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Primera edición en REINO DE CORDELIA, abril de 2018Título original: To Build a Fire, 1901 & 1907Edición basada en la publicada por la Stanford University Press, California, 1993

Edita: Reino de Cordeliawww.reinodecordelia.esN P @reinodecordelia M facebook.com/reinodecordelia

Derechos exclusivos de esta edición en lengua española© Reino de Cordelia, S.L.Avd. Alberto Alcocer, 46 - 3º B28016 Madrid

Traducción de © Susana Carral Martínez, 2017 y 2018

Ilustraciones © Raúl Arias, 2011

IBIC: FJISBN: 978-84-16968-41-1Depósito legal: M-11765-2018

Diseño y maquetación: Jesús EgidoCorrección de pruebas: María Robledano

Imprime: Tórculo Comunicación GráficaImpreso de la Unión EuropeaPrinted in E. U.Encuadernación: Felipe Méndez

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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Jack LondonIlustraciones de Raúl Arias

Traducción de Susana Carral

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Presentación

Encender una hoguera [1907]

Encender una hoguera [1901]

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Índice

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FRÍO, SOLEDAD, NATURALEZA SALVAJE… y perro. Pocas narracionesresumen la literatura de Jack London (1876-1891) con tanta perfeccióncomo Encender una hoguera (1907), considerado el mejor relato de suautor. La idea de abandonar a un hombre en un paisaje glacial, a másde sesenta grados bajo cero rondaba a London desde que en 1901 publi-có una primera versión de este cuento en la revista Youth’s Compa-nion, dirigida preferentemente al público juvenil.

Seis años después lo rehizo, dotándolo de mayor carga dramáti-ca, para Century Magazine y en 1910 lo recopiló en el volumen LostFace. Pese a que John Griffith London había nacido al calor de labahía de San Francisco, conocía muy bien las sensaciones que asal-tan cuando el frío agarrota todos los miembros del cuerpo y el can-

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sancio conduce a la derrota fatal del sueño. Con solo 21 años habíaviajado a Alaska en busca de oro y lo encontró en la cantidad de obrasque le inspiró esa experiencia y que lo convirtieron en el escritor demayor éxito de su época.

Eso sí, atendiendo a la maldición de los bohemios, dilapidó sufortuna, destrozó su hígado a base de alcohol y sus dos matrimoniosacabaron en un relativo fracaso. Medio centenar de obras dan cuentade la calidad y fuerza de London, que para algunos murió a los 40años de edad de una dolencia de riñón y para otros se suicidó con unasobredosis de morfina, teoría que actualmente cotiza a la baja.

Encender una hoguera guarda alguna similitud con La llamadade la selva (1903) y Colmillo blanco (1906), tal vez sus dos novelas másconocidas. Las tres tienen como escenario los bosques nevados, lastres hablan de fidelidad de un perro a su amo, de soledad y de muer-te, pero Encender una hoguera es más inquietante y, en ocasiones, seaproxima al terror. El mismo que sintió el autor durante su aventurapor las riberas del Klondike.

Esta edición, ilustrada por Raúl Arias ofrece las dos versionesdel relato. La última y definitiva, que es la que inspira los dibujosexpresionistas, casi gélidos de Raúl, y la primera, ambas traducidaspor Susana Carral de acuerdo con la obra fijada por la Universidad deStanford en su edición canónica de Cuentos completos de Jack Lon-don. Las imágenes son de tal expresividad que merecerían ser impre-sas en hielo.

Sus dibujos transmiten perfectamente la angustia y soledad del pro-tagonista del cuento, la ominosa presencia de la naturaleza salvaje, el

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egoísmo del ser humano cuando ve peligrar la vida y, al mismo tiempo,su torpeza para conseguir que no se le escape.

Y el perro, el mejor amigo de su enemigo humano, sombra cons-tante de todo el relato, al que Raúl salpica sutilmente entre la nievede este libro blanco como el invierno, que apetece leer al calor delfuego en los meses más fríos del año y a refugio del sol para refres-car los calores en verano. Puro London.

EL EDITOR

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CABABA DE AMANECER un día frío y gris,sumamente frío y gris, cuando el hombreabandonó la ruta principal del Yukón yascendió la elevada loma, en la que se veíaun sendero borroso y poco transitado quellevaba hacia el este a través del denso bos-que de píceas. La loma era empinada y sedetuvo en la cima para recuperar el alien-to, lo que le llevó a consultar el reloj a finde justificar la pausa. Eran las nueve. Nohabía sol ni indicios de que fuera a brillar,a pesar de que en el cielo no se veía ni unasola nube. El día estaba despejado y, sinembargo, parecía que un manto intangiblecubriese todas las cosas, un discreto tonoplomizo que oscurecía el día y que se debía

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a la ausencia del sol. Pero eso no preocu-pó al hombre. Estaba acostumbrado a lafalta de sol. Hacía varios días que no loveía y era consciente de que faltaban algu-nos más para que ese orbe alegre, en sucamino hacia el sur, asomase sobre el hori-zonte y volviera a hundirse de inmediatotras él.

