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34 Violencia social y ciudadanía MIGUEL GIUSTI * “Marcola” es el filósofo de la violencia urbana, el maestro del “Loco” Perochena y de “Pilatos”, quien el día del motín en El Sexto dio un discurso político al país. (Foto: www.laescaleta.com)

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Sobre la ciudadanía un enfoque al significado de la misma.

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Violencia social y ciudadaníaMiguel giusti*

“Marcola” es el filósofo de la violencia urbana, el maestro del “Loco” Perochena y de “Pilatos”, quien el día del motín en El Sexto dio un discurso político al país. (Foto: www.laescaleta.com)

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LIMA, AÑO CERO

* Filósofo. Profesor principal y Jefe del Departa-mento de Humanidades de la PUCP. Editor del libro Tolerancia 3, publicado este año.

Este artículo es una versión corregida de la con-ferencia dictada en el Seminario de Investigación “Ciudadanía, espacio público y visiones de la ciudad. Problemas y posibilidades en la Lima actual”, organizado por el Centro de Investiga-ción de la Arquitectura y la Ciudad (CIAC) de la Universidad Católica y la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en abril de 2011.

S iendo muchas las maneras posibles de vincular entre sí las cuestiones de la violencia social y la ciudada-

nía, permítanme que despeje el terreno y entre en materia citando a un personaje de autoridad indiscutible, aunque no precisamente por sus contribuciones a la historia de la filosofía política. Me refiero a Marcos Williams Herbas Camacho, alias Marcola, conocido delincuente brasileño, jefe del Primer Comando de la Capital (PCC) de Sao Paulo, ejército de crimi-nales que mantiene en vilo desde hace varias décadas a esa gigantesca ciudad. Tomo sus declaraciones de una entrevista que le hiciera recientemente el diario O Globo y que es reproducida y comentada en la revista Cosas Hombre (marzo 2011, pp. 79-81). Y aprovecho por cierto la oca-sión para agradecer a Fernando Ampuero, director de Cosas Hombre, por el dato y las conversaciones en torno al tema.

Marcola presta sus declaraciones en una cárcel de máxima seguridad de Sao Paulo, desde donde al parecer sigue manteniendo el control sobre su ejército en las barriadas de la ciudad, pese a que cumple allí una condena de cuarenta años. Su fortuna, de dimensiones incalculables, ha sido obtenida del negocio de las

drogas y del comercio de armas. A su comando se debió la insólita ola de violencia que paralizó Sao Paulo por varias semanas en el año 2006 y que ha seguido haciéndose visible en la ciudad y el país en los últimos años. Cuando se le pregunta por su papel en este comando criminal, Marcola, hombre sin duda cultivado, responde: “Yo soy una señal de estos tiempos. Yo era pobre e invisible. Durante décadas, ustedes nunca me miraron y creyeron que era fácil resolver el problema de la miseria. Su diagnóstico era simple: migración rural, desnivel de renta, pocas favelas, periferias discretas. La solución nunca aparecía… Nosotros solo éramos noticia en los derrumbes en las montañas o en la música romántica… Ahora somos ricos con la multinacional de la droga, y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el inicio tardío de vuestra conciencia social”.

Volveré más adelante sobre esta for-midable y lúcida afirmación: “Nosotros somos el inicio tardío de vuestra concien-cia social”. Pero, antes de ello, resumo brevemente las ideas o las declaraciones de Marcola. Él se siente parte de una nueva “especie”, como él mismo la llama, diferente de los “proletarios” o los “ex-plotados”, categorías que aún designan movimientos o grupos de algún modo pertenecientes al sistema o recuperables por él. “Hay una tercera cosa, sostiene, creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabe-tismo, diplomándose en las cárceles… Ya surgió un nuevo lenguaje, otra lengua. Lo que tenemos delante es una especie de

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postmiseria. La postmiseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, internet, ar-mas modernas. Es la mierda con chips, con megabytes.” Con sorprendente aplomo y crudeza, Marcola le explica al periodista que esta nueva especie es muy superior al Estado organizado: una empresa más moderna, mucho mejor armada, tecnoló-gicamente mejor equipada, hoy incluso más globalizada y que, sobre todo, vive de la muerte y no tiene los reparos morales de la sociedad que la cobija sin posibilidades ya de reacción. “Ustedes son los que tienen miedo de morir, yo no. Mejor dicho, aquí en la cárcel ustedes no pueden entrar y matarme; pero yo puedo mandarlos matar a ustedes allá afuera.”

