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INTRODUCCIÓN. UNIDAD 1 México Independiente 1824-1854. En este primer apartado, correspondiente a la Unidad 1 de Plan de Estudios de la materia Desarrollo Económico, Político y Social de México I, en la carrera de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales; el material recopilado se refiere a un periodo dramático en la vida del naciente país, en el cual el viejo orden se resistía a desaparecer y el nuevo no contaba con los suficientes elementos para consolidarse. Esta situación se expresó una constante inestabilidad económica, política y social, producto de la realidad nacional. Una realidad nacional caracterizada por la disputa entre dos proyecto de nación: república o monarquía, que se transformó en la pugna federalismo-centralismo, una vez eliminada la posibilidad de una monarquía en el país. Esta disputa produjo una anarquía que aisló al país del resto del mundo, sin reconocimiento, no fluyeron los recursos del exterior, las actividades económicas estaban prácticamente paralizadas, los levantamientos militares a la orden del día, la población ajena a las disputas de las élites conservadora y liberal, aislada a lo largo del territorio. Un país donde las estructuras coloniales prevalecían, y donde las corporaciones determinaban la cotidianeidad. La situación arriba descrita fue producto de las expectativas políticas, sociales y económicas que despertó el movimiento de independencia, la frustración de los diversos sectores sociales cuando éstas no cristalizaron, y los términos en que se consuma el proceso. Las particularidades de la transición de México al capitalismo, cuyas manifestaciones se exacerban en los primeros 30 años de vida independiente, coincidiendo en el plano internacional con la reciente revolución industrial, la revolución francesa y con la expansión industrial. La caótica situación también fue expresión de las contradicciones que presentan los dos proyectos en lo económico y político. La debilidad interna alentó el intervencionismo extranjero, producto de ello, México perdió Texas en 1836 y la mitad de su territorio original en 1848 además de otras porciones de tierra en la frontera norte. 1

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INTRODUCCIÓN.

UNIDAD 1

México Independiente 1824-1854. En este primer apartado, correspondiente a la Unidad 1 de Plan de Estudios de la materia Desarrollo Económico, Político y Social de México I, en la carrera de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales; el material recopilado se refiere a un periodo dramático en la vida del naciente país, en el cual el viejo orden se resistía a desaparecer y el nuevo no contaba con los suficientes elementos para consolidarse. Esta situación se expresó una constante inestabilidad económica, política y social, producto de la realidad nacional. Una realidad nacional caracterizada por la disputa entre dos proyecto de nación: república o monarquía, que se transformó en la pugna federalismo-centralismo, una vez eliminada la posibilidad de una monarquía en el país. Esta disputa produjo una anarquía que aisló al país del resto del mundo, sin reconocimiento, no fluyeron los recursos del exterior, las actividades económicas estaban prácticamente paralizadas, los levantamientos militares a la orden del día, la población ajena a las disputas de las élites conservadora y liberal, aislada a lo largo del territorio. Un país donde las estructuras coloniales prevalecían, y donde las corporaciones determinaban la cotidianeidad. La situación arriba descrita fue producto de las expectativas políticas, sociales y económicas que despertó el movimiento de independencia, la frustración de los diversos sectores sociales cuando éstas no cristalizaron, y los términos en que se consuma el proceso. Las particularidades de la transición de México al capitalismo, cuyas manifestaciones se exacerban en los primeros 30 años de vida independiente, coincidiendo en el plano internacional con la reciente revolución industrial, la revolución francesa y con la expansión industrial. La caótica situación también fue expresión de las contradicciones que presentan los dos proyectos en lo económico y político. La debilidad interna alentó el intervencionismo extranjero, producto de ello, México perdió Texas en 1836 y la mitad de su territorio original en 1848 además de otras porciones de tierra en la frontera norte.

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Villoro, Luis. “La revolución de Independencia”, en; Cosío Villegas, Daniel. Historia general de México. COLMEX. México, 1982, pp. 634-644.

La oligarquía criolla en el poder. La oligarquía colonial había logrado contener la revolución, si bien tuvo que pagar un precio muy alto. Los años de guerra violenta habían destruido la economía del país. La minería era la que más sufrió. Unas minas habían sido abandonadas y otras se inundaron. La región de Guanajuato fue la más perjudicada. La extracción de minerales se redujo considerablemente. Hacia 1820 había descendido a casi una tercera parte del promedio de los diez años anteriores. Además, el comercio exterior, debido a la ocupación de España por los franceses, también se redujo en forma drástica. Los propietarios de minas sufrieron en esta época un golpe del que ya no volverían a reponerse. La agricultura también había padecido. Se calcula que la producción de las haciendas bajó en 1821 casi a la mitad. Por lo tanto, los intereses de la Iglesia también sufrieron, no sólo por la crisis económica general, sino por la disminución considerable de los diezmos que todavía podían pagarse. La oligarquía criolla no podía ver con entusiasmo el retorno a la política de prohibiciones económicas y de exacciones constantes de la Corona. Con rey o sin él, España no había dejado de solicitar contribuciones para sufragar su lucha contra los franceses. En 1811, por ejemplo, cuando la Nueva España estaba enfrascada en terrible lucha interior, el virrey Venegas envió a la metrópoli los fondos íntegros de la tesorería de Nueva España como colaboración a la guerra contra Francia. El retorno de Fernando VII auguraba la continuación de una política semejante. Al abolir la constitución, quedaban como letra muerta las disposiciones de las cortes sobre comercio libre entre las colonias y supresión de las trabas legales sobre comercio e industria. y para restituir la dañada economía del país eran menester reformas que favorecieran a los terratenientes, pequeños comerciantes e industriales y a la Iglesia misma. Sólo el estallido de la rebelión popular había impedido que las propiciaran y los había empujado a aliarse con el sector europeo. Pero ahora que el levantamiento del pueblo parecía aplacado, ¿ no podrían ellos tomar la iniciativa?

Por otra parte, noticias de las colonias sudamericanas mostraban que esa oligarquía era

capaz de ponerse al frente de sus países. Desde 1816 se había proclamado la independencia de las Provincias Unidas de la Plata; en 1818 se establecía la independencia de Chile y un año más tarde, en el congreso de Angostura, se sellaba la existencia de la gran República de Colombia. y por doquier los criollos eran quienes suplantaban a los peninsulares en la dirección del Estado. Los años de revolución hablan dado lugar también a otro fenómeno importante, el surgimiento del ejército como nuevo grupo dominante. Durante las largas campañas contra los insurgentes, su poder creció: Aunque toda la tropa fuera indígena o mestiza y mucha oficialidad criolla, el ejército se mantuvo fiel al gobierno; Sin embargo, desde temprana hora las autoridades coloniales sintieron recelos. Calleja, por ejemplo,

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subrayaba en cartas reservadas al virrey Venegas la necesidad de recompensar al ejército, pues todos los habitantes de Nueva España consideraban benéfica la independencia y la tropa compartía esas ideas. Morelos, por su parte, confiaba en que las tropas realistas, al mando de sus oficiales criollos, pudieran unírsele alguna vez: "entonces la independencia será un hecho", pronosticó. Esa misma desconfianza fue causa de que el Consulado de México, baluarte de los grandes comerciantes europeos, pidiera a España el envío de tropas de peninsulares, en quienes poder fiarse, comprometiéndose a costear de sus propios fondos el equipo y el transporte.

Las largas campañas convirtieron a cada ejército en una unidad autosuficiente, más

ligada al general que lo mandaba que al poder central. El caudillo militar cada vez era más reacio a obedecer al funcionario civil. El caso de Calleja es sintomático. Su rivalidad con el virrey Venegas no pudo mantenerse oculta. Éste trató de ponerle fin destituyéndolo, pero todos los oficiales y soldados se pusieron de parte del general y el gobernante civil tuvo que ceder. Por primera vez veía cómo el ejército, actuando como un cuerpo unido frente .al gobierno, podía imponerle su voluntad Calleja se sentía en campaña cada vez más desligado de los funcionarios y comerciantes europeos, a quienes tachaba de "cobardes" y "haraganes", y más unido a los criollos acomodados que combatían a su lado. Cuando se alejó del mando militar, se convirtió en centro de una pequeña "corte", no menos frecuentada que la del virrey, a la que asistían los descontentos y de la que partían acerbas críticas al gobierno. Puede presumirse cuál sería su tono, del atrevimiento de la sociedad "Los Guadalupes", insurgentes clandestinos, que propusieron a Calleja un plan para realizar la independencia al frente de su ejercito. El general español no sólo no denunció a los conspiradores, sino que pareció recibir con agrado su proposición. Poco después, sin embargo, Calleja fue nombrado virrey; y su actitud cambió al transformarse de militar en gobernante. La misma pendiente arrastraba a otros generales. Los casos más notables: Joaquín Arredondo, comandante militar de Nuevo Santander, y José de la Cruz, de Nueva Galicia. Ambos actuaban como gobernantes absolutos en sus feudos. Amparados en la nueva división política dispuesta por la constitución de 1812, disputaban al virrey el poder sobre sus provincias. Ni Venegas ni Calleja lograron hacerse obedecer. Después de vanas controversias, tanto Arredondo como Cruz acabaron formando, de hecho, pequeños gobiernos independientes. A Calleja se atribuye la frase que habría pronunciado al terminar su gobierno: en Nueva España dejaba tres virreyes, Apodaca, Arredondo y Cruz.

En 1812 comenzaron a llegar al país las tropas importadas de Europa. La abierta

preferencia que les demostraban los peninsulares, la discriminación en los premios otorgados, que los favorecían, fueron causas de general descontento entre la tropa veterana. Para 1820 la insatisfacción del ejército era general. Los oficiales criollos veían que a pesar de tantos años de guerra, no habían podido obtener los galones que creían merecer y se sentían postergados por los cuerpos expedicionarios. Los soldados se encontraban pobres y cansados y se sentían discriminados. La exasperación había llegado a límites peligrosos. Por otra parte, muchos

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oficiales del ejército empezaban a tener intereses comerciales nuevos. Dada la inseguridad de los caminos, el ejército controlaba las rutas de acceso a los puertos y el transporte de mercancías en las provincias. De hecho, el comercio interior al mayoreo llegó a depender de los militares. Muchos de ellos aprovecharon su situación para especular en el mercado, enriqueciéndose en grande. Así, por distintas razones, tanto los propietarios criollos como la Iglesia y el ejército estaban cada vez más dispuestos a cambiar la, situación. La ocasión se presentaría al iniciarse el año de 1820. En enero de ese año, empezó en España la rebelión liberal. Durante los meses siguientes varias ciudades importantes la secundaron, hasta que la multitud obligó a Fernando VII a jurar la constitución de Cádiz. El gobierno recayó entonces en una Junta que se apresuro a convocar a cortes, con la anuencia forzada del monarca. El 9 de julio se reunieron, y en ellas privaba el mismo ambiente liberal de diez años antes. Sobre todo, el anticlericalismo se ponía a la orden del día. Las cortes emitieron una serie de decretos en contra del poder temporal de la Iglesia: supresión del fuero eclesiástico, reducción de los diezmos, abolición de las órdenes monásticas y de la Compañía de Jesús, y abrogación de la Inquisición. En México todas estas medidas tuvieron una repercusión inmediata. El virrey Apodaca y la Real Audiencia se vieron obligados a jurar la constitución de Cádiz. Para la Iglesia novohispana la situación era particularmente grave. La Compañía de Jesús se veía suprimida por segunda vez y se anunciaba la desaparición de todas las órdenes monásticas, la venta de los bienes eclesiásticos y la reducción de los diezmos, ya decretadas en España. Además, se temían represalias de las cortes contra el grupo llamado de los "persas", que apoyaron el golpe absolutista de Fernando VII. Entre éstos se encontraban dos figuras prominentes del alto clero novohispano: el obispo Pérez, de Puebla, y San Martín, de Chiapas.

Muchos funcionarios europeos empiezan a temer un movimiento encabezado por el

clero. Para detenerlo, se reúne en el templo de La Profesa un pequeño grupo de personas, muchas de las cuales habían tomado parte importante en el golpe contra Iturrigaray de 1808, para desconocer la constitución y lograr que el reino continúe gobernándose por las viejas leyes. Corren rumores de un secreto entendimiento del virrey con los conspiradores. Se trata de adelantarse al movimiento que se anuncia, con un nuevo golpe, similar al de 1808 dirigido por Yermo. Con todo, la conjura no prospera, porque una parte del grupo europeo -los comerciantes de Veracruz- jura la constitución, y las tropas expedicionarias lo apoyan. En noviembre, un alto oficial criollo perteneciente a una familia de hacendados nobles, que se había destacado combatiendo a los insurgentes, Agustín de Iturbide, es nombrado jefe del ejército que habría de atacar a Vicente Guerrero, en el sur. Iturbide despliega un plan bien fraguado. Mediante una hábil campaña epistolaria, logra la adhesión de los principales jefes militares. Lograda ésta, redacta un plan en Iguala aclamado por sus soldados. Proclamaba la independencia, declaraba a la católica como única religión de estado, establecía que "el clero secular y regular será conservado en todos sus fueros y preeminencias", y pedía que los europeos, criollos e indios se unieran en una sola nación. Como régimen del nuevo "imperió" , mantenía la monarquía. Habría de invitarse al propio Fernando VII a ceñir la corona o, en su defecto, a otro miembro de una casa reinante. Mientras, una Junta de Regencia asumiría el

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poder. Esta , tendría por obligación designar al soberano y convocar a un congreso para redactar la constitución del imperio. El tono del plan era moderado. Ensalzaba las virtudes de España, pero justificaba la independencia en la "mayoría de edad" alcanzada por la colonia. Reiteraba la necesidad de lograrla mediante la concordia entre europeos y americanos, realistas e insurgentes; para ello pedía "unión, fraternidad, orden, quietud interior, vigilancia y horror a cualquier movimiento turbulento".

El Plan de Iguala logró unificar a toda la oligarquía criolla. El proyecto de

independencia aparecía, en efecto, claramente ligado a otras dos "garantías" que tomaba muy a pecho: el mantenimiento de la religión y del orden social, en la unión de todas las clases. Uno tras otro todos los cuerpos de ejército se unen a Iturbide; sólo los batallones expedicionarios apoyan sin condición al gobierno. Sobre todo, el alto clero y los latifundistas sostienen el movimiento con toda su fuerza económica y moral. Por otra parte, Iturbide lejos de atacar a Guerrero, entra en tratos con él. Los últimos caudillos insurgentes ven la oportunidad de lograr la independencia y se unen al movimiento. En poco tiempo, sin derramamiento de sangre, el ejército de Iturbide conquista las principales ciudades. Entra en Valladolid, Guadalajara y Puebla. Mientras, las tropas expedicionarias españolas destituyen al virrey Apodaca, cuya actitud frente al movimiento consideran por lo menos tibia. Queda al mando de la ciudad el mariscal Francisco Novella. Pero todo va a resolverse en unas semanas. El 3 de agosto desembarca en Veracruz Juan de O'Donojú, nombrado jefe político de la Nueva España por las cortes españolas. Queda sitiado en la ciudad por las tropas Iturbidistas. Al darse cuenta de la situación, O'Donojú decide entenderse con Iturbide. En la ciudad de Córdoba, el caudillo criollo y el último gobernante de la Nueva España firman un tratado: se acepta la independencia, pero quedan a salvo los derechos de la casa reinante española. Con todo, se suprime la condición de que, en caso de no aceptar el trono Fernando VII, el soberano tuviera que pertenecer a una casa reinante. El epílogo es una fiesta. Con la mediación de O'Donojú, se establece un armisticio con las tropas de Novella, que aún defendían la capital. Estas acaban rindiéndose y preparan su retorno a España.

Agustín de Iturbide, al frente del ejército de las "tres garantías" ( religión, unión,

independencia) entra en la ciudad de México el día 27 de septiembre. Después de diez años de luchas, la independencia se ha consumado; pero sus términos son muy diferentes a los que la revolución popular había planteado. La rebelión no propugna ninguna transformación social importante del antiguo régimen. Ante las innovaciones del liberalismo, reivindica ideas conservadoras. Sobre todo se trata de defender a la Iglesia de las reformas que amenazan ya las ideas católicas de su “contaminación" con los filosofemas liberales. De allí el apoyo entusiasta, incondicional, que presta la Iglesia al movimiento. Lo presenta como una cruzada para salvar a la "santa religión amenazada" ya Iturbide como a un “nuevo Moisés", enviado por Dios. A la defensa de la religión se une la del monarca español, garante de la continuidad y estabilidad del sistema. Después del triunfo se establece una regencia provisional destinada a cumplir con los tratados de Córdoba y guardar la corona al futuro soberano. Su

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composición refleja claramente la nueva situación. Por una parte prolonga directamente el gobierno colonial en las personas de su último gobernante O'Donojú, su secretario Velázquez de León y el oidor José Isidoro Yáñez; por la otra, el ejército y el clero tienen sus más altos representantes: Agustín de Iturbide, Manuel de la Bárcena y más tarde el obispo Pérez, de Puebla. Desde el punto de vista social, es claro que el movimiento de Iturbide no tuvo nada en común con el de Hidalgo y Morelos. La proclamación de la independencia en 1821 no reanuda la revolución; por el contrario, sólo es posible en el momento en que ésta parece aplastada. Se trata de un episodio en que una fracción del partido contra revolucionario -los grupos criollos de la oligarquía- suplanta a la otra, los europeos. Aún así, el cambio operado en la composición del poder es importante. Los grupos europeos pierden a dirección de la nación. Los funcionarios de estado, casi en su totalidad, abandonan el país; el ejército expedicionario, después de un periodo de acuartelamiento, fue repatriado. Por su parte, el sector exportador, antes dominante, pierde importancia. Los propietarios de minas nunca lograran reponerse y las grandes casas comerciales europeas ceden su situación privilegiada al decretarse la libertad de comercio. El poder ha pasado a manos del alto clero y del ejército, donde están representados los nobles criollos. La regencia inmediatamente establece el derecho general de ciudadanía, la abolición de las "castas", la igual distribución de los empleos públicos. Poco después, suprimirá las trabas a la libre industria, a la explotación minera y al comercio, y reducirá en mucho la alcabala. Se trata, en suma, del logro de todos los objetivos propios de las clases altas criollas que, manteniendo lo esencial del orden anterior, derogan las leyes que se oponían a su desarrollo; afianzan su poder y, al mismo tiempo, conceden algunas de las reclamaciones de la clase media para obtener su adhesión.

La proclamación de la independencia política no terminaba, naturalmente, con el

proceso revolucionario. Los antiguos insurgentes van a unirse de nuevo para continuarlo. Una vez mas los letrados de la clase media tomarán la iniciativa; pero ahora la revolución popular ha terminado y los letrados han perdido contacto real con el pueblo. Su instrumento de lucha serán los órganos representativos; las deliberaciones de las asambleas remplazarán a la acción de las masas. La "Junta Provisional Gubernativa", constituida en 1821, excluía a los antiguos insurgentes, pero aceptaba un número considerable de abogados y eclesiásticos procedentes del tradicional baluarte de la clase media: los ayuntamientos y diputaciones provinciales. Algunos habían participado en el movimiento de 1808, otros fueron diputados en Cádiz. Pronto, la división de partidos en el seno de la junta revela la reanudación de la lucha. Para apoyar a Iturbide y la regencia se unieron los miembros del ejército, el alto clero y los hacendados y nobles criollos ; en la oposición, el bajo clero y casi todos los abogados. Esta última fracción, aliada, por táctica, con un pequeño sector que aún sostenía a los Borbones frente a Iturbide, llegó a controlar el pequeño congreso, incrustando así en el nuevo régimen una plataforma de lucha de la clase media. Desde los primeros días comienza la sorda pugna contra la regencia. La junta empezó denominándose "soberana" sin reconocer otros límites que los que ella misma se impusiera. Cuando se trató de convocar al congreso nacional, se presentaron tres proyectos que revelaban los distintos puntos de vista. EI de Iturbide

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proponía una cámara única con representación proporcional a la importancia de las clases -lo que daría predominio a los grupos privilegiados- y elección directa, lo que eliminaría el papel elector de los ayuntamientos. El de la regencia coincidía con el anterior en la separación de clases y en la eliminación de la intervención electoral de los ayuntamientos, pero difería por proponer dos cámaras: una alta, formada por clero, ejército y diputaciones, y una baja, de ciudadanos. El proyecto de la mayoría de la junta, al contrario, pedía una sola cámara sin separación de clases ni representación proporcional, y elección indirecta, lo que de hecho la entregaría a los cabildos que controlaban las elecciones, dando el triunfo a los abogados y al clero bajo y medio. El proyecto adoptado se acercaba fundamentalmente a este último. Aunque aceptaba la representación por clases, no admitía que fuera proporcional, como quería Iturbide, y dejaba a los cabildos la función de las juntas electorales.

El 24 de febrero de 1822 se instaló el congreso constituyente. Gracias a la convocatoria

aprobada, quedó dominado por la clase media. Sin infringir el orden leal, la revolución infiltraba en él su arma más poderosa. Así lo reconoció Iturbide cuando, después de su derrota, situó en la elección del congreso su primer error político. Desde la primera sesión votó por unanimidad que en él residía la soberanía. De hecho, actuó como soberano, tomándose por fundamento real de la nación. Podía dudarse, por ende, de las bases en que se sustentaba el régimen iturbidista. El partido de Iturbide notó de inmediato el movimiento. "Vése... convertida la soberanía de la nación en título y consiguientemente en propiedad del congreso, cuando por la mayor ficción política apenas se le puede considerar comunicada su presentación. " Para los iturbidistas, en efecto, el fundamento de la nueva nación era el Plan de Iguala, base de la independencia, y -añadía Iturbide- "desde entonces mi voz, por una exigencia forzosa y esencial del acto, se constituyó en órgano único de la voluntad general de los habitantes de este imperio". Existía, pues, una doble pretensión a la representación de la soberanía. Por una parte, el poder ejecutivo presume de tener la delegación de la voluntad general basado en el movimiento que lo llevó al triunfo. Por la otra, él poder legislativo se proclama único soberano. El equilibrio inestable de esta situación tenía que desembocar en una lucha abierta. con la consecuente eliminación de uno de los dos pretendidos poderes soberanos.

La lucha del congreso se enlaza con el movimiento insurgente. Iturbide posterga a los

antiguos revolucionarios y olvida encomiar sus méritos. Por eso se reúnen para conspirar Contra el gobierno: Los antiguos temas de batalla vuelven: ataques a los europeos cuya expulsión piden; temor al despotismo personificado ahora en Iturbide; recelos contra el alto clero; propaganda de las ideas liberales. Actuando por su cuenta, la clase media ha encontrado su maquinaria de agitación en las logias masónicas que cada vez adquieren mayor fuerza. Su principal enemigo ha cambiado también; ahora es principalmente el alto clero y el ejército. Contra el clero, el congreso impedía el retorno de los jesuitas y no ocultaba su intención de regular las temporalidades eclesiásticas. Contra la nobleza, intentaba suprimir los mayorazgos. Pero el principal punto de fricción era en realidad el ejército, que constituía

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un enorme cuerpo que absorbía casi todo el erario. En 1821 estaba formado por 68 mil soldados, más del doble del que tenía doce años antes. El presupuesto nacional para el año de 1822 era de 11 millones, de los cuales cerca de 10 se destinaban al ejército y la marina. El congreso intentaba reducirlo, rebajar las soldadas y separar los mandos militares de los civiles. Iturbide defendía, en cambio, las prerrogativas de su cuerpo, "la clase más distinguida, más benemérita, más necesaria del Estado". Exageraba los peligros exteriores para mantenerlo en pie, e intentaba extender su poder proponiendo incluso la formación de tribunales militares para juzgar delitos políticos. Ante la oposición del congreso, una fracción del ejército preparaba un golpe de estado. La esperanza de que un miembro de la familia reinante española aceptara la corona de México, ofrecimiento hecho en los tratados de Córdoba, se había frustrado definitivamente; en efecto, las cortes españolas habían declarado en el mes de febrero nulos los tratados y despedido a los diputados mexicanos. El día 18 de mayo un tumulto, en que participaba ejército y plebe, pidió la corona para Agustín I. El congreso, ausentes muchos diputados, bajo fuerte presión los otros, se vio obligado a confirmar la designación. Por fin, el 21 de julio de 1822 Iturbide era coronado emperador de México. Las perspectivas del nuevo "imperio" no eran halagüeñas. Nacía rodeado de tan serias dificultades, que podía preverse su pronto fin. La más importante era la crisis financiera. La considerable reducción de impuestos y alcabalas condujo a una baja alarmante de los ingresos del Estado, que apenas tenía suficiente para cubrir los sueldos del ejército y de los empleados públicos. Por otra parte, las sangrías causadas por los envíos continuos de dinero a la metrópoli en años anteriores y la destrucción de minas y haciendas por la lucha civil, había descapitalizado al país. A esto se añadía la fuga de capitales causada por la emigración de los españoles y el descenso del comercio exterior. El tesoro público se encontraba exhausto y no se presentaban perspectivas de mejoramiento. Para hacer frente a la situación, el gobierno prohibió la salida de capitales fuera del país y tuvo que recurrir a contribuciones y a préstamos forzosos, lo que no dejó de causar descontento entre comerciantes y propietarios.

Con la elevación de Iturbide al trono, la oposición entre éste y los liberales no podía

menos de exacerbarse. En Michoacán se organiza un complot para establecer la república: Los conspiradores se entienden con algunos diputados. La ocasión es excelente para iniciar la represión contra el congreso. Iturbide manda detener a quince diputados, entre ellos Bustamante y Teresa de Mier, y trata de reducir el número de delegados. Ante la resistencia del congreso, Iturbide lo disuelve el 31 de octubre. En su lugar nombra una junta integrada por 45 diputados partidarios suyos. Más tarde, Iturbide justificó la disolución del congreso por considerar "utópica" su actitud. Las ideas liberales y el gobierno republicano podrían ser buenos en teoría -sostuvo-, pero no eran adaptables a las circunstancias del país. Su proyecto político era abstracto y no correspondía a la realidad de México. El movimiento iturbidista, en cambio, pretendía adecuar las instituciones políticas al orden social existente. De allí la necesidad de mantener la monarquía y un ejecutivo fuerte, mientras el pueblo no alcanzara el grado de madurez necesario para gobernarse a sí mismo. Para el futuro pensaba Iturbide en

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una constitución moderada, que respetara las preeminencias sociales existentes y se adaptara a la realidad del país. Así, mientras los antiguos insurgentes pretendían reformar la realidad elevándola a la altura de sus proyectos, los iturbidistas querían adaptar el orden político a una realidad social dada: dos actitudes contrarias que revelan intereses sociales diferentes. Pero la supresión del congreso era un golpe poco político. Parecía justificar las acusaciones de "despotismo" contra el emperador y socavaba las bases de su legitimidad. Si obligaba a los liberales a optar por la lucha abierta, tampoco añadía a la popularidad, fuertemente dañada, de Iturbide. El emperador se iba quedando solo. Tenía que guardarse de una. doble oposición: la de los liberales dispuestos a luchar por la república, y la de los antiguos borbonistas que aún soñaban con una restauración de la dinastía española. Y ambos se unirán contra el imperio criollo.

En Veracruz, el 1o. de enero de 1823, Antonio López de Santa Anna se subleva,

lanzando un proyecto republicano. Se van uniendo al movimiento antiguos insurgentes, como Guadalupe Victoria, Guerrero y Nicolás Bravo. Después, los borbonistas hacen lo propio. El general Echávarri, enviado para combatir a los rebeldes, se suma a ellos. Pronto, muchas ciudades abrazan el movimiento. El 19 de marzo de 1823 acaba el efímero imperio: Iturbide abdica la corona y parte poco después al exilio. La caída de Iturbide marca un triunfo de la clase media liberal. El congreso, restablecido, proclamo derecho de constituir la nación en la forma que más le conviniera: se anunciaba la república. Mientras se establecía la constitución adecuada, el gobierno quedó confiado a un triunvirato, formado por dos antiguos insurgentes, Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo, y un antiguo iturbidista, el general Pedro Celestino Negrete. Pero, para alcanzar el gobierno, los primeros ya no se basaban en el pueblo, sino en su alianza con una fracción del ejército. Porque el poder real aún estaba en las manos de los grupos privilegiados: la Iglesia y el ejército, ante todo. Muchos años de lucha serán necesarios para transformar la realidad social en que descansaban sus privilegios: años de desdicha, que habrán de conducir, al fin, a la ansiada reforma.

