el senor de los cataros hanny alders

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En 1209, durante las cruzadascontra los cátaros, Amaury, hijo deuna familia feudal, es dado pormuerto cuando en realidad se hallaen una comunidad herética donde seenamora y descubre los secretos dela fe cátara. Este relato narra latragedia de dos personas marcadaspor un destino de secretosenigmáticos, deseos ardientes yaventuras heroicas.

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Hanny Alders

El señor de loscátaros

ePub r1.0Mangeloso 18.08.14

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Título original: De volmaakte ketterHanny Alders, 1999Traducción: Catalina Ginard FerónRetoque de cubierta: Mangeloso

Editor digital: MangelosoePub base r1.1

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ABADÍA DE ABBECOURT,CERCA DE POISSY

Invierno de 1207

Redime su alma de los castigos delinfierno y de la perdición.Rescátala de las fauces del león,para que no la devore el abismo ypara que no caiga en las tinieblas.Que san Miguel, adalid de losángeles, la guíe hacia la sagradaluz.

El agua bendita salpicó de manchasoscuras del, por lo demás, inmaculado

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sudario. Dos gotas como perlas seposaron sobre las pálidas mejillas.Parecía llorar. Amaury de Poissy seinclinó y las secó con un beso. Notó quela piel de ella, hinchada a causa delprolongado esfuerzo durante el parto,estaba fría y tersa. Al incorporarse,Amaury se encontró con la mirada deenojo del sacerdote, que balanceaba elincensario sobre el cuerpo estirado. Elespeso humo le dio náuseas. Se preguntósi la tapa encajaría, pues el vientre conel niño muerto sobresalía del borde delataúd.

Tenía catorce años, uno menos queél. Demasiado joven para morir.

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Mientras la llevaba hacia la tumba,junto con sus hermanos y los escuderosde éstos, el nudo que tenía en la gargantale impedía respirar. Habían conseguidocerrar la tapa y él apenas sentía su peso,quizá por el hecho de ser más bajo quelos demás. Lentamente, mientrasrepartían más oraciones, más incienso ymás agua bendita, fueron descolgando elataúd en la tumba. Dejó vagar la miradaa su alrededor, hacia el sepulcro de supadre, que había fundado la abadía, yhacia los sepulcros de otros miembrosde la familia. El único que no yacía aquíera su hermano mayor, Gasce, que habíacaído en Tierra Santa. Finalmente cogió

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la bolsa que colgaba de su cinto y contóveinte monedas que fue depositando enlas manos del canónigo, en aras delreposo eterno de su esposa. Para ser elcuarto hijo sin recursos, se trataba de unimporte generoso. Un artesanocualificado estaría satisfecho con unsueldo como éste.

—¿Por qué? —Las primeraspalabras que pronunció Amaury cuandohubieron abandonado la abadía salieroncon un sollozo de indignación.

Todo había ido tan rápido que tansólo ahora empezaba a darse cuenta delo sucedido. Roberto, que desde lamuerte de Gasce era el mayor, se

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encogió de hombros.—Si conociéramos los designios de

Dios, la vida sería menos insegura, —dijo.

—Nunca tendríamos que haberledado una mujer que se llamaba Eva, —oyó decir a su segundo hermano,Guillermo, que cabalgaba a su otrocostado—. No podía salir bien.

—¿Por qué? —preguntó Amaury.—Eva era la madre del pecado, —

dijo Guillermo—. Todas sus hijascargan con él. Y ella también.

Al pronunciar estas últimas palabrasseñaló con el pulgar por encima de suhombro hacia la abadía que había

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dejado a sus espaldas.—Eso no tiene sentido. La Eva del

paraíso no murió al dar a luz, —replicóAmaury.

—Algo habrá hecho para disgustar aDios. En cualquier caso, tenemos sudote, aunque no sea mucho. Cuandohayas dejado el luto te buscaremos unmejor partido.

—Nunca le hizo daño a nadie, —protestó el joven viudo fulminando alcaballero con la mirada.

—¿Y tú qué?—En cualquier caso, antes de tomar

a otra por esposa tendríais que limpiartodos tus pecados, —admitió Roberto

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—. Una peregrinación tampoco mevendría mal a mi.

Se refería a su propia esposa queaún no le había dado hijos.

—Tierra Santa, —sugirióGuillermo, pensando que en tal caso susposibilidades aumentaríanconsiderablemente.

Si después de Gasce tambiénRoberto perecía en la lucha contra losinfieles, él se convertiría en elprimogénito y en el primer heredero. Suentusiasmo era demasiado evidente.

—El rey de Jerusalén ha firmado unarmisticio. Por lo pronto no habráninguna Cruzada, —le respondió

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Roberto con sequedad.Mientras cabalgaban en silencio,

Amaury se devanaba los sesos sobre loque él o Eva podían haber hecho paramerecer semejante castigo. Decían quehabía sufrido sobremanera. Parte de esedolor lo sentía él en su interior. Nisiquiera quería pensar en la posibilidadde volver a casarse. Tenía quemantenerse ocupado con asuntos quepertenecían al mundo de los hombres,como luchar. A fin de cuentas, para esolo habían educado. Una Cruzada, eso leatraía.

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SAINT-GILLES

18 de junio de 1209

“Malditos sean siempre y en todaspartes; malditos sean día y nochey a todas horas malditos seancuando duermen y cuando estándespiertos; malditos sean cuandocomen y cuando beben malditossean cuando callan y cuandohablan.Malditos sean de pies a cabeza.Que sus ojos se cieguen; que susoídos ensordezcan; que su bocaenmudezca; que su lengua se

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quede pegada al paladar; que susmanos no puedan ya tocar nadamás y que sus pies no puedan yaandar.Malditos sean todos susmiembros; malditos sean cuandoestán de pie, cuando yacen ycuando están sentados.Que sean enterrados con losperros y los burros, que los lobosrapaces devoren sus cadáveres”.

El texto de los ritos de excomuniónretumbaba en el cerebro del jovencruzado. Los habían leído en voz alta enlas iglesias, mucho antes de que el Papa

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hiciera un llamamiento a la cristiandadpara que emprendiera una Cruzadacontra los herejes.

¿Qué aspecto tendría un hereje?¿Acaso alguien que adoraba al demoniotenía también algo demoníaco? Losmártires, monjes y ermitaños, loshombres que dedicaban su vida a Dios,ésos tenían algo noble, casi algo santo,como si en vida ya los iluminara la luzcelestial. ¿Era posible que en el casocontrario se percibiera el ardor delinfierno? El papa había dicho que losherejes eran peores que los sarracenos.Pero al menos uno podía reconocer a lossarracenos, eran como unos salvajes de

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piel oscura. ¿Cómo se reconocía a unhereje? Porque, por supuesto, no tedaban tiempo para hacer preguntas. ¿Ysi te equivocabas y matabas por error aun cristiano? ¿Te condenarías parasiempre? ¿Y serviría entonces de algo laindulgencia que se podía conseguir conesta Cruzada?

Amaury de Poissy mantenía lamirada fija en las espaldas de sushermanos que estaban delante de él. Porun lado le llenaba de orgullo que a pesarde su juventud le hubieran permitidotomar la cruz y viajar hacia el sur con elejército que debía erradicar la herejía.Pero a medida que se acercaba a los

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límites del condado de Tolosa, sentíaaumentar su temor e inseguridad.

—Esta es una guerra santa, —lehabía dicho Roberto—, por encargo dela Iglesia, bendecida por la Iglesia y alas órdenes de la Iglesia. Se supone quetales cuestiones no han de preocuparteen absoluto.

Roberto era grande y fuerte, ysiempre sabía la respuesta correcta. Porsupuesto, Roberto tenía razón. Lasanchas espaldas de su hermano mayor,como un escudo protector entre él y elresto del mundo, lo tranquilizaban.

—Recibimos órdenes yobedecemos, —había añadido

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Guillermo, y también le había explicadoque los sacerdotes herejes no estabantonsurados, sino que llevaban el pelolargo y la barba desaliñada. Y que sepodía reconocer a los herejes, pues secomportaban como bestias, por ejemplopracticando la sodomía. Eso era por lomenos algo.

En realidad, todo en la vida deAmaury venía determinado por sushermanos. Por ejemplo, sin ellos nuncahabría sido elegido para esta importantetarea. Era un gran honor que le hubierandesignado para escoltar al legado papalMilon en su viaje a Saint-Gilles. Milon,el secretario personal del papa

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Inocencio III, había ascendido hasta suactual posición tan sólo porque el condede Tolosa desconfiaba tanto de losdemás legados que se negaba a negociarcon ellos. Lo cual no quitaba quetambién este legado suplente había deser considerado como si fuera el santopadre en persona. Durante el caminohacia Saint-Gilles, el clérigo había sidorecibido por doquier con grandesmuestras de respeto y humildad. Loscaballeros que lo acompañaban habíanparticipado de estos honores. Eso hizoque por primera vez en su joven vida, ya pesar de su inseguridad, Amaury sesintiera importante.

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Se puso de puntillas y estirando elcuello intentó ver, por encima de lascabezas de los nobles, los caballeros ylos clérigos, lo que sucedía a la entradade la iglesia. Allí, debajo de lasbóvedas del zaguán central donde lasesculturas inacabadas brillaban a la luzdel sol, debía de hallarse ahora el condeRaimundo de Tolosa delante del legado,rodeado de obispos y arzobispos. Podíaoír la voz de Milon, y también que suspalabras eran traducidas por otro. Sólode vez en cuando un viento cálidotransportaba algunos retazos que podíaentender.

—Juro que obedeceré todas las

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órdenes del papa… Dicen que heapoyado a los herejes…, que soysospechoso de estar implicado en lamuerte de Pedro de Castelnau… Siviolo estos artículos, quiero volver a serexcomulgado… y exonerar a todos misvasallos de la lealtad, las obligaciones ylos servicios que me deben…

Una sonora maldición lanzada porSimón de Poissy, primo de los treshermanos que se hallaba junto a Amaury,impidió que se oyera el resto.

—¡Esa sabandija miente más quehabla! —gruñó el caballero entredientes.

Mientras tanto, el legado había

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vuelto a tomar la palabra. Amaury oyóque hablaba de los judíos, a quieneshabía que negar el acceso a todos loscargos públicos y privados; de losmercenarios de Aragón al servicio delconde, que habían robado bienes de laIglesia, y de los herejes y la Cruzada. Aligual que su señor, dieciséis vasallosdel conde Raimundo juraron en voz altaque obedecerían a la Iglesia y quelucharían contra los herejes y susprotectores.

De súbito, la comitiva de obispos yarzobispos se puso en movimiento.Rodeados del bajo clero se disponían adirigirse solemnemente hacia el altar

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mayor, llevando delante las santasreliquias de la iglesia. Por un momento,las vestiduras magníficamente bordadasse hicieron de lado, por lo que Amaurypudo entrever al conde. Con los piesdescalzos y el torso desnudo, el noblepermanecía sumiso ante el legado, queacababa de coger la estola de suspropios hombros para colocárselaalrededor del cuello desnudo. Alguienentregó al legado un flagelo con el cualempezó a azotar al conde Raimundomientras le conducía hacia la iglesia.

El espectáculo provocó sentimientosencontrados en el joven cruzado, en unmomento en que hubiera sido más

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oportuno sentirse victorioso. Lo quehabía esperado ver en Saint-Gilles eraun conde de Tolosa rayano en lodemoníaco. Un canalla infiel, unsaqueador de monasterios e iglesias, unprofanador de reliquias, un astuto zorroal que traían sin cuidado lasamonestaciones de los arzobispos eincluso del papa. Sin embargo, lo queveía era un hombre bien educado, derasgos suaves, que soportaba conpaciencia la humillación a que erasometido. En Saint-Gilles había oídodecir que al conde lo apodaban el“Conciliador”, por su gran tolerancia ysu disposición a hacer las paces con sus

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enemigos. No parecía en absoluto unhereje, fuera lo que fuera eso. El cuerpode este noble, que debía de tener unoscincuenta años, era musculoso, comocorrespondía a un hombre acostumbradoa manejar las armas, ya fuera en untorneo o en un combate real, mastambién delataba que llevaba una buenavida y que gozaba de todos los placeresque se podía permitir. Su sobretodo, quecolgaba doblado sobre el cinto de suespada, era de buena seda y llevababordado en oro su escudo. En resumidascuentas, tenía el mismo aspecto quecualquier otro noble ilustre. Tampoco lefaltaba orgullo. A pesar de la deshonra

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que le estaban infligiendo, se mostrabaorgulloso y seguro de sí mismo, como sisu rango le exigiera superar todo estetrance sin perder la dignidad. Sólo susoscuros ojos parecían apagados eimpenetrables.

Para lo que era habitual enOccitania, Raimundo de Tolosa era unbuen católico y seguramente no habíatenido nada que ver con el vil asesinatodel legado papal Pedro de Castelnau,pero este crimen había tenido lugar enterritorio suyo y por consiguiente él erael responsable. Además, por lo visto elasesino había actuado a raíz de unaamenaza proferida por el conde en una

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explosión de cólera. Era como si lohubiera hecho por orden del noble,aunque más tarde éste se hubieradistanciado expresamente e intentadoencontrar al culpable y castigarlodebidamente. Ello no quitaba que lamuerte de Pedro de Castelnauencendiese la chispa que hizo estallar elprolongado conflicto entre la Iglesia yTolosa en torno a la herejía. Seintensificó el anatema lanzadoanteriormente contra él, sus tierras y susposesiones fueron declaradas fuera de laley. Por fin cundió el llamamiento que,desde su subida al trono hacía diez años,el Papa Inocencio había dirigido

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repetidas veces a toda la cristiandadpara emprender una Cruzada contra elsur hereje.

Dado que sus tierras y su puebloestaban a punto de caer en manos delprimero que consiguiera conquistarlos,con el beneplácito de su señor el rey deFrancia y del propio papa, el conde hizoun último intento por contener la ira desus señores con un gesto de buenavoluntad. El ejército de los cruzados,que contaba con miles de caballeros,peones y mercenarios armados, se habíaacercado peligrosamente a sus lindes.Tenía que ganar tiempo para evitar unadevastadora invasión de sus tierras y sus

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súbditos, entre los cuales había muchosherejes, aunque para ello tuviese queponerse aparentemente contra ellos yunirse a la Cruzada.

El muro de vestiduras había vuelto acerrarse en torno al conde, y Roberto dePoissy hizo señas a sus acompañantespara que le siguieran a fin de ser testigosde la ceremonia de absolución. Amaurydespertó de un sobresalto de suscavilaciones cuando una manaza leagarró por el brazo. Se encontró con lacara de su primo Simón, quien con unbrusco movimiento de la cabeza leindicó que tenía que acompañarlos. Sesumó apresuradamente a sus hermanos

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antes de que la multitud lo separara deellos.

Dentro de la iglesia hacía casi tantocalor como fuera. Amaury siguió lassolemnidades sudando debajo de suarmadura. La muchedumbre que antes sehabía congregado delante de la iglesiaya había logrado entrar. El jovencaballero estaba tan sofocado que notardó en perder todo interés por laceremonia y sólo anhelaba que llegara elmomento en que pudiera abandonar eledificio. Estaban tan apretujados que lamayoría ni siquiera podía arrodillarse niunir las manos.

Por fin llegó el momento liberador

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en que se absolvió al conde Raimundo yse levantó el anatema. Después, todosquisieron salir a la vez de la iglesia yello provocó una aglomeración para lacual no estaban preparadas las salidas.En el altar, el legado y el condecomprendieron que tampoco ellospodrían abandonar la iglesia y sehicieron guiar por un par de monaguillosa través de la cripta hacia el exterior.Por un momento se produjo unasituación embarazosa. El rodeo por lasgélidas bóvedas les obligó a pasardelante del sepulcro del asesinadoPedro de Castelnau. Milon, el legadopapal, aprovechó la oportunidad para

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recordar una vez más al condeRaimundo sus promesas. Se detuvo antela tumba para rendir al muerto un prolijohomenaje del cual todo el grupo fuetestigo forzoso.

Sobre sus cabezas, el forcejeo y elgriterío habían llegado a un puntoculminante. Hasta las bóvedas delsagrado recinto, en lugar de oraciones,se elevaban juramentos que las imágenessantas recibían con el ceño fruncido.Después de forcejar duramente, los treshermanos Poissy y su primoconsiguieron salir al exterior. Amaury selevantó el yelmo y respiró aliviado. Elsol abrasador del mediodía quemaba su

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rostro mojado por el sudor, perocualquier cosa era mejor que estarencerrado dentro.

—¿Significa esto que la Cruzada haacabado? —preguntó con voz roncadebido al esfuerzo.

Tres rostros acalorados se volvieroncasi al mismo tiempo hacia él. Robertomiró primero a su hermano menorGuillermo, después a su primo Simón ya continuación los tres se rieron del másjoven vástago de la familia Poissy.

—Anda, Guillermo, cuéntale que nohemos venido aquí para aceptar por lasbuenas que tenemos que regresar, —dijoel mayor con indiferencia—. Mientras

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tanto busquemos algo de beber.Amaury miró expectante al otro, que

se encogió de hombros irritado.—Pues claro que la Cruzada no ha

acabado, —resopló Guillermo mientrasseguían a los otros dos Poissy—,todavía hemos de empezar.

—Pero la Iglesia ha absuelto alconde de Tolosa; sus tierras, sussúbditos y él mismo gozan ahora de laprotección de la Santa Sede. ¿Cómopodríamos atacarle a él y a susvasallos?

—¡Pues claro que no le atacaremos,tú mismo has visto cómo la Iglesia lo haneutralizado! Tiene que participar en la

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Cruzada y perseguir la herejía. Por lopronto, eso lo mantendrá ocupado, sucondado está plagado de esosasquerosos herejes. Nosotros noslimitaremos a echarle una mano antes deque olvide cuál es su deber. Y luegoestán los condados de Béziers,Carcasona y qué sé yo cuántos más,donde la fe está amenazada y dondeabunda esa chusma descreída quepractica la sodomía y el incesto. —Guillermo se iba acalorando a medidaque hablaba—. Bougres! —escupió. Erael juramento que los cruzados solíanutilizar para referirse a los herejes.

—Pero es un feudo del rey de

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Aragón.—Ése no ha movido ni un dedo para

luchar contra la herejía.—No se le puede exigir que delate a

sus propios vasallos, ¿no? Por cierto,¿qué crees que hará el rey de Aragóncuando conquistemos sus ciudades,echemos a sus vasallos a la calle yocupemos su lugar? Pues eso es lo quenos ha prometido la Iglesia. ¿Qué hay desus derechos? ¿Acaso no es deber delrey, como señor feudal, protegerlos, aligual que el del conde de Tolosa, porcierto? Comprendo sus dudas.

—¿Protegerlos? ¡Los herejes notienen derechos!

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—¿Qué pesa más, un deber feudalo…?

—Haz el favor de ahorrarmepreguntas tan estúpidas. Si Roberto creenecesario que comprendas todo lo quehemos de hacer, que te lo explique élmismo. Acabas de oírlo: el conde deTolosa es un sacrílego, un traidor, unembustero y un asesino, y su condadoestá lleno de individuos como él. Meimporta un rábano que las ciudades y loscastillos que vamos a conquistar seansuyos o de otra persona. Y no creas queserá llegar y besar el santo.

Amaury sonrió de oreja a oreja.—¿Sabes qué es lo que no entiendo,

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Guillermo? —preguntó mientras el otrorepiqueteaba impaciente con los dedoscontra la empuñadura de su espada.

—¿Qué?—Que tú no tengas ni una sola

pregunta. En realidad eres como unperro de caza.

¿Por qué?—Te limitas a correr ciegamente

detrás de la jauría. Yo quiero saberadónde vamos, con quién, cuándo ysobre todo por qué.

—No hace falta que sepas nada.Dios nos guía. Eso es suficiente.

—Un perro de caza, que sigue a lajauría con la lengua fuera, —repitió

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riendo su hermano menor—, y cuandopor fin atrapes a la presa, te la quitaránde las manos. Ve con cuidado.

—¡Muérete! —le respondióGuillermo sentidamente.

El rostro de Simón, con su negrabarba, pasó delante de su visera.

—Escucha bien, mocoso, un señorse debe primero a la Iglesia, luego a susoberano y sólo después a su pueblo. Elconde de Tolosa, a quien tú defiendescon tanto fervor, ha robado bienes de laIglesia, ha destituido a sacerdotes de sucargo, ha convertido iglesias en burgos,sus mercenarios han asesinado a monjesy los han expulsado de sus monasterios y

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hace años que es amigo y protector delos herejes.

—No lo defiendo. Yo…Su primo ni siquiera lo escuchaba.—Un servidor del diablo. ¡Así es

como lo ha llamado el papa! —siguiórabiando Simón y acto seguido gritó confervor—: ¡Adelante, soldados de Cristo,vengad esta ofensa contra Dios y salvadesta tierra de la pestilencia herética!

Entonces fue Guillermo quien riómaliciosamente.

¿Crees que es suficiente o acasotienes dudas sobre si has de luchar connosotros? Ya sabes que lo ha dicho elabad: quien no responda al llamamiento

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para unirse a esta Cruzada, ¡que no bebavino nunca más, no coma nunca más, nilleve ropa y que sea enterrado como unperro!

Ante estas palabras sobrabacualquier discusión.

Y además… —añadió Guillermo—,te convendría ser un poco más humilde.¡Después de la metedura de pata conEva tienes que portarte bien!

Amaury se puso rojo de ira. Cerrólos puños y estaba a punto de saltarsobre Guillermo cuando Roberto semezcló en la disputa. Al tiempo quehacía un gesto tranquilizador hacia losotros dos, rodeó los delicados hombros

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de su hermano menor con su brazoencorazado.

—Has de tener cuidado con lo quedices. No sería la primera vez quealguien acaba pasando el resto de susdías encerrado en un calabozo por suspalabras. Regresa a nuestro cuartel. Allícorres menos peligro de meterte endificultades. Nosotros iremos adivertirnos a la ciudad.

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BÉZIERS

22 de julio de 1209

Roberto de Poissy apartó el toldo conuna amplia brazada. No se sentó, sinoque permaneció en el umbral de latienda de campaña como dispuesto amarcharse de nuevo en cualquiermomento. En su rostro se leíaclaramente lo mucho que le sorprendíanlas noticias que él mismo traía.

—¿Rechazado? ¡Pero si hemosofrecido la libre retirada a todos loshabitantes católicos! —exclamó

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Amaury.—Sólo el obispo, que tuvo que

transmitir el mensaje, ha sido sensato. Yun puñado de católicos que le hanacompañado. El resto se prepara paradefender la ciudad.

—¡Estupendo! —exclamó Guillermo—. Por lo que a mí respecta podemosasaltar Béziers, estoy listo.

Amaury no compartía el entusiasmode sus hermanos. Su sorpresa hizo sitioa las dudas que le consumían desdehacía semanas:

—Cuando ataquemos la ciudad,¿cómo sabremos quiénes entre ellos sonherejes? ¿Cómo los encontraremos entre

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los ciudadanos inocentes?—Sus sacerdotes llevan mantos y

hábitos negros, —dijo Roberto.—¿Y los demás?—A ésos los reconocerás enseguida,

—dijo Simón—. Son unos farsantestodos que no temen ni a Dios ni a losmandamientos y que no respetan ningunaley. Putean a ciegas y sus mujeres sonaún peores. Adoran al diablo enconciliábulos nocturnos. Luego preparanpócimas mágicas, adoran a un gato y lebesan el culo, pues el demonio se lesaparece con esta forma. Semejantegentuza ha de ser fácil de distinguir delos ciudadanos temerosos de Dios.

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—Pero, evidentemente, todo eso nolo harán cuando estemos nosotrosdelante, —replicó Amaury—, por esosigo preguntándome: ¿cómo losreconoceremos?

—¡Todo el que prefiera quedarseentre las murallas para proteger a esosperros asquerosos merece morir! —estalló Guillermo—. Eso suponiendoque haya católicos. Esa ciudad es unnido de adoradores del diablo y siervosde Satanás. ¡Una gran madriguerasatánica, eso es lo que es!

—Se les ha brindado la oportunidadde salvar el pellejo. Si se niegan aentregar a los herejes, serán arrasados

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por el ejército de los cruzados. ¿Es quetodos están ciegos? Basta con mirar porencima de las murallas para comprobarnuestra superioridad.

Mientras hablaba, Simón buscabainvoluntariamente la empuñadura de suespada.

—¿Cuándo atacaremos la ciudad?—preguntó.

—Por lo pronto nos preparamospara un asedio. Los soldados aún han dereponerse de la marcha hasta aquí.

—Era Roberto quien le habíarespondido.

Ellos apenas habían tenidodescanso. El 2 de julio, cerca de

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Valence, se habían unido de nuevo alejército, de eso hacía tres semanas. Enun principio, las tropas habíanmantenido un ritmo aceptable, mas alcruzar el Ródano en Beaucaire ya nopudieron seguir transportando elmaterial pesado por el río, y empezarona avanzar con mucha más lentitud. Lasúltimas etapas bajo el sol de julio fueronmuy agotadoras, sobre todo para lossoldados de a pie y para los animales detiro y de carga. Fue una verdadera suerteque la amenaza de la llegada de loscruzados asustara tanto a algunosseñores del sur que éstos entregaron susposesiones sin resistencia y se unieron

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al estandarte de los cruzados. La marchadesde Montpellier, que habían atacadoel día anterior al alba, había duradotodo el día y los últimos soldados sólopudieron asentar sus reales al caer lanoche.

Roberto se dio la vuelta y contemplólas murallas de Béziers que se alzaban apoca distancia de su campamento en lacolina sobre la cual se había construidola ciudad.

—¿Cuántas personas deben vivirallí, y cuántas han buscado refugio entresus murallas? ¿Diez mil, veinte mil? —reflexionó en voz alta—. ¿Cuántos deellos son fieles a la Santa Iglesia de

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Roma? En cualquier caso, todos sonigual de obstinados: se niegan a entregara los herejes, ni siquiera quierenabandonarlos y huir de la ciudad,prefieren reventar con ellos.

—No te preocupes, hermanito, aúntendrás que esperar para ver a un hereje.Este podría ser un asedio muy largo.

En aquel momento, sus cavilacionesfueron interrumpidas por un escuderodel duque de Borgoña, que vino abuscarle para acudir de inmediato a unconsejo de guerra. Roberto volvióapresuradamente a la tienda del condede Nevers, de donde había venidominutos antes. Amaury le vio partir en

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compañía de varios avezados guerreroscon los que se había encontrado amenudo en los numerosos torneos en quesolían cosechar grandes aplausos. Sentíaun profundo respeto por algunos deellos. Como Simón de Montfort, unintrépido combatiente que se habíadistinguido sobremanera en TierraSanta, pero que también habíademostrado ser un abanderado de losideales caballerescos y que unía unosprincipios inquebrantables con unaconducta intachable y una devociónejemplar. Sus propiedades se hallabanal suroeste de París, esto es, suspropiedades francesas, pues era conde

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de Leicester, pero sólo de nombre,porque el rey de Inglaterra habíaconfiscado su herencia en ultramar.Junto a Montfort se hallaban comosiempre Roberto Mauvoisin, su viejocompañero de lucha en Tierra Santa, yBouchard de Marly, un primo de laesposa de Montfort que desde hacíaaños era su mejor amigo, aunquetambién un buen amigo de los Poissy.Sus propiedades lindaban con elterritorio de caza del rey queadministraban los Poissy. El hermanomayor de Amaury, Roberto, estabacasado con la hermana de Bouchard,Beatriz.

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Todos los hombres que rodeaban aMontfort pertenecían a la baja nobleza,pero eran suficientemente importantescomo para formar parte de la delegaciónde caballeros del norte de Franciacapitaneados por el duque de Borgoña.Incluso eran consultados por ArnaudAmaury, el abad del Cister, que ocupabael mando supremo del ejército de loscruzados.

Amaury recorrió con la mirada lastiendas que el conde Raimundo deTolosa había levantado con su modestoséquito, y que se hallaban algoapartadas, al borde del campamentomilitar, como si en realidad no formaran

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parte de él. Había visto cabalgar alconde alguna vez y no se le habíaescapado que ahora lucía una cruz en sutúnica. La bandera de Tolosa ondeabaorgullosa encima de la cúpula de sutienda de campaña. Seguramente, elconde no participaría en el consejo deguerra, pensó. Hasta ahora sólo lehabían permitido mirar desde las gradasy quizá fuera este papel el que más leagradaba.

El joven caballero regresó a lasombra sofocante de la tienda decampaña que compartía con sushermanos y su primo, y reanudó lacomida que se había visto interrumpida

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por la llegada de Roberto.—¿Un consejo de guerra, tan pronto

después de haber rechazado elultimátum? ¿No se habían tratado yatodos los asuntos, no teníamos queprepararnos para un asedio prolongado?—No se lo preguntaba a nadie enespecial y nadie le contestó. Simónmasticaba un pedazo de pan y Guillermovertía vino en su garganta siempresedienta—. ¿No hemos de ordenar anuestros soldados que se armen?

—No te pongas nervioso, —gruñóGuillermo mientras se secaba los labioscon el dorso de la mano.

—Sólo se hará algo cuando llegue la

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orden del alto mando: del abad delCister y de nadie más, —añadió Simón—, así que a comer y callar.

Amaury ya no tenía hambre. Susnervios y sus dudas se tensaban como unnudo cada vez más apretado en suestómago y le quitaban el apetito.Durante unos instantes se movió inquietoen el catre que también hacía las vecesde asiento. Después se puso en pie ysalió de la tienda.

—Todavía es demasiado joven, lovengo diciendo desde el principio, —oyó la voz de Guillermo a sus espaldas,y la respuesta de Simón, atenuada por lalona:

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—Lo hemos traído aquí con nosotrospara poder repartirnos entre los cuatroel botín de guerra. De esta manera nosllevaremos más.

—¿Botín? Eso no parece interesarle.Sólo habla de su deber como cristiano ysobre la indulgencia plenaria quelogrará después como cruzado. Esevidente que se siente culpable por elfracaso con Eva. Y ahora tiene miedo deperder la indulgencia si en el ardor de labatalla mata por error a otro católico.¿De qué se preocupa? Se oyó una risadesdeñosa.

Amaury suspiró y deambuló por elvivaque de los Poissy y sus soldados.

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Pasó delante de los sargentos, lospalafreneros y los escuderos, despuésdelante de los arqueros y losballesteros, que estaban sentados al solfrente a su tienda con el torso desnudo yque revisaban sus armas. Por últimopasó delante de los mozos de cuadra, loscaballos, los peones, los herreros ycarpinteros. Tampoco ellos parecíantener prisa por prepararse para unasalto. Ni siquiera habían descargadolos carros que transportaban lasherramientas y el material para construirlos arietes, las escalas y las torres deasalto. Los únicos ajetreados eran losmozos encargados del servicio

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doméstico.No lejos de allí ondeaba el

estandarte de Simón de Montfort, unleón rampante dorado sobre un camporojo. Su tienda se hallaba sobre unapequeña colina, desde la cual podíadivisar los alrededores por encima delresto del campamento. En torno a ellaestaban distribuidos los campamentos desus compañeros de lucha, todos ellosnobles de Ile-de-France como losPoissy. Amaury escaló la posiciónelevada y respondió al saludo dealgunos caballeros conocidos. Despuésse volvió y miró en dirección a laciudad, que descollaba sobre el

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campamento de los cruzados como unatarta amarilla rosada, rodeado de unaancha corona de pequeñas torres deespuma blanca. Su mirada recorrió lasmurallas y después las orillas del Orbe,a los pies de la meseta, que también sepodía divisar desde aquí, hasta el lugardonde el puente con sus arcosatravesaba el río. De repente abrió losojos de par en par. Miró tenso a la otraorilla. Algo empezó a moverse de súbitoal otro lado del puente, donde laspuertas cerradas impedían el acceso a lacodiciada ciudad. Por un momento nopudo distinguir qué sucedía, mas pocodespués vio cómo las puertas escupían

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una oleada de peones y lanceros, que seabalanzaban con gran griterío y estrépitosobre el enemigo, protegidos gracias auna lluvia de flechas disparadas por unpequeño ejército de arqueros que, deforma igualmente inesperada, se habíanencaramado a la muralla.

“Un ataque”, comprendió Amaurysúbitamente. Se quedó petrificado, elcorazón le palpitaba en la garganta.Nunca antes había visto nada parecido.Era todo un espectáculo ver cómo lamasa, impelida por los jinetes que laseguían, se clavaba como una cuña en elcordón que habían colocado loscruzados en torno a la ciudad.

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—¡Un ataque! —gritó en falsete,cuando por fin volvió en si.

En ese mismo momento se armó untremendo alboroto alrededor yempezaron a sonar las primeras órdenespor el campamento. Tropezando ychocando con todo, regresó corriendo asu propio campamento para avisar a losdemás. El lugar se había convertido enun verdadero hervidero de animales ypersonas. Los mozos de cuadra lanzabanjuramentos contra los caballos quetenían que ensillar a toda prisa para susamos. Los peones y los arquerosmaldecían y tropezaban unos con otroscuando intentaban recoger sus armas, y

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los caballeros llamaban a gritos a loscriados que debían ayudarles a ponerselas cotas de malla. Amaury se dio cuentade que tampoco él estaba preparadopara luchar, pues iba desarmado yllevaba únicamente su túnica, sinninguna protección.

—¡Insensatos! ¡Idiotas! ¿A quién sele ocurre atacar ahora? —Con un golpefurioso, Guillermo se colocó el yelmoen la cabeza, con lo que el resto de suarrebato quedó reducido a un murmulloatenuado.

—¿Es que no has oído la orden,chaval? ¡A las armas! ¡Antes de queabran una brecha en el cerco! —ladró

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Simón impacientemente a su jovenprimo quien, aún fascinado por elespectáculo en la lejanía, se habíaquedado de pie delante de la tienda decampaña intentando ver lo que acaecíaallí. La ciudad parecía volver a tragarseal río humano con tanta rapidez como lohabía escupido—. Se retiran, —dijoasombrado, pero nadie lo entendió enmedio del jaleo. Con la cabeza mediogirada en dirección a las puertas de laciudad, dejaba que su escudero lepusiera la cota de mallas. Justo cuandose ceñía la espada, entró Roberto.

—Los mercenarios ya han entrado enla ciudad, —dijo sin apenas aliento—.

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Han conseguido entrar detrás de lospeones, por lo que ya no han podidocerrar la puerta.

—¡Dios santo! Mira que si esachusma se nos adelanta. ¡Si no nosapresuramos se largarán con todo elbotín! —Simón se montó al caballo—.Esta es una ciudad rica. ¡Podéis estarseguros de que algo sacaremos de ella!

Con ayuda del escudero, Roberto sepuso a toda prisa su armadura y tambiénse subió a su caballo. Amaury cabalgabaa su lado.

—Este será tu bautismo de fuego,hermanito. Y puedo tranquilizarte. Noeras el único que se preocupaba de si

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mataba por equivocación a un buencatólico. De ahí que se celebrara unconsejo de guerra. El abad del Cistertuvo que tomar una decisión apresuradacuando llegaron las noticias sobre elataque y oímos que los mercenarios loiniciaban por cuenta propia. Nuestrasórdenes son claras: toda ciudad o burgoque no se entregue al ejército decruzados ha de ser tomada. Quien seresista es enemigo de la Iglesia y lopasaremos a cuchillo. Así que si nopodéis distinguir a los herejes de loscatólicos, dijo, matadlos a todos. Diosya reconocerá a los suyos.

Amaury sintió un escalofrío, pero

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cuando vio que Roberto se santiguaba yluego desenvainaba la espada y besabala empuñadura, siguió su ejemplo.

—¡Por Dios y el rey! —exclamóRoberto.

—¡Y por Poissy! —añadióGuillermo.

Los cuatro Poissy repitieron su gritode guerra como si saliera de una solaboca. Las callejuelas estaban llenas degente que huía a uno y otro lado y pordoquier había objetos, ropa y fragmentosde enseres dejados atrás por el pánico,entre ellos también animales de corral ydomésticos que buscaban refugio. Losmercenarios, armados tan sólo con

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cuchillos y garrotes, ya habíanprovocado una verdadera carnicería ylos cruzados no se quedaron atrás.Agitando los brazos a diestro y siniestrojunto a los flancos de sus corceles,derribaban a golpes de espada a quienestuviera a su alcance. Pronto fueimposible seguir avanzando a caballo.Sus cascos pisaban los cadáveres y losmiembros cortados resbalaban en loscharcos de sangre en los que flotabanórganos. En todas partes había sangre, ysu olor nauseabundo que lo impregnabatodo. Y el hedor, sobre todo el hedor,que se intensificaba a medida que el solardiente llevaba a cabo su labor

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destructora.La hoja de la espada de Amaury

seguía inmaculada. Con los ojosabiertos de par en par cabalgabainexpresivo entre sus hermanos,sosteniendo el arma en su manotemblorosa, demasiado sorprendidopara hacer algo. No tenía miedo. ¿Aquién podía temer en su envoltorio dehierro? ¿A los indefensos ciudadanoscubiertos tan sólo con ropas de lino y deseda que ni siquiera iban armados?Habría sido más fácil ante un montón desoldados armados hasta los dientes, oincluso toda una guarnición. Pero noaquello. Estaba horrorizado por lo

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desigual de la lucha. Incluso se habíabajado el yelmo ardiente, pues hacia yaun buen rato que los arqueros habíansido derrotados por los mercenarios queél había visto atravesar el foso y treparpor las murallas.

Seguía maquinalmente a los demás,con la mirada perdida. Al frentecabalgaba Simón de Montfort, porsupuesto flanqueado por Bouchard deMarly y Roberto Mauvoisin, y detrás deél sus caballeros que bloqueaban lacalle de pared a pared para que nadiepudiera escapar con vida. Delante de loscaballeros avanzaban los soldados de apie, que sacaban a todos los que se

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ocultaban en las casas o en otrosescondites. Si alguien lograba salvarsede sus lanzas, era atravesado por lasespadas de los caballeros. De estamanera parecía que la lucha empezaba aadquirir cierta estructura. El duque deBorgoña había conseguido que sushombres formaran de manera que todoslos ciudadanos fueran empujados haciaun punto central. Pero el conde deNevers, que desde que el ejércitosaliera de Francia había mantenidorelaciones tensas con el duque deBorgoña, contrariaba como decostumbre los planes de éste yahuyentaba a la atemorizada población

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precisamente en dirección a las puertasde la ciudad para ensartar con la espadaa todo el que aún estuviera con vida.Los mercenarios hacían caso omiso acualquier orden. Irrumpían en muchascasas, asesinaban, violaban ysaqueaban, y después intentabanabandonar la ciudad para poner a buenrecaudo su botín. Cargados de riquezaseran detenidos a su vez por loscruzados, que reclamaban el botín y lesarrebataban los objetos de valor.

Cuando el caos había llegado a suapogeo, la batida de Montfort y sushombres se quedó atascada. Seencontraban delante de la catedral de

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Saint-Nazaire, en la cual se habíarefugiado un gran número deciudadanos. El siniestro tañido del toquede difuntos tapaba el bullicio en la calley retumbaba a muchas leguas a laredonda. Los mercenarios, que nuncahabían demostrado excesivo respeto porlos santuarios, ya habían destrozado laspuertas de la iglesia e invadido eledificio. Los cruzados tampoco teníandemasiados escrúpulos.

—¡Los herejes han profanado lacasa del Señor! ¡La han convertido en laiglesia de Satanás! —gritaba elarzobispo de Sens, quien armadoacaudillaba sus propias tropas—.

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¡Muerte a los que han ensuciado elsantuario de Dios! ¡Cumplid vuestrosagrado deber y que la venganza de Diossea la vuestra y os dé fuerzas! Algunoscaballeros tenían tanta prisa queentraron en la iglesia a caballo. PeroSimón de Montfort retuvo a los noblesque lo seguían y a sus soldados con unademán.

—En la casa del Señor se entra conhumildad, con la cabeza descubierta y apie, —gruñó.

La mayoría de los caballerosecharon pie a tierra, colgaron el yelmode la silla de montar y se abalanzaronsobre las puertas destrozadas.

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—Demuestra de lo que eres capaz,hermanito; hasta ahora no has hecho grancosa. ¿Crees que ganarás la indulgenciasólo mirando? —se burló Guillermomientras los cuatro Poissy entraban.

Viniendo de la intensa luz del sol, alprincipio no pudieron distinguir nada enla fría penumbra de la iglesia, pero losempujones de los que los seguían lesobligaron a penetrar más en el recinto ylos gritos y chillidos de la genteatemorizada les indicaron el camino.Los mercenarios se les habíanadelantado nuevamente y habíanprovocado una terrible masacre. Delantedel altar yacían los clérigos asesinados

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en sus sotanas empapadas de sangre.Amaury resbaló en el líquido viscoso,aterrizó en medio de un charco yconsiguió incorporarse justo antes de serpisoteado por la multitud. Después echóa correr a ciegas con los demás, detrásde los ciudadanos, que intentabanesconderse en todos los rincones, en lascapillas, en la cripta, en la sacristía, enlos claustros. Había perdido de vista asus hermanos, tampoco veía por ningunaparte a Simón, y sus propios soldados sehabían dispersado en todas direccionesy sembraban la muerte, impelidos poruna locura asesina.

Finalmente se detuvo en una estancia

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mal iluminada y sin salida. Miróalrededor, blandiendo la espada paradefenderse. Frente a él había un grupode personas agazapadas en un rincón,que con los rostros crispados por elmiedo le miraban como si fuera elmismísimo demonio. Uno de ellos, unhombre delgado vestido con una túnicanegra que le llegaba hasta los tobillos,con el rostro curtido, una barba larga yuna melena hasta los hombros, avanzótranquilamente hacia él.

—Venga, —dijo, como si quisieraalentar al cruzado—, libérame de estesufrimiento terrenal. Atraviésame con tuespada y libera mi alma de este cuerpo

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demoníaco. ¡Envíame al reino que creóel señor de la Luz!

Extendió los brazos y ofreció supecho desprotegido al enemigo. Amaurylo miró con incredulidad. Detrás delhombre oyó que una mujer sollozaba.

—¡Defendeos! —le dijo.—Nosotros no llevamos armas,

pertenecen al mal. ¿Crees que puedesmatar a mujeres, niños, viejos yenfermos en nombre del buen Dios? Yeso os llevará al cielo, ¿es eso lo que ospromete Roma? ¿Crees que moriráscomo un héroe defendiendo la gloria deDios con la espada? —Sacudió lacabeza compasivamente—. Lo llamáis

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guerra santa. Si dejas la vida en estaguerra demencial, tu muerte será inútil ysólo te servirá para ser devuelto al reinodel demonio.

—¡Calla, blasfemo! —gritó Amaury.Mas el otro siguió hablando sin

inmutarse:—He oído gritar a vuestro obispo

que sois el instrumento de la venganzade Dios. La venganza no puede nacer delo bueno, la venganza pertenece almundo del mal y al demonio. Has desaber que no es nuestra Iglesia la quesirve a Satanás. Es la Iglesia romana, laprostituta de Babilonia, la que acumulapoder y riqueza, el vil metal, ¡la

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creación del dios de las tinieblas! ¡Es laIglesia de Roma la que adora al diablo!

Amaury tuvo la sensación de quealguien lo sacudía con fuerza. Laspalabras despertaron en él másbelicosidad que Guillermo con todas susindirectas. Se sintió invadido por unaprofunda náusea.

“¡Un hereje! —gritó mentalmente—.¡Un hereje desvergonzado que a la horade su muerte intenta aún confundirmecon sus falsos razonamientos ypersuadirme para que abrace sudiabólica doctrina!”. ¡Si se demoraba unpoco más, quién sabe si ese hombreconseguiría paralizarle el brazo con sus

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blasfemias y conjuros demoníacos! Enun reflejo llevó su codo hacia atrás. Conun fuerte grito extendió el brazo y hundióla espada en la carne blanda debajo dela caja torácica, un golpe que sabíaconllevaría pronto la muerte.

La mujer emitió un grito ahogado.Por un momento hubo silencio, despuésella salió de la oscuridad y se arrodillójunto al cuerpo desplomado que todavíase estremecía y que luego se quedóquieto. La mujer era muy joven, enrealidad aún era una muchacha, no debíade ser mucho mayor que él. Sóloentonces vio que las sombras detrás deella eran niños. La muchacha cerró los

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ojos del muerto.—Ha cruzado la puerta hacia la luz,

—susurró a los demás.Alzó el rostro y posó su mirada

curiosamente tranquila en el caballero.—Bravo, —dijo suavemente—. Has

matado a un Buen Cristiano.En su voz no había atisbo de

reproche.—¿Un buen cristiano? —balbuceó

Amaury.Por un momento se preguntó si había

entendido bien, pero no, en las últimassemanas había oído hablar suficiente enese dialecto meridional como para noequivocarse ahora.

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—Un Bon Homme, —asintió ella.Él tragó saliva.—¿Está muerto?—La muerte no es nada, la muerte es

una invención del demonio.Y acto seguido y para mayor

asombro de Amaury, empezó a rezar elpadrenuestro y los niños que seencontraban detrás de ella laacompañaron.

Amaury sintió que su mano estabafloja y demasiado débil para sostener elpeso de la espada. Le costó limpiar lahoja y envainar el arma. Por un instantereinó un silencio mortal, o por lo menoseso le pareció a él, pues en el mismo

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momento en que se dio cuenta de que lascampanas habían enmudecido, sepercató de nuevo del bullicio que habíapor doquier, en todos los rincones de laiglesia y en los edificios anexos. En sucabeza se libraba también una intensalucha. Dudaba y miraba atemorizadohacia la entrada que se hallaba a suespalda.

—¡Oh, Dios, perdóname! —rezó ensilencio, antes de inclinarse sobre ellosy hacer un gesto apremiante.

—¡Tumbaos, no hagáis ruido, hacedcomo si estuvierais muertos!

Quizá le obedecieron porque ya nolos amenazaba con el arma. Pasó sus

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manos unas cuantas veces por el charcode sangre junto al cuerpo del hombre ysalpicó las gotas sobre los demás.Después se secó las manos con su ropa.

—¡Vaya hermanito! ¿Todo esto esobra tuya? —oyó detrás de él.

Un estremecimiento recorrió sucuerpo. Se volvió con demasiadarapidez, pensó, claramente sobresaltado,demasiado evidente. Con tal de queno…

—¡Ah, mira! Si sólo son niños. —Guillermo dio unas patadas contraalgunos de los cuerpos que noofrecieron resistencia ni emitieronsonido alguno. Rió burlonamente—.

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¡Pero si has realizado un acto heroico!Roberto entró jadeando en la

pequeña estancia. Echó un vistazo a sualrededor.

—¡Dios todopoderoso! ¿Lo hasmatado tú? —Escupió sobre la túnicanegra del muerto—. Un perfecto, ¿oacaso no lo sabías?

Amaury no reaccionó y Guillermomiró asombrado a uno y otro lado yluego al cuerpo en el suelo.

—Ésos son los más peligrosos. —Roberto se incorporó y olfateó—.¿Oléis eso?

—Fuego.—¿Dónde está Simón?

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—Ya es un milagro que nos hayamosencontrado, —dijo Guillermo—.Tenemos que irnos de aquí antes de quetodo sea pasto de las llamas.

Se oyeron gritos de alarma. Alguiencorría gritando que los mercenarioshabían prendido fuego a la iglesia, paravengarse de los caballeros que leshabían arrebatado el botín.

Amaury empezó a sudar al pensar enque alguno de los niños pudiera toserpor causa del humo.

—Un momento, mi bota…, hay algoatascado, —masculló—. Por Dios, id abuscar a Simón, ya saldré yo.

—La iglesia está ardiendo y él se

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preocupa por sus botas. ¡Venga,hermanito, a ver si luego se te chamuscala pelusa de la barbilla!

Por lo visto Guillermo no teníaganas de que el fuego le alcanzara, yahabía desaparecido y Roberto con él.

—¿Cómo os voy a sacar de aquí? —preguntó Amaury a la muchacha.

—Esperaremos hasta que hayasuficiente humo para protegernos,conozco una ruta de escape, —contestóella. Ahora, su voz temblaba, peromantenía con decisión a los niños de piey se apostó junto a la puerta para ver siel camino estaba despejado—. ¡Porfavor, vete!

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Él se demoró un instante, sin saber sipodía dejarlos así. Quería decir algo,pero no sabía qué. Mientras tanto, elfuego se extendía a toda velocidad y yahabía pasado al claustro y a las casasque había junto a la iglesia. Enormescolumnas de humo se arremolinaban a lolargo de las bóvedas, y llamas de variosmetros lamían las imágenes de lossantos. Los que todavía se encontrabandentro de la iglesia sólo pensaban enuna cosa: salvar cuanto antes el pellejo.Amaury echó a correr sin mirar atrás,tropezando y trepando por encima de losmontones de cadáveres y siguiócorriendo hasta atravesar las puertas de

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la ciudad. Allí cayó de rodillas sobre latierra pisoteada y tosió a pleno pulmón.

Cuando el sol empezó a caer, la ricaciudad comercial de Béziers ya no eramás que una escombrera humeante, en lacual había que dado reducida a cenizasno sólo gran parte de la población, sinotambién, para disgusto de los cruzados,la mayor parte del botín de guerra. En uninforme extremadamente escueto, elabad Arnaud Amaury escribió al papa:

“Fue una victoria inesperada ymilagrosa. Sin respetar el sexo ni laedad, los nuestros pasaron a cuchillo acasi veinte mil. La ciudad ha sido pastode las llamas y ya no queda nada de

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ella”.

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CARCASONA

15 de agosto de 1209

A lomos de su caballo, Amaury mirabasatisfecho a la muchedumbre. Estabacontento del modo en que habíanevolucionado las cosas desde losespantosos sucesos de Béziers. Losprimeros pueblos y burgos habían sidoabandonados apresuradamente por loshabitantes, que dejaron atrás todos susbienes y víveres, y fueron conquistadossin resistencia. Después empezó aaplicarse cada vez más la política de

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tierra quemada y de ahí ya no había nadaque sacar.

Amaury había saboreado por fin laguerra de verdad: Carcasona habíacaído, un rico botín que proporcionabasuficientes reservas, así como unaimportante cantidad de sal que podríavenderse a buen precio. El asedio sehabía ejecutado como Dios manda ysólo había durado dos semanas. Loscruzados habían empezado porconquistar el suburbio amuralladosituado en la parte norte de Carcasona.Bastó una simple carga para que elbarrio cayera en manos del ejércitofrancés. Después lo habían incendiado.

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A continuación, los cruzados se habíanarrellanado en la parte oeste de laciudad, donde bloquearon el acceso alagua del Aude, por lo cual a partir deaquel momento los ciudadanosdependían de los pozos que se hallabandentro de los muros y que en los mesesde verano se secaban. Unos días mástarde, el ejército de los cruzados atacóel suburbio sur.

Después de los sucesos de aquel día,Amaury seguía sintiendo una profundaadmiración y respeto por Simón deMontfort. El noble ya se habíadistinguido por su valor durante laprimera carga, pero lo que había hecho

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durante el segundo ataque lo elevaba porencima de los demás caballeroscruzados. En un principio, el ataqueamenazaba fracasar a causa de la intensaresistencia de los habitantes. Losmercenarios y los soldados de a pie, queformaban la vanguardia, habíandescendido con escalas hasta el lechoseco del foso, donde hubieron desoportar una lluvia de flechas lanzadaspor los ciudadanos, que además losapedreaban, por lo cual no tenían la másmínima posibilidad de escalar lamuralla o debilitarla. Finalmenteemprendieron despavoridos la retiradade forma tan desordenada que hubo aún

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más heridos. Mientras el resto mirabadesde una prudente distancia, uno de loscaballeros heridos se quedó tumbado enel foso, con una pierna rota e incapaz deescalar la escarpada pendiente. En aquelmomento fue Simón de Montfort quien,desafiando todos los peligros, seadentró en la hondonada para poner asalvo al herido con ayuda de suescudero.

Finalmente, los zapadores,protegidos por un techo de escudos,consiguieron ahuecar la muralla hastasocavarla. Los jefes espirituales de loscruzados pusieron sus balistas enposición de ataque para destrozar con

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enormes piedras la parte superior de lamuralla. Los arqueros, que ya no podíanencontrar protección en el adarve,tuvieron que interrumpir la defensa y lossoldados de a pie pudieron entrar en laciudad después de cruzar el foso yatravesar el túnel. Después se cercó laciudadela propiamente dicha, dentro dela cual se hallaba el castillo delvizconde. Desanimado al ver que nollegaba la ayuda que esperaba de suseñor, el rey de Aragón, y amenazadocon la misma suerte que había corridoBéziers, después de una semana, eljoven vizconde Ramón Roger Trencavelse entregó voluntariamente al enemigo

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como rehén, a condición de que lapoblación pudiera abandonar incólumela ciudad.

El éxodo de los ciudadanos seorganizó bien. Algo habían aprendidolos cruzados del catastrófico ataque deBéziers. Algunos caballeros habían sidodestacados en la ciudad para reunir yvigilar el botín de guerra, mientrasotros, entre ellos Amaury, controlabanque los ciudadanos no se llevaranconsigo sus bienes.

El abad Arnaud Amaury habíaestablecido que los ciudadanos teníanque abandonar la ciudad “desnudos”,dejando atrás todos sus bienes, sus

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armas, su dinero y su ganado. Suspecados serían su único equipaje, habíadicho. En consecuencia, se condujo atodos los ciudadanos hasta una puerta desalida tan estrecha que sólo podíanpasar de uno en uno, las mujeres enblusa, los hombres en calzones. Consuma habilidad, los soldados seencargaban de desplumar a quienquieraque intentara llevarse algo a escondidas.

Amaury buscaba entre lamuchedumbre un rostro fino, enmarcadopor una cabellera castaña, con ojosprofundos y graves. Se preguntaba siella habría conseguido huir de Béziers.Sabía que, en su mayoría, los pocos que

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habían logrado escapar de aquel infiernose habían refugiado en Carcasona.¿Había logrado poner a salvo a losniños? Todavía recordaba palabra porpalabra lo que le había dicho y tambiénlas cosas de las que había hablado elperfecto, ¡ese adorador del demonio alque ella había llamado buen cristiano!Aquellas palabras le habían estremecidoprofundamente, no sólo porque eran unapeligrosa blasfemia herética, sino sobretodo por la desfachatez de expresarabiertamente semejantes calumniasdelante de un cruzado, que a fin decuentas era el brazo armado de Dios. Apesar de ello se sentía culpable. Una y

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otra vez veía la imagen del perfecto quele ofrecía con los brazos abiertos sucuerpo indefenso. Una y otra vez oía elnauseabundo ruido de la espada que sehundía en la carne blanda. En realidadera extraño que fuera precisamente esolo que más recordaba y que por ello laterrible carnicería perpetrada aquel díahubiera quedado relegada a un segundoplano. Apretó los ojos y empezó asacudir con fuerza la cabeza, comoqueriendo ahuyentar sus pensamientos.Había intentado contárselo a otros, asabiendas de lo peligroso que era. No asus hermanos o a Simón, pues seburlarían de él abiertamente. Había

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hablado con uno de los muchos frailesque acompañaban al ejército. Despuésde lanzarle la previsible parrafada de“la-primera-vez-es-siempre-difícil-mas-uno-se-acostumbra”, le había cantadolas cuarenta. ¿Cómo osaba tener dudas osentirse culpable ante una orden quehabía dado personalmente el venerableabad cisterciense y legado papal ArnaudAmaury? A partir de aquel momento, elfraile había ido a verle cada día pararecordarle la indulgencia que produciríala Cruzada y para conminarle a no faltara su deber. Dado que ahora ya no seatrevía a confesar que había dejadoescapar a la muchacha y a los niños,

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cargaba con ese secreto como un lastreen su conciencia.

Amaury abrió los ojos y volvió abuscar entre los rostros desconocidos dela muchedumbre. La mayoría de los casiveinte mil habitantes ya había cruzado lapuerta, pero seguía habiendo muchagente que esperaba. ¿Por qué queríaverla otra vez? ¿Por curiosidad? ¿Paracalmar su conciencia? Se habría sentidomucho más culpable si no la hubieradejado escapar, de eso estaba seguro.¿Seria capaz de reconocerla si la vieraaquí, a la intensa luz del sol? La imagenque conservaba de ella era bastantevaga. La habitación estaba a oscuras.

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Más que su aspecto, le habíanimpresionado su tranquilidad y suactitud confiada, tan alejada de supropia torpeza e inseguridad. Sí, legustaría volver a encontrarse con ese serenigmático, aunque había de admitir queera una idea tan irresistible comodisparatada.

El cortejo desfilaba lentamente antesus ojos. Los niños lloraban. Los viejos,cansados de estar tanto tiempo de pie,eran ayudados por otros. Muchosestaban enfermos a consecuencia de lafalta de agua y demás privaciones de lasúltimas dos semanas. Todos apestaban ylas moscas pululaban alrededor. No

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había muchos hombres jóvenes. Lossoldados de a pie repartían golpes,empujones y gritos para que la multitudse pusiera en fila. La corriente humanase fue reduciendo gradualmente. Aquellanoche, pensó Amaury, sería la primeradesde hacía meses que dormiría en unacama, bajo un techo de verdad. ¿En lacama de quién? En aquel momento esole traía sin cuidado y además,seguramente, nunca llegaría aaveriguarlo. Y si la encontrara aquí,¿qué haría él entonces? ¿Se le acercaría,hablaría con ella, mientras todos podíanverlos y oírlos? ¿O se quedaría otra vezcon la boca abierta y sin saber qué

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decir? ¿Y si pudiera convencerla de queestaba equivocada, si pudieraconvertirla a la fe verdadera? En sufantasía se imaginó que la conducía anteel obispo de Sens, que ella renegaba dela herejía y que la Iglesia la acogía en suseno. Un suspiro escapó de sus labios ypor un instante esbozó una sonrisa.¿Dónde dormiría ella aquella noche?

—¿Soñando, hermanito? ¿Acaso nohas oído la orden? —Guillermo espoleóimpaciente el flanco del caballo deAmaury que se sobresaltó más que sujinete. Algunos ciudadanos tuvieron queapartarse apresuradamente ante lossaltos del espantadizo animal—. Y claro

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está, es a mí a quien mandan otra vezpara que te llame al orden. ¿Quédemonios sigues haciendo en este lugar?¿No te parece que estás poniendodemasiado empeño al quedarte aquíhasta que el último hombre hayaabandonado la ciudad?

Amaury se encogió de hombros y sindecir nada fijó la mirada en losciudadanos que aún esperaban delante lapuerta.

—¿Acaso buscas a alguien?Negó con la cabeza. Guillermo

condujo a su hermano hasta el patio delcastillo del vizconde, donde el abadArnaud Amaury, subido a un pedestal de

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mármol, se dirigía a los cruzados que sehabían congregado en torno a él.Después de buscar un tiempo encontró asus parientes.

—Esta es la última vez que traigo ala oveja perdida. Sospecho que seestaba despidiendo personalmente decada ciudadano.

—Este chico se comporta de unaforma extraña desde Béziers, —admitióSimón.

—Si quieres saber mi opinión, nuncaha sido normal. ¡Por el amor de Dios,Roberto, mándalo a casa!

—¡Calla, Guillermo!Las rimbombantes frases finales del

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discurso de Arnaud Amaury resonabanpor encima de la multitud de caballeros:

—Así pues, ya veis los milagros queel Rey de los cielos realiza paravosotros, pues nada se os resiste.

—¿Qué ha dicho? —susurróAmaury.

—Eso me gustaría también saber amí. Gracias a tu ausencia, —y al decirloGuillermo se golpeó la frenteelocuentemente—, me lo he perdido.

—Muchas palabras altisonantes paracelebrar este “glorioso día de victoria”,—respondió Simón—. Lo principal esque han hecho prisionero al vizcondeRamón Roger Trencavel. Sus posesiones

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han sido confiscadas. Carcasona y todaslas demás poblaciones y castillosconquistados tendrán un nuevo señor. Hallegado el momento de la cosecha,amigos.

—¿Prisionero? Pero si se haentregado voluntariamente como rehén yha mantenido su palabra. Nosotrostambién hemos de mantener la nuestra yliberarlo, de lo contrario seremostraidores.

—Trencavel es vizconde de Béziersy Carcasona y señor de Albi y Razés.Después del conde de Tolosa es elhombre más poderoso aquí en el sur. Esjoven y valiente y lo ha perdido todo. Si

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lo liberamos habremos creado un líderde la resistencia. —Era Roberto quiense inmiscuía en la conversación.

—Y por lo tanto lo encerraremos ensus propios calabozos y allí se quedarápor lo pronto, —se rió Simón.

—Hemos prohibido el saqueo de laciudad y ordenado que vuestroscaballeros vigilen el botín de guerra, —se oyó decir al abad cisterciense—.Todos estos bienes pertenecen a laIglesia y han de sernos entregados. Másadelante los regalaremos a un señorhonorable, que mantendrá estas tierras aentera satisfacción de Dios.

Cerró la reunión con una oración.

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—¡Mierda! —exclamó Simon.El reparto del botín resultó ser más

complicado de lo esperado. Paraempezar, el conde de Nevers se negó aaceptar el vizcondado de Carcasona quele ofrecía Arnaud Amaury. Declaró quehabía cumplido sus cuarenta días deservicio militar y que iba siendo hora deque regresara a sus posesiones enFrancia. Además, no había venido parahacerse con un feudo que pertenecía enprimer lugar al rey de Francia. Si habíaalgo que repartir, ese derechocorrespondía, según él, al rey de Franciay no a la Iglesia. Se había sumado a laCruzada porque era su deber como

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cristiano. Ahora ya lo había cumplido ysus sirvientes ya estaban preparando elviaje de vuelta.

Entonces, Arnaud Amaury ofreció eltítulo al duque de Borgoña. Por una vezéste estuvo de acuerdo con el conde deNevers. También él rechazó la oferta delabad cisterciense. Después de una brevedeliberación se decidió regalar el títuloa Simón de Montfort, que en las últimassemanas había demostrado profusamentesu valor y su dedicación. Montfort, unejemplo de humildad, se negórotundamente a aceptarlo. Se sentíaindigno e incapaz de aceptar tal honor.Mas, tras recordarle sutilmente la

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obediencia que Montfort debía comocruzado al legado papal, ArnaudAmaury le ordenó sin rodeos queaceptara el título. Simón de Montforttuvo que ceder ante tanta demostraciónde poder eclesiástico. Su humildadcedió ante su ambición y aceptó el títulode vizconde de Béziers y Carcasona, acondición de que pudiera contar con laayuda de todos los guerreros presentes,en caso de que sus hombres corrieranpeligro. Después convocó a sus leales.Unos treinta señores, procedentes en sumayoría de Ile-de-France, se hallabanreunidos en el castillo de Carcasonacuando hizo su entrada Simón de

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Montfort. La figura alargada ymusculosa, de anchos hombros y cabelloondulado, se movía con la agilidad delanimal depredador entre sus caballerosarmados y se dio la vuelta paraencararse a ellos. Su cabellera rubia serepetía en el león rampante bordado enoro en la pechera de su túnica y conferíauna nota amenazante a su persona.Aparentaba bastantes menos años quelos más de cuarenta y cinco que tenía.Con su aguda mirada estudió los rostrosvueltos hacia él.

—Hombres, —dijo con una vozfuerte y sonora—, el santo padre me hahonrado con un título que provocará la

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envidia de muchos, pero también me haencargado una tarea que nadie envidiará.Los títulos que puedo añadir a minombre a partir de hoy conllevan unagran responsabilidad. Las propiedadesde Trencavel abarcan un extensoterritorio.

Se dirigió hacia una de las ventanas,que eran más grandes que las queconocían los señores del norte en suspropios castillos. Su cabellera brillantey el oro y púrpura de su túnicallameaban formando un amplio haz deluz.

—Hemos ocupado diversos pueblosy ciudades, Béziers, Carcasona, y cerca

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de doscientos castillos. Es muy pococomparado con el territorio que todavíaqueda por conquistar: la zona de Albi yel territorio que se encuentra al sur dedonde estamos: el Razés. Es imposiblehacerlo antes de que llegue el invierno yel mal tiempo dificulte una expediciónmilitar. —Señaló al exterior, del cuallos demás sólo podían ver un cielodespejado—. Los enemigos nos rodeanpor todos lados, un país montañoso,agreste e inhóspito recubierto debosques tenebrosos en los que seesconden los faidits. Sin duda, estosdesterrados que hemos expulsado de suscastillos y que hemos proscrito estarán

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empeñados en recuperar cuanto antessus propiedades, que nosotros hemos deconservar para la Iglesia. Se escondenen Corbiéres y en la Montaña Negra, ypuedo garantizaros una cosa: ¡ningunode vosotros desea morir allí y en manosde esos perros heréticos!

Hizo una pausa para mirarlos de hitoen hito. Después alzó de repente su voz:

—¡Qué lástima! Algunos cruzadoshan enfundado la espada de Cristo. ¡Hanhecho el equipaje y han ensillado suscaballos!

Resolló despectivamente y loscaballeros emitieron un murmullo deaprobación. Era evidente a quiénes se

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refería. No sólo al conde de Nevers,sino también a Raimundo de Tolosa,quien consideraba que había cumplidocon creces sus obligaciones sirviendo enel ejército de cruzados y se preparabapara regresar a casa.

—Eso significa que estoy solo, conun puñado de soldados. Y, en el mejorde los casos, ello equivale a un suicidio,salvo que pueda contar con vosotros. Nodudéis en alargar por tiempo indefinidovuestra cuarentena. Sois soldados deCristo, sois el instrumento de Dios,tenéis una tarea sagrada. Sé lo que ospido…, sabéis que por vosotros iríahasta el infierno.

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Simón de Montfort no tuvo que decirnada más. Sus viejos compañeros deguerra, Roberto Mauvoisin y Bouchardde Marly, fueron los primeros enprometerle su apoyo. Los demás,cautivados por la personalidad deMontfort, los siguieron y sin un atisbo deduda también los señores de Poissyprometieron permanecer en el sur portiempo indefinido. Después, el noble, alborde del llanto debido a la emoción, sedirigió a cada uno de ellos paraabrazarlos. Amaury sintió cómo leapretaba contra su pecho con unosbrazos tan musculosos que casidoblaban a los suyos. El gesto le llenó

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de orgullo y afecto. Juró que seguiríasiempre a Montfort, allí donde fuera,aunque fuera el infierno.

—Os diré cuál es mi estrategiaprovisional, —prosiguió Montfort—. Hepedido al duque de Borgoña que retrasepor un tiempo su partida, hasta quehayamos reforzado nuestras posiciones yhayamos puesto pie en los dominios deTrencavel que quedan aún porconquistar. Me ha prometido quedarsemás o menos un mes. Esto significa quenos prepararemos para una ofensivafulminante durante la cual tendremos queconquistar las principales ciudades y loscastillos estratégicos. El conde de

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Borgoña me ha aconsejado que empieceatacando Alzonne y Montreal y luegoFanjeaux, una encrucijada importante.Una vanguardia de mercenariosaragoneses ya está en camino parapreparar el asedio. Después Preixan, unpunto estratégico entre Carcasona yLimoux…

—¡Eso es territorio del conde deFoix! —susurró Amaury.

No osaba criticar en voz alta aMontfort, pero el guerrero lo había oídoy frunció el ceño.

—¿También él es un hereje? —preguntó Amaury con cuidado, a pesardel empellón en la espalda que le dio

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Guillermo.—El conde de Foix protege a los

herejes. Nuestra tarea consiste enreprimir la herejía allí donde laencontremos. ¡Se cuidará mucho deestorbarnos, salvo que quiera compartirla suerte de Trencavel!

Algunos caballeros rieron de buenagana. Después, Montfort mencionó otroslugares y prosiguió:

—Por último, están los señores deCabaret en la Montaña Negra, un nidode herejes. ¡Señores, éste promete ser unotoño caliente!

Pidió al clérigo presente en la salaque dirigiera el rezo para rogar la

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bendición de las conquistas que seproponía. Los hombres se arrodillaron.Una vez que el clérigo hubo acabado derezar, Montfort retomó la palabra.

—Pondré al santo padre al corrientede la situación. Sin duda, los legados lepintarán todo del color de rosa, paraconvencerle del éxito de su misión.Nosotros le contaremos la verdad. Mifiel amigo Roberto Mauvoisin hará lasveces de embajador y llevarápersonalmente una carta a Roma paraestar seguros de que nuestras súplicasde ayuda lleguen al santo padre. Prontonos faltarán víveres, soldados y dinero.Ahora ya hemos de pagar doble soldada

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para que los soldados se queden aquí.Los presentes emitieron un murmullo

de aprobación. Los caballeros habíanpagado la expedición con dinero de supropio bolsillo y a algunos ya no lesquedaba nada. Otros tenían aún justo losuficiente para pagar el viaje de regreso.A pesar de ello, no querían dejar a sujefe en la estacada.

—Lo único que os puedo ofrecercomo indemnización es la tierraconquistada, y no es una oferta muyatractiva.

Guardó silencio por unos instantespara que pudieran reflexionar. Laperspectiva no era en efecto muy

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alentadora. La población enemiga losconsideraba unos intrusos que seabalanzaban como lobos hambrientossobre sus posesiones. Por lo pronto nodebían hacerse demasiadas ilusionessobre los beneficios, y además habíaque entregar una parte a la Iglesia. Sunuevo feudo sería una propiedadprecaria que habría de defender conuñas y dientes contra una posibleresistencia.

—Os adjudicaré los castillos y laspoblaciones que ahora son feudo mío.La defensa de estos dominios será apartir de ahora responsabilidad vuestra.En los burgos que hemos encontrado

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abandonados es preciso estacionar deinmediato guarniciones compuestas deuna parte de vuestros soldados para quemantengan el orden y la paz. Vosotrosme acompañaréis con el resto de lossoldados en mis expediciones militares.A Bouchard de Marly le regaloSaissac…

A continuación siguió una largaenumeración en la que se concedía aalgunos de los señores presentes eltítulo de vasallos del nuevo señor, enmuchos casos de un feudo que aún teníaque conquistarse en el transcurso de lassiguientes semanas. Amaury esperó conel corazón palpitando fuertemente a que

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nombrara a sus hermanos.—El castillo de Alaric a Guillermo

y Amaury de Poissy…El joven caballero esbozó una

amplia sonrisa y se creció de orgullo,pero Guillermo volvió de un tirón lacabeza y le lanzó una mirada de pocosamigos.

—¡Envíale con Nevers de vuelta aFrancia! —susurró en el oído deRoberto—. ¡Puedo encargarme yo solode Alaric!

Recordó el fuerte que desde suposición elevada atalayaba como uncentinela el valle del Aude, un puntoestratégicamente importante.

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—¡No se protesta contra lasdecisiones de Montfort! —le espetóRoberto.

Se daba cuenta de lo difícil quesería mantener las posiciones con elejército fuertemente diezmado, sobretodo una vez que, después de la ofensivade otoño, se hubieran añadido másciudades y castillos. En una situación taninsegura cada hombre contaba, tambiénAmaury.

En cualquier caso, a él y a Simón leshabía tocado poca cosa. Eso nopreocupaba a Roberto. Hasta entonces,Montfort siempre le había consultadoantes de tomar una decisión.

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Seguramente tenía otros planes para él ycon el tiempo sería recompensado congenerosidad.

—¡Demonio! —exclamó Simón.

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CASTRES

Principios de septiembre de1209

Los dos herejes estaban arrodilladoscon la cabeza agachada a los pies deSimón de Montfort. No lo hacían porrespeto, sino obligados por los soldadosque los habían arrestado después de quelos denunciaran sus conciudadanos.

—Un perfecto, —constató Montfort—. ¿Y el otro?

En la pequeña escolta, con la cualhabía cabalgado a toda prisa hacia

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Castres después de que una delegaciónle comunicara que los habitantes de laciudad estaban dispuestos a entregarse ya reconocerlo como su soberano, nohabía ningún clérigo. Por ello habíahecho llamar a un sacerdote del lugarpara que contestara a sus preguntas através de su correo, que hablaba losdialectos del sur.

—Un seguidor de la herejía, señor,un “simple creyente”, como se llama a símismo, que ha prometido convertirse enperfecto y que está pasando un periodode pruebas. Un novicio, lo llamaríamosnosotros.

Montfort observaba al clérigo a

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través de la rendija que formaban suspárpados apretados. No se fiaba denadie en este país dejado de la mano deDios, tampoco de los sacerdotes. Loshabía que eran amigos de los herejes.Los había que los protegían e incluso loshabía que habían abrazado su doctrina.En cualquier caso, los ciudadanos deCastres habían comprendido que seesperaba algo más de ellos aparte deltributo feudal a su nuevo señor: teníanque entregar a los herejes. Asintió yposó una mirada llena de aversión sobrelos prisioneros.

—Que vengan mis hombres, —ordenó.

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Con su largo cuerpo descollandosobre ellos, observó desde lo alto lasfiguras encogidas que se encontraban aescasa distancia de sus pies calzados enmedias de malla. Cuando hubo llegadoel último de los caballeros que leacompañaban en la expedición, dijo sinapartar los ojos de los prisioneros:

—He aquí el estiércol del diablopor el cual arriesgáis vuestras vidas.Sabéis lo que les pasa a los herejes.¿Qué queréis que hagamos con éstos?

Algunos tenían ya decidido su juicio,entre los demás se entabló una acaloradadiscusión. Montfort abandonó su sitio yse acercó a sus compañeros de guerra.

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Posó su mirada sobre el joven Poissy,que se mantenía en segundo plano yapenas intervenía en la discusión sobrela suerte de los herejes. Colocó su manosobre el hombro de Amaury, lo atrajohacia el lugar que él mismo habíaocupado antes y pidió la atención de sushombres.

—Roberto me ha contado que enBéziers nuestro benjamín mató con suspropias manos a un perfecto. ¿Quéhemos de hacer, Amaury?

El joven caballero sintió que todoslos ojos se posaban de súbito sobre él.¿Era posible que su actuación en Béziershubiera causado realmente tanta

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impresión en el comandante, o acaso lasimpatía con la que pronunció su nombrese debía tan sólo al hecho de que supropio hijo se llamaba también Amaury?En la sala reinaba el silencio y élmantenía la mirada clavada en lascabezas inclinadas. La túnica negra quetenía tan cerca otorgó a sus recuerdosuna desagradable claridad. Había oídohistorias de cómo en tiempos pasados,en su patria, la muchedumbre furiosahabía atacado y asesinado a unosherejes. También sabía que la Iglesiaquería evitar este tipo de tribunalespopulares, y por ello juzgaba a losculpables ante un tribunal episcopal y

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después de su condena los entregaba algobernante del lugar para que seejecutara la sentencia. Hacía apenascincuenta años, un grupo de doce herejesflamencos habían sido condenados a lahoguera en Colonia. Después volvierona encenderse hogueras en Vézelay y enArras. De eso hacía mucho y él nuncahabía presenciado ninguna.

—Quizá lo mejor sea llevarlos aCarcasona para que el obispo puedajuzgarlos en un tribunal eclesiástico, —respondió.

—¡Tonterías! Estamos en guerra yno hay tiempo para tribunales. Ladecisión la toma un consejo de guerra y

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yo lo he convocado aquí. Estas víborasque se ocultan en este país que ahora esmío y que dispersan su ponzoña han deser castigadas duramente, para que sirvade escarmiento y para desalentar a otros.¿Acaso no conocemos el juicio de laIglesia? Muerte en la hoguera, donde losherejes sufren temporalmente en lasllamas palpables para luego sufrireternamente en las llamas del infierno.¿No es ésta la única respuesta correcta,Amaury?

El joven caballero no dudaba de lasabiduría del noble. Tragó saliva.

—La…, la hoguera, —balbuceó.Montfort gruñó y Amaury no logró

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adivinar si se trataba de un gruñido deaprobación o de desdén. ¿Acasoconsideraba el comandante que surespuesta había sido demasiadotitubeante? Después, Montfort dirigióuna mirada interrogante a cada uno delos presentes. Todos sin excepciónasintieron aprobatoriamente.

—¡Que sea la hoguera! —exclamóMontfort y apoyó su mano sobre elhombro de Amaury con tal fuerza quecasi lo clavó en el suelo.

Con un breve ademán indicó alintérprete que explicara a losprisioneros lo que se había decididosobre ellos. Por lo visto, el perfecto ya

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lo había comprendido. Apenasescuchaba, pero alzó la cabeza y miró aAmaury a la cara con ojos escrutadores,penetrantes como los de un halcón. Elnovicio miró nervioso a Montfort, luegoal sacerdote, y otra vez al primero.

—¡Señor! —dijo con vozentrecortada—, me arrepiento de mierror, ¡juro que seré fiel a la fe católica!

—¿Qué dice este miserable? —preguntó Montfort.

Mientras el sacerdote repetía laspalabras y el correo las traducía, elnovicio agachó la cabeza hasta tocar lasbaldosas y alargó la mano hacia los piesdel noble, que dio un paso atrás.

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—¡Os prometo que renegaré de la fefalsa y que volveré al seno de la Iglesiade Roma! —Levantó la cabeza haciaMontfort y luego miró suplicante aAmaury. Las lágrimas caían sobre susmejillas. El perfecto se volvió hacia élcon una mirada llena de compasión yperdón, mas el novicio no osó mirarle alos ojos. En lugar de ello mantuvoalzada la vista hacia Amaury. Alargó elbrazo y con la mano agarró el tobillo deljoven caballero, que no se atrevió amoverse—. Señor, tened piedad de unsimple trabajador. No soy más que unsiervo de Dios que nunca ha hecho dañoa nadie, —se lamentó.

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—Si quiere abjurar de la herejía, nopuede ser condenado a la hoguera, ¿no?—preguntó titubeante Amaury alsacerdote.

Mientras el intérprete hablaba y elsacerdote asentía, Amaury vio desoslayo que un ceño de disgusto unía lascejas de Montfort.

—Es un hereje. ¡Merece morir! —exclamó Guillermo.

Su grito fue recibido por Montfortcon una sonrisa de aprobación. Otro sesumó a él:

—¡Él mismo ha admitido que es unhereje! De nuevo se desencadenó unaintensa disputa en la cual las opiniones

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estaban más divididas que antes.—Si quiere abjurar de la herejía y

obedecer a la Iglesia de Roma, ha dedársele una oportunidad de regresar albuen camino.

—Sólo demuestra arrepentimientoporque tiene miedo de morir en lahoguera.

Se oyeron unas risas escarnecedorasprocedentes del grupito de caballerosque rodeaban a Guillermo.

—Si está dispuesto a hacer lo quedice, no se le puede condenar, —opinóotro.

—Lo promete más por miedo a lamuerte que porque desee volver a la fe

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católica.—¡Teme más a la hoguera que a

Dios!—Su culpabilidad está fuera de toda

duda. Ha quedado demostrado que es unhereje y a los herejes hay quequemarlos.

—Hemos venido a estas tierras paraexterminar a los enemigos de Cristo, nopara concederles nuestro perdón, —seoyó decir a Bouchard de Marly.

—Pero está dispuesto a abjurar de laherejía. Por lo tanto, está dispuesto ajurar y esto significa que no es un hereje,pues es sabido que los herejes noquieren prestar juramento, —adujo

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Roberto—. Su fe se lo prohíbe.Preguntad al perfecto.

El perfecto sacudió piadosamente lacabeza y permaneció en silencio,mientras el novicio estrechaba cada vezmás el tobillo de Amaury y empezaba aalargar la otra mano para coger eldobladillo de su manto.

—¡Señor, tened piedad de un pobremortal! Prometo hacer todo lo que laIglesia desee de mi. ¡Lo juro por todoslos santos!

—Su arrepentimiento es sincero.¿No deberíais concederle el perdón? —preguntó Amaury directamente aleclesiástico. El hombre alzó los ojos al

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cielo y no dijo nada.—No te dejes engañar, —gruñó

Bouchard de Marly—, utiliza suconversión sólo como tabla desalvación.

—¡Basta ya! —Montfort dio unapatada contra la mano extendida ydespués, con su zapato recubierto dehierro, pisó el brazo del novicio quesoltó el tobillo de Amaury y, con unrostro desencajado por el dolor, pidióperdón. El noble no movió el pie—.¡Basta de debate! Estos dos culpableshan sido condenados a la hoguera. Unoporque es un hereje empedernido, elotro porque ha abrazado la fe falsa.

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Incluso es un novicio y por tanto está apunto de convertirse en perfecto. Sirealmente se arrepiente, lo cual dudo, elfuego le servirá de castigo por suspecados y lo purificará. Si las promesasque ha hecho aquí son falsas, entonceses un farsante y la muerte en la hogueraes el justo castigo por su traición.Lleváoslo y preparad la hoguera.

Amaury lanzó un suspiro de alivio.Por fin había conseguido apartar sumirada de los dos prisioneros y ahoraobservaba con profundo respeto a sucomandante, colmado de admiración porsus sabias palabras. Mientras seguía alos demás para salir, vio que Guillermo

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se colocaba a su lado.—Has sido estúpido, hermanito,

realmente estúpido. Montfort te concedeel honor de dictar sentencia durante unconsejo de guerra, una oportunidad quesólo se te presenta una vez en la vida, ytú te pones a dudar. ¡Y pensar que él telo servía en bandeja! ¡Y para colmo locontradices! No lo olvidará fácilmente.Dios mío, ¿cómo lo consigues? —Enfatizó sus palabras con un gestoteatral alzando ambos brazos al cielo.Para su sorpresa, Amaury lo agarró conun puño que era más fuerte de lo quehabía pensado.

—¡Yo no era el único en tener

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objeciones! ¿Por qué me tratas siemprecomo si todavía fuera un crío?

—Porque lo eres: ingenuo ydemasiado joven.

—Eso no es cierto y tú lo sabes. —Se colocó frente a su hermano y le cerróel paso, impidiendo así que loscaballeros que venían detrás pudieranseguir su camino hacia el espectáculoque les esperaba afuera—. ¿Me detestastanto porque eres demasiado estúpidopara captar mis ideas? Reflexiono másque tú sobre las cosas.

—Tendrías que pensar menos yactuar más, —resopló Guillermo condesdén.

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—¡¿Actuar?! —Amaury searremangó furioso y mostró a suhermano unas feas cicatrices—.Quemaduras, de Béziers. —Colocó eldedo sobre una herida mal curada que lecruzaba la mejilla—. Carcasona. —Conambas manos señaló un moratón en elfémur—. Y este hematoma, de Preixan.

Guillermo hizo caso omiso de suspalabras.

—Sólo rasguños, eso no teconvertirá en un hombre, —dijoriéndose desdeñosamente. En sus ojosapareció una mirada de odio que, apesar de todas sus burlas, Amaury nuncaantes había visto.

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Estaban muy cerca el uno del otro,como dos machos cabríos batiéndosecon las cabezas. A Amaury le irritó másque nunca que Guillermo le ganara enestatura.

—¿Qué, entonces?—Pregúntaselo a Montfort, ¡cagón!Amaury lanzó el puño hacia arriba,

pero Guillermo esquivó con igualrapidez el golpe certero y le agarró elbrazo como una empulguera. Acercó suboca al oído de Amaury y susurró:

—¿O acaso crees que nadie se diocuenta de que dejaste escapar al grupode herejes de la iglesia de Béziers?Alguien vio huir de la ciudad a esa

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chusma después de que supuestamentelos hubieras matado.

El joven caballero palideció. Sintióque toda la rabia y la fuerzaabandonaban su cuerpo y miróconsternado a su hermano.

—Por supuesto, yo he mantenido laboca cerrada. Por miedo a que tuinfamia me manchara también a mí. Perote he observado y no te perderé de vistani un instante.

Amaury quería decir algo. Balbuceóalgunas palabras que pretendían ser unaexcusa.

—¡Eran criaturas! —exclamó porfin. Lo que quería añadir quedó tapado

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por las órdenes que llegaban hasta ellosdesde fuera y por las protestas de losdemás caballeros que empezaban aperder la paciencia.

—Si se presenta la ocasión delibrarme de ti, no lo dudaré, —susurróGuillermo—. Andando, hermanito. Hasdictado la sentencia y por consiguientehas de ser testigo de ella cuando seaejecutada.

Llegaron justo a tiempo para vercómo los dos herejes eran atadosespalda contra espalda a una estacaalrededor de la cual habían erigido lapira. El sacerdote preguntó al novicio enqué fe deseaba morir.

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—Reniego de la doctrina hereje.Quiero morir en la fe de la santa Iglesiaromana, y ruego a Dios que este fuegome purifique, —lloró el penitente.

—¡Las falsas plegarias no sonescuchadas, sucio hereje! —oyó Amauryque decía desdeñosamente Guillermo asu espalda.

Mientras el sacerdote proseguía consu perorata, el fuego empezó a llamear.El novicio gritaba y chillaba, el perfectorezaba en silencio, con una mueca dedolor en su demacrado rostro. Amaurysabía que su hermano tenía puestos losojos en él, mientras que él no apartabala vista del fuego y sentía el trasudor

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correr por su frente. De súbito, elnovicio se soltó, liberado como por artede magia de sus ataduras. Empezó acruzar las llamas dando saltosatemorizados como si bailara para salirde la hoguera, mientras las lágrimascorrían por sus mejillas. Sin aliento ysin dejar de saltar sobre sus pies medioquemados, alzó sus manos al cielo yexclamó:

—¡Santa madre de Dios, sois misalvación! —Después se desmayó.

El sacerdote esbozó una sonrisa.—¡Un milagro! —exclamó.Los cruzados repitieron su grito y se

hincaron de rodillas.

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LOMBERS

Finales de septiembre de1209

La invasión relámpago de Simón deMontfort empezaba a salirle cara.Ciertamente había logrado sin mayoresdificultades ocupar una gran parte de losdominios de Trencavel e instalar susguarniciones en ellos, mas no podíahacer nada contra la firme oposición delos señores de Cabaret, que en elcorazón de la Montaña Negracontrolaban un verdadero bastión

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herético. En realidad debería haberatacado al mismo tiempo los trescastillos y el pueblo bien fortificado.Mas, al no disponer de suficientessoldados, había tenido que renunciardespués de un único ataque en el quesufrió muchas bajas. Acto seguido, elduque de Borgoña había puesto tierrapor medio, dejando atrás a Montfort y alpuñado de leales con unas tropas aúnmás diezmadas. A pesar de ello,prosiguió su marcha hacia Pamiers. Elhecho de que esta ciudad fuerapropiedad del conde de Foix, con quienhabía firmado un pacto de no agresión,no le impidió en absoluto firmar un

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contrato con el abad de Pamiers, queposeía la otra mitad del señorío.Destituyó al conde, se proclamósustituto suyo y recibió el apoyo detodos y cada uno de los nobles que loseguían. En Pamiers, Roberto y Simónde Poissy firmaron en calidad detestigos la escritura en la cual se fijabala cesión del señorío.

Montfort no habría provocado de talforma al conde si la ciudad no ocuparauna posición sumamente importantedesde el punto de vista estratégico: lainvasión de Pamiers hundía una cuñaentre los territorios del conde de Tolosay el de Foix, los gobernantes a quienes

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más temía Montfort. Con el mismopropósito había tomado Mirepoix,camino de Pamiers, tras lo cual ocupóSaverdun. Ambas poblaciones seencontraban también en los dominios delconde de Eoix. Dado que, a partir deentonces, Simón de Montfort controlabaen gran medida todo el territorio al surde Carcasona y dominaba la frontera conel ducado de Foix, regresó a Fanjeauxpara avanzar hacia el vizcondado deAlbi a fin de someter también al últimode los cuatro vizcondados de Trencavel.

A finales de septiembre, elcomandante se encontraba con lo quequedaba de sus exhaustas tropas ante las

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murallas de Lombers, a la que habíaprometido perdonar, puesto que unadelegación de la ciudad ya habíaacudido a Castres para ofrecerle susometimiento. Ahora que por fin habíallegado el momento de rendir tributo asu nuevo señor, los caballeros de laciudad le recibieron con todos loshonores en el castillo y le propusieronque pasara la noche en él. La ceremoniade vasallaje podía esperar hasta lamañana siguiente, cuando hubieradescansado del viaje y todo estuvieralisto.

Amaury estiró sus doloridosmiembros y dio buena cuenta de la cena

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que los anfitriones ofrecieron a losnobles en su campamento. Bebió un buentrago de vino y miró los rostros de susacompañantes, que también estabanpálidos del cansancio. No obstante,Roberto mantenía una animadaconversación con Bouchard de Marly.

El grupo, al que se habían unido trescaballeros de Lombers, se habíacongregado en la tienda de campaña deMontfort, que era suficientemente grandepara una reunión de este tipo.

Mientras Amaury recorría la mesacon la mirada, se trasladó mentalmentehasta el castillo de los Poissy, donde losmismos hombres se reunían a menudo,

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cansados de los festines y torneos, ydonde disfrutaban del vino y de loscánticos. En realidad, estaba contento deque el conde de Nevers y el duque deBorgoña se hubiesen marchado con suséquito. Ahora volvían a estar entreellos, los viejos amigos y camaradas deguerra de Montfort, que los apoyaba enlas buenas y en las malas, y que nunca sesepararían de su lado. El único ausenteera el propio Montfort, que había sidoacogido con suma consideración en elcastillo donde ahora seguramente estaríacenando.

Incluso Guillermo estaba de buenhumor y por un momento había olvidado

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la manía que le había cogido a suhermano menor. Se recostó, alzó su copay exclamó:

—Lo que más me gusta de este países el vino. ¡Lo único que falta ahora sonmujeres y una buena canción! Los trescaballeros que hacían de anfitriones noreaccionaron. Por lo visto no estaban dehumor para organizar una verdaderafiesta, aunque dejaban que el vinocorriera abundantemente. Bouchard deMarly interrumpió su conversación conRoberto y se puso en pie.

—Para servirle, Sir Guillermo, —dijo haciendo una reverencia exagerada,como si fuera un vulgar juglar—, pero

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mi músico ha bebido demasiado. —Sacudió a Simón, que se había tumbadosobre la mesa, borracho perdido.Amaury rió. Todos sabían que Simónera incapaz de tocar un instrumento,incluso estando sobrio.

—Bouchard, ¡canta algo, hombre! —dijo Roberto en tono jovial.

—Sólo si Roger canta.Roger des Andelys, un guerrero

temible cuyos dominios a orillas delEure también se hallaban cerca de los deMontfort y que por consiguiente seapuntaba a menudo a las fiestas, selevantó del banco de madera y cogió aBouchard por el hombro. Eran los

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únicos poetas entre los nobles del grupo,y en casa, en Francia, amenizaban amenudo las fiestas de sus amigos con suscanciones.

—¿Qué será, camarada, tus versos olos míos?

—¡Ambos! —propuso Roberto ytambién sus acompañantes insistieronruidosamente.

—Vale, vale, —los acalló Roger, yluego susurró algo al oído de Bouchard.Éste asintió y casi al unísono entonaronla primera canción.

Los demás no tardaron en animarse ycantaron con ellos algunas frases.Mientras tanto, los caballeros de

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Lombers los escuchaban en silencio eintercambiaban con el ceño fruncidomiradas de complicidad, pero sonreían alos nobles franceses como si apreciaransobremanera sus obras poéticas.Llamaron a sus criados para quesirvieran más vino. Durante la terceracanción, Roberto se inclinó detrás de suvecino hacia Amaury.

—No bebas más, hermanito, —dijoen voz baja—. Nuestros anfitriones sondemasiado generosos. No lo hagas notar,pero mantén la cabeza en su sitio y losojos y oídos bien abiertos. MedioPoissy está como una cuba, eso ya essuficiente.

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Amaury sintió que un escalofrío lerecorría la espalda. Alzó su copamirando a Roberto e hizo un esfuerzopara poner cara de despreocupación yparticipar de la alegría, como si derepente todos los ojos hostilesestuvieran puestos en él. Escuchando amedias a Bouchard de Marly y a Rogerdes Andelys empezó a preguntarse sitambién ellos estaban en el juego.

Era una noche de un negro profundo.La tormenta de otoño sacudía losárboles y el viento aullaba entre lastiendas del campamento militar. A pesarde su cansancio, Amaury no conseguíaconciliar el sueño. Intentaba encontrar

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una posición en la que relajar susdoloridos miembros, le irritaban losronquidos de Simón y Guillermo, yenvidiaba a Montfort que dormía en unacómoda cama del castillo. Roberto hacíaguardia, turnándose con otros doscaballeros. Entre las guardias dormíabreve y profundamente.

Al alba, Montfort envió a suescudero para que preguntara a susanfitriones si lo tenían ya todo listo parala ceremonia de vasallaje. La respuestafue negativa. No habían llegado aúntodos los nobles que debían rendirtributo al nuevo señor, y ademásquedaban algunos detalles por discutir.

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Montfort aceptó la respuesta, oyó misa ydespués se retiró al aposento que habíanpuesto a su disposición. La noticiatambién llegó al campamento. Lamayoría de los caballeros aprovechó elretraso para dormir la mona y Amaurysacó la conclusión de que la advertenciade la noche anterior había sido una falsaalarma. Más tarde, aquella mismamañana, llegó otro mensajeroprocedente de la ciudad. Poco después,Bouchard de Marly asomaba la cabezapor el toldo.

—Montfort pide la medicina para sudolor de estómago, —susurró el noble yde un empujón hizo entrar a un pinche en

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la tienda de campaña. Amaury miródesconcertado a Bouchard. Montfort erauna de esas personas a las que nunca lesdolía nada.

—¿Dolor de estómago? —repitió.Sin embargo, Roberto se levantó de unsalto y atrajo hacia si al criado.

—Amaury, ponte la ropa de estejoven. Te irás con este caballero parapreparar la medicina de Montfort.

—¿Es que padece del estómago?—¡Pues claro que no!—Y yo que lo había elegido porque

creía que era tan listo… —titubeóBouchard. Roberto lo miró sacudiendola cabeza y se encogió de hombros a

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modo de disculpa.—Normalmente suele ser más

agudo. Será el vino de anoche. —Ydirigiéndose a Amaury—: En cuantoestés a solas con Montfort, él te dirá loque has de hacer.

Amaury se levantó indeciso delcatre.

—Pero si yo no sé nada demedicinas, —protestó.

Mirando desconfiado a uno y a otroempezó a preguntarse si no se trataría deuna trampa. ¿Tenía que entrar él solo enla ciudad enemiga, sin su atuendo decaballero cruzado y con las ropas de uninsignificante criado? Empezó a vestirse

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lentamente. Las ásperas prendas eranincómodas y los zapatos, aún peores.Mientras tanto, su cerebro trabajabafebrilmente. ¿Era cosa de Guillermo?Desde el incidente en Castres, suamenaza había pendido continuamentesobre su cabeza como una espada deDamocles. ¿Acaso había llegado elmomento de tenderle una trampa? Perono, Guillermo todavía dormíaprofundamente. ¿Qué sabía Roberto deeso? ¿Y Bouchard? ¿Acaso tambiénMontfort…? Desde aquel día veníaobservando atentamente a sus hermanosy también a su primo Simón, pero nadahacía sospechar que Guillermo hubiera

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informado a los demás. Al contrario,parecía que Roberto y Bouchardprecisamente le encomendaban estamisión porque confiaban plenamente enél. Rechazó estas ideas, se puso la gorradel pinche y tomó sus utensilios decocina. Roberto lo inspeccionó de pies acabeza. Con esa pinta nadie reconoceríaal caballero que era.

Poco después, Amaury atravesabalas puertas de la ciudad corriendo detrásdel mensajero.

—Seguro que el señor Montfortbebió demasiado anoche. En estos casossiempre le duele el estómago. Noaguanta bien la bebida, —dijo en

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deficiente occitano. El mensajero lesonrió y asintió.

—Según me han dicho, todosempinaron el codo.

—Hubo que cargar a algunos hastasu tienda de campaña, —dijo Amauryburlonamente. Recordaba la manera enque habían metido a Guillermo y Simónen la tienda como dos sacos de harina.Cuando se despertaran tendrían unterrible dolor de cabeza.

—El remedio es peor que laenfermedad. Es un verdadero mejunje,—le confió al otro—. ¡Se lo he tenidoque preparar tantas veces! —Empezabaa cogerle gusto a su papel.

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Después de un breve paseo entró enel aposento del señor. Montfort sepaseaba a un lado y otro de la estanciacon una cara que presagiaba tormenta.

—Gracias a Dios. Ponte enseguidamanos a la obra, ¡mis intestinos estánardiendo! —gruñó.

Amaury empezó a sacar suscacharros como quien no ha hecho otracosa en su vida. Metió algunas hierbasen un cuenco y empezó a machacarlasfinamente con el mortero. Después cogióuna vasija y añadió parte de sucontenido a la mezcla anterior, tras locual volvió a remover y a machacar.

—¡No tan fuerte, que mi cabeza está

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a punto de estallar! —refunfuñóMontfort.

Amaury hizo un guiño al mensajero.—Y encima dolor de cabeza. Era de

suponer.En cuanto se hubo marchado el

mensajero, Montfort se acercó a Amauryy levantó un poco su gorro.

—Amaury, ¿no? Ya sabía que teenviarían a ti. Tú comprendes un pocosu lengua y eres tan joven que nadiesospechará de ti, —murmuró—. Aúnestán deliberando, llevan así toda lamañana. Tengo que saber por qué durantanto las conversaciones. Ve a la cocinay pide que te den lo que te falta y

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mientras tanto mantén los oídos y losojos bien abiertos.

Amaury contempló la mezcla verdeque había en el cuenco y después volvióa mirar a su comandante. No entendía dehierbas.

—Me trae sin cuidado lo queprepares. Necesito un espía y no unbrebaje, —dijo Montfort conimpaciencia.

Sin duda era el vino de la nocheanterior lo que le impedía pensar conmás rapidez, pensó Amaury.

—¿Has visto algo de la ciudad o tehan traído directamente hasta aquí? —quiso saber Montfort.

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—Directamente.—Cuando hayas oído lo suficiente,

inventa algún pretexto para poderhusmear por la ciudad. Procuradescubrir qué medidas de defensa hantomado y cuáles son los puntos débiles.

Amaury abandonó apresuradamentela estancia y deambuló en busca de lacocina. De este modo se hizo una ideabastante clara del castillo. En la sala dearmas retumbaban unas voces apenasaudibles debido a los gruesos muros.Descendió hasta los recintosabovedados donde el jefe de cocina y supersonal estaban trabajando en doslargas mesas, una para la carne, la otra

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para la verdura. En una pila nadaba unpez. En otro rincón desplumaban ylimpiaban las aves. Encima de losfogones había ollas y sartenes colocadassobre trípodes. Una escalera subía hastauna pequeña estancia, una especie dedespensa donde se guardaban las cosasde valor como el salero, las especias,los candelabros y los utensilios de mesa,pero también las jofainas para limpiarselas manos. Justo encima, la puerta queconducía a la sala de armas estabaabierta.

Amaury se acercó al primer criadoque encontró y le pidió en francés aguahirviendo y tomillo y menta, las únicas

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hierbas que se le ocurrieron en aquelmomento. Sabía que el tomillo era unahierba aromática que se esparcía sobreel suelo de los castillos, y que tambiénera el símbolo del valor y de la fuerza.Él mismo llevaba aún alrededor delcuello el pañuelo en el cual, por estarazón, Eva había bordado una ramita detomillo. No tenía ni idea de si se podíapreparar algo con él. De la menta sabíapor propia experiencia que aliviaba eldolor de las picaduras de insectos y delas mordeduras de serpientes. El criadono comprendía lo que le decía y fue abuscar a otro. El caballero repitió susolicitud, les explicó que se trataba del

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dolor de estómago de su señor al tiempoque se frotaba el vientre con la mano.Fueron en busca de un tercer criado.Después de que se hubieran entrometidotodos, se acercó el jefe de cocina paraver cuál era el problema. Amaury leseñaló la despensa, donde las vasijas ylas hierbas estaban dispuestas en filasobre un estante.

—Hierbas, para el dolor deestómago de mi señor, el señor Simónde Montfort, —dijo con insistencia.

El jefe de cocina metió la nariz en elcuenco y olfateó el brebaje verde. Seirguió de nuevo y se dio unos golpecitossobre el estómago.

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—¿Estomagada? —preguntó ydespués negó rotundamente con lacabeza—. Angélica con semilla decilantro, pulverizada o tomada eninfusión, es el mejor remedio para unestómago enfermo.

No tardó en darse cuenta de que elextranjero no apreciaba susexplicaciones. Por ello lo cogió delcodo y lo condujo hasta la despensa a laque sólo él tenía acceso. Abrió un pote yse lo dejó oler a Amaury. Un penetranteolor a almizcle invadió sus sentidos.Entonces le tocó a él negarvehementemente con la cabeza.

—En Francia utilizamos sólo la

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menta, —dijo—, y el tomillo. Y miseñor confía únicamente en la medicinaque le preparo yo. —A sabiendas de queel otro no entendía sus palabras, entró enla despensa y señaló los potes y lashierbas—. ¿Puedo?

Sin esperar respuesta abrió el potemás cercano y olió el contenido. El jefede cocina lo miraba al tiempo que hacíagestos desesperados, mas no le impidióabrir el siguiente pote. Mientras tanto,Amaury abría las orejas para captar algodel murmullo procedente de la sala dearmas. Una vez que hubo estudiado afondo la primera fila de potes, el jefe decocina empezó a impacientarse. Cogió

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uno de ellos y se lo plantó a Amaurydebajo de la nariz.

—Mejorana, también es un buenremedio contra el dolor de estómago.

Pero el criado francés se manteníaen sus trece. Al cabo de un rato logrócalmar al encargado de la despensaentregándole un frasco con aceite dementa e indicando mediante expresivosgestos que ésa era una de las hierbas quebuscaba. Para sorpresa suya, estaelección contó con la aprobación delexperto, quien después lo dejó soloporque lo necesitaban en la cocina. Eltomillo, que encontró mucho más tarde,no fue del agrado del jefe de cocina.

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—¿Frigola? —Negó con la cabeza,se golpeó el pecho, tosió y declaró—:Per la tos.

Ni siquiera el propio Amaury sabíaqué ingredientes había escogido parapreparar la mezcla en el cuenco. Ordenóque la hirvieran durante un buen rato yque después la colaran, mientras él seencargaba de hacer sus compras en laciudad. Al regresar le llevó la medicinaa su comandante. Por fortuna, Simón deMontfort no tenía intención de probarla.Apartó el cuenco, atrajo a Amaury haciasi y susurró:

—¿Y bien?—Están preparando un ataque.

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Quieren tendernos una emboscada encuanto nuestros caballeros se encuentrendentro de las murallas para asistir a laceremonia. Esperan la llegada de lossoldados que han de atacar a nuestrastropas por detrás.

—¡Perros bastardos! Vuelveenseguida al campamento y que todos sepreparen para atacar la ciudad.

—¿Y vos?—Yo me quedo aquí para no

levantar sospechas. No tienen que darsecuenta de que hemos olido algo de sucomplot. Esta tarde, después de la nona,abandonaré la ciudad. Sólo entonces losamenazaremos abiertamente con un

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ataque.—¿Y si os retienen o algo peor?—¡Ja! —Su risa sonó provocativa

—. Si no aparezco a la hora convenida,dadme por perdido y atacad deinmediato la ciudad.

—Si os sucede algo, arrasaremos laciudad, no quedará ni una sola piedrasobre otra, —le aseguró Amauryemocionado.

Por la tarde, Montfort declaró a susanfitriones que se sentía mejor y puestoque seguían deliberando, pensabaaprovechar el retraso para ir a la iglesiay decir una oración de gracias. Asistió ala nona y después salió como si nada de

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la ciudad. En cuanto los caballeros deLobers descubrieron que el comandanteya no se hallaba entre sus murallas, seapresuraron a perseguirlo. Loencontraron con sus tropas armadashasta los dientes delante de las puertasde la ciudad. Les exigió la rendicióninmediata. De lo contrario, tomaría laciudad a mano armada y, después deBéziers y Carcasona, ya podíanimaginarse cuáles serían lasconsecuencias. La intimidación fuesuficiente para que los señores deLombers se dieran por vencidos y seapresuraran a rendir tributo y jurarfidelidad a su nuevo señor.

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Al día siguiente, cuando partió consus soldados hacia Albi, Montfort dejóen Lombers como muestra de su triunfoun contingente de soldados bajo elmando de algunos caballeros, y uncuenco con un brebaje marrón verdoso ymaloliente.

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CARCASONA

11 de noviembre de 1209

—¡Lo habéis matado!Amaury se volvió contra su hermano

mayor con una voz llena de aversión eindignación.

—Estaba enfermo. Ha fallecido demuerte natural.

—Me niego a creerlo. Trencavel erademasiado joven y fuerte para eso.

—Cualquiera puede morir a causade una diarrea sanguinolenta, por muyjoven o fuerte que sea.

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—Entonces es que habéis dejadoque se consuma hasta convertirlo en unapresa fácil para la enfermedad.

—¿De qué te preocupas? A nosotrosnos conviene más un Trencavel muertoque un Trencavel vivo, —intervinoSimón de Poissy.

—Por eso precisamente. ¡Estoapesta por todas partes! ¿Quién denosotros ha sido el encargado derealizar la faena? Roberto hizo un gestode rechazo con ambas manos.

—Calma, hermanito, nosotros nosabemos nada. Por el amor de Dios,reprime un tanto tus acusaciones. Si note moderas un poco, podría acabar

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costándote la cabeza, y la nuestra.Pero Amaury no podía parar.—Es una acción vil y traidora.

¡Somos caballeros cruzados, y noasesinos alevosos! —Lanzó estaspalabras con toda la vehemencia quellevaba dentro y miró a sus hermanoscon unos ojos que echaban fuego.

La noticia de la muerte de RamónRoger Trencavel había llegado hasta susoídos cuando permanecía en el castillode Alaric y sin perder ni un minuto habíaemprendido rumbo hacia Carcasona. Porel camino había captado rumores. Seafirmaba que el noble había sido víctimade un vil asesinato. Una vez en la ciudad

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se había dirigido a la torre queocupaban su hermano y su primo, y antesde haberse repuesto del viaje la habíaemprendido contra los dos Poissy comosi hubieran estado personalmenteimplicados en la muerte de Trencavel.Detrás de su indignación se escondía lasimpatía que había sentido por el jovenvizconde de Carcasona. No era el únicocruzado al que habían impresionado elencanto del joven noble y el valor quehabía demostrado durante el asedio desu ciudad al entregarse desarmado alenemigo a cambio de que sus súbditospudieran abandonar la ciudadlibremente. Sin embargo, su voluntad de

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sacrificio había sido premiada con latraición de los cruzados, que lo habíanencerrado en sus propios calabozos.Allí habían dejado que se pudrieradurante casi tres meses hasta queencontró la muerte.

—¡Esto atenta contra mi honor comocaballero y contra mi conciencia comocristiano!

—¡Y ahora me harás el favor deescucharme, renacuajo! —Simón loagarró por la camisa y lo acercó tantohacia si que Amaury pudo oler lo quehabía comido—. Trencavel ha muerto dediarrea. ¡Eso es todo! ¡En su cuerpo nopuede encontrarse ningún rastro de

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violencia y antes de su muerte recibiólos últimos sacramentos del obispo!

—Eso sí lo creo. Pero ¿cómo sabestú todo eso? ¿Fue con veneno?

Sintió que las manos de Simón secerraban alrededor de su cuello y lecortaban la respiración. Roberto seabalanzó sobre ellos intentando calmar alos dos caballeros acalorados. Simónaflojó la presión.

—Empiezo a creer que Guillermotiene razón, —dijo jadeando—, no eresmás que un pelma y un agitador que porcasualidad ha sido héroe en dosocasiones. Puedes darte por satisfechode que Montfort te aprecie tanto, pues de

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lo contrario…—En efecto, no deberías sacar

conclusiones tan precipitadas, —intervino Roberto—. Estás formulandoacusaciones que no puedes demostrar.Eso es peligroso.

—En esta maldita guerra estánsucediendo cosas que no concuerdan connuestra sagrada tarea. Las matanzas enBéziers, la traición frente a Trencavel enCarcasona, la ejecución de un herejearrepentido en Castres, la violación deltratado con el conde de Foix, y ahora elasesinato de Trencavel. ¿Qué valor tieneya la palabra de un caballero? ¡Casiempiezo a avergonzarme de llevar la

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cruz en el pecho!Simón lanzó un puñetazo que alcanzó

a Amaury de pleno en la cara. El jovencaballero cayó abatido hacia atrás. Porun momento, el mundo se convirtió en unagujero negro en el que revoloteabaninnumerables estrellas.

Después se limpió la sangre dellabio partido e intentó incorporarse condificultad. Se pasó la lengua por losdientes, pero por fortuna todo estaba aúnen su sitio. Pensó que había tenidosuerte de que Guillermo se hubieraquedado en el castillo de Alaric. Sihubiera estado aquí, quizá se habría idode la lengua por rencor. Encima de su

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cabeza oyó que Roberto la emprendíacon Simón, y luego oyó la réplica delotro:

—¡No permitiré que un mocoso mehable así! ¿Acaso la rata de Foix novioló también el tratado? ¿Acaso nointentó atacar de noche Fanjeaux?¿Cuánta sangre se derramó hastaconseguir reducirlo a él y su chusma?¿No tuvimos que luchar por cadacallejón y por cada calle? ¡Él no estuvoallí! ¡Guillermo y yo tuvimos que lucharpor nuestras vidas! ¡No comprendo porqué guardas continuamente las espaldasde este chico!

—Es mi hermano. —Roberto se

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agachó para ayudar a Amaury alevantarse—. Vuestros nervios os estánjugando una mala pasada. Intentemos noandar a la greña. ¡Recuerda que lasangre de los Poissy corre por tus venas,Simón!

—Parece que todavía no comprendelo que es la guerra. Una decisiónequivocada puede costarte la vida. Nopodemos andarnos con remilgos.

—No te envanezcas tanto. Alégratede que uno de nosotros mantenga lacabeza fría. ¡Si yo no hubiera estadoaquí, os habríais matado, en lugar dematar al enemigo! Amaury reflexionamás sobre las cosas y a veces eso no

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está mal. ¡Salvo ahora! —Al pronunciarestas últimas palabras miróreprobatoriamente a Amaury—. No secriticarán las decisiones de Montfort,¿está claro? Su mano dura es totalmentenecesaria. Es lógico que aquí no sientandevoción por nosotros. A fin de cuentas,hemos venido para erradicar la herejía,tu tumor que prolifera debajo de la pieldel cristianismo y que sólo puedecurarse cortando por lo sano. Si teescucháramos y tuviéramos compasióncon los enemigos que nos rodean portodas partes, nuestros cadáveresacabarían pudriéndose en uno u otrobarranco. Y a propósito, ¿por qué has

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cabalgado hasta aquí desde Alaric?¿Nos traes noticias?

—Allí no sucede nada, —dijoAmaury—. Nada salvo las eternasvejaciones de Guillermo.

Quería añadir algo, pero cambió deidea al ver el ceño fruncido de Simón.Roberto se encogió de hombros.

—Alégrate de que no pase nada.Nos encontramos en una posición críticaque tú por lo visto subestimas. Nuestroejército está muy debilitado. Nuestroscaballeros están diseminados por laszonas ocupadas, nuestros soldados estándispersados en guarniciones que han devigilar todas las ciudades y pueblos que

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hemos conquistado. No queda ningúnejército para ejecutar un ataque si esnecesario. Lo único que podemos haceres intentar retener lo que tenemos hastaque lleguen los refuerzos que Montfortha pedido al papa. Mientras tanto, losseñores occitanos traman uncontraataque, incitan al pueblo para quese subleve contra nosotros. Ya casi hallegado el invierno, nos encontramoscon un tiempo desapacible en un paísque no conocemos. En cualquiermomento puede estallar una revuelta. ¡Ytú sientes simpatía por Trencavel!

—¡No tenía por qué haber muerto!—estalló Amaury de nuevo.

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—Más vale así. Ahora Montfort essu sucesor indiscutible, nadie puede yaponer en duda sus derechos. Se firmaráuna escritura por la que su viuda sedistanciará de todos los derechos queella y sus descendientes puedan hacervaler sobre las posesiones deTrencavel.

—¿Y cómo crees que reaccionaránsus vasallos a su muerte? ¿No es éstaprecisamente la señal para una revuelta?

—Ahora mi hermanito vuelve a usarla cabeza. Por eso precisamente es porlo que mandé avisaros, no para salir deestampía hacia Carcasona y llorar lamuerte de Trencavel, ¡sino para estar

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alerta!Afuera se oyó un redoble de tambor.