¿Habrá alguna solución para este tremendo problema, alguna posibilidad de enmendar el rumbo?, pregunta tímidamente el periodista de O Globo. No la hay, responde con igual firmeza Marcola. Y no la hay sencillamente porque ya es demasiado tarde. La magnitud de las zonas de pobreza en el Brasil es inmensamente grande, el caos social en el que germina la postmiseria es de dimensiones tales que no es imaginable siquiera una solución. A menos, claro está, sostiene Marcola, aunque solo para reforzar la idea de que eso es imposible, que hubiese “un gobernante de alto nivel, una inmensa voluntad política, crecimiento económico, revolución en la educación, urbanización generalizada y todo bajo la batuta de una tiranía ilustrada que pasase por encima de la parálisis burocrática secular… todo lo cual costaría billones de dólares e implicaría una transformación psicosocial profunda en la estructura política del país. O sea, es imposible. No hay solución”.

Hasta aquí las declaraciones de Mar-cola. De ellas voy a tomar solo algunos puntos, y prescindiré deliberadamente de otros. Dejaré de lado las cuestiones especí-ficas de la violencia del narcotráfico y me concentraré simplemente en el problema del crecimiento abrupto y desmesurado de las ciudades latinoamericanas, Lima entre ellas, debido en parte a los procesos de migración forzada, originados tanto por el subdesarrollo económico como por la violencia política, y en parte a la implantación de políticas neoliberales desterritorializadas de incentivación de la economía, y me plantearé desde allí, desde ese caótico espacio público, qué pueden significar la ética o la conciencia ciudadana. Lo que Marcola afirma sobre la existencia de una “especie” nueva de población, caracterizada como “post-miseria”, es decir, la generación de una capa social inmensa desplazada hacia la periferia tanto del sistema económico como del espacio urbanístico, es algo que mantiene su vigencia aun sin la vinculación explícita a la violencia del narcotráfico. Esta curiosa y escandalosa coexistencia de abundancia económica y pobreza extrema, de derroche consumista y marginalidad, de auge y declive del mis-mo sistema, de los balnearios exclusivos de Asia y el pueblo de Mala, es el marco en que debe ubicarse la pregunta por el sentido ético del espacio público.

Violencia y reconocimiento

Mi primer punto al respecto consistirá en traer a colación una tesis de Hegel que a simple vista puede parecer paradójica o hasta peligrosa, a saber, la idea de que el delito o la violencia pueden tener un significado moral. Como es obvio,

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normalmente pensamos lo contrario, y con justa razón, es decir, pensamos que la violencia o el delito representan una violación de principios éticos y jurídicos. Pero la situación cambia si la violencia es expresión de una protesta contra la experiencia de frustración derivada de una expectativa normativa incumplida. La connotación moral procede, en este caso, de la existencia de una norma previa, considerada vinculante por las partes en disputa, pero que viene siendo incumplida por una de ellas de manera flagrante, lo que conduce a la otra a expresar de manera violenta la protesta ante dicho incumplimiento. Naturalmente, no se quiere decir con esto que la violencia esté justificada como medio de lucha, sino tan solo que ella puede tener una raíz moral en el sentido indicado, es decir, que puede tener un carácter reivindicativo respecto de una norma previa, lo cual es muy importante para comprender también el modo de combatirla. En casos como este, el único combate efectivo contra la violencia consiste en la satisfacción de la expectativa normativa incumplida. Recuerdo las declaraciones de un ex jefe de los servicios de inteligencia israelí respecto a los continuos atentados terroristas por parte de los palestinos. Lo único que nos librará de ellos, decía, sería “ofrecer una solución honorable al pueblo palestino que respete su derecho a la autodeterminación”. Y añadió: “Solo cuando se seque el pantano, ya no habrá mosquitos”.1