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Argüello, Gilberto. “El primer medio siglo de vida independiente (1821-1867)”, en; Semo, Enrique. México, un pueblo en la historia, tomo 2, Alianza, México, pp. 199-230.

1. Consecuencias que rompen la estructura de la insurgencia El mayor éxito de la insurgencia fue la conquista de la libertad política de México,

aunque fueron los terratenientes los que se beneficiaron a corto plazo. Los trabajadores, en cambio, sólo cambiaron de amo, el cual era ahora más despiadado que el anterior. En la época colonial las leyes de Indias protegían jurídicamente a las comunidades, aunque establecían estamentos cerrados y discriminantes. En la nueva era pronto se estableció la igualdad formal de todos los individuos respecto de la ley, pero bajo esa cáscara jurídica subsistió largo tiempo la más brutal desigualdad real.

La nueva clase dominante poco se diferenciaba de la anterior, salvo en que los

peninsulares habían sido desplazados por el grupo criollo. Junto con éste, compartía el poder el grupo de los arribistas insurgentes. Durante el período de 1821-1850, la clase dominante va a estar constituida, por un lado, por elementos del antiguo clero reaccionario, mineros, comerciantes y sobre todo terratenientes y generales, hijos de criollos ricos que durante la lucha armada fueron realistas; y por el otro, por letrados, abogados, generales arribistas, rancheros, arrieros y contrabandistas que ocupaban la jefatura de la insurgencia. Estas partes firmaron el pacto trigarante, pero respondían a tendencias históricas distintas; por eso, a pesar de compartir el poder y tener coyunturalmente intereses coincidentes, su relación será siempre conflictiva. Los primeros representan la conservación y prolongación del pasado en el presente, sin la fuerza suficiente para imponer su exclusividad. Los segundos expresan la innovación y supresión del pasado, sin los medios para desplazar a los primeros, pero con suficiente apoyo de las capas medias para compartir el poder.

Efectos duraderos de la guerra civil A largo plazo la insurgencia desató procesos irreversibles de destrucción de las bases

materiales, sociojurídicas, políticas y psicológicas del antiguo mundo despótico, feudal y colonial. Diez años de lucha cruenta y treinta de inestabilidad permanente provocaron la destrucción parcial de importantes fuerzas productivas materiales erigidas en siglos de dominación colonial. Hacía finales de la colonia, unas 700 000 hectáreas de tierra eran irrigadas mediante lagunas artificiales, presas locales, bordos desviantes de aguas fluviales, norias, estanques de estación y acueductos. Muchas de estas obras sufrieron la desquiciante repercusión de la guerra civil y los efectos del abandono.

Miles de cabezas de ganado vacuno, caprino, porcino y caballar fueron consumidas en la

contienda o utilizadas para el mantenimiento de las fuerzas en lucha y el transporte bélico. El abandono de los campos y de la actividad agropecuaria normal provocó la dispersión de los ganados. El desequilibrio en el sistema de irrigación incidió en los ciclos agrícolas los cuales

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creaban sequías periódicas que mataban a miles de reses, provocando su desigual distribución regional. Los elevados precios de los animales de tiro agrícola y de transporte aumentaron desmesuradamente los costos de los productos agropecuarios; todo esto obligó a que amplias regiones regresaran a estadios agrotécnicos de cultivo manual, por lo que fueron condenadas a vivir periódicas hambrunas.

Decenas de las más importantes minas fueron explotadas para financiar actividades

bélicas; algunas fueron destruidas y la mayoría abandonadas; la falta de cuidado provocó derrumbes; inundaciones y cierres definitivos. La incipiente red de caminos y puentes sufrió también graves daños. Las manufacturas resintieron los efectos de la contracción de su mercado regional, pérdida de su fuerza de trabajo y escasez de-suministros de materias primas y de circulante. La contienda arrastró a cientos de miles de trabajadores a abandonar sus antiguas relaciones sociales en aldeas indígenas comunales haciendas, minas y obrajes, modificando sus hábitos tradicionales y provocando profundos cambios subjetivos, técnicos y sociales.

Cientos de los mas ricos propietarios españoles (terratenientes y comerciantes)

abandonaron el país, llevándose entre 200 y 300 millones de pesos en metálico. Esto provocó una mengua del poder global de la clase dominante, redujo el circulante y debilitó la dinámica de la acumulación primitiva interna de capital monetario iniciada a finales del siglo XVIII. La revolución debilitó el centralismo despótico y mercantilista del aparato colonial y, aunque la administración siguió funcionando bajo las reglas novohispanas, su poder fue destrozado. Esto dio paso a un proceso centrifugo de regionalización. La crisis socioeconómica consumió al Estado, despojándolo de sus tradicionales fuentes de ingreso fiscal. La hacienda pública se desquició y surgió la era de los préstamos usurarios internos y externos y del déficit crónico.

La crisis de la actividad productiva y de la acumulación tradicional afectó el volumen,

circulación y costos de la moneda. La escasez, el contrabando y la especulación se generalizaron. Se desataron la inflación, la miseria y la contracción de la economía mercantil. Se reforzaron los circuitos de autoconsumo y las estructuras agro artesanales locales. Los altos costos de producción y la diversidad de impuestos encarecieron el sistema monetario mexicano tanto en el mercado interno como en el mundial. En el país la circulación se volvió inflexible y la exportación se vio afectada por un activísimo contrabando. Cada peso de plata exportado cargaba con una tasa del 19.42 por ciento de sobrecostos por impuestos, y en el mercado interno cada peso de plata una tasa del 11.92 por ciento, pues al costo de la plata ya purificada había que agregar los siguientes impuestos al circulante.

Amonedación 4.42% Ensaye, fundición y marca 0.25% Quinto 3.00%.

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Real por marco 1.50% Derechos municipales 0.25% Circulación y contribución federal 2.50%

En el mercado interno 11.92% Exportación 7.50%

En el mercado exterior 19.42% Por otro lado, esta situación creó la disminución de la explotación minera, limitándola a

los minerales fáciles y de alta ley metálica, escasos en el país. La expansión de este sector -otrora el más dinámico- se redujo, perdiendo posiciones en el mercado mundial, donde, paradójicamente, durante igual lapso, se notaba una creciente caída del costo y del precio de la plata, causado por descubrimientos masivos en otras regiones, por mejoras tecnológicas introducidas en la producción, amonedación y transporte, así como por la generalización del moderno sistema fiduciario y bancario a partir del Banco de Londres.

La anarquía: complejo proceso de transición. Durante los primeros treinta años de vida independiente se modificó la relación entre

las diversas estructuras que subsistieron al orden colonial. Aunque se conservaron la comunidad indígena, la hacienda, el obraje, la mina y la sociedad de corte eclesiástico-colonial, no se mantuvieron las mismas interrelaciones. Gran número de comunidades recobraron su autonomía. La esclavitud desapareció en las plantaciones, incendiadas por los contendientes. Miles de artesanos quedaron desocupados debido a la afluencia masiva de mercancías baratas extranjeras y la falta de capital y empresarios. La minería decayó, pese a las fuertes inversiones inglesas. La sociedad parroquial eclesiástica sobrevivió, pero en medio de una crisis de conciencia y credibilidad. Sólo el poderío de la Iglesia como fuente de crédito usurario se fortaleció por la desbandada de los peninsulares ricos.

Se produjo un proceso contradictorio: por un lado, se interrumpió la continuidad de la

acumulación primitiva interna; por el otro, se aceleró el desarraigo de los productores originales de sus sociedades de autoconsumo. Al despojo masivo no correspondieron ni la acumulación de la riqueza ni su reinversión productiva. Mientras los desocupados se aglomeraban, la riqueza huía al extranjero, se atesoraba en entierros o se destruía en aventuras bélicas. No hubo, por lo tanto, una rearticulación productiva de los componentes de la acumulación primitiva. El nuevo orden socioeconómico tardaba en surgir, mientras la crisis de todas las viejas estructuras se agudizaba. Se reproducía constantemente el círculo vicioso de la inestabilidad, que desarticulaba todas las relaciones socioeconómicas del viejo orden colonial. Se gestó una onda depresiva de larga duración: una especie de involución económica de los sectores anteriormente prósperos y una desarticulación entre ramas y regiones donde ya antes se habían consolidado embriones de capitalismo interno.

Una permanente inestabilidad social impidió la consolidación de la producción. Se

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generalizaron la indisciplina de los trabajadores y los obstáculos a la inversión productiva. La oscilación de las alianzas de clases conmovía la estabilidad del sistema político. Fueron peculiaridad de este período el bandidismo social, el arribismo y el oportunismo político, la especulación usuraria, la desocupación y mendicidad urbanas, los pronunciamientos militares, la pugna constante entre las fracciones hegemónicas y el "bonapartismo" de Antonio López de Santa Anna (1794-1876).

La sociedad mexicana era un mosaico de islotes en permanente sobresalto. Los

acontecimientos cotidianos estaban marcados por la inestabilidad, lo que contrastaba radicalmente con los siglos de estabilidad de la sociedad colonial. Se multiplicaban las conspiraciones de los peninsulares contra las nuevas instituciones, así como las asonadas restauradoras y el peligro de reconquista por España o por otra potencia de la Santa Alianza; como consecuencia crecía la fobia hacia los españoles que se manifestaba frecuentemente en la lapidación de sus negocios. Entre monárquicos y republicanos se producían acaloradas disputas sobre las formas de gobierno que debían ser instauradas o derrumbadas y sobre la incapacidad de los mexicanos para autogobernarse. Menudeaban los ataques de libelistas masónicos contra las instituciones religiosas y las respuestas rabiosas de éstas desde el púlpito y las gacetas de ocasión. Fastuosas ceremonias civiles y eclesiásticas alternaban con los ditirambos de bandos oficiales y el jolgorio anárquico de los desarrapados urbanos. Los llamados a la paz, la concordia y la unidad se sucedían mientras cada fuerza preparaba cuartelazos, alimentados por los rumores de los caudillos cada vez que las arcas oficiales (flacas y saqueadas por el peculado) no lograban pagar los haberes de las famélicas tropas, saciando así los apetitos de tantos salvadores de la patria.

El período de inestabilidad que estudiamos forma parte del proceso de transición del

precapitalismo colonial al capitalismo mexicano, transición que se inicia en 1770 y concluye hacia 1920. Los primeros treinta años de vida independiente profundizan dicha transición, pero no en forma lineal respecto del período 1770-1810, sino con características muy contradictorias. En los primeros tiempos de la independencia, la desorganización socioeconómica y política era una fuerza subversiva del viejo orden, pero también una traba al desarrollo económico.

El desarrollo económico y las contradicciones entre liberales y conservadores. De 1825 a 1850 la población creció poco. A una tasa de natalidad del 4 por ciento

correspondía una tasa de mortalidad del 3 por ciento, debido a hambrunas periódicas, epidemias y guerras, así como al atraso sanitario, médico y social. La esperanza de vida llegaba apenas a 35 años; la pirámide poblacional registraba una amplia base. ¿Cómo, pues, esperar un desarrollo óptimo? La densidad demográfica era muy baja, de 1.7, así como desigual la distribución poblacional hasta 1847 (año de la invasión norteamericana y del despojo de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio). Pero no todos los habitantes se repartían por igual. En el altiplano central se aglomeraban unos cinco millones de personas

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en un espacio próximo al medio millón de kilómetros cuadrados, por lo que aquí la densidad se acercaba a los diez habitantes por kilómetro cuadrado. En cambio, las tierras del norte no eran ocupadas al igual que las costas, mientras que el sureste era tierra de mayas. Esta desigual ocupación daba un aspecto desarticulado a los asentamientos. El centro se encontraba aislado de sus orillas y de sus costas debido a enormes cadenas montañosas.

De los siete millones de habitantes sólo el 10 por ciento constituía la población urbana,

concentrada en veinticinco ciudades entre las que descollaban: México (200 000 habitantes), Puebla, Guanajuato, Guadalajara y Querétaro (50 000 en cada una). Otras veinte ciudades pequeñas albergaban en promedio unos 15 000 habitantes cada una. Su ubicación, sin embargo, tampoco era proporcional, pues sólo en el Bajío se encontraban diez de estas veinte ciudades, mientras el resto se encontraba como islas en el vasto mar rural.

El 90 por ciento restante vivía en miles de villorrios indígenas, congregaciones, ranchos,

pueblos y haciendas, aislados entre sí, enclavados en los valles que encierran las diversas cadenas montañosas de México. Algunos grupos, todavía seminómadas, vagaban en el vasto norte como fósiles vivientes de las antiguas comunidades tribales pastoriles prehispánicas. Otros, integraban las comunidades indígenas herederas directas de las grandes civilizaciones conquistadas en el siglo XVI y rearticuladas en los alrededores de los pueblos, ranchos, haciendas y minas españolas como carne de explotación permanente. Otros más conformaban congregaciones, pueblos y villas de mestizos salidos directamente del antiguo estamento de las castas, dedicados a la agricultura, artesanía y comercio locales.

Entre la ciudad y el campo se interponían serios obstáculos. Mientras el Bajío era la zona

de mayor integración por la uniformidad del medio geográfico, su integración vial y su alta densidad demográfica, el resto del país estaba dividido en zonas de manera desigual. La heterogeneidad de las estructuras sociales regionales, la escasez de concentraciones urbanas, la dispersión de éstas respecto de sus fuentes de aprovisionamiento de productos agro pecuarios y manufacturados, la naturaleza agroartesanal y de autoconsumo de las diferentes estructuras agrarias y la debilidad de las actividades productivas urbanas, hacían que la base material de la acumulación primitiva fuera estrecha, heterogénea y desarticulada. El país semejaba un mosaico de mercados perdidos en la soledad de los espacios, con un raquítico comercio a larga distancia.

Al sobrevenir la independencia, el frente anticolonial se escindió. De un lado se

agruparon todos amantes de las viejas costumbres y de los privilegios; del otro, se coligaron aquellos que aspiraban a cambios sociales: los liberales y demócratas. Pronto sus opciones ideológicas no fueron sólo meras prédicas orales o escritas, sino programas de acción y gobierno. Unos y otros proclamaban la independencia del país y su progreso pero mientras los primeros consideraban la revolución pasada como nefasta por la destrucción provocada en el conflicto, los segundos creían necesario introducir cambios importantes en la sociedad

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heredada de la colonia. Los primeros exigían un estado central fuerte y una política económica proteccionista de fomento a la industria, sin transformar la estructura agraria clerical tradicional. Los segundos sostenían la viabilidad de un Estado Federal, una política de libre concurrencia, una reforma a la estructura agraria clerical y un impulso individual a las actividades agroexportadoras.

Por otra parte, los primeros consideraban a los españoles como aliados y a Inglaterra

como una fuente de capitales y de tecnología avanzada, así como un posible aliado frente a los intentos de la Santa Alianza de reconquistar para España las posesiones americanas y frente al avance norteamericano. Los segundos creían que los españoles eran enemigos mortales y que Inglaterra pensaba adueñarse de la América Hispana. Frente a las amenazas de la Santa Alianza, confiaban en el odio y la xenofobia de las masas (por eso los fomentaban) y en la unión con el país que consideraban un modelo de virtudes anticoloniales y pujanza democrática, Estados Unidos, el cual, con la Doctrina Monroe -dictada en 1823- aseguraba su apoyo a cualquier país de la región agredido por otro de ultramar. Los primeros fueron llamados monárquicos, borbónicos, cangrejos y, después, conservadores; los segundos, demócratas, demagogos, radicales y, finalmente, liberales.

A partir de 1824, en el primer congreso constituyente, estos dos grupos se enfrentaron y

definieron sus posiciones, pero fue hacia 1826-1827 cuando se organizaron en dos grandes logias masónicas: los conservadores se integraron en la de rito escocés y los liberales en la de rito yorkino. Por eso, unos y otros fueron conocidos también como escoceses y yorkinos. En el fondo, se trataba de dos fracciones políticas de la misma clase dominante terrateniente y comercial, pero mientras los primeros articulaban una alianza de clases con la Iglesia, los segundos intentaban construir una alianza con las capas medias agrarias y sobre todo urbanas. Unos y otros formaban la "clase política", la burocracia política de la época, en cuyo seno, como en familia, se rompían o reconstituían los acuerdos. Por tal motivo conservadores y liberales compartían el poder pactado entre sí, a pesar de sus conflictos.

La inmensa mayoría de la población permanecía totalmente alejada de la política, en

parte porque la derrota de los insurgentes frustró el poderoso ímpetu de los trabajadores; además, porque la lucha insurgente no dejó una organización social arraigada en las masas, pero también porque el 90 por ciento de los habitantes del país vivía alejado de las incipientes formas demoburguesas impulsadas por la "clase política" urbana y moderna. A esto debería agregarse la incomunicación entre élites y masa, debido a barreras lingüísticas y culturales, y la escasa importancia del mercado interno.

Estas circunstancias definían el siguiente cuadro de fuerzas sociopolíticas: en el bando

conservador se integraban los poderosos comerciantes y mineros criollos y los altos funcionarios civiles, militares y abogados de los aparatos estatales heredados de la colonia y la revolución. El bando liberal lo formaban políticos, ideólogos y caudillos insurgentes, con

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algunos grandes terratenientes y medianos rancheros, comerciantes, artesanos y funcionarios, así como sectores de arribistas salidos de las masas urbanas (castas), o de despojados de sus clases y venidos a menos. Los conservadores responden más a la antigua clase feudocolonial, mientras que los liberales lo hacen al proyecto y tendencias de la burguesía en ascenso. Todos ellos están ligados a los propietarios de la riqueza, por lo cual unos y otros son elitistas en lo relativo a la democracia. Los conservadores sostienen el argumento de que la democracia es para iguales (entre propietarios, es decir, una democracia de contribuyentes), mientras los liberales piensan que la democracia es para los iluminados por la cultura.

El proyecto político y económico de los conservadores consistía en instaurar un

gobierno fuerte pata estabilizar la situación del país y meter en orden a todos, a fin de fomentar así la producción. Querían crear un sector industrial moderno, pero sin transformar la estructura agraria ni el tradicionalismo ni el poderío económico clericales. Esto era contradictorio: ¿cómo lograr esos propósitos si el Estado existente era en gran parte el mismo armatoste colonial? y ¿cómo romper las trabas al mercado interno, única garantía para el desarrollo industrial, sin destruir el poder del clero sobre las fincas urbanas y rurales (en manos muertas) y -sobre todo- sobre las vivas de los trabajadores acasillados y localizados en economías agroartesanales de autoconsumo? El proyecto liberal, en cambio, se proponía crear un nuevo Estado, con nuevos aparatos, pero también tenía sus contradicciones. ¿Cómo lograr el progreso con un Estado liberal, no interventor en la economía? ¿Cómo impulsar el capitalismo con la sola expropiación de las tierras y riquezas del clero y de la comunidad, dejando el mercado nacional al libre juego de las leyes del mercado, sin crear un sector industrial, basándose sólo en un sector comercial y agroexportador?

Las contradicciones en el programa de los conservadores provienen de la necesidad de

aliarse a la Iglesia. Las incongruencias de los liberales tienen su raíz en la ausencia de una burguesía industrial y en el poderío de los terratenientes que los apoyan.

2. México en la coyuntura mundial. En el transcurso de un siglo, 1770-1870, la historia mexicana se inscribe directamente en

la coyuntura económica mundial determinada por la revolución industrial inglesa y por la revolución francesa que culminan en el tránsito del capitalismo manufacturero al capitalismo industrial. Dicho paso se produjo en medio de una prolongada inestabilidad económica, política y militar en el mundo, que sirvió como telón de fondo a todos los procesos revolucionarios independentistas de América.

El desarrollo desigual del capitalismo se manifestó, en el siglo XIX, en el ascenso de

Inglaterra y la transformación de España, antigua potencia mercantilista, en una fuerza de tercer orden. Por ello, los pueblos latinoamericanos -y desde luego México- al independizarse

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de su antigua metrópoli se convierten en manzana de la discordia de las potencias capitalistas en ascenso y en campos de inversión y aventuras comerciales y militares.

De 1825 a 1850 el comercio mundial se reacomoda. Los vacíos dejados por España son

paulatinamente ocupados por Inglaterra. Al principio el dominio industrial de Inglaterra era completo; pero cuando otros países entran en la competencia, los precios bajan y la hegemonía mundial se discute. En México, durante este lapso (1821-1850), se verifica un proceso de adaptación a otra lógica de producción y circulación económicas. De siglos de proteccionismo se pasa a la libre concurrencia; de la sujeción y el control, a un utópico librecambismo. Cuando las viejas estructuras semiderruidas no funcionaban ni para sí mismas, las influencias externas las desquician aún más, sin. –por lo pronto- reestructurarlas. En ese sentido se trata de un lapso de preparación para un nuevo tipo de integración e interdependencia al capitalismo mundial.

La economía mundial crece en periódicas expansiones y contracciones de carácter

secular y decenal. Las ondas de larga duración subordinan a las de carácter decenal y duran alrededor de 50 años, con fases de auge (A) y depresivas (B) cada 25 años aproximadamente.

Las revoluciones burguesas mexicanas han coincidido con los momentos de variación

de las ondas seculares. Así, de 1770 a 1810 se habría presentado una fase A generalizada; de 1810 a1850,una B generalizada; de 1851 a 1873, otra A; de 1873 a 1896, otra B; y de 1896 a 1914 otra A. Las revoluciones se presentan generalmente al final de la fase A. En éstas, crece la producción, se producen inflaciones y se agudiza la lucha de clases. El mercado interno se amplía y el uso de las innovaciones ya conocidas se generaliza. En cambio, en la fase B los precios decaen, la producción se estanca, los salarios se constriñen, aumenta la desocupación, se desatan migraciones hacia territorios vírgenes, la tasa de ganancia decae persistentemente y se presentan quiebras. Para reconstruir la tasa de ganancia al nivel requerido para la reproducción del capital, se desatan represiones a las masas, innovaciones tecnológicas, invasiones extranjeras e intervención del Estado.

En las colonias y países dependientes, la fase A provoca profundos malestares

desquiciantes del viejo orden colonial (y revoluciones anticoloniales), mientras en la fase B prevalece una constante invasión de mercancías a precios bajos, una permanente amenaza de invasión militar y -a la vez- el cierre de los mercados metropolitanos a los productos primarios agro mineros. En la fase B, los países dependientes se ven sometidos a un marasmo generalizado, sus antiguas estructuras no resisten la avalancha de mercancías metropolitanas de bajo precio, no pueden exportar sus productos primarios, su balanza de pagos exhibe un déficit crónico y su hacienda pública una fragilidad extrema.

En los países atrasados, de acuerdo con el grado y tipo de integración en la división

internacional del trabajo, la ondas de larga duración ejercen una influencia interna

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estimulante (en la fase A) o paralizante (en la fase B). Tal sería el caso del sector minero mexicano, cuyo auge sostenido hasta 1808 es una función de la expansión interna novohispana, pero también del auge del mercado mundial. En cambio, desde 1810 hasta 1850 (a excepción del efímero y fallido intento inglés de 1824-1828) la caída del precio y de la demanda mundial de la plata anuló la producción argentífera mexicana. Paulatinamente, entre 1850 y 1876 se reinicia el auge; en esta última fecha se llega al mismo nivel que la producido en 1808. La larga depresión de la plata, provocada por los factores desquiciantes de la insurgencia y, reproducida por los efectos de la fase B en el mercado mundial, fue en parte responsable en México de la desarticulación interna entre la agricultura, la artesanía y manufactura y el comercio, subordinados a la producción minera.

México y las crisis agrícolas e industriales del capitalismo. El mundo precapitalista se veía sujeto a crisis agrícolas periódicas derivadas de los ciclos

de sequías e inundaciones. Durante todo el siglo XVIII -particularmente su último tercio-, tanto en Europa como en Asia y en México se manifestaron fluctuaciones agrícolas catastróficas, que aceleraron la disolución del antiguo régimen y propiciaron el advenimiento de la revolución industrial en Inglaterra y la acumulación primitiva de capital en la Nueva España.

En los países atrasados (y en las regiones precapitalistas de países industriales), las

viejas crisis agrícolas subsistieron, combinadas y subordinadas a otro tipo de crisis: sobreproducción industrial, característica de la sociedad capitalista industrial.

A partir de 1816 Europa, y luego el mundo capitalista en su conjunto, se vio sacudida

periódicamente por catástrofes industriales. La primera crisis importante estalló en Inglaterra en diciembre de 1825 y se prolongó hasta 1827. Estuvo ligada íntimamente a la exportación de capitales ingleses invertidos en préstamos a gobiernos y en actividades mineras en América Latina (sobre todo en México ). Se produjo una estrujante inflación; la desocupación y la miseria llevaron a los obreros a coligarse en asociaciones. Luego nació el primer movimiento obrero político: el cartismo.

Durante 1836-1839 habría de sobrevenir otra crisis que incluyó a Inglaterra y, por

primera vez, a Estados U nidos. Luego de especulaciones bursátiles sobre préstamos a los gobiernos de Portugal y España para la construcción de minas y ferrocarriles y de una enorme alza del precio del algodón, la economía de esos países se contrajo. Una década después, en 1846, irrumpe una de las más profundas y significativas crisis cíclicas del siglo XIX. Dura cinco años (1846-1851 ), abarca Europa y sus respectivas colonias y luego Estados Unidos, que en 1847 invade México buscando, con la guerra, dar salida a la desocupación y a la crisis. La situación se entremezcla con una típica crisis agrícola de viejo tipo. En el invierno de 1846-1847, hay pérdida generalizada de cosechas: en Irlanda, de la papa, por una plaga de hongos; en Estados Unidos, del algodón, por lluvias excesivas y plagas; en Rusia y Polonia,

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del trigo, por heladas. Durante 1847, las grandes compañías ferroviarias demandan inversiones complementarias a sus accionistas para terminar sus proyectos expansivos. El crédito ,escasea por la importación cuantiosa.-a precios estratosféricos de alimentos. La tasa de interés se eleva y se desata una tremenda especulación que paraliza la inversión productiva. Las masas destinan su ingreso íntegramente a adquirir alimentos, lo que restringe el mercado interior manufacturero hasta el crac de 1848. La conjugación de la crisis agrícola con la crisis industrial y financiera explica la profundidad, simultaneidad y violencia de las revoluciones de 1848.

Nueve años más tarde, en 1857, estalla en Estados Unidos otra crisis corta que afecta

rápidamente a Inglaterra y los demás países de Europa. Su reflujo influye en el estallido de la guerra civil norteamericana de 1861 a 1865. En 1866 se produce otra crisis industrial breve en Europa. Luego otra, muy fuerte, entre 1869 y 1873 que se extiende simultáneamente a todo el sistema mundial capitalista. Aparece al mismo tiempo en las grandes empresas sidero-metalúrgicas y en los circuitos de la gran finanza mundial. La bancarrota española, la suspensión de pagos de la deuda pública de Turquía, Rusia y América Latina (en México, Juárez suspende el pago de la deuda en 1862, que sólo se reanudaría en 1882), provocan la caída de la tasa de ganancia y la crisis industrial. Esta crisis está en el trasfondo de la Comuna de París y es el punto en que se agota la fase del capitalismo concurrencial, creándose las condiciones para la aparición del capital financiero monopólico o imperialismo. En 1873 se inició una larga depresión con crisis cíclicas cortas como las de 1878,1882-1884,1890-1893, 1899-1902.

Así, durante el siglo XIX se presentaron en la economía mundial capitalista diez crisis

cíclicas con periodicidad de seis a once años. La influencia de éstas en los enfrentamientos políticos y militares de la historia de México se dejó sentir en el proceso de transición interna hacia el capitalismo, la consolidación del Estado nacional burgués y la integración con el capitalismo internacional en un patrón de interdependencia desigual.

México y la revolución industrial, el fin del ciclo de los metales preciosos y los

comienzos de la era del acero. El siglo XIX en Europa es el siglo de la expansión mundial de la civilización capitalista.

