraba y pensaba, y las ideas más raras, lasmás inesperadas, sin conexión, le pasaban porla mente. Tan pronto le acudía la idea de saltaral escenario, de cantar el aria que entonaba laactriz, como, con el abanico, quería tocar a unviejecito sentado cerca de ella o bien inclinarsehacia Elena y hacerle cosquillas.

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En uno de aquellos momentos, cuando en laescena todo estaba silencioso esperando la en-trada de un aria, la puerta de entrada al patiorechinó por el lado del palco de Elena y se oye-ron pasos de hombres. «¡Kuraguin!», murmuróalguien. La condesa Bezukhov se volvió son-riente hacia el que entraba. Natacha miró en lamisma dirección de los ojos de la Condesa y vioa un ayudante de campo de bella estampa, se-guro y cortés a un tiempo, que se acercaba a unpalco. Era Anatolio Kuraguin, que hacía tiempono se dejaba ver y que era recordado desde elbaile de San Petersburgo. Llevaba el uniformede ayudante de campo, con unas charreteras deaiguillettes. Andaba con aire contenido y bravo,que hubiese sido ridículo si él no hubiera sidotan hermoso y si en su rostro no aparecieraaquella expresión de satisfacción jovial y alegre.A pesar de haber empezado la representación,andaba por la alfombra del pasillo sin prisa,haciendo tintinear ligeramente las espuelas y elsable, alta la hermosa cabeza perfumada. Mi-

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rando a Natacha, se acercó a su hermana,apoyó la mano izquierda en la barandilla delpalco, le hizo una seña con la cabeza e, in-clinándose, le preguntó algo designando a Na-tacha.

- ¡Muy bonita! - dijo refiriéndose evidente-mente a Natacha, que más bien lo comprendíapor el movimiento de los labios que por lo queoía. Enseguida se puso en primera fila, se sentóal lado de Dolokhov, al que tocó amistosamentecon el codo y con negligencia, contrariamente alos demás, que lo trataban con tantos mira-mientos. Le sonrió, guiñando el ojo, y apoyó elpie delante.

- ¡Cómo se parecen hermano y hermana! ¡Quéhermosos son ambos! - dijo el Conde.

El primer acto había terminado. Los músicosse levantaron y dejaron sus puestos.

El palco de Elena se llenaba, y ella, rodeada,por el lado del patio, de los hombres más espi-rituales y más ilustres, parecía querer envane-cerse con su amistad.

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Durante todo el entreacto, Kuraguin estuvode pie cerca del escenario, al lado de Dolokhov,mirando el palco de los Rostov. Natacha veíaque hablaban de ella y se sentía muy satisfecha.Se volvía de manera que la pudieran ver deperfil, porque creía que aquella posición la fa-vorecía. Antes de empezar el segundo acto,Pedro, al que los Rostov aún no habían vistodesde que habían llegado, apareció en el patio.Tenía cara triste y había engordado en el tiem-po que Natacha no lo había visto. Sin fijarse ennadie, pasó a primera fila; Anatolio se le acercóy le dijo algo, señalando el palco de los Rostov.

Pedro se animó al ver a Natacha y, resuelto,atravesó las filas hasta llegar al palco. Apoyadoen él, sonriente, conversó con Natacha.

Durante la conversación con Pedro, Natachaoía en el palco de Elena una voz de hombre;adivinó que era la de Kuraguin. Se volvió y susmiradas se encontraron. Él, casi sonriendo, lamiró de hito en hito a los ojos, con una miradatan entusiasta y tan tierna, que a ella le pareció

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extraño encontrarse tan cerca de él, que la mi-rase de aquella forma, convencida de agradarley no conocerlo.

Durante el segundo acto, cada vez que Nata-cha miraba los asientos de la orquesta veía aAnatolio Kuraguin que, con el brazo apoyadoen el respaldo de la butaca, la miraba. Natachaestaba encantada de verle tan entusiasmadocon ella y no pensaba que en aquello pudierahaber nada malo.

Cuando hubo terminado el segundo acto, lacondesa Bezukhov se levantó, se volvió hacia elpalco de los Rostov (su escote era tan enormeque podía decirse que llevaba el pecho desnu-do), con la mano enguantada hizo una seña alConde y, sin hacer caso de los que entraban ensu palco, se puso a hablar con él, sonriendograciosamente.

- Pero presénteme usted a sus deliciosas hijas- le dijo -; todo el mundo habla de ellas y yo nolas conozco.

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Natacha se levantó e hizo una reverencia a laespléndida Condesa. El elogio de aquella des-lumbradora beldad era tan agradable a Natachaque se sofocó de alegría.

- Ahora yo también me quiero volver mosco-vita - dijo Elena -. ¿Cómo no le da a usted ver-güenza de haber enterrado unas perlas así en elcampo?

La condesa Bezukhov tenía justa fama de mu-jer amable. Podía decir lo que no pensaba yagradara con sencillez y naturalidad.

- Querido Conde, me permitirá usted que meocupe de sus hijas, aunque, lo mismo que us-ted, estoy aquí de paso. Procuraré distraerlas.He oído hablar mucho de usted en San Peters-burgo y tenía muchas ganas de conocerla - dijoa Natacha, con una sonrisa amable y graciosa -.He oído hablar a mi paje Drubetzkoi, ya sabenque se casa, y del amigo de mi marido, Bol-konski, el príncipe Andrés Bolkonski - dijo conun acento particular, dando a entender queconocía el noviazgo de Natacha.

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Para estrechar las relaciones, pidió que unade las muchachas pasara el resto de la veladaen su palco, y Natacha pasó a él.

IVEn el entreacto, el aire frío se filtró en el palco

de Elena; la puerta se abrió y Anatolio entróinclinándose, para no molestar a nadie.

- Permítame que le presente a mi hermano -dijo Elena; y sus ojos inquietos fueron de Nata-cha a Anatolio.

Natacha, por encima de los hombros desnu-dos, alargo la linda cabeza hacia el joven oficialy sonrió.

Anatolio, que tan guapo estaba de lejos comode cerca, se sentó a su lado, diciéndole que hac-ía mucho tiempo que anhelaba aquel placer,desde el baile de Naristchkin, donde había te-nido el inolvidable gozo de verla.

Con las mujeres, Kuraguin era mucho más in-teligente y sencillo que con los hombres; habla-ba atrevidamente y con simplicidad, y Natacha

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estaba agradablemente sorprendida de aquelhombre del que se contaban tantas cosas y queno tan sólo no tenía nada de terrible, sino que,al contrario, poseía la sonrisa más ingenua, másalegre y más dulce del mundo.

Kuraguin le preguntó la impresión que lehabía producido el espectáculo, y contó que enla representación anterior Semionovna se habíacaído mientras representaba.

- ¿Sabe usted, Condesa, que tendremos unbaile de máscaras en nuestra casa? Debería us-ted venir. Se reunirán todos en casa de Kura-guin.

- Tiene usted que venir, de veras, se lo rue-go-le dijo de pronto, hablándole como si se tra-tara de una antigua amistad.

Y al decir esto no apartaba los risueños ojosdel cuello y de los brazos desnudos de Natacha.Ella estaba segura de que él la admiraba; estabacontenta, pero no sabía por qué su presenciademasiado próxima le era penosa. Cuando nola miraba a los ojos, se imaginaba que le miraba

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fijamente los hombros, y, a su pesar, interponíasu mirada, porque prefería que la mirase a losojos. Pero cuando la miraba a los ojos sentía conespanto que entre los dos no existía ningúnobstáculo, ni aun la incomodidad que siempresentía entre ella y los demás hombres. Natacha,sin darse cuenta, a los cinco minutos se sentíaenteramente próxima a aquel hombre. Cuandose volvió temía que le cogiese el brazo desnudoo que la besase en el cuello. Hablaron de lascosas más simples y, no obstante, sentía queentre ellos existía una intimidad que no habíatenido nunca con ningún hombre. Natacha sevolvió hacia Elena y su padre para preguntarlesqué significaba aquello; pero Elena estaba abs-traída en una conversación con un general y nocorrespondió a su mirada, y la de su padre nole dijo más que lo que le decía siempre: «¿Estáscontenta? ¿Sí? ¡Pues yo también!»

Para romper un momento el silencio angus-tioso, durante el cual Anatolio, con los ojos bri-llantes, la miraba tranquilamente y con obstina-

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ción, Natacha le preguntó si le gustaba Moscú.Lo preguntó y se puso colorada; siempre leparecía que cometía una inconvenienciahablando con él. Anatolio sonrió como si qui-siera animarla.

- Al principio no me gustaba, porque lo quehace agradable una ciudad son las mujeres bo-nitas, ¿no le parece? Pero ahora Moscú me gus-ta mucho-dijo mirándola gravemente -.¿Vendrá usted por Carnaval, Condesa? Ven-ga-dijo alargando la mano al ramo de flores, ybajando la voz añadió -: Será usted la más lin-da. Venga, querida Condesa y, en prenda, de-me esa flor.

Natacha no comprendió qué le decía ni éltampoco lo comprendía, pero ella adivinó enaquellas palabras incomprensibles una inten-ción inconveniente. No sabía qué decir y sevolvió como si no le hubiera entendido. Sentíaque estaba muy cerca de ella. «¿Qué hace aho-ra? ¿Está confuso, enojado? ¿Habré de enmen-dar esta acción?», se preguntaba, y no pudo

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evitar volverse. Ella le miró de frente, a los ojos,y su proximidad, su aplomo, su ternura jovial,la vencieron. Ella también sonrió, mirándolefrancamente a los ojos. Y otra vez, con horror,sintió que entre él y ella no había ningún obstá-culo. Algo la emocionaba y atormentaba, yaquel algo era Kuraguin, al que involuntaria-mente seguía con la mirada. Al salir del teatro,Kuraguin se les acercó, llamó su coche, lesayudó a subir y, al ayudar a Natacha, le opri-mió el brazo por encima del codo. Natacha,agitada y colorada, le miró. Dos ojos brillantesy una sonrisa tierna se clavaban en ella.

Sólo al llegar a su casa pudo reflexionar Na-tacha claramente sobre todo lo que había pasa-do, y de pronto, mientras se preparaba a tomarel té de última hora, acordándose del príncipeAndrés, presa de horror, gritó en voz alta ydelante de todos: «¡Oh!», y muy sofocada, huyóa su cuarto. «¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómolo he podido permitir?», se decía. Durante mu-cho rato permaneció sentada, con la cara entre

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las manos, procurando rehacer con exactitud loque había pasado, y no podía comprender loque sintió. Todo le parecía sombrío, oscuro,terrible. Allí, en aquella sala inmensa, ilumina-da, al son de aquella música, unas niñas y unosviejos salían sobre unas tablas húmedas, y Ele-na lo miraba todo, descotada, con sonrisa tran-quila y altiva, y todos habían gritado: «¡Bravo!»Allí, a la sombra de aquella Elena, todo era cla-ro y simple, pero ahora, sola con ella misma,todo era incomprensible.«¿Qué es esto? ¿Quésignifica este miedo que he pasado por él? ¿Quéquiere decir este remordimiento que ahorasiento?», pensaba.

Sólo a la anciana Condesa, de noche, en lacama, hubiera podido explicar todo lo que pen-saba. Sabía muy bien que Sonia, con sus princi-pios severos y escrupulosos, no comprenderíasu confidencia y la aterrorizaría. Sola consigomisma, Natacha procuraba resolver lo que laatormentaba: «¿Estoy perdida para el amor delpríncipe Andrés, sí o no?», se preguntaba, y con

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una sonrisa tranquila se respondía: «¡Qué tontasoy de preguntarlo! ¿Qué ha pasado? Nada; yono he hecho nada, yo no he provocado a nadie.Nadie lo sabrá nunca ni lo veré nunca más. Estábien claro que no ha pasado nada, que no tengoningún motivo de arrepentimiento, que elpríncipe Andrés puede amarme "tal" como soy.Pero ¿qué quiere decir “tal”? ¡Ah Dios mío!¿Por qué no puedo salir de ahí?»

Natacha se tranquilizó por unos momentos,pero otra vez su instinto le decía que aunquetodo ello era verdad, que si bien no había pasa-do nada, la antigua pureza de su amor por elpríncipe Andrés se había acabado, y otra vezrehacía toda la conversación con Kuraguin, serepresentaba la cara, los gestos, la sonrisa tiernade aquel apuesto mozo que atrevidamente leapretaba el brazo.

VAnatolio Kuraguin vivía en Moscú porque su

padre lo había expulsado de San Petersburgo,

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donde gastaba más de veinte mil rublos al añoy además contraía deudas, que los acreedoresexigían al Príncipe.

El Príncipe declaró a su hijo que, por últimavez, le pagaría la mitad de sus deudas, pero conla condición de irse a Moscú como ayudante decampo del general en jefe, cargo que había ob-tenido para él, y que procurase encontrar unbuen partido. Le indicó la princesa María yJulia Kuraguin.

Anatolio se avino a ello y fue a Moscú, dondese instaló en casa de Pedro, que de momento lorecibió sin mucha alegría, pero luego se habituóa él; a veces salía a divertirse con él y le dabadinero en forma de préstamos puramente for-mularios.

Como se decía muy bien, desde que Anatolioestaba en Moscú sorbía el seso de todas las se-ñoras, justamente porque no les hacía caso yprefería las bohemias y las artistas francesas,especialmente la señorita Georges, con la cual,según se decía, estaba en relaciones muy ínti-

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mas. No se dejaba perder ni una sola orgía encasa de Danilov y de otros amigos de Moscú. Sepasaba noches enteras bebiendo, se lo gastabatodo y frecuentaba todas las veladas y bailesdel gran mundo. Se le atribuían algunas intri-gas con cierta dama de Moscú, y en el bailecortejaba a algunas muchachas, sobre todoherederas ricas, la mayoría de las cuales eranfeas, pero no pasaba de ahí, tanto más cuantoAnatolio, cosa que no sabía nadie aparte de susamigos íntimos, hacía dos años que estaba ca-sado. Dos años atrás, durante la estancia de suregimiento en Polonia, un señor polaco, nomuy rico, le había obligado a casarse con unahija suya. Anatolio, al cabo de poco tiempo,abandonó a su mujer y, con la promesa de en-viar dinero a su suegro, se había reservado elderecho de pasar por soltero.

Anatolio estaba siempre contento de su situa-ción, de sí mismo y de los demás. Instintiva-mente, estaba convencido de que no podía vivirde otra manera de como vivía y también de no

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haber hecho nada malo en toda su vida. Nopensaba y era incapaz de reflexionar en losefectos que sus actos podían producir en losdemás o las consecuencias que pudiesen aca-rrear. Estaba convencido de que así como elpato está conformado para vivir en el agua,Dios lo había creado a él de aquella manera yque le hacían falta treinta mil rublos al año yuna situación preponderante en sociedad. Esta-ba de tal manera convencido de ello que, almirarle, los demás lo estaban también y no lenegaban ni el lugar preponderante ni el dineroque tomaba prestado al primero que se presen-taba sin tener intención de devolvérselo nuncamás.

No era jugador, es decir, no deseaba ganar;no era vanidoso, no se preocupaba de lo quedecían de él y no tenía la menor ambición; mu-chas veces había disgustado a su padre al per-judicarle en su carrera riéndose de todos. Noera avaro ni negaba un favor a nadie. Lo únicoque le gustaba eran las mujeres, y como, según

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su manera de pensar, aquel gusto no desdecíade su nobleza, como era incapaz de reflexionarsobre las consecuencias que la satisfacción desus gustos pudieran tener sobre los demás, seconsideraba un ser irreprochable, detestabafrancamente a los falsos y a los malvados y lle-vaba la cabeza muy alta y la conciencia tranqui-la.

Los hombres calaveras tienen un sentimientosecreto de la inocencia, basado, como en laMagdalena, en el espíritu de perdón. «Todo leserá perdonado porque ha amado mucho», y aellos les será perdonado todo porque se handivertido mucho.

Dolokhov, que aquel año había reaparecidoen Moscú después de una estancia y de unasaventuras en Persia y que llevaba la vida lujosadel juego y del libertinaje, se acercó a su anti-guo compañero Kuraguin y se aprovechó de élpara entretenerse.

Anatolio quería sinceramente a Dolokhov porsu talento y su valor. Dolokhov tenía necesidad

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del nombre y de las relaciones de Anatolio Ku-raguin para atraer a los jóvenes ricos a su pan-dilla de juego, y, sin que se lo diera a entender,se aprovechaba y se divertía con Kuraguin.Aparte del interés que Anatolio sentía por él, elhecho de gobernar la voluntad de otro era elplacer habitual de Dolokhov y casi una necesi-dad.

Natacha había causado una gran impresión aKuraguin. Durante la cena, después del es-pectáculo, en calidad.de hombre experto, anteDolokhov, examinó las cualidades de sus bra-zos, de sus cabellos, y declaró el propósito deenamorarla. ¿Qué podría pasar? Anatolio nopodía pensarlo ni preverlo porque no habíapensado nunca lo que resultaría de sus actos.

- De acuerdo, es linda, amigo mío, pero no espara nosotros - dijo Dolokhov.

- Podría decir a mi hermana que la invitara acomer, ¿no te parece? - dijo Anatolio.

- Espera a que se case...

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-Ya sabes que tengo una debilidad por las jo-vencitas: caerá en seguida-dijo Anatolio.

- Ya te has enredado con una - replicó Dolo-khov, que sabía lo de su casamiento.

- Por eso mismo no puedo enredarme conotra - dijo Anatolio riendo muy a gusto.

VIA María Dmitrievna le gustaba celebrar el

domingo y sabía hacerlo. El sábado quedaba lacasa limpia y ordenada; el domingo no trabaja-ba ni ella ni los criados; vestían los trajes de lasfiestas y todos iban a misa. A la comida de losamos se añadía algunos platos y se dabaaguardiente al servicio, así como ocas asadas olechones, pero en ninguna parte se observabaun aire de fiesta tan notable como en la casa deMaría Dmitrievna, que aquel día adquiría unaexpresión inmutable de felicidad.

Tras tomar café, después de la misa, en elsalón en que habían quitado las fundas de losmuebles, entraron a anunciar a María Dmi-

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trievna que tenía el coche a la puerta; con airesevero, vistiendo su chal de las fiestas que seponía para ir de visita, se levantó y dijo que ibaa casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bol-konski para conversar respecto a Natacha.

Al poco rato de haberse marchado llegó ladependienta de casa madame Chalmet, y Nata-cha, muy contenta por la distracción que se lepresentaba, pasó a un salón lateral, cerro lapuerta y se ocupó de la prueba de los vestidosnuevos. Mientras se probaba el cuerpo hilva-nado, sin mangas, volvía la cabeza y se mirabaal espejo para ver cómo le caía la espalda, oíaen el salón el sonido animado de la voz de supadre y otra voz de mujer que la hizo ponersecolorada: era la voz de Elena. No había acabadoaún Natacha de quitarse el cuerpo de pruebacuando la puerta se abrió y entró en la sala lacondesa Bezukhov con una sonrisa brillante,dulce y tierna, vestida con un traje de terciopelolila oscuro y cuello alto.

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- ¡Ah, mi encantadora! - dijo a Natacha, queestaba muy colorada -. Vaya, no hay otra comoella, Conde - dijo a Ilia Andreievitch, que entrótras ella-. ¡Y bien! ¡Vivir en Moscú y no ir a nin-guna parte! No, no se lo permitiré. Esta nochela señorita Georges declamará en mi casa;vendrán unos cuantos amigos y si no me trae asus niñas, que son mucho más bonitas que laseñorita Georges, me dará un disgusto. Mi ma-rido está ausente; ha marchado a Tver; de noser así, ya le habría hecho venir a buscarlas.Vengan, les espero; a las nueve todos estarán encasa. Confío en ello.

Saludó con la cabeza a la modista, que eraconocida suya, la cual se inclinó respetuosa-mente, y luego se sentó en una silla cerca delespejo, extendiendo con arte su traje de tercio-pelo. No cesaba de hablar alegremente mientrasadmiraba la belleza de Natacha. Le examinabalos vestidos, los elogiaba, y hablaba con vani-dad de su traje nuevo de «gasa metálica» que

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acababa de recibir de París y aconsejaba a Na-tacha que se hiciera uno igual.

- Pero a usted todo le está bien, querida - de-cía.

Del rostro de Natacha no se borraba una son-risa de satisfacción. Se sentía feliz y orgullosacon los elogios de aquella deslumbrante conde-sa Bezukhov que antes le parecía una dama taninaccesible y tan importante y que ahora era tanamable para ella. Natacha se ponía alegre, sesentía casi enamorada de aquella mujer tanhermosa y tan sencilla.

Elena, por su parte, admiraba sinceramente aNatacha y deseaba distraerla. Anatolio le habíapedido que lo presentase y se la presentase, ypor esto ella había ido a casa de los Rostov. Laidea de aproximar su hermano a Natacha ladivertía.

Por más que le hubiese tenido rencor porqueen San Petersburgo le había quitado a Boris,ahora ya no se acordaba, y de todo corazón

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deseaba suerte a Natacha. Al partir habló unmomento aparte con su protegida.

-Ayer mi hermano comió en casa; nos moría-mos de risa: no comió nada y es por culpa deusted, querida. Está enamorado como un loco,enamorado de usted.

Natacha se sonrojó vivamente.- ¡Ay, cómo se pone colorada! ¡Mi niña queri-

da! Si está usted enamorada de alguien, no haymotivo para que se esconda en un rincón; aun-que esté prometida, no dudo que su novio pre-ferirá que se divierta, cuando él está ausente, aque se muera de aburrimiento. Venga, debeusted venir - dijo Elena.

«Así, ya sabe que estoy prometida; con sumarido, con Pedro, con este buen Pedro, hablande esto y se ríen. Luego todo esto no es nadamalo.» Y otra vez, bajo la influencia de Elena,aquello que antes le parecía terrible, ahora loencontraba sencillo y natural. «Y ella, una damatan distinguida, tan elegante, bien se ve que mequiere de todo corazón... ¿Por qué no me he de

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divertir, pues?», pensaba Natacha mirando aElena con los ojos muy abiertos.

María Dmitrievna regresó seria y taciturna;evidentemente había sido mal recibida en casadel Príncipe. Estaba demasiado emocionadaaún para poder contar lo que le había pasado.A las preguntas del Conde contestó que todoiba bien y que mañana ya se lo explicaría.Cuando supo la visita de Elena y la invitaciónpara la noche, dijo:

- No me gusta la amistad de la señora Bezu-khov y no os la recomiendo; pero si le has pro-metido ir, ve y te distraerás - añadió dirigién-dose a Natacha.

VIIEl conde Ilia Andreievitch acompañó a sus

hijas a casa de la condesa Bezukhov. Había mu-cha gente, pero Natacha casi no conocía a na-die. El conde Ilia Andreievitch observó condisgusto que toda aquella reunión estaba for-mada principalmente de hombres y mujeres

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conocidos por la libertad de sus costumbres. Laseñorita Georges, rodeada de jóvenes, estaba enun rincón de la sala. Había algunos franceses,entre ellos Mitivier, que desde la llegada deElena era asiduo de la casa.

El conde Ilia Andreievitch decidió no jugar alos naipes para no separarse de las niñas y mar-char así que la señorita Georges hubiese decla-mado.

Anatolio, cerca de la puerta, esperaba eviden-temente la entrada de los Rostov. Después desaludar al Conde, se acercó enseguida a Nata-cha y la siguió. Así que Natacha lo vio, lo mis-mo que en el teatro, se apoderó de ella el placervanidoso de agradarle y el miedo que le daba elno encontrar obstáculos entre ella y él. Elenarecibió alegremente a Natacha y admiró su be-lleza y su vestido. Al poco tiempo de haberllegado, la señorita Georges se retiró de la salapara vestirse. Empezaron a instalar sillas en lasala y Anatolio acercó una a Natacha y quisosentarse a su lado, pero el Conde, que no apar-

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taba los ojos de su hija, ocupó la silla y Anatoliose colocó detrás.

La señorita Georges, con sus robustos brazosdesnudos, un chal arrollado y caído encima delos hombros, salió al espacio libre que habíandejado delante de las sillas y se detuvo en acti-tud estudiada. Se oyeron voces de entusiasmo.La señorita Georges miró al público con severi-dad y empezó a recitar versos franceses en losque se trataba de su amor criminal hacia suhijo. En ciertos pasajes levantaba la voz, enotros hablaba bajo, levantando la cabeza triun-falmente, o se detenía y daba un ronquido,abriendo mucho los ojos.

- ¡Adorable! ¡Divino! ¡Delicioso! - se oía portodas partes.

Natacha miraba a la corpulenta Georges, perono comprendía nada de lo que pasaba delantede ella. De nuevo se sentía apresada completa-mente por aquel mundo extraño, loco, tan ale-jado del otro, por aquel mundo en el cual eraimposible saber lo que está bien, lo que está

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mal, lo que es razonable y lo que no lo es. Ana-tolio estaba sentado detrás de ella y tan cercaque, asustada, temía cualquier cosa.

Después del primer monólogo, todos rodea-ron a la señorita Georges y le expresaron elentusiasmo que sentían.

- ¡Qué hermosa es! - dijo Natacha a su padre,que se levantó con los demás, atravesó la multi-tud y se acercó a la actriz.

- Si la miro a usted, yo no la encuentro nadahermosa -dijo Anatolio, que seguía a Natacha.Se lo dijo en un momento en que sólo podíaoírle ella -. Es usted encantadora..., desde el díaque la vi no he dejado...

- Natacha, ven. Sí que es hermosa - dijo elConde volviéndose y buscando a su hija.

Natacha, sin decir nada, se acercó a su padrey le miró con ojos interrogadores.

Después de declamar algunos monólogos, laseñorita Georges se retiró y la condesa Bezu-khov invitó a sus huéspedes a pasar al salón.

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El Conde quería irse, pero Elena le rogó queno lo hiciera para no desencuadrar el baile quese preparaba. Los Rostov se quedaron. Anatoliosacó a Natacha en el vals y, mientras bailaban,apretándole la cintura con el brazo, le dijo queera encantadora y que la quería. Durante laescocesa, que bailó con él, Anatolio no le dijonada, sólo la miró. Natacha se preguntaba siaquello que le había dicho mientras bailaba erasólo un sueño. Al acabar la primera figura, otravez le apretó la mano. Natacha levantó los ojosasustada, pero en su mirada dulce y en su son-risa había tanta ternura que al mirarle no pudodecirle lo que quería y bajó los ojos.

- No me diga otra vez lo de antes; estoy pro-metida y amo a otro - pronunció muy rápida-mente.

Natacha le miró. Anatolio no estaba descon-certado ni entristecido por aquellas palabras.

- No me lo diga, ¿qué importa? - replicó él -;sé que estoy locamente enamorado de usted.

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¿Qué culpa tengo yo si es tan encantadora...? Esusted la que tiene la culpa.

Natacha, animada y desazonada, con los ojosmuy abiertos, asustados, miraba a su alrededory parecía más alegre que de costumbre. Casi nocomprendía nada de lo que pasaba aquella no-che. Bailaban la polonesa y la escocesa. Estuvie-ra donde estuviese, hablara con quien hablase,siempre sentía su mirada sobre ella. Luego re-cordó que había pedido permiso a su padrepara ir al tocador a arreglarse el vestido, queElena la había acompañado y, riendo, le habíahablado del amor de su hermano, y que en elpequeño diván se había encontrado otra vezcon Anatolio, que Elena había desaparecido,que se habían quedado solos y que él, cogién-dole la mano, le había dicho con voz tierna:

- No puedo ir a su casa, pero ¿no nos veremosmás? La amo locamente. ¿De veras nuncamás...?

Y mientras le cerraba el paso había acercadosu cara a la suya. Unos grandes ojos de hombre,

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relucientes, estaban tan cerca de los suyos queno veía nada más.

-¡Natalia! - murmuraba estrechándole fuer-temente la mano-. ¡Natalia!

«No comprendo nada, no sé qué decir», lerespondían sus ojos.

Unos labios ardientes se posaron sobre lossuyos y, en aquel preciso instante, se sintió libreotra vez, y a su vera se oía ruido de pasos y elcrujir de las faldas de Elena. Natacha la vio;enseguida, agitada y temblorosa, la miró conaire aterrado, interrogador, y se dirigió a lapuerta.

- ¡Una palabra, una palabra nada más, porDios! - dijo Anatolio.

Natalia se turbó. Le era preciso escucharaquella palabra que le explicaría lo que habíapasado y a la cual contestaría.

- Natalia, una palabra, una... - repetía sin ce-sar, no sabiendo qué decir; y hasta lo repitiócuando Elena estuvo a su lado.

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Elena salió con Natacha del salón. Los Rostovno se quedaron a cenar y se marcharon.

Natacha no durmió en toda la noche. La cues-tión insoluble: «¿Amaba a Anatolio o al prínci-pe Andrés?», la atormentaba. Amaba al prínci-pe Andrés, recordaba vivamente cómo le ama-ba; pero también amaba a Anatolio, esto eraindiscutible. «De otra manera, ¿hubiera sidoposible lo que pasó?», pensaba. «Después de loque ha pasado, si al decirle adiós he podidoresponder a su sonrisa con una sonrisa, si hepodido hacer tal cosa, es que le amo, que le heamado desde el primer momento. Es bueno,noble, apuesto, y es imposible no amarle. ¿Quéhe de hacer si le quiero y también quiero aotro?», se decía sin encontrar respuesta a estasterribles preguntas.

VIIILlegó la mañana siguiente y con ella volvió la

agitación. Todos se levantaron, todos se agita-ron y empezaron a hablar. Vinieron de nuevo

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las modistas, María Dmitrievna salió y llama-ron para el té. Natacha, con los ojos muy abier-tos, como si quisiera recoger todas las miradasfijas en ella, miraba a todos lados con inquietudy procuraba poner la misma cara de siempre.Después de comer, María Dmitrievna -era sumejor momento -, sentada en su sillón, llamó aNatacha y al viejo Conde.

- ¡Y bien! Amigos, he reflexionado sobre todoeso y he aquí mi parecer - empezó -: ayer estu-ve en casa del príncipe Andrés y hablé con él...Él se puso a gritar y yo más que él... ¡Se lo dijetodo!

- ¿Y qué? - preguntó el Conde.- ¿Él? Está loco... No quiere saber nada. Y

bien, no hay nada a hacer, ya hemos atormen-tado bastante a la pobrecita. Para mí es cosa dearreglar vuestros asuntos y volveros a casa, aOtradnoie, y esperar...

- ¡Oh, no! - exclamó Natacha.- Sí. Hay que marchar y esperar allí. Si el no-

vio llega ahora, habrá altercados. Él solo, de tú

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a tú, se explicará con el viejo, y luego irá a vues-tra casa.

Ilia Andreievitch aprobó este parecer, que en-seguida le pareció muy juicioso.

- Si el viejo se amansa - añadió -, siempre es-taréis a tiempo de ir a su casa, a Moscú, o de ira verle a Lisia-Gori; si el casamiento se efectúacontra su voluntad, necesariamente ha de cele-brarse en Otradnoie.

-Exacto, y ya siento haber ido a su casa yhaber llevado allí a mi hija - replicó el Conde.

-No, eso no; ¡por qué lo has de sentir! Estandoaquí debíais ir por cortesía. Pero si no lo quiere,es cosa suya - dijo María Dmitrievna buscandoalguna cosa en su bolso -. El ajuar está dispues-to. ¿Qué habéis de esperar aún? Lo que falte yaos lo enviaré. Siento que os vayáis, pero valdrámás que hagáis esto, y que Dios os acompañe.

Finalmente encontró lo que buscaba en subolso y lo dio a Natacha. Era una carta de laprincesa María.

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- Te ha escrito; la pobre siente mucha pena,teme que te figures que ella te hace la contra.

- ¡Claro que me la hace! - exclamó Natacha.- ¡No digas tonterías! - gritó María Dmitriev-

na.- Digáis lo que digáis, no creeré a nadie. Sé

muy bien que no me quiere - replicaba atrevi-damente Natacha tomando la carta. Y su rostroexpresó una resolución fría y mala que obligó afruncir las cejas a María Dmitrievna y a mirarlaseveramente.

- Niña, no hables así - dijo -; lo que te he di-cho es la verdad. Escríbele.

Natacha no respondió y se fue corriendo a sucuarto para leer la carta de la princesa María.

En ella decía que estaba desolada a causa dela mala inteligencia que había habido entreellas; le rogaba que quisiera creer, fuesen losque fueran los sentimientos del anciano Prínci-pe, su padre, que ella la amaba como a la mujerescogida por su hermano a cuya felicidad esta-ba decidida a sacrificarlo todo.

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«No obstante - escribía -, no crea que mi pa-dre esté mal dispuesto contra usted. Es unhombre enfermo y viejo, hay que excusarlo;pero es bueno, es magnánimo, y querrá a la quehará feliz a su hijo.» La princesa María rogaba aNatacha fijara el día en que la podría recibir.

Después de leer la carta, Natacha se sentó a lamesa para escribir la respuesta:

«Querida Princesa», escribió rápidamente,mecánicamente, y se detuvo. ¿Qué podía escri-birle después de lo que había pasado la nocheanterior? «Sí, si, todo aquello era así, pero ahoraes muy diferente.» ¡Es necesario! ¡Es horrible...!Y para olvidar aquellos pensamientos terriblesfue a buscar a Sonia y ambas empezaron a es-coger bordados.

Después de comer, Natacha fue a su cuarto yvolvió a leer la carta de la princesa María.«¿Todo se ha acabado? ¿Ha sido todo tan rápi-do que todo el pasado ha desaparecido?» Re-cordaba la fuerza de su amor por el príncipeAndrés, se representaba el cuadro, tantas veces

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presente en su imaginación, de la felicidad quegozaría con él, y a la vez se inflamaba de emo-ción recordando todos los detalles de su entre-vista de la noche anterior con Anatolio. «¿Porqué no puede ser todo a la vez? - pensaba mu-chas veces, completamente aturdida -. De estamanera sería feliz del todo; pero sin uno deellos no puedo serlo. Decir al príncipe Andréstodo lo que ha pasado u ocultárselo es igual-mente imposible. Y "con ello" aún queda todoigual. ¿Pero he de renunciar para siempre a lafelicidad del amor del príncipe Andrés, a lacual me he acostumbrado desde hace tantotiempo?»

- Señorita - dijo la camarera, que entró en elcuarto con aire misterioso -: un hombre me haencargado que le diera esto - y le alargó unacarta -. ¡Por amor de Dios, Condesa...! - conti-nuó, mientras Natacha, con un movimientoinvoluntario, abría el sobre y leía una carta deamor de Anatolio, de la que no comprendíanada aparte de que era de él, del hombre que

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amaba. Sí, lo amaba, pues, de no ser así, ¿habríapodido pasar todo lo que había pasado? Aque-lla carta amorosa suya, ¿podría encontrarse ensus manos?

Natacha tenía entre sus manos temblorosasaquella carta apasionada que Dolokhov habíaescrito para Anatolio y leyéndola encontraba eleco de todo lo que creía sentir.

La carta empezaba con estas palabras:«¡Desde ayer mi destino está decidido! Ser

amado por usted o morir, no tengo otra salida.»A continuación escribía que sus padres no ledaban el consentimiento debido a ciertas causasmisteriosas que sólo podía explicar a ella mis-ma, pero que si ella le amaba, si pronunciabauna palabra, ninguna fuerza humana podríaimpedir su felicidad: el amor lo vencería todo.La raptaría y se la llevaría al otro extremo delmundo.

«¡Sí, sí, le quiero!», pensaba Natacha volvien-do a leer una y otra vez aquella carta y buscan-

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do en cada palabra un sentido particular, pro-fundo.

Aquella noche, María Dmitrievna fue a casade los Arkharov y propuso a las niñas que laacompañaran. Natacha pretextó una jaqueca yse quedó en casa.

IXA la vuelta, ya al anochecer, Sonia entró en el

cuarto de Natacha y, con gran sorpresa suya,encontró que se había dormido vestida en eldiván. La carta de Anatolio, abierta, estaba cer-ca de ella encima de la mesita. Sonia la tomó yla leyó.

Leía y miraba a Natacha dormida, buscandoen sus facciones la explicación de lo que leía, yno sabía encontrarla. La cara de Natacha eratranquila, dulce, feliz. Con la mano en el pecho,para no ahogarse, Sonia, pálida, temblorosa demiedo y de emoción, se sentó en una silla y sedeshizo en lágrimas.

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«¿Cómo no he visto nada? ¿Cómo es posibleque haya llegado tan lejos? Ya no quiere alpríncipe Andrés. ¿Cómo ha podido permitireso a Kuraguin? Es un falso, un perverso, estoestá bien claro. ¿Qué dirá Nicolás, él que es tanbueno, cuando lo sepa? He aquí lo que signifi-caba aquel rostro trasmudado, resuelto y nadanatural de ayer y anteayer. Pero ¡no puede serque le quiera! Probablemente ha abierto estacarta sin saber qué era. Debe estar muy ofendi-da. ¡Es imposible que haga tal cosa!», pensabaSonia.

Se secó las lágrimas, se acercó a Natacha yotra vez le miró atentamente la cara.

- ¡Natacha! - dijo muy bajito.Natacha despertó y se dio cuenta de la pre-

sencia de Sonia.- ¡Ah! ¿Ya habéis vuelto?Y, con la decisión y la ternura propias del

momento de despertar, abrazó a su amiga. Peroal ver la confusión de Sonia, su cara expresóenseguida el disgusto y la desconfianza.

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- Sonia, ¿has leído la carta? - dijo.- Sí - repuso dulcemente Sonia.Natacha sonrió triunfalmente.- No, Sonia. No puedo ocultártelo más. Ya lo

sabes, nos queremos, Sonia; me ha escrito, So-nia...

Sonia, como si no quisiera creer lo que oía,miró a Natacha con los ojos muy abiertos.

- ¿Y Bolkonski? - le dijo.- ¡Ah, Sonia! ¡Ah! ¡Si pudieras comprender lo

feliz que soy! Tú no sabes lo que es amor.- Pero, Natacha, ¿lo otro ya ha pasado del to-

do?Natacha, con los ojos muy abiertos, miraba a

Sonia como si no comprendiese lo que le pre-guntaba.

- ¿Qué? ¿Dejar, pues, al príncipe Andrés? - di-jo Sonia.

- ¡Ah! ¿No lo comprendes? No digas tonter-ías. Escucha - dijo Natacha con despecho.

- No, no lo puedo creer - repitió Sonia -; nocomprendo cómo has podido querer a un hom-

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bre un año entero y de pronto... Pero si sólo lohas visto tres veces. No te creo; bromeas. Entres días has podido olvidar y...

- ¡Tres días! ¡Si me parece que hace cien añosque le quiero! Me parece que no he estadoenamorada nunca de nadie más que de él. Túno lo puedes comprender, Sonia. - Natacha laabrazó -. Me habían dicho que estas cosas pa-san; quizá tú también lo has oído decir, perohasta ahora no he sentido el amor. Esto no escomo aquello de antes. En seguida que le vipresentí que haría lo que quisiera de mí, queera su esclava y que lo tenía que amar por fuer-za. ¡Sí, esclava! Haré todo lo que él me mande.Tú no me comprendes. ¿Qué he de hacer, So-nia? - dijo Natacha con rostro alegre y a la vezdesesperado.

-Pero piensa lo que haces; yo no puedo dejar-te así. ¡Cartas misteriosas! ¿Cómo lo has podidoconsentir? - pronunció con un asco, con unhorror que no acertaba a disimular.

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- Te digo que no tengo voluntad. ¿No quieresentenderlo? ¡Le quiero!

- ¡Ah, no permitiré yo eso! Voy a decirlo aho-ra mismo - exclamó Sonia con las lágrimas des-lizándose por sus mejillas.

- ¿Qué dices? Si lo cuentas es querer perder-me, quieres que nos separen...

Ante este temor de Natacha, Sonia lloró devergüenza y de compasión por su amiga.

- ¿Qué ha habido entre los dos? - le preguntó-¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene a hablarcon los de casa?

Natacha no respondió nada.-Por Dios, Sonia, no lo digas a nadie, no me

hagas sufrir. Piensa que nadie se puede meteren nuestros asuntos. Yo te he confesado...

- Pero ¿por qué todo este misterio? ¿Por quéno viene a casa? ¿Por qué no te pide? El prínci-pe Andrés ¿te ha dejado en libertad...? Pero nolo puedo creer, Natacha. ¿Has pensado cuálespueden ser las «causas misteriosas»?

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Natacha miró a Sonia con ojos interrogadores.Evidentemente, esta pregunta se le ocurría porprimera vez y no sabía qué responder.

- ¿Qué causas? No lo sé, pero bien debehaberlas.

Sonia suspiró y bajó la cabeza con descon-fianza.

- Si las hubiere... - dijo Sonia.Pero Natacha, ante aquella duda, la inte-

rrumpió horrorizada.- Sonia, no se puede dudar de él, no se puede

dudar.- ¿Él te quiere?- ¿Si me quiere? - repitió Natacha con una

sonrisa de compasión por la poca inteligenciade su amiga -. ¿No has visto cómo escribe, no lohas visto?

- ¿Y si no fuera un hombre digno?- ¿Él un hombre indigno? Si lo conocieras...- Si lo es, ha de declarar su intención o ha de

dejar de verte. Y si tú no quieres obligarle a

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ello, lo haré yo. Yo le escribir é, lo diré a papá -gritó con energía.

- ¡Pero si no puedo vivir sin él! - exclamó Na-tacha.

- Natacha, no te entiendo. ¿Ya sabes lo quedices? Acuérdate de tu padre, de Nicolás.

-No necesito a nadie. No quiero a nadie sino aél. ¿Cómo te atreves a decir que no es digno?¿Ignoras que le quiero? - gritó Natacha -. Sonia,¡vete! No quiero disgustarme contigo, pero ¡ve-te, por Dios, vete! ¡Ya ves cómo sufro! - exclamórencorosamente Natacha con voz de enojo y dedesesperación.

Sonia se fue llorando a su cuarto.Natacha se acercó a la mesa y, sin reflexionar

un momento, escribió a la princesa María larespuesta que no había podido hallar durantetoda la mañana. Escribió brevemente que laincomprensión entre ellas dos había terminado;que aprovechando la magnanimidad delpríncipe Andrés, que al marchar la había deja-do totalmente en libertad, le rogaba olvidarlo

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todo y perdonarla si no se comportaba como élmerecía, pero que no podía ser su esposa. Todoaquello, en aquel momento, le parecía muyclaro, muy simple y muy fácil.

El viernes, los Rostov habían de marchar alcampo. El miércoles, el Conde acompañó alcomprador de la hacienda cercana a Moscú.

El día de la marcha del Conde, Sonia y Nata-cha debían asistir a una gran comida en casa delos Kuraguin y María Dmitrievna las acom-pañó.

Durante la comida, Natacha encontró otravez a Anatolio, y Sonia observó que ella lehablaba a escondidas y que durante toda lacomida estaba muy turbada. Cuando llegaron acasa, Natacha fue la primera en dar la explica-ción que la otra esperaba.

- ¿Ves, Sonia? Has dicho muchas tonteríashablando de él - empezó Natacha con voz dul-ce, con aquella voz que emplean los niñoscuando quieren que se les dé la razón -. Hoynos hemos explicado.

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- ¿Y qué? ¿Qué te ha dicho? ¡Qué contenta es-toy de que ya se te haya pasado el disgustoconmigo! Dímelo todo, toda la verdad. ¿Qué teha dicho?

Natacha quedó pensativa.- ¡Ah! Sonia, si tú le conocieras como lo co-

nozco yo. Ha dicho... Me ha preguntado cómome prometí con Bolkonski. Está contentísimode que sólo depende de mí dejarlo.

Sonia suspiró tristemente.- ¿Pero no habrás roto con tu novio?- ¡Quién sabe! Tal vez sí, tal vez todo se ha

acabado entre él y yo. ¿Por qué piensas tan malde mí?

- Yo no, pienso nada; pero no comprendo...- Espérate, Sonia, ya lo comprenderás todo.

Ya verás qué hombre. No pienses mal ni de míni de él.

- Yo no pienso mal de nadie. Yo quiero ycompadezco a todo el mundo. Pero ¿qué he dehacer?

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Sonia no se rendía al tono tierno que Natachausaba. Cuanto más se enternecía la expresióndel rostro de Natacha, más seria y severa sevolvía Sonia.

- Natacha - le dijo -, me has pedido que no tehablara de ello y no lo he hablado; ahora eres túla que ha empezado. Natacha, no tengo con-fianza en él. ¿Por qué este misterio?

- ¡Otra vez! - interrumpió Natacha.- Natacha, tengo miedo por ti.- ¿De qué tienes miedo?- Tengo miedo a que te pierdas - dijo resuel-

tamente Sonia, asustada de lo que acababa dedecir.

Las facciones de Natacha expresaron de nue-vo la cólera.

- ¡Me perderé! ¡Me perderé! ¡Mejor! Eso no escosa vuestra. Peor para mí; yo lo pagaré y novosotros. Déjame sola, déjame sola. ¡Te abo-rrezco!

- ¡Natacha! - gritó Sonia, horrorizada.

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- Te aborrezco. Te aborrezco. Para mí siempreserás mi enemiga.

Natacha no hablaba con Sonia y la evitaba.Con la misma expresión de extrañeza y deemoción y con la conciencia de una falta anda-ba por la casa haciendo ahora una cosa, ahoraotra, para dejarlo todo enseguida.

Aunque resultara muy penoso para Sonia,ésta la seguía con gran atención.

La víspera del regreso del Conde, Sonia ob-servó que Natacha se pasaba la mañana senta-da cerca de la ventana de la sala como si espe-rase alguna cosa y luego la vio hacer una seña aun militar que pasaba por la calle y que le pare-ció que era Anatolio.

Sonia se propuso observar más atentamente asu amiga y vio que Natacha, durante toda lacomida y durante la tarde, estaba muy rara ytenía un aire que no era natural. Respondía sinescuchar las, preguntas que le hacían, empeza-ba a decir cosas que no terminaba y se reía detodo.

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Después del té, Sonia descubrió que la cama-rera esperaba temblorosa cerca de la puerta aque Natacha pasara. Sonia la dejó pasar y, es-cuchando detrás de la puerta, supo que Nata-cha acababa de recibir ocultamente otra carta.Inmediatamente comprendió que Natacha teníaalgún plan para aquella noche. Llamó a la puer-ta de Natacha, que se negó a recibirla. «Huirácon él - pensó Sonia -. Es capaz de todo. Hoy sucara tenía un aspecto triste y resuelto. Ha llora-do cuando ha dicho adiós al tío. Sí, es seguroque va a huir con él. ¿Qué puedo hacer? - pen-saba Sonia recordando todos los indicios quepudiesen aclarar que Natacha escondía un pro-yecto terrible -. El Conde no está aquí. ¿Quéhacer? Ir a casa de Kuraguin y pedirle una ex-plicación. Pero ¿quién le obliga a contestarme?Escribir a Pedro, como dijo el príncipe Andrésque se hiciera si pasaba alguna desgracia. Pero¿quién sabe si ella ya ha roto con Bolkonski?Ayer escribió a la princesa María. ¡Y el tío noestá aquí!» Decirlo a María Dmitrievna, que

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tanta confianza tenía en Natacha, le parecíaterrible. «Sea como sea - pensaba Sonia en elcorredor oscuro -, ahora o nunca es la hora deprobar que me acuerdo de lo que ha hecho pormí la familia y que quiero a Nicolás. No, mepasaré tres noches sin dormir, no me moveré deaquí. La privaré de salir, a la fuerza si es preci-so, y no permitiré que la vergüenza caiga sobresu familia.»

XUltimamente Anatolio vivía en casa de Dolo-

khov. El plan del rapto de la señorita Rostovhabía sido ideado y preparado por Dolokhov, yel día que Sonia escuchaba detrás de la puertade Natacha y decidió salvarla el plan debía serejecutado. Natacha había prometido a Kura-guin que se reuniría con él a las diez de la no-che, por la escalera de servicio. Kuraguin lahabía de recoger en una troika que los esperaríay los conduciría el pueblecito de Kamenka, a

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sesenta verstas de Moscú; allí; un pope desti-tuido los casaría.

Desde Kamenka, un coche los conduciría a lacarretera de Varsovia, y de allí, en coche deposta, huirían al extranjero. Anatolio tenía elpasaporte, el billete de ruta, diez mil rublostomados a su hermana y otros diez mil que lehabían prestado por mediación de Dolokhov.

Dos testigos, Khvostikov, antiguo funcionarioque Dolokhov hacía servir de gancho en el jue-go, y Makarin, húsar retirado, hombre ingenuoy débil, que sentía una amistad sin límites porKuraguin, estaban sentados en la sala de esperatomando el té.

En su espacioso despacho, adornado de arri-ba abajo con tapices persas, pieles de oso y ar-mas, Dolokhov, en traje de viaje y botas altas,estaba sentado en su escritorio abierto en el quetenía cuentas y los paquetes de billetes de Ban-co. Anatolio, con el uniforme desabrochado, ibade la sala donde estaban los testigos al despa-cho y a la sala de atrás, donde su criado francés,

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con otros sirvientes, preparaban la última male-ta. Dolokhov contaba el dinero y tomaba nota.

Dolokhov encerró el dinero en el cajón, llamóa un criado para que preparara la comida ybebida para el camino y luego entró en la saladonde le esperaban sentados Khvostikov yMakarin.

Anatolio se había tendido en un diván con lasmanos bajo la cabeza; sonreía pensativamente ysus labios murmuraban palabras tiernas.

- ¡Vamos, come algo! - exclamó Dolokhovdesde la otra habitación.

- No tengo hambre - replicó Anatolio sin per-der su sonrisa.

-Mira, Balaga ya está aquí.Anatolio se levantó y entró en el comedor.Balaga era un cochero de troika muy conoci-

do, que guiaba muy bien. Dolokhov y Anatoliose servían muy a menudo de su troika. Muchasveces, cuando el regimiento de Anatolio estabaen Tver, se lo llevaba de Tver al anochecer, a lamadrugada llegaban a Moscú y el día siguiente

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estaba de regreso. Muchas veces había salvadoa Dolokhov de la persecución. Muy a menudo,en la ciudad, los había paseado con bohemias ydamitas, como decía Balaga. Muchas veces,conduciéndolos a Moscú, había atropellado agente del pueblo y a cocheros, y siempre habíapodido escaparse. Con ellos había reventadomuchos caballos. Muchas veces se había pelea-do por ellos; muy a menudo le habían embo-rrachado de champaña y de madera, vino quele gustaba extraordinariamente, y él sabía mu-chas aventuras, cada una de las cuales merecíaun descanso en Siberia. En sus orgías invitabanmuy a menudo a Balaga, le hacían beber y bai-lar en casa de los cíngaros y por sus manos pa-saban muchos millares de rublos. Sirviéndolos,exponía la vida veinte veces al año, y por elloshabía matado más caballos que dinero le hab-ían dado. Pero les quería. Le gustaban aquellascarreras locas de dieciocho verstas por hora; legustaba volcar cocheros y aplastar viandantes yrecorrer a galope tendido las calles de Moscú.

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Le gustaba oír a sus espaldas: «¡Corre más! ¡Co-rre más!» cuando ya le era imposible alargarmás el galope. Le gustaba medir con un latiga-zo las espaldas de un campesino que sin aque-lla advertencia también se habría apartado.«¡Qué grandes señores!», pensaba el pobrehombre.

Anatolio y Dolokhov querían a Balaga por elconocimiento artístico que tenía del oficio yporque a ellos también les gustaban las mismascosas.

Era un campesino de veintisiete años, rubio,de cara colorada y triste, el cuello encarnado,fuerte, rechoncho, nariz arremangada, ojos pe-queños, brillantes, y perilla. Usaba un caftán depaño azul forrado de seda, que siempre se pon-ía encima de la zamarra.

Se persignó, de cara a un rincón, y se acercó aDolokhov, tendiéndole su pequeña mano mo-rena.

- ¡Buenos días, Excelencia! - dijo a Kuraguin,que entró y le estrechó la mano.

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- Balaga, ¿me quieres o no me quieres? ¡Es loque te pregunto!-dijo Anatolio pasándole lamano por la espalda -. Si me quieres me has deprestar un servicio. ¿Qué caballos has traído?

-Los que me habéis ordenado; los que consi-deráis mejores-dijo Balaga.

- Pues escucha; reviéntalos, pero has de llegarallí a las tres. ¿Lo oyes?

- Eso depende de como esté el camino, real-mente. Pero ¿por qué no hemos de poder lle-gar? Hemos ido a Tver en siete horas. ¿No lorecordáis, Excelencia?

- Una vez, por Navidad, salí de Tver - dijoAnatolio dirigiendo una sonrisa a Makarin, quecon ojos admirados contemplaba a Kuraguinenternecido -, ¿y me creerás, Makarin, que nopodíamos respirar de tanto como corríamos?Encontramos un convoy y saltamos por encimade los carros, ¿recuerdas?

- ¡Qué caballos! - continuó Balaga -. Habíaenganchado a los costados unos caballos jóve-nes - y dirigiéndose a Dolokhov -: ¿Lo creeréis,

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Fedor Ivanitch? Las bestias corrieron sin parar-se sesenta verstas seguidas; no podía contener-las; las manos se me habían hinchado. Helaba yhabía soltado las riendas. ¿Recordáis, Excelen-cia? Dejé marchar así el trineo. Entonces nosolamente no era necesario pegarles, sino queno se les podía retener. En tres horas hicimos elviaje. Parecía que los diablos nos llevaran. Sóloreventó el de la izquierda.

XIAnatolio salió del cuarto y al cabo de un mo-

mento volvió con la pelliza ceñida con uncordón de plata y una gorra de cebellina ladea-da, que le estaba muy bien.

Ante la puerta había dos troikas con dos cria-dos. Balaga se sentó en la troika de delante ylevantando los codos arregló las riendas concalma. Anatolio y Dolokhov se instalaron en elvehículo y Makarin y Khvostikov se acomoda-ron en el otro.

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- ¿Estáis dispuestos? - preguntó Balaga -.¡Adelante! - chilló arrollándose las bridas en lamano, y la troika voló hacia el bulevar Nikitzki.

- ¡Eh! ¡Atención! - gritaban Balaga y el mozoque iba a su lado. La troika embistió a un cocheen la plaza de Arbat, y algo se rompió; se oyóun grito y la troika escapó hacia el Arbat.

Después de dar dos vueltas por el bulevarPodnovuiski, Balaga empezó a moderar loscaballos y los paró en la esquina de la calle delos Establos Viejos.

El mozo bajó del asiento para sostener a loscaballos por la brida. Anatolio y Dolokhov sesituaron en la acera.

Cerca de la puerta cochera, Dolokhov silbó.Enseguida le respondió otro silbido y una ca-marera apareció en la puerta.

- Entrad en el patio, de lo contrario os verían;ella saldrá enseguida - dijo la camarera.

Dolokhov se quedó al pie de la puerta; Ana-tolio siguió a la camarera al patio, torció a laderecha y subió los peldaños de entrada.

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Gavrilo, un criado alto de María Dmitrievna,se encontró con Anatolio.

- ¿Venís a ver a la señora? - le preguntó envoz baja cerrándole el paso de la puerta.

- ¿A quién decís? - preguntó Anatolio con vozsofocada.

- Venid, si gustáis. Me han mandado que oshiciera entrar.

- ¡Kuraguin! ¡Márchate! ¡Te han traicionado!¡Márchate! - gritó Dolokhov.

Dolokhov, que no se había movido del portal,luchaba con el portero, que quería cerrar lapuerta detrás de Anatolio. Dolokhov, usandode toda su fuerza, empujó al portero y tirandode la mano a Anatolio, que se le había acercado,le hizo salir y ambos corrieron hacia la troika.

XIIMaría Dmitrievna encontró a Sonia llorando

en el corredor y le obligó a confesárselo todo.Cogió la carta de Natacha y, después de haber-la leído, entró en el cuarto de la muchacha.

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- ¡Desvergonzada! ¡Cabeza sin seso! - le dijo -.No quiero escucharte.

Y empujando a Natacha, que tenía los ojoscompletamente secos, la encerró con llave y dioorden al portero de hacer entrar por la puertacochera a las personas que se presentaran aque-lla tarde, y recalcó que una vez dentro no deja-ra salir a nadie; mandó al criado que acompa-ñara a las referidas personas hasta donde esta-ba ella, y después de eso se instaló en el salónesperando los acontecimientos.

Cuando Gavrilo anunció a María Dmitrievnaque las personas que vinieron habían huido, selevantó, frunció las cejas y con los brazos detrásde la cintura se paseó mucho rato por el salónreflexionando lo que tenía que hacer. A media-noche buscó la llave del cuarto de Natacha, quese había puesto entre las otras en el bolsillo, yfue a ver a la reclusa. Sonia, sentada en el co-rredor, lloraba.

- María Dmitrievna, dejadme entrar, por elamor de Dios - dijo Sonia.

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María Dmitrievna, sin contestarle, abrió lapuerta y entró.

«¡Malvada, desvergonzada...! ¡Y en mi casa...!¡Es una mala cabeza...! El único que me inspiralástima es su padre - pensaba María Dmitrievnaprocurando en vano calmarse -. Aunque seamuy difícil, daré órdenes a todos de callarse ylo ocultaré a su padre.,,

María Dmitrievna entró en el cuarto con pasoresuelto. Natacha yacía en el diván, con la ca-beza escondida entre las manos, y no se mov-ía... Estaba en la misma posición en que la habíadejado María Dmitrievna.

- ¡Buena la has hecho! ¡Tener entrevistas contus amantes en mi casa! ¡Oh, no es necesarioque te excuses! Escucha cuando te hablo - Mar-ía Dmitrievna le tocó la mano -. Escucha cuan-do te hablo. Has obrado como una perdida.Pero ya nos arreglaremos tú y yo. Por el únicoque lo siento es por tu padre. Pero procuraréque no sepa nada.

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Natacha no se movía, pero todo su cuerpoempezaba a agitarse con sollozos nerviosos,sordos, que la ahogaban. María Dmitrievnamiró a Sonia y se sentó en el diván al lado deNatacha.

- Ha tenido la suerte de escapar, pero yo loencontraré - dijo con voz ruda -. ¿Oyes lo que tedigo, Natacha?

Cogió con su manaza la cara de Natacha y lavolvió hacia ella.

María Dmitrievna y Sonia quedaron admira-das de la expresión del rostro de Natacha.

Tenía los ojos brillantes, secos; los labios, con-traídos; las mejillas, hundidas:

- Dejadme... ¡No me importa! ¡Me moriré! -pronunció desprendiéndose de María Dmi-trievna y recobrando su posición anterior.

- Natalia - dijo María Dmitrievna -, lo hagopor tu bien. Como quieras. No te muevas, des-cansa, no te muevas, que no te tocaré, pero es-cucha: no quiero reprocharte lo que has hecho;

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demasiado sabes tú lo que era. Y bien, tu padrellega mañana, ¿qué le voy a decir?

Otra vez el cuerpo de Natacha fue sacudidopor los sollozos.

- Lo sabrá tu padre, tu hermano y hasta tunovio.

- Ya no es mi novio, le devolví la palabra -gritó Natacha.

- No importa - continuó María Dmitrievna -.Lo sabrán, y ¿crees que lo dejarán pasar así co-mo así? Conozco muy bien a tu padre; irá aencontrarle y lo desafiará. ¿Te parece bien esto?

- Bueno, dejadme. ¿Por qué lo habéis impedi-do? ¿Quién os metía en eso? - gritó Natachalevantándose del diván y mirando con ira aMaría Dmitrievna.

- ¿Qué quieres decir? - exclamó María Dmi-trievna exaltándose otra vez -. ¿Quién le im-pedía venir a casa? ¿Por qué te había de robarcomo a una gitana? Bueno: ¿crees que no oshabríamos encontrado alguno de nosotros, tu

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padre, tu hermano o tu prometido? Es -un sin-vergüenza, un mal hombre, helo aquí.

- ¡Vale más que todos vosotros! - exclamó Na-tacha levantándose -. Si no me privasen... ¡Ah!¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¿Qué hace aquí Sonia?¿Qué quiere decir todo eso? ¡Marchaos!

Y lloró con desesperación, como se llora undolor del cual uno se siente culpable.

María Dmitrievna se puso a hablar, pero Na-tacha gritó:

- ¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Me aborrecéis, medespreciáis!

Y otra vez se dejó caer sobre el diván. MaríaDmitrievna continuó un rato aún consolando aNatacha y le dio a entender que quería escon-der todo aquello al Conde, asegurándole quenadie sabría nada si empezaba ella misma porolvidarlo y adoptaba ante la gente una actitudde no haber pasado nada.

Natacha no respondió. No, lloraba, pero teníaescalofríos y temblaba de frío. María Dmitriev-na le puso una almohada, dos mantas y le trajo

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una taza de tila, pero Natacha no respondió niuna palabra.

- Bien, que duerma - dijo María Dmitrievnasaliendo del cuarto pensando que Natacha sehabía dormido.

Pero Natacha no dormía: tenía los ojos abier-tos, la cara pálida y la mirada fija. No durmióen toda la noche, lloró y no contestó a Sonia,que se levantó muchas veces para ver lo quehacía.

Al día siguiente, a la hora de almorzar, elconde Ilia Andreievitch regresó de la haciendade las cercanías de Moscú. Estaba muy alegre.Se había entendido con el comprador, habíaterminado el trabajo de Moscú y no había desepararse ya de la Condesa, separación que leponía muy triste. María Dmitrievna le recibió yle contó que Natacha se había puesto enferma,que había mandado por el médico y que yaestaba mejor.

Natacha estaba sentada ante la ventana conlos labios apretados y los ojos secos e inmóvi-

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les; miraba ansiosa a los transeúntes y se volvíafebrilmente para ver quién entraba en su cuar-to. Evidentemente, aún esperaba algo de él;esperaba que se presentaría él mismo o que leescribiría.

Cuando el Conde entró, Natacha se volvió,inquieta, al oír pasos y su rostro adquirió unaexpresión fría y hostil. Se levantó y se dirigió asu padre.

- ¿Pues qué tienes, hija mía? ¿No te encuen-tras bien? - preguntó el Conde.

- Sí, estoy enferma - replicó.A las preguntas inquietas del Conde sobre el

aspecto triste que le observaba, y sobre si habíapasado algo con su prometido, ella le tranqui-lizó diciéndole que no había pasado nada y lerogó que no se preocupase. María Dmitrievnaconfirmó las palabras de Natacha.

El Conde, después de la enfermedad de suhija, enfermedad que él creía fingida, por laperturbación que notaba y por las caras confu-sas de Sonia y María Dmitrievna, comprendió

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claramente que había pasado alguna cosa en suausencia. Pero le era tan penoso creer que habíasucedido algo malo a su hija preferida, estima-ba tanto la propia tranquilidad, que evitaba laspreguntas y procuraba convencerse de que nohabía pasado nada de particular. Sólo le dolíaque a causa de aquella enfermedad tuviera quediferir su marcha.

XIIIDesde que su mujer había vuelto a Moscú,

Pedro procuraba ausentarse a menudo para noencontrarse con ella.

Al cabo de poco tiempo de la llegada de losRostov a Moscú, la impresión que le causó Na-tacha le obligó a apresurar la realización de susintenciones.

Cuando Pedro volvió a Moscú, le entregaronla carta de Maria Dmitrievna en la que le invi-taba a ir a su casa por un asunto muy importan-te referente a Andrés Bolkonski y su prometida.

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Pedro evitaba a Natacha porque sentía porella un sentimiento más fuerte que el que ha detener un hombre casado para la prometida deun amigo, pero el azar siempre los ponía enpresencia uno de otro.

«¿Qué ha pasado? ¿Por qué me necesi-tan?-pensaba vistiéndose para ir a casa de Mar-ía Dmitrievna -. ¡Que el príncipe Andrés vengapronto y se case!», se decía al ir a casa de laseñora Akhrosimov.

En el bulevar Tverskaia alguien lo llamó.- ¡Pedro! ¿Hace mucho que has llegado? - le

preguntó una voz conocida.Pedro levantó la cabeza. Anatolio con su

compañero Makarin, pasaba en un trineo tiradopor dos caballos grises.

Anatolio iba sentado, muy tieso, en la posi-ción clásica de los oficiales elegantes; el cuello yla parte baja del rostro los tenía envueltos porun cuello de piel e inclinaba un poco la cabeza.Tenía la cara colorada y fresca, llevaba la gorracon la pluma blanca ladeada y por debajo le

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salían los rizos del pelo, untados y espolvorea-dos de nieve fina.

«¡Ah, he aquí un sabio! Para él sólo hay suplacer. No le preocupa nada. Por eso siempreestá alegre y satisfecho. ¿Qué no daría yo paraser como él?», pensaba Pedro con envidia.

Al abrir la puerta del salón, Pedro vio a Nata-cha que estaba sentada al pie de la ventana, elrostro alargado, pálida y malhumorada.

Natacha se volvió frunciendo las cejas y, conuna expresión de fría dignidad, salió de la es-tancia.

- ¿Qué ha pasado? - preguntó Pedro al entraren la habitación de María Dmitrievna.

- ¡Una cosa muy gorda! Hace cincuenta yocho años que estoy en el mundo y nunca habíavisto una desvergüenza como ésta.

Y después de haber obtenido la palabra dehonor de Pedro de que no diría nada de todo loque iba a explicarle, María Dmitrievna le contóque Natacha había devuelto su palabra a suprometido sin advertir a sus padres, que la cau-

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sa de aquella negativa era Anatolio Kuraguin,con el cual le había puesto en relaciones la mu-jer de Pedro y con quien intentaba huir aprove-chando la ausencia de su padre para casarsesecretamente.

Al oír esta explicación, Pedro se encogió dehombros y abrió del todo la boca sin acabar decreer lo que oía. La prometida del príncipeAndrés, amada tan apasionadamente, aquellaNatacha Rostov tan bonita, cambiaba a Bol-konski por aquel imbécil de Anatolio, que eracasado - Pedro conocía su matrimonio secreto -,y estaba lo bastante enamorado de él para con-sentir en una fuga. Todo ello era una cosa quePedro no podía comprender ni imaginar.

La impresión encantadora de Natacha, a laque él conocía de pequeña, no se podía mezclaren su alma con aquella nueva representación desu bajeza, de su tontería y de su maldad. Pensóen su mujer. «Todas son iguales», se dijo, pen-sando que no era él el único hombre unido auna mala mujer. No obstante, compadecía has-

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ta verter lágrimas al príncipe Andrés, sufría porsu orgullo; y como compadecía a su amigo, conmayor desdén y asco pensaba en aquella Nata-cha que hacía un momento pasara ante él conaire de fría dignidad.

No sabía que el alma de Natacha estaba llenade desesperación, de vergüenza, de humilla-ción, y que no era suya la culpa si su cara ex-presaba una dignidad tranquila y severa.

-Pero ¿cómo se podían casar? A él le era im-posible porque ya lo está - contestó Pedro a laspalabras de María Dmitrievna.

- ¡Pues no faltaba más que eso! - dijo MaríaDmitrievna-. ¡En verdad que es un bravo mozo!Y ella hace dos días que lo espera; a lo menos,que acabe de perder las esperanzas. Hay quedecírselo todo.

Después de conocer por Pedro los detalles delcasamiento de Anatolio, María Dmitrievna,expresando con injurias la rabia que sentía con-tra él, explicó a Pedro por qué le había manda-do buscar. Temía que el Conde o Bolkonski,

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que podía llegar de un momento a otro, y a loscuales tenía intención de ocultar todo lo ocurri-do, desafiasen a Kuraguin; por ello le pedía queobligara a su cuñado a alejarse de Moscú, con laprohibición de volver nunca más. Pedro pro-metió complacerla, haciéndose cargo del peli-gro que había para el conde Nicolás y el prínci-pe Andrés.

Después de haberle explicado brevemente es-ta petición lo acompañó a la sala.

- Anda con cuidado, su padre no sabe nada.Haz como si tú tampoco supieses nada - le dijo-. Yo iré a decirle que no hay ninguna esperan-za. Tú quédate a comer, si quieres - dijo MaríaDmitrievna.

Pedro se encaró con el anciano Conde. Elbuen hombre estaba avergonzado y descom-puesto: aquella mañana Natacha le había co-municado la ruptura con Bolkonski.

¡Qué desgracia, qué desgracia, querido!- dijoa Pedro- La ausencia de la madre es una des-gracia para esas chicas. Siento haber venido, se

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lo digo con franqueza. ¿Se lo habría imaginadonunca? Se deshace del novio sin decir nada anadie. Ciertamente, a mí no me había gustadonunca este casamiento; es un buen muchacho,pero contra la voluntad del padre es muy difícilque haya nunca tranquilidad. Por otro lado, aNatacha no le faltará marido. Pero eso ha dura-do demasiado tiempo. ¿Cómo es posible haceruna cosa así sin consultar con el padre y con lamadre? Ahora está enferma y Dios sabe lo quetiene. Las hijas, sin la madre, son mala cosa,créame.

Pedro, viendo al Conde tan acongojado, pro-curaba cambiar de conversación, pero él siem-pre volvía al mismo tema.

Sonia entró en el salón con las facciones des-compuestas. - Natacha no está nada bien. Estáen su cuarto y quisiera hablaros. María Dmi-trievna está con ella y también os ruega quevayáis.

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- Es usted amigo de Bolkonski y seguramentele quiere pedir algo - dijo el Conde -. ¡Ah, Diosmío, Dios mío! ¡Tan bien como iba todo!

Y pasando la mano por sus cabellos grises, elConde salió de la casa.

María Dmitrievna había dicho a Natacha queAnatolio era casado. Natacha no lo quería creery exigía que Pedro se lo confirmase.

Sonia contó a Pedro todo aquello mientras loacompañaba por el corredor hasta el cuarto deNatacha.

Natacha, pálida, severa, estaba sentada al la-do de María Dmitrievna; recibió a Pedro conuna mirada febril e interrogadora. No sonrió nihizo ningún movimiento con la cabeza. Le mi-raba fijamente y su mirada sólo le preguntabauna cosa: él, Pedro, ¿era amigo o enemigo deAnatolio como los demás? Evidentemente, Pe-dro, por sí mismo, no existía para ella.

- Él lo sabe todo - dijo María Dmitrievna, se-ñalando a Pedro y dirigiéndose a Natacha -:que te diga si he dicho la verdad o no.

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La mirada de Natacha, como la de un animalherido que mira a los perros y a los cazadores,iba del uno al otro.

- Natalia Ilinitchna - pronunció Pedro bajan-do los ojos movido de piedad por ella y de re-pugnancia por lo que había hecho -, os ha deser indiferente que sea verdad o no, porque...

- Así, pues, ¿no es cierto que sea casado?- Sí, es cierto.- ¿Y hace mucho tiempo que es casado? ¿Pa-

labra de honor?Pedro le dio su palabra de honor.- ¿Y aún está aquí? - preguntó Natacha rápi-

damente.- Sí, hace un momento lo he visto.Evidentemente, no tenía fuerzas para hablar

más e hizo seña de que la dejaran sola.

XIVPedro no se quedó a comer. Después de aque-

lla conversación salió de la estancia y semarchó. Corrió por la ciudad en busca de Ana-

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tolio Kuraguin. Pensando en él, la sangre leafluía al corazón y casi no podía respirar. Noestaba en las peñas, ni entre los cíngaros, ni encasa de Komoneno. Pedro fue al club. Allí todomarchaba como siempre. Los huéspedes llega-dos a comer estaban sentados formando gru-pos; saludaron a Pedro y hablaron de las noti-cias de la ciudad. El criado, al saludarlo, le ad-virtió (conocedor de sus amistades y de suscostumbres) que tenía un sitio reservado en unsaloncito, que el príncipe N. estaba en la biblio-teca, que T. no había llegado aún.

Uno de los amigos de Pedro le preguntó, en-tre otras cosas, si no había oído decir nada res-pecto al rapto de la señorita Rostov por Kura-guin, del cual se hablaba en la ciudad y se dabapor cierto.

Pedro respondió, sonriendo, que era unabroma, ya que hacía un momento él mismohabía estado en casa de los Rostov. Preguntó atodos si habían visto a Anatolio. Un señor ledijo que aún no había llegado; otro añadió que

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debía venir a comer. A Pedro le pareció extrañomirar a aquella gente tranquila e indiferente;aquella gente no sabía nada de lo que pasabaen su alma. Se paseaba por la sala, esperandoque todos llegasen, y sin haber visto a Anatolioy sin comer se volvió a su casa.

Anatolio había comido aquel día en casa deDolokhov, con quien discutía la manera de re-parar el golpe fallido. Le parecía necesario ver ala señorita Rostov. Por la noche fue a casa de suhermana para hablarle de la manera de prepa-rar una entrevista. Cuando Pedro, que habíarecorrido sin resultado todo Moscú, entró encasa, el criado le anunció que el príncipe Anato-lio estaba con la Condesa.

El salón de la Condesa estaba lleno de invita-dos. Pedro, sin saludar a su mujer, a la que nohabía visto desde su llegada (en aquel momen-to la aborrecía más que nunca), entró en elsalón, vio a Anatolio y se dirigió a él.

- ¡Ah, Pedro! - dijo la Condesa acercándose asu marido -. ¿No sabes lo que le pasa a Anato-

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lio...? - se detuvo al observar la cabeza baja desu marido, sus ojos brillantes, su aspecto resuel-to, aquella expresión terrible de furor y defuerza que ella conocía y que había experimen-tado personalmente después de su desafío conDolokhov.

-Donde tú estás está siempre el libertinaje y lamaldad - dijo Pedro a su mujer -. Anatolio, ven;tengo que hablarte - le dijo en francés.

Anatolio miró a su hermana, se levantódócilmente y siguió a Pedro. Éste le tomó por elbrazo con energía y salieron de la sala.

