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EJE EPISTEMOLOGICO

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EJE EPISTEMOLOGICO

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Eje epistemológico: “El ¿pueblo? ¿Quiere saber de qué se trata?” Fuentes

Antigüedad

Platón. República. Buenos Aires. Eudeba. 2000. Libro VII.

Herbert Marcuse: “La relevancia de la realidad” en La lechuza de Minerva ¿Qué es filosofía? Madrid. Cátedra. 1979 (comentario a Platón)

Modernidad

Comte, August. Discurso de filosofía positiva, http://www.librodot.com

Descartes, Rene. “De lo verdadero y de lo falso” en Meditaciones Metafísicas. Buenos Aires. Aguilar. 1967.

Herbert Marcuse, “Del pensamiento negativo al positivo. La racionalidad tecnológica y la lógica de la dominación” en El hombre unidimensional, Sex Barral, Barcelona, 1972.

Autores contemporáneos

Habermas, Jürguen. Conocimiento e interés. Madrid. Taurus. 1982. cap. 1, 3 y cap.3, 9

Horkheimer, Max. Crítica de la razón instrumental. Terramar, La Plata, 2007. Cap. I “Medios y fines” y cap. II, “Dos panaceas universales antagónicas”.

Horkheimer, Max. Teoría tradicional y teoría crítica. Paidós, Barcelona, 1987. Apéndice 1937, Págs., 79- 87

Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI, Madrid, 1998. Capítulo I “Descubrir” y Epílogo

En América Latina

Galeano, Eduardo. “La Diosa tecnología no habla español” en Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI, Buenos Aires, (1971) 2010. Págs. 315-319.

Hernandez, Enrique. “La piedra que desecharon los constructores” Revista de Filosofía Latinoamericana. Buenos Aires. Nro.13. 1988.

Lobosco, Marcelo, Perplejidades de un sentidor, (en Edición)

Weinberg, Gregorio, Modelos educativos en la historia de América Latina, Buenos Aires. AZ. 1995. Cap.1.

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Platón. República. Buenos Aires. Eudeba. 2000. Libro VII.

VII

I. -Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la

educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda

subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y

unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que

estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de

ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un

camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las

mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus

maravillas.

-Ya lo veo -dijo.

-Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de

objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera

y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros

que estén callados.

-Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros!

-Iguales que nosotros -dije-, porque, en primer lugar ¿crees que los que están así han visto otra cosa

de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna

que está frente a ellos?

-¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

-¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

-¿Qué otra cosa van a ver?

-Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas

sombras que veían pasar ante ellos? Forzosamente.

-¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que

hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían

pasar?

-No, ¡por Zeus! -dijo.

-Entonces no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las

sombras de los objetos fabricados.

-Es enteramente forzoso -dijo.

-Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia y si,

conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse

súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por

causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que

contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose

más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera

mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de

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ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo

que entonces se le mostraba?

-Mucho más -dijo.

II. -Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se

escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son

realmente más claros que los que le muestran?

-Así es -dijo.

-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no

le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser

arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola

de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.

-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más

fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las

aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas

del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le

es propio.

-¿Cómo no?

-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar

ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones

de mirar y contemplar.

-Necesariamente -dijo.

-Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años

y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.

-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.

-¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos

compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?

Efectivamente.

-Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los

unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor

de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que

nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o

que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de Homero,

es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal » o sufrir

cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

-Eso es lo que creo yo -dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees

que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la luz del sol?

-Ciertamente -dijo.

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-Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados,

opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y

no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que,

por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una

semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara

desatarles y hacerles subir?

-Claro que sí-dijo.

III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo que se ha

dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión y la luz del

fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de

las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto

a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En

fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea

del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en

todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible

es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera

proceder sabiamente en su vida privada o pública.

-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.

-Pues bien -dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que han llegado a

ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas tienden siempre a permanecer en

las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al menos si también esto concuerda con la imagen de que se

ha hablado.

-Es natural, desde luego -dijo.

-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las

contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo cuando, viendo

todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le rodean, se ve obligado a

discutir, en los tribunales o en otro lugar cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de

que son ellas reflejo y a contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto la

justicia en sí ?

-No es nada extraño -dijo.

-Antes bien -dije-, toda persona razonable debe recordar que son dos las maneras y dos las causas

por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y, una vez

haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente cuando vea a alguna que,

por estar ofuscada, no es capaz de discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida

más luminosa, está cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se

ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a la primera alma, que de tal manera se

conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si

se burlara del alma que desciende de la luz.

-Es muy razonable -asintió- lo que dices.

IV -Es necesario, por tanto -dije-, que, si esto es verdad, nosotros consideremos lo siguiente acerca

de ello: que la educación no es tal como proclaman algunos que es. En efecto, dicen, según creo, que ellos

proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.

-En efecto, así lo dicen -convino.

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-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra que esta facultad, existente en el alma de cada uno,

y el órgano con que cada cual aprende deben volverse, apartándose de lo que nace, con el alma entera -del

mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del

cuerpo entero- hasta que se hallen en condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte

más brillante del ser, que es aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?

-Eso es.

-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir cuál será la manera más fácil y eficaz para

que este órgano se vuelva; pero no de infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya,

no está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.

-Tal parece -dijo.

-Y así, mientras las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es posible que sean bastante

parecidas a las del cuerpo -pues, aunque no existan en un principio, pueden realmente ser más tarde

producidas por medio de la costumbre y el ejercicio-, en la del conocimiento se da el caso de que parece

pertenecer a algo ciertamente más divino que jamás pierde su poder y que, según el lugar a que se vuelva,

resulta útil y ventajoso o, por el contrario, inútil y nocivo. ¿O es que no has observado con cuánta agudeza

percibe el alma miserable de aquellos de quienes se dice que son malos, pero inteligentes, y con qué

penetración discierne aquello hacia lo cual se vuelve, porque no tiene mala vista y está obligada a servir a la

maldad, de manera que, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tantos más serán los males que cometa el

alma?

-En efecto -dijo.

-Pues bien -dije yo-, si el ser de tal naturaleza hubiese sido, ya desde niño, sometido a una poda y

extirpación de esa especie de excrecencias plúmbeas, emparentadas con la generación, que, adheridas por

medio de la gula y de otros placeres y apetitos semejantes, mantienen vuelta hacia abajo la visión del alma; si,

libre ésta de ellas, se volviera de cara a lo verdadero, aquella misma alma de aquellos mismos hombres lo

vería también con la mayor penetración de igual modo que ve ahora aquello hacia lo cual está vuelta .

-Es natural -dijo.

-¿Y qué? -dije yo-. ¿No es natural y no se sigue forzosamente de lo dicho que ni los ineducados y

apartados de la verdad son jamás aptos para gobernar una ciudad ni tampoco aquellos a los que se permita

seguir estudiando hasta el fin; los unos, porque no tienen en la vida ningún objetivo particular apuntando al

cual deberían obrar en todo cuanto hiciesen durante su vida pública y privada y los otros porque, teniéndose

por transportados en vida a las islas de los bienaventurados, no consentirán en actuar?

-Es cierto -dijo.

-Es, pues, labor nuestra -dije yo-, labor de los fundadores, el obligar a las mejores naturalezas a que

lleguen al conocimiento del cual decíamos antes que era el más excelso y vean el bien y verifiquen la

ascensión aquella; y, una vez que, después de haber subido, hayan gozado de una visión suficiente, no

permitirles lo que ahora les está permitido.

-¿Y qué es ello?

-Que se queden allí -dije- y no accedan a bajar de nuevo junto a aquellos prisioneros ni a participar

en sus trabajos ni tampoco en sus honores, sea mucho o poco lo que éstos valgan.

-Pero entonces -dijo-, ¿les perjudicaremos y haremos que vivan peor siéndoles posible el vivir

mejor?

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V -Te has vuelto a olvidar , querido amigo -dije-, de que a la ley no le interesa nada que haya en la

ciudad una clase que goce de particular felicidad, sino que se esfuerza por que ello le suceda a la ciudad

entera y por eso introduce armonía entre los ciudadanos por medio de la persuasión o de la fuerza, hace que

unos hagan a otros partícipes de los beneficios con que cada cual pueda ser útil a la comunidad y ella misma

forma en la ciudad hombres de esa clase, pero no para dejarles que cada uno se vuelva hacia donde quiera,

sino para usar ella misma de ellos con miras a la unificación del Estado.

-Es verdad -dijo-. Me olvidé de ello.

-Pues ahora -dije- observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco vamos a perjudicar a los filósofos que haya

entre nosotros, sino a obligarles, con palabras razonables, a que se cuiden de los demás y les protejan. Les

diremos que es natural que las gentes tales que haya en las demás ciudades no participen de los trabajos de

ellas, porque se forman solos, contra la voluntad de sus respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma

solo y no debe a nadie su crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe de ella.

Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros mismos y para el resto de la ciudad, en

calidad de jefes y reyes, como los de las colmenas, mejor y más completamente educados que aquéllos y más

capaces, por tanto, de participar de ambos aspectos. Tenéis, pues, que ir bajando uno tras otro a la vivienda

de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad. Una vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor que

los de allí y conoceréis lo que es cada imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a

lo bello y a lo justo y a lo bueno. Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños,

como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se

disputan el mando como si éste fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en

que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que viva

mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto.

-Efectivamente -dijo.

-¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a compartir por

turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos juntos y en el mundo de lo

puro?

-Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero no hay duda

de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés que quienes ahora gobiernan en las

distintas ciudades.

-Así es, compañero -dije yo-. Si encuentras modo de proporcionar a los que han de mandar una vida

mejor que la del gobernante, es posible que llegues a tener una ciudad bien gobernada, pues ésta será la única

en que manden los verdaderos ricos, que no lo son en oro, sino en lo que hay que poseer en abundancia para

ser feliz: una vida buena y juiciosa. Pero donde son mendigos y hambrientos de bienes personales los que

van a la política creyendo que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá así. Porque,

cuando el mando se convierte en objeto de luchas, esa misma guerra doméstica e intestina los pierde tanto a

ellos como al resto de la ciudad.

-Nada más cierto -dijo.

-Pero ¿conoces -dije- otra vida que desprecie los cargos políticos excepto la del verdadero filósofo?

-No, ¡por Zeus! -dijo.

-Ahora bien, no conviene que se dirijan al poder en calidad de amantes de él, pues, si lo hacen,

lucharán con ellos otros pretendientes rivales.

-¿Cómo no?

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-Entonces, ¿a qué otros obligarás a dedicarse a la guarda de la ciudad sino a quienes, además de ser

los más entendidos acerca de aquello por medio de lo cual se rige mejor el Estado, posean otros honores y

lleven una vida mejor que la del político?

-A ningún otro -dijo.

VI. -¿Quieres, pues, que a continuación examinemos de qué manera se formarán tales personas y

cómo se les podrá sacar a la luz, del mismo modo que, según se cuenta, ascendieron algunos desde el Hades

hasta los dioses?

-¿Cómo no he de querer? -dijo.

-Pero esto no es, según parece, un simple lance de tejuelo, sino un volverse el alma desde el día

nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser de la cual diremos que es la auténtica filosofía.

-Efectivamente.

-¿No hay, pues, que investigar cuál de las enseñanzas tiene un tal poder?

-¿Cómo no?

-Pues bien, ¿cuál podrá ser, oh, Glaucón, la enseñanza que atraiga el alma desde lo que nace hacia lo

que existe? Más al decir esto se me ocurre lo siguiente. ¿No afirmamos que era forzoso que éstos fuesen en

su juventud atletas de guerra?

-Tal dijimos, en efecto.

-Por consiguiente es necesario que la enseñanza que buscamos tenga, además de aquello, esto otro.

¿Qué?

-El no ser inútil para los guerreros.

-Desde luego -dijo-; así debe ser si es posible.

-Ahora bien, antes les educamos por medio de la gimnástica y la música.

-Así es -dijo.

-En cuanto a la gimnástica, ésta se afana en torno a lo que nace y muere, pues es el crecimiento y

decadencia del cuerpo lo que ella preside.

-Tal parece.

-Entonces no será esta la enseñanza que buscamos.

-No, no lo es.

-¿Acaso lo será la música tal como en un principio la describimos?

-Pero aquélla -dijo- no era, si lo recuerdas, más que una contrapartida de la gimnástica: educaba a los

guardianes por las costumbres; les procuraba, por medio de la armonía, cierta proporción armónica, pero no

conocimiento, y por medio del ritmo, la eurritmia; y en lo relativo a las narraciones, ya fueran fabulosas o

verídicas, presentaba algunos otros rasgos -siguió diciendo- semejantes a éstos. Pero no había en ella ninguna

enseñanza que condujera a nada tal como lo que tú investigas ahora.

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-Me lo recuerdas con gran precisión -dije-. En efecto, no ofrecía nada semejante. Pues entonces,

¿cuál podrá ser, oh, bendito Glaucón, esa enseñanza? Porque como nos ha parecido, según creo , que las

artes eran todas ellas innobles...

-¿Cómo no? ¿Pues qué otra enseñanza nos queda ya, aparte de la música y de la gimnástica y de las

artes?

-Si no podemos dar con ninguna -dije yo- que no esté incluida entre éstas, tomemos, pues, una de

las que se aplican a todas ellas.

-¿Cuál?

-Por ejemplo, aquello tan general de que usan todas las artes y razonamientos y ciencias; lo que es

forzoso que todos aprendan en primer lugar.

-¿Qué es ello? -dijo.

-Eso tan vulgar -dije- de conocer el uno y el dos y el tres. En una palabra, yo le llamo número y

cálculo. ¿O no ocurre con esto que toda arte y conocimiento se ven obligados a participar de ello?

-Muy cierto -dijo.

-¿No lo hace también -dije- la ciencia militar?

-Le es absolutamente forzoso -dijo.

-En efecto -dije-, es un general enteramente ridículo el Agamenón que Palamedes nos presenta una y

otra vez en las tragedias. ¿No has observado que Palamedes dice haber sido él quien, por haber inventado los

números, asignó los puestos al ejército que acampaba ante Ilión y contó las naves y todo lo demás, y parece

como si antes de él nada hubiese sido contado y como si Agamenón no pudiese decir, por no saber tampoco

contar, ni siquiera cuántos pies tenía . Pues entonces, ¿qué clase de general piensas que fue?

-Extraño ciertamente -dijo- si eso fuera verdad.

VII. -¿No consideraremos, pues -dije-, como otro conocimiento indispensable para un hombre de

guerra el hallarse en condiciones de calcular y contar?

-Más que ningún otro -dijo- para quien quiera entender algo, por poco que sea, de organización o,

mejor dicho, para quien quiera ser un hombre.

-Pues bien -dije-, ¿observas lo mismo que yo con respecto a este conocimiento?

-¿Qué es ello?

-Podría bien ser uno de los que buscamos y que conducen naturalmente a la comprensión; pero

nadie se sirve debidamente de él a pesar de que es absolutamente apto para atraer hacia la esencia.

-¿Qué quieres decir? -preguntó.

-Intentaré enseñarte -dije- lo que a mí al menos me parece. Ve contemplando junto conmigo las

cosas que yo voy a ir clasificando entre mí como aptas o no aptas para conducir adonde decimos y afirma o

niega a fin de que veamos con mayor evidencia si esto es como yo lo imagino.

-Enséñame -dijo.

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-Pues bien -dije-, te enseño, si quieres contemplarlas, que, entre los objetos de la sensación, los hay

que no invitan a la inteligencia a examinarlos, por ser ya suficientemente juzgados por los sentidos; y otros,

en cambio, que la invitan insistentemente a examinarlos, porque los sentidos no dan nada aceptable.

-Es evidente -dijo- que te refieres a las cosas que se ven de lejos y a las pinturas con sombras.

-No has entendido bien -contesté- lo que digo. -¿Pues a qué te refieres? -dijo.

-Los que no la invitan -dije- son cuantos no desembocan al mismo tiempo en dos sensaciones

contradictorias. Y los que desembocan los coloco entre los que la invitan, puesto que, tanto si son

impresionados de cerca como de lejos, los sentidos no indican que el objeto sea más bien esto que lo

contrario. Pero comprenderás más claramente lo que digo del siguiente modo. He aquí lo que podríamos

llamar tres dedos: el más pequeño, el segundo y el medio .

-Desde luego -dijo.

-Fíjate en que hablo de ellos como de algo visto de cerca. Ahora bien, obsérvamelo siguiente con

respecto a ellos.

-¿Qué?

-Cada uno se nos muestra igualmente como un dedo y en esto nada importa que se le vea en medio

o en un extremo, blanco o negro, grueso o delgado, o bien de cualquier otro modo semejante. Porque en

todo ello no se ve obligada el alma de los más a preguntar a la inteligencia qué cosa sea un dedo, ya que en

ningún caso le ha indicado la vista que el dedo sea al mismo tiempo lo contrario de un dedo.

-No, en efecto -dijo.

-De modo que es natural -dije- que una cosa así no llame ni despierte al entendimiento.

-Es natural.

-¿Y qué? Por lo que toca a su grandeza o pequeñez, ¿las distingue acaso suficientemente la vista y no

le importa a ésta nada el que uno de ellos esté en medio o en un extremo? ¿Y le ocurre lo mismo al tacto con

el grosor y la delgadez o la blandura y la dureza? Y los demás sentidos, ¿no proceden acaso de manera

deficiente al revelar estas cosas? ¿O bien es del siguiente modo como actúa cada uno de ellos, viéndose ante

todo obligado a encargarse también de lo blando el sentido que ha sido encargado de lo duro y comunicando

éste al alma que percibe cómo la misma cosa es a la vez dura y blanda?

-De ese modo -dijo.

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Herbert Marcuse: ―La relevancia de la realidad‖ en La lechuza de Minerva ¿Qué es filosofía? Madrid.

Cátedra. 1979 (comentario a Platón)

Herbert Marcuse, "La relevancia de la realidad"1

Hace más de cien años, Marx llamó a la filosofía «la cabeza de la emancipación del hombre»

- ¡Deberíamos ser dignos de este elogio! Pero si la realidad misma, la realidad social y política

concreta ahora exige el esfuerzo filosófico crítico -como guía para la acción-, ello no implica una

mera continuación de la variada tradición filosófica. Ciertamente, hay muchas cosas en esta

tradición que merecen ser conservadas: esta tradición debe ser adecuadamente enseñada y

aprendida, precisamente porque estos conceptos son aún antagonistas de la realidad dada, y

proyectan condiciones del hombre y de la naturaleza que ahora han sido sujetas a la materialización,

traducidas a realidad.

Sin embargo, la conservación de esta tradición filosófica, y su defensa contra el doble ataque

de los activistas militantes radicales por un lado, y de los puros y neutrales técnicos del pensamiento

académico por el otro, no significa una simple repetición. El brutal ingreso de la realidad en el

pensamiento conceptual demanda un replanteamiento, una retractación a veces en los casos en que

la filosofía ha aceptado, con demasiada buena conciencia, las condiciones y valores establecidos

como términos y finalidad del pensamiento. Este replanteamiento le es impuesto a la filosofía por

una realidad que necesita de la filosofía, es decir, está necesitada de modalidades del pensamiento que

puedan contrarrestar el masivo adoctrinamiento ideológico practicado por las sociedades represivas

avanzadas de hoy. Esta filosofía contra-actuante habría de sacrificar su neutralismo puritano en

favor de un análisis crítico que trascienda la falsa conciencia y su universo de discurso y conducta y

la lleve hacia su «concepto» histórico. Una filosofía tal tendría que ser materialista en la medida en

que conservasen sus conceptos la plena concreción, la materia muerta y viva de la realidad social;

sería idealista en tanto analizara esta realidad a la luz de su «idea», esto es, de sus posibilidades

reales.

Permítaseme, a modo de ejemplo, sugerir algunos campos en los que ciertos cambios en la

realidad se hacen relevantes para la filosofía y exigen ser pensados de nuevo.

6) Análisis lingüístico. En realidad, el lenguaje ha sido convertido, en una considerable

medida, en un instrumento de control y manipulación. Esta transformación afecta tanto a la

estructura sin táctica como a la estructura conceptual del lenguaje, de la definición y del

vocabulario. La distorsión y falsificación de la «racionalidad» del lenguaje, y el modo en que dificulta

el pensamiento independiente (y el sentimiento, e incluso ¡la percepción!) aparecen como un campo

apropiado para el análisis y la evaluación crítica: la lingüística política como plena concretización -y

conceptualización del análisis lingüístico.

7) Estética. Las familiares y periódicas «crisis del arte» han asumido hoy una forma que pone

en tela de juicio la propia existencia del arte como tal. La noción del «fin del arte» se hace más

realista en cuanto que el arte, en sus formas más radicales y destructivas, es fielmente absorbido e

incorporado a la misma realidad a la que quiere acusar y subvertir. Esta situación pide una

1 MARCUSE, Herbert, "La relevancia de la realidad", in La lechuza de Minerva, Madrid, Cátedra, pp. 244247

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renovación de la estética filosófica: un análisis, no tanto del artista y de su creatividad, no de la

«experiencia estética», como un análisis de la obra de arte en sí, su lugar y función ontológica e

histórica en la interacción entre arte v sociedad.

8) Epistemología. La manera cómo y el punto hasta el cual la sociedad (es decir, los objetos y

«datos» como hechos históricos específicos) entra en este procese del conocimiento en todos los

niveles (percepción sensorial. memoria. razonamiento) y se combina con procesos fisiológicos v

psicológicos requiere una investigación que hasta ahora se ha dejado en manos de la «sociología del

conocimiento». Sin embargo, el problema exige un análisis «trascendental» más que un análisis

sociológico. Este análisis diferiría del de Kant en la medida en que trataría a «las formas de

intuición» y las «categorías del entendimiento» no como «puras» sino como formas y conceptos

históricos. Éstos serían a priori porque pertenecerían a las «condiciones de la experiencia posible»,

pero serían un a priori histórico en el sentido de que su universalidad y necesidad están definidas

(limitadas) por un universo específico de experiencia histórica.

4. La historia de la filosofía ofrece muchas áreas que necesitan una reinterpretación. Por

nombrar solamente una: la demostración por Platón de la mejor forma de gobierno aún es fácil de

ridiculizar y juzgar bajo el aspecto dual de sus características obviamente repulsivas y de su

irreconciliable conflicto con los valores liberales y democráticos. Pero hay otro aspecto de la

República, a saber, la relación interna entre la teoría del conocimiento y la teoría del gobierno, la

teoría política. Aquí se sujeta el gobierno a la condición de alcanzar la forma más elevada del

conocimiento, y a las posibilidades reales de alcanzarlo. Si la primera parte de la premisa es

aceptada, la conclusión parece inevitable: en tanto este conocimiento no esté al alcance de todos los

ciudadanos, la democracia implica una reducción peligrosa (si no la abolición) de la cualificación

para gobernar; la democracia auténtica presupone la igualdad en las maneras, los medios, y el tiempo necesario para

alcanzar el nivel más alto del conocimiento.

«La relevancia para la realidad» se ha convertido en uno de los slogans mediante los cuales

nuestros estudiantes militantes se oponen al establecimiento académico. Insisten en que lo

enseñado y lo aprendido ha de ser relevante para su vida, aquí y ahora. La vieja hostilidad contra la

historia, pero también contra el pensamiento abstracto, la teoría en sí, reaparece. No debemos

aminorar la justificación de esta afirmación: hoy es relevante la acción, la práctica que nos pueda

sacar fuera de una sociedad en la que el bienestar y la existencia misma se consiguen al precio de la

destrucción, el despilfarro y la opresión a escala global.

Pero ninguna práctica particular y privada es relevante para este objetivo; lo único relevante

es una práctica en la que el sufrimiento universal y la protesta universal aparezcan en la acción

particular -una práctica que demuestre la necesidad y el objetivo de la liberación. Y tal práctica, si ha

de obtener una base de masas (esto es, llegar a ser universal, acción social más que particular),

presupone el conocimiento de las condiciones, limitaciones y capacidades para un cambio. Las

cuales derivan de la estructura, la dinámica y la historia de la sociedad existente: conocerlas como

condiciones y perspectivas de la acción significa entenderlas en función de una teoría de la sociedad,

del conjunto que forman, cerrado al pasado, abierto al futuro -abierto dentro de un rango de

alternativas dadas. En este sentido, la acción misma -para poder alcanzar su objetivo- necesita del

pensamiento, de la teoría.

Esta relación entre teoría y práctica es verdaderamente dialéctica: hoy, esto es quizá más

necesario que nunca. La falsa conciencia y la verdad están inextricablemente entrelazadas: los bene-

ficios de la sociedad opulenta son reales, el progreso técnico es real, la subida del Producto Nacional

Page 13: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

471

Bruto es real -como también son reales la frustración, el despilfarro, la opresión y la miseria

ocasionados por la misma realidad-.

Ciertamente, esta dialéctica del progreso no es nada nuevo; nuevos son los controles

mortífera mente eficientes (y reconfortantes) que impiden la conciencia plena de ella; nueva es la

extensión de la falsa conciencia, su coincidencia, que es todo menos inmediata y directa, su armonía

con la realidad. El cambio, la práctica que hace cambiar las cosas presupone la ruptura de esta

armonía, la emancipación del pensamiento -del pensamiento abstracto. Pues los conceptos, imágenes,

y objetivos que han de guiar esta práctica aún no son concretos, no pueden ser «leídos» en los

hechos y condiciones existentes; aún son trascendentes. Su elaboración implica un reexamen del

pasado, donde se originaron los fracasos y los descubrimientos, la conciencia falsa y la verdadera.

Esto requiere un aprendizaje y exige disciplina y energía intelectuales -la disciplina teorética y la

energía que se concretarán en la disciplina y la energía de la acción-.

La filosofía estuvo al origen del esfuerzo histórico radical para «cambiar el mundo» en la

imagen de la Libertad y la Razón; este esfuerzo todavía no ha alcanzado su fin. La famosa tesis de

Feuerbach nunca significó que ya no es necesario interpretar el mundo y que podemos limitarnos a

cambiarlo. Esta empresa es hoy día aún más difícil que antes: el mundo debe ser interpretado de

nuevo para que podamos cambiarlo; y una buena parte de esta interpretación requiere el

pensamiento crítico, el pensamiento filosófico. Pro domo o no, pienso que aún tenemos un trabajo

que realizar- un trabajo cada vez más serio, y ¡espero, más y más ARRIESGADO!

Page 14: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

472

René Descartes (1596-1650) fue un filósofo y matemático francés, educado en un colegio de jesuitas.

Durante su juventud perteneció a las filas del ejército durante alrededor de diez años, sirviendo bajo las

órdenes de Mauricio de Nassau y más tarde bajo el mando de Maximiliano de Baviera. Posteriormente

regresó a París donde sólo vivió tres años cuando decidió trasladarse a Holanda, huyendo del bullicio y

buscando la soledad.

Descartes hizo importantes aportes en geometría y realizó notables trabajos en el campo de la óptica

y en anatomía. Pero su principal contribución fue sentar las bases de la filosofía moderna y de la teoría del

conocimiento. Este filósofo aspiraba a transformar a la filosofía en una ciencia con el rigor y la claridad de

las matemáticas.

Para comprender el surgimiento del pensamiento de Descartes hay que entender el contexto

histórico en el cual él vivió y el avance en esa época de los descubrimientos científicos. En primer lugar la

división en la iglesia, las guerras religiosas y la aparición del protestantismo. Luego, el descubrimiento de la

redondez de la tierra que deja de ser el centro del Universo; de manera que el hombre se ve obligado a

abandonar el realismo aristotélico para entrar en una nueva etapa de profunda crisis que obliga a replantearse

los principales problemas de la filosofía.

Descartes cuenta con un pasado filosófico que ha fracasado, de manera que él tiene que comenzar a

hacer una filosofía con mucha más prudencia y cuidado. Ese esmero en evitar el error le imprime a la

filosofía moderna un sello distintivo cuando se enfrentan a la pregunta de ¿Quién existe? Descartes se da

cuenta que la única manera de evitar el error es centrarse en cómo se llega al conocimiento, y construye una

filosofía centrada en el método. La principal pregunta que se hace Descartes es ¿cómo se hace para llegar a la

verdad libre de toda duda? Por lo tanto transforma la duda en un método.

Se trata entonces de descubrir una propuesta de la cual no se tenga la más mínima duda, sin caer en

la formulación de conceptos sino que se logre en forma inmediata, o sea que entre el objeto y el observador

no haya nada. Y entonces descubre que el pensamiento mismo es lo único capaz de alcanzar esa condición

de inmediatez. Porque puede dudar de sus percepciones pero de lo único que no puede dudar es de que está

pensando. Es decir, de estar consciente es de lo único que no puede dudar. De modo que para Descartes, lo

que verdaderamente existe es el pensamiento; y formula la frase que lo lleva a la inmortalidad: ―Pienso, luego

existo‖. Es el origen del idealismo. De lo que sí puede dudar es de lo que está más allá de su pensamiento, o

sea de lo que alcanza a percibir en forma mediata a través de sus pensamientos.

Invitado Descartes por la reina Cristina a vivir en Suecia en 1649, fallece en Estocolmo.

Descartes, Rene. ―De lo verdadero y de lo falso‖ en Meditaciones Metafísicas. Buenos Aires.

Aguilar. 1967.

Meditación cuarta: sobre lo verdadero y lo falso

De tal manera me acostumbré estos días a separar la mente de los sentidos, y tan

diligentemente advertí que muy poco es percibido sobre las cosas corpóreas en realidad, y que, por

el contrario, se conoce mucho más sobre la mente humana, y mucho más aún sobre Dios, que sin

ninguna dificultad vuelvo mi pensamiento de las cosas imaginables a las inteligibles solamente y

separadas en absoluto de la materia. Con seguridad, mi idea de la mente humana, en tanto que es

una cosa que piensa, no extensa a lo largo ni a lo ancho ni a lo profundo, y no teniendo parte

alguna de cuerpo, es mucho más clara que la idea de cualquier otra cosa corporal. Cuando me doy

cuenta de que yo dudo, o de que soy una cosa incompleta y dependiente, de tal manera se me

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473

presenta clara y definida la idea de un ser independiente y completo, es decir, de Dios, y del hecho

de que exista esa idea en mí concluyo de tal modo manifiestamente que Dios también existe, y que

depende de Él en cada instante toda mi existencia, que creo que nada puede conocer la inteligencia

humana más evidente ni más cierto. Ya me parece ver algún camino por el cual se llegue al

conocimiento de las demás cosas, partiendo de la contemplación del verdadero Dios, en el que se

encuentran todos los tesoros de las ciencias y de la sabiduría.

Primeramente, reconozco que no puede suceder que Él me engañe alguna vez. Y aunque

poder engañar parezca ser una prueba de poder o de inteligencia, sin duda alguna querer engañar

testimonia malicia o necedad, y por lo tanto no se encuentra en Dios.

A continuación experimento que hay en mí una cierta facultad de juzgar, que he recibido

ciertamente de Dios, como todas las demás cosas que hay en mí; y puesto que Aquél no quiere que

yo me equivoque, no me ha dado evidentemente una facultad tal que me pueda equivocar jamás

mientras haga uso de ella con rectitud.

Nada restaría sobre esta cuestión que diera lugar a dudas, si no pareciera deducirse en

consecuencia que yo nunca puedo errar; porque si lo que hay en mí lo tengo de Dios, y Éste no me

ha dado ninguna posibilidad de errar, me parece que no puedo equivocarme.

Así, cuando pienso tan sólo sobre Dios y me concentro en Él solamente, no encuentro

ninguna causa de error o de falsedad; pero cuando me vuelvo a mí mismo, me doy cuenta de que

estoy sujeto, sin embargo, a innumerables errores, e investigando su causa descubro que no sólo se

presenta a mi mente la idea real y positiva de Dios, es decir, de un ente sumamente perfecto, sino

también una cierta idea negativa de la nada, por así decirlo, o de algo que dista en grado sumo de

toda perfección, y que yo me hallo situado de tal manera entre el ser perfecto y el no ser, que, en

tanto que he sido creado por el ente perfecto, no hay nada en mí por lo que pueda errar o ser

inducido a error, y, en tanto que participo en cierto modo de la nada, o del no ser, es decir, en tanto

en que no soy el ente perfecto, me faltan innumerables cosas, por lo que no es de extrañar que me

equivoque. Así considero que el error no es algo real que depende de Dios, sino que es tan sólo un

defecto; y por lo tanto, no he menester, para equivocarme, de una facultad que me haya sido

otorgada por Dios con esta finalidad, sino que el errar proviene de que mi facultad de enjuiciar lo

verdadero, que tengo de Él, no es infinita.

Con todo, no satisface esto todavía; en efecto, el error no es una pura negación, sino una

privación o carencia de cierto conocimiento que debería existir en mí de alguna manera; y si se para

mientes en la naturaleza de Dios, parece que no puede ser que haya puesto en mí alguna facultad

que no sea en su género perfecta, o que esté privada de alguna perfección que le era debida. Porque

si cuanto más hábil es el artista, tanto más perfecta será su obra, ¿qué puede haber sido hecho por

aquel creador sumo de todas las cosas que no sea perfecto en todas sus partes? No es dudoso que

Dios me habría podido hacer de manera que nunca me equivocase, ni es por otra parte dudoso que

Él quiere siempre lo mejor. ¿Es mejor, por tanto, errar que no errar?

Mientras lo considero más atentamente, se me ocurre primero que no es de extrañar que

Dios haga cosas cuyos motivos no comprendo; y por lo tanto, no se ha de poner en duda su

existencia por el hecho de que me dé cuenta de que existen otras cosas que no comprendo por qué

o de qué modo han sido creadas por Él. Sabiendo que mi naturaleza es muy débil y limitada,

mientras que la naturaleza de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, concluyo por esto que

puede innumerables cosas cuyas causas ignoro; así, por esta única razón, juzgo que no tiene ninguna

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474

utilidad en la física aquel género de causas que se suelen obtener del fin, porque pienso que no

podría yo sin temeridad investigar los fines de Dios.

Me viene a las mientes, además, que no se ha de considerar una sola criatura separadamente,

sino la entera totalidad de las cosas, siempre que investiguemos si las cosas de Dios son perfectas,

puesto que lo que, si existiera solo, parecería muy imperfecto, siendo en realidad una parte es

perfectísimo; y aunque, desde que me propuse dudar de todo, nada hasta ahora he conocido que

exista excepto Dios y yo mismo; no puedo, sin embargo, advirtiendo la inmensa potencia de Dios,

negar que haya hecho muchas otras cosas, o que al menos puede hacerlas, de modo que yo sea una

parte en el conjunto de las cosas.

Finalmente, acercándome a mí mismo e investigando cuáles son mis errores (porque ellos

únicamente testimonian alguna imperfección en mí), advierto que dependen de dos causas

confluyentes, a saber, de la facultad de conocer que poseo y de la facultad de elegir, o libertad de

arbitrio, es decir, del intelecto y al mismo tiempo de la voluntad. Sólo por el intelecto percibo las

ideas que podemos juzgar, y no se encuentra ningún error propiamente dicho en él, estrictamente

considerado; aunque existan quizás innumerables cosas de las que no poseo ninguna idea, no estoy

en propiedad privado de ellas, sino tan sólo desprovisto negativamente, porque no puedo aducir

ninguna razón, por la que demuestre que Dios me haya debido dar una mayor facultad de conocer

que la que me ha dado; y aunque considere que es un artista habilísimo, no creo que haya debido

poner en cada una de sus obras todas las perfecciones que puede poner en algunas. No me puedo

quejar, por otra parte, de que no haya recibido de Dios una voluntad o libertad de arbitrio

suficientemente amplia y perfecta, puesto que sé que ésta no está circunscrita por ningún límite; y,

lo que me parece ser digno de advertirse, ninguna otra cosa existe en mí tan perfecta o tan grande,

que no considere que pueda ser más perfecta o mayor. Porque si, por ejemplo, considero mi

facultad de pensar, reconozco inmediatamente que es en mí exigua y finita en grado sumo, y formo

al mismo tiempo la idea de otra mucho mayor, incluso máxima e infinita, que percibo que se refiere

a la naturaleza de Dios del hecho mismo de poder formar su idea. De igual modo, si examino la

facultad de recordar o de imaginar, u otras cualesquiera, no encuentro ninguna que no comprenda

que es en mí tenue y limitada; en Dios, por el contrario, inmensa. Únicamente tanta voluntad, o

libertad de arbitrio, existe en mí, que no puedo aprehender la idea de ninguna mayor; de modo que

es ella la principal razón por la que creo ser en cierto modo la imagen y la semejanza de Dios.

Porque, aunque sea mayor sin comparación en Dios que en mí, tanto a causa del conocimiento y de

la potencia que le están unidas y la vuelven más firme y eficaz, como a causa de su objeto, puesto

que se extiende a mayor número de cosas, no parece ser mayor, formal y estrictamente considerada;

ya que consiste solamente en poder hacer o no hacer una cosa (es decir, afirmar o negar, seguir o

rehuir), o mejor dicho, en actuar de tal manera con respecto a lo que nos propone el intelecto para

afirmar o negar, seguir o rehuir, que no sintamos ser determinados a ello por ninguna fuerza

externa. No es menester que pueda yo inclinarme por ambos términos opuestos para ser libre, sino

al contrario, cuanto más propenso estoy a uno de ellos, ya porque veo en él la causa de lo verdadero

y lo bueno, ya porque Dios dispone de tal suerte el interior de mi pensamiento, tanto más libre-

mente la elijo; y ni la gracia divina, ni el pensamiento natural la disminuyen, sino que la aumentan y

corroboran. Aquella indiferencia que experimento cuando ningún argumento me impele a una parte

más que a otra, es el grado más ínfimo de la libertad, y no testimonia alguna perfección en ella

misma, sino tan sólo un defecto en el conocimiento o una cierta negación; porque si viese siempre

claramente qué es lo verdadero y lo bueno, nunca deliberaría sobre lo que se ha de juzgar o de elegir

respecto de ello, y de este modo, aunque libre sin duda, nunca podría ser con todo indiferente.

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475

Por lo cual entiendo que ni la capacidad de querer, que tengo de Dios, es, estrictamente

considerada, la causa de mis errores, puesto que es amplísima y perfecta en su género, ni tampoco la

capacidad de concebir, porque lo que concibo, habiendo recibido de Dios la facultad de concebir,

lo concibo sin duda alguna rectamente, y no puede provenir de ella que me equivoque. ¿De dónde

nacen, pues, mis errores? Del hecho solamente de que, siendo mas amplia la voluntad que el

intelecto, no la retengo dentro de ciertos límites, sino que la aplico aun a lo que no concibo, y,

siendo indiferente a ello, se desvía fácilmente de lo verdadero y lo bueno; de esta manera me

equivoco y peco.

Por ejemplo, al examinar estos días si existe algo en el mundo, y al advertir que del mismo

hecho de examinarlo se sigue que yo existo, no pude no juzgar que lo que tan claramente concebía

fuese verdadero; no porque fui obligado a ello por alguna causa externa, sino porque a esa gran luz

en mi intelecto siguió una propensión en mi voluntad, y consiguientemente tanto más libre y

voluntariamente lo creí, cuanto menos indiferente era respecto de ello. Y ahora no sé solamente que

existo en tanto que soy una cosa que piensa, sino que también se me presenta una cierta idea de la

naturaleza corpórea, y me sucede que dudo si la naturaleza pensante que existe en mí, o, mejor

dicho, la que soy yo mismo, es diferente de esa naturaleza corpórea, o si son ambas lo mismo; y

supongo que todavía mi entendimiento no ha divisado razón alguna que me convenza más de lo

uno que de lo otro. Por esto mismo soy indiferente a afirmar o negar cualquiera de las dos cosas o

aun a no juzgar nada sobre esta cuestión.

Esta indiferencia no se extiende tan sólo a lo que el intelecto no conoce en absoluto, sino

generalmente a todo lo que no conoce con suficiente claridad en el momento en que la voluntad

delibera sobre ello: aunque probables conjeturas me arrastran a una parte, el simple conocimiento

de que son tan sólo conjeturas y no razones ciertas e indudables es suficiente para desviar mi

asentimiento a la contraria, lo cual he experimentado con frecuencia estos días, cuando consideré

que todas las cosas que antes había supuesto por certísimas, eran falsas, solamente por el hecho de

advertir que se podía dudar de ellas.

No percibiendo con suficiente claridad y distinción qué es verdadero, si me abstengo de dar

un juicio, es evidente que obro cuerdamente y que no me equivoco; si afirmo o niego, no uso con

rectitud de mi libertad de arbitrio: si me vuelvo a la parte que es falsa, erraré sin duda, y si elijo la

otra, encontraré por casualidad la verdad, pero no por ello careceré de culpa, porque es manifiesto

por la luz natural que la percepción del intelecto debe siempre preceder a la determinación de la

voluntad. En este mal uso del libre albedrío se encuentra aquella privación que constituye la forma

del error; la privación, repito, se encuentra en la misma operación en tanto que procede de mí, pero

no en la facultad que he recibido de Dios, ni aun en la operación en tanto que de él depende. Pues

no tengo razón para quejarme de que Dios no me haya dado un mayor poder de concebir o una

mayor luz natural que la que me ha dado, porque es propio del intelecto finito no entender muchas

cosas, y del intelecto creado ser finito; por tanto, hay motivo para darle gracias a Él, que nunca me

ha debido nada, por lo que me ha regalado, y no para pensar que me ha privado de aquellas cosas,

ni que me ha quitado lo que no me dio.

No tengo razón para quejarme de que me haya dado una voluntad más extensa que el

intelecto; consistiendo la voluntad, en efecto, en una sola cosa, y ésta indivisible, no parece que su

naturaleza consienta que se le arrebate algo de ella; consiguientemente, cuanto más amplia es, tanto

más hemos de dar gracias a su donador.

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476

Finalmente, no me debo quejar de que Dios concurra conmigo a formar esos actos de

voluntad o aquellos juicios en los que me equivoco; en efecto, sus actos son absolutamente

verdaderos y buenos, en tanto que dependen de Dios, y tengo una mayor perfección en cierto

modo al poderlos formar, que si no pudiera. La privación, en la que reside solamente la causa de la

falsedad y la culpa, no precisa de ningún concurso de Dios, porque no es una cosa, ni referida a Él

como causa debe llamarse privación, sino tan sólo negación. No hay ninguna imperfección en Dios

porque me haya concedido la libertad de asentir o de no asentir a ciertas cosas, de las que no puso

una percepción clara y definida en nuestro intelecto; por el contrario, tengo la imperfección en mí

sin duda alguna, puesto que no utilizo con recitud esta libertad, y emito juicios sobre lo que no

concibo con claridad. Veo, con todo, que Dios hubiera podido hacer fácilmente que nunca errase

aun siendo libre y de conocimiento finito, si hubiese prestado a mi intelecto una percepción clara y

definida de todo aquello sobre lo que puedo deliberar, o si hubiera grabado tan firmemente en mi

memoria que no se debe juzgar sobre ninguna cosa que no se perciba clara y definidamente, que

nunca me olvidase de ello. Y comprendo fácilmente, que, en cuanto formo un cierto todo, sería

más perfecto que lo soy ahora si hubiese sido creado de tal manera por Dios. Pero no por ello

puedo negar que existe una mayor perfección en el conjunto de las cosas, al no estar ciertas partes

exentas de error, y otras sí, que si todas fuesen iguales en absoluto. Y no tengo ningún derecho de

quejarme porque Dios haya querido que tenga tal papel en el mundo, que no es el principal ni el

más perfecto de todos.

Además, aunque no me pueda abstener de los errores de la primera manera, que consiste en

la percepción evidente de todo aquello sobre lo cual se ha de deliberar, puedo conseguirlo de

aquella otra manera, que radica tan sólo en recordar, siempre que no se tenga certeza sobre algo,

que no se ha de emitir juicio; porque, aunque sepa que hay en mí una debilidad que me impide estar

atento siempre a un solo pensamiento, puedo sin embargo lograr con una meditación cuidadosa y

frecuentemente repetida el efecto de recordar aquello siempre que sea necesario, y de adquirir de

esta manera un cierto hábito de no errar.

Como es en eso en lo que consiste la máxima y principal perfección del hombre, no creo

haber sacado poco con la meditación de hoy, al investigar la causa del error y de la falsedad.

Ninguna otra puede existir más que la que he explicado; puesto que siempre que contengo mi

voluntad al emitir un juicio, de manera que se extienda tan sólo a lo que el intelecto le muestre clara

y definidamente, no puede ser que me equivoque, porque toda percepción clara y definida es algo

sin duda alguna, y por lo tanto no recibe su ser de la nada, sino que tiene necesariamente a Dios

como autor, a Dios, repito, aquel ser perfecto en grado sumo, a quien repugna ser falaz; y, por lo

tanto, es verdadera. No solamente he aprendido hoy qué he de evitar para no errar nunca, sino

también qué se ha de hacer para lograr la verdad; y la lograré, en efecto, si atiendo tan sólo a lo que

percibo de un modo suficiente y perfecto, y lo separo de lo demás que aprehendo más confusa y

obscuramente; a ello me dedicaré con diligencia en adelante.

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Marcuse Herbert. Alemania (Berlín, 1898 - Berlín, 1979) Sociólogo y ensayista filosófico alemán,

Herbert Marcuse fue uno de los exponentes de la llamada Escuela de Frankfurt. De famillia judía, tuvo que

emigrar tras el auge nazi y se estableció en Estados Unidos, donde trabajó para la inteligencia militar durante

la Segunda Guerra Mundial, para luego pasar a dar clases en universidades tan prestigiosas como Columbia o

Harvard. Su pensamiento pasa por la crítica al capitalismo y tiene como base una mezcla de las teorías de

Marx y de Freud, aplicando la Teoría Crítica a un nivel más ideológico y claramente de izquierdas. Herbert

Marcuse murió en Berlín el 27 de julio de 1979.

Herbert Marcuse, ―Del pensamiento negativo al positivo. La racionalidad tecnológica y la

lógica de la dominación‖ en El hombre unidimensional, Sex Barral, Barcelona, 1972. 85-98

6. DEL PENSAMIENTO NEGATIVO AL POSITIVO: LA RACIONALIDAD

TECNOLÓGICA Y LA LÓGICA DE LA DOMINACIÓN

En la realidad social, a pesar de todos los cambios, la dominación del hombre por el

hombre es todavía la continuidad histórica que vincula la Razón pre-tecnológica con la tecnológica.

Sin embargo, la sociedad que proyecta y realiza la transformación tecnológica de la naturaleza, altera

la base de la dominación, reemplazando gradualmente la dependencia personal (del esclavo con su

dueño, el siervo con el señor de la hacienda, el señor con el donador del feudo, etc.) por la

dependencia al «orden objetivo de las cosas» (las leyes económicas, los mercados, etc.). Desde

luego, el «orden objetivo de las cosas» es en sí mismo resultado de la dominación, pero también es

cierto que la dominación genera ahora una racionalidad más alta: la de una sociedad que sostiene su

estructura jerárquica mientras explota cada vez más eficazmente los recursos mentales y naturales y

distribuye los beneficios de la explotación en una escala cada vez más amplia. Los límites de esta

racionalidad, y su siniestra fuerza, aparecen en la progresiva esclavitud del hombre por parte de un

aparato productivo que perpetúa la lucha por la existencia y la extiende a una lucha internacional

total que arruina las vidas de aquellos que construyen y usan este aparato.

En este punto, se hace claro que algo debe estar mal en la racionalidad del sistema mismo.

Lo que está mal es la forma en que los hombres han organizado su trabajo social. Esto ya no está

en duda en los tiempos actuales cuando, por un lado, los mismos grandes empresarios están

dispuestos a sacrificar las ventajas de la empresa privada y la «libre» competencia a las ventajas de

los pedidos y los reglamentos del gobierno, mientras, por otro lado, la construcción socialista sigue

procediendo mediante la dominación progresiva. Sin embargo, la cuestión no puede quedarse en

ese punto. La organización equivocada de la sociedad exige una explicación más amplia en vista de

la situación de la sociedad industrial avanzada, en la que la integración de las fuerzas sociales

anteriormente negativas y trascendentes con el sistema establecido parece crear una nueva

estructura social.

Esta transformación de la oposición negativa en positiva señala el problema: la organización

«equivocada», al convertirse en totalitaria en sus bases internas, rechaza las alternativas. Por

supuesto, es bastante natural, y no parece exigir una explicación profunda, el que los beneficios

tangibles del sistema sean considerados dignos de defenderse; especialmente a la vista de la fuerza

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478

contraria del comunismo actual que parece ser la alternativa histórica. Pero sólo es natural para una

forma de pensamiento y de conducta que no desea y quizás es incapaz de comprender lo que está

pasando y por qué está pasando, una forma de pensamiento y conducta que es inmune a cualquier

orden que no sea la racionalidad establecida. En el grado en que corresponden a la realidad dada, el

pensamiento y la conducta expresan una falsa conciencia, respondiendo y contribuyendo a la

preservación de un falso orden dé hechos. Y esta falsa conciencia ha llegado a estar incorporada en

el aparato técnico dominante que a su vez la reproduce.

Vivimos y morimos racional y productivamente. Sabemos que la destrucción es el precio del

progreso, como la muerte es el precio de la vida, que la renuncia y el esfuerzo son los prerrequisitos

para la gratificación y el placer, que los negocios deben ir adelante y que las alternativas son

utópicas. Esta ideología pertenece al aparato social establecido; es un requisito para su continuo

funcionamiento y es parte de su racionalidad Sin embargo, el aparato frustra su propio propósito,

porque su propósito es crear una existencia humana sobre la base de una naturaleza humanizada. Y

si éste no es su propósito, su racionalidad es todavía más sospechosa. Pero también es más lógico

porque, desde el principio, lo negativo está en lo positivo, lo inhumano en la humanización, la

esclavitud en la liberación. Esta dinámica es la de la realidad y no la de la mente, pero es la de una

realidad en la que la mente científica tiene una parte decisiva en la tarea de reunir la razón teórica y

la práctica.

La sociedad se reproduce a sí misma en un creciente ordenamiento técnico de cosas y

relaciones que incluyen la utilización técnica del hombre; en otras palabras, la lucha por la existencia

y la explotación del hombre y la naturaleza llegan a ser incluso más científicas y racionales. El doble

significado de «racionalización» es relevante en este contexto. La gestión científica y la división

científica del trabajo aumentan ampliamente la productividad de la empresa económica, política y

cultura. El resultado es un más alto nivel de vida. Al mismo tiempo, y sobre las mismas bases, esta

empresa racional produce un modelo de mentalidad y conducta que justifica y absuelve incluso los

aspectos más destructivos y opresivos de la empresa. La racionalidad técnica y científica y la

manipulación están soldadas en nuevas formas de control social. ¿Puede uno descansar tranquilo

asumiendo que este resultado anticientífico es el producto de una aplicación social específica de la

ciencia? Yo creo que la dirección general en la que llegó a ser aplicado era inherente en la ciencia

pura, incluso cuando no se buscaba ningún propósito práctico, y que puede identificarse el punto

en el que la razón teórica se convierte en práctica social. Con este objeto, recordaré brevemente los

orígenes metodológicos de la nueva racionalidad, contrastándola con los aspectos del modelo

pretecnológico discutido en el capítulo anterior.

La cuantificación de la naturaleza, que llevó a su explicación en términos de estructuras

matemáticas, separó a la realidad de todos sus fines inherentes y, consecuentemente, separó lo

verdadero de lo bueno, la ciencia de la ética. No importa cómo pueda definir ahora la ciencia la

objetividad de la naturaleza y la interrelación entre sus partes; no puede concebirlas científicamente

en términos de «causas finales». Y aparte de lo constitutivo que pueda ser el papel del sujeto como

punto de observación, cálculo y medida, este sujeto no puede jugar su papel científico como agente

ético, estético o político. La tensión entre la Razón por un lado y las necesidades y deseos de la

población (que ha sido el objeto, pero raramente el sujeto de la Razón) por el otro, ha existido

desde el principio del pensamiento filosófico y científico. La «naturaleza de las cosas», incluyendo la

de la sociedad, fue definida para justificar la represión e incluso la supresión como perfectamente

racionales. El verdadero conocimiento y la razón requieren la dominación sobre —si no la

liberación de— los sentidos. La unión de Logos y Eros lleva ya en Platón a la supremacía de Logos;

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en Aristóteles, la relación entre el dios y el mundo movido por él es «erótica» sólo en términos de

analogía. Entonces el precario nexo ontològico entre Logos y Eros se rompe y la racionalidad

científica aparece como esencialmente neutral. Aquello por lo que la naturaleza (incluyendo al

hombre) debe estar luchando es científicamente racional sólo en términos de las leyes generales del

movimiento: físico, químico o biológico.

Fuera de esta racionalidad, se vive en un mundo de valores y los valores separados de la

realidad objetiva se hacen subjetivos. La única manera de rescatar alguna validez abstracta e

inofensiva para ellos parece ser una sanción metafísica (la ley divina y natural). Pero tal sanción no

es verificable y por tanto no es realmente objetiva. Los valores pueden tener una dignidad más alta

(moral y espiritualmente), pero no son reales y así cuentan menos en el negocio real de la vida —

cada vez menos, cuanto más alto son elevados por encima de la realidad.

La misma pérdida de realidad afecta a todas las ideas que, por su misma naturaleza, no

pueden ser verificadas mediante un método científico. Aun cuando sean reconocidas, respetadas y

santificadas, en su propio derecho, se resienten de no ser objetivas. Pero precisamente su falta de

objetividad las convierte en factores de la cohesión social. Las ideas humanitarias, religiosas y

morales sólo son «ideales»; no perturban indebidamente la forma de vida establecida y no son

invalidadas por el hecho de que las contradiga la conducta dictada por las necesidades diarias de los

negocios y la política.

Si lo bueno y lo bello, la paz y la justicia no pueden deducirse de condiciones ontológicas o

científico-racionales, no pueden pretender lógicamente validez y realización universales. En

términos de la razón científica, permanecen como asuntos de preferencia y ninguna resurrección de

algún tipo de filosofía aristotélica o tomista puede salvar la situación, porque es refutada a priori por

la razón científica. El carácter «acientífico» de estas ideas debilita fatalmente la oposición a la

realidad establecida; las ideas se convierten en meros ideales y su contenido crítico y concreto se

evapora en la atmósfera ética o metafísica.

Sin embargo, paradójicamente, el mundo objetivo, al que se ha dejado equipado sólo con

cualidades cuantificables, llega a ser cada vez más dependiente del sujeto para su objetividad. Este

largo proceso empieza con la algebrización de la geometría, que reemplaza las figuras geométricas

«visibles» con puras operaciones mentales. Encuentra su forma extrema en alguna concepción de la

filosofía científica contemporánea, de acuerdo con la cual toda la materia de la ciencia física tiende a

disolverse en relaciones lógicas o matemáticas. La misma noción de una sustancia objetiva,

dispuesta contra el sujeto, parece desintegrarse. Desde muy diferentes direcciones, los científicos y

los filósofos de la ciencia llegan a hipótesis similares sobre la exclusión de géneros particulares de

entidades.

Por ejemplo, la física «no mide las cualidades objetivas del mundo exterior y material... éstos

son sólo los resultados obtenidos por la realización de tales operaciones».1 Los objetos permanecen

sólo como «intermediarios convenientes», como «postulados culturales» 2 anticuados. La densidad y

1 Herbert Dingler, en Xature. Vol. 168 (1951), pág. 630.

2 W. V. O. Quine, From a Logical Point of View, Cambridge, Harvard University Press (1953), pág. 44. Quine

habla del «mito de los objetos físicos» y dice que «con respecto a la base epistemológica los objetos físicos y los dioses

[de Homero] difieren sólo en grado y no en clase» (ibíd.). Pero el mito de los objetos físicos es epistemológicamente

superior «en tanto que se ha probado más eficaz que otros mitos como medio para obtener una estructura manejable

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480

la opacidad de las cosas se evapora: el mundo objetivo pierde su carácter «objetable», su oposición al

sujeto. Más allá de su interpretación en términos de metafísica pitagòrico-platònica, la Naturaleza

matematizada, la realidad científica aparece como una realidad de ideas.

Estas son afirmaciones extremas, siendo rechazadas por interpretaciones más

conservadoras, que insisten en que las proposiciones en la física contemporánea todavía se refieren

a «cosas físicas».1 Pero las cosas físicas resultan ser «acontecimientos físicos» y entonces las

proposiciones se refieren a (y se refieren sólo a) atributos y relaciones que caracterizan varios tipos

de cosas y procesos físicos. 2Max Born declara:

...la teoría de la relatividad... nunca ha abandonado todos los intentos de asignarle

propiedades a la materia... [Pero] a menudo una cantidad medible no es una propiedad de una cosa,

sino una propiedad de su relación con otras cosas... La mayor parte de las medidas en física no están

directamente preocupadas con las cosas que nos interesan, sino con alguna clase de proyección, el

mundo tomado en el sentido más amplio posible.3

Y W. Heisenberg:

Lo que nosotros establecemos matemáticamente es un «hecho objetivo» sólo en una

pequeña parte, la mayor parte es un examen de posibilidades.4

Ahora, los «acontecimientos», «relaciones», «proyecciones», «posibilidades» pueden ser

significativamente objetivos sólo para un sujeto: no sólo en términos de observación y medida, sino

en términos de la misma estructura del suceso o la relación. En otras palabras, el sujeto tratado aquí

es un sujeto constitutivo; esto es, un sujeto posible para el que algún data debe ser o puede ser

concebible como suceso o relación. Si éste es el caso, la declaración de Reichenbach será verdadera

todavía: las proposiciones en física pueden formularse sin referencias a un observador real, y las

«perturbaciones por medio de la observación» se deben no al observador humano, sino al

instrumento como «cosa física»5

Seguramente podemos asumir que las ecuaciones establecidas por la física matemática

expresan (formulan) la constelación real de los átomos, esto es, la estructura objetiva de la materia.

Sin referencia a un sujeto «exterior» que observa y que mide, A puede «incluir» a B, «preceder» a B,

«resultar» B; B puede estar «entre» C, ser «mayor que» C, etc.... seguiría siendo verdad que estas

relaciones implican localización, distinción e identidad en la diferencia de A, B, C. Así, implican la

capacidad de ser idénticos en la diferencia, de estar relacionados con... de una manera específica, de

ser resistentes a otras relaciones, etc. Sólo que esta capacidad existirá en la materia misma y entonces

dentro del flujo de la experiencia». La valoración del concepto científico en términos de «eficacia», «medio» y

«manejable» revela sus elementos manipulativos tecnológicos.

1 H. Reichenbach, en Philipp G. Frank (ed.), The Validation of Scientific Theories (Boston, Beacon Press, 1954),

páginas 85 s. (citado por Adolf Grünbaum).

2 Adolf Grünbaum, ibíd., págs. 87 s.

3 Ibíd., págs. 88 s. (cursivas del autor).

4 «Uber den Begriff Abgeschlossene Theorie», en Dialéctica, vol. II, N.° 1, 1948, pág. 333.

5 Philipp G. Frank, loe. cit., pág. 85

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481

la materia misma existirá objetivamente en la estructura de la mente; interpretación que contiene un

fuerte elemento idealista:

...los objetos inanimados, sin duda, sin error, simplemente por su existencia, integran las

ecuaciones de las cuales no saben nada. Subjetivamente, la naturaleza no es mental: no piensa en

términos matemáticos. Pero objetivamente, la naturaleza es mental: puede ser pensada en términos

matemáticos.1

Karl Popper,2 quien sostiene que, en su desarrollo histórico, la ciencia física descubre y

define diferentes estratos de la misma realidad objetiva, nos ofrece una interpretación menos

idealista. En este proceso, los conceptos superados históricamente son eliminados y su cometido es

ser integrados en los sucesivos; una interpretación que parece implicar un progreso hacia el centro

de la realidad, o sea, la verdad absoluta. A no ser que la realidad resulte ser una cebolla sin centro y

el mismo concepto de verdad científica peligre.

No quiero sugerir que la filosofía de la física contemporánea niegue o incluso ponga en

duda la realidad del mundo externo sino que, de una manera u otra, suspende el juicio sobre lo que

pueda ser la realidad misma o considera la pregunta incontestable. Convertida en un principio

metodológico, esta suspensión tiene una doble consecuencia: a) fortalece el cambio del acento

teórico desde el metafísico «Qué es...?» (ri estin ) al funcional «Cómo...?» y b) establece una certeza

práctica (aunque de ningún modo absoluta) que, en sus operaciones con la materia, está libre con

buena conciencia del compromiso con cualquier sustancia fuera del contexto operacional. En otras

palabras, teóricamente, la transformación del hombre y la naturaleza no tiene otros límites objetivos

que aquellos que ofrece la facticidad bruta de la materia, su resistencia todavía no domada al

conocimiento y al control. De acuerdo con el grado en que esta concepción se hace aplicable y

efectiva en la realidad, ésta es abordada como un sistema (hipotético) de instrumentación; el

término metafisico «siendo como es», cede ante el «siendo instrumento». Es más, probada su

efectividad, esta concepción obra como un a priori: predetermina la experiencia, proyecta la dirección

de la transformación de la naturaleza, organiza la totalidad.

Acabamos de ver que la filosofía contemporánea de la ciencia parece estar luchando con un

elemento idealista y, en sus formulaciones extremas, se mueve peligrosamente cerca de un concepto

idealista de la naturaleza. Sin embargo, la nueva forma de pensamiento pone de nuevo al «idealismo

«sobre sus pies». Hegel compendió la ontologia idealista: si la razón es el común denominador del

objeto y el sujeto, lo es como síntesis de los opuestos. Con esta idea, la ontologia abarcó la tensión

entre objeto y sujeto; fue saturada de concreción. La realidad de la razón era el juego de esta tensión

en la naturaleza, la historia y la filosofía. Así, incluso el sistema más monistico mantenía la idea de

una sustancia que se desenvuelve a sí misma en sujeto y objeto: la idea de una realidad antagónica.

El espíritu científico ha debilitado cada vez más este antagonismo. La filosofía científica moderna

puede empezar muy bien con la noción de dos sustancias, res cogitans y res extensa; pero conforme la

materia extensa se hace comprensible en ecuaciones matemáticas que, traducidas, a la tecnología,

«rehacen» esta materia, la res extensa pierde su carácter como sustancia independiente.

1 C. F. von Weizsäcker, The History of Nature (Chicago: University of Chicago Press, 1949), päg. 20.

2 En British Philosophy in the Mid-Century (N. Y., Macmillan, 1957), ed. C. A. Mace, pägs. 155 ss. Similarmente:

Mario Bunge, Metascientific Queries (Springfield, III.: Charles C. Thomas. 1959), pägs. 108 ss.

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482

La antigua división del mundo en procesos objetivos en el espacio y el tiempo, y en la mente

en la que estos procesos se reflejan —en otras palabras, la diferencia cartesiana entre res cogitans y res

extensa—, ya no es un punto de partida adecuado para nuestra comprensión de la ciencia moderna.1

La división cartesiana del mundo ha sido puesta en cuestión también en su propio terreno.

Husserl señaló que el Ego cartesiano, en último término, no era realmente una sustancia

independiente sino más bien el «residuo» o límite de cuantificación; parece ser que la idea del

mundo de Galileo como res extensa «universal o absolutamente pura» dominaba a priori la

concepción cartesiana.2En tal caso, el dualismo cartesiano sería engañoso y el ego-sustancia

pensante de Descartes, igual a la res extensa, anticipando el sujeto científico de observación y medida

cuantificables. El dualismo de Descartes implicaría ya su negación; aclararía antes que cerraría el

camino hacia el establecimiento de un universo científico unidimensional en el que la naturaleza es

«objetivamente de la mente», o sea, del sujeto. Y este sujeto está relacionado con su mundo de una

manera muy especial:

...la naturaleza es puesta bajo el signo del hombre activo, del hombre que inscribe la técnica

en la naturaleza. 3

La ciencia de la naturaleza se desarrollo bajo el a priori tecnológico que proyecta a la

naturaleza como un instrumento potencial, un equipo de control y organización. Y la aprehensión

de la naturaleza como instrumento (hipotético) precede al desarrollo de toda organización técnica

particular:

El hombre moderno toma la totalidad del ser como materia prima para la producción y

somete la totalidad del mundo- objeto a la marcha y el orden de la producción (Herstellen). ...el uso

de la maquinaria y la producción de maquinaria no es la técnica en sí misma, sino tan sólo un

instrumento adecuado para la realización (Einrichtung) de la esencia de la técnica en su materia prima

objetiva.4

El a priori tecnológico es un a priori político, en la medida en que la transformación de la

naturaleza implica la del hombre y que las creaciones del hombre salen de y vuelven a entrar en un

conjunto social. Cabe insistir todavía en que la maquinaria del universo tecnológico es «como tal»

indiferente a los fines políticos; puede revolucionar o retrasar una sociedad. Un computador

electrónico puede servir igualmente a una administración capitalista o socialista; un ciclotrón puede

ser una herramienta igualmente eficaz para un partido de la paz como para uno de la guerra. Esta

neutralidad es refutada por Marx en la polémica afirmación de que el «molino de brazo da la

sociedad con el señor feudal; el molino de vapor, la sociedad con el capitalista industrial»41 Y esta

declaración es modificada más aún en la misma teoría marxiana: el modo social de producción y no

1 W. Heisenberg, The Physicist's Conception of Nature (Londres: Hutchinson, 1958), päg. 29. En su Physics and

Philosophy (Londres: Alien and Unwin, 1959), päg. 83, Heisenberg

2 Die Krisis der Europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, ed. W. Biemel (La

Haya: Nijhoff, 1954), pág. 21.

3 Gaston Bachelard, L'Activité rationaliste de la physique contemporaine (Paris: Presses Universitaires, 1951),

pág. 7, con referencia a Die Deutsche Ideologie de Marx y Engels (trad. Molitor, págs. 163 s.).

4 Martin Heidegger, Holzwege (Frankfurt, Klostermann, 1950), págs. 266 ss. Ver también su Vorträge and Aufsätze

(Pfullingen, Günther Neske, 1954), págs. 22-29.

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483

la técnica es el factor histórico básico. Sin embargo, cuando la técnica llega a ser la forma universal

de la producción material, circunscribe toda una cultura, proyecta una totalidad histórica: un

«mundo».

¿Podemos decir que la evolución del método científico «refleja» meramente la

transformación de la realidad natural en realidad técnica dentro del proceso de la civilización

industrial? Formular la relación entre técnica y sociedad de esta manera es asumir dos campos y

acontecimientos separados que se encuentran, a saber: 1) la ciencia y el pensamiento científico, con

sus conceptos internos y su verdad interna, y 2) el empleo y aplicación de la ciencia en la realidad

social. En otras palabras, no importa cuán cercana pueda ser la conexión entre los dos desarrollos,

ellos no se implican ni se definen entre sí. La ciencia pura no es ciencia aplicada; conserva su

identidad y su validez aparte de su utilización. Más aún, esta noción de la neutralidad esencial de la

ciencia se extiende también a la técnica. La máquina es indiferente a los usos sociales que se hagan

de ella, en tanto esos usos estén dentro de sus capacidades técnicas.

Ante el carácter interno instrumentalista del método científico, esta interpretación parece

inadecuada. Una relación más íntima parece prevalecer entre el pensamiento científico y su

aplicación, entre el universo del discurso científico y el del discurso y la conducta ordinarios; una

relación en la que ambos se mueven bajo la misma lógica y racionalidad de la dominación.

En un desarrollo paradójico, los esfuerzos científicos para establecer la rígida objetividad de

la naturaleza conducen a una desmaterialización cada vez mayor de la naturaleza:

La idea de una naturaleza infinita que existe como tal, esta idea que tenemos que desechar,

es el mito de la ciencia moderna. La ciencia ha empezado destruyendo el mito de la Edad Media. Y

ahora la ciencia se ve forzada por su propia consistencia a comprender que meramente ha levantado

otro mito en su lugar.1

El proceso, que empieza con la eliminación de sustancias independientes y causas finales,

llega a la idealización de la objetividad. Pero es una idealización muy específica, en la que el objeto

se constituye a sí mismo en una relación bastante práctica con el sujeto:

¿Y qué es la materia? En la física atómica, la materia se define por sus posibles reacciones a

experimentos humanos y por las leyes matemáticas —esto es, intelectuales— que obedece.

Definimos la materia como un posible objeto de la manipulación del hombre.2

Y si éste es el caso, la ciencia ha llegado a ser en sí misma tecnológica:

La ciencia pragmática tiene la visión de la naturaleza que corresponde a la edad técnica.3

En el grado en el que este operacionalismo llega a ser el centro de la empresa científica, la

racionalidad asume la forma de la construcción metódica; organización y tratamiento de la materia

como el simple material de control, como instrumentalidad que se lleva a sí misma a todos los

propósitos y fines: instrumentalidad per se, en «sí misma».

1 C. F. von Weizsäcker, The History ofNature, loc. cit., päg. 71.

ló. Ibid, pág. 142 (cursivas del autor).

3 Ibid., pág. 71.

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484

La actitud «correcta» hacia la instrumentalidad es el tratamiento técnico, el logos correcto es

tecnología, que proyecta y responde a una realidad tecnológica,1 En esta realidad, tanto la materia como la

ciencia es neutral; la objetividad no tiene ni un telos en sí misma ni está estructurada hacia un telos.

Pero es precisamente su carácter neutral el que relaciona la objetividad a un sujeto histórico

específico; o sea, a la conciencia que prevalece en la sociedad para la que y en la que esta neutralidad

es establecida. Opera con las mismas abstracciones que constituyen la nueva racionalidad: mas

como factor interno que como externo. El operacionalismo puro y aplicado, la razón práctica y

teórica, la empresa científica y la de negocios ejecutan la reducción de las cualidades secundarias a

primarias, la cuantificación y abstracción a partir de los «tipos particulares de entidades».

Sin duda, la racionalidad de la ciencia pura está libre de valores y no estipula ningún fin

práctico, es «neutral» a cualesquiera valores extraños que puedan imponerse sobre ella. Pero esta

neutralidad es un carácter positivo. La racionalidad científica requiere una organización social

específica precisamente porque proyecta meras formas (o mera materia: en este terreno, los

términos de otra manera opuestos, convergen) que pueden llevarse a fines prácticos. La

formulación y la funcionalización son, antes que toda aplicación, la «forma pura» de una práctica

social concreta. Mientras la ciencia liberaba los fines naturales de los inherentes y despojaba la

materia de todas las cualidades que no sean cuantificables, la sociedad liberaba a los hombres de la

jerarquía «natural» de la dependencia personal y los relacionaba entre sí de acuerdo con cualidades

cuantificables; o sea, como unidades de tiempo. «Gracias a la racionalización de las formas de

trabajo, la eliminación de las cualidades es transferida del universo de la ciencia al de la experiencia

diaria.» 2

Entre los dos procesos de cuantificación científica y social, ¿hay paralelismo y causación, o

su conexión es simplemente obra de una constatación sociológica tardía? La discusión anterior

propuso que la nueva racionalidad científica era en sí misma, en su misma abstracción y pureza,

operacional en tanto que se desarrollaba bajo un horizonte instrumentalista. La observación y el

experimento, la organización metodológica de los datos, las proposiciones y conclusiones nunca se

realizan en un espacio sin estructurar, neutral, teórico. El proyecto de conocimiento implica

operaciones con objetos o abstracciones de objetos que existen en un universo dado del discurso y

de la acción. La ciencia observa, calcula y teoriza desde una posición en ese universo. Las estrellas

que observaba Galileo eran las mismas en la antigüedad clásica, pero el diferente universo de

discurso y de acción —en una palabra, la diferente realidad social— abrió la nueva dirección y

amplitud de la observación y las posibilidades de ordenar los datos observados. No estoy tratando

aquí la relación histórica entre la racionalidad científica y la social en los comienzos de la época

moderna. Mi propósito es demostrar el carácter interno instrumentalista de esta racionalidad

científica gracias al cual es una tecnología a priori, y el a priori de una tecnología específica; esto es, una

tecnología como forma de control social y de dominación.

1 Espero que no se me interpretará mal, como si sugiriera que los conceptos de la física matemática son

definidos como «instrumentos», que tienen una intención técnica práctica. Tecno-lógica es más bien la «intuición» a

priori o aprehensión del universo en la que la ciencia se mueve, en la que se constituye a sí misma como ciencia pura. La

ciencia pura permanece comprometida con el a priori del que se abstrae. Sería más claro hablar del horizonte

instrumentalista de la física matemática. Ver Suzanne Bachelard, La Conscience de rationalité (París: Presses

Universitaires. 1958), pág. 31.

2 M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung, loc., cit., pág. 50.

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485

El pensamiento científico moderno, en tanto que es puro, no proyecta metas prácticas

particulares ni formas particulares de dominación. Sin embargo, no existe tal cosa como la

dominación per se. Conforme la teoría procede, se abstrae de o rechaza, un contexto factual

ideológico: el del universo dado y concreto del discurso y la acción. Es dentro de este universo

donde el proyecto científico se realiza o no se realiza, donde la teoría concibe o no concibe las

alternativas posibles, donde sus hipótesis subvierten o difunden la realidad preestablecida.

Los principios de la ciencia moderna fueron estructurados a priori de tal modo que pueden

servir como instrumentos conceptuales para un universo de control productivo autoexpansivo; el

operacionalismo teórico llegó a corresponder con el operacionalismo práctico. El método científico

que lleva a la dominación cada vez más efectiva de la naturaleza llega a proveer así los conceptos

puros tanto como los instrumentos para la dominación cada vez más efectiva del hombre por el

hombre a través de la dominación de la naturaleza. La razón teórica, permaneciendo pura y neutral,

entra al servicio de la razón práctica. La unión resulta benéfica para ambas. Hoy, la dominación se

perpetúa y se difunde no sólo por medio de la tecnología sino como tecnología, y la última provee la

gran legitimación del poder político en expansión, que absorbe todas las esferas de la cultura.

En este universo, la tecnología también provee la gran racionalización para la falta de

libertad del hombre y demuestra la imposibilidad «técnica» de ser autónomo, de determinar la

propia vida. Porque esta falta de libertad no aparece ni como irracional ni como política, sino más

bien como una sumisión al aparato técnico que aumenta las comodidades de la vida y aumenta la

productividad del trabajo. La racionalidad tecnológica protege así, antes que niega, la legitimidad de

la dominación y el horizonte instrumentali sta de la razón se abre a una sociedad racionalmente

totalitaria:

Se podría llamar filosofía autocràtica de las técnicas a aquella que toma el conjunto técnico

como un lugar en el que las máquinas son usadas para alcanzar el poder. La máquina es sólo un

medio; el fin es la conquista de la naturaleza, la domesticación de las fuerzas naturales mediante un

primer avasallamiento: la máquina es un esclavo que sirve para hacer otros esclavos. Una

inspiración dominante y esclavista puede encontrarse paralelamente a la búsqueda de libertad para

el hombre. Pero es difícil liberarse trasfiriendo la esclavitud a otros seres, hombres, animales o

máquinas; reinar sobre una población de máquinas que someten a todo el mundo es todavía reinar,

y todo reino implica la aceptación de esquemas de servidumbre.1

La incesante dinámica del progreso técnico ha llegado a estar impregnada de contenido

político, y el Logos de las técnicas ha sido convertido en un Logos de continua servidumbre. La

fuerza liberadora de la tecnología —la instrumentalización de las cosas— se convierte en un

encadenamiento de la liberación; la instrumentalización del hombre.

Esta interpretación ligaría el proyecto científico (método y teoría), anterior a toda aplicación y

utilización, a un proyecto social específico, y vería el nexo precisamente en la forma interior de la

racionalidad científica, esto es, en el carácter funcional de sus conceptos. En otras palabras, el

universo científico (es decir, no las proposiciones específicas sobre la estructura de la materia, la

energía, etc., sino la proyección de la naturaleza como materia cuantificable, guiando el tratamiento

hipotético hacia la objetividad y su expresión lógico-matemática) sería el horizonte de una práctica

social concreta que se preservaría en el desarrollo del proyecto científico.

1 Gilbert Simondon, Du Mode d'existence des objets techniques (Paris: Aubier, 1958), pág. 127.

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486

Pero, incluso aceptando el instrumentalismo interno de la racionalidad científica, esta

asunción no establecería todavía la validez sociológica del proyecto científico. Concediendo que la

formación de los conceptos científicos más abstractos todavía mantiene la interrelación entre sujeto

y objeto en un universo dado del discurso y la acción, el nexo entre la razón teórica y la práctica

puede ser entendido en formas muy diferentes.

Esta interpretación diferente es ofrecida por Jean Piaget en su «epistemología genética».

Piaget interpreta la formación de conceptos científicos en términos de diferentes abstracciones de

una interrelación general entre sujeto y objeto. La abstracción no procede ni del mero objeto, de tal

modo que el sujeto funcione sólo como el punto neutral de observación y medida, ni del sujeto

como vehículo de la pura razón cognoscitiva. Piaget hace una distinción entre el proceso de

conocimiento en matemáticas y en física. El primero es abstracción «en el interior de la acción en

cuanto tal».

Contrariamente a lo que se dice a menudo, los entes matemáticos no son el resultado de una

abstracción a partir de los objetos, sino más bien de una acción efectuada en el seno de las acciones

como tales. Reunir, ordenar, mover, etc., son acciones más generales que pensar, empujar, etc.,

porque se refieren a la coordinación misma de todas las acciones particulares y entran en cada una

de ellas como factor coordinador.1

Las proposiciones matemáticas expresan así una adecuación general al objeto», en contraste

con las adaptaciones particulares que son características de las proposiciones verdaderas en física.

La lógica y la lógica matemática son una acción sobre un objeto cualquiera, es decir, una acción

adecuada de forma general»,2 y esta «acción» es de validez general en tanto que

esta abstracción o diferenciación se extiende hasta el mismo centro de las coordinaciones

hereditarias, porque los mecanismos coordinadores de la acción siempre se refieren, en sus

orígenes, a coordinaciones reflejas e intuitivas.3

En física, la abstracción procede del objeto pero esto se debe a acciones específicas por

parte del sujeto, así la abstracción asume necesariamente una forma lógico-matemática porque,

las acciones particulares dan lugar al conocimiento sólo si están coordinadas entre ellas y si

esta coordinación es, por su propia naturaleza, lógico-matemática.4

La abstracción en física remite necesariamente a la abstracción lógico-matemática y la última

es, como pura coordinación, la forma general de la acción: ola acción como tal» («l'action comme

telle»). Y esta coordinación constituye la objetividad porque conserva estructuras hereditarias,

«reflexivas e instintivas».

La interpretación de Piaget reconoce el carácter práctico interno de la razón teórica, pero lo

deduce de una estructura general de acción que, en última análisis, es una estructura hereditaria,

biológica. El método científico descansaría finalmente en una fündación biológica que es supra —

1 Introduction â l'épistémologie génétique, tomo III (Presses Universitaires, Paris, 1950), pâg. 287.

2 Ibid., pâg. 288.

3 Ibid., pâg. 289.

4 Ibid., pâg. 291.

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487

(o más bien infra—) histórica. Es más, si se concede que todo conocimiento científico presupone la

coordinación de acciones particulares, no veo por qué tal coordinación es, «por su misma

naturaleza» lógico-matemática, a no ser que las «acciones particulares» sean las operaciones

científicas de la física moderna, en cuyo caso la interpretación sería circular.

En contraste, con el análisis más bien psicológico y biológico de Piaget, Husserl ha ofrecido

una epistemología genética que está centrada en la estructura socio-histórica de la razón científica.

Me referiré aquí a la obra de Husserl1 sólo en tanto que acentúa el grado en que la ciencia moderna

es la «metodología» de una realidad histórica dada, dentro de cuyo universo se mueve.

Husserl comienza por afirmar que la matematización del universo llevó a un conocimiento

práctico válido: en la construcción de una realidad «ideal» que podía ser «correlacionada»

efectivamente con la realidad empírica (pág. 19; 42). Pero el logro científico llevaba de rechazo a una

práctica precientífica que constituía la base original (el Sinnesfundament) de la ciencia galileana. Esta

base /^científica de la ciencia en el mundo de la práctica (Lebenswelt), que determina la estructura

teórica, no había sido puesta en duda por Galileo; es más, fue disimulado (verdeckt) por el desarrollo

posterior de la ciencia. El resultado fue la ilusión de que la matematización de la naturaleza creaba

una «verdad absoluta autónoma» (eigenständige) (págs 49), cuando en realidad, permanecía como un

método y una técnica específicos para la Lebenswelt. El velo ideal (Ideenkleid) de la ciencia matemática

es así un velo de símbolos que representan y al mismo tiempo enmascaran (vertritt y verkleidet) el

mundo de la práctica (pág. 52).

¿Cuál es el intento y contenido precientífico original que se preserva en la estructura

conceptual de la ciencia? La medida en la práctica descubre la posibilidad de utilizar ciertas fórmulas,

configuraciones y relaciones básicas, que están umversalmente «disponibles como siempre iguales,

para determinar y calcular exactamente objetos y relaciones empíricas» (pág. 25). A través de toda

abstracción y generalización, el método científico conserva (y enmascara) su estructura técnica

precientífica; el desarrollo de la primera representa (y enmascara) el desarrollo de la segunda. Así, la

geometría clásica «idealiza» la práctica de acotar y medir la tierra (Feldmesskunsi). La geometría es la

teoría de la objetificación práctica.

Sin duda, el álgebra y la lógica matemática construyen una realidad ideal absoluta, libre de

las incalculables incertidumbres y particularidades de la Lebenswelt y de los sujetos que la viven. Sin

embargo, esta construcción ideal es la teoría y la técnica de «idealizar» la nueva Lebenswelt:

En la práctica matemática alcanzamos lo que nos es negado en la práctica empírica; esto es,

la exactitud. Porque es posible determinar las formas ideales en términos de identidad absoluta... Como

tales, se hacen universalmente alcanzables y disponibles... (pág. 24).

La coordinación (Zuordnung) de lo ideal con el mundo empírico nos permite «proyectar las

regularidades anticipadas de la Lebenswelt práctica»:

Una vez que se poseen las fórmulas, se posee la visión anticipada

que se desea en la práctica.

—la visión anticipada de aquello que se espera en la experiencia de la vida concreta (pág.

43).

1 Die Krisis der Europäischen Wissenschaften und die transcendentale Phänomenologie, loc. cit.

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488

Husserl subraya las connotaciones técnicas precientíficas de la exactitud y la fungibilidad

matemática. Estas nociones centrales de la ciencia moderna salen a la superficie no como meros

subproductos de la ciencia pura, sino como pertenecientes a su estructura conceptual interna. La

abstracción científica de lo concreto, la cuantificación de las cualidades, que da exactitud tanto

como validez universal, envuelven una experiencia concreta específica de la Lebenswelt: un modo

específico de «ver» el mundo. Y este «ver» a pesar de su «puro», desinteresado carácter, es ver sin un

determinado contexto práctico. Es anticipar (Voraussehen) y proyectar (Vorhaben). La ciencia

galileana es la ciencia de la anticipación y proyección metódica y sistemática. Pero —y esto es

decisivo— de una anticipación y proyección específicas, o sea, aquella que experimenta, abarca y

configura el mundo en términos de relaciones calculables, predecibles, entre unidades exactamente

identificables. En este proyecto, la cuantificación universal es un prerrequisito para la dominación de

la naturaleza. Las cualidades individuales no cuantificables se levantan en el camino de una

organización de los hombres y las cosas de acuerdo con el poder medible que debe ser extraído de

ellas. Pero es un proyecto soci ohi stori co específico, y la conciencia que asume este proyecto es el

sujeto oculto de la ciencia galileana; la última es la técnica, el arte de la anticipación extendida hasta

el infinito (ins Unendliche erweiterte Voraussicht: pág. 51).

Pero precisamente porque la ciencia galileana es, en la formación de sus conceptos, la

técnica de una Lebenswelt específica, no trasciende y no puede trascender esta Lebenswelt. Permanece

esencialmente dentro del marco experimental básico y dentro del universo de fines establecido por

su realidad. Según la formulación de Husserl, en la ciencia galileana el «universo concreto de la

causalidad se convierte en matemáticas aplicadas» (página 112); pero el mundo de percepción y

experiencia, en el que vivimos toda nuestra vida práctica, permanece como lo que es, en su

estructura esencial inalterado en su propia y concreta causalidad... (pág. 51, cursivas mías).

Una declaración sugestiva, que se corre el riesgo de minimizar, y sobre la que me tomo la

libertad de hacer una posible interpretación. La declaración no se refiere simplemente al hecho de

que, a pesar de la geometría no euclidiana, nosotros percibimos y actuamos todavía en un espacio

tridimensional; o que, a pesar del concepto «estadístico» de causalidad, todavía actuamos, con

sentido común, de acuerdo con las «antiguas» leyes de causalidad. Ni tampoco contradice la

declaración los perpetuos cambios en el mundo de la práctica diaria como resultado de las

«matemáticas aplicadas». Lo que está en juego es mucho más: el límite inherente de la ciencia y el

método científico establecido gracias al cual ellos extienden, racionalizan y aseguran la Lebenswelt

prevaleciente sin alterar su estructura esencial; esto es, sin plantear un modo cualitativamente nuevo de

«ver» y sin plantear relaciones cualitativamente nuevas entre los hombres y entre el hombre y la

naturaleza.

Con respecto a las formas de vida institucionalizadas, la ciencia (tanto la pura como la

aplicada) tendría así una función estabilizadora, estática, conservadora. Incluso sus logros más

revolucionarios serían sólo una construcción y destrucción de acuerdo con una experiencia y

organización específica de la realidad. La continua autocorrección de la ciencia —la revolución de

sus hipótesis que es construida dentro de sus métodos— propaga y extiende en sí propia el mismo

universo histórico, la misma experiencia básica. Conserva el mismo a priori formal, que lucha por un

contenido práctico muy material. Lejos de minimizar el cambio fundamental que ocurrió con el

establecimiento de la ciencia galileana, la interpretación de Husserl señala el rompimiento radical

con la tradición pre-galileana; el universo instrumentalista del pensamiento era en realidad un nuevo

horizonte. Creó un nuevo mundo de razón teórica y práctica, pero ha permanecido comprometido

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489

con un mundo específico que tiene sus límites evidentes; en teoría tanto como en la práctica, en sus

métodos puros tanto como en los aplicados.

La discusión precedente parece sugerir, no sólo las limitaciones interiores y los prejuicios del

método científico, sino también su subjetividad histórica. Más aún, parece implicar la necesidad de

una especie de «física cualitativa», de un renacimiento de filosofías teleológicas, etc. Admito que esta

suspicacia está justificada, pero en este punto, sólo puedo afirmar que no se pretende llegar a tales

ideas oscurantistas.1

De cualquier forma que se definan la verdad y la objetividad, ambas permanecen

relacionadas con los agentes humanos de la teoría y la práctica, y con su capacidad para comprender

y cambiar el mundo. A su vez, esta capacidad depende del grado en el que la materia (cualquiera que

sea) es organizada y comprendida como aquello que es ella misma en todas las formas particulares.

En estos términos, la ciencia contemporánea tiene una validez objetiva inmensamente mayor que

sus predecesoras. Incluso se puede agregar que hoy el método científico es el único que puede pedir

para sí tal validez; la acción recíproca de hipótesis y hechos observados. El punto al que estoy

tratando de llegar es que la ciencia, gracias a su propio método y sus conceptos, ha proyectado y

promovido un universo en el que la dominación de la naturaleza ha permanecido ligada a la

dominación del hombre: un lazo que tiende a ser fatal para el universo como totalidad. La

naturaleza, comprendida y dominada científicamente, reaparece en el aparato técnico de producción

y destrucción que sostiene y mejora la vida de los individuos al tiempo que los subordina a los

dueños del aparato. Así, la jerarquía racional se mezcla con la social. Si éste es el caso, el cambio en

la dirección del progreso, que puede cortar este lazo fatal, afectará también la misma estructura de la

ciencia: el proyecto científico. Sus hipótesis, sin perder su carácter racional, se desarrollarán en un

contexto experimental esencialmente diferente (el de un mundo pacificado); consecuentemente, la

ciencia llegaría a conceptos esencialmente diferentes sobre la naturaleza y establecería hechos

esencialmente diferentes. La sociedad racional subvierte la idea de Razón.

Ya he señalado que los elementos de esta subversión, las nociones de otra racionalidad,

estaban presentes en la historia del pensamiento desde sus principios. La antigua idea de un estado

donde el ser alcanza la realización, donde la tensión entre «es» y «debe» se resuelve en él ciclo del

eterno retorno, se separa de la metafísica de la dominación. Y también pertenece a la metafísica de

la liberación: a la reconciliación de Logos y Eros. Esta idea encierra el llegar-a- descansar de la

productividad depresiva de la Razón, el fin de la dominación en la gratificación.