Se generalizan la gran industria, la urbe y su paisaje fabril contaminado por los detritus industriales. La productividad, la rentabilidad y la eficacia se ven como conquistas de la razón. La ganancia máxima es el fin supremo. Las aglomeraciones obreras, con su caudal de miseria, son el escándalo de la moral burguesa y el origen de explosiones subversivas. Es la era de la exportación a nuevos mercados de productos de consumo cada vez más diversos y baratos; era de la extensión de la "cultura" hacia las zonas periféricas consideradas "bárbaras", con su secuela de invasiones militares y matanzas en nombre de la libertad de comercio y de espíritu. El acero es el milagroso soporte material de la nueva era, y el vapor, su energía. El capital productivo se despliega bajo las formas de la fábrica y el ferrocarril, la especulación

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bursátil y el papel moneda. Con la expansión industrial, generalizada a partir de 1830, se cierra el ciclo histórico de

los metales preciosos, iniciado con la acumulación primitiva de capital en el siglo XV. Desde esta fecha hasta 1792 la expansión del mercado mundial se había basado en el circulante monetario de oro y plata. México desempeñó un papel esencial en esta etapa, pues de sus minas y de los brazos de sus trabajadores salieron más de dos tercios del metal precioso mundial durante tres siglos. Con la revolución industrial (1790), Inglaterra pudo prescindir del patrón monetario metálico basado en el oro y la plata. Nació el moderno sistema bancario y monetario que se fue imponiendo durante el siglo XIX.

La Revolución Industrial abrió asimismo la etapa histórica de los metales industriales. El

nuevo sistema monetario y nuevo ciclo de los metales motivó que las inversiones más rentables y cuantiosas se volcaran hacia actividades sidero-metalúrgicas ligadas a la generalización de los ferrocarriles. La era del acero bloqueó el desarrollo de la minería platera mexicana hasta 1870. A partir de entonces una nueva demanda mundial de metales preciosos, ligada a la apertura del mercado oriental a los productos industriales occidentales, volvió a crecer, pero en el marco de otro sistema: explotación de minerales industriales. A partir de 1880, se hizo rentable en México la minería de oro y plata en gran escala, merced a una importante revolución tecnocientífica que permitió la reducción de costos de producción, la extracción de minerales de baja ley metálica y, sobre todo, la utilización industrial de cinco metales acompañantes de la plata.

La era del acero produjo cambios definitivos en la articulación de los países centrales

con los dependientes. Hasta entonces cualquier país podría convertirse en una potencia porque la dependencia era meramente comercial. Cuando se consolidó la gran industria en algunos países, otros quedaron condenados a ser abastecedores de materias primas. De este modo la antigua división mundial del trabajo, de corte colonial, cedió su lugar a otra, más absorbente y global basada en la explotación capitalista de los recursos primarios de los países atrasados y el bloqueo sistemático del desarrollo de la ciencia, la técnica y la industria moderna en ellos. Esta rearticulación hacia un nuevo modelo de la división internacional del trabajo se preparó entre 1825 y 1850. De aquí en adelante marcharía sin obstáculos bajo la órbita del imperialismo.

3. La difícil génesis del capitalismo mexicano. Sólo a finales del siglo XVIII aparecieron las bases internas de la génesis del capitalismo

mexicano: a) despojo y liberación de las masas; b) migración y expansión urbana; c) ampliación del mercado regional interno; d) acaparamiento de cuantiosas riquezas monetarias en manos privadas (la riqueza eclesiástica era un obstáculo al nacimiento del capitalismo); e)

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una nueva estructura social en la que las castas eran el fermento del proletariado, y los mineros y rancheros criollos, las larvas de la nueva burguesía nacional. Sólo cuando estas nuevas fracciones de clase tuvieron t suficiente fuerza, la riqueza social pudo comenzar a invertirse (y reinvertirse) productivamente como capital interno, propio, autógeno, y f) la coyuntura del auge minero, de la expansión agrícola, de la consolidación de los obrajes.

La proliferación del artesanado urbano y el esplendor de las construcciones, el comercio

y la arriería, así como la implantación de las reformas borbónicas, dan cuenta de la crisis general de la vieja sociedad colonial a finales del siglo XVIII, condición histórica del inicio del período de transición hacia el capitalismo.

Desde 1822 la competencia entre los países capitalistas para colocar sus productos y

capitales se abatió sobre México. Esta sed expansionista coincidió con la ingente necesidad interna de créditos para sanear la hacienda pública y reactivar la minería. Pronto Inglaterra y Estados Unidos se interesaron y enviaron sendos agentes diplomáticos oficiosos que prepararon el terreno para el reconocimiento oficial de la independencia del país. En octubre de 1822 había llegado ya a México, con carácter extraoficial, el enviado norteamericano Joel R. Poinsett (1779-1851 ), expulsado luego por Agustín de Iturbide (1783-1824). En enero de 1824 el canciller inglés, Lord Canning, manifestó su intención de establecer relaciones con los jóvenes países latinoamericanos y firmar con ellos tratados de amistad, comercio y navegación, reconociendo de facto y de jure su independencia de España. Después de la firma de un tratado ventajoso para Inglaterra, se desató en Londres el mito de la plata, difundido por el Ensayo político sobre e/ reino de la Nueva España, de Alejandro von Humboldt (1769-1859) y las gestiones de Lucas Alamán (1792-1853), que a la sazón buscaba febrilmente socios capitalistas en Francia e Inglaterra para fundar compañías mineras en México.

Poco tiempo después, en 1825, volvía a México el enviado oficial de Estados Unidos, el

ya mencionado Joel R. Poinsett, quien se dedicó a intrigar en pro de la idea de extender los Estados Unidos sobre territorio mexicano. Aprovechando la buena fe de los liberales mexicanos y su admiración por el país del norte como modelo de país anticolonial, republicano y federal, organizó la logia yorkina y se inmiscuyó activamente en la política interna con miras a obtener ventajas territoriales. A pesar de la subordinación ideológica de los radicales a Poinsett y su sensibilidad a las presiones del mismo, fueron intransigentes en cuanto a la integridad territorial, hasta que una guerra de agresión consumó el designio expansionista yanqui.

En medio de un clima de xenofobia antiespañola, derivado del temor a la reconquista, de los odios impulsados por los ingleses y norteamericanos ansiosos de controlar el comercio y de las conspiraciones políticas promonárquicas de los residentes hispanos, los radicales insurgentes pretendían ganar la voluntad de las masas, impulsar con toda celeridad el proyecto federalista y liberal. En 1828 algunos miles de españoles fueron expulsados de México, dejando más exhaustos los circuitos del comercio regional, que pronto fueron

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llenados por multitud de aventureros y comerciantes ingleses, franceses, norteamericanos y alemanes atraídos por el mito de la plata mexicana. Con ello llegó un nuevo tipo de comercio, técnicamente mucho más avanzado, más ligado a la mentalidad colonizadora moderna. Pronto las casas y las modas extranjeras dominaron el panorama económico y cultural de la élite urbana.

Al mismo tiempo aparecen nuevas zonas periféricas de explotación de metales precisos y de incipiente producción agroexportadora. Los minerales de Zacatecas o Parral, de Batopilas o Santa Rosalía, ya no pasan por México y Veracruz, sino que se exportan directamente vía Tampico y Mazatlán. El camino es mucho más corto y menos accidentado; los precios, por lo tanto, más bajos, y la realización de las mercancías, más fácil.

Las guerras y los motines movilizan masas y expulsan gente de las regiones densamente

pobladas del altiplano central hacia el norte o hacia las costas. Esta amplia periferia es tierra inhóspita y brava, pero promisoria. Un hombre con agallas e iniciativa puede formar su porvenir si se dedica al campo y/o al contrabando. Las asoladas e inmensas costas, llanuras y montañas son refugio natural de aventureros, maleantes, desertores y alzados. Una administración federalistas o centralista, cuyo radio de control no llega más allá del Valle de México, no puede saber lo que ocurre en su periferia. Esta se fue ocupando lentamente de pobladores menos arraigados en la sociedad tradicional. Grandes haciendas ganaderas, restos de las antiguas novohispanas, se debatían entre la inseguridad y el aislamiento. A la par surgían nuevos terratenientes que arrebataban, en medio del caos, tierras de comunidades, de dueños ausentistas o de nadie. Los caudillos liberales se dedicaban en sus horas de reposo o en sus días de ostracismo político a cultivar sus tierras y a explotar a sus peones como patriarcas regionales. Los puertos del norte y la periferia son hijos naturales de estas nuevas tendencias, cuyo florecimiento se dará de 1850 en adelante. Mucho tendrá que ver esta expansión periférica con la creación de una sólida base social de apoyo al proyecto liberal burgués y a la consolidación de una base de defensa contra las invasiones extranjeras y en favor de la consolidación del Estado nacional.

Los grandes proyectos económicos: impulsos. éxitos y fracaso. Al calor del ejemplo del mundo europeo se forja en las élites de México la imagen del

progreso sustentado en el desarrollo industrial, como tónica del siglo y base del pujante porvenir del país. México será fuerte, libre y feliz, diría el más tesonero e ilustre impulsor de la industria, Esteban de Antuñano (1792-1847), si implanta el moderno sistema fabril, textil y siderúrgico. Alamán se asocia a ingleses para revitalizar la minería y luego fundar el Banco de Avío. El terreno, empero, era poco propicio. Las máquinas modernas no podían implantarse en un país atrasado desarticulado, inculto técnicamente, inseguro para la expansión de la propiedad capitalista. El esfuerzo es admirable. Los monstruos de la era industrial fueron instalándose en minas, empresas textiles y molinos, pero pocos funcionaron exitosamente. Los más fracasaron debido a los eleva dos costos de mantenimiento, la escasez de refacciones y la insipiencia del mercado interno.

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Los intentos más serios para dotar al conjunto de actividad económica de una nueva

dinámica lo constituye ron las inversiones mineras y el Banco de Avío. Como ya se vio. hacia 1824 Lucas Alamán se asoció con empresario ingleses. quienes, aprovechando una situación de excesiva oferta de capitales en Londres, realizaron fuertes inversiones para restaurar con técnicas modernas el antiguo esplendor minero mexicano. En total se integraron seis sociedades anónimas entre las que descuellan la Compañía Unida de las Minas de México y la Compañía Anglomexicana.

En menos de cinco años derramaron en México alrededor de treinta millones de pesos, coincidiendo su inversión con dos acontecimientos muy contradictorios, pero mutuamente explicables: en México, la primera y única administración pública que terminó su período de cuatro años (Guadalupe Victoria 1786-1843); en Inglaterra, la primera crisis capitalista moderna. Lo primero fue posible, en parte, en virtud de las grandes inversiones mineras, que dieron ocupación a miles de trabajadores y permitieron estimular la incipiente industria textil y aumentar los ingresos fiscales. Lo segundo, gracias a la gran expectativa desatada por la minería mexicana entre los inversionistas ingleses, que se libraron de una escandalosa especulación bursátil en Londres. Las acciones de la Compañía Unida y de la Anglomexicana llegaron a ganar hasta 400 por ciento sobre su valor nominal. Cuantiosos capitales se canalizaron hacia acciones que dejaban tan altas y fáciles ganancias. Pero esto supuso la paralización del crédito a empresas productivas y la brusca disminución de la inversión industrial.

A partir de mediados de 1826, se produjo una serie de quiebras. Paralizada también la

exportación de textiles hacia Oriente y la importación de cereales de Polonia y Rusia, con un mercado interno contraído por el paro obrero. bastó -en diciembre del mismo año- una falsa alarma, consistente en afirmar que un banco vecino a la Bolsa ardía, para producir un gran pánico. Miles de accionistas exigían que las compañías les pagaran sus dividendos y el principal de sus acciones nominativas en moneda metálica. Multitud de empresas acudían a los bancos a extraer sus depósitos. Decenas de bancos no podrían saldar cuentas. Al fin, en 1827, muchas empresas y bancos se declararon en quiebra.

En 1826, debido a que los informes de los agentes ingleses en México señalaban que los cuantiosos capitales invertidos dos años antes no eran suficientes y que todavía faltaba la mitad de los trabajos para reacondicionar las minas, cundió la desconfianza entre los accionistas ingleses. ¿Qué había ocurrido con las expectativas, ilusorias, en la riqueza minera mexicana?

Los ingleses y Lucas Alamán confiaban en la fuerza del capital y de la tecnología

moderna para reconstruir la grandeza minera. Pero las modernas maquinarias, como las bombas de desagüe de minas, funcionarían únicamente si se instalaban en un medio productivo integrado a una racionalidad tecnoeconómica adecuada. En México hubo que reconstruir previamente toda la infraestructura minera derruida por la guerra civil, por eso la

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recuperación de la inversión fue lenta, pero éste no era el único obstáculo que debía vencerse, había otros. Hasta 1880, las minas mexicanas de origen colonial seguían siendo explotadas con una técnica primitiva basada en la depredación de la naturaleza y de los hombres y no en la previsión racional. Nunca se siguió un esquema estricto en el sistema de galerías interiores; no hubo métodos de utilización óptima del medio natural para el desagüe. No existía una contabilidad estricta de costos, precios, ley metálica de minerales, transportes y disponibilidad de recursos adicionales. La abundancia de brazos y la tradición prevalecieron; por eso, cuando los ingleses instalaron sus pesadas bombas, no sirvieron para gran cosa. Las minas mexicanas no eran un sistema de vasos comunicantes, sino anárquicas cuevas sin intercomunicación, sin soportes, sin ventilación. En los alrededores no había carbón mineral ni vegetal. Tres siglos de irracional depredación habían acabado con los bosques. Además, los caminos estaban en mal estado e impedían el suministro de repuestos y de materias primas auxiliares.

La idea de fundar un banco refaccionario o de avío surgió ya en 1825, cuando Lorenzo

de Zavala (1788-1836), admirador del sistema industrial, sugirió a Ildefonso Maniau, alto funcionario hacendario, un plan para desarrollar las manufacturas nacionales, consistentes en que el "...Estado proveyera de capital a los artesanos mexicanos y también de maquinaria moderna y de la enseñanza técnica necesaria". Empero, no fue el grupo liberal quien puso en práctica el proyecto, sino el conservador, con Lucas Alamán como promotor. El 16 de octubre de 1830, bajo la administración centralista del general Anastasio Bustamante (1780-1853), se emitió la ley fundadora del Banco de Avío.

El Banco de Avío contaba con un capital de un millón de pesos, extraído de impuestos

sobre la importación de los géneros de algodón. Los préstamos se destinarían a comprar y distribuir maquinaria moderna (sobre todo textil), a precios de costo con créditos al 5 por ciento de interés anual. Además, se intentaba impulsar las modernas empresas siderúrgicas para construir máquinas en México. Con altibajos, el banco funcionó durante doce años, canalizando, en total, un capital efectivo de 650 000 pesos, invertidos en muchos proyectos, de los cuales varios fueron sonados fiascos. Sin embargo, catorce de ellos florecieron como prósperas empresas modernas en diversos lugares del país. El general Santa Anna lo clausuró el 23 de septiembre de 1842; pero, para proseguir la idea fundó, el 2 de diciembre de ese mismo año, la Dirección General de Industrias, con el propósito de formar juntas de vecinos en todo el país (como en España, setenta años antes, las sociedades de amigos del país) que discutieran y se asociaran para crear, por iniciativa individual, las tan deseadas industrias. La penuria fiscal y el uso para otras necesidades del escaso presupuesto destinado al fomento dificultaron la empresa.

A la vez que se ponían en marcha los proyectos anteriores, desde 1828 José María

Godoy, asociado a capitalistas ingleses, venía solicitando al Congreso de la Unión se le concediera el derecho exclusivo para introducir máquinas textiles de lana y algodón.

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Prometía, a cambio, establecer mil telares modernos. Con esto -decía- prosperaría el país y aumentarían los ingresos del Estado. En el congreso, la diputación artesanal del estado de Puebla, donde la manufactura sobrevivía a su antiguo esplendor, rechazó el proyecto por considerarlo como una maquinación extranjera para apoderarse de la industria nacional y proletarizar a los artesanos. El proyecto se archivó.

Obstáculos estructurales para el surgimiento del capitalismo. Durante el período de 1824 a 1850 las distintas iniciativas de industrialización

tropezaron con serias dificultades y lograron poco éxito. Entre los obstáculos más significativos se pueden enumerar los siguientes:

1. A pesar de que el país ya era independiente, el aparato estatal y la política fiscal

seguían funcionando conforme al antiguo mercantilismo colonial español. Las gabelas continuaban estando basadas en la circulación y dificultaban el desarrollo del mercado interno.

2. Los altos precios internos y la baja calidad de los productos locales inclinaban a los consumidores hacia los productos importados, de precios bajos y presentación novedosa. A la par, los altos impuestos de importación, la escasa vigilancia de las inmensas costas y fronteras despobladas, la presencia de aventureros y la corrupción administrativa hacían florecer el contrabando y frenaban las iniciativas de los empresarios nativos.

3. La descapitalización interna, provocada por la emigración y luego expulsión de los españoles, la transferencia de ganancias promovida por aventureros extranjeros y el atesoramiento (entierros de metálico, adquisición de valores-refugio como bienes inmuebles, tierras y alhajas) de cuantiosas sumas eran estimuladas por los procesos inflacionarios y la inestabilidad política.

4. Hasta mediados del siglo XIX el capital privado era básicamente usurario, especulativo, surgido del peculado, el contrabando y la desamortización de bienes eclesiásticos. El capital eclesiástico era predominante, dada la sobrevivencia de los antiguos sistemas de crédito hipotecario en la agricultura, la vigencia del diezmo eclesiástico, las donaciones de fieles ricos y un próspero negocio de inmuebles urbanos en poder del clero.

5. La antigua estructura económica en quiebra seguía imperando. Sus características eran: la insularidad de los mercados regionales, la escasa densidad y desigual concentración demográfica, la limitada división social del trabajo, lo rudimentario de los medios de transporte, la bajísima productividad, la destrucción cíclica de fuerzas productivas agrícolas y mineras, la dependencia de las crisis agrícolas tradicionales y con sus secuelas de hambrunas periódicas y una elevada renta absoluta de la tierra, que impedía la conversión capitalista de la agricultura.

6. Finalmente, la inestabilidad política y social permanente. Pese a estos obstáculos el proceso de acumulación capitalista se abría paso, lentamente.

En los mercados urbanos surgía una burguesía con vocación moderna. Poco a poco se

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modernizaban los métodos de producción y el comercio se integraba en circuitos permanentes. Avanzaba la acumulación originaria, a la vez que se integraba un mercado interurbano. Hacia 1850 funcionaba cerca de cincuenta empresas modernas en cinco regiones del país, predominando el Valle de México.

La génesis del capitalismo mexicano al mediar el siglo XIX. Las características más significativas de tal proceso de génesis capitalista se observan en

el desarrollo de la industria textil. Hacia 1846 el capital privado invertido en textiles era de unos doce millones de pesos, en tanto que el Banco de Avío canalizó unos 650 000 pesos. La mayoría de los inversionistas eran de origen extranjero (ingleses y franceses), pero arraigados en el país. Una fábrica no se podía montar sin una inversión promedio de 100 000 pesos, aunque había fábricas como "La Constancia", de Antuñano, que requirió 300 000, o "La Hércules", de Cayetano Rubio (1792-1876), de 800 000, o "La Magdalena", de Francisco Antonio de Garay (1823-1896), en el D.F. de un millón de pesos, capitales estos cuantiosos para su tiempo.

Existían grandes capitalistas agiotistas mexicanos que financiaban al gobierno al 50 por ciento de interés y a los particulares al 23 por ciento (tales como Francisco Antonio de Garay, Cayetano Rubio, Manuel Escandón, 1808-1862) quienes al principio no participaron en la instalación de industrias. Se hicieron fabricantes sólo cuando, años después, se aseguraron que la industria textil dejaba ganancia muy elevadas.

En 1837 se fundaron cuatro fábricas modernas de hilados en Puebla con 8 000 husos, y

en 1844 ya había 47 en todo el país con 113 813 husos. Durante largo tiempo se hilaba en fábricas, pero se tejía en la antigua industria artesanal. En 1843 había un total de 1 889 telares mecánicos, de los cuales 540 se encontraban en Puebla, y unos 7 000 telares manuales, de los cuales 1 275 se hallaban en Puebla, o sea que Puebla contaba con el 25 por ciento de los telares mecanizados y el 17 por ciento de los manuales.

En 1842, 2 932 husos estaban parados por falta de algodón y cinco fábricas de Puebla habían cerrado. El algodón mexicano, sobre todo el producido en Veracruz y Tepic, costaba entre 15 y 22 pesos el quintal en el lugar de producción, mientras en Puebla se pagaba a 38 y 48 pesos. En cambio, el algodón importado de Estados Unidos, antes de pagar derechos aduanales en Veracruz, costaba doce pesos.

En 1845 se producían en total 641 182 piezas de manta y eran vendidas por los

fabricantes a cinco pesos reales, o sea un ingreso de 4 606 625 pesos. En 1843 los costos en salarios, por unidad, eran de 2.20 pesos, y 1.35 adicionales por otros gastos e impuestos. Esto representaba 1 520 600 pesos por salarios y 865 595 por otros gastos. Si a esto se suma el algodón, a 35 el quintal, agregamos 31 237 pesos. El costo total era, por lo tanto, de 2 417 432 pesos y una ganancia bruta de poco más del 50 por ciento.

Hacia 1850 los telares mecánicos podían producir 1 231 500 piezas y los manuales 1 350 000, o sea, un total de 2 581 500 piezas de treinta varas, lo que significa un total de 77 445 000

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varas. Si se calcula que cada persona de los siete millones de, habitantes consumía diez varas de manta al año, se observa que la capacidad era suficiente para satisfacer la demanda potencial; sin embargo, la competencia Inglesa. era aguda y la representada por el sector artesanal también. Mientras en 1867 una pieza de manta inglesa se vendía en el D.F. en ocho pesos, la manta fabril mexicana de mejor calidad costaba 8.50, y la artesanal cinco pesos con tres reales. Esto y la producción casera explican por que había una considerable capacidad instalada ociosa.

La maquinaria textil era importada de Estados Unidos, Inglaterra y Francia. El

transporte y la instalación eran caros y azarosos; el salario de los técnicos, prohibitivo; las refacciones, difíciles de adquirir. La tecnología de hilados no era adecuada para el algodón mexicano. Los trabajadores eran inexpertos y constantemente diezmados por la leva militar; por eso, se enfatizaba en el proceso moderno en hilados y se tejía con la técnica artesanal. Así, en buena medida, la fábrica moderna reproducía la estructura artesanal. La mayoría de las empresas eran movidas con energía hidráulica, relativamente barata, pero estaban sujetas al ciclo estacional de lluvias irregulares (sequías y lluvias torrenciales), que perjudicaban el ritmo y volumen de la producción.

La agricultura que suministraba el algodón era tradicional; por ello no podía aportar la cantidad exigida por el ritmo de expansión industrial, y en 1850 cubría un quinto de la demanda de materia prima. Asimismo era rudimentario el sistema de despepite y nulo el control de calidad. El mercado de algodón estaba controlado por grandes comerciantes usureros, que encarecían el precio para obtener ganancias fabulosas del algodón nativo e importado.

Los trabajadores, que al principio escaseaban, no estaban capacitados, pero sí

acostumbrados a muchas festividades religiosas. Poco a poco fueron adquiriendo la nueva disciplina y hábitos del trabajo industrial. Trabajaban seis días a la semana, con jornadas que se extendían desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. Los jornales en moneda eran sumamente bajos: de dos a tres reales diarios la mayoría, y hasta de tres pesos (veinticuatro reales) los escasos obreros calificados. Los sueldos pagados en Puebla eran normalmente la mitad de los de otras regiones. Una cuarta parte de los trabajadores eran niños, otra cuarta parte mujeres, y el resto hombres adultos. Las condiciones de trabajo eran insalubres y la explotación tremenda. Los técnicos, administradores y directores eran por lo general extranjeros bien pagados. Gran cantidad de trabajadores eran artesanos y campesinos que combinaban actividades agroartesanales con el trabajo fabril estacional.

El Estado imponía altos impuestos a la industria textil: 1.5 por ciento sobre edificios y maquinaria, más un real y medio por cada huso funcionando así como un impuesto por importación de materia prima. Pero cada estado -como si fuera un país soberano- cobraba altos impuestos a los empresarios locales y aún más altos a los productos importados de otros estados.

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Zoraida, Josefina y Meyer, Lorenzo. México Frente a los Estados Unidos; un ensayo histórico. México, FCE, 2000. Cap. 2, pp. 35-65. II. LAS DECADAS MÁS DIFÍCILES. En la actitud mexicana hacia Estados Unidos han campeado siempre admiración y desconfianza juntas, actitud que ha estado justificada desde los primeros años de la vida nacional. Gracias a las guerras provocadas por la Revolución francesa, Estados Unidos pudo consolidar la fundación del Estado sin interferencias externas. El éxito del sistema político y sus promesas de oportunidad y libertad fueron un poderoso imán para atraer inmigrantes, cuya aportación facilitó que pudieran llevarse a cabo obras materiales de envergadura. Para los observadores " eran evidentes las muestras del progreso. Por eso es fácilmente comprensible que Estados Unidos se convirtiera, de inmediato, en el gran modelo a seguir. Pero también desde temprano los mexicanos tuvieron la pena de percibir la amenaza que significaba el expansionismo norteamericano. El primer secretario de Relaciones Exteriores José Manuel de Herrera, agente del Congreso de Apatzingán en Estados Unidos, había tenido oportunidad, al igual que Bernardo Gutiérrez, de percatarse de las ambiciones territoriales norteamericanas, lo que diluyó la admiración hacia el milagro producido por la libertad de comercio, colonización y empresa, aunque persistió el anhelo de aplicar el mismo modelo en busca de los mismos resultados.

Mas las anheladas libertades no obraron el efecto esperado: de la dependencia política

de España, México pasaría a la económica de los nuevos imperialismos. La falta de capital y manufacturas hizo que la apertura de comercio e inversión sirviera para entregar a los extranjeros el comercio y la minería. La entrada de algunos artículos, en especial los textiles arruinó su incipiente industria. Las esperanzas puestas en la entrada libre a los colonos tendrían aún peores resultados.

Pero en 1821, la reacción contra el cierre económico mantenido por el Imperio español

era natural. Desde fines del siglo XVIII, los Borbones lo habían hecho menos rígido y durante las complejas luchas europeas, a la Vuelta del siglo, los obligaron a abrir sus puertos al comercio con naciones aliadas o neutrales. Esto, más las luchas independentistas, proporcionaron a los hispanoamericanos oportunidades de contacto con el exterior, legal e ilegalmente. Por eso no fueron escasos los extranjeros establecidos en Nueva España al consumarse la independencia.

Una vez inaugurado el nuevo Estado, las noticias difundidas por el libro del barón von

Humboldt sobre las riquezas mexicanas provocaron un alud de extranjeros en busca de minas y oportunidades. La colonización de Texas y el comercio de Santa Fe atrajeron sobre todo a los norteamericanos, mientras que a sus puertos ya su capital acudieron empresarios y

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aventureros de todas partes. La política mexicana inicial de puertas abiertas a la colonización se fijó sólo un pequeño límite: los colonos debían ser católicos puesto que la religión era el único denominador común en aquella población tan heterogénea en lenguas, costumbres y mezclas raciales. Las leyes prohibían la entrada de esclavos, lo cual era obstáculo sólo para los pretendientes procedentes del sur de Estados Unidos, que probarían ser la mayoría.

La República puso en manos de Lucas Alamán el cuidado de las relaciones exteriores. El

entonces joven ilustrado, como la mayoría de sus contemporáneos educados, había estudiado en la prestigiosa, Escuela de Minería, representado a su país en las Cortes españolas de 1821 y viajado por Europa antes de volver en 1823. Alamán deseaba ver el desarrollo de la industria y la modernización de la minería y la agricultura; desconfiaba de Estados Unidos y era un ardiente abogado de la solidaridad hispanoamericana. Resultaba, pues, buen interlocutor para el refinado y hábil Poinsett.

Antes de viajar rumbo a su puesto, Joel R. Poinsett recibió amplias instrucciones: firmar

un tratado de amistad y comercio con trato preferencial a su país, contrarrestar las actividades de los británicos, detener los planes mexicano-colombianos de independizar a Cuba, dejando claro que en caso de tener lugar, por su posición geográfica, la isla tendría que anexarse a Estados Unidos. Traía también dos propuestas: una de la construcción conjunta de un camino comercial de Missouri a Santa Fe y otra de "la conveniencia" de trasladar la frontera al oeste del río Sabinas, que ahorraría a los mexicanos el dolor de cabeza de lidiar con los indios belicosos y los aventureros norteamericanos que merodeaban la región. Se le encargó asimismo recordar el temprano reconocimiento que Estados Unidos había hecho de la Independencia mexicana y agradecer que la Constitución norteamericana hubiera servido de modelo a la mexicana de 1824, indicándosele estar listo, en todo momento, para aclarar su funcionamiento.