En los últimos años, en el Perú hemos tenido ocasión de experimentar de múlti-

ples formas este tipo de violencia pública. Bloqueos de carreteras, paros regionales masivos, protestas callejeras, algunas de ellas con un saldo trágico: una y otra vez hemos visto y seguimos viendo surgir con-flictos sociales que terminan por expresar-se de manera violenta. En un caso, puede tratarse de protestas por la contaminación de las empresas mineras; en otro, por el desconocimiento de los derechos de las poblaciones nativas; en un tercero, por no prestar oídos a los reclamos de alguna re-gión. No es difícil advertir que en muchos de estos casos se pone de manifiesto una reivindicación de tipo moral como la que hemos reseñado. Seguramente, no todas las expresiones de violencia social poseen una dimensión moral como esta, pero los casos que menciono son suficientemente elocuentes como para persuadirnos de la razonabilidad de esta tesis y para permi-tirnos reconocer que hay ciertas normas de la convivencia social que son aceptadas por todos como válidas, pero que son al mismo tiempo sistemáticamente in-cumplidas en la sociedad, generando los problemas de violencia a los que hemos hecho alusión. Recordemos, ahora sí con mayor conocimiento de causa, la decla-ración de Marcola frente al periodista de O Globo: “Nosotros somos el inicio tardío de vuestra conciencia social”.

En cierto modo, podría decirse que la violencia pública es, pues, el reverso de una medalla que tiene también un anverso, que es precisamente la exis-tencia sobreentendida de normas éticas o cívicas de carácter vinculante. A este anverso de la medalla Hegel lo llamó la “cultura del reconocimiento”, queriendo dar a entender así que las expresiones de la violencia social suelen ser motivadas por la transgresión de las relaciones de

1 Tomo la cita de un artículo de Chomsky sobre el problema del terrorismo internacional publicado en el diario El Comercio, Lima, 8 de septiembre del 2002, pp. 8-9.

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La violencia nunca duerme cuando hay injusticia, desigualdad y falta de reconocimiento.

reconocimiento o, dicho al revés, que ellas se explican por la voluntad de las víctimas de aquellas transgresiones de alcanzar el reconocimiento que les es

debido. Seguramente, para muchos este concepto de “reconocimiento” será fami-liar, porque ha pasado a ocupar un lugar central en los debates contemporáneos

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sobre la ética, llegando a convertirse en un verdadero paradigma de interpre-tación en esta materia. Dos autores han sido muy importantes para producir esta reformulación de las ideas de Hegel en el lenguaje contemporáneo. Uno de ellos es Charles Taylor, filósofo canadiense, quien ha empleado el concepto de reco-nocimiento para explicar las demandas de las culturas o subculturas sometidas a discriminación, es decir, precisamente, carentes de reconocimiento. El otro autor importante es Axel Honneth, filósofo alemán formado en el entorno de la teo-ría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas, quien ha tratado a su vez de aplicar el concepto de reconocimiento a la interpretación de las luchas sociales a lo largo de la historia. Su libro más cono-cido se titula precisamente La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales.

Honneth ha logrado proponer una interpretación sistemática sugerente del concepto de reconocimiento que nos permite iluminar de modo especial lo que llamábamos el reverso de la relación, es decir, analizar el reconocimiento no solo desde la perspectiva de su puesta en práctica exitosa, sino también desde la perspectiva de su fracaso. Honneth nos ayuda a realizar, en cierto modo, una lectura invertida de la experiencia de los sujetos implicados en esta relación: nos permite entender qué ocurre en un indi-viduo o en un grupo cuando estos no ven cumplidas sus expectativas normativas de reconocimiento. En otras palabras, cuando su desconocimiento es percibido como una experiencia de menosprecio o de negación de su propia identidad. Y es eso precisamente lo que hemos estado intentando caracterizar desde el

comienzo como la dimensión ética de la violencia social.

