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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO ESCUELA NACIONAL PREPARATORIA PLANTEL# 7, EZEQUIEL A. CHÁVEZ LITERATURA MEXICANA E IBEROAMERICANA MATERIAL DE LECTURA UNIDADES 3 Y 4 SEGUNDO TRIMESTRE MTRA. XÓCHITL PONCE Ciclo escolar 2018-2019 1

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICOESCUELA NACIONAL PREPARATORIAPLANTEL# 7, EZEQUIEL A. CHÁVEZ

LITERATURA MEXICANA E IBEROAMERICANA

MATERIAL DE LECTURA

UNIDADES 3 Y 4SEGUNDO TRIMESTRE

MTRA. XÓCHITL PONCE

Ciclo escolar 2018-2019

NOMBRE: _______________________________ GRUPO: _____________

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UNIDAD 3: El hombre y la naturalezaTEXTO 1: Botón de rosa / Florencio M. del Castillo

Elle était de ce monde, oú les plus belles chosesOnt le pire destin.

Et rose, elle a vécu ce que vivent les roses,L'espace d'un matin.

Malherbe

Los bellísimos versos colocados al frente de estas líneas, encierran una verdad profundamente triste, que más de una vez me ha hecho meditar. Encontré un día la estrofa entre las poesías de Malherbe, y la melancolía que respira cada verso cautivó mi atención; otro día la vi grabada sobre la losa de una tumba, y entonces arrancó lágrimas de mis ojos. Todo contribuía a aumentar la impresión: la tarde estaba nublada, fría, airosa; el panteón permanecía desierto, y no había más ruido que el lúgubre murmurio de los árboles... y me incliné a contemplar la inscripción de la losa: "María", ¡muerta a los diecisiete años de edad!, he aquí lo que leí después de la estrofa.¡María!, ¡nombre dulcísimo que acaricia los labios al pronunciarlo! ¡Una mujer que tiene ese nombre no puede menos de ser un ángel! ¡Muerta a los diecisiete años!, ¡tan joven, cuando apenas comenzaba a vivir!... ¡Oh! cuánta verdad respiraban allí estas palabras: "Vivió lo que viven las rosas: ¡el espacio de una mañana!"¡Morir!, ¿por qué mueren las mujeres jóvenes?, ¿por qué se hiela un corazón que comienza a palpitar?, ¿por qué se marchitan tan pronto las flores más bellas?, ¿por qué todo lo delicado, lo hermoso, lo poético, dura tan poco en el mundo, que apenas queda memoria y huella de su paso?...¡Dios mío, qué tristes son esas ideas, cuando se tiene un corazón sensible, cuando hay necesidad de creer, si no en la duración de las cosas, si a lo menos en la de ciertos sentimientos! ¿Será posible que todo pase, que todo se

desvanezca? Pero, ¿no hay en nosotros algo que se sobreponga al tiempo? ¿Los más bellos sentimientos morirán también como esas flores que se abrieron con la aurora y ya inclinan su corola marchita sobre la losa de la tumba?¡María! ¡Yo os referiré la historia de la joven que duerme aquí; es una historia bien sencilla, que no tiene más que una página; pero la única que puede contarse junto a la tumba de una virgen!Luis era un joven meditabundo, reservado, silencioso, de alma poética, de corazón generoso, pero tímido y melancólico. Tenía veinte años y se había criado en el campo, admirando la naturaleza, aspirando los raudales de poesía que encierra la creación para todos los corazones puros y sencillos.Pero Luis era huérfano, y no se habían desarrollado en su corazón los tesoros de amor con que Dios dota a estas criaturas destinadas a vivir lejos del tumulto, como esas estrellas que resplandecen solitarias en el cielo.Casto e ignorante, creció como las flores del campo: las escenas de la naturaleza infundían en su alma recogimiento y adoración a Dios, pero su oración carecía de entusiasmo y ternura: es que aún no comprendía el más sublime de los misterios.Una mañana entró Luis a la iglesia.Era muy temprano aún; la aurora teñía de púrpura y oro el cielo, y las estrellas se desvanecían tras el velo de plata que se extendía por el firmamento; la tierra iba despertando llena de vida; las flores abrían sus pétalos, los pájaros gorjeaban en la enramada, y el ambiente cargado de aromas traía el placer y la salud.La iglesia estaba todavía envuelta en las sombras: los cirios del altar formaban un círculo luminoso, y todo el resto de la nave permanecía sombrío.Las ceremonias del cristianismo son poéticas y solemnes; la pompa y el lujo infunden respeto hacia el Ser Supremo; sin embargo, yo prefiero, y conmueve más mi alma la sencillez de una capilla de aldea; me parecen más bellas las flores sobre el altar, que el oro; habla más al corazón la temblorosa voz del

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anciano sacerdote, que el estrépito de la orquesta; me infunden más devoción el sacrificio de la misa celebrado a la aurora para que los labradores no pierdan una parte de su trabajo, que la solemnidad tardía de una catedral.Luis se arrodilló y mezcló sus oraciones a las de los pobres campesinos.Cuando el sacerdote se volvió para echar la bendición al pueblo arrodillado, el sol brotaba sobre el horizonte, y la iglesia se inundaba repentinamente de claridad.Luis miró entonces a su lado, al pie de una columna, como si fuera una evocación de la luz, a una joven vestida de blanco, rubia como la espiga de los trigos, que tenía los ojos modestamente en el suelo.Hay rostros tan apacibles, tan simpáticos, que causa placer contemplarlos. Luis miró a aquella joven y la siguió con la vista cuando se levantó y atravesó la iglesia para salir.Pasaron muchos días, y Luis continúo su vida meditabunda y solitaria.Un domingo volvió a la iglesia, y volvió a encontrar también a su lado a la misma joven, con su vestido blanco, su cabellera rubia y sus ojos bajos.¡Era María! ¡María que acababa de cumplir dieciséis años!Desde entonces Luis, maquinalmente casi, sin explicarse la razón, fue todas las mañanas a la iglesia.Y todas las mañanas estaba allí la joven, fresca, hermosa, pura.Luis tenía siempre clavados sus ojos en ella; pero cuando la joven alzaba su vista para levantarse, Luis bajaba la suya, así que jamás se encontraban sus miradas.Jamás se cruzó entre ellos ese relámpago eléctrico que inflama los corazones y hace a dos criaturas precipitarse la una en brazos de la otra.Y sin embargo, se sentían, se adivinaban. ¡En medio de las sombras que envolvían la iglesia al empezar siempre la ceremonia de la misa, la mirada de Luis sabía dónde estaba María! Y en el momento en que el sol naciente inundaba de pronto, sin transición de luz la iglesia, dando vida a todo, cual si los objetos nacieran a su resplandor, la joven levantaba la vista,

y una levísima tinta de rubor coloreaba su frente. ¿Era un reflejo de luz que animaba su rostro, o era que presentía la mirada de Luis que iba a clavarse sobre ella?María era una muchacha sencilla, candorosa y pura; una de esas mujeres que al verlas inspiran la idea de una flor. Era tan bella, tan fresca; respiraba tanta salud, tanto contento; se exhalaba en torno suyo un perfume tal de inocencia y, a pesar de ser linda, su belleza prometía desarrollarse de tal manera que los campesinos, en su lenguaje expresivo y pintoresco, la llamaban "botón de rosa".Pertenecía a una de las familias mejor acomodadas de la aldea, y no por esto su vida era menos sencilla. Pero la pureza y la inocencia infunden más respeto que ninguna de las posiciones sociales.Al verla levantarse y salir de la iglesia, nunca se le ocurrió a Luis seguirla; por el contrario, muchas veces caía de rodillas para contemplar la huella de luz y perfumes que ella dejaba a su paso.Día a día Luis se iba poniendo más melancólico, más meditabundo que antes; pero no era ya la melancolía del espíritu que vaga en el espacio, tristeza nacida de nuestra pequeñez, sino la melancolía del corazón que empieza a amar. ¡Dulce y grata melancolía que precede a la felicidad, como ese crepúsculo azulino y dorado que admiráis antes de la salida del sol!...Luis amaba, sí; pero aquel amor nacido bajo las bóvedas de la iglesia, iluminado por el primer rayo del día, tenía algo de celeste, de etéreo, de vago. No era el arrebato de la pasión que estalla; era la oración que sube silenciosa, modesta hacia el trono del Señor; era la adoración que se olvida de sí misma.Además, Luis era pobre, y la familia de María tenía orgullo en sus riquezas.¡Qué inmensa barrera a los ojos del mundo! ¿Pero qué importaba aquello a los ojos de Dios, que mira los corazones desnudos?En la vida de Luis no había más instantes de luz, que aquellos que María alumbraba en la iglesia con su presencia; las demás

