el peso de la historia

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El peso de la historia Hayden V. White Hayden V. White. Ensayista, crítico y miembro del Consejo Editorial de la History and Theory. El ensayo que aquí se publica es una versión abreviada del que publicó con el mismo título, en el vol. 2, 1966, de History and Theory. EN TORNO A UN NO-LUGAR Durante más de un siglo muchos historiadores han utilizado contra sus críticos una táctica fabiana: cuando los científicos sociales los critican por la imprecisión de su método, la ligereza de sus metáforas organizativas o la ambigüedad de sus supuestos sociológicos y psicológicos, responden que la historia nunca ha reclamado el status de una ciencia pura, que descansa tanto en los métodos intuitivos como en los analíticos y que los juicios históricos no deben juzgarse según criterios propios de las ciencias exactas y experimentales, todo lo cual sugiere que la historia es una especie de arte. Pero cuando los literatos señalan el fracaso de la historia en la exploración de los estratos más misteriosos de la conciencia y su renuencia a usar las técnicas modernas de la creación literaria, arguyen que la historia, después de todo, es una semiciencia, que los datos del pasado no se prestan a una manipulación artística "libre", y que la forma narrativa en la historia no es un asunto de elección, sino algo impuesto por la naturaleza de los mismos materiales. Esta hábil táctica defensiva ha desarmado a muchos críticos de la historia y ha permitido a los historiadores reclamar para sí el terreno epistemológicamente neutral que supuestamente existe entre el arte y la ciencia: el historiador no sólo es un mediador entre el pasado y el presente sino también el conjugador de dos modos de comprender el mundo que normalmente están separados. Cada vez es más evidente que la eficacia de esta táctica fabiana pasó a la historia. Entre los historiadores crece la sospecha de que la táctica sólo funciona para impedir un acercamiento serio a los hallazgos de la literatura, las ciencias sociales y la filosofía del siglo XX. Entre los no-historiadores se afirma la opinión de que, lejos de ser el mediador deseable entre el arte y la ciencia que alega ser, el historiador es el enemigo irremediable de ambas. En pocas palabras, que el historiador reclama los privilegios del artista y del científico pero al mismo tiempo se niega a someterse a los rigores críticos y creativos que exigen el arte y la ciencia.

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Page 1: El peso de la historia

El peso de la historia Hayden V. White

Hayden V. White. Ensayista, crítico y miembro del Consejo Editorial de la

History and Theory. El ensayo que aquí se publica es una versión abreviada del

que publicó con el mismo título, en el vol. 2, 1966, de History and Theory.

EN TORNO A UN NO-LUGAR

Durante más de un siglo muchos historiadores han utilizado contra sus críticos

una táctica fabiana: cuando los científicos sociales los critican por la imprecisión

de su método, la ligereza de sus metáforas organizativas o la ambigüedad de sus

supuestos sociológicos y psicológicos, responden que la historia nunca ha

reclamado el status de una ciencia pura, que descansa tanto en los métodos

intuitivos como en los analíticos y que los juicios históricos no deben juzgarse

según criterios propios de las ciencias exactas y experimentales, todo lo cual

sugiere que la historia es una especie de arte. Pero cuando los literatos señalan el

fracaso de la historia en la exploración de los estratos más misteriosos de la

conciencia y su renuencia a usar las técnicas modernas de la creación literaria,

arguyen que la historia, después de todo, es una semiciencia, que los datos del

pasado no se prestan a una manipulación artística "libre", y que la forma

narrativa en la historia no es un asunto de elección, sino algo impuesto por la

naturaleza de los mismos materiales.

Esta hábil táctica defensiva ha desarmado a muchos críticos de la historia y ha

permitido a los historiadores reclamar para sí el terreno epistemológicamente

neutral que supuestamente existe entre el arte y la ciencia: el historiador no sólo

es un mediador entre el pasado y el presente sino también el conjugador de dos

modos de comprender el mundo que normalmente están separados.

Cada vez es más evidente que la eficacia de esta táctica fabiana pasó a la historia.

Entre los historiadores crece la sospecha de que la táctica sólo funciona para

impedir un acercamiento serio a los hallazgos de la literatura, las ciencias

sociales y la filosofía del siglo XX. Entre los no-historiadores se afirma la

opinión de que, lejos de ser el mediador deseable entre el arte y la ciencia que

alega ser, el historiador es el enemigo irremediable de ambas. En pocas palabras,

que el historiador reclama los privilegios del artista y del científico pero al mismo

tiempo se niega a someterse a los rigores críticos y creativos que exigen el arte y

la ciencia.

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Hay por lo menos dos causas generales de esta situación.

Una, es la naturaleza de la profesión histórica misma, quizá la disciplina

conservadora par excellence. Desde mediados del siglo XIX los historiadores

acostumbran fingir una especie de ingenuidad metodológica voluntaria, que

originalmente servía a un buen propósito: protegerlos de la tendencia a abrazar

los sistemas explicativos monistas, el idealismo militante en la filosofía o el

positivismo militante en la ciencia. Pero este sano recelo ante los sistemas

totalizadores decimonónicos, fue volviéndose una especie de respuesta

condicionada que llevó a los historiadores a desechar casi cualquier intento de

autoanálisis crítico. Luego, conforme la historia se profesionalizó y especializó,

el historiador ordinario, embebido en la busca del documento esclarecedor que lo

establezca como autoridad segura en un campo definido estrechamente, tuvo

poco tiempo para enterarse de los avances en los muy remotos ámbitos del arte y

la ciencia.

La segunda causa general de la hostilidad hacia la historia es que el supuesto

terreno neutral entre el arte y la ciencia que muchos historiadores del siglo XIX

ocuparon con solvencia y dignidad se ha disuelto en el descubrimiento del

carácter común de las manifestaciones artísticas y las científicas. Ahora parece

bastante claro que la creencia del siglo XIX en una diferencia radical entre el arte

y la ciencia fue consecuencia de un mal entendido que nutrió el temor a la ciencia

por parte del artista romántico y la ignorancia del arte por parte del científico

positivista. La crítica moderna ha alcanzado una comprensión más clara de las

operaciones por las que el artista expresa su visión del mundo y por las que el

científico encuadra sus hipótesis sobre él. Conforme se extiende el

reconocimiento de este logro, desaparece la necesidad de un agente mediador

entre ambos mundos o al menos la certidumbre de que el historiador está

especialmente calificado para representar este papel.

Así las cosas, los historiadores debieran prepararse para encarar la posibilidad de

que el prestigio de que gozó su profesión en el siglo XIX haya sido consecuencia

de un ambiente intelectual ya rebasado; que la historia es a su vez una especie de

accidente histórico y que, con la desaparición de los malos entendidos que su

auge produjo, la misma disciplina puede perder su status heredado. Quizá la tarea

más difícil de los historiadores sea hoy admitir el carácter históricamente

condicionado de su disciplina y asistir a la extinción del reclamo de la historia

como una disciplina autónoma, para conducir sus preguntas, métodos e

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instrumentos a un orden más elevado de indagación intelectual.

LA EXPULSIÓN DEL PARAÍSO

No hace falta trazar las principales líneas de la polémica entre las ciencias

sociales y la historia durante este siglo; es una vieja controversia que se remonta

a los principios del XIX. Pero vale la pena recordar que el pleito ha llegado a una

especie de solución que trasciende los límites de cualquier simple discusión de

método.

