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CONOCIMIENTO PRACTICO Y CONOCIMIENTO DEL LENGUAJE MlCHAEL DUMMETT El lenguaje tiene dos papeles, desempeña dos funciones: ser ins- trumento de comunicación, y ser vehículo del pensamiento. Surge la siguiente pregunta: ¿cuál de estas dos funciones es la primaria? An- tes del filósofo alemán Gottlob FREGE, el punto de vista común en- tre los filósofos era que el lenguaje es un código para el pensamiento. Según este enfoque, el pensamiento no necesita ningún vehículo. Una vez que tenemos el lenguaje podemos, si queremos, pensar en pala- bras, y así utilizar el lenguaje como vehículo del pensamiento; pero no necesitamos vehículo alguno para nuestros pensamientos, ya que podemos pensar esos pensamientos sin expresarlos de ninguna mane- ra, incluso a nosotros mismos, con palabras o de cualquier otra for- ma. Por lo tanto, según este enfoque, el papel primario y el único esencial del lenguaje es el de ser un instrumento para la comunica- ción: necesitamos el lenguaje para llevar pensamientos de una per- sona a otra, por la sencilla razón de que carecemos de la facultad de telepatía, es decir, de la capacidad de transmitir pensamientos direc- tamente. Una posible objeción que se puede hacer a este planteamiento es que, en el caso de la mayoría de los conceptos, salvo los más simples, no podemos explicar lo que es entenderlos, con anterioridad a la habilidad de expresarlos con el lenguaje. Como advirtió WITTGENS- TEIN, un perro puede esperar que vuelva a casa su amo, pero no puede suponer que vendrá el martes que viene; y esto es así porque el perro no puede hacer nada para manifestar una expectación de que su amo volverá a casa el martes que viene. No tiene sentido atribuir a un ser sin lenguaje la captación del concepto expresado por las pa- labras 'el martes que viene'. 39

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Page 1: CONOCIMIENTO PRACTICO Y CONOCIMIENTO DEL LENGUAJE · su habilidad de usar esa palabra de alguna manera. Es decir, tenemos que explicar su entendimiento de su idioma materno en términos

CONOCIMIENTO PRACTICO Y CONOCIMIENTO DEL LENGUAJE

MlCHAEL DUMMETT

El lenguaje tiene dos papeles, desempeña dos funciones: ser ins­trumento de comunicación, y ser vehículo del pensamiento. Surge la siguiente pregunta: ¿cuál de estas dos funciones es la primaria? An­tes del filósofo alemán Gottlob FREGE, el punto de vista común en­tre los filósofos era que el lenguaje es un código para el pensamiento. Según este enfoque, el pensamiento no necesita ningún vehículo. Una vez que tenemos el lenguaje podemos, si queremos, pensar en pala­bras, y así utilizar el lenguaje como vehículo del pensamiento; pero no necesitamos vehículo alguno para nuestros pensamientos, ya que podemos pensar esos pensamientos sin expresarlos de ninguna mane­ra, incluso a nosotros mismos, con palabras o de cualquier otra for­ma. Por lo tanto, según este enfoque, el papel primario y el único esencial del lenguaje es el de ser un instrumento para la comunica­ción: necesitamos el lenguaje para llevar pensamientos de una per­sona a otra, por la sencilla razón de que carecemos de la facultad de telepatía, es decir, de la capacidad de transmitir pensamientos direc­tamente.

Una posible objeción que se puede hacer a este planteamiento es que, en el caso de la mayoría de los conceptos, salvo los más simples, no podemos explicar lo que es entenderlos, con anterioridad a la habilidad de expresarlos con el lenguaje. Como advirtió WITTGENS-

TEIN, un perro puede esperar que vuelva a casa su amo, pero no puede suponer que vendrá el martes que viene; y esto es así porque el perro no puede hacer nada para manifestar una expectación de que su amo volverá a casa el martes que viene. No tiene sentido atribuir a un ser sin lenguaje la captación del concepto expresado por las pa­labras 'el martes que viene'.

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Esta no constituye, sin embargo, la principal objeción. La con­cepción del lenguaje como un código para el pensamiento lleva con­sigo la comparación del dominio de una persona con respecto a su lengua materna y a una segunda lengua. Su dominio de una segunda lengua puede representarse como el dominio de un esquema de tra­ducción entre ella y su idioma materno: apelando a dicho esquema, el sujeto puede asociar expresiones de la segunda lengua con expre­siones de su lengua materna. De modo semejante, su dominio de la lengua materna se considera, según esta concepción, como su habi­lidad de asociar con cada una de las palabras el concepto correspon­diente, y con cada frase del idioma un pensamiento compuesto de tales conceptos.

La objeción fundamental a esta concepción del lenguaje es que la analogía que usa no sirve. Si explicamos el dominio que alguien tiene de una segunda lengua en términos de su captación de un es­quema de traducción entre ella y su idioma materno, presuponemos tácitamente que esa persona entiende su idioma materno; sigue toda­vía sin explicarse en qué consiste su entendimiento de su idioma ma­terno. Podemos, de esta manera, explicar su entendimiento de una segunda lengua en dos etapas; primera, la habilidad para traducirla a su idioma materno, y, segunda, el entendimiento de su idioma ma­terno; precisamente porque, en principio, la habilidad de traducir no implica la habilidad de entender. En principio, podemos imaginar una persona —o una computadora programada con mucha destreza— ca­paz de traducir entre dos idiomas sin entender ninguno de los dos. Por eso cuando explicamos el conocimiento de una segunda lengua por parte de alguien en términos de su habilidad para traducirla a su idioma materno, no estamos dando una explicación circular: la habilidad de traducir no presupone de por sí un entendimiento de la segunda lengua, semejante al entendimiento que alguien tiene de su idioma materno. Es completamente distinto cuando intentamos expli­car, según el mismo modelo, el entendimiento de su idioma materno, como consistiendo en asociar ciertos conceptos con palabras. Porque surge la pregunta: ¿qué es 'asociar un concepto con una palabra'? Sa­bemos lo que es asociar una palabra de un idioma con otras de un segundo idioma: cuando se le pide que traduzca una palabra, el in­dividuo pronuncia o escribe la otra palabra correspondiente sin más. Pero el concepto no tiene ninguna representación intermediaria en­tre sí y su expresión verbal. O, en el caso de que la tuviera, nos