Justo después sonó el toque de difuntos.—Ven conmigo y convéncete, —dijo

Roberto.Los dos Poissy le siguieron afuera,

donde se congregaban los ciudadanosque tras la caída de Carcasona habíanobtenido permiso para regresar a suciudad y reanudar sus actividades.Venían para rendir los últimos honores asu señor. El joven vizconde estaba decuerpo presente en el patio del castillo,la cara descubierta para que todos seconvencieran de que era él y de querealmente había fallecido. Estaba

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llamativamente flaco. Sin embargo, susrasgos parecían relajados, debió dehaberse deslizado sin dolor y lentamenteen el sueño eterno. Amaury no pudoevitar un profundo sentimiento de culpaal posar sus ojos en el muerto. Seavergonzaba ante los ciudadanos que noescondían su dolor delante de losinvasores y que gemían a gritos junto alféretro de su señor. Sin duda, a partir deaquel momento lo adorarían como unhéroe y mártir. Veinticuatro años deedad, pensó Amaury, la misma edad queGuillermo…

Había estado allí de pie apenas losuficiente para asimilarlo todo cuando

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los gemidos de los presentes fueroninterrumpidos por el ruido de órdenes ysoldados en marcha. Montfort aparecióen el patio, rodeado de un cordón deguardias personales y seguido por suescudero y unos cuantos leales, y sedirigió con paso largo y ligero hacia elféretro. Su rostro era tan imperturbablecomo siempre, su melena doradaondulada llegaba hasta los hombros desu armadura. A los pies del féretrodetuvo el paso y miró largo tiempo almuerto. Después se dirigió hacia losciudadanos que estaban de duelo.

—La muerte del señor Ramón RogerTrencavel nos cubre de luto. Será

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enterrado con los honores dignos de unhombre grande y noble. Que Dios acojasu alma.

Su voz sonaba incluso emocionada.Con movimientos pausados se despojóde sus guantes, se hincó de rodillas yjuntó las manos para rezar por el reposodel alma del joven noble que él habíaaniquilado. Su séquito y los pocosnobles franceses que habíanpermanecido en Carcasona también searrodillaron y siguieron a su jefe en elrezo.

—¿Realmente creéis que van atragárselo? —escupió Amaury.

Roberto le dio un empellón en los

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riñones.—¡Reza, maldita sea! —le siseó

Simón al otro lado. Amaury levantófugazmente los ojos y constató que lospresentes respondían al homenaje de losinvasores con una mirada cargada dedesprecio y desconfianza. Sólo cuandoMontfort se puso en pie y vio que teníalágrimas en los ojos, empezó a dudar.¿Era fingida su tristeza, era quizáarrepentimiento o lloraba realmente porla muerte de Trencavel? Se sonrojó alpensar que había acusado en falso aladalid del ejército de los cruzados, quehabía demostrado defender con supropia vida la de los demás.

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En silencio y acongojado se retirópara regresar antes del anochecer aAlaric.

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ALARIC

Finales de noviembre de1209

Aquel año, el invierno empezó tempranoen las tierras occitanas. Arriba en lasmontañas, las tormentas de nieveazotaban las rocas desnudas y tambiénen los valles soplaba un viento cortanteque traía consigo unas veces granizo yotras nieve. En Montpellier, la viuda deTrencavel firmó la escritura por la quetransmitía los derechos y las posesionesde su difunto esposo a Simón de

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Montfort y a sus descendientes. Bajo elojo vigilante del comendador de loscaballeros templarios de Montpellier,Roberto y Simón de Poissy colocaron sumano sobre el libro del evangelio yjuraron que se constituían en garantes dela indemnización que Montfort habíaprometido a la joven viuda: una pensiónanual y el reembolso de su dote encuatro plazos distribuidos durante elsiguiente año. Acto seguido y temblandode frío delante de la capilla de lostemplarios, la vizcondesa se distanciópúblicamente de todos sus derechos,todavía aturdida por el dolor que lehabía causado la pérdida de su esposo.

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Antes de la llegada de los cruzadoshabía puesto a salvo con el conde deFoix al único descendiente que habíatenido, su hijo Raimundo de dos años deedad, quien ya no poseería ni una briznade hierba de los inmensos dominios queuna vez fueron su herencia.

La tinta apenas había tenido tiempode secarse sobre el pergamino cuando seanunció el primer signo de resistencia enla persona del nuevo señor feudal deSimón de Montfort: el rey Pedro II deAragón. El soberano se negó a recibir eltributo de Montfort. En el campamentode los cruzados se susurraba que el reyapoyaba en secreto a los señores del sur

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que se resistían al ejército de loscruzados y que los alentaba a nosometerse a Montfort. En efecto, derepente se desató la lucha en diversoslugares, como si la negativa del rey areconocer a Montfort como vasallo fuerauna señal para iniciar abiertamente laresistencia.

El primero en tomar las armas fue unseñor occitano que en una temprana fasese había unido a Montfort y que gozabade la confianza de éste. De repente serebeló contra el señor francés y ocupó elcastillo de Puisserguier. Allí hizoprisioneros a los dos caballerosfranceses y a la guarnición que vigilaban

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el fuerte, mas les prometió que lesperdonaría la vida. Profundamenteagraviado por el escollo que el rey deAragón había puesto en su camino,Montfort marchó con su ejército a unritmo frenético desde Montpellier haciaPuisserguier para sitiar la ciudad. Perolos rebeldes consiguieron huir delcastillo por la noche, después de habertirado a los cincuenta soldados de laguarnición en el foso del castillo, dehaberlos cubierto con paja y desechos yhaberles prendido fuego. Cuando resultóque el combustible estaba demasiadohúmedo para encenderse, apedrearon alos desgraciados soldados. Montfort

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llegó justo a tiempo para liberarlos desu apurada situación. Sin embargo, losdos caballeros que los rebeldes sehabían llevado consigo comoprisioneros salieron peor parados. Leshabían arrancado los ojos y cortado lanariz, las orejas y el labio superior, traslo cual los habían dejado desnudos en elcamino de Carcasona. Sólo uno de ellossobrevivió a este calvario y llegó a laciudad del brazo de un mendigo que secompadeció de él.

Mientras tanto, al norte deCarcasona había ocurrido otro drama.Bouchard de Marly se había puesto encamino con un pequeño ejército con la

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intención de emprender una correría enel territorio de los obstinados señoresde Cabaret. Sin embargo, susmovimientos fueron seguidos por espíasque anunciaron la llegada de Bouchard asu señor. Se tendió una emboscada a losinvasores que costó la vida a la mayoríade ellos. Bouchard de Marly fue hechoprisionero y trasladado a Cabaret.

Ignorantes de esta catástrofe que sedesarrollaba al otro lado del Aude,Amaury y Guillermo de Poissy, con unaguarnición integrada por unos veintesoldados, vigilaban su nuevo señorío, elcastillo de Alaric, uno de los burgos queformaban un anillo de puestos avanzados

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alrededor de Carcasona. El heladoviento del norte azotaba las torres. Loscentinelas se movían cautelosos sobrelas galerías y tenían que agarrarse a lasalmenas para no resbalar sobre laspiedras heladas. Después de realizar suronda de inspección, Guillermo habíaregresado a la torre donde se alojabapara calentarse junto al hogar. Como decostumbre, empezó a dar buena cuentade la reserva de vino.

Amaury eludía la compañía de suhermano y deambulaba intranquilo porel castillo. Entablaba alguna que otraconversación, hacía alguna que otrapregunta y se preparaba para realizar su

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patrulla diaria, una tarea que le habíaasignado Guillermo. Cada vez que sepreparaba para salir, le invadía unprofundo desasosiego. Se sentíaprotegido si permanecía en lo alto de lamontaña y dentro de las murallas delcastillo, mas en cuanto dejaba tras sí lasmurallas de Alaric, se sentía espiadodesde las colinas circundantes por unenemigo invisible que se manteníaoculto en los bosques y que seguía cadapaso que él daba. Entonces tenía lasensación de que podía ser asaltado encualquier momento por un depredadorque estaba al acecho en su guarida. Puesallí, detrás de las montañas, se extendía

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un terreno desconocido, donde loshostiles señores occitanos tramaban susplanes en castillos que habían sidoconstruidos como nidos de águilasencima de inmensos peñascos. Conocíasus nombres y los de sus castillos, sabíaqué zonas controlaban, pero nunca loshabía visto, así como tampoco habíaconocido nunca sus legendarios burgos.Sabía que lo odiaban porque él era unode los que habían invadido su país y quesegún ellos habían asesinado a suvizconde.

Amaury cogió las riendas delcaballo que le tendía el mozo de cuadray montó para salir por las puertas al

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frente de su patrulla. El fuerte vientopenetró a través de su manto en cuantodejó de estar protegido por las murallasdel castillo. Afuera se extendía unpaisaje montañoso, gris y desolado bajola débil luz del sol. El joven caballerofijó la mirada en la lejanía. Nada semovía salvo las copas desnudas de losárboles que el viento sacudía, y lasnubes que pasaban por encima de lamontaña. Después dio la señal para quesus hombres avanzaran, y lentamente loscaballos, los jinetes y los soldados de apie se fueron alejando del bastiónprotegido, con las crines y los mantosondeando en el viento.

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Era asombroso cómo habíancambiado los papeles, pensó Amaurymientras dejaba que su caballo buscaracon cuidado el camino sobre laescarpada senda que los llevaba colinaabajo en la ladera norte de la montañahacia la llanura del ancho valle del río.Roberto le había advertido a esterespecto. Las pequeñas guarnicionesfrancesas que vigilaban los castillosconquistados se habían encerrado dentrode sus propias murallas. Si los señoresdel sur se unieran para combatir juntos,los sitiadores de ayer se convertirían enlos asediados de mañana. Montfort notenía en ninguna parte suficientes

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soldados para liberar una fortalezasitiada.

La cuestión era si los señoresoccitanos estaban unidos o si llegarían aestarlo algún día. Por lo que habíapodido deducir de las conversacionescon caballeros sometidos, todo apuntabaa lo contrario. En esta sociedaddecadente, donde todos hablaban depretz y paratge, que venía a ser algo asícomo la gloria en el campo de batalla yen el amor, siempre existían viejasrencillas o recientes ofensas queimpedían actuar de forma unánimecontra el invasor.

Sus reflexiones se vieron

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interrumpidas por un sargento quedetuvo su caballo y señaló hacia lalejanía. Allí donde hacía tan sólo unosdías se extendían los campos, ahora seveían las nubes reflejadas en el agua. ElAude se había desbordado debido a lasfuertes lluvias de las últimas semanas yhabía inundado grandes extensiones detierra en el valle. En su últimaexpedición, Amaury ya había advertidoque el nivel del agua era especialmentealto.

—Ahora los vados habrán quedadoinservibles. En cualquier caso notenemos nada que temer del norte, —constató—. Si nosotros no podemos

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cruzar el río, tampoco puede hacerlo elenemigo.

Al principio no le había agradadonada la idea de tener que realizar estaspatrullas diarias, y menos aún tener quesalir cada día a una hora determinada. Side él hubiera dependido, habría salidode tarde en tarde con unos cuantoshombres, sin soldados de a pie parapoder moverse con rapidez. Sinembargo, Guillermo se había empeñadoen mantener las reglas que se aplicabanen su patria, Francia. Consideraba quela seguridad del castillo era primordialy además esta regularidad se ajustabamejor a su propio horario. Amaury había

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protestado aduciendo que de este modoera como si él y sus hombres pidieran agritos que les tendieran una emboscada.Pero Guillermo había acallado susobjeciones con una mirada significativaque Amaury entendía a la perfección.Desde entonces, el joven Poissycabalgaba cada día a la misma hora. Unavez fuera de las murallas, procurabaevitar al máximo una pauta fija.

Aquel día había optado por dar unamplio rodeo que iba hacia el este a lolargo del Aude, pasando por losbarrancos que seguían la vertienteoriental de las montañas, para explorarlos caminos que conducían al sur. Por

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fin, siguiendo una senda que ascendíalentamente y desde el suroesteregresaría por la tarde a Alaric. Volviógrupas y guió a sus sargentos endirección noreste, observando todo loque le parecía un poco sospechoso. Enmuchas leguas a la redonda no sedistinguía nada más que la tierra ancha yvacía, los árboles y las ovejas. Loshombres se fueron abriendo camino condificultad por el viento penetrante hastaque hubieron rodeado la montaña ypudieron ponerse al abrigo del viento enel barranco. Avanzaron lentamente sobrela senda apenas transitable hasta que lasladeras de la montaña empezaron a

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alejarse y en la lejanía vieron aparecerel valle que cruzaba serpenteante elcamino principal hacia el sur. Con unamano aterida, Amaury tiró de las riendashasta que el caballo se detuvo. Con laotra mano se protegió los ojos del solbajo para mirar hacia la lejanía, dondelas nubes colgaban entre las colinas eimpedían la vista. El camino parecíamás oscuro y más ancho que decostumbre. Cuanto más miraba, más separecía a una serpiente que se deslizabalentamente.

¿Deslizarse? De repente se le cortóla respiración. Se volvió hacia los otrosjinetes para comprobar si habían visto

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lo mismo que él. Los que se hallabandetrás de Amaury no reaccionaron ytampoco los peones parecían sospecharnada. Sólo el sargento que se encontrabaa su lado se restregaba los ojos que lelloraban a causa del viento y la luz delsol.

—¡Que Dios nos asista, es todo unejército! —exclamó Amaury.

El sargento se inclinó junto a sumontura para sonarse la nariz y se burlóde un peón que tuvo que dar un pasohacia atrás para no ser el blanco.Después siguió la mirada de Amaury.

—¿Son los nuestros? A estadistancia no puedo distinguir las

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banderas.—En tal caso tendría que ser

Montfort, pero que yo sepa está enMontpellier. Además, en estosmomentos no puede tener tantoshombres.

—Quizá sean las tropas de apoyo.Amaury negó con la cabeza.—Roberto Mauvoisin ni siquiera ha

vuelto de Roma. Además, las tropas deapoyo no vienen por ese lado. Sonfaidits, no cabe duda.

Oyó la maldición que lanzó elsargento, así como la reacción de losdemás a su espalda mientras pensabafebrilmente. ¿Tenía que seguir

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avanzando y arriesgarse a caer en manosde una posible vanguardia del enemigo odebía volver sobre sus pasos? Pero elcamino que había seguido era muchomás largo que el que le quedaba sicontinuaba avanzando. Si había unavanguardia, ésta llegaría a Alaric antesque él.

—¡Dividíos! —ordenó—. Que lospeones se pongan a salvo.

—¡¿Qué?!—Son demasiado lentos. Salvar el

castillo es lo principal.No había tiempo para malgastarlo

discutiendo. Señaló a un par de hombrese hizo un rápido gesto hacia el camino

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que se hallaba detrás de ellos.—Volved a galope tendido a Alaric

y dad la alarma. Y vosotros: aCarcasona a buscar ayuda. —Despuésse dirigió a los peones—: Tú, tú y tú, idpor los caminos de cabras a través delas montañas a Alaric. Si los jinetes nollegan, quizá vosotros tengáis unaposibilidad. —Y a los demás soldados—: Evitad los caminos. Avanzad lo máscerca posible del río. Los jinetes no seatreverán a meterse en terrenopantanoso. Si no conseguís llegar aAlaric, id a Carcasona.

Señaló en dirección al sargento quese hallaba a su lado.

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—Nosotros iremos por ese lado eintentaremos llegar al castillo antes queel enemigo. Si vosotros no llegáis atiempo, quizá nosotros sí.

Los jinetes se alejaron al galope ylos peones volvieron a adentrarse en elbarranco, en dirección al valle del río,en busca de sendas estrechas que fueraninaccesibles para los jinetes. Con elviento en la espalda, Amaury y susargento avanzaban lo más rápido quePodían llevarlos sus caballos, rogandono ser vistos por exploradores delejército que se acercaba y que sehallaba aún demasiado lejos. Todo fuebien hasta que llegaron al lugar donde el

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estrecho paso entre las montañas seabría hacia el ancho valle en el lado sur.El sargento quería avanzar a galope,ansioso de llegar cuanto antes al burgo.De súbito tiró tan fuerte de las riendasde su caballo, que éste casi se sentósobre sus patas traseras. Era demasiadotarde. Una vanguardia de unos treintajinetes bloqueaba el camino haciaAlaric y por los gritos y las órdenesparecía que los habían visto.

—¡Media vuelta! —gritó Amaury.Antes de que sus caballos hubieran

vuelto grupas, las flechas ya zumbaban asu alrededor. Una docena de jinetes semovía con aterradora velocidad en su

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dirección. El joven caballero oyó ungrito ahogado a su espalda. Lanzó unvistazo por encima del hombro y vio queel sargento caía de la silla. No pudo verdónde le habían dado ni si la herida eramortal. El caballo le adelantó y siguiógalopando delante de él sin su jinete.Después tuvo que reducir la velocidadpara guiar a su caballo alrededor de lasrocas que bloqueaban el camino. Amitad del pasadizo decidió que suintento de escapar era cobarde e inútil.Ciertamente, los arqueros estabandemasiado lejos para alcanzarle, perolos jinetes le pisaban los talones. Erapreferible iniciar un combate, antes de

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que descubrieran a los peones queseguían escalando con dificultad por elcamino a través de las montañas.¿Podría entretenerlos lo suficiente comopara dar a los demás una oportunidad dellegar a Alaric? Tenía que dar laimpresión de que no estaba solo,atraerlos para que le siguieran un pocomás y ganar tiempo.

—¡Por aquí! ¡A las armas! —gritócon todas sus fuerzas, gesticulando comosi detrás de las rocas se escondiera todauna compañía.

Funcionó. Detrás de él, dos jinetesfrenaron sus caballos. Se oyeronórdenes y en el camino entre las

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montañas aparecieron más jinetes. Perocuando llegó a la parte más estrecha deldesfiladero no pudo mantener por mástiempo el engaño. Se detuvo y esperó alos jinetes enemigos blandiendo laespada. Éstos redujeron la velocidad ydesenfundaron sus armas.

—¡Por Dios y por el rey, y por losPoissy! —gritó Amaury mientras seabalanzaba sobre ellos.

Su voz seguía teniendo ladesagradable costumbre de sonar enfalsete y por ello su grito no resultó nadaheroico. De todas formas, antes de quepudiera hacer algo contra los diezhombres que le atacaban, yacía en el

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suelo con la lanza de un caballerooccitano contra el cuello. Ni siquieraestaba herido.

—Deja que ese cerdo francés viva,—oyó decir a alguien encima de él—,puede proporcionarnos un buen rescate.

El asedio de los rebeldes occitanoscogió por sorpresa a los defensores delcastillo de Alaric. Los jinetes queAmaury había enviado por la ruta nortetambién habían caído en manos delenemigo, y todos perecieron. Los peonesestaban aún escondidos en losalrededores. Sólo los dos sargentos quehabían cabalgado hacia Carcasonallegaron a su destino. Sin embargo, la

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guarnición de la ciudad no podía ofrecerayuda porque Montfort había agrupado atodas las tropas junto a Puisserguier.Unos mensajeros salieronapresuradamente hacia allí para avisaral comandante. Mientras tanto,Guillermo de Poissy resistíavalientemente con su guarnición. Habíaconseguido repeler el primer ataque,aunque con fuertes pérdidas. Ahorareinaba la calma en torno al castillo ydentro de sus murallas. Todos sepreparaban para un segundo ataque.

Amaury no sabía nada de todo esto.Estaba atado en una tienda militar en elcampamento que los occitanos habían

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montado en la ladera fuera del alcancedel burgo, y sólo podía adivinar lo quesucedía por los ruidos que oíaalrededor. Por lo visto no se hallabacerca de los comandantes, pues nolograba oír conversaciones que le dieranmás pistas. De vez en cuando, un criadoque no le decía nada y que no contestabaa ninguna de sus preguntas le traía algode beber y apenas algo de comer. Sesentía mareado del hambre y teníamuchísimo frío.

Después de dos días, un noble conarmadura se asomó por la entrada de latienda.

—Así que enviaste a dos a

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Carcasona, —oyó que le decía con suvoz áspera.

¿Cómo podía saberlo? ¿Acaso sussargentos habían llegado a su destino?¿Procedía la noticia de espías de laciudad? Estaba seguro de que los había.¿O habían interceptado a sus hombres?¿Estaría Montfort ya al corriente? Quizáel comandante hubiera abandonado yaMontpellier y se dirigiera hacia aquí consus tropas. En tal caso tendría que dar unrodeo pasando por Carcasona, pues elagua y las inundaciones le impediríancruzar el Aude. Esto significaba queperdería unos días muy valiosos.Amaury mantuvo la mirada fija al frente

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y se encogió de hombros.—¿Quién eres en realidad? —le

preguntó el noble.El prisionero no contestó. El noble

estudió el escudo con las tres merletasque aparecía en la túnica de Amaury.

—¿No serás uno de los caballerosque se han apoderado de Alaric?

No obtuvo ninguna respuesta.—No, para eso estás demasiado

verde.Una mirada asesina.—Mi sirviente me ha dicho que

hablas nuestra lengua, así que no hacefalta que simules no entenderme.

—Vai tefarfotre!

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El rostro del noble se endureció porun momento, después se echó a reír.

—Lo primero que aprenden sonsiempre reniegos. —Dio media vuelta yabandonó la tienda de campaña.

Típico, pensó Amaury, que nisiquiera se enfade con semejante insulto.En realidad esas palabras equivalían a:“vete al diablo”, pero en lengua occitanasignificaban literalmente: “vete a que tejodan”, un insulto certero para un puebloque estaba tan corrompido. A fin decuentas, los herejes injuriaban elsacramento del matrimonio y le habíancontado que todos llevaban una vidadisoluta. En cualquier caso, el insulto

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había bastado para poner fin alinterrogatorio.

Entre tanto, los mensajeros deCarcasona habían comunicado la noticiadel asedio a Montfort, que acababa dereconquistar Puisserguier a losoccitanos apóstatas con la ayuda deRoberto y Simón de Poissy. Losguerreros desmontaron su campamento atoda prisa y se pusieron en camino consus soldados. Recibieron unadesagradable sorpresa al ver que elAude se había desbordado yemprendieron el largo camino de vueltaa Carcasona para cruzar el río por elpuente. Mientras tanto, en el

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campamento occitano temían que elcomandante francés se presentara prontoy, de súbito, les entró prisa.

Amaury de Poissy se despertó de unsueño intranquilo. Se fue espabilandopoco a poco, con la misma lentitud conla que su sangre helada y espesacirculaba por sus venas. Todavía era denoche. Estaba entumecido y empezó amoverse con torpeza. Por fortuna, notenía helados los dedos de los pies, yaún podía mover las manos que lehabían atado a la espalda. Tan sóloentonces se dio cuenta de por qué sehabía despertado. Fuera de la tiendaimperaba una actividad inusual para

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esas horas de la noche. En el frío heladooyó las órdenes, y el choque y tintineode las armas, los arneses y los arreos.Van a atacar el castillo al alba, pensó.¡Dios, qué tonto había sido al caer enmanos de los faidits! Sabía lo pequeñaque era la guarnición y lo poco quepodían hacer. Además, más valía nocontar con la ayuda de los campesinos ylos artesanos que permanecían dentro delas murallas. Éstos tomarían partido porlos faidits y preferirían abrir las puertaspara dejar entrar al enemigo. Loscruzados estaban encerrados como ratasen una trampa. Pensó en Guillermo, queahora estaba solo, sin la ayuda de

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Roberto y Simón. ¡Ojalá llegaraMontfort con su ejército!

De súbito se apoderó de él el temorde no volver a ver con vida a suhermano. Unió las manos atadas a laespalda e intentó rezar, pero los ruidosque llegaban de fuera le distraían.

No sabía cuánto tiempo había estadoallí sentado. Al rayar el alba llegaronhasta él ruidos lejanos que parecían deun combate. ¡Ojalá pudiera hacer algo!Desesperado miró fijamente el vaho desu aliento que por un momento flotó enel aire, para luego posarse como unafina capa de escarcha sobre su manta.

La tienda se abrió de golpe y de

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forma tan inesperada que Amaury sequedó paralizado del susto. Dossoldados lo levantaron. El noble del díaanterior permanecía en la entrada e hizouna señal de impaciencia.

—¡Venid conmigo, Poissy! No voy aderramar ni una sola gota de sangre másde la necesaria.

Así que sabían quién era, pero ¿quémás daba? Temblando de miedo y defrío los siguió mientras tropezaba sobrelos pies entumecidos.

Tuvo que andar un buen trecho. Susangre empezó de nuevo a circular ygracias a ello entró en calor. Cruzaron elcampamento occitano y luego avanzaron

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a lo largo de las filas de soldadosdispuestos para el ataque. Caballeros,sargentos, arqueros, peones, todosparecían seguir cada paso que daba,como si fuera una atracción. Le recordóal día en que Trencavel se habíaarriesgado a entrar en el campamento delos cruzados para ofrecerse como rehén.Pero aquél por lo menos llevaba su cotade malla. Se sentía casi desnudo, sin suarmadura, en medio de tanto cuero yhierro.

—Bien, —dijo el noble occitano—,ahora veremos quién de nosotros tienecarne demoníaca.

Habían dejado atrás las primeras

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filas del ejército y el lugar donde sehallaban estaba casi al alcance de lasflechas de los arqueros apostados en lamuralla del castillo. Un ciudadano sehabía unido a ellos para hacer deintérprete, quizá fuera un mercaderhuido de Carcasona.

—¡Guillermo de Poissy! —gritó elnoble con todas sus fuerzas. En eladarve no se oyó ningún ruido. En elgris amanecer se podían vislumbrarvagamente los movimientos de lossoldados. Poco después, una figuraoscura se separó de las almenas. Aambos lados de la figura, los arquerosapuntaban al enemigo. Amaury entornó

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los ojos para ver mejor. Era su hermano.—¡Soy Guillermo de Poissy! —dijo

orgullosa la voz desde lo alto de lamuralla.

—¡Te proponemos un intercambio!—¡No hacemos intercambios con los

herejes!El sonido tardó algo en llegar hasta

ellos. El noble resopló con desdén.—¡Tenemos a tu hermano Amaury!La figura pareció inclinarse un poco

hacia adelante.—¿Por qué debería creeros?

Acercaos un poco, no le reconozco.El noble se protegió con el escudo,

que casi cubría todo su cuerpo. Empujó

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a Amaury delante de sí, hasta el límitedonde se acababa su seguridad, por loque éste se sintió como una diana. Elintérprete los seguía, manipulandotorpemente el escudo que le habíandado.

—¡Entregaos y os perdonaremosvuestra vida y la de vuestro hermano!

Ahora se hallaban sobre un talud detierra y piedras, al borde de la anchazanja que los separaba de las murallasdel castillo. Estaban tan cerca queAmaury pudo distinguir el rostro deGuillermo. No presagiaba nada bueno.

—¡Si me queréis, tendréis queluchar!

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—¡Vos me importáis un comino! ¡Osofrecemos la libertad a cambio de quenos entreguéis el castillo!

—¡Ja!—¡Utilicemos nuestro cerebro como

nobles, Poissy! Estáis en franca minoría,no tenéis ninguna posibilidad. Osofrezco una retirada honorable. ¡Evitadque se vierta más sangre, vuestra ynuestra, y entregaos!

—¡Nunca!—Coyhon! —exclamó el noble

occitano. El intérprete no lo tradujo—.¿Cómo echasteis de su ciudad a losciudadanos de Carcasona? Desnudos,con sus pecados como único equipaje,

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¿no era así?El noble desenfundó su daga.

Amaury oyó que algo se desgarraba ypoco después sintió que su túnica sedeslizaba. Se quedó en camisa. A suespalda oyó las risas de los soldados. Elviento helado le escocía la piel. Debidoal frío ni siquiera sentía la punta de ladaga que le punzaba la piel.

—¡Esta es mi última oferta, Poissy!¡O me entregáis el castillo o él muere!

—¡Habría preferido cortarle yomismo su miserable cuello! ¡Os voy aayudar! Algo voló por el aire y seestrelló contra el suelo cerca de suspies: era la daga de Guillermo. El noble

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enfundó su propia arma y se agachó pararecoger la otra. Cuando se erguía sevolvió hacia Amaury, que retrocediódando sacudidas. La monotonía de lasúltimas semanas en Alaric casi le habíahecho olvidar la amenaza que Guillermohabía expresado en Castres contra él.Había esperado una represalia personal,o una u otra mala jugada por la queRoberto se viera obligado a enviarle denuevo a Poissy. Nunca hubiera pensadoque el odio de Guillermo fuera tanintenso que lo sacrificaría sin dudarlo uninstante en beneficio de su propiaseguridad. ¡Ni siquiera quería negociar!

—Vuestro hermano no merece

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vuestra sangre, —dijo el faidit.A pesar de ello cogió al indefenso

joven y le puso la daga al cuello. Nadacambió en la actitud del caballero en eladarve. En el mismo momento, se oyó unenorme bullicio en la lejanía. En lasmurallas del castillo se originó una granconfusión, los hombres corrían de unlado a otro, y los arqueros lanzaronsobre el enemigo una lluvia de flechasque sólo alcanzó al negociador y surehén. El intérprete puso pies enpolvorosa. El noble occitano pudoprotegerse gracias a su escudo, detrásdel cual también se escondió Amaury. Elsuelo tembló cuando los peones y los

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jinetes empezaron a moverse al mismotiempo. Amaury intentó liberarse, peroel noble lo sujetó fuertemente.

—Sólo me habéis utilizado comomaniobra de distracción, —gritó porencima del estrépito— para así poderatacar mientras tanto por otro lado.¡Dejad por lo menos que luche por mivida!

Por respuesta obtuvo una risaburlona y hostil.

—¿Con qué? —le preguntó el otro.Eso era cierto, estaba desarmado y

además en paños menores.—Dadme la daga de mi hermano.

¡Yo mismo ajustaré cuentas con él!

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—Creéis sin duda que somosidiotas, —le dijo el otro al oído—.Habéis invadido nuestras tierras comolobos hambrientos. Lobo que atrapas,lobo que no sueltas.

Relajó un poco la mano con que loagarraba, pero antes de que pudieraescabullirse, el noble le hundió la dagaen la espalda, por lo que cayó derodillas lanzando un grito de dolor. Unapatada contra los riñones lo lanzó porencima del borde del talud y con ungolpe sordo cayó de cabeza contra unapiedra en la zanja al pie de la muralla.Permaneció allí inconsciente mientraspor encima de su cabeza seguía la

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batalla.Cuando poco más tarde recuperó el

conocimiento, pudo oír por encima delruido el chirriar del rastrillo que estabanabriendo. Alguien debió ayudar desdedentro a entrar al enemigo, ¿o acaso laguarnición ya se daba por vencida? Enrealidad, ¿cuánto tiempo llevaba aquítumbado? Alborotados y alegres, lossitiados salían por la puerta. Amauryintentó incorporarse, aunque susmuñecas atadas y la herida en la espaldale dificultaban los movimientos. Junto aél sonó un estruendo. Se volvió y vio elrostro retorcido de dolor de uno de sussoldados. La herida abierta en su

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garganta parecía mirarle fijamente. Elsiguiente en caer, con el ruido de huesosrotos, fue el cuerpo de un arquero al queconocía bien. Nunca habían tenido laintención de salvar a Guillermo o a sushombres, pensó. Lo único quepretendían era limitar sus propiaspérdidas. Gimiendo de dolor, el jovencaballero apartó la vista de los cuerposarrugados.

Poco después cayó otro muerto de lamuralla. El cuerpo sin vida no le golpeópor los pelos. A ambos lados de lapuerta se amontonaban los cuerpos,algunos aún con vida. A pesar de laherida en su espalda, Amaury consiguió

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pasar el torso y las piernas por debajode las manos, hasta tener las manosatadas ante sí. Intentó agarrarse a lamuralla, pero no conseguía trepar. Cadavez volvía a resbalar sin fuerzas hastaque finalmente se sintió tan agotado y tanaturdido por el dolor que hubo deinterrumpir sus intentos. Había dejadode contar los muertos que se acumulabana su alrededor. No podía quedar muchode la guarnición. Su respiración eraentrecortada y el dolor le atravesaba eltorso. El olor a orina y a excrementoshumanos, y sobre todo a sangre, tapabatodo lo demás. Encima de él, en eladarve, sonó un grito de victoria.

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Lentamente se incorporó e intentódistinguir con la mirada borrosa lassiluetas que se dibujaban contra el cielocada vez más claro. Estaba demasiadomareado para poder ver cómo arrojabanotro cuerpo sin vida y se dio cuentademasiado tarde de que caía justo a sulado. De todas formas no habría tenidofuerzas para esquivarlo. El golpeexprimió el último resto de aire de suspulmones. Jadeando intentó desasirse dela masa que le cubría y le rodeaba.Consiguió sacar la pierna derecha. Laotra pierna y una parte del cuerpo casicedieron bajo el peso. Con sus últimasfuerzas consiguió por fin liberarse. Todo

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el cuerpo le dolía. No sabía si se habíaroto algo. Se incorporó jadeando,apoyándose sobre las manos. Su cabezase tambaleaba sobre los hombros.Intentaba encontrar la dirección en elmundo que giraba como un poseso a sualrededor. Cuando la materia por fin sedetuvo y él consiguió posar sus ojos enel cadáver que yacía a su lado, miró delleno en el rostro de Guillermo. Unamueca arrugaba las mejillas agarrotadasy los ojos abiertos de par en par lemiraban triunfantemente, ¿o sólo se loparecía? Muy lejos oyó unas voces quegritaban que todavía había un vivo en lazanja. Algo bajó silbando, se oyó un

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golpe. El siguiente proyectil le dio en lacabeza. Con un grito apagado cayó haciaatrás y cedió a la tentación de hundirseen la tierra rocosa y congelada, que derepente parecía tan suave y tibia comoUna cómoda cama.

Aquella misma tarde, Simón deMontfort llegó con sus tropas aCarcasona. Decidió seguir avanzandohacia Alaric ante la insistencia deRoberto de Poissy y a pesar de laavanzada hora, para ver qué podíanhacer. No llegaron muy lejos. El castillotodavía no estaba a la vista cuando unpeón de los Poissy les salió al encuentroy les comunicó que Alaric había caído.

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El enemigo había asesinado a toda laguarnición y a los dos Poissy. Él mismohabía visto los dos cadáveres al pie dela muralla.

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CABARET

Mediados de diciembre de1209

Estaba solo y perdido en un mundo queera a la vez nuevo y viejo, en el quetodo le resultaba extraño y sin embargoconocido. No sabía de dónde venía, nitampoco adónde ir. Empujado por elhambre y el frío llegó a una gran ciudad,pero los soldados apostados en la puertalo echaron, pues no supo contestar a suspreguntas. Cruzó un ancho río y avanzóen dirección a las montañas recubiertas

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de bosques que había a lo lejos,intuyendo que le ofrecerían protección.Algunas personas le dirigían la palabra,mas él no comprendía de qué lehablaban. Entonces lo miraban como sino estuviera bien de la cabeza, y seburlaban de él y lo insultaban. Otros secompadecían de él y le daban algo decomer. Un día era tanta su hambre querobó una gallina y le retorció el cuello.Mas, al no saber qué hacer después conella, la tiró.

También había algo raro en su ropa.Era como si llevara puestas todo tipo deprendas unas encima de otras. Lamayoría le iban demasiado holgadas,

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estaban desgarradas y tenían manchas desangre en lugares donde él no podíaencontrarse heridas en el cuerpo. Encualquier caso le servían paraprotegerse del frío. Al principio, lostranseúntes le preguntaban que de dóndehabía sacado aquellas botas tan bonitasy que si las había robado. Alexaminarlas más de cerca vio que enefecto se trataba de unas buenas botas decuero suave. Parecían casi nuevas, comosi no hubiera andado mucho con ellas,aunque en la parte interior de la cañaestaban desgastadas y allí olían a sudorde caballo. Ahora ya estaban sucias ydeterioradas, por lo que ya nadie le

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molestaba al respecto. Un dolorpunzante en la espalda le dificultaba losmovimientos, y tenía el vientre y losmuslos recubiertos de enormesmoratones, como si hubiese chocadocontra algo. Por ello le costaba andar yse cansaba rápidamente. Entonces teníaque sentarse de nuevo al borde delcamino para recuperar el aliento.

Tampoco tenía noción alguna deltiempo y por consiguiente no sabíacuánto hacía que andaba. Era incapaz deprecisar si llevaba algunos días o yavarias semanas caminando. Lo que noperdía de vista eran las laderaspobladas de árboles del norte. De

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alguna manera parecía importante queintentara alcanzarlas.

Finalmente llegó el día en que, apaso lento, trepó por el camino queconducía a una fortaleza cuyo nombredesconocía. Mantenía la vista fija en lastorres de tres castillos que, junto con unpueblo, se hallaban en la cima de unamontaña.

—¡Eh, tú! —La punta de una lanzazumbó hacia abajo y le cortó el camino—. ¿Qué vienes a hacer aquí?

Miró al centinela con ojos vidriosos.—Tengo que estar aquí.—¿Por qué? ¿Qué se te ha perdido

aquí?

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—Busco…, busco a mis amigos. —Algo iluminó su mirada apagada—. Sí,tengo amigos…, los busco.

El centinela observó condesconfianza al joven tan extrañamenteataviado.

—Ya tenemos suficientesvagabundos y mendigos. ¡Lárgate!

Algo pareció romperse en susentrañas. Si no le franqueaban el paso,¿adónde iría entonces? Volvió la vistahacia el largo camino por el que habíavenido. El final de camino estaba aquí,sencillamente no podía seguir, nitampoco regresar.

—¡Tengo que estar aquí! —La

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desesperación se reflejaba en sus ojos—. ¡Apártate y déjame pasar!

El tono repentinamente autoritariodel extranjero no fue del agrado delcentinela y menos aún la lengua en quese expresaba. Era ciertamente la lenguadel sur, pero la hablaba con un marcadoacento. Quizá fuera un mercenarioextraviado o un refugiado. Incluso eraprobable que estuviera tratando con unespía del enemigo. A fin de cuentas, elcastillo encerraba en sus calabozos a unnoble del cual se decía que era amigoíntimo del odiado Simón de Montfort.¿Quién sabía lo que era capaz de tramaréste para liberarlo?

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—¿Eres un soldado? —le preguntó.El otro movió la cabeza, pero su gestoafirmativo no resultó muy convincente—. ¿Dónde has luchado y con quién?

—Estoy herido.—¿Con quién has luchado? ¿Eres un

mercenario?Volvió a asentir tímidamente. El

centinela agarró con rudeza al extranjeropor el hombro y le dio la vuelta.

—¡No sé quiénes te han mandado,pero puedes contarles que en Cabaret nonecesitamos fisgones!

Para enfatizar sus palabras y de pasoencarrilarlo en la dirección correcta, lepunzó la espalda con la punta de la

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lanza. Para su sorpresa, el extranjero seencogió como si le hubiese herido, diomedia vuelta chillando de dolor y cóleray se abalanzó sobre él como un poseso.Un firme golpe con el asta de la lanza,que alcanzó al joven en la cabeza, acabópronto con su cólera.

El zumbido y el hormigueo quesentía en la cabeza y los círculos negrosque bailaban ante sus ojos se fuerondesvaneciendo poco a poco. En su lugarapareció un rostro delgado, rodeado deuna larga melena. Debajo de la cabezase balanceaba una barba trenzada queformaba una serpiente. Una túnica negraoscureció el mundo, la serpiente fue

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descendiendo y se enroscó alrededor desu cuello estrangulándole lentamente.Presa del pánico, intentó incorporarse.Sin fuerzas agitó brazos y piernas hastaque se tornaron demasiado pesados ytuvo que dejarlos caer, entonces todo sucuerpo empezó a temblar.

—Tranquilo, estás en buenas manos,—le dijo una voz de mujer.

¿Por qué no podía verla, por qué lecastañeteaban los dientes, por qué letemblaban tanto las piernas que no podíapararlas, y por qué sudaba tanto?

—Está muy mal, —oyó decir a lamujer—, la herida se ha infectado, estámuy desnutrido y totalmente agotado.

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—¿No se salvará? —preguntó otra.No hubo respuesta, al menos

audible. Alguien se inclinó sobre él.Sólo pudo vislumbrar una figura borrosay sintió una mano fría sobre su frente.

—No estás bien. ¿Eres devoto delVerdadero Cristianismo?

Él asintió.—¿Deseas, ahora que todavía eres

consciente, recibir el consolamentum?Le costaba entender sus palabras.

¿De qué estaba hablando?Consolamentum… tenía algo que vercon la palabra consuelo. Asintió denuevo y repitió la palabra pero nisiquiera pudo oír su propia voz.

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—Llamaremos a un Bon Homme, —dijo la mujer acariciándole suavementela mejilla. La sombra inclinada sobre élse alejó—. ¿Ves cómo es uno de losnuestros? —le oyó decir a ciertadistancia.

La otra mujer se movió en torno a ély le refrescó la cabeza y el cuello con unpaño húmedo. Él se sumergió en unestado semiconsciente hasta que volvióa sentir sobre él una sombra que lehablaba. Esta vez era un hombre.

—Me has mandado llamar pararecibir el consolamentum. ¿Cómo tellamas?

El enfermo abrió la boca, pero de

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ella no salió ninguna respuesta. Elhombre se le acercó más y escuchó conatención. Después se incorporó ysacudió la cabeza.

— Lo s Bons Hommes están aquí.Salúdalos, —le susurró la mujer al oído.Él balbuceó unas cuantas palabras quepor lo visto no eran las adecuadas—.Está muy confuso debido a la fiebre, —dijo la mujer—. Repite conmigo:Benedicite, Buenos Cristianos, dadme labendición de Dios y la vuestra, rogad aDios por nosotros.

Repitió sus palabras.—Recibe la bendición de Dios y la

nuestra —respondió el hombre. A su

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espalda sonó la voz de un segundohombre al que no podía ver.

Este ritual se repitió dos veces. A latercera, la mujer añadió unas palabrasque él hubo de repetir:

—Señor, rogad a Dios para quelibere a este pecador de una mala muertey le guíe hacia un buen fin.

—Rogaremos a Dios, —contestaronlos dos hombres, y añadieron—: Que Élte convierta en un Buen Cristiano y teguíe hacia un buen fin.

Juntos rezaron el padrenuestro.—¿Puede arrodillarse? —preguntó

el primer Buen Cristiano a la enfermera.Ella negó con la cabeza.

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—Entonces tendremos que hacerloasí. —Se dirigió de nuevo al joven queyacía en la cama—. ¿Estás seguro deque quieres recibir el consolamentum?¿Has sido un buen creyente?

Él asintió con gran convencimiento.Trajeron un cuenco en el que amboshombres limpiaron sus manos, tras locual le limpiaron las suyas.

—Cuando compareces ante laIglesia de Dios, compareces ante elPadre, el Hijo y el Espíritu Santo. Puesla Iglesia significa la reunión y allídonde están los verdaderos cristianos,allí encontrarás al Padre, al Hijo y alEspíritu Santo.

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De nuevo tuvo que repetir laspalabras con las que había saludado alos Buenos Cristianos. Depositaron algosobre su pecho. Le levantaron las manosy las cerraron en torno a un objeto. Eraun libro.

—Así como has recibido en tusmanos el libro donde están escritos lospreceptos, los consejos y lasadvertencias de Cristo, así recibirástambién la ley de Cristo en las obras detu alma, para observarlas durante toda tuvida.

Le costaba centrar su atención en laspalabras. Sus pensamientos amenazabancontinuamente con sumirse en un

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inmenso vacío.—Por eso estás aquí, para recibir la

santa oración que Cristo dio a susdiscípulos.

De nuevo rezaron el padrenuestro,pero había algo en el texto que nocuadraba. Sin embargo, él no teníasuficiente lucidez para determinar quéera.

—Te concedemos el derecho depoder rezar esta santa oración, toda tuvida, de día y de noche, solo oacompañado. No comerás ni beberás sinantes haber rezado. Y si olvidarasllevarlo a cabo, deberás hacerpenitencia.

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Esta vez tenía que contestar:—Lo recibo de Dios, de vos y de la

Iglesia.Volvieron a rezar el padrenuestro.—Pide perdón por tus pecados, —

prosiguió el Buen Cristiano—, a Dios, ala Iglesia y a todos los aquí presentes.

Él obedeció mecánicamente.—Que el santo Padre, que es justo y

misericordioso y que tiene el poder deperdonar los pecados en el cielo y en latierra, te perdone todos tus pecados eneste mundo y que se apiade de ti en elotro.

El peso del libro sobre su pecho ledificultaba cada vez más la respiración.

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El otro hombre y las dos mujeres searrodillaron junto a la cama y pidierontambién que les fueran perdonados suspecados.

—Has de comprender, —prosiguióel Buen Cristiano—, que tienes queamar verdaderamente a Dios, condulzura, humildad, piedad, castidad ycon todas las demás virtudes, pues estáescrito que la castidad acerca al hombrea Dios, pero que la perversidad lo alejade Él. También has de comprender quees menester ser tan fiel y recto en losasuntos espirituales como en losterrenales, pues si no fueras sincero enlos asuntos terrenales, no creemos que

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pudieras serlo en los espirituales; en talcaso no creemos que pudieras sersalvado.

El joven enfermo masculló algunaspalabras de asentimiento.

—Además has de prometer anteDios que no matarás, que no cederásante los deseos carnales, y que notendrás de otra forma relaciones con elotro sexo, que no robarás, ni harásningún juramento, al menos por voluntadpropia, que jamás comerás consciente ydeliberadamente queso, leche o huevos,así como tampoco carne de aves,reptiles u otros animales prohibidos porla Iglesia de Dios.

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—Lo prometo.—Por la justicia de Cristo también

padecerás hambre y sed, ignominia,persecución y la muerte; y lo soportarástodo por amor a Dios y por la salvaciónde tu alma.

Le quitaron el libro de las manos yel hombre le preguntó si quería serbautizado.

—Ya estoy bautizado, —susurró él.—El bautizo en la Iglesia católica no

vale para nada. La Iglesia católicabautiza a niños de pecho en aguaputrefacta. Con eso no se pueden limpiarlos pecados. Además, se les bautizacuando todavía no pueden tener

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conocimiento del Bien y del Mal,cuando aún no tienen uso de razón. Esono sirve de nada en absoluto. Más aún,es incluso pernicioso, pues hace llorar alos niños. Ahora serás bautizado con elfuego del Espíritu Santo, el bautizocomo lo recibieron los apóstoles deCristo. ¿Quieres conservar este bautizopor el resto de tu vida con el corazón yla conciencia limpios, y no romper estecompromiso bajo ningún concepto?

Una vez hubo dado su respuestaafirmativa, sintió que en lugar del aguabendita colocaban el libro sobre sucabeza. El hombre murmuró unas brevesplegarias, ayudado por las dos mujeres.

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—Santo Padre, —dijo después elBuen Cristiano—, recibe a tu siervo enTu justicia y concédele Tu piedad y TuEspíritu Santo.

Retiraron el libro.—Has avanzado mucho en el camino

hacia el Bien y tu alma está a punto dedespertarse. Aún no estás listo, puespara estarlo habrás de cumplir estaspromesas en otra vida, pero ahora terodea el Espíritu Santo. Ahora puedesmorir en paz, seguro de que regresarásen un cuerpo adecuado para ser el de unBuen Cristiano.

La situación le parecía irreal, comosi él estuviera de más. No tuvo mucho

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tiempo para reflexionar al respecto. Laceremonia le había cansado tanto quecasi enseguida se sumergió con unsuspiro en una profunda oscuridadinaccesible a sus sentidos. Ni siquieranotó que, a modo de abrazo, los BonsHommes lo cogían por los hombros,apretaban sus mejillas contra las suyas yluego lo besaban en la boca.

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CABARET

Enero de 1210

—Puedes trabajar en las minas. —Lamujer que había cuidado de él durantetres semanas asintió satisfecha—. Laherida se está curando muy bien y ya hasrecuperado bastante las fuerzas. Hepedido que te traigan ropa.

—No creo que lo haya hecho nunca.—Quizá su cuerpo estuviera curado,

pero su cerebro parecía una ciénaga dearenas movedizas que se lo habíatragado todo y de la que nunca volvería

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a salir nada. Por fortuna, conseguíaretener las impresiones nuevas.

—Tendrás que trabajar en el campo,en una tejeduría o en las minas. Aquínadie recibe su pan por las buenas, nisiquiera un Bon Homme. Además, elaire libre te hará bien y, quién sabe,quizá consigas desarrollar unosmúsculos decentes, —dijo pellizcándolemaliciosamente en el brazo.

Después de su largo reposo en cama,su cuerpo de joven desgarbado se habíaconsumido aun más. Él la miró indeciso.Ahora estaba seguro de que nunca habíatrabajado en el campo, ni en una mina.

—¿Qué sacan de las minas?

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—Plomo, hierro, cobre, plata. No sédónde puedes ser más útil. Y además,ahora que estás curado, hemos de llamara los Buenos Cristianos. Querrán sabersi piensas cumplir la promesa quehiciste y entonces decidirán cuándopodrás recibir el bautizo del diácono odel obispo y luego…

—La mujer enmudeció al ver lasorpresa en el rostro del joven y fue asentarse junto a él en el borde de lacama.

—¿Tienen que bautizarme otra vez?—balbuceó atónito.

—Has prometido convertirte en unBuen Cristiano. Has prometido

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prescindir de todo lo que les estáprohibido a los Buenos Cristianos y hasrecibido la oración. Primero tienes quedemostrar que lo cumplirás. Te pondránen manos de un Bon Homme que teeducará y que te iniciará en lasescrituras de los apóstoles. Dios sabráde dónde vienes, porque, en cualquiercaso, tú apenas te acuerdas de nada.Después deberás confirmar tu promesaante el diácono o un eclesiásticosuperior de nuestra Iglesia. Sóloentonces serás un Bon Homme.

—Él asintió maquinalmente.—Es una vida dura, la de los Buenos

Cristianos, y por lo que veo tú no estás

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acostumbrado a una vida dura. Ademásaún eres muy joven. Ni siquiera yo estoypreparada para dar este paso, y ya soytan vieja que podría ser tu madre. —Lecogió las manos y deslizó los dedos porsus palmas—. No tienes manos detrabajador. ¿Has manejado —armas?Necesitamos buenos soldados. Cuandohaya pasado el invierno, los invasoresdel norte se atreverán a salir de susfortalezas y nos invadirán de nuevo.Pero los Bons Hommes no luchan.

—No sé lo que he hecho ni lo que hasucedido.

—Te atacaron por detrás, teníasheridas en la espalda y en la cabeza.

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¿Fuiste herido durante el asedio de loscruzados? ¿O procedes de una familiade comerciantes y fuiste atacado porladrones o por soldados saqueadores?

—Irritado, se encogió de hombros yapretó los labios. El vacío en sumemoria lo desconcertaba. Siemprehabía pensado que todo iría mejor tanpronto estuviera curado. Era como siaquello que bloqueaba el acceso a supasado le impidiera también ver elfuturo. La mujer alargó la mano y leacarició suavemente el hombro. Habíasido tan buena y tan solícita con él queincluso sintió la tentación de abrazarla,de dejar reposar la cabeza en su pecho y

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de llorar. En lugar de ello esbozó unasonrisa tímida.

—Preferiría quedarme aquí yaprender a cuidar y a curar a losenfermos y a los heridos. Allá fuera hayun mundo extraño y lleno de personasdesconocidas en el que me sientoinseguro.

—Un velo de tristeza se posó en elrostro de la mujer.

—Pero, al menos, los de allí fueraviven, aquí dentro mueren. Es terriblever cuánto dolor cuesta a veces dejaresta túnica de Satanás. A fin de cuentas,la mayoría de los hombres mueren paraluego quedar de nuevo atrapados en la

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carne del demonio y recorrerinnumerables veces el calvario de estaexistencia terrenal.

—Por un momento le pareció quealgo se iluminaba en su memoria, eracomo si un pájaro hubiera salidovolando de un matorral impenetrable yse hubiera mostrado por un instante tanbreve que no pudo reconocer suplumaje, para luego volver adesaparecer. No había oído las últimaspalabras de la mujer.

—¿Carne del demonio? ¿Quéquieres decir?

—El cuerpo, por supuesto, lacreación del dios de las tinieblas en la

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que está prisionera nuestra alma.—La miró sin comprender, pero no

osó preguntarle más porque las palabrasde ella chocaban con sus propiospensamientos.

—Has tenido suerte, —prosiguió lamujer—. Has tenido una segundaoportunidad en esta vida. No tepreocupes, llegará un momento en querecuperarás todos tus recuerdos. Confíoen que no se demore demasiado. Venga,sal de la cama.

—Mientras ella seguía cuidando alos demás enfermos, él se echó lasábana sobre los hombros y se entretuvotrajinando por la habitación. Los últimos

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días la había ayudado con su trabajo yeso le había gustado, aunque sólo fueraporque alejaba el aburrimiento. Le traíacántaros, vaciaba orinales y cuencos deagua sucia, y la ayudaba a mover olevantar a los enfermos. Estaba ocupadodándole la papilla a un viejo cuando seabrió la puerta y entró alguien con unbulto de ropa a cuestas.

—¡Ah, aquí está tu ropa! —exclamóla enfermera—. No la dejes ahí con esacarga, ¡ayúdala!

—Se apresuró hacia la puerta ycogió una parte del montón de ropadetrás del cual se escondía la mujer. Eraropa interior simple de lino grueso y una

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túnica de estameña. Mientras sepreguntaba por qué había confiado enque le darían prendas de colores y detejidos que eran demasiado caros paraun simple trabajador, su mirada pasó dela ropa que tenía en sus manos al rostroque había delante de él. El cabello deella tenía el tono cálido de las avellanasmaduras, y la profundidad de los ojososcuros en el fino rostro era insondable.La miró conmocionado mientras susdedos se hundían compulsivamente en lapila de ropa como las garras de undepredador. Retrocedió unos pasos. Loque más le extrañaba era que suaparición hubiera provocado la misma

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reacción en ella, sólo que ella recuperóantes el habla.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntóásperamente.

Al otro lado de la pequeña estancia,la enfermera se incorporó lentamente dela cama sobre la que se había inclinado.

—Lo trajeron aquí hace tressemanas, estaba herido. ¿Lo conoces?

—Creo que… sí, o en realidad…,no.

—Por un instante, sólo un instante,apareció otra vez la imagen que lo habíaperseguido continuamente en sus sueñosfebriles: una figura negra, de rostrodelgado, envuelta en llamas. Sólo que

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ahora parecía más real y más cercanaque nunca antes.

—¡Huye! —gritó involuntariamente,sin él mismo comprender qué queríadecir con ello.

—Ya he huido, al fin y al cabo estoyaquí en Cabaret. Los demás tambiénestán a salvo, —susurró la chica comosi se tratara de un secreto entre ambos.Lanzó una mirada asustadiza hacia lamujer que los contemplaba desde ladistancia. Después dejó el resto de laropa en el suelo y se apresuró a salir.

—¡Espera! —La mujer corrió trasella e intentó retenerla—. Lo conoces¿sí o no?

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—En realidad creo que no, —dijoella titubeando, y después con seguridadpero también con cautela—: Creo queno tengo nada más que decir.

Movió la mano hacia la puerta, queen aquel instante se abrió. Entró unhombre pequeño y nervudo, vestido denegro con una melena que le llegabahasta los hombros y una barba larga. Leseguía Otro, que era casi una réplicasuya, aunque un poco más joven y alto.La mujer y la chica se hincaron derodillas, inclinaron la cabeza y lossaludaron tres veces con las palabras:

—Benedicite, Buenos Cristianos,dadnos la bendición de Dios y la

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vuestra, rogad a Dios por nosotros.—El joven recordó vagamente lo

que le había sucedido al principio de suconvalecencia y siguió el ejemplo de lasmujeres.

—Recibid la bendición de Dios y lanuestra.

—Señor, rezad a Dios para quelibere a este pecador de una muerte malay lo guíe hacia un buen fin.

—Rogaremos a Dios. Que Él teconvierta en un Buen Cristiano y te guíehacia un buen fin.

—Los tres se pusieron en pie y elprimer Bon Homme tomó la palabra.

—Colomba me ha dicho que aquí

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hay un enfermo curado que recibió elconsolamentum. ¿Eres tú?

—El joven asintió.—Me han dicho que puedo empezar

a trabajar.—Eso está bien. Hemos venido para

hablar de…—Ya me han bautizado en dos

ocasiones, —dijo él apresurado—. Nocreo que pueda resistir tanta aguabendita y tanto fuego.

—El consolamentum es irreversible.El bautizo de un Buen Cristiano nopuede anularse. Tu alma ha sidoadormecida por las falsas tentacionesdel diablo y ha dormitado durante

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siglos, mas el bautizo con el fuego delEspíritu Santo la ha despertado.

—Pero… ——buscando en susrecuerdos más recientes, intentóencontrar las palabras adecuadas —…¿acaso no es cierto que sólo pueden serbautizadas las personas que conocen ladiferencia entre el Bien y el Mal?Cuando me bautizasteis era tan ignorantecomo un recién nacido. Y me dijeronque a ésos no los bautizáis. Sólo ahoraempiezo a darme cuenta poco a poco delo que sucede a mi alrededor.

—No podemos dejar pasar estaoportunidad. No podemos permitir quetu alma vuelva a dormirse. ¿Acaso no

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pediste tú mismo el consolamentum?¿Acaso no contestaste conscientemente anuestras preguntas cuando recibiste elconsolamentum?

—Él asintió resignado.—No queremos que regreses a la

vida que llevabas antes. Estosignificaría que volverías a caer en elMal. Has recibido el bautismo parapoder elegir el buen camino en unapróxima vida. Esa próxima vida haempezado ahora gracias a tu inesperadacuración. Del mismo modo en quesolicitaste recibir el bautizo en tu lechode muerte, ahora has de elegirvoluntariamente este modo de vida. El

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bautizo te autoriza a dirigirtedirectamente a Dios rezando por laliberación del Mal. Elige el caminohacia el reino de la Luz, ahora que se teofrece la oportunidad. Deja que tu almaregrese a su patria celestial.Comprendemos que no hayas elegidoeste camino por vocación y que aún noestés preparado. Por ello se te pondrá aprueba durante un tiempo, quizá año ymedio o más. Después te convertirás enun Buen Cristiano y te esperaremos conlos brazos abiertos para ayudarte entodo lo que podamos. Pues no es uncamino fácil, lo sabemos muy bien.

—El joven entornó los ojos y miró

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desconfiado a la pareja.—No sé lo que era antes, pero en

cualquier caso no era un monje. Notengo intención de meterme en unmonasterio. Prefiero las minas.

—La enfermera y la chica semiraron asustadas. Los dos hombrespermanecieron imperturbables. Se hizoun silencio embarazoso hasta que elprimer Bon Homme volvió a dirigirse aljoven con un gesto preocupado.

—También hemos convertido amonjes, —dijo disculpándose—. ¿Dedónde eres?

—Todavía está confuso, no sabe quéle ha sucedido, —se apresuró a explicar

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la enfermera—. Tenía una enormeherida en la cabeza y por ello haperdido la memoria, pero por lo vistoella lo conoce.

—¿Es eso cierto?—La muchacha empezó a negar

enérgicamente con la cabeza.—No creo que… No sé cómo se

llama.—Colomba, no olvides el

compromiso que has contraído. Paraquien ha aceptado el hábito, una mentiraes infinitamente peor que para uncreyente normal. Incluso una simplementira es el Mal en su totalidad y entoda su intensidad, un pecado

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irremediable que anula de golpe elbautizo. Un solo pecado, por pequeñoque sea, hace imposible tu salvación.Entonces vuelves a estar a merced deldemonio.

—Colomba se volvió primero haciae l Bon Homme y lo miró con cara deculpable, y después dirigió su mirada aljoven como pidiéndole perdón. Sóloahora se dio cuenta él de que lamuchacha iba vestida de negro.

—No conozco su nombre, ésa es laverdad. Lo vi en Béziers.

—¡Béziers! Incluso en la ciénaga desu cerebro confuso que todo lo absorbía,ese nombre significaba algo terrible.

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Como un relámpago vio pasar algunasimágenes caóticas, gente gritando, y denuevo el rostro delgado y las llamas.

—¿Qué hacía allí?—Aunque la muchacha pareciera

haber recobrado la serenidad, en sucabeza se libraba una batalla. ¿Quéhacía aquí? ¿Acaso ponía en peligro alos suyos si les ocultaba que era uncruzado? ¿Podía asumir ella sola esaresponsabilidad? Al fin y al cabo, enBéziers él había matado a un BonHomme y quién sabe a cuántas personasmás. Y no obstante, la había dejadoescapar con los niños. ¿Era cierto lo quedecía la enfermera o se trataba de un

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espía que sólo fingía haber perdido lamemoria? Parecía tan inocente con esacamisa blanca y esa mirada aturdida enlos ojos. ¿Qué sería de él si el señor deCabaret, un apasionado defensor de laverdadera fe, se enteraba de que uncruzado había buscado refugio bajo sutecho? ¿Y qué pasaría si descubrían supresencia aquí en la boca del lobo losdos desterrados de Fanjeaux, loscaballeros Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel, hijos de una Bonne Dame quehabían jurado vengarse de los intrusosque les habían arrebatado sus bienes ylos de su madre? Enderezó la espalda,miró al Bon Homme a los ojos y le

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preguntó:—Señor, ¿puede un Buen Cristiano

exigir que se conteste a sus preguntasamenazando con el pecado de lamentira? ¿Acaso no nos está prohibidotambién a nosotros, que hemosconvertido la no violencia en nuestrodeber, atacar a otros con palabras?¿Puedo por ello negarme a contestar avuestra pregunta sin cometer un pecado?

— E l Bon Homme la observópensativo durante un rato antes de decir.

—Sí, puedes negarte, pero con elloseguramente provocarás másdesconfianza que si contestas a mipregunta. Las consecuencias son

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responsabilidad tuya. Si desconozco laverdad, no puedo decidir si actúas consensatez.

¿Qué podía decir ella? En su menteintentó formular una respuesta capaz desalvar al infeliz de las manos del señorde Cabaret:

—“No lo conozco, pero vestía comoun caballero y un noble, llevaba la cruzcosida en su manto igual que todos losdemás. Estaba presente cuando nosrefugiamos en la iglesia de Béziers y nopudimos encontrar ninguna salida. ElBon Homme que me acompañaba intentórazonar con él y al no conseguirlo lepidió que lo matara. Tras acceder a esta

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petición, me salvó a mí y a los niños queestaban conmigo de los demás cruzadossanguinarios y nos brindó la oportunidadde escapar”.

—Pero ¿había sucedido realmenteasí? El Bon Homme había pedido aljoven caballero que lo matara. Másbien, lo había desafiado. A ella le habíafaltado el valor para hacer lo mismo. Alrecibir el bautizo, se habíacomprometido junto a los demáscreyentes a no temer a la muerte y a nohuir de ella cuando se presentara, perohabía huido. ¿Acaso había hundido suespada en el cuerpo del Buen Cristianoa sabiendas de que así lo rescataba del

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ciclo casi infinito de reencarnaciones?Los cruzados habían llegado al país paraerradicar lo que ellos llamaban herejía:el Verdadero Cristianismo. No matabancon la intención de ayudar a los BuenosCristianos a huir antes del mundo delMal. Eso lo había leído ella en su caracuando lo vio matar al Bon Homme enBéziers. ¿Cómo podía afirmar otra cosadelante del Bon Homme que ahoraesperaba una respuesta? ¿Acaso debíacontarle sólo lo de su huida y callar elresto? Eso sí sería una mentira.

Tenía que contarlo todo o nada,pensó. Si ella lo contaba todo, élacabaría, en el mejor de los casos, en

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los calabozos de Cabaret, junto al otrocruzado, Bouchard de Marly, apenas elúnico que había sobrevivido a laemboscada que le habían tendido loshermanos Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel y sus jinetes. Pero callar y nocontar nada de lo sucedido equivalía ahacerse plenamente responsable de losactos del joven caballero. Si resultabaque sus intenciones eran perversas y quepor ello ponía en peligro a Cabaret, ellasería la culpable. Miró al joven queestaba allí como si la cosa no fuera conél. ¿Era verdad que no recordaba nada?La expresión ingenua en su rostro eracasi enternecedora. Colomba tenía en

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sus manos el destino de aquel joven queparecía confiar plenamente en ella.

—Sólo puedo decir que creo que esuna buena persona, —dijo—. ¿No seríaun crimen abandonarlo a su suerte eneste estado? Podría caer fácilmente enlas manos equivocadas.

— E l Bon Homme dio suconsentimiento con ciertas reservas.

—Haré que lo lleven a las minas deSalsigne, donde los nuestros lo vigilarány protegerán hasta que se hayareencontrado a si mismo. Mientras tanto,deberá recibir de nuevo elconsolamentum, pero en este caso hemosde ser extremadamente cautelosos y sólo

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iniciarlo en el conocimiento delVerdadero Cristianismo cuandosepamos quién es y qué es.

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CABARET

Marzo de 1210

El trabajo en las minas era pesado. Losprimeros días estaba tan cansado quepor las noches apenas podía comer y nolograba conciliar el sueño. Después sefue acostumbrando y poco a poco fuecobrando fuerzas. Su cuerpo demuchacho espigado incluso empezó adesarrollar músculos.

Colomba consideraba su debervigilarle y de vez en cuando visitaba elpueblo minero, siempre acompañada de

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la Bonne Dame que era su guardiana. Ensu monótona existencia en las minas, lasvisitas de Colomba eran para él unaagradable variación que anhelaba cadavez más.

Los contactos con los demás mineroseran muy escasos o muy superficiales.Colomba le había avisado de que suacento le delataría, por ello habíainsistido en que hablara lo menosposible hasta que dominara mejor lalengua.

A veces sucedía que, de súbito, unobjeto, un acto o una palabradeterminada evocaban en él un recuerdovago. No eran más que retazos

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inconexos sobre los que no osaba hablarcon nadie. Sin embargo, cada vez sabíacon mayor certeza que había ido a parara un sitio que no tenía nada que ver consu vida anterior. Su instinto le decía quela pérdida de la memoria le protegía deuna u otra manera. Por ello, se cuidabamucho de hablar sobre lo poco queempezaba a recordar paulatinamente.

E l Bon Homme que le habíanasignado como guardián tampoco leinspiraba demasiada confianza. Másbien tenía la sensación de que éste levigilaba como un carcelero. El hombreno se apartaba nunca de su lado y lellamaba la atención cada vez que estaba

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a punto de dar un paso en falso. Día trasdía trabajaba junto a él en las minas eintentaba convencerle de lo que élllamaba la verdadera fe. Sólo conColomba podía mantener unaconversación de verdad, pues confiabaplenamente en ella. Colomba era elúnico eslabón entre él y esa parte de suvida que quedaba a sus espaldas. Aveces, ella lograba despistar a suguardiana. En esos escasos momentos,Colomba le contaba que era uncaballero y dónde lo había conocido. Alprincipio esto lo asustó, pues por susrelatos comprendió que en realidad eraun enemigo de quienes ahora le ofrecían

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cobijo. Había matado a los compatriotasy a los correligionarios de estaspersonas, e incluso a un hombre santo osacerdote, que él había llamado unperfecto, pero que aquí se llamaba unBuen Cristiano o un Bon Homme. Eseasfixiante sentimiento de culpa fuedesapareciendo lentamente para dejarsitio a recuerdos que se presentaban deforma totalmente involuntaria y que nodespertaban en él emoción alguna. Mástarde, Colomba empezó a contarle loque había sucedido en el país desde lallegada del ejército de los cruzados.Cada vez que mencionaba el nombre deun lugar que había sido conquistado por

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los cruzados y le explicaba lo que habíaacaecido allí, él veía desfilar imágenescomo si hubiese sido un meroespectador de todos esos sucesos.

En otoño habían sitiado Cabaret, leexplicó Colomba, y era probable que elpropio Amaury hubiera participado en elasedio. La fortaleza con los trescastillos no había caído entonces, engran parte por su situación inexpugnable,pero también gracias a la ayuda de losmuchos proscritos que habían buscadorefugio junto a los señores Jordán yPedro Roger de Cabaret. De entre todosestos faidits que se habían reunidoalrededor del estandarte de Cabaret, los

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más temidos eran los hermanos PedroMir y Pedro de Saint-Michel deFanjeaux. Eso no era de extrañar, puessu madre era una Bonne Dame que sehabía visto obligada a esconderse pocoantes de la caída de Fanjeaux y laesposa de Pedro de Saint-Michel habíatenido que refugiarse en Montségur, unviejo burgo en lo alto de las montañasque ahora estaban reformando yampliando para dar cobijo a losnumerosos refugiados. Así pues,comprendió que se encontraba en mediode los más encarnizados adversarios dela Cruzada.

Por fortuna, le dijo Colomba,

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gracias a los contraataques y lasrebeliones que tuvieron lugar durante elotoño y el invierno, fue posiblereconquistar cuarenta poblaciones quehabían caído en manos de los franceses.Pero esta situación cambiaría pronto.

—Según las últimas noticias, hallegado un nuevo ejército de cruzadospara reforzar las tropas de Simón deMontfort, —le explicó—, al parecer, lacondesa de Montfort también ha viajadohasta aquí. El señor de Montfort debe detener gran confianza en sí mismo, si creeque este es un lugar seguro para lasmujeres.

Era la primera vez que mencionaba

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el nombre del noble francés. El jovensentado delante de ella esbozó unaamplia sonrisa.

—Simón de Montfort, le conozco.¡No hay dos como él en el mundo!

De súbito se vio de nuevo a símismo ante el gran comandante que loalababa por los servicios prestados. Susojos resplandecían pero los de ella seentornaron.

—¡¿Has luchado con él?! —Miróasustada a su alrededor, pero por fortunasu guardiana estaba ocupada en otrosasuntos.

—Sería dichoso si tuviera la mitadde su valor, —declaró Amaury, de

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buenas a primeras.Ella le lanzó una mirada llena de

aversión, dio media vuelta y se alejó sindecir nada. Él se quedó mirándolaperplejo. Por fin oía un nombre quesignificaba algo para él, que tenía unrostro, y por fin se acordaba del hombreal que había admirado, al que habíaconsiderado como su gran ejemplo, ¡yahora ella no quería ni oírle! Saliócorriendo detrás de Colomba. Cuando lahubo alcanzado, ella siguió andando conpasos cortos y furiosos. Él caminaba asu lado.

—Está bien, lo admito, han sucedidocosas terribles. ¿Acaso los vuestros no

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han matado a nadie? Yo he combatido enel otro bando pero también ellosluchaban para defender su fe. ¿Cuál es ladiferencia?

—Lo dices como si teenorgullecieras.

—¿Es que un hombre no puede estarorgulloso de sus hazañas de guerra?

—Los nuestros luchan por lalibertad de creer lo que quieran.Vosotros lucháis para quitarnos esalibertad.

Por un momento no supo quéreplicar. Podría haber dicho que su feestaba amenazada por la expansión de laherejía, mas prefería no usar esa palabra

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y además en su memoria no lograbaencontrar hechos que lo demostraran.

—Las guerras nacen por la codicia yla sed de poder, las peores tentacionesdel demonio —le oyó decir—. Vuestrosobispos y sacerdotes predican el odio yla venganza. Nosotros no pedimos anadie que luche por nosotros, preferimosmorir. Luchar es de bárbaros.

—Es un arte que exige muchosconocimientos y mucha práctica —protestó él.

—¿Un arte? Como mucho es unoficio. Quizá pueda decirse que, para uncaballero, conquistar un burgo es más omenos lo mismo que tallar la madera

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para un ebanista o confeccionar unmanto para un sastre.

—La milicia es más digna que eloficio de un artesano, por ello se llamaarte de la guerra.

Ella se detuvo bruscamente.—¿Cómo que más digno? Vosotros

no hacéis nada, sólo destruís.—Es una tarea digna y un deber

noble. Tiene que ver con el honor y laconciencia. Es una aspiración más altaque el trabajo manual. Y además haydiferencias de categoría. Hay señores ycaballeros, campesinos y criados. —Porsi acaso, de momento no incluyó a losclérigos—. Sin nuestra protección no

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podéis vivir.—O sea, ¿que nuestro trabajo es

inferior? Sin nuestro pan no tendríaisnada que comer, sin la ropa queconfeccionamos os pasearíais en cueros.

Él se echó a reír, pero a ella no lehacía ninguna gracia.

—Si todo el mundo pensara comonosotros, ni siquiera necesitaríamosprotección. Ya no habría luchas.Vosotros habéis asesinado, mutilado,violado, robado y encima tú estásorgulloso de ello. ¿Te parece eso noble?O sea, que la gloria militar apestaba.Todo aquello era muy desconcertante.Sabía que había luchado por una causa

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noble. Ahora, de súbito, resultaba quetenía que avergonzarse de lo que habíahecho.

—No existen diferencias de clases—le dijo ella indignada mientras seguíaavanzando y tomaba el camino endirección a Cabaret, que se hallaba atres millas de distancia—. Tu alma esigual que la mía, la mía es igual que lade cualquier mendigo y la del mendigoes igual que la de un rey o de vuestropapa.

—Todos somos iguales ante Dios,—admitió él—. Pero en este mundo haydiferencias. Con la sangre de misantepasados he heredado sus virtudes

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nobles. Por ello esa sangre me otorga elderecho a mandar a mis subordinados ya dar órdenes. Sin esa jerarquíareinarían el caos y la anarquía.

—Eso es porque creéis en un diosmaligno, un dios que somete y castiga,un dios vengador. Él os ha susurrado lapalabra mágica “poder”. Y ahoraintentáis imitarle y jugáis a ser Dios.Tienes razón, hay una diferencia: quientiene poder y lo utiliza para someter aotros, tiene un alma mala. Cuanto máscaiga un hombre en esa tentación, máslargo será el camino de su alma hacia laredención. Las almas más impurashabitan en los cuerpos de condes y

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reyes, de arzobispos, cardenales ypapas. ¡Ésos son los cortesanos deSatanás!

Él se santiguó, asustado por susvehementes palabras, mientras Colombaseguía el movimiento de sus manossobre la túnica de estameña con unamirada llena de horror.

—¡Estás ensuciando la túnica de unBon Homme con la señal del demonio!¡No olvides quién eres ahora! —siseó.

—Podéis bautizarme y ponerme unatúnica negra, pero soy y seguiré siendootro.

El rostro de Colomba estabadesencajado por la cólera y la

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decepción. Aceleró el paso. ¿Cómopodía haber creído nunca que seríacapaz de convertirlo? Aún le faltabamucho por aprender antes de poderconvencer a otro con sus palabras. Perotenía que proseguir en su intento desalvarlo. Pues desde que estaba curadoy su cuerpo se fortalecía, parecía comosi el mal lo dominara cada vez más.

—La diferencia entre señores ycriados es una invención del demonio,—prosiguió ella—, igual que todo estemundo malo. Esa sangre, de la que tantote enorgulleces, es una invención deldemonio, tanto como tu cuerpo. En lacárcel de carne y sangre, el diablo tiene

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prisionero un trocito de tu espíritucelestial que ha sido creado por el buenDios. ¿Cómo puedes creer que hasheredado las virtudes de tus antepasadosa través de la sangre? La sangre no llevanada espiritual, es tu alma terrenal. Laves, pero no está aquí, es una ilusióncreada por el demonio. Todo lo que ves,lo que sientes, ha sido ideado por eldemonio, un mundo falso en el cual todoes efímero. El maligno no puede crearnada bueno ni eterno, aunque sí engaño yviolencia, sufrimiento y muerte, que hansido inventados por el demonio.

¿Significaba eso que las montañas,los valles, los ríos, las flores, los

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pájaros, toda la creación no había sidoobra de Dios sino del demonio?

—¡No sabes lo que dices! —exclamó él.

Colomba hablaba igual que el BonHomme que le llamaba “hermano” y quelo seguía como una sombra. Tambiénhabían venido otros Buenos Cristianos apredicar, y hablaban tan bien que a él nisiquiera se le ocurría nada que replicar.Ella no podía evitarlo, se lo habíaninculcado ellos. ¿No era terrible que losherejes utilizaran a una muchacha tanjoven y tan inocente para difundir susmentiras? Pero su torrente de palabrasera imparable y ella seguía hablando

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incansable, al ritmo de su pasoapresurado.

—El otro mundo, el invisible, lapatria celestial del alma, es eterno, hasido creado por el buen Dios. ¿Cómopodéis afirmar que Él ha creado estemundo? Es como pretender que el buenDios ha sembrado el Mal en su propiacreación. En tal caso, el Mal procederíade Él mismo, que es todo bondad.¿Acaso no ves que es imposible?

—¿Y si resulta que lo ha hecho parapurificar al hombre, para que pague porsus pecados?

—¡Mentiras! ¡Todo mentiras de laIglesia romana que ha traicionado la

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doctrina original de los apóstoles! Albuen Dios no se le ocurriría hacer pagara los hombres. Dios es bueno, Dios esomnipotente, ¿estás de acuerdoconmigo?

—Sí, por supuesto.—¿Cómo puede entonces, con toda

su bondad y su omnipotencia, crear unmundo en el que prolifera el Mal y queél no puede controlar? ¿Acaso Diospuede crear una piedra que Él mismo nopueda levantar?

De nuevo se quedó boquiabierto.—¡Te han envenenado con

blasfemias! —gritó.Quería agarrarla del brazo, hubiera

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querido sacudirla, pero ella retrocedió yechó a correr.

—Sabes que no puedes tocarme.Puede que todavía no sea una BonneDame, pero procuro mantener mispromesas. Es más de lo que puedo decirde ti.

—¡Dos dioses! Es la peor de lasherejías, ¿acaso no lo sabes? —dijojadeando—. ¡Por qué si no empieza elcredo con las palabras “creo en un soloDios”! —Sus palabras le salíaninconscientemente de la boca como sirecitara una lección de memoria.

—¡Mentiras de vuestra Iglesia deSatanás! ¡No! ¡No me toques!

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La alcanzó de dos zancadas y laagarró por la túnica negra. Ella tropezóy cayó, su pie resbaló por la empinadapendiente junto al camino, pero antes deque pudiera seguir cayendo, él la cogióy la levantó. Mientras sujetaba su cuerpocon las manos se sorprendió de lodelicada que era. Nunca antes la habíatenido tan cerca. Olía bien. Ella intentósoltarse protestando con fuerza y antesde que él se diera cuenta de lo quepasaba, le dio una bofetada en plenacara. Demasiado sorprendido parareaccionar, retrocedió tambaleándoseunos pasos hasta recuperar el equilibrio.

—¡Pequeña bruja! —exclamó.

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Su explosión de cólera no dio paramás. Frente a él, Colomba se habíaquedado petrificada. Se mirabahorrorizada la mano derecha al tiempoque la mantenía lo más alejada posiblede su cuerpo.

—¡Dios mío, mira lo que me hashecho hacer! —Los ojos se le llenaronde lágrimas.

—Apenas lo he notado.—Amaury no lo dijo para

tranquilizarla, pues estaba demasiadofurioso, sino que su orgullo le impedíademostrarle que la bofetada lo habíacogido por sorpresa y que quizá le habíaafectado más de lo que quería admitir.

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—No entiendes nada, —dijo ellasollozando con indignación—. Herecurrido a la violencia. En lugar deconvertirte, me dejo arrastrar por elMal. Ahora todo habrá sido inútil,tendré que empezar de nuevo. Y yo sóloquería ayudarte.

—¿Ayudarme? ¡Ofendiendo a Dios ya mi Iglesia, negándome mi linaje y misderechos, la sangre de mi padre, mishermanos…!

Se calló bruscamente. Era como si laexplosión de cólera hubieradesencadenado en su cerebro un procesoque todos los cuidados y la ayudaprestada no habían sido capaces de

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iniciar. ¿Hermanos? Le vinieron a lacabeza algunos nombres. “Tu hermanono es digno de tu sangre”, oyó quealguien decía en su memoria. Todas lasvivencias del año anterior lo arrollaroncomo una ola gigantesca.

—Deseaba tanto que también tú teliberaras, —sollozaba Colomba.

Él ni siquiera la oía. Era como sialguien le hubiese dado un fuerte golpeen la cabeza, volviendo a colocarlo todoen su sitio y desterrando la apatía queaturdía sus sentimientos.

—¡Oh, Dios! —Escondió la caraentre las manos—. ¡Oh, Dios,Guillermo! —gimió.

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En aquel mismo instante le asaltarontodo tipo de preguntas. ¿Cuánto tiempollevo aquí? ¿Cuánto tiempo hace quecayó Alaric? ¿Dónde están ahoraRoberto y Simón? ¿Qué les ha sucedidoentre tanto? ¿Habrán encontrado yenterrado el cuerpo de Guillermo?¿Saben que todavía estoy vivo? ¿Oacaso creen que yo también perecí? No,Alaric sigue ocupada por los del sur,allí no pueden entrar. Eso lo tranquilizóun poco.

Lentamente bajó las manos. Con losojos escudriñó la lejanía. Sabía que allí,detrás de la siguiente montaña, estabaCarcasona como una oscura topera en la

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llanura nevada. Cuando regresara,¿cómo debía explicar su larga ausencia?¿Qué había sucedido entre tanto? SiMontfort lo interrogaba y si él seconfesaba —¡Dios, cuánto tiempo hacíaque no se había confesado!—, tendríaque contar que le habían administrado elconsolamentum, ¡el bautizo de losherejes! Sería castigado por el obispode Carcasona en presencia de todos. ¡Loencerrarían o quizá algo peor! Miró aColomba, que ya se había calmado unpoco, pero que seguía demasiadoocupada consigo misma como parahaber notado lo que le sucedía a él.Tendría que explicar dónde había estado

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y quién le había cuidado. Nunca lostraicionaría. Él no estaba con los delsur, pero tampoco con los del norte.Estaba aprisionado entre dos mundos.Su antiguo mundo ya no lo aceptaríacomo era ahora. En el nuevo no se sentíaa gusto. Sus puños se cerraron alrededorde los pliegues de la túnica negra que nole correspondía. Habría queridoarrancársela allí mismo. ¿Qué haríanRoberto y Simón si le vieran vestido deesta guisa? ¿Y Montfort?

—O sea, ¿que ahora tu bautizo esnulo porque me has pegado? —lepreguntó en un intento por situarse en elpresente.

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—No, qué va, sólo tengo que hacerpenitencia por haber dado un paso enfalso, —dijo ella resignada.

—Lo siento por ti. Sois buena gente,a pesar de vuestras creencias.

—¿Qué quieres decir ahora con eso?—Nunca podré aceptar tu fe. No es

culpa tuya, no hace falta que te loreproches. Simplemente somosdemasiado diferentes. Regresaré contigoa Cabaret, no puedo seguir aquí.

—¿No puedes…? ¿Por qué…?—No me preguntes nada, de todas

formas no podría contestarte, Y si tienesque hacer penitencia, hazla por esto.

Le cogió la mano que se dejó caer,

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pequeña y delicada, en la suya y laatrajo hacia sí. Antes de que ellapudiera desviar la cara, ya la habíabesado. No en la boca como habíabesado otrora a Eva, sino en la frente.Fue un impulso que le asustó tanto comoa ella, que estaba tan aturdida que nisiquiera protestó. Luego la soltó.Siguieron andando en silencio hasta queel camino empezó a descender y encimade sus cabezas aparecieron los trescastillos de Cabaret. A poca distanciadel pueblo, Colomba lo detuvo.

—Aquí no estás a salvo, —dijo—.Por favor, regresa.

—No estoy a salvo en ninguna parte.

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Pero con vosotros no puedo quedarmebajo ningún concepto. Soy un peligropara todos vosotros.

—No si te conviertes en uno de losnuestros.

—Eso no puede ser. He venido aquípara luchar por Dios, para defender la fede la que vosotros renegáis, ¡quecondenáis por demoníaca! He venidoaquí para que, con mi sangre, me seanperdonados mis pecados. Vosotros decísque Aquél que creó el mundo es un diosmaligno. Vosotros decís que Su hijo nomurió en la cruz para liberarnos denuestros pecados. ¡Por Él estaba yodispuesto a morir como un héroe! —

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Sacudió lentamente la cabeza—. Por esono puedo quedarme.

—Morir como un héroe no sirve denada. —Ya no estaba enfadada. Lomiraba muy seria, como la primera vezen Béziers—. Uno no puede purificarsede todo el mal que hay en su interior, delpecado, como lo llamáis vosotros,derramando su sangre o la de otros. Sólopuede escapar del mal alejándose de él.

—Lo que dices significa que todoslos santos mártires murieron inútilmente.Que Cristo murió inútilmente. Casi nopuedo decirlo.

—Cristo estuvo aquí pararecordarnos que tenemos una patria

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celestial cuya existencia habíamosolvidado. Estuvo aquí para enseñarnoscómo podemos regresar a ese reino, y nopara liberarnos de nuestros pecadospadeciendo en la cruz. Nos trajo elbautismo con el Espíritu Santo. Tu alma,esa pequeña chispa de luz celestial, estáencerrada en la carne que ha creado eldemonio. Sólo siguiendo el camino delos Buenos Cristianos puedes separartede ese cuerpo. Deja que los BuenosCristianos te impongan las manos y tedevuelvan el Espíritu Santo, para quepueda reunirse con tu alma celestial.¡Sólo entonces te habrás liberado! Élvolvió a santiguarse, horrorizado por

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sus palabras. Le habían impuesto lasmanos, le habían administrado elconsolamentum, un terrible error, yencima querían volver a hacerlo, ¡comosi no bastara con un bautizo herético!

—Nunca nos comprenderemos,Colomba, por mucho que te agradezcatodo lo que has hecho por mi.

—Lo que pasa es que no quierescomprender, —rectificó ella.

Durante unos instantes se miraron ensilencio.

—Si algún día me necesitas, has desaber que me llamo Amaury de Poissy,—dijo y acto seguido dio media vuelta,miró el camino que llevaba al sur y

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apretó el paso.Ella permaneció allí mirando cómo

se alejaba, alcanzaba la curva delcamino y empezaba a desaparecer de suvista. Sus ojos se llenaron nuevamentede lágrimas. La figura de Amaury sefundió con los tonos grisáceos delpaisaje de invierno. ¿Es que no se dabacuenta del peligro que corría, vestidocon la túnica de un Bon Homme? Perocuando los árboles desnudos casi se lohabían tragado, Amaury se detuvo derepente. Ella se secó los ojos y loobservó. Seguía parado y tenía la vistafija en la lejanía. Abordó a untranseúnte, le impidió que le saludara

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como si fuera un Buen Cristiano eintercambió algunas palabras con él. Acontinuación dio media vuelta y regresó,andando cada vez más rápido, hasta quefinalmente llegó hasta ella corriendo.

—Regresa, no quiero que veas esto,—dijo jadeando.

Desde lo lejos llegó hasta ella unsonido que al principio no pudoidentificar. A medida que seintensificaba empezaron a surgir losrecuerdos del terrible día en Béziers.Era el sonido de personas que gemían dedolor. Poco a poco, las figuras fueronseparándose una por una de losmatorrales desnudos que los sustraían a

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la vista. Se movían de forma peculiar,como si buscaran el camino palpandocon los pies. Algunos se agarraban entresi, mientras otros avanzaban con unacuerda o una tira de tela entre ellos, queles servía de guía.

—Por el amor de Dios, Colomba, note tortures así. Regresa con los tuyos yquédate allí hasta que hayan pasado delargo.

Empezó a empujarla suavemente endirección al pueblo, alejándola delespectáculo que se acercaba.

—¿De dónde vienen, qué hasucedido?

—De Bram, un pueblo en el camino

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de Alzonne a Fanjeaux. —No le quisodecir más.

—¿Hay heridos?Él se limitó a asentir.—¿Y tú quieres que me vaya? Tengo

que ayudarlos. —Se deslizó delante deél y apretó a correr en dirección a laextraña comitiva, que entre tanto habíacrecido hasta sumar casi cien personas—. Ocúpate tú de ponerte a salvo, —gritó volviendo la cabeza—. Vuelve aSalsigne, seguramente pondrán alcorriente al señor Pedro Roger y querráque ellos le cuenten lo que ha pasado.No quiero que se tope contigo.

—Yo me quedo aquí. —La seguía de

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cerca—. Necesitaréis mi ayuda.Colomba había visto muchas cosas en sucorta vida. Sin embargo, el espectáculode los habitantes de Bram supuso ungolpe difícil de superar.

Entre tanto, otros habitantes deCabaret habían salido de la ciudad. Seacercaban en masa a los infelices ytodos querían saber qué había sucedidoexactamente.

Bram había sido asediada por loscruzados. El asedio había durado tresdías. Después, la población había sidoatacada y tomada. Primero, los cruzadosse habían ensañado con un escribanofrancés que en aquel momento se

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encontraba en Bram. El desgraciado,gracias a cuya traición la ciudad deMontreal había vuelto a caer en otoño enmanos de su legítimo dueño, el señorAimery de Montreal, había sido atado aun caballo, arrastrado por las calles y acontinuación ahorcado. Después, loscruzados escogieron a cien ciudadanos,a quienes cortaron la nariz y el labiosuperior, y les arrancaron los ojos,salvo a uno, a quien se le perdonó un ojopara que pudiera guiar a los demás. Eseera su castigo por haber defendido supueblo del ataque de los soldados deDios. Todo aquel que se resistiera alejército de cruzados correría la misma

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suerte. Con este siniestro mensaje, quehabían de transmitir en nombre de Simónde Montfort, fueron enviados a Cabaret,hasta entonces el único reducto que loscruzados no habían conseguidoconquistar gracias a la fuerte resistenciade sus señores.

—Así que esto es lo que tú llamas elnoble arte de la guerra, —dijo Colomba—. Tienes razón, no hay dos en todo elmundo como Montfort.

Amaury la miró desconcertado. Susduras palabras lo hirieron como unapuñalada. Por supuesto, como cruzado yrepresentante del mismo ejército eracómplice de aquella carnicería. Hubiera

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querido que se lo tragara la tierra,hubiera querido desaparecer porcompleto de la faz de la tierra. Bien escierto que cuando aún vivía con sushermanos había cuestionado algunascosas, aunque al final siempre acababaadmitiendo que Montfort había actuadocorrectamente, fuera o no por encargodel abad del Cister. A fin de cuentas, lamatanza de Béziers había sido culpa delos mercenarios, esa chusma depravadaque en aquel desastroso momento loscruzados no habían podido dominar.Pero desfigurar de semejante modo y deforma deliberada a ciudadanosindefensos, sólo para que sirviera de

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escarmiento, eso superaba todacrueldad. No le cabía en la cabeza queun hombre temeroso de Dios comoMontfort fuera responsable de semejantebarbarie. Lo único que podía hacer eracompensar aquí lo que habían hechoMontfort y los suyos, entre quienes sehallaban su hermano y su primo. Seabrió paso entre la muchedumbre y guióa los desgraciados hacia la casa dondehacía unos meses le habían conducido aél, para curarles de sus heridas y atendersus necesidades junto a Colomba y lasdemás mujeres.

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CABARET

Abril de 1210

Amaury sabía una cosa con certeza: pormuy impulsiva que hubiera sido, sudecisión de quedarse en Cabaret erairreversible. Si volvía con los cruzados,lo considerarían un traidor, y no leaguardaba un destino muy distinto al delescribano francés al que habíanarrastrado por las calles de Bram yluego ahorcado. A fin de cuentas, sepaseaba por voluntad propia entre losherejes, mientras que a unas decenas de

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metros se hallaba Bouchard de Marly,quien llevaba ya cuatro mesesprisionero en el castillo. Por tanto teníaque quedarse, pues no había soluciónintermedia. A decir verdad, había deadmitir que ni siquiera le costabademasiado. Se había acostumbrado alduro trabajo en las minas y ademásestaba cerca de Colomba.

Aunque no lo suficientemente cerca.Los terribles rostros mutilados de losciudadanos de Bram lo perseguían ensus sueños. Una y otra vez se despertabasudando en plena noche y en laoscuridad veía el rostro de Colomba, enel cual los ojos morenos, la graciosa

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nariz y los finos labios habían dejadositio a heridas abiertas, como si lomirara una calavera. En tales momentos,una única idea acaparaba suspensamientos: ponerla a salvo,llevársela lejos de Cabaret.

Además, se había dado cuenta deotra cosa: estaba enamorado de ella.

Esto era lo que más le asombraba,sobre todo porque se trataba de un amorimposible. En sí no era tan extraño.Colomba era una chica guapa. Era muydistinta de Eva. Sin sentir la más mínimavergüenza era capaz de decir cosas quea él le sacaban de quicio, para luegohacerse la inocente y la ofendida si él se

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enfadaba. Además, en lo tocante a laposición social, Colomba era inferior aél, y por consiguiente sólo podían teneruna aventura, algo que, aunque élquisiera, era impensable. Pero porencima de todo era una hereje y no sóloeso, sino que estaba a punto deconvertirse en una perfecta. Al principioya le había advertido de que no la podíatocar. Ni siquiera podían hacerlo suscorreligionarios masculinos. Parasaludarla se limitaban a tocarle lamanga. Aquella vez que la habíaabrazado, en el camino de Salsigne aCabaret, había sido suficiente paradespertar su virilidad. Él mismo se

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había sobresaltado. Por una sola vez lehabía permitido cogerle de la mano,pues de todas formas ya había pecado yluego, durante todo el camino, él nohabía podido evitar fantasear cómo seríahacer el amor con ella, a pesar dehaberse esforzado por encauzar suspensamientos en otra dirección.

Si hubiese sido sensato, se habríamarchado aquel mismo día. Pero a causadel drama de Bram seguía aquí, con susentimiento de culpa, sus dudas, sutemor y un amor con el que no sabía quéhacer, pues no osaba expresarlo.

Mientras tanto, Simón de Montfortconquistaba un lugar tras otro con sus

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leales y sus tropas de apoyo frescas, yen un breve espacio de tiempo consiguióapoderarse de todo el Minervois. Sólose libraron la propia Minerve y elcastillo de Ventajou, gracias a suemplazamiento inexpugnable. Después,las tropas enemigas se acercaron aCabaret. El señor Pedro Roger sepreparó para la lucha y mandó buscarhombres en Salsigne para que leayudaran a reforzar las obras de defensade Cabaret. Sin tener que pensarlo dosveces, Amaury se ofreció voluntario y semudó al pueblo al pie de la fortaleza.

No llegaron a asediar la ciudad. Unbuen día, Montfort se aventuró a entrar

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en el valle del Orbiel, pero seguramenterecordó las pérdidas que había sufridoen septiembre del año anterior. Por ellose contentó con asolar las laderas quequedaban fuera del alcance de las armasde la fortaleza. Maldiciendo yamenazando, sus soldados arrasaron yarrancaron los valiosos pámpanos de losviñedos. A continuación, sus jinetes sepasearon a caballo delante de lafortaleza desde una prudente distancia, yagitando las cepas, gritaban que a partirde ahora los señores de Cabaret tendríanque beber agua. Atrincherado detrás delas murallas que él mismo habíaayudado a restaurar, Amaury intentaba

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divisar al temible comandante. Leenfurecía el triste espectáculo de losviñedos asolados, precisamente cuandolos sarmientos acababan de brotar.Ardía en deseos de participar en lalucha, aunque sólo fuera porque por lomenos tendría la sensación de proteger aColomba contra el enemigo y dedemostrar que no era uno de esos quehabían mutilado a aquellos inocentesciudadanos.

El señor Pedro Roger de Cabaret nose quedó mirando de brazos cruzados.Ordenó a sus jinetes y arqueros quehicieran una salida a fin de ahuyentar alos invasores. Amaury se unió a ellos,

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aliviado de que por fin se emprendieraalgo. Armado con su pico se abalanzóhacia la puerta de la ciudad y salió conlos demás por propia iniciativa. Elenemigo desapareció antes de que élhubiera podido acercarsesuficientemente. Sólo los jinetes y losarqueros pudieron hacer algo. Éstosconsiguieron alcanzar a Montfort en elpecho, mas no se desplomó de sucaballo. Siguió luchando y más tarde seretiró con los demás. Amaury oyó losgritos de alegría cuando el enemigoemprendió la huida y se dio cuenta de loridículamente inútil que era, a pie conuna herramienta que no se parecía en

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nada a un arma. Casi llorando deimpotencia contempló los destrozos quehabían causado sus antiguos compañerosde combate y luego arrojó el pico lejosde sí.

—¡Dadme una espada y un caballo yles daré una lección! —gritó.

—¿Quieres montar a caballo? —preguntó alguien a su espalda.

El joven se volvió de golpe. Detrásde él había un jinete que le mirabadivertido desde lo alto de su caballo.Era Pedro Mir, el guerrero de Fanjeaux.

—Puedo montar como nadie, casinací sobre un caballo, —fanfarroneóAmaury belicoso, olvidando su

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condición y su aspecto actual.El otro le contestó con una risa

burlona.—Tienes ganas, ¿no? Mi escudero

cometió la insensatez de dejar que letiraran del caballo. Fue pisoteado poruna docena de jinetes y nunca podrávolver a montar. Si es cierto lo quedices, intenta atrapar su caballo. —Leseñaló un punto en la lejanía, donde uncaballo blanco sin jinete galopaba abastante distancia detrás de las tropasenemigas.

—Se necesita un caballo paraatrapar a un caballo. Así podríaalcanzarlo antes de que vos llegarais a

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pie a Cabaret.Para sorpresa suya, Pedro Mir echó

pie a tierra y le tendió las riendas.—¿Qué apostamos? —dijo

sonriendo mientras examinaba al jovende pies a cabeza.

—Si lo atrapo… ¡Antes de que yollegue a pie a Cabaret, será mío!.

—¿Y qué me darás si no lo atrapas?—Entonces seré vuestro escudero.El caballero soltó una carcajada.—Eso suponiendo que quiera tener

un escudero como tú. Antes de elegirte ati tengo a otros diez mejor preparadosque tú que se mueren de ganas porservirme.

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—Yo no me muero de ganas, —dijoAmaury. No le atraía en absoluto laperspectiva de tener que pasar el restode sus días limpiando las armas de otro.Había estado acostumbrado a que otrolo hiciera por él—. Sólo quiero uncaballo y un arma. Si espero más, podréolvidarme del jamelgo.

Montó de un salto en la silla y echóa galopar, dejando tras sí a Pedro Mirenvuelto en una nube de polvo.

Acaso el caballero de Fanjeauxconfiaba en que el aspirante a jinete secayera en un abrir y cerrar de ojos. Perotal como había dicho, Amaury regresócon el caballo, antes de que el otro

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hubiera alcanzado las torres en la cima.Se apeó de un salto del corcel y leentregó las riendas al propietario. Nohabía olvidado montar a caballo, perosus músculos ya no estaban avezados.Satisfecho, dio las gracias al caballero yse alejó tambaleándose sobre suspiernas con la sensación de que entreellas cabía un carro, y seguido por elcaballo blanco humeante.

—¡No tan rápido, jovencito! —Pedro Mir volvía a estar sentado en sumontura y avanzaba a su lado. Frunciólas oscuras cejas. Con su mano cubiertapor un guante de hierro señaló la túnicanegra de Amaury—. Explícame por qué

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un futuro Bon Homme arde en deseos dederramar sangre.

Sólo entonces se dio cuenta Amauryde que al otro lado lo flanqueaba uno delos jinetes de Mir, el mismo que le habíaseguido como una sombra desde elmomento en que el caballero leentregara el corcel. Si hubiera caído enla tentación de largarse con el animal,no lo habría conseguido. La angustia leencogió el corazón. ¿Acaso Colomba nole había advertido contra los dosexiliados de Fanjeaux? Ahora, por culpade su comportamiento impulsivo, habíasido descubierto precisamente porPedro Mir. Pero le había ido bien

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montar a caballo. Por un momento habíavuelto a saborear la vida a la que estabaacostumbrado. Le sabía a poco y ello loenvalentonó. Además, ¿qué era máscreíble que la verdad?

—Me administraron elconsolamentum cuando estabagravemente herido y pensaban quemoriría. Antes era un caballero, avezadoen la lucha. En lugar de ello, ahora tengoque vivir como un asceta. No es fácil,sobre todo cuando suceden cosas comola de hoy.

Con un gesto indolente, el guanteseñaló hacia una de las tres torresencima de ellos.

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—Sígueme. —Mir desmontó y diolas riendas a su mozo de cuadras.

Sintiendo que el corazón le latía confuerza, Amaury siguió al noble por laestrecha senda que se extendía bajo lastres fortalezas. No le quedaba másremedio, pues el otro jinete tambiénhabía desmontado y le seguía tan decerca que le pisaba los talones. Cuandola senda se bifurcó, Mir eligió el caminoque conducía al castillo central y entróen el patio amurallado. Allí permanecióde pie mirando de hito en hito a Amaury.

—Así que eras un caballero, perohas recibido el consolamentum y ahoravives como un asceta. Sin embargo,

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afirmas que quieres un caballo y unarma. Incluso estás dispuesto a apostar ya ofrecer tus servicios como escudero sipierdes. Luego vas y atrapas al jamelgoy por lo visto tenías intención dequedártelo. ¿Qué piensas hacer con él?Los Bons Hommes siempre van a pie.

—Fue un arrebato, la fuerza de lacostumbre.

—¿De dónde vienes?—De Salsigne.—¿Cómo te llamas?—Aimery.Eso sonaba mejor que Amaury, un

nombre del norte de Francia. Además nohabía nombre más odiado que Arnaud

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Amaury, el abad del Cister que tenía elmando del ejército cruzado.

—Aimery de Salsigne, tu historia nocuadra.

Amaury se sonrojó.—No miento, —dijo con voz ronca.—Pues claro que no. —Su voz

rezumaba sarcasmo.—Ni siquiera me está permitido

mentir. Me vigilan día y noche paraevitar que dé un paso en falso. Sicometo un error, tengo que pagar porello: tres días de ayuno o ciengenuflexiones.

Se hizo un silencio. Una moscazumbó alrededor de la cabeza de Mir y

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se posó en el pabellón de su oreja, paraluego revolotear entre sus rizos negroshasta su cuello sudado. Mir alzó lamano. Amaury siguió sus movimientos,creyendo que iba a matar a la mosca deun golpe seco. En lugar de ello, elcaballero se limitó a espantar al insecto.

—Les dije que se había cometido unerror, que yo no era consciente cuandome administraron el consolamentum.

La mosca volvía a revolotearalrededor de ellos. Por lo visto leatraían las gotas de sudor en la frente deAmaury, pues realizó un vuelo rasante yaterrizó justo encima de sus cejas. Yairritado por el interrogatorio, Amaury

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agitó impacientemente el brazo paramatar al insecto, pero el guante de hierrode Mir le apartó la mano de un manotazoantes de que pudiera tocar la mosca, quese alejó volando.

—¡Un Bon Homme no puede matar!¿Acaso no has aprendido que un almatambién puede reencarnarse en unanimal?

—Yo… sí, —balbuceó—. Ya veisque no sirvo para esto. Quierenconvertirme en un santón. Les he pedidoque lo anularan, pero no quierenescucharme.

—Les resulta difícil volver aentregar al Mal un alma que ya han

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salvado. ¿Estás seguro de querer anularel bautismo?

—Admiro a los Bons Hommes. Perosus aspiraciones son para mi demasiadoaltas.

—Eso podemos remediarlo.Miró al otro jinete, que seguía

inmóvil detrás de Amaury, hizo unademán y sonrió. El hombre desaparecióen el castillo y regresó al poco con unjamón. Mir desenfundó su daga y cortóun pedazo de jamón.

—Cómelo.Amaury contempló asustado la carne

rosada que no había probado desde queel perfecto le visitara en la enfermería.

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¿Hablaba en serio Mir, él que era hijode una Bonne Dame y que habíamamado la fe de los Buenos Cristianos?Tragó saliva antes de unir las manos yempezar a rezar el padrenuestro, comohabía aprendido a hacer antes de probaralimento alguno.

—No reces, —dijo Mir bruscamente—. Si lo haces, hazlo bien.

Amaury mordió la carne. Primero lepareció sólo sajada, pero despuésnauseabunda. A punto estuvo deescupirla.

—Para los Buenos Cristianos, estoequivale a volver a la falsa fe católica,—dijo Mir.

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Amaury volvió a tomar un buenbocado y masticó con fuerza. Ya lesabía mejor.

—Por supuesto que a partir de ahorapuedes ser un creyente normal delVerdadero Cristianismo, como yo. Dejala salvación de nuestras almas a lasmujeres y los sacerdotes. ¿Quién ha deproteger nuestras posesiones si nosotrosno luchamos? Mi sargento teacompañará hasta Salsigne, donde darása conocer tu decisión a tus maestros ydonde podrás devolverles la túnicanegra. Después te presentarás ante mí,pues de ahora en adelante estás a miservicio. Tendrás la oportunidad de

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demostrar que es cierto todo lo queafirmas.

Colomba lloró cuando le contó losucedido. Se lo reprochaba a si misma.Después, cuando él le confesó que sentíaalivio por haber tomado esta decisión,ella se enfadó. Le dijo que no queríavolver a verlo nunca más. Esto últimoera inevitable. La veía con regularidaden el pueblo de Cabaret, que se hallabaen el valle, al pie de la montaña con lostres castillos. Pronto se dio por vencida,aunque no cejó en sus intentos deconvencerle de la falsedad de suscreencias.

Poco después le contó que Alaric

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había sido sitiada por los cruzados.Amaury se había preguntado alguna vezcómo era posible que siempre estuvieratan bien informada, mas ella nunca leexplicaba quién le traía esas noticias, yahora él no osó preguntarle, temeroso dedelatar dónde se hallaban su hermano ysu primo. Pues si Alaric caía, seguroque Roberto y Simón empezarían aindagar y acabarían descubriendo yenterrando el cuerpo de Guillermo.También buscarían el cadáver delbenjamín de los Poissy y no loencontrarían. ¿O acaso los restosmortales de los que habían perecido sehabían podrido tanto que ya eran

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irreconocibles? Seguramente loscuervos y los buitres los habíanlimpiado hasta los huesos. Seestremeció al imaginarse a Robertoentre los restos humanos en el foso,llorando por sus dos hermanos. Porsupuesto celebrarían una misa por lasalvación de sus almas, ¡y pensar quemientras tanto aquí intentabanconvertirlo a la fe herética!

Su aversión por las crueldades deMontfort en Bram había facilitado suadaptación a los Buenos Cristianos,pero tras recibir la noticia sobre Alaricvolvió a aumentar su inseguridad.Además, era casi Pascua, y en Cabaret

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pocos parecían preocuparse por elsufrimiento y la crucifixión de Cristo,por no hablar de su resurrección. No secelebraban misas, ni había procesiones,nada de nada.

—Cristo no murió en la cruz, —ledijo Colomba—. Cristo es un ángel queDios envió para enseñar a los hombrescómo liberarse del Mal. No vino pararedimir con su sufrimiento los pecadosde los hombres, sino para legar a susapóstoles el bautismo liberador. Y dadoque un ángel no puede morir, Cristo nomurió en la cruz, ni tampoco resucitó. Loque los hombres vieron en la cruz sóloera su aparición. Su cuerpo no era el

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manto satánico en que el demoniomantiene prisioneros a los espírituscelestiales, como en el caso de laspersonas corrientes como tú y yo. Sucuerpo era una ilusión, una alucinación.¿Comprendes ahora por qué noadoramos la cruz, sino que abominamosde ella? No es más que un instrumentode tortura, un símbolo del Mal en el quesufrió el ángel que no podía morir.

Todo eso podía ser cierto para losherejes, pero Amaury echaba de menosla regularidad del año eclesiástico, ysaltarse los días de fiesta eclesiásticossignificaba para él una imperdonableomisión que equivalía a ofender al

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mismísimo Dios. Le provocaba unsentimiento de culpa que le corroía yque no le dejaba en paz ni un instante.

También detectó una inquietud enColomba, inusual en ella. Razones habíasuficientes para ello, desde que el reyPedro de Aragón había mantenidonegociaciones de paz que no habíanllevado a ninguna parte. El tratado depaz entre Montfort y el conde de Foix,que pretendía lograr el rey, se habíamalogrado debido a la abierta hostilidadentre los dos señores. Después de estafracasada misión de paz, Pedro Rogerde Cabaret había abordado al rey juntocon los señores de Montreal y Termes,

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todos ellos antiguos vasallos deTrencavel que se habían negado aprestar juramento de vasallaje alsucesor de éste, Montfort. Con laesperanza de poder detener el avancedel ejército de cruzados, ofrecieron alrey convertirse en sus vasallos directossin la intervención de Montfort, acambio de que Aragón les prestaraayuda militar. Acaso habían confiado enque el rey Pedro mordiera el anzuelo.Los castillos de los tres señores,Montreal, Termes y Cabaret, formabanun triángulo que, por así decirlo,encerraba Carcasona.

El rey exigió garantías. Pidió que le

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entregaran los castillos para poderinstalar en ellos a sus guarniciones. Elprecio era excesivo. Los tres señoreseran adeptos de la doctrina prohibida, opor lo menos simpatizaban con ella, y sepreocupaban por sus súbditos y losinnumerables refugiados a los quehabían acogido, pero también queríanvelar por la seguridad de sus propiasfamilias. ¿Acaso Pedro no habíaobtenido el título de “católico” por sulucha contra los moros en España?Aunque no pretendiera abandonar a susvasallos, difícilmente podía esperarsede un rey con semejante reputación quese volviera contra la Iglesia romana

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protegiendo abiertamente a los BuenosCristianos. Sus dudas las disipó elmonarca de un plumazo. El rey exigió lainmediata entrega de Cabaret, queocupaba un lugar estratégico y era máspoderosa gracias a la riqueza de susminas. Los habitantes de Cabaretcontuvieron la respiración. Pero PedroRoger de Cabaret se negó en redondo ylos señores de Montreal y Termes loapoyaron, pues era muy probable que elrey expulsara entonces a todos losBuenos Cristianos y a sus seguidores.

El rey resultó ser más astuto que susvasallos. La alianza fracasó, como habíaprevisto el monarca, pero la amenaza

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que suponía había dado en el clavo:Montfort aceptó un armisticio con elconde de Foix. Pedro Roger de Cabaretregresó apesadumbrado a su fortaleza,que se alzaba sobre las orillas delOrbiel. Sabía que sus posibilidades eranescasas, pero prefería hacer frente a lasuperioridad numérica del vencedorantes que doblegarse ante su odiadaIglesia. Él mismo era un convencidoseguidor del Verdadero Cristianismo yasistía abiertamente a las prédicas delos Buenos Cristianos que llegaban a sucastillo. Cabaret volvió a armarse hastalos dientes y se preparó paradefenderse.

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A mediados de junio llegó la noticiade que los cruzados asediaban Minerve.

—Podrían haberse ahorrado lamolestia, —dijo Colomba. Amaury hizoun gesto de desaprobación—. Tú no hasestado nunca en Minerve, claro. Elcastillo está en un lugar donde se juntandos barrancos y además está tan alto enlas rocas que es inexpugnable.

—No hay nada inexpugnable paraMontfort. No has visto nunca susmáquinas de asedio.

—Con ellas no logrará hacer nadaen ese lugar.

—Es verano, Colomba. Aislarán lafortaleza. Si bloquean el camino hasta el

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agua, en Minerve morirán de sed yaparecerán enfermedades. Así cayóCarcasona. Aún huelo cómo apestaba laciudad cuando entramos. Estabainfestada de moscas.

—No pueden llegar a los pozos deagua de Minerve, están en el borde de laciudad sobre el barranco, y el barrancoes demasiado ancho para destruir lospozos con balistas.

—Cuando las cosas se ponen feas,siempre hay alguien dispuesto atraicionar a los suyos.

—No en Minerve. La ciudad no serendirá nunca, hay demasiados BuenosCristianos en ella.

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Amaury deseó que tuviera razón,aunque no confiaba en absoluto en ello.

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CABARET

Finales de julio de 1210

Colomba estaba sentada sobre una granpiedra a orillas del Orbiel. Junto a ellahabía una cesta medio llena de ropaenjuagada. Al otro lado, sobre unapiedra, había dejado las prendas queaún le quedaban por lavar. Se habíaquitado la parte superior de la túnicanegra, la había dejado colgar sobre sucinto y se había arremangado la faldaque mantenía apretujada entre suspiernas. Sus pies descalzos se agarraban

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a la piedra mientras fregaba, frotaba,aclaraba o escurría la ropa. A vecesplegaba la tela en un fardo que luegogolpeaba con un canto rodado. A pesarde que se hallaba en un valle sombreadoen la vertiente norte de la montañadonde se alzaban las torres de Cabaret,el calor apretaba mucho al final de lamañana. De vez en cuando se llenaba lasmanos de agua y se la echaba en elcuello y en la espalda. Su ropa interiorde lino estaba empapada y la telamojada la refrescaba.