Pero ¿qué debemos entender, más pre-cisamente, por reconocimiento, dado que, como venimos diciendo, en ese concepto, en esa idea, reside el ideal ético positivo por cuya vigencia luchan implícita o explícitamente las personas y los grupos sociales, a veces incluso con violencia? Al igual que Hegel, Honneth entiende el reconocimiento como un proceso social e integral de formación, digamos quizá como el proceso habitual de socialización de los individuos, el cual puede ser visto tanto desde la perspectiva de su desarrollo progresivo como desde la perspectiva de su situación global momentánea. Este proceso comprende al menos tres gran-des tipos de relaciones sociales en las que todos nos vemos constantemente involucrados: las relaciones interperso-nales de amor o amistad, las relaciones jurídicas dentro de la sociedad y las relaciones valorativas propias de una determinada cultura. Todos los seres humanos pasamos por esta triple forma de socialización y la mantenemos y cul-tivamos permanentemente en nuestra vida: somos siempre personas que aman o son amadas, somos sujetos de derecho y vivimos además en tradiciones cul-turales particulares. Y en cada uno de estos tipos de relaciones establecemos un vínculo con los otros que idealmente se expresa en el reconocimiento exitoso de la unidad en la diversidad o, cuando el vínculo no es ideal, en el desconoci-miento de la diversidad y en la fractura de la unidad. El éxito en la experiencia del reconocimiento se produce cuando vivimos relaciones integradas en el amor o la amistad, cuando participamos de rela-ciones igualitarias en la sociedad y cuando

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merecemos el aprecio de nuestros conciu-dadanos en una determinada tradición cultural. El fracaso de dicha experiencia se produce, en cambio, cuando padecemos por falta de afecto o sufrimos maltrato, cuando somos víctimas de discriminación en la sociedad o cuando carecemos de valoración entre los miembros de nuestra comunidad cultural.

Como es fácil de observar, si de algo carece la sociedad peruana es precisa-mente de relaciones genuinas de recono-cimiento. Las formas de discriminación o de exclusión en nuestra sociedad son numerosas y se extienden desde el ámbi-to económico hasta el ámbito cultural o incluso el racial. Esto es particularmente relevante porque una de las razones principales que han conducido a la recu-peración y reintroducción del concepto de reconocimiento en los debates actuales de la ética ha sido justamente el constatar que el paradigma liberal clásico no era suficiente para resolver los problemas derivados de la discriminación de tipo cultural o, dicho de otro modo, porque ese paradigma parece poder existir o funcionar pasando por alto o incluso perpetuando aquellas formas de discri-minación. Tanto Taylor como Honneth, al igual que otros autores que defienden la concepción del reconocimiento, hacen hincapié en la insuficiencia del liberalis-mo clásico para hacer frente al fenómeno del multiculturalismo, teniendo a la vista situaciones bastante menos agudas, o acaso menos complejas, que las que caracterizan a nuestro país. Habría que aprovechar los recursos conceptuales que nos ofrece el paradigma del reco-nocimiento para plantear la cuestión de la conciencia ciudadana en los espacios públicos.

las deficiencias del modelo liberal clásico

Pero ¿cuáles son los problemas o las defi-ciencias del modelo liberal a este respecto? Traigamos brevemente a la memoria algunos de los rasgos que definen al libera-lismo y examinemos en qué medida ellos pueden traer consigo los efectos indicados de discriminación o falta de reconocimien-to. Aclaro, por cierto, que “liberalismo” no es un término unívoco y que puede haber de él diferentes interpretaciones, pero me permito hablar en términos tan genéricos porque creo que sabremos identificar la presencia de ese modelo en la experiencia que hemos tenido en nuestro propio país por la implantación de políticas neolibe-rales en la organización de la vida social y económica.