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horas pasaban para él envueltas en un velo de vaguedad indescriptible.Una mañana, los ojos del joven fueron más rápidos, o María se distrajo en su oración, lo cierto es que sus miradas se encontraron un instante, un sólo instante, pero lo suficiente para que las mejillas de María se pusiesen carmesíes como el clavel, y Luis sintiese un vértigo.Entonces se despertó en su corazón un anhelo, una necesidad imperiosa: ¿sería amado?Vagó por el campo preguntándole a la naturaleza, interrogando al cielo, examinando las flores, porque el hombre cuando ama comprende la armonía universal.Al fin, cuando el sol caía hacia el Occidente, cual si fuese impelido por una atracción, se acercó a la casa de María.De pronto su corazón se estremeció... Dio Luis un paso y al trasponer un bosquecillo percibió a María.A María recostada al borde del límpido arroyuelo, en una actitud meditabunda, con el cabello suelto, con la cabeza apoyada en una mano.Luis se detuvo y no se atrevió ni aun a respirar: turbar a María en su actitud abandonada le hubiera parecido un sacrilegio.¿Pero en qué pensaba la cándida joven, cuya alma límpida como un diamante no conservaba la menor mancha? ¿Qué pensamiento sombreaba su frente y doblegada su cabeza, como esas flores a las que el sol del mediodía hace languidecer?...Luis pasó una de esas noches pobladas de sueños, de ilusiones, de fantasías, creaciones de un corazón que ama.Al día siguiente fue más temprano a la iglesia; pero María vino más tarde que nunca, y en todo su aspecto había un no sé qué de lánguido y doliente; su rostro estaba pálido, sus ojos parecían más grandes.Luis tuvo una vaga, pero terrible aprensión, uno de esos calofríos súbitos que recorren el cuerpo.Y como la proximidad de una desgracia presta energía, como el presentimiento de perder una cosa nos la hace más apreciable, más necesaria, el joven pensó en confesar su amor a María.

¡Dios mío! Aquel terror en la iglesia, ¿no era porque ella amaba a otro?, ¿no sería que sus padres hubiesen prometido su mano?Luis se puso a meditar, y tímido y desconfiado, temió a veces que María ni aun hubiese notado jamás su presencia.Y entonces, ¿cómo podría tener esperanza de ser amado?Aquel día se le hizo eterno; al fin en la noche, pensando en que nunca tendría el valor para abrir los labios ante María, se resolvió a escribirla.Y trazó una de esas cartas como saben escribirlas y componerlas los que aman de veras.A la mañana siguiente cortó las flores más bellas, las más aromáticas y formó un ramillete; puso en él su carta y fue a colocarlo en el lugar donde tenía costumbre de arrodillarse María.Era muy temprano: nadie había aún en la iglesia, y sin embargo, Luis tuvo vergüenza y fue a ocultarse tras una de las columnas.¡Oh!, ¡cuánto deseaba, y cómo temía el momento en que María al arrodillarse levantara el ramillete!Encendiéronse los cirios; la iglesia se fue llenando de fieles, el sacerdote se presentó en el altar...¡Oh!, ¡cómo le parecía a Luis que aquel día todos se habían empeñado en darse prisa! ¿Por qué decían la misa tan temprano?... ¿No sabía el sacerdote, no sabían los fieles que aún no era la hora de costumbre, puesto que María no había venido, y para Luis no existía otra señal de la hora más que María?...De pronto, como siempre, brotó el sol... ¡Ay!, ¡también él se daba prisa aquel día!...Entonces Luis tuvo un dolor horrible. María no había venido, y el ramillete estaba allí para hacer notar más su ausencia.El joven se sintió con deseos de llorar: María no le amaba; María no había venido, por no tomar su ramillete y su carta, pensaba dentro de sí mismo.¡Recogió el ramo; y las flores, escogidas de preferencia antes de la aurora, le parecieron mustias, pálidas, secas!...

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Al día siguiente acudió con el corazón lleno de angustia al templo, ¡entonces las horas se le hicieron eternas! Entonces no traía ramillete, pero se sentía impelido a arrodillarse ante la joven para pintarle su amor, sus temores, su agonía...Se celebró la misa, y el lugar de María estuvo vacío; pero al terminar el santo sacrificio, escuchó un rumor inusitado, y oyó a todos que llenos de aflicción contaban un suceso que lo hizo estremecer.¡María, la hermosa, María, la joven fresca, robusta, llena de vida, estaba muriendo!Corrió sin oír más hacia la casa de la joven, y en la puerta encontró al padre de María que se retorcía los brazos, y lloraba como un niño a pesar de las arrugas de su rostro.Luis cayó de rodillas, y gritó con suprema angustia levantando los ojos al cielo:- ¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡y que haya muerto sin que supiera al menos que yo la amaba!..."¿Qué es el amor sino la inquietud indefinible que compele a las almas a aspirar a Dios y cuyo principio es una ciega reminiscencia, una imagen lejana de su belleza, impresa en nuestros corazones?" - he dicho en mi novela. Hermanas de los Ángeles.¿Y sería posible así, que el amor puro y verdadero tenga fin? ¿Este sentimiento morirá también como las flores?¡No!, ¡no!; hay siempre en la vida un amor que no se logra; pero un amor cuyo recuerdo jamás se borra del corazón.Es el amor celeste, y este amor no es hecho para el mundo. ¡Le entrevemos apenas, y se desvanece!El corazón entonces en el primer instante de su dolor, gime, maldice y duda de todo.Pero más tarde o más temprano la estrella oculta entre nubes aparece, y brilla la esperanza, melancólica pero consoladora.Y entonces todos hallamos una respuesta a las preguntas que nos hemos hecho en las horas de tristeza.¡Oh!, las mujeres jóvenes mueren porque Dios las quiere librar de toda mancha; lo delicado, lo hermoso, lo poético, dura poco en el mundo, porque no es el mundo su patria, y sólo viene a él

para despertar en nuestro corazón el amor verdadero y enseñarnos a aspirar al cielo.Haber sufrido, pues, una pérdida de ésas, dolorosa y terrible, no es sino haber conquistado el derecho de la felicidad suprema.Hay en nosotros algo que se sobrepone al tiempo: la esperanza, el anhelo de amar, el sentimiento de nuestra inmortalidad...Aquella misma tarde, al pensar yo en esto, pasó junto a mí un hombre pálido, grave y consumido, y fue a arrodillarse sobre la tumba de María.Era Luis.Yo me acerqué; él volvió hacia mí sus ojos que habían adquirido una maravillosa profundidad, y me dijo señalando el objeto de su amor encerrado en la tumba:- Era en efecto un "botón de rosa", pero el mundo no fue digno de ella, y ha ido a abrir sus pétalos al cielo...

TEXTO 2: El rubí / Rubén Darío

- ¡Ah! ¡Conque es cierto! ¡Conque ese sabio parisiense ha logrado sacar del fondo de sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi palacio! Y al decir esto el pequeño gnomo1 iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos, por la honda cueva que le servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de su gorro azul y puntiagudo. En efecto, un amigo del centenario Chevreul -cuasi Althotas-, el químico Fremy, acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros. Agitado, conmovido, el gnomo -que era sabidor y de genio harto vivaz- seguía monologando. -¡Ah, sabios de la edad media! ¡Ah Alberto el Grande, Averroes, Raimundo Lulio! Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar las fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo décimo nono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues el conjuro! Fusión por veinte días, de una mezcla de sílice y de aluminato de

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plomo: coloración con bicromato de potasa, o con óxido de cobalto. Palabras en verdad, que parecen lengua diabólica. Risa. Luego se detuvo. *** El cuerpo del delito estaba ahí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro; un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de granada al sol. El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían llegado. Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de los carbunclos2 que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo. A aquellos resplandores, podía verse la maravillosa mansión en todo su esplendor. En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de lapislázuli, formaban caprichosos dibujos, como los arabescos de una mezquita, gran muchedumbre de piedras preciosas. Los diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus cristalizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían sus resplandores verdes, y los zafiros, en amontonamientos raros, en ramilletes que pendían del cuarzo, semejaban grandes flores azules y temblorosas. Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en franjas el recinto; y en el pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical, a gotas armónicas, como las de una flauta metálica soplada muy levemente. Puck se había entrometido en el asunto, ¡el pícaro Puck! Él había llevado el cuerpo del delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación entre el centelleo de todo aquel encanto. Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas hachas en las manos, otros de gala, con caperuzas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos curiosos, Puck dijo así: -Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación humana, y he satisfecho esos deseos.

Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las gracias a Puck, con una pausada inclinación de cabeza; y los más cercanos a él examinaban con gesto de asombro, las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo. Continuó: -¡Oh Tierra! ¡Oh Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra. Y luego, como si hablase en el placer de un sueño: -¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes. Brillaban en los collares de las cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los rastaquers, en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas. Y con pícara sonrisa siempre: -Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga... Había una hermosa mujer dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis. Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo! -¡Eh, amigo Puck! ¡Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de hombre o de sabio, que es peor! -¡Vidrio! -¡Maleficio! -¡Ponzoña y cábala! -¡Química! -¡Pretender imitar un fragmento del iris! -¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo! -¡Hecho de rayos del poniente solidificados! El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su aspecto de patriarca, su cara llena de arrugas: -¡Señores! -dijo- ¡que no sabéis lo que habláis! Todos escucharon. -Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar las facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he dado un día un puñetazo a un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo se hizo el rubí. Oíd:

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*** Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas palidecían a los resplandores de la pedrería, y cuyas manos extendían su movible sombra en los muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen granos de arroz. -Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las minas de diamantes, tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los cráteres de los volcanes. El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las hojas verdes y frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el grano y brota el gorjeo, y el campo todo, saludaban al sol y a la primavera fragante. Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y santa nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia ardía profundamente, y en el animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había risa y placer. Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De un salto me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé cerca de un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas cristalinas. Yo tenía sed. Quise beber ahí... Ahora, oíd mejor. Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas, panecillos de marfil coronados de cerezas; ecos de risas áureas, festivas; y allá, entre las espumas, entre las linfas rotas, bajo las verdes ramas... -¿Ninfas? -No, mujeres. *** -Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la arena negra y llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender! Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas piedras deslavadas por la corriente espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la cintura, con este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba quedó el asombro; abajo el gnomo soberbio y vencedor.

Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso que brillaba como un astro y que al golpe de mi maza se hacía pedazos. El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho trizas. La mujer amada descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en un lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como una diosa. Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida, mi bella, me engañaba. Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es capaz de traspasar la tierra. Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros. Éstos pasaban los poros de la corteza terrestre y llegaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de cierto jardín; y ella, la enamorada, tenía -yo lo notaba- convulsiones súbitas en que estiraba sus labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con ser quien soy, no lo sé. Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de diamantes hechos en un día; la tierra abría sus grietas de granito como labios con sed, esperando el brillante despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió una roca y me dormí. Desperté al rato al oír algo como un gemido. De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las reinas de Oriente, había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay! Y queriendo huir por el agujero abierto por mi masa de granito, desnuda y bella, destrozó su cuerpo blanco y suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos. Heridos sus costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las lágrimas. ¡Oh, dolor! Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas la sangre corría inundando el recinto, y la gran masa diamantina se teñía de grana. Me pareció que sentía, al darle un beso, un perfume salido de aquella boca encendida: el alma; el cuerpo quedó inerte. Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semidiós de las entrañas terrestres, pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos... *** Pausa.

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-¿Habéis comprendido? Los gnomos muy graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura del sabio. -¡Mirad, no tiene facetas! -¡Brilla pálidamente! -¡Impostura! -¡Es redonda como la coraza de un escarabajo! Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de arabesco, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre; y decían: -¡He aquí! ¡He aquí lo nuestro, oh madre Tierra! Aquello era una orgía de brillo y de color. Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían. De pronto, con toda la dignidad de un gnomo: -¡Y bien! El desprecio. Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los fragmentos, -con desdén terrible- a un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva carbonizada. Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes resplandecientes, empezaron a bailar asidos de las manos una farandola loca y sonora. ¡Y celebraban con risas, el verse grandes en la sombra! *** Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién nacida, camino de una pradera en flor. Y murmuraba -siempre con su sonrisa sonrosada!:-Tierra... Mujer... Porque tú, ¡oh madre Tierra!, eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro; y de tu vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú, mujer, eres espíritu y carne, toda Amor!

TEXTO 3: A la deriva / Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

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-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su

canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un

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remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.¿Qué sería? Y la respiración...Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.-Un jueves...

Y cesó de respirar.

TEXTO 4: La miel silvestre / Horacio Quiroga

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores--iniciados también en Julio Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.

Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos

dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.

Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar. En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso, cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos strom-boot.

Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado sorprendido.--Al monte; quiero recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro.--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.

Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por

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espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.

Llegaron éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular. Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.

--¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Supadrino y dos peones regaban el piso.

--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose al suelo.

--Nada... cuidado con los pies; la corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos _corrección_. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la mordedura.

--Pican muy fuerte, realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza a su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas,azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión--exacta por lo demás--de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal,ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.

--Esto es miel--se dijo el contador público con íntima gula.--Deben de ser bolitas de cera, llenas de miel...

Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercabacautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete

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contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que prolongara la suspensión y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.

Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.

--Qué curioso mareo...--pensó el contador--y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.

--¡Es muy raro, muy raro, muy raro!--se repitió estúpidamente Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.— Como si tuviera hormigas... la corrección--concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

--¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.

--¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no puedo mover la mano!...

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.

--¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitabavertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas carnívoras que subían.

* * * * *

Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaronsuficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual

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carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición--tal el dejo a resina de eucalipto Teque creyó sentir Benincasa.

TEXTO 5: Un señor muy viejo con unas alas enormes/Gabriel García Márquez         AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.         Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el

inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.         — Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.         Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.         El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y

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todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.         Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.         Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso

porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.         El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido

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de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.         El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.         Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que

se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.         Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que

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estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.         Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.         Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las

hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

TEXTO 6: El ahogado más hermoso del mundo / Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

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Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo. No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos. Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía

el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación. No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja

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había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró: —Tiene cara de llamarse Esteban. Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para

siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas. — ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro! Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus

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reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento. Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban. Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo

huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.TEXTO 7: Luvina /Juan Rulfo

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De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra....Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o

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doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”

Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:“-Yo me vuelvo -nos dijo.“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.“Entonces yo le pregunté a mi mujer:

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“-¿En qué país estamos, Agripina?“Y ella se alzó de hombros.“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.“-¿Qué haces aquí Agripina?“-Entré a rezar -nos dijo.“-¿Para qué? -le pregunté yo.“Y ella se alzó de hombros.“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.“-¿Dónde está la fonda?“-No hay ninguna fonda.“-¿Y el mesón?“-No hay ningún mesón“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.“-Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de

comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.“-¿Qué país éste, Agripina?“ Y ella volvió a alzarse de hombros.“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:“-¿Qué es? -me dijo.“-¿Qué es qué? -le pregunté.“-Eso, el ruido ese.

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“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?“ Una de ellas respondió:“-Vamos por agua.“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.“...¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”

-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.

“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.

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“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?“Les dije que sí.“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.

“...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!“Pues sí, como le estaba yo diciendo...”Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.TEXTO 8: No oyes ladrar a los perros / Juan Rulfo

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        —TÚ QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.        —No se ve nada.        —Ya debemos estar cerca.        —Sí, pero no se oye nada.        —Mira bien.        —No se ve nada.        —Pobre de ti, Ignacio.        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.        —Sí, pero no veo rastro de nada.        —Me estoy cansando.        —Bájame.        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.        —¿Cómo te sientes?        —Mal.        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa

aquello le preguntaba:        —¿Te duele mucho?        —Algo —contestaba él.        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.        —No veo ya por dónde voy —decía él.        Pero nadie le contestaba.        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.        Y el otro se quedaba callado.        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?        —Bájame, padre.        —¿Te sientes mal?        —Sí        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.        —Te llevaré a Tonaya.        —Bájame.        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:        —Quiero acostarme un rato.        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La

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cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.        —No veo nada.        —Peor para ti, Ignacio.        —Tengo sed.        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.        —Dame agua.        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me

ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.        —Tengo mucha sed y mucho sueño.        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.TEXTO 9: La sevillana (fragmento) / Manuel Payno

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En una hermosa tarde del mes de octubre del año 1550, una barca pequeña se desprendió del embarcadero de Veracruz y se hizo mar afuera. Iban en ella dos bogas, un viejo piloto manejando el timón, y un grueso personaje vestido con un largo gabán o pellica oscura, y un sombrerillo arriscado sin plumaje alguno, al estilo de los que usaban los que no se consideraban como hijodalgos. Cuando hubieron pasado los arrecifes, el piloto hizo señal a los remeros de que bogaran más despacio, y se dirigió al hombre gordo.

¿Piensa vuestra merced que en esta cáscara de nuez lleguemos o Cádiz o al Puerto de Palos?

Yo te lo diré, Antón, antes de cinco minutos. El hombre gordo se puso en pie, sacó de un estuche de vaqueta un anteojo, lo graduó a su vista y se puso a registrar el horizonte. A los cinco minutos justos se volvió a sentar en la barca y le dijo al piloto: Adelante Antón, porque no tardaremos media hora en descubrir los palos de la Covadonga.

-¿Qué horas son? preguntó el piloto.-Las cinco, contestó el hombre gordo alzando la vista al sol.

Pues a las seis o a las seis y media tendremos una tempestad.La mar estaba tranquila, el sol brillante; de vez en cuando

se sentía un viento caliente como si viniese del desierto de África, y en el horizonte se aglomeraban algunas nubes de formas caprichosas. Los bogas volvieron a tomar aliento, y la barca volaba como un alción en la superficie de las aguas.

Después de un cuarto de hora el hombre gordo volvió a ponerse en pie, a tomar su anteojo y a registrar el horizonte; y volviéndose después al piloto le dijo:

-Creo haber descubierto en el horizonte alguna cosa como un palo, pero tan delgado que más bien parece una espiga de trigo. ¿Qué dices, Antón?

-Digo, mi señor D. Gerónimo, que lo que vuesa merced ve con el anteojo, lo he visto yo con mi vista natural. O la Covadonga está ya subiendo la última escalera de las. aguas, o yo no me llamo Antón de Peralta: pero antes que nosotros lleguemos a la Covadonga y la Covadonga al puerto, ya soplará recio, y muy dichosos seremos si Dios y sus santos nos dejan llegar a los arrecifes.

-¿Y en qué te fundas para tan triste pronóstico?

-Conozco mucho estos mares, y nunca he visto en el horizonte rayas amarillas, sin que a poco no haya soplado lo que se llama entre nosotros borrasca desecha. Mirad.