Aparte de Colomba había otrasmujeres en la orilla. Cotorreaban y reíansentadas con los pies en la corriente

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mientras sus manos hacían el trabajo.Sólo Colomba estaba callada. Concreciente furia golpeaba la ropa con lapiedra. Estaba enfurecida porque loshechos habían demostrado que estabaequivocada. Minerve había caídodespués de un asedio de cerca de cincosemanas. Le indignaba la mezquindadcon que los cruzados habían tratado alos habitantes de Minerve. Primerohabían aislado el castillo y su pueblodel exterior. Nadie había pensado quelos cruzados fueran capaces de alcanzarla fortaleza con sus máquinas de guerra.Sin embargo, apedrearon el pozo y elcamino que hasta allí conducía desde el

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otro lado del barranco con una enormecatapulta. Pronto causaron talesdestrozos que fue imposible sacar agua.En poco tiempo, el calor del estío y laprolongada sequía hicieron insosteniblela situación en la fortaleza asediada. Elcalor, el hambre y la sed atormentaban alos habitantes y brotaron enfermedades,por lo cual el señor de Minerve no tuvomás remedio que negociar con elenemigo. Cuando a punto estaba dealcanzar un acuerdo con Simón deMontfort, el abad cisterciense ArnaudAmaury lo frustró temiendo que los“enemigos de Cristo” se le escaparan delas manos. Encargó a ambos

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negociadores que redactaran por escritoy por separado las condiciones delacuerdo. Y sucedió lo que habíaprevisto el abad. Cada cual consideróinaceptables las exigencias del otro.Montfort propuso al señor de Minerveque volviera a su fortaleza y se lasapañara para salvarse a sí mismo y a sushabitantes. Éste sabía muy bien que erainútil seguir resistiendo y que no podíaseguir exponiendo a sus vasallos a tandura prueba. Ofreció su rendiciónincondicional y a cambio se le aseguróque todo aquel que se reconciliara conla Iglesia católica se salvaría. TantoArnaud Amaury como los de Minerve

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sabían que los Buenos Cristianos jamásharían tal cosa. Aunque Montfort lesimploró que volvieran a la verdadera fepara salvarse, ciento cuarenta subieronvoluntariamente a la hoguera que loscruzados habían preparado en elbarranco, al pie de la fortaleza. Sólot r e s Bonnes Dames se dejaronconvencer para abjurar del VerdaderoCristianismo, al que a partir de entoncesllamarían fe herética. Un triunfopersonal de la madre de Bouchard deMarly, el cruzado que llevaba ya ochomeses en poder del señor de Cabaret.

Ciento cuarenta Buenos Cristianosquemados vivos por las llamas… Cada

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vez que lo pensaba, los ojos deColomba se llenaban de lágrimas. Habíaoído los terribles detalles de boca delos refugiados y heridos de Minerve,que eran atendidos en Cabaret. Losrecuerdos de Béziers la acosaban conmás fuerza que nunca y ella golpeabacon furia una y otra vez la piedra contrala ropa. Pero sobre todo estabaenfurecida con Amaury porque habíatenido razón. Los cruzados, le habíadicho él, eran capaces de todo y eran tannumerosos que ninguna fortaleza, pormuy fuerte que fuera, podía ofrecerlesresistencia durante mucho tiempo.Colomba no podía creerlo, no quería

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creerlo. El país era inmensamentegrande, había tantos pueblos y castillosdonde los Buenos Cristianos seocultaban y tantos señores que losprotegían. Había burgos construidos enlo alto de los peñascos, como nidos deáguilas. ¿Cómo querían conquistarlos?Bien era cierto que después de la caídade Minerve, el ánimo de los señoresoccitanos estaba por los suelos. Sehabían entregado al enemigo y habíanentregado sus posesiones a cambio detierras en la llanura abierta que nogozaban de la protección de lasmurallas. Uno de ellos era el señor deMontreal, por lo cual quedaban

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eliminados dos de los tres grandesnegociadores que habían queridoinvolucrar a Pedro de Aragón en lacuestión. ¡Cabaret no se daría tanfácilmente por vencida! La irritaba quelos cruzados se sobrestimaran de talforma. La sacaba de quicio que Amauryestuviera tan convencido de que loscruzados eran invencibles. Sin embargo,el día que le contaron lo de la hoguerade Minerve, Amaury no había osadomirarla a la cara, pues se avergonzabade sus compatriotas. ¡Si lo único que leretenía aquí era su sentimiento de culpa,por ella ya podía largarse! Todo lo queél decía y hacía era contradictorio.

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Decía que los Buenos Cristianos eranhombres temerosos de Dios y que sentíaun profundo respeto por ellos, quevivían de una forma más pura que lamayoría de los clérigos católicos. Sinembargo, no quería convertirse en unode ellos y profesaba a escondidas su fecatólica. Decía que seguía sintiéndoseun extraño en Cabaret. Sin embargo, noquería regresar con sus compatriotas.No toleraba que se hablara mal deSimón de Montfort. Sin embargo, sehabía unido nada menos que a PedroMir, que con su cuadrilla de navajerossigilosos asaltaba al enemigo desde lasmontañas. ¿Qué quería él en realidad?

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La piedra golpeó contra la ropa. ¿Y quéquería ella en realidad?

—¡Colomba! —gritó una de lasmujeres en tono de reproche—, ¡sisigues así, agujerearás la ropa!

Alzó la vista, su mano se quedócongelada sobre el fardo de ropa. Alotro lado, donde se extendía el lechoseco del río Grésilhou, por debajo delpueblo de Cabaret, se acercaban elruido de herraduras y el golpeteo deespuelas y arreos. Mir y sus hombresregresaban de una correría por losterritorios conquistados. Colomba selevantó de un salto y cruzó el ríosaltando de piedra en piedra sobre sus

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pies descalzos para ver a los jinetesantes de que desaparecieran detrás delas fortificaciones del pueblo. Cuandohubo llegado al puente sobre la cascada,donde en verano el agua del Grésilhouse filtraba hasta el Orbiel, vio llegar a lacomitiva. Se acercaban en fila indiadesde el otro lado del barranco. Loscaballos estaban sudados y avanzaban arienda suelta golpeando cansinamentecon sus cascos contra las piedras. Loshombres estaban cubiertos de polvo ymanchas de hollín con las que se habíancamuflado el rostro hasta quedar casiirreconocibles. Colomba fijó la vista enla lejanía. Dado que no podía portar su

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propio escudo, Amaury llevaba, como lamayoría de los demás jinetes, loscolores de Cabaret. No montaba elcaballo blanco que le había dado Mir.En sus saqueos nocturnos, los hombressiempre utilizaban caballos oscuros. Elcorazón de Colomba latía con fuerza.Cada vez que Mir salía, ella temía queél no volviera. Los jinetes pasaron unopor uno delante de sus ojos, sin que ellalo reconociera. El último ya habíapasado de largo cuando de detrás de lacurva apareció un rezagado que llevabaun segundo caballo de las riendas. Unhombre yacía transversalmente sobre lasilla de montar del último caballo. A

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Colomba se le cortó la respiración. Enese momento, el último jinete levantó lamano, se quitó la capucha de mallas y sesoltó la de cuero que le protegía lacabeza. Después se inclinó haciaadelante y se sacudió el pelo que estabaempapado de sudor y que se le habíapegado a la cabeza. Una amplia sonrisaapareció en el rostro de Colomba. EraAmaury. No podía nunca esperar hastaechar pie a tierra y siempre empezaba adesvestirse en la montura. No veía razónalguna para esperar hasta encontrarse enterritorio seguro. Se había adaptadorápidamente a la falta de disciplina en launidad de Mir. El noble le había dado

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un sobrenombre el mismo día en que seconocieron. Lo llamaba Cap Perdut.Cabeza perdida, ése era Amaury, elatolondrado. Pero era precisamente esaingenuidad desconcertante lo que laatraía de él y además estaba convencidade que gracias a ella Amaury conseguíasalir airoso de las situaciones másprecarias.

—Creo que tenemos que hablar,Colomba, —dijo una voz a su costado.

Un estremecimiento recorrió sucuerpo como si la hubiesen pilladodando un paso en falso. Se hincó derodillas y murmuró las palabrasobligadas frente a la Bonne Dame, que

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la escuchó pacientemente y le contestócon las frases acostumbradas. Era unamujer de edad mediana que desde hacíaaños dirigía en Cabaret una casa paramujeres y muchachas que deseabanrecibir el consolamentum. Hizo un gestopara que Colomba se sentara a su ladoen el borde del puente de piedra.

—Tienes la mirada huidiza dealguien que se siente culpable.

La muchacha bajó los ojos.—Creo que sé lo que te pasa. Tiene

que ver con ese joven de Salsigne, ¿noes así?

No hubo respuesta.—Ya nos preocupaba que te

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relacionaras con él cuando trabajaba enlas minas. Pero a la sazón él habíarecibido el consolamentum y por esohicimos la vista gorda. Ahora lasituación ha cambiado por completo. Nosabemos de qué lado está. ¿Acaso havuelto a caer en la fe católica?

—No estoy segura.—¿Te ha hablado alguna vez de otra

fe que no sea la nuestra? ¿Ha intentadoalguna vez sembrar dudas en ti,convencerte para que aceptes otrasideas?

—Nunca me ha hecho dudar.—¿Te has parado a pensar alguna

vez lo que habrías hecho si fueras libre

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en tus acciones? ¿Acaso su regreso alMal no te ha hecho lamentar el haberaceptado el consolamentum?

—Precisamente espero poderganarle para la verdadera fe.

—¿Estás segura de que eso es todo?¿No hay otra razón de que siemprebusques su compañía?

—Alguien ha de preocuparse por susuerte. No tiene a nadie más.

—Creo que estás enamorada de él.—¿Yo…? ¿Enamorada? —

tartamudeó Colomba.—En una ocasión te besó, me lo

contaste.—De eso hace ya tiempo. Lo hizo

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porque yo le había pegado.—Recuerdo la historia que me

contaste. Una reacción curiosa paraalguien a quien acaban de pegar. ¡Y esoque él llevaba la túnica!

—No ha vuelto a suceder.—¿Está él enamorado de ti?Colomba levantó los ojos y miró

suplicante a la Bonne Dame.—Nunca se lo he pedido. Ambos

tenemos un recuerdo terrible de Béziers.A veces hablamos de eso… —Seinterrumpió. No era cierto, estabamintiendo. La mujer no dijo nada,esperó pacientemente a que prosiguiera—. Sucedieron cosas terribles. ¿Por qué

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no podemos vivir en paz los unos conlos otros? ¿Por qué no nos soportancomo los soportamos nosotros a ellos?Yo estaba tan segura de todo. Pero siaquí sucede lo mismo que en Minerve,no sé si tendré el valor de… —Sus ojosse llenaron nuevamente de lágrimas.

—De soportar las persecuciones yenfrentarte a la muerte, por el amor deDios y por tu salvación, —completó laBonne Dame.

—De morir en la hoguera, —dijoColomba sollozando—. En Béziers eratan valiente, no tenía tiempo de pensar.Ahora tengo miedo.

—Has elegido esta vida de forma

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bien meditada. Una vez que te hasdistanciado del mundo maligno, de estavida, de este cuerpo, entonces el paso yano es tan difícil, entonces lo ansías, peronunca es fácil. Aún eres muy joven. Teayudará si, como yo, vives durante largotiempo de forma pura y tienes lasensación de que casi has completado tutarea. No es sensato que sigas viendo aese joven. Ello trastorna tu serenidad.Sería preferible que te mantuvierasalejada de él. El enamoramiento es unatrampa del dios de las tinieblas.

—¡No estoy enamorada! —exclamó.L a Bonne Dame alzó un dedo a

modo de advertencia.

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—Creo que no estoy enamorada, —se corrigió Colomba.

—¿Y pretendías salir a su encuentrode esta guisa?

—Colomba siguió la dirección de laexpresiva mirada. Se sonrojó cuandovio que la blusa mojada se pegaba a suspechos como una segunda piel. La mujerexhaló un suspiro.

—Soy tu guardiana, pero no soy uncentinela. No te voy a prohibir nada nitampoco voy a espiarte. Has elegidoesta vida voluntariamente y has deactuar conforme a ello. No has de hacernada porque así lo desee otro. Deberíasser la primera en saberlo.

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—Con estas palabras, la BonneDame se levantó y caminó lentamente devuelta al pueblo.

—Colomba se quedó atrás, mientrasen su interior se libraba una batalla.Hubiese querido salir corriendo haciaCabaret para ver si Amaury habíaregresado sano y salvo, para preguntarledónde había estado, qué experienciashabía tenido y qué botín habíancapturado los hombres. Una voz másfuerte en su interior le decía que todo loque él le contara tendría que ver con laviolencia. ¿Acaso no había visto elmuerto que transportaba sobre el últimocaballo? Y a ella, la violencia, en

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cualquiera de sus formas, la horrorizaba.—Pero ¿acaso no podía ir hasta allí

con el pretexto de que necesitaban suayuda? Si había heridos, habría quecuidar de ellos y habría que limpiar yamortajar a los muertos. Se estremeció.Por fortuna nunca había tenido que hacerese trabajo. Era una tarea reservada alas mujeres mayores. Sólo las habíaayudado para entregarles lo quenecesitaban y durante el año habíatenido que hacerlo demasiadas veces,pues ya habían muerto muchos de losdesgraciados de Bram. Dio media vueltacon decisión y regresó a la colada quehabía dejado sobre las piedras. ¡No

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estaba enamorada! ¿Cómo podía estarlode alguien que creía que existía un soloDios que había causado toda estamiseria al crear un mundo que no eraperfecto, un paraíso en el cual el Malcrecía de un árbol?

—Amaury se despertó sobresaltadode un sueño intranquilo.

—¡Inútil! ¡Gandul! ¡Chusmaholgazana!

—Pedro Mir avanzaba maldiciendoentre los soldados de sus caballeros ylos despertaba dando patadas a derechae izquierda. El sol estaba aún alto en elcielo, apenas habían descansado un parde horas desde que habían regresado a

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Cabaret.—El joven caballero se levantó

gimiendo. Pensó que había pocadiferencia entre un campamento militarfrancés y uno occitano. En ambos casoste llamaban holgazán y no te daban ni unsegundo de tranquilidad.

—¡Levanta ese culo holgazán de lapaja! ¡Hacia la medianoche tendremosque haber llegado a Carcasona!

—¿Carcasona? Los caballeros semiraron asombrados y se pusieron enmovimiento. Mir ya había salido y losesperaba fuera. Su hermano, Pedro deSaint-Michel, también estaba con él.Nadie se había tomado la molestia de

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cambiarse. Muchos estaban demasiadocansados y sólo se habían desprendidode su armadura. En pocos instantestodos se congregaron delante de suscomandantes.

—Montfort piensa atacar Termes.Saldremos en cuanto caiga la noche. Elseñor Pedro Roger de Cabaret dirigirápersonalmente esta expedición.

—La noticia provocó una reacciónde incredulidad. ¡Termes! Si laconquista de Minerve rayaba en loimposible, una toma de Termes podíacalificarse de proeza sobrehumana. Elcastillo se alzaba a una alturavertiginosa sobre un peñasco

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inaccesible, a cuyo pie un arroyo seprecipitaba en un abismo. Sólo una delas caras era accesible a través de unaladera de bancales, donde el enemigotenía que acercarse al burgo sin ningúntipo de protección. Por consiguiente,podía defenderse tan bien que cabíacalificarlo de inexpugnable.

—Después de eliminar al señor deMinerve y tras la rendición de Montreal,habría sido más lógico que Montfortatacara Cabaret, pero por lo visto esotodavía lo asustaba. En cambio, lafamilia aristocrática de Termes, queestaba unida por matrimonio a la casa deMinerve y que además profesaba

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abiertamente el Verdadero Cristianismo,se creía prácticamente intocable. Losseñores de Termes manifestaban desdehacía generaciones una clara hostilidadcontra los clérigos católicos ysaqueaban iglesias y conventos, mientrasque sus mujeres dirigían casas paraBonnes Dames. Saint-Michel tomó lapalabra.

—Los cruzados han sacado de laciudad sus máquinas de asedio y lasestán desmontando y preparando paratransportarlas a Termes. Seguramentesaldrán mañana. Hemos de actuar consuma rapidez. Nuestra tarea es atacar elcampamento de noche y destruir el

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material de guerra.—¿Cuántos seremos? —quiso saber

un caballero.—Trescientos, —respondió Mir.—¿Y ellos?—Según nuestro hombre en

Carcasona, no son más de cien. No haycaballeros, sólo infantería y soldadosmontados.

—Por lo demás sólo hay criados ycarreteros desarmados, —explicó Saint-Michel.

—Se oyeron risas desdeñosas.—Un juego de niños, —fue el

comentario.—Eso sólo lo sabremos esta noche,

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—dijo Mir secamente y alzando la vozpara que se le oyera por encima de loscaballeros que no paraban de gritar queya se encargarían ellos de todo—. Asíque, caballos frescos, señores, armaduracompleta y hachas.

—Amaury regresó a su cuartel yempezó a ordenar sus armas. Después dehaber informado a los soldados queestaban a sus órdenes y de prepararlotodo, se dirigió a las cuadras. Montaríaen el caballo blanco, que era más rápidoy estaba más descansado que el alazáncon el que había cabalgado la nocheanterior. Una manta de lino oscuro, quecubría al animal hasta las rodillas

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delanteras sería suficiente para avanzarde noche sin ser visto. Una vez acabadoslos preparativos, los caballeros tomaronuna cena ligera. Reinaba un ambienteanimado entre los hombres, laperspectiva de golpear al enemigo conesta acción de sabotaje relativamentesencilla les hacía sentirsedespreocupados. Amaury comiórápidamente algo de pan y alubias ysalió afuera. El calor del día todavía es—~ taba atrapado entre las laderas delas montañas. En el resplandor del solde la tarde, las casas de Cabaretproyectaban largas sombras sobre latierra seca y elevaban los tres castillos

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con sus torres hasta el cielo. Amauryllamó a la casa de las Bonnes Damesdonde vivía Colomba. Abrieron lapuerta. No, no estaba allí y no sabíandónde podía estar.

—Pero ¿adónde habrá ido? —preguntó Amaury señalando con un gestoamplio las casas y las torres comoqueriendo decir: ¡no habrá ido muylejos!

— La Bonne Dame se encogió dehombros.

—Creo que esta mañana la vi en elpuente.

—Podría ser.—Un mal presentimiento se apoderó

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de él.—No se habrá ido, ¿verdad?—¿Necesitas algo?—No. Esta noche salimos. Confío en

poder volver.—¿Otra vez? —La mujer lo miró

asombrada, mas no le preguntó nada, ysacudió compasivamente la cabeza—. Sivienes para que te den la convenenza,tendrás que ir al más viejo de los BonsHommes. ¿Sabes dónde está su casa?

—No, yo…, eh…, sí.—No necesitaba para nada la

convenenza, una especie de contrato quesellaban los creyentes a fin de, en casode caer mortalmente heridos, poder

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recibir el consolamentum en el lecho demuerte aunque hubieran perdido elconocimiento y ya no pudieran recitarlas 130 oraciones preceptivas. Estabacasi seguro de que Mir y Saint-Michelhabían llegado a un acuerdo de este tipo.En tal ocasión, seguro que habían hechoun generoso donativo a la Iglesia de losBuenos Cristianos.

—Sólo saludadla de mi parte, —dijo.

—Rezaremos para que volváis sanosy salvos. Ve con Dios.

—La puerta se cerró y Amauryregresó sin prisas para recoger a sucaballo y ponerse la cota de malla.

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—Salieron mucho antes de que sehiciera de noche. A la luz del solponiente avanzaban tan rápido quepronto pudieron distinguir la silueta dela ciudad que se dibujaba contra el cieloestrellado. Al igual que la nocheanterior, la luz de la luna iluminabasuficientemente el camino para poderavanzar. El señor Pedro Roger deCabaret envió a un explorador que mástarde regresó diciendo que elcampamento se hallaba a orillas delAude, donde los guijarros del ríoformaban una base llana y firme paratrabajar con material pesado.

—Bien —dijo el señor de Cabaret,

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quien no pedía para sus caballos mejorsuelo que los bueyes y mulas de loscruzados.

Sus hombres se apretujaban para serlos primeros en cruzar el río y resultabadifícil contenerlos. El señor PedroRoger llamó a Mir y Saint-Michel paraconsultarles. Decidieron cruzar el Audea una prudente distancia del campamentoy se dividieron para atacarlo por tresflancos.

—¡A las armas! —fue el grito dealarma que lanzaron los desconcertadosguardias.

Pero ya era demasiado tarde. Unaoleada de jinetes inundaba en ese

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instante el campamento y sembrabaconfusión y pánico. Los carreterosdesarmados se apresuraron a ponerse asalvo y salieron de estampida hacia lallanura abierta. Los soldados de a pieofrecieron una dura resistencia, peropoco podían hacer contra los caballerosarmados hasta los dientes. Una vezllegaron al campamento, los mozosmontados de Cabaret echaron pie atierra y empezaron a destrozar lasmáquinas de asedio, mientras los jinetesseguían luchando con los soldados de laguarnición. La violencia de decenas dehachazos rompió el silencio nocturno,como si estuvieran talando todo un

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bosque. Las astillas salían volando y lasvigas crujían. Puesto que su pesadaarmadura le impedía apearse delcaballo, Amaury dirigió a sus hombreshacia las máquinas de asedio y sindesmontar empezó a golpear las vigas,contento de haber reforzado sumusculatura en las minas de Salsigne.

El señor Pedro Roger contemplabaimpaciente los destrozos que estabancausando, sin perder de vista laciudadela. El material era pesado y lasvigas, demasiado gruesas para poderatravesarlas con un par de hachazos. Leparecía que todo iba demasiado lento.¿Ya habrían dado la señal de alarma en

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Carcasona? Si en la ciudad se olíanalgo, no tardarían en enviar tropas deapoyo. ¿Cuántos destrozos podíancausar sus hombres antes de quellegaran los refuerzos? Alguien habíaabierto el corral de los animales decarga y las bestias espantadas no hacíansino incrementar la confusión. Otrohabía tenido la idea de cortar lascuerdas que sujetaban una carga devigas a un carro. La carga cayó rodandocon enorme estruendo, aplastando todolo que hallaba a su paso. El ruidoprovocó un grito de júbilo entre loshombres de Cabaret, que volvieron aabalanzarse con el sudor en las manos

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sobre las máquinas de guerra. Losbueyes y las mulas salieron deestampida…

—¡Quemadlo todo! —gritó Mir.Su orden fue acatada por veinte

hombres a la vez. Encendieron manojosde paja en las hogueras del campamentode los cruzados y los colocaron debajode las pesadas balistas. Por un momentolas llamas prendieron con fuerza, peroen la noche de verano sin viento, elfuego no tardó en apagarse en cuanto sehubo consumido la paja. Los soldadospidieron más paja y más leña.

—¡El fuego nos delatará, lo verándesde la ciudad! —advirtió Amaury.

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—Cap Perdut ha vuelto a encontrarsu cabeza, pero ahora ha perdido sucorazón. ¡Se le ha caído a los pies! —seburló Mir—. A estas alturas ya sehabrán enterado, chico.

Con un ominoso estruendo sederrumbó parte del armazón de unacatapulta que a la luz de la luna parecíauna enorme flor partida.

—¡Jinetes enemigos! —gritó Saint-Michel, justo cuando empezaba aprender el fuego debajo de un par debalistas.

El pánico cundió entre los soldadosde a pie.

—¡Los cruzados!

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—¡Retirada!—¡Nadie saldrá huyendo! —gritó el

señor de Cabaret por encima delestruendo. Acto seguido empezó arepartir órdenes—. ¡Hay que destruiresas máquinas de guerra aunque dejemosla vida en ello! ¡Nosotros estamos aquípara defenderos! Él mismo dio elejemplo saliendo al encuentro de loscaballeros de Carcasona blandiendo lalanza. Amaury suponía que loscaballeros de Cabaret formarían a laizquierda y la derecha del señor PedroRoger para así impedir que el enemigoentrara en el campamento. Pero en lugarde ello se agolpaban para ponerse en

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primera fila y demostrar su valor siendolos primeros en salir al encuentro delenemigo que se acercaba blandiendo laslanzas. Eran más de cien. Ambos bandosdisminuyeron la velocidad, los cruzadosen una columna cerrada, los occitanos enuna formación caótica. A ambos ladosse lanzaron gritos de guerra. Despuéslos caballos y los jinetes se abalanzaronunos sobre otros. Las lanzas chirriabancontra los escudos y las espadasgolpeaban contra los yelmos.

En la oscuridad de la noche, con elresplandor de la luna como únicailuminación, era difícil distinguir quiénera quién. Los blasones de colores

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chillones en los escudos de los nobles ylas libreas de los de Cabaret yCarcasona sólo se reconocíanvagamente. Amaury se hallaba cerca dePedro Mir en medio del tumulto, quepoco a poco se iba desplazando hacia elrío. La lucha era encarnizada y en ambosbandos caían heridos. El comandantefrancés se mantenía al margen de lacontienda. Intentaba evaluar los dañosque habían sufrido sus máquinas deasedio. Cuando hubo visto suficiente,volvió grupas y lanzando un feroz gritose abalanzó sobre los combatientes queentre tanto habían llegado al río. Seabrió camino entre la multitud hasta que

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se quedó atascado en el centro, donde lalucha era más intensa. Perseguía alseñor de Cabaret, pero se encontró defrente con Mir y sus hombres, queprotegían a su señor. Apuntó con sulanza al escudo más cercano y lo redujoa un montón de chatarra. El armaatravesó la cota de malla de sucontrincante. El desgraciado caballerocayó en el agua poco profunda. Amauryse horrorizó al ver que el comandantefrancés hundía después su lanza en elcuerpo caído y desenfundaba su espada.Su siguiente víctima retrocedió, espoleóal caballo e intentó alejarse. El francéslo persiguió y le asestó un mandoble.

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Encogido por el dolor, el hombre dejócaer su escudo y se llevó las manos alcostado. Sin embargo, antes de que elcomandante pudiera darle el golpe degracia, Amaury consiguió abrirse paso yllegar hasta ellos. Habían caído yatantos heridos y se habían retirado ohuido tantos, que el joven caballerotenía de repente suficiente espacio paramaniobrar su corcel y su espada.Empuñó el arma con ambas manos eintentó golpear con ella a su enemigo.No consiguió herirlo, pero en cualquiercaso pudo evitar que le diera a él. Sucamarada herido se agarró a la monturay huyó.

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—¡Aimery! ¡A tu derecha! —era lavoz de Pedro Mir.

El joven caballero volvió la cabezade golpe, justo a tiempo para detener elataque de un segundo contrincante que seinmiscuía en la lucha. Reconoció elblasón de Crépin de Rochefort, unvasallo de Simón de Montfort, cuyastierras no estaban muy lejos de las dePoissy. Al igual que los Poissy, habíasido uno de los primeros en unirse a laCruzada. El rostro de Rochefort seescondía detrás de la visera de suyelmo. Amaury se alegró de serirreconocible. La repentinaconfrontación lo entretuvo justo lo

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suficiente como para dar unaoportunidad al comandante francés deatacar. La espada alcanzó a Amaury delleno en su escudo. El golpe hizo quetodo su cuerpo se estremeciera y leentumeció el brazo y el hombro derecho.Inmediatamente vio cómo la espada deRochefort caía sobre él. Pero justo antesde que el arma alcanzara su yelmo, oyótras sí un alarido brusco y casi al mismotiempo los hierros entrechocaron porencima de su cabeza.

—¡Estás dormido, Cap Perdut! —Mir tiró de él hacia atrás y colocó sucaballo junto al de Amaury. Juntosmantenían a los dos franceses a

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distancia—. ¡Nos largamos! ¡Hemossufrido demasiadas pérdidas! —gritóMir.

Reuniendo fuerzas repartieron aúnunos cuantos golpes y espolearon a suscaballos tan pronto llegaron a aguasmenos profundas.

—¿Y los peones? —preguntóAmaury por encima del ruido de loscascos.

—¡Hace tiempo que se largaron!—¿Y el señor Pedro Roger?—¡Sano y salvo! —dijo Mir, y acto

seguido maldijo las endemoniadasmáquinas, muchas de las cuales seguíancasi intactas.

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Después no volvieron a hablar.Bastante esfuerzo les costaba huir de loscruzados que los perseguían.

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CABARET

Octubre de 1210

—Señor, te rogamos que bendigas conTu mano mayestática esta espada, paraque pueda servirte, para que proteja tusiglesias, defienda a las viudas y a loshuérfanos y te libre del azote delpaganismo; para que sea temida por elMal y para que sea justa, tanto en elataque como en la defensa.

Amaury deslizó sus temblorososdedos sobre el metal. Recordaba el díaen que le habían armado caballero.

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Recordaba cómo había unido las manosy las había colocado entre las de suseñor, jurándole lealtad. Con los ojosapretados y con cara de haber visto algoasqueroso, se secó el sudor de la frente.Iría al infierno, de eso estaba seguro.

Lo había perdido todo, susposesiones, sus hermanos, sus amigos,su nombre y su honor. Pues una cosa erarobar convoyes y saquear tierras decultivo y otra muy distinta era atacar asus propios camaradas. Aquella vez, enlas afueras de Carcasona, no había sidola única. Durante todo el verano habíaseguido a los hermanos Mir y Saint-Michel y al señor de Cabaret para

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saltear los convoyes que llevabanvíveres, material y tropas de reserva alos asediadores de Termes. No se habíalimitado a atacar en aquella primeraocasión a Crépin de Rochefort, sino quemás tarde había vuelto a atacar a otroscruzados que conocía personalmente.Había herido a varios y tenía la certezade haber matado a uno. El que hastaentonces no se hubiera cruzado conRoberto o Simón de Poissy era puracasualidad. Había roto su promesa delealtad, había caído en la ignominia. Ypor si esto no fuera ya bastante grave, nodejaban de atormentarle las imágenes delos prisioneros que habían hecho entre

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los cruzados y que por orden del señorde Cabaret habían sido terriblementemutilados antes de ser devueltos alenemigo. Había permanecido en Cabaretpor vergüenza ante lo que Simón deMontfort había hecho a los desgraciadosde Bram. Pero acababa de descubrir quesus nuevos señores eran de la mismacalaña. Estaba marcado, iría al infierno,no cabía la menor duda.

—¿El infierno? —Colomba se echóa reír—. El infierno no existe.

Estaban sentados juntos en el puentesobre la cascada del río Grésilhou. AColomba le gustaba sentarse en aquellugar y él iba a buscarla allí a menudo.

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La observó con la mirada melancólicade quien está ensimismado.

—Cuando llegue el fin del mundo,todos seremos juzgados por el tribunalcelestial. Será el juicio final. Unos iránal cielo y otros, al infierno, donde serántorturados eternamente, —dijo sombrío.

Se estremecía de sólo pensar en losmonstruos esculpidos en piedra queadornaban las torres y los tejados de lasiglesias de su patria. Así eran losmonstruos y demonios deformes quepoblaban el infierno, dondeatormentarían perpetuamente a loscondenados con sus escalofriantesinstrumentos de tortura. Sus ojos

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volvieron a buscar el metal reciénbruñido que descansaba en sus manos.

—Eso lo creéis porque vuestro Diosse venga y castiga, —dijo Colomba—.Un Dios que es la fuente de todo lobueno no quiere estas cosas. Y aunquequisiera, no podría hacerlo. No existe elinfierno, por lo menos no como lo veisvosotros. El verdadero infierno es estemundo.

Amaury suspiró y sacudió la cabeza.—Lo digo en serio. ¿Qué hay de

peor para el alma celestial que estarencerrada en un cuerpo y tener queresistir todas las tentaciones de la vidaen la tierra? Tener que volver a nacer y

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a morir una y otra vez, de un cuerpo aotro, sin que nunca se acabe. No puedoimaginarme un infierno peor.

—Las almas no transmigran. Dioscrea cada vez nuevas almas. —Su vozsonaba cansada, como si comprendieraque no tenía sentido argumentar contralo que ella afirmaba.

—Sí, sí, y luego Dios dice desopetón: basta ya de diversión, voy ajuzgarlos a todos, ya sea un viejo conuna vida pecadora a sus espaldas o unrecién nacido que ni siquiera ha tenidooportunidad de distinguir entre el Bien yel Mal, pero que según vosotros arrastrael pecado original y sólo por ello puede

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ser enviado al infierno. ¡Qué injusto esvuestro Dios!

—Algunas cosas no puedenexplicarse de manera racional,simplemente son así.

—Porque vuestros sacerdotes lodicen, y vuestros obispos, y vuestrosarzobispos, y los cardenales y el papa.Todos esos hombres tan respetados, quese conceden a sí mismos cargosimportantes, que presiden la mesa en lacorte de los señores, que visten mantosde brocado y que llevan anillos de orocon piedras preciosas. Ordenan que seles construyan palacios para vivir, eiglesias de mármol, adornadas con oro y

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plata para su Dios. ¿Por qué ha dehabitar Dios en una casa de mármol?

—Deja ya de sermonear, —exclamóAmaury.

Sabía que ella tenía razón, pero sucabeza estaba tan llena deremordimiento y de sentimiento de culpafrente a sus hermanos que ya nosoportaba su lógica.

—¿Te has preguntado alguna vez siCristo les ha dado ese ejemplo? —insistió ella.

Amaury no dijo nada. Los BuenosCristianos vestían una sencilla túnicanegra, se movían con humildad entre lagente del pueblo y se ganaban su frugal

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comida en los talleres o en el campo. Notenían iglesias ni conventos. Su iglesiaestaba allí donde se reunían ypredicaban.

—Esos falsos maestros enseñanmentiras. ¿Acaso pueden demostrar queDios sigue creando nuevas almas? —prosiguió Colomba.

Él se encogió de hombros.—Nosotros sí. Dios no crea

continuamente almas nuevas, eso sólo lohace el diablo. Todo hombre tiene dosalmas. Una ha sido creada por Satanás eincita al hombre a cometer malasacciones. Esta alma es visible, al igualque todo lo que ha creado el maligno.

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Esta alma es la sangre. Por ello muere elcuerpo cuando ha perdido la sangre. Laotra alma es invisible y ha sido creadaen el cielo. Está encerrada en el cuerpode carne y hueso como un esclavo deldemonio. Estas almas transmigran aquíen la tierra de un cuerpo a otro y se vanhaciendo cada vez más viejas, hasta quefinalmente aprenden a conocer el Bien ydan la espalda al Mal. Sólo entoncespueden abandonar este infierno terrenal.Puedo demostrarlo.

—¿Acaso fuiste una mosca o algoasí en una vida anterior? —dijo Amaurymalhumorado.

—¿Una mosca?

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Amaury le contó lo que Pedro Mir lehabía dicho la primera vez que se vieroncuando quiso matar una mosca. Ella rió.

—Sólo regresan a los cuerpos quetienen sangre, los de los hombres, losanimales o los pájaros. Mir te tomó elpelo. No se fiaba de ti, intentabaaveriguar cuánto sabías de nuestra fe yhasta dónde habías llegado como BonHomme.

—No muy lejos.—No, nunca quieres escuchar las

prédicas. Por ello no conoces la historiadel Bon Homme que recordó algo que lehabía sucedido en una vida anterior.

Vio que él enarcaba las cejas, pero

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aparte de esto no reaccionó.—El alma de aquel hombre había

pasado después de una muerte anterioral cuerpo de un caballo. De su vidacomo caballo recordaba que había sidopropiedad de un señor y que una nochecabalgaba con él persiguiendo a unenemigo. Avanzaban por un terrenorocoso y su casco quedó atascado en lagrieta de una roca. Lo recordó porque ledolió mucho al intentar soltarse, ycuando por fin lo consiguió, perdió laherradura. Al morir el caballo, su almaregresó al cuerpo de un hombre y estavez se convirtió en un Buen Cristiano.Trabajando y predicando fue

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recorriendo el país con su compañero,como hacen todos los Bons Hommes, yun día llegaron a la zona donde en suanterior vida había realizado aquelrecorrido nocturno. Reconoció el lugar yle dijo a su compañero que en una vidaanterior, cuando era caballo, habíaperdido allí una herradura. El otro locreyó inmediatamente y se ofreció aayudarle a buscar. Juntos exploraron elterreno y al poco encontraron la grieta.La herradura seguía atrapada allí.

Durante todo ese tiempo, Amauryhabía mantenido la mirada fija en suespada. Entonces levantó la vista.Colomba le sonreía.

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—Sucedió de verdad. Yo misma hevisto la herradura. ¿Nunca has tenido lasensación de que llegabas a algún lugary pensabas “ya he estado antes aquí”,aunque estabas seguro de no haberpuesto nunca los pies en ese lugar?

Él asintió titubeante.—Estamos aquí, en este mundo, para

hacer penitencia por el pecado quehemos cometido en el cielo, cuando losángeles sucumbieron a las tentacionesdel diablo. Pero hay una diferencia,algunos han pecado más que otros, puesalgunos ángeles deseaban más que otrosabandonar el cielo. Por ello algunaspersonas necesitan más tiempo para

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acabar, en un cuerpo bueno, en manos delos Buenos Cristianos. Finalmente, todaslas almas se reunirán con su espíritucelestial, también las de quienes ahorason católicos. Sólo que los que llevanuna mala vida tardarán más en llegar. Elinfierno no existe. Sólo existe el fuegoen que se consume el alma mientras noha encontrado un nuevo cuerpo pararegresar. Nadie va al infierno, Amaury.Tú tampoco.

—¿Qué pasará entonces con elmundo y el diablo, cuando todas lasalmas regresen al cielo?

—En cuanto la última alma hayaabandonado la tierra y haya regresado al

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paraíso celestial, el Mal desaparecerádel mundo y con ello el propio mundo,que es creación del maligno. Los cuatroelementos se unirán, como está escritoen los libros sagrados, y no quedaránada. El dios de las tinieblas, que esincapaz de crear algo eterno, quedaráencerrado por su propia impotencia enla nada que perdurará eternamente. Laherida que ha infligido a la eternidad sehabrá curado.

Amaury empezó a enfundarlentamente la espada.

—Sabes explicarlo muy bien,Colomba. Parece indiscutible. Pero ¿quéhago yo con la herida de la eternidad?

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Ya tengo bastantes cicatrices en mialma. Antes envidiaba a mis hermanos ya mi primo, porque eran más fuertes yporque luchaban mejor que yo. Intentabasuperarlos siendo más listo que ellos. Selo hacía notar incordiándolos conpreguntas para las que no teníanrespuestas. Su única defensa eratratarme de estúpido. Sobre todoGuillermo. Fastidiarle a él me causabael mayor placer porque siempreconseguía enfurecerlo. Ahora estámuerto y yo soy como ellos. —Con ungolpe seco hundió la espada en su funda—. Antes, luchar era un juego hermoso,un arte noble. Vosotros me habéis

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enseñado a matar a mi propio pueblo.Soy un traidor.

—¿Qué esperabas cuando decidisteluchar bajo el estandarte de Pedro Mir?Querías protegernos, ¿no?

Él soltó una risa corta y desdeñosa.—Protejo la vida de personas que

por lo visto ansían morir.—No tienes derecho a decir eso. No

buscamos la muerte. Sólo que nopodemos huir de ella. Has elegido bien,Amaury. Proteges a las personas queamas.

—Yo también amaba a mishermanos y a mi primo. Amaba a Simónde Montfort.

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—Eso es algo que no puedocomprender. ¡Ese hombre es elmismísimo demonio!

—No para aquellos a quienes ama.Arriesga su vida por sus amigos.

Colomba se levantó repentinamente.—¡Entonces, por qué no vuelves a su

lado!—No puedo hacerlo. Me mataría.—¿Eso quiere decir que estás aquí

tan sólo por tu propia seguridad?Estaba de pie delante de él, plantada

en jarras y lo miraba indignada desde loalto, cual pájaro negro con las alasalzadas dispuesto a emprender el vuelo,hacia el cielo, pensó él. ¡Cuánto había

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cambiado desde aquel día en que la vioen Béziers, hacía ya más de un año! Lagrácil muchacha se había convertido enuna mujer. ¡Y pensar que entonces ya lehabía parecido tan adulta!

—Estoy aquí porque yo…Se detuvo bruscamente. Por

supuesto, no podía decirle que la amaba,eso era inconcebible. Haría el ridículo.Además no estaba seguro de quésentimientos abrigaba ella por él. Endiversas ocasiones, las mujeres de lacasa en la que ella vivía le habían dichoque no estaba. Le decían la verdad, deeso estaba seguro, pues las BonnesDames no mentían nunca. Pero ¿dónde

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se metía? ¿Por qué se escondía de él?Intentó cambiar de conversación.

—Tengo miedo de que te sucedaalgo terrible. No te vistas más de negro,es demasiado peligroso. Ahora hayBuenos Cristianos que llevan ropasazules, para no ser reconocidos.

Ella negó con la cabeza, lenta yfirmemente.

—Se acercan cada vez más,Colomba. Una vez hayan conquistadoTermes, llegarán hasta aquí. ¿Crees queMontfort dejará que su amigo Bouchardde Marly se pudra para siempre envuestras mazmorras? Si ha esperado esporque aún no ha llegado el momento.

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Volverá, te lo aseguro.—No tengo intención de colgar mi

túnica y menos por él. Y además,Termes es invencible.

—No lo es. El señor Raimundo yanegoció en una ocasión sobre lascondiciones de la rendición.

—Porque se habían quedado sinagua. Pero ¿acaso no se desencadenóuna tormenta aquella misma noche? —Volvió a sentarse a su lado en el bordedel puente. A sus pies, el Grésilhou seprecipitaba contra las rocas—. Graciasa esa lluvia torrencial vuelven a tenersuficiente agua para meses. Tussacerdotes católicos lo llamarían una

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señal del cielo, un milagro. Vosotrosdiríais que Dios está de vuestra parte. Elagua es una materia terrenal y por tantodemoníaca. Satanás está jugando convosotros. Termes no caerá.

—Eso sólo demuestra que el señorRaimundo está dispuesto a humillarseante los cruzados. Si la necesidad le haobligado a hacerlo una vez, puedevolver a ocurrir.

—Pronto será invierno, Amaury.Termes está repleto hasta los topes deprovisiones y ahora hay agua de sobra.Serán los cruzados quienes pasenpenurias, tendrán que soportar el maltiempo en las montañas. Ya han partido

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algunas de las tropas que habían servidola cuarentena. Si no llegan refuerzos, yen invierno no llegarán, a Montfort no lequedarán suficientes hombres paramantener el asedio. Ya verás queentonces se retirará con las orejasgachas.

—¿Cómo es que estás tan enterada?¿Quién te da tantas noticias? ¿Tiene estoque ver con las veces que hasdesaparecido de repente sin que nadiequisiera contarme dónde estabas?

Colomba apretó los labios.—¿Y si resulta que no tienes razón?

Entonces Montfort llegará hasta Cabaret.¿Qué harás entonces, Colomba? —No

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osó pronunciar la temida palabra. ¿Lahoguera?

—Confío en que podré huir atiempo.

—Pero no quieres renunciar a latúnica negra. Estás jugando con tu vida.

Ella se encogió de hombros.—O sea, que yo tengo que arriesgar

la mía para salvar la tuya. Es eso, ¿no?—No tienes por qué salvar mi vida.

La vida no es más que un calvario,trabajos forzados al servicio deldemonio. Si quieres puedes librarte,como yo.

Su voz sonaba menos convencidaque otras veces. Por un momento todo

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quedó en silencio, salvo el sonido de lacascada.

—Colomba, ¿dónde estás cuando noestás?

Lo miró de hito en hito sin decirnada. Después apartó la mirada.

—Tengo que irme. Me espera mitrabajo. Ya nos veremos.

Se levantó de un salto y se alejó.Demasiado apresurada, pensó Amaury,¿o eran tan sólo imaginaciones suyas?

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CABARET

Finales de enero de 1211

La nueva reserva de agua, que duranteun breve espacio de tiempo parecía queiba a ser la salvación de Termes, acabósiendo su perdición. El agua secontaminó por los cadáveres de ratas yalimañas que habían caído en los pozosdurante la sequía. Los que de ellabebieron enfermaron y murieron. Fue afinales de noviembre cuando, en lo másoscuro de la noche, los desesperadossupervivientes intentaron escapar de su

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destino pasando por delante delcampamento de los cruzados. Perofueron descubiertos. Los cruzadospasaron a cuchillo a todos los que se lespusieron delante, tras lo cualpersiguieron a los que intentaban huir.También apresaron al señor de Termes,que desapareció para siempre en loscalabozos de Carcasona Entre tanto, loslegados del papa habían arrinconadocon astucia al conde Raimundo deTolosa. Para evitar que se defendieraante un concilio, celebrado durante elverano de 1210 en Saint-Gilles, loslegados simplemente le habían tapado laboca. El conde había quebrantado su

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juramento en diversos aspectossecundarios y ello les daba razones parasuponer que no vacilaría en volver acometer perjurio en los dos juiciospendientes contra él: uno por la muertedel legado papal Pedro de Castelnau yotro por proteger a la herejía. Por estarazón, los legados le retiraron elderecho a hablar, privándole así de todaposibilidad de defenderse. Con lágrimasen los ojos tuvo que oír una vez máscómo lo excomulgaban.

Para colmo de males, Tolosa, suciudad, se dividió en dos bandos: lahermandad blanca, que apoyaba a loscruzados, y la hermandad negra,

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favorable al conde y a los herejes.En enero, sin saber ya a qué santo

encomendarse, viajó a Narbona paramantener conversaciones con Simón deMontfort, el abad Arnaud Amaury y elrey Pedro de Aragón. Montfort, queentre tanto había reconquistado todos losterritorios perdidos, a los que habíaañadido nuevas conquistas, se hincó derodillas ante el rey y suplicó que lepermitiera rendirle vasallaje. Elsoberano acabó aceptando ante lainsistencia de los legados y reconoció aMontfort como su vasallo. Acto seguido,el rey Pedro respondió personalmentede la neutralidad del conde de Foix, sin

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contar por cierto con la aprobación delpropio conde, quien consideraba aSimón de Montfort su enemigodeclarado.

En Montpellier, donde se reanudaronlas conversaciones, el abad ArnaudAmaury hizo una propuesta generosa einesperada al conde de Tolosa: si sereconciliaba definitivamente con laIglesia y expulsaba a todos los herejesde sus dominios, podría conservar suspropiedades. Incluso podría aumentar suterritorio con una parte de las tierrasconfiscadas a los herejes. Pero alformular tales exigencias, que erantotalmente inaceptables, el abad se

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aseguraba de que el conde no aceptaríaeste “misericordioso favor”, como lollamó el eclesiástico. En efecto,Raimundo de Tolosa no tenía la menorintención de convertirse en elinstrumento de quienes saqueaban sustierras, mutilaban a sus súbditos,violaban a mujeres y muchachas, yenviaban a la hoguera a ciudadanosindefensos. Se negó en redondo a dejarmarchar a sus mercenarios, a destituir alos judíos de sus cargos, a desmantelarlos castillos que poseía, a expulsar a suscaballeros de las ciudades para quevivieran como labradores en el campo, acondenar a sus súbditos a un largo ayuno

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y a entonar el mea culpa y zarpar, élmismo, por tiempo indefinido a TierraSanta.

Por fin, el conde Raimundocomprendió que lo que querían losrepresentantes del papa era destruirle aél y a los caballeros occitanos. Por elloni siquiera se dignó responder a lasdesmedidas exigencias y partió a lamañana siguiente, de madrugada, paraadvertir a sus súbditos de que, en lugarde una reconciliación, los legados lehabían hecho una declaración de guerra.

El conde de Tolosa no era el únicodesanimado por el avance del ejércitocruzado y el astuto juego de los legados

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papales. Incluso antes de que se dieranpor concluidas las conversaciones enMontpellier, Pedro Mir congregó a sushombres. Su hermano, cuyos soldadostambién se hallaban reunidos allí, estabaa su lado. Mir miraba al frente con elceño fruncido. Saint-Michel daba laimpresión de estar abatido.

—Las circunstancias nos hanobligado a tomar una decisión que osincumbe a todos, —empezó diciendoPedro de Saint-Michel—. El rey hareconocido a Simón de Montfort comosu vasallo.

—El rey nos ha dejado en laestacada. Nuestro juramento de lealtad a

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la casa Trencavel ha perdido todo valor,—gruñó Mir.

—Quien todavía se resista aMontfort, se resistirá a su rey, —prosiguió Saint-Michel.

Amaury escuchaba tenso. Tenía queacostumbrarse aún a que cuando losantiguos vasallos de Trencavel hablabandel rey, se referían a Pedro de Aragón.Para él, el rey seguía siendo el soberanoque residía en París.

—El rey ha aceptado ese cambio depoder. Prefiere evitar que se extienda elconflicto y a través de estareconciliación quiere lograr una pazduradera con los invasores.

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—Nos ha traicionado. Su corazón noestá aquí, sino en España. Quierederrotar a los sarracenos, —leinterrumpió Mir.

Su hermano volvió a tomar lapalabra apresuradamente, antes de queMir pudiera seguir escupiendo suamargura.

—No nos queda otra alternativa quejurar lealtad a nuestro nuevo señor.Hemos de abandonar cualquieresperanza de poder recuperar nuestrasposesiones de otra manera. En estosmomentos, nuestro mensajero se dirigehacia Carcasona para anunciar nuestrosometimiento. En cuanto recibamos la

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noticia de que Montfort está dispuesto aaceptar nuestro vasallaje,abandonaremos Cabaret. —Lo dijoresignado, como si no estuvieraconvencido de que fuera la decisióncorrecta.

—Dios está del lado de loscruzados. Su avance es imparable. Noshemos equivocado, —dijo Mir sombrío.

—¡Esto no significa que noshayamos puesto en contra de la Iglesiade Dios! —protestó Saint-Michel—.Seguiremos protegiendo a los BuenosCristianos hasta la muerte, sea comosea.

Nadie lo dudaba ni por un instante.

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A fin de cuentas, antes de la rendiciónde Fanjeaux, el caballero se habíaasegurado de que su esposa, quien,como él, era creyente de la Iglesia deDios, estuviera a salvo en Montségur.También Mir había sido desde siempreun seguidor del Verdadero Cristianismo.

—Nuestros soldados de Fanjeauxtienen por supuesto el deber de regresarcon nosotros, —dijo Saint-Michel—.Los caballeros que se nos han unido porvoluntad propia quedan eximidos decumplir su promesa de seguirnos. Elseñor Pedro Roger de Cabaret losrecibirá con los brazos abiertos.

No quiso decir más, pero su triste

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figura era muy elocuente. Por lo visto, ladecisión que habían tomado le gustabamenos que a su hermano, quien lepalmeó el hombro para animarlo y lesusurró al oído algo que le hizo sonreírdébilmente.

Amaury se preguntó cómo seríanrecibidos los dos caballeros deFanjeaux por Montfort. Si el comandanteera sensato, no les pondría demasiadastrabas. A fin de cuentas, la salida deambos de Cabaret significaba unasensible pérdida para las tropas dePedro Roger. Pero ¿sería Montfort tanindulgente y dejaría que la ventajaestratégica primara sobre sus ansias de

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venganza? ¿Les creería cuando searrodillaran ante él y le juraran lealtad?Sin duda sabía que no estaban enabsoluto convencidos de su decisión.Era totalmente increíble que estos doshombres dieran de súbito la espalda alos Buenos Cristianos y defendieran lacausa de ese otro Dios, que no era elsuyo. ¡Eran unos traidores! Peor aún,¡traidores de su propia fe!

Invadido por un arrebato de náuseadio la espalda al espectáculo y dandocodazos empezó a apartar coléricamentea sus camaradas, que se tragaban larendición como si fuera lo más normaldel mundo, ¡hijos de Judas!

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Cuando se hubo alejado de ellos yhubo alcanzado la senda que conducíadesde las tres torres hasta el valle,contuvo de repente sus furiosos pasos.Hijos de Judas, así había llamado él alos herejes cuando partió hacia el surcon los cruzados. No porque renegarande la herejía, sino precisamente porquela apoyaban. ¿Quién había renegadoaquí de su fe, quién era en realidad eltraidor? ¿Qué le había sucedido paraque ahora viera las cosas al revés? Porlo visto esta guerra lo trastocaba todo ya todos, la gente cambiaba como si nadade bando y de Iglesia, nada era sagrado,ya no existía verdad alguna. Recordó el

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modo en que Mir le había ofrecido eljamón cuando quiso anular elconsolamentum. ¡Como si bastara unsimple pedazo de carne para cambiar deDios!

Incluso Montfort echaba agua alvino. También él consideraba que el finjustificaba los medios. Más tarde,cuando Mir y Saint-Michelcomparecieran ante él, se cuidaríamucho de mencionar los vínculos deéstos con la herejía, de mentar a sumadre que se escondía en algún lugarpor ser perfecta o de preguntar por laesposa de Saint-Michel que permanecíacon los herejes de Montségur.

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Volverían a Fanjeaux, dondeasentaba sus reales un fanático supriorespañol, llamado Domingo, que llevabaya varios años intentando convertir a losherejes de Occitania. Las historias quele habían contado acerca de estemisionero parecían indicar que estabaimpulsado por el mismo fervor sagradoque los propios herejes, a quienescombatía con sus propias manos.Envuelto en un hábito sencillo, recorríael país predicando con suma humildad ypobreza, y aspiraba con la misma pasiónque ellos a una buena muerte, que lellevara al reino eterno en el más allá. Loque más ansiaba era entrar en el cielo

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ciñendo la corona de mártir. Loscruzados decían que el misionero teníaun carácter tan encantador que nadie eracapaz de resistírsele. En cambio, losBuenos Cristianos contaban que nohabía conseguido ganar a muchos parasu fe, seguramente porque era famosopor las duras penitencias que imponía aquienes se convertían. ¿Acosaría a Mir ySaint-Michel con sus ansias deconversión y los paralizaría con suscastigos, o tendría que respetar a losguerreros heréticos, si ello le conveníamás a Montfort en el marco delsometimiento del pueblo occitano? ¿Quédiría el hermano Domingo de un cruzado

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que había recibido el consolamentum yque protegía a los herejes? No, aAmaury no se le había perdido nada enFanjeaux. En su caso no valían lasreglas de excepción. Había traicionadoa la Cruzada, había escupido a Dios enla cara. Su temor por el castigo quependía sobre su cabeza era por lo prontomás grande que el sentimiento de culpaque arrastraba consigo. Un largocalvario en alguna mazmorra sofocante ola terrible muerte reservada a lostraidores era una pesadilla tanaterradora que parecía peor que laamenaza mucho menos concreta delinfierno. Hubiera preferido morir con

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las botas puestas, defendiendo a laspersonas a las que había acabadoqueriendo como si fueran su propiopueblo, por muy herejes que fuesen.

Aquella noche, Amaury tuvo unextraño sueño. Se encontraba en una salaque se parecía mucho a un scriptorium,donde los monjes solían inclinarse sobrelos manuscritos para leer o copiarlos.Esta estancia tenía ventanas a amboslados, por las cuales entraba una luzbrillante. A la cabeza de la sala habíauna mesa y sobre ella un libro grueso.Junto al libro había un candelabro conuna sola vela encendida. Sin que nadiese lo hubiera dicho, Amaury supo que se

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acercaba el fin del mundo. El sol seapagaría, mas su luz seguiría brillandomientras permaneciera encendida la velajunto al libro. Mientras pensaba en ello,empezó a notar cómo disminuía la fuerzade la luz que entraba por las ventanas.En esta estancia, que por lo visto era elúltimo refugio de la humanidad, sehabían congregado algunos para escaparde su destino. Ancianos y ancianas,madres con sus hijos, y personas detodas las edades y clases se agolpabanen la sala. Sin embargo, reinaba unsolemne silencio que presagiaba unterrible desastre. Todos sabían quehabía una posibilidad de salvarse, mas

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les quedaba poco tiempo, tal vezdemasiado poco. Había que leer porcompleto el libro antes de que seconsumiera la vela.

Por esta razón, alguien estabasentado a la mesa, leyendo el libro envoz alta. Narraba el volumen la historiade un hombre que erraba por el mundo, yquien se asomara a la ventana podíaverlo caminar, en uno u otro país lejano.Aquel hombre era el único que podíasalvarlos. Si era capaz de llegar atiempo hasta la sala, algo que sólosucedería en la última página del libro,volvería la luz y seguiría brillandoeternamente. Si no lo lograba, el mundo

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quedaría envuelto en tinieblas, un fríogélido caería sobre la tierra y helaríatodos los mares y ríos, y en ella nopodría sobrevivir ningún hombre.

La tensión era insoportable. Lequedaban aún muchas páginas por leer yla vela se hacía cada vez más pequeña,mientras la cera goteaba continuamentesobre la mesa. Aunque ya no estabapermitido, Amaury miraba de reojo unade las ventanas. Abajo, en laprofundidad, se extendía el campo bajola creciente oscuridad y en la lejaníaentre penumbras vio a este hombre quecaminaba apresurado como si también élintentara llegar a tiempo. La lectura

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avanzaba a un ritmo desesperadamentelento, la cera goteaba, quedaba aún unapágina. Fuera, la oscuridad era casicompleta. El demonio envolvía elmundo con un enorme manto negro, y suapestoso aliento llenaba la estancia. Lavela apenas tenía oxígeno y a la luz de lallama parpadeante pasó la últimapágina. Abajo, en la profundidad,alguien llamó a la puerta. Amaury sintiócomo si intentaran estrangularlo. La luzde la vela brilló por un instante yempezó a apagarse hasta que en laoscuridad sólo pudo verse la mechaincandescente. En aquel precisomomento se abrió la puerta. Entró el

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hombre y con él la luz del sol quepenetró con toda su gloria por lasventanas. Al día siguiente, Amaury fue ala casa de las Bonnes Dames en quevivía Colomba. No la encontró y denuevo nadie quería o podía decirleadónde había ido. Después se dirigió altaller de los Bons Hommes de Cabaret yse arrodilló ante el más anciano de lacasa. Con sus manos sobre el libro delevangelio de san Juan aceptó laconvenenza, el contrato que legarantizaba que cuando llegara su últimahora recibiría el consolamentum, aunquehubiera perdido el conocimiento o nofuera capaz de formular las palabras

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pertinentes.

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CABARET

Principios de marzo de 1211

Por supuesto, Colomba se habíaenterado. No lo decía, pero se le notaba.Estaba feliz. Sus conversaciones ya noestaban dominadas por el conflicto entredos creencias contrarias, y eso era unalivio para Amaury. Sólo le explicabaalgo si él se lo pedía. A partir de aquelmomento Amaury empezó a asistir a lasreuniones de los Buenos Cristianos.Tenía que hacerlo, pues el señor deCabaret acudía con regularidad a las

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predicaciones y sólo quienes loacompañaban en tales ocasionesgozaban de su plena confianza.

Aparte de esto, la vida en Cabaretseguía su curso. Ahora que Amaury teníaacceso al castillo de Pedro Roger, leasombraba que en su corte y la de suhermano Jordán se celebraran fiestascomo si nada ocurriera. Todos lossucesos que habían tenido lugar desde elataque del ejército de los cruzados nopodían impedir que allí todo el mundocantara y bebiera a su antojo. Dado quelos trovadores famosos evitaban la zonade guerra, doña Brunisenda, la esposade Pedro Roger, se dejaba admirar por

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poetas y trovadores de menos talento.Los escuchaba amablemente mientrasellos alababan sus virtudes, pero no sedignaba mirarlos cuando le pedían algomás que un gesto indulgente.

Mayor aún fue la sorpresa deAmaury cuando un día descubrió queColomba asistía al banquete, armadacon su propio cuenco y su propia copapara evitar que alguna migaja de comidaprohibida se metiera en su frugal raciónde pescado y verdura. La razón de supresencia era para él un completomisterio. No formaba parte de la corte ya él le parecía que desentonaba muchocon su túnica negra entre los suntuosos

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ropajes de brocado de los caballeros ylas damas de la nobleza. Su atención sedesvió pronto hacia Orbrie, una beldadtemperamental de cabellos negros queprovocaba a todos y que sabía bailarcomo ninguna y por consiguiente era elcentro de la fiesta. Provenía de unafamilia adepta al VerdaderoCristianismo y se murmuraba que elseñor Jordán quería tomarla por esposa.

A principios de marzo, la alegría seacabó súbitamente. Desde hacía algúntiempo se especulaba que Simón deMontfort pretendía atacar de nuevoCabaret. En sí, aquello no era ningunasorpresa. Ahora que el rey de Aragón

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había vuelto la espalda a sus vasallos,que el conde de Foix había de mantenerpor fuerza la neutralidad, que Pedro Miry Pedro de Saint-Michel se habíansometido al comandante y que no cabíaconfiar en la ayuda del conde Raimundode Tolosa, Cabaret estaba sola. Con lallegada de nuevos cruzados y la cercaníade la primavera, Montfort podía estarseguro de cercar con más éxito que antesel bastión de los tres burgos.

Una noche, Colomba fue a contarleque se habían celebrado conversacionesen el castillo. El señor de Cabaret habíacongregado a los Bons Hommes que leasesoraban a la hora de tomar

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decisiones importantes. Por lo visto, elmotivo había sido la llegada de uncorreo procedente de Carcasona.Colomba advirtió a Amaury de que sepusiera en guardia. A la mañanasiguiente muy temprano se decretó unaorden por la cual todos los BuenosCristianos que se hallaran en territoriode Cabaret debían prepararse deinmediato para partir. Justo después, loscaballeros fueron convocados en la saladel señor Pedro Roger, que los esperabaenfundado en sus mejores galas. Junto aél estaba su hermano Jordán,acompañado de Orbrie, y al otro lado loflanqueaba Brunisenda, que también iba

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vestida como si se tratara de unacontecimiento festivo.

—Hombres, —dijo el señor delcastillo con voz emocionada—, nuestroespía en Carcasona nos dice que elenemigo está a punto de atacar Cabaret.Es vuestro deber y también el nuestroproteger a todos los que se hallan ennuestro territorio, y a todos los súbditosde Cabaret. No disponemos desuficientes soldados para organizar unataque y si nos expusiéramos al calvariode un asedio desesperado, no podríamosservir a todos aquéllos que dependen denuestra protección. Por estas razoneshemos decidido entregarnos, mas no al

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nuevo vizconde de Carcasona.Intentaremos cambiar nuestra herenciapor otro feudo. He explicado estapropuesta a nuestro prisionero, elcaballero Bouchard de Marly, señor deSaissac, y le he ofrecido la libertad acambio de determinadas garantías. Siestamos bien informados, debido a suslazos de parentesco y amistad conMontfort, tiene suficiente peso paradarnos garantías y suficiente influencia ~para poder cumplir sus promesas. Nique decir tiene que sólo dejaremosmarchar al prisionero cuando hayamospuesto a salvo a los Buenos Cristianos.Por consiguiente, la rendición no tendrá

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lugar hasta la noche.Su declaración provocó una

profunda consternación. Sólo Amauryfue presa del pánico. Confiaba en poderacompañar a los Buenos Cristianoshacia su nuevo refugio, pues así podríaproteger a Colomba y él estaría tambiéna salvo. ¿Qué debía hacer si el señorPedro Roger le ordenaba seguirle haciael nuevo feudo en territorio ocupado?¿Qué pasaría si se topaba con Bouchardy éste lo reconocía? Poco a pocoempezó a percatarse de que el señor deCabaret no esperaba su aprobación. Noera como Montfort, quien siempreconsultaba a sus caballeros y escuchaba

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sus consejos. Aquí todo estaba cocinadode antemano. A fin de cuentas, no habíatiempo que perder, los cruzados podíanemprender en cualquier momento elavance hacia Cabaret.

Inmediatamente después de que losseñores de Cabaret hubieran tomado sudecisión, doña Brunisenda habíamandado abrir los baúles donde sehallaban las ropas de su esposo y habíaescogido una camisa de seda y unsuntuoso sobretodo con un manto ajuego. Habían mandado llamar a unherrero para que quitara los grilletes alprisionero. Habían enviado a algunoscriados armados de ropas, jofainas y

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cuchillas de afeitar al calabozo deBouchard, para que pudiera comparecercon dignidad, no sólo como prisionero,sino como un huésped apreciado.Amaury comprendió que los caballerossólo habían sido convocados en elcastillo para dar un recibimientoimpresionante al noble francés. Teníaque irse de allí, pero ya era demasiadotarde. El heraldo pidió silencio, indicó alos caballeros y a sus escuderos que sesepararan en dos filas para formar unpasillo de honor, golpeó el suelo con suvara, y con aire de suficiencia abrió lapuerta de la sala de armas.

—¡El señor Bouchard, señor de

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Marly y Saissac!El rostro moreno y curtido de

Bouchard se había tornado tan blanco,tras casi año y medio de prisión, que supalidez recordaba a la de un enfermo.Por lo demás no había cambiado nada.Tenía buen aspecto, aparte de que sufigura se había hinchado un poco y susmúsculos se habían debilitado a causade su existencia forzosamente inactiva.En otras circunstancias, Amaury sehabría acercado al antiguo camarada deMontfort y quizá lo habría abrazado. Sinembargo, ahora quisiera ser invisible. Elfrancés entró lentamente en la sala yparpadeó debido a la intensa luz que

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entraba por las ventanas. Los caballerosirguieron la espalda, mientras losseñores de Cabaret miraban muy seriosal frente. Brunisenda, con el rostroimperturbable, era la única que se habíasentado y Orbrie echó los hombros haciaatrás haciendo resaltar sus pechos bajola túnica de seda bordada en oro. Elcruzado recorrió con la mirada losrostros a su derecha e izquierda, como siquisiera grabarlos en la memoria.Amaury sudaba, sentía el corazónpalpitar en la garganta. Hubierapreferido esconderse detrás de lasanchas espaldas de su vecino. ¿Quéposibilidad había de que Bouchard,

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después de su largo confinamiento ensoledad, reconociera a un conocido enun lugar donde su cara no debería estar?Bouchard se acercaba, miró a suizquierda y después volvió otra vez lacabeza a la derecha hasta que pasódelante de Amaury. Entonces se detuvo.Cegado por un haz de luz que atravesabala sala como una espada brillante entrela luz atenuada, entornó los ojos hastacasi cerrarlos y por las rendijas observólarga y detenidamente el rostro del otro.Después lo examinó de pies a cabeza. Eljoven caballero se esforzaba poradoptar una actitud neutral, evitando almáximo la mirada escrutadora del

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francés. ¿Tal vez dudara Bouchard alverlo tan cambiado? Ya no era ellarguirucho, el barbilampiño que habíasalido de Poissy hacía casi dos años.Además, llevaba el pelo más corto de loque se estilaba en el norte y no peinadohacia atrás, sino con la raya en medio,como la mayoría de los occitanos. Lapelusa de su barbilla se habíaconvertido en una espesa barba quetenía que verse claramente, pues hacíaalgunos días que no se afeitaba. Sushombros y su pecho eran más anchos ysus miembros más musculosos que antes.¿Acaso Bouchard, en el momento en quePedro Mir y Pedro de Saint-Michel le

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tendieron la emboscada, sabía ya que elmenor de los hijos de Poissy habíacaído en Alaric? La mirada de Bouchardpasó al siguiente caballero en la fila yAmaury se disponía a respirar tranquilocuando, de súbito, el francés volvió amirarlo. Parecía como si dudara y abriólos labios como queriendo decir algo.Amaury buscaba febrilmente un modo dedejarle claro que él era otro, sin que suvoz lo delatara. Su garganta estaba seca.Le costó mucho reunir la suficientesaliva y moverla con la lengua haciaadelante. Mientras tanto se esforzabapor mirar a Bouchard con unavehemencia cargada de odio. Con una

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mirada de desprecio escupió en el sueloentre los dos. Todos los presentescontuvieron la respiración. Deinmediato, los caballeros que sehallaban a su lado lo cogieron por losbrazos para controlarlo, temiendo queatacara al francés. Casi podía sentir lamirada furiosa de Pedro Roger. Almismo tiempo se sonrojó, no de ira,como creían los demás, sino devergüenza. Las facciones de Bouchardse endurecieron, su mano saltó al lugardonde llevaba la daga colgada del cinto,pero la dejó descansar sobre laempuñadura. Al parecer, comprendió atiempo que era menester ser diplomático

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y que por ello aquel insulto habría dequedar impune. Dueño de sí mismo,volvió la mirada hacia la otra fila. Unavez hubo llegado al final del pasillo dehonor, se dirigió al señor de Cabaret.

—Lamento no encontrar aquí a losdos caballeros a quienes debo micautiverio. Me hubiera gustadointercambiar algunas palabras con ellos,—dijo agriamente.

—Los caballeros de Fanjeaux hanpartido antes que nosotros, —lerespondió el señor Pedro Roger. Noañadió que sus filas estabanenormemente diezmadas a causa de lapartida de Pedro Mir y Pedro de Saint-

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Michel. La pérdida de estos fervientesguerreros y sus soldados había sido unade las principales razones por las quedecidió no resistir más al enemigo—. Sehan rendido en Carcasona al señorSimon de Montfort. Yo prefiero ponermi persona y mi castillo en vuestrasmanos porque me he dado cuenta de quesois un hombre sabio y honrado al quetengo en alta estima. Os confío mi vida yla de mis allegados, así como la de missúbditos, y os entrego todo lo que poseo.Renuncio a mi libertad y os devuelvo lavuestra, con la esperanza de quepagaréis mi favor y mi confianza con lamisma generosidad.

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Lo que quería decir era que seentregaba incondicionalmente y que, encontrapartida, no esperaba condicioneshumillantes, sino otro feudo a cambiodel suyo.

El señor Jordán pronunció palabrasdel mismo estilo y dijo que elexprisionero era sincero y un hombre decarácter que no se rebajaría a hacerpromesas falsas. Bouchard de Marlyescuchó en silencio las adulaciones desus anfitriones. Durante dieciséis meseshabía carecido de noticias y habíatenido que creer lo que le contaban susenemigos. Anhelaba la libertad ydeseaba ver a sus amigos. Si rechazaba

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la propuesta, sin duda lo matarían.¿Estaban en una situación tandesesperada que no les quedaba másremedio, o acaso por fin habían entradoen razón y optaban por una rendición sinresistencia, algo que ahorraría a todos, ypor tanto también a Montfort, muchosdisgustos y los costes de un largoasedio? Si aceptaba la propuesta,Cabaret, la fortificación que loscruzados tanto codiciaban, caería en suregazo como una manzana madura.Llevaba reflexionando sobre ello desdela noche anterior y su decisión era firme,pero los dejó aún unos momentos en laincertidumbre mientras miraba uno por

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uno a los miembros de la casa deCabaret. Sus ojos empezaban aacostumbrarse a la luz de la sala. Ahoraadvirtió la sonrisa provocadora en lacomisura de los labios de Orbrie, quienrespondió a su atención con un guiño.

—Nunca he traicionado a nadie, nihe inducido a nadie a hacerlo, —respondió con el debido orgullo.

Sus palabras atravesaron el alma deAmaury como una espada abrasadora.Sabía que el noble decía la verdad. Loconocía suficientemente bien como parasaber que cumpliría todas sus promesas.Montfort se alegraría tanto por elregreso de su buen amigo que no le

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negaría nada. Pensar en ello le hacíasentirse miserable. Dieciséis meses enlos calabozos de Cabaret no habíanconvertido a Bouchard en otro hombre.Seguía siendo fiel a su fe y a su señor.¿Qué era él, Amaury, que habíatraicionado a todos y a todo, sino unmiserable desertor? Había estado tanseguro del significado de su extrañosueño, pero ahora empezaba a tenerserias dudas de si lo había interpretadocorrectamente.

—Acepto vuestra propuesta y os doymi palabra de honor de que cumplirémis promesas y nunca os traicionaré. Lojuro por la Virgen María, —dijo

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Bouchard, y para dar más énfasis a suspalabras, se santiguó.

Por un momento, en la sala pudosentirse una gélida tensión. Sin duda loshabía horrorizado el gesto de Bouchard,pero sobre todo sus dolorosas palabras.Los Buenos Cristianos condenabancualquier juramento como si se tratarade un crimen. El señor Pedro Rogercarraspeó.

—Señor Bouchard, os invito a sermi huésped hoy para que podamosdiscutir en buen entendimiento losdetalles de nuestro acuerdo. Más tarde,antes de vuestra partida, os ruegoaceptéis tomar la comida conmigo y mis

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allegados.Acompañó estas palabras con un

gesto cortés, mientras calculaba cuántotiempo necesitaría para poner a salvo alos Buenos Cristianos. El francés nopodía salir hacia Carcasona antes de lanoche. Esto les daría por lo menos unajornada de ventaja, sin contar con eltiempo que necesitarían los cruzadospara celebrar la vuelta del noble antesde ponerse en camino.

—Señor Pedro Roger, os agradezcovuestra hospitalidad y acepto con sumogusto vuestra invitación, —respondióBouchard con una inclinaciónigualmente cortés.

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—Permitidme, —dijo el señor delcastillo afablemente—, que os deje unmomento a solas con el señor Jordán ylas damas. Estarán encantados dedistraeros.

Orbrie fue la primera en acercarse aél. Su penetrante risa inundó la sala.Brunisenda se unió a ellos y dijo que lehabían contado que el francés era poeta.Sentía curiosidad por sus versos.

Los caballeros apenas habíanabandonado la sala cuando el señorPedro Roger se abalanzó sobre Amaury.El joven volvió a quedarse sin sangre enlas venas. ¿Qué debió de pensar el señorde Cabaret de su inexplicable interés

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por el prisionero? El noble se detuvoante él resollando como un toro.

—¡Idiota! ¡Tu estupidez podríahaber echado a perder todo el plan!Puedes estar satisfecho de que ese hijode puta francés haya hecho caso omisode tu grosero agravio.

Aunque sus rodillas aún no se habíanrepuesto del susto pasado en la sala dearmas, ahora Amaury temblaba deindignación por aquel insulto. Queríadefender a Bouchard, pero se guardómucho de expresar semejantes palabras.El otro aún no se había desahogado deltodo.

—¡Si hubiera exigido una

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satisfacción, habría corrido sangre! Porlo visto ha sido más sensato que tú y hacomprendido que éste no es momentopara el rencor, sino para la sensatez.

El joven tartamudeó unas palabrasde arrepentimiento.

—Te había elegido para que loescoltaras con otros dos hombres hastaCarcasona porque según Mir hablas suidioma. Pero veo que era una mala idea.Me traen sin cuidado las cuentas quetengas pendientes con él, o él contigo,con tal de que te mantengas alejado deél.

Tal vez creía que Amaury habíaformado parte de la patrulla que había

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tendido la emboscada a Bouchard y quealgo había sucedido entre ellos durantela escaramuza. Gruñó algo más yañadió:

—No me arriesgaré a una segundaconfrontación entre vosotros. No quierovolver a verte hasta que él se hayalargado a Carcasona.

Eso era justo lo que deseabaAmaury.

—Me marcharé con los BuenosCristianos.

—No es necesario. Ya he sustraídosuficientes hombres a mis tropas paraque los acompañen. Te quedarás enCabaret hasta nueva orden.

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Amaury negó decidido con lacabeza. No le apetecía nada seguir alnoble, que a cambio de su nido de águilaseguramente recibiría uno u otro feudoen la llanura donde los cruzados podíanentrar y salir a su antojo. En su nuevodominio, el señor de Cabaret estaría tanindefenso como un puerco espín sinpúas. Pero sobre todo, no queríaabandonar a Colomba.

—Seguiré a los Buenos Cristianos.—No puedes desobedecerme así

como así. Cuando Mir se fue me jurasteobediencia. Te debes a tu promesa.

Amaury no se doblegó ante estamuestra de poderío. Miró a su

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alrededor. Algunos caballeros habíanseguido la discusión y asentíanaprobatoriamente.

—Soy creyente de la Iglesia deDios, —declaró levantando la voz paraque todos lo oyeran—. Los BonsHommes confirmarán que he contraídola convenenza. Me han dicho que porello puedo romper el vínculo con miseñor. Para quien comprende el Bien, laautoridad de la Iglesia de Dios está porencima de la de su señor.

El noble lo miró en silencio. Másque nadie comprendía lo indefenso queestaba frente a esta reflexión. Amaurysonrió satisfecho sobre su propia

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perspicacia. Su reacción no fue delagrado del otro.

—¡No quiero volver a verte nuncamás!

Tras estas palabras, el señor deCabaret regresó a la sala de armas.Amaury se apresuró a liar el petate.Poco después encontró a Colomba entrelos que huían y se habían congregado enla senda que iba desde Cabaret hacia elcorazón de la Montaña Negra.

—¿Adónde vamos? —fue lo primeroque preguntó ella.

—A Lavaur, —contestó él.

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CAMINO DE LAVAUR

Mediados de marzo de 1211

La comitiva avanzaba lentamentemientras las nubes de tormenta seagolpaban sobre las tierras montañosas.Habían dejado atrás los bosques ybarrancos de la Montaña Negra, quehabían atravesado manteniéndose a unadistancia segura de la ciudad ocupadade Castres al norte y Saissac al sur. Yano estaban en territorio del vizconde deCarcasona, que desde noviembre de1209 se llamaba Simón de Montfort,

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sino dentro de las lindes del condado deTolosa. Querían llegar aquel mismo díaa Puylaurens y desde allí les quedaríaapenas una jornada de viaje hastaLavaur.

El ritmo que marcaban sobre todolos bueyes que tiraban de los carros erasoporífero para un jinete y Amauryhabía tenido que hacer grandes esfuerzospara no quedarse dormido en la monturapor el lento caminar de su caballo que, arienda suelta, seguía al resto. Peroaquella mañana estaba totalmentedespierto. Había perdido de vista aColomba. Terriblemente preocupado,había recorrido ya varias veces a

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caballo toda la columna, con laesperanza de descubrirla entre losdemás. Estaba seguro de haberla visto lanoche anterior, antes de que oscurecieray, sin embargo, por la mañana…, nirastro. Preguntó a las mujeres con lasque ella había vivido en Cabaret. Peroya sabía de antemano cuál sería larespuesta. Por supuesto, no sabían nada.Amaury maldijo entre dientes. Si éstavolvía a ser una de sus inexplicablesdesapariciones, ya podría haber elegidoun mejor momento. Aunque se hallasenen territorio del conde de Tolosa, eso nosignificaba que estuvieran fuera depeligro. Él sólo se tranquilizaría una vez

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que se encontraran a salvo entre lasmurallas de Lavaur, muy lejos de lastropas de Montfort. Por enésima vezvolvió a escudriñar el camino que seextendía a sus espaldas. No había ni unalma. Empezó a llover.

Aparte de con algunos pastores ycampesinos, aquella tarde no secruzaron con nadie. Sólo algunoscaballeros hospitalarios envueltos ensus mantos negros con la cruz blanca,que apenas saludaban y no hacíanpreguntas, sino que volvían la cabeza yse alejaban apresuradamente como si nohubieran visto a nadie y no quisieranentrometerse. Desde el inicio de la

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Cruzada, los caballeros habíanconseguido mantenerse al margen, aligual que los templarios por cierto, quese habían limitado a testificar en algunasactas.

De repente, poco antes de llegar aPuylaurens, la vio caminar. Ella lesonrió como si nada hubiera pasado y élsintió un enorme alivio, como si lehubiesen quitado un gran peso deencima.

Cuando cruzaban la puerta de laciudad, la abordó. Todas las tensiones yla preocupación de aquel día parecíandescargarse del golpe.

—¡Dónde estabas! —dijo sin

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preguntar, sino casi ladrando.—De camino hacia aquí, como tú.—No te he visto por ningún sitio.

¿Sabes el miedo que he pasado?Ella lo miró con aquellos enormes

ojos oscuros e inocentes. El pelomojado y pegado en las sienes hacía quesu rostro pareciera aún más fino.

—No hace falta que te preocupespor mi.

—Pues sí me preocupo. Estoy aquípara protegerte. Es mi tarea, malditasea. Y tú no estabas. ¿Dónde te habíasmetido? ¿Dónde vas cuando no estás?

Ella se encogió de hombros.—¡No me mientas! ¡No te está

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permitido mentir!Ella apretó los labios y lo miró con

cara de enfado.—Esta mañana ya habías

desaparecido y de repente a media millade Puylaurens vuelves a surgir de lanada como si fuera la cosa más normaldel mundo. Exijo una explicación.

—Empiezas a comportarte cada vezmás como un caballero, Amaury, y no lodigo como un cumplido. Ya puedesexigir lo que quieras que de nada te va aservir. Además, eres el único aquí quese preocupa por mí. ¿Acaso crees queno sé defenderme?

—¡Me preocupo porque te quiero!

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—Se le había escapado sin que pudieraevitarlo y además en aquel momentotampoco le importaba. Era un momentoridículo para una declaración de amor,que él había imaginado bien diferente—.Te quiero. Sé que no puede ser, perosiempre estaré a tu lado. —Hablaba convoz ronca. Ya no estaba enfadado.

Colomba palideció. ¿Hacía ya unaño que él le había cogido la mano porprimera vez en el camino de Salsigne aCabaret? Le había dado un beso en lafrente. Después no la había vuelto atocar nunca más. Ella había pensado,esperado, pero también temido que todopasara sin más. Pero, no obstante,

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gozaba de su presencia y de la atenciónque él le prestaba. Siempre quería verlo.¿Era eso amor? No lo sabía. Se quedómirando de hito en hito el rostrocrispado de Amaury buscando qué decir,y compadeciéndose de él. Sentía unaextraña sensación en el vientre. Hubieraquerido abrazarlo para consolarlo.

Una figura oscura se interpuso entreellos.

—Colomba, hay personas quenecesitan cuidados. Y tú… —La BonneDame se volvió a Amaury y lo miró conactitud expectante—. ¿Y bien?

Amaury dobló una rodilla, para nometerse en el barro, e inclinó la cabeza

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mientras recitaba las palabras delmelioramentum que ya conocía dememoria.

—No debes molestarla, —dijo laBonne Dame cuando se hubo erguido denuevo. Mientras tanto, Colomba habíadesaparecido.

—Lo sé, pero la naturaleza sigue sucurso.

—¿La naturaleza? Querrás decir lacarne maligna. Los ardides del diabloson inagotables. Ella ya se hadistanciado de todo esto. Si intentasseducirla para que peque, seráscómplice del demonio.

—La amo y no me importa que todo

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el mundo lo sepa. El amor no puede sermalo.

—Tienes razón, el amor procede delbuen Dios. Pero el deseo, jovencito, esoes cosa del diablo.

—Hago lo que puedo por distinguirambas cosas.

Nunca hubiese osado hablarle de esaforma a un sacerdote católico. Lecostaba acostumbrarse a que aquí lasmujeres podían ocupar el mismo cargo yque le podían leer la cartilla. Todo eraaún demasiado nuevo para podermostrar la humildad que le habíaninculcado en casa, aunque veía que losBuenos Cristianos vivían de forma más

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pura que muchos de los canónigos oabades, que se atiborraban y serodeaban de todos los placeres de lavida. Ellos ni siquiera tenían canónigoso abades. La Iglesia de Dios sólo teníadiáconos y un puñado de obispos, nadamás. No tenían ningún ejército deprelados, ni jerarquías devoradoras dedinero, ni iglesias y palacios llenos detesoros artísticos. Con su estilo de vidaaustero, los Buenos Cristianos infundíanmás respeto. Nada los separaba de loscreyentes corrientes, porque se movíancon toda sencillez entre la gente delpueblo y no se aislaban en edificiosenormes e inaccesibles. Quizá fuera ésta

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la razón por la cual Amaury habíaadquirido más conciencia de suresponsabilidad y la libertad de decidirpor sí mismo sobre su vida, más que sile amenazaran con el infierno. Colombatambién tenía esta libertad.

—Es ella quien ha de decidir lo quequiere y lo que no. Yo ya tengo bastantecon mis propios sentimientos confusos,—dijo.

—Entonces te convendría refrenarun poco esos sentimientos; ¿Acaso notenéis que montar el campamento? —Ycon estas palabras dio por terminado elsermón.

Se sentía confuso, ésa era la palabra.

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Toda la situación era confusa. Si hubieraocurrido en Poissy, todo habría sido mássencillo.

Habría pedido permiso a Roberto,quien después habría negociado con elpadre de ella sobre el matrimonio y él lahabría tomado por esposa. El santosacramento los habría unido de por viday la Iglesia le habría alentado a tenerdescendencia. Aquí todo era distinto. Enlugar del sacramento, un hombre y unamujer se unían por medio de unapromesa y procrear no se considerabauna virtud, sino la colaboración con eldemonio, quien de este modo podíamantener su maligna creación. Por

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fortuna, eso no tenía por quépreocuparle, pues de todas formas nopodía tomarla por esposa ni tener hijoscon ella. Colomba había elegido otrocamino. ¿Qué otra cosa podía hacer élsino dedicar su vida al servicio dequienes eran perseguidos como herejes?

Como un cancerbero vigiló aquellanoche el campamento montadoapresuradamente. No se le escaparía niun solo movimiento de Colomba, teníaque averiguar adónde iba cada vez quedesaparecía. Sin embargo, nada perturbóla tranquilidad del campamento y alalba, Colomba apareció junto a la fuentecon las demás mujeres para buscar agua.

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Se echó a reír al ver la cara de sueño deAmaury y la torpeza con la que seincorporaba.

Amaury no tuvo oportunidad dehablarle. La Bonne Dame no perdía niun solo momento de vista a su pupila yél no osaba quebrantar la prohibición.

Tampoco consiguió acercarse aColomba durante la última parte delrecorrido de tres días, pues estabasiempre rodeada de mujeres. Aun así sealegraba de saber dónde estaba y de queno hubiera intentado desaparecernuevamente.

Antes de que cayera la nochellegaron a Lavaur, donde los Buenos

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Cristianos fueron acogidos en las casasde sus hermanos y hermanas. Amaury seunió a la guarnición bajo el mando de lacastellana, la viuda Guiraude, quegobernaba la ciudad en nombre de sushijos.

Saber que Colomba permanecía enla casa de las Bonnes Dames notranquilizaba en absoluto a Amaury.Aquella noche tampoco consiguió pegarojo, no porque temiera que ella se fuera,sino porque intentaba adivinar qué haríaSimón de Montfort. Si los espías deCabaret sabían que los cruzados sedisponían a asediar su fortaleza, seguroque, a su vez, los espías de los cruzados

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habrían informado a su comandante deque los herejes de Cabaret se habíansalvado y habían huido hacia Lavaur.¿Hacían bien los Buenos Cristianossintiéndose seguros detrás de lasmurallas de esta ciudad que se hallabadentro de las fronteras de Tolosa? ¿Noera probable que a Montfort le trajerasin cuidado que Lavaur formara partedel señorío del conde de Tolosa y queordenara perseguir a los herejes que sehallaban en la ciudad? Amaury conocíasuficientemente bien a Montfort paraadivinar cuál era la respuesta.

Al día siguiente por la tardeconsiguió por fin separar a Colomba de

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su acompañante empujando a suscamaradas como una cuña entre las dosmujeres y arrastrándola rápidamente deuna manga hacia una callejuela.

—¡Tenemos que largarnos de aquícuanto antes!

—¿Por qué?—Porque Montfort viene hacia aquí.—No sé nada al respecto, —dijo

ella sacudiendo con decisión la cabeza.Como si lo que ella no supiera nopudiera suceder de ningún modo.

Él hizo un gesto desesperado, seinclinó hacia adelante y empezó a hablaren voz más alta, como si con ello fuera aconvencerla de que llevaba la razón.

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Hablaba deprisa y atropelladamente.—Ha sido una estupidez traer aquí a

todos los Buenos Cristianos.Tendríamos que habernos dividido parair, no a un único lugar, sino a diferentessitios. Tendríamos que habernosdispersado en la Montaña Negra. Intentéhacérselo comprender a los caballeros,pero nadie quiso escucharme. Por elamor de Dios, intenta tú convencer a losBuenos Cristianos de que tenemos queirnos de aquí. Hemos de seguiravanzando hacia el norte.

—No te preocupes. Montfort estácon su ejército en Cabaret.

—¿Cómo lo sabes?

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Ella se encogió de hombros.—Es pura lógica.—Bueno, quizá esté en Cabaret.

Pero ¿por cuánto tiempo? ¡Aquí noestamos a salvo, Colomba! Haydemasiados Buenos Cristianos.

—Estamos en territorio deRaimundo de Tolosa. Si Montfort osacruzar la frontera, el conde nos ayudará.

—Tolosa está debilitada a causa dela discordia. Allí, los partidarios y losadversarios de la Cruzada andan a lagreña. El conde arriesgará demasiado sise inmiscuyera ahora en la lucha, aunqueesté en su derecho. Tengo miedo,Colomba. No puedo dormir por el

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miedo a verte morir en la hoguera.¡Huyamos juntos!

—Sabes perfectamente que eso esimposible.

Su respuesta se perdió entre elbullicio a sus espaldas. Sonabanórdenes. Amaury caminó hasta el finaldel callejón para ver qué pasaba. Unalarga columna de caballeros armadosentraba en la ciudad.

—Es el señor de Montreal, elhermano de doña Guiraude.

—Creía que el verano pasado sehabía sometido a Montfort, —dijoColomba asombrada.

—Entonces, es que ha roto su

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promesa para apoyar a su hermana.¡Trae consigo más de ochentacaballeros! Por lo visto no soy el únicoque espera que los cruzados ataquen laciudad. El señor de Cabaret no nos hadejado escapar para que cayéramos aquíen una trampa. Ven conmigo ahora quetodavía es posible.

—No quiero huir. No tengo miedo,—dijo ella valiente, pero le temblaba lavoz.

Amaury no podía soportarlo más.Era como si alguien le estrujara elcorazón como un paño.

—¡Por lo menos, quítate ese malditohábito! ¡Hace tiempo que saben que

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algunos de vosotros vais vestidos deazul oscuro! Por Dios, Colomba, tequiero demasiado. Me vuelvo loco sólode pensar que puedes caer en sus manos.

—No has de hablar de amor,Amaury, —dijo ella suavemente.

—No te engañes, Colomba. Tútambién me amas, ¿no? ¿Por qué si no tehas esforzado tanto por convertirme alVerdadero Cristianismo? ¿Por qué nohas saciado con otros tus ansias deconversión? ¿Por qué siguesbuscándome para hablar conmigo, ahoraque soy uno de los vuestros? ¿Y por quéte alegras tanto de verme? No puedesseguir ocultando la verdad. Va siendo

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hora de que reconozcamos que estamosenamorados.

—Yo no estoy…—¡Silo estás!Ahora ella se enfadó.—¿Acaso eres tú quién decide si

estoy enamorada?—No, claro que no. Venga,

Colomba, sólo quiero ayudarte. No seríala primera vez que una Bonne Damerompiera su promesa para casarse.Siempre puedes volver a recibir otravez el consolamentum. Más tarde,cuando tengas más años, cuando se hayaacabado la guerra, cuando nosotros…

No le dio tiempo a acabar. La Bonne

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Dame que había acompañado aColomba había conseguido por finabrirse paso entre la muchedumbredespués de que hubiera pasado la tropade jinetes, y se acercaba a ellosindignada. Sin decir palabra se colocódelante de Amaury y lo miróimperiosamente. Él se hincó de rodillaspara mostrarle respeto. Ella lerespondió gruñendo entre dientes lostérminos rituales para luego añadir:

—No quiero volver a verte junto aella. ¿Eres capaz de obedecer otendremos que obligar a Colomba aquedarse en casa para que no vuelva aencontrarse contigo? Ya no podrá hacer

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su trabajo. Te decides.Amaury se mordió el labio inferior.

Habría querido gritarle que se metieraen sus propios asuntos. En lugar de ellodijo en tono contenido:

—No hace falta que la encerréis,aunque lo que más deseo en el mundo esestar con ella. Durante más de un año hesabido reprimir mi deseo. Ya habríaocurrido mucho antes de no ser por elprofundo respeto que siento por ella. —Y dirigiéndose a Colomba dijo—:Perdóname, es culpa mía que ahora estésen dificultades. No puedo evitar amarte,pero me equivoco al esperar de ti algomás que el amor al prójimo que sientes

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por todos los demás. Cuando te veo, tanbella y tan dulce, me olvido de que soytan sólo un simple mortal mientras que tualma está a medio camino del cielo. Nosoy digno de ti. —Se inclinó ante ella—.Benedicite, Bonne Dame.

El Nunca antes le había demostradoel respeto que debía a un BuenCristiano. Cuando volvió a incorporarsevio cómo Colomba se secabaapresuradamente los ojos con la mangaantes de dar media vuelta y seguir a laotra mujer.

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LAVAUR

Finales de abril de 1211

Amaury se apoyó contra las almenas ycerró los ojos por un instante, agotadopor los dimes y diretes de los soldados,el bramido del gélido viento del norte yel estruendo de las piedras que elenemigo lanzaba incesantemente contrala muralla. Una nueva descarga, que seestrelló contra la fortificación, hizoestremecer todo su cuerpo. Miró haciaun lado y vio una nube de polvo que sealzaba en el lugar del impacto, no lejos

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de donde se hallaba él. La murallaseguía aguantando, a pesar de lasdescargas que se sucedían día y noche.Sin embargo, los matacanes estaban enpeor estado. La cubierta de maderaestaba muy dañada y en algunos lugareshabía desaparecido por completo laampliación, incluido el pasillo, por locual ya sólo podía utilizarse el adarveempedrado. También se abrían grandesorificios en las partes más altas de lasalmenas. Si se asomaba con cuidadopodía ver las catapultas y balistas, lastorres de asalto, el bosque de tiendasrodeado por una empalizada de maderay el puente que los cruzados habían

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tendido para conectar entre sí a lasdiferentes divisiones del ejército.

En un principio, Montfort no habíatenido suficientes soldados para cercarpor completo Lavaur. Por ello, unoscuantos nobles de Tolosa habían podidoentrar en la ciudad. Mientras el condeRaimundo de Tolosa manteníaconversaciones con los comandantesfranceses, en las que sólo habíaconseguido que le cantaran las cuarentapor no obedecer a la Iglesia, sus tropasde apoyo habían logrado entrarsubrepticiamente en la ciudadatravesando un boquete en el cordón.Mientras tanto, el conde de Foix había

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roto el armisticio, había atacado uncontingente de tropas de apoyocompuesto por guerreros frisones yalemanes, entre los cuales no hubosupervivientes, salvo uno, que consiguióinformar a Montfort. Después, loscruzados habían recibido refuerzos delnorte y habían aislado Lavaur del mundoexterior. De eso hacía ya casi cuatrosemanas, y desde entonces no se habíanproducido cambios.

El joven caballero se puso en pie.No había podido hacer gran cosa, salvoparticipar en unos cuantos ataques queno habían servido de nada. Dirigir ladefensa de una parte de la muralla y

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confiar en poder bajar de nuevo sano ysalvo se había convertido en una rutinadiaria. Debido a los destrozos causadosen el adarve y en las almenas, esta tareaera cada día más peligrosa. Corrióagachado hacia el lugar donde habíainstalada una pequeña catapulta, llamadamagonel. Esperó a que los peoneshubieran lanzado un proyectil y mirópara comprobar si había dado en elblanco. Uno de los enemigos fuealcanzado en una pierna y se tiró alsuelo gimiendo, pero por desgracia, lasmáquinas de guerra de los asediadoresseguían en pie. Volvió a posar los ojosen el magonel. El aprovisionamiento

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dejaba bastante que desear, sóloquedaba media docena de piedras juntoa la máquina. Con unas palmaditas en elhombro, alentó a los tres hombres quemanejaban el magonel:

—¡Seguid así! —exclamó, y siguióavanzando con dificultad por la muralla.

Había un continuo ir y venir deciudadanos que trajinaban con piedras yvasijas llenas de agua hirviendo y pezardiente hacia el lugar donde loscruzados intentaban llegar a la muralla.Envió a algunos de ellos al magonel yles ordenó que agilizaran el transportede piedras. Después abordó al sargentode los arqueros.

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—¡Dos heridos! —contestó éste.Amaury miró a los hombres que

yacían desfallecidos contra las almenas.Habían sido alcanzados por piedras, unoen la cabeza y el otro en el hombro.Estaban más muertos que vivos. Elcaballero agarró por el hombro a dos delos que transportaban piedras y señaló alos heridos.

—¡Lleváoslos! —gritó por encimadel estruendo.

Inspeccionó las reservas de flechasy después indicó que quería saber si elenemigo había socavado mucho lamuralla. Un arquero le hizo sitio y él seasomó con cuidado a través de una

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abertura del chirriante adarve. En laprofundidad, al pie de la muralla, loszapadores protegidos por un techo deescudos intentaban socavar la murallacon ayuda de un ariete. El armatostellevaba ruedas y lo movían lentamentesobre palos colocados transversalmenteen el foso. Una lluvia de piedras ylanzas cayó cerca del techo de escudos,que hasta entonces parecía inmune atodos los ataques. Tampoco lasantorchas servían de nada. El tejadoestaba recubierto de pieles mojadas, porlo cual era imposible prenderle fuego.Día tras día, los cruzados volvían aintentar tenazmente abrir una brecha en

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la muralla, hasta entonces en vano. Losde abajo trabajaban con todas susfuerzas para mantener en pie y empujarel armatoste, mientras que los de arribaintentaban con igual tesón anular losprogresos que los otros habíanconseguido con sumo esfuerzo. El señorde Montreal había tenido la idea deacribillar el tejado de escudos conestacas afiladas. Esta nueva arma,fabricada con los restos de losmatacanes, acababa de llegar y Amaurytenía curiosidad por saber sifuncionaría. Observó cómo aunandofuerzas conseguían poner en su sitio unaestaca enorme para luego dejarla caer

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verticalmente por un orificio en el suelodel adarve. Acompañada por gritos devictoria, la punta de la estaca se clavóen el escudo como si se tratara de pantierno. Abajo se oyeron los gemidos delos zapadores alcanzados. Una segundaestaca, que se ladeó durante la caída,abrió el techo de escudos.

—¡Ahora agua y aceite! —gritóAmaury, gesticulando.

El líquido ardiente se coló por elagujero en el techo de escudos y denuevo se oyeron gritos de dolor. Elarmatoste empezó a retroceder. Sobre lamuralla se oían gritos de alegría, queluego se perdieron entre el clamor que

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surgió un poco más lejos. Amauryintentó ver qué pasaba. En una parte dela muralla más allá de la siguiente torrese agolpaban los hombres. Se asomabanpeligrosamente y se reían e insultaban alenemigo. Justo enfrente del lugar dondeestaban, había una torre de madera quelos cruzados habían construido allí.Encima de la torre habían colocado unagran cruz, que era como una espina en elcorazón de los de Lavaur. La cruz notenía para ellos ningún valor, eraúnicamente un signo gratuito ydespreciable, pues simbolizaba lavictoria de Satanás sobre CristoDespués de intentar durante días y días

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alcanzar la cruz con sus catapultas, porfin habían conseguido darle con unapiedra. No había dado en el blanco,pero en cualquier caso habíanconseguido ladear el odiado símbolo delenemigo y romperle uno de los brazos.Por pequeña que fuera, era una victoriaque necesitaban desesperadamente.Unos días antes, la moral de laguarnición había quedado maltrechacuando se descubrió que las tropas quese acercaban con el estandarte deTolosa no eran tropas de apoyo paraliberar a los asediados, sino hombres deTolosa bajo el mando del obispo, queacudían en ayuda de los sitiadores.

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Ahora los de la muralla festejaban ylanzaban una blasfemia tras otra a lascabezas de los cruzados.

—Si hubieran ahorcado a tuhermano, ¿también adorarías la horca?—oyó decir Amaury a alguien.

En un reflejo estuvo a punto desantiguarse. A pesar de su conversión alVerdadero Cristianismo, esta blasfemiaaún le dolía.

Se apresuró hacia la escalera paraanunciar la retirada del techo de escudosal señor de Montreal, que estaba almando de la defensa de la ciudad. Amedio camino tuvo que pegarse a lapared para no ser aplastado por un jinete

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a quien la victoria recién lograda habíatornado temerario y que se habíaencaramado a la muralla con caballo ytodo. El joven caballero miró perplejoal jinete que agitaba triunfante el blasónde Lavaur al enemigo. Con muchabravura guiaba a su caballo a galopecorto por el adarve, donde losmatacanes casi habían desaparecido,permitiendo así que los cruzados levieran todo emperifollado. Alentado porsus compañeros, que le contemplabandesde abajo, realizó unas cuantascabriolas, para los cuales la muralla eraapenas suficientemente ancha. Se oyógritar la palabra proeza, un término que

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tenía que ver con la clase de valor quehacía palpitar el corazón de las mujeres.Todos los trovadores occitanoshablaban de ello. Para un nórdico fríocomo Amaury, esa acrobacia no era unaproeza sino más bien una inaceptabledemostración de temeridad que ponía enpeligro a los demás. Montfort habríareprimido de inmediato semejanteespectáculo, pensó. En efecto, los doscamilleros que se dirigían hacia laescalera con uno de los arqueros heridostuvieron justo el tiempo de ponerse asalvo. El Otto, que seguía apoyadocontra las almenas, tuvo suerte de no seraplastado por los cascos del caballo.

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Amaury se disponía a seguir sucamino cuando cerca de él sonó uncrujido que no presagiaba nada bueno.Una piedra arrancó la parte superior deladarve y después golpeó contra lafortaleza. El proyectil le rozó el hombroy cayó junto a él. Amaury se agachó, altiempo que se protegía la cabeza contralos pedazos de piedra y las astillasproyectadas. El caballo también sehabía asustado y el jinete tuvo que haceruso de todas sus habilidades paradominarlo. Sin duda, los de afuerapudieron ver los movimientos delasustado animal y el miedo delcaballero a caer al vacío, pues de entre

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las líneas enemigas se oyeron gritos dealegría. Para demostrar que no habíasido alcanzado y que la muralla seguíaen pie a pesar de todo, el jinete volvió aagitar la bandera y prosiguió su marchatriunfal. Amaury se incorporó.

—¡Estáis locos! ¡Aún no les hemosvencido! —les gritó.

Volvió corriendo al lugar dondeyacía el arquero herido, lo cargó sobresu espalda y descendió lentamente por laescalera. Al llegar abajo rechazó laayuda de un peón y se dirigiópersonalmente hacia el lugar donde lasBonnes Dames de Lavaur cuidaban a losheridos. La puerta estaba abierta. Entró

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directamente, dejó que el arquero sedeslizara de su espalda y se quedó unosinstantes de pie para recuperar elaliento. En la penumbra debajo del techobajo vislumbró unas cuantas camas yunas figuras que se movían entre ellas.No podía verles las caras. Por supuesto,había confiado en encontrar a Colomba,pero no tenía tiempo de preguntar dóndeestaba. Alguien le pasó un tazón de aguaque bebió de un trago. Después corrió ainformar al señor de Montreal.

Aquella misma noche, los cruzadosrepararon el techo de escudos. Duranteel asedio de Carcasona, unaconstrucción semejante había sido

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decisiva y no cabía duda de que tarde otemprano conseguirían socavar lamuralla bajo la protección del túnelmóvil. Al amanecer lo intentarían denuevo.

Había que destruir el techo deescudos, ordenó el señor de Montrealsin rodeos. Unos días antes, desde elinterior habían excavado un túnel debajode la muralla que desembocaba en elfoso y cuyo objetivo era sabotear eltecho de escudos. La primera vezactuaron de noche y consiguieronllevarse las estacas sobre las cuales sevía el armatoste e introducirlas en laciudad. Después empezaron a utilizar el

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túnel a plena luz del día para evitar quelos cruzados salvaran el foso con nuevasestacas.

En aquel momento, todos loscaballeros de la ciudad habían sidoreclutados a fin de cubrir con unamaniobra de distracción a los temerariosque iban a salir de la fortaleza parahacer un intento de Sabotaje nocturno. Elcaballo de Amaury rascaba impacientela tierra apisonada. Desde hacíasemanas, el animal no había dado másque algunas vueltas de la mano del mozode cuadras y Amaury conseguíacontrolarlo a duras penas. “Salid yvolved a entrar a toda prisa”, les había

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dicho el señor de Montreal. Eso teníaque bastar para distraer al enemigo. Nopodían correr el riesgo de que loscruzados, se colaran con ellos en laciudad.

Amaury no pudo evitar recordar lamasacre de Béziers y se preguntó siColomba también temía una repeticiónde aquel baño de sangre. Esperó tenso laorden, sujetando fuertemente las riendascon la mano izquierda. Los caballosestaban tan frescos que ya no habríaquien los parara una vez que vieran elcampo libre. En la otra mano sostenía elhacha de guerra que descansaba sobre surodilla.

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El viento seguía aullando alrededorde las torres y ahogaba el ruido de loshombres que avanzaban arrastrándosebajo la muralla cargados de bolsas depaja y antorchas incandescentes, quehabían cubierto para protegerlas delviento. Cruzaron el foso sin ser vistos yllegaron al lugar donde se hallaba eltecho de escudos. Allí colocaron la pajacontra la pared de madera de la mole,volvieron a encender las antorchas yesperaron a que ardiera. Desde laentrada del túnel, el humo formabavolutas que se elevaban hacia el cielo,donde unas pesadas nubes pasaban conrapidez delante de la luna. El fuego

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apenas había tenido tiempo de prendercuando los vigilantes del techo deescudos dieron la alarma. El grito dealarma no sólo provocó conmoción en elcampamento de los cruzados. Los de lamuralla también seguían de cerca laoperación. Las órdenes retumbaron en lanoche, el rastrillo empezó a subir,mientras el puente bajaba y las puertasse abrían de par en par, cual presa quecediera por la presión del agua, paraescupir a los caballeros. Amaury sintiócómo la multitud lo arrastraba haciaafuera. Su caballo tiraba de las riendas,las orejas echadas hacia atrás, la cabezaalta encima de la grupa del caballo que

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galopaba delante de él. Levantó el hachade guerra, listo para golpear. Lo primeroque vio aparecer fueron las catapultasque realizaban día y noche su destructortrabajo. Junto con los demás caballerosarremetió contra los hombres quemanejaban la catapulta. Antes de que sediera cuenta, ya los había dejado atrássin saber a cuántos había alcanzado.Pasó delante de una mole negra, una delas torres de asalto que se utilizabanpara acosar con flechas desde lo alto alos defensores de la muralla. Entoncesse encontró entre los carros y las tiendasde campaña. Se oyeron más gritos dealarma, en algún lugar sonó un trombón.

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Alrededor iban surgiendo más sombras.La noche se llenó de gritos y el sonidode las armas al entrechocar.

—¡Regresad! —oyó que alguiendecía detrás de él.

Sus camaradas desaparecieron de suvista, tragados por la oscuridad. Sucaballo corcoveó y retrocedió como sialgo lo hubiera alcanzado. Volviógrupas y hundió sus espuelas en loscostados del animal, sin dejar deesgrimir el hacha. Algo le golpeó justodebajo de la rodilla derecha, una ráfagade dolor atravesó su pierna, peroconsiguió mantener las extremidadesinferiores apretadas a la montura y se

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abalanzó en dirección a la puerta.Mercenarios, pensó, ésos golpeaban conlas porras todo lo que se les poníadelante, ya fueran hombres o caballos.

Amaury fue uno de los últimos encruzar el puente levadizo justo antes deque una lluvia de flechas detuviera a losque le perseguían. Tuvo que pegarse alcuello del caballo para poder pasar pordebajo del rastrillo. Volvían a zumbarpiedras en el aire. Si aún quedabaalguien fuera, estaba perdido sinremedio. Se detuvo jadeando.

—¿Lo hemos conseguido? —preguntó.

No obtuvo respuesta, pero por las

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maldiciones que oyó alrededorcomprendió que habían fracasado. Seapeó del caballo y cayó al suelolanzando un grito de dolor. Alguien lolevantó. Consiguió mantenerse en piecojeando sobre una pierna, agarrado a lasilla de montar, hasta que el dolorempezó a desaparecer. Mientras tanto,oyó decir que los hombres que habíanencendido el techo de escudos habíanregresado por el túnel y habíanconseguido evitar por los pelos que elenemigo los siguiera. Ahora estabantapiando el túnel.

Apoyándose en el brazo de uncamarada, Amaury se dirigió a la casa

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de las Bonnes Dames. La puerta seabrió. Poco después yacía sobre unamesa. Se incorporó a medias para verqué tenía en la pierna. Los círculos dehierro de su cota de malla le habíanperforado la piel. La zona estabaensangrentada e inflamada. No se habíaroto nada, le dijeron. Seguramente eraun esguince. No había nada que hacer, eldolor iría desapareciendo lentamente.Le vendaron la pierna. Él sólo lasescuchaba a medias. Sus ojos buscabandetrás de ellas en la oscuridad.

—¿Está Colomba? —preguntó.—No creo que esté aquí, —fue la

respuesta.

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Apartó las manos que lo vendaban.—Si está allí, —dijo sin apartar los

ojos de la oscuridad—, decidle queestoy bien y que ha de cuidarse mucho.

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LAVAUR

3 de mayo de 1211, por lamañana

Amaury avanzaba por el adarvearrastrando la pierna. Estabapreocupado. Por la mañana, al subir a lamuralla había descubierto que elenemigo no había parado en toda lanoche. A los pies de la muralla habíanlevantado dos montículos de ramas, leñay cáñamo. En sí no era extraño, puesutilizaban todo lo que tenían a manopara llenar el foso a fin de que las torres

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de asalto pudieran llegar hasta lamuralla. Pero aquella mañana lorecubrían todo con trigo verde y hierba yeso no tenía sentido. Estos materialestan blandos quedarían aplastados por elpeso de las máquinas. Sin embargo,parecía ser importante, pues noescatimaban vidas humanas para colocarel material en su sitio. Si un peón eraalcanzado por las flechas o las piedras,era desalojado de inmediato y otroocupaba su lugar. A poca distancia,fuera del alcance de los proyectiles máspesados, habían preparado el techo deescudos. Amaury hizo una señal alsargento.

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—Ve a avisar al señor de Montreal.Que todos se preparen para un ataque.Pide refuerzos para esta parte de lamuralla.

Lo que él no podía ver era quetambién habían puesto grasa entre losdos montículos que abarcaban gran partede la longitud de la muralla. Instó a losportadores a que se dieran prisa con elabastecimiento. Se transportaronpiedras, agua, pez y aceite hirviendohasta la parte amenazada de la muralla yAmaury puso a los hombres en posiciónde apedrear a los agresores.

Cuando el enemigo encendió elmaterial con antorchas, un humo espeso

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y grasiento empezó a salir de la capa dehierbas verdes. Ahora Amaury habríadeseado que acudiese en su ayuda elviento que durante días había azotado lamuralla. Pero el viento había amainadoel día anterior y la columna de humosubía derecha y se repartía entre losmatacanes o lo que quedaba de ellos.

—¡Agua! —gritaron los defensoresde la muralla.

Pero en lugar de apagar el fuego, elagua no hizo sino avivar el humo.Amaury se dirigió cojeando hasta ellugar del desastre y gritó que no teníasentido luchar contra aquel fuego, perosí contra los soldados dispuestos detrás

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de él y listos para el ataque. El humo notardó en penetrar por las aberturas delsuelo de la galería. La asfixiantehumareda se esparció y permaneciósuspendida debajo del tejado. Lostiradores y porteadores fueron a buscarrefugio maldiciendo y jadeando. Nopasó mucho tiempo hasta que tambiénlos arqueros huyeron.

Amaury se quedó con unos cuantoshombres. Se tapaba la boca y la narizcon la punta de su sobretodo e intentabadistinguir entre las nubes de humo lo quesucedía abajo. Sólo se veía el techo deescudos que los cruzados habíancolocado entre los dos montículos

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contra la muralla. Pero podía adivinarcuanto ocurría debajo de él. Sin duda,Montfort había traído minadores paraque socavaran la muralla. Dado quegracias al humo ya no caían proyectiles,los hombres podían hacer su trabajo conrelativa tranquilidad. Excavarían latierra debajo de la muralla y colocaríanpuntales para sostener el agujero. Unavez que éste fuera lo suficientementegrande, encenderían un fuego, lospuntales se quemarían y esa parte de lamuralla se derrumbaría. Los cruzados notardarían en entrar en la ciudad sinobstáculos.

No había nada que hacer, era

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imposible defender la fortaleza desde lamuralla. Amaury tenía los ojos llenos delágrimas a causa del humo, que era yatan denso que casi lo asfixiaba y que leobligó a retirarse a la torre más cercana,desde cuyas troneras aún se podía atacaral enemigo lanzando flechas y lanzas.Tosiendo y jadeando hizo un gesto a susargento para que se acercara. Elhombre se abrió paso a duras penas enla abarrotada estancia.