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quedamos todavía con la pregunta de qué es lo que hace de ella una representación de aquel concepto. No podemos decir que la asocia­ción de alguien entre un concepto particular y una palabra dada con­siste en el hecho de que, cuando oye esa palabra viene a su mente ese concepto, porque realmente carece de sentido hablar de que un concepto pueda entrar en la mente de alguien. Lo único que podemos pensar es que alguna imagen surge en el pensamiento, y que sirve de algún modo de representación del concepto. Pero esto no nos hace avanzar, porque todavía nos hemos de preguntar en qué consiste su asociación entre la imagen y el concepto. La asociación de un hablan­te entre un concepto y una palabra en su idioma materno, no puede explicarse satisfactoriamente, a no ser que digamos que consiste en su habilidad de usar esa palabra de alguna manera. Es decir, tenemos que explicar su entendimiento de su idioma materno en términos de su habilidad para hablarlo.

Una vez alcanzado este punto desaparece, como irrelevante, la pregunta de si un entendimiento de los conceptos expresables en el lenguaje ha de preceder al conocimiento del lenguaje. Supóngase que, para un concepto determinado, podemos explicar satisfactoriamente lo que sería para alguien que no tuviera ningún lenguaje entender dicho concepto, explicando como podría manifestar su entendimien­to del concepto. Todavía no nos daría el derecho de explicar el en­tendimiento que alguien tiene de una palabra que expresara ese concepto, como la asociación hecha por él entre dicho concepto y la palabra. Todavía tendríamos que explicar lo que era para él asociar el concepto con la palabra, y podríamos explicar esto sólo en térmi­nos de su habilidad para utilizar la palabra en cuestión. Deberíamos, entonces, describir el uso de la palabra en el lenguaje. Su habilidad para utilizarla con arreglo a ese uso basta como manifestación de una comprensión del concepto; nuestra descripción del uso que él hiciera de ella no se ajusta a la explicación que yo suponía que se podía dar sobre cómo una comprensión del concepto pudiera ser manifestada por alguien que no tuviera ningún lenguaje, y el hecho de que fué­ramos capaces de dar tal explicación no nos ahorraría, por lo tanto, ninguna tarea en cuanto a la descripción del uso de la palabra.

Una descripción de la práctica de hablar un idioma es nuestra ru­ta más directa para dar cuenta de lo que es la comprensión de los conceptos expresables con el lenguaje, y, por lo tanto, del pensamien­to. Además, aun cuando existe otra ruta en el caso de otros conceptos

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relativamente simples, hemos de explicar nuestra capacidad de ex­presión del pensamiento directamente mediante el lenguaje, en tér­minos de la práctica de hablar el lenguaje; una apelación a una com­prensión previa de algunos conceptos expresables dentro del len­guaje es algo que no está en nuestra mano. (En cualquier caso, no podemos subestimar la dificultad que entraña la explicación de la comprensión pre-lingüística de conceptos. FREGE decía que un perro sin duda nota cuando le atacan varios perros o cuando le ataca sólo uno, pero es poco probable que tenga la más mínima noción de que exista una relación entre ser mordido por un perro grande y estar corriendo detrás de un gato, cosa que tendría que saber hacer si fuera capaz de entender el concepto que expresamos mediante el uso de la palabra 'un'). Por esta razón, FREGE y WITTGENSTEIN nos han condu­cido por el camino de un estudio del pensamiento a través de un es­tudio del lenguaje: nuestra consideración del lenguaje ha de ser, al mismo tiempo, una consideración del pensamiento. Esto significa que hemos de abandonar la concepción de lenguaje como un código para el pensamiento, a favor de la idea de que el lenguaje no es meramente un medio de expresión del pensamiento, sino un vehícu­lo del pensamiento. Para poder considerar el pensamiento, hemos de describir la práctica de hablar un lenguaje, y hemos de hacerlo de una manera que no presuponga que ya se entiende lo que es tener los pensamientos expresables por medio del lenguaje.

Una ventaja de este enfoque es que no necesitamos buscar ningún acontecimiento, salvo para la expresión del pensamiento. Supóngase que yo estoy paseando por la calle con mi esposa y de repente me pare y diga (en español): 'Me he olvidado las señas'. Lo que consti­tuye que en ese preciso momento haya tenido el pensamiento que expresé con esas palabras, no tiene por qué ser más que el hecho de que conozca el español y haya dicho esas palabras; no tiene por qué haber sucedido en mí cualquier otra cosa que lo que sucedió cuando expresé esa frase. WITTGENSTEIN dijo: 'Entender la frase es entender el lenguaje'. No quería decir con esto (como creen algunos filósofos norteamericanos) que no se entendería la frase de igual modo si sólo se supiera un fragmento del idioma de que se trata. Más bien quería decir que, dado que se entiende el lenguaje, se está, por así decirlo, en estado de entender: basta con oir la frase para entenderla, sin que sea necesario un acto para entenderla.

Este nuevo planteamiento, que deriva de FREGE y que fue desarro-

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liado por WITGENSTEIN, implica el reconocimiento de ambas funcio­nes del lenguaje, como instrumento de comunicación y como vehículo de pensamiento. Pero nos quedamos todavía con la pregunta inicial: ¿cuál de estas funciones es la primaria?