En primer lugar, en el siglo XIX la ciencia no había alcanzado la posición

hegemónica que tiene hoy en día. Los filósofos de la ciencia tienen también más

clara la naturaleza de las explicaciones científicas, y los mismos científicos

alcanzaron un dominio sobre el mundo físico que sólo habían podido soñar a lo

largo del siglo pasado. La frase de Ernst Cassirer es exacta: "No existe un

segundo poder en el mundo moderno que pueda compararse con el del

pensamiento científico". En efecto, se reconoce a la ciencia, dice Cassirer, como

"La cumbre y la consumación de todas las actividades humanas el último capítulo

en la historia de la humanidad, y el tema más importante de una filosofía del

hombre (...) Podemos discutir sus resultados o sus principios, pero su función

general parece incuestionable. Es la ciencia la que nos asegura un mundo

común".

Los sorprendentes triunfos de la ciencia exacta y experimental han estimulado a

los investigadores sociales en sus esfuerzos por construir instrumentos de

conocimiento de la sociedad similares a los de la ciencia de la naturaleza. Por

tanto, han aguzado también su hostilidad hacia la historia. El rasgo más

sorprendente de lo que piensan de la historia muchos oficiantes de las ciencias

sociales es que los conceptos convencionales de la historia son al mismo tiempo

síntoma y causa de una grave enfermedad cultural. De ahí que la crítica a la

historia realizada por científicos sociales responsables tome una dimensión

moral. Para muchos de ellos, la destrucción del concepto de la historia vigente en

el historiador tradicional es un paso necesario para construir una verdadera

ciencia de la sociedad, un componente esencial de la terapia que finalmente ellos

propondrán para conducir a una sociedad enferma de regreso por el camino de la

ilustración y el progreso.

Así, muchos autores parecen haber decidido que la historia es una ciencia de

tercera categoría, relacionada con las ciencias sociales del mismo modo que la

historia natural alguna vez lo estuvo con las ciencias físicas; o que es un arte de

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segunda categoría, de valor epistemológico cuestionable y valor estético incierto;

si existe algo así como una jerarquía de las ciencias, para esta visión la historia

quedaría entre la física aristotélica y la biología de Linneo, que es como decir que

puede tener un cierto interés para coleccionistas de exóticas ideas y mitologías

adulteradas, pero no para el establecimiento de ese "mundo común" que según

Cassirer encuentra su confirmación cotidiana en la ciencia.

La expulsión de la historia de las ciencias no sería desalentadora si una buena

parte de la literatura del siglo XX no manifestara también hostilidad hacia la

conciencia histórica, incluso más marcadamente que el pensamiento científico.

Quizá hasta podría decirse que una de las características distintivas de la

literatura contemporánea es su creencia implícita de que la conciencia histórica

debe ser puesta a un lado para poder penetrar verdaderamente en los secretos de

la experiencia humana.

La hostilidad del escritor moderno hacia la historia es muy clara en la práctica de

utilizar al historiador como ejemplo extremo de una sensibilidad reprimida. Hay

una lista ilustre de escritores: Gide, Ibsen, Malraux, Aldous Huxley, Hermann

Broch, Wyndham Lewis, Thomas Mann, Jean-Paul Sartre, Camus, Pirandello,

Kingsley Amis, Angus Wilson, Elías Canetti, Edward Albee. La lista podría

extenderse considerablemente si se incluyeran autores que implícitamente han

condenado la conciencia histórica al sugerir la contemporaneidad esencial de

toda experiencia humana significativa: Virginia Woolf, Marcel Proust, Robert

Musil, Italo Svevo, Gottfried Benn, Ernst Jünger, Paul Valéry, W.B. Yeats,

Kafka y D.H. Lawrence. Todos ellos reflejan la convicción del Stephen Dedalus

de Joyce, en el sentido de que la historia es "una pesadilla" de la que el hombre

occidental debe despertar.

La actitud no ha cambiado mucho desde que en El nacimiento de la tragedia

(1872) Nietzsche colocó al arte en oposición a todas las formas de inteligencia

abstracta e incluyó a la historia entre las muchas perversiones posibles de las

facultades apolíneas del hombre achacándole específicamente haber contribuido

a la destrucción de los fundamentos míticos de la identidad individual y comunal.

Dos años más tarde, en Uso y abuso de la historia (1874) acentuó la oposición

entre la imaginación artística y la imaginación histórica hasta afirmar que

siempre que los "eunucos" florecieran en "el harem de la historia" el arte

necesariamente perecería. "El sentido histórico ilimitado", escribió, "llevado a su

extremo lógico, desarraiga el futuro porque destruye ilusiones y roba a las cosas

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existentes la única atmósfera en la que pueden vivir".

Nietzsche odiaba a la historia más que a la religión. La historia promovía un

voyeurismo paralizante, hacía sentir a los hombres que habían llegado tarde al

mundo donde todo lo que valía la pena hacer ya estaba hecho. Minaba de esa

forma el impulso hacia el esfuerzo heroico que podía dar un sentido, aunque

fuera pasajero, a un mundo absurdo. El sentido de la historia era el producto de

una facultad que distinguía al hombre del animal: la memoria, fuente también de

la conciencia. Pero Nietzsche llegaba a la conclusión de que había que "odiar

seriamente" a la historia, "como a un hijo costoso y superfluo del entendimiento",

si se quería que la vida misma del hombre no se detuviera en el cultivo sin

sentido de los vicios a que podría conducirlo una falsa moralidad inmóvil, basada

en la memoria.

Para bien o para mal, la generación siguiente adoptó hostilidad nietzscheana

hacia la historia tal como la practicaban los historiadores académicos de fines del

siglo XIX. Nietzsche no fue sin embargo el único responsable de la decadencia

de la autoridad de la historia entre los artistas de fin de siecle. Condenas

similares, más o menos explícitas, se pueden encontrar en escritores tan

diferentes en temperamento como George Eliot, Henry Ibsen o Andre Gide.

"La Historia es el producto mas peligroso que haya elaborado la química del

intelecto (...) La Historia justifica lo que quiere. No enseña rigurosamente nada,

porque contiene todo y da ejemplos de todo": Paul Valery.

ANTICUARIOS INDIGESTOS

En Middlemarch, publicada el mismo año que El nacimiento de la tragedia, Eliot

usó el encuentro entre Dorothea Brook y el señor Casaubon para condenar de una

manera típicamente inglesa los privilegios del anticuarianismo. La señorita

Brook, una virgen victoriana dé ingresos asegurados ansiosa de hacer una cosa

trascendente en su vida, ve en el señor Casaubon, veinticinco años más grande

que ella, a "un Bossuet viviente cuya obra podría reconciliar el conocimiento con

la piedad devota". Y a pesar, de sus diferencias de edad, decide casarse con él y

dedicar su vida a servir el propósito de Casaubon: el estudio histórico de los

sistemas religiosos del mundo. Durante la luna de miel en Roma, las ilusiones de

la señorita Brook quedan destrozadas. Casaubon se revela incapaz de reaccionar

ante el pasado que lo rodea en los monumentos de la ciudad, incapaz de traer sus

trabajos intelectuales al vínculo activo con el presente. Al final, Dorothea rompe

su compromiso con el académico Casaubon y se casa con el joven artista

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Ladislaw, logrando escapar así de la pesadilla de la historia. George Eliot no se

ocupa de este tema, pero el giro de su pensamiento es claro: la intuición artística

y la sabiduría histórica se oponen, y sus respectivas respuestas a la vida se

excluyen mutuamente.

Cerebro colectivo y otras cosas

Ibsen escribe en la década siguiente, peculiarmente preocupado por las

limitaciones de una cultura que otorga mayor valor al pasado que al presente.

Hedda Gabler soporta el mismo peso que Dorothea Brook: la pesadilla del

pasado, una indigestión de historia, que se refleja en un temor penetrante hacia el

futuro. Al regreso de su luna de miel, Hedda y su esposo George Tesman son

recibidos por la tía de este último, quien insinúa los deleites que debió ofrecerles

el viaje de bodas. George responde: "Bueno, para mí también fue un viaje de

investigación. Tuve que escarbar en archivos antiguos, y también tuve que leer

muchos libros viejos, tía".

