clásicos en el tren

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12 PERGOLA Clásicos en el tren El autor, que acaba de publicar en la colección Espasa Juvenil el volumen Cuentos del tren, hace un repaso a la presencia del ferrocarril en la literatura de los últimos ciento cincuenta años E ^ NTRE los primitivos y penosos trayectos sobre bestias o carruajes y los modernos y fugaces des- plazamientos aéreos o por largas autovías, esto es, entre mediados del siglo XIX y finales del XX, los viajes en tren ocupan un lugar do- minante. Aquella primer línea fe- rroviaria entre Liverpool y Man- chester, inaugurada en 1829, abria el camino a lo que hoy son las grandes rutas ferroviarias. En la primera mitad del siglo XX, su época más gloriosa, el tren se convertía, además, en un lujoso modo de viajar para los potenta- dos. Rutas como las del Orient Ex- press o el Transiberiano han con- tribuido a la fantasía de novelistas y cineastas, que los convertían en escenario de sus intrigas y peripe- cias en una época en la que ya la aviación y el tráfico por carretera trataban de quitar protagonismo al ferrocarril tradicional. Y, claro, la literatura y el cine no podían ser ajenas al ferrocarril. Muchos escri- •tores de la primera mitad del siglo XX transforman el viaje en tren en uno de los grandes motivos litera- rios, sólo equiparable al de las tra- vesías marítimas de la novela de aventuras decimonónica. Un largo siglo de liistorias Si el tren es, como alguien lo ha definido, la primera máquina ro- mántica, la última podría serlo el cine, y entre ambas han surtido a nuestra imaginación de un rico aluvión de imágenes y evocacio- nes, muchas de las cuales están -lo han estado siempre que hablamos de cine- emparentadas con la lite> ratura. Desde aquella creación de los hermanos Lumière de 1895, Llegada del tren a la estación de La Ciotat, hasta nuestros días, no- velistas, guionistas y cineastas han proyectado inolvidables documen- tos sobre los raíles de un tren. Títu- los cogidos al azar de la filmogra- fia como; El caballo de Hierro (1925), El maquinista de la Gene- ral (1926), Correo nocturno (1936), Union Pacific (1939), El expreso de Shangai (1939), Esta- ción Termini (1952), Deseos hu- manos (1954), Pánico en el Tran- siberiano (191Ì), Viajes con mi tía (1972) o Breve Encuentro (1945), esa intimista película de David Le- an, basada en una obra teatral de Noel Coward que transcurre en la cantina de una estación, son de por sí bien gráficos y elocuentes. To- dos aluden al tren como lugar de encuentros fugaces, atracos, asesi- natos o pasiones desbocadas, y buena parte de ellos se han basado en alguna novela precedente. Respecto a la literatura y su her- manamiento con los viajes por fe- rrocarril, es fácil encontrar secuen- cias más o menos breves en buena parte de los relatos escritos tras su instauración a mediados del XIX, y sobre todo cuando encierran un componente de acción o de aven- tura. La bestia humana, de Zola, novela basada en los ambientes fe- rroviarios fi’anceses; El caballo de hierro, de Zane Grey, que, como decíamos, nos relata la construc- ción de la mítica línea del Union Canteras del puerto de Tarragona, 1867 Pacific que cruzaba de Este a Oes- te el extenso continente norteame- ricano, Nevada Express, de Alis- tair Maclean, al más puro estilo del western, Orient Espress, de Gra- ham Green, que relata las intrigas surgidas entre un grupo de viajeros en el largo trayecto a Estambul, o esa novela quizás menos conocida de Eduardo Zamacois, Memorias de un vagón de ferrocarril, en la que un elegante coche de primera clase personificado sirve a su autor para acercamos la rutina y las anécdotas de los viajes en tren. Y bien fácil es también dar con algu- na secuencia y hasta con capítulos enteros alusivos a trenes y estacio- das sobre railes (Páginas de Espu- ma, 2000). El ferrocarril ha transportado in- finidad de fragmentos de vida, pues cada pasajero es portador de la suya, por más que sólo algunos hayan merecido la atención de los escritores. Otros han quedado im- presos en un daguerrotipo o en al- guna postal. Y muchos, claro, se han perdido en el olvido, de donde sólo ocasionalmente algún curioso los ha rescatado después. Y así, si viajáramos por las páginas de los autores clásicos de entresiglos, es decir, de los que tuvieron ocasión de conocer el tren en sus albores o en su época de expansión, adverti- “Za vuelta al mundo en 80 días”, le fue encargada a Verne por una agencia de viajes, la de Thomas Cook nes en los libros de viajes. Desde el viaje novelado que nos relata Julio Veme en La vuelta al mundo en 80 días, hasta el Viaje al Japón de Rudyard Kipling, el l^aje al país de los cuentos, de Knut Hamsun, o el Viaje a España de A.C. Ander- sen, obras en las que sus autores describen con detalle y sorpresa el nuevo modo de viajar en los pri- meros tiempos de las grandes líne- as transcontinentales, hasta otras más modemas como ese viaje evo- cador que Luis Sepúlveda nos rela- ta en su novela Patagonia Express (Tusquets, 1995) o la reciente an- tología de narradores en castella- no de la segunda mitad del siglo XX, reunidos bajo el título de Vi- riamos, en la mayoria de los casos, su fascinación apenas disimulada ante ese nuevo modo de recorrer grandes distancias. Como uno de tantos escritores románticos, el danés Hans Chris- tian Andersen (1805-1875) visitó este