Ahora bien, encontramos en FREGE una tesis general que implica fuertemente que el papel principal del lenguaje es el de ser instru­mento de comunicación. Esta tesis es la de la comunicabilidad del pensamiento o del sentido. Si tengo una experiencia interna, alguna sensación o imagen mental, puedo contar cómo es a los demás. Pero, en el caso del pensamiento, puedo comunicar a los demás ese mismo pensamiento; no tengo que limitarme a decirles qué es eso de tener el pensamiento que he tenido. Comunico el pensamiento mediante la pronunciación de una frase que expresa aquel pensamiento, cuyo sentido es ese mismo pensamiento, sin ningún contacto auxiliar entre mente y mente a través de un medio no lingüístico. Además, lo que me permite expresar mi pensamiento mediante aquella frase, y a los demás entender el pensamiento así expresado, está por ver, tanto como lo está la pronunciación de la frase misma. Nuestro entendi­miento mutuo no depende de que hayan acontecido en mí ciertos pro­cesos internos que me impulsan a pronunciar unas palabras que, al ser oídas por los demás, evocan unos procesos internos correspondien­tes en ellos. Si fuera así, no sería más que una hipótesis que el sen­tido que los demás han dado a mis palabras es el mismo sentido que yo les daba; se trata de la hipótesis, en otras palabras, de que ocu­rrieron en mí y en los demás los mismos procesos internos. Si tal hipótesis no pudiera ser establecida concluyentemente, si fuera al fin y al cabo un acto de fe, entonces no sería comunicable, en principio, ningún pensamiento: seguiría siendo una posibilidad, que nunca se podría rechazar de lleno, salvo por fe, el que yo hubiera atribuido de forma sistemática a mis palabras sentidos distintos de los que los demás asociaban con ellas, y por lo tanto los pensamientos que se consideraba que yo expresaba no eran los mismos que yo mismo entendía que expresaba. Si, por otro lado, la hipótesis fuera tal que se pudiera establecer de manera concluyente, o bien mediante una aclaración de mis palabras, o bien acudiendo a los usos que yo hice de ellas en otras ocasiones, entonces no haría falta la hipótesis. No llegaría a ser, en ese caso, más que una suposición que, de hecho, se requiere para ser capaces de comunicarse mediante el uso de pala­bras: que estamos hablando el mismo idioma, que nos entendemos.

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Pero todavía estaría por ver en qué consiste nuestro entendimiento del lenguaje, como mantenía FREGE, en nuestro uso del lenguaje, en nuestra participación en una práctica común.

Por lo tanto, según FREGE, lo que confiere a nuestras expresiones los sentidos que tienen es nuestro acuerdo en la práctica de hablar el lenguaje. Cualquier intento de explicar el significado de las pala­bras en términos de procesos psicológicos internos que tienen lugar en el que habla y en el que escucha es, por tanto, un intento equi­vocado; es un intento de explicar el significado en términos de lo que es irrelevante para el significado. En el mejor de los casos, sólo explica el mecanismo mediante el cual llegamos a atribuir a nuestras palabras los sentidos que llevan consigo, pero no explica en qué con­siste que ellas lleven consigo esos sentidos; es, por lo tanto, una hipótesis que ha de investigar el psicólogo experimental, no una tesis filosófica acerca de la naturaleza del significado. Este es el famoso rechazo de FREGE de lo que él llamó 'psicologismo', es decir, de la intrusión de nociones psicológicas en la explicación del significado. La tesis de FREGE sobre la comunicabilidad del pensamiento, y su con­siguiente oposición al psicologismo, constituye parte de lo que WITTGENSTEIN intentaba señalar con su lema 'El significado es el uso\ Desde este planteamiento, por lo tanto, el papel principal del lenguaje es el de ser un instrumento de comunicación, es decir, de una práctica social regida por la convención: es así porque el len­guaje sirve como un instrumento de comunicación que puede servir también como un vehículo del pensamiento.

FREGE no se limitó a enunciar estas tesis generales sobre el len­guaje. También dio los esquemas, y algunos detalles, de una explica­ción determinada de la práctica de hablar un lenguaje; y, cuando examinamos esto, nos llevamos una impresión diferente. No dispongo ahora de espacio para enumerar todas las ideas poderosas y funda­mentales sobre las que se basa la consideración que FREGE hace del lenguaje. Me limito a señalar sólo dos: (i) la primacía de las frases; y (ii) la distinción entre sentido y fuerza.

Salvo en los casos de elipsis (p. ej., la contestación a una pregun­ta que empieza con '¿Quién...?', '¿Cuándo...?'), un acto lingüístico no puede efectuarse mediante la pronunciación de una unidad de habla menor que una frase. Por 'efectuar un acto lingüístico' entien­do el decir actualmente algo, por ejemplo, declarar que algo es así, preguntar, hacer una promesa, pedir un favor, es decir, aquellas

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cosas que WITTGENSTEIN llamó 'hacer un movimiento en el juego del lenguaje'. Con algo menos que una frase (o una oración que, en un determinado contexto, desempeñe la función de una frase), no se puede hacer ninguna de esas cosas, ni nada parecido; sólo se producirá una respuesta del tipo '¿De eso qué?' o 'Bien, continúe'. Con un alto grado de aproximación, podemos decir que lo que hace un hablante cuando pronuncia una secuencia de frases es la suma de lo que podría hacer si pronunciara cada frase por separado. Sin embargo, nada por el estilo vale para el caso de las palabras que componen una frase determinada: salvo en contextos especiales, no se comunica absoluta­mente nada cuando se pronuncia una palabra aislada. Por lo tanto, para tener un dominio completo de un lenguaje, es necesario ser capaz de entender cada frase de ese lenguaje; y con eso basta.

Las palabras no constituyen la frase de la misma manera en que las frases constituyen el párrafo. Ciertamente, entendemos nuevas frases que nunca habíamos oído antes porque entendemos ya las palabras que las componen y los principios de construcción de frases, de acuerdo con los cuales las palabras se combinan entre sí. Pero no podemos explicar los significados de las palabras independiente­mente de su aparición en frases, y después explicar el entendimiento de una frase como la captación sucesiva de los significados de las pala­bras. Al contrario, primero hemos de tener la concepción de lo que, en general, constituye el significado de una frase, y después explicar el significado de cada palabra particular como la contribución que hace a la determinación del significado de la frase en la que aparece.

Sentido y fuerza son, para FREGE, dos ingredientes del significado (los dos principales ingredientes, pero no los únicos). En orden a en­tender una expresión, tenemos que hacer tres cosas. Primero, tenemos que saber qué tipo de expresión es, qué tipo de acto lingüístico es aquél que está efectuando el que habla: ¿está expresando un deseo, dando una orden, planteando una hipótesis con vistas a un argumento, afirmando que esto es así, o cualquier otra cosa semejante? Dentro de las aserciones, hemos de subdividir aún más: ¿está dando el in­forme de una observación, presente o pasada, expresando su intención, urdiendo una conjetura, transmitiendo algo que le han contado, ex­presando su fundada opinión, o haciendo una sugerecia fútil o seria? Nuestra compresión del acto lingüístico que se está llevando a cabo es nuestra aprehensión de la fuerza ligada a la expresión; y esta fuerza se liga a la frase como un todo, no a una parte determinada de ella.