—¡Sigue vigilando la muralla! ¡Encuanto se haya disipado el humo, colocaa tus hombres aquí! —consiguió decir apesar de que su garganta irritada leprovocaba tos—. Los que no hagan falta

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aquí… —Volvió a toser y señaló haciaabajo—. Colócalos para detener alenemigo en cuanto se derrumbe lamuralla.

Después se apresuró hacia elcastillo donde el señor de Montrealhabía instalado su cuartel general. Conél se hallaba su hermana, doñaGuiraude, que, pálida y tensa, escuchóen silencio el informe de Amaury.

—Propongo socavar la muralladesde el interior en ese mismo lugarpara así detener a esos perros, —propuso uno de los caballeros—. Másvale atacar ahora que defendernos luego,—era su filosofía.

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—Demasiado peligroso, —opinó elseñor de Montreal—, lo más probablees que entren en nuestro túnel y nopodamos detenerlos.

Otros querían excavar un túnel parallenar el agujero del enemigo con humoo taparlo antes de que el ataque fuera unhecho. Sin embargo, no era más queaplazar lo inevitable.

—Nos prepararemos para el asalto,—decidió el señor de Montreal.

Amaury volvió a subir una vez másal adarve para ver hasta dónde habíaavanzado el enemigo. No se podía vergran cosa. El techo de escudos seguía ensu sitio y el humo impedía aún toda

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actividad desde la muralla. Aunque enotros lugares se habían intensificado loslanzamientos de proyectiles, aquí sehabían interrumpido. Reinaba una calmaominosa. De súbito, los que se hallabandetrás de la cortina de humo empezarona cantar. El sonido irreal fueaumentando hasta alcanzar un volumenamenazador. Amaury, que reconocía elVeni Creator Spiritus y que sabía lo quesucedía cada vez que Montfort pedía alos jefes espirituales esa oración, sintióescalofríos.

—Hostem repellas longius, pacemque dones protinus: ductore sic tepraevio vitemus omne noxium, —

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cantaban los frailes—, aleja al enemigo,danos pronto la paz: guíanos para que elmal no pueda dañarnos.

Después todo sucedió muy rápido.Una parte de la muralla se derrumbó conun enorme estruendo. Luego cayó lo quequedaba de la barrera y una multitudimparable de cruzados atravesó labrecha. Los desgraciados que caíanheridos por las flechas quedabanatrapados bajo los pies de los que losseguían. En un abrir y cerrar de ojos, lastropas de Montfort se distribuyeron porlas calles de la ciudad, consiguieronapoderarse de la puerta y dejaron entrara la caballería. El desánimo entre los

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ciudadanos había llegado a tal extremoque se entregaron en masa al enemigosuplicando clemencia. Poco después, lospeones y los arqueros cesaron de oponerresistencia.

Ahora, rodeado del hedor del humoque impregnaba sus ropas, Amaurydefendía a caballo, con los demáscaballeros, la entrada al castillo de doñaGuiraude. Pero pensaba en otras cosas.Su única preocupación era no caer enmanos de los cruzados. Además, queríair cuanto antes en busca de Colombapara ponerla a salvo.

Era una lucha sin esperanza. Loscruzados estaban en franca mayoría, y al

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enterarse de que el resto de laguarnición se había rendido tan pronto,muchos de los caballeros perdieron todoardor combativo. Aquéllos que por lamañana habían afirmado quedefenderían Lavaur hasta la últimapiedra se arrodillaban ahora ante elenemigo.

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LAVAUR

3 de mayo de 1211, por latarde

Descalzo en la capilla del castillo habíadado las gracias a Dios por su victoria.Allí estaba ahora, Montfort el intrépido,Montfort el cruel, con la melena queondeaba sobre sus hombros, su figuraatlética orgullosamente erguida y suceño fruncido en un gesto de afligidaseriedad mientras dictaba sentencia:

—En dos ocasiones me habéisjurado lealtad y en dos ocasiones habéis

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faltado a vuestra palabra y os habéisvuelto contra mi. Merecéis correr lasuerte de un traidor. Os condeno a moriren el patíbulo.

Frente a él se encontraba el señor deMontreal. Su enorme estatura habríaeclipsado a Montfort si no le hubieranobligado a arrodillarse ante elcomandante. Luego Montfort se dirigió alos más de ochenta caballeros quehabían defendido Lavaur y sobrevividoal asedio.

—¡Caballeros y vasallos deMontreal! Habéis seguido dos veces avuestro señor en su traición contra suseñor feudal. Merecéis la misma

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sentencia que él: la muerte en elpatíbulo.

Una oleada de espanto atravesó lasfilas. Todos habían esperado serentregados a cambio de un rescate, underecho que podía reclamar cualquiernoble. Amaury, que como los demásestaba arrodillado detrás de su señor ycon las manos en la espalda atadas a lostobillos, miraba desconcertado a suantiguo comandante. Junto a él había unBon Homme, que había intentado salvarsu pellejo haciéndose pasar porcaballero. Un terrible error de cálculo.

Tanta desgracia le había hechoolvidar el dolor de la pierna. Paralizado

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por el horror, seguía los movimientos delos carpinteros del ejército de cruzadosque instalaban a toda velocidad unahorca. Por lo visto, Montfort tenía prisapor ejecutar la sentencia.

“Colomba, Colomba”, resonaba ensu cabeza. ¿La habrían hecho prisioneracon los demás Buenos Cristianos? ¿Sehallaría ante el obispo y perseveraría ensu propia fe? ¿O habría seguido suconsejo y se habría desprendido de sutúnica oscura? ¿Cómo se podíareconocer a un Buen Cristiano si no erapor la túnica negra o azul oscura?Simplemente, bastaba pedir a todo elmundo que jurara sobre la cruz que

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serviría a la santa Iglesia romana.¿Tendría ella el valor de negarse?Aflojaron un poco los grilletes del señorde Montreal y lo guiaron ~ hasta elpatíbulo. El verdugo tuvo que ponersede puntillas para pasar la soga por lagran cabeza. Un clérigo intercambióunas cuantas palabras con él. Después lasoga se tensó y el lazo se cerró en tornoal cuello del noble, el travesaño de lahorca cedía bajo el peso del caballero.Los frailes rezaban, los nobles delejército cruzado seguían el espectáculoen actitud estoica manteniendo lasmanos sobre sus armas. Ladesesperación se arremolinaba en el

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cerebro de Amaury. EL dolor en lapierna que ahora soportaba todo su pesovolvió a azotarlo en toda su intensidad.Un poco más, pensó, luego todo habrápasado. ¿Le esperaba en el más allá elinfierno con sufrimientos aún másduros? ¿O regresaría y tendría una nuevaoportunidad para reunificar su alma conuna creación mejor que la de esteinfierno terrenal?

El cuerpo del señor de Montrealempezó a dar sacudidas, su rostro cobróun color morado. De súbito se oyó uncrujido apagado. La horca se partió endos como una rama seca, y el noble sedesplomó y quedó tumbado en el suelo

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tosiendo y agitándose. Incluso loscaballeros que acompañaban a Montfortmiraban horrorizados.

Montfort avanzó con aplomo y llamóal verdugo.

—Acaba pronto con esto, —le dijo—. Ahórcalo a él y a los demásmiserables. Tal vez Amaury fuera elúnico de los condenados que habíaentendido al francés. Apretó los ojos yrezó mientras el verdugo y sus ayudantesrealizaban su macabro trabajo. Pero suoído captaba todos los sonidosrepugnantes que se iban acercandolentamente. Oyó unos pasos que sedetuvieron ante él. A su espalda, alguien

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soltó la cuerda que unía sus muñecas.Delante de Amaury había un clérigo.Miraba con severidad al jovencaballero, mas en sus ojos oscuros viocompasión.

—¿Estás listo para reconciliarte conel Señor, hijo mío?

—¡No quiero morir! —gritó Amaurycon voz quebrada.

—Tranquilo, chico. Si eres culpablede traición, mereces morir. ¿Hasprofesado la fe herética?

Amaury asintió y negó al mismotiempo con la cabeza, incapaz depronunciar una sola palabra.

—Has apoyado a los herejes,

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protegiéndolos, y te has resistido a lasanta Iglesia romana, esposa de Cristo,negando el acceso de los cruzados a laciudad. Por tanto, eres culpable, pero lamisericordia de Dios es infinita. A finde cuentas, pecar es humano. Sólo secondena el que persevera en su pecado.El joven caballero agachó la cabeza.Era incapaz de emitir sonido alguno.Sentía una opresión en la garganta comosi ya le hubieran apretado la sogaalrededor del cuello.

—Dios pone a prueba a todos loshombres para reforzarlos en su fe, —dijo el clérigo—. Dios azota, corrige,golpea y hace que nos arrepintamos.

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Pues si un hombre se vuelve hacia Diosen la necesidad y reconoce Suomnipotencia, verá crecer su fe. Porconsiguiente, si eres un cristianosincero, acepta tu destino, para quepuedas superar esta prueba con la graciade Dios. Pues la gracia de Dios te haráreceptivo al Bien. Yo aceptaría elmartirio si me fuera ofrecido. —Elclérigo parecía extasiarse de sólopensar en ello. Sus ojos oscuros sealzaron al cielo y empezaron a brillar—.Pediría a mi verdugo que no me matarade golpe. Desearía morir lentamente, lesuplicaría que primero me sacara losojos y que luego me arrancara los

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miembros uno por uno hasta que mitronco se revolcara en mi sangre paraalcanzar ese momento de unidad devoluntad con mi creador. Entoncestendría derecho a llevar la corona de losmártires. El hombre, que portaba losdistintivos de un suprior, pero por lodemás vestía sobriamente y calzabasandalias, colocó sus manos sobre lacabeza inclinada y suspiró.

—Pero si los sermones no sirven denada, no queda más remedio que usar ellátigo, —dijo, y luego murmuró unaspalabras en latín.

Amaury tenía la mirada fija en elsuelo. Oyó el tintineo de las armas, unas

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botas se acercaron a las sandalias delclérigo.

—Levántate, —dijo una voz que nohabía oído desde hacía tiempo. Se pusoen pie con dificultad, ayudado por lamano de un guerrero. Alzó los ojos y vioel rostro de Roberto, que lo miraba ensilencio, lleno de sorpresa. El rostro deAmaury desencajado por el dolor secrispó. Sus ojos se llenaron de lágrimas.A duras penas pudo reprimir el sollozoque se apretujaba en su garganta.

—Aquí hay un error, reverendoDomingo, —oyó decir a Roberto—…Este hombre ha luchado con nosotros.Está herido. Permitidme que lo lleve a

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mi tienda. Estaban saqueando las callesde Lavaur. No se trataba de una correríacomo la de los mercenarios en Béziers,sino de un saqueo organizado bajo ladirección de los nobles, que confiscabantodos los objetos de valor a fin de pagarel préstamo que Montfort había con —tratado con dos banqueros para financiarla guerra. Sacaban a los ciudadanos desus viviendas y tiendas, y mientras selos llevaban para interrogarlos yexigirles que juraran obediencia a laIglesia, vaciaban sus casas.

Amaury acompañaba cojeando a unsargento. Seguía teniendo las manosatadas a la espalda. Apenas habían

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podido avanzar debido al apiñamiento,cuando de repente se produjo unaconmoción. El sargento se detuvo paraver lo que sucedía. Parecía tratarse deuna mujer, rodeada por un grupo desoldados que la zarandeaban al tiempoque le lanzaban obscenidades. Sus ropashabían quedado reducidas a unosharapos.

—¡Sucia puta herética! —le gritaban—. ¿Es suyo ese hijo que llevas dentro?¡Lo que podía hacer tu hermano bienpodemos hacerlo nosotros!

Luego uno de ellos se quitaba lospantalones y ella desaparecía un ratohasta que otro la levantaba y volvía a

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empezar el juego.—¡Es doña Guiraude! —exclamó

Amaury horrorizado.No comprendía cómo los soldados

habían conseguido atraparla.Forzosamente tenían que contar con laaprobación de Montfort, pues nadasucedía sin su visto bueno. Empezaba aodiar cada vez más al noble. Unos seishombres levantaron a la mujer y lallevaron hasta un pozo. Entre gritos laarrojaron a la profundidad. El sargentodio unos pasos en dirección alespectáculo para ver mejor lo quesucedía. Amaury notó que aflojaba unpoco los grilletes. Estaba tan

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concentrado en el espectáculo que porun momento olvidó la preciosa cargaque le habían confiado. Los ciudadanosque habían sido testigos de aquellaatrocidad protestaban y gemían, masnadie osó intervenir, ni siquiera cuandolos soldados empezaron a lapidar a laindefensa Guiraude hasta sepultarla.Entre tanto, Amaury había conseguidosoltarse y había puesto tierra por medio.Cruzó la calle corriendo y siguió sucamino atravesando patios y callejuelas.De pronto, el dolor en la pierna noparecía afectarle. Tenía un únicoobjetivo: la casa de las Bonnes Dames.

La puerta estaba abierta, como

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siempre. Dentro había un increíbledesbarajuste. Lo habían derribado, rotoo abierto todo. Ahora ya no quedabanadie. Amaury se dejó caer desesperadojunto a los restos de una mesa. Lecostaba reflexionar con calma sobre loque debía hacer. En primer lugar, habíade librarse de sus ataduras. Miróalrededor en busca de algo con quecortar la cuerda. Todo lo que podíautilizarse o lo que tenía valor, es decir,incluso los cacharros de cocina, habíadesaparecido. En el hogar aún ardía unalumbre. Con gran esfuerzo consiguiómantener la cuerda contra las brasashasta chamuscarla lo suficiente para

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romperla. Con un suspiro de alivio mirósus muñecas. Más valía tener esaspeladuras que le había causado lacuerda y las ampollas del fuego que unasoga alrededor del cuello, pensó. Ahoratenía que procurar moverse librementepor la ciudad. Si no se encontraba connadie conocido, lo conseguiría. Era uncaballero, llevaba el escudo de Cabaret.Los que conocían ese escudo sabían queCabaret se había rendido a los cruzados,aunque nadie comprendería qué hacía uncaballero de Cabaret en Lavaur. Apartede que le habían quitado el arma, sólo sedistinguía de los demás en que nollevaba la cruz en su ropa. De nuevo,

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volvió a buscar hasta encontrar unasábana, de la cual separó dos tiras. Conun fragmento de un cacharro de cocinase hizo un corte en el brazo, dejó gotearsu sangre sobre la tela y pegó las tirasrojas con cera al pecho. Después salióafuera. Por todas partes había soldados.Apiñaban a los habitantes de Lavaur ycon ayuda de los jefes espirituales delejército cruzado elegían entre ellos a losBuenos Cristianos y se los llevabanenseguida. Algunos de los que se habíanquitado las túnicas eran delatados porlos temerosos ciudadanos. Amaury lossiguió hasta que llegó al lugar donde loscongregaban, en un prado al exterior de

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las murallas. No lejos de allí, lospeones empezaban a construir lahoguera. Ni siquiera Amaury habíasabido que existían tantos BuenosCristianos en Lavaur. Allí ya había másde trescientos y seguían trayendo másdesde la ciudad. Le asombró laserenidad con la que afrontaban sudestino. Muchos rezaban o se abrazabanpara despedirse. Otros buscaban apoyoagarrándose a sus hermanos o hermanas,pero ni siquiera entonces los hombres ymujeres se tocaban. Una Bonne Dameque amenazaba con desfallecer fuesocorrida por otras mujeres que ledieron ánimos. Si Colomba se

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encontraba entre ellos, estaba perdida.Moriría en la hoguera y él no podríahacer nada para evitarlo. El jovencaballero buscó febrilmente entre losrostros, pero por mucho que buscara nopodía encontrarla. Por último emprendióel camino de vuelta a la ciudad. ¿Habríaconseguido escapar Colomba, tal comolo había hecho en Béziers? ¿O seocultaba en algún sitio, esperando unaoportunidad para huir? No lo lograría,constató Amaury. Habían cerrado laciudad herméticamente. Se podía entrar,pero nadie podía salir, si no eraacompañado y eso significaba lahoguera. Vio salir a otros tres Buenos

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Cristianos, rodeados de una escolta depeones armados. Se estremeció alreconocer a la Bonne Dame que le habíaprohibido tener contacto con Colomba.La fuerza de la costumbre casi le hizoinclinar la cabeza ante ella. La BonneDame lo observó con una miradaescrutadora, que después se posó llenade espanto en la cruz de su pecho.Amaury detuvo a la escolta.

—¿Dónde la habéis encontrado?El soldado al que abordó se encogió

de hombros.—En una casa junto a un taller de

tejedores, —respondió otro.Les hizo una seña para que siguieran

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adelante con los prisioneros. Mientrasse llevaban a la Bonne Dame hacia elprado donde los demás BuenosCristianos esperaban la muerte, ellavolvió la cabeza para mirarlo. Sin emitirsonido alguno sus labios formaron lapalabra “traidor”, con la que alcanzó aAmaury como una puñalada en elcorazón, más aún que cuando Montfortpronunció la palabra en voz alta. Nopodía decirle nada, no podía explicarlelo que pretendía hacer, ni siquiera podíaayudarla.

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LAVAUR

3 de mayo de 1211, alanochecer

También el taller estaba abandonado.Los telares con los que trabajaban losBons Hommes cuando se establecían porun tiempo en una ciudad esperabaninmóviles a que alguien volviera aponerlos en movimiento. Sin el familiarruido de los pedales que subían ybajaban el lizo, el taller parecía un antrohasta el cual llegaban atenuados losruidos de la calle. En los haces de luz

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que entraban ya sólo bailaba el polvo delos hilos que se habían detenido.

A Amaury no se le había perdidonada allí. Subió por la escala hasta elpiso superior y encontró las camas y losenseres patas arriba. De nuevo abajo,inspeccionó la estancia que había en laparte trasera de la casa y después entróen la casa colindante. Si Colomba habíaestado como de costumbre en compañíade la Bonne Dame, tenía que hallarseescondida por aquí. Estaba casi seguro.A fin de cuentas, los soldados habíantransportado a tres mujeres, un númeroimpar. ¿Acaso no sabían que los BuenosCristianos nunca estaban solos, que tanto

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los hombres como las mujeres quehabían recibido el consolamentum ibansiempre en parejas para apoyarse en ladura vida a la que estaban condenados ypara impedir que uno de ellos diera unpaso en falso? Colomba tenía que estarpor aquí. Lo único que debía hacer élera encontrarla antes de que otros se leadelantaran.

Cuando volvió a salir a la calle sinhaber logrado nada, oyó ruidosprocedentes de un edificio situado unpoco más lejos, en una bocacalle queestaba siendo rastreadasistemáticamente por los soldados. Labatida tenía lugar bajo la mirada

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vigilante de un cansado caballero, quedaba órdenes encorvado en su montura.Sin dudarlo un solo momento, Amauryenfiló hacia el lugar de donde proveníael ruido. Sabía que los caballeros delejército de cruzados no descansaríanhasta haber capturado a todo el mundo yhasta haber vaciado la ciudad. Éstasdebían de ser las órdenes de Montfort.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.

—¡Ah! Sólo se están desfogando.Este está siendo un día largo para todos.

—Para algunos el día ya ha acabado.—En lugar del pretendido sarcasmo, sutono delataba una triste resignación.

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Entró en la casa. En la penumbrapudo distinguir vagamente algunasfiguras. Primero vio a dos niñosasustados acurrucados en un rincón.Tenían los ojos abiertos de par en par yla mirada fija en el suelo en el centro dela estancia donde unos soldados sedivertían con una muchacha y su madre.La mujer les lanzaba las peoresmaldiciones, pero ellos no hacían másque reírse. De repente, la muchachapegó un grito penetrante. Los niños seecharon a llorar.

—¡Ya basta! —gritó Amaury—.¡Dejadlas en paz y haced vuestrotrabajo!

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—Nos estamos asegurando de queaquí ya no quedan herejes, —dijo riendouno de los soldados.

—Los herejes no follan, —rió elotro. Se levantó y compuso su ropa.

—No comen carne y no juran sobrela cruz. Dado que no disponemos deestas dos últimas cosas, lo hacemos así,—aclaró el primero a mayorabundamiento.

—¡Largo! —gritó Amaury.Cuando hubieron desaparecido, se

acercó a la madre.—¿Ha estado aquí Colomba? —le

preguntó. Ella negó con la cabeza.—No la conozco.

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—Una perfecta…, una Bonne Dame,—corrigió él, al ver que había utilizadola palabra francesa—. Así de alta, —señaló hasta su hombro—. Delgada, elcabello oscuro, joven. Colomba.

—No conozco a ninguna perfecta.Era inútil. Claro que no se fiaba de

él, a fin de cuentas llevaba la cruz en suropa.

—Cuida de tu hija, —le dijo, y diomedia vuelta.

Una búsqueda por la casa no dioningún resultado. Una vez abajo, miródetenidamente a la madre y a la hija.Ésta le sonreía agradecida, pero dio unpaso atrás cuando él quiso ayudarla al

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salir. El caballero seguía montado en sucaballo. Sus hombres, una docena depeones y un sargento, sacaban sacos detrigo y ropa de las casas y los cargabanen un carro confiscado. Cerca de allíhabía un pequeño grupo de ciudadanosapiñados, principalmente mujeres yniños, que habían sido capturados. Unmonje lo registraba todominuciosamente nombres, objetos,cantidades.

—¡Tú, el de ahí! —dijo el jinete tanpronto Amaury se asomó por la puerta ycon su guante de malla señaló al jovencaballero—. No vuelvas a meterte conmis soldados.

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—Entonces tendrás que controlarlosmejor. Montfort ha prohibido semejantesexcesos.

—¿Desde cuándo? —preguntó eljinete.

Amaury observó detenidamente alnoble. El blasón de su escudo no leresultaba familiar. Sospechaba que elhombre había llegado hacía sólo unassemanas con los últimos refuerzos delnorte. Esto significaba que tampoco élreconocería los colores de Cabaret.

—Desde Béziers, —respondió—.Yo estuve allí.

El jinete se encogió de hombros.—De eso hace mucho.

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En efecto, habían cambiado muchascosas desde los primeros días de lainvasión de las tierras occitanas, pensóAmaury. Montfort se había convertidoen un señor ambicioso y rencoroso quecastigaba sin piedad la menor oposición.Para él, una vida humana no valía nada.Salvo la de sus compañeros de guerra,por quienes arriesgaba su propia vida.

Siguió merodeando un poco y en unmomento de descuido entró en lasiguiente casa. La puerta estaba abierta;la cerradura, rota. En el pasillo olía ahierbas. Una puerta abierta daba accesoa una habitación que según parecía erala consulta de un cirujano. Sobre la

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mesa había unas tenazas y unas lancetaspara sangrías. También aquí se le habíanadelantado los soldados. Las puertasabiertas de un armario sólo mostrabanbaldas vacías y en el suelo había vasijasrotas. Un líquido pegajoso y de olorpenetrante se había esparcido por lasbaldosas. Al lado había un libro abiertoque los saqueadores por lo visto nohabían considerado suficientementeimportante. Detrás de la habitación sehallaba la cocina. Tampoco allí habíanadie. Una escalera de piedra dabaacceso a una despensa donde, para suasombro, todo seguía intacto en su sitio.Eso era extraño. Los cruzados

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necesitaban víveres y no desperdiciaríanun botín como éste. ¿Acaso alguienhabía revuelto intencionadamente laconsulta del médico para dar laimpresión de que los soldados ya habíanpasado por allí? Amaury registró laestancia mal iluminada, pero no pudoencontrar ni en la despensa ni en elsótano colindante un escondite que fueralo suficientemente grande para Colomba.Ya estaba en el último escalón cuandooyó voces, tan claramente como si enuna habitación junto a él hubiera gentehablando. Sin embargo, allí no habíaninguna persona y no había oído a nadieentrar en la casa. Al volver a registrar

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descubrió que el ruido procedía de unconducto tapiado que desaparecía en eltecho. En la parte inferior, el conductodesembocaba en un pozo del piso delsótano. En el aire flotaba un penetranteolor a orina y excrementos. En aquelmismo instante oyó pisadas encima de sucabeza, gritos de soldados y un “¡chsss!”apagado procedente del conducto.Amaury subió la escalera en doszancadas.

—¡Por aquí! —gritó—. ¡Ya hanestado arriba!

Los pasos se desplazaron en sudirección, escalera abajo. Tres soldadosentraron en la despensa.

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—Cargadlo todo, —ordenóhaciendo un amplio gesto hacia lasprovisiones—. Por lo demás, aquí noqueda nada.

Mientras los soldados sacaban sacosde guisantes y unos cuantos cántaros devino, Amaury se colocó en el pasillo,justo delante del hueco de la escaleraque conducía al piso superior. Una vezque se lo hubieron llevado todo, aexcepción de algunas vasijas rotas,abandonó su puesto y subió de puntillaspor la escalera de piedra. Arriba sehallaban las habitaciones privadas delcirujano, donde dos grandes ventanasdaban a la calle. Desde allí podía ver al

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caballero sobre su corcel y al frailejunto al carro repleto de víveres. Concuidado recorrió la habitación,alejándose al máximo de la ventana,hasta que encontró una pequeña puertaque miraba hacia una habitación enpenumbra. Vio una cama y, contra lasparedes, cajas y baúles de vestidos yropa de cama. Las paredes estabanrecubiertas de tapices de lino quecolgaban desde el techo hasta el suelo.En un rincón vio el retrete cuyoconducto había transportado las voceshasta la despensa. La cama estaba vacía.

~¡Colomba! —susurró—, Colomba,¿estás ahí?

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Por un momento le pareció quealguien contenía la respiración. Despuéssólo oyó el silencio. Amaury siguiórecorriendo la habitación y se agachópara mirar debajo de la cama. ¿Sería tantonta de esconderse en un lugar tanprevisible? Pero no, no se veía nada.Había otra posibilidad, que tampoco eramuy original. Se incorporó y deslizó sumano por el tapiz que cubría la pared,presionando en distintos lugares.

—Los soldados lo hacen concuchillos o porras, —dijo—. Tienessuerte de que yo haya llegado antes.

Al otro lado de la habitación algo semovió. Una mujer se asomó tímidamente

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de detrás del tapiz y cayó de rodillasdelante de él.

—¡Perdonadme, señor! ¡Soy lamujer del cirujano, no soy una hereje!

—No, eso ya lo veo, pero escondesa una. ¿Dónde está?

Impacientemente, apartó el tapizdetrás de ella. Y allí estaba, erguida yorgullosa, como si quisiera demostrarque no tenía miedo. Él contemplódesconcertado la túnica azul oscura queseguía llevando a pesar de todo. Ellamiró con igual espanto la cruz en supecho y soltó un grito de consternación.

—¡Calla! ¡Por el amor de Dios,calla!

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La atrajo hacia sí y le tapó la bocacon la mano, mientras se inclinaba haciala puerta y miraba hacia la ventana. ¿Lahabrían oído los de afuera? El carrohabía desaparecido, también el fraile,pero el caballero seguía en su sitio.

—No tienes ni idea de lo que hapasado…, no me quedaba másremedio…, ¿por qué sigues llevando esamaldita túnica?

Amaury intentó arrancársela delcuerpo, mientras Colomba pataleaba yse retorcía para impedírselo.

—¡Suéltame! —dijo desde detrás desu mano.

—Sólo si te estás quieta.

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Ella asintió con vehemencia, yAmaury retiró la mano. La mujer delcirujano seguía de rodillas y no seatrevía a moverse. No entendía nada delo que estaba pasando. Lo único que eraevidente es que éste era un cruzado yque Colomba estaba en peligro.

—Tienes que salir de aquí. ¡Y nopuedes hacerlo vestida así!, —gruñóAmaury.

—No tengo intención de renegar demi fe. Antes prefiero morir

—Entonces, ¿por qué te escondes?Porque tienes miedo de acabar en lahoguera, ¿no?

—No tengo miedo. Como de

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costumbre, no entiendes nada.—Lo entiendo muy bien. Vosotros

queréis morir como mártires como esesacerdote que quiere revolcarse en supropia sangre. Por mí podéis hacerlo.¡Anda, a qué esperas! ¡De lo contrario,quítate eso!

Ella lo miró profundamenteofendida.

—No ansiamos morir comomártires, nosotros…

Él no la escuchaba. Como siempre,la conversación acabaría en una disputainútil que lo enfurecía. Sin mediarpalabra, le arrancó la túnica azul y laescondió debajo del colchón.

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—Quémala en cuanto tengas laocasión, —le dijo a la mujer delcirujano—, y dale algo para ponerse.

Ahora, la mujer reaccionó. Sedirigió a uno de los baúles y lo abriópara elegir un vestido. Colomba estabatan atónita que no podía decir nada.Roja de cólera y de vergüenza,permanecía de pie en su camisa con losbrazos cruzados delante del pecho paraocultar su feminidad.

—¡No me toques, no me toques, nome toques nunca más! —siseaba. Eramás de lo que los nervios de Amaurypodían soportar. Observó el gestoimpotente con el que ella intentaba

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ocultar su embarazo y sintió que se lecaía el alma a los pies. Unas lágrimas dearrepentimiento e impotencia rodaronpor sus mejillas dejando un rastro en elpolvo y el hollín que recubría su rostro.Unas horas antes, de eso hacía unaeternidad, también había llorado al ver asu hermano. Pensó que se hallaba en unasituación absurda, dividido entre las dospersonas a las que más quería y que sesentían traicionadas por él. No pudoevitarlo, la abrazó para consolarla y almismo tiempo ocultar su emoción.Colomba retrocedió horrorizada hastaapoyar la espalda contra la pared. Él lehabía puesto las manos encima, su

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cuerpo contra el suyo y su rostrohúmedo contra su frente. Él notó el calorde su cuerpo a través de la tenue tela desu camisa, pero se sentía demasiadodesgraciado para excitarse. Además,ella no dejaba de golpearlo intentandoapartarlo. Detrás de él, la mano de lamujer del cirujano cogió una daga queestaba escondida entre la ropa. Selevantó, ocultando el arma entre lospliegues de su falda, y se acercósilenciosamente, haciendo acopio devalor para una acción que considerabasu obligación, fueran cuales fueran lasconsecuencias.

—¿No decías que Montfort lo había

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prohibido? —dijo súbitamente una vozsuave. Amaury se volvió de golpe,protegiendo a Colomba con los brazos.El fraile se hallaba en la habitación consu cuaderno en la mano. Sonreíaastutamente. La mujer del cirujano sequedó petrificada donde estaba,apretando la daga en la mano que seguíaescondiendo entre su falda.

—Venga, —dijo el clérigo—, tomaa la hija de Belial. Si se resiste, es quees una hereje. Mientras tanto, yoobservaré.

Después de estas palabras se lamiólos gruesos labios con la punta de lalengua. Colomba ya no estaba sonrojada.

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Palideció y todo su cuerpo, tenso de laresistencia, empezó a temblar. Amauryinclinó la cabeza hasta colocar su bocajunto a su oreja.

—Tranquila, ni siquiera puedohacerlo, —le susurró—. Por el amor deDios, cede un poco.

Con los dedos le cogió la camisa ylevantó lentamente la tela hasta sentirsus piernas desnudas. Colomba se habíaquedado yerta. La besó en el cuello. Apesar de todo, el olor de su cuerpo loexcitaba. Después levantó una pierna yempujó la rodilla entre sus muslos. Lepareció que el cuerpo de Colomba serelajaba lentamente.

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—Si quieres verlo tendrás queacercarte más, —dijo sin mirar al fraile.

Con el rabillo del ojo vio que elhombre se aproximaba ansioso hastacolocarse a su lado. Inmediatamentesoltó su mano derecha de la camisa deColomba que cayó sobre su piernaalzada. Con un gesto como si sedispusiera a apartar su propia ropacerró el puño y tensó los músculos listopara asestar un golpe. Su codo chocócon fuerza contra la papada del fraile.Mientras se volvía para darle unpuñetazo en plena cara sintió que algo lerozaba la espalda. El clérigo cayófulminado. Colomba lanzó un grito y se

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desplomó. La mujer del cirujano seinclinó sobre ella y empezó a gemirhistéricamente. La daga cayó en el suelojunto a ella.

—¿Qué has hecho, mujer? —exclamó Amaury.

Cayó de rodillas y extendió lasmanos hacia el rostro lívido, pero ahorano osaba tocarla. Todo lo que hacía porsalvarla de las garras de los cruzadosparecía condenado al fracaso. Noconseguía más que ponerla en mayorpeligro.

—Yo…, yo quería ayudarla, —dijopor fin la mujer.

—Querrás decir que querías

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apuñalarme.La apartó bruscamente y separó con

cuidado la camisa de Colomba de laherida. Por fortuna la puñalada no eramuy profunda; Colomba sólo tenía unaherida superficial en el hombro. Yavolvía en sí, y se había desmayado máspor el susto que por la herida. Amauryintentaba aclarar las ideas.

—¿Dónde está tu marido? —preguntó a la mujer del cirujano.

—Se lo llevaron para que atendieraa los cruzados heridos.

—Venda esto, seguro que sabescómo hacerlo. —Se levantó y se dirigióa la ventana—. ¡Señor caballero! —

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gritó. El jinete en la calle levantó lavista. Sus ojos exploraron las casashasta que descubrió de dónde venía lavoz—. Envía a algunos hombres aquípara que se lleven al fraile.

—¿Qué?Poco después, el caballero entraba

en la habitación y exigía unaexplicación.

—Primero pillo a tus hombresviolando a una muchacha, una niña aún,—explicó Amaury—, y ahora un fraileperverso mutila a una mujer con uncuchillo. Me temo que lo he derribado.

—¡Dios mío!—Hemos de mantener alto nuestro

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honor y proteger a estas mujeresinocentes contra el populacho y demáschusma que no sabe controlarse. Frailescomo éste dan una mala reputación alclero católico y son la causa de que laherejía tenga tantos adeptos en estosparajes. ¡Llevo aquí casi dos años, peronunca he oído decir que un perfectohiciera semejante cosa!

El caballero sacudió consternado lacabeza.

—Hemos jurado hacer la guerrapara restaurar la fe católica y la paz eneste país dejado de la mano de Dios.Pero hacemos lo contrario. ¡Quien abusade esos desgraciados es un cobarde! —

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siguió sermoneando Amaury—. Estasmujeres han sufrido demasiado para queencima las hagamos prisioneras. Dameuna escolta y las pondré a salvo.

—Tú aquí no harás nada. Yo soy elresponsable.

—Hazlo tú entonces. Saca a estasmujeres de la ciudad. Ahora Lavaur esnuestra. Ese superior español, Domingo,alabará tu caballerosidad, tu valor y turectitud cuando se entere de que hasdefendido a capa y espada a estasindefensas inocentes. He oído decir queMontfort lo considera su amigo. Pormediación del superior te recompensarágenerosamente. —Dio una patada al

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fraile y se santiguó—. Yo me ocuparédel fraile. A fin de cuentas soy yo quienlo ha abatido. Es responsabilidad mía.

El caballero lo miró en silencio.Después bajó por la escalera con suspesadas botas, bramó unas cuantasórdenes y volvió a montar.

Era muy arriesgado, pero era laúnica salida que veía en aquel momento.Quizá Colomba tuviera másposibilidades si apartaba de ella susmanos, que aquel día parecían estar endesgracia. Por su parte, él ya no podríacruzar con tanta facilidad la puerta de laciudad. La orden de búsqueda deRoberto habría llegado sin duda a los

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centinelas.Cuando hubieron dado la vuelta a la

esquina con un grupo de mujeres y niñosprisioneros que eran conducidos a lapuerta de la ciudad bajo la vigilanciadel caballero, Amaury levantó al fraile.El hombre gimió, escupió un poco desangre y preguntó qué había pasado.

—Esto, —dijo Amaury, y le volvióa propinar un golpe dolorosamentepreciso debajo de la barbilla.

Mientras el fraile se desplomaba, eljoven caballero lo atrajo hacia sí y lodejó caer sobre su hombro. Colocó elpeso en una posición más cómoda, sacóla túnica de Colomba de debajo del

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colchón y bajó por la escalera. A cadapaso sentía un dolor punzante en larodilla herida. Apretó los dientes y sellevó al fraile hasta el final de la calle,sonriendo a los soldados que aúnestaban ocupados allí. En cuanto tuvoocasión, se escondió en una vivienda ydesvistió al clérigo. El hábito cayóholgadamente sobre sus propias ropas.De camino hacia la puerta de la ciudadtiró la túnica azul de Colomba en unpozo negro y juró solemnemente que nodejaría que nunca más Volviera aponérsela.

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DE CAMINO

4 de mayo de 1211

Colomba estaba acurrucada sobre unaroca, la mano apretada contra la heridapalpitante en el hombro. Estaba tancansada que ni siquiera sabía ya dóndele dolía. ¿Qué era el dolor comparadocon los casi cuatrocientos BuenosCristianos que habían perecido en lasllamas? En el resplandor rojizo del solnaciente volvió a ver cómo los cuerposretorcidos se desplomaban uno tras otrohasta que no hubo mas que cenizas y

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huesos calcinados. Se había quedadomirando petrificada hasta que Amaury lahabía separado inadvertidamente de lamultitud, para iniciar su huida.

Junto a ella, Amaury miraba apáticoal frente. Aparte del terrible espectáculode las personas consumidas por elfuego, Amaury no podía borrar de suretina la imagen de Roberto. Lo habíavisto junto al mar de fuego con Simón,que se había unido más tarde a él paraser testigo de la quema de herejes.Escondido debajo del capuchón delfraile, Amaury había observado desdeuna prudente distancia cómo los dosPoissy, que por lo visto no habían tenido

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oportunidad de hablarse en todo el día,intercambiaban algunas palabras y cómodespués Simón miraba agitado a sualrededor. A continuación habíanmantenido una acalorada discusión.Después, Roberto ocultó la cara entrelas manos y permaneció así un ratosacudiendo de vez en cuando la cabezamientras Simón seguía hablando ygesticulando como era su costumbre. Porúltimo, se les había acercado Bouchardde Marly, quien sin duda había añadidosu propio relato. El lenguaje corporal deSimón era claro como la luz del día:“¿Ves? Ya te lo había dicho, hatraicionado a Montfort y tú lo has

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absuelto; ¡nos ha traicionado y tú lo hasdejado escapar!”. El final de su discursoera inequívoco. Había hecho un ademánpasándose la mano por la garganta.Entonces, el pobre Roberto, que siemprese había esforzado por mantener unidosa sus parientes, se había alejado comoun hombre apaleado.

—No queremos ser mártires, —dijoColomba de repente. Tenía la voz roncadebido al cansancio. Al no obtenerninguna respuesta, prosiguió—:Precisamente queremos seguir viviendopara predicar el VerdaderoCristianismo. ¿Por qué crees si no quehuimos de Cabaret? Si los cruzados

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matan a todos los Buenos Cristianos, noquedará nadie para indicarnos el caminode regreso hacia la patria celestial.Entonces las almas de los ángelespermanecerán aprisionadas eternamentey el dios de las tinieblas saldrávictorioso. El infierno terrenalperdurará eternamente, pues este mundoseguirá existiendo mientras las almasdel cielo sigan atrapadas en él. Encuanto la última alma haya renegado delmundo maligno y se haya liberado pararegresar al mundo celestial invisible,este mundo se deshará en la nada.

»Está escrito que todo ha sidocreado por Él. Él ha hecho la luz, la

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vida y todo lo que es real. Sin Él no haynada. El mundo no es nada. —Sonabacomo si ella misma intentaraconvencerse de que la lógica de losBuenos Cristianos podía explicar elsacrificio que habían hecho por su fe enla hoguera. Al mismo tiempo intentabadisculparse por el hecho de seguir convida—. El mundo no existe realmente,pues no hay amor. El mundo es unailusión, la ilusión del mal. Allí sólo haytinieblas y todo es efímero y caduco,porque el diablo no es capaz de crearnada perenne. —Cogió un puñado detierra seca, la pulverizó y dejó que elviento se llevara el polvo contra la luz

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del sol—. Nada, —dijo. Se detuvo unosinstantes para luego proseguir.

—Sin Él se hicieron las tinieblas yla muerte. Todas las cosas efímerasserán destruidas, así como su creador.La muerte tampoco es nada. —Dejó caerla mano y empezó a sollozar.

Junto a ella, Amaury se despertó desu paralizante sentimiento de culpa. Lacogió entre sus brazos y apretó sucabeza contra el hombro.

—Llora, —dijo suavemente—,llora, pero por los dos. Mis lágrimas sehan secado.

Aunque estaba demasiado agotadopara levantar un dedo, empezó a

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acariciarla. Sintió su delicado cuerpoestremecerse contra el suyo. Consolarlaera un poco como consolarse a simismo, era como compensar lo que suscompatriotas habían hecho a los deColomba. Sin embargo, con ello noconseguía calmar el dolor que lemartirizaba desde el momento en que sehabía encontrado cara a cara conRoberto. La mirada de asombro,contenta y herida a la vez, le quemaba elalma como un hierro candente. Ojalácompartiera la firme convicción deColomba de que existía un camino haciaotro mundo, una posibilidad de escapardel pozo de engaño y traición en el que

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él se había hundido. Pero, aunque habíaaceptado la convenenza, que legarantizaba que después de su muerteregresaría en un cuerpo más adecuadopara soportar los sufrimientos y lasresponsabilidades de un Buen Cristiano,no estaba en absoluto seguro de que ellofuera a suceder realmente. Para él, elinfierno seguía siendo una realidadtangible, la venganza de un dios al queél había abandonado.

Dos años antes, él era otro hombre.Había tomado la cruz lleno de fervor,convencido de que regresaría cargadode gloria y honor, purificado de suspecados, con la perspectiva de un nuevo

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futuro y, una senda brillante queconducía directamente al cielo.

Con la mano izquierda buscó la cruzque seguía pegada a su túnica y con lasuñas empezó a arrancar la cera cuajadahasta que finalmente tuvo entre susmanos las dos tiras impregnadas desangre. La sangre seca había adquiridoun color marrón rojizo. Las soltó,primero una y luego la otra, y las tirascayeron serpenteando hasta el suelojunto a sus pies. Con cuidado las juntócon la punta de la bota hasta formar denuevo una cruz, que luego pisoteó.Emitiendo un grito ahogado, golpeó yhundió el talón en el suelo hasta que la

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cruz desapareció. Después, jadeando, sequedó mirando la tierra removida. Entretanto, Colomba se había soltado de suabrazo y observaba en silencio susmovimientos. Ya no lloraba. Seguíasentada allí, encogida, y parecía tanpoquita cosa en el hábito de frailedemasiado holgado que la nocheanterior se había puesto sin rechistarsiguiendo las órdenes de Amaury. Elvestido aún desprendía el penetranteolor corporal del fraile. Al menos, eranegro.

—¿Dónde estamos? —preguntó.—No lo sé.—¿Hemos de seguir adelante?

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—No podemos seguir. Estamosdemasiado cansados y ya amanece.

Aunque habían andado toda lanoche, seguramente seguían estando enterritorio ocupado. Amaury buscó con lamano la empuñadura tallada de su daga,la de la mujer del cirujano. Era la únicaarma que llevaba consigo y no leserviría de nada si se topaban con loscruzados. Quizá fuera más seguropermanecer en este escondite hastahaber descansado. Además, la herida dela pierna le dolía horrores. Era mejorque siguieran su camino en cuantocayera la noche. Colomba suspiróprofundamente y se dejó caer entre los

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matorrales. Ni siquiera se esforzó enbuscar un lugar cómodo. Amaury miróatrás y dudó, luchando contra latentación de tumbarse a su lado. Seinclinó hacia ella y le cubrió la cara conla capucha para protegerle los ojos de laluz del sol. Después dobló las rodillas,apoyó sobre ellas los brazos cruzados ypor último la cabeza. Le podía más elmiedo a un asalto que el cansancio.

Amaury se despertó de unsobresalto. Yacía acurrucado en elsuelo, en la misma postura en que habíaestado sentado. Sentía un vacío debajode las costillas que pedía a gritos que lollenaran. Se sentó, se estiró y miró la

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posición del sol, que irradiaba un caloragradable. Debía de ser el atardecer.Colomba seguía tumbada junto a él entrelos matorrales. Tampoco ella se habíamovido apenas. Alargó la mano haciaColomba. Cuando la tocó, ella murmuróalgo y se tumbó sobre un costado. Élsonrió. Así tendría que ser siempre,pensó, tan tranquila y tan cercana. Pocodespués Colomba abrió los ojos y mirósorprendida a su alrededor hasta queencontró el rostro de Amaury. Unasombra se posó sobre sus rasgosrelajados.

—Soñaba que todo había pasado, —gimió mientras se incorporaba.

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—Casi ha pasado. Te llevo aMontségur.

Había trazado su plan con esmero.Darían un gran rodeo para evitar Tolosay luego viajarían hacia el sur. Lesllevaría mucho tiempo, mas de estemodo eludirían por completo elterritorio ocupado por los cruzados. Unavez en tierras del conde de Foix estaríana salvo, sobre todo en Montségur.Muchas Bonnes Dames habían huidohacia allí, sobre todo desde Fanjeaux.¿Acaso Pedro de Saint-Michel, hijo deu n a Bonne Dame, no había llevadoprimero a su esposa al burgo deMontségur antes de unirse con su

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hermano al señor de Cabaret?—No iré a Montségur, —dijo

Colomba decidida.Amaury sacudió la cabeza

compasivamente. ¿Cómo podía haberpensado que los sucesos de Lavaur lahabrían convertido definitivamente en lacriatura enternecedora e indefensa dehacía unos momentos?

—Es el único lugar donde puedodejarte sintiéndome tranquilo.

Señaló al sur, hacia la lejaníabrumosa, donde las colinas semezclaban con el firmamento. Allí debíade encontrarse el macizo montañoso.

—Quiero ir a la Montaña Negra.

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—No puedes ir allí. Está infestadade cruzados.

—Yo… tengo amigos que meayudarán.

No sonaba muy convencida. Amauryse preguntó quiénes podrían ser esosamigos. A fin de cuentas, Cabaret estabaocupado por la guarnición enemiga, y elseñor Pedro Roger se había establecidoen un señorío cercano a Béziers, que lehabían dado a cambio de susposesiones.

—Si es cierto que tienes amigos enalguna parte, ¿por qué no te han ayudadoantes, antes de que Lavaur fueraasediada?

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No obtuvo ninguna respuesta.—Yo no te abandonaré. Te quiero

demasiado. Es justo como cantanvuestros trovadores: mi destino está entus manos, aunque seas inaccesible ysepa que mi amor no será correspondidonunca. No me quites el placer deayudarte. Colomba esbozó una tímidasonrisa.

—Ahora dices bobadas como sifueras uno de ellos.

Pensó en los apasionados trovadoresque en el castillo de Cabaret habíanentonado canciones insinuantes, paraluego, a hurtadillas, meterse en la camade la dama que acababa de rechazarlos

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con gran ostentación. Pensó en lasdamas nobles que no dudaban enengañar con otro a sus esposos, y si erapreciso también a sus amantes.

—El juego amoroso es una farsaasquerosa, —dijo con inesperadavehemencia—, sólo falsedad yfingimiento. El deseo es el padre deldemonio.

—¿Te refieres a lo que sucedió enLavaur? Lo hice para salvarte de lasgarras de los cruzados. Me horrorizótener que utilizarte así. Te pido perdón.

—Me refiero a que si seguimosjuntos somos un peligro el uno para elotro. Llévame a la Montaña Negra, ya

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has hecho suficiente. Mis… amigos meayudarán.

—Te juro que no te volveré a tocar,no como ayer, ni tampoco… como estamañana.

Colomba abrió la boca para deciralgo, pero se lo pensó y apretó loslabios con fuerza.

—Lo sé, no debería jurar, —dijoAmaury.

Pero ella negó con la cabeza y lomiró con cara de culpable.

—No es eso, —susurró.—¿Qué, entonces?—No podemos seguir juntos. Si te

encuentran conmigo, te tomarán por un

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hereje. Si me encuentran contigo, metomarán por una puta.

—Sólo los malpensados juzgan deese modo. Quizá los cruzados.

—Es verdad, Amaury. Toda mujertiene algo de puta, aunque sólo sea en elúltimo rinconcito de su pensamiento. —Agarró con los dedos algunos plieguesdel hábito y arrugó la tela formando unabola, que luego separó de un tirón. Si elhábito del benedictino no hubiese sidode tan buena calidad, lo habríadesgarrado—. “Odia el hábito que estámanchado por la carne”, —susurrómientras tiraba con violencia de la tela.

—Eres una santa.

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—¡No, no, no lo soy! —Empezó asacudir la cabeza con fuerza.

—Un ángel, —corrigió élrápidamente.

—Como mucho un ángel. Un ángelcon las alas rotas que tiene que aprenderde nuevo a volar. Y ayer ese ángel tepegó…, no porque te quisiera detener,o… sí, también por eso, sino porque…,porque me asusté al darme cuenta de queme gustaba que me tocaras.

Antes de que Amaury pudiera pensaruna respuesta, ella prosiguió:

—Por ello huí contigo de la ciudad.Tendría que haber estado con las otrasmujeres en la hoguera, pero me escondí.

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No porque quisiera vivir para predicarnuestra fe, sino porque…, porque yomisma me doy miedo. —Sus ojos sellenaron de lágrimas—. ¿Por qué es todotan difícil? ¡No puedo morir, Amaury,todavía no soy lo suficientemente pura!—Bajó los ojos.

Por un momento, se quedó tanperplejo que no supo qué decir, mas sucorazón estaba alegre. “Dios mío —pensó—, me quiere, ¡siempre me haquerido!”.

Le cogió la mano, que se apoyaba,blanca y fría, sobre el suelo.

—Colomba, te estás torturando. Eresdemasiado joven para sacrificarlo todo.

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Apenas has vivido. Siempre puedesvolver a ser una Buena Cristiana yhacerlo mejor, más tarde, —dijo.

Ella le dejó hacer y Amaury laacarició suavemente con unostemblorosos dedos, que pronto subieronpor su brazo. La sangre latía en susvenas. De súbito Colomba retiró elbrazo, pero él la agarró y la apretócontra sí. Ella apenas se resistió.

—Llévame a la Montaña Negra, —le suplicó en un último intento deofrecerle resistencia.

—Te llevaré a donde quieras. Alsol, a las estrellas, ¡al cielo!

Sus labios buscaron los de ella, que

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en lugar de resistirse lo abrazó. Susmanos desaparecieron bajo el hábito,pero no hicieron más que explorar concuidado. Quería consolarla, no abusarde ella. Dios, qué delicada era. Era tanfrágil que él tenía miedo de sus propiasfuerzas. Con su boca secó las lágrimasde sus mejillas y le besó los ojos.

—No llores, —susurró—, el amorno puede ser malo. A fin de cuentas,Dios es amor, ¿no?

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DE CAMINO

Mayo de 1211

Hacia la Montaña Negra… Sonaba másfácil de lo que era. Para empezar habíanhuido justo en dirección contraria,escapando de los cruzados. Bien escierto que Amaury estaba dispuesto adar media vuelta, pero se encontró conque el camino se hallaba cortado portodo tipo de movimientos de tropas. Unaparte de los cruzados había cumplido sucuarentena y se disponía a emprender elcamino de retorno a casa. La milicia

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católica de Tolosa regresaba a estaciudad. En dirección contraria seacercaba una delegación de más de cienciudadanos de Puylaurens, dispuestos aentregarse al enemigo, aunque apenasunas semanas antes habían ofrecidohospitalidad a los refugiados deCabaret. Al ver que se aproximaba elejército de los cruzados, su señor habíadejado todo lo que poseía y habíapartido hacia Tolosa, en compañía dealgunos leales, para sumarse a losdemás señores desterrados queapoyaban al conde Raimundo. Montfortse había instalado provisionalmente enLavaur para poner orden y preparar

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nuevos planes. Sus patrullas batían losalrededores y sus correos manteníancomo siempre un estrecho contacto conlos nuevos vasallos del territorioconquistado. Roberto y Simón de Poissyandarían buscando al benjamín de lafamilia, posiblemente ayudados porBouchard de Marly. Amaury esperabafervientemente que los tres no hubierancomunicado su repentina aparición y sutambién inesperada huida a Montfort. Letranquilizaba pensar que seguramente elcomandante no les prestaría muchossoldados para emprender su búsqueda.

Luego estaba el problema delaprovisionamiento. Los alrededores

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eran sistemáticamente saqueados por loscruzados, que al fin y al cabo habían demantener a todo un ejército. Amauryconsiguió robar un pedazo de tocino,pero Colomba se negó a comerlo, pese aque estaba muerta de hambre y que lecostaba seguir a su acompañante, aunqueéste no pudiera avanzar rápido debido aldolor en la pierna.

Llevaban tres días de camino cuandoAmaury empezó a tener la desagradablesensación de que alguien los seguía.Cuando avanzaban de noche, le parecíaoír algo a lo lejos cada vez que separaban. Si avanzaban de día, le parecíaver detrás de ellos siempre la misma

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figura en el camino. No dijo nada aColomba para no preocuparla, pero nola dejaba sola ni un momento y no laperdía de vista, ni siquiera cuando ellase agachaba entre los matorrales paraseguir la llamada de la naturaleza.Apenas dormía, salvo algunas cabezadasque echaba de día mientras Colombavigilaba. Al quinto día cambió variasveces de dirección para librarse delperseguidor. Aunque dejó de ver lafigura, no pudo quitarse de encima ladesagradable sensación.

—¿Te has perdido? —le preguntóColomba—. Tenemos que ir hacia eleste.

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—Allí hay una granja donde quizános puedan dar algo de comer.

Lo miró con desconfianza.—¿Qué pasa, Amaury?—Sólo soy cauteloso, no quiero

dejar rastros y por esto cambio dedirección.

—Ya va la tercera vez. Así nollegaremos nunca.

No la podía engañar, conocía el paísy los caminos mejor que él. Se ibahaciendo de noche y ellos avanzaron ensilencio hacia la granja. Al llegardescubrieron que la granja y losedificios anexos estaban abandonados.Los habitantes habían huido de los

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cruzados y no les habían dejado ni unamigaja. Hacía poco de ello pues laceniza del hogar aún estaba caliente.Temblando de cansancio, Colombahundió las dos manos en el cubo llenode agua que Amaury le ofreció, y bebió.

—Nos quedaremos aquí, —decidióel caballero—, así podremos descansar.Más tarde, por la noche seguiremosadelante. Hemos de irnos antes de queamanezca. Sacó el resto del tocino ycortó una fina loncha.

—Ten, por favor, come algo, de locontrario ni siquiera podremos seguirandando, —dijo casi suplicante.

Colomba miró con repulsa el trozo

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de carne y volvió la cabeza.La paja limpia era un gozo y al igual

que las noches anteriores se tumbaronmuy juntos para darse calor. Para nodormirse, Amaury yacía con los ojosabiertos de par en par, sujetando aColomba entre sus brazos. Nadaperturbaba el silencio y sin embargo leparecía oír todo tipo de cosas. El gritode una lechuza, el crujir de una hoja, elsoplo del viento, el más mínimo ruidobastaba para aguzar su vigilancia. Habíayacido así durante un tiempo y casi sehabía quedado dormido en dosocasiones cuando lo despertó un golpesordo. Se levantó despacio para no

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interrumpir el sueño de Colomba y salióafuera de puntillas. El suelo crujió.Mejor, así no podría entrar nadie sin queél se diera cuenta. Colomba suspiró ensus sueños y se dio la vuelta. Por uninstante, Amaury permaneció junto a laentrada. La débil luz de la luna permitíadistinguir los contornos de los edificiosanexos. Nada se movía.

El perseguidor debía de ser alguienenviado por Roberto para encontrarlo.Si ese hombre estaba allí, tenía queprocurar mantenerlo alejado deColomba. Mejor aún: se adelantaría alperseguidor y lo atacaría. Esosuponiendo que consiguiera encontrarlo,

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pues el hombre no se mostraba nunca.Además, había algo que no le gustaba deesta situación. ¿Por qué no habíaatacado todavía? Podría haberlesalcanzado fácilmente, pues a lo largo delviaje habían tenido que pararse amenudo para descansar. ¿Acasoesperaba la ocasión para sorprenderlomientras dormía y dejarlo fuera decombate antes de que pudieradefenderse, temiendo que un combateacabara mal? Además, él no habíadormido, no le había dado laoportunidad de sorprenderlo, aunque nopodría seguir aguantando por muchotiempo.

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Amaury salió afuera. Al llegar alpozo cogió agua fresca del cubo con lamano, bebió y luego se mojó la cara.Refrescado por el frío viento de lanoche que acariciaba su piel mojada, fuea sentarse contra la pared del pozo yestiró las piernas. Por él, el enemigoinvisible podía venir ya. Lo atraeríafingiendo que dormía. Cerró los ojos, enduermevela, atento a cualquier ruido.Poco después se sumergió sin darsecuenta en un profundo sueño. El golpevino como si hubiera caído unrelámpago justo encima de su cabeza.Casi al mismo tiempo oyó un chillidoagudo. Amaury se levantó de un salto.

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¡Colomba! Tuvo que agarrarse unmomento al pozo para recuperar elequilibrio. Después avanzó atrompicones sobre sus piernasentumecidas hacia la entrada de lagranja. Apenas había dado cinco pasos,cuando tropezó con algo y cayó cuánlargo era. La daga se le escapó de lamano y golpeó contra el suelo. La buscóa tientas en la oscuridad y sus dedos sehundieron en algo caliente y húmedo.Olía a sangre. En aquel momento oyóque crujía el suelo.

—¡Colomba! —gritó.¡Qué estúpido había sido al dejarla

sola, creyendo que sólo él corría

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peligro! Y ella no tenía nada paradefenderse, suponiendo que quisierahacerlo. Ah, allí estaba la daga. Se pusode pie lentamente y entró corriendo en lagranja, por lo menos ésa era suintención, pues chocó contra algodemasiado robusto para ser Colomba yenvuelto en cuero que crujía. Sinpensarlo dos veces atacó a ciegas con ladaga, sin saber si acertaba ni dóndehería al otro. El extraño se dio la vueltapegando un grito de dolor e intentóagarrarlo.

—Filh de putan! —gritó una voz.A continuación se produjo un breve

forcejeo, en el que Amaury arrastró a su

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contrincante afuera para rodar junto conél por el suelo hasta pararse contra elobstáculo con el que había tropezadoantes. De una u otra manera consiguióherir de nuevo al otro. El hombre lequitó la daga de un golpe, se soltó ydesapareció gimiendo en la noche.

Amaury volvió a entrar cojeando enla granja, donde encontró a Colombasana y salva.

—¡Qué has hecho! —exclamó.Sonaba como si hubiera llevado a caboalgo terrible. Él no le respondió.

—Tenemos que irnos de aquí cuantoantes, —dijo.

Pero primero hizo un fuego en el

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hogar, fabricó una pequeña antorcha y sela llevó afuera. Se agachó junto alcuerpo sin vida que yacía cerca delpozo. Colomba lo siguió y miróasombrada al muerto. Parecía aliviada.

—¿Quién es?—Es el sargento de Roberto.Registró las ropas del muerto,

encontró algo de pan y un trozo de quesoque guardó y luego se ciñó las armas ala cintura: una espada corta y un hachade guerra. Buscó la daga, pero no diocon ella a la luz de la antorcha. Despuésempezó a desvestir al sargento y echó sucuerpo al pozo.

—¿Lo has matado tú? —preguntó

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Colomba.—No, lo hizo el otro. Ésa fue mi

salvación. —Se levantó y la miró cara acara—. ¿Por qué? ¿Quién era, Colomba?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa?No pude verle la cara, estaba oscuro.

—Vino a por ti, ¿no?Ella se encogió de hombros y apretó

los labios. Amaury recordó todas lasveces en que ella había desaparecido derepente y en que él le había preguntadodónde había estado. Sabía que era inútilseguir interrogándola.

—Entonces lo seguiré. Está herido,eso me da más posibilidades dealcanzarlo. Quiero saber quién me ha

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salvado la vida y qué quiere de ti.Mantuvo la antorcha cerca del suelo

hasta encontrar algunas gotas de sangre.Sin preocuparse más por Colombaempezó a seguir el rastro que habíadejado el herido.

—¡No, no puedes hacerlo!Amaury siguió avanzando. Estaba

agotado, tenso e irritado, e hizo casoomiso a sus protestas.

—¡Te matarán!—De ser así ya lo habrían hecho

antes.—No te ha salvado la vida. Quizá

haya matado por error al sargento,pensando que eras tú.

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—En tal caso quiero saber quiénquiere matarme y por qué.

La oyó acercarse por detrás.—Tengo tanta hambre. Dame

primero algo de comer.—Más tarde, cuando haya

solucionado esto.Ella se quedó parada mientras

Amaury seguía avanzando decidido.—Amaury, vayamos hacia el otro

lado.—Él se ha ido por aquí.—Quiero decir: no hacia la Montaña

Negra.—¿Qué? —Se detuvo súbitamente y

esperó a que ella lo hubiera alcanzado.

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—Ya no quiero ir allí. Ahora damealgo de comer.

Él sacó la comida y le tendió el pan,pero Colomba rechazó su mano, cogió eltrozo de queso prohibido y lo mordiócon decisión. La sorpresa de Amaury fueaún mayor cuando a continuación cogióla loncha de tocino y se la metió en laboca temblando de asco.

—Te he dicho que ahora todo hacambiado. Que me voy contigo, que soytuya. —Se secó la boca, colocó su brazosobre el hombro de él, lo atrajo hacia síy lo besó en la boca.

Amaury ya no entendía nada enabsoluto. Si Colomba quería realmente

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romper con sus creencias, y no lo hacíasólo para proteger al misterioso asesinoo precisamente ajustar cuentas con él,que lo demostrara. Al fin y al cabo, ¿porqué no? Era un momento absurdo parahacerlo, pero toda la situación en la quese hallaban era absurda. Se sentó conella en el suelo, clavó la antorcha a sulado y empezó a desvestirla. Ninguno delos dos dijo una palabra. Su enfado sólodesapareció por completo cuando la vioyacer desnuda a la luz de la llama. Laidea de que el hombre herido debía deseguir cerca y quizá podía ver lo queestaban haciendo lo excitaba aún más.No cabía pensar prueba más convincente

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de que Colomba ya no quería tener nadaque ver con él o con lo que élrepresentaba. Amaury la acarició consuavidad.

—Eres tan divinamente bella que nopuedo creer que el demonio haya creadoesto, —susurró.

Colomba temblaba De miedo, peroquizá también de deseo, pensó él.

—No tengas miedo, —le dijo—, note haré daño.

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DE CASTELNAUDARYHACIA TOLOSA

Junio de 1211

Aparte del hecho de que a los ojos deAmaury Colomba había dejado de seruna perfecta para convertirse en unamujer de carne y hueso, todo seguíaigual. Ella se negaba a hablar con élsobre el hombre que había asesinado alsargento de Roberto y tambiéncontinuaba callada como una tumbasobre sus antiguas desapariciones. Sólose quejaba de que la comida que no

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había tocado desde hacía años no lehabía hecho ningún bien. Tenía elestómago y los intestinos revueltos y esola debilitaba aún más. Quería regresarcuanto antes al mundo habitado, ypreferiblemente a un lugar poblado porsus correligionarios, para que pudieranatenderla en casa de los BuenosCristianos. Amaury aseguraba que loque la hacía sentirse enferma era laherida infectada del hombro.

Dado que ya no tenían que ir a laMontaña Negra, Amaury decidió viajarhacia el sur. En la lejanía se distinguíanlas cimas nevadas de las montañas. Alos pies de la cordillera se extendía el

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condado independiente de Foix, y al otrolado de las montañas el reino deAragón, donde habían buscado refugionumerosos faidits. Después de unrecorrido agotador llegaron aCastelnaudary, donde interrumpieron suviaje para reponer fuerzas. Habíanpermanecido allí apenas unos díascuando llegó la noticia de que Montfort,que había lanzado una nueva ofensivadesde Lavaur, les pisaba los talones.Acababa de conquistar la cercana LesCassés y había quemado en la hoguera amás de sesenta Buenos Cristianos.Aquello acabó con la paciencia delconde Raimundo de Tolosa. Aunque

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Montfort había atacado Lavaur con elpretexto de que era defendida porfaidits, vasallos que habían huido de losdominios de los que él se habíaapropiado, la nueva ofensivademostraba que el comandante delejército de los cruzados carecía deescrúpulos y amenazaba a los vasallosde Raimundo dentro de las fronteras desu propio condado. No cabía la menorduda, Montfort no vacilaría en atacarTolosa. El conde, que había conseguidodetener el avance del ejército de loscruzados por medio de interminablesnegociaciones diplomáticas, estabaobligado ahora a pasar a la acción. A fin

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de cuentas, él y su ciudad habían sidoexcomulgados por la Iglesia y por elloestaban a merced de cualquiera queconsiguiera conquistar sus posesiones.Decidió bloquear la ruta deaprovisionamiento de los cruzados entreTolosa y su cuartel general enCarcasona. En esta ruta se hallabaCastelnaudary y por tanto prendió fuegoa la ciudad, en cuanto hubo evacuado atodos sus habitantes.

De nuevo, Amaury y Colomba seencontraban en una caravana derefugiados. Dejaban atrás los humeantesrestos de Castelnaudary, de la cual sóloquedaba en pie el fuerte.

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—¿Adónde vais? —preguntóAmaury a uno de los caballeros que losacompañaban.

—A Tolosa.—¿Tolosa? —Colomba tiró a

Amaury de la manga y se quedó paradaen medio del camino, provocandoenseguida un atasco.

—Sigue andando, —le susurróAmaury.

—¡No quiero ir allí!—No tenemos elección. En estas

circunstancias no podemos llegar a Foix.Además con tanta gente estaremos másseguros que si vamos solos.

—¿Seguros? ¿Sabes cuántos Buenos

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Cristianos viajan con nosotros? Nosobreviviremos una segunda Lavaur.

—No tienes por qué temer a lahoguera, a fin de cuentas ya no eres unaBonne Dame.

Colomba acarició con la mano elhermoso vestido de seda que habíapertenecido a la mujer del cirujano.Empezaba a sentirse algo mejor ytambién se iba habituando a lasuntuosidad de la tela sobre su piel. Dosdías después de su salida de Lavaur sehabía desprendido del asqueroso hábitomonacal. A lo que no podíaacostumbrarse era a no estar tan bieninformada como antes. Siempre había

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tenido la sensación de controlar lasituación porque estaba al corriente delo que sucedía. Pero ahora debía confiaren la información que le daba Amaury yen aquel momento éste sabía tan pococomo ella. Tenía que dejarse llevar porla tormenta como una hoja separada delárbol arraigado en el suelo que la habíavisto nacer y que la había alimentado,acosada por las tropas de Montfort quesembraban la muerte en el condado deTolosa. Acabaría posándose en algúnlugar, quizá en Tolosa, hasta que latormenta se la llevara más lejos, aúnmás lejos. Sintió que Amaury la rodeabapor la cintura, la atraía hacia si y luego

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la volvía a soltar. Un simple gesto, tanentrañable como si hiciera años que loconociera, como si nunca hubieraprometido no tocar a un hombre. Lesonrió. Qué curioso era queprecisamente él personificara el idealque cantaban los trovadores. La habíaesperado con infinita paciencia, habíadominado sus impulsos a pesar deldolor que el deseo provocaba en sucorazón, como dictaban las leyes decortesía. ¡Y eso que de todos era sabidoque los franceses eran unos bárbarosignorantes en lo tocante al amor! Ella,por su parte, no quería saber nada delrefinado juego amoroso que las mujeres

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nobles casadas practicaban con susadmiradores. Pero bueno, qué sabía ellade todo eso, ella que había pasado lamayor parte de su corta vida en la casade una Bonne Dame. Ella no lo habíamantenido a distancia con juegos depalabras sutiles que habían de enseñaral amante a tener paciencia y que debíanindicarle qué esfuerzos tenía que hacerpara recibir por fin la ansiadarecompensa, como prescribía el amorcortés. En lugar de ello, le habíareprendido con las duras lecciones delos Buenos Cristianos:

“El maligno creó el cuerpo de lamujer y luego mostró al hombre este

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fruto prohibido. Ideó el instinto sexualpara mantener su creación y para que suscriaturas se multiplicaran. Por ello elacto sexual es el mayor de los pecados.El deseo es la trampa del dios de lastinieblas para atrapar a los ángeles delreino del dios bueno”.

Colomba había caído en la trampacon los ojos abiertos, sabiendo que conello se alejaba del objetivo queperseguía: liberar su alma del cuerpo enel que estaba encerrada, reunirse con suespíritu celestial y regresar al mundodonde todo era bueno y donde noexistían las tinieblas. Sin embargo,había sido una decisión meditada,

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porque había descubierto horrorizadaque ya no estaba preparada para laliberación de su alma, por lo menos nocomo había acontecido en Lavaur.Cuando fuera más vieja, querría moriren las manos de los Buenos Cristianos.Igual que había visto morir a su madre ya sus tías, que habían sido BonnesDames. Así sí quería partir, cuandorealmente pudiera distanciarse delmundo y de todo lo que había en él,como Amaury. Pero ¿cómo podíadistanciarse de una vida que ni siquieraconocía? Sería infinitamente más difícil,y por ello mucho más valioso, siprimero probaba la tentación. Más tarde

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renunciaría a esta vida, y no ahora, ymenos aún porque así lo decidieran losdemonios del norte que se habíanplantado en su país como buitres.¿Acaso no era más importante indicar aotros el camino hacia la liberación, queser liberada? ¿No era mucho mejorsubordinar las aspiraciones propias alas de una comunidad? ¿Acaso lamayoría de las Bonnes Dames no habíanestado casadas antes de recibir elconsolamentum? ¿No habían dado hijosa sus esposos, hijos para defender laIglesia de Dios e hijas para vigilar loslazos de la familia con la Verdadera Fe?

Sonrió, satisfecha con sus propias

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reflexiones. Unos instantes más tardeencogió los hombros como si quisieraesconderse de vergüenza. ¿No estaríabuscando una manera de huir del destinoque ella misma había elegido, el difícilcamino de un Buen Cristiano que exigíaun precio tan alto? Quizá. En cualquiercaso había encontrado una excusa paraamar sin faltar del todo a su deber. Sumano buscó la de Amaury y se cobijó ensu puño.

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TOLOSA

Junio de 1211

Tolosa parecía más un campamentomilitar que una ciudad próspera. Losvasallos del conde Raimundo ynumerosos faidits se habían congregadoallí y se armaban para enfrentarse juntosal enemigo. También los condes de Foixy de Comminges se habían unido a elloscon sus tropas. La vida de la ciudadestaba totalmente desquiciada. Lascalles, ya de por sí abarrotadas, sehallaban totalmente obstruidas, pero

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todos aceptaban sin rechistar lasmolestias. La población respaldabacomo un solo hombre al conde, inclusoel partido católico, que durante muchotiempo había apoyado al obispo. Lashermandades blanca y negra, católicos yseguidores de la Iglesia de Dios, losfaidits y los mercenarios españoles,todos estaban dispuestos a arriesgar suvida, bien por la libertad de losciudadanos, por los derechos de suseñor, bien por su fe. Mientras loslegados del papa volvían a lanzar unanatema contra la ciudad, Tolosa sepuso en estado de defensa.

Amaury anunció que no podía

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mantenerse al margen y que se apuntaríapara luchar. Colomba lo miróentristecida, pero no protestó.

—Así que esto es vivir, —dijo—:morir cada vez un poco y volver a nacer,aunque no haya muerte de por medio. Lasola idea de que quizá no regreses mehunde en un profundo duelo.

—Volveré, —dijo confiado, a la vezque daba unos golpecitos contra el hachade guerra y la espada corta del sargento.No había vuelto a encontrar la daga dela mujer del cirujano.

Pero no había calculado que ahora leiban a mirar con recelo y que ya no lereconocerían como caballero. No tenía

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el caballo ni las armas quecorrespondían a un caballero, llevabalos colores del señor de Cabaret, unnoble que se había sometido a Montfort,y cuando mencionaba el nombre dePedro Mir, lo miraban con desdén. Mirhabía elegido el bando de Montfort yahora luchaba con los cruzados. Era unaextraña sensación: no era nadie, era aúnmenos que un criado.

—Nosotros, —dijo una voz a suespalda—, ningún problema.

Se volvió y vio el rostro sonrientede un hombre alto con una cabellerarubia como el heno.

—Tú. Caballo, armas, todo.

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—¿Quién eres?—Yo, —contestó el extranjero en

deficiente occitano a la vez que segolpeaba el pecho—, enemigo Iglesia,herejes también.

—¿Qué quieres decir? ¿Eres amigoo enemigo de los Buenos Cristianos?

—Sí, si.—Un mercenario, ¿no?—Frisón, —fue su orgullosa

respuesta—. Wigbold. Ven.Amaury miró con desconfianza al

gigante rubio.—No, gracias. Conozco vuestros

métodos de trabajo. Ni por diezcaballos.

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Dio media vuelta y se alejó.—¡Entonces, tú criado! —exclamó

el frisón—. ¡Carne de lanza!Esa era la cruda verdad y no le

gustaba. Cuando el conde Raimundorecibió la noticia de que los cruzados seacercaban a Tolosa, salió con sus tropaspara atacarles antes de que pudieranorganizar un asedio. Junto con loscondes de Foix y Commingescomandaba a quinientos caballeros,entre ellos un contingente demercenarios procedentes de Navarra.Amaury se encontraba entre lossoldados de a pie que fueron enviadospor delante de los jinetes hacia el puente

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de Montaudran, para impedir al enemigocruzar el río Hers. A paso ligero sedirigieron hacia el puente que se hallabaa unas cinco millas de distancia, y lodestruyeron antes de que Montfort loalcanzara. Asimismo consiguieronsabotear el puente siguiente, pero aún nohabían acabado el trabajo cuando loscruzados aparecieron en la otra orilla yempezaron a cruzar el río sobre lo quequedaba del puente y luego vadeando elagua. Los soldados de a pie, que comode costumbre formaban la vanguardia,cogieron sus armas y arremetieroncontra todo el que intentaba acercarse ala orilla. Amaury se encontraba entre

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ellos y vio cómo los cruzados seahogaban en su propia sangre. Noobstante, él y sus camaradas no pudieronimpedir que la siguiente línea de ataque,cubierta por los arqueros, alcanzara laorilla. De inmediato, los peones delenemigo se colocaron disciplinadamentedetrás de una hilera de escudos con laslanzas hundidas oblicuamente en elsuelo. Amaury sabía lo que iba aacontecer. Los jinetes occitanosavanzaron, empujando a los peones quelos precedían. Forzado de este modo acorrer a trote ligero, Amaury vio cómose le echaba encima la hilera de lanzas.No había escapatoria.

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—¡Por Tolosa y Colomba! —gritó, ycon un fuerte movimiento de su hachaabatió la lanza que amenazaba conperforarle el vientre.

En un impulso de supervivencia fuegolpeando todo lo que se le acercabahasta que por fin hubo creado un pocode espacio a su alrededor. En aquelmomento, los jinetes de Tolosa pasarondelante de él lanzando heroicos gritos deguerra para batirse con los caballeros deMontfort. Amaury permanecía de pie enla tierra removida temblando entre laspatas de los caballos. Era mucho mejorestar encima de uno de los animales quea su lado, pensó. Por un momento ni

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siquiera pudo ver dónde se hallaba elenemigo. Por todos lados sonabangritos, algunos en una lengua que nisiquiera comprendía, y de vez en cuandoveía pasar como ráfagas los colores decotas que no reconocía. Montfort debíade haber recibido refuerzos del norte,pensó. Eran tantos que los occitanostuvieron pronto que abandonar el campo.El ejército de cruzados se abalanzósobre ellos como una oleada. Nisiquiera fue necesario dar la orden deretirada, pues eran empujados endirección a la ciudad dejando atrásinnumerables muertos y heridos. Amauryse abrió camino hacia Tolosa, contento

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de que por lo menos su pierna estuvieracurada y que pudiera moverse conrapidez.

No sabía cuánto tiempo transcurrióhasta que por fin estuvieron al resguardode las murallas de la ciudad. Dejó caersus brazos agotado. Le pesabandemasiado para sujetar algo y el hachade guerra cayó al suelo junto a sus pies.Más de cuatrocientos muertos se habíanquedado en el campo de batalla, más omenos el mismo número en ambosbandos, oyó decir. El hijo bastardo delconde Raimundo había caído en manosdel enemigo. Además, se enteró de que,durante su marcha hacia el puente de

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Montaudran, los cruzados habíanperpetrado una matanza entre loscampesinos. Habían destruido lascosechas y arrancado las vides delsuelo. Amaury murmuró una serie demaldiciones y recogió su arma con lasmanos, que aún temblaban por elesfuerzo. Mientras se incorporaba viodelante de él un caballo humeante. Eraun enorme semental negro azabache congrandes calzas que recubrían casi porcompleto sus cascos.

—Vaya pelea, ¿no? —dijosonriendo el frisón rubio—. ¿Todavíaentero?

Amaury asintió. Aparte de algunos

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cardenales, chichones y rasguños, habíasalido bien parado.

—Has tenido suerte, —dijo elmercenario—. Mejor ser jinete, ahorahay caballos de sobra.

Señaló los dos caballos que llevabade las riendas. De las sillas colgaban lasarmas capturadas, unos cuantos cascos yla cota de malla de un cruzado. Amaurytitubeó antes de contestar:

—Prefiero ser un peón sin caballoque un mercenario saqueador que roba alos muertos y a los heridos.

—Nosotros luchamos por Tolosa, —le espetó el mercenario—, por vosotrostambién. El comandante Hugo d’Alfaro

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es senescal del Agenais, amigo delconde. Volvió grupas y se alejó,haciendo sonar las armas. Amaury miródeseoso los dos caballos apresados y lacota de malla. Por fortuna no tuvotiempo de arrepentirse de su negativa. Elenemigo ya estaba montando sucampamento fuera de las murallas. Losadarves de la muralla y las cincuentatorres de la ciudad estaban abarrotadosde soldados. Otros vigilaban las docepuertas y el resto tenía que estar listopara un posible ataque.

En cuanto los cruzados se hubieroninstalado, intentaron tomar la ciudad alasalto. Apenas repuesto de la aventura

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en el puente de Montaudran, Amaurytuvo que salir de nuevo con los peonesbajo el mando del conde de Foix, paramantener al enemigo a distancia.Mientras los jinetes se dedicaban al artede guerra superior, los peones seconcentraban en destruir las máquinasde asedio de los cruzados. Regresarontriunfadores con tres grandes techos deescudos. Pero también llevaban cientosde heridos, y en el campo de batallaquedaron innumerables muertos.

En los días siguientes, apenas tuvoocasión de ver a Colomba. Ella habíabuscado refugio en casa de una BonneDame, donde como de costumbre

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ayudaba a las mujeres que cuidaban delos heridos. En una ocasión, Amaurycogió a un compañero herido sobre sushombros y lo llevó a la casa de lasmujeres para poder verla un momento.Ella le preguntó atemorizada si pensabaque el conde Raimundo conseguiríamantener la ciudad. Amaury le aseguróque nadie permitiría una segundaLavaur, que Tolosa estaba llena desoldados combativos y que ni siquieraSimón de Montfort era capaz de derrotara la alianza que formaban Tolosa, Foix,Comminges y los mercenarios deNavarra.

—Y por si eso no fuera suficiente,

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—añadió—, por aquí se pasea un frisónque recluta a todo el que aún no tengaarmas. Es fuerte como un oso y sucaballo es tan grande que sobre élpueden cabalgar tres hombres. Le hevisto atravesar de un mandoble a uncruzado, con cota de malla y todo, comosi partiera en dos una calabaza.

—Haz lo que tengas que hacer, peroahórrate los detalles, —le dijo Colombaen tono de reproche—. Cualquiera diríaque encima disfrutas.

Amaury se puso serio y respondió:—Sólo quiero decirte que no has de

preocuparte. Los cruzados no tienensuficientes soldados para sitiar toda la

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ciudad. Podemos salir cuando queramos.Hace poco atacamos un convoy devíveres procedente de Carcasona. Yesos idiotas han destruido las cosechasde los alrededores. Nosotros nopasaremos hambre, ¡pero los cruzadossí!

Después no volvió a verla. Teníaque estar siempre dispuesto, pues loscondes habían decidido mantener laspuertas abiertas vigilándolas día y nochepara poder lanzar ataques relámpago. Atal fin incluso se destrozaron cuatropuertas nuevas de las murallas.

La confianza de Amaury en el condeRaimundo iba creciendo día tras día. En

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los últimos dos años había visto amenudo cómo un lugar fortificado caíaporque los asediados se recluían detrásde las murallas cerradas a piedra y lodoy esperaban pasivamente a que elenemigo se decidiera a partir con lasmanos vacías. No lo habían logradonunca. Siempre habían sido losasediados los que habían tenido queabandonar la lucha, bien por lasuperioridad del enemigo, bien por faltade agua o alimentos. Por fortuna, Tolosano parecía dispuesta a sucumbir de lamisma forma.

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TOLOSA

Finales de junio de 1211

Transcurrió más de una semana. Llegóun nuevo domingo en el que lascampanas de las iglesias callaron y nose celebraron misas en la ciudadvilipendiada por la cristiandad, quejusto antes del asedio había sidoabandonada por todos los sacerdotes,frailes y sacristanes. El calor del solcubría las calles como una mantaparalizante y quien podía se resguardabaen el relativo frescor de un lugar

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sombreado. Las altas temperaturasobligaban a concentrar la luchatemprano por la mañana o al final de latarde.

Mientras hacía guardia cerca delcastillo condal, Amaury vio cómo elcomandante de los mercenarios, Hugo d’Alfaro, salía apresurado y de muy malhumor. El navarro gruñó algunasórdenes breves y desapareció endirección a su cuartel, acompañado dealgunos caballeros de su séquito.Después, no pasó nada durante bastantetiempo.

Tras el cambio de guardia, Amauryregresó al monasterio, donde acampaba

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con un contingente de peones en elrefectorio de los frailes, y se dejó caeren la paja sin quitarse la armadura.Desde el inicio del asedio, nadie sehabía desvestido. En ambos bandos,temían que el enemigo los sorprendieradesarmados. Escuchaba las voces a sualrededor. Parecía ser que D’Alfarohabía propuesto realizar un ataque agran escala contra el campamento de loscruzados. Amaury se incorporó.

—¿Cuándo será? —quiso saber.—No lo harán. ¿Acaso te has

hartado de vivir? —los hombres serieron de buena gana.

Amaury volvió a tumbarse. Al

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parecer, al conde Raimundo no leagradaba el plan y quería limitarse a ladefensa. Al final de la conversación, elconde había tildado al español deaventurero, asegurando que si le dejabahacer, su temeridad le costaría sustierras. A continuación, había prohibidoa sus hombres emprender semejanteataque sin su consentimiento. Muchos delos peones respaldaban la postura delconde Raimundo. No tenían demasiadasganas de acabar en un nuevo baño desangre.

—Si D’Alfaro tiene tantas ganas deque lo atraviesen con la espada, nopodremos detenerlo.

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—¡Ese navarro es un fanfarrón!¡Venga, que dé el primer paso con susmercenarios, si se atreve!

—En mi opinión, lo único que leinteresa a ese putañero español es elpoder.

—Eso es en cualquier caso lo únicoque le interesa a Montfort, —dijoAmaury desde su cama de paja—. Haceya tiempo que no lucha para erradicar laherejía, ni siquiera para emprender unaexpedición de castigo porque alguno deTolosa matara hace tres años al legadopapal. Se ha apropiado de los títulos deTrencavel y no descansará hasta quetambién haya añadido los de Tolosa a su

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nombre.Los hombres lo miraron

asombrados.—Es cierto, —prosiguió Amaury—,

Montfort está ebrio de ambición. Elobjetivo por el que llegó aquí se haconvertido en un medio para saciar sused de poder.

—¿Cómo lo sabes?—Cualquiera que reflexione un poco

puede verlo.Se hizo un silencio embarazoso.—Hugo d’Alfaro tiene razón, —

prosiguió Amaury—, el tiempo suelefavorecer a los sitiadores. El condetiene que frenar a los cruzados. Si ahora

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no se atreve a hacerse fuerte, luego loaplastarán y entonces sí podría perdersus tierras. Lo miraron atónitos. Justocuando Amaury empezaba a preguntarsesi habían comprendido lo que les decía,se originó el alboroto. ¿Qué más lesdaba a ellos cuáles eran los motivos deMontfort? ¿Acaso no había contado losmuertos que habían dejado en el campode batalla en los diez días que duraba yael asedio? ¿Quiénes tenían que soportarlos primeros golpes en la vanguardia?No los caballeros protegidos con cotasde malla, que no cesaban de hablar decoratge. ¡Mucho ruido y pocas nueces!Al menos, el conde se preocupaba por

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sus súbditos y no enviaría nunca a sushombres hacia una muerte segura. ¿Yqué había de malo en esperar al enemigoal abrigo de las murallas? Allí fuera,bajo el sol abrasador, Montfort sehartará pronto de sus planes. Hacía máscalor que en el infierno.

Amaury se puso en pie y salió,alejándose de las risas burlonas de losdemás. El aire nocturno era fresco. Aquíse estaba mejor que en la habitaciónabarrotada, donde los hombres seexcitaban y no hacían más que soltarsandeces. Se sentó sobre el pequeñomuro de piedra que rodeaba el patio delmonasterio. Mantenía en sus manos el

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hacha de guerra, de la que nunca seseparaba. Hizo oscilar suavemente elarma mientras miraba el cieloestrellado. Era como si desde el oscurofirmamento, la impotencia cayera comouna maza sobre él. Cualquiera podía verlo que iba a suceder. ¿Por qué no habíanadie que parara los pies a Montfort?¿Por qué no frenaba el papa su codicia?Montfort era un estratega brillante queconspiraba con el abad del Cister, unzorro astuto capaz de engatusar al papa.El bondadoso e indeciso Raimundo deTolosa no era un adversario digno deellos, aunque ahora estuviera al mandode varios miles de hombres. Seguía

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queriendo convencer a Roma de quesólo recurría a las armas paradefenderse, seguía buscando unaposibilidad de encontrar una soluciónpacífica.

Su hacha había dejado debalancearse y colgaba inmóvil entre susrodillas. ¿Qué haría él, Amaury, en sulugar? Sin duda, no esperaría de brazoscruzados. La fuerza de Montfort era surapidez. Gracias a ello siempre podíadecidir dónde y cuándo abriría elataque. Quien quisiera vencerlo deberíaadelantársele para tener de su lado laventaja de la sorpresa. Hugo d’Alfarotenía razón… El caballero degradado a

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la categoría de peón suspiró. Si hubiesepodido dar su opinión en un consejo deguerra, habría apoyado el plan de D’Alfaro. Pero no tenía ni voz ni voto,ni siquiera disponía de los diez hombresque antes formaban su séquito personal.No era nadie, apenas era capaz desalvar su propio pellejo.

Amaury se mordió tan fuerte el labioinferior que notó el gusto de la sangre.Agarró el hacha con ambos puños y selevantó. Con paso decidido abandonó elpatio del monasterio y avanzó en laoscuridad en dirección al castillo condalhasta llegar al cuartel general de losmercenarios navarros. Allí fue detenido

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por un centinela. Detrás de la puertacerrada se oían ruidos, como si a esashoras de la noche reinara un ajetreonervioso.

—¿Qué buscas? —le preguntósecamente el soldado.

—Tengo que hablar con Hugo d’Alfaro.

—Imposible, —se limitó aresponder el otro.

—Déjame pasar, Wigbold me hallamado.

—¿Wigbold? Espera aquí.La puerta se cerró sin dejarle ver lo

que sucedía al otro lado. El frisónapareció en la puerta antes de lo que

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pensaba y en cualquier caso antes de quepudiera cambiar de parecer. No dijonada, asió a Amaury por el jubón decuero y lo arrastró adentro. La puerta secerró a sus espaldas.

—Tú, llegas a tiempo. Tú tienescojones, —farfulló el mercenariodándole un manotazo en el hombro quecasi lo derriba.

—Carne de demonio lo llamamosaquí, —respondió el joven caballero—.Quiero hablar con D’Alfaro. Su plan esbueno. Tiene que intentar convencer alconde de Foix, a éste quizá le gustenmás sus ideas que las del condeRaimundo.

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—No es necesario, Raimundo escobarde. Nosotros atacamos. Mañana.—Dichas esas palabras, Wigbold hizoun ademán significativo llevándose elíndice a los labios—. Tú, sabes secreto.Tú, tienes que luchar con nosotrosahora. —Sonrió triunfalmente.

Así pues, Hugo d’Alfaro se habíapropuesto llevar a cabo su plan sin laaprobación del conde de Tolosa.Amaury comprendió entonces que todoel mundo en el cuartel de losmercenarios se estaba preparando paraun ataque. Y el hecho de que le hubieranhecho partícipe de este secretosignificaba, en la lógica de Wigbold,

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que no podía hacer otra cosa queparticipar en la lucha. Pues bueno, éseera el motivo que le había traído hastaaquí, sólo que no había contado con queel comandante de los mercenarios lofuera a hacer solo.

—En tal caso me presentaré ante D’Alfaro.

El frisón negó con la cabeza.—¿Es que no quiere saber con quién

trata?—La manzana podrida apesta sola.—Entonces quiero una lanza, una

espada, una cota de malla y un escudo,—dijo—, espuelas y un caballo.

Wigbold señaló el hacha de guerra.

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—Esta es buena, también.—Sólo si puedo acercarme lo

suficiente.Metió el hacha en su cinto y siguió al

gigante rubio primero hasta la sala dearmas, donde habían amontonado elbotín de guerra, y después hasta lascuadras. Cuando empezaron aanunciarse los primeros rayos de sol,Amaury estaba completamente equipadoy además había consumido una copiosacomida con los demás mercenarios.

—Ahora descansar, —dijo Wigbold.—¿Cómo que a descansar? ¿Cuándo

atacaremos?—Tú, espera. Luego hace calor y el

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conde Raimundo y el enemigo duermen.Tú, paciencia.

Sucedió exactamente como le habíadicho. En ambos campamentosesperaron recelosos a que el otro bandotomara la iniciativa en el frescor de lamañana. Cuando todo parecía indicarque no sucedería nada, se dispusieron atomar la comida, precedida, en elcampamento de los cruzados, de unamisa. El sol avanzaba hacia el cenit y latemperatura aumentaba a igual ritmo.Apenas saciados por la frugal ración dealubias y fruta, los cruzados fueron abuscar refugio a la sombra asfixiante desus tiendas de campaña y se tumbaron

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para descansar sin desprenderse de susarmas. Detrás de la puerta del cuartel delos mercenarios, los caballerosesperaban la señal para el ataquemontados sobre sus inquietos caballos.El calor era casi insoportable, el sudorles chorreaba por el cuerpo. Delante deellos, los peones mercenarios estabanpreparados, armados con cuchillos yporras. Hugo d’Alfaro ya había hecho suronda matutina. Había apostado aalgunos de sus hombres en dos de lasdieciséis puertas con que contaba ya laciudad, ordenándoles en secreto que ledejaran vía libre en el momentoconvenido.

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—¡Ojo, no destruir las máquinas deasedio! ¡Demasiado pesadas! ¡Sólo elcampamento! —advirtió Wigbold.

Amaury asintió. Parecía lógico. Élmismo había podido comprobar en dosocasiones lo inútil que era intentardestruir el material de asedio.

Tan pronto el navarro regresó a sucuartel, montó sobre un caballo fresco ydio la orden de salir. Los hombrescruzaron la puerta como una hordaenloquecida. Antes de que nadie sediera cuenta de lo que estabasucediendo, habían cruzado ya las dospuertas de la ciudad y se abalanzabancomo una nube de saltamontes sobre el

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campamento de los desprevenidoscruzados, que estaban sumidos en unaprofunda siesta. Las primeras víctimascayeron ya antes de que los centinelaspudieran dar la alarma.

Amaury no tuvo empacho en atacartraicioneramente a sus antiguoscompañeros de armas. Muchos de losestandartes coloridos que coronaban lospabellones le resultaban desconocidos.Pertenecían a las tropas frescas venidasde Luxemburgo y Alemania. Se limitó aseguir el ejemplo de los caballeros de D’Alfaro, se abalanzó sobre la tiendamás próxima y hundió su lanza en la tela,que se desgarró como si fuera una

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camisa ajada. La tienda se desplomósepultando a los hombres que acababande despertarse sobresaltados y buscabansus armas. Wigbold, que cabalgabadetrás de él, pisoteó con el caballo a loshombres que luchaban por liberarse dela lona y silenció sus gritos apagadoshundiendo su lanza varias veces en lamasa. Los soldados de a pie rematabanel trabajo, aporreando a todo lo queseguía moviéndose. Después abrían lalona para quedarse con todo lo quehubiera de valor debajo de ella. Estaescena se repitió en innumerablesocasiones. Por falta de espacio paramanejar su lanza, Amaury tuvo a veces

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que cortar con unas cuantas estocadaslos vientos de las tiendas de campaña.En poco tiempo, gran parte delcampamento militar de los cruzadoshabía sido destruida. Los caballeros ypeones de D’Alfaro abatían, pisoteaban,aporreaban o ensartaban con la espadatodo lo que encontraban a su paso, yafueran hombres o animales.

Amaury arrasó el campamento conlos demás, cegado por un odio quenunca antes había sentido. Su miradaestática sólo captaba la imagen en sumemoria de los Buenos Cristianos en lahoguera de Lavaur. Habían sidocuatrocientos. Cada golpe que daba era

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para vengar a uno de ellos. Al principio,los Bons Hommes y las Bonnes Dameshabían cantado con las voces firmes quedemostraban el valor con el queafrontaban la muerte. Sus voces habíansonado cada vez más fuertes, como sicon ello quisieran negar el martirio delfuego que abrasaba su piel, hasta quefinalmente sus palabras fueronininteligibles y sus cantos seconvirtieron en un grito continuo dedolor por la tortura.

—¡Por Lavaur y por Colomba! —gritó agachándose para asestar un golpede espada a un peón, que había intentadoherir a su caballo con un hacha. El peón

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cayó mortalmente herido sobre unatienda de campaña desplomada, de laque sólo se mantenía en pie elestandarte.

Amaury dirigió automáticamente sumirada hacia el blasón. El sudor lepicaba en los ojos y hacía que todos loscolores se fundieran en una masa turbia.Sacudió una y otra vez la cabeza paraeliminar las gotas de sudor de suspestañas y cejas. Se pasó la lenguasobre el labio superior y lamió ellíquido salado atrapado entre loscañones de su bigote de varios días. Desúbito reconoció las tres merletas delescudo de Poissy. Miró a su alrededor.

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No había ni rastro de Roberto o Simón,pero no lejos de donde se hallaba él, viosurgir de repente el estandarte con elleón de Montfort frente al cielo azul, ydebajo, al comandante que cabalgabarodeado de un creciente número decaballeros provistos de armaduras. Porlo visto había conseguido agrupar a sushombres para iniciar el contraataque.Los dos Poissy lo acompañaban.Amaury sintió que un estremecimiento lerecorría la espina dorsal hasta acabar enel coxis con un desagradable hormigueo.Cerró el puño alrededor de laempuñadura de su espada. Le habíaprometido a Colomba que volvería.

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¿Qué sería de ella si no regresaba nuncamás? Un jinete pasó justo a su lado,después otro y otro. Era D’Alfaro que sepreparaba con sus hombres para detenerel ataque de los cruzados. Elcomandante de los mercenarios gritó unaorden y mirando en dirección a Amauryhizo una señal.

—¡Los prisioneros!¿Prisioneros? Era como si se

paseara por un sueño en el cual él nointerviniera. Todo se movía alrededor,salvo él mismo. Mantenía los ojos fijosen el yelmo de Roberto, que, bajando ysubiendo al ritmo lento del trote de sucaballo, se acercaba cada vez más. Una

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figura negra pasó delante de la visera desu yelmo.

—¡Tú! —gruñó Wigbold—. ¡Noduermes, D’Alfaro da órdenes!

Para dar más énfasis a sus palabrasdio un mazazo contra el yelmo deAmaury. El golpe del metal lo espabilódel todo. Espoleó a su caballo y,dejando atrás los colores de Poissy,salió galopando en la dirección que lehabía indicado el frisón. Mientras Hugo d’Alfaro y sus caballeros se entreteníancon los nobles de Montfort, Amaury yWigbold se adentraron más en elcampamento con los demás mercenariosmontados. Allí, detrás de una cerca de

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empalizadas estaban encerrados losprisioneros que los cruzados habíancapturado en los últimos días. Apenashabían tenido tiempo de liberarloscuando sonó una nueva orden.

—¡Retirada!Los prisioneros liberados no

necesitaban esa incitación. Estabandispuestos a largarse de allí. Seapresuraron a tomar el camino deregreso a Tolosa, a través del caos, conla retaguardia cubierta por los hombresd e D’Alfaro, quienes, cargados con uncopioso botín, entraron en la ciudadcomo triunfadores. Wigbold apenaspodía ver algo por encima de la pila que

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había amontonado en su montura. Sucara ancha y sonriente se ocultaba bajoun suntuoso vestido de seda que habíaenrollado alrededor de su yelmo a modode turbante. Amaury mantenía apretadocontra el pecho su único trofeo. Era elestandarte con el escudo de Poissy, quehabía cogido de la tienda derribada.

—¡Ven a ver! ¡Se van! ¡Míralo!Colomba se hallaba asomada por la

ventana en el piso superior de la casa del a s Bonnes Dames y señalaba con eldedo las murallas de la ciudad. Estabaradiante de alegría. Era realmenteincreíble lo que sucedía allí afuera:¡Montfort y sus hombres abandonaban el

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asedio! Al despuntar el día, los cruzadosrecogieron sus cosas y se largaron. No,más bien parecía que se fueran deestampida, pues dejaban tiradas suspertenencias. Abandonaron máquinas deguerra, carros, herramientas de asedio ygran parte del campamento asolado. Nisiquiera se preocuparon por transportarhacia Carcasona a los enfermos yheridos, y los abandonaron a lamisericordia de los de Tolosa.

—¡Somos libres!Amaury ya estaba arriba y se

asomaba junto a ella por la ventana. Eracierto, allí partía el temible ejército deMontfort. Como un perro apaleado, se

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alejaba con el rabo entre las piernas. Noeran tambores, trombones y chirimíaslos que acompañaban el sonido de loscascos de los caballos y las botas sobreel camino polvoriento, sino un silenciodesalentado. En un principio, nadiehabía osado creerlo pero ahora no cabíala menor duda. También en la murallareinaba un ambiente de euforia. Loscentinelas bailaban en el adarve eincrepaban a los cruzados.

—Os hemos dado un susto demuerte. ¡Hemos ganado! ¡Viva Hugo d’Alfaro!

El noble español y sus mercenarios,que un día antes habían provocado la

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cólera del conde Raimundo, eran loshéroes de la jornada.

—¡Estoy orgullosa de ti! —Colombaabrazó a Amaury y cubrió su rostro debesos.

—Pero ahora soy un mercenario, —murmuró Amaury.

—Qué va, eres un caballero alservicio del senescal de Agenais.

Él sacudió la cabeza.—Hay una diferencia entre los

caballeros de Agenais y las tropasirregulares de Navarra y de Dios sabedónde que siguen a D’Alfaro. Yo formoparte de estas últimas. Escoria.

—Me trae sin cuidado. ¡Eres la

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escoria más valiente de Tolosa!Apretó los labios contra los de él

para impedir que siguiera protestando.¿Por qué tenía que dar siempre tantaimportancia a su condición, a sustítulos? ¿Qué más daba en calidad dequé había logrado la victoria? ¡Allípartía Montfort, el odiado comandante,con sus malditos soldados de Cristo! Nopodía imaginarse escena más hermosa.Podía irse al infierno que tanto temía.Cogió a Amaury de la mano y bailandolo condujo escaleras abajo. A pesar deque era muy temprano, todo el mundohabía salido a la calle para celebrar lavictoria. Cantaban. De repente, Amaury

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era amigo de los mismos peones que sehabían burlado de él. Era el camaradade los mercenarios y volvía a estar enpie de igualdad con los demáscaballeros. Todos le ofrecían vino ytambién Colomba participaba en sugloria.

—Bonita chica, —susurró Wigboldal oído de Amaury, al tiempo que ledaba un codazo y hacía un gesto obsceno—. Esta noche, doble fiesta.

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TOLOSA

Finales de septiembre de1211

—Estás embarazada, —la consolóAmaury—, por eso tienes náuseas, esnormal. Es una enfermedad sana que sete pasará por sí sola.

Colomba se hallaba acurrucada juntoal pozo, lívida y más frágil que nunca.Había devuelto lo poco que habíacomido aquella mañana y ahora, despuésde refrescarse, intentaba beber unapequeña dosis de agua.

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—Ni siquiera quería quedarmeembarazada.

—Es natural y yo estoy orgulloso deello. ¿Te sientes mejor?

Asintió débilmente.—Esto es típico de ti, que te sientas

orgulloso.—Todo hombre se enorgullece de

haber engendrado a un hijo. Es la pruebade su virilidad, asegura la supervivenciade su estirpe, su nombre, su sangre.

—Tu sangre me pone enferma.—Eso es porque no hemos recibido

la bendición de Dios.Le seguía molestando que no

estuvieran casados. No porque no

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pudieran encontrar un solo sacerdote oclérigo en toda Tolosa, sino porque losBuenos Cristianos rechazaban todos lossacramentos, sobre todo el delmatrimonio.

—¡La bendición de Dios para elacto sexual! —Su apasionada protesta lareanimó un poco—. El hombre y lamujer se unen sólo por lujuria. Quien seentregue al acto sexual es instrumentodel diablo. Al reproducirnosmantenemos viva su creación. Procreares pecado, tanto dentro del matrimoniocomo fuera. Si pides la bendición deDios y lo conviertes en una especie deunión sagrada, no harás más que

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empeorarlo. De ese modo conviertes lainclinación natural de la] carne enblasfemia.

—Me cuesta muchísimo aceptaralgunas de vuestras ideas.

—No digas vuestras, sino nuestras.Nuestras reglas son ahora también lastuyas.

—Eso no impide que me cuesteaceptarlas. ¿Cómo puedes afirmar que lonuestro era malo, libertino? Los dos loqueríamos. Han sido los momentos másbellos de mi vida y tú disfrutaste tantocomo yo.

—Era como una borrachera, —respondió ella—, era incapaz de pensar.

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Era como si estuviera atontada. —Bajóla mirada avergonzada—. El dios delMal creó a la mujer. Luego la mostró alos ángeles y su deseo les hizo caer delcielo y llegar aquí a la tierra. Entonceslos encerró en los cuerpos de loshombres y los animales. El placer delsexo es el fruto prohibido con el que seseduce al hombre a procrearse. El buendios no permite que nada crezca o surjaaquí abajo, esto es cosa del diablo.

Amaury consideró más prudente nocontrariarla. Permaneció en silenciohasta que Colomba dijo de repente:

—Llevo un demonio en mi vientre.—¡¿Qué?!

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—Un demonio.—Mi hijo no es un demonio.—Nuestro hijo.—Por supuesto, nuestro hijo. —La

abrazó para protegerla y la ayudó aponerse en pie—. Sé que te sientes rara,pero eso no es motivo para llamarlodemonio.

—No tiene nada que ver con miestado. Llevo a una criatura del mal enel vientre.

—¿Cómo puedes decir eso? Si noquieres creer que en tu vientre crece unacriatura de Dios, cree por lo menos queen tu vientre hay oculto un fragmento deesa luz celestial, que luego nacerá en

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nuestro hijo.—Lo que hay en mi vientre aún no

tiene alma. Es una cosa de carne yhueso, una pequeña cárcel en la queluego, cuando lo haya traído al mundo,será encerrado un espíritu. Cuando llorepor primera vez, el espíritu habráentrado y se habrá convertido en unapersona.

Amaury la miró atónito y sacudiólentamente la cabeza.

—Tal como lo cuentas, diríase quees un monstruo.

Ella se echó a llorar.—Mientras esté embarazada no

puedo pedir la bendición ni un buen fin a

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ningún Buen Cristiano y si muero antesde que nazca el niño, no podrán darmeel consolamentum.

—¿Por qué no?—Porque llevo el demonio en el

vientre, que me ha manchado con el Mal.—¿Quién te ha hecho creer algo tan

horrible?—Los Bons Hommes. Sé que tienen

razón, pero me hace sentir peor. Mesiento rechazada, como si fuera impura.Cuando me estaba convirtiendo en unaBonne Dame, gozaba de prestigio yrespeto. Ahora me desprecian porque hecometido un pecado imperdonable.

—Bobadas. La capacidad de parir

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hijos es la mayor virtud de la mujer.—Para vosotros sí. —Esta vez fue

Colomba quien lo dijo, pues tambiénella seguía considerándolo como unrepresentante de la otra fe—. Para ellos,—se corrigió apresurada.

—Te sientes mal y por eso lo vestodo negro, —le dijo intentandoanimarla.

—El propio Satanás preside laIglesia romana. Es natural que os alientea tener descendencia. Así mantiene vivasu creación.

—No es cierto, Colomba. Si lasmujeres dejaran de quedarseembarazadas y de tener hijos, nadie

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tendría la oportunidad de convertirse enuna buena persona en una vida posterior,para así poder morir como un BuenCristiano. Al traer al mundo a nuestrohijo, das la oportunidad a un espíritu deregresar al reino de los cielos. Comomujer tienes el poder de devolver losángeles de Dios a su patria. ¿No es ésauna tarea noble?

Ella lo miró insegura.—Nunca lo había contemplado de

este modo. ¿Crees realmente que porello es menos pecado?

—Los propios Bons Hommes dicenque es menester crear nuevos cuerpospara que las almas no liberadas puedan

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renacer.—¿Por qué sabes tú eso y yo no?Amaury se encogió de hombros.—Quizá porque aún tengo tantas

dudas y por ello me planteo preguntasque vosotros habéis contestado desdehace tiempo. Ahora escucho atentamentesus prédicas.

—Suena contradictorio, —dijoinsegura.

Él le secó las lágrimas de lasmejillas y le besó la frente.

—Estoy orgulloso de ti e impacienteporque nazca.

Colomba colocó las manos sobre elvientre y sonrió.

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—Si es niña, no la llevaré a lasBonnes Dames como hizo mi madre. Sequedará conmigo y la cuidaré hasta quesea suficientemente grande para tomaruna decisión.

—¿Y si es niño?No respondió. Tuvieron que

apartarse a fin de dejar paso a un grupode jinetes con sus peones quenecesitaban el pozo para refrescar a suscaballos. Tolosa se había convertido enun enorme campamento militar, peor aúnque durante el asedio de Simón deMontfort. El conde congregaba a todossus vasallos y sus tropas para atacarunidos al enemigo. Parecía decidido a

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expulsar para siempre a los cruzados desu tierra.

—Mañana marcharemos hacia elsur. Vamos a atacar Fanjeaux, o quizáCarcasona, —anunció Amaury.

——Tienes que prometerme algo,—dijo Colomba con un hilo de voz entretodo el ruido. Amaury agachó la cabezahasta colocarse junto a su rostro parapoder entenderla—. Si ahora te sientesculpable porque vivimos juntos sin queun sacerdote haya bendecido nuestraunión, temo que también tengas dudascuando nazca nuestro hijo. Temo que lohagas bautizar mientras yo esté en ellecho de parto.

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Él se irguió y sacudió indignado lacabeza, colocó la mano sobre el corazóny dijo:

—Mi hijo luchará por el VerdaderoCristianismo. ¡Protegeré a su madre y alos demás Buenos Cristianos contra laIglesia que recompensa a los soldadospor asesinar a mujeres y niños!

Después la cogió del brazo y laapartó del bullicio, de vuelta a la casadonde les habían dado cobijo y trabajo,ahora que, debido a su estado, ya nopodía quedarse con las Bonnes Dames.

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TOLOSA

Octubre de 1211

—Simón de Montfort ha sido apresado.¡Lo han desollado vivo y luego lo hanahorcado!

El correo del conde de Tolosaacabada de traer el mensaje y la noticiase propagó a toda velocidad por laciudad. La gente bailaba ebria de alegríapor las calles de Tolosa. ¡El odiadocomandante había muerto, el ejército delos cruzados estaba derrotado!

Colomba no bailaba. Ninguno de los

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soldados ni de los caballeros, nisiquiera el propio conde habíanregresado para relatar la batalla. Loúnico que sabía era que no se trataba delasedio de Carcasona o Fanjeaux, sinoque la terrible batalla se había libradoen las afueras de Castelnaudary. Elcorreo estaba tan agotado que nopudieron sacarle ni una palabra más.¿Cuántos muertos y heridos habíacostado detener a los cruzados? ¿Habíaotro francés dispuesto a ocupar el lugardel temido comandante, de seguir elavance, o acaso el ejército de loscruzados estaba realmente diezmado ydispuesto a poner tierra por medio? Y la

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pregunta más importante: ¿habíasobrevivido Amaury a la batalla?

Unos días más tarde oyó decir que elconde Raimundo marchaba con sussoldados hacia el norte. Luego llegó lanoticia de que la victoria deCastelnaudary había reavivado laresistencia contra los cruzados. Lasguarniciones francesas eran vencidas ennumerosos sitios, que luego abrían suspuertas de par en par para dejar entrar alas tropas de Tolosa.

Después de unas semanas, la verdadempezó a filtrarse lentamente. Loscruzados no se habían marchado yMontfort seguía vivito y coleando. No

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fue su ejército el que había sidoderrotado en Castelnaudary, sino el delos occitanos. Nadie conseguía explicarcómo era posible que éste hubieraperdido la batalla. El poderoso ejércitose había dividido y había huido.Mientras que el conde de Tolosareconquistaba el territorio perdido en elnorte con lo que quedaba de sus propiastropas, Montfort había emprendido unaexpedición militar hacia el sur parareprimir una rebelión. Decían que yahabía llegado hasta Pamiers, dondetambién el conde de Foix seaprovechaba de la rebelión, que no eramás que el fruto de las falsas noticias de

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victoria que él mismo había ordenadopregonar a sus correos.

Vencidos… El corazón de Colombase estremeció. Cuatro semanas anteshabía visto marchar a Amaury con losmercenarios. Movió las manos sobre suvientre. Su embarazo aún no era visible,pero ella empezaba a notar queengordaba y seguía teniendo náuseastodas las mañanas. Quizá este niño fueralo único en el mundo que le recordaba aél. Por primera vez sintió cariño por lacriatura que crecía en sus entrañas.¿Sería un niño? ¿Se parecería a él?

Bruscamente retiró las manos y sesacudió los cabellos de la cara. Este

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tipo de ideas sentimentales no iba conella. Tenía que pensar sobre lo quehabía de hacer. Si Montfort emprendíaun nuevo ataque y recibía refuerzos delnorte —que sin duda había pedido—,volvería amenazar el peligro. Suambición era ilimitada, había dichoAmaury, ambicionaba la corona delconde Raimundo de Tolosa. Tarde otemprano volvería a intentar conquistarla ciudad. Ella deseaba encontrar unlugar más seguro para traer al mundo asu hijo. Pero ¿dónde había un lugarseguro? Lo que más deseaba era alhombre que podía protegerla, que laabrazara y, admitió avergonzada,

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apretara su cuerpo duro contra el suyo.

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GAILLAC

Octubre de 1211

Asediarían al hijo de puta, al traidorMontfort en Carcasona, lo desollaríanvivo —si conseguían atraparlo— ydespués entrarían en Montpellier y en elcamino de vuelta asaltarían Lavaur y asíreconquistarían todo el territorio. Lasamenazas de los occitanos habían sidomayores que sus acciones. Todo habíasucedido de forma bien distinta en lallanura a los pies de la colina deCastelnaudary. ¿Había sido la astucia de

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Montfort, la temeridad de Foix, laindecisión de Tolosa o la división entrelos señores del sur lo que habíadecidido la lucha? Lo más seguro eraque, como de costumbre, se echara laculpa a los mercenarios. Pues todoempezó a torcerse tan pronto como elconde de Foix abandonó el campamentomilitar occitano para atacar un convoycon el que Bouchard de Marly habíallegado desde Lavaur a fin de llevarrefuerzos y provisiones a Montfort.Amaury, que junto con los mercenarioshabía seguido al conde de Foix,recordaba sólo el estandarte deBouchard con el águila y el estruendo de

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los gritos de guerra en ambos bandos.“¡Tolosa! —se oía a un lado y al otro—:¡Montfort!”. Y la voz de Bouchard deMarly por encima de todos: “¡Marly y lasanta Virgen María!”. Habían luchado amuerte, casi seguros de la victoria, puesel tamaño de su ejército superaba concreces al del enemigo. Hasta que desúbito los mercenarios dejaron caer lasarmas, se abalanzaron sobre el convoy yse largaron con el botín. En aquelmomento, Simón de Montfort, que sehabía atrincherado en el fuerte deCastelnaudary, descendió por la ladera ylos atacó con sus jinetes por el flanco.Los occitanos, de repente en minoría, se

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defendieron heroicamente, pensando querecibirían la ayuda del conde de Tolosa.Sin embargo, los del campamentooccitano no dieron señales de vida y elconde de Foix tuvo que huir después desufrir graves pérdidas. Los mercenariosque aún quedaban, entre ellos losmercenarios montados de D’Alfaro,escaparon por los pelos de la matanza.

