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Médico de la Universidad de Antioquia; Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Es profesor en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia y en la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. En esta última institución es también integrante del Grupo de Investigación Audiovisual Interdís. Es miembro de la Academia Antioqueña de Historia. u Escuchemos nuestro pasado. La música en la época de la independencia y en los primeros tiempos republicanos Luis Carlos Rodríguez Álvarez* no de los temas menos conocidos, debatidos o discutidos sobre los años del periodo revolucionario que vivió Colombia a principios del siglo XIX, por las dificultades intrínsecas que implica su investigación, es el relacionado con los sonidos de ese momento. Sin embargo, los eventos que enmarcan la época de la independencia y primeros tiempos republicanos en nuestro país (1810-1830) se han podido escuchar en la actualidad, gracias a la recuperación de algunos documentos mu- sicales de entonces. Éstos nos muestran un paisaje sonoro sencillo, que ambientaba con valses, contradanzas y bambucos, así como con música inglesa y francesa, además de canciones libertarias y elegíacas, el espíritu patriótico y revolucionario. Aquellos personajes y momentos se pueden apreciar mejor al escuchar sus músicas. El presente texto está dedicado a las expresiones musicales que se dieron en la vida colombiana a comienzos del siglo XIX, durante las guerras de independencia frente a España y hasta pocos años después del fin de la llamada Gran Colombia, integrando incluso personas y eventos de Venezuela, Ecuador y Perú, nuestros países hermanos según el sueño bolivariano. Es una aproximación a los acontecimien- tos y protagonistas relacionados con las músicas que rodearon los momentos bélicos y políticos, algunas obras que se han rescatado de esos instantes, varios documentos curiosos, hasta ahora inéditos, de interés paleográfico, y varias piezas conmemorativas y onomásticas de personajes destacados del periodo.

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Médico de la Universidad de Antioquia; Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. Es profesor en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia y en

la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. En esta última

institución es también integrante del Grupo de Investigación Audiovisual

Interdís. Es miembro de la Academia Antioqueña de Historia.

uEscuchemos nuestro pasado. La música en la época de la independencia y en los primeros tiempos republicanos

Luis Carlos Rodríguez Álvarez*

no de los temas menos conocidos, debatidos o discutidos sobre los años del periodo revolucionario que vivió Colombia a principios del siglo xix, por las dificultades intrínsecas que implica su investigación, es el relacionado con los sonidos de ese momento. Sin embargo, los eventos que enmarcan la época de la independencia y primeros tiempos republicanos en nuestro país (1810-1830) se han podido escuchar en la actualidad, gracias a la recuperación de algunos documentos mu-sicales de entonces. Éstos nos muestran un paisaje sonoro sencillo, que ambientaba con valses, contradanzas y bambucos, así como con música inglesa y francesa, además de canciones libertarias y elegíacas, el espíritu patriótico y revolucionario. Aquellos personajes y momentos se pueden apreciar mejor al escuchar sus músicas.

El presente texto está dedicado a las expresiones musicales que se dieron en la vida colombiana a comienzos del siglo xix, durante las guerras de independencia frente a España y hasta pocos años después del fin de la llamada Gran Colombia, integrando incluso personas y eventos de Venezuela, Ecuador y Perú, nuestros países hermanos según el sueño bolivariano. Es una aproximación a los acontecimien-tos y protagonistas relacionados con las músicas que rodearon los momentos bélicos y políticos, algunas obras que se han rescatado de esos instantes, varios documentos curiosos, hasta ahora inéditos, de interés paleográfico, y varias piezas conmemorativas y onomásticas de personajes destacados del periodo.

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De Francia también heredamos hombres, canciones patrióticas y bandas marcialesEn la estructuración del Romanticismo —el pen-samiento estético que imperaría entonces— fueron determinantes dos procesos. Por un lado, la noción de patria, que exigía renovación, se concretó en el llamado Viejo Mundo en un largo siglo xix, que iría entre la Revolución Francesa y los años que antecedieron a la Primera Guerra Mundial. Por otro lado, en las Américas, por el mismo tiempo, aparecerían naciones nuevas, desprendidas de la dominación europea y en constantes esfuerzos por lograr sus propias identidades y soberanías. La con-ciencia nacionalista, las consecuentes posiciones republicanas y los deseos libertarios generaron un arte nuevo, que fue, sin duda, paralelo a los enfren-tamientos gestados para la defensa de esos ideales.

Las canciones patrióticasLas llamadas canciones patrióticas son ilustres hijas del Romanticismo, del compromiso político nacional vinculado a la facultad creadora. La Revolución Francesa y la resistencia al dominio napoleónico gestaron melodías y tonadas que animaban la rebelión y las luchas emancipadoras. Las chansons patriotiques fueron un idóneo vehículo para la difusión de las ideas revolucionarias. Algunas de las más famosas, seguramente conocidas también en la América que buscaba la libertad, fueron las populares Ah! ça ira, ça ira, ça ira (Landré, 1790) y La Carmagnole (anónima, 1792), la muy famosa La Marseillaise (Rouget de Lisle, 1792) y el conocido Chant du départ (Méhul, 1794).

Pocos años después, en el Nuevo Mundo, en la América hispana, y en los eventos que des-embocaron en las guerras de independencia, las canciones patrióticas tuvieron altas repercusiones. Algunos ejemplos de ellas son las llamadas Carma-ñola Americana (1797) y Canción Americana (1797 y 1811). Posteriormente, con lo ocurrido en Quito

el 10 de agosto de 1809, en Caracas el 19 de abril 1810, y en Bogotá el 20 de julio del mismo año, surgieron varias canciones con temática patriota.

En la capital venezolana, la titulada Caraqueños, otra época empieza, sobre un texto de Andrés Bello, fue puesta en música por el compositor y director de orquesta mulato Lino Gallardo (Ocumare del Tuy, Miranda, 1773-Caracas, 1837), llamado “el Haydn caraqueño”, o “el Haydn venezolano”, de quien también es la Canción Patriótica, cuyo primer verso dice Tu nombre, Bolívar, la fama elevó, sobre un texto del abogado, poeta y diplomático José María Salazar Morales (Rionegro, Antioquia, 1784-París, 1830). Éste, a quien se ha llamado “Patriarca de la Poesía Antioqueña”, un arquetípico criollo ilustra-do, junto a José María Gruesso y José Fernández Madrid, conformó el trío de poetas colombianos que “rompió la tiranía seudo-clásica y siguió los pasos del romanticismo inglés y francés, antes que cualquier poeta americano” (García Valencia, 1995: 52-53). Con estos tres poetas nacionales nació el Romanticismo en el continente.

Salazar, que desde muy joven fue lector en francés, inglés, latín y griego, compuso varias can-ciones patrióticas, muy difundidas en la naciente república. La primera apareció publicada el 18 de septiembre de 1810 y es considerada como el pionero de nuestros himnos. Su estribillo dice: “Al fin, ciudadanos,/ Podéis respirar/ El aire benigno/ De la libertad”. En 1814 se conoció, en Santafé de Bogotá, su poema titulado Monólogo de Ricaurte,

La conciencia nacionalista, las consecuentes posiciones republicanas y los deseos libertarios generaron un arte nuevo, que fue, sin duda, paralelo a los enfrentamientos gestados para

la defensa de esos ideales.

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alusivo al sacrificio del héroe en San Mateo, inter-pretado con pausas para acompañar con música, pues fue destinado para la escena del teatro. En 1819, Salazar escribió la letra para varios poemas que las tropas patriotas cantaron para animar su espíritu en la odisea del ascenso al Páramo de Pisba, antesala de la Batalla de Boyacá. Otra importante y mucho más conocida obra de Salazar fue la Can-ción Nacional, compuesta en 1827: “A la voz de la América unida/ De sus hijos se inflama el valor,/ Sus derechos el mundo venera,/ Y sus armas se cubren de honor”.

Quizá la más interesante de todas ellas es una pieza poética, inicialmente llamada Canción Patrióti-ca, escrita por Salazar en Caracas, en fecha incierta, que fue vertida en música por el ya mencionado Lino Gallardo, a quien también se le ha atribuido, si no la música, al menos la participación en la composición de la canción patriótica Gloria al bravo pueblo, que en 1881 fue decretada Himno Nacional Venezolano. La pieza de Salazar y Gallardo fue entonada muchas veces en las celebraciones y conciertos organizados en Bogotá por el músico venezolano Nicolás Quevedo Rachadell, edecán del Libertador, en su memoria. Dice Perdomo Es-cobar: “Se llegó a tanto en el fervor supersticioso por el héroe, que se cantaba en las iglesias de las cinco naciones libertadas por la espada de Bolívar, a modo de salve, después de las misas” (Perdomo Escobar, 1980: 119). La letra dice así: “Tu nombre, Bolívar,/ la fama elevó/ sobre otros héroes/ que el mundo admiró./ El fuerte Bolívar / la palma ganó/ Domando el orgullo / del león español”.