Las dos racionalidades en contraste no pueden ser correlacionadas con el pensamiento

clásico y el moderno respectivamente, como en la formulación de John Dewey, «del gozo

contemplativo a la manipulación y el control activos»; y «del conocimiento como un goce estético

de las propiedades de la naturaleza... al conocimiento como un medio de control secular».2 El

pensamiento clásico estaba suficientemente comprometido con la lógica del control secular y hay

un componente de acusación y rechazo en el pensamiento moderno suficiente para invalidar la

formulación de John Dewey. La Razón, como pensamiento conceptual y forma de conducta, es

necesariamente dominación. El Logos es ley, regla, orden mediante el conocimiento. Al incluir en

una regla casos particulares bajo un universal, al someterlos a su universal, el pensamiento alcanza el

1 Ver infra, capítulos IX y X.

2 John Dewey, The Quest for Certainty (Nueva York: Minton, Balch and Co., 1929), págs. 95, 100.

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dominio sobre los casos particulares. Llega a ser capaz no sólo de abarcarlos, sino también de

actuar sobre ellos, controlándolos. Sin embargo, aunque todo pensamiento se halla bajo el mando

de la lógica, el desarrollo de esta lógica es diferente en las distintas formas de pensamiento. La

lógica clásica formal y la lógica simbólica moderna, la lógica trascendental y la dialéctica, cada una

gobierna sobre un universo diferente del discurso y la experiencia. Todas se desarrollaron dentro

del continuo histórico de la dominación al que pagan tributo. Y este continuo impone sobre las

formas del pensamiento positivo su carácter conformista e ideológico; y sobre las del pensamiento

negativo su carácter especulativo y utópico.

Como resumen, trataremos de identificar más claramente el sujeto oculto de la racionalidad

científica y los fines ocultos en su forma pura. El concepto científico de una naturaleza

universalmente controlable proyecta a la naturaleza como interminable materia-en- función, la pura

sustancia de la teoría y la práctica. En esta forma, el mundo-objeto entra a la construcción de un

universo tecnológico: un universo de instrumentos mentales y físicos, medios en sí mismos. Así, es

un verdadero sistema «hipotético», dependiente de un sujeto que lo verifica y le da validez.

Los procesos de validación y verificación pueden ser puramente teóricos, pero nunca tienen

lugar en un vacío, ni terminan en una mente privada, individual. El sistema hipotético de formas y

funciones se hace dependiente de otro sistema: un universo preestablecido de fines en el que y para

el que se desarrolla. Lo que aparecía extraño, ajeno al proyecto teórico, se muestra como parte de su

misma estructura (sus métodos y conceptos); la objetividad pura se revela a sí misma como objeto

para una subjetividad que provee los telos, los fines. En la construcción de la realidad tecnológica no

existe una cosa como un orden científico puramente racional; el proceso de la racionalidad

tecnológica es un proceso político.

Sólo en el medio de la tecnología, el hombre y la naturaleza se hacen objetos fungibles de la

organización. La efectividad y productividad universal del aparato al que están sometidos vela por

los intereses particulares que organizan al aparato. En otras palabras, la tecnología se ha convertido

en el gran vehículo de la reificación, la reificación en su forma más madura y efectiva. La posición

social del individuo y su relación con los demás parece estar determinada no sólo por cualidades y

leyes objetivas, sino que estas cualidades y leyes parecen perder su carácter misterioso e

incontrolable; aparecen como manifestaciones calculables de la racionalidad (científica). El mundo

tiende a convertirse en la materia de la administración total, que absorbe incluso a los

administradores. La tela de araña de la dominación ha llegado a ser la tela de araña de la razón

misma, y esta sociedad está fatalmente enredada en ella. Y las formas trascendentes de pensamiento

parecen trascender a la razón misma.

Bajo estas condiciones, el pensamiento científico (científico en el sentido más amplio, como

opuesto al pensamiento confuso, metafísico, emocional, ilógico) fuera de las ciencias físicas asume

la forma de un puro y autocontenido formalismo (simbolismo) por un lado y de un empirismo

total, por el otro. (El contraste no es un conflicto. Véanse las muy empíricas aplicaciones de las

matemáticas y la lógica simbólica en la industria electrónica). En relación con el universo

establecido de discurso y conducta, la no contradicción y la no trascendencia es el común

denominador. El empirismo total revela su función ideológica en la filosofía contemporánea. Con

respecto a esta función, algunos aspectos del análisis lingüístico serán discutidos en el siguiente

capítulo. Esta discusión está encaminada a preparar el terreno para el intento de mostrar las

barreras que impiden a este empirismo llegar a apresar la realidad y establecer (o más bien re-

establecer) los conceptos que pueden romper esas barreras.

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August Comte. (Montpellier, 1798-París, 1857) Filósofo francés. A los diecinueve años fue

nombrado secretario de Saint-Simon, con quien colaboró estrechamente de 1817 a 1823. Tras una

violenta ruptura con su mentor, desarrolló su propia «sociología positiva» a lo largo de más de diez

años, viéndose su trabajo interrumpido en ocasiones por ataques de enajenación mental y

dificultado por acuciantes necesidades económicas, resueltas sólo en parte gracias a la ayuda de sus

amigos. Desde 1830 a 1842 publicó los seis volúmenes de su Curso de filosofía positiva, en el que

fundamentó su método epistemológico, modelado sobre el ejemplo de la ciencia experimental.

Según su «teoría de los tres estadios», la sociedad sigue necesariamente una evolución en tres fases:

teológica, metafísica y positivista, hallándose él mismo y la sociedad de su tiempo en la última. A

cada uno de los estadios corresponde una estructura de las creencias y de las normas morales,

derivando su teoría, por tanto, hacia un relativismo moral. El método empleado por Compte,

correspondiente al modelo de conocimiento del último estadio, parte siempre de los «hechos»,

entendidos como los fenómenos comprobables empíricamente, mediante la intervención de los

sentidos. En 1844, año de la aparición de Discurso sobre el espíritu positivo, conoció a Clotilde de

Veux, que murió dos años después. Con ella mantuvo una apasionada relación que le condujo hacia

el misticismo, motivo por el cual, a partir de 1845, quiso obtener a partir de su filosofía una religión

para la humanidad. Desde 1848 hasta su muerte vivió sumido en la pobreza, lo cual no fue

obstáculo para que entre los años 1852 y 1854 apareciera El sistema de la política positiva, obra que

sigue vigente en algunos aspectos. Comte es considerado el fundador de la sociología y el punto de

partida del positivismo.

Comte, August. Discurso de filosofía positiva, http://www.librodot.com

Objeto de este discurso

1. —El conjunto de los conocimientos astronómicos, considerado hasta aquí demasiado

aisladamente, no debe constituir ya en adelante más que uno de los elementos indispensables de un nuevo

sistema indivisible de filosofía general, preparado gradualmente por el concurso espontáneo de todos los

grandes trabajos científicos pertenecientes a los tres siglos últimos, y llegado hoy, finalmente, a su verdadera

madurez abstracta. En virtud de esta íntima conexión, todavía muy poco comprendida, la naturaleza y el

destino de este Tratado no podrían ser suficientemente apreciados, si este preámbulo necesario no estuviera

consagrado, sobre todo, a definir convenientemente el verdadero espíritu fundamental de esta filosofía, cuyo

establecimiento universal debe llegar a ser, en el fondo, el fin esencial de tal enseñanza. Como se distingue

principalmente por una preponderancia continua, a la vez lógica y científica, del punto de vista histórico o

social, debo ante todo, para caracterizarla mejor, recordar sumariamente la gran ley que he establecido en mi

Sistema de filosofía positiva,

Primera parte Superioridad mental del espíritu positivo

Capítulo I

Ley de la evolución intelectual de la humanidad o ley de los tres estados

2. —Según esta doctrina fundamental, todas nuestras especulaciones, cualesquiera,

están sujetas inevitablemente, sea en el individuo, sea en la especie, a pasar sucesivamente por tres estados

teóricos distintos, que las denominaciones habituales de teológico, metafísico y positivo podrán calificar aquí

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suficientemente, para aquellos, al menos, que hayan comprendido bien su verdadero sentido general.

Aunque, desde luego, indispensable en todos aspectos, el primer estado debe considerarse siempre, desde

ahora, como provisional y preparatorio; el segundo, que no constituye en realidad más que una modificación

disolvente de aquél, no supone nunca más que un simple destino transitorio, a fin de conducir gradualmente

al tercero; en éste, el único plenamente normal, es en el que consiste, en todos los géneros, el régimen

definitivo de la razón humana.

I. Estado teológico o ficticio

3. —En su primer despliegue, necesariamente teológico, todas nuestras especulaciones

muestran espontáneamente una predilección característica por las cuestiones más insolubles, por los temas

más radicalmente inaccesibles a toda investigación decisiva. Por un contraste que, en nuestros días, debe

parecer al pronto inexplicable, pero que, en el fondo, está en plena armonía con la verdadera situación inicial

de nuestra inteligencia, en una época en que el espíritu humano está aún por bajo de los problemas

científicos más sencillos, busca ávidamente, y de un modo casi exclusivo, el origen de todas las cosas, las

causas esenciales, sea primeras, sea finales, de los diversos fenómenos que le extrañan, y su modo

fundamental de producción; en una palabra, los conocimientos absolutos. Esta necesidad primitiva se

encuentra satisfecha, naturalmente, tanto como lo exige una situación tal, e incluso, en efecto,

tanto como pueda serlo nunca, por nuestra tendencia inicial a transportar a todas partes el tipo

humano, asimilando todos los fenómenos, sean cualesquiera, a los que producimos nosotros mismos y que,

por esto, empiezan por parecernos bastante conocidos, según la intuición inmediata que los acompaña. Para

comprender bien el espíritu, puramente teológico, resultado del desarrollo, cada vez más sistemático, de este

estado primordial, no hay que limitarse a considerarlo en su última fase, que se acaba, a nuestra vista, en los

pueblos más adelantados, pero que no es, ni con mucho, la más característica: resulta indispensable echar

una mirada verdaderamente filosófica sobre el conjunto de su marcha natural, a fin de apreciar su identidad

fundamental bajo las tres formas principales que le pertenecen sucesivamente.

4. —La más inmediata y la más pronunciada constituye el fetichismo propiamente dicho,

que consiste ante todo en atribuir a todos los cuerpos exteriores una vida esencialmente análoga a la nuestra,

pero más enérgica casi siempre, según su acción, más poderosa de ordinario. La adoración de los astros

caracteriza el grado más alto de esta primera fase teológica, que, al principio, apenas difiere del estado mental

en que se detienenlos animales superiores. Aunque esta primera forma de la filosofía teológica se encuentra

con evidencia en la historia intelectual de todas nuestras sociedades, no domina directamente hoy más que en

la menos numerosa de las tres grandes razas que componen nuestra especie.

5. —En su segunda fase esencial, que constituye el verdadero politeísmo, confundido con

excesiva frecuencia por los modernos con el estado precedente, el espíritu teológico representa netamente la

libre preponde-rancia especulativa de la imaginación, mientras que hasta entonces habían prevalecido sobre

todo el instinto y el sentimiento en las teorías humanas. La filosofía inicial sufre aquí la más profunda

transformación que pueda afectar al conjunto de su destino real, en el hecho de que la vida es por fin retirada

de los objetos materiales para ser misteriosamente transportada a diversos seres ficticios, habitualmente

invisibles, cuya activa y continua intervención se convierte desde ahora en la fuente directa de todos los

fenómenos exteriores e incluso, más tarde, de los fenómenos humanos. Durante esta fase característica, mal

apreciada hoy, es donde hay que estudiar principalmente el espíritu teológico, que se desenvuelve en ella con

una plenitud y una homogeneidad ulteriormente imposible: ese tiempo es, en todos aspectos, el de su mayor

ascendiente, a la vez mental y social. La mayor parte de nuestra especie no ha salido todavía de tal estado,

que persiste hoy en la más numerosa de las tres razas humanas, sin contar lo más escogido de la raza negra y

la parte menos adelantada de la raza blanca.

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6. —En la tercera fase teológica, el monoteísmo propiamente dicho, comienza la inevitable

decadencia de la filosofía inicial, que, conservando mucho tiempo una gran influencia social —sin embargo,

más que real, aparente—, sufre desde entonces un rápido descrecimiento intelectual, por una consecuencia

espontánea de esta simplificación característica, en que la razón viene a restringir cada vez más el dominio

anterior de la imaginación, dejando desarrollar gradualmente el sentimiento universal, hasta entonces casi

insignificante, de la sujeción necesaria de todos los fenómenos naturales a leyes invariables. Bajo formas muy

diversas, y hasta radicalmente inconciliables, este modo extremo del régimen preliminar persiste aún, con

una energía muy desigual, en la inmensa mayoría de la raza blanca; pero, aunque así sea de observación más

fácil, estas mismas preocupaciones personales traen hoy un obstáculo demasiado frecuente a su apreciación

juiciosa, por falta de una comparación bastante racional y bastante imparcial con los dos modos precedentes.

7. —Por imperfecta que deba parecer ahora tal manera de filosofar, importa mucho ligar

indisolublemente el estado presente del espíritu humano al conjunto de sus estados anteriores, reconociendo

convenientemente que aquella manera tuvo que ser durante largo tiempo tan indispensable como inevitable.

Limitándonos aquí a la simple apreciación intelectual, sería por de pronto superfluo insistir en la tendencia

involuntaria que, incluso hoy, nos arrastra a todos, evidentemente, a las explicaciones esencialmente

teológicas, en cuanto queremos penetrar directamente el misterio inaccesible del modo fundamental de

producción de cualesquiera fenómenos, y sobre todo respecto a aquellos cuyas leyes reales todavía

ignoramos. Los más eminentes pensadores pueden comprobar su propia disposición natural al más ingenuo

fetichismo, cuando esta ignorancia se halla combinada de momento con alguna pasión pronunciada. Así

pues, si todas las explicaciones teológicas han caído, entre los occidentales, en un desuso creciente y decisivo,

es sólo porque las misteriosas investigaciones que tenían por designio han sido cada vez más apartadas,

como radicalmente inaccesibles a nuestra inteligencia, que se ha acostumbrado gradualmente a sustituirlas

irrevocablemente con estudios más eficaces y más en armonía con nuestras necesidades verdaderas. Hasta en

un tiempo en que el verdadero espíritu filosófico había ya prevalecido respecto a los más sencillos

fenómenos y en un asunto tan fácil como la teoría elemental del choque, el memorable ejemplo de

Malebranche recordará siempre la necesidad de recurrir a la intervención directa y permanente de una acción

sobrenatural, siempre que se intenta remontarse a la causa primera de cualquier suceso. Y, por otra parte,

tales tentativas, por pueriles que hoy justamente parezcan, constituían ciertamente el único medio primitivo

de determinar el continuo despliegue de las especulaciones humanas, apartando espontáneamente nuestra

inteligencia del círculo profundamente vicioso en que primero está necesariamente envuelta por la oposición

radical de dos condiciones igualmente imperiosas. Pues, si bien los modernos han debido proclamar la

imposibilidad de fundar ninguna teoría sólida sino sobre un concurso suficiente de observaciones adecuadas,

no es menos incontestable que el espíritu humano no podría nunca combinar, ni siquiera recoger, esos

indispensables materiales, sin estar siempre dirigido por algunas miras especulativas, establecidas de

antemano. Así, estas concepciones primordiales no podían, evidentemente, resultar más que de una filosofía

dispensada, por su naturaleza, de toda preparación larga, y susceptible, en una palabra, de surgir

espontáneamente, bajo el solo impulso de un instinto directo, por quiméricas que debiesen ser, por otra

parte, especulaciones así desprovistas de todo fundamento real. Tal es el feliz privilegio de los principios

teológicos, sin los cuales se debe asegurar que nuestra inteligencia no podía salir de su torpeza inicial y que,

ellos solos, han podido permitir, dirigiendo su actividad especulativa, preparar gradualmente un régimen

lógico mejor. Esta aptitud fundamental fue, además, poderosamente secundada por la predilección originaria

del espíritu humano por los problemas insolubles que perseguía sobre todo aquella filosofía primitiva. No

podemos medir nuestras fuerzas mentales y, por consecuencia, circunscribir certeramente su destino más

que después de haberlas ejercitado lo bastante. Pero este ejercicio indispensable no podía primero

determinarse, sobre todo en las facultades más débiles de nuestra naturaleza, sin el enérgico estímulo

inherente a tales estudios, donde tantas inteligencias mal cultivadas persisten aún en buscar la más pronta y

completa solución de las cuestiones directamente usuales. Hasta ha sido preciso, mucho tiempo, para vencer

suficientemente nuestra inercia nativa, recurrir también a las poderosas ilusiones que suscitaba

espontáneamente tal filosofía sobre el poder casi indefinido del hombre para modificar a su antojo un

mundo, concebido entonces como esencialmente ordenado para su uso, y que ninguna gran ley podía

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todavía sustraer a la arbitraria supremacía de las influencias sobrenaturales. Apenas hace tres siglos que, en lo

más granado de la Humanidad, las esperanzas astrológicas y alquimistas, último vestigio científico de ese

espíritu primordial, han dejado realmente de servir a la acumulación diaria de las observaciones

correspondientes, como Kepler y Berthollet, respectivamente, lo han indicado.

8.—El concurso decisivo de estos diversos motivos intelectuales se fortificaría, además,

poderosamente, si la naturaleza de este Tratado me permitiera señalar en él suficientemente la influencia

irresistible de las altas necesidades sociales, que he apreciado convenientemente en la obra fundamental

mencionada al comienzo de este Discurso. Se puede así demostrar, primero, plenamente cuánto tiempo ha

debido ser el espíritu teológico indispensable para la combinación permanente de las ideas morales y

políticas, más especialmente todavía que para la de todas las otras, sea en virtud de su complicación superior,

sea porque los fenómenos correspondientes, primitivamente demasiado poco pronunciados, no podían

adquirir un desarrollo característico sino tras un despliegue muy prolongado de la civilización humana. Es

una extraña inconsecuencia, apenas excusable por la tendencia ciegamente crítica de nuestro tiempo, el

reconocer, para los antiguos, la imposibilidad de filosofar sobre los asuntos más sencillos, de otro modo que

siguiendo .el método teológico, y desconocer, sin embargo, sobre todo entre los politeístas, la insuperable

necesidad de un régimen análogo frente a las especulaciones sociales. Pero es menester, además, advertir,

aunque aquí no pueda establecerlo, que esta filosofía inicial no ha sido menos indispensable para el

despliegue preliminar de nuestra sociabilidad que para el de nuestra inteligencia, ya para constituir

primitivamente ciertas doctrinas comunes, sin las que el vínculo social no habría podido adquirir ni extensión

ni consistencia, ya suscitando espontáneamente la única autoridad espiritual que pudiera entonces surgir.

II. Estado metafísico o abstracto

9.—Por sumarias que aquí tuvieran que ser estas explicaciones generales sobre la naturaleza

provisional y el destino preparatorio de la única filosofía que realmente conviniera a la infancia de la

Humanidad, hacen sentir fácilmente que este régimen inicial difiere demasiado hondamente, en todos

aspectos, del que vamos a ver corresponder a la virilidad mental, para que el paso gradual de uno a otro

pudiera operarse gradualmente, bien en el individuo o bien en la especie, sin el creciente auxilio de una como

filosofía intermedia, esencialmente limitada a este menester transitorio. Tal es la participación especial del

estado metafísico propiamente dicho en la evolución fundamental de nuestra inteligencia, que, llena de

antipatía por todo cambio brusco, puede elevarse así, casi insensiblemente, del estado puramente teológico al

estado francamente positivo, aunque esta equívoca situación se aproxime, en el fondo, mucho más al

primero que al último. Las especulaciones en ella dominantes han conservado el mismo esencial carácter de

tendencia habitual a los conocimientos absolutos: sólo la solución ha sufrido aquí una transformación

notable, propia para facilitar el mejor despliegue de las concepciones positivas. Como la teología, en efecto,

la metafísica intenta sobre todo explicar la íntima naturaleza de los seres, el origen y el destino de todas las

cosas, el modo esencial de producirse todos los fenómenos; pero en lugar de emplear para ello los agentes

sobrenaturales propiamente dichos, los reemplaza, cada vez más, por aquellas entidades o abstracciones

personificadas, cuyo uso, en verdad característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de

ontología. No es sino demasiado fácil hoy observar sin dificultad una manera tal de filosofar, que,

preponderante todavía respecto a los fenómenos más complicados, ofrece todos los días, hasta en las teorías

más sencillas y menos atrasadas, tantas huellas apreciables de su larga dominación1. La eficacia histórica de

estas entidades resulta directamente de su carácter equívoco, pues en cada uno de estos entes metafísicos,

inherente al cuerpo correspondiente sin confundirse con él, el espíritu puede, a voluntad, según que esté más

cerca del estado teológico o del estado positivo, ver, o una verdadera emanación del poder sobrenatural, o

1 Casi todas las explicaciones de costumbre relativas a los fenómenos sociales, la mayor parte de las que conciernen al hombre intelectual y moral, una gran parte de nuestras teorías fisiológicas o médicas, e incluso también diversas teorías químicas, etcétera, recuerdan todavía directamente la extraña manera de filosofar tan graciosamente caracterizada por Moliere, sin ninguna exageración grave, con ocasión, por ejemplo, de la virtud dormitiva del opio, de acuerdo con la decisiva conmoción que Descartes acababa de hacer sufrir a todo el régimen de las entidades.

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una simple denominación abstracta del fenómeno considerado. Ya no es entonces la pura imaginación la que

domina, y todavía no es la verdadera observación: pero el razonamiento adquiere aquí mucha extensión y se

prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico. Se debe hacer notar, por otra parte, que su

parte especulativa se encuentra primero muy exagerada, a causa de aquella pertinaz tendencia a argumentar

en vez de observar que, en todos los géneros, caracteriza habitualmente al espíritu metafisico, incluso en sus

órganos más eminentes. Un orden de concepciones tan flexible, que no supone en forma alguna la

consistencia propia, durante tanto tiempo, del sistema teológico, debe llegar, por otra parte mucho más

rápidamente, a la correspondiente unidad, por la subordinación gradual de las diversas entidades particulares

a una sola entidad general, la Naturaleza, destinada a determinar el débil equivalente metafìsico de la vaga

conexión universal que resultaba del monoteísmo.

10. —Para comprender mejor, sobre todo en nuestros días, la eficacia histórica de tal

aparato filosófico, importa reconocer que, por su naturaleza, no es susceptible más que de una mera

actividad crítica o disolvente, incluso mental, y, con mayor razón, social, sin poder organizar nunca nada que

le sea propio. Radicalmente inconsecuente, este espíritu equívoco conserva todos los fundamentos

principales del sistema teológico, pero quitándoles cada vez más aquel vigor y fijeza indispensables a su

autoridad efectiva; y en una alteración semejante es en donde consiste, en efecto, desde todos los puntos de

vista, su principal utilidad pasajera, cuando el régimen antiguo, mucho tiempo progresivo para el conjunto de

la evolución humana, se encuentra, inevitablemente, llegado a aquel grado de prolongación abusiva en que

tiende a perpetuar indefinidamente el estado de infancia que primero había dirigido tan felizmente. La

metafísica no es, pues, realmente, en el fondo, más que una especie de teología gradualmente enervada por

simplificaciones disolventes, que la privan espontáneamente del poder directo de impedir el despliegue

especial de las concepciones positivas, conservándole siempre, sin embargo, la aptitud provisional para

mantener un cierto e indispensable ejercicio de generalización, hasta que pueda, por fin, recibir mejor

alimento. Según su carácter contradictorio, el régimen metafisico u ontológico está siempre situado en la

inevitable alternativa de tender a una vana restauración del estado teológico, para satisfacer las condiciones

de orden, o bien llegar a una situación puramente negativa, a fin de escapar al opresivo imperio de la

teología. Esta oscilación necesaria, que ahora no se observa más que frente a las más difíciles teorías, ha

existido igualmente en otro tiempo, a propósito de las más sencillas, mientras ha durado su edad metafísica,

en virtud de la impotencia orgánica que pertenece siempre a tal manera de filosofar. Si la razón pública no la

hubiera rechazado desde hace largo tiempo para ciertas nociones fundamentales, no se debe temer asegurar

que las insensatas dudas que suscitó, hace veinte siglos, sobre la existencia de los cuerpos exteriores,

subsistirían aún esencialmente, porque nunca las ha disipado con certeza por ninguna argumentación

decisiva. Se puede contemplar, finalmente, el estado metafisico como una especie de enfermedad crónica

inherente por naturaleza a nuestra evolución mental, individual o colectiva, entre la infancia y la virilidad.

11. —Como las especulaciones históricas no se remontan casi nunca, entre los

modernos, más allá de los tiempos de politeísmo, el espíritu metafisico debe parecer en ellas casi tan antiguo

como el mismo espíritu teológico, puesto que ha presidido necesariamente, si bien de un modo implícito, la

transformación primitiva del fetichismo en politeísmo, para sustituir ya a la actividad puramente

sobrenatural, que, apartada de cada cuerpo particular, debía dejar espontáneamente en él alguna entidad

correspondiente. No obstante, como esta primera revolución teológica no pudo entonces engendrar ninguna

discusión verdadera, la intervención continua del espíritu ontológico no empezó a ser plenamente

característica hasta la revolución siguiente, para reducir el politeísmo a monoteísmo, de quien debió ser el

órgano natural. Su creciente influencia debía parecer primero orgánica, mientras permanecía subordinado al

impulso teológico; pero su naturaleza esencialmente disolvente hubo de manifestarse luego cada vez más,

cuando intentó gradualmente llevar la simplificación de la teología incluso allende el monoteísmo vulgar, que

constituía, con absoluta necesidad, la fase extrema verdaderamente posible de la filosofía inicial. Así es cómo

el espíritu metafisico, durante los cinco siglos últimos, ha secundado negativamente el despliegue

fundamentalde nuestra civilización moderna, descomponiendo poco a poco el sistema teológico, que se

había hecho por fin retrógrado, desde que la eficacia social del régimen monoteísta se hallaba esencialmente

agotada, al término de la edad media. Por desgracia, después de haber cumplido, en cada género, este oficio

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indispensable, pero pasajero, la acción demasiado prolongada de las concepciones ontológicas ha tenido

siempre que tender a impedir también toda organización real distinta del sistema especulativo; de manera que

el obstáculo más peligroso para el establecimiento final de una verdadera filosofía resulta, en efecto, hoy de

este mismo espíritu que a menudo se atribuye todavía el privilegio casi exclusivo de las meditaciones

filosóficas.

III. Estado positivo o real

1. ° Carácter principal: la Ley o Subordinación constante de la imaginación a la

observación.

12. —Esta larga serie de preámbulos necesarios conduce al fin a nuestra inteligencia,

gradualmente emancipada, a su estado definitivo de positividad racional, que se debe caracterizar aquí de un

modo más especial que los dos estados preliminares. Como tales ejercicios preparatorios han comprobado

espontáneamente la radical vaciedad de las explicaciones vagas y arbitrarias propias de la filosofía inicial, ya

teológica, ya metafísica, el espíritu humano renuncia desde ahora a las investigaciones absolutas que no

convenían más que a su infancia, y circunscribe sus esfuerzos al dominio, desde entonces rápidamente

progresivo, de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos accesibles en verdad,

adaptados sensatamente a nuestras necesidades reales. La lógica especulativa había consistido hasta entonces

en razonar, con más o menos sutiliza, según principios confusos que, no ofreciendo prueba alguna

suficiente, suscitaban siempre disputas sin salida. Desde ahora reconoce, como regla fundamental, que toda

proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no

puede ofrecer ningún sentido real e inteligible. Los principios mismos que emplea no son ya más que

verdaderos hechos, sólo que más generales y más abstractos que aquellos cuyo vínculo deben formar. Por

otra parte, cualquiera que sea el modo, racional o experimental, de llegar a su descubrimiento, su eficacia

científica resulta exclusivamente de su conformidad, directa o indirecta, con los fenómenos observados. La

pura imaginación pierde entonces irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina

necesariamente a la observación, de manera adecuada para constituir un estado lógico plenamente normal,

sin dejar de ejercer, sin embargo, en las especulaciones positivas un oficio tan principal como inagotable para

crear o perfeccionar los medios de conexión, ya definitiva, ya provisional. En una palabra, la revolución

fundamental que caracteriza a la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo,

a la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, la mera investigación de las leyes, es decir, de

las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados. Trátese de los efectos mínimos o de

los más sublimes, de choque y gravedad como de pensamiento y moralidad, no podemos verdaderamente

conocer sino las diversas conexiones naturales aptas para su cumplimiento, sin penetrar nunca el misterio de

su producción.

2. ° Naturaleza relativa del espíritu positivo.

13. —No sólo nuestras investigaciones positivas deben reducirse esencialmente, en todos los

géneros, a la apreciación sistemática de lo que es, renunciando a descubrir su primer origen y su destino final,

sino que importa, además, advertir que este estudio de losfenómenos, en lugar de poder llegar a ser, en modo

alguno, absoluto, debe permanecer siempre relativo a nuestra organización y a nuestra situación.

Reconociendo, en este doble aspecto, la necesaria imperfección de nuestros diversos medios especulativos,

se ve que, lejos de poder estudiar completamente ninguna existencia efectiva, no podríamos garantizar de

ningún modo la posibilidad de comprobar así, ni siquiera muy superficialmente, todas las existencias reales,

cuya mayor parte acaso debe escapar a nosotros por completo. Si la pérdida de un sentido importante basta

para ocultarnos radicalmente un orden entero de fenómenos naturales, se puede pensar, recíprocamente, que

la adquisición de un nuevo sentido nos revelaría una clase de hechos de los que ahora no tenemos idea

alguna, a menos de creer que la diversidad de los sentidos, tan diferente entre los tipos principales de

animalidad, se encuentre en nuestro organismo elevada al más alto grado que pueda exigir la exploración

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total del mundo exterior, suposición evidentemente gratuita y casi ridícula. Ninguna ciencia puede mostrar

mejor que la astronomía esta naturaleza necesariamente relativa de todos nuestros conocimientos reales,

puesto que, no pudiendo hacerse en ella la investigación de los fenómenos más que por un único sentido, es

muy fácil apreciar las consecuencias especulativas de su desaparición o de su mera alteración. No podría

existir ninguna astronomía en una especie ciega, por inteligente que se la suponga, ni acerca de astros

oscuros, que son tal vez los más numerosos, ni siquiera si, tan sólo, la atmósfera a través de la cual

observamos los cuerpos celestes permaneciera siempre y en todas partes nebulosa. Todo el curso de este

Tratado nos ofrecerá frecuentes ocasiones de apreciar espontáneamente, del modo más inequívoco, esta

íntima dependencia en que el conjunto de nuestras condiciones propias, tanto internas como externas,

mantiene inexorablemente a cada uno de nuestros estudios positivos.

14. —Para caracterizar lo bastante esta naturaleza necesariamente relativa de todos

nuestros conocimientos reales, importa además darse cuenta, desde el punto de vista más filosófico, de que,

si nuestras concepciones, cualesquiera que sean, deben considerarse ellas mismas como otros tantos

fenómenos humanos, tales fenómenos no son simplemente individuales, sino también, y sobre todo,

sociales, puesto que resultan, en efecto, de una evolución colectiva y continua, todos cuyos elementos y

todas cuyas fases están en una esencial conexión. Así, pues, si en el primer aspecto se reconoce que nuestras

especulaciones deben depender siempre de las diversas condiciones esenciales de nuestra existencia indivi-

dual, es menester admitir igualmente, en el segundo, que no están menos subordinadas al conjunto del

progreso social, de modo que no pueden tener nunca la fijeza absoluta que los metafísicos han supuesto.

Ahora bien; la ley general del movimiento fundamental de la Humanidad consiste, en este respecto, en que

nuestras teorías tiendan cada vez más a representar exactamente los objetos externos de nuestras constantes

investigaciones, sin que, sin embargo, la verdadera constitución de cada uno de ellos pueda ser plenamente

apreciada, ya que la perfección científica debe limitarse a aproximarse a aquel límite ideal tanto como lo

exijan nuestras diversas necesidades reales. Este segundo género de dependencia, propio de las

especulaciones positivas, se manifiesta con tanta claridad como el primero en todo el curso de los estudios

astronómicos, considerando, por ejemplo, la serie de nociones, cada vez más satisfactorias, obtenidas desde

el origen de la geometría celeste, sobre la figura de la tierra, la forma de las órbitas planetarias, etc. Así,

aunque, por una parte, las doctrinas científicas sean necesariamente de naturaleza bastante variable para

deber rechazar toda pretensión de absoluto, sus variaciones graduales no presentan, por otra parte, ningún

carácter arbitrario que pueda motivar un escepticismo aún más peligroso; cada cambio sucesivo conserva,

por lo demás, espontáneamente a las teorías correspondientes una aptitud indefinida para representar los

fenómenos que les han servido de base, por lo menos mientras no hay que sobrepujar el grado primitivo de

efectiva precisión.

3.° Destino de las leyes positivas: Previsión racional.

15. —Desde que la subordinación constante de la imaginación a la observación ha sido

reconocida unánimemente como la primera condición fundamental de toda sana especulación científica, una

viciosa interpretación ha conducido con frecuencia a abusar mucho de este gran principio lógico para hacer

degenerar la ciencia real en una especie de estéril acumulación de hechos incoherentes, que no podría ofrecer

otro mérito esencial que el de la exactitud parcial. Importa, pues, mucho percatarse de que el verdadero

espíritu positivo no está menos lejos, en el fondo, del empirismo que del misticismo; entre estas dos

aberraciones, igualmente funestas, debe avanzar siempre: la necesidad de tal reserva continua, tan difícil

como importante, bastaría por otra parte para comprobar, conforme a nuestras explicaciones del comienzo,

cuán maduramente preparada debe estar la auténtica positividad, de tal modo que no puede en forma alguna

convenir al estado naciente de la Humanidad. En las leyes de los fenómenos es en Io que consiste,

realmente, la ciencia, a la cual los hechos propiamente dichos, por exactos y numerosos que puedan ser,

nunca procuran otra cosa que materiales indispensables. Considerando el destino constante de estas leyes, se

puede decir, sin exageración alguna, que la verdadera ciencia, lejos de estar formada de meras observaciones,

tiende siempre a dispensar, en cuanto es posible, de la exploración directa, sustituyéndola por aquella

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previsión racional, que constituye, por todos aspectos, el principal carácter del espíritu positivo, como el

conjunto de los estudios astronómicos nos lo hará advertir claramente. Una previsión tal, consecuencia

necesaria de las relaciones constantes descubiertas entre los fenómenos, no permitirá nunca confundir la

ciencia real con esa vana erudición que acumula hechos maquinalmente sin aspirar a deducirlos unos de otros.

Este gran atributo de todas nuestras sanas especulaciones no importa menos a su utilidad efectiva que a su

propia dignidad; pues la exploración directa de los fenómenos realizados no podría bastar para permitirnos

modificar su cumplimiento, si no nos condujera a preverlos convenientemente. Así, el verdadero espíritu

positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar lo que es, a fin de concluir de ello lo que será,

según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales1.

4.° Extensión universal del dogma fundamental de la invariabilidad de las Leyes

naturales.

16.—Este principio fundamental de toda la filosofía positiva, sin estar aún, ni mucho menos,

extendido suficientemente al conjunto de los fenómenos empieza felizmente, desde hace tres siglos, a

hacerse de tal modo familiar, que, a causa de las costumbres absolutas anteriormente arraigadas, se ha

desconocido casi siempre hasta ahora su verdadera fuente, esforzándose, según una vana y confusa

argumentación metafísica, por representar como una especie de noción innata, o al menos primitiva, lo que

no ha podido resultar, ciertamente, sino de una lenta inducción gradual, a la vez individual y colectiva. No

sólo ningún motivo racional, independiente de toda exploración exterior, nos indica primero la invariabilidad

de las relaciones físicas; sino que es incontestable, por el contrario, que el espíritu humano experimenta,

durante su larga infancia, una vivísima inclinación a desconocerla, incluso allí donde una observación

imparcial se la mostraría ya, si no estuviera entonces arrastrado por su tendencia necesaria a referir todos los

sucesos, cualesquiera que fueran, a voluntades arbitrarias. En cada orden de fenómenos existen, sin duda,

algunos bastante sencillos y familiares para que su observación espontánea haya sugerido siempre el

sentimiento confuso e incoherente de una cierta regularidad secundaria; de manera que el punto de vista

puramente teológico no ha podido ser nunca, en rigor, universal. Pero esta convicción parcial y precaria se

limita mucho tiempo a los fenómenos menos numerosos y más subalternos, que ni siquiera puede entonces

preservar de las frecuentes perturbaciones atribuidas a la intervención preponderante de los agentes

sobrenaturales. El principio de la invariabilidad de las leyes naturales no empieza realmente a adquirir alguna

consistencia filosófica sino cuando los primeros trabajos verdaderamente científicos han podido manifestar

su esencial exactitud frente a un orden entero de grandes fenómenos; lo que no podría resultar

suficientemente más que de la fundación de la astronomía matemática, durante los últimos siglos del

politeísmo. Según esta introducción sistemática, este dogma fundamental ha tendido, sin duda, a extenderse,

por analogía, a fenómenos más complicados, incluso antes de que sus leyes propias pudieran conocerse en

modo alguno. Pero, aparte de su esterilidad efectiva, esta vaga anticipación lógica tenía entonces demasiada

poca energía para resistir convenientemente a la activa supremacía mental que aún conservaban las ilusiones

teológico-metafísicas. Un primer bosquejo especial del establecimiento de las leyes naturales respecto a cada

orden principal de fenómenos, ha sido luego indispensable para procurar a tal noción esa fuerza

inquebrantable que empieza a presentar en las ciencias más adelantadas. Esta convicción misma no podría

hacerse lo bastante firme mientras no se ha extendido verdaderamente una elaboración semejante a todas las

especulaciones fundamentales, ya que la incertidumbre dejada por las más complejas debía afectar entonces

más o menos a cada una de las otras. No se puede desconocer esta tenebrosa reacción, incluso hoy, donde, a

causa de la ignorancia aún habitual acerca de las leyes sociológicas, el principio de la invariabilidad de las

relaciones físicas queda a veces sujeto a graves alteraciones, hasta en los estudios puramente matemáticos, en

1 Sobre esta apreciación general del espíritu y de la marcha propios del método positivo, se puede estudiar con mucho fruto la preciosa obra titulada: A system of logic, ratiocinative and inductive, publicada recientemente en Londres (John Parker, West Strand, 1843), por mi eminente amigo Mr. John Stuart Mill, tan plenamente asociado desde ahora a la fundación directa de la nueva filosofía. Los siete últimos capítulos del tomo primero contienen una admirable exposición dogmática, tan profunda como luminosa, de la lógica inductiva, que no podrá nunca, me atrevo a asegurarlo, ser concebida ni caracterizada mejor, permaneciendo en el punto de vista en que el autor se ha puesto.

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que vemos, por ejemplo, preconizar todos los días un pretendido cálculo de probabilidades, que supone

implícitamente la ausencia de toda ley real acerca de algunos sucesos, sobre todo cuando el hombre

interviene en ellos. Pero cuando esta extensión universal está por fin suficientemente bosquejada, condición

que ahora se cumple en los espíritus más adelantados, este gran principio filosófico adquiere luego una

plenitud decisiva, aunque las leyes efectivas de la mayoría de los casos particulares deban permanecer mucho

tiempo ignoradas; porque una irresistible analogía aplica entonces de antemano a todos los fenómenos de

cada orden lo que no ha sido comprobado sino para algunos de entre ellos, siempre que tengan una

importancia conveniente.

Capítulo II

Destino del espíritu positivo

17. —Después de haber considerado el espíritu positivo en relación con los

objetos exteriores de nuestras especulaciones, es menester acabar de caracterizarlo apreciando también su

destino interior, para la satisfacción continua de nuestras propias necesidades, bien conciernan a la vida

contemplativa o a la vida activa.

I. Constitución completa y estable de la armonía mental, individual y colectiva: todo referido a la

humanidad

18. —Aunque las necesidades puramente mentales sean, sin duda, las menos enérgicas de

todas las que son inherentes a nuestra naturaleza, es incontestable, sin embargo, que existen en toda

inteligencia: constituyen el primer estímulo indispensable para nuestros distintos esfuerzos filosóficos,

atribuidos, sobre todo, con excesiva frecuencia, a los impulsos prácticos, que los desarrollan mucho,

ciertamente, pero no podrían hacerlos brotar.

Estas exigencias intelectuales, relativas, como todas las demás, al ejercicio regular de las funciones

correspondientes, reclaman siempre una feliz combinación de estabilidad y actividad, de donde resultan las

necesidades simultáneas de orden y progreso, o de unión y extensión. Durante la larga infancia de la

Humanidad, sólo las concepciones teológico- metafísicas podían, según nuestras explicaciones anteriores,

satisfacer provisionalmente esta doble condición fundamental, aunque de un modo en extremo imperfecto.

Pero cuando la razón humana está por fin bastante madura para renunciar a buscar lo inaccesible y

circunscribir con prudencia su actividad al dominio que pueden verdaderamente apreciar nuestras facultades,

la filosofía positiva le procura ciertamente una satisfacción mucho más completa, por todos aspectos, y al

mismo tiempo más real, de aquellas dos necesidades elementales. Tal es, en efecto, evidentemente, en este

nuevo aspecto, el destino directo de las leyes que descubre sobre los diversos fenómenos, y de la previsión

racional que es inseparable de ellas. Respecto a cada orden de acontecimientos, estas leyes deben distinguirse,

desde este punto de vista, en dos clases, según que vinculen por semejanza a los que coexisten o —por

filiación— a los que se suceden. Esta distinción indispensable corresponde esencialmente, para el mundo

exterior, a la que siempre nos ofrece espontáneamente entre los dos estados correlativos de existencia y

movimiento; de donde resulta, en toda ciencia real, una fundamental diferencia entre la apreciación estática y

la apreciación dinámica de una cuestión cualquiera. Los dos géneros de relaciones contribuyen igualmente a

explicar los fenómenos, y conducen de la misma manera a preverlos, aunque las leyes de armonía parecen al

pronto destinadas sobre todo a la explicación, y las leyes de sucesión a la previsión. En efecto, sea que se

trate de explicar o de prever, todo se reduce siempre a establecer lazos de unión: todo vínculo real, aparte de

que sea estático o dinámico, descubierto entre dos fenómenos cualesquiera, permite a la vez explicarlos y

preverlos, el uno por el otro; pues la previsión científica conviene, evidentemente, al presente, e incluso al

pasado, tanto como al porvenir, ya que siempre consiste en conocer un hecho independientemente de su

exploración directa, en virtud de sus relaciones con otros ya dados. Así, por ejemplo, la semejanza

demostrada entre la gravitación celeste y la gravedad terrestre ha conducido, por las pronunciadas

variaciones de la primera, a prever las débiles variaciones de la segunda, que la observación inmediata no

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podía revelar de un modo suficiente, aunque las haya confirmado después; de igual manera, en sentido

inverso, la correspondencia, observada desde antiguo, entre el período elemental de las mareas y el día lunar,

ha encontrado su explicación en cuanto se ha reconocido la elevación de las aguas en cada punto como

resultado del paso de la luna por el meridiano del lugar. Todas nuestras verdaderas necesidades lógicas

convergen, pues, esencialmente hacia este destino común: consolidar cuanto es posible, por nuestras

especulaciones sistemáticas, la espontánea unidad de nuestro entendimiento, constituyendo la continuidad y

la homogeneidad de nuestras diversas concepciones, de modo que satisfagan igualmente a las exigencias

simultáneas del orden y del progreso, haciéndonos volver a hallar la constancia en medio de la variedad.

Ahora bien; es evidente que, en este aspecto fundamental, la filosofía positiva procura, en los espíritus bien

preparados, una aptitud muy superior a la que nunca pudo ofrecer la filosofía teológico-metafísica. Incluso

considerando ésta en los tiempos de su mayor ascendiente, a la vez mental y social, es decir, en el estado

politeísta, la unidad intelectual se encontraba en ella, ciertamente, constituida de un modo mucho menos

completo y estable que lo permitirá pronto la universal preponderancia del espíritu positivo, cuando esté al

fin extendido habitualmente a las más altas especulaciones. Entonces, en efecto, reinará en todas partes, de

diversas maneras y en diferentes grados, esa admirable constitución lógica, de la cual pueden darnos hoy sólo

una idea justa los estudios más sencillos, en que la unión y la extensión, garantizada plenamente cada una, se

encuentran, además, en espontánea solidaridad. Este gran resultado filosófico no exige por lo demás otra

condición necesaria que la obligación permanente de restringir todas nuestras especulaciones a las

investigaciones verdaderamente accesibles, considerando esas relaciones reales, ya de semejanza, ya de

sucesión, como incapaces de constituir para nosotros, ellas mismas, otra cosa que simples hechos generales,

que es menester siempre tender a reducir al menor número posible, sin que el misterio de su producción

pueda ser penetrado en modo alguno, de acuerdo con el carácter fundamental del espíritu positivo. Pero si

esta constancia efectiva de las relaciones naturales no es, tan sólo, en verdad apreciable, también ella sola

basta plenamente a nuestras verdaderas necesidades, sean de contemplación, sean de dirección.

19. —Importa, no obstante, reconocer, en principio, que bajo el régimen positivo

la armonía de nuestras concepciones se encuentra necesariamente limitada, hasta cierto punto, por la

obligación fundamental de su realidad, es decir, de una conformidad suficiente con tipos independientes de

nosotros. En su ciego instinto de relación, nuestra inteligencia aspira casi a poder enlazar entre sí dos

fenómenos cualesquiera, simultáneos o sucesivos; pero el estudio del mundo exterior demuestra, por el

contrario, que muchas de estas aproximaciones serían puramente quiméricas, y que multitud de

acontecimientos se realizan de continuo sin verdadera dependencia mutua; de modo que esta indispensable

inclinación necesita más que otra alguna ser regulada según una sana apreciación general. Acostumbrado

durante largo tiempo a una especie de unidad de doctrina, por vaga e ilusoria que debiera ser, bajo el imperio

de las ficciones teológicas y de las entidades metafísicas, el espíritu humano, al pasar al estado positivo, ha

intentado al principio reducir todos los órdenes distintos de fenómenos a una sola ley común. Pero todos los

ensayos realizados durante los dos últimos siglos paraobtener una explicación universal de la naturaleza, no

han llevado más que a desacreditar radicalmente tal empresa, abandonada en adelante a las inteligencias mal

cultivadas. Una exploración juiciosa del mundo exterior lo ha representado como con muchos menos

vínculos que lo supone o lo desea nuestro entendimiento, a quien su propia flaqueza dispone más a

multiplicar relaciones favorables a su marcha y, sobre todo, a su reposo. No sólo las seis categorías

fundamentales que distinguiremos más adelante entre los fenómenos, no se podrían ciertamente reducir

todas a una sola ley universal, sino que hay motivo suficiente para asegurar ahora que la unidad de

explicación, perseguida aún por tantos espíritus serios acerca de cada una de ellas en particular, nos es negada

al fin, incluso en este dominio mucho más restringido. La astronomía ha hecho nacer, respecto a esto,

esperanzas demasiado empíricas, que no podrían realizarse nunca para los fenómenos más complejos, no

sólo en cuanto a la física propiamente dicha, cuyas cinco ramas principales permanecerán siempre distintas

entre sí, a pesar de sus indiscutibles relaciones. Se suele estar dispuesto a exagerar mucho los inconvenientes

lógicos de una dispersión necesaria semejante, porque se aprecian mal las ventajas reales que presenta la

transformación de las inducciones en deducciones. Sin embargo, hay que reconocer francamente esta

imposibilidad directa de referir todo a una sola ley positiva como una grave imperfección, consecuencia

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inevitable de la condición humana, que nos fuerza a aplicar una inteligencia muy flaca a un universo

complejísimo.

20. —Pero esta incontestable necesidad, que importa reconocer, a fin de evitar toda

pérdida inútil de fuerzas mentales, no impide en modo alguno a la ciencia real el lograr, en otro aspecto, una

suficiente unidad filosófica, equivalente a las que constituyeron de un modo pasajero la teología o la

metafísica, y muy superior, por otra parte, tanto en estabilidad como en plenitud. Para darse cuenta de su

posibilidad y apreciar su naturaleza, hay que echar mano ante todo de la luminosa distinción general,

bosquejada por Kant, entre los dos puntos de vista objetivo y subjetivo, propios de un estudio cualquiera.

Considerada en el primer aspecto, es decir, en cuanto al destino exterior de nuestras teorías, como

representación exacta del mundo real, nuestra ciencia no es ciertamente susceptible de una sistematización

plenaria, a causa de una inevitable diversidad entre los fenómenos fundamentales. En este sentido, no

debemos buscar otra unidad que la del método positivo considerado en su totalidad, sin pretender una

verdadera unidad científica, aspirando sólo a la homogeneidad y a la convergencia de las diferentes doctrinas.

Muy otro es el caso en el otro aspecto, es decir, en cuanto a la fuente interior de las teorías humanas,

consideradas como resultados naturales de nuestra evolución mental, a la vez individual y colectiva,

destinados a la normal satisfacción de nuestras propias necesidades, sean cualesquiera. Referidos de este

modo, no al universo, sino al hombre, o mejor a la Humanidad, nuestros conocimientos reales tienden, por

el contrario, a una sistematización completa, tanto científica como lógica. Ya no se debe concebir entonces,

en el fondo, más que una sola ciencia, la ciencia humana o, más exactamente, social, cuyo principio y fin a un

tiempo lo constituye nuestra existencia, y en la que viene a fundirse naturalmente el estudio racional del

mundo exterior, con el doble título de elemento necesario y de preámbulo fundamental, igualmente

indispensable en cuanto al método y a la doctrina, como explicaré más adelante. La misma astronomía,

aunque objetivamente más perfecta que las otras ramas de la filosofía natural, por razón de su mayor

sencillez, no es en verdad así más que en este aspecto humano: pues el conjunto de este Tratado hará advertir

claramente que debería, por el contrario, juzgarse muy imperfecta si se la refiriese al universo y no al

hombre: puesto que todos nuestros estudios reales se limitan por necesidad en ella a nuestro mundo, que, sin

embargo, no constituye sino un mínimo elemento del universo, cuya exploración nos está vedada

esencialmente. Tal es, pues, la disposición general que debe por fin prevalecer en la filosofía verdaderamente

positiva, no sólo en cuanto a las teorías en relación directa con el hombre y con la sociedad, sino también

para aquellas que atañen a los fenómenos más sencillos, los más alejados, en aparencia, de esta apreciación

común: concebir todas nuestras especulaciones como productos de nuestra inteligencia, destinados a

satisfacer nuestras diversas necesidades esenciales, no apartándose nunca del hombre sino para volver mejor

a él, después de haber estudiado los otros fenómenos, como indispensables de conocer, sea para desarrollar

fuerzas o para apreciar nuestra naturaleza y nuestra condición. Se puede ver desde entonces cómo la noción

preponderante de la Humanidad debe constituir necesariamente, en el estado positivo, una plena

sistematización mental, por lo menos equivalente a la que había al fin procurado la edad teológica por la gran

concepción de Dios, tan débilmente reemplazada luego, en este aspecto, durante la transición metafísica, por

el vago pensamiento de la naturaleza.

21.—Después de haber caracterizado así la aptitud espontánea del espíritu positivo para constituir la

unidad final de nuestro entendimiento, resulta fácil completar esta explicación fundamental, extendiéndola

del individuo a la especie. Esta extensión indispensable era hasta ahora esencialmente imposible para los

filósofos modernos, que, no habiendo podido ellos mismos salir de un modo suficiente del estado

metafisico, no se han puesto nunca en el punto de vista social, el único, no obstante, susceptible de una

realidad plenaria, científica o lógica, puesto que el hombre no se desenvuelve aisladamente, sino en

colectividad. Apartando como radicalmente estéril, o más bien hondamente dañosa, esta viciosa abstracción

de nuestros psicólogos o ideólogos, la tendencia sistemática que acabamos de apreciar en el espíritu positivo

adquiere al fin toda su importancia, porque indica en él el verdadero fundamento filosófico de la sociabilidad

humana, al menos en tanto que ésta depende de la inteligencia, cuyo influjo capital, aunque en modo alguno

exclusivo, no podría discutirse. Es, en efecto, el mismo problema humano, con distintos grados de dificultad,

el de constituir la unidad lógica de cada entendimiento aislado o establecer una convergencia duradera entre

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entendimientos distintos, cuyo número no habría de influir esencialmente sino en la rapidez de la operación.

Además, en todos los tiempos, el que ha podido llegar a ser lo bastante consecuente ha adquirido, por ella, la

facultad de unir gradualmente a los demás por la semejanza fundamental de nuestra especie. La filosofía

teológica, durante la infancia de la Humanidad, no ha sido la única propia para sistematizar la sociedad, sino

por ser entonces la fuente exclusiva de una cierta armonía mental. Así, pues, si el privilegio de la coherencia

lógica ha pasado desde ahora irrevocablemente al espíritu positivo, lo que no puede apenas discutirse en

serio, es menester desde el mismo momento reconocer también en él el único principio efectivo de esa gran

comunión intelectual que viene a ser la base necesaria de toda verdadera asociación humana, cuando está

unida de modo conveniente a las otras dos condiciones fundamentales, una conformidad suficiente de

sentimientos y una cierta convergencia de intereses. La deplorable situación filosófica de lo más escogido de

la Humanidad bastaría hoy para dispensar, a este propósito, de toda discusión, puesto que ya no se observa

verdadera comunidad de opiniones más que sobre las cuestiones reducidas ya a teorías positivas, y que, por

desgracia, no son, ni con mucho, las más importantes. Una apreciación directa y especial, que aquí estaría

fuera de lugar, hace ver fácilmente, por otra parte, que sólo la filosofía positiva puede realizar gradualmente

aquel noble proyecto de asociación universal que el cristianismo había bosquejado prematuramente en la

edad media, pero que era, en el fondo, necesariamente incompatible, como ha demostrado plenamente la

experiencia, con la índole teológica de su filosofía, que establecía una coherencia lógica demasiado débil para

proporcionar una eficacia social semejante.

II. Armonía entre la ciencia y el arte, entre la teoría positiva y la práctica

22.—Puesto que la aptitud fundamental del espíritu positivo está desde ahora suficientemente

caracterizada respecto a la vida especulativa, ya no nos queda sino apreciarlo también en la vida activa, que,

sin poder mostrar en él ninguna propiedad realmente nueva, manifiesta, de manera mucho más completa y,

sobre todo, más decisiva, el conjunto de los atributos que le hemos reconocido. Aunque las concepciones

teológicas hayan sido necesarias mucho tiempo, incluso en este aspecto, para despertar y sostener el ardor

del hombre por la esperanza indirecta de una especie de imperio ilimitado, ha sido, no obstante, acerca de

esto donde el espíritu humano ha dado primero pruebas de su predilección final por los conocimientos

reales. En efecto, el estudio positivo de la naturaleza empieza hoy a estimarse universalmente, sobre todo

como base racional de la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior. Nada es más acertado, en el

fondo, que este juicio vulgar y espontáneo; pues un destino semejante, cuando se aprecia convenientemente,

recuerda por necesidad, en el más feliz resumen, todos los grandes rasgos del verdadero espíritu filosófico,

tanto en cuanto a la racionalidad como en cuanto a la positividad. El orden natural que resulta, en cada caso

práctico, del conjunto de las leyes de los fenómenos respectivos, debe primero, evidentemente, sernos bien

conocido, para que podamos modificarlo en nuestro provecho o, por lo menos, adaptar a él nuestra

conducta, si toda intervención humana es imposible, como en los acontecimientos celestes. Tal aplicación es

propia, sobre todo, para hacer apreciable familiarmente esa previsión racional que, como hemos visto,

constituye, en todos aspectos, el principal carácter de la verdadera ciencia; pues la pura erudición, en que los

conocimientos, reales, pero incoherentes, consisten en hechos y no en leyes, no podría bastar,

evidentemente, para dirigir nuestra actividad: sería superfluo insistir aquí en una explicación tan poco

discutible. Es cierto que la exorbitante preponderancia que ahora se concede a los intereses materiales ha

llevado con demasiada frecuencia a comprender esta relación necesaria de modo que compromete

gravemente el porvenir de la ciencia, tendiendo a restringir las especulaciones positivas a las únicas

investigaciones de utilidad inmediata. Pero esta ciega disposición resulta sólo de una manera estrecha y falsa

de entender la gran relación de la ciencia con el arte, por no haber apreciado una y otro con suficiente

hondura. El estudio de la astronomía es el más apropiado de todos para rectificar tal tendencia, sea porque

su mayor sencillez permite abarcar mejor su conjunto, o en virtud de la espontaneidad más íntima de sus

aplicaciones correspondientes, que desde hace veinte siglos están evidentemente ligadas con las más sublimes

especulaciones, como este Tratado hará advertir con claridad. Pero importa, sobre todo, reconocer, a este

propósito, que la relación fundamental entre la ciencia y el arte no ha podido ser hasta aquí comprendida de

un modo conveniente, incluso en las mejores mentes, por una consecuencia necesaria de la insuficiente

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extensión de la filosofía natural, todavía ajena a las investigaciones más importantes y difíciles, las que

conciernen directamente a la sociedad humana. En efecto, la concepción racional de la acción del hombre

sobre la naturaleza ha permanecido así limitada esencialmente al mundo inorgánico, de donde resultaría una

excitación científica demasiado imperfecta. Cuando esta inmensa laguna se haya llenado lo bastante, como

empieza hoy a estarlo, se podrá uno dar cuenta de la importancia fundamental de este gran destino práctico

para estimular habitualmente, e incluso a menudo para dirigirlas mejor, las más eminentes especulaciones,

bajo la única condición normal de una positividad constante. Pues el arte no será ya entonces tan sólo

geométrico, mecánico o químico, sino también y sobre todo político y moral, ya que la principal acción

ejercida por la Humanidad debe consistir, en todos aspectos, en el mejoramiento continuo de su propia

naturaleza, individual o colectiva, entre los límites que indica, como en todos los demás casos, el conjunto de

las leyes reales. Cuando esta espontánea solidaridad de la ciencia con el arte haya podido organizarse así de

modo conveniente, no puede dudarse que, lejos de tender en forma alguna a restringir las sanas

especulaciones filosóficas, les asignaría, a la inversa, un oficio final demasiado superior a su alcance efectivo,

si no se hubiera reconocido de antemano, como principio general, la imposibilidad de hacer al arte

puramente racional, es decir, de elevar nuestras previsiones teóricas al verdadero nivel de nuestras

necesidades prácticas. Hasta en las artes más sencillas y perfectas sigue siendo indispensable un constante

desarrollo, directo y espontáneo, sin que las indicaciones científicas puedan, en ningún caso, suplirlo

completamente. Por satisfactorias que hayan llegado a ser, por ejemplo, nuestras previsiones astronómicas,

su precisión es todavía, y será probablemente siempre, inferior a nuestras justas exigencias prácticas, como

tendré ocasión de indicar con frecuencia.

23. —Esta tendencia espontánea a constituir directamente una armonía entera entre la

vida especulativa y la vida activa debe mirarse al fin como el más feliz privilegio del espíritu positivo, ninguna

de cuyas otras propiedades puede manifestar tan bien su verdadero carácter y facilitar su ascendiente real.

Nuestro ardor especulativo se halla así, pues, mantenido, y hasta dirigido, por un poderoso estímulo

continuo, sin el cual la inercia natural de nuestra inteligencia la dispondría a menudo a satisfacer sus débiles

necesidades teóricas por explicaciones fáciles, pero insuficientes, mientras que el pensamiento de la acción

final recuerda siempre la condición de una precisión conveniente. Al mismo tiempo, este gran destino

práctico completa y circunscribe, en cada caso, la prescripción fundamental relativa al descubrimiento de las

leyes naturales, tendiendo a determinar, según las exigencias de la aplicación, el grado de extensión y

exactitud de nuestra previsión racional, cuya medida justa no podría, en general, fijarse de otro modo. Si, por

una parte, la perfección científica no podría sobrepujar un cierto límite, por debajo del cual, a la inversa, se

encontrará realmente siempre, no podría, por otra parte, franquearlo sin caer al mismo tiempo en una

consideración demasiado minuciosa, no menos quimérica que estéril, y que incluso comprometería final-

mente todos los fundamentos de la verdadera ciencia, puesto que nuestras leyes no pueden nunca

representar los fenómenos más que con una cierta aproximación, más allá de la cual sería tan peligroso como

inútil llevar nuestras investigaciones. Cuando esta relación fundamental de la ciencia con el arte esté

sistematizada convenientemente, tenderá alguna vez, sin duda, a desacreditar tentativas históricas cuya

esterilidad radical sería indiscutible; pero, lejos de ofrecer ningún inconveniente real, esta inevitable

disposición resultará desde entonces muy favorable a nuestros verdaderos intereses especulativos,

previniendo esa vana pérdida de nuestras flacas energías mentales, que hoy resulta con excesiva frecuencia de

una ciega especialización. En la evolución preliminar del espíritu positivo ha tenido que aplicarse en todas

partes a las cuestiones, cualesquiera que fueran, que le resultaban accesibles, sin indagar demasiado su

importancia final, derivada de su relación peculiar con un conjunto que no podía primero ser advertido. Pero

este instinto provisional, sin el cual la ciencia hubiera carecido entonces de un alimento conveniente, debe

acabar por subordinarse habitualmente a una justa apreciación sistemática, tan pronto como la plena

madurez del estado positivo haya permitido aprehender siempre lo bastante las verdaderas relaciones

esenciales de cada parte con el todo, de manera que ofrezca constantemente un ancho horizonte a las más

eminentes investigaciones, evitando, sin embargo, toda especulación pueril.

24. —A propósito de esta íntima armonía entre la ciencia y el arte, importa finalmente

observar en especial la feliz tendencia que de ella resulta para desarrollar y consolidar el ascendiente social de

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la sana filosofía, por una consecuencia espontánea de la preponderancia creciente que obtiene,

evidentemente, la vida industrial en nuestra civilización moderna. La filosofía teológica no podía realmente

convenir sino a aquellos tiempos necesarios de sociabilidad preliminar, en que la actividad humana debe ser

militar esencialmente, a fin de preparar poco a poco una asociación normal y completa, que al principio era

imposible, según la teoría histórica que he establecido en otro lugar. El politeísmo se adaptaba sobre todo al

sistema de conquista de la antigüedad, y el monoteísmo a la organización defensiva de la edad media.

Haciendo prevalecer cada vez más la vida industrial, la sociabilidad moderna debe, pues, secundar

poderosamente la gran revolución mental que hoy eleva nuestra inteligencia, definitivamente, del régimen

teológico al régimen positivo. No sólo esta activa tendencia cotidiana al mejoramiento práctico de la

condición humana es por necesidad poco compatible con las preocupaciones religiosas, siempre relativas,

sobre todo en el monoteísmo, a un destino del todo diferente. Sino que, además, tal actividad es propia para

suscitar finalmente una oposición universal, tan radical como espontánea, a toda filosofía teológica. De un

lado, en efecto, la vida industrial es, en el fondo, directamente contraria a todo optimismo providencial,

puesto que supone necesariamente que el orden natural es lo bastante imperfecto para exigir sin cesar la

intervención humana, mientras que la teología no admite lógicamente otro medio de modificarlo que

solicitar un apoyo sobrenatural. En segundo lugar, esta oposición, inherente al conjunto de nuestras

concepciones industriales, se reproduce continuamente, en formas muy variadas, en el cumplimiento especial

de nuestras operaciones, en que debemos considerar el mundo exterior, no como dirigido por cualesquiera

voluntades, sino como sometido a leyes, susceptibles de permitirnos una suficiente previsión, sin la cual

nuestra actividad práctica carecería de toda base racional. Así, la misma correlación fundamental que hace a

la vida industrial tan favorable al ascendente filosófico del espíritu positivo, le imprime, en otro aspecto, una

tendencia antiteológica, más o menos pronunciada, pero pronto o tarde inevitable, por grandes que hayan

podido ser los continuos esfuerzos de la sabiduría sacerdotal para contener o templar el carácter

antiindustrial de la filosofía de los comienzos, con la cual sólo la vida guerrera era suficientemente

conciliable. Tal es la íntima solidaridad que hace participar involuntariamente desde hace mucho tiempo a

todos los espíritus modernos, incluso los más groseros y rebeldes, en la sustitución gradual de la antigua

filosofía teológica por una filosofía plenamente positiva, única susceptible en adelante de un verdadero

ascendiente social.

III. Incompatibilidad final de la ciencia con la teología

25.—De esta manera somos llevados a completar finalmente la apreciación directa del verdadero

espíritu filosófico por una última explicación que, aun siendo sobre todo negativa, resulta realmente

indispensable hoy para acabar de caracterizar suficientemente la naturaleza y las condiciones de la gran

renovación mental que ahora necesita lo más escogido de la Humanidad, manifestando directamente la

incompatibilidad última de las concepciones positivas con todas las opiniones teológicas, sean cualesquiera,

tanto monoteístas como politeístas o fetichistas. Las diversas consideraciones indicadas en este Discurso han

demostrado ya implícitamente la imposibilidad de ninguna conciliación duradera entre las dos filosofías, sea

en cuanto al método o a la doctrina; de modo que toda incertidumbre sobre este punto puede aquí disiparse

fácilmente. Sin duda,la ciencia y la teología no están, en primer término, en abierta oposición, puesto que no

se proponen los mismos problemas; esto es lo que ha permitido durante largo tiempo el despliegue parcial

del espíritu positivo, a pesar del ascendiente general del espíritu teológico e incluso, en muchos aspectos,

bajo su tutela previa. Pero cuando la positividad racional, primero limitada a humildes investigaciones

matemáticas, que la teología había desdeñado tocar especialmente, empezó a extenderse al estudio directo de

la naturaleza, sobre todo por las teorías astronómicas, la colisión se hizo inevitable, aunque latente, en virtud

del contraste fundamental, a la vez científico y lógico, desarrollado desde entonces progresivamente entre

ambos órdenes de ideas. Los mismos motivos lógicos por los que la ciencia renuncia radicalmente a los

misteriosos problemas de que la teología por esencia se ocupa, son propios para desacreditar, tarde o

temprano, en todas las buenas inteligencias, especulaciones que se rechazan como necesariamente in-

accesibles a la razón humana. Además, la prudente reserva con que el espíritu positivo procede gradualmente

respecto a asuntos muy fáciles, debe hacer apreciar indirectamente la loca temeridad del espíritu teológico

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505

frente a las cuestiones más difíciles. Sin embargo, la incompatibilidad de las dos filosofías debe hacerse

patente, sobre todo, por las doctrinas, en la mayoría de las inteligencias, que de ordinario se afectan

demasiado poco por las meras disidencias metódicas, aunque éstas sean en el fondo las más graves, como

fuente necesaria de todas las demás. Ahora bien; en este nuevo aspecto, no se puede desconocer la oposición

radical de los dos órdenes de concepciones, en que los mismos fenómenos son tan pronto atribuidos a

voluntades directrices, tan pronto referidos a leyes invariables. La movilidad regular, naturalmente inherente

a toda idea de voluntad, no puede en modo alguno estar de acuerdo con la constancia de las relaciones

reales. De esta forma, a medida que las leyes físicas han sido conocidas, el imperio de las voluntades

sobrenaturales se ha tenido que restringir cada vez más, quedando consagrado siempre, sobre todo, a los

fenómenos cuyas leyes permanecían ignoradas. Una incompatibilidad semejante resulta directamente

evidente cuando se opone la previsión racional, que constituye el principal carácter de la verdadera ciencia, a

la adivinación por revelación especial, que la teología tiene que representar como aquello que ofrece el único

medio legítimo de conocer el futuro. Es cierto que el espíritu positivo, llegado a su completa madurez, tiende

también a subordinar la voluntad misma a verdaderas leyes, cuya existencia es supuesta, en efecto,

tácitamente, por la razón vulgar, puesto que los esfuerzos prácticos para modificar y prever las voluntades

humanas no podrían tener sin ello ningún fundamento razonable. Pero una noción tal no conduce en modo

alguno a conciliar los dos modos opuestos según los cuales la ciencia y la teología conciben necesariamente

la dirección efectiva de los diversos fenómenos. Pues una previsión semejante y la conducta que de ella

resulta exigen evidentemente un profundo conocimiento real del ser en cuyo seno las voluntades se

producen. Pero este fundamento previo no podría proceder más que de un ser por lo menos igual, juzgando

así por semejanza; no se le puede concebir procedente de uno inferior, y la contradicción aumenta con la

desigualdad de naturaleza. También la teología ha rechazado siempre la pretensión de penetrar de algún

modo los designios providenciales, como sería absurdo suponer a los últimos animales la facultad de prever

las voluntades del hombre o de otros animales superiores. Sin embargo, a esta loca hipótesis se vería uno

necesariamente conducido para conciliar por último el espíritu teológico con el espíritu positivo.

26.—Considerada históricamente, su radical oposición, aplicable a todas las fases esenciales de la

filosofía inicial, se admite generalmente desde hace mucho tiempo para aquellas que han franqueado del todo

los pueblos más adelantados. Incluso es cierto que, respecto a ellas, se exagera mucho tal incompatibilidad,

acausa de ese absoluto desdén que inspiran ciegamente nuestras costumbres monoteístas por los dos estados

anteriores del régimen teológico. La sana filosofía, siempre obligada a apreciar el modo necesario según el

que cada una de las grandes fases sucesivas de la Humanidad ha concurrido efectivamente a nuestra

evolución fundamental, rectificará con cuidado estos prejuicios injustos, que impiden toda verdadera teoría

histórica. Pero aunque el politeísmo, y hasta el fetichismo, hayan secundado realmente, en un principio, el

despliegue espontáneo del espíritu de observación, se debe reconocer, sin embargo, que no podían ser

verdaderamente compatibles con el sentimiento gradual de la invariabilidad de las relaciones físicas tan

pronto como éste pudo adquirir cierta consistencia sistemática. Además, se debe concebir esa inevitable

oposición como la principal fuente secreta de las diversas transformaciones que han descompuesto

sucesivamente la filosofía teológica, reduciéndola cada vez más. Este es el lugar de completar, sobre este

punto, la explicación indispensable indicada al comienzo de este Discurso, donde esta disolución gradual ha

sido especialmente atribuida al estado metafísico propiamente dicho, que, en el fondo, no podía ser sino su

simple órgano, y nunca el agente verdadero. Es menester observar, en efecto, que el espíritu positivo, a causa

del defecto de generalidad que debía caracterizar su lenta evolución parcial, no podía formular de manera

conveniente sus propias tendencias filosóficas, que apenas se han hecho directamente sensibles durante

nuestros últimos siglos. De aquí resultaba la necesidad especial de la intervención metafísica, que ella sólo

podía sistematizar convenientemente la oposición espontánea de la ciencia naciente a la antigua teología.

Pero, aunque tal oficio haya debido hacer exagerar mucho la importancia efectiva de este espíritu de

transición, es, sin embargo, fácil reconocer que el progreso natural de los conocimientos reales deba sólo una

seria consistencia a su ruidosa actividad. Este continuo progreso, que incluso había determinado primero, en

el fondo, la transformación del fetichismo en politeísmo, ha constituido luego, sobre todo, la fuente esencial

de la reducción del politeísmo al monoteísmo. Como la colisión hubo de realizarse principalmente por las

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506

teorías astronómicas, este Tratado me proporcionará la ocasión natural de caracterizar el grado preciso de su

desarrollo, al que hay que atribuir, en realidad, la irrevocable decadencia mental del régimen politeísta, que

entonces reconoceremos lógicamente incompatible con la fundación decisiva de la astronomía matemática

por la escuela de Tales.

27. —El estudio racional de esta oposición demuestra claramente que no podía limitarse a la

teología antigua, y que tuvo que extenderse después al monoteísmo mismo, aunque su energía hubo de

disminuir con su necesidad, a medida que el espíritu teológico seguía decayendo, a causa del mismo progreso

espontáneo. Sin duda, esta fase extrema de la filosofía inicial era mucho menos contraria que las precedentes

al despliegue de los conocimientos reales, que no encontraban ya en ella, a cada paso, la peligrosa

competencia de una explicación sobrenatural formulada especialmente. También fue, sobre todo, bajo este

régimen monoteísta cuando hubo de realizarse la evolución preliminar del espíritu positivo. Pero la

incompatibilidad, no por ser menos explícita y más tardía dejaba de ser al fin inevitable, incluso antes de la

época en que la nueva filosofía se hubiera hecho lo bastante general para tomar un carácter verdaderamente

orgánico, reemplazando irrevocablemente a la teología en su oficio social como en su destino mental. Como

el conflicto ha debido realizarse una vez más por la astronomía, demostraré aquí con precisión qué evolución

más adelantada ha extendido necesariamente hasta el más simple monoteísmo su oposición radical, limitada

antes al politeísmo propiamente dicho: se reconocerá entonces que esta inevitable influencia resulta del

descubrimiento del doble movimiento de la Tierra, seguido poco después de la fundación de la mecánica

celeste. En el estado actual de la razónhumana, se puede afirmar que el régimen monoteísta, favorable

durante mucho tiempo al primitivo despliegue de los conocimientos reales, estorba profundamente la

marcha sistemática que deben tomar en adelante, impidiendo al sentimiento fundamental de la invariabilidad

de las leyes físicas adquirir finalmente su indispensable plenitud filosófica. Pues el pensamiento continuo de

una súbita perturbación arbitraria en la economía natural debe permanecer siempre inseparable, al menos

virtualmente, de toda teología, cualquiera que ella sea, incluso reducida tanto como sea posible. Sin un

obstáculo semejante, en efecto, que no puede cesar más que por el completo desuso del espíritu teológico, el

espectáculo diario del orden real habría ya determinado una universal adhesión al principio fundamental de la

filosofía positiva.

28. —Varios siglos antes de que el desarrollo científico permitiera apreciar directamente

esta oposición radical, la transición metafísica había intentado, bajo su secreto impulso, restringir, en el

mismo seno del monoteísmo, el ascendiente de la teología, haciendo prevalecer abstractamente, en el último

período de la edad media, la célebre doctrina escolástica que sujeta la acción efectiva del motor supremo a

leyes invariables, que habría establecido primitivamente, vedándose el cambiarlas nunca. Pero esta especie de

transacción espontánea entre el principio teológico y el principio positivo no suponía, evidentemente, más

que una existencia pasajera, propia para facilitar más la decadencia continua del uno y el triunfo gradual del

otro. Su imperio mismo estaba limitado esencialmente a los espíritus cultivados; pues, mientras la fe subsistió

realmente, el instinto popular hubo de rechazar siempre con energía una concepción que, en el fondo, tendía

a anular el poder providencial, condenándolo a una sublime inercia, que dejaba toda la actividad habitual a la

gran entidad metafísica, estando así la naturaleza asociada al gobierno universal, como ministro obligado y

responsable, a quien debían dirigirse en adelante la mayoría de las quejas y las súplicas. Se ve que, en todos

los aspectos esenciales, esta concepción se asemeja mucho a la que la situación moderna ha hecho prevalecer

cada vez más respecto a la monarquía constitucional; y esta analogía no es de ningún modo fortuita, puesto

que el tipo teológico ha proporcionado, en efecto, la base racional del tipo político. Esta doctrina

contradictoria, que destruye la eficacia social del principio teológico, sin consagrar el ascendiente

fundamental del principio positivo, no podría corresponder a ningún estado verdaderamente normal y

duradero: constituye sólo el más poderoso de los medios de transición propios del último oficio necesario

del espíritu metafisico.

29.—Finalmente, la incompatibilidad necesaria de la ciencia con la teología ha tenido que

manifestarse también en otra forma general, especialmente adaptada al estado monoteísta, haciendo resaltar

cada vez más la radical imperfección del orden real, que así se opone al inevitable optimismo providencial.

Este optimismo, sin duda, ha seguido siendo conciliable mucho tiempo con el espontáneo despliegue de los

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507

conocimientos positivos, porque un primer análisis de la naturaleza debía inspirar entonces en todas partes

una ingenua admiración por el modo de realizarse de los principales fenómenos que constituyen el orden

efectivo. Pero esta disposición inicial tiende luego a desaparecer, no menos necesariamente, a medida que el

espíritu positivo, tomando un carácter cada vez más sistemático, sustituye poco a poco, al dogma de las

causas finales, el principio de las condiciones de existencia, que ofrece, en mayor grado, todas sus propiedades

lógicas, sin presentar ninguno de sus graves riesgos científicos. Entonces deja uno de asombrarse de que la

constitución de los seres naturales se encuentre, en cada caso, dispuesta de manera que permita la realización

de sus fenómenos efectivos. Estudiando con cuidado esta inevitable armonía, con el único designio de

conocerla mejor, se acaba luego por observar las profundas imperfecciones que presenta, en todos aspectos,

el orden real, casi siempre inferior ensabiduría a la economía artificial que establece nuestra débil

intervención humana en su limitado dominio. Como estos vicios naturales deben de ser tanto más grandes

cuanto se trate de fenómenos más complejos, las indicaciones irrecusables que nos ofrezca, en este aspecto,

el conjunto de la astronomía, bastarán aquí para hacer presentir cuánto debe extenderse una apreciación

semejante, con nueva energía filosófica, a todas las demás partes esenciales de la ciencia real. Pero importa,

sobre todo, comprender, en general, a propósito de esta crítica, que no tiene sólo un destino pasajero, a

título de medio antiteológico. Se enlaza, de un modo más íntimo y duradero, al espíritu fundamental de la

filosofía positiva, en la relación general entre la especulación y la acción. Si, por una parte, nuestra activa

intervención permanente descansa, ante todo, en el conocimiento exacto de la economía natural, de la cual

nuestra economía artificial no debe constituir, en todos aspectos, sino el mejoramiento progresivo, no es

menos cierto, por otra parte, que así suponemos la imperfección necesaria de aquel orden espontáneo, cuya

modificación gradual constituye el fin cotidiano de todos nuestros esfuerzos, individuales o colectivos.

Haciendo abstracción de toda crítica pasajera, la justa apreciación de los diversos inconvenientes que

pertenecen a la constitución efectiva del mundo real debe ser, pues, concebida desde ahora como inherente

al conjunto de la filosofía positiva, hasta frente a los casos inaccesibles a nuestros débiles medios de

perfeccionamiento, a fin de conocer mejor, sea nuestra condición fundamental, sea el destino esencial de

nuestra actividad continua.

Capítulo III

Atributos correlativos del espíritu positivo y del buen sentido

I. De la palabra positivo: sus diversas acepciones resumen los atributos del verdadero espíritu

filosófico

30. —El concurso espontáneo de las diversas consideraciones generales indicadas en este

Discurso basta ahora para caracterizar aquí, en todos sus principales aspectos, el verdadero espíritu filosófico,

que, después de una lenta evolución preliminar, alcanza hoy su estado sistemático. En vista de la obligación

evidente, en que estamos desde ahora, de calificarlo habitualmente con una breve denominación especial, he

debido preferir aquella a quien esa universal preparación ha procurado cada vez más, durante los tres siglos

últimos, la preciosa propiedad de resumir lo mejor posible el conjunto de sus atributos fundamentales.

Como todos los términos vulgares elevados así gradualmente a la dignidad filosófica, la palabra positivo

ofrece, en nuestras lenguas occidentales, varias acepciones distintas, aun apartando el sentido grosero que se

une al principio a ella en los espíritus poco cultivados. Pero importa anotar aquí que todas estas diversas

significaciones convienen igualmente a la nueva filosofía general, de la que indican alternativamente

diferentes propiedades características: así, esta aparente ambigüedad no ofrecerá en adelante ningún

inconveniente real. Habrá que ver en ella, por el contrario, uno de los principales ejemplos de esa admirable

condensación de fórmulas que, en los pueblos adelantados, reúne en una sola expresión usual varios

atributos distintos, cuando la razón pública ha llegado a reconocer su permanente conexión.

31. —Considerada en primer lugar en su acepción más antigua y más común, la palabra

positivo designa lo real, por oposición a lo quimérico: en este aspecto, conviene plenamente al nuevo espíritu

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filosófico, caracterizado así por consagrarse constantemente a las investigaciones verdaderamente asequibles

a nuestra inteligencia, con exclusión permanente de los impenetrables misterios con que se ocupaba sobre

todo su infancia. En un segundo sentido, muy próximo al precedente, pero distinto, sin embargo, este

término fundamental indica el contraste de lo útil y lo inútil: entonces recuerda, en filosofía, el destino

necesario de todas nuestras sanas especulaciones para el mejoramiento continuo de nuestra verdadera

condición, individual y colectiva, en lugar de la vana satisfacción de una estéril curiosidad. Según una tercera

significación usual, se emplea con frecuencia esta feliz expresión para calificar la oposición entre la certeza y

la indecisión: indica así la aptitud característica de tal filosofía para constituir espontáneamente la armonía

lógica en el individuo y la comunión espiritual en la especie entera, en lugar de aquellas dudas indefinidas y

de aquellas discusiones interminables que había de suscitar el antiguo régimen mental. Una cuarta acepción

ordinaria, confundida con demasiada frecuencia con la precedente, consiste en oponer lo preciso a lo vago:

este sentido recuerda la tendencia constante del verdadero espíritu filosófico aobtener en todo el grado de

precisión compatible con la naturaleza de los fenómenos y conforme con la exigencia de nuestras verdaderas

necesidades; mientras que la antigua manera de filosofar conducía necesariamente a opiniones vagas, ya que

no llevaba consigo una indispensable disciplina más que por una constricción permanente, apoyada en una

autoridad sobrenatural.

32. —Es menester, por último, observar especialmente una quinta aplicación, menos usada

que las otras, aunque por otra parte igualmente universal, cuando se emplea la palabra positivo como lo

contrario de negativo. En este aspecto, indica una de las más eminentes propiedades de la verdadera filosofía

moderna, mostrándola destinada sobre todo, por su naturaleza, no a destruir, sino a organizar. Los cuatro

caracteres generales que acabamos de recordar la distinguen a la vez de todos los modos posibles, sean

teológicos o metafísicos, propios de la filosofía inicial. Esta última significación, que por otra parte indica

una continua tendencia del nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy una importancia especial para caracterizar

directamente una de sus principales diferencias, no ya con el espíritu teológico, que fue, durante mucho

tiempo, orgánico, sino con el espíritu metafisico propiamente dicho, que nunca ha podido ser más que

crítico. Cualquiera que haya sido, en efecto, la acción disolvente de la ciencia real, esta influencia fue siempre

en ella puramente indirecta y secundaria: su mismo defecto de sistematización impedía hasta ahora que

pudiera ser de otro modo; y el gran oficio orgánico que ahora le ha cabido en suerte se opondría en adelante

a tal atribución accesoria, que, por lo demás, tiende a hacer superflua. La sana filosofía rechaza radicalmente,

es cierto, todas las cuestiones necesariamente insolubles: pero, al justificar por qué las desecha, evita el negar

nada respecto a ellas, lo que sería contradictorio con aquel desuso sistemático, por el cual solamente deben

extinguirse todas las opiniones verdaderamente indiscutibles. Más imparcial y más tolerante para con cada

una de ellas, en vista de su común indiferencia, que pueden serlo sus partidarios opuestos, se aplica a apreciar

históricamente su influencia respectiva, las condiciones de su duración y los motivos de su decadencia, sin

pronunciar nunca ninguna negación absoluta, ni siquiera cuando se trata de las doctrinas más antipáticas al

estado actual de la razón humana en los pueblos adelantados. Así es como hace justicia, escrupulosamente,

no sólo a los diversos sistemas de monoteísmo distintos del que hoy expira entre nosotros, sino también a

las creencias politeístas, o incluso fetichistas, refiriéndolas siempre a las fases correspondientes de la

evolución fundamental. En el aspecto dogmático, profesa por otra parte que cualesquiera concepciones de

nuestra imaginación, cuando su naturaleza les hace forzosamente inaccesibles a toda observación, no son

desde ese momento más susceptibles de negación que de afirmación, verdaderamente decisivas. Nadie, sin

duda, ha demostrado nunca lógicamente la no existencia de Apolo, de Minerva, etc., ni la de las hadas

orientales o de las diversas creaciones poéticas; lo que en ningún caso ha impedido al espíritu humano no

abandonar irrevocablemente los dogmas antiguos, cuando han dejado por último de convenir al conjunto de

su situación.

33.—El único carácter esencial del nuevo espíritu filosófico que no haya sido aún indicado

directamente por la palabra positivo, consiste en su tendencia necesaria a sustituir en todo lo relativo a lo

absoluto. Pero este gran atributo, a un tiempo científico y lógico, es de tal modo inherente a la naturaleza

fundamental de los conocimientos reales, que su consideración general no tardará en enlazarse íntimamente

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con los diversos aspectos que esta fórmula combine ya, cuando el moderno régimen intelectual, hasta ahora

parcial y empírico, pase comúnmente al estado sistemático. La quinta acepción que acabamos de apreciar es

propia sobre todo para determinar esta última condensación del nuevo lenguaje filosófico, desde entonces

plenamente constituido, según la evidente afinidad de las dos propiedades.

Se concibe, en efecto, que la naturaleza absoluta de las viejas doctrinas, sean teológicas o metafísicas,

determinaba necesariamente a cada una de ellas a resultar negativa respecto a todas las demás, so pena de

degenerar ella misma en un absurdo eclecticismo. Al contrario, en virtud de su genio relativo es como la

nueva filosofía puede apreciar el valor propio de las teorías que le son más opuestas, sin ir a parar nunca, sin

embargo, a ninguna concesión vana, susceptible de alterar la nitidez de sus miras o la firmeza de sus

decisiones. Hay, pues, realmente ocasión de presumir, según el conjunto de una apreciación especial

semejante, que la fórmula empleada aquí para calificar habitualmente esta filosofía definitiva recordará en

adelante, a todas las buenas inteligencias, la combinación efectiva entera de sus diversas propiedades

características.

II. Correlación, espontánea y luego sistemática, entre el espíritu positivo y el buen sentido universal

34.—Cuando se busca el origen fundamental de tal modo de filosofar, no se tarda en reconocer que

su espontaneidad elemental coincide realmente con los primeros ejercicios prácticos de la razón humana,

pues el conjunto de las explicaciones indicadas en este Discurso demuestra con claridad que todos sus

atributos principales son, en el fondo, los mismos que los del buen sentido universal. A pesar del ascendiente

mental de la más grosera teología, la conducta diaria de la vida activa ha debido siempre suscitar, respecto a

cada orden de fenómenos, un cierto bosquejo de las leyes naturales y de las previsiones correspondientes, en

algunos casos particulares, que sólo parecían entonces secundarios o excepcionales: tales son, en efecto, los

gérmenes necesarios de la positividad, que debía ser durante mucho tiempo empírica antes de poder llegar a

ser racional. Importa mucho advertir que, en todos los aspectos esenciales, el verdadero espíritu filosófico

consiste sobre todo en la extensión sistemática del simple buen sentido a todas las especulaciones

verdaderamente accesibles. Su dominio es radicalmente idéntico, puesto que los mayores problemas de la

sana filosofía se refieren en todo a los fenómenos más vulgares, frente a los que los casos artificiales no

constituyen sino una preparación más o menos indispensable. Son, de una y otra parte, el mismo punto de

partida experimental, el mismo fin de poner en relación y prever, la misma preocupación continua por la

realidad, la misma intención final de utilidad. Toda su diferencia esencial consiste en la generalidad

sistemática de uno, gracias a su abstracción necesaria, opuesta a la incoherente especialidad del otro, ocupado

siempre con lo concreto.

35.—Considerada en el aspecto dogmático, esta conexión fundamental representa la ciencia

propiamente dicha como una mera prolongación metódica de la sabiduría universal. Así, lejos de volver a

poner nunca en cuestión lo que ésta ha decidido verdaderamente, las sanas especulaciones filosóficas deben

tomar siempre de la razón sus nociones iniciales, para hacerles adquirir, por una elaboración sistemática, un

grado de generalidad y de consistencia que no podían obtener espontáneamente. Durante todo el curso de

esta elaboración, la permanente vigilancia de esta sabiduría vulgar conserva, por otra parte, una gran

importancia para prevenir, cuanto sea posible, las diversas aberraciones, por negligencia o por ilusión, que

suscita a menudo el continuo estado de abstracción indispensable a la actividad filosófica. A pesar de su

afinidad necesaria, el buen sentido propiamente dicho debe permanecer preocupado, sobre todo, de la

realidad y la utilidad, mientras que el espíritu especialmente filosófico tiende más a apreciar la generalidad y la

conexión, de manera que su doble reacción cotidiana resulta igualmente favorable para cada uno de ellos,

consolidando en él las cualidades fundamentales que se alterarían naturalmente. Una relación semejante

indica al mismo tiempo cómoson necesariamente huecas y estériles las investigaciones especulativas

dirigidas, en un asunto cualquiera, a los primeros principios, que, debiendo emanar siempre de la sabiduría

vulgar, no pertenecen nunca al verdadero dominio de la ciencia, de la que constituyen, por el contrario, los

fundamentos espontáneos y desde ese momento indiscutibles, lo cual suprime una multitud de controversias,

ociosas o arriesgadas, que nos ha dejado el antiguo régimen mental. Se puede así ver igualmente la profunda

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vaciedad final de todos los estudios previos relativos a la lógica abstracta, en que se trata de apreciar el

verdadero método filosófico, aislado de toda aplicación a cualquier orden de fenómenos. En efecto, los

únicos principios verdaderamente generales que se puedan establecer a este respecto se reducen por

necesidad, como es fácil comprobarlo en los más célebres de estos aforismos, a algunas máximas

indiscutibles, pero evidentes, tomadas de la razón común, y que no añaden en verdad nada esencial a las

indicaciones que resultan, en todas las buenas inteligencias, de un mero ejercicio espontáneo. En cuanto al

modo de adaptar esas reglas universales a los diversos órdenes de nuestras especulaciones positivas, lo que

constituiría la verdadera dificultad y la utilidad real de tales preceptos lógicos, no podría traer consigo una

verdadera apreciación sino tras un análisis especial de los estudios correspondientes, conforme a la

naturaleza propia de los fenómenos considerados. La sana filosofía no separa, pues, nunca la lógica de la

ciencia, ya que el método y la doctrina no pueden, en cada caso, juzgarse bien más que según sus verdaderas

relaciones mutuas: no es más posible, en el fondo, dar a la lógica que a la ciencia un carácter universal por

concepciones puramente abstractas, independientes de todo fenómeno determinado; las tentativas de este

género indican aún la secreta influencia del espíritu absoluto inherente al régimen teológico-metafísico.