Cada vez que lo recordaba, Amaurynotaba el impulso de encoger~ se devergüenza. ¿Cómo era posible quehubieran perdido siendo tantos y losotros tan pocos? Sentía aún másvergüenza porque formaba parte de lahorda de mercenarios que había

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provocado la derrota. ¡Idiotas! Y menosmal que Wigbold había luchado a sulado hasta el final.

Pensándolo bien, tenía que admitirque Montfort había sabido aprovechar elazar como un buen estratega, y que elconde Raimundo no había dado ningunarespuesta. Los únicos por los que sentíarespeto eran algunos faidits y el condede Foix con su hijo, que habían luchadohasta que sus armas se habían roto. Elescudo del conde de Foix incluso sehabía partido en dos.

El conde Raimundo de Tolosa sehabía refugiado con sus ropas en losburgos reconquistados a orillas del

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Tarn, a la espera de que llegara elinvierno. Su ejército tenía quearreglárselas sin los soldados del condede Foix, que jugaban al escondite conMontfort en el suelo. Los mercenariostenían poco que hacer por aquí. Wigboldse impacientaba cada vez más a medidaque pasaban los días. Su enorme cuerpoexigía continuamente comida y bebida, yno parecía hartarse nunca de lasmujeres. Se gastó el dinero que habíareunido vendiendo su botín de guerracon igual rapidez con que lo habíaconseguido. Amaury sopesó su propiabolsa. Le quedaba suficiente. No habíahecho más que arreglar sus armas. El

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resto era para Colomba y el niño.Siempre pensaba en ella. Durante losmeses de invierno, las acciones bélicasquedarían reducidas a la mínimaexpresión, pensó, y todo el mundo serecluiría en su fortaleza. Con la llegadade la primavera y las temperaturas mássuaves, cuando los caminos fueran mástransitables, se reanudaría la lucha conrenovada energía. Quizá pudieraregresar a Tolosa durante ese respiroobligatorio.

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TOLOSA

Enero de 1212

Aquel invierno, Simón de Montfort nodio descanso a sus hombres. Después deque la última quinta de cruzados hubieracumplido su cuarentena y regresara acasa, Montfort emprendió algunasexpediciones militares desde su base deFanjeaux con su pequeño séquito deleales, muchos de ellos caballeros de laprimera hora, y conquistó algunaspoblaciones. En diciembre regresó alnorte, y en Castres recibió un regalo de

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Navidad. El día del santo nacimiento, uncontingente de cruzados frescos sepresentó ante la puerta bajo el mando desu hermano Guy de Montfort, queacababa de regresar de Tierra Santa. Laalegría del reencuentro fue grande y deinmediato hicieron planes paraemprender una nueva ofensiva. Apenasuna semana más tarde conquistaron LesTouelles y asesinaron sincontemplaciones a toda la población. Acontinuación, y como si su ejército fuerainmune a los caprichos de los elementos,los Montfort se dirigieron hacia losburgos perdidos a orillas del Tarn,aguantando las tormentas, el granizo, la

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escarcha y el viento.Para sorpresa de Amaury, el conde

Raimundo no parecía dispuesto adefender el territorio. Dio la orden dedesalojar los burgos, para que no serepitiera la matanza de Les Touelles, yordenó que sus tropas se retiraran a tresfortalezas del norte. El propio conderegresó con sus soldados a Tolosa.Aunque Amaury tendría que haberpermanecido en el norte bajo el mandode Hugo d’Alfaro, consiguió regresar aTolosa con el conde. Wigbold lo siguiócomo un perro leal. Cansado y heladoempezó a buscar a Colomba. No estabaen casa donde la había dejado. Llamó a

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la de las Bonnes Dames.—No sé si está aún en la ciudad, —

le contestaron evasivamente.—¿Que no está en la ciudad?

¿Dónde puede haber ido? ¡Estáembarazada de siete meses!

Le respondieron encogiendo loshombros a modo de disculpa.

Un terrible presentimiento seapoderó de él. Fue a ver a la comadronay le preguntó si Colomba había estadoallí.

—¿Eres el padre? —quiso saberante todo.

—Sí, sí, —dijo apresurado—, ¿estábien?

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—El embarazo va bien. —La mujerasomó la cabeza por la puerta yescudriñó la calle a derecha e izquierdae hizo entrar a Amaury—. Pero no sé loque le pasa a ella. Afirma que lapersiguen. No sale nunca de casa. Creoque está algo confusa. —Se llevó eldedo índice a la sien y lo hizo girar.

—¿La persiguen? —Amaury estabavisiblemente alarmado.

—Es su primer parto. No es raro quesienta miedo e inseguridad. —Colocó lamano sobre el brazo de Amaury y lopellizcó para tranquilizarlo—. No tepreocupes, muchacho, por lo demás estásana. Será un niño robusto.

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—¿Dónde está? ¿Está aquí? —Mirópor encima del hombro de la mujerhacia la estancia en penumbras.

—Me hizo prometer que no se lodiría a nadie. Por eso tomo tantasprecauciones cuando alguien preguntapor ella. Vive con mi hermana, que estácasada con el herbolario. Trabaja paraella.

Amaury pensó que no tomabaprecisamente demasiadas precauciones.Dadas las circunstancias, le habíacostado poco enterarse del paradero deColomba. Pero Colomba tampoco estabaen casa del herbolario. Había trabajadoallí durante unas semanas, mas cuando

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un día dijo que el herbolario vendíahierbas que no servían para lo que lasrecetaba, él le había dado a entender quedebía irse a otro sitio. Típico deColomba, pensó Amaury. Después habíaido a vivir a casa de una sobrina de lamujer, cuyo marido vendía vino.También había abandonado esa casadespués de un tiempo, según ella porqueno se sentía segura.

Amaury empezó a buscar recelosopor las agitadas calles de Tolosa,intentando descubrir al que la perseguíaa ella y, ahora, quizá también a él. Pero¿de quién debía desconfiar entre lamuchedumbre? ¿Tenía que buscar a las

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personas de las que se ocultabaColomba entre los mercaderes yvendedores ambulantes, los porteadoresde agua, los pregoneros, los campesinosque vendían sus productos en la ciudado los numerosos refugiados procedentesde las tierras azotadas por la guerra?¿Era el mendigo que seguramente sehabía autolesionado para despertar lacompasión, o acaso habían encargado alparalítico junto a la puerta de la ciudad,que realmente había nacido contrahecho,que mantuviera los ojos abiertos? Y eseretrasado mental que lo miraba absortocon la lengua fuera de la boca, ¿estabarealmente tan loco como parecía? No

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sabía qué temía Colomba, pero poco apoco empezaba a comprender algo de sumiedo.

Dos días más tarde, y consumido porla preocupación, la encontró en lacocina detrás del taller de unguarnicionero, donde estaba limpiandoun hervidor. Toda la casa olía a piel ygrasa. Colomba se sobresaltó cuando looyó entrar con sus pesadas botas ysuspiró aliviada al reconocerlo. Se secóel sudor de la frente, se irguió y apoyólas manos en los riñones para enderezarla espalda. El bulto en su vientre eraclaramente visible. Una sonrisa alegrese posó en su rostro. Amaury corrió a

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abrazarla.—¿Por qué estás aquí? ¿qué ha

pasado?Ella bajó los ojos y respondió

vacilando, como si no quisiera hablar.—Está en la ciudad. Lo he visto.—¿A quién?—Ya sabes a quién me refiero.—¿Y por ello te escondes y no osas

salir de casa? ¿Te ha visto?—No lo sé. —Enmudeció y se

protegió el vientre con las manos. Desúbito pareció darse cuenta de que él lahabía encontrado a pesar de que ella nole había dejado ningún recado—. ¿Cómohas llegado hasta aquí? ¿Te han

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seguido? ¿te han visto entrar?—¿Cómo quieres que sepa si alguien

me sigue?No le respondió.—¿Qué quiere de ti?—Que regrese, —le respondió

titubeante.—¿Que regreses adónde?—Es una especie de… cuestión

familiar. —Apretó los labios y no dijonada más.

—Colomba, ¿cómo puedo protegertesi no quieres contarme contra qué he deprotegerte?

—No necesito protección. Me las hearreglado sola durante cuatro meses.

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—Siempre dices lo mismo. Tienestantas ganas de ser fuerte eindependiente, pero ahora las cosas hancambiado. Eres más vulnerable quenunca y me necesitas. Quiero saber laverdad.

Ella alargó los brazos hacia él, pusolas manos alrededor de su cuello y loatrajo hacia si.

—Eres un amor y te quiero. Dame unbeso.

—Esa no es una respuesta.Tensó los músculos y se echó hacia

atrás para que ella no pudiera besarlo.Colomba se puso de puntillas e intentóllegar hasta él, pero su barriga se lo

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impedía. El cálido cuerpo de ella contrasus ateridos huesos disipó suindignación; su propia impertinenciahizo que se excitara. Su virilidadempezó a erguirse. Colomba se rió. Derepente la pregunta que tenía en la puntade la lengua parecía carecer deimportancia. Era desesperante, lo habíadesarmado con su risa. ¡Dios, cuánto lahabía echado de menos! Su respiraciónse hizo más pesada, la rodeó con susmanos, la acarició encima y debajo desu túnica y la besó por todo el cuerpo.Sus pechos, que antes podía cubrir conuna sola mano, eran ahora más grandes yfirmes. Aparte del vientre, todo su

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cuerpo estaba más lleno. Hubiesequerido ahogarse en ese deliciosocuerpo y le traía sin cuidado que esacarne femenina, de olor dulzón fuera unacreación del diablo. Ahora que sehallaba embarazada, apenas se parecíaya a la perfecta que casi había llegado aser.

Aquella noche durmió con ella, ytambién a la siguiente, en la viviendaque había encima de la guarnicionería.Hubiese preferido que Wigbold hicieraguardia abajo, pero no consiguióconvencer al frisón. Estabadespilfarrando el poco dinero que lequedaba.

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El tercer día, muy de mañana, lodespertó de un sobresalto un altercadoen el taller del piso inferior. Empezabaa amanecer y la habitación estabaprácticamente a oscuras. Elguarnicionero y su mujer discutían a vozen grito. Entre las voces muy levantadasoyó que alguien sacudía los postigos deltaller. Amaury se vistióapresuradamente y descendió por laescalera. Colomba ya estaba trabajandoen la cocina. No se entrometía en lapelea del matrimonio.

—¡Tú mismo cerraste ayer! —protestó la mujer.

El guarnicionero le respondió

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gruñendo que llevaba haciéndolo veinteaños, y que nunca había fallado nada.Volvió a sacudir los postigos con losque cerraba su tienda y tiró con fuerzade los pomos, pero éstos no semovieron.

—Voy a ver fuera, —dijo Amaury.Abrió el cerrojo de la puerta que

daba a un estrecho callejón en la partelateral de la casa, y salió a la calle. Lamujer del guarnicionero correteó detrásde él, contenta de tener una excusa paradejar solo a su destemplado esposo. Aaquellas horas de la mañana, la calleaún estaba tranquila. La luz gris de lamañana tan sólo empezaba a asomarse

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por el estrecho corredor debajo de lasfachadas inclinadas de las casas.Amaury deslizó su mano por uno de loscostados de los postigos, en busca delfallo. La mujer se había colocado a laaltura de la cuneta en medio de la callepara observarlo desde cierta distancia yseñalaba hacia el lugar donde se uníanlos postigos cerrados. Allí, en la ranuraentre los dos paneles, sobresalía laempuñadura de un cuchillo o una daga.El filo estaba embutido en la madera yal lado había grabada una cruz. Amaury,que había visto casi al mismo tiempo elobjeto, lo cogió con ambas manos yconsiguió soltarlo forcejeando. Después

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se quedó mirando el arma estupefacto.No, no podía equivocarse, era la dagade la mujer del cirujano de Lavaur.Habría sido capaz de reconocer la tallaen la madera en cualquier lugar. Nohabía dos iguales en el mundo. Sininmutarse por el comentario indignadode la mujer, entró corriendo en la casa.A su espalda oyó cómo abrían elpostigo, el murmullo satisfecho delguarnicionero y después nuevamente unaacalorada discusión cuando éstedescubrió la cruz y su mujer le comunicóel curioso hallazgo.

Amaury sostenía el arma en la manoabierta. Colomba miró en silencio la

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daga, luego levantó los ojos y lointerrogó con la mirada.

—La perdí en el terreno de la granjadonde nos atacaron aquella noche. Labusqué, pero por lo visto alguien laencontró. —Le lanzó una miradasignificativa, pero ella no reaccionó—.¿Qué puede significar esto, Colomba?

—Sigue en la ciudad.—Y sabe que vives en esta casa.

Tienes que irte de aquí.Ella reflexionó durante unos

instantes.—Eso es quizá lo que pretende.

Quiere que salga afuera. Sólo te ha vistoa ti, no está seguro de que también yo me

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halle aquí. Es mejor que me quede. Túestás aquí para protegerme, ¿no?

Amaury estuvo a punto de darle larazón, aunque sabía que seguramente nopodría quedarse por mucho tiempo. Elconde de Tolosa partiría a luchar encuanto Montfort atacara de nuevo. Enaquel momento, el guarnicionero entróde manera precipitada en la cocina.

—Vosotros os largáis, los dos, hoymismo, —dijo secamente.

—¿Por qué? No puedes echarla asícomo así.

—¡Ya has visto la cruz en mipostigo!

—Yo tampoco sé lo que significa.

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—Esa señal de Satanás no tienenada que ver conmigo. Va dirigida a ti.Los mercenarios no son de fiar. Aceptandinero de cualquiera. No quiero en micasa a tipos que colaboran con loscruzados.

—He luchado para el conde deTolosa y para el senescal de Agenais,—protestó Amaury indignado.

—¿Para quién más has luchado? Ami no me vengas con cuentos.

—Bueno, me voy, pero deja por lomenos que ella se quede.

—Fuera, los dos. Todos esosrefugiados no hacen más que traerproblemas. La ciudad está infestada de

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extranjeros que no tienen ni cincocéntimos. No son más que gorrones quese pasan el día mendigando.

—Colomba trabaja para ti. Sólo tepide un techo para cobijarse. Tiene todami soldada para gastar y luego paracuidar del niño. No molesta a nadie.

—Son tiempos difíciles. ¡A causa deesta maldita guerra el comercio se haquedado estancado!

—Las monturas siempre se vendenbien, precisamente ahora. No tienesnada de que quejarte.

—¿Y quién me dice a mí que ella noespía por orden tuya?

—¡¿Qué?!

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La idea era sencillamente ridícula.¡Como si hubiese algo que espiar encasa de un guarnicionero! Se habríaabalanzado sobre el hombre si Colombano lo hubiera detenido.

—No merezco una pelea. Venga,vámonos, —dijo tranquila.

—Ahora no, no pienso hacerlo.Primero tengo que saber adónde puedesir y si es seguro llevarte allí. Encualquier caso, tú te quedas aquí hastaque yo haya encontrado a Wigbold.

No dejó que le contradijera. Yluego, dirigiéndose al guarnicionero,dijo:

—Cuando vuelva, ella seguirá aquí

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tal como la he dejado, sin que le hayáistocado ni un pelo. De lo contrario,deberán cerrar tu negocio por defunción.Así ya no tendrás que preocuparte máspor esa cruz en el postigo.

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DE CAMINO

Febrero de 1212

Abandonaron Tolosa al atardecer.Salieron de su escondite justo antes deque cerraran la última puerta de laciudad, confiando en que así nadiepudiera seguirlos. A pesar de ello,Colomba no dejaba de mirar atrás.Cabalgaba a lomos de una mula entre losdos jinetes, mientras la silueta de laciudad se alejaba lentamente sobre elresplandor del sol poniente. ¿Se habíapercatado el otro de su huida o habían

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conseguido despistarlo?Wigbold finalmente había deshecho

el nudo gordiano, poniendo así fin a ladiscusión de si debían permanecer enTolosa o huir de la ciudad. Simplementehabía constatado que en aquellosmomentos, ninguno de los tres teníatrabajo y que, en vista de que no Podíanvivir del aire y que su profesión era laguerra, no les quedaba más remedio quebuscar un foco de conflicto. Por elcamino encontrarían alojamiento paraColomba, en algún pueblo que noestuviera amenazado y donde pudieratraer al mundo a su hijo con todatranquilidad. A Amaury no le

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entusiasmaba la idea de que, si bien laalejaba de un peligro, la acercaba aotro. Estaba convencido de que en laciudad se hallaban más seguros quefuera de ella y además temía que el viajeresultara demasiado agotador paraColomba y que provocara un partoprematuro. Sin embargo, dadas lascircunstancias, no parecía existir unasolución mejor y ella le aseguró que eracapaz de aguantar el viaje. Se sentíabien y estaba contenta de estar al airelibre, después de permanecer durantetanto tiempo encerrada en casa en laciudad superpoblada.

Puesto que no debían llamar la

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atención y por tanto no podían utilizarantorchas para iluminar el camino,cabalgaron mientras lo permitió elcrepúsculo. Después frenaron a suscaballerías y siguieron avanzando apaso de buey guiados por la luz de laluna. La noche era muy fría. Las nubesdesfilaban delante del astro plateadoimpelidas por el viento del noroeste.Más tarde otras más espesas ocultaronla luna, y ellos siguieron vagando comociegos por un mundo sin luz. Por últimoempezó a llover. Amaury se detuvo yjunto con Wigbold descargó las piezasde la tienda de campaña. Montaron elcampamento a tientas, debajo de unos

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árboles y matas. Después durmieronbajo la lona que se agitaba al viento,turnándose para hacer guardia. Noosaron encender una hoguera. Debía dehaber pasado ya la medianoche cuandoAmaury se despertó alarmado por unruido. Durante unos instantespermaneció tumbado escuchando si elruido se repetía, mas no oyó nada apartedel bramido del viento. Había dejado dellover. Se incorporó y salió de la tienda.El viento le golpeó en la cara y él cerróapresuradamente la lona detrás de sípara no despertar a Colomba. Laoscuridad era absoluta.

—Wigbold, —susurró. No hubo

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respuesta—. ¡Wigbold! ¿Dónde estás,demonios?

Las nubes se apartaron unosinstantes y una luna opaca iluminó porun momento el campamento. El frisón noestaba en el lugar donde lo había vistopor última vez, no había ni rastro de él.Eso era extraño. ¿Acaso había ocurridoen efecto algo raro y su compañerohabía ido a investigar? Buscó alrededordel campamento, mas no osó alejarse dela tienda de campaña. No quería perderde vista a Colomba ni un solo instante.El frisón seguía sin dar señales de vida,pero todo parecía seguro. La luna seocultó y el mundo volvió a sumirse en la

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oscuridad. A tientas encontró el caminode vuelta a la tienda y entró. También atientas buscó el lugar donde yacíaColomba y tocó la manta y el bulto de subarriga. Ella se movió y suspiró ensueños. Tranquilizado, fue a sentarse enla entrada de la tienda, agarrando laempuñadura de su espada.

Había estado sentado así durantebastante tiempo cuando lo despertó deun sobresalto un crujido que se acercabarápidamente. Entonces oyó también unospasos. Despacio, sin hacer ruido,desenfundó la espada. Moviósilenciosamente las piernas dobladaspara poder levantarse de un salto en

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cualquier momento y esperó, tenso depies a cabeza. El viento seguía agitandolos árboles y rasgaba las nubes. Amauryse quedó aterido. En el contraluz de laluna surgió una figura maciza,demasiado ancha para ser Wigbold, quese alzaba justo ante sus pies. Esgrimió elarma con ambas manos y lanzó unmandoble. El hierro chocó contra algode madera, seguramente un escudo. Elgolpe hizo temblar sus huesos.

—Maldita sea, —oyó decir aWigbold—, tú, asustadizo.

—¿Dónde estabas, hombre? —exclamó Amaury. Entonces vio que ladeformidad de la figura la había

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provocado una manta que el frisón sehabía echado sobre los hombros.

—¿Es que tengo que cagar junto a latienda?

—No, mejor no, —dijo Amaurysoltando una risita nerviosa.

Después del incidente, ninguno delos tres volvió a dormir, pues tambiénColomba se había desvelado. Comieronpan y desmontaron el campamento parapoder partir tan pronto comoamaneciera.

Había algo extraño en el sucesonocturno, aunque Amaury no conseguíadefinir qué era lo que le molestaba.Seguramente, se trataba del miedo que le

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había invadido cuando creyó que otro,que no era Wigbold, estaba en elcampamento. Intentó ahuyentar estospensamientos y concentrarse en elpresente. Querían llegar a la fortalezadonde se habían retirado las tropas delos condes de Tolosa y de Foix despuésde renunciar a los castillos de Tarn paradispersar al ejército de los cruzados ydesbaratar los planes de Montfort. Elcomandante se encontraba en aquellosmomentos en Albi, pero era de suponerque intentaría reconquistar también lospueblos que los occitanos le habíanarrebatado en otoño. Amaury debíaprocurar evitar los lugares donde

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acampaban las guarniciones de loscruzados, y al mismo tiempo elegir laruta más corta hacia su destino.

En cuanto se hubo cerciorado de queen el camino no había nada sospechosoy que nadie los seguía, partieron endirección noreste. Acababan de ponerseen camino cuando Amaury vio a lo lejosa un grupo de jinetes que se alejabanvisiblemente apresurados de un conjuntode edificios. Interrogó a Wigbold con lamirada, pero éste se limitó a encogersede hombros. Un campesino que pasabapor allí les dio la solución.

—Es Garidech, una encomienda delos caballeros hospitalarios.

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En cuanto el campesino se hubomarchado, Colomba asió las riendas deAmaury frenando a su caballo detrás deunos pinos, que los ocultaban de loshombres en la lejanía.

—Hemos de salir del camino. Asípueden seguirnos el rastro fácilmente.

—¿De qué tienes miedo?De pronto parecía muy inquieta y él

no lograba explicarse por qué, a no serque fuera por los sanjuanistas.

—No te preocupes por ellos, —ledijo a Colomba—, los sanjuanistas no sehan inmiscuido nunca en la lucha. Noestán a favor de los cruzados, nitampoco a favor nuestro.

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Hizo una señal a Wigbold. El frisónse apeó del caballo, avanzó hasta másallá del grupo de árboles, escudriñó enla lejanía, se encogió de hombros yvolvió lentamente hacia los caballos.

—¿Adónde van? —quiso saberAmaury.

—Tolosa.Eso pareció tranquilizar a Colomba.

A pesar de ello dijo:—Me sentiría más segura si

borrásemos nuestro rastro de una u otraforma.

—Eso prolongaría innecesariamenteel viaje.

—¿Qué es más importante?

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Amaury, que estaba tenso y cansado,empezó a ponerse de mal humor.

—¿Qué crees tú, Wigbold? —lepreguntó.

—Tonterías, —dijo el frisón—.Colomba se imagina cosas. Cuidado, delo contrario tú contagias.

Se santiguó. Amaury y Colombaintercambiaron una mirada.

—Vieja costumbre, —dijo Wigboldriendo y arrugando la nariz.

—De lo contrario, ella mecontagiará, —lo corrigió Amaurymalhumorado.

—Sí, tú, —dijo el frisón—. Unobasta.

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Se pusieron en marcha.—Cree que son figuraciones mías,

—susurró Colomba.—No se lo podemos tomar a mal, no

le hemos contado nada. No es asuntosuyo. Amaury deslizó pensativo losdedos por las crines de su caballo. Séinclinó hacia un lado y contempló elescudo que colgaba junto al animaldetrás de la montura. En la superficieque había hecho restaurar por completodespués de la batalla de Castelnaudarypodía apreciarse una abolladuraprovocada por un golpe de espada. Sevolvió hacia Wigbold que cabalgabadetrás de ellos y le preguntó:

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—¿Te llevas siempre un escudocuando te alejas para vaciar tusintestinos?

—¿Qué?—Cuando vas a cagar.En el rostro del frisón apareció una

expresión de absoluta inocencia.—¿Yo? ¿Anoche?—Sí, tú. ¿Por qué te llevaste un

escudo, y por qué el mío?—Yo contaminado también, —dijo

el gigante rubio sonriendo—. Todotonterías. Error en la oscuridad.

Amaury suspiró. Volvió grupas,regresó sobre sus pasos, los guió hastaun arroyo poco profundo y después a

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través de un viñedo hasta que llegaron auna senda que dejaba Garidech a laderecha y que conducía a un bosque.Llevaban tres días de viaje cuandoalcanzaron las colinas en la orilla nortedel Tarn, una zona atravesada porinnumerables riachuelos que habíanexcavado despeñaderos y barrancos,como trampas ocultas en los bosques. Siquerían llegar hasta las tropas queacampaban en Saint-Antonin, evitando ala vez las fortalezas ocupadas por loscruzados y los caminos principales, noles quedaba más remedio que seguir estaruta. Era un terreno ideal paraesconderse, pero también para ser

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atacado.Del cielo grisáceo empezaban a caer

los primeros copos de nieve cuandoWigbold regresó a galope tendido deuna expedición de reconocimiento.

—Cruzados, —fue todo lo que dijo yseñaló justo delante de ellos.

Amaury apartó enseguida la miradadel camino y guió a los demás río arribasiguiendo un arroyo hasta que llegaron aun lugar donde no podían ser vistosdesde el camino. La nieve caía ya engruesos copos.

—Mejor desmontar, —dijo Wigboldmientras se dejaba deslizar de lamontura. Amaury ayudó a Colomba a

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apearse de la mula. Al estar paradospodían oír mejor el ruido de los cascosque se acercaban. El sonido se detuvosúbitamente. Conteniendo la respiraciónescucharon el silencio sólo interrumpidopor el crujir de los copos de nieve alderretirse sobre sus ropas. ¿Acaso loscruzados habían encontrado su rastro?¿Se preguntaban tal vez si eran los deuna patrulla enemiga que les tendía unaemboscada? Oyeron que, no lejos deallí, un caballo resoplaba. Colomba sehizo un ovillo. Amaury se puso delantede ella para defenderla con su cuerpo siera preciso y desenfundó lenta ysilenciosamente la espada. Se oyeron

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voces de hombres y después el golpeteoatenuado por la nieve de los cascos delos caballos. ¿Se alejaban los jinetes oquerían precisamente ir a su encuentro através de los matorrales? Captó algunaspalabras y se extrañó de que no fueranen francés sino en lengua occitana. Miróa Wigbold. El frisón movía la muñecadescribiendo pequeños círculos con suporra. Su otra mano descansaba sobre elcuchillo que llevaba en el cinto.

No sabía de dónde habían venido,pero tenía la sensación de que eranatacados por todos lados. ¡Oh, Dios,ojalá Colomba consiguiera ponerse asalvo a tiempo! Con su enorme vientre,

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se movía cautelosa sobre la sendaescarpada entre las rocas, cada vez másarriba, en busca de un escondite.Amaury se dio la vuelta y esperó alenemigo blandiendo la espada,dispuesto a entablar un combate que yadaba por perdido de antemano. En aquelmomento vio con el rabillo del ojo queColomba había dejado de subir yavanzaba lentamente hacia el borde delprecipicio. Por un momento se quedó depie allí, con expresión serena. Nodelataba miedo, ni tampoco prisa, comosi no oyera el golpeteo de los cascos yel chocar de las armas que se acercaban.Como un pájaro que contempla la

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profundidad antes de lanzarse al vacíocon las alas extendidas, abrió los brazosy saltó con un pequeño impulso desdelas rocas. Acaso confiaba Amaury enque sólo caería su mitad material y quesu alma se desprendería, y se elevaría alcielo como una tenue mariposa de alasfinas como un velo de gasa. Pero sucuerpo se precipitó en el vacío comouna piedra. Amaury siguió la caída llenode espanto y con una extraña sensaciónen el estómago. Primero, un brazogolpeó contra una roca que sobresalía ycrujió como una rama seca, después sucabeza chocó contra la pared de lamontaña. No emitió sonido alguno. Sólo

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se oyó un golpe apagado cuando sucuerpo dio contra el suelo. Amaury mirópor encima del borde y escudriñó elabismo. Exhaló un sollozo ahogado.

—Aún se mueve, —dijo con vozronca y después gritando—: ¡Dios! ¡Aúnse mueve! Presa del pánico, buscó unlugar desde el cual descender hacia elbarranco para liberarla de susufrimiento. Era imposible. La pared deroca vertical desaparecía en laprofundidad sin ofrecer asidero alguno.Impulsado por la desesperación, quisosaltar tras ella, pero unos brazos queeran más fuertes que los suyos loretuvieron. Wigbold lanzó una mirada

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indiferente por encima del borde de lasrocas.

—Convulsiones, —dijoencogiéndose de hombros.

—¡Pero aún vive! —Se soltó, perdióel equilibrio y cayó.

—¡Amaury… Amaury!Su espíritu pugnaba por abrirse paso

hacia la conciencia. La cabellera rubiade Wigbold ondeaba sobre él. Intentóincorporarse, pero sintió un estallido dedolor en la cabeza y se dejó caergimiendo.

—Colomba no está, —oyó que decíaWigbold.

—¿No está?

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El mundo empezó a iluminarse. Vioal frisón de pie junto a él, lo mirabadesde lo alto y parecía aún másgigantesco. Su figura estaba rodeada poruna infinidad gris de la que caían coposblancos que sobre su cara se convertíanen gotas húmedas.

—¿Cómo que no está? ¿Y el niño?—¿Qué niño?A pesar del dolor en su cabeza,

consiguió incorporarse, apartó aWigbold y miró alrededor aletargado.No había ni rastro del precipicio en elcual había visto desaparecer a Colomba.Sólo un arroyo de aguas vivas en unpequeño barranco, que se abría paso

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entre piedras y cantos rodados cubiertospor una capa cada vez más gruesa denieve. Buscó aterrorizado en derredor.

—¿Dónde está? —gritó.—Se fue con aquéllos.—¿Se la han llevado? ¿Quiénes?—Hombres negros, —dijo Wigbold.—¡¿Qué?! ¿Sarracenos?—No, sólo las ropas negras.Entonces vio que también Wigbold

se llevaba la mano a la cabeza con gestodolorido. De su frente y de su nariz salíaun hilo de sangre que se limpió con lamano. Amaury empezó a recordarlentamente lo que había sucedido.Colomba no había saltado. Ni siquiera

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había visto acercarse al enemigo; ni éltampoco, por cierto. El único que habíavisto algo era Wigbold, y éste sólorecordaba los mantos negros. ¿Habíansido los Buenos Cristianos? Pero ellosno golpearían nunca a nadie. Cualquierapodía haberse disfrazado con un mantonegro. El pavor se apoderó de él.

—Me dijiste que eran cruzados.Pero hablaban occitano. ¿Eran en efectocruzados?

Wigbold se encogió de hombros.—Tú los has visto, ¡sabrás lo que

has visto!, ¿no? —gritó con vozquebrada. El frisón señaló su coronilla,hizo un gesto con el que quería indicar

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que le habían golpeado por sorpresa pordetrás y volvió a encogerse de hombros.Amaury empezó a buscar. Había huellaspor todos lados, las suyas, las deColomba y las de los caballos y la mula,pero la mayoría era de Wigbold, y luegoestaba el lugar oscuro en la nieve dondeél mismo había yacido. No se podía vermucho más. El frisón había pisoteadocasi todo el suelo con sus grandes botasy por ello era imposible comprobar sitambién había huellas de extraños yhacia dónde se dirigían.

—Yo busco también, —le comunicóWigbold—. Nada.

A pesar de ello, Amaury retrocedió

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siguiendo el rastro que habían dejado.En efecto, Wigbold también habíallegado hasta allí. Por lo visto, al igualque él había regresado hacia el puntodonde se habían desviado. Al llegar allíencontró huellas de herraduras en lanieve, demasiadas para ser las de suscaballos. Las siguió un trecho, peropronto tuvo que abandonar debido alterrible dolor de cabeza y también por lanieve, que caía sin cesar y borraba todoslos rastros. Cayó de rodillas emitiendoun grito de desesperación. Habíanraptado a Colomba Se la habían llevado.

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SAINT-MARCEL

Marzo de 1212

Sin ella, el mundo estaba vacío y todocarecía de sentido. De golpe, le habíanarrebatado lo que más quería y con ellaal niño no nacido que él habíaengendrado. Le desesperaba no saber loque le había pasado o dónde seencontraba y con quién. Era como si unarata le devorara lentamente las entrañas.Quizá habría sido más fácil si hubierasabido que estaba muerta.

Por su cabeza desfilaron todos los

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posibles culpables. Si eran los BuenosCristianos, por lo menos estaría a salvodurante un tiempo. Seguramenterecibiría de nuevo el consolamentumdespués de nacer el niño y sería acogidaen una de sus casas. Pero ¿qué sucederíacon el niño? ¿Adónde se la habíanllevado, dónde debía buscarla él en todaOccitania? Además, si volvía a llevaruna túnica negra no estaría segura enningún sitio, tarde o temprano loscruzados tomarían el pueblo donde seescondiera y la llevarían a la hoguera.Sin embargo, su sentido común le decíaque no habían podido ser los BuenosCristianos, muy a pesar de los mantos

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negros de Wigbold. A fin de cuentas, losBuenos Cristianos no recurrían nunca ala violencia. Se la habían llevado loscruzados o acaso habían sido losmercenarios, pues también el enemigorecurría a los servicios de estosasesinos profesionales. Sabíaexactamente lo que les pasaba a lasmujeres que caían en sus manos.Violaban incluso a las embarazadas paraluego asesinarlas o abandonarlas comoun trasto viejo. El hecho de que hubieraoído hablar en occitano no significabanada. Muchos señores del sur luchabanen las filas de los cruzados, después dehaberse sometido a Montfort y haberle

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rendido tributo. Desertores como PedroMir. Por otra parte, tampoco cabíaesperar nada bueno de los faidits. Amenudo saciaban sus deseos devenganza contra el invasor cometiendomonstruosas crueldades. Amaury seestremeció.

¿Y si los mantos negros queWigbold parecía haber visto eran lassotanas de clérigos que se habíanllevado a Colomba a un convento?Colomba, una monja…: la idea era tanridícula que la desechó por inverosímil.Sin embargo, algunas Bonnes Dames deFanjeaux se habían dejado convertir porel monje español Domingo y habían

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entrado en su convento de Prouille.¿Quién era el desconocido que los

había seguido a escondidas paraatacarlos, golpearlos y raptar aColomba? ¿Tenía algo que ver conaquella noche, cuando Wigbold fue ahacer sus necesidades y él oyó un ruidoque le hizo recelar? Y luego estaba lahistoria de la daga entre los postigos delguarnicionero de Tolosa. Una cuestiónfamiliar, le había dicho Colomba. ¿Setrataba de su padre, de un hermano o untío que quería recuperarla por algunarazón? ¿Acaso habían escapado de estemisterioso pariente para caer en manosde los cruzados o alguien los había

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seguido desde Tolosa, a pesar de todassus precauciones?

No conseguía responder a todas suspreguntas. El mundo se había cubiertocon un manto de nieve pura y virgen queborraba todas las huellas y que apagabatodos los ruidos.

En compañía de Wigbold recorriódurante días los alrededores en busca deColomba o sus secuestradores, hasta queel frisón dijo:

—Tú, regresa. El dinero se acaba.Nosotros, luchamos por dinero nuevo.

No había otra alternativa. Ambos sehabían quedado sin un céntimo y apenastenían víveres para subsistir unos

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cuantos días más. Wigbold esperabaimpaciente que los cruzados reanudaranla lucha y estaba de suerte. A finales defebrero, Simón de Montfort, siguiendo elconsejo del cisterciense ArnaudAmaury, que continuaba siendo elcomandante en jefe del ejército de loscruzados, decidió conquistar la fortalezade Saint-Marcel. El conde de Tolosareaccionó como si le hubiera picado unavíbora. Montfort acababa de instalar sustiendas delante de las murallas de Saint-Marcel cuando Raimundo marchó haciael norte acompañado por el conde deFoix. Una vez llegados a la fortalezasitiada, pudieron entrar sin problemas en

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el castillo, pues Montfort no teníasuficientes hombres para aislarla porcompleto del mundo exterior.

Wigbold parecía oler que habíanvuelto a declararse las hostilidades. Ensu deficiente occitano dejó claro que seiba hacia Saint-Marcel. El jovencaballero apenas reaccionó, perocabalgó apático detrás del frisón.

Igual que había sucedido durante elasedio de Tolosa, las tropas occitanaseran mucho más nutridas, lo cual lespermitía atacar con regularidad elcampamento enemigo para sembrar elcaos y desanimar a los sitiadores.Además, a diario se enviaban patrullas

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para vigilar los alrededores einterceptar los convoyes procedentes deAlbi, que suministraban alimentos ymaterial a los cruzados. Pronto, losoccitanos dominaron todos los caminosy los cruzados se vieron forzados aretirar soldados del asedio para queacompañaran a los convoyes a fin deque éstos pudieran alcanzar sinproblemas el campamento militar.

Amaury participaba maquinalmenteen las acciones bélicas, que para élconsistían en una rutina diaria en la queapenas era necesario utilizar la razón.Cuando no salían a atacar, encabezabauna pequeña patrulla para saquear los

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alrededores. Por lo general, solíanencontrarse tan sólo con campesinos ypastores, algunos peregrinos o másicosambulantes que divertían unos cuantosdías a los soldados, para luego seguir sucamino y difundir las noticias de lasacciones bélicas. Cuando se hallaba enSaint-Marcel, permanecía en elcampamento que los occitanos habíanlevantado fuera de las murallas delcastillo, justo delante del cuartel de loscruzados donde, junto al estandarte rojocon el león dorado de Simón y Guy deMontfort, ondeaban los colores dePoissy. Tenía que encargarse en personade cuidar de su caballo y sus armas, una

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tarea que normalmente correspondía aun escudero o un palafrenero. A fin decuentas ya no era más que un mercenarioa caballo que sólo tenía autoridad sobrelos diez peones, también mercenarios,que formaban su unidad. Él los guiabahasta el enemigo, y en cuanto entrabanen el campo de batalla, se abalanzabancomo una jauría de perros salvajessobre sus contrincantes, matando yrobando hasta saciarse.

Así prosiguió el asedio de Saint-Marcel sin que sucediera nadaimportante. Lo único que se logró fueque los cruzados se sintieran cada vezmás frustrados debido a que sus

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transportes de alimentos caían en lasemboscadas de los occitanos. Sólo eracuestión de ganar tiempo y esperar a quela carestía de los sitiadores fuera tanacuciante que tuvieran que abandonar lalucha. Con este propósito salía Amauryuna y otra vez, acompañado porWigbold y seguido por un puñado dejinetes y peones. Su compañía parecíauna horda de caballeros bandidos,aunque sus soldados no merecían ensentido alguno el título de caballeros.No creían ni en Dios ni en el diablo, yno se sentían vinculados a promesa nideber alguno, a diferencia de lasunidades disciplinadas de Montfort, que

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eran capaces de ir al mismísimo infiernopor su comandante y que formaban unaverdadera unidad. En la batalla deCastelnaudary había quedadodemostrado que un ejército sindisciplina militar no podía actuar conenergía, y que a pesar de su mayoríanumérica perdería ante un ejércitodisciplinado. Sin embargo, de momentoy a pesar de esta regla del arte de laguerra, el caos organizado de Occitaniallevaba las de ganar.

Gradualmente, la apatía de Amauryse fue transformando en un odio intensohacia los cruzados, y las escaramuzas seconvirtieron en una grata distracción a la

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que se entregaba de todo corazón.Espoleado por la idea de que susantiguos camaradas eran seguramenteculpables de la desaparición deColomba, consideraba cada golpe quepodía asestarles como un acto derevancha personal. Cuando no tenía quecombatir, permanecía sombrío, con lamirada perdida intentando no pensar enlo que le había ocurrido a Colomba,pues de lo contrario temía volverse locode desesperación. En ese sentido,Wigbold le servía de bien poco. Nisiquiera comprendía por qué sepreocupaba tanto por una mujer. Segúnel frisón, aún quedaban muchas y él

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aprovechaba ávidamente estacircunstancia. De dónde sacaba eldinero para pagar los servicios de lasprostitutas era un misterio en el queAmaury prefería no profundizar. Enlugar de ello, le atormentaba elsentimiento de culpa. No tendría quehaber hecho caso a Wigbold. Tendríaque haberse quedado con Colomba enTolosa, donde habría podido protegerlamejor. Ahora quizá estuviera muerta, ycon ella el hijo que llevaba dentro, sinhaber recibido el consolamentum y porello la había condenado a otra vida eneste mundo miserable lleno de guerras yde violencia. Esa idea era insoportable.

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Llevaban unas tres semanasapostados delante de Saint-Marcelcuando una noche Wigbold entróborracho perdido en la tienda decampaña, tropezó con su catre y a puntoestuvo de salir por el otro ladoatravesando el toldo de la tienda.Amaury, quien como de costumbreestaba ensimismado en sus pensamientosy todavía no había dormido, tuvo justoel tiempo de agacharse, pues de locontrario el frisón lo habría aplastado.El coloso fue a parar contra lasarmaduras y allí se quedó tumbado ydurmiendo la mona. El joven caballerose levantó irritado, alejó a su camarada

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del valioso equipo arrastrándolo por lostobillos hasta sacarlo de la tienda yvació un cuenco de agua de lluviaencima de él. Wigbold sacudió lacabeza, batiendo la mandíbula y lasmejillas como un perro empapado. Miróa Amaury con ojos vidriosos y empezó amaldecir. Se incorporó tambaleante ycon los puños cerrados se acercó alotro, que lo volvió a derrumbarpropinándole una patada contra eltobillo.

—Borracho estúpido, —le lanzóAmaury—, ya lucharemos mañana.

Wigbold se sentó de cuclillas,murmuró algo incomprensible y

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devolvió parte del vino que loemborrachaba. Eso pareció despejarloun poco, pero no calmó sucombatividad. Con un ataque inesperadoagarró las piernas de su compañero y loderribó. Los dos hombres rodaron por elsuelo sin dejar de luchar, Wigboldsacudiendo sus manazas con violencia yAmaury buscando lugares vulnerablesdonde poder alcanzar al gigante.Finalmente consiguió agarrarlo por unbrazo, que retorció hábilmenteobligando a Wigbold a tumbarse bocaabajo sin poder moverse so pena dedislocarse el hombro.

El caballero se sentó jadeando

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encima de él, mientras el frisón jurabacomo un carretero.

—Y ahora me vas a contar lo querealmente sucedió con Colomba, —ladró Amaury.

—¿Qué?—De dónde sacas de repente el

dinero para pagar a las putas y beberhasta estar borracho como una cuba.

—Yo gano con dados, —declaró elfrisón con lengua de trapo.

—Tonterías. Nadie quiere jugarcontigo a los dados. Si ganas amenazasal que no quiera seguir jugando y sifinalmente pierdes te lías a puñetazos.Tus partidas acaban siempre en jaleo.

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Con su mano libre agarró la bolsa deWigbold y la sacudió para vaciarla.Unas monedas de oro cayeron al suelo.Su sorpresa fue mayor que su cólera.

—¿De dónde has sacado todo estedinero? —le preguntó.

—Los dados, —repitió Wigbold.Amaury suspiró. Quizá fuera cierto

lo que decía el frisón y tal vez habíaencontrado nuevas víctimas en elcampamento para practicar su juegofavorito. Quizá había tenido suerte unascuantas veces. Todo era posible. Ladesaparición de Colomba lo habíadesesperado tanto que incluso empezabaa sospechar de su compañero de armas.

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Soltó el brazo de Wigbold. Elmercenario se incorporó al tiempo quese restregaba el hombro poniendo carade dolor.

—Cabrón, —gruñó.—En eso me habéis convertido.

Conozco todos vuestros trucos.Procura estar despejado. Saldremos

antes del amanecer.El frisón empezó a recoger con mano

temblorosa las piezas de oro y lasdeslizó una a una en la bolsa. La mitadvolvió a caer al suelo, por lo cual tuvoque recogerlas de nuevo. Amaury notenía ganas de ayudarle. Regresó a latienda, se sentó en su catre, se cubrió

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con la manta y miró sombrío al frente.Fuera oyó a Wigbold murmurar ymaldecir en su propio idiomaincomprensible. Por lo visto se hallabacontando las monedas, pero estaba tanborracho que las cuentas no lecuadraban. Por un momento, Amauryconsideró la posibilidad de levantarse einvestigar con quién había estadojugando su compañero. Lo detuvo elhecho de que hubiera más de quinientoscaballeros con sus soldadosestacionados en el campamentooccitano. Era imposible, y además quizáno quisieran admitir que habían jugado.¿Acaso jugar a los dados no era

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considerado un juego demoníacotambién en el sur? En cualquier caso, noentre los mercenarios.

Se tumbó en el catre. ¿Eranimaginaciones suyas o sus sospechasestaban fundadas y Wigbold habíatraicionado a Colomba por dinero, y lahabía entregado al hombre de Tolosa o alos cruzados? Intentó reconstruirmentalmente cómo podía haber sucedidotodo, pero casi enseguida se dio porvencido. La respuesta a esa pregunta nolo acercaría más a ella. Una asfixiantesensación de impotencia se apoderó deAmaury. Lo único que le quedaba era laimagen de Colomba en su recuerdo, su

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fino rostro rodeado del pelo castañocomo las avellanas, los rasgos delicadosque ahora recordaba como si la tuvieradelante. Su esbelta figura, el sonido desu voz. Lloró. Wigbold entró a rastras enla tienda y se desplomó sobre el catre.¿Quién era el frisón: un amigo o unenemigo? Unos instantes más tarde yaroncaba. Amaury siguió mirandofijamente el vacío negro que teníaencima de su cabeza hasta que tocarondiana.

El convoy avanzaba lentamente porel camino que llevaba de Albi a Saint-Marcel. En la fría mañana de invierno,los lomos sudorosos de los bueyes

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humeaban, sus aparejos crujían y losejes de las ruedas chirriaban. Unaescolta de caballeros armados hasta losdientes acompañaba a los carreteros,que no cesaban de vigilar nerviosos lascolinas circundantes. Amaury estabatumbado boca abajo en un saliente,escondido detrás de unos matorrales, ydesde allí oteaba la lejanía.

—Veinte hombres, —murmuró.Wigbold, que había ocultado su

cabellera rubia debajo de un gorro decuero, se puso en cuclillas junto a él yasintió satisfecho.

Una sonrisa se deslizó por su toscorostro. Hoy estaban de suerte. Tenían

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doce jinetes y diez soldados de a pie, yademás podían atacarlos por sorpresa.

—Nosotros nos encargamos, —anunció Wigbold disponiéndose alevantarse, sin dejar de mirar unapendiente larga y suave por la cual, conla ventaja de la diferencia de altura,podían abalanzarse sobre el enemigo.Amaury lo retuvo.

—Ese lugar ha sido utilizado otrasveces. Allí nos esperan.

Señaló a la izquierda donde el anchovalle se estrechaba y el caminoserpenteaba siguiendo el curso de unarroyo. La senda era muy angosta yestaba llena de fango, y en algunos

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lugares había charcos profundos.—Allí no tendrán más remedio que

avanzar uno detrás de otro, —observóAmaury.

Señaló un árbol desarraigado quehabía caído de la ladera y que ahora seapoyaba contra otros árbolesmanteniendo un equilibrio inestable.

—Haremos caer este árbol sobre elcamino y así dividiremos el convoy endos. Nuestros arqueros están escondidosen la ladera, desde donde puedenapuntar bien. Si nos cubren con susflechas, nosotros podremos atacar, yo alos jinetes de la vanguardia y tú loscarros y la retaguardia.

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—¿Por qué muchas molestias? —objetó Wigbold.

—No quiero sufrir pérdidasinnecesarias.

En efecto, tuvieron que trabajar duropara tenerlo todo listo a tiempo.Finalmente, el árbol se derrumbó en elmomento preciso y fue a parar justodelante del primer carro de bueyes. Losanimales se quedaron petrificados. Loscaballos en la vanguardia querían huirdespavoridos. Sus jinetes se afanabanpor dominarlos y no hundirse en el barrocuando fueron sorprendidos por unalluvia de flechas.

Antes de que comprendieran lo que

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pasaba, Amaury y sus jinetes se habíanabalanzado sobre ellos, mientrasWigbold y sus hombres se concentrabanen la retaguardia y sobre todo en lasprovisiones. A continuación sedesencadenó una breve e intensa lucha,que pronto se resolvió sin que entre losmercenarios hubiera muchos heridos.

Por el contrario, los cruzados habíansufrido fuertes pérdidas. Unos cuantoshabían conseguido escapar de la luchasalvos y sanos, y habían puesto tierrapor medio; tres habían muerto y cincoheridos buscaban refugio dando traspiés.Unos pocos fueron hechos prisioneros.No había ni rastro de los carreteros.

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Amaury se quitó el yelmo y dio la ordena los peones de conducir los carros y losbueyes hacia Saint-Marcel. Pero aún nopodían irse. Los mercenarios registrabanel cargamento y lanzaban todo lo que nofuera de su agrado.

La harina y las alubias, una parteimportante de los víveres para loshombres de Montfort, pero para losmercenarios un lastre inútil, se ibanmezclando con el barro. Acto seguido,todos quisieron probar el vino queencontraron. Sobre todo Wigbold diobuena cuenta del preciado líquido. Porúltimo apartaron el árbol a rastras y elgrupo se dispuso a emprender el camino

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de vuelta. Los prisioneros avanzabancon las manos atadas a la espalda,detrás del carro al que los habíansujetado con una cuerda.

El viaje de vuelta a Saint-Marcel eralento y monótono. Normalmente eraWigbold quien se quedaba dormidodurante el camino de vuelta, pero enaquella ocasión, Amaury, agotado por lafalta crónica de sueño, apenas conseguíamantener los ojos abiertos. Sucansancio, el paso regular de su caballoy el brillo tímido del sol de invierno quefinalmente había salido de detrás de lasnubes eran más fuertes que su voluntadde resistirse. Las riendas se deslizaron

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entre sus manos, el caballo alargó elcuello y siguió dócilmente al corcelnegro de Wigbold.

Se despertó de un sobresalto.Sacudió la cabeza y miró alrededor.

Wigbold seguía cabalgando a pocospasos, delante de él, pero algo nocuadraba. No oía el crujir y chirriar delos carros de bueyes.

Como si le hubiera picado unaavispa, se volvió en su montura. Leseguían dos mercenarios a caballo, perono había ni rastro de los demás. Por lovisto habían abandonado el camino yavanzaban por una senda estrecha que noera adecuada para los carros.

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—¡Eh, frisón! ¿Dónde está el botín?—gritó.

Wigbold se volvió y sonrió sin darrespuesta. Amaury cogió las riendasindignado y espoleó a su caballo hastaponerse a la altura del frisón.

—¿Dónde están los carros? Elconvoy pertenece al conde de Tolosa y anadie más. Él es quien paga nuestrasoldada, ¿no es cierto?

—Vosotros ya habéis robado ydespilfarrado bastante. ¡Harina, alubias,alimentos muy valiosos, por lo que otrostendrán que padecer hambre! —A cadapalabra se iba enfureciendo más.

—Eso lo decido yo, —dijo

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Wigbold, golpeándose el pecho con elíndice.

El mensaje era claro.—No eres más que un vulgar

bandido, un ladronzuelo. ¡Puedes irte alinfierno con tu chusma! —gritó Amaury.El otro ni siquiera reaccionó—. Deacuerdo, ¿dónde está entonces mi parte?Dame lo que me corresponde.

Wigbold seguía sonriendo. Con lamano derecha hacía oscilar lentamentela porra. Por un momento, Amaury sesintió atraído por el ágil movimiento. Desúbito algo le pasó por la cabeza. Esaporra había sido lo último que habíavisto y lo único que podía recordar del

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momento justo antes de la desapariciónde Colomba. Después, su cabeza habíaestallado.

—¡Rata asquerosa! —siseó.Su mano asió la empuñadura de su

espada, pero sabía que no tenía ningunaposibilidad contra el gigante y sus doscompinches. Tiró de las riendas yhundió las espuelas en los costados delcaballo.

—Ya encontraré los carros, —dijosin perder los estribos, y se dispuso agalopar pasando de largo de los dosmercenarios en la dirección por la quehabían venido.

No llegó muy lejos. Los mercenarios

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bloquearon el camino con sus caballosimpidiéndole pasar. Amaury desenfundóla espada.

—¡Eh, Poissy! —oyó de repente a suespalda.

Volvió de golpe la cabeza,reaccionando automáticamente al oír elnombre por el que hacía tiempo que nolo llamaban. En aquel mismo momento,los dos mercenarios lo agarraron y loobligaron a apearse del caballo. Intentóen vano quitárselos de encima, al tiempoque daba violentas patadas a sualrededor. Los mercenarios maldecían yuno de ellos lanzó un grito de dolor,pero no lo hirieron.

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Después de una breve escaramuzaconsiguieron atarle las manos a laespalda y llevarlo a rastras hastaWigbold, que miraba divertido desde sucaballo.

—Poissy, —repitió con una sonrisasatisfecha—, tú, sano y salvo vales más.

Sacó un trapo de la alforja, lo sujetóa la lanza que luego alzó. Era elestandarte que había visto ondear,delante de Tolosa, sobre la tienda decampaña de su hermano. Amaury miróhorrorizado el escudo de su familia queflameaba al viento encima de suscabezas.

Después le obligaron mal que bien a

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subir al caballo y a seguirlos hasta quealcanzaron una elevación desde dondepodían divisar el campamento de loscruzados. Permanecieron allí muchotiempo con el estandarte alzado hastaque un pequeño grupo de jinetes seseparó del campamento enemigo.

—Esperar aquí, —ordenó Wigbold.Amaury se quedó atrás con los dos

mercenarios. Vio cómo el frisón,montado en su corcel negro, salía alencuentro de los jinetes. Negociarondurante unos instantes y luego Wigboldregresó acompañado de tres de ellos. Sedetuvieron a cierta distancia delprisionero. Por lo visto, ninguno se fiaba

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de los demás. El primer cruzado, conyelmo y envuelto de pies a cabeza enuna cota de malla, miró durante un buenrato hacia arriba y luego hizo una señala Amaury. En ese mismo momento vioque Wigbold extendía la mano y recibíaalgo que abría y estudiaba atentamente,después hizo una seña a sus compinches.El mercenario que había sujetado todoel rato las riendas del prisionero golpeólas grupas de su caballo, tras lo cual elanimal inició el descenso por lapendiente a trote ligero. En aquel mismomomento, Wigbold se separó de loscruzados, sabiendo que lo cubría el otromercenario que mantenía un arco listo

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para disparar. La flecha apuntaba a laespalda de Amaury. También uno de lostres cruzados tenía tensado el arco y conla flecha apuntaba al frisón. Por unmomento, Amaury consideró laposibilidad de apartar del camino alcaballo, al que podía manejar con sumafacilidad con los pies, y así huir. Perosabía que era inútil. La rienda suelta seenredaría en los matorrales y lealcanzarían en un santiamén. Siguiócabalgando con la cabeza erguida,mirando fijamente al frente.

—¿Quién ha sido más rentable,Colomba o yo? —preguntó amargamentecuando se cruzó con el frisón sin

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mirarlo.—Tú, —contestó riendo el

mercenario.—Las recompensas de los traidores

están malditas.Vio con el rabillo del ojo que el otro

se santiguaba. Después, el mercenarioespoleó a su caballo y más tarde oyóque los tres se alejaban a galope.Mientras tanto había llegado hasta loscruzados y vio que Roberto y Simón sehabían quitado el yelmo. No decíannada, sus miradas furiosas eran muyelocuentes. Amaury los acompañó alcampamento de los cruzados, en silencioy sin pestañear.

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Dos días más tarde, Simón deMontfort levantó el asedio de Saint-Marcel, acuciado por la falta de víveres.Lo último que hizo fue celebrar la misaen su tienda de campaña, soportando lasburlas y el griterío de los soldadosapostados en las murallas de lafortaleza. Después marchó con suejército de vuelta a Albi. Los Poissytrasladaron a su prisionero a Lavaur,donde lo encerraron en un calabozo.

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LAVAUR

Enero de 1213

La celda en la que estaba encerrado eraseca y estaba bastante limpia. Había unaabertura en la pared exterior a través dela cual podía ver una franja de cielo.Tenía un colchón de paja y dos mantasaunque no hacía mucho frío, salvocuando el viento golpeaba contra la finahendidura. En un rincón contra la paredexterior había un hueco en el piso dondepodía hacer sus necesidades. A horasfijas le pasaban comida y bebida a

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través de un postigo de la puerta y,aunque un grillete alrededor del tobilloy una cadena lo sujetaban al suelo, teníasuficiente libertad de movimientos. Ensi, su situación no era tan lastimosa.

No era el castigo físico ni la falta delibertad lo que más hacía sufrir aAmaury. A veces incluso deseabahallarse en circunstancias máslamentables y estar tan debilitado yenfermo que su sufrimiento llegarapronto a su fin. Lo que convertía su vidaen un infierno eran sus propiospensamientos, dominados casi porcompleto por Colomba.

¿Qué le había ofrecido él aparte del

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niño que había engendrado en su seno yque ella ni siquiera había deseado?Cuando recordaba los dos años quehabía pasado con Colomba, se dabacuenta de que siempre habían estado endesacuerdo por una u otra razón. Casisiempre por su fe. Incluso después deque él aceptara la convenenza, elVerdadero Cristianismo seguíainterponiéndose entre ellos como unabarrera insuperable. Él tenía la culpa. Élhabía entablado la lucha contra el ángelque le impedía llegar hasta el corazónde Colomba, el ángel que casi habíaestado dispuesto a retirarse a la patriacelestial. Aparentemente había ganado

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la batalla; a fin de cuentas ella habíaregresado a este mundo y se habíaentregado a él. ¿Cómo podía Amaury,con todas sus falsas seguridades, habersido tan egoísta y exigir que fuera sólosuya? Ella nunca le había pertenecidodel todo, así como tampoco él habíaabrazado completamente el VerdaderoCristianismo. Se había quedadoatascado en algún lugar, entre elsacrificio que deseaban los BuenosCristianos para alcanzar la libertad finaly el yugo del pecado original de laIglesia romana, que mantenía la amenazadel infierno y la condenación eterna,como una espada encima de las cabezas

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de los hombres. Él había tenido la culpade todo lo sucedido y la inseguridadsobre el destino de Colomba alimentabael remordimiento que lo consumía.

De bien poco le servía empezar acomprender lentamente cómo habíasucedido todo. Sólo ahora caía en lacuenta de que Wigbold tenía que habersabido desde el principio quién era yquién lo buscaba. Su encuentro enTolosa y el intento de Wigbold dereclutarlo para la horda de mercenariosd e D’Alfaro había sido un planpremeditado. Seguramente lo habríapodido entregar mucho antes a loscruzados, pero lo más probable es que

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no lo hubiera hecho porque habíadescubierto que también Colomba erauna fugitiva a la que podía traicionar pormucho dinero. Comprendió que la dagahabía sido clavada en el postigo delguarnicionero a instigación de Wigboldpara asustarlos y obligar a Colomba aabandonar la casa y emprender la huida.Ello la convertía en una presa más fácilde atrapar.

Pero ¿una presa de quién? Esa erauna pregunta a la que todavía noconseguía contestar.

Mientras estas especulacionesseguían dando vueltas en su cabeza,también tenía a Roberto y Simón para

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recordarle su traición.Por lo visto, habían establecido su

base en Lavaur, pues cuando norealizaban una expedición militar conMontfort, la cabeza de Simón seasomaba con regularidad por el postigo.Le echaba miradas llenas de odio y lesoltaba todo tipo de maldicionesrelacionadas principalmente con elhecho de que Montfort no hubieraconcedido ningún feudo a los Poissy enel territorio conquistado debido a que unpariente suyo se había pasado alenemigo. Bouchard de Marly había sidotestigo de ello y quién sabía si tambiénPedro Mir, que ahora militaba en sus

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filas, le había contado algo a Montfort.Por su parte, Roberto se limitaba a

entrar de tarde en tarde en la celda,mirarlo con el semblante triste, paraluego volver a salir sin haber dicho unapalabra. Eso lo afectaba más que lasarta de insultos de su primo, y él notenía valor para abrir la boca. Por lodemás, el contacto que tenía con elmundo exterior se reducía al criado quetodos los días le traía la comida.

Pasado un tiempo, Simón empezó afanfarronear sobre las conquistas de loscruzados y a explayarse sobre laviolencia con la que asustaban yreprimían a los herejes y a sus

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protectores. Aunque era evidente queSimón pretendía herir al prisioneroinformándole extensamente sobre lasdesgracias de las personas con las quesimpatizaba, ello le permitía seguir encierta medida el avance de la guerra.Empezó a señalar los días en unaespecie de calendario en la pared de sucelda y, dado que no dominaba el artede la escritura, fue añadiendo signos querepresentaban las conquistas, lasdestrucciones, las matanzas y lossaqueos de los cruzados. La triste listaabarcaba ya más de ocho meses cuandoSimón, después de haber estado ausentedurante un largo periodo de tiempo,

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volvió a entrar en la celda.—Ya sólo es cuestión de tiempo, —

le aseguró con evidente regodeo—.Tolosa está completamente aislada.Hemos conquistado a todos los vasallosde los alrededores.

Durante dos meses habían asoladolos contornos hasta los límites de laciudad donde todo el mundo habíabuscado cobijo, desde refugiadosprocedentes del territorio ocupado,campesinos con todo el ganado quepudieron salvar, hasta faidits con sussoldados y mercenarios. Tolosa estaballena a rebosar de gente y por lo prontotambién de víveres, pero no tenía

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ninguna salida. La ciudad estaba listapara la matanza, como un cerdo cebado.

—¿Y el conde Raimundo? —preguntó Amaury cautelosamente.

—Ése ha tramado algo con el reyPedro de Aragón. ¡Esos españoles noson de fiar! Los dos han hecho creer alpapa que la Cruzada ya ha logrado suobjetivo. Ese vil español nunca haquerido emprender nada contra losherejes. Ahora el santo padre nos haordenado firmar la paz, ¡como si esto noestuviera infestado de herejes y de sussecuaces! El reverendo abad ArnaudAmaury se encargará sin duda deimpedirlo. ¡Ja!

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El prisionero no hizo ningúncomentario. Si Tolosa estaba realmenteamenazada, era muy posible que el reyPedro se viera impulsado a enviar a suenorme ejército, con el que acababa deaplastar a los sarracenos, al otro lado delos Pirineos. Lo podía hacer basándoseen los vínculos familiares que lo unían ala casa de Tolosa y la alianza que habíaentablado con el conde de Foix. Esocambiaría considerablemente lasituación. Si además el papa conseguíadetener la Cruzada…

—Es cuestión de tiempo, —repitióSimón, visiblemente destemplado—.Montfort ha dictado nuevas leyes para

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esa tierra dejada de la mano de Dios.¡Leyes francesas! Ahora al menospodremos controlar a esa gentuza a laque aquí llaman nobleza. Ya no tendránvoz ni voto, ya no podrán hacer la guerray ni siquiera podrán llevar armas, y susmujeres sólo podrán casarse con noblesfranceses. De este modo lossometeremos. Esas bestias de Labanacabarán extinguiéndose. Por no hablarde los herejes y sus seguidores. Por finpodremos exterminarlossistemáticamente. Bougres, —escupió alsuelo y miró con desdén a Amaury—.Tú eres uno de ellos, ¿no?

El joven caballero se encogió de

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hombros con indiferencia. Hacía tiempoque la violencia verbal de su primohabía dejado de afectarlo. Sólo pensabaen los orgullosos señores de Occitania,que deberían ver impotentes cómo lesarrebataban todo lo que tenían, incluso asus hijas.

—Y tu querida también, porsupuesto. Ya atraparemos a esaasquerosa puta herética. Eso te asusta,¿no?

Su cara perdió el poco color que lequedaba después de haber estado tantotiempo encerrado en su celda. Intentódesesperadamente controlar suspensamientos que amenazaban con

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desbocarse. Los Poissy no sabían nadade Colomba. ¿Qué sabía Simón? ¿Quizásólo había captado algo? ¿Acaso estabaviva? ¿Era padre o viudo o tal vezambas cosas o ninguna de ellas?

—No tenéis nada que ver con ella,—dijo fríamente. Casi nunca se ponía enpie cuando Simón entraba en la celda.Pero ahora empezó a levantarselentamente de la cama de paja en la cualhabía estado sentado—. No es ningunaputa, es mi mujer.

—¿Mujer? —se burló Simón—.¡Cómo puede ser tu mujer! A fin decuentas esos asquerosos libertinoscondenan el matrimonio para poder

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follar a su antojo. Desprecian lossacramentos, así que también el delmatrimonio. Pues claro que es una puta.Al derramar tu semen entre sus piernas,has mancillado la sangre de los Poissy,¡nuestra sangre!

—Es mi mujer. Ha llevado a mi hijo,—sostuvo Amaury obstinadamente.

—¡Un bastardo, encima eso! Desdeel principio supe que habías cometidoalguna estupidez, pero que nostraicionaras de la forma más vil, quemancharas nuestro nombre, eso nisiquiera yo lo creía posible. Guillermo,que en paz descanse, tenía razón.Tendríamos que haberte enviado de

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vuelta a casa. Justo después de Béziers.—Sacudió su puño delante de la narizde Amaury y empezó a gritar—: Tú nopuedes tener ninguna mujer, jovencito, túno puedes casarte, no sin elconsentimiento de Roberto. Dios santo,aún recuerdo cómo estuvo llorando en elfoso junto a los huesos de Guillermo. SI,los encontramos. Tuvimos que removertodo el foso. Salieron los restos mediodescompuestos de toda la guarnición,pero no los tuyos. Sólo un trozo de teladesgarrada con nuestro escudo. Teníaque ser tu túnica. Creíamos que tucuerpo había sido devorado por losanimales salvajes o por los buitres.

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Roberto estaba desconsolado. Más tardelo comprendimos: habías desertado,eras un traidor, habías traicionado a tupatria, peor aún, ¡protegías a losherejes!

—Eso no fue lo que sucedió, —protestó Amaury, pero su voz quedóahogada por la de Simón, que siguió consu perorata:

—Quien protege a los herejes esigual que un hereje, ha dicho el santopadre. Pero tú eres peor: un falsocatólico es mucho más peligroso que unhereje. Y encima te enorgulleces dehaber engendrado a un niño con esaramera. Y lo llamas hijo. Pues bien, una

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cosa es segura, nunca será un Poissy.¡Me dan náuseas sólo de pensarlo!

Amaury tuvo que hacer un esfuerzopara controlarse. Habría queridoabalanzarse sobre el otro, insultarlo. Loretuvo el hecho de que Simón estuvieraarmado. Además, era fuerte como untoro y estaba bien entrenado, mientrasque Amaury sentía cómo sus músculosse habían debilitado después deaquellos meses de obligada inactividad.No habría tenido ninguna posibilidadfrente a Simón y tampoco servía de nadainsultarlo.

—¿Qué queréis de mi? —preguntódesanimado.

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—Poca cosa, —dijo Simón soltandouna risita despectiva—. Que reflexionessobre tus pecados hasta morir en la másprofunda miseria, espero. Preferiríaverte colgado, la suerte que merece untraidor. Si de mi dependiera, hacetiempo que te habría entregado aMontfort. Ése sí sabría qué hacercontigo.

—¿Qué hago aquí entonces?—Pregúntaselo a Roberto cuando

regrese. Está en Francia de permiso paraadministrar nuestras posesiones. Entretanto quizá puedas contarme algunascosas. ¿Cómo se llama esa zorra, dedónde viene?

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—Lo siento, Simón, no loconseguirás, —dijo Amaury sacudiendola cabeza con decisión—. No sacarásnada de mí.

—¿Crees que así no caerá ennuestras manos? Dentro de pocoentraremos en Tolosa. Allí estuviste conella antes de que te cogiéramos, ¿no escierto? Ya la encontraremos y tambiénal niño. Sólo nos costará más tiempo ymás esfuerzo que si me lo cuentas tu.

Simón lo agarró con un movimientoinesperado. A pesar de que se resistiócon todas sus fuerzas, no pudo impedirque el otro le pusiera ambas manos en laespalda, atara sus muñecas con una

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correa y después lo lanzara al suelo,donde lo envolvió en las dos mantas desu cama hasta que quedó tumbado comouna oruga en su capullo.

—Así me gusta, —gruñó Simón—,Roberto me ha implorado que no tetoque ni un pelo. Así que no lo haré. Yahora dime quién es esa puta.

—Vete al infierno.—Tú serás el primero en irte. Y yo

te ayudaré, asqueroso traidor.Con estas palabras empezó a darle

patadas donde podía, poniendo muchocuidado en no darle en la cabeza.Cuando por fin se detuvo, Amaurypermaneció tumbado, encogido y

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aturdido por el dolor. Intentó relajar losmúsculos. Jadeaba y gemía débilmente.

—¿Vale la pena? —preguntó Simóncon desprecio—. Venga, hombre,dímelo. ¿Qué sabes de ella?

—Nada, —susurró Amaury—, nisiquiera sé si todavía vive.

Quería añadir que tampoco sabía siel niño había llegado a nacer, pero laúltima patada le arrancó un grito de suspulmones y después vomitó. Simónretiró las mantas y le desató lasmuñecas.

—Reflexiona sobre esto, —dijo—.Volveré. De momento Roberto sequedará en Francia.

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LAVAUR

De agosto a diciembre de1213

—No hace falta que vayas a quejarteante Roberto, no te creerá.

Simón resultó estar en lo cierto alhacer esta afirmación después de ponerfin, repentinamente, al régimen de terroral que había sometido a Amaury durantemeses. Cuando su hermano mayorregresó de sus propiedades en Francia,ya no quedaba rastro del ensañamientode Simón. Los moratones habían

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desaparecido, mientras que lascontusiones Internas que aún no sehabían curado no podían verse.

Sin embargo, Amaury no lograbaevitar crisparse y empezar a sudar cadavez que Simón aparecía delante delpostigo de su celda. Con el paso deltiempo, también eso desapareció.

El primogénito de los Poissy habíapermanecido más tiempo del previsto enParís, donde el delfín francés hacía lospreparativos para emprenderpersonalmente una nueva Cruzada, en unmomento en que en la corte aún no sesabía que el papa había declarado que laguerra santa ya no era deseable. Sin

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embargo, después de que, en abril, elrey Felipe Augusto cancelararepentinamente el viaje del príncipeLuis porque ya veía a su hijo subido altrono del rey inglés, que había caído endesgracia ante la Iglesia, Roberto habíapartido con él hacia Flandes. Despuésde haber derrotado a los ingleses en dosbatallas contundentes, a principios dejulio en Saintonges y a finales de esemes en Bouvines, Roberto habíaregresado al sur. Ahora, los Poissyvolvían a salir regularmente con sussoldados para apoyar a Montfort, queemprendía sin descanso expediciones desaqueo en los alrededores de Tolosa.

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Con miras a un último asedio definitivose destruyó toda la cosecha para agotarlas reservas de víveres de la ciudad.

Entre tanto, el calendario de Amauryabarcaba ya dieciocho meses ylentamente iba perdiendo toda esperanzade abandonar con vida la celda.Entonces, Roberto rompió de formainesperada su silencio. Un díacompareció en la celda con expresiónsombría. Una arruga de preocupaciónsurcaba su entrecejo. Amaury se puso enpie y lo miró interrogante.

—Acabo de hacer mi testamento, —empezó a explicar Roberto—. No teextrañará que haya nombrado a Simón

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mi heredero. Beatriz administrará laherencia, mientras él siga luchando porDios contra los herejes.

Se refería al hecho de que su mujerno le hubiera dado aún descendencia. Enotras circunstancias, Amaury habríaheredado el título de castellano delcastillo de caza real en Poissy y lasposesiones de la familia en losalrededores.

—No sabes cuánto lo lamento, —añadió Roberto—. Me habría gustadoque todo fuera diferente.

Amaury tragó saliva.—Si ambos perecemos, lo cual es

probable, —prosiguió Roberto—, su

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hijo lo heredará todo.—¿Porqué…?—Tú ya no existes. Sólo nosotros y

Bouchard de Marly sabemos que estásaquí. Y Montfort, por supuesto. Para losdemás pereciste en la caída de Alaric.

—Quiero decir: ¿por quéprecisamente ahora? ¿Qué ha pasado?

—El rey de Aragón avanza haciaTolosa con un ejército seis vecessuperior al nuestro. Un correo deMontfort nos convoca cuanto antes aFanjeaux, donde se congrega el ejércitode los cruzados. En el mejor de loscasos, libraremos batalla en campoabierto y lucharemos a muerte. El

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sacerdote ya ha oído mi confesión y heencomendado mi alma a Dios.Saldremos tan pronto como hayamoshecho todos los preparativos.

—¿Y yo?Roberto suspiró.—Yo no quería que sucediera esto.

Soy un hombre temeroso de Dios, perono veo otra alternativa.

—¿Qué quieres decir?—Desde el principio criticaste la

actuación de los jefes del ejército, deMontfort y del abad Arnaud Amaury. Enalgunos casos tenías razón. El santopadre siempre ha dicho que hay queproteger a quienes deseen regresar al

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seno de la Iglesia de Roma. La Iglesiaha de acoger en todo momento a quienllama humilde y arrepentido a su puertay en todas las ocasiones debe recibirllena de compasión a todos lospenitentes. No siempre ha sido así. Elabad del Cister ha demostrado ser másdespiadado que el más cruel de lossoldados. —Se santiguó y enderezó laespalda—. Las leyes de la guerrapueden anular otras reglas. Lo mismosucede en el bando contrario. Haceapenas un mes, esos perros heréticosatacaron a los nuestros en Pujol ypasaron a cuchillo hasta el últimohombre. Habían dado su palabra de

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honor de que perdonarían la vida a losnobles. En lugar de ello los arrastrarondetrás de sus caballos por las calles deTolosa y después los ahorcaron. No sonmejores que nosotros. ¿Por qué tepusiste de su lado?

—Estaba confuso. Confuso yenamorado, —tartamudeó Amaury.

—¡Ya puedes ahorrarte esas excusascuando comparezcas ante el tribunalcelestial!

—Quién sabe dónde y por quiénseremos juzgados, —respondió Amauryinseguro. Roberto lo miró sin entender yel prisionero prosiguió—: Vosotroshabéis creado vuestro propio tribunal.

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¿Quiénes sois para juzgar a otros? Estáescrito: “No juzgues y no serásjuzgado”. ¿Quién tiene derecho aquitarle la tierra a estas personas, amatar a sus mujeres e hijos, a perturbartoda su existencia y a mutilar aciudadanos inocentes?

—Es el derecho del vencedor, —respondió Roberto secamente—, y Diosnos ha dado la victoria. Los dominios delos herejes serán para el primer católicoque se adueñe de ellos. Es lo que haprometido el papa, pues los herejes ylos infieles carecen de derechos.

—El papa no os ha ordenado que osvenguéis de vuestros contrincantes

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condenándolos a la horca, alestrangulamiento, a la hoguera, sinningún tipo de proceso. La sagradaescritura nos prohíbe matar. El propioCristo rechazó la ley del talión.

—No seas tan ingenuo. Ya te hecontado lo que hicieron en Pujol.

—Tal vez las leyes de guerratambién hayan anulado sus reglas.

Sea como fuere, en circunstanciasnormales no conocen la pena de muerte.Quien comete un crimen es condenadocomo mucho a vivir como un BonHomme, una vida de monje, pero másdura. Son buena gente y su fe ni siquieraes tan descabellada. Nunca os habéis

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tomado la molestia de escucharlos antesde quemarlos en la hoguera. Tal vezhabríamos podido aprender algo unos deotros. Todo lo que ellos dicen estáescrito en el mismo evangelio que el quepredican vuestros sacerdotes.

—¿Vuestros sacerdotes? Nuestros,querrás decir.

—Vosotros, nosotros, ellos, ya no sécon quién estoy.

Roberto lo escuchaba sacudiendo lacabeza con el rostro desencajado.Volvió a hacer el signo de la cruz sobresu pecho.

—Mi hermano, un hereje, —gimió—. ¿Cómo puedes haber caído tan bajo?

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Y yo que pensaba que aún podrías haceralgo por la causa de Dios. Tú losconoces, hablas su lengua, conoces suspueblos, su gente y sus nombres. Me heequivocado. Te he dado unaoportunidad, pero no has demostradoningún arrepentimiento. Ahoracomprendo por qué no has pedido nuncaver a un sacerdote.

—Ya no sé qué es bueno y qué no,—reconoció Amaury tímidamente.

Roberto suspiró.—El tiempo apremia, —dijo—. Si

no regreso, estarás a merced de Simón.Quién sabe lo que hará una vez quetenga la mano libre. Está tramando una

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venganza. Guillermo era como unhermano para él.

—¡No podéis culparme de la muertede Guillermo!

—Sea como fuere, he dadoinstrucciones al criado que te trae lacomida todos los días. Si caigo en labatalla, te matará, rápida ysilenciosamente. Los traidores acabanen la horca. Lo único que puedoofrecerte es un final compasivo. Aún tedoy la oportunidad de reconciliarte conla Iglesia antes de que esto ocurra.Pediré a un sacerdote que te visitedentro de poco. —Se dirigió hacia lapuerta.

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—¡Espera! —gritó Amaury. Derepente quería abrazar a su hermano yextendió las manos, pero Roberto estabaya en el umbral de la puerta y la cadenaa la que él estaba atado no erasuficientemente larga—. Por lo menos,despidámonos —suplicó.

El caballero permaneció inmóvil. Sumirada era dura.

—Que Dios se apiade de tu alma.Rezaré por ti, —se limitó a decir.

Después desapareció.El sacerdote vino, presenció su

representación de penitente arrepentidoy marchó satisfecho. El criado le traía lacomida como siempre, sin entrar nunca

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en la celda. Sólo abría el postigo,introducía el brazo para que Amaurypudiera recoger el cuenco y luego volvíaa cerrar el postigo. Rápida ysilenciosamente, había dicho Roberto.

¿Echaría veneno en la comida?Amaury empezó a recelar de todo lo quele daba. Dejó de probar los alimentos ytambién de beber, hasta que llegó a laconclusión de que así moriríaigualmente, aunque de forma más lenta,mientras que los ratones que vivían ensu celda engordaban a ojos vistas. Acontinuación se le ocurrió que primeropodía dar de comer a los ratones y luegoobservarlos. Si todos parecían sanos, él

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también comía. No sucedió nada.¿Acaso Roberto había encargado alcriado que lo mandara al otro mundo deuna rápida puñalada cuando llegara elmomento? Se estremecía ante el menorruido al otro lado de la puerta de lacelda, mas nunca se abría.

A medida que transcurría el tiempo,su miedo e impaciencia aumentaron. ¿Sehabían enfrentado los dos ejércitos?¿Cómo había ido el combate? ¿Por quéno le decían nada? ¿Era posible que losaragoneses hubieran apresado a losPoissy y los retuvieran como rehenes?¿Era posible que los occitanos, bajo elestandarte de Pedro de Aragón, hubieran

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reconquistado las tierras que les habíansido arrebatadas? No tenía sentidoalguno interrogar al criado, pues elhombre nunca le había dicho nada. Siseguía vivo era porque Roberto tambiénlo estaba. Le traía sin cuidado lo que lehubiera pasado a Simón.

Cada vez que se pillaba a sí mismoesperando que su primo hubiera muerto,oía la voz de Colomba que le decía:“No cuesta nada querer a las personas alas que amas. También has de querer atu enemigo”.

Él no podía hacerlo. Sacabaentonces la conclusión de que nuncaPodría ser como ella, y empezaba a

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dudar de la posibilidad de mejorar enotra vida. Temía estar perdido y que leesperara el infierno. Volvía a oír su vozque le decía: “El infierno no existe, nohabrá ningún juicio final. Dios no hacreado a los hombres paracondenarlos”.

Debía de ser ya noviembre cuandoun día oyó de repente que alguiendescorría el cerrojo. La puerta se abriólentamente, chirriando en sus bisagrasoxidadas. Amaury se incorporó, pálido ydemacrado, de su colchón de paja.Seguía sin estar preparado para elverdugo que lo mandaría al otro mundo,fuera el que fuera. Empezó a temblar

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como un azogado y a respirar másrápido. Estaba muerto de miedo ymareado. Al poco sintió un hormigueoen la cabeza y se desplomó.

—¡Oh, Dios mío, que no estémuerto!

Roberto se hincó de rodillas, con lamirada fija en el rostro lívido de suhermano. Simón se agachó, colocó losdedos sobre la yugular de Amaury yvolvió a incorporarse.

—No, qué va, el blandengue sólo seha desmayado.

Amaury recobró lentamente elconocimiento. Vio a Roberto, que sesantiguaba y unía las manos, y detrás de

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él vio a Simón, que lo miraba condesprecio. Ambos parecían cansados,marcados por los sucesos de los últimosmeses. Por primera vez desde queestaba encarcelado, Amaury se alegróde verlos. Sonrió.

—¿Roberto? ¡Aún estás vivo! —exclamó.

—Es un milagro, —asintió suhermano—, una señal del cielo.

Había sido una batalla terrible. EnMuret, a unas millas de distancia deTolosa, le contó. El rey de Aragón cayóen combate nada más empezar la batalla.Su escudero llevaba la armadura del reypara que no reconocieran a éste y ello

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hizo posible el trágico malentendido.¿Quién podía esperar que luchara ensegunda línea? Alguien le había oídogritar que era el rey, justo antes de quelo atravesaran con un sable. Ni siquierasabían quién lo había matado. Pero losaragoneses comprendieron enseguidaque su caudillo había muerto. Cundió elpánico entre los nobles que luchabancon él. Sus soldados se disgregaron ypusieron tierra por medio. Al principio,los cruzados no comprendieron elporqué de un giro tan repentino en labatalla, pero por supuesto Montfort supoaprovechar hábilmente la situación.

—Un milagro, —repitió Roberto.

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“Los milagros no existen, —sonó lavoz de Colomba en la cabeza de Amaury—, las cosas no pueden ser distintas delo que son. Sólo sucede algo en lamente, lo que cambia es el modo de verlas cosas. Dicen que Cristo cambió elagua en vino. ¡Como si fuera un magoque sacara palomas de un sombrero!”.

—El rey de Aragón ha pagado porsus pecados, —dijo Simón.

—Habría sido preferible que lohubiéramos cogido vivo, —objetóRoberto.

—Ni siquiera sabían cómo presentarbatalla, cómo formar un bloqueo. Erauna pandilla de descontrolados. Cada

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cual luchaba por su cuenta, ¡como sifuera un torneo! —se burló Simón.

—No les faltaba valor. Fue laProvidencia Divina lo que nos hizoganar la batalla. El valor de nuestrossoldados era alimentado por su fe enCristo y su Iglesia, —opinó Roberto.

—Unidad y disciplina, —mascullóSimón.

—También eso, —admitió Roberto—. ¿No te das cuenta, Amaury, de quehas abandonado la senda de la verdad?Dios ha dado a Sus soldados la gloriade la victoria. El triunfo de Muretdemuestra que la santa Iglesia romana esla única Iglesia verdadera. Si el dios de

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los herejes fuera el verdadero Dios,¿por qué crees que sufrirían tantaspérdidas? Dios, el único y verdaderoDios, está de nuestra parte y nos guíahacia la victoria. Ha bendecido estaguerra santa.

—Acaba de una vez con esemiserable traidor, —gruñó su primo.

—¡Calla, Simón! —Roberto volvióa dirigirse a Amaury—. Seguimos aMontfort durante dos meses haciaProvenza, donde habían estalladorebeliones. Durante este tiempo, lossucesos me han hecho reflexionar. Diosme ha perdonado la vida ysimultáneamente ha perdonado la tuya.

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No ha querido que se ejecutara lasentencia. Ha abierto la puerta paraadmitir de nuevo en el seno de su Iglesiaal arrepentido. No puedo devolverte tulibertad, sólo puedo darte la vida y laoportunidad de regresar a la verdaderafe.

—¿De qué sirve mi vida si estoyencerrado en esta mazmorra? Aquí memuero, —dijo Amaury, que había vueltoa adquirir algo de color.

—Es el castigo que te mereces, —gruñó Simón—. Aunque la horca habríasido mejor.

—¡Cállate, Simón! —volvió a gritarRoberto, y dirigiéndose a Amaury—.

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Alégrate de que te dé la oportunidad desalvar tu alma.

—Más vale que primero limpie suconciencia contándonos lo que sabe, —masculló Simón detrás de la barba.

—Ya tendrá oportunidad de hacerlo,—le aseguró Roberto.

—Se lo tendrás que sacar a patadas,—rió el otro desdeñosamente—, peroyo no voy a esperar. El conde Raimundoha huido a Inglaterra. Dentro de poco yapodremos entrar en Tolosa. Entoncesdispondré de todo el tiempo del mundopara investigar. ¡Si es cierto que te hasacostado con una puta herética, si escierto lo que dice Roberto, que crees en

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sus perniciosas mentiras, lo demostraré!Quitaré esta mancha de nuestro blasón.Si has dado la espalda a la Iglesia deRoma, ¡es que eres un maldito bougre!¡En tal caso mereces la hoguera! ¿Sabíasque los herejes apestan cuando losqueman? Yo mismo los he olido, heestado presente. Huelen que apestan.Los buenos católicos no huelen mal.

Amaury se incorporó de un salto y seabalanzó bramando de cólera sobre suprimo. Sin embargo, su cuerpodebilitado no podía competir contra elguerrero. Antes de que Roberto hubierapodido intervenir, volvía a yacer sobrela cama de paja con el rostro

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ensangrentado. Roberto lanzó unpuñetazo contra el estómago de suprimo, que fue a dar con la espaldacontra la puerta de la celda, antes deencogerse de dolor. El primogénito delos Poissy se plantó en jarras al tiempoque se inclinaba sobre él, como unáguila con las alas extendidas sobre supresa. Hacía un esfuerzo porcontrolarse.

—Amaury ha errado, —le gritó—,está a punto de convertirse, pero unavida apenas es suficiente para hacerpenitencia. Pregúntaselo al reverendoDomingo. Por ello tendrá que pasar elresto de sus días en una celda. Un buen

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cristiano ha de mostrarsemisericordioso. ¡Si tú siguesprovocándolo, causarás más daño anuestra familia del que nos ha hecho él!Lo considero un fratricidio. ¡Como osesponerle un dedo encima, cambiaré mitestamento y si muero sin descendencia,dejaré todas mis posesiones a la ordende los templarios!

Los dos caballeros permanecieronunos instantes mirándose cara a cara ensilencio, hasta que Roberto huborecuperado la calma. Entonces dijo:

—Esto es exactamente lo que osadvertí hace cuatro años. Se hasembrado la cizaña entre los tres.

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Hemos venido a este país para restaurarla paz, pero hemos acabado enzarzadosen una guerra personal. ¡No merecéis lapalabra hermanos!

Cuando Roberto lo agarró del brazoy se lo llevó afuera, Simón volvió alanzar una mirada asesina a Amaury.

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TOLOSA

Septiembre de 1216 hasta el25 de junio de 1218

—He encontrado a esa zorra lujuriosa,la tal Colomba.

Había sido una observación casicasual. Nada más, pero suficientementealarmante: Simón sabía cómo sellamaba. ¿Acaso había conseguidosonsacar algo a las personas con las queColomba había vivido en Tolosa y habíadescubierto ahora dónde se hallaba? ¿Lahabía encontrado realmente? ¿O sólo

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fanfarroneaba y éste era únicamente unnuevo método de intimidación? A fin decuentas, tenía tanto miedo a Roberto queya no se atrevía a usar la violenciafísica contra su primo menor. Simón nodijo nada más y partió hacia Francia,dejando a Amaury martirizado por lasdudas.

Por lo demás, la situación deAmaury no había mejorado en absoluto.Acababa de completar tres años en sucalendario de Lavaur cuando loscruzados entraron en Tolosa y los Poissytrasladaron su base. Ahora estabaencerrado en uno de los calabozos delcastillo de Narbonnais, que antes había

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pertenecido al conde Raimundo.Habitaba un cuartucho desolador desdeel cual no podía ver nada de lo queacontecía fuera y donde Simón prosiguiócon su estrategia de violencia verbal.Empezó un nuevo calendario, que no sebasaba en la luz del día, sino en lamonotonía de su existencia diaria: unacomida y un cuenco de agua diarios, yde vez en cuando una paca de pajafresca con la que había de limpiar sucelda.

El monje, que desde el regreso deRoberto y Simón le visitaba una vez a lasemana para descargar sobre él unasarta de oraciones y exorcismos, fue

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reemplazado por el confesor de losPoissy, que había venido desde el nortepara volver a encarrilar a Amaury por elbuen camino. El bondadoso clérigo supoconvencerle de que su única posibilidadde sobrevivir era regresando plenamenteal seno de la madre iglesia. Con susacciones había anulado todas lasventajas que tendría que haberleaportado la Cruzada. Después de lamuerte de su primera esposa, en lugar deganarse al cielo y luchar contra losenemigos de Cristo, se habíaamancebado con una mujer herética.

Amaury se dio cuenta avergonzadode que en efecto no había pensado por

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un solo momento en la pobre Eva, quien,con tan sólo catorce primaveras, habíafallecido durante el parto. Ni siquierarecordaba su rostro. Lo había borradopor completo de su mente la impresiónque Colomba le había dejado. Entregó alclérigo el dinero que le quedaba, veintemonedas como aquella primera vez, y lepidió que las llevara a la abadía deAbbecourt para que los monjes rezaranpor el descanso de su alma. Hubieraquerido hacer algo parecido paraColomba, pero en su imaginación ya laoía reír.

“¿Rezar por los muertos? ¿De quésirve eso? Los Bons Hommes rezan y

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velan cuatro días y cuatro noches almuerto al que han administrado elconsolamentum. Así se aseguran de queel espíritu del muerto regresará sano ysalvo al cielo sin que intervenga eldemonio. Eso es suficiente”.

Sin embargo, el confesor estabasatisfecho. Se marchó al norte conRoberto y Simón, quienes de vez encuando regresaban brevemente a susdominios para encauzar sus asuntos a finde que siguieran entrando los ingresosque necesitaban urgentemente para laguerra.

Por un breve espacio de tiempo loscruzados creyeron haber alcanzado

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definitivamente su objetivo. Una vez queel papa hubo confiscado las posesionesdel conde Raimundo de Tolosa, losPoissy volvieron a viajar al norte, ahoraen compañía de Montfort. Elcomandante rindió tributo al rey francéspor todos los territorios conquistados,que a partir de entonces quedabanoficialmente dentro de su dominio.Gracias a ello gobernaba un reino másgrande que el del propio rey. Sólo en elviaje de vuelta descubrieron que el hijodel conde Raimundo se había negado aaceptar la decisión del papa y habíamovilizado a un ejército para recuperarlo que le correspondía por derecho. El

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noble de diecinueve años entró enBeaucaire, el cuartel general de loscruzados en Provenza, y cercó a laguarnición estacionada en el castillo.Mientras tanto, muchas ciudades serebelaron y se unieron al estandarte delconde. Montfort se apresuró a ayudar asus camaradas, mas después de unasedio de nueve días hubo de admitirque en aquella ocasión llevaba todas lasde perder. Emprendió la retirada yregresó a Tolosa.

En su lóbrega mazmorra, Amaury seenteró de la entrada de Montfort. Loshombres de Tolosa se armaron y lorecibieron con barricadas en las calles.

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Allí donde conseguía penetrar con sussoldados, era atacado por mujeres yniños que desde los tejados lobombardeaban con cacharros y basura.El comandante sofocó la revuelta conmano dura. Ordenó que incendiaran elbarrio judío y que sus tropas saquearanla ciudad. Después, mientras emprendíauna expedición de castigo en losalrededores de Foix, el joven Raimundode Tolosa se abrió paso en Provenza.Montfort se vio obligado a marchar denuevo hacia el este, para refrenar aljoven tunante. Mientras tanto, eldestituido conde de Tolosa hizo acopiode valor y partió con un ejército desde

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Aragón para atravesar los Pirineos. Notardó en llegar a las murallas de supropia capital, donde fue recibido entrevítores por la población.

—Dios nos ha dado la espalda, —dijo Roberto, quien se presentó desúbito en el calabozo de su hermanodespués de haber estado ausente durantemeses—. La batalla de Beaucaire fue unmensaje divino. A partir de aquelmomento todo fue de mal en peor.

Parecía exhausto. Los ocho años deguerra en la que él y sus hombres habíanseguido al ejército sumamente ágil deMontfort, de un avance forzado a lasiguiente expedición agoradora, habían

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dejado huella en su rostro curtido. Eracomo si los contratiempos de losúltimos meses hicieran aflorar de súbitoel cansancio de todos aquellos años.

—Hemos sido demasiadoambiciosos, —dijo suspirando—. ElAltísimo ha rechazado el juicio delconcilio. El papa, que nos dio la razón,ha muerto. Mientras avanzamoslentamente en un frente, nos arrollan agalope en el otro. Ya no controlamos losacontecimientos Amaury no reaccionó.Había alcanzado un estado de absolutodesinterés. Lo único que lo manteníavivo era su odio a Simón y su deseo devengarse por el mezquino juego que

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practicaba con él.—Colomba ha confesado dónde ha

ocultado al niño, —le había dicho suprimo un día—. Lo educan los herejes,en una de esas casas de mujeres.

—¿Dónde?—Aquí en Tolosa, por supuesto.Y unos días más tarde:—Hemos limpiado a fondo la casa y

la hemos incendiado. Esa bastardamurió en el incendio.

—¿Era una niña?—Sí.Se habían desvanecido todas sus

esperanzas de que Colomba aún sehallase con vida. Estaba muerta, no

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podía ser de otro modo. Incluso suimagen empezaba a borrarse de sumente. Lo único que aún le acompañabaera la voz de ella en su cabeza: “Si esniña se quedará conmigo y la cuidaréhasta que sea suficientemente grandepara tomar su propia decisión”. Simónmentía. Si tenía una hija, seguro que noestaba con las Bonnes Dames.

—Ya no podemos entrar en laciudad, —prosiguió Roberto—. Hanhecho barricadas en todas las calles yhan levantado un muro de empalizadaspara aislar el castillo. Nos hemosretirado aquí a la espera de que lleguenlas tropas de apoyo.

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El pánico y la agitación habíanpenetrado incluso en el calabozo deAmaury, aunque él desconocieseentonces la razón. Roberto se riósecamente.

—Es increíble. El año pasadohicimos derribar todas lasfortificaciones para evitar que la ciudadse nos volviera a resistir. Ahora estánorganizando de nuevo la defensa a unavelocidad increíble, muros, torres,puertas, toda la muralla, todo.

Amaury miraba la pared que teníadelante. Sabía exactamente con cuántaspiedras habían construido su celda,conocía cada una de sus irregularidades

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y habría sido capaz de pintar con losojos cerrados el dibujo de losintersticios de las piedras. Había hechoel calendario con más esmero que la vezanterior. Aún no habían acontecidomuchas cosas. Una expedición militarhacia el extremo occidental, dondeMontfort había obligado a la herederade un pequeño condado en los Pirineos,una mujer de treinta y tres años, acontraer matrimonio con su hijo menorde quince años a fin de asegurarse lalealtad de los vasallos de aquélla.Después había limpiado algunos nidosde bandidos a orillas del Ródano, segúnpalabras de su primo Simón. Por

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supuesto, Montfort regresaría deinmediato de los límites de su reinohacia la ciudad condal para ayudar a laguarnición.

Al poco, Roberto volvió a visitar aAmaury.

—Montfort ha establecido su cuartelgeneral aquí, en el castillo, —le dijo—.Estás justo debajo de sus narices.Recemos para que no se huela nada.

Bien poco podía hacer Amaury en susituación. Por un momento tuvo latentación de armar mucho ruido para queel comandante empezara a hacerpreguntas y acabar de este modo con suvida vegetativa, pero pensó que no

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conseguiría armar suficiente jaleo paralograrlo. Además, con ello no sóloarrastraría a su primo, sino también a suhermano.

Roberto volvió a visitarlo muchomás tarde. Llevaba vendado el brazoizquierdo y tenía peor aspecto que vecesanteriores.

—No podemos conquistar la ciudadcercándola y dejando morir de hambre asus habitantes, —le dijo—, no tenemossuficientes hombres, y además, ellossiguen recibiendo víveres y refuerzosdesde fuera.

Se echó a reír como burlándose de símismo y se dejó caer en la paja junto a

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su hermano menor.—Casi empiezo a tenerte envidia.

Ya me gustaría a mí quedarme aquí porun tiempo. Hemos lanzado variosataques contra las murallas. Fue un bañode sangre. No tengo ni la menor idea decuántos soldados perdimos allí. Lapoblación entera lucha hombro ahombro, hombres, mujeres y niños. Nocreo que podamos tomar Tolosa, a noser que lleguen nuevos cruzados. —Suvoz estaba cargada de resignación.Montfort ya no es el mismo de antes. Lasriendas se le escapan de las manos.Cuando llegó aquí con sus tropas sejactaba de que no se desensillaría

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ningún caballo antes de que Tolosa fueratomada. Fanfarronadas Entonces, elotoño aún no había empezado, y ahoraya es casi Navidad.

Permaneció en silencio durante unrato apoyando la cabeza contra la pared,con los ojos cerrados, mientras Amaurymiraba apáticamente al frente. ¿Y qué leimportaban a él las desgracias delejército de los cruzados? Ni siquieraconseguía alegrarse. Por supuesto,Roberto no envidiaba realmente suposición. Por un momento se figurócómo sería si pudiera ocupar por untiempo el lugar de su hermano: Robertoconseguiría por fin algo de tranquilidad,

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aunque fuera en una mazmorra, y élestaría allí fuera delante de la ciudadsitiada, si al menos se podía llamarasedio al deficiente bloqueo de loscruzados. Una idea disparatada. Encuanto se le presentara una oportunidad,desertaría.

—La firmeza de Montfort estácimentada sobre arenas movedizas, —dijo Roberto de repente—. Ha oprimidoa sus nuevos vasallos con leyesdespiadadas y los ha explotado conimpuestos demasiado elevados. Con ellono ha hecho más que provocar laresistencia. Sus crueldades hanacrecentado los deseos de rebeldía del

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pueblo. Incluso nuestros guerreros másveteranos creen que ha ido demasiadolejos. —Después de reflexionar duranteun rato, añadió—: Si perdemos estecombate, será la prueba de que eldominio de Montfort sobre Tolosa esilegal. Tendríamos que haber hecho casoa la primera maldición divina, nuestraderrota en Beaucaire. La ciudad y lastierras pertenecen al conde Raimundopor derecho de nacimiento. Nosotros noteníamos derecho a quitárselas, aunquehubiese renunciado a sus posesiones acausa de sus crímenes. Sus bienescorresponden a su hijo. A veces mepregunto si Montfort, el soldado de

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Dios, no está siendo utilizado comomedio para ponernos a prueba.

Volvió a guardar silencio. Amauryestaba convencido de que Montfort erala mismísima encarnación de Satanás,del Anticristo.

Roberto se frotó el brazo herido conla mano.

—Nuestra santa guerra ya no esvoluntad de Dios, sino del propioMontfort, —murmuró sacudiendo lacabeza—. Si fuésemos sensatos,intentaríamos entablar negociaciones depaz. Pero nadie se atreve aproponérselo. Me gustaría poderretirarme de esta funesta empresa. —

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Miró a Amaury—. Quien prosiga conesta lucha sufrirá el azote de la venganzadivina.

“El buen Dios no es el dios de lavenganza, la ira y la muerte. No es unjuez despiadado, —protestó la voz deColomba—, es todo bondad y amor”.Pero el dios de Roma azotaba y pegabapara poner a prueba a los hombres y asíreforzar su fe y obligarles a implorarleen la necesidad y superar las pruebasgracias a su misericordia.

—No es la venganza divina lo quehas de temer, —dijo Amaury—, sino tupropia conciencia.

—Tengo que estar en paz con mi

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conciencia antes de que sea demasiadotarde, —admitió Roberto—, con Dios ycon mi conciencia.

Apoyó el brazo herido sobre la otramano. Tenía la frente cubierta de sudor.Debía de tener fuertes dolores. Miró denuevo a su hermano. Quería decir algo,pero se calló. Después se puso en pie yabandonó la celda.

Durante los meses siguientes,Roberto no volvió a visitarlo.

Montfort no lo dejaba en paz y si seacercaba a los calabozos del castillo deNarbonnais delataría la presencia delrenegado mancillado.

Tampoco Simón vino a verlo.

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Mientras tanto llegó la primavera, almenos eso indicaba su calendario.¿Habrían llegado nuevos cruzados conla primavera? En cualquier caso, teníanproblemas de aprovisionamiento, pueslas raciones que le daban eran cada vezmás frugales. Seguramente también seles estaba acabando el dinero.

Debía de ser verano cuando Robertoentró de súbito en el calabozo envueltoen su armadura. Presentaba un aspectoterrible. La cara, contraída y gris, y elmanto que llevaba sobre la cota demallas, manchado de sangre. Tenía unaherida abierta en la cabeza y estabamugriento. Sin decir palabra, sacó el

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hacha de guerra del cinto y se acercó aAmaury. Agarró el arma con ambasmanos y la alzó. El prisioneroretrocedió y se agachó, al tiempo que seprotegía la cabeza con las manos. Comosi eso fuera a servir de algo. La hojazumbó hacia abajo y partió de un sologolpe la cadena que lo mantenía atado ala pared.

—¡Sal, rápido! —dijo el caballero,apremiándolo con un gesto breve.

Tambaleándose sobre sus piernasdebilitadas, Amaury siguió a suhermano. Enfilaron un pasillo y luegosubieron por una escalera de caracol.Allí, Roberto sacó un atajo de un nicho y

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se lo entregó.Poco después, cuando llegaron

afuera, Amaury llevaba puestas lasropas ensangrentadas de un arquero dePoissy. Algo le impulsaba a protegerseel pecho con la mano para ocultar lacruz que había cosida en él. Un pocomás lejos oyó a unos monjes cantar.Cerró los ojos para protegerse de laintensa luz del sol, se llenó los pulmonesde aire fresco y alzó la cabeza al cielo,gozando del agradable calor sobre supiel.

—¡Agacha la cabeza y reza!¡Montfort ha muerto, que descanse enpaz! —siseó Roberto al tiempo que se

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santiguaba apresuradamente tres vecesseguidas. Amaury lo imitó de un modomecánico.

Alrededor reinaban un silencioangustioso y un profundo desconsuelo,sólo turbado por los cánticosprocedentes de la capilla. En el patiodelantero del castillo, unos cuantoscaballeros se dirigían apresuradamentehacia el recinto sagrado, donde habíantrasladado el cuerpo del comandantejusto después del golpe mortal. Tambiénoyó el bullicio que venía de más lejos,de detrás de los muros de la ciudad alotro lado del castillo. Allí, los tolosanoscelebraban la muerte de Montfort con

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alegría, redobles de tambor y toque detrompetas.

—¿Cómo ha sucedido? —jadeóAmaury mientras avanzaba torpementesobre sus piernas entumecidas que senegaban a cooperar, siguiendo los pasosde su hermano, hacia el puente levadizoen dirección al campamento militar.

—Una piedra, lanzada por unmagonel. Fue a darle justo en la cabeza.Le destrozó la cara, su cerebro quedó aldescubierto. Fue horrible. Uno de losnuestros lo cubrió cuanto antes con unmanto. Y tuvo que suceder precisamentecuando se apresuraba a ayudar a suhermano que había sido alcanzado por

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una flecha.—¡Santa Madre de Dios! —exclamó

Amaury, recurriendo a una expresiónque encajaba con su actual posición—.Nunca le habría deseado semejantemuerte.

—Seguramente no llegó siquiera aenterarse de lo que le pasaba. Murió enel acto.

Tuvieron que detenerse porqueAmaury no podía mantener el ritmo desu hermano. Le parecía que suspulmones iban a reventar y setambaleaba sobre sus piernas. A suizquierda, entre los muertos y heridos enel campo de batalla, se elevaban los

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restos calcinados de las enormescatapultas, a las que los tolosanoshabían prendido fuego tras la muerte deMontfort. A su derecha, en la otra orilladel Garona, reinaba un caos completo.Los cruzados que acampaban allí habíanhuido abandonando todas suspertenencias. Entre tanto, los soldados ylos habitantes de Tolosa habíanapresado a los que quedaban, ysaqueaban el campamento militar. Se lollevaban todo de vuelta a la ciudad:caballos, bueyes, tiendas de campaña,baúles de ropa, armaduras, dinero yvíveres, y todo lo que cayera en susmanos.

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—Como de costumbre había oídomisa justo antes de ir a la batalla, —dijoRoberto—. Aún lo oigo decir despuésde haber contemplado la hostia y de queel sacerdote hubiera hecho laconsagración: “Venga, vámonos. Si espreciso, muramos por Él, que se dignómorir por nosotros”. Hasta su últimoaliento luchó al servicio de la fe. Era unauténtico caballero de Cristo. Quedescanse en paz.

“Una muerte heroica es una muerteinútil, —retumbaba la voz de Colombaen la cabeza de Amaury—, no puedeslimpiarte de todo el mal que hay en tihaciendo correr la sangre de otros”.

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En silencio, prosiguieron su caminohacia la tienda de campaña de losPoissy, donde Roberto vendó la cabezade Amaury para que no lo reconocieran.El lino le cubría también buena parte delos ojos. Era un alivio, pues la luz deldía empezaba a causarle tanto dolor quele hacía saltar las lágrimas.

—Dios sabe qué habría sucedido sino llego a liberarte, —susurró Robertomientras embadurnaba la inmaculadavenda con su propia sangre—. Siabandonamos el asedio, tendremos quequemar el castillo, con prisioneros ytodo.

Cerró un poco más el toldo y sacó

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por segunda vez el hacha de guerra delcinto. Dejó caer con fuerza la parteposterior de la hoja contra la espinillade Amaury. El hueso se fracturó yAmaury lanzó un grito.

—Perdóname, hermanito, no puedoarriesgarme. Así no podrás huir nidesertar.

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POISSY

1221

Beatriz de Marly era un modelo demodosidad femenina. Su existenciadependía de los demás, era un apéndiceinútil, el complemento no indispensablede su esposo. Convencida como estabade que su esterilidad se debía al excesode soberbia y a la falta de piedad,deambulaba como una sombra por elcastillo y pasaba gran parte del día en lacapilla, arrodillada ante la imagen de laVirgen María, con la esperanza de que

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sus oraciones fueran oídas. A fin decuentas, quien se encomendase a laVirgen María se curaría, por muyenfermo que estuviese. Roberto nuncahabía pretendido repudiarla por nohaberle dado hijos. Y el hecho de que élla mantuviera aumentaba aún más ladependencia de Beatriz hacia Roberto.Había puesto toda su vida al servicio desu esposo. Por ello era lógico que seocupara del retoño descarriado de losPoissy, al que Roberto había salvado delas garras del demonio con tantoesfuerzo y poniendo en peligro su propiavida. Pues no cabía duda de que laherejía que se había apoderado del sur

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era obra del demonio.Fuera de las murallas de Poissy se

levantaba una fortaleza que había sidoconstruida dos siglos antes porConstanza, la tercera esposa del reyRoberto el Piadoso, quien habíaconvertido Poissy en su residenciafavorita. Amaury residía en una de lastorres del viejo castillo. Aunque le eratotalmente imposible abandonar la torre,tenía suficiente libertad de movimientos.A pesar de la relativa comodidad de quegozaba, llevaba una existencia solitaria,tan inútil como la de Beatriz. Esedesolador destino era lo único que losunía, pues para ambos el amor por otro

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significaba tanto, que entre ellos nopodía surgir un cariño más profundo queno fuera la mutua compasión.

No había tenido nada que ver con laseducción. Había sido un plan fríamentecalculado, la venenosa secreción de unapestoso tumor que había crecido en susentrañas, el rencor que sentía hacia suhermano y su primo, y que dominabatoda su existencia. Ejecutó su diabólicoplan a los dos años de estar en Poissy,un periodo de tiempo suficientementelargo para no levantar sospechas.

Siempre había sabido expresarsemejor que los demás Poissy.

Ahora utilizó todo su poder de

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persuasión para convencer a Beatriz deque ella no tenía por qué ser la culpablede que Roberto aún no tuvieradescendencia.

—Te aseguro que nunca haconseguido engendrar a un hijo con otramujer.

Sus palabras causaron una fuerteimpresión en Beatriz. Se quedó depiedra.

—No es que lo haya hecho amenudo, —se disculpó él—, pero unhombre que lleva años en la guerra hade desfogarse de vez en cuando. Nosignificaba nada. Lo importante es queno tiene bastardos.

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Ella se encogió de hombros.—¿No ves lo mucho que le agobia a

Roberto la idea de que, algún día, sustítulos pasarán a manos de Simón? Sitodo sigue como ahora, será inevitable.Entonces Simón será el siguientecastellano de Poissy, y aparte deAigremont también heredará Maisons yFresnes —lo dijo como si sobre suscabezas se cerniera una grave amenaza.

—¿No es ése su propio deseo? —preguntó Beatriz con cautela—. ¿No eseso lo que dice el testamento que élordenó redactar?

—Ese testamento fue un caso defuerza mayor. Lo hizo redactar en

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vísperas de una batalla en la queestábamos en minoría. Nadie creía quefuésemos a ganar. Y Roberto temía nosalir con vida. Sus propias palabras, queme confió susurrando, eran que hubiesedeseado otra cosa. ¿Te das cuenta de loque eso significa? En realidad no queríahacerlo, pero se vio obligado por lascircunstancias.

—Pero desde entonces no lo hacambiado, ¿no?

—Porque no puede dar una razónválida. Si viera alguna posibilidad,seguro que lo haría. Conoces a Simón.Conoces a su hijo. Es tan corto de mirascomo su padre. Las únicas armas que

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tienen son sus puños y su lenguaviperina. No han oído hablar nunca dediplomacia. Y eso puede ser la ruinapara quien esté tan cerca de la corte delrey. Echará a perder todo lo quelograron nuestros antepasados.

Estaban sentados frente a frentesobre los bancos de madera en el nichode la única ventana que tenía la estancia.Amaury guardó silencio para que ellapudiera reflexionar. Beatriz asintió sinapartar la vista de sus zapatos.

—Supón que pudieras tener hijos,algo de lo que estoy plenamenteconvencido. ¿Puedes imaginarte cómosería sentir ese fruto crecer dentro de ti?

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Se inclinó hacia ella y deslizósuavemente su mano sobre el terciopeloque cubría su vientre. Beatriz se echóhacia atrás y miró alarmada hacia laventana.

—¿De qué tienes miedo? Nadiepuede vernos. Allí fuera sólo están losbosques de Marly. Y te aseguro que notengo intención de violarte.

Beatriz se relajó.—Supón que pudieras tener hijos…

—repitió.Ella lo miró y, al hacerlo, sus ojos

grises se iluminaron.—Tu vientre anhela desde hace años

una simiente fértil. Y todos te miran

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como si no fueras digna. —Movió lacabeza compasivamente—. Roberto tequiere. De lo contrario ya habríabuscado una excusa para disolver elmatrimonio. Te ofrezco la oportunidadde darle un hijo. Tienes que preguntartesi puedes negarte. El futuro está en tusmanos. Sólo tú puedes decidir.

Beatriz se retorció las manos en elregazo, luchando con su sentimiento deculpa, sus dudas y su miedo.

—Sólo quiero ayudaros. No lo hagopor mí, —mintió Amaury—. Mí vida notiene sentido. He cometido un graveerror que ya no puedo anular. La vida esbreve y no tenemos una segunda

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oportunidad. Tu vida aún puedesignificar algo, todavía eres joven.

Ella sonrió tímidamente.—Si te niegas, luego no quedará

nada vuestro en este mundo. Tu vida y lade Roberto habrán sido inútiles. Simónserá el único que saldrá ganando y no selo merece.

—Roberto se enterará, —susurróella esbozando una mueca de dolor sólode pensarlo.