Al presentar Poinsett sus credenciales al presidente Guadalupe Victoria, éste había

recibido ya al plenipotenciario británico, hecho que mostraba el empeño del Ejecutivo de buscar un equilibrio en el apoyo de esa potencia europea. Los británicos no tardaron en llevar la delantera con la rápida firma de un tratado de comercio, que no tuvo tantos obstáculos como los surgidos en las negociaciones con Poinsett. Ese hecho incrementó la paranoia del ministro norteamericano que llegó a considerar a Ward como enemigo personal. Al considerar que el británico dominaba la voluntad del Ejecutivo, buscó aliados entre los miembros radicales del Legislativo, conquistando una enorme influencia en el Congreso. No obstante, al convertirse su casa en sitio de reunión de los radicales a los que ayudó a tramitar las credenciales para fundar en México una logia dependiente de la Gran Logia de Filadelfia, llegó a ser uno de los personajes más impopulares y eso, sin duda, dañó los intereses de su país.

El enfrentamiento entre Poinsett y Alamán era previsible. Desde la primera reunión, el

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mexicano mostró firmeza e impidió que Poinsett planteara como un problema el de la frontera. Para él no existían dudas de que México heredaba las cláusulas del Tratado Transcontinental firmado con España en 1819. En cuanto a la solicitud de tratamiento de nación más favorecida a través de un tratado comercial, Alamán contestó, como a la Gran Bretaña, que México deseaba reservarse tratamiento para los países hermanos. Respecto al propuesto camino de Santa Fe, insistió en que habría que definir primero quién y con qué artículos se comerciaría. No contento con esto, el ministro de Relaciones objetó también la pretensión de que la bandera de Estados Unidos garantizara toda mercancía norteamericana, cláusula que ni siquiera la poderosa Gran Bretaña había exigido.

La decidida actitud de Alamán molestó al norteamericano, quien no dudó en hacer valer

su influencia para lograr su salida del gabinete. En septiembre de 1825, Alamán fue sustituido por Manuel Gómez Pedraza, quien a su vez lo fue por Sebastián Camacho, pero esto no significó un cambio en la postura mexicana, aunque sí un debilitamiento de la fraternidad hispanoamericana que Alamán había postulado como base de la política exterior mexicana y que conduciría al fracaso de las metas del Congreso de Panamá. Durante la preparación de esa reunión, Victoria y el presidente de la Gran Colombia, Francisco de Paula Santander, insistieron en la participación estadounidense, a pesar de que ese país no mostrara mayor entusiasmo por la unidad continental. Los acuerdos logrados en Panamá no se aprobaron y pocos asistieron a la nueva reunión en Tacubaya. Era obvio que la desorganización y la bancarrota hacendaria obligaban a los nuevos países hispanoamericanos a centrarse en sí mismos, y los hacían incapaces de convertir en realidad el sueño de Bolívar.

La increíble influencia que llegó a tener Poinsett sobre la política mexicana nubló sus

indudables cualidades de diplomático que le permitían darse cuenta de la imposibilidad de plantear temas que herían la susceptibilidad mexicana, como la venta de Texas. El inmiscuirse en los problemas políticos internos le costó caro, pues al final fracasó, lograr los objetivos que se le habían fijado. Desde luego que se exageró el alcance de su alianza con los radicales, que provocó la furia de los tradicionalistas y de los que tenían una idea clara de que la intervención de un ministro extranjero ponía en peligro la frágil soberanía d país. El caso llegó a tener tal gravedad, que el pronunciamiento político de 1827 contenía dos cláusulas y una de ellas pedía su expulsión.

La "conveniencia" de mover la frontera, que Poinsett como agente secreto había

planteado a Francisco de Azcárate desde 1822, y replanteado a Alamán en 1825, la transformó el secretario de Estado, Henry Clay, en abierta oferta de la compra de Texas. Poinsett no atendió a e insistencia, pero después del intento independentista del norteamericano Hayden Edwards en 1826, se atrevió a mencionar el traslado de "frontera hacia el Oeste como posible solución. Los mexicanos no aceptaron escuchar la más mínima mención del asunto y Poinsett aconsejó a su gobierno esperar el fruto de la colonización norteamericana. Sus comentaristas norteamericanos siempre han criticado "la terquedad" del gobierno mexicano a no querer

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vender tierra casi deshabitada, a pesar de la bancarrota en que se encontraba el Estado, y d otorgar gratis generosas concesiones. No han podido comprender que para los mexicanos el territorio no era mercancía sino un legado ancestral, puesto que carecían de la larga experiencia norteamericana de compra de tierras a la Corona inglesa, a los indios, a Francia y a España. La apreciación de la situación es, y aún parece serlo, irreconciliable.

El interés por Texas creció y en 1827 Clay autorizó a Poinsett a ofrecer 1 000 000 de pesos

por el territorio hasta el río Grande del Norte, es decir, el Bravo, y en 1829 el nuevo "secretario de Estado, Van Buren, le instó a aprovechar los apuros mexicanos ante el intento de reconquista española, para conseguir compra o hipoteca. Ese año resultó especialmente amargo para el país, que comprobó la vaciedad de la declaración de Monroe, ya que Estados Unidos no sólo no impedía la invasión sino que los soldados españoles llegaban a costas mexicanas en barcos norteamericanos.

EI fracaso de Poinsett fue total, pues él sólo consiguió confirmar los límites señalados

por el Tratado Transcontinental, convenio que no sería aprobado sino en 1831, cuando él había partido. Fracasó en negociar un tratado comercial por su exigencia de tolerancia religiosa para los ciudadanos norteamericanos, y de que el gobierno mexicano se comprometiera a entregar los esclavos fugitivos norteamericanos que entraran en su territorio. Poinsett había logrado salvar algunos escollos y en 1828 consiguió que se estipulase la "perfecta reciprocidad", pero el Senado mexicano se negó a la devolución de esclavos fugitivos, por ser anticonstitucional. No dejó de desempeñar un papel importante la antipatía personal que el ministro había generado, la cual obligó a su amigo el presidente Vicente Guerrero, gran maestre de la logia yorkina, a solicitar su retiro. En una sentida y cortés misiva, planteaba las dificultades que derivaban de su presencia al originar sospechas de que su gestión servía aun país extranjero. De esa forma, el 23 de diciembre de 1829 Poinsett pidió sus pasaportes en una carta en la que aludía a una amistad de los dos pueblos por encima de las pasiones partidarias. Al partir el 2 de enero de 1830, la cartera de Relaciones Exteriores estaba, de nuevo, a cargo de Alamán, puesto que el presidente Guerrero no había podido acallar el malestar generado en buena medida por el representante norteamericano.

En Washington, mientras tanto, ya se había nombrado como nuevo ministro a Anthony

Butler, quien desde fines de 1829 se encontraba en México en un viaje de negocios relacionado con la especulación de tierras en Texas. Butler era amigo personal de Jackson y, aunque también era sureño, contrastaba con el fino y cortesano Poinsett. Era un tipo rudo, dado a la bebida y a las discusiones violentas, que había convencido a Jackson de su capacidad para lograr la adquisición de Texas. Apenas había ocupado su puesto, los periódicos publicaban que ésa era su misión fundamental. En efecto, entre sus instrucciones estaba el movimiento de la frontera tan al Oeste como fuera posible, impedir que se concediera a Zavala tierra texana cerca de la frontera con Estados Unidos, y advertir a los mexicanos que no se aprobaría el tratado de límites hasta que no se firmara un tratado de

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comercio. Se le pidió también mencionar el mal trato de que había sido objeto el ministro Poinsett.

La presencia de don Lucas Alamán haría que los mañosos argumentos de Butler no

encontraran mucho eco, sobre todo la conveniencia de una frontera fijada en los desiertos entre el Nueces y el Bravo, o su oscura interpretación de que el Tratado Transcontinental no hablaba de río Sabinas, sino de lago Sabina. Él utilizó como arma el dejar correr el rumor de que los estados norteños mexicanos se iban a separar, tan frecuentemente utilizado más tarde, y también insistió en la incapacidad de los mexicanos para gobernarse. Alamán, que para entonces tenía a mano los informes del general Mier y Terán, estaba más que nunca convencido del peligro que significaba Estados Unidos, no sólo para México, sino para toda Hispanoamérica. Una de sus primeras medidas fue promover una nueva ley de colonización, que prohibía la entrada de norteamericanos y en absoluto la de esclavos. Además, el 13 de marzo de 1831 envió una circular a todos los países hispanoamericanos y dos comisionados, Manuel Díez de Bonilla , Juan de Dios Cañedo, para explicar el peligro y apelar a la solidaridad para defender la independencia e integridad del bloque de naciones hermanas. El proyecto, al que se conoce como Pacto de Familia, fracasó por completo, por lo que el dinamismo norteamericano se impondría con facilidad sobre la parálisis de las repúblicas del Sur.

Ante la firme convicción de Alamán, Butler no logró ningún adelanto en el asunto de la

frontera y, convencido de que los mexicanos no cederían, aceptó la ratificación de la línea Adams-Onís. El intercambio de las firmas del acuerdo se llevó acabo en 1832, pero no entró en vigor de inmediato por demoras en el nombramiento de las comisiones encargadas de marcar en mapas y terreno las mojone respectivas. Después de varios plazos vencidos, en abril de 1835 se fijó otro de no más de un año para cumplir con el compromiso a partir de intercambio de ratificaciones, efectuado en Washington el 30 de abril de 1836. La firma no era más que una pantalla que pretendía cubría las verdaderas intenciones norteamericanas, que afloraban a cada paso en nuevas ofertas de compra, pero dada la segura y próxima: adquisición de Texas, se empezó a mencionar la adquisición del norte de California, del paralelo 42 al 37, es decir, incluyendo el puerto de San Francisco. El mismo Butler, sin consideración a la representación que tenía, en viaje de regreso a México en 1835 se mezcló activamente en el movimiento separatista texano, lo que ocasionó que México pidiera su retiro el3l de octubre de 1835.

No obstante su torpeza, Butler corrió con mejor suerte que el cauteloso Poinsett, pues

logró que se firmara el Tratado de Comercio diseñado por aquél y que tendría vigencia durante medio siglo. Butler accedió, eso sí, a retirar la enojosa cláusula de la devolución de esclavos fugitivos e introdujo todo un apartado que reglamentaba el comercio con Santa Fe, así como una serie de acuerdos sobre el control de las invasiones de indios en la frontera. Consiguió que tres artículos concedieran a Estados Unidos el trato de nación más favorecida,

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aunque con algunas excepciones, y que se aceptara la reciprocidad que Alamán tanto había combatido en 1825.

Mas la verdadera victoria de Butler fue la de convertir una serie de reclamaciones

particulares de ciudadanos norteamericanos en un poderoso instrumento de presión sobre el gobierno mexicano. Para septiembre de 1833, Butler ya había clasificado, sin discriminación alguna, las reclamaciones sometidas a la legación, casi todas referidas a préstamos forzosos en dinero o servicios, durante las revueltas o la invasión española de 1829. Es verdad que una buena parte de ellas eran reclamaciones justas, en principio, pero la mayoría exageraban el monto de los daños. Ni Butler ni el gobierno norteamericano se preocuparon por averiguar su justeza y simplemente las utilizaron para presionar en los momentos más críticos para México. El gobierno mexicano no dio importancia a las reclamaciones e insistió en que fueran presentadas ante las agencias gubernamentales pertinentes para que se estudiara cada caso de acuerdo con las leyes mexicanas y pudiera recurrirse a los tribunales del país. Estados Unidos no aceptó que los ciudadanos norteamericanos comparecieran ante tribunales mexicanos lo que interpretaba como denegación de justicia. A partir de ese año hasta la guerra entre las dos naciones, la presión por exigir la reparación de las reclamaciones fue periódica y Polk, en su declaración de 1846, haría mención a ellas como la causa principal de la guerra.

La gestión de Butler fue escandalosa y sólo la sostuvo la lealtad que mostró Jackson

hacia sus compañeros de armas. Individuo sin el menor escrúpulo, recurrió constantemente a las mentiras para mantener su puesto, que le interesaba para promover sus intereses en Texas. Sostuvo constantemente que estaba apunto de llegar a un arreglo con el gobierno mexicano sobre la venta de Texas, asegurando que era inminente la operación si se daban los sobornos adecuados. Varios secretarios del gabinete urgieron su retiro, pero Jackson le otorgó una nueva oportunidad de volver a México cuando aseguró que el confesor de una hermana de Santa Anna le ayudaría a conseguir la venta de Texas. El 1° de diciembre de 1835 se le cesó por fin, pero Butler continuó en el país por su cuenta durante un tiempo, lo cual creó problemas para el gobierno, al que insultó cuando no aprobó su viaje por tierra a través de Texas.

El nuevo ministro norteamericano, Powhatan Ellis, llegó el 11 de mayo de 1836 y se

estrenó con el molesto problema de la presencia de su antecesor. Ellis procedió a remitir a su gobierno la bochornosa correspondencia de Butler con el gobierno mexicano y recibió órdenes de presentar disculpas. Forsyth, en una carta de noviembre de 1835, decía:

El Presidente indica que Ud. debe poner en conocimiento del gobierno mexicano que

desaprueba la conducta del señor Butler al escribir esas cartas y espera que ese hecho no alterará la amistad que ha procurado mantener entre los dos países.

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TEXAS: ¿UTOPÍA O ERROR DE GENEROSIDAD? Como es bien sabido a principios del siglo XIX el territorio norte de la Nueva España

estaba casi deshabitado. El temor generado por la independencia de las colonias inglesas y la adquisición de la Luisiana hicieron a España procurar la población de ésta y el establecimiento presidios en Texas. Como la nueva provincia era francesa, el gobierno español tuvo menos reparos en admitir colonos extranjeros y has aprobó la admisión de protestantes. Se preferían canadienses e irlandeses, pero se acogieron tories norteamericanos, por ser monárquico y ante la urgencia de población, algunos prusianos u holandeses, fugitivos de las guerras napoleónicas.

El Tratado de San Ildefonso de 1800 obligó a España a devolver Luisiana a Francia y le

planteó el problema de permitir a sus nacionales trasladarse a otras partes del Imperio, en septiembre de 1803. La cercanía de Texas hizo que fuera ésta la que recibiera los primer colonos procedentes de la Luisiana, como el barón de Bastrop. Pero el expansionismo norteamericano, que ya era evidente, se agravaría con la compra de la Luisiana en 1804. Para entonces, el gobernador de Texas llamaba constantemente la atención sobre la entrada de ilegales procedentes de Estados Unidos, algunos perseguidos de la justicia y otros, simples granjeros incapaces de pagar por la tierra deseada que aprovechaban la falta de vigilancia para asentarse donde mejor les parecía. Esto sucedió en especial alrededor de Nacogdoches. El gobernador Antonio Martínez se empeñó en atraer colonos a Texas, pero no logró sino unas cuantas familias. Por otra parte, el debilitamiento de España por la invasión napoleónica hizo que los intentos norteamericanos se mostraran cada vez más descarados, al tiempo que la lucha por la Independencia de la Nueva España convertía a Texas en activo centro de ésta, como lugar de paso en busca de ayuda o de armas a Estados Unidos.

Gutiérrez de Lara fue el primero en recurrir a enganchar aventureros norteamericanos

en su empresa independentista, tal y como lo harían Fray Servando Teresa de Mier y Francisco Xavier Mina, lo que permitió que muchos extranjeros se familiarizaran con el territorio texano y volvieran más tarde por su cuenta; tal el caso del filibustero Long y el pirata Laffite.

Fue el Tratado Transcontinental, que cedió las Floridas en 1819 a cambio del

reconocimiento de la frontera de Nueva España y que daba fin la pretensión norteamericana de que Texas estaba incluida en la compra de la Luisiana, el que permitió el marco legal para la colonización. En su artículo 5 garantizaba el derecho de los habitantes de los territorios cedidos de trasladarse a Texas. Dentro de este contexto se presentó Moses Austin en San Antonio, en busca de una alternativa para salir de los problemas económicos que le aquejaban, por la aguda depresión económica en Estados Unidos. El gobernador Martínez le negó todo permiso, y fue el barón de Bastrop el que le recordó el derecho que le daba su viejo pasaporte español para establecerse en Luisiana. Bastrop insistió ante el ayuntamiento en la

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conveniencia de concederle el permiso de asentarse en las tierras al norte de San Antonio, como una protección de los ataques indígenas. Al final, Martínez aceptó enviar su solicitud al comandante general de Chihuahua, para que Austin trajera 300 familias católicas de Luisiana.

El problema de la colonización de Texas había sido planteado también por Miguel

Ramos Arizpe, diputado de las Provincias Internas a las Cortes de Cádiz, en 1812. La restauración del absolutismo impidió que se elaborara la Ley de Colonización que los diputados americanos urgían, que no llegó a aprobarse sino hasta junio de 1821, cuando volvió a entrar en vigor la Constitución liberal. Esta ley apenas si tuvo vigencia en México, pero ejerció gran influencia en la legislación mexicana. La declaración del catolicismo como religión de Estado en la constitución restringía la admisión: exigía, además, que los colonos la juraran, al igual que lealtad a la monarquía. Su artículo 28 prohibía toda introducción de esclavos y declaraba libres a los que fueran introducidos.

El permiso provisional a Austin fue aprobado por la Diputación Provincial el 17 de

enero de 1821. Austin había regresado mientras tanto a los Estados Unidos para hacer los arreglos de promoción y traslado, cuando le sorprendió la muerte. La concesión era generosa: se autorizaba el establecimiento de 300 familias a las que se otorgaban 259 hectáreas por jefe de familia, 129.5 a la esposa y 40.469 por cada hijo. Se concedía asimismo una exención de impuestos por siete años, más el permiso para importar libremente cuanto les fuera menester.

Su hijo Stephen tuvo algunas dudas para emprender la difícil tarea, pero al final llegó a

Texas en agosto de 1821 con los primeros colonos. Después de escoger el sitio apropiado e instalar a los primeros inmigrantes, Stephen volvió a Estados Unidos pala ultimar los arreglos y estaba de vuelta a principios de 1822. Martínez le informó de la nueva situación por la Independencia y lo instó a viajar a la capital de la República para revalidar su concesión. Su viaje no dejó de tener problemas de todas clases y las dificultades que ofrecía el funcionamiento de un nuevo Estado obstaculizaron sus trámites, pero al mismo tiempo le sirvieron para mejorar su español y hacer amistad con los líderes de la nueva nación, que más adelante le sería de gran utilidad. El Congreso quería aprobar una ley de colonización antes de firmar la concesión, sobre todo porque Austin no era el único pretendiente; ya habían afluido otros angloamericanos con peticiones semejantes, Las rivalidades faccionales impidieron al Congreso cumplir con su misión, y sería la junta Nacional Instituyente, nombrada por Iturbide para sustituirlo la que elaboraría la ley y aprobaría su concesión.

El Imperio mexicano se mostraba también generoso. El Acta de Colonización también

cedía los terrenos en forma gratuita, otorgaba la exención de impuestos y la libre importación de artículos; condicionaba la colonización a los católicos y no la permitía en las costas o cerca de las fronteras. El Acta Imperial permitió la importación de esclavos, pero prohibía su venta y declaraba libres a los hijos nacidos en su suelo.

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Conviene subrayar que las autorizaciones originales concedidas a los Austin provenían de gobiernos monárquicos, lo que invalida su pretensión posterior de achacar el cambio político del federalismo centralismo de la Independencia. Desde el principio, las condiciones respecto a religión y esclavitud no fueron respetadas por los colonos, dada la desorganización y deshabitación de los territorios, nadie exigió su cumplimiento.

Todavía tropezó Austin con el fracaso del Imperio, pero el Congreso no tardó esta vez

en aprobar su concesión y pudo partir hacia el Norte. A su paso por Saltillo y Monterrey, se le comunicó el nombramiento de teniente coronel para que comandara las milicias que debía organizar y que quedaba a cargo de la administración de justicia, mientras se redactaban las leyes pertinentes y la constitución del Estado.

La Ley de Colonización del 18 de agosto de 1824, a pesar de los esfuerzos de Lucas

Alamán, dejó en manos de los estados la administración de las tierras baldías, razón por la que Texas decidió unirse a Coahuila, pues de haber aceptado status territorial, las tierras públicas hubieran sido administradas por el gobierno federal. Saltillo se convirtió en centro de gran especulación extranjera, ya que ahí se aprobaban los permisos, entre ellos los de Robert Leftwich para 20 familias; Hayden Edwards, 800; Creen De Witt, 300; Martín de León, 150. Se subrayó que la tierra de las concesiones no podía venderse, pero a excepción de De Witt y Austin, los demás lo hicieron. Los "empresarios" sólo estaban autorizados a cobrar los gastos de deslinde y apertura, De todas maneras, la diferencia entre la política de tierra en México y en Estados Unidos, donde siempre tuvo un precio, hizo de Texas un verdadero espejismo. El negocio lo harían los especuladores y bancos norteamericanos que venderían las tierras concedidas gratuitamente. Algunos mexicanos, como Lorenzo de Zavala, Ramos Arizpe y , Vicente Filisola también se aseguraron concesiones. Austin recibiría varias: una para 300 familias y otra para 500, en 1825; una para 100, en 1827 , y una más para 500, en 1829; aún después de la prohibición de la entrada de norteamericanos, se le transfirió la que se le había cancelado a Robertson.

No dejaron de existir aprehensiones con respecto a la amenaza que significaba el

expansionismo que expresaban los políticos y la prensa de la vecina nación, pero el gobierno confiaba en que los amplios privilegios otorgados convertirían a los extranjeros en ciudadanos leales y que su ejemplo serviría de modelo para desarrollar otras regiones deshabitadas del país. Algunos de los temores parecieron verse confirmados en 1826, cuando Hayden Edwards se rebeló y proclamó la República de Fredonia en Nacogdoches. Stephen Austin se comportó en esta ocasión como súbdito leal y colaboró en el establecimiento del orden, lo que le haría merecedor al premio de una concesión para colonizar tierras cercanas a la costa.

Uno de los primeros problemas que surgieron en Texas lo ocasionarían las discusiones

sobre la esclavitud, tanto en la Ley de Colonización de Coahuila y Texas como en la

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Constitución del estado. Desde 1824, Austin venía representando al respecto, pero la mayoría estaba por la abolición de la institución en el estado. Al principio, la posición era de prohibir la esclavitud "absolutamente y para siempre", pero Austin con habilidad recordó la falta de fondos para indemnizar a los dueños de esclavos, lo que llevó a declarar la libertad de vientre y a prohibir :importación de esclavos después de la promulgación de la Constitución. Para agravar la situación, el presidente Vicente Guerrero decidió celebrar el16 de septiembre de 1829 con un decreto de abolición total de la esclavitud, que en realidad sólo existía en Texas. El jefe político de Texas y el gobernador del estado pidieron exención por temor a la Insurrección de los colonos. Antes de recibir la solicitud, Guerrero parece haber decidido que las condiciones políticas eran tan precarias que aconsejaban cautela, por lo que autorizó la exención para Texas, con la advertencia de no permitir que entrara un solo esclavo más. Austin entró en un estado de euforia mexicanista, refiriéndose al gobierno mexicano como el más "liberal y generoso para los inmigrantes", pero al mismo tiempo más y más convencido de que el futuro de Texas tendría que construirse sin la institución peculiar, como la llamaban los sureños, por lo que empezó a buscar colonos suizos y alemanes, que, según él, carecerían de dos horribles defectos de los norteamericanos: el gusto especulativo y el apego a la esclavitud.

Por entonces, Texas empezó a llamar la atención de los políticos mexicanos, gracias a las

cartas que desde el exilio en Nueva York enviaba el general Nicolás Bravo y que aludían a las ambiciones expansionistas del vecino país. Esto se sumaría al informe que sobre la situación de las colonias enviaría el general Manuel Mier y Terán a principios 1830. Mier había sido comisionado para fijar los límites entre Texas y los Estados Unidos. Aunque no era la meta fundamental de su viaje, éste le permitió observar la situación de Texas. El informe elaborado en 1829 era alarmante. La población era mayoritariamente extranjera, sin los requisitos mínimos de adhesión al país. Aseguraba que Estados Unidos preparaba un ejército de 50 000 hombres para invadir el territorio texano y que sería difícil resistir, porque la población extranjera sobrepasaba ocho veces a la mexicana y porque los pocos soldado mexicanos estaban desperdigados, sin caballos y sin medios para combatir. Para colmo, los pueblos mexicanos existentes estaban a veces subordinados a pueblos indígenas belicosos, que les exigían tributo. En relación con las múltiples colonias extranjeras, sólo la de De Witt y las de Austin tenían visos de legalidad, pues una buena cantidad estaba compuesta por simples aventureros que habían entrado sin permiso. Mier aconsejaba reorganizar el Departamento, fortalecer las fuerzas en la frontera, establecer presidios que representaran la autoridad mexicana, colonizar la región con mexicanos y europeos y establecer aduanas, puesto que los primeros plazos de exención habían vencido.

El informe de Mier encontró eco en el nuevo jefe del Ejecutivo, Anastasio Bustamante,

que había sido comandante de Provincias Internas y estaba familiarizado con los problemas de Texas, y tambíen en su ministro de Relaciones, Alamán, que tanto temía la pérdida de la provincia. Este último promovió de inmediato la promulgación de una nueva Ley de

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Colonización, que seguía las recomendaciones de Mier, y que fue publicada el 6 de abril de 1830. La ley ponía el control de la colonización en manos de la Federación y prohibía la entrada de nuevos colonos norteamericanos. Se intentó además establecer en Texas un contingente de 2965 hombres procedentes de las milicias de los estados contiguos a Texas, pero los gobernadores se negaron a colaborar. También pasaron por alto la promoción de la colonización mexicana; Alamán y Mier pedían el envío de familias pobres pero honradas, a las que el gobierno ayudaría a establecerse. Mier, que para entonces era comandante del Noreste, fue nombrado también para el nuevo puesto de inspector de las colonias. Utilizó los recursos que pudo, para fortificar algunos puntos y pasó a establecer las primeras aduanas. Además, para mexicanizar la región, hizo una serie de fundaciones a las que les dio nombres mexicanos como Tenochtitlán, Anáhuac, Lipantitlán, etcétera.

La medida coincidía con uno de los periodos de mayor afluencia de colonos, por la que

Austin se quejaría agriamente de la nueva ley con Mier y Terán. Mier canceló varias concesiones por la venta ilegal de terrenos, entre ellas la de Lorenzo de Zavala, pero autorizó a Austin a expedir pasaportes a colonos ya comprometidos. Este privilegio despertó cierto resentimiento hacia el empresario, a quien se acusó de haber promovido la ley.

Pero la situación era complicada y hasta las medidas del íntegro y honesto Mier,

tomadas para beneficiar a los colonos, resultaron contraproducentes. En primer lugar, trató de poner extranjeros en posiciones delicadas, de manera que la comunicación fuera más fácil con los colonos. Así, el coronel David Bradburn, que había llegado con Mina, fue designado comandante de Anáhuac y George Fisher, jefe de la Aduana. Además, promovió que se dieran títulos a los "ilegales", medida que chocó con el federalismo, pues el estado de Coahuila trató de otorgarlos. Bradburn, que no contaba con las simpatías de los colonos por haberse negado a entregar a dos esclavos fugitivos, impidió que los oficiales estatales lo llevaran a cabo, lo que provocó el rumor de que se iban a cancelar todas las concesiones. No tardaría en provocarse un primer levantamiento. El problema se complicó con el malestar causado por el establecimiento de la primera aduana, agravado por decisiones inadecuadas de Fisher. Un tumulto de colonos apoyó a las goletas norteamericanas Ty, Nelson y Sabina, que no sólo no respetaron a las autoridades mexicanas, sino que dispararon contra los soldados. A pesar de que los dos oficiales fueron reemplazados, la primera etapa de rebelión se había iniciado. Cuando Austin, que había estado ausente por dos años en Saltillo, donde representaba al departamento como diputado estatal, se quejó, Mier le contestó una carta muy agria en la que le recordaba todos los privilegios que le había concedido el gobierno mexicano, y el hecho de que en todos los puertos del mundo se cobraban derechos de importación, sin ocasionar tumultos.

Pero la inestabilidad del país complicaba aún más los problemas. Desde enero de 1832,

el general Antonio López de Santa Anna había iniciado un movimiento en contra de Bustamante, y Mier, que estaba profundamente preocupado por la situación de Texas, trató

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de evitar que las tropas a su mando se adhirieran al movimiento y ofrecieran la oportunidad a los norteamericanos para separar esa región del territorio nacional. La autoridad moral de Mier logró mantener la lealtad del ejército del Noreste, pero las noticias de un posible desembarco de tropas rebeldes para levantar a Texas y la desesperanza con que vio lo poco que habían logrado sus esfuerzos por reformar el departamento lo orillaron al suicidio. De inmediato los colonos se unieron a los pronunciados santanistas y, aprovechando la ocasión, Austin convocó una reunión de colonos.