36. —Considerada ahora en el aspecto histórico, esta íntima solidaridad natural entre el genio

propio de la verdadera filosofía y el simple buen sentido universal muestra el origen espontáneo del espíritu

positivo, que resulta en todo, en efecto, de una reacción especial de la razón práctica sobre la razón teórica,

cuyo carácter inicial ha sido así siempre modificado cada vez más. Pero esta transformación gradual no podía

realizarse a la vez, ni sobre todo con igual velocidad, en las diversas clases de especulaciones abstractas, todas

primitivamente teológicas, como lo hemos reconocido. Este constante impulso concreto no podía hacer

penetrar en ellas el espíritu positivo más que según un orden determinado, conforme a la complejidad

creciente de los fenómenos, y que será explicado directamente más tarde. La positividad abstracta, nacida

necesariamente en los más sencillos estudios matemáticos y propagada después por vía de afinidad

espontánea o de imitación instintiva, no podía, pues, ofrecer primero más que un carácter especial y hasta, en

muchos aspectos, empírico, que había de disimular durante mucho tiempo, a la mayoría de sus promotores,

ya su incompatibilidad inevitable con la filosofía inicial, ya, sobre todo, su tendencia radical a fundar un

nuevo régimen lógico. Sus continuos progresos, bajo el impulso creciente de la razón vulgar, no podían

determinar entonces directamente sino el triunfo previo del espíritu metafísico, destinado, por su generalidad

espontánea, a servirle de órgano filosófico, durante los siglos transcurridos entre la preparación mental del

monoteísmo y su pleno establecimiento social, después del cual el régimen ontológico, habiendo obtenido

todo el ascendiente que suponía su naturaleza, se hizo pronto opresivo para el desarrollo científico, que

había secundado hasta entonces. Además, el espíritu positivo no pudo manifestar de un modo suficiente su

propia tendencia filosófica hasta que se vio llevado finalmente, por esta opresión, a luchar especialmente

contra el espíritu metafísico, con quien había tenido que parecer confundido mucho tiempo. Por esto, la

primera fundación sistemática de la filosofía positiva no podría remontarse más allá de la memorable crisis

en que el conjunto del régimen ontológico empezó a sucumbir, en todo el Occidente europeo, bajo el

concurso espontáneo de dos admirables impulsos mentales, científico el uno, emanado de Kepler y Galileo,

y filosófico el otro, debido a Bacon y a Descartes. La imperfecta unidad metafísica constituida al fin de la

edad media quedó desde entonces irrevocablemente disuelta, como la ontología griega había ya destruido

para siempre la gran unidad teológica, correspondiente al politeísmo. Desde esta crisis, verdaderamente

decisiva, el espíritu positivo, creciendo en dos siglos más que había podido hacerlo durante toda su larga

carrera anterior, no ha dejado otra unidad mental posible que la que resultaría de su propio ascendiente

universal, ya que cada nuevo dominio adquirido sucesivamente por él no puede ya volver nunca a la teología

ni a la metafísica, en virtud de la consagración definitiva que estas adquisiciones crecientes encontraban cada

vez más en la razón vulgar. Sólo por una sistematización semejante la sabiduría teórica devolverá

verdaderamente a la sabiduría práctica un equivalente digno, en generalidad y en consistencia, del oficio

fundamental que ha recibido de ésta, en realidad y en eficacia, durante su lenta iniciación gradual, pues las

nociones positivas obtenidas en los dos últimos siglos son, a decir verdad, mucho más preciosas como

materiales ulteriores de una nueva filosofía general que por su valor especial y directo, puesto que la mayor

parte de ellas no han podido adquirir aún su carácter definitivo, ni científico, ni siquiera lógico.

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37. —El conjunto de nuestra evolución mental, y sobre todo el gran movimiento acontecido,

en Europa occidental, desde Descartes y Bacon, no dejan, pues, en adelante otra salida posible que constituir

al fin, después de tantos preámbulos necesarios, el estado verdaderamente normal de la razón humana,

procurando al espíritu positivo la plenitud y la racionalidad que le faltan todavía para establecer, entre el

genio filosófico y el buen sentido universal, una armonía que hasta ahora no había podido existir de modo

suficiente. Ahora bien; estudiando estas dos condiciones simultáneas, de complemento y de sistematización,

que debe hoy cumplir la ciencia real para elevarse a la dignidad de una verdadera filosofía, no se tarda en

reconocer que coinciden finalmente. Por una parte, en efecto, la gran crisis inicial de la positividad moderna

no ha dejado esencialmente fuera del movimiento científico propiamente dicho más que las teorías morales y

sociales, que han quedado desde entonces en un irracional aislamiento, bajo el estéril dominio del espíritu

teológico-metafísico: en llevarlas también, por tanto, al estado positivo debía consistir en nuestros días la

última prueba del verdadero espíritu filosófico, cuya extensión sucesiva a todos los demás fenómenos

fundamentales estaba ya bastante bosquejada. Pero, por otra parte, esta última expansión de la filosofía

natural tendía espontáneamente a sistematizarla luego, constituyendo el único punto de vista, científico o

lógico, que pueda dominar el conjunto de nuestras especulaciones reales, siempre reductibles, por necesidad,

al aspecto humano, es decir, social, único susceptible de una universalidad activa. Tal es el doble fin

filosófico de la elaboración fundamental, a un tiempo especial y general, que me he atrevido a emprender en

la obra citada al comienzo de este Discurso: los más eminentes pensadores contemporáneos la juzgan así

bastante acabada para haber ya puesto las verdaderas bases directas de la revolución mental entera,

proyectada por Bacon y Descartes, pero cuya ejecución decisiva estaba reservada a nuestro siglo.

Segunda parte Superioridad social del espíritu positivo

Capítulo I

Organización de la revolución

38. —Para que esta sistematización final de las concepciones humanas esté hoy lo

bastante caracterizada, no basta apreciar, como acabamos de hacer, su destino teórico; es menester también

considerar aquí, de manera distinta, aunque sumaria, su necesaria aptitud para constituir la única salida

intelectual que pueda tener realmente la inmensa crisis social desarrollada, desde hace medio siglo, en todo el

Occidente europeo y sobre todo en Francia.

I. Impotencia de las escuelas actuales

39. —Mientras se realizaba gradualmente, durante los cinco últimos siglos, la

irrevocable disolución de la filosofía teológica, el sistema político cuya base mental formaba sufría cada vez

más una descomposición no menos radical, presidida de igual manera por el espíritu metafisico. Este doble

movimiento negativo tenía por órganos esenciales y solidarios, de un lado, las universidades, primero

emanadas, pero pronto rivales del poder sacerdotal; de otro lado, las diversas corporaciones de legistas,

gradualmente hostiles a los poderes feudales: únicamente, a medida que la acción crítica se diseminaba, sus

agentes, sin cambiar de naturaleza, se hacían más numerosos y subalternos; de modo que, en el siglo XVIII,

la principal actividad revolucionaria hubo de pasar, en el orden filosófico, de los doctores propiamente

dichos a los meros literatos, y luego, en el orden político, de los jueces a los abogados. La Gran Crisis final

comenzó necesariamente cuando esta común decadencia, espontánea primero, luego sistemática, a la que,

por otra parte, todas las clases, sin distinción, de la sociedad moderna habían contribuido de diversos modos,

llegó por fin al punto de hacer universalmente irrecusable la imposibilidad de conservar el régimen antiguo y

la necesidad creciente de un orden nuevo. Desde su origen, esta crisis tendió siempre a transformar en un

vasto movimiento orgánico el movimiento crítico de los cinco siglos anteriores, presentándose como

destinada sobre todo a realizar directamente la regeneración social, todos cuyos preámbulos negativos se

hallaban ya suficientemente terminados. Pero esta transformación decisiva, aunque cada vez más urgente, ha

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tenido que ser hasta ahora esencialmente imposible, por falta de una filosofía verdaderamente propia para

procurarle una indispensable base intelectual. Al mismo tiempo en que la realización suficiente de la previa

descomposición exigía el desuso de las doctrinas puramente negativas que la habían dirigido, una ilusión

fatal, entonces inevitable, condujo, a la inversa, a conceder espontáneamente al espíritu metafísico, el único

activo durante este largo preámbulo, la presidencia general del movimiento de reorganización. Cuando una

experiencia plenamente decisiva hubo comprobado para siempre, a los ojos de todos, la absoluta impotencia

orgánica de tal filosofía, la ausencia de toda teoría distinta no permitió satisfacer por de pronto las

necesidades de orden, que ya prevalecían, sino por una especie de restauración pasajera de aquel mismo

sistema, mental y social, cuya irreparable decadencia había dado ocasión a la crisis. Finalmente, el desarrollo

de esta reacción retrógrada hubo de determinar luego una memorable manifestación, que nuestras lagunas

filosóficas hacían tan indispensable como inevitable, a fin de demostrar irrevocablemente que el progreso

constituye, tanto como el orden, una de las dos condiciones fundamentales de la civilización moderna.

40. —E1 concurso natural de estas dos pruebas irrecusables, cuya renovación se ha hecho

ahora tan imposible como inútil, nos ha conducido hoy a esta extraña situación en que nada verdaderamente

grande puede emprenderse, ni para el orden, ni para el progreso, por falta de una filosofía realmente

adaptada al conjunto de nuestras necesidades. Todo esfuerzo serio de reorganización se detiene pronto ante

los temores de retroceso que debe naturalmente inspirar, en un tiempo en que las ideas de orden emanan

todavía esencialmente del tipo antiguo, que se ha hecho justamente antipático a los pueblos actuales;

igualmente, las tentativas de aceleración directa del progreso político no tardan en ser radicalmente es-

torbadas por las inquietudes muy legítimas que deben suscitar sobre la inminencia de la anarquía, mientras

las ideas de progreso sigan siendo sobre todo negativas. Como antes de la crisis, la lucha aparente

permanece, pues, entablada entre el espíritu teológico, reconocido como incompatible con el progreso, que

ha sido llevado a negar dogmáticamente, y el espíritu metafísico, que después de haber ido a parar, en

filosofía, a la duda universal, no ha podido tender, en política, más que a constituir el desorden, o un estado

equivalente de desgobierno. Pero, por el sentimiento unánime de su común insuficiencia, ni uno ni otro

pueden ya inspirar desde ahora, en los gobernantes o en los gobernados, profundas convicciones activas. Su

antagonismo sigue, sin embargo, manteniéndolos mutuamente, sin que ninguno de ellos pueda más caer en

verdadero desuso que alcanzar un triunfo decisivo; porque nuestra situación intelectual los hace todavía

indispensables para representar, de un modo cualquiera, las condiciones simultáneas del orden, por una

parte, y del progreso, por otra, hasta que una misma filosofía pueda satisfacerlas igualmente, de manera que

haga por fin tan inútil a la escuela retrógrada como a la escuela negativa, cada una de las cuales está destinada

principalmente hoy a impedir la completa preponderancia de la otra. No obstante, las inquietudes opuestas,

relativas a estos dos dominios contrarios, deberán persistir naturalmente a la vez, mientras dure este

interregno mental, por una inevitable consecuencia de esa escisión irracional entre las dos caras inseparables

del gran problema social. En efecto, cada una de las dos escuelas, en virtud de su preocupación exclusiva, no

es ya ni siquiera capaz de contener suficientemente en adelante las aberraciones inversas de su antagonista. A

pesar de su tendencia anti-anarquista, la escuela teológica se ha mostrado, en nuestros días, radicalmente

impotente para impedir el despliegue de las opiniones subversivas, que, después de haberse desarrollado

sobre todo durante su principal restauración, son propagadas con frecuencia por ella, por frívolos cálculos

dinásticos. De igual modo, cualquiera que sea el instinto antirretrógrado de la escuela metafísica, no tiene ya

hoy toda la fuerza lógica que exigiría su mero oficio revolucionario, porque su inconsecuencia característica

la obliga a admitir los principios esenciales de aquel sistema cuyas verdaderas condiciones de existencia ataca

sin cesar.

41. —Esta deplorable oscilación entre dos filosofías opuestas, que se han hecho

igualmente vanas y que no pueden extinguirse más que a un tiempo, debía suscitar el desarrollo de una

especie de escuela intermedia, esencialmente estacionaria, destinada sobre todo a recordar directamente el

conjunto de la cuestión social, proclamando por fin como igualmente necesarias las dos condiciones

fundamentales que aislaban a las dos opiniones activas. Pero, por falta de una filosofía apropiada para

realizar esta gran combinación del espíritu de orden con el espíritu de progreso, este tercer impulso resultó

lógicamente más impotente todavía que los otros, porque sistematiza la inconsecuencia, consagrando

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simultáneamente los principios retrógrados y las máximas negativas, a fin de poder neutralizarlas

mutuamente. Lejos de tender a terminar la crisis, una disposición semejante no podría llevar sino a

eternizarla, oponiéndose directamente a toda verdadera preponderancia de un sistema cualquiera, si no se la

limitara a un mero papel pasajero, para satisfacer empíricamente las más graves exigencias de nuestra

situación revolucionaria, hasta el advenimiento decisivo de las únicas doctrinas que pueden convenir en

adelante al conjunto de nuestras necesidades. Pero, así entendido, este expediente provisional se ha hecho

hoy tan indispensable como inevitable. Su rápido ascendiente práctico, reconocido implícitamente por los

dos partidos activos, confirma cada vez más, en los pueblos actuales, el amortiguamiento simultáneo de las

convicciones y las pasiones anteriores, sean retrógradas o críticas, reemplazadas gradualmente por un

sentimiento universal, real, aunque confuso, de la necesidad y hasta la posibilidad de una conciliación

permanente entre el espíritu de conservación y el espíritu de mejoramiento, pertenecientes de igual modo al

estado normal de la Humanidad. La tendencia correspondiente de los hombres de Estado, de impedir hoy,

en cuanto es posible, todo gran movimiento político, se encuentra espontáneamente conforme, por otra

parte, con las exigencias fundamentales de una situación que no admitirá más que instituciones provisionales,

mientras una verdadera filosofía general no haya unido suficientemente las inteligencias. Sin que los poderes

actuales se percaten de ello, esta resistencia instintiva concurre a facilitar la verdadera solución, ya que

impulsa a transformar una estéril agitación política en un activo progreso filosófico, de modo que siga por

fin la marcha prescrita por la naturaleza propia de la reorganización final, que debe primero realizarse en las

ideas, para pasar luego a las costumbres y, en último término, a las instituciones. Una transformación

semejante, que ya tiende a prevalecer en Francia, deberá desarrollarse naturalmente cada vez más en todas

partes, en vista de la necesidad creciente en que se encuentran ahora nuestros gobiernos occidentales de

mantener con grandes gastos el orden material en medio del desorden intelectual y moral, necesidad que

debe absorber poco a poco esencialmente sus esfuerzos cotidianos, conduciéndolos a renunciar

implícitamente a toda presidencia seria de la reorganización espiritual, entregada así en adelante a la libre

actividad de los filósofos que se mostraran dignos de dirigirla. Esta disposición natural de los poderes

actuales está en armonía con la tendencia espontánea de los pueblos a una aparente indiferencia política,

fundada en la impotencia radical de las diversas doctrinas en circulación, y que debe persistir siempre,

mientras los debates políticos sigan degenerando, por falta de conveniente impulso, en vanas luchas

personales, cada vez más mezquinas. Tal es la feliz eficacia práctica que el conjunto de nuestra situación

revolucionaria procura de momento a una escuela esencialmente empírica, que, en el aspecto teórico, nunca

puede producir más que un sistema radicalmente contradictorio, no menos absurdo ni menos peligroso, en

política, que lo es, en filosofía, el eclecticismo correspondiente, inspirado también por una vana intención de

conciliar, sin principios propios, opiniones incompatibles.

II. Conciliación positiva del orden y el progreso

42.—Según este sentimiento, cada vez más desarrollado, de la igual insuficiencia social que ofrecen

en adelante el espíritu teológico y el espíritu metafísico, únicos que hasta ahora han disputado activamente el

imperio, la razón pública debe encontrarse implícitamente dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la

única base posible de una resolución verdadera de la honda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre

todo a la gran crisis moderna. Permaneciendo aún extraña a tales cuestiones, la escuela positiva se ha

preparado gradualmente a ellas, constituyendo, en lo posible, durante la lucha revolucionaria de los tres

últimos siglos, el verdadero estado normal de todas las clases más sencillas de nuestras especulaciones reales.

Fuerte por tales antecedentes, científicos y lógicos; pura, por otra parte, de las diversas aberraciones

contemporáneas, se presenta hoy como quien acaba, al fin, de adquirir la generalidad filosófica entera que le

faltaba hasta ahora; desde este instante se atreve a emprender, a su vez, la solución, aún intacta, del gran

problema, transportando convenientemente a los estudios finales la misma regeneración que ya ha realizado

sucesivamente en los diferentes estudios preliminares.

43. —Por lo pronto, no se puede desconocer la aptitud espontánea de una filosofía semejante

para constituir directamente la conciliación fundamental, aún buscada tan en vano, entre las exigencias

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simultáneas del orden y del progreso, puesto que le basta, a estos efectos, extender hasta los fenómenos

sociales una tendencia plenamente conforme con su naturaleza, y que ha hecho ahora muy familiar en todos

los demás casos esenciales. En una cuestión cualquiera, el espíritu positivo lleva siempre a establecer una

exacta armonía elemental entre las ideas de existencia y las ideas de movimiento, de donde resulta más

especialmente, respecto a los cuerpos vivos, la correlación permanente de las ideas de organización a las

ideas de vida, y luego, por una última especialización propia del organismo social, la solidaridad continua de

las ideas de orden con las ideas de progreso. Para la nueva filosofía, el orden constituye siempre la condición

fundamental del progreso; y, recíprocamente, el progreso se convierte en el fin necesario del orden: como, en

la mecánica animal, el equilibrio y el progreso son mutuamente indispensables, como fundamento o destino.

44. —Considerado luego especialmente en cuanto al Orden, el espíritu

positivo le ofrece hoy, en su extensión social, poderosas garantías directas, no sólo científicas, sino también

lógicas, que podrán juzgarse pronto como muy superiores a las pretensiones vanas de una teología

retrógrada, cada vez más degenerada, desde hace varios siglos, en activo elemento de discordias, individuales

o nacionales, e incapaz en adelante de contener las divagaciones subversivas de sus propios adeptos.

Atacando al desorden actual en su verdadero origen, necesariamente mental, constituye, tan profundamente

como es posible, la armonía lógica, regenerando primero los métodos antes que las doctrinas, por una triple

conversión simultánea de la naturaleza de las cuestiones dominantes, de la manera de tratarlas y de las

condiciones previas de su elaboración. Por una parte, en efecto, demuestra que las principales dificultades

sociales no son hoy políticas, sino sobre todo morales, de manera que su solución posible depende realmente

de las opiniones y de las costumbres mucho más que de 'las instituciones; lo cual tiende a extinguir una

actividad perturbadora, transformando la agitación política en movimiento filosófico. En el segundo aspecto

considera siempre el estado actual como un resultado necesario del conjunto de la evolución anterior, para

hacer prevalecer constantemente la apreciación racional del pasado para el examen actual de los asuntos

humanos, lo que aparta al punto las tendencias puramente críticas, incompatibles con toda sana concepción

histórica. Por último, en lugar de dejar a la ciencia social en el vago y estéril aislamiento en que aún la ponen

la teología y la metafísica, la coordina irrevocablemente con todas las demás ciencias fundamentales, que

constituyen gradualmente, desde el punto de vista de este estudio final, otros tantos preámbulos necesarios,

donde nuestra inteligencia adquiere a un tiempo los hábitos y las nociones sin los que no puede abordar

útilmente las más eminentes especulaciones positivas, lo que instaura ya una verdadera disciplina mental,

propia para mejorar radicalmente tales discusiones, vedadas desde entonces racionalmente a una multitud de

entendimientos mal organizados o mal preparados. Estas grandes garantías lógicas están, por otra parte,

plenamente confirmadas y desarrolladas por la apreciación científica propiamente dicha, que, respecto a los

fenómenos sociales como para todos los demás, representa siempre a nuestro orden artificial como algo que

debe consistir, ante todo, en una mera prolongación juiciosa, primero espontánea y luego sistemática, del orden natural que

resulta, en cada caso, del conjunto de las leyes reales, cuya acción efectiva es modificable de ordinario por

nuestra certera intervención, entre límites determinados, tanto más apartados cuanto más elevados son los

fenómenos. El sentimiento elemental del orden es, en una palabra naturalmente inseparable de todas las

especulaciones positivas, dirigidas de continuo al descubrimiento de los medios de unión entre

observaciones cuyo principal valor resulta de su sistematización.

45.—Otro tanto resulta, y todavía con mayor evidencia, en cuanto al Progreso, que, a pesar de vanas

pretensiones ontológicas, encuentra hoy, en el conjunto de los estudios científicos, su más indiscutible

manifestación. Según su naturaleza absoluta y, por tanto, esencialmente inmóvil, la metafísica y la teología no

podrían experimentar, apenas una más que otra, un verdadero progreso, es decir, un avance continuo hacia un

fin determinado. Sus transformaciones históricas consisten sobre todo, a la inversa, en un creciente desuso,

mental o social, sin que las cuestiones debatidas hayan podido nunca dar un paso real, por razón misma de

su radical insolubilidad. Es fácil reconocer que las discusiones ontológicas de las escuelas griegas se han

reproducido en lo esencial, en otras formas, entre los escolásticos de la edad media, y encontramos hoy su

equivalente entre nuestros psicólogos e ideólogos, y ninguna de las doctrinas en controversia ha podido,

durante estos veinte siglos de estériles disputas, llegar a demostraciones decisivas, ni siquiera en lo que

concierne a la existencia de los cuerpos exteriores, todavía tan problemática para los argumentadores

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modernos como para sus más antiguos predecesores. Fue evidentemente la marcha continua de los

conocimientos positivos quien inspiró hace dos siglos, en la célebre fórmula filosófica de Pascal, la primera

noción racional del progreso humano, necesariamente extraña a toda la filosofía antigua. Extendida más

tarde a la evolución industrial e incluso estética, pero todavía demasiado confusa respecto al movimiento

social, tiende hoy vagamente a una sistematización decisiva, que sólo puede emanar del espíritu positivo,

generalizado por fin convenientemente. En sus diarias especulaciones reproduce éste espontáneamente su

activo sentimiento elemental, representando siempre la extensión y el perfeccionamiento de nuestros

conocimientos reales como el fin esencial de nuestros diversos esfuerzos teóricos. En el aspecto más

sistemático, la nueva filosofía asigna directamente, como destino necesario, a nuestra existencia entera, a la

vez personal y social, el mejoramiento continuo, no sólo de nuestra condición, sino también, y sobre todo,

de nuestra naturaleza, tanto como lo permita, en todos aspectos, la totalidad de las leyes reales, exteriores e

interiores. Erigiendo así a la noción del progreso en dogma verdaderamente fundamental de la sabiduría

humana, sea práctica o teórica, le imprime el carácter más noble y al mismo tiempo más completo,

representando siempre al segundo género de perfeccionamiento como superior al primero. Por una parte, en

efecto, ya que la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior depende sobre todo de las disposiciones

del agente, el mejoramiento de ellas debe constituir nuestro principal recurso; por otra parte, siendo los

fenómenos humanos, individuales o colectivos, los más modificables de todos, nuestra intervención racional

alcanza naturalmente frente a ellos su más amplia eficacia. El dogma del progreso no puede hacerse, pues,

suficientemente filosófico sino después de una exacta apreciación general de lo que constituye sobre todo

este continuo mejoramiento de nuestra propia naturaleza, principal objeto del adelanto humano. Ahora bien;

respecto a esto, el conjunto de la filosofía positiva demuestra plenamente, como puede verse en la obra

indicada al comienzo de este Discurso, que este perfeccionamiento consiste esencialmente, sea para el

individuo o para la especie, en hacer prevalecer cada vez más los atributos eminentes que distinguen más

nuestra humanidad de la mera animalidad; es decir, de un lado, la inteligencia; de otro, la sociabilidad,

facultades naturalmente solidarias, que se sirven mutuamente de medio y de fin. Aunque el concurso

espontáneo de la evolución humana, personal o social, desarrolla siempre su común influencia, su

ascendiente combinado no podría llegar, sin embargo, al punto de impedir que nuestra principal actividad

haga derivar habitualmente inclinaciones inferiores, que nuestra constitución real hace necesariamente

mucho más enérgicas. Así, esta preponderancia ideal de nuestra humanidad sobre nuestra animalidad cumple

naturalmente las condiciones esenciales de un verdadero tipo filosófico, caracterizando un límite

determinado, al que deben aproximarnos constantemente todos nuestros esfuerzos, sin poder, sin embargo,

alcanzarlo nunca.

46. —Esta doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para

sistematizar espontáneamente las sanas nociones simultáneas del orden y el progreso basta aquí para señalar

someramente la alta eficacia social propia de la nueva filosofía general. Su valor, en este aspecto, depende

ante todo de su plena realidad científica, es decir, de la exacta armonía que establece siempre, cuanto es

posible, entre los principios y los hechos, tanto en cuanto a los fenómenos sociales como respecto a todos

los demás. La reorganización total que, únicamente, puede terminar la gran crisis moderna consiste, en

efecto, en el aspecto mental, que debe primero prevalecer, en constituir una teoría sociológica apta para

explicar convenientemente la totalidad del pasado humano: tal es la manera más racional de plantear el

problema esencial, a fin de apartar mejor de él toda pasión perturbadora. Así es como la superioridad

necesaria de la escuela positiva sobre las diversas escuelas actuales puede ser también más netamente

apreciada. Pues el espíritu teológico y el espíritu metafisico son llevados ambos, por su naturaleza absoluta, a

no considerar más que la porción del pasado en que cada uno de ellos ha dominado sobre todo: lo que

precede y lo que sigue no les muestra más que una tenebrosa confusión y un desorden inexplicable, cuya

relación con aquella angosta parte del gran espectáculo histórico no puede resultar, a sus ojos, sino de una

milagrosa intervención. Por ejemplo, el catolicismo ha mostrado siempre, frente al politeísmo antiguo, una

tendencia tan ciegamente crítica como la que hoy reprocha, con justicia, para con él mismo, al espíritu

revolucionario propiamente dicho. Una verdadera explicación del conjunto del pasado, conforme a las leyes

constantes de nuestra naturaleza, individual o colectiva, es, pues, necesariamente imposible para las diversas

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escuelas absolutas que todavía dominan; ninguna de ellas, en efecto, ha intentado suficientemente

establecerla. El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, puede, únicamente,

representar de manera conveniente todas las grandes épocas históricas como otras tantas fases determinadas de

una misma evolución fundamental, en que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente según

leyes invariables, que fijan su participación especial en el común adelanto, para permitir siempre, sin más

inconsecuencia que parcialidad, hacer una estricta justicia filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera

que sean. Aunque este indiscutible privilegio de la positividad racional deba parecer a primera vista

puramente especulativo, los verdaderos pensadores reconocerán pronto en él la primera fuente necesaria del

activo ascendiente social reservado finalmente a la nueva filosofía. Pues hoy se puede asegurar que la

doctrina que haya explicado suficientemente el conjunto del pasado obtendrá inexorablemente, por

consecuencia de esta única prueba, la presidencia mental del porvenir.

Capítulo II

Sistematización de la moral humana

47. —Una indicación semejante de las altas propiedades sociales que caracterizan al

espíritu positivo no sería aún bastante decisiva si no se añadiera una sumaria apreciación de su espontánea

aptitud para sistematizar finalmente la moral humana, lo que constituirá siempre la principal aplicación de

toda verdadera teoría de la Humanidad.

I. Evolución de la moral positiva

48. —En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a la

política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad convenientes a su naturaleza. Su

independencia fundamental, e incluso normal ascendiente, resultaron por fin, en cuanto era posible, del

régimen monoteísta propio de la edad media; este inmenso servicio social, debido principalmente al

catolicismo, formará siempre su más importante título al agradecimiento eterno del género humano. Sólo

después de esta indispensable separación, sancionada y completada por la división necesaria de los dos

poderes, pudo comenzar realmente la moral humana a tornar un carácter sistemático, estableciendo, al

abrigo de los impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de nuestra existencia

personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la filosofía monoteísta que entonces

presidía esta gran operación hubieron de alterar mucho su eficacia, y hasta comprometer gravemente su

estabilidad, suscitando pronto un fatal conflicto entre el desarrollo intelectual y el moral. Vinculada así a una

doctrina que no podía seguir siendo mucho tiempo progresiva, la moral debía luego encontrarse cada vez

más afectada por el descrédito creciente que iba necesariamente a sufrir una teología que, en adelante

retrógrada, acabaría por hacerse radicalmente antipática a la razón moderna. Expuesta desde entonces a la

acción disolvente de la metafísica, la moral teórica ha recibido, en efecto, durante los cinco últimos siglos, en

cada una de sus tres partes esenciales, heridas gradualmente peligrosas, que no siempre han podido reparar,

en la práctica, la rectitud y la moralidad naturales del hombre, a pesar del feliz y continuo desarrollo que

entonces debía procurarles el curso espontáneo de nuestra civilización. Si el ascendiente necesario del

espíritu positivo no viniera por fin a poner término a estas anárquicas divagaciones, imprimirían ciertamente

una mortal fluctuación a todas las nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también

doméstica, e incluso personal, no dejando subsistir en todo más que las reglas relativas a los casos más

groseros, que podría garantizar directamente la apreciación vulgar.

49.—En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede, en efecto,

consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical incompetencia en este aspecto por

las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos católicos hasta los meros deístas, que, en medio de sus

vanas disputas, están sobre todo de acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones

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fundamentales, por el único motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a

asuntos más sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver activamente la

moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la fuerza para preservarla, persisten,

sin embargo, en hacerse de ella una especie de patrimonio eterno y exclusivo, sin que la razón pública haya

juzgado todavía de un modo conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en

general, que la introducción de toda regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo las

inspiraciones teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de nuestras ideas, y además

las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente comunes. Pero la totalidad del pasado

demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo

de la teología; los preceptos morales, así como todos los demás, han sido cada vez más llevados a una

consagración puramente racional, a medida que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia real

de cada conducta sobre la existencia humana, individual o social. Separando irrevocablemente la moral de la

política, el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta tendencia continua, puesto que así la intervención

sobrenatural quedó directamente reducida a la formación de las reglas generales, cuya aplicación particular

era confiada desde entonces esencialmente a la prudencia humana. Como se dirigía a pueblos más

adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de prescripciones especiales que los antiguos

sabios habían creído que nunca podrían prescindir de mandamientos religiosos, como lo piensan todavía los

doctores politeístas de la India, por ejemplo, en cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además

pueden observarse, incluso más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos

filósofos o magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear necesariamente la

próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas escuelas monoteístas no impedirán

más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones convenientes, la conquista, práctica y teórica, del

domino moral, ya entregado espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones

particulares nos quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer

indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos quiméricos, de

modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora, entre las necesidades intelectuales y

las necesidades morales.

II. Necesidad de hacer a la moral independiente de la teología y de la metafísica

50.—Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos morales, la

experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada vez más perjudicial para

aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta funesta adherencia, a la creciente

descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante los tres últimos siglos. En primer lugar, esta

fatal solidaridad debía debilitar directamente, a medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así

encontraban apoyo reglas que, expuestas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos,

necesitan ser preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que justamente inspiraba el

espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a muchas nociones morales, no sólo relativas

a las más importantes relaciones de la sociedad, sino también concernientes a la simple vida doméstica e

incluso a la existencia personal: un ciego afán de emancipación mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir

a veces al desdén pasajero de estas saludables máximas en una especie de loca protesta contra la filosofía

retrógrada de que parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que conservaban la fe dogmática, esta

funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque la autoridad sacerdotal, después de haber perdido su

independencia política, veía también menguar cada vez más el ascendiente social que para su eficacia moral

es indispensable. Además de esta creciente impotencia para proteger las reglas morales, el espíritu teológico

les ha perjudicado a menudo de un modo activo, por las divagaciones que ha suscitado, desde que no es ya lo

bastante disciplinable, bajo el inevitable desarrollo del libre examen individual. Ejercido de esta manera, ha

inspirado realmente o fomentado muchas aberraciones antisociales, que el buen sentido, abandonado a sí

mismo, hubiera evitado o rechazado espontáneamente. Las utopías subversivas que vemos hoy adquirir

crédito, sea contra la propiedad, o incluso acerca de la familia, etc., no son casi nunca forjadas ni acogidas

por las inteligencias plenamente emancipadas, a pesar de sus fundamentales lagunas, sino más bien por

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aquellas que persiguen activamente una especie de restauración teológica, fundada sobre un vago y estéril

deísmo o sobre un protestantismo equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha resultado

también forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al oponerse a su sólida

reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no consistiera más que en las ciegas

declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las diversas escuelas actuales, teológicas o

metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación, los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar

insinuaciones odiosas por el irreprochable ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social.

Pero esta oposición es mucho más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que

existe evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos teológicos deben

naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior a la de cualesquiera otros, no

podrían hacerse nunca meros auxiliares de los motivos puramente humanos: en el momento en que ya no

dominen no pueden conservar eficacia real ninguna. No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre

fundar por fin la moral sobre el conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el

mandamiento sobrenatural: las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o más

bien sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la combinación inversa no

constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo principal estaría subordinado a lo accesorio.

51. —Una exploración juiciosa del verdadero estado de la sociedad moderna

representa, pues, como cada vez más desmentida, por el conjunto de los hechos cotidianos, la pretendida

imposibilidad de prescindir en adelante de toda teología para consolidar la moral: puesto que esta peligrosa

unión ha tenido que resultar, desde el fin de la edad media, triplemente funesta para la moral, ya enervando o

desacreditando sus bases intelectuales, ya suscitando en ella perturbaciones directas o impidiéndole una

mejor sistematización. Si, a pesar de activos principios de desorden, la moralidad práctica se ha mejorado

realmente, este feliz resultado no podría ser atribuido al espíritu teológico, degenerado en este momento, por

el contrario, en un peligro disolvente; se debe esencialmente a la creciente acción del espíritu positivo, ya

eficaz en su forma espontánea, que consiste en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones han

secundado al impulso natural de nuestra civilización progresiva para combatir útilmente las diversas

aberraciones, sobre todo, las que emanaban de las divagaciones religiosas. Cuando, por ejemplo, la teología

protestante tendía a alterar gravemente la institución del matrimonio por la consagración formal del divorcio,

la razón pública neutralizaba mucho sus funestos efectos, imponiendo casi siempre el respeto práctico a las

costumbres anteriores, las únicas conformes con el verdadero carácter de la sociabilidad moderna.

Experiencias irrecusables han probado al mismo tiempo, por otra parte, en gran escala, en el seno de las

masas populares, que el pretendido privilegio exclusivo de las creencias religiosas para determinar grandes

sacrificios o actos de abnegación podía pertenecer de igual manera a opiniones directamente opuestas, y se

mostraba unido, en general, a toda profunda convicción, cualquiera que pudiera ser su naturaleza. Aquellos

numerosos adversarios del régimen teológico que hace medio siglo mantuvieron con tanto heroísmo nuestra

independencia nacional contra la coalición retrógrada, no mostraron, sin duda, una abnegación menos plena

y constante que los bandos supersticiosos que, en el seno de Francia, secundaron la agresión exterior.

52. —Para concluir de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológico-

metafísica, de conservar la exclusiva sistematización de la moral usual, basta considerar directamente la

doctrina, peligrosa y contradictoria, que el inevitable progreso de la emancipación mental le ha obligado a

establecer respecto a esto, consagrando en todo, bajo formas más o menos explícitas, una especie de

hipocresía colectiva, análoga a la que se supone muy desacertadamente que fue habitual entre los antiguos,

aunque no haya alcanzado nunca más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre

desenvolvimiento de la razón moderna en los espíritus cultivados, se ha tratado así de obtener de ellos, en

vista del interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener en el vulgo su

autoridad, que se juzgaba indispensable. Esta transacción sistemática no es de ningún modo particular a los

jesuitas, aunque constituya el fondo esencial de su táctica; el espíritu protestante también le ha impreso, a su

modo, una consagración aún más íntima, más extensa y, sobre todo, más dogmática: los metafísicos

propiamente dichos la adoptan tanto como los mismos teólogos; el mayor de entre ellos, aunque su alta

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moralidad fuese verdaderamente digna de su inteligencia eminente, ha sido arrastrado a sancionarla en lo

esencial, estableciendo, por una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean, no admiten

ninguna verdadera demostración, y, por otra parte, que la necesidad social obliga a mantener

indefinidamente su imperio. Aunque una doctrina semejante pueda resultar respetable en aquellos que no le

mezclan ninguna ambición personal, no tiende menos por eso a viciar todas las fuentes de la moralidad

humana, al hacerla descansar necesariamente sobre un continuo estado de falsedad, e incluso de desprecio,

de los superiores para con los inferiores. Mientras los que debían participar en este sistemático disimulo han

sido poco numerosos, su práctica ha sido posible, aunque muy precaria; pero se ha hecho todavía más

ridícula que odiosa cuando la emancipación se ha extendido lo bastante para que esta especie de piadosa

maquinación tuviera que abarcar, como sería menester hoy, a la mayoría de los espíritus activos. Por último,

incluso suponiendo realizada esta quimérica extensión, este pretendido sistema deja subsistente la dificultad

entera para las inteligencias liberadas, cuya propia moralidad se encuentra así abandonada a su pura

espontaneidad, reconocida ya justamente como insuficiente en la clase sometida. Si hay también que admitir

la necesidad de una verdadera sistematización moral en estos espíritus emancipados, no podrá desde luego

reposar más que sobre bases positivas, que al fin se juzgarán así indispensables. En cuanto a limitar su

destino a la clase ilustrada, aparte de que semejante restricción no podría cambiar la naturaleza de esta gran

construcción filosófica, sería evidentemente ilusoria en una época en que la cultura mental que supone esta

fácil liberación se ha hecho ya muy común, o más bien casi universal, al menos en Francia. Así, el empírico

expediente sugerido por el vano deseo de mantener, a cualquier precio, el antiguo régimen intelectual, no

puede llevar finalmente sino a dejar indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de

los espíritus activos, como se ve hoy con demasiada frecuencia.

III. Necesidad de un poder espiritual positivo

53.—Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en conseguir por fin el

ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema caído, que, tan pronto impotente

como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la mente como condición permanente del orden

moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer hoy, respecto a nuestros diversos deberes, convicciones

profundas y activas, verdaderamente susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la

teoría positiva de la Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora

posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta, privada y pública,

propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento; de donde resultarán

naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las reglas de conducta, sean generales o especiales,

más conformes con el orden universal, y que, por tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables

para la felicidad individual. A pesar de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que,

tratado convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma. No se

puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las inteligencias estas pruebas

positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a la vida común; pero ya ocurre otro tanto para

diversas prescripciones matemáticas, que se aplican, no obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves,

cuando, por ejemplo, nuestros marinos arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías

astronómicas que no comprenden en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a

nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal de un régimen semejante

exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta naturalmente de los prejuicios públicos, la

intervención sistemática, unas veces pasiva y otras activa, de una autoridad espiritual, destinada a recordar

con energía las máximas fundamentales y a dirigir sabiamente su aplicación, como he explicado

especialmente en la obra antes indicada. Al realizar así el gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este

nuevo poder moral utilizará con cuidado la feliz aptitud de la filosofía correspondiente para incorporarse

espontáneamente la sabiduría de todos los diversos regímenes anteriores, según la tendencia ordinaria del

espíritu positivo respecto a un asunto cualquiera. Cuando la astronomía moderna ha eliminado

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520

irrevocablemente los principios astrológicos, no ha conservado menos celosamente todas las nociones

verdaderas obtenidas bajo su dominio; otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.

Capítulo III

Desarrollo del sentimiento social

54. —Sin poder emprender aquí la apreciación real de la filosofía positiva, es menester, sin

embargo, señalar en ella la continua tendencia que resulta directamente de su constitución propia, sea

científica o lógica, para estimular y consolidar el sentimiento del deber, desarrollando siempre el espíritu de

colectividad, que se encuentra naturalmente ligado con él. Este nuevo régimen mental disipa

espontáneamente la fatal oposición que, desde el fin de la edad media, existe cada vez más entre las

necesidades intelectuales y las necesidades morales. Desde ahora, por el contrario, todas las especulaciones

reales, convenientemente sistematizadas, contribuirán sin cesar a constituir, en lo posible, la preponderancia

universal de la moral, puesto que el punto de vista social llegará a ser necesariamente el vínculo científico y el

regulador lógico de todos los demás aspectos positivos. Es imposible que una coordinación semejante, al

desarrollar familiarmente las ideas de orden y armonía, referidas siempre a la Humanidad, no tienda a

moralizar hondamente, no sólo a los espíritus selectos, sino también a la masa de las inteligencias, que

habrán de participar, todas, más o menos, en esta gran iniciación, según un sistema conveniente de

educación universal.

1.° El antiguo régimen moral es individual.

55. —Una apreciación más íntima y extensa, a la vez práctica y teórica, representa al

espíritu positivo como el único susceptible, por su naturaleza, de desarrollar directamente el sentimiento

social, primera base necesaria de toda moral sana. El antiguo régimen mental no podía estimularlo más que

con ayuda de penosos artificios indirectos, cuyo éxito real había de ser muy imperfecto, por la tendencia

esencialmente personal de tal filosofía, cuando la sabiduría sacerdotal no contenía su influencia espontánea.

Esta necesidad es reconocida ahora, al menos empíricamente, en cuanto al espíritu metafísico propiamente

dicho, que nunca ha podido concluir, en moral, en ninguna otra teoría efectiva que el desastroso sistema del

egoísmo, tan en boga hoy, a pesar de muchas declamaciones contrarias; incluso las sectas ontológicas que han

protestado seriamente contra semejante aberración no la han sustituido al fin más que por nociones vagas o

incoherentes, incapaces de eficacia práctica. Una tendencia tan deplorable, y, no obstante, tan constante,

debe de tener raíces más hondas que las que se suponen de ordinario. Resulta sobre todo, en efecto, de la

naturaleza necesariamente personal de tal filosofía, que, limitada siempre a la consideración del individuo,

nunca ha podido abarcar realmente el estudio de la especie, por una inevitable consecuencia de su vano

principio lógico, reducido esencialmente a la intuición propiamente dicha, que, evidentemente, no tolera

ninguna aplicación colectiva. Sus fórmulas ordinarias no hacen más que traducir ingenuamente su espíritu

fundamental; para cada uno de sus adeptos, el pensamiento dominante es constantemente el del yo; todas las

demás existencias, sean cualesquiera, incluso humanas, se envuelven confusamente en una sola concepción

negativa, y su vago conjunto constituye el no-yo; la noción del nosotros no podría encontrar aquí ningún lugar

directo y distinto. Pero, examinando esta cuestión aún con mayor profundidad, hay que reconocer que, en

este aspecto como en todos los demás, la metafísica deriva, tanto dogmática corno históricamente, de la

teología misma, de quien nunca podrá constituir más que una modificación disolvente. En efecto, ese

carácter de personalidad constante pertenece, sobre todo, con una energía más directa, al pensamiento

teológico, siempre preocupado, en todo creyente, de intereses esencialmente individuales, cuya inmensa

preponderancia absorbe por necesidad toda otra consideración, sin que la más sublime entrega pueda

inspirar su verdadera abnegación, considerada justamente entonces como una aberración peligrosa. Sólo la

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oposición frecuente de estos intereses quiméricos con los intereses reales ha procurado a la sabiduría

sacerdotal un poderoso medio de disciplina moral, que ha podido ordenar a menudo, en provecho de la

sociedad, sacrificios admirables, que no eran tales, sin embargo, más que en apariencia, y se reducían siempre

a una prudente ponderación de intereses. Los sentimientos benévolos y desinteresados, que son propios de

la naturaleza humana, han debido, sin duda, manifestarse a través de un régimen semejante, e incluso, en

algunos aspectos, bajo su impulso directo; pero, aunque su desarrollo no haya podido así ser sofocado, su

carácter ha tenido que recibir con ello una grave alteración que probablemente no nos permite conocer

todavía plenamente su naturaleza y su intensidad, por falta de un ejercicio propio y directo. Por otra parte, se

puede perfectamente presumir que esta continua costumbre de cálculos personales acerca de los más caros

intereses del creyente ha desarrollado en el hombre, incluso desde un punto de vista completamente distinto,

por vía de afinidad gradual, un exceso de circunspección, de precaución, y, por último, de egoísmo, que su

organización fundamental no exigía, y que desde entonces podrá algún día disminuir bajo un régimen moral

mejor. Sea lo que quiera de esta conjetura, sigue siendo indiscutible que el pensamiento teológico es, por su

naturaleza, esencialmente individual, y nunca directamente colectivo. A los ojos de la fe, sobre todo

monoteísta, la vida social no existe, por falta de un fin que le sea propio; la sociedad humana no puede

entonces ofrecer inmediatamente más que una mera aglomeración de individuos, cuya reunión es siempre

tan fortuita como pasajera, y que, ocupados cada uno de su sola salvación, no conciben la participación en la

del prójimo sino como un poderoso medio de merecer mejor la suya, obedeciendo a las prescripciones

supremas que han impuesto esa obligación. Nuestra admiración respetuosa se deberá siempre, con

seguridad, a la prudencia sacerdotal que, bajo el feliz impulso de un instinto público, ha sabido obtener

durante mucho tiempo una alta utilidad práctica de una filosofía tan imperfecta. Pero este justo

reconocimiento no podría llegar hasta prolongar artificialmente este régimen inicial más allá de su destino

provisional, cuando ha venido por fin la edad de una economía más conforme al conjunto de nuestra

naturaleza, intelectual y afectiva.

2.° El espíritu positivo es directamente social.

56.—El espíritu positivo, por el contrario, es directamente social, en cuanto es posible, y sin ningún

esfuerzo, como consecuencia de su misma realidad característica. Para él, el hombre propiamente dicho no

existe, no puede existir más que la Humanidad, puesto que todo nuestro desarrollo se debe a la sociedad,

desde cualquier punto de vista que se le mire. Si la idea de sociedad parece todavía una abstracción de nuestra

inteligencia, es, sobre todo, en virtud del antiguo régimen filosófico; pues, a decir verdad, es la idea de

individuo a quien pertenece tal carácter, al menos en nuestra especie. El conjunto de la nueva filosofía tenderá

siempre a hacer resaltar, tanto en la vida activa como en la vida especulativa, el vínculo de cada uno con

todos, en una multitud de aspectos diversos, de manera que se haga involuntariamente familiar el

sentimiento íntimo de la solidaridad social, extendida convenientemente a todos los tiempos y a todos los

lugares. No sólo la búsqueda activa del bien público se representará sin cesar como el modo más propio para

asegurar comúnmente la felicidad privada, sino que, por un influjo a un tiempo más directo y más puro, al

fin más eficaz, el ejercicio más completo posible de las inclinaciones generosas llegará a ser la principal

fuente de la felicidad personal, incluso aunque no hubiera de procurar excepcionalmente otra recompensa

que una inevitable satisfacción interior. Pues si, como no podría dudarse, la felicidad resulta, sobre todo, de

una acertada actividad, debe depender principalmente, por tanto, de los instintos simpáticos, aunque nuestra

organización no les conceda de ordinario una energía preponderante; puesto que los sentimientos benévolos

son los únicos que pueden desarrollarse libremente en el estado social, que naturalmente los estimula cada

vez más, al abrirles un campo indefinido, mientras que exige, con absoluta necesidad, una cierta represión

permanente de los diversos impulsos personales, cuyo despliegue espontáneo suscitaría conflictos continuos.

En esta vasta expansión social encontrará cada uno la satisfacción normal de aquella tendencia a eternizarse,

que no podía primero satisfacerse sino con ayuda de ilusiones ya incompatibles con nuestra evolución

mental. No pudiendo prolongarse más que por la especie, el individuo sería así arrastrado a incorporarse a

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ella lo más completamente posible, uniéndose profundamente a toda su existencia colectiva, no sólo actual,

sino también pasada y, sobre todo, futura, de manera que alcance toda la intensidad de vida que tolera, en

cada caso, la totalidad de las leyes reales. Esta gran identificación podrá hacerse tanto más íntima y mejor

sentida, ya que la nueva filosofía asigna necesariamente a los dos modos de vida un mismo destino

fundamental y una misma ley de evolución, que consiste siempre, sea para el individuo o para la especie, en

el progreso continuo cuyo fin principal ha sido antes caracterizado, es decir, la tendencia a hacer, por una y

otra parte, que prevalezca, en lo posible, el atributo humano, o la combinación de la inteligencia con la socia-

bilidad, sobre la animalidad propiamente dicha. Como nuestros sentimientos, cualesquiera que sean, no

pueden desarrollarse más que por un ejercicio directo y sostenido, tanto más indispensable cuanto menos

enérgicos son al principio, sería superfluo insistir aquí más, para cualquiera que posea, aun empíricamente,

un verdadero conocimiento del hombre, para demostrar la superioridad necesaria del espíritu positivo sobre

el antiguo espíritu teológico- metafísico, en cuanto al desarrollo propio y activo del instinto social. Esta

preeminencia es de una naturaleza de tal modo sensible, que la razón pública la reconocerá sin duda

suficientemente, mucho antes de que las instituciones correspondientes hayan podido realizar

convenientemente sus felices propiedades.

Tercera parte Condiciones de advenimiento de la escuela positiva.

(Alianza de los proletarios y los filósofos.) Capítulo I

Institución de una enseñanza popular superior

1.° Correlación entre la propagación de las nociones positivas y las disposiciones del medio actual.

57.—Según el conjunto de las indicaciones precedentes, la superioridad espontánea de la nueva

filosofía sobre todas las que hoy se disputan el imperio, se encuentra ahora caracterizada en el aspecto social

tanto como ya lo estaba desde el punto de vista mental, por lo menos en cuanto este Discurso lo permite, y

salvo el recurso indispensable a la obra citada. Al acabar esta somera apreciación, importa observar la feliz

correlación que se establece naturalmente entre un espíritu filosófico semejante y las disposiciones, acertadas,

pero empíricas, que la experiencia contemporánea hace ya prevalecer cada vez más, tanto entre los

gobernados como entre los gobernantes. Sustituyendo directamente con un inmenso movimiento mental

una estéril agitación política, la escuela positiva explica y sanciona, mediante un examen sistemático, la

indiferencia o la repugnancia que la razón pública y la prudencia de los gobiernos coinciden en manifestar

hoy por toda elaboración directa seria de las instituciones propiamente dichas, en un tiempo en que no

pueden existir con eficacia más que con un carácter puramente provisional o transitorio, por falta de una

base racional suficiente, mientras dure la anarquía intelectual. Destinada a disipar por fin este desorden

fundamental, por las únicas vías que pueden superarlo, esta nueva escuela necesita, ante todo, del

mantenimiento continuo del orden material, tanto interno como externo, sin el cual ninguna grave

meditación social podría ni ser convenientemente acogida, ni siquiera elaborada de un modo suficiente.

Tiende, pues, a justificar y a secundar la preocupación, muy legítima, que hoy inspira en todas partes el único

gran resultado político que sea inmediatamente compatible con la situación actual, la cual, por otra parte, le

procura un valor especial por las graves dificultades que le suscita al plantear siempre el problema, insoluble

a la larga, de mantener un cierto orden político en medio de un profundo desorden moral. Aparte de sus

trabajos para el futuro, la escuela positiva se asocia inmediatamente a esta importante operación por su

tendencia directa a desacreditar radicalmente a las diversas escuelas actuales, al cumplir ya mejor que cada

una de ellas los opuestos menesteres que les quedan todavía, y que ella sola combina espontáneamente, de tal

modo que se muestra a un tiempo más orgánica que la escuela teológica y más progresiva que la escuela

metafísica, sin poder tener nunca los peligros de retrogradación o de anarquía que las afectan,

respectivamente. Desde que los gobiernos han renunciado en lo esencial, aunque de un modo implícito, a

toda restauración seria del pasado, y los pueblos a todo grave trastorno de las instituciones, la nueva filosofía

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no tiene ya que pedir, por una y otra parte, más que las disposiciones habituales que, en el fondo, se está

presto a concederle en todas partes (por lo menos, en Francia, donde debe realizarse sobre todo, al principio,

la elaboración sistemática), es decir, libertad y atención. Bajo estas condiciones naturales, la escuela positiva

tiende, por un lado, a consolidar todos los poderes actuales en manos de sus poseedores, cualesquiera que

sean, y, por otro, a imponerles obligaciones morales cada vez más conformes a las verdaderas necesidades de

los pueblos.

58.—Estas indiscutibles disposiciones parecen al pronto tales que no deban quedar a la nueva

filosofía otros obstáculos esenciales que los que resulten de la incapacidad o de la incuria de sus diversos

promotores. Pero una apreciación más madura muestra, por el contrario, que todavía ha de encontrar

enérgicas resistencias en casi todos los espíritus hasta ahora activos, precisamente a causa de la difícil

renovación que exigiría de ellos para asociarlos directamente a su elaboración principal. Si esta oposición

inevitable hubiera de limitarse a los espíritus esencialmente teológicos o metafísicos, ofrecería poca gravedad

real, porque quedaría un poderoso apoyo en aquellos, cuyo número e influjo crecen diariamente, que se han

dedicado sobre todo a los estudios positivos. Pero, por una fatalidad fácilmente explicable, es de éstos

precisamente de quienes la nueva filosofía debe acaso esperar menos ayuda y más dificultades; una filosofía

emanada directamente de las ciencias encontrará probablemente sus enemigos más peligrosos entre los que

hoy las cultivan. La principal fuente de este deplorable conflicto consiste en la especialización ciega y

dispersiva que caracteriza profundamente al espíritu científico actual, por su formación, parcial

necesariamente, según la creciente complicación de los fenómenos estudiados, como luego indicaré

expresamente. Esta marcha provisional, que una peligrosa rutina académica se esfuerza hoy por eternizar,

sobre todo entre los geómetras, desarrolla la verdadera positividad, en cada inteligencia, sólo respecto a una

débil porción del sistema mental, y deja a todo el resto bajo un vago régimen teológico-metafísico, o lo

abandona a un empirismo aún más opresivo, de modo que el verdadero espíritu positivo, que corresponde al

conjunto de los diversos trabajos científicos, resulta, en el fondo, sin poder ser comprendido plenamente por

ninguno de los que lo han preparado así naturalmente. Cada vez más entregados a esta inevitable tendencia,

los sabios propiamente dichos llegan en nuestro siglo, de ordinario, a una insuperable aversión contra toda

idea general, y a la absoluta imposibilidad de apreciar realmente ninguna concepción filosófica. Se sentirá

mejor, por lo demás, la gravedad de una oposición semejante observando que, nacida de los hábitos

mentales, ha tenido que extenderse luego hasta los diversos intereses correspondientes, que nuestro régimen

científico vincula profundamente, sobre todo en Francia, a ese desastroso especialísimo, como he

demostrado cuidadosamente en la obra citada. Así, la nueva filosofía, que exige directamente el espíritu de

conjunto, y que hace prevalecer para siempre, sobre todos los estudios constituidos hoy, la naciente ciencia

del desarrollo social, encontrará forzosamente una íntima antipatía, a la vez activa y pasiva, en los prejuicios y

las pasiones de la única clase que podría ofrecerle directamente un punto de apoyo, y en la que no debe

esperar durante mucho tiempo más que adhesiones puramente individuales, más escasas tal vez allí que en

cualquier otra parte.1

2.° Universalidad necesaria de esta enseñanza.

59.—Para superar convenientemente este concurso espontáneo de resistencias diversas que le

presenta hoy la masa especulativa propiamente dicha, la escuela positiva no podría encontrar otro recurso

1 Esta preponderancia empírica del espíritu de detalle en la mayor parte de los sabios actuales, y su ciega antipatía hacia cualquier generalización, se encuentran muy agravadas, sobre todo en Francia, por su reunión habitual en Academias, donde los diversos prejuicios analíticos se fortifican mutuamente; donde, por otra parte, se desarrollan intereses demasiadas veces abusivos; donde, por último, se organiza espontáneamente una especie de permanente motín contra el régimen sintético que debe en adelante prevalecer. El instinto de progreso que caracterizaba, hace medio siglo, al genio revolucionario, había sentido de un modo confuso estos peligros esenciales, de manera que determinó la supresión directa de esas sociedades atrasadas, que, sólo convenientes para la elaboración preliminar del espíritu positivo, se hacían cada día más hostiles a su sistematización final. Aunque esta audaz medida, tan mal juzgada de ordinario, fuera prematura entonces, porque estos graves inconvenientes no podían aún estar bastante reconocidos, queda, sin embargo, como cierto que estas corporaciones científicas habían ya cumplido el principal oficio que permitía su naturaleza: desde su restauración su influencia real ha sido, en el fondo, mucho más dañosa que útil a la marcha actual de la gran evolución mental.

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524

general que organizar una llamada directa y sostenida al buen sentido universal, esforzándose desde ahora en

propagar sistemáticamente, en la masa activa, los principales estudios científicos propios para constituir en

ella la base indispensable de su gran elaboración filosófica. Estos estudios preliminares, dominados

naturalmente hasta ahora por ese espíritu de especialismo empírico que rige las ciencias correspondientes,

son concebidos y dirigidos siempre como si cada uno de ellos hubiera de preparar sobre todo para una cierta

profesión exclusiva; lo que impide la posibilidad, incluso en los que tendrían más ocasión de ello, de abarcar

nunca varias, o, por lo menos, tanto como lo exigiría la formación ulterior de sanas concepciones generales.

Pero esto no puede ya ser así cuando tal instrucción se destina directamente a la educación universal, que

cambia necesariamente su carácter y su dirección, a pesar de toda tendencia contraria. El público, en efecto,

que no quiere hacerse ni geómetra, ni astrónomo, ni químico, etc., siente de continuo la necesidad simultánea

de todas las ciencias fundamentales, reducida cada una a sus nociones esenciales; le hacen falta, según la

notabilísima expresión de nuestro gran Moliere, claridades de todo. Esta simultaneidad necesaria no existe sólo

para él cuando considera estos estudios en su destino abstracto y general, como única base racional del

conjunto de las concepciones humanas; la vuelve a encontrar, aunque menos directamente, incluso respecto

a las diversas aplicaciones concretas, cada una de las cuales, en el fondo, en lugar de referirse exclusivamente

a una cierta rama de la filosofía natural, depende también más o menos de todas las demás. Así, la

propagación universal de los principales estudios positivos no está sólo destinada hoy a satisfacer una

necesidad ya muy pronunciada en el público, que siente cada vez más que las ciencias no están reservadas

exclusivamente para los sabios, sino que existen sobre todo para él mismo. Por una feliz reacción

espontánea, un destino semejante, cuando esté convenientemente desarrollado, deberá mejorar radicalmente

el espíritu científico actual, al despojarlo de su especialísimo ciego y dispersivo, de manera que le haga

adquirir poco a poco el verdadero carácter filosófico indispensable para su principal misión. Incluso es esta

vía la única que puede, en nuestros días, constituir gradualmente, fuera de la clase especulativa propiamente

dicha, un amplio tribunal espontáneo, tan imparcial como irrecusable, formado por la masa de los hombres

sensatos, ante el cual vendrán a extinguirse irrevocablemente muchas falsas opiniones científicas, que las

miras peculiares de la elaboración preliminar de los dos últimos siglos hubieron de mezclar profundamente

con las doctrinas verdaderamente positivas, a quienes alterarán necesariamente mientras estas discusiones no

estén por fin sometidas directamente al buen sentido universal. En un tiempo en que no hay que esperar

eficacia inmediata más que de medidas siempre provisionales, bien adaptadas a nuestra situación transitoria,

la organización necesaria de tal punto de apoyo general para el conjunto de los trabajos filosóficos resulta, a

mi modo de ver, el principal resultado social que puede producir ahora la vulgarización total de los

conocimientos reales; el público devolverá así a la nueva escuela un equivalente pleno de los servicios que le

procure esta organización.

60. —Este magno resultado no podría obtenerse de un modo suficiente si esta

enseñanza continua permaneciera destinada a una sola clase cualquiera, incluso muy extensa; se debe, so

pena de fracasar, tener siempre a la vista la universalidad entera de las inteligencias. En el estado normal que

este movimiento debe preparar, todas, sin ninguna excepción ni distinción, sentirán siempre la misma

necesidad fundamental de esta filosofía primera, que resulta del conjunto de las nociones reales, y que debe

entonces llegar a ser la base sistemática de la sabiduría humana, tanto activa como especulativa, de manera

que cumpla más convenientemente el indispensable oficio social que se vinculaba en otro tiempo a la

instrucción universal cristiana. Importa, pues, mucho que, desde su origen, la nueva escuela filosófica

desarrolle, en lo posible, ese gran carácter elemental de universalidad social, que, relativo finalmente a su

destino principal, constituirá hoy su mayor fuerza contra las diversas resistencias que ha de encontrar.

3.° Destino esencialmente popular de esta enseñanza.

61. —Con el fin de marcar mejor esta tendencia necesaria, una íntima convicción,

primero instintiva y luego sistemática, me ha determinado desde hace mucho tiempo a mostrar siempre la

enseñanza expuesta en este Tratado como dirigida sobre todo a la clase más numerosa, a quien nuestra

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situación deja desprovista de toda instrucción regular, a causa del creciente desuso de la instrucción

puramente teológica, que, reemplazada provisionalmente, sólo para los cultos, por una cierta instrucción

metafísica y literaria, no ha podido recibir, sobre todo en Francia, ningún equivalente parecido para la masa

popular. La importancia y la novedad de tal. disposición constante, mi vivo deseo de que sea apreciada

convenientemente, e incluso, si me atrevo a decirlo, imitada, me obligan a indicar aquí los principales

motivos de ese contacto espiritual que debe instituir así especialmente hoy con los proletarios la nueva

escuela filosófica, sin que, no obstante, deba excluir nunca su enseñanza a una clase cualquiera. Por muchos

obstáculos que el defecto de celo o de elevación pueda oponer por una y otra parte a tal aproximación, es

fácil reconocer, en general, que, de todas las porciones de la sociedad actual, el pueblo propiamente dicho

debe de ser, en el fondo, la mejor dispuesta, por las tendencias y necesidades que resultan de su situación

característica, a acoger favorablemente la nueva filosofía, que al fin debe encontrar allí su principal apoyo,

tanto mental como social.

62.—Una primera consideración, que importa profundizar, aunque su naturaleza sea sobre todo

negativa, resulta, acerca de esto, de una apreciación juiciosa de lo que, a primera vista, podría parecer que

ofrece una grave dificultad, es decir, la ausencia actual de toda cultura especulativa. Sin duda es lamentable,

por ejemplo, que esta enseñanza popular de la filosofía astronómica no encuentre todavía, en todos aquellos

para quienes está sobre todo destinada, algunos estudios matemáticos preliminares, que la harían a la vez más

eficaz y más fácil, y que incluso yo me veo forzado a suponer. Pero la misma laguna se encontraría también

en la mayoría de las otras clases actuales, en una época en que la instrucción positiva está limitada, en

Francia, a ciertas profesiones especiales, que están en esencial relación con la Escuela Politécnica o las

escuelas de medicina. No hay, por tanto, en esto nada que sea verdaderamente particular en nuestros

proletarios. En cuanto a su carencia habitual de esa especie de cultura regular que reciben hoy las clases

letradas, no temo caer en una exageración filosófica al afirmar que de ello resulta, para los espíritus

populares, una notable ventaja, en lugar de un inconveniente real. Sin volver aquí sobre una crítica por

desgracia demasiado fácil, suficientemente realizada desde hace mucho tiempo, y que la experiencia de todos

los días confirma cada vez más a los ojos de la mayoría de los hombres sensatos, sería difícil concebir ahora

una preparación más irracional y, en el fondo, más peligrosa para la conducta ordinaria de la vida real, sea

activa e incluso especulativa, que la que resulta de esa vana instrucción, primero de palabras, luego de

entidades, en que se pierden todavía tantos preciosos años de nuestra juventud. A la mayor parte de los que

la reciben, no les inspira ya otra cosa que una aversión casi insuperable hacia todo trabajo intelectual para el

curso entero de su carrera; pero sus peligros resultan mucho más graves en aquellos que se han dedicado a

ella más especialmente. La falta de aptitud para la vida real, el desdén por las profesiones vulgares, la

impotencia para apreciar convenientemente ninguna concepción positiva, y la antipatía que pronto resulta de

ello, los disponen hoy con demasiada frecuencia a secundar una estéril agitación metafísica que inquietas

pretensiones personales, desarrolladas por esa educación desastrosa, no tardan en hacer políticamente

perturbadora, bajo el influjo directo de una viciosa erudición histórica, que, haciendo prevalecer una noción

falsa del tipo social propio de la antigüedad, impide comúnmente comprender la sociabilidad moderna. Si se

considera que casi todos los que, en diversos aspectos, dirigen ahora los asuntos humanos han sido

preparados de este modo, no se podrá nadie sorprender de la vergonzosa ignorancia que manifiestan

demasiado a menudo acerca de los menores problemas, incluso materiales, ni de su frecuente disposición a

descuidar el fondo por la forma, colocando por encima de todo el arte de decir bien, por contradictoria y

perniciosa que resulte su aplicación, ni, por último, de la tendencia especial de nuestras clases ilustradas a

acoger con avidez todas las aberraciones que surgen diariamente de nuestra anarquía mental. Una

apreciación semejante dispone, al contrario, a extrañarse de que estos diversos desastres no estén de

ordinario más extendidos; conduce a admirar profundamente la rectitud y la sabiduría naturales del hombre,

que, bajo el feliz impulso propio del conjunto de nuestra civilización, contienen espontáneamente, en gran

parte, esas peligrosas consecuencias de un sistema absurdo de educación general. Puesto que este sistema ha

sido desde el fin de la edad media, como lo es todavía, el principal punto de apoyo social del espíritu

metafísico, ya primero contra la teología, o después contra la ciencia, se concibe fácilmente que las clases a

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las que no ha podido envolver deben de encontrarse, por eso mismo, mucho menos afectadas por esa

filosofía transitoria, y, por tanto, mejor dispuestas al estado positivo. Ahora bien; ésta es la importante

ventaja que la ausencia de educación escolástica procura hoy a nuestros proletarios, y que los hace, en el

fondo, menos accesibles que la mayoría de las gentes ilustradas a los diversos sofismas perturbadores, de

acuerdo con la experiencia diaria, a pesar de una excitación continua, dirigida sistemáticamente hacia las

pasiones relativas a su condición social. En otro tiempo, hubieron de estar profundamente dominados por la

teología, sobre todo católica; pero, durante su emancipación mental, la metafísica no ha podido deslizarse

entre ellos, por no encontrar la cultura especial sobre la que descansa; sólo la filosofía positiva podrá, de

nuevo, apoderarse radicalmente de ellos. Las condiciones previas, tan recomendadas por los primeros padres

de esta filosofía final, deben así encontrarse mejor cumplidas allí que en parte alguna; si la célebre tabla rasa

de Bacon y de Descartes fuera alguna vez plenamente realizable, sería seguramente en los proletarios

actuales, que, principalmente en Francia, están mucho más próximos que ninguna otra clase al tipo ideal de

esta disposición preparatoria para la positividad racional.

63. —Examinando, en un aspecto más íntimo y duradero, esta inclinación natural de las inteligencias

populares hacia la sana filosofía, se reconoce fácilmente que ésta debe siempre resultar de la solidaridad

fundamental que, según nuestras explicaciones anteriores, vincula directamente al verdadero espíritu

filosófico con el buen sentido universal, su primera fuente necesaria. No sólo, en efecto, este buen sentido,

tan justamente preconizado por Descartes y Bacon, debe de encontrarse hoy más puro y más enérgico en las

clases inferiores, en virtud precisamente de aquella afortunada carencia de cultura escolástica que los hace

menos accesibles a las costumbres vagas o sofísticas. A esta diferencia pasajera, que una educación mejor de

las clases ilustradas disipará gradualmente, hay que añadir otra, por necesidad permanente, relativa a la

influencia mental de las diversas funciones sociales propias de los dos órdenes de inteligencias, según el

carácter respectivo de sus trabajos habituales. Desde que la acción real de la Humanidad sobre el mundo

exterior ha comenzado, entre los modernos, a organizarse espontáneamente, exige la combinación continua

de dos clases distintas, muy desiguales en número, pero de igual modo indispensables: por una parte, los

empresarios propiamente dichos, siempre poco numerosos, que, poseyendo los diversos materiales

convenientes, incluso el dinero y el crédito, dirigen el conjunto de cada operación, asumiendo desde ese

momento la principal responsabilidad de los resultados, sean cualesquiera; por otra parte, los operarios

directos, que viven de un salario periódico y forman la inmensa mayoría de los trabajadores, que ejecutan, en

una especie de intención abstracta, cada uno de los actos elementales, sin preocuparse especialmente de su

concurso final. Sólo estos últimos tienen que habérselas inmediatamente con la naturaleza, mientras que los

primeros tienen que ver sobre todo con la sociedad. Por una consecuencia necesaria de estas diferencias

fundamentales, la eficacia especulativa que hemos reconocido como inherente a la vida industrial para

desarrollar involuntariamente el espíritu positivo, debe hacerse sentir mejor, de ordinario, en los operarios

que entre los empresarios; pues sus trabajos peculiares ofrecen un carácter más sencillo, un fin más

netamente determinado, resultados más próximos y condiciones más imperiosas. La escuela positiva habrá

de encontrar, por tanto, en ellos un acceso más fácil para su enseñanza universal, y una simpatía más viva

por su renovación filosófica, cuando pueda penetrar convenientemente en este vasto medio social. Al mismo

tiempo, habrá de encontrar afinidades morales no menos preciosas que estas armonías mentales, por ese

común descuido material que acerca espontáneamente a nuestros proletarios a la verdadera clase

contemplativa, al menos cuando ésta haya tomado por fin las costumbres que corresponden a su destino

social. Esta feliz disposición, tan favorable al orden universal como a la verdadera felicidad personal,

adquirirá algún día mucha importancia normal, por la sistematización de las relaciones generales que deben

existir entre esos dos elementos extremos de la sociedad positiva. Pero desde este instante, puede facilitar

esencialmente su naciente unión, remediando el poco espacio que las ocupaciones diarias dejan a nuestros

proletarios para su instrucción especulativa. Si bien, en algunos casos excepcionales, de extremado recargo,

este obstáculo continuo parece que, en efecto, ha de impedir todo desarrollo mental, está compensado de

ordinario por ese carácter de sabia imprevisión que, en cada intermitencia natural de los trabajos obligados,

devuelve al espíritu una disponibilidad plena. El verdadero ocio no debe faltar habitualmente más que en la

clase que se cree especialmente dotada de él; pues, por razón misma de su fortuna y de su posición, está

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comúnmente preocupada con activas inquietudes, que no permiten casi nunca un verdadero sosiego

intelectual y moral. Este estado debe resultar fácil, por el contrario, ya a los pensadores, ya a los operarios,

por su común liberación espontánea de los cuidados relativos al empleo de los capitales, e

independientemente de la regularidad natural de su vida diaria.

64. —Cuando estas diferentes tendencias, mentales y morales, hayan obrado de

modo conveniente, habrá de ser, pues, entre los proletarios donde mejor se realice esa propagación universal

de la instrucción positiva, condición indispensable para el cumplimiento gradual de la renovación filosófica.

También es entre ellos donde el carácter continuo de un estudio semejante podrá llegar a ser más puramente

especulativo, porque se encontrará allí más exento de aquellas miras interesadas que llevan a él, más o menos

directamente, las clases superiores, preocupadas casi siempre de cálculos ávidos o ambiciosos. Después de

haber buscado en él el fundamento universal de toda sabiduría humana, vendrán luego a buscar, como en las

bellas artes, una dulce diversión habitual para el conjunto de sus fatigas cotidianas. Como su inevitable

condición social ha de hacerles mucho más preciosa tal diversión, sea científica o estética, sería extraño que

las clases d rectoras quisieran ver en ella, por el contrario, un motivo fundamental para tenerlos

esencialmente privados de ella, negando sistemáticamente la única satisfacción que puede repartirse

indefinidamente a aquellos mismos que deben renunciar a los goces menos comunicables. Para justificar tal

negativa, dictada con demasiada frecuencia por el egoísmo y la irreflexión, se ha objetado alguna vez, es

cierto, que esta vulgarización especulativa tendería a agravar profundamente el desorden actual,

desarrollando la funesta disposición, ya demasiado pronunciada, al desorden universal. Pero este natural

temor, única objeción seria que sobre este punto merecería una verdadera discusión, resulta hoy, en la

mayoría de los casos de buena fe, de una confusión irracional de la instrucción positiva, a la vez estética y

científica, con la instrucción metafísica y literaria, única organizada ahora. Esta, en efecto, que, ya lo hemos

reconocido, ejerce una acción social muy perturbadora en las clases ilustradas, se haría mucho más peligrosa

si se la extendiera a los proletarios, en quienes desarrollaría, además del disgusto por las ocupaciones

materiales, exorbitantes ambiciones. Pero, por fortuna, están, en general, todavía menos dispuestos a pedirla

que se estaría a concedérsela. En cuanto a los estudios positivos, concebidos sabiamente y dirigidos de

manera conveniente, no llevan consigo en forma alguna un influjo semejante; al enlazarse y aplicarse, por su

naturaleza, a todos los trabajos prácticos, tienden, por el contrario, a confirmar o aun inspirar el gusto de

ellos, bien ennobleciendo su carácter habitual, bien suavizando sus penosas consecuencias; al conducir, por

otra parte, a una sana apreciación de las diversas posiciones sociales y de las necesidades correspondientes,

disponen a darse cuenta de que la dicha real es compatible con cualesquiera condiciones, siempre que sean

cumplidas honorablemente y racionalmente aceptadas. La filosofía general que resulta de ellas representa al

hombre, o más bien a la Humanidad, como el primero de los seres conocidos, destinado, por el conjunto de

las leyes reales, a perfeccionar tanto como sea posible, y en todos aspectos, el orden natural, al abrigo de toda

inquietud quimérica; lo cual tiende a levantar profundamente el activo sentimiento universal de la dignidad

humana. Al mismo tiempo, modera espontáneamente el orgullo demasiado exaltado que podría suscitar,

mostrando, en todos aspectos y con familiar evidencia, cuán por bajo debemos quedar siempre del fin y del

tipo así caracterizados, ya en la vida activa o incluso en la vida especulativa, donde se siente, casi a cada paso,

que nuestros más sublimes esfuerzos no pueden superar nunca sino una débil parte de las dificultades

fundamentales.

65. —A pesar de la gran importancia de los diversos motivos precedentes, consideraciones

todavía más poderosas determinarán sobre todo a las mentes populares a secundar hoy la acción filosófica de

la escuela positiva por su ardor continuo por la propagación universal de los estudios reales; se refieren a las

principales necesidades colectivas propias de la condición social de los proletarios. Se pueden resumir en esta

indicación general: hasta ahora no ha podido existir una política esencialmente popular, y sólo la nueva

filosofía puede constituirla.

Capítulo II

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Institución de una política popular

1.° La política popular, siempre social, debe hacerse sobre todo moral.

66.—Desde el comienzo de la gran crisis moderna, el pueblo no ha intervenido aún más que como

mero auxiliar en las principales luchas políticas, con la esperanza, sin duda, de obtener de ellas algunas

mejoras de su situación general, pero no por miras y un fin que le fuesen realmente propios. Todas las

disputas habituales han quedado concentradas, esencialmente, entre las diversas clases superiores o medias,

porque se referían sobre todo a la posesión del poder. Ahora bien, el pueblo no podía interesarse

directamente mucho tiempo por tales conflictos, puesto que la naturaleza de nuestra civilización impide

evidentemente a los proletarios esperar, e incluso desear, ninguna participación importante en el poder

político propiamente dicho. Además, después de haber realizado esencialmente todos los resultados sociales

que podían esperar de la sustitución provisional de los metafísicos y legistas, en lugar de la antigua

preponderancia política de las clases sacerdotales y feudales, se vuelven hoy cada vez más indiferentes para la

estéril propagación de esas luchas cada vez más miserables, reducidas ya casi a vanas rivalidades personales.

Cualesquiera que sean los esfuerzos diarios de la agitación metafísica para hacerlos intervenir en estas frívolas

disputas, por el incentivo de lo que se llama los derechos políticos, el instinto popular ha comprendido ya,

sobre todo en Francia, cuán ilusoria y pueril sería la posesión de un privilegio semejante, que, incluso en su

actual grado de diseminación, no inspira habitualmente ningún interés verdadero a la mayoría de los que

gozan de él exclusivamente. El pueblo no puede interesarse esencialmente más que por el uso efectivo del

poder, sean cualesquiera las manos en que resida, y no por su conquista especial. Tan pronto como las

cuestiones políticas, o más bien desde entonces sociales, se refieran de ordinario a la manera como el poder

debe ejercerse para alcanzar mejor su destino general, principalmente relativo, entre los modernos, a la masa

proletaria, no se tardará en reconocer que el desdén actual nada tiene que ver con una peligrosa indiferencia:

hasta entonces, la opinión popular permanecerá extraña a esas disputas, que, a los ojos de las buenas

inteligencias, al aumentar la inestabilidad de todos los poderes, tienden especialmente a retrasar esta

transformación indispensable. En una palabra, el pueblo está naturalmente dispuesto a desear que la vana y

tempestuosa discusión de los derechos se encuentre por fin reemplazada por una fecunda y saludable

apreciación de los diversos deberes esenciales, ya sean generales o especiales. Tal es el principio espontáneo

de la íntima conexión que, sentida tarde o temprano, unirá necesariamente al instinto popular con la acción

social de la filosofía positiva, pues esta gran transformación equivale evidentemente a aquella otra, fundada

antes por las más altas consideraciones especulativas, del movimiento político actual en un simple

movimiento filosófico, cuyo primero y principal resultado social consistirá, en efecto, en constituir

sólidamente una activa moral universal, prescribiendo a cada agente, individual o colectivo, las reglas de

conductas más conformes con la armonía fundamental. Cuanto más se medite sobre esta relación natural,

mejor se reconocerá que esta mutación decisiva, que sólo podía emanar del espíritu positivo, no puede hoy

encontrar un apoyo sólido más que en el pueblo propiamente dicho, único dispuesto a comprenderla bien y

a interesarse profundamente por ella. Los prejuicios y las pasiones propios de las clases superiores o medias

se oponen conjuntamente a que, al principio, sea sentida suficientemente en ellas, porque, de ordinario, han

de ser más sensibles a las ventajas inherentes a la posesión del poder que a los peligros que resultan de su

ejercicio vicioso. Si bien el pueblo es ahora, y debe seguir siendo en adelante, indiferente a la posesión directa

del poder político, no puede nunca renunciar a su indispensable participación continua en el poder moral,

que, siendo el único verdaderamente accesible a todos, sin ningún peligro para el orden universal y, por el

contrario, con gran ventaja cotidiana para él, autoriza a cada uno, en nombre de una común doctrina

fundamental, a hacer volver convenientemente a los más altos poderes a sus diversos deberes esenciales. En

verdad, los prejuicios inherentes al estado transitorio o revolucionario han debido encontrar también alguna

acogida entre nuestros proletarios: mantienen, en efecto, inoportunas ilusiones en el alcance indefinido de las

medidas políticas propiamente dichas; impiden por ello apreciar cuánto más depende hoy la justa satisfacción

de los grandes intereses populares de las opiniones y de las costumbres que de las instituciones mismas, cuya

verdadera regeneración, actualmente imposible, exige, ante todo, una reorganización espiritual. Pero puede

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asegurarse que la escuela positiva tendrá mucha más facilidad para hacer penetrar esta saludable enseñanza

en los espíritus populares que en cualquier otro lugar, sea porque la metafísica negativa no ha podido

arraigarse allí tanto, sea, sobre todo, por el impulso constante de las necesidades sociales inherentes a su

situación necesaria. Estas necesidades se refieren esencialmente a dos condiciones fundamentales, una

espiritual, otra temporal, de naturaleza profundamente conexa: se trata, en efecto, de asegurar

convenientemente a todos, en primer lugar, la educación normal, y luego el trabajo regular; tal es, en el

fondo, el verdadero programa social de los proletarios. No puede existir verdadera popularidad sino para la

política que tienda necesariamente hacia este doble destino. Ahora bien: tal es, evidentemente, el carácter

espontáneo de la doctrina social propia de la nueva escuela filosófica; nuestras explicaciones anteriores deben

dispensar aquí, a este respecto, de toda otra aclaración, reservada, por otra parte, a la obra indicada tan a

menudo en este Discurso. Importa sólo añadir, acerca de este punto, que la concentración necesaria de

nuestros pensamientos y de nuestra actividad sobre la vida real de la Humanidad, apartando toda ilusión

vana, tenderá especialmente a fortificar mucho la adhesión moral y política del pueblo propiamente dicho a

la verdadera filosofía moderna. En efecto, su juicioso instinto advertirá pronto en ella un poderoso motivo

nuevo de dirigir sobre todo la práctica social hacia el sabio mejoramiento continuo de su propia condición

personal. Las quiméricas esperanzas inherentes a la antigua filosofía han conducido con demasiada

frecuencia, por el contrario, a descuidar con desdén tales progresos, o a apartarlos por una especie de

aplazamiento continuo, de acuerdo con la importancia mínima que, naturalmente, había de dejarles aquella

eterna perspectiva, inmensa compensación espontánea de todas las miserias, cualesquiera.

2.° Naturaleza de la participación de los gobiernos en la propagación de las nociones

positivas.

67.—Esta sumaria apreciación basta ahora para señalar, en los diversos aspectos esenciales, la

afinidad necesaria de las clases inferiores para la filosofía positiva, que, tan pronto como el contacto haya

podido establecerse plenamente, encontrará allí su principal apoyo natural, a un tiempo mental y social,

mientras que la filosofía teológica no conviene ya más que a las clases superiores, cuya preponderancia

política tiende a eternizar, así como la filosofía metafísica se dirige sobre todo a las clases medias, cuya activa

ambición secunda. Todo espíritu meditador debe comprender así finalmente la importancia verdaderamente

fundamental que presenta hoy una sabia vulgarización sistemática de los estudios positivos, destinada

esencialmente a los proletarios, a fin de preparar una sana doctrina social. Los diversos observadores que

pueden libertarse, siquiera momentáneamente, del torbellino diario están de acuerdo ahora en deplorar, y

ciertamente con mucha razón, el influjo anárquico que ejercen, en nuestros días, los sofistas y los retores.

Pero estas justas quejas serán inevitablemente vanas, mientras no se haya reparado mejor en la necesidad de

salir por fin de una situación mental en que la educación oficial no puede conducir, de ordinario, sino a

formar sofistas y retores, que tienden luego espontáneamente a propagar el mismo espíritu, por la triple

enseñanza que emana de los periódicos, de las novelas y de los dramas, entre las clases inferiores, a quienes

ninguna instrucción regular preserva del contagio metafísico, rechazado sólo por su razón natural. Aunque se

deba esperar, acerca de esto, que los gobiernos actuales advertirán pronto de cuánta eficacia puede ser la

propagación universal de los conocimientos reales, para secundar más cada vez sus esfuerzos continuos para

el difícil mantenimiento de un orden indispensable, no hay que esperar todavía de ellos, ni siquiera desear,

una cooperación verdaderamente activa en esta gran preparación racional, que debe resultar sobre todo,

durante mucho tiempo, de un libre celo privado, inspirado y sostenido por verdaderas convicciones

filosóficas. La imperfecta conservación de una grosera armonía política, comprometida sin cesar en medio de

nuestro desorden mental y moral, absorbe demasiado justamente su solicitud diaria, e incluso los tiene

situados en un punto de vista demasiado inferior, para que puedan comprender dignamente la naturaleza y

las condiciones de un trabajo semejante, del que sólo es menester pedirles que entrevean su importancia. Si,

por un celo intempestivo, intentaran hoy dirigirlo, no podrían conseguir más que alterarlo profundamente,

de manera que se comprometiese mucho su principal eficacia, al no unirlo a una filosofía bastante decisiva,

lo que pronto lo haría degenerar en una incoherente acumulación de especialidades superficiales. Así, la

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530

escuela positiva, que resulta de un activo concurso voluntario de los espíritus verdaderamente filosóficos, no

tendrá que pedir, durante mucho tiempo, a nuestros gobiernos occidentales, para realizar convenientemente

su gran oficio social, más que una plena libertad de exposición y de discusión, equivalente a aquella de que ya

gozan la escuela teológica y la escuela metafísica. La una puede, todos los días, en sus mil tribunas sagradas,

preconizar a su antojo la excelencia absoluta de su eterna doctrina y lanzar a todos sus adversarios, sean

cualesquiera, a una condenación irrevocable; la otra, en las numerosas cátedras que le sostiene la

munificencia nacional, puede desarrollar diariamente, ante inmensos auditorios, la eficacia universal de sus

concepciones ontológicas y la preeminencia indefinida de sus estudios literarios. Sin pretender ventajas

semejantes, que el tiempo sólo debe procurar, la escuela positiva no pide esencialmente hoy más que un

mero derecho de asilo regular en los locales municipales, para hacer apreciar allí directamente su aptitud

última para la satisfacción simultánea de todas nuestras grandes necesidades sociales, propagando con

prudencia la única instrucción sistemática que pueda preparar desde ahora una verdadera reorganización,

mental primero, luego moral y, por último, política. Con tal que este libre acceso le esté siempre abierto, el

celo voluntario y gratuito de sus escasos promotores, secundado por el buen sentido universal y bajo el

impulso creciente de la situación fundamental, no temerá nunca sostener, incluso desde este momento, una

activa competencia filosófica con los numerosos y poderosos órganos, hasta reunidos, de las dos escuelas

antiguas. Ahora bien: ya no es de temer que en adelante los hombres de Estado se aparten gravemente, en

este aspecto, de la imparcial moderación cada vez más inherente a su propia indiferencia especulativa;

incluso la escuela positiva tiene ocasión de contar, a propósito de esto, con la benevolencia habitual de los

más inteligentes de ellos, no sólo en Francia, sino también en todo nuestro Occidente. Su vigilancia continua

de esta enseñanza popular libre se limitará pronto a prescribirle sólo la condición permanente de una

verdadera positividad, apartando de ella, con inflexible severidad, la introducción, todavía demasiado

inminente, de las especulaciones vagas o sofísticas. Pero, en este punto, las necesidades esenciales de la

escuela positiva coinciden directamente con los deberes naturales de los gobiernos, pues si éstos deben

rechazar un abuso semejante en virtud de su tendencia anárquica, aquélla, además de este justo motivo, lo

juzga completamente contrario al destino fundamental de tal enseñanza, puesto que reanima ese mismo

espíritu metafísico en que ve hoy el principal obstáculo para el advenimiento social de la nueva filosofía. En

este aspecto, así como por todos los demás títulos, los filósofos positivos se sentirán siempre casi tan

interesados como los poderes actuales en el doble mantenimiento continuo del orden interior y de la paz

exterior, porque ven en ello la condición más favorable para una nueva renovación mental y moral; sólo,

desde el punto de vista que les es peculiar, deben ver desde más lejos lo que podría comprometer o

considerar este gran resultado político del conjunto de nuestra situación transitoria.

Capítulo III

Orden necesario de los estudios positivos

68. —Hemos caracterizado ahora lo bastante, en todos aspectos, la importancia capital

que presenta hoy la universal propagación de los estudios positivos, sobre todo entre los proletarios, para

constituir en adelante un indispensable punto de apoyo, a la vez mental y social, a la elaboración filosófica

que debe determinar gradualmente la reorganización espiritual de las sociedades modernas. Pero tal

apreciación quedaría aún incompleta, e incluso insuficiente si el fin de este Discurso no estuviera

directamente consagrado a establecer el orden fundamental que conviene a esta serie de estudios para fijar la

verdadera posición que debe ocupar, en su conjunto, aquel de quien este Tratado se ocupará luego

exclusivamente. Lejos de que esta coordinación didáctica sea casi indiferente, como nuestro vicioso régimen

científico hace suponer demasiado a menudo, puede afirmarse, por el contrario, que depende sobre todo de

ella la principal eficacia, intelectual o social, de esta gran preparación. Existe, por otra parte, una íntima

solidaridad entre la concepción enciclopédica de donde resulta y la ley fundamental de evolución que sirve de

base a la nueva filosofía general.

1.° Ley de clasificación.