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En segundo lugar, hemos de saber cuál es el particular contenido de la expresión: ¿qué es lo que el hablante me está ordenando que haga, o afirmando que es así, o pidiéndome que diga si es así? A lo que determina el particular contenido de la expresión —en contraposición a su fuerza, la cual determina qué tipo de expresión es— FREGE lo llama su sentido. Finalmente, cuando ya se sabe qué tipo de expresión estaba haciendo el hablante y su contenido específico, todavía queda por adivinar su intención al decir algo de tal tipo y con tal contenido en aquellas particulares circunstancias: ¿qué punto pensó que aquello que dijo tenía que decir? Este tercer grado de entendimiento, al que FREGE no prestó atención, es, desde luego, extremadamente impor­tante en la conversación real; cuando alguien dice que no entiende a otro, con frecuencia quiere decir que, aunque ha entendido bien lo que el otro dijo, no comprende el punto que quiere transmitir al decirlo. No obstante, al menos en una primera aproximación, pode­mos descartar esta consideración como no concerniente a la filosofía del lenguaje. Es decir, la indicación del punto de una expresión no está, en su mayor parte, efectuada por algún rasgo de la frase, ni conseguimos captarlo por el recurso a ninguna de las convenciones que rigen el uso de las frases que necesitan ser aprendidas de un modo especial; al captar el punto que el hablante quiere expresar, lo hace­mos a través de nuestro conocimiento general de la motivación huma­na o de nuestro conocimiento previo del carácter y las opiniones del que habla, de manera que se trata justamente de un caso particular del normal procedimiento para estimar la intención de un acto.

Lo que realmente importa acerca de la noción de sentido, como contrapuesta a la de fuerza, es que el contenido de dos expresiones, que conllevan diferentes tipos de fuerza, puede ser el mismo. Del mismo estado de cosas, un hablante puede afirmar que eso es así, preguntar si realmente es así, expresar el deseo de que lo sea, apostar a favor de que sea así, aconsejar a alguien que haga que lo sea, etc. Es decir, todas las expresiones que hacen esas diferentes cosas con­tienen una descripción de un estado de cosas; difieren con repecto a lo que el hablante está haciendo con esta descripción, si afirma que es correcta, si pregunta si lo es, o algo semejante. Por lo tanto, no necesitamos una distinta explicación del sentido para cada tipo de expresión, una para las afirmaciones, otra para las órdenes, y así sucesivamente. Por el contrario, podemos apañarnos con una sola y uniforme explicación del sentido, de lo que determina el contenido

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específico de una expresión, que se aplicará con independencia de la fuerza ligada a la expresión: expresiones que conllevan diferente fuer­za pueden, no obstante, tener el mismo contenido, o, en terminología de FREGE, expresar el mismo sentido.

En el discurso cotidiano, aplicamos los términos 'verdadero' y 'falso' sólo en el caso de las aserciones: si alguien hace una pregunta, da una orden o efectúa una petición, no podemos decir que dijo algo verdadero o falso. Pero, una vez que hemos aceptado la idea de FREGE

—que, mientras que son distintas sus fuerzas, pueden coincidir los sentidos de una frase aseverativa, una interrogativa, una imperativa y una optativa; que, por ejemplo, los sentidos de 'Tienen una hija', '¿Tienen una hija?', '¡Ojalá tuvieran una hija!', son exactamente el mismo, diferenciándose esas frases solamente en la fuerza ligada a ellas—, percibimos que las nociones de verdad y falsedad son, por extensión, aplicables también a las frases no asertóricas; hacen rela­ción al sentido que la frase expresa, no a la fuerza que conlleva. El sentido de una frase de cualquier tipo, su contenido específico, incluye la descripción de un estado de cosas; y así podemos llamar 'verdadera* a la frase si ese estado de cosas se da, y 'falsa' cuando no se da, aun cuando, si la frase no llevaba una fuerza asertórica, el hablante no estaba transmitiendo que lo que decía fuera verdadero. Esto, claro está, representa una extensión del uso cotidiano de 'ver­dadero' y 'falso'; pero es completamente natural si aceptamos la distinción entre fuerza y sentido.

La mayor parte de los detalles de la consideración de FREGE acer­ca del lenguaje se refieren a la manera en la que el sentido de una frase —en su uso técnico del término 'sentido'— se determina de acuerdo con su composición por las palabras que la constituyen. Su idea fundamental en este contexto es que captar el sentido de una frase es conocer la condición por la que es verdadera; el sentido de una palabra consiste en la contribución que hace para determinar la condición de verdad de la frase de la que forma parte. Dentro de este esquema general, FREGE tiene una teoría detallada y muy sólida de la que no tenemos que ocuparnos aquí. La teoría resultante es un ejemplo de lo que ahora se llama 'una teoría del significado'; y mu­chos filósofos contemporáneos, DAVIDSON en particular, siguen a FRE­

GE al resolver los problemas de la filosofía del lenguaje, mediante la pregunta de cómo debe construirse una teoría del significado para un

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idioma particular, aunque sus respuestas concretas puedan diferir de las de FREGE en algún aspecto.

Una teoría del significado, así concebida, aparece como un objeto de conocimiento: representa aquello que un hablante conoce cuando conoce el idioma. Esta concepción, sin embargo, parece invertir la prioridad entre los dos papeles del lenguaje: se halla, por lo tanto, en una considerable tensión con la tesis general de FREGE sobre la comunicabilidad del sentido, aunque no es del todo inconsistente con respecto a ella. Según esta concepción, la función primaria del len­guaje es la de ser un vehículo del pensamiento: porque sirve de vehícu­lo al pensamiento, el lenguaje puede servir también de instrumento de comunicación. Un hablante tiene, según esta concepción, un com­plicado equipamiento interno, en la forma de un conocimiento de una teoría del significado para su lengua, que confiere a sus mani­festaciones el sentido que expresan; el que oye le entiende porque posee también el mismo equipamiento interno, porque conoce la misma teoría del significado. La teoría del significado, según lo que de ella piensa FREGE, no implica ninguna referencia esencial al uso del lenguaje para la comunicación; ella misma no alude a la existen­cia de otros hablantes. Lo que hace posible que dos personas puedan usar el mismo idioma en orden a comunicarse entre sí es, según esta concepción, precisamente lo que permite a cada una de ellas utilizar ese idioma como vehículo del pensamiento, en monólogo interno o externo, junto con la coincidencia o casi coincidencia de las teorías del significado que cada una de ellas entiende como regidoras del lenguaje. No es intrínseco a estas teorías del significado que el len­guaje deba ser capaz de ser utilizado como medio de comunicación; todo lo que se requiere es que la teoría asigne a cada frase una deter­minada condición para que sea verdadera.

