depresion desde una mirada psicoanalitica

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La depresión desde una mirada psicoanalítica. Congreso SIP. Santiago. Agosto, 2001. Jaime Coloma Andrews. Psicólogo, Psicoanalista. Participar en este Congreso de psicólogos requiere situar en el campo de mi profesión, psicólogo, el ámbito de mi especialidad, psicoanalista. Tradicionalmente, por lo menos en este país, la psicología y el psicoanálisis se conciben en espacios separados. Es posible que los propios psicoanalistas hayan contribuído a esta distancia, interesados frecuentemente en estipularse como una especialidad de iniciados. Algo que, a mi entender, corresponde a una cierta perversión del sentido del psicoanálisis, radicado en el modo como muchos colegas conciben el carácter de las instituciones en que se agrupan. Freud, de alguna manera, favoreció esta actitud. Sin embargo, visitando en Londres el pequeño museo en que se ha convertido la última casa que habitó, se puede escuchar su voz, en un video, diciendo que el psicoanálisis es una rama de la psicología. Un número importante de sus discípulos actuales renegaría de esto. Personalmente, como ya lo señalé, me considero un psicólogo especializado en psicoanálisis. Hay abundantes testimonios que muestran que, tanto en la clínica, como en la educación, como en la práctica organizacional, el

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Depresiòn

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La depresión desde una mirada psicoanalítica.

Congreso SIP. Santiago. Agosto, 2001.

Jaime Coloma Andrews.

Psicólogo, Psicoanalista.

Participar en este Congreso de psicólogos requiere situar en el campo de

mi profesión, psicólogo, el ámbito de mi especialidad, psicoanalista.

Tradicionalmente, por lo menos en este país, la psicología y el psicoanálisis se

conciben en espacios separados. Es posible que los propios psicoanalistas

hayan contribuído a esta distancia, interesados frecuentemente en estipularse

como una especialidad de iniciados. Algo que, a mi entender, corresponde a una

cierta perversión del sentido del psicoanálisis, radicado en el modo como

muchos colegas conciben el carácter de las instituciones en que se agrupan.

Freud, de alguna manera, favoreció esta actitud. Sin embargo, visitando en

Londres el pequeño museo en que se ha convertido la última casa que habitó, se

puede escuchar su voz, en un video, diciendo que el psicoanálisis es una rama de

la psicología. Un número importante de sus discípulos actuales renegaría de

esto. Personalmente, como ya lo señalé, me considero un psicólogo

especializado en psicoanálisis. Hay abundantes testimonios que muestran que,

tanto en la clínica, como en la educación, como en la práctica organizacional, el

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2 Jaime Coloma Andrews

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psicoanálisis se ha jugado por una posición teórico técnica que conlleva una

operatividad consistente al interior de esos espacios.

Por otra parte, importantes tendencias dentro de la psicología, han

optado por descalificar frecuentemente el psicoanálisis, apoyados en un criterio

positivista de la ciencia, como si este modo de procesar los eventos del mundo

fuere la única manera de aproximarse cuerdamente a la realidad. También

prolifera la tendencia a entender el compromiso social de la psicología como

exclusivamente radicado en investigar políticas de acción global en desmedro, a

mi parecer, de la profundización sobre los determinantes de los individuos.

Es por esto que, al responder a la invitación a participar en esta jornada,

he estipulado que se entenderá lo psicoanalítico como una práctica sustentada

en una paradoja epistemológica: el psicoanálisis es una ciencia de lo particular,

no proclive a aportar hallazgos epidemiológicos que, sin duda, requieren

apoyarse legitimamente en los logros de la estadística, para generar programas

de atención a la sociedad. Algunos psicoanalistas creemos que, si bien estos

programas son indispensables, obtener de ellos modos de abordaje al paciente

individual, resulta ineficiente. Desde este fundamento epistemológico del

psicoanálisis, la depresión, que es tema de esta ponencia, se abordará, aquí,

según aquello que aparece concretamente en el proceso terapéutico. Se

entenderá así, cada sesión, como una situación acotada, en la que se supone que

el paciente, al ser depresivo, mostrará a la mirada del psicoanalista, el modo

como repite su fuerte inclinación a transformar un vínculo potencialmente

profundo en una coexistencia de seres imaginados como distantes, aislados, sin

proyecto común posible.