- Si en mi salón lo permites... - dijo Elena envoz baja.

Mas Pedro, sin contestar, salió de la sala.Anatolio le seguía con el aire altivo de cos-

tumbre, pero en su rostro- era fácil leer la in-quietud. Así que estuvieron en su despacho,Pedro cerró la puerta y se dirigió a Anatolio sinmirarlo.

- ¿Has prometido a la condesa Rostov que tecasarías con ella y la has intentado raptar?

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- Querido - replicó Anatolio en francés; todala conversación la sostuvieron en este idioma -,no me creo obligado, a responder a ningunapregunta hecha en ese tono.

El rostro.de Pedro, ya completamente pálido,se desfiguró de furor. Con su ancha manoagarró a Anatolio por el cuello del uniforme ylo zarandeó de un lado a otro hasta que la carade Anatolio adquirió una expresión de dolor yde espanto.

- He dicho que teníamos que hablar.- ¡Bueno, pero eso es una tontería! - dijo Ana-

tolio sintiendo que el botón del cuello saltabajunto con el paño.

- ¡Eres un cobarde, un miserable crapuloso! ¡Yno sé por qué no te aplasto la cabeza aquí mis-mo!-dijo Pedro, que hablaba tan artificiosamen-te porque lo hacía en francés.

Tomó un pesado pisapapeles de encima de lamesa y lo blandió con aire amenazador, y ense-guida, rápidamente, lo volvió a su sitio.

- ¿Le habías prometido que os casaríais?

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- Yo..., yo... no he pensado..., y no puedohabérselo prometido porque...

Pedro le interrumpió:- ¿Tienes sus cartas? ¿Las cartas de ella? - re-

pitió Pedro acercándose a Anatolio.Pedro le miró, y enseguida Anatolio metió la

mano en el bolsillo y sacó su cartera. Pedro co-gió la carta que le alargó y, apartando la mesa,que le estorbaba, se dejó caer sobre el diván.

- No seré violento, no temas - dijo Pedro enrespuesta a un movimiento de temor de Anato-lio -. La carta... - dijo Pedro como si repitieseuna lección -. En segundo lugar - continuó des-pués de un momento de silencio, levantándosey paseando de un lado a otro -, mañana mismote marcharás de Moscú.

-Pero ¿cómo quieres...?- Tercero - continuó Pedro sin escucharlo -, no

dirás jamás ni una palabra de lo que ha pasadoentre tú y la Condesa. Ya sé que no puedo pri-varte de hablar, pero si aún te queda un restode conciencia...

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Pedro dio unas cuantas vueltas en silenciopor la habitación. Anatolio, sentado a la mesa,arrugaba las cejas y se mordía los labios.

- Tú no puedes comprender que al lado de tusplaceres está la felicidad y la tranquilidad deotras personas, a las que destruyes la vida sim-plemente porque te quieres divertir. Diviértetecon mujeres como la mía, con éstas estás en tuderecho, sabes bien lo que buscan. Están arma-das contra ti con la misma experiencia del liber-tinaje, pero prometer casarse con una niña...,engañarla..., quererla raptar. ¿No ves que eso esuna cobardía tan grande como la de pegar a unviejo o a un niño?

Pedro calló y miró a Anatolio ya sin ira perointerrogativamente.

- No lo sé - replicó Anatolio, que recobraba laaudacia a medida que Pedro se dominaba -. Nolo sé, ni quiero saberlo - dijo sin mirar a Pedro ycon un ligero temblor de la barba -. Pero me hasdicho tales palabras... que yo, como hombre dehonor, no puedo permitir a nadie...

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Pedro, extrañado, le miraba sin comprenderqué quería.

- Aunque estamos solos, no puedo... - conti-nuó Anatolio.

- ¿Qué? ¿Quieres una satisfacción? - replicóPedro en tono de burla.

- Por lo menos puedes retirar las palabras quehas dicho, ¿eh...?, si quieres que acepte tus con-diciones, ¿eh?

-Retiradas, retiradas... - dijo Pedro -. Perdó-name. Y te daré dinero para el viaje si es preci-so.

Anatolio no pudo menos que echarse a reír.Aquella risa, tímida y temerosa, que conocía

por su mujer, exasperó a Pedro.- ¡Raza de cobardes y de gente sin corazón! -

exclamó saliendo de la estancia.Al día siguiente, Anatolio marchaba a San Pe-

tersburgo.

XV

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Pedro fue a casa de María Dmitrievna paracomunicarle que su deseo estaba cumplido:Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casaestaba amedrentada y emocionada. Natachahabía empeorado y María Dmitrievna le confióen secreto que aquella noche, cuando vio claroque Anatolio era casado, había intentado enve-nenarse con arsénico, que se había proporcio-nado a escondidas. Cuando se hubo tragadouna pequeña cantidad se asustó tanto quellamó a Sonia y le explicó lo que acababa dehacer. Había sido posible administrarle a tiem-po el contraveneno, y ahora ya estaba fuera depeligro. No obstante, se encontraba tan decaídaque no era posible pensar en su traslado, y hab-ían enviado a buscar a su madre. Pedro vio alConde descompuesto y a Sonia deshecha enlágrimas, pero no pudo ver a Natacha.

Pedro, aquel día, comió en el círculo. Por to-dos lados oía conversaciones sobre la tentativade rapto de la señorita Rostov, y las desmentíatodas, afirmando obstinadamente que no había

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nada de todo aquello, que su cuñado habíahecho pedir a la señorita Rostov, que había sidorechazado y que no había nada más. Pedro cre-ía que tenía obligación de ocultar aquel hecho yde restablecer la reputación de la señorita Ros-tov.

Esperaba con miedo la llegada del príncipeAndrés y cada día iba a buscar noticias a casadel anciano Príncipe.

El príncipe Nicolás Andreievitch sabía por laseñorita Bourienne todos los rumores que corr-ían por la ciudad y en la habitación de la prin-cesa María había leído la carta en que Natachadevolvía la palabra a su prometido. Estaba másalegre que de costumbre y esperaba a su hijocon gran impaciencia.

Al cabo de unos cuantos días de la marcha deAnatolio, Pedro recibió una noticia del príncipeAndrés anunciándole su llegada y rogándolepasara por su casa.

Tan pronto como llegó a Moscú, el príncipeAndrés había recibido por su padre la carta de

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Natacha a la princesa María en la cual retirabasu promesa - la señorita Bourienne había roba-do la carta de la habitación de la princesa Maríay la había entregado al viejo -, y escuchó de supadre la narración del rapto de Natacha, conlos comentarios siguientes.

Pedro fue a su casa a la mañana siguiente.El príncipe Andrés cogió a Pedro del brazo y

se lo llevó al cuarto que tenía preparado paraél: había allí una cama, una maleta y dos cofresabiertos. El príncipe Andrés se acercó a uno ytomó una cajita. De ella sacó un rollo envueltoen papel. Hacía todo esto en silencio y muydeprisa. Se levantó, tosió. Tenía la cara hosca ylos labios apretados.

- Perdóname si te pido un favor...Pedro comprendió que el príncipe Andrés

quería hablarle de Natacha, y su ancho rostroexpresó el sentimiento y la compasión. Estaexpresión de la cara de Pedro molestó alpríncipe Andrés. Con voz sonora, resuelta ydesagradable continuó:

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- He recibido la negativa de la condesa Ros-tov. Los rumores que han llegado hasta mí deque tu cuñado ha pretendido su mano o unacosa por el estilo ¿son exactos?

- Lo son y no lo son - empezó Pedro; pero elpríncipe Andrés le interrumpió:

- Aquí hay sus cartas y su retrato - tomó elpliego de papeles de encima de la mesa y lo dioa Pedro -. Devuélveselo a la Condesa si la ves.

- Está muy enferma - dijo Pedro.- ¡Ah! ¿Aún está aquí? ¿Y el príncipe Kura-

guin? - preguntó rápidamente el príncipeAndrés.

- Hace días que está fuera. Ella está muy en-ferma.

- Te aseguro que lo siento.Sonrió fríamente, de una manera hostil y des-

agradable, tal como acostumbraba hacerlo supadre.

- ¡Así, pues, el señor Kuraguin no se ha dig-nado ofrecer su mano a la condesa Rostov!-dijoAndrés atragantándose muchas veces.

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- Ciertamente, no podía casarse con ella por-que ya lo está - respondió Pedro.

El príncipe Andrés, con su cara desdeñosa yhostil, recordaba otra vez a su padre.

- ¿Y dónde está ahora tu cuñado? ¿Puedo sa-berlo?

- En San Petersburgo..., y, si quieres que tediga la verdad, no lo sé de cierto.

-Lo mismo me da. Di a la condesa Rostov queera y continúa siendo completamente libre yque le deseo toda la felicidad posible.

XVIAquella misma noche, Pedro fue a casa de los

Rostov a cumplir su cometido. Natacha estabaen la cama, el Conde en el círculo. Pedro en-tregó las cartas a Sonia, después entró a ver aMaría Dmitrievna, que deseaba saber cómohabía recibido la noticia el príncipe Andrés. Alos diez minutos, Sonia entraba en la habitaciónde María Dmitrievna.

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- Natacha quiere ver de todas maneras alconde Pedro Kirilovitch - dijo.

- Pero ¿cómo es posible que entre? ¡Todo lotenemos de cualquier modo! - respondió MaríaDmitrievna.

- Dice que se vestirá e irá al salón - dijo Sonia.María Dmitrievna se limitó a encogerse de

hombros.-A ver, ¿cuándo vendrá? Cree que me da mu-

cha guerra. Anda con cuidado, no se lo digastodo - recomendó a Pedro -, porque yo no ten-go ni aliento para reñirla al verla tan desgracia-da.

Natacha, de negro, pálida, severa - pero noavergonzada, como esperaba Pedro -, estaba enmedio del salón. Cuando Pedro apareció en lapuerta, Natacha palideció; visiblemente estabaindecisa: ¿avanzaría hacia Pedro o le esperaría?

Pedro se acercó a ella rápidamente. Creía queella le alargaría la mano, como siempre, peroNatacha se acercó mucho a él, respiró con fuer-za y dejó caer los brazos como hacía cuando se

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ponía en el centro de la sala para cantar, perocon una expresión totalmente distinta.

- Pedro Kirilovitch - empezó rápidamente -, elpríncipe Bolkonski era amigo de usted y aún loes - añadió (le parecía que todo había pasado yque ahora era todo diferente) -, y me dijo queen toda ocasión podía acudir a usted.

Pedro, silencioso, respiraba profundamentemientras la miraba. Hasta aquel momento lacondenaba y procuraba despreciarla, pero aho-ra la compadecía de tal manera que en su almano había lugar, para la menor recriminación. .

- Aligra está aquí. Dígale... que me per..., queme perdone.

Se detuvo y empezó a respirar más regular-mente, pero sin llorar.

- Bueno..., se lo diré... - empezó Pedro; perono sabía qué añadir.

Natacha estaba visiblemente asustada de lospensamientos que podían ocurrírsele a Pedro.

- No. Sé muy bien que todo ha terminado - di-jo ella rápidamente-. No; eso no puede volver

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jamás. La única cosa que me tortura es el dañoque le he hecho. Decidle solamente que le pidoque me perdone de todo...

Todo el cuerpo le temblaba. Se sentó en unasilla.

La compasión invadió totalmente el alma dePedro.

- Se lo diré, se lo diré; pero quisiera saber unacosa...

«¿Qué?», preguntó Natacha con la mirada.- Quisiera saber si ama usted... - Pedro no

sabía cómo nombrar a Anatolio y se puso colo-rado pensándolo -. Si ama usted a aquel malhombre.

- No le llame mal hombre - exclamó Natacha-. No sé contestarle.

Se puso a llorar.El sentimiento de compasión, de ternura, de

amor, se apoderó más vivamente aún de Pedro.Sentía que las lágrimas empezaban a turbar suslentes, y tenía la esperanza de que Natacha nolo notaría.

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- No hablemos más de ello, pues - dijo Pedro.Natacha sintió extrañeza al oír de pronto aque-lla voz dulce, tierna -. No hablemos más de ello,se lo diré todo. Sólo le pido una cosa: considé-reme como un amigo... y si le conviene quealguien la ayude, si necesita usted un consejo, siquiere simplemente abrir el corazón a alguien,no ahora, sino cuando la luz se haya hecho ensu interior, dígamelo. - Le tomó la mano y se labesó -. Me consideraría tan feliz si pudiera... -Pedro se calló, confuso.

- No me hable de esta manera porque no lomerezco - exclamó Natacha. Quería salir de lahabitación, pero Pedro la retuvo por la mano.Sabía que aún debía decirle otras cosas, perocuando las dijo él mismo se admiró de sus pa-labras.

- ¡Basta, basta! Para vos la vida aún ha deempezar - dijo él.

- ¿Para mí? No. Para mí todo está perdido -replicó ella en tono avergonzado y humilde.

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- ¡Todo está perdido! - repitió Pedro -. Si yono fuese yo, sino el hombre más apuesto, másespiritual, el mejor del mundo, si fuese libre,ahora mismo, de rodillas, pediría su mano y suamor.

Natacha, por primera vez desde hacía mu-chos días, lloró de agradecimiento y de ternuray salió del salón dirigiendo una larga mirada aPedro.

Inmediatamente, Pedro corrió a la antecáma-ra reteniendo las lágrimas de emoción y de feli-cidad que le ahogaban. Se entretuvo unos mo-mentos buscando las mangas de la pelliza, quefinalmente se pudo poner, y se instaló en eltrineo.

- ¿Adónde? - preguntó el cochero.- ¿Adónde? - repitió Pedro -. ¿Adónde podría

ir ahora? ¿Es hora de ir al círculo? ¿De hacervisitas?

Todos los hombres le parecían miserables,pobres en comparación con aquel sentimientode emoción y de amor que experimentaba, en

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comparación con aquella mirada dulcificada,reconocida, que ella le había dirigido por últi-ma vez a través de sus lágrimas.

- ¡A casa! - dijo, y a pesar de los diez gradosbajo cero se desabrochó la pelliza de piel de osoy respiró gozosamente a pleno pulmón.

Hacía un frío claro. Por encima de las callessucias, medio iluminadas, por encima de lostejados negros, se elevaba el cielo oscuro, estre-llado. Al mirar aquel cielo era cuando Pedrosentía más intensamente la bajeza impresionan-te de las cosas terrenales, en comparación conla elevación en que se encontraba su alma. Alentrar en el palacio de Arbat, una gran exten-sión de cielo estrellado, oscuro, se desplegabaante sus ojos. Casi en el centro del cielo, encimadel bulevar Pretchistenski, un cometa enorme,brillante, rodeado de estrellas, se distinguía detodas ellas por su proximidad a la tierra, por suluz blanca y larga cola. Era el cometa de 1812,que, según se decía, anunciaba todos los terro-res del fin del mundo; mas para él, aquella es-

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trella clara, con su larga cabellera resplande-ciente, no anunciaba nada terrible, sino muy alcontrario. Con los ojos humedecidos de lágri-mas, Pedro contemplaba gozoso aquella estrellaclara que con una rapidez vertiginosa recorría,en una línea parabólica, un espacio incalculabley, como una flecha, agujereaba la atmósfera enaquel lugar que había escogido en el cielosombrío, se detenía desmelenándose la cabelle-ra y lanzando rayos de luz blanca entre aque-llos astros radiantes. Para él, aquella estrellaparecía corresponder a lo que había en su almaanimosa y enternecida, abierta a una vida nue-va.

NOVENA PARTEIHacia finales de 1811 comenzó el armamento

intensivo y la concentración de fuerzas de laEuropa occidental, y en 1812, estas fuerzas -millones de hombres, incluyendo a aquellosque transportaban y avituallaban aquel ejército

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- avanzaron de Oeste a Este, en dirección a lasfronteras rusas, donde, todavía desde 1811, sehallaban las tropas del Zar. El l2 de junio, losejércitos de la Europa occidental cruzaron lasfronteras de Rusia y la guerra fue una realidad.

Después de conversar con Pedro en Moscú, elpríncipe Andrés marchó a San Petersburgo porasuntos particulares, según dijo a su familia,pero en realidad con la idea de encontrar alpríncipe Anatolio Kuraguin, al que creía nece-sario provocar. Llegado a San Petersburgo, ave-riguó que Kuraguin no se encontraba allí. Pe-dro había advertido a su cuñado que el prínci-pe Andrés le buscaba. Anatolio Kuraguin reci-bió inmediatamente orden del Ministerio de laGuerra y partió hacia el ejército en Moldavia.

En San Petersburgo, el príncipe Andrés en-contró a Kutuzov, su antiguo general, siemprebien dispuesto con él, que le propuso llevárseloconsigo al ejército de Moldavia, del que habíasido nombrado generalísimo. El príncipe

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Andrés, después de recibir su nombramientode oficial del Cuartel General, marchó a Turqu-ía.

El príncipe Andrés no encontraba muy fácilescribir a Kuraguin para provocarlo sin dar unnuevo pretexto al desafío. Pensaba que unaprovocación por su parte comprometería a lacondesa Rostov, y por eso trataba de hallar unacuestión personal que fuera motivo suficientepara tener un duelo con Kuraguin. Pero en elejército turco no tuvo la fortuna de encontrar aKuraguin, que a poco de la llegada del príncipeAndrés había vuelto a Rusia.

En un país nuevo y bajo nuevas condicionesde vida, el príncipe Andrés se encontró más agusto. Después de la traición de su prometida,decepción que más le hería cuanto más oculta-ba a todos el efecto que le había producido, lascondiciones de vida en que antes se sentía felizse le hicieron penosas, resultándole mucho másdesagradable la libertad y la independencia conlas cuales tan bien se encontraba hasta enton-

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ces. No solamente no mantenía aquellos pen-samientos que habían acudido a su mente porprimera vez al mirar el campo de batalla deAusterlitz, pensamientos de los que le gustabahablar con Pedro y que llenaron su soledad enBogutcharovo y después en Suiza y en Roma,sino que incluso temía recordarlos por cuantole descubrían un horizonte infinito y diáfano.Entre tanto, el interés inmediato, sin lazos conel pasado, ocupaba su espíritu, pero cuantomás se unía a este interés concreto, más las ide-as antiguas se crecían y afirmaban en él. Aque-lla bóveda infinita que se alejaba del cielo porencima de él, de momento parecía transformar-se en una bóveda baja y determinada que leahogaba, bajo la cual todo era preciso, sin nadaeterno ni misterioso.

De las funciones a que podía dedicarse, elservicio militar era la más sencilla y la másconveniente. Como general agregado al EstadoMayor de Kutuzov, se ocupaba con perseve-rancia y celo de los asuntos, dejando admirado

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al generalísimo por la exactitud y fervor conque ejecutaba su trabajo. No encontrando aKuraguin en Turquía, el príncipe Andrés nocreyó necesario correr detrás de él por todaRusia; sabía que un día a otro lo encontraría yque, a pesar del desprecio que por aquel hom-bre sentía, a pesar de todas las razones que ten-ía para considerar indigno el rebajarse a lucharcon él, comprendía que, si lo encontraba, nopodría evitar provocarlo, del mismo modo queel hambriento no puede dejar de coger el trozode pan que encuentra en su camino. La con-ciencia de no haber podido vengar aquellaofensa, de tener todavía la rabia en el corazón,envenenaba aquella calma ficticia que el prínci-pe Andrés conservaba en Turquía, bajo la apa-riencia de una actividad ambiciosa y vana.

En 1812, cuando la noticia de la guerra contraNapoleón llegó a Bucarest - donde Kutuzovpasó seis meses, día y noche, con su amante,una valaca -, el príncipe Andrés pidió al gene-ralísimo que lo destinara al ejército del Oeste.

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Kutuzov, que ya empezaba a cansarse de laactividad de Bolkonski, ya que parecía un re-proche constante a su ociosidad, le dejó mar-char de buena gana con una misión para Bar-clay de Tolly.

IIA últimos de junio llegó el príncipe Andrés al

Cuartel General. Las tropas del primer cuerpode ejército, en el que se encontraba el Empera-dor, hallábanse dispersas por el campamentode Drissa. Las del segundo retrocedían paraunirse a las del primero, del que se decía quehabían sido separadas por las fuerzas francesas.

Todos, en el ejército ruso, estaban desconten-tos de la marcha de la guerra, pero nadie creíaen el peligro de invasión de las provincias ru-sas, pues no podían suponer que la guerra fue-ra llevada más allá de las provincias de la Polo-nia occidental.

El príncipe Andrés se había reunido a Barclayde Tolly en la ribera del Drissa. Como no existía

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ni un solo pueblo grande o una ciudad en losalrededores del campamento, los numerososgenerales y cortesanos que seguían al ejército sehallaban instalados en las casas más conforta-bles de la comarca, en una zona de diez verstasa ambas orillas del río. Barclay de Tolly se en-contraba a cuatro verstas del Emperador.

Recibió a Bolkonski fríamente, con sequedad,diciéndole con su acento alemán que hablaríade él con el Emperador y rogándole que, entretanto, quedara en su Estado Mayor. AnatolioKuraguin, a quien el Príncipe esperaba encon-trar en el ejército, no estaba allí. Había ido a SanPetersburgo.

Antes de empezar la campaña, Nicolás Ros-tov recibió una carta de sus parientes, ex-plicándole brevemente la enfermedad de Nata-cha y su ruptura con el príncipe Andrés - cuyacausa atribuían a una negativa de Natacha -,rogándole, además, que presentara su dimisióny volviera a casa.

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Nicolás, después de recibir aquella carta, nisiquiera intentó obtener una licencia o el retiro;se limitó a escribir a sus padres lamentandovivamente la enfermedad de Natacha y la rup-tura de sus relaciones, añadiendo que haríacuanto estuviera en su mano para atender a susdeseos. Escribió particularmente a Sonia:

«Adorada amiga de mi alma:»Nada, fuera del honor, podría retenerme

aquí, pero ahora, antes de empezar las hostili-dades, me consideraría deshonrado no sólo conrespecto a mis compañeros, sino ante mis pro-pios ojos, si prefiriera mi propia felicidad aldeber y al amor de la patria. Sin embargo, éstaes la última separación. Ten por cierto que,después de la guerra, si todavía vivo y tú mequieres aún, correré a tu lado para estrechartepara siempre contra mi pecho enamorado.»

En efecto, sólo el principio de la guerra reten-ía a Rostov, impidiéndole partir para casarsecon Sonia, como se lo había prometido.

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En otoño, en Otradnoie, con sus cacerías; elinvierno, con las fiestas navideñas y el amor deSonia, le mostraban la perspectiva del dulcebienestar de un gentilhombre y de una calmaque antes no conocía pero que le atraía podero-samente.

«¡Una dulce esposa, hijos, una traílla de pe-rros corredores, diez o doce parejas de galgos,los trabajos del campo, los vecinos y las funcio-nes electivas!», he aquí lo que pensaba.

Pero ahora estaban en guerra y era necesariocontinuar en el regimiento, y aunque aquellaperspectiva le atrajera, Nicolás Rostov, por sucarácter, estaba satisfecho de la vida que lleva-ba y que sabía hacerse agradable.

De vuelta de su permiso y recibido con granalegría por sus compañeros, Nicolás fue desti-nado a la remonta, en la pequeña Rusia, de laque volvía con magníficos caballos que le enor-gullecían y que le merecieron la felicitación desus jefes. Durante su ausencia había sido as-cendido a capitán, y cuando el regimiento, en

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pie de guerra, completó sus cuadros, recibió denuevo el mando de su antiguo escuadrón.

Había empezado la campaña. Su regimientofue enviado a Polonia, percibiendo doble suel-do. Llegaban nuevos oficiales, nuevos hombresy más caballos, y la excitante y alegre impre-sión que acompaña el principio de la guerra semanifestaba por todas partes. Rostov, viendosu ventajosa situación en el regimiento, se en-tregaba totalmente a los placeres y a los inter-eses de la vida militar, aunque sabía que, mástarde o más temprano, tendría que dejarla.

Las tropas se alejaban de Vilna por diversas ycomplicadas causas de Estado, de política y detáctica. Cada retroceso se traducía, en el EstadoMayor, en un complicado juego de intereses,proyectos y pasiones. Para los húsares del re-gimiento de Pavlogrado, aquella marcha en lamejor época del verano y con abundantes pro-visiones era lo más sencillo y divertido. El fas-tidio, el nerviosismo, la crítica, sólo tenía objetoen el Cuartel General, pero en el ejército nadie

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se preguntaba cómo y por qué retrocedían. Silamentaban la marcha era sólo porque debíandejar el alojamiento a que se habían acostum-brado, o a alguna mujer bonita; y si a alguien sele ocurría que las cosas andaban mal, tal comocorresponde a un militar valiente, el que habíatenido aquella idea procuraba mostrarse alegrey no pensar más en la marcha general de aque-llas cuestiones.

Al principio, el tiempo transcurría muy diver-tido cerca de Vilna, donde todo se reducía aentablar conocimiento con los propietarios po-lacos en las revistas del Emperador o de otrosjefes importantes. Luego llegó la orden de reti-rarse de Sventziany y de destruir todas las pro-visiones que fuera imposible llevarse. Svent-ziany dejó memorable recuerdo en los húsares,como «campamento de los borrachos», comollamaba todo el ejército al alto efectuado cercade aquella ciudad, porque allí hubo muchasquejas contra las tropas, que, aprovechando laorden de tomar las provisiones de casa de los

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campesinos, se llevaron caballos, coches y al-fombras de los hacendados polacos. Rostovrecordaba a Sventziany porque al entrar en estepueblo arrestó a un sargento y no pudo domi-nar a sus soldados borrachos por haber robadocinco barriles de cerveza vieja.

De Sventziany retrocedieron hasta Drissa, yde Drissa se retiraron hasta alcanzar las fronte-ras rusas.

El 13 de julio, los de Pavlogrado tuvieron suprimera acción.

El día 12, víspera de la batalla, durante la no-che estalló una fuerte tormenta con granizo. Elverano de 1812 en general fue muy tempestuo-so.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogra-do vivaqueaban entre unos campos de cebada,pisoteados y destrozados por soldados y caba-llos. Llovía torrencialmente. Rostov, con Ilin, unjoven oficial al que protegía, se hallaban senta-dos bajo un cobertizo rápidamente construido.Un oficial de su regimiento, con grandes bigo-

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tes, que volvía del Estado Mayor y al que lalluvia había sorprendido a mitad del camino,acercándose a ellos, le dijo:

- Conde, vengo del Estado Mayor. ¿Ha oídousted hablar de la hazaña de Raievsky? - y se-guidamente el oficial comenzó a contar los de-talles de la batalla de Saltanovka como la rela-taban en el Estado Mayor.

Rostov, levantándose el cuello, que se le mo-jaba, fumaba en pipa y, sin prestar mucha aten-ción a lo que oía, miraba de vez en cuando aljoven oficial Ilin, que se sentaba a su lado. Eraeste oficial un muchacho de dieciséis años, loque él había sido para Denisov siete años antes.Ilin procuraba imitar en todo a Rostov y estabaenamorado de él igual que de una mujer.

El oficial de los grandes bigotes, Zdrjinski,contaba, emocionado, la hazaña de Raievsky,que había realizado un acto digno de la anti-güedad clásica, pues la acción de Saltanovkafue la de las Termópilas rusas.

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Zdrjinski contaba cómo Raievsky, acercándo-se con sus dos hijos al parapeto, se había lanza-do al ataque con ellos. Rostov escuchaba el rela-to, pero no procuraba animar el entusiasmo deZdrjinski, sino que, por el contrario, hacía elefecto de un hombre avergonzado por lo que sele explica, aunque no tuviera la más pequeñaintención de objetar nada. Rostov, después delas campañas de Austerlitz y de 1807, sabía porpropia experiencia que cuando se cuentanaventuras siempre se miente, como mentía élcuando las contaba; por otra parte, tenía bas-tante experiencia para saber que en la guerra nopasa nunca nada del modo que nos lo imagi-namos y del modo que se cuenta. Por eso ledisgustaba el relato de Zdrjinski y el propioZdrjinski, que, con su bigote y siguiendo sucostumbre, se acercaba mucho a su interlocutor,empujándole hacia el pequeño cobertizo. Ros-tov le miraba en silencio.

«Primeramente, sobre el parapeto, sería tantala confusión que si Raievsky hubiera llevado

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consigo a sus dos hijos, excepto una docena dehombres de los que más cerca de él estaban,nadie hubiera podido darse cuenta -pensabaRostov-. Los demás no podían ver cuándo nicon quién saltaba Raievsky el parapeto. Inclusolos que lo hubieran visto no se hubiesen sentidomuy entusiasmados, pues ¿qué interés les des-pertarían los tiernos y paternales sentimientosde Raievsky, preocupados como estarían porsalvar su propia piel? Además, que del hechode que se apoderaran o no del parapeto de Sal-tanovka no dependía, como en las Termópilas,la suerte de la patria. ¿Por qué aquel sacrificio?¿Por qué mezclar a los hijos con la guerra? Yono sólo no me llevaría a Petia, sino que ni a Ilin,este muchacho tan bueno, al que procuraríadejar en lugar seguro», continuaba pensandoRostov mientras oía a Zdrjinski. Pero no expre-saba sus pensamientos; su experiencia se lovedaba, pues sabía que aquel relato contribuíaa la gloria del ejército y, por esta razón, no pod-ía dudarse de él.

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- Yo no puedo ya más - dijo Ilin, que advirtióque la narración de Zdrjinski enojaba a Rostov-.Las medias, la camisa, todo yo estoy mojado.Voy a buscar algún sitio donde resguardarme,pues creo que la lluvia disminuye.

Ilin salió, partiendo también Zdrjinski. Al ca-bo de cinco minutos, Ilin, con barro hasta lanariz, entró en el cobertizo.

- ¡Hurra! Corramos, Rostov. ¡Ya lo he encon-trado! A doscientos pasos de aquí hay una hos-tería; los nuestros están allí todos. Nos secare-mos. Además, también está María Henrikovna.

María Henrikovna era la esposa del médicodel regimiento, una alegre alemana con la cualel doctor se había casado en Polonia. El doctor,sea por falta de recursos, sea porque en losprimeros tiempos no quería separarse de sumujer, hacía que le siguiera con el regimiento,siendo los celos del médico el tema habitual dedistracción para los oficiales de húsares.

Rostov, echándose el capote a la espalda,mandó a Lavruchka que le llevara sus cosas a la

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portería, y después, acompañado de Ilin, echó aandar por el barro, bajo la lluvia que disminuía,y en la noche oscura, que el resplandor de losrelámpagos alumbraba a intervalos. De vez encuando se decían:

- ¿Dónde estás, Rostov?-Aquí. ¡Qué relámpagos!, ¿eh?

IIIA las tres de la madrugada, cuando todavía

nadie había dormido, llegó un sargento con laorden de marchar hacia Ostrovna.

Sin dejar de hablar y reír, los oficiales se vis-tieron rápidamente. Prepararon de nuevo elsamovar con agua sucia, pero Rostov, sinaguardar al té, marchó con su escuadrón. Lalluvia había cesado y las nubes se dispersaban.Empezaba a salir el sol. Se sentía la humedad yel frío, particularmente al contacto de sus uni-formes a medio secar.

Al salir del mesón, Rostov e Ilin, a la indecisaluz del alba, dieron ambos una ojeada al inter-

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ior del coche del doctor, que rezumaba aguapor todas partes, y por debajo del toldo vieronlas piernas del doctor y al fondo, sobre unaalmohada, una gorra de dormir femenina,mientras se oía respirar pausadamente.

-Te lo aseguro: es bonita, pero de verdad - di-jo Rostov a Ilin, que le seguía.

- Una delicia - replicó Ilin con la gravedad desus dieciséis años.

Al cabo de una media hora, el escuadrón, co-rrectamente formado, estaba en la carretera. Seoyó gritar al corriandante: «¡A caballo!» Lossoldados, santiguándose, cabalgaron detrás deRostov, que había dado la orden de marchar, enformación de a cuatro, con ruido de herradurassobre la tierra mojada, chirridos de sables yrumor de conversaciones en voz baja, sobre laancha carretera, rodeada de árboles, siguiendolos húsares a la infantería y a la artillería, quemarchaban delante.

Las nubes, de un azul violáceo, volvíanse depúrpura bajo el sol, mientras la brisa las barría.

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Avanzaba el día. Ya se distinguían limpiamentelas hierbas, húmedas de la lluvia nocturna, quesiempre orillan los caminos vecinales. Las ra-mas de los árboles, todavía muy mojadas, eransacudidas por el viento, goteando de ellas agualimpia.

Las caras de los soldados se iban dibujandopoco a poco. Rostov pasaba entre dos filas deárboles con Ilin, que seguía a su lado.

En campaña se permitía la libertad de montarun caballo cosaco y no el de reglamento quecorrespondía. Pero Rostov, conocedor y granaficionado, se había procurado un magníficocaballo del Don, alto y de estampa, que no teníarival. Para Rostov era un placer montar aquelcaballo. Pensaba en el animal, en la madrugada,en la esposa del doctor, y ni una sola vez en elpeligro que le aguardaba.

En otras ocasiones, cuando Rostov marchabaal ataque, sentía miedo; ahora no sentía nadaparecido. No tenía miedo, no porque se hubieraacostumbrado al fuego - nunca el hombre pue-

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de acostumbrarse al peligro -, sino porque sabíadominar su alma. Habíase acostumbrado apensar en todo cuando iban al ataque, exceptoen aquello que parecía lo más esencial: el peli-gro inminente. En sus primeros tiempos deservicio, a pesar de sus esfuerzos y de repro-charse continuamente su cobardía, no podíadominarse, pero ya había aprendido con losaños. Ahora, marchando con Ilin entre los árbo-les, cabalgaba con actitud tranquila y tan des-preocupado como si fuera de paseo. De vez encuando rompía las ramas que le venían a lamano; otras, tocaba con el pie a su caballo;también otras ofrecía, sin volverse, su pipa alhúsar que le seguía, para que se la llenara. To-do para no mirar la cara de Ilin, que, nervioso,hablaba mucho. Conocía por experiencia aquelestado de inquietud, de espera y de miedo demorir en que se encontraba Ilin, sabiendo,además, que sólo el tiempo acabaría curándole.

Cuando sobre el cielo puro apareció el sol,calmóse el viento, como si no quisiera turbar

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aquella mañana de verano después de la tem-pestad. Todavía caían gotas, pero muy escasa-mente, mientras todo se calmaba. El sol, ya so-bre el horizonte, se escondió detrás de una nu-be larga y estrecha; pocos minutos después,desgarrando aquella nube, apareció más clarotodavía por encima de la masa oscura. Todo seaclaraba brillando por aquel resplandor al que,como si quisieran saludar, dispararon algunoscañones.

Rostov no había tenido tiempo de reflexionarni tan sólo de calcular la distancia a que se en-contrarían aquellos cañones, cuando el ayudan-te de campo del conde Osterman Tolstoy llegóa galope de Vitebsk con la orden de ponerse altrote por la carretera.

El escuadrón pasó delante de la infantería yde la batería, que, apresurándose, bajaban de lacolina, y, pasando a través de un pueblo quesus habitantes habían abandonado, volvieron aencontrarse en la montaña. Los caballos empe-

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zaron a cubrirse de sudor, y los hombres sehallaban ya muy excitados.

- ¡Alto! ¡En línea! - ordenó el jefe que iba de-lante -. ¡A la izquierda! ¡Mar! -Y los húsarespasaron al flanco izquierdo de la posición, si-tuándose detrás de los ulanos, que cubrían laprimera fila. A la derecha se encontraba unafuerte columna de infantería: era la reserva.Más arriba, en la montaña, se divisaban, enaquel aire tan puro y bajo la luz oblicua, comorecortados en el horizonte, los cañones rusos.Del valle llegaba el rumor de los soldados ru-sos, que habían empezado la lucha y alegre-mente tiroteaban al enemigo.

Estos sonidos, que Rostov no oía, hacía yamucho tiempo, animáronle como si fuera lamúsica más divertida. «Ta, ta, ta, ta...». Se oíanmuchos tiros, a veces simultáneamente; otras,espaciados. Después, otra vez quedaba todo ensilencio, hasta que de nuevo empezaba el esta-llido de los cohetes, porque tal impresión leproducía.

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Los húsares estuvieron casi una hora en elmismo lugar; entre tanto, comenzaba el caño-neo. Pasó el conde Osterman, con su séquito,por detrás del escuadrón, y después de hablarcon el jefe del regimiento siguieron hacia arri-ba, hacia la montaña, donde se encontraban loscañones.

Cuando Osterman se hubo marchado dióse alos ulanos la orden de:

- ¡En columna! ¡Al ataque!La infantería dejó paso a la caballería. Los

ulanos, empuñando las picas vacilantes, baja-ron al trote por la ladera, lanzándose contra lacaballería francesa, que aparecía por el flancoizquierdo.

Dióse orden a los húsares, cuando los ulanoshubieron partido, de que ocuparan su lugar,cubriendo la batería. Mientras cumplían lasórdenes, silbaban las balas lejanas, sin llegar,empero, ninguna a la línea que cubrían.

Aquel ruido, que Rostov no había oído desdehacía tanto tiempo, le alegraba, excitándole más

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que los cañonazos. Sé levantaba sobre los estri-bos para examinar el campo de batalla, quedesde la montaña se descubría, participandocon toda su alma en las evoluciones de los ula-nos. Estas tropas se encontraban ya muy cercade los dragones franceses. En medio del humose produjo una gran confusión. Al cabo de cin-co minutos pudo verse a los ulanos galopandohacia sus bases de salida. Entre los ulanos,montados en caballos alazanes, y detrás veíasecomo una gran masa el uniforme azul de losdragones franceses, que montaban caballosgrises.

IVRostov, con sus penetrantes ojos de cazador,

fue uno de los primeros en darse cuenta de quelos dragones franceses perseguían a los ulanos.La formación de éstos había sido rota y los dra-gones franceses, sus perseguidores, ibanacercándose. Podía verse a aquellos hombresque parecían tan pequeños, al pie de la colina,

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cómo se atacaban los unos a los otros y cómoblandían brazos y sables.

Rostov miraba lo que pasaba allá abajo comoquien mira una cacería. Comprendía que si enaquel momento se lanzaba sobre los dragonesfranceses, no le resistirían, pero en caso de de-cidirse a hacer tal cosa debía hacerla enseguida,pues de lo contrario sería demasiado tarde.Miró a su alrededor; el capitán encontrábase ados pasos sin apartar tampoco los ojos de lacaballería que allá abajo se divisaba.

-Andrés Sebastianitch - dijo Rostov -, podr-íamos aplastarlos.

- Sería una buena hazaña. ¿Lo intentamos?Rostov, sin terminar de oírle, espoleó a su ca-

ballo, colocándose delante del escuadrón. Nohabía dado la orden cuando todo el escuadrón,que experimentaba un sentimiento igual al su-yo, se conmovió detrás de él. Rostov mismoignoraba cómo y por qué hacía aquello. Obrabaigual que en una cacería, sin reflexionar, sincalcular. Veía que los dragones estaban cerca,

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que corrían, que estaban desorganizados, ysabía que resistirían. Sabía que aquel momentoera único, que no volvería a presentarse y quedebía aprovecharlo. Las balas silbaban a sualrededor tan excitantes, su caballo piafaba contal ardor, que no podía contenerle. Aflojó lasbridas, dio una orden, oyendo al mismo tiempoel ruido que el escuadrón hacía al marchar altrote. Empezó a descender por el torrente haciaabajo. No habían andado muchos pasos cuan-do, involuntariamente, el trote del regimientose transformó en un galope qué crecía a medidaque se acercaban a los ulanos y a los dragonesfranceses que les perseguían.

Los dragones se encontraban muy cerca. Losque iban delante, en cuanto se dieron cuenta dela presencia de los húsares, volvieron grupas.Los que se encontraban más atrás, detuviéron-se. Rostov, con el mismo espíritu con que corríapara cortar la retirada al lobo, dejó flotando labrida de su caballo del Don y corrió a cortar elcamino a los dragones franceses, que habían

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perdido la formación. Un ulano se detuvo. Unsoldado de infantería se arrojó al suelo para noser aplastado; un caballo sin jinete corría entrelos húsares. Casi todos los dragones franceseshuían. Rostov, luego de elegir uno que monta-ba un caballo azulado, empezó a perseguirlo.Chocó contra una raíz, el caballo saltó por en-cima del obstáculo y Nicolás tuvo grandes difi-cultades para mantenerse en la silla; sin embar-go, un instante después, luchaba contra el ene-migo que había elegido. Aquel francés, proba-blemente un oficial a juzgar por el uniforme,galopaba tendido sobre su caballo, al que exci-taba con el sable. Su caballo estuvo a punto deser derribado por el de Rostov al chocar el pe-cho del de éste contra la grupa del otro. Enton-ces Rostov, sin saber exactamente lo que hacía,tiró de su sable e hirió al francés.

En aquel mismo instante, toda la animaciónde Rostov desapareció de improviso. El oficialhabía caído no tanto por el efecto del sablazo,que le dio de refilón en el codo, como por el

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topetazo del caballo y del miedo sufrido. Ros-tov, mientras contenía a su caballo, buscaba conlos ojos al enemigo que había herido. El oficialfrancés saltaba con un pie en el estribo y el otroen el suelo y miraba con espanto a Rostov. Derostro pálido, de pelo rubio, joven, con la barbi-lla de un niño, cubierto por completo de barro,no producía la impresión de un hombre deguerra en campo de batalla, sino la de un hom-bre completamente normal. Antes de que Ros-tov hubiera decidido lo que debía hacer, el ofi-cial gritó:

- ¡Me rindo!Y muy apurado trataba de sacar el pie del es-

tribo, sin que lo consiguiera, mientras miraba aRostov con sus azules y espantados ojos. Loshúsares ayudáronle a librar su pie del estribo yle subieron de nuevo a la silla. Los húsares sebatían en muchos lugares con los dragones; unherido, con la cara llena de sangre, no dejabamover a su caballo. Otro, montado en la grupadel caballo de un húsar, luchaba como una fie-

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ra, sin armas. Un tercero acomodábase en lasilla ayudado por un húsar.

La infantería francesa acudió disparando. Loshúsares se retiraron a toda prisa llevándose losprisioneros. Rostov siguió a todos con el co-razón encogido por un sentimiento desagrada-ble. Algo vago, confuso, que no podía explicar-se, habíase despertado en él con la captura deloficial francés y con el sablazo que le habíapropinado.

El conde Osterman Tolstoy se encontró conlos húsares que volvían. Llamó a Rostov, al quedio las gracias, diciéndole que pondría en cono-cimiento del Emperador su acto de heroísmo yle propondría para la cruz de San Jorge. Cuan-do Rostov fue llamado por el conde Osterman,recordó que había efectuado aquel ataque sinórdenes de nadie y creyó que el jefe le mandaballamar para decirle lo que hacía al caso; por ellolas halagadoras palabras de Osterman y lapromesa de una condecoración deberían haber-le causado una mayor sorpresa. Pero, sin em-

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bargo, aquel sentimiento le turbaba interior-mente. «¿Qué es lo que me atormenta? - se pre-guntaba al separarse del general -. ¿Por quépienso en Ilin? No, está bueno y sano. ¿Hehecho algo vergonzoso? Tampoco.» Algo pare-cido, sin embargo, a un remordimiento le ator-mentaba.

«Sí, sí, aquel oficial con cara de niño.... Meacuerdo de cómo mi brazo se me ha paralizadoal levantarlo.»

Rostov vio a los prisioneros y los siguió paraver al francés. Tenía un hoyuelo en la barbilla.Con su uniforme extranjero montaba el caballode un húsar, mientras miraba con ojos de es-panto a su alrededor. Su herida no tenía impor-tancia. Dirigió una sonrisa a Rostov y con lamano le hizo un ligero saludo. Rostov se sintiófeliz a la vez que avergonzado. Todo aquel díay el siguiente, los amigos y los compañeros deRostov observaron que, sin estar enfadado, nimucho menos malhumorado, seguía callado,pensativo, silencioso, bebía sin ganas, procu-

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rando quedarse solo, sin abandonar su talantepreocupado.

Rostov pensaba continuamente en su acto deguerra, que, con gran extrañeza por su parte, levalía la cruz de San Jorge y la reputación devaliente y en el que había algo que no podíacomprender en modo alguno. «Así, pues, ¿sontodavía más cobardes que nosotros? ¿Hiceaquello por la patria? ¿Y qué culpa tiene el ofi-cial de los ojos azules y cara de niño? ¡Quémiedo tenía! ¡Creyó que le iba a matar! ¿Y porqué había de hacerlo? Mi mano temblaba, y medan la cruz de San Jorge. No acabo de com-prenderlo.»

Pero mientras Nicolás planteábase estas pre-guntas, sin que pudiera darse cuenta de lo quele conmovía tanto, la rueda de la fortuna girabaa su favor. Fue ascendido después de la acciónde Ostrovna, confiándosele un batallón dehúsares, y siempre que se precisaba un oficialvaliente para alguna misión, se le requería a él.

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VTodos los domingos, algunos amigos íntimos

comían en casa de los Rostov. Pedro fue a sucasa esperando encontrarlos solos. Pedro habíaengordado aquel año de tal modo que hubieraresultado horrible de no poseer aquella estatu-ra, aquellos sus miembros tan fuertes y no lle-var con tan gran facilidad su carga. Subió, sinembargo, la escalera resoplando y murmuran-do algo. El cochero ya no le preguntó si debíaaguardarlo; sabía que su señor estaría hastamedianoche en casa de los Rostov.

Los criados se apresuraron a quitarle el abri-go y recoger su bastón y su sombrero. Pedro,por costumbre de clubman, dejó el sombrero yel bastón en la antesala. La primera personaque vio en casa de los Rostov fue a Natacha.Antes de verla, mientras se quitaba el abrigo, lahabía oído hacer escalas al piano. Como sabíaque desde su enfermedad no cantaba, el sonidode su voz, aunque le produjo un sentimiento deextrañeza, le alegró. Abrió la puerta despacio,

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viendo a Natacha, con su traje de color lila, quese paseaba por la habitación cantando. Cuandoabrió la puerta, Natacha estaba de espaldas, porcuyo motivo no le vio, pero al volverse, cuandodescubrió la mirada curiosa de Pedro, enrojecióy se le acercó vivamente.

- Estoy haciendo esfuerzos para recuperar mivoz -dijo-. Al fin y al cabo, no deja de ser unpasatiempo - añadió, como excusándose.

- Muy bien.- ¡Qué contenta estoy de que haya venido!

¡Soy muy feliz hoy! - advirtió, animada comohacía mucho tiempo no la veía Pedro -. ¿Sabeusted, Pedro? Nicolás ha sido condecorado conla cruz de San Jorge. ¡Me siento tan orgullosapor ello!

- Sí, yo fui quien les mandó la orden. Pero noquiero estorbarla-añadió, mientras hacía acciónde pasar a la sala, pero Natacha le detuvo.

- Conde, ¿cree que hago mal en cantar? - dijoruborizándose, aunque sin bajar los ojos, mien-tras le miraba interrogativamente.

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-No... ¿Por qué...? Al contrario... Pero ¿porqué me lo pregunta?

- Ni yo misma lo sé. Pero no quisiera hacernada que pudiera molestarle - respondió preci-pitadamente -. Tengo una gran confianza enusted. No sabe la importancia que tiene paramí; y todo lo que ha hecho por mí - hablabadeprisa, sin darse cuenta de que Pedro enrojec-ía oyéndola -. En la misma orden que nos hamandado usted he visto que él, Bolkonski -pronunció el nombre rápidamente y a mediavoz -, está en Rusia y de nuevo en el servicio.¿Cree usted que me perdonará alguna vez?¿Me odiará? ¿Qué le parece? - dijo apresura-damente, tumultuosamente, por miedo a desfa-llecer.

-Me parece... que no tiene que perdonarle na-da... Si yo fuera él...

Por asociación de ideas, Pedro se trasladómomentáneamente al día en que, para conso-larla, habíale dicho que si él fuera el mejorhombre del mundo, y libre, pediría su mano de

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rodillas, y el mismo sentimiento de ternura y deamor le dominó, mientras sus labios iban apronunciar las mismas palabras. Ella, empero,no le dio tiempo de hablar.

- Sí, usted, usted - dijo Natacha, pronuncian-do las palabras con entusiasmo-, usted es dis-tinto: mejor, más magnánimo y más generosoque usted, no conozco hombre alguno, y nocreo que pueda existir. Si entonces usted nohubiera aparecido, si ahora mismo no se encon-trara aquí, no sé qué haría, porque... - Se le lle-naron los ojos de lágrimas, se volvió y, acer-cando a sus ojos un fragmento de música, afinóy otra vez empezó a pasear por la sala.

En aquel momento, Petia apareció corriendoen el salón. Se había convertido en un mo-zarrón de quince años, muy fuerte y estirado, y,con los labios muy rojos, parecíase extraordina-riamente a Natacha. Se preparaba para ingresaren la Universidad, pero últimamente, con sucompañero Obolenski, habían decidido serhúsares.

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Petia habló de todo ello con su homónimo. Lehabía pedido que se informara de si le aceptar-ían en los húsares. Pedro paseaba por el salónsin oír a Petia, que le tiraba de la manga paraobligarle a prestar atención.

- ¿Cómo están mis asuntos, Pedro Kirilovitch?Dígamelo. Usted es mi última esperanza - dijoPetia.

- ¡Ah, sí, la cuestión de los húsares! Ya me in-formaré, ya me informaré. Hoy mismo lo sabrétodo.

- Querido amigo, ¿ha conseguido usted elmanifiesto? - preguntó el Conde -. La Condesaha ido a misa a la capilla de los Razumovski,donde ha oído la nueva oración, que dicen queestá muy bien.

- Sí, sí, tengo el manifiesto - respondió Pedro-. El Emperador llegará mañana; se reunirá unaasamblea extraordinaria de la nobleza; dicenque se pedirá un alistamiento supernumerario.Le felicito por la cruz de Nicolás.

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- Gracias, Conde, que el Señor sea alabado.¿Qué se dice en el ejército?

- Los nuestros han retrocedido de nuevo; di-cen que se encuentran sobre Smolensk.

- ¡Dios mío, Dios mío! - exclamó el Conde -.¿Tiene el manifiesto?

- ¿El manifiesto? ¡Ah, sí! - Pedro empezó abuscar en sus bolsillos, pero sin lograr dar conel papel. Mientras buscaba en sus bolsillos, besóla mano a la Condesa, que acababa de entrar enel salón. Al mismo tiempo miró en torno suyomuy inquieto al ver que Natacha no aparecía enel salón, a pesar de no seguir cantando.

- ¡Palabra que no sé dónde lo he metido! - di-jo.

- Todo lo pierde - explicó la Condesa.Natacha entró con el rostro emocionado, dul-

ce, y sentóse silenciosamente, mirando a Pedro.En cuanto ella apareció, aclaróse la fosca carade Pedro. La miró muchas veces mientras segu-ía buscando en sus bolsillos.

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- Volveré a casa, pues debo habérmelo dejadoallí.

- No tendrá tiempo antes de comer.- El cochero ha marchado ahora precisamen-

te.Sonia, que había salido a la antecámara a ver

si encontraba el papel, lo descubrió en el som-brero de Pedro, donde cuidadosamente lo hab-ía dejado. Pedro trató de leerlo.

- No, después de comer - dijo el Conde, queparecía prometerse un gran placer con aquellalectura.

En la comida, bebieron champaña a la saluddel nuevo caballero de San Jorge. Se habló delos rumores que circulaban por la ciudad: laenfermedad de la vieja princesa Georgina; lasalida de Metivier de Moscú; la detención deun viejo alemán enviado a Rostopchin, quedeclaró que era un champignon - esto lo explica-ba el propio Rostopchin -y al que se ordenóponer en libertad, mientras se decía al pueblo

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que no era un champignon, sino simplemente unviejo alemán.

- Sí, sí, se efectúan detenciones. Yo he adver-tido ya a la Condesa que no hable tanto enfrancés; no es éste el momento.

- ¡Ah!, ¿ya lo sabe? El príncipe Galitzin hatomado un preceptor ruso. Ahora aprende ru-so. Empieza a ser peligroso hablar francés porlas calles.

- Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicena la milicia se verá usted obligado a montar acaballo - dijo el viejo Conde dirigiéndose a Pe-dro.

Pedro había permanecido silencioso durantetoda la comida.

Como no comprendía lo que se le decía, miróal Conde.

- ¡Ah, sí, sí, la guerra...! ¡Pero no, qué soldadoharía yo! ¡Todo es muy extraño, muy extraño!Ni yo mismo lo entiendo, ni yo lo sé. No tengoninguna afición a la milicia, pero en los tiempos

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en que nos encontramos nadie puede asegurarnada.

Al terminar de comer, el Conde se instalócómodamente en su sillón y con rostro muyserio pidió a Sonia, que tenía la reputación deser una lectora consumada, que leyera el mani-fiesto.

- «A Moscú, nuestra primera capital: El ene-migo, con fuerzas considerables, ha entrado enRusia. Quiere arruinar a nuestra bien amadapatria» - leía Sonia con su vocecita. El Condeescuchaba con los ojos cerrados, y en muchospasajes exhalaba profundos suspiros. Natacha,rígida en su silla, miraba alternativamente losrostros del Conde y de Pedro. Éste, que notabasobre sí aquella mirada, procuraba no volverse.La Condesa, después de cada expresión solem-ne del documento, inclinaba la cabeza con airede disgusto y recriminación. En todas aquellaspalabras sólo veía la Condesa una cosa: que lospeligros que rodeaban a su hijo no llevabancamino de acabarse.

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Después de haber leído lo que se decía sobre«los peligros que amenazaban a Rusia y lasesperanzas que el Emperador tenía en Moscú, yparticularmente en su nobleza», Sonia, con untemblor en la voz producido por la atencióncon que era escuchada, leyó las últimas pala-bras: «Sin descanso permaneceremos en mediode nuestro pueblo, en esa capital o en otroslugares de nuestra tierra, para aconsejar y guiara todas nuestras milicias, igual que a las quehoy obstruyen el camino al enemigo que a lasque mañana se formarán para combatirlo encualquier lugar en que se le encuentre. Que laperdición a la que ha soñado llevarnos se vuel-va contra él, para que Europa, libre de la escla-vitud, glorifique el nombre de Rusia.»

- ¡Muy bien, eso es! - exclamó el Condeabriendo sus humedecidos ojos, e interrum-piéndose muchas veces por su asma, añadió:Que el Emperador pronuncie una palabra ytodo lo sacrificaremos sin conservar nada.

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- ¡Qué bello, papá! - dijo Natacha mientras leabrazaba, mirando de nuevo a Pedro con aque-lla inconsciente coquetería que se apoderaba deella cuando se sentía animada.

- ¿Han observado ustedes - notó Pedro - queen el manifiesto se dice «por consejo general»?

- Bueno, ¿qué importa, sea como fuere?En aquel momento, Petia, del cual nadie hacía

caso, se acercó a su padre y muy encendido,con voz entre grave y aguda y unas veces gravey otras aguda, le dijo:

-Padre, te pido a ti y a mamá también que medejéis entrar en el ejército, porque no puedomás...

La Condesa dirigió sus espantados ojos al cie-lo, golpeóse las manos y dirigiéndose a su ma-rido exclamó:

- ¡Vaya, te has lucido!El Conde se repuso enseguida y replicó:- Está bien, está bien. ¡Otro que me sale sol-

dado! Tonterías, déjate de historias; lo que hasde hacer es estudiar.

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- No son tonterías, papá. Fedia Obolenski,que es más joven que yo, ya está a punto departir para el ejército. Lo demás es inútil, nopuedo aprender nada mientras... - Petia se de-tuvo y, encendido hasta las orejas pero valiente,prosiguió -: ¡La patria está en peligro!

- Bueno, basta de idioteces...- ¡Pero si tú acabas de decir que lo darías to-

do!- Petia, cállate - exclamó el Conde mientras

miraba a su mujer, que, pálida, no apartaba losojos de su hijo menor.

- Te digo, papá, que... Mira, Pedro Kirilovitchte dirá también que...

- Vuelvo a decirte que son tonterías. ¡Acabade salir del cascarón y ya quiere ser soldado!

- Sí, quiero serlo.El Conde cogió de nuevo el papel con la in-

tención de releerlo, probablemente en su des-pacho, y salió del salón.

- Pedro Kirilovitch, vamos a fumar...

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Pedro se sentía confundido e indeciso. Losojos de Natacha, brillantes y animados comonunca -sin duda le miraban con más ternuraque a los demás -, le habían puesto en aquellasituación a la que tan poco estaba acostumbra-do.

- Perdón, no puedo... He de marcharme a ca-sa.

- ¡Cómo a casa! Pasará la velada aquí... Cadadía se vuelve usted más raro, y la pequeña sóloestá contenta cuando le tiene a usted delante -dijo el Conde señalando a Natacha.

- Es cierto, pero es que me había distraído...He de volver a casa sin excusa... Unos asuntos...- añadió Pedro sin saber exactamente lo quedecía.

- Bueno, bueno, adiós, y hasta la vista - repu-so el Conde saliendo de la habitación.

- ¿Por qué se va usted? ¿Por qué está tan ner-vioso? ¿Por qué? - preguntó Natacha a Pedromirándole a la cara con aire provocativo.

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«¡Porque te quiero!», iba a decir. Pero no lodijo, y enrojeció hasta el blanco de los ojos,mientras miraba al suelo.

- Porque para mí sería más conveniente novenir con tanta frecuencia..., porque... No, nopuedo, tengo trabajo en casa.

- Pero ¿por qué? ¡Dígamelo...! - empezó Nata-cha.

Sin embargo, no continuó. Miráronse horrori-zados. Intentaron sonreír, pero no pudieron. Lasonrisa de Pedro era una sonrisa de dolor. Lebesó la mano y, sin decir nada, salió.

Pedro resolvió, en su interior, no volver más acasa de los Rostov.

DÉCIMA PARTEIDurante el mes de julio, el viejo príncipe Bol-

konski se mantuvo en una gran animación yactividad.

Mandó plantar un nuevo jardín y construyóun edificio para la servidumbre. La única cosa

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que inquietaba a la Princesa era que el ancianodormía poco y había renunciado a su costum-bre de dormir en su gabinete de trabajo; cadadía cambiaba su cama de habitación. Tan pron-to ordenaba que le llevaran su cama de campa-ña a la galería, como quedábase en el salón so-bre el diván o sobre un sillón, sin desnudarse ybostezando. La señorita Bourienne no le leía ya,reemplazándola en esto el criado Petrutcha. Aveces pasaba la noche en el comedor.

A primeros de agosto llegó una carta delpríncipe Andrés. Escrita en los alrededores deVitebsk, explicaba que los franceses habíanocupado aquella ciudad, conteniendo ademásuna descripción sumaria de toda la campaña,con un croquis del plano y consideracionessobre la marcha que seguiría.

En la misma carta, el príncipe Andrés hacíaobservar a su padre la incomodidad de su resi-dencia cerca del teatro de la guerra, en la líneadel movimiento de las tropas, aconsejándole sumarcha a Moscú.

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Aquel día, durante la comida, cuando Des-alles, el preceptor, dijo que, según los rumoresque circulaban, los franceses estaban en Vi-tebsk, el viejo Príncipe recordó la carta delpríncipe Andrés.

- Hoy he recibido carta del príncipe Andrés -dijo -. ¿No la has leído, María?

- No, padre - respondió la Princesa. No podíahaber leído una carta que no sabía que hubierallegado.

- Habla de la guerra - continuó el Príncipe consonrisa desdeñosa, habitual en él cuandohablaba de la guerra.

Al pasar al salón dio la carta a la princesaMaría, desplegando delante de ella el plano delas nuevas construcciones, en el que fijó la vistamientras ordenaba a su hija que leyera en vozalta.

Cuando la princesa María hubo acabado deleer miró interrogativamente a su padre, quecontemplaba con fijeza el plano, inmerso en suspensamientos.

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- ¿Qué opináis, Príncipe? - se atrevió a pre-guntar Desalles.

- ¿Yo? ¿Yo? - replicó el viejo Príncipe como sidespertara enfurruñado, sin apartar los ojos delplano de las construcciones.

- Es muy posible que el teatro de la guerra seextienda hasta muy cerca de nosotros...

- ¡Ah, ah, ah! El teatro de la guerra - exclamóel viejo Principe-. He dicho y he repetido que elteatro de la guerra es Polonia y que el enemigono pasará el Niemen jamás.

Desalles, admirado, miró al viejo Príncipe,que hablaba del Niemen precisamente cuandoel enemigo se hallaba casi en las orillas delDnieper. La princesa María, que había olvidadola situación geográfica del Niemen, pensó quesu padre tenía razón.

- Cuando llegue el deshielo se hundirán enlos pantanos de Polonia. Ahora no pueden dar-se cuenta... - dijo el Principe pensando visible-mente en la campaña de 1807, que le parecíaque fuera ayer -. Benigsen debió haber entrado

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antes en Prusia, y entonces las cosas hubierantomado otro cariz.

- Pero, Príncipe - objetó tímidamente Desalles-, en la carta se habla de Vitebsk.

- ¡Ah! En la carta sí - replicó, descontento, elPrincipe -. Sí...

Entonces oscurecióse su cara y calló.- Sí, sí, escribe que los franceses han sido

aplastados, cerca de un río, ¿qué río?, ¿en quéribera?

Desalles bajó la vista.- El Principe no escribe nada de todo eso - di-

jo en voz muy baja.- ¿No lo escribe? ¡Pues yo no lo he inventado!Calláronse todos un buen rato. El viejo siguió

luego:- Sí, sí..., ¡vaya!, Mikhail Ivanovitch - dijo de

repente, levantando la cabeza e indicando elplano de construcciones-, explica cómo entien-des tú las obras que se realizarán.

Mikhail Ivanovitch se acercó al plano, y elPrincipe, después de hablar con él, miró mal-

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humorado a la princesa María y a Desalles,yéndose a su despacho.

La princesa María había observado la miradaconfusa y extraña que dirigió Desalles a su pa-dre, su silencio, y estaba admirada de que supadre hubiera olvidado la carta de su hijo sobrela mesa del salón. Pero no sólo sentía miedo dehablar y preguntar a Desalles por la causa de suconfusión, sino que también lo sentía de sólopensarlo.

Por la tarde, Mikhail Ivanovitch estuvo en lahabitación de María de parte del Principe parabuscar la carta del príncipe Andrés, olvidada enel salón. La princesa María, a pesar de serledesagradable, permitióse preguntar a MikhailIvanovitch qué hacía su padre.

- Trabajando siempre - dijo Mikhail Ivano-vitch con una respetuosa sonrisa que hizo pali-decer a la Princesa -. Se preocupa mucho de lasnuevas construcciones. Ha leído un ratito, yahora - bajó la voz - se encuentra en el despa-

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cho y probablemente se ocupa de su testamen-to.

De un tiempo a aquella parte, una de las ocu-paciones predilectas del Principe era examinarlos papeles que quería dejar para después de sumuerte y que él llamaba su testamento.

- ¿Enviará, sin embargo, a Alpatich a Smo-lensk? - preguntó la princesa María.

¡Ya lo creo! Hace mucho tiempo que está pre-parado.

IICuando Mikhail Ivanovitch entró con la carta

en el despacho, el Principe tenía las gafas pues-tas y se hallaba sentado ante el escritorio, conuna vela a su lado; con la mano muy apartadasostenía unos papeles que leía en una actitudbastante solemne. Aquellos papeles, observa-ciones, como él los llamaba, debían remitirse alEmperador cuando él hubiera muerto. CuandoMikhail Ivanovitch entró, las lágrimas provo-cadas por el tiempo que había leído y por lo

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que leía llenaban los ojos del Príncipe. Arrebatóde las manos de Mikhail Ivanovitch la carta delpríncipe Andrés, que se metió en el bolsillo,arregló sus papeles y llamó a Alpatich, queaguardaba hacía un rato.

En una hojita acababa de escribir todo lo quedebía comprarse en Smolensk, y mientras pa-seaba daba órdenes a Alpatich, que aguardabaal pie de la puerta.

- Primeramente papel de cartas, ¿entiendes?,ocho manos; aquí tienes el modelo, de bordedorado. Éste es el modelo y han de ser absolu-tamente iguales. Barniz, cera, según la nota deMikhail Ivanovitch.

Paseábase por la habitación mirando su car-net.

- Después entregarás personalmente una car-ta al gobernador.

Luego le encargó las cerraduras para laspuertas de las nuevas construcciones, hechassegún un modelo que él había imaginado. En-seguida una cajita que habían de hacer, cajita

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destinada a guardar su testamento. La relaciónde encargos a Alpatich duró más de dos horas.El Príncipe ni le dejó hablar. Después se sentóy, cerrando los ojos, se quedó dormido. Alpa-tich hizo un movimiento.

- Vete, vete; si te necesito ya mandaré a bus-carte.

Alpatich salió. El Príncipe se acercó otra vezal escritorio, tocó sus papeles, los volvió a or-denar, sentándose después ante la mesa paraescribir la carta al gobernador.

Era ya tarde cuando se levantó, después dehaber sellado la carta. Quería dormir, pero sab-ía que en la cama no cerraría el ojo, presentán-dose a su imaginación los peores sentimientos.Llamó a Tikhon. Atravesó la habitación paradecirle dónde quería que le preparara la camaaquella noche. Se paseó escudriñando todos losrincones. Ningún sitio le parecía bueno, peroparticularmente su diván, en el despacho, leparecía horrible, probablemente a causa de laspenosas ideas que en él había tenido. Ningún

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sitio le parecía conveniente. El mejor seríaquizás un rinconcito en el diván detrás del pia-no. No había dormido allí nunca todavía.

Tikhon, ayudado por el mayordomo, llevóallí la cama y empezaron a armarla.

- ¡No, así no, así no! - gritó el Principe, em-pujándola él mismo, aunque luego la apartó denuevo. «Vaya, por último he podido arreglarloy podré descansar», pensó el Principe, dejandoque Tikhon le desnudara. El Príncipe frunció elceño por la molestia causada por los esfuerzospara quitarse caftán y pantalones. Después,pesadamente, se dejó caer sobre la cama y pa-reció que reflexionaba, mientras miraba desde-ñoso sus delgadas y amarillas piernas. No re-flexionaba, pero dudaba ante el esfuerzo delevantar las piernas para meterse en la cama.«¡Oh, qué pesado es! Por lo menos que acabepronto este trabajo y me dejen tranquilo.» Cerrófuertemente los labios y se hundió en la camadespués de hacer aquel esfuerzo por milésimavez.

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Cuando se hubo echado, toda la cama tembló,como si tuviera escalofríos. Cada noche pasabalo mismo. Abrió los ojos, que se le cerraban.

- ¡No podéis estaros tranquilos, malditos! -gruñó colérico. «Sí, queda todavía algo impor-tante que me he reservado para leer en la cama.¿Las cerraduras? No, eso ya se lo he dicho...No, no, es algo que ha pasado en el salón. Laprincesa María ha dicho alguna idiotez; Des-alles, ese estúpido, no sé qué le ha contestado...;en el bolsillo... No, no me acuerdo bien.»

- ¡Titchka! ¿De qué hemos hablado durante lacomida?

- Del príncipe Andrés.- ¡Calla, calla! - y el Principe dio un puñetazo

en la mesita de noche -. ¡Ah!, sí, ya lo recuerdo.La carta del príncipe Andrés: la princesa Maríala ha leído; Desalles ha dicho algo sobre Vi-tebsk. Ahora la leeré.

Ordenó que le trajeran la carta, que tenía en elbolsillo, y que le acercasen a la cama la mesitacon la limonada y la vela de cera; después cogió

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las gafas y empezó a leer. Sólo al releer la carta,en el silencio de la noche, a la luz débil de lavela, bajo la pantalla verde, comprendió porprimera vez toda la importancia que tenía.

-Los franceses están en Vitebsk. En cuatrojornadas pueden encontrarse en Smolensk.Quizá ya están cerca. Titchka - Tikhon levantó-se instantáneamente -. No, no es preciso - gritóel viejo.

Dejó la carta sobre el candelero y cerró losojos. Se le representó el Danubio, los días cla-ros, los cañaverales, el campamento ruso, y él,joven general sin una arruga, valiente y alegre,entrando en la tienda de Potemkin. Un senti-miento de envidia contra el favorito le sacudiómás fuerte que otras veces. Recordó todas laspalabras de su entrevista con Potemkin. Delan-te de él apareció una mujer gruesa, pequeñina,con cara afable y amarillenta; era la emperatriz:recordó su sonrisa y sus palabras cuando lerecibió por primera vez tan graciosamente.También recordó su cara sobre el trono y la

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discusión con Zubov ante su tumba por el de-recho de acercar la mano.

«Ah, aprisa, aprisa, volvamos a aquellostiempos, que termine pronto, muy pronto, lo deahora, y me dejen todas tranquilo.»

IIILisia-Gori, la finca del príncipe Nicolás An-

dreievitch Bolkonski, se encontraba a sesentaverstas más allá de Smolensk y a tres verstas dela carretera de Moscú.

Aquella misma noche en que el Principe dabaórdenes a Alpatich, Desalles pidió ser recibidopor la Princesa, a la que dijo que el Príncipe nose encontraba muy bien y que no tomaba nin-guna disposición para su seguridad, cuando,por la carta del príncipe Andrés, aparecía claroque la permanencia en Lisia-Gori no era segura;respetuosamente pedía él permiso para escribiruna carta al gobernador de Smolensk haciéndo-le saber los peligros que amenazaban Lisia-Goriy un resumen de la situación general. Desalles

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escribió luego la carta al gobernador, la firmó yla mandó entregar a Alpatich, con la orden detransmitírsela al gobernador, y, en caso de peli-gro, volver a toda prisa.

Después de haber recibido todas las órdenes,Alpatich, acompañado de sus criados, con sublanca gorra-regalo del Principe -, con unbastón-corno el viejo Principe -, salió para insta-larse en el cabriolé forrado de cuero y tiradopor tres vigorosos caballos.

Los cascabeles se habían colocado de modoque no sonaran y las campanas se habían relle-nado de papel. El Príncipe no permitía a nadieen Lisia-Gori que hiciera sonar los cascabeles.Pero amaba su sonido cuando iba de camino. Elacompañamiento de Alpatich estaba compues-to por el intendente, el tenedor de libros, elgroom, los cocheros y diversos domésticos, queiban con él. Su hija le ponía detrás de la espalday sobre el asiento almohadones de pluma,mientras su vieja cuñada le entregaba, a escon-

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didas, un paquete. Uno de los cocheros leayudó a subir agarrándole por los sobacos.

Al llegar a Smolensk, la tarde del día 4 deagosto, Alpatich se quedó al otro lado delDnieper, en el barrio de Gachensk, en el mesónde Ferapontov, donde hacia treinta años queacostumbraba parar.

Durante toda la noche, las tropas desfilaronpor la calle frontera al mesón. Al día siguiente,Alpatich se vistió el caftán, que sólo usaba en laciudad, yéndose a su trabajo. El día era muysoleado y a las ocho ya hacía calor. «Buen díapara la cosecha», pensó Alpatich.

Desde la madrugada se oían cañonazos en losarrabales de la ciudad.

Después de las ocho, las descargas de fusiler-ía se unieron a los cañonazos. Por las calleshabía mucha gente que huía hacia algún lugardeterminado, y muchos soldados, pero, comode costumbre, circulaban los cocheros, los co-merciantes no se movían de sus tiendas y en las

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iglesias se celebraban las correspondientes fun-ciones religiosas.

Alpatich visitó tiendas, oficinas, la estafeta yla casa del gobernador.

En todas partes se hablaba de la guerra y deque el enemigo estaba a las puertas de la ciu-dad.

Cuando llegó a casa del gobernador hubo deesperar en la antesala con otras personas.

Poco después, el gobernador recibía a Alpa-tich, diciéndole muy apesadumbrado.

- Diles al Príncipe y a la Princesa que no sénada. Obro según órdenes superiores, eso estodo - y dio un papel a Alpatich -. Entre tanto, yya que el Principe se encuentra delicado, yo leaconsejaría que se fuera a Moscú. Yo parto aho-ra mismo. Dile...

Pero no acabó la frase. Un oficial sudoroso,sin resuello, corrió hacia la puerta, poniéndosea hablar en francés.

En la cara del gobernador se manifestó elhorror.

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- Vete - dijo a Alpatich, y después de saludar-lo con la cabeza empezó a hablar con el oficial.

Cuando Alpatich salió del despacho del go-bernador, las miradas espantadas de todos losreunidos le asaltaron. Ahora, al oír, a pesar su-yo, que los cañonazos se acercaban y se hacíanmás frecuentes, Alpatich se dirigió corriendohacia el mesón. El papel que le había dado elgobernador contenía lo siguiente:

«Os aseguro que Smolensk no está todavía enpeligro ni puede creerse que lo haya estadonunca. Yo, por una parte, y el príncipe Bagra-tion, por la otra, marchamos para reunirnosdelante de Smolensk. Esta reunión se realizaráel día 22, y los dos ejércitos, una vez hayan jun-tado sus fuerzas, se lanzarán a defender a loscompatriotas de la provincia que tenéis confia-da, hasta que nuestros esfuerzos alejen al ene-migo de la patria o hasta que sucumba el últi-mo soldado de las filas heroicas. Ya veis quecon esto podéis calmar a los habitantes de Smo-lensk, puesto que quien se halla defendido por

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dos ejércitos tan valientes puede estar segurode la victoria.» (Orden de Barclay de Tolly algobernador civil de Smolensk, barón Aschu,1812.)

El pueblo andaba por las calles inquieto. Ca-rros cargados de vajillas, de armarios, de sillas,salían de todas las puertas y obstruían las ca-lles. Delante de la casa vecina a la de Ferapon-tov hallábanse unos carros parados y unas mu-jeres llorando, mientras se despedían. Un perrode guarda daba vueltas, husmeando, alrededorde los caballos del tiro.