país en el otoño de 1862 . De sus vivencias e impresiones dejó constancia en su libro Viaje por España, editado al año siguiente, y en cuyas primeras líneas encontra- mos un valioso testimonio de lo que eran los albores del ferrocarril: "Cuando se inauguró el ferro- carril en Europa, la gente puso el grito en el cielo. ¡Ya se había aca- bado el viejo y hermoso modo de viajar! ¡La poesía del viajar se es- fiimaba, la magia se perdía! Sin embargo, precisamente entonces comenzaba la magia A esa magia de la velocidad alu- de, precisamente el poeta Ramón de Campoamor en uno de sus po- emas: El tren expreso, publicado en sus Pequeños poemas, escritos entre 1872 y 1874, y en el que re- crea su encuentro fortuito con una bella mujer de la que se prenda en el viaje. Una vez más, el tren es el espacio elegido para expresar lo casual y transitorio de la vida hu- mana, hecha de encuentros y de- sencuentros. La descripción del paisaje desde la ventanilla le sirve al poeta para expresar su sensación de transitoriedad, de pasajero de la vida, como podemos apreciar en este breve fi-agmento: "Las cosas que miramos, / se vuelven hacia atrás en el instante / que nosotros pasamos; / y confor- me va el tren hacia delante, /pare- ce que desandan lo que andamos Verne y el tren Aunque está considerado el au- tor de las más fantasiosas aventu- ras, lo cierto es que Julio Verne (1828-1905) inventó poco al escri- bir la mayor parte de sus libros. Lo que realmente hizo fue reflejar la época que le tocó vivir, es decir, novelar con los grandes avances científicos y tecnológicos sobre los que supo documentarse profimda- mente. Si el viajar había venido siendo hasta entonces patrimonio casi exclusivo de aventureros, de marginados o de fugitivos, a partir de entonces empieza a emparentar- se con una nueva idea: la idea de placer, muy cercana ya a la que no- sotros poseemos del viaje turístico. Tanto es así que su célebre y cine- matográfica obra de La welta al mundo en 80 días, editada en 1873, le fue encargada a Veme por ima agencia de viajes, la de Thomas Cook, que dos años antes había empezado a ofertar a sus clientes recorridos alrededor del mundo. La novela nos relata un meticu- loso y calculado periplo en el que el vapor y el tren juegan un papel fundamental, por eso las alusiones a la implantación de las nuevas lí- neas ferroviarias son tan abundan- tes. Es el caso de la descripción que Veme nos hace en el cap. X de la “Great Indian Peninsular Rail- way”, es decir, de la línea férrea que cruza la India desde Bombay a Calcuta y, más adelante, en el capí- tulo XXVI y siguientes, de la que atraviesa el continente norteameri- cano, esto es, la “Pacific Railro- ad”, de la que encontramos una pormenorizada descripción y en cuyo trayecto, al que dedica abun- dantes páginas, no faltan las peleas con lo sioux. Con sus acostumbra- do rigor documental, Veme nos describe así el trayecto del Unión Pacific: ‘‘Nueva Yorky San Francisco se encuentran actualmente unidas por una cinta metálica ininterrum- pida que no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis millas. Entre Omaha y el Pacífico, el fe - rrocarril atraviesa una región to- davía frecuentada por los indios y las fieras, vasta extensión de terri- torio que los mormones empeza- ron a colonizar hacia 1845, des- pués de que fuesen expulsados de Illinois (...) El "Pacific rail-road" posee numerosas ramificaciones a todo lo largo de su recorrido, en los estados de lowa, Kansas, Colo- rado y Oregón. (...) Asi era esa larga arteria que los trenes reco- rren en siete dias, y que iba a per- mitir al honorable Phileas Fogg -al menos así lo esperaba él- to- mar, el día II, en Nueva York, el paquebote de Liverpool”. Tampoco los autores españoles del Realismo y el Natui^ismo iban a dejar de aludir en sus obras a esa nueva materia novelable que supuso en su tiempo la irmpción del ferrocarril. Los viajes adquirie- ron en sus vidas y sus obras una gran importancia, ya fuera desde el entusiasmo cosmopolita o desde el apego al costumbrismo local. Así, Benito Pérez Galdós, que sacó a menudo a sus protagonistas del pueblo a la ciudad, se deleita en re- latar unas veces un viaje en tren o en describir una estación ferrovia- ria otras, como hace en su novela Rosalía: "Si no hay nada más bullicioso, más accidentado, ni más alegre que la estación de un ferrocarril cuando el tren acaba de llegar o se prepara a partir durante el dia, tampoco existe sitio más callado, más quieto, más triste, cuando el convoy ha desaparecido en la no- che y ha de pasar mucho tiempo antes de que venga otro ”. Quizás fuera la condesa Emilia Pardo Bazán quien, por aquel en- tonces, mayor provecho supo sacar al tren en muchas de sus novelas y libros de viajes: Un viaje de no- vios, Sud-Exprés o Crónicas de la Exposición, son algunas de las obras en las que asoma ese gusto cosmopolita de los vagones de pri- mera desde los que a menudo ob- servó la realidad de su tiempo. En una de esas Crónicas, la titulada Al pie de la Torre Eiffel, relata su llegada a la ciudad y nos ofrece a la vez un documento de época acerca de los trenes franceses en contraste con los españoles: "En Francia, por lo regular, los viajes de primera clase disfhitan de bastante desahogo, pues el fi'ancés, más tacaño que el espa- ñol, suele contentarse con billete de segunda; pero de esta vez, pri- mera, segunda, tercera, y repito