La convención de colonos que se reunió en San Felipe, en noviembre de 1832, no incluyó

mexicanos. Austin la presidió e influyó para que en el futuro se invitara a todos los colonos. La convención redactó una lista de "peticiones" al gobierno mexicano: la abolición de la ley del 6 de abril que prohibía la entrada de norteamericanos, el cierre de las aduanas abiertas y concesión de tres años más de exención de impuestos, expedición de títulos de propiedad para los colonos "ilegales" y la separación de Texas del estado de Coahuila. Hay que subrayar que se trataba de una lista de favores y no de agravios, ya que había recibido tierra gratis, nunca habían colaborado con impuestos ni con el pago de las tropas que los protegían de los ataques indígenas y Texas aún no llenaba los requisitos fijados por la Constitución de 1824 para constituir un Estado aparte. En esta etapa todavía había poco partidarios de la anexión a Estados Unidos, por ser más liberal la política mexicana de tierras.

En enero de 1833 se reunió una segunda convención en San Felipe en la cual se redactó

la Constitución del estado de Texas y se decidió que Austin viajara a presentar la solicitud ante las autoridades federales. El Ayuntamiento de San Antonio se negó a suscribir el documento por ignorar todas las instancias de petición que ofrecía el sistema gubernamental mexicano. El delegado texano llegó a la capital en un mal momento, pues el cólera hacía estragos entre la población y los políticos estaban embarcados en las leyes reformistas contra la Iglesia y el ejército. A pesar del apoyo que le ofrecía el vicepresidente Gómez Farías y de contar con la simpatía de los radicales que dominaban el Congreso, Austin se impacientó y escribió una carta impolítica, nada menos que al Ayuntamiento de San Antonio, instándolo a organizar el gobierno de Texas, sin esperar la autorización mexicana.

Poco después de este paso, el Congreso abolió la ley y, aunque no accedió a establecer el

estado independiente "por el momento", prometió que el estado de Coahuila haría reformas para promover mayor autonomía a Texas. Mientras tanto, la carta había sido enviada por el Ayuntamiento al vicepresidente Gómez Farías, quien ordenó la detención de Austin. Su prisión se extendió por más de un año, tanto por problemas de jurisdicción como por los cambios de gobierno. Al hacerse cargo del gobierno Santa Anna en abril de 1834, mejoró su .situación e incluso pudo publicar su versión sobre la Verdadera situación de Tejas. A mediados de 1835 pudo emprender el retorno que hizo vía Nueva Orleáns, donde aseguró contactos para la defensa de Texas. Sus proyectos ya eran otros.

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A raíz de la detención de Austin, Gómez Farías había ordenado que el coronel Juan Nepomuceno Almonte marchara a Texas para tranquilizar a los colonos. Almonte fue bien recibido y su impresión fue excelente. Su presencia y la entrada del cólera en Texas hicieron que la prisión del empresario no provocara reacción. De acuerdo con las promesas hechas a Austin en 1834, el estado de Coahuila y Texas pusieron en vigor una serie de reformas. Texas se subdividió en cuatro departamentos, se aumentaron los ayuntamientos y la representación texana en la legislatura estatal y, sobre todo, se estableció el juicio por jurado. La más importante de las concesiones fue el nombrar a un angloamericano juez principal en Texas y aceptar el uso del inglés en la publicación de las leyes y en los procedimientos judiciales.

LA INEVITABLE INDEPENDENCIA. A pesar de lo mucho que se concedía, pues se forzaba la vieja tradición legal española en

aras de mantener todas las condiciones que permitieran el éxito de la empresa colonizadora, el establecimiento de aduanas en 1835 al cumplirse otros tres años de gracia volvió a caldear los ánimos. William Travis organizó la resistencia y aunque los viejos colonos no aprobaron su conducta, los ilegales del Oriente inmediatamente se sumaron. De manera que cuando Austin regresó se encontró a Texas en estado de agitación total. Su influencia se había reducido, pues los recién llegados, como el ex gobernador de Tennessee, Samuel Houston, dominaban ya la escena texana.

La situación era delicada. La fiebre texana se había apoderado de los ánimos

norteamericanos y se habían formado clubes texanos para enganchar voluntarios, reunir dinero y comprar armas para contribuir a la lucha "por la libertad". Los voluntarios no marcharon sólo por sus sentimientos antianárquicos, sino por las ofertas que recibían de tierra gratuita. El comandante Martín Perfecto Cos, por desgracia, no estuvo a la altura de las circunstancias y su inflexibilidad impidió aprovechar la buena voluntad que existía en una parte de los colonos.

El gobierno norteamericano se declaró neutral, pero las autoridades de los estados

vecinos apoyaron sin empacho la lucha. El propio Jackson difícilmente ocultaba su simpatía por el movimiento y, a pesar de la declaración de neutralidad, no sólo no hizo nada para impedir la movilización en favor de los texanos, sino que ordenó al genera Gaines situarse frente a Nacogdoches y vigilar que no se violara la frontera. La propaganda para organizar expediciones para luchar en Texas era abierta y a ella contribuyeron los exiliados mexicanos en Nueva Orleáns, que no se daban cuenta de que la causa de los texanos era la independencia. Para defender los derechos territoriales, el gobierno de México se vio precisado a promulgar un decreto que declaraba q los extranjeros que desembarcaren en algún puerto de la República, penetraren por tierra en ella, armados y con objeto de atacar nuestro territorio, serán tratados y castigados como piratas". El decreto se dio a conocer a los

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representantes extranjeros para evitar las acostumbradas protestas. En México, el temor de la pérdida de Texas fue utilizado por un pequeño grupo de

centralistas para fortalecer su punto de vista de que el federalismo favorecía el secesionismo. Para octubre de 1835 el Congreso establecía ese sistema. Las noticias de la insurrección también obligaron a cambiar los planes del general Santa Anna, que esperaba llevar a cabo la expedición texana en la primavera. En noviembre de 1835 partió rumbo a Saltillo, donde preparó su ejército. En diciembre se rendía Cos en San Antonio y se retiraba con las últimas tropas mexicanas. Para fines de febrero Santa Anna estaba en San Antonio Béjar y el 6 de marzo tomaba, a sangre y fuego, el fuerte del Álamo. De acuerdo con el decreto de diciembre, Santa Anna no aceptó rendición alguna de los extranjeros que luchaban para enajenar el territorio mexicano. Amparado en el mismo decreto, Santa Anna mandó fusilar a los prisioneros de Goliad, lo que sin duda violaba las leyes de guerra.

Una reunión de colonos en noviembre de 1835 había declarado su desconocimiento del

gobierno mexicano por haber cambiado el sistema federal. En realidad, no era sino una justificación de algo fraguado con antelación a las noticias del cambio. Como advertimos en su momento, las primeras concesiones se habían otorgado bajo el sistema monárquico. Los verdaderos móviles podían adivinarse en la redacción de la constitución texana inspirada en las de los estados sureños y aún más esclavista, ya que prohibía la liberación de esclavos sin permiso del Congreso.

La declaración solemne de Independencia se hizo en Washington sobre el Brazos, el 2 de

mayo de 1836. Fueron elegidos David L. Burnett, presidente, y el mexicano Lorenzo de Zavala, vicepresidente. Ante la noticia de esos hechos, Santa Anna se aprestó a perseguirlos, pero lograron burlarlo. El descuido de los ,mexicanos confiados por las victorias alcanzadas hizo que el 22 de abril cayera prisionero el general-presidente Santa Anna y que en esas condiciones fuera obligado a dar la orden de retiro de las tropas mexicanas más allá del río Grande, el que sin fundamento fue declarado como frontera, a pesar de que siempre lo había sido el río Nueces. La trágica e incomprensible decisión de Vicente Filisola, segundo en el mando, de obedecer las órdenes del prisionero selló la suerte de Texas, pues la penuria de hacienda mexicana y la colaboración de Estados Unidos con los texanos imposibilitaron su reconquista. La lucha con Texas distó de ser una simple guerra civil, ya que el apoyo semioficial y popular de Estados Unidos la convirtió en lucha internacional.

La declaración de neutralidad de Jackson estaba destinada a la conciliación interna, pues

temía incrementar las contradicciones entre Norte y Sur. Trató, en cambio, de presionar a México con el pago inmediato de las reclamaciones pendientes. El nuevo ministro Powhatan Ellis, apenas llegado a México en mayo de 1836, amenazó con el rompimiento de relaciones. La intervención norteamericana más obvia fue la violación de la frontera que cometió el general Gaines, con pretexto de prevenir la que podrían realizar las tropas mexicanas en su

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lucha contra los texanos, a pesar de haberse ratificado el tratado de límites que fijaba al río Sabinas como frontera. El ministro mexicano en Washington, Manuel Eduardo de Gorostiza, elevó constantes protestas y, como no surtieran efecto, en octubre pidió sus pasaportes. Antes de partir, publicó las notas intercambiadas con el gobierno norteamericano, lo que fue considerado un insulto por la administración norteamericana. Es posible que esas noticias, unidas a la falta de respuesta sobre las reclamaciones, hicieran que Ellis también pidiera sus pasaportes en diciembre. Las relaciones entre los dos países quedaron rotas.

Jackson instó al Congreso a autorizar una flota para exigir la reparación de los insultos

mexicanos, pero éste optó por nombrar un nuevo representante ante el gobierno mexicano. Santa Anna, prisionero, aceptó firmar los Tratados de Velasco con lo texanos. En ellos se

declaraban terminadas las hostilidades y el general mexicano se comprometía a retirar sus tropas al otro lado del río Grande del Norte y a pagar toda propiedad o servicio texano utilizado. En otro texto secreto, Santa Anna se comprometía también a lograr el reconocimiento de la Independencia por el gobierno mexicano y a gestionar que éste recibiera una misión texana.

Santa Anna iba a ser liberado de inmediato, pero apunto de embarcarlo, voluntarios

procedentes de Nueva Orleáns exigieron su cabeza y Burnett se vio precisado a ponerlo de nuevo en prisión y con grilletes. En una visita que le hizo Austin, le sugirió escribir a Jackson para que mediara, tal vez con la esperanza de que el propio general-presidente, que tan mala fama tenía, coronara su obra tan poco respetable abogando por la anexión de Texas, a cambio de algún pago.

Los historiadores texanos siempre mencionan el incumplimiento de Santa Anna, sin

recordar que los tratados tampoco fueron cumplidos por el gobierno texano. No fue sino afines de 1836, al tomar Houston posesión de la presidencia, cuando liberó a Santa Anna y lo puso en camino de Washington. No se conocen los detalles de la entrevista de los dos presidentes, pero sí del interés expresado por la Jackson en la compra del norte de California.

Las noticias de todos estos Sucesos se tradujeron en una condena a Santa Anna, quien a

su regreso a México desapareció de la escena pública. Todo parecía indicar que ya su carrera había terminado, pero su buena estrella le permitió reivindicarse al perder una pierna durante una refriega en la guerra con Francia en 1838.

LAS RECLAMACIONES y EL EXPANSIONISMO NORTEAMERICANO. Para 1837 los países habían roto relaciones. La anexión de Texas no se consumó porque

voces tan respetadas como la del expansionista idealista John Quincy Adams acusaban al gobierno de empeñarse en provocar una guerra con México, pero antes de dejar la

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presidencia e marzo de ese año, Jackson reconoció su Independencia. Para México el asunto se convirtió en una obsesión política que a veces resulta difícil de

comprender si no se toman en cuenta las esperanzas invertidas en la empresa y los privilegios concedidos a los colonos. No obstante la importancia que tuvo en la vida política mexicana la inestabilidad originada por el establecimiento del centralismo y las amenazas extranjeras impedirían su reconquista, pero el ejército sabía aprovechar la permanente programación de una expedición a Texas para fortalecerse.

La falta de recursos y la idea de comprometer a la Gran Bretaña en la defensa de Texas

hicieron que Mariano Michelena desarrollara un extraño plan para canjear los bonos de los tenedores de la deuda inglesa –que en 1837 ascendía a $ 50, 000,000– por lotes de tierra texana. Más tarde se intentó poner en práctica ese plan con tierras de con tierras de Chihuahua, Nuevo México, Sonora y California. La Gran Bretaña tuvo una actitud cautelosa y, a partir de 1839, empezó a insistir ante el gobierno mexicano sobre lo conveniente de reconocer la Independencia texana para no perder más territorio. En 1840, el ministro británico logró que el secretario Juan de Dios Cañedo recibiera aun agente texano y nombrara una comisión para dictaminar sobre el asunto. La comisión estuvo presidida por Alamán y aconsejó el reconocimiento a condición de que Francia y Gran Bretaña garantizaran la frontera, Texas pagara una indemnización y se comprometiera a no anexarse a otro país. Para infortunio de la nación, el ex ministro Gorostiza dejó el rumor del arreglo, lo que aseguró que no se considerara.

A partir de 1837 las reclamaciones empezaron a adquirir el carácter de verdadera

pesadilla. A los ojos de los mexicanos, las reclamaciones extranjeras, en general, no sólo eran dudosas, o por lo menos exageradas, sino que desde 1835 José María Gutiérrez de Estrada sostenía que el gobierno no era responsable por las pérdidas en las revueltas, pues el indemnizar a los extranjeros ponía a sus nacionales en desventaja. Para los gobiernos extranjeros el argumento era inaceptable, aunque Gran Bretaña sólo presentó las que significaran una violación al tratado entre los dos países. En cambio, Estados Unidos y Francia las apilaron sin discriminación. En su mayor parte se trataba de préstamos forzosos, uso forzado de servicios de botes o vehículos de transportes, insultos a cónsules o daños ocasionados a propiedades particulares durante las asonadas. Algunos casos eran verdaderamente ridículo, como el del navío Topaz, en que los marinero,. amotinados contra su capitán por no entregarles un dinero confiado por el gobierno mexicano, lo habían arrojado al mar. Los soldados mexicanos intervinieron para terminar el motín, pero la legación calificaba el acto como invasión de propiedad norteamericana.

Los norteamericanos y los franceses fueron los reclamantes más insistentes. Para los

primeros, las reclamaciones se convirtieron en excelente arma de presión. El gobierno mexicano mantuvo la posición de exigir que antes de considerarlas se presentaran ante los

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tribunales mexicanos. Seguramente no se dio cuenta de que Francia estaba decidida a plantear un ultimátum, no sólo en México sino también en la Argentina.

En medio de una situación hacendaria angustiosa, el gobierno mexicano se encontró

ante la amenaza francesa de bloqueo a sus puertos y las presiones del ministro norteamericano John Forsyth. Por fortuna, el gobierno norteamericano aceptó la proposición mexicana de someter las reclamaciones a arbitraje y en 1839 se firmó una convención. El tribunal fue constituido por dos mexicanos, dos norteamericanos y el rey de Prusia como árbitro. Las reclamaciones presentadas importaban 8 788 221 pesos, pero el tribunal aceptó sólo el equivalente a 1 386 745 pesos.

México tuvo reservas con algunos de los criterios que prevalecieron, pero aceptó el

veredicto y empezó a pagar sus cuotas en 1840, y lo siguió haciendo con cierta puntualidad. Para 1842 se empezaron a acumular otras, aunque el mismo ministro norteamericano dudaba de su justicia. Ese año pareció que México emprendería la siempre pospuesta expedición a Texas, pero fue pospuesta una vez más por la insurrección de Yucatán.

Pero la entrada a la década de 1840 significaría el empeoramiento de la situación. El

expansionismo norteamericano había adquirido carácter de una fiebre nacional de la que no se salvaba ninguna región, como lo ha probado Frederick Merk. Las reclamaciones se seguirían mencionando como agravio, en especial cuando se suspendían los pagos, pero tenían una importancia secundaria. Tanto el presidente norteamericano en turno como los partidos políticos veían en el expansionismo la fuente más segura de popularidad. Los grupos que se oponían al expansionismo por razones morales, políticas o racistas, aunque contaban con un pensamiento orgánico y bien definido, eran más pequeños y no encontraban eco entre los grupos mayoritarios de la población, para los cuales los beneficios que traerían las tierras del Oeste, el libre comercio de Santa Fe, el puerto de San Francisco o las tierras algodoneras eran inapreciables. Públicamente se defendía el derecho a ocupar tierras deshabitadas o gobernadas d manera tiránica. A veces se abogaba por el uso de la fuerza y en otros por la simple ocupación. Muchos lo veían como obligación de cumplir con el mandato divino de multiplicarse y poblar la Tierra.

El camino rumbo al Oeste se hizo incesante y aumentó el deseo de obtener no sólo

Texas, sino Oregón, California y Canadá. Lo que originalmente había sido un movimiento espontáneo se convirtió pronto, con las racionalizaciones de unos cuantos, en verdadera doctrina que se bautizaría con la frase feliz de John O'Sullivan de "destino manifiesto". Esta doctrina, en su forma original. se oponía al uso de la violencia y simplemente sostenía que cualquier grupo humano podría establecerse en tierra no ocupada, organizar su gobierno por contrato social y en un momento dado solicitar su admisión a la Unión Norteamericana. Los hispanoamericanos podrían ser admitidos a esta comunidad, pero antes tenían que purgar su herencia de gobiernos tiránicos; claro que algunos expansionistas preferían señalar la

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conveniencia de limitar las admisiones a la línea de las Sierras Madres para no tener que absorber "mongrel races" [razas mestizas].

Los texanos no fueron inmunes a la fiebre expansionista y llegaron a reclamar Nuevo

México y California como parte de su territorio. A pesar de las dificultades financieras texanas, en 1842 intentaron tomar Santa Fe e iniciaron el bloqueo de los puertos mexicanos del Golfo. Pero el expansionismo en verdad peligroso era el dirigido desde la Casa Blanca. Desde 1840, el gobierno norteamericano había estacionado una flota frente a las costas del Pacífico, lo que era indicativo de las metas que se fijaba el país para el futuro cercano, ilustradas por el incidente provocado por el comodoro Thomas A. Jones, quien, ante el malentendido de que existía un estado de guerra entre las dos naciones, tomó el puerto de Monterrey en California, en octubre de 1842. Al percatarse de su error presentó excusas, repetidas más tarde por el ministro norteamericano en México. Pero el asunto, los artículos periodísticos, los discursos políticos y las advertencias constantes de la Gran Bretaña mostraban claramente que el nuevo blanco del expansionismo era California.

Era natural que las relaciones entre los dos países, más o menos tranquilas desde su

reanudación, empezaran a ensombrecerse con las expresiones públicas de expansionismo. En 1842, al llegar a México el nuevo enviado norteamericano, Waddy Thompson, lo primero que hizo fue visitar a los prisioneros texanos tomados durante el intento de conquista de Santa Fe, y de inmediato exigió que fueran liberados. Los prisioneros fueron liberados durante la amnistía general declarada en ocasión del cumpleaños de Santa Anna, pero Thompson insistió en que era una victoria personal.

La campaña iniciada por el presidente John Tyler para anexar a Texas y el ataque del

comandante Jones al puerto de Monterrey agriarían aún más las relaciones entre los dos países. El ministro de Relaciones, Bocanegra, hizo circular una carta entre el cuerpo diplomático acreditado en el país con la versión mexicana de los acontecimientos y Thompson hizo lo propio con la norteamericana.

En Estados Unidos, la agitación para anexar Texas y Oregón ocupaba el centro de

atención, de manera que los políticos la aprovecharían para lograr popularidad. Por ello, aunque su secretario de Estado prefería la compra, el presidente Tyler apoyó en forma abierta la idea y de una anexión texana. Los preparativos en este sentido eran abiertos, pero el ministro mexicano en Washington, Juan N. Almonte, confiaba en el bloqueo de los antiesclavistas, cuyo líder, John Quincy Adams, era muy respetado.

En México, Santa Anna había sido convencido por uno de los prisioneros texanos de que

existía un fuerte partido entre los colonos texanos que permanecía leal e inició un acercamiento, que, al coincidir con los deseos de Houston de paz mientras cuajaban los arreglos de anexión, hizo posible la firma de un armisticio, desconocido por Texas en 1844.

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La situación texana también era compleja. Houston favorecía la anexión, pero pretendía

que el secretario de Estado le garantizara el apoyo norteamericano en caso de guerra con México, lo que era imposible de acuerdo con la Constitución. Al tomar el puesto John Calhoun, tuvo menos escrúpulos legales y otorgó la garantía para formalizar el acuerdo de anexión. Mientras se llevaban a cabo los trámites, Houston fue sucedido por Anson Jones; este último afirmaba favorecer la autonomía. En ese entendido los representantes británico y francés, interesados en detener la expansión norteamericana, ofrecieron sus oficios para conseguir que México reconociera la Independencia.

El tema del reconocimiento se había vuelto tabú para los políticos mexicanos, a pesar de

que la mayoría reconocía en privado la necesidad de hacerlo y confiaba en que la crisis entre abolicionistas y esclavistas impidiera su confirmación en el Senado. En efecto, el primer intento de anexión promovido por la administración Tyler en 1844 fracasó porque el Senado se negó a ratificarlo a pesar del clamor popular despertado en favor de la anexión en la campaña del candidato demócrata James K. Polk, quien defendía la reanexión de Texas y ocupación de Oregón. Tyler no se dio por vencido y maquinó la forma de lograrlo. En el primer intento se había presentado como materia de relaciones exteriores, razón por la que el Senado debía aprobarlo, pero en la segunda instancia se promovió como problema doméstico, de manera que se requería de sólo una resolución en la Cámara de Representantes aprobada por el Senado. La Resolución Conjunta se aprobó el 27 de febrero de 1845 y el 1 ° de marzo Tyler firmó el decreto que permitía la anexión de Texas a Estados Unidos. El ministro mexicano en Washington, Almonte, de acuerdo con las advertencias mexicanas de que tal anexión sería considerada como acto de agresión, pidió sus pasaportes.

Mientras tanto, el gobierno moderado del general José Joaquín de Herrera, quien había

tomado el poder en diciembre de 1844 al caer Santa Anna, había acogido tardía y lentamente la sugerencia británica. A pesar de los deseos de dar fin a la cuestión texana para salvar a California, el gabinete de Herrera se encontró con el obstáculo de que las Leyes Orgánicas prohibían que el Ejecutivo enajenara territorio, y ante el temor de que los radicales se fortalecieran con el apoyo popular contra la medida, pidieron sólo autorización al Congreso para entablar negociaciones con Texas. El documento mexicano fue conducido por el representante británico en Texas, quien lo presentó casi al mismo tiempo que la oferta norteamericana de anexión. La popularidad del movimiento anexionista forzó al presidente Jones a convocar una convención especial para decidir el destino texano. En un ambiente anexionista total, el Congreso texano rechazó la oferta mexicana el 21 de junio de 1845 y los primeros días de julio se aprobaba la anexión a Estados Unidos.

EL EXPANSIONISMO y LA GUERRA.

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Con el arribo de un expansionista declarado como James K. Polk a la presidencia de Estados Unidos, era fácil predecir lo que seguiría. Su gabinete contaba con tres decididos expansionistas: el secretario de Estado, James Buchanan, el de Hacienda, Robert J. Walker, y el de Marina, George Bancroft. PoIk no sólo se empeñó en provocar una guerra entre Texas y México, para que Estados Unidos se viera forzado a intervenir, sino que además destacó gente hacia California y ordenó la marcha del general Zachary Taylor para "defender" la frontera texana. En caso de guerra, el comodoro David E. Conner tenía órdenes de mantener bajo vigilancia los puertos del Golfo y John D. Sloat de tomar San Francisco. Tales preparativos respondían dizque aun posible ataque mexicano. Este caso era harto improbable, pues la frontera estaba protegida por apenas unos 1 200 o 1 300 mexicanos, casi sin armas. Los propios informes norteamericanos indicaban que el ejército mexicano apenas si merecía tal nombre, pues era más bien un fantasma con muchos altos oficiales dedicados a la política y soldados de leva y sin instrucción que desertaban a la primera oportunidad. La caballería y la artillería, que habían tenido cierta fama, habían decaído por falta de presupuesto y renovación en los cuadros. Las armas eran tan anticuadas que difícilmente podrían competir con el moderno material de los norteamericanos.

El gobierno de Herrera, consciente de la incapacidad del ejército, se concentró en la

defensa, para lo cual trató de conseguir la colaboración de sus provincias. Su empeño prudente por evitar a toda costa provocar la guerra le acarreó una gran impopularidad que determinaría su caída a fines de 1845.

A la salida de Almonte, el gobierno norteamericano también había retirado a su ministro

en México y enviado al agente confidencial William Parrot, uno de los reclamantes contra el gobierno mexicano, lo que, aunque sorprendente, era una política recurrente.

A la débil situación interna de México se agregaba su aislamiento internacional. Los

norteamericanos sospechaban de británicos y franceses en California, pero en realidad México podía esperar poco de ellos. Francia acababa de romper relaciones debido a un incidente a provocado por el imprudente representante Alleye de Cyprey. Gran e Bretaña, que había mostrado interés en México, había retardado el reconocimiento de Texas y después mediado para evitar la guerra, parecía ser la única esperanza de ayuda. Sin embargo, Tomás Murphy, el agente mexicano en Gran Bretaña, había advertido que no la darían ni aun con la cesión de una parte de California. Y era natural que los británicos trataran de evitar complicaciones, toda vez que tenían sus propios problemas con los norteamericanos debido al Oregón, y enfrentaban una difícil situación europea. El aliado natural, España, estaba por entonces empeñado en una gran conspiración, con apoyo británico y francés, para instaurar una monarquía en México.

Para septiembre de 1845, Polk había desarrollado todo el plan acción en caso de guerra,

pero su mentalidad puritana le aconseja evitar gastos innecesarios y los problemas

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partidaristas que traería consigo una guerra. De tal manera que el gobierno norteamericano preguntó a la Secretaria de Relaciones de México si recibiría un comisionado especial; al obtener respuesta afirmativa, nombró a John Slide Al mismo tiempo, ordenó al ejército de Zachary Taylor, en Texas, moverse "tan cerca del Bravo como lo permitan las circunstancias", y se preparara para un posible ataque o para marchar hacia el río. También se envió al activo expansionista Robert Stockton hacia la costa del Pacífico reiterando órdenes para el comodoro Sloat y el cónsul e California, Larkin. Además de procurar el levantamiento local en favor de la Independencia, el desembarco debía ser inmediato.

Como se habían roto las relaciones, México advirtió que recibiría un comisionado

especial, pero no un ministro plenipotenciario. Esto quería decir que se requería alguien con instrucciones para reparar lo agravios que habían dado lugar a la ruptura. Slidell traía el carácter de plenipotenciario, sin instrucciones sobre la renovación de relaciones, sino con una oferta de compra, hasta por 40.000,000, del territorio entre el Nueces y el Bravo, más el norte de Nuevo México y California. La llegada de Slidell sirvió para que se acusara al gobierno de Herrera, de estar negociando la venta de Texas y California, por lo que hubiera sido suicida recibirlo. El ministro De la Peña se negó a hacerlo.

No hacía falta este nuevo "agravio" para aumentar la agresividad norteamericana, pues

el menaje anual de Polk estaba lleno de amenazas a México y a la Gran Bretaña. Las palabras de Polk estaban en consonancia con el ambiente. El periodista O'Sullivan escribía en diciembre que debía obtenerse el Oregón para cumplir con "el derecho de nuestro Destino Manifiesto a extendernos y posesionarnos de todo el continente, concedido por la Providencia para que desarrollemos el gran experimento de la libertad y del autogobierno".

En aquellas críticas circunstancias resultó trágico el movimiento del general Paredes y

Arrillaga, comandante del Ejército de Reserva, que en lugar de atender las órdenes de marchar hacia la frontera, en diciembre de 1845 se dirigió hacia la capital para tomar el poder, acción que justificó como medio para reforzar una actitud más firme hacia Estados Unidos y sanear el gobierno de la corrupción. De enero a julio, en que ocupó el poder, luchó en efecto contra estos males en la medida de sus fuerzas, pero no tardó en descubrir lo que todo político consciente sabía: que la situación mexicana era desesperada.