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En una ponencia leída hace algunos años, metaforicé la condición del

depresivo como si éste se estuviera constantemente mirando en un espejo

negro. Esta formulación imaginaria implica tener presente un modo de concebir

al Yo. Lacan enseñó que el yo aparece en lo que podría denominarse la etapa del

espejo, vivida por el niño sobre los 8 meses de edad. En esta época el infante se

descubre como él, en el reflejo que le devuelve el espejo. Su júbilo ante esta

experiencia es un observable. De aquí se deduce que la experiencia del yo es un

imaginario que se construye según el modo como se visualiza a si mismo, fuera

de sí, en el espejo. Vale decir “el Yo es otro”, como lo estipulaba el poeta

Rimbaud. Es necesaria esta imagen del espejo que ordena y organiza el esquema

corporal del niño en su primer año de vida. Winnicott señala que esta función

especular la otorga, en lo emocional, la mirada de la madre, como sostenimiento

y no como vigilancia. Es así, con Winnicott, una experiencia que estructura

funciones, pero sostenidas en una mirada que integra lo emocional.

Antes de esa experiencia en el espejo, el niño experimentaba su cuerpo de

manera fragmentaria y desintegrada. Quiero decir, entonces, que la imagen del

Yo es básica para poder vivir en un contexto humano. La imagen de un si mismo

como un Yo es la que permite situarse en el mundo y operar cotidianamente en

una relación con los demás. Pero vale la pena subrayar que, desde estos

criterios teóricos, el Yo es imaginario, no real, ni simbólico, aunque

estrechamente ligado a lo real y a lo simbólico. Porque eso permite definir el

carácter centrado en si mismo del Yo como una instancia que centripeta la

concepción del mundo. El mundo, en el fondo, es imaginado como se imagina al

propio yo. Es una inevitable condición narcisística de la inserción en lo social.

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Es necesariamente narcisística. El narcisismo del yo que posibilita no ser

arrasado por sus objetos. En este sentido en el trastorno depresivo hay un

fracaso del narcisismo, entendido como la investidura del propio yo.

Desde Freud podría considerarse al depresivo en una cierta equivalencia

con el lugar del enamorado. En ambos podría decirse, según la frase del creador

del psicoanálisis que “la sombra del objeto cae sobre el yo”. En ambos el brillo

está afuera. Quien se enamore otorga a su objeto de amor todas las cualidades.

Para el depresivo son los demás los que absorben todo lo valioso de la

existencia. Es en parte por esto, que creo que la experiencia del espejo descrita

por Lacan, fracasa en el depresivo. El yo se refleja como lo negro, lo que no

delimita, lo que no hace perfil, lo que no diferencia de los otros, sumido en la

opacidad de un si mismo al centro del refulgir de los demás. Es la minusvalía y

el autoreproche como constante.

Sin embargo hay otra dimensión de lo narcisístico que impera en lo

depresivo. Es aquella que señala que al tender el narcisismo a la total

investidura del yo, este se retrotrae del mundo en un potente rechazo a necesitar

del otro. En un narcisismo total, que triunfe absolutamente sobre el objeto, la

fantasía de independencia conduciría paulatinamente a marchitarse en la

esterilidad y la muerte. En este caso podríamos invertir la frase freudiana

diciendo que la sombra del yo cae sobre el objeto. En el depresivo,

especialmente en su estrato melancólico, hay algo de esto. Hay una obscura

arrogancia depresiva. El terapeuta se llega a sentir incapacitado de lograr algo

fecundo, llegando muchas veces a experimentar desconcierto e irritabilidad ante

lo impenetrable de los autoreproches y autodesvalorizasiones de su paciente. En

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este sentido al ennegrecerse el imaginario del yo en el espejo, se ennegrece la