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Page 1: Clásicos en el tren

1 2 PERGOLA

Clásicos en el trenEl autor, que acaba de publicar en la colección Espasa Juvenil el volumen Cuentos del tren, hace un repaso a la

presencia del ferrocarril en la literatura de los últimos ciento cincuenta años

E^ NTRE los primitivos y penosos trayectos sobre bestias o carruajes y los modernos y fugaces des­

plazamientos aéreos o por largas autovías, esto es, entre mediados del siglo XIX y finales del XX, los viajes en tren ocupan un lugar do­minante. Aquella primer línea fe­rroviaria entre Liverpool y Man­chester, inaugurada en 1829, abria el camino a lo que hoy son las grandes rutas ferroviarias.

En la primera mitad del sigloXX, su época más gloriosa, el tren se convertía, además, en un lujoso modo de viajar para los potenta­dos. Rutas como las del Orient Ex­press o el Transiberiano han con­tribuido a la fantasía de novelistas y cineastas, que los convertían en escenario de sus intrigas y peripe­cias en una época en la que ya la aviación y el tráfico por carretera trataban de quitar protagonismo al ferrocarril tradicional. Y, claro, la literatura y el cine no podían ser ajenas al ferrocarril. Muchos escri-

•tores de la primera mitad del siglo XX transforman el viaje en tren en uno de los grandes motivos litera­rios, sólo equiparable al de las tra­vesías marítimas de la novela de aventuras decimonónica.