Alpatich, con paso más vivo que de costum-bre, entró en el patio, dirigiéndose recto hacia elestablo por sus caballos y el coche. El cocherodormía; despertóle, ordenándole que engan-chara, y se fue al vestíbulo. En la habitación delos dueños se oían llantos de criaturas, lamen-taciones de una mujer y los gritos roncos y ra-biosos de Ferapontov. Cuando Alpatich entró,salía la cocinera al vestíbulo como una cluecaembravecida.

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- ¡Ha pegado al ama una paliza de muerte!¡La ha destrozado! ¡La ha arrastrado!

- ¿Por qué? - preguntó Alpatich.-Ella quería marchar: manía de mujer.

«¿Quieres perdernos a mí y a nuestros hijos? -le decía ella -. Todos se van, y nosotros ¿quévamos a hacer?» Entonces él ha empezado apegarle, y la ha destrozado...

Alpatich inclinó la cabeza al oír aquellas pa-labras, como si las aprobara, y, deseando nosaber más de la cuestión, se fue en direcciónopuesta a la de la habitación de los dueños, a lahabitación en la que guardó las compras reali-zadas.

- ¡Mal hombre! ¡Bandido! - gritó en aquelmomento una mujer delgada, pálida, con uncrío en los brazos, la cabeza envuelta en unapañoleta, que, saliendo por la puerta, se esca-paba escaleras abajo, hacia el patio. Ferapontovla seguía. Al observar a Alpatich se arregló elchaleco, se pasó la mano por el pelo, bostezó yentró en la habitación detrás de Alpatich.

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- ¿Ya quieres irte? - preguntó.Sin contestarle ni mirarle, mientras repasaba

el paquete de las compras, le preguntó cuántole debía.

-Ya lo arreglaremos. ¿Has ido a casa del go-bernador? - le preguntó Ferapontov -. ¿Qué teha dicho?

Alpatich respondió que el gobernador no lehabía contestado nada en concreto.

- Podríamos marchar con todo lo de casa - di-jo Ferapontov -; hasta Dorogobuge piden sieterublos por carretada. ¡Yo les he dicho ya queson unos herejes! Selivanov, el jueves pudovender la harina a la tropa a nueve rublos elsaco... ¿No tomaréis el té? - añadió.

Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapon-tov tomaron el té hablando del precio del trigoy del buen tiempo para la cosecha.

- Parece que el cañoneo empieza a calmarse -dijo Ferapontov levantándose después de haberbebido tres tazas de té -. Seguramente hemosvencido. Han dicho que no los dejaríamos pa-

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sar... ¿Te das cuenta de lo que es la fuerza...?También han dicho que últimamente MatieuIvanitch Piatov les ha perseguido hasta el ríoMorina: parece que de una vez se han ahogadodieciocho mil hombres.

Alpatich ató los paquetes, que dio al cochero;pagando después la estancia.

La calle estaba llena de ruido de ruedas, deherraduras y de los cascabeles de las carretasque partían.

Era más del mediodía. La mitad de la calle seencontraba en la sombra, la otra se hallaba vi-vamente iluminada por el sol. Alpatich mirópor la ventana y se dirigió a la puerta.

De pronto se oyó un extraño ruido de silbidosy tiroteo lejanos. Después estalló la tormentaconfusa del cañoneo, que hizo temblar los cris-tales.

Alpatich salió a la calle. Dos hombres corríanen dirección al puente. Por todas partes se oíael silbido, los cañonazos y la explosión de lasgranadas que caían dentro de la ciudad. Aque-

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llos tiros eran poca cosa y no atraían tanto laatención de los habitantes como los cañonazosque se oían fuera de la urbe. Era el bombardeode Smolensk que Napoleón había ordenadoempezar a las cinco de la tarde, con cientotreinta bocas de fuego.

Al principio, el pueblo no comprendió el sig-nificado de aquel bombardeo.

El terremoto de las bombas y de las granadasno hacía más que excitar la curiosidad. La mu-jer de Ferapontov, que no cesaba de protestarcerca del establo, calló y con el crío en brazossalió a la puerta. Miraba en silencio a la gentemientras prestaba atención a los ruidos.

La cocinera y un comerciante también salie-ron a la puerta del establo. Todos con alegrecuriosidad intentaban seguir a las balas quepasaban por encima de sus cabezas.

De un rincón de la calle aparecieron algunaspersonas hablando animadamente.

- ¡Qué fuerza! - decía uno -. Ha destrozado eltecho y la pared.

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-Ha hecho un agujero en el suelo en el quecabría un cerdo - observó otro -. Vaya, ya estábien, ¡qué interesante! - añadía riendo.

- Pues has tenido suerte de saltar tan ligero;ha estado en un tris que no te haya alcanzado.Ahora estarías tieso como una vara.

Algunos paseantes se dirigieron a aquelloshombres. Se paraban y explicaban que las gra-nadas les habían caído muy cerca, dentro decasa. Al propio tiempo, otras bombas, con unsilbido lúgubre, volaban sin interrupción porencima de la muchedumbre. Ni una caía cerca.Todas iban muy lejos. Alpatich se instaló en sucarruaje.

El patrón se encontraba en el umbral de lapuerta.

- ¿Qué diablos miras? - gritóle la cocinera,que con las mangas subidas y un corpiño rojose acercaba para oír, mientras agitaba los bra-zos, desnudos hasta el codo.

Otra vez, algo como un pajarito que volara dearriba abajo silbó, pero esta vez muy cerca.

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El fuego brilló en mitad de la calle. Estalló al-go y se llenó de humo la calle.

- ¡Perezosa! ¿Qué haces aquí? - gritó el dueñocorriendo hacia la cocinera. Pero en el mismoinstante, y de diversos lugares, empezáronse aoír lamentos de mujeres, mientras las criaturas,espantadas, empezaban a llorar, y la gente, conla cara muy pálida, se reunía en silencio en tor-no de la cocinera. Entre aquella multitud domi-naban los lamentos y los gritos de la mujer.

- ¡Oh, oh, mis palomas! ¡Mis blancas palomas!¡Me las matarán!

Cinco minutos después no quedaba nadie enla calle. La cocinera, con una herida en la pier-na, producida por la explosión de una granada,era transportada a la cocina.

Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontovcon sus críos, y el portero, todos hallábansesentados en el subterráneo, muy atentos. Elruido de los cañones, el silbido de las bombas,los gritos de dolor de la cocinera, que domina-

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ban a todos los demás, no cesaban en ningúninstante.

La dueña tan pronto balanceaba y calmaba alniño como en tono plañidero preguntaba a losque entraban al subterráneo dónde estaba sumarido, que había quedado fuera, en la calle.Un tendero que entró le dijo que el dueño sehabía dirigido con una multitud a la catedral,donde se hacían rogativas delante del milagro-so icono de Smolensko.

A la caída de la tarde, el cañoneo empezó acalmarse. Alpatich salió del subterráneo yparóse delante de la puerta. El cielo, tan claroantes, habíase oscurecido con la humareda, através de la cual la luna en cuarto creciente bri-llaba extrañamente. Después del ruido terriblede los cañones, la cosa se calmó, y el silenciofue interrumpido solamente por el ruido de lospasos; los lamentos, los gritos y el chisporroteode los incendios dominaban en la ciudad.

Los lamentos de la cocinera habían cesado.Por dos lados se levantaban y desaparecían las

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negras nubes de los incendios. Por las callespasaban y corrían soldados, no en formación,sino como hormigas de un hormiguero revuel-to, con diversos uniformes y con direccionesdistintas. A la vista de Alpatich, uno entró co-rriendo en el patio de Ferapontov. Alpatichsalió hacia la puerta del establo. Un regimientoque venía muy deprisa llenaba toda la calle.

- La ciudad se rinde, ¡marchaos, marchaos! -le gritó un oficial al observarle. Dirigióse ense-guida al soldado, gritándole:

- ¡Ya te enseñaré a correr por los patios!Alpatich entró en la isba, llamó al cochero y le

mandó marcharse. Todos los familiares de Fe-rapontov salieron detrás de Alpatich y del co-chero. Al ver el fuego y el humo de los incen-dios que se proyectaban en la noche, las muje-res, silenciosas hasta entonces, empezaron agritar de pronto.

Como si les respondieran, se oyeron gritos ychillidos desde otras calles.

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Alpatich y el cochero desengancharon contemblorosas manos las riendas de los caballos.

Cuando Alpatich salió del establo percibió enla abierta tienda de Ferapontov a una docenade soldados que hablando muy alto llenabansacos y mochilas de harina, de salvado y degranos de girasol. En aquel momento, Ferapon-tov entró en la tienda; cuando vio a los solda-dos quiso gritar, pero pensándolo mejor ymesándose los cabellos, empezó a reír, con risallena de sollozos.

- Tomadlo todo, hijos míos. ¡Que los diablosno encuentren nada! - gritó cogiendo un saco yechándolo a la calle.

Algunos soldados, espantados, huyeron co-rriendo; los demás continuaron llenando lossacos.

Al ver a Alpatich, Ferapontov se dirigió a él.- Rusia ha acabado - exclamó -. Alpatich, esto

ha acabado. Yo mismo le pegaré fuego. ¡Todoha terminado!

Ferapontov corrió hacia el patio.

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La calle no se vaciaba; sin cesar pasaban sol-dados, tantos, que Alpatich no podía adelantarun paso y tenía que aguardar. La mujer de Fe-rapontov, sentada en compañía de sus hijos enuna carreta, esperaba poder salir.

Había oscurecido completamente. El cielo es-taba estrellado, la luna desaparecía de vez encuando detrás de la humareda. Al descenderhacia el Dnieper, el coche de Alpatich y el de ladueña, que adelantaban lentamente entre lasfilas de soldados y otros coches, tuvieron quepararse. En una calle cercana al cruce donde separaron, una casa y una tienda ardían. El in-cendio se extinguía. La llama tan pronto dismi-nuía y casi desaparecía entre la negra humare-da como cobraba de nuevo bríos e iluminaba deun modo fantástico las caras de los hombresreunidos en el cruce.

Por delante del incendio pasaban negras figu-ras, oyéndose a través del ruido incesante delfuego las conversaciones y los gritos. Alpatich,que había descendido de su carreta, al darse

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cuenta de que tardaría mucho en poder pasar,se metió en la calle lateral para ver el fuego. Pordelante del incendio iban y venían soldados.Alpatich vio a dos de ellos que, con un hombrecon capa, arrastraban a través de la calle en-cendidos tizones, mientras otros los seguíancon grandes cantidades de heno.

Alpatich se acercó a la muchedumbre que seencontraba delante de un alto cobertizo queardía totalmente. Todos los muros se desmoro-naban, el posterior se hundía, el techo crujía ylas vigas estaban completamente encendidas.Evidentemente, la gente aguardaba a ver cómose hundiría el techo. Alpatich también aguardó.

- ¡Alpatich! - llamóle una voz conocida.- ¡Padre, Excelencia! - respondió Alpatich al

reconocer la voz de su joven señor.El príncipe Andrés, montado sobre un caballo

negro, se encontraba entre la gente y miraba aAlpatich.

- ¿Qué haces aquí? - preguntóle.

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- ¡Vuestra... Vuestra Excelencia! - preguntóAlpatich llorando -. Vuestra... Vuestra... Esta-mos perdidos del todo. ¡Padre...!

- ¿Cómo es que estás aquí? - preguntó denuevo el príncipe Andrés.

En aquel momento, la llama se proyectó ilu-minando la cara pálida y cansada del príncipeAndrés. Alpatich explicóle cómo se encontrabaallí y la dificultad existente para marcharse.

El príncipe Andrés, sin responderle, cogió sucarnet y, sobre una rodilla, empezó a escribircon lápiz en una hoja que acababa de arrancar.Escribió a su hermana:

«Han tomado Smolensk; de aquí a una sema-na, Lisia-Gori será ocupado por el enemigo.Marchad inmediatamente a Moscú. Comu-nicádmelo cuando marchéis mandándome unmensaje a Usviage.»

Después de entregar la hoja escrita a Alpa-tich, explicóle verbalmente qué preparativosdebían hacer para la marcha del Príncipe, de la

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Princesa y del niño con su preceptor, así comoadónde y cuándo le debían contestar.

- Diles que aguardaré la respuesta hasta el día10 y que si ese día no he recibido noticias deque están camino de Moscú, lo abandonarétodo y yo mismo iré a Lisia-Gori.

En el fuego algo crujía; se apagó por unosmomentos, masas de humo negro se levantaronpor encima del cobertizo y, con un ruido en-sordecedor, alguna cosa enorme se hundió.

- ¡Hurra! ¡Hurra! - chilló la multitud al oír elfuerte ruido producido por el tejado del cober-tizo que se hundía, mientras exhalaba olor apan quemado. La llama reanimóse, iluminandolas caras animadas, alegres y cansadas de lagente que contemplaba el incendio.

El hombre de la capa que arrastraba tizonesencendidos, levantando los brazos gritó:

- ¡Bravo! ¡Cómo arde! ¡Mirad qué bonito!- Es el dueño - decían las voces.- ¿Lo has entendido? - dijo el príncipe Andrés

a Alpatich -. No te olvides de nada de lo que te

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he dicho - y sin responder una palabra a Berg,que aguardaba a su lado silencioso, picó al ca-ballo y desapareció por las callejuelas.

IVLas tropas continuaban retrocediendo desde

Smolensk. El enemigo las perseguía. El día 10de agosto, el regimiento que mandaba elpríncipe Andrés pasó por la gran carretera pordelante del camino que conducía a Lisia-Gori.Desde hacía tres semanas el calor y la sequíaeran muy pronunciados. Cada día el cielo secubría de unas nubes apelotonadas como sifueran una piara de borregos, que a veces cubr-ían el sol, pero hacia la tarde las nubes se dis-persaban y el sol se ponía entre una neblinarojiza. Sólo un fuerte rocío refrescaba la tierra.Los trigos que no se habían segado se agosta-ban. Los pantanos estaban secos y los rebañosbalaban de hambre al no encontrar pasto en loscampos cocidos por el sol. No refrescaba másque por las noches y en los bosques, cuando

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todavía había humedad del rocío; pero por lacarretera, por la gran carretera que seguían lastropas, no se notaba el fresco ni por las nochesni cuando pasaban por entre los bosques.Cuando se levantaba el día empezaba la mar-cha. Los convoyes y la artillería adelantaban sinhacer ruido y la infantería se hundía en el polvocaldeado y movedizo que ni la noche refresca-ba. Una parte de este polvo se introducía en laspiernas y en las ruedas, pero otra, dando vuel-tas como una nube por encima del ejército, semetía en los ojos, en el pelo, en los oídos, en lanariz y particularmente en los pulmones de loshombres y de los animales que avanzaban porla carretera. Cuanto más alto se hallaba el sol,más se levantaba la nube de polvo. A través deaquel polvo fino y caliente podía mirarse el sol,que las nubes no cubrían y que parecía unaenorme esfera de color carmesí. No soplaba elviento y los hombres se ahogaban en aquellaatmósfera inmóvil. Marchaban tapándose lanariz y la boca con los pañuelos. Cuando llega-

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ban a un pueblo, todos se empujaban a los po-zos, llegando a beber hasta el lodo.

El príncipe Andrés conducía el regimiento ysu gestión, el bienestar de los soldados y la ne-cesidad de dar y recibir órdenes le ocupaban. Elincendio de Smolensk y el abandono de la ciu-dad marcaban una etapa para el príncipeAndrés. Un sentimiento de cólera nuevo contrael enemigo le obligaba a olvidarse de su dolor,entregándose por enteró a los asuntos del re-gimiento; se ocupaba de sus soldados y de susoficiales, mostrándose padre de todos. En elregimiento le llamaban «nuestro Príncipe»,mostrándose orgullosos de él y queriéndole. Él,sin embargo, sólo era bueno con los hombresde su regimiento: con Timokhin y los demás,con la gente nueva y medio forastera, con aque-llos que no podían conocer ni comprender supasado. Por eso, cuando se encontraba con unode sus antiguos conocidos del Estado Mayor, seencolerizaba, se ponía de mal humor, volvién-dose despreciativo y desdeñoso. Todo lo que le

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recordaba su pasado le repugnaba. Por eso sóloprocuraba no ser injusto con aquel mundo an-tiguo y cumplir con su deber.

En efecto: todo se presentaba con coloressombríos, particularmente después del 6 deagosto, tras haber abandonado Smolensk - queen su opinión hubieran podido y debido de-fender -, después que su padre, enfermo, había-se visto obligado a huir a Moscú y abandonar alpillaje Lisia-Gori, que tanto amaba y que él hab-ía resucitado y repoblado. Pero a pesar de estoy gracias al regimiento, el príncipe Andrés pod-ía pensar en otra cosa, totalmente independien-te de las cuestiones generales: en su regimiento.El 10 de agosto, la columna de la cual formabaparte llegó a Lisia-Gori.

Dos días antes, el príncipe Andrés había reci-bido la noticia de que su padre, su hijo y suhermana habían marchado a Moscú. Aunque elpríncipe Andrés no tenía nada que hacer enLisia-Gori, decidió ir por el deseo de reavivarsu dolor.

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Ordenó ensillar un caballo y marchó al pue-blo paterno, en el que había nacido. Al pasarpor delante del estanque, donde siempre lava-ban ropa docenas de mujeres, mientras charla-ban de lo lindo, el príncipe Andrés observó queno había nadie y que una pequeña madera des-clavada y cubierta de agua hasta la mitad flota-ba en medio del estanque. El príncipe Andrésse acercó a la casa del guarda. Cerca de la puer-ta cochera no había nadie, y la puerta perma-necía abierta. Las avenidas del jardín se encon-traban cubiertas ya de hierba, mientras los be-cerros y los caballos erraban por el parqueinglés. El príncipe Andrés se acercó a un inver-nadero; los cristales se hallaban rotos, algunasplantas caídas, otras se secaban. Llamó al jardi-nero Tarás y nadie le respondió. Al dar la vuel-ta al invernadero se dio cuenta de que la ba-laustrada de roble esculpido estaba rota y deque las frutas habían sido arrancadas de losárboles. Un viejo campesino - el Príncipe le veíaen su puerta desde la infancia - estaba sentado

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en un verde banco mientras trenzaba un lapottEra sordo y no oyó acercarse al Príncipe. A sualrededor, los pedazos de madera preparadospara ser trenzados colgaban de las ramas secasy rotas de un magnolio.

El príncipe Andrés se acercó a la casa. En elviejo jardín, algunos tilos habían sido cortados.Una asna con su pollino pastaban delante de lacasa por entre los rosales. La casa se hallabacerrada. Un muchachito, al darse cuenta de lapresencia del príncipe Andrés, corrió hacia lacasa. Alpatich, que había hecho marchar a sufamilia, quedándose solo en Lisia-Gori, sehallaba en casa y leía las vidas de los santos. Alconocer la llegada del príncipe Andrés, salió dela casa con las gafas sobre la nariz y, abrochán-dose, se acercó aturdido al Príncipe; después,sin decir nada, llorando, le besó las rodillas.Pero reaccionó contra su debilidad y empezó adarle cuenta de la situación de los asuntos de lafinca. Todo lo que era precioso y valía algo hab-ía sido enviado a Bogutcharovo. El trigo, casi

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cien chetvertt, también se lo habían llevado. Elheno y la cosecha de primavera, extraordinariasegún la opinión de Alpatich, había sido reco-gida, todavía verde, por los soldados. Los cam-pesinos estaban arruinados. Unos habíansemarchado a Bogutcharovo, y otros, muy pocos,se habían quedado.

Sin acabar de escucharle, el príncipe Andréspreguntó:

- ¿Cuándo marcharon mi padre y mi herma-na?

Quería decir a Moscú, pero Alpatich, enten-diendo que se refería a Bogutcharovo, respon-dió que el 7 y a continuación siguió extendién-dose sobre los asuntos de la explotación y pi-diendo órdenes.

- ¿Queréis que entregue el centeno a las tro-pas contra recibo? Todavía quedan seiscientoschetvertt.

«¿Qué he de contestarle?», pensó el príncipeAndrés mientras miraba la calva cabeza delviejo, que relucía al sol, y leía en sus ojos la con-

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fesión de que él mismo comprendía la inopor-tunidad de la pregunta, que formulaba sólopara disimular su pena.

- Sí, hazlo así - le dijo.- Seguramente habréis observado un poco de

desorden en el jardín - dijo Alpatich -. Fue im-posible evitarlo. Han pasado tres regimientos yse han quedado una noche, particularmente losdragones. Tengo anotados el grado y el títulodel comandante para presentar una reclama-ción.

- ¿Y tú qué piensas hacer? ¿Te quedarás si lle-ga el enemigo? - le preguntó el príncipeAndrés.

Alpatich volvió la cara hacia el príncipeAndrés, le miró y de pronto, con gesto solemne,levantó el brazo al cielo.

-Él es mi protector. ¡Que se haga su santa vo-luntad! - pronunció.

Toda la colonia de campesinos y criados mar-chaban a través de los campos hacia el príncipeAndrés.

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- ¡Adiós, adiós! - dijo el príncipe Andrés in-clinándose hacia Alpatich -. Vete, llévate lo quepuedas y ordena a los siervos que partan haciala hacienda de Riazán o cerca de Moscú.

Alpatich, abrazándose a su pierna, lloró.El príncipe Andrés le rechazó dulcemente y,

poniendo el caballo a galope, partió por el ca-mino.

VLa princesa María no se hallaba en Moscú y

no se encontraba fuera de peligro, como imagi-naba el príncipe Andrés.

Después de la vuelta de Alpatich de Smo-lensk, el viejo Príncipe pareció que de pronto serehacía. Ordenó reunir a todos los siervos yarmar los, escribió una carta al general en jefe,en la que le anunciaba su intención de quedarseen Lisia-Gori hasta el último momento, defen-diéndose; pedía libertad para armarse a su gus-to. Añadiendo que si se le negaba no tomaríalas disposiciones para defender Lisia-Gori y

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entonces el más viejo de los generales rusoscaería hecho prisionero o muerto. Declaró a susfamiliares que no se movería de Lisia-Gori.

El viejo Príncipe dio órdenes, sin embargo,para la marcha de la Princesa, de Desalles y desu nieto a Bogutcharovo y desde allí a Moscú.La princesa María, espantada por aquella acti-vidad de fiebre sin descanso de su padre, acti-vidad que sustituía a su antiguo abatimiento,no acababa de resolverse a dejarle solo, por loque por primera vez en su vida se permitiódesobedecerle. Negóse a marchar, habiendo deresistir la espantosa cólera del Príncipe. Le re-cordó todas las injusticias que con ella habíacometido, pero, al intentar acusarle, él decíaque quería atormentarlo, que ella le habíahecho pelearse con su hijo, que escondía milsospechas despreciables y que su propósito erael de amargarle la vida, después de lo cual laechó del despacho, añadiendo que lo mismo ledaba que se fuera como que no. Dijo que noquería saber nada de su vida, previniéndole de

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que no se presentara jamás delante de su vista.El hecho de que no mandara llevársela a lafuerza - que era lo que temía la Princesa - laalegró; solamente recibió la orden de no pre-sentarse ante él. Sabía que aquello quería decirque su padre estaba satisfecho, en el fondo, deque la Princesa no quisiera dejarlo.

Al día siguiente después de la marcha de Ni-kolutka, el viejo Príncipe, por la mañana, vistiósu uniforme de gala, disponiéndose a visitar algeneralísimo. El coche se hallaba al pie de lapuerta. La princesa Maria viole salir con todassus condecoraciones y pasar, en el jardín, revis-ta a todos sus siervos armados. La princesaMaría sentábase cerca de la ventana, pudiendooír la voz de su padre, que resonaba en eljardín. De repente, algunas personas, con elrostro descompuesto por el espanto, corrieronpor el sendero.

La princesa María salió a la puerta, yéndosehacia aquella parte del jardín. Una gran canti-dad de campesinos dirigíase hacia ella, llevan-

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do entre algunos, en medio de ellos, al viejecitocon su uniforme cubierto de condecoraciones.A causa del juego de luces entre las copas delos tilos, no podía darse cuenta del cambio delas caras. Sólo vio una cosa: que la expresiónhabitual del rostro del viejo Príncipe, severa yresuelta, había sido sustituida por otra de timi-dez y docilidad.

Al percibir a su hija, movió los labios débil-mente.

Nadie supo comprender lo que quería. Lo le-vantaron en brazos y entre dos le llevaron a sudespacho. Allí lo dejaron sobre aquel diván quetanto miedo le causaba de un tiempo a estaparte.

El doctor, llamado aprisa y corriendo, aquellamisma noche le hizo una sangría y declaró queel Príncipe estaba paralizado del costado dere-cho. Quedarse en Lisia-Gori hacíase más peli-groso cada vez, por lo que el viejo Príncipe fueal día siguiente trasladado a Bogutcharovo. Elmédico los acompañó.

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Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles yel pequeño Príncipe habían ya marchado haciaMoscú. El viejo Príncipe, siempre en el mismoestado, ni mejor ni peor, pasó tres semanas enBogutcharovo, echado, en la nueva casa cons-truida por el príncipe Andrés. El viejo Principehabía perdido el conocimiento. Yacía como uncadáver mutilado. Murmuraba continuamentealgo, moviendo las cejas y los labios, pero eraimposible saber si comprendía a los que le ro-deaban. Sólo una cosa era segura: que padecía yque deseaba decir algo. ¿Pero qué? Nadie podíaadivinarlo. ¿Era el capricho de un enfermo o deun loco? ¿Se trataba de asuntos generales o dela familia? El medico decía que la inquietudque expresaba no quería decir nada, ya que lacausa era física; la princesa María, sin embargo,pensaba - y el hecho de que su presencia au-mentara siempre el malestar del Principe laconfirmaba en su opinión - que quería decirlealgo.

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Estaba muy claro que padecía física y moral-mente. No existían esperanzas de poderle sal-var. No se podía pensar tampoco en transpor-tarlo a otra parte. ¿Qué harían si se moría por elcamino? «Valdría más que terminara de unavez», pensaba a veces la princesa María.

Pasaba el día y la noche a su lado; casi nodormía y, es espantoso decirlo, pero frecuen-temente le observaba no con la esperanza deuna mejoría, sino con el deseo de ver el indiciode su próximo fin.

Por raro que fuera para la Princesa confesarseeste sentimiento, el caso es que lo experimenta-ba. Además, y lo que era peor para ella, desdela enfermedad de su padre se desvelaban enella todos los deseos y las esperanzas persona-les que dormían en el fondo de su espíritu. Co-sas que en muchos años no se le habían ocurri-do: el pensamiento de una vida de libertad sinel miedo al padre, incluso la idea del amor y laposibilidad del goce de la familia, llenaban con-tinuamente su imaginación como una diabólica

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tentación. Ella procuraba rechazarla, pero insis-tentemente se volvía a hacer la pregunta: des-pués de «aquello», ¿qué vida haría? Eran tenta-ciones del demonio, y la princesa María sabíaque su única arma contra «él» era la oración; searrodillaba delante de los iconos, recitaba laspalabras de las oraciones, pero no podía orar.Sentía que el otro mundo, el de la vida, el de laactividad difícil y libre, totalmente opuesto almundo moral en que se había encerrado antes yen el que la oración era el mejor consuelo, se lallevaba. No podía ni orar ni llorar, y las penasde su vida la arrastraban. Quedarse en Bogut-charovo era peligroso. De todas partes se oíadecir que los franceses adelantaban, y que enun pueblo a quince verstas de Bogutcharovo,una hacienda había sido saqueada por los me-rodeadores franceses.

El médico insistía en llevarse al Príncipe máslejos; el mariscal de la nobleza envió un funcio-nario a la princesa María para suplicarle quemarchara, cuanto antes mejor. El inspector de

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policía, que había ido a Bogutcharovo, insistióen el mismo sentido, afirmando que los france-ses estaban a cuarenta verstas, que por los pue-blos circulaban proclamas francesas y que si laPrincesa no marchaba antes del 15 con su padreél no respondería de nada. Continuamente ten-ía que dar órdenes - todos se dirigían a ella -, yla idea de que habían de marcharse la consumíatodo el día.

La noche del 14 al 15, como de costumbre, lapasó en la habitación del Principe, sin desnu-darse. Se despertó muchas veces, oyendo larespiración oprimida, el crujir de la cama y lospasos de Tikhon y del criado que cambiaban alenfermo de posición. Escuchó detrás de lapuerta, pareciéndole que aquel día murmurabamás alto y se revolvía con mayor frecuencia. Laprincesa María no podía dormir, y frecuente-mente se acercaba a la puerta, escuchaba, quer-ía entrar, pero no se atrevía. Aunque no habla-ra, la princesa María sabía cuán desagradableera para el Principe cualquier expresión de te-

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mor con respecto a él. Observaba el disgustocon que se apartaba de la mirada que ella muyfijamente le dirigía, sin darse cuenta, y no igno-raba que su presencia en las altas horas de lanoche le molestaba.

Nunca, sin embargo, le pareció tan dolorosoel perderlo como ahora. Recordaba toda su vidacon él, descubriendo en cada una de sus pala-bras y en cada uno de sus actos la expresión delamor que ella le había profesado. Entre sus re-cuerdos, las tentaciones del diablo, el pensa-miento de «¿qué pasará después de su muerte yqué haré de mi vida libre?», se le presentaban aveces en su imaginación, pero los alejaba conhorror. Por la mañana, el Príncipe se sosegó,durmiéndose ella.

Se despertó tarde. La claridad de su espíritu,que se le manifestó al despertarle, le demostra-ba qué era lo que la preocupaba con preferenciadurante la enfermedad de su padre. Se des-pertó escuchando detrás de la puerta, y al oír elestertor se dijo que todo continuaba igual.

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«Pero ¿qué variación puede haber? ¿Qué es loque yo deseo? ¿Su muerte...?», exclamó horro-rizada.

Se vistió, dijo sus oraciones y después salió alportal. Allí cerca se encontraban dos coches,todavía sin caballos, en los que iban colocandoel equipaje.

La mañana era gris y tibia. La princesa Maríase paró en el portal; no cesaba de causarlehorror su cobardía moral, mientras procurabaponer sus pensamientos en orden antes de en-trar a ver a su padre. El doctor descendió laescalera y se le acercó.

- Hoy está algo mejor - díjole -, y yo la busca-ba. Puede entenderse algo de lo que dice, puestiene la cabeza más clara. Vamos, que la llama.

Al oír aquella noticia, el corazón de la prince-sa Maria empezó a latir tan fuertemente que surostro palideció, debiendo apoyarse en la puer-ta para no caer. Verle, hablar con él, presentarsea sus ojos, cuando tenía el alma tan llena de

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tentaciones criminales, era para la Princesa untormento a la vez alegre y terrible.

- Vamos - dijo el doctor.La princesa María entró en la habitación,

acercándose a la cama. El Príncipe se hallaba deespaldas. Sus manos, pequeñas, huesudas, sur-cadas de venas azules y sarmentosas, descan-saban encima del cubrecama; tenía el ojo iz-quierdo fijo y claro; el derecho, extraviado; lascejas y los labios, inmóviles. Era delgadito, pe-queño y miserable. Parecía que la cara se lehubiera secado o que sus rasgos se hubiesenencogido. La princesa María se le acercó,besándole la mano. La mano izquierda delPrincipe apretó tan fuerte la de ella, que se veíamuy claro que hacía tiempo que la esperaba.Movió la mano y las cejas y los labios se contra-jeron coléricamente.

Asustada, la Princesa le miraba, procurandoadivinar qué quería. Cuando le cambiaron deposición, se le acercó tanto que veía su cara enel ojo izquierdo del Principe. Durante unos se-

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gundos estuvo calmado, sin mover los ojos. Loslabios y la lengua se le agitaron, se oyeron al-gunos sonidos y se puso a hablar tímidamentemientras la miraba suplicante: evidentemente,temía que no le comprendiera.

La princesa María le miraba con atenciónconcentrada. El cómico esfuerzo que hacía paramover la lengua obligó a la princesa María abajar los ojos y reprimir penosamente el llantoque se le subía a la garganta. El Príncipe pro-nunció alguna cosa, repitiendo siempre la mis-ma palabra. La Princesa no podía comprender-lo, pero procuraba adivinar lo que le decía, yrepetía interrogativamente las palabras pro-nunciadas por él.

- ¡Ah, ah, ah! Uf..., uf... - repitió el Principemuchas veces.

Era imposible comprenderlo. El doctor creyóadivinarlo y, repitiendo las palabras, preguntó:

- ¿La Princesa está asustada?El viejo movió la cabeza negativamente y re-

pitió lo dicho anteriormente.

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- El alma, el alma padece - adivinó y dijo laprincesa María.

El viejo pareció afirmar, le cogió la mano y laestrechó contra su pecho como si le buscara unlugar a propósito.

- Siempre pienso en ti... Pensamientos - mur-muró enseguida más claro y de un modo mu-cho más comprensible que antes, al sabersecomprendido. La princesa María apoyó la ca-beza en la mano de su padre, para esconder lossuspiros y las lágrimas, y le acarició el cabello.

- Toda la noche te he llamado - pronunció elviejo.

- Si lo hubiera sabido... - dijo ella entre lágri-mas -. No me atreví a entrar. - Él le estrechó lamano.

- ¿No has dormido?- No, no he dormido - dijo moviendo negati-

vamente la cabeza. Sometida involuntariamen-te a su padre, procuraba hablar igual que él,sobre todo con signos, fingiendo mover la len-gua con esfuerzo.

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-Hija mía... ¡Oh amiga mía...!La princesa María no lo pudo entender, pero

por la expresión de su rostro veíase que habíapronunciado una palabra de ternura, acaricia-dora, que nunca había dicho: «¿Por qué no hasvenido?»

«¡Yo que le deseaba la muerte!», pensó laprincesa María.

Calló el Príncipe, y a poco:- Gracias, hija mía..., amiga mía, por todo...,

por... todo..., perdón..., María..., per... dona...,gracias - los ojos se le llenaron de lágrimas.

- Manda buscar a Andrutcha - dijo de pronto.Y al hacer esta petición, su rostro tímido, infan-til y desconfiado, parecía indicar que él mismosabía que su ruego no tenía sentido. Eso fue almenos lo que supuso la princesa María.

- He recibido una carta de él - respondió laPrincesa.

Él la miró extrañado y con timidez.-.¿Dónde está ahora?-Está en el ejército, padre, en Smolensk.

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El Príncipe calló durante un buen rato, que-dando con los ojos cerrados. Enseguida, y comopara responder a sus dudas y afirmar que lohabía comprendido todo y que se acordaba,movió afirmativamente la cabeza y abrió losojos.

- Sí - dijo claramente y con dulzura -. Rusiaestá perdida. ¡La han perdido! - y volvió a llo-rar, resbalando las lágrimas por sus mejillas.

La princesa María no pudo contenerse,echándose a llorar.

El Príncipe cerró de nuevo los ojos, cesandoen su llanto; con la mano se señaló los ojos, yTikhon, que le comprendió, le secó las lágrimas.

Después abrió los ojos; dijo alguna cosa, queen mucho rato nadie pudo comprender y queentendió por fin Tikhon, transmitiéndola. Laprincesa María buscaba el sentido de sus pala-bras en el orden de ideas de lo manifestado porel Príncipe unos minutos antes; se preguntabasi hablaba de Rusia, del príncipe Andrés, de

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ella, de su nieto o de la muerte, y por esto nopudo adivinar qué le decía.

- Ponte el vestido blanco; me gusta - le dijo elPríncipe.

Al oír estas palabras, la princesa María re-dobló su llanto: el doctor, cogiéndola por elbrazo, la condujo a la habitación de la terraza,recomendándole calma y que se ocupara de lospreparativos de la marcha.

Así que la princesa María salió de la habita-ción, el Príncipe empezó a hablar de su hijo, dela guerra y del Emperador; frunciendo el ceñoairadamente, gritó con su ronca voz de otrosdías, y tuvo el segundo y último ataque.

La princesa María quedóse en la terraza. Eldía había sido claro, soleado y caliente. Ella nopodía comprender, sentir ni pensar. Estabacompletamente absorbida por el apasionadocariño de su padre. Afecto que le parecía haberignorado hasta entonces. Corrió al jardín y llo-rando huyó hacia el estanque por el camino de

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los tilos jóvenes, plantados por el príncipeAndrés.

- ¡Sí..., soy yo..., yo..., quien le deseaba lamuerte! Sí, he deseado que muriera ensegui-da..., he deseado apartarlo de mi vida..., y ¿quéserá de mí? ¿Cómo podré tranquilizarme cuan-do él no exista? - murmuró en alta voz mientrasandaba a grandes pasos por el jardín, apretán-dose con las manos su pecho sollozante.

Después de dar otra vuelta que la llevó a lacasa, se dio cuenta de la señorita Bourienne -que se había quedado en Bogutcharovo - y deun desconocido que le salieron al paso. Era elmariscal de la nobleza, que iba a visitar a laPrincesa para hacerle presente la necesidad demarchar rápidamente. La princesa María losescuchaba sin comprender lo que le decía. Hizoentrar al mariscal en la casa y ofrecióle desayu-no, sentándose junto a él; enseguida, excusán-dose, se acercó a la puerta de la habitación desu padre. El doctor salía muy descompuesto yprohibióle entrar.

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- ¡Márchese, Princesa, márchese!La princesa María volvió al jardín y, cerca del

estanque, en un sitio solitario, se sentó en lahierba. No supo exactamente el tiempo que allíestuvo.

Los pasos de una mujer que corría por el ca-mino la volvieron en sí. Se levantó, viendo aDuniatcha, su camarera, que a no dudar la bus-caba, y de pronto, y como asustándose a la vistade su señorita, se paró.

- Por favor, Princesa..., el Príncipe - dijo Du-niatcha con voz temblorosa.

- Voy enseguida - dijo apresuradamente laPrincesa, sin dar tiempo a Duniatcha para queterminara de hablar. Y corrió a la casa.

-Princesa, Dios lo ha querido. Tiene que estardispuesta a todo - dijo el mariscal de la noblezadeteniéndola ante la puerta.

- ¡Déjeme! ¡No, no es verdad! - contestó conaspereza. El doctor quiso detenerla, pero ella leempujó corriendo hacia la puerta.«¿Por qué me

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detienen estos hombres tan asustados? No ne-cesito a nadie. ¿Qué hacen aquí?»

Abrió la puerta, y la luz clara del día en aque-lla habitación antes tan oscura la asustó. En-contrábanse allí mujeres y criadas. Todas seapartaron, abriéndole paso. Él estaba igualmen-te tendido sobre la cama, pero la severidad desu rostro detuvo a la Princesa en el umbral.

- ¡No..., no ha muerto..., no es posible! - dijo laprincesa María al acercarse. Y, dominando elhorror que la poseía, posó los labios sobre sumejilla, pero enseguida retrocedió. Espontá-neamente, toda la ternura que en su interiorsentía por él desapareció, dando lugar a unsentimiento de horror por el que allí yacía. «¡Yano está! ¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Y aquí, en elsitio donde se hallaba, queda algo extraño, hos-til, un misterio terrible, espantoso y repugnan-te!» Y, escondiendo la cara entre las manos, laprincesa María cayó en los brazos del doctor,que la sostuvo.

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En presencia de Tikhon y del doctor, las mu-jeres lavaron el cuerpo, le ataron un pañuelo entorno a la cabeza, para que se le cerrara la boca,atándole además otro alrededor de las piernas,que se le separaban; enseguida vistiéronle eluniforme con las condecoraciones, dejandoencima del catafalco un pequeño cadáver des-carnado. Dios sabe quién cuidaría de todo; pa-recía que se hacía solo. Al atardecer se encen-dieron cirios alrededor del ataúd, cubierto deun paño mortuorio: por el suelo esparcieronespliego; una oración impresa fue colocada enla cabecera del ataúd, mientras en un rincón unchantre recitaba los salmos.

Igual que los caballos que se encabritan ytiemblan al ver un caballo muerto, en el salón,alrededor del féretro, se apiñaban forasteros,familiares, el mariscal de la nobleza, el stárostadel pueblo, mujeres y siervos; todos con los ojosfijos y asustados se persignaban, hablando bajoy besando la mano fría e inerte del viejo Prínci-pe.

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VIBogutcharovo, antes de la instalación del

príncipe Andrés, era una propiedad casi aban-donada, teniendo los siervos de aquel puebloun carácter muy distinto de los de Lisia-Gori,de los que se distinguían incluso en el modo dehablar, en el vestir y en las costumbres.

Decían que eran campesinos de las estepas. Elviejo Príncipe los elogiaba por su asiduidad enel trabajo cuando iban a Lisia-Gori a ayudar enla cosecha o a cavar fosos y estanques, pero nole eran simpáticos debido a ser tan retraídos.

La última estancia del príncipe Andrés enBogutcharovo, a pesar de sus innovaciones -hospitales, escuelas y reducción de censos-, nohabía civilizado las costumbres de aquella gen-te, sino que, al contrario, había acentuado aquelrasgo de su carácter que el viejo Príncipe lla-maba salvaje.

Alpatich, al llegar a Bogutcharovo poco antesde la muerte del viejo Príncipe, había observa-

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do que se producía un movimiento en el puebloy que, contrariamente a lo que ocurría a sesentaverstas alrededor de Lisia-Gori, donde loscampesinos huían abandonando a los cosacossus pueblos para que los saquearan, en las es-tepas de Bogutcharovo los siervos estaban enrelación con los franceses, que recibían papelesque circulaban entre ellos.

Por fin, y esto era lo más importante, Alpatichsabía que el mismo día que él había ordenadoal stárosta que reuniera los carros para llevarseel equipaje de la Princesa aquella misma maña-na, los campesinos se habían reunido, deci-diendo no moverse y esperar. Entre tanto, eltiempo apremiaba. El día de la muerte delPríncipe, 15 de agosto, el mariscal de la noblezainsistió en que la Princesa partiera inmediata-mente. Ahora existía ya peligro y, pasado el día16, no podría responder de nada. Él se marchóel mismo día de la muerte del Príncipe, prome-tiendo volver al siguiente para los funerales.Pero no pudo cumplir su promesa, porque,

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según las noticias que se acababan de recibir,los franceses, inesperadamente, avanzaban, yél, con mucha dificultad, tuvo el tiempo justopara llevarse consigo a su familia y las cosas demás valor que tenía en su finca.

Por la tarde, los carros no estaban prestos. Enel pueblo, cerca de la taberna, se había celebra-do una asamblea, en la que habían decididosoltar a los caballos en el bosque y no entregarlos carros. Alpatich, sin decir una palabra a laPrincesa, mandó descargar sus bagajes, quellegaban de Lisia-Gori, cogiendo los caballospara su coche para irse a ver a las autoridades.

VIIEl 17 de agosto, Rostov e Ilin, acompañados

de Lavruchka y de un húsar y un ordenanza,salieron a caballo a pasear por las afueras delcampamento de Iankovo, instalado a quinceverstas de Bogutcharovo, para probar el nuevocaballo adquirido por Ilin e informarse si seencontraba heno en aquellos pueblos.

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Hacía tres días que Bogutcharovo se encon-traba entre los dos ejércitos enemigos, de modoque la retaguardia rusa podía ir con la mismafacilidad que la vanguardia francesa; por esoRostov, comandante muy atento a las necesi-dades de su escuadrón, quería aprovecharseantes de que los franceses se llevaran las provi-siones que hubieran quedado.

Rostov e Ilin dirigíanse a Bogutcharovo demuy buen humor, porque esperaban encontrarservicio esmerado y guapas muchachas en lahacienda del Príncipe. Entreteníanse a veces eninterrogar a Lavruchka, y se reían de lo que lescontaba. O se divertían en pasar el uno delantedel otro para probar el caballo de Ilin.

Rostov ignoraba que el pueblo a que se dirig-ían pertenecía a Bolkonski, que había sidoprometido de su hermana. Rostov e Ilin pusie-ron a galope por última vez sus caballos, y seencontraron a unos pasos de Bogutcharovo.Rostov, adelantándose a Ilin, entró el primeroen el pueblo.

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- Me has adelantado - dijo Ilin muy sofocado.- Sí, yo siempre llego primero, lo mismo en el

campamento que aquí - replicó Rostov mientrasacariciaba su caballo del Don.

- Yo, Excelencia, monto un caballo francés -dijo detrás de ellos Lavruchka, calificando decaballo francés a la mula que montaba -. Podríahaber llegado el primero,, pero no os he queri-do avergonzar.

Al paso, se acercaron a la granja, cerca de lacual hallábase una multitud de siervos. Algu-nos se descubrieron a su paso y otros los mira-ban, sin descubrirse. Dos campesinos viejos,altos, de cara arrugada, con ralas barbas, salie-ron de la taberna y se acercaron a los oficiales,balanceándose mientras cantaban y reían.

- ¡Vaya tíos! ¿Tenéis heno? - preguntó son-riendo Rostov.

- ¡Cómo se parecen...! - observó Ilin.- «La... ale... gre... conver... sación» - cantaba

uno con beatífica sonrisa.

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Un campesino se destacó de la multitud y seacercó a Rostov.

- ¿Quiénes sois? - preguntó.- Franceses - respondió riendo Ilin -. Aquí tie-

nes a Napoleón en persona - añadió señalandoa Lavruchka.

- ¿Sois rusos, pues? - preguntó de nuevo elcampesino.

- ¿Habéis venido muchos? - preguntó otrocampesino pequeño acercándoseles.

- Muchos, muchos - replicó Rostov -, pero¿qué hacéis aquí reunidos? ¿Celebráis algunafiesta?

- Son los viejos que se reúnen por causa delmir - respondieron los campesinos mientras sealejaban.

En aquel momento, dos mujeres y un hombrecon blanco gorro salían de la señorial casa endirección a los oficiales.

-La que va de color de rosa es para mí, no mela quitéis - dijo Ilin por Duniatcha, que se leacercaba corriendo.

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- Será para nosotros - dijo Lavruchka a Ilinguiñándole el ojo.

- ¿Qué hay de nuevo, preciosa? - dijo Ilin son-riente.

- La Princesa ha ordenado que os preguntá-ramos de qué regimiento sois y cómo os llam-áis.

- Conde Rostov, comandante de escuadrón yservidor vuestro.

- «Con... con... versa... ción» - cantaban los bo-rrachos campesinos, sonriendo al mirar a Ilinque hablaba con la muchacha.

Detrás de Duniatcha, Alpatich se acercó aRostov, descubriéndose de lejos.

- ¿Puedo molestar un momento a Su Señoría?- dijo con respeto pero también con negligencia,viendo la juventud del oficial y poniéndose lamano en el bolsillo -. Mi señora, la hija del ge-neral jefe príncipe Nicolás Andreievitch Bol-konski, muerto el día 15 de este mes, se encuen-tra ante serias dificultades a causa de la igno-rancia de esta gente - y señaló a los campesinos

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-, y espera que os dignéis... ¿Queréis retrocederun poco, por favor? - dijo Alpatich con tristesonrisa -; no es muy agradable hablar delantede... -Alpatich señaló con los ojos a dos campe-sinos que rondaban tras ellos, como los tábanosalrededor de los caballos.

- ¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Iakob Alpatich...! Ya estábien eso... - dijeron los campesinos con sonrisaalegre.

Rostov miró al borracho, sonriéndose tam-bién.

- ¿Por ventura esto divierte a Vuestra Exce-lencia? -dijo Iakob Alpatich con cara seria mien-tras señalaba con la mano que tenía libre a losdos viejos.

-No, aquí no hay nada divertido-dijo Rostov,y retrocedió -. ¿De qué se trata?

- Si Vuestra Excelencia me lo permite, meatreveré a explicarle que la gente grosera deeste lugar no quiere dejar salir a su señora yamenaza con desenganchar los caballos, de

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modo que están los equipajes a punto, sin queSu Excelencia pueda marchar.

- No puede ser - exclamó Rostov.- Os digo la verdad, la pura verdad - con-

firmó Alpatich.Rostov descendió del caballo, que entregó a

su ordenanza, y con Alpatich se dirigió a pie ala casa, mientras le pedía detalles. Efectivamen-te, la proposición de dar trigo a los campesinos,hecha el día anterior por la Princesa, estropeó lasituación. Por la mañana, cuando la Princesaordenó enganchar para emprender la marcha,los campesinos salieron todos juntos y cerca dela granja advirtiéronle que no la dejarían salirdel pueblo, «que existía la orden de que nadiesaliera», para lo cual desengancharían los caba-llos. Alpatich habíales amonestado, pero le res-pondieron - el que más hablaba era Karp; Dro-ne no salía de la muchedumbre - que no podíandejar marchar a la Princesa, y que respecto aeste punto existía una orden, y que si la Prince-

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sa se quedaba, la servirían y la obedecerían entodo y para todo igual que antes.

Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carre-tera, la princesa María, a pesar de los ruegos deAlpatich, de la criada vieja y de las camareras,daba orden de enganchar, pues quería salir.Pero al darse cuenta de los caballos que galo-paban - los había tomado por franceses -, lospostillones negáronse a partir y la casa se llenóde lamentos de mujer.

- ¡Padre, padrecito!.¿Es Dios quien os envía? -decían las voces mientras Rostov atravesaba elpatio.

La princesa María, asustada y sin fuerzas, es-taba sentada en el salón cuando Rostov fue in-troducido. No comprendía quién era ni por quéestaba allí ni qué pasaría. Al observar su rostroruso y al reconocer desde el primer momento ydesde las primeras palabras que tenía delante aun hombre de su mundo, le miró con miradaprofunda, resplandeciente, empezando a hablarcon voz entrecortada y temblorosa por la emo-

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ción. Rostov vio enseguida algo romántico enaquella presentación. Una muchacha sin defen-sa, aplastada por el dolor, sola y abandonadaen las manos de groseros campesinos revolu-cionarios. «¿Qué extraño azar me ha traídoaquí? ¡Y qué dulzura, qué nobleza hay en sucara y en su expresión!», pensaba Rostov mien-tras la miraba y oía su tímido relato.

Cuando empezó a decir que todo había ocu-rrido al día siguiente de la muerte de su padre,se le quebró la voz en un sollozo, volvióse yenseguida, como si temiera que Rostov tomaraa mal sus palabras o las interpretara como unardid para enternecerlo, le miró, interrogadoray temerosamente. Rostov tenía las lágrimas enlos ojos. La princesa María dióse cuenta, mi-rando a Rostov con agradecimiento, con aque-llos ojos resplandecientes que hacían olvidar lafealdad de su rostro.

- No puedo expresaros, Princesa, la satisfac-ción que siento por haber venido por casuali-dad aquí y poderme poner por entero a vuestra

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disposición - dijo Rostov levantándose -. Mar-chad si así os place, yo os respondo por mihonor que nadie se atreverá a inquietaros consólo permitirme que os acompañe. - Y saludán-dola con respeto, igual como se saluda a lasdamas de sangre real, se dirigió a la puerta. Porsu tono, Rostov parecía querer demostrar queaunque consideraba como una suerte el conocera la Princesa, no quería aprovecharse de sudesgracia para relacionarse con ella.

La princesa María comprendió aquel gesto ylo agradeció.

- Os estoy muy reconocida - díjole en francés.De pronto la Princesa se echó a llorar.- Dispensadme - dijo.Rostov enarcó las cejas y saludó otra vez pro-

fundamente al salir de la habitación.

VIIIQue amable es! ¡Si supieras! ¡Una delicia! Es

mi rubia y se llama Duniatcha.

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Pero Ilin, al mirar la cara de Rostov, callóse.Veía que su héroe, el Comandante, se hallabaen una disposición de espíritu bien diferente ala que él se encontraba.

Rostov miró a Ilin con mala cara y sin res-ponderle se dirigió al pueblo a paso largo.

«¡Ya les enseñaré yo! ¡Ya los meteré en cintu-ra, bandidos!», se decía.

Alpatich, corriendo cuanto le era posible,acercóse a Rostov.

- ¿Qué determinación os habéis dignado to-mar? - preguntó.

Rostov se paró y cerrando los puños con ges-to amenazador dirigióse bruscamente a Alpa-tich.

- ¿Determinación? ¿Qué determinación? ¡Vie-jo imbécil! - le gritó -. ¿A qué aguardas? ¿Lagente se subleva y no sabes arreglarlo? Eres untraidor como ellos. Ya os conozco. Os arrancaréla piel a todos...

Después, como si temiera gastar inútilmentesu energía, dejó a Alpatich, echando por el ca-

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mino más rápido. Alpatich, ahogando su ínti-mo sentimiento por la ofensa, le seguía reso-plando, mientras le comunicaba sus considera-ciones. Le explicaba que los siervos vivían enplena ignorancia y que era imprudente el con-tradecirlos sin contar con un destacamento mi-litar, por lo que sería mucho mejor ir a buscartropas.

- ¡Ya les daré yo tropas! ¡Ya les contradeciré! -decía estúpidamente Nicolás, ahogándose en suinsensata cólera animal y por la necesidad debuscar una salida a aquella cólera. Sin pensaren lo que debía hacer, se acercaba a la multitudinconscientemente, resuelto y muy deprisa.Cuanto más adelantaba, más convencido que-daba Alpatich de que era un acto irreflexivo delque no podía resultar nada bueno. Los siervos,al ver su aire resuelto, firme, y su cara contraí-da, pensaban lo mismo.

- ¡Y ahora oídme todos! - dijo Rostov diri-giéndose a los campesinos-. Marchaos a vues-tras- casas; no quiero ni oíros la voz.

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-Lo veis. ¡Nosotros no hicimos ningún daño!Esto ha sido una tontería y nada más... Unaidiotez... Ya os lo decía que la orden no eraésta... - decían voces que se increpaban mu-tuamente.

- ¿Lo veis...? Ya os lo había dicho... ¡Esto noestá bien, hijos míos!-dijo Alpatich reintegrán-dose a sus funciones.

- Nosotros tenemos la culpa, Iakob Alpatich -respondieron las voces. Y enseguida la multi-tud se dispersó por el pueblo.

Al cabo de dos horas, los carros hallábanse enel patio de la casa de Bogutcharovo y los sier-vos cargaban los equipajes de los señores conanimación.

Rostov, para no molestar a la Princesa, no fuea su casa, sino que se quedó en el pueblo,aguardando la marcha. Cuando vio que loscarruajes de la Princesa salían, montó a caballoy acompañó a la Princesa hasta la carretera

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ocupada por las tropas rusas, hasta doce vers-tas de Bogutcharovo.

- ¡Oh, no tiene importancia! - respondió muysofocado al expresarle la Princesa su agradeci-miento por su salvación (así denominaba ellasu acción) -. Cualquier policía hubiera hecho lomismo. Si sólo tuviéramos que hacer la guerracontra los campesinos, no dejaríamos al enemi-go tan atrás - dijo como si se avergonzara dealgo y quisiera cambiar de conversación -. Es-toy muy contento por haber tenido ocasión deconocerla. Hasta la vista, Princesa; le deseobuena suerte y consuelo; espero poderla encon-trar en circunstancias más felices. Si no quiereavergonzarme le ruego que no me dé las gra-cias.

Pero si la Princesa no le dio las gracias conpalabras, se las dio con toda la expresión de sucara iluminada por el agradecimiento y la ter-nura. No podía creerle cuando le decía que notenía nada que agradecer. Al contrario, paraella era indiscutible que sin él hubiera muerto

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seguramente a manos de los revoltosos o de losfranceses, y que «él», para salvarla, se habíaexpuesto a peligros ciertos y terribles, ademásde que era un hombre de alma elevada y nobleque había sabido comprender su situación y supena. Sus ojos buenos y honrados, con laslágrimas que en ellos aparecían cuando ella lehablaba, no se apartaban de su imaginación.

Cuando le hubo dicho adiós y se encontró so-la, sintió de pronto sus ojos llenos de lágrimas,y entonces, por primera vez, se le ocurrió estarara pregunta: «¿Por ventura me he enamoradode él?»

Por la carretera, más cerca de Moscú, a pesarde no ser la situación de la Princesa muy diver-tida, Duniatcha, que viajaba en el coche conella, observó que muchas veces la Princesa sa-caba la cabeza por la ventanilla, sonriéndolecon sonrisa gozosa y triste.

«¿Y si me hubiera enamorado?», pensó laprincesa María. Por vergüenza que le causara elconfesarse que era ella la primera en enamorar-

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se de un hombre que quizá no la amaría jamás,se consoló con el pensamiento de que nadie losabría nunca y de que no sería culpable si, sindecirlo a nadie, hasta el final de su vida amabaa alguien por primera y última vez.

«Y tenía que venir a Bogutcharovo precisa-mente en este instante, y su hermana tenía querechazar al príncipe Andrés», pensaba la prin-cesa María, viendo en todo ello la voluntad dela Providencia.

La impresión que la princesa María causó aRostov fue muy agradable. Cuando la recorda-ba se sentía alegre, y cuando los compañeros, altener conocimiento de la aventura que le habíaocurrido en Bogutcharovo, bromeaban dicién-dole que había ido por heno y había vuelto conla heredera más rica de Rusia, Rostov se dis-gustó. Se disgustó precisamente porque la ideadel matrimonio con la dulce, agradable y riquí-sima princesa María, a pesar suyo, se le habíaocurrido muchas veces. Nicolás no podía dese-ar una mujer mejor que la princesa María. Su

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boda con ella sería la felicidad de la Condesa,su madre, y reharía los negocios de su padre yhasta - Nicolás lo veía claro - sería la felicidadde la princesa María.

Pero ¿y Sonia? ¿Y la palabra dada? Y Rostovse enfadaba cuando, en broma, le hablaban dela princesa Bolkonski.

IXKutuzov, que había aceptado el mando de los

ejércitos, recordó al príncipe Andrés y le or-denó presentarse en el Cuartel General.

El príncipe Andrés llegó a Tzare-vo-Zaimistche precisamente cuando Kutuzovpasaba la primera revista a sus tropas. Elpríncipe Andrés se paró en el pueblo cerca dela casa del pope, donde se encontraba el cochedel Generalísimo, y se sentó en un banco cercade la puerta cochera, esperando al Serenísimo,como todos entonces le llamaban. En los cam-pos que se extendían tras el pueblo, tan prontose oían los acordes de las músicas militares co-

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mo el rumor de una multitud de voces gritando«¡hurra!» al nuevo comandante en jefe.

Allí, cerca de la puerta cochera, a dos pasosdel príncipe Andrés, dos asistentes, el ordenan-za y el maitre d'hótel, aprovechaban la ausenciadel Príncipe y el buen tiempo para poder char-lar.

Un coronel de húsares, pequeño, moreno, conun bigote muy espeso y patillas muy pobladas,se acercó a caballo hacia la puerta y mirando alpríncipe Andrés le preguntó si el Serenísimohabía parado allí y si volvería pronto.

El príncipe Andrés respondió que él no per-tenecía al Estado Mayor del Serenísimo y quehacía poco rato que había llegado. El coronel dehúsares se dirigió a un asistente, y el asistentedel comandante en jefe le respondió, con elmenosprecio característico en los asistentes delos generalísimos cuando hablaban a los oficia-les:

- ¿Qué? ¿El Serenísimo? Volverá pronto. ¿Quéqueréis?

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El coronel de húsares sonrióse por debajo desu bigote, por el tono del asistente, bajó delcaballo, lo entregó al ordenanza y después,acercándose a Bolkonski, lo saludo ligeramente.Bolkonski le dejó sitio en el banco; el coronel sesentó a su lado.

- ¿También aguardáis al Generalísimo? - dijoel coronel de húsares -. Dicen que todo el mun-do puede verle, ¡Dios sea loado! ¡En esos come-dores de salchichas es un asco! Por algo Erme-lov ha pedido ser promovido al ejercito alemán,ahora que los húsares tienen derecho a hablar.Además, el diablo sabe lo que han hecho hastaahora. Retroceder, siempre retroceder. ¿Hahecho usted la campaña?

- He tenido el placer - replicó el príncipeAndrés -no sólo de participar en la retirada,sino incluso de perder en esta retirada a un serquerido, sin hablar de mis bienes y la casa demi linaje. Mi padre murió de pena. Soy de Smo-lensk.

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- ¡Ah!. ¿es usted el príncipe Bolkonski? Cele-bro conocerle. El teniente Denisov, más conoci-do por el nombre de Vaska - dijo Denisov estre-chando la mano del príncipe Andrés y mirán-dole con benévola expresión -. Sí, ya he oídohablar de usted - añadió con gesto compasivo,después de un corto silencio-. Esto es una gue-rra de escitas. ¡Todo está bien menos para losque lo pagan con la vida! ¡Ah! Entonces ¿esusted el príncipe Andrés Bolkonski?

Andrés inclinó la cabeza.- Celebro veros, Príncipe, celebro de veras

haberle conocido - repitió con una sonrisa tris-te, estrechándole de nuevo la mano.

Sonreía así al recordar los tiempos en que es-tuvo enamorado de Natacha. Pero enseguidapasó a lo que le preocupaba intensamente: elplan de campaña que había imaginado mien-tras hacía el servicio en la vanguardia durantela retirada. Había presentado ese plan a Barclayde Tolly, y ahora se proponía someterlo a Ku-tuzov. Su plan se basaba en el hecho de que la

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línea de operaciones de los franceses se habíaalargado demasiado y que antes que ellos, o almismo tiempo que ellos maniobraban de frente,era preciso cerrar el camino a los franceses yatacar sus comunicaciones. Empezó a explicarsu plan al príncipe Andrés.

-No se podrá defender toda esta línea, es im-posible; yo doy mi palabra de romperla. Demequinientos hombres y la romperé. Estoy con-vencido. ¡Sólo hay un sistema posible: las gue-rrillas!

Denisov se levantó y expuso, gesticulando, suplan a Bolkonski.

A media explicación llegaron del campo derevista gritos, mezclados y confundidos con lamúsica y los cantos. El pueblo se llenó de rui-dos, pasos y gritos.

- ¡Es él! - gritó un cosaco que se hallaba en lapuerta de la casa.

Bolkonski y Denisov se acercaron a la puertacochera, cerca de la cual se encontraba un pe-queño grupo de soldados: la guardia de honor.

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Vieron que Kutuzov, montado en un caballogris y de mediana altura, se acercaba por lacalle. Un grupo de generales le acompañaba;Barclay estaba casi a su lado. Una multitud deoficiales corría detrás de él gritando«¡hurra!».

Delante de él, los ayudantes de campo entra-ron a galope en el patio. Kutuzov, picando es-puelas impaciente al caballo, que andaba des-pacio bajo su enorme peso, y saludando conti-nuamente, acercó su mano a la gorra de cuartel,redonda y sin visera. Al llegar cerca de la guar-dia de honor de bravos granaderos, la mayoríade los cuales ostentaban sus condecoraciones,que le daban escolta, durante un minuto, ensilencio, los miró fijamente con una miradaobstinada y fija, volviéndose después hacia lamultitud de generales y oficiales que le rodea-ban.

De pronto, su cara tomó una expresión fija yencogió los hombros con gesto de extrañeza.

- ¡Retroceder, retroceder siempre con unosmuchachotes así! - dijo -. ¡Vaya! Hasta la vista,

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general - añadió. Y, picando espuelas hacia lapuerta, pasó por delante del príncipe Andrés yde Denisov.

- ¡Hurra, hurra, hurra! - gritaban detrás de él.Desde que el príncipe Andrés le había visto

por última vez, Kutuzov había engordado,haciéndose más pesado; pero su ojo perdido, sugesto, la impresión de fatiga y de su personaeran los mismos.

Llevaba la casaca - el látigo sostenido por unacorrea fina le atravesaba la espalda - y la gorrablanca de caballero de la guardia. Andaba co-lumpiándose sobre el caballo.

Al entrar en el patio se puso a silbar. Su caraexpresaba la alegría tranquila de un hombreque tiene intención de descansar después deuna revista. Sacó el pie izquierdo del estribo einclinándose y moviendo su cuerpo con esfuer-zo se levantó de la silla con dificultad, apoyósecon las rodillas, tosió y bajó confiando en losbrazos del cosaco ayudante de campo.

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Se ajustó la ropa, dirigió la vista a su alrede-dor con los ojos medio entornados, miró alpríncipe Andrés-evidentemente sin reconocerlo- y con su paso de oca entró en el portal. Laimpresión de la cara del príncipe Andrés no seunió al recuerdo de su persona sino al cabo deunos cuantos segundos, tal como es corrienteen los viejos.

- ¡Ah! ¡Buenos días, Príncipe! ¡Buenos días,querido! Vamos...-dijo en un tono de fatiga mi-rando a su alrededor. Y subió pesadamente lasescaleras, que crujían bajo su peso. Se des-abrochó la levita y se sentó en el banco que sehallaba bajo el pórtico de la entrada -. ¿Y cómoestá su padre?

- Ayer supe que había muerto - dijo breve-mente el príncipe Andrés

Kutuzov miró al príncipe Andrés con los ojosdesmesuradamente abiertos y enseguida sedescubrió, persignándose.

- ¡Que Dios le tenga en la gloria! ¡Que se hagasu voluntad sobre todos nosotros. - Suspiró

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profundamente y se calló por el momento -. Lequería y le respetaba; lo compadezco con todami alma.

Abrazó al príncipe Andrés, le estrechó contrasu robusto pecho, reteniéndole un rato en estaposición. Cuando le soltó, el príncipe Andrésvio que los gruesos labios de Kutuzov tembla-ban y que tenía los ojos llenos de lágrimas.Suspiró y apoyó las manos en el banco paralevantarse

- Vamos, vamos a casa y hablaremos - dijo.En aquel momento, Denisov, que no se para-

ba ni ante los jefes ni ante el enemigo, a pesarde que los ayudantes de campo querían pararlocerca del portal, subió resuelto la escalerahaciendo tintinear sus espuelas. Kutuzov sepuso a mirar a Denisov con mirada fatigada ycon gesto de despecho, y con las manos apoya-das en el vientre repitió:

- ¿Por el bien de la patria? Y bien, ¿qué es es-to? ¡Hable!

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Denisov se sonrojó como un muchacho. Eraextraño ver sonrojada aquella vieja cara, bigo-tuda y pecosa. Con decisión comenzó a exponersu plan para romper la línea enemiga de opera-ciones entre Smolensk y Viazma.

Denisov había vivido mucho tiempo en aque-lla región y la conocía bien. Su plan parecíaindiscutiblemente bueno, sobre todo gracias ala fuerza y convicción con que lo exponía.

Kutuzov se miraba los pies y de vez en cuan-do echaba una mirada al patio de la vecina isbacomo si en aquel lugar aguardara alguna cosadesagradable. En efecto, de la isba que mirabamientras hablaba Denisov salió un general conuna cartera bajo el brazo.

- ¿Cómo? ¿Ya estáis a punto? - preguntó Ku-tuzov en medio de la explicación que le hacíaDenisov.

- Estoy a punto, Excelencia - dijo el general.Kutuzov bajó la cabeza como si quisiera decir:

«¡Cómo es posible que un hombre solo puedahacer esto!», y continuó escuchando a Denisov.

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- Doy mi palabra de honor de oficial de húsa-res que cortaré las comunicaciones a Napoleón- dijo Denisov.

-Kiril Andreievitch, el jefe de intendencia,¿qué parentesco tiene contigo? - le interrumpióKutuzov.

- Es mi tío, Alteza.- ¡Ah! Así, pues, somos amigos - dijo alegre-

mente Kutuzov -. Está bien, hombre, está bien;quédate aquí, en el Estado Mayor mañanahablaremos.

Y saludando con la cabeza a Denisov se vol-vió y recogió los papeles que le entregaba Ko-novnitzin.

- ¿Vuestra Alteza no se dignará entrar en lahabitación? - dijo el general de servicio con to-no de descontento -. Es necesario examinar losplanos y firmar algunos documentos.

El ayudante de campo que salía por la puertaanunció que todo estaba preparado dentro.Pero, evidentemente, Kutuzov quería encontrarla habitación despejada. Hizo una mueca.

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- Bueno, amigo, bueno, di que traigan la me-sa. Lo estudiaremos aquí mismo. Tú quédateaquí - añadió dirigiéndose al príncipe Andrés.

XDespués de unos días de mal tiempo, el 25

mejoró, por lo que, después del almuerzo, Pe-dro partió de Moscú.

Por la noche, al cambiar de caballos en Per-khuchkovo, Pedro supo que aquella tarde sehabía librado una gran batalla. Decían que enPerkhuchkovo la tierra había temblado de loscañonazos. Pedro preguntó quién era el vence-dor, pero nadie supo responderle; era la batallade Schevardin, del 24. A primeras horas de lamañana, Pedro llegaba cerca de Mojaisk.

Todas las casas de Mojaisk estaban ocupadaspor las tropas, y en el mesón donde Pedro en-contró a su lacayo y a su cochero no había sitio:los oficiales lo ocupaban todo.

A partir de Mojaisk se encontraban tropas portodas partes: cosacos, soldados de infantería, de

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caballería, furgones, cajas, cañones... Pedro seapresuró y cuanto más se alejaba de Moscú,más se sumergía en este mar de tropas, más sesentía invadido por una extraña inquietud ypor un sentimiento de alegría desconocido paraél.

El 24, la batalla se había entablado en el re-ducto Schevardin; el 25, las tropas no dispara-ron un tiro; el 26 se había librado la batalla deBorodino.

En la mañana del 25, Pedro partió de Mojaiskpara Tatarinovo. A mano derecha del colladoque va hacia la ciudad delante de la catedral,situada en la cima, Pedro, cuando la campanaanunciaba el oficio, bajó del coche y echó a an-dar. Detrás de él descendía un regimiento decaballería con cantores delante; los postillones ylos campesinos corrían de un lado a otro azo-tando a los caballos, gritando cerca de ellos. Lascarretas, en cada una de las cuales iban echadosy sentados tres o cuatro soldados heridos, sal-taban por las piedras que tapizaban el suelo de

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la rápida cuesta. Los heridos, vendados, páli-dos, con los labios cerrados, las cejas hirsutas,se cogían a los barandales mientras chocabanlos unos contra los otros dentro de las carretas.Casi todos, con una curiosidad infantil e ino-cente, miraban el frac verde y la gorra blanca dePedro. El cochero de Pedro gritaba con violen-cia para que los convoyes de heridos se aparta-ran. El regimiento de caballería que descendíade la montaña cantando cerró el paso al cochede Pedro. Éste se detuvo en el margen del ca-mino. El sol no había penetrado hasta aquelcamino profundo, en el que hacía frío y hume-dad. Por encima de la cabeza de Pedro brillabauna clara mañana de agosto y se sentía un ale-gre campanilleo. Una carreta de heridos se de-tuvo cerca de Pedro. El postillón, un campesinocon lapti,corrió resoplando hacia el carro, pusouna piedra bajo las ruedas de atrás y empezó aarreglar la guarnición del caballo.

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Un viejo soldado herido, con el brazo venda-do, que andaba al lado de la carreta, cogióle lamano, volviéndose hacia Pedro.

- ¿Nos arrastraréis hasta Moscú? - preguntó.Pedro, de tan pensativo como estaba, no en-

tendió la pregunta; tan pronto miraba al regi-miento de caballería, que en aquel momento secruzaba con el convoy de heridos, como a lacarreta que tenía cerca, en la que iban dos heri-dos sentados y uno echado, y le pareció queallí, en presencia de aquellos heridos, se encon-traba la solución que buscaba. Uno de los sol-dados sentado en la carreta estaba herido, pro-bablemente en la mejilla; tenía la cabeza ven-dada con jirones de tela; una de sus mejillasestaba tan hinchada que parecía una cabeza deniño; la boca y la nariz se le habían torcido. Elsoldado miró a la iglesia y se persignó. El otro,un muchacho joven - un recluta -, rubio y blan-co, miró a Pedro con una bondadosa sonrisa,acartonada, que se destacaba en una cara finacompletamente exangüe. Los cantores del re-

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gimiento de caballería pasaban a la altura de lacarreta. Cantaban una canción de soldados.Como respondiéndoles, pero con otro génerode alegría, los rayos tibios del sol acariciaban lacima opuesta de la montaña. Abajo, al pie, cercade la carreta de los heridos y del caballito vo-luntarioso, parado junto al coche, había muchahumedad y tristeza.

El soldado de la mejilla hinchada mirabacolérico a los cantores.

- ¡Oh! ¡Qué presumidos! - dijo con desdén.- Hoy no han tenido bastante con los solda-

dos y también han cogido a los campesinos.¡Hasta a los campesinos...! También los cazan...,hoy todos somos iguales. Quieren lanzar a todoel pueblo. ¡Quieren acabar de una vez! - dijocon una sonrisa triste, dirigiéndose a Pedro, elsoldado que iba dentro de la carreta.

A pesar de la oscuridad de las palabras delsoldado, Pedro comprendió todo lo que queríadecir e inclinó la cabeza en señal de aprobación.

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La carretera quedó libre. Pedro descendió yse fue un poco más lejos. Miró a los dos solda-dos del camino, buscando una cara conocida,pero no encontraba más que rostros desconoci-dos de militares de diversos regimientos, quemiraban con extrañeza su gorra blanca y su fracverde. Después de haber recorrido cuatro vers-tas encontró a un conocido al que interpeló conalegría. Era uno de los médicos en jefe del ejér-cito e iba en un cabriolé; seguía un camino dis-tinto al de Pedro; a su lado iba un médico jo-ven. Al reconocer a Pedro, mandó parar al co-saco que iba en el asiento del cochero.

- ¡Conde! ¡Excelencia! ¿Cómo se encuentra us-ted aquí? - preguntó el doctor.

- Nada, he querido ver...- Sí, sí, ya le aseguro yo que hay muchas cosas

por ver.Pedro descendió y se puso a hablar con el

doctor, explicándole su propósito de participaren la batalla.

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- ¿Por qué quiere encontrarse Dios sabedónde, en un lugar desconocido, durante labatalla? - dijo cambiando una mirada con sujoven compañero -. Además, el Serenísimo leconoce y le recibirá con mucho gusto. Créame,hágalo así, querido.