Sin embargo, salvo la de esta canción patrió-tica, no ha sido posible conocer, rastrear o ubicar partitura alguna de estas obras, que se articulan todas, en cuanto a lo estético y artístico, en un con-texto libertario, como manifestación socio-musical, romántica y pionera, de la naciente república.

Escribe el guitarrista y compositor venezolano Alirio Díaz:

Son numerosas las referencias de canciones inspi-radas en asuntos de la revolución y de sus héroes

y las cuales figuran bajo la designación de cantos patrióticos y revolucionarios: Gozaron de gran popularidad, y gracias al notable y positivo efecto psicológico que ejercían en la acción de los liber-tadores, esos cantos se difundían como medios de lucha por los países hispanoamericanos que se encontraban en las mismas condiciones de lucha contra la dominación española.

Uno de esos cantos marciales -que procedía del sur del Continente y después sería el Himno Na-cional Argentino-, y cuyos primeros versos dicen Oíd, mortales, el grito sagrado:/ ¡Libertad!, ¡Libertad!, ¡Libertad!/ Oíd el ruido de rotas cadenas, ved en trono a la noble igualdad..., lo escucharon y cantaron las huestes patriotas en sus campañas guerreras, y en coro lo entonaron centenares de llaneros, produ-ciendo un inmenso efecto emocional. El mismo Libertador Simón Bolívar conocía y cantaba tales cantos (Díaz, 1980: 121).

Las bandas marcialesLa importancia de constituir o formar una banda marcial, de guerra, en un joven Estado indepen-diente, se articula en su proyecto institucional, desde el punto de vista simbólico y cultural, en tanto pretende hacer parte de su razón de ser, de su proceso de identidad y de su lógica revoluciona-ria. Por todo ello, fue definitivamente importante entrenar musicalmente a las huestes patriotas.

Entre 1811 y 1815, en Santa Fe de Antioquia, Rionegro y Medellín quedaron registros de la ac-tividad de un maestro de origen francés llamado Joaquín de la Motte, como formador de músicos para las bandas de los cuerpos armados del Estado de Antioquia —conjuntos de carácter ceremonial, cuyo repertorio consistió muy seguramente en marchas, toques marciales, canciones, tonadas, himnos o melodías patrióticas. Joaquín de la Motte, personaje de quien no se conocen más datos que los consignados en este texto, aparece en diversas fuentes con ortografía diferente (Lemot, Lamot, Lamotte, Lamet, Lamota, Lammott o Mott). El asunto es que una vez posesionado el doctor José Antonio Gómez Londoño, en el mes de octubre de 1811, este gobernante, a quien le interesó de

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“manera especial” la preparación de los “hombres para la carrera de las armas, [...] hizo venir al francés Lemot, quien enseñó en la ciudad de Antioquia la música de viento a algunos jóvenes que sirvieron después como cornetas en las milicias” (Gómez Barrien-tos, 1913: 406-411).

Según los datos hallados en los archivos de las ciudades de Santa Fe de Antioquia, Medellín y Rionegro, Joaquín de la Motte organizó y dirigió una banda de treinta soldados e hizo importar desde Francia los instrumentos y las partituras para sus interpretaciones (Restrepo Gallego, 1988: 522). Los más antiguos documentos que aseguran la existencia de esa banda de músicos, liderada por Joaquín de la Motte en tiempos de la In-dependencia, son dos inventarios

instrumentales para la agrupación. El francés fue ratificado en su cargo el 17 de marzo de 1815, en la ciudad de Antioquia, con un sueldo de $200 anuales. Su labor tuvo alguna repercusión local y sus discípulos, pupilos o alumnos fueron los primeros músicos formados para las artes musicales de la guerra en Antioquia. A pesar de la nebulosa existente alrededor de su persona y sus antecedentes, la presencia de la Motte es un punto de referencia en esa primera experiencia musical nuestra, en la conformación de grupos instrumentales de tradición marcial e indiscutible influencia cultural francesa.

La vinculación extranjera a las guerras de independencia colom-bianas fue multifacética, y la participación física en batallas militares fue sólo una pequeña parte. La guerra sería el contexto para una gran variedad de interacciones y encuentros entre personas, culturas y conceptos. Si vamos más allá de las pistolas y las lanzas, podemos acercarnos un poco más a los significados y las consecuencias de la guerra de independencia en Colombia (Brown, 2005: 97-102).

No ha sido posible confirmar documentalmente si los que enseñaban música, bien fuera extranjeros o locales, habían logrado su formación artística en la región, pero la ausencia de profesores e instituciones de esa índole, tanto entre las gentes de la élite como en el pueblo, sugieren que eran músicos empíricos y autodidactas, es decir, “de oído”.

Sobre las bandas de los batallones patriotas en la campaña del Perú, escribe el general Manuel Antonio López:

Tenían regulares bandas el Voltíjeros, Rifles, La Legión Peruana, y el Número 1° del Perú, pero la favorita del ejército era la del Vencedor, aunque sólo de cornetas, cornetines, pitos y tambores, por su mayor y más diestro per-sonal y su abundante repertorio. En competencia unas con otras habían venido durante la campaña, trasladándose en espíritu a nuestros hogares y pueblos y volviéndonos con encanto a las querencias de la memoria del soldado; pero en la sublime expectación de la mañana, el tumulto de sus golpes de armonía fue para nosotros licor de gloria (ni había otro con qué embriagarnos), y sentíamos que fundía el corazón de 6.000 hombres en uno solo, ardiente y grande como la América (López, 1955).

Por otro lado, y respecto a los músicos pertenecientes a las bandas de guerra de entonces, curiosamente la selección se hacía con base en la apariencia física de los aspirantes, sin tener en cuenta las posibles aptitudes musicales, por la sencilla razón de presumirse que todos los criollos tenían talento musical.

Los hombres de la libertad y su relación con la músicaRelatos e historias que tienen más de anécdota patriótica, y hasta de novela, nos señalan los gustos musicales de algunos de los próce-

La vinculación extranjera a las guerras

de independencia colombianas fue multifacética, y la

participación física en batallas militares

fue sólo una pequeña parte. La guerra sería el contexto para una

gran variedad de interacciones

y encuentros entre personas, culturas

y conceptos.

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res y guerreros de la emancipación. Un profuso anecdotario, recogido en muy diversas fuentes, ilustra el vínculo de muchos de los hombres de la independencia con el arte de la música.

Simón Bolívar

En torno a lo musical, sobre el Libertador Simón Bolívar (Caracas, 1783-Santa Marta, 1830) es mucho lo que se ha escrito. Se dice en todo lado, eso sí, que era un apasionado y un maestro de la danza. Tal como lo afirmó el maestro Alirio Díaz en su citado texto, el general José Antonio Páez, en su Autobiografía, dice que Bolívar “era amigo de bailar, galante y sumamente adicto a las damas [...]. En el campamento mantenía el buen humor con oportunos chistes; pero en las marchas se le veía siempre algo inquieto y procuraba distraer su impaciencia entonando canciones patrióticas” (Díaz, 1980: 121). Dándole letras de gloria, nuestro Nobel lo cuenta de la siguiente forma:

El baile era para él una pasión tan dominante que en las celebraciones bailaba toda la noche, hasta el amanecer, con la última pareja que quedara en un salón desierto, bailaba sin pareja cuando no la había, o bailaba solo la música que él mismo sil-baba, y expresaba sus grandes júbilos subiéndose a bailar en la mesa del comedor (García Márquez, 1989: 81).

El profesor Adolfo González Henríquez afirma que la habilidad del Libertador para el baile, explicable si se tiene en cuenta que provenía de una región caribeña, donde todo el mundo parece saber bailar por el solo hecho de haber nacido, queda perfectamente dibujada en el episodio de su famoso amorío, ocurrido en 1825, con Jeannette Hart, una joven que hacía parte de la delegación diplomática norteamericana en Perú. Según cuenta Hart en su Diario:

Cuando bailaba con el general Bolívar pude notar

que solamente los pies de un bailarín por naturaleza

podían llevarme a través de aquellos intricados

pasos y figuras de aquellas danzas exóticas y poco

familiares para mí [...]. La última pieza que tocó

la banda y que bailamos los dos, fue un vals; la

multitud cesó de bailar dejándonos el centro del salón a nosotros solos y colocándose alrededor para vernos bailar [...]. La armonía de nuestros movimientos era tan bella, que ninguna otra pare-ja hubiese podido competir. El general se movía como si los acordes de aquel vals emanaran de su propio cuerpo, era algo como una disposición heredada (González Henríquez, 1990: 95).