—¿Por quién? —objetó Amaury.—Simplemente se dará cuenta.—A veces, las cosas pueden

cambiar de repente. ¿Qué sabemosnosotros de eso? ¿Quién dice que el hijo

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que lleves dentro será mío?Ninguno de nosotros puede estar

seguro. Hemos de procurar que encualquier caso también pueda ser suyo.Eso es cosa tuya. Tú tienes que decidircuándo ha llegado el momento oportuno.

—No puedo engañar a mi esposo.—No lo engañarás. Le rendirás un

gran servicio.—El adulterio es un pecado mortal,

—susurró ella casi inaudiblemente.—Sí, y no debes hablar de ello, ni

siquiera durante la confesión, —admitióAmaury—. Este es el sacrificio quetendrás que hacer. Sé sincera, Beatriz,¿crees que puedes ser tan egoísta y

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anteponer la salvación de tu alma?—El castigo divino será terrible, —

dijo Beatriz sin atreverse a pronunciarla palabra “infierno”.

—No lo creo. Y te diré por qué. Enprimer lugar, Dios, que lo sabe todo y love todo, sabe que no lo haces por interéspropio, sino por amor al prójimo. Esono puede ser malo. En segundo lugar, noes adulterio, porque no me quieres a mí,sino a Roberto. Lo haces por amor a él.

—Si no puedo confesar mispecados, tampoco me serán perdonados.

—No irás al infierno, Beatriz. Losmaestros de Notre Dame declararonhace poco que no se va enseguida al

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infierno. Aún es posible salvarse, puesademás del infierno y del paraíso hay untercer lugar donde puede ir un alma. Esel purgatorio. Allí van a parar las almasque no son tan buenas para irdirectamente al cielo ni tan malas paraser condenadas al infierno, y sufriendoen el purgatorio pueden pedir perdónpor sus pecados.

Esa perspectiva tampoco la atraía.Amaury se reclinó y miró afuera dondelas tierras y el techo de hojas de losbosques de Marly se extendían hasta elhorizonte.

—Puedes confiar tu secreto a laVirgen María, —propuso—. Ella será

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quien interceda por ti. ¿Qué mejorconfesor puede uno desear que laVirgen?

Por un momento pareció que estaposibilidad ofrecía una salida. LuegoBeatriz dijo:

—Dios ha querido que sea estéril.Él la miró de hito en hito.—No lo sabes con seguridad. Eso es

lo que intento demostrarte.—Entonces es que ha querido que

Roberto… No podemos cambiarlo, nodebemos cambiarlo.

Amaury hizo un gesto desesperado.Le irritaba la actitud sumisa de Beatriz.Estaba acurrucada como un gorrión

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asustado, como si el más mínimo soplode aire pudiera llevársela. Se la llevaríay nadie la echaría de menos.

—No te atreves a asumir tu propiaresponsabilidad y por ello le echas laculpa a Dios, —dijo Amaury duramente—. Si alguien cayera al agua, ¿acaso nointentarías llevarlo a tierra antes de quese ahogara? Entonces no dirías: “Por lovisto Dios ha querido que se ahogue”.

Beatriz buscó con los dedos elrosario que colgaba de su cinta. Amaurysuspiró. En realidad tendría que habersecompadecido de ella, pero Beatriz nohacía más que irritarlo. Eso era porquela comparaba con Colomba. Prefería la

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cara descubierta y la actitud combativacon que Colomba se enfrentaba almundo. Ella al menos sabía lo quequería. Otra cosa era que por culpa deesa actitud hubieran discutido casisiempre. Sólo ahora se daba cuenta deque se había sentido atraído por ellajustamente por las riñas. Colombacontrolaba su propio destino. Para unhombre resultaba difícil aceptarlo, peroprecisamente por ello la respetaba.

Beatriz acabó cediendo. Vino averlo un tormentoso día de otoño,confiando en que el aullido del vientoahogaría cualquier ruido inadmisible.Trajo consigo una bandeja con bocados

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exquisitos y un botijo de vino, por lovisto para que le infundiera valor.

—He tomado una decisión. Quieroun hijo tuyo, —se limitó a decir mientrascolocaba la bandeja y el botijo en elnicho donde solían sentarse siempre.

Por un momento Amaury tuvo miedode no ser capaz. Pero en cuanto vio suvientre blanco y tocó su desnudez,comprendió que ese temor erainfundado. Ella regresó unas cuantasveces, para mayor seguridad. Tresmeses más tarde le comunicó que estabaembarazada.

Roberto, que parecía no sospecharnada, no cabía en sí de felicidad cuando

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Beatriz dio a luz a un varón. Por fortuna,el niño se parecía un poco a él. A fin decuentas, en sus venas corría la sangre delos Poissy.

Lo llamaron Gasce, como su abueloy el primogénito de éste, que habíamuerto en Tierra Santa. Simón estabadesconcertado. Veía cómo se leescapaban de las manos el título y laherencia, razón suficiente para difundirel rumor de que el niño era ilegítimo.Sin embargo, la intachable reputación deBeatriz impidió que nadie se tomara enserio sus acusaciones.

Desde su confinamiento en la torre,Amaury seguía los acontecimientos con

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malvada satisfacción. No le dejaban veral niño, pero su venganza era genial. Deun solo golpe había echado por tierra lasexpectativas de futuro de Simón y habíaalcanzado a Roberto, quien a la vez lehabía destrozado y salvado la vida, en ellugar más sensible sin que éste se dieracuenta. Era la venganza perfecta. Inclusohabía gozado al hacerlo, aunque le dejóun regusto amargo que no pudo eliminarni con la más dulce de las bebidas.

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ALBI

Octubre de 1226

Temiendo que, como tantos niños, elnuevo primogénito no llegara a la edadadulta, Beatriz le pidió que la volviera adejar embarazada. En un principio,Amaury se negó, pero finalmente cedió asus súplicas. Le dio otro hijo al quellamaron Roberto, como su padre. Pocodespués de haber dado a luz a su tercerhijo, Juan, Roberto imprimió su sello enuna declaración en la cual, con otrosveinticinco nobles ilustres, apoyaba al

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rey en una nueva Cruzada contra laherejía en tierras de Tolosa. Su manoestampó en el lacre el escudo con lasmerletas, mas en su corazón se habíaapagado el ardor por una nuevaCruzada.

Quince años antes, Roberto habíatomado la cruz por convicción. Ahora loimpelía tan sólo la lealtad al rey, queantes de acceder al trono había resididoen Poissy y cuyos hijos habían nacido ysido bautizados allí. Había cedido antelas presiones del rey piadoso, y sobretodo de la reina, una aún más fervientepartidaria de la que iba a convertirse enla tercera Cruzada de Luis. A su vez,

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Amaury cedió ante la garantía de quesólo participando en la Cruzada podríademostrar que volvía a ser un buencatólico. Recibiría la indulgenciaplenaria y de nuevo sería un hombrelibre. La promesa de que si tomaba lacruz le serían perdonados todos suspecados fue para Beatriz una razón paraalentar al padre natural de sus hijos aque aprovechara la oportunidad. Simónera el único que deseaba fervientementeuna nueva expedición de conquista, queesta vez quizá le diera una propiedad yun título en el sur.

Así pues, en mayo y en compañía desu antiguo compañero de armas, vecino

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y pariente Bouchard de Marly, partieronlos veteranos del ejército del rey Luis,quien inspirado por el fuego sagradocapitaneaba las tropas espoleadas por laIglesia. El rey Luis, que poco despuésde la muerte de Montfort, siendo aúnpríncipe, había emprendido unaexpedición al sur en contra de lavoluntad de su padre para salvar laprimera Cruzada contra los herejes,había sido responsable de la masacre deMarmande, un baño de sangre que casiigualaba al de Béziers. Sin embargo, nohabía conseguido tomar Tolosa. Esta vezse había propuesto extirpardefinitivamente la perversidad herética

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que volvía a florecer tras la reconquistade las tierras occitanas.

También los enemigos habían cedidoel puesto a una nueva generación:Raimundo de Tolosa, hijo de Raimundo;Roger Bernardo de Foix, hijo de RamónRoger; y Ramón II Trencavel, el hijodesterrado de Ramón Roger, vizcondede Carcasona, asesinado en 1209.

Todos ellos, jóvenes sedientos devenganza por el agravio que se habíacometido contra sus difuntos padres. Lestraía sin cuidado que Luis fuera un reyungido y que por esa razón fueseconsiderado un semidiós.

El avance del ejército de los

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cruzados se estrelló pronto contra unasorpresa desagradable. Raimundo VII deTolosa, quien como legítimo sucesor desu padre había sido excomulgado yprivado de todos sus derechos, habíaencontrado un medio para fastidiar aLuis y su Cruzada. Consiguió convencera la ciudad de Aviñón de que tomarapartido por él. Totalmente en contra delos acuerdos y de las promesasrealizadas, las autoridades negaron alrey el acceso a la ciudad y al únicopuente adecuado para dejar pasar alinmenso ejército sobre el Ródano. Elrey, furioso, ordenó que se organizara elasedio.

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Hubieron de transcurrir tres mesesantes de que Aviñón se diera porvencida, una eternidad. Tres meses enlas tierras yermas en torno a Aviñón,donde no había posibilidad de encontrarcomida. Era preciso traer de Franciaincluso el forraje para los caballos. Tresmeses de ataques, escaramuzas,emboscadas, calor y hambre. Cuandopor fin pudieron emprender laexpedición militar propiamente dicha,ya era casi otoño. Y cuando llegaron alcorazón de tierras heréticas, muchosguerreros habían muerto a causa de ladiarrea. La temida enfermedad, que yase había declarado durante el asedio de

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Aviñón en el ejército, arrasaba como lapeste. El rey decidió dejar de lado laansiada Tolosa y emprender el caminode vuelta.

En Albi, las fuerzas de Robertohabían disminuido tanto que se vioobligado a desmontar de su caballo.Amaury se quedó atrás con él. Alcontemplar el rostro demacrado de suhermano, el rencor cedió ante elremordimiento.

—¿La has encontrado? —susurróRoberto con voz debilitada.

—¿A quién?Roberto lo miró en silencio. Sus

ojos brillaban debido a la fiebre.

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Amaury se mordió el labio inferior.—¿Cuándo quieres que la haya

visto?—Tuviste ocasión de hacerlo. —

Roberto intentó incorporarse y Amauryle colocó una almohada en la espalda—.¿Acaso pensabas que te creí cuandodijiste que las patrullas enemigas tehabían bloqueado el camino?

—Era cierto, tuve que desviarme.—¿Un desvío de cuatro días?Durante el asedio de Aviñón, había

un ir y venir continuo de clérigos,embajadores y correos que venían aofrecer al rey la rendición de susrespectivas ciudades. Podían llegar al

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campamento de los sitiadores cruzandoel puente de piedras de Saint-Bénézet ysiguiendo la orilla del Ródano por unasenda estrecha, al pie de las rocas, queera impracticable para el ejército con sumaterial pesado.

Por miedo al ejército de loscruzados que se acercaba, toda la zonadesde el Ródano hasta Carcasona y Albise había dado por vencida de antemanoy había jurado lealtad al rey, mientraséste seguía estancado con su ejército enAviñón. Luis no disponía de suficientescorreos y Amaury le había ofrecido susservicios. A fin de cuentas hablaba lalengua del país y conocía la mayoría de

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los caminos. Sin dudarlo ni un momento,había aprovechado la oportunidad parapasar por Cabaret en el camino devuelta.

Era como si el tiempo se hubiesedetenido, era como si se despertase deun mal sueño que había durado quinceaños. Las casas y los talleres de lasBonnes Dames y los Bons Hommesestaban abiertos de par en par y seguíanfuncionando con normalidad. El señorPedro Roger residía en su castilloencima de las orillas del Orbiel. Laúnica diferencia era que los hijos dePedro Roger eran ahora hombres hechosy derechos y, al igual que su padre,

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gobernadores de Trencavel. Poco antesde que Amaury abandonara Cabaret, elseñor Jordán se había casado con labella Orbrie. Entre tanto había cambiadoa esta seductora por otra esposa. LaIglesia de Dios se había encogido dehombros y no había puesto impedimentoalguno, pero la Iglesia de Roma habíapuesto el grito en el cielo acusándolo debigamia.

Los hermanos no tenían la másmínima intención de someterse al reyfrancés. Muy al contrario, dieron cobijoa más de treinta faidits refugiados que,como ellos, eran en su mayoría antiguosvasallos de Trencavel. Además, el

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obispo de los Buenos Cristianos delepiscopado de Carcasona habíaestablecido su sede en la fortaleza de lacima de la montaña. En Cabaret, elambiente estaba más caldeado queotrora, cuando Montfort amenazaba lafortaleza.

—¿Colomba?Amaury describió qué aspecto tenía.

Además, no era un nombre muycorriente.

—¡Ah, Colomba de Limousis!Amaury asintió esperanzado. No

sabía que se llamara así.—No, nunca regresó.Sin duda, la decepción podía leerse

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en su rostro. Su informante se restregópensativo la barba gris.

—Al que sí volví a ver fue a supadre, —dijo el viejo solícito—.Regresó para arreglar algunos asuntos.Eso fue cuando los señores de Cabarettomaron de nuevo posesión del castillo,hará un lustro. Lo recuerdo porque hacíaaños que no se le veía por Cabaret. —Su tono delataba respeto—. Una personaasí no pasa desapercibida.

—¿Por qué?El otro le lanzó una mirada

escrutadora.—Por aquí no vienen tan a menudo

caballeros hospitalarios.

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A Amaury le asaltaron todo tipo deimágenes del pasado. Tras unosinstantes empezó a perfilarse una imagenclara del caos de sus recuerdos.

“¡¿Sanjuanistas?!”, habríaexclamado en otro tiempo, y quizáhabría agarrado y sacudido al asustadoanciano. Sin embargo, los años desoledad en un entorno hostil lo habíanconvertido en hombre prudente.

—Claro que no, —respondió conaplomo—. ¿Con quién habló?

—Sospecho que con Pedro Roger ocon el señor Jordán. Los jóvenesseñores no lo habrían reconocido.Seguramente se trataba de una

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formalidad. Qué quieres, con tantoscambios de poder.

—De eso viven los escribanos, —asintió Amaury sin darle importancia—.Hay sitios que han cambiado cuatro ocinco veces de manos. Ahora que el reyestá de camino, pueden ponerse denuevo a redactar escrituras. ¿Acaso laorden de San Juan adquirió por laCruzada posesiones que pertenecían aCabaret?

—Las iglesias y los conventos nuncasueltan lo que les ha sido entregado, —protestó el viejo—, y menos aún losmonjes de órdenes militares. Lostemplarios no lo hacen, ni tampoco los

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caballeros hospitalarios. Aunque hayque admitir que no malgastan el dineroen su propia gloria, sino que lo dedicana la reconquista de Tierra Santa. LaIglesia de Roma es avariciosa, unaglotona que rebaña el dinero hasta queno queda nada. ¡No, seguro que no vinopara devolver sus posesiones!

Pero ¿a qué había venido entonces?—Durante diez años hemos

soportado el yugo de los invasores, —prosiguió el anciano—, y lo peor detodo es que encima teníamos que pagarsu “guerra santa”. ¡Cada familia debíapagar al año tres deniers para que noolvidáramos “que el país había sido

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conquistado con ayuda del papa y de lasanta Iglesia”! ¡Nos hicieron pagar portoda la miseria que nos causaron! Lascasas de los Buenos Cristianos fueronocupadas por sacerdotes que lasconvirtieron en rectorías. Echaban elguante a quien no acudiera a misa losdomingos y las fiestas de guardar, y leobligaban a pagar una multa de seisdeniers. ¡Seis deniers!

—Vergonzoso, —admitió Amaury.Se sentía cada vez más miserable.

Bien es cierto que había escondido en sualforja el manto con la cruz en el pecho,pero aun así se sentía incómodo.

—Ya soy demasiado viejo para

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excitarme, pero estoy dispuesto adefender Cabaret con las armas sivuelven a intentar someternos.

Amaury asintió compasivamente y ledio unas palmadas en el hombro paraanimarlo. Después se disculpó.

En Cabaret no consiguió averiguarnada más. No podía acudir a loscastellanos para preguntarles qué tratoshabían tenido con el padre de Colomba.En lugar de ello cabalgó hacia Homps,el principal albergue de caballeroshospitalarios de la región. Allí preguntópor el antiguo señor de Limousis. Lecontestaron que había partido haciaTierra Santa tres años antes.

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Más de dos meses después de lavisita clandestina de Amaury a Cabaret,el señor Jordán de Cabaret se presentóinesperadamente ante el rey cuando éstellegó por fin a Carcasona. Se hincó derodillas para someterse al soberano yLuis le otorgó el perdón, aunqueexigiéndole que regresara a Cabaretpara convencer a su hermano y a susprimos de que firmaran la paz. Mientrasse movía intranquilo como un leónenjaulado a la espera de que se hubieranescrito las cartas de amnistía yreconciliación, varios obispos y abadeslo sometieron a un interrogatorio sobresu bigamia. Los prelados le ordenaron

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que abandonara a su segunda esposa yvolviera con Orbrie. Jordán prometió aregañadientes que se enmendaría.Amaury procuró formar parte de laescolta que debía proteger al nobledurante el viaje de vuelta a Cabaret.

—¿Colomba de Limousis? —repitióel señor Jordán al tiempo que negabacon la cabeza.

—Su padre estuvo en Cabaret, pocodespués de vuestro regreso, hace yacinco años.

El noble lo examinó con una miradarecelosa que se detuvo sobre la cruz quellevaba en el pecho.

—Es un caballero hospitalario, —

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aclaró Amaury.El otro se encogió de hombros.—Si el señor Pedro Roger está

dispuesto a someterse al rey y si Cabaretpasa a la corona, es aconsejable que nosinforméis sobre los conflictos quetuvieron lugar en el pasado, —dijoAmaury con dureza—, para que no nostopemos con sorpresas desagradables.

No nos gustaría estorbar u ofendersin quererlo a los sanjuanistas.

El rey ha llegado a un acuerdo sobrevuestras tierras, no sobre vuestrasdisputas.

El señor Jordán suspiró. EnCarcasona ya lo habían interrogado

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prolongadamente y estaba harto depreguntas. Conociendo la actitudbelicosa de sus parientes, no teníamuchas ganas de volver a Cabaret. Y lodesanimaba aún más que hubieranenviado a alguien para interrogarlosobre semejantes minucias.

—Los derechos que ejercía el señorde Limousis en nuestro territoriopertenecen definitivamente a la orden deSan Juan, —respondió con frialdad—.Nos opusimos a ello, pero su hija ya noes de este mundo y… —Se detuvoasombrado por el desconcierto en elrostro de su interlocutor.

—¿Y? —preguntó Amaury

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intentando recomponerse.—Su hijo no será reconocido como

heredero legítimo. Con ello ha puesto fina una prolongada disputa.

Amaury se estrujaba el cerebro,intentando ordenar sus ideas, arrasadaspor una oleada de emociones. ¿Serefería tal vez al hijo del señor deLimousis? Pero Colomba nunca le habíahablado de su hermano. En realidadnunca había hablado de su familia. ¿Eraposible que…?

—¿Qué hijo? —espetó.En aquel momento fueron

interrumpidos por un grito de alarma. Ungrupo de jinetes había aparecido de

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repente al borde de un bosque y seacercaba a gran velocidad. El señorJordán miró fijamente hacia la llanura.

—Faidits, —dijo—. Creo que espreferible que no sigáis adelante. Por lovisto ya nos encontramos en territoriohostil para los cruzados.

La escolta tenía la orden deacompañar al señor de Cabaret hasta loslímites de sus tierras. Pero puesto que elenemigo había osado acercarse tanto, laprotección ya no era necesaria. Decualquier forma, la unidad armada erademasiado pequeña para entablar uncombate. Por ello, los soldadosvolvieron grupas y se alejaron en

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dirección a Carcasona. Amaury no hizoningún ademán de marcharse.Permanecía inmóvil en su montura ymiraba al señor Jordán de hito en hito.

—¿El hijo? —preguntó, esta vez conmás cuidado.

—Desde el punto de vista de laIglesia católica, la unión era ilegal, portanto también todos los hijos nacidos deella. Todo depende de cómo se mire. Yaconocéis los criterios que mantiene laIglesia de D…, la iglesia herética.Celebra matrimonios sin sacramento yademás no bautiza a los recién nacidos.En cuanto el rey empuñe el cetro enCabaret, este problema dejará de existir.

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Propiamente dicho, ese hijo no existe.Mientras tanto, los jinetes se habían

acercado mucho. Amaury saludó alnoble que prosiguió con su escolta, y seapresuró a espolear a su caballo.

Había hecho bien en regresar enaquel momento a Carcasona.

Unos días más tarde se enteró de queel señor Jordán había sido atacado porlos faidits, que lo habían llevado aTolosa acusándolo de traidor y lohabían encerrado en la prisión. Alpensar de nuevo en aquellaconversación sentía que ladesesperación le oprimía la gargantacomo una mano estranguladora. Habría

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preferido regresar a Cabaret, peroRoberto ya estaba enfermo y no podíaabandonarlo.

Los ojos febriles seguían mirándolointerrogantes.

—No la encontré, —dijo Amaury, ypalmeó suavemente la mano de Roberto,que yacía sin fuerzas sobre la manta. Sepuso en pie, abrió el toldo y respiróprofundamente. El olor a enfermedad ledaba náuseas.

—Creía que te me habías escapado.Sigo temiendo que te quedes aquí, —leoyó decir desde el catre—. Has deregresar, Amaury.

—Hay tiempo de sobra, —respondió

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desde fuera.—Me han dicho que Simón ya ha

marchado.—El rey tiene prisa, también él está

enfermo. Los que no puedan seguirviajando tienen que quedarse.

—¿El rey también está enfermo? ¿Yeso qué puede importarle a Simón? Sabeque moriré. Si tiene prisa es porquequiere aprovechar la oportunidad.

Amaury se dio la vuelta y regresójunto a la cama de su hermano.

—Me quedaré contigo hasta el final.Roberto se hundió un poco más en la

almohada. Esbozó una sonrisa.—¿Cómo está Bouchard? —quiso

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saber.Amaury negó elocuentemente con la

cabeza. Unos días antes, tambiénBouchard de Marly había fallecido aresultas de la perniciosa enfermedad,aunque ello no afligía en absoluto aAmaury.

Ahora, Roberto y Simón eran losúnicos que lo sabían todo. Roberto hizouna mueca de dolor.

—Has de regresar, Amaury. Tienesque proteger a tus hijos contra Simón.

Amaury contuvo la respiración. Sehizo un silencio embarazoso.

—¿Acaso creías que no lo sabía?Amaury desvió la mirada hacia las

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costuras del toldo. No podía soportarpor más tiempo el reproche silenciosoen el rostro demacrado.

—Beatriz es más sensata de lo quecrees. Me confió tu deshonrosapropuesta en cuanto comprendió lo quequerías de ella. —Los calambres en suvientre le impidieron seguir hablando.Tuvo que recuperar el aliento antes deproseguir—: No lo hizo por amor a ti.Lo hizo porque me quería y porque sabíaque actuaba en interés de la casa dePoissy. —Roberto negó lentamente conla cabeza—. Lo que tú no sabías es quecon ello te castigabas a ti mismo. Teníaprevisto darte más libertad, quizá

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incluso dejarte libre antes, pero me viobligado a apartarte de tus hijos. Nopodía permitir que establecieras unvínculo con ellos. A fin de cuentas yoera el padre.

Amaury permaneció en silencio yvolvió a morderse el labio.

—Querías vengarte de mí y sobretodo de Simón. —Intentó reírseburlonamente—. ¡Ay, hermanito!Encargué a Beatriz que llevara a cabo elplan porque no veía ninguna soluciónmejor para mi propio dilema: Simón, oun bastardo con la sangre de los Poissyen sus venas.

Una nueva punzada le impidió

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hablar. Respiraba con esfuerzo sin dejarde apretar los dientes. Sintió que elesputo y la sangre salíanincontroladamente de su cuerpo. Sucuerpo, su cama, todo apestaba.

—Tienes que regresar, —dijojadeando—. Debes ayudar a Beatriz, delo contrario Simón podrá con ella, puesno sabe defenderse contra laintimidación y la violencia.

—Tengo un hijo que me necesita aúnmás, —dijo Amaury con dificultad.

—¿Aquí…? ¿De ella?Las palabras de Jordán de Cabaret

no podían tener otra explicación.—¡Ay, hermanito! —dijo de nuevo

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Roberto—. Antes de salir de Poissyvolví a hacer testamento. En él te henombrado tutor de los niños, por si yono regresaba. Ya no puedo ayudarlos. —Se detuvo, agotado por el esfuerzo quele suponía hablar. Tras unos instantesprosiguió—: Este es mi último deseo,que mis hijos me sucedan, que la sangrede mi padre, que también era la tuya, semantenga para Poissy. Tú mismo te hasarrinconado, Amaury. Ya va siendo horade que asumas las consecuencias de tusactos. Has de defender los derechos detus hijos.

Regresar a Poissy para proteger aunos hijos que no podían saber que él

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era su padre. Mientras que en Occitaniacrecía un muchacho al que le habíanarrebatado sus padres y su herencia, yque sin duda sería educado paraproseguir la desesperada lucha de losproscritos que defendían al VerdaderoCristianismo.

—Júramelo, sobre mi lecho demuerte, —le ordenó la voz casiinaudible de Roberto.

Amaury se cubrió el rostro con lasmanos y gimió. Lo había hecho todo mal,desde el momento en que se había unidoa la maldita Cruzada de Montfort. Habíadestrozado a todos, sobre todo a símismo. Con el triunfo de su venganza,

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que había celebrado en el silencio de susoledad en la torre, había forjado suspropias cadenas.

Se santiguó.—Juro que los protegeré hasta que

tengan edad suficiente para distinguir elBien del Mal, y hasta que sean lobastante fuertes para defenderse por sisolos. Lo juro sobre la tumba de mipadre y a la luz de todos los ángeles delcielo.

Posó los labios sobre la manosudorosa de su hermano. Después seabalanzó afuera para vomitar.

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PARÍS

12 de abril de 1229

—¿Qué es un hereje?La vocecita aguda del pequeño

Gasce de Poissy, de siete años de edad,turbó el solemne silencio de la plaza dela iglesia. Por fortuna, sus palabras noalcanzaron al grupo que se hallaba sobreuna elevación en el zaguán de NotreDame. Sólo los nobles más cercanos seecharon a reír o esbozaron una sonrisa.Estaban sentados en largos bancos en lastribunas instaladas alrededor de la

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plaza.—Un hereje es alguien que ha

elegido un largo camino para llegar alcielo, —respondió Amaury en voz baja.

Advirtió que Beatriz lo miraba dereojo enarcando las cejas, aunque sindecir nada. Simón le lanzó una miradadespectiva.

—Los herejes son unos perrosdescreídos. Son ratas que roen lospilares de la Iglesia, —soltó.

—¿Son animales? —preguntó elniño, pasando la mirada de uno a otro.

—Son personas normales, como tú yyo. Sólo que han elegido otro camino.

—No existe otro camino, —le

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espetó Simón a su primo—. Sólo hayuna verdad, la de la Iglesia católica.Quien niegue esa verdad es un hereje.

—Yo no niego nada. Sólo digo quehay personas que mantienen opinionesdiferentes a las nuestras.

—Tú sugieres que existe otraverdad. Eso es herejía.

Amaury percibió las miradasrecelosas en derredor. Comprendía muybien por qué Simón seguíadeliberadamente con la discusión.

No dejaba escapar ningunaoportunidad con tal de que las sospechasrecayeran sobre él, con la esperanza depoder quitarlo de en medio.

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No obstante, Amaury se negaba aafirmar cosas contrarias a susconvicciones, sobre todo en presenciade su pupilo.

—Hay personas que creen en otraverdad, —mantuvo—, y a ésos losllamamos herejes. —Eso no tenía vueltade hoja.

—Los herejes son enemigos de laIglesia. Son secuaces del demonio, —leespetó Simón a su sobrino.

—¡Oh! —no sonaba en absolutoconvencido, pero Gasce no osópreguntar nada más.

El pequeño sentía un profundorespeto por las furiosas miradas de su

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tío. Su mano buscó la de su tutor, que laapretó con fuerza. Retrocedió un poco yse apoyó contra la espalda de Amaury,escondiéndose detrás de sus anchoshombros, que lo protegían como unescudo frente al malvado mundo. Perosu curiosidad era mayor que su miedo yal poco alargó el cuello para ver elespectáculo que tenía lugar delante delzaguán de la iglesia.

Debajo de un baldaquín azulbordado con hilo dorado estaba sentadala reina regente junto a su hijo, el reyLuis IX, quien aún no había cumplidoquince años. Los flanqueaban a laderecha los obispos, arzobispos y

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cardenales y a la izquierda los barones.Parecía que compitieran entre si con lariqueza de sus vestiduras. Las mitras sealzaban al cielo y los estandartes de losnobles descollaban por encima de ellas.Detrás brillaba el oro en los zaguanesrecién acabados de la nueva iglesia, conlas esculturas pintadas en vivos coloresque representaban escenas de la Biblia.Tanto lujo y poderío impresionabaincluso al populacho de París, queestaba acostumbrado a todo.

Delante de la reina y de su hijo sehallaba el escribano real, que leía envoz alta el texto del tratado de pazacordado por el legado papal y el conde

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Raimundo VII de Tolosa, y que éstevenía ahora a sellar y confirmar ante suseñor feudal. Era una retahílainterminable de la cual el pequeñoGasce no entendía gran cosa. Empezó amoverse impaciente sobre el duro bancoy después meneó un rato las piernashasta que le llamó la atención un caballoque por lo visto empezaba aimpacientarse tanto como él. Tal vez elanimal se hubiese asustado, quizá no sesintiera a sus anchas porque lo habíanacicalado tanto como a él para laocasión. Después de dar unos tirones,Gasce consiguió abrir su sobretodo derígido brocado. Era demasiado grueso

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para el tiempo primaveral de aquel día.El sol aparecía de vez en cuando dedetrás de las nubes que surcaban elcielo. Gasce seguía expectante losmovimientos del caballo, confiando enque los criados no pudieran dominarlo.Uno de ellos cayó y Gasce soltó unacarcajada. Se imaginó al animalgalopando sobre el podio, metiéndoseen las tribunas. Sin embargo, llegó otrocriado, un gigantón rubio, que consiguiódominar rápidamente al caballo. Desúbito, la mano de su tutor se crispó yapretó en exceso la suya.

—¡Au! —exclamó el joven nobledisgustado.

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Amaury relajó la mano. Gasce estiróy dobló los dedos y volvió a dirigir lamirada hacia el podio, donde elescribano por fin había terminado sudiscurso. Entonces se levantó un noblericamente ataviado que había estadosentado a la izquierda del rey y de sumadre. Enseguida se armó un granalboroto. El público empezó a lanzargritos que él no podía entender. El tíoSimón parecía saber de qué se trataba,pues también él gritaba.

—¡Traidor! —gritaba—. ¡Canalladesleal!

Sin embargo, su tutor miraba haciaotro lado, al hombre que justo antes

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había sabido contener al caballo. Unprofundo surco atravesaba su frente.

—¿Quién es? —preguntó el niñotirándole del brazo.

Amaury se sobresaltó.—Es el conde Raimundo de Tolosa,

—gritó por encima del estruendo,trasladando su mirada al podio.

—¡Me refiero a ése! —gritó Gasce.Se puso en pie sobre el banco,

alargó el brazo y señaló en dirección algigante rubio. Amaury lo hizo sentar denuevo, lo miró con expresión dereproche y se llevó el índice a loslabios. Por fortuna, Simón estaba tanabsorto maldiciendo que no se había

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percatado de nada.Mientras tanto, el conde se había

acercado al atril sobre el cualdescansaba un libro abierto. Mantenía laespalda erguida, el gesto grave y lacabeza muy alta. Volvió a reinar lacalma mientras él hacía la señal de lacruz, colocaba la mano sobre el libro yjuraba solemnemente por Dios y lossantos que cumpliría todos los artículosdel tratado de paz. Aunque no legustaran lo más mínimo. Su rostro nopresagiaba nada bueno cuando procedióa firmar la escritura y a estampar susello en ella. Eran muchas lasconcesiones que había tenido que hacer,

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a pesar de estar plenamente en suderecho. Las exigencias erandesmedidas. El texto del tratado finalque ahora firmaba era todavía másdifícil de digerir que el que había hechoredactar en enero junto con el legadopapal. No sólo tenía que pagar un preciomuy alto por la guerra que habíadeclarado para exigir sus derechos denacimiento, sino que además debíadesmantelar de nuevo su ciudad yderrumbar las murallas de otras treinta ycinco ciudades y castillos. Había deceder nueve castillos al rey, entre ellossu propio Chateau Narbonnais. Ademásse comprometía a emprender, en el

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plazo de un año, una Cruzada a TierraSanta que debía durar por lo menoscinco años, algo que por otra parte notenía intención de cumplir. Pero elartículo más insoportable de los treinta ydos del tratado de paz era que sólopodía conservar la mitad de sus tierras yque debía entregar su hija Juana alhermano menor del rey. Con ello, elderecho de sucesión de los dominiosque conservaba el conde pasaba a lacasa real francesa, pues sólo los hijosque nacieran de ese matrimonio podríanheredar sus posesiones. Si elmatrimonio no tuviera descendencia, elrey se convertiría en heredero y Tolosa

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pasaría a la corona. Esto significaba queel conde sólo podía poseer sus dominiosen usufructo, en nombre de su futuroyerno.

El joven retoño de los Poissy no sehabía enterado de nada de esto, yAmaury había escuchado sólo a mediaslos últimos artículos.

Wigbold estaba aquí, no cabía lamenor duda. Poco importaba que fueraun guardia personal del conde de Tolosao alguien de su séquito. No había en elmundo nadie a quien Amaury desearatanto echarle el guante como almercenario frisón. Sólo que en estascircunstancias nunca lo conseguiría.

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—¡Se va a desvestir! —dijo Gascesoltando una risita disimulada.

Observado por la despiadadamirada de la reina Blanca, el condeRaimundo se desprendió de laspreciosas telas que lo cubrían. Tambiéntuvo que descalzarse sus botas de finocordobán. Cuando se hubo quedado encamisa y pantalón de seda, descalzosobre el podio, le colocaron una sogaalrededor del cuello.

—¿Lo van a ahorcar? —preguntóGasce, dudando entre si había de estarimpresionado o si podía deleitarse conel espectáculo.

—¡Por desgracia, no! —dijo Simón.

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—Lleva la soga sólo en señal depenitencia, —dijo Amaury haciendo unesfuerzo por ocultar su indignación—.Mira, le dan una vela.

Súbitamente le vino a la memoria eldeplorable espectáculo en Saint-Gilles.También en aquella ocasión habíacontemplado la humillante ceremoniacon un sentimiento de repulsa.

—¡Es una vergüenza! —exclamó—.¡El viejo conde Raimundo se revolcaráen su tumba!

—A ése nunca lo enterraron, murióexcomulgado, —dijo Simón burlándose—. Los caballeros hospitalarios fueronlos únicos dispuestos a aceptar su

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cuerpo. Llevaba ya seis añospudriéndose encima del suelo. ¡Un festínpara las ratas!

Amaury se levantó bruscamente. Dejoven se habría abalanzado sobre suprimo. Ahora se limitó a darle laespalda como si no existiera.

—Tu río se rebaja a unasafirmaciones que son groseras,indebidas e indignas de un caballero, —le dijo a su pupilo—. Un buen cristianono se ríe del enemigo vencido, sino quese muestra compasivo.

Beatriz siguió de inmediato suejemplo. Gasce se dejó deslizar delbanco hasta tocar la tribuna con los pies.

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Los que estaban en el podio se habíanpuesto en pie. Bajo la dirección dellegado papal y de las demás dignidadeseclesiásticas, el conde semidesnudo fueconducido hacia la catedral y una vezdentro hacia el altar. Allí se arrodillóhasta que el resto del grupo huboentrado para presenciar la penitencia.

Cuando los Poissy se disponían aentrar en la iglesia, Simón se quedósúbitamente parado en el zaguán. Asió alpequeño Gasce del brazo, lo atrajohacia sí y le señaló el témpano sobre suscabezas, que representaba el día deljuicio final. Allí estaba el demonio, quearrastraba a los condenados al infierno.

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—Allí van a parar los herejes, —ledijo Simón secamente.

Con la mano indicó las arcadasdonde los repulsivos ayudantes deldemonio esperaban las almas de loscondenados.

—Allí está la caldera del infierno.Allí también van a parar los desertoresque protegen a los herejes. —Lanzó unamirada elocuente en dirección aAmaury.

—Venga, que estorbamos a losdemás, —dijo Beatriz apresuradamente.

Su amonestación era casi superflua,pues la multitud ansiosa por entrar losempujaba ya.

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Amaury siguió la ceremonia concreciente disgusto. El legado castigó alconde Raimundo con un azote antes dedarle la absolución y levantar laexcomunión.

—¿De qué sirve esta humillación?Por todos los santos, ¿qué ha hecho demalo? —murmuró irritado—. Es un buencatólico, eso nadie lo pone en duda. Nisiquiera se le acusa de complicidad enun asesinato, como se hizo con su padre.Lo único que ha hecho es exigir susderechos. Si un hombre ya no puedeluchar por lo que le pertenece, ¿qué lequeda?

Beatriz asintió compasivamente.

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—Es la reina, —susurró—. Todos letienen miedo. Ahora el conde de Tolosaya sabe con quién trata.

—Me da mucha pena, —dijo Gasce.—Es un espectáculo triste, —

admitió Amaury—. Han aprovechadoesta oportunidad para exhibir el poderdel rey y dejar bien claro que él es quienmanda aquí. El conde Raimundo tieneque pagar para aumentar la gloria denuestro soberano menor de edad, y laIglesia apoya esta farsa.

Beatriz se inclinó hacia él y lesusurró:

—O el de la reina Blanca. Sudevoción es ejemplar. Los prelados

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dependen de ella. No me extrañaría quela reina les hubiera dictado esteespectáculo humillante. —Se enderezóde nuevo y añadió en voz alta, para queSimón pudiera oírla—: ¡Que la VirgenMaría proteja a la reina Blanca! ¡¿Quéhabría sido de nuestro país si ella nohubiera conseguido conservar el tronopara su hijo, cuando los baronesintentaron secuestrar al príncipe haceaño y medio?! Si yo fuera tan valientecomo ella, si yo tuviera su fuerza, notendrías que proteger a mi hijo contraquienes ansían arrebatarle su herencia.

A pesar de su timidez, Beatriz estababien informada. Seguía manteniendo el

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estrecho vínculo que los Poissy teníancon la reina Blanca desde que ella dieraa luz al joven Luis en Poissy. Beatrizdeseaba que Gasce se educara en lacorte del rey en cuanto tuviera edad paraello. Amaury prefería guiarpersonalmente al joven, aunque sabíaque nadie podría proteger mejor losderechos de Gasce que la reina. Lerepelía la idea de que su hijo secontaminara con el profundo odio quesentía la reina por la herejía del sur. Yahabía transmitido su piedad rayana en elfanatismo al joven rey, sobre el cualejercía una gran influencia. Además, suambición no conocía límites. Luis le

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consultaba antes de tomar una decisión,por lo cual ella reinaba con él. No eradifícil adivinar qué consecuenciastendría esto para el país de Raimundo deTolosa.

Montfort había sido un comandantetemido, mas había tenido que luchar sinel apoyo del rey Felipe Augusto, que nosentía demasiado entusiasmo por laCruzada en sus Estados vasallos. Sólo elvaliente estratega Raimundo VII habíasido capaz de derrotar al comandanteque todos creían invencible yreconquistar las tierras que habíaperdido su padre. Por el contrario, elrey Luis VIII había luchado

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personalmente. Tras su muerte a causade la diarrea en el viaje de retorno de suCruzada, su primo Humberto de Beaujeuhabía asumido el mando supremo, yhabía continuado la lucha alentado yapoyado por la viuda del rey. Durantedos años había asolado las tierrasalrededor de Tolosa, destruyendo lascosechas y causando daños irreparablesa los viñedos, privando así a la ciudadde su principal fuente de ingresos. Unacatastrófica afluencia de refugiados y lahambruna que inevitablemente le siguióobligaron al conde Raimundo adoblegarse. Cedió ante la propuesta deque podría mantener su título y que éste

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sería reconocido oficialmente a cambiode su rendición. Blanca triunfó. Estetratado de paz olía a sus ansias dedominación, que ciertamente contribuíana mantener la dinastía de los Capetos,pero que supusieron la caída de la deTolosa. No existía en el mundo ni unguerrero, por muy intrépido que fuera,capaz de cambiar la situación. El paísde las ciudades libres del que tanorgullosa se sentía Colomba, el país delos trovadores que cantaban al amor yde los Buenos Cristianos que viajabantrabajando y predicando para difundirsus creencias pacifistas, seríaanexionado por un reino modesto que

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gracias a ello se convertiría de golpe yporrazo en un coloso. Incluso se habíacreado una organización especial,dirigida por clérigos que se hacíanllamar jueces de la Inquisición oinquisidores, y que eran ayudados porlaicos, para interrogar a la población afin de descubrir a los herejes y llevarlosante los tribunales. Montfort se habíalimitado a gobernar el país con el látigoen la mano, pero ahora también elbáculo se había convertido en un armapara la opresión.

Amaury se despertó de un sobresaltode sus cavilaciones al notar que Gascele tiraba del brazo.

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—¡Tienes que rezar! —le advirtió elniño.

Se apresuró a ponerse de rodillas,mas no podía dejar de pensar en losbosques de la Montaña Negra. ¿Habríaluchado el hijo de Colomba en la guerraque según los rumores se habíaprolongado durante dos años en torno aCabaret? ¿Cuántos años debía contarahora? Diecisiete…, más o menos lamisma edad que tenía él cuando partióhacia el sur con el ejército de loscruzados. Con repentina intensidadfueron surgiendo las imágenes de losúltimos días que pasó con Colomba.Volvió a ver cómo su mano se deslizaba

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sobre el abultado vientre de ella. Habíanotado que el niño se movía y habíaapretado la oreja contra el vientre paraoír el latido de su corazón.

Dios, ¿por qué volvía a recordarlotodo como si hubiese sido ayer? ¿porqué después de tantos años volvían allenársele los ojos de lágrimas alrecordar aquellos últimos momentos?¿Qué aspecto tendría el joven? ¿Separecía a ella? ¿Era creyente de laIglesia de Dios? ¡Sin duda! ¿Qué seríade él si los inquisidores obligaban a losbuenos ciudadanos a entregar a losherejes? ¿La cárcel, la hoguera?¡Wigbold! De un sobresalto alzó la

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cabeza y miró alrededor. Tenía queencontrar al frisón. ¡¿Dónde se habíametido ese traidor?!

Ya no cruzaba las manos, sino quelas cerraba en un puño o buscabanervioso el cinto donde solían colgarsus armas. Ahora las guardaba suescudero, fuera de la iglesia, puesestaba prohibido ir armado dentro delrecinto sagrado. La inquietud se fueapoderando de él. Apenas aguantaba yaestar en el recinto repleto y fue presa delpánico. Habría querido abrirse caminocon los codos para poder salir afuera,pero abandonar la misa antes de que éstaacabara era un sacrilegio. En aquel

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momento sintió la mano de Beatriz sobrela suya. La acarició suavemente y lesusurró palabras tranquilizadoras que localmaron un poco. La miró fugazmente,mas no se atrevió a sonreírle y retiró lamano, por temor a Simón, que seguía alacecho como un reptil sediento en buscade una prueba que confirmara sussospechas. Después pasó su mirada a lacabeza inclinada del niño, al caballorubio oscuro que ondulaba como elsuyo. Quería acariciarlo, pero secontuvo, consciente de la presencia deSimón, a quien no se le escapaba nada.Pensó que debía pedirle a Beatriz que lecortara el cabello al niño. Y el otro,

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¿tendría el mismo pelo o lacio como elde Colomba y de un castaño como lasavellanas maduras? De su interior seescapó un sollozo. Llenó sus pulmonesde aire, cerró los ojos y empujó elpulgar y el índice en la cuenca de éstos.¡Tenía que controlarse!

—¿Qué te pasa? —preguntó la vozinfantil a su lado.

—¡Reza, maldita sea! —dijo Simón.

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PARÍS

Mayo de 1229

Conforme al tratado de paz, el condeRaimundo VII y diez nobles de su séquitofueron encarcelados en el Louvre engarantía de que se cumplirían lasprincipales estipulaciones del tratado: latransmisión de los castillos exigidos y laentrega de la hija del conde. Lossoldados que los habían acompañado aParís estaban obligados a quedarse hastaque aquéllos fueran liberados. Deacuerdo con las averiguaciones que

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había hecho discretamente Amaury,Wigbold era uno de ellos. Estaba alservicio de Ramón d’Alfaro, hijo de unahija natural de Raimundo VI y Hugo d’Alfaro, el antiguo comandante de losmercenarios de Navarra y senescal deAgenais a cuyo mando Amaury y elmercenario frisón habían defendidoTolosa. Ramón d’Alfaro era, si cabía,un más ferviente defensor de la libertadque su padre y gracias a sus lazosfamiliares era incondicionalmente leal ala casa de Tolosa. Así, se habíaofrecido inmediatamente a permanecerencerrado en el Louvre como rehén conel conde.

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Por tanto, el temor de Amaury deque Wigbold se le escapara de lasmanos era infundado. La delegacióntardaría por lo menos un mes en partirhacia Tolosa y regresar, y durante todoeste tiempo el séquito de los rehenesdebía permanecer en París. ParaWigbold eso no suponía problemaalguno. La ciudad le ofrecía suficientediversión y Amaury sabía dóndeencontrarlo. El único problema era queParís contaba con innumerables burdelesrepartidos por todos sus barrios, aambas orillas del Sena e incluso en laisla La Cité, donde estaba emplazado elpalacio real. Su criado necesitó dos

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semanas para encontrar al frisón ydescubrir que parecía sentirpredilección por las prostitutas de laRue Chapon, junto a la iglesia de Saint-Nicolas-des-Champs. Después, Amauryaguardó el momento oportuno.

En diecisiete años, Wigbold nohabía cambiado ni pizca. Sólo teníaalgunas cicatrices más, su rostro curtidoestaba un poco más surcado y su cabellorubio empezaba a llenarse de canas.Además de las mujeres, aún sentíapasión por los dados y seguía haciendotrampas. Pero en los últimos días, lasuerte no estaba de su parte. De uno uotro modo, los trucos le salían mal, sus

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maniobras de distracción tampocofuncionaban y sus dados trucados senegaban a cooperar en los momentoscruciales. Sus adversarios debían deutilizar por fuerza los mismos trucos queél.

Aquella noche y en contra de sucostumbre, no tocaba la jarra para poderconcentrarse mejor. Sus compañeros dejuego se habían convertido poco a pocoen viejos conocidos. Frente a él estabael Narizotas, que en efecto tenía unanariz en la que cabían dos, y a su lado elDiente, que debía su nombre al únicoejemplar que quedaba entero entre losrestos de su dentadura picada. Al otro

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lado del Narizotas estaba el Marica, untipo delgaducho de rostro afeminado. Asu derecha, el Novio, como llamaban alprotector de unas seis putas, y a suizquierda, el Padre Abad, que no teníanada de religioso, pero al que llamabanasí debido a su corpulencia.

Wigbold decidió finalmente tomarun trago de vino y desde detrás de sujarra miró de reojo el borde de la mesa,donde las muescas nuevas indicaban lacuantía de sus deudas. El Diente habíacaptado su mirada furtiva.

—¿Cuándo vach a pagar, danéch?—Frisón, y no danés, —rugió

Wigbold disgustado.

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—Erech del norte, ¿no? Todochchoich igualech: barbaroch que bebencerveza como cochacoch.

Wigbold plantó su jarra sobre lamesa y la señaló.

—Vino, —dijo, y después se llevóel pulgar al pecho y comunicó—:

Norte nada, sur. Allí os llaman avosotros bárbaros.

—Eso me trae sin cuidado, con talde que pagues, —dijo el Narizotas.

El frisón rió de oreja a oreja.—Mañana, —dijo. Una gota de

sudor brillaba sobre su frente.—Echo michmo dijiichte ayer.—La suerte siempre vuelve, —

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declaró Wigbold con firmeza.Debía ser así, hacía unos días había

empezado con tan buen pie. Hasta quesúbitamente todo empezó a torcerse.Tenía una mala racha, eso era todo.Habría de hacerlo sin trucos, por lasbuenas. Sacudió los dados en los puñoscerrados y los lanzó sobre la mugrientamesa.

—¡Me cago en Dios!El Novio anotaba los resultados.

Hundió el cuchillo en la madera yañadió con esmero una nueva raya. ElAbad llamó al mesonero haciendo señascon el dedo curvado. Poco despuéshabía una fuente de muslos de pollo

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sobre la mesa.—Él paga, —dijo con los labios

grasientos y señalando al frisón con unhueso medio roído.

——¿Cuándo? —quiso saber elmesonero.

Todos a la una se encogieron dehombros como si estuviera preparado.Wigbold volvió a sonreír. También elMarica sonreía. Frotó los dados entresus manos esqueléticas, los movió entrelas puntas de los dedos y escupió.

—In nomine Patris, et Fili, etSpiritus Sancti, —dijo el Abad,haciendo honor a su nombre, y sesantiguó.

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Los dados rodaron sobre la mesa yse detuvieron.

—¡Un milagro! —gritó con alegríael Padre Abad.

—Maldita sea, —Wigbold no lastenía todas consigo. Los dados dieron lavuelta a la mesa hasta que de súbito elfrisón se puso en pie—. Vosotros tenéisdinero. Mañana.

—¿Mañana? —repitió el Maricariéndose.

—Yo, recibo la soldada. Mañana.—La bolcha o la vida, —ordenó el

Diente.—Seguramente crees que somos

idiotas, —dijo el Narizotas golpeándose

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la nariz con el índice.Wigbold se llevó la mano al cinto e

hizo girar su porra lentamente. Silbóentre dientes, mas no sucedió nada. Elfrisón volvió la vista hacia sus doscompinches, que habían estado bebiendosentados en otra mesa. Comprobódesconcertado que se hallaban tumbadosel uno sobre el otro debajo de un banco,ambos borrachos perdidos. Se habíaconcentrado tanto en el juego que no sehabía percatado de nada.

Miró alrededor. No había nadie másen la taberna, salvo un desconocidosentado en la penumbra en el otroextremo de la estancia.

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—¿Tiene crédito? —le preguntó elNarizotas.

—No, ya ha acabado de jugar, —dijo de súbito el extraño.

Wigbold miraba desconcertado auno y a otro. Su porra ya no se movía.Se agachó y empujó del hombro a uno desus compinches. El hombre se desplomóy aterrizó de un porrazo en el suelo,donde siguió roncando.

—¿Qué le has dado? —le preguntóal tabernero—. ¡Normalmente tiene másaguante que ninguno!

Ahora, el hombre del rincón se pusoen pie y avanzó lentamente hacia la mesade juego.

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—Ya es hora de ajustar cuentas,Wigbold, —dijo con calma.

Los ojos del gigante rubio casi sesalían de las órbitas.

—¿Tú? ¿… Amaury?—Creo que los señores quieren

dinero.—Eh…, dinero, —tartamudeó

Wigbold—, no tengo.—Mal asunto.El frisón empezó a atar cabos.

Contempló la mesa y se inclinó sobrelos dados. Los cogió y los sopesó en lamano, les dio la vuelta y los volvió apesar, como para comprobar algo que yasabía de antemano.

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—Trucados, —dijo—. Me hanengañado. Yo, no pago.

De repente el frisón empuñaba ladaga. Se volvió de golpe dispuesto aatacar. Amaury se agachó y pudoesquivar el arma justo a tiempo. Uninstante después, el Abad habíaagarrado a Wigbold. El Diente se pusofrente a él en actitud amenazadora.

—¿Cómo que trucadoch? —dijomostrándole su dentadura picada.

El Marica se metió los dados en elbolsillo del pantalón.

—¿Qué hacemos con él? —preguntóel Narizotas a Amaury.

—Lo que queráis, —respondió éste

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indiferente—. Si no tiene dinero, no haynada que hacer.

—¿Qué hacemos con él? —repitió elNarizotas, mirando a sus compañeros.

—El Grand-Cul-de-Sac, —fue larespuesta.

Wigbold aprovechó la discusiónpara lanzarse hacia atrás dando con sucabeza contra la cara del Narizotas, quequedó aún peor parada de lo que yaestaba, y luego dar una patada contra labarriga de otro. Acto seguido, seprodujo un forcejeo. Wigbold sacudía laporra violentamente. Amaury, que sentíaun profundo respeto por el arma,procuraba mantenerse a una prudente

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distancia. Los otros cinco hombresapenas podían contener al frisón. Por finlograron dominarlo. El Novio le puso elcuchillo en la garganta y el grupo seencaminó hacia la puerta con el frisónque pateaba. El Padre Abad se llevóconsigo algunos muslos de pollo.

—Aún me debe dinero, —dijo elmesonero—. ¿Y qué hago con ésos? —añadió señalando a los compinches deWigbold—. ¿Qué les has dado?

—Mandrágora, —respondió Amaury—. Los podrás despertar con vinagre.

Entregó algo de dinero al hombre. ElNovio aguzó los oídos.

—¿Mandrágora? Seguro que podré

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sacar algo de eso. Dicen que eso te ponemuy cachondo. Me quedo aquí.

El Narizotas ocupó su puesto y cogióel cuchillo.

—¡Espera! —gritó Wigbold.Intentaba inútilmente soltarse y miraba aAmaury con gesto de complicidad—.Nosotros, viejos amigos. Tú…, pagaspor mí, ¿sí?

—¡Maldespitch de tu! —le espetó elcaballero. Wigbold comprendió muybien la maldición occitana—. ¡Que tezurzan! Yo ya he pagado, más quesuficiente. Primero tenemos que ajustarcuentas.

El ~ era todo un símbolo en París.

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Era un antro de mala muerte en el que nisiquiera los sargentos que debíangarantizar el orden y la seguridad de laciudad se atrevían a entrar. Losladrones, los navajeros y demás chusmaeran los amos y señores del lugar. Unavez llegados al oscuro callejón,empezaron a discutir sobre lo quedebían hacer con el frisón. Amauryseñaló un tonel lleno de agua de lluvia yuna viga debajo del tejado de una de lashumildes casas. Lanzaron una cuerdaalrededor de la viga y colgaron al frisónde ella por los pies. Después acercaronel tonel hasta colocarlo justo debajo dela cabeza rubia.

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—Alégrate de que no hayamosencontrado un pozo negro, —dijoAmaury antes de que aflojaran la cuerda.

—Que te den por saco, —escupióWigbold antes de sumergirse en el agua.

Amaury no había confiado en que elfrisón se rindiera pronto, pero Wigboldera más duro de pelar de lo quepensaba. Después de tres inmersiones yun ataque de tos en el que a punto estuvode ahogarse, el frisón parecía estar listopara un interrogatorio. Lo dejaroncolgando con la cabeza empapadarozando el agua.

—¿A quién vendiste a Colomba?—Y yo qué sé.

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El puño de Amaury fue a parar en elestómago del frisón, que vomitó partedel vino.

—Sabes perfectamente quién tepagó.

—¡Hace demasiado tiempo! —protestó, tras lo cual lo sumergieron ensu propio vómito.

—Hombre de negro, —escupiócuando lo volvieron a sacar del agua.

—¿Y qué más?—Yo, no sé nada. No he visto nada.—Escucha, Wigbold, así no

llegaremos a ninguna parte. Si quieressalir de ésta con vida, tendrás quepensar algo mejor. ¿Qué más te da a ti

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quiénes hayan sido? ¿O acaso les sigueshaciendo trabajitos sucios?

—Yo no.—Entonces es que sabes quiénes

son. Hazme el favor de contarme lo quesepas. Si no pago tus deudas a estosseñores, lamentarás no habercolaborado. Ellos sabrán qué hacercontigo.

Los jugadores respaldaron suafirmación, pero Wigbold se mantuvoinflexible.

—Bueno, soltadlo. Lo llevaremos ala leprosería fuera de las murallas. Allípodrá reflexionar hasta que se acuerde.Supongo que podéis desfigurarlo para

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que parezca un leproso.—Cheguro. Bachta con arrancarle

unoch dedoch y chu narich, —sonrió elDiente.

Los cuchillos brillaban a la débil luzde la luna.

—¿Me permitís celebrar la misaseparatio leprosorum? —preguntó elAbad, que interpretaba su papel a laperfección—. Lo puedo hacer aquímismo.

En el rostro de Wigbold aparecióuna expresión de pánico.

—Espera, —gritó—. Sanjuanistas,—murmuró con desgana.

—Si eso es todo, ¿por qué te

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complicas tanto la vida?El frisón estaba en cuclillas en el

suelo y tosía. Negó con la cabeza.—Apuesto a que los seguiste para

ver si podías ganar algo más.—Yo no.—Bueno, lleváoslo a la leprosería.

Aún me queda mandrágora paraatontarlo. —Amaury sacó una esponjade una bolsa de cuero que llevabacolgada del cinto—. Basta con que lohuela un poco para que se quededormido.

—¡No! —gimió Wigbold.—Se pondrá cachondo, —se rió el

Narizotas.

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—Chi hay una rajachufichientemente grande para él, —consideró el Diente.

El Marica midió a ojo la estatura delfrisón, que hacía sospechar un miembroviril de dimensiones formidables.

—¿O se lo cortamos también? —dijo riéndose.

—Me estáis quitando el apetito, —anunció el Abad lanzando el resto de losmuslos de pollo en el tonel.

—¡Lo recuerdo todo! —exclamóWigbold.

—Asombroso, —se burló Amaurymetiendo la esponja en la bolsa.

La parquedad con que se había

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expresado el frisón hasta entonces diopaso a un torrente de palabras en unoccitano aún deficiente que los demásno comprendían.

—Yo, cruzado. Yo vengo de Frisiacon cruzados. Nosotros, en Carcasona,quinientos hombres. Hacia Lavaur parareforzar el asedio. En Montgey nosatacan perros de Foix en unaemboscada. Fue una matanza y…

—El conde de Foix os atacó cuandoibais camino de Lavaur. He oído hablarde ese incidente.

—Los perros rabiosos asesinaron atodos. Yo, herido. Yo, huyo.Sanjuanistas me curan. Yo, quiero ir a

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Lavaur. Lavaur ya ha caído. Él llega denoche, herido. Por ti. Él mata a sargento.Nosotros, hacemos un plan. Yo, busco aColomba.

—Alto, espera un poco. Entonces elhombre que nos atacó de noche en lagranja, el que mató al sargento deRoberto que nos pisaba los talones, y alque yo herí con una daga, te encontró enun albergue de los caballeroshospitalarios. ¿Dónde fue eso?

—Orfonds.—Acordasteis que tú proseguirías la

búsqueda a cambio de dinero. ¿Nosseguiste enseguida hacia Castelnaudary?

Wigbold asintió.

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—Luego Tolosa. D’Alfaro tienemercenarios. Yo, lucho para D’Alfaro.Sanjuanista quiere saber primero quiénes el sargento. Tú, coges el estandartede la tienda de campaña. Entonces yo sé.

—Cuando atacamos el campamentodurante el asedio de Tolosa, —murmuróAmaury.

—Yo, busco qué es el estandarte.Durante mucho tiempo.

—¿Y se lo contaste a los caballeroshospitalarios en cuanto supiste quién mebuscaba?

—No. Es asunto mío. El dinero, paramí.

—¿Y la daga entre los postigos del

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guarnicionero?—Sanjuanista me da la daga. Lo

hago. Vosotros, tenéis que iros deTolosa.

En grandes líneas, la historiacuadraba. En cuanto Wigbold se enteróde que podía ganar dinero con Amaury,se guardó mucho de contarle alcaballero hospitalario lo que habíadescubierto. Por lo visto le resultabamás lucrativo entregar a aquél a losPoissy.

—En tu relato falta algo, —dijoAmaury.

Wigbold negó vehementemente conla cabeza.

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—Es todo, lo juro.—En todo lo que me has contado no

hay nada que justifique el que tearriesgaras a morir ahogado. Venga,habla, hasta ahora sólo me has contadocosas que ya sabía o que sospechaba.Éstos se mueren de ganas de ejecutar miorden.

El frisón se encogió de hombros.—Todo, —repitió.—¿Por qué te pagaron los caballeros

hospitalarios un montón de dinero poruna mujer embarazada? ¿Porque uno deellos era su padre? ¿Y qué más da?

—¿Padre?Por el tono de la voz de Wigbold,

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Amaury comprendió que se equivocaba.Pero si no había sido el padre deColomba, ¿quién, entonces?

—Ya he tenido bastante. Nos vamos,chicos, —dijo—. Lleváoslo.

Extrajo de su cinto la bolsa con laesponja.

—Prometido de Colomba, Sicard,—dijo Wigbold apresuradamente, y actoseguido soltó una sarta de maldiciones.

—¡¿Qué?!—Sicard, prometido, quiere

herencia. Colomba quiere ser perfecta.Sicard, furioso, se hace sanjuanista pordespecho. Es todo, ¡lo juro!

—Así que al no poder conseguir la

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herencia a través del matrimonio quisomantenerla para los caballeroshospitalarios, o algo así.

¿Y el niño?—¿Qué niño?—El hijo de Colomba, por supuesto,

¡el mío! —Amaury empezaba aimpacientarse.

—¡Fuera, fuera! ¡Es todo! Sicard memaldice si hablo. ¡Sanjuanistas portodas partes, Sicard me desollará vivo!

Wigbold parecía realmente asustadopor aquel enemigo, por lo vistoomnipresente y omnipotente. Amaury locreyó.

—Merecerías que te dejara con

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ellos. —Hizo un ademán a los demás,que sacaron al frisón del callejón oscuro—. Voy a pagar para que te liberen,Wigbold, —dijo Amaury en la lenguadel sur—. Mi criado espera con eldinero en un lugar acordado, pues no mefío de estos tipos.

El frisón asintió apáticamente.—No porque te tenga tanta estima,

—le aseguró en voz baja a Wigbold—.Estabas en deuda conmigo, pero ahora tudeuda se ha duplicado. —De repente seacordó de algo—. Estás al servicio deRamón d’Alfaro, ¿no?

—Sargento.Amaury se llevó el índice a los

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labios, se santiguó y miró interrogante aWigbold. Éste negó con un movimientoapenas perceptible de la cabeza. Cabíapreguntarse si la adhesión del frisón a laIglesia de Dios tenía algún significado,pero en cualquier caso había desertadodefinitivamente para unirse a los mismos“perros rabiosos” que habían pasado acuchillo a sus compatriotas en Montgey.Más aún: estaba al servicio de unsimpatizante de los Buenos Cristianos.Eso cambiaba mucho las cosas. Wigboldtenía algo que perder y él podíaaprovecharse de esa circunstancia.

—Si no quieres perder tu puesto, —le susurró—, y si en ese cuerpo tuyo

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cabe una conciencia, hay algo quepuedes hacer por mi: encuentra a mihijo.

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PARÍS

Verano de 1234

Alguien debía de haberle delatado. Sino, no podía explicarse por qué lo habíaconvocado la Inquisición. Su confesor,el monje que le asegurara, años atrás,que había mostrado suficientearrepentimiento y había hecho bastantepenitencia, le explicó ahora que seríaexcomulgado irremediablemente si senegaba a comparecer ante el tribunal.Además, lo arrestarían en poco tiempo.Por supuesto, podía huir, pero en sí ello

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bastaría para etiquetarlo de hereje ycondenarlo en rebeldía. Además, Simónaprovecharía la ocasión, pues Gascecontaba trece años y por consiguienteaún le faltaba uno para alcanzar lamayoría de edad. Lo cierto era que notenía elección.

Beatriz le suplicó que hiciera casoal llamamiento. Ella consideraba que sicomparecía ante el tribunal, por lomenos tenía la posibilidad dedefenderse. Además, ¿qué podían tenercontra él?

Amaury sabía que lo suficiente. Sinembargo, nadie en París podría aportarpruebas fehacientes de sus viejos

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vínculos con la herejía. Mas las escasasnoticias que le llegaban del sur nopresagiaban nada bueno. Sin tenerlastodas consigo sobre el resultado delproceso, se presentó ante la oficina de laInquisición en París.

El tribunal estaba presidido por elinquisidor, prior de los dominicos aquienes el papa había encargado relevara los obispos en la investigación de laherejía. El inquisidor ejercía a la vez deacusador instructor y juez. Le asistían uncisterciense y un franciscano, que sóloactuaban como testigos del proceso, y unnotario que tomaba nota de lo que allí sedecía. El inquisidor y los dos clérigos

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estaban sentados a una mesa, el notario asu derecha. Amaury, de pie delante deellos, se mantenía a cierta distancia dela mesa. A su espalda dos guardiasvigilaban la puerta cerrada.

—¿Sabéis por qué habéis sidoconvocado ante este tribunal? —lepreguntó el inquisidor.

—Señor, no se me ocurre ningunarazón, —respondió Amaury. Dado queera imposible que supieran algo, sehabía propuesto no confesar nada—. Osagradecería que me dijerais de qué seme acusa.

—Se os acusa de herejía. Vuestrascreencias se desvían de las enseñanzas

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de la santa Iglesia.—No comprendo en qué

fundamentáis tales acusaciones.El inquisidor colocó la mano sobre

los documentos que había en la mesa.—Testimonios, —respondió.—¿De quién?—Si es cierto que sois culpable de

venerar a los herejes y profesáis su fe,tenéis que saber por fuerza quiénes hansido testigos de ello.

La acusación era suficiente para quelo encerraran en una celda por el restode sus días, salvo que confesara yreconociera su error.

Pero a partir del momento en que

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había sido apresado por sus hermanos,hacía ya unos veinte años, no habíavuelto a hablar con ningún BuenCristiano, y por supuesto tampoco loshabía venerado. No había nada queconfesar, ni nada por lo que tuviera quearrepentirse o hacer penitencia.

—Señor, os aseguro que mi fe no esotra que la del verdadero cristianismo,—dijo en voz alta y clara.

El inquisidor lo contempló con lospárpados entornados bajo las pobladascejas.

—Decís que vuestra fe es cristiana.Sin embargo, yo os pregunto sí en algúnmomento de vuestra vida habéis

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considerado otra fe que no fuera la de laIglesia católica como la fe verdadera.¿Acaso no es cierto que consideráisvuestra fe como la verdadera y lanuestra como falsa y herética?

—Creo en la verdadera fe que laIglesia enseña a los creyentes y que vosnos predicáis abiertamente.

—Cuando habláis de la Iglesia, ¿aqué Iglesia os referís? Quizá al decirIglesia os refiráis a las personas devuestra secta. Es posible que esa Iglesiaherética predique una fe en la queaparecen cuestiones comunes a ambas.Tal vez creáis algunas cosas que yopredico. No obstante, es bien posible

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que seáis un hereje porque no creéisotras cosas que hay que creer o porquecreéis cosas diferentes de las que yopredico.

—Creo todo lo que ha de creer uncristiano. Mi confesor puede dar fe deello.

—¿Consideráis que lo que creen losmiembros de vuestra secta es lo que hade creer un cristiano? ¿Habéis oídohablar del dualismo, del hecho de queDios no ha creado las cosas visibles,sino el demonio o el dios maligno?

Amaury se dio cuenta de que lamenor duda lo convertiría ensospechoso, si es que no lo era ya

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debido a la acusación que se habíahecho contra él. Pero ¿quién? Su primoSimón era en París el único que sabía loque había sucedido durante la Cruzadade Simón de Montfort. Pero no lo sabíatodo y además Amaury no le creía capazde una jugada tan hábil. Levantar lassospechas sobre una persona de formaastuta y hacerlas llegar a la Inquisiciónno encajaba con el estilo de Simón, quetan sólo había intentado eliminarlodurante un torneo, pues era la únicaforma que tenía de atacarlo. Diez añosantes, quizá lo hubiera conseguido, peroentonces Roberto estaba allí paraevitarlo. Entre tanto, Amaury había

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recuperado sus fuerzas y su destreza y laedad de Simón empezaba a jugarlemalas pasadas.

—Es posible que oyera algo alrespecto cuando estuve en el sur con elejército de cruzados de Simón deMontfort. Mas después me purifiqué decualquier influencia negativa.

—¿Cómo lo hicisteis?—Confesando mis pecados y

aceptando las penitencias que me fueronimpuestas. Perdí todos mis derechos ymis posesiones, pudiendo tan sólomantener la categoría de caballero, ypasé más de diez años en prisión.

—¿Diez años? ¿Murus strictus o

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murus largus? —quiso saber elinquisidor.

—Unos cuatro años para el primercastigo, encadenado y encerrado. Ya norecuerdo exactamente cuánto tiempo fue.Después más de seis años de libertad demovimientos limitada.

—Para el pecado de herejía, laconfesión no es suficiente. Un confesornormal no puede dar la absolución encaso de herejía. Bien es cierto quehabéis aceptado la penitencia que se osimpuso, pero ello no me impediráencerraros por el resto de vuestros díasen un calabozo si no colaboráis con estainvestigación. Si os seguís negando a

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decir la verdad o a confesar,demostraréis ser un hereje impenitenteque ha recaído en su pecado, un perroque regresa a su vómito, un relapsus quemerece ser condenado a la hoguera.

Las palabras del inquisidor estabancargadas de amenaza. El tono de su vozcarecía de emoción. Ejercía el cargoque se le había asignado y lo hacía a laperfección. Poco antes, Amaury habíacreído que podría salvarse si lo negabatodo fríamente. Ahora empezaba acomprender que no sería tan sencillosalir de allí bien parado.

—Durante la primera Cruzada contralos herejes caí herido, por lo cual perdí

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la memoria algún tiempo y fui a pararsin quererlo entre los herejes. No sabíalo que hacía, —objetó—. Participévoluntariamente en la Cruzada del reyLuis, el padre del rey, con lo queconseguí que me fueran perdonadostodos los castigos temporales que ~debía aún sufrir.

El inquisidor examinó losdocumentos y asintió.

—¿No es cierto que durante lasegunda Cruzada regresasteis con losherejes, que hablasteis con ellos y quetuvisteis trato con ellos?

Así que había sido Simón, pensóAmaury.

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—¿Quién afirma tal cosa? —preguntó.

—Os pregunto si es cierto.—Una parte del país de Tolosa

estaba en aquellos momentos en manosde quienes protegían a los herejes.Habían abierto de nuevo sus casas, y sustalleres volvían a funcionar. Era difícilpasearse sin verlos o tener trato conellos, como lo llamáis vos.

—En aquella ocasión, ¿venerasteis alos herejes con tres genuflexiones y lespedisteis su bendición?

—No.—¿Lo visteis hacer a otros o lo

habéis hecho vos en algún momento?

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—Yo estaba allí como militar ycomo tal hablé con ellos para que medieran información. Respondieron a mispreguntas y después volví a partir.

—Eso no es lo que os pregunto. Ospregunto si lo habéis hecho alguna vez, osi habéis visto a otros adorar a losherejes.

Amaury recordó el esmero con quesolían expresarse los Buenos Cristianos,temerosos de mentir sin quererlo.Colomba había hablado de aquel modo.Se preguntó si el inquisidor tendría tantaexperiencia para reconocer su manerade hablar. Seguramente, no. Le habíandado instrucciones y las seguiría, pero

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no podía preciarse de las experienciasde sus colegas en el sur que dirigían lainvestigación contra los herejes pororden del papa.

—No creo recordar nada semejante.—¿Comisteis del pan que habían

bendecido?—Me ofrecieron pan y lo comí, pero

no había ido precedido de ningún ritual.Era comida sin más.

—Se dice que venerasteis a losherejes y que considerasteis su fe comovuestra. Se dice que compartisteis conellos el pan que habían bendecido comobendicen los sacerdotes el pan y el vinodurante la misa. ¿Os enseñaron también

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que la hostia es el cuerpo real de Cristoy el vino su sangre? ¿No es cierto quelos herejes niegan que el pan y el vinose transforman por fuerza divina en elcuerpo y la sangre de Cristo? ¿Acaso noniegan que Cristo sacrificó su cuerpo ysu sangre para salvar a la humanidad?

El inquisidor lo miró expectante.“El pan que parten los Buenos

Cristianos y que nosotros comemos esun pan sobrenatural que representa labondad divina, —sonó la voz deColomba en su cabeza, clara como elcristal—. Es tan grande que nos envió auno de sus ángeles para salvarnos. Esepan es el símbolo de las enseñanzas de

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Cristo”. Amaury sintió cómo unescalofrío le recorría la espalda. Leasombraba que ella siguiera allí. Habíaestado callada durante tantos años.

—¿Consideráis también que el panque ha sido bendecido por un sacerdotees “comida sin más”? —oyó que decíala voz del clérigo—. ¿O creéis que elcuerpo de Cristo está en el altar?

—Eso creo.—Cuando decís que lo creéis,

¿creéis lo primero o lo segundo? ¿Noestáis intentando eludir una respuestaqueriendo decir, en realidad, que nocreéis que la hostia sea el cuerpo deCristo, sino tan sólo pan?

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—Intento contestar a vuestraspreguntas lo mejor que puedo.

—Os pregunto si el cuerpo allípresente es el de nuestro Señor, quenació de la Virgen María, fuecrucificado, resucitó y subió a loscielos.

—Lo que decís es cierto.—Decís que lo que digo es cierto,

mas eso no es lo que os pregunto. Yopregunto si lo creéis.

El razonamiento del inquisidor eratan confuso que Amaury se sintió comoun animal atrapado en un nudo que seiba apretando cada vez más a medidaque intentaba liberarse de él.

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—Si os doy una respuesta sencilla yvos le dais la vuelta, ya no sé quécontestar. Perdonadme, señor, si os digoque jugáis con mis palabras.

—Contrariamente a lo que afirmáis,sois vos quien recurre a subterfugiospara eludir la verdad. En efecto, seríaagradable que pudiésemos aclarar esteasunto. Por ello deseo que me contestéiscon una sola palabra. ¿Creéis en unDios, el Padre, el Hijo y el EspírituSanto?

—Sí, creo.—¿Creéis en Cristo, nacido de la

Virgen María, que sufrió, resucitó ysubió a los cielos?

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—Sí, creo.—¿Creéis en la transubstanciación

del pan y del vino en el cuerpo y lasangre de Cristo durante la misacelebrada por los sacerdotes?

—Si, lo creo.—¿No habéis aprendido nunca nada

que sea contrario a la fe que nosotrosconsideramos verdadera?

—Creo todo lo que debo creer. Nohe creído nunca otra cosa que no sea loque nos enseña la verdadera fe.

—No os pregunto qué debéis creer,sino si lo creéis realmente.

Cuando habláis del verdaderocristianismo, ¿os referís a la doctrina

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que os enseñó vuestra secta? Me estáishaciendo perder el tiempo conrespuestas evasivas.

—Decidme entonces lo que he dehacer para demostrar que no soy unhereje.

—¿Tengo que jurar que creo en elverdadero cristianismo predicado porvos y la iglesia romana?

Si queréis jurar para libraros de lahoguera, no me bastarán ni cienjuramentos. Puesto que tengo testigoscontra vos, vuestros juramentos no ossalvarán. Jurando en falso no haréis sinomancillar vuestra conciencia, mas noconseguiréis escapar de la muerte. Por

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el contrario, si reconocéis vuestro error,quizá encontréis misericordia.

El inquisidor guardó silenciodurante unos instantes a fin de darletiempo para reflexionar. Despuésprosiguió:

—Sin embargo, podéis convencermede vuestra contrición sinceradiciéndome dónde y cuándo habéis vistoa los herejes, quiénes eran, en qué lugary con qué frecuencia, y quiénes searrodillaron ante ellos y partieron el pancon ellos. Deseo que me contéis sihabéis sido testigo de una imposición demanos, el bautizo como tiene lugar entrelos herejes. O una imposición de manos

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vinculada a la imposición de un libro enel que estaba escrito el evangelio de sanJuan.

Amaury sintió que le invadía ladesesperación. De una u otra forma teníaque conseguir una prórroga para poderreflexionar sobre las posibilidades quele quedaban y para avisar a Beatriz.Pues era cada vez más evidente que yalo habían condenado antes de entrar enla sala. Si no hubieran supuesto ya queera culpable, no habrían iniciado ningúnproceso contra él.

—Exijo un abogado, —dijo.—Sin duda sabréis que todo aquél

que ayuda o apoya a los herejes es

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castigado inmediatamente con laexcomunión. Además, será sospechosode herejía. Por estas razones nopodemos permitir que os asista unabogado. Por otra parte, todos losabogados conocen este hecho y noencontraréis ninguno dispuesto aserviros de consejero.

—Si es así…, yo mismo puedo leer.El inquisidor lo miró interrogante.—Sois un caballero, un hombre de

guerra, no de letras.—¿Creéis acaso que durante los diez

años de prisión perdí el tiempo? Exijopoder examinar los documentos. Quierosaber quiénes son los enemigos que me

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han acusado en falso.—Los datos reunidos por la

Inquisición son secretos. No es posibleexaminar los documentos, no sóloporque deseamos mantener a buenrecaudo nuestros datos a fin de aumentarnuestra eficacia, sino también porquequeremos proteger a los testigos.

Ahora, Amaury sintió que el miedole oprimía la garganta.

—No me regocijaré condenándoos ala hoguera, —le aseguró el inquisidor—. Preferiría prometeros el perdón. Afin de cuentas, habéis comparecido antemi por propia iniciativa. Si tambiénestáis dispuesto a confesar

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voluntariamente vuestra culpa, a abjurarde vuestro error y a darnosinformaciones completas sobre losmiembros de la secta que conocéis,puedo prometeros un castigo más leveque la reclusión perpetua o el destierro.

Amaury comprendió que no habíaescapatoria posible, salvo si confesaba.

—Tal vez errara durante el breveperíodo en que los herejes cuidaron demi, hace casi veinticinco años. Pero unavez curado, me distancié de ellos. Fuicastigado por ese motivo y recibí laabsolución. Sí ello no fue suficiente,espero que mi participación en lasegunda Cruzada me haya purificado de

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mis pecados. Nunca volví a caer en elerror.

Sus palabras le infundieron valor.Debía procurar mantenerse en sus trece.Era el clavo ardiendo al que podíaagarrarse. No podían ~ saber mucho másque eso. Enderezó la espalda.

—¿Conocisteis en aquella época aalgunos herejes por sus nombres?

—Apenas recuerdo nada de aquellaépoca. Como ya os he contado, perdí lamemoria.

—¿Dónde los visteis?—En el pueblo que hay junto a los

castillos de los señores de Cabaret.—¿Cuántas veces los visteis?

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—Casi a diario. Trabajaban allí yhabía un continuo ir y venir de BonsHommes, es decir, de herejes, quepredicaban por el país, se alojabandurante algunos días en las casas deCabaret y trabajaban en los talleres, enel campo o en los viñedos.

—¿Los conocíais por sus nombres?—No.—¿Conocíais a algunos por sus

nombres?—No.—¿Habéis visto herejes en algún

otro lugar?—También estuve en Lavaur, en

Castelnaudary, en Tolosa. Por todas

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partes había herejes que huían delejército de los cruzados. Vi a muchos deellos, pero no los conocía por susnombres.

—¿Los venerasteis, es decir, osarrodillasteis ante ellos y les pedisteisque rogaran a Dios que os diera un buenfin?

—¿Un buen fin?—¿Visteis a otros que lo hicieran, a

los que conocierais por su nombre?—No, no conocía a esas personas.—¿Recibisteis herejes en vuestra

casa?—No era mí casa. Allí no tuve nunca

casa propia.

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—¿Fueron recibidos alguna vezherejes en la casa donde os alojabais?

—No puedo recordar haberlos vistojamás.

—Y los demás que estaban allí,¿veneraban a los herejes?

—No lo recuerdo. Seguramente, sí.—¿Conocéis los nombres de quienes

vivían allí?—No puedo recordar sus nombres.

Ha pasado mucho tiempo y yo estuveallí durante un breve período.

—Espero que recordéis al menos ala mujer con quien convivisteis allí ycon quien huisteis.

El sobresalto fue inevitable. Su

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rostro, hasta entonces tan impasible, secrispó por un momento. Ese cambio nopasó desapercibido al inquisidor. Elinformante era Simón, no cabía duda.

—¿Veneró ella a los herejes?—No en la casa donde yo vivía.—¿Cómo se llamaba?Dudó antes de contestar.—Colomba. —Le sonó irreal.—Colomba… ¿qué más?—Nunca le pregunté de dónde venía

o cómo se llamaba su familia. Esoparecía carecer de importancia en aquelmomento.

—Bien, ¿veneraba ella a losherejes? ¿Había recibido el bautizo

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herético?—Ella… Colomba veneró repetidas

veces a los herejes. —Ya nadaimportaba. Si sabían lo de Colomba,también sabrían eso. Además estabamuerta. No obstante, él queríadefenderla—. Anuló el bautizo herético,que recibió siendo aún niña. Despuésyací con ella. Si hubiera sido unaverdadera hereje, se habría negado.

Consideró que esta declaración erasuficiente. El inquisidor debía saber quelos Buenos Cristianos tenían una formade celibato más estricta que su Iglesia yque se atenían a ello de manera másescrupulosa que algunos clérigos

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católicos.—¿Comisteis en alguna ocasión pan

bendecido con los herejes?—No recuerdo haberlo hecho nunca.—¿Comió ella, Colomba, pan

bendecido?—Si.El inquisidor esbozó una sonrisa de

satisfacción.—¿Estuvisteis casado con ella?—No.Lo desconcertaba sobremanera

hablar abiertamente de ella después detantos años de silencio y oír pronunciarsu nombre de labios de un clérigo.Súbitamente se sintió inseguro, como si

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su cabeza fuera una burbuja de jabón yel inquisidor pudiera examinar sucerebro y leer el secreto que guardabaallí. La sonrisa había desaparecido delrostro del clérigo.

—¿Presenciasteis y oísteis lasprédicas de los herejes?

—Los oí hablar. No sé si eranprédicas.

—¿Presenciasteis alguna vez laconsagración de un hereje?

Negó con la cabeza. Si admitíahaber estado presente en una ceremoniaen que un creyente del VerdaderoCristianismo recibía el consolamentum,sería condenado irremediablemente

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como hereje.—No.—Pero estuvisteis presente cuando

los herejes administraron dichaconsagración a un enfermo o herido ensu lecho de muerte.

El inquisidor señaló con insistencialos documentos. Por lo visto alguien lohabía denunciado como testigo de esaceremonia. Pero no podía ser de ningúnmodo Simón.

—Tal vez.—¿Conocéis el nombre del

enfermo?—No. Sólo recuerdo a uno de mis

arqueros. Estaba gravemente herido.

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—¿En qué casa se encontraba elherido?

—Me pidió que lo llevara a la casaque tenían los herejes. Era en Lavaur.

—¿Cuándo fue eso?—Durante el asedio de Simón de

Montfort, hará unos veintitrés años.—¿Venerasteis en dicha ocasión al

hereje que administró la consagración?—No.—¿Podéis describir detalladamente

la consagración, las palabras utilizadasy las acciones realizadas?

—No, no recuerdo nada. Partíprecipitadamente porque me llamaba eldeber. Mi tarea era defender la ciudad.

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En realidad había presenciado todoel ritual del consolamentum, y se habíamarchado sólo después de que acabara.Luego, los Buenos Cristianos velaríandurante cuatro días y cuatro noches elcuerpo del muerto para asegurarse deque nadie pudiera interponerse cuandoel alma abandonara el cuerpo.

—¿Falleció el consagrado a raíz desus heridas?

—Sí, aquel mismo día.Amaury aún recordaba cómo aquella

misma noche había visitado de nuevo lacasa de los Bons Hommes. El arqueroya había fallecido.

—¿Sabéis dónde está enterrado?

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—No.—¿Creéis que el que fue consagrado

en la fe herética podía ser redimido?—Ellos lo creen.—¿Y vos lo creíais en aquel

momento?—Sólo cumplía los deseos del

herido.El inquisidor echó la silla hacia

atrás y se reclinó suspirando. Por lovisto el interrogatorio empezaba acansarlo.

—Hasta ahora habéis negado todaslas acusaciones. Sólo en algunos puntossin importancia habéis admitido que enun momento dado estuvisteis en ese

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lugar, pero afirmáis que sólo estuvisteisimplicado indirectamente en lasprácticas de los herejes. Y que noconocisteis a ninguno de ellos o que norecordáis sus nombres. —De súbito seinclinó hacia adelante y mirópenetrantemente a Amaury—. Sería unainjusticia para Dios que vos, cuyaortodoxia se pone en duda, escaparaisde la mano castigadora de laInquisición. ¿Negáis, así pues, serculpable de lo que se os acusa?

—Sí, lo niego. Todo aconteció talcomo he declarado.

—Las declaraciones de los testigoslo contradicen, con lo cual de hecho

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queda demostrada vuestra culpabilidad.En sí eso sería suficiente paraencarcelaros durante un tiempoilimitado.

¿Contradecir? ¿Quién podía sabermás? ¿Era posible que Simón hubierainventado algo?

—Me impedís refutarlas al negarosa decirme qué testigos son ésos y quéhan declarado. Sospecho que alguien meha difamado para beneficiarse.

El inquisidor hizo caso omiso de suobservación.

—He de indicaros que si, en unsiguiente interrogatorio, seguísnegándolo todo y seguís manteniendo

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vuestra inocencia, seréis entregadocomo hereje impenitente al juez secularque se encargará de ejecutar lasentencia: muerte en la hoguera. Sinembargo, podréis evitar este castigo siconfesáis vuestra culpa, abjuráis de laherejía y aceptáis el castigo impuesto.El castigo que se os aplique en tal casodependerá del grado de contrición quedemostréis. Si confesáis enseguida, osespera una condena de destierro a TierraSanta con la obligación de luchardurante diez años contra los infieles. Siconfesáis sólo después de un segundo otercer interrogatorio, os aguardará laprisión perpetua.

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Se hizo un silencio. Amaury buscabafebrilmente una forma para salir de eselaberinto que sólo parecía tenercallejones sin salida. De hecho, elinquisidor no parecía saber mucho sobrela doctrina de los Buenos Cristianos, nitampoco demostraba demasiado interéspor ella. Lo único que quería saber eraquiénes eran y quiénes estaban con elloscuando realizaban sus rituales heréticos.Pero por fortuna no le había hechoninguna pregunta acerca de laconvenenza. Seguramente, el clérigo nisiquiera sabía que existiera tal práctica.Lo único que podía hacer Amaury erainsistir en que no había silenciado nada

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deliberadamente.—Justo después de recibir la

citación vine hacia aquí sin saber lo queme esperaba, —dijo—. Os ruegocomprendáis que no pueda recordarlotodo con claridad en tan poco tiempo.Han pasado muchos años y, como os hedicho antes, me hirieron en la cabeza,por lo cual durante un tiempo no supe loque hacía o dónde estaba. Os ruego meconcedáis una prórroga a fin de quepueda buscar las respuestas a vuestraspreguntas en mi mente confusa. Despuésregresaré para una continuación de esteinterrogatorio.

—¿Una continuación?

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—No es por mala voluntad, sino porimpotencia por lo que no puedo darosdirectamente las respuestas queesperáis. Asimismo quiero declarar demodo expreso que no soy de ningunamanera un hereje que ha vuelto a caer ensu error. Participé en la Cruzada del reyLuis, padre del rey, para purificarme, nopara cargar mi alma con los mismoserrores.

El inquisidor hizo un gestocomplaciente. Por lo visto lostestimonios no eran tan contundentes eneste sentido. Sin embargo, no dijo nada.

—La prórroga que os ruego meconcedáis es en interés de la

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investigación, —prosiguió Amaurydejándose llevar por la esperanza que ledaba su fervoroso alegato—. Sospechoque alguien a quien beneficiaría micondena me ha difamado recurriendo afalsos testimonios.

—Decidme su nombre y os diré siaparece en la lista de testigos, —propuso el inquisidor.

Amaury no estaba dispuesto a caeren esa trampa. Si Simón erasuficientemente listo para eliminar así labarrera que le impedía satisfacer susambiciones, también habría sidosuficientemente astuto para enviar a otroa la Inquisición con datos

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incriminatorios. No accedió a lapropuesta del clérigo.

—La prórroga que os solicito estambién en interés de otros que no sonen modo alguno responsables de misactos en el pasado. Soy tutor de losherederos de Poissy. Si ya no puedoocuparme de mis pupilos, otros podríanabusar de esa situación. Os suplico queme concedáis el tiempo necesario paracumplir esta tarea.

El clérigo lo miró pensativo.—Sin duda recordaréis cómo el

trono de nuestro ilustre rey Luis fuepreservado gracias a la admirableactitud de su madre, la reina Blanca, a

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pesar de los intentos de los barones paraarrebatarle sus derechos, —prosiguióAmaury—. En el lecho de muerte de mihermano, juré por Dios y todos lossantos que protegería los derechos desus hijos con igual determinación hastaque cumplieran la mayoría de edad. Nohay nadie que pueda ocuparse de esteasunto aparte de mi, salvo que la reinaBlanca esté dispuesta a hacerse cargo deellos.

Era la única salvación para Gasce ysus hermanos pequeños. Roberto lohabría querido así. Beatriz no dudaría niun momento, incluso se alegraría de taldecisión.

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El inquisidor permaneció en silencioy volvió a estudiar los documentos. Porfin dijo:

—Os ordeno solucionar vuestrosasuntos con la mayor brevedad posible.Mientras tanto deberéis presentaros adiario ante mí para demostrar que estáisdispuesto a cooperar en la investigaciónde la Inquisición.

Amaury inclinó la cabeza comomuestra de gratitud y procuró noevidenciar su alivio. Por lo visto, pensó,a pesar de las amenazas del inquisidor,las acusaciones contra él no eransuficientemente graves.

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TOLOSA

Primavera de 1235

¿El destierro? Permanecer durante diezaños en Tierra Santa para luchar contralos infieles y después, a la vuelta, llevarla cruz amarilla cosida a sus ropas, porlo cual quedaría estigmatizado por elresto de su vida. ¿O la prisión perpetua?Consumirse en una miserable celda.¿Durante cuánto tiempo? Ahora teníacuarenta y tres años.

¿Cuánto tiempo podía vivir unhombre en esas circunstancias?

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Demasiado. Era asombroso lo muchoque podían aguantar algunas personas.¿O la hoguera?

La sentencia que se cernía sobre sucabeza aún no había sido dictada.Después de tres meses había sidoarrestado por la Inquisición. Al cabo demedio año lo habían enviado, por faltade pruebas, al tribunal de Tolosa, dondeal parecer constaban más testimonioscontra él.

Tenía un consuelo: Simón se habíaquedado con las ganas. Bien es ciertoque se había instalado en una de lascasas que poseía en la zona sur de París,para regodearse contemplando de cerca

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y con una sonrisa en los labios cómoAmaury comparecía cada día en laoficina de la Inquisición. Cual buitre queespera pacientemente hasta que eldepredador suelte su presa. Habíavuelto a impugnar los derechos denacimiento de los hijos de Beatrizafirmando que los había tenido fuera delmatrimonio. También había intentadoutilizar la sospecha de herejía quepesaba sobre su tutor para mancillar alos niños y conseguir así que perdieransus derechos. Pero Amaury no sólohabía subestimado a su primo, sinotambién a la madre de sus hijos. Por unavez, Beatriz se había superado a si

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misma. Se había dirigido a la reinaBlanca, quien hizo prevalecer su sentidode la justicia por encima de su aversiónhacia los herejes, y se hizo cargo de losniños. Era un mal trago pensar que deeste modo Gasce, Roberto y Juan seconvertirían irremediablemente enacérrimos enemigos de la herejía, peroen cualquier caso ello garantizabatambién su futuro. Finalmente, Simón sehabía resignado a su suerte y se habíaretirado en su finca cerca de Aigremont,pues Gasce había cumplido la mayoríade edad. Ya no había modo alguno deque Simón pudiera arrebatarle suherencia.

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Era un misterio de dónde habíasacado el inquisidor de Tolosa suspruebas. Parecía saberlo todo, no sólosobre la relación entre Amaury yColomba, sino también sobre su papelen la resistencia contra el ejército de loscruzados, durante los asedios de Lavaury Tolosa. Estaba al corriente de sucomplicidad en la huida de Béziers deColomba y de los niños que ella tenía asu cargo, algo que sin duda era untestimonio de Simón. El queconsideraran demostrado que Amauryhabía desertado antes de la caída deAlaric y se había unido a los faiditstambién debía proceder de Simón.

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Asimismo el inquisidor estaba enteradode su huida de Lavaur con Colomba, eincluso le acusaba del asesinato delsargento de Roberto. Eso era curioso.Nadie podía saber lo que habíasucedido aquella noche, salvo Colombay el verdadero asesino, el hombre quelos perseguía. O tenía que ser Wigbold.¿Acaso lo había denunciado el malditofrisón?

Tendría que haberse desembarazadode él encerrándolo en la leprosería fuerade las puertas de París, tal como habíaamenazado. Tal vez la paz quepredicaban los Buenos Cristianos lehabía contagiado más de lo que le

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convenía. No, no podía ser Wigbold,pues sólo había aparecido en escenadespués del asesinato.

Todo eso tenía poca importanciapara el grado de la pena. Hacía tiempoque Amaury había perdido lasesperanzas de librarse con un castigoleve, como por ejemplo algunasperegrinaciones, una multa y tener quellevar la cruz amarilla.

Compartía celda con un tejedor y unpeletero de Tolosa y dos Bons Hommesque unos días antes habían sidotrasladados desde Lavaur para serjuzgados en Tolosa. El tejedor era unsimple trabajador, casado y padre de

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varios niños. Durante los interrogatorioshabía insistido siempre en su inocencia.A pesar de ello, o quizá precisamentepor ello, el inquisidor lo habíacondenado como un hereje impenitente amorir en la hoguera. Todos los tejedoreseran sospechosos pues su oficio eratambién el de los Bons Hommes.Mientras se lo llevaban a la hoguera nocesaba de clamar su inocencia, y losindignados habitantes de Tolosa, hartosdel terror de tanta difamación, habíanatacado su escolta. El tejedor había sidodevuelto apresuradamente a la celda.

—¿Queréis recibir el don de Dios yesta sagrada oración que Cristo trajo al

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mundo desde la corte celestial y enseñóa sus apóstoles, y que los apóstolesenseñaron a su vez a los Bons Hommes,que la transmitieron a los Bons Hommeshasta el día de hoy?

A falta del evangelio de san Juan,que siempre había llevado consigo envarias hojas de pergamino, el BonHomme colocó sus manos sobre lacabeza inclinada. El tejedor, que estabaarrodillado frente a él, contestóafirmativamente. Juntó las manos y lascolocó entre las del Bon Homme.

—¿Prometéis a Dios y a la Iglesiaque a partir de ahora no tomaréis carne,queso, huevos ni grasas animales, y que

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viviréis castamente?Como si pudiéramos conseguir eso

aquí, pensó Amaury. Los BuenosCristianos llevaban días sin probaralimento alguno, a la espera de suinevitable ejecución y él daba buenacuenta de la comida que ellos notocaban. La promesa de castidadtampoco sería demasiado dura decumplir. Allí no había mujeres, aexcepción de la esposa del carceleroque de vez en cuando les traía agua. Yun hombre tenía que estar muydesesperado para querer violarla.

—Esta es la oración que Cristo trajoa este mundo y que enseñó a los Bons

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Hommes. No comáis ni bebáis nada sinantes haber dicho esta oración. Si algúndía la olvidáis, tendréis que hacerpenitencia.

—La recibo de Dios, de vos y de laIglesia, —murmuró el tejedor con vozahogada, tras lo cual los Bons Hommesabrazaron y besaron al hombreemocionado hasta las lágrimas.

El peletero había dado la espalda aesta escena. Amaury juntó las manos yrezó con ellos los siete padrenuestrosque cerraban el ritual.

Acababa de pronunciar las palabraspanem nostrum cotidianum cuando elmás anciano de los Bons Hommes lo

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miró de reojo enarcando una ceja.—Adoremus Patrem et Filium et

Spiritum Sanctum, —repitió tres vecesel más anciano después de habercompletado la serie de padrenuestros.Luego se dirigió a Amaury—: Si uncordero da balidos es porque no puedehablar, —le dijo severamente.

—¿A qué os referís?—Nadie puede pronunciar la

oración del Señor a no ser que seencuentre en el camino de la verdad.Para quienes aún no han recibido elpater hay otras oraciones. Con ellasrezáis por el pan de cada día, elalimento que llena vuestro vientre, el

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alimento con el que vuestros sacerdoteshacen sus trucos.

El peletero empezó a reírnerviosamente. El más anciano de losBons Hommes le impuso silencio conuna expresión grave.

—Tendríais que rezar por el pans o b r e n a t u r a l , panem nostrumsupersubstantialem, El pan al que nosreferimos aquí, son las palabras deAquél que vino del cielo. Pues estáescrito: “Cuando hubo comido, cogiólos restos y se los dio a ellos y Él dijo:éstas son las palabras que os dijecuando estaba entre vosotros. Y despuéslos iluminó para que comprendieran lo

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que estaba escrito”. Este pan es ladoctrina que nos trajo Cristo y que esnuestra salvación. La Iglesia de Romaengaña al afirmar que, al bendecirlo, sussacerdotes pueden convertir el pan en lacarne de Cristo. Los doctores de la leyde la Iglesia católica han cambiado laspalabras que nos transmitieron losapóstoles de primera mano. Roma se hadesviado del Verdadero Cristianismo yha manipulado la doctrina de losapóstoles falsificando los viejos textos.Vuestra oración es una ofensa. No oshalláis en el camino de la verdad puesjuráis, mentís y pecáis, coméis carne yyacéis con mujeres. Cuando rezáis el

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padrenuestro cometéis un pecado mortal.—Vuestra Iglesia ha hecho sus

propias leyes, dogmas y decretos, yluego ha prohibido a todos comprobar laverdad o siquiera cuestionarla, —añadió el segundo Bon Homme—.Vuestro Papa quiere obligar a todos aabrazar la falsa fe y lo hace a punta deespada. Ha predicado una guerra santacuyo único resultado sólo puede ser lamuerte. Con ello va en contra de lassantas escrituras a las que invoca.

—Vuestro papa quiere someter atodo el mundo a su autoridad por mediode la antorcha con la que encienden lahoguera, —prosiguió el primero—. Lo

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llaman jurisdicción eclesiástica.—Sólo un siervo del demonio utiliza

semejantes métodos, —añadió el otro—.¿Cómo puede un tribunal eclesiásticojuzgar si Cristo dijo: “No juzgues y noserás juzgado. Y no condenes y no seráscondenado. Suelta y te soltarán”? Perono, los jueces eclesiásticos sentencian ala pena de muerte. Esos dominicos quese hacen llamar predicadores deberíandeclarar que no hay que matar. ¡Quécontradicción!

—No se trata de lo que uno ha decreer, sino de lo que quiere creer, —siguió diciendo el más anciano—. Eldios del Mal se comporta como el

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gobernante terrenal que es: ordena, sevenga y castiga. El Dios que ama nohace más que abrir los brazos. Mientrasaméis la vida y los placeres de estemundo, estaréis entre el Mal.

Amaury se sentía como si lo hubierapisoteado un batallón entero. Sacudió lacabeza.

—El Bien y el Mal se handisfrazado. Se han metido en la piel delotro, —dijo malhumorado—. Ahoraaborrecen las vestiduras del otro.

—Tiradlas, —dijo el más ancianode los Bons Hommes—. Dejad esasvestiduras de Satanás, esa piel deSatanás, quemadlas. Dejad que el Mal

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se consuma en el fuego hasta que elespíritu pueda elevarse.

—Ponte en manos de los BuenosCristianos, como yo, —dijo el tejedor—. Aprovecha esta oportunidad paratener un buen fin. Luego, cuando noshaya consumido el fuego, estarásperdido.

—No tengo ningún interés en moriren la hoguera.

—Me pregunto qué es peor, —dijoel tejedor.

Amaury lo miró largo rato ensilencio. Quizá tuviera razón.

Pudrirse el resto de su vida en unacelda era un suplicio mucho más largo.

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Casi empezaba a desear esa sentencia,la hoguera, un tormento corto e intenso,y luego nada más. ¿Nada? El purgatorioy luego el infierno, un suplicio queduraría eternamente. ¿O acaso eraposible regresar a una siguiente vidapara repetirlo todo de nuevo y mejor?

—En realidad es una forma de huir,—dijo finalmente.

—Sí, huir, ¡eso es lo que hacéisvosotros! —exclamó el peletero, quehasta entonces se había mantenido almargen de la discusión.

Primero sembráis cizaña y luegohuís. ¿Sabéis lo que está pasando en laciudad? Durante Semana Santa, los

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dominicos han alentado a los ciudadanosa confesar o a delatar a quienes sehubieran comportado de formasospechosa. Los que no se presentabanvoluntariamente eran arrestados. Elmonasterio de los dominicos se llenóenseguida de gente. Yo mismo fuivíctima de las difamaciones. Nunca hetenido nada que ver con la herejía, hastahoy. Ahora me habéis convertido encontra de mi voluntad en testigo devuestros sacramentos heréticos. Por elloquizá tenga que pudrirme durante elresto de mi vida en esta miserablemazmorra.

—Nosotros creemos que ésa es una

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liberación, —dijo el Bon Homme conprecaución, ignorando las palabras delpeletero—; en cualquier caso, unaliberación provisional. Elconsolamentum no es en sí unsalvoconducto para ir al reino de loscielos, sino sólo después de que elconverso se haya purificado durantemucho tiempo. Para él o ella, la muertees una liberación definitiva. El bautismole garantiza la redención. Eso es más delo que puede prometer la Iglesia romana.Deberíais pensar en ello y mientrasestemos aquí nosotros, podremosayudaros. El bautismo con el fuego delEspíritu Santo os otorga en cualquier

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caso la certeza de que regresaréis en uncuerpo más apto para poder aspirar a unbuen fin en una próxima vida.

—Aún debo empezar mi vida, estavida, —dijo Amaury.

El Bon Homme lo miró sin entender,pero Amaury no tenía ganas deexplicarlo todo. Durante veinte añoshabía esperado el momento de poderregresar a este país, pero no para morir.

—Me alegro de que nos hayamoslibrado de estos tipos, —dijo el peletero—. ¡Te delatan enseguida, porque nopueden mentir!

Amaury se habría abalanzado sobreel hombre, de no haber sido porque tenía

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las manos atadas en la espalda.Concentró su atención en los BonsHommes, a los que conducían haciaestacas instaladas delante del patíbulo.Comprendía por qué se habíanapresurado de repente a ejecutar lasentencia. Los Buenos Cristianosestaban tan debilitados a causa de suayuno riguroso, que apenas se manteníansobre sus pies. El inquisidor temía quela muerte se los llevara antes de que elverdugo pudiera ponerles las manosencima. Avanzaban con notable calmahacia el lugar donde iban a serejecutados. Mientras los ataban a lasestacas con las manos en la espalda,

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entonaron casi al unísono un cántico. Eltejedor, que había pedido ser ejecutadocon ellos, fue conducido poco despuéshacia la tercera estaca.

Una cuarta estaca estaba aún vacía.A continuación otros tres acusados

fueron condenados a penas que ibandesde peregrinaciones de castigo, hastacinco años de servicio en Tierra Santa.Les pusieron la cruz amarilla en lasropas. En el patíbulo sólo quedabanAmaury y el peletero. Aquél oyó quepronunciaban su nombre. Se volvió conla cabeza erguida hacia el dominico queleía la sentencia, demasiado orgullosopara manifestar su miedo, aunque el

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corazón le latía con fuerza en el pecho ysus manos estaban empapadas de sudor.La multitud que se había congregadoestaba muy alborotada.

—A la luz de los testimonios, eltribunal considera demostrado que vos,Amaury de Poissy, habéis mantenidocontactos con la herejía. Dado que oshabéis negado a descubrir los nombresde estos herejes, se considerademostrado que sois un protector de losherejes. Además, os habéis opuestorepetidas veces a la paz y a la fe.

Esto último tenía que ver a todasluces con su participación en la luchacontra el ejército de los cruzados. Su

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rostro permanecía impasible.Involuntariamente dirigió la miradahacia la cuarta estaca.

Contuvo la respiración y se mordióel labio inferior.

—Habéis reconocido vuestra culpa,habéis abjurado de la herejía y habéispedido reconciliaros con la Iglesiaromana. Por ello se os concede elperdón. Tan sólo seréis condenado aprisión perpetua.

Se oyeron abucheos. En medio delalboroto, Amaury repitió mecánicamentelas palabras con las que abjurabapúblicamente de la falsa fe, suplicaba elperdón de la Iglesia y pedía

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reconciliarse con ella, sin oír lo quedecía. Se desvistió y se arrodilló ante elsacerdote que flageló su espalda con unazote. Todo le parecía carecer deimportancia. Por fin le dejaron retirarse.

Entonces llamaron al peletero.Enumeraron sus crímenes contra laIglesia. También en su caso la pruebadecisiva habían sido los testimonioscontra él. Pero el peletero habíainsistido tenazmente en su inocencia ypor ello se le consideraba un herejeimpenitente. Se hizo un profundosilencio. El rostro del hombre se tornólívido.

Miraba perplejo y sin comprender al

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dominico que lo entregó al podersecular, representado por dos soldadosque condujeron al aún estupefactopeletero hacia la cuarta estaca. Después,todo sucedió con suma rapidez.Amontonaron paja y leña alrededor delos pies de las víctimas. Una antorchaprendió la voraz leña, las llamas seelevaron al cielo.

Los Bons Hommes dieron ánimo altejedor, se miraron entre si una vez másy luego alzaron los ojos al cielo. Suslabios murmuraban una oración. Eltejedor los imitó.

—Soy inocente. Soy un simpletrabajador. ¡Creo en la fe católica! —

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gritaba el peletero, retorciéndose demiedo y tirando de las cuerdas que no seaflojaban.

El soldado que llevaba la antorchaen la mano titubeó.

—¡Es inocente! —gritó una mujerdesde la muchedumbre.

Otros repitieron su grito yempezaron a pedir clemencia. Elsoldado miró al inquisidor y a suséquito, que presenciaba la ejecuciónjunto al patíbulo. El rostro del clérigopermaneció inmutable. Asintiófugazmente con la cabeza. El soldadointrodujo la antorcha en la paja.

El fuego ya había empezado a

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chamuscar la piel del tejedor. Tenía laboca abierta de par en par, como sibostezara. No emitía ningún sonido. LosBons Hommes cantaban y mantenían losojos alzados al cielo despejado.Gradualmente, sus voces se fuerondebilitando.

El hedor de la carne quemada sepropagó por la plaza. El tejedor tenía elrostro contraído de dolor. El peleteroseguía tirando y torciendo las cuerdascomo un loco. Había recuperado elcolor en su cara, incluso empezaba aponerse morado, cuando de súbito sedesvaneció.

—¡Asesinos! —gritó alguien.

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—Calla, que si no te quemarántambién a ti. ¡Por cualquier minucia tecondenan como hereje! —exclamó otro.

Sólo unas cuantas personas reían.Cuando las voces de los Bons Hommesse hubieron apagado, otra voz entre lamuchedumbre empezó a entonar sucántico. Sólo que era una cancióndistinta.

Porque te apartaste del verdaderocamino, oh, Roma, cientos de milesmurieron sin razón. ¡Sin duda noentrarás en el cielo! Quien te siga por tucamino puede considerarse perdido;quien te siga a ti llegará al infierno y por

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Satanás será elegido.

Algo voló por los aires. Un frutomaduro se estrelló a los pies delinquisidor. El clérigo miró alrededor,murmuró algo entre dientes a suscompañeros, a continuación se volviócon serenidad y abandonó elespectáculo. Amaury tuvo tiempo de veral último condenado consumirse en lasllamas cuando los soldados lo devolvíana los calabozos. Detrás de él sonaban,invisibles entre la muchedumbre, lasvoces que seguían entonando la canciónprohibida:

Roma, por doquier se oye afirmar:

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los cráneos con tonsuras encogen alafeitar. Dejad pues que os amputen lossesos. Tenéis sangre en las manos deBéziers, que ardió y padeció loshorrores; Roma y Citeaux, con eso noconseguiréis honores sino la vergüenzaeterna.

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TOLOSA

Otoño de 1235

En la penumbra gris de la mazmorra, lamuerte de sus cuatro compañeros decelda lo perseguía constantemente. Unay otra vez veía cómo los cuerpos mediocarbonizados desaparecían en las llamasy luego se veía a sí mismo, de pie en elpatíbulo, maltrecho, cubierto deignominia, pero vivo. No sentíaremordimientos. Se habíadesembarazado de todos lossentimientos de culpa. Lo que otros

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hicieran con su vida y las consecuenciasque de ello se derivasen era asunto suyo.Por lo pronto, él tenía un único objetivo:escapar de aquella miserable mazmorra.El tiempo diría cómo.

No estaba nunca solo. De vez encuando traían a otros prisioneros. Unavez tras otra se repetía la misma escena.Al principio se rebelaban, estabanfuriosos con quienes los habíandelatado, indignados por la injusticiaque se cometía con ellos. Luego,después del primer interrogatorio, veníala impotencia. A partir de ese momento,Amaury notaba que empezaban adeteriorarse físicamente. Si tenía lugar

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un segundo interrogatorio, casi siempremeses más tarde, o un tercero, el efectoera aún más dramático. Sin poder hacerotra cosa, esperaban como aturdidos lasentencia. Al verlos, Amaury se dabacuenta de cómo debía de estar él. Porúltimo venía la sentencia y luego no losvolvía a ver. Alguno que otro sequedaba para siempre, como él. Entreellos había un músico.

Llevaba cerca de seis mesesencerrado cuando un nuevo prisionero lecomunicó que en Narbona se habíadeclarado una fuerte resistencia contralos métodos de la Inquisición. Losdisturbios eran tan intensos que casi

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podía hablarse de guerra civil. Unosdías más tarde, uno de los prisioneros,un mercader, se enteró, camino de suinterrogatorio, de que el inquisidor deTolosa había cometido la insensatez decitar ante el tribunal a doce notables.

—Eso no sólo ha despertado la irade los ciudadanos, sino también delconde Raimundo, —declaró el mercader—. Los notables hicieron saber alinquisidor que más le valía abandonar laciudad. Pero él no tenía intención dehacerlo. Luego, los cónsules le enviarona la milicia para que quedara bien claroque hablaban en serio.

—¿Y se irá? —quisieron saber los

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demás.Nadie conocía la respuesta.Algunos días más tarde llegaron

hasta los calabozos unos ruidos quehacían sospechar que estaban arrasandoel edificio que había encima de ellos. Elmercader se levantó. Apretó la cabezacontra las rejas de la puerta.

—Seguro que se ha declarado unarebelión. Eso se veía venir, —dijo.

Los hombres, que como siempreestaban sentados en el suelo, apoyadoscontra las paredes de la celda, seanimaron un poco. El músico empezó acantar con voz contenida.

—¡Por el amor de Dios! —siseó

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alguien—. ¿Acaso quieres sumirnos enla desgracia?

—Oí esta canción en Tolosa cuandome condenaron, —dijo Amaury—. Estáprohibida. ¿De dónde la has sacado?

—El trovador Guilhem Figueira lacompuso hace unos años, durante larebelión del joven conde. Antes de quese doblegara ante Luis. La canción esmuy popular entre los faidits, —dijosonriendo el músico.

—¿Habrán entrado en el edificio?—inquirió el mercader esperanzado.

El músico siguió cantando, cada vezmás alto.

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Que Dios otorgue al conde fuerzas ypoderes para esquilar, desollar y matara los franceses. Por mí puede molerlos apalos y dejar que lloren amargados. Queyo a Dios rogaré que las ofensas deRoma no olvide y proteja a nuestroseñor conde.

El mercader sacudió las rejas de lapuerta gritando que allí habíaprisioneros de la Inquisición quequerían salir. No hubo respuesta.

Amaury lo apartó y empezó atabletear con un cuenco contra las rejas.Pasó mucho tiempo antes de que sepresentara alguien. Al parecer, era un

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miembro de la milicia urbana.—¡Dejadnos salir! —gritó el

mercader, apartando esta vez a Amaury.—¿Sois víctimas del inquisidor?—¡He sido condenado injustamente!

—gritaron a la vez algunos prisioneros.El soldado miró receloso a través de

las rejas. Su rostro se iluminó cuandovio a un conocido. El ruido de loscerrojos provocó gritos de alegría. Elmúsico cantó a pleno pulmón:

Roma, que Aquél que es luz y esvida y la salvación eterna, te abandone atu suerte. Eres vil y mezquina, ysiembras la muerte. Roma, traidora, raíz

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del Mal e inquisidora, morirás en elinfierno si no vas con tiento.