Por supuesto, Tesman es un historiador (más joven que Casaubon) y está

escribiendo el estudio definitivo sobre la industria doméstica en Barbante durante

la Edad Media. El trabajo consume su escasa carga de afecto humano; tanto, que

gran parte de la inquietud de Hedda puede decirse que tiene su origen en la

devoción de George por la industria doméstica del pasado, cuando debía ser más

domésticamente industrioso en el presente. "Deberías intentarlo", grita Hedda en

un momento: "íNo oír más que sobre la historia de la civilización mañana, tarde y

noche!".

No es que las causas de las complejas insatisfacciones de Hedda se puedan

localizar únicamente en lo sexual. Ella es victima de toda una trama de

represiones propias de la sociedad burguesa, una de las cuales está representada

por la manera en que Tesman usa el pasado para eludir los problemas del

presente. Pero el desprecio creciente de Hedda por su marido se centra en su

devoción ascética por la historia, el reino de los muertos que refuerza el temor de

Hedda hacia un futuro desconocido, simbolizado por el niño que comienza a

tomar forma dentro de ella.

El rival de Tesman es Eilert Lövberg, también historiador, pero en el más

sublime estilo hegeliano: un filósofo de la historia cuyo libro, "sobre la marcha

de la civilización en términos generales por así decirlo"; inspira en Hedda la

esperanza de que la visión de él pueda aliviar el mundo estrecho que circunscribe

la fracturada imaginación de Tesman. Ibsen quiere que veamos en Lövberg a un

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hombre de talento con capacidad creativa potencial. Está escribiendo una obra

sobre la civilización que habrá de minar a la moral convencional, una verdad más

noble que la verdad a medias sobre la cual se basan su primer libro y su

reputación de joven. Pero conforme va desarrollándose la obra, Hedda llega a

odiarlo, se apodera de su manuscrito, lo destruye y provoca el suicidio de

Lövberg. La destrucción del manuscrito es un acto de venganza personal sobre

Lövberg por su affair con la rival de Hedda, la señora Elvsted. Pero es también

un repudio simbólico de esa "civilización" de la que son devotos incondicionales,

cada quien a su modo, Tesman y Lövberg. Al final, Hedda es amenazada con ser

presentada ante el Juez Urack, otro guardián de la tradición, lo que finalmente la

lleva al suicidio. En la última escena, Tesman y la señora Elvsted, sobrevivientes

de la tragedia, se dedican a la infinita tarea de editar Nachlass de Lövberg, lo cual

indica que ninguno de los dos aprendió nada de los trágicos acontecimientos que

compartieron. Tesman escribe su propio epitafio al decir: "Arreglar los escritos

de otras gentes es el trabajo preciso para mí".

En El inmoralista (1902) de Andre Gide la revuelta contra la conciencia histórica

es todavía más explícita: La oposición entre la respuesta del arte al presente y el

culto de la historia por los muertos. El protagonista de la obra, Michel padece una

enfermedad que combina todos los síntomas personales de Hedda Gabler. Michel

es al mismo tiempo un filisteo, un historiador y, cada vez más, conforme

progresa la novela, un filósofo de la historia. Pero su papel como filósofo lo gana

sólo después de sufrir sus papeles como filisteo y como historiador. Y es un

papel temporal, porque con él adquiere la comprensión de que la historia, como

la misma civilización, debe ser trascendida si se quiere servir a las necesidades de

la vida. La tuberculosis de Michel es sólo la manifestación de un temor general a

la vida, que se manifiesta psicológicamente como una preocupación obsesiva por

las culturas y las formas de vida muertas. Por tanto, cuando comienza la

recuperación de su malestar físico, Michel descubre que ha perdido todo interés

por el pasado. Dice:

Cuando quise (...) reanudar mis estudios, hundirme otra vez como antaño en el

examen minucioso del pasado, descubrí que algo había, si no suprimido, por lo

menos modificado el deseo: era el sentimiento del presente. La historia del

pasado adquiría ahora a mis ojos esa inmovilidad, esa fijeza aterradora de las

sombras nocturnas en el patiecito de Biskra, la inmovilidad de la muerte.

Anteriormente me complacía en esa fijeza, que facultaba la precisión de mi

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espíritu; todos los hechos de la historia se me aparecían como las piezas de un

museo, o aun mejor, como las plantas de un herbario, cuya sequedad definitiva

me ayudaba a olvidar que un día, ricas de sabia, -habían vivido bajo el sol (...)

Llegué a huir de las ruinas (...) Llegué a despreciar en mí esa ciencia que

constituía antes mi orgullo (...) Como especialista, me vi estúpido. Como

hombre, ¿me conocía?.

Cuando regresa a París para dar una conferencia sobre la civilización latina

tardía, Michel modifica su conciencia del presente en contra de su cada vez más

débil sentido del pasado:

A propósito de la extrema civilización latina, pinté la cultura artística, creciendo

a flor de pueblo, a la manera de una secreción que en un principio indica plétora,

sobre abundancia de salud, mas luego se fija, se endurece, se opone a todo

contacto perfecto del espíritu con la naturaleza, oculta bajo la persistente

apariencia de la vida, la disminución de la vida, forma una envoltura donde el

espíritu oprimido languidece, se marchita y muere. En fin, llevando a su

culminación mi pensamiento, exponía yo la Cultura, nacida de la vida, matando

la vida.

Pero este uso lovberguiano del pasado para destruir el pasado deja de llamar la

atención de Michel, y abandona su carrera académica para buscar una comunión

con esas fuerzas oscuras que la historia ha oscurecido y que la cultura ha

debilitado en él. La conclusión problemática del libro sugiere que Gide quería

que viéramos a Michel lisiado permanentemente debido a su temprana devoción

por una cultura historizada, una confirmación viviente del dictum nietzschiano

según el cual la historia destierra el instinto y convierte a los hombres en

"sombras y abstracciones".

LA PRUEBA DE LA GUERRA

En la década previa a la Primera Guerra Mundial esta hostilidad hacia la

conciencia histórica y el historiador se generalizó entre los intelectuales

europeos. En todas partes creció la sospecha de que la febril busca de Europa en

las ruinas de su pasado expresaba menos el impulso de controlar el presente que

el temor inconsciente hacia un futuro demasiado horrible para contemplarlo.

Antes de que terminara el siglo XIX, un gran historiador, Jacob Burckhardt,

anticipó la muerte de la cultura europea y abandonó la historia que se practicaba

en la academia y proclamó abiertamente la necesidad de transformarla en un arte,

aunque se negó a discutir públicamente su herejía. Schopenhauer le había

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enseñado la inutilidad de los cuestionamientos históricos tradicionales tanto

como el disparate esencial de todo esfuerzo público. Otro gran schopenhaueriano,

Thomas Mann, en su novela Los Budenbrooks (1901), había localizado la causa

de este sentido de inminente degradación europea en la hiperconciencia de una

cultura avanzada de clase media. La sensibilidad estética de Hanno Budenbrook

es al mismo tiempo el producto más fino de la historia de su familia burguesa y el

signo de su desintegración. Por su parte, filósofos como Bergson y Klages

apuntaban que la concepción del tiempo histórico mismo, que unía a los hombres

con instituciones, ideas y valores anticuados, era la causa del malestar.

La visión de los vencidos. Los indios de Moctezuma vieron lo que mata...

Entre los científicos sociales la hostilidad hacia la historia fue menos marcada.