Y agrega González:Un rústico clavicordio, que hoy forma parte de la Colección Perdomo, lo acompañó en muchos viajes, y quienes lo conocieron de cerca coinciden en afirmar su proclividad al baile y su destreza para el mismo, así como para algunos elementos propios del entorno danzario como, por ejemplo, la galantería hacia el sexo femenino. Los testimonios salidos de la legación argentina en Bolivia lo mues-tran como una especie de líder en las actividades festivas, lo que hoy se denominaría frívolamente como el alma de la fiesta.

La pasión que Bolívar mantuvo por la música durante toda su vida, su destreza por el baile y su especial temperamento, convierte el rastreo de sus múltiples andanzas en una preciosa fuente de información sobre la cultura musical de las clases altas republicanas, muy semejante en toda América

Sin título, Arles Cano, 2000Mixta: Monotipo, transfer, 32x42 / 50x70 cm

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Latina. El 16 de junio de 1822 se festejó la victoria de Pichincha con un baile en la mansión quiteña de Juan Larrea, adonde asistieron las mujeres con el cabello corto, audaz gesto de corte revolucionario. La escena era muy típica: la orquesta estaba confor-mada por seis indios de librea con instrumentos de cuerda y viento; se mantenía el convencionalismo europeo de iniciar los bailes con una polonesa, a causa de su carácter ceremonial, que las asemejaba a una procesión; aquella noche la polonesa fue pródiga en encuentros amorosos de importancia histórica, toda vez que Sucre conoció a su futura esposa, y Simón Bolívar tuvo su primer contacto con Manuelita Sáenz, al compás de la famosa danza nacional polaca (González Henríquez, 1990: 94).

Siguiendo al Libertador, el capítulo de su vida romántica con Manuelita Sáenz y el episodio de su aventura con la señorita Hart permiten conocer otros ritmos bailados por las élites criollas del nue-vo periodo republicano: el minué, danza cortesana francesa, solemne y en tiempo moderado, que se caracterizaba por pasos pequeños, postura erguida y profundas reverencias e inclinaciones, pero fue muy poco apetecida por su rigidez y formalidad; el vals ¾de origen centroeuropeo, caracterizado por sus rápidos giros de parejas que se sujetan como en un abrazo, conmocionó a la sociedad de su tiempo, convirtiéndose en el baile de salón por excelencia en el siglo xix en todo el mundo occidental, y al llegar a Venezuela se convirtió en “vals criollo”, y a Colombia en “pasillo”; la contradanza inglesa, ya mencionada; el ondú, muy elegante y pausado, de origen peruano; la giga, anglosajona y alegre, tradicional y antigua; el bolero ¾no el caribeño, sino la danza española derivada de la seguidilla; la jota y la “cachucha”, también de origen hispano, en la que Manuelita Sáenz tenía reconocida destreza.

Francisco de Paula Santander

Por otro lado, es menos conocido que el general Francisco de Paula Santander (Villa del Rosario, 1792-Bogotá, 1840) era muy aficionado, desde su juventud, a la música; que tocaba con buen gusto la guitarra, y que cantaba galerones y canciones populares, entre las que se encontraba una a la que llamaba La Cholita. En la celebración

de los triunfos republicanos mandaba a tocar La Vencedora cuando le correspondía guiar el baile de la contradanza. El arreglo y la disposición de una contradanza exigían conocimientos estratégicos de primer orden; el general era muy diestro en este ramo, y probablemente ésa fue la razón para que a las contradanzas obligadas, o de figuras compli-cadas, se las llamara santandereanas.

En sus años de madurez, cuando viajó por Europa entre 1829 y 1831, “gozando” de su des-tierro, Santander fue un apasionado, casi obsesivo, de la ópera. Su sorprendente actividad no le dejaba tiempo libre, y sus solaces eran la ópera, los con-ciertos y las representaciones dramáticas. En su Diario consta la asiduidad con la que frecuentaba los teatros de París y los de Florencia —el Cocome-ro y la Pérgola —, así como la Scala de Milán. Los teatros italianos de la época eran lugares de cita de la sociedad, no sólo por el espectáculo mismo, sino también por el placer de la conversación, como lo dijo en sus notas el viajero Santander, quien incluso en las pequeñas ciudades alemanas asistía a óperas y conciertos. El general colombiano recorrió casi toda Europa en un momento singular de la historia del arte a principios del siglo xix, cuando actores mundialmente aclamados eran el aliciente de los espectáculos más concurridos. Todos estos artistas fueron admirados por él en el momento de mayor esplendor artístico. Como diletante, Santander se expresa en su Diario después de presenciar la ejecución del prodigioso Paganini, y no ocultaba su complacencia ante las revelaciones de esas artes desconocidas en América. Hacía sagaces compa-raciones de la realización de una obra, con lo que había presenciado en otro coliseo o en otro país.

En su exilio, el general Santander se dio la gran vida, aprovechando la benévola actitud que los prohombres del Romanticismo manifestaban por esos luchadores de la libertad en las colonias de España. Disfrutó de esa simpatía que despertaba en todas partes la causa de los enemigos de España. Las atenciones que se le hicieron fueron, con suma frecuencia, invitaciones a la ópera, espectáculo

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apenas conocido por él inicialmente, pero del cual más adelante se convirtió en fervoroso asistente. Aunque su formación musical era dudosa, acabó teniendo un amplio conocimiento práctico de esta forma musical. En su Diario de esos años, son muchísimas las líneas dedicadas a la ópera en ge-neral y a una de Daniel-Francois-Espirit Auber en particular: La Muda de Portici. Siempre aprovechaba su estadía en alguna ciudad para oírla, y no hubiera cambiado la mejor diversión de este mundo por volver a oír esa ópera, desarrollada en el marco histórico del levantamiento de Masaniello contra los españoles de Nápoles. Otras óperas favoritas del general Santander fueron La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart y Los puritanos de Vincenzo Bellini. Adicionalmente, se recuerda que, después de un concierto en Frankfurt (Alemania), el 25 de diciembre de 1829, fue presentado al gran violinista y compositor Niccolò Paganini.

Francisco Antonio Zea

Figura paradigmática del llamado “criollismo ilustrado”, el científico, político, diplomático y pró-cer Francisco Antonio Zea (Medellín, 1766-Bath, Inglaterra, 1822) animó un proceso de apertura cultural que se desprendió de sus gestiones comer-ciales en el exterior. Sin detenernos en sus innume-rables logros científicos, políticos y diplomáticos, suficientemente conocidos y controvertidos, debe-mos decir que Zea fue uno de los redactores del Correo del Orinoco, el periódico ideado por Simón Bolívar. Nombrado representante de Colombia ante el gobierno de Estados Unidos y de varios paí-ses europeos, fue designado por el mismo Bolívar para contratar en Londres un empréstito para la Gran Colombia. Con ese propósito, en 1820 viajó a Europa. Su intención y sus labores inmediatas se concentraron, entonces y por dos años, en la negociación de préstamos para la nueva república, pero todas sus acciones fueron desautorizadas por el Congreso colombiano, argumentando que los términos de los préstamos eran desventajosos.

Según sus biógrafos, varios meses antes de morir Zea había sido editor de una obra con la

cual pretendía mermar el descrédito que padecía la Campaña Libertadora en el Viejo Mundo. El libro, en dos volúmenes, titulado —muy en el estilo de la época— Colombia: being a Geographical, Statistical, Agricultural, Commercial and Political Account of that Country, adapted for the General Reader, the Merchant, and the Colonist, trata sobre geografía, fauna, flora, riquezas, guerras e historia de Colombia, y fue edi-tado en inglés y español al mismo tiempo, para que sirviera como carta de presentación del nuevo país democrático en el mundo. Selección de artículos de los mejores escritores y exploradores que habían viajado, conocido y estudiado el país (Alexander von Humbolt y François Raymond Depons, entre otros), este libro se convirtió en una especie de “guía para comerciantes británicos”. Un trabajo macizo, de casi 1.500 páginas en total, detalla vir-tualmente cada aspecto de Colombia (en lo social, lo económico y lo legal), con valiosa información sobre cada provincia y ciudad, incluso las antiguas provincias de Venezuela, Guayana y Panamá.

En el capítulo II del segundo volumen, titula-do “Del Comercio”, además de las innumerables mercaderías comunes del país que pudieran in-teresarles a los ingleses, comerciantes, colonos y lectores comunes, y en una demostración de gran visión sociológica y augurando posibles desarro-llos en lo artístico, se incluyó información sobre algunos instrumentos musicales, como pianos, órganos, flautas, pífanos, violines, guitarras y arpas, como mercancías factibles de venderse en el país, en cantidades modestas pero comerciales, dirigidas al público potencialmente melómano, compuesto en su mayoría por miembros de las élites, viajeros e integrantes de las recién llegadas familias de diplomáticos y comerciantes. Todo esto permitió seguramente, hacia 1824, la importación de los primeros pianos al país (Zea, 1974).