El hombre gordo miró con cuidado al horizonte. Las nubes de un amarillo opaco y triste como el fuego cuando va perdiendo su color rojizo con la luz del sol, formaban unas rayas uniformes y que parecían, más bien que naturales, formadas o arregladas de intento. Las ráfagas de viento caliente se hacían sentir con más frecuencia, y de vez en cuando se oía un ruido como si fuese el lejano disparo de un cañón.

Ni una sola vez, cuando el cielo está así a la hora de ponerse el sol, ha dejado de haber tempestad, dijo el piloto. Si tenéis grande interés en hablar a la Covadonga, vamos porque un viejo piloto español jamás retrocede ni ante las ondas ni ante los vientos. Los marinos sabemos que nuestra sepultura es ancha y profunda, y nos horroriza la idea de ser machacados y encerrados debajo de la tierra; pero vuesa merced preferiría mejor cenar esta noche un buen pescado en su casa y remojarlo con una bota de tinto, en vez de exponerse a que los pescados cenen el vientre de vuesa merced.   Tenía yo mucho interés en saber si viene en la Covadonga un alto personaje, porque mi amigo el alcalde de Mesta, Ruiz de la Mota, tiene ya sus barruntos de que el rey mandará un visitador con cartas y provisiones amplias; y quién sabe si la pasarán mal ciertos personajes. Este es un negocio que puede valerme unos cuantos pesos de oro, además de los que gane en el fierro y el azogue que me vienen en el navío.

Entonces no hay que tener miedo, y hasta encontrar a la Covadonga, que el comerciante, como el soldado y como el marino, debe morir en su oficio.

No, no, Antón, dijo el hombre gordo; tampoco a mí me gustan ni esas nubes ni ese ventarrón caliente. Aquí en la Veracruz, cuando sopla caliente a poco sopla frío, y vale más, como dices cenar muy quietos en casa. Volvámonos, y me acompañarás cuando lleguemos, a tomar un trago de vino. Desde tierra veremos mejor los movimientos de la Covadonga.

Antón, sin responder palabra, viró la barca y dirigió la proa a Veracruz. El mar tomaba un aspecto singular; la luz amarillenta del sol, combinándose con el verde de las aguas, formaba un ancho campo donde parecía que comenzaba o se

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apagaba un incendio; el viento irregular soplaba por intervalos al Sur y al Sudeste, las ondas se iban bordando de una franja de espuma, y de las fatídicas rayas amarillas parecía que brotaban gruesas nubes de un aspecto amenazador.

-Si no llegamos en media hora no llegaremos nunca, dijo el piloto.

-Al puerto, bogas, al puerto, dijo D. Gerónimo, y tendrá cada uno un tonel de vino. Los bogas redoblaron su esfuerzo, el mar se hinchaba por momentos, y cuando la barca pasó los arrecifes y puso la proa al embarcadero, multitud de gente en la playa veía aterrorizada aquella cáscara de nuez que se hundía y volvía a aparecer entre la espuma como si fuera arrojada por el soplo de un monstruo desde el fondo del abismo. Por fin atracó al lado del embarcadero de madera, y el hombre gordo, el piloto y los bogas saltaron a tierra llenos de agua y de sudor. La Covadonga estaba ya visible y se adelantaba resueltamente en medio de la tempestad que había estallado al entrar en el puerto.   En instantes el aspecto del cielo cambió, las líneas amarillas, moribundas y enterradas al parecer en un horizonte morado oscuro, despedían un opaco brillo, el resto del cielo estaba oscuro, el viento Nordeste desencadenado silbaba, las barcas amarradas danzaban y se chocaban entre sí, y gruesas y estrepitosas olas iban a estrellarse y a hacer crujir los débiles tablados que entonces formaban el embarcadero.

La atención de todos los espectadores estaba fija en el barco atrevido que así desafiaba la tormenta; y el hombre gordo, sin sentir ni la agua ni la fatiga ni el cansancio, estaba fijo y mirando las maniobras de la embarcación.

Cuando cerró la noche, la Covadonga encendió una luz a proa y tiró un cañonazo. Si el cañonazo era de socorro, era inútil, pues la mar estaba de tal manera furiosa que cualquiera barca se hubiera hecho mil pedazos.

TEXTO 10: Antología de poesía sobre tema marítimoFrente al mar/Alfonsina Storni

Oh mar, enorme mar, corazón fierode ritmo desigual, corazón malo,yo soy más blanda que ese pobre paloque se pudre en tus ondas prisionero.Oh mar, dame tu cólera tremenda,yo me pasé la vida perdonando,porque entendía, mar, yo me fui dando:“Piedad, piedad para el que más ofenda”.Vulgaridad, vulgaridad me acosa.Ah, me han comprado la ciudad y el hombre.Hazme tener tu cólera sin nombre:Ya me fatiga esta misión de rosa.¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena,me falta el aire y donde falta quedo,quisiera no entender, pero no puedo:es la vulgaridad que me envenena.Me empobrecí porque entender abruma,me empobrecí porque entender sofoca,¡Bendecida la fuerza de la roca!Yo tengo el corazón como la espuma.Mar, yo soñaba ser como tú eres,allá en las tardes que la vida míabajo las horas cálidas se abría…Ah, yo soñaba ser como tú eres.Mírame aquí, pequeña, miserable,todo dolor me vence, todo sueño;mar, dame, dame el inefable empeñode tornarme soberbia, inalcanzable.Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza,¡Aire de mar!… ¡Oh tempestad, oh enojo!Desdichada de mí, soy un abrojo,y muero, mar, sucumbo en mi pobreza.Y el alma mía es como el mar, es eso,Ah, la ciudad la pudre y equivoca

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pequeña vida que dolor provoca,¡Que pueda libertarme de su peso!Vuele mi empeño, mi esperanza vuele…La vida mía debió ser horrible,debió ser una arteria incontenibley apenas es cicatriz que siempre duele.Oda al mar / Pablo NerudaAQUÍ en la islael mary cuánto marse sale de sí mismoa cada rato,dice que sí, que no,que no, que no, que no,dice que sí, en azul,en espuma, en galope,dice que no, que no.No puede estarse quieto,me llamo mar, repitepegando en una piedrasin lograr convencerla,entoncescon siete lenguas verdesde siete perros verdes,de siete tigres verdes,de siete mares verdes,la recorre, la besa,la humedecey se golpea el pechorepitiendo su nombre.Oh mar, así te llamas,oh camarada océano,no pierdas tiempo y agua,no te sacudas tanto,ayúdanos,somos los pequeñitospescadores,los hombres de la orilla,

tenemos frío y hambreeres nuestro enemigo,no golpees tan fuerte,no grites de ese modo,abre tu caja verdey déjanos a todosen las manostu regalo de plata:el pez de cada día.

Aquí en cada casalo queremosy aunque sea de plata,de cristal o de luna,nació para las pobrescocinas de la tierra.No lo guardes,avaro,corriendo frío comorelámpago mojadodebajo de tus olas.Ven, ahora,ábretey déjalocerca de nuestras manos,ayúdanos, océano,padre verde y profundo,a terminar un díala pobreza terrestre.Déjanoscosechar la infinitaplantación de tus vidas,tus trigos y tus uvas,tus bueyes, tus metales,el esplendor mojadoy el fruto sumergido.

Padre mar, ya sabemoscómo te llamas, todaslas gaviotas reparten

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tu nombre en las arenas:ahora, pórtate bien,no sacudas tus crines,no amenaces a nadie,no rompas contra el cielotu bella dentadura,déjate por un ratode gloriosas historias,danos a cada hombre,a cadamujer y a cada niño,un pez grande o pequeñocada día.Sal por todas las callesdel mundoa repartir pescadoy entoncesgrita,gritapara que te oigan todoslos pobres que trabajany digan,asomando a la bocade la mina:"Ahí viene el viejo marrepartiendo pescado".Y volverán abajo,a las tinieblas,sonriendo, y por las callesy los bosquessonreirán los hombresy la tierracon sonrisa marina.Perosi no lo quieres,si no te da la gana,espérate,espéranos,lo vamos a pensar,vamos en primer término

a arreglar los asuntoshumanos,los más grandes primero,todos los otros después,y entoncesentraremos en ti,cortaremos las olascon cuchillo de fuego,en un caballo eléctricosaltaremos la espuma,cantandonos hundiremoshasta tocar el fondode tus entrañas,un hilo atómicoguardará tu cintura,plantaremosen tu jardín profundoplantasde cemento y acero,te amarraremospies y manos,los hombres por tu pielpasearán escupiendo,sacándote racimos,construyéndote arneses,montándote y domándotedominándote el alma.Pero eso será cuandolos hombreshayamos arregladonuestro problema,el grande,el gran problema.Todo lo arreglaremospoco a poco:te obligaremos, mar,te obligaremos, tierra,a hacer milagros,porque en nosotros mismos,

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en la lucha,está el pez, está el pan,está el milagro.El mar / Pablo NerudaNECESITO del mar porque me enseña:no sé si aprendo música o conciencia:no sé si es ola sola o ser profundoo sólo ronca voz o deslumbrantesuposición de peces y navíos.El hecho es que hasta cuando estoy dormidode algún modo magnético circuloen la universidad del oleaje.No son sólo las conchas trituradascomo si algún planeta temblorosoparticipara paulatina muerte,no, del fragmento reconstruyo el día,de una racha de sal la estalactitay de una cucharada el dios inmenso.