El hombre echó una mirada al caminopor el que ya había transitado. El Yukónabarcaba más de un kilómetro y medio deancho y quedaba oculto bajo un metro dehielo. Sobre esa capa de hielo había otraigual de nieve. Donde se habían formadolas barreras de hielo al congelarse se veían

ondulaciones, suavemente serpentean-tes, de un blanco puro. Hasta don-

de alcanzaba la vista, tanto alnorte como al sur, todo era

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ininterrumpidamente blanco, excepto poruna línea oscura y muy delgada que se cur-vaba y retorcía partiendo de la isla cubier-ta de píceas que se veía al sur y que conti-nuaba, entre curvas y serpenteos, hacia elnorte, donde desaparecía detrás de otraisla cubierta de píceas. Esa líneaoscura y delgada era el camino—el principal— que discu-rría hacía el sur duran-te ochocientos

kilómetros y llevaba al paso Chilkoot, Dyeay el agua salada; y hacia el norte hasta Daw-son, a cien kilómetros, y aún más al norte,a mil quinientos, hasta Nulato y luego has-ta St. Michael, en el mar de Bering, a dosmil quinientos kilómetros de distancia.

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Pero todo eso —el camino como unalínea delgada, largo y misterioso, la ausen-cia del sol en el cielo, el extraordinario fríoy lo raro y extraño que la suma de todo elloresultaba— no afectó al hombre. No por-que estuviese acostumbrado. Acababa dellegar a aquella región, era un chechaquo1,y ese, su primer invierno en ella. Su pro-blema era que no tenía imaginación. Era lis-to y despierto para todo lo cotidiano, perosolo en relación a las cosas y no a su signi-ficado. Cuarenta y cinco grados centígradosbajo cero eran muchos grados por debajodel punto de congelación. Ese hecho le indi-caba que hacía frío y podía resultar desa-gradable, pero nada más. No lo llevaba apensar en su fragilidad como individuodependiente de la temperatura, ni en la fra-gilidad del hombre en general, capaz de vivirsolo dentro de unos límites estrictos de fríoy calor; y, a partir de ahí, tampoco lo lleva-ba al campo especulativo de la inmortali-dad y el lugar que el hombre ocupa en eluniverso. A 45º C bajo cero la mordeduradel frío podía hacer mucho daño y había que

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1 Término que en lajerga de la zona se

aplicaba a los reciénllegados a Alaska

o a la región delYukón.

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protegerse de ella usando manoplas, oreje-ras, mocasines abrigosos y calcetines grue-sos. Para él, 45º bajo cero eran exactamen-te 45º bajo cero. Nunca se le ocurrió pensarque pudiesen significar algo más.

Al girarse para continuar escupió conla intención de comprobar qué ocurría. Seoyó un chasquido nítido, como una explo-sión, que lo sobresaltó. Volvió a escupir.Y de nuevo la saliva restalló en el aire,antes de caer sobre la nieve. Sabía que a45º bajo cero la saliva crujía sobre la nie-ve, pero la suya había restallado en el aire.Sin duda, el frío superaba los 45º bajo cero,aunque cuánto más, eso ya no lo sabía.Pero la temperatura no importaba. Se diri-gía a la concesión situada en el horcajoizquierdo del arroyo Henderson, donde yaestaban sus compañeros. Ellos habían lle-gado cruzando la divisoria desde el terri-torio del arroyo Indian, mientras él dabaun rodeo para comprobar si existía la posi-bilidad de transportar troncos en prima-vera desde las islas del Yukón. Llegaríaal campamento alrededor de las seis; poco

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después de anochecer, cierto,pero sus compañeros ya estaríanallí con la hoguera encendida y lacena caliente. En cuanto al almuer-zo, apretó la mano contra el bulto quesobresalía bajo su parka. Lo llevabadebajo de la camisa, envuelto en un pañue-lo y pegado a la piel. Era la única formade evitar que los panecillos se congela-ran. Sonrió encantado al pensar en lospanecillos, cada uno abierto a la mitad yempapado en grasa de beicon, y cada unoguardando en su interior una generosa lon-cha de beicon frito.

Se internó entre las píceas. Elcamino no se percibía bien.Habían caído treinta centímetros de

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nieve desde que el último trineo pasarapor allí y se alegró de no llevar él uno, deviajar ligero. De hecho, solo llevaba elalmuerzo envuelto en el pañuelo. Sinembargo, el frío lo sorprendió. Mientrasse frotaba la nariz y las mejillas entume-cidas con la mano enguantada pensó quehacía un frío tremendo. Usaba bigote paraconservar el calor, pero el pelo del rostrono protegía los pómulos salientes y la pro-minente nariz que hendía el aire gélidocon agresividad.

Pisando los talones del hombre trotabaun perro, un husky grande,esa raza nativa, el verda-dero perro lobo de pelaje

gris y sin diferencias

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