Al final del segundo volumen del libro se lee el texto “Public Dinner to Don Francisco Antonio Zea”, un artículo que narra con sumo detalle un hecho bien curioso e interesante en esta historia. En medio de música de ocasión, se llevó a cabo

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una cena pública, un acto político y social a la vez, en honor del Plenipotenciario Don Francisco An-tonio Zea y de su país. Los discursos pronunciados esa noche indican el gran interés que manifestaba la sociedad política y financiera de la capital bri-tánica hacia Colombia, y la indiscutible atracción que nuestros mercados despertaban entre sus co-merciantes. Por ese tiempo, mediados de 1822, de regreso en Londres, Zea era incuestionablemente el “suramericano de moda” en Europa.

En el Gran Salón de la City of London Ta-vern, el 10 de julio de 1822, más de trescientos comerciantes, políticos e intelectuales londinenses se congregaron para manifestar su aprecio y apoyo a la causa de la independencia suramericana. Tan magnífica cena de gala estuvo presidida por el Duque de Sommerset, acompañado por Sir James Mackintosh, uno de los más connotados líderes de la oposición Whig, quien además era ardiente de-fensor de la lucha hispanoamericana en Inglaterra y asiduo propulsor del reconocimiento de Colombia en la Cámara de los Comunes. A los anteriores se unieron cuarenta diputados de la citada Cámara, reunidos esta vez no sólo para agasajar al enviado colombiano y ensalzar su obra en pro de la causa suramericana, sino también para entonar loas a su máximo caudillo, el Libertador, Simón Bolívar. Al comenzar el evento, el Duque de Sommerset pre-sentó a Zea ante la audiencia, mientras una banda militar interpretaba la marcha Hail, Colombia (Salve, Colombia), especialmente compuesta para el ágape. Posteriormente, un cantante profesional entonó, en medio de los discursos de todo tenor, un par de canciones patrióticas anónimas, también escritas para la ocasión, de las que infortunadamente no se conserva partitura alguna.

Esas dos canciones, tituladas ¡Oh!, recuerdo cuando el Orinoco… y Valiente Bolívar, son piezas enmarcadas en el espíritu romántico de la poesía patriótica inglesa de principios del siglo xix, lleno de elementos descriptivos y emocionales, de fan-tasía, exuberancia y pasión, en un estilo de gusto y calidad literaria dudosos, pero que en su momento

fue el más cantado. Ambas fueron reproducidas y traducidas en uno de los recientes trabajos del pro-fesor Matthew Brown. La primera es una especie de despedida del héroe que habita en todo hombre común y corriente, que deja la comodidad de una vida plácida junto a su amada, para ir a conquistar la gloria junto a Simón Bolívar, allende los mares y montañas, en las turbias aguas del Orinoco. A su regreso, la patria liberada por su brazo canta paz, comercio y plenitud. La segunda canción muestra la imagen idealizada del héroe sin par que se tenía del Libertador entre los jóvenes ingleses de esos años (Brown, 2005: 97-102).

Francisco MirandaLa figura de Francisco Miranda (Caracas,

1750-Cádiz, 1816) no es tan conocida como debe-ría ser en los países latinoamericanos. “El Primer Venezolano Universal”, “El Americano más Uni-versal”, y más comúnmente El Precursor, Miranda fue el creador de la idea de Colombia como nación, el primero en concebir una América libre y unida (idea que más tarde recogieron Simón Bolívar y Andrés Bello), y el primero en lanzarse a tratar de romper el dominio colonial, con su expedición de 1806. Fue precursor no sólo en el plano de la inde-pendencia política, sino también en otros diversos ámbitos, como el de los derechos humanos, los derechos de la mujer, o el derecho de cada pueblo a la conservación de su patrimonio cultural.

Poco sabido es el hecho de que Miranda fue un humanista integral: conocedor del griego y del latín, idiomas que leía y traducía, formó una riquí-sima biblioteca en la que los autores clásicos tenían vasta representación. Y tampoco es muy conocido el hecho de que fue gran amante de la música, y un músico aficionado con estudios regulares. To-caba el piano y la flauta traversa, instrumento que aprendió a tocar en su juventud y del cual poseía dos ejemplares, ambas Baretti: una en madera boj y otra en ébano. En sus Diarios menciona que le gustaba tocar la flauta y que lo hacía a menudo en su época de soldado español en La Habana y durante sus viajes. Cuando estuvo en Viena visitó a

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Haydn, uno de los grandes músicos de la época, a fines de octubre de 1785, y participó con él en veladas nocturnas interpretando la flauta. La relación de El Precursor con tan importante artista demuestra que poseía una sólida formación cultural, que aunada a su elegancia personal y a su procedencia de un país del todo desconocido, le abrió las puertas de Europa. Miranda, como luego Santander, se valió de esos atributos para obtener pasaportes de países europeos.

En un disco compacto editado en el año 2000 en Caracas, en inter-pretación del flautista Luis Julio Toro, se pone de relieve la importancia de la extensa literatura para la flauta traversa barroca (o flauta de una sola llave), que poseía Miranda. En él llama la atención una Marcha en Re mayor para flauta y clavecín, de un tal Joseph Major, autor inglés no bien identificado. Los editores han supuesto que Miranda guardaba esta Marcha, quizá con intención de ponerle letra y hacerla himno del “Continente Américo-Colombiano”, cuando en 1806 emprendió su expedición libertadora a las costas venezolanas.

José María Córdova

El “Héroe de Ayacucho”, José María Córdova (Concepción, Antioquia, 1799-El Santuario, 1829), fue muy diestro no sólo en las artes de la guerra, sino también en el idioma francés y en su música, y fue introducido en ellos por su amigo y maestro galo Manuel de Roergas Serviez, teniente-coronel de ingenieros en el ejército napoleó-nico, personaje bien interesante de nuestra historia por su influencia significativa en el proceso independentista. A las melodías francesas, Córdova agregaba las aprendidas entre sus compañeros del Llano, en aquellas campañas de la Guerra a Muerte.

Córdova, que pertenecía a la élite social regional, sentía como nadie el fuego de la revolución. Por ello es fácil y lógico suponer que se dispuso a aprender las canciones patrióticas y revolucionarias en el idioma original, nativo del general Serviez. No hay documentos que demuestren si tenía algún rudimento teórico en música. Otro vínculo de Córdova con este arte es casi tangencial, y de ello se hablará des-pués en este trabajo, cuando se mencione lo referente al bambuco guerrero La Guaneña.

José Antonio Páez

El destacado general José Antonio Páez (Curpa de Acarigua, Portuguesa, 1790-Nueva York, 1873), prócer de la independencia, presidente de Venezuela en tres oportunidades, y conocido por motes como “El León de Apure”, “León de Payara”, “El Centauro de los Llanos” y “El Taita”, fue también músico, compositor y mecenas musical. El amplio interés por el arte musical del sector oficial ve-nezolano de la época se debe al propio líder llanero. En sus años de

juventud, Páez conoció las danzas y los instrumentos de la época, los cuales dominaba a la perfección. Muchas anécdotas se desprenden de los momentos de esparcimien-to musical que encontró entre una batalla y otra durante las luchas de independencia. Por los años de su exilio, estableció relaciones amis-tosas en Europa con el famoso pianista y compositor estadouni-dense Louis Moreau Gottschalk (1829-1869), quien le dedicó su Marche de Nuit, op. 17. Se sabe que el propio Páez fue autor de varias piezas musicales, entre ellas una canción popular titulada El Vendedor de pescado y un himno mariano, O Sanctissima. Durante su permanencia en Buenos Aires, dedicó a una niña dos obras en las cuales podemos apreciar sus dotes de melodista: Escucha, bella María y La Flor del retiro.

Antonio Nariño

Don Antonio Nariño (Bo-gotá, 1765-Villa de Leyva, 1823), político, militar e ideólogo re-conocido como uno de los pre-cursores de la independencia colombiana, fue gran amante de la música. Entre los efectos personales y bienes que le fueron embargados al ser arrestado en 1794, por traducir del francés Los derechos del hombre y del ciudadano, fi-guran un violín y algunos papeles de música.

Por otro lado, en un relato casi inverosímil, se asegura que, en agonía, el 13 de diciembre de 1823, El precursor escuchó con devoción el modesto grupo de

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cantores litúrgicos de Villa de Leyva, convocado por él mismo para que le cantasen los Salmos Pe-nitenciales, y poco después expiró, consciente de la hora y el acontecimiento, sentado en una cómoda silla, cual esperando la iniciación de un concierto (Piñeros Corpas, 1962).