Un largo siglo de liistoriasSi el tren es, como alguien lo ha

definido, la primera máquina ro­mántica, la última podría serlo el cine, y entre ambas han surtido a nuestra imaginación de un rico aluvión de imágenes y evocacio­nes, muchas de las cuales están -lo han estado siempre que hablamos de cine- emparentadas con la lite> ratura. Desde aquella creación de los hermanos Lumière de 1895, Llegada del tren a la estación de La Ciotat, hasta nuestros días, no­velistas, guionistas y cineastas han proyectado inolvidables documen­tos sobre los raíles de un tren. Títu­los cogidos al azar de la filmogra­fia como; El caballo de Hierro (1925), El maquinista de la Gene­ral (1926), Correo nocturno (1936), Union Pacific (1939), El expreso de Shangai (1939), Esta­ción Termini (1952), Deseos hu­manos (1954), Pánico en el Tran­siberiano (191Ì), Viajes con mi tía (1972) o Breve Encuentro (1945), esa intimista película de David Le­an, basada en una obra teatral de Noel Coward que transcurre en la cantina de una estación, son de por sí bien gráficos y elocuentes. To­dos aluden al tren como lugar de encuentros fugaces, atracos, asesi­natos o pasiones desbocadas, y buena parte de ellos se han basado en alguna novela precedente.

Respecto a la literatura y su her­manamiento con los viajes por fe­rrocarril, es fácil encontrar secuen­cias más o menos breves en buena parte de los relatos escritos tras su instauración a mediados del XIX, y sobre todo cuando encierran un componente de acción o de aven­tura. La bestia humana, de Zola, novela basada en los ambientes fe­rroviarios fi’anceses; El caballo de hierro, de Zane Grey, que, como decíamos, nos relata la construc­ción de la mítica línea del Union

Canteras del puerto de Tarragona, 1867

Pacific que cruzaba de Este a Oes­te el extenso continente norteame­ricano, Nevada Express, de Alis­tair Maclean, al más puro estilo del western, Orient Espress, de Gra­ham Green, que relata las intrigas surgidas entre un grupo de viajeros en el largo trayecto a Estambul, o esa novela quizás menos conocida de Eduardo Zamacois, Memorias de un vagón de ferrocarril, en la que un elegante coche de primera clase personificado sirve a su autor para acercamos la rutina y las anécdotas de los viajes en tren. Y bien fácil es también dar con algu­na secuencia y hasta con capítulos enteros alusivos a trenes y estacio-

das sobre railes (Páginas de Espu­ma, 2000).

El ferrocarril ha transportado in­finidad de fragmentos de vida, pues cada pasajero es portador de la suya, por más que sólo algunos hayan merecido la atención de los escritores. Otros han quedado im­presos en un daguerrotipo o en al­guna postal. Y muchos, claro, se han perdido en el olvido, de donde sólo ocasionalmente algún curioso los ha rescatado después. Y así, si viajáramos por las páginas de los autores clásicos de entresiglos, es decir, de los que tuvieron ocasión de conocer el tren en sus albores o en su época de expansión, adverti-

“Za vuelta al mundo en 80 días”, le fue encargada a Verne por una agencia

de viajes, la de Thomas Cooknes en los libros de viajes. Desde el viaje novelado que nos relata Julio Veme en La vuelta al mundo en 80 días, hasta el Viaje al Japón de Rudyard Kipling, el l^aje al país de los cuentos, de Knut Hamsun, o el Viaje a España de A.C. Ander­sen, obras en las que sus autores describen con detalle y sorpresa el nuevo modo de viajar en los pri­meros tiempos de las grandes líne­as transcontinentales, hasta otras más modemas como ese viaje evo­cador que Luis Sepúlveda nos rela­ta en su novela Patagonia Express (Tusquets, 1995) o la reciente an­tología de narradores en castella­no de la segunda mitad del siglo XX, reunidos bajo el título de Vi-

riamos, en la mayoria de los casos, su fascinación apenas disimulada ante ese nuevo modo de recorrer grandes distancias.