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69. —Un orden tal debe, por su naturaleza, cumplir dos condiciones esenciales, una

dogmática, otra histórica, cuya convergencia necesaria es menester reconocer ante todo: la primera consiste

en ordenar las ciencias según su dependencia sucesiva, de manera que cada una descanse en la precedente y

prepare la siguiente; la segunda prescribe disponerlas según la marcha de su formación efectiva, pasando

siempre de las más antiguas a las más recientes. Ahora bien: la equivalencia espontánea de estas dos vías

enciclopédicas procede, en general, de la identidad fundamental que existe inevitablemente entre la evolución

individual y la evolución colectiva, las cuales, teniendo un origen igual, un destino semejante y un mismo

agente, deben siempre ofrecer fases correspondientes, salvo las únicas diversidades de duración, de

intensidad y de velocidad, inherentes a la desigualdad de los dos organismos. Este concurso necesario

permite, pues, concebir estos dos modos como dos aspectos correlativos de un único principio

enciclopédico, de manera que pueda emplearse habitualmente aquel que, en cada caso, manifieste mejor las

relaciones consideradas, y con la preciosa facultad de poder comprobar constantemente por uno lo que

resulte por el otro.

70. —La ley fundamental de este orden común, de dependencia dogmática y de sucesión

histórica, ha sido establecida completamente en la gran obra indicada más arriba, y cuyo plano general

determina. Consiste en clasificar las diferentes ciencias, según la naturaleza de los fenómenos estudiados,

según su generalidad y su independencia decrecientes o su complicación creciente, de donde resultan

especulaciones cada vez menos abstractas y cada vez más difíciles, pero también cada vez más eminentes y

completas, en virtud de su relación más íntima con el hombre, o más bien con la Humanidad, objeto final de

todo el sistema teórico. Esta clasificación toma su principal valor filosófico, sea científico o lógico, de la

identidad constante y necesaria que existe entre todos estos diversos modos de comparación especulativa de

los fenómenos naturales, y de donde resultan otros tantos teoremas enciclopédicos, cuya aplicación y uso

pertenecen a la obra citada, que, además, en el aspecto activo, añade esta importante relación general: que los

fenómenos resultan así cada vez más modificables, de manera que ofrecen un dominio cada vez más vasto a

la intervención humana. Basta aquí indicar sumariamente la aplicación de este gran principio a la determina-

ción racional de la verdadera jerarquía de los estudios fundamentales, concebidos directamente desde ahora

como los diferentes elementos esenciales de una ciencia única, la de la Humanidad.

2.° Ley Enciclopédica o Jerarquía de las ciencias.

71. —Este objeto final de todas nuestras especulaciones reales exige, evidentemente,

por su naturaleza, a la vez científica y lógica, un doble preámbulo indispensable, relativo, por una parte, al

hombre propiamente dicho, y por otra parte, al mundo exterior. No se podría, en efecto, estudiar

racionalmente los fenómenos, estáticos o dinámicos, de la sociabilidad, si no se conociera antes

suficientemente el agente especial que los realiza y el medio general en que se cumplen. De ahí resulta, pues,

la división necesaria de la filosofía natural, destinada a preparar la filosofía social, en dos grandes ramas,

orgánica una y la otra inorgánica. En cuanto a la disposición relativa de estos dos estudios igualmente

fundamentales, todos los motivos esenciales, sean científicos o lógicos, coinciden en prescribir, en la

educación individual y en la evolución colectiva, que se comience por el segundo, cuyos fenómenos, más

sencillos y más independientes, por razón de su superior generalidad, permiten únicamente, primero, una

apreciación verdaderamente positiva, mientras que sus leyes, en directa relación con la existencia universal,

ejercen luego una influencia necesaria sobre la existencia especial de los cuerpos vivos. La astronomía

constituye necesariamente, en todos aspectos, el elemento más decisivo de esta teoría previa del mundo

exterior, ya como más susceptible de una plena positividad, ya en tanto que caracteriza el medio general de

todos nuestros fenómenos cualesquiera, y manifiesta, sin ninguna otra complicación, la mera existencia

matemática, es decir, geométrica o mecánica, común a todos los seres reales. Pero aun cuando se condensen

lo más posible las verdaderas concepciones enciclopédicas, no se podría reducir la filosofía inorgánica a este

elemento principal, porque quedaría entonces aislada enteramente de la filosofía orgánica. Su vínculo

fundamental, científico y lógico, consiste sobre todo en la rama más compleja de la primera, el estudio de los

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fenómenos de composición y de descomposición, los más eminentes de los que lleva consigo la existencia

universal y los más próximos al modo vital propiamente dicho. Así es cómo la filosofía natural, considerada

como el preámbulo necesario de la filosofía social, descomponiéndose primero en dos estudios extremos y

un estudio intermedio, comprende sucesivamente estas tres grandes ciencias: la astronomía, la química y la

biología, la primera de las cuales se refiere inmediatamente al origen espontáneo del verdadero espíritu

científico, y la última, a su destino esencial. Su despliegue inicial respectivo corresponde, históricamente, a la

antigüedad griega, a la edad media y a la época moderna.

72. --Una apreciación enciclopédica semejante no cumpliría aún suficientemente las

condiciones indispensables de continuidad y de espontaneidad propias de tal cuestión: de un lado deja una

laguna capital entre la astronomía y la química, cuya unión no podría ser directa; de otro lado, no indica

bastante la verdadera fuente de este sistema especulativo, como una mera prolongación abstracta de la razón

común, cuyo punto de partida científico no podía ser directamente astronómico. Pero para completar la

fórmula fundamental basta, en primer lugar, insertar en ella, entre la astronomía y la química, la física

propiamente dicha, que sólo ha adquirido existencia distinta con Galileo; en segundo lugar, poner al

comienzo de este vasto conjunto la ciencia matemática, única cuna necesaria de la positividad racional, tanto

para el individuo como para la especie. Si, por una aplicación más especial de nuestro principio

enciclopédico, se descompone a su vez esta ciencia inicial en sus tres grandes ramas, el cálculo, la geometría y

la mecánica, se determina por fin, con la última precisión filosófica, el verdadero origen de todo el sistema

científico, nacido primero, en efecto, de las especulaciones puramente numéricas, que al ser, entre todas, las

más generales, las más sencillas, las más abstractas y las más independientes, se confunden casi con el

impulso espontáneo del espíritu positivo en las inteligencias más vulgares, como todavía lo confirma a

nuestros ojos la observación diaria del desarrollo individual.

73. —Así se llega gradualmente a descubrir la invariable jerarquía, a la vez histórica y

dogmática, de igual modo científica y lógica, de las seis ciencias fundamentales: la matemática, la astronomía,

la física, la química, la biología y la sociología, la primera de las cuales constituye necesariamente el punto de

partida exclusiva, y la última, el único fin esencial de toda la filosofía positiva, considerada desde ahora como

algo que forma, por su naturaleza, un sistema verdaderamente indivisible, donde toda descomposición es

radicalmente artificial, sin ser, por otra parte, de ningún modo, arbitraria, y que se refiere finalmente a la

Humanidad, única concepción plenamente universal. El conjunto de esta fórmula enciclopédica,

exactamente conforme con las verdaderas afinidades de los estudios correspondientes y que, por otra parte,

comprende evidentemente todos los elementos de nuestras especulaciones reales, permite al fin a toda

inteligencia renovar a su antojo la historia general del espíritu positivo, pasando, de un modo casi insensible,

de las menores ideas matemáticas a los más altos pensamientos sociales. Es claro, en efecto, que cada una de

las cuatro ciencias intermedias se confunde, por así decirlo, con la precedente en cuanto a sus fenómenos

más sencillos, y con la siguiente en cuanto a los más eminentes. Esta perfecta continuidad espontánea

resultará sobre todo irrecusable para todos los que re- conozcan, en la obra antes indicada, que el mismo

principio enciclopédico da también la clasificación racional de las diversas partes que constituyen cada

estudio fundamental, de manera que los grados dogmáticos y las fases históricas pueden aproximarse tanto

como lo exija la precisión de las comparaciones o la facilidad de las transiciones.

74.—En el estado actual de las inteligencias, la aplicación lógica de esta gran fórmula es aún más

importante que su uso científico, ya que el método es, en nuestros días, más esencial que la doctrina misma, y

además lo único susceptible inmediatamente de una plena regeneración. Su principal utilidad consiste, pues,

hoy en determinar rigurosamente la marcha invariable de toda educación verdaderamente positiva, en medio

de los prejuicios irracionales y de los viciosos hábitos propios del desarrollo preliminar del sistema científico,

formado así gradualmente de teorías parciales e incoherentes, cuyas relaciones mutuas debían permanecer

inadvertidas hasta ahora por sus sucesivos fundadores. Todas las clases actuales de sabios violan ahora, con

igual gravedad, aunque en distintos aspectos, esta obligación fundamental. Para limitarse aquí a indicar los

dos casos extremos, los geómetras, justamente orgullosos de estar situados en la verdadera fuente de la

positividad racional, se obstinan ciegamente en retener al espíritu humano en ese grado puramente inicial del

verdadero desarrollo especulativo, sin considerar nunca su único fin necesario; por el contrario, los biólogos,

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preconizando con perfecto derecho la dignidad superior de su tema, inmediatamente próximo a ese gran

destino, persisten en mantener sus estudios en un irracional aislamiento, eximiéndose arbitrariamente de la

difícil preparación que su naturaleza exige. Estas disposiciones opuestas, pero igualmente empíricas,

conducen hoy con demasiada frecuencia, en unos, a una vana pérdida de esfuerzos intelectuales, consumidos

desde ahora, en gran parte, en investigaciones cada vez más pueriles: en los otros, a una inestabilidad

continua de las diversas nociones esenciales, por falta de una marcha verdaderamente positiva. Sobre todo en

este último aspecto, se debe observar, en efecto, que los estudios sociales no son ahora los únicos que

quedan aún fuera del sistema plenamente positivo, bajo el estéril dominio del espíritu teológico-metafísico;

en el fondo, los estudios biológicos mismos, sobre todo dinámicos, aunque estén constituidos

académicamente, tampoco han alcanzado hasta ahora una verdadera positividad, puesto que ninguna

doctrina capital está en ellos suficientemente perfilada, de modo que el campo de las ilusiones y de las

juglarías sigue siendo en ellos, todavía, casi indefinido. Pero la deplorable prolongación de una situación

semejante tiende esencialmente, en uno y otro caso, al insuficiente cumplimiento de las grandes condiciones

lógicas determinadas por nuestra ley enciclopédica, pues nadie discute ya, desde hace mucho tiempo, la

necesidad de una marcha positiva; pero todos desconocen su naturaleza y sus obligaciones, que sólo puede

caracterizar la verdadera jerarquía científica. ¿Qué esperar, en efecto, sea acerca de los fenómenos sociales,

sea incluso acerca del estudio, más sencillo, de la vida individual, de una cultura que aborda directamente

especulaciones tan complejas sin haberse preparado dignamente para ellas por una sana apreciación de los

métodos y de las doctrinas relativos a los diversos fenómenos menos complicados y más generales, de

manera que no puede conocer suficientemente ni la lógica inductiva, caracterizada principalmente, en el

estado rudimentario, por la química, la física y, ante todo, la astronomía, ni siquiera la pura lógica deductiva,

o el arte elemental del razonamiento decisivo, que sólo la iniciación matemática puede desarrollar de un

modo conveniente?

75. —Para facilitar el uso habitual de nuestra fórmula jerárquica conviene mucho,

cuando no se tiene necesidad de una gran precisión enciclopédica, agrupar sus términos dos a dos, de modo

que se reduzca a tres parejas: una inicial, matemático-astronómica: otra final, biológico-sociológica, separadas

y reunidas por la pareja intermedia, físico-química. Esta afortunada condensación resulta de una apreciación

irrecusable, puesto que existe, en efecto, mayor afinidad natural, científica o lógica, entre los dos elementos

de cada pareja que entre las parejas consecutivas mismas, como lo confirma a menudo la dificultad que se

experimenta para separar netamente la matemática de la astronomía y la física de la química, a causa de los

hábitos vagos que aún dominan acerca de todos los pensamientos de conjunto; la biología y la sociología,

sobre todo, continúan casi confundidas en la mayor parte de los pensadores actuales. Sin llegar nunca hasta

estas viciosas confusiones, que alterarían radicalmente las transiciones enciclopédicas, será con frecuencia útil

reducir así la jerarquía elemental de las especulaciones reales a tres parejas esenciales, cada una de las cuales

podrá además designarse brevemente según su elemento más especial, que es siempre, efectivamente, el más

característico y el más propio para definir las grandes fases de la evolución positiva, individual o colectiva.

3.° Importancia de la Ley enciclopédica.

76. —Esta somera apreciación basta aquí para indicar el destino y señalar la

importancia de una ley enciclopédica semejante, en la que finalmente reside una de las dos ideas madres cuya

íntima combinación espontánea constituye necesariamente la base sistemática de la nueva filosofía general.

La terminación de este largo Discurso, donde el verdadero espíritu positivo ha sido caracterizado en todos los

aspectos esenciales, se aproxima así a su comienzo, puesto que esta teoría de clasificación debe ser

considerada, en último término, como naturalmente inseparable de la teoría de evolución expuesta al

principio; de manera que el presente Discurso forma él mismo un verdadero conjunto, imagen fiel, aunque

muy contraída, de un vasto sistema. Es fácil comprender, en efecto, que la consideración habitual de tal

jerarquía ha de resultar indispensable, ya para explicar convenientemente nuestra ley inicial de los tres

estados, ya para disipar de modo suficiente las únicas objeciones serias que pueda permitir, pues la frecuente

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simultaneidad histórica de las tres grandes fases mentales respecto a especulaciones diferentes constituiría, de

cualquier otro modo, una inexplicable anomalía, que resuelve, por el contrario, espontáneamente, nuestra ley

jerárquica, relativa tanto a la sucesión corno a la dependencia de los diversos estudios positivos. Se concibe

igualmente, en sentido inverso, que la regla de la clasificación supone la de la evolución, puesto que todos los

motivos esenciales del orden así establecido resultan, en el fondo, de la desigual rapidez de este desarrollo en

las diferentes ciencias fundamentales.

77. —La combinación racional de estas dos ideas madres, al constituir la unidad necesaria del

sistema científico, todas cuyas partes concurren cada vez más a un mismo fin, asegura también, por otra

parte, la justa independencia de los diversos elementos principales, todavía alterada con demasiada frecuencia

por aproximaciones viciosas. En su desarrollo preliminar, el único realizado hasta ahora, al haber tenido el

espíritu positivo que extenderse así gradualmente de los estudios inferiores a los estudios superiores, éstos

han sido expuestos inevitablemente a la opresiva invasión de los primeros, contra cuyo ascendiente su

indispensable originalidad no encontraba, por lo pronto, garantía más que en una prolongación exagerada de

la tutela teológico-metafísica. Esta deplorable fluctuación; muy sensible aún en la ciencia de los cuerpos

vivos, caracteriza hoy lo que contienen de real, en el fondo, las largas controversias, por lo demás tan vanas

en todos los otros aspectos, entre el materialismo y el espiritualismo, que representan de un modo provisional,

en formas igualmente viciosas, las necesidades, igualmente graves, aunque por desgracia opuestas hasta

ahora, de la realidad y la dignidad de nuestras especulaciones cualesquiera. Llegado desde ahora a su madurez

sistemática, el espíritu positivo disipa a la vez estos dos órdenes de aberraciones, al terminar estos estériles

conflictos por la satisfacción simultánea de estas dos condiciones viciosamente contrarias, corno lo indica

inmediatamente nuestra jerarquía científica combinada con nuestra ley de evolución, puesto que ninguna

ciencia puede llegar a una verdadera positividad sino en tanto que la originalidad de su carácter propio esté

plenamente consolidada.

Conclusión Aplicación a la enseñanza de la astronomía

78. —Una aplicación directa de esta teoría enciclopédica, a la vez científica y lógica,

nos conduce, por último, a definir exactamente la naturaleza y el destino de la enseñanza especial a la que

este Tratado está consagrado. Resulta, en efecto, de las explicaciones precedentes que la principal eficacia,

primero mental y luego social, que debemos buscar hoy en una sabia propagación universal de los estudios

positivos, depende necesariamente de una estricta observancia didáctica de la ley jerárquica. Para toda rápida

iniciación individual, corno para la lenta iniciación colectiva, será siempre indispensable que el espíritu

positivo, desarrollando su régimen a medida que agrande su dominio, se eleve poco a poco del estado

matemático inicial al estado sociológico final, recorriendo sucesivamente los cuatro grados intermedios:

astronómico, físico, químico y biológico. Ninguna superioridad personal puede dispensar verdaderamente de

esta fundamental gradación, a propósito de la cual se tienen hoy demasiadas ocasiones de comprobar, en

elevadas inteligencias, una irreparable laguna, que a veces ha neutralizado eminentes esfuerzos filosóficos.

Una marcha tal debe hacerse, pues, aún más indispensable en la educación universal, donde los especialismos

tienen poca importancia y cuya principal utilidad, más lógica que científica, exige esencialmente una

racionalidad plena, sobre todo cuando se trata de constituir por fin el verdadero régimen mental. De este

modo, esta enseñanza popular debe referirse hoy principalmente a la pareja científica inicial, hasta que esté

convenientemente vulgarizada. De allí es de donde todos deben primero tomar las verdaderas nociones

elementales de su positividad general, adquiriendo los conocimientos que sirven de base a todas las demás

especulaciones reales. Aunque esta estricta obligación lleve forzosamente a poner al principio los estudios

puramente matemáticos, es menester, sin embargo, considerar que no se trata todavía de establecer una

sistematización directa y completa de la instrucción popular, sino sólo de imprimir convenientemente el

impulso filosófico que debe conducir a ella. Desde ese momento se reconoce fácilmente que un movimiento

semejante debe de depender sobre todo de los estudios astronómicos, que, por su naturaleza, ofrecen

necesariamente la plena manifestación del verdadero espíritu matemático, de quien constituyen, en el fondo,

el principal destino. Hay tantos menos inconvenientes actuales en caracterizar así a la pareja inicial por la sola

astronomía cuanto que los conocimientos matemáticos verdaderamente indispensables para su juiciosa

Page 77: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

535

vulgarización están ya bastante extendidos o son bastante fáciles de adquirir para que pueda uno limitarse

hoy a suponerlos resultantes de una preparación espontánea.

79. —Esta preponderancia necesaria de la ciencia astronómica en la primera

propagación sistemática de la iniciación positiva está del todo conforme con la influencia histórica de tal

estudio, principal motor hasta ahora de las grandes revoluciones intelectuales. El sentimiento fundamental de

la invariabilidad de las leyes naturales debía, en efecto, desarrollarse primero para los fenómenos más

sencillos y generales, cuya regularidad y magnitud superiores nos manifiestan el único orden real que sea

completamente independiente de toda modificación humana. Incluso antes de poseer aún ningún carácter

verdaderamente científico, esta clase de concepciones ha determinado, sobre todo, el paso decisivo del

fetichismo al politeísmo, resultante en todas partes del culto de los astros. Su primer bosquejo matemático,

en las escuelas de Tales y de Pitágoras, constituyó luego la principal fuente mental de la decadencia del

politeísmo y del ascendiente del monoteísmo. Por último, el despliegue sistemático de la positividad

moderna, que tiende abiertamente a un nuevo régimen filosófico, ha resultado esencialmente de la gran

renovación astronómica comenzada por Copérnico, Kepler y Galileo. Por tanto, no hay que extrañarse

mucho de que la universal iniciación positiva, sobre la que debe apoyarse el advenimiento directo de la

filosofía definitiva, se halle también dependiente, en primer término, de un estudio semejante, según la

conformidad necesaria de la educación individual con la evolución colectiva. Ese es, sin duda, el último

oficio fundamental que deba pertenecerle en el desarrollo general de la razón humana, que, una vez llegada

en todos a una verdadera positividad, deberá avanzar luego bajo un nuevo impulso filosófico, emanado

directamente de la ciencia final, investida desde entonces para siempre de su presidencia normal. Tal es la

utilidad eminente, no menos social que mental, que se trata aquí de obtener, por último, de una juiciosa

exposición popular del sistema actual de los sanos estudios astronómicos

Page 78: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

536

Jürgen Habermas (Düsseldorf, Alemania, 1929): es el representante más sobresaliente de la

segunda generación de filósofos de la Escuela de Frankfurt y la gran figura del pensamiento

europeo contemporáneo. Su honradez intelectual, la búsqueda incesante de soluciones a los

problemas del hombre actual y de interpretación de la historia y de la realidad social lo convierten

en referente universal. Estudió Filosofía, Psicología, Literatura y Economía en las universidades de

Gotinga, Zurich y Bonn. En esta última consiguió su doctorado. Durante algún tiempo trabajó

como periodista. De la mano de Theodor W. Adorno ingresó en el Instituto de Investigación Social

de Frankfurt am Main, donde obtuvo la cátedra de Filosofía y Sociología. Considerado el gran

continuador de la tradición filosófica de Kant y Hegel, ha desarrollado una escuela de pensamiento

basada en una nueva teoría de la sociedad y de la preeminencia explicativa de las ciencias sociales.

Publicó Conocimiento e interés, con el que su fama traspasó las fronteras alemanas y tras más de dos

décadas de preparación, sacó a la luz su obra fundamental, Teoría de la acción comunicativa,

convirtiéndose en referente de la filosofía práctica contemporánea. En ella contrapone las ideas

tradicionales funcionalistas con la "intersubjetividad social", dando origen a su teoría de la ética

discursiva. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el premio Hegel de

Stuttgart, el Sigmund Freud de Darmstadt, el Adorno, el Geschwister Scholl, el Sonning y la

Medalla Wilhelm Leuschner. Es doctor honoris causa por las universidades de Jesuralén, Buenos

Aires, Hamburgo, Northwestern University Evanston, Utrech, Tel Aviv, Atenas y la New School

for Social Research de Nueva York, y miembro de la Academia Alemana de la Lengua y la Poesía.

Sus obras han sido traducidas a más de veinte idiomas y forman parte de los clásicos del

pensamiento contemporáneo.

Habermas, Jürguen. Conocimiento e interés. Madrid. Taurus. 1982. cap. 1, 3 y cap.3, 9

3. La idea de una teoría del conocimiento como teoría de la sociedad

La clave interpretativa que Marx ofrece para la Fenomenología del espíritu contiene

indicaciones que permiten traducir, desde una perspectiva instrumental, los conceptos de la

filosofía de la reflexión:

Lo extraordinario de la Fenomenología de Hegel y de su resultado —la dialéctica de la

negatividad como principio motor y generativo— consiste, por tanto, en haber concebido

la producción del hombre por sí mismo como un proceso, la objetivación como pérdida

del objeto, como extrañación y como superación de la extrañación; una vez percibida la

esencia del trabajo, el hombre objetivo, el hombre real, y por tanto verdadero, aparece como

resultado de su propio trabajo1.

La idea de la autoconstitución de la especie humana mediante el trabajo debe servir

de hilo conductor para una apropiación desmitificadora de la Fenomenología; sobre esta base

materialista se disuelven, como hemos señalado, las hipótesis de la filosofía de la identidad,

1 Ibid., pág. 417.

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537

que impidieron a Hegel sacar partido de los resultados de su crítica a Kant. Pero, por una

extraña ironía, es precisamente este punto de vista desde el que Marx critica fundamen-

talmente a Hegel, el que impide que Marx comprenda de forma adecuada la intención de

sus propias investigaciones. Al cambiar la construcción de la conciencia fenoménica por

una representación cifrada de la especie humana que se produce a sí misma, Marx pone al

descubierto el mecanismo velado en Hegel del progreso en la experiencia de la reflexión: es

el desarrollo de las fuerzas productivas lo que cada vez empuja hacia la superación de una

forma de vida petrificada en positividad y convertida en abstracción. Pero al mismo tiempo

se engaña en lo referente a la misma reflexión al reducirla a trabajo: Marx identifica «la

superación (Aufhebung) como movimiento objetivo que reasume en sí la exteriorización»

con una apropiación de las fuerzas esenciales que se exteriorizan en la elaboración de la

materia.

Marx reduce el proceso de la reflexión al plano de la acción instrumental. Al

reconducir la autoposición del yo absoluto a la producción más tangible de la especie

humana, desaparece la reflexión en general como una forma de movimiento de la historia,

aunque conserve el marco de la filosofía de la reflexión. La reinterpretación de la

fenomenología hegeliana pone al descubierto las paradójicas consecuencias del

socavamiento materialista de la filosofía del yo de Fichte. Si el sujeto apropiante encuentra

en el no-yo no sólo un producto del yo, sino también y siempre una parte de naturaleza

contingente, entonces el acto de apropiación no coincide ya con la reasunción reflexiva del

sujeto mismo como era antes. La relación entre, por una parte, el acto previo de poner,

acto que no es transparente a sí mismo, y que llamamos acto de hispostasiar, y el proceso

de hacer consciente lo que ha sido objetivado, que es lo que calificamos como reflexión, se

transforma desde los supuestos de una filosofía del trabajo en la relación entre producción

y apropiación, entre exteriorización y apropiación de la fuerza esencial exteriorizada. Marx

concibe la reflexión según el modelo de producción. Al partir tácitamente de esta premisa, es

consecuente que no distinga entre el status lógico de las ciencias de la naturaleza y el de la

crítica.

De hecho, Marx no niega completamente la distinción entre ciencias de la

naturaleza y ciencias del hombre. El esbozo de una teoría instrumental del conocimiento le

permite tener una concepción trascendental pragmatista de las ciencias de la naturaleza.

Estas representan una forma metódicamente asegurada del saber acumulado en el sistema

del trabajo social. En la experimentación se ponen a prueba hipótesis sobre la articulación

de acontecimientos regulados según leyes de manera fundamentalmente análoga a como

sucede en la «industria», es decir, en las situaciones precientíficas de una acción controlada

por sus resultados. En ambos casos el punto de vista trascendental de la posible disposición

técnica, en cuyo ámbito se organiza la experiencia y se objetiva la realidad, es el mismo. En

la justificación gnoseológica de las ciencias de la naturaleza Marx está contra Hegel a favor

de Kant, aunque sin identificarlas con la ciencia en general. El progreso del conocimiento

metódicamente asegurado es para Marx, igual que para Kant, un criterio de su cientificidad.

Pero Marx no ha considerado este progreso como evidente por sí mismo, sino que lo ha

valorado de acuerdo con el grado en el que las informaciones de las ciencias de la

Page 80: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

538

naturaleza, cuyo saber es, por esencia, técnicamente utilizable, pueden ser incorporadas al

circuito de la producción.

Las ciencias naturales han desarrollado una enorme actividad y se han apropiado cada

vez más materiales. Sin embargo, la filosofía se ha mantenido tan ajena a las ciencias como

éstas a la filosofía. Su momentánea fusión [dirigida contra Schelling y Hegel] sólo fue una

ilusión de la fantasía... Pero tanto más han intervenido prácticamente las ciencias naturales a

través de la industria en la vida humana, cambiándola... La industria es la relación real,

histórica de la naturaleza, y por tanto de las ciencias naturales, con el hombre1.

Por otra parte, Marx no ha discutido nunca de manera explícita el sentido específico

de una ciencia del hombre realizada como crítica de la ideología frente al sentido

instrumentalista de la ciencia de la naturaleza. Aunque él mismo haya establecido la ciencia

del hombre en forma de crítica y no como ciencia de la naturaleza, parece que se inclina

siempre a situarla entre las ciencias naturales. Jamás ha considerado necesario justificar la

teoría de la sociedad desde la perspectiva de la crítica del conocimiento. Lo que muestra

que la idea de la autoconstitución de la especie humana mediante el trabajo social fue

suficiente para criticar a Hegel, pero no bastó para hacer inteligible en toda su amplitud

efectiva la apropiación materialista del Hegel criticado.

Refiriéndose al modelo de la física, Marx pretende representar «la ley económica del

movimiento de la sociedad moderna» como una «ley de la naturaleza». En el epílogo a la

segunda edición de El capital (libro I) cita, aprobándola, la puntualización metodológica de

un crítico ruso, que, en sentido comtiano, pone de relieve la diferencia entre economía y

biología, por una parte, y entre biología, física y química, por otra, y subraya en particular

que el ámbito de validez de las leyes económicas se limita a períodos históricos

particulares2; pero, por lo demás, Marx equipara esta teoría de la sociedad con las ciencias

de la naturaleza. Marx busca mediante una rigurosa investigación científica, demostrar la

necesidad de determinados órdenes de las relaciones sociales y, en la medida de lo posible,

comprobar de manera inobjetable los hechos que le sirven de puntos de partida y de

apoyo... Marx concibe el movimiento social como un proceso de historia natural regido por

leyes que no sólo son independientes de la voluntad, la conciencia y la intención de los

hombres, sino que, por el contrario, determinan su querer, conciencia e intenciones3.

Para mostrar la cientificidad de su análisis, Marx ha recurrido a su analogía con las

ciencias de la naturaleza. No deja entrever en ningún lugar que haya revisado su posición

primera, según la cual la ciencia del hombre debía formar una unidad con las ciencias de la

naturaleza: «En un futuro la ciencia de la naturaleza será la ciencia del hombre, y a la vez

será subsumida bajo ésta: no habrá más que una ciencia» 4.

1 OME, vol. V, págs. 384-385. 2 «Una vez que la vida ha hecho que caduque determinado período de desarrollo, pasando de un estadio a otro, comienza a ser regida por otras leyes... con el diferente desarrollo de las fuerzas productivas se modifican las relaciones y las leyes que las rigen.» El capital, vol. I, págs. 18-19. 3 El capital, vol. I, pág. 18. 4 OME, vol. V, pág. 386.

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539

Esta exigencia, ya teñida de positivismo, de una ciencia natural del hombre es

sorprendente; pues las ciencias de la naturaleza están bajo las condiciones trascendentales

del sistema de trabajo social, del que, sin embargo, la economía, en cuanto ciencia del

hombre, debe por su parte reflejar el cambio estructural. A la ciencia, en sentido estricto, le

falta justamente este momento de la reflexión, por el que se caracteriza una crítica que

indaga el proceso histórico natural de la autoproducción del sujeto social y hace también al

sujeto consciente de ese proceso. En cuanto la ciencia del hombre es análisis de un proceso

constitutivo, incluye necesariamente la autorreflexión de la ciencia desde el punto de vista

de la crítica del conocimiento. Pero esta necesidad queda cancelada por la auto-

comprensión de la economía como «ciencia natural humana». Como ha quedado dicho,

esta abreviada autocomprensión metodológica es, sin duda alguna, consecuencia coherente

de un sistema de referencia limitado a la acción instrumental.

Si tomamos como base el concepto materialista de una síntesis mediante el trabajo

social, entonces pertenecen al mismo contexto objetivo de la autoconstitución de la especie

humana, tanto el saber técnicamente utilizable de las ciencias de la naturaleza, el co-

nocimiento de las leyes de la naturaleza, como la teoría de la sociedad, el conocimiento de

las leyes de la historia natural del hombre. El conocimiento de la naturaleza, desde el

estadio del saber pragmático cotidiano hasta la moderna ciencia de la naturaleza, procede

en igual medida del enfrentamiento primario del hombre con la naturaleza; a la vez que ese

conocimiento, en cuanto fuerza productiva, actúa retroactivamente sobre el sistema de

trabajo social e impulsa el desarrollo del mismo. De forma análoga puede concebirse el

conocimiento de la sociedad, que desde la fase de la autocomprensión pragmática de los

grupos sociales hasta la teoría de la sociedad propiamente dicha determina la

autoconciencia de los sujetos sociales. Su identidad se reforma, en efecto, en cada estadio

del desarrollo de las fuerzas productivas y es, a su vez, condición para el control del

proceso de producción.

El desarrollo del capital fijo indica hasta qué punto el saber social general, knowledge,

se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, en consecuencia (!), hasta qué punto las

condiciones del proceso de la misma vida social han entrado bajo el control del general

intellect1.

En la medida en la que la producción asienta el único marco en que pueden ser

interpretados el origen y la función del conocimiento, la ciencia del hombre aparece

también bajo las categorías de un saber de disposición: el saber que permite disponer de los

procesos de la naturaleza se transforma, en el nivel de la autoconciencia de los sujetos

sociales, en un saber que hace posible el control del proceso social de la vida. En la

dimensión del trabajo, en cuanto proceso de producción y de apropiación, el saber de

reflexión se transforma en saber de producción. El conocimiento de la naturaleza,

coagulado en tecnologías, empuja al sujeto social a un conocimiento siempre más profundo

de su «metabolismo» con la naturaleza, conocimiento que al fin se transforma en control de

1 Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, vol. II, pág. 230.

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540

los procesos sociales, de igual manera que la ciencia de la naturaleza se transforma en poder

de disposición técnica.

En los trabajos preliminares de la Crítica de la economía política se encuentra la versión

según la cual la historia de la especie humana está vinculada a una transformación

automática de la ciencia de la naturaleza y de la tecnología en autoconciencia del sujeto

social (general intellect) que controla el proceso material de la vida. Según esta construcción,

lo que quedaría sedimentado en la historia de la conciencia trascendental sería, en cierto

sentido, sólo la historia de la tecnología. Esta se centra exclusivamente en el desarrollo

acumulativo de la acción controlada por su resultado y sigue la tendencia a aumentar la

productividad del trabajo y a sustituir la fuerza del trabajo humano —«la realización de esta

tendencia es la transformación del instrumento de trabajo en maquinaria»1 —. Los

momentos que hacen época en el desarrollo de la técnica muestran cómo todas las

capacidades del organismo humano, comprendidas en la esfera funcional de la acción

instrumental, son transmitidas gradualmente al instrumento de trabajo: en primer lugar, las

capacidades de los órganos de ejecución; luego, las de los órganos sensoriales, la de

producción de energía del organismo humano y, por fin, las capacidades del órgano piloto,

el cerebro. Los estadios del progreso técnico se pueden prever en principio. Al final el

proceso de trabajo, en su conjunto, se habrá separado del hombre, y sólo incumbirá al

instrumento de trabajo2.

El acto de autoproducción de la especie humana encuentra su culminación tan

pronto como el sujeto social se ha emancipado del trabajo necesario y se coloca, por así

decir, junto a una producción de carácter científico. El tiempo de trabajo y la cantidad de

trabajo empleados se convertirán entonces en obsoletos como medida del valor de los

bienes producidos; el anatema de materialismo, que la escasez de medios disponibles y la

sujeción al trabajo, hacen pender sobre el proceso de humanización, quedará levantado. El

sujeto social, en cuanto yo, ha penetrado y se ha apropiado la naturaleza objetivada

mediante el trabajo, el no-yo, todo lo que es posible desde las condiciones de la

producción, es decir, de la acción del «yo absoluto». En el marco de la interpretación mate-

rialista de la teoría de la ciencia de un Fichte traducido en términos de Saint-Simon, cabe un

párrafo apócrifo de los Grundrisse der Kritik der Politischen Oekonomie, que no vuelve a

aparecer en las investigaciones paralelas de El capital:

1 Ibid., pág. 220 2 Así, el medio de trabajo atraviesa diversas metamorfosis, «la última de las cuales es la máquina, o más bien un sistema automático ¿Le maquinaria (sistema de maquinaria; la automatización es sólo la forma más completa y adecuada de la maquinaria y es lo que transforma la maquinaria en un sistema), puesto en movimiento por un autómata, por fuerza motriz que se mueve a sí misma» (Elementos fundamentales..., vol. II, pág. 218). Marx anticipa en conceptos de Aristóteles la automatización. Ve que un desarrollo de las fuerzas productivas a esta escala comienza sólo verdaderamente después de que las ceincias, junto con sus aplicaciones tecnológicas, se han convertido en la primera fuerza productiva: «Por una parte es el análisis que nace directamente de la ciencia y la aplicación de las leyes mecánicas y químicas las que capacitan a la máquina para realizar el mismo trabajo que antes era hecho por el obrero. Pero el desarrollo de la maquinaria por este camino sólo comienza cuando lá gran industria ha alcanzado ya niveles más altos y todas las ciencias han pasado al servicio del capital» (Elementos fundamentales..., vol. II, págs. 226-227). Marx habla, ni más ni menos, que de la «transformación del proceso de producción, a partir del proceso simple de trabajo en un proceso científico, que somete las fuerzas de la naturaleza a su servicio y las hace actuar al servicio de las necesidades humanas‖ (Elementos fundamentales…, vol. II, págs.. 222-223).

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541

En la medida..., en que la gran industria se desarrolla, la creación de la riqueza

efectiva se vuelve menos dependiente del tiempo de trabajo y del cuanto de trabajo

empleados, que del poder de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de

trabajo, poder que a su vez —su powerful effectiveness— ,no guarda relación alguna con el

tiempo de trabajo inmediato que cuesta su producción, sino que depende más bien del

estado general de la ciencia y del progreso de la tecnología, o de la aplicación de esta ciencia

a la producción. (El desarrollo de esta ciencia, esencialmente de la ciencia natural y con ella

de todas las demás, está a su vez en relación con el desarrollo de la producción material.) La

agricultura, por ejemplo, se transforma en mera aplicación de la ciencia que se ocupa del

intercambio material de sustancias, de cómo regularlo de la manera más ventajosa para el

cuerpo social entero. La riqueza efectiva se manifiesta más bien —y esto lo revela la gran

industria— en la enorme desproporción entre el tiempo de trabajo empleado y su pro-

ducto, así comó en la desproporción cualitativa entre el trabajo, reducido a una pura

abstracción, y el poderío del proceso de producción vigilado por aquél. El trabajo ya no

aparece tanto como recluido en el proceso de producción, sino que más bien el hombre se

comporta como supervisor y regulador con respecto al proceso de producción mismo. (Lo

dicho sobre la maquinaria es válido también para la combinación de las actividades

humanas y el desarrollo del comercio humano.) El trabajador ya no introduce el objeto

natural modificado, como eslabón intermedio, entre la cosa y sí mismo, sino que inserta el

proceso natural, al que transforma en industrial, como medio entre sí mismo y naturaleza

inorgánica, a la que domina. Se presenta al lado del proceso de producción, en lugar de ser

su agenté principal. En esta transformación lo que aparece como pilar fundamental de la

producción y de la riqueza no es ni el trabajo inmediato ejecutado por el hombre, ni el

tiempo que éste trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza productiva general, su

comprensión de la naturaleza y su dominio de la misma gracias a su existencia como cuerpo

social: en una palabra, el desarrollo del individuo social...

Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso de

producción material inmediato se le quita la forma de la necesidad apremiante y el

antagonismo. Desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo

de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino, en general, reducción del trabajo

necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística,

científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios

creados para todos 1.

Esta concepción de la transformación del proceso de trabajo en un proceso

científico, que colocaría «el metabolismo» del hombre con la naturaleza bajo el control de

una especie humana emancipada del trabajo necesario, nos interesa aquí desde perspectivas

metodológicas. Una ciencia del hombre que se desarrollase desde este punto de vista,

debería construir la historia de la especie humana como una síntesis mediante el trabajo

social, y sólo mediante trabajo. Esta realizaría la ficción del joven Marx, a saber, que la

ciencia de la naturaleza subsumiera a la ciencia del hombre tanto e igual como ésta

1 Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, vol. II, págs. 227 y sigs.

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542

subsumiera a aquélla. Pues, por una parte, la cientifización de la producción se considera

como el movimiento que produce la identidad de un sujeto que conoce el proceso de la

vida social y lo controla. En este sentido, la ciencia del hombre estaría subsumida en la

ciencia de la naturaleza. Por otra parte, las ciencias de la naturaleza se comprenden, a partir

de su función, en el proceso de autocreación de la especie humana como el desvelamiento

esotérico de las fuerzas humanas esenciales; en este sentido, la ciencia de la naturaleza

estaría subsumida en la ciencia del hombre. Es verdad que esta última contiene principios

de los que se podría extraer una metodología de las ciencias de la naturaleza, en el sentido

de un pragmatismo determinado de forma lógico-trascendental; sin embargo, ella no se

problematiza a sí misma desde el punto de vista de una crítica del conocimiento, sino que

se entiende, en analogía con las ciencias de la naturaleza, como saber de producción y

oculta de ese modo la dimensión de la autorreflexión en la que debe, sin embargo, moverse.

Ahora bien, esta argumentación de la que partimos no se ha desarrollado más allá

del nivel de «esbozo». Es típica sólo como fundamento filosófico —la producción como

«actividad» de una especie humana que se autoconstituye—, sobre el que se apoya la crítica

de Marx a Hegel; pero es atípica para la teoría de la sociedad misma, en la que Marx se

apropia en sentido materialista y en toda su amplitud, del Hegel criticado. Incluso en los

Grundrisse se encuentra ya la concepción oficial de que la transformación de la ciencia en

maquinaria no tiene, de ninguna forma, eo ipso como consecuencia la liberación de un sujeto

total autoconsciente, que domina el proceso de producción. Según esta otra versión, la

autoconstitución de la especie humana no se realiza, sólo en el contexto de la acción

instrumental del hombre frente a la naturaleza, sino, al mismo tiempo, en la dimensión de

las relaciones de poder que fijan las interacciones de los hombres entre sí. Marx distingue,

con mucha precisión, un control autoconsciente del proceso social de la vida, a través de los

productores unidos, de una regulación automática del proceso de producción que se ha

independizado de estos individuos. En un caso, los trabajadores se relacionan unos con

otros como combinándose, en el otro son simplemente combinados, «de esta suerte el

trabajo total como totalidad no es la obra de tal o cual obrero, e incluso la obra de los

diversos obreros sólo se ensambla en la medida en que se les combina a ellos, y ellos no se

comportan entre sí como ensambladores»1.

El progreso técnico-científico, en sí mismo considerado, no conduce aún a una

visión reflexiva del proceso social originado en la naturaleza, de tal manera que de él pueda

derivarse un control autoconsciente:

En su combinación, este trabajo se presenta, asimismo, al servicio de la voluntad

ajena y de una inteligencia ajena, dirigido por ella. Ese trabajo tiene su unidad espiritual fuera

de sí mismo, así como en' su unidad material está subordinado a la unidad objetiva de la

maquinaria, del capital fixe, que como monstruo animado objetiva el pensamiento científico y es

de hecho el coordinador; de ningún modo se comporta como instrumento frente al obrero

1 Ibid., vol. I, pág. 432. del proceso simple de trabajo en un proceso científico, que somete las fuerzas de la naturaleza a su servicio y las hace actuar al servicio de las necesidades humanas» (Elementos fundamentales..., vol. II, págs. 222-223).

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543

individual, que más bien existe como puntualidad individual animada, como accesorio vivo,

y aislado, de esa unidad objetiva 1.

El marco institucional que se opone a un nuevo estadio de la reflexión, postulada,

por lo demás, por el progreso de la ciencia, que se ha constituido en fuerza productiva, no

es el resultado inmediato de un proceso de trabajo. Este debe, más bien, concebirse como

una forma de vida que se ha petrificado hasta llegar a la abstracción, o para decirlo en el

lenguaje fenomenológico de Hegel, como una forma de la conciencia fenoménica. Esta no

representa, de forma inmediata, un estadio del desarrollo tecnológico, sino una relación

social de fuerzas, es decir, el poder de una clase social sobre otra. La relación de fuerza

aparece en la mayoría de los casos bajo una forma política. En cambio, el capitalismo se

caracteriza por el hecho de que la relación de clases está determinada económicamente de

acuerdo con la forma propia del derecho privado, o sea, el contrato de trabajo libre.

Mientras persista ese modo de producción, cualquier cientifización de la producción, por

avanzada que fuese, no podría conducir a la emancipación del sujeto autoconsciente, que

conoce y regula el proceso de la vida social. Sólo y necesariamente conseguiría reforzar la

«contradicción en proceso» de ese modo de producción:

Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así

como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la creación de la-,

riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el

otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales

creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se

conserve como valor2.

Las dos versiones que hemos examinado ponen de manifiesto una indecisión que tiene

su fundamento en el punto de partida teórico mismo. Para el análisis del desarrollo de las

formaciones económicas de la sociedad, Marx recurre a un concepto de sistema de trabajo

social que comprende más elementos de los que se declaran en el concepto de la especie

humana que se autoproduce. La autoconstitución mediante el trabajo social es concebida en

el plano de las categorías como proceso de producción; y la acción instrumental, trabajo en el

sentido de actividad productiva, designa la dimensión en que se mueve la historia de la

naturaleza. En el plano de sus investigaciones materiales, en cambio, Marx tiene siempre en cuenta

una práctica social que comprende trabajo e interacción; los procesos de la historia de la naturaleza

están mediados entre sí por la actividad productiva de los, individuos y por la organización de sus

interrelaciones. Estas están subordinadas a normas que, con el poder de las instituciones, deciden el modo

cómo las competencias y los resarcimientos, las obligaciones y las cargas del presupuesto social se distribuyen

entre sus miembros. La tradición cultural es el medio en el que estas relaciones de los sujetos y de los grupos

se regulan normativamente. Dicha tradición forma el contexto lingüístico de comunicación en base al cual los

sujetos interpretan la naturaleza y se interpretan a sí mismos dentro de su entorno.

Mientras que la acción instrumental corresponde a la coerción de la naturaleza

externa y el nivel de las fuerzas productivas determina la medida de la disposición técnica

1 Ibid., vol. I, pág. 432. 2 Ibid., vol. II, pág. 229.

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sobre las fuerzas de la naturaleza, la acción comunicativa corresponde a la represión de la

naturaleza de cada uno: el marco institucional determina la medida de una represión

ejercida por el poder espontáneamente natural que se deriva de la dependencia social y de la

dominación política. Toda sociedad debe su emancipación del sometimiento exterior a la

naturaleza a los procesos de trabajo, es decir, a la producción de saber técnicamente

utilizable (incluida la «transformación de las ciencias de la naturaleza en maquinaria»); la

emancipación de la coerción de la naturaleza interna se logra en la medida en que las

instituciones detentadoras de la fuerza son sustituidas por una organización de la

interacción social que sólo está vinculada a una comunicación libre de toda dominación. Y

eso no sucede directamente y por causa de la actividad productiva, sino gracias a la

actividad revolucionaria de las clases en lucha (incluida la actividad crítica de las ciencias

reflexivas). Ambas categorías de la práctica social, tomadas conjuntamente, hacen posible lo

que Marx, interpretando a Hegel, llama acto de autoproducción de la especie humana, y

cuya conexión piensa que se produce en el sistema del trabajo social; por eso la

«producción» se le aparece como el movimiento en el que la acción instrumental y el marco

institucional, es decir, la «actividad productiva» y las «relaciones de producción», se

presentan, simplemente, como momentos diferentes del mismo proceso1.

1 En la Introducción general a la crítica de la economía política del año 1857, donde también se encuentran las pocas indicaciones detalladas sobre el método de la economía política, se perfila claramente la línea de reducción de la práctica social a uno de sus dos momentos, es decir, al trabajo. Contribución a la critica de la economía

política, México Siglo XXI, 1980, págs. 281-315. Marx parte del hecho de que el trabajo presenta siempre la forma de trabajo social. El sujeto particular que trabaja un material natural, por tanto, el modelo de la acción instrumental, es una abstracción del trabajo, que como cooperación combina siempre ya sistemáticamente, en el marco de la interacción, diversas funciones del trabajo: «Individuos que producen en sociedad, o sea, la producción de los individuos socialmente determinada: éste es, naturalmente, el punto de partida. El cazador o el pescador solos y aislados, con los que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robin- sonadas del siglo xvui» (ibid., pág. 282). Con todo, también la producción social puede ser concebida según el modelo de la acción instrumental. El trabajo se sitúa entre el instinto y la satisfacción del instinto, y media así el «proceso de intercambio material», que, a nivel animal, tiene lugar como intercambio inmediato entre el organismo y su ambiente. También la reproducción de la sociedad en su conjunto corresponde a este proceso circular en el que los objetos son producidos y hechos propios. Por supuesto, la producción y apropiación vienen mediadas, una vez más, en este nivel mediante la distribución y el intercambio de bienes: «En la producción los miembros de la sociedad hacen que los productos de la naturaleza resulten apropiados a las necesidades humanas (los elaboran, los conforman); la distribución determina la proporción en que el individuo participa de estos productos; el intercambio le aporta los productos particulares por los que él desea cambiar la cuota que le ha correspondido a través de la distribución; finalmente, en el consumo los productos se convierten en objeto de disfrute, de apropiación individual» (ibid., pág. 288). Así, la producción aparece como punto de partida, el consumo como producto final, la distribución y el intercambio como término medio. Todo este proceso de la vida puede entenderse desde la perspectiva de la producción. La fabricación de los medios de subsistencia, producción, y la conservación de la vida, reproducción, son dos aspectos del mismo proceso: «El consumo como necesidad es el mismo momento interno de la actividad productiva. Pero esta última es el punto de partida de la realización y, por lo tanto, su factor predominante, el acto en el que todo el proceso vuelve a repetirse. El individuo produce un objeto, y consumiéndolo, retorna a sí mismo, pero como individuo productivo y que se reproduce a sí mismo. De este modo el consumo aparece como un momento de la producción» (ibid., págs. 293-294). La producción es la forma determinada de la reproducción que caracteriza el «proceso de intercambio material» del hombre: es el resultado de una perspectiva que concibe al hombre «desde abajo», es decir, como ser natural. Ahora bien, Marx ve que en la producción social también está organizada socialmente la apropiación de los productos. La distribución determina «mediante leyes sociales» la participación del productor en el resultado

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Pero para la construcción de la historia de la especie humana y para el problema de

su fundamentación desde la perspectiva de la crítica del conocimiento, la extensión tácita

del sistema de referencia, que en cuanto práctica social comprende entonces tanto el trabajo

como la interacción, cobra una importancia decisiva, dado que el marco institucional no

somete a todos los miembros de la sociedad a las mismas represiones. Partiendo de una

de la producción social. Estas leyes que fijan la participación tienen la forma directa de derechos de propiedad: «Toda producción es apropiación de la naturaleza por parte del individuo en el seno y por intermedio de una forma de sociedad sociedad determinada. En este sentido, es una tautología decir que la propiedad (la apropiación) es una condición de la producción..., pero decir que no se puede hablar de una producción, ni tampoco de una sociedad, en la que no exista ninguna forma de propiedad, es una tautología» (ibid, pág. 287). Las relaciones de propiedad de las que depende la distribución constituyen el fundamento de la organización de la interrelación social; en la relación de' la distribución con el ámbito de la producción captamos, pues, la relación del marco institucional con la acción instrumental, es decir, entre esos dos mo-mentos que Marx no diferencia suficientemente en el concepto de praxis. Con la respuesta a la pregunta: «¿Constituye la distribución una esfera autónoma, al lado de y fuera de la producción?», Marx decide implícitamente la cuestión de la relación entre interacción y trabajo. La respuesta inmediata es que la distribución de los ingresos depende manifiestamente de la distribución de las posiciones en el sistema del trabajo social; la variable independiente es aquí la «posición» en el proceso de producción. «Un individuo que participa en la producción bajo la forma de trabajo asalariado, lo hará en forma de salario de los productos, en los resultados de la producción. La organización de la distribución está totalmente determinada por la organización de la producción» (ibid, pág. 295). Sólo que la «organización de la producción» depende de la distribución de los instrumentos de producción, es decir, de la «distribución de los miembros de la sociedad entre las distintas ramas de la producción. (Subsunción de los individuos a determinadas relaciones de producción» (ibid, pág. 296). Pero las relaciones de producción son la organización de cargas y resarcimientos efectivos en el ámbito de la producción misma. Por eso, se mire por donde se mire, la distribución depende del marco institucional, en este caso del orden de propiedad, y no de la forma de producción en cuanto tal. Marx salva la producción como magnitud independiente sólo con un subterfugio terminológico: «Considerar a la producción prescindiendo de esta dis-tribución que ella encierra es evidentemente una abstracción vacía, mientras que, por el contrario, la distribución de los productos ya está dada de por sí junto con esa distribución que constituye originariamente un momento de la producción» (ibid, pág. 296). El concepto de producción es concebido de una forma tan amplia que comprende también a las relaciones de producción, lo que ofrece a Marx la posibilidad de remachar la idea de que la producción genera también el marco institucional dentro del que se produce: «Qué relación tiene esta distribución determinante de la producción con la producción misma es sin duda un problema que cae de por sí dentro del marco de ésta» (ibid, págs. 296-297). Hablando de forma rigurosa, esto sólo puede significar que las modalidades del marco institucional dependen del desarrollo de las fuerzas productivas, así como a la inversa, que el desarrollo del proceso productivo depende, también, de las relaciones de producción: «Se podría decir que ya que la producción debe partir de una cierta distribución de los instrumentos de producción, por lo menos la distribución así entendida precede a la producción y constituye su premisa. Y sería preciso responder entonces que, efectivamente, la producción tiene sus propias condiciones y sus supuestos, que constituyen sus propios momentos. En un comienzo estos supuestos pueden aparecer como hechos naturales» (ibid., pág. 297). Con esto, Marx se está refiriendo a las cualidades naturales de la interacción social, tales como el sexo, la edad, las relaciones de parentesco. «El mismo proceso de producción los transforma de naturales en históricos; si para un período aparecen como supuesto natural de la producción,, para otro período, en cambio, constituyen su resultado histórico. Ellas se modifican incesantemente en el interior de la producción misma» (ibid., pág. 297). Los intentos de reducir por definición todos los momentos de la práctica social, al concepto de producción, no pueden ocultar que Marx tiene que contar con presupuestos sociales de la producción que, a diferencia del material del trabajo, de los instrumentos del trabajo, de la energía del trabajo, de la organización del trabajo, no pertenecen de forma inmediata a los • elementos del proceso de trabajo. Marx tiene buenas razones para construir el marco categorial de forma tal que los hechos «preeconómicos» no sean tomados en consideración en el mecanismo de la evolución histórica de la especie humana. Pero la distribución incluida en la producción, es decir, la relación institucionalizada de coerción, que fija la distribución de los instrumentos de producción, se apoya en una conexión de interacciones mediadas simbólicamente, que pese a todos los subterfugios terminológicos no puede quedar disuelta en elementos de la producción, o sea, en' necesidades, acción instrumental y consumo inmediato.

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producción que produce bienes por encima de las necesidades elementales, surge el

problema de la distribución del excedente productivo creado por el trabajo. Este problema

se resuelve mediante la formación de clases sociales que participan, en medida diversa, en las

cargas de la producción y en los resarcimientos sociales. Pero, con la división del sistema social

en clases, división que el marco institucional convierte en permanente, el sujeto social pierde su unidad:

«Considerar a la sociedad como un sujeto único es, además de todo, considerarla de forma falsa,

especulativa»1.

Hablar del sujeto social en singular tiene sentido mientras consideremos la

autoconstitución de la especie humana mediante el trabajo, tan sólo desde el punto de vista

del poder de disposición sobre los procesos de la naturaleza, que se acumula en las fuerzas

productivas. Pues el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas determina el sistema de

trabajo social en su conjunto. Los miembros de la sociedad viven, en principio, todos en el

mismo nivel de dominio de la naturaleza, que es dado, cada vez, por el saber técnico

disponible. En la medida en que la identidad de una sociedad se forma en este nivel del

progreso científico-técnico, se trata de la autoconciencia «del» sujeto social. Pero el proceso

de formación de la especie humana no coincide, como vemos ahora, con la génesis de este

sujeto del progreso científico-técnico. Más bien este «acto de autoproducción», que Marx

concibe como actividad materialista, viene acompañado por un proceso de formación,

mediado por la interacción de los sujetos de clase, que, o bien aparecen integrados por la

fuerza, o bien están en abierto antagonismo recíproco.

Mientras que la constitución de la especie humana, en la dimensión del trabajo,

aparece de modo lineal, como un proceso de producción y de escalonado autocrecimiento,

en la dimensión de la lucha de las clases sociales esa constitución se realiza como un

proceso de represión y de autoliberación. En ambas dimensiones, cada nuevo estadio del

desarrollo se caracteriza por una reducción de la violencia coactiva: por la emancipación de

la coacción de la naturaleza externa en una, y por la liberación de las represiones de la

naturaleza interna, en la otra. La vía del progreso científico-técnico está marcada por

innovaciones que hacen época y que reproducen, paso a paso, en el plano de las máquinas,

la esfera funcional de la acción instrumental. Con ello queda definido el valor límite de este

desarrollo: la organización de la sociedad misma como un autómata. Por el contrario, la vía

del proceso social de formación no está marcada por nuevas tecnologías, sino por fases de

la reflexión que desmontan la condición dogmática de ideologías y de formas superadas de

dominación, que subliman la presión del marco institucional y que liberan la acción

comunicativa en cuanto acción comunicativa. De esta manera, se anticipa el fin de este

movimiento: la organización de la sociedad sobre el fundamento exclusivo de una discusión

libre de toda dominación. Al acrecentamiento del saber técnicamente utilizable que, en la

esfera del trabajo socialmente necesario, conduce a la completa sustitución del hombre por

la máquina, corresponde aquí la autorreflexión de la conciencia fenoménica, hasta el punto

en que la autoconciencia de la especie humana, que se ha transformado en crítica, se haya

liberado, enteramente, del ofuscamiento ideológico. Ambos desarrollos no coinciden;

aunque existe, sin embargo, una interdependencia entre la dialéctica de las fuerzas

1 Ibid., pág. 293.

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547

productivas y las relaciones de producción que Marx trató en vano de captar. En vano, ya

que el sentido de esta «dialéctica» seguirá siendo necesariamente oscuro mientras el

concepto materialista de la síntesis del hombre y de la naturaleza se limite al marco

categorial de la producción.

Si la idea de una autoconstitución de la especie humana en la historia de la

naturaleza debe conciliar ambas dimensiones, la autoinducción mediante la actividad productiva y

la formación mediante la actividad crítico-revolucionaria, el concepto de síntesis debe, del mismo

modo, asumir una segunda dimensión. La ingeniosa conciliación de Kant y Fichte ya no es,

pues, suficiente.

La síntesis mediante el trabajo actúa como mediadora entre el sujeto social y la

naturaleza externa, en cuanto ésta es su objeto. Pero este proceso de mediación está

vinculado a una síntesis mediante la lucha que actúa, a su vez, como mediadora entre dos

sujetos parciales de la sociedad, las clases sociales, que se hacen recíprocamente objeto uno

de otro. En ambos procesos de mediación, el conocimiento, la síntesis de la materia de la

experiencia y de las formas del espíritu, es sólo un momento: en el primer proceso, la

realidad es interpretada desde el punto de vista técnico; en el segundo, desde el práctico. La

síntesis mediante el trabajo establece una relación teórico-técnica, la síntesis mediante la

lucha establece una relación teórico-práctica entre sujeto y objeto. En aquélla se forma el

saber de producción; en ésta, el saber de reflexión. El único modelo de que disponemos

para una síntesis de ese tipo se encuentra en Hegel. Se trata de la dialéctica de la eticidad

que Hegel desarrolla, en los escritos teológicos juveniles, en los escritos políticos de la

época de Frankfurt y en la filosofía del espíritu de Jena, pero que no recoge en su sistema1.

En el fragmento sobre el espíritu del cristianismo, Hegel desarrolla la dialéctica de la

eticidad tomando como ejemplo el castigo que cae sobre quien destruye una totalidad ética.

El «criminal» capaz de abolir la complementariedad entre una comunicación libre de

coacciones y la satisfacción recíproca de los intereses, y que se sitúa como individuo en el

lugar de la totalidad, pone en marcha el proceso de un destino que se vuelve contra él. La

lucha que se entabla entre las partes en conflicto y la hostilidad hacia el otro, que ha sido

golpeado y oprimido, nos hacen sentir la complementariedad perdida y la amistad pasada.

El criminal es confrontado con la potencia negadora de la vida desaparecida. Experimenta

su culpa. El culpable debe sufrir con la violencia, que él mismo ha provocado, de la vida

reprimida y rota hasta que experimente, en la represión de la vida del otro, las carencias de

la suya propia, hasta que experimente en la aversión hacia el otro la alienación de sí mismo.

En esta causalidad del destino se ejerce la potencia de la vida reprimida, que no puede ser

sosegada más que si de la experiencia de la negatividad de la vida dividida surge la nostalgia

de lo que se ha perdido, que obliga a identificar la propia existencia negada con la existencia

ajena que se ha combatido. Entonces, ambas partes reconocen la rigidez de sus respectivas

posiciones, una contra otra, como el resultado de la separación, de la abstracción con res-

pecto a su contexto vital común y en él, en la relación del diálogo, en el reconocerse a sí

mismo en el otro, experimentan la base común de su existencia.

1 Cf. mi aportación ―Arbeit und Interaktion Bemerkungen zu Hegels Jenenser Philosophie des Geistes‖, en Natur und Geschichte. Karl Löwith zum 70. Geburtstag, Stuttgart, 1968, págs. 132 y sigs.; además de mi epílogo a Hegel Politische Schriften, Frankfurt am Main, 1966, págs. 343 y sigs.

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Marx hubiera podido servirse de este modelo y construir como «crimen» la

apropiación desproporcionada del plus producto, que tiene como consecuencia el

antagonismo de las clases. La causalidad punitiva del destino se ejerce frente a los

dominadores como lucha de clases que desemboca en revoluciones. La violencia

revolucionaria reconcilia las partes enfrentadas aboliendo la alienación del antagonismo de

clases, que comienza con la represión de la eticidad inicial. El mismo Hegel, en su escrito

sobre la «constitución de los magistrados» y en el fragmento introductorio al escrito sobre

la constitución, desarrolla la dialéctica de la eticidad a propósito de las condiciones políticas

de Württemberg y del antiguo Imperio alemán. La positividad de la vida política petrificada

refleja la ruptura de la totalidad ética; y la revolución que tiene que intervenir es la reacción

de la vida reprimida que caerá sobre los dominadores de acuerdo con la causalidad del

destino.

Marx concibe la totalidad ética como una sociedad en la que los hombres producen

para reproducir su vida, mediante la apropiación de la naturaleza externa. La eticidad es un

marco institucional elaborado partiendo de la tradición cultural, pero precisamente un

marco para los procesos de producción. La dialéctica de la eticidad, que se realiza sobre la

base del trabajo social, es retomada por Marx como la ley del movimiento de un conflicto

definido entre partidos determinados. El conflicto se refiere siempre a la organización de la

apropiación de los productos creados socialmente, mientras que las partes en conflicto son

determinadas por su posición en el proceso de producción, es decir, en cuanto clases. La

dialéctica de la eticidad, en cuanto movimiento del antagonismo de clases, está vinculada al

desarrollo del sistema del trabajo social. La superación de la abstracción, es decir, la

reconciliación crítico-revolucionaria de los partidos ajenos entre sí, no se logra más que de

acuerdo con el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. El marco institucional asume

también en sí la coacción ejercida por la naturaleza externa, coacción que se expresa en el

grado de dominación sobre la naturaleza, en la medida del trabajo socialmente necesario y

en la relación existente entre los resarcimientos de que se dispone y las exigencias

socialmente desarrolladas; ese marco, mediante la represión de los deseos instintivos, con-

vierte esta coacción en una coacción de la naturaleza interna, y por tanto en una coacción

de las normas sociales. Por esta razón, la destrucción relativa de la relación ética se mide

sólo por la diferencia entre el grado efectivo de la represión exigida institucionalmente y el grado de la

represión necesaria en cada estadio de las fuerzas productivas. Esta diferencia es la medida de la

dominación que es objetivamente superflua. Los que establecen una dominación semejante y defienden

posiciones de dominación de este tipo son los que ponen en movimiento la causalidad del destino, dividen la

sociedad en clases sociales, reprimen intereses justificados, provocan las reacciones de la vida reprimida y

encuentran, al fin, en la revolución su justo destino. La clase revolucionaria les obliga a reconocerse en ella y

a superar de ese modo la alienación de la existencia de ambas clases. Mientras la coacción de la naturaleza

externa siga subsistiendo en forma de escasez económica, toda clase revolucionaria, tras su victoria, será

incitada a la «injusticia», es decir, a establecer una nueva dominación de clase. Por eso la dialéctica de la

eticidad debe repetirse hasta que el anatema materialista, que pende sobre la reproducción de la vida social,

la maldición bíblica del trabajo necesario, sea roto por la tecnología.

Incluso entonces, la dialéctica de la eticidad no se sosegará automáticamente; pero

la incitación que la mantiene en movimiento adquirirá una nueva cualidad: ya no procederá

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de la escasez, sino sólo de la satisfacción masoquista de una dominación que bloquea el

amansamiento, objetivamente posible, de la lucha por la existencia, e impide una

interacción exenta de coacciones y basada en la comunicación libre de toda dominación.

Esta dominación que sólo se reproduce, entonces, por mor de sí misma, obstaculiza la

transformación del estado en que se encuentra la historia de la naturaleza e impide el paso a

una historia liberada de la dialéctica de la eticidad que, sobre la base de una producción

descargada del trabajo humano, podría desplegarse en el medio del diálogo.

La dialéctica del antagonismo de clases, a diferencia de la síntesis mediante el

trabajo social, es un movimiento de la reflexión. Pues la relación de diálogo de la

unificación complementaria de sujetos antagónicos, la eticidad restablecida, es una relación,

a la vez, de lógica y de la práctica de la vida. Esto se revela en la dialéctica de la relación ética

que Hegel desarrolla con el nombre de lucha por el reconocimiento. En ella aparecen

reconstruidas la represión y la renovación de la situación de diálogo como una relación

ética. Las relaciones gramaticales de una, comunicación distorsionada por la violencia

ejercitan una violencia práctica. Tan sólo el resultado del movimiento dialéctico cancela la

violencia y restaura la ausencia de coacción que supone el reconocerse a sí en el otro, por

medio del diálogo: en el lenguaje del joven Hegel, el amor como reconciliación. Por eso no

llamamos dialéctica a la intersubjetividad misma libre de coacciones, sino a la historia de su

represión y de su restablecimiento. La distorsión de la relación dialógica está sometida a la

causalidad de símbolos escindidos y de relaciones gramaticales reificadas, es decir,

sustraídas a la comunicación pública, vigentes sólo a espaldas de los sujetos y así, al mismo

tiempo, empíricamente coactivas.

Marx analiza una forma de sociedad, que ya no institucionaliza el antagonismo de

clases bajo la forma de una dependencia política y de un poder social inmediato, sino que lo

asienta en la institución del contrato de trabajo libre que imprime la forma de mercancía a

la actividad productiva. Esta forma de mercancía es una apariencia objetiva, puesto que

hace irreconocible para ambos partidos, capitalistas y asalariados, el objeto de su conflicto y

restringe su comunicación. La forma de mercancía que adopta el trabajo es ideología, pues

oculta y expresa, al mismo tiempo, la represión de una relación dialógica libre de coacción:

El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente,

en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuera un

carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos

objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo

colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al

margen de sus productores. Este quid pro quo es lo que convierte a los objetos del trabajo en

mercancía, en objetos físicamente metafísicos o en objetos sociales. Es algo así como lo

que sucede con la sensación luminosa de un objeto en el nervio visual que parece como si

no fuese una excitación subjetiva del nervio de la vista, sino la forma material de un objeto

situado fuera del ojo. Y, sin embargo, en este caso hay realmente un objeto, la cosa exterior

que proyecta luz sobre otro objeto, sobre el ojo. Es una relación física entre objetos físicos.

En cambio, la forma mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo en que

esa forma cobra cuerpo, no tiene absolutamente nada que ver con su carácter físico ni con

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las relaciones materiales que de ese carácter se derivan. Lo que aquí reviste a los ojos de los

hombres la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que

una relación social concreta establecida entre los mismos hombres. Por eso, si queremos

encontrar una analogía a este fenómeno, tenemos que remontarnos a las regiones

nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan

seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los

hombres. Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del

hombre. A esto es a lo que yo llamo el fetichismo bajo el que se presentan los productos

del trabajo tan pronto como se crean en forma de mercancías y que es inseparable, por

consiguiente, de este modo de producción 1.

A la represión, reforzada institucionalmente, de una comunicación en función de la

cual una sociedad se divide en clases sociales, corresponde la fetichización de las verdaderas

relaciones sociales. El capitalismo se caracteriza, según Marx, porque hace que las

ideologías bajen desde las alturas de la legitimación de la dominación y la violencia

concretas hasta el sistema de trabajo social. En la sociedad burguesa liberal, la legitimación

de la dominación se deriva de la legitimación del mercado, es decir, de la «justicia» del

intercambio de bienes equivalentes que es inherente a la relación de intercambio, la cual

queda desenmascarada mediante la crítica del fetichismo de la mercancía.

En este ejemplo, que elijo porque es central para la teoría marxiana de la sociedad,

se ve que la transformación del marco institucional, entendida como movimiento del

antagonismo de clases, es una dialéctica de la conciencia fenoménica de las clases. Una

teoría de la sociedad que conciba la autoconstitución de la especie humana desde el doble

punto de vista de una síntesis por medio de la lucha de clases y por medio del trabajo

social, no podrá analizar la historia natural de la producción más que en el marco de una

reconstrucción de la conciencia fenoménica de esas clases. El sistema del trabajo social no

se desarrolla sino en conexión objetiva con el antagonismo de las clases; el despliegue de las

fuerzas productivas está ensamblado con la historia de las revoluciones. Pero esta lucha de

clases, cuyos resultados se sedimentan, cada vez, en el marco institucional de una sociedad,

en la forma de la sociedad, es, en cuanto dialéctica de la eticidad que se repite, un proceso de

reflexión en grande: en él se configuran las formas de la conciencia de clase, no ciertamente

de manera idealista, en el automovimiento de un espíritu absoluto, sino de modo

materialista, en base a las objetivaciones de la apropiación de una naturaleza externa. Esa

reflexión, en la que una forma de vida existente llega a convencerse, cada vez, de su propio

carácter abstracto, y, con ello, se transforma por completo, se desencadena gracias al

potencial creciente de disposición sobre los procesos de la naturaleza objetivados en el

trabajo. El desarrollo de las fuerzas productivas aumenta, en cada fase, la desproporción

entre la represión postulada institucionalmente y la represión objetivamente necesaria y con

ello hace patente la falsedad existente, o sea, la ruptura sentida de una totalidad ética.

Esto tiene dos consecuencias para la posición metodológica de la teoría de la sociedad: por

una parte, la ciencia del hombre enlaza con la autorreflexión de la conciencia de clase

fenoménica, y al igual que sucede en la Fenomenología del espíritu, reconstruye, guiada por la

1 El capital, vol. I, pág. 88.

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experiencia de la reflexión, el curso de la conciencia fenoménica, que ahora sí que queda

abierto por la evolución del sistema de trabajo social. Pero, por otra parte, esa ciencia del

hombre se parece también a la Fenomenología del espíritu de Hegel en que se sabe contenida

en el proceso de formación que evoca. La conciencia cognoscente debe también dirigirse

contra sí misma por medio de la crítica ideológica. De igual manera que las ciencias de la

naturaleza extienden, en forma metódica, el saber técnicamente utilizable que ha sido

acumulado precientíficamente en el interior del marco trascendental de la acción

instrumental, así la ciencia del hombre extiende, en forma metódica, el saber de reflexión

que ha sido ya transmitido precientíficamente dentro del mismo contexto objetivo de una

dialéctica de la eticidad en el que ella misma se halla. Sin embargo, la conciencia

cognoscente no puede deshacerse de la forma tradicional en que se encuentra más que en la

medida en que concibe el proceso de formación de la especie humana como un

movimiento del antagonismo de clases, mediado, en cada fase, por los procesos de

producción, y más que en la medida en que se reconoce a sí misma como resultado de la

historia de la conciencia de clase fenoménica y se libera con ello, como autoconciencia, de la

apariencia objetiva.

La representación fenomenológica de la conciencia fenoménica, que sirvió a Hegel

solamente como introducción a la ciencia, se convierte para Marx en el sistema de referencia

al que queda vinculado el análisis de la historia de la especie humana. Marx no ha concebido la

historia de la especie humana, que debía comprenderse de manera materialista, desde la

perspectiva de la teoría del conocimiento; pero si la práctica social no sólo acumula los

resultados de la acción instrumental, sino que, con el antagonismo de las clases, produce y

refleja una apariencia objetiva, entonces el análisis de la historia, en cuanto parte de ese

proceso, sólo es posible desde una perspectiva refractada por la fenomenología: la ciencia

del hombre es, ella misma, crítica y debe seguir siéndolo. De hecho, la conciencia crítica,

tras haber llegado, a través de una reconstrucción de la conciencia fenoménica, al concepto

de síntesis, no podría asumir un punto de vista que permitiera desvincular la teoría de la

sociedad de la refracción gnoseológica de la autorreflexión fenomenológica, más que si

pudiera captarse y estuviera dispuesta a comprenderse como síntesis absoluta. Pero así, la

teoría de la sociedad permanece vinculada al marco de la Fenomenología; aunque ésta, desde

luego, asuma, bajo presupuestos materialistas, la forma de crítica de la ideología.

Si Marx hubiese reflexionado sobre los presupuestos metodológicos de la teoría de

la sociedad, tal y como la había esbozado, y no le hubiera superpuesto una

autocomprensión filosófica limitada al marco de las categorías de la producción, no habría

quedado encubierta la diferencia entre ciencia experimental, en sentido estricto, y crítica. Si

Marx, bajo el título de práctica social, no hubiera puesto juntos a la interacción y al trabajo,

sino que, al contrario, hubiera aplicado el concepto materialista de síntesis, tanto a las

realizaciones instrumentales como a las relaciones de la acción comunicativa, entonces la

idea de una ciencia del hombre no habría quedado oscurecida por la identificación con la

ciencia de la naturaleza. Al contrario, esta idea habría retomado la crítica de Hegel al

subjetivismo de la teoría kantiana del conocimiento y la hubiera superado desde una

perspectiva materialista. Con esta idea se hubiera puesto en evidencia que una crítica del

conocimiento radicalizada sólo puede llevarse a término en forma de una reconstrucción de

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552

la historia de la especie humana; y que, inversamente, una teoría de la sociedad, desde el

punto de vista de una auto- constitución de la especie humana en el medio del trabajo

social y de la lucha de clases, sólo es posible como autorreflexión de la conciencia

cognoscente.

Sobre esta base hubiera podido aclararse, explícitamente, la posición de la filosofía

en relación con la ciencia. La filosofía es conservada en la ciencia como crítica. La teoría de

la sociedad que pretende ser una autorreflexión de la historia de la especie humana no

puede simplemente negar la filosofía. La herencia de la filosofía se traslada más bien a la

actitud de la crítica ideológica, actitud que determina el método del mismo análisis

científico. Pero fuera de la crítica no le queda ningún derecho a la filosofía. En la medida en

que la ciencia del hombre es una crítica material del conocimiento, la filosofía, que, como

pura teoría del conocimiento, se había vaciado de todos los contenidos, recupera también,

de forma indirecta, su acceso a los problemas materiales. Sin embargo, en cuanto filosofía, la

ciencia universal que ésta pretendía ser, cae bajo el juicio aniquilador de la crítica1.

Marx no ha desarrollado esta idea de la ciencia del hombre, más bien la ha

descalificado al equiparar la crítica con la ciencia de la naturaleza. El cientifismo materialista

confirma una vez más lo que el idealismo absoluto había realizado ya: la supresión de la

teoría del conocimiento en favor de una ciencia universal, desligada de toda atadura; en este

caso, una ciencia no del saber absoluto, claro está, sino del materialismo científico.

A Comte, con sus exigencias positivistas de una ciencia natural de lo social, le

bastaba con haberle tomado la palabra a Marx o por lo menos a la intención que Marx creía

haber seguido. El positivismo ha vuelto las espaldas a la teoría del conocimiento, cuya

autosupresión filosófica Hegel y Marx, de común acuerdo en ello, habían fomentado;

aunque haya sido al precio de caer por debajo del grado de reflexión alcanzado por la crítica

kantiana. Pero remontándose a las tradiciones precríticas, el positivismo ha emprendido

con éxito la tarea de crear una metodología de las ciencias que había sido descuidada por la

teoría del conocimiento, y de la que Hegel y Marx se creyeron dispensados.

9. Razón e interés: retrospectiva sobre Kant y Fichte

Peirce ha impulsado la autorreflexión de las ciencias de la naturaleza y Dilthey la de

las ciencias del espíritu hasta el punto de hacer evidentes los intereses rectores del

conocimiento. La investigación empírico-analítica es la continuación sistemática de un

proceso de aprendizaje acumulativo que se realiza de forma pre- científica en el ámbito

funcional de la actividad instrumental. La investigación hermenéutica aporta una forma

metódica a un proceso de comprensión entre individuos (y de autocomprensión) es-

tablecido a un nivel precientífico en el nexo de tradición que constituyen las interacciones

simbólicamente mediadas. Se trata, en el primer caso, de la producción de un saber

técnicamente utilizable; en el segundo, del esclarecimiento de un saber prácticamente

1 T. W. ADORNO, Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1966.

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553

eficaz. El análisis empírico explora la realidad desde el punto de vista de la manipulación

técnica posible de procesos naturales objetivados, mientras que la hermenéutica asegura la

intersubjetividad de una comprensión posible que oriente la acción tanto sobre el plano

horizontal de la interpretación de culturas ajenas como sobre el plano vertical de la

asimilación de tradiciones propias. Las ciencias rigurosamente experimentales están

sometidas a las condiciones trascendentales de la actividad instrumental, mientras que las

ciencias hermenéuticas proceden al nivel de la actividad comunicativa.

En los dos casos es diferente en principio la constelación de lenguaje, acción y

experiencia. En la esfera funcional de la actividad instrumental, la realidad se constituye

como la suma de lo que puede ser experimentado bajo el punto de vista de la manipulación

técnica posible: a la realidad objetivada en condiciones trascendentales corresponde una

experiencia restringida. Bajo las mismas condiciones se configura también el lenguaje de los

enunciados empírico-analíticos sobre la realidad. Las proposiciones teóricas pertenecen a

un lenguaje o bien formalizado o por lo menos formalizable. Según su forma lógica, se trata

de cálculos que podemos generar y reconstruir en todo momento manipulando unos signos

según ciertas reglas. Bajo las condiciones de la acción instrumental, un lenguaje puro se

constituye como conjunto de tales complejos simbólicos que pueden ser producidos

operando según reglas. El «lenguaje puro» es debido a una abstracción del material natural

de los lenguajes ordinarios, al igual que la «naturaleza» objetivada es debida a una

abstracción del material natural de la experiencia del lenguaje ordinario. Ambos, el lenguaje

restringido y la experiencia .restringida, vienen definidos por el hecho de que son resultados

de operaciones con signos o con cuerpos móviles. Igual que la actividad instrumental

misma, también el uso lingüístico integrado en ella es monológico. Asegura a las

proposiciones teóricas una cohesión sistemática regida por las reglas de la deducción. La

función trascendental de la actividad instrumental se confirma en el procedimiento de

conexión de teoría y experiencia: la observación sistemática tiene la forma de un dispositivo

experimental (o cuasi-experimental) que permite registrar resultados de operaciones de

medida. Las operaciones de medida permiten una correspondencia biunívoca entre los

acontecimientos constatados y los signos combinados sistemáticamente. Si al marco de la

investigación empírico-analítica hubiera que asignar un sujeto trascendental, la medición

sería la actividad sintética que genuinamente lo caracteriza. Sólo una teoría de la medida

puede esclarecer entonces las condiciones de objetividad de todo conocimiento posible en

el sentido de las ciencias nomológicas.

En el contexto de la actividad comunicativa, lenguaje y experiencia no se sujetan a las

condiciones trascendentales de la acción misma. Tiene, en cambio, una función

trascendental la gramática del lenguaje ordinario, que regula al mismo tiempo los elementos

no verbales de una praxis vital habitual. Una gramática de los juegos de lenguaje une

símbolos, acciones y expresiones; fija esquemas de concepción del mundo y de interacción.

Las reglas gramaticales determinan el terreno de una intersubjetividad indirecta entre

individuos socializados; y podemos movernos en este terreno en la medida en que

interioricemos esas reglas en calidad de interlocutores socializados y no como observadores

imparciales. La realidad se constituye en el marco de una forma de vida de grupos comunicantes organizada

según el lenguaje ordinario. Es real lo que puede ser experimentado dentro de las interpretaciones de una

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554

simbología vigente. En este sentido, a la realidad objetivada bajo el punto de vista de la posible

manipulación técnica y a la correspondiente experiencia operacionalizada podemos concebirlas como un caso

límite. Este caso límite viene caracterizado porque el lenguaje queda desvinculado de su concatenación con

las interacciones y resulta monológicamente cerrado porque la acción queda separada de la comunicación y

reducida estrictamente al acto de aplicación de medios racionales con respecto a fines y, por último, porque la

experiencia vital individual es eliminada en favor de una experiencia repetible de los resultados de la acción

instrumental, pues precisamente lo suprimido aquí son las condiciones de la acción comunicativa. Si

concebimos de esta forma el marco trascendental de la actividad instrumental, como una variante extrema de

los mundos de la vida constituidos en el medio del lenguaje ordinario (es decir, como aquel mundo de la vida

en el que todos los mundos de la vida históricamente individuados tienen que coincidir abstractamente),

entonces queda claro que el modelo de la actividad comunicativa no puede tener para las ciencias hermenéu-

ticas el mismo valor trascendental que posee el marco de la acción instrumental para las ciencias

nomológicas. Pues el ámbito objetual de las ciencias del espíritu no se constituye bajo las condiciones

trascendentales de la metodología de la investigación: se encuentra constituido ya. Ciertamente que las reglas

de toda interpretación vienen fijadas por el modelo de las interacciones mediadas simbólicamente.

Pero el intérprete, tras haber sido socializado en su lengua materna e instruido para

la interpretación en general se mueve no bajo reglas trascendentales, sino al nivel de los

nexos trascendentales mismos. El contenido de experiencia de un texto transmitido sólo

puede ser interpretado en relación con la estructura trascendental del mundo al que él

mismo pertenece. Teoría y experiencia se diferencian aquí de distinto modo a como sucede

en las ciencias empírico-analíticas. La interpretación que hay que iniciar apenas se ve

perturbada la experiencia comunicativa, que resultaba fiable bajo los esquemas compartidos

de concepción del mundo y de la acción se dirige a la vez a las experiencias adquiridas en

un mundo constituido a través del lenguaje ordinario y a las reglas gramaticales de

constitución de este mundo. Es, a la vez, análisis lingüístico y experiencia. Y

correlativamente corrige sus anticipaciones hermenéuticas de conformidad con un

consenso entre interlocutores, obtenido según reglas gramaticales —también aquí

convergen de forma peculiar experiencia y penetración analítica.

Peirce y Dilthey desarrollan la metodología de las ciencias de la naturaleza y de las

ciencias del espíritu como una lógica de investigación y conciben en cada caso el proceso

de investigación a partir de un contexto vital objetivo, ya sea el que representa la técnica o

el que representa la praxis. La lógica de la ciencia recupera así nuevamente la dimensión de

la teoría del conocimiento que la teoría positivista de la ciencia había abandonado: como

hiciera en otro tiempo la lógica trascendental, busca una respuesta a la pregunta por las

condiciones a priori de la posibilidad del conocimiento. Ciertamente, estas condiciones no

son ya a priori en sí, sino sólo para el proceso de investigación. La investigación lógica

inmanente del progreso en las ciencias empírico-analíticas y del desarrollo de la explicación

hermenéutica tropieza pronto con limitaciones: ni el conjunto de los modos de inferencia

analizados por Peirce, ni el movimiento circular de la interpretación de Dilthey, resultan

satisfactorios desde el punto de vista de la lógica formal. De qué forma sean «posibles» la

inducción, por una parte, y el círculo hermenéutico, por otra, no es algo que pueda

mostrarse lógicamente, sino tan sólo gnoseológicamente. En ambos casos se trata de reglas

de transformación lógica de enunciados, cuya validez sólo es plausible cuando las

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555

proposiciones transformadas dentro de un marco trascendental, tanto si se trata del de la

acción instrumental como si se trata de una forma de vida constituida en el medio del

lenguaje ordinario, están referidas a priori a determinadas categorías de la experiencia. Estos

sistemas de referencia tienen una función trascendental, pero determinan la arquitectónica

de los procesos de investigación y no la de la conciencia trascendental en general. La lógica

de las ciencias de la naturaleza y del espíritu no tiene nada que ver, a diferencia de la lógica

trascendental, con la organización de la razón pura teórica, sino con las reglas

metodológicas de organización de procesos de investigación. Estas reglas no tienen ya el

status de reglas trascendentales puras: tienen un valor trascendental, pero tienen su origen

en contextos vitales fácticos: en las estructuras de una especie que reproduce su vida, tanto

mediante los procesos de aprendizaje del trabajo socialmente organizado como a través de

procesos de entendimiento mutuo en interacciones mediadas por el lenguaje ordinario. En

el contexto de los intereses de estas relaciones vitales fundamentales tiene su medida el

sentido de la validez de enunciados que se obtienen dentro de los sistemas de referencia

cuasi-trascendental de los procesos de investigación de las ciencias de la naturaleza y del

espíritu, el saber nomológico es eficaz técnicamente en el mismo sentido en que el saber

hermenéutico lo es prácticamente.

La reconducción del marco de las ciencias nomológicas y hermenéuticas a un contexto

vital, y la correspondiente derivación del sentido de la validez de los enunciados a partir de

los intereses rectores del conocimiento, se hace necesaria en cuanto se sitúa en el lugar del

sujeto trascendental a una especie que se reproduce bajo condiciones culturales, es decir, una

especie que sólo se constituye a sí misma en un proceso de formación. Los procesos de

investigación —en calidad de sujeto de los cuales nos interesa particularmente esa

especie— forman parte del proceso global de formación que es la historia del género

humano. Las condiciones de la objetividad de la experiencia posible que vienen fijadas con

el marco trascendental de los procesos de investigación de las ciencias de la naturaleza o del

espíritu, ya no explican solamente el sentido trascendental de un conocimiento finito

restringido a los fenómenos; preforman más bien, conforme a criterios del contexto vital

objetivo del que emerge la estructura de las dos orientaciones de la investigación, el sentido

específico que tienen esas dos formas metódicas de conocimiento mismas. Las ciencias em-

pírico-analíticas exploran la realidad en la medida en que ésta aparece en la esfera funcional

de la actividad instrumental, por eso los enunciados nomológicos sobre este ámbito

objetual apuntan por su propio sentido inmanente a un determinado contexto de

aplicación; aprehenden la realidad con vistas a una manipulación técnica, posible siempre y en cualquier

parte bajo condiciones específicas. Las ciencias hermenéuticas no alumbran la realidad desde un

punto de vista trascendental distinto, sino que se dirigen más bien a la estructura

trascendental de las diversas formas fácticas de vida, en cuyo interior la realidad viene inter-

pretada de forma diversa, según las gramáticas de la concepción del mundo y de la acción:

de ahí que los enunciados hermenéuticos sobre tales estructuras apunten por su propio

sentido inmanente a su correspondiente contexto de aplicación —aprehenden interpretaciones

de la realidad con vistas a la intersubjetividad posible (para una situación hermenéutica de partida dada) de

un acuerdo orientador de la acción—. Hablamos, pues, de un interés cognoscitivo técnico o cognoscitivo

práctico en la medida en que los contextos de la acción instrumental y de la interacción simbólicamente

Page 98: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

556

mediada preforman, a través de la lógica de la investigación, el sentido de validez de los enunciados posibles,

de suerte que en cuanto que representan conocimientos sólo poseen una función en esos contextos —son

explotados técnicamente o resultan prácticamente efectivos.

El concepto de «interés» no debe sugerir una reducción naturalista de

determinaciones lógico-trascendentales a determinaciones empíricas; al contrario, se trata

de prevenir una reducción semejante. Los intereses rectores del conocimiento ejercen una

mediación (aquí no puedo demostrarlo todavía y me limitaré a afirmarlo) entre la historia

natural de la especie humana y la lógica de su proceso de formación; pero no se puede

hacer uso de ellos para reducir la lógica a algún tipo de base natural. Llamo intereses a las

orientaciones básicas que son inherentes a determinadas condiciones fundamentales de la

reproducción y la autoconstitución posibles de la especie humana, es decir, al trabajo y a la

interacción. Esas orientaciones básicas miran, por tanto, no a la satisfacción de necesidades

inmediatamente empíricas, sino a la solución de problemas sistemáticos en general.

Ciertamente que de solución de problemas sólo cabe hablar aquí en sentido aproximativo.

De hecho, los intereses rectores del conocimiento no pueden determinarse en razón de

problemas que —en cuanto tales— sólo podrían presentarse dentro de un marco

metodológico determinado por ellos. Los intereses rectores del conocimiento se miden

sólo en aquellos problemas de la conservación de la vida, objetivamente planteados, que

han encontrado como tales una respuesta a través de la forma cultural de existencia.

Trabajo e interacción incluyen eo ipso procesos de comprensión y aprendizaje; y a partir de

un cierto grado determinado de desarrollo éstos deben quedar asegurados bajo la forma de

investigación metódica si no se quiere poner en peligro el proceso de formación de la

especie humana. Dado que la reproducción de la vida a nivel antropológico está

determinada culturalmente por el trabajo y la interacción, los intereses cognoscitivos

inherentes a las condiciones de existencia que representan el trabajo y la interacción no

pueden ser concebidos en el marco de referencia biológico de la reproducción y de la

conservación de la especie. Sería malentender los intereses directivos del conocimiento si

quedasen reducidos a mera función de reproducción de la vida social: no puede quedar ésta

suficientemente caracterizada sin recurrir a las condiciones culturales de la reproducción, a

un proceso de formación que implica ya el conocimiento en ambas formas. El «interés cognoscitivo» es,

pues, una categoría peculiar que se sustrae a la distinción entre determinaciones empíricas y trascendentales,

simbólicas y factuales, como también a la distinción entre determinaciones motivacionales y cognoscitivas. El

conocimiento, en efecto, no es ni un mero instrumento de adaptación de un organismo a un ambiente que

cambia, ni el acto de un ser racional puro descontextualizado en la contemplación.