Los sociólogos, por ejemplo, continuaron en la búsqueda de un camino que

uniera historia y ciencia, procesos y estructuras, en disciplinas nuevas, las

llamadas "ciencias del espíritu", de acuerdo al programa trazado por Whihelm

Dilthey y ejecutado por Max Weber en Alemania y por Emile Durkheim en

Francia. Neokantianos como Wilhelm Windelband trataron de distinguir la

historia de la ciencia designando a la historia como una especie de arte que

aunque no podía proporcionar leyes para el cambio social, ofrecía pistas valiosas

para la totalidad de las experiencias humanas. Croce fue más lejos todavía

afirmando que la historia era una especie de arte pero al mismo tiempo que era

una disciplina erudita, la única base posible para una sabiduría social adecuada a

las necesidades del hombre occidental contemporáneo.

La Primera Guerra Mundial se encargó de destruir el prestigio que le quedaba a

la historia entre artistas y científicos sociales: la guerra pareció confirmar lo que

Nietzsche había anticipado dos generaciones antes. La historia, que

supuestamente debía suministrar una especie de entrenamiento para la vida, la

supuesta "filosofía que instruye con ejemplos", no había preparado a nadie para

la guerra, y al terminar la guerra, los historiadores fueron incapaces de alzarse

por encima de las estrechas lealtades partidarias y dar una interpretación

significativa de lo sucedido. Repitieron mecánicamente las consignas de los

gobiernos sobre las tentativas criminales del enemigo, y tendieron a apoyarse en

la idea de que ninguno había deseado la guerra: "había sucedido".

Ellas vieron lo que engendra.

Por supuesto, pudo ser así, pero más que una explicación era admitir que ninguna

explicación, cuando menos en los terrenos de la historia, era posible. Lo mismo

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pudieron haber dicho otras disciplinas. Pero los estudios históricos, si incluimos a

los clásicos bajo este término, habían formado el centro de los estudios

humanísticos y sociales antes de la guerra; fue natural que se convirtieran en el

primer blanco de los que habían perdido la fe en la capacidad del hombre para

darle algún sentido a su vida en la posguerra. Paul Valéry expresó mejor que

nadie la nueva actitud antihistórica: "La Historia es el producto más peligroso

que haya elaborado la química del intelecto (...) La Historia justifica lo que

quiere. No enseña rigurosamente nada, porque contiene todo y da ejemplos de

todo (...) Nada ha sido tan arruinado por la última guerra como la pretención de

prever. Pero ¿acaso nos faltaban conocimientos históricos?"

Ni el pasado ni el futuro pudieron dar una orientación a los problemas e

incertidumbres generados por la guerra o estimular acciones específicas en el

presente. Como lo dijo el poeta alemán Gottfried Benn: "El sabio es ignorante/

del cambio y del avance / sus hijos y los hijos de sus hijos / no son parte de su

mundo". Y a partir de esta concepción radicalmente ahistórica del mundo sacó

consecuencias éticas inevitables: "Me sorprende la idea de que pueda ser más

revolucionario y valer más la pena para un hombre activo y vigorosa enseñar a

sus compañeros esta simple verdad: eres lo que eres y jamás serás diferente; así

es, así ha sido, así será tu vida. El que tiene dinero llega a viejo; el que tiene

autoridad no puede equivocarse; el que tiene poder establece lo que es justo. íEsa

es la historia! íEcce historia! Aquí está el presente; este es su cuerpo, coman y

mueran".

En Rusia, donde la Revolución de 1917 planteó con especial inmediatez el

problema de La relación de lo nuevo con lo viejo, M. O. Gerkenson escribió al

historiador V. I. Ivanov sobre su esperanza de que la violencia de la época

quedara relegada por una interacción nueva y más creativa ente "e hombre

desnudo y la tierra desnuda". "Para mí", escribió "existe el prospecto de la

felicidad en un baño en el Leteo que borre la memoria de todas las religiones y de

todos los sistemas filosóficos". En pocas palabras: sin el peso de la historia.

LA REVUELTA CONTRA EL PASADO

Esta actitud antihistórica latente igual en el nazismo que el existencialismo fue el

legado de la década de los treinta Tanto Malraux como Spengler -en muchos

sentidos el progenitor del nazismo- enseñaron que la historia tenía valor sólo si

destruía, más que afianzar, la responsabilidad hacia e pasado. Hasta Ortega y

Gasset compartió la creencia de que la historia sólo era una carga. "Nuestras

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instituciones, como nuestros espectáculos", escribió en El tema de nuestro tiempo

(1923), "son residuos de otra edad. Ni hemos sabido romper resueltamente con

esas desvirtuadas concreciones del pasado, ni tenemos posibilidad de adecuarnos

a ellas". A mediados de los treinta, en una obra dedicada a una víctima de la

opresión nazi, Ortega confesó que la única lección que la historia le había dado

era que "el hombre es una entidad infinitamente maleable con quien se puede

hacer lo que se desee precisamente porque en sí mismo no es otra cosa excepto la

potencialidad para ser únicamente `lo que usted quiera'". La revolución nihilista

de Hitler se basaba precisamente en este sentido de la irrelevancia del pasado

conocido para el presente vivido. "Lo que fue cierto en el siglo XIX", dijo Hitler

e una ocasión a Rauschning, "ya no lo es en el siglo veinte". Y tanto los

intelectuales nazis (Heidegger a Jünger) como la existencialistas enemigos del

nazismo en Francia (Camus o Sartre) estaban de acuerdo con él en ese punto.

Para ambos el problema no era cómo debía estudiarse el pasado, sino debía

estudiarse, a secas.

Meursault, el héroe de la primera novela de Camus, extranjero (1942), es un

asesino inocente. Haber matado a u hombre que no conoce es un gesto que carece

por completo de sentido, no es en esencia diferente de los otros miles de actos

impensados que forman su vida cotidiana. Es el fiscal, "históricamente"

entendido, quien muestra al jurado la manera en que los acontecimientos de la

existencia de Meursault, presentada por el autor como un conjunto perfectamente

azaroso de acontecimientos, está tejida en un modelo de intención consciente por

aquellos que "saben" lo que deben "significar" tanto la sensibilidad privada como

el gesto público. Es esta habilidad para urdir un significado verosímil en el

pasado, lo que según Camus le permite a la sociedad distinguir entre el "crimen"

de Meursault y su "ejecución por la sociedad como criminal. Camus negaba la

existencia de toda diferencia real entre los distintos tipos de asesinatos: sólo la

hipocresía, respaldada por una conciencia histórica, permite a la sociedad llamar

asesinato al acto de Meursault y justicia o su ejecución.

En El rebelde (1951) Camus volvió sobre el tema, señalando que tanto el

totalitarismo como el anarquismo tenían origen en una actitud nihilista derivada

del deseo obsesivo del hombre occidental de darle sentido a la historia. "El

pensamiento histórico puro es nihilista", escribió, "acepta abiertamente la maldad

de la historia", y entrega la tierra a la fuerza desnuda. Haciéndose eco de

Nietzsche, Camus colocaba al arte por encima de la historia y contra ella, y lo

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entendía como la única posibilidad de reintegrar al hombre a la naturaleza, para

lo que se había vuelto un extraño. Del poeta René Char, Camus extrajo un

epígrafe sobre su posición central en este tema: "La obsesión por la cosecha y la

indiferencia hacia la historia son los dos extremos de mi arco".

Cualesquiera sean sus diferencias, Camus y Sartre están de acuerdo en su

desprecio por la conciencia histórica. Roquentin, el protagonista de la primera

novela de Sartre La náusea (1938), es un historiador profesional que, como él

mismo dice, ha "escrito cantidad de artículos" pero nada que requiriese "talento".