El doctor parecía cansado y nervioso.- Así, pues, piensa... ¡Ah! También quisiera

preguntarle dónde se encuentra exactamente laposición - dijo Pedro.

- ¿La posición? Esto no es de mi especialidad.Pase por el pueblo de Tatarinovo, allá preparanalgo, y suba al collado, desde allí se ve todo -dijo el doctor.

- ¿De veras? Si usted...Pero el doctor le interrumpió y se acercó al

cabriolé.-De buena gana le acompañaría, pero le juro

que estoy hasta aquí - el doctor señalaba sucuello -. Voy corriendo al comandante delcuerpo. Lo hemos arreglado como hemos podi-do. ¿Sabe usted, Conde? La batalla está decidi-

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da para mañana, y por cien mil hombres hayque calcular por lo menos unos veinte mil heri-dos, y no tenemos literas, ni camas de campaña,ni médicos ni para seis mil. Tenemos diez carre-tas, pero no es esto sólo lo que se necesita, y ahíqueda eso, arréglate como puedas...

Este pensamiento extrañó a Pedro: entreaquellos millares de hombres vivos y sanos,jóvenes y viejos, a los que causaba una alegreadmiración su gorra, había seguramente unosveinte mil destinados a ser heridos o a morir -quién sabe si aquellos mismos que veía -; estepensamiento le aplastó: «Quizá mueran maña-na. ¿Por qué piensan en otras cosas que en lamuerte?» Y de pronto, por una asociación mis-teriosa de ideas, se representó vivamente lasalida de Mojaisk, la carreta con los heridos, lacampana, los rayos inclinados del sol, las can-ciones de los de caballería. «Los jinetes van a labatalla, encuentran heridos y no piensan ni porun instante lo que les espera, y echan adelantemientras guiñan el ojo a los heridos. Y de todos

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estos hombres, veinte mil están destinados a lamuerte, y a pesar de ello se preocupan de migorra. ¡Qué extraordinario!, pensaba Pedro di-rigiéndose al pueblo de Tatarinovo.

Cerca de la casa señorial, a izquierda del ca-mino, se encontraban coches, carros y una mul-titud de asistentes y centinelas. El cuartel delSerenísimo se hallaba allí. Pero cuando Pedrollegó casi no había nadie del Estado Mayor.Todos estaban en el oficio de acción de gracias.Pedro marchó más lejos, en dirección a Gorki.Después de subir una cuesta, al entrar en unacalleja del pueblo, Pedro se dio cuenta por pri-mera vez de los campesinos milicianos, con susgorras y camisas blancas, que, hablando y gri-tando animados y sudorosos, trabajaban a laderecha del camino, en un inmenso reductocubierto de hierba. Los unos cavaban con aza-dones, los otros se llevaban la tierra sobrantesobre unas tablas y los otros no hacían nada.

Dos oficiales daban órdenes. Al ver a aquelloscampesinos que el nuevo estado militar anima-

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ba, Pedro se acordó otra vez de los heridos deMojaisk y comprendió lo que quería decir elsoldado cuando le dijo «que querían lanzar atodo el pueblo». La vista de aquellos campesi-nos barbudos, que trabajaban en el campo debatalla, pesados, con botas que no eran de supie, con los cuerpos bañados de sudor, con lascamisas abiertas, por las cuales se veían loshuesos de las clavículas, impresionó más viva-mente a Pedro que todo lo que había visto ysentido hasta entonces respecto a la solemnidade importancia del instante presente,

XIPedro descendió de su coche y subió a un co-

llado desde el que se veía el campo de batalla.Eran las once de la mañana. El sol, un poco a

la izquierda por detrás de Pedro, a través delaire puro y suave, iluminaba vivamente unenorme panorama, que se abría como un anfi-teatro ante su vista.

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Encima y a la izquierda, rompiendo aquel an-fiteatro, pasaba la carretera de Smolensk, queatravesaba el pueblo de la iglesia blanca, que sehallaba exactamente debajo, a unos quinientospasos delante del collado; era Borodino. La ca-rretera, más allá del pueblo, atravesaba unpuente y, serpenteando cada vez más, seguíahacia el pueblo de Valluievo, que se percibía ala distancia de unas seis verstas. Napoleón seencontraba allí. Detrás de Valluievo, la carrete-ra desaparecía en el bosque que se veía amari-llear en el horizonte. En aquel bosque de abe-tos, a la derecha de la carretera, brillaba al sol lacruz lejana y el campanario del convento deKolotzki. Entre toda aquella lejanía azulada aderecha e izquierda del bosque y de la carrete-ra, en diversos lugares, se veían las hoguerashumeantes y las masas imprecisas de las tropasrusas y las del enemigo. A la derecha, a lo largode los ríos Kolotcha y Moscova, el país estaballeno de cavernas y era muy accidentado. Lejos,en uno de los valles, se divisaban los pueblos

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de Bezubovo y Zakharino. Por la izquierda, elterreno era más regular, con campos de trigo; seveía el pueblo de Semeonovskoie.

Todo lo que Pedro veía tanto a derecha comoa izquierda era tan impreciso que en ningúnsitio encontraba algo para satisfacer su imagi-nación. En ninguna parte descubría aquel cam-po de batalla que esperaba encontrar; sólo veíacampos, llanuras, tropas, bosques, cortijos,hogueras, pueblos, collados, torrentes, y Pedro,por más que mirara, no podía descubrir enaquel paisaje la posición y tampoco podía dis-tinguir las tropas rusas de las del enemigo.

«He de informarme con alguien que entien-da», pensó y se dirigió a un oficial que mirabacurioso su enorme persona, tan poco marcial.

- ¿Quiere usted hacerme el favor de decirmequé pueblo es aquel de allá abajo, enfrente denosotros?

- Burdino, ¿no? - dijo el oficial dirigiéndose asu compañero.

- Borodino - rectificó el otro.

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El oficial, visiblemente contento por la oca-sión que se le presentaba de hablar, se acercó aPedro.

-Los nuestros ¿están allá abajo? - preguntóPedro.

- Sí, y más lejos están los franceses. Mire, mi-re, ¡si se ven! - dijo el oficial.

- ¿Dónde? ¿Dónde? - preguntó de nuevo Pe-dro.

- Se distinguen a simple vista. Mire.El oficial señalaba el humo que veía a la iz-

quierda, detrás del río, cuando apareció en surostro aquella expresión severa y grave quePedro había ya observado en muchos de losrostros que había visto.

- ¡Ah! ¿Son franceses? Y allá a lo lejos...-Pedroseñaló a la izquierda del collado, cerca del cualse veían tropas.

-Son los nuestros.- ¡Ah! ¡Los nuestros!Pedro señalaba un collado lejano con un gran

árbol, cerca del pueblo que se divisaba en el

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valle; allí también se veía humareda de fuegosy algo que se movía.

- Es «él» también - dijo el oficial (era el reduc-to de Schevardin) -. Ayer se encontraban losnuestros, hoy está «él».

- Así, pues, ¿cuál es nuestra posición?- ¡La posición! - dijo el oficial con una sonrisa

de placer -. Le puedo hablar con gran conoci-miento de causa, pues yo soy quien ha cons-truido casi todas las fortificaciones. ¿Ve? Alláabajo tenemos el centro de Borodino. ¿Ve aque-llo? - y señalaba al pueblo con la iglesia Blancaque se hallaba delante -, ahí está el paso paraatravesar el Kolocha. Allá, ¿lo ve?, allá donde sedivisan aquellas gavillas de heno... Es el puen-te, es nuestro centro. Aquí tenemos nuestroflanco derecho - señalaba muy a la derecha,lejos, hacia los valles-. Allá abajo está el ríoMoscova, sobre el que hemos construido tresreductos muy fuertes. El flanco izquierdo... - Eloficial se detuvo -. Verá usted, eso es muy difí-cil de explicar. Ayer nuestro flanco izquierdo se

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encontraba allá abajo, en Schevardin, dondeestá el roble; ahora hemos retrocedido nuestraala izquierda hacia atrás. ¿Ve usted el pueblo yla humareda, allá a lo lejos? Es Semeonovskoie,y mire allí también - señaló al collado de Rai-evski -. Pero no es muy probable que la batallase dé aquí. Es para tendernos una celada elhecho de que «él» haya hecho pasar sus tropashacia esta parte; es casi seguro que dará la vuel-ta, dejando Moscú a la derecha. Pero es lo mis-mo, muchos de nosotros caeremos mañana -acabó el oficial.

- ¡Helos aquí! Llevan... van... usted... Estaránaquí enseguida - dijeron de pronto las voces.

Los oficiales, los soldados y los milicianos seprecipitaron a la carretera.

La procesión, que había salido de la iglesia deBorodino, descendía la cuesta. Delante de to-dos, por la polvorienta carretera, marchaba lainfantería, con la cabeza descubierta y los fusi-les a la funerala. Detrás de la infantería se oía elcanto de los sacerdotes. Los soldados y los mili-

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cianos corrieron con la cabeza descubierta, pa-sando por delante de Pedro.

- Traen a la Madre de Dios. ¡La protectora!¡Iverskai...!

- Es Nuestra Señora de Smolensk - corrigióotro.

Los milicianos, tanto aquellos que se hallabanen el pueblo como los que trabajaban en la ba-tería, dejaron las palas y los picos para correrhacia la procesión. Detrás del batallón queavanzaba por la polvorienta carretera seguíanlos sacerdotes con sus casullas. El uno era viejoy usaba hábito; le acompañaban los asistentes ylos chantres. Detrás de ellos, soldados y oficia-les transportaban una gran imagen de cara mo-rena, muy decorada. Era la imagen que se hab-ían llevado de Smolensk y que desde entoncesseguía al ejército. Alrededor de la imagen an-daban, corrían y saludaban haciendo reveren-cias, con la cabeza descubierta, multitud demilitares.

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De pronto, la multitud que rodeaba a la ima-gen se apartó y alguien, probablemente algúnpersonaje importante a juzgar por la prisa conque todos le dejaban sitio, empujó a Pedro y seacercó a la imagen. Era Kutuzov, que inspec-cionaba la posición. Al entrar en Tatarinovo sehabía acercado para asistir a la acción de gra-cias. Pedro reconoció a Kutuzov enseguida porsu particular figura, muy distinta de cualquierotra; su cuerpo enorme, con una larga levita ycargado de espaldas, la blanca cabeza descu-bierta y un ojo vacío. Kutuzov, con su pasocansado y vacilante, penetró dentro del círculoy se detuvo ante el sacerdote. Se persignó conun movimiento maquinal, con la mano tocóhasta el suelo y, suspirando muy profunda-mente, inclinó su Blanca cabeza. Benigsen y elséquito seguían a Kutuzov. A pesar de la pre-sencia del comandante en jefe, que atraía todala atención de los oficiales superiores, los sol-dados y los milicianos continuaron rezando sinmirarlo.

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Cuando la ceremonia terminó, Kutuzov seacercó a la imagen y se arrodilló pesadamentecon una gran reverencia, costándole despuésmucho levantarse, debido a su obesidad y a sudebilidad; su blanca cabeza se congestionabacon los esfuerzos. Finalmente se levantó y conexpresión infantil e inocente fue a besar la ima-gen, y de nuevo saludó con la mano hasta tocarla tierra. Los generales siguieron su ejemplo,después los oficiales y después de éstos, em-pujándose los unos a los otros, resoplando ycon la cara congestionada, los soldados y losmilicianos, a los que por fin les llegó el turno.

XIIPerdido entre la gente como se hallaba, Pedro

miró a su alrededor.- Conde Pedro Kirilovich, ¿cómo es que se

encuentra aquí? - dijo una voz.Pedro buscó a su alrededor.Boris Drubetzkoi, sacudiéndose el polvo de

las rodillas del pantalón, que se le habían ensu-

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ciado, acercóse sonriendo a Pedro. Boris vestíaelegantemente prendas llenas de marcialidad:usaba una larga túnica e, igual que Kutuzov,llevaba un largo látigo atravesado sobre la es-palda.

Entre tanto, Kutuzov volvía al pueblo y sesentaba a la sombra de la casa más próxima, enun banco que un cosaco le trajo corriendo y queotro se había apresurado a cubrir con una pe-queña alfombra. Un numeroso y brillanteséquito rodeaba al Generalísimo.

Pedro explicaba su intención de participar enla batalla y de inspeccionar la posición.

- Lo mejor será que haga usted lo que le digo- indicó Boris-. Yo le haré los honores del cam-pamento. Desde donde se encuentra el condeBenigsen podrá usted verlo todo. Estoy con él;soy agregado. Le haré un informe y si quiererecorrer la posición puede venir con nosotros.Iremos primeramente al flanco izquierdo y vol-veremos enseguida. Le ruego que me haga elhonor de pasar la noche conmigo. Jugaremos

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una partida. ¿Conoce usted a Dmitri Sergueich?Se aloja aquí - y señaló la tercera casa de Gorki.

-Pero yo quisiera ver el flanco derecho. Dicenque se halla muy fortificado - dijo Pedro -. Qui-siera atravesar el Moscova y ver toda la posi-ción.

- ¡Oh, eso no puede ser! Lo principal es elflanco izquierdo.

- Está , bien, está bien, y ¿dónde se encuentrael regimiento del príncipe Bolkonski? ¿Podríaindicármelo? - preguntó Pedro.

- ¿De Andrés Nicolaievich? Pasaremos porallí. Le llevaré a su casa.

Además de Kaisserov, ayudante de campo deKutuzov, otros amigos fueron a saludar a Pe-dro, tantos, que no tenía tiempo para contestara todas las preguntas que sobre Moscú se lehacían ni para oír todos los relatos que queríaoír. En todos los rostros se reflejaba la anima-ción y la preocupación. Mas a Pedro le parecióque la animación de aquellos rostros se referíaal posible éxito individual, no apartándose de

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su memoria la expresión que había visto a ve-ces en otros rostros que no hablaban de cues-tiones personales, sino de las grandes cuestio-nes generales de la vida y de la muerte. Kutu-zov vio a Pedro y al grupo que le rodeaba.

- Hagan que se acerque - dijo Kutuzov.Un ayudante de campo transmitió el deseo

del Serenísimo y Pedro se dirigió a su banco.En aquel momento, Boris, con su habilidad de

cortesano, se colocó al lado de Pedro, cerca deljefe y, con el aire más natural del mundo y enun tono distraído, como si continuara una con-versación, dijo a Pedro:

-Los milicianos, como quien no hace la cosa,se han vestido sus camisas blancas y limpias,dispuestos para la muerte. ¡Qué heroísmo,Conde!

Boris decía evidentemente todo esto a Pedropara que el Serenísimo le oyera. Sabía que Ku-tuzov escuchaba sus palabras. Efectivamente, elSerenísimo se dirigió a él:

- ¿Qué cuentas de los milicianos?

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- Que preparándose, Excelencia, para morir,se han vestido sus camisas limpias.

- ¡Ah, son hombres admirables, no existenotros como ellos! - dijo Kutuzov, que cerró losojos e inclinó la cabeza -. Esa gente es incompa-rable - repitió suspirando.

- ¿Quiere usted oler la pólvora? - preguntó aPedro -. Echa muy buen olor. Tengo el honor deser un adorador de su esposa. ¿Sigue bien? Micampamento está a su disposición.

Y, como ocurre frecuentemente a los viejos,Kutuzov empezó a mirar distraídamente a sualrededor, como si hubiera olvidado lo quetenía que hacer o decir.

Boris dijo algo a su General, y el conde Benig-sen, dirigiéndose a Pedro, le propuso que fueracon ellos a la línea de fuego.

- Lo encontrará todo muy interesante - le dijo.- ¡Oh, sí, sí, ya lo creo, muy interesante! - repi-

tió Pedro.Media hora después, Kutuzov marchó hacia

Tatarinovo, y Benigsen, con su séquito, en el

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que se encontraba también Pedro, se dirigió alas avanzadas.

XIIILa tarde del 25 de agosto, clara y soleada, el

príncipe Andrés se hallaba echado, recostada lacabeza sobre una mano, en una choza mediohundida de Kanizakovo, en los confines de laposición de su regimiento. Por el agujero delmuro agrietado miraba la línea de viejos árbo-les, sus ramas cortadas, la cabaña, con las gavi-llas de cebada y los matorrales, por encima delos cuales divisaba la humareda de las hogue-ras en que los soldados hacían su comida.

A pesar de que su vida le parecía bastantemezquina, inútil y penosa, el príncipe Andrésse sentía tan emocionado y nervioso como, sieteaños atrás, la víspera de la batalla de Austerlitz.

Había recibido y transmitido las órdenes parael día siguiente, no quedándole ya nada quehacer, pero los pensamientos más sencillos, losmás claros y, por ende, los más terribles, no le

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dejaban tranquilo. Sabía que la batalla del díasiguiente sería la más espantosa de cuantashabía participado, y la posibilidad de la muerte,por primera vez en su vida, sin ninguna rela-ción con todos los vivos, sin pensar en lo quesentirían los otros, no sólo hacia él mismo, sinohacia su alma, se le presentó casi cierta, con unacertidumbre simple y descorazonadora. El obje-tivo de toda esa representación, todo aquelloque le preocupaba y le atormentaba, se aclarabasúbitamente, con una claridad fría, blanca, sinsombras, sin perspectivas y sin diferenciaciónde planos. Toda la vida se le presentaba comouna linterna mágica, a través de la cual, como através de un cristal color de rosa, había miradodurante mucho tiempo las cosas. Pero ahora, depronto, veía sin ningún cristal interpuesto y a laclara luz del día todas aquellas imágenes malcoloreadas. «Sí, aquí estáis, falsas imágenes queme habéis conmovido, atormentado y entu-siasmado – se decía recordando los cuadros dela linterna mágica de su vida, que en aquel

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momento veía a la claridad fría y blanca deldía-. Aquí estás, idea de la muerte. He aquí esasfiguras pintadas groseramente que se presentancomo algo viejo y misterioso, la gloria, el bienpúblico, el amor de la mujer, la patria misma.¡Qué grandes parecían estos cuadros! ¡De quésentido tan profundo les creía llenos! Y todo essimple, pálido y grosero a la luz fría de estamañana que siento que amanece en mí.» Tresdolores de su vida retuvieron particularmentesu atención: su amor por la mujer, la muerte desu padre y la invasión francesa que había con-quistado media Rusia. «¡El amor...! Aquellamuchacha me parecía llena de una dulce fuerzamisteriosa. ¿Y qué? La amaba, hacía poéticosplanes sobre el amor y sobre la felicidad quegozaría con ella. ¡Buen chico! - pronunció enalta voz, colérico -. ¡Y yo que creía en un amorideal que debía conservarme toda su fidelidaddurante el año de mi ausencia! Igual que latierna paloma de la fábula, ella debía morir al

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separarse de mí... Sí, todo es muy sencillo. ¡To-do esto es horriblemente sencillo y feo!»

«Mi padre construía Lisia-Gori, que conside-raba como su tierra, como su país. Llega Napo-león y, sin conocer ni su existencia, lo aparta desu camino y destruye Lisia-Gori y toda su vida.¡Mientras, la princesa María dice que esto esuna prueba enviada por el cielo! ¿Y por quéesta prueba cuando él ya no está allí y nuncamás estará? Si ya no existe, ¿de qué ha de serviresta prueba? La patria, la pérdida de Moscú..., ymañana me matarán, y a lo mejor no será unfrancés el que lo haga, sino uno de los nuestros,como aquel soldado que disparó ayer su fusilcerca de mi cabeza; los franceses vendrán y,cogiéndome por la cabeza y por los pies, meecharán en una fosa común para que no hayaepidemia. Después se formarán nuevas condi-ciones de vida, que se harán habituales para losdemás y que yo no conoceré porque no me en-contraré allí.»

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Miró las copas de los árboles, que tenían untono amarillento e inmóvil, miró su propia pielblanca que brillaba al sol. «¡Morir! ¡Que mematen mañana...! ¡Que deje de existir...! ¡Queabandone todo esto y que me vaya para siem-pre!» Se representaba vivamente su ausencia deesta vida. Aquellos árboles, con su juego deluces y sombras, aquellas nubes y aquellashumaredas de las hogueras del campamento,todo se transformaba para él, pareciéndole quealgo terrible le amenazaba. Sintió frío en la es-palda y empezó a pasearse. Por detrás del co-bertizo se oían voces.

- ¿Quién es? - preguntó el príncipe Andrés.El capitán Timokhin, el de la nariz roja, co-

mandante de la compañía en la que se hallabaDolokhov y que ahora, por falta de oficiales, eracomandante de batallón, entró tímidamente enel cobertizo. El ayudante de campo y el cajeroentraron a continuación. El príncipe Andréssaludó rápidamente, oyó lo que le comunica-ban los oficiales sobre el servicio, dióles alguna

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nueva orden y se disponía a despedirlos cuan-do oyó una voz conocida que chillaba:

- ¡Diablo!En aquel instante, un hombre chocaba con al-

go.El príncipe Andrés miró al interior del cober-

tizo y vio que se acercaba Pedro, quien se habíaenganchado con un tronco de leña. En general,al príncipe Andrés le era muy desagradable vergente de su mundo y especialmente a Pedro,que le recordaba todos los momentos penosospor que había atravesado durante su últimaestancia en Moscú.

- ¡Ah, eres tú! ¿Qué viento te trae? Te aseguroque no te aguardaba - dijo.

Mientras pronunciaba estas palabras, en susojos y en toda la expresión de su rostro existíaalgo más que sequedad; era hostilidad lo quemanifestaba. Pedro se dio cuenta enseguida. Seacercaba al cobertizo con una disposición deespíritu más animada, pero al observar la ex-

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presión de la cara del príncipe Andrés sintiósecortado y sin saber qué decir.

- He venido..., pues... ¿Sabes?, he venido...porque esto me interesa - dijo Pedro, que aqueldía había repetido muchas veces: «Esto me in-teresa» -. He querido ver la batalla.

XIVLos oficiales querían retirarse, pero el prínci-

pe Andrés, como si temiera quedarse solo consu amigo, les propuso que tomaran el té con él.Trajeron las tazas y el té. Los oficiales mirabanalgo extrañados a la persona enorme de Pedroy escuchaban lo que decía sobre Moscú y sobrela disposición del campamento que acababa derecorrer. El príncipe Andrés callaba y ponía talcara que Pedro se dirigía con preferencia albuen comandante del batallón, Timokhin.

- Así, pues, ¿has entendido toda la disposi-ción de las tropas? - le interrumpió el príncipeAndrés.

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- Sí; es decir, no siendo de la profesión nopuedo asegurar que lo haya entendido absolu-tamente todo, pero sí en líneas generales.

- Pues sabes más que nadie - replicó el prínci-pe Andrés.

- ¿Cómo? - dijo Pedro, extrañado, mirando asu amigo por encima de los lentes -. ¿Y qué medices del nombramiento de Kutuzov?

- Me ha satisfecho mucho - respondió elpríncipe Andrés.

Cuando los dejaron solos, Pedro preguntó alpríncipe Andrés si creía que se ganaría la bata-lla del día siguiente.

- Sí, sí - respondió distraídamente el Príncipe-. La única cosa que haría yo, si pudiera, seríano coger prisioneros. ¿Para qué sirven los pri-sioneros? Es cuestión de caballerosidad. Losfranceses han saqueado mi casa, devastaránMoscú, me han ofendido y me ofenden a cadainstante, son mis enemigos; para mí son unoscriminales, y Timokhin y todo el ejército piensa

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lo mismo. Es preciso ejecutarlos. Si son misenemigos, no pueden ser mis amigos.

- Sí, soy completamente de tu opinión - dijoPedro mirando al príncipe Andrés con los ojosbrillantes. La cuestión que todo aquel día, des-de su ida a Mojaisk, preocupaba a Pedro parec-íale ahora definitivamente clara y resuelta.

Comprendía todo el sentido y la importanciade esta guerra y de la futura batalla. Todo loque había visto durante aquel día, la expresiónsolemne y severa de las caras que había obser-vado al pasar, todo se aclaró en su mente conuna nueva luz. Comprendía aquel fuego latentede patriotismo que veía y aquello le explicabaque todos se preparasen a morir con tanta cal-ma y al mismo tiempo con tanta frivolidad.

- Ni un prisionero - continuaba el príncipeAndrés -esto sólo cambiaría el carácter de laguerra, haciéndola menos cruel. Nosotroshemos sido magnánimos, y éste es el mal,hemos jugado a la guerra. Esta magnanimidady esta sensibilidad son, en la guerra, las de una

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señora que se pone mala al ver matar a un be-cerrito: es tan buena que no puede ver sangre,pero se come el becerrito con buen apetitocuando se lo sirven guisado. Se nos habla delderecho de la guerra, de la caballerosidad, delparlamentarismo, de los sentimientos humanospara con los desgraciados, etcétera. ¡Tonterías!¡En mil ochocientos cinco vi la caballerosidad yel parlamentarismo! Nos hemos engañado, noshemos engañado. Te roban la casa, ponen encirculación billetes falsos, matan a mis hijos y ami padre y se habla del derecho de la guerra yde magnanimidad para con los enemigos. ¡Niun prisionero, sólo matar a ir o la muerte! Elque como yo ha llegado a estas conclusiones,por lo mismo que ha padecido...

El príncipe Andrés, que creía que le era indi-ferente que Moscú fuera o no tomado como lohabía sido Smolensk, se interrumpió brusca-mente y un sollozo inesperado le agarrotó lagarganta. Quedó un momento silencioso, pero

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sus ojos brillaban de fiebre y los labios le tem-blaban cuando volvió a hablar.

- Si en la guerra no hubiera magnanimidad,sólo marcharíamos cuando fuera necesario,como hoy, ir a la muerte. No habría guerra úni-camente porque Pablo Ivanich hubiera ofendi-do a Pedro Ivanich. De este modo, todos loswestfalianos y hessianos que Napoleón llevaconsigo no le seguirían a Rusia y nosotros nohubiéramos ido a batirnos a Austria y a Prusiasin saber por qué. La guerra no es una cosa gra-ciosa, sino muy fea y desagradable, por lo quees preciso comprenderla y no convertirla enjuego, aceptando seria y serenamente esta terri-ble necesidad. La cuestión reside en esto: apar-tad la mentira, y la guerra será la guerra y noun juego; de otro modo, la guerra se convierteen la diversión predilecta de la gente ociosa yligera... - Y después de una breve pausa dijo depronto el príncipe Andrés-: ¡Eh!, ¿Duermes?También es la hora para mí. Vete a Gorki.

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- ¡Oh, no! - replicó Pedro mirándole con ojostiernos y espantados.

- Vete, vete. Antes de la batalla hay que dor-mir - repitió el príncipe Andrés. Se acercó rápi-damente a Pedro y le besó -. Adiós, vete - legritó -. Nos veremos... No...

Y volviéndose rápidamente entró en el cober-tizo.

Era ya de noche, por lo que Pedro no pudodistinguir si la expresión del rostro del príncipeAndrés era dura o tierna.

Pedro quedó unos instantes inmóvil, pre-guntándose si debería seguirle o irse a casa.«No - decidió Pedro -. Sé que es nuestra últimaentrevista.» Suspiró profundamente y se volvióa Gorki.

El príncipe Andrés entró en su cobertizo; seechó sobre una alfombra, pero no pudo dor-mirse. Cerró los ojos. Las imágenes sucedían alas imágenes; en una se detuvo mucho rato.Recordaba vivamente una velada en San Pe-tersburgo; Natacha, con el rostro animado y

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emocionado, le contaba que en el verano ante-rior, yendo a buscar setas, se había perdido enun gran bosque. Le describía desordenadamen-te la profundidad de la selva, sus caminitos, laconversación que mantuvo con un abejero quehabía encontrado. A cada momento de su na-rración se interrumpía diciendo: «No, no pue-do, no sé contarlo. No lo comprendes.» Y éltuvo que tranquilizarla y decirle que lo com-prendía todo perfectamente, y, en efecto, com-prendía todo lo que ella le quería decir.

Natacha estaba disgustada con su narración,porque comprendía que no daba la sensaciónviva y poética que había sentido aquel día yque quería expresar.

«Aquel viejo era encantador y el bosque eratan oscuro..., y tenía tal dulzura aquel hom-bre..., no, no lo sé contar», decía emocionada ysonrojándose. El príncipe Andrés sonreía ahoracon la misma sonrisa alegre con que entoncesmiraba a los ojos de ella. «La comprendía - pen-saba el príncipe Andrés -. No sólo la comprend-

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ía, sino que era aquella fuerza de espíritu, aque-lla franqueza y aquella frescura de alma que elcuerpo parecía rodear lo que amaba en ella. Loamaba todo... Era tan feliz...»

De pronto recordó el final de la novela. Para«él», nada de todo aquello era necesario; «él»no veía nada ni comprendía nada. «Él» veíauna muchacha bonita y «fresca» a la que no sedignaba unir a su destino. «Y hoy «él» todavíase encuentra vivo y está alegre...»

Como si acabara de quemarse, el príncipeAndrés se puso en pie de un salto y de nuevoempezó a pasear por delante del cobertizo.

XVEl 25 de agosto, víspera de la batalla de Boro-

dino, el prefecto del Palacio Imperial, M. deBeausset, y el coronel Fabvier encontraron aNapoleón en su campamento de Valuievo. Elprimero llegaba de París y el segundo de Ma-drid.

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M. de Beausset, que vestía el uniforme de laCorte, ordenó que le trajeran el paquete quellevaba a Napoleón y entró en la tienda delEmperador, donde empezó a abrir el paquetemientras hablaba con los ayudantes de campoque le rodeaban.

Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo cer-ca hablando con los generales que conocía.

El emperador Napoleón todavía no había sa-lido de su dormitorio y estaba terminando suaseo.

Soplando y tosiendo, tan pronto volvíase so-bre el pecho carnoso y peludo, como sobre laespalda deformada, bajo el cepillo con que uncriado le frotaba el cuerpo. Otro criado con eldedo sobre el gollete de la botella iba echandoagua de Colonia sobre el cuerpo bien cuidadodel Emperador, lo cual hacía con una expresiónque quería decir que sólo él podía saber cuándoy cómo debía echarle el agua de Colonia.

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Napoleón tenía sus cortos cabellos mojados yle caían sobre la frente, pero su cara, amarilla ehinchada, expresaba el bienestar físico.

- Fuerte, fuerte, sigue - dijo volviéndose,mientras tosía, hacia el criado que le frotaba. Elayudante de campo que entró en el dormitoriopara dar un informe sobre el número de prisio-neros hechos el día anterior, después de darcuenta, se había quedado cerca de la puerta,aguardando el permiso para poderse retirar.Napoleón arrugó las cejas y miró por debajo asu ayudante de campo.

- Ningún prisionero. Se hacen desaparecer.Peor para el ejército ruso - respondió a las pala-bras del ayudante de campo -. Frota, frota fuer-te - dijo, curvándose y presentando sus carno-sas espaldas.

- Está bien; haced entrar a M. de Beausset ytambién a Fabvier-dijo al ayudante de campobajando la cabeza.

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- ¡A vuestras órdenes, Sire! - El ayudante decampo desapareció detrás de la puerta de latienda.

Los dos criados vistieron rápidamente a SuMajestad con el uniforme azul de la guardia.Entró en la sala de recepciones con paso firme yrápido.

Beausset, aguardando, preparaba deprisa elregalo que le llevaba de parte de la Emperatriz;lo instaló sobre dos sillas frente a la puerta pordonde entraría el Emperador. Pero Napoleón sevistió tan aprisa y entró tan inesperadamenteque el efecto no estaba del todo preparado.

El Emperador no quiso privarle del placer dedarle una sorpresa. Fingió no darse cuenta deM. de Beausset y llamó a Fabvier. Oyó frun-ciendo el ceño todo lo que le explicaba Fabviersobre el valor y fidelidad de sus tropas, que,vencidas en Salerno, al otro extremo de Europa,no tenían más que un pensamiento y un temor:mostrarse dignas de su soberano y miedo de nocomplacerle. Los resultados de la batalla eran

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tristes. Napoleón hacía irónicas observacionesdurante el relato de Fabvier, como si no supieraque detrás de él pudiera pasar lo mismo.

- He de arreglar esto en Moscú - dijo Napo-león -Hasta pronto - añadió. Llamó a Beausset,que después de preparar la sorpresa sobre dossillas la había cubierto con un velo.

Beausset se inclinó profundamente, con reve-rencia de la Corte francesa, con la que sólo sab-ían saludar los viejos cortesanos de los Borbo-nes, y se acercó mientras le entregaba un pliegocerrado.

Napoleón dirigiósele alegremente, cogiéndolepor las orejas.

-Habéis corrido mucho. Estoy muy contento.¿Y qué se dice por París? - preguntó, cambian-do de pronto su severa expresión por otra ex-traordinariamente cariñosa.

-Sire, todo París siente vuestra ausencia - res-pondió hábilmente Beausset. Napoleón sabíade sobra que Beausset le respondería esto uotra cosa por el estilo, y sabía además que no

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era cierto, pero le era muy agradable oírlo. Otravez dignóse tirar de la oreja a Beausset.

- Siento haberos obligado a hacer un caminotan largo -le dijo.

- Sire, suponía encontraros ya a las puertas deMoscú -dijo Beausset.

Napoleón sonrió, levantó distraídamente lacabeza y miró a la derecha. El ayudante decampo, con paso de pato, se acercó con unatabaquera de oro que tendió a Napoleón.

- Si esto es bueno para vos, que os gusta via-jar - dijo Napoleón acercando el rapé a la nariz-, dentro de tres días veréis Moscú. Seguramen-te no esperabais ver la capital del Asia. Haréisun agradable viaje.

Beausset saludó, agradecido por esta atencióna su amor - hasta entonces ignorado - por losviajes.

- ¿Qué es eso? - dijo Napoleón observandoque todos los cortesanos miraban algo tapadocon una gasa.

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Beausset, con solicitud de cortesano, sin vol-ver la espalda, dio media vuelta y dos pasosatrás, al tiempo que, quitando la gasa, decía:

-Un regalo para Vuestra Majestad de parte dela Emperatriz.

Era un retrato pintado por Girard, con coloresclaros, del niño nacido de Napoleón y de la hijadel Emperador de Austria, al que todo el mun-do llamaba, sin saberse la razón, Rey de Roma.

Era un muchacho muy guapo, de pelo rizado,con una mirada semejante a la del Jesús de laMadona Sixtina, que estaba representado ju-gando al bilboquet. La bola era el mundo, y lavarita que sostenía con la otra mano represen-taba el cetro. Aunque la intención del pintor,que había representado al Rey de Roma aguje-reando al mundo con una varilla, no fuera muyclara, aquella alegoría gustó extraordinaria-mente tanto a los que habían visto el cuadro enParís como a Napoleón.

- ¡El Rey de Roma! - dijo señalando con ungracioso gesto el cuadro -. ¡Admirable!

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Con la capacidad propia de los italianos paracambiar de expresión según la voluntad, seacercó al cuadro adoptando un aire de ternurapensativa.

Sabía que lo que diría y haría en aquel mo-mento pasaría a la Historia. Le pareció que lomejor que podía hacer ante su hijo, que jugabaal bilboquet con el mundo, gracias a su grande-za, era demostrar la más sencilla ternura pater-nal. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Seacercó, buscó una silla, que le acercaron ense-guida, sentóse delante del retrato, hizo un gestoy todos salieron, dejando al gran hombre solocon él mismo y con sus sentimientos.

Quedóse de aquel modo un buen rato y, sinsaber por qué, tocó con el dedo la bola y se le-vantó luego, llamando a Beausset y al oficial deservicio. Ordenó que colocaran el cuadro delan-te de la tienda para no privar a la vieja guardia- que rodeaba la tienda - del placer de ver alRey de Roma, hijo y heredero de su adoradoEmperador.

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Tal como esperaba, durante el desayuno conM. de Beausset, que sintióse muy honrado poresta distinción, se oyeron los gritos entusiastasde los soldados y de los oficiales de la viejaguardia, que habían corrido a ver el retrato.

- ¡Viva el Emperador! ¡Viva el Rey de Roma!¡Viva el Emperador! - gritaban las voces.

Después de desayunarse, Napoleón, en pre-sencia de Beausset, dictó una proclama a suejército.

- Corta y enérgica - dijo cuando leyó la si-guiente proclama, escrita de una plumada y sinuna falta:

- «Soldados: la batalla que tanto esperasteisha llegado. La victoria depende de vosotros. Esnecesario para todos. Ella nos proporcionarátodo lo que precisamos: estancia cómoda y elpronto regreso a la patria. Conducíos como oscondujisteis en Austerlitz, en Friedland, en Vi-tebsk y en Smolensk. Que la posteridad recuer-de con orgullo vuestros actos de este día. Que

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se diga de cada uno de vosotros: estuvo en labatalla del Moscova.»

- Del Moscova - repitió Napoleón. E, invitan-do a M. de Beausset, al que tanto gustaba via-jar, a dar un paseo, salió de la tienda y se diri-gió hacia los caballos ensillados.

- Vuestra Majestad tiene demasiadas bonda-des conmigo - dijo Beausset para agradecer lainvitación del Emperador.

Quería dormir y no sabía montar a caballo, loque, además, le causaba mucho miedo.

Pero Napoleón inclinó la cabeza y Beaussettuvo que seguirle.

Cuando Napoleón salió de la tienda, los gri-tos de la guardia delante del retrato de su hijocrecieron. Napoleón frunció el ceño.

- Retiradlo - dijo con gesto gracioso y real se-ñalando el retrato -. Es muy pronto todavíapara que él vea campos de batalla.

Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza, sus-piró profundamente, demostrando con todos

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sus gestos que sabía apreciar y comprender laspalabras del Emperador.

XVIAl volver de Gorki, después de dejar al

príncipe Andrés, Pedro ordenó a su lacayo quele preparara los caballos y le despertase a pri-mera hora de la mañana. Después de dar estasórdenes se durmió detrás de un biombo, en unrinconcito que Boris le había habilitado.

Cuando a la mañana siguiente Pedro se des-pertó, en la isba no había nadie. Los cristalesdel ventanillo temblaban y el lacayo, de pieante él, le sacudía.

- ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Excelencia! - decíael lacayo sacudiendo a Pedro por la espalda coninsistencia, sin mirarlo y evidentemente sinesperanza de poderlo despertar.

- ¿Qué? ¿Ya ha empezado? ¿Hace mucho? -dijo Pedro desvelándose.

- Escuche como tiran - dijo el lacayo, que eraun soldado retirado -. Todos los señores ya se

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han marchado, incluso el propio Serenísimo hapasado hace mucho rato.

Pedro vistióse aprisa, y corriendo, salió dis-parado al portal. En el patio, el día era claro,fresco y alegre. El sol, que acababa de salir pordetrás de una nube que lo tapaba, entre los te-jados de la calle, proyectaba sus rayos, cortadospor las nubes, sobre el polvo de la carreterahúmeda de rocío, sobre las paredes de las casas,sobre las aberturas del cercado y sobre los caba-llos que se encontraban cerca de la isba. En elpatio se oía más claro el retumbar de los caño-nes. Un ayudante de campo, acompañado deun cosaco, pasaba al trote por allí delante.

- ¡Ya es hora, Conde, ya es hora! - gritóle elayudante.

Pedro ordenó seguir al caballo, y calle abajose dirigió a la fortificación, desde la cual, el díaanterior, miraba el campo de batalla. Allí seencontraban muchos militares, se oían conver-saciones en francés de los oficiales del EstadoMayor y se veía la cabeza casi blanca de Kutú-

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zov, con gorra blanca ribeteada de rojo; con lanuca gris hundida entre los hombros, Kutuzovoteaba la gran carretera con unos gemelos.

Pedro, al subir los escalones de la entrada dela fortificación, miraba ante sí y quedó maravi-llado de la belleza del espectáculo. Era el mis-mo panorama que había admirado el día ante-rior desde la fortificación, pero ahora todo elterreno se encontraba cubierto de tropas, delhumo de los cañonazos y de los rayos oblicuosdel sol claro, que se levantaba por detrás y a laizquierda de Pedro y le echaba encima, en elaire puro de la mañana, la luz cegadora de unresplandor dorado y rosa y largas sombras ne-gras.

Los lejanos bosques que limitaban el panora-ma le parecían una recortada piedra preciosade color verde-amarillo; se los veía en el hori-zonte con sus ondulantes líneas, y entre ellos,detrás de Valuievo, se descubría la gran carre-tera de Smolensk, llena de tropas. Más cercabrillaban los bosquecillos y los dorados cam-

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pos. Pero lo que particularmente impresionó aPedro fue la vista del campo de batalla de Bo-rodino, con los torrentes del Kolocha a amboslados.

La niebla se fundía y se alargaba, transparen-te, bajo un cielo claro, que teñía de una maneramágica todo lo que se veía a través de sus ra-yos. A la niebla se unía el humo de los dispa-ros. En aquella niebla y humareda brillaban portodas partes los relámpagos de la luz matutina,tan pronto sobre el agua, como sobre el rocío,como sobre las bayonetas de las tropas que seconcentraban en las márgenes del río y en Bo-rodino. A través de aquella niebla se veía laiglesia blanca y a los dos lados los tejados delpueblo; más lejos, una masa compacta de sol-dados; en otro sitio, más cajones verdes y máscañones, y todo aquello se removía o parecíaque se moviera, porque la niebla y el humo seextendían por encima de todo aquel espacio. Deigual manera junto a Borodino que abajo, en lostorrentes llenos de niebla, que más arriba y a la

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izquierda, como sobre toda la línea de los bos-ques, por encima de los campos, bajo el colladoo encima de los picos, aparecían sin descansomasas de humo - venidas de no se sabe dónde ode los cañones -, tan pronto aisladas comoamontonadas, a veces raras y otras frecuentes;y estas nubes, hinchándose, ensanchándose,daban vueltas y llenaban todo el espacio. Aque-llas humaredas, aquellos cañonazos, aquelestrépito, aunque pueda parecer extraño, consti-tuían la principal belleza del espectáculo.

¡Puf! Y enseguida se veía una humareda re-donda, compacta, que se irisaba en tonos grisesy blancos. Y ¡bum!, se oye de nuevo entre aque-lla humareda. ¡Puf! ¡Puf! Dos humaredas selevantan juntas y se confunden; ¡bum!, ¡bum!, yel sonido confirma lo que el ojo ve. Pedro mira-ba la primera humareda, que se levantaba co-mo un globo, y ya en su sitio otras humaredasse arrastraban y ¡puf!, ¡puf!, otras humaredas y,con los mismos intervalos, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!,respondían con sonido agradable, limpio y pre-

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ciso. Las humaredas tan pronto parecía quecorrían como que se detenían y que ante ellaspasaran los bosques, los campos y las brillantesbayonetas. De la izquierda, de los campos y delos matorrales salían continuamente grandesremolinos con ecos solemnes, y, más cerca, alpie de la colina y de los bosques, se encendíanlas humaredas de los fusiles, sin tiempo de re-dondearse, que producían unos pequeños ecos.¡Ta!, ¡ta!, ¡ta! Los fusiles chisporroteaban conmucha frecuencia, pero sin regularidad, y suestallido era muy débil comparado con el de loscañones.

Pedro hubiera querido encontrarse donde es-taban las humaredas y las brillantes bayonetas,el movimiento y el estrépito. Miró a Kutuzov ya su séquito para contrastar su impresión con lade los demás. Todos, igual que él y con el mis-mo sentimiento, según le parecía, mirabanhacia el campo de batalla. En todos los rostrosaparecía aquel ardor latente del sentimientoque Pedro había observado el día anterior y

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que había comprendido perfectamente despuésde su conversación con el príncipe Andrés.

- ¡Ve, hijo mío, y que Cristo te acompañe! - di-jo Kutuzov, sin apartar los ojos del campo debatalla, a un general que tenía cerca.

Después de recibir la orden, el general pasópor delante de Pedro y descendió por el glacisde la fortificación. - Cerca del torrente - res-pondió el general fría y severamente a un ofi-cial del Estado Mayor que le preguntó adóndese dirigía.

«Y yo», pensó Pedro. Y siguió al general.El general montó un caballo que le presentó

un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que guar-daba los suyos. Le preguntó cuál era el másmanso y le montó. Cogióse a las crines y apretólos talones contra el vientre del caballo. Sentíaque le caían los lentes; pero no quería soltar nilas crines ni las riendas: galopó detrás del gene-ral, provocando la risa entre los oficiales delEstado Mayor, que desde la fortificación le mi-raban.

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XVIIEl general tras del cual galopaba Pedro torció

bruscamente a la izquierda, y Pedro, que leperdió de vista, se lanzó sobre las líneas de sol-dados de infantería que marchaban ante él.Trataba de salir tan pronto hacia delante comohacia la derecha o hacia la izquierda, pero portodas partes encontraba soldados con caras queexpresaban la misma preocupación, ocupadosen algo que no se descubría al primer golpe devista, pero que evidentemente era muy impor-tante.

Todos, con mirada inquisitiva y disgustada,miraban a aquel hombre de la gorra blanca queno sabían por qué les pisaba con su caballo.

- ¿Por qué pasa por entre el batallón? - gritóuno.

Otro empujó al caballo de Pedro con la culatade su fusil, mientras Pedro, encogido sobre lasilla, casi no podía contener al caballo, que saltó

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por delante de los soldados hacia el espaciolibre.

Delante de Pedro se encontraba un puente ycerca del puente soldados que disparaban. Sinsaberlo, Pedro había llegado al puente del Ko-locha, entre Gorki y Borodino, que en la prime-ra acción de la batalla - después de haber ocu-pado Borodino - los franceses atacaron. Pedroveía el puente delante de él; a los lados de losprados de heno recién cortado, que Pedro nohabía distinguido a través del humo el día an-terior, los soldados hacían algo, pues, a pesarde las continuas descargas que sonaban enaquel lugar, no creía encontrarse en el campode batalla. No oía el silbido de las balas proce-dentes de los cuatro puntos cardinales ni el delas granadas que detrás de él estallaban. Noveía al enemigo, que se encontraba a la otraparte del río, y durante mucho rato no vio a losmuertos y heridos, a pesar de caer muchos sol-dados cerca de donde él se encontraba.

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Miraba a su alrededor con una sonrisa que sepetrificó en su rostro.

- ¿Qué hace aquél delante de la línea? - gritóalguien nuevamente.

- ¡Vete hacia la izquierda! ¡Tira hacia la dere-cha! -le gritaban.

Pedro tiró hacia la izquierda y de pronto vió-se ante un ayudante de campo del general Rai-ewsky, conocido suyo. El ayudante de campomiró a Pedro con mirada de descontento; aqueloficial también sentía deseos de abroncar a Pe-dro, pero al reconocerlo inclinó la cabeza.

- ¿Usted? ¿Pero cómo es que se encuentraaquí? - le dijo, y se alejó galopando.

Pedro sentíase desplazado y comprendía queno servía para nada; temeroso de que sólo sir-viera como estorbo, siguió al ayudante de cam-po.

- ¿Qué pasa? ¿Puedo ir con usted? - preguntó.- ¡Un momento! ¡Un momento! - replicó el

ayudante, que se acercó a un coronel que estaba

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allí, transmitiendo alguna orden, y despuésdirigióse a Pedro.

- ¿Por qué se encuentra usted aquí, Conde?¿Siempre curioso? - le dijo con una sonrisa.

- Sí, sí - repuso Pedro. El ayudante de campohizo caracolear su caballo, apartándose un po-co.

- Aquí no pasa nada, a Dios gracias - dijo elayudante de campo -, pero en el flanco izquier-do, donde se encuentra Bagration, la batalla esespantosa.

- ¡Caramba! ¿Y dónde está eso? - preguntóPedro.

- Venga conmigo al espolón. Desde allí se vebien y aún es posible permanecer en el lugar -dijo el ayudante de campo.

- Sí, le acompaño - repuso Pedro mirando a sualrededor buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro dióse cuen-ta de los heridos, que andaban penosamente oeran conducidos en literas.

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En aquel mismo campo de gavillas de perfu-mado heno que había atravesado el día ante-rior, un soldado permanecía echado, inmóvil,con la gorra en el suelo, junto a él, y la cabezainclinada de un modo extraño.

- ¿Y por qué no se lo han llevado? - empezóPedro. Pero al ver la cara severa del ayudantede campo, que miraba hacia el mismo lugar, secalló.

Pedro no encontró a su lacayo y marchó conel ayudante de campo a la fortificación de Rai-ewsky. Su caballo, al que pegaba a intervalosregulares, seguía al del ayudante de campo.

- Parece que no está usted muy acostumbradoa montar a caballo, Conde - le dijo el ayudantede campo.

- No, pero no importa. Este salta mucho - re-puso Pedro, un poco confundido.

- ¡Ah! Vea usted que está herido en la pata iz-quierda, por encima de la rodilla. Debe habersido una bala. Le felicito, Conde, ése es el bau-tismo de fuego - dijo el ayudante.

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Atravesando la humareda del sexto cuerpo,detrás de la artillería, que avanzaba haciendofuego y ensordeciendo con sus detonaciones,llegaron a un bosquecillo. Hacía fresco, estabaen calma y se notaba la presencia del otoño.Pedro y el ayudante de campo apeáronse de loscaballos y emprendieron la subida de la cuestaa pie.

- ¿Está aquí el General? - preguntó el ayudan-te de campo al acercarse a la fortificación.

- Ha estado hasta hace un momento. Ha pa-sado por allí - le respondieron señalando a laderecha.

El ayudante de campo volvióse hacia Pedro,como si no supiera qué hacer de él en aquelinstante.

- No se preocupe usted por mí, ya iré yo solohasta la fortificación. ¿Puede irse?-preguntóPedro.

- Sí, vaya; desde allí se ve todo y no hay tantopeligro. Ya iré yo a buscarle luego.

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Pedro se fue hacia la batería y el ayudante decampo alejóse de allí. No volvieron a verse y,mucho tiempo después, Pedro supo que aquelmismo día una bala había arrancado el brazo alayudante.

La cuesta por la que subía Pedro era el céle-bre lugar conocido por los rusos con el nombrede «batería del espolón» o «batería de Raiews-ky», y por los franceses con el nombre de «granreducto», «reducto fatal» o «reducto del centro»y alrededor del cual cayeron una decena demiles de hombres. Dicho lugar era consideradopor los franceses como la clave de la posición.

Aquel reducto estaba formado por la eminen-cia, alrededor de la cual, por tres lados, habían-se abierto fosos.

En aquel lugar, rodeado por los fosos, habíadiez cañones asomando por las aberturas de losmuros.

En la misma línea del reducto y a cada ladohabía cañones que también disparaban sin des-canso. Las tropas de infantería se encontraban

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un poco más atrás. Al subir hacia aquella forti-ficación, Pedro no pensaba ni por asomo queaquel lugar, rodeado de pequeños fosos, en elque estaban situados y disparaban algunos ca-ñones, pudiera ser el más importante de la ba-talla; por el contrario, a él le parecía que aquelsitio - precisamente porque él se encontraba allí-era el más insignificante.

Una vez llegó arriba, Pedro sentóse en el ex-tremo de una empalizada que rodeaba a la ba-tería y, con una sonrisa alegre e inconsciente,miró lo que a su alrededor se hacía. De vez encuando, y siempre con la misma sonrisa, selevantaba y, cuidando de no molestar a los sol-dados que cargaban los cañones y que corríanpor delante de él con sacos y cargas, se paseabapor la batería. Los cañones de la batería, unotras otro, disparaban sin cesar, ensordeciéndolecon sus detonaciones y cubriendo todo el lugarde humo y pólvora.

Contrariamente al espanto experimentado en-tre los soldados de infantería de la cobertura,

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allí, en la batería, donde los pequeños gruposde hombres ocupados en su trabajo estabanmuy unidos, separados del resto por la empali-zada, se sentía una animación igual, solidaria ycomún a todos. La persona tan poco marcial dePedro, con su gorra blanca, de momento chocódesagradablemente a aquellos hombres. Lossoldados, al pasar delante de él, le mirabanextrañados y casi con miedo. Un oficial supe-rior de artillería, picado de viruelas, alto y depiernas muy largas, se acercó a Pedro fingiendoexaminar el último cañón, y le miró con curio-sidad.

Un oficial muy joven, de cara redonda, unadolescente casi, que probablemente hacía muypoco había salido de la Academia, sin descui-dar los dos cañones que se le habían confiado,se dirigió severamente a Pedro:

- Señor, permítame que le ruegue que se aleje;no puede permanecer aquí

Los soldados, mirando a Pedro, bajaban lacabeza en señal de desaprobación; pero cuando

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todos se hubieron convencido de que aquelhombre de la gorra blanca no solamente nohacía daño a nadie, sino que tan pronto se sen-taba en el glacis de la muralla como con tímidasonrisa se apartaba cortésmente de los solda-dos, o bien se paseaba por encima de la batería,bajo los cañones, con la misma calma que si sepaseara por un bulevar, entonces, poco a poco,el sentimiento de hostilidad hacia él trans-formóse en simpatía cariñosa y burlona, igualque la que los soldados sienten para con losanimales: perros, gallos, corderos, etc., que vi-ven cerca de los campamentos.

En el acto fue adoptado Pedro por los solda-dos; le adoptaron, poniéndole un mote: «el se-ñor», y entre ellos se rieron y se burlaron afec-tuosamente de él.

Una bala arañó la tierra a dos pasos de Pedro,que miraba sonriente a todas partes mientras sesacudía el polvo que la bala le había echadoencima.

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- ¿Cómo, señor? ¿De verdad no siente miedo?- dijo a Pedro un soldado ancho de espaldas yrojo de cara, luciendo unos magníficos dientesblancos y fuertes.

- Y tú, ¿tienes miedo? - replicó Pedro.- ¡Cómo no! ¡«Él» no nos perdonará! Acabará

por darnos y nos arrancará las entrañas. ¿Cómoquiere usted que no tenga miedo? - repusoriendo.

Algunos soldados con rostro alegre y bonda-doso se acercaron a Pedro. Parecía como sihubieran creído que no hablaba como todo elmundo y la comprobación de su error los ale-grara.

- ¡Nuestra obligación es la del soldado! Pero«el señor» sí que es raro. ¡Qué señor!

- ¡A vuestros puestos! - gritó el oficial joven alos soldados que se habían agrupado alrededorde Pedro.

Saltaba a la vista que aquel oficial ejercía susfunciones por primera o segunda vez, por lo

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que se mostraba tan formalista y tan exacto conlos soldados y los jefes.

El fuego seguido de los cañones y de los fusi-les aumentaba en todo el campo de batalla,especialmente hacia la izquierda, allí donde seencontraban las avanzadas de Bagration; pero,a causa del humo de los cañonazos, desde ellugar donde se hallaba Pedro casi no podíaverse nada. Aparte de que las observaciones deaquel pequeño círculo de personas, separadasde todas las demás, que atendían la batería,absorbían toda la atención de Pedro.

La primera emoción, inconsciente y alegre,producida por el aspecto y los sonidos delcampo de batalla, ahora dejaba paso a otro sen-timiento. Sentado sobre la muralla, observaba alas personas que movíanse en torno suyo.

Hacia las diez ya se habían llevado a unaveintena de hombres de la batería; dos cañoneshabían sido destruidos y las balas disparadasdesde lejos, saltando y silbando, caían muyfrecuentemente sobre el reducto.

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- ¡Eh, granada! - gritó un soldado a una balaque se acercaba silbando.

- ¡Pasa de largo! ¡Vete hacia la infantería! –añadió otro con una gran risotada al observarque la granada les había pasado por encima ycaía entre las filas de las tropas de cobertura.

- ¿Le conoces? - gritó un soldado a un campe-sino que se inclinaba ante un proyectil que lepasaba por encima.

Algunos soldados acercábanse a la muralla ymiraban lo que ocurría en el exterior.

-Han variado la línea, ¿no lo ves? Se han vuel-to - decía otro mostrando el espacio más allá delas murallas.

- ¿Cuándo conocerás el oficio? - gritó un viejocabo -Han pasado atrás; esto quiere decir queatrás es donde hay trabajo.

Y el cabo, cogiendo al soldado por los hom-bros, le dio un puntapié.

Estalló una risotada general.- Al quinto cañón - gritaron desde un lado.

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- ¡Tiremos todos, compañeros! ¡Venga a tirar!- gritaban alegremente los que sustituían elcañón.

- Un poco más y se lleva la gorra del «señor» -exclamó el fresco de la cara colorada luciendosu dentadura e indicando a Pedro.

- ¡Qué poca habilidad! - dijo con tono de re-proche ante la mala puntería de la bala, quetocó una rueda y la pierna de un hombre.

- ¡Eh, zorros! - decía otro designando a los mi-licianos que, agachados, entraban en la bateríapara retirar los heridos-. ¿No os gusta este tra-bajo?

- ¡Eh, cuervos! - gritaban los milicianos juntoal soldado al que la bala habíase llevado lapierna -. Parece que no os gusta ese baile - de-cían burlándose de los campesinos.

Pedro observaba que después de cada bala,después de cada baja, la animación era másviva.

Como una nube tempestuosa que se acerca,los rayos de un fuego escondido, que crecían y

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se inflamaban frecuentemente, se mostrabancada vez en los rostros de todos aquellos hom-bres.

Pedro ya no miraba al campo de batalla ni leinteresaba nada de lo que allí sucedía. Estabacompletamente absorto en la contemplación deaquellos fuegos que cada vez brillaban más yque a él - se daba perfecta cuenta de ello - tam-bién inflamábanle el alma.

A las diez, los soldados de infantería que sehallaban delante de la batería, entre los mato-rrales, cerca del Kamenka, retrocedieron. Desdela batería veíaselos correr hacia delante y haciaatrás, transportando a los heridos sobre los fu-siles dispuestos en forma de parihuelas. Ungeneral, con todo su séquito, subió a la fortifi-cación; hablaba con un coronel. Después demirar severamente a Pedro, descendió, mien-tras ordenaba a las tropas de infantería que sehallaban detrás que se tendieran sobre el suelopara mejor evitar los tiros. Después de esto, deentre las líneas de la infantería de la derecha de

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la batería se oyeron voces de mando y redoblesde tambor, viéndose avanzar a la infantería enformación. Pedro miraba por encima de la mu-ralla. Un militar le llamaba la atención particu-larmente: era un oficial joven, que marchaba deespaldas, con la espada baja y que se volvía coninquietud.

Las líneas de la infantería desaparecían entreel humo. Se oían gritos prolongados y frecuen-tes descargas de fusiles. A los pocos minutosretiraron una cantidad de heridos en literas.Sobre la batería, las bombas empezaban a caercon mucha mayor frecuencia. Algunos solda-dos estaban tendidos en el suelo. Alrededor delos cañones, los soldados maniobraban conanimación. Nadie se acordaba de Pedro. Dos otres veces le gritaron indignados porque lesestorbaba el paso.

El oficial superior de la cara arrugada iba deun cañón al otro dando largas zancadas. El ofi-cial joven y pequeño, cuyo color había subidode punto, dirigía a los soldados con la más ri-

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gurosa exactitud. Los soldados pasábanse lasmuniciones, trabajando con un valor admirable.Cuando andaban lo hacían a saltos, como mo-vidos por resortes invisibles.

Se acercaba una tempestad, y aquel fuego,cuyos progresos seguía Pedro con tanta aten-ción, brillaban en todos los rostros. Pedro sehallaba al lado del oficial superior. El oficialjoven se dirigió corriendo hacia éste con la ma-no en la visera.

- Tengo el honor de anunciarle, mi coronel,que no quedan más que ocho cargas. ¿Quiereusted que continúe el fuego?

- ¡Metralla! - gritó casi sin responderle el ofi-cial superior, que miraba más allá de la mura-lla.

De pronto sucedió algo: el pequeño oficialdejó escapar un «¡ay!» y, doblándose, se des-plomó como un pájaro herido.

A los ojos de Pedro todo se volvió extraño,vago y sombrío.

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Las balas silbaban una detrás de otra y caíansobre la muralla, sobre los soldados y sobre loscañones. Pedro, que un rato antes no oía aquelsilbido, era la única cosa que ahora percibía. Dela parte de la batería de la derecha, con un gritode«¡hurra!», los soldados corrían, aunque,según le pareció a Pedro, no iban hacia delante,sino que corrían hacia atrás.

Una bala chocó contra la muralla, delante dedonde se hallaba Pedro, y arrancó mucha tierra;una bala negra pasó por delante de sus ojos yen aquel momento algo cayó al suelo.

Los milicianos que entraban en la batería vol-viéronse hacia atrás corriendo.

- ¡Metralla en todos los cañones! - gritó el ofi-cial.

El cabo corrió hacia el oficial superior y conun murmullo de espanto - igual que un maitred'hotel informa al hostelero que se ha termina-do el vino que piden-le dijo que no tenían máscargas.

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- ¡Ladrones! ¿Qué hacen entonces? - gritó eloficial volviéndose hacia Pedro. La cara deloficial ardía; mojada por el sudor, sus hundidosojos brillaban como ascuas.

-. ¡Corre a las reservas, trae los cajones! - gritóal soldado, mientras lanzaba una mirada irrita-da a Pedro.

- ¡Ya iré yo! - dijo Pedro.Sin responderle, el oficial empezó a ir de una

parte a otra dando grandes zancadas.- ¡No tires..., aguarda! - gritó.El soldado que recibió la orden chocó con Pe-

dro.-¡Eh, señor! ¡Que estorba!-le dijo, y emprendió

la bajada corriendo.Pedro echó a correr detrás de él, dando una

vuelta para no pasar por donde había caído eljoven oficial.

Una bala, otra, otra, pasaban por encima de élo caían delante, al lado o detrás. Pedro corríahacia abajo. «¿Dónde voy ahora?», se dijo depronto, extenuado, cerca de las cajas verdes.

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Paróse indeciso y se preguntó si era convenien-te seguir adelante o volverse atrás. De pronto,un choque terrible le derribó.

En aquel momento, una gran llamarada leiluminó y un ruido como de trueno, seguido deun silbido ensordecedor, estalló en sus oídos.Cuando Pedro volvió en sí se encontró sentadoen el suelo, apoyado en sus manos. La caja cer-ca de la cual había llegado ya no existía. Porencima de la hierba sólo se veían trozos de ma-dera pintada de verde quemados y astillas en-cendidas; un caballo, pasando por encima delos restos de las camillas, huía, y otro, tendidoen el suelo, relinchaba de un modo penetrante.

XVIIIPedro, demasiado espantado para darse

cuenta de lo que acababa de ocurrir, levantósede un salto y corrió otra vez hacia la batería,como al único refugio contra todos los horroresque le rodeaban.

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Cuando entró observó que no se oían los ca-ñonazos y que alguien hacía alguna cosa. Pedrono tuvo tiempo para comprender quiénes eranaquellas gentes. Divisó al coronel, que estabaechado sobre la muralla, vuelto de espaldas aél, como si examinara alguna cosa situada aba-jo, y a un soldado que, haciendo esfuerzos paralibrarse de unos hombres que le tenían sujetopor los brazos, gritaba: «¡Hermanos!», y todavíavio otra cosa extraña.

Pero no había tenido tiempo de darse cuentade que el coronel había muerto y que aquel quegritaba «¡hermanos!» era un prisionero, cuandosus ojos descubrieron, delante de él, a otro sol-dado, muerto por una bayoneta que le salía porla espalda.

Acababa de llegar a la trinchera cuando unhombre delgado, de tez blanca, cubierto desudor, con uniforme azul y con la espada en lamano, corrió hacia él gritando algo. Pedro, porun instintivo movimiento de defensa, sin verdel todo a su adversario, cerró contra él, le co-

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gió - era un oficial francés - y con la otra manole apretó la garganta. El oficial soltó la espada,cogiendo a Pedro por el cuello de su traje.

Durante unos cuantos segundos, los dos semiraron con ojos desorbitados, perplejos; parec-ía como si no supieran exactamente lo que hac-ían y lo que debían hacer. «¿Soy yo el prisione-ro o soy yo quien le ha hecho prisionero?»,pensaban los dos. Pero, evidentemente, el ofi-cial francés se inclinaba ante la idea de que elprisionero era él, porque la vigorosa mano dePedro, movida por el miedo, involuntariamentele iba apretando la garganta cada vez más fuer-te. El francés quería decir algo, cuando, depronto, una bala silbó de un modo siniestro casial nivel de sus cabezas, y a Pedro le pareció quela bala se había llevado la cabeza del oficialfrancés, tal fue lo rápido que éste inclinó la ca-beza. Pedro también inclinó la suya y abrió lasmanos. Sin preguntarse quién había hecho unprisionero, el francés volvióse a la batería yPedro emprendió el descenso, tropezando con

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muertos y heridos, pareciéndole que éstos secogían a sus piernas.

Todavía no había llegado abajo cuando tro-pezó con una masa compacta de soldados rusosque subían corriendo, cayendo, empujándose yprofiriendo gritos de alegría y que bravamentese dirigían hacia la batería.

Los franceses que ocupaban la batería huye-ron.

Las tropas rusas, con gritos de «¡hurra!», in-ternáronse tanto entre las baterías francesas quefue difícil contenerlas.

En las baterías fue hecho prisionero, entreotros, un general francés herido, al que rodea-ban sus oficiales. Una multitud de heridos ru-sos y franceses, con los rostros deformados porel dolor, marchaban, se arrastraban y eran sa-cados de la batería sobre parihuelas. Pedro su-bió la cuesta, donde estuvo más de una hora, yde todo aquel pequeño círculo que tan amisto-samente le recibiera no pudo reconocer a nadie.Había muchos muertos que no sabía quiénes

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eran, entre los cuales, sin embargo, reconoció aalguno. El joven oficial continuaba sentado,doblado del mismo modo, sobre un lago desangre, cerca de la muralla. El soldado del ros-tro colorado aún se movía, pero lo dejaron. Pe-dro corrió hacia abajo.

«Ahora acabarán, sentirán horror de lo quehan hecho», pensaba Pedro, sin saber dóndeiba, siguiendo a una multitud de camillas quese alejaban del campo de batalla.

El sol, todavía muy alto, estaba cubierto dehumo. Por delante, hacia Semeonovskoie, algose movía entre el humo y las detonaciones. Nosólo los cañonazos y las descargas continuaban,sino que aumentaban desesperadamente, igualque un hombre que hace su último esfuerzo.

XIXKutuzov estaba sentado, con la cabeza baja, y

su pesado cuerpo yacía sobre un montón dealfombras, en el mismo lugar donde Pedro lehabía visto por la mañana. No daba ninguna

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orden, limitándose a aceptar o no lo que le pro-ponían.

- Sí, sí, háganlo - respondía a diversas propo-siciones -. Sí, ve, hijo mío - decía a uno y a otrode sus subalternos; o bien: No, no es preciso, espreferible atacar.

Escuchaba los informes que se le daban, dabaórdenes cuando sus subordinados se las ped-ían; pero cuando oía los informes parecía nointeresarle el sentido de las palabras que le de-cían, sino alguna otra cosa, como la expresióndel rostro y el tono de la voz de los que lehablaban.

A las once de la mañana le dieron la noticiade que las avanzadas ocupadas por los france-ses habían sido tomadas de nuevo, pero queBagration estaba herido. Kutuzov exclamó:«¡Ah!», e inclinó la cabeza.

- Vete a ver al príncipe Pedro Ivanovich yentérate con detalle de lo que ocurre - dijo auno de sus ayudantes de campo; después se

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dirigió al príncipe de Wurtemberg, que se en-contraba detrás de él.

- ¿No desea Vuestra Alteza tomar el mandodel primer cuerpo de ejército?

Poco después de haber partido el Príncipe, elayudante de campo, que no había tenido tiem-po de llegar a Semeonovskoie, volvió y anuncióal Serenísimo que el Príncipe pedía refuerzos.

Kutuzov arrugó las cejas y dio a Dokhturov laorden de encargarse del mando del primer ejér-cito y pidió hicieran volver al Príncipe, del cual,según decía, no podía prescindir en aquellosimportantes momentos.

Cuando, procedente del flanco izquierdo,llegó Chibinin corriendo con la noticia de quelos franceses habían tomado las avanzadas ySemeonovskoie, Kutuzov, adivinando por losrumores llegados del campo de batalla y por lacara de Chibinin, que la situación no era buena,se levantó como si lo hiciera para estirar laspiernas y, cogiendo a Chibinin por el brazo, selo llevó aparte.

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- Ve allí, querido, y mira si puede hacerse al-go - le dijo.

Kutuzov se encontraba en Gorki, en el centrode la posición del ejército ruso. El ataque deNapoleón contra el flanco izquierdo había sidorechazado muchas veces. El centro de los fran-ceses no había pasado de Borodino, y en elflanco izquierdo la caballería de Uvarov habíahecho retroceder al enemigo.

A las tres cesaron los ataques de los franceses.Por las caras de los que llegaban del campo debatalla y por las de los que le rodeaban, Kutu-zov comprendía que la tensión había llegado almáximo.

Kutuzov estaba satisfecho del inesperado éxi-to de aquel día, pero sus fuerzas le abandona-ban. La cabeza se le inclinaba frecuentementehacia delante y se dormía. Le sirvieron la comi-da. El ayudante de campo del Emperador, Vol-sogen, se acercó a Kutuzov durante la comida.Venía de parte de Barclay para darle cuenta dela marcha de las cosas en el flanco izquierdo. El

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prudente Barclay, viendo una multitud deheridos que huían y que las líneas de atrás sedislocaban, pesando todas las circunstanciasdel asunto, había decidido que la batalla estabaperdida y enviaba esta noticia al General en jefepor conducto de su favorito.

Kutuzov mascaba dificultosamente un polloasado mientras miraba con su pequeño y vivoojo a Volsogen. Este, con paso negligente y unasonrisa casi desdeñosa, se acercó a Kutuzov,tocándose apenas la visera. Delante del Serení-simo afectaba una especie de negligencia quetenía por objeto mostrar que él, militar instrui-do, dejaba a los rusos el trabajo de convertir enun ídolo a aquel viejo inútil, aunque sabía per-fectamente con quién había de habérselas. «Deralte Herr-como llamaban los alemanes entreellos a Kutuzov-mach es sich ganz beguem»,pensaba Volsogen mientras lanzaba una mira-da severa a los platos que Kutuzov tenía delan-te. Empezó por recordar al «viejo señor» la si-tuación de la batalla en el flanco izquierdo, tal

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como Barclay le había ordenado que hiciera ytal como él mismo la veía y la comprendía.

- Todos los puntos de nuestra posición estánen manos del enemigo; no sabemos qué hacerpara retroceder, porque no tenemos bastantestropas y éstas todavía huyen, siendo imposibledetenerlas.

Kutuzov dejó de masticar y, extrañado, comosi no entendiera bien lo que le decía, fijó su mi-rada en Volsogen, el cual, al observar la emo-ción del «viejo señor», dijo con una sonrisa:

- Creo que no tengo derecho a ocultar a Vues-tra Excelencia lo que he visto: las tropas estáncompletamente desorganizadas.

- ¿Lo ha visto usted? ¿Usted? - exclamó Kutu-zov frunciendo el ceño, levantándose yacercándose a Volsogen -. ¿Usted...? ¿Cómo seatreve...?-gritó haciendo un gesto amenazadorcon su temblorosa mano, mientras resollaba -.¿Cómo se atreve usted a decírmelo a mí? Ustedno sabe nada. Diga de mi parte al general Bar-clay que sus informaciones son falsas y que yo,

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el General en jefe, conozco mejor que él la mar-cha de la batalla.

Volsogen quiso decir algo, pero Kutuzov leinterrumpió:

- El enemigo ha sido rechazado en el flancoizquierdo y vencido en el derecho. Si usted loha visto mal, no le permito que diga lo que nosabe. Hágame el favor de regresar al lado delgeneral Barclay y transmitirle para mañana laorden terminante de atacar al enemigo - dijoseveramente Kutuzov.

Todos callaban; únicamente se oía el resollardel viejo General.

-Son rechazados por todas partes, por lo quedoy gracias a Dios y a nuestro viejo ejército. ¡Elenemigo está vencido y mañana le echaremosde nuestra santa Rusia! - dijo Kutuzov per-signándose; de pronto se echó a llorar.

Volsogen encogióse de hombros, hizo unamueca y sin decir una palabra se retiró a unlado, admirado ueber diese Eingenommenheit desalten Herr.

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- ¡Ah! ¡He aquí a mi héroe! - exclamó Kutuzoval ver al General, buen mozo, muy gordo, denegra cabellera, que en aquel momento subía lacuesta. Era Raiewsky, que durante todo el díahabíase encontrado en el puente principal delcampo de Borodino.

Raiewsky explicaba que las tropas aguanta-ban firmes en las posiciones y que los francesesno se atrevían a atacarles.

Después de escucharle, Kutuzov dijo:-Así, pues, ¿no piensa usted, «como los de-

más», que estamos obligados a retirarnos?- Al contrario, Alteza, en las batallas indecisas

siempre el más terco es el que vence, y mi pare-cer es...

Kutuzov llamó a su ayudante de campo.- Kaissarov, siéntate y escribe la orden del día

para mañana. Y tú-dijo a otro-, ve a la línea ydiles que mañana atacaremos.

Durante esta conversación con Raiewsky, ymientras Kutuzov dictaba la orden, Volsogenregresó de hablar con Barclay y dijo que el Ge-

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neral deseaba tener por escrito la confirmaciónde la orden del General en jefe.

Kutuzov, sin mirar a Volsogen, ordenó escri-bir la orden que pedía el antiguo General enjefe para evitarse, y con razón, la responsabili-dad personal. Y, por lazo misterioso indefini-ble, que extendía por todo el ejército la mismaimpresión, y que se llama el espíritu del ejércitoy que es el nervio principal de la guerra, laspalabras de Kutuzov fueron transmitidas mo-mentáneamente a todos los puntos del ejército.No eran las mismas palabras, no era la ordenque se transmitía hasta los últimos eslabones deaquella cadena, pues en los relatos transmitidosde un punto a otro del ejército no había nadaque se pareciese a lo que dijera Kutuzov, peroel sentido de sus palabras se comunicaba portodas partes, porque las palabras de Kutuzovno venían de consideraciones hábiles, sino delsentimiento que era el alma del General en jefe,como lo era de toda la Rusia.