Slidell había permanecido en el país, pero tampoco fue recibido por Paredes. Polk, por

su parte, no había esperado estas noticias, sino que el 13 de enero ordenó a Taylor que marchara hacia el Grande. Y mientras esperaba noticias del inicio de hostilidades, empezó a redactar su mensaje de declaración de guerra a México. Para marzo, Taylor estaba en la orilla norte del río Bravo y había empezado a construir el fuerte Brown. Los habitantes de Matamoros protestaron y al llegar el general Ampudia conminó a los norteamericanos a retirarse a la frontera, pero como respuesta la flota de Conner bloqueó la boca del río. Algunos observadores se percataron de la situación. El coronel Ethan Hickcock escribía: "no

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tenemos ni un ápice de derecho de estar aquí... parece como si el gobierno enviara una pequeña fuerza con el propósito de provocar una guerra, para tener el pretexto de apoderarse de California".

El incidente esperado y temido tuvo lugar el 25 de abril cuando los soldados mexicanos

que vigilaban el río dispararon contra los norteamericanos. Un lacónico mensaje de Taylor llegó a Washington el 9 de mayo: "las hostilidades pueden considerarse iniciadas". Taylor, para entonces, había pedido a los gobiernos locales de Texas y Luisiana ocho regimientos.

Polk tenía listo su discurso, en el que se justificaba la guerra en los insultos y agravios

que los mexicanos habían infligido a los norteamericanos, y sólo le agregó la frase: "sangre norteamericana ha sido derramada en suelo norteamericano". A pesar de que en el Congreso norteamericano hubo un grupo que se opuso a la guerra, Polk en realidad no tuvo problemas para lograr la aprobación de reclutamiento de voluntarios y el financiamiento de los dos años que duró la invasión a México. Polk deseaba una pequeña guerra, suficiente sólo para ameritar un tratado de paz. Se sabía que México no podía pagar reparaciones, por lo tanto se pensaba exigir a cambio la tierra ambicionada. Esto resultó claro desde el inicio de las hostilidades, pues entre las primeras órdenes turnadas, el secretario de Guerra, Marcy, ordenó al general Stephen Kearny, estacionado en Missouri, que con tropas de ese estado marchara hacia Santa Fe y California. Bancroft reiteraba a Sloat que su flota del Pacífico debería tomar los puertos californianos de Monterrey y San Francisco y, si era posible, Guaymas y Mazatlán. Conner en el Golfo recibió órdenes de bloquear los puertos y favorecer intentos secesionistas. No cabía duda de que era una guerra de conquista y no para vengar agravios o cobrar deudas.

El nombramiento de general en jefe de las tropas expedicionarias recayó en el general

Winfield Scott, quien, a pesar de las prisas de Polk, se tomó el tiempo necesario para preparar a sus voluntarios y de reunir información sobre el país, antes de cumplir la misión de invadir a México por la ruta clave de acceso, de Veracruz a la capital de la República. El general Taylor continuó con éxito la invasión hasta el otro Monterrey, en el estado de Nuevo León, y en febrero de 1847 enfrentó a las tropas mexicanas dirigidas por el general Santa Anna en la infortunada batalla de la Angostura. Los movimientos más rápidos y seguros fueron los de las tropas de Kearny, que invadieron el Noroeste, la zona más deshabitada y desprotegida del país, y que, para enero del 47, completaba la conquista de Nuevo México y California.

Una invasión en tantos frentes en lugar de unir a los políticos y al ejército sirvió de

pretexto para que en agosto del 46 un movimiento federalista arrebatara el poder a Paredes y Arrillaga. Para fines de mes .l insustituible general Santa Anna, expatriado en La Habana mediante negociaciones secretas con el gobierno norteamericano había logrado que se le permitiera atravesar el bloqueo naval norteamericano para volver a su país. El agente de Polk había sondeado la posibilidad de comprar la colaboración de Santa Anna para abreviar la

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guerra, con el fin de ahorrar el costo material y político que implicaba. Muy a su estilo, Santa Anna simuló aceptar para abrirse paso rumbo a México, pues por su conducta posterior no parece haber sido traidor. De todas maneras, como se diera publicidad a las negociaciones, las sospechas despertadas desmoralizarían y debilitarían la causa mexicana.

Polk buscó neutralizar a la Iglesia mexicana, para lo cual envió a Moses Beach a entrar

en comunicación con la jerarquía eclesiástica. El descontento de la Iglesia era creciente por la constante presión gubernamental para proveerse de dinero, pero Beach no encontró la respuesta esperada.

Gómez Farías quedó al frente del gobierno, mientras Santa Anna partía a organizar la

defensa. La necesidad de dinero hizo que el gobierno no tuviera más alternativa que presionar a la Iglesia otra vez. En enero del 47, el Congreso aprobó un decreto que autorizaba al gobierno a vender propiedades del clero hasta reunir 15.000,000 de pesos para la defensa del país. El resultado no se hizo esperar y en febrero los moderados, que detestaban a Farías, con cierto patrocinio clerical se pronunciaban contra el gobierno, al tiempo que Santa Anna se batía en la Angostura y Scott preparaba la ocupación de Veracruz. Santa Anna tuvo que abandonar el frente norte para servir de mediador en México. El Congreso derogó el decreto a cambio de un préstamo y eliminó la vicepresidencia, pero también arrebató al Ejecutivo la facultad de negociar la paz.

Santa Anna trasladó el ejército del Norte al Oriente en condiciones desastrosas, cansado,

mal alimentado y sin armamento, lo que explica la pobre actuación. El ejército norteamericano, disciplinado y equipado, se enfrentaba a un ejército numeroso pero improvisado y sin elementos. Los movimientos de Scott fueron lentos porque temía internarse sin el debido apoyo de los puertos, de manera que en junio estaba en Jalapa, donde se le unió el comisionado nombrado para discutir términos de paz, Nicholas P. Trist. Las amplias facultades e instrucciones precisas de Trist abarcaban diversas alternativas de absorción de territorio y compensaciones, que llegaban hasta los 30.000,000 de pesos. El tránsito perpetuo por el Istmo de Tehuantepec y la cesión de Baja California estaban incluidos en las instrucciones, pero no eran condiciones necesarias, como sí lo era la adquisición de la Alta California y Nuevo México. Todavía después de su llegada a México, Trist recibió nuevas instrucciones para obtener el valle de Gila, necesario para la construcción de un ferrocarril.

Por medio del representante británico, Trist anunció su presencia en Puebla al gobierno

de Santa Anna. Desde esa ciudad se hizo un nuevo intento de cohecho al jefe del Ejecutivo y de las tropas mexicanas. Todo hace pensar que la aparente aceptación inicial de Santa Anna no tuvo más objeto que ganar tiempo para organizar la defensa de la capital, pero el hecho de entablar negociaciones dio origen a nuevas acusaciones de traición, con la consiguiente división política.

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Scott estaba a las puertas de la ciudad el 20 de agosto, pero aceptó el armisticio, las

hostilidades se suspendieron en un radio de 30 leguas con centro en la ciudad de México y se intercambiaron prisioneros; los ejércitos conservarían sus líneas, pero sin recibir refuerzos y sin impedirse mutuamente el abasto de víveres. Santa Anna había convocado al Congreso para decidir la posible firma de un tratado de paz, puesto que se iban a oír las proposiciones de Trist. Los congresistas eludieron la reunión y desde luego la responsabilidad, pero el gobierno nombró sus comisionados, que se reunieron con Trist del 27 de agosto al 6 de septiembre. La posición de los comisionados mexicanos (Herrera, Couto y Mora y Villamil) era difícil, ya que sus atribuciones eran muy limitadas por el temor del Ejecutivo al desacuerdo del Congreso. Por si fuera poco, los términos norteamericanos eran muy duros. Con una actitud poco realista para el momento, los mexicanos insistieron en el Nueces como frontera, con una faja neutral de 20 leguas entre los dos países y no aceptaron la cesión de territorio ni tránsito por Tehuantepec, sino la concesión de una factoría en San Francisco. Después de largo forcejeo, estuvieron dispuestos a ceder el territorio al norte del paralelo 37, pero sin renunciar al Nueces como frontera y exigiendo el compromiso de no establecer esclavitud en él. Por su parte, Trist insistió en el paralelo 32, pero accedió a consultar a su gobierno sobre la frontera del Nueces. Al no lograrse el acuerdo, Trist declaró rotas las pláticas el 6 de septiembre. La ofensiva se reanudó y el 15 de septiembre, a pesar de la resistencia heroica de los habitantes de la capital, la bandera de las barras y las estrellas ondeaba en el Palacio Nacional. El gobierno mexicano se trasladó a Querétaro, y por la renuncia de San Anna la presidencia quedó sobre los hombros de don Manuel de la Peña y Peña, presidente de la Suprema Corte de Justicia y por tanto interino por ley.

En los Estados Unidos se había generado un verdadero movimiento que favorecía la

absorción de todo México. El mismo Polk empezó a considerar que los términos de las instrucciones de Trist eran cortos, y en octubre ordenó su vuelta a Washington. Antes de recibir la orden, Trist había entrado ya en tratos con don Luis de la Rosa, el ministro de Relaciones Exteriores, quien el 31 de octubre accedía a nombrar nuevos comisionados. Justo cuando éstos habían sido nombrados, Trist anunció su regreso a Washington. El gobierno mexicano le instó a quedarse y llegar a un arreglo con base en las instrucciones originales. Trist, temeroso de que el alargamiento de la guerra provocara la anexión total de México, que él consideraba indeseable para su país, decidió quedarse y asumir la responsabilidad. En su mensaje del 7 de diciembre al Congreso, Polk advirtió que la obstinación mexicana sólo acarrearía la pérdida de mayores extensiones de territorio.

El 2 de enero de 1848, Trist se reunió con los 'comisionados mexicanos Bernardo Couto,

Luis G. Cuevas y Luis Atristáin, quienes propusieron la cesión del Nueces al Gila y una línea al Pacífico marcada al norte de San Diego. Trist, consciente de la grave responsabilidad que había aceptado, se aferró al pie de la letra a las instrucciones y exigió el río Grande y el paralelo 32 en California para incluir a San Diego. Redujo a 15.000,000 de pesos la

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indemnización, adelantándose a los deseos de Polk. Tampoco aceptó excluir la esclavitud de los territorios perdidos. La principal preocupación del gobierno mexicano fue asegurar los derechos de los mexicanos. Los mexicanos lograron lo máximo que las condiciones del país ocupado permitían: salvar a Baja California y lograr que quedara unida por tierra a Sonora. El tratado se firmó el 2 de febrero en la Villa de Guadalupe.

Además de la indemnización de 15.000,000 de pesos, se cancelaron las reclamaciones

anteriores a la firma del tratado. Es interesante notar que, una vez que el gobierno norteamericano asumió las reclamaciones, éstas se redujeron en forma notable. Los artículos III y IV se referían a los términos de evacuación de tropas y devolución de instalaciones ocupadas. EI artículo V establecía la frontera. Precisaba que el Mapa de Estados Unidos publicado por J. Disturnell en 1847 serviría de base para la demarcación física que harían los comisionados.

Los derechos de los mexicanos que permanecerían en aquellos territorios quedaron

garantizados, al igual que sus propiedades. El artículo VIII establecía: "los que prefieran permanecer en los indicados territorios podrán conservar el título y derechos de ciudadanos mexicanos o adquirir el título y derechos de ciudadanos de Estados Unidos. Las propiedades de todo género existentes en los expresados territorios y que pertenecen ahora a mexicanos no establecidos en ellos, serán respetadas invariablemente". El artículo IX abundaba en tal preocupación al insistir en que los mexicanos gozarían "de la plenitud de derechos de los ciudadanos de dichos Estados Unidos. En el entretanto, serán mantenidos y protegidos en el goce de su libertad, de su propiedad y de los derechos civiles que hoy tienen según las leyes mexicanas".

La única ventaja para México pareció ser el artículo XI, que prometía protección de las

incursiones de indios belicosos: "está solemnemente convenido que el mismo Gobierno de Estados Unidos contendrá las indicadas incursiones por medio de la fuerza, siempre que así sea necesario; y cuando no pudiere prevenirlas, castigará y escarmentará a los invasores, exigiéndoles además la debida reparación". El documento, además, renovaba el Tratado de Amistad y Comercio y establecía la forma en que se comprometían los dos gobiernos a resolver las diferencias que pudieran suscitarse en el futuro y las reglas que debían seguirse en caso de una nueva guerra.

Trist envió el Tratado Polk, mientras en México una convención constituida por dos

mexicanos y dos norteamericanos acordaba el cese de hostilidades y la suspensión, a partir de marzo, de la recaudación de contribuciones de guerra, con excepción de las provenientes de las casas de juego, diversiones y tiendas de licores. El Tratado llegó a Washington en marzo, Polk no ocultó su desilusión. Desde enero se había anexado Nuevo México y la California Alta, y deseaba la Baja California, el tránsito por Tehuantepec y el puerto de Tampico; además de disminuir la indemnización. Sin embargo, dado que la lucha electoral se había

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desencadenado, optó por someterlo al Senado, pero sin recomendación. El Senado estuvo a punto de rechazarlo, pero al final lo aprobó con pequeñas correcciones, el 10 de marzo.

El presidente De la Peña no quiso hacer público el Tratado hasta la reunión del nuevo

Congreso el 7 de mayo de 1848. Para entonces, el tratado había sido rechazado por el ex senador Manuel Crescencio Rejón, y estaba por producir un pronunciamiento dirigido por el ex presidente Paredes. Si a esto agregamos que estallaron numerosos levantamientos indígenas por todo el país, calibraremos la situación tan delicada en que se encontraba éste. El discurso de De la Peña recordó a los representantes que a pesar de las pérdidas el país había sobrevivido y podía construir un futuro mejor. La prudencia se impuso y se consiguió la ratificación del Tratado y el 30 de mayo se intercambiaron las dos versiones.

La desilusión que el Tratado de Guadalupe causó a los expansionistas norteamericanos

fue profunda y ocasionó que algunos grupos intentaran burlarlo mediante acciones filibusteras. Otros, desde posiciones políticas importantes, empujaron a diversas administraciones a ejercer presiones sobre los gobiernos mexicanos para forzar la venta de nuevo territorio. Ninguna de las dos actitudes desapareció por completo hasta fines del siglo XIX y Baja California continuaría despertando las fantasías de muchos norteamericanos por generaciones.

No cabe duda de que los términos del Tratado de Guadalupe se encuentran entre los

más duros en la historia, sobre todo a la luz de que las culpas mexicanas, a las que aluden los historiadores norteamericanos, fueron en realidad negarse a reconocer la Independencia de Texas, vender California y Nuevo México y haber suspendido el pago de unos 2.000,000 de pesos. El Tratado significa el fin de los sueños que el poder continental que había sido la Nueva España albergara como nación independiente. La reducción de su territorio la hacía más vulnerable a los ataques imperialistas y filibusteros, pero al mismo tiempo despertaba su conciencia a la necesidad de reorganizar el funcionamiento del Estado. Como bien había apuntado De la Peña, su existencia misma parecía casi un milagro. La invasión norteamericana aumentó las divisiones y por momentos el país pareció estar a punto de fragmentarse irremediablemente. Sin embargo, la sacudida moral de la guerra estimuló un mayor grado de cohesión nacional y fortaleció la aparición de grupos políticos comprometidos con la reforma del país. Estados Unidos, por su parte, con el territorio conquistado se convirtió en una potencia Continental que finalmente se asomaba al Pacífico. A pesar de las quejas de algunos ante lo que consideraron eran enormes costos de guerra (que ascendían a unos 100.000,000 de dólares y 15 000 vidas), esto se puede ver como un precio muy bajo para lo obtenido.

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Brading, David. Los orígenes del nacionalismo mexicano, ERA, México, 1988, pp 99-138 III. Nacionalismo criollo y liberalismo mexicano.

La monarquía absoluta, la dictadura militar, las bases orgánicas, la agregación a los Estados Unidos, el comunismo, la preponderancia de la raza indígena: todos estos extravíos tienen sus apóstoles, sus escritores, sus conspiradores; mientras que el gobierno sin plan, sin apoyo político, sin fuerza, se reduce a conservar el statu quo y vivir de la inercia general.

Mariano Otero al doctor Mora. Aunque un reciente libro, cuyo texto es de gran influencia en América Latina, ha caracterizado las décadas inmediatamente posteriores a la Independencia como "una larga espera", en México, al menos, estos años estuvieron marcados por un intenso conflicto político e ideológico que definió la orientación de su futuro.1 El estudioso más agudo de la época, Edmundo O'Gorman, rastrea dentro de este confuso tumulto de pronunciamientos y manifiestos dos grandes fuerzas: la búsqueda de un líder providencial y el deseo de alguna forma de populismo democrático.2 Un análisis ideológico no puede separarse de una consideración social. El poder presidencial, creado por Benito Juárez y perpetuado por Porfirio Díaz, operó al margen de los límites estrictamente legales de la Constitución. Al mismo tiempo, el fracaso del liberalismo clásico para expresar aspiraciones populares retrasó la reforma social por más de medio siglo. Sin una sanción teórica pocas demandas podían ser traducidas a leyes.

Nuestro propósito es discutir aquí el destino e influencia del nacionalismo mexicano,

esencialmente la creación de intelectuales criollos, cuyas raíces se remontan al siglo XVI; esta ideología fue hábilmente utilizada por el padre Mier y por Carlos María de Bustamante para justificar la Independencia mexicana. Pero, después de este breve y posiblemente prematuro florecimiento, ¿en dónde se localiza su tipo de indigenismo histórico en el gran debate entre liberales y conservadores? Especialmente ¿cuáles fueron las relaciones con la fuerza política dominante del momento, el liberalismo mexicano? Las interacciones son complejas y a veces inesperadas. Insistiremos en que el nacionalismo mexicano suspendió su desarrollo porque siguió siendo más criollo que mexicano, atado al pasado, colonial e indígena, que los ideólogos liberales y sus adherentes populistas rechazaban instintivamente. Nuestra investigación es exploratoria; su novedad reside en considerar el paisaje convencional desde la perspectiva de Carlos María de Bustamante.

1 Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina. Madrid, 1969, pp. 134-206. 2 Edmundo O'Gorman, "Precedentes y sentidos de la revolución de Ayutla", en Seis estudios históricos de tema mexicano. Xalapa, 1960, pp. 101-43.

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LOS GENERALES. La manera en la que cada país en la América española obtuvo la Independencia -en la

mayoría de los casos resultado de más de diez años de guerras intermitentes- determinó con mucho la historia de la siguiente generación. En América del Sur, los ejércitos patrióticos encabezados por San Martín y Bolívar derrotaron a las fuerzas realistas en el campo de batalla. Con la Independencia, estos ejércitos pronto se desintegraron o fueron deliberadamente destruidos; a los oficiales que habían elegido una carrera militar profesional se les negó la oportunidad de llegar al poder . En cambio, Venezuela y Buenos Aires cayeron bajo la influencia de caudillos, agentes políticos de la clase propietaria, que contaban con milicias reclutadas en sus propios distritos. Los regimientos gauchos de Rosas estaban compuestos de sus propios trabajadores.3 En Chile y Colombia también predominaba la autoridad civil. Únicamente en el área andina los soldados profesionales captaron el poder político durante este periodo.

En cambio, en México, los insurgentes perdieron la guerra. Luego de la captura y

ejecución de Hidalgo, Morelos y otros líderes, el movimiento se retiró a las montañas y al campo, para seguir adelante con la lucha en bandas aisladas de rebeldes, apenas diferenciables de los bandidos sociales. Sus conquistadores eran desde luego compatriotas mexicanos. Aunque por último la Corona despachó varios regimientos expedicionarios de la Península (el primero llegó en 1812), el grueso del ejército realista era reclutado localmente en Nueva España. Más aún, la mayoría de sus oficiales, al menos los niveles inferiores, eran jóvenes criollos de buena familia que pronto adoptaron el ethos y la carrera de los soldados profesionales. Estos mismos oficiales realistas fueron los que apoyaron la declaración de Independencia de Iturbide. Fueron los mismos hombres que, después de la caída de Vicente Guerrero, gobernaron México hasta la Reforma. Los presidentes Bustamante, Barragán, Herrera, Paredes, Arista y Santa Anna, todos pasaron su madurez en combate contra la insurgencia.4 Su equivalente en Sudamérica no fueron los caudillos como Rosas y Páez, sino los presidentes militares de Perú y Bolivia -Gamarra, Castilla, Santa Cruz y Ballivían-, todos ellos antiguos oficiales del ejército realista de Goyeneche.5

Hasta ahora carecemos de clasificaciones del ejército mexicano; se sabe relativamente

poco de su estructura, comando y sistema de promoción; y todavía menos acerca de la composición social de su núcleo veterano. Una clara distinción, sin embargo, podría hacerse entre los hombres de carrera y el puñado de antiguos insurgentes que, aunque se alistaron como soldados, rara vez abandonaban sus cuarteles. Así Juan Álvarez se convirtió por fin en general de división y comandante general, pero aparte de la campaña americana y del asalto 3 Horacio C. E. Giberti, Historia económica de la ganadería argentina. Buenos Aires, 1954, pp. 118-27. Jorge M. Mayer, Alberdi y su tiempo. Buenos Aires, 1963, pp. 71-76. Robert L. Gilmore, Caudillism and Militarism in Venezuela (1810-1910); Athens, Ohio, 1964, pp. 122-46. 4 Véase, Alberto María Carreño, Jefes del Ejército Mexicano en 1847. México, 1914. 5 Manuel de Mendiburu, Biografías de generales republicanos. Félix Denegri Luna, Ed. Lima, 1963.

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final a Santa Anna rara vez, aparentemente, abandonó Guerrero.6 En cambio, generales como Berrera o Paredes ocuparon muchos puestos y áreas; y anteponían la lealtad nacional a cualquier tipo de compromiso provincial.7

El ejército mexicano constituía esencialmente una estructura autónoma de poder, no

sólo paralela sino con frecuencia superior a la autoridad civil. Una vez que fue extirpado el siempre creciente cáncer de los intereses de la deuda nacional, el ejército consumía regularmente el 80% del presupuesto federal.8 Sujeto únicamente al presidente en su capacidad de comandante en jefe y al ministro de Guerra (en esta época ambos hombres eran por lo general militares), el ejército estaba dirigido por 17 (posteriormente 21) comandantes generales, cada uno a cargo de un territorio limítrofe con un Estado de la Federación. Con frecuencia estos generales tenían a su disposición un presupuesto superior al que recolectaba el gobernador del Estado.9 Como agentes pagados por el gobierno nacional, su mera presencia servía para disuadir movimientos separatistas. Desde los años de centralismo ellos mismos actuaban frecuentemente como gobernadores. Benito Juárez señalaba:

En efecto, un comandante general con el mando exclusivo de la fuerza e

independiente de la autoridad local, era una entidad que nulificaba completamente la soberanía del Estado, porque a sus gobernadores no les era posible tener una fuerza suficiente para hacer cumplir sus resoluciones.10

El continuado predominio de este ejército profesional es responsable de muchos de los

rasgos del sistema político. Tanto como Argentina, México sufrió la hostilidad entre las ciudades y el desierto tan elocuentemente descrita por Sarmiento en su Facundo. La periferia montañosa protegida por caciques virtuales, algunos, como Álvarez, antiguos insurgentes, otros, como Lozada, jefes indios. Al mismo tiempo, las capitales provinciales albergaban políticos ambiciosos, respaldados por ingresos estatales considerables y por una milicia cívica, muy capaces de desafiar la hegemonía de la ciudad de México. De hecho, ninguno de estos líderes ejercía más que el poder local. A través de este periodo el ejército logró restringir a las montañas y a la periferia el área que dominaban caciques más bárbaros. También impidieron la creación de feudos políticamente autónomos en las ciudades de la región central. El comando del ejército, independiente del control civil, se mantuvo como el marco del Estado, como el depositario final de la soberanía. La mayoría de los presidentes gobernaban como si fueran virreyes o regentes de un trono vacío. Con pocas ideas, y todavía menos planes de acción, los gobernadores militares de México confiaban en los políticos civiles para ayudarlos a administrar el país. Fue la participación de este grupo 6 Daniel Muñoz y Pérez, El general don Juan Álvarez. México, 1959, pp. 1-47. 7 Véase, por ejemplo: Thomas Ewing Cotner, The Military and Political Career of José Joaquin de Herrera (1792-1854). Austin, Texas, 1949. 8 Véase las Memorias de Hacienda. Francisco Bulnes, Las grandes mentiras de nuestra historia. México, 1966, pp. 210-15. 9 José María Luis Mora, Méjico y sus revoluciones, 3 vol. México, 1950, I, pp. 355-77. 10 Benito Juárez, Apuntes para mis hijos. México, 1955, p. 53.

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ideológicamente amorfo de conservadores liberales, liberales moderados y santanistas el que más contribuyó a perpetuar el estancamiento político de los años 1824-1853. A pesar de los muchos pronunciamientos, los interminables cambios de gabinete y los muchos virajes hacia la derecha y la izquierda políticas, el equilibrio de fuerzas que subyacía en las capas superficiales no se vio afectado sino hasta la guerra mexicano-norteamericana. Era un sistema de desorden institucionalizado que prevenía que partido o dictador alguno tomara el poder de manera permanente. Ni la mano fuerte del conservadurismo ni el radicalismo se pudieron establecer; Santa Anna iba y venía. Siempre había un general listo para pronunciarse contra el gobierno existente. Siempre habían políticos dispuestos a ingresar en la nueva administración. Los presidentes típicos de esta "administración" militar centralista eran Bustamante y Barrera, el primero un antiguo iturbidista, el la otro un liberal moderado.11

Frente a esta inclinación perpetua hacia un statu quo insatisfactorio muchos mexicanos

buscaron un líder, un hombre elegido por la Providencia, que rescatara al país de su malestar. Un observador escribía en 1847 exclamando con desesperación: "después de veintiséis años de discordia civil, y no hallándose en nuestra sociedad ni un solo hombre capaz de comprender y dominar la situación [...]"12 Mientras que los conservadores buscaban una monarquía europea, otros abogaban por una dictadura. José Mariano Tornel proponía esta solución: "el único medio posible: vamos, monarquía y monarca sin nombre".13 A juzgar por su carrera política, Tornel, como muchos otros, buscaba al general Antonio López de Santa-Anna para que salvara al país. Entre los generales de la época, Santa-Anna era el único que poseía un genuino electorado político. Maniobrando incesantemente para lograr el poder permanente, primero aliado a los radicales y luego a los conservadores, siempre vio malogrado su objetivo por rebeliones internas o por la derrota norteamericana. Él parecía ser el único capaz de una acción decisiva, ya sea levantar un ejército de la noche a la mañana, derrotar al enemigo extranjero, derrocar al gobierno o subastar a los precios más bajos los elementos más deseables del patrimonio nacional. A su alrededor se apiñaba una siniestra combinación de agiotistas, aspirantes y léperos.14 Santa-Anna fue el que estropeó el sistema político existente y no el que lo reformó; aunque como presidente se comportaba como un rey sin corona, aparentemente hizo pocos planes para perpetuarse en el gobierno. La fascinación que ejercía sobre sus compatriotas y su persistente fracaso en hacer un uso efectivo del poder siguen siendo inexplicables. Sus mismos partidarios declaraban abiertamente sus temores acerca de su honestidad y capacidad:15

11 Para una valiosísima lista de los ministros de los gabinetes y de los periodos presidenciales, véase el artículo: "Gobierno de México", en Diccionario Porrúa: Suplemento. México, 1966, pp. 138-61. 12 Papeles inéditos y obras selectas del Doctor Mora en Documentos inéditos o muy raros para la historia de México. Genaro García y Carlos Pereyra, eds., 36 vol. México, 1906-1911, VI, p. 84. Alejandro Arango y Escandón al doctor Mora, PP. 25 de agosto de 1847. 13 Ibid., p. 38, José María Gutiérrez de Estrada al doctor Mora, 3 de junio de 1843. 14 Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, México, 1964, pp. 360-66 y 525-27. 15 Véase la extraordinaria carta de Lucas Alamán en Francisco de Paula de Arrangoiz, México desde 1808 hasta 1867, México, 1968, p. 423.