Cualquiera que conozca un idioma, ¿conoce realmente algo? En­tender una expresión es conocer su significado; y una teoría del sig­nificado para un idioma se supone que hace explícito lo que alguien conoce cuando conoce los significados de todas las frases en el idioma. Pero, ¿debemos tomarnos en serio el uso del verbo 'conocer' en este contexto? ¿No sería mejor decir que el entender un idioma es tener una cierta habilidad práctica, la habilidad de hablar el idioma, y que en esta habilidad no se trata de conocer algo, es decir, de conocimiento proposicional, del conocimiento de que tal o cual cosa es así?

La habilidad de hablar un idioma es ciertamente una habilidad

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práctica, como la habilidad de nadar o montar en bicicleta. Y en mu­chos idiomas es corriente, al hablar de la habilidad práctica de alguien, referirse al verbo 'saber'; en español, por ejemplo, se dice de alguien que 'sabe nadar' o 'sabe montar en bicicleta\ Lo que se sugiere, sin embargo, es que tal habilidad práctica, tal saber hacer, no es real­mente un auténtico conocimiento, o, al menos, el conocimiento de que algo es así o así. Si esta sugerencia es correcta, o, por lo menos correc­ta en cuanto aplicada a la habilidad de hablar un idioma, entonces la entera concepción de una teoría del significado parece equivocada. Tal teoría busca explicar el entendimiento de un idioma en términos de lo que tiene que saber cualquier hablante; pero, si la sugerencia es correcta, entonces no necesita saber nada en absoluto.

Hay, realmente, una dificultad a la hora de tratar sobre el domi­nio de un idioma como algo consistente en el conocimiento de una teoría del significado para ese idioma. Porque a duras penas podría­mos afirmar que ese conocimiento es un conocimiento explícito, es decir, un conocimiento que puede ser articulado verbalmente y expre­sarse como respuestas a preguntas. Por una parte, si de hecho lo fue­ra, no habría ningún problema a la hora de construir una teoría del significado para un idioma: bastaría simplemente con preguntar al que lo habla. Por otra, un conocimiento explícito de la teoría entra­ñaría un dominio de algún idioma en el que se exprese la teoría, ya se trate del mismo idioma al que se refiere, ya se trate de otro. Si la teoría del significado para un idioma determinado se expresase en aquel mismo idioma, la explicación del dominio de ese idioma en tér­minos de un conocimiento explícito de la teoría del significado sería circular; si se expresase en otro idioma, habríamos explicado el do­minio de un idioma en términos que supondrían el dominio de otro, y así no nos hallaríamos más cerca de una explicación de qué es para alguien el entender su lengua materna, que es el primer idioma que aprende.

Ante esta dificultad, DAVIDSON y otros han explicado que no de­sean atribuir a los mismos que hablan un idioma ningún conocimiento de una teoría del significado que lo rige: lo único que piden de una teoría del significado es que, de hecho, sea de tal manera, que si alguien tuviera un conocimiento explícito de ella, fuera capaz de en­tender entonces el idioma. Un individuo hipotético que poseyera tal conocimiento sería capaz, apelando a la teoría, de interpretar, utilizar y responder a frases del idioma: sería capaz de hacer lo que los ha-

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blantes, cuyo idioma materno fuera ese mismo, hacen sin apelación alguna a cualquier conocimiento actual. Llegamos, por lo tanto, a una representación teórica de una capacidad práctica. Podemos comparar esta situación con la siguiente: alguien que es capaz de montar en bicicleta puede desconocer por completo cualquier dato relevante so­bre el tema; pero aún podemos preguntarnos acerca de qué conoci­miento se necesita para poder, apelando al supuesto conocimiento, montar en bicicleta. Tal conocimiento incluiría datos tales como lo que hay que hacer cuando se toma una curva, inclinar la bici de tal manera en tal ángulo que es tal o cual función de la velocidad y el radio de la curvatura del camino.

Una consideración como la que acabamos de hacer parece muy débil. Si lo que buscamos describir es una capacidad práctica, y si la posesión de dicha capacidad práctica no implica ninguna teoría, en­tonces, ¿por qué hacer una representación teorética de ella, en vez de describir simplemente la capacidad, o sea, de decir para qué sirve esa capacidad? No nos concierne cómo alguien es capaz de hablar el idioma: fue una de las equivocaciones del psicologismo, que intenta atraer la atención sobre los procesos internos que otorgan esa capa­cidad a un individuo. Lo que nos interesa es qué es lo que el indi­viduo es capar de hacer. Entonces, ¿por qué considerar en qué con­siste la práctica de hablar un idioma, o lo que una persona, al entender el idioma, es capaz de hacer, y que otra que no lo conoce no es capaz de hacer, de esta manera oblicua, en vez de directamente? ¿Por qué hacer esta consideración en términos de unos procesos internos conscientes que harían que un individuo puramente hipotético habla­ra un idioma? Si de hecho es un error ofrecer una descripción de cómo somos capaces de hablar un idioma, entonces ¿no es todavía un error más grande ofrecer una descripción de cómo alguien posible­mente pueda llegar a ser capaz de hablarlo?