Peirce y Dilthey han tropezado con intereses subyacentes al conocimiento

científico, pero no han reflexionado sobre ellos como tales. No han elaborado el concepto

de interés rector del conocimiento y ni siquiera han comprendido a qué es a lo que apunta

propiamente. Han analizado, ciertamente, la fundamentación de la lógica de la investigación

en las condiciones vitales, pero a las orientaciones de fondo de las ciencias empírico-

analíticas y de las ciencias hermenéuticas sólo habían podido identificarlas como intereses

rectores del conocimiento en un marco categorial que les era ajeno: dentro precisamente

del concepto de una historia de la especie humana concebida como proceso de formación. La idea de un

proceso de formación, que es donde se constituiría como tal el sujeto genérico, ha sido

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557

desarrollada por Hegel, y asumida por Marx desde una perspectiva materialista. Sobre la

base del positivismo, el retorno inmediato a esta idea tendría necesariamente que aparecer

como una recaída en la metafísica; existe un solo camino legítimo para evitar esa recaída: es

el camino recorrido por Peirce y Dilthey cuando esclarecen la génesis de las ciencias a partir

de un contexto vital objetivo y ponen así a la metodología en la perspectiva de la teoría del

conocimiento. Pero ni Peirce ni Dilthey se dan enteramente cuenta de lo que hacen. De lo

contrario no habrían podido hurtarse a la experiencia de la reflexión que Hegel desarrolló

en la Fenomenología. Me refiero a la fuerza emancipatoria de la reflexión que el sujeto verifica

en sí en la medida en que se hace transparente a sí mismo en su propia historia genética. La

experiencia de la reflexión se articula, en lo referente al contenido, en el concepto de

proceso de formación y, metodológicamente, conduce a un punto de vista desde el que se

nos da espontáneamente la identidad de la razón y de la voluntad de razón. En la

autorreflexión, un conocimiento por mor del conocimiento coincide con el interés por la

emancipación; pues la realización de la reflexión se sabe como movimiento de la

emancipación. La razón está bajo el interés por la razón. Podemos decir que sigue un interés

cognoscitivo emancipatorio que tiene como meta la realización de la reflexión como tal.

Pues es verdad que más bien ocurre que la categoría de interés cognoscitivo viene

testificada por el interés innato a la razón. Sólo a partir de su conexión con el interés

cognoscitivo emancipatorio de la reflexión racional pueden los intereses técnico y práctico

ser comprendidos sin malentendidos como intereses rectores del conocimiento; sin

malentendidos, es decir, sin caer en la psicologización o en un nuevo objetivismo. Pero

como Peirce y Dilthey no conciben su metodología como la reflexión autocrítica de la

ciencia que realmente es, no aciertan con el punto de unión de conocimiento e interés.

En la filosofía trascendental de Kant aparece ya el concepto de interés de la razón;

pero sólo Fichte puede, tras haber subordinado la razón teórica a la práctica, desarrollar el

concepto en el sentido de un interés emancipatorio inmanente a la razón misma.

Interés en general, es la satisfacción que vinculamos a la representación de la

existencia de un objeto o de una acción. El interés tiene como meta la existencia porque

expresa una relación del objeto del interés con nuestra facultad apetitiva. Es decir, que el

interés presupone una necesidad o genera una necesidadA esto corresponde la distinción

entre interés empírico e interés puro que Kant introduce a propósito de la razón práctica.

La satisfacción práctica que experimentamos en el bien, es decir, en las acciones que están

determinadas por los principios de la razón, es un interés puro. Cuando la voluntad actúa por

respeto a las leyes de la razón práctica toma interés en el bien, pero no obra por interés:

Lo primero designa el interés práctico en la acción, lo segundo el interés patológico en

el objeto de la acción. Lo primero indica solamente una dependencia de la voluntad de los

principios de la razón en sí misma, lo segundo la dependencia de los principios de la misma

al servicio de la inclinación, desde el momento en que la razón sólo ofrece la regla práctica

Page 100: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

558

de cómo satisfacer la necesidad de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción;

en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto es de mi agrado)1.

El interés (patológico) de los sentidos por lo agradable o útil proviene de una

necesidad, el interés (práctico) de la razón por el bien despierta una necesidad. La facultad

apetitiva es estimulada en el primer caso por una inclinación, en el segundo está deter-

minada por los principios de la razón. Por analogía con la inclinación sensible en cuanto

deseo convertido en costumbre, podemos hablar de una inclinación intelectual

independiente de los sentidos cuando ésta se configura como actitud duradera a partir de

un interés puro.

Aunque allí donde hay que admitir algún interés exclusivamente puro de la razón

no puede ser sobreentendido ningún interés de la inclinación, podemos, sin embargo —

para conformarnos con el uso lingüístico—, incluso en el caso de aquello que sólo puede

ser objeto de un placer intelectual, asignar a una inclinación un deseo habitual derivado del

puro interés de la razón; esta inclinación no sería la causa, sino el efecto, de este último

interés y nosotros podríamos llamarla una inclinación independiente de los sentidos (propensio

intellectualis) 2.

La función sistemática del concepto de interés puro práctico de la razón se hace

evidente en la última sección de los Fundamentos de la metafísica de las costumbres. Bajo el título

de «límite extremo de toda filosofía práctica», Kant plantea el problema de cómo es posible

la libertad. La tarea de explicar la libertad de la voluntad es paradójica, ya que la libertad

aparece definida como independencia de móviles empíricos, y una explicación sólo sería

posible mediante el recurso a leyes naturales. Podría explicarse la libertad especificando el

interés que mueve a los hombres en el seguimiento de esas leyes morales; por otra parte, la

obediencia a estas leyes no sería una actividad moral y libre si en la base de la misma

hubiera un motivo sensible. A pesar de ello, el sentimiento moral atestigua algo así como

un interés efectivo en la realización de las leyes morales, en que se convierta en realidad «el

sublime ideal de un reino universal de los fines en sí mismos (seres racionales), al que sólo podemos

pertenecer como miembros cuando nos comportamos escrupulosamente, según las máximas de la libertad,

como si fueran leyes de la naturaleza»3. No puede tratarse ex definitiorte de un interés sensible; por lo que

tenemos que contar con un interés puro, con un efecto subjetivo que la ley de la razón ejerce sobre la

voluntad. Kant se ve obligado a atribuir a la razón una causalidad frente a la facultad apetitiva natural;

para devenir práctica, la razón tiene que ser capaz de afectar a la sensibilidad:

Para que un ser racional y sensible quiera sólo lo que la razón le prescribe es

necesario, por supuesto, una facultad de la razón que le inspire un sentimiento de placer, o

satisfacción, en el cumplimiento del deber, con una causalidad con la que determine a la

sensibilidad según sus principios. Pero es absolutamente imposible comprender, es decir,

1 Grundlegung zur Meiaphysik der Sitien, en op. cit., vol. IV, pág. 42, not. En un pasaje posterior KANT precisa la distinción entre interés empírico e interés puro; ibíd., pág. 97, nota. 2 Die Meiaphysik der Sitien, en op. cit., vol. IV, pág. 317. 3 Grundlegung xur Metaphysik der Sitten, en op. cit., IV, pág. 101.

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559

explicar a priori, cómo una simple idea, que no contiene en sí nada sensible, puede producir

una percepción de placer o displacer; es éste un género particular de casualidad, del que,

como de toda casualidad, no podemos determinar absolutamente nada a priori, y sobre lo

que no hay más remedio que enterarse por experiencia1.

La tarea de explicar la libertad de la voluntad hace saltar de improviso el marco

lógico-trascendental. Pues la forma de la pregunta: «¿Cómo es posible la libertad?», oculta el

hecho de que nosotros, en lo que se refiere a la razón práctica, nos informamos de las

condiciones no de una libertad posible, sino de una libertad real. La pregunta significa, en

realidad, ¿cómo la razón pura puede ser práctica? Por eso tenemos que remitirnos a un

momento de la razón que precisamente, según Kant, es incompatible con las deter-

minaciones de la razón: a un interés de la razón. La razón, por supuesto, no puede quedar

sometida a las condiciones empíricas de la sensibilidad; pero la idea de una afección de la

sensibilidad por la razón, que hace que surja un interés por una actividad obediente a las leyes

morales, sólo en apariencia preserva a la razón de la confusión con la experiencia. Si el

efecto de esa peculiar causalidad de la razón, la satisfacción pura práctica, es contingente y

sólo viene atestiguada por medio de la experiencia, entonces también la causa del mismo

tiene que ser concebida como un factum. La figura de un interés sólo determinado por la

razón logra preservar a ese interés de móviles meramente factuales, pero sólo al precio de

introducir un momento de facticidad en la razón misma. Un interés puro sólo es pensable

con la condición de que la razón, en la misma medida en que inspira un sentimiento de

placer, siga una inclinación, a pesar de que sea distinta de las inclinaciones inmediatas: es

inherente a la razón el impulso a la realización de la razón. Lo que a su vez no es pensable

bajo determinaciones trascendentales. Y en el límite extremo de toda filosofía práctica lo

que Kant admite no es otra cosa que lo siguiente: que el nombre de interés puro expresa

esa impensabilidad de la relación causal entre razón y sensibilidad, relación que, no

obstante, nos viene garantizada por el sentimiento moral.

Pero desde el momento en que la causalidad no puede establecer ninguna relación

de causa a efecto, como entre dos objetos de la experiencia, sino que en este caso la razón

pura a través de simples ideas (que no proporcionan objeto alguno a la experiencia) debe

ser la causa de un efecto (precisamente del placer en el cumplimiento del deber) que se en-

cuentra, por supuesto, en la experiencia, entonces (para nosotros los hombres) es

absolutamente imposible la explicación de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la

máxima como ley y, por consiguiente, la moralidad 2.

El concepto de interés puro» tiene una función única en el sistema kantiano.

Determina un hecho sobre el que puede basarse nuestra certeza de la realidad de la razón

pura práctica. Pero este hecho no nos viene dado en la experiencia ordinaria, sino que viene

atestiguado por un sentimiento moral que tiene que reivindicar el papel de una experiencia

trascendental. Pues nuestro interés en la observancia de las leyes morales es generado por la

1 Ibid., pág. 98. 2 Ibid.

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560

razón y, sin embargo, es también un hecho contingente que no puede ser comprendido a

priori. En este sentido, un interés proveniente de la razón hace pensar también en un

momento que determina la razón. Pero este¡ pensamiento conduce a una génesis no em-

pírica de la razón, génesis que, sin embargo, no está totalmente desligada de momentos de

la experiencia, cosa que es un contrasentido, desde la perspectiva de la filosofía

trascendental. Kant es consecuente al tratar este contrasentido no como una ilusión tras-

cendental de la razón práctica; se conforma con la constatación de que el placer puro

práctico nos asegura que la razón pura puede ser práctica sin que nosotros podamos

entender cómo es esto posible. La causa de la libertad no es empírica, pero tampoco es

solamente inteligible; podemos caracterizarla como un hecho, pero no comprenderla. La

denominación de interés puro nos remite a una base de la razón que es la única que

garantiza las condiciones de realización de la razón, pero que, por su parte, no puede ser

reducida a los principios de la razón; sino que más bien subyace a éstos, como un hecho de

orden superior. Esa base de la razón queda atestiguada, por los intereses de la razón, pero se sustrae al

conocimiento humano, que, si la alcanzase, no debería ser ni empírico ni puro, sino ambas cosas a la vez.

Por ello Kant pone en guardia contra la transgresión del límite extremo de la razón pura práctica, porque

aquí no es —como en el límite de la razón teórica aplicada— la razón la que va más allá de la

experiencia, sino la experiencia del sentimiento moral la que sobrepasa la razón. El interés puro es un

concepto límite que articula una experiencia como inconcebible.

Pero como la razón pura sin otros móviles, no importa de dónde estén tomados,

puede ser práctica por sí misma, es decir, como el simple principio de validez universal de todas

sus máximas como leyes (...) sin materia (objeto) de la voluntad a la que se pueda prever con

antelación un interés cualquiera, puede por sí mismo ofrecer un móvil o realizar un interés

que pueda decirse puramente moral —o, en otras palabras, cómo la razón pura puede ser

práctica-—; pues bien, éste es un problema que la razón humana es absolutamente incapaz

de explicar y es vano todo esfuerzo por buscar una explicación 1.

Pero, curiosamente, Kant transfiere el concepto de interés puro, que ha

desarrollado a propósito de la razón práctica, a todas las facultades del ánimo: «A cada

facultad del espíritu se puede atribuir un interés, es decir, un principio que contiene la

condición con la que tan sólo es promovido su ejercicio»2. La reducción del interés a un

principio muestra que se abandona el status particularmente contrario al sistema, que tiene

ese concepto y que se prescinde del momento de facticidad inmanente a la razón. No se ve

bien tampoco qué es lo que añade a la razón teórica un interés especulativo de la razón, si

ésta consiste «en el conocimiento del objeto hasta los más elevados principios a priori»3, sin que

aquí, como en el caso del interés práctico de la razón, quepa identificar una experiencia de

satisfacción. Ni tan siquiera se ve cómo podría ser pensada una satisfacción pura teórica

análoga a la satisfacción pura práctica, pues todo interés, ya sea puro o empírico, se deter-

mina en relación con la facultad apetitiva en general y se refiere a una praxis posible. Un

1 Ibid., pág. 99. 2 Kritik der Vraktischen Vernunft, en op. cit., IV, pág. 249. 3 Ibid., pág. 250.

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561

interés especulativo de la razón no podría venir justificado como interés, sino por el hecho

de que la razón teórica quedara al servicio de la práctica, sin resultar alienada por ello de su

propia intención de conocimiento por mor del conocimiento. Para un interés cognoscitivo

es necesario no sólo el fomento del uso especulativo de la razón como tal, sino el enlace de

la razón pura especulativa de la razón pura práctica bajo la dirección precisamente de la

razón práctica:

No se puede pretender de ninguna manera que la razón pura práctica quede

subordinada a la razón especulativa y, por consiguiente, que invierta el orden, porque el

interés, en definitiva, es ya práctico, incluso aquel de la razón especulativa está

condicionado y completo únicamente en el uso práctico1.

Kant reconoce finalmente que sólo se puede hablar en sentido estricto de un interés

especulativo de la razón cuando la razón teórica se une con la práctica «en un

conocimiento».

Existe un uso legítimo de la razón teórica con una intención práctica. En este caso,

el interés puro práctico parece asumir el papel de un interés rector del conocimiento. De las

tres preguntas en las que converge todo interés de nuestra razón, la tercera requiere ese uso

de la razón especulativa con una intención práctica. La primera pregunta, ¿qué debo

conocer?, es simplemente especulativa; la segunda, ¿qué debo hacer?, es simplemente

práctica; la tercera, sin embargo, ¿qué puedo esperar?, es a la vez práctica y especulativa.

Aquí ocurre que «lo práctico sirve solamente de hilo conductor para dar respuesta a la

pregunta teórica, y cuando ésta se eleva, a la pregunta especulativa» u. El principio de

esperanza determina la intención práctica con la que se utiliza la razón especulativa. El

conocimiento en esta perspectiva —como bien sabemos— conduce a la inmortalidad del

alma y a la existencia de Dios en calidad de postulados de la razón pura práctica. Kant se

esfuerza por justificar este uso interesado de la razón especulativa sin una ampliación

simultánea del uso empírico de la razón teórica. El conocimiento racional con intención

práctica mantiene un status propio y más débil frente al conocimiento que la razón teórica

puede sostener en virtud de su propia competencia y sin la guía del interés puro práctico:

Si la razón pura puede ser y es realmente práctica per se, como ha demostrado la

conciencia de la ley moral, también es siempre una sola e idéntica razón que •—con

intención teorética o práctica— juzga según principios a priori; está claro entonces que si su

capacidad en la primera no logra establecer afirmativamente ciertas proposiciones, que, sin

embargo, no le son contrarias, ella debe, desde el momento en que estas proposiciones

pertenecen inseparablemente al interés práctico de la razón pura, admitirlas como un producto

extraño suyo que no ha crecido en su terreno, pero también suficientemente acreditado, y

tratar de compararlas y unirlas con todo lo que tiene en su poder como razón especulativa,

incluso conviniendo que no se trate de análisis propios, sino de la prolongación de su uso

en una perspectiva distinta, es decir, práctica, lo cual no es del todo contrarío a su interés,

que consiste en la limitación de la temeridad especulativa n.

1 Ibid., pág. 252.

Page 104: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

562

Kant no puede sustraer completamente de la ambigüedad al uso interesado de la

razón especulativa. Por una parte, apela a la unidad de la razón para que la utilización

práctica de la razón teórica no aparezca como la transformación o la instrumentalización

posterior de una facultad racional mediante otra. Pero, por otra, la razón teórica y la

práctica distan tanto de constituir una unidad, que los postulados de la razón pura práctica

siguen siendo para la teórica una «oferta extraña». Por tanto, el uso interesado de la razón

teórica no conduce al conocimiento en sentido riguroso; el que confundiese la ampliación,

con intención práctica, de la razón teórica con la ampliación del ámbito del conocimiento

teórico posible, se haría culpable de la «temeridad especulativa» contra la que se había

dirigido la crítica de la razón pura, y sobre todo el esfuerzo entero de la dialéctica

trascendental. El interés práctico de la razón sólo podría asumir el papel de un interés

rector del conocimiento, en sentido estricto, si Kant tomara en serio la unidad de razón

teórica y razón práctica. Únicamente si el interés especulativo de la razón, que en Kant

apunta de forma todavía tautológica al ejercicio de la facultad teórica con vistas al

conocimiento, fuese tomado en serio como interés puro práctico, la razón teórica perdería

necesariamente ésa su competencia independiente del interés de la razón.

Fichte da este paso. Concibe el acto de la razón, la intuición intelectual, como una

actividad reflexiva, que vuelve sobre sí misma y convierte en un principio al primado de la

razón práctica: el enlace accidental de la razón pura especulativa con la razón pura práctica

«en un conocimiento» está reemplazado por la dependencia de principio de la razón

especulativa con respecto a la práctica. La organización de la razón queda bajo la intención

práctica de un sujeto que se pone a sí mismo. En la forma de autorreflexión originaria, la

razón, como muestra la «doctrina de la ciencia», es inmediatamente práctica. El yo se libera

del dogmatismo haciéndose transparente a sí mismo en su autoproducción. Le es precisa la

cualidad ética de una voluntad de emancipación, para poder encaramarse en la intuición

intelectual. «Sólo en sí mismo puede (el idealista) tener intuición de ese acto del yo, y para

poder intuirlo tiene que realizarlo. Lo produce en sí mismo de forma arbitraria y con

libertad»1. Por el contrario, es prisionera del dogmatismo una conciencia que se concibe como producto de

las cosas que la circundan, como un producto natural. «El principio de los dogmáticos es la fe en las cosas

por mor de ellas mismas, o sea, la creencia mediata en su propio yo disperso y sólo sostenido por los obje-

tos»2. Para poder escapar de las barreras de este dogmatismo hay que haber hecho propio antes el interés de

la razón: «La razón última de la diferencia entre dogmáticos e idealistas es, pues, la diferencia de su

interés»3. El deseo de liberación y un acto de libertad originario son presupuestos previos a toda lógica, para

que el hombre pueda elevarse hasta el punto de vista idealista de la emancipación, desde el que es posible el

análisis crítico del dogmatismo de la conciencia natural y con ello del mecanismo oculto de la

autoconstitución del yo y del mundo: «El interés más elevado y la razón de todo otro interés es el interés por

nosotros mismos. Así es para el filósofo. No perder el propio ser en el razonamiento, sino mantenerlo y

afirmarlo: he aquí el interés que, invisible, guía todo su pensamiento»4.

1 J. G. Fichte, Ausgewahlte Werke, ed. Medicus, vol. III. Segunda introducción a la Wissenschaftslebre, en págs. 43 y sigs. 2 Primera introducción a la Wissenschaftslebre, en op. cit., III, página 17. 3 Ibid. 4 Ibid.

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563

También Kant, en el desarrollo de las antinomias de la razón pura, llama intereses a

los que guían a los dogmáticos y a los empíricos, ambos dogmáticos, cada cual a su manera.

Pero «el interés de la razón en este conflicto interno suyo», interés dirigido contra ambas

partes, de las que una defiende la tesis y la otra la antítesis, no estriba, al fin, en otra cosa,

para Kant, que en el abandono del interés en general: la razón que reflexiona sobre sí

misma tiene que despojarse totalmente de toda parcialidad» 1. A la razón especulativa le es

extraña la razón práctica y su interés puro. Por el contrario, Fichte reduce los intereses que intervienen en la

defensa de sistemas filosóficos a una contraposición fundamental entre los que se dejan prender por el interés

de la razón en la emancipación y autonomía del yo y los que permanecen atados a sus inclinaciones e

intereses empíricos y, por lo tanto, dependientes de la naturaleza.

Pero hay dos estados de la humanidad; y en el progreso de nuestro género, antes

que el segundo prevalezca, dos especies principales de hombres. Unos que no se han

elevado todavía al pleno sentimiento de su libertad y autonomía absoluta, sólo se

encuentran a sí mismos en la representación de las cosas; tienen sólo esa autoconciencia

dispersa que se adhiere a los objetos y que hay que recolectar a partir de su multiplicidad; su

imagen les es dada por las cosas como por un espejo: sí éstas les fuesen arrebatadas,

entonces también su propio yo desaparecería; por mor a sí mismos no pueden renunciar a

su fe en la autonomía de las cosas, pues de suyo no pueden subsistir sino con ellas. Todo lo

que son han llegado realmente a serlo por el mundo externo. El que de hecho no es sino un

producto de las cosas nunca puede verse a sí mismo de otra manera: y tendrá razón

mientras se limite a hablar de sí y de sus semejantes (...). Pero el que ha llegado a ser

consciente de su autonomía e independencia con respecto a todo lo que está fuera de él —

lo que no se consigue si no es convirtiéndose por uno mismo en algo, con independencia

de todo— no tiene necesidad de las cosas como soporte de su yo y puede no necesitarlas

porque suprimen la autonomía y la convierten en mera ilusión. El yo que posee y que le

interesa suprime esa fe en las cosas; cree en su autonomía por inclinación, la toma con pa-

sión. Su fe en sí mismo es inmediata2.

La fijación afectiva a la autonomía del yo y el interés por la libertad revelan la

conexión que todavía existe con la satisfacción pura práctica de Kant: Kant había derivado

el concepto de interés de la razón de la aspiración a realizar el ideal de un reino de seres

racionales libres. Sólo que Fichte concibe este impulso puro práctico, la «conciencia del

imperativo categórico», no como un producto de la razón práctica, sino como acto de la

razón misma, como la autorreflexión en la que el yo se hace transparente a sí mismo como

actividad que vuelve sobre sí misma. Fichte identifica en las realizaciones de la razón

teórica el trabajo de la razón práctica y da a su punto de unión el nombre de intuición

intelectual:

La intuición intelectual de que habla la doctrina de la ciencia no se refiere a un ser,

sino a una actividad, y no aparece descrita en Kant (excepto, si se quiere, con la expresión

1 Ibid. pág. 450. 2 Fichte, Primera introducción, en op. cit., III, págs. 17 y sigs.

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564

de percepción pura). Sin embargo, también en el sistema kantiano se puede indicar con toda

exactitud el lugar en que se debería haber hablado de ella. ¿No se es consciente acaso del

imperativo categórico después de Kant? ¿Y qué clase de conciencia es ésa? Kant ha

olvidado hacerse esta pregunta, porque en ninguna parte ha tratado de los fundamentos de

toda filosofía, sino que en la Crítica de la razón pura trata sólo de los teóricos, y en ellos no

podía aparecer el imperativo categórico; en la Crítica de la razón práctica solamente de los

fundamentos prácticos, y ello con la vista puesta sólo en el contenido, con lo que no podía

plantearse la cuestión del tipo de conciencia1.

Como Kant había secretamente concebido la razón práctica según el modelo de la

teórica, inevitablemente la experiencia trascendental del sentimiento moral, del interés en la

observancia de la ley moral, tenía que suscitar el problema de cómo un simple

pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, podía provocar una sensación de placer

o de dolor. Esta dificultad, junto con la construcción accesoria de una causalidad particular

de la razón, se hace superflua tan pronto como, a la inversa, es la razón práctica la que

proporciona el modelo para la teórica. Pues entonces, el interés práctico de la razón

pertenece a la razón misma: en el interés por la autonomía del yo la razón se impone en la

misma medida en que el acto de la razón como tal produce la libertad. La autorreflexión es a

la vez intuición y emancipación, comprensión y liberación de la dependencia dogmática.

El dogmatismo, que la razón disuelve tanto analítica como prácticamente, es una

falsa conciencia: es a la vez error y existencia no libre. Sólo el yo que se aprehende en la

intuición intelectual como sujeto que se pone a sí mismo adquiere autonomía. El dog-

mático, por el contrario, puesto que no se procura la fuerza para la autorreflexión, vive en

la dispersión como un sujeto dependiente, determinado por los objetos y hecho objeto él

mismo: lleva una existencia privada de libertad, dado que no es consciente de su

espontaneidad en reflexión sobre sí misma. El dogmatismo es tanto una imperfección

moral como una incapacidad teórica, por eso el idealista corre el peligro de ensoberbecerse

burlándose del dogmático en lugar de ilustrarlo.

En este contexto hay que situar la famosa sentencia de Fichte, a menudo mal

entendida en términos psicologistas:

El tipo de filosofía que se elige depende del tipo de hombre que se es, pues un

sistema filosófico no es un utensilio que uno puede dar o recibir a su gusto, sino que está

animado por el alma del hombre que lo posee. Un carácter de naturaleza débil, o debilitado

y doblegado por el servilismo intelectual, el lujo refinado y la vanidad, no se elevará jamás al

idealismo2.

Fichte expresa de nuevo en esta formulación intuitiva la identidad de la razón

teórica con la práctica. La proporción en que estamos penetrados por el interés de la razón,

invadidos por la aspiración a la autonomía del yo y adelantados en la vía de la au-

torreflexión, determina al mismo tiempo el grado de autonomía adquirida y el punto de

vista de nuestra visión del ser y de la conciencia. La vía por la que se desarrolla el concepto

1 Segunda introducción, en op. cit., III, pág. 56. 2 Primera introducción, en op. cit., III, pág. 18.

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565

de interés de la razón de Kant a Fichte, conduce del concepto de un interés por la acción

de una voluntad libre, dictado por la razón práctica, al concepto de un interés por la

autonomía del yo, que actúa en la razón misma. La identificación que Fichte lleva a cabo de

la razón teórica con la razón práctica se pone de manifiesto en este interés. Como acto de

la libertad, tanto precede a la autorreflexión como se realiza en la fuerza emancipatoria de la

autorreflexión. Esta unidad de razón y uso interesado de la razón contrasta con el concepto

contemplativo de conocimiento. La teoría pura, en su sentido tradicional, establece una

separación de principio entre el proceso cognoscitivo y los contextos de la vida, y así el

interés no tiene más remedio que ser entendido como un momento ajeno a la teoría, que

llega del exterior y que enturbia la objetividad del conocimiento. La solidaridad particular

de conocimiento e interés que hemos encontrado a lo largo del análisis de la metodología

de las ciencias, cuando se la considera sobre el trasfondo de cualquiera de las variantes de la

concepción del conocimiento puro como copia, queda siempre expuesta al peligro de

quedar desnaturalizada en términos psicologistas. Caemos en la tentación de considerar a

los dos intereses rectores del conocimiento analizados hasta ahora como si se

encasquetaran a un aparato cognitivo ya constituido, para imponer de antemano una

dirección a un proceso cognitivo que debiera discurrir conforme a leyes propias. Algo de

eso hay todavía en Kant, en el caso del uso d*e la razón especulativa con una intención

práctica, si bien el interés que se invoca es concebido ya como un interés puro de la razón

práctica. Sólo en el concepto fichteano de autorreflexión interesada pierde el interés

inmanente a la razón su carácter de aditamento y se convierte en constitutivo, tanto para el

conocimiento como para la actividad. El concepto de autorreflexión desarrollado por

Fichte, como actividad que se vuelve sobre sí misma, tiene un significado sistemático para

la categoría de interés rector del conocimiento. También sobre este plano el interés, a la vez

que precede al conocimiento, no se realiza sino en virtud del conocimiento.

No aceptamos la intención sistemática de la Doctrina de la ciencia de transportar a sus

lectores, mediante un único acto, al punto de unión que representa la autointuición de un

yo que produce de manera absoluta al mundo y a sí mismo. Hegel elige con razón el

camino complementario de la experiencia fenomenológica, que no supera de un brinco el

dogmatismo, sino que recorre los estadios de la conciencia fenoménica como otros tantos

estadios de la reflexión. La autorreflexión originaria de Fichte se estira y dilata en la

experiencia de la reflexión. Pero tampoco podemos aceptar la intención de la Fenomenología

del espíritu de conducir a sus lectores al saber absoluto y al concepto de la ciencia

especulativa. Ciertamente que el movimiento de reflexión que arranca de la conciencia

empírica une razón e interés; dado que se tropieza en cada estadio con la dogmática de una

visión del mundo y al mismo tiempo con una forma de vida, el proceso del conocimiento

coincide con un proceso de formación. Pero no podemos concebir la vida de un sujeto

genérico que se constituye a sí mismo como movimiento absoluto de la reflexión, pues las

condiciones en las que se constituye el género humano no son solamente las sentadas por

la reflexión. El proceso de formación no es incondicionado como el acto absoluto de

autoposición del yo fichteano o como el movimiento absoluto del espíritu. Depende de las

condiciones contingentes de la naturaleza subjetiva y objetiva: de las condiciones de un

proceso individuante de socialización de los individuos en interacción, por un lado, y, por

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566

el otro, de las condiciones de un «intercambio de materia» con un entorno que agentes en

relación comunicativa tienen que hacer técnicamente manejable. En la medida en que el

interés de la razón por la emancipación, puesto en el proceso de formación de la especie y

que penetra el movimiento de reflexión, se dirige a la realización de esas condiciones de

interacción simbólicamente mediada y de la actividad instrumental, asume las formas

restringidas que representan el interés cognoscitivo práctico y el interés cognoscitivo

técnico. Cabría decir que en cierto modo es necesaria una reinterpretación materialista del

interés de la razón introducido en términos idealistas: el interés emancipatorio depende, por

su parte, del interés en la posible orientación intersubjetiva de la acción y del interés en la

posible manipulación técnica.

Los intereses que a este nivel dirigen los procesos cognoscitivos no se refieren a la

existencia de objetos, sino que apuntan a las acciones instrumentales eficaces y a las

interacciones logradas en tanto que tales —en este mismo sentido Kant había distinguido

entre el interés puro que nos tomamos por las acciones morales y las inclinaciones

empíricas, que sólo se despiertan ante la existencia de los objetos de la acción—. Pero

como ahora la razón que inspira esos dos intereses no es ya la razón pura práctica, sino una

razón que unifica en la autorreflexión conocimiento e interés, los intereses orientados hacia

la actividad comunicativa e instrumental incluyen necesariamente también las

correspondientes categorías de saber: adquieren eo ipso la función de intereses rectores del

conocimiento. Pues esas formas de acción no pueden quedar establecidas de forma duradera

sin que estén aseguradas las correspondientes categorías de saber, procesos acumulativos de

aprendizaje e interpretaciones permanentes mediadores de la tradición.

Hemos mostrado que en la esfera funcional de la actividad instrumental se origina

una constelación de actividad, lenguaje y experiencia distinta de la del marco de las

interacciones mediadas por símbolos. Las condiciones de la actividad instrumental y co-

municativa son al mismo tiempo las condiciones de la objetividad del conocimiento

posible; fijan el sentido de la validez de enunciados nomológicos y hermenéuticos. La

inserción de procesos cognoscitivos en contextos vitales llama nuestra atención sobre el

papel de los intereses rectores del conocimiento; un contexto vital es contexto de intereses.

Pero este contexto de intereses, al igual que el nivel sobre el que se reproduce la vida social,

no puede ser definido con independencia de las formas de acción y de las correspondientes

categorías del saber. El interés por la conservación de la vida se une en el plano

antropológico a una vida organizada mediante el conocimiento y la acción. Los intereses

rectores del conocimiento están determinados así por dos momentos: por una parte son

testimonio de que los procesos cognoscitivos surgen de contextos vitales y cumplen sus

funciones dentro de ellos; pero, por otra parte, en ellos queda también de manifiesto que lo

que caracteriza a la forma de vida reproducida socialmente es la conexión específica entre

conocimiento y acción.

El interés está vinculado a acciones que, aunque en constelaciones diversas, fijan las

condiciones del conocimiento posible a la vez que, por su parte, dependen de procesos de

conocimiento. Este entrelazamiento de conocimiento e interés hemos tratado de aclararlo

valiéndonos de esa categoría de «acciones» que coinciden con la «actividad» de la reflexión,

a saber, las acciones emancipatorias. Un acto de autorreflexión que «cambia una vida» es un

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567

movimiento de la emancipación. Ni el interés de la razón puede aquí corromper a la fuerza

cognoscitiva de la razón, ya que conocimiento y acción, como Fichte incansablemente

explica, están fusionados en un acto; ni tampoco puede el interés permanecer externo al

conocimiento cuando los dos momentos, de la acción y del conocimiento, se han separado

ya: al nivel de la acción instrumental y comunicativa.

De todos modos, sólo podemos asegurarnos metodológicamente de los intereses

rectores del conocimiento en las ciencias de la naturaleza y del espíritu después de haber

pisado la dimensión de la autorreflexión. La razón se aprehende como interesada en la realización

de la autorreflexión. Por eso sólo, nos encontramos con la fundamental conexión de

conocimiento e interés cuando desarrollamos la metodología en forma de la experiencia de

la autorreflexión: como disolución crítica del objetivismo, es decir, de la autocomprensión

objetivista de las ciencias que elimina la contribución de la actividad subjetiva en los objetos

preformados del conocimiento posible. Ni Peirce ni Dilthey han entendido sus in-

vestigaciones en este sentido, es decir, como una autorreflexión de las ciencias. Peirce

entiende su lógica de la investigación en conexión con el progreso científico, cuyas

condiciones esa lógica analiza: se trata de una disciplina auxiliar que contribuye a la

prometedora institucionalización y aceleración del proceso de investigación en su conjunto,

y con ello a la progresiva racionalización de la realidad. Dilthey comprende su lógica de las

ciencias del espíritu en conexión con el desarrollo de la hermenéutica: es una disciplina

auxiliar que contribuye a la difusión de la conciencia histórica y a la actualización estética de

una vida histórica omnipresente. Ninguno de ellos se pregunta si la metodología como

teoría del conocimiento no reconstruye experiencias más profundas en la historia de la

especie y conduce de esta forma a una nueva etapa de la autorreflexión en el proceso de

formación.

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568

Max Horkheimer. (Stuttgart, Alemania, 1895-Nuremberg, id., 1973) Filósofo y

sociólogo alemán. Fue cofundador (1931) y primer director del Instituto de Investigación

Social de Frankfurt, institución alrededor de la cual surgió la escuela homónima, de

inspiración marxista. En 1934, con Hitler en el poder, abandonó su país y se afincó en

Nueva York, donde dirigió una segunda etapa del Instituto. Al finalizar el conflicto regresó

a Frankfurt. Partícipe del proyecto emancipador denominado «teoría crítica», tras la guerra

puso en duda algunos de sus principios en el ensayo Dialéctica de la Ilustración (1948),

escrito en colaboración con Adorno. El desarrollo posterior de su pensamiento se centra

en la crítica de la «razón instrumental» propia del mundo moderno, que considera

necesariamente reduccionista.

Horkheimer, Max. Crítica de la razón instrumental. Terramar, La Plata, 2007. Cap. I

―Medios y fines‖ y cap. II, ―Dos panaceas universales antagónicas‖.

[15] I

MEDIOS Y FINES

Cuando se pide al hombre común que explique qué significa el concepto razón,

reacciona casi siempre con vacilación y embarazo. Sería falso interpretar esto como índice

de una sabiduría demasiado profunda o de un pensamiento demasiado abstruso como para

expresarlo con palabras. Lo que ello revela en realidad es la sensación de que ahí no hay

nada que explorar, que la noción de la razón se explica por sí misma, que la pregunta es de

por sí superflua. Urgido a dar una respuesta, el hombre medio dirá que, evidentemente, las

cosas razonables son las cosas útiles y que todo hombre razonable debe estar en

condiciones de discernir lo que le es útil. Desde luego, habría que tomar en consideración

las circunstancias de cualquier situación dada, como asimismo las leyes, costumbres y

tradiciones. Pero el poder que, en última instancia, posibilita los actos razonables, es la

capacidad de clasificación, de conclusión y deducción, sin reparar en qué consiste en cada

caso el contenido específico, o sea el funcionamiento abstracto del mecanismo pensante.

Esta especie de razón puede designarse como razón subjetiva. Ella tiene que habérselas

esencialmente con medios y fines, con la adecuación de modos de procedimiento a fines

que son más o menos aceptados y que presuntamente se sobreentienden. Poca importancia

tiene para ella la cuestión de silos objetivos como tales son razonables o no, Si de todos

modos se ocupa de fines, da por descontado que también éstos son racionales en un

sentido subjetivo, es decir, que sirven a los intereses del [16] sujeto con miras a su

autoconservación, ya se trate de la autoconservación del individuo solo o de la comunidad,

de cuya perdurabilidad depende la del individuo. La idea de un objetivo capaz de ser

racional por sí mismo —en razón de excelencias contenidas en el objetivo según lo señala

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569

la comprensión—, sin referirse a ninguna especie de ventaja o ganancia subjetiva, le resulta

a la razón subjetiva profundamente ajena, aun allí donde se eleva por encima de la

consideración de valores inmediatamente útiles, para dedicarse a reflexiones sobre el orden

social contemplado como un todo.

Por más ingenua o superficial que pueda parecer esta definición de la razón, ella

constituye un importante síntoma de un cambio de profundos alcances en el modo de

concebir, que se produjo en el pensamiento occidental a lo largo de los últimos siglos.

Durante mucho tiempo predominó una visión de la razón diametralmente opuesta. Tal

visión afirmaba la existencia de la razón como fuerza contenida no sólo en la conciencia

individual, sino también en el mundo objetivo: en las relaciones entre los hombres y entre

clases sociales, en instituciones sociales, en la naturaleza y sus manifestaciones. Grandes

sistemas filosóficos, tales como los de Platón y Aristóteles, la escolástica y el idealismo

alemán, se basaban sobre una teoría objetiva de la razón. Esta aspiraba a desarrollar un

sistema vasto o una jerarquía de todo lo que es, incluido el hombre y sus fines. El grado de

racionalidad de la vida de un hombre podía determinarse conforme a su armonía con esa

totalidad. La estructura objetiva de ésta —y no sólo el hombre y sus fines— debía servir de

pauta para los pensamientos y las acciones individuales. Tal concepto de la razón no excluía

jamás a la razón subjetiva, sino que la consideraba una expresión limitada y parcial de una

racionalidad abarcadora, vasta, de la cual se deducían criterios aplicables a todas las cosas y

a todos los seres vivientes. El énfasis recaía más en los fines que en los medios. La

ambición más alta de este modo de pensar consistía en conciliar el orden objetivo de lo

"racional" tal como lo entendía la [17] filosofía, con la existencia humana, incluyendo el

interés y la autoconservación: Así Platón, en su República, quiere demostrar que el que vive

bajo la luz de la razón objetiva es también afortunado y feliz en su vida. En el foco central

de la teoría de la razón objetiva no se situaba la correspondencia entre conducta y meta,

sino las nociones —por mitológicas que puedan antojársenos hoy— que trataban de la idea

del bien supremo, del problema del designio humano y de la manera de cómo realizar las

metas supremas.

Hay una diferencia fundamental entre esta teoría, conforme a la cual la razón es un

principio inherente a la realidad, y la enseñanza que nos dice que es una capacidad subjetiva

del intelecto. Según esta última, única mente el sujeto puede poseer razón en un sentido

genuino; cuando decimos que una institución o alguna otra realidad es racional, usualmente

queremos dar a entender que los hombres la han organizado de un modo racional, que han

aplicado en su caso, de manera más o menos técnica, su facultad lógica, calculadora. En

última instancia la razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular probabilidades y de

adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece coincidir con las

ideas de muchos filósofos eminentes, en especial de los pensadores ingleses desde los días

de John Locke. Desde luego, Locke no pasó por alto otras funciones intelectivas que

podrían entrar en la misma categoría, por ejemplo la facultad discriminatoria y la reflexión.

Pero también estas funciones ayudan sin lugar a dudas en la adecuación de medios a fines,

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570

la que, al fin y al cabo, constituye el interés social de la ciencia y, en cierto modo, la raison

d'étre de toda teoría dentro del proceso de producción social.

En la concepción subjetivista, en la cual "razón" se utiliza más bien para designar

una cosa o un pensamiento y no un acto, ella se refiere exclusivamente a la relación que tal

objeto o concepto guarda con un fin, y no al propio objeto o concepto. Esto significa que

la cosa o el pensamiento sirve para alguna otra cosa. No existe [18] ninguna meta racional

en sí, y no tiene sentido entonces discutir la superioridad de una meta frente a otras con

referencia a la razón. Desde el punto de partida subjetivo, semejante discusión sólo es

posible cuando ambas metas se ven puestas al servicio de otra tercera y superior, vale decir,

cuando son medios y no fines. 1

La relación entre estos dos conceptos de la razón no es sólo una relación de

antagonismo. Vistos históricamente, ambos aspectos de la razón, tanto el subjetivo como el

objetivo, han existido desde un principio, y el predominio del primero sobre el segundo fue

estableciéndose en el transcurso de un largo proceso. La razón en su sentido estricto, en

cuanto logos o ratio, se refería siempre esencialmente al sujeto, a su facultad de pensar.

Todos los términos que la designan fueron alguna vez expresiones subjetivas; así el término

griego deriva del ÁéysLv, "decir", y designaba la facultad subjetiva del habla [19]. La

facultad de pensar subjetiva era el agente crítico que disolvía la superstición. Pero al

denunciar la mitología como falsa objetividad, esto es, como producto del sujeto, tuvo que

utilizar conceptos que reconocía como adecuados. De este modo fue desarrollando siempre

su propia objetividad. En el platonismo, la doctrina pitagórica de los números que procedía

de la mitología astral fue transformada en la doctrina de las ideas que intenta definir el

contenido más alto del pensar como una objetividad absoluta, aun cuando ésta, si bien

unida a ese contenido, se sitúa en última instancia más allá de la facultad de pensar. La

actual crisis de la razón consiste fundamentalmente en el hecho de que el pensamiento,

llegado a cierta etapa, o bien ha perdido la facultad de concebir, en general, una objetividad

semejante o bien comenzó a combatirla como ilusión. Este proceso se extendió

paulatinamente, abarcando el contenido objetivo de todo concepto racional. Finalmente,

1 La diferencia entre este significado de la razón y la concepción objetivista se asemeja hasta cierto punto a la diferencia entre

racionalidad funcional y substancial, tal como se usan estas palabras en la escuela de Max Weber. Sin embargo, Max Weber se

adhirió tan decididamente a la tendencia subjetivista que no imaginaba ninguna clase de racionalidad — ni siquiera una

racionalidad "substancial" — gracias a la cual el hombre fuese capaz de discernir entre un fin y otro. Si nuestros impulsos,

nuestras intenciones y finalmente nuestras decisiones últimas han de ser irracionales a priori, entonces la razón substancial se

convierte en un instrumento de correlación y es por lo tanto esencialmente "funcional". A pesar de que las descripciones del propio

Weber y las de sus discípulos referentes a la burocratización y monopolización del conocimiento esclarecieron en gran medida el

aspecto social de la transición de la razón

objetiva a la subjetiva (cf. especialmente los análisis de Karl Mannheim en Man and Society, Londres 1940; íd. Mensch und

Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus, Darmstadt 1958), el pesimismo de Max Weber acerca de la posibilidad de una

comprensión racional y una actuación racional, tal como se expresa en su filosofía (cf. p. ej. "Wissenschaft als

Beruf", en: Gesammelte Aufsátze Zur Wissenschaftslehre, Tübingen 1922), constituye en sí mismo un mojón

en el camino de la abdicación de la filosofía y la ciencia en cuanto a su aspiración a determinar la meta del

hombre.

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571

ninguna realidad en particular puede aparecer per se como racional; vaciadas de su

contenido, todas las nociones fundamenta les se han convertido en meros envoltorios

formales. Al subjetivizarse, la razón también se formaliza.1

La formalización de la razón tiene consecuencias teóricas y prácticas de vasto

alcance. Si la concepción subjetivista es fundada y válida, entonces el pensar no sirve para

determinar si algún objetivo es de por sí deseable. La aceptabilidad de ideales, los criterios

para nuestros actos y nuestras convicciones, los principios conductores de la ética y de la

política, todas nuestras decisiones últimas, llegan a depender de otros factores que no son la

razón. Han de ser asunto de elección y de predilección, y pierde sentido el hablar de la

verdad cuando se trata de decisiones prácticas, morales o estéticas. "Un juicio de hechos —

dice Rusell,2uno de los pensadores [20] más objetivistas entre los subjetivistas— es capaz

de poseer un atributo que se llama 'verdad' y que éste le pertenezca o no le pertenezca, de

un modo totalmente independiente de lo que uno pueda pensar al respecto... Empero... yo

no veo ningún atributo análogo a la 'verdad' que formara parte o no de un juicio ético.

Debe concederse que la ética atribuye esto a una categoría distinta de la ciencia." Pero

Russell conoce mejor que otros las dificultades con las que necesariamente tropieza

semejante teoría. "Un sistema inconsecuente puede sin duda contener menos falsedades

que uno consecuente. "3 A pesar de su filosofía, que afirma que "los valores morales

supremos son subjetivos",4parece distinguir las cualidades morales objetivas de los actos

humanos y nuestra manera de percibirlos: "lo que es terrible, quiero verlo como terrible".

Tiene el coraje de asumir la inconsecuencia y así, desviándose de ciertos aspectos de su

lógica antidialéctica, sigue siendo de hecho al mismo tiempo filósofo y humanista. Si

quisiera aferrarse consecuentemente a su teoría cientificista, tendría que admitir que no

existen ni actos terribles ni condiciones inhumanas y que los males que ve son pura

imaginación.

Según tales teorías, el pensamiento sirve a cualquier aspiración particular, ya sea

buena o mala. Es un instrumento para todas las empresas de la sociedad,, pero no ha de

intentar determinar las estructuras de la vida social e individual, que deben ser determinadas

por otras fuerzas. En la discusión, tanto en la científica como en la profana, se ha llegado al

punto de ver por lo general en la razón, una facultad intelectual de coordinación, cuya

eficiencia puede ser aumentada mediante el uso metódico y la exclusión de factores no

intelectuales, tales como emociones conscientes e inconscientes. La razón jamás dirigió

verdaderamente la realidad social, pero en la actualidad se la ha limpiado tan a fondo,

quitándosele toda tendencia o inclinación específica que, final [21] mente, hasta ha

renunciado a su tarea de juzgar los actos y el modo de vivir del hombre. La razón ha dejado

1 Aun cuando los términos subjetivización y formalización en muchos casos no tienen el mismo significado,

los usamos aquí, en general, prácticamente como sinónimos. [18]

2 "Reply to Criticisms", en: The Philosophy of Bertrand Russell, Chicago, 1944, pág, 723 3 Ibid., pág. 720. 4 Ibid.

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572

estas cosas, para su definitiva sanción, a merced de los intereses contradictorios: un

conflicto al que de hecho nuestro mundo parece enteramente entregado.

Atribuirle así a la razón una posición subordinada es cosa que se opone en forma

aguda a las ideas de los adalides de la civilización burguesa, de los representantes

espirituales y políticos de la ascendente clase media, que unánimemente habían declarado

que la razón desempeña un papel directivo en el comportamiento humano, acaso hasta el

papel preeminente, protagónico. Tales adalides consideraron sabia toda legislación cuyas

leyes coincidieran con la razón; las políticas nacionales e internacionales se juzgaban según

la medida en que seguían las pautas indicadas por la razón. La razón había de regular

nuestras decisiones y nuestras relaciones con los otros hombres y con la naturaleza. Se la

concebía como a un ente, como una potencia espiritual que mora en cada hombre. Se

declaró que esa potencia era instancia suprema, más aun, que era la fuerza creadora que

regía las ideas y las cosas a las cuales debíamos dedicar nuestra vida.

Si en nuestros días citan a alguien a un juzgado por una cuestión de tránsito y el

juez le pregunta si ha manejado de un modo razonable, lo que quiere decir es esto: ¿hizo

usted todo lo que estuvo en su poder a fin de proteger su vida y su propiedad y la de otros,

y a fin de obedecer la ley? El juez supone tácitamente

que estos valores deben ser respetados. De lo que duda es simplemente de si el

comportamiento ha correspondido a tales pautas reconocidas en general.

En la mayoría de los casos, ser razonable significa no ser testarudo, lo cual señala

nuevamente una coincidencia con la realidad tal cual es. El principio de la adaptación se

considera como cosa obvia. Cuando se concibió la idea de razón, ésta había de cumplir

mucho más que una mera regulación de la relación entre medios y fines: se la consideraba

como el instrumento destinado [22] a comprender los fines, a determinarlos. Sócrates

murió por el hecho de subordinar las ideas más sagradas y familiares de su comunidad y de

su tierra a la crítica del daimon, o pensamiento dialéctico, como lo llamaba Platón. Con ello

luchó tanto contra el conservadorismo ideológico como contra el relativismo que se

disfrazaba de progreso, pero que en verdad se subordinaba a intereses personales y de

clase. Dicho con otras palabras: luchaba contra la razón subjetiva, formalista, en cuyo

nombre hablaban los demás sofistas. Sócrates socavó la sagrada tradición de Grecia, el

estilo de vivir ateniense, y preparó así el terreno para formas radicalmente distintas de la

vida individual y social. Sócrates tenía por cierto que la razón, entendida como

comprensión universal, debía determinar las convicciones y regular las relaciones entre los

hombres y entre el hombre y la naturaleza.

Pese a que su doctrina podría considerarse como origen filosófico de la noción del

sujeto como juez supremo respecto al bien y el mal, Sócrates no hablaba de la razón y sus

juicios como de meros nombres o convenciones, sino como si reflejasen la verdadera

naturaleza de las cosas. Por negativistas que pudieran haber sido sus enseñanzas,

implicaban la noción de verdad absoluta y se presentaban como intuiciones objetivas, casi

como revelaciones. Su daimon era un dios espiritual, mas no era menos real que los otros

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573

dioses, tal como se los concebía. Su nombre había de designar una fuerza viviente. En la

filosofía de Platón, la potencia socrática del conocimiento inmediato o de la conciencia

moral, el nuevo dios dentro del sujeto individual, destronó a sus rivales de la mitología

griega o por lo menos los transformó. Se convirtieron en ideas. De ningún modo podría

decirse que son simplemente criaturas, productos o contenidos humanos similares a las

impresiones sensoriales del sujeto, tal como lo enseña la teoría del idealismo subjetivo. Por

el contrario, conservan todavía algunas de las prerrogativas de los antiguos dioses:

conforman una esfera superior y más noble que la de los seres humanos, son mode [23] los,

sin inmortales. El daimon a su vez se ha transformado en el alma, y el alma en el ojo capaz

de percibir las ideas. El alma se manifiesta como contemplación de la verdad o como

capacidad del sujeto individual de advertir hondamente el orden eterno de las cosas y, por

lo tanto, como pauta directiva del actuar, que ha de seguirse dentro del orden temporal.

El concepto "razón objetiva" denuncia así que su esencia es por un lado una

estructura inherente a la realidad, que requiere por sí misma un determinado

comportamiento práctico o teórico en cada caso dado. Esta estructura es accesible a todo el

que asume el esfuerzo del pensar dialéctico o —lo que es lo mismo— a todo aquel capaz

de asumir el Eros. Por otro lado, el concepto "razón objetiva" puede caracterizar

precisamente ese esfuerzo y esa capacidad de reflejar semejante orden objetivo. Todos

conocen situaciones que por sí mismas, independientemente de los intereses del sujeto,

imponen una determinada pauta al actuar; por ejemplo, un niño o un animal en peligro de

ahogarse, un pueblo que sufre hambre, o una enfermedad individual. Cada una de esas

situaciones habla, por así decirlo, su propio idioma. Pero puesto que sólo son segmentos de

la realidad, es posible que se haga necesario descuidar a cada una de ellas, por el hecho de

que existan estructuras más amplias que exigen pautas de actuación diferentes y asimismo

independientes de los deseos e intereses personales.

Los sistemas filosóficos de la razón objetiva implicaban la convicción de que es

posible descubrir una estructura del ser fundamental o universal y deducir de ella una

concepción del designio humano. Entendían que la ciencia, si era digna de ese nombre,

hacía de esa reflexión o especulación su tarea. Se oponían a toda teoría epistemológica que

redujera la base objetiva de nuestra comprensión a un caos de datos descoordinados y que

convirtiese el trabajo científico en mera organización, clasificación o cálculo de tales datos.

Según los sistemas clásicos, esas tareas —en las que la razón subjetiva tiende a ver la

función principal de la ciencia— se subordinan a [24] la razón objetiva de la especulación.

La razón objetiva aspira a sustituir la religión tradicional por el pensar filosófico metódico y

por la comprensión y a convertirse así en fuente de la tradición. Puede que su ataque a la

mitología sea más serio que el de la razón subjetiva, la cual —abstracta y formalista tal

como se concibe a sí misma— se inclina a desistir de la lucha con la religión, estableciendo

dos rubros diferentes, uno destinado a la ciencia y a la filosofía y otro a la mitología

institucionalizada, con lo que reconoce a ambos. Para la filosofía de la razón objetiva no es

posible una salida semejante. Puesto que se aferra al concepto de verdad objetiva, se ve

obligada a tomar una posición, positiva o negativa, respecto al contenido de la religión

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574

establecida. Por eso la crítica acerca de opiniones sociales hecha en nombre de la razón

objetiva alcanza una repercusión mucho más penetrante — aun cuando a veces es menos

directa y agresiva— que aquella que se pronuncia en nombre de la razón subjetiva. En los

tiempos modernos la razón ha desarrollado la tendencia a disolver su propio contenido

objetivo. Cierto es que en la Francia del siglo XVI volvió a hacer progresos la noción de

una vida dominada por la razón como ideal supremo. Montaigne adaptó esa noción a la

vida individual, Bodin a la de los pueblos y De l'Hópital la puso en práctica en la política.

Pese a ciertas declaraciones escépticas, la obra de estos pensadores estimuló la abdicación

de la religión en favor de la razón como suprema autoridad espiritual. Pero en aquellos

tiempos la razón cobró un nuevo significado que halló su más alta expresión en la literatura

francesa y que en cierta medida todavía puede encontrarse en el lenguaje coloquial

moderno: poco a poco el término vino a designar una actitud conciliatoria. Ya no se

tomaban en serio las divergencias de opinión en materia religiosa —que con el ocaso de la

iglesia medieval se habían convertido en campo predilecto para las disputas de tendencias

políticas contrarias— y se creía que ninguna fe, ninguna ideología merecía ser defendida

hasta la muerte. Este concepto de razón era sin duda más huma [25] no, pero al mismo

tiempo más débil que el concepto religioso de la verdad; era más condescendiente ante los

intereses dominantes, más dócil y adaptable a la realidad tal cual es, y corría por lo tanto el

riesgo, desde un comienzo, de capitular ante lo "irracional". El término "razón" designaba

ahora el punto de vista de sabios, estadistas y humanistas que consideraban los conflictos

dentro del dogmatismo religioso en sí como cuestiones más o menos insignificantes,

simples manifestaciones de consignas y recursos de propaganda de diferentes partidismos

políticos. Para los humanistas no había contradicción alguna en el hecho de que diversos

hombres que vivían bajo un mismo gobierno, dentro de las mismas fronteras profesasen

sin embargo diferentes religiones. A un gobierno semejante le incumbían fines puramente

seculares. No era su deber, como pensaba Lutero, disciplinar y domesticar a la bestia

humana, sino crear condiciones favorables para el comercio y la industria, afirmar la ley y el

orden y asegurar a sus ciudadanos la paz dentro de su territorio y la protección fuera de él.

En lo referente al individuo, la razón desempeñó entonces el mismo papel que le

correspondía al Estado soberano, encargado del bienestar del pueblo y de combatir el

fanatismo y la guerra civil.

La separación entre la razón y la religión señaló un paso más en el debilitamiento

del aspecto objetivo de ésta y un grado mayor de su formalización, tal como se hizo patente

luego, durante el periodo del iluminismo. Pero en el siglo XVII aún prevalecía el aspecto

objetivo de la razón, ya que la aspiración principal de la filosofía racionalista consistió en

formular una doctrina del hombre y la naturaleza capaz de cumplir esa función espiritual —

al menos para el sector privilegiado de la sociedad— que anteriormente cumplía la religión.

Desde el Renacimiento los hombres trataron de idear una doctrina autónomamente

humana tan amplia como la teología, en lugar de aceptar metas y valores que les imponla

una autoridad espiritual. La filosofía empeñó todo su orgullo en ser el instrumento de la

deducción, explicación y [26] revelación del contenido de la razón en cuanto imagen refleja

de la verdadera naturaleza de las cosas y de la recta conducción de la vida. Spinoza, por

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575

ejemplo, pensaba que la percepción de la esencia de la realidad, de la estructura armoniosa

del universo eterno, engendraba necesariamente amor por ese universo. Para Spinoza la

conducta moral se ve enteramente determinada por semejante percepción de la naturaleza,

así como nuestra dedicación a una persona puede ser determinada por la percepción de su

grandeza o de su genio. Según Spinoza, las angustias y las pequeñas pasiones, ajenas al gran

amor hacia el universo que es el logos mismo, desaparecerán no bien sea suficientemente

profunda nuestra comprensión de la realidad.

También los otros grandes sistemas racionalistas del pasado hacen hincapié en el

principio de que la razón se reconoce a sí misma en la naturaleza de las cosas y en que la

correcta conducta humana surge de tal reconocimiento. Esa conducta no es necesariamente

la misma para cada individuo, ya que la situación de cada uno es singular y única. Hay

diferencias geográficas e históricas, diferencias de edad,, de sexo, de aptitud, de estado

social y cosas por el estilo. Sin embargo, ese entendimiento es general por cuanto su nexo

lógico con la actitud moral resulta evidente a todo sujeto imaginable dotado de inteligencia.

Así, por ejemplo, para la filosofía de la razón, el reconocimiento de la grave situación de un

pueblo esclavizado podría mover a un hombre joven a luchar por su liberación, pero

permitiría a su padre permanecer en su casa y cultivar la tierra. A pesar de tales diferencias

en sus consecuencias, la naturaleza lógica de ese entendimiento se siente como

generalmente accesible a todos los hombres. Aun cuando estos sistemas filosóficos

racionalistas no exigían una sumisión tan vasta como la que había pretendido la religión,

fueron apreciados como esfuerzos para registrar el significado y los requerimientos de la

realidad y para exponer verdades válidas para todos. Sus autores creían que el lumen

naturale, el entendimiento natural o la luz de la razón, [27] bastaba para penetrar tan

hondamente en la creación que de ello surgiese una clave que sirviera para armonizar la

vida humana con la naturaleza tanto en el mundo externo como en el ser del hombre en sí.

Conservaron a Dios, pero no así la Gracia; abrigaban la creencia de que el hombre podía

prescindir de lumen supernaturale de cualquier índole para todos los fines del

conocimiento teórico y de la decisión práctica. Sus reconstrucciones especulativas del

universo, aunque no sus teorías epistemológicas sensualistas —Giordano Bruno y no

Telesio, Spinoza y no Locke—, chocaban directamente con la religión tradicional, puesto

que los esfuerzos intelectuales de los metafísicos tenían que habérselas mucho más que las

teorías de los empiristas con las hipótesis acerca de Dios, la creación y el sentido de la vida.

En los sistemas filosóficos y políticos del racionalismo la ética cristiana fue

secularizada. Los objetivos perseguidos a través de las tareas individuales y sociales eran

deducidos de la convicción respecto a la existencia de determinadas ideas innatas o de

conocimientos inmediatamente evidentes, y se los relacionaba así con el concepto de

verdad objetiva, aun cuando esa verdad ya no era considerada algo garantizado por un

dogma ajeno a las exigencias del pensamiento. Ni la Iglesia ni los sistemas filosóficos

surgentes establecían separación entre la sabiduría, la ética, la religión y la política. Pero la

unidad fundamental de todas las convicciones humanas, arraigada en una ontología

cristiana común a todas, se vio paulatinamente destrozada, y las tendencias relativistas que

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576

se habían destacado nítidamente en los paladines de la ideología burguesa, tales como

Montaigne —pero que luego se habían visto temporariamente eclipsadas por la metafísica

racionalista—, lograron triunfar en todas las actividades culturales.

Desde luego, al comenzar a suplantar la religión, la filosofía no tenía el propósito —

como se señaló anteriormente— de eliminar la verdad objetiva; intentaba sólo darle una

nueva base racional. La polémica respecto a la naturaleza de lo absoluto no fue el motivo

principal [28] por el que se acosó y rechazó a los metafísicos. En realidad, se trataba de

establecer si la revelación o la razón, la teología o la filosofía constituían el medio de

determinar y de expresar la verdad suprema. Así como la Iglesia defendía el poder, el

derecho y el deber de la religión de enseñar al pueblo cómo había sido creado el mundo, en

qué consistía su finalidad y cómo había que comportarse, la filosofía defendía el poder, el

derecho y el deber del espíritu de revelar la naturaleza de las cosas y de deducir de tal

entendimiento las maneras del recto actuar. El catolicismo y la filosofía racionalista europea

concordaban plenamente respecto a la existencia de una realidad acerca de la cual podía

obtenerse semejante entendimiento; es más, la suposición de esa realidad era el terreno

común sobre el cual libraban sus conflictos.

Las dos fuerzas espirituales que no estaban de acuerdo con esta premisa especial

eran el calvinismo, con su doctrina del deus absconditus, y el empirismo con su opinión,

primero implícita y luego explícita, de que la metafísica se ocupaba exclusivamente de

pseudosproblemas. Pero la Iglesia católica se oponía a la filosofía precisamente porque los

nuevos sistemas metafísicos afirmaban la posibilidad de una comprensión que

autónomamente había de determinar las decisiones morales y religiosas del hombre.

Por último, la activa controversia entre la religión y la filosofía terminó en un

callejón sin salida, porque se consideró a ambas como dominios culturales separados. Los

hombres se reconciliaron poco a poco con la idea de que ambas llevan su vida propia entre

las paredes de su celda cultural y se toleran mutuamente. La neutralización de la religión,

reducida ahora al status de un bien cultural entre otros, se opuso a su pretensión

"totalitaria" de encarnar la verdad objetiva, y al mismo tiempo la debilita. A pesar de que la

religión haya continuado siendo superficialmente estimada, su neutralización allanó el

camino para que fuese eliminada como medio de objetividad espiritual y para que

finalmente dejase [29] de existir la noción de tal objetividad, que de por si se guiaba por el

modelo de la idea de lo absoluto de la revelación religiosa.

En realidad, tanto el contenido de la filosofía como el de la religión se vieron

profundamente perjudicados por este arreglo aparentemente pacífico de su conflicto

original. Los filósofos de la Ilustración atacaron a la religión en nombre de la razón; en

última instancia a quien vencieron no fue a la Iglesia, sino a la metafísica y al concepto

objetivo de razón mismo: la fuente de poder de sus propios esfuerzos. Por último la razón,

en cuanto órgano para la comprensión de la verdadera naturaleza de las cosas y para el

establecimiento de los principios directivos de nuestra vida, terminó por ser considerada

anacrónica. Especulación es sinónimo de metafísica, y metafísica lo es de mitología y

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577

superstición. Bien podría decirse que la historia de la razón y del iluminismo, desde sus

comienzos en Grecia hasta la actualidad, ha conducido a un estado en que se desconfía

incluso de la palabra razón, pues se le atribuye la posibilidad de designar al mismo tiempo a

algún ente mitológico. La razón se autoliquidó en cuanto medio de comprensión ética,

moral y religiosa. El obispo Berkeley —hijo legítimo del nominalismo, protestante

entusiasta y esclarecedor positivista en una sola persona— dirigió hace doscientos años un

ataque contra tales nociones generales, incluso contra la noción de noción general. Tal

campaña ha triunfado en la práctica totalmente, Berkeley, en parcial contradicción con su

propia teoría, conservó unas pocas nociones generales, como ser espíritu, alma, y causa.

Pero éstas fueron eliminadas a fondo por Hume, el padre del positivismo moderno.

La religión sacó de esa evolución una aparente ventaja. La formalización de la razón

la preservó de todo ataque serio por parte de la metafísica o teoría filosófica, y esa

seguridad parecería hacer de ella un instrumento social sumamente práctico. Pero al mismo

tiempo su neutralidad significa que va desvaneciéndose su verdadero espíritu, es decir, la

convicción de su estar rela [30] cionado con ser la depositaría de una verdad a la que antaño

se atribuía vigencia sobre la ciencia, el arte y la política y toda la humanidad. La muerte de

la razón especulativa, primero servidora de la religión y luego su contrincante, puede

resultar funesta para la religión misma.

Todas estas consecuencias se hallaban ya contenidas en germen en la idea burguesa

de tolerancia, idea ambivalente. Por un lado, tolerancia significa libertad frente al dominio

de la autoridad dogmática; por el otro, fomenta una posición de neutralidad frente a

cualquier contenido espiritual y, por consiguiente, fomenta el relativismo. Todo dominio

cultural conserva su "soberanía" con relación a la verdad general. El sistema de la división

social del trabajo se transfiere automáticamente a la vida del intelecto, y esta subdivisión de

la esfera cultural surge del hecho de que la verdad general, objetiva, se ve reemplazada por

la razón formalizada, profundamente relativista.

Las implicaciones políticas de la metafísica racionalista se destacaron en el siglo XV

cuando, a raíz de las revoluciones norteamericana y francesa, el concepto de nación se

tomó principio directivo. En la historia moderna esta noción tendió a desplazar a la religión

en cuanto motivo supremo, supraindividual, de la vida humana. La nación extrae su

autoridad más de la razón que de la revelación, extendiéndose aquí razón como

conglomerado de intelecciones fundamentales, ya sean innatas o desarrolladas mediante la

especulación, y no como capacidad que sólo tiene que habérselas con los medios

destinados a producir el efecto de tales intelecciones.

El interés egoísta en el que hacían hincapié determinadas doctrinas de derecho

natural y filosofías hedonistas constituía sólo una de tales intelecciones y se lo consideró

como algo arraigado en la estructura objetiva del universo que así formaba parte de todo el

sistema de categorías. En la edad industrial la idea del interés egoísta fue ganando

paulatinamente supremacía abso [31] luta y terminó por sofocar a los otros motivos, antaño

considerados fundamentales para el funcionamiento de la sociedad; esta actitud prevaleció

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578

en las principales escuelas del pensamiento y, durante el período liberal, también en la

conciencia pública. Pero el mismo proceso reveló las contradicciones entre la teoría del

interés egoísta y la idea de nación. La filosofía enfrentó entonces la alternativa de aceptar

las consecuencias anarquistas de esta teoría o caer víctima de un nacionalismo irracional y

mucho más contagiado de romanticismo que las teorías de las ideas innatas que

predominaban durante el período mercantilista.

El imperialismo intelectual del principio abstracto del interés egoísta —núcleo

central de la ideología oficial del liberalismo— puso de manifiesto la creciente discrepancia

entre esta ideología y las condiciones sociales reinantes en las naciones industrializadas. Una

vez que se afirma esta escisión de la conciencia pública no queda ningún principio racional

eficaz para sostener la cohesión social. La idea de la comunidad popular * nacional, erigida

al principio como ídolo, sólo puede luego ser sostenida mediante el terror. Esto explica la

tendencia del liberalismo a transformarse en fascismo, y la de los representantes espirituales

y políticos del liberalismo a hacer las paces con sus adversarios. Esta tendencia, que tan

frecuentemente ha surgido en la historia europea más reciente, puede deberse, aparte de sus

causas económicas, a la contradicción interna entre el principio subjetivista del interés

egoísta y la idea de la razón que presuntamente lo expresa. Originariamente la constitución

política se concebía como expresión de principios concretos fundados en la razón objetiva;

las ideas de justicia, igualdad, felicidad, democracia, propiedad, todas ellas debían estar en

concordancia con la razón, debían emanar de la razón.

[32] Más tarde el contenido de la razón se ve voluntariamente reducido al contorno

de sólo una parte de ese contenido, al marco de uno solo de sus principios; lo particular

viene a ocupar el sitio de lo general. Semejante tour de force en el ámbito intelectual va

preparando el terreno para el dominio de la violencia en el ámbito de lo político. Al

abandonar su autonomía, la razón se ha convertido en instrumento. En el aspecto

formalista de la razón subjetiva, tal como lo destaca el positivismo, se ve acentuada su falta

de relación con un contenido objetivo; en su aspecto instrumental, tal como lo destaca el

pragmatismo, se ve acentuada su capitulación ante contenidos heterónomos. La razón

aparece totalmente sujeta al proceso social. Su valor operativo, el papel que desempeña en

el dominio sobre los hombres y la naturaleza, ha sido convertido en criterio exclusivo. Las

nociones se redujeron a síntesis de síntomas comunes a varios ejemplares. Al caracterizar

una similitud, las nociones liberan del esfuerzo de enumerar las cualidades y sirven así a una

mejor organización del material del conocimiento. Vemos en ellas meras

' Volksgemeinschaft: expresión de los teóricos racistas, popularizada durante el

nazismo. (N de los T) abreviaturas de los objetos particulares a los que se refieren. Todo

uso que va más allá de la sintetización técnica de datos fácticos, que sirve de ayuda, se ve

extirpado como una huella última de la superstición. Las nociones se han convertido en

medios racionalizados, que no ofrecen resistencia, que ahorran trabajo. Es como si el

pensar mismo se hubiese reducido al nivel de los procesos industriales sometiéndose a un

plan exacto; dicho brevemente, como si se hubiese convertido en un componente fijo de la

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579

producción. Toynee1 ha señalado algunas de las consecuencias de este proceso con miras a

la historiografía. Habla de la "tendencia del alfarero a convertirse en esclavo de su arcilla...

En el mundo de la acción sabemos que resulta funesto tratar a animales o a seres humanos

como si fuesen troncos o piedras. ¿Por qué ha [33] bríamos de considerar como menos

erróneo semejante tratamiento en el mundo de las ideas?"

Cuanto más automáticas y cuanto más instrumentalizadas se vuelven las ideas, tanto

menos descubre uno en ellas la subsistencia de pensamientos con sentido propio. Se las

tiene por cosas, por máquinas. El lenguaje, en el gigantesco aparato de producción de la

sociedad moderna, se redujo a un instrumento entre otros. Toda frase que no constituye el

equivalente de una operación dentro de ese aparato, se presenta ante el profano tan

desprovista de significado como efectivamente debe serlo de acuerdo con los semánticos

contemporáneos, según los cuales es la frase puramente simbólica y operacional, vale decir

enteramente desprovista de sentido, la que denota un sentido. La significación aparece

desplazada por la función o el efecto que tienen en el mundo las cosas y los sucesos. Las

palabras, en la medida en que no se utilizan de un modo evidente con el fin de valorar

probabilidades técnicamente relevantes o al servicio de otros fines prácticos, entre los que

debe incluirse hasta el recreo, corren el peligro de hacerse sospechosas de ser pura

cháchara, pues la verdad no es un fin en sí misma.

En la edad del relativismo, cuando hasta los niños conciben las ideas como

anuncios publicitarios o como racionalizaciones, el miedo precisamente de que la lengua

pudiera dar todavía albergue subrepticio a restos mitológicos ha otorgado a las palabras un

nuevo carácter mitológico. Es cierto que las ideas han sido radicalmente funcionalizadas y

que se considera al lenguaje como mero instrumento, ya para el almacenamiento y la

comunicación de elementos intelectuales de la producción, ya para la conducción de las

masas. Al mismo tiempo el lenguaje, por así decirlo, toma su venganza al recaer en su etapa

mágica. Como en los días de la magia, cada palabra es considerada una peligrosa potencia

capaz de destruir la sociedad, hecho por el cual debe responsabilizarse a quien la pronuncia.

Por consiguiente, bajo el control social se ve muy menguada la aspiración a la verdad. Se

declara nula la diferencia entre pensamiento y acción. [34] Por lo tanto, se ve un acto en

cada pensamiento; toda reflexión es una tesis y toda tesis una consigna. Cada cual debe

responder de lo que dice o no dice. Cada cosa y cada uno de los hombres se presenta

clasificado y provisto de un rótulo. La cualidad de ser humano, que excluye la identificación

del individuo con una clase, es "metafísica" y no tiene lugar en la teoría epistemológica

empirista. La gaveta en que un hombre es introducido circunscribe su destino. No bien un

pensamiento o una palabra se hace instrumento, puede uno renunciar a "pensar" realmente

algo al respecto, esto es, a ejecutar de conformidad los actos lógicos contenidos en su

formulación verbal. Tal como a menudo y con justicia se ha sostenido, la venta ja de la

matemática —el modelo de todo pensamiento neopositivista— consiste precisamente en

esta "economía de pensamiento". Se realizan complejas operaciones lógicas sin que

1 A Study of History, vol. 1, 2da Ed., Londres 1935, pág 7

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realmente se efectúen todos los actos mentales en que se basan los símbolos matemáticos y

lógicos. Semejante mecanización es un efecto esencial para la expansión de la industria;

pero cuando se vuelve rasgo característico del intelecto, cuan do la misma razón se

instrumentaliza, adopta una especie de materialidad y ceguera, se torna fetiche, entidad

mágica, más aceptada que experimentada espiritualmente. ¿Cuáles son las consecuencias de

la formalización de la razón? Nociones como las de justicia, igual dad, felicidad, tolerancia

que, según dijimos, en siglos anteriores son consideradas inherentes a la razón o de

pendientes de ella, han perdido sus raíces espirituales. Son todavía metas y fines, pero no

hay ninguna instancia racional autorizada a otorgarles un valor y a vincularlas con una

realidad objetiva. Aprobadas por venerables documentos históricos, pueden disfrutar

todavía de cierto prestigio y algunas de ellas están contenidas en la leyes fundamentales de

los países más grandes. Carecen, no obstante, de una confirmación por parte de la razón en

su sentido moderno. ¿Quién podrá decir que alguno de estos ideales guarda un vínculo más

estrecho con la verdad que contrario? Según la filosofía del [35] intelectual moderno

promedio, existe una sola autoridad, es decir, la ciencia, concebida como clasificación de

hechos y cálculo de probabilidades. La afirmación de que la justicia y la libertad son de por

sí mejores que la injusticia y la opresión, no es científicamente verificable y, por lo tanto,

resulta inútil. En sí misma, suena tan desprovista de sentido como la afirmación de que el

rojo es más bello que el azul o el huevo mejor que la leche.

Cuanto más pierde su fuerza el concepto de razón, tanto más fácilmente queda a

merced de manejos ideo lógicos y de la difusión de las mentiras más descaradas. El

iluminismo disuelve la idea de razón objetiva, disipa el dogmatismo y la superstición; pero a

menudo la reacción y el oscurantismo sacan ventajas máximas de esta evolución. Intereses

creados, opuestos a los valores humanitarios tradicionales, suelen respaldarse, en nombre

del "sano sentido común", en la razón impotente, neutralizada. Puede seguirse esta

desubstancialización de los conceptos fundamentales a lo largo de la historia política. En la

Constitutional Convention americana de 1787, John Dickinson, de Pensilvania, opuso a la

razón la experiencia, cuando dijo: "La experiencia debe ser nuestro único indicador de

caminos. La razón puede hacer que nos extraviemos."1 Su intención era formular una

advertencia ante un idealismo excesivamente radical. Luego las nociones quedaron a tal

punto desprovistas de toda substancia que podía usárselas al mismo tiempo para abogar

por la opresión. Charles O'Conor, famoso jurisconsulto del período anterior a la Guerra

Civil, proclamado en una oportunidad por un sector del Partido Demócrata como

candidato a la presidencia, pronunció (luego de esbozar las bendiciones de la esclavitud

forzosa) la siguiente argumentación: "Insisto en que la esclavitud de los negros no es

injusta; es justa, sabia y benéfica... Insisto en que la esclavitud de los negros... está prescrita

por la naturaleza... Al inclinarnos [36] ante el evidente decreto de la naturaleza y el manda

miento de una sana filosofía, hemos de declarar que esa institución es justa, benéfica, legal y

1 Cf. Morrison and Commager, The Growth of the American Republic, New York 1942, vol I, pag. 281

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adecuada. "1Aun cuando O'Conor emplea todavía las palabras naturaleza, filosofía y

justicia, éstas se hallan enteramente formalizadas y no pueden mantenerse frente a lo que él

considera como experiencia y como hechos. La razón subjetiva se somete a todo. Se

entrega tanto a los fines de los adversarios de los valores humanitarios tradicionales como a

sus defensores. Es proveedora, como en el caso de O'Conor, tanto de la ideología de la

reacción y el provecho como de la ideología del progreso y la revolución.

Otro portavoz de la esclavitud, Fitzhugh, autor de Sociology for the South,

parecería acordarse de que la filosofía había nacido otrora destinada a ideas y principios

concretos, y los ataca por lo tanto en nombre del buen sentido común. Expresa así, si bien

de un modo deformado, el antagonismo entre los conceptos subjetivo y objetivo de la

razón.

"Las personas con buen criterio aducen por lo común motivos falsos en apoyo de

sus opiniones porque no son pensadores abstractos,.. En la argumentación la filoso- tía los

derrota con toda facilidad; sin embargo, tienen razón el instinto y el buen sentido común, y

no tiene razón la filosofía. La. filosofía carece de razón siempre, el instinto y el sentido

común tienen siempre razón, puesto que la filosofía es negligente y deduce sus

conclusiones partiendo de premisas estrechas e insuficientes. "2

Por miedo a los principios idealistas, por miedo al pensar como tal, a los

intelectuales y a los utopistas, el autor enarbola con orgullo su buen sentido común, que no

ve injusticia alguna en la esclavitud.

[37] Los ideales y conceptos fundamentales de la metafísica racionalista arraigaban

en la noción de lo humano en general, de la humanidad: su formalización implica la pérdida

de su contenido humano. El punto hasta el cual esta deshumanización del pensar perjudica

los fundamentos más hondos de nuestra civilización puede ponerse de manifiesto mediante

un análisis del principio de mayoría, inseparable del principio de democracia. A los ojos del

hombre medio el principio de mayoría constituye a menudo no sólo un sustituto de la

razón objetiva sino hasta un progreso frente a ésta: puesto que los hombres, al fin y al

cabo, son los que mejor pueden juzgar sus propios intereses, las resoluciones de una

mayoría —así se piensa— son con toda seguridad tan valiosas para una comunidad como

las instituciones de una así llamada razón superior. Pero la antítesis entre la institución y el

principio democrático, cuando se la formula en conceptos tan crudos, es sólo imaginaria.

Pues ¿qué significa en verdad que "un hombre conoce mejor sus propios intereses"?;

¿cómo obtiene ese saber, qué demuestra que su saber es correcto? La afirmación de que

"un hombre es quien conoce mejor... "contiene implícitamente la referencia a una instancia

que no es totalmente arbitraria y forma parte de una especie de razón que existe no sólo

1 A Speech at the Union Meeting - at the Academy of Music, New York City, el 19 de diciembre de 1859,

bajo el título "Negro Slavery Not Unjust" reproducido en el "New York Herald Tribune".

2 George Fitihugh, Sociology for the South or the Failure of Free Society , Richmoud, Va. 1854, p 118 y sig.

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como medio sino también como fin. Si esta instancia resultara ser, una vez más, mera

mente la mayoría, todo el argumento constituiría una tautología.

La gran tradición filosófica que contribuyó al estable cimiento de la democracia

moderna no incurrió en esa tautología; tal tradición fundamentó los principios de gobierno

sobre supuestos más o menos especulativos, así, por ejemplo, el supuesto de que la misma

substancia intelectual o la misma conciencia moral se halla presente en todo ser humano.

Dicho con otras palabras, la estimación de la mayoría se basaba en una convicción que no

dependía a su vez de resoluciones de la mayoría. Locke, todavía afirmaba que la razón

natural coincidía con la revelación, en cuanto se refiere a los derechos [38] humanos.1Su

teoría del gobierno se relaciona tanto con los enunciados de la razón como con los de la

revelación. Éstos deben enseñar que los hombres son todos "libres, iguales e

independientes por naturaleza".2

La teoría del conocimiento de Locke es un ejemplo de esa engañosa lucidez de

estilo que concilia los contrarios borrando sencillamente los matices. Locke no se tomó el

trabajo de discriminar con demasiado rigor entre la experiencia sensual y la racional, entre

la atomista y la estructurada; tampoco indicó si el estado natural del que derivaba el

derecho natural, se deducía de procesos lógicos o bien se percibía intuitivamente. Pero

parece suficientemente claro que la libertad "por naturaleza" no es idéntica a la libertad real.

Su doctrina política se funda más en la intelección racional y en deducciones que en la

investigación empírica.

Lo mismo puede afirmarse del discípulo de Locke, Rousseau. Cuando éste declaró

que renunciar a la libertad era algo que se oponía a la naturaleza del hombre, puesto que

con ello se privaba "a sus actos de toda moralidad, a su voluntad de toda libertad",3 sabía

perfecta mente que el renunciar a la libertad no se contradecía con la naturaleza empírica

del hombre; él mismo criticaba duramente a individuos, grupos o pueblos por haber

renunciado a su libertad. Se refería más a la substancia espiritual del hombre que a un

comportamiento psicológico. Su teoría del contrato social se deriva de una teoría filosófica

del hombre según la cual el principio de mayoría corresponde más a la naturaleza humana

que el principio de poder, tal como describe esa naturaleza el pensamiento especulativo. En

la historia de la filoso fía social, incluso el término "buen sentido común" se [39] ve

inseparablemente unido a la idea de la verdad evidente en sí misma. Fue Thomas Reid

quien, doce años antes del famoso volante de Paine y de la Declaración de la

Independencia, identificó los principios del buen sentido común con las verdades

autoevidentes, reconciliando así el empirismo con la metafísica racionalista.

1 Locke, On Civil Government. Second Treatise, Cap. V, Everyman's Library, pág. 129.

2 Ibid., Cap. VIII, pág. 164

3 Contrat social, vol. 1, pág. 4. En la traducción de Kurt Weigand, en: Jean Jacques Rousseau, Staat und

Gesellschaft, Munich 1959, pág. 14

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583

Desposeído de su fundamento racional, el principio democrático se hace

exclusivamente dependiente de los así llamados intereses del pueblo, y éstos son funciones

de potencias económicas ciegas o demasiado conscientes. No ofrecen garantía alguna

contra la tiranía.1 En el período del sistema del mercado libre, por ejemplo, las instituciones

basadas en la idea de los Derechos Humanos eran aceptadas por muchos como

instrumento adecuado para controlar al gobierno y preservar la paz. Pero cuando la

situación se modifica, cuando poderosos grupos económicos encuentran que es útil

establecer una dictadura y destituyen al gobierno de la mayoría, ningún reparo fundado en

la razón puede oponerse a su acción. Si tienen una verdadera posibilidad de triunfo serían

sin duda necios en caso de no aprovecharla. La única consideración que podría disuadirnos

sería la de la posibilidad de riesgo para sus propios intereses, y no el temor a lesionar una

verdad o la razón. Una vez derrumbada la base de la democracia, la afirmación de [40] que

la dictadura es mala sólo tiene validez para quienes no la usufructúan, y no existe obstáculo

teórico alguno capaz de convertir esta afirmación en su contrario.

Los hombres que crearon la Constitución de los Estados Unidos consideraban "la

lex maioris partis como la ley fundamental de toda sociedad",2 pero estaban muy lejos de

reemplazar mediante decisiones de la mayoría las de la razón. Al dejar anclado dentro de la

estructura del gobierno un sistema de controles inteligentemente dispuestos, opinaban, tal

como lo expresa Noah Webster, que "los poderes conferidos al Congreso son amplios,

pero se supone que no son demasiado amplios".3 Webster habló del principio de mayoría

como de "una doctrina tan generalmente reconocida como toda verdad intuitiva"4 y vio en

esta doctrina una idea entre otras ideas natura les de similar dignidad. Para esos hombres

no existía ningún principio que no debiese su autoridad a alguna fuente metafísica o

religiosa. Dickinson consideraba que el gobierno y su mandato "se fundaban en la

naturaleza del hombre, vale decir en la voluntad de su creador... y son por lo tanto

sagrados. Constituye, pues, un delito contra el cielo lesionar este mandato".5

1 El temor del editor de Tocqueville de hablar acerca de los aspectos negativos del principio de mayoría

era superfluo (cf. Democracy in American, New York 1898, vol. 1, pág. 334 y sigs., nota al pie). El editor

declara que sólo se trata de "un modo de decir, cuando se afirma que la mayoría del pueblo hace las leyes", y

nos recuerda entre otras cosas que esto se cumple en la práctica por medio de delegados. Podría haber

agregado que, si Tocqueville hablaba de la tiranía de la mayoría, Jefferson, en una carta cita da por

Tocqueville, habla de la "tiranía de las asambleas legislativas". En: The Writings of Thomas Jefferson,

Definitive Edition, Washington, D. C 1905, vol. VII, pág. 312. Jefferson desconfiaba tanto de cualquier poder

gubernamental en una democracia, "ya fue se legislativo o ejecutivo", que se oponía al mantenimiento de un

ejército permanente. Cf. ibid., pág. 323. 2 Ibid., pag. 324. 3 "An Examination into the Leading Principles of the Federal Constitution..." en: Pamphlets on the

Constitution of the United States. Edit. por Paul L Ford, Brooklyn, New York 1888, pag. 45. 4 Ibid., pág 30. 5 Ibid, "Letters of Fabius", pág. 181.

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584

No cabe duda que no se consideraba que el principio de mayoría implicase alguna

garantía de justicia. "La mayoría —dice John Adams1— ha triunfado por toda la eternidad y

sin excepción alguna sobre los derechos de la minoría." Tales derechos y todos los demás

principios fundamentales se tenían por verdades intuitivas, Se los heredaba directa o

indirectamente de una tradición filosófica que en aquella época aún permanecía viva. Es

[41] posible seguir sus huellas, a través de la historia del pensamiento occidental, hasta sus

raíces religiosas y mitológicas, y en virtud de esos orígenes habían conserva do la

"venerabilidad" que menciona Dickinson.

La razón subjetiva no encuentra aplicación alguna para semejante herencia. Tal

razón manifiesta que la verdad es la costumbre y la despoja con ello de su autoridad

espiritual. Hoy la idea de mayoría, despojada de sus fundamentos racionales, ha cobrado un

sentido entera mente irracional. Toda idea filosófica, ética o política —cortado el lazo que

la unía a sus orígenes históricos— muestra una tendencia a convertirse en núcleo de una

nueva mitología, y esta es una de las causas por las cuales en determinadas etapas el avance

progresivo de la Ilustración tiende a dar un salto hacia atrás, cayendo en la superstición y la

locura. El principio de mayoría, al adoptar la forma de juicios generales sobre todo y todas

las cosas, tal como entran en funcionamiento mediante toda clase de votaciones y de

técnicas modernas de comunicación, se ha convertido en un poder soberano ante el cual el

pensamiento debe inclinarse. Es un nuevo dios, no en el sentido en que lo concibieron los

heraldos de las grandes revoluciones, es decir como una fuerza de resistencia contra la

injusticia existente, sino como una fuerza que se resiste a todo lo que no manifiesta su

conformidad. El juicio de los hombres, cuanto más manejado se ve por toda clase de

intereses, tanto más acude a la mayoría como árbitro en la vida cultural. La mayoría tiene la

misión de justificar los sustitutos de la cultura en todas sus ramas hasta descender a los

productos de engaño masivo del arte popular y la literatura popular. Cuanto mayor es la

medida en que la propaganda científica hace de la opinión pública un mero instrumento de

poderes tenebrosos, tanto más se presenta la opinión pública como un sustituto de la

razón. Este aparente triunfo del progreso democrático va devorando la substancia espiritual

que dio sustento a la democracia.

Esta disociación de las aspiraciones y potencialidades humanas respecto a la idea de

verdad objetiva afecta no [42] sólo a las nociones conductoras de la ética y la política, tales

como las de libertad, igualdad y justicia, sino también a todos los fines y objetivos

específicos en todos los terrenos de la vida. Conforme a las pautas corrientes, los buenos

artistas no le son más útiles a la verdad que los buenos carceleros o banqueros o criadas. Si

intentáramos aducir que la profesión de un artista es más noble, se nos diría que tal disputa

carece de sentido: mientras que la eficiencia de una criada puede compararse con la de otra

sobre la base de su eventual limpieza, honradez, habilidad, etc., no existe ninguna

posibilidad de establecer la comparación entre una criada y un artista. Sin embargo, un

análisis escrupuloso demostraría que en la sociedad moderna existe una pauta implícita para

1 Citado por Charles Beard, en Economic Origins of Jeffersoman Democracy, New York 1915, pag. 305

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585

el arte tanto como para la labor no aprendida, y que esta pauta es el tiempo; pues la

bondad, en el sentido del resultado de un trabajo específico, es una función del tiempo.