presencia de lo otro, sumiendo toda relación, incluída la terapéutica en un

aislamiento narcisístico. Los otros brillan, pero lo hacen a la distancia del sol,

mirado desde un entorno neblinoso y helado. El mundo del depresivo no

reconoce el calor que podría nutrirlo y se retira hacia un yo, imaginado como no

imaginario, un yo que no se imagina desde su descubrimiento en el espejo como

otro, llevando al sujeto, a veces, hasta el suicidio. Un yo que se radica

absolutamente en su extremo más narcisístico. Detrás de los autoreproches y la

autodesvalorización se oculta una crítica radical al entorno.

A todo esto es necesario anteponerle una diferenciación entre yo y sujeto.

El yo no es el sujeto. El yo, como se estableció, está centrado en si mismo, es

narcisista. El sujeto, en cambio, es sujeto de la socialización y, desde allí, sujeto

de lo inconsciente. Hay una tradición psicoanalítica que ha gestado ideas que

llevan a imaginar a lo inconsciente como situado en un interior del si mismo.

Algo que se continuaría en comunidad con este yo centrado. El inconsciente

aparece allí, contra todo lo que se declare como principio conceptual, como una

parte del individuo. Como una parte. Sin embargo la consistencia relativa a las

afirmaciones freudianas, requiere pensar en cómo se da un inconsciente

entramado a toda acción cotidiana, en cada acto consciente. Algo como una

consciencia inconsciente. Esto se alcanza al pensar en el sujeto. Como sujeto de

lo inconsciente.

La idea de sujeto se entiende si uno lo piensa como sujeto de… Sujeto de

la nacionalidad, sujeto del género, sujeto de un oficio. La subjetividad, como

preeminencia del sujeto, no es el fracaso de la objetividad, como lo implicaría el

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positivismo. La subjetividad surge de la condición de sujeto de la cultura.

Hacerse cargo de si mismo, hacerse responsable, supone hacerse cargo del lugar

en que se encuentra uno en la trama de los determinantes culturales. El sujeto

es sujeto, entonces, de lo inter-subjetivo, de aquello que ocurre entre los sujetos

que se configuran en una malla infinita, por las inter-subjetividades que dan

lugar a los distintos sujetos. Esto tiene que ver con lo que Lacan llamó cadena

significante. Tomar en cuenta esta idea de lo significante permite pensar en la

cultura como el determinante simbólico, como la red simbólica que nos

constituye desde afuera. Una red inconsciente, un tejido simbólico que nos hace

sujetos de distintas condiciones que, en su definición más exacta, son

inconscientes. El modo como soy sujeto de mi nacionalidad chilena es

inconsciente, al punto que en la reciente historia de nuestro país hubo chilenos

que atentaron violentamente contra chilenos en nombre de su nacionalidad. Si

ser chileno fuere sólo cosa consciente del yo y no inconsciente del sujeto, no

podría haberse argumentado la nacionalidad para ejercer la persecución. Sé que

estos temas requieren de mayor tiempo de exposición.

Lo que me interesa es hacer valer esta noción de sujeto como diferente

del yo, para precisar algo más sobre la depresión. Especialmente en lo que atañe

al sujeto como expresión movible de un simbólico que constantemente lo

contextualiza, de acuerdo a las circunstancias dinámicas e históricas.