Quizá el primer rasgo, y el más importante, de la concepción ética del liberalismo es la defensa de la libertad del individuo. Lo que nos iguala a todos los seres humanos, lo que legitima la simétrica distribución de deberes y de derechos que este modelo implica, es el hecho de que somos concebidos como individuos autónomos, independientes y aislados unos de otros, capaces, cada uno por su propia cuenta, de decidir sobre los ideales o los intereses que desea perseguir. Este es el valor moral central sobre el que re-posa la democracia liberal. La familia, la sociedad, el Estado, de modo más general: todos los lazos culturales o comunitarios que puedan formar parte de nuestra vida, son secundarios, irrelevantes y hasta obstaculizadores de nuestra libertad in-dividual. Porque ser libres es justamente ser libres de todo eso: de la tradición, de las convenciones, de las instituciones, de los otros individuos.

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Si el eje de esta concepción ética es la idea de la libertad individual, entonces no es más que una consecuencia sostener que el Estado debe estar al servicio del indivi-duo, o de la persona, lo que en buena cuen-ta significa que debe garantizar el libre despliegue de los intereses particulares en la sociedad. La libertad del individuo se traduce, por eso, en el libre ejercicio de la iniciativa privada; la sociedad, en el juego de las fuerzas del mercado; el Estado, en el garante de los beneficios que puedan obtener allí los individuos. El punto de vista del individualismo establece una jerarquía entre los intereses privados y las instituciones políticas, de acuerdo a la cual le corresponde a estas últimas —a

las instituciones políticas— la función de regular y administrar la división del tra-bajo que se genera espontáneamente por acción de los intereses de los individuos en la sociedad.

Esta concepción ética de la democracia liberal promueve también la desarticula-ción o la desvalorización de las formas premodernas de organización social, familiar, religiosa o cultural. Este rasgo, que estoy expresando aquí en términos negativos, se formula, naturalmente, también en términos éticos positivos cuando se elogia la movilidad social de-rivada de la división del trabajo, cuando se defiende la autonomía del individuo en contra de los lastres de su tradición

Brasil es la más notoria economía emergente de América Latina rodeada de favelas armadas hasta los dientes. (Foto: www.altonivel.com.mx)

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y cuando se considera como un ideal el que cada campesino pueda convertirse en consumidor, empresario o accionista. Si, de esta manera, por la introducción indiscriminada del mercado, se llega a producir la desintegración de las comu-nidades culturales nativas, o si se pierden algunas de sus tradiciones, ello habrá de ser considerado como el costo inevi-table del progreso y de la inserción en las redes económicas de la modernidad democrática.

Finalmente, un último rasgo de la concepción ética liberal que venimos comentando es su defensa consecuente de la neutralidad valorativa o del rela-tivismo moral. Se trata, también en este caso, de un rasgo complementario de los anteriores. Porque, si el valor central de esta concepción es la libertad indivi-dual, y si las instituciones políticas son concebidas como medios al servicio de los intereses del individuo, entonces co-rresponderá exclusivamente al individuo decidir cuál ha de ser su propia escala de valores morales —bajo el supuesto, natu-ralmente, de que esta no interfiera en la escala de valores de los otros individuos. La privacidad no es, entonces, solo una característica de las iniciativas y de los intereses, sino lo es también de la elección de los valores morales. En este modelo de sociedad se promueve y se cultiva el relativismo moral, el cual debe ser, a su vez, garantizado por la deliberada neutra-lidad valorativa del Estado. El relativismo moral de la sociedad liberal no es, pues, en modo alguno un desarrollo defectuoso o una patología del sistema, sino, muy por el contrario, una forma moralmente genuina de defender el derecho de todos los individuos a ejercer su libertad, cada cual como mejor le parezca.