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Al saber que al día siguiente atacarían alenemigo, mientras aguardaban de las esferassuperiores del ejército la afirmación de lo queles era grato de creer, los hombres, agotados, serehicieron y adquirieron nuevo valor.

XXEl regimiento del príncipe Andrés estaba en

la reserva; hasta las dos se mantuvo inactivodetrás del pueblo de Semeonovskoie, bajo elvivo fuego de la artillería. A las dos, el regi-miento, que había perdido más de doscientoshombres, fue puesto en movimiento, avanzan-do por los campos de centeno pisoteados, en elespacio comprendido entre el pueblo y la bater-ía de la colina, donde durante la mañana milla-res de hombres habían muerto y ahora se dirig-ía el fuego concentrado de algunos centenaresde cañones enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar unsolo cañonazo, el regimiento perdió un terciode sus soldados. Delante, y particularmente a la

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derecha, donde la humareda no se disipaba, loscañones retumbaban y por encima de la exten-sión misteriosa que el humo cubría volaban lasbalas y las granadas sin descanso, con estriden-tes silbidos.

Por dos veces, y como para descansar, las ba-las y las granadas, durante un cuarto de hora,pasaron de largo. Por el contrario, otras veceslos proyectiles ocasionaban muchas bajas en unsolo minuto, y a cada instante debían retirar alos muertos y recoger a los heridos.

A cada nuevo tiro, los que todavía no habíanmuerto perdían las probabilidades de salir vi-vos. El regimiento estaba formado en colum-nas, por batallones, a intervalos de trescientospasos, pero a pesar de ello todos los hombres sehallaban bajo la misma impresión.

Todos permanecían igualmente silenciosos yherméticos. Casi no se oía ninguna conversa-ción entre las filas y éstas deteníanse cada vezque estallaba un disparo y se oía el grito de:«¡Camilla!». La mayor parte del tiempo los sol-

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dados lo pasaban sentados en el suelo, según laorden. Uno, quitándose la gorra, la desplegabacon mucho cuidado y otra vez volvía a rehacersus pliegues; otro, después de deshacer algunosterrones de tierra húmeda, frotaba con ella labayoneta; un tercero se desceñía el cinto y arre-glaba la hebilla; otro se arreglaba atentamentelas polainas, calzándose de nuevo. Algunosconstruían casitas con tierra o barraquitas ypequeños pajares. Todos parecían absortos porsus ocupaciones. Cuando había muertos oheridos, cuando aparecían las camillas, cuandolos rusos volvían, cuando a través del humo seveían grandes masas enemigas, nadie prestabaatención, pero cuando la caballería y la artiller-ía pasaban delante, allá donde se advertían losmovimientos de la infantería rusa, de todaspartes se escuchaban reflexiones animosas. Pe-ro lo que merecía la mayor atención eran losacontecimientos completamente extraños y sinninguna relación con la batalla. El interés deaquella gente, moralmente dormida, parecía

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que se apoyara en las cosas ordinarias de lavida. La batería de artillería pasó delante delregimiento. Un caballo se enredó las bridas conlas cajas. «¡Eh! Carretero, arréglalo. ¿No ves queva a caerse?», gritaban de todas las líneas delregimiento. Otra vez la atención general fueatraída por un perrito negro, de cola tiesa, ve-nido de Dios sabe dónde, que corriendo, asus-tado, apareció delante de los soldados y quedespués, de pronto, espantado por una balaque cayó muy cerca de él, aulló y, con el raboentre piernas, se dejó caer de lado. Pero estasdistracciones duraban pocos minutos y loshombres ya hacía ocho horas que estaban allísin comer, inactivos, bajo el horror incesante dela muerte, y sus caras amarillas y sombrías em-palidecían y se oscurecían cada vez más.

El príncipe Andrés, como todos los hombresde su regimiento, estaba pálido y tenía las cejasfruncidas. Con las manos detrás de la espalda yla cabeza baja se paseaba de acá para allá porun campo de centeno. No tenía nada que hacer,

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ninguna orden que dar. Todo marchaba por sísolo. Los muertos eran conducidos detrás delfrente, se retiraba a los heridos y las líneas serehacían. Si los soldados se apartaban, volvíancorriendo. El príncipe Andrés, convencido, demomento, de que su deber entonces era excitarel valor en sus soldados y darles ejemplo, notardó en convencerse de que no debía enseñarnada a nadie. Todas las fuerzas de su alma,como las de sus soldados, se concentrabanconscientemente en el esfuerzo continuo de nocontemplar el horror de la situación. Marchabapor el campo arrastrando los pies, pisaba lahierba y miraba el polvo que le cubría las botas.A veces paseaba a grandes pasos, tratando depisar sobre las huellas que habían dejado lossegadores; otras veces contaba los pasos, calcu-laba cuántas veces habría de pasar de un surcoa otro para andar una versta, o bien arrancabauna brizna de absenta que crecía en el margende un surco, se frotaba con ella las manos yaspiraba su amargo y fuerte perfume. De todo

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el cansancio del día anterior no quedaba nada.No pensaba, escuchaba los mismos sonidos conel oído cansado, distinguía el silbido del pasode los proyectiles y examinaba la cara de lossoldados del primer batallón, que conocía muybien, y esperaba. «He aquí otra..., ¡ésta es paranosotros!», pensó al oír el silbido de algo en-vuelto en humo que se acercaba. «Una, dos.¡Ah! ¡Ya está!»; se detuvo, miró a las filas. «No.Ha pasado por encima. ¡Ésta sí que caerá!» Yvolvió a andar dando largas zancadas para lle-gar al surco en dieciséis pasos. Un silbido...,una detonación. Cinco pasos más allá, la tierrahabía sido removida y la bala había desapare-cido. Sintió un escalofrío que le recorrió la es-palda y volvióse para mirar a las filas. Debía dehaber muchos muertos. Una gran muchedum-bre se amontonaba alrededor del segundo ba-tallón.

- ¡Señor ayudante de campo! - gritó -. ¡Dé or-den de que no se amontonen! - El ayudante decampo ejecutó la orden y se acercó al príncipe

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Andrés. El comandante del batallón también seacercaba a caballo.

- ¡Tenga cuidado! - dijo un soldado con vozde espanto, y como un pájaro que silbando enun rápido vuelo se posa en el suelo, casi sinruido, una granada cayó a los pies del príncipeAndrés, cerca del comandante del batallón. Elcaballo del primero, sin preguntar si estababien o no el demostrar miedo, relinchó, enca-britóse, faltando poco para que tirara al jinete, ysaltó a un lado. El miedo del caballo se contagióa los hombres.

- ¡Al suelo! - gritó la voz del ayudante decampo dejándose caer sobre la hierba. Elpríncipe Andrés permanecía de pie, indeciso.La granada, humeante, daba vueltas como untrompo entre él y el ayudante de campo, cur-vado cerca de una mata de absenta.

«Es la muerte - pensó el príncipe Andrés mi-rando con un ojo nuevo y envidioso la hierba,la absenta, el humo que se levantaba de la bolanegra que había caído -. ¡No puedo, no quiero

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morir! Quiero la vida, amo esta hierba, la tierra,el aire...», pensó esto, pero al mismo tiemporecordó que le miraban, y dijo al ayudante decampo:

- Es una vergüenza, señor oficial, que...No terminó. En el mismo momento, un esta-

llido, un silbido, un ruido como de cristalesrotos, el olor sofocante de la pólvora, y elpríncipe Andrés volvióse sobre sus talones,levantó los brazos y cayó de bruces al suelo.

Algunos oficiales corrieron; del lado derechodel abdomen brotaba la sangre y empapaba lahierba.

Los milicianos, provistos de una camilla, de-tuviéronse unos pasos más allá. El príncipeAndrés yacía de bruces sobre la hierba, respi-rando muy fatigosamente.

- ¿Por qué os detenéis? ¡Adelante!Los campesinos se acercaron, le cogieron por

debajo de los sobacos y por las piernas, pero aloírle gemir dolorosamente se miraron unos aotros y le dejaron.

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- Cógele, ponlo aquí. ¡No importa! - dijo unavoz.

Le recogieron de nuevo y le depositaron so-bre la camilla- ¡Dios mío, Dios mío, en el vien-tre! ¡Ha concluido ¡Dios mío! - se oía entre losoficiales.

- ¡Me ha pasado rozando la cabeza! ¡Me he li-brado por un pelo! - decía el ayudante de cam-po.

Los campesinos, después de colocarse la ca-milla sobre los hombros, siguieron con pasovivo el camino hacia la ambulancia.

- ¡Eh, campesinos, al paso! - gritó el oficial co-giendo por un hombro a los que no andabancon regularidad y sacudían la camilla.

- ¡Cuida de ir al paso! - dijo el que iba delante.- ¡Buena la hemos hecho! - dijo alegremente el

que iba detrás, al tropezar.- ¡Excelencia! ¡Príncipe! - gritaba Timokhin

corriendo y mirando a la camilla.El príncipe Andrés abrió los ojos. Miró fuera

de la camilla, para ver quién le hablaba, pero la

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cabeza le cayó pesadamente y de nuevo cerrólos ojos.

Los campesinos condujeron al príncipeAndrés cerca del bosque, donde se encontrabanlos carros y las ambulancias.

La ambulancia comprendía tres tiendas quese abrían sobre la hierba de un bosque de sau-ces. Los caballos y las carretas se encontrabanen el bosque. Los caballos comían centeno enlos morrales y los gorriones venían a picar losgranos que caían; los cuervos, que olían la san-gre, graznaban atrevidamente y volaban entrelos árboles. En torno a las tiendas, en un espa-cio de más de dos deciatinas, se hallaban unoshombres manchados de sangre, vestidos dediversos modos, que permanecían tendidos,sentados o de pie. Cerca de los heridos se esta-cionaban los soldados que, conducían las cami-llas, a los cuales los oficiales daban en vano laorden de apartarse.

Sin obedecer a los oficiales, los soldadosquedábanse apoyados en las camillas, y con la

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mirada fija, como si trataran de comprender laimportancia del espectáculo, miraban lo queocurría delante de ellos. De las tiendas salían aveces gemidos agudos e iracundos, pero otrasveces eran plañideros. De vez en cuando, losenfermeros iban por agua e indicaban cuáleshabían de ser trasladados. Los heridos queaguardaban turno, cerca de la tienda, gemían,lloraban, gritaban, pedían aguardiente, y algu-nos deliraban.

Pasando por encima de los heridos todavíano curados, condujeron al príncipe Andrés, jefede regimiento, al lado de una de las tiendas, ylos soldados quedáronse esperando órdenes. Elpríncipe Andrés abrió los ojos, pero durantemucho rato no pudo comprender qué ocurría asu alrededor: el campo, la absenta, la tierra, labala negra dando vueltas y su anhelo apasio-nado por la vida volviéronle la memoria. A dospasos de él, un suboficial alto y fuerte, de cabe-llos negros, con la cabeza vendada, que se apo-yaba en un tronco, hablaba fuerte llamando la

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atención de todos. Estaba herido en la cabeza yen la pierna. A su alrededor, una multitud deheridos y conductores de camillas escuchabanávidamente sus palabras.

- ¡Cuando los hemos echado de allí, lo hanabandonado todo, y hemos cogido prisionero alrey! - gritaba el soldado mirando a su alrededorcon ojos brillantes -. Si en aquel momentohubieran llegado las reservas, te aseguro queno queda ni rastro. Estoy convencido, yo tedigo...

El príncipe Andrés, como todos los demásque escuchaban al narrador, mirábale con ojosbrillantes y experimentaba un sentimiento con-solador: «Pero ¿qué me importa? ¿Qué debeocurrir allá abajo? ¿Por qué sentimos tanto eldejar esta vida...? ¿Existe en la vida algo que nocomprendía y que todavía no comprendo?»,pensaba.

XXI

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Uno de los médicos, con el delantal y las ma-nos llenos de sangre, salió de la tienda con uncigarro, cogido, para no mancharlo, entre eldedo pulgar y el auricular. Levantó la cabeza ymiró por encima de los heridos. Evidentemen-te, salía a respirar un poco. Después de volverla vista a derecha y a izquierda, gimió y bajó lavista.

- ¡Vamos, enseguida! -respondió a las pala-bras del enfermero que le señalaba al príncipeAndrés, ordenando que le condujeran al inter-ior de la tienda.

De entre la multitud de heridos que aguarda-ban se levantó un rumor.

- Por lo que se ve, hasta en el otro mundo losseñores se dan mejor vida - dijo alguien.

El príncipe Andrés fue trasladado a la tienday colocado sobre una mesa limpia, de la que elenfermero hacía escurrir algo. El príncipeAndrés no podía discernir todo lo que se hacíadentro de la tienda: los lastimeros gemidos queoía a su alrededor y los dolores intolerables de

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su espalda y de su abdomen le distraían. Todolo que veía allí confundíase en una impresióngeneral de cuerpos humanos desnudos, llenosde sangre, que cubrían el suelo de la tienda.

En la tienda había tres mesas: dos estabanocupadas. Colocaron al príncipe Andrés sobrela tercera. Le dejaron un momento, y, sin pro-ponérselo, vio lo que pasaba en las otras mesas.En la que estaba más cerca veíase extendido untártaro, probablemente un cosaco, según sepodía deducir por el uniforme que tenía cerca.Cuatro soldados le sujetaban. El médico, conlentes, hacía algo en su cuerpo moreno y mus-culoso.

- ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! - gritaba el tártaro. Y de pron-to, mostrando su cara musculosa, negra, denariz breve y dientes blancos, empezó a deba-tirse, a agitarse, a lanzar gritos estridentes. So-bre la otra mesa, rodeado de muchas personas,con la cabeza echada hacia atrás - el color delcabello rizado y la forma de la cabeza le parec-ían extrañamente conocidos al príncipe Andrés

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-, estaba otro hombre. Algunos enfermeros leaguantaban, apoyándose sobre su pecho. Unade sus piernas, larga y blanca, se agitaba conti-nuamente en un temblor convulsivo. Aquelhombre sollozaba febrilmente y se cubría. Dosmédicos silenciosos - el uno estaba pálido ytemblaba - hacíanle algo en la otra pierna, deun color rojo subido.

Cuando hubieron acabado con el tártaro, so-bre el que extendieron una manta, el doctor delos lentes se acercó al príncipe Andrés mientrasse secaba las manos.

Al ver la cara del príncipe Andrés se volviórápidamente.

- ¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis ahí como unospasmados? - gritó severamente a los enferme-ros.

La imagen de, su primera infancia aparecióen la memoria del príncipe Andrés cuando elenfermero, con mano inhábil y subidas lasmangas, le desabrochó el uniforme y le quitó laropa.

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El doctor se inclinó sobre la herida, la tocó,dio un profundo suspiro y enseguida llamó aalguien. El espantoso dolor en el abdomen hab-ía hecho perder el sentido al príncipe Andrés.Cuando volvió en sí ya tenía fuera los trozosrotos de fémur, un trozo de carne destrozada, ylimpia la herida; le echaban agua sobre la cara.Así que abrió los ojos, el doctor se inclinó anteél, besándole, y se alejó rápidamente.

Después de tanto padecer, el príncipe Andrésexperimentó un bienestar como no había expe-rimentado desde mucho tiempo antes. Todoslos mejores momentos de su vida, los más feli-ces, particularmente la infancia más lejana,cuando le desnudaban y le metían en la cama yla vieja criada le cantaba mientras le balancea-ba, cuando, con la cabeza escondida entre al-mohadas, se sentía feliz con la sola concienciade la vida. Todos aquellos instantes se le pre-sentaban en su imaginación no como el pasado,sino como la realidad presente.

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Alrededor de aquel herido cuya cabeza no eradesconocida del príncipe Andrés, los médicostrabajaban. Le levantaron, procurando calmar-le.

- ¡Enseñádmela! ¡Oh, oh, oh!Sus gemidos eran interrumpidos por sollozos

de espanto y de resignación ante el dolor.Al oír aquellos gemidos, el príncipe Andrés

quiso llorar. Y fuera porque moría sin gloria oporque sentía separarse de la vida, ya fuera acausa de los recuerdos de su infancia, desapa-recidos para siempre, o bien porque padecieracon el dolor de los demás y por aquellos plañi-deros gemidos, hubiera querido llorar conlágrimas de niño, dulces, casi alegres.

Enseñaron al herido su pierna cortada, calza-da todavía y con la sangre seca.

- ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! -lloriqueó como una mujer.El doctor, de pie ante el herido, evitaba que

Andrés pudiera verlo, al que se apartó.«¡Dios mío! ¿Qué es esto?», se dijo el príncipe

Andrés.

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En el hombre desgraciado que lloraba, y alcual acababan de cortarle la pierna, el príncipeAndrés creyó reconocer a Anatolio Kuraguin.Sostenían a Anatolio por la axila, mientras leofrecían un vaso de agua, cuyo borde casi nopodía coger con sus temblorosos e hinchadoslabios. Anatolio sollozaba penosamente.

«¡Sí, es él! ¡Sí, este hombre está ligado a mípor algo íntimo y doloroso!», pensó el príncipeAndrés sin reconocer todavía del todo al que seencontraba delante de él. «¿Qué lazo existe en-tre este hombre, mi infancia y mi vida?», sepreguntaba, sin encontrar respuesta. De prontoun recuerdo nuevo, inesperado, del dominio dela infancia, puro y amoroso, se presentó alpríncipe Andrés. Recordaba a Natalia tal comola había visto por primera vez en el baile de1810, con su fino cuello, sus brazos, su cara res-plandeciente y asustadísima, dispuesta al entu-siasmo, y su amor y su ternura para con ella sedespertaron más fuertes que nunca en su alma.Ahora recordaba qué lazo existía entre él y

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aquel hombre que, a través de las lágrimas quele inflamaban los ojos, le miraba vagamente. Elpríncipe Andrés se acordó de todo: y la piedady el entusiasmo y el amor por aquel hombre lellenaron de alegría el corazón.

El príncipe Andrés no pudo contenerse más.Lloraba lágrimas dulces, amorosas, por los de-más, por sí mismo, por los errores ajenos, porlos errores propios.

«La misericordia, el amor por los demás, elamor por los que nos aman, el amor por los quenos odian, el amor por nuestros enemigos. Sí,este amor que Dios ha predicado en la tierra esel mismo que me enseñaba la princesa María yque yo no sabía comprender. Por esto sientoabandonar la vida. He aquí lo que en mí habríasi viviera, pero es ya demasiado tarde, lo sé.»

XXIIAlgunas docenas de miles de hombres vesti-

dos de uniforme yacían muertos, en distintasposiciones, en los campos propiedad del señor

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Davidov y de los campesinos del Tesoro, enaquellos campos y en aquellos prados dondedurante siglos los campesinos de los pueblos deBorodino, Gorki, Schevardin y Semeonovskoierecogían sus cosechas y hacían pastar a sus re-baños.

En las ambulancias y en el espacio de una de-ciatina, la hierba y la tierra estaban empapadasde sangre. La muchedumbre de heridos y sol-dados de diversas armas con cara de espantomarchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros,atormentados, hambrientos y conducidos porsus correspondientes jefes, avanzaban haciadelante. Otros quedábanse donde estaban yempezaban a tirar.

Por todos los campos, antes tan bellos y ale-gres, se confundían las bayonetas y las huma-redas brillantes al sol, la niebla, la humedad yel acre hedor de la pólvora y de la sangre. Lasnubes se habían acumulado y una lluvia me-nuda empezaba a caer sobre los muertos y losheridos y sobre la gente espantada y cansada,

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que dudaba ya, como si aquella lluvia quisieradecir: «¡Basta, basta! ¡Hombres, deteneos, sose-gaos, pensad en lo que hacéis!»

Los hombres de uno y otro ejército, fatigados,hambrientos, empezaron a dudar igualmentede si era preciso continuar matándose los unosa los otros; en todos los rostros se observaba lavacilación, y cada uno se planteaba la pregunta:«¿Para qué? ¿Por qué he de matar o ser mata-do? ¡Matad si queréis, haced lo que queráis, yoya estoy harto!» Hacia la tarde, este pensamien-to maduraba por igual en el alma de cada uno.

Todos aquellos hombres podían, en cualquiermomento, horrorizarse de lo que estabanhaciendo, abandonarlo todo y huir.

Pero, a pesar de que al final de la batalla loshombres sintieran ya todo el horror de sus ac-tos, con todo y que se hubieran sentido muycontentos deteniéndose, una fuerza incompren-sible, misteriosa, continuaba reteniéndolos, ylos artilleros, sudando a chorro, sucios depólvora y de sangre, reducidos a una tercera

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parte, sin poderse tener en pie, ahogándose defatiga, continuaban conduciendo cargas, car-gando, apuntando, encendiendo la mecha y lasbalas, que, con la misma rapidez y la mismacrueldad, continuaban volando de una parte aotra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obraterrible, que se hacía no por voluntad de loshombres, sino por la voluntad de aquel quedirige a los hombres y al mundo, continuabacumpliéndose.

Cualquiera que hubiese visto las últimas filasdel ejército ruso hubiera dicho que los francesesno tenían que hacer más que un ligero esfuerzopara aniquilarlo. Cualquiera que viera la reta-guardia francesa hubiese dicho que los rusos notenían que hacer más que un pequeño esfuerzopara destruir a los franceses. Pero ni los france-ses ni los rusos hicieron este esfuerzo y el fuegode la batalla se extinguió lentamente.

Pero aunque el objetivo del ejército rusohubiera sido el de aniquilar a los franceses, nohubieran podido hacer este último esfuerzo,

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porque todas las tropas rusas estaban batidas yno había una sola parte del ejército que nohubiera padecido mucho en la batalla, pues losrusos, al resistir sin moverse de su sitio, habíanperdido la mitad de su ejército. Los franceses,que habían conseguido el récord de las victo-rias obtenidas en quince años, con la seguridaden la invencibilidad de Napoleón y la concien-cia de que se habían apoderado de una partedel campo de batalla, que sólo habían perdidouna cuarta parte de sus hombres y que la guar-dia, de veinte mil hombres, estaba intacta, losfranceses sí que podían hacer aquel esfuerzo.Los franceses, que esperaban al ejército rusopara desalojarlo de sus posiciones, habían dehacer este esfuerzo, pues mientras los rusoscerraran como antes el camino de Moscú, elobjetivo de los franceses no había podido lo-grarse y todos sus esfuerzos y todas sus pérdi-das eran inútiles. Sin embargo, los franceses nohicieron este esfuerzo. Algunos historiadoresdicen que Napoleón debió haber hecho entrar

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en acción a su vieja guardia para ganar la bata-lla. Decir lo que hubiera pasado si Napoleónhubiese cedido su vieja guardia es igual quedecir lo que pasaría si el otoño se convirtiera enprimavera. Tal cosa no podía ser y no fue. Na-poleón no dio su guardia no porque lo quisieraasí, sino porque no podía.

Todos los generales, oficiales y soldados delejército francés sabían que no podía hacerlo,porque el espíritu del ejército no lo permitía.

No era solamente Napoleón el que experi-mentaba esa sensación propia de un sueño, dela mano que cae impotente, sino que todos losgenerales y todos los soldados del ejércitofrancés, hubieran participado o no en el comba-te, después de la experiencia de todas las bata-llas precedentes, en las que el enemigo huíasiempre después de esfuerzos diez veces meno-res, experimentaba un sentimiento parecido alhorror ante un enemigo que después de haberperdido la mitad de su ejército, al final de labatalla continuaba tan amenazador como al

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principio. La fuerza moral del ejército francésque atacaba se había agotado. Los rusos no ob-tuvieron en Borodino la victoria que se definíapor unos harapos clavados en palos elevadosen el espacio, que se llaman banderas, peroobtuvieron una victoria moral: la victoria queconvence al enemigo de la superioridad moralde su adversario y de su propia debilidad. Lainvasión francesa, cual bestia rabiosa que harecibido en su huida una herida mortal, se sent-ía vencida, pero no podía detenerse, de la mis-ma manera que el ejército, dos veces más débil,tampoco podía ceder. Después del choque, elejército francés todavía podría arrastrarse hastaMoscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo delejército ruso, había de morir desangrado por laherida mortal recibida en Borodino.

El resultado directo de la batalla de Borodinofue la marcha injustificada de Napoleón aMoscú, su vuelta por el viejo camino de Smo-lensk, la pérdida de un ejército de quinientosmil hombres y la de la Francia napoleónica,

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sobre la cual se posó en Borodino, por primeravez, la mano de un adversario moralmente másfuerte.

UNDÉCIMA PARTEICuando tocaba a su fin la batalla de Borodi-

no, Pedro abandonó por segunda vez la bateríade Raiewsky y, con un grupo de soldados, sedirigió a campo traviesa a Kniazkovo, donde seunió a la ambulancia.

Pero al ver la sangre y oír los gritos y los ge-midos se apresuró a alejarse, confundido conlos soldados. Un solo afán llenaba su alma: salirlo antes posible de allí, olvidar las horriblesimpresiones del día y echarse a dormir tranqui-lamente en su habitación, en su cama. Se dabacuenta de que sólo en condiciones normales devida podría comprender todo lo que había vistoy experimentado. Pero le faltaban estas condi-ciones.

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Ni balas ni granadas silbaban ya en el cami-no, pero por todas partes veía lo mismo queallá abajo, en el campo de batalla: las mismascaras atormentadas, llenas de dolor, extraña-mente transfiguradas; la misma sangre, losmismos capotes... Y oía las mismas descargasde fusilería, lejanas pero no por eso menos ate-rradoras. Además, el polvo y el calor eran as-fixiantes.

Pedro y los soldados se dirigieron, a través dela densa oscuridad, a Mojaisk. Los gallos canta-ban cuando comenzaron a subir la pronunciadacuesta que conducía al pueblo.

El albergue estaba totalmente ocupado. Pedropasó al patio, subió al coche y reclinó la cabezasobre los cojines.

Al levantarse al día siguiente ordenó que en-ganchasen, pero él atravesó el pueblo a pie.

Ya las tropas comenzaban a salir de la pobla-ción, dejando detrás diez mil heridos. Se losveía en los patios y en las ventanas de las casas;otros se agrupaban en la calle. Cerca de las am-

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bulancias se oían gritos, invectivas, golpes. Pe-dro ofreció un sitio en su coche a un generalherido al que conocía y le acompañó hastaMoscú.

El día 30 entró en la ciudad.Cuando llegó a su casa era noche cerrada. En

él salón halló a ocho personas: el secretario delcomité, el coronel de su batallón, su adminis-trador y diversos solicitantes que iban a verlepara que los ayudase a resolver sus asuntos. APedro le eran indiferentes aquellos asuntos, delos que no sabía ni una palabra, y contestó a laspreguntas que le dirigieron con el único fin delibrarse de aquellas gentes. Cuando se quedósolo, al fin, abrió y leyó una carta de su mujer.Aturdido, empezó a murmurar: «Los soldadosde la batería..., el viejo..., el príncipe Andrésmuerto... La sencillez, la sumisión a Dios... Hayque sufrir..., la importancia de todo... Mi mu-jer..., es preciso ponerse de acuerdo..., hay quecomprender y olvidar...» Y acercándose a la

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cama se echó en ella sin desnudarse y se quedódormido.

Cuando despertó a la mañana siguiente leaguardaban en el salón diez personas que ten-ían necesidad de verle. Pedro se vistió a escape,pero, en lugar de ir a verlas, bajó la escalera deservicio y por la puerta de la cochera salió a lacalle.

A partir de entonces, y hasta el fin del saqueode la ciudad, nadie volvió a verle ni supodónde se hallaba, a pesar de que se le buscó portodas partes.

IILos Rostov permanecieron en Moscú hasta el

día 1° de septiembre, es decir, hasta la vísperade la entrada del enemigo.

Por causa de la indolencia del Conde, llegó el28 de agosto sin que se hubiera llevado a caboningún preparativo de marcha, y los carros quese esperaban, procedentes de los dominios de

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Riazán, para llevarse los muebles, no aparecie-ron hasta el día 30.

Durante estos tres días, la ciudad entera estu-vo en movimiento, haciendo preparativos. Porla puerta Dorogomilov entraban diariamentemillares de heridos de la batalla de Borodino,mientras millares de carros cargados de mue-bles y de habitantes salían por otras puertas.

Se adivinaba que iba a descargar pronto latormenta, volviéndolo todo de arriba abajo,pero hasta el primer día de septiembre no severificó ningún cambio.

Moscú continuaba su vida habitual. Era comoel criminal a quien se lleva al suplicio y que,aun sabiendo que va a morir, mira sin cesar asu alrededor y se arregla el sombrero, que llevamal puesto.

Durante los tres días que precedieron a laocupación de Moscú, toda la familia Rostovtrabajó con afán. El jefe, conde Ilia Andreie-vitch, iba y venía sin cesar, recogiendo las noti-cias y rumores que circulaban, y en la casa daba

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órdenes superficiales y apresuradas sobre lospreparativos de la huida.

La Condesa se mostraba descontenta de todo;buscaba a Petia, que huía siempre de ella, ytenía celos de Natacha, con quien él estaba atodas horas. Sonia era la única que se ocupabaprácticamente de todo. Pero Sonia estaba tristey silenciosa. La carta de Nicolás en que hablabade la princesa María había inspirado, en pre-sencia suya, comentarios alegres de la Condesa,que en este encuentro de su hijo con María veíala mano de Dios.

-Los esponsales de Bolkonski con Natacha nome regocijaron - decía -, pero ahora tengo elpresentimiento de que Nicolás se casará con laprincesa María, como es mi deseo. Eso seríasumamente agradable.

No obstante su dolor, o quizás a causa de él,Sonia echaba sobre sus hombros todo el pesodel trabajo de la casa, lo cual la tenía ocupada eldía entero. Siempre que el Conde y la Condesaquerían dar órdenes se dirigían a ella. Petia y

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Natacha no sólo no ayudaban, sino que moles-taban a todo el mundo, llenando la casa con susrisas, sus gritos y sus discusiones. Reían y seregocijaban no porque tuvieran motivo paraello, sino porque eran de carácter alegre y esta-ban contentos, y cualquier cosa los hacía reír yalborotar. Petia se sentía alborozado porque,habiendo salido de su casa siendo un niño,volvía a ella convertido en un hombre valeroso.También estaba contento porque pensaba batir-se en Moscú, recuperando así el tiempo quehabía perdido en Bielaia-Tzerkov. Y, sobre to-do, lo estaba porque veía a Natacha feliz. YNatacha estaba alegre porque había estado tris-te mucho tiempo, porque nada le recordaba lacausa de su tristeza y porque se sentía a gusto.Y también porque Petia la admiraba, y la admi-ración era para ella un elemento necesario. Losdos hermanos estaban gozosos también porquese avecinaba la guerra a Moscú, porque la gentepensaba batirse en las murallas, porque comen-zaba la distribución de armas, porque todo el

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mundo corría, porque, en general, pasaban co-sas extraordinarias, y esto divierte siempre a losjóvenes.

IIIEL sábado 31 de agosto todo andaba manga

por hombro en casa de los Rostov. Las puertasestaban abiertas; los muebles, fuera de sitio; loscuadros y los espejos, descolgados. En las habi-taciones se veían cofres, heno, papel de embala-je, cuerdas, todo esparcido por el suelo. Loscriados iban sacando las cosas poco a poco. Enel patio se cruzaban los carros vacíos con los yarepletos. Las voces y los pasos de domésticos ycampesinos recién llegados resonaban en todala casa. El Conde había salido muy de mañana.La Condesa, a la que el ruido y el movimientoproducían dolor de cabeza, estaba echada en undiván con compresas de vinagre en las sienes.

Petia había ido a ver a un amigo con quientenía intención de pasar de la milicia al servicioactivo. Sonia presenciaba en la sala el embalaje

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de cristales y porcelanas. Natacha estaba senta-da en su dormitorio, cuyo entarimado se halla-ba materialmente cubierto de telas, cintas ychales. Con la mirada fija en el suelo, tenía en-tre las manos un vestido viejo, el mismo que sepuso para asistir a su primer baile en San Pe-tersburgo.

Las conversaciones de las doncellas en lahabitación vecina y sus pasos precipitados porla escalera de servicio la sacaron de sus re-flexiones y fue a mirar por la ventana. Unenorme convoy de heridos se había parado enla calle. Doncellas, lacayos, domésticas, cocine-ras, cocheros, marmitones, de pie junto a lapuerta cochera, miraban a los heridos.

Natacha se echó por los hombros un pañueloblanco y salió a la calle. La vieja María Kouz-minichna se había separado de la muchedum-bre que se apiñaba junto a la puerta y hablabacon un joven oficial, de rostro pálido, que ibaechado en una ambulancia. Natacha avanzóunos pasos sin dejar de sujetar el pañuelo con

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ambas manos y luego se detuvo tímidamente aescuchar lo que decía el ama.

- ¿De modo que no tiene usted a nadie enMoscú? - preguntaba -. Entonces estará mejoren una casa particular. Por ejemplo, en la nues-tra. Mis señores se marchan.

- Ignoro si me lo permitirán. Vea al jefe - re-puso el oficial con voz débil.

Y le señaló un grueso oficial que entraba en lacalle tras la fila de coches.

Natacha contempló asustada el rostro del ofi-cial herido y corrió al encuentro del mayor.

- ¿Puedo tener heridos en mi casa? - le pre-guntó Natacha.

El mayor se llevó una mano a la gorra, son-riendo.

- ¿A qué se debe ese servicio, señorita? - dijoguiñando los ojos.

Natacha repitió la pregunta sin turbarse, y surostro y toda su persona cobraron, a pesar delpañuelo, tal seriedad, que el mayor dejó desonreír y se quedó pensativo, preguntándose

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sin duda si aquello era factible. Luego repusoafirmativamente.

- ¡Oh, sí! ¿Por qué no?Natacha le dio las gracias con una leve incli-

nación de cabeza y a paso rápido volvió junto aMaría Kouzminichna, que seguía al lado deloficial y le hablaba con acento compasivo.

- ¡Dice que sí, que podemos tener heridos! -murmuró.

El coche entró en el patio de la casa, y dece-nas de coches llenos de heridos le siguieron porindicación de sus habitantes, deteniéndose jun-to a las escaleras de las casas de la calle Pro-verskaia.

Natacha estaba visiblemente encantada de en-trar en contacto con gentes nuevas en aquellasextraordinarias circunstancias de la vida, y,ayudada por María Kouzminichna, procuróhacer entrar en el patio al mayor número deheridos posible.

- Pero antes habría que pedir permiso a supadre - objetó María.

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- ¡No, no, no vale la pena! Nosotros podemosocupar el salón. Que los heridos se instalen ennuestras habitaciones. Sólo se trata de un día.

- ¡Ah, señorita! No se haga ilusiones. Hay quepedir permiso incluso para entrar en el pa-bellón de la servidumbre.

- Bien, lo pediré.Natacha corrió a la casa y franqueó de punti-

llas la puerta entreabierta; se situó ante el divánimpregnado del olor del vinagre y de las gotasde Hoffmann.

-- ¿Duermes, mamá?-¡Cualquiera duerme! - repuso la Condesa,

que, sin embargo, acababa de despertarse.- Mamá querida - dijo Natacha arrodillándose

ante su madre y acercando su cara a la de ella -,perdona que te haya despertado; no volveré ahacerlo. Me envía María Kouzminichna. Nostraen oficiales heridos porque no saben dóndemeterlos. ¿Lo permites, verdad? ¡Sí, ya sé que lopermites! - añadió en el acto.

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- ¿De qué oficiales hablas? ¿Quién los ha traí-do? No te entiendo - dijo la Condesa.

Natacha se echó a reír. A los labios de su ma-dre asomó una débil sonrisa.

- Ya sabía yo que lo permitirías. Voy a decirlo.Abrazó a su madre, se puso en pie y salió.En el salón tropezó con su padre, que traía

malas noticias.- El club está cerrado; se marcha la policía -

dijo sin poder disimular su despecho.-Papá, he invitado a los heridos. ¿Verdad que

no te importa?- No - repuso el Conde, distraído -. Pero

dejémonos de bobadas y ayudemos a embalarlas cosas. Hay que partir mañana mismo.

Después de comer, toda la familia Rostov sededicó a embalar objetos y a preparar la mar-cha con una actividad febril. El viejo Conde nosalió en toda la tarde. Iba y venía sin cesar delpatio a la casa y de la casa al patio, incitando alos criados a que se dieran prisa. Sus órdenescontradictorias desorientaban a la pobre Sonia.

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Petia daba voces de mando en el patio. Los sir-vientes chillaban, disputaban, alborotaban,corrían a través de las habitaciones y del patio.Natacha trabajó con el mismo ardor que poníaen todo. Su intervención suscitó al principiodesconfianza. Se esperaba escuchar de sus la-bios alguna broma, y los criados se pregunta-ban si deberían obedecerla o no. Pero ella, consu obstinación y su calor habituales, exigíaobediencia; cuando se la desobedecía se enfa-daba o lloraba, y por fin logró que todos la es-cucharan.

Gracias a ella se trabajó con rapidez. Las co-sas inútiles se desechaban, las útiles se embala-ban de la mejor manera posible. Pero, aún así,llegó la noche sin que estuviera todo prepara-do. La Condesa se dormía. Él Conde su fue a lacama, dejando la marcha para el día siguiente.

Sonia y Natacha se acostaron vestidas en elcuarto tocador. La noche les trajo por la calleProverskaia a un herido nuevo, y María Kouz-

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minichna, que se encontraba junto a la puertacochera, le hizo entrar.

«El herido - se dijo - debe de ser persona im-portante, porque se le conduce en un cochecerrado.» Junto al cochero iba sentado un viejoayuda de cámara de aire respetable. Detrás, enotro coche, le seguían un médico y dos solda-dos.

- Entren si gustan. Los señores se marchan.Toda la casa quedará vacía - explicó MaríaKouzminichna al viejo servidor.

- Nosotros tenemos casa puesta en Moscú -explicó éste -, pero está lejos y además no haynadie.

- Entren, entren, por favor. Aquí hallarán to-do lo necesario - insistió María.

El criado abrió los brazos.-Antes voy a hablar con el doctor - dijo.Se apeó de la calesa y se acercó al segundo

coche.- ¡Bueno! - concedió el médico.

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El criado volvió junto a la calesa, dirigió unaojeada al interior, bajó la cabeza, se colocó allado de María y ordenó al cochero que entraraen el patio.

- ¡Dios mío! - exclamó ella.Luego propuso entrar el herido en la casa.- Los amos no dirán nada...Mas, como no se le podía subir por la escale-

ra, se le condujo al pabellón y allí quedó insta-lado. ¡El herido era el príncipe Andrés Bol-konski!

IVFue un domingo, un hermoso y tibio día de

otoño, cuando sonó la última hora de la ciudad.Las campanas de las iglesias repicaron como entodas las fiestas llamando a los fieles. Nadie sedaba cuenta todavía de lo que a Moscú le teníadeparado el destino.

Únicamente los dos barómetros del Estado yde la sociedad: la plebe (es decir, los pobres) y

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las subsistencias, revelaban lo precario de lasituación.

Obreros, criados, campesinos, formando unamuchedumbre a la que se mezclaban funciona-rios, seminaristas y gentileshombres, se dirigie-ron a primera hora a las Tres Montañas. Peroconvencidos, tras permanecer allí algún tiempo,de que era inútil esperar a Rostoptchin y de queMoscú se entregaría, se dispersaron por lastabernas. Los precios que tenían las cosas aqueldía indicaban lo mal que estaba la situación. Elvalor de las armas, del oro, de los coches, de loscaballos, subía cada vez más; en cambio, el delos billetes de Banco y el de los artículos deprimera necesidad bajaba incesantemente. De-terminadas mercancías caras, como el terciope-lo, se vendían a precios irrisorios y, sin embar-go, se pagaban hasta quinientos rublos por uncaballo del campo. Muebles, bronces, espejos,carecían de valor; se cedían gratis.

Empero, en la vieja y cómoda mansión de losRostov se desconocía aún la abolición de las

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antiguas condiciones de vida. La numerosaservidumbre conservaba su fidelidad. Durantela noche desaparecieron tres hombres, peroninguno había robado nada, pese a que lostreinta carros que se habían cargado conteníanriquezas incalculables que despertaron la codi-cia de más de cuatro. A cambio de ellas se habíaofrecido a Rostov dinero constante y sonante. Yno sólo le ofrecieron sumas considerables porlos carros, sino que también se prodigaronsúplicas. Al despuntar el nuevo día y durantetodo él, los heridos que se alojaban en la casa, eincluso los de las casas vecinas, enviaron a suscriados a casa del Conde para pedir un vehícu-lo con que poder salir de la ciudad. El mayor-domo a quien se dirigieron estas demandas secompadecía de los heridos, pero se negó acomplacerlos bajo pretexto de no atreverse ahablar de ello con el Conde. Porque era eviden-te que, de haberles cedido un carro, hubieratenido que ceder muy pronto otro, y luego eltercero, y así sucesivamente hasta el último, sin

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mencionar los coches de los señores. Treintacarros no bastaban, en realidad, para el trans-porte de tantos heridos, y por eso el mayordo-mo decidió pensar primero en él y en la familia.

Lo hacía en beneficio de sus amos.

Por la mañana, el primero que salió de suhabitación, sin hacer ruido, para no despertar ala Condesa, que se había dormido de madru-gada, fue el conde Ilia Andreievitch. Los carros,ya cargados, se hallaban en el patio; los coches,delante de la escalera de entrada. El mayordo-mo, de pie junto a ella, hablaba con un viejoasistente y con un pálido y joven oficial quellevaba un brazo en cabestrillo. Al divisar alConde, el mayordomo les ordenó con un gestosevero que se alejaran.

-Bien, Vassilitch; ¿está todo dispues-to?-preguntó el Conde enjugándose la calva ymirando, benévolo, al asistente y al oficial, a losque saludó con una inclinación de cabeza, por-que le gustaba ver caras nuevas.

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- Sí, Excelencia. Vamos a enganchar ensegui-da.

- ¡Bien! La Condesa despertará; luego parti-remos con la ayuda de Dios. ¿Qué desean uste-des, señores? - agregó dirigiéndose especial-mente al oficial -. ¿Son ustedes de casa?

El oficial avanzó. Su rostro había enrojecidode pronto.

- Conde, se lo suplico... Le ruego..., en nombrede Dios..., que me permita acompañarle. Comonada poseo, no me importa ir dondequiera quesea. En el carro de los equipajes..., encima deellos..., donde usted disponga.

El asistente dirigió la misma súplica al Condeen nombre de su superior.

- ¡Ah, sí! ¡Con mucho gusto! - se apresuró aresponder Ilia Andreievitch -. Vassilitch, da lasórdenes. Di que se vacíen dos carros,.., aquellosde allá abajo. Haz todo lo que sea preciso.

La calurosa expresión de agradecimiento queadquirió la fisonomía del oficial le afirmó en sudecisión, y dirigió una ojeada a su alrededor.

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En el patio, en la puerta cochera, en las venta-nas del pabellón, vio soldados y heridos. Todosle miraron cuando se acercó a la puerta.

- Pase a la galería, Excelencia - dijo el mayor-domo -. ¿Qué debo hacer con los cuadros?

El Conde repitió la orden de no negar sitio enlos carros a los heridos que desearan salir de laciudad.

- Se puede quitar alguna cosa - dijo con unacento muy dulce, en voz baja, como si temieraser oído.

Cuando la Condesa se despertó eran las nue-ve. Matrena, la vieja doncella que la asistía, lecomunicó que el Conde, en su bondad, dio or-den de que descargasen algunos carros parafacilitar el traslado de los heridos. La Condesamandó llamar a su marido.

- ¿He oído bien, amigo mío? ¿Por qué se des-cargan los carros?

- ¡Ah, querida...! Pensaba decírtelo... Verás.Ha venido un oficial a pedirme que le cedieraunos cuantos vehículos de transporte para los

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heridos... Los objetos pueden volver a comprar-se, ¿comprendes?, y ellos no pueden quedarseaquí. Ten presente que los hemos invitado aalojarse en nuestra casa y que están en el pa-tio...

El Conde dijo todo esto con timidez.La Condesa estaba habituada ya a aquel tono

que precedía siempre a un proyecto ruinosopara sus hijos: la construcción de una galería,de un invernadero, de un teatro o de una salapara una orquesta. Estaba acostumbrada, pues,y consideraba su deber contradecirle cuando seexpresaba con aquella voz temblorosa. De mo-do que en esta ocasión dijo a su marido, adop-tando un aire de tímida sumisión:

- Escucha, querido: nos has colocado en unasituación tal que ya nadie quiere dar nada porla casa y ahora te empeñas en perder tambiéntoda la fortuna de tus hijos. Tú mismo has di-cho que todavía nos quedan objetos por valorde cien mil rublos. Yo no puedo consentir quese pierdan. Deja que el Gobierno se ocupe de

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los heridos. Mira delante de ti; los Lapukhin sellevaron ayer cuanto les pertenecía. Es lo quehacen todos, porque no son tontos como noso-tros. Si no tienes compasión de mí, tenla al me-nos de tus hijos.

El Conde agitó las manos y salió sin pronun-ciar una sola palabra.

- ¿Qué hay, papá? - preguntó Natacha, queentraba en aquel momento en la habitación desu madre.

- Nada. ¡Nada que te concierna! - exclamó elConde, irritado.

- No, pero lo he oído todo. ¿Por qué no con-siente mamá?

- ¿Qué te importa a ti? - volvió a gritar elConde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedópensativa.

-Padre, ahí llega Berg - anunció después demirar a la calle.

Berg, el yerno de Rostov, era ya coronel, con-decorado con la orden de San Vladimiro y de

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Ana, y ocupaba siempre la misma posición,tranquila y agradable, de ayudante del jefe deEstado Mayor del segundo cuerpo de ejército.

El 1° de septiembre había salido para Moscú.Llegó a casa de su suegro en su cochecito,

limpio y reluciente, tirado por un par de caba-llos bien alimentados, dignos del carruaje de unpríncipe. Cuando se detuvo en el patio, dirigióuna atenta ojeada a los carros y a la puerta deentrada, sacó un limpísimo pañuelo del bolsilloy se hizo un nudo. Luego atravesó la antecáma-ra y entró en el salón andando como un pato.Allí abrazó al Conde, besó las manos de Sonia yde Natacha y se informó del estado de salud desu suegra.

La Condesa se levantó en este momento deldiván, con aire sombrío y descontento. Berg seprecipitó a su encuentro para besarle la mano,se volvió a informar del estado de su salud y,después de expresarle con un ademán su com-pasión, se detuvo junto a ella.

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- Sí, madre; es verdad. Los tiempos son tristesy penosos para todos los rusos. Pero no hayque inquietarse con exceso. Aun les quedatiempo para partir...

- No comprendo qué demonios hacen loscriados - se quejó la Condesa dirigiéndose a sumarido -. Acaban de decirme que no hay nadalisto todavía. Es preciso que alguien se encar-gue de dirigir. ¡Acabemos de una vez!

El Conde quiso decir algo, pero se abstuvo.Se levantó de la silla y se acercó a la puerta.Berg se sacó en este momento el pañuelo del

bolsillo como si fuera a sonarse, y al ver el nudose quedó pensativo. A continuación inclinó lacabeza y dijo grave y tristemente:

-Padre, deseo pedirle algo muy importante.El Conde frunció las cejas.- Habla con tu madre. Yo no mando aquí.- Se trata de Vera... He adquirido para ella un

armario y un tocador maravillosos..., ya sabeusted cuánto le gustan a ella estas cosas, y qui-siera que me dejara usted disponer de uno de

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esos campesinos que he visto en el patio paraque los transportara...

- ¡Bah! ¡Id al diablo! La cabeza me da vueltas.- Y el Conde salió de la habitación.

La Condesa se echó a llorar.- Sí, mamá. Vivimos días muy duros - dijo

Berg.Natacha salió tras su padre. Primero le siguió,

luego reflexionó un momento y echó a correrescaleras abajo.

Petia estaba en la calle, se ocupaba del arma-mento de los campesinos que salían de Moscú.

En el patio estaban todavía los carros.Dos estaban vacíos. Un oficial, ayudado por

su asistente, subía a uno de ellos.- ¿Sabes la causa? - preguntó Petia.Natacha comprendió que preguntaba por qué

habían reñido sus padres. Sin embargo, no con-testó.

- Papá quería ceder nuestros carros a losheridos - explicó su hermano-. Me lo ha dichoVassilitch.

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- ¡Oh! ¡Es una mala acción, una cobardía! - ex-clamó de pronto Natacha -. Algo que no tienenombre. ¿Acaso somos alemanes? - En su gar-ganta temblaban los sollozos y, temiendo dejarescapar alguno en su cólera, volvió a Petia laespalda y echó a correr.

Sentado junto a la Condesa, Berg la consolabacon palabras respetuosas; el Conde, con la pipaen la mano, paseaba por la habitación. De pron-to entró Natacha como un huracán, con el sem-blante transfigurado por la ira, y se acercó a sumadre.

- ¡Es una cobardía! - exclamó -. No es posibleque tú hayas ordenado eso.

Berg y la Condesa la miraron con asombro,asustados.

-Mamá, eso no puede ser. Mira al patio. ¡Sequedan!

- Pero, ¿qué te pasa? ¿De quién hablas? ¿Quéquieres?

- ¡De los heridos! Es imposible, mamá...Mamá, palomita, dime que no es cierto. ¿Qué

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importa que se queden aquí los muebles? Miraal patio. ¡No, mamá, no es posible!

El Conde estaba junto a la ventana y, sin vol-ver la cabeza, escuchaba lo que decía Natacha.

La Condesa miró a su hija, reparó en su emo-ción, en su semblante avergonzado y compren-dió por qué no estaba su marido de su parte.Con un gesto de perplejidad miró a su alrede-dor.

- ¡Dios mío! Hacéis de mí cuanto queréis. ¿Dequé os privo yo? - exclamó sin ceder del todo.

- ¡Madrecita, paloma mía, perdóname!La Condesa rechazó a su hija y se aproximó al

Conde.- Manda lo que sea conveniente, amigo mío -

murmuró bajando los ojos-. Yo no sé...- ¡Claro! ¡Los polluelos enseñando a la galli-

na! - dijo el Conde derramando lágrimas dealegría.

Y abrazó a su mujer, que ocultó en su pechoel avergonzado rostro.

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- Padrecito, madrecita, ¿puedo dar órdenes? -interrogó Natacha -. Nos llevaremos lo másindispensable.

El Conde afirmó con un ademán y Natachapasó de la sala a la antecámara a buen paso, yde la escalera al patio.

Los criados, reunidos a su alrededor, no die-ron crédito a la extraordinaria orden que lestransmitió hasta que, en nombre de su mujer, elmismo Conde la confirmó, diciéndoles que va-ciasen los carros para los heridos y que trans-portasen los cofres y las cajas a la bodega. Encuanto comprendieron la orden, los criados seaprestaron a cumplirla con verdadero afán. Asícomo un cuarto de hora antes encontraban na-tural llevarse los muebles y abandonar a losheridos, ahora les parecía lógico lo contrario.

Los heridos salieron de las habitaciones y, conla alegría reflejada en sus pálidos rostros, su-bieron a los carros.

El rumor se propaló hasta las casas vecinas, ylos heridos que se hallaban en ellas acudieron a

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casa de los Rostov. Varios pidieron que no sedescargasen los carros, diciendo que ellos secolocarían encima; pero la resolución de vaciar-los ya estaba tomada y se ejecutó sin vacilacio-nes. Los cajones llenos de vajilla, de bronces, decuadros, de espejos, todo ello embalado tancuidadosamente la noche anterior, se deposita-ron en el patio, y todavía se estudiaba la posibi-lidad de vaciar nuevos carros.

- Pueden utilizarse cuatro más - declaró eladministrador -. Yo cedo el mío.

-Dad también el destinado a mi ropa - dijo laCondesa.

Dicho y hecho. No solamente se cedió el carrode ropa, sino que se mandó por más heridos ados casas vecinas. Todos los familiares ydomésticos se sentían contentos y animados.Natacha era presa de una animación entusiastay gozosa que hacía largo tiempo no experimen-taba.

- ¿Dónde hay una cuerda? - preguntaban loscriados mientras colocaban una caja en la parte

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trasera del coche-. Debimos dejar un carro des-ocupado por lo menos.

-Pues ¿qué hay dentro de la caja?-preguntóNatacha.

- Los libros del Conde.- ¡Bah! Vassilitch lo arreglará. No son necesa-

rios. El carro ya está lleno. ¿Dónde se colocaráPedro Ilitch?

- Junto al cochero.- ¡Petia! Tú te sentarás junto al cochero - le

gritó Natacha.Tampoco Sonia permanecía un momento in-

activa. Pero el objeto de su actividad era distin-to al de Natacha. Ella arreglaba los objetos queiban a dejarse. Hacía con ellos una lista, deacuerdo con los deseos de la Condesa, y tratabade llevarse la mayor cantidad de cosas posible.

VA las dos, cuatro coches de los Rostov espe-

raban, enganchados y dispuestos a ponerse encamino, ante la puerta de entrada. Los carros

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llenos de heridos salían ya, uno tras otro, delpatio. La calesa del príncipe Andrés llamó laatención de Sonia, que, con ayuda de una don-cella, preparaba un asiento para la Condesa enun gran coche detenido ante los peldaños de laentrada.

- ¿De quién es esa calesa? - preguntó Soniaasomándose a la ventanilla.

- ¿No lo sabe, señorita? - contestó la doncella-. De un Príncipe herido. Llegó anoche y partecon nosotros.

- Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?-- Es «nuestro» antiguo prometido, el príncipe

Bolkonski - repuso la doncella suspirando -.Dicen que está muy grave.

Sonia se apeó de un salto y corrió junto a laCondesa. Ésta, vestida ya de viaje, con chal ysombrero, paseaba inquieta por el salón, donde,una vez cerradas las puertas, rezaría con toda lafamilia las últimas oraciones. Natacha no seencontraba a su lado.

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- Mamá - dijo Sonia -, el príncipe Andrés estáaquí. Le han herido de gravedad. Parte connosotros.

La Condesa abrió unos ojos asustados, asió aSonia de la mano y volvió la cabeza.

La noticia tenía, lo mismo para ella que paraSonia, una importancia extraordinaria, pues,como conocía bien a Natacha, temían el efectoque la novedad podía producirle, y este temorahogaba en ellas la compasión que hubiera po-dido inspirarles un hombre al que estimaban.

- Natacha no sabe nada todavía, pero elPríncipe nos acompaña.

- ¿Dices que está herido de gravedad?Sonia hizo un ademán afirmativo.La Condesa la abrazó llorando.«Los caminos del Señor son intrincados»,

pensó dándose cuenta que en todo lo que esta-ba sucediendo se manifestaba la mano todopo-derosa que se oculta a las miradas de los hom-bres.

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- Mamá, todo está a punto - dijo Natacha en-trando en la habitación con rostro animado, ypreguntó, mirándola -. ¿Qué tienes?

- Nada. Si todo está a punto, partamos.La Condesa bajó la cabeza para disimular su

turbación. Sonia cogió a Natacha por la cinturay le dio un abrazo.

Natacha la miró con un gesto de curiosidad.- ¿Qué tienes? ¿Qué ha sucedido?- Nada... Nada...- ¿Es algo malo para mí? ¿Qué ocurre?

-preguntó la perspicaz Natacha.Sonia suspiró, sin contestar. La Condesa se

dirigió a la sala de los iconos y Sonia la hallóarrodillada delante de las pocas cruces que to-davía pendían de las paredes. Se llevaban losiconos más preciosos por estar de acuerdo conla tradición de la familia.

Como suele ocurrir, en el último momento seolvidaron de infinidad de cosas. El viejo coche-ro Eufemio, el único que inspiraba confianza ala Condesa, estaba ya sentado en su elevado

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asiento y ni siquiera volvía la cabeza para ver loque sucedía a su alrededor. Su experiencia detreinta años de servicio le decía que tardaríanen decirle: «¡Con la ayuda de Dios!» y que,después de decírselo, le obligarían a detenersepor lo menos un par de veces, para que fuerapor los paquetes olvidados, todo ello antes deque la Condesa se asomase a la portezuela y lesuplicara en nombre de Cristo que llevara cui-dado cuando llegase a las cuestas. Eufemio sab-ía todo esto, y porque lo sabía, haciendo másacopio de paciencia que los caballos (uno de loscuales, sobre todo Sokol, el de la derecha, tas-caba el bocado y hería la tierra con los cascos),aguardaba los acontecimientos. Por fin se sen-taron todos los viajeros, se levantó el estribo delcoche y se cerró la portezuela. Se envió a buscarun cofrecito. La Condesa asomó la cabeza porla ventanilla y dijo lo que hacía al caso. Eufemiose quitó lentamente el sombrero y se santiguó.El postillón y los criados le imitaron: «¡ConDios!», dijo Eufemio poniéndose el sombrero.

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- ¡Adelante!Nunca había experimentado Natacha un sen-

timiento de alegría tan intenso como el queexperimentaba entonces, sentada en el coche, allado de la Condesa y mirando las murallas delabandonado y revuelto Moscú, que desfilabanlentamente ante sus ojos. De vez en cuandosacaba la cabeza por la ventanilla y recorría conla vista el largo convoy de heridos que les pre-cedía.

Pronto distinguió la capota de la calesa delpríncipe Andrés, sin saber a quién conducía.Pero, cada vez que observaba el convoy, la bus-caba con la mirada. En Kudrino, a la altura delas calles Nikitzkaia, Presnia y el bulevar Pod-novinski, el convoy de los Rostov encontróotros convoyes parecidos, y en la calle Sadovialos carros y los coches marchaban ya en dosfilas.

Al doblar la esquina de la calle Sukhareva,Natacha, que miraba con curiosidad a las per-

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sonas que pasaban junto a ella, a pie o en coche,exclamó con asombro, llena de alegría:

- ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad! ¡Es él!- ¿Quién?- ¡Bezukhov! ¡Sí, no cabe duda!Y Natacha sacó la cabeza por la ventanilla pa-

ra mirar a un hombre de aventajada estatura,grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por suaspecto, era un señor disfrazado. A su lado ibaun viejo de cara amarilla e imberbe, con un ca-pote de lana echado sobre los hombros. Se acer-caban al arco de la torre Sukhareva.

-Es Bezukhov en caftán, acompañado de unviejo desconocido. Estoy segura. ¡Mirad, mirad!

- No, no es él. No digas bobadas.-Mamá, apostaría la cabeza a que es él. ¡Para,

para! - gritó Natacha al cochero. Pero el cocherono pudo parar porque por la calle seguían ba-jando carros y coches y se increpaba al convoyde Rostov para que avanzara y dejase el pasolibre a los otros.

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En efecto, al fin, y aunque ya estaba muchomás distante, todos los Rostov vieron a Pedro, oa una persona muy parecida a él, vestido decochero, que subía por la calle con la cabezagacha y el rostro grave, acompañado de unviejecillo sin barba que tenía aire de criado. Elviejo reparó en el rostro pegado a la ventanilla,en sus ojos fijos en él, y, tocando respetuosa-mente el codo de Pedro, le dijo unas palabras yle señaló el coche. Pedro tardó en comprenderlo que le quería decir, tan absorto estaba en suspensamientos; luego miró en la dirección quesu acompañante le indicaba. Al reconocer aNatacha se dirigió al coche, obedeciendo a unprimer impulso. Pero después de dar variospasos se detuvo. Era evidente que acababa derecordar algo. En el rostro de Natacha brillabauna ternura burlona.

- ¡Venga acá, Pedro Kirilovich! ¡Le hemos re-conocido! ¡Es asombroso! - exclamó tendiéndo-le la mano -. ¿Por qué va usted vestido de estamanera?

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Pedro tomó la mano que se le tendía y, sin de-tenerse, porque el coche seguía avanzando, labesó con torpeza.

- ¿Qué le sucede, Conde? - preguntó la Con-desa con acento sorprendido y compasivo.

- No me lo pregunte - contestó Pedro; y sevolvió a Natacha, cuya mirada alegre y brillan-te, que sentía sin verla, le atraía.

- ¿Acaso piensa quedarse en Moscú?Pedro calló un instante. Luego repuso,-- ¿En

Moscú? Sí, en Moscú. Adiós.- ¡Ah, cómo me gustaría ser hombre! Si lo fue-

ra, me quedaría con usted - declaró Natacha -.¡Mamá, permíteme que me quede!

Pedro la miró con aire distraído y Natachaquiso decir algo, pero la interrumpió la Conde-sa:

- Sabemos que estuvo usted en la batalla.- Sí - replicó Pedro -. Mañana se librará otra...

- comenzó a decir. Pero le interrumpió Natacha:- ¿Qué tiene, Conde? Le encuentro muy cam-

biado...

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- ¡Ah!, no me lo pregunte, no me lo pregunte.Ni yo mismo lo sé. Mañana... Bueno, adiós,adiós. ¡Vivimos días terribles!

Y, separándose del coche, subió a la acera.Natacha volvió a asomar la cabeza por la ven-

tanilla y le miró largo rato con una sonrisa tier-na, alegre, un poco burlona.

VIEn la noche del lº de septiembre, Kutuzov dio

orden a las tropas rusas de retroceder por elcamino de Riazán hasta más allá de Moscú.

Las primeras tropas echaron a andar de no-che. Durante esta marcha nocturna no se apre-suraron; avanzaban lentamente y en buen or-den. Mas, al salir el sol, las que estaban ya cercadel puente Dragomilov vieron ante ellas, y alotro lado, grandes masas de hombres queinundaban calles y callejones y se daban prisapor alcanzar el puente. Entonces se apoderaronde las tropas rusas una prisa y una turbacióninmotivadas. Todos se lanzaron hacia delante,

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se dispersaron por el puente, hacia el muelle,hacia las embarcaciones. Kutuzov había orde-nado que se le condujera por calles apartadas alotro lado del Moscova.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana,no quedaban ya en el arrabal Dragomilov másque tropas de retaguardia. Todo el ejército sehallaba ya al otro lado del río, más allá deMoscú.

El mismo día y a la misma hora, Napoleón sehallaba con sus tropas en el monte Poklonnaiay contemplaba el espectáculo que se ofrecía asus ojos. Desde el 26 de agosto hasta el 2 deseptiembre, desde la batalla de Borodino hastala entrada del enemigo en Moscú, durante todaaquella semana extraordinaria y memorable,hizo ese tiempo magnífico en otoño que siem-pre sorprende: el sol calienta más que en pri-mavera, todo brilla en la atmósfera ligera y pu-ra, el pecho respira con placer los perfumes dela estación, las noches son tibias y, cuando llega

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la oscuridad, caen del cielo a cada instante es-trellas doradas.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana,hacía un tiempo parecido. Una luz fantástica loinundaba todo. Moscú se extendía ante el mon-te Poklonnaia con su río, sus jardines, sus igle-sias, y parecía poseer una vida propia con suscúpulas que centelleaban como astros bajo losrayos del sol.

A la vista de este esplendor desconocido, deaquella arquitectura singular, Napoleón sintióesa curiosidad un poco envidiosa e inquietaque experimentan las gentes al contemplarformas de vida que desconocen.

Todos los rusos, cuando miran la ciudad deMoscú, ven en ella una madre; los extranjerosque la observan no perciben su condición demadre, pero sí su carácter de mujer. Y Napo-león advirtió todo esto.

«Ciudad asiática, de innumerables iglesias,Moscú la Santa... He ahí, por fin, la famosa po-blación. Ya era hora», dijo. Y bajando del caba-

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llo ordenó que se desplegase ante él el plano dela ciudad y llamó al traductor Lelorme d'Idevi-lle. «Una ciudad ocupada por el enemigo separece a la doncella que ha perdido el honor»,pensaba, lo mismo que había pensado enTutchkov y en Smolensk. Y en esta disposiciónde espíritu examinaba a la bella oriental, aaquella desconocida extendida a sus pies. A élmismo le parecía raro ver satisfechos unos de-seos que le habían parecido irrealizables. A laclara luz matinal miraba ora a Moscú, ora alplano, observando sus detalles, y la seguridadde su posesión le conmovía y le asustaba a lavez.

- Que me traigan a los boyardos - ordenódespués dirigiéndose a su séquito.

Un general partió al punto al galope.Transcurrieron dos horas justas. Napoleón se

había desayunado y se hallaba en el mismolugar que antes en el monte Poklonnaia, mien-tras aguardaba a los boyardos. En su imagina-ción se dibujaba con claridad el discurso que

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pensaba dirigirles. Este discurso estaba lleno deesa dignidad y esa grandeza tan propias delgran guerrero. Sin embargo, sus mariscales ysus generales sostenían a media voz una discu-sión agitada en las últimas filas del séquito.Porque las personas que habían ido en busca delos señores rusos volvían con la noticia de quela ciudad estaba desierta, de que todo el mundose había marchado. Los rostros estaban pálidosy conmovidos. No era el vacío de la ciudad nila partida de los habitantes lo que los asustaba,no obstante la impresión que ello les producía.Lo que sobre todo los inquietaba era tener quecomunicar la noticia al Emperador. ¿Cómo en-terar a Su Majestad de aquella situación terri-ble, que ellos juzgaban ridícula? ¿Cómo decirleque no debía esperar a los boyardos y que en laciudad no había más que una multitud de bo-rrachos? Unos opinaban que, costara lo quecostase, había que presentarle una diputacióncualquiera. Otros rechazaban esta idea y juzga-

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ban que lo mejor era ir diciendo con prudenciay precaución toda la verdad al Emperador.

- Sí, es preciso comunicárselo enseguida - dijoun oficial de su séquito -. Pero, señores...

La situación era tanto más penosa cuanto que,mientras elaboraba sus planes magnánimos, elEmperador iba y venía febrilmente, mirando devez en cuando el camino de Moscú y sonriendocon orgullosa alegría.

- Es imposible - decían alzando los hombroslos oficiales, sin decidirse a pronunciar aquellaspalabras que equivalían a una sola. «Ridículo».

En este momento, el Emperador, cansado deesperar y dándose cuenta por instinto de que elmomento sublime se prolongaba demasiado,comenzó a impacientarse e hizo un movimientocon la mano. Sonó un cañonazo y las tropas querodeaban Moscú se lanzaron hacia los arrabalesde Iverskaia, Kalujskaia y Dragomilov. Deján-dose atrás unas a otras, las fuerzas avanzaban atoda prisa, desaparecían bajo las nubes de pol-

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vo que ellas mismas levantaban y llenaban elaire con sus gritos.

Arrastrado por su ejército, Napoleón llegócon él a los arrabales, pero allí se detuvo denuevo, se apeó del caballo y anduvo largotiempo junto a las murallas del Kamer Collegeen espera de los representantes de la ciudad.

Pero Moscú estaba desierto. Todavía quedabaen la ciudad una pequeña parte de la pobla-ción, pero estaba vacía, abandonada, comocolmena sin reina.

VIILas tropas de Murat entraron a las cuatro de

la tarde. Aunque hambrientos y reducidos a lamitad, los soldados franceses desfilaron enbuen orden. Era un ejército fatigado, maltrecho,pero temible todavía y listo para el combate.

Todo acabó, empero, cuando se instalaron enlas casas. El ejército dejó de serlo en cuantoentró en las suntuosas mansiones desocupadas.A partir de entonces ya no estuvo formado por

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soldados ni tampoco por habitantes, sino poruna cosa intermedia que recibió el nombre demerodeadores. Cuando, cinco semanas des-pués, estos hombres salieron de Moscú, ya noconstituían un ejército, sino una banda de fora-jidos que se llevaba consigo lo que juzgaba másvalioso o necesario. Ya no anhelaban conquis-tar, sino conservar lo robado. Como simio queluego de meter el brazo en una vasija de cuelloestrecho y de coger un puñado de nueces delfondo, no quiere abrir la mano para no dejarcaer su presa, los franceses, a su salida deMoscú, debían perecer fatalmente, porquearrastraban tras de sí el producto de su saqueo.Abandonar lo que habían robado era tan impo-sible para ellos como para el simio abrir la ma-no llena de nueces.

Diez minutos después de la entrada de un re-gimiento francés en un distrito cualquiera deMoscú, no quedaba un solo soldado ni oficial.Por las ventanas de las casas se veían hombres

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uniformados que iban gritando por las habita-ciones.

Estas mismas gentes buscaban un botín en lasbodegas y en los sótanos. Al entrar en los patiosabrían las puertas de las cocheras y de las cua-dras; encendían fuego en las cocinas; guisabancon los brazos arremangados, asombrados ydivertidos; acariciaban a mujeres y niños. Enlos comercios, en las casas, en todas partes seveían los mismos hombres. El ejército no existíaya.

Los oficiales franceses dictaron inmediata-mente órdenes diversas destinadas a impedirque las tropas se dispersaran por la ciudad,prohibiendo bajo severas penas cualquier clasede violencia contra sus habitantes, todo lo cualse repitió por la tarde en un llamamiento gene-ral; pero, a pesar de todas las prohibiciones ymedidas, los hombres que formaban el ejércitose diseminaron por una ciudad opulenta y vac-ía, en la que abundaban las comodidades y lasreservas. Como ganado hambriento que mar-

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cha unido por un campo yermo, pero que sesepara en cuanto se tropieza buenos terrenos depasto, se esparcieron aquellas tropas por la ciu-dad.

Los franceses atribuyen el incendio de Moscúal feroz patriotismo de Rostoptchin; los rusos,al salvajismo de los franceses. En realidad, lascausas del incendio de Moscú fueron fortuitas,aun cuando se quieran atribuir a un elevadopersonaje. Moscú ardió porque tenía que arder.Cualquier ciudad que estuviera en sus condi-ciones y que fuese, como ella, de madera,hubiera ardido lo mismo, a pesar de sus cientotreinta bombas contra incendios. Moscú teníaque arder después de quedarse sin habitantes.Era un hecho tan inevitable como la inflama-ción de un montón de paja sobre el que porespacio de varios días cayeran chispas sin cesar.Una ciudad de madera en la que, cuando seencontraban en ella sus habitantes y su policía,había incendios diariamente, no podía dejar deincendiarse cuando no solamente se hallaba

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abandonada, sino que albergaba soldados quefumaban en pipa, que hacían hogueras con lassillas del Senado en la plaza del mismo nombrey que guisaban en el exterior sus dos comidasdiarias.

Aun en tiempo normal, basta que las tropasse alojen en una población para que aumenteenseguida el número de incendios. ¿Cómo,pues, no habían de aumentar enormemente lasprobabilidades de combustibilidad en una ciu-dad vacía, de madera, que ocupaba un ejércitoextranjero? Por ello no se puede hablar del pa-triotismo feroz de Rostoptchin ni del salvajismode los franceses. Moscú ardió a causa de laspipas, de las cocinas, de la falta de precauciónde los soldados y de la indiferencia de los habi-tantes, que no eran propietarios de sus casas.Moscú, entregado al enemigo, no quedó intactocomo Berlín, como Viena, etc., porque los mos-covitas no sólo no dieron el pan y la sal y lasllaves de la ciudad a los franceses, sino que,además, la abandonaron.

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La dispersión del ejército, ocurrida el día 2 deseptiembre, no se extendió hasta por la tarde aldistrito habitado por Pedro. Éste se hallaba enun estado muy próximo a la locura después dedos días de aislamiento y de vivir en condicio-nes extraordinarias. Una sola idea le dominaba.No sabía por qué ni desde cuándo, pero estepensamiento le obsesionaba con una fuerza talque no comprendía nada; no se daba cuenta delo que veía ni oía; vivía como en sueños.

No había dejado su casa más que para huir delas complicaciones que, dada su situación, noera capaz de desenredar.

Cuando, después de comprar el caftán (úni-camente para participar en la proyectada de-fensa de Moscú) encontró a los Rostov y hablócon Natacha, que le dijo: «¡Ah!, ¿Se queda us-ted? Bien hecho», le pareció que, en efecto, hac-ía bien en quedarse y en participar del destinode la ciudad.

Al día siguiente llegó hasta la muralla de lasTres Montañas animado por la única idea de

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hacer todo lo posible para no dejarlos escapar.Mas cuando regresó a su casa convencido deque Moscú no se defendería, se dio cuenta deque lo que poco antes había sido una posibili-dad era ahora necesario e inevitable. Debíapermanecer en Moscú ocultando su nombre ysalir al encuentro de Napoleón para matarle.Entonces perecería o pondría fin a la desgraciade toda Europa, que, según él, procedía única-mente del Emperador.

Pedro conocía todos los detalles del atentadoque un estudiante alemán llevó a cabo en Vienacontra Bonaparte en 1809 y sabía que dichoestudiante fue fusilado. Pero el peligro demuerte que suponía el proyecto le excitaba mástodavía.

Dos sentimientos igualmente fuertes atraían aPedro a este móvil: primero la necesidad desacrificarse, de sufrir, de participar de la des-gracia general, sentimiento que el día 25 le hab-ía conducido a Mojaisk, al corazón mismo de labatalla, y que le movía ahora a vivir fuera de su

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casa sin el lujo y las comodidades que siemprehabía tenido, a dormir vestido en un diván du-ro y comer lo mismo que sus criados.

El otro sentimiento era ese vago impulso in-terior, exclusivamente ruso, que lleva al hom-bre de esta nacionalidad a despreciar todo loque es un estado artificioso, todo lo que la ma-yoría considera como el bien supremo de lavida.

Como sucede siempre, el estado físico de Pe-dro coincidía con su estado normal. Los malosalimentos, a los que no estaba acostumbrado; elaguardiente, que bebía sin cesar; la privacióndel vino y de los cigarros: la ropa, que no sepodía mudar; dos noches sin dormir sobre undiván demasiado estrecho, le tenían en un esta-do de excitación que lindaba con la locura.