Hay algo que quiero incluir en todo esto para configurar estas reflexiones

que intentan comprender mejor el carácter de lo depresivo y sus posibilidades

de observación en la situación terapéutica. Es esta observación la que permitirá

seleccionar las intervenciones técnicas. Me refiero al lugar en el tratamiento y

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en la condición de sujeto de la escucha y la mirada. Mirar proyecta el mundo

hacia fuera. Escuchar atrae el mundo hacia las interioridades del sujeto. Mirar

distancia, escuchar acerca. Lo visual es la materia sensorial de la objetividad

racional, de su temporalidad. Lo auditivo es la materia sensorial del ritmo al

interior del sujeto, de su temporeidad. Temporalidad alude a pasado, presente y

futuro separados, verdaderas indicaciones espaciales del tiempo. Hacia atrás,

hacia delante, hacia aquí, ahora. El presente es la dimensión menos espacial de

la temporalidad. El ahora no es espacial. En cambio la temporeidad permite

pensar en una cronología en la cual pasado, presente y futuro se constituyen en

una unidad interior. No hay imaginería espacial en la temporeidad. Casi ni hay

diacronía. Con Heidegger podríamos decir que la verdadera diacronía es la que

se da como el horizonte de la muerte. El ser humano cuyo único saber definitivo

sobre si mismo es que está volcado hacia la muerte. Todo lo demás tiene que

tramitarse como imaginario. Escuchar el ritmo del ser dentro del sujeto es

escuchar el ritmo de la temporeidad, no de la temporalidad. Es conectarse con el

ser, no con el hacer, que se organiza desde la dimensión de la mirada.

Postulo que en la depresión la mirada está vacía. La presencia de las

cosas, la presencia de lo imaginario está obturada por la negrura del yo. El

mundo es ese espejo negro que está allí afuera, pero no refleja nada más que

una exterioridad. En el interior del sujeto resuena la temporeidad volcada hacia

la muerte. No hay deseo, la pulsión se derrama sobre las articulaciones de lo

simbólico, sin constituirse en deseo. Si pensamos que lo más propiamente

pulsional es la pulsión de muerte, cada orden que aparezca en lo simbólico es

diluído por esta presencia de la muerte. Sólo hay deseo de muerte. No hay

simbólico que organice un imaginario volcado al hacer de la vida cotidiana. No

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hay deseo de placer. Desde Lacan se podría decir que sólo impera un deseo de

goce, entendiendo éste como el anhelo de alcanzar una disolución de las

diferencias en una totalidad nirvánica que promete la paz de la nada. Creo que

podría entenderse así la melancolía narcisística del suicidio. Lo que llaman la

paz de los cementerios.

A todo esto subyace, entonces, una posición frente al tiempo. Una

posición en realidad respecto de las posibilidades técnicas, es decir de lo

práctico. Reflexiones de la índole de lo expuesto no aportan nada si no se

depositan en un criterio práctico. En un hacer.

Tiendo a pensar en torno a tal posición que lo que está siempre en

conflicto entre algunos psicólogos y algunos psicoanalistas deriva de una

identificación entre la urgencia y la prisa. (No hay que olvidar que hay

psicólogos psicoanalistas). Es urgente que los abordajes técnicos tengan como

propósito alcanzar resultados que favorezcan la vida cotidiana de aquellos a los

que se trata. Pero una cosa es la urgencia y otra la prisa. Entiendo la prisa de un

abordaje técnico como algo que requiere medirse según urgencias exteriores al

propio ritmo del sujeto de tratamiento. En esto el psicoanálisis ha buscado

encontrarse con el ritmo del sujeto, que no implica considerar como

determinante el ritmo de aquello que lo rodea.

Podríamos pensar que quien sufre de depresión se consume en una

temporeidad indiferente a la urgencia de las variables externas a su dolor, lo que

hace urgente atenderlo de acuerdo al rescate de su propio sentido temporal.

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Apresurarse, por una especie de pudor práctico, conlleva desconocer algo que es

tan propio de la interioridad del depresivo. Es ceder a la irritación y confusión

que provoca en el terapeuta ese narcisismo melancólico que hemos intentado

describir. Conseguir rendimientos medibles corre el riesgo, a mi entender, de

satisfacer las urgencias del terapeuta, no las del paciente. Me parece que todo se

juega, sin duda en la índole de la depresión, su condición de síntoma, de rasgo

de carácter, la estructura a la base. Cuánto abarca en lo cercano a lo inmediato,

cuanto persiste cronicamente. Sin duda todo se juega allí, pero también en la

experiencia del terapeuta.