Roquentin está tratando de escribir un libro sobre un diplomático del siglo XVIII,

un tal Marqués de Rollerbon. Pero está agobiado por los documentos; hay

"montones" pero carecen de "firmeza y consistencia". No es que se contradigan

entre sí, dice Roquentin, sino que "no parecen referirse a la misma persona". No

obstante, Roquentin anota en su diario: "Otros historiadores trabajan con las

misma fuentes. ¿Cómo lo hacen?".

La respuesta, desde luego está en la conciencia de Roquentin, en su ausencia de

toda "firmeza y consistencia". Roquentin siente su propio cuerpo como una

"naturaleza sin humanidad", y su vida mental como una ilusión: "Nada sucede

mientras vives. El escenario cambia, la gente entra y sale, eso es todo. No hay

comienzos. Los días se van apilando sin rima o razón; una suma interminable,

monótona". Roquentin carece de una conciencia central a partir de la cual el

mundo, pasado o presente, pueda ser ordenado. "No tenía derecho a existir".

Escribe Roquentin, "había aparecido por casualidad, viví como una piedra, una

planta, un microbio. Mi vida dirigió sus antenas hacia pequeños placeres en todas

direcciones; en otra época no sentí más que un zumbido inofensivo". Su amigo,

el Autodidacta, posee una fe simple en el poder de la sabiduría para propiciar la

salvación y exhibe ante Roquentin el modelo del Optimista Norteamericano. El

Optimista cree, como el humanista tradicional, que "la vida tiene un sentido si

elegimos darle un sentido". Pero el malestar de Roquentin surge precisamente de

su incapacidad para creer en consignas tan fatuas. Para él, "todo nace sin razón,

se prolonga por debilidad y muere casualmente". Sartre solo habría tenido que

agregar el "íEcce historia!" de Gottfried Benn para telegrafiar más explícitamente

la tendencia antihistórica de su primera obra filosófica, El ser y la nada (1943),

en la que estaba trabajando mientras escribía La náusea. Quienes comentaron Las

palabras (1964) de Sartre hubieran hecho bien en recordar La náusea y El ser y la

nada; se hubieran ofendido menos ante lo opaco de las "confesiones" de Sartre,

Page 13: El peso de la historia

hubieran sabido que él creía que la única historia importante es la que el

individuo recuerda y que el individuo recuerda únicamente lo que quiere

recordar. Sartre rechaza la doctrina psiconalítica del inconsciente y afirma que el

pasado es lo que decidimos recordar de él. no tiene existencia fuera de nuestra

conciencia. Elegimos nuestro pasado en la misma medida en que elegimos

nuestro futuro. Por tanto el pasado histórico, al igual que nuestros distintos

pasados personales. es en el mejor de los casos un mito que justifica nuestro

juego con un futuro específico, y en el peor de los casos una mentira una

racionalización retrospectiva de lo que en efecto nos hemos convertido por medio

de nuestras elecciones.

Hay otros ejemplos de la revuelta contra la historia en la literatura moderna. El

artista moderno no piensa mucho en lo que solía llamarse "imaginación histórica.

De hecho, para muchos de ellos la frase "imaginación histórica" es sólo una

contradicción de términos, la barrera fundamental de cualquier intento de

acercarse realistamente a los problemas espirituales más urgentes. Es una actitud

parecida a la de N.O. Brown, quien ve la historia como una especie de "fijación"

que "aliena lo neurótico del presente y lo remite a la búsqueda inconsciente del

pasado en el futuro"; no es tan sólo un peso considerable impuesto al presente por

el pasado en forma de instituciones, ideas y valores viejos, sino también una

manera de ver el mundo que le da a estas formas anticuadas una autoridad

verosímil. El historiador aparece como el portador de una enfermedad que fue al

mismo tiempo la fuerza motriz y la némesis de la civilización del siglo XIX. Es

por esto que gran parte de la narrativa moderna intenta librar al hombre

occidental de la tiranía de la conciencia histórica. Nos dice que sólo emancipando

a la inteligencia humana del sentido de la historia los hombres serán capaces de

enfrentar creativamente los problemas del presente. Las implicaciones de todo

esto para todo historiador que valore la visión histórica como algo más que un

juego, son obvias: debe preguntarse cómo participar en esta actividad liberadora,

y si su participación implica la destrucción de la historia misma.

La carga del historiador en esta época consiste en restablecer la dignidad de los

estudios históricos transformalos de modo que el historiador participe

efectivamente en la tarea colectiva de liberar al presente del peo de la historia.

HISTORIA Y LIBERACIÓN

Los historiadores no pueden hacer caso omiso a las críticas de la comunidad

intelectual, ni pueden desechar como irrelevantes los juicios de artistas y

Page 14: El peso de la historia

científicos sobre la manera en que debe estudiarse el pasado. Después de todo,

tradicionalmente han sostenido que no se requiere ni una metodología específica

ni un equipo intelectual especial para el estudio de la historia. Lo que

comúnmente se llama el "entrenamiento" de un historiador consiste en el estudio

de unos cuantos idiomas, en trabajar y viajar por los archivos, y en la ejecución

correcta de unos cuantos ejercicios que lo familiaricen con libros y periodos de su

campo. Por lo demás, una experiencia general de asuntos humanos, lecturas en

campos periféricos, autodisciplina y horas en el escritorio es todo lo que hace

falta. Cualquiera puede dominar fácilmente los requisitos. ¿Cómo puede decirse

entonces que el historiador profesional está calificado de un modo especial para

definir las preguntas que pueden hacerse al proceso histórico? ¿Cómo afirmar

que sólo él puede determinar si las respuestas a esas preguntas son las adecuadas?

Para la comunidad intelectual en su conjunto ya no es automáticamente cierto

que el estudio desinteresado del pasado -for its own sake, como dice el cliché-

ennoblece o ilustra a la humanidad. De hecho, el consenso general tanto en el arte

como en la ciencia parece ser precisamente la idea contraria. De ahí que la carga

del historiador en nuestra época consista en reestablecer la dignidad de los

estudios históricos sobre una base que los ponga a tono con los estudios y los

objetivos de la comunidad intelectual en su conjunto; esto es: transformar los

estudios históricos de modo que le permitan al historiador participar

efectivamente en la tarea colectiva de liberar el presente del peso de la historia.

Mi Bomarzo, Tepoztlán.

¿Cómo lograr esto? Primero que nada los historiadores deben admitir que la

revuelta contra el pasado es válida. A todo el que perciba la diferencia radical que

hay entre su presente y su pasado, el estudio del pasado como "un fin en sí

mismo" sólo le puede parecer una abstracción insensata y todo el que estudie el

pasado como "un fin en sí mismo", un anticuario que huye de los problemas del

presente a caballo de un pasado puramente personal, o una especie de necrófilo

cultural que busca en los muertos y en lo muerto un valor que jamás podrá

encontrar entre los vivos. El historiador tiene que valorar el estudio del pasado,

no como "un fin en sí mismo", sino como una manera de ofrecer perspectivas que

contribuyan a resolver los problemas de su época.

Por otra parte, en cuanto el historiador reconoce la imposibilidad de conocer

únicamente lo suyo, se dispone a entrar en contacto con las técnicas de análisis y

representación de la ciencia y el arte modernos para comprender las operaciones

Page 15: El peso de la historia

de la conciencia y los procesos sociales. En pocas palabras, puede reclamar una

voz en el diálogo cultural sólo en tanto asuma seriamente las preguntas que el

arte y la ciencia de su época le plantean.

A menudo los historiadores consideran los principios del siglo XIX como la

época clásica de su disciplina, no sólo porque en esa época la historia emergió

como un modo distinto de ver el mundo, sino también porque había una estrecha

relación de trabajo e intercambio entre la historia, el arte, la ciencia y la filosofía.