Del mismo modo, puede carecer de sentido afirmar que determinada manera de

vivir, determinada religión o filosofía es mejor o superior o más verdadera que otras.

Puesto que los fines ya no se determinan a la luz de la razón, resulta también imposible

afirmar que un sistema económico o político, por cruel y despótico que resulte, es menos

racional que otro. De acuerdo con la razón formalizada, el despotismo, la crueldad, la

opresión, no son malos en sí mismos; ninguna instancia sensata aprobaría un veredicto

contra la dictadura si éste pudiese servir para que se aprovecharan de él los propulsores de

la dictadura. Modos de decir tales como "la dignidad del hombre" implican un avance

dialéctico con el cual se conserva y se trasciende la idea del derecho divino o se convierten

en consignas trilladas cuya vacuidad se revelará no bien se intente escrutar su significado

específico. La vida de tales consignas depende, por así decir lo, de recuerdos inconscientes.

Aun si un grupo de hombres esclarecidos se dispusiera a luchar contra el mayor mal

imaginable, la razón subjetiva tornaría casi imposible señalar la naturaleza del mal y la

naturaleza de la [43] humanidad que exigen perentoriamente la lucha. Muchos preguntarían

inmediatamente cuáles son los verdaderos motivos. Habría que aseverar que los motivos

son realistas, esto es, que responden a los intereses personales, aun cuando éstos sean más

difíciles de captar por la masa del pueblo que el tácito llamado de la situación misma.

El hecho de que el hombre medio aún parezca estar atado a los viejos ideales podría

ser aportado como dato que contradice este análisis. Si se formulase la objeción en

términos generales, se podría alegar que existe un poder que compensa los efectos

destructivos de la razón formalizada: la conformidad respecto a valores y comportamientos

generalmente aceptados. Al fin y al cabo, hay muchísimas ideas que deben respetarse y

enaltecer- se, como nos han enseñado desde nuestra más temprana infancia. Puesto que

tales ideas y todas las concepciones teóricas que con ellas se vinculan, no sólo se justifican

por la razón sino también por una aprobación casi universal, parecería que no puede

afectarlas la transformación de la razón en mero instrumento. Esas ideas sacan su fuerza de

nuestra veneración por la comunidad en la que vivimos, de hombres que han dado su vida

por ellas, del respeto que debemos a los fundadores de las pocas naciones esclarecidas de

nuestro tiempo. Pero de hecho este reparo expresa la debilidad de la justificación, de un

contenido presuntamente objetivo, mediante el prestigio pasado y presente de tales ideas.

Cuando en la historia científica y política moderna se invoca ahora una tradición —de las

que tan a menudo han sido denunciadas— como medida de alguna verdad ética o religiosa,

esa verdad ya se ve lacerada y condenada a sufrir una disminución de verosimilitud, no

menos agudamente que el principio que ella debería justificar. Durante los siglos en que a la

tradición le cabía toda vía el papel de recurso probatorio, la fe en ella misma derivaba de la

fe en la verdad objetiva. En cambio hoy remitirse a la tradición parece haber conservado

una sola de las funciones que esa apelación amplía en los [44] viejos tiempos: indica que el

consenso posee —tras/el principio que trata de confirmar una vez más— poder

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586

económico y político. Quien comete una transgresión contra él queda de antemano

advertido.

Durante el siglo XVII la convicción de que al hombre le correspondían

determinados derechos no constituía una repetición de dogmas heredados de los

antepasados. Por el contrario, esa convicción reflejaba la situación de los hombres que

proclamaron tales derechos; era expresión de una crítica de condiciones que reclamaban

perentoriamente un cambio, y esta exigencia era comprendida por el pensamiento

filosófico y por las acciones históricas, y se convertía en éstas. Los promotores del

pensamiento moderno no deducían lo que es bueno de la ley —hasta infringían la ley—,

sino que intentaban re conciliar la ley con el bien. Su papel en la historia no consistió en

adaptar sus palabras y sus actos al texto de antiguos documentos o de doctrinas

generalmente aceptadas, sino que crearon ellos mismos los documentos y consiguieron que

sus teorías fuesen aceptadas. Quienes aprecian hoy esas enseñanzas y están desprovistos de

una filosofía adecuada pueden considerarlas expresión de deseos puramente subjetivos o

un modelo establecido que debe su autoridad a una cantidad de hombres que creen en él y

en la perduración inconmovible de su existencia. Precisamente el hecho de que sea hoy

necesario invocar la tradición, prueba que esta ha perdido su poder sobre los hombres. No

es extraño entonces que naciones enteras —ciertamente Alemania no es en este sentido un

caso aislado— despierten un buen día para descubrir que los ideales que en mayor estima

habían tenido no eran más que pompas de jabón.

Es cierto que hasta hoy la sociedad civilizada se ha nutrido de los restos de esas

ideas, aun cuando el progreso de la razón subjetiva destruía la base teórica de las ideas

mitológicas, religiosas y racionalistas. Y éstas tienden a convertirse más que nunca en mero

saldo y pierden así paulatinamente su poder de convicción. Cuando estaban vivas las

grandes concepciones religio [45] sa y filosóficas, los hombres pensantes alababan la

humanidad y el amor fraterno, la justicia y el sentimiento humanitario, no porque fuese

realista mantener tales principios, y en cambio riesgoso y desacertado desviarse de ellos, o

porque tales máximas coincidieran mejor con su gusto, presuntamente libre. Se atenían a

tales ideas porque percibían en ellas elementos de la verdad, por que las hacían armonizar

con la idea del logos, bajo la forma de Dios, de espíritu trascendente o de la naturaleza

como principio eterno. No sólo se entendía así a las metas supremas, atribuyéndoles un

sentido objetivo, una significación inmanente, sino que hasta las ocupaciones e

inclinaciones más modestas dependían de una creencia en la deseabilidad general y en el

valor inherente de sus objetos o temas.

Los orígenes mitológicos, objetivos, que la razón subjetiva va destruyendo, no sólo

se refieren a los grandes conceptos generales, sino que evidentemente forman también la

base de comportamientos y actos personales y enteramente psicológicos. Todos ellos —

hasta llegar a los sentimientos más oscuros— se desvanecen al verse despojados de ese

contenido objetivo, de ese vínculo con la verdad supuestamente objetiva. Así como los

juegos de los niños y las quimeras de los adultos tienen su origen en la mitología, toda

alegría vejase otrora ligada a la creencia en una verdad suprema.

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587

Thorstein Veblen develó los deformados motivos medievales de la arquitectura del

siglo XIX.1 En la búsqueda de pompa y ornamentación vio un remanente de actitudes

feudales. El análisis del así llamado honorifie waste conduce, empero, al descubrimiento no

sólo de ciertos aspectos de opresión bárbara preservados en la vida social moderna y en la

psicología individual, sino también de aspectos de la continuada acción de

comportamientos de veneración, temor y superstición olvidados hace tiempo. Se

manifiestan en preferencias y antipatías [46] "naturalísimas" y la civilización los presupone

como obvios. Debido a la evidente carencia de una motivación racional, se los racionaliza

de acuerdo con la razón supjetiva. El hecho de que en cualquier cultura moderna haya una

diferencia de jerarquía entre "alto" y "bajo", de que lo limpio resulte atractivo y lo sucio

repulsivo, de que se experimenten determinados olores como buenos y otros como

repelentes, de que se tenga en gran estima a ciertos manjares y se deteste a otros, debe

atribuirse más a antiguos tabúes, mitos y devociones y al destino de éstos en el transcurso

de la historia, que a los motivos higiénicos o a otras causas pragmáticas que puedan tratar

de exponer algunos individuos ilustrados o religiones liberales.

Estas antiguas formas de vivir que arden lentamente debajo de la superficie de la

civilización moderna proporcionan aun en muchos casos el calor inherente a todo

encantamiento, a toda manifestación de amor hacia alguna cosa por la cosa misma y no

corno medio para obtener otra. El placer de cultivar un jardín se remonta a épocas antiguas

en que los jardines pertenecían a los dioses y se cultivaban para ellos. La sensibilidad ante la

belleza, tanto en la naturaleza como en el arte, se anuda mediante mil tenues hilos a esas

representaciones supersticiosas. 202 Cuando el hombre moderno corta esos hilos, ya sea

burlándose de ellos, ya sea ostentándolos, podrá conservar todavía por un rato el placer,

pero su vida interior se habrá extinguido.

La alegría que sentirnos en presencia de una flor o por la atmósfera de un cuarto,

no podemos atribuirla a [47] un instinto estético autónomo. La receptividad estética del

hombre se ve ligada en su prehistoria con diversas formas de idolatría; la creencia en la

bondad o santidad de una cosa precede a la alegría por su belleza. Esto no vale menos

respecto a nociones tales como las de libertad y humanidad. Lo que dijimos acerca de la

noción de la dignidad humana es sin duda aplicable a las nociones de justicia e igualdad.

Semejantes ideas deben conservar el elemento negativo, en cuanto negación de la antigua

etapa de injusticia o desigualdad, y preservar al mismo tiempo la significación originaria,

absoluta, arraigada en sus tenebrosos orígenes. De otro modo, no sólo se tornan

indiferentes, sino también falaces.

1 Cf Th W. Adorno: "Vehlens Angriff auf die Kultur" en; Prismen, Frankfuit del Main 1955, pags. B2-111

2 Aun la tendencia a la pulcritud, gusto moderno por excelencia, parece estar arraigado en creencias mágicas.

Sir James Frazer (The Golden Bough, vol. I, parte I, pág. 175) cita un informe sobre los nativos de Nueva

Bretaña, que concluye diciendo que "la limpieza usual en las casas, que consiste en el cuidadoso barrido diario

del piso, no se basa de ningún modo en un deseo de limpieza y orden, sino exclusivamente en el afán de

eliminar todo lo que pudiese seivir para un hechizo a alguien que le deseara a uno el mal"

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588

Todas estas ideas veneradas, todas las fuerzas que, agregadas al poder físico y al

interés material, mantienen la cohesión de la sociedad, existen todavía, pero han sido

socavadas por la formalización de la razón. Como hemos visto, este proceso aparece unido

a la convicción de que nuestras metas, sean cuales fueren, de penden de predilecciones y

aversiones que de por sí carecen de sentido. Supongamos que esta convicción penetre

realmente en los detalles de la vida cotidiana; lo cierto es que ya ha penetrado más hondo

de lo que pueda tener conciencia la mayor parte de nosotros. Cada vez hacemos menos una

cosa por amor a ella misma. Una caminata destinada a conducir a un hombre desde la

ciudad hasta las orillas de un río o a la cima de una montaña, si la juzgamos conforme a

pautas de utilidad, sería contraria a la razón e idiota; la gente se dedica a distracciones necias

o destructivas. En opinión de la razón formalizada, una actividad es racional únicamente

cuando sirve a otra finalidad, por ejemplo a la salud o al relajamiento que ayudan a refrescar

nuevamente la energía de trabajo. Dicho con otras palabras, la actividad no es más que una

herramienta, pues sólo cobra sentido mediante su vinculación con otros fines.

No es posible afirmar que el placer que un hombre experimenta al contemplar, por

ejemplo, un paisaje, duraría mucho tiempo si a priori estuviese persuadido de [48] que las

formas y los colores que ve no son más que formas y colores; que todas las estructuras en

que forman y colores desempeñan algún papel son puramente supjetivas y no guardan

relación alguna con un orden o una totalidad cualquiera plena de sentido; que, sencilla y

necesariamente, no expresan nada. Si tales placeres se han hecho costumbre, podrá uno

seguir sintiéndolos por el resto de su vida o bien jamás podrá cobrar con ciencia plena de la

falta de significación de las cosas que le son muy queridas. Las inclinaciones de nuestro

gusto van formándose en la temprana infancia; lo que aprendemos luego influye menos en

nosotros. Acaso los hijos imiten al padre que tenía propensión a dar largos paseos, pero

una vez suficientemente avanzada la formalización de la razón, pensarán haber cumplido

con el deber para con su cuerpo al seguir un curso de gimnasia obedeciendo los comandos

de una voz radiofónica. Un paseo a través del paisaje ya no será necesario; y así la noción

misma de paisaje como puede experimentarla el caminante, se vuelve absurda y arbitraria.

El paisaje se pierde totalmente en una experiencia de touring.

Los simbolistas franceses disponían de una noción particular para expresar su amor

a las cosas que habían perdido su significación objetiva: la palabra spleen. La arbitrariedad

consciente, desafiante, en la elección de los objetos, su "absurdo", su "perversidad",

descubre con gesto silencioso, por así decirlo, la irracionalidad de la lógica utilitarista a la

que golpea en pleno rostro a fin de demostrar su inadecuación a la experiencia humana. Y,

al traer ese gesto a la conciencia, gracias a ese choque, el hecho de que aquella lógica olvida

al sujeto expresa al mismo tiempo el dolor del sujeto por su incapacidad de lograr un orden

objetivo.

La sociedad del siglo XX ya no se inquieta a causa de semejantes incongruencias.

Para ella existe una sola manera de alcanzar un sentido: servir a un fin. Las predilecciones y

las aversiones que en la cultura de las masas han perdido su significado son puestas en el

rubro de esparcimientos, recreo para horas libres, contactos so [49] ciales etc., o

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589

abandonadas al destino de una paulatina extinción. El spleen, la protesta del no

conformismo, del individuo, también quedó reglamentado: la obsesión del da va

transformándose en el hobby de Babbitt, El sentido del hobby: de que a uno le "va bien",

de que uno "se divierte", no deja surgir ningún pesar frente al desvanecimiento de la razón

objetiva y a la desaparición de todo "sentido" interior de la realidad. La persona que se

dedica a un hobby ya ni siquiera pretende hacer creer que éste conserva alguna relación con

la verdad suprema. Cuando en el cuestionario de una encuesta se pide a alguien que indique

su hobby, anota: golf, libros, fotografías o cosas por el estilo, sin pensarlo dos veces, tal

como si anotara su peso, En carácter de predilecciones racionalizadas reconocidas, que se

consideran necesarias para mantener a la gente de buen humor, los hobbies se han

convertido en una institución. Aun el buen humor estereotipado, que no es otra cosa que

una condición psicológica previa para la capacidad productora, puede desvanecerse junto

con todas las otras emociones si perdemos el último vestigio del recuerdo de que otrora el

buen humor estaba ligado a la idea de divinidad. La gente del "keep smiling" comienza a

presentar un aspecto triste y acaso hasta desesperado.

Lo que queda dicho respecto a las alegrías menores vale asimismo en cuanto a las

aspiraciones más eleva das de alcanzar lo bueno y lo bello. Una rápida percepción de

hechos reemplaza a la penetración espiritual de los fenómenos de la experiencia. El niño

que reconoce en Papá Noel a un empleado de la tienda y percibe la relación entre la

Navidad y el monto de las ventas, puede considerar como cosa sobreentendida la

existencia, en general, de un efecto recíproco entre religión y negocio. Ya en su tiempo

Emerson observó con gran amargura ese efecto recíproco: "Las instituciones religiosas... ya

han alcanzado un valor de mercado en cuanto protectoras de la propiedad; si los sacerdotes

y los feligreses no estuviesen en condiciones de sostenerlas, las Cámaras de Comercio y los

presidentes de bancos, hasta [50] los propietarios de tabernas y los atifundistas organizarían

con diligencia una colecta para subvencionarlas. "1Hoy día se aceptan como obvias tales

relaciones recíplicas, al igual que la diversidad entre verdad y religión. El niño aprende

temprano a no ser un aguafiestas; puede que siga desempeñando su papel de niño ingenuo,

pero desde luego, al mismo tiempo, pondrá en evidencia su comprensión más perspicaz al

hallarse a solas con otros chicos. Esta especie de pluralismo, tal como resulta de la

educación moderna referente a todos los principios ideales democráticos o religiosos,

introduce un rasgo esquizofrénico en la vida moderna, debido a que tales principios se

adaptan rigurosamente a ocasiones específicas, por universal que pueda ser su significado.

Otrora una obra de arte aspiraba a decir al mundo cómo es el mundo: aspiraba a

pronunciar un juicio definitivo. Hoy se ve enteramente neutralizada. Tómese, por ejemplo,

la Heroica de Beethoven. El oyente medio de conciertos es incapaz de experimentar hoy su

significado objetivo. La escucha como si se la hubiese compuesto para ilustrar las

observaciones del comentarista del pro grama. Ahí todo está dicho con letras de imprenta:

1 The Complete Works of Ralph Waldo Emerson, Centenary Edition, Boston y New York 1903, vol I, pág

321

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la tensión entre el postulado moral y la realidad social, el hecho de que contrariamente a lo

que ocurría en Francia, la vida intelectual no podía manifestarse política- mente en

Alemania, sino que debía buscar una salida en el arte y en la música. La composición ha

sido cosifica da, convertida en una pieza de museo, y su representación se ha vuelto una

ocupación de recreo, un acontecimiento, una oportunidad favorable para la presentación de

estrellas, o para una reunión social a la que debe acudirse cuando se forma parte de

determinado grupo. Pero ya no queda ninguna relación viviente con la obra, ninguna

comprensión directa, espontánea, de su función en cuanto expresión, ninguna vivencia de

su totalidad en cuanto imagen de aquello que alguna vez se llamaba [51] Verdad.. Tal

cosificación es típica de la subjetivación y formalización de la razón. Ella transmuta obras

de arte en mercancías culturales y su consumo es una serie de sensaciones casuales

separadas de nuestras intenciones y aspiraciones verdaderas. El arte se ve tan disociado de

la verdad como la política o la religión.

La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándose hasta los

comienzos de la sociedad organizada o del empleo de herramientas. Sin embargo, la

transmutación de todos los productos de la actividad humana en mercancías sólo puede

llevarse a cabo con el advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora

por la razón objetiva, por la religión autoritaria o por la metafísica han sido adoptadas por

los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. Lo que determina la

colocabilidad de la mercancía comercial es el precio que se paga en el mercado y así se

determina también la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza

como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las actividades que no son útiles o no

contribuyen, como en tiempos de guerra, al mantenimiento y la seguridad de las

condiciones generales necesarias para que prospere la industria. El trabajo productivo, ya

sea manual o intelectual, se ha vuelto honorable, de hecho se ha convertido en la única

manera aceptada de pasar la vida, y toda ocupación, la persecución de todo objetivo que

finalmente arroja algún ingreso, es designada como productiva.

Los grandes teóricos de la sociedad burguesa, Maquiavelo, Hobbes y otros,

llamaron parásitos a los barones feudales y a los clérigos medievales porque su modo de

vivir no contribuía inmediatamente a la producción de la que ellos dependían. El clero y los

aristócratas debían dedicar su vida a Dios, a la caballerosidad o a los amoríos. Con su mera

existencia y sus actividades crea ron símbolos que las masas admiraban y respetaban.

Maquiavelo y sus discípulos advirtieron que los tiempos habían cambiado y mostraron cuán

ilusorio era el valor de las cosas a las que los viejos señores habían dedicado [52] su tiempo.

Las adhesiones que logró Maquiavelo llegan incluso hasta la teoría de Veblen. El lujo no

está hoy mal visto, por lo menos por parte de los productores de artículos de lujo. Pero ya

no encuentra justificación en sí mismo, sino en las posibilidades que crea para el comercio y

la industria, Los artículos de lujo son adquiridos por las masas por necesidad o se los

considera re cursos de recreo. Nada, ni siquiera el bienestar material que presuntamente ha

reemplazado la salvación del alma como meta suprema del hombre, tiene valor en sí mismo

y por sí mismo; ninguna meta es por si mejor que otra.

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591

El pensamiento moderno ha intentado convertir este modo de ver las cosas en una

filosofía, tal como la presenta el pragmatismo.1 Constituye el núcleo de esta filosofía la

opinión de que una idea, un concepto o una teoría no son más que un esquema o un plan

para la acción, y de que por lo tanto la verdad no es sino el éxito de la idea.

En un análisis de Pragmatismo, de William James, John Dewey comenta los

conceptos de verdad y significado. Cita a James y dice: "Las ideas verdaderas nos conducen

en direcciones verbales y conceptuales útiles, así como directamente hacia términos útiles y

razonables. Conducen a la consecuencia, la estabilidad y el trafico fluido." Una idea, explica

Dewey, "es un bosquejo de las cosas existentes y una intención de actuar [53] de tal modo

que queden dispuestas en una forma determinar. De lo cual surge que la idea es verdadera

cuando se honra al bosquejo, cuando las realidades que siguen a los actos se reordenan tal

como fue la intención de la idea".2 Si no existiese el fundador de la escuela, Charles S.

Peirce, quien nos comunicó que aprendió "filosofía estudiando a Kant"3 nos sentiríamos

tentados a negar toda procedencia filosófica a una doctrina que afirma no que nuestras

esperanzas se ven cumplidas y nuestras acciones obtienen éxito porque nuestras ideas son

verdaderas, sino que nuestras ideas son verdaderas porque se cumplen nuestras esperanzas

y nuestras acciones son exitosas. En verdad sería cometer una injusticia con Kant si se lo

quisiera hacer responsable de semejante evolución. Kant hacía depender la intelección

científica de funciones trascendentales y no de funciones empíricas. No liquidó a la verdad

equiparándola a las acciones prácticas de la verificación, ni tampoco enseñando que

significado y efecto son idénticos. En última instancia, intentó establecer la validez absoluta

de determinadas ideas per se, por sí mismas El estrechamiento pragmático del campo de

visión redujo el significado de toda idea a la de un plano o bosquejo. Desde sus comienzos,

el pragmatismo justificó implícitamente la sustitución de la lógica de la verdad por la de la

probabilidad, que desde entonces se ha convertido en la que prevalece. Pues si un concepto

o una idea son significativos sólo en razón de sus consecuencias, todo enunciado expresa

una esperanza con mayor o menor grado de probabilidad. En enunciados relativos al

pasado, los sucesos esperados consisten en el proceso de la confirmación, en el aporte de

pruebas procedentes de testimonios humanos o de documentos. La diferencia entre la

confirmación de un juicio dada, por una parte, [54] por los hechos que predice y, por otra

parte, por los pasos de la investigación que puede requerir, se hunde en el concepto de

1 El pragmatismo ha sido críticamente examinado por muchas escuelas filosóficas, por ejemplo desde el

punto de vista del '"voluntarismo" de Hugo Münsterherg en su Filosofía de los valores (Philosophie der

Werte, Leipzig 1921);

desde el punto de vista de la fenomenología objetiva en el ensayo minucioso de Max Scheler, "Erkenntnis

und Arbeit" en Die Wissensformen und die Gesellschaft, Leipzig 1926 (cf especialmente págs. 259-324);

desde el punto de vista de una filosofía dialéctica por Max Horkheimer, en "Der neueste Angriff auf die

Metaphysik", en Zeitschrift für Sozialforschung,1937, vol. VI, págs. 4-53, y en "Traditionelle und kritische

Theorie", Ibid., págs. 245-294. Las observaciones en el texto solo están destinadas a describir el papel del

pragmatismo en el proceso de subjetivación de la razón.

2 Essays in Experimental Logic, Chicago 1916, pags 310 y 317. 3 Collected Papers of Charles Sanders Peirce, Cambridge. Mass 1934, vol V, pág 274

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verificación. La dimensión del pasado, absorbida por el futuro, se ve expulsada de la lógica.

"El conocimiento —dice Dewey1— es siempre asunto del uso que se haga de los

acontecimientos naturales que se experimentan; un uso en el cual las cosas dadas se toman

como índices de aquello que se experimentará bajo condiciones distintas".2

Para esta clase de filosofía la predicción es lo esencial no sólo del cálculo sino de

todo pensar. No discrimina suficientemente entre juicios que en efecto expresan un

pronóstico —verbigracia "mañana lloverá"—, y aquellos que sólo pueden verificarse luego

de haber sido formulados, cosa que naturalmente es válida respecto a cualquier juicio. El

significado actual y la verificación futura de una sentencia no son la misma cosa. El juicio

que dice que un hombre está enfermo o que la humanidad se debate en angustias mortales,

no constituye un pronóstico, aun cuando sea verificable en un proceso que sigue a su

formulación. Tal juicio no es pragmático, ni siquiera si es capaz de provocar un

restablecimiento.

El pragmatismo refleja una sociedad que no tiene tiempo de recordar ni de

reflexionar.

The world is weary of the past, Oh,, might it die or rest at last. *

Al igual que la ciencia, la filosofía misma se convierte "no en una visión

contemplativa del existir o un análisis de lo que pasó y está liquidado, sino en una perspec

[55] tiva de posibilidades futuras que tiende al logro de lo mejor y a la prevención de lo

peor".3 La probabilidad o, mejor dicho, la calculabilidad sustituye a la verdad, y el proceso

histórico que dentro de la sociedad tiende a convertir la verdad en una frase huera recoge,

por así decirlo, la bendición del pragmatismo que hace de ella una frase huera dentro de la

filosofía.

Dewey explica qué es según James el sentido de un objeto, o sea, el significado que

debiera contener nuestra representación de una definición. "Para obtener plena claridad en

nuestros pensamientos respecto a un objeto, sólo hemos de ponderar cuáles son los efectos

imaginables de orden práctico que el objeto puede involucrar, cuáles son las percepciones

que hemos de esperar de él y las reacciones que hemos de preparar" o, dicho más

brevemente, como lo expresa Wilhelm Ostwald: "todas las realidades influyen en nuestra

praxis, y en ese influjo consiste para nosotros su significado".

Dewey no entiende cómo alguien puede poner en duda el alcance de esta teoría "o.

. . acusarla de subjetivismo o idealismo... puesto que se presupone la existencia del objeto

con su poder de provocar efectos".4 No obstante, el subjetivismo de esta escuela radica en

1 "The Need for a Recovery of Philosophy", en CreativeIntelligence Essays in the Pragmatic Attitude, New

York 1947, pág. 47. 2 Yo diría cuando menos bajo condiciones iguales o similares

' Al mundo lo fatiga el pasado / Oh, si muriera o descansase por fin. (N de los T.) 3 Ibid., pág. 53. 4 Ibid., pág. 308 y sigs.

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593

el papel que atribuye a "nuestras" prácticas, acciones e intereses en su teoría del

conocimiento y no en su suposición de una teoría fenomenalista.1 Si los juicios verdaderos

sobre los objetos y con ello el concepto del objeto mismo consisten únicamente en

"efectos" ejercidos sobre la actuación del sujeto, es difícil comprender qué significado

podría atribuírsele todavía al concepto "objeto". De acuer [56] do con el pragmatismo, la

verdad es deseable no por ella misma, sino en la medida en que funciona mejor, en que nos

conduce a algo ajeno a la verdad o al menos diferente a ella.

Cuando James se quejaba de que los críticos del pragmatismo suponen

"sencillamente que ningún pragmatista es capaz de admitir un interés verdaderamente

teórico",2 tenía sin duda razón respecto de la existencia psicológica de un interés semejante,

pero cuando se sigue su consejo —"de atenerse más al espíritu que a la letra"3— resulta

claro que el pragmatismo, tanto como la tecnocracia, contribuyó sin duda alguna en gran

medida al desprestigio de aquella "contemplación sedentaria"4 en que consistió otrora la

aspiración más alta del hombre. Toda idea acerca de la verdad,, e incluso de la totalidad

dialéctica del pensamiento, podría ser llamada "contemplación sedentaria" en la medida en

que se la procura como fin en sí misma y no como medio para lograr "consecuencia,

estabilidad y tráfico fluido". Tanto el ataque a la contemplación como el elogio del

trabajador manual expresan el triunfo del medio sobre el fin.

Aun mucho después de la época de Platón la noción de las ideas encarnó el

ensimismamiento, la independencia, y en cierto sentido hasta incluso la libertad; avaló una

objetividad no sometida a "nuestros" intereses. La filosofía, al aferrarse a la idea de verdad

objetiva bajo el nombre de absoluto o en alguna otra forma espiritualizada, logró la

relativización de la subjetividad. La filosofía insistía en la diferencia de principio entre el

mundus sensibilis y el mundus intelligibilis, entre la imagen de la realidad tal como la

estructuran los instrumentos de gobierno intelectuales y físicos del hombre, sus intereses y

actos, o una organización técnica cual [57] quiera, y el concepto de un orden o jerarquía, de

estructura estática o dinámica, que hiciera plena justicia a la naturaleza. En el pragmatismo,

por pluralista que pueda aparecer, todo se convierte en mero objeto y por ello en última

instancia en una sola y la misma cosa, en un elemento en la cadena de medios y efectos.

"Examínese cada concepto mediante la pregunta: ¿su verdad significará una modificación

sensible para alguien? y se estará en óptima situación para comprender qué significa ese

concepto, y para discutir su importancia".5 Aun haciendo caso omiso de los problemas que

encierra la expresión "alguien", se sigue de esta regla que es la actitud de hombres lo que

decide acerca del significado de un concepto. El sentido de conceptos tales como Dios,

1 El positivismo y el pragmatismo identifican la filosofía con el cientificismo. Por tal motivo consideramos

al pragmatismo en el presente contexto como una expresión genuina del movimiento positivista. Ambas

filosofías se diferencian únicamente en que el positivismo de la primera época era representante de un

fenomenalismo, esto es, de un idealismo sensualista. 2 The Meaning of Truth, New York 1910, pdg. 208. 3 Ibid, pdg. 180. 4 James, Some Problems of Philosophy, New York 1924, pag 59 5 Ibid, pdg. 82.

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594

causa, número, substancia o alma no consiste en otra cosa, según asevera James, que en la

tendencia de la noción dada a inducirnos a actuar o a pensar. Si el mundo llegara a una

etapa en la que no sólo dejase de preocuparse por tales entidades metafísicas, sino también

por los asesinatos que se cometieran tras de fronteras cerradas o simplemente bajo la

protección de la oscuridad, habría de concluir que los conceptos acerca de tales asesinatos

no significan nada, que no representan "ideas definidas" o verdades, puesto que "no

modifican sensiblemente" nada para nadie. ¿Cómo habría de reaccionar alguien

notoriamente contra tales conceptos si diera por establecido que su único significado

consistiría en esa reacción suya?

Lo que el pragmatista tiene por reacción es algo que prácticamente ha sido

transferido del dominio de las ciencias naturales a la filosofía. Empeña su orgullo en

"pensarlo todo tal como se piensa en el laboratorio, vale decir como un problema de

experimentación".1

Peirce, que fue quien acuñó el nombre de la escuela, declara que el procedimiento

del pragmatista "no es otro sino aquel método experimental por el que todas las [58]

ciencias exitosas (entre las que, en su concepto, nadie incluiría la metafísica) alcanzaron los

grados de certidumbre que hoy les son propias en lo particular; no siendo ese método

experimental en sí otra cosa sino una aplicación especial de una regla lógica más antigua:

„por sus frutos los reconoceréis".2

Esta declaración se torna más complicada cuando Peirce afirma que "una

concepción, es decir, el sentido racional de una palabra o de otra expresión reside

exclusivamente en su influjo imaginable sobre la conducta" y que "nada que no pudiese ser

resultado de un experimento puede tener influencia directa alguna sobre el

comportamiento, siempre que puedan determinarse con exactitud todos los fenómenos

experimentales imaginables implicados por la afirmación o la negación de un concepto". El

procedimiento por él recomendado rendirá "una plena definición del concepto y no hay

absolutamente nada más en él".3 Trata de resolver la paradoja contenida en la aseveración

presuntamente cierta de que sólo los resultados posibles de experimentos pueden ejercer

un influjo directo sobre la conducta humana, mediante la sentencia condicional que hace

depender esa opinión, en cada caso particular, de la definición exacta "de todos los

fenómenos experimentales imaginables". Pero puesto que la pregunta ¿en qué pueden

consistir los fenómenos imaginables? debe ser nuevamente respondida por el experimento,

esas terminantes comprobaciones acerca de la metodología parecerían hacernos caer en

serias dificultades lógicas. ¿Cómo es posible subordinar la experimentación al criterio de

"ser imaginable", si todo concepto —vale decir todo lo que pudiese ser imaginable—

depende esencialmente de la experimentación?

1 Peirce, ibid, pág. 272 2 Ibid, pág. 317.

3 Ibid, pág. 273.

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595

Mientras que la filosofía, en su etapa objetivista, aspiraba a ser aquella fuerza que

conduciría la conducta humana, incluyendo sus empresas científicas, a la más alta [59]

comprensión de su propio fondo y de su justificación, el pragmatismo trata de retraducir

toda comprensión a mero comportamiento. Empeña su amor propio en no ser en sí mismo

nada más que una actividad práctica que se diferencia de la intelección teórica, la cual,

según las enseñanzas pragmatistas, o es sólo un nombre dado a sucesos físicos o no

significa sencillamente nada. Pero una doctrina que emprende seriamente la tarea de

disolver las categorías espirituales —como ser verdad, sentido o concepciones— en modos

de comportamiento prácticos, no puede esperar que se la conciba a ella misma en el sentido

espiritual de la palabra; sólo puede tratar de funcionar a fuer de mecanismo que pone en

movimiento de terminadas series de sucesos. Según Dewey, cuya filosofía representa la

forma más radical y consecuente del pragmatismo, su propia teoría significa "que el saber

es literalmente algo que hacemos; que el análisis es en última instancia algo físico y activo;

que los significados son, conforme a su calidad lógica, puntos de vista, actitudes y métodos

de comportamiento frente a hechos, y que la experimentación activa es esencial para la

verificación".1 Esto por lo menos es consecuente, pero destituye al pensar filosófico

mientras sigue siendo pensar filosófico. El filósofo pragmatista ideal seria, según lo define

el proverbio latino, aquel que callara.

De acuerdo con la veneración del pragmatista por las ciencias naturales, existe una

sola clase de experiencia que cuenta, vale decir, el experimento. El proceso que tiende a

sustituir los diversos caminos teóricos hacia la verdad objetiva con la poderosa maquinaria

de la investigación organizada, es sancionado por la filosofía o más bien identificado con

ella. Todas las cosas en la naturaleza llegan a identificarse con los fenómenos que

representan cuando se las somete a las prácticas de nuestros laboratorios cuyos problemas

expresan a su vez, no menos que sus aparatos, los problemas e intereses de la [60] sociedad

tal cual es. Esta opinión puede compararse con la de un criminólogo que afirmara que el

conocimiento fidedigno de una persona sólo puede obtenerse mediante los métodos de

investigación modernos y perfectamente probados que se emplean para con un sospechoso

en poder de la policía urbana. Francis Bacon, el gran precursor del experimentalismo,

describió este método con su juvenil franqueza: "Quemadmodum enim ingeniumalicuius

haud bene norís aut probaris, nisi eum irritaveris; ñeque Proteus se in varias rerum fad.es

verteresolitus est, nisi manicis arete comprehensus; similiter etiam Natura arte irritata et

vexata se clarius prodit, quam cum sibi libera permittitur. "2

1 Essays in Experimental Logic, pág 330.

2 "De augmentis scientiarum". lib. 11, Cap. II, en: The Works of Francis Bacon, Edit, por Basil Montague,

Londres 1827, tomo VIII, pág. 96. [Así como ciertamente no puede conocerse o probarse bien la mentalidad

de nadie sin irritarlo —Proteo siempre adoptaba figuras diferentes sólo cuando era firmemente cogido con

los brazos— también la Naturaleza artificialmente irritada y maltratada se exhibe con mayor claridad que

cuando puede brindarse libremente]

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596

El "experimentar activo" produce efectivamente res puestas concretas para

preguntas concretas, tal como las plantean los intereses de individuos, grupos o la

comunidad. No siempre el físico se adhiere a esa identificación subjetivista por la cual las

respuestas, condicionadas por la división social del trabajo, se convierten en verdades en sí

mismas, El papel reconocido del físico en la sociedad moderna consiste en tratar todas las

cosas como si fuesen objetos. No le incumbe a él decidir acerca del significado de ese papel

que desempeña. No está obligado a interpretar los llamados conceptos espirituales como

sucesos puramente físicos ni a hipostasiar su propio método como único comportamiento

intelectual lícito. Incluso puede abrigar la esperanza de que sus propios descubrimientos

sean parte de una verdad que no se define en el laboratorio. Por otra parte, puede dudar de

que la experimentación sea la parte esencial de su empeño. Es más bien el profesor de

filosofía —que [61] trata de imitar al físico a fin de encuadrar el dominio de su actividad

dentro de "todas esas ciencias de éxito"—, quien procede con los pensamientos como si

fuesen cosas y elimina toda idea acerca de la verdad, salvo aquella que pueda deducirse de

los métodos que hacen posible en la actualidad el dominio sobre la naturaleza.

El pragmatismo, al intentar la conversión de la física experimental en el prototipo

de toda ciencia y el modelamiento de todas las esferas de la vida espiritual según las técnicas

de laboratorio, forma pareja con el industrialismo moderno, para el que la fábrica es el

prototipo del existir humano, y que modela todos los ámbitos culturales según el ejemplo

de la producción en cadena sobre una cinta sin fin o según una organización oficinesca

racionalizada. Todo pensamiento, para demostrar que se lo piensa con razón, debe tener su

coartada, debe poder garantizar su utilidad respecto de un fin. Aun cuando su uso directo

sea "teórico", es sometido en última instancia a un examen mediante la aplicación práctica

de la teoría en la cual funciona. El pensar debe medirse con algo que no es pensar; por su

efecto sobre la producción o por su influjo sobre el comportamiento social, así como hoy

día el arte se mide, en última instancia y en todos sus detalles, por algo que no es arte, ya se

trate del bordereaux, o de su valor propagandístico. Hay sin embargo, una diferencia

notable entre el comportamiento del científico y el del artista por una parte, y el del filósofo

por otra. Aquéllos todavía rechazan a veces los extraños "frutos" de sus afanes, por los

cuales se los juzga en la sociedad industrial y rompen con el conformismo. El filósofo se ha

dedicado a justificar los criterios fácticos, sosteniéndolos como superiores. Personalmente,

a fuer de reformista social o político, de hombre de buen gusto, puede oponerse a las

consecuencias prácticas de organizaciones científicas, artísticas o religiosas en el mundo tal

cual es; pero su filosofía destruye cualquier otro principio al que podría apelar.

Esto se pone en evidencia n muchas discusiones éti [62] cas o religiosas que

presentan los escritos pragmatistas: se muestran liberales, tolerantes, optimistas y

enteramente incapaces de ocuparse del desastre cultural de nuestros días. Refiriéndose a

una secta de su época que designa como "movimiento destinado a la curación espiritual"

(mind-cure movement), James dice:

"Constituye un resultado evidente de toda nuestra experiencia el que se pueda

manejar el mundo según múltiples sistemas de pensamiento, y así es como diversos

Page 139: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

597

hombres lo tratan; y en cada caso brindarán a quien lo maneje un beneficio característico

que mucho le importa, mientras que al mismo tiempo necesariamente se pierden o se

postergan beneficios de otra clase. La ciencia nos da, a todos nosotros, la telegrafía, la luz

eléctrica y los diagnósticos, y hasta cierto punto logra la profilaxis y la curación de

enfermedades. La religión, en su forma de cura espiritual, brinda a algunos de nosotros

serenidad, equilibrio moral y felicidad y logra prevenir, exactamente como la ciencia o aun

mejor, determinadas formas de enfermedad en determinada clase de gente. Por lo visto

ambas, la ciencia y la religión, constituyen para quien sepa servirse prácticamente de ambas,

verdaderas llaves para abrir la cámara de tesoros del mundo. "1

En vista de la idea de que la verdad puede brindar lo contrario de satisfacción y de

que incluso en un momento histórico dado podría resultar intolerable y ser rechazada por

todos, los padres del pragmatismo convirtieron la satisfacción del sujeto en criterio de

verdad. Para semejante doctrina no existe posibilidad alguna de rechazar o aun tan sólo de

criticar cualquier especie de creencia con la cual sus adeptos pudieran regocijarse. El

pragmatismo puede ser utilizado con todo derecho como defensa aun por aquellas sectas

que tratan de emplear tanto la ciencia como la religión, en un sentido más literal que lo que

puede haber imaginado James, [63] en calidad de "verdaderas llaves para abrir la cámara de

tesoros del mundo".

Tanto Peirce como James escribían en una época en que parecían aseguradas la

prosperidad y la armonía entre los diferentes grupos sociales y entre los pueblos y en que

no se esperaban catástrofes mayores. Su filosofía refleja —con sinceridad que casi nos

desarma— el espíritu de la cultura mercantil, de esa actitud precisamente que recomendaba

"ser práctico", respecto a la que la meditación filosófica como tal era considerada la fuerza

adversa. Desde las alturas de los éxitos contemporáneos de la ciencia, podían reírse de

Platón que, luego de la exposición de su teoría de los colores, continúa diciendo: "Empero,

si alguien quisiera probar esto mediante ensayos prácticos, desconocería la diferencia entre

la naturaleza humana y la divina: pues Dios posee el conocimiento y el poder para reunir lo

mucho en lo Uno y volver a disolver lo Uno en lo mucho, y en cambio el hombre es

incapaz de realizar ninguna de estas dos cosas y nunca podrá hacerlo. "2

No puede concebirse una refutación de una predicción más drástica producida por

la historia que esta que sufrió Platón Sin embargo, el triunfo del experimento no es más

que un aspecto del proceso El pragmatismo que adjudica a todos y cada cosa el papel de

instrumento —no en nombre de Dios o de una verdad objetiva, sino en nombre de aquello

que en cada caso se logra así prácticamente— pregunta en tono despectivo qué significan

en realidad expresiones tales como la "verdad misma" o el bien, que Platón y sus seguidores

objetivistas dejaron sin definición. Podría contestarse que tales expresiones conservaron,

por lo menos, la conciencia de distinciones para cuya negación fue lucubrado el

1 The Varieties of Religious Experience, New York 1902, pág. 120.

440 Timaios, 68, Ed Diedenchs, Jena 1925, pág. 90

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598

pragmatismo: la distinción entre el pensamiento de laboratorio y el de la filosofía y, por

consiguiente, la distinción entre el destino de la humanidad y su camino actual.

[64] Dewey identifica el cumplimiento de los deseos de los hombres tales como son

con las más altas aspiraciones de la humanidad:

"La confianza en el poder de la inteligencia capaz de representarse un porvenir que

sea la proyección de lo actualmente deseable y de encontrar los medios para su realización,

es nuestra salvación. Y se trata de una confianza que debe ser alimentada y claramente

pronunciada; he ahí sin duda una tarea suficientemente amplia para nuestra filosofía."1

La "proyección de lo actualmente deseable" no es una solución. Dos

interpretaciones del concepto son posibles. En primer lugar puede ser comprendido como

refiriéndose a los deseos de los hombres tales como estos realmente son, condicionados

por el sistema social bajo el cual viven, sistema que admite muy fuertes dudas acerca de si

sus deseos son realmente los de ellos. Si tales deseos se aceptan de un modo no crítico y sin

trasponer su alcance inmediato y subjetivo, las investigaciones de mercado y las encuestas

Gallup serían medios más adecuados que la filosofía para establecer cuáles son. O

bien, en segundo lugar, Dewey está de algún modo de acuerdo en que se acepte una especie

de distinción entre deseo subjetivo y deseabilidad objetiva. Semejante concesión sólo

señalaría el comienzo de un análisis filosófico crítico, siempre que el pragmatismo —al

enfrentarse con esta crisis— no esté dispuesto a capitular y a recaer en la razón objetiva y la

mitología.

La reducción de la razón a mero instrumento perjudica en último caso incluso su

mismo carácter instrumental. El espíritu antifilosófico que no puede ser se parado de la

noción subjetiva de razón y que culminó en Europa con las persecuciones del totalitarismo

a los intelectuales, ya fuesen sus pioneros o no, es sintomático de la degradación de la

razón. Los críticos tradicionalistas, conservadores, de la civilización cometen un [65] error

fundamental al atacar la intelectualización moderna, sin atacar al mismo tiempo también la

estupidización, que es sólo otro aspecto del mismo proceso. El intelecto humano, que tiene

orígenes biológicos y socia les, no es una entidad absoluta, aislad,a e independiente. Sólo

fue declarado como tal a raíz de la división social del trabajo, a fin de justificar esta división

sobre la base de la constitución natural del hombre. Las funciones directivas de la

producción —dar órdenes, planificar, organizar— fueron colocadas como intelecto puro

frente a las funciones manuales de la producción como forma más impura, más baja del

trabajo, un trabajo de esclavos. No es una casualidad que la llamada psicología platónica, en

la que el intelecto se enfrentó por vez primera con otras "capacidades" humanas,

especialmente con la vida instintiva, haya sido concebida según el modelo de la división de

poderes en un Estado rigurosamente jerárquico. Dewey2 tiene plena conciencia de este

1 "The Need for a Recovery of Philosophy", en ibid., pág. 68 y sigs

2 Human Nature or Conduct, New York 1938, pág. 58 y sigs.

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599

origen sospechoso de la noción del intelecto puro, pero acepta la consecuencia que le hace

reinterpretar el trabajo intelectual como trabajo práctico, elevando así al trabajo físico y

rehabilitando los instintos. Toda facultad especulativa de la razón lo tiene sin cuidado

cuando disiente con la ciencia establecida. En realidad, la emancipación del intelecto de la

vida instintiva no modificó en absoluto el hecho de que su riqueza y su fuerza sigan

dependiendo de su contenido concreto, y de que se atrofia y se extingue cuando corta sus

relaciones con ese contenido. Un hombre inteligente no es aquel que sólo sabe sacar

conclusiones correctas, sino aquel cuyo espíritu se halla abierto a la percepción de

contenidos objetivos, aquel que es capaz de dejar que actúen sobre él sus estructuras

esenciales y de conferirles un lenguaje humano; esto vale también en cuanto a la naturaleza

del pensar como tal y de su contenido de verdad. La neutralización de la razón, que la priva

de toda relación [66] con los contenidos objetivos y de la fuerza de juzgarlos y la degrada a

una capacidad ejecutiva que se ocupa más del cómo que del qué, va transformándola en

medida siempre creciente en un mero aparato estólido, destinado a registrar hechos. La

razón subjetiva pierde toda espontaneidad, toda productividad, toda fuerza para descubrir

contenidos de una especie nueva y de hacerlos valer: pierde lo que comporta su

subjetividad. Al igual que una hoja de afeitar afilada con demasiada frecuencia, este

"instrumento" se torna demasiado delgado y finalmente hasta se vuelve incapaz de afrontar

con éxito las tareas puramente formalistas a las que se ve reducido. Esto marcha

paralelamente a la tendencia social generalizada hacia la destrucción de las fuerzas

productoras, precisamente en un período de crecimiento enorme de tales fuerzas.

La utopía negativa de Aldous Huxley ilustra este aspecto de la formalización de la

razón, vale decir, su transformación en estupidez. En ella se presentan las técnicas del

"nuevo mundo feliz" y los procesos intelectuales que van unidos a ellas, como

extremadamente refinados. Pero los objetivos a los que sirven —los estúpidos

"cinematógrafos sensoriales", que le permiten a uno "sentir" un abrigo de pieles proyectado

sobre la pantalla; la "hipnopedia" que inculca a niños dormidos las consignas

todopoderosas; los métodos artificiales de reproducción que homogeneizan y clasifican a

los seres humanos aun antes de que nazcan— son reflejo de un proceso que tiene lugar en

el pensar mismo, y conduce a un sistema de prohibición del pensamiento que finalmente ha

de terminar en la estupidez subjetiva cuyo modelo es la imbecilidad objetiva de todo

contenido vital. El pensar en sí tiende a ser reemplazado por ideas estereotipadas. Éstas,

por un lado, son tratadas como instrumentos puramente utilitarios que se toman o se dejan

en su oportunidad y, por otro, se las trata como objetos de devoción fanática.

Huxley ataca una organización universal monopolista, de capitalismo estatal, puesta

bajo la égida de una razón [67] subjetiva en proceso de autodisolución, a la que se concibe

como algo absoluto. Pero al mismo tiempo, esta novela pareciera oponer al ideal de este

sistema que va imbecilizándose, un individualismo metafísico heroico, que condena sin

discriminación el fascismo y la ilustración, el psicoanálisis y los films espectaculares, la

desmitologización y las crudas mitologías, y alaba ante todo al hombre cultivado que

permanece inmaculado al margen de la civilización totalitaria y seguro de sus instintos, o

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600

acaso al escéptico. Con ello Huxley se une involuntariamente al conservadorismo cultural

reaccionario que en todas partes —y especialmente en Alemania— vino a allanar el camino

para ese mismo colectivismo monopolista al que critica en nombre del alma, opuesta al

intelecto. Con otras palabras: mientras que el aferrarse ingenuamente a la razón subjetiva ha

producido realmente síntomas1 que no dejan de asemejarse a los que describe Huxley, el

rechazo ingenuo de esa razón en nombre de una noción ilusoria de cultura e individualidad,

históricamente anticuada, conduce al desprecio de las masas, al cinismo, a la confianza en el

poder ciego; y estos factores a su vez sirven a la tendencia repudiada. La filosofía debe hoy

enfrentarse con la pregunta sobre si en ese dilema el pensar puede conservar su autonomía

y preparar así su solución teórica, o si ha de conformarse con desempeñar el papel de una

[68] hueca metodología, de una apologética que se nutre de ilusiones, o el de una receta

garantizada como la que ofrece la novísima mística popular de Huxley, tan adecuada para el

"nuevo mundo feliz" como cualquier ideología lista para el uso.

II

PANACEAS UNIVERSALES ANTAGÓNICAS

Rige actualmente un consenso casi general acerca de que nada ha perdido la

sociedad con el ocaso del pensar filosófico, ya que este ha sido reemplazado por un

instrumento cognoscitivo más poderoso: el pensamiento científico moderno. Se dice a

menudo que todos los problemas que la filosofía ha intentado resolver o carecen de

significado o pueden ser resueltos mediante métodos experimentales modernos. En efecto,

una tendencia dominante en la filosofía moderna hace transferir a la ciencia lo que no pudo

lograr la especulación tradicional. Tal tendencia a hipostasiar la ciencia caracteriza a todas

las escuelas que hoy día se llaman positivistas. Las observaciones que siguen no intentan

una discusión detallada de esta filosofía: su único objetivo es relacionarla con la crisis

cultural actual.

Los positivistas atribuyen esta crisis a una ―neurastenia‖. Hay muchos intelectuales

faltos de vigor —dicen— que, tras declarar que desconfían del método científico, buscan

refugio en otros métodos cognoscitivos, como la intuición o la revelación. De acuerdo con

los positivistas, lo único que nos hace falta es confianza suficiente en la ciencia. Desde

luego, no desconocen las prácticas destructivas a que la ciencia debe echar mano; pero

afirman que semejante uso es una perversión de la ciencia. ¿Es realmente así? El progreso

1 Daremos un ejemplo extremo. Huxley inventó la death conditioning, esto quiere decir que los niños son

traídos a presencia de personas agonizantes, se les dan golosinas y se los induce a jugar sus juegos mientras

observan el proceso de la muerte. Así son llevados a asociar con la muerte pensamientos agradables y a

perder el terror ante ella. La entrega de Octubre de 1944 de Parents' Magazine contiene un artículo titulado

"Interview with a Skeleton". Describe cómo niños de cinco años jugaban con un esqueleto "a fin de trabar

conocimiento con el funcionamiento interno del cuerpo humano" "—Los huesos son necesarios para

sostener la piel —dijo Johnny examinando el esqueleto. —Él no sabe que está muerto —dijo Martudi."

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601

objetivo de la ciencia y su aplicación a la técnica no justifican la creencia corriente de que la

ciencia es destructiva sólo cuando se pervierte, y necesariamente constructiva cuando se la

entiende en forma adecuada.

Es incuestionable que podría darse a la ciencia un mejor uso. Pero no puede darse

por descontado, en absoluto, que el camino para realizar las buenas posibilidades de la

ciencia corresponda en general a su itinerario actual. Los positivistas parecen olvidar que las

ciencias naturales tal como ellos las entienden son, antes que nadar medios de producción

adicionales, un elemento entre muchos otros dentro del proceso social. Resulta por lo tanto

imposible determinar a priori cuál es el papel que le toca desempeñar a la ciencia en el

efectivo progreso o retroceso de la sociedad. Sus efectos son tan positivos o negativos

como la función que adopta dentro de la tendencia general del proceso económico.

Hoy día la ciencia —a diferencia de otras fuerzas y actividades intelectuales, y

debido a su división en dominios específicos, a sus procedimientos, a sus contenidos y a su

organización— sólo puede comprenderse con referencia a la sociedad para la cual

funciona. La filosofía positivista, que ve en la herramienta ―ciencia‖ un defensor

automático del progreso es tan engañosa como otras glorificaciones de la técnica.

La tecnocracia económica lo espera todo de la emancipación de los medios de

producción materiales. Platón quiso convertir en amos a los filósofos; los tecnócratas

quieren hacer de los ingenieros un consejo de vigilancia de la sociedad. El positivismo es

tecnocracia filosófica. Para el positivismo, si se quiere ingresar corno miembro en los

gremios de la sociedad, es condición previa profesar una fe exclusiva en la matemática.

Platón, panegirista de la matemática, concebía a los gobernantes como peritos

administrativos, como ingenieros de lo abstracto. De un modo parecido los positivistas

tienen a los ingenieros por filósofos de lo concreto, puesto que ellos aplican la ciencia de la

cual la filosofía —en la medida en que de algún modo se la tolera— es un mero derivado.

Sin desmedro de todas sus diferencias, tanto Platón como los positivistas sostienen la

opinión de que el camino para salvar a la humanidad consiste en someterla a las reglas y a

los métodos de la razón científica, Los positivistas, empero, adaptan la filosofía a la ciencia,

esto es, a las exigencias de la praxis, en lugar de adaptar la praxis a la filosofía. Para ellos el

pensar, precisamente cuando funciona como ancilla administrationis, se convierte en rector

mundi.

Hace algunos años, la valoración positivista de la actual crisis cultural fue expuesta

en tres artículos que analizan con gran claridad las debatidas cuestiones de que allí se trata.1

Sidney Hook afirma que la crisis cultural contemporánea surge de una ―pérdida de

confianza en el método científico‖.2 Se lamenta de los numerosos intelectuales que se

1 Sidney Hook, "The New Failure of Nerve"; John Dewey, "Anti-Naturalism in Extremis"; Ernest Nagel,

"Malicious Philosophies of Science", en Partisan Review, enero-febrero, 1943, X, 1, págs. 2-57. Partes de estos

artículos están reproducidos en: Naturalism and the Human Spirit, libro editado por Y H. Krikorian, Columbia,

University Press 1944 2 Ibid., págs. 3-4.

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afanan por una verdad y un conocimiento que no son idénticos a la ciencia. Dice que ellos

confían en la autoevidencia, la intuición, la percepción esencial por iluminación, la

revelación y ―en otras fuentes de información dudosas, en lugar de dedicarse a una

investigación decente, a experimentar y a sacar sus conclusiones científicamente. Denuncia

a los defensores de todo tipo de metafísica y amonesta a las filosofías protestante y católica

y a su alianza intencional o no intencional con las fuerzas reaccionarias. No obstante

adoptar una actitud crítica frente a la economía liberal, se pronuncia a favor de la ―tradición

del mercado libre en el mundo libre de las ideas‖.3

John Dewey ataca al antinaturalismo que ―impidió a la ciencia completar su curso y

dar cumplimiento a sus posibilidades constructivas‖. Ernest Nagel, al discurrir sobre

―filosofías malignas‖, refuta diversos argumentos específicos alegados por metafísicos, que

le niegan a la lógica de la ciencia natural la condición de base espiritual suficiente para

actitudes morales. Estos tres artículos polémicos, como muchas otras comprobaciones de

sus autores, merecen gran respeto debido a la posición no comprometida que toman frente

a los diversos heraldos de ideologías autoritarias. Nuestras observaciones críticas se refieren

rigurosa y exclusivamente a diferencias teóricas objetivas. Pero antes de analizar la panacea

positivista, examinemos la cura recomendada por sus adversarios.

No hay duda de que el ataque positivista a ciertos calculados y artificiales revivals de

ontologías anticuadas se justifica. Los defensores de estos revivals, por elevada que pueda ser

su formación cultural, traicionan sin embargo los últimos vestigios de la cultura occidental

al hacer de la salvación su negocio filosófico. El fascismo retomó viejos métodos de

dominio que, bajo las condiciones modernas, resultaron ser indeciblemente más brutales

que sus formas originales; tales filósofos reaniman los sistemas de pensamiento autoritarios

que, bajo las condiciones modernas, demuestran ser mucho más ingenuos, mucho más

arbitrarios y falaces que lo que fueron originariamente. Metafísicos bien intencionados, con

sus testimonios semidoctos a favor de lo verdadero, lo bueno y lo bello como valores

eternos de la escolástica, destruyen la última huella de sentido que pudieran tener tales ideas

para pensadores independientes que intentan oponerse a los poderes vigentes. Tales ideas

son recomendadas hoy como si fuesen mercancías, cuando en otro tiempo servían, por

cierto, para combatir los efectos de la cultura comercial.

Se observa actualmente una tendencia general a reanimar teorías pasadas

pertinentes a la razón objetiva, con el fin de dar un fundamento filosófico a la jerarquía —

en proceso de rápida descomposición— de los valores generalmente aceptados. Junto con

curas psíquicas seudorreligiosas o semicientíficas, con el espiritismo, la astrología, variantes

baratas de filosofías pretéritas como el yoga, el budismo o la mística, o adaptaciones

populares de filosofías objetivistas clásicas, se recomiendan ontologías medievales para uso

moderno. Pero la transición de la razón objetiva a la subjetiva no se debió a ninguna

casualidad, y no puede darse marcha atrás arbitrariamente, en un momento dado, en el

proceso de la evolución de ideas. Si la razón subjetiva, bajo la forma de iluminismo, logró

3 "Anti-Naturalism in Extremis" en ibid., pág. 26

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603

disolver la base filosófica de artículos de fe que habían sido parte esencial de la cultura

occidental, sólo pudo hacerlo porque esa base había demostrado ser demasiado débil. Su

reanimación resulta por lo tanto enteramente artificial: sirve para rellenar un vacío. Se

ofrecen las filosofías de lo absoluto como magnífico instrumento para salvarnos del caos.

Compartiendo el destino de todas las doctrinas, las buenas y las malas, sometidas a la

prueba de los mecanismos sociales de selección de la actualidad, las filosofías objetivistas

son estandardizadas para fines específicos. Las ideas filosóficas sirven a las necesidades de

grupos religiosos o ilustrados, progresistas o conservadores. Lo absoluto mismo se

convierte en medio, y la razón objetiva en proyecto destinado a fines subjetivos, por más

generales que estos puedan ser.

Los tomistas4 modernos describen en determinadas ocasiones su metafísica como

suplemento saludable y útil para el pragmatismo, y probablemente tienen razón. De hecho

las adaptaciones filosóficas de religiones establecidas cumplen una función que sirve a los

poderes establecidos: transforman los restos supérstites del pensar mitológico en recursos

útiles para la cultura de masas. Cuanto más se esfuerzan tales renacimientos artificiales por

mantener intacta la letra de las doctrinas originales, tanto más deforman el sentido original;

pues la verdad se va formando a lo largo de una evolución de ideas que se modifican y se

rebaten unas a otras. El pensamiento permanece leal a sí mismo en un sentido amplio, al

mostrarse dispuesto a contradecirse, conservando no obstante —en calidad de momentos

de verdad inmanentes— el recuerdo de los procesos a los que debe su existencia. El

conservadorismo de los intentos modernos de reanimación filosófica relacionados con

elementos culturales es un autoengaño. Al igual que la religión moderna, tampoco los

neotomistas pueden dejar de fomentar la pragmatización de la vida y la formalización del

pensar. Contribuyen a la disolución de las profesiones de fe autóctonas y a convertir la fe

en asunto de conveniencia.

La pragmatización de la religión, por más blasfema que pueda aparecer en muchos

aspectos —como el nexo entre religión e higiene—, no es tan sólo el resultado de su

adaptación a las condiciones de la civilización industrial, sino que se halla arraigada en la

íntima esencia de toda clase de teología sistemática. El tema de la explotación de la

naturaleza puede observarse incluso en los primeros capítulos de la Biblia. Todas las

criaturas deben someterse al hombre. Únicamente los métodos y manifestaciones de este

sometimiento han variado. Pero mientras en el tomismo original pudo lograr su objetivo de

adaptar el cristianismo a las formas científicas y políticas contemporáneas, el neotomismo

se encuentra en una situación precaria. Puesto que la explotación de la naturaleza en la

Edad Media dependía de una economía relativamente estática, también la ciencia era

estática y dogmática en aquella época. Su relación con la teología dogmática pudo ser

relativamente armoniosa y era fácil incorporar el aristotelismo al tomismo. Pero semejante

armonía resulta imposible hoy, y el uso que hacen los neotomistas de categorías como

4 Forman parte de esta importante escuela metafísica algunos de los historiadores y escritores más

responsables de nuestra época. Las observaciones críticas que aquí exponemos se refieren exclusivamente a la

tendencia en virtud de la cual el pensar filosófico independiente es desplazado por el dogmatismo.

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604

causa, fin, fuerza, alma, entidad, deja de ser crítico, necesariamente. Mientras que para

Santo Tomás esas ideas metafísicas representaban el más alto grado de conocimiento

científico, su función se ha modificado por completo en la cultura moderna.

Los conceptos neotomistas que sus sostenedores afirman extraer de enseñanzas

teológicas no forman ya —desdichadamente para ellos— la columna vertebral del

pensamiento científico. Los neotomistas no logran reunir la teología y la ciencia natural

contemporánea en un solo sistema espiritual jerárquico, tal como lo hacía Santo Tomás

emulando a Aristóteles y a Boecio, puesto que los descubrimientos de la ciencia moderna

contradicen de un modo demasiado evidente al ordo escolástico y a la metafísica aristotélica.

Ningún sistema educacional, ni siquiera el más reaccionario, puede hoy permitirse

considerar la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad como asuntos que nada tienen

que ver con los principios cardinales del pensar. A fin de hacer concordar su punto de vista

con la ciencia natural actual, los neotomistas se ven así forzados a inventar toda suerte de

expedientes intelectuales. Su situación forzada recuerda el dilema de aquellos astrónomos

que a comienzos de la época de la astronomía moderna intentaban mantener en pie el

sistema tolomeico suplementándolo mediante complejísimas construcciones auxiliares y

afirmando que éstas salvarían el sistema a pesar de todos los cambios.

En este punto los neotomistas, a diferencia de su maestro, no se toman el trabajo

de deducir realmente el contenido de la física contemporánea de la cosmología de la Biblia.

Las complejidades de la estructura electrónica de la materia, para no hablar siquiera de la

teoría del espacio en explosión, harían, en efecto, muy difícil tal empresa. Si Tomás de

Aquino viviese en la actualidad, probablemente encararía la situación de hecho y, o bien

anatematizaría a la ciencia por razones filosóficas, o bien se volvería hereje; no trataría de

encontrar una síntesis superficial de elementos inconciliables. Pero sus epígonos no se

deciden a adoptar una posición semejante: los últimos dogmáticos se balancean entre la

física celestial y la terrenal, entre la física ontológica y la lógico-empirista. Su método

consiste en admitir in abstracto que también las descripciones no ontológicas pueden tener

cierto grado de verdad o en reconocerle a la ciencia su racionalidad en la medida en que es

matemática o en celebrar concordatos parecidamente dudosos en el terreno filosófico. Con

ese proceder, la filosofía clerical crea la impresión de que la ciencia física moderna se

integra bien en su sistema eterno, cuando ese sistema no es más que una forma anticuada

precisamente de esa teoría a la que pretende integrar. Cierto es que ese sistema se estructura

conforme al mismo ideal de dominio que encontramos en la teoría científica. Tiene por

base el mismo objetivo, el de dominar la realidad, y de ningún modo el de criticarla.

La función social de estos intentos de resucitar el sistema de la filosofía objetivista,

de la religión o superstición, consiste en reconciliar el pensamiento individual con las

formas modernas de manipulación de las masas. En este sentido, los efectos de la

reanimación filosófica del cristianismo no difieren gran cosa de los del revival de la

mitología pagana en Alemania. Los restos de la mitología alemana constituían una fuerza de

resistencia subrepticia contra la civilización burguesa; por debajo de la superficie del dogma

y del orden conscientemente aceptados, seguía alimentándose de antiguos recuerdos

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605

paganos bajo forma de creencias populares. Habían inspirado la poesía, la música y la

filosofía alemana. Una vez redescubiertos y manejados como elementos de educación

masiva, se extinguió su antagonismo respecto a las formas dominantes de la realidad y se

convirtieron en herramientas de la política moderna.

Algo análogo sucede con la tradición católica a raíz de la campaña neotomista. Así

como los neopaganos alemanes, los neotomistas modernizan antiguas ideologías e intentan

adaptarlas a objetivos modernos. Al proceder así pactan con el mal existente, cosa que las

iglesias establecidas han hecho siempre. Al mismo tiempo disuelven involuntariamente los

últimos restos de aquel espíritu de fe complaciente que tratan de reanimar. Formalizan sus

propias ideas religiosas a fin de adaptarlas a la realidad. Necesariamente su interés reside

más en acentuar una justificación abstracta de doctrinas religiosas, que en acentuar su

contenido específico. Esto pone claramente en evidencia los riesgos que amenazan a la

religión a raíz de la formalización de la razón. Contrariamente a la labor misionera en su

sentido tradicional, las enseñanzas neotomistas se componen menos de historias y de

dogmas cristianos que de argumentos que exponen por qué la fe religiosa y el modo

religioso de vivir son aconsejables en nuestra situación actual. Semejante procedimiento

pragmático perjudica en realidad los conceptos religiosos que parecería dejar intactos. La

ontología neotomista, predestinada a fundar el orden, permite que se corrompa el núcleo

esencial de las ideas que ella proclama. El fin religioso se pervierte al transformarse en

medio secular. Poco tiene que ver el neotomismo con la fe en la Mater dolorosa por amor a

ella misma, concepto religioso que fue fuente de inspiración de tanta gran poesía y arte en

Europa. Se concentra en la fe puesta en la fe misma en cuanto medio adecuado frente a las

dificultades sociales y psicológicas de la actualidad.

No faltan, por cierto, los esfuerzos exegéticos dedicados, por ejemplo, a la

―sabiduría que es María‖. Pero tales esfuerzos denotan algo artificial. Su forzada ingenuidad

está en contradicción con el proceso general de formalización, que ellos aceptan como un

hecho y que en última instancia se halla arraigado en la filosofía religiosa misma. También

las escrituras del cristianismo medieval, a partir de los tempranos días patrísticos, en

especial las de Tomás de Aquino, denotan una fuerte propensión a formalizar los

elementos fundamentales de la fe cristiana. Es posible observar esa tendencia incluso en un

ejemplo tan elevado como la identificación de Cristo con el logos en el comienzo del

cuarto Evangelio. Las vivencias genuinas de los cristianos primitivos se subordinaron en el

transcurso de la historia de la Iglesia a objetivos racionales. La obra de Tomás de Aquino

marca una fase decisiva en esta evolución. La filosofía aristotélica, con el empirismo que le

es inherente, se había hecho más adecuada a la época que la especulación platónica.

Desde los más tempranos comienzos de la historia eclesiástica la racionalización de

la fe no fue en modo alguno asunto extraño a la Iglesia o condenado al infierno de la

herejía, sino que inició en vasta medida su curso dentro de ella. Santo Tomás ayudó a la

Iglesia Católica a acoger en su seno al nuevo movimiento científico, reinterpretando los

contenidos de la religión cristiana mediante los métodos liberales de la analogía, la

inducción, el análisis conceptual, la deducción a partir de axiomas presuntamente evidentes

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606

y mediante el uso de las categorías aristotélicas que en su época guardaban todavía

correspondencia con el estado alcanzado por la ciencia empírica. Su gigantesco aparato

conceptual, su cimentación filosófica del cristianismo confirieron a la religión la apariencia

de una autonomía que la independizó por mucho tiempo del progreso intelectual de la

sociedad laica y que era, sin embargo, compatible con ese problema. Hizo de la doctrina

católica un instrumento sumamente valioso para los príncipes y la clase burguesa. Santo

Tomás tuvo realmente éxito. Durante los siglos que siguieron, la sociedad se mostró

dispuesta a confiar al clero la administración de ese instrumento altamente perfeccionado.

No obstante, la escolástica medieval, pese a la preparación ideológica que dio a la

religión, no transformó a ésta en una mera ideología. A pesar de que, según Tomás de

Aquino, los objetos de fe religiosa, como la Trinidad, no pueden ser al mismo tiempo

objetos de la ciencia, su obra —que, junto a Aristóteles, tomó partido en contra del

platonismo— se opuso a los esfuerzos por presentar a los dos dominios como enteramente

heterogéneos. Las verdades de la razón eran para él tan concretas como cualquier verdad

científica. La confianza por nada perturbada en el realismo del aparato escolástico racional

se vio conmovida por la Ilustración. A partir de entonces, el tomismo es una teología con

mala conciencia, cosa que surge claramente de los subterfugios de sus versiones filosóficas

modernas. Sus representantes se ven hoy en la necesidad de apreciar cautelosamente qué

cantidad de afirmaciones científicas poco demostrables estarán aún los hombres dispuestos

a aceptar. Parecen tener conciencia de que los métodos deductivos, importantes todavía en

la ortodoxia aristotélica, deben ser dejados exclusivamente en manos de la investigación

laica, a fin de mantener a la teología apartada de exámenes incómodos. En la medida en

que se mantenga al tomismo artificialmente a salvo de entrar en conflicto e incluso en

relación de efecto recíproco con la ciencia moderna, tanto los intelectuales como los

incultos podrán aceptar la religión tal como la recomienda el tomismo.

Cuanto más se retire el neotomismo hacia el dominio de conceptos espirituales,

tanto más se convertirá en siervo de fines profanos. En el ámbito de la política podrá servir

para la sanción de toda clase de empresas, y en la vida cotidiana se hará de él un

medicamento listo para el uso. Hook y sus amigos tienen razón al afirmar del tomismo que,

en vista de los ambiguos fundamentos teóricos de sus dogmas, es tan sólo cuestión del

momento y de situación geográfica el que se lo utilice para justificar prácticas políticas

democráticas o autoritarias.

Al igual que cualquier otra filosofía dogmática, el neotornismo trata de que en un

punto determinado cese el pensar, a fin de crear una esfera particular para un ser supremo

o un valor supremo, ya sea este político o religioso. Cuanto más dudosos se tornan tales

absoluta —y en la edad de la razón formalizada se han vuelto realmente dudosos—, tanto

más inconmoviblemente los defienden sus partidarios, y tanto menos escrupulosos se

hacen estos últimos en cuanto a fomentar sus cultos con otros medios que los puramente

espirituales: en caso necesario echan mano tanto de la espada como de la pluma. Puesto

que las cosas absolutas, tomadas en sí mismas, no actúan de un modo persuasivo, se hace

necesario defenderlas por medio de una especie de teoría adecuada al momento. Los afanes

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607

de semejante defensa se reflejan en un deseo casi compulsivo de excluir todo rasgo

ambiguo, todo elemento de mal, de un concepto de tal modo glorificado; un deseo difícil

de reconciliar, en el tomismo, con la visión profética negativa referente a los condenados a

sufrir torturas, ―ut de his electi gaudeant, cum in his Dei iustitiam contemplantur, et dum se evasisse eas

cognoscunt‖.5 Hoy pervive la propensión a establecer un principio absoluto como poder real

o un poder real como principio absoluto; parecería que el valor supremo sólo puede ser

considerado como verdaderamente absoluto si es, al mismo tiempo, el poder supremo.

Esta identidad de bondad, perfección, poder y realidad es inherente a la filosofía

tradicional europea. Por haber sido siempre ésta una filosofía de grupos que detentaban el

poder o aspiraban a él, se expresa con claridad en el aristotelismo y forma la columna

vertebral del tomismo sin desmedro de su doctrina verdaderamente profunda, que enseña

que el ser de lo absoluto sólo puede ser llamado ser per analogiam. Mientras que, de acuerdo

con el Evangelio, Dios padeció y murió, según la filosofía de Santo Tomás6 no es

susceptible de padecimiento o de mutación. Mediante esta doctrina intentó la filosofía

católica oficial escapar a la contradicción entre Dios como verdad suprema y como

realidad. Concibió una realidad que no contuviera ningún elemento negativo y que no

estuviese sometida a ninguna mutación. De este modo la Iglesia estaba en condiciones de

mantener la idea de un derecho natural eterno, fundado en la estructura básica de su ser,

idea fundamental para la cultura occidental. Empero, la renuncia a inscribir un elemento

negativo en lo absoluto y el dualismo que de ello surge —por una parte Dios y por la otra

un mundo pecador— involucraba un voluntario sacrificio del intelecto. La Iglesia impidió

así la decadencia de la religión y su sustitución por una divinización panteísta del proceso

histórico. Eludió los peligros de la mística alemana e italiana, tal como la introducían

Meister Eckhart, Nicolás De Cusa y Giordano Bruno, quienes procuraban superar el

dualismo por medio de un pensar libre de ataduras.

El reconocimiento por parte de tal mística del elemento terrenal en Dios resultó un

estímulo para la ciencia natural —cuyo objeto de estudio pareció reivindicado e incluso

santificado mediante esa aceptación en el ámbito de lo absoluto—, pero fue perjudicial para

lo religioso y para el equilibrio espiritual. La mística comenzó por hacer a Dios tan

dependiente del hombre como dependía el hombre de Dios, y concluyó, lógicamente, con

la noticia acerca de la muerte de Dios. El tomismo, en cambio, sometió la inteligencia a una

severa disciplina. Frente a conceptos aislados y por lo tanto contradictorios —Dios y

mundo—, unidos mecánicamente mediante un sistema estático y en última instancia

irracional, el tomismo suspendió el pensar. La idea misma de Dios llegaba a ser algo que se

contradecía: una entidad que debía ser absoluta y sin embargo carecía de la capacidad de

modificarse.

5 Summa theologica, tomo 36, Suplemento 87-99, Heidelberg, Graz, Viena, Colonia 1961. ―… a fin de que los

elegidos se regocijen frente a ellos, al contemplar en ellos la justicia de Dios y al reconocer que ellos han

escapado a semejante destino." (Pág. 341 y sigs.) 6 Summet contra gentiles, I, 16.

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608

Los adversarios del neotornismo argumentan con razón que tarde o temprano el

dogmatismo produce la detención del pensar. Pero ¿acaso la doctrina neopositivista no es

tan dogmática como la glorificación de cualquier entidad absoluta? Los neopositivistas

quieren inducirnos a adoptar una ―filosofía de la vida científica o experimental en la que

todos los valores sean examinados de acuerdo con sus causas y efectos‖.7 Responsabilizan

de la crisis espiritual contemporánea a la ―limitación de la autoridad de la ciencia y la

introducción de otros métodos que los de la experimentación controlada para el

descubrimiento de la esencia y del valor de las cosas‖.8 Al leer a Hook, uno nunca se

imaginaría que enemigos de la humanidad como Hitler puedan tener efectivamente gran

confianza en métodos científicos, o que el Ministerio de Propaganda alemán se haya

servido de un modo consecuente de la experimentación controlada, examinando todos los

valores ―en cuanto a sus causas y efectos‖. Al igual que toda fe establecida, también la

ciencia puede ser utilizada al servicio de las fuerzas sociales más diabólicas y el cientificisrno

no es menos estrecho que la religión militante. Cuando establece que todo intento de

limitar la autoridad de la ciencia es notoriamente maligno, Nagel no revela otra cosa que la

intolerancia de su doctrina.

La ciencia pisa terreno dudoso cuando trata de reivindicar un poder de censura

cuyo ejercicio por otras instituciones denunció en tiempos de su pasado revolucionario. La

preocupación por el hecho de que la autoridad científica pudiera verse minada se ha

apoderado de los sabios precisamente en una época en que la ciencia es reconocida en

general e incluso tiende a ser represiva. Los positivistas quisieran desacreditar toda clase de

pensamiento que no dé plena satisfacción al postulado de la ciencia organizada. Transfieren

el principio de afiliación obligatoria al mundo de las ideas. La tendencia monopolista

generalizada va tan lejos que llega a eliminar el concepto teórico de la verdad. Esta

tendencia y el concepto de un ―mercado libre en el mundo de las ideas‖, tal como lo

recomienda Hook, no son tan antagónicos como él piensa. Ambos reflejan una actitud

comercial ante cosas espirituales, una prevención en favor del éxito.

Lejos de excluir la rivalidad, la cultura industrialista busca siempre por la

investigación sobre la base de concursos de competencia. Al mismo tiempo, esta

investigación es vigilada y se la induce a marchar de acuerdo con modelos establecidos.

Vemos aquí cómo trabajan en común el contralor autoritario y el que maneja los concursos

de competencia. Tal cooperación es a menudo útil en relación con un objetivo limitado —

verbigracia, cuando se trata de la producción del mejor alimento para lactantes, de

explosivos de alta potencia, o de métodos de propaganda—, pero difícilmente podrá

afirmarse que contribuye al progreso de un pensar verdadero. En la ciencia moderna no

existe ninguna distinción neta entre liberalismo y autoritarismo. De hecho el liberalismo y

el autoritarismo tienden a influirse recíprocamente y de tal modo colaboran para transferir

a las instituciones de un mundo irracional un contralor cada vez más severo.

7 Hook, ibid., pág. 10. 8 Nagel, "Malicious Philosophies of Science", ibid., pág. 41.

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609

Pese a su protesta contra la objeción de que es dogmático, el absolutismo científico,

tanto como el ―oscurantismo‖ al que ataca, se ve forzado a recaer en principios evidentes

por sí mismos. Con la única diferencia de que el neotomismo es consciente de tales

premisas, mientras que el positivismo muestra una total ingenuidad respecto a ellas. No se

trata tanto de que una teoría necesariamente ha de basarse sobre principios autoevidentes

—uno de los problemas más difíciles de la lógica— sino del hecho de que el

neopositivismo se dedica a practicar precisamente aquello que ataca en sus adversarios.

Mientras lleva adelante ese ataque, necesita justificar sus propios principios superiores,

entre los cuales el más importante es el de la identidad entre verdad y ciencia. Tiene que

aclarar por qué reconoce determinados procedimientos como científicos. He ahí el punto

de la disputa filosófica de cuya decisión depende el hecho de si ―la confianza en el método

científico‖, o sea la solución de Hook para la amenazante situación del presente, debe

considerarse como una fe ciega o como un principio racional.

Los tres artículos mencionados no entran a discutir ese problema. Pero hay ahí

algunos indicios respecto a cómo lo resolverían los positivistas. Hook señala una diferencia

entre enunciados científicos y no científicos. Acerca de la validez de estos últimos —-

dice— se juzga mediante sentimientos personales, mientras que aquellos que proceden de

criterios científicos ―se establecen mediante verificación pública accesible a todos los que se

someten a su disciplina‖.9 La expresión ―disciplina‖ designa reglas codificadas en los

manuales más avanzados y aplicadas con éxito por los científicos en los laboratorios. Sin

duda, tales procedimientos son típicos como representantes de ideas contemporáneas

acerca de la objetividad científica. Pero los positivistas parecen confundir tales

procedimientos con la verdad misma. La ciencia debería esperar del pensar filosófico, tal

como lo exponen ya sea los filósofos, ya los científicos, que rinda cuentas acerca de la

naturaleza de la verdad, en lugar de simplemente cantar loas a la metodología científica

como definición suprema de la verdad. El positivismo elude las consecuencias afirmando

que la filosofía no es otra cosa sino la clasificación y formalización de los métodos

científicos. Los postulados de la crítica semántica, como ser el postulado de la unión o el

principio de la reducción de enunciados complejos a sentencias elementales, son

presentados como tales formalizaciones. Al negar una filosofía autónoma y una noción

filosófica de la verdad, el positivismo abandona la ciencia a merced de las contingencias de

la evolución histórica. Puesto que la ciencia constituye un elemento del proceso social, su

institución como arbiter veritatis sometería a la verdad misma a pautas sociales cambiantes.

La sociedad se vería privada de todo recurso intelectual para la resistencia contra una

esclavitud que siempre ha sido denunciada por la crítica social.

Cierto es que incluso en Alemania el concepto de matemática o física nórdica o

insensateces similares desempeñó un papel más importante en la propaganda política que

en las universidades; pero ello se debió más a la gravitación de la ciencia misma y a las

necesidades del armamentismo alemán que a una actitud de la filosofía positivista, la cual, al

9 Hook, ibid., pág. 6.

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610

fin y al cabo, no hace más que reflejar el carácter de la ciencia en una etapa histórica dada.

Si la ciencia organizada se hubiese vendido enteramente a las necesidades ―nórdicas‖,

elaborando consecuentemente una metodología conforme a ellas, el positivismo hubiera

tenido finalmente que aceptarla, al igual que en otras partes ha aceptado los modelos de la

sociología empírica preformados por necesidades administrativas y prevenciones

convencionales. Al prestarse a hacer de la ciencia una teoría de la filosofía, el positivismo

niega el espíritu de la ciencia misma.

Hook afirma que su filosofía ―no excluye por razones apriorísticas la existencia de

entidades y fuerzas sobrenaturales‖.10 Si tomamos en serio esta concesión, podremos

esperar que bajo determinadas condiciones se produzca la resurrección precisamente de

aquellas entidades o más bien espíritus en cuya conjuración consiste la esencia del pensar

científico en su totalidad. El positivismo aprobaría entonces semejante recaída en la

mitología.

Dewey indica otro camino para diferenciar la ciencia que debe aceptarse de la que

debe condenarse: ―el naturalista (el término ‗naturalismo‘ se utiliza a fin de distinguir entre

las diversas escuelas positivistas y los defensores del supranaturalismo) es el que

necesariamente siente respeto ante las conclusiones de la ciencia natural‖.11 Los positivistas

modernos parecen inclinarse a aceptar las ciencias naturales, ante todo la física, como

modelo de métodos de pensamiento correcto. Tal vez Dewey revele el motivo principal de

esta predilección irracional, cuando escribe: ―los métodos modernos de observación

experimental condujeron a una profunda modificación de los temas de la astronomía, la

física, química y biología‖, y ―la mutación que tuvo lugar en ellos ha ejercido el más hondo

influjo sobre las relaciones humanas‖.12 Cierto es que la ciencia, como otros] mil factores,

desempeñó un papel en la determinación de modificaciones históricas buenas o malas; pero

ello no demuestra que la ciencia sea la única fuerza capaz de salvar a la humanidad. Si

Dewey quiere dar a entender que los cambios científicos originan por lo común cambios

dirigidos hacia un mejor orden social, interpreta erróneamente el efecto recíproco de las

fuerzas económicas, técnicas, políticas e ideológicas. Las fábricas de muerte de Europa

arrojan una luz tan significativa sobre la relación entre la ciencia y el progreso técnico,

como la producción de medias con el aire como materia prima.

Los positivistas reducen la ciencia a los procedimientos aplicados en la física y sus

derivaciones; niegan el nombre de ciencia a todos los esfuerzos teóricos que no concuerdan

con aquello que ellos extraen de la física como métodos legítimos. Debe observarse a este

respecto que la división de toda verdad humana en ciencias naturales y ciencias del espíritu

es en sí misma un producto social hipostasiado por la organización de las universidades, y

últimamente también por algunas escuelas filosóficas, sobre todo las de Rickert y Max

Weber. El así llamado mundo práctico no ofrece lugar para la verdad, y por lo tanto la

1 Ibid., pág. 7.

1 Dewey, ibid., pág. 26 2 Ibid.

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611

divide a fin de igualarla a su propia imagen: las ciencias naturales se ven provistas de la así

llamada objetividad, pero desprovistas de contenido humano; las ciencias del espíritu

conservan el contenido humano, pero tan sólo como ideología y a costa de la verdad.

El dogmatismo de los positivistas se hace patente cuando examinamos la

legitimación máxima de su principio, aun cuando ellos pudieran considerar semejante

intento como enteramente desprovisto de todo sentido. Los positivistas alegan que los

tomistas y todos los demás filósofos no positivistas aplican medios irracionales,

especialmente intuiciones, que no pueden ser controlados mediante experimentos; y por

otra parte afirman que sus propias intelecciones son científicas y que su conocimiento de la

ciencia se basa en la observación; vale decir que afirman tratar a la ciencia del mismo modo

en que la ciencia trata sus objetos, mediante la observación experimentalmente verificable.

Pero la pregunta decisiva es esta: ¿cómo es posible determinar correctamente qué puede ser

denominado ciencia y verdad, cuando esta determinación presupone los métodos con los

cuales se obtiene la verdad científica? El mismo círculo vicioso está implícito en cualquier

justificación del método científico por medio de la observación de la ciencia: ¿de qué modo

justificar el propio principio de la observación? Cuando se requiere una justificación,

cuando alguien pregunta por qué la observación sirve de garantía apropiada para la verdad,

los positivistas vuelven a apelar, sencillamente, a la observación. Pero no hacen otra cosa

que cerrar los ojos. En vez de interrumpir el funcionamiento maquinal de la investigación,

los mecanismos del hallazgo de los hechos, de la verificación, de la clasificación, etcétera, y

de pretender alcanzar su significado y su relación con la verdad, los positivistas repiten que

la ciencia transcurre mediante la observación, y describen circunstanciadamente cómo ésta

funciona. Dirán, naturalmente, que no es su tarea justificar o de mostrar el principio de la

verificación: ellos tan sólo quieren expresarse de un modo científico racional. Con otras

palabras: al negarse a verificar su propio principio —según el cual ningún enunciado que

no se verifique tiene sentido—, se hacen culpables de la petitio prinpicii: presuponen lo que

debe demostrarse.

Sin duda alguna el sofisma lógico en el que se fundamenta la posición positivista

sólo revela su veneración por la ciencia institucionalizada. Sin embargo, ese sofisma no

debe pasarse por alto, puesto que los positivistas se jactan siempre de la pulcritud y

limpieza lógica de sus enunciados. El callejón sin salida al que conduce la máxima

justificación del principio positivista de la verificación empírica constituye un argumento en

contra de los positivistas tan sólo porque ellos sostienen que todos los otros principios

filosóficos son dogmáticos e irracionales. Mientras que otros dogmáticos tratan por lo

menos de justificar sus principios sobre la base de lo que llaman revelación, intuición o

evidencia elemental, los positivistas intentan eludir el sofisma empleando tales métodos

ingenuamente y denunciando a quienes los utilizan conscientemente.

Ciertos metodólogos de la ciencia natural afirman que los axiomas fundamentales

de la ciencia pueden ser arbitrarios y que debieran serlo. Ello, empero, no tiene validez

cuando se trata del significado de la ciencia y la verdad, mediante las cuales debiera

justificarse esa afirmación. Ni aun los positivistas pueden dar por sobreentendido aquello

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612

que quieren demostrar, a no ser que pongan fin a toda discusión declarando que quienes no

entienden esto no gozan de la bendición de la gracia, cosa que en su lengua podría

expresarse así: las ideas que no se adecuan a la lógica simbólica no tienen sentido. Si la

ciencia ha de ser la autoridad que se levanta contra el oscurantismo —y al exigir esto los

positivistas continúan la gran tradición del Humanismo y de la Ilustración— los filósofos

han de establecer un criterio para la verdadera naturaleza de la ciencia. La filosofía debe

formular el concepto de ciencia de un modo tal que exprese las resistencias contra la

amenaza de recaída en la mitología y la locura y no estimule eventualmente a ésta,

formalizando a la ciencia y coordinándola con las exigencias de la praxis existente. Para ser

autoridad absoluta, la ciencia ha de justificarse en cuanto principio espiritual; no puede ser

deducida meramente de procedimientos empíricos y absolutizada luego como verdad,

sobre la base de criterios dogmáticos derivados del éxito científico.

Al llegar a determinada etapa, la ciencia es capaz de trascender notablemente el

método experimental. Sería cuestionable entonces —puesto que su significado es

rigurosamente empírico— el valor de todos esos volúmenes sutiles del positivismo

moderno que se ocupan de la estructura lógica de la ciencia. Los positivistas confían en los

éxitos de la ciencia como justificación de sus propios métodos. Nada les importa

fundamentar su propio reconocimiento de métodos científicos, de la experimentación, por

ejemplo, con la intuición o con algún otro principio que pudiera volverse contra la ciencia,

tal como ésta es aplicada con éxito y aceptada socialmente. No es posible apelar en este

caso al aparato lógico en sí, que algunos positivistas señalan como principio diferente del

empirismo; pues los principios lógicos fundamentales no son considerados de ningún

modo como evidentes en sí mismos. Tienen —como comprueba Dewey coincidiendo con

Pierce— el significado de ―condiciones que en el transcurso de una investigación constante

han demostrado involucrar su propia realización exitosa‖.13 Tales principios ―se deducen

del examen de métodos empleados con anterioridad‖.14 No puede entenderse cómo la

filosofía llega a justificar el pensamiento de que tales principios ―respecto de una

investigación posterior, existen operacionalmente a priori‖15 o en qué medida pueden

utilizarse datos derivados de observaciones para luchar contra ilusiones que pretenden ser

verdad. En el positivismo la lógica, por más formalista que pueda ser su formulación, es

deducida de procedimientos empíricos, y las escuelas que se denominan empiriocriticismo

o empirismo lógico resultan ser puras variantes del viejo empirismo sensualista. Lo que

coincidentemente han señalado respecto al empirismo pensadores como Platón y Leibniz,

de Maistre, Emerson y Lenin, cuyas opiniones son tan opuestas, vale también en cuanto a

sus adeptos modernos.