El liberalismo es un modelo normativo, ético, porque establece una jerarquía de valores que prefigura la orientación que deben tomar las reglas del juego político. Es un modelo liberal porque concibe a la concertación política en función de los mecanismos económicos del mercado, y estos a su vez en función de los intereses privados de los individuos.

Pero el liberalismo es, como todos sa-bemos, éticamente incestuoso. Lo es, porque puede acostumbrarse a vivir violando los principios que le sirven de fundamento y que le dan legitimidad. Los transgrede de diversas maneras, a nivel nacional y a nivel internacional; los viola por exceso y los viola también por defecto de sus reformas liberales.

La concepción ética del liberalismo presupone como uno de sus principios fundamentales la igualdad de los indi-viduos. Los miembros ideales de una sociedad liberal son justamente solo eso: “individuos”, no peo nes ni terratenien-tes, no blancos ni cholos, no católicos ni judíos, ni siquiera hombres o mujeres, sino solo “individu os”, “personas”, sujetos racionales con inter eses propios y capa cidad de deci sión. Esta igualdad es la fuente de legitimación del liberalismo, pues es solo gracias a ella que puede justificarse el conjunto de leyes que ordena la estructura económica, el régi men de propiedad o el sistema educativo de una sociedad compue sta de indi viduos. En la práctica, sin embargo, el liberalismo suele violar el principio que le otorga legitimi-dad. Ello se debe a que el liberalismo no necesariamente crea las condi ciones que él mismo presupone. Ocurre más bien que, cuando se implanta sobre una base social de discriminaciones ancestra les, el modelo liberal puede perpetuar las

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injusticias de la sociedad e impedir inclu-so una redistribución de la riqueza más acorde con sus propios principios iguali-tarios. En una sociedad tradicio nalmente racista y desintegrada, el sistema liberal puede tener el efecto contraproducente de acentuar las desigualdades. Es decir, puede apli carse una política económica neoliberal que no vaya acompañada de una mayor parti cipación de los individuos en los mecanismos de decisión política, pese a que es esta parti cipación la que legi tima en última instancia la implemen-tación de las políticas neoliberales.

A nivel internacional, el carácter inces-tuoso de la ética liberal se expresa al menos de dos maneras. Por un lado, la sociedad democrática contemporánea transgrede el principio según el cual la legitimidad de las decisiones políticas debe reposar sobre la participación y el asentimiento de todos

los involucrados, en la medida en que prescinde de la opinión de las mayorías de los países de la periferia respecto de las grandes decisiones políticas, económicas o jurídicas que regulan en buena cuenta la vida internacional. Es obvio, hoy más que nunca, que las decisiones tomadas en los centros financieros, o en las grandes potencias, o en el seno de los nuevos or-ganismos de integración regional, tienen repercusiones decisivas sobre la vida económica, social o política de muchos pueblos de la Tierra. En sentido estricto, desde el punto de vista de la legitimación democrática del sistema político interna-cional, esas decisiones deberían contar con el asentimiento de los involucrados. Como este no es, naturalmente, el caso, el sistema político internacional vive incumpliendo uno de sus principios fundamentales. Esta situación se agrava aún más cuando

“La sociedad peruana carece de relaciones genuinas de reconocimiento”. (Foto: Vera Lentz)

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se tienen en cuenta las transformaciones políticas a las que ha conducido el proceso de globalización. Porque uno de los efectos principales de este proceso es justamente el desplazamiento, o quizá incluso la desapa-rición, de las instancias de decisión política a nivel internacional. La globalización es un proceso principalmente económico que ha ido imponiendo relaciones sistémicas en el mundo entero, al mismo tiempo que ha ido restándoles atribuciones políticas a los Es-tados nacionales. En este contexto, resulta cada vez más problemático el principio o el derecho de la participación democrática en las decisiones políticas, que es, sin embargo, uno de los principios de legitimación del propio orden internacional.