Se puede decir, en su defensa, que la teoría del significado no puede ser transformada fácilmente en una descripción de lo que un hablante de hecho hace. Nuestra imaginaria representación teorética de la capacidad práctica de montar en bicicleta pudo ser convertida con facilidad en una explicación de lo que un ciclista de hecho hace: en vez de decir que sabe que tiene que inclinar la bici de acuerdo con un ángulo determinado cuando está tomando una curva, podemos decir simplemente que de hecho el ciclista la inclina al tomar una curva. Pero la teoría del significado no guarda relación alguna con

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esto. No nos dice lo que el hablante va a decir o hacer como respuesta a lo que se le dice: nos dice, en cambio, cómo hemos de determinar las condiciones según las cuales las distintas frases del idioma son verdaderas. Pero esta excusa sólo sirve para que la ofensa sea peor todavía. No está tan mal dar cuenta de una capacidad práctica en términos de un conocimiento cuya posesión otorgaría a alguien dicha capacidad, cuando el contenido del conocimiento se presenta de tal manera que podamos convertir con facilidad esa explicación en una descripción directa de la capacidad práctica. Pero, cuando el contenido del conocimiento no se expresa de una manera que nos permita hacer esto, entonces, si lo que nos interesa es obtener una descripción de la capacidad práctica, la explicación que se nos ha proporcionado nos lleva todavía más lejos de aquello que estábamos buscando.

Esta última dificultad no es, creo, inevitable, sino que surge por­que nos hemos centrado sobre la teoría del sentido, con exclusión de la teoría de la fuerza. El hecho de asociar condiciones de verdad con determinadas frases tiene sentido sólo a la luz de los distintos actos lingüísticos que se pueden efectuar con dichas frases: expresar una frase con una fuerza imperativa, por ejemplo, significa que se está echando sobre el oyente la obligación de hacer que se dé la condición para que la frase sea verdadera. Sin este presupuesto, la noción de verdad queda colgada en el vacío. Una teoría del significado desarro­llada plenamente, incluiría una explicación de todos los distintos tipos de actos lingüísticos, es decir, describiría la práctica de hacer frases que lleva consigo cada uno de los distintos tipos de fuerza. Tal des­cripción disiparía en parte la impresión de que el papel primordial del lenguaje es el de ser vehículo del pensamiento, ya que lo que describiría sería la práctica social de una conversación entre diferen­tes hablantes. Sobre esta cuestión de la prioridad de un papel o fun­ción del lenguaje con respecto al otro, habría mucho más que decir, pero no tengo ahora espacio para hacerlo. Pienso sin embargo, que —a no ser que la teoría del sentido sea apoyada por una teoría de la fuerza que nos permita convertir las dos teorías, juntas, en una des­cripción directa de la práctica lingüística, del tipo buscado por uno que desea dispensarse de la noción da conocimiento en la filosofía del lenguaje— no tenemos nada capaz de ser aceptado como teoría satis­factoria del significado.

Esto no quiere decir que yo esté de acuerdo con los que abogan a favor de la expulsión de la noción de conocimiento de la filosofía

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del lenguaje. Recapitulemos primero brevemente dónde nos encon­tramos. Una idea natural consiste en explicar el dominio de un idioma en términos de lo que un hablante conoce cuando conoce el idioma: el resultado de tal intento es una teoría del significado en el sentido en el que vengo usando este término. Según esta concepción, hemos explicado lo que es para alguien significar algo por medio de expre­siones, por referencia a su conocimiento de una cierta teoría del signi­ficado que rige el idioma en el que esas expresiones se incluyen; y hemos explicado de modo semejante el entendimiento de esas expre­siones por parte de los que las oyen. Pero, llegados a este punto, per­cibimos ciertas dificultades. Por una parte, esta posición se parece sospechosamente a una consideración psicologista, justo del tipo que FREGE repudiaba desde el principio. Por otra, hay una objeción in­trínseca a la pretensión de que los hablantes de un idioma tengan un conocimiento explícito de una teoría del significado para su idio­ma. Ante estas dificultades, nos dirigimos de modo natural a la pro­puesta de deshacernos de la noción de conocimiento. En lugar de explicar qué conocimiento es el que tienen los hablantes para ser capaces de hacer lo que hacen cuando hablan un idioma, debería­mos simplemente describir lo que hacen: deberíamos reemplazar la teoría del significado, considerada como objeto de conocimiento del hablante, por una descripción de cómo funciona el lenguaje, por una consideración de la compleja actividad que es hablar un idioma. Esto no apareció como algo demasiado fácil, porque una teoría del signifi­cado en términos de las condiciones de verdad de las frases del idioma no se presta fácilmente a tal transformación; pero a esto repliqué que tal dificultad desaparecería si fuéramos capaces de suplementar lo que era sólo una teoría del sentido con una adecuada teoría de la fuerza. Este último punto requeriría, ciertamente, una discusión mucho más extensa que la que aquí pudiera acometer. Quisiera dedicar el resto de este trabajo a la explicación de por qué, a pesar de lo que he dicho hasta ahora, yo creo que la noción de conocimiento es indispensable a la hora de considerar el lenguaje.

Existe una razón específica por la que FREGE adoptó una teoría detallada del significado tan disconforme aparentemente con su tesis general de la comunicabilidad del sentido, señaladamente su doctrina sobre la primacía de las frases. No podemos caracterizar el dominio de un idioma mediante la explicación, para cada frase, de aquello en lo que consiste un entendimiento de cada una de ellas, porque

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hay una infinidad de frases, mientras que la capacidad práctica que constituye el dominio del idioma es de suyo finita. Ahora bien, nos encontramos a menudo en una posición similar. Si un niño ha apren­dido a sumar, tiene la capacidad de hacer una infinidad de opera­ciones; no obstante, su capacidad es en sí misma finita. Podemos ex­plicar esto fácilmente mediante la disección de cada operación en una secuencia de operaciones clasificables en un pequeño número finito de tipos, describiendo después cada tipo de suboperación. Pero, cuan­do se trata del dominio de un idioma, resulta difícil proceder de la misma forma. El dominio que un hablante tiene de su idioma consiste en el entendimiento de cada una de las muchas y finitas palabras y modos de componer frases: porque entiende esas cosas, entiende cada una de las muchas e infinitas frases del idioma. Pero la primacía de las frases nos impide dar una representación directa del entendimien­to de una palabra como una capacidad práctica. Las operaciones que componen una computación, como es una suma aritmética, pueden llevarse a cabo por separado, al margen del contexto de una compu­tación compleja: pero el entendimiento de una palabra no se mani­fiesta en cosa alguna que no sea el entendimiento de las frases en las que aparece. No parece que haya otra manera de representar el entendimiento de una palabra fuera de la captación de algún principio que determina su contribución al significado y al uso de una frase que la contenga; y captar un principio de esta índole es poseer un cono­cimiento determinado.