Eran las dos de la tarde. Los franceses co-menzaban a entrar en Moscú. Pedro lo sabía,pero, en vez de actuar, no hacía más que pensaren los detalles de su empresa. En sus sueños,Pedro no se representaba bien ni la manera de

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dar el golpe ni la muerte de Napoleón, pero,con un placer melancólico y una claridad extra-ordinaria, veía su propia muerte y su valorheroico.

«Sí, yo solo debo llevar a cabo la proeza, aun-que me cueste la vida - pensaba -. Me acercaré aél y luego, de pronto... ¿Con la pistola o con elpuñal? Da lo mismo. "No soy yo, sino la manode la Providencia, la que lo castiga", diré - Pe-dro pensaba proferir estas palabras al matar aNapoleón-. Bien, ¿y qué? ¡Cogédme!», seguíadiciéndose con expresión triste y firme y bajan-do la cabeza.

De pronto, una voz de mujer, un grito pene-trante, resonó en la puerta de entrada y la coci-nera irrumpió en la antecámara.

- ¡Ya vienen! - exclamó.Y al punto sonaron unos golpes en la puerta

de la casa.

VIII

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Los habitantes que se alejaban de la ciudad ylas tropas que retrocedían por caminos diversosvieron con sentimientos parecidos el resplan-dor del primer incendio, que estalló el 2 de sep-tiembre.

Los Rostov se encontraban aquella noche enMitistchi, a veinte verstas de Moscú. Habíansalido de la ciudad el día primero a última horade la tarde. La carretera estaba tan llena de ca-rros y de tropas, se habían olvidado de tantascosas, que enviaron a los criados a buscarlas y,mientras éstos volvían, se quedaron a pasar lanoche a cinco verstas de Moscú.

Al otro día por la mañana se levantaron tardey de nuevo tuvieron que detenerse tantas vecespor el camino, que llegaron a Mitistchi a lasdiez. Los Rostov y los heridos que los acompa-ñaban se instalaron en los patios y en las isbasdel gran burgo. Los domésticos, los cocheros delos Rostov y los asistentes de los heridos salie-ron a las puertas después de servir a sus amos,de cenar y de dar el pienso a los caballos.

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En la isba vecina se hallaba, con un brazo ro-to, el ayudante de campo de Raiewski; sus su-frimientos eran tan horribles que gemía sindescanso. Sus ayes resonaban lúgubremente enla oscuridad de aquella noche de otoño. Laprimera noche la pasó el herido en el patio queocupaban los Rostov. La Condesa se quejó mástarde de que no había podido cerrar los ojos acausa de aquellos gemidos, y en Mitistchi se laalojó en una isba menos cómoda con el únicoobjeto de que estuviera lejos de los heridos.

A través de la alta carrocería del coche que sehallaba cerca de la entrada del patio, uno de loscriados vislumbró en la oscuridad nocturna elnuevo y débil resplandor de un incendio.

Hacía tiempo que se veía otro, y todos sabíanque era Mitistchi la Menor la que ardía, incen-diada por los cosacos de Mamonov.

- ¡Otro incendio, amigos! - anunció el sirvien-te.

Todas las miradas se clavaron en aquella luz.

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- Se dice que los cosacos de Mamonov han in-cendiado Mitistchi la Menor.

-Sí, pero Mitistchi queda más lejos. El incen-dio no puede ser allí.

- ¡Mira! Se diría que el fuego arde en Moscú.Dos criados que se hallaban a la puerta del

patio se acercaron y tomaron asiento en el es-tribo del coche.

- Está más a la derecha... Mitistchi está allá, enel otro extremo.

Otros criados se unieron a éstos.-Fijaos bien. El incendio es en Moscú, bien

por la parte de Suchevskoi, bien por la de Ro-gojsloi.

Nadie contestó; todos estuvieron mirandolargo rato, silenciosos, la llama lejana del nuevoincendio.

Danilo Terentitch, viejo ayuda de cámara delConde, se acercó al grupo y llamó a Michka.

- ¿Qué será lo que tú no hayas visto, chismo-so? El Conde te llama. Ve a preparar los trajes.

Michka dijo:

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- Sólo he venido al patio por agua.- ¿Qué te parece, Danilo Terentitch: proviene

o no ese resplandor de Moscú? - preguntó unode los servidores.

Danilo no contestó y todos callaron. El res-plandor se extendía más y más.

- ¡Que Dios nos asista! El viento y el aire sonsecos - clamó una voz.

- Mirad cómo avanza. ¡Señor, Señor! Guardaa estos pecadores de todo mal.

- Probablemente se detendrá.- ¿Quién? - dijo Danilo Terentitch, que había

guardado silencio hasta entonces -. Es Moscú laque arde, hermanos... Es ella, nuestra madreblan...

Se le quebró la voz de pronto y sollozó comosólo sollozan los viejos, y como si todos espera-sen oír aquello para comprender el significadodel resplandor, se oyeron suspiros, oraciones ylos sollozos del viejo ayuda de cámara delConde.

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IXUn criado le dio al Conde la noticia. Este se

puso la bata y salió al exterior para contemplarel incendio. Sonia, que aún no se había desves-tido, salió también. Natacha y la Condesa sequedaron en la habitación (Petia no acompaña-ba a sus padres: se había adelantado a su regi-miento, que marchaba hacia la Trinidad).

Al saber que ardía Moscú, la Condesa se echóa llorar. Natacha, pálida, con la mirada fija, sesentó en un banco bajo los iconos; no prestóatención a las explicaciones de su padre. Escu-chaba los gemidos del ayudante de campo, que,aunque el herido distaba de ellos tres casas, seoían con claridad.

- ¡Qué horror! - exclamó Sonia volviendo delpatio transida y asustada -. Creo que está ar-diendo todo Moscú. El resplandor es inmenso.Natacha, mira por aquí; se ve ya desde la ven-tana - dijo para distraer a su prima.

Pero Natacha la miró como si no comprendie-ra sus palabras y volvió a posar la vista en la

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estufa. Desde por la mañana, cuando Sonia,suscitando el despecho y el asombro de laCondesa, creyó necesario, sin que se supierapor qué, notificar a Natacha que el príncipeAndrés estaba herido e iba en el convoy, estabasumida en un estado de estupor. La Condesa sehabía enfadado con Sonia de un modo desacos-tumbrado; Sonia lloró y le pidió perdón, y aho-ra, como no podía borrar su falta, se ocupabade su prima sin cesar.

- ¡Mira cómo arde, Natacha!- ¿Qué es lo que arde? ¡Ah, sí! Moscú...Y como si no quisiera ofender a Sonia y dese-

ando, además, que la dejara tranquila, Natachase acercó a la ventana y luego volvió a sentarse.

- ¡Pero si no has visto nada!- Sí, sí, lo he visto - repuso con acento de

súplica.Deseaba que la dejasen tranquila. Sonia y la

Condesa comprendieron que ni Moscú ni elincendio le importaban lo más mínimo en aque-llos momentos.

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El Conde se retiró tras el biombo y se acostó.La Condesa se aproximó a Natacha, le tocó lacabeza como hacía siempre que estaba enfermay enseguida, apoyando los labios en su frentepara comprobar si ardía, la besó.

- Tienes frío, estás temblando. Acuéstate.- ¿Qué me acueste? Sí, bueno. Enseguida, en-

seguida voy.Al saber, por la mañana, que el príncipe

Andrés iba con ellos, se hizo numerosas pre-guntas: «¿Dónde tendrá la herida? ¿Cómo lehabrán herido? ¿Estará grave? ¿Podré verle?»Mas, al enterarse de su gravedad, aunque nocorría peligro su vida, y de que no le permitir-ían que lo visitara, sin creer nada de lo que ledecían, es más, convencida de que le diríansiempre lo que no era, dejó de hablar y de hacerpreguntas. Durante todo el día, con los ojosmuy abiertos, expresión que ya conocía y temíala Condesa, permaneció inmóvil en un rincóndel coche. E inmóvil seguía ahora sentada en elbanco donde se había dejado caer a su llegada.

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Pensaba en algo que resolvía o que había re-suelto ya en su interior. La Condesa estaba se-gura de ello. ¿Qué sería? Lo ignoraba, y ello laatormentaba y la llenaba de inquietud.

-Desnúdate, Natacha, hijita, y acuéstate en micama.

Sólo la Condesa dormía en un lecho. Las dosmuchachas lo hacían sobre paja desparramadaen el suelo de madera.

- No, no, mamá. Me echaré aquí, en el suelo -replicó Natacha. Y fue a abrir la ventana.

Desde entonces los gemidos del ayudante decampo se percibieron más claramente. Natachasacó la cabeza para aspirar el aire fresco de lanoche, y la Condesa vio temblar los sollozos ensu garganta.

La joven sabía que aquellos gemidos no erandel príncipe Andrés, que dormía en la isba ve-cina, separada de ella por un tabique, pero laslúgubres e ininterrumpidas quejas le destroza-ban el corazón.

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La Condesa cambió con Sonia una miradasignificativa.

-Acuéstate, hijita. Acuéstate, tesoro mío – in-sistió dándole un golpecito en el hombro -. Ea!,acuéstate de una vez.

- ¡Ah, sí...! Me acostaré. Me acostaré ensegui-da.

Para ir más deprisa, Natacha se arrancó elcordón de la falda. Después de quitarse la ropay de ponerse la de dormir, se sentó en el lechode paja formado en el suelo, estirando las pier-nas, y se puso a trenzarse los cabellos. Sus fi-nos, largos y hábiles dedos hacían rápidamentela trenza. Con un gesto característico volvía lacabeza ya a un lado, ya al otro, pero sus gran-des ojos miraban siempre en línea recta. Cuan-do concluyó su tocado se deslizó, sin ruido,hasta quedar sentada cerca de la puerta, sobrela tela que cubría la paja.

- Colócate en el centro - le indicó Sonia.

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- No; aquí estoy bien - repuso ella -. Peroacostaros también vosotras - agregó con despe-cho. Y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

La Condesa y Sonia se desvistieron en unabrir y cerrar de ojos y se acostaron. En la habi-tación no quedó más luz que la de una lampari-lla; pero el patio estaba iluminado por el incen-dio de Mitistchi la Menor, que distaba dos vers-tas de allí, y se oían los gritos de los campesinosen una granja que habían destruido los cosacosdel regimiento de Mamonov, así como los ince-santes gemidos del ayudante de campo.

Natacha permaneció inmóvil, escuchandoruidos que llegaban hasta allí procedentes de lacasa y del exterior.

Oyó la oración y los suspiros de la madre, elcrujido de su lecho y la respiración acompasadade Sonia. Luego llamó la Condesa, pero ella nocontestó.

- Debe de haberse dormido, mamá - mur-muró Sonia.

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Tras un breve silencio, la Condesa volvió allamar a Natacha. Tampoco obtuvo contesta-ción.

Poco después, Natacha oyó la respiración re-gular de su madre. Pero no se movió aunquetenía un pie fuera de la paja y se le helaba sobreel frío suelo.

Como si festejara su victoria sobre el mundo,surgió el «cri-crip» de un grillo de un boquetedel pavimento. Un gallo cantó a lo lejos; otro,cercano, le contestó. Los gritos habían cesadoen la granja y sólo se oían los gemidos del ayu-dante de campo. Natacha se incorporó.

- ¡Sonia!, ¿Duermes...? ¡Mamá!No obtuvo respuesta de ninguna de las dos.

Natacha se levantó sin hacer ruido, se santiguó,y, al poner los delgados y desnudos pies sobreel suelo entarimado, éste crujió. Con la elastici-dad de un gato joven, avanzó unos pasos y tocóla fría cerradura de la puerta.

Le pareció que algo pesado golpeaba las pa-redes de la isba. Era su corazón que palpitaba

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de angustia, de miedo, de amor. Abrió la puer-ta, franqueó el umbral y sentó la planta en latierra fría y húmeda del vestíbulo. El frío que seapoderó de ella le serenó. Sus pies desnudostropezaron con un hombre dormido. Saltó porencima de él y abrió la puerta de la isba dondese hallaba el príncipe Andrés. La isba estaba aoscuras. En el fondo, en un rincón, cerca de unlecho donde había alguien acostado, se fundíaun trozo de bujía, semejante a una gran seta,que descansaba sobre un banco.

Desde que había sabido aquella mañana queestaba allí el príncipe Andrés había decidido ira verle. Sabía que la entrevista sería penosa,pero, sin que supiera bien por qué, la conside-raba necesaria.

Durante todo el día acarició el pensamientode verle por la noche; y ahora, llegado el mo-mento, se sentía sobrecogida de terror. ¿Cómosería la herida? ¿Qué quedaría de él? ¿Estaríaen un estado parecido al de aquel ayudante decampo que gemía incesantemente? Sí, así debía

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de ser. En su magín, era el Príncipe la personifi-cación de aquellos gemidos pavorosos. Al dis-tinguir en el rincón una masa confusa que teníalas rodillas levantadas bajo la manta creyóhallarse ante un cuerpo mutilado y se detuvocon terror. Pero una fuerza invisible la impul-saba a seguir adelante. Dio prudentemente unpaso, luego otro, y se encontró en mitad de unaisba llena de gente. En el banco, bajo los iconos,había un hombre acostado (era Timokhin), y enel suelo, otros dos hombres: el médico y el ayu-da de cámara.

Este último se incorporó murmurando pala-bras incomprensibles. Timokhin, al que man-tenían desvelado los dolores de la pierna heri-da, contemplaba la singular aparición de aque-lla muchacha que se cubría con un camisónblanco, una chambra y un gorro de dormir. Laspalabras temblorosas del criado: «¿Qué quiere?¿Qué viene a hacer aquí?» apresuraron la mar-cha de Natacha en dirección de la persona acos-tada en el rincón. Por terrible que fuera el es-

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pectáculo, tenía que verlo. Pasó por delante delayuda de cámara sin responder. La seta de sebose dobló y Natacha vio con claridad al príncipeAndrés. Estaba acostado, con las manos puestassobre el embozo de la sábana, tal como se lorepresentaba siempre.

En realidad, era el mismo, pero el rubor quela fiebre ponía en su rostro, el brillo de los ojos,que posaba en ella con entusiasmo, y sobre to-do aquel cuello delgado, juvenil, que emergíadel de la camisa de dormir, le daban un aireparticular de inocencia que jamás le había visto.Se aproximó a él y, con un movimiento repen-tino, irreflexivo, gracioso, cayó de rodillas. El letendió la mano sonriendo.

XDesde que el príncipe Andrés abrió los ojos

en la ambulancia, después de la batalla de Bo-rodino, hasta aquel momento habían transcu-rrido siete largos días. Casi todo este tiempohabía estado sumido en una especie de síncope.

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Tenía fiebre y una inflamación en los lesiona-dos intestinos, mortal de necesidad según eldictamen médico. Pero al séptimo día comiócon placer un poco de tarta con el té, y el doctorobservó que la temperatura disminuía. Aquellamañana había recuperado el conocimiento.

La primera noche tras la salida de Moscú hizomucho calor y dejaron dormir al Príncipe en sucoche, pero al llegar a Mitistchi el herido pidióque le sacaran del vehículo y le dieran una tazade té. Los dolores que sintió durante el trasladoa la isba le arrancaron fuertes gemidos y volvióa perder el conocimiento. Cuando se le colocósobre el lecho de campaña, estuvo largo ratoinmóvil y con los ojos cerrados. Mas apenas losabrió dijo en voz baja: «Pero ¿y ese té?» Esterecuerdo de los pequeños detalles de la vidallamó la atención del doctor. Le tomó el pulsoy, con sorpresa y descontento, observó que es-taba mejor. La mejoría le desagradaba porquesu experiencia le decía que el príncipe Andrésno podía vivir y que, si no moría entonces, mo-

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riría más adelante en medio de sufrimientosmayores todavía. Timokhin, el mayor de suregimiento, herido en una pierna también en labatalla de Borodino, fue colocado en la mismaisba, para que le hiciera compañía. Estaba conellos el médico, el ayuda de cámara del Prínci-pe, su cochero y dos asistentes.

Se sirvió el té al Príncipe. Se lo bebió ávida-mente, con los ojos febriles fijos en la puerta,como si tratase de comprender o recordar algo.

-- No quiero más - dijo -. ¿Está ahí Timokhin?- preguntó luego.

Timokhin se deslizó por el banco.- Aquí estoy, Excelencia.- ¿Cómo va la herida?- ¿La mía? Bien. ¿Y la de usted?El príncipe Andrés se quedó otra vez pensa-

tivo; parecía recordar algo.- ¿Querrá buscarme un libro?- ¿Qué libro?- El Evangelio. No tengo ninguno aquí.

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El doctor prometió buscárselo y comenzó apreguntarle qué sentía. Al Príncipe le costabahablar o no quería hacerlo, pero respondió ra-zonablemente a todas las preguntas del doctor.Luego, como no estaba cómodo, pidió que lepusieran algo debajo de la almohada. El doctory el ayuda de cámara levantaron el capote quecubría su cuerpo y, haciendo una mueca a cau-sa del olor sofocante de carne podrida que sedesprendía de él, se pusieron a examinar lahorrible herida. El doctor quedó descontentodel examen. Hizo una cura y volvió al heridodel otro lado, lo que le arrancó nuevos gemidosy le hizo perder el conocimiento. A continua-ción, el Príncipe comenzó a delirar. Repetía quele trajesen el libro inmediatamente y que le lle-varan a él allá abajo.

- ¿Por qué no me lo dan? No tengo ninguno.Buscadlo, por favor. Ponédmelo delante unmomento - suplicaba con acento quejumbroso.

El doctor salió del vestíbulo para lavarse lasmanos.

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- Es un mal tan terrible que no sé cómo puedesoportarlo - dijo al ayuda de cámara que leechaba el agua en las manos.

- Pues me parece que le tenemos bien instala-do, señor.

Por vez primera, el Príncipe, se dio cuenta dellugar en que se hallaba y de lo que le habíaocurrido. Recordó que había sido herido,dónde y cómo; que cuando se detuvo el cocheen Mitistchi rogó que se le trasladase a la isba yque allí volvió a encontrarse mal y que de nue-vo había recobrado el conocimiento después detomar un poco de té. Y siguió pasando revista atodo lo que le había sucedido. Se representabacon singular clarividencia la ambulancia ycómo al presenciar los sufrimientos de unhombre al que detestaba brotaron en su menteideas nuevas que le prometían la felicidad. Y,aunque vagas y confusas, estas ideas se apode-raron de nuevo de su alma. Recordaba que eradueño de una felicidad que nunca había poseí-do y que ésta tenía algo de común con el Evan-

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gelio. Por eso lo había pedido. Pero su nuevapostura, desfavorable para la herida, confundiósus ideas nuevamente, y, más tarde, despertópor tercera vez a la vida, ya en medio del silen-cio de la noche. Todos dormían a su alrededor.Los grillos cantaban en el vestíbulo. Alguienvociferaba y reía en la calle. Las cucarachascorrían por encima de las mesas, sobre los ico-nos, por las paredes; una gruesa mosca revolo-teaba alrededor de la bujía, cerca de él. Pero sualma no se hallaba en estado normal. El hombreque goza de buena salud piensa, siente, seacuerda simultáneamente de infinidad de cosasy posee la facultad de escoger una serie de ide-as o de fenómenos y de prestarles toda su aten-ción. El hombre que goza de buena salud pue-de, en medio de las reflexiones más profundas,salir de ellas para decir una palabra de cortesíaa la persona que acaba de llegar, y luego vuelvea asir el hilo de sus pensamientos en el puntoen que lo ha soltado. Mas el alma del príncipeAndrés se hallaba en un estado anormal. Las

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fuerzas de su espíritu eran más activas, másclaras que nunca, pero actuaban independien-temente de su voluntad. Las ideas, las represen-taciones más diversas, se apoderaban de él,todas a un tiempo. A veces su pensamientocomenzaba a trabajar con un vigor, con unaclarividencia, con una profundidad que en suestado normal no conseguía, y, de pronto, enmitad de su trabajo, sus ideas se desvanecían yeran reemplazadas por una imagen cualquiera,una visión mental imprecisa, y ya no podíareanudar sus meditaciones.

«Sí - pensaba acostado en la isba, casi a oscu-ras y mirando ante sí con ojos febriles y muyabiertos-, se me ha revelado una dicha nueva:la que se encuentra fuera de las fuerzas físicas,de las influencias externas; la dicha del alma, ladicha del amor. Pero ¿cómo presenta Dios estaley? ¿Por qué el hijo...?»

De súbito se interrumpió el curso de sus re-flexiones, y el Príncipe aguzó el oído... Ignorabasi era delirio o realidad, pero oía el murmullo

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de una voz que repetía sin cesar, con una ento-nación muy dulce: «Beber..., beber... eer... eer...»Y otra vez: «Beber..., beber... eer... eer...» Almismo tiempo veía levantarse un edificio en elaire, sobre su misma frente, una construcciónextraña, aérea, que parecía hecha de finas agu-jas. Y aunque le resultaba penoso, se daba cuen-ta de que tenía que conservar el equilibrio paraque el edificio no se derrumbase. Pero se de-rrumbó. Y luego volvió a levantarse poco a po-co, al son de una música cadenciosa. «He deestarme quieto, muy quieto», se decía mientrasescuchaba aquel murmullo y experimentaba lasensación de que se formaba aquel edificio. A laroja luz de la bujía, veía las cucarachas, oía elzumbido del moscardón que revoloteaba cercade la almohada, sobre su cabeza. Al propiotiempo le maravillaba que no echara abajo consus alas el edificio erigido sobre su frente. Unobjeto blanco colocado cerca de la puerta leasfixiaba con su aspecto de esfinge.

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«Debe de ser mi camisa que alguien ha deja-do sobre la mesa - pensó -. Éstas son mis pier-nas, aquélla es la puerta, pero ¿por qué tieneque desaparecer todo eso? Beber..., beber...,beber..., beber... ¡Oh, basta, por el amor de Dios!», suplicó sin saber a quién.

De improviso, las ideas y los sentimientos re-nacieron en él con una claridad, con una inten-sidad sorprendente.

«Sí, el amor - pensó -, pero no ese amor que sesiente por cualquier cosa, sino el que sentí porvez primera cuando vi y amé a un enemigomoribundo. Yo he experimentado ese amor,que es esencia misma del alma y que no necesi-ta objetivos. Ahora mismo tengo una sensaciónde beatitud: deseo amar al prójimo, a los ene-migos; deseo amarlo todo, amar a Dios en todassus manifestaciones. Se puede amar con amorhumano a una persona querida; sólo a un ene-migo se le puede amar con un amor divino. Poreso experimenté tanta dicha cuando me di

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cuenta de que amaba a aquel hombre. ¿Quéhabrá sido de él? ¿Vivirá todavía?»

«El amor humano puede convertirse en odio,el amor divino no puede modificarse: nada, nisiquiera la muerte, es capaz de destruirlo. Es elsentido del alma. He aborrecido a muchas per-sonas en la vida, pero a nadie he aborrecidotanto ni he amado tanto como a ella.»

Y recordó vívidamente a Natacha, pero no seimaginó solamente sus encantos como otrasveces, sino que pensó en su alma por vez pri-mera. Comprendía ahora sus sentimientos, sussufrimientos, su vergüenza, su arrepentimien-to. Por primera vez se dio cuenta de toda lacrueldad de su ruptura con ella. ¡Ah, si pudieraverla una sola vez! Mirarla a la cara y decirle:«Beber..., beber..., beber..., beber...»

La mosca cayó. De repente le llamó la aten-ción algo extraordinario que sucedía en aquelmundo mezcla de delirio y de realidad en quese hallaba.

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En él se reconstruían incesantemente edificiosque no habían sido destruidos... Algo se alar-gaba...; la bujía ardía rodeada de su circulo ro-jo... Cerca de la puerta seguía viéndose la cami-sa-esfinge. De pronto algo chirrió, y entoncespenetró en la isba un vientecillo fresco, y unanueva esfinge blanca apareció en el umbral.Esta nueva esfinge tenía un rostro pálido, blan-co y unos ojos brillantes parecidos a los deaquella Natacha en quien Andrés estaba pen-sando.

«¡Este delirio es terrible!, se dijo tratando dealejar aquel rostro de su imaginación. Pero elrostro estaba ante él con toda la fuerza de larealidad y se le acercaba. El príncipe Andrésquería volver al mundo del pensamiento puro,pero no podía: el delirio le arrastraba a sus do-minios. La voz dulce continuaba sus murmu-llos... El Príncipe reunió todas sus fuerzas pararesistir. Al hacer un movimiento, sus oídos sellenaron de pronto de sonidos, sus ojos se oscu-recieron y, como hombre que cae al fondo del

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agua, perdió el conocimiento. Cuando volvió ensí, Natacha, la misma Natacha, viva, a la quequería amar con el amor puro, divino, que aca-baba de revelársele, se encontraba arrodilladajunto a su lecho.

Comprendió en seguida que era una Natachaviva, pero, en vez de sorprenderse, experi-mentó una dicha muy dulce.

Natacha, de rodillas aún (no podía moverse),le miraba asustada, reteniendo los sollozos. Supálido semblante permanecía inmóvil; sólo sulabio inferior temblaba.

El príncipe Andrés suspiró y le tendió la ma-no sonriendo.

- ¡Usted! ¡Qué felicidad! - exclamó.Natacha se acercó más al herido, andando de

rodillas, le cogió con suavidad una mano, seinclinó y la rozó con los labios.

- Perdón - dijo luego levantando la cabeza ymirándole -. Perdóneme.

- ¡La amo! - repuso el Príncipe.- Perdóneme...

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- ¿De qué?- Siento... el mal que... le hice... - profirió Na-

tacha con voz entrecortada y apenas percepti-ble.

Y, sólo rozándola con los labios, volvió a be-sar repetidas veces la mano del príncipeAndrés.

- Te amo más ahora que antes - dijo él levan-tando la cabeza para mirarla de frente. Teníalos ojos llenos de lágrimas de alegría. La mira-da de ella le llenaba de dicha y de compasión.El pálido y delgado rostro de Natacha, sus la-bios hinchados, la afeaban horriblemente, peroel Príncipe no veía aquella cara; no veía másque los ojos brillantes, hermosos...

A sus espaldas se oyeron voces.Pedro, el ayuda de cámara, se despertó y

despertó al doctor. Timokhin, que no podíapegar los ojos a causa del dolor que sentía en lapierna, lo había presenciado todo y se apretabacontra el banco, cubriéndose cuidadosamentecon una bandera.

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- ¿Qué es eso? - preguntó el médico levantán-dose de su yacija -. Señora, márchese, por favor.

En este instante llamó a la puerta una donce-lla, enviada por la Condesa, que había adverti-do la ausencia de su hija.

Natacha salió de la habitación como unasonámbula a la que se acaba de despertar de susueño, entró sollozando en su isba y se dejócaer en el lecho.

A partir de aquel día, y durante todo el viaje,Natacha aprovechó los relevos y todos los altosen el camino para correr junto a Bolkonski. Y eldoctor tuvo que confesar que no esperabahallar en una joven tanta firmeza ni tanta habi-lidad para cuidar a un herido.

A pesar de que la horrorizaba la idea de queel Príncipe pudiera morir (el doctor estaba con-vencido de que no se salvaría) en los brazos desu hija, la Condesa no osó hacer ninguna ob-servación a Natacha. No dejó de decirse que enel caso de que Andrés se curase y en vista delas relaciones que con él mantenía entonces su

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hija, podrían volver a hacerse proyectos matri-moniales, pero nadie, ni siquiera Natacha,hablaba de esto. El problema sin resolver devida o muerte suspendido no sólo sobre la ca-beza de Bolkonski, sino de Rusia entera, ab-sorbía por entero la mente de todos.

XIPedro se levantó tarde el día 3 de septiembre.

Le dolía la cabeza; le pesaba el traje con quehabía dormido. El reloj de pared señalaba lasonce de la mañana, pero la calle estaba sumidaen sombras. Pedro se levantó, se frotó los ojos ymiró la pistola que el criado había colocadosobre el escritorio. Entonces recordó dónde sehallaba y lo que pensaba hacer.

«¿No me habré retrasado? - se dijo -. No, pro-bablemente no entrará en Moscú antes del me-diodía.»

Pedro no quiso detenerse a reflexionar en loque iba a hacer; no pensó más que en actuarcon la mayor rapidez posible.

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Se había alisado el traje, tenía ya la pistola enla mano y se disponía a salir, cuando, por vezprimera, se preguntó cómo llevaría el arma porla calle. Desde luego, en la mano no. Bajo ellargo caftán le parecía también difícil ocultaruna pistola tan grande. Tampoco podría disi-mularla colocándola en su cintura ni debajo dela silla del caballo. Además, tenia que llevarladescargada y había que contar con que necesi-taba tiempo para cargarla.

«Quizá me sirva el puñal... », pensó, aunquerepetidas veces, al reflexionar en el modo deponer en práctica su proyecto, se había dichoque el error principal del estudiante, en 1809,fue querer matar con un puñal a Napoleón. Alparecer, el objetivo principal de Pedro consistíano en la realización de su idea, sino en demos-trar que no renunciaba a ella y haría todo loposible para ponerla en práctica. Cogió, pues, elpuñal mohoso, encerrado en su vaina verde,que había comprado en Sukharevo, y lo intro-dujo debajo de su chaleco.

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Después de sujetarse con un cinturón elcaftán y de ponerse el sombrero, Pedro avanzópor el corredor, procurando no hacer ruido, ysalió a la calle. El incendio que la víspera por latarde contempló con indiferencia, se habíaagravado de manera considerable durante lanoche. Moscú ardía por diversos puntos: lacalle Karietnaia, Zamoskvoretché. Gostin-ni-Dvor, la calle Poverskaia, las embarcacionesdel Moscova, los mercados de madera, próxi-mos al puente Dragomilov, ardían a la vez.

Pedro tuvo que pasar por callejuelas para lle-gar a la calle Poverskaia, y de ésta dirigirse alArbat, en las cercanías de la iglesia de San Ni-colás, donde, hacía ya mucho tiempo, habíadecidido ejecutar su plan.

Lo mismo las puertas cocheras que los huecosde las casas aparecían cerrados. Calles y calle-juelas se hallaban desiertos. El olor a quemadoy el humo saturaban el aire. De vez en cuandose tropezaba con rusos de rostros tímidos einquietos y con franceses nómadas. Unos y

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otros le miraban sorprendidos. Los rusos leobservaban con atención, no sólo por su aven-tajada estatura, su magnífica presencia y la ex-presión singular, sombría y concentrada de surostro y de toda su persona, sino porque noacertaban a descubrir a qué clase pertenecía.Los franceses le seguían, sorprendidos, con lavista, porque no les hacía el menor caso, en vezde mirarlos, como los demás rusos, con curio-sidad o con miedo. Cerca de la puerta de unacasa, tres franceses, que contaban algo a unosrusos que no los comprendían, le preguntaronsi sabía hablar en francés.

Pedro hizo un gesto negativo y continuó lamarcha. Un centinela que se hallaba de pie jun-to a un cajón pintado de verde le llamó a gritos.Sólo después de oír repetidamente sus severasvoces y de verle manejar el fusil se dio cuentade que debía pasar al otro lado de la calle. Nioía ni veía nada de lo que sucedía a su alrede-dor. Como si todo lo demás le fuera indiferente,estaba absorto en sus proyectos y una mezcla

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deprisa y horror le impulsaba a ponerlos enpráctica, haciéndole temer un fracaso debido asu inexperiencia. Pero estaba escrito que nollevaría sus sentimientos intactos al lugaradonde se dirigía. Además, aun cuando nada lehubiera detenido por el camino, ya no podíarealizar su plan, pues hacia cuatro horas quepor la muralla de Dragomilov y por el Arbathabía entrado Napoleón en el Kremlin, y en-tonces estaba sentado, con el más sombríohumor, en el gabinete imperial del palacio,donde daba órdenes detalladas acerca de lasmedidas que debían tomarse inmediatamentepara extinguir el incendio, prevenir el merodeoy tranquilizar a los habitantes.

Mas Pedro ignoraba estos detalles. Absortoen el hecho que iba a llevar a cabo, se atormen-taba como se atormentan todos aquellos queemprenden una tarea imposible no sólo por lasdificultades que encierra, sino por su incompa-tibilidad con el propio carácter. Temía ceder a

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la debilidad en el momento decisivo y perderpor esta causa la propia estimación.

A pesar de que no oía ni veía nada de lo que asu alrededor sucedía, seguía instintivamente sucamino y no se extraviaba en las callejuelas queconducían a la calle Poverskaia. A medida quese acercaba a ella veía disminuir el humo ysentía un aumento de temperatura debido a laproximidad del fuego. De vez en cuando, laslenguas de fuego aparecían por encima de lascasas. Las calles estaban animadas y las gentesse mostraban más inquietas. Pero, aunque no-taba que ocurría algo extraordinario en tornosuyo, Pedro no se daba cuenta de que se acer-caba al foco del incendio. Al pasar por unosvastos terrenos sin edificar, que lindaban porun lado con la calle Poverskaia y por el otro conlos jardines del príncipe Gruzinski, sonó a suespalda, inesperadamente, un desesperado gri-to de mujer. Se detuvo y, como si saliera de unsueño, levantó la cabeza.

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Al borde del camino, sobre la hierba seca ypolvorienta, había un montón de objetosdomésticos: colchones, samovares, iconos, co-fres. Una mujer madura, seca, de dientes largosy proyectados hacia fuera, que llevaba un gorroy un mantón negros, estaba sentada en el suelo,junto a los cofres. Esta mujer sollozaba, balan-ceando el cuerpo y murmurando palabras in-comprensibles. Dos niñas de diez o doce años,envueltas también en mantones, bajo los que seveían unos vestidos cortos y sucios, miraban asu madre con una expresión de espanto en suspálidos rostros. Un niño de siete años, el menorde los hijos, lloraba en brazos de una vieja sir-vienta.

Otra joven, sucia y con los pies descalzos, es-taba sentada en un cofre, deshaciéndose la ru-bia trenza y arrancándose los cabellos chamus-cados que iba encontrando. El marido, unhombre de uniforme, de mediana estatura ycon patillas rizadas, separaba, con semblante

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impasible, los cofres amontonados y sacaba dedebajo de ellos algunas prendas de ropa.

Al ver a Pedro, la mujer se arrojó a sus pies.- ¡Socorrednos, caballero! - clamó sollozando

-. ¡Mi hija..., mi nenita! Dejamos atrás a la máspequeña y se habrá abrasado... ¡Oh ¿Y para esola he criado? ¡Dios mío, Dios mío...!

- Basta, María Nikolaievna - le ordenó en vozbaja el marido para justificarse delante de aquelextraño -. Nuestra hermana la habrá recogido.

- ¡Monstruo! ¡Malvado! - gritó la mujer, colé-rica, dejando súbitamente de llorar-. Ni siquierate compadeces de tu hija. Otro en tu lugar habr-ía corrido a arrancarla de las llamas. No ereshombre, no eres padre. Eres un cobarde. Ustedes noble, caballero - dijo a Pedro -. El incendioha comenzado por este lado de la ciudad. Lasllamas prendieron en nuestra casa. La sirvientagritó: «Fuego!» Y todo el mundo corrió y selanzó a la calle. Nos salvamos sin detenernos amudarnos de ropa. He aquí lo que hemos traí-do: la bendición de Dios, el lecho nupcial y pare

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usted de contar. El resto se ha perdido. Al reu-nir a los niños, no hemos encontrado a Catali-na.

La mujer volvió a sollozar.- ¡Mi hijita adorada! ¡Se ha abrasado, se ha

abrasado!- Pero ¿dónde está? ¿Dónde estaba? - pre-

guntó Pedro.La animación de su rostro hizo comprender a

la mujer que se disponía a ayudarla.- ¡Padrecito, padrecito! - exclamó asiéndole

por las rodillas-. Bienhechor mío, tranquiliza micorazón... Aniska, perezosa, acompáñale - dijocon ira a la sirvienta. Y su boca mostraba loslargos dientes -. Acompáñale, acompaña a estecaballero...

- Haré... lo que pueda... - prometió Pedro convoz ahogada.

La sirvienta salió de detrás del cofre, se co-locó bien la trenza y, suspirando, echó a andardescalza delante de Pedro.

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Este parecía haber vuelto a la realidad tras unlargo síncope. Levantó la cabeza, se le ilumina-ron los ojos con un resplandor de vida y, a pasoligero, siguió a la sirvienta y pronto llegaron ala calle Poverskaia. Toda ella aparecía inunda-da de un humo denso y negro.

A través de estas nubes surgían aquí y allálenguas de fuego. Una muchedumbre se apiña-ba ante el incendio. En medio de la calle, ungeneral francés decía algo a las personas que lerodeaban.

Acompañado por la muchacha, Pedro quisoacercarse al general, pero los soldados francesesle detuvieron.

- No se puede pasar - le gritó una voz.- Venga, caballero; iremos por una calle late-

ral - indicó la sirvienta.Pedro dio media vuelta y la siguió, apretando

el paso para no quedarse atrás.La muchacha atravesó corriendo la calle, tor-

ció a la izquierda, luego a la derecha y, por fin,

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dejando atrás tres casas, se metió por una puer-ta cochera.

- Es aquí - dijo.Cruzó un patio, abrió una puerta, se paró y

mostró a Pedro el pequeño pabellón de madera,que ardía con violentas y cegadoras llamaradas.

Uno de los costados se había venido abajo, elotro se mantenía en pie y las llamas salían portechos y ventanas.

Pedro se detuvo, a su pesar, delante de lapuerta cochera, frenado por el terrible calor.

- ¿Cuál es su casa? - preguntó.La muchacha le mostró, gimiendo, el pa-

bellón.-- ¡Ahí está nuestro tesoro, mi señorita adora-

da, la pequeña Catalina! ¡Oh! - sollozó, creyén-dose obligada a conmoverse ante el incendio.

Pedro se acercó al pabellón, mas el calor eratan intenso que involuntariamente le volvió laespalda, con lo que se halló frente a la casa queardía por un solo costado y a cuyo alrededorhormigueaban los franceses. Por el momento,

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Pedro no se fijó en lo que hacía; únicamente vioque arrastraban algo. Pero al advertir que unfrancés daba bastonazos a un mujik para arran-carle de las manos una piel de zorro, compren-dió vagamente que estaban saqueando la casa.Sin embargo, no tuvo tiempo de detenerse apensar en ello.

Los crujidos, el ruido de muros y vigas que sederrumbaban, los silbidos de las llamas, losgritos de la gente, las nubes de humo, ora espe-sas, ora claras, que despedían chispas, las lla-mas rojas y doradas que lamían las paredes,aquel intenso calor y aquella nerviosa rapidezde movimientos que percibía en torno suyoprodujeron en él la excitación que suele engen-drar el incendio en todos los hombres.

Tan violenta fue la impresión que recibió, quede improviso se sintió libre de las ideas que leobsesionaban.

Se sentía joven, hábil, audaz. Recorrió el pa-bellón por la parte más próxima a la casa, y yaiba a dirigirse a la que se conservaba intacta,

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cuando sonaron unos gritos sobre su cabeza.Luego oyó un crujido y finalmente vio caer asus pies un cuerpo pesado.

Levantando la cabeza, distinguió en una ven-tana a varios franceses que arrojaban al patiouna cómoda llena de objetos de metal. Otrossoldados de la misma nacionalidad, que se en-contraban abajo, se acercaron a la cómoda.

- ¡Eh! ¿Qué buscas tú por aquí? - preguntóuno de ellos.

- A una niña que habitaba en esta casa. ¿Lahan visto ustedes?

- ¡Mira con lo que nos sale éste ahora! ¡Vete apaseo! - gritó una voz. Y, temiendo sin dudaque Pedro quisiera disputarle la plata o el bron-ce que contenía un arcón, otro francés avanzóhacia él con aire amenazador.

- ¿Una niña? La he oído llorar en el jardín.Quizá sea la que busca este buen hombre. Sea-mos humanos - exclamó otro soldado desde laventana.

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- ¿Dónde está? ¿Dónde está? - preguntó Pe-dro.

- ¡Allí! - le contestó el francés de la ventana,mostrándole el jardín que se extendía detrás dela casa -Espera un momento.

En efecto, poco después, un muchacho deojos negros, con el rostro tiznado y en mangasde camisa, saltó por una ventana de la plantabaja y dando a Pedro un golpecito en el hombrocorrió con él al jardín.

-¡Vosotros, daos prisa!-gritó a sus camaradas.Aquí hace demasiado calor.

Al llegar al enarenado sendero, el francés co-gió a Pedro de la mano y le señaló un arriete.Echada en un banco había una niñita de unostres años que llevaba un vestido de color derosa.

-Ahí tiene al corderito. ¡Ah! ¡Es una niña!Tanto mejor. Adiós, gordito. Hay que serhumanitario. Todos somos mortales, ¿verdad?

Y el francés de la cara tiznada corrió a reunir-se con sus camaradas.

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Pedro avanzó lleno de gozo hacia la niña e in-tentó cogerla en brazos. Mas al ver a un desco-nocido, ella, que era escrofulosa y de aspectotan desagradable como la madre, echó a correrdando gritos.

Pedro la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos.Ella si guió gritando mientras sus manitas seesforzaban por apartar de sí los brazos de Pe-dro, y hasta empezó a morderle. Pedro experi-mentaba un sentimiento de horror, de repug-nancia parecido al que hubiera sentido al con-tacto de un animal cualquiera, pero, haciendoun esfuerzo para no abandonar a la criatura,corrió con ella hacia la casa. Ya no se podía pa-sar por el mismo camino: Aniska la sirvienta,había desaparecido, y Pedro, con un sentimien-to de lástima y disgusto, apretando con másternura a la niña, que sollozaba, corrió a travésdel jardín buscando otra salida.

XII

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Cuando, después de recorrer varias callejue-las, llegó con su carga junto al jardín de Gru-zinski, en una esquina de la calle Poverskaia,no reconoció de momento el sitio de dondehabía partido en busca de la niña. Estaba ates-tado de gente y de objetos salvados de las lla-mas. Además de las familias rusas que llegabanhuyendo del fuego, vio a varios soldados fran-ceses vestidos con uniformes distintos. Pedrono les prestó atención. Deseaba encontrar a lafamilia del funcionario para devolver la niña asu madre y seguir salvando vidas. Le parecíaque tenía mucho trabajo y que debía hacerlo lomás deprisa posible.

Vigorizado por la carrera y por el calor, sentíaahora con mayor intensidad las sensaciones deremozamiento, de animación, de resolución,que se habían despertado en él cuando salió enbusca de la niña. Ésta, apaciguada, se asía consus manitas al caftán de Pedro, que la teníasentada en su brazo, y miraba a su alrededorcon la vivacidad de un animalejo salvaje.

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Pedro la miraba de vez en cuando y le sonre-ía. Comenzaba a descubrir en aquel rostro pe-queño y enfermizo una conmovedora expresiónde inocencia.

El funcionario y su familia no estaban ya en ellugar que ocupaban poco antes. Pedro avanzórápidamente entre el gentío mirando los rostrosque encontraba a su paso.

Entonces vio a una familia de Georgia o Ar-menia compuesta de un anciano de hermosoaspecto y tipo oriental, vestido con un tulupnuevo y calzado con unas botas flamantes, deuna anciana de tipo parecido y de una mucha-cha joven. Esta pareció a Pedro un dechado debelleza oriental con sus finas cejas negras, surostro alargado, de expresión muy dulce aun-que algo fría.

Mezclada con la muchedumbre, en medio desus efectos empaquetados, con su rico vestidode seda y su chal de encaje color lila claro, conel que se cubría la cabeza, hacía pensar en unafrágil planta de invernadero arrojada sobre la

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nieve. Estaba sentada sobre los paquetes, detrásde la anciana, y sus grandes ojos negros, in-móviles, de largas cejas, miraban a los solda-dos. Se advertía que tenía miedo porque sabíaque era hermosa. Su rostro llamó la atención aPedro y, no obstante la prisa con que pasó pordonde ella se hallaba, volvió varias veces lacabeza para contemplarla. No encontrando alas personas que buscaba, se detuvo y echó unaojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres ymujeres, a quienes llamó la atención, le rodea-ron.

- ¿Ha perdido a alguien, amigo? ¿Es gentil-hombre? ¿De quién es esa niña? - le pregunta-ron.

Pedro contestó que era hija de una mujer, ves-tida de negro, que poco antes estaba sentadaallí mismo con su familia, y preguntó si alguienconocía su paradero.

- Habla de los Enferov, sin duda - dijo un vie-jo dirigiéndose a una mujer picada de viruelas.

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- No - repuso ella -. Los Enferov partieronmuy de mañana. Debe de tratarse de los Ivanovo de María Nikolaievna.

-Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer:María Nikolaievna es una señora - objetó unlacayo.

- Quizá la conozca usted - explicó Pedro -. Esmuy delgada y tiene los dientes largos.

- Sí, es María Nikolaievna. Salió del jardín a lallegada de esos lobos-dijo la mujer señalando alos soldados franceses.

- ¡Sálvanos, Señor! - murmuró el anciano.- Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por

ahí - manifestó la mujer.Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la

familia armenia y a dos soldados que se acerca-ban. Uno de ellos, hombre pequeño, de movi-mientos vivos, vestía un capote azul ceñido poruna cuerda. Iba descalzo y se cubría la cabezacon un gorro de cuartel. El otro, que atrajo es-pecialmente la atención de Pedro, era delgado,rubio, corpulento, de movimientos pausados y

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expresión estúpida. Llevaba un capote de lanarizada, pantalones azules y botas altas bastanteviejas. El francés bajito del capote azul se acercóa los armenios, murmuró algo, asió las piernasdel viejo y empezó a quitarle las botas. El otrose paró ante la bella armenia y la miró en silen-cio, inmóvil, con las manos metidas en los bol-sillos.

- Toma, toma a la niña - dijo Pedro a la mujercon acento imperioso entregándole la criatura -.Tú la devolverás. Tómala - exclamó inclinándo-se para dejarla sentada en el suelo. La niña llo-raba. El miró al francés y a la familia armenia.El viejo estaba ya descalzo. El francés bajitoacababa de quitarle la segunda bota y le lim-piaba el polvo. El viejecito gimoteó diciendoalgo.

Mas Pedro no veía ni oía nada de lo queocurría a su alrededor. Toda su atención seconcentraba en el francés del capote de lana,que en aquel momento, contoneándose, seacercaba a la muchacha y, sacando las manos

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de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella ar-menia, que seguía inmóvil y en la misma pos-tura, con los grandes ojos bajos, no parecía verni sentir lo que hacía el soldado.

Mientras Pedro franqueaba los pocos pasosque le separaban del francés, el merodeadoralto del capote arrancó el collar de la armenia,que lanzó un grito, llevándose una mano alcuello.

- ¡Suelta a esa mujer! - ordenó Pedro en untono terrible asiendo por los hombros al solda-do y empujándole. Este cayó y, levantándose,echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejosde sí las botas, tiró del sable y cargó furiosocontra Pedro.

- ¡Nada de tonterías! - exclamó.Pedro era presa de uno de sus peculiares ac-

cesos de furor, durante los cuales no se acorda-ba de nada y en los que se duplicaban sus fuer-zas. Se lanzó sobre el francés y, antes de queacabase de desenvainar el sable, le derribó ycomenzó a golpearle con los puños. La multi-

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tud que le rodeaba lanzó un grito de aproba-ción, pero en aquel preciso instante desembocóen el jardín un destacamento de ulanos france-ses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote yrodearon a Pedro y al francés.

Pedro no sabía a ciencia cierta lo que sucediódespués. Creía recordar que había pegado aalguien y que otros le habían pegado a él des-pués de atarle las manos y mientras un nutridogrupo de soldados le rodeaba.

- Lleva un puñal, teniente - fueron las prime-ras palabras que comprendió.

- ¡Ah! Un arma - repuso el oficial, y, dirigién-dose al soldado que habían cogido a la vez quea Pedro, añadió-: Bueno. Ya explicaréis todoesto ante el Consejo de Guerra. ¿Habla ustedfrancés? - preguntó a Bezukhov.

Pedro miró a su alrededor con los ojos enroje-cidos y no contestó.

- Que venga el intérprete.Un hombre vestido de paisano salió de las fi-

las. Pedro reconoció por él, por el traje y por el

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acento, a un francés que trabajaba en un comer-cio de Moscú.

- No tiene el aire de un hombre del pueblo -observó mirando al detenido.

- Yo creo que tiene aspecto de incendiario -repuso el oficial -. Pregúntele quién es.

- ¿Quién eres? - interrogó el intérprete -. Res-ponde a los superiores.

- Soy vuestro prisionero - repuso de prontoPedro en francés -. Llevadme a donde os parez-ca.

La multitud se apiñaba alrededor de los ula-nos. Junto a Pedro estaba la mujer marcada deviruelas, con la niña en brazos. Cuando el des-tacamento se puso en marcha, ella avanzó tam-bién y preguntó al prisionero:

- ¿Adónde le llevan? ¿Y dónde dejaré a la ni-ña si no encuentro a sus padres?

- ¿Qué quiere esa mujer? - inquirió el oficial.Pedro se sentía como ebrio. Su entusiasmo se

acentuó al ver a la niña que había salvado.

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- ¿Que qué dice? - contestó -. Me trae a mihija, a quien acabo de salvar de las llamas.¡Adiós!

Y sin saber cómo se le había ocurrido deciraquella mentira, echó a andar con paso firme yarrogante entre los franceses que lo conducían.

El destacamento era uno de los que por ordende Duronnel recorrían las calles de Moscú paradetener a los merodeadores y, sobre todo, a losincendiarios que, según la opinión que teníanlos jefes franceses en aquellos momentos, eranresponsables del incendio de la ciudad. El des-tacamento recorrió varias calles todavía y detu-vo a cinco rusos sospechosos: un comerciante,dos seminaristas, un campesino, un criado ydespués a algunos merodeadores. Pero el mássospechoso era Pedro. Cuando llegaron a laprisión militar, instalada en un gran edificio delas murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedrobajo una guardia muy severa.

DUODÉCIMA PARTE

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IEn las altas esteras de San Petersburgo, la

complicada lucha entre los partidarios de Ru-miantzev, de los franceses, de María Fedorov-na, del Gran Duque heredero y tantos otrosbandos proseguía sin interrupción, ahogada,como siempre, por el ruido de los zánganos dela Corte. Pero la vida de San Petersburgo, tran-quila, lujosa, en la que nadie se cuidaba sino devisiones y reflejos, seguía su curso ordinario, y,a través de ella, había que hacer grandes es-fuerzos para reconocer el peligro, la difícil si-tuación en que el pueblo ruso se hallaba. Siem-pre las mismas salidas, los mismos bailes, elmismo teatro francés, los mismos intereses decortesanos, las mismas intrigas. En los círculosmás elevados se trataba únicamente de com-prender las dificultades de la situación. Se con-taba, muy bajito, que en aquellas críticas cir-cunstancias las dos emperatrices habían proce-dido de manera distinta. La emperatriz MaríaFedorovna, cuidadosa del bienestar de los esta-

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blecimientos educativos y de beneficencia quepresidía, había ordenado que se enviasen aKazán todos los beneficiados, y los bienes deestos establecimientos estaban ya embalados.La emperatriz Elizabeth Alexeievna respondió,cuando se le preguntó qué ordenes se dignabadar, que no podía dar órdenes relativas a lasinstituciones del Estado, porque dependían delEmperador, y en cuanto a lo que le concerníadirectamente, mandó decir que sería la últimaen salir de San Petersburgo.

El 26 de agosto, día de la batalla de Borodino,Ana Pavlovna dio una fiesta. La novedad deldía era la enfermedad de la condesa Bezukhov.Había enfermado repentinamente días antes;desde entonces faltaba a las reuniones quesiempre había engalanado con su presencia, yse decía que no recibía a nadie y que, prescin-diendo del célebre médico de San Petersburgoque la cuidaba de ordinario, se había puesto enmanos de un doctor italiano, que la trataba deacuerdo con un método nuevo y extraordinario.

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- La pobre Condesa está muy enferma. Elmédico dice que se trata de una angina de pe-cho.

- ¿Angina de pecho? ¡Oh, es una enfermedadterrible!

La palabra «angina» se repetía con placer.- ¡Oh! Sería una pérdida terrible. Es una mu-

jer tan encantadora...- ¿Hablan de la pobre Condesa? - preguntó

Ana Pavlovna acercándose a los comentaristas-. A mí me han dicho, cuando he mandado apreguntar, que está un poco mejor. Es sin dudala mujer más encantadora del mundo - añadió,sonriendo ante su propio entusiasmo -. Perte-necemos a campos distintos, pero ello no meimpide apreciarla como se merece. ¡Es tan des-graciada!

Suponiendo que las palabras de Ana Pavlov-na levantaban un poco el velo misterioso de laenfermedad de la Condesa, un joven impru-dente se permitió expresar su asombro al saberque no se había llamado a ningún médico co-

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nocido y que la paciente se dejaba cuidar porun charlatán que podía recetar remedios mila-grosos.

- Sus informes pueden ser mejores que losmíos - dijo Ana de pronto, atacando al inexper-to joven-, pero sé de buena tinta que ese médicoes muy hábil y competente. Ha asistido a lareina de España.

Y luego de fulminar así sus rayos contra el jo-ven, Ana Pavlovna se acercó a Bilibin, que, enotro grupo y con el ceño fruncido, se disponía ahablar de los austriacos.

Los invitados de Ana siguieron comentandola situación de la patria e hicieron diversas su-posiciones sobre el resultado de la batalla quedebía librarse aquellos días.

-Mañana, aniversario del nacimiento del Em-perador - concluyó Ana Pavlovna -, tendremosbuenas noticias; ya lo verán ustedes. Es un pre-sentimiento.

II

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El presentimiento se cumplió. Al día siguien-te, durante el servicio de acción de gracias conque la Corte honraba el cumpleaños del sobe-rano, se recibió un pliego que enviaba elpríncipe Kutuzov. Contenía una informaciónescrita en Tatarinovo el mismo día de la batalla.Kutuzov explicaba que los rusos no habían ce-dido ni una sola pulgada de terreno, que laspérdidas de los franceses eran muy superioresa las rusas y que escribía el comunicado a todaprisa y en el mismo campo de batalla, sin cono-cer las últimas noticias. Se había obtenido,pues, una victoria y enseguida, sin salir de laiglesia, se dio gracias al Creador por su ayuda ypor el triunfo obtenido.

En la ciudad hubo durante todo el día unambiente de gozo y de fiesta. Todos daban porsegura la victoria definitiva, y se hablaba ya delcautiverio de Napoleón, de su destronamientoy de la elección de un nuevo jefe de Estadofrancés.

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En el informe de Kutuzov se hablaba tambiénde las pérdidas rusas, y se citaba, entre otros, aTutchkov y Kutaissov. El mundo petersburguéslamentó en particular la desaparición de Ku-taissov. Era joven e interesante; el Emperadorlo apreciaba mucho y todo el mundo lo conocía.

Aquel día todos comentaban al verse:- ¡Es sorprendente! Precisamente durante el

servicio de acción de gracias. Pero ¡qué pérdi-da..., Kutaissov! ¡Una verdadera desgracia!

- ¿Qué os decía yo de Kutuzov? - manifestabael príncipe Basilio con el orgullo del profeta -.¿No sostuve siempre que él solo era capaz devencer a Napoleón?

Pero como al día siguiente no se tuvieran no-ticias del ejército, la opinión pública se in-quietó. Los cortesanos sufrían a causa de laincertidumbre en que se hallaba el Emperador.

Aquel día, el príncipe Basilio no dedicó ala-banzas a su protegido Kutuzov. Es más: cuandose hablaba del comandante en jefe guardabasilencio. Por añadidura, aquella tarde todo pa-

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reció confabularse contra los habitantes de SanPetersburgo para sumirlos en la turbación y enla inquietud. Otra noticia terrible se difundiópor la ciudad: la condesa Elena Bezukhov aca-baba de morir, fulminada por el terrible malcuyo nombre era tan agradable de pronunciar.Oficialmente y en las altas esferas se decía quehabía muerto de un ataque de angina de pecho,pero en los círculos particulares se contaba queel médico secreto de la reina de España habíahecho tomar a Elena, en pequeñas dosis, ciertomedicamento, y que ella, atormentada por lafalta de noticias de su marido (el desdichadoPedro), al que había escrito inútilmente, setomó una tremenda dosis de la medicina, mu-riendo entre sufrimientos atroces antes de quepudiera acudirse en su socorro. Se murmurabatambién que el príncipe Basilio acusó al médicoitaliano, pero que éste le enseñó tantas cartas deamor de la Condesa difunta, que le dejó partirsin ponerle obstáculos. La conversación generalversaba sobre tres penosos acontecimientos: la

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incertidumbre del Emperador, la pérdida deKutaissov y la muerte de Elena.

Un poderoso terrateniente moscovita llegó aSan Petersburgo tres días después y por toda laciudad se extendió el rumor de la caída deMoscú. ¡Era horroroso!

El Emperador envió al príncipe Kutuzov elescrito siguiente:

«Príncipe Mikhail Ilarionovitch: Desde el día29 de agosto no he vuelto a tener noticias deusted. Sin embargo, con fecha del l° de sep-tiembre he recibido por medio de Iaroslav, quehablaba en nombre del gobernador general deMoscú, la triste nueva de que ha decidido ustedabandonar con su ejército la ciudad. Ya puedeimaginarse el efecto que ello me ha producido.Su silencio aumenta mi sorpresa. Le envío estepliego por mediación del general ayudante decampo, a fin de conocer por usted mismo lasituación del ejército y las causas que le haninducido a adoptar tan dolorosa decisión.»

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Nueve días después llegaba a San Petersbur-go un enviado de Kutuzov con la noticia de queMoscú había sido abandonado.

IIIMIENTRAS Rusia era conquistada a medias,

mientras los habitantes de Moscú huían a pro-vincias lejanas, mientras se formaba una miliciatras otra para la defensa de la patria, NicolásRostov, sin ningún propósito de sacrificio, porsimple casualidad, tomaba parte decisivamenteen la defensa de su país y observaba sin pesi-mismo alguno lo que ocurría a su alrededor.Unos días antes de la batalla de Borodino reci-bió papeles y dinero: se envió a sus húsares aVoronezh y él mismo partió hacia esta pobla-ción, utilizando caballos de posta.

Sólo las personas que hayan vivido por espa-cio de meses enteros en un ambiente ruralpodrán comprender el placer que experimentóNicolás cuando dejó las tropas, los forrajes yvíveres, la ambulancia, y, sin soldados ni con-

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voyes, lejos del tráfago del campamento, pudocontemplar los pueblos, los campesinos y susmujeres, las mansiones señoriales, los verdesterrenos donde pacía el ganado, los relevos antelos adormecidos maestros de postas. Sintió tan-ta alegría como si viera todo aquello por prime-ra vez. Lo que más le maravilló y le regocijó fuetropezarse con mujeres jóvenes y vigorosas, alas que seguían decenas de oficiales; mujeresque se sentían felices y agradecidas cuando unoficial se detenía a bromear con ellas.

Ya era de noche cuando Nicolás llegó a Voro-nezh de excelente humor. Pidió en el hotel todoaquello de que llevaba tanto tiempo privándo-se, y al día siguiente, después de afeitarse cui-dadosamente y de ponerse el uniforme de gala,fue a presentarse a las autoridades.

El jefe de milicia era un paisano que tenía elgrado de general, hombre entrado en años queestaba visiblemente encantado de sus ocupa-ciones militares y de su alta graduación. Reci-bió con ira a Nicolás (estaba convencido de que

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la ira era una cualidad muy militar) y, dándoseimportancia y en el tono del que hace uso de underecho, juzgó la marcha general de los asun-tos, y le interrogó, aprobando o desaprobandosus respuestas. Pero Nicolás se sentía tan con-tento que todo aquello le pareció muy diverti-do.

Luego visitó al gobernador de la provincia. Elgobernador era un hombrecillo muy activo,muy bueno y muy simple.

Indicó a Nicolás dónde encontraría buenoscaballos y le recomendó un tratante del puebloy un propietario rural que habitaba a veinteverstas de allí y que poseía una excelente ye-guada. Finalmente le prometió su apoyo.

- ¿Es usted hijo del conde Ilia Andreievitch?Mi mujer era muy amiga de su madre. En casanos reunimos los jueves. Si lo desea, como hoyes jueves, le invito a que venga a vernos singastar cumplidos - dijo el gobernador al despe-dirle.

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Por la tarde, Nicolás, después de vestirse, seperfumó, y, aunque un poco tarde, se presentóen casa del gobernador.

En la reunión había muchas señoras. Nicoláshabía conocido a algunas en Moscú, pero entrelos varones no había nadie que pudiera rivali-zar con el caballero de la cruz de San Jorge, conel húsar de remonta, con el excelente y atentoconde Rostov. Figuraba entre ellos un prisione-ro italiano, oficial del ejército francés, y Nicolásjuzgó que la presencia del mismo aumentaba suimportancia de héroe ruso: era como un trofeo.

En cuanto apareció en el salón, vestido con eluniforme de húsar, esparciendo a su alrededorun olor a vino y a perfume, oyó decir a variasvoces: «Más vale tarde que nunca.» Luego, to-dos los presentes le rodearon, todas las miradasse posaron en él, y en un instante se sintió ele-vado a la posición de favorito, posición agrada-ble siempre y que ahora, después de tan largasprivaciones, le embriagaba. No sólo en los rele-vos, en los albergues y en las casas particulares

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había servidores que le halagaban con sus aten-ciones: también allí, en la velada del goberna-dor, había señoras jóvenes y bellas señoritasque esperaban con impaciencia a que se fijaraen ellas. Todas coqueteaban con él, y las perso-nas mayores pensaban ya en casarle.

Entre estas últimas se hallaba la esposa delgobernador, que le recibió como a un pariente,llamándole Nicolás y tuteándole.

- Nicolás, Ana Ignatievna desea verte - dijo,pronunciando aquel nombre con un tono tansignificativo, que Rostov comprendió que aque-lla Ana Ignatievna debía de ser persona muyimportante -. Vamos, Nicolás, ¿me permitesque te llame así?

- Sí, tía. ¿Por qué quiere verme esa señora?- Porque sabe que has salvado a su sobrina...

¿Sabes de quién te hablo?- , Oh! ¡He salvado a tantas damas!- Su sobrina es la princesa Bolkonski. Está

aquí, en Voronezh, con su tía. ¡Oh, cómo te ru-borizas! ¿Qué? ¿Hay algo entre vosotros?

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-No, ni siquiera he pensado en ello, tía.- ¡Bueno, bueno!La esposa del gobernador le presentó a una

anciana fornida, de estatura elevada, que aca-baba de terminar su partida de naipes con laspersonas más notables del pueblo. Era la señoraMalvintzeva, una viuda rica, sin hijos, tía ma-terna de la princesa María, que vivía en Voro-nezh todo el año. Cuando se acercó a ella Ros-tov, estaba ya en pie pagando lo que había per-dido. Hizo un guiño severo, le miró dándoseimportancia y siguió dirigiendo reproches algeneral que había ganado.

- Encantada, querido -- dijo enseguida a Ros-tov, tendiéndole la mano -. Le invito a que ven-ga a vernos si gusta.

Después de hablar de la princesa María y desu difunto padre, a quien la tía parecía no haberquerido mucho, tras escuchar esta última lo queel joven le refirió acerca del príncipe Andrés -que tampoco gozaba de sus simpatías -, se des-pidió de él, reiterándole la invitación de que

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fuera a hacerle una visita. Nicolás se lo prome-tió y volvió a ruborizarse al despedirse de ella.Siempre que se hablaba delante de él de laprincesa María sentía una mezcla de temor y deconfusión incomprensibles para él mismo.

Al separarse de la señora Malvintzeva quisovolver a bailar, pero la esposa del gobernadorpuso sobre su brazo su mano llena de hoyuelosy manifestó que tenía necesidad de hablarle.

- ¿Sabes, querido - comenzó a decir una vezse hubieron sentado en un apartado rincón-,que eres un buen partido? ¿Quieres que pidapara tí su mano?

- ¿La mano de quién, tía? - preguntó Nicolás.De la Princesa. Catalina Petrovna asegura que

Lilí es la que te conviene; yo prefiero a la Prin-cesa. Estoy segura de que tu madre me lo agra-decerá. Esa muchacha es encantadora; yo no laencuentro fea.

-¡Qué ha de ser fea!- exclamó Nicolás al quehirió la observación-. Pero yo soy un soldado,

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tía; no puedo comprometerme ni asegurar nada- agregó sin pensar lo que decía.

- Bien. Recuerda mis palabras. No hablo enbroma.

Nicolás sintió de repente el deseo y la necesi-dad de explayarse (cosa que nunca hacía con sumadre, ni con su hermana, ni con ningún ami-go), de exponer sus pensamientos más íntimosa aquella mujer, casi una extraña.

Más adelante, al recordar este inexplicable,imperioso e injustificado afán, imaginó (comomuchos hombres) que había sido casual. Sinembargo, unido a otros pequeños aconteci-mientos, debía tener enormes consecuencias nosolamente para él, sino también para su familia.

- Mamá desea casarme con una mujer rica -explicó -, pero me repugna y disgusta esa idea.No quisiera casarme por interés.

- Lo comprendo - asintió la esposa del gober-nador.

- Claro que la princesa Bolkonski es otra cosa.Ante todo, confieso que me gusta mucho, que

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me inspira muchísima simpatía, que desde quela he conocido en circunstancias tan poco co-rrientes pienso sin cesar en la influencia deldestino en nuestras vidas. Por extraño quepueda parecer, mi madre, que no la conoce, mela nombra continuamente. Mientras Natachaestuvo prometida a su hermano, yo no pudepensar en dirigirme a ella, y ha venido a cru-zarse en mi camino precisamente cuando Nata-cha ha roto su compromiso matrimonial... Nohe dicho a nadie, ni diré, una sola palabra detodo esto. Sólo usted lo sabe.

La esposa del gobernador le estrechó la ma-no, reconocida.

- ¿Conoce a Sonia, mi prima? La amo; le hedado palabra de casamiento y haré honor aello... Ya ve como no puedo pensar en otra mu-jer-concluyó Nicolás ruborizándose.

- ¡Muy razonable, querido! Pero Sonia no po-see nada y tú mismo confiesas que andan mallos asuntos de tu padre. ¿Y tu madre? Esto lamatará. Si Sonia tiene corazón, ¿cuánto no su-

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frirá? La apenará ver a tu madre desesperada,los asuntos embrollados... No, amigo mío, So-nia y tú tenéis que comprender.

Nicolás callaba. Le había gustado oír aquellaconclusión. Tras un breve silencio, dijo suspi-rando:

- No obstante, tía, todavía falta saber si laPrincesa me querrá. Además, está de luto.¿Cómo va a pensar en esto?

- ¿Imaginas, acaso, que voy a casarte ense-guida? Hay muchas maneras de hacer las cosas.

- Es usted una buena casamentera, tía - dijoNicolás besándole la mano.

IV

Al llegar a Moscú, después de su encuentrocon Rostov, la princesa María halló allí a susobrino, con el preceptor y una carta del prínci-pe Andrés en que éste le trazaba su itinerario aVoronezh y le hablaba de tía Malvintzeva. Lasperipecias del viaje, la inquietud que le inspira-ba el estado de su hermano, la instalación en

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una nueva casa, entre caras nuevas, la educa-ción de su sobrino, todo esto ahogaba en el al-ma de la Princesa el sentimiento, muy parecidoa la tentación, que la atormentó durante la en-fermedad de su padre y después de su falleci-miento, y especialmente a raíz de su encuentrocon Rostov. Se sentía trastornada. Tras un mesde vida tranquila, experimentaba con mayorintensidad la impresión de la pérdida de supadre, al unirse en su alma a la pérdida de Ros-tov. La sola idea de los peligros que corría suhermano, único pariente que le quedaba, laatormentaba sin cesar. La inquietaba la educa-ción de su sobrino, porque se veía incapaz dedársela. Pero en el fondo de su alma albergabauna satisfacción que nacía de la conciencia dehaber acallado sus sueños y esperanzas relacio-nadas con la aparición de Rostov.

Al día siguiente de la fiesta, la esposa del go-bernador llegó a casa de la señora Malvintzeva,y después de hablar de sus proyectos con la tíade la Princesa, haciendo la observación de que

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si, dadas las circunstancias, no se podía pensaren unos esponsales oficiales, sí que podía re-unirse a los dos jóvenes con objeto de que seconocieran más a fondo y de recibir su aproba-ción; hizo en presencia de la princesa María elelogio de Rostov y contó que se había rubori-zado al oír hablar de ella. Entonces ésta expe-rimento no una alegría sincera, sino un senti-miento enfermizo. Su equilibrio interior noexistía ya, y nuevos deseos, nuevas dudas,nuevas esperanzas, se despertaban en ella.

Durante los dos días que mediaron entre estaentrevista y la visita de Rostov, la princesaMaría no dejó de pensar en la actitud que debíaadoptar. Tan pronto resolvía no salir al salóncuando llegara él, diciéndose que no era correc-to que, llevando luto, recibiera invitados, comopensaba que esta conducta resultaría descortésdespués de lo que Nicolás había hecho por ella.Se dijo que su tía y la esposa del gobernadorforjaban proyectos sobre ella y Rostov (sus mi-radas, sus palabras, parecían confirmar esta

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suposición) y que estos proyectos les incumb-ían únicamente a los interesados; y luego pensóque sólo a ella, espíritu perverso, podíanocurrírsele y no olvidaba que en su situación -todavía no se había despojado de sus crespones- sus esponsales constituirían una ofensa paraella y para la memoria de su padre. Después dedecidir por fin que se presentaría ante Rostov,se imaginó lo que diría él y lo que ella respon-dería. Y estas palabras le parecían ora frías yfútiles, ora demasiado importantes.

Temía, sobre todo, que él supusiera que lamolestaba. Pero cuando el domingo,-terminada la misa, anunció el criado en elsalón la llegada del conde Rostov, la Princesano dio muestras de sentirse disgustada. Susmejillas se tiñeron de un leve rubor y una nue-va y resplandeciente luz iluminó sus pupilas.

- ¿Le has visto, tía? - interrogó con voz tran-quila, sin saber ella misma cómo podía perma-necer tan serena y natural.

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Al aparecer Rostov, bajó un momento la ca-beza, a fin de dar tiempo al visitante para quesaludara a su tía. La levantó cuando Nicolás sedirigió a ella, y correspondió a su mirada conlos ojos brillantes. Con un movimiento lleno dedignidad y de gracia, con una alegre sonrisa, selevantó, le tendió su fina y suave mano y lehabló con una voz que por vez primera teníaun matiz femenino. La señorita Bourienne, quese encontraba también en el salón, la miró conasombro. Ni la coqueta más hábil hubiese ma-niobrado mejor al enfrentarse con un hombre alque quisiera agradar.

«No sé si es que el negro le sienta bien o quese ha embellecido sin que yo me haya dadocuenta... ¡Qué tacto, qué gracia!», pensaba laseñorita Bourienne.

Si en aquellos momentos hubiera podido re-flexionar, la Princesa se habría sorprendidomás que la señorita Bourienne del cambio quese había operado en ella. Desde que su vista seposó en aquel encantador y amado rostro, una

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nueva fuerza vital se posesionó de ella y la hizohablar y actuar contra su voluntad. Su rostro sehabía transformado de súbito al aparecer Ni-colás. Así como los cristales pintados de unfarolito permiten ver, cuando se encienden deimproviso, el trabajo artístico que poco antesparecía grosero y falto de sentido, se transfi-guró de pronto el rostro de la princesa María.Por vez primera se exteriorizaba aquel trabajopuro, espiritual, que había realizado en secreto.Todo este trabajo interior, todos sus sufrimien-tos, sus aspiraciones hacia el bien, la sumisión,el amor, el sacrificio, brillaban ahora en susradiantes ojos, en su fina sonrisa, en cada rasgode su dulce semblante.

Y Rostov se dio cuenta de ello con tanta clari-dad como si la conociera de toda la vida. Advir-tió instintivamente que el ser que tenía delanteera distinto y superior a todos los que habíaconocido hasta aquel momento y, sobre todo,mejor que él mismo.

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Cuando le hablaban de la Princesa o cuandopensaba en ella, se ruborizaba y se turbaba; encambio, en su presencia se sentía despreocupa-do y animoso. No dijo nada de lo que llevabapreparado, sino cuanto pasó por su magín, locual fue, por cierto, lo más oportuno.

La Princesa no salía de casa por el luto, y Ni-colás no juzgó conveniente prodigar sus visitas.Pero la esposa del gobernador seguía madu-rando sus proyectos. Hablaba a Nicolás de laslisonjas que le dedicaba la Princesa, y a ésta delas que le dedicaba Nicolás. Especialmente in-sistió en que el joven tuviera una conversacióna solas con ella. Por fin arregló una entrevistaentre los dos, después de la misa, en casa delarzobispo.

Pero Rostov objetó que no tenía por qué man-tener aquel diálogo y no quiso prometer suasistencia al palacio arzobispal. Como en Tilsit,donde jamás se atrevió a preguntar a los demássi lo que juzgaban bueno lo era en realidad,ahora, tras una lucha breve pero franca entre la

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tentación de ordenar su vida de acuerdo con larazón o de someterse dócilmente a las circuns-tancias, escogió lo último, cediendo a lo que leatraía irremisiblemente. Sabía que no estababien hablar de amor a la Princesa después de lapromesa hecha a su prima, y jamás lo haría,pero sabía igualmente que si se dejaba llevarpor las personas que le dirigían no sólo no co-metería ninguna mala acción, sino que haríaalgo importante, lo más importante de todo loque había hecho hasta entonces.