Por otro lado, es fácil constatar que también a nivel internacional se viola el principio de la igualdad que sirve de

fundamento al propio sistema democrá-tico liberal. Es más, la injusticia de facto del orden económico y el orden político internacionales se suele encubrir por medio de un discurso moral que legitima de iure la posición de dominio de algunos países. Por el carácter formal que poseen, los principios del liberalismo solo tienen vigencia plena en condiciones ideales de igualdad y bajo el supuesto de que las reglas de juego sean compartidas por todos. Pero esa es naturalmente solo una proyección ilusoria. En el mundo real, las condiciones de partida han sido y siguen siendo de desigualdad, de asimetría. La distribución de los bienes, de la riqueza, de las oportunidades y, sobre todo, de las decisiones económicas y políticas, es asimismo notoriamente desigual, y las reglas de juego vigentes no parecen sino

Del ninguneo a la paliza solo hay un paso.

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perpetuar este orden, o este desorden, internacional.

En los países de América Latina, el liberalismo está violando también sus principios constitutivos. Los viola por exceso de liberalismo cuando somete indis-criminadamente a una sociedad desigual y pluricultural, como las nuestras, a las reglas de funcionamiento del mercado, pues de esa manera produce un efecto contrario al que supuestamente desea obtener: contribuye a perpetuar las des-igualdades y a desarticular la ya precaria cohesión de las diferentes comunidades culturales. Pero puede violar también sus propios principios constitutivos por defecto de liberalismo, es decir, porque se colude ocasionalmente con tradiciones antidemocráticas que nos son práctica-mente atávicas, como el clientelismo, el caudillismo y el militarismo. Manipula, entonces, a su antojo el sistema de reglas democráticas, se vale de prebendas para someter los poderes del Estado a la volun-tad de sus clientelas ocasionales, cambia arbitrariamente las reglas de juego que él mismo ha establecido.

Ante una situación como esta, la pro-pagación de la ética del individualismo y la desintegración social, y ante el carácter moralmente contradictorio del modelo neoliberal de la democracia, es preciso que recuperemos los valores y los principios democráticos que estamos viendo some-tidos a una continua transgresión, y que aprendamos a distinguir más claramente entre la democracia y el liberalismo; es decir, que no nos sintamos obligados a defender al liberalismo, o al menos este tipo de liberalismo, cuando defendemos la democracia. Nos hace falta una con-cepción ética alternativa que sirva de sus-tento al proyecto democrático y que haga

posible la preservación de los ideales que el liberalismo no es capaz de asegurar. Es precisamente para llenar ese vacío que se ha venido formulando en años recientes la concepción del reconocimiento.

Conviene, quizá, que trate de unir de manera decorosa los cabos sueltos que se han ido dejando a lo largo de esta reflexión. Como recordarán, Marcola pretende dar cuenta de una situación de violencia pública que germina en la condición de miseria extrema que el propio sistema ha ido generando en las grandes ciudades latinoamericanas. La concentración del poder y el dinero ha producido una masa cada vez mayor de periferias, tanto en sentido figurado como en sentido lite-ral, porque las grandes concentraciones de poblaciones pobres han sido no solo excluidas de las ventajas del sistema, sino además privadas de los beneficios de la organización urbana. Él sostiene enfáticamente que esa situación es irrever-sible e insoluble, pero deja entrever una lúcida conciencia del problema ético que la llamada postmiseria representa para la sociedad: “Nosotros somos, decía, el inicio tardío de vuestra conciencia social”.

La violencia social posee, en efecto, una dimensión moral, pues, aunque tardíamente, ella pone de manifiesto la responsabilidad del propio sistema en la producción de esas periferias. La violencia es una expresión de la frustración generada por el incumplimiento de las expectativas normativas que la propia sociedad conside-ra válidas. La experiencia del menosprecio social en sus diferentes formas se vuelca de manera perversa sobre el sistema que es causante de dicha situación.

Necesitamos, entonces, un cambio de paradigma: promover una necesaria cultura del reconocimiento. n