Cuando hablo de experiencia del terapeuta no me refiero a una

temporalidad, medible cronologicamente. Me refiero a la disposición del

terapeuta a escuchar dentro de si mismo su movimiento simbólico, a desarrollar

la mirada sobre lo imaginario, desde esa escucha. Digo esto para que no se

entienda que quiero valorizar una especie de gerontocracia terapéutica. Esta

experiencia puede empezar a ser desde un comienzo. He visto en jóvenes que

empiezan su práctica, abordar a su paciente con mucho más respeto por su

ritmo que otros colegas más experimentados. Es entonces esa experiencia, la

que va a privilegiar la escucha por sobre la mirada. Es esa escucha la que va a

permitir encontrar dentro de las propias herramientas técnicas, aquella que sea

adecuada al momento de la sesión o de la existencia del sujeto. Es esa escucha la

que permitirá mirar mejor y selecionar de modo más óptimo las intervenciones.

Es, entonces, este modo de entender las cosas, el que me impide hablar

de avances psicoanalíticos para abordar las depresiones u otras categorías

nosológicas. El psicoanálisis sin duda no es el mismo que al comienzo. Que

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considere como fundamental la experiencia freudiana, no implica que esté

instalado en lo revisado hasta 1939, fecha de la muerte de Freud. Quiero

estipular que los intentos psicoanalíticos, de algunas escuelas teóricas,

destinados a responder a las exigencias de una filosofía positivista, no me

resultan consistentes. Pienso que las teorías derivadas del conductismo lo hacen

muy bien en ese campo, precisamente porque son consistentes en el modo de

delimitar su objeto de estudio e investigación. Planteo que el psicoanálisis sólo

puede profundizar la escucha, para seleccionar dentro de lo que ofrece la

mirada, mejores modos de intervenir, aprendiendo, como diría Bion, de la

experiencia.

No quiero concluir sin hacer mención de la diferencia entre duelo y

depresión. El primero corresponde a una pérdida de hecho respecto a algo o

alguien querido. Hay un agente externo. La depresión implica, en cambio, una

pérdida en el sujeto, quizás una pérdida progresiva del imaginario. Algo que

ennegrece el reflejo. Me parece, no obstante, como lo decía en una ponencia

reciente, que cuando el duelo se origina en un agente cultural, el duelo puede

volcarse en depresión, no por culpas relativas al sujeto individual, sino por el

dolor de participar como víctima en el sadismo de la cultura, algo que refleja

una condición del sujeto como sufriendo el dolor de algo ejecutado por su

propia especie. Lo dice maravillosa y conmovidamente Paul Celan en el poema

que llamó “Fuga de muerte”, relativo a la vivencia de los campos de

concentración nazis: “ leche negra del alba te bebemos de noche, te bebemos

de día la muerte es un amo de Alemania te bebemos al atardecer y a la mañana

bebemos y bebemos la muerte es un amo en Alemania su ojo es azul…”

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Cuando ocurren estas violencias inconcebibles en que el hombre violenta

cruelmente al hombre, como ocurrió en el Holocausto que padeció Celan, o aquí

mismo, en nuestro continente, cuando la pérdida proviene de un agente de la

cultura, el ojo azul, la mirada límpida que no escucha el gemido del otro, creo

que allí el duelo de la pérdida real se entrama con la pérdida de la propia

cultura, dada vuelta de revés y, allí, entonces, el duelo no puede elaborarse y se

desliza hacia lo depresivo, por razones que que no tienen que ver con el sujeto

de su individualidad. En 1970 Paul Celan, 25 años después de haberse librado

del horror, se suicidó arrojándose al río Sena. Esto no podría, sino

eventualmente, ser considerado psicopatológico. El ser humano es más que su

psicopatología y la depresión, a veces, es inevitable.