¡Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire,incesante viento, agua y arena.

Parece poco para el hombre jovenque aquí llegó a vivir con sus incendios,y sin embargo el pulso que subíay bajaba a su abismo,el frío del azul que crepitaba,el desmoronamiento de la estrella,el tierno desplegarse de la oladespilfarrando nieve con la espuma,el poder quieto, allí, determinadocomo un trono de piedra en lo profundo,substituyó el recinto en que crecíantristeza terca, amontonando olvido,y cambió bruscamente mi existencia:di mi adhesión al puro movimiento.

El mar /Jorge Luis BorgesAntes que el sueño (o el terror) tejieramitologías y cosmogonías,antes que el tiempo se acuñara en días,el mar, el siempre mar, ya estaba y era.¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violentoy antiguo ser que roe los pilaresde la tierra y es uno y muchos maresy abismo y resplandor y azar y viento?Quien lo mira lo ve por vez primera,siempre. Con el asombro que las cosaselementales dejan, las hermosastardes, la luna, el fuego de una hoguera.¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el díaulterior que sucede a la agonía.

Nocturno mar / Xavier VillaurrutiaNi tu silencio duro cristal de dura roca,ni el frío de la mano que me tiendes,ni tus palabras secas, sin tiempo ni color,ni mi nombre, ni siquiera mi nombreque dictas como cifra desnuda de sentido;

ni la herida profunda, ni la sangreque mana de sus labios, palpitante,ni la distancia cada vez más fríasábana nieve de hospital inviernotendida entre los dos como la duda;

nada, nada podrá ser más amargoque el mar que llevo dentro, solo y ciego,el mar, antiguo Edipo que me recorre a tientasdesde todos los siglos,cuando mi sangre aún no era mi sangre,cuando mi piel crecía en la piel de otro cuerpo,cuando alguien respiraba por mí que aún no nacía.

El mar que sube mudo hasta mis labios,

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el mar que me saturacon el mortal veneno que no matapues prolonga la vida y duele más que el dolor.El mar que hace un trabajo lento y lentoforjando en la caverna de mi pechoel puño airado de mi corazón.

Mar sin viento ni cielo,sin olas, desolado,nocturno mar sin espuma en los labios,nocturno mar sin cólera, conformecon lamer las paredes que lo mantienen presoy esclavo que no rompe sus riberasy ciego que no busca la luz que le robarony amante que no quiere sino su desamor.

Mar que arrastra despojos silenciosos,olvidos olvidados y deseos,sílabas de recuerdos y rencores,ahogados sueños de recién nacidos,perfiles y perfumes mutilados,fibras de luz y náufragos cabellos.

Nocturno mar amargoque circula en estrechos corredoresde corales arterias y raícesy venas y medusas capilares.

Mar que teje en la sombra su tejido flotante,con azules agujas ensartadascon hilos nervios y tensos cordones.

Nocturno mar amargoque humedece mi lengua con su lenta saliva,que hace crecer mis uñas con la fuerzade su marca oscura.

Mi oreja sigue su rumor secreto,oigo crecer sus rocas y sus plantasque alargan más y más sus labios dedos.

Lo llevo en mí como un remordimiento,pecado ajeno y sueño misteriosoy lo arrullo y lo duermoy lo escondo y lo cuido y le guardo el secreto.Monumento al mar (fragmento) / Vicente HuidobroPaz sobre la constelación cantante de las aguasEntrechocadas como los hombros de la multitudPaz en el mar a las olas de buena voluntadPaz sobre la lápida de los naufragiosPaz sobre los tambores del orgullo y las pupilas tenebrosasY si yo soy el traductor de las olasPaz también sobre mí.He aquí el molde lleno de trizaduras del destinoEl molde de la venganzaCon sus frases iracundas despegándose de los labiosHe aquí el molde lleno de graciaCuando eres dulce y estás allí hipnotizado por las estrellasHe aquí la muerte inagotable desde el principio del mundoPorque un día nadie se paseará por el tiempoNadie a lo largo del tiempo empedrado de planetas difuntosEste es el marEl mar con sus olas propiasCon sus propios sentidosEl mar tratando de romper sus cadenasQueriendo imitar la eternidadQueriendo ser pulmón o neblina de pájaros en penaO el jardín de los astros que pesan en el cieloSobre las tinieblas que arrastramosO que acaso nos arrastranCuando vuelan de repente todas las palomas de la lunaY se hace más oscuro que las encrucijadas de la muerteEl mar entra en la carroza de la nocheY se aleja hacia el misterio de sus parajes profundosSe oye apenas el ruido de las ruedasY el ala de los astros que penan en el cielo

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Este es el marSaludando allá lejos la eternidadSaludando a los astros olvidadosY a las estrellas conocidas.Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas El mar empujando las olasSus olas que barajan los destinosEl mar y tú/ Octavio PazEl mar, el mar y tú, plural espejo,el mar de torso perezoso y lentonadando por el mar, del mar sediento:el mar que muere y nace en un reflejo. El mar y tú, su mar, el mar espejo:roca que escala el mar con paso lento,pilar de sal que abate el mar sediento,sed y vaivén y apenas un reflejo. De la suma de instantes en que creces,del círculo de imágenes del año,retengo un mes de espumas y de peces, y bajo cielos líquidos de estañotu cuerpo que en la luz abre bahíasal oscuro oleaje de los días.Se alegra el mar /José Gorostiza¡El mar, el mar!Dentro de mí lo siento.Ya sólo de pensaren él, tan mío,tiene un sabor de sal mi pensamiento.

UNIDAD 4: La ciudad literaria

TEXTO 11: El pinto /Ángel de CampoNotas biográficas de un perro

Chilindrina era una perrita poblana, gordita, muy lavada, muy blanca, con su listón azul al cuello, siempre dormitando en las faldas de doña Felicia, su ama, que era dueña de un estanquillo y había concentrado en ella todo su amor de vieja solterona. Cuidaba del buen nombre del animal como las madres cuidan de la inocencia de sus hijos, y casi murió de dolor cuando supo la terrible noticia: Chilindrina, la doncella sin mancha, había tenido amores con el Capitán, escuintle horroroso de un zapatero vecino: frutos de estos amores fueron la Diana, el Turco y el Pinto, de quien voy a ocuparme.

Era un perro de pueblo, enteramente flaco, de orejas derechas y agudas, ojo vivaz, hocico puntiagudo, grandes pelos lacios y cerdosos, patas delgadas y cola pendiente; era de esa clase de perros de raza indígena que tienen una semejanza con los lobos, de un color amarillo sucio manchado de negro, lo que le valía su nombre de Pinto. Su historia puede encerrarse en estos capítulos: el hogar, el cuartel, la calle, la vagancia. Muy pocos días duró bajo el brasero en el cajón de vino, lleno de trapos manchados de petróleo que le sirvió de cuna. Aún no abría bien los ojos, que tenían esa opacidad azulosa de los recién nacidos, aún su paso era débil, cuando lo regalaron a la primera que lo pidió, y fue doña Petra, portera del 6 de Mesones, señora fea que, no teniendo quien la amara, amaba a los animales. Un gato se le había desertado, y para mitigar la ausencia iba a sustituirlo con un consentido más fiel: el Pinto. Con calma maternal daba las migas de pan en leche al tierno niño, lo acostaba en un rincón envuelto en trozos de alfombra, lo arrullaba en el regazo y en horas de quehacer lo exponía al sol tibio de la mañana; ahí reposaba el Pinto cazando moscas al vuelo, dando paseos cortos, oliendo las juntas del embaldosado y acostándose de nuevo, previas las vueltas de ordenanza.

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Creció, y comía entonces las sobras que daba a su ama una familia de la vivienda principal. Su vida era sedentaria; se reducía a vegetar y no salía del zaguán de la casa, porque sentía un temor invencible por los transeúntes, los coches y los perros más grandes que él. Cuando el ama salía, lo dejaba encerrado, y más de una vez se oyeron tras la puerta aullidos lastimeros a los que respondían frases coléricas de los vecinos nerviosos. Vivían arriba dos niños que al irse al colegio le arrojaban un pedazo de pan y al volver le hacían un cariño, diciéndole con voz muy dulce: “Pintito, toma”, y tronándole los dedos lo llamaban en dirección a la escalera. Él los hubiera seguido, pero le inspiraba serios temores aquella ascensión peligrosa y, sobre todo, la opinión de su ama. Un día se decidió a subir, los Angulo lo colmaron de cariños, lo hicieron corretear por el corredor, enseñándole y escondiéndole un pañuelo que desgarraba a mordiscos, y los hacía exclamar con infinito placer: “¡Sabe jugar al toro!” Ya era amigos: ya el pobre Pinto seguía a la criada hasta el colegio, y con disimulo señalaba su huella en todas las esquinas para reconocer el camino. Aparecían los Angulito, y corría con esa vivacidad infantil propia de una gran emoción. Todo lo sufría el buen amigo; que lo ensillaran, lo vistieran de muñeco, lo hicieran tirar de un carrito de palo lleno de ladrillos, lo forzaran a saltar por el mango de una escoba, o hacer de toro y hasta de verdugo, cuando alguna rata infeliz salía de un agujero por sus negras desdichas. Sin embargo, ¡qué de temores en aquellas visitas! ¡Qué odio debía tenerle aquella señora descolorida que lo veía con ojos tan malos y lo hacía despejar el corredor! Una ocasión los niños no lo llamaron como otras veces y él subió. La criada lo esperaba tras de la puerta y lo llamaba ¡cosa rara! con voz dulce. Acudió y entonces lo suspendió por el aire tomándolo por el pescuezo; lo llevó a un rincón del corredor, le restregó el hocico contra un ladrillo sucio y le pegó de escobazos. En vano aulló, en vano decía con los ojos “¡yo no he