—¿Qué pasa? —dijo jadeandoAmaury mientras corría junto alguerrero.

Después de subir por una estrechaescalera habían enfilado un pasillo yahora cruzaban un patio.

—Hemos echado de la ciudad a losaduladores católicos. Uno ya no podíafiarse ni de sus propios hermanos.¡Todos delataban a todos con tal desalvar el pellejo!

Cuando llegaron a la calle oyeronlos gritos de júbilo del pueblo que se

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había congregado allí. Amaury se quedóde piedra. Por doquier se veíanmilicianos que huían con objetosvaliosos.

—¡Los documentos de laInquisición! —gritó al hombre que lohabía liberado.

—¿Qué?—Los informes del inquisidor,

¿dónde están?—¡Y yo qué sé!—¿Dónde está tu comandante?—Por ahí debe de andar, —dijo

señalando hacia adentro.Amaury volvió sobre sus pasos,

cruzó de nuevo el patio y entró en el

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edificio. Dentro, el caos era completo.Alguien cruzaba el refectorio con uncaballo robado. Otro se llevaba unenorme candelabro. Amaury noencontraba por ningún lado nada que separeciera a los documentos de laInquisición, hasta que vio a alguien conuna caja.

—¿Qué tienes ahí?—¡Vete al infierno! —gritó el

saqueador, temeroso de que le quitaranel botín de las manos.

—¡Ábrelo! —lo dijo con el tonoautoritario de un caballero, aunque notenía armas para dar fuerza a suspalabras. Por un momento había

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olvidado que su aspecto era tanmiserable como el de los demásprisioneros.

—¡Búscate algo tú mismo, haysuficiente! —gruñó el hombre al tiempoque lo apartaba.

—¡Puedes quedártelo todo, sóloquiero saber si son documentos!

Antes de que el otro pudieracontestarle ya había abierto la tapa deuna patada. Amaury vio que tan sólocontenía vestiduras sacerdotales. En eseinstante se percató de que olía aquemado. Dejó solo al saqueador de lacaja y registró el edificio hasta que enotra estancia encontró a unos hombres

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alrededor de una pila de pergaminos queardían en medio del suelo de baldosas.Sin pensarlo ni un momento se abalanzósobre el fuego y empezó a apagarlo conlos pies.

—¡Idiotas! —les gritó.Se quedó parado un momento

tambaleándose y sin aliento. Después seagachó para recoger una hoja medioquemada. Alguien se la quitó de lasmanos con igual rapidez.

—Serán documentos viejos. Se hanllevado los casos pendientes. Lo queaquí dice no le interesa a nadie, amigo,—dijo el comandante de la miliciaurbana.

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—¿Quién eres tú para juzgarlo? ¡Túno has estado ante el tribunal, tú no hassido condenado como un perro! Tengoque saber quien me metió entre rejas consus mentiras. Después puedes destruirlotodo.

Sus argumentos parecieron gustar alos presentes. O quizá fuera sumiserable figura lo que les infundiórespeto. Sea como fuera, los hombresretrocedieron y le dejaron hacer.

Eran en efecto documentos de laInquisición. Agachado junto a las hojasque por fortuna sólo se habían quemadoen parte, Amaury buscó febrilmente supropio nombre. Se sentía espoleado por

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la manifiesta impaciencia de loshombres a su espalda. Le dolían los ojosdel esfuerzo. Allí estaba su nombre enlatín, Aman de Pisciaco, sóloparcialmente dañado por las llamas.Sacó la hoja del montón y leyóapresuradamente las líneas. Una lista deprisioneros condenados, nada más. Dejócaer el documento, se incorporó e hizouna seña al comandante para quecontinuara con su trabajo. Con unamueca convulsiva devolvió elpergamino a las llamas.

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LAURAGAIS

1236

Un pequeño grupo de jinetes cabalgabaa paso lento por el bosque. Los precedíaun caballero que caminaba junto a sucaballo. Iba armado hasta los dientes.Lo llamaban Ranquilhós, el Cojo,porque tenía una pierna un poco máscorta que la otra. Al parecer se la habíaroto hacía años y luego había tenido quecabalgar de Tolosa a París, por lo cualla fractura nunca se había curado deltodo. Nadie sabía cómo se llamaba

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realmente ni quería saberlo. Lo buscabala Inquisición porque había sidocondenado y luego había huido, esobastaba.

Junto a él caminaban dos hombresenvueltos en mantos oscuros. Nollevaban armas, sólo un fajo depergaminos enrollados que habíanocultado debajo de sus ropas. Era subiblia, aunque estas sagradas escriturasno contenían más que el evangelio desan Juan.

Uno de ellos tenía el título dediácono, si bien nada en su aspectodelataba que ocupara tal dignidad. Elotro era su compañero inseparable.

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—Pero está escrito que la palabra sehizo carne, que la Virgen María fuefecundada por el Espíritu Santo y queCristo nació de ella, —dijo el caballero.

El diácono negó con la cabeza.—Eso es lo que predica la Iglesia de

Roma. Pero nosotros creemos que no fueasí.

—¿Cómo, entonces?—Dejad que os lo explique, —

empezó—. Existe un pájaro llamadopelícano que brilla como el sol y quesigue el movimiento de este astro. Dichopájaro tenía crías que dejaba en el nidotodos los días cuando se iba para seguiral sol. Un día, una bestia se acercó al

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nido y mutiló a las crías arrancándolesel pico.

El caballero escuchaba con atención.Los caballos avanzaban lentamente a susespaldas, algunos jinetes estaban mediodormidos en la montura, otros mirabanatentos alrededor. Llevaban todo el díaviajando.

—Cuando el pelícano regresó yencontró a sus crías tan maltrechas y sinpico, las cuidó, —prosiguió el BonHomme—. Pero cada vez que las dejabasolas, volvía a suceder lo mismo.Entonces, el pelícano pensó que debíaesconder su luz y ocultarse cerca delnido para atrapar a la bestia en cuanto

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volviera a presentarse. Así no podríamutilar nunca más a sus crías ni robarlesel pico. Y así fue como el pelícanoconsiguió engañar a la bestia y salvar asus crías de las terribles mutilacionesque les causaba la bestia.

Hizo una pausa, miró alrededor y seadelantó a los demás adentrándose enuna estrecha senda que serpenteaba entrelos matorrales. El caballero abandonó elcamino con su caballo y siguió a los dosBuenos Cristianos. Continuaronavanzando uno tras otro. Los demáscaballos los siguieron sin que los jinetestuvieran que indicarles el camino.

—Así es como el buen Dios ha

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creado a sus criaturas, —siguióexplicando el diácono—, y el dios delMal las mutilaba, hasta que Cristo dejósu luz y se escondió para que el dios delMal no pudiera verlo. Bajó del cielo ycuando llegó a la tierra se ocultó comouna sombra en la Virgen María, que lollevó en su seno sin que él tomara nadade ella. Pues cuando llegó el momento,allí estaba el niño junto a ella y en aquelmomento volvía a estar tan delgadacomo antes de su embarazo. De estemodo vino al mundo y se encarnó.Consiguió engañar al maligno y echarloa la oscuridad, y desde entonces elmaligno no puede aniquilar a las

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criaturas del buen Dios.Amaury asintió.—¿Entonces Cristo no era realmente

de carne y hueso?—Cristo era un ángel que se

escondió en un cuerpo falso compuestode elementos celestiales. ¿Cómo podíaél, el hijo de Dios, ser material? Todolo material ha sido creado por el dios delas tinieblas. Todo lo material que hizoCristo en la tierra era sólo apariencia.

—Pero los milagros que realizó,¿cómo…?

—No existen los milagros. Lascosas no pueden cambiar así como así,salvo en la imaginación de las personas.

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—Y los enfermos a los que curó, elparalítico y el ciego…

—No curó sus cuerpos, sólo susalmas. Padecían las consecuencias desus pecados que enferman al alma.

Amaury sonrió. El modo en quehablaban los Bons Hommes lerecordaba a Colomba. Siempre teníanlista una respuesta que borraba lo que lehabía enseñado la Iglesia católica. Lalógica de los Buenos Cristianos erairrefutable. Sus palabras provenían deun realismo que era diametralmenteopuesto a la otra fe, llena de milagros ymisterios.

—Pero ¿acaso la Virgen y los santos

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no han realizado muchos milagros? —inquirió.

—¿Los habéis visto alguna vez? —preguntó agudamente el diácono.

—No, pero les ha sucedido a otros.—¿Y vos lo creéis? ¿Pensáis

realmente que una imagen, que unpedazo de madera puede hacermilagros? Eso sólo puede ser obra de lasugestión, o como mucho obra deldiablo.

—Si Cristo no tenía un cuerpohumano, si no tenía cuerpo de carne yhueso, eso significa que tampocopadeció en la cruz.

—Cristo padeció. Lo insultaron, se

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burlaron de él y le escupieron, logolpearon y le pusieron con una coronade espinas. En aquel momento dijo queestaba seguro de ser el hijo de Dios,porque el padre celestial le habíaadvertido, cuando lo envió a estemundo, de que sería objeto de rechazopor los rechazados entre los hombres.Pero los perdonó, también al leprosoque le escupió en la cara. Mas no murióen la cruz. El que fue crucificado era undemonio, un ladrón al que en el últimomomento hizo adoptar su figura. Éstemurió en su lugar y regresó al infierno.Cristo subió al cielo sin morir.

—Porque su cuerpo, que no existía,

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no podía morir, —asintió Amaury—.Pero con ello no habéis contestado a mipregunta: ¿cómo es posible que losBuenos Cristianos suban a la hoguera sinmiedo?

Incluso cantan. ¡Es como si el fuegono los lastimara!

—No tan deprisa, ya llegaré a eso,—le reprendió el Bon Homme—. Lamisión de Cristo consistía en recordar alos hombres la procedencia celestial desus almas. Tenía que brindarles el modode reunificar esta alma con su espíritu,que los ángeles habían abandonado en elcielo con su caída. Los apóstoles fueronlos primeros en recibir al Espíritu

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Santo. Y con el Espíritu Santorecibieron además la fuerza para podertransmitirlo y perdonar los pecados dequienes quisieran recibir al EspírituSanto. Fue la última muestra de amor deCristo ~ que recibieron los apóstolesdespués de que les anunciara que habíallegado el momento de regresar junto asu padre.

Se detuvo. Había perdido el caminoque estaba cubierto por completo dematorrales. Amaury detuvo el paso yescuchó atentamente. Sólo se oía elmurmullo de los árboles y el sonido delos ~ pájaros en sus copas. Cuando eldiácono hubo encontrado de nuevo el

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camino prosiguió su relato mientrasandaba:

—Pues poco antes de que Cristo sedespidiera de ellos les dijo que lepodían pedir algo. Fuera lo que fuera,les sería concedido: Los apóstolesdeliberaron entre sí y le pidieronseguridad, para así no temer a nadie.Pero él les respondió que eso eraimposible.

¿Cómo querían, les dijo, que unsiervo recibiera más que su señor?

Los apóstoles tuvieron que admitirque era razonable que les negara lo quele habían pedido. Volvieron a deliberary Juan tuvo la idea de pedirle que les

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concediera la fuerza especial que éltenía, y que le permitía reunificar elalma y el espíritu a través de laimposición de manos. Así pues, lepidieron poder transmitir esa fuerza aotros para pasarla a los Bons Hommes yl a s Bonnes Dames, generación trasgeneración hasta el fin de los tiempos.Cristo les concedió la fuerza en nombrede su padre. El que menos supieratendría la misma fuerza que el que mássupiera, siempre y cuando fuera un BuenCristiano y hubiera recibido laconsagración. Les dijo que debíananunciar en todo el mundo su palabra,que había sido escrita por el Padre. E

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indicó a cada uno de ellos en qué paíshabía de predicar. No debían renegar desu fe por duro que fuera el castigo odifícil la prueba.

»Pero también les legó una terribleprueba. Les dijo que había nuevecastigos, de los cuales él soportaríaocho, pero el noveno tendrían quesufrirlo ellos. Al mismo tiempo lesprometió ayudarlos para que pudieransoportar esa prueba. La novena pruebaes el fuego de la hoguera.

Se había acercado a una cabañaconstruida en medio del bosque.

La pequeña comitiva se detuvo acierta distancia del refugio. Una vez

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hubieron desmontado los jinetes,Amaury envió a uno de ellos hacia lacabaña para anunciar la llegada de losd o s Bons Hommes. El diácono mirócauteloso alrededor y luego se dirigió alcaballero.

—No sentimos el fuego, pues elfuego no puede afectarnos, —dijo—. Afin de cuentas, ya nos hemos distanciadode nuestro cuerpo, la túnica del demonioque abandonamos aquí en la tierra. Porello subimos sin miedo y cantando en lahoguera. Subimos al cielo. Por ellopodemos soportar el fuego y loatravesamos con una sonrisa alegre.

—Para mí, eso es un milagro, —dijo

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Amaury.Entre tanto, de la cabaña habían

salido dos mujeres. Se acercaron a losBons Hommes y los saludaron con unagenuflexión.

Amaury sentía un profundo respetopor el diácono, un hombre muy atareado.Además de predicar y administrar elconsolamentum a quienes queríanapartarse del Mal y por consiguiente delmundo, tenía que visitar a los BuenosCristianos una vez al mes, escuchar susconfesiones y aplicarles una penitenciaadecuada, un ritual que llamabanapparelhamentum Por ello, él y sucompañero visitaban con regularidad las

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casas donde vivían y trabajaban losBuenos Cristianos. La gente tambiénprefería llamar al diácono para queadministrara el consolamentum a losenfermos y heridos que lo solicitaran ensu lecho de muerte. En la época en queel papa católico aún no había declaradola guerra a la Iglesia de Dios niorganizado la persecución ni la Cruzadacontra ella, eso ya significaba unacontinua marcha por la zona que habíasido adjudicada al diácono. Ahora teníaque moverse con sigilo y presentarse adestiempo en las viviendas de losmoribundos para realizar su trabajo enel mayor de los secretos. Los Bons

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Hommes y las Bonnes Dames que teníaa su cargo ya no vivían en casascomunes en los pueblos y ciudades, sinoque se habían dispersado. Si teníansuerte, podían permanecer en el castillode un noble amigo o en el granero de uncampesino. Otros tenían que esconderseen cuevas o sótanos o, como en estecaso, en un refugio construido a todaprisa en el bosque. Eso complicabamucho su trabajo de vigilar que losBuenos Cristianos siguieran por elcamino recto, el diácono también seencargaba de su seguridad.

Eso significaba que tenía que estarcontinuamente al corriente de las

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posibles acciones de guerra y de lasactividades de la Inquisición, parapoder avisarlos a tiempo y trasladarlosa otro escondite.

Si llegaba tarde, debía intentarrescatarlos Entre tanto; tenía quecumplir las promesas que habían hechotodos los Bons Hommes: ayunar tresdías a la semana y observar los tresgrandes períodos de ayuno al año.

Debido a todas estas actividades, undiácono corría más riesgos que losdemás Buenos Cristianos de seratrapado por la Inquisición.

Sabía que Amaury era un guardiaavezado y de confianza que le ofrecía la

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protección que tanto necesitaba. Por lovisto, el caballero no tenía a nadie másen el mundo que necesitara sus serviciosy sí suficientes razones para no caer enmanos de la Inquisición. A cambio deuna costosa armadura y un caballo,acompañaba al diácono y a su ayudanteallí donde quisieran.

Ahora Amaury esperaba fuera conalgunos de sus hombres mientras losdemás, que eran creyentes de la Iglesiade Dios y que habían contraído laconvenenza, asistían a la ceremonia enel interior de la cabaña. Sabíaexactamente cómo era el ritual. Eldiácono estaría de pie frente a las

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Bonnes Dames arrodilladas. Sacaría elsagrado libro de entre sus vestiduras ylo mantendría delante de su pecho. Através de las finas paredes podían oírselas palabras que pronunciaba la BonneDame de más edad.

—… pues son innumerables lospecados con que disgustamos día trasdía a Dios, de día y de noche enpalabras, actos y pensamientos,voluntaria o involuntariamente y sobretodo por la voluntad que nos han dadolos malos espíritus con la carne que nosenvuelve.

Eran las palabras usuales quepronunciaban siempre los Buenos

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Cristianos, hubieran o no pecado denuestras lenguas salen palabras inútiles,conversaciones vanas, risas, burlas ymaldades, calumnias contra hermanas yhermanos, por lo cual no merecemosjuzgar ni condenar los pecados denuestros hermanos y hermanas… Oh,señor, condena los pecados de la carne,no tengas piedad de la carne nacida dela perversidad, mas ten piedad delespíritu preso en ella…

Amaury conocía el texto casi dememoria. También sabía cuál sería lapenitencia. El diácono les impondría unayuno de tres días a base de pan y agua.Recordó la primera vez que había

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besado a Colomba, en el camino entreSalsigne y Cabaret. Le habían impuestoun castigo de nueve días de ayuno depan y agua y ése había sido un castigomás leve del que se esperaba por habertocado a un hombre sin quererlo ella.Mucho más tarde, Colomba le habíacontado que la habían vuelto a castigaruna vez más, pero en aquella ocasiónporque había admitido haber deseado unbeso, y eso era más grave. Siete días sincomer ni beber fue la penitencia que leimpusieron, aunque no fueran díasconsecutivos.

El ritual en el refugio de las BonnesDames había llegado a su fin. Se dieron

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un beso de paz, los hombres con loshombres, las mujeres con las mujeres,seguido de un beso sobre el librosagrado. El diácono partió el pan y juntocon los soldados creyentes tomaron lafrugal comida, durante la cual losBuenos Cristianos bebían vino al quehabían añadido tanta agua que apenassabía al preciado licor.

Amaury comió con los demássoldados en el campamento que habíanlevantado. No hablaban. Se manteníanatentos a cualquier ruido y con los ojosregistraban continuamente lasinmediaciones.

No se atrevieron a encender una

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hoguera, pues podrían ser vistos amuchas millas en la oscuridad de lanoche que caía rápidamente sobre ellos.El caballero estiró las piernas con gestode cansancio y se rascó la espaldacontra el tronco de un árbol que habíaelegido para apoyarse.

Era curioso. Durante todos los añosque había pasado en la cómodaseguridad del viejo castillo de Poissy,una larva llamada desasosiego le habíaroído las entrañas hasta casi destruirlo.Ahora que vivía como un fugitivoerrando de un lugar a otro, se sentíacomo nuevo. Tenía la certeza de queello no se debía a las sabias lecciones

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de los Buenos Cristianos. Todas susprédicas no habían conseguidoconvencerlo de que aceptara de nuevo laconvenenza. Era más bien la sensaciónde que, por primera vez, su vida nodependía de las decisiones de otros,sino de las suyas propias.

Además sabía exactamente lo quequería hacer, aunque había de tenerpaciencia para poder llevarlo a cabo. Lohabía perdido todo, no poseía más quelo que llevaba puesto, el caballo y lasarmas que le habían dado. Cierto es quel o s Bons Hommes le pagabanreligiosamente por sus servicios, mashabría de pasar mucho tiempo antes de

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que tuviera lo suficiente para llevar acabo el plan que acariciaba. Pues siColomba había sido en efectosecuestrada por Sicard, el despechadoprometido, ahí estaba el motivo. Teníaque intentar recuperar la herencia deColomba. Pero Limousis era un feudo deCabaret, que desde la paz de Parísestaba en manos de los franceses,quienes tampoco tenían derecho a esaherencia. Si había alguien que pudierareclamarla, ese alguien era el hijo que élhabía engendrado. Su primer objetivoera encontrarlo, al menos si aún vivía. Através de los contactos con los BuenosCristianos y los que los apoyaban podía

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reunir la información necesaria.Después, tendería con esmero sustrampas. Necesitaría el apoyo de unabanda armada, faidits, mercenarios,quien fuera. Lo que le resultabaimprescindible ante todo era lacooperación del señor feudal y éseseguía siendo Raimundo de Tolosa. Paralograrlo, necesitaba diplomacia ypaciencia. Había esperado veinticuatroaños. ¿Qué significaban unos cuantosaños más o menos?

Amaury desenvainó la espada, ladaga y el hacha de guerra. Deslizó losdedos por los filos y comprobó con lasuñas que estuvieran afilados, buscando

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una desigualdad, una mancha deherrumbre, una rebaba. Limpió y afilólas armas hasta que quedaron comonuevas.

Algo se movió cerca de la cabaña.Enseguida levantó la vista y siguió losmovimientos del Bon Homme queacompañaba al diácono en todos susviajes. El hombre miró a su alrededorcomo buscando algo, hasta que sumirada se posó en el caballero. Seacercó a él.

—Creemos que es mejor trasladar alas mujeres a otro refugio, —anunció.

Típico, pensó Amaury. Cualquieradiría: es mejor. Pero dado que nada era

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seguro en este mundo y que los BuenosCristianos no podían mentir, ellos creíanque era mejor. Miró fijamente el filoresplandeciente de su espada.

—¿Por qué?—El inquisidor ha asesinado a

varias personas en Laurac. Tememosque las mujeres corran peligro. Susfamiliares acudían con regularidad aeste lugar para traerles víveres y paravenerarlas. Si alguien los ha visto,vendrán a buscar aquí.

A Amaury no le cabía la más mínimaduda de que ello podía ciertamentesuceder.

—¿Dónde? —preguntó.

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—Pensamos que ha llegado elmomento de llevarlas a Montségur.

—¿Cuándo?—Cuanto antes.—Montségur está a varios días de

viaje desde aquí, —constató Amaury.—Es suficiente con que vayáis hasta

Queille, eso está a medio camino, a unamilla de Mirepoix. Allí las recogerán.

—Prefiero llevarlas personalmente.—Creemos que es más seguro que

utilicemos nuestros confidentes enQueille. Conocen la ruta hacia el burgo,saben si es segura y conocen a loshombres que vigilan las vías de acceso.

Amaury permaneció en silencio sin

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dejar de abrillantar sus ya relucientesarmas. Cada vez más Buenos Cristianosse refugiaban en Montségur, el castilloen el que, hacía algunos años, el obispode la Iglesia de Dios había establecidosu sede. No sólo era un refugio para losBuenos Cristianos que no se sentíanseguros debido a las actividades de laInquisición, sino que además se habíaconvertido en una especie de lugar deperegrinación al que acudían loscreyentes del Verdadero Cristianismopara oír las prédicas de sus guíasespirituales y recibir su bendición, opara visitar a parientes que habíaningresado en la Iglesia y que

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permanecían por un tiempo en lamontaña. Si podía llegar a saber algosobre Colomba, sobre lo que les habíasucedido a ella y a su hijo, era enMontségur. Pero parecía ser que losseñores que daban cobijo a los BuenosCristianos y garantizaban su seguridadvigilaban estrechamente los alrededoresdel castillo. Se decía que atrapaban yencarcelaban a cualquier sospechosohasta aclarar qué buscaba allí. ¿Acasohabía una excusa mejor que la deacompañar a dos Bonnes Dames?

—Si me confiáis a las BonnesDames ya me haré cargo de ellas hastael final, —dijo.

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—Aprecio vuestra preocupación,pero el diácono también os necesita.Dicen que hay más hermanos y hermanasen esta zona que están amenazados porla Inquisición.

Amaury acarició el filo de su daga,tan afilado que habría complacido a uncarnicero.

—Llevaré a las mujeres sanas ysalvas a Queille, —dijo por fin.

E l Bon Homme no se movió.Amaury lo miró sin dejar de sostener lasarmas.

—Primero hemos de dejar descansara los caballos, Y a mis hombres. Todosnecesitamos descansar, —aclaró.

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—Por supuesto, —respondió el otrosin moverse aún.

—¿Qué queréis?—Deseáis vengaros, —dijo el

eclesiástico—. La venganza pende sobrevuestra cabeza como una daga. Vuestramirada es penetrante como unrelámpago. ¿Acaso no sabéis que Cristocondenó la ley del talión? ¿Que por ellorechazó el Antiguo Testamento? Cristopredicaba el amor. Perdonad y seréisperdonados. La venganza es cosa debárbaros. La venganza quizá cure lasheridas, pero deja cicatrices que osdesfigurarán para siempre.

Lentamente depositó Amaury sus

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armas en el suelo.—Nadie lo sabe mejor que yo, —

dijo—. El ángel de la venganza es undemonio.

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CARCASONA

Septiembre de 1237

—Yo, no soy un traidor. Yo, nodenuncio a nadie a la Inquisición. ¡Lojuro!

Wigbold se golpeaba indignadocontra la sien como si quisiera decir quehabía aprendido algo y que notraicionaría a sus amigos ante el odiadotribunal. Su lenguaje había mejoradoalgo, pero por lo demás era exactamenteel mismo. Seguía al servicio de Ramón d’Alfaro, lo cual permitía a Amaury

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encontrarlo más fácilmente. Habíarespondido enseguida a la llamada quele hizo a través de un correo.

Eso decía mucho en su favor. Sihubiera sido realmente él quien lo habíadenunciado ante la Inquisición, nohabría comparecido. Además, por lovisto se daba cuenta de que estaba endeuda con el caballero.

—Te creo, —dijo Amaury—. ¿Lohas traído?

—Sí, sí, —dijo apresurado.El frisón, que lucía ya una calva,

sacó de su alforja un rollo de pergaminoque llevaba el sello de D’Alfaro.Amaury lo examinó y asintió

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aprobatoriamente.—Buen trabajo, Wigbold. Vamos.Al poco entraban en un vestíbulo

fresco y sombrío. El hermano de laencomienda de los sanjuanistas losprecedía de camino al aposento delescribano. Wigbold avanzaba nerviosodetrás de Amaury. No se sentía a gusto.

—¿Sicard?—Sí.—¿Sabéis cuántos Sicard hay?Amaury hizo un gesto de disculpa.—Entró en la orden más o menos en

la época del ataque de los cruzados deSimón de Montfort. Seguramente antesde la destrucción de Béziers.

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—¡Pero de eso hace años!—Vuestra orden tiene registros de

todos sus miembros, de sus donaciones,sus…

—Por supuesto. Pero ¿por qué nohabéis acudido a una de nuestrasencomiendas más grandes, HompsTolosa? ¿Por qué Carcasona?

“Porque esta encomienda es la máscercana a Cabaret”, pensó Amaury, perose limitó a encogerse de hombros y dijo:

—Ramón d’Alfaro os pide estainformación en nombre del conde. Lopodréis comprobar en la petición que osentrego. Nosotros no sabemos más.

—Eso llevará mucho tiempo. Si

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regresáis mañana quizá tenga…—Bessan —ladró Wigbold

impaciente Sicard de Bessan.Amaury le lanzó una mirada

escrutadora, pero no dejó translucirnada más.

—Preferimos esperar aquí, —dijo.—Sicard de Bessan…Por el tono parecía como si el

escribano hubiera oído antes esenombre. Se puso en movimiento, sacó unfajo de pergaminos que formaban unlibro y empezó a hojearlo. Wigboldestaba intranquilo. No conseguía estarsequieto y no dejaba de juguetear con susarmas. Tal vez pensara que Sicard podía

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aparecer en cualquier momento. Labúsqueda se prolongó durante un tiempo.El escribano iba deslizando el dedo porlas líneas apretadas, hasta que murmuróalgo Ininteligible, enarcó sus cejas ynegó con la cabeza.

—Teníamos un Sicard de Bessan,pero se marchó, —dijo.

—¿Adónde? ¿A Tierra Santa?—No, simplemente se marchó, dejó

la orden, —dijo como si él mismo no locreyera.

—¿Cuándo fue eso?—Apenas dos años después de la

muerte del vizconde.—¿Simón de Montfort?

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—No, Ramón Roger Trencavel.Amaury sacó cuentas. Eso tenía que

ser durante el embarazo de Colomba, encualquier caso antes de que lasecuestraran.

—¿Por qué? —quiso saber.—¿Cómo?—¿Por qué abandonó la orden?—¿Por qué queréis saberlo? No

creo que sean datos que queramos hacerpúblicos.

— R a mó n d’Alfaro tendrá susrazones, o bien el propio conde.

Los ojos de Amaury mirabanfijamente el pergamino como si quisieraobligar al otro a examinarlo más

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atentamente. El escribano volvió ainclinarse sobre el texto, sin percatarsede que el caballero también leía.

“… por perseguir las posesionespersonales, que intentó arrebatar a laorden”, decía el texto.

—No hay más información, —dijoel escribano—. Quizá en nuestraencomienda de Tolosa sepan algo más.

Cerró el libro en señal de que dabapor finalizada la entrevista. En aquelmismo momento, Amaury vio cómoWigbold se metía la mano en el manto.Hizo girar algo. Se echó a un lado. Elgolpe cayó justo cuando se cerraba ellibro. El escribano se derrumbó y fue a

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parar debajo del escritorio. La mano deWigbold, que era tan grande como lahoja de una pala, empujó el libro haciael caballero.

—Tú, lee, —dijo.—¡Dios santo! —exclamó Amaury.El caballero intentó mantener su

sangre fría y le hizo una seña hacia lapuerta. Wigbold lo comprendió yenseguida fue a su puesto.

Los caballeros hospitalarios habíanllevado minuciosamente el registro. Lafecha en que Sicard había entrado en laorden no aportaba nada nuevo. No seindicaba cuál había sido la razón de sudecisión. Sólo la añadidura de que

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Sicard era un hijo de una familianumerosa y que no había aportado otrasposesiones a la orden salvo una suma dedinero, indicaba que en efecto no se lehabía adjudicado herencia alguna. En elmargen había una nota garabateada. Conun poco de esfuerzo consiguió descifrarlas palabras:

—No apto para el servicio militaren Tierra Santa debido a una rara denacimiento en el brazo derecho.

Amaury siguió hojeando en busca dela nota que el escribano habíaencontrado antes, mientras Wigbold seiba poniendo nervioso por momentos yno dejaba de mover los pies con

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impaciencia. Deslizó los ojosrápidamente por las líneas sin saberexactamente lo que buscaba, hasta quede repente dio un puñetazo contra elpergamino.

—¡Casado! ¡Malditos sean sushuesos! Se casó con ella, antes de quetuviera al niño, aquí en Carcasona. Lallevó al altar aún embarazada, la obligóa casarse ante un sacerdote. Unsacerdote, ¡el muy canalla! Con esaprueba en las manos vino derecho aquípara exigir la herencia de Colomba.

Amaury estaba lívido de cólera.Wigbold apenas lo escuchaba.

Se concentraba en los ruidos

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procedentes del pasillo.—Y lo aceptaron, so reserva de que

fuera aprobado por la encomienda deHomps, donde había entrado el padre deColomba. Pero por supuesto éstos nopudieron negarse. En su testamentohabía estipulado que todas susposesiones pasarían a la orden en elcaso de que su hija siguiera siendo unaBonne Dame. Sin embargo, si llegaba acasarse, su esposo podría apropiarse desus derechos.

—Sí, sí, vámonos.Amaury no lo oyó. Ocultó el rostro

entre las manos.—¡Oh, Dios! Seguramente hizo

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bautizar al niño para asegurarse de querecibiría la herencia. ¡Yo le prometí aColomba que eso nunca sucedería!

—Nosotros, nos vamos, —insistióWigbold.

Para su gusto ya había duradodemasiado. Enderezaron al escribano ylo volvieron a colocar mal que bien ensu silla. Después cerraron la puerta y seapresuraron a salir del edificio.

—Los mantos negros, —dijoAmaury cuando hubieron dejado atrás laencomienda—, ¿qué había de cierto enello, Wigbold?

—¿Mantos negros?—Eso fue lo que me dijiste justo

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después de que Colomba hubieradesaparecido. ¿Eran reales o loinventaste? ¿A qué le tienes tanto miedo,demonios?

—Yo vi mantos negros.—Sicard ya había colgado los

hábitos cuando secuestró a Colomba. Túlo viste, él te dio dinero. ¿Quién iba conél?

—Sanjuanistas. Yo, sólo hablo conSicard.

—Es decir que no los viste de cerca.¿Eran caballeros hospitalarios o sólo sehacían pasar por tales?

El frisón se pasó la mano por lacalva y guardó silencio.

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—Por aquel entonces Sicard ya noera miembro de la orden, Wigbold. Sussecuaces no pueden haber sidosanjuanistas, a no ser que se sirviera dealgunos frailes, lo cual es lo másprobable. Tuvo que verse más o menosobligado a salir de la orden, o lo hizo apropósito porque vio la posibilidad deseguir una carrera más lucrativa.

—Ellos llevan mantos negros concruz.

Amaury negó enérgicamente con lacabeza. Seguía repasando los hechos deprincipio a fin con la esperanza dedescubrir algo nuevo.

—No lo creo. En aquellos

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momentos, la orden estaba demasiadoocupada en su lucha contra los moros.Además, Sicard ya había sido antes unrival de la orden en lo tocante a losintereses en Limousis. Creo que suscompinches se hicieron pasar porcaballeros hospitalarios paradespistarnos. Ya no tienes por qué temerque se nos eche encima toda la orden siperseguimos a Sicard.

—¿No?—Aunque después de haber

golpeado al escribano, no sé, —se burlóAmaury.

Wigbold apretó el paso. Queríaabandonar cuanto antes Carcasona.

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Como si le persiguiera el diablo, seabrió paso por las calles concurridas endirección a la puerta de la ciudad, dondehabían dejado sus caballos. No llegómucho más lejos de la esquina de lacalle, donde casi lo atropella un jinete.El estruendo de las cornetas retumbabaentre las casas.

—¡Apartaos, haced sitio a losjinetes del senescal!

Wigbold se apretó contra la fachaday Amaury se unió a él.

—Y algo más, Wigbold. ¿Cómo esque sabías el nombre de Sicard? Todoel tiempo me ocultas algo y eso empiezaa irritarme.

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Wigbold no le contestó.El tono melancólico de la corneta

fue apagándose. El jinete iba seguido deun pregonero que recitaba a voces unaserie de nombres.

—¡Quien así obre, así acabará! —oyeron decir al pregonero.

Lo seguían otros jinetes quearrastraban algo. Entraron en la calle atrote, y se detuvieron a medio camino.Los bultos que arrastraban quedaron enplena calle. Uno de los jinetes habíadado la vuelta a la esquina a talvelocidad que su carga resbaló y fue aparar a los pies de Amaury. Éste bajó lavista y sintió arcadas. Delante de él,

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sobre un entramado de madera, yacíanlos restos medio descompuestos decuerpos humanos. Por lo visto, losmuertos habían sido sacados de latumba, pues los cadáveres aún llevabanlos restos de las mortajas.

—¡Me cago en Dios! —exclamóWigbold.

—Ni siquiera pueden dejartranquilos a los muertos, —dijo unamujer.

—Ese traidor los delató a todos, —dijo un hombre que cargaba agua.

—¿Qué traidor? —preguntó otro.—Un Bon Homme. Se presentó en el

monasterio de los dominicos, —

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respondió el porteador de agua, que alparecer estaba bien informado—. Dicenque se ha convertido y que entró en elmonasterio como monje para evitar sucastigo. ¡Delató a tantos que necesitóvarios días para hacerlo!

—Todos estaban ya muertos, ¡por míque se los queden a esos cagones! —dijo la mujer con desdén.

—No son capaces de atrapar a nadiemás. Condenaron a varios a la hoguera,pero eran de alta cuna o familiares delos cónsules. Y por supuesto éstos senegaron a arrestarlos. Todos ellos hanhuido, —explicó el porteador de agua.

El heraldo volvió a recitar los

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nombres y anunció que los restosmortales de los herejes serían quemadosen la hoguera del Pré au Comte.Conminó a toda la población acongregarse en el lugar.

—¡Quien así obre, así acabará! —repitió a voz en grito, después ordenó alos jinetes que siguieran avanzando.

Los restos indefensos delante deAmaury se pusieron de nuevo enmovimiento y desaparecieron de su vistasiguiendo su recorrido por la ciudad.Incluso a Wigbold se le había encogidoel ombligo.

Dio un rodeo para no pisar el lugardonde habían yacido los cadáveres y se

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dirigió apresurado hacia la puerta de laciudad. Allí los detuvieron.

—Van a quemar a los herejes en elPré au Comte. Todo el mundo estáobligado a presenciar la quema.

A regañadientes se encaminaronhacia el prado donde los jinetes yahabían entregado su carga.

—Esto también pasa en Albi, hacetres años, —dijo Wigbold—. Elinquisidor, casi colgado. Porciudadanos. Salvado justo a tiempo.

Todo aquello era nuevo paraAmaury. Miró sin dar crédito cómoamontonaban los esqueletos en lahoguera. Las calaveras parecían sonreír

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y mirarlo fijamente con sus cuencasvacías.

—Mejor que quemen muertos que novivos, —opinó el frisón.

Los Buenos Cristianos quizá no loconsideraran tan grave, pensó Amaury.De ahí que el Bon Homme hubieradelatado sin escrúpulos a suscorreligionarios muertos, para protegera los vivos. Por lo menos, ésa era laúnica explicación que se le ocurría.¿Qué significaban para ellos los restosmortales de un ser humano? No eransino lo que ellos llamaban la túnica deldemonio. ¿Acaso la firme convicciónreligiosa del delator le había hecho

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olvidar que aquel espectáculorepresentaba una amenaza para lossimples ciudadanos y campesinos? Elmensaje era claro: nadie estaba a salvodel largo brazo de la Inquisición, nisiquiera los muertos. El terror de losinquisidores fanáticos llegaba hasta elsepulcro. El rostro de Amaury adquirióel mismo color grisáceo que las cenizasque se acumulaban en la hoguera. Apartóla vista del espectáculo, se inclinó haciaWigbold y dijo:

—Tengo que encontrar la tumba deColomba antes de que la Inquisición leponga las manos encima.

De súbito, todo lo demás parecía

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menos importante.

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CARCASONA

Principios de octubre de 1240

—Cada cual intenta a su manera salvarel pellejo, conservar sus posesiones yasegurar la supervivencia de su estirpe.—El rostro curtido de Pedro Mirmostraba una expresión dura einflexible. El viejo veterano no sentíaremordimientos—. Luché en las tropasde elite de Montfort durante el asedio deBeaucaire. Regresé cuando el condeRaimundo, me refiero al hijo del viejoconde, reconquistó las tierras de su

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padre y entonces luché contra Montfort.A veces uno se equivoca de bando, peroeso sólo se descubre a la postre. Ahoravuelvo a jugarme el todo por el todo. —Soltó una risa despectiva—. No es grancosa. Y por ese poquito tenía que besarlos pies de los franceses. Por si acasohe llevado a mi esposa a Montségur. SiTrencavel no consigue tomar Carcasona,si es derrotado y ha de vivir de nuevo enel exilio, no me quedará nada. Esarriesgado. Qué le vamos a hacer, soyasí de temerario.

Se sorbió la nariz. Soplaba un vientofresco del oeste, el aire estaba cargadode lluvia y él estaba resfriado.

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—¿Y tú por qué has vuelto? —preguntó Mir—. ¿Puedes sacar tajada deaquí?

—Tengo que liquidar una deuda, —respondió Amaury. A fin de cuentas,pensó, si la Inquisición no lo hubiesetraído hasta aquí, habría venido por símismo.

—Quién no, —dijo Mir—. Pero¿qué sentido tiene? Una deuda se suma aotra. No hay escapatoria. No podemoscambiar las cosas.

—He vuelto para acabar lo quehabía empezado.

—No encontrarás ya nada de lo quehabía entonces. Nuestro país ya no es lo

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que era. Qué quieres, después de treintaaños de guerra y opresión. Lo hansaqueado. Eramos un pueblo orgullosoque se jactaba de su valor y de su estilode vida garboso. Ahora, los trovadoreshan desaparecido, los señores se hanconvertido en mendigos, los caballerosya no pueden llevar sus armas y lasdamas de la nobleza son obligadas acasarse con bárbaros del norte. No sehan salvado ni los mercaderes, ni loscampesinos: nos han descamisado atodos. Lo han echado todo a perder.

—No he venido hasta aquí paraobtener un beneficio material.

Mir se inclinó hacia un lado,

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presionó una aleta de la nariz con elpulgar y se sonó.

El asedio de Carcasona duraba yamás de cuatro semanas. Las catapultassometían la fortaleza a un bombardeoincesante. Se habían emprendido variosasaltos y los zapadores habían intentadosocavar las murallas, hasta entonces envano.

—Me pregunto si el condeRaimundo acudirá en nuestra ayuda, —dijo Amaury.

Mir lo observó vacilante.—Si realmente lo quisiera, ya

estaría aquí. Pero primero queríaconsultarlo con sus consejeros en

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Tolosa. Desde entonces no sabemosnada de él, salvo que el senescal deCarcasona, que también le ha pedido suayuda, ha recibido la misma respuesta.Es decir: tenemos que arreglárnoslassolos.

—El conde abandona a Trencavel asu suerte, igual que hiciera su padreentonces —dijo Amaury sombrío.

También él se enfurecía al recordarla trágica suerte de Ramón RogerTrencavel, el valiente vizconde deCarcasona que se había ofrecido comorehén y que había sido envenenado porlos cruzados en su celda. Ahora, RamónTrencavel, el hijo que entonces había

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tenido que huir con su madre hacia Foixcuando tan sólo contaba dos años deedad, se hallaba ante las murallas de laciudad para exigir su herencia.

Los nobles jóvenes, que habíancruzado con él los Pirineos, estabanansiosos por asaltar nuevamente laciudad, y preferiblemente enseguida.

—¿Sabías que los Cabaret hanregresado? —preguntó Mir.

—¡Qué! ¿El señor Pedro Roger?—No. Orbrie, la primera mujer de…No acabó la frase.—¡Tranquilos! —gritó Mir,

gesticulando para impedir que losjinetes empujaran a los soldados de a

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pie, que a punto estaban de ponerse alalcance de las catapultas enemigas—.Esos jóvenes desfogados son másapasionados que nosotros entonces, —masculló.

Desde su montura, donde podíadominar algo la situación, Mir dirigía asus arqueros y daba indicaciones a loshombres que manejaban las catapultas.

—Vosotros luchabais paraconservar vuestras posesiones, —respondió Amaury—. Ellos no tienennada que perder.

Comprendía a los jóvenes nobles.Eran proscritos que querían vengarse dela injusticia que se había cometido

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contra sus padres y tomar lo que erasuyo.

Una parte de la muralla se derrumbócon un enorme estruendo, allí donde loszapadores habían socavado lafortificación. Amaury miró tenso aTrencavel, a la espera de la señal parael ataque.

—¡Los peones, ahora! —gritó—.¡Arqueros, cubridlos!

Su orden fue repetida por todoslados por los jinetes. Mir gritó palabrasparecidas a sus soldados y espoleó a sucaballo. La masa viviente detrás de lacapa protectora de hierro, madera ycuero se puso en movimiento. Se oyeron

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gritos de ataque por encima del ruido delas botas y por encima de éstos elestruendo de las cornetas, el repiquetearde los tambores y el ensordecedor ruidode los címbalos. Por si ello no fuerasuficiente, los hombres se provocabanmutuamente lanzando gritos de guerra einsultos a fin de aumentar la fuerza de suataque y atemorizar al enemigo. Desúbito, los peones se detuvieron. Unavez en la brecha, se quedaron parados ydesde las partes aún en pie de la murallaempezaron a llover las flechas y laspiedras. Los hombres caían comochinches. Detrás de ellos avanzaba lasiguiente línea de ataque. Los jóvenes

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nobles montados en sus corcelesintentaban reanimar el asalto desde laretaguardia.

—¡Hay un bloqueo dentro de lamuralla! —gritó Amaury a Mir—. ¡Estoserá una matanza!

También Trencavel habíacomprendido que era inútil seguir con elataque.

—¡Retirada! Detrás de la brecha hanlevantado un muro de piedras, —informó Mir poco después—, y detrásesperaban sus arqueros.

Era imposible entrar.Se apeó del caballo y lanzó su

escudo al suelo. Era el quinto intento

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frustrado de asaltar la fortaleza, y denuevo habían sufrido fuertes pérdidas.

—Sin el apoyo del conde Raimundono conseguiremos nada, —dijo Mir demal humor.

Unos días más tarde llegó la noticiade que el rey de Francia había enviado aun ejército para liberar Carcasona.Trencavel prefirió no arriesgarse ylevantó el sitio. Más valía eso que caeren manos de los franceses. Losseparaban ya varias millas deCarcasona. En el suburbio conquistadoen la orilla derecha del Aude, dondehabían acampado, reinaba la confusión.La abadía de Notre Dame y el

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monasterio de los dominicos, quepreviamente habían despojado de suspiezas de madera para equipar lasmáquinas de asedio de Trencavel,habían sido hábilmente saqueados yarrasados. Las casas habían sidoincendiadas y ahora se elevaban grandesnubes de humo. Por miedo a lasrepresalias, también los ciudadanoshabían escapado. A fin de cuentas,habían recibido con los brazos abiertosa los rebeldes. Habían huido con losfaidits y sus soldados, pero no podíanseguir el ritmo de los jinetes y yaestaban muy rezagados. Trencavelhubiera preferido poner rumbo hacia el

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sur, para regresar a través de Corbiéresa Cataluña, donde se hallaba a salvo,pero el ejército francés le había cortadoel camino. Ahora intentaba llegar consus hombres antes del anochecer aMontreal.

Llovía a cántaros y el resfriado deMir no había mejorado precisamente.Tenía la voz áspera y una tos muy fea.Amaury galopaba en silencio junto alcaballero de Fanjeaux.

La breve aventura de Trencavel, queno había durado más de dos meses, lehabía dejado un regusto amargo. Alprincipio, cuando Trencavel fueaclamado como liberador y los

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ciudadanos le abrieron una tras otra laspuertas, se había sentido muy confiado.También los Bons Hommes teníanpuestas sus esperanzas en la rebelión.Ahora podían moverse con mayorlibertad en la parte liberada del país ygracias a ello Amaury podía participaren la lucha. Sin embargo, el asedio deCarcasona había empezado con el vilasesinato de unos treinta clérigosindefensos, a pesar de que Trencavel leshabía dado un salvoconducto para viajara Narbona.

Mir tenía razón, lo que él buscabaparecía ya no existir. Ni siquiera ahora,que podía luchar abiertamente contra sus

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compatriotas, a los que él llamabaenemigos, sentía satisfacción alguna.Acercó su caballo al de su camarada yle tiró de la manga.

—¡Me largo! —gritó por encima delestruendo del viento y los cascos de loscaballos.

Levantó la mano para despedirse yse separó del grupo de jinetes.

—¡Estás loco, Cap Perdut! ¡Es unsuicidio! ¡No lo lograrás nunca estandosolo! —gritó Mir, pero su voz se quebróy no consiguió soltar más que un pitido,inaudible para el caballero que sealejaba velozmente.

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CABARET

Mediados de octubre de 1240

—Tú, hombre de suerte. Tú, siemprelogras escabullirte, —le había dichoWigbold en una ocasión.

No siempre era cierto, pero encualquier caso su buena estrella no loabandonaba. Mientras Trencavel y susfaidits eran asediados en Montreal,Amaury conseguía llegar a la MontañaNegra. A pesar del mal tiempo, pasó lanoche en campo abierto y después siguiódirectamente hacia Cabaret. También

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allí la suerte estuvo de su parte.Orbrie de Cabaret seguía allí.

Estaba decidida a mantener la herenciade Cabaret para los hijos que habíadado a Jordán antes de que éste larepudiara para casarse con Mabilia. Tanpronto se declaró la rebelión a raíz delregreso de Trencavel, Orbrie retornócon sus hijos a los castillos en la cimade la montaña. Se instaló en el burgoprincipal, como si fuera la matriarca dela familia Cabaret. Su cabello azabachese había tornado gris, pero seguía siendotan bella y provocativa como siempre.

—¿Que Trencavel ha levantado elasedio? —Su voz estaba llena de

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incredulidad, incluso indignación, comosi se hubiera cometido un agraviopersonal contra ella—. ¿Dónde estáahora la tropa de apoyo de losfranceses?

—Delante de Montreal.—¿Hay movimientos de tropas en

dirección a Cabaret?—No, creo que ante todo quieren

echarles mano a Trencavel y a susfaidits.

—Entonces aún tenemos tiempo.Gracias, caballero, por las malasnoticias.

No cabía la menor duda de que elenemigo se vengaría de los demás

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rebeldes tan pronto como hubieraajustado cuentas con Trencavel Orbriese dirigió a sus hijos para decidir cuálera la mejor estrategia en estas nuevascircunstancias.

—Quisiera pediros un favor, señora,—dijo Amaury.

Orbrie volvió la cabeza. Sus ojosbrillaban como cuentas negras en lasombra de su ceño fruncido.

—¿Qué deseáis? ¿Un premio por lasmalas noticias que me habéis traído?

—Busco a Sicard de Bessan.Orbrie soltó una carcajada.—¿También él ha regresado? —

preguntó Amaury.

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—Una parte de él. —Debía de seruna observación graciosa, pues todosrieron—. Pero no es aquí donde tenéisque buscarlo. Está en Limousis.

Amaury sintió que se le ponía lacarne de gallina.

—Sicard de Bessan es un impostor,—dijo.

Ahora las cejas de Orbrie searquearon.

—¡No es posible! —exclamóburlona—. Podéis encontrarlo enLimousis. Por mí, podéis hacer con él loque gustéis. Recordad tan sólo que loque hay en sus minas es nuestro.

Dicho esto, hizo un gesto altivo para

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darle a entender que se retirara.Amaury se despidió con una

pequeña inclinación de la cabeza yabandonó la sala. Descendió por laladera hasta el pueblo que se hallaba aorillas del río. Los castillos en la cimaentre los dos precipicios, la casa dondelas mujeres lo habían cuidado y donde lahabía vuelto a ver por primera vez, lacasa de las Bonnes Dames donde ellavivía, el puente sobre la cascada y el ríodonde las mujeres hacían la colada, todole recordaba a Colomba. Era como sialguien hubiera introducido una mano ensu pecho y le apretara el corazón. Siguióandando y reconoció los lugares por

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donde habían caminado juntos, elcamino a Salsigne donde habían reñidoy el lugar en el que la había besado porprimera vez después de que ella lepegara. Allí estaba la curva donde habíavisto llegar a los ciegos de Bram y alotro lado la pequeña senda que llevabaa la Montaña Negra, por la cual habíanhuido. En poco tiempo, los Cabarettendrían sin duda que regresar a supropiedad junto a Narbona y aquívolvería a patrullar una guarniciónfrancesa que le negaría el acceso.

¡Dios, cuánto daría por poder darmarcha atrás en el tiempo, por verla ysentirla una vez más! Si fuera necesario,

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vendería su alma al diablo. Más aún: yase la había vendido. Pues ¿acaso nohabía abandonado al dios por el cualhabía tomado las armas? ¿Por qué losdos años con ella habían dejado unaimpresión tan indeleble, más que todoslos demás años de su vida? ¿Qué era esesentimiento inexplicable llamado amor,un sentimiento que aún ahora lo aturdía,que le había hecho olvidar todo lodemás en el mundo, por el cual habíacometido una estupidez tras otra y habíadestruido el resto de su vida? Colombatenía razón. Ese no era el amor quehabía enseñado Cristo, eso era deseo,una trampa del demonio. Finalmente,

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también Colomba había caído en ella yesto había sido su perdición, y todo porculpa suya. Había querido compensarlo.¿Cómo? Sirviendo a los BuenosCristianos. En cualquier caso, con esohabía conseguido aplacar un poco suconciencia.

Regresó al pueblo al pie de lafortaleza para reunir víveres. Nadiehacía preguntas, pero sentía que todoslos ojos lo seguían. Mientras se dirigía alas cuadras con un pan debajo del brazo,para recoger a su caballo, vio de súbitoque una mujer caminaba a su lado.

—No os ha advertido, ¿no?—¿Quién?

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—Doña Orbrie.—¿Advertirme de qué?—Es una arpía. Mirad lo que me ha

hecho. —La mujer se apartó el pelo y lemostró una cicatriz donde antes habíahabido una oreja—. Me dijo que lohacía porque la había perjudicado.

—¿De qué tendría que habermeadvertido?

—Limousis. Ese lugar está maldito.Las fuerzas ocultas se han apoderado delas minas.

—¿Las fuerzas ocultas? —repitióAmaury escéptico.

Por lo visto las noticias se difundíancon rapidez en Cabaret. Todos parecían

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estar al corriente de lo que habíapreguntado a Orbrie.

Llevaba ya cuatro años buscando sinéxito a su hijo y la tumba de Colomba.Pero a pesar de la ayuda de los BuenosCristianos, a los que protegía y conquienes recorría el país, no habíaconseguido ningún progreso. Tampocolos nobles que habían bajado deMontségur para luchar con Trencavelhabían podido decirle nada. Su mujer ysu hijo habían desaparecido de la faz dela Tierra sin dejar rastro y ni siquierahabía conseguido encontrar al causantede todas las desgracias, Sicard deBessan. Todo indicaba que tampoco

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estaba en Limousis. La finca fortificadaparecía deshabitada. Salvo los criados ylos campesinos que cultivaban lastierras, no había ni un alma. Laspropiedades que tanto había deseadoSicard consistían tan sólo en unascuantas casas, un pedazo de tierra y unavieja mina que según decían había caídoen desuso. Además, añadían, erapeligrosa, pues allí habían sucedidoterribles accidentes. Bien es cierto quehacía años de eso, mas desde entoncesnadie se atrevía a poner un pie en ella.

Amaury decidió inspeccionar lamina. Volvió a montar a caballo ycabalgó hacia la cantera. No se veía

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nada aparte de la terrible herida en laladera de la montaña y la boca abiertade una mina. Se apeó del caballo querelinchaba y movía nervioso la cabeza.Amaury puso las riendas sobre el cuellodel animal y tiró con fuerza del ronzal,pero el caballo no se movió y no hubomanera de que se acercara. El caballerosujetó al animal a un árbol y regresó a laboca de la mina. En la pared encima dela entrada había algunos signosgrabados. Se acercó para ver de cercalas figuras. Ahora comprendía por quénadie se atrevía a venir aquí. Eransímbolos demoníacos que advertían alintruso de las desgracias que le

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aguardaban. Entró en la mina. Despuésde haber dado unos diez pasos, laoscuridad era tal que no podía verdónde ponía los pies. Siguió avanzandoun poco más, palpando la pared. Por logeneral, las galerías de las minas nosolían ser muy profundas, por la sencillarazón de que de lo contrario no se podíatrabajar apenas debido al humo de lasantorchas, pero era imposible ver loprofunda que era ésta. Además noparecía haber nadie, pues reinaba unsilencio sepulcral. No obstante, lepareció oler que alguien habíaencendido poco antes una lámpara deaceite u otra luz que quemaba con grasa,

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aunque sobre todo detectó un penetranteolor a animal.

Era peligroso seguir avanzando siniluminación, pensó, y dio media vueltacon la intención de regresar sobre suspasos.

En aquel momento se escuchó unruido, como si alguien abriera una verjachirriante. Luego oyó un profundogruñido procedente de la oscuridad yjusto después sintió que algo seacercaba a gran velocidad. Se volvió degolpe y desenfundó su daga. Al siguienteinstante, la bestia se abalanzó sobre él yle mordió en la espalda. Con ambosbrazos intentó apartar de si al monstruo

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rabioso sin poder tocarlo realmente. Lasmandíbulas le desgarraban la ropa; lacabeza del animal estaba tan cerca de élque tenía delante de sus narices los ojosamarillentos. Se protegió la cara con elbrazo izquierdo y con la derecha intentódar puñaladas con la daga. Los dientesle mordían con fuerza el brazo. Un dolorparalizante le penetró hasta los huesos.

La bestia sacudía la cabeza, sindejar de morder la herida. Amaury leasestó una puñalada a ciegas, retiró lamano y volvió a apuñalarle, una y otravez, hasta que el lobo lo soltó emitiendoun terrible aullido y dejándose caer alsuelo.

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Amaury se incorporó temblando,sujetándose el brazo herido. Se manteníaen pie agarrado a la pared.

—¡Sicard! —gritó, dirigiendo su vozhacia la oscuridad de la mina—.¡Sicard! ¡Tu perro diabólico estámuerto! ¡Sal y lucha, como un hombre!

Sólo le respondieron el silencio y eleco de su voz.

—¡Sicard! ¡Puedes quedarte con tumaldita mina y todo lo que hay dentro!¡Devuélveme a Colomba y a mi hijo! —gritó.

No obtuvo respuesta. Fueretrocediendo lentamente por la galería,temeroso de sufrir otro ataque

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inesperado. En cuanto aumentó laclaridad, pudo evaluar los daños. Susobretodo había quedado hecho jirones,incluso su camisa estaba desgarrada ytenía la piel llena de rasguños. Su brazohabía salido peor parado. Se chupó lasheridas y se disponía a ir en busca deagua y vendas que debía de tener en sualforja cuando se detuvo sobresaltado.Debajo del árbol donde había dejado sucaballo había un caballero, flanqueadopor un arquero que mantenía el arcotensado.

—Soy Sicard —dijo el caballero—.¿Qué buscas aquí?

Amaury lo miró y negó con la

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cabeza.—Eres demasiado joven, —le dijo

—. No eres Sicard.—Me llamo Sicard, como mi padre.

Sicard de Limousis.Amaury sintió que le daba un vuelco

el corazón.—¿Eres el hijo de Colomba? —

preguntó incrédulo.El otro asintió. Cautelosamente

Amaury se acercó unos cuantos pasos,pero se detuvo cuando vio que elarquero le apuntaba. Ahora podía verlos rasgos del caballero. Calculó quedebía de contar unos treinta años, teníauna nariz aguileña, ojos marrón claro y

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pelo negro y rizado.—Tú no eres mi hijo, —dijo con

desdén—. Eres un impostor, igual que tupadre.

El arquero miró de reojo alcaballero, pero Sicard negó con lacabeza.

—¿Dónde la habéis enterrado? —dijo Amaury.

—Eso tienes que preguntárselo a mipadre. Pero no está aquí. ¿Qué se te haperdido en la mina?

—Eso quería preguntarte yo a ti.¿Qué hay tan importante para que sueltesa ese perro contra los visitantesindeseados?

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—Eso no es asunto tuyo. La mina espropiedad mía, es la herencia de mimadre. A nadie se le ha perdido nadaaquí.

Amaury no se encontraba encondiciones de insistir. Podía darse porsatisfecho si conseguía salir de allí convida. Mientras tanto, intentaba atarcabos. Si este joven era en efecto hijode Colomba, Sicard de Bessan tenía quehaber engendrado un hijo con elladespués de que el suyo hubiera nacido.La idea era ya de por sí repulsiva. Sepreguntó cuánto sabría este hijo de todala historia. Estuvo a punto de decirleque la mina y todo lo que había

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heredado de Colomba eran bienesrobados, que las bendiciones nupcialescon Sicard en Carcasona eran ilegalesporque en aquel momento ella llevaba elhijo de otro. Pero ¿quién decía que teníaun hijo? Seguramente cuando el señorJordán le habló de la herencia deLimousis se refería al joven Sicard.¿Por qué no había tenido en cuenta esaposibilidad? ¿Cómo había podidopensar que Sicard de Bessan aceptaríaal hijo de otro? ¿Para después dejarle sutan anhelada herencia? Era másprobable que se hubiera desembarazadode esa amenaza para sus propiosdescendientes. Tal vez, el hijo que le

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había dado a Colomba hubiera nacidomuerto o demasiado pronto y sinposibilidades de sobrevivir. Eso nosería extraño después de todo lo quehabía vivido Colomba. ¿Acaso durantetodo aquel tiempo había perseguido unaquimera, un hijo que no existía y unatumba imposible de encontrar?

—Entonces me he equivocado, —dijo con calma forzada.

Sin prestar atención a Sicard ni alarquero, se dirigió hacia su caballo. Derepente su vida carecía de sentido.Mucho mejor si el arquero disparaba suflecha. Pero los dos hombres seapartaron y lo dejaron pasar. Con

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dificultad se subió a la montura y unavez más miró al caballero.

—Saluda a tu padre de parte deAmaury de Poissy, —dijo, y espoleó alcaballo.

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AVIGNONET

28 de mayo de 1242

—Tú, come bien. La comida de losBons Hommes no es buena para unguerrero.

Wigbold le pasó más carne y lepellizcó jovialmente en el hombro.

—Flaco, —fue su único comentario,y se golpeó la barriga.

El frisón llevaba una buena vida,pues era la mano derecha de Ramón d’Alfaro, senescal del conde Raimundoen Avignonet. Su ya enorme cuerpo

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empezaba a aumentar considerablementea lo ancho.

Amaury clavó sus dientes en lacarne.

—¿Por qué me has hecho venir? —preguntó con la boca llena.

—D’Alfaro tiene un trabajito para ti.—¿Qué trabajito?—Gran botín. Es todo lo que sé.Wigbold se llevó el índice a los

labios y se reclinó satisfecho.Amaury dejó de masticar y

escudriñó al frisón.—¿Me has hecho venir para eso? Ya

sabes que detesto los saqueos.—No hables. Tú, come bien y luego

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a trabajar. D’Alfaro paga bien. Para estetrabajito, sólo hombres de confianza.Después de esta noche, el país liberado,nunca más Inquisición.

Amaury decidió no seguirindagando. Por lo visto había una misiónde la cual Wigbold tampoco sabíamucho. No era extraño. Él mismoocultaba siempre a sus soldados hasta elúltimo momento, dónde iban y quédebían hacer. Mantener el secreto yreclutar hombres de los que se podíaestar seguro era una forma desupervivencia. Algo se estaba tramandodesde hacía semanas. Se decía que elconde de Tolosa había cerrado una

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alianza con los enemigos del reyfrancés. Era posible que estuviera apunto de dar un golpe de Estado. Eltrabajito del que hablaba Wigbold seríaun pequeño eslabón de un plan másgrande. Siguió comiendo en silenciohasta saciarse.

Había caído ya la noche cuandoWigbold dio finalmente la señal departir. Tampoco eso era extraño. Eldiácono, al que Amaury acompañabadesde hacía cinco años, se movíasiempre de noche por las calles paravisitar a quienes querían recibir elconsolamentum. Los Buenos Cristianosno habían bajado en ningún momento la

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guardia, ni siquiera cuando se produjouna suspensión de casi todas lasactividades de los inquisidores a raíz delas quejas que el conde Raimundo habíapresentado al papa sobre los métodos dela Inquisición. Entre tanto, losdominicos habían reanudado su trabajo yde nuevo habían perecido personas en lahoguera. Otros habían sido castigadoscon penas desmedidas. Unos días antes,dos inquisidores se habían instalado enAvignonet con su séquito, razónsuficiente para que Amaury estuvieraalerta.

El frisón le entregó un hacha deguerra. El caballero, que había tenido

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que cruzar la puerta de la ciudaddesarmado ocultando su daga debajo desus ropas, empuñó el hacha con ambasmanos. Sopesó el arma y controló loafilada que estaba. Asintióaprobatoriamente. Wigbold sólo llevabasu consabida porra en el cinto.

El frisón conocía la ciudad como lapalma de su mano. Avanzó en silenciopor las callejuelas, con una agilidadexcepcional para alguien de susdimensiones, hasta que llegaron a unacasa ante la cual se habían congregadoalgunos hombres. Nadie decía nada.Sólo cuando hubieron llegado todos, unode ellos les dio instrucciones.

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Había que ocupar las calles endiferentes lugares para asegurarse deque los demás pudieran hacer su trabajotranquilamente. Salieron en diferentesdirecciones. Los demás, unos quincehombres, se quedaron esperando junto ala casa hasta que llegó alguien con másinformación.

—Estaban cenando, pero ahora ya sehan acostado. Los demás nos esperanfuera de las murallas.

Wigbold agarró a Amaury por elcodo y le susurró que lo siguiera. Muycerca de la muralla, más o menos a laaltura del matadero, el frisón aminoró lamarcha y esperó. Durante un tiempo no

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sucedió nada. La noche era fría. Laciudad se sumergió confiada en unprofundo sueño.

R a m ó n d’Alfaro llegó tansilenciosamente que Amaury sóloadvirtió su presencia cuando estuvojunto a él. Su escudero lo seguía a pie.

—Todo en orden, —dijo el senescal—, acaban de entrar. ¿Todo el mundoestá en su puesto?

—Todo según el plan, —respondióWigbold.

—Entonces vayamos. —D’Alfaroapretó el paso—. ¿Quién es ése?

—Lo Ranquilhós, —dijo Wigbold.—Ya veo, —dijo D’Alfaro—.

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Bienvenido seas.De la oscuridad salió de repente un

grupo de hombres, apenas visibles a laluz de la luna. Eran treinta o más. Elsenescal los saludó.

—Éstos vienen de Montségur yGaja, —susurró el frisón a Amaury aloído—. Por orden del conde Raimundo.Interés nacional.

La comitiva siguió a D’Alfaro hastaque llegaron a la casa donde se habíancongregado antes los hombres deAvignonet. Alguien entró en la casa yregresó con dos antorchas encendidas.Amaury reconoció algunas caras que yahabía visto en el asedio de Carcasona:

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faidits. Después prosiguieron su camino,capitaneados de nuevo por D’Alfaro.Sus armas brillaban en la luz temblorosay sus grotescas sombras bailaban sobrelas fachadas de las casas. En los crucesse fueron encontrando, tal como estabaprevisto, a los hombres que montabanguardia. Después de un corto recorridollegaron al castillo de Avignonet quepertenecía al conde de Tolosa. Elsenescal hizo una señal y acto seguidouno de los hombres se separó del grupoy entró en el edificio a través de unaestrecha puerta lateral. Unos instantesmás tarde, abrió la puerta principaldesde dentro para que los demás

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pudieran penetrar en el castillo. D’Alfaro eligió a unos cuantos hombrespara que montaran guardia en lasesquinas de la calle y junto a la entradadel castillo. Los caballeros quecomandaban a los hombres deMontségur y Gaja también apostaron aalgunos hombres en la calle. Los demásdesenfundaron sus armas y entraron en elcastillo después del senescal.

Cuando Amaury cruzó la puertadetrás de Wigbold, los primeros yahabían llegado a la torre y a la escaleraque conducía a la gran sala.

Oyó el ruido de sus botas subiendopor la escalera. De pronto, nadie

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parecía tener necesidad de ocultar pormás tiempo su presencia. Se oyeronhachazos, como si alguien estuvieratalando un árbol, el ruido de la maderaastillada y poco después los primerosgritos.

—¡Aquí tenéis vuestro merecido,perros sanguinarios! —gritó alguien.

Después se armó el alboroto.Amaury subió los peldaños de laescalera de dos en dos. Un terriblepresentimiento se apoderó de él y sintióque la sangre palpitaba en sus venas. Yahabía adelantado a Wigbold, que subíacon su pesado cuerpo.

—¡Ellos, ya tienen el botín! —

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jadeaba, corriendo detrás del caballero.De la puerta no quedaba gran cosa.

Sólo algunas astillas que aún colgabande las bisagras. Amaury se quedóinmóvil, horrorizado por la escena quecontemplaban sus ojos. Sin embargo, alinstante fue apartado de un empujón porWigbold, quien, porra en mano, a puntoestuvo de derribarlo.

—¡Me cago en Dios! —gritó elfrisón—. ¡Los sinvergüenzas católicos!

Irrumpió en la sala y empezó a agitarsu letal herramienta.

Treinta hombres eran demasiadospara liquidar a siete clérigosdesarmados, un notario, un escribano y

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dos correos. Pero el odio contra losinquisidores y sus colaboradores era talque todos querían repartir golpes.Amaury miraba paralizado a los clérigosy escribientes que desde sus camasintentaban protegerse de la jauríasanguinaria que se les echaba encimacon hachas, porras o espadas. No era elúnico que no había sabido adónde loenviaban, pero los demás se veíanarrastrados por la furia de quienes losprecedían. Dos víctimas, las que habíanestado más alejadas de la puerta,intentaban escapar por una escalerahacia una estancia situada encima de lasala.

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—¡Cogedlos! ¡No dejéis que esoscanallas se escapen! —gritó alguien.

Cinco hombres armados con hachasse abalanzaron sobre ellos y losobligaron a regresar a la sala, dondeacabaron enseguida con ellos.

—¡Muerte a los curas! —gritaban.—¡Lo he cogido, lo he matado con

esto! —se jactó un sargento.Estaba en pie con las piernas

abiertas y los pies en un charco desangre en el que flotaban algunosmiembros; en la mano sostenía unasierra.

—¡Bien hecho! —exclamó D’Alfaro.

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La expresión de rabia que teníanpoco antes los rostros de los guerrerosse había transformado en una muecagrotesca. Como bestias salvajes gruñíana quien se acercara demasiado a supresa. En aquella orgía de violenciadescargaban el odio reprimido contra lainstitución que, con sus difamaciones,instigaba a amigos y parientes, unoscontra otros. Cuando ya no quedó nadiepor matar y los once cuerpos mutiladosya no opusieron resistencia,contemplaron el campo de batalla.Algunos tenían que recuperar el alientomientras otros levantaban los puños enseñal de victoria, jactándose de la faena

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realizada.Después de haber dado, a mayor

abundamiento, patadas contra loscuerpos para asegurarse de que habíancompletado su trabajo llegó el momentode hacerse con el botín. Los hombres serepartieron por la estancia para ponerpatas arriba el equipaje de losinquisidores. Abrieron los baúles, o losrompieron a hachazos, y tambiénregistraron otras estancias en busca delas pertenencias de los clérigos. D’Alfaro se paseaba orgulloso en unjubón blanco que había pertenecido auno de los inquisidores. Amauryavanzaba aturdido y dando traspiés entre

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los cadáveres. Su hacha de guerra seguíacolgando del cinto sin que la hubierautilizado.

—Dios santo, —era lo único queconseguía decir.

Mientras tanto, algunos rezagados,que durante la matanza habíanpermanecido fuera, también habíanentrado en la sala para participar en elsaqueo. Todos encontraban algo de sugusto. Sobrepellices, atriles, libros,candelabros, tapices, mantos, unsombrero, cinturones, medias y zapatos,incluso sábanas y mantas manchadas desangre: se lo llevaban todo.

—¡Eh! Ranquilhós!

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Amaury volvió de golpe la cabeza. D’Alfaro le lanzó un legajo depergaminos.

—¿Es esto lo que buscabas?En sus manos tenía los registros de

la Inquisición. Interrogatorios,sentencias, condenas a muerte, listas desospechosos, testigos, todo ordenado yfechado. Su primer impulso fue arrojarel legajo lejos de si. El sueldo de unasesino, pensó. Pues, quisiera o no, eracómplice de aquella matanza. Todo elque hubiera puesto los pies en aquellasala esa noche era culpable. Sinembargo, el pergamino lo atraía. Loabrió. Hojeando el texto que había sido

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la ruina y la humillación de tanta gente,se preguntó qué sentido tenía todoaquello. Por qué ahora, ahora quefinalmente había abandonado subúsqueda, ahora que se había resignadoa no saber nada de la suerte de Colombay de su hijo, y que había aceptado elhecho de que nunca más volvería a ver aBeatriz y a sus hijos en Poissy. ¿Queríarealmente saber quién le había hechoaquello? ¿No era remover el cuchillo enla llaga?

“Tolosa, 1235… Interrogado:Amaury de Poissy… Testigos: Sicard deBessan, Simón de Poissy”. A la luz delas antorchas resultaba difícil seguir

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leyendo. Sacó su daga, cortó las hojasdel legajo y quería metérselas en lacamisa cuando se fijó en una nota escritadebajo de los testimonios. Remitía aotra parte de los registros. Escondió elpergamino entre sus ropas y siguióbuscando entre los documentos.

“Carcasona, 1236… Interrogado:Sicard de Bessan… Testigo: Roger deLimousis: condenado a una estancia decinco años en Tierra Santa”.

Así que ésta era la razón por la queno había podido encontrar a Sicard. Elnombre del testigo le sorprendió. No porsus motivos. El padre de Colomba habíasido claramente contrario a ese partido

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para su hija. Por esta razón habíaquerido regalar sus posesiones a laorden de los sanjuanistas y habíaimpugnado los derechos de su hijo, elhijo de Sicard. Sólo que creía que Rogerde Limousis ya había muerto.

¿Qué edad tendría? ¿Habría partidoSicard aquel año a Tierra Santa, y yaestaría de vuelta? También cortó esapágina del legajo.

—¿Encontraste lo que buscabas? —D’Alfaro hizo un gesto de impaciencia.De súbito tenía prisa por marcharse.

Amaury levantó la vista.—Los Bons Hommes necesitan esta

información, —dijo el senescal.

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Seguro que no será para saciar sused de venganza, pensó Amaury.

Entregó el legajo a D’Alfaro y losiguió hacia afuera, donde los esperabanalgunos caballeros de Montségur que nohabían entrado con ellos.

—¿Todo ha ido bien? —quisieronsaber.

—Si. —El senescal les entregó losregistros—. ¡Destruid esas escriturasdemoníacas tan pronto como les hayáissacado provecho!

Mientras tanto, los demás también sehabían congregado allí, junto con losque habían hecho guardia en las calles.Ramón d’Alfaro hizo una seña a uno de

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ellos. Le entregó las riendas de unprecioso caballo negro que habíanatrapado en las cuadras del castillo.

—Cuando te envié a Montségur paraavisar a los demás, te prometí el mejorcaballo de Avignonet, —le dijo—. Aquílo tienes.

Uno de los caballeros de Montségurmostró al senescal algo que tenía en lamano.

—El inquisidor Guillermo Arnaudno volverá a condenar nunca más anadie. Le corté la lengua a ese canalla.¡Ahora tendrá que estarse calladito,incluso en el infierno!

D’Alfaro sonrió. Ensartó la lengua

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con su daga y la giró en el aire mientrasgritaba:

—¿Quién quiere oír el sermón deGuillermo Arnaud? ¡Decidles a PedroRoger y Ramón de Péreille que puedenvenir a escuchar su sermón!

Se refería a los señores deMontségur, que desde la distanciahabían sido sus cómplices en el ataquenocturno.

Se intercambiaron más trofeos hastaque también se hubo distribuido el botínentre quienes habían estado de guardiafuera. Luego el senescal les instó a quese apresuraran a salir por la puerta pordonde habían entrado en la ciudad. Una

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vez allí, D’Alfaro se despidió de ellos.—¡Idos! ¡Mucha suerte!Los caballeros y sargentos de Gaja y

Montségur pidieron sus caballos ydesaparecieron en la noche. D’Alfaroexhortó a los que quedaban a que seapresuraran. Encargó a algunos de sushombres que dieran la voz de alarma yque luego volviesen a casa conceleridad. También Wigbold regresócon Amaury a la casa donde vivía.Acababan de cerrar la puerta cuando alo lejos oyeron los primeros gritos dealarma en la ciudad.

—¡Traición! ¡Asesinos! ¡A lasarmas!

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Wigbold escondió un puñado demonedas debajo de la cama y limpió suporra en la que había adheridos restosde sangre y cabellos. Sonrió a Amaury.

—Es mejor coger dinero queobjetos, —dijo. Después se puso unjubón y se cubrió la calva con un casco—. Nosotros, volvemos al castillo.Nosotros, descubriremos asesinato parademostrar nuestra inocencia.

En plena noche, volvió a enfilarhacia el lugar del siniestro.

Amaury lo siguió a regañadientes.

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FANJEAUX

Enero de 1243

Amaury estaba convencido de queninguno de los autores encontraría jamásdescanso en parte alguna. Después deaquella noche en Avignonet no volvió aabrir las hojas del pergamino. Las habíaescondido en su alforja como si setratara del arma homicida. No obstante,se dirigió al albergue de los caballeroshospitalarios en Homps.

—El hermano Roger de Limousis noregresó nunca de Tierra Santa. Allí

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enfermó y murió. De eso hace ya más dediez años.

—¿Y sus propiedades? ¿Losderechos que tenían en Limousis y quedebían pasar a la orden si su hija no secasaba?

—Su hija se casó. Durante años, elhermano Roger intentó que se declararanulo aquel matrimonio. Tras su muerte,la orden intentó de nuevo recuperar laspropiedades a las que teníamos derechosegún su testamento. También la familiaCabaret hizo lo posible por hacerse conla herencia. Finalmente, tanto losCabaret como nosotros dimos porperdida la causa. A fin de cuentas,

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¿quién quiere una mina que es peligrosay de la que no se saca nada?

Roger de Limousis…, no conseguíaquitarse ese nombre de la cabeza.¿Quién podía haber utilizado esenombre, seis años antes, para delatar aSicard de Bessan a la Inquisición? Nopudo encontrar ninguna respuesta. Habíaagotado todas las posibilidades queexistían para descubrir la verdad.¿Todas? Hasta entonces había intentadoseguir él mismo la pista. ¿Qué pasaría siintercambiaba los papeles?

Tenía que procurar sacar al lobo desu madriguera.

Reunió todo su dinero, viajó a

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Tolosa y compró una pepita de oro enbruto a un orfebre. Después se dirigió aCarcasona, donde se paseó enseñando lapepita a quien quisiera. El oro resultótener el poder de atracción de un imán.

—Este oro procede de la mina deSicard de Bessan en Limousis, —decía.

Después llevó la pepita a un orfebrede la ciudad y le pidió que labrara conella una joya que debía entregar en sunombre a Orbrie de Cabaret,indicándole de dónde venía el oro.

Mientras tanto, el atentado deAvignonet había traído consecuencias,desencadenando una revuelta que hacíael juego al conde Raimundo de Tolosa.

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Éste partió enseguida a luchar, pero notuvo necesidad de desenfundar susarmas, pues por doquier era aclamadocomo un liberador. Los nobles, que pocoantes habían rendido tributo al rey Luis,volvían a arrodillarse ahora ante Tolosay prometían lealtad al conde. En aquelmismo momento, sus aliados, el reyEnrique III de Inglaterra y el conde Hugode Lusignan, abrieron una ofensiva en elfrente occidental contra el rey francés.Por lo pronto, a nadie le preocupaba queel arzobispo de Narbona hubieraexcomulgado al conde Raimundo y atodos aquéllos que lo apoyaban.

Amaury había vuelto con el diácono,

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que seguía recorriendo su diócesis.Incluso estaba más ocupado que antes.Muchos Buenos Cristianos habíanbajado de Montségur y se atrevían aadentrarse en la tierra liberada. Elcaballero realizaba su trabajo condedicación, más callado y cerrado quenunca. En silencio especulaba que losCabaret habrían regresado a su fortalezajunto al Orbiel, como hicieran durante larebelión de Trencavel, y que Limousistambién habría cambiado de propietario.El oro se encargaría de ello. Orbrie nopermitiría ni un momento que elimpostor le quitara de las manos la partede los beneficios de la mina que

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correspondía a los Cabaret. Después,los deseos de venganza de Sicard deBessan acabarían por atraerlo hacia él.No tenía más que esperar.

Se hizo un silencio aciago.Dos meses más tarde, el ejército

inglés fue derrotado y Lusignan searrodilló ante el rey Luis rogandoclemencia. Raimundo de Tolosa contabaahora tan sólo con el apoyo de su fielaliado, el conde de Foix. El comandantefrancés Humberto de Beaujeu, que sehacía llamar virrey, ya golpeaba a laspuertas de Béziers. Los occitanos, quecreían haberse librado del yugo de losfranceses, se estremecieron.

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En otoño, nadie creía ya que larevuelta tuviera éxito. Incluso el condede Foix daba la espalda a Raimundo deTolosa y, como vasallo del rey deFrancia, le declaró la guerra. Ennoviembre, el conde Raimundo tuvo quereconocer su derrota e iniciónegociaciones de paz. En cuatro meses,la revuelta había pasado a la historia ylos nobles estaban dispuestos a jurarlealtad al rey.

El diácono pidió a Amaury quellevara a todos los Buenos Cristianosque pudiera a Montségur. Estosignificaba portarlos hasta Queille,desde donde unos creyentes de confianza

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se harían cargo de ellos. En diciembre,la situación en el lugar eraextremadamente peligrosa, pues lastropas de Tolosa combatían contra lasde Foix.

El diácono llamó a Amaury. Habíanencontrado refugio en la casa de Pedrode Saint-Michel. La casa del antiguofaidit y su mujer era desde hacía años unrefugio seguro para los BuenosCristianos que se encontrabanclandestinamente en Fanjeaux. Amauryentró en la estancia que se hallaba en elpiso superior y que sólo tenía unprofundo nicho con una ventana quedaba a la calle. En el hogar ardían dos

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enormes troncos. El diácono estabasolo. Amaury cerró la puerta.

—El conde Raimundo ha hechosaber a nuestro obispo que ha firmado lapaz, —dijo el clérigo—. Dentro de pocotambién tendrá que satisfacer el deseode la reina Blanca, que le ha instado adepurar sus tierras de lo que Romallama herejes.

El caballero asintió comprensivo.Era de esperar. Estaban acostumbradosa que el conde, con una falta deentusiasmo no demasiado llamativa,ordenara de vez en cuando un ataque,que encima anunciaba de antemano ensecreto. En sí las noticias no eran

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estremecedoras. Sólo que ahora tendríaque dedicarse a su trabajo con másempeño que antes. Por ello eranecesaria una mayor precaución.

—La paz tendrá para vosconsecuencias, —prosiguió el diácono—. El conde ha prometido perseguir alos autores del atentado de Avignonet.Es una exigencia que estabaindisolublemente vinculada a lascondiciones de paz. Dentro de pocoordenará que sean arrestados todos loscómplices.

Amaury, que le había confesado suparticipación en el asesinato justodespués de regresar de Avignonet, se

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dirigió al nicho y miró con cuidado porla ventana. En la calle, la vida seguía sucurso. Regresó junto al clérigo.

—Por tanto, el conde Raimundo estáa punto de sacrificar a los hombres queejecutaron sus órdenes, para salvar suposición ahora que las cosas no hansalido como él esperaba, —fue sucomentario—. La mayoría ni siquierasabía lo que se esperaba de ellos. Sólosabían que habían sido llamados paraservir al país. Los que sí estaban alcorriente suponían que el asesinatosignificaría el fin de la Inquisición. En síes bastante ingenuo. Simplemente, nosutilizaron. Ese asesinato no era más que

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una provocación, cuyo objetivo eradesencadenar una rebelión que debíaallanar el camino para el golpe deEstado del conde.

El diácono no reaccionó a suspalabras. Se sentó en el taburete junto alhogar y pidió al caballero que se unieraa él.

—Sentaos, —dijo—. Habéis estadoocupado toda la noche, como yo.

Amaury permaneció en pie.—El nuevo senescal de Avignonet

ha aconsejado a quienes aún están en laciudad que se escondan o huyan, —prosiguió el Bon Homme—. El resto delos inquisidores organiza una redada.

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Están preparando una investigación a finde aclarar los hechos y así saber quiénesson los culpables. Por fortuna, lamayoría ya partió aquella misma nochehacia Montségur. Otros no se sentíanseguros allí y huyeron del país. Algunosno han querido arriesgarse y han huidohacia Lombardía.

—Por supuesto, Ramón d’Alfaro yaha dimitido de su cargo.

Amaury pensaba en Wigbold.También él pondría tierra por medio.

—No queremos obligaros a realizarvuestra tarea si por ello corréis peligro.Si consideráis preferible abandonar elpaís por un tiempo, no os lo

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impediremos. —El diácono hablabatambién en nombre de su compañero.

—Queréis decir que es preferibleque me vaya, —dijo Amaury—. Soy unpeligro para vos.

Estaba de muy mal humor porque nohabía tenido éxito con el ardid quedebería haber puesto Limousis en manosde Cabaret y a Sicard de Bessan en lassuyas. Las noticias que le traía eldiácono empeoraron su estado de animo.

—Si hubiésemos creído que vuestrasactividades en Avignonet nos ponían enpeligro, quizá ya os habríamos pedidoantes que nos abandonarais, —dijo elBon Homme, tan cauteloso como

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siempre—. Nunca hemos dejado deteneros en alta estima por vuestradedicación y vuestro esfuerzo. Noshemos beneficiado de vuestraexperiencia y vuestro liderazgo.

Se levantó y buscó su bolsa pararecompensar como siempre a Amaurypor sus servicios. Éste no mostróninguna intención de aceptar el dinero.

—Tendríais que explicarme eso, —dijo el caballero en tono belicoso—.Vos llamáis hipócritas a los clérigoscatólicos porque dictan sentencias quetienen como resultado la muerte, aunquesean otros quienes las ejecutan. Yporque predican las cruzadas y

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encomiendan a sus fieles a matar ennombre de Dios. ¿Acaso no es tambiénhipócrita un clérigo que enarbola labandera de la paz, pero que paga a otrospor asesinar en su lugar?

El diácono lo miró de hito en hito,alzó el dedo índice a modo deadvertencia, mas esperó a haberrecuperado el dominio de sí mismo parahablar.

—No creo que yo os pague para quematéis, —dijo secamente—. Tampococreo que os hayamos pedido nunca quematéis en nombre nuestro.

—Esta noche he matado al traidorque espiaba en nuestro seno. Estaba a

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punto de delatar los nombres y losdomicilios de diversos BuenosCristianos y de sus protectores a laInquisición, incluido el de nuestroanfitrión Pedro de Saint-Michel.

—¡Que Dios os perdone! —Eldiácono hizo un gesto de rechazo.

—Sabéis que estoy dispuesto amatar si surge una situación que pone enpeligro vuestra vida y la de otrosBuenos Cristianos. Ese es mi trabajo.

—Os he contratado precisamentepara evitar que surjan semejantessituaciones. Siempre lo habéis logrado,mas si llegara el caso, creo quepreferiríamos entregarnos al enemigo

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antes de que vos tuvierais que matar aalguien para garantizar nuestraseguridad.

—Ya ha sucedido, antes de quepudierais impedírmelo, —dijo Amaurycon una risa burlona—. A fin de cuentas,vos no me encargaríais nada parecido.No os está permitido matar. Pero sí medijisteis que debía extirpar las malashierbas que amenazan las cosechas y quecrecen incluso en el umbral de suscasas, con lo cual os referíais a lostraidores que quieren destruir la Iglesiade Dios.

—Son vuestras ideas y no las mías,—dijo el diácono.

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Volvió a sentarse y depositó algunasmonedas en el taburete delante de él.Amaury no tocó el dinero.

—¿Acaso pretendéis afirmar que loslíderes espirituales de vuestra Iglesia noestuvieron implicados en el complot deAvignonet?

—Eso no es imposible.—Es decir, que pensáis que el conde

de Tolosa no consultó al obispo quetiene su sede en Montségur. ¡Perovuestro obispo tampoco hizo nada a finde detener a los caballeros que bajaronde Montségur para asesinar a losinquisidores!

—Nuestro obispo pidió a la sazón a

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los señores de Montségur si podíaestablecer la sede de nuestra Iglesia enel burgo. Les pidió protección y víveres,que han de pagar con sus propiosmedios todos los Buenos Cristianos quebuscan refugio en la montaña. El obispono obligó a los señores a pedirle suaprobación antes de actuar. La defensaes tarea de ellos. Tienen total libertadpara realizarla. Lo que hagan esresponsabilidad suya.

—Os laváis las manos, —dijoAmaury irritado—. Utilizáis la mismaambigüedad de que acusáis a losclérigos católicos.

—¡Eh, eh! —El diácono hizo un

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gesto de rechazo y negó con la cabezamirando al caballero con actitudintransigente—. Juzgáis dura yprecipitadamente. Lo comprendo, soisun guerrero que ha de tomar con rapidezdecisiones, sobre las que nosotrosreflexionamos durante días. ¿Preferiríaisque nos entregásemos masivamente a laInquisición para evitar másderramamientos de sangre? Sólo enúltimo extremo subimos de maneravoluntaria a la hoguera. ¡De lo contrariorenegaríamos de nuestros propiosprincipios! Nuestra tarea es indicar a lahumanidad engañada el camino hacia laverdad, como Cristo nos enseñó. ¿Quién

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ha de salvar a los espíritus extraviadossi desaparecen los faros que les indicanel camino?

Amaury se inclinó hacia adelante ymiró al diácono a los ojos.

—Como caballero tengo un códigode honor. He jurado proteger a losciudadanos indefensos y utilizar misarmas sólo en una lucha justa. Sinembargo, estuve presente, en Avignonet,cuando atacaron y mataron a losinquisidores y a sus acompañantesmientras éstos dormían. No toqué misarmas, tampoco para detener a losasesinos. Eso hace que sea tan culpablecomo los que cometieron el crimen. Si

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cerráis los ojos cuando otro comete unacto de violencia para proteger a vuestraIglesia, si negáis que también soisresponsable de ello, renegáis también devuestros principios. El Mal nos rodea,nadie puede darle por completo laespalda. Eso es una ilusión. Ni siquierapuede hacerlo el que se recluye en unmonasterio. Y menos aún quien, comovos, quiere estar con dos pies en elmundo del que se ha distanciado. Nadiepuede hacerlo sin pecar de hipocresía enuno u otro momento. Hereticusperfectus, así llama la Inquisición alBuen Cristiano: un perfecto hereje. ¿Porqué perfecto? Perfecto en la herejía,

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¿incorregible, como quiere decir laInquisición? Eso es una contradiccióninmanente. ¿Un perfecto cristiano?Nadie es perfecto. Es inhumano. Reglas,leyes, es tan fácil hacerlas. Peroacatarlas es cosa bien distinta. La líneadivisoria entre el Bien y el Mal no sereconoce claramente. Está desdibujada ya veces es invisible.

En un primer momento, el diácono sehabía quedado algo desconcertado conel vehemente alegato del caballero, peroahora sonreía.

—Si pensáis que eso no nospreocupa, os equivocáis. Casiconstantemente nos enfrentamos a algún

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dilema. Todo era más fácil cuando aúnno nos perseguían. Sea cual sea nuestradecisión, no es nunca lo que deseamosrealmente. La pureza es una supremaaspiración. Pero vos desplazáis elproblema. Tengo la sensación de que noestáis manteniendo una discusiónconmigo sino con vos mismo. Estáisentablando una batalla con vuestraconciencia. Os odiáis vos mismo.

Amaury asintió.—Supervivencia, —dijo. Con un

gesto despreocupado barrió el dinerodel taburete y se sentó frente al diácono—. En una ocasión oí que un BuenCristiano decía que si uno quiere

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librarse del mundo satánico ha de odiarsu vida individual e incluso, en ciertosentido, su alma: quien ama la vida, lapierde.

—Creo que es cierto, —dijo eldiácono—, aunque no lo expliquéiscomo yo. Pero para salvarse es precisoamar al prójimo. El amor que ha de unira los hombres es el mismo que el quesiente Dios por ellos.

—Amar, —murmuró Amaury,mirando fijamente el fuego—, de esohace mucho. Yo ya no puedo.

El Bon Homme observó pensativo elperfil con la frente alta, el cabelloondulado jaspeado con mechones grises.

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—El amor y el odio están muycercanos, —dijo—. Y eso me lleva aotra cuestión. Estáis practicando unjuego muy peligroso. Creo que debéisponerle fin antes de que os domine. Esuna de las razones por las que osaconsejamos partir hacia un lugar másseguro. Pienso que habéisdesencadenado fuerzas que hubiese sidopreferible dejar tranquilas. Os estáisconvirtiendo en un peligro para vosmismo y para nosotros.

—Lo siento, —respondió Amaurysecamente—. No era mi intenciónimplicaros en mi vida privada.

—Queréis decir vuestra guerra

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privada.—Llamadlo como queráis. ¿Qué

sabéis vos de todo eso?El diácono suspiró y volvió a negar

con la cabeza.—Lleváis años buscando a Colomba

de Limousis, ¿no es así? Según me hancontado, Colomba eligió precisamentevivir como una Bonne Dame para evitaruna lucha por el poder como ésta.

Amaury volvió la cabeza de golpe.—¿Qué queréis decir?—Quiero decir la lucha por

Limousis que habéis desencadenado.—¿Entre los Cabaret y Sicard de

Bessan? ¡Así que han mordido el

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anzuelo!El otro se encogió de hombros.—Era inevitable. Cuando pusisteis

el cebo en Carcasona, seguramente nocomprendíais que estabais más cerca dela verdad de lo que creíais. Hace años,Roger de Limousis encontró en efectooro en su mina. No era mucho, perosuficiente para despertar la codicia deotros. Siguió la yeta hasta donde lepareció seguro, pero resultó ser unaposesión poco envidiable. En cualquiercaso, su riqueza no le dio suerte. Su hijomayor murió en la mina a causa de undesprendimiento de las rocas. Otromurió asesinado a manos de unos

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bandidos durante el asalto de untransporte. Después lo abandonó todo.Entró en la orden de los caballeroshospitalarios y su única hija se recluyóen la casa para Bonnes Dames que habíaestablecido su madre en Béziers. De unau otra forma, Sicard de Besan descubrióel secreto de Limousis. Durante dosaños persiguió a Colomba intentandoconvencerla de que cambiara dedecisión, profiriendo cada vez másamenazas, hasta que las Bonnes Damesdecidieron esconderla cada vez que élestaba cerca.

—¡Ahora comprendo! —exclamóAmaury—. ¿Por qué no me explicó ella

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nunca nada?—Sentía una profunda repulsa por

todo lo que tenía que ver con su fortuna.No quería hablar con nadie al respecto.Finalmente, Sicard encontró una formade hacerse con las propiedades deLimousis. La herencia de Colombahubiera estado mejor con los caballeroshospitalarios. Ni siquiera su hijo quieresaber nada de ello.

—¿Su hijo? —se burló Amaury—.Faltó poco para que muriera en lamaldita mina por culpa suya. ¡Estabalisto para que su arquero rematara eltrabajo!

—¡Eso es imposible!

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—Retirad vuestras palabras,reverendo; de lo contrario habréiscontado una mentira, —dijo Amaury. Searremangó la manga y le mostró lascicatrices que habían dejado los dientesdel lobo.

—Sois vos quien mentís, —dijoindignado el diácono—. Me contasteisque fuisteis herido en el brazo tras lacaída de Carcasona durante el asedio deMontreal. A la sazón ya me extrañó quel o s Bons Hommes, que huyeron deMontreal durante el asedio, no oshubieran visto. Y ahora tampocoentiendo vuestra historia. Que yo sepa,Roger nunca ha puesto los pies en las

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cercanías de Limousis.—¿Roger?Los dos hombres se miraron por un

momento sin comprender.—¡Ah! Os referís al joven Sicard,

que se hace llamar Sicard de Limousis,—exclamó el diácono—. Pero ése no eshijo de Colomba, aunque así lo afirme.

Amaury miró primero al otroinseguro y luego se levantó lentamente.Por un momento no supo qué hacer.Hubiera querido gritar de alegría, peroal mismo tiempo las palabras del clérigolo llenaban de tristeza. Recorrióintranquilo la estancia. Se detuvo alllegar al nicho de la ventana. Apoyó un

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hombro contra la pared y miró duranteun tiempo afuera sin ver nada. A suespalda, el diácono lo miraba ensilencio.

—Mi hijo… Roger… es másjuicioso que yo, —dijo Amaury desúbito sin mirar al diácono.

Ahora fue el Bon Homme el quereaccionó asombrado.

—¿Roger es vuestro hijo? ¡Nuncacomprendí por qué buscabais tanfebrilmente a Colomba! ¡Pero entoncesella mintió cuando dijo que el padre desu hijo era un cruzado!

Amaury negó con la cabeza.—Vos… ¿un cruzado? ¡Pero si

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estabais encarcelado en Tolosa porquehabíais ayudado a los BuenosCristianos! Sois mi acompañante desdehace años. Si erais un traidor,entonces…

Amaury se dio la vuelta. Su siluetase perfiló contra la fría luz del solponiente. Sólo al entornar los ojos pudover el Bon Homme la expresión de doloren el rostro del caballero.

—¡Dios, qué he hecho! —dijoAmaury con voz ahogada. Intentabaencauzar las ideas que se precipitabanen su mente en la buena dirección—.¿Desde cuándo lo sabéis?

—Desde hace poco.

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—¿Entonces el oro que dejé comoanzuelo…?

—Orbrie de Cabaret se puso hechauna furia. Intentamos mediar entre ambaspartes, mas sin éxito. Tan pronto tuvooportunidad, envió a sus soldados aLimousis. Éstos arrasaron todo lo queencontraron en la propiedad de Sicard.No dejaron nada en pie. Después de quese haya firmado la paz, una vez que losánimos se hayan calmado un poco,Orbrie intentará por vía legal recuperarde los franceses la herencia de Cabaretpara sus descendientes. Sin dudaincluirá Limousis.

—¿Y los Sicard?

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—Sobrevivieron. Han juradovengarse. Creo que habéis logrado loque queríais: habéis despertado su sedde venganza para poder satisfacer lavuestra. ¿No es eso lo que deseabais?

Amaury no respondió a esa pregunta.—La venganza es un monstruo ávido

e insaciable. Quien se entrega a ella caeen una espiral de violencia sin fin, —declaró el diácono.

—Sicard de Bessan me arrebató ami mujer y a mi hijo, y me delató ante laInquisición. No hay nada que puedacompensar el daño que me ha hecho.

—En efecto, no tiene sentido,después de todo lo que ha sucedido. No

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puedo adivinar vuestros pensamientos.¿Qué queréis? ¿Queréis un encuentrosangriento que sólo puede desembocaren la muerte? Un ajuste de cuentas, ¿eseso?

—Justicia, —dijo Amaury.—Esa es tan sólo una bonita palabra

que equivale a lo mismo. No deberíaispagar con la misma moneda a quienes oshan causado daño. Castigar es lo mismoque vengarse. El dios maligno, el diosdel viejo testamento, castiga. En cambio,el buen Dios responde con amor. Porello no deberíamos castigar a alguiencomo Sicard. Tendríamos queencomendarle que se apartara del Mal

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poniéndose en manos de los BuenosCristianos para seguir viviendo como unBon Homme.

—¡Sicard un Bon Homme! —seburló Amaury.

—Castigando a los hombres no seconsigue mejorarlos, —sermoneó eldiácono—. ¿Acaso no sabéis que Cristodijo que no estamos autorizados ajuzgar, que hay un único juez? ¿Queréiscastigar a Sicard y a su hijo porquecreéis que han destrozado vuestra vida?

—No. Yo mismo he destrozado mivida. Pero ellos han destrozado la deotros. La de Colomba. Y la de Roger.¿Dónde está Roger?

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—No tenéis por qué preocuparospor él.

—Lo único que espero aún de estavida es poder ver a mi hijo. Lo demásno me importa.

El diácono se restregó pensativo labarbilla.

—No estoy tan seguro de que élquiera veros a vos, —dijo cauteloso—.Quizá fuera más sensato pensar envuestra propia seguridad.

—Roger corre tanto peligro comoyo. Por su culpa, la Inquisición envió aSicard de Bessan durante cinco años aTierra Santa.

El diácono se levantó de un salto.

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Por lo visto no estaba al corriente detodo. Reflexionó durante unos instantes yluego dijo:

—Tenía previsto pediros queacompañarais a dos Bons Hommes en suruta de huida hacia Lombardía. Peropensándolo mejor creo que es preferibleque me acompañéis a mí y a micompañero hacia Montségur. Pedid avuestros hombres que se preparen parael viaje.

Amaury dejó su puesto junto a laventana.

—Montségur, —murmuróaprobatoriamente al salir de lahabitación.

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MONTSÉGUR

Febrero de 1243

Un viento helado azotaba la ladera de lamontaña y sacudía los mantos de loshombres que trepaban fatigosamente porel escarpado sendero. Los caballos y lasmulas los seguían con dificultadcargando con el peso de trigo, harina yalubias. Ahora tenían el gélido vientodel norte en la espalda, mas después dela siguiente curva en el senderoserpenteante volverían a tenerlo defrente y les cortaría la respiración.

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Amaury avanzaba helado de frío delantede su caballo. Como de costumbre, élformaba parte de la retaguardia, puesestaban siempre al mando los caballerosque componían el núcleo Lijo de laguarnición. Los pies se le habíanquedado entumecidos. Era como sitrepara sobre unos bloques de hielo.Pero la escalada era larga y cuandollegara arriba, ya habría entrado encalor debido al esfuerzo.

Después de cada curva se veía unpoco más de las cimas nevadas tras lascolinas en el sur, mientras que losárboles y animales de los vallescircundantes se hacían más pequeños. Al

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final del sendero, en la colina al pie dela montaña, se extendían los campos decultivo pelados. En primaverasembrarían centeno.

Todo hombre que visitara Montségury que fuera apto para llevar armas erareclutado para el ejército de loscastellanos. Y así pues, justo después desu llegada a la fortaleza, le fue asignadaa Amaury la tarea de acompañar a laspatrullas. Se patrullaba mucho en losalrededores de la montaña, pues losBuenos Cristianos, que bajaban de ellapara predicar o visitar a los creyentes,necesitaban protección. Asimismo habíaque guiar a los peregrinos que acudían

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al burgo, y con regularidad senecesitaban correos. Además, de vez encuando se emprendían expedicionessecretas para limitar las desastrosasconsecuencias de la Inquisición, paraevitar un arresto o desanimar a un débilque estuviera a punto de confesar, o siera preciso arrebatárselo a losinquisidores. Por ello, Amaury no habíatenido oportunidad de ver gran cosa delcastillo en la montaña y de sushabitantes. Había viajado casiconstantemente.

Y además estaba elaprovisionamiento. Con la guarnición yel número variable de habitantes, la

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fortaleza tenía entre ciento cincuenta ydoscientos moradores. Encima había unnúmero más de dos veces mayor deBuenos Cristianos que se instalabanprogresivamente en las chozasconstruidas en forma aterrazada en ellado norte del burgo. Para alimentar atantas bocas era imprescindible contarcon un suministro regular de víveres,aunque los Buenos Cristianos ayunabanmucho.

Diez años antes, el obispo de laIglesia de Dios había decididoestablecer su sede en Montségur, paradirigir desde allí su Iglesia. A fin deofrecerles a él y a sus Bons Hommes y

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Bonnes Dames la protección necesaria,el castellano, Ramón de Péreille, habíahecho venir a la fortaleza a Pedro Rogerde Mirepoix, un noble con una hoja deservicios impresionante. El castellanohabía ofrecido al guerrero, que eraviudo, la mano de su hija y la mitad desus derechos. A cambio, Pedro Roger deMirepoix asumiría el mando militar dela fortaleza, pues Ramón de Péreille noera un guerrero. A partir de aquelmomento, Mirepoix se encargó de tomartodas las decisiones. A menudo salíapersonalmente para asegurarse de quelos campesinos de los pueblos cercanosle entregaran suficiente comida y

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estuvieran dispuestos a vender lonecesario a los Buenos Cristianos, quesiempre bajaban con él de la montañapara aprovisionarse.

También en aquella ocasión losacompañaban dos Bons Hommes paraconvencer a los pueblerinos de que lesdieran sus productos.

Debido al continuo ruido de armasentre Tolosa y Foix, los campesinos sehabían vuelto reservados. A fin decuentas, en tiempo de guerra tambiénellos necesitaban reservas. Además,sentían cada vez más miedo de losfranceses, que volvían a tomar lasriendas. Algunos afirmaban no tener

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nada o se negaban directamente a seguiraprovisionando al burgo, en el que detodos era sabido pululaban los faidits ylos herejes. Por ello, a menudo Amauryy los demás caballeros se veíanobligados a recurrir a la violencia paraconseguir los víveres que necesitaban.Afortunadamente, también habíacampesinos leales que seguían trayendosus mercancías a Montségur.

Pedro Roger de Mirepoix sepresentó como de costumbre parainspeccionar personalmente lasprovisiones. Había visto venir el convoydesde lejos y abandonó la torre tanpronto como los hombres hubieron

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cruzado la muralla de defensa, queprotegía el acceso a la fortaleza en ellado sudoeste. Habló brevemente con eljefe de la escolta y con los dos BonsHommes, asintió aprobatoriamente yregresó apresurado a la torre. Amaury seapeó del caballo y lo llevó a la artesa.Pese al frío sentía calor después de laescalada. Con una mano cogió agua y semojó la cara y el cuello pararefrescarse. Después de haber entregadosu caballo a los mozos de cuadra,cuando se disponía a regresar al cuartel,vio aparecer una figura inconfundible.

Debajo de la puerta del revellín, elbaluarte que protegía las chozas de los

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Buenos Cristianos construidas en elexterior de las murallas del burgo en ellado este, vio al frisón que jadeaba conla cabeza roja debido al esfuerzo de laescalada. De debajo de su gorro decuero sobresalían los pocos mechonesgrises que le quedaban en su cabezacalva. Por lo visto había llegado arribatrepando por el sendero empinado delotro lado de la montaña. Amaury alzó lamano para atraer su atención.

—¡Ranquilhós!Una amplia sonrisa arrugó el rostro

de Wigbold. Amaury salió a suencuentro y lo agarró con ambas manospara saludarlo efusivamente, contento de

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encontrarse con un conocido.—¿Tú, llevas aquí cuánto tiempo?

—preguntó el frisón.—Unos dos meses. ¿De dónde

vienes?—Yo qué sé. D’Alfaro y yo, en

todos sitios. Los soldados del condeRaimundo atrapan a hombres enAvignonet. Los tres ahorcados. Luegotambién en Tolosa uno a la horca. Y unoen la prisión. Después de tres meses élestá libre, él, le ponen estigma conhierro candente. ¡Aquí! —Wigbold sellevó el dedo a la frente—. D’Alfarodice: yo, tengo que huir. A Lombardía.Pero ¿qué hago yo con los Bons

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Hommes en Plasencia, en Pavía, enCremona? Yo, no conozco ese país. Yo,no hablo su lengua. —Alzó los brazoscon gesto de impotencia.

En efecto, ¿qué se le había perdido aél en Lombardía? Tras treinta años enOccitania, ni siquiera hablaba bien lalengua del país, pensó Amaury.

—Cuando llegaste aquí tampocohablabas nuestra lengua, —observó.

—Yo, vengo con amigos de Frisia,entonces, —declaró el otro—. Yo, estoysolo, ahora.

Esa era en efecto una grandiferencia.

—¿Así que tienes previsto quedarte

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aquí?Wigbold asintió.—En tal caso te nombro mi sargento

personal. Así evitaremos preguntas y asítendrás enseguida un lugar fijo.

Amaury se lo llevó al cuartel de lossargentos y mercenarios, una barraca demadera construida en el patio frente a lamuralla del castillo. Indicó al frisón unlugar donde podía dejar su petate.Después se lo llevó para mostrarle elcastillo y sus alrededores.

—¿Por qué tomaste la cruz? —quisosaber Amaury.

Wigbold miró alrededor, como siaún fuera peligroso hablar de ello. Se

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inclinó hacia adelante y susurró:—Yo, robo vino del monasterio.

¡Los frailes saben lo que es buen vino!—Sonrió y se relamió los labios—. Yo,no soy listo, los frailes me pillan. Elpadre abad amenaza ir al juez. Elcastigo por robo es cortar la mano.

Wigbold agitó ambas manos en elaire y prosiguió:

—La Cruzada me salva la mano.Pero el trabajito de Avignonet me cuestala cabeza. —Con un gesto rápido sepasó el dedo por la garganta—. ¡Zzzzzt!

—Puede que estés en lo cierto.—Los sacerdotes católicos

amenazan con el infierno. Los Bons

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Hommes no castigan, —dijo Wigbold.Evidentemente ése era el motivo por

el que tanto apreciaba su nueva patria yla nueva fe que se profesaba en ella.Rodeó amistosamente los hombros deAmaury con el brazo y dijo en tonoconspirador:

—Nosotros, vamos a Lombardía,juntos, ¿qué?

Ni siquiera fue necesario queAmaury se opusiera al último plan deWigbold, pues a los pocos días se viotruncado por la noticia de que se habíandetectado movimientos de tropas en losalrededores de Montségur. Pocodespués, la fortaleza fue atacada. Pedro

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Roger de Mirepoix estaba bienpreparado. Justo después del atentadode Avignonet, hacía ya casi un año,había preparado la fortaleza para unposible asedio. Movilizó a todos loshombres presentes y reclutó mássoldados de los pueblos cercanos. Comoen los viejos tiempos, Amaury y elfrisón lucharon juntos hasta queconsiguieron detener el ataque.

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MONTSÉGUR

Octubre de 1243

Los clérigos reunidos en el concilio deBéziers habían decidido asediarMontségur en un esfuerzo común. Losmonjes reclutaban en los alrededores acreyentes para emprender una Cruzadacontra el bastión de los herejes. Inclusolos había que llegaban procedentes deGascuña para unirse al ejército quehabía juntado el senescal francés deCarcasona, Hugo des Arcis. También elobispo de Albi y el arzobispo de

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Narbona habían formado tropas quemarchaban bajo los estandartesondeantes de los jefes espirituales hacialas montañas de Olmes. A finales demayo, el asedio era un hecho. Aunquedebido a su situación natural eraimposible aislar por completoMontségur del resto del mundo, casicuatrocientos hombres y mujeres veíanseriamente limitada su libertad demovimientos. Varios miles de soldados,apostados al pie de la montaña,bloqueaban el acceso principal,controlaban las vías de salida yobservaban los movimientos dentro yalrededor de la fortaleza para poder

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emprender un ataque en el momento máspropicio. Intentaban descubrir cuáleseran los puntos flacos de la defensa delburgo, mientras al otro lado losexploradores buscaban las mallas en lared en que estaba atrapado el burgo.

“Los asuntos del conde marchanbien. Ha contraído matrimonio conMargarita de la Marca y confía en queella le dé descendientes para que suestirpe pueda seguir gobernando Tolosa.El conde acudirá en vuestra ayuda enNavidad. Tened valor”.

El mensaje que el hermano de PedroRoger de Mirepoix envió en junio desdeQueille hasta Montségur reforzó al

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comandante en su convencimiento deque había tomado la decisión correcta.Comprendía muy bien que con varioscientos de hombres tendría que acabarabandonando la lucha. Sin embargo, siconseguía aguantar hasta que llegaraayuda desde el exterior, podría salvarMontségur.

El matrimonio del conde Raimundoofrecía buenas perspectivas, pues sinsucesión todo lo que emprendieracarecería de sentido. Ahora se dirigíahacia una misión diplomática: el papatenía que levantar la excomunión queimpedía la plena rehabilitación delconde Raimundo. A continuación, debía

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convencer al emperador Federico deque le devolviera el marquesado deProvenza, que éste le había usurpado. Encuanto hubiera superado este últimoescollo, regresaría y reclamaría el Paísde Olmes. Guy de Lévis, el noblefrancés que dominaba la región desde elataque de Simón de Montfort, tan sólopodía impugnar los viejos derechos delconde con el argumento de que se habíaadueñado del territorio por el derechode la victoria. Y por último Montségursería liberada.

Pedro Roger de Mirepoix habíapreparado bien a sus hombres y sufortaleza para un asedio, y el

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aprovisionamiento no se interrumpiódurante el asedio en los meses deverano, pues aún era posible transportarpequeñas cantidades de alimentos yarmas ligeras por los tres senderos demontaña con que Montségur seguía encontacto con el mundo exterior.

De tarde en tarde se producíanescaramuzas cuando el enemigo seacercaba demasiado al burgo o intentabaasaltar la fortaleza. Por la noche, loscaballeros descendían de la montañacon sus hombres para causar el mayornúmero de destrozos en el bandoenemigo y tender emboscadas en las quecaerían las patrullas al día siguiente.

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Durante todo el verano hubo muertos yheridos en ambos bandos.

Llegó el otoño. El tiempo empeoró.De Roma llegó la noticia de que elconde Raimundo se había reunido con elemperador Federico y que en aquellaocasión había recuperado sumarquesado de Provenza. Pero ello nosuponía aún el fin de su viajediplomático. La excomunión le seguíaimpidiendo regresar y recuperar eldominio de Tolosa. Era cuestión deganarse al papa y, por consiguiente, elconde se propuso mediar entre el papa yel emperador, que estaban en guerra. Lasnegociaciones se hallaban en pleno

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apogeo. ¿Cumpliría el conde su palabray enviaría un ejército de apoyo enNavidad, fuera o no comandado por élmismo? Los habitantes de Montségur seprepararon para el invierno.

Amaury descendía con sus hombrespor la montaña a lo largo de una de lassendas. Acompañaban a un grupito deBonnes Dames que querían pescar en unarroyo al sur de Montségur, contra lasladeras del Pico de Saint-Barthélemy.Había mucha trucha, y el pescado podíasalarse y secarse. Con eso aguantaríanunas semanas más. En plena noche, lasmujeres se pusieron en camino con susarpones, redes y cestas. Los hombres

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iban fuertemente armados. En talesexpediciones, Amaury se desprendía tansólo de su cota de malla, que erademasiado pesada para el largorecorrido a pie. Silenciosamenteavanzaron rodeando el campamentoenemigo a una prudente distancia y antesde que saliera el sol desaparecieron enlas montañas.