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En su persona se castigaba el candor de unos, la mala fe de muchos y la imprevisión,

ignorancia, negligencia o cobardía de los más de los mexicanos.16

El golpe de la derrota de la guerra con Estados Unidos minó el prestigio del antiguo

ejército. No obstante, los liberales moderados que ingresaron en la administración de Berrera y de Arista fracasaron al tratar de resolver los problemas nacionales o de crear un núcleo permanente de poder. Resulta irónico que la reforma misma del ejército -la reducción en número, el reemplazo de la leva por voluntarios y la promoción de los jóvenes oficiales entrenados en el colegio militar- efectivamente recreó una organización muy capaz de desafiar la autoridad civil.17 Cuando los jóvenes coroneles, Osollo y Miramón, optaron por la rebelión para reafirmar su predominio político, los liberales tuvieron que pagar tres años de dolorosa guerra civil para destruir los últimos remanentes de una institución que desde los días de Calleja había representado la soberanía nacional. Dos generaciones de líderes militares, ambas bautizadas en la guerra civil, gobernaron el país durante gran parte del siglo XIX: los oficiales realistas de 1810-1820 y los generales liberales de 1861-1867. Desde esta perspectiva, el intermedio civil de Benito Juárez resulta más importante y esclarecedor.

LA IDEOLOGIA LIBERAL. Durante los años 1824-1855, el credo dominante de la nación política era el liberalismo.

Si todo el país seguía siendo conservador y católico, los reaccionarios de la década de 1849 -el único "partido" conservador- formaban apenas algo más que una camarilla clerical. La verdadera división de la política mexicana residía entre las diferentes facciones del liberalismo; su único competidor fuerte era el cesarismo de Santa-Anna. La mayoría de los liberales suscribía más o menos el mismo cuerpo de abstracciones; creían en la libertad y en la soberanía de la voluntad general, en la educación, la reforma, el progreso y el futuro. Hasta ahora se sabe muy poco de las fuerzas sociales que subyacían estos temas. El liberalismo mexicano se mantuvo durante casi cuatro décadas; abarcaba una amplia variedad de facciones y opiniones; atravesó diversas fases y obtuvo el apoyo de un amplio grupo de intereses. Fenómeno confuso y aun trágico, el estudio del movimiento necesita de un historiador capaz de rastrear la intersección de la ideología y conformación, que sea capaz de trazar todas sus complejidades y contradicciones.18 Aquí nos proponemos examinar las ideas y actitudes que se hallan en los escritos de Lorenzo de Zavala, José María Luis de Mora y Mariano Otero. Aunque los dos primeros autores eran considerados radicales, y el último moderado, sus posiciones resultan sorprendentemente similares. Las diferencias surgen no 16 Melchor Ocampo, Obras completas, Ángel Pola, ed., 3 vol. México, 1901, m, p.639. 17 Cotner, Herrera, pp. 305-10. 18 Las mejores guías son: Francisco Bulnes, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma. México, 1967. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, 3 vol. México, 1957-1961. Charles A. Hale, El liberalismo en la época de Mora. México, 1972.

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del desacuerdo acerca de los objetivos finales, sino acerca de los medios prácticos a utilizar y de su distribución en el tiempo. Para los moderados (a quienes Melchor Ocampo llamaba conservadores) "nunca es tiempo de hacer reformas, considerándolas siempre como inoportunas o inmaduras".19

En pocas palabras los ideólogos liberales contemplaban una república federal

democrática, gobernada por instituciones representativas; una sociedad secular libre de la influencia clerical; una nación de pequeños propietarios, campesinos y maestros artesanos; con el libre juego del interés individual liberado de las leyes restrictivas y del privilegio artificial. Irrevocablemente individualistas, asumían la doctrina económica clásica de la mano invisible que armonizaba los intereses del individuo con los de la sociedad. Una vez que hubieran desaparecido los obstáculos que impedían el desarrollo de la libre empresa, la actividad del Estado quedaba reducida a la defensa nacional, la educación y la seguridad interna. Pensaban que la libertad traería el progreso y la prosperidad.

Tan arcadianos como utópicos aceptaban el sueño jeffersoniano de la democracia

agraria. Después de atacar los intereses mercantiles e industriales del centro, Miguel Ramos Arizpe exclamaba con alabanzas :

El precioso ramo de agricultura, digna ocupación del hombre, seminario de mil

virtudes cívicas, la principal base de la más sólida felicidad del ciudadano, y la más segura riqueza del Estado. 20

Con estos sentimientos en boga no resulta sorprendente oír a Mariano Otero citar con

evidente aprobación: "El espíritu humano sopla en todas las venas del cuerpo social la corrupción y egoísmo".21 El doctor Mora afirmaba que México debía importar manufacturas extranjeras y concentrarse en la naturaleza y habilidades de su población, más adecuadas para la agricultura y la minería.22

Aplicando todos estos principios aun caso específico, Zavala, Mora y Otero atacaron las

protecciones tarifarias de la industria mexicana y la creación del Banco de Avío que buscaba estimular la mecanización. Ambas medidas significaban una injustificada intervención estatal en el mercado e impedían el libre funcionamiento de las leyes económicas. Desde un punto de vista más práctico, el proyecto respaldado por Alamán sólo enriqueció aun puñado de empresarios a expensas del consumidor, puesto que el costo de los vestidos manufacturados localmente era el doble del precio de sus equivalentes importados.23 Otero denunció la nueva 19 Ocampo, Obras, 11, p. 85. 20 Miguel Ramos Arizpe, Memoria sobre el estado de las provincias internas de oriente, Vito Alessio Robles, ed., México, 1932, p. 83. 21 Mariano Otero, Obras, Jesús Reyes Heroles, ed., 2 vol. México, 1967, I, p. 51, nota al pie de la página 16. 22 Mora, Méjico y sus revoluciones, I, pp. 45-46. 23 Robert A. Potash, El Banco de Avío de México. México, 1959, pp. 240-42. Hale, Mexican Liberalism, pp. 269-71.

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industria textil mecanizada como:

una institución violenta, que no puede subsistir sino a la sombra de las prohibiciones y privilegios, y creada por consiguiente contra todas las reglas de la razón y de la convivencia pública.24

Melchor Ocampo concluía por su parte su ataque al proyecto de Alamán para la

creación de un Ministerio de Fomento:

Déjese, sobre todo, plenísima libertad para que cada cual haga cuanto no perjudique a un tercero, y el fomento vendría por sí solo.25

Consciente de que la democracia política no puede alcanzarse sin una cierta igualdad

social, los liberales alimentaban el ideal del pequeño propietario en la agricultura y en la industria. Mariano Otero escribió:

Todo lo que sea aumentar el número de los propietarios particulares, que solos

forman la población de la mayor parte de las ciudades y los lugares de la república, será dar fuerza a esas poblaciones, y extender por todas partes la vida y la ilustración: independientes estas clases de todos los yugos que imponen la necesidad y el error, y dueñas de los recursos materiales y morales que dan la influencia, ellas vendrán a ser el verdadero principio constitutivo de la república [...]26

Desdeñosos del pueblo, muchos liberales buscaban restringir el sufragio electoral a los

propietarios. Zavala escribió:

La clase de ciudadanos proletarios no tiene siquiera la capacidad necesaria para discernir entre la gente que debe nombrarse.27

Mora estaba de acuerdo con esta limitación. De aquí a la afirmación de Otero había un

solo paso: "la clase media que constituía el verdadero carácter de la población [...] debía naturalmente venir a ser el principal elemento de la sociedad [...]".28

La mayoría de los liberales consideraban la hacienda como el principal obstáculo a sus

deseos de reformar la sociedad mexicana. La existencia de grandes latifundios representaba un egregio monopolio que obstaculizaba la creación de una clase numerosa de pequeños 24 Ocampo, Obras, I, p. 109. 25 Ibid., n, p. 108. 26 Otero, Obras, I, pp. 57-58. 27 Lorenzo de Zavala, Ensayo político de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830, 2 vol. México, 1918, I, p. 277. Mora, Méjico y sus revoluciones, I, pp. 280-85. 28 Otero, Obras, I, p. 35.

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propietarios.29 Desde fines del siglo XVIII Melchor Gaspar de Jovellanos, en su famoso Informe sobre la Ley Agraria, había abogado por la abolición de los mayorazgos y la venta de toda la tierra en manos de la Iglesia a través de las municipalidades locales o mantenida como baldíos.30 En Zacatecas el gobernador liberal Francisco García utilizó los fondos del Estado para comprar varias haciendas y subdividirlas. Luis de la Rosa presentó una estridente acusación en contra de los latifundios en ese Estado, describiéndolos como:

esas poblaciones desordenadas e indefinibles, sin escuelas, sin cárceles, sin policía, sin

regularidad en sus caseríos que conocemos con el nombre de haciendas.31

A pesar de la condena universal de las grandes propiedades resulta sorprendente que

los liberales introdujeran cambios tan pequeños en la estructura de propiedad de la tierra. ¿Cuál fue la causa de este fracaso? En primer lugar, la filosofía de John Locke prohibía a cualquier gobierno inmiscuirse con la propiedad privada. El individuo gozaba de derechos naturales a la propiedad que eran anteriores a la formación de la sociedad y por consiguiente superiores al derecho positivo. Mora declaró categóricamente:

El legislador no puede dar leyes directas que afecten a la propiedad particular.32

En otra parte se refería a estos derechos del individuo como sagrados e inalienables.

Cuando mucho el gobierno podía seguir el ejemplo de García y comprar propiedades para dividirlas. En segundo lugar, suponían que con el fin de los mayorazgos y de las manos muertas, impuesto por la propiedad clerical directa o por el peso de las hipotecas eclesiásticas, la mayoría de los latifundios pronto se desintegrarían. Esta suposición era fundada, puesto que de hecho existía una perceptible tendencia hacia la subdivisión de las haciendas desde los años anteriores a la Reforma. Luis de la Rosa escribía acerca de Zacatecas:

Las tierras del Estado se dividen y subdividen cada día, aunque lentamente, por el

resultado de las sucesiones hereditarias, de las rentas, de las adjudicaciones por embargo y de otras transacciones civiles.33

Sin embargo, la paradoja persiste: la misma filosofía que postulaba el ideal del pequeño

propietario, negaba a sus partidarios los medios para lograr sus objetivos; la reforma agraria efectiva sólo era posible a través de la negación del liberalismo.

29 Mora, Méjico y sus revoluciones, pp. 444-56. Zavala, Ensayo político, I, p. xxxv. 30 Gaspar Melchor de Jovellanos, Informe...de ley agraria...Madrid, 1820. 31 Luis de la Rosa, Observaciones sobre varios puntos concernientes a la administración pública del estado de Zacatecas. Ba1timore, 1851, p. 9. 32 Mora, Méjico y sus revoluciones, I, p. 452. 33 Luis de la Rosa, Observaciones sobre. ..de Zacatecas, p. 38. Véase también: Jan Bazant, Los bienes de la Iglesia en México (1856-1875). México, 1971, pp. 340-48. 34 José María Luis Mora, Obras sueltas. México, 1963, p. 305.

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Como verdaderos herederos de la Ilustración, los liberales mexicanos juzgaban que la Iglesia católica representaba el principal obstáculo al progreso y al desarrollo de una sociedad moderna. En las tres áreas vitales --en la acumulación de propiedades, en los privilegios legales y en el control de la educación- la Iglesia bloqueaba las aspiraciones liberales. Bajo la influencia de Jovellanos, se concentraron en los bienes de manos muertas como el principal impedimento a la circulación y división de la propiedad agrícola. Mora proporcionaba el razonamiento ideológico de los planes de expropiación de los bienes de la Iglesia cuando comparaba los diferentes derechos de un individuo y de una institución:

El derecho de adquirir que tiene el particular, es natural, anterior a la sociedad, le

corresponde como hombre y la sociedad no hace más que asegurárselo; por el contrario, el derecho de adquirir de una comunidad es puramente civil, posterior a la sociedad, creado por ella misma, y de consiguiente sujeto a las limitaciones que por ésta quieran ponérsele. 34

En consecuencia, según él, otorgado por la sociedad, tal derecho también le podía ser

retirado si la ocasión así lo exigía. Ésta era la teoría que subyacía en la Ley Lerdo de 1856. Igualmente perjudicial para la sociedad era el control de la Iglesia sobre la educación.

Los liberales del siglo XIX veían en última instancia, tanto como sus sucesores modernos, la escuela como el principal vehículo de transformación social. Zavala proponía:

La primera enseñanza, único camino sólido para establecer un gobierno libre y

estable. 35

Mora sugería la abolición de los antiguos colegios clericales y sustituirlos con

instituciones seculares. Criticaba el sistema existente en los siguientes términos:

En lugar de crear en los jóvenes el espíritu de investigación y de duda que conduce siempre y aproxima más o menos el entendimiento huma- no a la verdad, se les inspira el hábito de dogmatismo y disputa [...].36

La tercera área de las afrentas de la Iglesia era el principio de la inmunidad eclesiástica

con respecto a la jurisdicción civil que consagraba la Constitución de 1824. La materialización del privilegio de clase contradecía la esencia misma de una sociedad liberal, la igualdad legal de todos los ciudadanos sujetos a una misma voluntad común.

El otro obstáculo al progreso era la supervivencia del indio como entidad legal. Más un

34 José María Luis Mora, Obbras sueltas. México, 1971,pp. 304-48. 35 Zavala, Ensayo político, II, p: 140. 36 Mora, Obras sueltas, p. 122.

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estorbo que un desafío, el indio manifestaba muchos de los defectos de la Iglesia. El indio, objeto de toda una legislación colonial destinada a protegerlo, poseía privilegios legales que lo separaban del resto de los ciudadanos. Peor todavía, los pueblos de indios, gobernados por sus propios magistrados, preservaban a la luz del siglo XIX el principio retrógrado de la tenencia comunal de la tierra. Después de la independencia todas las instituciones destinadas a proteger exclusivamente al indio fueron gradualmente abolidas. De manera similar fueron destruidos sus privilegios legales. Mora describió la política de la administración de Gómez Farías :

La existencia de diferentes razas era y debía ser un principio eterno de discordia, no

sólo desconoció estas distinciones proscritas de años atrás en lo constitucional, sino que aplicó todos sus esfuerzos a apresurar la fusión de la raza azteca en la masa general; así es que no reconoció en los actos de gobierno la distinción de indios y no indios, sino que la sustituyó por la de pobres y ricos, extendiendo a todos los beneficios de la sociedad.37

Esta política culminó con la Reforma, cuando los pueblos de indios, así como las

instituciones eclesiásticas y los ayuntamientos, fueron clasificados como corporaciones, y legalmente descalificados como sujetos de propiedad de la tierra. Obligados a distribuir sus bienes entre individuos habitantes de los pueblos, en una generación muchas comunidades perdieron su tierra y su identidad indígena.38 La Ley Lerdo únicamente instrumentaba las proposiciones de Jovellanos, posteriormente elaboradas por Mora. La tenencia comunal de la tierra contravenía las premisas liberales más fundamentales: actuaba como freno al cambio agrícola; evitaba la circulación de la propiedad; era antindividual; y su perpetuación a través de la ley la hacía discriminatoria de los indios con respecto a ciudadanos comunes.

Para los liberales el progreso era sinónimo de la imitación. Educados según las ideas

francesas, veían en los Estados Unidos su modelo. De la misma manera que Blanco White había exhortado a los doceañistas a estudiar la constitución inglesa, Zavala declaraba:

la escuela política de los Estados Unidos es un sistema completo, obra clásica, única

[...] es ejemplo vivo y perseverante de utopía social [...] Aconsejaba a sus compatriotas:

refundar la sociedad sobre los moldes de una sociedad vecina cuyo orden de cosas ha sido nuestro modelo. Con esta imagen en mente, confiado en que ya había sido superada la etapa de la agresión en Estados Unidos, fomentó la colonización anglo-americana de Texas,

37 Ibid., p. 153. Ha1e, El liberalismo mexicano, pp. 222-47. 38 Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales. México, 1909, pp. 57-58. [Ed. Era, 1979.] Donald J. Fraser, "La política de desamortización en las comunidades indígenas (1856-1872)", Historia Mexicana, XXI, 1972, pp. 615-52.

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esperando con ella crear en México "una escuela de libertad y civilización [...]".39

Con los ojos puestos firmemente en el futuro y en los Estados Unidos, los liberales

despreciaron el pasado mexicano, colonial o indígena. Esencialmente parecían haber introyectado la crítica clásica de la Ilustración hacia España y la América india. Mientras que Clavijero defendía la calidad de la civilización azteca contra las infamias de Robertson y Raynal, ahora Mora y Zavala los citaban con aprobación y adoptaban muchas de sus opiniones. Zavala se burlaba de los testimonios de la Conquista considerándolos el producto fraudulento de aventureros y sacerdotes crédulos; para él los aztecas eran simples salvajes.40 Mora también criticó explícitamente la noción de que el México precortesiano había contado con una gran población, mayor de la que poseía actualmente.41 Para estos liberales, tanto como para Alamán, la historia de México empezaba con la Conquista.

En su apreciación de España, los radicales mexicanos simplemente se hicieron eco de la

típica visión protestante y filosófica que identificaba a la Península con el baluarte del despotismo y del fanatismo religioso. Zavala exclamaba:

¿Qué es el pueblo español en el día delante de los pueblos civilizados? Un país de

anatema y de maldición; un país en que no es permitido pensar ni mucho menos decir lo que se siente [...]. 42

Y ¿qué era el pasado colonial sino España en América? Absolutista en el gobierno,

intolerable en la religión, medieval en la educación, con una sociedad dividida por el privilegio y la desigualdad, Nueva España era la personificación de virtualmente todos los males del Antiguo Régimen que habían de ser destruidos si México quería formar parte del siglo XIX.

Desdeñosos del pasado, los ideólogos liberales encontraban poco de bueno y mucho que

lamentar en la insurgencia de 1810. Ambos, Mora y Zavala, hacían comentarios invariablemente ácidos en torno a la retórica indigenista y patriótica de Carlos María de Bustamante, descartándolo como un entusiasta insensato. 43 No eran menos estrictos en su apreciación de Hidalgo. Con una actitud similar a la de los afrancesados de la Península, despreciaban un movimiento dirigido por los curas, caracterizado por el fanatismo religioso, el salvaje antiespañolismo y por el exagerado pillaje a la propiedad. Es notable que ni Gómez Farías ni Francisco García, los dos políticos que más admiraban, hicieron intento alguno por unirse a la rebelión: "Hidalgo obraba sin plan, sin sistema y sin objeto determinado. Viva la 39 Lorenzo de Zavala, Viaje a los Estados Unidos del Norte de América. Mérida, Yucatán, 1946, p. 371. Ensayo político, II, pp. 119 y 247. 40 Zavala, Ensayo político, I, p. xxviii. 41 Mora, Méjico y sus revoluciones, II, pp. 7-9. 42 Zavala, Ensayo político, I, p. xxv 43 Mora, Méjico y sus revoluciones, III, p. 9. Zavala, Ensayo Político, I, v, p. 128.

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Señora de Guadalupe era su única base de operaciones; la bandera nacional en que estaba pintada su imagen, su código y sus instituciones". De manera similar Mora se refería a la insurgencia como un mal necesario, y la describía como "perniciosa y destructora del país". Denunciaba las crueldades que había permitido Hidalgo y por otra parte alababa al intendente ilustrado de Guanajuato, Juan Antonio de Riaño, quien, según él, hubiera aceptado y ordenado un plan constitucional para la Independencia.44 En su opinión, el movimiento de Hidalgo y Morelos constituyó la agonía de la Colonia más que el nacimiento de algo nuevo. La verdadera lucha por un México progresista no se había , iniciado sino hasta después de 1821.

El elemento mas desconcertante del liberalismo mexicano era su abierta aceptación de la

teoría de Estado vigilante. Partiendo de la base de que deseaban destruir los principales remanentes del sistema colonial y rehacer México a imagen de Estados Unidos y de Francia, es posible suponer que los radicales hubieran aceptado una doctrina nacionalista o algún plan de gobierno que diera cierta fuerza unificadora en una época de trastornos. Es claro que reconocían el problema. Zavala esquematizó este escenario :

Las pasiones en movimiento, agitando los partidos y los hombres, en una nación

nueva donde han desaparecido a fuerza de sacudimientos continuados, juntamente con las cadenas que la oprimían, los vínculos de subordinación, mucha parte de los hábitos de orden, y hasta cierto punto, la conveniencia social de que se mantengan, no pueden dejar de ofrecer por algún tiempo el espectáculo de un caos de escenas sucesivas de libertad y esclavitud [...].45

Sin embargo, a pesar de este agudo análisis, durante este periodo los liberales reiteraron

una y otra vez sus demandas para el establecimiento de un sistema federal de Estados soberanos, coronado por un gobierno nacional dominado por el Congreso. Comparada con la Constitución de 1824, la de 1857 debilitaba más todavía la autoridad del presidente y de su gabinete.46 Dos eran las razones de esta curiosa actitud. El liberalismo clásico enfatizaba el papel del individuo y de la sociedad; no tenía ninguna teoría positiva de gobierno. Todavía más importante era el hecho de que, en México, los políticos civiles y los gobernadores estatales tenían que tratar con el gobierno autoritario y centralista de los presidentes militares y de los comandantes generales. Las tendencias dictatoriales de Santa-Anna únicamente confirmaron sus sospechas del régimen. Aquí encontramos la paradoja de que aquellos que proponían una transformación masiva de las relaciones de propiedad, se negaban a sancionar un ejecutivo central dotado con suficiente poder para lograr estos objetivos, o para resistir la reacción que inevitablemente provocarían. Los liberales se negaron resueltamente a conceder los medios apropiados para lograr los fines que deseaban. Frente a las perspectivas de

44 Zavala, Ensayo político, I, pp. 36-37. Mora, Méjico y sus revoluciones, III, pp. I 15 y 45-46. 45 Zavala, Ensayo político, II, p. 301. 46 Véase el penetrante estudio de Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura. México,1956.

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anarquía, inherente a la fórmula de medidas radicales y gobierno débil, moderados como Comonfort renegaron de la Reforma. Juárez por el contrario capitalizó ese anhelo común por un líder, un sentimiento que hasta entonces se había concentrado en torno a Santa-Anna, y poco a poco fue creando un poder presidencial que rebasaba los márgenes constitucionales.47 No obstante, su mismo éxito confirmó la exactitud del diagnóstico de su predecesor.

Las deficiencias del liberalismo clásico, como filosofía política y como partido en Europa

tanto como en México, han sido durante mucho tiempo el objeto de los ataques socialistas y conservadores. Es difícil imaginar una ideología menos apropiada para el México poscolonial, un país azotado por el bandidaje y los levantamientos militares, con una economía deprimida y atrasada y una sociedad desgarrada por un pronunciado antagonismo de clase y étnico. El individualismo posesivo ofreció pocos remedios para sus muchos males. Pero la importancia del liberalismo mexicano reside no tanto en las teorías de sus líderes intelectuales sino más bien en acciones de su composición popular. Un movimiento más que un partido, el liberalismo formaba una amplia coalición, tan populista como progresista, en el que fluían demandas e intereses bastante ajenos a las claras ideas de un Mora o de un Otero. Antes de intentar un breve esquema de su composición social es necesario discutir el fracaso de la teoría política conservadora y nacionalista para ofrecer una alternativa efectiva al radicalismo.

LA REACCIÓN. En una antigua colonia el conservadurismo político suena siempre a traición. Una

preferencia natural por las prácticas del pasado es mejor expresada en hechos que en cualquier afirmación directa. Es cierto que en el México poscolonial, el conservadurismo era más un estado mental, una serie de actitudes, que un movimiento político. Instintivamente el ejército dio su apoyo a las instituciones y prácticas existentes; los liberales moderados se mostraban reticentes a apoyar un cambio radical. En la política mexicana eran muy pocos los reaccionarios confesos. Los mismos borbonistas de los primeros años de la década de 1820 aplaudieron las reformas religiosas de las Cortes y postulaban una monarquía limitada por instituciones representativas. Las logias masónicas escocesas incluían a muchos hombres que posteriormente fueron descritos como liberales moderados. No fue sino hasta fines de la década de 1840 que una camarilla de la clase alta, de reaccionarios clericales, formó abiertamente un partido conservador. Con pocos votos en el electorado y derivando su influencia principalmente del apoyo de la Iglesia, este grupo fue redimido de la oscuridad por el liderazgo de Lucas Alamán, el más talentoso estadista mexicano de la época. Dada la mediocridad intelectual de sus seguidores, concentraremos nuestra discusión en la carrera y las convicciones de Alamán.

Hijo de un comerciante español enriquecido por sus inversiones en la minería, por parte

47 José C. Valadés, "Derivativos de la autoridad juarista", Historia Mexicana, XXI, 1971-1972, pp. 557-72.

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de su madre mexicana Lucas Alamán podía rastrear sus orígenes hasta los marqueses de San Clemente, una de las principales familias mineras de Guanajuato, establecidas en la Nueva España desde fines del siglo XVI.48 Su primera juventud la pasó en Guanajuato sujeto ala influencia del afrancesado intendente Riaño; posteriormente asistió al Colegio de Minería en la ciudad de México. A diferencia de la mayoría de los políticos mexicanos, que estudiaban derecho, fue a Europa a completar sus estudios en minerología e idiomas. Nacido en el seno de la antigua élite empresarial, estaba unido por amistad y por interés a la adinerada familia Fagoaga, líderes de los borbonistas. Elegido diputado a las Cortes y a su regreso a México independiente fue nombrado a un puesto ministerial. Primer ministro de hecho aunque no de nombre durante el primer periodo presidencial de Bustamante, 1830-1832, su rígida administración se recuerda por la ejecución de Vicente Guerrero, el héroe insurgente. Sumido , virtualmente en el ostracismo con respecto a la política, Alamán volvió a atraer la atención pública durante los últimos años de la década de 1840 cuando publicó sus Disertaciones y sus cinco volúmenes de Historia de Méjico. Para entonces era ya anatema para los liberales, e ingresó en la última administración de Santa-Anna, en 1853, para morir menos de dos meses después de haber aceptado el puesto.

Durante gran parte de su vida se le negó la carrera pública que le hacía esperar su

evidente conciencia de que poseía un gran talento, y Alamán se encerró en un amargo conservadurismo. Además, al parecer nunca olvidó los terribles días de 1810, cuando, siendo un joven de dieciocho años, presenció cómo el pueblo de Guanajuato se unió a las fuerzas rebeldes de Hidalgo para correr las calles en busca de botín y gachupines. Él mismo, tomado por español, apenas pudo salvar su vida y en el sitio de la Alhóndiga y en las subsecuentes masacres perdió a muchos amigos y parientes.49 Destinado por sus dotes y visión a ser el Metternich de México, su fracaso político lo convirtió en su De Maistre. Consistente en su visión del presente y del pasado, Alamán alimentaba la imagen de un México fundado por Cortés y conducido a la independencia por Iturbide. Su México era un México español, católico y aristocratizante. Era también un México borbónico; su prosperidad sería el fruto de la colaboración entre una administración ilustrada intervencionista y la élite minera y mercantil. El suyo era ahora un país amenazado en sus fundamentos por insurgentes y liberales, que incitaban a las masas a atacar la propiedad y las instituciones establecidas. Para combatir la amenaza de disolución social y restablecer la prosperidad, abogaba, y siendo funcionario se empeñó en ello, por crear un gobierno fuerte, por no decir autócrata, dedicado como su predecesor borbón al desarrollo industrial. Alamán fue el único de los políticos mexicanos de la época que logró formular un programa de acción política a partir de un análisis de la historia del país y de su realidad.

Mientras que los liberales invocaban principios abstractos y buscaban en el futuro la

48 José C. Valadés, Alamán. Estadista e historiador. México, 1938. Lucas Alamán, Documentos diversos, 5 vols. México, 1947, IV, pp. 11-27, "Autobiografía". 49 Lucas Alamán, Historia de Méjico, 5 vol., México, 1969, I, p. 282.

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solución de los problemas nacionales, Alamán recurría al pasado para definir la esencia nacional. Sus Disertaciones fueron escritas para celebrar la vida de Cortés, la Conquista y la fundación de la sociedad colonial. Deseoso de no difamar a los aztecas, simplemente ignoró sus logros. Su propósito más bien era contradecir a los indigenistas históricos, como Mier y Bustamante, que habían identificado a los aztecas como los ancestros nacionales de los mexicanos modernos. Escribió :

[...] la conquista [...] ha venido a crear una nueva nación en la cual no queda rastro

alguno de lo que antes existió: religión, lengua, costumbres, leyes, habitantes, todo es el resultado de la conquista...