Volvamos, pues, a nuestra pregunta: cuando hacemos equivaler el entendimiento de una palabra al conocimiento de su significado, o hablamos de conocer un idioma, ¿ha de tomarse en serio nuestro uso del verbo 'conocer'? ¿Hay realmente algo que alguien conoce cuando entiende una palabra o llega a dominar un idioma? Un personaje de una de las novelas del humorista inglés P. G. Wodehouse, al ser preguntado si sabía hablar español, contestó: 'no lo sé, nunca lo he intentado'. ¿Dónde está lo absurdo de esta afirmación? ¿Sería tan absurda la misma respuesta a la pregunta '¿sabe usted nadar?'. La sugerencia de que ambas situaciones son igualmente absurdas equivale a la propuesta de que el uso del verbo 'conocer' o 'saber' en ambos contextos —'saber hablar español', 'saber nadar'— se debe al hecho empírico de que hablar español y nadar son dos cosas que nadie puede hacer a menos que se le haya enseñado, es decir, sin que haya estado sujeto a un cierto aprendizaje; 'saber', en estos casos significa

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'haber aprendido'. Pero, ¿es esto correcto? Es sólo un hecho em­pírico que no podemos nadar a menos que nos hayan enseñado. No sería una manifestación de magia si alguien, la primera vez que se metiera en el agua, hiciera —digamos que de modo instintivo— exac­tamente los movimientos correctos, y, ciertamente, he oído que es justo esto lo que sucede con niños muy pequeños cuando se les mete por primera vez en el agua. Pero parece natural pensar que sí sería magia el que alguien se pusiera de repente a hablar spañol, sin haberse educado en esa lengua y sin haberla aprendido nunca. Si se nos pidie­ra una explicación de la diferencia entre los dos casos, nos inclinaría­mos a decir que, para hablar el español, hace falta conocer muchísimas cosas, de modo similar a como hay que conocer muchas cosas para jugar al ajedrez.

La diferencia reside en el hecho de que hablar un idioma es un proceso consciente. Podemos concebir que alguien, metido en el agua por primera vez, se pueda encontrar simplemente nadando. No necesi­ta, en modo alguno, saber lo que está haciendo; puede incluso no saber que está nadando. Pero, ¿qué nos estamos imaginando cuando imaginamos que alguien, llegado por primera vez en su vida a un país de habla hispana, se encuentre hablando español? Hay dos casos di­ferentes: o bien suponemos que sepa lo que está diciendo, o, por el contrario, que oiga las palabras que salen de su boca sin conocer lo que significan. En ambos casos es algo mágico: pero en el segundo, aunque milagrosamente puede hablar español, todavía no sabe español. Saber español, o saber cómo hablar español, no puede compararse, al cabo, con saber nadar. Ambas pueden llamarse capacidades prácti­cas: pero no todas las capacidades prácticas son del mismo tipo.

¿Qué es lo que no se sabe si no se ha aprendido a nadar? Se sabe lo que es nadar, sólo que no se sabe cómo hacerlo. Y, si se encuentra en el agua, puede que lo haga, sin saber cómo lo hizo. Se sabe lo que es nadar; se puede, por ejemplo, decir si alguien está nadando o no; por eso, en tal caso, se puede intentar nadar, y tal vez se descubra que se puede. Pero, si alguien no ha aprendido el noruego, ni siquie­ra sabrá lo que es hablar noruego; ni podrá decir (al menos con segu­ridad) si otro lo está hablando o no: y por esto no podría ni tan sólo intentar hablarlo. De hecho, cuando se aprende noruego, no se apren­de una técnica para alcanzar el fin ya conocido de hablar noruego. No hay ninguna distancia entre saber qué es hablar noruego y saber cómo se habla (salvo en casos especiales de inhibición psicológica o

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algo por el estilo): no es que se aprenda primero lo que es hablar noruego y después se aprendan los medios por los cuales se puede realizar este objetivo.

Existen distintos grados de conciencia con la que una persona puede llevar a cabo una operación que requiera una habilidad deter­minada. En uno de los extremos, la persona formulará para sí misma la acción que ha de realizarse en cada momento y las maneras en que ha de hacerse, como sucede en el caso de alguien que —poco acostum­brado a tales tareas— ha tenido que memorizar las instrucciones de cómo se guisa un alimento, o cómo se ensambla una máquina. Este es el caso en el que una persona tiene un conocimiento explícito de cómo realizar la operación de que se trate, y acude a este conoci­miento conforme va desempeñando la tarea. En el otro extremo, pue­de que alguien sea sencillamente incapaz de decir qué es lo que hace, incluso cuando reflexiona o cuando intenta observarse atentamente; es notorio que algunos que han adquirido habilidades física son com­pletamente incapaces de explicar a otros cómo se realizan esas accio­nes. Tal es el caso en el que, si decimos que alguien sabe realizar una operación (sea nadar o montar en bicicleta), la expresión 'sabe cómo hacerlo' tiene sólo la fuerza de 'puede hacerlo como resultado de haber aprendido a hacerlo'. Pero también hay casos intermedios. En éstos, alguien puede ser incapaz de formular por sí mismo los princi­pios de acuerdo con los cuales actúa, pero no obstante ser capaz de reconocer, y estar dispuesto para reconocer, la corrección de una de­claración sobre esos principios, cuando ésta se le ofrece.