sido!”; la fuerte mocetona le pegó duro, y los niños lo veían con inmensa compasión tras de los vidrios. ¡Pobre Pinto! Su ama lo abandonó. Días enteros se pasó en las calles oliendo todos los rincones y en busca de ella. Aulló a la puerta de la antigua portería hasta que una vecina se compadeció de él; era una mujer de cascos ligeros que tenía amores con un albañil. Hacían tres viajes diarios hasta la Alameda para que comiera en una banca el señor aquel lleno de cal. Gravemente sentado, esperaba que le echaran su piltrafa de carne: como perro bien educado, ni parpadeaba. Después, el amor de su nueva ama pasó a un soldado y supo lo que era la vida de cuartel. Comió el vil rancho, tuvo amistad con gentes malignas; pero sucedió lo que tenía que tenía que suceder: el regimiento salió y de nuevo lo abandonaron. ¿Qué comer? Si se detenía en la puerta de una fonda, le aventaban unas tenazas; si iba a una carnicería lo pateaban; si encontraba un hueso, se lo arrancaba otro can famélico más fuerte que él. En aquellos días se apiadó de él un viejo de barba blanca y sucia, pantalones rotos y zapatos llenos de agujeros: era un mendigo que se fingía el ciego. Todo el día se pasaba a la puerta de las iglesias donde había función o jubileo. El amo, apoyado en el grasiento bastón en forma de báculo y él, amarrado del cuello con un mecate lleno de punzantes hilos. Comió las tortillas heladas y los mendrugos de pan frío de la miseria; sufrió los palos de más de un sacristán, y tenía también, en aquella época, un aire de mendicidad, la cabeza gacha, los ojos tristes, el rabo entre las piernas, y hecho un esqueleto... Estaba predestinado para el martirio. Su amo, el falso ciego, robó una vez y lo condujeron a la inspección. ¡Terrible noche al aire libre! La pasó en la puerta de la comisaría y nunca olvidó la escena del día siguiente: el rostro demacrado del amo, que acompañado por muchos pillos, con un jarrito colgado a la espalda, entre dos hileras de gendarmes fue conducido hasta

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Belén. Quiso entrar, pero no tuvo ni una mirada de despedida de su amo, y sí un culatazo de un centinela. ¿Qué hacer? Caminar al acaso. Anduvo calles y más calles, fatigado, sudoroso, sediento, y lo recibían en los barrios con ladridos de amenaza. El hambre lo postraba; ni una fonda, ni una carnicería, ¡nada! El aislamiento, el verano de calores quemantes, la repulsión en todas partes; buscaba la sombra en el hueco de un zaguán, y crueles porteros lo espantaban; seguía a alguien, y aquel alguien, al entrar a su casa, dando una patada en el suelo, le cerraba las puertas en los hocicos. ¡Pobre Pinto! Dos veces intentó olvidar con el amor su desdicha, pero las dos fue desgraciado. Ya casi había conquistado a una desconocida, cuando un señor alto, moralista tal vez, lo espantó pegándole un bastonazo; lo iba a machucar un tren, y perdió a la dama. Su segunda tentativa fue tan desgraciada como la primera: un Terranova, abusando de la fuerza, le arrebató a la que tanto había soñado. ¡Pobre Pinto! Llegaron aquellas noches interminables de vagancia, aquel husmear continuo en todos los rincones, a la puerta de las accesorias, esperando que arrojaran al caño el agua sucia de la cena, para pescar un hueso y huir con él donde nadie se lo disputara; rebuscar en los montones de basura; seguir a los ebrios para... ¡Qué fúnebres rondas hacía con otros compañeros de desgracia! Se olfateaban los unos a los otros para saludarse, se mordían, ladraban, y un vecino les arrojaba agua desde un balcón; dormían hechos rosca en el umbral de una puerta. Eran noches de pesadillas terribles. Pinto soñaba estar en una azotea con la cazuela de sobras repleta, subía la Diana, le hablaba de amores, junto al tinaco le decía: “eres mi vida”, y ¡paf! Un señor que entraba a deshoras a su casa, lo despertaba con un puntapié. Aquello no era vida, los carretones de basura no traían ni un solo hueso que roer, y cuando lo había, la fuerza bruta se lo arrancaba de los dientes.

Evocaba aquel pasado siempre adverso: ¿para qué había nacido? ¡Sin creencias, sin paraíso, sin palabras siquiera para pedir un mendrugo! Y cazaba  moscas al vuelo o saciaba su sed en los charcos. Una mañana lo llamó un señor y le arrojó un pedazo de carne. ¡Al fin! Sí, sí; había indudablemente un espíritu protector de los hambrientos; sintió una embriaguez de placer al aspirar el aroma tibio de aquella pulpa, y ¡era fresca! y la comió con glotonería. Un fuego devorador circulaba por sus venas, parecía que desgarraba sus entrañas, sus miembros se estremecían en dolorosas convulsiones; tambaleaba como un ebrio y, por fin, se desplomó. ¡Lo habían envenenado! ¡Qué cuadro! Yacía en el lodazal. Todo fue crueldad en aquellos momentos. Un carro al pasar le trituró una pata; había un círculo de curiosas, criadas que volvían de la compra; mandaderos con la canasta en la mano y que se entretenían en picarlo para provocarle largos estremecimientos convulsivos. La cabeza caída, los ojos inyectados fuera de las órbitas; los blancos colmillos descubiertos, la lengua de fuera, el hocico abierto y babeante; la respiración de un sofocado, y las patas agitándose en nervioso desorden. ¡Y aún en su agonía lo azuzaban y se reían de sus contracciones de epiléptico! Ni una queja, ni un ladrido... Los niños Angulo pasaron y se detuvieron, sus ojos infantiles lo vieron con gran tristeza, y los oyó murmurar: –¡Pobrecito! y se parece al Pinto. Era el Pinto: ¡qué flaco estaría para ser inconocible! Después de un último sacudimiento quedó inmóvil.  *  El carro de la limpia fue su ataúd y el muladar su cementerio. Ahí, sobre montones de ceniza, cascarones de huevo, zapatos rotos, harapos y momias de gato, fue arrojado junto a un casco de botella; quizá lo hubieran devorado los mismos que lo acompañaron hasta su última morada, si no hubiera habido otro entierro, el de un caballo que llegó en un carretón con una

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bandera blanca y escoltado por canes hambrientos que hicieron de sus despojos una atroz carnicería. Lamiéndose los bigotes dijo uno de los comensales: “He aquí al Pinto, ciudadano honrado, de origen noble, fiel, trabajador, digno de un cojín de viuda o de una azotea de ranchería, convertido en cadáver y ¡envenenado!... Pero ¡esta es la vida!” Y se alejó al trote por el potrero, donde ya las sombras se extendían; el crepúsculo daba un fulgor sangriento a aquel cuadro y perfilaba en el horizonte las siluetas macabras de esas limosneras que remueven las basuras para encontrar hilachas. La sombra tendió sus alas de búho en aquel cementerio de cosas viejas y animales muertos. Cementerio sin epitafios.   * ¡Cuántos en la plebe son como el Pinto! ¡Cuántos desdichados hay que, con forma humana, no son sino perros que hablan y que visten pantalones!