Los artistas románticos se acercaron a la historia en busca de temas y recurrieron

a la "conciencia histórica" como una justificación para hacer del pasado una

presencia viva para sus contemporáneos. Algunas ciencias, la geología y la

biología en particular, se nutrieron de ideas y conceptos que hasta entonces sólo

habían sido utilizados en forma generalizada por la historia. La categoría de lo

histórico dominó la filosofía de los idealistas postkantianos y sirvió como

categoría organizadora a los hegelianos de izquierda de derecha. Para el

historiador moderno que reflexiona en los logros de esa época en todos los

campos del pensamiento y la expresión, resultan obvias la importancia critica del

sentido de la historia y la función del historiador como mediador entre las artes y

las ciencias.

Sería más exacto reconocer que los albores del siglo XIX fueron una época en la

que el arte, la ciencia, la filosofía y la historia estuvieron unidas en un esfuerzo

común para comprender la experiencia de la Revolución Francesa. Lo que más

impresiona de la época no es "el sentido de la historia" como tal, sino la

disposición de los intelectuales a cruzar los limites que dividen una disciplina de

la otra y a abrirse al uso de metáforas iluminadoras para organizar la realidad. A

hombres como Michelet y Tocqueville se les llama historiadores por sus temas,

no por su método, que fácilmente permitiría llamarlos científicos, artistas o

filósofos. Lo mismo puede decirse de "historiadores" como Ranke y Niebuhr, de

"novelistas" como Stendhal y Balzac, de "filósofos" como Hegel y Marx o de

"poetas" como Heine y Lamartine.

UN MARIDAJE DECIMONÓNICO

Pero en algún momento del siglo XIX cambió todo esto: no porque los artistas,

científicos y filósofos dejaran de interesarse en los asuntos históricos, sino

porque muchos historiadores se habían casado con ciertos conceptos de lo que

debían ser el arte, la ciencia y la filosofía. Y en la medida en que los historiadores

de la segunda mitad del siglo siguieron viendo su trabajo como una combinación

Page 16: El peso de la historia

de arte y ciencia, vieron la historia como una combinación de arte romántico, por

un lado, y de ciencia positivista, por el otro. En resumen, para mediados del siglo

XIX, los historiadores se habían quedado encerrados en concepciones del arte y

la ciencia que tanto artista como científicos habían ido abandonando

progresivamente para poder comprender el mundo cambiante que les ofrecía el

proceso histórico mismo. Y así, una de las razones por las que el artista moderno,

al contrario que sus compañeros de comienzos del siglo XIX, se niega a hacer

causa común con el historiador es que ve en el historiador al guardián de una

noción anticuada del arte.

En efecto, cuando los historiadores contemporáneos hablan del "arte" de la

historia, parecen tener en mente un concepto de arte que admitiría a la novela del

siglo XIX como paradigma. Y cuando dicen que son artistas, parecen querer

decir que lo son a la manera en que lo fueron Scott o Thackeray. Ciertamente no

pretenden identificarse con pintores pop, escultores quinéticos, novelistas

existencialistas, poetas puros o cineastas de la nouvelle vague. Al mismo tiempo

que llenan las paredes de sus cubículos con obras no figurativas de artistas

modernos, los historiadores siguen actuando como si el objetivo más importante

del arte, si no es que el único, fuera narrar una historia. Así, H. Stuart Hughes

arguye en una obra sobre la relación entre la historia, la ciencia y el arte que "el

virtuosismo técnico supremo del historiador está en fusionar el nuevo método de

análisis social y psicológico con su función tradicional de narrador. Naturalmente

que el objetivo del artista puede quedar resuelto narrando una historia, pero éste

es sólo uno de los modos de representación posibles que se le ofrecen.

Podría hacerse una crítica similar a la pretensión del historiador de tener un lugar

entre los científicos. Cuando los historiadores hablan de sí mismos como

científicos parecen referirse a una idea de la ciencia válida para la época en que

vivió y trabajó Robert Spencer, pero que no tiene relación alguna con las ciencias

de la física, tal como se han desarrollado desde Einstein o con las ciencias

sociales tal como han llegado a ser después de Weber.

Lo malo de estos conceptos mohosos de la ciencia y el arte son los conceptos de

objetividad anticuados que los caracteriza. Muchos historiadores siguen

considerando sus "hechos" como si fueran "dados" y se niegan a reconocer, al

revés de la mayor parte de los científicos, que están "construidos" por el tipo de

preguntas que el investigador hace. Es la misma noción de objetividad que

aplican los historiadores al marco cronológico de sus narraciones. Cuando los

Page 17: El peso de la historia

historiadores tratan de coser sus "descubrimientos" de los "hechos con lo que

ellos llaman un estilo "artístico uniforme, evitan unánimemente las técnicas de

representación literaria que Joyce, Yeats o Ibsen aportaron a la cultura moderna.

No ha habido todavía intentos significativos de una historiografía surrealista,

expresionista o existencialista -excepto por los mismos novelistas y poetas-. Es

como los historiadores creyeran que la única forma posible de narración histórica

es la de la novela inglesa del siglo XIX. El resultado de esto ha sido la progresiva

vejez del mismo "arte" de la historiografía.

LA FUGA DE BURCKHARDT

Burckhardt, con todo y su pesimismo schopenhaueriano, estuvo dispuesto a

experimentar con las técnicas artísticas más avanzadas de su época. Su

Civilización del renacimiento puede considerarse como un ejercicio de

historiografía impresionista, que a su manera constituye una ruptura de la

historiografía convencional tan radical como la de los pintores impresionistas o la

poesía de Baudelaire. Los estudiantes de historia -y no pocos profesionales-

tienen problemas con Burckhardt porque rompió con el dogma de que una obra

histórica tiene que "narrar una historia", y seguir un orden cronológico. Por la

rareza de su obra, los historiadores han clasificado a Burckhardt como una

especie de científico social en embrión que se enfrentó a tipos ideales y se

adelantó a Weber. Al igual que sus contemporáneos en el terreno del arte,

Burckhardt realiza cortes en diferentes puntos del relato histórico y sugiere

distintas perspectivas: omite, ignora o distorsiona según lo exige su objetivo

artístico. Su intención no era decir toda la verdad sobre el Renacimiento italiano,

sino una verdad, del mismo modo qu Cézanne abandonó todo intento de decir la

verdad total de un paisaje. Había abandonado el sueño de contar la verdad sobre

el pasado por medio del relato de una historia porque desde hacía mucho tiempo

descreía que la historia tuviera un sentido o un significado inherente. La única

"verdad" reconocida por Burckhardt era la aprendida en Schopenhauer: todo

intento de darle forma al mundo, toda afirmación humana, está irremisiblemente

condenada al fracaso, pero la afirmación individual vale por sí misma en tanto

impone una forma temporal al caos del mundo.

Dé ahí que en la obra de Burckhardt el concepto de "individualismo" sea sobre

todo una metáfora que elimina ciertos tipos de información y enaltece otros, de

manera que permite ver con claridad especial lo que quiere ver. El marco

cronológico habitual habría frenado este intento de lograr una perspectiva

Page 18: El peso de la historia

específica, y por eso Burckhardt lo desechó. Una vez libre de las limitaciones de

la técnica "narrativa", se liberó también de la necesidad de construir una ""trama"

con héroes, villanos y coros, como necesita hacerlo siempre el historiador

convencional. En la medida en que tuvo el coraje de construir una metáfora a

partir de su propia experiencia inmediata, Burckhardt pudo ver en la vida del

siglo XV cosas que nadie había visto. Incluso los historiadores convencionales

que juzgan erróneos sus datos, otorgan a su obra el título de clásica. Sin embargo,

lo que la mayoría no alcanza a apreciar es que elogiando a Burckhardt a menudo

condena sus propios compromisos con nociones rígidas de la ciencia y el arte que

el mismo Burckhardt superó.