El empirismo destituye aquellos principios según los cuales podrían ser justificadas

tal vez la propia ciencia y el empirismo. La observación en sí no es un principio, sino un

3 Logic, pág. 11.

4 Ibid., pág. 13.

5 Ibid., pág. 14

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613

modelo de comportamiento, un modus procedendi que puede conducir en cualquier momento

a su propia abolición. Si en algún momento la ciencia cambiara sus métodos y si entonces

la observación, tal como hoy se practica, ya no se practicara, sería necesario modificar el

principio ―filosófico‖ de la observación, reexaminando en forma correspondiente la

filosofía, o bien se mantendría en pie ese principio como dogma irracional. Esta debilidad

del positivismo queda encubierta por la suposición implícita de los positivistas de que los

procedimientos empíricos generales empleados por la ciencia corresponden por naturaleza

a la razón y la verdad. Esta fe optimista es plenamente legítima en el caso de todo científico

que se ocupe de la investigación no filosófica de hechos, pero a un filósofo se le aparece

como el autoengaño de un absolutismo ingenuo. En cierto sentido, aun el dogmatismo

irracional de la Iglesia es más racional que este racionalismo tan ferviente y celoso que con

los disparos de su propia racionalidad sobrepasa el blanco fijado. Un gremio oficial de

científicos es, conforme a la teoría positivista, más independiente de la razón que el colegio

de cardenales, puesto que este último por lo menos debe referirse a los Evangelios.

Por un lado, los positivistas dicen que la ciencia debe hablar por sí misma y, por el

otro, que la ciencia es una mera herramienta, y las herramientas, por impresionantes que

puedan ser sus realizaciones, son mudas. Les plazca o no a los positivistas, la filosofía que

ellos enseñan se compone de ideas y es más que una herramienta. De acuerdo con su

filosofía, las palabras, en lugar de tener un sentido, sólo tienen una función. La paradoja

según la cual el sentido de su filosofía es la falta de sentido, podría de hecho servir como

excelente punto de partida para el pensar dialéctico. Pero precisamente en este punto es

donde su filosofía concluye. Dewey parece sentir esta debilidad cuando comprueba:

―Mientras los naturalistas no apliquen sus principios y métodos a la formulación de temas

tales como espíritu, conciencia, mismidad, etc., estarán en seria desventaja.‖16 La promesa

de que un día el positivismo solucionará los problemas esenciales que hasta el momento no

ha podido resolver debido a un exceso de tareas, es una promesa vacua. No es por azar

que, tras algunas francas declaraciones de Carnap y de otros que habían tomado el rumbo

de un grueso materialismo, el positivismo denote cierta resistencia a comprometerse en

asuntos tan espinosos. El neopositivismo, de acuerdo con toda su estructura metodológica

y teórica, excluye la posibilidad de que se haga justicia a problemas insinuados con ―temas

tales como espíritu, conciencia, mismidad, etc.‖. Los positivistas no tienen ningún derecho

a mirar con condescendencia al intuicionismo. Estas dos escuelas antagónicas padecen de la

misma incapacidad: en un punto determinado ambas frenan el pensamiento crítico

mediante afirmaciones autoritarias que se refieren ya a la suprema inteligencia, ya a la

ciencia como su sustituto.

Tanto el positivismo como el neotomismo constituyen verdades limitadas que

ignoran la contradicción inherente a sus principios. En consecuencia, ambos intentan

arrogarse un papel despótico en el dominio del pensamiento. Los positivistas desatienden el

hecho de que su carencia es fundamental y atribuyen su ineficiencia ante la crisis espiritual

6 "Antj-Naturalism in Extremis", en: ibid., pág. 28.

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614

contemporánea a ciertas pequeñas negligencias, por ejemplo, a la circunstancia de no haber

logrado ofrecer una teoría aceptable de los valores. Hook insiste en la ―competencia de la

investigación científica para la valoración‖ de las exigencias de intereses creados en la vida

social, de los privilegios injustos, de todo aquello que se presenta como ―clase nacional o

verdad racial‖.17 Quiere que los valores sean examinados. Del mismo modo Nagel declara

que ―todos los elementos del análisis científico —la observación, la reconstrucción en la

fantasía, la elaboración dialéctica de hipótesis y la verificación experimental— tienen que

ser aplicados‖.18 Es probable que piense en la investigación de ―causas y efectos‖ de los

valores a la que remite Hook, y opine que deberíamos saber exactamente por qué queremos

algo y qué sucede si lo perseguimos; que los ideales y las profesiones de fe deberían ser

cuidadosamente examinados para comprobar qué sucedería si se los convirtiera en praxis.

Tal es lo que llegó a ser la función de la ciencia respecto a los valores, según los definió

Max Weber, un archipositivista. Sin embargo, Weber distinguió nítidamente entre

conocimiento científico y valores, y no creía que la ciencia experimental pudiera superar

por sí misma los antagonismos sociales y políticos. Pero forma sin duda parte de las ideas

del positivismo reducir aquello que se le sustrae como ―valor‖, a hechos, y presentar lo

espiritual como algo cosificado, como una especie de mercancía especial o como bienes

culturales. El pensamiento filosófico independiente, siendo crítico y negativo, debería

elevarse por encima del concepto de los valores y de la idea de la vigencia absoluta de los

hechos.

Sólo superficialmente escapan los positivistas a la ―neurastenia‖. Practican un

confiado optimismo. Lo que Dewey llama inteligencia organizada, es para ellos la única

instancia capaz de resolver el problema de la estabilidad social o de la revolución. Sin

embargo, este optimismo oculta en realidad un derrotismo político mayor que el pesimismo

de Weber, quien apenas creía que los intereses de las clases sociales pudieran reconciliarse

gracias a la ciencia.

La ciencia moderna, tal como la entienden los positivistas, se refiere esencialmente a

enunciados respecto a hechos y presupone, por lo tanto, la cosificación de la vida en

general y de la percepción en especial. Esa ciencia ve al mundo como un mundo de hechos

y de cosas y descuida la necesidad de ligar la transformación del mundo en hechos y en

cosas con el proceso social. Precisamente el concepto del ―hecho‖ es un producto: un

producto de la alienación social; con este concepto el objeto abstracto del trueque es

concebido como modelo para todos los objetos de la experiencia en la categoría dada. La

tarea de la reflexión crítica no es tan sólo comprender los diversos hechos en su evolución

histórica —y aun esto implica notablemente más que lo que jamás hubiera soñado la

escolástica positivista—, sino también captar el concepto del hecho mismo, en su

evolución y con ello en su relatividad. Los así llamados hechos obtenidos mediante

métodos cuantitativos, que los positivistas suelen considerar como los únicos hechos

científicos, son a menudo fenómenos de superficie que más contribuyen a oscurecer que a

7 Ibid., pág. 5. 8 Ibid., pág. 57.

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615

develar la realidad de fondo. Un concepto no puede ser aceptado como medida de la

verdad si el ideal de la verdad al que sirve presupone en sí mismo procesos sociales que el

pensar no puede convalidar como instancias últimas. La escisión mecánica entre génesis y

cosa es uno de los puntos débiles del pensar dogmático, y subsanar esta deficiencia es una

de las tareas más importantes de una filosofía que no confunde una forma coagulada de la

realidad con una ley de la verdad.

Debido a la identificación de conocimiento y ciencia, el positivismo limita a la

inteligencia a funciones necesarias para la organización de un material ya conformado por

los moldes de esa cultura comercial que requeriría la crítica de la inteligencia. Semejante

limitación convierte a la inteligencia en sierva del aparato de producción y seguramente no

en su amo, cosa que complacería mucho a Hook y a sus amigos positivistas. Ni el

contenido, los métodos y las categorías de la ciencia son una instancia superior a los

conflictos sociales, ni se ven estos conflictos conformados de tal modo que los hombres, a

fin de liquidarlos, aprobarían una experimentación ilimitada respecto a valores

fundamentales. Tan sólo bajo condiciones armoniosas ideales podrían provocarse mediante

la autoridad de la ciencia cambios históricos progresistas. Es probable que los positivistas

tengan plena conciencia de este hecho, pero no toman en cuenta su consecuencia: que la

ciencia cumple una función relativa fijada por la teoría filosófica. Los positivistas son, en su

actitud, exageradamente idealistas en cuanto a la praxis social, tanto como son

exageradamente realistas en su desprecio de la teoría. Si la teoría se reduce a un mero

instrumento, todos los medios teóricos destinados a trascender la realidad se convierten en

un despropósito metafísico. Por la misma deformación, la realidad así glorificada se

concibe como libre de todo carácter objetivo que, merced a su lógica interna, pudiera

conducir hacia una realidad mejor.

Mientras la sociedad sea lo que es, parecería más útil y más sincero encarar de frente

al antagonismo entre teoría y praxis, que ocultarlo mediante el concepto le una inteligencia

activa, organizada. Semejante hipóstasis idealista e irracional se encuentra más cerca del

espíritu universal hegeliano de lo que puedan pensar sus astutos críticos, cuya propia

ciencia absoluta está de tal modo aderezada que adopta el aspecto de la verdad, mientras

que, de hecho, la ciencia es sólo un elemento de la verdad. En la filosofía positivista, la

ciencia hasta tiene más rasgos de espíritu santo que el espíritu universal que, en el sentido

de la tradición de la mística alemana, involucra expresamente todos los elementos negativos

de la historia. No se percibe con claridad si el concepto de inteligencia de Hook implica el

pronóstico definido según el cual la armonía social es resultante de la experimentación;

pero es seguro que la confianza en las investigaciones científicas en cuanto atañe a los así

llamados valores, depende de una teoría intelectualista sobre la evolución social.

Los positivistas, epígonos de la Ilustración del siglo xviii, demuestran ser, en su

filosofía moral, discípulos de Sócrates, quien enseñó que el saber engendra necesariamente

virtud y que la ignorancia implica maldad. Sócrates trató de emancipar a la virtud de la

religión. Más tarde abogó por esta teoría el monje inglés Pelagio, el cual dudaba que la

gracia fuese condición de la perfección moral, y afirmaba que las bases de ésta eran la

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616

doctrina y la ley. Es probable que los positivistas no admitieran para sí este augusto árbol

genealógico. En el plano prefilosófico, se manifestarían seguramente de acuerdo con la

experiencia general según la cual la gente bien informada comete con frecuencia errores.

Pero si es así, ¿por qué esperar la salvación espiritual de la filosofía sencillamente de una

información más sólida? Tal esperanza tiene sentido únicamente si los positivistas se

atienen a la homologación socrática de saber y virtud o a un principio racionalista similar.

La controversia actual entre los profetas de la observación y los de la autoevidencia es una

forma más débil del pleito de hace mil quinientos años acerca de la gratia inspirationis. Los

pelagianos modernos se enfrentan con el neotomismo así como su prototipo se enfrentaba

con San Agustín.

No es de ningún modo la cuestionabilidad de la antropología naturalista la que hace

que el positivismo sea una filosofía deficiente; es antes bien la falta de reflexión propia, su

incapacidad para comprender sus propias implicaciones filosóficas tanto en la ética como

en la epistemología. Es esto precisamente lo que convierte su tesis en otra panacea más,

valerosamente defendida pero inútil, debido a su carácter abstracto y a su primitivismo. El

neopositivismo insiste con rigor en la recíproca unión, sin solución de continuidad, de

sentencias; en la absoluta subordinación de todo elemento del pensar a las reglas abstractas

de la teoría científica. Pero los cimientos de su propia filosofía están colocados de una

manera altamente incoherente. Al mirar con desprecio a la mayor parte de los sistemas

filosóficos del pasado, parecería pensar que las largas secuencias de pensamientos

empíricamente no verificables contenidas en estos sistemas son más inciertas, más

supersticiosas, más absurdas, en fin, más ―metafísicas‖ que sus propias suposiciones

relativamente aisladas, que simplemente se dan por probadas y se convierten en base de su

relación espiritual con el mundo. La predilección por palabras y frases no complicadas, que

puedan articularse de buenas a primeras, es una de las tendencias antiintelectuales,

antihumanistas, que se evidencian en general tanto en la evolución del lenguaje moderno

como en la vida cultural. Es un síntoma precisamente de esa neurastenia contra la cual

pretende luchar el positivismo.

La afirmación de que el principio positivista tiene más afinidad con las ideas

humanistas de libertad y justicia que otras filosofías, es un error casi tan grave como la

presunción similar de los tomistas. Muchos representantes del positivismo moderno

trabajan en favor de la realización de tales ideas. Pero precisamente su amor a la libertad

parecería fortificar su hostilidad contra su vehículo, el pensar teórico. Identifican

cientificismo con intereses de la humanidad. No obstante, la apariencia e incluso la tesis de

una doctrina rara vez dan indicios claros acerca del papel que cumple en la sociedad. El

código legislativo de Dracón, de aire de severidad sanguinaria, constituyó una gran fuerza

civilizadora. A la inversa, la doctrina de Cristo —en negación de su propio contenido y de

su significación— se vio ligada, desde los Cruzados hasta la colonización moderna, a una

sangrienta inescrupulosidad. Los positivistas serían en efecto mejores filósofos si cobraran

conciencia de la contradicción que existe entre todo pensamiento filosófico y la realidad

social y pusiesen así de manifiesto las consecuencias antimorales de su propio principio tal

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617

como hacían los más consecuentes de entre los partidarios de la Ilustración —verbigracia,

Mandeville y Nietzsche—, que no se aferraban a una compatibilidad fácil de su filosofía

con las ideologías oficiales, ya fuesen éstas progresivas o reaccionarias. Por cierto, la

negación de tal armonía era el núcleo central de la obra de tales pensadores.

La culpa de muchos especialistas no reside tanto en su carencia de interés político,

cuanto en su tendencia a sacrificar las contradicciones y complejidades del pensar a las

exigencias del así llamado buen sentido común. La mentalidad de los pueblos, domesticada

con refinada astucia, conserva la hostilidad del cavernícola frente al extraño. Esto se

expresa no sólo en el odio contra los que tienen un diferente color de piel o llevan otro tipo

de vestimenta, sino también en el odio contra un pensamiento extraño e inusual, más aun,

incluso contra el pensar mismo que, en procura de la verdad, tiende a ir más allá de los

límites fijados por los requerimientos de un orden social dado. El pensar es hoy

rápidamente conminado a justificarse más en relación con su utilidad para un grupo

establecido, que en su relación con la verdad. Aun cuando la subversión contra la miseria y

la privación pueda descubrirse como elemento implícito en todo pensar consecuente, su

capacidad para la reforma no constituye un criterio para la verdad.

El mérito del positivismo consiste en haber llevado la lucha de la Ilustración contra

las mitologías al terreno sagrado de la lógica tradicional. Sin embargo, puede culparse a los

positivistas tanto como a los mitólogos modernos de servir a un fin, en lugar de

abandonarlo en aras de la verdad. Los idealistas glorificaron la cultura comercial

atribuyéndole un significado más elevado. Los positivistas la glorifican adoptando el

principio de esta cultura como pauta de verdad, de una manera bastante similar a aquella en

que proceden el arte de masas y la literatura de masas actuales para glorificar la vida tal cual

es: no mediante la idealización o interpretación orgullosa, sino mediante el hecho de

repetirla, sencillamente, sobre la tela, el escenario, el film. El neotomismo es ajeno a la

democracia, no porque —según argumentarían los positivistas— sus ideas y valores no

respondan a la realidad contemporánea. No reside tampoco ello en el hecho de que el

neotomismo vaya postergando la aplicación de ―métodos‖ que serían los únicos indicados

―para lograr la comprensión de la condiciones sociales y la consiguiente facultad de

dirigirlas‖;19 el catolicismo tiene fama de utilizar tales métodos. El tomismo falla porque es

una semiverdad. En vez de desarrollar sus enseñanzas sin preocuparse por su utilidad, sus

expertos propagandistas las adaptaron siempre a las exigencias cambiantes de las fuerzas

sociales predominantes, y en los últimos años también a los fines del autoritarismo

moderno, contra el cual es necesario que el porvenir se asegure todavía, a pesar de su actual

derrota. El fracaso del tomismo se advierte en su apresurada adaptación a fines

pragmáticos, más que en su falta de practicabilidad. Cuando una doctrina llega a hipostasiar

un principio aislado que excluye la negación, se hace propensa de antemano,

paradójicamente, al conformismo.

9 Ibid., pág 27.

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618

Como todas las ideas y todos los sistemas que, al ofrecer nítidas definiciones de la

verdad y de los principios conductores, tienden a dominar durante un tiempo la escena

cultural, tanto el neotomismo como el neopositivismo achacan todos los males a aquellas

enseñanzas que son contrarias a las suyas. Las acusaciones varían según las formas políticas

dominantes. En el siglo xix, cuando naturalistas como Ernst Haeckel acusaban a la filosofía

cristiana de debilitar la moral nacional con su veneno supranaturalista, los filósofos

cristianos arrojaron el mismo reproche, de rebote, contra el naturalismo. Hoy en día las

escuelas enemistadas de estas tierras se acusan mutuamente de socavar el espíritu

democrático. Intentan abonar sus argumentos ocasionales con dudosas excursiones al reino

de la historia. Resulta, desde luego, difícil ser imparcial frente al tomismo, que rara vez ha

perdido la ocasión de ponerse del lado de la opresión —siempre que la opresión estuviese

dispuesta a acoger en su seno a la Iglesia— y que sin embargo pretende ser pionero de la

libertad.

La alusión de Dewey a la posición reaccionaria de la religión frente al darwinismo,

no refleja enteramente la situación real. El concepto de evolución que se expresa en tales

teorías biológicas requiere una vasta elaboración, y no pasará mucho tiempo sin que los

positivistas se unan a los tomistas en su crítica. A menudo, en la historia de la cultura

occidental, la Iglesia católica y sus grandes maestros ayudaron a la ciencia a emanciparse de

la superstición y el charlatanismo. Dewey parecería opinar que son especialmente hombres

de fe religiosa quienes se opusieron al espíritu científico. He ahí un problema complejo,

pero ya que Dewey cita en este contexto al ―historiador de las ideas‖,2 éste debería

recordarle que el ascenso de la ciencia europea es, al fin y al cabo, inimaginable sin la

Iglesia. Los Padres de la Iglesia libraron una lucha encarnizada contra toda suerte de

―neurastenias‖, incluyendo la astrología, el ocultismo y el espiritismo, frente a los cuales

algunos filósofos positivistas de nuestra época mostraron ser menos inmunes que

Tertuliano, Hipólito o San Agustín.

La relación entre la Iglesia católica y la ciencia cambia según las alianzas de la Iglesia

con fuerzas progresistas o reaccionarias. Mientras que la Inquisición española ayudó a una

corte corrompida a sofocar todas las reformas económicas y sociales sensatas,

determinados Papas cultivaron relaciones con el movimiento humanista en el mundo

entero. A los enemigos de Galileo les resultó difícil socavar su amistad con Urbano VIII, y

su éxito final se debe mucho más a las incursiones de Galileo en el dominio de la teología y

de la teoría del conocimiento que a sus opiniones científicas. Vincent de Beauvais, el más

grande de los enciclopedistas medievales, habla de la tierra como de un punto en el

universo. El propio Urbano parece haber considerado la teoría de Copérnico como una

hipótesis provechosa. Lo que la Iglesia temía no era la ciencia natural en sí; estaba en

perfectas condiciones de mantener a raya a la ciencia. En el proceso de Galileo le surgieron

dudas acerca de las pruebas aportadas por Copérnico y Galileo; pudo así pretender por lo

menos que su proceso se basaba en una defensa de la racionalidad contra conclusiones

10 Ibid., pág. 31.

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619

precipitadas. Sin duda, la intriga desempeñó un papel importante en la condena de Galileo.

Pero un abogado del diablo bien podría decir que la vacilación de algunos cardenales en

cuanto a aceptar la teoría de Galileo se debía a la sospecha de que fuera seudocientífica,

como la astrología o la actual teoría racial. Más que por cualquier clase de empirismo o de

escepticismo, los pensadores católicos tomaron partido en favor de una teoría del hombre y

de la naturaleza, tal como se halla contenida en el antiguo y el nuevo Testamento. Esta

doctrina, que ofrecía cierta protección contra la superstición bajo disfraces científicos o de

otra índole, podría haber preservado a la Iglesia de consentir las manifestaciones del

populacho sanguinario que insistía en haber sido testigo de brujerías. No tenía por qué

someterse a la mayoría corno los demagogos que afirman que el ―pueblo tiene siempre

razón‖ y que a menudo echan mano de este principio para minar las instituciones

democráticas. Sin embargo, su participación en las hogueras de brujas sólo prueba la

presencia de sangre en su escudo, no su oposición a la ciencia. Al fin y al cabo, si William

James y F. C. S. Schiller tenían derecho a equivocarse respecto a los espíritus, la Iglesia

puede equivocarse respecto a las brujas. Lo que en cambio revelan las hogueras es una

duda implícita en su propia fe. Los torturadores eclesiásticos daban a menudo señales de

mala conciencia; así, por ejemplo, mediante su mísero pretexto de que no se derrama

sangre cuando se quema a un ser humano atado a la hoguera.

La mayor deficiencia del tomismo no es propia de su versión moderna. Puede

hacerse remontar hasta Tomás de Aquino e incluso hasta Aristóteles. Esta deficiencia

consiste en equiparar la verdad y la bondad con la realidad. Tanto los positivistas como los

tomistas parecen pensar que la adaptación del hombre a lo que ellos llaman realidad lo

sacaría del actual callejón sin salida. Un análisis crítico de semejante conformismo traería

probablemente a la luz un fundamento que es común a ambas tendencias del pensamiento:

las dos aceptan como modelo de comportamiento un orden en el cual el fracaso o el éxito

—en la vida temporal o en la venidera— desempeñan un papel esencial. Bien puede decirse

que este dudoso principio, de adaptar la humanidad a algo que la teoría reconoce como

realidad, es causa fundamental de la decadencia espiritual contemporánea. En nuestro

tiempo, el vehemente deseo de que los hombres se adapten a algo que tiene el poder de ser,

ya se le llame un hecho o un ens rationale, ha conducido a un estado de racionalidad

irracional. En esta era de la razón formalizada las doctrinas se suceden tan rápidamente una

a otra, que cada una de ellas sólo es considerada como otra ideología más y sin embargo

cada una se ve convertida en causa ocasional de opresión y perjuicio.

El humanismo soñó alguna vez con reunir a la humanidad mediante una

comprensión mancomunada de su destino. Creía que podría poner en marcha una sociedad

buena mediante la crítica teórica de su praxis presente y que luego ésta derivaría en una

actividad política correcta. Esto parece haber sido una ilusión. Hoy las palabras deben ser

propuestas para la acción. Los hombres creen que los requerimientos de lo existente

deberían verse fortalecidos por la filosofía en cuanto servidora de lo existente. Esta es una

ilusión tan grande como la anterior, y el positivismo y el neotomismo se la reparten. La voz

de mando positivista que pide atenerse a hechos y al sentido común en vez de perseguir

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ideas utópicas, no difiere mucho de la exhortación a obedecer a la realidad, tal como la

interpretan las instituciones religiosas que, al fin y al cabo, también son hechos. Cada uno

de estos bandos expresa sin duda una verdad, con la deformación de pretender que sea

exclusivamente válida. El positivismo va tan lejos en la crítica del dogmatismo que declara

nulo al principio de la verdad en cuyo nombre únicamente tiene sentido la crítica. El

neotomismo se atiene tan estrictamente a este principio, que la verdad se convierte

fácticamente en su contrario. Ambas escuelas son de especie heterónoma. Una tiende a

reemplazar a la razón autónoma mediante el automatismo de una metodología

ultramoderna y la otra mediante la autoridad de un dogma.

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Max Horkheimer (1895–1973): Filósofo alemán, de familia judía de clase alta; estudió en

Munich, Friburgo y Frankfurt, y fue discípulo del neokantiano Hans Cornelius, quien le influyó

profundamente; en sus teorías hay también influencias de Kant, Schopenhauer, Dilthey, Nietzsche

y Freud, por quienes se interesó antes de hacerlo por Hegel y Marx. Fue director del Instituto para

la Investigación Social, que durante unos años fue centro de la filosofía social en Alemania, y uno

de los iniciadores de la escuela de Frankfurt. Con Hitler al poder, abandona Alemania y marcha a

EE.UU. donde refunda el Instituto para la Investigación Social en el exilio; colaboran con él, entre

otros, Herbert Marcuse y Th. W. Adorno. Los ensayos que publica en la primera mitad de los años

treinta, para la Revista de investigación social del Instituto, constituyen el núcleo de lo que se

llamará ―teoría crítica‖, que, junto con la Dialéctica de la Ilustración (escrita en colaboración con Th.

W. Adorno) y las aportaciones psicoanalíticas de H. Marcuse, representan la doctrina fundamental

de la escuela de Frankfurt.

Horkheimer, Max. Teoría tradicional y teoría crítica. Paidós, Barcelona, 1987. Apéndice

1937, Págs., 79- 87

APÉNDICE (1937)1

En mi ensayo he dado cuenta de la diferencia entre dos modos de conocimiento:

uno fue fundado en el Discours de la méthode,2el otro en la crítica marxiana3 de la economía

política. La teoría en su sentido tradicional, fundada por Descartes, y tal como alienta por

todas partes en el funcionamiento de las ciencias especializadas, organiza la experiencia en

función de interrogantes que surgen con4 la reproducción de la vida dentro del marco de la

sociedad actual. Los sistemas de las distintas disciplinas contienen los conocimientos de un

modo que los hace aprovechables en las circunstancias dadas en tantas ocasiones como sea

posible. La teoría considera externos a ella misma el origen social de los problemas, las

situaciones reales en las que se necesita la ciencia o los fines para los que ésta se aplica. La

teoría crítica de la sociedad, en cambio, tiene por objeto a los hombres en tanto que

productores de todas sus formas históricas de vida. Las condiciones de la realidad de las

que parte la ciencia no aparecen a la teoría crítica como datos que simplemente hubiera que

constatar y calcular de antemano según las leyes de la probabilidad. Lo que está dado en

cada caso no depende únicamente de la naturaleza, sino también del poder que tenga el

1 Este apéndice fue publicado en la Zeitschrift für Sozialforscbung, VI, cuaderno 3, junto con una contribución de Herbert Marcuse que llevaba por título «Philosophie und Kritische Theorie». El ensayo de Marcuse fue reeditado posteriormente en Kultur und Gesellschaft, I, Francfort del Meno, 1965, págs. 102 y sigs. (trad. cast.: «Filosofía y teoría crítica», en Cultura y sociedad, Buenos Aires, Sur, 1978) (N. del ed. alemán

2 «Discours de la méthode» / 1937: «Discours de la méthode, el aniversario de cuya publicación conmemoramos este

año».

3 «Crítica marxiana» / 1937: «crítica».

4 «Con» / 1937: «en relación con».

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622

hombre sobre ella. Los objetos y el tipo de percepción, el planteamiento de los problemas y

el sentido de respuestas ponen de manifiesto la actividad humana y el grado de su poder.

En lo tocante a la relación que mantiene con la producción humana el material de

hechos aparentemente últimos a que se debe atener el investigador, la teoría crítica de la

sociedad coincide con el idealismo alemán. Desde Kant, esta filosofía ha hecho valer este

momento dinámico contra el culto a los hechos y contra el conformismo social vinculado a

éste. «Tal como [...] sucede en la matemática», dice Fichte,1 «así sucede también en toda la

cosmovisión; la única diferencia es que en la construcción del mundo no se es consciente

del propio construir, pues éste es necesario y no sucede con libertad.» Este pensamiento

fue generalmente compartido en el idealismo alemán. Pero para el idealismo la actividad

que se manifiesta en el material dado era una actividad espiritual, pertenecía a la conciencia

supra empírica en sí, al Yo absoluto, al espíritu, y la superación del lado ciego de esa activi-

dad, de su lado inconsciente e irracional, correspondía en principio al interior de la persona,

a la disposición moral. Por el contrario, para la concepción materialista esa actividad

fundamental es el trabajo social, cuya forma, la división de clases, imprime su sello en todos

los modos humanos de reacción, incluida la teoría. El afianzamiento racional de los

procesos en los que se constituyen el conocimiento y su objeto, su sometimiento al control

de la conciencia, no discurre, pues, en una esfera puramente espiritual, sino que coincide en

la realidad, con la lucha por establecer determinadas formas de vida. Mientras que el

surgimiento de teorías en sentido tradicional constituye una profesión delimitada en la

sociedad dada frente a otras actividades, teóricas o de otro tipo, y no necesita saber nada de

las tendencias y objetivos históricos con los que tal negocio está entrelazado, la teoría

crítica persigue de forma plenamente consciente, en la formación de sus categorías y en

todas las fases de su desarrollo, el interés en la i organización racional de la actividad

humana, interés cuya acta" ración y legitimación también le compete a ella. Pues a la teoría

crítica no sólo le interesan los fines tal como están trazados por las formas de vida

existentes, sino que le interesan los hombres con todas, sus posibilidades.

De este modo, la teoría crítica preserva el legado no ya del idealismo alemán, sino

de la filosofía en general. No es una hipótesis de investigación que demuestre su utilidad en

la industria dominante, sino un momento indispensable del esfuerzo histórico por construir

un mundo que satisfaga las necesidades y corresponda a las fuerzas de los hombres. En

toda interacción entre la teoría crítica y las ciencias especializadas, de cuyo progreso ha de

recibir orientación permanente y sobre las cuales ejerce desde hace décadas2 una influencia

liberadora y estimulante, la teoría crítica no apunta en modo alguno simplemente a la

ampliación del saber en cuanto tal, sino a emancipar a los hombres de las relaciones (Ver-

hältnisse) que los esclavizan. En este aspecto corresponde la teoría crítica a la filosofía

griega, no tanto en el período helenístico de resignación cuanto en su florecimiento con

Platón y Aristóteles. Mientras que los estoicos y los epicúreos, después del fracaso de los

proyectos políticos de aquellos dos filósofos, se retiraron a la enseñanza de prácticas

individualistas, la nueva filosofía dialéctica ha retenido el conocimiento de que el libre

1 Johann Gottlieb Fichte, «Logik und Metaphysik», en: Nachgelassene Schriften, tomo II, Berlin, 1937, päg. 47.

2 «Desde hace décadas» / 1937: «desde hace setenta años».

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desarrollo de los individuos depende de la constitución racional de la sociedad. Explorando

los fundamentos de la situación actual, se convirtió en crítica de la economía.

Pero la crítica no es idéntica a su objeto. A partir de la filosofía no ha cristalizado

algo así como una doctrina económica. Las curvas de la economía matemática de nuestros

días son tan incapaces de mantener la relación con lo esencial como la filosofía académica

positivista o existencialista. Los conceptos de aquella disciplina han perdido la relación con

las condiciones fundamentales de nuestra época. Si bien la investigación rigurosa ha exigido

desde siempre el aislamiento de estructuras, hoy el hilo conductor de la investigación ya no

es, como en la obra de Adam Smith, un interés histórico consciente, capaz de impulsar la

investigación; ha desaparecido la pertenencia de los análisis modernos a alguna totalidad de

conocimiento que tenga como objetivo la historia real. Se deja a otros, o a alguna época

futura, o al azar, la tarea de establecer la relación con la realidad o con cualesquiera fines.

Mientras haya demanda y reconocimiento social para ellas, las ciencias no se inquietan por

esas cuestiones, o las dejan al cuidado de otras disciplinas, por ejemplo la sociología o la

filosofía académica, las cuales, por su parte, hacen lo mismo que las ciencias. De este modo

las fuerzas decisivas de la sociedad, el poder de turno, ven confirmados tácitamente su

sentido y su valor por las propias ciencias, erigidas en jueces, al tiempo que se declara la

impotencia del conocimiento.

"En cambio, a diferencia del funcionamiento de las ciencias especializadas, la teoría

crítica de la sociedad ha seguido siendo filosófica incluso como crítica de la economía. Su

contenido constituye la inversión en su contrario de los conceptos que dominan la econo-

mía: la inversión del intercambio justo en la profundización de la injusticia social, de la

economía libre en la dominación del monopolio, del trabajo productivo en la consolidación

de relaciones que entorpecen la producción, de la conservación de la vida de la sociedad en

el hundimiento de los pueblos en la miseria. Se trata aquí no tanto de lo que permanece

igual, cuanto del movimiento histórico de la época que debe concluir. El Capital no es

menos exacto en sus análisis que la economía que critica, pero el motivo que lo impulsa

hasta en los más sutiles cálculos de procesos aislados, que se repiten periódicamente, sigue

siendo el conocimiento del curso histórico de la totalidad. Lo que marca la diferencia con

las consideraciones puramente científicas es la atención a las tendencias de la sociedad en

su totalidad, decisiva incluso en las más abstractas consideraciones lógicas y económicas, y

no un objeto filosófico especial.

El carácter filosófico de la teoría crítica no se contrapone únicamente a la

economía, sino también al economismo en la praxis. La lucha contra las ilusiones

armonizantes del liberalismo, el descubrimiento de las contradicciones que habitan en su

seno y del carácter abstracto de su concepto de libertad, se toman al pie de la letra en los

más diversos lugares del mundo y se retuercen hasta convertirlos en frases reaccionarias.

Que la economía debería servir a los hombres, en lugar de dominarlos, lo llevan en los

labios precisamente quienes desde siempre han querido entender por economía

simplemente a sus propios clientes. Se glorifica la totalidad y la comunidad allí donde ni

siquiera se pueden pensar estos conceptos sin oponerlos al individuo de forma excluyente,

es decir, donde no es posible pensarlos simplemente en su sentido propio; se identifican

con el orden podrido que se defiende. En el concepto de «egoísmo sagrado» y del interés

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vital de la quimérica «comunidad popular»1 se confunde el interés de los hombres reales por

un desarrollo sin obstáculos y una existencia feliz, con el hambre de poder de los grupos

dominantes. El materialismo vulgar de la- mala praxis que el materialismo dialéctico critica

se ha convertido en la verdadera religión de nuestra época, bajo una capa de vacías frases

idealistas cuya transparencia constituye su mayor atractivo para sus partidarios más leales.2

Cuando el pensamiento especializado, con diligente conformismo, rechaza toda vinculación

interna con los llamados juicios de valor y lleva a cabo con irreprochable limpieza la

separación entre el conocimiento y la toma de posición práctica, el nihilismo de quienes

detentan el poder en la realidad adquiere con esa falta de ilusión una sinceridad brutal. Para

este nihilismo, los juicios de valor están bien para la poesía nacional o para pronunciarlos

ante los tribunales del pueblo, pero no, en todo caso, ante la instancia del pensamiento. Por

el contrario, la teoría crítica, cuyo objetivo es la felicidad de todos los hombres, no se

aviene bien con la perpetuación de la miseria, a diferencia de los servidores científicos de

los Estados autoritarios. La intuición de la razón por sí misma, que para la filosofía antigua

constituía el nivel más alto de la felicidad, se ha convertido, en el pensamiento moderno, en

el concepto materialista de la sociedad libre que se determina a sí misma; el resto de

idealismo que aún queda en este concepto consiste en que las posibilidades del hombre son

otras que ser absorbido por lo existente, otras que la acumulación de poder y beneficio.

Como algunos momentos particulares de la teoría crítica aparecen, con un sentido

deformado, en la teoría y la praxis contrarias, la confusión se ha extendido incluso entre sus

defensores desde la derrota de todos los esfuerzos progresistas en los países altamente

desarrollados de Europa. La superación (Aufhebung) de las condiciones sociales que

frenan hoy el progreso es realmente el próximo objetivo histórico. Pero la superación es un

concepto dialéctico. La expropiación de la propiedad individual y su conversión en

propiedad del Estado, la expansión de la industria e incluso la satisfacción mayoritaria de

las masas son elementos sobre cuyo significado histórico sólo puede decidir la naturaleza

histórica de la totalidad a la que pertenecen. Por muy importantes que puedan ser frente a

una situación envejecida, tales elementos pueden ser involucrados en un movimiento

regresivo. El viejo mundo se hunde bajo el peso de un principio de organización

económica desfasado. La decadencia cultural está en relación con esto. La economía es la

primera causa de la miseria, y la crítica teórica y práctica se debe dirigir en primer término

contra ella. Pero sería un pensamiento mecánico, no dialéctico, el que juzgase también las

formas de la sociedad futura únicamente según su economía. "Esa transformación histórica

no deja intacta la relación de las esferas culturales, y si en la situación actual de la sociedad

la economía domina a los hombres y es, por tanto, la palanca con la que se puede

revolucionar dicha situación, en el futuro los hombres deberán determinar por sí mismos

1 «"Egoísmo sagrado"... "comunidad popular"» / 1937: «egoísmo sagrado... comunidad popular». 2 La forma y el contenido de la fe no son indiferentes entre sí. Lo que se cree revierte sobre el acto

de tener por verdadero. Los contenidos de la ideología del pueblo, que van en contra de la posición del espíritu en el mundo industrial, no ingresan en la conciencia del mismo modo en que lo hace una verdad. Incluso los más fervorosos alimentan esta ideología sólo en el pensamiento superficial, y todos saben, en realidad, de qué se trata. Cuando los oyentes comprenden que el orador no cree lo que está diciendo, el poder de éste se fortalece. Disfrutan en su maldad. Pero, por supuesto, cuando las circunstancias empeoran mucho, esta comunidad no resiste.

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todas sus relaciones, encarando la necesidad de la naturaleza. Los datos económicos

aislados no constituirán, pues, la norma con la que se habrá de medir la comunidad de esos

hombres. Y lo mismo se puede decir para el período de transición, en el que la política

cobra una nueva autonomía en su relación con la economía. Sólo al final se resuelven los

problemas políticos en cuestiones de administración de las cosas. Antes de ese momento,

todo puede dar un giro en cualquier momento, e incluso el carácter de la transición

permanece indeterminado.

El economicismo al que se ve reducida la teoría crítica en muchos lugares en los

que se la invoca no consiste en tomar lo económico como un factor demasiado importante,

sino en tomarlo en un sentido demasiado estrecho. La intención originaria de la teoría

crítica, la de apuntar a la totalidad, queda eclipsada por la invocación de fenómenos

acotados. Para la teoría crítica, la economía actual está esencialmente determinada por la

circunstancia de que los productos que los hombres producen más allá de sus propias

necesidades no pasan inmediatamente a manos de la sociedad, sino que se apropian e

intercambian por dinero de tal forma que se favorece el beneficio privado. Con la

superación de esta situación se alude a un principio superior de organización económica, y

en modo alguno a una utopía filosófica. El viejo principio empuja a la humanidad a la

catástrofe. Pero el concepto de socialización que caracteriza la transformación no contiene

sólo elementos pertenecientes a la economía o a la jurisprudencia. Si la producción

industrial se somete al control de un Estado, es éste un hecho histórico cuyo significado

sólo se puede analizar en el sentido de la teoría crítica. La cuestión de si se trata de una

verdadera socialización, es decir, de hasta qué punto se desarrolla un principio superior, no

depende tan sólo de la transformación de ciertas relaciones de propiedad o del incremento

de la productividad mediante nuevas formas de cooperación social, sino también, y no en

menor medida, de la esencia y el desarrollo de la sociedad en la que sucede todo esto. Todo

depende de cómo estén exactamente constituidas las nuevas relaciones de producción.

Aunque al principio subsistan todavía los «privilegios naturales» condicionados por el

talento y la capacidad de rendimiento individuales, en todo caso no podrán ser

reemplazados por nuevos privilegios sociales. En esta situación provisional no podrá

quedar fijada la desigualdad, sino que, antes bien, se deberá suprimir cada vez en mayor

medida. El problema de qué y cómo se produce, de si existen grupos relativamente estables

con intereses especiales, de si las diferencias sociales se mantienen o incluso se hacen más

profundas, además de la relación activa del individuo con el gobierno, la relación de todos

los actos administrativos decisivos que afecten a los individuos con el saber y la voluntad

de éstos, la dependencia de todas las situaciones que los hombres pueden dominar de un

verdadero acuerdo entre ellos, en una palabra, el grado de desarrollo de los momentos

esenciales de una democracia y una asociación verdaderas pertenece también al contenido

del concepto de socialización. Ninguna de estas determinaciones se puede disociar de lo

económico, y la crítica del economicismo no consiste en el rechazo del análisis económico,

sino en conducirlo a su plenitud en la dirección históricamente indicada. La teoría dialéctica

no ejerce su crítica partiendo de la mera idea. Ya en su forma idealista abandonó la

representación de algo bueno en sí que simplemente se contrapone a la realidad. No juzga

según lo que está por encima del tiempo, sino según aquello cuyo tiempo ha llegado (was an

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der Zeit ist). Al proceder a la nacionalización parcial de la propiedad, los Estados totalitarios

invocan también la comunidad y las prácticas colectivas. La falsedad es en ellos evidente.

Pero también allí donde esta invocación se hace con sinceridad, la teoría crítica tiene la

función dialéctica de medir cada etapa histórica no sólo a la luz de datos y conceptos

particulares y aislados, sino a la luz de su contenido originario y total, cuidando de que

dicho contenido siga alentando en ella. La filosofía correcta no consiste hoy en retirarse de

los análisis económicos y sociales concretos hacia categorías vacías y carentes de relaciones,

sino, por el contrario, en evitar que los conceptos económicos se evaporen en ese trabajo

de detalle, vacío y carente de relaciones, que por todas partes se emplea para ocultar la

realidad. La teoría crítica nunca ha sido absorbida por la ciencia económica. La

dependencia de la política respecto de la economía era su objeto, no su programa.

Entre quienes hoy invocan la teoría crítica, algunos la rebajan con plena conciencia

a la mera racionalización de sus empresas; otros se mantienen en conceptos hueros, qué se

han vuelto extraños ya incluso en su formulación, y forman con ellos una ideología ni-

veladora que todo el mundo entiende porque en ella no hay nada que pensar. Pero el

pensamiento dialéctico constituye desde su origen el más avanzado estado del

conocimiento, y sólo de él puede venir en último término la decisión. Sus representantes

siempre estuvieron relativamente aislados en las épocas reaccionarias, y también esto lo

tienen en común con la filosofía. Mientras el pensamiento no haya triunfado

definitivamente, no se podrá nunca sentir cobijado a la sombra de algún poder. El

pensamiento necesita independencia. Pero aunque sus conceptos, que proceden de los

movimientos sociales, suenen hoy vanos porque apenas hay nadie que siga los pasos del

pensamiento, a excepción de sus perseguidores, sin embargo la verdad acabará

mostrándose. Pues realmente está inscrito en cada hombre el objetivo de una sociedad

racional, un objetivo que, por supuesto, sólo en la fantasía parece hoy superado.

No es ésta una afirmación pacificadora. La realización de las posibilidades depende

de las luchas históricas. La verdad sobre el futuro no es una constatación de lo dado que

tenga simplemente un índice particular. La propia voluntad desempeña aquí una función:

no se permite darse por satisfecha, si el pronóstico ha de ser verdadero. E incluso tras la

construcción de la nueva sociedad, la felicidad de sus miembros no ofrecerá equivalente

alguno de las penurias de quienes perecen en la sociedad de nuestros días. La teoría no

procura la salvación a sus exponentes. Indisociablemente unida a un determinado impulso

y a una determinada voluntad, no predica un estado psíquico, como la Stoa o el

cristianismo. Los mártires de la libertad no han buscado la tranquilidad de su alma. Su

filosofía fue la política. Aunque su alma permaneciese tranquila a la vista del horror, su

objetivo no era lograr esa tranquilidad. Tampoco su miedo podría hablar en su contra. El

aparato del poder no se ha vuelto en verdad más tosco desde la condena y retractación de

Galileo. Si en el siglo xix quedó rezagado respecto a otras maquinarias, en las últimas

décadas ha superado con creces su atraso. También aquí el final de la época se muestra

como el retorno al comienzo en un nivel superior. Si la personalidad, según Goethe,

equivale a la felicidad, otro poeta ha añadido que también la posesión de la personalidad

está socialmente determinada y se puede echar a perder en cualquier momento. Pirandello,

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proclive al fascismo,1 conoció su tiempo mejor de lo que él mismo sospechaba. Bajo el

dominio totalitario del mal, sólo por casualidad pueden los hombres conservar no ya su

vida, sino incluso su yo, y las retractaciones significan hoy menos aún que en el

Renacimiento. Por eso la filosofía que cree encontrar descanso en sí misma, en una verdad

cualquiera, no tiene nada que ver con la teoría crítica.

1 «Pirandello, proclive al fascismo» / 1937: «el fascista Pirandello».

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Tzvetan Todorov. (Sofía, 1939) Crítico francés de origen búlgaro. Cursó estudios

en la Universidad de Sofía, y en 1963 se trasladó a París, donde sostuvo una tesis de

doctorado sobre Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos (publicada con el título

Literatura y significación, 1967) bajo la dirección de Roland Barthes. Es autor, entre otros

ensayos, de Introducción a la literatura fantástica (1970), Poética de la prosa (1971), Teorías del

símbolo (1977), Los géneros del discurso (1978) y Mijaíl Bajtin y el principio dialógico (1981). Desde

1982 se ha consagrado al estudio de fenómenos históricos y de aspectos de la filosofía

moral: La conquista de América (1982), Nosotros y los otros (1989), Las moralejas de la historia

(1991). Posteriormente publicó La vida en común (1996), El hombre desplazado (1997) y El

jardín imperfecto (1999).

Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI, Madrid,

1998. Capítulo I ―Descubrir‖ y Epílogo

Epilogo

LA PROFECÍA DE LAS CASAS

Al final de su vida, Las Casas escribe en su testamento: ―E creo que por estas impías y

celerosas e ignominiosas obras tan injusta, tiránica y barbáricamente hechos en ellas y contra ellas.

Dios ha de derramar sobre España su furor e ira, porque toda ella ha comunicado y participado

poco que mucho en las sangrientas riquezas robadas y tan usurpadas y mal habidas, y con tantos

estragos e acabamientos de aquellas gentes‖.

Estas palabras, a medias entre la profecía y la maldición, establecen la responsabilidad

colectiva de los españoles, y no sólo de los conquistadores; para los tiempos futuros, no sólo para el

presente. Y anuncian que el crimen será castigado, que el pecado será expiado.

Estamos en buena situación hoy en día para juzgar si la visión de Las Casas fue acertada o

no. Se puede introducir una ligera corrección a la extensión de su profecía, y sustituir "España" por

"Europa occidental": incluso si España tiene el papel principal en el movimiento de colonización y

destrucción de los afros, no está sola: portugueses, franceses, ingleses, holandeses, la siguen muy de

cerca, Y serán alcanzados más tarde por los belgas, italianos y alemanes. Y si bien los españoles

hacen más que otras naciones europeas en materia de destrucción, no es porque éstas no hayan

tratado de igualarlos o de superarlos. Leamos pues "Dios ha de derramar sobre Europa su furor e

ira", si eso puede hacernos sentir más directamente involucrados.

¿Se cumplió la profecía? Cada cual contestará esta pregunta según su juicio. En lo que a mí

concierne, consciente de la parte de arbitrariedad que hay en toda apreciación del presente, cuando

la memoria colectiva todavía no ha hecho su selección, y consciente también de la elección

ideológica que eso implica, prefiero asumir abiertamente mi visión de las cosas sin disfrazar la

descripción de las cosas mismas Al hacer esto escojo en el presente los elementos que me parecen

más característicos, que por consiguiente contienen en germen el futuro —o deberían contenerlo.

Como debe ser, estas observaciones serán totalmente elípticas.

Claro que numerosos acontecimientos de la historia reciente parecen dar razón a Las Casas.

La esclavitud fue abolida hace unos cien años, y el colonialismo a la antigua (a la española) hace

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629

unos veinte. Se han ejercido, y siguen ejerciéndose, numerosas venganzas contra ciudadanos de las

antiguas potencias coloniales, cuyo único crimen personal es a menudo su pertenencia a la nación

en cuestión; los ingleses, los norteamericanos, los franceses son considerados colectivamente

responsables por sus antiguos colonizados. No sé si haya que ver en eso el efecto del furor y la ira

de Dios, pero pienso que dos reacciones se imponen a aquel que ha tomado conocimiento de la

historia ejemplar de la conquista de América: primero, que actos como ésos nunca lograrán

equilibrar la balanza de los crímenes perpetrados por los europeos (y que en ese sentido son

excusables); luego, que esos actos sólo llegan a reproducir lo más condenable de lo que hicieron los

europeos, y nada es mas triste que ver repetirse la historia —justamente cuando sé trata de la

historia de una destrucción. El que Europa fuera colonizada a su vez por los pueblos de África,

Asia o América Latina (ya sé que estamos lejos de eso) quizás fuera una "hermosa revancha", pero

no podría constituir mi ideal.

Una mujer maya murió devorada por los perros. Su historia, reducida a unas cuantas líneas,

concentra una de las versiones extremas de la relación con el otro. Ya su marido, de quien es el

"Otro interior", no le deja ninguna posibilidad de afirmarse en cuanto sujeto libre: el marido, que

teme morir en la guerra, quiere conjurar el peligro privando a la mujer de su voluntad: la guerra no

será sólo una historia de hombres: aun muerto él, su mujer debe seguir perteneciéndole. Cuando

llega el conquistador español, esa mujer ya no es más que el lugar donde se enfrentan los deseos y

las voluntades de dos hombres. Matar a los hombres, violar a las mujeres: éstas son al mismo

tiempo pruebas de que un hombre detenta el poder, y sus recompensas. La mujer elige obedecer a

su marido y a las reglas de su propia sociedad; pone todo lo que le queda de voluntad personal en

inhibir la violencia de la que ha sido objeto. Pero, justamente, la exterioridad cultural determina el

desenlace de este pequeño drama: no es violada, como hubiera podido serio una española en tiem-

pos de guerra, sino que la echan a los perros, porque es al mismo tiempo india y mujer que niega su

consentimiento, famas ha sido más trágico el destino del otro.

Escribo este libro para tratar de lograr que no se olvide este relato, ni mil otros semejantes.

Creo en la necesidad de "buscar la verdad" y en la obligación de hacerla conocer; se que la función

de información existe, y que el efecto de la información puede ser poderoso. Lo que deseo no es

que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con que se encuentran

(suposición absurda, naturalmente), sino que se recuerde qué es lo que podría producirse si no se

logra descubrir al otro.

Porque el otro está por descubrir. El asunto es digno de asombro, pues el hombre nunca

está solo, y no sería lo que es sin su dimensión social. Y sin embargo así es: para el niño que acaba

de nacer, su mundo es el mundo, y el crecimiento es un aprendizaje de la exterioridad y de la

socialidad; se podría decir un poco a la ligera que la vida humana está encerrada entre esos dos

extremos, aquel en que el yo invade al mundo, y aquel en que el mundo acaba por absorber al yo,

en forma de cadáver o de cenizas. Y como el descubrimiento del otro tiene vanos grados, desde el

otro corno objeto, confundido con el mundo que lo rodea, hasta el otro como sujeto, igual al yo,

pero diferente de el con un infinito número de matices intermedios, bien podemos pasarnos la vida

sin terminar nunca el descubrimiento pleno del otro (suponiendo que se pueda dar). Cada uno de

nosotros debe volverlo a iniciar a su vez, las experiencias anteriores no nos dispensan de ello, pero

pueden enseñarnos cuáles son los efectos del desconocimiento.

Sin embargo, aun si el descubrimiento del otro debe ser asumido por cada individuo, y

vuelve a empezar eternamente, también tiene una historia, formas social y culturalmente

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determinadas. La historia de la conquista de América me hace creer que se produjo (o más bien se

reveló) un gran cambio en los albores del siglo XV: digamos cutre Colón y Cortés; se puede observar

una diferencia semejante (claro que no en los detalles) entre Moctezuma y Cortés; opera entonces

canto en el tiempo como en el espacio, y si me he detenido más en el contraste espacial que en el

contraste temporal, es porque este último se confunde en infinitas; transiciones, mientras que aquél,

con la ayuda de los océanos, tiene toda la nitidez que se pudiera desear. Desde aquella época, y

durante casi trescientos cincuenta años, Europa occidental se ha esforzado por asimilar al otro, por

hacer desaparecer su alteridad exterior, y en gran medida lo ha logrado. Su modo de vida y sus

valores se han extendido al mundo entero; como quería Colón, los colonizados adoptaron nuestras

costumbres y se vistieron.

Este éxito extraordinario se debe, entre otros, a un rasgo específico de la civilización

occidental, que durante mucho tiempo se había tomado como un rasgo humano general, lo cual

hacía que su florecimiento entre los occidentales se volviera entonces la prueba de su superioridad

natural; es, paradójicamente, la capacidad de los europeos para entender a los otros. Cortés tíos da

un buen ejemplo de ello, y estaba consciente de que el arte de la adaptación y de la improvisación

regía su conducta. Podríamos decir esquemáticamente que ésta se organiza en dos etapas. La

primera es la del interés por el otro, incluso al precio de cierta empatía, o identificación provisional.

Cortes se mete en su piel, pero en forma metafórica y ya no literal: la diferencia es considerable. Se

asegura así de la comprensión de la lengua del conocimiento de la política (de ahí su interés por las

disensiones internas de los aztecas), y hasta domina la emisión de los mensajes en un código

apropiado: vemos cómo se hace pasar por Quetzalcóatl, que ha regresado a la tierra. Pero, al hacer

esto, nunca abandona su sentimiento de superioridad; hasta ocurre lo contrario, su capacidad de

comprender al otro la confirma. Viene entonces la segunda etapa, durante la cual no se conforma

con reafirmar su propia identidad (que nunca ha dejado verdaderamente), sino que procede a

asimilar a los nidios a su propio mundo. Recordamos -que los frailes franciscanos adoptan en la

misma forma las costumbres de los indios (ropa, comida) para convertirlos mejor a la religión

cristiana. Los europeos dan prueba de notables cualidades de flexibilidad e improvisación que les

permiten imponer mejor en todas partes su propio modo de vida. Claro que esta capacidad de

adaptación y de absorción al mismo tiempo no es en modo alguno un valor universal, y trae

consigo su otra cara, que se aprecia mucho menos. El igualitarismo, una de cuyas versiones es

característica de la religión cristiana (occidental) y también de la ideología de los estados capitalistas

modernos, sirve igualmente a la expansión colonial; esta es otra lección, un poco sorprendente, de

nuestra historia ejemplar.

Al mismo tiempo que obliteraba la extrañeza del otro exterior, la civilización occidental

encontraba que tenía otro interior. Desde la época clásica hasta el final del romanticismo (es decir

hasta nuestros días), los escritores y los moralistas no han dejado de descubrir que la persona no es

una, o incluso que no es nada, que yo es otro, o una simple cámara de ecos. Ya no creemos en los

hombres-bestias del bosque, pero hemos descubierto a la bestia en el hombre, ―ese misterioso

elemento del alma que no parece reconocer ninguna jurisdicción humana pero que a pesar de la

inocencia del individuo al que habita, sueña sueños horribles y murmura los pensamientos mas

prohibidos‖.

Es que esta vez ese período de la historia está llegando a su fin. Los representantes de la

civilización occidental ya no creen tan ingenuamente en su superioridad, y por aquí el movimiento

de asimilación se está quedando sin aliento, aun si los países, nuevos o antiguos, del Tercer Mundo

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todavía quieren vivir como los europeos. Por lo menos en el plano ideológico, tratamos de

combinar lo que nos parece mejor en los dos términos de la alternativa; queremos igualdad sin que

implique necesariamente identidad, pero también diferencia, sin que ésta degenere en

superioridad/inferioridad: esperamos cosechar las ganancias del modelo igualitarista y del modelo

jerárquico; aspiramos a volver a encontrar el sentido de lo social sin perder la cualidad de lo

individual. El socialista ruso Alesander Herzcn escribe, a mediados del siglo XIX: "Comprender

toda la amplitud, la realidad y la sacralidad de los derechos de la persona sin destruir a la sociedad,

sin fraccionarla en átomos: ése es el objetivo social más difícil." Hoy en día seguimos diciéndonos

lo mismo.

Vivir la diferencia en la igualdad: se dice más fácilmente de lo que se hace. Sin embargo,

varios personajes de mi historia ejemplar se acercan a esa meta, de diferentes maneras. En el plano

axiológico. Las Casas logra, en la vejez, amar y estimar a los indios no en función de su propio ideal,

sino del de ellos: es un amor no unificador, podríamos decir que "neutro", para emplear el término

de Blanchot v de Barthes. En el plano de la acción, de la asimilación del otro o de la identificación

con él. Cabeza de Vaca también alcanza un punto neutro, no porque fuera indiferente a las dos

culturas, sino porque las había vivido ambas desde el interior; de repente, a su alrededor ya no había

más que "ellos"; sin volverse indio. Cabeza de Vaca ya no era totalmente español. Su experiencia

simboliza y anuncia la del exiliado moderno, el cual personifica a su vez una tendencia propia de

nuestra sociedad: ese ser que ha perdido su patria sin adquirir otra, que vive en la doble

exterioridad. El exiliado es el que mejor encarna hoy en día, desviándolo de su sentido original, el

ideal de Hugo de San Víctor, que éste formulaba de la manera siguiente en el siglo XII: "El hombre

que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante: aquel para quien cada

suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero

es como un país extranjero'' (yo que soy un búlgaro que tuve en Francia, tomo esta cita de Edouard

Saïd, palestino que vive en los Estados Unidos, el cual a su vez la había encontrado en Erich

Auerbach, alemán exiliado en Turquía).

Por último, en el plano del conocimiento, un Duran y un Sahagún anuncian, sin realizarlo

plenamente, el diálogo de culturas que caracteriza a nuestro tiempo, y que encarna a nuestros ojos la

etnología, a la vez hija del colonialismo y prueba de su agonía: un diálogo en que nadie tiene la

última palabra, en que ninguna de las voces reduce a la otra al estado de simple objeto, y en que uno

saca ventajas de su exterioridad respecto al otro; Duran y Sahagún, símbolos ambiguos, por ser

espíritus medievales; quizás esa misma exterioridad respecto a la cultura ele su tiempo sea la

responsable de su modernidad. A través de estos diferentes ejemplos se afirma una misma pro-

piedad: una nueva exotopía (para hablar como Bajtsn), una afirmación de la exterioridad del otro

que corre parejas con su reconocimiento en tanto sujeto. Quizás haya en eso no sólo una nueva

manera de vivir la alteridad, sino también un rasgo característico de nuestro tiempo, como lo eran el

individualismo o el autotelismo para la época cuyo fin empezamos a vislumbrar. Así pensaría un

optimista corno Levinas: "Nuestra época no se define por el triunfo de la técnica por la técnica,

como no se define por el arte por el arte, como no se define por el nihilismo. Es acción para un

mundo que Viene, superación de su época —superación de sí que requiere la epifanía del Otro."

¿Ilustra este libro esa nueva actitud trente al otro, por medio de mi relación con los autores

y los personajes del siglo XVI: Sólo puedo dar testimonio de mis intenciones, no del electo que

producen. He querido evitar dos extremos. El primero es la tentación de hacer oír la voz de esos

personajes tal como es en sí; de tratar de desaparecer yo para servir mejor al otro. El segundo es

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someter a los otros a uno mismo, convertirlos en marionetas cuyos hilos están enteramente bajo

nuestro control. No busqué entre los dos un terreno de compromiso, sino la vía del diálogo.

Interpelo esos textos, los traspongo, los interpreto, pero también los dejo hablar (de ahí la cantidad

de citas), y defenderse. Esos personajes, de Colón a Sahagún, no hablaban mi lenguaje, pero dejar al

otro intacto no es hacerlo vivir, como tampoco lo es el obliterar enteramente su voz. Cercanos y

lejanos al mismo tiempo he querido verlos como uno de los interlocutores de nuestro diálogo.

Pero nuestra época también se define por una experiencia en cierta forma caricaturesca de

esos mismos rasgos; sin duda es inevitable. Esta experiencia a menudo oculta el rasgo nuevo por su

abundancia, y a veces hasta lo antecede, pues la parodia vive muy bien sin su modelo. El amor

"neutro", la justicia "distributiva" de Las Casas son parodiados, vaciados de sentido, en un

relativismo generalizado, donde todo vale lo mismo, con tal de elegir el punto ele vista apropiado; el

perspectivismo lleva a la indiferencia y a la renuncia a todo valor. El descubrimiento por parte del

"yo" de los "ellos" que lo habitan va acompañado por la afirmación mucho más aterradora de la

desaparición del "yo" en el "nosotros", característica de los regímenes totalitarios. El exilio es

fecundo si uno pertenece a dos culturas a la vez, sin identificarse con ninguna; pero si la sociedad

entera está hecha de exiliados, el diálogo de las culturas cesa; se ve sustituido por el eclecticismo y el

comparatismo, por la capacidad de gustar un poco de todo, de simpatizar blandamente con todas

las opciones sin adoptar manca ninguna. La heterología, que hace oír la diferencia de las voces, es

necesaria; la polilogía es desabrida. La posición del etnólogo, por último, es fecunda; lo es mucho

menos la del turista al que la curiosidad de conocer las costumbres extranjeras lleva hasta la isla de

Bali o los suburbios de Babia, pero que encierra la experiencia de lo heterogéneo dentro del espacio

de sus vacaciones pagadas. Cierto que, a diferencia del etnólogo, paga sus vacaciones con su propio

dinero.

La historia ejemplar de la conquista de América nos enseña que la civilización occidental ha

vencido, entre otras cosas, gracias a su superioridad en la comunicación humana, pero también que

esa superioridad se ha afirmado a expensas de la comunicación con el mundo. Habiendo salido del

período colonial, sentimos contusamente la necesidad de revalorar esta comunicación con el

mundo; pero aquí también parece que la parodia antecede a la versión en seno. Los hippies

norteamericanos de los años sesenta, al negarse a adoptar el ideal de su país que bombardeaba a

Vietnam, trataron ele volver a encontrar la vida del buen salvaje. Algo así como los indios de las

descripciones de Sepúlveda, querían prescindir del dinero, olvidar los libros y la escritura, mostrar

su indiferencia por el vestido, y renunciar al uso de las máquinas, para hacerlo todo ellos solos. Pero

esas comunidades estaban evidentemente destinadas al fracaso, puesto que plantaban esos rasgos

primitivos sobre una mentalidad individualista perfectamente moderna. El "Club Méditerranée",

por su parte, le permite a uno vivir esta zambullida en el mundo primitivo (ausencia de dinero, de

libros y a veces de ropa) sin poner en duda la continuidad de su vida de "civilizado''; el éxito

comercial de esta idea es bien conocido. Los retornos a las religiones antiguas y nuevas son incon-

tables; dan prueba de la fuerza que tiene esa tendencia, pero creo yo que no pueden encarnarla: el

regreso al pasado es imposible. Sabemos que ya no queremos la moral (la amoral) del "todo vale",

pues ya hemos experimentado sus consecuencias; pero hay que encontrar nuevas interdicciones, o

una nueva motivación para las antiguas, a fin de poder percibir su sentido. La capacidad de

improvisación y de identificación instantánea busca equilibrarse con una valoración del ritual y de la

identidad, pero podemos dudar de que el regreso al terruño sea suficiente.

Page 175: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

633

Al relatar y analizar la historia de la conquista de América, me he visto llevado a dos

conclusiones aparentemente contradictorias Para hablar de las tomas y de las especies de

comunicación, me coloque primero en una perspectiva tipológica: los indios favorecen el

intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos: ninguno de los dos

es intrínsecamente superior al otro, y siempre necesitamos los dos a la vez: si ganamos en mi plano

perdernos necesariamente en el otro. Pero al mismo tiempo, fui llevado a comprobar una evolución

en la "tecnología" del simbolismo; para simplificar, esta evolución se puede reducir a la aparición de

la escritura. Ahora bien, la presencia de la escritura favorece la improvisación a expensas del ritual,

como también ocurre con la concepción lineal del tiempo o, de otra manera, con la percepción del

otro. ¿Habrá también una evolución entre la comunicación con el mundo y la comunicación entre

los hombres? En términos más generales, es que hay evolución, ¿no vuelve a encontrar el concepto

de barbarie un sentido no relativo?

Para mi la solución de esta aporía no consiste en abandonar una de las dos afirmaciones,

sino más bien en reconocer, para cada evento múltiples determinaciones, que condenan al fracaso

toda tentativa de sistematizar la historia. Esto es lo que explica que el progreso tecnológico, cosa

que sabemos demasiado bien hoy en día no implique superioridad en el plano de los valores

morales y sociales (ni tampoco una inferioridad). Las sociedades con escritura son más avanzadas

que las sociedades sin escritura; pero se puede dudar si hay que escoger entre sociedades con

sacrificio y sociedades con matanza.

En otro plano, la experiencia reciente es desalentadora: el deseo de superar el

individualismo de la sociedad igualitaria y de llegar a la sociedad propia de las sociedades jerárquicas

se encuentra, entre otros, en los estados totalitarios. Estos se parecen al niño monstruoso al que

temía Bernard Shaw, presentido, según parece, por Isadoro Duncan: tan feo como aquel y tan tonto

como ésta. Esos estados ciertamente modernos en tanto que no se les puede asimilar ni a las

sociedades con sacrificio ni a las sociedades con matanza, reúnen sin embargo ciertos rasgos de las

dos y merecerían la creación de una "palabra-valija": son sociedades con sacrifitanza. Como en las

primeras, se profesa una religión de estado: como en las segundas, el comportamiento está bandado

en el principio karamazoviano del todo vale; Como en el sacrificio, se mata primero en casa: como

en el caso de las matanzas, se disimula y se niega la existencia de esas muertes. Como en aquél se

elige individualmente a las víctimas- como en estas, se las extermina sin ninguna idea de ritual. El

tercer término existe, pero es peor que los dos anteriores ¿qué hacer?

La forma de discurso que se impuso a mí para este libro la historia ejemplar, resulta

también del deseo de trascender los límites de la escritura sistemática sin "regresar" por ello al mito

puro. Al comparar a Colón con Cortés, a Cortés con Moctezuma, tomo conciencia de que las

normas de la comunicación, tanto producción como interpretación, aun si son universales y eternas,

no se ofrecen a la libre elección del escritor, sino que están correlacionadas con las ideologías en

vigor, y por eso mismo pueden volverse su signo. Pero ¿cual es el discurso apropiado para la

mentalidad heterológica? En la civilización europea, el logos ha vencido al mythos; o más bien en

lugar del discurso polimorfo, se impusieron dos géneros homogéneos: la ciencia y todo lo que está

emparentado con ella está en relación con el discurso sistemático; la literatura y sus avatares

practican el discurso narrativo. Pero este último campo se ve estrechando día con día; hasta los

mitos se reducen a cuadros con entrada doble, la misión misma es sustituida por el análisis

sistemático, y las novelas luchan a brazo partido contra el desarrollo temporal, en pro de la forma

espacial, y tienden a la matriz inmóvil. Yo no podía separarme de la visión de los "vencedores" sin

Page 176: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

634

renunciar al mismo tiempo a la forma discursiva de la que éstos se habían apropiado. Siento la

necesidad (y no veo en ello nada de individual, por eso lo escribo) de quedarme con el relato que

mas bien propone que impone; de volver a encontrar en el interior de un solo texto, la

complementariedad del discurso narrativo y del discurso sistemático; de tal manera que mi

―historia‖ quizás se parezca más, en cuanto al género, y haciendo abstracción de toda consideración

de valor, a la de Herodoto que al ideal de muhos hisotriadores contemporáneos. Algunos de los

hechos que relato llevan a afirmaciones generales; otros (u otros aspectos de los mismos hechos)

no. Al lado de los relatos que someto a análisis quedan otros insumisos. Y si, en este mismo

momento, ―saco la moraleja‖ de mi historia, de ninguna manera es porque piense revelar y fijar su

sentido; un relato no es reductible a una máxima pero es porque me parece más franco formular

algunas de las impresiones que deja en mí, puesto que yo también soy uno de sus lectores.

La historia ejemplar ha existido en el pasado, pero el término ya no tiene el mismo sentido

ahora que entonces. Desde Cicerón se repite el dicho que reza Historia magistra vitae, su sentido es

que el destino del hombre no se puede cambiar, y que uno puede modelar su conducta presente

siguiendo a los héroes del pasado. Esta concepción de la historia y del destino pereció con la

aparición de la ideología individualista moderna, puesto que con ella se prefiere creer que la vida de

un hombre le pertenece, y que no tiene nada que ver con la de otro. No pienso que el relato de la

conquista de América sea ejemplar en el sentido de que podría representar una imagen fiel de

nuestra relación con el otro; no sólo Cortés no es igual a Colón, sino que nosotros ya no somos

iguales a Cortés. Dice el dicho que si se ignora la historia se corre el riesgo de repetirla; pero no por

conocerla se sabe qué es lo que se debe hacer. Nos parecemos a los conquistadores y somos

diferentes de ellos: su ejemplo es instructivo, pero nunca estaremos seguros de que, al no

comportarnos como ellos, no estamos precisamente imitándolos, puesto que nos adaptamos a las

nuevas circunstancias. Pero su historia puede ser ejemplar para nosotros porque nos permite

reflexionar sobre nosotros mismos, descubrir tanto las semejanzas como las diferencias: una vez

más, el conocimiento de uno mismo pasa por el conocimiento del otro.

Para Cortés, la conquista del saber lleva a la del poder. Conservo de él la conquista del

saber, aun si es para resistir al poder. Hay cierta ligereza en conformarse con condenar a los

conquistadores malos y añorar a los indios buenos, como si bastara con identificar al mal para

combatirlo. Reconocer la superioridad de los conquistadores en tal o cual punto no significa que se

les elogie; es necesario analizar las armas de la conquista si queremos poder detenerla algún día.

Porque las conquistas no pertenecen sólo al pasado.

No creo que la historia obedezca a un sistema, ni que sus supuestas "leyes" permitan

deducir las formas sociales futuras, o siquiera presentes. Creo más bien que el hacerse consciente de

la relatividad, y por lo tanto de lo arbitrario, de un rasgo de nuestra cultura ya es desplazarlo un

poco, y que la historia (no la ciencia, sino su objeto) no es más que una serie de esos

desplazamientos imperceptibles.

Page 177: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

635

En América Latina

Eduardo Galeano. Nació el 3 de septiembre de 1940 en Montevideo. Se inició en el periodismo publicando

dibujos y caricaturas políticas con el seudónimo de Gius en el semanario El Sol. Trabajó como mensajero,

peón, cobrador, taquígrafo y cajero de banco. Fué redactor jefe (1960-1964) del semanario "Marcha y director

del diario Época. En el año 1973 cuando el presidente Bordaberry cedió parte del poder político a las Fuerzas

Armadas, se exilió en la Argentina, donde dirigió la revista Crisis. En 1976 se traslada a España y regresa a su

país en 1985, cuando Julio María Sanguinetti asume la presidencia. Entre sus libros se destacan: Los días

siguientes (1963), Las venas abiertas de América Latina (1971), Días y noches de amor y de guerra (1978), Las

caras y las máscaras (1984) y Memorias del fuego (1986). Ha recibido el premio "Casa de las Américas" en

1975 y 1978, y el premio "Aloa" de los editores daneses en 1993. La trilogía "Memoria del fuego" recibió el

American Book Award (Washington University, USA) en 1998. En 1999, fue el primer escritor galardonado

por la Fundación Lannan (Santa Fe, USA) con el premio a la libertad cultural.

Galeano, Eduardo. ―La Diosa tecnología no habla español‖ en Las venas abiertas de América

Latina. Siglo XXI, Buenos Aires, (1971) 2010. Págs. 315-319.

LA DIOSA TECNOLOGÍA NO HABLA ESPAÑOL

Wright Patman, el conocido parlamentario norteamericano, considera que el cinco por

ciento de las acciones de una gran corporación puede resultar suficiente, en muchos casos, para su

control liso y llano por parte de un individuo, una familia o un grupo económico (93 nacla

Newsletter, abril-mayo de 1969). Si un cinco por ciento basta para la hegemonía en el seno de las

empresas todopoderosas de los Estados Unidos, ¿qué porcentaje de acciones se requiere para

dominar una empresa latinoamericana? En realidad, alcanza incluso con menos: las sociedades

mixtas, que constituyen uno de los pocos orgullos todavía accesibles a la burguesía latinoamericana,

simplemente decoran el poder extranjero con la participación nacional de capitales que pueden ser

mayoritarios, pero nunca decisivos frente a la fortaleza de los cónyuges de fuera. A menudo, es el

Estado mismo quien se asocia a la empresa imperialista, que de este modo obtiene, ya convertida en

empresa nacional, todas las garantías deseables y un clima general de cooperación y hasta de cariño.

La participación «minoritaria» de los capitales extranjeros se justifica, por lo general, en nombre de

las necesarias transferencias de técnicas y patentes. La burguesía latinoamericana, burguesía de

mercaderes sin sentido creador, atada por el cordón umbilical al poder de la tierra, se hinca ante los

altares de la diosa Tecnología. Si se tomaran en cuenta, como una prueba de desnacionalización, las

acciones en poder extranjero, aunque sean pocas, y la dependencia tecnológica, que muy rara vez es poca,

¿cuántas fábricas podrían ser consideradas realmente nacionales en América Latina? En México, por

ejemplo, es frecuente que los propietarios extranjeros de la tecnología exijan una parte del paquete accionario

de las empresas, además de decisivos controles técnicos y administrativos y de la obligación de vender la

producción a determinados intermediarios también extranjeros, y de importar la maquinaria y otros bienes

desde sus casas matrices, a cambio de los contratos de trasmisión de patentes o know-how (94 Miguel

S. Wionczek, La trasmisión de la tecnologia a los países en desarrollo: proyecto de un estudio sobre

México, en Comercio exterior, México, mayo de 1968.). No sólo en México. Resulta ilustrativo que los países del

llamado Grupo Andino (Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú) hayan elaborado un proyecto

para un régimen común de tratamiento de los capitales extranjeros en el área, que hace hincapié en

Page 178: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

636

el rechazo de los contratos de transferencia de tecnología que contengan condiciones como éstas.

El proyecto propone a los países que se nieguen a aceptar, además, que las empresas extranjeras

dueñas de las patentes fijen los precios de los productos con ellas elaborados o que prohíban su

exportación a determinados países.

El primer sistema de patentes para proteger la propiedad de las invenciones

fue creado, hace casi cuatro siglos, por sir Francis Bacon. A Bacon le gustaba

decir: «El conocimiento es poder», y desde entonces se supo que no le faltaba razón. La

ciencia universal poco tiene de universal; está objetivamente confinada tras los límites de las

naciones avanzadas. América Latina no aplica en su propio beneficio los resultados de la

investigación científica, por la sencilla razón de que no tiene ninguna, y en consecuencia se

condena a padecer la tecnología de los poderosos, que castiga y desplaza a las materias

primas naturales. América Latina ha sido hasta ahora incapaz de crear una tecnología

propia para sustentar y defender su propio desarrollo. El mero trasplante de la tecnología

de los países adelantados no sólo implica la subordinación cultural y, en definitiva, también

la subordinación económica, sino que, además, después de cuatro siglos y medio de

experiencia en la multiplicación de los oasis de modernismo importado en medio de los

desiertos del atraso y de la ignorancia, bien puede afirmarse que tampoco resuelve ninguno

de los problemas del subdesarrollo (95 Víctor L. Urquidi en Obstacles lo Change in Latín

America, de Claudio Véliz y otros, Londres, 1967.). Esta vasta región de analfabetos

invierte en investigaciones tecnológicas una suma doscientas veces menor que la que los

Estados Unidos destinan a esos fines. Hay menos de mil computadoras en América

Latina y cincuenta mil en Estados Unidos, en 1970. Es en el norte, por supuesto,

donde se diseñan los modelos electrónicos y se crean los lenguajes de

programación que América Latina importa. El subdesarrollo latinoamericano no es

un tramo en el camino del desarrollo, aunque se «modernicen» sus deformidades; la

región progresa sin liberarse de la estructura de su atraso y de nada vale, señala

Manuel Sadosky, la ventaja de no participar en el progreso con programas y

objetivos propios (96 Manuel Sadosky, América Latina y la computación, en Gaceta de la

Universidad, Montevideo, mayo de 1970. Sadosky cita para ilustrar la ilusión desarrollista el

testimonio de un especialista de la OEA: «Los países subdesarrollados -sostiene George

Landau- tienen algunas ventajas en relación con los países desarrollados, porque cuando

incorporan algún nuevo dispositivo o proceso tecnológico eligen, generalmente, el más

avanzado dentro de su tipo y así recogen el beneficio de años de investigación y el fruto de

inversiones considerables que debieron hacer los países más industrializados para alcanzar

esos resultados»). Los símbolos de la prosperidad son los símbolos de la dependencia. Se

recibe la tecnología moderna como en el siglo pasado se recibieron los ferrocarriles, al

servicio de los intereses extranjeros que modelan y remodelan el estatuto colonial de estos

países. «Nos ocurre lo que a un reloj que se atrasa y no es arreglado -dice Sadosky-. Aunque sus

manecillas sigan andando hacia adelante, la diferencia entre la hora que marque y la hora verdadera será

creciente».

Las universidades latinoamericanas forman, en pequeña escala, matemáticos, ingenieros y

programadores que de todos modos no encuentran trabajo sino en el exilio: nos damos el lujo de

Page 179: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

637

proporcionar a los Estados Unidos nuestros mejores técnicos y los científicos más capaces, que

emigran tentados por los altos sueldos y las grandes posibilidades abiertas, en el norte, a la

investigación. Por otra parte, cada vez que una universidad o un centro de cultura superior intenta,

en América Latina, impulsar las ciencias básicas para echar las bases de una tecnología no copiada

de los moldes y los intereses extranjeros, un oportuno golpe de Estado destruye la experiencia bajo

el pretexto de que así se incuba la subversión (97 Oscar J. Maggiolo en el volumen colectivo

Hacia una política cultural autónoma para América Latina, Montevideo, 1969.). Este fue el

caso, por ejemplo, de la Universidad de Brasilia, abatida en 1964, y la verdad es que no se equivocan

los arcángeles blindados que custodian el orden establecido: la política cultural autónoma requiere y

promueve, cuando es auténtica, profundos cambios en todas las estructuras vigentes.

La alternativa consiste en descansar en las fuentes ajenas: la copia simiesca de los adelantos

que difunden las grandes corporaciones, en cuyas manos está monopolizada la tecnología más

moderna, para crear nuevos productos y para mejorar la calidad o reducir el costo de los productos

existentes. El cerebro electrónico aplica infalibles métodos de cálculo para estimar costos y

beneficios, y así, América Latina importa técnicas de producción diseñadas para economizar mano

de obra, aunque le sobra la fuerza de trabajo y los desocupados van en camino de constituir una

aplastante mayoría en varios países; así, también, la propia impotencia determina que la región

dependa, para su progreso, de la voluntad de los inversionistas extranjeros. Al controlar las palancas

de la tecnología, las grandes corporaciones multinacionales manejan también, por obvias razones,

otros resortes claves de la economía latinoamericana. Por supuesto, las casas matrices nunca

proporcionan a sus filiales las innovaciones más recientes, ni impulsan, tampoco, una

independencia que no les convendría. Una encuesta de Business International, realizada por

encargo del BID, llegó a la conclusión de que «<es evidente que las subsidiarias de las corporaciones

internacionales que operan en la región no realizan esfuerzos significativos en materia de investigación y

desarrollo^. En efecto, la mayoría de ellas carece de un departamento con esa finalidad y en casos muy

contados llevan a cabo labores de adaptación de tecnología, en tanto que otra minoría de empresas --situadas

casi invariablemente en Argentina, Brasil y México- realiza modestas actividades de investigación» '

(98 Gustavo Lagos y otros, Las inversiones multinacionales en el desarrollo y la integración de

América Latina, Bogotá, 1968). Raúl Prebisch advierte que «las empresas norteamericanas en

Europa instalan laboratorios y realizan investigaciones que contribuyen a fortalecer la capacidad

científica y técnica de esos países, lo que no ha sucedido en América Latina», y denuncia un hecho

muy grave: «La inversión nacional -dice-, por su falta de conocimiento especializado [know-houw],

realiza la mayor parte de su transferencia de tecnología recibiendo técnicas que son del dominio

público y que se importan como licencias de conocimiento especializado.. .» (99 Raúl

Prebisch, La cooperación internacional en el desarrollo latinoamericano, en Desarrollo, Bogotá,

enero de 1970.)

Es altísimo, en varios sentidos, el costo de la dependencia tecnológica: también lo es en

dólares contantes y sonantes, aunque las estimaciones no resultan nada fáciles por los múltiples

escamoteos que las empresas practican en sus declaraciones de remesas al exterior. Las cifras

oficiales indican, no obstante, que el drenaje de dólares por asistencia técnica se multiplicó por

quince, en México, entre 1950 y 1964, y en el mismo período las nuevas inversiones no llegaron

siquiera a duplicarse. Las tres cuartas partes del capital extranjero en México aparecen, hoy,

destinadas a la industria manufacturera; en 1950, la proporción era de la cuarta parte. Esta

concentración de recursos en la industria sólo implica una modernización refleja, con tecnología de

Page 180: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

638

segunda mano, que el país paga como si fuera de primerísima. La industria automotriz ha drenado

de México mil millones de dólares, de una u otra manera, pero un funcionario del sindicato de los

automóviles en Estados Unidos recorrió la nueva planta de la General Motors en Toluca, y escribió

después: «Fue peor que arcaico. Peor, porque fue deliberadamente arcaico, con lo obsoleto

cuidadosamente planeado... Las plantas mexicanas son equipadas deliberadamente con maquinaria

de baja productividad» (100 Leo Fenster, en julio de 1969. Citado por André Gunder Frank,

Lumpenburguesía: lumpendesarrollo, Montevideo, 1970.

Las filiales extranjeras resultan de todos modos infinitamente más modernas que las

empresas nacionales. En la industria textil, por ejemplo, uno de los últimos reductos del

capital nacional, es bajísimo el grado de automatización. Según la CEPAL., en 1962 y 1963

cuatro países de Europa invirtieron en nuevos equipos para su industria textil una suma seis

veces mayor que la que invirtió con el mismo fin en 1964, toda América Latina. ). ¿Qué decir

de la gratitud que América Latina debe a la Coca Cola, la Pepsi o la Crush, que cobran carísimas

licencias industriales a sus concesionarios para proporcionarles una pasta que se disuelve en

agua y se mezcla con azúcar y gas?

Page 181: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

639

Marcelo Lobosco: Es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires,

Master en Filosofía, Universidad de Paris 8, Consultor de Unesco y Organización de Estados

Iberoamericanos, Director ejecutivo de la Olimpíada Argentina de Filosofía, Profesor adjunto

UBA, Profesor Asociado UNMDP. Es autor de Subjetividad y constitución del otro en la obra de Jean-Paul

Sartre; y coautor de Tópicos de la razón práctica, La resignificación de la ética , la ciudadanía y los derechos

humanos en el siglo XXI, Phrónesis, Filosofía, Educación y Sociedad Global; en Lo otro, (compilado por Alya

Saada y Silvana Rabinovich).

Lobosco, Marcelo, Perplejidades de un sentidor, (en Edición)

La tradición y el tiempo propio en las perplejidades de un sentidor:

Gregorio Weinberg

Resumen:

En el presente trabajo explicitaremos algunos de los conceptos reguladores de relevancia

educativo-filosófica en la obra del Filósofo e Historiador de las ideas Gregorio Weinberg.

En el mismo presentaremos los mismos vinculados a una de las obsesiones del

mencionado autor: la vertebracion de nuestra tradición cultural Latinoamericana, para dar cuenta

de nuestro aporte y valor agregado filosófico-educativo y cultural, en la globalización actual.

Palabras claves: tiempo propio, pensar desde América Latina, masa crítica, estilo de

desarrollo.

Abstract:

At this work we will try to explain some concepts abaut the regulative topics of

philosophy-educational, at the workof the ideas of Gregorio Weinberg., philosopher and historian.

We will present the obsession of this author: the vertebral tradition of latin

american.culture so as to give an add value philosophie educational an cultural at the pr3esent

globalization.

Key words:

Town time –think fron latin america- critisisim mass-develop style

Agradecemos a la profesora Alicia Segal por el procesamiento y corrección de estilo.

-Digame una cosa Maestro, - le dice un joven estudiante de Filosofía a su profesor de

Historia del Pensamiento Argentino y Latinoamericano - ¿por qué lo reconocen filósofos de

diferentes tendencias como los analíticos, los hegelianos, los fenomenólogos, los hermenéuticos, y

sobre todo los latinoamericanos?

Page 182: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

640

- ¿Sabe por qué? - le responde el célebre filósofo e historiador de las ideas - me reconocen

porque estoy retirado.

Sirvan estas expresiones iniciales para poner en evidencia, la inmensa humildad y sabiduría

de un hombre, que habiendo sido Coordinador por América Latina para la Unesco de París de la

serie la Historia de la Humanidad, gozaba de un reconocimiento unánime de las diferentes fracciones

en las cuales está constituida la comunidad filosófica en Argentina, que de por sí, es fragmentaria.

Es por eso que este trabajo sobre algunas ideas reguladoras de la perspectiva de Gregorio

Weinberg, o las perplejidades de un sentidor, como él gustaba que lo llamasen, se inscribe en una

personalidad que había escrito, junto a otros célebres para la Unesco la monumental obra sobre la

Historia de la Humanidad.

Que había colaborado con la Cepal, con la Unesco, que había sido un pujante Editor de

pensadores argentinos, que había recibido de la Fundación Konex el Konex de brillante, de la

Asociación de Profesores de filosofía (Sapfi) - entonces presidida por el que suscribe estas líneas -

el premio al Profesor de Filosofía del año 1998.

Que había sido Profesor Titular de Historia del Pensamiento argentino y latinoamericano,

teniendo como adjunto al Dr. Enrique Hernández cuando volvió la democracia. Fue entonces que

junto a Federico Schuster, Jorge Lullo y Miguel Santagada, aprendimos la relevancia del tiempo propio

como idea reguladora teórica y de la praxis.

Solía decir el Maestro Weinberg, haciendo propias las palabras del pensador argentino:

―De allende los mares recibimos la indumentaria y la

Filosofia confeccionada. Sin embargo al artículo importado le

imprimimos nuestro sello‖1.

Es decir, Weinberg cultiva la Historia de las Ideas como rama del saber que tiene que ver

con la inserción de nuestras ideas en las prácticas sociales, políticas, económicas y educativas.

Piensa que nos hemos independizado de las armas de España, como afirmaba el joven

Alberdi, reconocido el primer filósofo latinoamericano por diferentes corrientes latinoamericanas.

Según Weinberg se puede periodizar el proceso cultural y educativo de América Latina, en

tres momentos o ciclos históricos:

Un primer momento que el filósofo e historiador de las ideas denomina cultura impuesta, que

se corresponde históricamente con el período colonial.

Cuando las pautas y los valores culturales, económicos y sociales, se hacen prevalecer desde

afuera y específicamente en el plano cultural y educativo eran funcionales a la metrópolis española.

Un segundo momento que según Weinberg se puede denominar cultura admitida y aceptada,

que coincidía con los comienzos de la emancipación.

1 KORN, Alejandro, Influencias filosóficas en la evolución nacional, Buenos Aires, Ediciones del Solar, 1983, pág. 8.

Page 183: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

641

Un tercer momento, finalmente, de cultura criticada o discutida, donde se rechazan las pautas

y valores exógenos, es decir formulados desde afuera pero sin alcanzar a proponer modelos

alternativos.

Como afirma E. Hernández, así como los comerciantes importan los productos como las

telas, los intelectuales importamos los paradigmas. Todo lo exógeno tiene más prestigio que lo

propio.

Sin embargo, según un pensador de otras tierras - me refiero al filósofo Paul Ricouer - , es

importante recuperar dialécticamente los núcleos ético-míticos propios, creadores de cultura.

Es decir que Weinberg no aboga por un pensar en Argentina, ni en latinoamérica, sino

desde América Latina y Argentina.

Un pensamiento que a lo que viene de afuera, le imprimimos nuestro propio sello.

Muchas veces se piensa que no hay pensamiento propio en nuestros lugares del sur, porque

hay intereses históricos que buscan privilegiar los intereses exógenos.

Es notable que un filósofo de la normalidad filosófica académica actual, ya indique en una

obra no muy difundida del mismo, que hay intereses de la razón no siempre tematizados. 1

Es importante que siguiendo al joven Alberdi, Weinberg afirma que debemos reconocer,

cómo se recubrieron los productos externos de nuestro sello nacional..

O sea, en términos de Alberdi, tener una Filosofía es tener una nacionalidad. Pues una

nación no es tal por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen; un

pueblo es civilizado cuando aplica la razón a sus problemas, no a los problemas de los demás. 2

Por lo tanto, así como decía Alberdi, debemos tener nuestros héroes del pensamiento,

nuestros San Martín, nuestros Belgrano, como los hemos tenido de las armas. Asimismo , tenemos

que reconocer nuestro propio sello, nuestra propia huella, en el pensamiento propio, en nuestra

cultura, en nuestras prácticas sociales.

A pesar de vivir en una era de la globalización como lo afirman los ingleses, económica y

comunicacional-tecnológica.

O como afirman los franceses, la mundialización de patrones de cultura universal, no

teniendo en cuenta las diferencias histórico –sociales de cada región, país o lugar.

En estos momentos históricos es importante, sin embargo, recuperar las ideas de Gregorio

Weinberg, y poder dialectizar nuestra cultura, nuestra industria, nuestro comercio, con nuestro

propio sello, con las tendencias universalizantes globalizadoras o mundializadoras.