TEXTO 12: ¡Pobre viejo! / Ángel de Campo   Ni duda, aquella era la casa; lo encontré todo igual. El tiempo, es verdad, la había hecho más triste, porque estaban manchadas las paredes con las huellas de la lluvia, y el musgo dibujaba en ellas siluetas verdinegras: el santo de cantera, el roto macetón de la azotea, el balcón mohoso, la entrada angosta: ¡todo lo mismo! Sólo que en el ventanillo no se veía la jaula del loro locuaz, ni aquellos tiestos de geranio y rosa de Castilla. ¡Con qué emoción leí aquel rótulo que en fondo negro y con letras blancas casi borradas, decía COLEGIO PARA NIÑOS! Subí la escalera de mampostería. Como siempre, ardía en el descanso la lamparilla frente a la Virgen de Guadalupe. Asomó tras el portón verde, no la muchacha harapienta, la pelona famosa, sino una viejecilla enjuta. En el silencio de la casa, en el aire discreto de la criada, en todo, adiviné lo que había pasado. ¿El señor Quiroz? –pregunté.     –Esta mañana, a las tres –me respondió con aire compungido

la vieja, llevándose el delantal a los ojos–. Pase usted... ¡El señor Quiroz había muerto! Aquel hombre intachable, aquel recuerdo apenas vive en tantos que, como yo, mucho le debieron. Solo, ni uno de sus discípulos lo acompañaba en aquella pieza desmantelada que conocía tan bien: el mobiliario miserable de aquella sala pobre; las consolas sin pie, el sofá de cerda, el estante del libros viejos, la esfera terrestre, aquel diploma pegado a la pared. Junto a un mapamundi, la mesa revuelta que le regalamos de cuelga el año de 70, llena de firmas infantiles y borroneadas; en medio de la pieza, el catre de hierro, y sobre sus tablas desnudas un cadáver vestido de luto; un pañuelo cubría su cara, y a los lados dos grandes cirios que ardían. ¡Era el maestro de primeras letras! Con respeto y temor lo descubrí. ¡Cómo había envejecido! ¡Qué aspecto tan desconsolador en aquellas líneas modeladas por la muerte! ¡Qué elocuente aquella soledad silenciosa, donde antes todo era bullicio! Pobre amigo, yo lo acompañaría. Y me senté en el viejo sofá de cerda y me puse a pensar en el pasado... ¿Te acuerdas? Aquellas mañanas cuando oía la voz de mi madre que me gritaba: “¡Van a dar las ocho!” Aquel malhumor con que me levantaba, aquellas cóleras diarias contra la criada que me restregaba con demasiada fuerza el zacate y el jabón al lavarme el pescuezo, la brusquedad con que pasaba el cepillo por los cabellos aún rubios; el desayuno apurado de prisa, y aquel desconsuelo al tomar la bolsa deshecha, donde dormían la pizarra, el libro de Mantilla y el Padre Ripalda... ¡Las ocho! Era hora; llorando todavía, llegaba al colegio; la criada me veía subir desde el zaguán, mientras le gritaba antes de tirar del grasiento cordón de la campanilla: “¡Ven a las doce en punto!”, y entraba. No puedo olvidar aquella pieza, aquel techo lleno de pelotas de papel mascado, las paredes con letreros y manchas de tinta morada, negra y roja; los mapas polvorientos, las muestras de dibujo, el sistema métrico decimal; el Corazón de Jesús al frente sobre un reloj siempre parado. La plataforma pintada de negro y encima la mesa del señor

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Quiroz; el tintero representando un ciervo; la regla, las planas en orden, los libros formando pilas. Las dos hileras de bancas y mesas con sus tinteros de plomo; sus candados en las tapas de las papeleras, y tantas letras grabadas con navaja en la madera de los muebles... Me parece volver a aquellos tiempos, siento el aire fresco de  aquellas mañanas, el olor del ladrillo recién regado, el sol entrando por el balcón abierto, el señor Quiroz golpeando la mesa con la regla y gritando: “¡Pepito López, a su lugar!” para seguir rayando concienzudamente el papel. Juanito Llamas borraba cifras aritméticas en el pizarrón; Miguel Vilches, oculto por la tapa de la papelera, mordía un cuerno de rosca; tras el antifaz de los catecismos platicaban Mejía y Méndez; leía en voz alta Zamudio, y Pepito López, inquietísimo, se deslizaba hipócritamente a lo largo de la banca (siempre era esa su disculpa) para pedir un lápiz a Marticorena o a mí, que con la vista vaga seguía el vuelo de las moscas que aprisionaba Orozco y pegaba con cera a soldados de papel. ¡Ah, época inolvidable! No se cuidaba uno ni del día ni del mes, sino para saber, porque todos los juegos tenían su temporada, cuándo se debía jugar a las canicas, cuándo al balero, cuándo concluía el reinado del trompo y comenzaba el de los huesos de chabacano, el piso y el burro. Sin más temor que el de ser sorprendidos in fraganti conversación, en desiguales cambalaches de pizarrines y caramelos o en el mayor crimen, fumar, pálidos de espanto tras la puerta del común, el primer cigarro de monzón robado al ama de llaves.     –¡Pepito, media hora de castigo!    –¡Señor, si no he hecho nada!   –Sí, señor; está usted distrayendo a Orozco; ¡media hora!    – No, señor (jeremiqueando) ¡a la otra!    – ¡A su lugar! (reglazo). Y después de estos diálogos, el señor Quiroz seguía rayando papel hasta que alguno alzaba el brazo y enseñando dos dedos, pedía permiso para “hacer de las aguas” – ¡Está ocupado! –Aquel era el gran pretexto; ir a tomar agua o a cumplir alguna función fisiológica de grande importancia. En

aquellas escapadas se mordía el pedazo de pan, resto del desayuno; se contaban las canicas y, sobre todo, se estaba fuera de aquella pieza estrecha, de aquellas durísimas bancas, donde colgaban los pies; se lavaban las manos llenas de tinta, frotando los dedos en el ladrillo del lavadero; y haciendo repetir al perico aquella mala palabra que sabía y todos oían con una punzante curiosidad, y se repetía en voz baja, muy baja, porque si el señor Quiroz la oía, “¡al cachote!”, aquel cuarto húmedo y oscuro, lleno de sillas rotas, tinas desfondadas y ropa sucia donde paseaban las ratas del tamaño de un conejo. Había alacranes y mestizos, que acobardaban a los más valientes; era preferible dar cien líneas del Urcullu, estar media hora hincado y en cruz, hasta recibir la orden de que no le dieran dulce y fruta en su casa, a entrar a aquella pieza que olía a ropa sucia y a humedad. ¿Cuántas cosas habría en el bufete del señor Quiroz? Dicen que ahí guardaba todo lo que les quitaba a los niños; muchas canicas, membrillos mordidos, pedazos de charamusca, soldados de plomo, juguetes de madera, pinturas, caramelos, baleros, trompos; la teja de plomo que servía para jugar al piso, pliegos de papel de colores para forrar libros y tapizar los cajones, armellas, ¡qué se yo! Era un tesoro. ¡Qué tristes aquellas tardes cuando estaba uno en la lista con dos o tres rayitas: cada una era media hora! Todos se iban a jugar al patio y uno se quedaba solo. Gritaba la criada: –¡Por el niño Mendoza! –Hasta las seis –respondía muy serio el señor Quiroz. No valían ruegos, ni valían pretextos. “¡Es la última, señor! ¡Ya no lo vuelvo a hacer!” Nada, era inflexible. ¿Qué decir en casa, al llegar? ¿Cómo resistir a aquella pregunta: “¿Por qué viene usted tan tarde?” Y aquella comparación humillante de “¿ya ves a tu primo Félix? pues, nunca lo castigan”. ¿Cómo presentar los sábados aquella plana donde se repetían cinco veces las palabras Venecia, Valladolid, Valencia, o aquella máxima escrita con bella letra inglesa: “El estudio es fuente de riqueza”, que unos copiaban con caracteres que

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parecían patas de mosca o, como aseguraba el señor Quiroz, hechos con popotes? ¿Cómo mostrar aquella calificación: Conducta, mal... Aplicación, mal... Aseo, bien, escrita al dorso? ¿Cómo coser los pantalones hechos pedazos, el saco lleno de gis, la camisa de tinta, las medias de ladrillo? ¿Cómo curar los moretones sacados en aquellos lances de honor que se ventilaban a las cinco, en un rincón de la azotehuela? Graves preocupaciones de la edad, imposibles de resolver a los siete años. Para nosotros el señor Quiroz era un inquisidor: ¿por qué nos daba garnuchos en las orejas? ¡Cómo se enfullinaba cuando alguno se le paraba de gallito! ¡Pobre viejo! Alguna vez me pregunté: ¿por qué será tan pálido y tan flaco? Más tarde lo he sabido, más tarde he resuelto aquel enigma. Ya sé por qué llevaba siempre aquel saco café lleno de manchas, aquel chaleco gris, aquel pantalón de casimir del país con grandes rodilleras: sé por qué se ponía pensativo al reflexionar en la mañana, y por qué está pálido y flaco un hombre que no tiene dinero, a quien matan lentamente las privaciones, a quien consume el cerebro el repetir año tras año: “¿qué es Gramática?”, escribir día tras día el mismo ejemplo de sumar quebrados; resistir el eterno dos por dos cuatro, dos por tres seis; levantarse con el alba, sufrir malas respuestas y cargos de papás descontentos. Ésa es la vida. ¿Por qué el inventor tiene bustos de bronce que lo inmortalicen y retratos y biografías en los periódicos ilustrados? ¿Por qué el mercader es grande y el sembrador se olvida? ¿Por qué sólo se alaba el encaje de piedra que corona las hermosas cornisas y no hay una mención para el cimiento? Es un amigo de los primeros años; descifra ese jeroglífico encerrado en las páginas de un silabario, esa frase milagrosa que al pronunciarla se abren los inmensos horizontes desconocidos de la vida, da la clave para arrancar al libro su riqueza, arroja en el alma ese primer germen que diferencia al estúpido del hombre social, y sin embargo, es para todos un pobre viejo retrógrado, porque a fuerza de enseñar ya nada

puede aprender, un bilioso que castiga sin justicia, a quien se le paga una vil mensualidad y ¡hasta luego! ¡Pobre señor Quiroz, muerto! ¿Qué se habían hecho aquellos compañeros de colegio, por qué no había venido uno solo a recoger la última mirada dulce, dulce como la tenía el día de la comunión general y de la repartición de premios? ¡Era bueno, sí! El día que acabé el libro de Mantilla y dejé el colegio; cuando yo usaba pantalón corto, no lo olvido, me regaló una estampa con un San Luis Gonzaga y, conmovido, llorando se despidió diciéndome: “Que logre verte hecho un licenciado”. ¡Y entró con los ojos húmedos a explicar los denominados por partes alícuotas! No puede ser malo el que muerto tiene cara de santo. No; me arrepentía de mis malos pensamientos de niño mimado de siete años: la gratitud, una inmensa gratitud, brotaba a mi labio. ¿Para qué besar aquella frente? Era demasiado tarde. ¡Pobre viejo!, como le decían los vecinos. Ya descansa. Y me alejé con una tristeza profunda, mientras un grupo de niños salía festivo del zaguán, niños que reían contentos como la mañana, porque... ¡no había colegio!