Francisco José de Caldas

Al Sabio Francisco José de Caldas (Popayán, 1768-Bogotá, 1816), científico, militar, astrónomo, naturalista, periodista y prócer caucano, estudioso de la geografía y la botánica latinoamericanas, y uno de los personajes sacrificados por Morillo, se le ha atribuido —quizá de manera aventurada y errónea— la autoría de una polka-mazurca para piano, titulada La Velada. En una copia de la par-titura, fechada el 31 de octubre de 1881, sólo su apellido aparece como autor, con esta dedicatoria: “para el piano de la señorita Gabriela Uribe M.”.

Custodio García Rovira

Político y militar bumangués, formado en el Colegio de San Bartolomé, García Rovira (Buca-ramanga, 1780- Bogotá, 1816), uno de los últimos presidentes de la Primera República granadina, era llamado por los españoles “El estudiante Rovira”. Graduado en leyes, filosofía y teología, también pintaba al óleo y componía música y poesía, y toca-ba Sonatas de Haydn en el clavicémbalo (Perdomo Escobar, 1980: 57).

Las contradanzas, el bambuco y otras piezas famosas1

Las contradanzasSe trata de una danza de ritmo rápido en compás binario, compuesto por varias secciones de ocho

compases que se repiten. Posiblemente tiene su origen en las country dances de Gran Bretaña, desde donde se extendió al resto de Europa. Alcanzó su máxima popularidad a finales del siglo xviii, época durante la que se utilizó en otros géneros escénicos, como la ópera y el ballet. Desde el Vie-jo Continente viajó al Caribe, y de allí a Centro y Sudamérica. Entre los compositores de música culta que escribieron obras inspiradas en este ritmo están Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven.

Durante los festejos con los cuales se celebra-ron los triunfos de Boyacá, Cartagena, Maracaibo y Pichincha, en distintas ciudades se escucharon y danzaron minués, valses, contradanzas y todos los bailes acostumbrados, según los gustos loca-les —aires propios y ajenos, de origen diverso: francés, vienés, anglosajón, andino y caribeño—. Estas obras eran, en su mayoría, de autor anónimo,

La danza. Intervención de la obra de Henry Matisse, Martha Isabel Bedoya, 1997Grabado en linóleo (color), 30x36 / 50x70 cm

1 Para el estudio y la audición de la música que se escuchó en esos tiempos y en esas circunstancias bélicas y sociales, son de obligada referencia y consulta los textos y las ediciones discográficas animadas por el doctor Joaquín Piñeros Corpas, director del Patronato Colombiano de Artes y Ciencias del Colegio Máximo de las Academias de Colombia. En todas estas obras, elaboradas durante un cuarto de siglo, los textos de Piñeros cambian poco y los detallados comentarios son casi siempre los mismos; de ahí que se citen como si se tratara de una sola pieza literaria. Véase, en la bibliografía, Piñeros Corpas, 1955-1995.

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pero estaban llenas de un sentimiento tal y de una acogida tan grande entre las gentes, tanto de las élites como del pueblo, que eran de co-nocimiento general y tomadas como propias por todos. Al respecto, dice el profesor Adolfo González Henríquez:

La música de la Guerra de Independencia no se limitó a repiques de campanas o coros celestiales. El sonido característico de aquellos tiempos que presenciaron el parto de la joven república fue un baile muy alegre y adecuado al temperamento del Caribe: la contradanza, el más popular de todos los bailes extranjeros que llegaron al país en ese momento, y que, según [Tomás] Carrasquilla, ya estaba en los matrimonios de Yolombó a mediados del siglo xviii [...] y era considerada como baile apartado [...]. Para 1790 se bailaba entre los caleños y en 1804 ya estaba firmemente establecida en Bogotá (González Henríquez, 1990).

En las fiestas celebradas en Santafé de Bogotá en agosto de 1819, con ocasión del triunfo patriota, se volvió a escuchar la histórica contradanza La Vencedora, que había sido interpretada por primera vez por un reducido grupo de músicos militares bajo la dirección del alférez José María Cancino, poco después de la acción del Puente de Boyacá. Cancino fue uno de los “artistas soldados” o “músicos gue-rreros” más conocidos a principios del siglo xix. Junto a su hermano Eladio (clarinetista y empresario), fue uno de los impulsores de los movimientos musicales en la capital colombiana por los años que siguieron a las guerras de independencia.

Otra contradanza, denominada La Libertadora, fue compuesta para la entrada triunfal de Bolívar a la capital del país, el 10 de agos-to de 1819, después del triunfo de Boyacá. Se tocó repetidas veces, alternada con La Vencedora, en el baile ofrecido a los libertadores en el Palacio de San Carlos y en todas las festividades celebradas con ocasión de la reciente victoria sobre las huestes realistas. En estas fiestas, que duraron cerca de quince días, y cuya música dirigió el mismo Cancino, hubo incluso corridas de toros en la Plaza Mayor, mascaradas, comidas populares y bailes públicos. Según la Gaceta de Santa Fe, en aquella ocasión “los bailes se ejecutaron con primor y gallardía: las más linajudas damas bailaron con los oficiales al compás de la música”. Comparada con la anterior, La Libertadora es una pieza tal vez menos épica, un poco más profundamente humana, psico-lógica quizá, con la cual algún compositor patriota anónimo quiso halagar al general Bolívar. Esta contradanza corrió suerte parecida a la de La Vencedora. El 20 de julio 1884, La Vencedora y La Libertadora fueron recordadas editorialmente por Alberto Urdaneta, con iguales caracteres tipográficos, en su Papel Periódico Ilustrado.

La Libertadora se conserva, además, en otra fuente en manuscrito: el legendario Cuaderno o libro de música de guitarra de Carmen Cayzedo, al cual se hará referencia más adelante. En 1955, el maestro Oriol Rangel

hizo un arreglo para piano de la pieza, que luego fue incluido en el Cancionero Noble de Colombia. Posteriormente, La Vencedora y La Libertadora se reprodujeron en Hojas de Cultura Popular Colombia-na, y luego se grabaron en versión orquestal del maestro Blas Emilio Atehortúa.

En la lucha por la hegemo-nía colonial en el ámbito mundial, los ingleses estaban ganando la batalla contra el imperio español, apoyando los movimientos de independencia de los criollos. No es gratuito que en esa época estu-viera “de moda” la contradanza inglesa y que las melodías que celebraron las victorias de Bolívar fueran contradanzas. No es gra-tuito tampoco que el Libertador recibiera apoyo financiero, militar e incluso bandas de músicos de Inglaterra para sus campañas. Era claro que había que negar la música del enemigo español, y más en una confrontación bé-lica. La contradanza servía para

Era claro que había que negar la

música del enemigo español, y más en una confrontación

bélica. La contradanza servía para lograr esa “oposición musical”, pues se asociaba al

aliado inglés.

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lograr esa “oposición musical”, pues se asociaba al aliado inglés.

Había tres clases de contradanzas: las “obliga-das” o “dobles”, las “de cambio” y las “sencillas”. La contradanza se dividía en dos partes, y cada una de ellas se tocaba dos veces, arreglándose las muchas figuras dancísticas al tiempo que duraba la pieza completa. Una pareja “ponía” o guiaba esas figuras, que todos imitaban al momento.

En todas las fiestas de celebración por el triunfo de las armas patriotas en Santafé de Bogotá, en el mes de agosto de 1819, y de muy diferente forma, la música hizo presencia: en el desfile, en la iglesia, en la plaza y en el baile... En su Historia Eclesiástica y Civil de Nueva Granada, José Manuel Groot lo recuerda así:

Cuatro clarines rompieron la marcha, anunciándola con sus toques. Seguían ocho bastidores despejan-do el tránsito; luégo los maceros del ilustre Cabildo y alta Corte de Justicia; y después, en dos hileras, todos los empleados, corporaciones y particulares. Al fin de este lucido cortejo veíase al Libertador en medio de los dos Generales Anzoátegui y Santan-der. Seguían los Secretarios, Estado Mayor general, Ayudantes del Campo y al fin la tropa. La marcha lenta y majestuosa, al són de la música guerrera, daba una animación extraordinaria al cuadro, y la vista de los soldados vencedores en Gámeza, Var-gas y Boyacá, llenaba de orgullo y entusiasmo a los granadinos [...]. Desde que el Libertador comenzó su entrada en la ciudad no cesó un instante la mul-titud espectadora de repetir mil vivas gloriosos al héroe y Ejército Libertador. Una lluvia incesante de flores descendía de los balcones y ventanas sobre las cabezas de los libertadores, al propio tiempo que un vivísimo repique de campanas en todas las torres hería los aires, y con el golpe de música marcial aumentaba el gozo y contento. Yá no era la campanilla de la Veracruz, ni el tambor con sordina del ángel de la muerte, lo que se oía por la Calle Real [...]. De esta suerte fue recorriendo el paseo triunfal desde San Diego hasta la plazuela de San Agustín, y desde aquí, volviendo por la calle de Santa Clara, hasta la plaza mayor, donde se echó pié á tierra, y la comitiva oficial condujo al Libertador y á sus dos camaradas, Anzoátegui y Santander, a la Iglesia Catedral, porque enton-ces la República no se había divorciado del Dios

que la protegía. Esperaba en la puerta mayor del templo el Provisor Gobernador del Arzobispado con el Cabildo Metropolitano, el clero secular y regular, el cuerpo universitario y los colegios con sus Rectores. Entrados al templo de Dios de los Ejércitos, el Libertador y los dos Generales fueron conducidos por el maestro de ceremonias al pie de las gradas del Tabernáculo, donde hincados ante la Augusta Majestad, rindiéronle gracias al entonar en el coro un solemne Te Deum [...]. Terminado el acto religioso, el Libertador y los dos Generales fueron conducidos con todo el cortejo á la plaza [...]. Colocados todos en sus puestos, tras un silencio profundo, el coro de música entonó un himno á Bolívar, análogo á lo que iba á sucederse [...]. Trasladáronse después los asistentes á la sala destinada para el baile. El wals, la contradanza, los minués, todos los bailes acostumbrados se ejecutaron con primor y gallardía. Dos diversos conciertos sostenían sin interrupción una música alegre, variada y deliciosa. En el intermedio de esta función fue servido un magnífico ambigú, y de esta suerte concluyeron el día y la noche más solemnes y más festivos que nunca había visto esta capital” (Groot, 1893: 34).

La Guaneña, bambuco guerreroLos historiadores de la época de la emancipación señalan que, en medio del fragor de los combates, nada impulsaba con más vigor a los soldados en pos de la consecución de la victoria, que los aires criollos populares, tocados por la diezmada ban-da de los batallones. Uno de esos primeros aires nuestros, interpretado en medio de la lucha como expresión espontánea de júbilo patriótico, fue el bambuco.

El primer documento histórico confiable en el que se cita el bambuco es una carta del general Francisco de Paula Santander, fechada el 6 de diciembre de 1819, y dirigida a otro militar, el ge-neral Joaquín París. Esta lejana referencia sitúa al bambuco en Popayán, naciendo apenas, dándose a conocer como atractivo regional, y, además, cita-dino, no solamente campesino. Era una diversión muy local, casi íntima, de Popayán (Miñana Blasco, 1997: 8). Sin embargo, según el maestro Alirio Díaz, en la obra de un oficial que perteneció a la

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Legión Británica se registra el nombre del bambuco, junto a La Zajudina, La Solita, La Chapetona, el Mare-mare y La Zambullidora, otras canciones y bailes nacio-nales conocidos y danzados en Venezuela por la misma época (Díaz, 1980; Vowell, 1831).

Dice Manuel Antonio López que en la batalla de Ayacucho (Perú), el 9 de diciembre de 1824, jornada que decidió la Campaña Libertadora del Sur, cuando el joven general de brigada José Ma-ría Córdova profirió su vibrante y casi demencial grito de “¡Di-visión!, ¡Armas a discreción, de frente, paso de vencedores!”, se lanzaron las huestes al combate y “repetida por cada Jefe de cuer-po la inspirada voz, la banda del Voltíjeros rompió el bambuco, aire nacional colombiano con que ha-cemos fiesta de la misma muerte; los soldados, ebrios de entusias-mo, se sintieron más que nunca invencibles” (López, 1955). La remembranza de aquella batalla, que selló la independencia de Perú, ha rescatado inclusive el título del bambuco que se inter-

pretó allí: según investigaciones del músico vallecaucano Lubín E. Mazuera, se trataba de La Guaneña, canción popular de la región de Pasto, atribuida a Nicanor Díaz, compositor de quien no sabemos a cuenta de qué y con base en cuáles documentos ha merecido este ho-nor (Mazuera, 1972). “Guaneñas” era el nombre con el cual llamaban a las mujeres que iban acompañando a los soldados en la campaña.

Independientemente de si fue cierto o no que La Guaneña sonó en la batalla de Ayacucho entre las tropas patriotas, queda claro que también el bambuco en sus comienzos estuvo ligado a la música mi-litar, en las bandas de vientos que acompañaron a los ejércitos en esa convulsionada época; es decir, el bambuco fue una música guerrera. Y ya comentado lo referente a las contradanzas de origen inglés y su significado político-musical de oposición a lo español, debemos decir que, por otro lado, se necesitaba algo criollo, algo local, del gusto popular, con fuerza rítmica y percutiva, para enardecer los ánimos en la batalla, que no tuviera ese “sabor” de lo español o de los blancos, pero que tampoco fuera exclusivo de los negros o los indígenas... Definitivamente tenía que ser algo “nuevo”, algo mestizo, y esos requisitos los cumplía el bambuco: una (o unas) música(s) que, en un verdadero complejo “a tres bandas”, fusionaba(n) melodías, tonadas, cantos, danzas y formas de las tres raíces racial-culturales (africana, indígena y española), y que se relacionaba(n) profundamente con formas mestizas, mulatas y zambas similares, que se estaban produ-ciendo en esos momentos en toda la que fuera la América colonial española (marineras, tiranas, cuecas, bailecitos, sones, palos, salves, corridas, currulaos, jugas, romances, cumbias, porros, gaitas, meren-gues, bullerengues, artesas, carnavalitos, sanjuanitos, huaynos, mitotes, y un larguísimo etcétera). Se trata de uno de los más extraordinarios procesos de mestizaje, sincretismo e hibridación que se haya dado en el espacio sonoro iberoamericano, entre los siglos xvi y xix (Cfr. Reca-sens, 2010: 15-24). A raíz de las guerras, de las dinámicas económicas y demográficas, de las colonizaciones e intercambios de diverso orden, los movimientos de población contribuyeron notablemente a acelerar la difusión y la interacción de estas músicas en todo el subcontinente (Miñana Blasco, 1997: 10).

El bambuco de esta primera época (inicios del siglo xix) era una música relacionada con el pueblo, con las clases bajas, con los traba-jadores del campo. A veces no era bien visto por la cultura “oficial”, e incluso se prohibió en la iglesia, pues era amigo—y todavía lo es en el Cauca andino y en el Pacífico— de los aguinaldos en Nochebuena. Este bambuco estaba ligado con la imagen de la mujer que acompañó a las tropas, con la trabajadora del pueblo: las ñapangas caucanas, las cintureras del Tolima y del Huila, las guaneñas y bolsiconas de Nariño, las

Uno de esos primeros aires nuestros,

interpretado en medio de la lucha como

expresión espontánea de júbilo patriótico, fue

el bambuco.

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juanas del Valle, las chapoleras de la región antioqueña, las peonas, las vivanderas, las de medio pelo... “Te-soro de pobres es, i ai, que nadie se lo quita”, dijo en unos versos de 1857 el poeta Rafael Pombo, refiriéndose al bambuco.

La TrinitariaJoaquín Piñeros Corpas presenta un interesante relato sobre una pieza que la historia nos men-ciona como enigmática. Se trata de una contradanza “apolcada”, llamada La Trinitaria. El general Simón Bolívar fue el primer pro-pietario de la partitura, y él mis-mo la regaló a la familia Grisolle, oriunda de Perú y establecida en Cartagena de Indias a principios del siglo xix, con la cual él tenía una deferente amistad. Según el historiador Gabriel Porras Tro-conis, el jefe de la familia, el señor Eduardo Grisolle, ofreció en su casa cartagenera, a mediados de 1827, una espléndida cena a Bolívar, quien iba de Caracas en viaje hacia Bogotá. En tal velada, rica en expresiones artísticas, posiblemente se oyó La Trinitaria. Después de posar para Emilia, una de las hijas Grisolle, quien pintaba con maestría, el general dejó, en prenda de amistad y agradecimiento a estos cordiales anfitriones, la partitura en men-ción, en papel con fino borde de encaje, y una copa de cristal en la que bebía en sus viajes.

En 1932, los descendientes de los Grisolle regalaron a su vez esta partitura al escultor, coleccionista y promotor cultural Sebastián Guerrero, y éste, varios años después, la cedió al Patronato Colom-biano de Artes y Ciencias, institución que auspició la elaboración de la ya referenciada serie de versiones instrumentales del maestro Blas Emilio Atehortúa. Entre las obras incluidas en la serie, fuera de las contradanzas de la gesta emancipadora, se incluyó esta pieza tan cercana al Libertador.