Tras su entrevista con la Princesa, su vida ex-terior no cambió, pero todos los placeres de quegozó antes perdieron su encanto. Pensaba confrecuencia en María, pero no como pensaba entodas las jóvenes, sin excepción, de la esferaque frecuentaba; tampoco recordaba ya contanto entusiasmo ni con tanta frecuencia a So-nia. Como todos los jóvenes decentes, habíaquerido ver en cada una de ellas a una esposa,y en su imaginación las había dotado de lascualidades que son indispensables para la vida

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conyugal. Las veía vestidas con una bata blan-ca, delante del samovar, en coche, con los ni-ños, con papá y mamá; se representaba sus re-laciones con ellas..., y éstas perspectivas le eranagradables. Cuando pensaba en la princesaMaría, con quien quería casarse, no acertaba aimaginar ningún episodio de su vida en común,y cuando trataba de representárselo, le parecíaficticio.

VLa terrible noticia de la derrota de Borodino,

con las pérdidas rusas, y la más terrible aún delabandono de Moscú al enemigo llegaron a Vo-ronezh a mediados de septiembre.

La princesa María no tuvo noticias directas dela herida de su hermano, el príncipe Andrés,sino que se enteró por los periódicos, dispo-niéndose a partir en su busca. Esto fue todo loque supo Nicolás, que no había vuelto a verla.

Después, aunque no sentía desesperación, ira,deseo de venganza ni nada semejante, Rostov

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comenzó a aburrirse y a no estar a gusto en elpueblo. Todas las conversaciones se le antoja-ban falsas, no sabía qué opinar de los aconteci-mientos y se daba cuenta de que sólo cuando sehallara en el regimiento lo vería todo más claro.Por esto se apresuró a poner fin a la misión queallí le condujera - la de comprar caballos -, ymás de una vez, sin motivo alguno, increpó asus subordinados.

Pocos días antes de su partida se celebró unservicio de acción de gracias en la catedral parahonrar la Victoria alcanzada por las tropas ru-sas. Nicolás fue a la iglesia. Se colocó, por or-den de jerarquías, detrás del gobernador y sedejó mecer por los pensamientos más diversos.Estuvo en pie durante todo el acto. Cuando seconcluyó el servicio le llamó la esposa del go-bernador.

- ¿Has visto a la Princesa? - preguntó se-ñalándole con la cabeza a una señora vestida denegro que estaba cerca del altar.

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Nicolás la reconoció al punto, no tanto por elperfil que distinguía bajo el sombrero, sino porel sentimiento de dolor y de compasión que lesobrecogió enseguida. La princesa María, queestaba evidentemente sumida en sus pensa-mientos, hizo por última vez la señal de la cruzy se dispuso a salir de la iglesia.

Nicolás contempló con asombro su semblan-te. Era el que ya conocía, con una expresiónreconcentrada y espiritual, pero aquel día teníaun brillo distinto. Aquella expresión conmove-dora de tristeza le impresionó vivamente.

Como le sucedía siempre en su presencia, sinescuchar a la esposa del gobernador, sin pre-guntarse si sería correcto o no dirigirle la pala-bra en la iglesia, se aproximó a ella para decirleque conocía la causa de su dolor y que la com-padecía con toda su alma. Una luz repentinailuminó el rostro de María al oír el sonido de suvoz, y su dolor se dulcificó.

- Sólo quiero decirle una cosa - murmuró Ni-colás -. Que si el príncipe Andrés Nikolaievitch

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ya no existiera, como es comandante de regi-miento, su nombre vendría en la lista que pu-blican los periódicos.

La princesa le miró sin comprender el sentidode sus palabras, feliz al reparar en la expresiónde simpatía con que el joven la miraba.

- Además - prosiguió Nicolás -, las heridaspor explosión (los periódicos hablan de unagranada) matan al punto o son leves. Yo estoyconvencido de que...

La Princesa le interrumpió.- ¡Ah, sería espantoso! - exclamó.Y sin explicar la causa de su emoción, inclinó

la cabeza con un movimiento lleno de gracia(como todos los que hacía ante él), le dirigióuna mirada de reconocimiento y siguió a su tía.

Nicolás se quedó por la tarde en casa paraterminar sus cuentas con los chalanes. Cuandohubo concluido advirtió que no podía pensaren salir porque se le había hecho tarde, y em-pezó a pasear por la habitación pensando en lavida, cosa insólita en él.

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La princesa María le había producido enSmolensk una impresión agradable. El hechode volver a verla en condiciones tan particula-res y la coincidencia de que su madre se la mos-trara como un buen partido hicieron que la mi-rase con una atención especial.

En Voronezh, esta impresión fue no sóloagradable, sino también muy viva. La bellezamoral, poco común, que esta vez observó enella, le impresionó profundamente.

Sin embargo, tenía que salir de Voronezh yno pensaba lamentar la pérdida de la ocasiónde ver a la Princesa.

Pero su encuentro con ella en la iglesia le hab-ía producido una emoción más honda de lo quesospechaba y deseaba para su tranquilidad enel porvenir. Aquel rostro fino, pálido, triste;aquella mirada radiante; aquellos graciososmovimientos, y, sobre todo, aquella tristezatierna y profunda que se imprimía en sus ras-gos, le turbaban y le atraían.

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Rostov no podía soportar la actitud de supe-rioridad espiritual en los hombres (por ello nole era simpático el príncipe Andrés). Hablabade esto con desprecio, calificándolo de filosofía,de sueños, pero esta misma tristeza en la prin-cesa María, tristeza que expresaba toda la pro-fundidad de un mundo espiritual que le eradesconocido, le atraía de manera irresistible.

Tenía los ojos y la garganta llenos de lágrimascuando, inesperadamente, entró Lavruchka conun montón de papeles en la mano.

- ¡Imbécil! ¿Por qué entras cuando nadie tellama? - le increpó Nicolás, cambiando al mo-mento de actitud.

- De parte del gobernador - dijo Lavruchkacon voz soñolienta -. El correo ha traído parausted estas cartas.

- ¡Bueno! ¡Márchate!Las cartas eran dos: una de Sonia, en la que le

devolvía su palabra; otra de la Condesa. Lasdos venían de Troitza. Su madre le hablaba delos últimos días de Moscú, de su marcha, del

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incendio, de la pérdida de toda su fortuna.Agregaba, entre otras cosas, que el príncipeAndrés estaba herido y los acompañaba; que suestado era grave, pero que el médico abrigabaesperanzas de que curaría, y que Sonia y Nata-cha eran sus enfermeras y le cuidaban.

La carta de Sonia no sorprendió demasiado aNicolás. Sabía cuánto empeño tenía su madreen romper aquel compromiso para poder casar-le con una rica heredera.

Nicolás se dirigió al día siguiente, con la cartaen la mano, a casa de la princesa María. Ni unoni otra profirieron una sola palabra que hicieraalusión a los cuidados que prodigaba Natacha aAndrés; pero, gracias a aquella carta, Nicolás sesintió de improviso como si fuera pariente de laPrincesa.

Al otro día presenció su marcha para Iaroslavy, algunos después, se incorporó a su regimien-to.

VI

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En la casa convertida en prisión adonde secondujo a Pedro, lo mismo el oficial que lossoldados que le detuvieron adoptaban una acti-tud hostil y respetuosa al mismo tiempo cuan-do le dirigían la palabra. Por el modo que ten-ían de tratarle se veía que seguían sin descubrirsu posición social (podía ser hombre rico e im-portante), y si le demostraban animosidad erapor la lucha reciente, cuerpo a cuerpo, queacababan de sostener con él.

Mas cuando, a la mañana siguiente, fueronreemplazados por la nueva guardia, Pedro re-paró en que ni el oficial nuevo ni los nuevossoldados le concedían la menor importancia. Enaquel burgués de formas macizas, vestido conun caftán como un mujik, no veían al héroe quese batió la víspera con los merodeadores y quesalvó a la niña, sino únicamente a un ruso más;el número diecisiete, de los detenidos por or-den de la autoridad superior. Pedro se destaca-ba, no obstante, por su aire tranquilo y recon-centrado y por su francés, que hablaba correc-

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tamente. Aquel mismo día le unieron a los de-más detenidos sospechosos, porque la habita-ción que ocupaba le hizo falta al oficial.

Todos sus compañeros eran hombres de con-dición inferior y se apartaban de él, sobre todoporque hablaba en francés. Pedro los oyó contristeza burlarse de su persona.

Al día siguiente por la tarde supo que los de-tenidos (y probablemente él entre ellos) seríanjuzgados como incendiarios.

Al tercer día los condujeron a todos a una ca-sa y los colocaron delante de un general francésde blanco bigote, de dos coroneles y de variosoficiales con los brazos en cabestrillo. Con esaprecisión que caracteriza a interrogatorios deesta especie, se les dirigió por separado las pre-guntas siguientes: «¿Quién eres?», «¿Dóndeestabas?», «¿Qué hacías allí?», etcétera.

A la pregunta «¿Qué hacías cuando te detu-vieron?», Pedro repuso con cierto aire melo-dramático que iba a devolver a sus padres auna niña que acababa de salvar de las llamas.

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- ¿Por qué te batiste con el merodeador?-En defensa de una mujer. El deber de todo

hombre honrado es...Le interrumpieron para decirle que aquellas

consideraciones no tenían nada que ver con suasunto.

- ¿Qué hacías en el patio de la casa incendiadadonde te vieron varios testigos?

- Quería ver lo que pasaba en Moscú - res-pondió.

Entonces volvieron a interrumpirle.A continuación se le preguntó adónde iba,

por qué estaba cerca del incendio y quién era.De paso se le recordó que ya se había negado adar su nombre.

Pedro dijo de nuevo que no podía respondera la pregunta.

- Eso no está bien - dijo severamente el gene-ral del blanco bigote y el rostro rubicundo.

Al cuarto día comenzó el incendio por lasmurallas Zubovski. Pedro y sus compañeros

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fueron trasladados a Krimski-Brod y encerra-dos en un almacén.

Al pasar por las calles, el prisionero se sintióasfixiado por el humo que llenaba la ciudadentera. En diversos puntos se veían incendios.Pedro, que no comprendía aún el significado dela destrucción de la ciudad, contempló conhorror las llamas.

El 8 de septiembre se condujo a los prisione-ros, por el campo Devitche, situado a la derechadel convento de monjas, a un punto en que sealzaba un poste. Detrás del poste había unafosa recién abierta y, cerca de ella, un grangentío. Se componía éste de unos cuantos rusosy de gran número de soldados de Napoleón:alemanes, italianos y franceses, todos con trajemilitar. A derecha e izquierda del poste habíauna fila de tropas francesas vestidas con uni-forme azul de charretera roja, cascos y morrio-nes.

Una vez colocados los acusados por el ordenque indicaba la lista (Pedro era el sexto) se les

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mandó que se acercaran al poste. De pronto, lostambores redoblaron a ambos lados del campo,y a su son creyó Pedro que se le desgarraba elalma. Perdió la capacidad de pensar; únicamen-te veía y oía. Su alma sentía un solo deseo: queacabase lo antes posible la terrible cosa que ibaa ocurrir. Miró con atención a sus camaradas.Los dos del extremo habían sido rasurados enla prisión; uno era alto, delgado; el otro, more-no, velludo, musculoso, de nariz aplastada; eltercero era un criado de cuarenta y cinco años,de cabello gris, grueso y bien alimentado; elcuarto, un campesino muy guapo, de barbarubia y larga y ojos negros; el quinto, un obrerode fábrica, muchacho pobre y enclenque, dedieciocho años, vestido como un carpintero.

Pedro oyó que los franceses hablaban de sidebía fusilarse a los prisioneros de uno a uno ode dos en dos.

- ¡De dos en dos! - decidió fríamente el oficial.La fila de soldados cobró súbito movimiento.

Todos se daban prisa, no como quien va a reali-

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zar un acto que todo el mundo comprende yaprueba, sino como quien desea acabar prontouna tarea desagradable, necesaria y poco com-prensible.

Un funcionario francés que lucía una faja seacercó a la hilera de prisioneros y les leyó lasentencia en ruso y en francés. Luego, cuatrosoldados franceses se acercaron a los presos y,por indicación del oficial, se llevaron a los dosdel extremo. Los condenados avanzaron hastallegar junto al poste; allí se detuvieron y, mien-tras se iban a buscar unos sacos, ellos miraron asu alrededor, en silencio, como bestias salvajesa las que acosan los cazadores. Uno de ellos sepersignaba sin cesar; el otro se rascaba la espal-da y sus labios simulaban una sonrisa. Los sol-dados les vendaron los ojos con los sacos y lossujetaron al poste. Pedro les volvió la espaldapara no ver lo que iba a suceder. De improvisosonó un chasquido, luego un ruido semejante almás horrísono de los truenos; así se lo pareció aPedro, que se volvió de frente. Pálidos, con las

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manos trémulas, los franceses hacían algo juntoa la fosa. Luego se llevaron a los dos presossiguientes. Éstos miraban a todos en silencio;sus ojos pedían auxilio en vano y no parecíancomprender ni creer en lo que iba a ocurrir.

No podían creerlo porque sólo ellos sabían elsignificado de su propia vida. De aquí que noconcibieran que se la pudiesen arrebatar.

Pedro, que no quería ver, se volvió de nuevo,pero una detonación espantosa le desgarró lostímpanos y, al propio tiempo, divisó el humo,la sangre, los rostros pálidos y espantados delos franceses, que volvían a maniobrar junto alposte y con manos temblorosas se empujabanunos a otros. Pedro suspiró con fuerza y echóuna mirada a su alrededor, como si preguntara:«¿Qué significa esto?» La misma pregunta seleía en todas las miradas que se tropezaban conla suya.

En las caras de los rusos, en las de los solda-dos franceses, en las de los oficiales, en todoslos rostros sin excepción, se leía el mismo

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horror, el mismo miedo, la misma lucha que seentablaba en su alma. «¿Para qué hacer esto?»

«Todos sufren como yo. ¿Quién habrá man-dado esto, quién, quién habrá sido?», se decíaPedro.

- ¡Tiradores del ochenta y seis, adelante!-gritóuna voz.

A continuación se llevaron solo al quinto pri-sionero, el que estaba al lado de Pedro.

Este se dio cuenta de que estaba salvado y deque le habían llevado allí sólo para que presen-ciara las ejecuciones. Era evidente que se hab-ían enterado de que era un personaje, cuyo fu-silamiento habría podido originar complicacio-nes.

Con horror creciente, sin sentir alegría nitranquilidad, observaba lo que sucedía ante él.El quinto sentenciado era el obrero.

En cuanto le tocaron dio un salto y se asió aPedro, que se estremeció y se desprendió de él.

El obrero no pudo andar solo. Tuvieron quecogerlo por debajo de los sobacos, y murmuró

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palabras ininteligibles. Al colocarle ante el pos-te calló de pronto. ¿Se daba cuenta de que cla-maba en vano o creía imposible que fueran amatarle? Se quedó quieto junto al poste, espe-rando a que le vendaran los ojos, como a suscompañeros, mientras miraba a la multitud conojos brillantes. Pedro no pudo volverse esta vezni cerrar los ojos. Su curiosidad y su emociónllegaban al límite, como la de todos los presen-tes. El quinto preso estaba ya tan tranquilo, alparecer, como los anteriores. Se cruzó el abrigoy con uno de los pies descalzos se frotó el otro.

Cuando le vendaron los ojos se arrancó eltrapo. El nudo le hacía daño. Al atarle al ensan-grentado poste se inclinó, pero como se hallabaincómodo en aquella postura se enderezó y seapoyó en él con las piernas rígidas.

Pedro no le perdió de vista y observaba hastasus menores movimientos. Es probable que losdemás oyeran la voz de mando, así como eldisparo de los ocho fusiles. Pedro no percibiónada, únicamente vio inmovilizarse al obrero,

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mientras dos manchas de sangre aparecían endos puntos de su cuerpo. Vio también ponersemuy tirantes las cuerdas bajo el peso de sucuerpo y que él doblaba de manera anormal lacabeza y las piernas y, luego, que caía al suelo.

Nadie impidió que Pedro se acercara al poste.Unos hombres pálidos trabajaban a su alrede-dor. La mandíbula inferior de un viejo y bigo-tudo francés temblaba mientras deshacía losnudos de la cuerda. El cuerpo de la víctima secontraía. Los soldados le arrastraron con torpe-za, apresuradamente, hasta el otro lado del pos-te y le echaron a la fosa.

Aquellos soldados sabían que eran unos cri-minales y se apresuraban a ocultar las huellasde sus crímenes.

Pedro se asomó a la fosa y vio allá abajo alobrero con las rodillas dobladas a la altura de lacabeza y un hombro más alto que otro. Estehombro se alzaba y bajaba nerviosamente.

Pero ya la tierra caía sobre los cuerpos. Unsoldado dijo a Pedro que se apartara. Pedro no

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entendió lo que le ordenaban y siguió junto alposte, sin que nadie le echase de allí. Cuando lafosa quedó cubierta por completo, se oyó unaorden. Se llevaron a Pedro a su sitio y las tropasfrancesas, que seguían inmóviles junto al poste,dieron media vuelta y desfilaron ante él. Vein-ticuatro tiradores con los fusiles descargados seacercaron allí mientras desfilaban las compañ-ías ante ellos.

Pedro contempló con ojos apagados a los ti-radores, que, de dos en dos, salían del circulo.

Todos menos uno se unieron a sus camara-das. Un soldado joven, pálido como un muerto,tocado con un casco y con el fusil en la mano,permanecía delante de la fosa, en el mismo sitiodonde había disparado. Se tambaleaba como unborracho; sus piernas avanzaban y retrocedíanpara sostener su cuerpo vacilante. Un viejo sol-dado, un suboficial, salió de las filas, cogió alsoldado por un hombro y lo hizo entrar enellas. La multitud, compuesta de rusos y fran-

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ceses, se dispersó. Todos marchaban en silen-cio, con la cabeza baja.

-Esto les enseñará a no ser incendiarios... -comentó un francés.

Pedro se volvió al que hablaba; observó queera un soldado que quería olvidar lo que aca-baba de hacer, sin conseguirlo. Hizo unademán y se fue.

VIIDespués de la ejecución se separó a Pedro de

los demás detenidos y se le dejó solo en unacapilla saqueada.

Por la tarde, el suboficial de servicio y dossoldados entraron en la capilla e informaron alpreso de que había sido indultado e iba a serconducido a las viviendas de los detenidos mi-litares. Sin comprender lo que se le decía, Pedrose levantó y siguió a los soldados. Fue condu-cido a las barracas construidas con vigas que-madas en la parte alta de las afueras y se le hizoentrar en una de ellas.

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Una veintena de presos le rodearon en la os-curidad. Él los miró sin comprender quiéneseran, por qué estaban allí y qué era lo que quer-ían de él. Escuchaba las palabras que se le dirig-ían, sin sacar de ellas la menor conclusión; nocomprendía su importancia. Respondió a laspreguntas que se le hicieron sin ver a la perso-na o personas que las hacían ni cómo se inter-pretaban sus respuestas. Miraba las expresio-nes, las caras, y todas le parecían iguales.

Desde que presenció, a su pesar, la horriblematanza cometida por los hombres, experimen-taba una sensación singular: le parecía que sehabía roto en él el resorte del que dependía suvida y que todo era polvo ahora a su alrededor.

Sin que lo advirtiera, se disipaba en su almala fe en el bienestar del mundo, en el alma, enDios. Ya había sentido otras veces algo pareci-do, pero no con tanta intensidad.

Antes, cuando una duda parecida le asaltaba,se decía que dudaba por culpa suya; se dabacuenta de que el medio de librarse de la incer-

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tidumbre y de la desesperación estaba en élmismo.

Ahora no creía ser el culpable de que el mun-do se derrumbara ante su vista dejando ruinasúnicamente. Se hacía cargo de que no estaba ensu mano recobrar la fe en la vida.

A su alrededor, en la oscuridad, se encontra-ban gentes desconocidas, y era muy probableque él las divirtiera. Se le dirigió la palabra, sele trasladó a otra parte y, por fin, se encontró enun rincón de la barraca con unos seres que seinterpelaban riendo.

-Sí, compañeros..., fue el príncipe mismoquien...-dijo una voz desde el extremo opuestode la barraca.

Silencioso e inmóvil, sentado en la paja juntoa la pared, Pedro abría y cerraba los ojos.

Pero, apenas bajaba los párpados, veía ante élel rostro espantoso del obrero y los más horri-bles todavía de sus involuntarios asesinos.

A su lado se hallaba sentado un hombre detalla exigua, de cuya presencia se había dado

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cuenta enseguida por el fuerte olor a sudor quese desprendía de él a cada uno de sus movi-mientos. Este hombre estaba encogido en laoscuridad y, aunque Pedro no le veía el rostro,se daba cuenta que no le quitaba la vista deencima. Al mirarle más atentamente, compren-dió lo que hacía: se descalzaba de una maneraque le llamó la atención.

Después de desatar los cordones que rodea-ban una de sus piernas, los arrolló con cuidadoy enseguida se quitó los de la otra pierna, mi-rando a Pedro.

Cuidadosamente, con movimientos regulares,el hombre se descalzó, colgó el zapato de unode los clavos de madera que había en la pared,sobre su cabeza, y, sacando una navaja, cortóalgo con ella. Luego la cerró, se la guardó, seinstaló con más comodidad y miró fijamente aPedro.

Este experimentaba una sensación agradable,consoladora, inspirada por los movimientos

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regulares e incluso el olor de aquel hombre, queno le quitaba ojo.

-Ha presenciado usted muchas ejecuciones,¿verdad, señor? - le interrumpió de repente.

La voz cantarina del hombre era tan acaricia-dora, tan natural, que Pedro quiso responder;pero le temblaban los labios y los ojos se le lle-naron de lágrimas. Inmediatamente, sin esperara que le hablase de sus sufrimientos, el hom-brecillo se puso a charlar con la misma agrada-ble voz.

- No te disgustes, amigo - recomendó con eseacento tierno, cantarín, acariciador, con quehablan las viejas rusas -. No te disgustes, ami-go. El pesar dura una hora; la vida, un siglo.Nosotros vivimos en este mundo gracias aDios. Los hombres son así, unos buenos y otrosmalos.

Y con un ágil movimiento se levantó, empezóa toser y se fue al otro lado de la barraca.

- ¡Ah, malvada! ¿Conque has vuelto? - dijodesde su nuevo rincón con la misma voz llena

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de ternura -. Ha vuelto, se acuerda de mí...¡Bueno, basta!

Y rechazando a una perrita que daba saltos asu alrededor regresó a su sitio y se sentó otravez. Tenía algo en la mano.

- Toma, come si quieres - dijo a Pedro conacento respetuoso, ofreciéndole unas patatascocidas -. Son excelentes.

A Pedro, que no había comido nada desde lavíspera, le pareció muy apetitoso el olor de laspatatas. Las aceptó, dio las gracias a su compa-ñero y se puso a comer.

- ¿Por qué te las comes así? - dijo éste son-riendo -. Mira cómo lo hago yo - agregó co-giendo una patata y cortándola con el cuchilloen dos partes iguales.

Hecho esto, roció de sal una de ellas y se laofreció a Pedro.

- Son excelentes - repitió -. Come.A Pedro le pareció, en efecto, que nunca hab-

ía probado nada mejor.

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- A mí me da lo mismo - observó éste -, pero¿por qué han fusilado a esos desgraciados? ¡Elúltimo no había cumplido los veinte años!

- ¡Chist! - dijo el hombrecillo -. ¡Ah, cuánto sepeca, cuantísimo se peca! - añadió vivamente,como si tuviera ya preparadas las palabras y lesalieran por sí mismas de la boca -. ¿Por qué tehas quedado en Moscú?

- Porque no sospechaba que llegaría tan pron-to el enemigo.

- ¿Y te han cogido en tu propia casa?- No, quise ver el incendio y me detuvieron y

juzgaron como a incendiario.-¡Ah, sí! El juicio, la justicia...- ¿Y tú? ¿Llevas mucho tiempo aquí dentro?- No. Me sacaron del hospital el domingo pa-

sado.- ¿Eres soldado?- Pertenezco al regimiento de Apcheron; tenía

fiebre y por poco me muero. Nadie nos dijonada. Eramos una veintena de hombres los queestábamos enfermos. A ninguno se le ocurrió...

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- ¿Te aburres aquí?- ¿Cómo no he de aburrirme, padrecito? Me

llaman Platón; mi apellido es Karataiev. En elservicio me apodaban «El Halcón». ¿Cómo novoy a aburrirme, padrecito? Moscú es madre detodas las ciudades y me duele su caída. Perotambién el gusano se come la col y luego mue-re. Así lo dicen los viejos.

- ¿Cómo, cómo has dicho?- Quiero decir que lo que pasa es por volun-

tad de Dios - repuso el soldado, creyendo repe-tir exactamente lo que había dicho antes -. Y túposees dominios, ¿verdad? ¿Y una casa? ¿Y unaesposa? ¿Viven aún tus ancianos padres?

Pedro no veía en la oscuridad, pero se dabacuenta de que, mientras le interrogaba, el sol-dado sonreía con ternura. A éste le emocionosaber que Pedro era huérfano. Sobre todo leimpresionó el hecho de que no tuviera madre.Porque, como dijo, «la mujer nos aconseja, lasuegra nos salva, pero en el mundo no existenada tan precioso como una madre».

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- ¿Tienes hijos?La respuesta negativa de Pedro le entristeció,

mas se apresuró a observar:- ¡Bah! Todavía eres joven, a Dios gracias, y

ya los tendrás... si vives en buena armonía contu mujer.

- ¡Ah! Ahora todo me da lo mismo - exclamóPedro a su pesar.

Platón cambió de postura, tosió y se dispusoa darle una larga explicación.

Yo también he poseído un hogar, amigo - de-claró -. El dominio de nuestro señor era rico;poseía muchas tierras. Los campesinos que leservíamos vivíamos bien y, a Dios gracias, mifamilia prosperaba. Mi padre trabajaba, así co-mo mis cinco hermanos. Todos éramos verda-deros hijos de la tierra. Pero un día...

Platón Karataiev refirió a Pedro una larga his-toria. Un día que quiso coger leña en un bosquevecino, lo sorprendió el guardia, le dio de lati-gazos, le juzgaron y después le alistaron en elejército.

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- Ya ves, aquello parecía ser un mal, pero enel fondo fue un bien - admitió sonriendo -, por-que, de no ser por mi infracción, le hubiera to-cado ir al servicio a mi hermano menor, quetenía cinco hijos, mientras que yo sólo teníamujer. El había tenido, además, una hija, peroDios se la llevó. Una vez que me dieron unosdías de permiso regresé a casa y vi que la fami-lia vivía mejor que antes. El establo rebosaba deganado, las mujeres se quedaban en casa, dosde mis hermanos se ganaban el pan fuera y elmás pequeño, Mikhailo, trabajaba en casa. Mipadre dijo: «Para mí, todos mis hijos son igua-les. Si alguien me muerde en un dedo, siento eldolor en todo el cuerpo, y si no se hubieranllevado a Platón, habría tenido que partir Mi-khailo.» Nos llamó a todos, nos colocó delantedel icono y dijo: «Mikhailo, ven; inclínate, y tú,mujer, haz también una reverencia; saludadle,niños.» El destino nos hace malas o buenas pa-sadas. Nuestra felicidad, amigo mío, es como elagua en las redes del pescador. Se las echa al

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mar y se hinchan; se las saca y se deshinchan.Así es la vida.

Platón se acomodó sobre la paja.Tras un momento de silencio se incorporó.- Bueno; supongo que desearás dormir...Dicho esto, se santiguó rápidamente murmu-

rando:- Señor Jesucristo, santos Nicolás, Froilán y

Lorenzo, perdónanos y sálvanos.Se inclinó hasta el suelo, se enderezó, suspiró

y se sentó en la paja.- ¿Qué oración es ésa? -preguntó Pedro.- ¿Eh? ¿Qué? -dijo Platón medio dormido-.

¿Mi oración...? Ya la has oído. ¿Y tú no rezas?- Sí. Pero ¿qué quiere decir eso de Froilán y

Lorenzo?- ¡Cómo! ¿No lo sabes? Son los santos patro-

nos de los caballos. Hay que tener compasióntambién de los animales. ¡Ah, la muy pícara hadado media vuelta! Está fatigada - explicó pal-pando a la perrita, que estaba acurrucada juntoa sus piernas. Luego se volvió y se durmió.

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Del exterior llegaban gritos, llantos, y, através de un agujero, se veía el resplandor delfuego. Pero en el interior de la barraca todo eraoscuridad y silencio. Pedro permaneció des-pierto largo rato. Estaba echado, con los ojosmuy abiertos, oía los ronquidos de Platón, alque tenía aún a su lado, y advertía que el mun-do destruido antes se reconstruía ahora en sualma con una belleza nueva, sobre cimientosinconmovibles, nuevos también...

VIIILa barraca adonde se condujo a Pedro, en la

que permaneció por espacio de cuatro semanas,cobijaba en calidad de prisioneros a veintitréssoldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Todas esas gentes se le aparecían a Pedrohundidas en una especie de niebla espesa, peroPlatón Karataiev se quedó para siempre graba-do en su alma como un recuerdo amado e in-tenso, como el símbolo de la bondad y de lafranqueza rusas.

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Esta primera impresión se confirmó cuando, ala mañana siguiente, vio a su vecino. Toda lapersona de Platón, con su capote corto, su gorroy su lapti, era redonda: lo era la cabeza, la es-palda, el pecho, los hombros, incluso los bra-zos, que movía con frecuencia como si se dis-pusiera a arrojar algo. Su agradable sonrisa, susgrandes, tiernos y oscuros ojos resultaban re-dondos también. A juzgar por el relato que hac-ía de las campañas en que había tomado parte,parecía tener cincuenta años. El ignoraba suedad, no podía precisarla; pero sus dientes,fuertes y blancos, que mostraba al reír, eranbellos y estaban bien conservados; ni sus cabe-llos ni su barba tenían una sola cana y todo sucuerpo era flexible, firme y resistente.

A pesar de algunas pequeñas arrugas, su ros-tro tenía una expresión de inocencia juvenil; suvoz era agradable y cantarina, sus palabrasfrancas y corteses. Era evidente que nunca pen-saba lo que decía o tenía que decir, y por eso

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sin duda la rapidez y firmeza de sus respuestasrevelaban una convicción inquebrantable.

Su fuerza física y la preparación de susmúsculos eran tales, que no parecía compren-der la fatiga ni la enfermedad. Todos los días, allevantarse y al acostarse, decía: «Haz, Dios mío,que duerma como un leño y que me levante entan buen estado como el pan.» Por las mañanassolía agregar, encogiéndose de hombros: «Bue-no. Me acosté, me levanté, me vestí, me puse atrabajar.» En efecto, apenas abría los ojos seapresuraba a hacer algo con ese afán con que elniño coge sus juguetes. Sabía hacerlo todo nidemasiado bien ni demasiado mal: guisaba,amasaba, cosía, clavaba, confeccionaba zapatos.Se hallaba constantemente ocupado y sólo porla noche entablaba conversación -le gustabamucho charlar - o entonaba alguna cancioncilla.No cantaba como aquel que sabe que se le es-cucha, sino como las aves, porque sentía la ne-cesidad de emitir sonidos, del mismo modo quesentía el deseo de estirarse o de andar. Sus

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cánticos eran siempre muy tiernos, muy dulces,como los de una mujer melancólica, y mientrascantaba, su rostro conservaba la seriedad.

Al verse prisionero y con la barba crecida re-chazó todo cuanto había en él de soldado y queera extraño a su manera de ser y recobró el airey las costumbres del campesino.

- Cuando el soldado disfruta de permiso debellevar la camisa fuera del pantalón - decía.

No le gustaba hablar de sus años de servicio,pero tampoco se quejaba de ellos, pues decía amenudo que nunca le habían pegado en el re-gimiento. Cuando narraba algo hacía alusión,con frecuencia, a recuerdos antiguos, visible-mente queridos para él, de su vida de campesi-no. Los proverbios de que salpicaba sus frasesno eran inconvenientes como los que suelendecir los soldados. Eran refranes populares,que, aislados, parecían carecer de sentido, peroque, empleados oportunamente, sorprendíanpor la profunda sabiduría que revelaban. Mu-chas veces se contradecían, mas siempre resul-

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taban apropiados. A Platón le gustaba conver-sar y lo hacía bien, sirviéndose de vocablos aca-riciadores, de sentencias de su propia cosecha,o así se lo parecía a Pedro. Pero el encanto prin-cipal de su conversación estribaba en la solem-nidad de que revestía los acontecimientos mássencillos, los mismos a veces que había presen-ciado Pedro sin reparar gran cosa en ellos. Es-cuchaba con gusto los cuentos (siempre losmismos) que todas las tardes refería un solda-do, pero prefería las historias verdaderas. Alescuchar tales narraciones sonreía satisfecho eintroducía palabras nuevas o hacía preguntascuya finalidad era la de sacar una moraleja delo que se contaba. No se sentía unido a nada; noparecía tener ninguna amistad, ningún afecto, ala manera que los entendía Pedro, pero amabay vivía en buena armonía con aquellos a quie-nes las circunstancias ponían a su lado, es decir,con el Hombre, no sólo con este o aquel hom-bre. Amaba a su perro, amaba a sus camaradas,amaba a los franceses, a Pedro, su vecino en la

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prisión, mas Pedro se daba cuenta de quecuando se separase de él, aquel hombre no seentristecería lo más mínimo. Y él, Pedro, co-menzaba a sentir lo mismo respecto de Karatai-ev.

Para los demás prisioneros era Platón un sol-dado vulgar; le llamaban «El Halcón» o Plato-cha; se burlaban un poco de él, le hacían encar-gos, pero ya desde el primer momento se pre-sentó a Pedro como un ser incomprensible, re-dondo, como la personificación constante de laverdad y de la sencillez, y así le vería siempre.

Salvo sus oraciones, no sabía nada de memo-ria. Cuando empezaba a hablar, ni él mismoparecía saber cómo iba a concluir. Muchas ve-ces, sorprendido por el sentido de sus palabras,Pedro le obligaba a repetirlas, mas ya no lasrecordaba, como tampoco recordaba nunca laletra de su canción favorita. Sus dichos y susactos se desprendían de él con la misma espon-taneidad y la misma necesidad imperiosa conque se desprende el perfume de la flor.

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IX

Después de enterarse por Nicolás de que suhermano estaba con los Rostov, en Iaroslav, laprincesa María, a pesar de las exhortaciones desu tía, se preparó para partir, y no sola, sino consu sobrino. No se preguntó ni quiso saber si laempresa sería difícil o no, posible o imposible.Su deber le dictaba no solamente dirigirse allado de su hermano, gravemente herido, sinollevarle a su hijo. Por consiguiente, lo dispusotodo para una rápida marcha. El hecho de queel Príncipe no le escribiera personalmente se loexplicaba diciéndose que tal vez estuviera de-masiado débil para coger la pluma o bien que éljuzgaba que el trayecto era demasiado largo ypeligroso para ella y su hijo y no quería tentarlacon sus cartas a ir a su lado.

Los últimos días de su estancia en Voronezhfueron los mejores de su existencia. Su amorpor Nicolás Rostov no la atormentaba, no laemocionaba ya. Este amor llenaba toda su alma,

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se había convertido en una parte de sí misma yya no luchaba contra él. Estaba convencida -sinosar confesárselo con franqueza - de que amabay era amada. La afirmó en esta creencia suúltima entrevista con Nicolás el día en que fuea notificarle que el príncipe Andrés estaba conlos Rostov. Nicolás no hizo entonces ningunaalusión a que, en caso de curarse el príncipeAndrés, pudieran reanudarse entre él y Nata-cha las pasadas relaciones, mas la princesaMaría vio impreso en su rostro lo que sabía y loque pensaba acerca de ello. A pesar de esto, susrelaciones con ella seguían siendo tiernas yafectuosas. Incluso parecía regocijarse de aquelposible y futuro parentesco con la princesaMaría, el cual le permitía expresarle con mayorlibertad sus sentimientos. Así pensaba la Prin-cesa. Sabía que amaba por primera y última vezen su vida; se sentía amada, y esta conviccióntranquilizaba su espíritu y la hacía dichosa.Empero, esta dicha parcial no impedía quecompadeciera a su hermano con toda su alma.

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Es más, la paz interior que ahora sentía facilita-ba en cierto modo su entrega total a los senti-mientos que le inspiraba Andrés. Su inquietudfue tan viva al salir de Voronezh, que, al con-templar su atormentado semblante las personasque la acompañaban, no dudaban que enfer-maría por el camino. Mas las dificultades, laspreocupaciones del viaje, a las que se entregófebrilmente, la distrajeron de su dolor y le in-fundieron energías.

Como suele suceder en estos casos, la prince-sa María no pensaba más que en el viaje y seolvidaba de su finalidad. Pero, al acercarse aIaroslav, lo que iba a ver se presentó a su ima-ginación vivamente. Entonces su emoción lle-gaba al límite.

Cuando el correo que la precedía y que habíasido enviado por ella a Iaroslav para informarsede la salud del príncipe Andrés y del lugar enque se hallaban los Rostov, se tropezó, ya deregreso, con el coche, cerca de la puerta del

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pueblo, quedó impresionado al ver el pálidorostro de la Princesa asomado a la ventanilla.

-- Ya lo sé todo, Excelencia. Los Rostov habi-tan en casa del comerciante Bronikov. No estálejos, a la orilla del Volga.

La princesa María le miró con temor, nocomprendiendo por qué aquel hombre no lehablaba de lo principal: la salud de su herma-no. La señorita Bourienne preguntó lo que laPrincesa no se atrevía a preguntar.

- ¿Cómo está el Príncipe?- Su Excelencia está con ellos, en la misma ca-

sa.Entonces vives, se dijo María; y preguntó en

voz baja:- ¿Cómo se encuentra?-Los criados dicen que sigue en el mismo es-

tado.¿Qué significaba «seguir en el mismo esta-

do»? La Princesa no lo quiso averiguar. Se con-tentó con mirar furtivamente a Nicolás, niño desiete años, que iba sentado frente a ella; luego

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bajó la cabeza y ya no volvió a levantarla hastaque, vacilando y chirriando, el coche se detuvo.La portezuela se abrió ruidosamente. A la iz-quierda, la Princesa vio un gran río; a la dere-cha, la entrada de una casa, criados y una mu-chacha de larga trenza negra cuya sonrisa lepareció fingida y desagradable. (Era Sonia.) LaPrincesa subió con paso ligero la escalera. Lamuchacha de la sonrisa indicó: «Por aquí, poraquí», y María se encontró en el recibidor, anteuna mujer entrada en años, de tipo oriental,que, emocionada, le salía al encuentro. Era laanciana Condesa, que la asió por la cintura y laabrazó.

-Hija mía, la quiero y la conozco hace tiempo- dijo.

A pesar de la emoción, María comprendióquién era aquella dama y que debía decir algo.Sin casi darse cuenta, murmuró unas frasescorteses en respuesta a las que en el mismotono se le dirigían; luego pregunto:

- ¿Dónde está?

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- El médico asegura que se halla fuera de pe-ligro - explicó la Condesa; pero el suspiro y laexpresión de sus ojos, que elevó al cielo, conqueacompañó sus palabras estaban en contradic-ción evidente con ellas.

- ¿Dónde está? ¿Lo puedo ver?- Enseguida, Princesa, amiga mía. ¿Es ése su

hijo? -interrogó la Condesa señalando al pe-queño Nicolás, que entraba en aquel momentoen compañía de Desalles, su ayo -. La casa esgrande. Todos ustedes podrán alojarse aquí.¡Oh, qué niño tan encantador!

La Condesa hizo entrar en el salón a María.Sonia hablaba con la señorita Bourienne; laCondesa acariciaba al pequeño. El viejo Condeentró en la habitación para saludar a la reciénllegada. Había cambiado mucho desde la últi-ma vez que María le había visto.

Entonces era un viejo guapo, alegre, segurode sí mismo. Ahora daba lástima verle. Mien-tras hablaba con la Princesa, miraba a su alre-dedor, como para asegurarse de que hacía lo

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más conveniente. Después del saqueo deMoscú y de sus dominios; después de habertenido que renunciar a sus costumbres, ya no sesentía persona importante y consideraba que yano había lugar para él en la vida.

La Princesa deseaba ver enseguida a su her-mano, y le molestaba verse rodeada así enaquellos momentos, pero mientras acariciabana su sobrino con afecto reparó en todo lo que sehacía junto a ella y se sintió impelida a some-terse al nuevo medio en que se hallaba. Sabíaque todo aquello era necesario aunque enojoso,y no guardaba rencor a los que la rodeaban.

- Es mi sobrina - indicó la Condesa, presen-tando a Sonia -. ¿La conoce, Princesa?

La Princesa se dirigió a la muchacha y la besópara sofocar el sentimiento de hostilidad quedespertaba en su alma. Pero le era penoso queel estado de espíritu de las personas que teníadelante estuviera tan alejado del que nacía enella.

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- ¿Dónde está? - volvió a preguntar dirigién-dose a todos.

- Abajo. Natacha está con él - repuso Soniaruborizándose -. Ya han ido a preguntar cómose encuentra. Debe de estar fatigada, Princesa.

La Princesa lloraba, tanta era su inquietud. Sevolvió y quiso preguntar a la Condesa pordónde se iba a la planta baja, cuando detrás dela puerta se oyeron unos pasos rápidos, casialegres. La Princesa miró en aquella dirección yvio a Natacha, aquella misma Natacha que tan-to le desagradó durante su visita a Moscú.

Mas apenas observó su semblante compren-dió que era su verdadera compañera de dolory, por consiguiente, su amiga. Se lanzó a suencuentro, la enlazó por la cintura y lloró sobresu hombro.

En cuanto Natacha, que estaba sentada juntoa la cama del príncipe Andrés, supo la llegadade la Princesa, salió a paso rápido - alegre lepareció a Maria - de la habitación y corrió alencuentro de la viajera.

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Al entrar en la sala, su conmovido rostro ten-ía una sola expresión: la de un amor infinitohacia la Princesa, hacia Andrés, hacia todos losque tenían con él algún lazo de sangre. Tam-bién había en aquella mirada sufrimiento ypiedad para todos y el deseo apasionado deentregarse a ellos por entero, de ayudarlos. Seveía que en aquel momento no pensaba en susrelaciones con Andrés ni en sí misma.

La intuitiva Princesa lo comprendió así a laprimera ojeada que dirigió a aquel rostro, y poresto lloró amargamente apoyada en su hombro.

- Ven, Maria - dijo Natacha arrastrándola a laotra habitación.

La Princesa levantó la cabeza, se enjugó losojos y se volvió a mirarla. Se daba cuenta deque por ella lo sabría y lo comprendería todo.

- ¿Qué...? - comenzó a decir; pero enmudecióde pronto; las palabras no dicen ni expresannada. El rostro y los ojos de Natacha se lo di-rían todo con más claridad, más sinceramente.

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Natacha la miró; pero temía revelar todo loque sabía. Ante aquellos ojos radiantes quepenetraban hasta el fondo de su corazón nopodía decirse toda la verdad. Los labios de Na-tacha temblaban; de pronto se le formaron unasfeas arrugas alrededor de la boca y prorrumpióen sollozos, ocultando el rostro en las manos.

La Princesa lo comprendió todo.Sin embargo, esperaba, y preguntó con pala-

bras, aquellas palabras en que no creía:- ¿Cómo es la herida? ¿Cómo está él?- Ya lo verás - fue todo lo que pudo contestar

Natacha.Al llegar abajo se sentó un momento, antes de

entrar en la habitación, para enjugarse las la-grimas y adoptar una expresión tranquila.

- ¿Progresa el mal? ¿Hace mucho que está pe-or? ¿Cuándo ha sucedido? - preguntó la Prince-sa.

Natacha le refirió que, en un principio, el pe-ligro estaba en los dolores y en el estado febrildel herido. Poco antes de llegar al convento de

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Troitza pareció reaccionar y el médico ya notemió que pudiera declararse la gangrena. Peroaunque también este peligro había pasado, alllegar a Iaroslav la herida comenzó a supurar.A continuación volvió la fiebre, aunque estavez era menos peligrosa.

- Pero hace dos días que... - Natacha calló. Seesforzaba por reprimir el llanto -. Ven. Tú mis-ma verás cómo se encuentra - concluyó.

- ¿Está débil? ¿Ha adelgazado? - preguntó laPrincesa.

-No. No es eso precisamente. Es... peor. Yaverás. ¡Ah, María! ¡Es demasiado bueno! Nopuede vivir porque... ¡es demasiado bueno!

XCuando abrió la puerta, mediante un hábil

movimiento, y dejó pasar delante a la Princesa,ésta sintió que le subían los sollozos a la gar-ganta. Había tratado de prepararse de antema-no para aquella entrevista, pero ahora se daba

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cuenta de que no tenía entereza suficiente pararetener las lágrimas ante su hermano.

Comprendía lo que Natacha quiso decir conaquello de: «Hace dos días que...» El carácterdel Príncipe se había dulcificado de pronto, yeste enternecimiento era un mal síntoma. Alfranquear el umbral, la Princesa volvió a verle,con los ojos de la imaginación, como cuandoera niño, con su expresión tierna y dulce, ex-presión que mostró luego tan raras veces que,cuando aparecía, la impresionaba. Estaba con-vencida de que iba a oír de sus labios palabrastan amables, tan conmovedoras como las que lededicó su padre moribundo, frases que no sesentía capaz de volver a escuchar sin lágrimas.Pero, comprendiendo que tarde o tempranotendría que entrar allí, irrumpió resueltamentey de pronto en la habitación. Los sollozos segu-ían sacudiéndola cuando, con ojos de miope,distinguió su cuerpo y buscó con la vista susrasgos. Luego le vio con claridad y las miradasde los dos se encontraron.

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El Príncipe estaba tendido en un diván, ro-deado de almohadas y envuelto en un batínforrado de petit gris. Estaba pálido y delgado.Una de sus finas manos, blancas, transparentes,sostenía el pañuelo. Con la otra se tocaba elpoco poblado bigote. Sus ojos se fijaban en to-das las personas que entraban en la habitación.

La princesa María sintió de improviso que sucompasión se disipaba, que sus lágrimas des-aparecían y que cesaban sus sollozos. La expre-sión del rostro y de la mirada que se cruzabacon la suya la intimidaban, le hacían sentirseculpable.

«¿Pero de qué?», se preguntó.«De vivir, de pensar en los vivos, mientras

que yo...», respondió la mirada fría, severa, deAndrés.

En aquella mirada profunda, lejana, que diri-gió lentamente a su hermana y a Natacha seleía un sentimiento de hostilidad.

Pero besó a María y le estrechó la mano comode costumbre..

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- ¡Hola, querida! ¿Cómo has llegado hastaaquí? - preguntó con voz inexpresiva y tan hos-til como su mirada. (Si hubiera lanzado un gritopenetrante, de desesperación, este grito habríaaterrorizado menos a la Princesa que aquellavoz)-. ¿Has traído a Nicolás? - agregó con lamisma entonación lenta e inexpresiva, reunien-do sus recuerdos mediante un esfuerzo visible.

- ¿Cómo te encuentras? - preguntó la Princesaextrañándose de sus propias palabras.

- Pregúntaselo al doctor, querida.Y haciendo un nuevo esfuerzo para demos-

trarle ternura, dijo, solamente con los labios(pues se veía que no pensaba lo que decía):

- Gracias, hermana mía, por haber venido.María le estrechó la mano. El frunció leve-

mente las cejas al sentir la presión. En sus pala-bras, en su acento y, sobre todo, en su miradafría, hostil, se intuía el alejamiento, terrible paraun hombre vivo, de todo lo que alienta.

Era evidente que sólo mediante continuos es-fuerzos se daba cuenta de que existía a su alre-

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dedor una vida, pero, al mismo tiempo, se veíaque esta dificultad no se derivaba de que seviera privado de la capacidad de comprender,sino de que le absorbían de manera tan pro-funda las cosas que comprendía y las que nocomprendía, que no podía comprender a losvivos.

- El destino nos ha reunido, sí - dijo rompien-do el silencio y señalando a Natacha -. Ella mecuida y está siempre a mi lado.

La princesa María escuchaba y no daba crédi-to a sus oídos. ¿Cómo podía hablar así el tiernopríncipe Andrés delante de la mujer que amabay que le amaba? Si hubiera albergado la espe-ranza de vivir, no hubiese pronunciado aque-llas palabras en un tono tan frío y mortificante.De no estar seguro de morir, ¿cómo podíahaberse expresado así delante de ella? Una solaexplicación tenía aquello: la de que todo le eraindiferente, porque se le había revelado otracosa más bella e importante.

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La conversación era fría y se interrumpía acada momento.

- María ha pasado por Riazán - dijo Natacha.El príncipe Andrés no observó que llamaba

María a su hermana; en cambio, la propia Nata-cha advirtió que acababa de llamarla así porvez primera.

- Bien, ¿qué? - dijo Andrés.Entonces se le refirió que Moscú había que-

dado totalmente destruida por el incendio.Natacha enmudeció. La conversación langui-

decía. Se veía que el Príncipe se esforzaba envano por escuchar.

- ¿Lo han incendiado? ¡Qué lástima! - ex-clamó.

Y miraba el vacío, atusándose el bigote.- Sé que acabas de conocer al conde Nicolás,

María - observó de improviso, deseando hala-garla -. En sus cartas dice que le gustas mucho -siguió diciendo sencillamente, tranquilamente,sin que pareciera comprender la importanciaque tenían aquellas palabras para los vivos -.

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¿Le amas tú también? Me parece bien... que oscaséis - agregó en un tono más vivo, con el airegozoso de quien halla por fin las palabras queha estado buscando mucho tiempo.

La princesa María escuchaba como si lo quedecía su hermano no tuviera para ella más sig-nificado que el de demostrar que estaba con unpie fuera del mundo de los vivos.

- ¡No tiene por qué hablar de mí! - reprochócon voz serena, mirando a Natacha. Esta sintióla mirada, pero no se conmovió. Luego callaronlos tres.

- Andrés..., ¿quieres ver... a Nikoluchka? - in-terrogó la Princesa de súbito, con acento tem-bloroso.

Por vez primera, los labios del Príncipe esbo-zaron una sonrisa, pero su hermana, que conoc-ía hasta la más leve expresión de su rostro,comprendió con horror que no era una sonrisade satisfacción ni de ternura hacia su hijo, sinouna sonrisa de burla hacia ella, porque se daba

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cuenta de que había empleado el último recur-so para tratar de enternecerlo.

-Sí, deseo ver a Nikoluchka. ¿Está bien?Cuando entraron al niño en la habitación, le

miró, impresionado, pero no lloró, porque na-die lloraba. Le besó y no supo qué decirle.

Cuando se lo llevaron, la Princesa se acercó allecho, besó a su hermano e, incapaz de conte-nerse por más tiempo, se echó a llorar.

Andrés la miró fijamente.- ¿Lloras por Nicolás? - preguntó.La Princesa afirmó con un gesto.-María, ¿no sabes...? El Evan...Andrés calló bruscamente.- ¿Qué dices?- Nada. No llores - repuso mirándola tan

fríamente como al principio.Había comprendido que la Princesa lloraba

porque Nicolás se iba a quedar sin padre, y,mediante un poderoso esfuerzo, volvió a lavida, trató de ponerse en el lugar de su herma-na.

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«Sí, debe parecerle muy penoso eso - pensó -y, sin embargo, ¡es tan sencillo! Los pájaros delcielo no siembran, no recogen la cosecha. Esnuestro Padre quien les da el alimento.»

Hubiera querido explicar todo esto a María.«Pero no lo entendería; las mujeres no com-

prenden nada; no les cabe en la cabeza que esossentimientos, que esos pensamientos a los queconceden tanta importancia, no son necesarios...¡Ya no nos entendemos!»

El hijo del príncipe Andrés tenía siete años.Apenas sabía leer y era un ignorante. A partirde aquel día aprendió infinidad de cosas pormedio del estudio, de la observación, de la ex-periencia, mas, aunque entonces hubiera poseí-do la capacidad de que dio pruebas más ade-lante, no hubiese podido comprender mejor ycon más provecho la escena que vio desarro-llarse entre su padre, la Princesa y Natacha.

Lo comprendió todo. Sin llorar, salió de lahabitación. Luego se acercó en silencio a Nata-cha, que le seguía, la miró tímidamente con sus

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hermosos ojos pensativos, con el labio superiorun poco levantado y tembloroso, apoyó en ellala cabeza y rompió a llorar.

A partir de aquel día huyó de su ayo, de laanciana Condesa, que le acariciaba, y procurabaquedarse solo, sentado en cualquier parte, o seacercaba con timidez a la Princesa o a Natacha,a la que parecía querer cada vez más, frotandosu cuerpecillo dulce y vergonzosamente contrael de ella.

Cuando la Princesa dejó al príncipe Andrés,comprendía ya por completo lo que le habíarevelado el rostro de Natacha. Y ya no volvió atener esperanzas. Ella y Natacha le velaron al-ternativamente, sentadas junto al diván. Maríano lloraba ya, pero rogaba sin cesar a Dios, cu-ya presencia parecía sentir tan cerca el mori-bundo.

XIAndrés no sólo sabía que iba a morir, sino

que se daba cuenta de que se estaba muriendo.

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Se daba cuenta de su alejamiento de todas lascosas de este mundo, de su gozoso alejamientode la existencia. Sin prisas ni turbaciones espe-raba lo que tenía que ocurrir. Aquella cosa te-rrible, eterna, desconocida y lejana, cuya pre-sencia no cesó de sentir toda su vida, estabaahora muy cerca de él, y casi la comprendía ysentía.

En otra época tuvo miedo de morir. Dos veceshabía experimentado ese sentimiento terribledel miedo a la muerte, a terminar, y en aquellosmomentos no comprendía este temor. Habíaexperimentado aquel sentimiento por primeravez cuando una granada daba vueltas ante susojos como una peonza, mientras él miraba losrastrojos, el cielo, y veía la muerte muy cerca.Pero cuando volvió en sí, después de ser heri-do, en su alma, liberada por un momento delpeso de la existencia, se abría la flor del amoreterno, ese amor que no se puede originar enesta vida. Y entonces no sólo perdió el temor ala muerte, sino que ni siquiera pensó en ella.

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Durante las horas del delirio, de doloroso ais-lamiento, que pasó después de haber sido heri-do, cuando más reflexionaba en este recién des-cubierto principio del amor eterno, más renun-ciaba, sin advertirlo, a la vida terrena. Amarlotodo, amar a todos, sacrificarse sin cesar poramor, significaba no amar a nadie, no vivir estavida terrenal. Y cuanto más se penetraba deaquel principio de amor, más renunciaba a lavida, más destruía ese terrible obstáculo quemedia entre la vida y la muerte.

Cuando pensaba aquellos días que tenía quemorir, exclamaba para sus adentros: «¡Bueno!¡Mejor!» Pero después de aquella noche en Mi-tistchi, en que vio aparecer durante el delirio ala mujer soñada, que besó y derramó dulceslágrimas sobre su mano, el amor se infiltró im-perceptiblemente en su corazón y le infundió eldeseo de vivir. Ideas gozosas y terribles co-menzaron a asaltarle. Al recordar que habíavisto a Kuraguin en la ambulancia le asaltó una

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duda que ya no dejó de atormentarle. «¿Viviráo habrá muerto?» Pero no osaba preguntarlo.

Su enfermedad seguía su curso normal en elaspecto físico, pero el estado que llamó la aten-ción de Natacha era el resultado de las últimasluchas morales entre la vida y la muerte, de lasque ésta había salido victoriosa. El amor deNatacha, la repentina comprensión de lo quetodavía amaba de la vida, era lo único que des-pertaba en él el terror a lo desconocido.

Era por la tarde. Como todos los días, des-pués de comer tuvo un poco de fiebre y su pen-samiento cobró una claridad súbita. Dormitaba.De improviso experimentó una sensación defelicidad.

«Es ella que ha entrado», pensó.En efecto, vio sentada a Natacha, que acababa

de entrar en la habitación sin hacer ruido. Des-de que ella le cuidaba, Andrés experimentabade continuo la sensación física de su presencia.Estaba sentada en una silla, de cara a él,ocultándole la luz de la bujía, y hacía una labor

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de punto. (Aprendió a hacer media desde queuna vez dijo el Príncipe que nadie sabía cuidartan bien de un enfermo como las viejas calcete-ras, porque la calceta es casi lo mismo que uncalmante.) Sus finos dedos manejaban con ra-pidez las agujas, y Andrés distinguía bien elperfil de su inclinado rostro. Al hacer un mo-vimiento resbaló la lana de sus rodillas. Nata-cha se estremeció, le miró y, mediante otro mo-vimiento prudente y hábil, recogió el ovillo yvolvió a adoptar la misma postura. Andrés lamiraba sin moverse. Después de aquella rápidainclinación, parecía lógico que la respiración deella se hubiera alterado, pero no ocurrió tal co-sa.

Los primeros días que volvieron a estar jun-tos habían hablado del pasado. Andrés habíadicho que si conservaba la vida daría gracias aDios eternamente por aquella herida que loshabía unido de nuevo. Después ya no volvierona enfrentarse con el porvenir.

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«¿Qué ocurrirá? - pensaba ahora mirándola yescuchando el rumor de las agujas de acero -.¿Me habrá reunido con ella la suerte, de modotan imprevisto, para dejarme morir...? ¿Se mehabrá revelado la verdad de la existencia paraque viva en la mentira? La amo sobre todas lascosas de este mundo, mas ¿qué debo hacer?»

Y, por un hábito adquirido en el sufrimiento,lanzó un gemido.

Natacha dejó la labor, se acercó al diván y seinclinó sobre él al reparar en el brillo de susojos.

- ¿No duermes?- No, te estaba mirando; he sentido tu presen-

cia. Nadie me proporciona tanto silencio, tantapaz, tanta luz como tú. Quisiera llorar de alegr-ía.

Natacha se aproximó un poco más. En su ros-tro brillaba una dicha entusiasta.

- ¡Natacha, te amo demasiado! Te amo másque a nada en el mundo.

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- ¡También yo te amo! Pero ¿por qué dicesdemasiado?

- ¿A ti qué te parece? ¿Qué sientes en el alma?¿Qué piensas?

- Me siento segura, muy segura - exclamó Na-tacha asiéndole las dos manos con un movi-miento apasionado.

Andrés callaba.- ¡Qué hermoso sería eso!Tomó su mano y la besó.Natacha se sentía feliz, conmovida. Luego re-

cordó que no debía abandonarse a sus senti-mientos, que Andrés necesitaba tranquilidad.

- Pero no has dormido - dijo reprimiendo ladicha que experimentaba -. Trata de dormir, telo ruego.

Andrés soltó su mano; Natacha volvió a ins-talarse cerca de la bujía como antes. Le miródos veces, y dos veces sus ojos se encontraron.Natacha tomó una decisión: se dijo que hastaque no hubiera llegado a cierto punto en sulabor no volvería a mirarle.

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Poco después, Andrés cerró los ojos y sequedó dormido.

Pero no durmió mucho rato; se despertó depronto, turbado, inundado de un sudor frío. Sehabía dormido pensando, como de costumbre,en lo que le preocupaba: en la vida y en lamuerte. Sentía a ésta cada vez más cercana. «Elamor... ¿Qué es el amor? - pensaba -. Es vida. Sicomprendo alguna cosa es porque amo. Todoexiste únicamente por esto, porque amo. Todoestá unido por el amor. El amor es Dios, y mo-rir significa que yo, una pequeña parte delamor, vuelvo a la fuente común eterna.»

Estos pensamientos consoladores no dejabande ser solo eso: pensamientos. Les faltaba algo:la evidencia. Por eso Andrés experimentó unasensación de inquietud y vacío hasta que consi-guió dormirse.

En sueños se vio ocupando la misma habita-ción en que se hallaba en realidad. Pero ya noestaba herido, sino que gozaba de buena salud.Ante él distinguió a varias personas conocidas

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e insignificantes. Andrés habló, discutió conellas de cosas poco trascendentales. Ha de par-tir hacia alguna parte; comprende vagamenteque lo que está haciendo tiene poca importan-cia, pero sigue conversando y asombrando asus oyentes con sus salidas vagas y espirituales.Poco a poco, insensiblemente, las personas queestán con él se esfuman, desaparecen, y se lepresenta un problema: ¿cómo cerrar la puerta?Se levanta y se dirige a ella dispuesto a echar lallave y correr el cerrojo. Todo depende de queconsiga o no cerrarla. Va hacia ella, pero sucabeza, sus piernas, se niegan a obedecerle ycomprende que no llegará a tiempo por másque se esfuerce. Le sobrecoge el terror, el terrorde la muerte que está detrás de la puerta. Peromientras se acerca, vacilando, a ella, algo es-pantoso, semejante a la muerte, la empuja, pre-tende abrirla desde el otro lado.

El debe impedirlo. Se apoya en el batiente yhace un último esfuerzo. Cerrarla es ya imposi-ble, pero puede evitar que la acaben de abrir.

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Sus fuerzas flaquean, y, cediendo a la presiónde aquello, la puerta se abre... y vuelve a ce-rrarse enseguida.

Una vez más, ella empuja desde fuera. Losúltimos esfuerzos sobrehumanos de Andrésnada consiguen y la puerta se abre de par enpar, en silencio. Entra ella; es la muerte. Elpríncipe Andrés muere.

En este momento recuerda que duerme, haceun esfuerzo y despierta - «Sí, ha sido la muerte.Morí y acabo de despertar. La muerte es el des-pertar.» Esta idea cruza con claridad deslum-brante por su espíritu. El velo que le ocultaba lodesconocido se levanta ante su mirada. Ya sesiente libre de la fuerza que le oprimía y expe-rimenta un extraordinario y duradero bienes-tar.

Cuando, bañado en un sudor frío, se agitó enel diván, Natacha se acercó para preguntarlequé tenía. Andrés no contestó, no parecía com-prender la pregunta.

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A partir de entonces, la fiebre agravó al en-fermo, en opinión del doctor. Esta opinión nointeresaba a Natacha; veía demasiado bien losterribles indicios morales, indiscutibles, paraella, de su estado.

Al despertar de aquel sueño comenzó elpríncipe Andrés a despertar a la vida. Y, rela-cionado con la duración de la vida, este desper-tar no le pareció más tardío que el despertar delsueño relacionado con la duración del ensueño.No había nada terrible en este despertar relati-vamente lento.

Sus últimos días, sus últimas horas transcu-rrieron como de ordinario, muy sencillamente.La princesa María y Natacha, que no se separa-ban de él, lo sentían así. No lloraban, no tem-blaban, y, a última hora, ni siquiera le cuidaban(ya no estaba junto a ellas; las había dejado). Deél no quedaba ya nada más que su cuerpo. Lossentimientos de las dos eran tan intensos, quela parte externa, horrible, de la muerte, no ac-tuaba sobre ellas y no juzgaban necesario avi-

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var su dolor. Ya no lloraron más delante de élni detrás de él; tampoco volvieron a hablar deél entre sí. Se daban cuenta de que jamás podr-ían expresar con palabras lo que sentían. Lasdos lo veían ir desapareciendo, alejándose pocoa poco, lenta, tranquilamente, aquí abajo, ycomprendían que debía ser así y que aquelloera un bien.

Cuando recibió los últimos sacramentos, todala familia fue a darle el adiós definitivo. Cuan-do le llevaron a su hijo, posó los labios en sufrente y volvió la cabeza, no porque le fuerapenosa su vista; no porque sintiera compasión(Natacha y la Princesa lo adivinaron), sino por-que supuso que aquello era todo lo que se leexigía. Pero cuando le pidieron que le bendije-ra, lo hizo, y luego paseó la mirada a su alrede-dor como si quisiera saber si tenía que haceralgo más todavía.

Natacha y María asistieron al último estreme-cimiento de aquel cuerpo que el alma abando-naba.

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- ¡Se concluyó! - exclamó la princesa Maríacuando el Príncipe, tendido ante ella y ya in-móvil desde hacía un instante, empezaba a en-friarse.

Natacha se acercó, miró los ojos del difunto yse apresuró a cerrarlos. Los cerró, pero no losbesó. Lo que hizo fue aferrarse más al recuerdode él.

-Partió... ¿Dónde se hallará ahora?Cuando el cadáver, lavado y vestido, se co-

locó dentro del féretro y éste sobre una mesa,todos se acercaron llorando para darle el últimoadiós.

Nicolás lloraba a causa del asombro dolorosoque le desgarraba el corazón; la Condesa y So-nia lloraban de compasión por Natacha y por-que Andrés ya no existía; el viejo Conde llorabaporque se daba cuenta de que pronto le llegaríala vez de emprender el mismo viaje.

Natacha y María lloraban también, pero nopara desahogar su dolor personal. Llorabanporque la conciencia del misterio simple y so-

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lemne de la muerte que se había cumplido anteellas llenaba sus almas de una piadosa ternura.

DECIMOTERCERA PARTEIEl día 6 de octubre, Pedro salió de la barraca a

buena hora de la mañana y se detuvo delantede la puerta para jugar con un perrito largo,gris, de patas cortas y torcidas, que daba saltosa su alrededor. Este perrito habitaba en la ba-rraca y pasaba la noche al lado de Karataiev,pero en algunas ocasiones se iba al pueblo yluego volvía. Probablemente no tenía amo;tampoco tenía nombre. Los franceses le llama-ban Azor; los rusos Fingalka; Karataiev y suscamaradas, Sieny o Visly. Pero el hecho de nopertenecer a nadie, así como la falta de nombre,de raza y de color, dejaban indiferente al perri-to de la cola esponjosa y siempre levantada; sustorcidas patas eran tan ágiles y seguras, que aveces, menospreciando el empleo de una de lastraseras, levantaba graciosamente la otra y, con

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suma habilidad, corría sólo con tres patas. Todoera objeto de placer para él. Ora lanzaba gritosde alegría, ora se echaba sobre el dorso, ora secalentaba al sol con aire grave y pensativo, orasaltaba, jugando con un carrete o una paja.

El vestido de Pedro se componía entonces deuna sucia y desgarrada camisa, único resto desu atavío, de un pantalón de soldado sujeto a lacintura por una cuerda - así se lo había aconse-jado Karataiev-, de un caftán y de un gorro decampesino.

Había cambiado mucho físicamente: no pa-recía tan grueso, aunque su aspecto seguíasiendo robusto, por ser hereditario en la fami-lia. Una barba y unos bigotes le cubrían la parteinferior del rostro; los largos cabellos, hirsutos,llenos de parásitos, se rizaban debajo del gorro;la expresión de sus ojos era más firme, másserena. Al cansancio que se reflejaba antes ensu mirada había sucedido una energía pronta ala acción y a la resistencia. Llevaba los pies des-calzos.

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Un cabo francés con la guerrera desabrocha-da, gorro de cuartel y una pipa corta entre losdientes llegó a la barraca y miró a Pedroguiñándole un ojo amistosamente.

Después de llevarse un dedo a la sien a ma-nera de rápido y tímido saludo, le preguntó sien aquella barraca se encontraba el soldadoPlatocha, a quien había dado a coser una cami-sa.

La semana anterior, los franceses habían reci-bido telas y otros artículos y dieron a hacer ca-misas y botas a los prisioneros.

- Ya está hecha, ya está hecha, pequeño - dijoKarataiev mientras salía de la barraca con unacamisa doblada en las manos.

A causa del calor y por comodidad, el solda-do ruso iba en calzoncillos y camisa, ésta des-garrada y negra - como la tierra. Llevaba loscabellos metidos en un gorro de red, a la modaobrera, y su redondo rostro parecía en aquelmomento más redondo y más simpático todav-ía.

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-La exactitud es lo principal en el trabajo. Teprometí que la tendrías el viernes, y aquí está -dijo Platón sonriendo, en tanto desdoblaba lacamisa.

El francés miró a su alrededor con aire in-quieto; por fin, venciendo su vacilación, sequitó rápidamente el uniforme y cogió la cami-sa. No llevaba otra debajo de la guerrera; sólo eltorso joven, flaco, desnudo, cubierto por unlargo y floreado chaleco, al que la suciedaddaba un color de manteca.

Como si temiera que se rieran a su costa, elfrancés se echó rápidamente la camisa sobre lacabeza.

-- Te está un poco justa - dijo Platón tirandode ella.

Después de ponérsela, el francés examinó lascosturas.

- No mires mucho, amigo. Aquí no tenemostaller ni útiles, y sin útiles no se puede hacernada a la perfección - dijo Platón sonriendo,evidentemente satisfecho de su obra.

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- Bien, gracias. ¿Le ha sobrado tela? - pre-guntó el francés.

- Te aconsejo que te la pongas sobre la piel -dijo Karataiev con el mismo aire de satisfac-ción-. Es mejor y más agradable.

- Gracias, gracias, pero ¿y el sobrante? - repi-tió sonriendo el francés.

Sacó un billete y se lo dio al ruso.Pedro advirtió que Platón no quería com-

prender lo que le decía el francés, y le mirabasin mezclarse en la conversación. Karataievcogió el dinero, dio las gracias y continuó ad-mirando la prenda. El francés insistía en que lediera el sobrante de la tela, y rogó a Pedro quetradujera lo que decía.

- ¿Para qué quiere el sobrante, caramba? - ex-clamó entonces Platón -. En cambio, yo puedohacerme un par de calcetines con esa tela. Pero¡que Dios le bendiga!

Con repentina expresión de tristeza y des-ánimo sacó de su alforja un trozo de tela y, sinmirar al francés, se lo entregó.

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- ¡Uf! - exclamó Karataiev alejándose.El francés examinó la tela, se quedó pensati-

vo, miró a Pedro a los ojos y, como si leyera enellos un reproche, se ruborizó y gritó:

- ¡Platocha, Platocha! Ten. Para ti.Le puso la tela en las manos y se marchó.- Bueno - comentó Karataiev bajando la cabe-

za -. Se rumorea que los franceses no son cris-tianos, pero esto prueba que tienen corazón.Los viejos dicen: «La mano bañada en sudor esgenerosa, la mano seca es avara.» Ese hombreva desnudo y, sin embargo, no es tacaño. - Son-rió pensativo, contempló a su compañero ycalló -. ¡Calcetines de primera calidad, amigo! -exclamó de pronto. Y entró en la barraca.

IILos presos avanzaban con sus guardianes por

las calles de Khamovniki. Detrás iban los fur-gones y los carros. Al llegar cerca del almacénde provisiones se mezclaron con un gran con-

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voy de artillería que avanzaba penosamenteentre coches particulares.

Después de pasar por Krimski-Brod, los pre-sos dieron todavía varios pasos más, se detu-vieron, avanzaron de nuevo. Por todas partes,hombres y coches se daban cada vez más prisa.Luego de recorrer, en el espacio de una hora,los centenares de pasos que los separaban delpuente de la calle Kalugskaia, hicieron alto,apretando las filas, en el cruce de esta calle conla de Zamoskvoretskaia. Allí permanecieronestacionados varias horas. Por todas partes seoía un ruido sordo como el del mar: el de laspisadas, los gritos, las animadas conversacionesde los hombres. De pie, con la espalda apoyadaen la pared de una de las casas incendiadas,Pedro escuchaba aquellos ruidos, que en suimaginación se mezclaban al de los tambores.

Algunos oficiales se encaramaron, para vermejor, a la pared de aquella casa.

- ¡Cuánta gente! ¡La hay hasta encima de loscañones! ¡Mirad qué pieles tan hermosas! Son

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robadas. ¡Ah, tunante...! Ésos son alemanesseguramente... Ved aquel paisano nuestro. Vatan cargado que apenas puede dar un paso.¡Mira! ¡Han cogido incluso un coche!

Una oleada de curiosidad general empujó endirección del camino a los prisioneros. Nada delo que Pedro veía ahora producía en su espíritula más leve impresión. Como si su alma se pre-parase para una lucha difícil, se negaba a acep-tar las impresiones que pudieran debilitarla.

Detrás de él volvían a avanzar carros y sol-dados, furgones y soldados, coches y soldados,cajones y soldados, y, de tarde en tarde, muje-res.

Pedro no veía a cada hombre por separado;sólo percibía el movimiento de la masa.

Todos los hombres, y los caballos inclusive,parecían obedecer a una fuerza invisible quelos impulsara a avanzar, avanzar siempre. Du-rante la hora en que Pedro los estuvo obser-vando, desembocaron por diversas bocacallesanimados por el mismo deseo de pasar lo más

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deprisa posible. Se daban encontronazos, co-menzaban a irritarse, a reñir: los blancos dien-tes rechinaban, las cejas se fruncían, las invecti-vas menudeaban y en todas las caras se leía lamisma expresión de valor resuelto, de resolu-ción fría, que Pedro había visto aquella maña-na, al sonar el tambor, en el rostro del cabo, yque le había llamado la atención.

Por la tarde, el jefe del convoy reunió al des-tacamento y, entre gritos y discusiones, se mez-claron a otros convoyes. Rodeados por todaspartes, los prisioneros salieron a la carretera deKaluga.

Avanzaban deprisa, sin hacer altos, y no sedetuvieron hasta que el sol comenzó a declinar.

Pedro comió carne de caballo y conversó consus compañeros. Ni él ni ninguno de sus cama-radas hablaban de lo que habían visto enMoscú, ni de la conducta de los franceses, ni dela orden de disparar que se había dado a losinvasores. Como si quisieran contrarrestar consu actitud la gravedad de la situación, se mos-

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traban alegres y animados: hablaban de recuer-dos personales, de escenas divertidas presen-ciadas durante la marcha y rehuían todo co-mentario sobre la situación.