Como uno de tantos escritores románticos, el danés Hans Chris- tian Andersen (1805-1875) visitó este país en el otoño de 1862 . De sus vivencias e impresiones dejó constancia en su libro Viaje por España, editado al año siguiente, y en cuyas primeras líneas encontra­mos un valioso testimonio de lo que eran los albores del ferrocarril:

"Cuando se inauguró el ferro­carril en Europa, la gente puso el grito en el cielo. ¡Ya se había aca­bado el viejo y hermoso modo de viajar! ¡La poesía del viajar se es-

fiimaba, la magia se perdía! Sin embargo, precisamente entonces comenzaba la magia

A esa magia de la velocidad alu­de, precisamente el poeta Ramón de Campoamor en uno de sus po­emas: El tren expreso, publicado en sus Pequeños poemas, escritos entre 1872 y 1874, y en el que re­crea su encuentro fortuito con una bella mujer de la que se prenda en el viaje. Una vez más, el tren es el espacio elegido para expresar lo casual y transitorio de la vida hu­mana, hecha de encuentros y de­sencuentros. La descripción del paisaje desde la ventanilla le sirve al poeta para expresar su sensación de transitoriedad, de pasajero de la vida, como podemos apreciar en este breve fi-agmento:

"Las cosas que miramos, / se vuelven hacia atrás en el instante / que nosotros pasamos; / y confor­me va el tren hacia delante, /pare­ce que desandan lo que andamos

Verne y el trenAunque está considerado el au­

tor de las más fantasiosas aventu­ras, lo cierto es que Julio Verne (1828-1905) inventó poco al escri­bir la mayor parte de sus libros. Lo que realmente hizo fue reflejar la época que le tocó vivir, es decir, novelar con los grandes avances científicos y tecnológicos sobre los que supo documentarse profimda- mente. Si el viajar había venido siendo hasta entonces patrimonio casi exclusivo de aventureros, de marginados o de fugitivos, a partir de entonces empieza a emparentar- se con una nueva idea: la idea de placer, muy cercana ya a la que no­sotros poseemos del viaje turístico. Tanto es así que su célebre y cine­matográfica obra de La w elta al mundo en 80 días, editada en 1873, le fue encargada a Veme por ima agencia de viajes, la de Thomas Cook, que dos años antes había empezado a ofertar a sus clientes recorridos alrededor del mundo.

La novela nos relata un meticu­loso y calculado periplo en el que el vapor y el tren juegan un papel fundamental, por eso las alusiones a la implantación de las nuevas lí­neas ferroviarias son tan abundan­tes. Es el caso de la descripción que Veme nos hace en el cap. X de la “Great Indian Peninsular Rail- way”, es decir, de la línea férrea que cruza la India desde Bombay a

Calcuta y, más adelante, en el capí­tulo XXVI y siguientes, de la que atraviesa el continente norteameri­cano, esto es, la “Pacific Railro- ad”, de la que encontramos una pormenorizada descripción y en cuyo trayecto, al que dedica abun­dantes páginas, no faltan las peleas con lo sioux. Con sus acostumbra­do rigor documental, Veme nos describe así el trayecto del Unión Pacific:

‘‘Nueva York y San Francisco se encuentran actualmente unidas por una cinta metálica ininterrum­pida que no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis millas. Entre Omaha y el Pacífico, el fe ­rrocarril atraviesa una región to­davía frecuentada por los indios y las fieras, vasta extensión de terri­torio que los mormones empeza­ron a colonizar hacia 1845, des­pués de que fuesen expulsados de Illinois (...) El "Pacific rail-road" posee numerosas ramificaciones a todo lo largo de su recorrido, en los estados de lowa, Kansas, Colo­rado y Oregón. (...) Asi era esa larga arteria que los trenes reco­rren en siete dias, y que iba a per­mitir al honorable Phileas Fogg -a l menos así lo esperaba él- to­mar, el día II, en Nueva York, el paquebote de Liverpool”.

Tampoco los autores españoles del Realismo y el Natui^ismo iban a dejar de aludir en sus obras a esa nueva materia novelable que supuso en su tiempo la irmpción del ferrocarril. Los viajes adquirie­ron en sus vidas y sus obras una gran importancia, ya fuera desde el entusiasmo cosmopolita o desde el apego al costumbrismo local. Así, Benito Pérez Galdós, que sacó a menudo a sus protagonistas del pueblo a la ciudad, se deleita en re­latar unas veces un viaje en tren o en describir una estación ferrovia­ria otras, como hace en su novela Rosalía:

"Si no hay nada más bullicioso, más accidentado, ni más alegre que la estación de un ferrocarril cuando el tren acaba de llegar o se prepara a partir durante el dia, tampoco existe sitio más callado, más quieto, más triste, cuando el convoy ha desaparecido en la no­che y ha de pasar mucho tiempo antes de que venga otro ”.