No se sabe quién la escribió ni por qué la conservaba Bolívar. Se ha encontrado, eso sí, que esta obra tiene cierta influencia de la polca, alegre aire centroeuropeo que llegó a la Nueva Granada en los primeros decenios del siglo xix.

La Marcha Fúnebre a BolívarEl 17 de diciembre de 1830 murió en Santa Marta el Libertador Simón Bolívar. Sin duda, la ciudad tuvo la fortuna de contar con un compo-sitor de sentimiento que interpretó con dignidad el dolor colectivo originado por el sensible fallecimiento. El general Mariano Montilla, comandante general del Departamento del Magdalena, encargó para la interpretación al profesor Francisco Sieyes, quien dirigía una de las bandas de música locales. No se ha conservado dato alguno sobre este músico, quien aparece en varios documentos con los apellidos Seyes y Selles. Era posiblemente extranjero, tal vez español, como sugiere Perdomo Escobar (1980: 57), o francés, como asegura el musicógrafo Heriberto Zapata Cuéncar (1962: 188).

Sieyes escribió la obra entre el 17 y el 19 de diciembre de 1830, incluidas las particellas, y la dirigió el día 20, ejecutada por la “Música del Batallón Milicias” de Santa Marta, en el entierro del Libertador. Esta banda incluía un requinto, dos clarinetes, tres flautines, una flauta, dos bugles, tres trompas, dos fagotes, dos clarines y cinco percusio-nes, y los nombres de los intérpretes se han conservado (González Henríquez, 1990).

Como todas las obras significativas de los grandes júbilos y de las profundas penas de la gesta emancipadora, esta Marcha Fúnebre no tardó en caer en el olvido; aún más: su partitura original desapareció y fue preciso que muchos años después su música se rescatara de memoria, en una curiosa certificación judicial de autenticidad. La par-titura de la pieza que se conserva en el Museo Nacional fue adaptada por José Crisóstomo Alarcón,2 y está escrita para 16 instrumentos de

2 Pianista e intérprete virtuoso de varios instrumentos, poeta e historiador samario, discípulo de Sieyes, padre del eximio pianista samario Honorio Alarcón, y fundador de la primera Academia Musical del Magdalena.

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banda. Alarcón, consciente del peligro que tenía esta Marcha de perderse para siempre si seguía con-fiada a la fragilidad de los recuerdos, entre 1890 y 1891 ubicó a los sobrevivientes de la banda —Luis Elías (intérprete del bugle) y Juan de Dios Prado (flautín)—, y reconstruyó la pieza con base en los testimonios de un hombre llamado Luis Santrich, quien al parecer se la escuchó a Elías (González Henríquez, 1990: 110).

Según el documento notarial, fechado en enero de 1891, el señor Santrich, ya muy anciano y antes de sufrir el “ataque que lo redujo de gra-vedad a la cama”, le cantó la melodía a Alarcón, y éste la copió. Al final de la declaración se anexa una manuscrita reducción de la obra para piano solo, con indicaciones para orquestación de vientos (trompetas, pistones y clarinetes), que ha permitido a los músicos de hoy hacer interesantes arreglos instrumentales.

En el centenario de la muerte de Bolívar se dio a conocer esta elegía en el Teatro Colón de Bogotá, en una de las más aplaudidas versiones, la del maestro Dionisio González, director de la Banda de la Policía. Posteriormente, y en el mismo arreglo, fue grabada por la Banda Nacional bajo la dirección del maestro José Rozo Contreras. Desde

1978 se ha divulgado una versión más auténtica, desde el punto de vista histórico, realizada por el maestro Blas Emilio Atehortúa (Piñeros Corpas).

El Cuaderno o libro de música de guitarra de Carmen CayzedoDesde los últimos años de la Colonia, en las fies-tas galantes de la nobleza criolla, y en las tertulias caseras de Santafé de Bogotá y demás ciudades florecientes, las parejas bailaban al compás de minués, paspiés, bretañas, amables, contradanzas, fandangos, torbellinos, mantas, puntos, jotas, val-ses, ondús, pasodobles y otras danzas de menor importancia, todas “permitidas” por el Gobierno y la Iglesia.

Dentro de los empeños por rescatar para la historia las músicas que se escucharon en los tiempos de la guerra de independencia y primeros momentos republicanos, merece especial mención el de “hacer sonar” —literalmente hablando— el curioso volumen titulado Cuaderno o libro de música de guitarra de Carmen Cayzedo, documento de gran interés histórico y artístico, conservado casi mila-grosamente. Este proyecto también fue liderado hace ya tres décadas y media por el Patronato Colombiano de Artes y Ciencias y su animador, Joaquín Piñeros Corpas.

La señora María del Carmen Caycedo Jurado fue hija del general Domingo Caycedo, varias ve-ces Presidente Encargado de la República, y de su esposa Juana Jurado, y nieta del célebre oidor Juan Jurado, personaje clave del movimiento político del 20 de julio de 1810. María del Carmen (Bogotá, 1818-1874), llena de gracia y talento, además de haber heredado la belleza de su madre, hizo de la guitarra su amiga y confidente. Ha pasado a la historia de nuestro país como una de las primeras mujeres dedicadas a la música de manera formal, aunque no trascendente. Miembro de una escla-recida familia, contrajo matrimonio con Eugenio Herrán Zaldúa, hermano de Antonio, futuro Arzobispo de Bogotá, y de Pedro Alcántara, que

Sin título, Beatriz Eugenia Pérez, 1995 Grabado en madera (xilografía) 21x26 / 35x50 cm

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con el tiempo llegaría al solio de Bolívar (Pardo Tovar, 1966).

El documento en referencia es un cuadernillo de pasta azul verdoso y dorado, de 21,5 x 16,3 cm y 14 páginas, en el cual quedó consignado el repertorio de guitarra de María del Carmen. Des-pués de incógnitos peregrinajes, de los que salió en integridad y con huellas de tenencia considerada y cariñosa, llegó a manos del historiador Guillermo Hernández de Alba, quien lo cedió al Patronato Colombiano de Artes y Ciencias.

En el Cuaderno o libro de música de guitarra de Carmen Cayzedo se incluyen veinticuatro piezas cortas en total. Entre ellas se cuentan doce valses, muchos de los cuales presentan la figuración rít-mica propia del pasillo lento (El colegial, El arias, El filósofo caucano, El retozo de los frailes, El ciego, El aguinaldo, El clavel, El paje, El descontento, Los pollitos y dos sin título), cuatro contradanzas (La libertadora, La negra, La cojera y La Florita), dos marchas, dos pasodobles (uno denominado Las cornetas y otro sin nombre), una pieza en ritmo de bambuco o guabina (El aguacerito), un Baile inglés, un Allegro y un Ondú, aire de danza de procedencia peruana y muy posibles raíces negroides.

La institución, comprendiendo que se le había donado no sólo una joya paleográfica, sino un tesoro testimonial singularmente útil para lograr una cabal idea de los aires en boga en aquellos días en nuestros salones y plazas, decidió reinterpretar la música escrita y devolverle al cuaderno sus propios sonidos, encargando de ello, hacia 1977, al maestro Blas Emilio Atehortúa. Sin embargo, el compositor, director y pedagogo musical antioqueño realizó sola-mente la orquestación de la mitad de las piezas inclui-das allí, a saber, entre contradanzas, valses, pasodobles y danzas británicas: La libertadora, El colegial, El arias, El filósofo caucano, El retozo de los frailes, El aguinaldo, El clavel, La negra, La cojera, La Florita, pasodoble, Las cornetas, El aguacerito, Baile inglés y Allegro.

Como El aguacerito se conoce una especie de nana o canción de cuna desde tiempos de la Colo-

nia, según se desprende de la lectura de la novela La Marquesa de Yolombó del escritor antioqueño Tomás Carrasquilla. El pasodoble Las cornetas, por su carácter marcial, seguramente fue utilizado en los pequeños desfiles y en los cambios de guardia del palacio de San Carlos, durante el periodo de La Gran Colombia.

El incógnito maestro de guitarra de la dami-sela, quizá dueño de una previsión no calculada, fue seguramente el calígrafo del documento, que recogió la música en boga en la Santafé de Bogotá de 1815 a 1840. Sobre la identidad del profesor se han debatido algunas posibilidades. En nuestra opinión, el más probable sería el músico antioque-ño de origen negro Francisco Londoño Martínez (c.1805-1854), guitarrista y compositor, uno de los personajes más conocidos en ese momento en la capital, y de quien se conserva no sólo un abun-dante anecdotario en las crónicas de la época, sino además un par de piezas para guitarra publicadas en el periódico El Neogranadino, a mediados del siglo.

A manera de colofón: Gregory MacPherson. Presencia británica en las guerras de independenciaInglaterra fue el primer país en reconocer a Co-lombia como una nación independiente. Además, fue la nación que más contribuyó militarmente en las luchas de independencia; en efecto, en los primeros meses de la campaña del Libertador Bolívar, zarparon de allí hacia la Gran Colombia buques cargados con algo más de 5.500 soldados.