El sol se había puesto hacía ya rato. Brillantesestrellas comenzaban a surgir aquí y allá en labóveda celeste; el reflejo de la luna llena queascendía, coloreada, como si ardiera, se disipa-ba en el horizonte, cubierta por una brumagrisácea. La atmósfera aparecía diáfana; el díahabía terminado; la noche no había empezadotodavía. Pedro se puso en pie y fue al otro ladodel camino, donde estaban los soldados prisio-neros.. Deseaba conversar con ellos. Pero cuan-do atravesaba el camino le dio el alto un centi-nela francés y le ordenó que retrocediera.

Pedro se retiró, pero no hacia el punto delque había partido, sino en dirección de un co-che desenganchado junto al que no había nadie.Cruzó las piernas y se sentó, con la cabeza baja,sobre la tierra fría, al lado de una de las ruedas.Así, inmóvil y pensativo, estuvo largo rato.

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Transcurrió media hora lo menos sin que nadiefuera a molestarle. De repente se echó a reír.Profirió una carcajada tan fuerte, tan fresca, quevarias personas le miraron desde lejos, asom-bradas.

- El soldado no ha querido dejarme pasar, ¡ja,ja, ja! -- decía Pedro en voz alta pero hablandoconsigo mismo -. Me han cogido, me han ence-rrado, me tienen prisionero, mas ¿a quién tie-nen? A mi cuerpo, porque mi alma es inmortal.¡Ja, ja, ja!

Se rió tanto que acabó con los ojos llenos delágrimas.

Cuando se reunió con sus camaradas aúnsonreía.

IIIEl grupo de que Pedro formaba parte no hab-

ía recibido ninguna nueva orden de las autori-dades francesas y se encontraba, el 22 de octu-bre, muy cerca de las tropas y de los convoyescon los que había partido de Moscú. Los prisio-

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neros y los bagajes de Junot formabangrupo aparte, aún cuando unos y otros se re-ducían con igual celeridad. Los carros llenos demuniciones fue ron disminuyendo hasta que,de ciento veinte, sólo quedaron sesenta. El restofue capturado o abandonado. De la misma ma-nera, se apresaron o saquearon algunos carroscargados de equipajes. Tres de ellos fuerondesvalijados por los soldados rezagados de lacompañía de Davoust. De las conversacionesque oyó, Pedro dedujo que la guardia que losacompañaba había sido destinada a vigilar, másque a los presos, el bagaje de los jefes franceses.Uno de los guardianes, un soldado alemán,había sido fusilado porque se halló en su poderuna cuchara de plata que pertenecía a un supe-rior suyo. El grupo de prisioneros era el quedisminuía con más rapidez. Todos los que pod-ían andar por su pie formaban un solo grupo.Pedro se había incorporado a Karataiev y alperrito gris que le consideraba como su amo.

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Al tercer día de la salida de Moscú, Karataievsufrió un ataque de fiebre - la misma que lehabían curado en el hospital - y, a medida queempeoraba su mal, se alejaba más Pedro de él.Ignoraba la causa, pero lo cierto era que, con-forme Karataiev se iba debilitando, él tenía quehacer un esfuerzo mayor para aproximarse a sucompañero. Y cuando se acercaba a él y oía susgemidos, que profería sobre todo a la hora deacostarse, y percibía el intenso olor a sudor quedespedía su cuerpo, se alejaba y dejaba de pen-sar en él.

El 22, a mediodía, subía Pedro por un barrizalpegajoso, escurridizo, mirando sus pies y lasasperezas del camino. De vez en cuando se de-tenía a observar a la gente que le rodeaba, y acontinuación volvía a mirarse las piernas. Lasconocía tan bien como a sus compañeros.

El perrito gris de las patas torcidas corría porla cuneta del camino y a veces levantaba una delas patas traseras y avanzaba sobre las tres res-tantes, como si quisiera demostrar su habilidad

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y su alegría, o se paraba para ladrarle a uncuervo posado sobre un cadáver. El animalestaba más limpio y más alegre que en Moscú.Por todas partes se veían carroñas de hombresy de caballos, en diversos grados de descompo-sición. Los hombres impedían con su presenciaque se acercasen los lobos, y el perrito podíacomer a sus anchas.

Durante todo el día estuvo lloviendo. De vezen cuando se aclaraba el cielo y parecía que ibaa cesar la lluvia y a salir el sol, pero, tras unbreve intervalo, volvía a llover. La carretera,cubierta de agua, ya no podía absorber más, ypor todas partes corrían arroyuelos que iban aalimentar los charcos.

Pedro avanzaba mirando de soslayo y con-tando sus pasos de tres en tres con ayuda de losdedos. En su fuero interno decía, dirigiéndose ala lluvia:«¡Más, más, todavía más!»

- ¡A vuestros sitios! - exclamó de improvisouna voz.

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Simultáneamente, en alegre confusión, corrie-ron soldados y prisioneros, como si esperasenver algo agradable y solemne a la vez. Por to-das partes sonaban voces de mando, y a la iz-quierda de los prisioneros, al trote, pasaronjinetes sobre hermosos corceles. En todos losrostros se pintaba esa expresión expectante quese observa en las personas que se encuentrancerca de una autoridad superior. Los prisione-ros se habían agrupado a un lado de la carrete-ra; los soldados de la guardia se habían alinea-do.

- ¡El Emperador, el Emperador!- ¡El mariscal!- ¡El duque!Después de la escolta pasó velozmente ante

ellos un coche tirado por blancos caballos.Pedro entrevió el rostro hermoso, sereno, lle-

no, blanco, de un hombre que llevaba la cabezacubierta con un tricornio. Era uno de los maris-cales de Napoleón. Fijó éste la vista en la desta-cada personalidad de Pedro, y, a juzgar por el

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gesto con que frunció las cejas y volvió la cara,el prisionero dedujo que el personaje había ex-perimentado un sentimiento de compasión ydeseaba ocultarlo.

Cuando los presos avanzaron de nuevo, sevolvió para mirar atrás. Karataiev estaba senta-do al borde del camino, en la cuneta; dos fran-ceses hablaban, de pie, ante él. Pedro ya novolvió a mirar atrás. Subió cojeando la colina.

A su espalda sonó una detonación. Procedíadel punto en que acababa de ver a Karataievsentado. El perro comenzó a aullar. «¡Quéimbécil! ¿Por qué aullará?», pensó Pedro.

Ninguno de los camaradas que caminaban asu lado se volvió para averiguar por qué habíasonado la detonación. La habían oído, así comolos aullidos del perro, pero sus rostros perma-necieron severos e inexpresivos.

IVNatacha y la princesa María sintieron del

mismo modo la muerte del príncipe Andrés.

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Moralmente abrumadas, con los ojos cerradospara no ver las terribles nubes que la muertedejó suspendidas sobre sus cabezas, no osabanmirar la vida de frente. Con prudencia ostensi-ble procuraban librar de todo contacto dolorososu abierta herida. Todo: un coche que pasarapor la calle, el recuerdo de un banquete, la pre-gunta de un servidor o - esto sobre todo - unapalabra de compasión, tímida y poco sincera,enconaba aquella herida; les parecía una ofen-sa, turbaba el silencio que necesitaban parapercibir la nota grave que incesantemente vi-braba en sus oídos y que les impedía miraraquel infinito lejano que entrevieran por unmomento.

Por el contrario, cuando se sentaban frente afrente, no se sentían ya ofendidas ni turbadas.Hablaban poco, y cuando lo hacían se referían acosas insignificantes; ambas evitaban, sobretodo, nombrar en su conversación cuanto guar-dara relación con el porvenir.

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Admitir la posibilidad de un futuro cualquie-ra les hubiera parecido una ofensa a la memoriade Andrés. Con prudencia mayor todavía,omitían todo lo que tenía alguna relación con eldifunto. Porque a las dos les parecía que nadade lo que habían vivido o sentido podía expre-sarse con palabras. Cualquier detalle de la vidadel Príncipe que hubieran evocado verbalmentehubiese podido violar la majestad, la santidaddel misterio realizado ante sus ojos.

Las continuas reticencias de que salpicabansus conversaciones, el perpetuo silencio queconservaban acerca de todo lo que pudiera re-cordarles a Andrés, el cuidado que ponían enno traspasar el límite de lo que podía decirse,les revelaba a ellas mismas los sentimientos queexperimentaban.

Pero la tristeza absoluta es tan imposible co-mo la alegría absoluta. La princesa María fue laprimera que se vio arrancada por la vida mis-ma a la tristeza de las dos primeras semanas deduelo, al verse dueña y señora de su destino y

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convertida en la tutora y educadora de su so-brino. Recibió cartas a las que tuvo que respon-der; la habitación de Nikoluchka era húmeda, yel niño comenzó a toser; Alpatich llegó a Iaros-lav con sus cuentas, y le aconsejó se trasladara aMoscú, a su casa de Vosdvijenka, que se con-servaba intacta y necesitaba tan sólo ligerasreparaciones.

La vida no se detiene, es preciso vivir. Cual-quiera que fuese el dolor de la princesa María, ala sola idea de salir de su aislamiento y del es-tado contemplativo en que había vivido hastaentonces, hubo de hacerlo, cediendo a las exi-gencias de la vida. Examinó las cuentas de Al-patich; se hizo aconsejar por Desalles acerca desu sobrino; dio órdenes, y se preparó para lamarcha a Moscú.

Natacha quedó sola e incluso esquivó a laPrincesa desde que ésta comenzó a preparar elviaje.

La princesa María pidió a la condesa de Ros-tov que dejara partir a Natacha a la ciudad en

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su compañía, y tanto la madre como el padreaccedieron gozosos, porque veían decaer lasfuerzas de su hija de día en día y juzgaban con-veniente el cambio de aires y los consejos de losmédicos de Moscú.

- No deseo ir a ninguna parte. Dejadme tran-quila - dijo Natacha respondiendo a la invita-ción.

A fines de diciembre, vestida con su traje delana negra, con las trenzas mal peinadas, páliday delgada, echada sobre el diván, miraba endirección de la puerta, aquella puerta por don-de él había partido para la otra vida. Aquellavida tan lejana, tan increíble, en que jamás hab-ía pensado anteriormente, era entonces la quele parecía más comprensible, más próxima,puesto que contenía el vacío y la destrucción oel dolor y el castigo.

Contemplaba con la imaginación el lugar enque estaba el Príncipe, pero no acertaba a ima-ginárselo de manera diferente a como fue envida. Volvía a verle tal y como era. Veía su ros-

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tro, oía su voz, repetía sus palabras, imaginabaa veces las que habrían podido decirse.

«Le veo. Está echado sobre el diván, con sucasaca de terciopelo, apoyada la cabeza en sudelgada mano, pálido, con el pecho hundido,los hombros levantados. Tiene los labios apre-tados y los ojos brillantes; sobre su frente demarfil aparece y desaparece una arruga; uno desus pies tiembla imperceptiblemente.» Natachasabe que lucha contra sufrimientos horribles.«¿Cuáles son esos sufrimientos? ¿Qué es lo quesiente?», se dice. Él ha reparado en la atencióncon que ella le mira, alza los ojos, sonríe y sepone a hablar.

«Una cosa sola es terrible -dice -: unirse parasiempre a una persona que sufre. Es un dolorperpetuo.» Y le dirige una mirada escrutadora.Natacha, como siempre, responde sin tomarsetiempo para reflexionar. Dice: «Esto no puededurar. Te curarás.»

Recordaba la mirada larga, triste, severa,conque respondió él a estas palabras.

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Hoy le hubiera respondido de otro modo. Lehubiese dicho: «Es terrible para ti, pero no paramí. Sin ti nada existe para mí en la vida, y sufrircontigo es para mí una dicha muy grande.» Y élle hubiera cogido la mano y se la habría estre-chado como se la estrechó aquella tarde terri-ble, cuatro días antes de morir. Con la imagina-ción le decía otras palabras tiernas que no pudodecir entonces.

- Te amo, te amo, te amo - repetía retorcién-dose las manos y apretando los dientes con unconvulsivo esfuerzo.

Y una tristeza dulce se apoderaba de ella y sele llenaban los ojos de lágrimas. De pronto sepreguntaba:

«¿Por qué digo esto? ¿Dónde se hallará aho-ra?»

Y todo se le velaba de nuevo, y de nuevo mi-raba en dirección de la puerta con las cejasfruncidas. De improviso pareció penetrar en elmisterio...

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Rápidamente, sin adoptar precauciones, conaire asustado, entró Duniacha en la habitación.

- Venga, venga pronto - dijo muy agitada -.Ha sucedido una desgracia... ¡Pedro Ilitch...!Una carta...-terminó sollozando.

VCuando llegó Natacha al salón, salía rápida-

mente su padre de la habitación de la Condesa.Tenía el rostro contraído y bañado en lágrimas.

Evidentemente, huía a otra habitación con ob-jeto de dar rienda suelta al llanto que lo ahoga-ba.

Al distinguir a Natacha le hizo una seña y es-talló en sollozos que deformaron su redondosemblante.

- Pe... Petia... Ve..., ella... te llama...Y, llorando como un chiquillo, se alejó todo lo

deprisa que le permitían las piernas tembloro-sas, se dejó caer en una silla y ocultó el rostroen las manos.

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Una especie de conmoción eléctrica atravesóa Natacha de arriba abajo. Era como si acabarande asestarle un golpe en el corazón. Sentía en élun dolor horrible. Pero, al mismo tiempo, eldolor aquel la liberaba de la prohibición devivir que pesaba sobre ella. A la vista de laaflicción de su padre, de los gritos de desespe-ración de su madre, que sonaban al otro ladode la puerta, se olvidó de sí misma y de suspesares. Corrió junto al Conde. Agitandodébilmente la mano, éste le mostró la puerta dela habitación de su mujer. La princesa María,pálida, con los labios temblorosos, salió poraquella puerta, cogió a Natacha de la mano ymurmuró unas palabras a su oído. Natacha noveía ni oía nada. A paso ligero franqueó el um-bral, se detuvo un instante como si luchase con-sigo misma, y después corrió al lado de su ma-dre.

La Condesa, tendida en el sofá, se retorcíaconvulsivamente y daba cabezazos contra la

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pared. Sonia y las doncellas la asían por losbrazos.

- ¡Natacha, Natacha, no es cierto, no es cier-to...! ¡Mienten...! ¡Natacha! - dijo rechazando alas personas que la rodeaban -. Marchaos todos.No es cierto que le hayan matado. ¡Ah, no escierto!

Natacha apoyó una rodilla en el diván, se in-clinó sobre su madre, la abrazó y, con una fuer-za que nadie le hubiera atribuido, la levantó, levolvió la cara y apoyó la suya en ella.

- ¡Madrecita mía, palomita mía! Estoy aquí,mamá, estoy aquí - murmuró.

- Natacha, tú me amas - dijo la Condesa envoz baja y en son de súplica -. Natacha, tú nome engañarás. ¿Me dirás la verdad, toda laverdad?

Natacha la miró con los ojos llenos de lágri-mas; su rostro expresaba amor y pedía indul-gencia.

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- Madrecita, querida mía - repetía desplegan-do todas las fuerzas de su amor para arrancarleel exceso de dolor que la oprimía.

Y de nuevo, en su lucha infructuosa contra larealidad, la madre se negaba a creer en la posi-bilidad de vivir mientras que su hijo bienama-do, lleno de vida, había muerto; se inhibía deesta realidad para sumirse en el mundo de lalocura.

Natacha no recordó después cómo transcu-rrieron aquel día ni el siguiente. No durmió;por la noche no se apartó de su madre un soloinstante. Su amor filial, un amor perseverante,paciente, sin explicación, sin consuelo, se mos-traba a cada segundo, como llamamiento devida, a la Condesa. Esta se calmó un poco en latercera noche. Entonces, apoyando la cabeza enel brazo de su sillón, Natacha cerró los ojos.

Poco después oyó crujir el lecho. Natachaabrió los ojos. Sentada en la cama, la Condesa lehablaba en voz baja.

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- ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! - decía-. Estás rendida, ¿quieres una taza de té?

Natacha se acercó a ella.-Has envejecido, pero estás bella - continuó la

Condesa asiéndole una mano.- ¿Qué dices, madrecita?- ¡Natacha! ¡Él ya no existe! ¡No existe!La Condesa le pasó un brazo por la cintura y,

por vez primera, se echó a llorar.

VILa princesa María aplazó su marcha porque

Sonia y el Conde trataban de reemplazar a Na-tacha, pero no podían. Sólo ella sabía impedirque su madre se dejara llevar de la desespera-ción.

Natacha vivió por espacio de tres semanas allado de su madre, en su misma habitación, sen-tada en un sillón. La obligaba a beber y a co-mer, le hablaba sin cesar, porque su voz tiernay acariciadora la calmaba.

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La herida moral de la Condesa no acababa decicatrizarse. La muerte de Petia había destroza-do su vida. La triste noticia que sorprendió auna mujer de cincuenta años, todavía fresca yrobusta, la dejó convertida en una vieja, mediomuerta y a la que ya no interesaba la vida. Perola herida que casi mató a la Condesa resucitó aNatacha.

Por extraño que pueda parecer, la herida mo-ral infligida a su ser espiritual exigía una espe-cie de herida física; y cuando ésta se cicatrizó,cuando desapareció, la herida moral se cica-trizó también por obra de la vida que ocultabaen su interior.

Los últimos días del príncipe Andrés habíanaproximado a Natacha a la princesa María; lanueva desgracia las unió más si cabe. La prin-cesa María, que había aplazado la marcha,cuidó por espacio de tres semanas a Natachacomo a un niño enfermo, porque la última se-mana que pasó junto a su madre aniquiló susfuerzas físicas.

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Después nació entre ellas esa amistad tierna yapasionada que únicamente se ve en las muje-res, Se besaban con frecuencia, se decían pala-bras tiernas, pasaban juntas la mayor parte deldía. Si una de ellas salía, la otra la echaba demenos e iba a reunirse con ella. Estaban unidaspor un sentimiento más fuerte que el de laamistad: el sentimiento de que sólo podían vi-vir estando unidas. A veces permanecían silen-ciosas horas enteras; a veces hablaban en ellecho hasta la madrugada. Conversaban, sobretodo, del pasado lejano.

La princesa María le refería su infancia,hablaba de sus padres, de sus sueños, y Nata-cha, que otras veces se había separado de ellaporque no comprendía aquella vida cristiana,de abnegación sumisa, de sacrificio, ahora, porel afecto que le profesaba, amaba su pasado ycomprendía su vida. No pensaba aplicar a lapropia la sumisión y el sacrificio, porque estabahabituada a buscar otras alegrías, pero com-prendía y amaba en los demás unas virtudes

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que antes eran incomprensibles para su enten-dimiento. A la princesa María, la narración dela infancia y de la primera juventud de Natachale descubría un lado insospechado de la exis-tencia: la fe en la vida, en el goce de la vida.

A últimos de enero, la Princesa partió, porfin, hacia Moscú, y el Conde se empeñó en quela acompañase Natacha para que consultara alos médicos de la ciudad sobre el estado de susalud.

VIIComo suele suceder, Pedro no se dio cuenta

de la dureza de las privaciones físicas sufridasni de los sufrimientos de su cautiverio hastaque, gracias a los cosacos, se vio libre de él. Unavez en libertad, se dirigió a Orel y, al tercer díade su llegada a ella, mientras hacía los prepara-tivos de la marcha a Kiev, cayó enfermo y tuvoque guardar cama por espacio de tres meses.Tenía una fiebre biliosa, según el diagnósticomédico. Y a pesar de los cuidados de los docto-

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res y del gran número de drogas que le prescri-bieron, curó y pudo levantarse.

Todo lo ocurrido desde el momento en que lelibertaron hasta aquel en que se puso enfermoapenas dejó en su espíritu la más ligera impre-sión. Recordaba solamente el tiempo gris,sombrío, la lluvia, la nieve, el enemigo, el dolorque sentía en las piernas y en el costado, la im-presión que en general le producían los sufri-mientos de los hombres, la curiosidad de losoficiales que le interrogaban, sus caminatas, lasdificultades con que tropezó para hallar uncoche y un caballo, y, sobre todo, su incapaci-dad para pensar y sentir durante todo aqueltiempo. El día de su liberación vio el cadáver dePetia Rostov; el mismo día supo que el príncipeAndrés había vivido hasta después de la batallade Borodino y que había muerto en Iaroslav,junto a los Rostov.

Denisov, que fue quien le dio esta noticia, enel curso de la conversación mencionó por ca-sualidad la muerte de Elena, suponiendo que

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Pedro la conocía desde bastante tiempo atrás.Todo aquello le pareció a Pedro extraño, peronada más: se sentía incapaz de comprender laimportancia de aquellos hechos. Sólo pensabaen abandonar lo antes posible aquellos lugaresdonde se mataban los hombres entre sí y reem-plazarlos por un refugio sosegado donde poderrehacerse, reposar y reflexionar en todas lascosas nuevas y extrañas que había aprendido.

Mas en cuanto llegó a Orel cayó enfermo. Alrecobrar el conocimiento halló a su lado a Te-renti y a Vaska, sus dos antiguos servidores.

Durante la conversación, Pedro fue rehacién-dose poco a poco de unas impresiones que sehabían convertido en hábito, y se adaptó a laidea de que nadie le arrojaría ya de ningunaparte, de que nadie le quería privar de un lechoabrigado y de que todos los días comería, to-maría el té y cenaría.

Pero en sus sueños veíase nuevamente en elcautiverio. Poco a poco también, se fue dandocuenta de la trascendencia de las noticias que le

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comunicaron al quedar libre, de la muerte delpríncipe Andrés, del fallecimiento de su esposa,del aniquilamiento de los franceses.

El sentimiento agradable de la libertad, de esalibertad total tan preciosa para el hombre, sedespertó en él por vez primera durante el pri-mer relevo de caballos después de su salida deMoscú. y este sentimiento inundó su alma du-rante toda la convalecencia:

Se asombraba al ver que aquella libertad in-terior, independiente de las circunstancias ex-ternas, estuviera ahora acompañada de la liber-tad exterior. Estaba solo en una ciudad extraña,donde no tenía conocimientos; nadie le exigíanada, nadie le enviaba a ninguna parte, teníatodo lo que se le antojaba y se veía libre de unrecuerdo que antes le atormentaba sin cesar: elrecuerdo de su esposa.

«¡Ah, qué agradable es todo esto! - se decíacuando se veía ante una mesa bien puesta, conun buen caldo, o cuando por la noche se acos-taba en una cama limpia y blanda, o cuando se

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acordaba que estaba libre de su mujer y de losfranceses -. ¡Ah, qué cosa tan agradable! - y,obedeciendo a una antigua costumbre, se dirig-ía esta pregunta -: Bueno, y ahora ¿qué voy ahacer? - y se respondía al punto -: Nada; yaveremos. ¡Ah, qué agradable!»

Lo que antes le preocupaba, lo que siempretrató de solucionar, la cuestión del objeto de lavida, ya no existía para él. Se había concluido labúsqueda, y no por casualidad y momentá-neamente, sino porque comprendía que noexistía tal objeto ni podía existir. Precisamenteeste convencimiento era lo que le producíaaquella alegre sensación de libertad, lo que lehacía dichoso.

Ya no quería buscar el objeto de la vida, por-que tenía fe, pero no fe en unos principios, pa-labras o ideas, sino fe en Dios vivo. Antes lebuscó en sus propios objetivos, pero, en el fon-do, aquella búsqueda era la búsqueda de Dios.Luego, durante su cautiverio, se percató, noverbalmente, no mediante razonamientos, sino

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por intuición, de lo que su buena fe le veníadiciendo desde largo tiempo atrás: que Diosestá aquí y en todas partes. En el cautiverio sedio cuenta de que el Dios de Karataiev era másgrande, más infinito, más comprensible que,por ejemplo, el Arquitecto del universo quereconocen los masones. Y experimentaba lasensación del hombre que ha tenido a sus pieslo que buscaba muy lejos. La terrible pregunta«¿por qué?», que en otras ocasiones había des-truido todos sus razonamientos, ya no existía.Ahora conocía ya la respuesta, una respuestasencilla: porque Dios existe, porque hay unDios sin la voluntad del cual no cae ni un solocabello de la cabeza del hombre.

VIIIA fines de enero llegó a Moscú y se instaló en

el pabellón que por milagro quedaba todavíaen pie.

Hizo una visita al conde Rostoptchin, así co-mo a otros conocidos recién llegados como él a

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la ciudad, y al tercer día se dispuso a partirpara San Petersburgo. Todos estaban radiantesa causa de la victoria; la vida bullía en la capitaldestruida, que se disponía a reanudar su exis-tencia. Todo el mundo sentía el deseo de ver aPedro y se interesaban por lo que él había pre-senciado. Pedro se sentía bien dispuesto contodas las personas a quienes se tropezaba; sinembargo, se mantenía en guardia con objeto deno dejarse llevar por nada ni por nadie. A todaslas preguntas que se le dirigían - superficiales oimportantes-respondía: «Sí, es posible, ya lopensaré.»

Supo que los Rostov estaban en Kostroma,pero pensaba poco en Natacha y, cuando lohacía, era como si recordara un pasado remotoy agradable.

Se sentía libre, no solamente de todas lascondiciones sociales, sino asimismo de un sen-timiento que, a su parecer, se impusiera volun-tariamente.

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Tres días más tarde de su llegada a Moscúsupo por los Drubetzkoi que también se hallabaallí la princesa María. La muerte, los sufrimien-tos, los últimos días del príncipe Andrés pre-ocupaban a Pedro con frecuencia y, sobre todoentonces, se presentaban a su memoria con unavivacidad sorprendente. Al saber, después decomer, que la princesa María estaba en Vosvi-jenka, en su hotel, que se conservaba intacto,decidió ir a hacerle una visita aquel mismo día.

Por el camino no dejó de pensar en el prínci-pe Andrés, en su amistad, en las muchas vecesque se habían visto, en su último encuentroantes de la batalla de Borodino.

«¿Habrá muerto en aquel estado de espíritutan lamentable en que se encontraba entonces?¿No se le habrá revelado, antes de morir, laexplicación de la vida?», pensaba.

Recordaba a Karataiev y su muerte, y, a supesar, comparaba a aquellos dos hombres tandistintos y al propio tiempo tan parecidos por

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el amor que él les profesara, porque los doshabían vivido y porque los dos habían muerto.

En la más grave disposición de espíritu llegó,pues, a la casa de los Bolkonski. Estaba intacta;todavía ostentaba huellas de la devastación,pero, aún así, se conservaba lo mismo que ante-s.

El viejo mayordomo recibió a Pedro con ex-presión severa, como si quisiera darle a enten-der que la ausencia del anciano Príncipe novariaba un ápice el orden de la casa. Le comu-nicó que la Princesa se había retirado a sushabitaciones y que le recibiría el domingo.

- Anúncieme. Quizá quiera recibirme antes -insistió Pedro.

- Obedezco. Entre en la galería de los antepa-sados.

Al poco rato apareció Desalles, el ayo. Mani-festó a Pedro, en nombre de la Princesa, queésta sentía muchos deseos de verle, que la ex-cusara y que hiciera el favor de subir a su de-partamento.

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En una sala del primer piso, iluminada poruna sola bujía, hallábase la Princesa acompaña-da por una persona vestida como ella de luto.Pedro recordó que la Princesa tenía siempre asu lado a una señorita de compañía, pero¿quién era y cómo era? No lo recordaba. «Lahabrá cambiado por otra», pensó al contemplara la persona vestida de negro.

La Princesa avanzó, rauda, a su encuentro yle tendió la mano.

- ¡Al fin volvemos a vernos! - exclamó miran-do fijamente aquel rostro cambiado mientras élle besaba la mano-. ¡Si supiera cómo hablaba mihermano de usted...! - agregó mirando con ti-midez a Pedro primero y luego a la señorita decompañía -. No puede imaginarse cuánto mealegro de su liberación. Fue la única noticiabuena que recibimos en todo este tiempo.

En este punto se volvió inquieta hacia la se-ñorita de compañía y quiso agregar algo, peroPedro la interrumpió.

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- En cambio, yo no sabía nada de él. Creía quehabía muerto durante la batalla. Luego supeque encontró a los Rostov. .¡Qué cosas tiene eldestino!

Pedro se expresó vivamente, con animación.Al fijar los ojos en la señorita de compañía ad-virtió que ella clavaba en él una mirada tierna,de curiosidad, y, como sucede en ocasionesdurante una conversación, se dijo para sí queaquella mujer era una persona bondadosa queno interrumpiría su charla íntima con la prince-sa María.

Pero cuando él pronunció sus últimas pala-bras sobre los Rostov, aumentó la confusión dela Princesa. Su mirada pasó de Pedro a la seño-rita de compañía y, al fin, exclamó:

- Pero ¿es que no se reconocen ustedes?Pedro se volvió a mirar el rostro pálido, del-

gado, los ojos negros, la boca singular de laseñorita. Y aquellos ojos, que le miraban conatención, suscitaron en él el recuerdo de un serquerido y olvidado.

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«Pero ¡no es posible! - pensó -. No puede serella, con ese rostro pálido, flaco, envejecido...Debe de ser un reflejo...»

En aquel momento la Princesa exclamó:- ¡Natacha!La boca de la mujer de la mirada atenta son-

rió mediante un esfuerzo como puerta que seabre, y aquella sonrisa inspiró a Pedro, de im-proviso, una dicha tal, que, a su pesar, se apo-deró de su ser y le dominó por entero. Al verlasonreír, ya no era posible dudar. Era ella, Nata-cha. Y él la amaba todavía.

Pedro se había ruborizado, y de tal modo,que se dio cuenta de que había revelado su se-creto.

En vano quiso disimular su emoción. Cuantomás se esforzaba en ello, más y con mayor cla-ridad que si hablase ponía de manifiesto aquelamor.

«Es sólo la sorpresa», pensaba, tratando deengañarse a sí mismo.

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Al querer continuar la conversación iniciada,miró a Natacha, y un rubor más vivo todavía sele extendió por el rostro, una emoción más pro-funda, mezcla de temor y de gozo, le invadió elalma. Sin saber lo que decía, tartamudeó unaspalabras y calló en mitad de la frase comenza-da.

No había reparado en Natacha al entrar por-que no esperaba encontrarla allí; no la habíareconocido porque desde que la vio por últimavez se había operado un gran cambio en ella.

Estaba más pálida y más delgada. Pero no eraesto lo que impedía reconocerla: eran sus ojos,en otro tiempo brillantes, risueños, reveladoresde la alegría de vivir, y ahora nublados, aten-tos, bondadosos y melancólicos.

Afortunadamente, Pedro no le transmitió suconfusión. Por el contrario, su vista produjo enella un placer que iluminó ligeramente su sem-blante.

IX

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Vive conmigo de momento - explicó la Prin-cesa -. El Conde y la Condesa vendrán cual-quier día. La Condesa se halla en un estadodeplorable. Natacha tenía que ver a un buenmédico y por eso vino conmigo.

- ¿Conoce usted a alguna familia que no pa-dezca en estos momentos? - preguntó Pedrodirigiéndose a Natacha -. Yo le vi el mismo díade nuestra liberación. ¡Qué guapo muchachoera!

Natacha le miró y se avivó el brillo de susojos en respuesta a aquellas palabras.

- No encuentro palabras para consolarla. Enabsoluto. ¿Por qué habrá muerto un muchachotan sano, tan lleno de vida?

- En estos tiempos sería difícil la vida... si nose tuviera fe - observó la princesa María.

- Cierto, cierto - asintió Pedro, interrumpién-dola.

- ¿Por qué? - interrogó Natacha, mirándolecon atención.

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- ¿Cómo que por qué? - dijo la Princesa -. Elsolo pensamiento de lo que aquí abajo nos es-pera...

Sin escuchar a la princesa María, Natacha in-terrogó con la mirada a Pedro.

- Porque únicamente quien cree en la existen-cia de un Dios que nos guía puede soportarpérdidas como las suyas - prosiguió Pedro.

Natacha abrió la boca para decir algo, mas lacerró de repente. Pedro volvió la cabeza y, diri-giéndose a la Princesa, le rogó que le hablara delos últimos días del Príncipe.

La confusión de Pedro se había disipado, pe-ro, al propio tiempo, se daba cuenta de que suantigua libertad estaba desapareciendo. Ad-vertía que cada una de sus palabras y cada unode sus actos tenía ahora un juez cuya opinión leera más cara que la de todos los jueces de latierra. Ahora, mientras hablaba, pensaba en laimpresión que podían causar sus palabras aNatacha. No es que dijera aquello que pudiese

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complacerla, sino que juzgaba desde el puntode vista de ella todo lo que decía.

Maquinalmente, como suele hacerse en estoscasos, la princesa María empezó a hablar delestado en que había hallado al príncipe Andrés.Pero las preguntas de Pedro, su mirada inquie-ta y animada, su rostro tembloroso de emoción,la movieron poco a poco a entrar en detalles delos que no se quería acordar.

- Sí, sí, así es, así es - corroboraba Pedro in-clinándose y escuchando con avidez el relato dela Princesa -. Sí, sí. ¿De manera que se calmó,que se dulcificó después? Con todas las fuerzasde su alma buscó siempre una cosa: ser bueno.Por eso no le tuvo miedo a la muerte. Los de-fectos que tenía, si es que los tenía, no proven-ían de él... ¿De modo que se dulcificó...? ¡Quédicha que se encontrasen ustedes! - exclamó depronto dirigiéndose a Natacha y mirándola conlos ojos llenos de lágrimas.

El rostro de la muchacha temblaba. Frunciólas cejas un momento y bajó los ojos.

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- Sí, fue una dichosa casualidad - concediótras un momento de vacilación -. Sobre todopara mí, fue una suerte.

Calló un momento y añadió:-Y él... él... dijo que deseaba mucho verme...La voz de Natacha se entrecortaba. Se rubo-

rizó, apoyó ambas manos sobre las rodillas y depronto, haciendo un esfuerzo, levantó la cabezay comenzó a hablar rápidamente.

- Nosotros no sabíamos nada cuando salimosde Moscú. Yo no me atrevía a preguntar por él.De improviso, Sonia me dijo que viajaba connosotros. Yo no pensaba nada; no sabía biencuál era su estado. Únicamente experimentabala necesidad de verle, de estar junto a él-dijotemblando, sofocada.

Y sin interrumpirse refirió lo que jamás con-fesara a nadie, todo lo que sintió durante lostres meses de su estancia en Iaroslav.

Pedro la escuchaba con la boca abierta, sin ba-jar los ojos, llenos de lágrimas. Y al escucharlano pensaba en el príncipe Andrés ni en su

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muerte, sino en lo que ella refería. La escuchabay sentía compasión de los sufrimientos quesuscitaba en ella su relato.

La Princesa, que se esforzaba por retener elllanto, estaba sentada junto a Natacha y escu-chaba por vez primera la historia de los últimosamores de su hermano y de su amiga.

Aquel penoso relato le era evidentemente ne-cesario a Natacha. Hablaba mezclando los deta-lles más nimios con los más importantes y pa-recía que no iba a concluir nunca. Varias vecesrepitió lo mismo.

La voz de Desalles sonó al otro lado de lapuerta. Preguntaba si Nikoluchka podía entrarpara darles las buenas noches.

- Sí, esto es todo, todo... - concluyó Natacha.Cuando entró el niño, se levantó de un salto y

corrió hacia la puerta. Tanta fue su precipita-ción que se dio de cabeza contra la cerradura,disimulada por una cortina. Lanzó un gemidode dolor o de sorpresa y huyó.

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Pedro se quedó mirando el punto por dondehabía desaparecido y no comprendió por quéexperimentaba la súbita sensación de hallarsesolo en el mundo.

La princesa María puso fin a su distracciónhablándole de su sobrino, que entraba.

El rostro de Nikoluchka, que recordó a Pedroel de su padre, en aquel momento de emoción,le produjo una impresión tal que, después deabrazar al niño, se levantó, sacó el pañuelo y seacercó a la ventana.

Quería despedirse de la princesa María, peroésta le retuvo.

- No, ni Natacha ni yo nos vamos a la camaantes de las tres. Quédese, se lo ruego; ordenaréque sirvan la cena. Baje al comedor; le segui-mos enseguida.

En el momento en que Pedro salía de la habi-tación dijo la Princesa:

- Es la primera vez que Natacha habla así deél.

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XSe introdujo a Pedro en el espacioso y bien

iluminado comedor. A poco oyó pasos y entra-ron en él Natacha y la Princesa.

Natacha estaba tranquila, pero su rostro volv-ía a tener la severa expresión de costumbre.

La Princesa, ella y Pedro experimentaban enaquellos instantes un mismo sentimiento deconfusión: el que sucede, de ordinario, a unaconversación íntima y seria. Como parece difí-cil volver sobre los temas anteriores, uno seavergüenza de decir cosas superficiales, y, porotra parte, es enojoso estar callado cuando sedesea hablar y no fingir. Los tres se acercaron ala mesa en silencio: los criados se pararon yluego acercaron las sillas para que se sentaran.Pedro desplegó la servilleta, decidido a romperel silencio, y miró a Natacha y a la princesaMaría.

Las dos parecían dispuestas a imitarle. En losojos de ambas brillaba el placer de vivir, la se-

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guridad que la vida no nos brinda sólo dolor,sino también alegrías.

- ¿Quiere un poco de aguardiente, Conde? -preguntó la Princesa.

Estas sencillas palabras disiparon de prontolas sombras del pasado.

- Háblenos de usted. Hemos oído referir tan-tas cosas...

- Sí - repuso Pedro con la sonrisa dulce e iró-nica que le era peculiar entonces -. Ya sé que secuentan hechos en que ni siquiera he soñado. Elotro día, durante la comida, María Abramovname refirió lo que me ha sucedido o estuvo apunto de sucederme. Estepan Estepanitch meindicó también lo que yo debía contar. ¡Quécómodo es ser hombre interesante! Porque losoy, por lo visto. Todo el mundo me invita paraexplicar lo que me ha ocurrido.

Natacha sonrió, quiso decir algo, mas la inte-rrumpió la princesa María.

- Dicen - manifestó - que ha perdido usteddos millones en el saqueo de Moscú.

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- ¿Es cierto?- Sí; no obstante, soy tres veces más rico que

antes - contestó Pedro -. He ganado la libertad -comenzó a decir en serio. Pero no continuó.Aquel tema de conversación era demasiadopersonal.

- Está volviendo a levantar su casa, ¿verdad?- En efecto. Me lo aconsejó Savelitch.-Dígame, ¿sabía que había muerto la Condesa

cuando se quedó en Moscú? - interrumpió Mar-ía, y enseguida se ruborizó al darse cuenta deque su pregunta, después de lo que él acababade explicar acerca de su independencia, podíahacerle creer que sus palabras encerraban unsignificado que en realidad no tenían.

- No - repuso Pedro sin molestarse por la in-terpretación que parecía haber dado la Princesaa su alusión a la libertad -. Lo supe en Orel y nopuede imaginarse lo que me impresionó. Nofuimos un matrimonio modelo - añadió conrapidez mirando a Natacha y observando en surostro la curiosidad, el deseo de saber lo que

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pensaba de su esposa -, pero su muerte me im-presionó extraordinariamente. Cuando mediaentre dos personas una desavenencia cualquie-ra, la culpa es siempre de las dos; y la culpa dela que conserva la vida es más dolorosa que lade la persona que ya no existe; además, unamuerte así, sin amigos, sin consuelo... Lo sientomucho, muchísimo.

Pedro reparó con placer en la gozosa aproba-ción impresa en el semblante de Natacha.

- Sí, y ya le tenemos libre otra vez y converti-do en un buen partido... - observó la Princesa.

Pedro se ruborizó y trató de no mirar a Nata-cha., Cuando se atrevió a mirarla, al fin, vio quesu rostro era frío, severo y algo desdeñoso, o asílo pareció.

- ¿Es cierto que habló con Napoleón? La noti-cia corre de boca en boca - dijo la Princesa.

Pedro rió.- No. Ni siquiera una sola vez. Todo el mun-

do se imagina que estar prisionero es comohallarse de visita en casa de Bonaparte. No sólo

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no le he visto, sino que ni siquiera he oídohablar de él. Me rodeaba una sociedad pocodistinguida.

La cena tocaba a su fin, y Pedro, que en unprincipio rehuía hablar de su cautiverio, se fuedejando llevar de la emoción de su relato.

- Pero ¿es cierto que se quedó aquí animadopor la idea de matar a Napoleón? - le preguntóNatacha sonriendo levemente -. Lo adivinécuando nos vimos cerca de la torre Sukhareva,¿lo recuerda?

Pedro confesó que era cierto, y, guiado poco apoco por las preguntas de la Princesa y, sobretodo, por las de Natacha, se dejó de nuevoarrastrar por el recuerdo de sus aventuras. Pri-mero se expresó de acuerdo con aquella opi-nión irónica y amable que tenía entonces de loshombres y de sí mismo, pero al referir los su-frimientos y los horrores que había presencia-do, empezó a hablar, sin darse cuenta, con laemoción contenida del que revive en su memo-ria acontecimientos terribles.

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La princesa María, con una dulce sonrisa, mi-raba ora a Pedro, ora a Natacha. Durante elrelato sólo veía a Pedro y a su bondad. Nata-cha, de codos sobre la mesa, seguía las palabrasde Pedro con atención, reviviendo con él lossucesos que refería. Y no sólo su mirada, sinosus exclamaciones, las breves preguntas que ledirigía, demostraban a Pedro que comprendíaprecisamente aquello que él quería dar a en-tender. Se veía que no sólo captaba lo que élrefería, sino lo que quería y no podía expresarpor medio de la palabra. Pedro narró tambiénel episodio de la mujer y la niña, por culpa delas cuales le prendieron.

-Era un terrible espectáculo... Niños abando-nados... y algunos entre las llamas... A las muje-res les quitaban las joyas...

Pedro enrojeció de pronto y calló un momen-to.

- De improviso - añadió -, llegó un destaca-mento francés y nos cogieron a todos los que nohabíamos quitado nada.

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- Usted no lo dice todo. Usted debió de haceralgo... algo bueno - observó Natacha.

Pedro continuó su historia. Cuando llegó a laejecución, quiso pasar por alto sus horriblesdetalles, pero Natacha le exigió que lo refirieratodo.

Luego habló de Karataiev. Natacha le mirabaatentamente.

- No se pueden ustedes figurar - dijo dete-niéndose -lo que he aprendido de ese ignoran-te.

- Hable, hable - insistió Natacha -. ¿Dóndeestá?

- Le mataron casi delante de mí.Y Pedro comenzó a referir la retirada, la en-

fermedad de Karataiev (su voz temblaba), sumuerte. Habló con pasión de sus aventuras:parecía haber descubierto una nueva importan-cia en todo lo que le había sucedido.

Al propio tiempo, hablar de sí mismo a Nata-cha le producía el raro placer que proporcionanlas mujeres escuchando, pero no las mujeres

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inteligentes que escuchan tratando de retener loque se les dice, a fin de enriquecer su espíritu,y, cuando se presenta la ocasión, servirse de loque se les ha contado para aplicarlo a su situa-ción, sino el que procuran las mujeres bien do-tadas de la capacidad de discernir y de asimi-larse lo mejor que hay en las manifestacionesdel alma humana. Sin embargo, Natacha eratoda oídos. No dejaba escapar una sola palabra,ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni unacontracción del rostro, ni un solo gesto de Pe-dro. Se apoderaba al vuelo de las palabras in-expresadas todavía, las llevaba a su abiertocorazón y adivinaba el sentido misterioso detoda la labor moral del Conde.

La princesa María comprendía y simpatizaba,pero veía además una cosa que absorbía todasu atención: veía la posibilidad del amor y de ladicha entre Pedro y Natacha, y esta idea quecruzó su mente por primera vez le inundó degozo el corazón.

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Eran las tres de la madrugada. Los sirvientes,con rostro triste y grave, entraron para renovarlas bujías, pero ninguno de ellos los miró.

Pedro terminó su relato. Con los ojos brillan-tes, animados, Natacha seguía observándoleatentamente: era como si quisiera comprenderlo que ya no decía. Lleno de gozosa confusión,Pedro la miraba de vez en cuando y buscabaalgo que decir para cambiar de conversación.La princesa María callaba. Ninguno de los tresse daba cuenta de lo avanzado de la hora:

- Se habla mucho de la crueldad del sufri-miento - comenzó Pedro-. Si me dijeran:«¿Quieres volver a ser lo que eras y no pasar loque has pasado o prefieres vivir nuevamente loque has vivido?», respondería: «¡Que vuelvanel cautiverio y la carne de caballo!» Cuando senos arroja de nuestro camino habitual, creemosque lo hemos perdido todo; sin embargo, esentonces cuando se empieza a vivir una vidanueva, una vida provechosa. Mientras dure laexistencia, durará la dicha. Todos tenemos mu-

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cho por delante, muchísimo, no me cabe duda -agregó dirigiéndose a Natacha.

- ¡Sí, sí! También yo querría recomenzar la vi-da - exclamó ella en respuesta a otra preguntadistinta.

Pedro la miró atentamente:- Sí, sí - repitió Natacha.Y de pronto, ocultando el rostro entre las ma-

nos, rompió a llorar.- ¿Qué tienes, Natacha? - preguntó la Prince-

sa.- Nada, nada.Natacha sonrió a Pedro a través de sus lágri-

mas.- Adiós - dijo -; creo que ya es hora de que nos

vayamos a dormir.- Adiós - contestó Pedro poniéndose en pie.Al volver a verse, como de costumbre, en el

dormitorio, la princesa María y Natacha co-mentaron lo que Pedro les acababa de contar.

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La princesa María no expresó la opinión quese había formado de él. Tampoco Natachahabló de su visitante.

- Bien, buenas noches, María... ¿Sabes lo quepienso? Que no hablamos nunca de él - elpríncipe Andrés -Tememos deshojar nuestrossentimientos y le estamos olvidando.

La princesa María suspiró profundamente.Aquel suspiro parecía confirmar la exactitud delas palabras de Natacha. Sin embargo, María nocompartía su opinión.

- ¿Acaso se puede olvidar? - preguntó.- Te confieso que al expresarme hoy como lo

he hecho me he sentido mejor, mucho mejor.Estaba segura de que Pedro había estimado deveras a Andrés y por eso se lo he contado todo.¿Hice mal? -- preguntó ruborizándose.

- ¡Oh, no! ¡Pedro es muy bueno...!- Oye, María - volvió a decir Natacha con una

sonrisa que le iluminaba el rostro -. Pedro hacambiado mucho, ¿verdad...? Parece más sano,más limpio..., como si acabara de salir del ba-

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ño... Naturalmente, me refiero a la parte mo-ral...

- Sí, ha ganado mucho.- A veces le comparo a papá, con su chaqueta

corta y esos cabellos tan recortados...-Andrés lo quería mucho. Ahora me doy

cuenta.- ¡Oh, sí! No es un hombre vulgar. Se dice que

los hombres diferentes son más amigos. Y debede ser cierto, porque Pedro no se parece en na-da a Andrés.

- No, pero es muy bueno.- Buenas noches otra vez - dijo Natacha.Y una frívola sonrisa iluminó su rostro largo

rato.

XIPedro no pudo conciliar el sueño aquella no-

che. Se estuvo paseando por la habitación, orafrunciendo el ceño como quien piensa en algodificultoso, ora encogiéndose de hombros yestremeciéndose, y a veces sonriendo feliz.

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Pensaba en el príncipe Andrés, en Natacha, ensu amor por ella. Se arrepentía de su conductaanterior, se dirigía mil reproches, se perdonaba.A las seis de la mañana todavía no estaba acos-tado.

«Pero ¿qué hacer si es imposible de otro mo-do? Es preciso aceptar las cosas conforme vie-nen», se dijo.

Luego se desnudó deprisa, se metió en la ca-ma, feliz y conmovido, mas sin sentir ya dudasni indecisiones.

«Por extraña, por imposible que pueda pare-cer esa felicidad - se dijo -, tengo que hacer loque pueda para que se case conmigo.»

Al día siguiente volvió a comer en casa de laPrincesa.

Al recorrer las calles, pasando entre las casasquemadas, admiró la belleza de las ruinas. Lostubos de las chimeneas, las demolidas paredes,le recordaron, por su aire pintoresco, el Rin y elColiseo. Los cocheros, los viandantes que lesalían al paso, los carpinteros que aserraban las

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vigas, los comerciantes, con sus caras alegres,miraban a Pedro y parecían decirle:

«¡Ah, ya le tenemos aquí! Veremos lo queahora sucede.» Al llegar ante la casa de la Prin-cesa le asaltó una duda: ¿sería, de veras, allídonde había visto a Natacha, donde habíanhablado?

«Quizá lo haya soñado. Quizás al entrar veaque no hay nadie.»

Pero en cuanto se halló en el salón, la pérdidade la libre disposición de su ánimo y todo suser le anunciaron su presencia. Llevaba el mis-mo vestido negro, de graciosos pliegues, e ibapeinada del mismo modo que la víspera, peroparecía otra. De haber estado así la noche ante-rior, la hubiera reconocido en el acto.

Estaba lo mismo que cuando la conoció casiniña y luego, muy pronto, ya prometida delpríncipe Andrés. Sus ojos brillaban alegres einterrogadores, su rostro adoptaba una expre-sión tierna muy particular.

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Pedro hubiera querido quedarse un rato des-pués de comer, mas la princesa María tenía quesalir y se fue con ella.

Al día siguiente volvió muy temprano y pasótoda la tarde en casa de la Princesa. A pesar deque María y Natacha estaban encantadas deesta visita y aunque todo el interés de Pedro seconcentraba ahora en aquella casa, esta vez laconversación se agotó. Pedro pasaba de un te-ma insignificante a otro y se interrumpía confrecuencia.

Aquel día, Pedro se quedó hasta tan tarde,que Natacha y la Princesa se miraban como sise preguntaran cuándo iba a decidir marcharse.Pedro se daba cuenta, pero no podía irse. Esta-ba molesto, se sentía incómodo, mas se queda-ba porque le era materialmente imposible po-nerse en pie. La princesa María fue la primeraen levantarse, quejándose de dolor de cabeza, yse despidió.

- ¿De modo que se va mañana a San Peters-burgo? preguntó a Pedro.

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- No, no pienso irme - repuso él, sorprendido.Y al punto rectificó, azorado -: ¿Habla de miviaje a San Petersburgo? ¡Ah, sí!, me voy maña-na. Pero no me despido de usted. Ya pasaré poraquí para ver si desean alguna cosa - contestó.

Natacha le tendió la mano y salió.En vez de irse también, María volvió a sentar-

se y -con su mirada profunda, radiante, observógrave y atentamente a Pedro. Se había desvane-cido el dolor de cabeza de que se quejaba pocoantes. Suspiró profundamente y esperó como sise dispusiera a sostener una larga conversación.

La confusión, la incomodidad que experimen-taba Pedro ante Natacha desaparecieron depronto y fueron reemplazadas por una conmo-vida animación. Acercó su silla a la de la Prin-cesa.

- Sí, voy a decírselo - dijo respondiendo a sumirada como hubiera respondido a sus pala-bras-. Princesa, ¡ayúdeme usted! ¿Qué debohacer? ¿Puedo esperar...? Princesa, amiga mía,escuche. Sé que no la merezco. Sé que por aho-

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ra será inútil hablarle de mi cariño. Pero deseoser su hermano. No, no la merezco, pero...

Calló y se pasó la mano por la cara, por losojos.

- Bueno - prosiguió, haciendo un esfuerzo pa-ra hablar de manera más razonable -. Yo mismoignoro desde cuándo la amo. Pero estoy segurode que es a ella a quien he amado toda la vida,y la amo tanto, que no puedo imaginar la vidasin ella. Hoy no me atrevo a pedir su mano,pero, cuando pienso que puede llegar a ser míay que he de dejar escapar esta posibilidad... ¡Esterrible! Dígame, ¿puedo esperar? ¿Qué debohacer, querida Princesa? - profirió tras un brevesilencio, tocándole el brazo, porque ella no res-pondía.

- Pienso como usted - contestó al fin la Prin-cesa -. Hablarle ahora de amor...

María calló. Iba a decir: - «No hay que pensaren ello por ahora.» Pero no lo dijo porque hacíatres días que venía asistiendo a la transforma-ción que se operaba en Natacha y sabía que no

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sólo no se ofendería de que Pedro le hablase deamor, sino que tal vez esperaba que él se deci-diera a hacerlo.

- Hablarle ahora... no sería prudente - dijo noobstante.

- ¿Qué debo hacer en ese caso?- Confíe en mí - respondió la Princesa -. Yo

sé...Pedro la miraba a los ojos.- Diga, diga.- Sé que le ama..., que le amará - rectificó.Apenas hubo acabado de proferir estas pala-

bras, Pedro, dando un salto y con un gesto deturbación, le asió de la mano.

- ¿Por qué lo cree? ¿Cree que puedo esperar?¿De verdad lo cree?

- Sí - repuso sonriendo la princesa María -.Confíe en mí; escriba a sus padres. Yo hablarécon ella en el momento oportuno. Lo deseo y elcorazón me dice que se realizará. - ¡No, no esposible! ¡Qué feliz soy! ¡No, no es posible! ¡Qué

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feliz soy! - repetía Pedro besando la mano de laPrincesa.

-Lo mejor será que se vaya a San Petersburgo.Ya le escribiré.

- ¿A San Petersburgo? ¿Quiere que me aleje?Sí. Bueno. Pero ¿podré volver mañana?

Al otro día volvió, en efecto, para despedirse.Natacha parecía estar menos animada que lavíspera, mas aquel día, al mirarla de vez encuando a los ojos, Pedro se transfiguraba; leparecía que ya no existía ni él ni ella, sino úni-camente un sentimiento conjunto de felicidad.«¿Será posible? No, no puede ser», se decía acada mirada, a cada gesto, a cada palabra deNatacha, sintiendo henchida de gozo su alma.

Cuando, al despedirse, le cogió la fina y del-gada mano, no pudo menos de retenerla unmomento en la suya, mientras pensaba:

«Esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese te-soro de gracias femeninas ¿serán míos parasiempre, tan míos como mi propio ser? ¡No, esimposible!»

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- Conde, hasta la vista - dijo Natacha en vozalta -. Le esperaré con impaciencia - agregó envoz baja.

Estas sencillas palabras y la mirada, la expre-sión del rostro que las acompañó, fueron paraPedro, por espacio de dos meses, motivo derecuerdos, de comentarios, de sueños felices.«"Le esperaré con impaciencia..." Sí, sí... Cómolo dijo? Sí: "Le esperaré con impaciencia..." ¡Ah,qué feliz soy!»

XIIDesde la noche en que Natacha supo que Pe-

dro partía, aquella noche en que, con una sonri-sa alegre y burlona, dijo a la princesa María queél tenía el aire de salir del baño..., con la cha-queta corta..., los cabellos recortados...; desdeaquel mismo instante, un sentimiento secreto,ignorado por ella misma, pero invencible, em-pezó a despertar en su interior.

Su expresión, su andar, su mirada, su voz,todo se modificaba. La fuerza de la vida, la es-

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peranza de una felicidad insospechada, brota-ban en ella y pedían que se les diera satisfac-ción. A partir de aquel día, Natacha parecióolvidar todo lo acaecido anteriormente. Ni unasola vez volvió a quejarse de su suerte, no de-dicó ni una palabra al pasado, no volvió a te-mer a hacer planes alegres para el porvenir.Hablaba poco de Pedro, pero cuando la prince-sa María pronunciaba su nombre, una luz des-vanecida hacía tiempo volvía a brillar en susojos y una singular sonrisa desplegaba sus la-bios.

Esta transformación que se producía en Nata-cha empezó por asombrar a la princesa Maríay, cuando la comprendió bien, la entristeció.«Amaba tan poco a mi hermano, que ha podidoolvidarlo en cuatro días», se decía al observaraquel cambio. Pero cuando tenía ante sí a Nata-cha no le hacía ningún reproche, no le guarda-ba rencor. La fuerza vital que se despertaba enla joven y se apoderaba de ella era, evidente-mente, tan involuntaria e inesperada que cuan-

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do la veía se daba cuenta que no tenía derechoa reprocharle nada.

Natacha se abandonaba tan por entero y tansin reservas al nuevo sentimiento, que no trata-ba de ocultarlo, y ya no estaba triste, sino alegrey contenta.

Cuando, después de su explicación con Pe-dro, entró María en su dormitorio, Natacha lesalió al encuentro.

- ¿Lo ha confesado? ¿Lo ha confesado? - pre-guntó.

Y una expresión gozosa y lastimera a la vez,como si quisiera hacerse perdonar su dicha, sepintaba en su rostro.

- Hubiera querido detenerme a escuchardetrás de la puerta, pero sabía que tú me lodirías.

Por comprensible y conmovedora que fuerapara la princesa María la anhelante mirada desu amiga, y a pesar de la pena que le produjosu ansiedad, en el primer instante la hirió suactitud. Se acordaba de su hermano y de su

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amor por ella. «Pero ¿qué le vamos a hacer si esasí?», pensó. Y con semblante triste y un pocosevero contó a Natacha todo lo que le habíadicho Pedro. Natacha se sorprendió de queestuviera dispuesto a marcharse a San Peters-burgo.

- ¡A San Petersburgo! - repitió como si nocomprendiera.

Pero, al fijarse en la triste expresión del sem-blante de su amiga y adivinar el motivo, seechó a llorar de repente.

- María, dime lo que debo hacer. Temo sermala. Haré lo que tú digas... Enséñame...

- ¿Le amas?- Sí - murmuró Natacha.- Entonces ¿por qué lloras? Lo celebro por ti -

dijo la Princesa, que, a causa de aquel llanto,perdonaba la alegría de Natacha.

- La boda no se celebrará enseguida, sino másadelante. ¡Pero piensa en lo feliz que seré cuan-do sea su esposa y tú la de Nicolás!

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- ¡Natacha! Te he rogado ya que no me hablesde eso. Hablemos de ti.

Las dos callaron.- Pero ¿a qué va a San Petersburgo? - inquirió

de súbito Natacha; luego se apresuró a decir -:Vale más así, ¿verdad, María? Vale más así.

XIIIEl casamiento de Natacha con Bezukhov, en

1813, fue el último alegre acontecimiento quepresenció la familia Rostov. En aquel mismoaño murió el viejo conde Ilia Andreievitch y,como sucede siempre en estos casos, tras sudesaparición, la familia se deshizo.

Los sucesos del año anterior: el incendio deMoscú, la muerte del príncipe Andrés y la de-sesperación de Natacha, la muerte de Petia y eldolor de la Condesa, fueron rudos golpes quehirieron, uno tras otro, al anciano Conde. Nopareció comprender, ni podía en realidad, elporqué de aquellos acontecimientos, por lo que,inclinando dócilmente la blanca cabeza,

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aguardó el nuevo golpe que acabase con él. Oraaparecía como asustado, ora se mostraba extra-ordinariamente animado y activo.

El matrimonio de Natacha, con los mil deta-lles que lo rodeaban, le ocupó la atención unosdías: encargaba comidas y cenas, se esforzaba aojos vistas por aparentar alegría. Pero ésta no secomunicaba a los demás, como en otros tiem-pos, sino que, muy al contrario, suscitaba lacompasión de los que le amaban y conocían.

Después de la marcha de Pedro y de su espo-sa se calmó y comenzó a quejarse de aburri-miento. Al cabo de pocos días cayó enfermo yhubo de guardar cama. A pesar de las palabrasconsoladoras de los médicos, comprendió des-de un principio que no saldría de su enferme-dad. La Condesa permaneció sentada a su ca-becera por espacio de dos semanas. Cada vezque le daba una medicina, el Conde, sin deciruna palabra, le cogía la mano y se la besaba. Elúltimo día le pidió perdón, sollozando, y, apesar de que su hijo no estaba allí, le pidió

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también a él le perdonara por haber disipadosu fortuna, única gran falta de que se sentíaculpable. Después de comulgar, se extinguiódulcemente, y al día siguiente la multitud deamigos y conocidos que fueron a rendirle losúltimos honores llenó el departamento alquila-do por los Rostov.

Las mismas personas que habían comido ybailado en su casa en tantísimas ocasiones, lasmismas que tanto se habían burlado de él, sent-ían entonces pena y remordimiento y se decíanpara justificarse: «Sí, era un hombre admirable.Hoy ya no se encuentran hombres así. ¿Quiénestá exento de debilidades...?»

Precisamente cuando le iban tan mal los ne-gocios, que no se podía suponer cómo concluir-ían, el Conde murió de improviso.

Nicolás se encontraba en París con las tropasrusas cuando le participaron el fallecimiento desu padre. Enseguida pidió la excedencia y, sinaguardar a que se la concedieran, se despidióde sus superiores y volvió a Moscú. Un mes

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después, desenmarañados los asuntos de lacasa Rostov, la situación era clara: su padrehabía contraído una enormidad de pequeñasdeudas cuya existencia nadie sospechaba. Estasdeudas se elevaban al doble del haber.

Parientes y amigos aconsejaron a Nicolás querenunciase a la herencia, pero el joven, que con-sideraba esta renuncia como un reproche a lamemoria de su padre, no quiso oír ni hablar deello. De modo que la aceptó y, con ella, la obli-gación de pagar las deudas.

Los acreedores habían guardado silencio lar-go tiempo, en vida del Conde, a causa de lainfluencia indefinible pero profunda que ejerciósu bondad sobre ellos. Ahora recurrieron, sinprevio aviso, a los Tribunales. Como suele su-ceder en parecidas ocasiones, obedecieron alimpulso de unos celos disimulados, y gentescomo Mitenka y otros, que recibieron del Con-de regalos importantes, fueron los acreedoresmás exigentes. No se dio a Nicolás tregua nirespiro, y las mismas personas que lloraban al

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Conde - el causante de sus pérdidas - se ensa-ñaban, implacables, con el joven heredero, queera inocente y se encargaba de pagarles.

Ninguno aceptó ni uno solo de los arreglosque propuso Nicolás. Al ser vendidas por nece-sidad, las posesiones tuvieron que cederse abajo precio y la mitad de las deudas quedaronsin pagar. Nicolás aceptó de Bezukhov, su cu-ñado, treinta mil rublos para poder pagar lomás imprescindible, y para que no le detuvie-ran - pues los acreedores le amenazaban con lacárcel - pensó en reanudar el servicio.

Pero volver al ejército, donde figuraba en elcuadro de ascensos con el grado de comandan-te, le fue imposible porque él era el último apo-yo de su madre. Por este motivo, y a pesar delas pocas ganas que tenía de permanecer enMoscú, donde todo el mundo le conocía, y noobstante su repugnancia a la vida civil, aceptóun empleo, renunciando al venerado uniforme,y se instaló con su madre y Sonia en un depar-tamento de la calle Sivtez-Vrajek.

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Natacha y Pedro, desde San Petersburgo, ten-ían una idea poco clara de la situación de Ni-colás. Éste había aceptado el préstamo de sucuñado con ánimo de ocultar su miseria. Lasituación de Nicolás era particularmente peno-sa porque, con sus mil doscientos rublos desueldo, debía no sólo alimentar a su madre y aSonia, sino vivir de manera tal que su madre nose diera cuenta de su pobreza. La Condesa nopodía comprender la vida sin el lujo que habíaconocido desde la infancia, y como no se dabacuenta de los conflictos que creaba con ello a suhijo, exigía a cada momento un coche para ir aver a una amiga, carne de calidad superior paraella, vino para su hijo, dinero para hacer rega-los a Natacha, a Sonia, al mismo Nicolás.

Sonia se ocupaba del manejo de la casa, cui-daba de su tía, soportaba sus caprichos y ayu-daba a Nicolás a disimular la pobreza en que sehallaban. Nicolás se sentía deudor de Sonia y,viendo lo que la muchacha hacía por su tía,admiraba su paciencia y su abnegación. Sin

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embargo, procuraba mantenerse espiritualmen-te alejado de ella. Le reprochaba su exceso deperfección, que no hubiera nada censurable enella. Sonia poseía, verdad es, todo lo que inspi-ra aprecio a las gentes, pero poco de lo que noshace amarlas.

Habiendo tomado al pie de la letra la carta enque ella le devolvía la libertad, la trataba comosi hubiera olvidado lo pasado.

La situación de Nicolás fue de mal en peor;porque la sola idea de hacer economías con susueldo era un sueño. Es más: no sólo no eco-nomizaba, sino que, para satisfacer las exigen-cias de su madre, contraía pequeñas deudas.

La situación no parecía tener salida. La ideade su matrimonio con una rica heredera quesus parientes le propusieron le repugnaba. Otrasolución, la muerte de su madre, ni siquiera lepasaba por el pensamiento. No deseaba nada,no esperaba nada, y, en el fondo de su alma,experimentaba un austero placer en aquellapasiva aceptación de su suerte. Evitaba trope-

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zarse con antiguas amistades, con su compa-sión y su oferta compasiva de ayuda; evitabatoda distracción y placer, y en casa tampoco seocupaba en nada, salvo en tener paciencia consu madre, andar en silencio por la habitación yfumar pipa tras pipa. Parecía fomentar aquelhumor sombrío, única cosa que le ayudaba asoportar la vida.

XIVLa princesa María regresó a Moscú a princi-

pios del invierno. Por los murmuradores supoenseguida la situación de los Rostov y, sobretodo, que «el hijo se sacrificaba por la madre»,según decían.

«No esperaba menos de él», pensó, llena degozo, porque el hecho le confirmaba que me-recía el amor que le tenía.

En vista de ello, su amistad, casi su parentes-co, con la familia la movieron a pensar enhacerle una visita.

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Pero, al recordar sus relaciones con Nicolásen Voronezh, temió verlo. Al fin, cogiendo fir-memente con las dos manos las riendas de suvoluntad, fue a casa de los Rostov dos semanasjustas después de su llegada.

¡Qué casualidad! A quien primero se tropezófue a Nicolás, porque para llegar a la habitaciónde la Condesa tuvo que pasar por la de él.

Pero, en vez de expresar la alegría que ellaesperaba, el rostro de Nicolás adquirió al vuelouna expresión fría, de sequedad, de orgullo,que ella no había visto nunca en él. Después deinformarse del estado de su salud le acompañóhasta la habitación de su madre y allí la dejo.

Al despedirse la Princesa, le salió al encuen-tro y la acompañó hasta el recibidor con airegrave y frío. A las preguntas de María, nadacontestó.

«¿Qué mal le he hecho yo? ¡Déjeme en paz!»,parecía contestarle con la mirada.

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Y cuando se alejó el coche de la Princesa, ex-clamó delante de Sonia, en voz alta, incapaz dereprimir su despecho:

- ¿A qué viene? ¿Qué quiere? ¡Detesto a esasmujeres y sus amabilidades!

- ¡Ah, Nicolás! ¿Cómo puedes hablar así? -replicó Sonia disimulando mal su satisfacción -.Es muy buena y mamá la quiere mucho.

Nicolás no respondió ni volvió a hablar de laPrincesa. Pero la anciana Condesa comenzó amentarla cien veces al día a raíz de su visita. Laalababa, rogaba a su hijo que fuera a verla, ex-presaba el deseo de tenerla al lado con másfrecuencia. Pero, al mismo tiempo, la ponía demal humor hablar de ella.

Nicolás callaba y su silencio enojaba a laCondesa.

- Es una muchacha muy digna y muy buena -decía la madre -. Debes ir a hacerle una visita.No quiero que te aburras a nuestro lado. Debestener amistades.

- ¡Pero si no las necesito, mamá!

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- Antes hubieras deseado verla continuamen-te; ahora no la quieres. Con franqueza, hijo mío,no te comprendo. Dices que te aburres, y teniegas a ver a la gente...

- No he dicho que me aburra...-Pero sí que no quieres verla. Es una mujer

dignísima. Antes te gustaba; ahora, en cambio...¡Todos me ocultáis vuestros verdaderos senti-mientos!

- No, mamá, te equivocas.- Si te pidiera algo enojoso... Pero te pido que

hagas una visita, que seas cortés. Bueno, ya telo he pedido. De hoy en adelante no volveré amezclarme en tus asuntos, puesto que tienessecretos para tu madre.

- Si tanto lo deseas, iré.- A mí me da igual. Lo decía por ti.Nicolás suspiró, se mordió el bigote, trató de

desviar la atención de su madre de aquel asun-to.

Pero al día siguiente, y al otro, y al otro, laCondesa sacó a relucir el mismo tema.

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Entre tanto, el frío e inesperado recibimientode Nicolás convenció a la princesa María deque tenía razón al no atreverse a ir a ver a losRostov.

«No cabía esperar otra cosa. Por suerte, notengo nada que ver con él, únicamente queríavolver a ver a la anciana, que fue siempre muybondadosa conmigo y a quien debo mucho», sedecía, llamando en su ayuda al orgullo.

Pero tales razonamientos no tenían la virtudde calmarla; cada vez que recordaba la pasadavisita la asaltaba una especie de remordimien-to, y, aunque estaba firmemente resuelta a novolver a casa de los Rostov y a olvidarlo todo,se sentía siempre como en una postura falsa, yacabó por tener que confesarse que la atormen-taba la cuestión de sus relaciones con Nicolás.Su tono frío, correcto, no se derivaba de sussentimientos - estaba segura -, sino de algunaotra cosa, y hasta que consiguiera explicarse loque era aquella cosa no estaría tranquila.

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A mediados del invierno se hallaba en elcuarto de estudio, repasando las lecciones de susobrino, cuando le anunciaron la visita de Ni-colás Rostov.

Firmemente resuelta a no hacerse traición ni ademostrar enojo, llamó a la señorita Bourienney entró con ella en el salón.

Le bastó una mirada para comprender queNicolás estaba allí para pagar una deuda decortesía, y decidió mostrarse igualmente cortés.

El empezó por hablar de la salud de la Con-desa, de los conocidos comunes, de las últimasnoticias de la guerra, y cuando transcurrieronlos diez minutos que exige la buena educación,saludó y se puso en pie.

La Princesa sostuvo muy bien la conversacióncon ayuda de la señorita de compañía, pero, allevantarse Nicolás, estaba tan fatigada de haberhablado de cosas que no le incumbían, y tanabrumada por la dolorosa idea de las pocasalegrías que la vida le proporcionaba, que, conlas brillantes pupilas fijas en el vacío, continuó

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sentada e inmóvil, sin advertir que Nicolás sehallaba de pie ante ella.

Nicolás la miró y, para disimular que se habíadado cuenta de su ensimismamiento, cruzótodavía algunas palabras con la señorita Bou-rienne. Luego volvió a mirar a la Princesa. Se-guía sentada e inmóvil; su dulce semblantetenía una expresión de sufrimiento.

De súbito, Nicolás la compadeció. Pensandovagamente que quizá fuera él la causa de aqueldolor, quiso pronunciar una palabra amable,pero, no encontrándola, dijo:

- Adiós, Princesa.María salió de su ensimismamiento, rubo-

rizándose, y exhaló un profundo suspiro.- ¡Ah! Perdone, Conde. ¿Se va usted ya? ¿Y el

almohadón para la Condesa?- ¡Un momento! Voy a buscarlo - rogó la se-

ñorita Bourienne, echando a correr.María y Nicolás callaban. De vez en cuando

cambiaban una mirada.

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- Sí, Princesa - habló al fin Nicolás sonriendocon melancolía-. Todo parece reciente, y, noobstante, ¡cuánta agua ha corrido desde quenos vimos por vez primera en Bogutcharovo!Entonces nos juzgábamos desgraciados, y, sinembargo, ¡cuánto daría yo por volver a aquellostiempos! Pero eso es imposible...

La Princesa clavaba en él sus ojos radiantes.Parecía esforzarse por comprender el sentidomisterioso de aquellas palabras que le explicar-ían lo que él sentía por ella.

- En efecto - contestó -, pero no debe ustedlamentar lo pasado, Conde. Usted recordarásiempre con placer su vida actual, porque lossacrificios que está haciendo...

- No puedo aceptar sus alabanzas - se apre-suró a decir él, interrumpiéndola-. La verdad esque no dejo de dirigirme reproches. Pero, enfin, esto es muy poco interesante y divertido...

Su mirada volvió a adquirir una expresiónfría, seca. Mas la Princesa había vuelto a ver en

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él al hombre que amaba, y se dirigía a aquelhombre.

- He creído que me permitiría esta confianza.Como estamos tan unidas las dos familias...Nunca creí que mis cumplidos le parecieranexcesivos. Pero ya veo que me he equivocado.

Empezó a temblarle la voz.-No sé por qué, pero antes era usted muy dis-

tinto a como es ahora... - prosiguió, rehaciéndo-se.

- Existen motivos a millares - repuso Nicolásrecalcando sus palabras -. De todos modos,gracias, Princesa.

«Ya lo comprendo; ahora lo comprendo todo- decía una voz en el alma de la Princesa -. Noes sólo esa mirada de expresión bondadosa yfranca, no es sólo la belleza externa la que vi enél. Es su alma noble, valiente, abnegada. Ahoraél es pobre y yo soy rica. Esto explica su acti-tud... Pero ¿y si no fuera así...?»

Sin embargo, al recordar su antigua ternura,al reparar en la expresión bondadosa y triste de

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su rostro, se convenció de que estaba en lo cier-to.

- ¿Qué le ocurre, Conde, qué le ocurre?Dígamelo usted - exclamó acercándose a él in-voluntariamente -. Debe decírmelo.

El callaba.- Ignoro las razones que tiene para adoptar

esa actitud..., pero me resulta penoso, puedeusted creerlo... No quisiera verme privada desu antigua amistad.

Las lágrimas brotaban de sus ojos, temblabanen su voz.

- Tengo tan pocas alegrías, que perder unamás me resulta muy doloroso. Perdóneme.Adiós.

De improviso se echó a llorar y se dirigió a lapuerta.

- ¡Princesa! ¡Espere! ¡En nombre de Dios, es-pere! - exclamó Nicolás -. ¡María...!

Ella se volvió. Por espacio de unos segundosse miraron en silencio. Y lo que parecía imposi-

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ble, lejano, se convirtió de improviso en algomuy próximo, posible, inevitable.

En el otoño de aquel mismo año, Nicolás Ros-tov y la princesa María se casaron...

FIN