Wigbold los seguía de mala gana,diciendo con refunfuño que hubiera sidomejor ir de caza para conseguir carne.

Descendieron hacia un arroyo en elque podían ver saltar los peces. Sinembargo, antes de ponerse manos a laobra, las mujeres formaron un círculo en

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torno a la más anciana de ellas, que searrodilló. Las demás también sehincaron de rodillas en la hierbamojada.

Rezaron sin parar una serie depadrenuestros que no parecía tener fin.Wigbold empezaba a impacientarse. Lacaminata nocturna había despertado suapetito.

—Ellas, rezan día y noche.Nosotros, vamos a comer, —dijo aloído de Amaury. Y añadió su sencillamáxima—: No comer: no luchar.

—Rezan quince veces, —dijoAmaury—, repartidas durante el día. Selevantan varias veces en plena noche.

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Muestra algo de respeto y espera a quehayan bendecido y partido el pan.

Las mujeres se pusieron en pie sólodespués de que la más anciana hubierarezado la oración por decimocuarta vezy las demás la hubieran repetido tresveces conjuntamente. La más ancianacogió un pan en una servilleta y lo cortósin repartirlo aún. Después murmuróunas palabras, tras lo cual las mujeresvolvieron a rezar el padrenuestro y sesentaron. A continuación, cortaronrebanadas de pan.

La más anciana las repartió en elmismo orden en que se habían sentadolas mujeres mientras intercambiaban

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palabras en latín. Por último, ofreció alos soldados una rebanada de pan, quemantenía sobre la servilleta para notocarla con las manos.

—Benedicite, —dijo Amauryinclinando la cabeza antes de aceptar elpan.

—Que Dios te bendiga, —contestóla Bonne Dame.

Cuando presentó la servilleta aWigbold, éste negó con la cabeza, ysacó sus propios víveres.

—Nosotros, comida de verdad, —dijo con la boca llena de queso y tocino.La Bonne Dame se apartó asqueada.

Las mujeres no llevaban mucho

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tiempo pescando cuando uno de loscentinelas dio la alarma. Amaury subiópor la pendiente y se asomó cautelosopor encima del borde de la colina. A lolejos se acercaban dos jinetes con ungrupo de gente. Una patrulla enemiga,sin duda alguna. Wigbold se habíacolocado detrás de él. Se dejó caer bocaabajo, se quitó el casco, cortó una ramade un arbusto con la que se tapó lacoronilla y levantó un poco la cabezapor encima del borde de la colina. Sucara se iluminó.

—¡Mujeres!El pequeño grupo se componía en

efecto de dos soldados a caballo, que no

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eran caballeros, unos cuantos soldadosde a pie y unas cuatro mujeres que porlo visto se ocupaban del avituallamientoy que habían viajado con la patrullaporque el campamento enemigonecesitaba variar el menú. Amaury sellevó el índice a los labios e hizo unaseñal a sus hombres.

—Poned a las Bonnes Dames asalvo, —ordenó.

Mientras dos soldados se ocupabande ellas, él dirigió a sus hombres parapreparar una emboscada.

—Esperaremos hasta que hayanpasado todos de largo. Que no escapenadie. —Con un rápido movimiento, se

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pasó la mano por la garganta ydesenfundó su daga—. Todos, y ni unruido.

—¡Las mujeres no! —protestóWigbold.

—¡Todos, sargento!Escondidos detrás de los matorrales

dejaron que la patrulla se acercara hastaquedar encerrada. A la señal deAmaury, los arqueros se levantaronsilenciosamente y tensaron sus arcos. Elruido de las cuerdas al destensarse y elzumbido de las flechas fueron tapadospor el viento que soplaba entre losárboles debajo de los cuales se habíanescondido. Los jinetes alcanzados

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acababan apenas de caer de susmonturas cuando los soldados deAmaury atacaron a los demás.

—¡Los caballos! —gritó elcaballero mientras ensartaba con laespada a un peón.

En otras circunstancias habríasalvado a los animales, pero ahora eraninútiles porque era imposible pasarsilenciosamente con ellos por las líneasenemigas. Los arqueros hicieron sutrabajo antes de que los caballospudieran regresar sin jinetes alcampamento. Las mujeres corrían de unlado a otro gritando y chillando eintentando salvar el pellejo, perseguidas

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por los hombres. Amaury agarró a unapor un brazo. Estaba a punto de darleuna puñalada cuando la más anciana delas Bonnes Dames se interpuso entre ély su víctima.

—Nadie tiene que morir porquenosotras queramos buscar comida, —exclamó.

—Demasiado tarde, —le gruñóAmaury.

Ya bastante tenía con contener a lamujer que lo atacaba furiosa con unarpón con el que a punto estuvo deaplastar el cráneo de la Bonne Dame.Apartó bruscamente a la mujer de negroy desenfundó la daga. La Bonne Dame

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lanzó un grito de horror y apartó la vista.—Era o vos o ella, —le gruñó

Amaury—. Me han encargadoprotegeros en este viaje porque vuestracomunidad necesita comida. A base depan y legumbres secas no llegaréis aNavidad.

—Por lo menos podríais haberperdonado la vida a las mujeres yhaberlas retenido hasta queestuviéramos a salvo.

Amaury negó con la cabeza.—Mis hombres llevan meses sin

acostarse con una mujer. Habrían tenidotodo el día para violarlas una por una.¿Hubieseis querido eso?

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Echó un vistazo alrededor para vercómo transcurría la lucha.

Los soldados enemigos habíanmuerto. Los caballos agonizaban enmedio del camino. Dos de las mujeresaún intentaban huir.

—Entonces prohibidlo. Sois el quemanda, ¿no? —dijo secamente la BonneDame.

—Mis hombres ante todo matan, ycuando llega el momento en queempiezan a pensar en otras necesidadesque no sea la supervivencia, ya no lospuedo controlar.

Las mujeres habrían tenido quemorir de todas formas, pensó. No veía

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cómo habría podido salvarlas y almismo tiempo devolver sanas y salvas al a s Bonnes Dames a la fortaleza. Susgritos de alarma habrían desatado elinfierno. No podía correr ese riesgo.Además, aún podían tener problemas. Elenemigo acabaría sospechando algo, alver que el pescado que esperaban nollegaba. Dejó sola a la Bonne Dame yencargó a uno de sus hombres que dierael golpe de gracia a los heridos yliberara a los caballos de su sufrimiento.

¿Dónde estaba Wigbold? No veía alfrisón por ninguna parte.

Los demás se hallaban presentes,ninguno de ellos estaba herido. Las

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Bonnes Dames fueron apareciendotímidamente, dispuestas a reanudar susactividades. La mayor las detuvo.

—Ya no pescaremos, —declaró—.No creo que queramos comer alimentospor los cuales han muerto estaspersonas.

—Pescarán hasta la tarde, —dijoAmaury—. Eso es lo que les ha pedidoel obispo y lo que me ha ordenado elseñor Pedro Roger. Lo que ha sucedidoaquí no cambia nada en la necesidad dereunir alimentos. Abandonaremos estelugar antes de lo previsto. Tenemos quetomar más precauciones y seguiremosotra ruta.

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La Bonne Dame le lanzó una miradafuriosa pero no obstante dio permiso alas demás mujeres para que pescaran.Amaury se dio la vuelta y ordenó a sushombres que estuvieran al acecho. Éldesenfundó la espada y fue en busca desu sargento.

Encontró a Wigbold detrás de unaroca y unos matorrales. La mujer yacíaen el suelo. Tenía una herida en lacabeza y estaba tan desconcertada que nisiquiera ofrecía resistencia. La habíadesvestido a medias, e intentaba quitarsesu propia ropa de combate cuando fuedescubierto por Amaury.

—¡Largo de aquí! Mi botín de

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guerra. ¡Tengo derecho! —gritó.—¿Derecho? —preguntó Amaury.

Empujó la punta de la espada contra lapiel blanca de Wigbold y punzó losuficiente como para que la sintiera—.Aquí sólo hay una cosa derecha.

Wigbold bajó la vista hacia sumiembro erguido que empezaba amenguar.

—Coihon! —exclamó el frisón.—En efecto, —dijo el caballero—.

¡Largo!Wigbold se puso rojo de rabia.

Agarró su cuchillo dispuesto a atacar,pero la afilada espada lo mantuvo adistancia. Enfurecido, hundió el arma en

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el corazón de la criatura aturdida queyacía entre sus piernas.

En plena noche, después de haberavanzado por terreno abrupto y de habertrepado la senda más impracticable queconducía a la cima de la montaña,Amaury se dejó caer exhausto sobre sucatre en la barraca de los caballeros. Noobstante, podía estar satisfecho. Habíaactuado correctamente. Pedro Roger deMirepoix incluso lo había alabadocuando fue a informarle y se habíaalegrado mucho de que le trajeran carnede caballo. A pesar de ello, Amaury sesentía miserable. Sentado con la cabezaentre las rodillas y el rostro escondido

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entre las manos, se preguntaba en qué sehabía convertido.

Cuánto habría dado por unaspalmadas de ánimo de Roberto, la manode Beatriz acariciándolo tiernamente,aunque ella amara a su esposo, o lasrisas alegres de los tres chicos quehabía dejado en Poissy y que ahora yaeran hombres. Menos mal que no sabíanque su padre asesinaba a mujeresinocentes.

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MONTSÉGUR

Diciembre de 1243

La Navidad se acercaba a paso rápido.Del conde de Tolosa no había aún nirastro. En noviembre, éste había hechosaber que las cosas iban bien. Habíaviajado a Roma para convencer al papade que levantara la excomunión que leimpedía gobernar su país. No decía nadade una tropa de apoyo. Alrededor deMontségur habían tenido lugar nuevasescaramuzas que habían causadoheridos. Ambos bandos estaban alerta.

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Aparte de algunas provocaciones, laestrategia parecía ser esperar a verquién tenía más aguante. Ahora todoestaba tranquilo. Cuando el inviernoempuñaba el cetro sobre las tierrasmontañosas, los demás soberanosdebían decir bien poco.

Los sitiadores se morían de frío ensus tiendas de campaña. Con aqueltiempo era imposible luchar.

Amaury hacía su ronda en el adarvedel burgo. De una zancada saltó porencima de un arquero que dormíaenvuelto en su manto.

Las noches eran largas y frías. Elviento aullaba alrededor de las torres y

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penetraba hasta los huesos. Abajo, a lolejos, podía ver las hogueras con que loshombres de Hugo des Arcis intentabancalentarse. Brillaban en la oscuridadcomo brasas candentes. Arriba, elpálido brillo de la luna sobre lasprimeras nieves dejaba ver loscontornos de la montaña. Todavía máscerca, en las casas de los BuenosCristianos, que se hallaban apretujadasen la ladera al pie de la muralla, undébil resplandor delataba que algunoque otro aún abandonaba la montañapara ir a confesar, predicar oadministrar el consolamentum a unmoribundo, siempre en compañía de un

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hermano y escoltado por un par dehombres armados. Los demás selevantarían en plena noche para rezarcomo era preceptivo. En eso no sediferenciaban de los frailes y las monjascatólicos que por la noche acudían a lacapilla para las jaculatorias y laslaudes. Sólo que los Buenos Cristianosse arrodillaban junto a la cama, en laoscuridad, acompañados únicamente desu hermano o hermana.

Amaury siguió andando un pocomás, sacudiendo los pies para hacercircular la sangre. Después continuó eldescenso por la escalera para dirigirseal patio. Estaba a medio camino cuando

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lo detuvo un grito. Volvió a subir de doszancadas. Un centinela, que hacíaguardia al abrigo de la torre, señalabaen dirección este. Amaury se asomótodo lo que pudo y miró fijamente en laoscuridad. El ruido procedía delbarranco, pero lo encubría en granmedida el rugido del viento. Distinguióunas figuras a la luz de una antorcha.Gritaban algo y señalaban al este.

—¡Avisa al señor Pedro Roger! —gritó Amaury al centinela—. ¡Y quealguien detenga a los Bons Hommes queestán a punto de dejar la montaña!

Se apresuró a bajar. Las órdenesretumbaban por el patio. Los caballeros,

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sargentos y peones se vestían y seceñían las armas apresuradamente.Mientras tanto, Amaury ya habíaabandonado el patio.

Cruzó la palestra y subió a la galeríadel revellín.

—Han escalado la montaña. ¡Estánluchando cerca del peñasco de laatalaya!

—¡¿Qué?!Parecía increíble. Las vías de

acceso estaban vigiladas. Era imposibleque los soldados franceses hubieranescalado por otro lado la escarpadaladera iluminada tan sólo por la luz dela luna. Tenían que haber recibido la

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ayuda de los habitantes de las montañasque conocían el terreno, sin dudasobornados por los jefes del ejércitofrancés.

Amaury reunió a unos cuantospeones y descendió con ellos por elsendero que primero cruzaba un prado yluego penetraba en el bosque que seextendía por la cima de la montaña. Enel extremo este, donde las rocas sealzaban verticalmente sobre el barranco,había una atalaya. Amaury hizo parar alos hombres a una distancia segura de laatalaya y entornando los ojos miró porentre los árboles. Al pie del robustoedificio se movían soldados enemigos.

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Debían de haber alcanzado la cima porese lado, seguramente con pocas armas.Por el borde de las rocas seguíanapareciendo nuevos soldados que habíanenfilado el peligroso sendero en laoscuridad. No se vislumbraban signosde lucha. Sin duda, habían cogido porsorpresa a la guarnición de la atalaya,matándolos a todos. Algunos peonesprocedentes del burgo que habíanasaltado a los intrusos con lanzas habíansido asesinados por el enemigo, muysuperior en número.

Amaury retuvo a sus hombres y seagachó entre los matorrales.

No tenía sentido enfrentarse al

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enemigo con su pequeña unidad decombate. Tampoco los arqueros podíanhacer nada en la oscuridad.

Regresó a la fortaleza para informaral comandante.

Pedro Roger de Mirepoix evaluórápidamente la situación. Dejó que leinformaran brevemente e impartióórdenes. Los arqueros se escondieron enel bosque que cubría gran parte de lacima. Los peones empezaron a hacer unabarricada para impedir que el enemigosiguiera su camino hacia la cima. Otrospartieron con la misión de transportar laúnica balista de que disponía lafortaleza hacia un lugar estratégico.

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Hubieron de esperar una eternidadhasta que empezó a clarear.

Solo al amanecer, cuando tuvieronsuficiente luz para disparar, colocaronla balista en posición y los arqueroshicieron zumbar sus flechas. PedroRoger de Mirepoix dio la orden a sussoldados de que cargaran, pero elsendero a lo largo del flanco noreste dela montaña escupía cada vez mássoldados, y pronto los hombres deMontségur se vieron obligados aretirarse detrás de la improvisadabarricada.

La pálida luz del sol rozaba la cimade la montaña. Detrás de la barricada, al

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borde del bosque detrás del cual seescondían los hombres de Montségur,Pedro Roger de Mirepoix volvió aestudiar la situación y convocó a suscaballeros.

—El estado de las cosas es grave,señores, —dijo secamente—. Losfranceses se han apoderado de laatalaya. Son ya tantos que no podemosexpulsarlos. Que los arqueros ataquensin descanso sus posiciones.Apedreadlos con la balista. Hemos deimpedir que traigan artillería pesada.

Amaury siguió las órdenes. Laestrategia de los franceses era clara.Habían hecho pie en la cresta y ya no la

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abandonarían. Su siguiente jugada seríasin duda traer material de guerra parapoder atacar la fortaleza con catapultas.Después procederían al asalto. Losdefensores de la fortaleza debíanprocurar aplazar al máximo el ataque, encualquier caso hasta que las tropas deapoyo que había prometido el condeRaimundo llegaran a Montségur.

—Que refuercen la barricada, —ordenó Pedro Roger de Mirepoix.

Mientras tanto, él regresó al burgopara consultar con Ramón de Péreille, elsegundo castellano, y Bertrán Marty, elobispo de los Buenos Cristianos.

Unos días más tarde apareció de

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pronto un rostro nuevo en la fortaleza.Era un especialista en la fabricación decatapultas. Muy pocos sabían de dóndevenía, aún menos cómo había llegadohasta Montségur, y quién lo enviaba eraun misterio todavía mayor. Semurmuraba que había sido el senescaldel conde, que dirigía el país desdeTolosa durante su ausencia. Gracias aeste refuerzo, ahora se construíanbalistas a un ritmo infernal pararesponder a las catapultas, que elenemigo había instalado. El obispo deAlbi había mandado fabricar unagigantesca catapulta capaz de lanzarpiedras a una distancia de seiscientos

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pies.Pedro Roger de Mirepoix procuraba

dar ánimos a sus hombres.La llegada del especialista había

levantado la moral de todos. Sinembargo, el rostro preocupado delguerrero hacía sospechar que las cosasno iban tan bien como pretendía. Elconde Raimundo no llegaría en Navidad,eso era evidente. Pero nadie sabíacuándo vendría. ¿Acaso había encargadoa su senescal ayudar a Montségur conapoyo y consejos? ¿Qué sucedería si nollegaba a tiempo? Las provisionesempezaban a menguar a ojos vistas.

Los Buenos Cristianos seguían con

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su ritmo de vida, como si nada hubieracambiado, en las casitas de piedra deltamaño de una celda, construidas en laroca. Pasaban el día rezando ymeditando.

La afluencia de creyentes queacudían a la montaña para rendirlespleitesía se había interrumpido aliniciarse el asedio. Hacía ya muchotiempo que tampoco llegaban enfermos,que antes eran llevados hasta allí paraser instruidos en las reglas de su fe a finde poder recibir en el último momentoel consolamentum. Sin embargo, loshabitantes del burgo seguían visitando alos Buenos Cristianos para venerarlos,

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para rezar con ellos y comer el panbendecido. El Bon Homme encargadodel molino molía el grano, la BonneDame que en otro tiempo había sidoesposa del panadero cocía el pan,lavaban y remendaban la ropa de todoslos habitantes de la montaña oconfeccionaban nuevas prendas si erapreciso. Incluso arreglaban lasarmaduras y las armas, pero semantenían alejados de los hombresgroseros que utilizaban dichos atributos.

Mientras que en el campamento delejército al pie de la montaña losprelados católicos se preparaban para lamisa nocturna de Nochebuena, el obispo

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Bertrán Marty celebraba como decostumbre el gran apparelhamentumanual en el patio, donde confesaba a losBuenos Cristianos y a los demáscreyentes. Los castellanos, sus damas ysu séquito estaban presentes y también lamayoría de los caballeros con susescuderos y sargentos. El sermón deBertrán Marty tenía que levantar elcorazón de los oyentes. También hablóde las prometidas tropas de apoyo. Elemperador Federico acudiría al mandode su ejército para liberar Montségur.

—No te dejes engañar, —dijo unarquero justo detrás de Amaury a sucompañero de armas—. Ellos mismos

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no lo creen. La prueba es que ya hansacado todo el oro que tenían de lamontaña.

—¿Cómo lo sabes?—Lo vi con mis propios ojos. Me

tocaba hacer la última guardia. Sefueron con toda la pasta. A socapa.

El otro soltó una maldición.—¿Cuánto? ¿Qué llevaban consigo?—No pude verlo, estaba demasiado

oscuro. Eran dos Bons Hommes. Por suforma de andar pude adivinar quellevaban algo pesado. ¡Te digo que hanpuesto a buen recaudo el dinero de laIglesia de Dios!

Amaury se dio la vuelta.

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—¡Calla! —le dijo al que hablaba.Lo atrajo hacia sí—. Lo que hagan odejen de hacer los Buenos Cristianos noes cosa tuya. Si has sido testigo de algo,¡te lo callas! ¡Lo único que consiguescon semejantes rumores es quitar a losdemás la chispa de esperanza que aúnles queda de salir de aquí con vida!

No cabía la menor duda. Tanto losjefes de la fortaleza como los de laIglesia de Dios sabían que la situaciónera crítica. La promesa de que llegaríantropas de apoyo, capitaneadas oenviadas por Raimundo de Tolosa o elemperador, tenía como único objetivomantener alta la moral.

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MONTSÉGUR

Febrero de 1244

Los sitiadores y los sitiados llevaban yasemanas hostigándose sin cesar. En elbando francés llegaban continuamentenuevos soldados para reforzar y ampliarla cabeza de puente en la cima de lamontaña. Lentamente se acercaban alrevellín, que en el lado este protegía alburgo y al pueblo que lo rodeaba. Ladefensa de Montségur tenía quearreglárselas con varias docenas decaballeros, sus sargentos y peones, y los

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mercenarios. Los refuerzos no llegaban.Los demás habitantes cargaban

piedras y suministraban víveres a losguerreros.

Las catapultas del enemigo sehallaban ya a tiro del revellín. Laspiedras talladas en redondobombardeaban día y noche la muralla,haciéndola temblar hasta sus cimientos.

—Si destruimos la catapulta delobispo de Albi, Montségur estarásalvada.

El rumor, que no parecía procederde ninguna parte y que pasaba de bocaen boca como una profecía, tuvo unefecto mágico en los combatientes de

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Montségur. En sí era una idea lógica. Lamonstruosa catapulta causaba talesdestrozos que su destrucción sería unaverdadera suerte. Los asediadosprepararon un ataque nocturno cuyoúnico resultado fue que la guarnición delburgo perdió a unos cuantos hombres ytuvo más heridos.

Poco después la fortaleza fueasaltada. Aunque consiguieron repeler elataque porque se dio la alarma a tiempo,el enemigo dominaba ya toda la cima yhabía avanzado hasta el revellín. Secombatía casi todos los días, por unlado para mantener a distancia alejército de Hugo des Arcis, por otro

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para romper la inflexible resistencia delos asediados.

Amaury se desplomó sobre el catre.Por prudencia no se había desprendidode la armadura. Estaba demasiadocansado para dormir y aunque tambiénlo estaba para comer, primero se habíaobligado a sí mismo a comer un poco depan y alubias. Por fin consiguiósumergirse en el compasivo vacío de unsueño sin sueños, como si se dejara caerde espaldas por la pendiente vertical dela montaña hacia un valle sin fondo,donde se adormecían todos sus sentidos.No ver nada, no oír nada, no sentir nada.

—¡Ranquilhós!

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Luchó por salir de la profundidadinsondable de su sueño.

—¡Ranquilhós!Se incorporó, cogió a ciegas el

yelmo y las armas que yacían junto a él,y salió afuera sin decir ni preguntarnada.

El enésimo asalto había estalladocon toda su violencia súbitamente justoantes de amanecer. Los soldados deHugo des Arcis intentaban entrar através de las brechas que habían abiertoa golpes en el revellín. Se mantenían enpie en las escaleras de asalto, quepodían aguantar el peso de seis o sietehombres a la vez. En los lugares donde

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la fortaleza aún estaba intacta, se habíandispuesto cestas con piedras en eladarve. Las mujeres se apresuraban aapedrear con ellas al enemigo. Mientrastanto, el burgo detrás de la primeramuralla sufría el continuo bombardeo delas catapultas del obispo de Albi.

Las casas de los Buenos Cristianos,situadas en el espacio entre las dosmurallas, se hallaban en el campo detiro. Imbert de Salles, un joven sargentocon poca experiencia en la guerra ymucho valor, se dirigió a las viviendasmedio derruidas para poner a salvo a lasBonnes Dames.

Amaury subió corriendo por la

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escalera que llevaba al revellín y seprecipitó hacia el lugar donde un peónse desplomaba sosteniendo aún su lanzaentre las manos. Dos soldados enemigostrepaban ya sobre el trozo de murallaque había defendido. Amaury se enfrentóa ellos blandiendo la espada. El golpeque le dio con el arma hizo caer alprimero hacia atrás. El segundo dejó deresistirse tras tres estocadas y herido demuerte quedó colgado del murodestrozado.

Amaury agarró al hombre por laspiernas y lo lanzó al vacío. En su caída,el cuerpo arrastró a otros cincosoldados. A su lado, un sargento se

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asomaba por encima de los restos de lasalmenas. Punzaba con su lanza todo loque se movía al tiempo que insultaba alrey francés y al papa de Roma. Unaflecha zumbó por el aire y lo hirió en elhombro, penetrando hasta el esternón.Una ola de sangre ahogó sus insultos y elsargento se desplomó de espaldas.Amaury lo apartó y lo dejó deslizar porla parte interior de la muralla. Abajo, lorecogieron dos Bons Hommes que sehicieron cargo de él enseguida. Elsargento dio unas cuantas sacudidas yexhaló el último suspiro antes de quepudieran hacer nada por él.

Ya totalmente despierto, pensó

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Amaury que se hallaba en una pesadilla.Los heridos gemían a ambos lados de lamuralla y los agresores seguíanafluyendo, como si ésta fuera atacadapor una horda de dragones cuyascabezas sanguinarias se multiplicabancada vez que eran cortadas. Pidió agritos que enviaran más soldados haciael lugar de la muralla donde más intensaera la lucha.

Por fortuna, la fuente de máquinas deguerra humanas no era inagotable. Trasuna resistencia enconada, el asalto sedetuvo, tan de repente como habíaempezado. El enemigo se retiró, y sóloprosiguió con los bombardeos. Pedro

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Roger de Mirepoix examinó los daños ydio la orden de desalojar las viviendasde los Buenos Cristianos, pues elterreno entre el burgo y el muy dañadorevellín era ya demasiado peligroso. Seinteresó por el estado de los heridos.

Junto a la puerta del revellín yacía elcaballero Jorchin du Mas sobre la tierraempapada de sangre. Estaba tanmalherido que ya no podíantransportarlo hasta los Bons Hommes.Cuatro caballeros, unos siete guerreros ydos Buenos Cristianos lo acompañabanen su lecho de muerte. A pesar de quehabía perdido el conocimiento, otrosdos Bons Hommes le administraron el

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consolamentum, pues anteriormentehabía aceptado la convenenza. Searrodillaron varias veces entre losrestos de la lucha, colocaron sus manosy el libro sagrado sobre la frente delmoribundo y lo besaron en la bocaaunque ya apenas respiraba. Despuésllevaron su cuerpo exánime adentro,donde lo velaron hasta que su espírituhubiera iniciado con calma su siguienteviaje. El Bon Homme que había dirigidoel ritual cogió la armadura del caballeroe hizo una señal a Imbert de Salles, eljoven sargento que, arriesgando supropia vida, había rescatado a lasBonnes Dames de debajo de los

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escombros de sus viviendas. Por susgestos, Amaury comprendió que el BonHomme le regalaba el yelmo y lasdemás piezas de la costosa armadura deJordán en señal de gratitud por su ayuda.

Unos días más tarde, uno de losBons Hommes que habían sacado aescondidas el dinero de los BuenosCristianos regresó a la fortaleza. Ibaacompañado de dos hombres armados.Venían para comunicar a Pedro Rogerde Mirepoix que las negociaciones depaz entre el papa y el emperador sehabían retrasado porque Federico deHohenstaufen había rechazado lascláusulas redactadas por Raimundo.

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El castellano tenía que aguantarhasta Pascua. Entonces, el condeRaimundo acudiría en su ayuda con suejército y el del emperador.

En cuestión de horas, la noticiahabía alcanzado a todos los habitantesde la fortaleza asediada. La mayoría leprestaba crédito y ello les daba nuevasesperanzas. Amaury esperaba de todocorazón que el conde pudiera cumplir supromesa.

Aquel mismo día, las catapultascallaron súbitamente. Hugo des Arcisapareció en el sendero que conducía a lapuerta oeste del castillo. También en eselugar sus tropas habían llegado hasta la

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primera muralla. Quería saber cuántosmuertos habían de caer aún antes de quePedro Roger de Mirepoix empezara ausar la cabeza.

¿Acaso no comprendía el castellanoque luchaba por una causa perdida?¿Acaso las fuertes pérdidas de losúltimos días no habían dejado bien clarode qué lado estaba Dios?

Los centinelas en la muralla lerespondieron con un silencio sepulcral.El comandante intentó provocarlosinsinuando que su señor carecía decriterio. Podrían salvarse muchas vidassi no fuera demasiado orgulloso parareconocer su derrota.

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—¡Eh, Des Arcis! —se oyó derepente desde la muralla del castillo—.¿No te está entrando frío allá afuera? Siel emperador llega con sus tropas deapoyo, ¡ya puedes marcharte con tubanda de traidores!

El sargento se quitó el yelmo, quellevaba los colores de Jordán du Mas, ysaludó con él.

—¡Nuestros caballeros caídossiguen luchando hasta después de sumuerte! —gritó.

La risa desdeñosa del comandanteretumbó contra la muralla. Se alejó. Loshombres que manejaban las catapultas sepusieron de nuevo manos a la obra.

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Mientras tanto, en el patio habíasurgido cierta conmoción. Pedro Rogerde Mirepoix cruzó el patio y lanzó unaorden. Su escudero Ferrou, que habíaformado parte del escuadrón asesino deAvignonet, trepó por la galería. Hablócon el sargento, que entre tanto se habíavuelto a poner el yelmo. Imbert deSalles lo siguió escaleras abajo,alentado en el camino por los demássoldados, y se plantó delante delcastellano, quien lo recibió echandochispas por los ojos.

—Salles, has desobedecido misórdenes. ¡Nadie habla con Des Arcissalvo yo! —exclamó—. No mereces

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llevar la armadura de un caballero.¡Ferrou, confíscalo todo!

Gruñó una orden y se alejó mientrassu escudero recibía el yelmo y el restode la armadura de Jordán du Mas. Mástarde, cuando Imbert de Salles aparecióde nuevo en la muralla, ciñendo suhabitual jubón reforzado con cuero yplacas de metal, fue recibido por suscamaradas con palmadas y risasdisimuladas. Amaury se compadecía deljoven sargento, aunque sabía que PedroRoger de Mirepoix llevaba toda larazón.

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MONTSÉGUR

Finales de febrero de 1244

La piedra alcanzó a Wigbold en la parteinferior del cuerpo. El gigante frisón fuecatapultado por la fuerza del proyectil yse quedó tumbado en el suelo, incapazde incorporarse. Levantó la mano y setocó la cadera y la pierna que sóloestaba unida al cuerpo por unos cuantostendones y pedazos de piel. Despuéssintió una punzada de dolor y empezó agritar. Amaury se arrodilló junto algigante derribado y le bastó un simple

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vistazo para comprender la gravedad desu estado.

—¡Tenemos que sacarlo de aquí! —dijo a unas mujeres que, al abrigo de lamuralla, recogían trozos de piedras quepudieran volver a ser lanzadas alenemigo.

Hacía ya tiempo que las municionesdel burgo se habían agotado.

Una piedra fue a estrellarse contra elresto de muralla que protegía a Amaury.Éste se acurrucó y acució a las mujeres.

—Todo saldrá bien, —le dijo aWigbold pellizcándolo en el hombropara calmarlo. Sin embargo, el frisónseguía gritando como un poseso—. Te

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llevaré a…El resto de sus palabras quedó

encubierto por el estruendo de unaestructura que se derrumbaba no lejos deallí.

—¡Me cago en Dios, mi pierna! —gimió Wigbold—. ¡Canallas!

Mientras tanto, las mujeres, entre lascuales había una Bonne Dame, habíanllegado hasta el adarve. Se inclinaronsobre el herido y luego miraron aAmaury.

—Por el amor de Dios, lleváoslo,—dijo el caballero.

—¡No me pongáis las manosencima! —gritó el frisón al tiempo que

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agitaba los brazos para manteneralejadas a las mujeres.

La Bonne Dame lo miró horrorizada,mas no dijo nada. Amaury les indicó congestos que debían intentar levantarlo.Las mujeres consiguieron cogerlo porlas axilas, mientras el coloso seguíamaldiciendo y vociferando, pero cuandointentaron levantarlo soltó un grito tanespeluznante que desistieron de suintento. Wigbold debía de sufrirhorriblemente.

—Dejadme a mí, —dijo Amaury.Se soltó la hebilla del manto y

extendió la prenda sobre el suelo juntoal cuerpo del frisón. Después empezó a

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deslizar la tela por debajo de Wigbold,ayudado por las mujeres, que habíancomprendido cuál era su intención.Cuando el coloso ya estaba tumbado engran medida sobre el manto, las mujereslo levantaron por un lado mientrasAmaury lo cogía por donde sus piessobresalían de la tela.

—Te llevaremos a un lugar seguro,—dijo.

El recorrido por el adarve, laescalera y el patio hacia los edificiosque se encontraban dentro de la fortalezaamurallada era una empresa muyarriesgada. Procuraron ponerse almáximo al resguardo de la muralla de la

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fortaleza y de los edificios. Las piedrasvolaban sobre sus cabezas y seestrellaban contra lo que quedaba de lamampostería. Las flechas zumbaban porel aire y rebotaban contra la piedra o seclavaban en la madera. La sangre deWigbold goteaba a través del mantoempapado.

—¿Dónde está el maestro Arnaud?—gritó Amaury por encima delestrépito.

La pregunta fue repetida hasta queArnaud Rouquier, el médico y cirujanode Pedro Roger de Mirepoix, salió de latorre del castillo. Parecía cansado.

—¿Más heridos? —preguntó

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desanimado. No tenía intención de ponerlos pies fuera de la torre protegida.Quien saliera al patio arriesgaba lavida. Desde lo lejos evaluó el estadodel frisón y negó con la cabeza—. Ya nopuedo hacer nada por él. Llevadlo a unlugar donde pueda morir.

En cualquier caso ese lugar no era latorre. Las mujeres y los hijos de losseñores de Mirepoix y Péreille sehabían recluido allí con sus parientes ycriados y muchos otros que ya no teníantecho bajo el que cobijarse a causa delos destrozos causados por lascatapultas enemigas. La torre estabaabarrotada, al igual que las estancias

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donde se alojaban los caballeros, sussargentos y los mercenarios que seapretujaban contra la muralla interior.Allí también permanecían los BuenosCristianos que después de la conquistade la cima habían tenido que abandonarsus viviendas alrededor del burgo. Entretanto Wigbold se había calmado unpoco. Sin duda, la pérdida de sangreamortiguaba el volumen de su voz.

—Yo, me muero, —gimió—. ¡Mecago en Dios, los cabrones! ¡Yo, memuero!

—Nadie dejará este maldito burgocon vida, Wigbold, o tiene que sucederun milagro, —le respondió Amaury

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sombrío—. Tarde o tempranomoriremos todos. La cuestión es cómo.

—¿Cómo? Yo, te cuento a ti cómo.¡El demonio viene a buscar su carne! Él,ya ha cogido mi pierna.

—Lleváoslo, —repitió el cirujano.—Coyhon! —gruñó Wigbold.—Nosotros nos haremos cargo de él,

—dijo la Bonne Dame.Junto con la otra mujer volvió a

coger el manto y Amaury las ayudó amover al herido. Lo trasladaron a labarraca donde habían vivido loscaballeros y lo depositaron en el suelo.El frisón ya sólo gemía. Estaba pálido ymurmuró algunas palabras

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incomprensibles. Amaury miróalrededor. En la penumbra pudodistinguir algunos rostros. Los hombresestaban sentados en torno a una figurainmóvil que yacía en el centro sobre unacama de paja. Había más heridos. Unode los Buenos Cristianos se puso en pie.Las dos mujeres se inclinaron ante él.

—Entre nosotros siempre hay sitio,—dijo el Bon Homme cuando vio lagravedad de las heridas de Wigbold.

—El maestro Arnaud dice que nohay nada que hacer, —le explicóAmaury.

—Ya veremos.Se arrodilló junto a Wigbold,

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mientras las mujeres le quitaban concuidado las ropas que podían y cortabanlas demás. Después se retiraron. Elrostro del Bon Homme reflejabapreocupación.

—No tengo nada para anestesiarlo.No nos queda nada.

En realidad faltaba de todo, peroprincipalmente alimentos. Los BuenosCristianos, que ya comían poco,compartían ahora sus víveres con losguerreros. Debido al esfuerzo corporalque éstos hacían, comían por dos y laración de alubias no era en absolutosuficiente.

Amaury estaba muerto de hambre.

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El compañero del Bon Hommepermanecía en pie a su lado y leentregaba todo lo que éste necesitaba.Humedeció los huesos y la carne, separóla pierna del tronco cortando lostendones que aún quedaban y colocó unavenda para frenar la hemorragia.Wigbold chillaba tan fuerte que apenaspodían oír el estruendo de lascatapultas.

Amaury utilizó toda su fuerza paracontener al gigante herido.

—Coyhon! —fulminó el frisón—.¡Las Bonnes Dames te curan, los BonsHommes te matan! —Intentóincorporarse, pero volvió a derrumbarse

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gimiendo—. ¡Ranquilhós! ¡Escucha, tú!—¿Qué?—Cuidado. El enemigo, allí. —Sus

ojos inyectados en sangre bailaban de unlado a otro.

—Por todas partes. Lo sé.Soltó una sarta de maldiciones

incomprensibles, y después dijo:—¡Sicard! El traidor se va con los

franceses. Está allí fuera. ¡Yo, he vistosu estandarte, ahora!

—¿Estás seguro?No hubo respuesta. La cabeza calva

del frisón cayó hacia atrás y sus ojosazules se quedaron mirando fijamente eltecho. En aquel mismo momento se oyó

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un golpe seguido de un crujidoensordecedor. Una piedra atravesó eltecho y fue a parar sobre el otro hombreque yacía en medio de la estanciaencima de un lecho de paja. Toda latechumbre con vigas, largueros y ramasse vino abajo sepultando a los hombres.Amaury apartó la madera que habíacaído sobre él y se levantó condificultad, cubierto de polvo. Sólo ahoravio que el hombre en el lecho de pajaestaba muerto. Se hallaba tan mutiladoque era totalmente irreconocible.Wigbold parecía ileso. Sólo estabarecubierto de escombros. En la fría luzde febrero, el rostro del frisón parecía

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aún más pálido de lo que era. Amaurypodía hacer bien poco por él. Se dio lavuelta y liberó a los demás hombres dedebajo de los escombros.

—Hemos de buscar refugio, —dijoe l Bon Homme que había auxiliado alherido.

Entre todos levantaron al frisón ytambién trasladaron al muerto a un lugarmás seguro, que aún estaba más lleno ydonde el ambiente era todavía mássofocante. Colocaron a Wigbold encimade un banco. El frisón ya no se movía.Primero parpadeó unas cuantas veces ybuscó entre los rostros que lo rodeaban.Amaury se inclinó sobre él.

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—Aguanta, compañero. Estamos asalvo.

Wigbold quería decir algo y abriólos labios, pero empezó a toser. Unasmanchas rojas salpicaron su camisa. ElBon Homme se levantó de un salto ypalpó el pecho del frisón hasta dar conla causa de la hemorragia: una astilla demadera del techo que se había clavadofirmemente como una flecha entre suscostillas. Agarró a Amaury del codo y loalejó del herido.

—Me temo que le quede poco devida, —dijo suavemente—. ¿Es creyentede la Iglesia de Dios?

—No estoy seguro, —contestó

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Amaury—, pero creo que simpatiza convuestra fe.

—Vos lo conocéis. Preguntadle loque quiere.

Amaury asintió y se inclinó sobreWigbold, que respiraba cada vez conmayor dificultad y que de vez en cuandoescupía sangre. El caballero puso lamano encima de la manaza del frisón,que se apoyaba crispada sobre su pecho.Wigbold volvió la cabeza hacia él y lomiró con una mueca de dolor.

—Yo, miro el estandarte de Sicard.Yo, veo piedra demasiado tarde, —consiguió decir con dificultad.

—No hagas esfuerzos, Wigbold.

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—Yo, te aviso contra Sicard, —resopló.

—¡Al diablo con Sicard de Bessan!No merece la pena.

—Yo, muero por ti. Me lo merezco,¿qué?

—Tonterías.—¡Coge a ese hijo de puta! —dijo el

frisón.—Sí.Wigbold empezó a toser de nuevo.

Su rostro cobró un tono azulado. Amauryse acercó a su cabeza y susurró:

—Si mueres, Wigbold…, aquí nohay sacerdotes y…

—¿Te has vuelto loco?

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—¿Quieres morir en manos de losBuenos Cristianos?

El frisón respiró con dificultad. Lasangre le goteaba de la comisura de loslabios.

—Yo, quiero un buen fin, —respondió tosiendo.

—¿Entonces deseas recibir elconsolamentum? —preguntó Amaury envoz alta.

—Sí, sí.Para el Bon Homme eso era más que

suficiente. Sacó el legajo de pergaminoen el que estaba escrito el evangelio,colocó la epístola sobre el pecho delmoribundo, las manos del frisón sobre el

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libro, y sin más preámbulos inició elritual, asistido por su compañero. Nohabía tiempo que perder. Acababan dedecir las palabras principales cuandoWigbold se incorporó de súbito. Sellevó la mano al pecho y jadeó. Con laotra asió el brazo de Amaury. Elpergamino cayó al suelo. Con la bocaabierta de par en par y los ojos fuera delas órbitas cayó de espaldas y expirósoltando una última maldición. Susbrazos cayeron flojos junto al cuerpo.Amaury se arrodilló y juntó las manos,pero dejó que fueran los BuenosCristianos los que rezaran. Todos losque estaban presentes en la pequeña

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habitación se arrodillaron. ¿Habíanllegado a tiempo? ¿Habían salvado elespíritu del frisón? ¿Regresaría en unapróxima vida como un hombre mejor,capaz de dar la espalda al Mal para asíreunir su alma con su espíritu celestial?¿Quién debía darle a él elconsolamentum? ¿Cuántos BuenosCristianos quedarían cuando llegara elmomento? ¿Dónde tendría quebuscarlos? ¿En Lombardía? Allí aúnestaban a salvo y podían profesar su feen libertad.

Amaury abrió los ojos y miró elcuerpo de su camarada. Apenas podíamoverse debido al cansancio de la lucha

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y los bombardeos que duraban ya casidos meses. Le dolían todos losmúsculos. Sin embargo, el peso de suarmadura no era nada comparado con elde sus párpados, que sólo conseguíamantener abiertos con gran esfuerzo.

También la cabeza le pesabaenormemente. El calor en la abarrotadahabitación y el murmullo de los BuenosCristianos lo amodorraban.

Con los ojos entornados contemplóel cuerpo sin vida. La porra, que habíacolgado de su cinto, se había deslizadocuando le quitaban la ropa y se habíaquedado trabada entre sus piernas, conla cabeza señalando hacia arriba, como

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un gigantesco falo. Ya no podía hacerledaño a nadie. Mientras contemplaba elfenómeno con una sonrisa, Amaurydescubrió una figura un poco más lejos.Levantó lentamente la cabeza, dirigió sumirada a las sombras de detrás delféretro improvisado y miró de hito enhito a un par de ojos profundos en unrostro delgado, enmarcado por elcabello oscuro. Tenía que ser un sueño.Era el cansancio, se había quedadodormido, tenía que ser eso.

—¿Colomba?El rostro se endureció. Un delicado

joven de unos treinta años de edad seincorporó cuán largo era. Amaury

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también se puso en pie.Era más alto de lo que había sido

ella, pero no más que Amaury.—No deseo estar con vos en una

misma estancia, donde además oís losrezos de los Buenos Cristianos.¡Traidor!

Se dio la vuelta dispuesto a salirprecipitadamente, pero habíasubestimado la fuerza y la rapidez deAmaury. Éste saltó por encima delcuerpo de Wigbold y asió al otro por elbrazo.

—¿Adónde querías ir, Roger?¿Desde cuándo te ocultas de mí en esteburgo? Ya no quedan muchos rincones

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donde esconderse de mi. —La voz se lequebró—. ¡Dios mío, si lo hubierasabido antes!

—¿Y qué? ¿Creéis que eso hubiesecambiado algo?

L o s Bons Hommes y los demáshombres los miraban perplejos sin dejarde rezar.

—¿Por qué crees que soy un traidor?—Sois uno de ellos. ¡Un cruzado! —

pronunció la palabra comoescupiéndola.

Por un momento todos contuvieron larespiración. Amaury sintió las miradasrecelosas posadas sobre él, esperandoque se justificara.

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—Antes de que tú nacieras, yo yaluchaba para Tolosa. Nunca hetraicionado a los Buenos Cristianos, ni ati, ni a Colomba. Y ahora ya llevo ochoaños luchando con vosotros.

Roger se soltó y dio un paso atrás.No podía retroceder más.

—No soy vuestro hijo, —dijo entredientes.

—¿Habrías preferido ser hijo deSicard? —le increpó Amaury.

—¡Habría preferido no existir!En aquel momento se interpuso entre

ambos el Bon Homme que habíadirigido el ritual. Hizo retroceder aAmaury, que aún estaba encima del

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cuerpo sin vida.—Creo que tendré que rogaros que

sigáis vuestra disputa fuera, —dijoligeramente irritado.

—Eso es un suicidio, —le espetóAmaury.

—En tal caso tengo que pediros quedejéis vuestras diferencias para mástarde o, si no admiten demora, os ruegoque atenuéis al máximo vuestras voces,para que podamos seguir rezando por lasalvación de sus espíritus. Si deseáismediación, estaré a vuestra disposicióntan pronto como hayamos concluidonuestras oraciones. —Su tono era frío,pero correcto.

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—No será necesario, —dijo Amaury—. Esto es algo entre él y yo. Losolucionaremos entre nosotros.

—No hay nada en lo que mediar, —dijo Roger—. Ni tampoco nada de quehablar.

—Mi experiencia me ha enseñadoque en la mayoría de las situaciones espreferible hablar a luchar o huir —observó el Bon Homme—, pero envuestros círculos se aprecia poco estaidea.

Les lanzó de nuevo una mirada dereproche antes de reanudar su tareareligiosa.

—Me detestas, —dijo Amaury en

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voz baja después de haber pasado porencima del cadáver de Wigbold y decolocarse junto a Roger—. Tecomprendo. Creo que yo en tu lugarhabría hecho lo mismo. Pero me alegrode una cosa.

El otro lo miró expectante, pero nose dignó preguntar qué era.

—Prometí a Colomba que siteníamos un hijo, lucharía por la Iglesiade Dios, que defendería a los BuenosCristianos.

Posó la mirada sobre el equipo decombate de Roger. Llevaba las armas deun caballero. No hubo respuesta.Amaury sonrió.

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—Te pareces mucho a ella, —dijo—. No tienes ni idea del bien que esome hace.

Ahora que lo veía de tan cerca sedio cuenta de que su cabello tenía elcolor de las avellanas maduras, peroque ondulaba como el suyo y que laforma de las manos era exactamentecomo la de las suyas. Tuvo que reprimirel impulso de coger al joven por loshombros y apretarlo contra su pecho.Roger lo mantenía a distancia con sumirada intensa, inaccesible como ungato acorralado. Todo su cuerpo estabarígido debido a la resistencia.

—Si sigues la doctrina de los

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Buenos Cristianos, —dijo Amaury concalma—, sabrás que no hay lugar para elrencor. Si no somos capaces deperdonarnos los unos a los otros, ¿cómopodemos esperar ser perdonados algúndía?

—¡Esto último es una afirmacióncatólica! —gruñó Roger—. Nosotros nopedimos perdón a Dios. No le pedimosque tenga compasión por la carnecorrupta, sino que sea misericordiosocon el espíritu que está prisionero enella. No nos juzgará el último día conlos infieles que han traicionado alEspíritu Santo. Somos nosotros los quehemos de separarnos del pecado. Nadie

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puede hacerlo en nuestro lugar. No hayjuicio final. ¡Dios no ha creado a suscriaturas para volver a destruirlas! ¡Perolos que no creen, ésos seráncondenados!

Los ojos oscuros mirabanamenazantes a Amaury.

—También hablas como Colomba,—respondió el caballero—. Lossermones no nos unirán. Siempre seinterpusieron entre tu madre y yo. Estalucha por la fe lo está destrozando todo,cuando en realidad tendría quereconciliar a las personas. He ansiadotanto este momento que soy capaz desoportarlo todo, aunque me duela.

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Sus palabras socavaron un poco laseguridad del joven.

—¿Seguís siendo católico?—No. Desde la Inquisición no he

vuelto a ver a un sacerdote católico,salvo los que matamos en Avignonet.

—¿Estuvisteis allí? —La voz deRoger delataba respeto.

—Sí, pero no me enorgullezco deello.

—Entonces, ¿sois seguidor de laIglesia de Dios?

—No. He ido a parar en algún lugarentre ambas.

—¿Qué hacéis aquí entonces?—Quiero saldar mi deuda.

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—¿Deuda?—Por dos veces llevé la cruz en el

pecho. Intento compensar mis errores.—Nadie puede compensar lo que

nos han hecho, a nosotros y a nuestraIglesia.

—Tienes razón. La vida de unhombre es demasiado corta para ello.

—Me dais siempre la razón. Vuestracomprensión, vuestro arrepentimiento yvuestra disposición al sacrificio sonconmovedores. Pero no podréisengatusarme.

Amaury suspiró.—Si no quieres perdonarme, admite

al menos que tenemos un enemigo

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común.—Sicard de Bessan.—Ambos cometimos un error al

provocarle sin saber lo peligroso queera.

—Yo no lo provoqué, no lodenuncié por iniciativa propia. Meinterrogaron porque buscaban aColomba. Denuncié a Sicard ya quepensé que así podía protegerla, —dijoRoger—. Funcionó.

—¿No lo hiciste por vengarte?Roger se encogió de hombros.—En cualquier caso, no por la

herencia. Sus posesiones me traen sincuidado.

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—Pero ¡son tuyas! Por mi culpa telas han arrebatado. Y tú conseguisteponer a Sicard fuera de combate duranteseis años. Eso es lo único que cuentapara él. Está aquí y su hijo lo acompañasin ninguna duda. Han levantado sustiendas de campaña delante de lasmurallas de Montségur. Nos asedia unenemigo con un rencor personal.Tendremos que apoyarnos el uno al otro.

Roger no respondió y durante un ratomiró a Amaury en silencio mientrasalrededor seguía incesante el estruendode las piedras proyectadas y elmurmullo de las oraciones de losBuenos Cristianos.

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—Queréis que me reconcilie convos porque pensáis que el odio por untercero nos une. Es típico de un católico,—dijo finalmente.

—¿Tu afirmas que no le guardasningún rencor a pesar de que te haarrebatado tu herencia?

—Las Escrituras dicen que sialguien exige tu camisa has de darletambién tu manto. Los bienes terrenalessólo están expuestos a la decadencia,provocan la envidia y mueven al robo.

Parecía que recitara una lección envoz alta.

—Son palabras sabias para alguientan joven. Estoy de acuerdo contigo,

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pero sólo ahora, después de todo lo quehe vivido. Tú aún tienes toda una vidapor delante.

—Gracias a los vuestros no tengofuturo. Gracias a vos tampoco tengopasado.

Los reproches de Roger lo heríancomo cuchilladas. El derrotismo queenvolvía al joven era como un abismodel que parecía imposible escapar.

—Tienes un pasado. Procedes de unlinaje del que puedes sentirte orgulloso,castellanos del rey, aunque seanfranceses. No creas que sois muchomejor que ellos, al margen de la Iglesia.Ambos bandos se han comportado como

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bestias.—Vosotros nos habéis arrebatado

nuestra tierra. Nosotros la hemosdefendido, estamos en nuestro derecho.

—Hace un momento querías regalartu manto con la camisa. Ya ves que no estan fácil actuar de acuerdo con lasEscrituras. Entonces, ¿por qué soy peorque Sicard, porque soy francés y porqueseduje a tu madre?

El rostro de Roger se contrajo en unrictus de dolor.

—Me he equivocado, —dijoAmaury—. No es el odio lo que nos une,sino el amor.

—¡Ja! —exclamó Roger indignado.

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—Nuestro amor por Colomba.Roger lo miró con el ceño fruncido y

cara de pocos amigos.—Adoras a tu madre y yo soy quien

ha mancillado su inmaculado blasón.Quizá pienses que la tomé con violencia,como las mujeres que fueron violadaspor mis compatriotas. Te juro que enaquel momento, y también después, seentregó a mí por propia voluntad.

Alguien le dio un codazo y susurró:—¡No juréis en presencia de los

Buenos Cristianos! Decid lo que tengáisque decir sin juramentos.

—No la tomé con violencia, —repitió Amaury.

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Frente a él, Roger se aferraba a susilencio.

—Nos amábamos. Cuando me laarrebataron… —Se le hizo un nudo en lagarganta que le impidió seguir hablando.No podía soportar la mirada cargada dereproche de esos ojos que se parecíantanto a los de ella, y apartó la vistaposándola en el cuerpo sin vida delfrisón. Después respiró profundamente yañadió—: Ni la venganza, ni eso quellaman justicia podía compensar aquellapérdida.

Lo único que me ha mantenido envida desde que desapareció era laesperanza de encontrarte.

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Sin mirar a Roger se dio la vuelta yabandonó apresurado el refugio de losBuenos Cristianos. Cruzó el patio haciael lugar donde poco antes habíadefendido la muralla, sin preocuparsepor las piedras y flechas que zumbabansobre su cabeza. Hubiera querido queuno de los proyectiles lo alcanzara comole había sucedido a Simón de Montfort,de un golpe, contra el cráneo, paraexponer sus sesos que se devanaban ensu cabeza y desparramarlos sobre latierra.

Así, sin cerebro, caería en unagujero negro, un espacio infinito dondeno existía el miedo ni la esperanza,

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donde no había recuerdos ni deseos.Simplemente, la nada.

De milagro llegó sano y salvo a laescalera de piedra que conducía aladarve. A ambos lados de la murallaresonaban incesantes las órdenes. Seoían maldiciones, gritos y oraciones. Nohabía tiempo para descansar. Nadiesabía cuándo iniciaría el enemigo elsiguiente asalto contra las murallas.Nadie sabía si conseguirían detener denuevo el ataque.

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MONTSÉGUR

3 de marzo de 1244

Pese a que habían acogido, protegido ydefendido a los Buenos Cristianos,Pedro Roger de Mirepoix habíaobtenido todo lo que había podido delas negociaciones: la libre retirada delos sitiados; la revocación de lascondenas en rebeldía por la Inquisición;la amnistía para quienes eran cómplicesde la matanza de Avignonet.

Además había exigido una prórrogade dos semanas. ¿Acaso confiaba aún en

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que llegaran las tropas de apoyo delconde, para liberarlos? Antes de Pascua,había dicho el conde Raimundo. Perotodavía faltaba un mes para Pascua, enla primera semana de abril, un lapso detiempo que la extenuada guarnición y loscastigados habitantes ya no podíanaguantar. El 16 de marzo, el castillo ytodos los Bons Hommes y BonnesDames que se hallaran entre susmurallas debían ser entregados alenemigo y todos sabían lo que esosignificaba.

De súbito, un silencio se posó sobreel castillo, un silencio que era irreal.Todo y todos callaban, nada se movía.

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Amaury se había despojado de su yelmo.Se acuclilló en el suelo del adarve,detrás de las almenas, y se apoyó contrael parapeto que desde hacía semanas erael lugar donde dormía. En su estómago,el roedor llamado hambre seguíaexcavando un laberinto de túneles. En sucabeza resonaban aún los últimosbombardeos.

En el patio nadie se movía. Todosintentaban acopiar las fuerzas que lesquedaban para la última desgracia,abrumados por la lluvia de piedras quehabía durado semanas, debilitados porla escasez de alimentos y aturdidos porel miedo. La aplastante noticia de que al

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final de este respiro más de doscientosBuenos Cristianos serían entregados alenemigo gravitaba como una carga deplomo sobre los hombros de quienesiban a sobrevivir gracias a estesacrificio.

Una figura se desmarcó de la sombraen la puerta abierta de la torre y avanzóen dirección a Amaury. Cuando elhombre estuvo más cerca, reconoció aFerrou, el escudero de Pedro Roger deMirepoix.

—El señor Pedro Roger os convocacon urgencia en su cuartel general, —dijo Ferrou.

Amaury se puso en pie con dificultad

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y bajó a trompicones entre losescombros. Seguía apático las pisadasdel escudero, sin preguntarse por qué lomandaba llamar el comandante. Nisiquiera miraba a su alrededor, comohabía hecho continuamente los últimosdías, para ver si podía descubrir aRoger entre los destrozos, entre losheridos o las figuras acurrucadas queapenas se daban cuenta de que ya nohabía peligro. Todos parecían iguales ensus ropas desgarradas, cubiertos por elpolvo, paralizados por el miedo,muertos de hambre y de cansancio.

La sala del piso inferior de la torre,desde donde Pedro Roger de Mirepoix

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había dirigido la defensa del castillo ydonde había comido y dormido con susparientes y allegados, se hallabaenvuelta en la penumbra y hacía casitanto frío como fuera. La lumbre noestaba encendida, aunque sí había unanueva reserva de velas, un regalo de losBuenos Cristianos, que estabanrepartiendo sus posesiones.

Ellos habían sido los primeros enenterarse de las condiciones de larendición. Antes de negociar con lossitiadores, Pedro Roger de Mirepoix lohabía consultado todo con el obispoBertrán Marty y otros Bons Hommesinfluyentes.

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—Adelante, —dijo el noble con suvoz ronca. Puso la mano sobre elhombro del caballero, que no era muchomayor que él, y lo hizo pasar a la sala.También su rostro estaba marcado porlas duras pruebas de los últimos meses yla pesada responsabilidad que gravitabasobre sus hombros—. Os he mandadollamar a ambos para pediros unaexplicación.

Amaury miró asombrado alcaballero que al igual que el señorPedro Roger estaba algo separado delos demás hombres. Saludó a Roger conuna leve inclinación de la cabeza. Noobtuvo respuesta.

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—Seré breve, —prosiguió elcomandante—. El sitiador exige algunosrehenes como garantía de quecumpliremos las condiciones de latregua. El señor Ramón de Péreilleentregará a su hermano y a su hijo. Sinembargo, Hugo des Arcis no se da porsatisfecho. Como garantía adicional pideque le entreguemos a dos rehenes más:vos, Amaury de Poissy, y vos, Roger deLimousis. ¿Podéis explicarme por qué?

Amaury se adelantó a Roger.—Estamos unidos por…, por

parentesco en un asunto con Sicard deBessan, un vasallo de Cabaret. Esteintenta vengarse de nosotros. Hace poco

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que nos enteramos de que se encontrabaen el campamento enemigo. Sólo Diossabe qué servicio habrá prestado Besanal enemigo para que Hugo des Arcis sedeje utilizar por él.

—Ambos bandos utilizan traidores yespías. ¿Qué asunto es ése?

Amaury se encogió de hombros.—Una vieja enemistad, —dijo

cauteloso—. A estas alturas todos se hanvengado de todos, pero al parecerBessan no piensa lo mismo. —No queríaentrar en detalles, pero tampoco podíadejar de lado la cuestión—. Esmezquino y despreciable aprovecharsede una situación como ésta, en la que

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están en juego tantas vidas, parasatisfacer los intereses propios.

El noble asintió aprobatoriamente.—Estáis dando al señor Pedro

Roger una imagen falsa de las cosas, —le espetó Roger. Se volvió hacia elnoble—. Somos enemigos mortales deSicard de Bessan. Lo hemos provocadoconscientemente. El hecho de que seencuentre en el campamento enemigo esresponsabilidad nuestra y no podemoseludirla. Sólo os pido que, antes de quenos entreguéis, me deis tiempo parahacer una última visita a los BuenosCristianos a fin de poder recibir elconsolamentum.

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Amaury lo miró desconcertado.—Comprendo que vuestra principal

preocupación sea no morir sin antesrecibir el consolamentum. Pero para esoaún hay tiempo. Partís como rehenes, —aclaró Pedro Roger de Mirepoix—. Sicumplimos las condiciones del tratado,regresaréis sanos y salvos. No dejaréque ningún Bon Homme se vaya antes deque todo esté listo. Ellos ya no volverán.

—Roger quiere decir que Sicard deBessan no nos tratará como rehenes.Para él somos enemigos a los que hayque eliminar cuanto antes. Si nos hamandado llamar es con este propósito,—aclaró Amaury—. Considero que su

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deseo de venganza será saciadosobradamente si me enviáis a mí solocomo rehén. Si con ello puedo ayudarosestoy dispuesto a sacrificarme. EntoncesRoger podrá aplazar un poco más suconsolamentum.

—¡No os he pedido que ossacrifiquéis por mi! —exclamó Roger.

—Sicard de Bessan ya ha hechosuficiente daño. Quizá todo acabe conesto, dado que ya no tendrá que vengarsemás de mí.

El castellano frunció el ceño y serestregó pensativo la barbilla.

—No voy a permitir que me utilicenpara satisfacer un rencor personal, —

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dijo—. Tampoco pienso entregarrehenes a un enemigo que tieneintenciones distintas de las que pretende.Las negociaciones de este tipo han deser formales y deben estar exentas deemociones. Es preciso poder confiar enla palabra de honor del otro, por difícilque sea en estas circunstancias. —Sedirigió a Amaury—. Mi escudero medice que estuvisteis en Avignonet. —Sonrió—. Es una pena que no me hayantraído el cráneo del inquisidor. ¡Habríamandado forjar un borde dorado parapoder beber mi vino en él! Podéis contarsiempre con mi ayuda.

—Entonces, dejadnos escapar, —

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dijo Amaury.El rostro del castellano se

endureció.—¿Por qué?—Si os negáis a entregarnos como

rehenes, Sicard y sus verdugos nosestarán esperando. Ni siquiera nos daránla oportunidad de protegernos, a pesarde la palabra de honor de sucomandante. Al fin y al cabo, Sicardcuenta con su aprobación. ¿Cuántasveces no ha sucedido ya en esta luchaque se asesinaba a la gente a pesar dehabérseles prometido una retirada libre?

—Estaremos alerta hasta el últimomomento.

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—Dejadnos escapar antes de que larendición sea un hecho.

—Es imposible ya escapar de esteburgo.

—No si descendemos de noche porel precipicio en la parte noroeste delburgo. La pendiente es tan escarpadaque los franceses ni siquiera considerannecesario vigilarla.

En los ojos del noble apareció unamirada de alarma. Negó decididamentecon la cabeza.

—Nadie tiene mi permiso paraintentar escapar. Pondríais en gravepeligro nuestra posición, —dijosecamente—. He dado la garantía al

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enemigo de que durante la tregua nadieescapará del burgo. Si rompo estapromesa, los rehenes morirán. Podéiscontar con mi apoyo, tendréis que darospor satisfecho con eso.

Acto seguido hizo un ademán enseñal de que la entrevista habíafinalizado.

Amaury no insistió y abandonó laestancia, seguido de Roger.

Una vez fuera, en medio de losedificios anexos derrumbados y losescombros de las defensas, Roger lodetuvo.

—¿Descender por el lado noroeste?—preguntó ávidamente—. ¡Pero eso es

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un suicidio! ¿Cómo…?—Con cuerdas, —dijo Amaury.—Primero quiero verlo.—El señor Pedro Roger no nos ha

dado su permiso, —respondió irritado.Ahora estaba realmente agotado.

—¿Y qué?—¿Acaso no has notado que tiene

otros planes?—¿Con nosotros?—No con nosotros. Con los Bons

Hommes, si no me equivoco. Siintentamos huir, estorbaremos susplanes. Imagina que el nuestro fracasa,entonces habremos alarmado al enemigoy pondremos en peligro a los Bons

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Hommes y a los rehenes. Tenemos queesperar hasta que se hayan ido.

—Pero entonces quizá sea yademasiado tarde.

En la voz de Roger no habíareproche. Estaba claro que los BuenosCristianos tenían prioridad. Quiendespués emprendiera un segundo intentohabía de tener mucha suerte.

—Necesitamos tiempo, —opinóAmaury—. Primero hemos de recuperarel aliento.

—Tenéis razón. Sois demasiadoviejo para tal hazaña.

—¿Viejo? Simón de Montfort teníatan sólo unos cuantos años menos que yo

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cuando entró en Carcasona con elejército de cruzados. Y aún no habíaagotado sus fuerzas al morir nueve añosmás tarde.

—¡Montfort! ¿Era acaso vuestrocompañero de armas? —soltó Roger condesdén.

Era demasiado joven para recordaralgo del comandante, pero había oídolas historias sobre las atrocidadesperpetradas por el francés. Amaury sedetuvo en seco y se volvió de golpehacia su hijo.

—Si no quieres aceptarme porquesoy quien soy, ¿por qué tendrías quequerer huir conmigo? —gruñó.

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—Por un momento me tentó esaposibilidad, —admitió el joven—. Ental caso, sólo hay una solución, por lomenos si no quiero caer en manos deSicard.

Amaury lo miró sin comprender.Entonces empezó a entender lo queRoger quería decir.

—Por el amor de Dios, —exclamó—, todavía hay tiempo. No hagas nadaque luego ya no puedas remediar.

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MONTSÉGUR

13 de marzo de 1244

—Y cuando el dios de las tinieblas huboseducido a los ángeles, los sacó delcielo y los llevó a la tierra que habíacreado de la nada. Allí encerró susespíritus en cuerpos de carne y hueso. Elbuen Dios, que es el dios de la luz, alver los asientos vacíos, comprendiócuánto había perdido por la caída de losángeles seducidos y viendo quequedaban muy pocos ángeles, se sintiómuy afligido. Reflexionó para encontrar

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alguna manera de vencer al demonio. Yempezó a escribir un libro, que acabódespués de cuarenta años y en el quedescribía los muchos dolores, temores,desgracias, la envidia, el odio y lavenganza, y todos los caprichos deldestino que podían advenirle al hombreque viviera en el mundo malvado.Estaba escrito que quien estuvieradispuesto a afrontar estas pruebas seríael hijo del padre celestial.

»Después de que el buen Dioshubiera completado el libro, fue con él alos ángeles que lo rodeaban y les dijo:«Quien realice lo que aquí está escritoserá mi hijo».

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»Por supuesto, todos los ángelesdeseaban ser el hijo del padre celestial.Cogieron el libro y lo abrieron, mas encuanto leyeron las terribles vicisitudesque contenía, los ímprobos horrores quedebería superar quien quisiera estarentre los hombres, se sintierondesfallecer y luego se retiraron. Ningunode ellos quería renunciar a la gloria quedisfrutaba y someterse a tales pruebaspara ser el hijo de Dios.

»Al verlo, el buen Dios dijo: «¿Nohay entre vosotros ninguno que quieraser mi hijo para que yo sea su padre?».Puesto que nadie contestaba, uno deellos se puso en pie y dijo: «Yo quiero

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ser tu hijo y realizar todo lo que estáescrito en este libro. Iré a donde meenvíes». El ángel que así había habladotomó el libro en sus manos, lo abrió,leyó unas cuatro o cinco páginas y sedesmayó junto al libro. Y allípermaneció durante tres días y tresnoches. Cuando hubo recuperado elconocimiento, lloró mucho. Pero dadoque había prometido llevar a cabo loque estaba escrito en el libro y que portanto habría mentido si no lo hacía, ledijo al buen Dios que quería ser su hijo.Y Dios lo envió a este mundo para queanunciara su nombre y ejecutara todo loque estaba escrito en el libro.

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»Y así fue como llegó a este mundoun hombre enviado por Dios y al quellamaron Jesús, y que era la luzverdadera. Bajó del cielo y apareciójunto a María como un niño reciénnacido, mas no nació de ella ni recibióde ella un cuerpo humano. Era un ángelescondido en un cuerpo simulado, queno comió, ni bebió, ni murió ni fueenterrado nunca, pero que sufriósobremanera. Vino a liberar a lascriaturas que habían caído en estemundo debido a su ignorancia y que eranpresa de los vicios de la materiaperecedera y cambiante, por lo queherían constantemente sus almas y

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regresaban a través de la reencarnación,un círculo infinito del que no podíanescapar. Se habían tornado ciegas,sordas e insensibles. Ya no sabíandistinguir el Bien del Mal, no sentían lasheridas que causaban ellas mismas a susalmas, ni veían las tinieblas que lasenvolvían. Él enseñó al alma del hombresu verdadero origen, el cual habíaolvidado, permitiéndole así conocerse así mismo otra vez y romper el ciclo dela reencarnación después de la muerte siconseguía purificarse por completo.

Bertrán Marty, obispo de la Iglesiade Dios de Tolosa, calló unos instantes.Era consciente de que sus fieles habían

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oído ya decenas de veces este sermón.También sabía que seguramente nohabían escuchado la mitad de suspalabras, pues estaban ya con elpensamiento en lo que les esperaba alcabo de tres días. Por ello no habíahablado de lo que Cristo había dicho alos hombres, de cómo debían vivir ycómo podían salvarse. Sus vidasllegaban a su fin.

Todo estaba ya dicho y no hacíafalta convencer a nadie. Se habíandespedido y todo estaba listo. Sushermanos y hermanas habían repartidosus pertenencias y los víveres que lesquedaban entre los que quedarían atrás.

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Habían pagado sus deudas. Habíanpuesto a buen recaudo el dinero recibidode los creyentes y habían entregado aPedro Roger de Mirepoix el dinero queles había dejado en depósito. Habíandado cuatrocientas monedas de soldadaal castellano para que pagara a laguarnición. Al mismo tiempo le habíanpagado una gran suma por sus servicios.El obispo Bertrán Marty consideró quehabía llegado el momento de animar asus fieles.

—Existe un animal que tiene formade caballo, pero que lleva un cuerno enla frente, —prosiguió—. Por eso lollaman unicornio. Es el símbolo de la

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castidad y de la pureza, del poder delespíritu y de la presencia de la palabrade Dios. Por eso también es el símbolode Cristo.

»Había una vez un hombre que sehallaba en un bosque y que vioaproximarse a este animal. Dado que noconocía el nombre de Cristo, tuvo miedoy huyó. Era tan grande su temor que nomiró por dónde andaba y cayó en unhoyo. Mientras caía consiguió agarrarsea un árbol y allí se quedó cogido delárbol. En la pared del hoyo habíatambién un tocón sobre el cual pudoapoyar los pies. Consideró su situacióny descubrió que en la raíz del árbol

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había dos ratas, una blanca y otra negra.Las ratas comían de la raíz, que yaestaba tan roída que apenas ya aguantabasu peso.

»Luego miró en la profundidad delhoyo y vio que en el fondo había unterrible dragón que escupía llamas y quemantenía abierta su boca para devorarlo.Volvió a mirar si sus pies estaban bienapoyados sobre el tocón y notó que deéste salían las cabezas de cuatroserpientes. Por último alzó de nuevo lavista y vio que arriba salía un chorro demiel del árbol del cual se aguantaba. Lacodicia por la miel le hizo olvidar lospeligros que lo rodeaban. Se le hacía la

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boca agua.»Esta es la imagen de todos los que

aman este mundo. Sólo ven las cosasapetecibles con que el demonio haadornado su creación, están ciegos parael Mal que está al acecho. Quien dé laespalda al Mal y a la tentación, quienviva puramente y reniegue de la materia,se reunirá con el espíritu al que tuvo queabandonar en el cielo. Será liberado dela esclavitud del demonio y regresará ala luz.

»Vuestros enemigos os han tratadosegún les guiaba su ira, os han agraviadoy robado, os han mancillado concalumnias y cubierto de heridas.

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Después os matarán. Se os exige estaúltima prueba porque os habéis alejadode Él y sin Él os habéis convertido encriaturas de la Nada.

»Vosotros, que habéis venido a mi,estáis a punto de entrar en un nuevocielo y un nuevo mundo. Luego, dentrode unos días, cuando bajéis conmigo poresta montaña, estaréis regresando avuestra patria.

Los que iban a dar este paso con elobispo estaban arrodillados delante deél. Más de veinte hombres y mujeres quehabían decidido aprovechar la últimaoportunidad y recibir el consolamentum.Entre ellos estaban la mujer y la hija de

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Ramón de Péreille, un escudero, unsargento con su mujer, un arquero yalgunos caballeros, faidits, autores delatentado de Avignonet, uno de los cualeshabía sido gravemente herido justo antesde la tregua.

Ramón Agulher, el obispo de Razésque ayudaba a Marty, le entregó elmanuscrito que contenía el evangeliocon que se celebraría el ritual.

Amaury volvió a recorrer con lamirada las cabezas de los creyentesarrodillados. No pudo descubrir a Rogerentre ellos. Tampoco estaba entre lostestigos de la ceremonia. A partir deldía en que habían anunciado la tregua,

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venía siguiendo de lejos las actividadesde su hijo, temeroso de que acudiera al o s Bons Hommes para que leadministraran el consolamentum, lo cualsignificaría irremediablemente lahoguera. Pero aunque Roger habíacomido varias veces con los BuenosCristianos y había compartido con ellosel pan bendecido, y aunque tambiénhabía visitado por última vez a algunasBonnes Dames que conocía bien, seguíaformando parte de la guarnición quehacía la guardia, pues también ahora erapreciso mantenerse alerta y no dejarnada al azar.

Tranquilizado, Amaury ordenó a sus

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sargentos que siguieran vigilando. Salióafuera y se ciñó el manto. Las nubesgrises colgaban del cielo comocoladeras saturadas sobre la cima. Loscopos de nieve caían lentamente, comosi aún vacilaran en abandonar esemundo nublado. Amaury recorrió elpatio con la mirada. Habían arregladoalgunos tejados, pero por lo demás sólose había llevado a cabo loimprescindible. A pesar de la tregua, loshombres seguían haciendo guardia sobrelas murallas. Roger se hallaba junto alrefugio destrozado de los caballeros yarqueros, y hablaba con sus soldados.Amaury suspiró aliviado. Seguía

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llevando armas.

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MONTSÉGUR

16 de marzo de 1244

En el amanecer grisáceo, la puertaprincipal de Montségur se abrió paradejar paso al enemigo. El comandanteHugo des Arcis entró en el castillo,seguido del arzobispo de Narbona, elobispo de Albi y dos inquisidores consus ayudantes, los rehenes y una escoltade soldados fuertemente armados. PedroRoger de Mirepoix los saludósecamente. Detrás de él se habíanagrupado los Buenos Cristianos,

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precedidos de los dos obispos. Elcomandante francés mantuvo una breveentrevista con el castellano.Seguramente quería saber si éstos erantodos los herejes. Había más dedoscientos. A continuación, el arzobispode Narbona dijo en voz alta que los quequisieran abjurar de la fe herética dieranun paso adelante. Nadie se movió, nadiehabló. Hugo des Arcis gruñó algunasórdenes.

Los soldados formaron un cordón entorno a los Buenos Cristianos y la masase puso en movimiento. Pedro Roger deMirepoix se retiró.

Fue al encuentro de Ramón de

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Péreille, que se había situado delante dela entrada de la torre para presenciar lapartida de su esposa y su hija. Losdemás habitantes se escondían. Sólo laguarnición se había alineado con todo suequipamiento militar, en el adarve de lasmurallas y en el patio del castillo.Todos los hombres se habían quitado elyelmo y lo mantenían debajo del brazo,aparentemente en señal de respeto por elvencedor, pero en realidad para rendirun último tributo a los que iban a morir.Estaban todos en posición de firmes, yninguno se movía, como si fueran unelemento más del castillo, que para loscondenados se había convertido en la

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puerta del cielo.Amaury observaba a los soldados en

la luz cada vez más clara del día. Sehallaba a mitad de la escalera queconducía al adarve, desde donde podíaverlo todo. Dentro de su armadura dehierro empezaba a inquietarse cada vezmás. Algo no marchaba bien. Siguióexaminando los rostros impasibles delos arqueros, los sargentos, loscaballeros. ¿Por qué no estaba Rogerentre ellos? ¿Acaso había…?Angustiado pasó su mirada hacia losBuenos Cristianos, que ahora eranempujados por los soldados hacia lapuerta. Buscó nervioso entre la

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muchedumbre que se movía lentamente,aunque ahora hubiera preferido no mirartodos esos rostros conocidos y menosconocidos, temiendo no poder contenersus emociones. Allí estaba el molinero,e l Bon Homme que había molido elgrano transportado por él cuando aúnestaban en contacto con el mundoexterior. Entre las Bonnes Damesfiguraba la mujer que había cocido elpan que los Buenos Cristianos partían ybendecían. Allí estaba el fabricante debolsas que le había hecho algunosarreglos, y un poco más lejos en la filael diácono al que había protegidodurante unos años y muchos otros que

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conoció durante su estancia en lamontaña. Algunas mujeres se aferrabanunas a otras, muertas de miedo a pesarde su firme convicción de que podríansoportar el fuego. ¿Dónde estaba PedroSabatier, el Bon Homme que unos díasantes le había preguntado si queríacambiar de opinión?

—A fin de cuentas ya no sois tanjoven. ¿No teméis morir sin haberrecibido el consolamentum? —le habíapreguntado.

Él le había contestado que todavíano estaba listo, que por lo pronto notemía a la muerte. ¿Dónde estabaSabatier? ¿Y Roger, dónde estaba

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Roger? Los Buenos Cristianos fueronempujados a través de la puerta. Lasórdenes se oían cada vez más fuertes. Encuanto hubo desaparecido el último, laguarnición en el patio se puso enmovimiento. Amaury subió los peldañosde dos en dos hasta el adarve y seasomó, de nuevo en contra de suspropósitos, entre las almenas. Lossoldados de Hugo des Arcis espoleabana sus prisioneros para que seapresuraran. Empujaban a los pobresdesgraciados obligándolos a bajar atrompicones por el sendero, aunquecargaran con enfermos y heridos, y losmás ancianos no pudieran sino arrastrar

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los pies. La cadena humana descendíalentamente como una serpiente por lapendiente. Eran tantos que no los habíapodido reconocer a todos. ¿Acaso Rogerhabía conseguido escabullirse pararecibir el consolamentum en el últimomomento, sabiendo que su padreintentaría impedírselo?

¿Se encontraba tal vez entre loscondenados a los que pegaban y dabanpatadas porque no se apresuraban losuficiente? ¿Acaso tenía que permanecerallí impotente para luego ver cómo suhijo moría en la hoguera? Ojalá hubieraaceptado la propuesta de Sabatier: asíse habría podido unir a ellos y habría

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podido morir con él, al menos unidos enla muerte.

En un descampado al pie de lamontaña, los soldados de Hugo desArcis habían levantado una empalizada.Dentro del cerco pudo distinguir algoque parecían ramas y paja. Losrecuerdos de las quemas de herejes delas cuales había sido testigo volvieron asurgir como si acabara de presenciarlas:Castres, Lavaur, Carcasona, Tolosa.

Y también las historias que habíaoído sobre las de Minerve, Termes yLes Cassés. Imágenes terribles,indeleblemente grabadas en su alma. Sequedó paralizado, con los ojos fijos en

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lo que no quería ver, lo que nunca máshubiera querido volver a contemplar yque sin embargo tenía que ver.

La comitiva seguía bajandolentamente por el tortuoso sendero, apesar de los gritos y la violencia de lossoldados. El ruido parecía subir hacia elburgo, aunque las figuras eran ya tanpequeñas que no podía reconocer anadie. Mientras tanto, habían encendidoel fuego de la empalizada. El humo seelevó formando volutas y después lasllamas se alzaron al cielo lamiendo lasestacas. Sólo cuando los BuenosCristianos hubieron llegado allí y fueronempujados contra la pared de madera,

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pudo ver Amaury que habían colocadoescaleras, por las que debían subir loshombres y las mujeres para descender alotro lado en la hoguera. Uno por unofueron trepando por los escalones,recibiendo a veces golpes o empujones.Algunos se lanzaban literalmente a lasllamas después de tambalear sobre elúltimo peldaño. El cántico in crescendode los frailes que celebraban aquelmomento de triunfo con odas ahogabalos toscos gritos de los soldados.

El arzobispo de Narbona y el obispode Albi presenciaban el espectáculoemperifollados con toda su parafernalia.La sinagoga de Satanás, como ellos

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llamaban a Montségur, estaba purificadade la herejía. Su dios había vencido alos poderes satánicos con que losherejes habían intentado socavar a laIglesia católica.

Amaury sintió náuseas. Cerró losojos, pues a pesar de la gran distanciano podía seguir contemplando por mástiempo el terrible espectáculo. Sabíaexactamente cómo era de cerca. ¿Era asícomo había llegado Colomba a su fin?¿Era por esto por lo que no habíapodido encontrar su tumba? Y su hijo,¿se encontraba allí abajo entre los queesperaban entregarse al fuego o era yapasto de las llamas?

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Pasó muchísimo tiempo hasta que elúltimo hubo escalado la empalizada yhubo sido tragado por el humo. Amauryseguía allí petrificado, impotente. Esotenía que ser lo peor, pensó, ser elúltimo y contemplar la tortura que leesperaba. Se preguntó si el obispoBertrán Marty habría dado el primerpaso. Tal vez no había podido hacerlo,pues los habían trasladado como ganadoal matadero. Desde este lugar, aquíarriba, no había podido verlo. A los deabajo eso les traería sin cuidado.

Entre tanto, los soldados de Hugodes Arcis se habían puesto enmovimiento. Empezaban a subir por el

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sendero que conducía a la entrada delcastillo. Por supuesto, Montségur seríaentregada a los franceses. Para ellos,aquél debía de ser un momento triunfal:poder escalar la montaña que habíanmirado durante casi un año. Losestandartes bailaban al ritmo de su paso,colores que él ya no reconocía, salvolos de los señores occitanos que sehabían sumado a la Cruzada contraMontségur. Entre ellos distinguió elblasón de Limousis, agitándose conorgullo al viento que seguía azotando lamontaña. El blasón que en realidadpertenecía a Colomba.

—¡Allí llega Bessan con su hijo! —

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dijo una voz atenuada a su espalda.Amaury regresó de golpe a la

realidad. Volvió la cabeza. Detrás de élestaba Roger. Tenía el rostro crispado ylos ojos enrojecidos.

Sin pensar más Amaury cogió aljoven caballero por los hombros.

—¡Dios mío, creía que estabas alláabajo…! —no acabó la frase.

—Teníais razón. Viene aejecutarnos, —dijo Roger, sin responderal gesto cálido de su padre—. Losrehenes han oído ese rumor en elcampamento enemigo. Seremosarrestados y ejecutados, en cuantoabandonemos el burgo. ¡Como traidores

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a la patria! —añadió indignado.Era evidente que su padre se

merecía tal calificativo, aunquepersonalmente creía que Amaury habíatraicionado a la causa occitana. Pero laidea de que lo consideraran a él, Roger,un francés que había traicionado a supatria era totalmente ridícula.

—Estamos atrapados como ratas enla trampa, —sentenció Amaury.

—Tenemos vía libre, —dijo Roger.—¿A qué te refieres?— L o s Bons Hommes ya han

escapado.—¡¿Qué?! ¿Quién? ¿Cuántos?—Pedro Sabatier y otros tres.

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Tienen que llevar el dinero de la Iglesiade Dios, que se puso a buen recaudopoco antes de Navidad, a los BuenosCristianos en Lombardía. Se habíaprevisto que se ocultaran y escaparanesta noche, pero el señor Pedro Rogerno estaba tranquilo. Los dejó ir anoche.Con cuerdas, por el precipicio, —dijoseñalando hacia el noroeste.

—¿Ocultarse? ¿Dónde?—En la grieta de una roca debajo de

la pared norte de la torre.—Allí no podemos llegar a plena luz

del día. Tendríamos que habernosescondido allí anoche.

—El señor Pedro Roger me acaba

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de dar su permiso. Podemos intentarlo.L o s Bons Hommes que huyeronprometieron avisar a los acompañantesque les ayudaron a cruzar las líneasenemigas de que esta noche habría unnuevo intento. Nos esperarán abajo.

Roger abrió su manto y le mostróuna larga cuerda que había enrolladoalrededor de su cintura.

Amaury escudriñó a su hijo.—¿Por qué? —preguntó.—No le temo a la muerte, —dijo

Roger orgulloso—. Sólo que no quieromorir a manos de Sicard. Aún me quedamucho por hacer. Nuestra tarea aquí haacabado, pero quedan muchos Buenos

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Cristianos que se ocultan en el país.Necesitan ayuda.

Amaury asintió. Tenía que actuarcon rapidez. En pocos momentos, elenemigo ocuparía el castillo. Agarró aRoger del brazo y bajó corriendo por laescalera hacia el patio.

—Que nos entierren, —susurró.Hizo una señal a uno de sus

sargentos, le dio instrucciones y entró enlas barracas de los caballeros, dondelos Buenos Cristianos habían cuidado delos heridos, amortajado a los muertos ypasado sus últimas horas. Allí sedesprendió de su cota de malla, pues laarmadura sería demasiado pesada para

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el descenso.—Procura vaciar la vejiga, —dijo

Amaury.Roger siguió su ejemplo. Se

repartieron las cuerdas que sujetaronalrededor de sus cuerpos. Después serestregaron ceniza, tierra y gravilla porla cabeza y las manos. Mientras tanto, elsargento había regresado con un arqueroy dos peones. Amaury estrechó la manode Roger y le deseó buena suerte. Loshombres los envolvieron en telasmanchadas de sangre y humores demoribundos y después los envolvieronen la mortaja. Por último trasladaron alos caballeros a la capilla del castillo,

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donde el obispo Bertrán Marty habíaadministrado el consolamentum a losúltimos creyentes, los depositaron y searrodillaron para rezar por los muertos.

Poco después, Amaury oyó losruidos atenuados de botas sobre el suelode baldosas. Contuvo la respiración.Alguien gruñó algunas preguntas. Sintióque algo le punzaba el costado. Empezóa sudar. La punta de una espada levantóun poco la mortaja, pero ver lasasquerosas telas, el rostro gris ceniza yel cabello seco y gris y cubierto deporquería fue al parecer suficientementeconvincente.

—Lleváoslos, —oyó decir en

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francés, y después la voz de su sargento,que imploraba:

—Señor, dejadnos enterrar a losmuertos. No hemos tenido aúnoportunidad de hacerlo.

—Aquí no, —dijo el francés—. Estacapilla volverá a consagrarse alverdadero Dios. ¡Fuera!

Sintió que lo alzaban ytransportaban. Al poco oyó una nuevadiscusión.

—¿Enterrarlos?—Por orden de aquel noble.—¿Dónde?—Allí.Hubo una pausa. Después, un

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gruñido desde la lejanía. Lo volvieron alevantar y transportar. ¿Habían salido delas murallas del castillo? Empezaba asentirse sofocado. Pasó una eternidadantes de que lo volvieran a dejar en elsuelo.

—Ya hemos llegado, —dijo elsargento.

Oyó el ruido de las palas que sehundían en la tierra. Había más de unpalmo de nieve en la cima y las laderasde la montaña; la tierra estaba dura,pero no helada. ¿Acaso el enemigo nosabía que aquí la tierra no era losuficientemente profunda para enterrar aalguien?

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Los golpes del pico contra las rocasle indicaron que sus hombres se tomabanen serio su trabajo. De repente, alguientiró de la mortaja que cubría su cabeza.Un cuchillo rasgó la tela. El rostro delsargento apareció encima del suyo.

—¡A medianoche! —dijo sonriendo.—¿Y Roger?El sargento levantó el pulgar. Vio

que le recubrían la cara con el yelmo ypoco después sintió la tierra sobre sucuerpo y el peso de varias piedras.Sobre el yelmo habían amontonadovarias piedrecillas.

A través de una pequeña ranurapodía ver la luz del día. Debajo tenía

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suficiente espacio para respirar.Había empezado a nevar otra vez.

Lentamente, el agua derretida le goteabaen el yelmo y chorreaba por su cara y sucuello. Amaury estaba aterido hasta loshuesos. Primero había temblado de frío,pero ahora ya no. En lugar de elloempezaba a apoderarse de él unaespecie de entumecimiento que loamodorraba. Por la ranura ya no se veíaluz. Sin embargo, no sabía si ello sedebía a la nieve o a la llegada de lanoche.

Tenía que hacer algo. Amenazabacon invadirlo un sentimiento de angustia.¡Tranquilo! Mejor moverse ahora que

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esperar al sargento. Si seguía esperando,la temperatura bajaría tanto que Roger yél morirían de frío. Intentó mover lamano derecha con la que sujetaba ladaga. No sabía si realmente hacía algo,pues sus dedos estaban totalmenteagarrotados. Con cuidado empezó ahundir y mover la daga en la tierra. Elesfuerzo le hizo entrar en calor y poco apoco fue creando más espacio. Rezandopara que fuera de noche y nadie pudieraver que la tierra y las piedras debajo delas cuales se hallaba comenzaban amoverse, intentó girar un poco a laizquierda y luego a la derecha.Gradualmente fue creando más espacio

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hasta que consiguió cortar la mortajacon la daga. Ahora podía liberar lasmanos de las vendas que lo envolvían.Después, todo fue mucho más sencillo.Apartó la tierra, quitó las piedras y elyelmo que tenía sobre la cabeza yrespiró profundamente. Era de noche.Palpando a su alrededor avanzó arastras sobre sus entumecidos miembroshasta dar con la tumba donde debía deestar Roger. Las piedras y el yelmotapaban un rostro helado con los ojoscerrados. Empezó a cavar febrilmente,sacó el cuerpo del hoyo y le dio variasbofetadas en las mejillas. Roger semovió y gimió suavemente. Amaury

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cogió los mantos, se cubrió con ellos yluego a su hijo, lo apretó contra sucuerpo, que entre tanto ardía por elesfuerzo, y comenzó a frotarlo para queentrara en calor.

—Hijo, despierta. ¡Tenemos quedescender! —susurró.

Roger tardó bastante tiempo enhaberse recuperado lo suficiente paramoverse.

—No esperaremos al sargento, —dijo Amaury—. Quizá no haya podidollegar hasta nosotros. No tengo ni ideade la hora que es. Nos iremos en cuantopodamos.

A lo largo del último año había

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bajado innumerables veces por lamontaña, siguiendo diferentes senderos.Ahora avanzaban tres veces másdespacio. Era una aventura arriesgada.Ayudados por la luz de la luna que devez en cuando se asomaba detrás de lasnubes e iluminaba su camino, fuerondescendiendo cautelosamente, junto alpeligroso abismo donde las rocas sealzaban verticalmente a más deseiscientos pies. En algunos lugares,donde no podían agarrarse a nada, teníanque bajar con ayuda de la cuerda. Enotras partes avanzaban, pegados a lapared de piedra, sobre salientes queapenas bastaban para una cabra montés,

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agarrándose a las puntas de las rocas ylas raíces o sólo a la mano del otro.Abajo se abría un oscuro vacío cuyaprofundidad era insondable. Amauryrecordó el sermón de Bertrán Marty. Elúnico consuelo era que allí abajo nohabía ningún dragón, sino sólo lashogueras del campamento francés, unpoco más allá, frente a la cara sur de lamontaña.

Los hombres de Camon, un pueblocercano a Queille, se reunieron conellos, tal como habían convenido. Hugodes Arcis los había reclutado a la fuerzapara asediar la fortaleza, y no teníanninguna aspiración de servir al

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comandante francés. Al igual quehicieran la noche anterior al guiar a loscuatro Bons Hommes a través de laslíneas enemigas, ahora indicaron a losdos caballeros el camino hasta que alfinal dejaron atrás el campamento ysiguieron la senda que, bordeando el ríoLasset, subía hacia Col de la Peyre yluego volvía a bajar hasta Lordat.

Amaury deseaba que nevara otravez. Pero desde que habían abandonadoMontségur no había vuelto a nevar ydetrás de las montañas empezaba aclarear. Miró atrás y vio el rastro quedejaban sobre el manto blanco. Aúnhabía algo que le preocupaba. Una vez

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que hubiera amanecido, las dos tumbasserían descubiertas. A Sicard, que sinduda ya buscaba a sus víctimas, no leresultaría difícil reconstruir los hechos.Emprendería de inmediato lapersecución. Roger había pensado lomismo.

—Tenemos que abandonar elcamino, —dijo—. Si cruzamos elAridge, podremos escondernos en losbosques de la orilla sur.

—¿Adónde quieres ir?—Aquí hay muchas cuevas. Algunas

están fortificadas y pertenecen al condede Foix, por tanto no podemosescondernos en ellas. Pero otras son

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seguras. Conozco bien esta zona.

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MÁS ALLÁ DE LORDAT

17 de marzo de 1244

—Lo más sensato sería que fueras aLombardía.

Roger no reaccionó.—Allí están los jefes de la Iglesia

de Dios. También han huido muchosnobles desterrados y otros creyentes. Enel territorio del emperador están por lopronto a salvo, —argumentó Amaury—.El emperador Federico essuficientemente fuerte para ofrecerresistencia a Roma.

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—¡Los Buenos Cristianos de aquítambién me necesitan!

Habían encontrado un escondite enuna gruta no muy profunda, pero queofrecía suficiente protección contra elgélido viento. Se habían turnado paradormir algo. Ahora esperaban alanochecer a fin de poder seguir sucamino. Los dos estaban muertos dehambre, mas no tenían nada que comer.Había suficiente agua para beber, puesal pie de la pendiente que llevaba a lagruta corría un arroyo entre las rocas.

—Hemos hecho lo que podíamos, —consideró Amaury—. Hasta ahorahemos actuado bajo el mando de

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Montségur. Allí llegaba toda lainformación y de allí procedían lasinstrucciones. Al matar al obispoBertrán Marty y desterrar a Pedro Rogerde Mirepoix, han arrancado la cabeza yel corazón de la resistencia. Ahora,mientras la Inquisición siga actuandoimpunemente, cada uno irá a lo suyo. Esdemasiado peligroso. Si no quierespasar el resto de tu vida encadenado,tienes que huir. ¿Qué te ata aún a estepaís? Estás en el mejor momento de tuvida. No la eches a perder por una causaperdida.

—¿Por qué tengo la sensación deque queréis libraros de mi?

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—Porque sigues sin fiarte de mi.No era un reproche, sólo constataba

un hecho.—¿Acaso no he emprendido esta

huida con vos?—Porque ninguno de los dos lo

habría logrado solo.—Os he dado el beneficio de la

duda.—¿Y a qué debo agradecer ese

honor?—Estuvisteis en Avignonet…Amaury rió con desdén.—¿Y eso me convierte en un héroe

como los demás? Ya te dije en unaocasión que no me enorgullezco de

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haber estado allí. No hice nada. Fue unamatanza horrible, indigna de uncaballero. Lo único que conseguí fueexaminar los documentos de laInquisición, en los que aparecía tunombre como testigo en la denunciacontra Sicard de Bessan. A partir deaquel momento tuve la certeza de queexistías.

Hubo un silencio. Entonces Rogerdijo de repente:

—Si Lombardía es para vos la únicasalida, os indicaré una ruta segura. Yome quedo aquí.

Amaury negó con la cabeza.—Conozco todas las rutas seguras,

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Roger. Las he utilizado a menudo paraacompañar a los Buenos Cristianos.Pero si no quieres creerme y no estásdispuesto a seguir mis consejos, no séqué demonios hago aquí.

—Tenéis razón. Es mejor que nosseparemos.

—No me refería a eso.—Seguiré solo. Prefiero que no me

acompañéis a donde voy, —dijo Roger—. Además, eso despistará a Sicard.

Se puso en pie y se ciñó las armas alcinto.

—Espera por lo menos a que hayaanochecido, —le advirtió Amaury.

—Sé lo que me hago. Conozco esta

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zona mejor que él.Se dirigió a la entrada de la cueva y

escudriñó los alrededores.No se veía un alma, sólo rocas y

árboles desnudos.—Suerte, —dijo la voz de su padre.

No volvió la vista atrás.También Amaury se preparó para

salir. Esperó en la entrada de la grutahasta que Roger hubo desaparecido. Lovio descender hacia el arroyo quesusurraba por el valle y luego escalarcorriente arriba siguiendo el curso delcauce. Abajo ya no había nieve y siseguía avanzando sobre las rocas nodejaría rastro. Amaury se preguntó

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adónde iría. En esa dirección no habíamás que montañas agrestes donde eninvierno no había nadie, ni siquierapastores. ¿Hasta dónde podría llegar enesa zona inhóspita sin víveres y sinflecha y arco para conseguir algo decomida? A pesar de ello, avanzabaseguro de sí mismo. Roger sabía lo quehacía, a fin de cuentas conocía esta zona.Más le convenía preocuparse de símismo. Lombardía no le atraíaespecialmente. A dos días de camino endirección este había, eso sí, algunoscastillos en manos de los señoresoccitanos, Puilaurens y Fenouillet. Y unpoco más lejos, a lo largo de la frontera

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con Cataluña, el nido de águilas deQuéribus. Allí se refugiaríanseguramente los faidits de Montségur,aunque quizá fueran asediados en pocotiempo por las tropas francesas.

Entre tanto, Roger habíadesaparecido detrás de los matorrales.

Amaury controló como de costumbresi sus armas colgaban en su lugar, y sedisponía a emprender el descenso haciael arroyo cuando de súbito vio que algose movía. Se quedó quieto, fundiéndosecon la sombra de la entrada de la gruta.Junto a la orilla, en la parte seca dellecho del río que Roger había cruzadopoco antes, se movía cautelosamente un

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ballestero. Se había quitado el arco delhombro. Con una mano sujetaba unaflecha, dispuesto a cargarla. Llevaba loscolores de Limousis.

Roger estaba ya demasiado lejos.No podría avisarle con un grito y ello noharía sino delatar su presencia alballestero. Sin duda el hombre no estabasolo, pero Amaury no podía ver a nadiemás.

Abandonó la cueva y avanzó entrelos árboles, en lo alto de la pendiente.No era fácil seguir el ritmo del arquero.Su camino estaba sembrado dematorrales y ramas caídas, mientras queel terreno allá abajo estaba más

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despejado. De súbito, el otro apretó elpaso. Después de correr un poco sedetuvo para tensar la ballesta. Amauryse olvidó de las precauciones deseguridad. Roger, al que no podía ver,no había notado que lo seguían. Mientrasel ballestero se tomaba el tiempo deapuntar con precisión, Amaury atravesólos matorrales hasta que estuvo a laaltura del enemigo y entonces bajóretumbando por la pendiente blandiendola espada. Alarmado por los crujidos delas ramas secas, el ballestero se volvióy apuntó a Amaury, que ya no podíafrenar y seguía descendiendo a granvelocidad. Su ojo avezado reconoció el

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momento en que el ballestero soltaba lacuerda del arco. Justo a tiempo se lanzócontra un árbol.

La flecha pasó zumbando junto a suoreja. No dio oportunidad al otro devolver a cargar y se abalanzó sobre él.Empuñando su espada con ambas manosatacó al ballestero, que habíadesenfundado la daga y que tuvo justo eltiempo de esquivar el arma delcaballero.

El segundo mandoble le alcanzó enel cuello, y justo después le dio el golpede gracia, que se hundió en su cintura. Elhombre se desplomó sin hacer ruido.Amaury retiró la espada y alzó la vista.

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A apenas treinta pasos de donde estabahabía un segundo ballestero, inclinadosobre el arma y con el pie aún en laballesta. Antes de que Amaury pudieraponerse a cubierto, el ballestero selevantó y apuntó. Detrás de él seacercaban dos jinetes. Amaury sólopodía intentar agacharse a sabiendas deque una flecha siempre era más rápida.

La punta de hierro penetró en suhombro, le atravesó el cuerpo y volvió asalir por el otro lado. La fuerza con quelo alcanzó el proyectil lo derribó. Conun grito de dolor fue a parar entre losguijarros y los cantos rodados del lechodel río. La flecha se partió contra las

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piedras.Cuando intentaba incorporarse vio

que el ballestero preparaba una nuevaflecha y tensaba la cuerda. El hombre sehabía acercado y desde aquelladistancia podía herirlo mortalmente. Elhombro de Amaury estaba aúnentumecido por el golpe. Luego, el dolorse extendería por todo el cuerpo y lodejaría indefenso. Sabía por laexperiencia de otros heridos que sesentiría mejor si conseguía sacar eltrozo de madera de su carne. Apretó losdientes, asió la flecha, la sacó de untirón de la herida y sostuvo en alto eltrofeo ensangrentado.

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—¡Bessan! —gritó—. ¡Cobarde!¿Por qué dejas siempre que otros haganel trabajo sucio? ¡Sé un hombre y lucha!

Se puso en pie con dificultad yavanzó hacia el ballestero. El hombredudó y volvió la vista fugazmente hacialos dos jinetes.

Desde su caballo, Sicard de Bessanhizo un gesto impaciente hacia elbarranco en el que debía de encontrarseRoger. El ballestero comprendió que suseñor quería ajustar personalmentecuentas con Amaury. Se puso el arma alhombro y echó a andar dando un rodeoal pasar delante del caballero, el cualarrodillado y encogido de dolor, se

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apretaba la herida con la mano. Cuandoel ballestero hubo pasado delante deAmaury, éste cogió dos grandes piedras,se levantó de un salto y las lanzó conpuntería a la cabeza del ballestero, quecayó al suelo inconsciente. Sólo teníaque dar unos cuantos pasos para llegarhasta él, hundir la espada en su cuerpo yagarrar la ballesta a fin de mantener adistancia a sus dos contrincantes. Perono tuvo oportunidad de hacerlo. Sicardde Limousis espoleó al caballo, seinclinó hacia un lado en su montura y loatacó con la espada.

Amaury consiguió detener el golpecon su propia arma. Los hierros

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entrechocaron. El jinete hizo avanzar elcaballo y volvió a acometerlo. Amaurytuvo que hacer acopio de fuerzas paraafrontar el ataque.

Retrocedió metiéndose en el lechodel río donde el caballo resbalaba entrelos guijarros movedizos, por lo cual sujinete no podía apuntar con precisión.Era una lucha desigual que finalmenteperdería. Se sentía muy vulnerable en sujubón, que no era nada comparado conla armadura de Sicard. Por ello recurrióa una táctica que en otras circunstanciashabría considerado deshonrosa.Desenfundó la daga y asestó unapuñalada al caballo. Ni siquiera le dio

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de lleno porque no tenía suficientefuerza con el brazo izquierdo, peroconsiguió lo que pretendía. El animalcorcoveó y se encabritó, lanzando aSicard al suelo. Ahora Amaury sehallaba por lo menos en igualdad con sucontrincante. Mejor incluso. Sicard cayóal suelo y necesitó tiempo paraincorporarse debido a su pesadaarmadura; entonces Amaury clavó suespada en la masa recubierta por lamalla de hierro. A juzgar por el bramidodel joven noble, lo había alcanzado.

—¡Bessan, ésta era para ti! —gritó—. ¡Por qué has enviado a tu hijo,Bessan! ¡Atrévete a dar la cara!

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A su espalda, Sicard de Bessandebía de contemplar la escena desde sucaballo. Amaury no podía volverse,pues el joven Sicard se había puesto enpie y había reanudado la lucha. Sinembargo, sintió que el jinete seacercaba. Y también temía que elballestero se inmiscuyera en el combatetan pronto como volviera en sí. ¿Quémás daba? Iba a morir, eso era seguro,pues un caballero herido no podíaenfrentarse a tres hombres sin unaarmadura decente. Si por lo menospudiera llevarse consigo a la tumba auno de sus contrincantes, —¡preferiblemente, Bessan!—, Roger

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tendría más posibilidades de huir de susperseguidores. Haciendo gala deauténtico desprecio por la muerte, atacóa su contrincante apretando los dientes yempuñando la espada con ambas manos.Golpeó al otro con todas sus fuerzas,mas éste se defendía con la espada yestaba protegido por su cota de malla,aunque por los gemidos de sucontrincante comprendió que por lomenos había sufrido contusiones. Alborde de la desesperación, lanzó unbramido al tiempo que ponía todo supeso en un mandoble que alcanzó elbrazo con que Sicard sujetaba la espada.El joven profirió un grito, mientras que

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con su arma atravesaba el jubón deAmaury. Sicard dejó caer la espada y seagarró el brazo que colgaba desvalido,fracturado por encima del codo.También Amaury se desprendió de suespada. Cayó de rodillas y se llevó lasmanos al costado. Respiraba condificultad y su jubón desgarrado se ibatiñendo de rojo. La sangre le goteabaentre los dedos. Junto a él, Sicard deBessan echó pie a tierra y exigió con ungesto de impaciencia la espada de suhijo. Amaury alzó la vista. Bessan sehabía quitado el yelmo y desde lo alto lomiraba con desdén por encima de sunariz aguileña. Había cogido el arma

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con la mano izquierda, mientrasmantenía apretado contra su cuerpo elotro brazo, que no tenía ni la mitad de lalongitud normal. La mano deformecolgaba de él sin fuerzas. Amauryrecordó de pronto los registros de loscaballeros hospitalarios de Carcasona:“No apto para el servicio militar debidoa una tara de nacimiento en el brazoderecho”.

—Me gustaría matarte lentamente,colgándote de la misma cuerda con laque escapaste de Montségur, —dijoBessan con menosprecio—. Pero aúntenemos que atrapar a tu hijo.

Punzó el pecho de Amaury con la

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punta de la espada.—Vete al diablo, —gimió Amaury

—. ¡Seguro que ya te estará esperando!Amaury no era capaz de moverse y

se preparó para la estocada mortal. Sepreguntó si debía santiguarse y pedirperdón a Dios o si debía confiar en unapróxima vida, en la que pudiera hacerlotodo mejor. Finalmente no hizo ningunade las dos cosas. Respondió conentereza a la mirada de odio de Bessan,demasiado orgulloso para demostrarmiedo, y haciendo acopio de valor parael momento en que la espada se hundieraentre sus costillas. Pero en lugar deatacar, el noble lo miró asombrado.

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Algo pasó zumbando justo por encimade la cabeza de Amaury. Oyó el sonidonauseabundo de una flecha quepenetraba en un esqueleto, atravesandola armadura y el esternón. El brazo cortose elevó en un reflejo y Sicard deBessan se desplomó con una expresióndesconcertada en el rostro. El jovenSicard cogió la espada de las manos desu padre y se fue con ella dandotraspiés. Su brazo roto se tambaleabajunto a su cuerpo. De súbito, Amauryempezó a sentir un hormigueo en lacabeza, como si alguien le clavara milesde alfileres en el cuero cabelludo. Pocoantes de sumergirse en un pozo negro

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vio cómo Roger daba alcance a Sicardde Limousis y le rompía el cuello con ungolpe de espada.

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CAPOULET

18 de marzo de 1244

—¿Adónde me llevas? —preguntó.Empezaba a amanecer y no tenía ni

idea de dónde se encontraban. Sólorecordaba vagamente el viaje de aquellanoche. Ambos Sicard, padre e hijo,habían muerto, así como los dosballesteros. No recordaba nada de loque había pasado luego, sólo que Rogerlo había ayudado a levantarse y asostenerse en pie. Le había preguntadopor qué demonios le había salvado la

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vida.—Porque vos, demonios, estabais

salvando la mía, —le había respondidosu hijo.

Roger había curado y vendadoprovisionalmente sus heridas con lo quehabía encontrado en el equipaje de susenemigos. Allí también había víveres.De alguna manera, después habíaconseguido sentarlo en la montura. Suhijo caminaba a su lado, sosteniendo lasriendas del caballo herido. Así sehabían adentrado en las montañas,siguiendo los senderos que sóloutilizaban los pastores. Debía de haberperdido el conocimiento, pues más tarde

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vio de repente que estaba sentado detrásde Roger, apoyado contra su espalda. Subrazo derecho colgaba sobre el hombrode su hijo y así conseguía mantenerse enla montura. Más tarde, aquel mismo día,notó que yacía sobre el suelo y queRoger intentaba con todas sus fuerzashacerle beber algo.

—¿Adónde vamos? —volvió apreguntar.

Sólo quería seguir tumbado allí,nada más. Pero Roger le aseguró que, siaguantaba, estarían a salvo antes de queamaneciera.

Volvió a montar al caballo. Lavenda estaba teñida de rojo. El dolor

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era insoportable.Por fin se detuvieron. Envuelto en la

neblina matutina se abría a sus pies unancho valle. Allí abajo, donde el arroyoque seguían desembocaba en un río másancho, había algunos edificios rodeadosde huertos y campos arados. Amaurygimió. Sintió que todo le volvía a darvueltas y se dejó caer de la montura.

—No llegaré, —murmuró.Le parecía que sus fuerzas

abandonaban su cuerpo filtrándose porlas heridas. Estaba sentado en el suelo,extenuado.

Roger se acuclilló a su lado.—Un poco más, —le suplicó.

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—Si muero… —Amaury dudó antesde proseguir—: En una ocasión recibí laconvenenza. Pero después volví a sercatólico. Durante mucho tiempo.Demasiado.

Cuando volvió en si, yacía en unaestancia en penumbra en la que no podíadistinguir nada. Pero bien podían serimaginaciones suyas. O un sueño. De laoscuridad surgió una figura. Un mantonegro se deslizó cerca de él. Sintió undolor sordo y opresivo en el costado.No sentía el hombro, como si ya noestuviera allí. Intentó moverse, pero sumano era tan pesada que no podíalevantarla. Movió los labios. Apenas

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emitieron sonido alguno. La figura sedio la vuelta y se inclinó sobre él. Novio ningún rostro, sólo una gran cruzblanca cosida sobre la túnica. Un miedoirracional se apoderó de él, como siquisiera huir de una pesadilla mas nopudiera. Sintió un estremecimiento quele recorría el cuerpo, seguido de unintenso dolor. Quiso gritar, pero sóloconsiguió emitir un gemido impotente.Le pareció que la figura se paralizaba.Del manto salió una mano que se movióhacia la cruz como preguntándole porqué esa señal sagrada le causaba tantotemor. Después, la mano se acercó a sucara y se detuvo justo antes de llegar a

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su mejilla. La mano no lo tocó, sino quebajó y se quedó apoyada sobre sumanga.

—Tranquilo, —dijo una voz—. ¿Teduele mucho?

La luz de una vela se fue acercando.Esperanza, incredulidad y

perplejidad luchaban por el primerlugar. Sus labios formaron un nombre.

—¿Colomba?Una sonrisa apareció en el rostro

inclinado sobre él.—Sí, soy yo. No temas. Esta cruz me

ha protegido durante todos estos años.Se quitó el capuchón. Llevaba el

cabello gris oscuro recogido en una

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trenza. Seguía siendo igual de hermosa.Algo brilló en sus ojos. Lo secó con lamanga.

Amaury quería incorporarse, queríasentirla, abrazarla, pero su cuerpo norespondía.

—Te he dado anestésicos, —le dijoColomba—. Si te mueves, tus heridasvolverán a abrirse y has perdido yademasiada sangre. Confío en podercurarte.

—¿Cómo…? —preguntó sin apenashacer ruido—. ¿Dónde…?

—Los caballeros hospitalarios deHomps cuidaron de mi. Me refugié allídespués de que naciera Roger, tan

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pronto como tuve oportunidad deescapar. Me trajeron a la encomienda deCapoulet. Me hago cargo de losenfermos y los heridos que acuden aquíen busca de ayuda.

Amaury comprendió más o menoscómo había sucedido todo, aunquequedaban mil preguntas por contestar.

—Si mueres…, ¿quieres recibir elconsolamentum?

Él sacudió imperceptiblemente lacabeza.

—No lo sé, aún no, —susurraron suslabios.

Ella le acarició la manga.—No importa, —dijo—. Cristo ha

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prometido su reino a todos los que sonrealmente misericordiosos, aunque nisiquiera conozcan el nombre de Dios.

¿Misericordioso? Qué sabía ella deeso. Quizá en otro tiempo.

Pensó lo bonito que sería volver aencontrarla en otra vida. Él lo haría todode otra manera. Pero ella seguiría supropio camino, como siempre habíahecho.

Les victimes présentesrejoignent celles du passé lesressuscitent. A chaquepersecution ce sont les mêmebourreaux, les même martyrs

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qui se réincarnent. En veritéles vies éphimeres deshommes circulent dans l’Homme.

Las víctimas de hoy sereúnen con las de ayer; lasresucitan. En cadapersecución se reencarnan losmismos verdugos, los mismosmártires. A decir verdad, lasvidas fugaces de los hombrescirculan dentro del Hombre.

René Nelli, La viequotidienne des Cathares du

Languedoc au Schoorl,

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10 de mayo de 1999

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HANNY ALDERS (Rotterdam, 1946 -Schoorl, 2010) fue una escritoraholandesa, conocida por sus novelas deliteratura histórica, llenas de intriga ysecretos.

Medievalista especializada enpaleografía y música antigua, investigó a

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fondo el proceso contra los templarios.El tema de su obra es la persecuciónreligiosa y los conflictos entre losdisidentes.

El tesoro de los templarios (Nonnobis), su primera novela, apareció en1987 y fue galardonada con el GoudenEzelsoor, premio al escritor novel másvendido, con más de medio millón decopias. Posteriormente publicó El señorde los cátaros (De volmaakte ketter,1999). También escribió tres libros deviajes históricos, como In het spoor vande Moor: een reis door het Spanje vande islam (2004), un viaje por la Españadel Islam.