Muchos historiadores muestran hoy interés en los últimos desarrollos técnicos y

metodológicos en las ciencias sociales. Algunos están tratando de utilizar la

econometría, la teoría de los juegos, y nuevos métodos cada vez que sienten que

sus objetivos historiográficos convencionales pueden verse beneficiados. Pero

muy pocos han tratado de utilizar las técnicas artísticas modernas. Uno de los

pocos que ha hecho el esfuerzo es Norman O. Brown.

En Life Against Death Brown ofrece el equivalente historiográfico de la

antinovela: escribe la antihistoria. Incluso los historiadores que se han tomado la

molestia de acercarse al libro de Brown lo han tachado de freudiano y lo han

hecho a un lado. Pero el verdadero sentido de Brown está en su disposición para

seguir una línea de investigación sugerida por Nietzsche y llevada adelante por

Klages, Heidegger y los fenomenólogos existencialistas. Empieza por no asumir

la validez de la historia como forma de existencia ni como forma de

conocimiento. Emplea materiales históricos, pero del mismo modo en que uno

podría usar su experiencia del presente. Reduce toda la documentación sobre la

conciencia -pasada y presente- al mismo nivel ontológico y luego. por una serie

de yuxtaposiciones, involuciones, reducciones y distorsiones brillantes y

sorprendentes, obliga al lector a ver con una nueva claridad los materiales que

por una asociación constante ha olvidado, o ha reprimido como respuesta a

imperativos sociales. En pocas palabras, Brown consigue en su historia los

mismos efectos que buscaban los artistas pop o John Cage en sus happenings.

¿Existe algo intrínseco en la aproximación al pasado que impida ver a Brown

como un historiador serio? No, si sostenemos el mito de que los historiadores son

científicos y artistas. Porque en el libro de Brown estamos obligados a confrontar

el problema del estilo que como historiador eligió para su obra antes de poder

Page 19: El peso de la historia

pasar a la pregunta de si su historia es o no un retrato "válido" del pasado.

LA OBLIGACIÓN DEL CAMBIO

¿Pero dónde vamos a encontrar los criterios para determinar cuándo La

"narración" es adecuada a los "hechos", y cuándo el "estilo" elegido es apropiado

o no a la "narración"? Los historiadores que dan crédito a la idea de que la

historia es una combinación de arte y ciencia deben disponerse a resolver el

problema interno de la ecuación, es decir, el problema de la elección de un estilo

artístico entre los muchos que ofrece a su consideración la herencia literaria.

Porque ya dejó de ser obvio que podemos utilizar como sinónimos los términos

"artista" y "narrador". Si vamos a cuestionar el derecho de cualquier historiador

para usar un concepto de ciencia social del siglo XIX, debemos estar preparados

también para cuestionar su utilización de un concepto del arte del siglo XIX.

La noción de que la historia es una combinación de ciencia y arte es solamente un

síntoma de las opiniones anticuadas que de ambos obtienen los historiadores.

Durante casi tres décadas los filósofos de la ciencia y los estetas han estado

trabajando para entender mejor las semejanzas entre los científicos y los artistas.

Investigaciones como las de Karl Popper sobre la lógica de la explicación

científica y el impacto de la teoría de La probabilidad, han minado la ingenua

noción positivista del carácter absoluto de las proposiciones científicas. Los

filósofos ingleses y norteamericanos contemporáneos han matizado las burdas

distinciones positivistas entre los científicos, por un lado, y los metafísicos, por

otro. Dentro de la atmósfera de intercambio entre las "dos culturas" que se ha ido

formando se ha logrado una mejor comprensión de la naturaleza de los sectores

artísticos, y con ello una mayor posibilidad de resolver el viejo problema de la

relación de los componentes científicos y artísticos en las explicaciones

históricas.

Ahora parece posible sostener que una explicación no necesita asignarse a la

categoría de lo literalmente cierto o a lo puramente imaginativo, sino que se le

puede juzgar por la riqueza de las metáforas que gobiernan su secuencia de

articulación. Así vista, la metáfora gobernante de una obra histórica puede ser

una regla heurística que conscientemente elimina cierto tipo de datos. Se podría

ver así al historiador como alguien que, lo mismo que el artista o el científico

modernos, busca explotar una cierta perspectiva del mundo que no pretende dar

una descripción o un análisis exhaustivos de todos los fenómenos, sino que se

ofrece como un camino entre muchos para revelar ciertos aspectos. Señala

Page 20: El peso de la historia

Gombrich en Art and Ilusion: no pretendemos que Constable y Cézanne hubieran

buscado lo mismo en un paisaje dado. Y cuando confrontamos sus respectivas

representaciones de un paisaje, no pretendemos tampoco elegir entre ellas y

determinar cual es la más "exacta". El resultado de esta actitud no es el

relativismo, sino el reconocimiento de que el estilo que el artista escoge para

presentar una experiencia implica criterios específicos para determinar su

consistencia interna. Así, el estilo funciona como lo que Gombrich llama un

"sistema de notación", como un protocolo provisional o una etiqueta. Cuando

observamos la obra de un artista -o de un científico- no preguntamos si él ve lo

que hubiéramos visto en el mismo terreno fenomenológico, sino si introduce o no

en su representación que pueda ser considerado como información falsa para

cualquiera que sea capaz de comprender el sistema de notación utilizado.

Aplicar esto a la escritura de la historia, obligaría a los historiadores a abandonar

el intento de retratar "una porción particular de la vida en la perspectiva

verdadera", y a reconocer que no existe una perspectiva correcta para cualquier

objeto de estudio, sino muchas perspectivas, cada una de las cuales necesita su

propio estilo de representación. Esto nos permitiría tratar seriamente esas

distorsiones creativas que ofrecen las mentes capaces de mirar hacia el pasado

con la misma seriedad que nosotros, pero con orientaciones intelectuales y

afectivas distintas; dejaríamos entonces de esperar ingenuamente que las

afirmaciones sobre una época dada "correspondiesen" al mismo cuerpo

preexistente de "datos en bruto". Porque reconoceríamos que lo que por sí

mismos constituyen los datos es el problema que el historiador, igual que el

artista, ha tratado de solucionar eligiendo una metáfora que ordena su mundo -

pasado, presente y futuro-. Sólo pediríamos al historiador cautela en el uso de sus

metáforas básicas. Que no las ahogue con datos y que las utilice hasta el límite de

su capacidad; que respete la lógica implícita en el discurso que ha elegido y que

cuando su metáfora empiece a mostrarse incapaz de hospedar cierto tipo de datos,

la abandone para buscar otra, más rica y más abarcadora; del mismo modo que un

científico la hipótesis que agota.

Este nuevo orden de investigación histórica permitiría utilizar los conocimientos

científicos y artísticos contemporáneos sin incurrir en el relativismo radical ni en

la propaganda y usar el psicoanálisis, la cibernética, la teoría de los juegos, etc.

En la medida que los historiadores de la segunda mitad del siglo siguieron

viendo su trabajo como una combinación de arte y ciencia, vieron la historia

Page 21: El peso de la historia

como una combinación de arte romántico, por un lado, y de ciencia positivista,

por el otro.

HISTORIA ¿PARA QUÉ?