Quizás fuera la condesa Emilia Pardo Bazán quien, por aquel en­tonces, mayor provecho supo sacar al tren en muchas de sus novelas y libros de viajes: Un viaje de no­vios, Sud-Exprés o Crónicas de la Exposición, son algunas de las obras en las que asoma ese gusto cosmopolita de los vagones de pri­mera desde los que a menudo ob­servó la realidad de su tiempo. En una de esas Crónicas, la titulada Al pie de la Torre Eiffel, relata su llegada a la ciudad y nos ofrece a la vez un documento de época acerca de los trenes franceses en contraste con los españoles:

"En Francia, por lo regular, los viajes de primera clase disfhitan de bastante desahogo, pues el fi'ancés, más tacaño que el espa­ñol, suele contentarse con billete de segunda; pero de esta vez, pri­mera, segunda, tercera, y repito

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otra vez en el tren, en ese odioso tren, en uno de esos insoportables vagones de ferrocarril^

M iguel de UnamuDO

Ferrocarril de Gainesville Midland, 1928

que hasta los vagones de mercancí­as, iban rellenándose, mientras en cada estación algo importante nos agregaban coches y más coches. Nuestro tren se asemejaba a inmen­sa serpiente boa que, poco a poco se desenroscase y creciese. "Fortu­na -pensaba y o - que estamos en tierra francesa Allá en mi querida e incorregible patria, esto se habría convertido ya en un tren botijo, y en lugar de ocho asientos de cada de­partamento, iríamos aquí trece o catorce personas hacinadas, moles­tándonos...

El descubrimiento del paisaje, eje central de la literatura de los autores de la Generación del 98, los llevó a viajar frecuentemente por la geo­grafía peninsular. Claro que, inicia­do ya el siglo XX, el tren ya no es ese fenómeno que deslumbra o so­brecoge; ahora es lugar habitual, atalaya desde !a que mirar la reali­dad circundante de pequeños pue­blos y ciudades.

Unas veces lo hacen con cierto

Otras, en cambio, como lo hace Azorín, con cierta simpatía y ensi­mismamiento. Así es como, en al­gunos pasajes de su obra Castilla (1912) nos describe paisajes y sen­saciones desde la ventanilla de un vagón o cómo se recrea en el am­biente poético de una estación fe­rroviaria:

"Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. La tienen las anchas, inmensas estaciones de las gandes urbes, con su ir y venir in­cesante -vaivén eterno de la vida- de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras que re­percuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el barbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir es­tridente de las carretillas; el tráfa­go de la muchedumbre; el llegar raudo, impetuoso de los veloces ex­presos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no

Viernes Santo en Castilla, 1904.Darío de Regoyos (Museo Bellas Artes de Bilbao)

Inauguración del ferrocarril de Barcelona a Villanueva y Geltrú

desdén, como Miguel de Unamu­no, autor declaradamente contrario a la tecnificación desmesurada, co­mo se advierte en este breve frag­mento de su libro de viajes Por tie­rras de Portugal y de España (1911):

"Y otra vez en el tren, en ese odioso tren, en uno de esos insopor­tables vagones de ferrocarril. Para desquitarme iba pensando en lo que serían los viajes por esa encantado­ra tierra portuguesa, toda mimo, en aquellas diligencias de campanillas retintinantes de que nos habla Anto­nio Nobre (...) Una parada en seco, el grito de un mozo anunciando una estación me cortaban el ensueño. Y el tren volvía a partir y yo volvía a soñar

sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calla­das, hacia los montes azules

La selección de fragmentos alusi­vos al viaje en tren, documentales unas veces y evocadores otras, po­dría hacerse bien larga. Sólo haría falta ir engarzando fragmentos co­mo vagones a una poderosa y suge- rente máquina. Y el tren, literaria­mente hablando, lo ha sido y segui­rá siendo, gracias a su capacidad para condensar el tiempo y el espa­cio bajo la mágica fórmula del via­je, que es, en definitiva, la metáfora por antonomasia de nuestra vida.