El que se podría considerar como el “verdade-ro nacimiento musical de Medellín” ocurrió a fines de los años treinta o principios de los cuarenta del siglo xix, con el arribo del súbdito británico Ed-ward Gregory MacPherson y durante su gestión —de indiscutible trascendencia cultural— por casi quince años. Así lo afirman varios historiadores, por considerar que fue con la llegada de Gregory, y con él del género académico, la que permitió una evolución formal del arte musical en la ciudad.

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Vida Cotidiana

Nacido en Escocia en 1790, llegó a Venezuela en 1819 con la Campaña Libertadora, como direc-tor de la banda de música adjunta a la Legión Bri-tánica, participando en varios combates, incluido el librado en el Pantano de Vargas. Según datos proporcionados por la señora Carlota Gregory de Nicholls, nieta de Edward:

Uno de los rasgos más célebres de su campaña en Colombia y que se recuerda con especial venera-ción, se refiere a la entereza de ánimo que cobraron los miembros de la Legión Británica en la Batalla del Pantano de Vargas, cuando Mr. Gregory or-denó a quienes integraban su banda de guerra que tocasen el himno inglés God Save the King (“Dios salve al Rey”).3

Vino entonces el ataque denodado de los patriotas, que en la historia se conoce con la de-nominación de la carga de Rondón.4

Según datos ofrecidos por el profesor Matthew Brown, sólo unos cuarenta y seis músicos extranjeros procedentes de Gran Bretaña partici-paron en las guerras de independencia; de éstos, no más de seis se quedaron en Colombia después del conflicto. La presencia de estos músicos en la legión militar se explica en cuanto su papel tiene que ver con el efecto simbólico y práctico de la música en el desempeño de las huestes durante la batalla (Brown, 2005: 97-102).

Acá se podrían plantear nuevas preguntas de investigación: ¿Es posible que estos hombres de guerra, mercenarios y voluntarios, tuvieran alguna influencia cultural en la construcción de la iden-tidad nacional? ¿Igual ocurrió con aquel francés

Joaquín de la Motte, a principios de la indepen-dencia en Antioquia? Tal vez apenas se empieza a comprender el verdadero papel que tuvieron estos miles de hombres y sus familias, que se integraron a un país que impulsaba una gesta que inicialmente les fue ajena.

Con la Legión Británica y sus músicos, llegaron a nuestro país algunas danzas inglesas, escocesas, galesas e irlandesas, que se vincularon culturalmente al país, como ellos mismos a estas tierras. La influencia extranjera y el espíritu anti hispánico que flotaba en el ambiente neogranadi-no en los primeros años de la República fueron el terreno abonado para la aclimatación de los nuevos ritmos y melodías.

Así, por ejemplo, en el mencionado documen-to Cuaderno o libro de música de guitarra de Carmen Ca-yzedo, que recoge aires y danzas grancolombianos o santafereños de aproximadamente 1830, figuran dos obras de indudable origen británico. La prime-ra es un brevísimo Baile inglés, en dos partes, en sol mayor, sin indicación de tempo, pero es una alegre y rápida pieza de danza que, según Joaquín Piñeros Corpas, puede asimilarse a la bretaña, al paspié o a otra danza bretona. La segunda pieza, mucho más larga y rápida, no tiene un título específico, pero por nombre ha llevado el de su tempo: Allegro. Está escrita a cuatro partes, sobre la tonalidad de re mayor, con sus modulaciones, y en la tercera parte usa armónicos. Como otras del mismo cuaderno, ambas piezas fueron orquestadas, por encargo del Patronato Colombiano de Artes y Ciencias, al maestro Atehortúa, quien las recreó a la manera

3 Por entonces, el himno inglés se llamaba God Save the King (“Dios salve al Rey”), con música y letra anónimas. Su primera interpretación data de 1745, pero es conocido como himno nacional desde principios del siglo xix, y tiene numerosas adaptaciones en los países de la Commonwealth of Nations, asociación de diversas entidades políticas que, de forma voluntaria, ofrecen una simbólica o real fidelidad a la Corona británica. God Save the Queen (“Dios salve a la Reina”), por obvias razones, es actualmente el himno nacional del Reino Unido de Gran Bretaña, simple adaptación del mencionado.

4 Esta batalla resultó difícil para los hombres al mando de Bolívar, que estuvieron cerca de la derrota, ya que el ejército se encontraba agotado y desorganizado tras el difícil ascenso al páramo de Pisba. Sin embargo, el ataque por el flanco del destacamento de la legión británica al mando del coronel James Rooke, y una oportuna carga de caballería de los lanceros del coronel Juan José Rondón, recién llegados al campo de batalla, revirtieron la situación. Rooke, sin embargo, resultó gravemente herido en el ataque y fallecería algunos días después.

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de la muy popular cuadrilla (quadrille) o cotillón (en francés, cotillon, “enaguas”), baile de origen francés para cuatro parejas en formación de cuadrado, un tipo de contradanza que surgió en el siglo xviii, y a principios del siglo xix se extendió a Inglaterra, Estados Unidos y Canadá.

Volviendo al protagonista de este colofón, se sabe que Edward Gregory MacPherson era un destacado flautista (como después lo fue su hijo Santiago, citado por Carrasquilla en alguna de sus novelas), e interpretaba con propiedad también otros instrumentos, especialmente el piano. Pero, ante todo, era concertador, director y animador de agrupaciones musicales. Aunque no se conoce absolutamente nada de su formación académica musical ni de los detalles de su reclutamiento y emigración al Nuevo Mundo, de lo que sí hay seguridad es que fue el primer músico profesional —es decir, erudito, serio o académico, para darle un nombre un poco más propio y diferenciarlo de los anteriores músicos, que eran empíricos o aficionados— que enseñó en Medellín.

Según algunos cronistas, en 1836 un grupo de ricos y entusiastas ciudadanos, entre ellos los señores Eugenio Uribe, Alejo Santamaría, Gabriel Echeverri Escobar y otros miembros de la élite comercial y minera, tomó la firme determinación de darle a la Villa de la Candelaria de Medellín

una banda de música propia. Volvía a escena el ideal civilista europeo, que motivó a considerar la música como una representación simbólica en la construcción de una identidad propia. Sin conocerse los detalles del contacto, se pusieron en comunicación con el músico extranjero, quien a la sazón residía en la ciudad de Santa Marta, y le pidieron que se trasladara a Medellín para fundar y dirigir una orquesta y una banda.

Al escocés se le debe la fundación de una aca-demia musical, en la que agrupó a los alumnos de ambos sexos que visitaba en Medellín y Rionegro. Fundó también la “Orquesta de la Sociedad, o banda para conciertos con pianos, violines, flauta y fagot”, que programó y dio conciertos domini-cales en las residencias de algunos miembros de la “casta pudiente” de la ciudad, específicamente don Gabriel Echeverri y don Víctor Gómez, audiciones que desembocaban siempre en cultas tertulias y tenidas bailables de grato recuerdo entre los miembros de la naciente élite medellinense. Sobre los integrantes de la orquesta, se sabe que todos eran miembros de las clases altas de la co-munidad local, prósperos comerciantes y mineros, ahora convertidos en mecenas: por lo menos media docena de hijos de don Gabriel Echeverri, don Mariano Pontón y don Víctor Gómez, entre otros.

La agrupación conservó su carácter particular y, cobrando por sus actuaciones sumas exiguas, fue la encargada de amenizar los bailes privados y las fiestas cívicas y religiosas de la ciudad en los años cuarenta, con lo que éstas “adquirieron más esplendor”. Nombrado asentista (es decir, colec-tor de Hacienda, hoy recaudador de impuestos) de Rionegro, Edward Gregory MacPherson se estableció allí por varios años, y fundó la primera fábrica de cerveza que se conoció en la Provincia de Antioquia. Allí también fue administrador de Hacienda de Licores, antes de que, mediando el siglo, se marchara al Cauca, donde falleció octo-genario, en Cali, hacia 1876.

La influencia extranjera y el espíritu anti hispánico

que flotaba en el ambiente neogranadino en los primeros años de la República fueron el terreno abonado para la aclimatación de los nuevos

ritmos y melodías.

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En esta misma obra• “Música de transición al siglo xix”, de Alejandra Isaza, tomo x, pp. xxx.

• “Aspectos de la presencia extranjera en la cultura colombiana, siglos xix y xx”, de Rodrigo de J. García Estrada, tomo x, pp. xxx.

• “Dos antioqueños en la independencia de Suramérica: Juan de Dios Morales y José María Córdova”, de Óscar Almario García, tomo x, pp. xxx.