Si los historiadores estuvieran dispuesto a participar activamente en la vida

artística e intelectual de nuestro tiempo, el valor de la historia no tendría que

defenderse con la timidez y ambivalencia con que se defiende. La ambigüedad

metodológica de la historia propicia el comentario creativo del pasado y del

presente como ninguna otra disciplina. Si los historiadores aprovechan la

oportunidad, pueden convencer a otras disciplinas de cuán falsa es la afirmación

de Nietzsche sobre la historia como "un lujo caro y superfluo del entendimiento".

¿Pero para qué? ¿Sólo para explotar la humana capacidad de juego, la habilidad

de la mente para las imágenes extravagantes? Convendría tener en mente la línea

de argumentación que va de Schopenhauer a Sartre y que sugiere que el registro

histórico no puede convertirse en estética significativa ni experiencia científica.

El registro documental, dice la tradición, invita primero al ejercicio de la

imaginación especulativa por su fragmentaridad, y luego la desalienta al exigirle

al historiador que no vaya más allá de esos hechos aislados. Por tanto tanto para

Schopenhauer Como para Sartre, el artista hace bien ignorando el archivo

histórico y limitándose a la consideración del mundo de los fenómenos tal como

se los presente de todos los días. Entonces vale la pena preguntarse porqué hay

que estudiar el pasado y de qué sirve la historia. Dicho de otra forma: ¿existe

algún motivo por el que debamos estudiar las cosas desde el punto de vista del

pasado y no desde el punto de vista del presente?

El astronauta y los humanoides

La respuesta más sugerente la han dado los autores de la época dorada de la

historia, entre 1800 y 1850. Los pensadores de esa época reconocieron que la

función de la historia que distinguían tanto del arte como de la ciencia de aquel

tiempo, era darle una dimensión temporal específica a la conciencia que el

hombre tiene de sí mismo. Los mejores representantes del pensamiento histórico

vieron la imaginación histórica como una facultad que, siguiendo el impulso del

hombre por vestir el caos del mundo fenoménico con imágenes estables, se

eximía así mismo del hecho fundamental de cambio y proceso suministrado un

terreno para celebrar la responsabilidad del hombre ante su propio destino.

Los exponentes del historicismo realista -Hegel, Balzac o Tocqueville- estaban

de acuerdo en que el papel del historiador no era recordar a los hombres su

Page 22: El peso de la historia

obligación hacia el pasado sino crear la conciencia de cómo el pasado podía

usarse para transitar responsablemente hacia el futuro. Los tres entendían la

historia como una manera de educar a los hombres en la idea de que su propio

mundo presente había existido alguna vez en las mentes de otros hombres como

un futuro desconocido y aterrador, y como consecuencia de decisiones humanas

específicas, este futuro se había transformado en un presente, en ese mundo

familiar en el que vivía y trabajaba el mismo historiador. Por tanto, para los tres

la historia era menos un fin en sí mismo que una preparación para comprender y

aceptar la responsabilidad del individuo en el diseño del futuro. Hegel, por

ejemplo, escribe que en la reflexión histórica el espíritu se "empantana en la

noche de su propia conciencia; pero su existencia desvanecida se conserva, y esta

existencia diferida -el estado anterior, pero que vuelve a nacer del vientre del

conocimiento- es el nuevo estado de la existencia, un mundo nuevo, un nuevo

cuerpo o modo del Espíritu". Balzac presenta su Comedia humana como "una

historia del corazón humano" que lleva a la novela más allá del punto en que la

había dejado Scott por virtud del "sistema" que vincula a las distintas piezas del

todo en una "historia completa en la que cada capítulo es una novela y cada

novela es retrato de una época"; el todo propone una conciencia más realista de la

singularidad de la época presente. Tocqueville finalmente ofrece su Ancién

Régime como un intento por "aclarar en qué asuntos (el sistema social presente)

se parece y en qué difiere del sistema social que lo precedió; y para determinar lo

que se logró con esa revolución".

"Cuando en nuestros antecesores he encontrado cualquiera de esas virtudes tan

vitales para una nación que ahora se encuentra casi extintas -un espíritu de sana

independencia, grandes ambiciones, fe en uno mismo y en una causa-, las he

puesto de relieve. Del mismo modo, cuando he encontrado los rastros de

cualesquiera de esos vicios que después de haber destruido el orden antiguo

siguen afectando al cuerpo político, los he enfatizado porque es a la luz de los

males que antes causaron como podemos medir el daño que todavía pueden

hacer".

En pocas palabras, los tres interpretaban el peso del historiador como una carga

moral para los hombres que estaban libres del peso del pasado. No veían al

historiador recetando un sistema ético válido para todas las épocas y lugares, sino

lo veían al cuidado de la tarea especial de inculcar en los hombres la conciencia

de que su condición presente era un producto de elecciones humanas específicas

Page 23: El peso de la historia

que por lo mismo podían ser cambiadas o alteradas por otros actos humanos en

ese mismo grado. La historia hacia entonces sensibles a los hombres a los

elementos dinámicos de cada presente alcanzado, les enseñaba la inevitabilidad

del cambio, y contribuía así a liberar ese presente del pasado sin ira ni

resentimiento. Sólo cuando los historiadores perdieron de vista los elementos

dinámicos de sus propios presentes, empezaron a relegar todos los cambios

significativos a un pasado mítico, contribuyendo así implícitamente a la

justificación del status quo. Fue entonces cuando críticos como Nietzsche

pudieron acusarlos con razón de ser los sirvientes de la trivialidad del presente.

La historia tiene hoy la oportunidad de allegarse las nuevas perspectivas del

mundo que ofrecen una ciencia y un arte igualmente dinámicos. La ciencia y el

arte han trascendido los conceptos tradicionales que les exigían ser copias

literales de una realidad presumiblemente estática; y ambos han descubierto el

carácter esencialmente provisional de las construcciones metafóricas destinadas a

comprender un universo dinámico. Así confirman implícitamente la verdad a la

que llegó Camus cuando escribió: "Antes fue cuestión de saber si la vida tenia o

no un significado para vivirla. Ahora está claro, al contrario, de que será vivida

mejor si no tiene sentido". Podemos corregir la afirmación para leer: será vivida

mejor si tiene muchos sentidos en lugar de uno sólo.

Desde la segunda mitad del siglo XIX la historia se ha vuelto cada vez más el

refugio de los hombres "sanos" que destacan por encontrar lo simple en lo

complejo y lo familiar en lo extraño. Todo esto estuvo muy bien en un principio;

pero lo que se necesita ahora es la disposición a enfrentar heroicamente las

fuerzas cambiantes y caóticas en la vida contemporánea. El historiador no sirve

bien a nadie armando una continuidad plausible entre el mundo presente y el que

lo precedió. Por el contrario, necesitamos una historia que nos eduque para la

discontinuidad; porque la discontinuidad, el rompimiento y el caos son el terreno

de nuestro tiempo. Si, como dijo Nietzsche. "contamos con el arte para no morir

con la verdad", también contamos con la verdad para escapar a la seducción de

un mundo que no sea otra cosa que la fantasía de nuestros anhelos. La historia

puede suministrar un terreno sobre el cual podamos buscar esa "transparencia

imposible" que exigía Camus a la humanidad enloquecida de su tiempo. La

historia puede servir para humanizar nuestra experiencia si permanece sensible al

mundo más general del pensamiento y la acción, de donde procede y a donde

regresa. Y en la medida en que el historiador se niegue a ver con los ojos que le

Page 24: El peso de la historia

ofrecen el arte y la ciencia modernas, seguirá en la ceguera, cuidando de un

mundo en el que "las pálidas sombras de la memoria en vano luchan con la vida y

la libertad del presente".

Si vamos a cuestionar el derecho de cualquier historiador para usar un concepto

de ciencia social del siglo XIX, debemos estar preparados también para

cuestionar su utilización de un concepto del arte del siglo XIX.