Seve Calleja

En blancoH a y algo, no sé, glamour,

elevación espiritual, gente profimda, maravillosa: bien vestida. El mundo del arte me

encanta. Fui al museo porque presentaban lo -v post-último de lo último. Ya me habían hablado del artista, lan Flannery, un tipo estupendo, muy sonriente, amable con todos, tierno con los fotógrafos, que traía una obra que dejó a los asistentes con la mirada absorta, muy pero que muy concentrada en ella. Era una habitación pintada de blanco, sin ningún tipo de decoración, sin ningún mueble, sólo las cuatro paredes (*). En la misma línea que otros artistas de su onda, creadores que han sabido prescindir de lo superfluo para imaginar piezas únicas y ya referenciales, como una cama con las sábanas revueltas, máxima expresión de la unión entre arte y vida, o dos bombillas de 60 vatios que «colgaban de un hilo eléctrico, también blanco, irónica referencia a la luz en la pintura.

La comisaria nos explicó que Flannery trabajaba con el concepto de lo inmaterial, que a su vez nos lleva a lo sublime. Citó el nombre de xm par de filósofos franceses y lo incluyó en la generación de la nueva sensibilidad pura, cuyo pimto de partida es el cuadro de Malevich titulado ‘Blanco sobre blanco’, si bien prescinden del soporte pictórico, demasiado tradicional para ellos. El fmal, nos dijo, es impredecible: ¿Qué fmal no lo es?, se preguntó. Flannery escuchó en silencio, abstraído, pensativo, con la mano sujetando la barbilla. No tenía nada más que añadir. Cada cual puede hacer sus interpretaciones, es una obra abierta al público, que es el que debe decidir siempre.Yo ya he acabado mi trabajo, ahora estoy de promoción, añadió. Un guarda jurado impidió por los pelos que un periodista se apoyara en una de las paredes: “Hombre, que las obras de arte no se tocan”, le dijo.

Es muy buena porque ha sido un éxito. La semana pasada pasaron 200.000 personas para verla. Esa semana fríe mejor que la ‘Monna Lisa’, que sólo obtuvo 120.000 visitantes. En tercer lugar quedó el Partenón de Atenas, con 60.000. Todo el mundo sabe que la arquitectura es también arte. De hecho, ^Flannery le comentó a un compañero que se le había ocurrido la obra viendo las casas blancas de Creta, en un viaje, porque viajar insipira y no viajar no.

Para la exposición se ha confeccionado un merchandising divino. Hay bolsos de plástico blancos, paraguas blancos, postales blancas, mecheros blancos, camisetas blancas: todo muy caro. Fenomenal, ahora que estamos en primavera. Ha tenido que ser algo más que la casualidad. ¿No dicen que el arte es cosa de los dioses?

Los críticos han puesto muy bien la pieza. Recogiendo lo mejor de la crítica americana, ya no aburren como antes. Opinan, sí:Romualdo Vítores escribió que Flannery »• redeconstruía el espacio para volverlo a construir, y recomendaba una lectura irónica para aprehender el sentido inconsciente de la obra. A mi me pareció perfecto. Sin embargo, en lo que la gente se fija es en los nuevos métodos de la crítica: \m dedo para arriba, es que está bien; para abajo, es que no hay que ir.

Lo mejor de todo fríe la inauguración, como siempre. A Flannery se le vio con una modelo checa, y a la comisaria con un futbolista. Todo el mundo fiie con smoking o vestido largo.Eso si, blancos. Después hubo una fiesta en una discoteca.

Iñaki Esteban

Pasajeros en el tren

(*) Basado en un hecho real. Martin Creed ganó el Tumer Prize 2001 del Reino Unido con una obra-habitación vacía en que las luces se apagaban y se encendían. El importe del premio asciende a 20.000 libras esterlinas. El jurado estuvo cinco horas deliberando. En la presentación oficial de los candidatos al premio, se decía de Martin Creed que en la última temporada había reafímiado el rigor y la pureza de su trabajo.