TEXTO 13: La mujer que no / Jorge IbargüengoitiaDebo ser disctreto. No quiero comprometerla. La llamaré.. . En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya. junto con las de otras gentes y un pañuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién. o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus grandes ojos almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto dos orejas enormes, tan cercanas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los

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pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo... su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.      Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días cercanos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un mediodía brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. “Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una docena de veces era mucho. Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente, casada y. con hijos, que yo había tenido mi oportunidad trece años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impulsos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por la alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio, me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa,

porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importante, no importa.” Le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el pescuezo y le apreté la panza... hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas y Sonora.      Después del accidente, fuimos al SEP de Tamaulipas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores. La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más.” “Adiós, entonces.” “Adiós.” Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.      Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha... fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a tal hora, en tal parte”; y desapareció.      ¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparcimiento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gracias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!      Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es para ti.” Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silencio; luego me tomó del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.      Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café a

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Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas.      Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría un telegrama.

      Y esto es que un mes después recibí, no un telegrama, sino un correograma que decía: “Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.) Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras significan “adivina quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que se acercaba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.      Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, porque no tenía caso que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y es-peré. Inmediatamente empezaron a llegar gentes conocidas, a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.      Pasaba el tiempo.      Caminando por la calle de Génova pasó la joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.      Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se me

ocurrió que en tíos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida...      La joven N. volvió a pasar, caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque la joven N. venía mirando hacia el Konditori.      Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.      Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra la joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess right?”      Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la joven N. se puso incómoda; luego, me repuse, platicamos un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.

      Ella, con su marido y sus hijos, se habían ido a vivir a otra parte de la República.      Una vez, por su negocio, tuve que ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar. La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos besos... Hasta que llegaron sus hijos del parque. Después, fuimos a darles de comer a los conejos.      Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: “¡Es

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mía!” Y luego, con una impudicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofensiva, muy prometedora, por cierto, cuando llegó el marido. Ale dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el teléfono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto, también, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor tambaleándose, con un altero de platos sucios. Entonces regresó el marido poniéndose el saco y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; el caso es que tenía que ir a recoger el revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo, voyme a la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindarnos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. “Es para ti”, me dijo. Yo la miraba. mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba nada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella

que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besábamos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él... y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos jadeantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.

      Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar.TEXTO 14: Tardes de agosto / José Emilio PachecoNunca vas a olvidar esa tarde de agosto. Tienes catorce años y estás en secundaria. Tu padre ha muerto, tu madre trabaja en una agencia de viajes. Ella te despierta a la las siete. Queda atrás el sueño de combates en la selva, desembarcos en islas enemigas. Entras en el día en que es preciso ir a la escuela, crecer, al abandonar la infancia. Por la noche, al terminar la cena, las tareas, la hora compartida ante el televisor, te encierras a leer los libros de la colección Bazooka, esas novelitas de la Segunda Guerra Mundial que transforman en hechos heroicos los horrores del campo de batalla. En la colección Bazooka  siempre  hay una mujer que recompensa con su amor a quien esté dispuesto a dar la vida por la causa.De lunes a viernes el trabajo de tu madre te obliga a comer en casa de su hermano. Es hosco, te hace sentir intruso y exige un pago mensual por tus alimentos. Sin embargo, todo lo

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compensa la presencia de Julia. Tu prima estudia ciencias químicas, te ayuda en las meterías más difíciles de la secundaria, te presta discos. Es la única que te toma en cuenta , sin duda, por compasión a quien ve como el niño, el huérfano, el sin derecho a nada. Piensas: Julia no puede amarte. Nos separan seis años y el ser primos hermanos. Un día te presenta a un compañero de la Universidad, el primer novio a quien se permite visitarla en su casa. Pedro te desprecia y te considera un estorbo. Destruye la relación establecida con Julia. Ahora no tiene tiempo de vigilar tus tareas ni habla de discos ni van al el  cine. No sientes  rencor hacia ella, te limitas a odiar a  Pedro. Aquella tarde en que Julia cumple veinte años, cuando se levantan de la horrible comida de aniversario, Pedro la invita  a pasear por los alrededores de la ciudad. Te ordenan acompañarlos. Suben a el coche. Te hundes en el asiento posterior. Julia se reclina en el hombro de Pedro. Él la abraza y maneja con la izquierda. La música trepida en la radio del automóvil. El sol de las cuatro te parece una ofensa más. Pasan los cementerios y los últimos lugares habitados. Para no ver que Julia besa a Pedro y se deja acariciar, miras lo árboles a orillas de la carretera: cipreses, oyameles, pinos desgarrados por la luz del verano. Se detienen ante el convento perdido de la soledad de la montaña. Bajas con ellos y caminan por corredores galerías desiertas. Se asoman a la escalinata de un subterráneo en tinieblas. Se hablan y escuchan (ellos, no tú) en los huecos de una capilla que trasmite susurros de una esquina a otra. Y mientras Julia y Pedro pasean por los jardines tú que no tienes nombre y no eres nadie inscribes en en la pared cubierta de moho: Julia 19 de agosto, 1954, Salen de las ruinas del monasterio, se internan en el bosque húmedo, bajan hasta un arroyo de aguas heladas. Un letrero prohíbe cortar flores y molestar a los animales. El bosque es un parque nacional. Quien desobedezca recibirá su castigo.Vibran las frondas con el aire que revive tus sueños. Por un instante vuelves a ser el héroe de la colección Bazooka, el vencedor o el derrotado de Narvik, Tobruk , Midway, Iwo Jima ,

El Alamein, Stalingrado, Varsovia, Monte Cassino, las Ardenas … Te imaginas combatiente en la caballería polaca  o en el Afrka Korps, soldado capaz de actos heroicos que una mujer premiará con su amor. Julia descubre una ardilla en la punta de un árbol. Me gustaría llevármela, dice. Las ardillas no se dejan atrapar, contestó Pedro, y si alguien lo intentara hay guardabosques para impedirlo y encarcelan a quien se atreva. Yo la agarro, aseguras sin pensarlo, y te subes al árbol a pesar de que Julia quiere detenerte. La corteza hiere tus manos, la resina te hace resbalar. La ardilla asciende aún más alto. La siguiente hasta poner los pies en una rama. Miras hacia abajo y ves acercarse a los guardabosques y a Pedro que se pone a hacerle conversación. El guardabosques no alza la mirada hacia el árbol en el que está inmóvil y oculto a medias en el follaje. Julia intenta no traicionarte con la vista. Pedro tampoco te de lata: se propone algo más cruel. Retiene al guardabosques con pregunta tras pregunta, le da algunos billetes, lo deja hablar u hablar de sí mismo, quejarse de los paseantes y de lo poco que gana . Así te impide el triunfo y prolonga tu humillación.Has pasado diez o quince minutos. La rama empieza a ceder bajo tu peso. Sientes miedo de caer desde esa altura y morir ante Julia o romperte lo huesos y quedar inválido para siempre. O de otro modo, date por vencido, dejar que el guardabosques te lleve preso. Atrapado por Pedro, el guardabosque no se va. La ardilla te desafía a medio metro de la rama crujiente. En seguida baja por el tronco con agilidad que nunca será tuya y corre a perderse en el bosque. Julia se ha soltado a llorar, lejos del guardabosque y de la ardilla pero de ti más lejos e imposible. Al fin el guardabosque agradece la propina de Pedro, se despide y vuelve al convento. Entonces bajas, muerto de miedo, pálido, torpe, humillado, con lágrimas. Pedro se ríe de ti. Julia no llora: le reclama y lo llama estúpido. Suben otra vez al automóvil. Julia no se deja abrazar por Pedro y nadie habla de nada de nada ni una palabra. Bajas en cuanto llegan a la ciudad, caminas sin rumbo muchas horas y al llegar le cuentas a tu

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madre lo que ocurrió en el bosque y subes a la azotea y quemas en el boiler la colección Bazooka. Pero no olvidas nunca esa tarde de agosto. Esa tarde, la última en que tú viste a Julia.

TEXTO 15: El recado / Elena Poniatowska

Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles... En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos... Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza. Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones... Pienso en ti muy despacio, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente. Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va

a tomar el camión, has de saber dentro de ti que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: "No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche..." Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor. Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí... Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos --oh mi amor-- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos. Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: "Te quiero..." No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo... Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.

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