Pues como afirma el filósofo E. Hernández, discípulo de Fernand Braudel y de Gregorio

Weinberg:

1 HABERMAS, Jürgen, Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1989.

2 ALBERDI, Juan Baustista, Fragmento preliminar al estudio del Derecho, Buenos Aires, Biblos, 1983.

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642

―La piedra que desecharon los constructores se vuelve piedra angular: maravilla para el

profeta, inquietud para el filósofo, escándalo para el doctor en universalidades: éste es el

movimiento que está en la base de nuestro pensar indoamericano, la irrupción de lo negado por la

racionalidad ajena‖ 1.

Es decir, lo negado se vuelve contra una racionalidad estrecha, que intenta no recuperar lo

propio, lo negado desde un academicismo acotado.

Otro de los conceptos relevantes, simplificando, en la obra del pensador objeto de

reflexión de estas páginas, es el concepto de masa crítica.

Weinberg pensaba, postulaba la divulgación de la cultura propia sin su vulgarización, a los

efectos de vertebrar una tradición que había sufrido rupturas en el pasado por los ataques a la

democracia y que es importante transferir a los jóvenes de las futuras generaciones, a los efectos

de impulsar generaciones que se hagan cargo de lo propio, desde una cultura crítica.

Crítica de los valores, pautas y sellos particulares de nuestra cultura latinoamericana, en la

dialéctica universal y particular de la globalización o mundialización actual.

Otro concepto relevante en la obra de Weinberg es el de estilo de desarrollo, propicio para los

países emergentes de América Latina, para favorecer su emancipación cultural, económica y social.

Según Weinberg un estilo de desarrollo, es un proceso dialéctico entre relaciones de poder,

que hace emerger los conflictos entre los grupos, las clases sociales diferentes y que está causado

por las formas dominantes de acumulación de capital y de las tendencias de distribución del ingreso.

Los modelos de desarrollo cumplen una función social y son deudores de una temporalidad

propia, frente a modelos propicios de una temporalidad universalizante o, como diríamos hoy,

globalizantes. Recuperar dialécticamente el tiempo propio, facilita el desarrollo de las condiciones

sociales de producción cultural, educativa y del complejo científico-tecnológico.

Teniendo en cuenta algunos de los conceptos tomados por el querido y valorado filósofo

argentino, su legado nos marca las huellas para la recuperación de lo propio en la dialéctica de lo

universal y particular, en los que algunos llaman modernidad –posmoderna, donde hay una

multiplicidad de datos que nos generan la ficción de estar en la sociedad de la información, pero

sabemos desde Kant que una cantidad inconmensurable de datos no es igual a información, porque

información es síntesis,

Así, a comienzos del 2007 estamos todos, como Guillermo de Baskerville, el monje filósofo

de la genial novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, buscando la causa no causada que había

generado el maleficium, es decir la necesidad de tener como idea reguladora de nuestra praxis la

integración cultural para el desarrollo de un pensamiento propio latinoamericano. Donde el otro o

lo otro nos interpele internamente y surja la necesidad de un nosotros no excluyente. Porque la

irrupción de lo negado por la racionalidad externa, irrumpe en la recuperación de lo propio.

1 HERNÁNDEZ, Enrique, ―La piedra que desecharon los constructores‖, [en] Revista de Filosofía

Latinoamericana, Buenos Aires, Nro. XIII, 1988.

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Weinberg, Gregorio, Modelos educativos en la historia de América Latina, Buenos Aires. AZ.

1995.

1. La educación prehispánica

La llegada de los europeos al Nuevo Mundo significó, más que una interrupción, una fractura en los procesos de desarrollo que tenían lugar en América. La imposición de sus propios modelos por parte de los conquistadores se realizó violentando los estilos de vida de los aborígenes, quienes, de todos modos, continuaron siendo partícipes de la historia (su peso puede reputarse decisivo, por ejemplo, en la producción de bienes y servicios, sea como encomendados, mitayos, yanaconas, peones, etc.), y por siglos constituyeron la abrumadora mayoría de la población. Dicho sea esto sin olvidar tampoco el exterminio al que fueron sometidos por diversos factores; de todas maneras quedaron marginados como protagonistas, desbaratadas sus instituciones, desarticuladas sus formas de organización, perseguidas sus creencias como idolatrías abominables, subvertidos sus valores. Esta ruptura catastrófica inaugura nuevas perspectivas, cierto es, y de ellas se adueñará la nueva sociedad, clausurando simultáneamente las pretéritas alternativas. Y además, la historia, como siempre ocurre, la hicieron y la escribieron los vencedores.

Augusto Salazar Bondy ha señalado sagazmente, aunque con relación a un problema más restringido, el de las concepciones filosóficas, el 'impacto' de esta ruptura. Si retomamos algunas de sus ideas y las proyectamos al ámbito más amplio del quehacer cultural y educativo, podríamos observar la existencia, o mejor dicho, la coexistencia de manifestaciones cultas (de ardua elaboración racional) y otras tradicionales (de franca filiación mítica) en la antigüedad clásica o el medioevo europeo, y donde las disparidades de nivel no excluían una "conexión histórica interior y una constante incorporación de motivos e impulsos". Pero en cambio, la crisis a la que estamos aludiendo revela que los nuevos elementos son "contrarios a la tradición de la cultura anterior y a las formas subsistentes de ella que nutren a las grandes masas indígenas".1

Este planteamiento abre por lo menos dos alternativas: limitar el análisis sólo a los modelos que impondrán primero el conquistador y luego el colonizador, procedimiento éste el más frecuente cuando se lo considera un simple trasplante; o esforzarse por identificar los caracteres específicos de los modelos de las diversas sociedades prehispánicas, no para idealizarlas, por cierto, sino más bien para descifrar sus mecanismos esenciales y estudiar después su comportamiento. En este segundo caso las dificultades se ven acrecentadas por la diversidad de estadios de desarrollo existentes al arribo de los europeos, y por la no siempre bien conocida complejidad de los procesos, migraciones y contactos entre los distintos pueblos diseminados de uno a otro extremo de América. Tampoco el intenso mestizaje racial posterior modificó la situación señalada, pues el proceso se dio dentro de las pautas impuestas por las potencias imperiales.

1 Augusto Salazar Bondy, Lo filosofía en el Perú, 2-. ed. castellana, revisada y ampliada, Ed. Universo, Lima, págs. 11-12.

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Los perfiles de esta nueva realidad no se pueden escamotear escudándose en actitudes paternalistas ni en el fetichismo verbal; lo recuerda un historiador contemporáneo: "en 1556 disposiciones reales prohíben el empleo de las palabras conquista y conquis tadores , que deben reemplazarse por descubrimiento y colonos...".1

Ahora bien, si los aborígenes, a partir de la ocupación de sus tierras y del apoderamiento de sus riquezas por parte de los europeos, pierden toda posibilidad de desarrollar sus propios modelos, no por ello dejan de constituirse simultáneamente en un desafío para el invasor que debe incorporarlos a los suyos; se convierten, de este modo, en la piedra de toque de una flagrante contradicción-, por una parte se les niega autonomía y por la otra tampoco son eficaz y totalmente asimilados. Salvo pequeñas minorías de grupos jerárquicos de las altas culturas, el resto de los indígenas enfrenta el dilema del exterminio o la marginalidad. Y no es ésta por cierto una nota singular del proceso colonizador hispanoamericano, sino exigencia de todos los modelos impuestos por grupos o pueblos conquistadores. Comienza pues desde sus inicios a plantearse el problema, hoy varias veces centenario, de la condición del indio y sus diferentes respuestas (los varios cuando no en-contrados indigenismos, entre otras), punto al que más adelante haremos referencia.

De todos modos, la única forma de entender adecuadamente estos procesos requiere insertarlos en la corriente de la historia, tratando de percibir su ritmo, su tempo; de otra manera los 'modelos' que pretendamos esbozar con elementos tomados de dichas sociedades, no serían sino construcciones teóricas a posterior i , carentes de dinamismo y exentas de contradicciones.

Sin extremar los análisis conceptuales, cabe añadir algunas notas generales a las ya expuestas, así que, tanto los pueblos colonizados (en particular los de las llamadas altas culturas) como los colonizadores estaban, en la segunda mitad del siglo XV, en franco proceso de consolidación apuntando hacia formas superiores de organización política. Piénsese, por un lado, en los mexicas o en los incas, imperios integrados por una compleja combinación de naciones sojuzgadas o aliadas, a veces verdaderas confederaciones; y por el otro, en la formación del Estado español que se había soldado con Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Si se observa separadamente este momento particular advertiremos que en ambos casos ofrecía sus ventajas y sus desventajas; brindaba posibilidades de absorción de innovaciones e iniciativas y ensanchamiento de los horizontes políticos y mentales, pero al mismo tiempo evidenciaba su vulnerabilidad potencial. Los años demostrarían la endeblez de algunas naciones y de qué manera las consecuencias de inéditas formas de enriquecimiento pudieron apartar de la modernidad a potencias cuyo desenvolvimiento previo hacía presumir apuntaba hacia ese objetivo. Convengamos, además, que el estrepitoso enfrentamiento de ambos mundos desfavoreció, por supuesto, a los pobladores autóctonos de América, lo que parece obvio dados, entre otros factores, los desniveles de recursos tecnológicos; pero que no lo será tanto si añadimos que también a la larga empeoró las condiciones de vida de la mayoría del pueblo hispano que permaneció en la península. Pero a su vez todo esto creó las condiciones para una nueva sociedad criolla en Indias, la gestación de cuyos modelos alternativos insumió centurias.

Como de España y de su empresa hablaremos al comienzo del próximo capítulo, detengámonos por ahora en recordar la extraordinaria diversidad de los pueblos

1 Ruggiero Romano, Los conquistadores , trad. de Liliana Ponce, Ed. Huemul, Buenos Aires, 1978, pág. 81. Su título original es mucho más sugeridor: Les mécanismes de la conquete colonia le : Les Conquis tadores.

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aborígenes, que iba desde los nómadas, recolectores y cazadores, hasta las grandes culturas de compleja organización y notable nivel cultural. Vale decir que esta misma heterogeneidad imposibilita de antemano todo intento de generalización; por consiguiente, consideraremos sólo algunos pocos ejemplos. Para ilustrar en cierto modo las formas primarias, en su etapa tribal, trataremos un pueblo muy extendido, el de los tupíguaraní y, dentro del mismo, a los tupinambá. En el otro extremo veremos a los mexicas y a los incas, naciones que, como es sabido, poseían un alto grado de desarrollo, actividades diversificadas y complejidad de sus funciones.1

La educación entre los tupí

En Notas sobre a Educacao na Soci edade Tupinambá , ejemplar estudio de Florestan Fernandes, tenemos una aguda y prolija caracterización de las formas que adquiere un proceso educativo que responde al modelo de una sociedad tradic ional i sta, sagrada y cerrada , en un determinado estadio de desarrollo, para asegurar "la continuidad de la herencia social a través de la estabilización del esquema de equilibrio dinámico del sistema societario".2 Sin demorarnos en la copiosa bibliografía sobre el tema,3 y al solo efecto de determinar su nivel cultural, recordamos con Darcy Ribeiro que cuando llegaron los europeos a las playas brasileñas "los pueblos tupí daban los primeros pasos de la revolución agrícola, superando así la condición de tribus cazadoras y recolectoras. Lo hicieron siguiendo su propio camino, lo mismo que otros muchos pueblos de la selva tropical que ya habían logrado transformar muchas especies silvestres en plantas de cultivo. Además de la mandioca, cultivaban maíz, poroto, maní, tabaco, boniato, ñame, zapallo, calabaza, caña para flechas, pimienta, bija, algodón, carauá , cajú, papaya, yerba mate y guaraná , entre muchos otros vegetales, en grandes plantíos que les aseguraban abundancia de alimentos durante todo el año y una gran variedad de materiales para la fabricación de artefactos, condimentos, venenos, pigmentos y estimulantes. De esta manera superaban la penuria alimenticia a que estaban sujetos los pueblos preagrícolas, a merced siempre de la naturaleza tropical, que si bien los provee abundantemente de frutos, cocos y tubérculos durante una época del año, los condena en la otra a la privación. Permanecían, sin embargo,

1 Entre las obras introductorias más recientes y útiles véase Laurette Séjourné, América La tina. I Antiguas cul turas precolombinas , vol. 21 de la "Historia Universal Siglo XXI", trad. de Josefina Oliva de Coll, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1971. Escasos son, en cambio, los trabajos panorámicos referidos al tema educativo; en este campo recordemos uno de Enrique Oltra, Poideia precolombina. (Ideales pedagógicos de aztecas, mayas e incas), Ed. Castañeda, Buenos Aires, 1977, aunque poco satisfactoria y con serias limitaciones metodológicas y bibliográficas. Por otro lado, de arquitectura muy desigual, dedica un centenar de páginas a los aztecas y a los mayas e incas apenas una treintena a cada uno. 2 Citamos, según la versión castellana, incompleta, del mencionado trabajo: "La educación en una sociedad tribual", incluido en Luiz Pereira y Marialice M. Foracchi, Educación y sociedad. Ensayos sobre sociología de la educación. Trad. de Encarnación Sobrino y prólogo de Aldo E. Solari, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1970, pág. 134. Aunque nos ha resultado imposible consultar en Buenos Aires Notas sobre a Educando na Sociedade Tupinambá, de todas maneras pudimos cotejar el citado texto español con su versión portuguesa original tal como aparece en Beiträge zur Völkerkunde Südamerikas, Völkerkundliche Abhandiugen, 1.1, Kommissionsverlag. Münstermann-Druck, Hannover, 1964, págs. 79-96, bajo el título, ligeramente modificado, de "Aspectos da Educagäo na Sociedade Tupinambá". 3 Mencionemos sólo algunas obras clásicas e indispensables: Arthur Ramos, Introdugäo a Antropología Brasileira, vol. I, As culturas nöo-europeias, Colegáo Estudios Brasileiros, Río de Janeiro, 1943, quien dedica varios capítulos a los tupíguaraní, así el Ií a su distribución lingüística; el III a su cultura material y el IV a su cultura no material (págs. 67-137). Alfred Métraux, "The Tupinamba" en J. H. Steward (ed.), Handbook of South American /nc/ians, vol. III, The Tropical Forest Tribes, Smithsonian Institution, Bureau of American Ethnology, U.S. Government Printing Office, Washington, 1948, págs. 95-133. Florestan Fernandes, A Organizagao Social dos Tupinambos, Inst. Progresso Editorial, San Pablo, 1949; y "A Fungäo Social da Guerra na Sociedade Tupinambá", en Revista do Museu Paulista, nueva serie, vol. VI, San Pablo, 1952, págs. 7-423.

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dependientes de la naturaleza para la obtención de productos de caza y pesca, también sujetos a una estacionalidad marcada por épocas de abundancia y de privación".1 Y para precisar su área de dispersión digamos "que durante el siglo XVI y comienzos del XVII ocupaban casi toda la extensión de la costa oriental del continente americano, desde la desembocadura del Amazonas hasta el Río de la Plata".2

Y aunque divididos en numerosas naciones, en guerra poco menos que permanente entre ellas, "su lengua y civilización material presentaba una profunda unidad". Estamos aquí, pues, frente a una sociedad homogénea, es decir, escasamente segmentada y poco articulada, a diferencia de las complejas que abordaremos más adelante.

Además, una serie de fuentes, realmente valiosas y en ediciones en cierto modo accesibles, nos ofrecen no sólo los datos requeridos para el entendimiento del papel desempeñado por la educación dentro de aquella sociedad, sino para tener una vivencia de su funcionamiento efectivo.3

La educación entre los tupinambá, tal como lo expone Florestan Fernandes, estaba vertebrada sobre tres puntos capitales. El primero, e l ualor de la tradic ión , que con sus contenidos sociales y religiosos contribuía a posibilitar "el conocido mecanismo de resguardar una conducta adecuada y de proteger un comportamiento de eficacia comprobada; pero tampoco se debe olvidar que, en sus interpretaciones, ellas imputaban las innovaciones culturales a héroes civilizadores sagrados en sí mismos".4 En segundo lugar, eí valor de la ac c ión , es decir "aprender haciendo", de este modo el adiestramiento de niños y adolescentes quedaba indisolublemente ligado a los deberes y obligaciones del

1 Darcy Ribeiro, Las Amér icas y l a civilización, vol. II, Los pueblos nuevos, trad. de Ren- zo Pí Hugarte, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1969, págs. 31-32. 2A. Métraux, La religion des tupinambo e t ses rappor ts avec cel le des autres tr ibus tu pi -guarani . Bibliothèque de l'Ecole des Hautes Etudes, L¡b. E. Leroux, Paris, 1928. Si bien en esta obra no se abordan los aspectos específicamente educativos y culturales, es del mayor interés puesto que estudia en detalle sus creencias y mitos. Quizá sea más importante por cierto, por lo menos a los efectos que aquí importan, del mismo A. Métraux, La civi l i sa t ion matér ie lle des tribus tupi-guarani, Lib. Orientaliste, Paul Geuthner, París, 1928. 3 Juan Staden, Vera His tor ia y descr ipción de un país de las sa lva jes desnudas f e roces gentes devoradoras de hombres s i tuado en e l Nuevo Mundo Amér ica , traducción y comentarios de Edmundo Wernicke, Museo Etnográfico, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1944. Edición ilustrada con la reproducción de los numerosos grabados de la original: Marburgo, 1557. Jean de Léry, His to ire d'un voyage en la ter re du Brés i l , autrement di te Amér ique. Con -tenant la nav iga tion et choses remarquables vues sur mer par l ' auteur . . . Les moeurs e t façons de v ivre é tranges des Sauvages Américaines, avec un Col loque de leur langage. Ensemble la descr ipt ion de pl us ieurs an imaux , arbres e t autres choses s ingul iè res e t du tout inconnues par deçà. . . par .... La Rochelle, 1578, que utilizamos según una edición moderna: Le voyage au Brés i l de Jean de Léry ( 1556-1558) , introducción de Charly Clerc, Payot, Paris, 1927, en especial tercera y cuarta partes; los pasajes que aquí nos interesan fueron cotejados con la versión portuguesa: Viagem à te r ra do Brasi l , trad. de Sergio Millet, Lib. Martins Editora, San Pablo, 1951 (vol. VII de la "Biblioteca Histórica Brasileira"). Si notable por sus descripciones lo es mucho más aún por el carácter apologético del 'buen salvaje' que Léry señala sin que dejara él de advertir lo que llama su ateísmo, antropofagia, poligamia, etc. De este modo, "la requisitoria contra la barbarie" se transforma a poco en una "requisitoria contra la civilización‖. Histoire d'André Theuet angoumoisin, cosmographe du Roy, de deux voyages par lui faits aux Indes Australes, et Occidentales. Contenant la façon de vivre des peuples Barbares, et observation des principaux points que doivent tenir en leur route les Pilotes, et mariniers, pour eviter le naufrage, et autres dangers de ce grand Océan... (¿1585?), que, junto con La cosmographie universelle d'André Thevet cosmographe du Roy. Ilustrée de diverses figures des choses plus remarquables veuës par l'Auteur, et incongneues de noz Anciens et Modernes (Paris, 1575), y otros trabajos del mismo autor se reproducen en Les Françaises en Amérique pendant la deuxième moitié du XVIe siècle, textos escogidos y notas de Suzanne Lussagnet e introducción de Ch-André Julien, Presses Universitaires de France, Paris, 1953. Hay una antología reciente de A. Thevet, Les singularités de la France antarctique. Le Brésil des cannibales au XVIe siècle, selección de textos, introducción y notas de Frank Lestringant, Maspero, Paris, 1983.

4 F. Fernandes, "La educación en una sociedad tribual", o b . c i t . , pág. 143.

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adulto, o dicho con palabras del mismo autor, "ninguno se eximía de la exigencia de convertir la propia acción en modelo para ser imitado". Y por último, e l e j emplo , esto es, el "sentido del legado de los antepasados y el contenido práctico de las tradiciones".

El estudio de Florestan Fernandes adquiere notable riqueza cuando expone las variaciones del proceso educativo en función del sexo y de las edades, sus denominaciones, contenidos y modalidades de adiestramiento a través de las distintas fases. Queda así demostrada la eficacia de la educación por imitación -que otros autores llaman indebidamente 'natural - para reproducir las actividades y preferencias paternas o maternas,1 según el caso, desde el nacimiento hasta culminar con la madurez como jefes, es decir, Thuvuae , algunos de los cuales podían convertirse en pajés (jefes, líderes), y a la vez entre éstos podían surgir shamanes (hechiceros). "En esta serie de transiciones importa destacar cómo se realizaba el adiestramiento de los inmaduros y cómo se extendía, progresivamente, la participación de la cultura" (F. Fernandes, ob. Cit pág. 147). El 'modelo', de todos modos, se fortalecía, puesto que la falta de especialización (consecuencia de su escasa tecnología) favorecía la graduación de la trasmisión de experiencias según los principios de sexo y edad. En suma, los tupinambá "necesitaban hacer su aprendizaje lentamente, participando en forma repetida de las situaciones que incluían cooperación y solidaridad, de la familia pequeña a la grande y a las familias interdependientes del grupo local o de la tribu, para entender así la 'dimensión humana' de la técnica, un conocimiento que no se objeti-vaba ni se concretaba, pero que era esencial" (ibidem , pág. 149). De esta manera las condiciones o modalidades del adiestramiento facilitaban tanto la trasmisión de las pautas de comportamiento como la formación del carácter.

El nivel de organización de dicha sociedad no supone, evidentemente, la existencia de una educación institucionalizada, es decir que los conocimientos se trasmitían de manera informal o asistemàtica, pero de todos modos satisfacían tres funciones básicas. Una, de ajuste entre las generaciones,2 verdadero mecanismo de control y de dominación que "permitía a las generaciones maduras y dominantes graduar y dirigir la trasmisión de la herencia social, les ofrecía un mecanismo elemental y universal de dominación ge-

1 Precisamente, y con referencia a su espíritu belicoso e indómito, sabemos que "muestran a sus hijos varones, de tres o cuatro años, una suerte de arcos y flechas, y los alientan durante la guerra, recordándoles siempre la venganza de sus enemigos, exhortándolos a no perdonar jamás a nadie, y preferir más bien la muerte antes que humillarse. De esta suerte, cuando caen prisioneros, jamás se Ies escuchará pedir perdón, o humillarse ante el enemigo que los retiene... pues para ellos sería locura, puesto que sólo aguardan la muerte, anticipo de grandes honores y glorias, (puesto que la muerte recibidal durante esta querella será valientemente vengada". (A. Thevet, La cosmographie universel le , ed. cit., págs. 207-208.) Y en otro texto del mismo autor leemos: "Ejercitan a sus hijos para que sepan eludir con destreza y escapar a las flechas, primeramente con pequeños dados embotados, y luego, para mejor adiestrarlos, les disparan flechas más peligrosas, con las cuales a veces hieren a algunos, [y entonces les dicen:] 'prefiero que mueras por mi mano antes que por la de mis enemigos'." (Les deux voyages , ed. cit., págs. 293-295). Amplían y complementan las señaladas, algunas observaciones de Gabriel Soares de Sousa, quien advierte que los tupinambá no castigan a sus hijos sino que los adoctrinan, tampoco los reprenden por cosa alguna que hagan; y añade, lo que ya sabemos a través de diversas fuentes, que a los varones les enseñan a tirar, con arcos y flechas, al blanco, y luego a los pájaros. Noticia do Bras i l [1587), comentarios y notas de Varnhagen, Pirajá da Silva y Edelweiss (edición patrocinada por el Departamento de Asuntos Culturales del Ministerio de Educación y Cultura del Brasil), San Pablo, 1974, cap. CLIV de la segunda parte.

Como epígrafe del ya citado trabajo de F. Fernandes, A fungáo socia l da guer ra . . . , leemos este texto de suyo elocuente: "Como os tupinambás sao muito belicosos, todos os seus fundamentos sao como faráo guerra aos seus contrarios (Gabriel Soares de Sousa, Tra tado Descr i - t iuo do Bras i l em 1587, pág. 389)".

2 En realidad, observa J. Staden, no he notado un derecho especial entre ellos fuera de que los más jóvenes son obedientes a los mayores en hacer lo |que] traen sus usanzas" [Vera historia, ed. cit., pág. 121).

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rontocrática, de fundamento tradicionalista y carismàtico (específicamente, xamanístico)". La segunda función básica perceptible en ese proceso "es la preservación y valorización del saber tradicionalista y mágico-religioso, en cuanto a sus formas y a su contenido". La tercera función estaba determinada, por la "adecuación de los dinamismos de la vida psíquica al ritmo de la vida social".

En síntesis, a pesar de su carácter asistemàtico, la educación entre los tupinambá lograba a su manera lo que se propone cualquier sistema educativo: trasmisión de conocimientos, formación de la personalidad, ajuste a la comunidad, selección y promoción de dirigentes (que en este modelo, como queda dicho, eran de índole gerontocrática y shamánica); indudablemente, los medios empleados eran funcionales a su objetivo, puesto que aseguraban su supervivencia y su cohesión interna.

La educación entre los aztecas

Al llegar los conquistadores europeos al valle mexicano encontraron un Estado todavía no suficientemente amalgamado, aunque en enérgico proceso de consolidación; tratábase de un pueblo nuevo que había logrado imponer su hegemonía, pero cuya historia, siquiera somera, estaría fuera de lugar abordar aquí.1 Los mexicas (es decir, los aztecas de lengua náhuatl, pueblo originario del norte, que se instaló primero en Tenochtitlan y que al cabo de poco tiempo se adueñó del valle y aun lo trascendió), alcanzaron un alto grado de desarrollo, pues tuvieron conocimientos avanzados en diversas materias, así de cultivos, escritura y calendario, rudimentos de metalurgia al servicio de objetos suntuarios de valor artístico, aunque desconocieron la rueda y el aprovechamiento de la fuerza animal para el transporte de carga.2 Este pueblo impuso un 'modelo' de dominación cuyos rasgos esenciales pueden inferirse hoy con relativa seguridad de los numerosos testimonios dispo-nibles, tanto indígenas como europeos. No trataron de aplicar su poder directamente sobre los grupos sometidos a su autoridad sino que los fueron convirtiendo en tributarios, es decir que los vencidos obligadamente aportaban sus contribuciones bajo la forma de alimentos y también de hombres para los sacrificios rituales, aunque conservando casi siempre sus propias autoridades. Pueblo predominantemente guerrero -que en una etapa anterior había desarrollado un notable sistema productivo, así el método de las chinampas, considerado uno de los más rendidores en la agricultura de pequeños espacios-, su vida desde el punto de vista económico fue en cierto modo parasitaria', pues dependían de los aportes de los sometidos, del comercio y también, por supuesto, de las exacciones y botines que arrancaban durante sus campañas de carácter expansivo, belicoso y punitivo. Esta particularidad requirió, como es obvio, una singular forma de organización, con fuerte imperio de grupos militares, sacerdotales y una nada escasa burocracia administrativa; dicha

1 Sigue siendo útil la obra ya clásica de Walter Krickeberg, Las antiguas culturas mex icanas, trad. de Sita Garst y Jasmin Reuter, F.C.E., México, 1961, con varias reimpresiones posteriores. Este autor utiliza el método de 'cronología inversa', es decir, partiendo de los aztecas, retrocede en el tiempo hasta las culturas arcaicas. Más reciente y actualizada, la obra de J. L. Lorenzo y otros, Del nomadismo a los centros ceremonia les , en "México: panorama histórico y cultural", vol.VI, publicación del Departamento de Investigaciones Históricas del Instituto de Antropología e Historia, México, 1975. La Historia general de México, El Colegio de México, 1976, t. I, constituye una excelente introducción para conocer "Los orígenes mexicanos" (J. L. Lorenzo); "La formación y desarrollo de Mesoamérica" (I. Bernal); y "La sociedad mexicana antes de la conquista" (P. Carrasco). 2 Copiosísima es la bibliografía sobre los aztecas; recordemos, por tanto, sólo una obra entre las más difundidas en nuestro idioma: George C. Vaillant, La civilización azteca, trad. de Samuel Vasconcelos, F.C.E., México, 1944, con varias reimpresiones posteriores y una 2a ed. corregida y aumentada en 1973.

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característica, lo veremos enseguida, imprimió un sesgo particular a la educación.1 Los ocupantes, usufructuarios de las grandes culturas precedentes (imperios toltecas, chichimecas y tepanecas), intentaron en su beneficio una síntesis de todos los aportes, declarándose continuadores de sus formas de organización ("conservan el calpulli, resto de una sociedad tribal") y tradiciones.2 De esta manera "Tenochtitlan continúa el mundo ceremonioso y aristocrático uniendo la teocracia al militarismo por necesidades económicas, situación que parece remontarse hasta los lejanos días del pueblo olmeca".3 Las nuevas formas de dominio -dioses asimilados, diferentes valores y nuevos objetivos- exigieron una profunda reelaboración de todos los supuestos ideológicos y, por lo tanto, que se siguiese una política cultural bien determinada: "Empezaron destruyendo los códices de historia que hasta entonces guardaban los tepanecas, tachándolos de mentirosos -es la famosa quema de los códices de historia ordenada por Itzcóatl [a la que alude Sahagún]-, luego elaboraron nuevas versiones de la historia del pueblo mexica en las que se exaltaban la figura del dios Huitzilopochtli y la preeminencia del pueblo mexica como elegido por aquél, así como su misión de conquista para servirle".4 El siguiente texto ilustra el evidente carácter político que adquiere la enseñanza de la historia como recurso para imponer una cierta concepción en detrimento de la admitida y arraigada entre los vencidos:

"Se guardaba su historia pero, entonces fue quemada: cuando reinó Itzcóatl, en México. Se tomó una resolución, los señores mexicas, dijeron: no conviene que toda la gente conozca las pinturas.

Los que están sujetos (el pueblo),

se echarán a perder

y andará torcida la tierra,

porque allí se guarda mucha mentira,

y muchos en ellas han sido tenidos por dioses."5

Como se conservaba una historia tradicional insatisfactoria para los nuevos amos, se la quiso suprimir, pues a los sometidos les traía reminiscencias de tiempos pretéritos, que los infortunios con seguridad habrán idealizado. De este modo se desgarraba una de las

1 En este punto seguimos, salvo indicación en contrario, el excelente estudio de José María Kobayashi, La educac ión como conquis ta (empresa f ranc iscana en México) , Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México, México, 1974, en especial págs. 1-114. 2 Ignacio Bernal, "Formación y desarrollo de Mesoamérica", en Historia general de Mé- .xico, ob. cit., t. I, págs. 125 y siguientes 3Ibídem, pág. 150. 4 J. M. Kobayashi, ob. c i t . , pág. 29.

Sin apartarnos demasiado del tema, antes bien con el solo propósito de señalar su llamativa universalidad y actualidad, creemos pertinente recordar el relato de Jorge Luis Borges ''La muralla y los libros", donde atribuye al supuesto emperador chino Shih Huang Ti un propósito idéntico: "la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado", para de ese modo lograr que "la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero" (Obrci^ compl e tas , Ed. Emecé, Buenos Aires, 1974, págs. 633-635). 5 Miguel León-Portilla, La f i l o s o f í a n áhua t l e n s u s fu en t e s , prólogo de Ángel María Garibay K., Instituto de Historia: Seminario de Cultura Náhuatl, UNAM, México, 2- ed., 1959, pág. 245. El autor sigue en este pasaje la edición facsimilar de los valiosos T ex t o s nahuas c í e l o s I n f o rman t e s d e S aha gún , publicados por Francisco Paso y Troncoso. Repárese, en el fragmento transcrito, el carácter minoritario que se atribuye al conocimiento de la historia y al alcance de su mensaje.

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fuentes de identidad de los pueblos sojuzgados y al servicio de esta trasmutación del mensaje se orientará en gran parte la educación de la nueva clase dirigente.

Pues bien, en aquella sociedad "el hombre nacía para la guerra y la mujer para el hogar", diferenciación que se iba ahondando desde el comienzo, pues al venir al mundo, la partera "consagraba al niño a su misión bélica, y [ponía] en sus manos una rodela, un arco y cuatro saetas, todo en miniatura",1 en cambio a la mujer se le daba "un huso y una lanzadera o también una escoba, mostrando de esta manera lo que había de ser su faena en la vida".2 Vale decir que desde su más tierna infancia comenzaba el proceso que distinguía las actividades y funciones de ambos sexos. Los varones, desde muy niños, ayudaban en sus tareas a los padres (cultivo de la tierra, caza, pesca, etc.) y las mujeres a las madres (hilado, tejido y otras labores domésticas). La educación hogareña era severa -aun en los sectores altos de la sociedad sometían a sus vástagos a los quehaceres más humildes como técnica de formación del carácter- y los castigos, duros (se les azotaba "con ortigas, punzándoles con espinas de maguey hasta sangrar, pellizcándoles hasta dejarles llenos de cardenales, golpeándoles con un palo, dejándoles sobre el suelo mojado o húmedo atados de pies y manos, colgándoles atados de pies o haciéndoles respirar el humo de chile quemado").3 Más aún, llegado el caso, los progenitores podían vender a sus hijos desobedientes e incorregibles, lo que refleja la severidad de la educación doméstica -que si bien reviste ciertas particularidades se asemeja, por lo menos en este sentido, a las de casi todas las sociedades de igual carácter-; este rigor en el trato no excluía por cierto manifestaciones de ternura como las que recoge un texto de deslumbrante belleza literaria: Consejos de un padre náhuatl a su hi ja , cuya versión castellana se reproduce íntegramente en el Apéndice 1 de este trabajo.

Pero más que la educación doméstica, predominante en la gran masa de la población que dependía del núcleo familístico-comunitario, debe interesarnos aquí la escolar, pues ella refleja adecuadamente tanto la estratificación de aquella sociedad, como su 'modelo' y sus valores.4 De la información disponible puede inferirse, en líneas generales, que existían dos tipos de establecimientos: el ca lmécac y el te lpochcal l i , gobernados ambos por el Estado, como consta en múltiples y coincidentes referencias. En una arenga dirigida a un nuevo t latoani se expresa: "... Encomiándote las escuelas y colegios y las casas de recogimiento que hay en la ciudad de donde salen instruidos los mozos para guerras y culto divino; cuida de que siempre vayan en aumento y no en disminución."5 La intervención del Estado es manifiesta y efectiva.

Si bien no puede determinarse con precisión a qué edad ingresaban los niños o adolescentes mexicas a esos colegios ya que las fuentes son harto contradictorias, cabe destacar "que en el ca lmécac ingresaban los hijos de los principales, mientras que en el te lpochcal l i estaban los del macehual - íín", dicho sea esto sin desconocer que hubo

1 J. M. Kobayashi, o h . c i t . , pág. 62 Notable semejanza tiene esta ceremonia mexica con la señalada por Jean de Léry, quien recuerda que al nacer un varón entre los tupí, el padre le obsequiaba "una espada (sic) de madera, y un pequeño arco y pequeñas flechas empenachadas con plumas de papagayo" (L e v o - ya g e au Br é s i l . . . , o b . y e d . c i t . , pág. 242). 2 Ib íd em , pág. 63. 3 Ib í d em , pág. 65.

4 Por otra parte las valiosas ilustraciones del llamado Códice Mendoza enriquecen la comprensión de muchos elementos y factores vinculados al proceso educativo. Este precioso documento nos permite seguir paso a paso las características que adquirían tanto la enseñanza doméstica como la escolar, según la edad de los educandos, desde la imposición del nombre hasta su conversión en soldados, sacerdotes o artesanos. 5 J. M. Kobayashi o b . c i t . , pág. 68.

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excepciones. Los primeros, "señores por linaje" como observa Zorita, constituían el grupo social más encumbrado y los otros estaban integrados por campesinos, artesanos y co-merciantes, etc.1 Miguel León-Portilla señala que abundantes textos indican expresamente la condición social de las personas, diferenciando entre los pipi/fin o nobles y los macehualt in o gente de pueblo. "Cuando se trata de miembros del estrato superior se indica que eran pípi l t in. Si, en cambio, los aludidos eran gente de pueblo, no deja de advertirse que eran macehualt i".

Algunos autores, siguiendo en esto a Sahagún, llegan a expresar su admiración por el hecho de que "un pueblo indígena de América haya practicado la educación obligatoria para todos y que ningún niño mexicano del siglo XVI, cualquiera fuese su origen social, careciese de escuela".2 Dicha situación les permite comparar favorablemente, por lo menos en este sentido, la civilización azteca con las culturas clásicas y sobre todo con la Edad Media europea. De todos modos queda abierta otra interrogante: la situación educativa de los pueblos sojuzgados por los aztecas, tema al que no se le ha prestado la atención debida. Sea como fuere -y a nuestro juicio parece un tanto excesivo atribuir a aquella civilización haber logrado alfabetizar a toda su población, por lo menos en el sentido en que hoy se entiende- se transparenta un esfuerzo intencional por formar, por un lado, una élite dirigente en el ca lmécac , y por otro, en el te lpochcal l i , atender a un amplio estrato social cuyo destino quedaba confinado a niveles subalternos de la milicia, la administración y el comercio. En el sistema educativo azteca, nos dice José Luis Martínez, "existían dos tipos principales de escuelas: el te lpochcal l i , para la mayoría del pueblo, en el que se enseñaban elementos de religión y moral, pero sobre todo se adiestraba a los alumnos en las artes de la guerra, pues dichos centros estaban dedicados a Texcatlipoca; y el ca lmécac [bajo la advocación de Quetzalcóatl] escuela de educación superior, para los hijos de los nobles y los sacerdotes, en el que se transmitían las doctrinas y conocimientos más elevados, los cantos e himnos rituales, la interpretación de los 'libros pintados' y nociones históricas tradicionales y calendáricas".3 De lo expuesto conjeturamos que este sobresaliente desarrollo cultural corresponde sólo a los mexicas, y que no podría afirmarse otro tanto de los restantes pueblos sometidos de la meseta, y esto no sólo por su menor desarrollo re-lativo sino por tratarse de pueblos hegemónicos (por un lado) y sojuzgados (por el otro). Mas todas estas salvedades no obstan para admitir la veracidad del juicio del P. José de Acosta: "Ninguna cosa más me ha admirado ni parecido más digna de alabanza y memoria que el cuidado y orden que en criar sus hijos tenían los mexicanos. Porque entendiendo bien que en la crianza e institución de la niñez y juventud consiste toda la buena esperanza de una república... dieron en apartar sus hijos de regalo y libertad, que son las pestes de aquella edad, y en ocuparlos en ejercicios provechosos y honestos...".4

1 Unas interesantes consideraciones etimológicas del citado J. M. Kobayashi permiten precisar las diferencias de fondo. P i l l i (singular de p i p i l t i n ) "significaba una cosa que se deriva de otra. Su concepción es, por lo tanto, muy semejante a la del término español 'hidalgo', hijo de algo. Se suele traducir por noble". Ma c e hua l l i (singular de macehua/íin) originalmente significa, según López Austin, simplemente 'hombre', pero con una carga religiosa peculiar de los nahuas, porque quiere decir 'el merecido por la penitencia de los dioses'. En la época histórica, su degradación semántica es evidente frente al pilli". (Nota 63 de pág. 33). 2 Jacques Soustelle, La vida co t id iana de l o s az tecas , trad. de Carlos Villegas, F.C.E., México, 1956, pág. 176. 3 José Luis Martínez, N ezahua l c ó y o t l . V ida y o b r a , "Biblioteca Americana" del F.C.E., México, 1972, pág. 44

4Citado por J. M. Kobayashi, ob . cit, pág. 57.

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No corresponde considerar aquí las formas de funcionamiento y organización de las escuelas a las que concurrían los varones, como así tampoco las singularidades de las femeninas. En Sahagún aparecen los muy sugestivos y reveladores textos de los votos de ofrecimiento de los niños, por parte de los padres, a dichos establecimientos, como así la respuesta de acogimiento a cargo de los maestros. Y con respecto a los contenidos de la en-señanza insistamos sólo sobre las reveladoras diferencias perceptibles entre 1 & impartida en el ca lmécac y el te lpochcal l i , ya que en la primera se hacía hincapié en la sabiduría y en la otra, en cambio, se insistía más sobre los aspectos prácticos y físicos.1 Del ca lmécac salían los 'intelectuales' (conocedores de la historia, del movimiento de los astros, y, como ya hemos observado, de la escritura y del calendario); en suma, los depositarios de la tradi-ción. Y allí los maestros eran los "comentaristas de los códices", como se desprende de este elocuente fragmento poético:

"Yo canto las pinturas del libro, lo voy desplegando,

soy cual florido papagayo,

hago hablar los códices en el interior de las casas de las pinturas."2

De los muchos aspectos que restaría abordar, dentro de aquel complejo sistema educativo, detengámonos un instante para recordar a los t lamatini - me ("sabios o philosophos" los llamó Sahagún), a quienes estaba encomendada la educación superior:

"El sabio: una luz, una tea, una gruesa tea que no ahuma.

Un espejo horadado, un espejo agujereado por ambos lados.

Suya es la tinta negra y roja, de él son los códices, de él son los códices.

El mismo es escritura y sabiduría. Es camino, guía veraz para otros.

Conduce a las personas y a las cosas, es guía de los negocios humanos. El sabio verdadero es cuidadoso (como un médico) y guarda la tradición. Suya es la sabiduría trasmitida, él es quien la enseña, sigue la verdad. Maestro de la verdad, no deja de amonestar.

Hace sabios los rostros ajenos; hace a los otros tomar una cara (una personalidad)

[los hace desarrollar.

Les abre los oídos, los ilumina. Es maestro de guías, les da su camino, de él uno depende.

Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos; hace que en

[ellos aparezca una cara (una personalidad). Se fija en las cosas, regula su camino, dispone y ordena. Aplica su luz sobre el mundo.

1 Para el te l pochcal l i véase Fray Bernardino de Sahagún, cap. IV del Apéndice al libro tercero (t. 1, págs. 288-291), y para el ca lmécac el cap. VII (págs. 294-296). 2 J. M. Kobayashi, ob. c i t . , pág. 86.

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Conoce lo (que está) sobre nosotros (y), la región de los muertos. (Es hombre serio.)

Cualquiera es confortado por él, es corregido, es enseñado.

Gracias a él la gente humaniza su querer y recibe una estricta enseñanza.

Conforta el corazón, conforta a la gente, ayuda, remedia, a todos cura."1

Pero más que educadores estrictos fueron pensadores cabales, capaces de elaborar una sabiduría cuyos rasgos, por momentos conmovedora y bella siempre, ha merecido ser considerada como un verdadero cuerpo de doctrina; una filosofía, tal como la conceptúa Miguel León-Portilla al abordar las ideas cosmológicas, metafísicas y teológicas de estos hacedores de una cosmovisión, hecha de "flor y canto", y a través de la cual se advierte una suerte de escepticismo, producto a su vez de penetrantes reflexiones sobre el tiempo y el destino humano:

"Aunque sea jade se quiebra,

aunque sea oro se rompe,

aunque sea plumaje de quetzal se desgarra."

De todos modos este 'modelo' educativo -vigente durante toda la vida y no limitado sólo a la permanencia en las escuelas- que concentraba los conocimientos en grupos minoritarios, por momentos de carácter iniciático, implicaba serios riesgos. Que estos peligros no eran teóricos quedó demostrado cuando el pueblo mexica sufrió la decapitación de casi toda su clase dirigente, que en su gran mayoría murió durante la guerra, como secuela de los enfrentamientos iniciales de la conquista, y habida cuenta además que entre los sobrevivientes estaban los renegados que "se pasaron al bando enemigo". Al cabo de poco más de medio siglo casi no quedaban hombres que supiesen dar razones de sus antigüedades y tradiciones, y en la práctica habían desaparecido los iniciados en la lectura de sus códices.

La educación entre los incas

En el capítulo XIX del libro IV de sus admirables Comentar ios Reales de los i Incas, el Inca Garcilaso de la Vega memora al P. Blas Valera, quien, con relación al rey Inca Roca, escribe:

"...Estableció muchas leyes, entre las cuales dize por más principales las que siguen. Que convenía que los hijos de la gente común no aprendiessen las sciencias, I las cuales pertenescían solamente a los nobles, por que no se ensoberveciessen y I atnenguassen la república. Que les enseñassen los oficios de sus padres, que les bastítavan. Que al ladrón y al homicida, al adúltero y al incendiario, ahorcassen sin remissión alguna. Que los hijos sirviessen a sus padres hasta los veinticinco años, y de allí k' adelante se ocupassen en el servicio de la república. Dize que fué el primero que puso escuelas en la real ciudad del Cozco, para que los amautas enseñassen las sciencías que alcangavan a los príncipes Incas y

1

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a los de su sangre real y a los nobles de su Imperio, no por enseñanza de letras, que no la tuvieron, sino por práctica y por uso cotidiano y por experiencia, para que supiessen los ritos, preceptos y 'ceremonias de su falsa religión y para que entendiessén la razón y fundamento de sus leyes y fueros y el número dellos y su verdadera interpretación; para que alcangassen el don de saber governar y se hiziessen más urbanos y fuessen de mayor industria para el arte militar; para conocer los tiempos y los años y saber por los ñudos las historias y dar cuenta dellas; para que supiessen hablar con ornamento y elegancia y supiessen criar sus hijos, governar sus casas. Enseñávanles poesía, música, filosofía y astrología; esso poco que de cada sciencia alcanzaron. A los maestros llamavan amautas, que es tanto como filósofos y sabios, los cuales eran tenidos en suma veneración..."1

Y en el capítulo XXXV del libro VI, aunque ahora con relación a Pachacútec, "que es reformador del mundo", leemos:

"Este Inca, ante todas cosas, ennobleció y amplió con grandes honras y favores las escuelas que el rey Inca Roca fundó en el Cozco; aumentó el número de los preceptores y maestros; mandó que todos los señores de vassallos, los capitanes y sus hijos, y universalmente todos los indios, de cualquier oficio que fuessen, los soldados y los inferiores a ellos, usassen la lengua del Cozco, y que no diesse govierno, dignidad ni señorío sino al que la supiesse muy bien. Y por que ley tan provechosa no se huviesse hecho de balde, señaló maestros muy sabios de las cosas de los indios, para que los hijos de los príncipes y de la gente noble, no solamente para los del Cozco, mas también para todas las provincias de su reino, en las cuales puso maestros que a todos los hombres de provecho para la república enseñassen aquel lenguaje del Cozco, de lo cual sucedió que todo el reino del Perú hablava una lengua... Todos los indios que, obedesciendo esta ley, retienen hasta ahora la lengua del Cozco, son más urbanos y de ingenios más capaces; los demás no lo son tanto." 2

Los dos pasajes transcritos -y muchos otros podrían allegarse no sólo del mismo Inca Garcilaso sino también de Blas Valera, Martín de Murúa, Felipe Guarnan Poma de Ayala, Pedro Cieza de León, Pedro Sarmiento de Gamboa y Antonio Vásquez de Espinosa, para citar sólo figuras mayores de la historiografía americana-3 parecen constituir un buen punto de partida pa- . ra conocer, siquiera en sus line&mientos esenciales, el papel de la educación entre los incas. Desde luego que para su más adecuado entendimiento, esta educación previamente debe ser. referida al modelo de aquella sociedad, algunos de cuyos rasgos en cierto modo permiten inferir los mencionados fragmentos: el carácter francamente minoritario y selectivo de la enseñanza institucionalizada, cuyos propósitos exceden los de la socialización para apuntalar objetivos políticos explícitos; y por el otro, el empleo de su lengua (runa-sími, es decir l engua de hombre, y que los conquistadores llamaron quechua) como instrumento imperial de penetración y consolidación de sus instituciones. Pero además es preciso determinar el valor y las limitaciones de los testimonios utilizados. Comencemos por este segundo aspecto.

Casi todos los historiadores contemporáneos están contestes en admitir la sobresaliente importancia de la información proporcionada por el Inca Garcilaso, sin desconocer su idealización de aquella cultura, las omisiones o quizá desconocimiento de

1Citamos según la ejemplar edición al cuidado de Ángel Rosenblat, y que con prólogo de 1 Ricardo Rojas publicó Emecé Editores, Buenos Aires, 2-. ed. argentina, 1945, t. I, pág. 214. 2 Ibídem, t. II, pág. 81. 3 Para un juicio crítico de toda la copiosa bibliografía sobre el tema, véase Raúl Porras Barrenechea, Fuentes hi s tór icas peruanas , Ed. J. Mejía Bacca y P. L. Villanueva, Lima, 1954.

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ciertos aspectos de las civilizaciones preincaicas al par que sobrestimación de la materna. De todos modos, "estos arreglos y modificaciones del Inca Garcilaso, y aun sus errores y supresiones innegables en algunas partes de su historia, son perfectamente explicables por lo demás y no menoscaban ni falsean su veracidad fundamental. De una parte es la propensión natural en Garcilaso a la idealización y el arquetipo y al embellecimiento de sus recuerdos infantiles... [los Comentarios ] se hallan impregnados por una honda nostalgia, doblemente avivada por la distancia en el tiempo y el espacio".1

Los orígenes de los incas son legendarios;2 pues ellos, en algunos casos, pretendían descender de Huiracocha (divinidad civilizadora tiahuanaquense), y en otros de Manco Cápac y de su esposa Mama Ocllo. De todas maneras su foco de irradiación inicial puede localizarse en el Cuzco, mediado el siglo XIII según la mayoría de los especialistas. Sucesivas conquistas efectuadas a expensas de otros pueblos portadores de elevadas manifestaciones culturales3, les permitieron constituir un verdadero imperio, el Tahuanti suyo (" que quiere dezir las cuatro partes del mundo..."; Comentarios Reales, libro II, cap. XI) que se extendió, en el momento de su máximo esplendor (siglo XV), desde el sur de la actual Colombia hasta el norte de Argentina y Chile, desde las orillas del mar hasta los bordes de la selva amazónica, abarcando la meseta boliviana.

El modelo de la sociedad incaica se asentaba sobre una economía agrícola de carácter intensivo, admirablemente organizada en torno a una unidad religiosa y productiva llamada ayllu ("división en todos los pueblos, grandes o chicos... por barrios o por linajes..."; ib idem , libro I, cap. XVI). Cultivaban colectivamente el suelo, que aprovechaban al máximo gracias a sus ciclópeas obras de ingeniería: andenes, acueductos, canales de regadío; que les permitían sembrar papa, maíz, quinua, tomate y otros vegetales, hasta en las escarpadas laderas de las montañas; las cosechas se distribuían entre el Sol, el Inca y los campesinos. De esta manera los excedentes, que llegaron a ser muy Significativos por el desarrollo tecnológico y la selección de las especies cultivadas, posibilitaron una intensa diferenciación social, el mantenimiento de ejércitos de magnitud hasta entonces desconocida y con los cuales a su vez conquistaron dilatados territorios, y también acumularon reservas alimenticias para hacer frente a eventuales catástrofes.

1 Aurelio Miró Quesada, prólogo a su edición de los Comentarios R e a l e s d e l o s In c a s , .Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1976, t. I, pág. XXVI. La bibliografía sobre el autor es abrumadora. En la obra arriba citada podrán encontrarse algunas orientaciones básicas para profundizar el tema.

2 Infortunadamente parte nada desdeñable de la abundante bibliografía existente es anticuada, idealizadora o simplificadora, más o menos arbitraria o tendenciosa; así, para sólo citar un ejemplo, los difundidos libros de Louis Baudin.

Para una breve y sustanciosa introducción al tema, véase: Alfred Métraux, Lo s i n c a s , trad. de Hortensia Lemos, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1975, cuya edición francesaa original es de 1961.

Si bien un tanto anticuado en ciertos respectos sigue siendo valioso el estudio de John H. Rowe," "Inca Culture" en el vol. II del Handbo ok o f S ou t h Amer i c an In d i an s , Smithsonian Insifution, Bureau of American Ethnology, United States Printing Office, Washington, 1946.

3 De diversas civilizaciones anteriores { c hav í n , mo c h i c a , c h imú , naz c a , e t c . ) heredaron, eri distintas épocas y en diferentes regiones, tradiciones culturales y conquistas técnicas, que supieron asimilar y enriquecer.

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Fue un imperio fuertemente centralizado, de carácter colectivista es cierto, pero contrariamente a lo que suele creerse con ligereza, nada socialista en el sentido moderno del vocablo; capaz, como se ha dicho, de satisfacer las necesidades de toda la población, pero que al mismo tiempo "imponía el culto solar, la lengua quechua, la edad del casamiento, disponía el vestido y prohibía los viajes y los cambios de residencia".

Organización vertical y firmemente jerarquizada, la parte superior de la estructura social estaba constituida por el clan incaico -familia endogàmica semejante en muchos sentidos a la de los faraones egipcios- y en torno al cual se iban estructurando, en círculos concéntricos, diversos grupos según su relación de parentesco, de todos modos una aristocracia de sangre; luego los curacas ("...a los señores de vasallos, como duques, condes, marqueses, llamaron curacas, los cuales como verdaderos y naturales señores pre-sidían en paz y en guerra a los suyos...1', cita de Blas Valera en ib idem , libro V, cap. XIII); y para terminar, las grandes mayorías integradas por campesinos, artesanos, esclavos. El pueblo, esto es los grupos no privilegiados, debía prestar obligatoriamente servicios al Estado, sea en el cultivo de la tierra como hemos visto, en las minas, en el ejército o las obras públicas.

Esta formidable centralización imponía su autoridad hasta en los rincones más apartados del territorio; disponía para ello de una eficiente y compleja administración, además de comunicaciones seguras (sus calzadas y puentes han sido muchas veces comparados con los de los romanos) que a los chasquis ("...llamavan [así] a los correos que havían puestos por los caminos para llevar con brevedad los mandatos del rey y traer las nuevas y avisos que... huviesse de importancia"; ibídem, libro VI, cap. VII), permitían trasmitir con sorprendente velocidad las órdenes.1

Los abundantes testimonios indígenas y españoles disponibles, debidamente elaborados por estudiosos modernos, permiten establecer la existencia de un sistema de enseñanza rígidamente organizado y estratificado, que respondía de este modo, y muy satisfactoriamente, al modelo, requerimientos y valores de la sociedad incaica.2 Por un lado el yachayhuasi ("casa de enseñanza"; ibídem, lib. VII, cap. X), era un establecimiento para la formación de la nobleza masculina, cuyos objetivos coinciden con los señalados por el Inca Garcilaso. Así pues se convertían en los depositarios de todo el saber superior (teórico y práctico, ya que no sólo estudiaban su religión, lengua e historia, sino que también se interiorizaban convenientemente de las : técnicas indispensables para la administración, artes bélicas, hidráulica, agrimensura, estadística, etc.), lo que les permitía, llegado el momento, ejercer el gobierno con autoridad y también dirigir las grandes obras públicas o las guerras de conquista que invariablemente los llevaban a consolidar y ampliar el imperio. Y allí los jóvenes, cuyo destino era constituirse en clase dirigente, aprendían por tanto a mandar. Los medios de los cuales se valían eran el conocimiento sutil y refinado del idioma, de los quipus ("...a estos hilos añudados llamavan quipus.. ibídem, libro VI, cap. VII), del calendario, etc. Los trasmisores de esos conocimientos eran los amautas ("...sabios, fi-lósofos y doctores en toda cosa de su gentilidad..."; ibídem, libro VII, cap. - XXIX), quienes

1 Una fuente insustituible y admirablemente ilustrada: Felipe Guarnan Poma de Ayala, Nueva coránica y buen gobierno (Codex péruvien ilustré), Travaux et Mémoires de Flnstitut d'Ethnologie, XXIII, Instituí d'Ethnologie, París, 1936. (Utilizamos su reedición facsimilar de 1968) 2 Recordemos, entre otros: Luis E. Válcarcel, Historia de la cultura antigua del Perú , t. I vol. I, Imprenta del Museo Nacional, Lima, 1943; y t. I, vol. II, Imprenta del Ministerio de Educación Pública, Lima, 1949. Y del mismo autor: Etnohistoria del Perú antiguo. Historia del Perú (Incas), Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1959. Daniel Válcarcel, Historia de la educación incaica , Lima, 1961. José Antonio del Busto Duthurburu, Perú antiguo Lib. Studium, Lima, 1970.

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gozaban del mayor respeto y veneración por parte de la sociedad.1 Su enseñanza era, por supuesto, oral y memorista, y para facilitar el aprendizaje se recurría a versificaciones de carácter mnemotécnico que escribían los haravicus ("...que son poetas..."; ibídem, libro II, cap. XXVII). Imperaba, y tampoco podía ser de otra manera dado el "estilo" impuesto, una rígida disciplina reforzada por severos castigos corporales. El yachay-huasi , establecido en un lugar privilegiado del barrio de las escuelas, era, como lo definió Vázquez de Espinosa con acierto sumo, "la universidad, donde vivían los sabios amautas , y los haravi cus , que eran los poetas que enseñaban las ciencias...".2

En cierto sentido semejante al yachayhuasi de los varones, tenían los incas establecimientos para la educación femenina llamados ac l lahuas i ("...quiere dezir casa de escogidas..."; ibídem, libro IV, cap. 1), donde se formaban las mujeres que luego serían las sacerdotisas o vírgenes del sol. Resultado de una severa y reiterada selección, pocas de ellas alcanzaban el carácter religioso, al cual de todas maneras llegaban sin abdicar de su volun-tad, pues, en última instancia, debían dar su consentimiento. La mayoría prefería quedar a disposición del Inca, quien las asignaba en matrimonio a miembros de la nobleza de la corte o a curacas; esto último era por lo visto una forma sutil de influir sobre las poblaciones conquistadas a través de los gobernantes locales o de los delegados del poder central. La semejanza de las sacerdotisas con las monjas católicas, las ceremonias de ordenación, el voto de virginidad, etc., llamaron la atención de los españoles desde hora temprana; esto explica que la abundancia de los testimonios sea tan numerosa que nos dispensa abundar al respecto.3 Pero lo que sí importa destacar es que eran escogidas entre la nobleza por su hermosura y dotes de inteligencia, no sólo en las grandes ciudades sino también en los poblados dispersos por su vasta geografía. Para concluir con este punto

1 Este punto parece requerir una aclaración. Ha perdurado una idealizada imagen del wnauta, aunque algunos estudiosos ya señalaron este carácter tiempo ha. Por ejemplo J. Eugenio Garro, quien sin dejar de reconocer que "amauta quiere decir sabio, prudente; y según gunos, filósofo", prefiere subrayar que constituía una verdadera casta que cayó en el refina miento, la sensualidad, la molicie y contribuyó con su enseñanza al sometimiento del pueblo. Y siempre según el mismo autor, los amautas favorecieron y estimularon el orgullo de los príncipes, ponderando sus glorias y sus hazañas, inculcando en el resto de la población formas de obediencia que contrariaban las posibilidades del desarrollo individual. ("Los amautas en la historia peruana. Capítulo para una interpretación filológica de la cultura inkaika", en Amauta, NQ 3, Lima, noviembre de 1926, págs. 38-39. Citamos según su reimpresión facsimilar.) Aparentemente esta apreciación acerca del carácter aristocrático de la enseñanza impartida por los amautas estaría en contradicción con el espíritu de la revista del mismo nombre donde se publicó el artículo señalado. Pero esto se explica si leemos con cierto cuidado la "Presentación" del número inicial de Amauta firmada por su propio director e inspirador, José Carlos Mariátegui: "... No se mire en este caso a la acepción estricta de la palabra. El título no traduce sino nuestra adhesión a la Raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaísmo. Pero específicamente la palabra Amauta adquiere con esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez."

2 Antonio Vázquez de Espinosa, Compendio y descripción de las Indias Occidentales, transcrita del manuscrito original por Charles Upson Clark, Smithsonian Institution, Washington, 1948, libro IV, cap. 77, pág. 518. (Como lo destaca su autorizado editor, del texto se desprende que la peregrinación americana de Vázquez de Espinosa se desarrolla entre 1612 y 1621, fechas límite expresamente citadas.) Recuerda este autor cómo los incas imponían su lengua 'general' a todas las naciones en detrimento de la natural o materna, de manera que la primera se "hablaba en todo el reino del Perú, la cual corre en todas aquellas naciones que conquistaron por espacio de 1500 leguas; háblase desde Popayán hasta Chile y Tucumán, con lo cual las entendían y gobernaban, y eran amados y obedecidos por sus vasallos, aunque en tierras y regiones tan distantes". (Hemos mo-dernizado la grafía y modificado la puntuación del texto citado.) 3 Citamos una sola fuente, y la empleamos tanto por la extensión del texto como por los ricos pormenores que ofrece: Relación {anónima} de las cos tumbres antiguas de los na tura l e s d e l Pirú, en Crónicas peruanas d e in terés indígena , ed. y estudio preliminar de Francisco Esteve Barba, Biblioteca de Autores Españoles..., vol. CCIX, Ed. Atlas, Madrid, 1968, en especial págs. 169-174. La discusión acerca de la autoría de este texto del llamado "jesuita anónimo", que para algunos estudiosos sería el P. Blas Valera, la analiza F. Esteve Barba en págs. XLIII-LI.

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digamos que si en el Cuzco estaba el acllahuasi principal, se tienen noticias de una veintena de otros en provincias.1

El resto de la población, es decir la gran mayoría, recibía una enseñanza predominantemente práctica, sobre todo a través de sus padres, con quienes los hijos varones vivían hasta los veinticinco años. Como no participaban de un sistema educativo formal, su socialización se realizaba a través de, su vida comunitaria y, sobre todo, de las relaciones con el mundo del trabajo que desempeñaban en el campo, en los talleres artesanales, cuando no en Ja milicia o en otras tareas que requerían aprendizaje y disciplina. Pero es indudable también, y así lo recuerda Luis E. Válcarcel, que ciertas actividades demandaban adiestramiento y calificaciones especiales: "Los orífices y orfebres, los tejedores de tapices y ropa fina, los ceramistas que fabricaban vasos no utilitarios, los que lapidaban piedras finas, los que componían mosaicos de plumas de delicados colores, los arquitectos de templos y palacios eran preparados por 'maestros'; algunos probablemente recibían la enseñanza tradicional dentro de su grupo dedicado de generación en generación a algunas de tales artes".2

Además de los deberes religiosos, las costumbres, los hábitos y requerimientos de la convivencia, configuraban una suerte de moral que implicaba un sentido de responsabilidad colectiva y un reconocimiento de los valores impuestos por la existencia diaria, donde el trabajo, insistimos, ocupaba un valor central, pues en la práctica todos trabajaban y siempre: niños, mujeres, ciegos y tullidos, cada uno de acuerdo con su edad y condiciones, en las labores más disímiles. Esta actitud constituía un elemento clave del modelo. Por eso, más que reprobar el ocio, éste era severamente castigado. Al respecto recuerda Ángel Rosenblat en un finísimo ensayo: "Se cuenta que los indios del Cuzco se saludaban antiguamente con una fórmula que era un código de moral práctica: amallulla amaquella, 'no seas mentiroso ni ocioso'. Existía también una variante: amallulla amasúa, 'no seas mentiroso ni la-drón'. Era la manera de encomendarlo a uno a Dios. Cuando el régimen se derrumbó, y a las castas de origen divino se superpuso el conquistador, el trabajo perdió su sentido religioso".3

A lo largo de este estudio trataremos de ir señalando, como una variable significativa del estilo de las distintas sociedades, el valor que en cada momento se atribuye al trabajo, factor por lo demás harto desatendido en las historias de la educación a pesar de su interés no sólo histórico sino también contemporáneo.

Llegados a este punto parece de interés acotar que, de un tiempo a esta parte, ha comenzado un proceso de revalorización de la uísión de los vencidos a través de la búsqueda del reverso de la conquista (Miguel León-Portilla), lo que hoy nos permite entender mejor la 'desestructuración demográfica, económica, social y política del universo indígena, y por ende el "traumatismo de la conquista". Numerosos testimonios, algunos de

1 J.A. del Busto Duthurburu, Perú antiguo, ob. cit., pág. 280. 2 Luis E. Válcarcel, Historia de la cultura antigua del Perú, ob. cit., t. II, pág. 24. 3 Ángel Rosenblat, "El hispanoamericano y el trabajo", en La pr imera vi s ión d e Amér ica y o tros estudios, Ed. del Ministerio de Educación de Venezuela, Caracas, 1965, pág. 77. Aunque algo anticuada la obra de L. Capitán y H. Lorin, El t r abajo en América antes y después de Colón, trad. de Augusto R. Cortazar, Ed. Argos, Bs. As., 1948, trae interesantes referencias no sólo sobre aspectos sociales del trabajo y sus diversos significados (tanto en la etapa tribal como en las posteriores a la colonización), sino también sobre el desarrollo de diferentes técnicas y actividades. La edición francesa original, Le travai l en Amér ique. . . , Lib. A. Colín, París, 1914, trae grabados e ilustraciones en color omitidos en la versión española.

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ellos de estremecedora belleza, lo confirman. Entre los mayas, donde el tiempo "repre-sentaba el orden y la medida, una vez destruido, el presente sólo puede ser 'tiempo loco' ".1 El tema vuelve a reaparecer en una elegía quechua (Apu Inca Atahualpaman), donde se intuye el 'nacimiento del caos': "¿Qué arco iris es este negro arco iris / que se alza? / Para el enemigo del Cuzco horrible flecha / que amanece. / Por doquier granizada siniestra / golpea..."2

"El traumatismo de la conquista se define por una especie de 'desposesión', un hundimiento del universo tradicional", escribe N. Wachtel, quien poco más adelante subraya que "la derrota posee un alcance religioso y cósmico para los vencidos; significa que los dioses antiguos perdieron su potencia sobrenatural."3

Y para cerrar este capítulo observemos que, a nuestro juicio, sería del mayor interés comparar los sistemas educativos de aztecas e incas, por ejemplo, con los de la antigüedad clásica, por lo menos tal como éstos aparecen expuestos en un libro tan riguroso como el de Henri-Irenée Marrou, Historio de la educación en la antigüedad,4 es decir, dejando de lado las idealizaciones que enturbian obras tan reputadas como Paideia. Los ideales de la cultura griega.5

1 Nathan Wachtel, Los venc idos. Los indios del Perú f r ente a la conquis ta española . ( 1530 -1570) , trad. de Antonio Escohotado, Alianza Editorial, Madrid, 1976, pág. 59. La expresión 'tiempo loco1 está tomada de esa hermosa cosmogonía que es el Chi lam Baiam. 2 Miguel León-Portilla, El rever so de la conquis ta . Relaciones az tecas, mayas e incas. Ed. Joaquín Mortiz, México, 2 - . ed., 1970. Esta obra reproduce, entre págs. 179-184, el texto completo de la elegía en la versión castellana de José María Arguedas. 3 N. Wachtel, ob. ext . , págs. 54-55. 4 Citamos según la traducción española de José R. Mayo, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1965. Su primera edición original, en francés, es de 1948. 5 Citamos según la versión española de Joaquín Xirau, Fondo de Cultura Económica, México, 1946, 3 vols.; hay varias reediciones posteriores. Su primera edición original, en alemán, s de 1933.

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Artículos Lobosco, Marcelo. Patologías de la Filosofía y Filosofía de las Patologías. VI Jornadas Foucault. UNMP. 2008. VI Jornadas Foucault-Universidad Nacional de Mar del Plata Patologías de la Filosofía

Y Filosofía de las Patologías.

& por Marcelo Lobosco

"En la Historia , la Memoria y el Olvido, en la Memoria y el

Olvido, la vida, Pero escribir la vida es otra Historia"

Inclusión.

Paul Ricoeur, Memoria , Historia y olvido

I. Introducción

Sirvan estas expresiones del filosofo francés Paul Ricoeur, para reflexionar sobre

inscribir la historia de un vinculo filosófico-educativo,- cultural, entre dos grandes

filosofas vinculados con la relación al concepto, lo normal y lo patológico.

Me refiero a uno de los maestros de Michel Foucault, es decir al filósofo y medico

Georges Canguilhem. Así se refería Foucault, al mencionado filosofo:

Este hombre de vida austera, muy circunscripta, y destinada por voluntad propia todo

cuidado a un campo particular, dentro de una Historia de las ciencias, que de todas

maneras, no tiene reputación de ser una disciplina de grandes espectáculos, en cierto modo

se encontró presente en los debates donde mismo no habría querido figurar. Pero quitemos

a Canguiihem, y no entenderemos gran cosa, de toda una serie de discusiones.

(...) Mas aun en todo el debate de ideas anterior o posterior (al mayo francés) es fácil

reencontrar, el lugar de aquellos que en mayor o menor medida habrían sido formados por

Canguilhem."1

1 Foucault, Michel, Dits, et Ecrits, Paris, Gallimard, 1994

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Es decir que el filosofo y medico G. Canguilhem, es reconocido por una generación de

intelectuales, como un maestro, que los hizo pensar y repensar, dejando huellas, muchas

veces inadvertidas , sobre todo en América latina y en Argentina.

II. La categoría de sujeto.

El mismo Alain Badiou, uno de los referentes de la filosofía mundial o cosmopolita

actual, afirma, con relación a las dos tendencias, visibles en la filosofia francesa desde

1940 hasta el presente:

"Por un lado (se puede encontrar) una Filosofia de la vida, por el otro,

una Filosofía del concepto, y este problema vida y concepto va a ser

central de la Filosofía francesa de la segunda mitad de siglo XX. "1

Es decir que la Filosofía francesa desde la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros

días, se puede encontrar una filosofía de la existencia desde Sartre, Merleau Ponty,

Jeanson, Simone de Beauvoir, cuyo antecedente se puede remontar a Bergson y una

Filosofia del concepto desde Cavailles, el filosofo de la ciencia, Bachelard, Foucault,

Althusser, Canguilhem, Koyre, Lévi-Strauss, Lacan y Deleuze.

Ambas tendencias se encuentran integradas según Badiou por el concepto de sujeto.

Porque en el sujeto encontramos, cuerpo viviente y al creador de conceptos.

Canguilhem, objeto de reflexión de estas paginas se encuentra del lado del concepto,

buscando reflexionar sobre lo normal y lo patologico de la vida, organica.

El trabajo filosofico, a nivel académico, el de trasmisión o enseñanza de la filosofía

presenta, según nuestro juicio, algunos limites, que nos proponemos pensar, para

profundizar esta intervención.

La enseñanza de la filosofia, tiene según nuestro juicio dos limites. Por un lado el

limite de la confundir enseñar a Filosofar, con enseñar Historia de la Filosofia. Es decir

muchas veces se confunde enseñar a Filosofar, con enseñar Historia de la Filosofía. Es

un trabajo de Historiador, no de Filósofo.

Así, afirma el filósofo fenomenólogo - hermenéutico, Paul Ricoeur, en una

interpretación Filosofica sobre Freud:

"La lectura de Freud, es un trabajo de historiador, de la Filosofía,

no coloca problemas diferentes, a aquellos que se encuentra en la

lectura de Platon, Descartes, Kant." 2

1 Badiou, A. Voces de la Filosofia Francesa Contemporanea, Coligue, Buenos Aires, 2005 III Limites de la Filosofia. 2 Ricoeur, Paul, Una Interpretación de Filosofica de Freud., en Hermenéutica y psicoanálisis, La aurora, Buenos Aires,

1984, pag. 73

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Es decir, una Historia de la Filosofía, supone una reconstrucción racional de las

categorías del autor estudiado. Una interpretación filosofica, afirmamos con

Ricoeur, es otra cosa. Es un trabajo de Filósofo.

Supone una Hermenéutica, supone una crítica, supone ser fiel e infiel a la tradición, al

decir de Derrida. Es decir supone a partir de una tradición y metodología filosófica,

encontrar su propio camino.

El otro extremo, en la enseñanza de la Filosofía, es el trabajo doxografico, es decir

tener opiniones sin fundamento, sin argumentos, sin critica de las propias creencias.

La enseñanza de la Filosofía, entonces se encuentra entre estas dos tensiones, la

tendencia Historiográfica es decir, como afirmábamos anteriormente, la reconstrucción

racional de las categorías y obra de un autor sea Platón, Kant, Freud, Canguilhem.

Y en el otro extremo, encontramos, el trabajo doxografico, que supone tesis sin

argumentación, opinión sin fundamento, sin llegar a tener un verbo que explicitar.

Según nuestro punto de vista la filosofía, es un pensar el presente, como afirma el

filosofo Patrice Vermeren, argumentando sólidamente, contra toda sumisión y

autoridad. La filosofía, agregamos según nuestra perspectiva, es un pensar reflexivo

y crítico sobre las prácticas sociales, que emiten sentido.

III. Lo Normal y lo patologico. Nuestro trabajo partirá sobre lo normal y lo patologico. Conocemos la definición de

Canguilhem:

Los fenómenos patológicos, son idénticos, a los fenómenos normales

respectivos, salvo por determinadas variaciones cuantitativas1

Como lo afirma la Psicoanalista Roudinesco una posición semejante Sostenía Lacan, en

su tesis sobre la psicosis paranoica, pues se trataba en ambos casos de incluir, en una

misma esencia las afecciones normales y las patológicas, delimitando sus discordancia.

Según Canguilhem, en el caso de la enfermedad vital y de la enfermedad psíquica, no

son asimilables a configuraciones fijas.

Partiendo de esta tesis, el estado de salud del enfermo no es un retorno al antes de la

enfermedad, sino que curarse es darse nuevas normas de vida, muchas veces, superiores

a as anteriores.

También es relevante con relación a la conceptualización que hace Canguilhem, sobre

los normal y lo patológico, el concepto de anomalía.

1 Canguilhem, G. Le normal et le pathologuique, Paris, Puf, 1966, pag. 15

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Anomalía, según el mencionado autor, designa un hecho biológico insólito, sin relación

a una anormalidad o enfermedad.

Patologia, supone la existencia de un pathos, es decir de un sentimiento concreto de

sufrimiento.

Las estadísticas no son un criterio de certeza, pues la frecuencia de la normalidad, es

relativa, según el mencionado autor.

Lo normal, tiene que ver con las normas que se da un organismo, y que dependen según

nuestra interpretación de Canguilhem, de la organización bio y psicologica de de un

sujeto que siempre se dan en un medio socia, en una situación, familiar, educativa,

politica, etc.

Es decir que Canguilhem desplaza el criterio de salud de la anatomía y fisiologia a la

clínica, como fuente de validez.

La fisiologia es condición necesaria , pero no suficiente, para dar un criterio

epistemologico de salud.

Es la clinica y no los laboratorios, lo que nos va a dar las normas que se da ese

organismo que siempre se encuentra en situación.

Solo una observación clinica con rigor epistemologico, acompañada por una escucha

mediada por la teoría, nos va a poder hacer escuchar del organismo, los hechos

patológicos significativos, que pasan inadvertidos, para una mirada solo fisiologica, sin

acompañamiento clinico.

Lo propio de la enfermedad según Canuilhem es estallar, en una ordenación

cronologica. Toda enfermedad deja una huella con relación a uno mismo. No se esta

enfermo con relación a otros solamente, sino con relación a uno mismo.

Es por eso, la norma lejos de ser exterior al viviente, es interior al organismo que

es según nuestro punto de vista bio-psico-social.

Por lo tanto no hay ciencia de lo normal, sino hay ciencia de situaciones de normalidad,

afirma Canguilhem.

La fisiología entonces es la ciencia de los ritmos estabilizados de la vida, según el

mencionado filósofo de la salud, es la fundadora de la logica medica. Pero solo la clinica,

es la que da la validez, como afirmábamos siguiendo a Canguilhem anteriormente.

Canguilhem fue, el director de Tesis de Foucault. Y cuando este inicio el camino de la

critica a los Psiquiatras, en la obra Historia de la locura en la época Clásica, comprendió

que Foucault, a partir de la lectura, entre otras de la obra de Freud, había tomado el

concepto de norma, como normatividad social e histórica, para convertirse en una

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policía de los locos, tomando un modelo de razón que separe y que no incluya. Un

modelo de razón excluyente.

Configurando así un modelo de razón que se había desarrollado según sus estudios

Históricos como una razón policial, que excluye a todo lo que no esta de acuerdo con

ella.

Foucault había tomado la noción de norma de Canguilhem, pero en lugar de asociarla a

normas que se un organismo, había transferido la noción de norma a una construcción

histórica y social, portadora de una razón como normalización social. Todo lo que esta

fuera de esta normalización social debe ser excluido. Todo lo que esta fuera de esta

normalización debe ser puesto fuera del sistema educativo, productivo, porque la razón

realiza una normalización social.

Es decir la producción foucaultiana tiene uno de sus orígenes en la reflexión de

Canguilhem, y en la originalidad del tratamiento de lo normal y lo patológico realizado

por este. Esto nos llevara a reflexionar sobre estas categorías.

IV.Patologias de la Filosofìa

Concluimos nuestro trabajo sobre las influencias de Canguilhem sobre Foucault,

señalando algunas Patologías de la Filosofía, que a nuestro juicio, se inician con un

malestar de la Filosofía , marcado por Badiou 1, es decir una desubicación de la

Filosofía, para incorporarse en la realidad histórico-social y se incorpora según el

mencionado autor en la ontologia de lo multiple, a través de la ciencia, el arte

posherdeliano, la politica posmarxista, en el psicoanálisis, es decir en procedimientos

genéricos.

Cuales son la patologías de la Filosofía, en relación a las normas auto-poieticas de la

actividad filosofica.

La primer patologia, según nuestra lectura, es transformarla en la Historia de la

Filosofía, no procediendo de acuerdo el dictum Kantiano enseñar Filosofía, supone

enseñar a filosofar, no Historizándola.

Pero filosofar, es pensar el presente, reapropiarse desde el presente de su Historia, de lo

que lo subyace en las tesis de los filósofos, como afirma el filosofo francés Patrice

Vermeren. Es un ir contra la doxa. Como afirma el mencionado filosofo:

"En Filosofía, como ustedes saben, no se defiende pura y simplemente una

determinado punto de vista. Se dice en que condiciones puedo yo iniciar tal o

cual tesis, o bien en que condiciones puedo enunciar tal o cual tesis contraria.

1 Badiou, A . , La (re)visión de la Filosofía en sí misma, en Condiciones, Siglo XXI, Buenos Aires, Argentina

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Una interrogación filosofica, es una interrogación, que desplaza la opinion, la

opinion nunca es una pregunta, siempre es una respuesta‖1.

La segunda Patologia, esta vinculada a confundirla con la doxografia, con la opinion, sin

fundamento, sin argumentos. Esta patologia acaece cuando no se da una

fundamentación filosofica a una tesis que se quiere exponer.

La tercer Patologia es trabajar la Filosofía como una actividad monologica, monadica,

sin dejarse interpelar por los discursos de otras disciplinas.

En nuestro caso el discurso filosófico es interpelado por el Psicoanálisis, el Derecho

interpretado como practica social de carácter discursiva, que expresa las contradicciones

culturales y de clase en la lógica jurídica, por la Historia cultural, que trabaja en la

historia de las representaciones y las apropiaciones culturales de una formación

Histórico-social

Y en este contexto las actitudes son relevantes, pues portan valores, hacen referencia a

las representaciones cognitivas y estas son reproducidas simbolicamente por las

practicas de enseñanza o modelos investigación filosóficos trasmitidos.

Y esta razón como normalización filosófica, que encubre, según nuestro perspectiva,

una cuarta Patología de la Filosofía, en nuestro tiempo, esta vinculada a un concepto de

un modelo de racionalidad reducido, de una lógica identitaria al decir de Castoriadis,

que excluye2 las diferencias culturales, étnicas, de estilos de vida.

Que subsume en un solo modelo de racionalidad juridico-politico democrático , que se

expresa en una democracia excluyente, que no reconoce las diferencias educativas,

étnicas, políticas, económicas, de genero, y un modelo de racionalidad económica que

se manifiesta en el capitalismo financiero y que propone que las economías emergentes

no produzcan bienes y se conviertan solamente en productoras de servicios.

Ya lo había advertido el filósofo Jacques Poulain3, ha afirmado que la experimentación

liberal ha hecho pensar al hombre como enemigo de si mismo, generando un mundo de

percepciones comunes.

Pues como decíamos en ese trabajo mencionado anteriormente, se trata de humanizar

las practicas sociales, educativas, jurídicas, económicas, con un modelo de racionalidad

incluyente ,que reconozca y recupere al otro, de lo contrario aumentara o seguirá la

violencia, aumentaran las penas jurídicas, pero no se va a recuperar el tejido social.

1 Vermeren, Patrice, Ciudadanía, Nación y Mundialización, en Bernarles Alvarado y Lobosco, Marcelo, Filosofia, Educción y sociedad Global, Ediciones del Signo, Unesco, 205, pag 148. 2 Lobosco, Marcelo Logica identitaria y reconocimiento de alteridades, en Rabinovich, Silvana y Saada Alya, Lo Otro, Unesco-Mexico, Mexico, 2006 3 Pouiain, Jacques, La condition démocratique, L Harmattan, París, 1998

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666

El vinculo con el otro, requiere ser tratando, como a si mismo, tal el titulo del celebre

libro de Paul Ricoeur: buscando una Filosofía del Reconocimiento, que busca un

encuentro con el otro, no una hegemonía económica, política o cultural, sino

reconociendo la opacidad del otro, en una búsqueda de una dialéctica del si-mismo y el

Otro, en el camino de reconocimiento de un nosotros vincular e Histórico-social, no

excluyente.

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Bianchini, Eduardo. El lugar de la filosofía en la actualidad. 4ta Muestra Nacional de

Filosofía, Olimpíada Argentina de Filosofía, UBA - SEUBE. Octubre 2008.

El lugar de la filosofía en la actualidad1

Por Eduardo Luis Bianchini

El lugar de la filosofía, del pensamiento como tal, es de por sí un lugar polémico, agónico. Como lo señala Deleuze el filósofo se presenta en Platón como el amigo de los conceptos o Ideas. Pero no bien hace esta declaración le salen al encuentro rivales, los más tenaces de los cuales son, sin duda los Sofistas, que dicen que los verdaderos amigos del concepto son ellos.

Hoy en día esta rivalidad, lejos de haberse apaciguado, se ha intensificado hasta un punto inimaginable para Platón. Los pretendientes a ser los amigos del concepto, los verdaderos filósofos, han proliferado de un modo increíble: primero fueron las ciencias del hombre, en particular la sociología, pero también el psicoanálisis y la lingüística, luego la epistemología, hasta llegar al colmo de la vergüenza cuando la mercadotecnia, el diseño y la publicidad llegaron a pretenderse los legítimos amigos del concepto, transformado ahora éste en una mercancía al servicio del cliente.

En su libro ¿Qué es la filosofía? Deleuze intenta zanjar esta cuestión distinguiendo los

conceptos de la filosofía de las funciones de la ciencia y los preceptos del arte. Aquí

tomaremos otro camino. Más bien que intentar esclarecer el producto de la actividad

filosófica - es decir ¿Qué es filosofía?-, vamos a interrogarnos por esta práctica misma.

Nos preguntamos cuál es la práctica por la que se reconoce al filósofo en la actualidad. El

planteo de esta pregunta nos conduce a un Georges Canguilhem sorprendido ante la

lectura del diario "Le Monde" donde primero halla a un señor que se anuncia como

"escritor-filósofo" y luego, para su completa indignación, a otro que se anuncia como

"filósofo-director general de una sociedad de consultores para empresas".

Frente a esto se pregunta Canguilhem: ¿Qué es ser un filósofo en Francia hoy?

Pero su pregunta puede reformularse en el sentido en que. la planteábamos antes, lo que

pregunta es cuál es la tarea, el oficio o la práctica por la cual se distingue a un filósofo hoy

día (en Francia). Su respuesta es por cierto controvertida: la práctica, oficio o tarea que

distingue al filósofo en la actualidad es la de profesor. Canguilhem intenta defender esta

práctica de la filosofía frente al asalto de esos otros rivales actuales que la disputan.

El primero que le sale al encuentro es el escritor en particular en la figura algo devaluada del periodista. El escritor se arroga a sí mismo la creatividad frente al "olor insípido y enmohecido del profesorado", como afirmaba Emile Zola. El periodista, si bien menos creativo que el escritor, puede al menos reivindicar lo ameno y entretenido de su prosa, que discurre acerca de diversas cuestiones de interés para el público, frente al rigor de los conceptos y los argumentos filosóficos.

1 Trabajo presentado en el Foro sobre "Enseñanza de la filosofía y la diferencia", en la 4a Muestra Nacional de Filosofía

organizada por la Olimpíada Argentina de Filosofía, dentro del marco de la Expo Extensión UBA. en e¡ Centro Cultural

Rojas.

Page 210: EJE EPISTEMOLOGICO - ORT Argentina

668

Pero Canguilhem se rehúsa a aceptar que la práctica de la filosofía consista en entretener y agradar al público, más bien que en plantear problemas y proporcionar argumentos. Y a diferencia a la creatividad propia del escritor que ¡o convierte en "maestro de su mundo" según la expresión de Julien Green, la práctica de filósofo lejos de convertirlo en dueño o maestro de su mundo, lo obliga ante cualquier resultado, a saber esperar pacientemente el siguiente problema para volver otra vez a renovar sus esfuerzos.

Como sostiene Guillaume le Blanc "la filosofía no crea la norma de la verdad, por

el contrario la necesidad de esa norma engendra la necesidad de la filosofía"1Respecto del

filósofo-consultor de empresas que se ha difundido ampliamente en los países

anglosajones, casi complementaria de la del diseñador y del publicista al que se refería

Deleuze, la diferencia radica en la independencia de la tarea del filósofo respecto de toda

búsqueda de beneficio. Esta búsqueda es directamente contraria al carácter incondicional

de la interrogación y de la crítica filosófica, que se extiende incluso respecto a la propia

definición acerca de qué es filosofía. De esta tarea deriva la dignidad que le otorga

legitimidad a la tarea del filósofo-profesor. Pero esta figura del filósofo-profesor requiere

aún sortear algunos cuestionamientos para poder sostenerse.

Estos cuestionamientos se volvieron especialmente mordaces a partir de los años

60, en que la figura del filósofo-profesor comenzó a ser cada vez mas despreciada,

especialmente por los estudiantes del 68. El filósofo-profesor tiende a convertirse

fácilmente en un funcionario del Estado que sostiene una doctrina al servicio de la

política del mismo. También puede convertirse en un mero fabricante o usuario de

manuales, que no presentan sino una colección de doctrinas, sin plantear de manera

apropiadora problema alguno.

Esto nos lleva a considerar la cuestión del lugar en el cual puede ejercerse la tarea del filósofo en la actualidad. Pero antes de afrontar este problema vamos más de cerca en qué consiste la tarea o la práctica del filósofo-profesor La tarea del filósofo- profesor consiste, para Canguilhem, en mantener abierta una relación con la filosofía de los filósofos que lo precedieron, en el intento de recuperar y descifrar el sentido de los problemas que éstos dejaron planteados. A través del filósofo profesor la filosofía efectúa una continua recuperación crítica de su propio pesado y de las cuestiones que éste deja ha dejado abiertas. Esto es muy distinto a hacer una mera historia de la filosofía. Tampoco implica una práctica conservadora, ni alejada del presente.

Los problemas filosóficos suscitan cada vez respuestas que fijan las normas y los valores, para juzgar qué es lo verdadero. Tales normas o valores se hallan siempre en contradicción con otras que manifiestamente rechazan y contienen sesgos que mantienen ocultos o velados otros aspectos del problema al cual responden. No podemos entender, por ejemplo, que es un sujeto si no comprendemos que se trata de una respuesta al problema del fundamento, que presupone un valor - la autonomía-, que establece una norma o criterio para juzgar qué es lo verdadero y que se opone a otra norma y otros valores desde los cuales determinar el fundamento. Es decir la norma que lo fija dentro de un orden jerárquico natural (heterónomo) del cual el hombre participa como racional o al cual debe someterse como criatura y que constituye por sí mismo un Bien. Finalmente tampoco podemos corresponder a la problematicidad que se subyace en la

1 Guillaume Le Blanc, Canguilhem y las normas, pág. 23.

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noción de sujeto-fundamento si no advertimos lo que oculta, es decir la multiplicidad, la particularidad y la conflictividad como característica distintiva de los sujetos humanos.

Pero esta práctica no puede ejercerse en el vacío, requiere de un lugar físico y

simbólico en la sociedad. Este lugar lo constituyen modernamente las instituciones

educativas- la escuela, los institutos y las universidades- ¿Pero son estas instituciones

lugares adecuados para la problematización y la crítica filosófica? Acá nos encontramos

con la crítica más dura a la figura y la práctica del filósofo profesor. Podemos enunciarla

con las siguientes palabras de Sartre: "En Francia los filósofos han sido siempre

profesores. Pero mientras que antes se planteaban problemas delante de los alumnos, hoy

se los tranquiliza. El técnico sabe y dice lo que él sabe. La verdad es inmediata y se

duerme en el presente"1.

La práctica filosófica como la filosofía misma no puede existir, como dijimos al principio de este trabajo, sino en un espacio agónico, de rivalidad con otras prácticas. Pero ello implica también la lucha por constituir su propio espacio, el lugar propio para su práctica. Y acá nos permitimos corregir la opinión del maestro Canguilhem: no es la escuela tampoco un lugar ya asignado y asegurado en la Ciudad moderna para la práctica de la filosofía, sino un lugar que debe ser permanente disputado a las prácticas que aseguran la producción de unos sujetos sujetados a normas y valores alienados y alienantes que los oprimen, un lugar que debe ser deconstruido y reconstruido, a fin de que sea un espacio para la crítica y la interrogación, en tanto valores propios de la filosofía.

Buenos Aires, octubre 2008.

1 J. P Sastre, revista "L' Are", reportaje realizado por Bernard Píngaud.