En los casos de este tipo intermedio, me parece que hemos de tomar más en serio la atribución de conocimiento a alguien que posea la habilidad práctica en cuestión: 'sabe cómo hacerlo' no es una mera equivalencia idiomática de 'puede hacerlo*. Al contrario, podemos decir del sujeto que sabe que ciertas cosas son de tal forma, que conoce ciertas proposiciones acerca de cómo se ha de realizar la ope­ración; pero tenemos que precisar esto admitiendo que su conocimien­to no es un conocimiento explícito, es decir, un conocimiento que pueda manifestarse en cuanto que se solicite. Es más bien un conoci­miento implícito: un conocimiento que se muestra en parte por la manifestación de la habilidad práctica, y en parte por una aptitud para reconocer como correcta una formulación de aquello que se conoce, cuando ésta se presente. Consideremos, por ejemplo, el conocimiento del juego del ajedrez. De hecho, nadie aprende a jugar sin haber

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recibido anteriormente alguna información implícita, por ejemplo, que sólo el caballo puede saltarse otra pieza. Sin embargo, yo no veo la razón por la que sería en principio impensable que alguien pudiera aprender el juego, sin que nadie le hubiera dicho nada, y sin haber aprendido por su cuenta las reglas, sólo con que alguien le hubiera corregido cada vez que hiciera un movimiento incorrecto. Ahora bien, si dijéramos de tal persona que sabe jugar al ajedrez, ¿deberíamos usar el verbo 'saber' sólo en el sentido en el que se dice que alguien sabe nadar? Me parece que no. La razón está en que sería impensable que una persona que haya aprendido a obedecer las reglas del ajedrez no sea capaz ni se encuentre presto a reconocer esas reglas como co­rrectas cuando se le presentan; por ejemplo, a estar conforme, quizá después de una breve reflexión, en que sólo el caballo puede saltar por encima de otra pieza. Alguien que haya aprendido las reglas de este modo se puede decir propiamente que conoce las reglas implícita­mente. Podríamos decir que no sólo se limita a seguir las reglas, sin saber lo que hace: es guiado por ellas.

Hablar es una actividad altamente consciente. Las expresiones de una persona mientras está despierto son ejemplos primordiales de actos voluntarios: hablar sin darse cuenta de lo que uno dice, o bien en el sentido de no saber qué palabras está expresando, o bien en el de no saber qué significan, apenas se puede decir que es hablar; es automatismo, desvarío, o cualquier otro fenómeno extraño. El uso del lenguaje es la manifestación primaria de nuestra racionalidad: es la actividad racional por excelencia. Resulta, de hecho, muy difícil con­seguir una formulación explícita de los principios que rigen cualquier idioma. Pero, precisamente porque el uso del lenguaje es, típica­mente, una actividad tan consciente, hemos de considerar el uso que un hablante hace del lenguaje, no como una mera ejemplificación de esos principios, sino como algo guiado por esos principios, y por lo tanto hemos de atribuirle un conocimiento implícito de ellos, que­riendo decir con esto algo más que su mera observancia en la prác­tica.

Si esto es correcto, tiene una consecuencia para el criterio de éxito en la construcción de una teoría del significado para un idioma. Por­que de ahí se sigue que tal teoría no está abierta a una valoración del mismo modo que una teoría empírica ordinaria; no ha de ser juzgada como correcta con el mero fundamento de que cuadra satisfactoria­mente con la conducta lingüística observada. Más bien, el único cri-

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terio concluyente de su corrección es el de que los individuos que hablan el idioma están preparados, tras una reflexión, para reconocerla como correcta, es decir, como contenedora de esos principios por los que de hecho se guían.

Si expulsamos de la filosofía del lenguaje la noción de conoci­miento, es difícil ver cómo una consideración del funcionamiento del lenguaje puede ser otra cosa que una teoría empírica ordinaria, o sea, una teoría causal del tipo que QUINE parece proponer. Según una teo­ría de esta índole, el aprendizaje del uso del lenguaje inculca en cada hablante un conjunto determinado de propensiones a responder a ciertos estímulos con ciertas expresiones, y a responder a ciertas ex­presiones con otras expresiones ulteriores o con un cierto comporta­miento no verbal. Ahora bien, no se trata sólo de que estemos lejos de construir una teoría de este tipo: es que no es la suerte de teoría que necesitamos ni la que deberíamos buscar. Tal teoría no represen­taría nuestro uso del lenguaje como una actividad racional, sino como un complejo de respuestas condicionadas. No dejaría lugar para nin­gún tipo de distinción entre la razón por la que un hablante dice lo que dice, y lo que significan sus palabras; ni entre sus motivos mani­festados y sus impulsos y hábitos inconscientes. Pero, si queremos exponer lo que entraña entender un lenguaje, ser capaz de hablarlo, tenemos que hacer ambas distinciones. Para representar el habla como una actividad racional, tenemos que describirla como algo que com­porta el tener en cuenta los procedimientos ordinarios de estimar los motivos manifestados y las intenciones, para distinguirlos así de las convenciones lingüísticas que hay que aprender especialmente. Pero también hemos de distinguir las regularidades de las que un agente racional, como hablante, hace uso, de las que pueden serle desconocidas y cabría descubrir con la ayuda de un psicólogo; sólo aquellas regularidades de las que hace uso al hablar caracterizan al lenguaje como lenguaje. El puede hacer uso solamente de aquellas regularidades de las que en algún grado es sabedor; es decir, de aqué­llas que tal vez no sería capaz de enunciar, pero cuya enunciación podría reconocer como correcta tras una reflexión, sin necesidad de ulterior observación. Se trata, pues, de regularidades de las que tiene un conocimiento implícito. Al pedir una teoría de un idioma, estamos en la misma posición en la que se encuentra alguien que intenta entender un juego desconocido, sin ser capaz de comunicarse con los jugadores. No pide una teoría que le haga capaz de predecir el movi-

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miento de cada jugador en cada momento, aunque existiera incluso tal teoría; sólo necesita lo suficiente para comprender el juego como una actividad racional. Quiere, en otras palabras, saber ni más menos que lo que cualquiera necesita saber para saber jugar a ese juego, y por lo tanto saber en qué consiste jugar a ese juego: no le conciernen las regularidades ocultas que pudieran existir, pero de las que ni los propios jugadores tienen idea. Y lo mismo vale para la filosofía del lenguaje. Necesitamos ser capaces de decir en qué consiste el uso de un lenguaje; necesitamos por tanto ser capaces de enunciar explícita­mente justo lo que cualquiera ha de saber si es capaz de hablar el lenguaje en cuestión. El conocimiento del hablante puede ser un conocimiento sólo implícito; pero aquello que un hablante no sabe, ni siquiera implícitamente, no puede ser parte de lo que confiere a una expresión de ese lenguaje la significación que tiene.

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