Luego de una larga lista de productos animales y vegetales que se habían traído de

Europa al Nuevo Mundo, añadía:

Los que han querido fundar la justicia de independencia en la injusticia de la conquista, sin pararse a considerar todos los efectos que ésta ha producido, no han echado de ver de esta manera que dejan sin patria a las dos terceras partes de los habitantes actuales de la república y a ésta sin derechos sobre todos aquellos inmensos territorios que no dependieron del imperio mexicano [...].50

En el primero y en el último volumen de su Historia de Méjico, Alamán completaba su

reivindicación de la Colonia con una evaluación magisterial, nostálgica de la era borbona. Hacía una comparación explícita con el México derrotado, empobrecido y anárquico de la década de 1840. Así ignoraba por completo la historia azteca como un fenómeno irrelevante y buscaba hacer de la Colonia, Nueva España, el verdadero y único pasado mexicano aceptable. Esta interpretación resultó novedosa y sorprendente. Después de todo, los antiguos intelectuales criollos habían hecho de la civilización indígena su área preferida de estudio; instintivamente apoyaban a Moctezuma contra Cortés. Desde entonces los historiadores insurgentes y los ideólogos liberales se unieron para condenar a España y su extensión colonial en América. El hispanismo no era una tradición mexicana; surgía de una nueva reacción en contra del indigenismo presente; servía como un arma en contra del presente. Alamán estaba más próximo en estilo y visión a Mora que a Bustamante.

A este hispanismo provocativo Alamán sumaba un devoto catolicismo clerical. Medio

hermano de uno de los canónigos de la catedral, padre de otro, en una época en la que muchos intelectuales eran francmasones, ingresó en la Tercera Orden de Franciscanos.51 En política trató de mantener la independencia de la Iglesia con respecto a cualquier interferencia secular y proteger su propiedad y privilegios contra los ataques radicales. Abiertamente devoto, aunque lejos de ser entusiasta, no halló en el catolicismo un mero solaz privado, sino 50 Lucas Alamán, Disertaciones, 3 vol. México, 1969, I, pp. 103 y 109. 51 Moisés González Navarro, El pensamiento político de Lucas Alamán, México, 1952, pp. 47-63.

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un obstáculo institucional contra las fuerzas que amenazaban con destruir el país. Hacia el fin de su vida escribió: "En medio de un trastorno de todos los elementos de la sociedad, lo único que ha permanecido inmutable es la Iglesia".5252 Profundamente temeroso de más expropiaciones anglo-americanas, juzgaba que la Iglesia formaba la esencia misma de la unidad nacional; era

el único lazo común que liga todos los mejicanos, cuando todos los demás han sido

rotos, y como lo único capaz de sostener a la raza hispanoamericana y que puede librarla de todos los grandes peligros a que está expuesta.53

Lector de Burke y de De Maistre, Alamán era un reaccionario consciente más que un

simple conservador. Obsesionado por la amenaza de la revolución, interpretaba los acontecimientos de su vida como una prolongada lucha entre la civilización y la anarquía. Mientras que otros historiadores contemporáneos, por ejemplo Mora y Bustamante, se esforzaban por distinguir y contrastar la insurgencia y el liberalismo, Alamán interpretaba ambos movimientos complejos simplemente como dos fases de la misma fuerza revolucionaria que se cernía sobre la sociedad para su destrucción. Acerca de la insurgencia afirmaba :

Estos años de guerra no fueron otra cosa que el esfuerzo que la parte ilustrada y los

propietarios, unidos al gobierno español, hicieron para reprimir una revolución vandálica que hubiera acabado con la civilización y la prosperidad del país [...] fue, sí, un levantamiento de la clase proletaria contra la prosperidad y la civilización.54

Definía a los yorkinos como "hombres que no dependen de la sociedad por ningún lazo,

y que no poseyendo nada, por esto mismo propenden a todo".55 Sobre el Congreso radical de 1833 emitió esta brusca condenación: "Todo cuanto el déspota oriental más absoluto en estado de demencia pudiera imaginar más arbitrario e injusto, es lo que forma la colección de decretos de aquel cuerpo legislativo [...]".56 Contra esta atroz alianza entre la chusma y el demagogo, Alamán invocaba a la élite: "el conjunto de todas las personas respetables por su fortuna, educación y conocimientos". También confiaba en "los propietarios, que más tarde fueron la principal fuerza del partido escocés".57 En 1853 describía el apoyo del partido conservador en más o menos los mismos términos:

Contamos con la fuerza moral que da la uniformidad del clero, de los propietarios y

52 A1amán, Historia de Méjico, v, p. 568. 53 Arrangoiz, México desde 1808, p. 422. 54 Alamán, Historia de Méjico, IV, p. 461. 55 Alamán, Documentos diversos, III, p. 185. 56 Alamán, Historia de Méjico, v, p. 538. 57 Alamán, Documentos diversos, lII, pp. 40-41.

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de toda la gente sensata que está en el mismo sentido.58

Este tipo de análisis necesariamente despierta perplejidad. Su vaga generalidad señala

un rechazo por examinar las fuerzas que intervenían en la sociedad mexicana, que se agitaban tras los disturbios políticos del periodo. Muchas veces exacto y agudo en el examen de los individuos y los acontecimientos particulares, Alamán se lamentaba de la dirección que el país había tomado y por consiguiente se convirtió en un mero Laudator acti temporis. Su incapacidad para comprender a la sociedad mexicana condenó al fracaso sus ambiciones políticas. Para señalar un punto obvio, su "clase propietaria" nunca podría ser movilizada como una fuerza política unificada: algunos terratenientes eran liberales, muchos permanecían indiferentes. ¿Por qué habrían de enrolarse en una facción reaccionaria cuando los liberales no representaban una amenaza para la propiedad? El mismo Alamán admitía su importancia política cuando sugería que debían disponer de un lugar en el Congreso al lado de los abogados y de los instruidos.59 Aquí también podemos dudar de que el círculo relativamente pequeño de familias adineradas e ilustradas, en el seno de las cuales se desenvolvía Alamán, hubiera apoyado la totalidad de su política reaccionaria. La única piedra verdadera en la que descansaba la alianza de los conservadores era la Iglesia; aquí se atacaba la propiedad y el privilegio, aquí se desafiaba la influencia moral. La emergencia de un partido específico durante la década de 1840 se explica por el notable resurgimiento del poder del clero, con la ayuda de la posición y actividad de un episcopado mexicano deseoso de protegerse de las amenazas y los decretos de los radicales.60 El clero era el pagador y el predicador de la reacción.

El fracaso de Alamán, en 1831-1832, en crear una alianza permanente entre la Iglesia y el

Ejército, respaldada por su hipotética clase de propietarios, lo convenció de que la única solución a la inestabilidad de México era la fundación de la monarquía. Comentaba:

Nuestra constitución deja al gobierno enteramente aislado, sin tener a quién consultar

sus providencias, ni quién le informe en los puntos de hecho y derecho en los negocios graves.61

Aprovechando el creciente descontento de la década de 1840, pidió una vuelta al sistema

contemplado por Iturbide en el Plan de Iguala y en los Tratados de Córdoba. El Tiempo, el periódico que patrocinaba, declaraba: "Queremos la monarquía representativa, queremos la unidad de la nación; queremos el orden junto con la libertad política y civil".62

Éstas maniobras monárquicas, sin embargo, sólo le ganaron la antipatía del pueblo de la

58 Arrangoiz, México desde 1808, p. 422. 59 Alamán, Documentos diversos, 111, pp. 264-65. 60 Jan Bazant, Los bienes de la Iglesia, pp. 34-43. 61 Alamán, Documentos diversos, 111, p. 253. 62 Jorge Gurría Lacroix, Las ideas monárquicas de don Lucas Alamán. México, 1951, pp. 35-38.

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ciudad de México y de la mayoría liberal. En 1853 Alamán al fin recurrió a su antiguo enemigo, Santa-Anna, y, en un tono sorprendentemente despectivo, lo invitó a gobernar con el apoyo de los conservadores. Algunos miembros de su círculo posteriormente se unieron al gobierno de Zuloaga y sirvieron al Imperio de Maximiliano. Mezclado en estos acontecimientos por asociación, la reputación de Alamán se vio empañada por la acusación de deslealtad. En última instancia, la monarquía implicaba un príncipe europeo respaldado por mercenarios europeos.

En política económica Alamán perpetuaba los métodos de la intervención mercantilista

del Estado borbónico. Este rechazo de Adam Smith y del laissez-faire era muy común en Alemania y en Rusia, donde el gobierno no titubeaba en complementar y promover la empresa individual con diversos incentivos. Mientras que los liberales mexicanos esperaban que el progreso fuera el fruto d la división de las grandes haciendas, Alamán prácticamente ignoraba a la agricultura y el problema de la propiedad de la tierra, concentrando, en cambio, la atención pública en la minería y en la industria. Durante la década de 1820, con el objeto de revivir la industria minera, en gran parte arruinada por las guerras de Independencia, patrocinó una amplia inversión de las compañías inglesas para que actuaran como "aviadores", con derechos sobre la mitad de los beneficios mineros.63 Posteriormente, durante su gestión como ministro en 1830-1832, se esforzó por restablecer la industria textil, en este caso arruinada por la importación de vestidos baratos provenientes de Gran Bretaña. Revocando la anterior prohibición total que se votó para responder a las quejas de los artesanos, impuso una tarifa restrictiva sobre algunas fabricaciones de bajo precio y atribuyó los ingresos derivados de esta protección arancelaria al Banco de Avío, creado para financiar el establecimiento de una industria textil mecanizada en México. Con un costo de casi un millón de pesos, el banco importaba maquinaria moderna, introducida por trabajadores extranjeros, distribuía literatura técnica y respaldaba a los empresarios con generosos créditos de capital.64 Debido en gran parte a esta iniciativa estatal, México adquirió una industria textil mecanizada mucho antes que los demás países hispanoamericanos. En 1842 aceptó el puesto de director general de las juntas industriales nacionales encargadas de promover la industria. Casi su último acto público fue estipular como condición para su ingreso en la última administración de Santa-Anna la creación de un Ministerio de Fomento.

Un último punto merece mencionarse. En la carrera de Alamán la acción política, la

producción intelectual y el beneficio privado estuvieron inextricable y consistentemente ligados. El biógrafo de Cortés era un agente mexicano de los duques de Monteleone, herederos de las propiedades de Cortés. Utilizó su influencia política para defender sus bienes contra la confiscación de los radicales; a cambio recibía un pago considerable por sus servicio.65 Como los insurgentes arruinaron la mina de Guanajuato que era propiedad de su

63 Valadés, Alamán, p. 170. 64 Potash, Banco de Avío, pp. 72-73. 65 Jan Bazant, "Los bienes de la familia de Hernán Cortés y su venta por Lucas Alamán", Historia Mexicana, XIX, 1969-

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familia, tenía poderosas razones personales para rechazar el movimiento. Igualmente las tenía para alentar las inversiones inglesas en esa industria. Luego, después de abandonar el ministerio, se benefició de la política de su administración invirtiendo su fortuna -sin éxito- en la industria textil. Por último, la recuperación de su reputación databa de la publicación de sus Disertaciones y de la Historia de Méjico. Lejos de ser obras de simple erudición, estos libros sirvieron para apoyar su visión de la historia y la política mexicanas y, lo que es igualmente importante, para dar contenido a sus proposiciones. Lo llevaron directamente aceptar el ministerio con Santa Anna.

En mucho respectos, Lucas Alamán anticipó la que había de ser la fórmula básica

mexicana para una sociedad estable y próspera: gobierno autocrático en combinación con desarrollo económico. Pero asociaba su programa a una rama de la política abiertamente clerical hispanista y por último monarquista. Esta relación no era ni lógica ni inevitable. Esteban de Antuñano, por ejemplo, el principal propagandista industrial de la protección y la ayuda estatal, consistentemente aclamaba a Santa Anna como la clave de la solución al problema político.66 En ello era más agudo que Alamán, quien deseaba perpetuar el sistema borbónico de su juventud. De cualquier manera resulta evidente que la alianza conservadora que deseaba construir carecía de apoyo; su éxito hubiera cerrado la puerta al avance social por más de una generación. Paradójicamente, fueron los herederos de los liberales, los generales del porfiriato y sus consejeros positivistas, quienes realmente aplicaron las políticas impulsadas por Alamán.

NACIONALISMO. José María Luis Mora y Lucas Alamán compartían la misma interpretación dualista de la

política mexicana, con una parte que representaba el progreso o la anarquía y la otra la reacción o la civilización. Como lo indica su preferencia por la forma Méjico (como distinta de México) , coincidían en la condenación de la retórica del indigenismo histórico y del nacionalismo insurgente. Sobra decir que esta burda dicotomía, todavía consagrada en muchos libros de texto, simplificaba lo que era de hecho un complejo espectro de facciones e ideologías rivales. Tal vez su principal víctima fue Carlos María de Bustamante, cuya mezcla de conservadurismo católico y de republicanismo patriótico escapaba a su clasificación.

Se sabe que en política intervino más como observador que como actor y, por

consiguiente, no puede ser comparado ni con un Alamán ni con un Zavala, quienes tuvieron una influencia directa sobre el curso de los acontecimientos. Heredero de la tradición intelectual de la Colonia, personificaba la posibilidad de una tercera alternativa en la política mexicana. En gran parte gracias a sus esfuerzos, el indigenismo histórico del periodo 1970, pp. 228-47. 66 Miguel A. Quintana, Esteban de Antuñano, 2 vol. México, 1957, I, pp. 41 y 265.

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insurgente sobrevivió para convertirse en parte integral de la mitología nacional. Hijo de un funcionario peninsular, educado hasta los veinte años en Oaxaca,

Bustamante se graduó en derecho y fue el primer editor del Diario de México. Ya tenía treinta y cinco años cuando en 1812 huyó de la ciudad de México para unirse a Morelos, y sobrevivió para presenciar la ocupación angloamericana de la capital del país. Asistió a la promulgación de la primera Acta de Independencia de 1813 y participó en los debates constitucionales de 1823, apoyando al padre Mier para oponerse al sistema federalista que finalmente ganó la partida. Diputado en el Congreso de Oaxaca durante la mayor parte de este periodo, participó en la elaboración de la Constitución Centralista de 1836 y fue miembro de su Poder Conservador en 1837-1841. Pensionado por el gobierno por sus servicios como insurgente, dedicó su energía e ingresos a la publicación de una gran cantidad de documentos históricos, panfletos políticos, revistas periódicas y comentarios de la época. El principal historiador de la insurgencia nunca renegó su entusiasmo primero, y hasta su muerte, en 1848, siguió exaltando el pasado indígena, el culto de la Guadalupana y de los héroes de la patria. Católico devoto y firme republicano, fue severamente criticado por Zavala y por Alamán.67 Su principal y tal vez único aliado fue el padre Mier, a quien en alguna ocasión describió como "mi honorable y muy caro amigo y compañero". Conocedor de sus propias limitaciones, introdujo El Gabinete mexicano con el reconocimiento:

Ésta no es la historia de nuestros tiempos, son Memorias para que una pluma bien

cortada la escriba de un modo que haga honor a los mexicanos.68

En una palabra, Bustamante se consideró a sí mismo cronista nacional. En espíritu un

anacronismo, se parecía más a sus predecesores coloniales, a Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela por ejemplo, que aun historiador filosófico contemporáneo. Era más bien como si un arquitecto provinciano, ciego o enemigo del gusto prevaleciente por lo neoclásico, hubiera insistido en construir iglesias al estilo churrigueresco.

Más tradicionalista que reaccionario, Bustamante difundió el conocimiento de la

antigüedad indígena a tal punto que aparece como el lazo principal entre Clavijero y Orozco y Berra. Sin embargo, su contribución fue ampliamente editorial. En el Diario de México publicó numerosos artículos acerca de la historia indígena, incluso un fuerte artículo contra Pauw y Robertson. Recomendaba especialmente a Boturini y la "obra preciosísima"69 de Clavijero, y además insertaba traducciones de las reseñas de las investigaciones de Antonio León y Gama y Pedro Márquez que antes habían aparecido en los periódicos de Roma.70 67 Para estos detalles personales véase, Carlos María de Bustamante, Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, México, 1833. Lucas Alamán, "Noticias biográficas del Lic. don Carlos María de Bustamante", Documentos diversos, 111, pp. 281-333. 68 Carlos María de Bustamante, El Gabinete mexicano, 2 vol., México, 1842, I, Prefacio no numerado. 69 Diario de México, VI, pp. 438-39 y VIII, pp. 506-7 y 510-12. 70 Ibid., IX, pp. 105-6 y x, pp, 157-59.

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Después de la Independencia se anotó un éxito con su primera edición de la monumental obra de Bernardino de Sahagún, que durante mucho tiempo había permanecido oculta hasta que fue redescubierta a fines del siglo XVIII. Además publicó una descripción de Texcoco escrita por Mariano Veytia, el análisis de la piedra del Calendario de León y Gama, y la narración de la Conquista de Fernando Alba Ixtlixóchitl. En los diferentes periódicos que editó aparecieron selecciones de otros manuscritos.71 En su Mañanas de la Alameda, Bustamante compuso, en forma de diálogo, un relato popular del pasado indígena destinado a instruir a jóvenes señoritas acerca de las glorias de su historia nacional, en el que "veránse nuestras antiguas naciones como sociedades cultas y políticas".72 Periodista político más que estudioso, Bustamante publicó estas obras para convencer al público mexicano de dos grandes verdades: la grandeza de la civilización indígena y el horror de la conquista española. Execrable editor, cambiaba títulos, cortaba el texto e interpolaba sus propios comentarios. En su edición de 1840 del decimosegundo libro de Sahagún -todavía era la única copia impresa de la versión de 1585- sus insistentes comentarios absorben tanto espacio como el texto mismo.73 El bajo nivel intelectual de su enfoque fue el que ayudó a desacreditar su propia reputación y al indigenismo histórico. Para Bustamante los motivos patrióticos que habían inspirado a Clavijero o Veytia a estudiar la antigüedad india ocupaban el primer plano de su empeño, con una violencia tal como para destruir cualquier pretensión de imparcialidad crítica o intento de academicismo. Sin embargo, un examen reciente de la Historia patria, concluye que Bustamante fue el principal autor de los mitos nacionales que todavía dominan los libros de texto de los escolares.74

Como la mayoría de los patriotas criollos de la generación anterior, Bustamante creía

fervientemente en la aparición de la Virgen María en el Tepeyac y en el milagroso origen de la imagen de la Guadalupana. Asistió a las celebraciones del tricentenario de 1831, escribiendo panfletos que halagaban a la patrona de México. Para él, la Virgen de Guadalupe se parecía a "una indita amable, morena, llena de dulzura".75 Un examen de la manera como enfrentó el gran escollo a la creencia que presentó Sahagún, muestra que su guadalupanismo nunca estuvo separado del patriotismo. Como el historiador español Juan Bautista Muñoz ya lo había indicado, el franciscano no sólo no mencionaba la aparición, sino que explícitamente condenaba como pagano el culto que se desarrollaba en el Tepeyac. Este texto fue el que confirmó las dudas del padre Mier acerca de la historia tradicional. Sin embargo, Bustamante, que no había sido disuadido, construyó una vigorosa e ingeniosa defensa.76 Publicó la segunda versión de 1585 del libro XII de Sahagún bajo el título La aparición de Nuestra

71 Para una lista completa de sus publicaciones véase, Edmundo O'Gorman, ed., Guía bibliográfica de Carlos María de Bustamante. México. 1967. 72 Carlos María de Bustamante, Mañanas de la Alameda en México, 2 vol., México, 1835-1836, II, p. 1. 73 Publicado con el equívoco título de La aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. México, 1840. 74 Josefina Vázquez de Knauth, Nacionalismo y educación en México. México, 1970, pp. 32-34 y 38-39. 75 Carlos María de Bustamante, La aparición guadalupana de México. México, 1843, p. 61. 76 Juan Bautista Muñoz, Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México. Madrid, 1817. (El ensayo fue escrito en 1794.)

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Señora de México. En su introducción subrayaba la admisión que hacía Sahagún de que en su primer relato erróneamente había guardado silencio respecto a ciertos acontecimientos. Ésta era la clave. El temor a la represión española había impedido que los contemporáneos dieran testimonio de la aparición. Después de la Conquista: "Por todas partes y por espacio de no pocos años, se respira en esta América, muerte, odio, devastación y esclavitud".77 Pensemos en qué hubiera sucedido, preguntaba en tono retórico, si cualquier patriota hubiera afirmado que había visto a la Virgen en el periodo 1810-1821. Los españoles lo hubieran ejecutado de inmediato: así también en los años posteriores a la Conquista. En cuanto al manuscrito de Sahagún, argumentaba que había sido pervertido: terceros, enemigos de México, habían alterado el texto.

Íntimamente ligada a su veneración por la Virgen de Guadalupe estaba su aceptación de

la identificación de Quetzalcóatl con el apóstol Santo Tomás, una teoría que habían sostenido Boturini y Veytia, así como el padre Mier. En el Diario de México ya había hecho una descripción del héroe indígena a partir de la pregunta: "¿Curiosos lectores, sería este Santo Tomás Apóstol de estos dominios según la tradición?"78 Admiraba tanto la famosa disertación escrita en torno al tema por el padre Mier que de hecho insertó toda la obra en la primera edición de Sahagún.79 En sus Mañanas de la Alameda, él mismo revisaba los argumentos que por lo general se habían utilizado para apoyar esta hipótesis: las similitudes rituales y éticas entre la religión indígena y el cristianismo, la presencia de cruces, etcétera. Su tratado de 1843, La aparición guadalupana, defendía la autenticidad del milagro de la guadalupana y la misión de Santo Tomás-Quetzalcóatl, y concluía: "Ya hoy está fuera de duda que el Evangelio se anunció en esta América a los antiguos indios".80 Esa era la manera como los antiguos indios y la Colonia adquirían un fundamento cristiano sin ninguna injerencia española.

En alguna época, siendo él mismo un insurgente que escapó con vida, Bustamante se

convirtió en el principal apologista de los héroes nacionales. Fue él, con el padre Mier, quien originó la retórica nacionalista que justificaba la Independencia con base en la presuposición de la existencia de una nación mexicana que existía antes de la Conquista, ahora liberada después de trescientos años de despotismo español. Fueron los dos mismos hombres quienes persuadieron al Congreso para que adoptara el aniversario del grito de Dolores como la fecha de conmemoración nacional de la Independencia. No obstante, no lograron cambiar el nombre del país por el de Anáhuac ni remplazar la bandera de Iguala con los colores de

77 Carlos María de Bustamante, La aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México. México, 1840, p. viii. Para una discusión de las diferentes versiones de Sahagún véase, Howard F. Cline, "Notas sobre la historia de la Conquista de Sahagún", en Bernardo García Martínez, ed., Historia y sociedad en el mundo de habla española. Homenaje a José Miranda. México, 1970, pp. 121-40. 78 Diario de México, VIII, p. 378. 79 Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, 3 vol. México, 1829-1830. Incluye la disertación del padre Mier en el primer volumen sin numeración entre las pp. 277 y 279. 80 Bustamante, Mañanas de la Alameda, 1, pp. 108-20. La aparición guadalupana, p. 69.

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Moctezuma.81 En los años posteriores fue principalmente Bustamante quien siguió afirmando que la Independencia se debía a Hidalgo y a Morelos y no a Iturbide. También él fue en gran parte responsable de la íntima asociación con el pasado indígena y por ello creó un panteón nacional de héroes en el que Moctezuma y Cuahutemoc yacían junto a Hidalgo y Morelos. Aunque éstos son ya desde hace mucho tiempo lugares comunes en su generación, la tendencia era todavía a aceptar a Iturbide como el padre de la Independencia; ni Alamán ni los ideólogos liberales sentían mucha simpatía o respeto por los hombres de 1810.82

El lazo, por así decirlo, que unió a los insurgentes con los aztecas era el antiespañolismo.

Como tópico criollo, la actitud de Bustamante era decididamente ambigua. Recordaba las escenas de la Conquista o de la Revolución, y llenaba una página con las más arrebatadas denuncias de la crueldad y la opresión española. Coincidía con Mier en la revivificación de la Leyenda Negra. En ocasiones, especialmente en comentarios incidentales, reconocía lo que México debía a los españoles.

Los españoles nos han dejado a par que motivos de odio, motivos de recuerdos

continuos; por doquier que levantemos la vista encontramos objetos que nos renuevan su memoria; nuestro idioma, nuestra religión, nuestras leyes, usos, costumbres y aun las mismas preocupaciones de que estamos plagados son de ellos.83

De manera similar, cuando se dirigía a su supuesta audiencia de señoritas, admitía las

buenas intenciones de los españoles; citaba la teoría del padre Mier acerca de la constitución colonial; se lamentaba de las crueldades del movimiento de Hidalgo; y adoptaba la analogía pradtiana de que la Colonia obtenía la independencia de la misma manera que un hijo llegaba a la mayoría de edad.84 Sin embargo, en estos mismos años, incluyó en su suplemento de la historia de Andrés Cavo, el inflamado documento que el consulado mexicano envió en 1811 a las Cortes de Cádiz, mismo que buscaba despertar la ira de los mexicanos más pacíficos.85 Hacia el fin de su vida siguió atacando la presencia española en el Nuevo Mundo. Sus muchas confesiones representaban más un cambio de énfasis que de opinión. La antigua disputa entre el criollo y el gachupín, uno de los rasgos tradicionales más definitivos del patriotismo criollo, se transformó en un elemento esencial del nuevo nacionalismo mexicano. Por lo tanto resulta fácil entender por qué Alamán se empeñaba en destruir la reputación de Bustamante. Bustamante, como muchos otros nacionalistas, en la práctica política era un firme conservador. Los supervivientes de los seguidores de Morelos se dividieron en dos

81 Juan A. Mateos, Historia parlamenta,;a de los Congresos mexicanos de 1821 a 1857, 11 vol. México, 1877-1886, I, p. 711 y II, pp. 254, 432 y 678. 82 Vázquez de Knauth, Nacionalismo y educación, pp. 17-43. 83 Carlos María de Bustamante, Continuación del cuadro histórico de la Revolución mexicana, 4 vol. México, 1953-1963, III, p. 241. 84 Bustamante, Mañanas de la Alameda, l, pp. 286-87. 85 Andrés Cavo, Los tres siglos de México durante el gobierno español hasta la entrada del Ejército Trigarante ...Publicada con notas y suplemento por Carlos María de Bustamante, 3 vol. Xalapa, 1870, III, pp. 346-76.

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facciones. Vicente Guerrero y Andrés Quintana Roo se unieron a los radicales, Nicolás Bravo y Bustamante se orientaron hacia la derecha. Crítico severo de los federalistas de 1824, temporalmente encarcelado a instancias del panfletista yorkino El Payo del Rosario, Bustamante reservó su más ácida condena para la administración de Gómez Farías de 1833-1834. Escribía :

La memoria del gobierno de Gómez Farías pone pavura al corazón de todo mexicano

como el de Robespierre a todo francés [...] aquél no era un congreso, era un club de jacobinos feroces [...]86

Miembro por status, si no por riqueza, de la élite criolla, Bustamante alimentaba

prejuicios aristocratizantes que lo llevaron a desaprobar la participación popular en el gobierno. Más realista que Alamán, se lamentaba de que en México no existiera una clase de propietarios suficientemente numerosa y educada que gobernara el país. Después de hacer un comentario despectivo respecto al comportamiento de algunos artesanos elegidos como funcionarios municipales, hizo esta reveladora confesión:

Podrá haber uno que otro de oscuro nacimiento y de alma tan privilegiada que se

porte como un caballero, pero éste es rara avis en tierra [...] Yo prefiero a un guerrero del tiempo de las cruzadas o del siglo del Cid, a ciento de los llamados ciudadanos democráticos de estos días [...] Dios ha puesto cierta aristocracia en todas las sociedades [...]; nuestros antiguos aztecas [...] siempre confiaban las magistraturas y altas dignidades a los nobles tecutlis o caballeros.87

Por lo general siempre calificaba a los partidarios de los radicales como léperos, una

etiqueta que abarcaba todo y que para él incluía a todos los habitantes de las ciudades que no eran gente decente. En una ocasión se refirió a los radicales de Veracruz como a "unos zapatilleros, sastres, muchachos y gente ruin y beoda". De los masones escribía: "en aquellos días se multiplicaron las logias de léperos, casas de juego de lotería [...]"88 Esta nota de aversión clasista aparecía claramente en la contrastada en la evaluación de los diputados del Congreso conservador de 1831-1832 y de sus sucesores radicales. El primero estaba: "compuesto en su mayoría de sabios, hidalgos y hombres pundonorescos: nos tratamos como amigos, nos chanceamos como jóvenes y nos conducimos como caballeros". En el segundo había: "algunos tan zafios y groseros que a tiro de ballesta se conocía el fruto que podrían dar, y aun se columbraba por su gesto y vestido su procedencia ruin". Como Mier, nunca aceptó la idea de la soberanía popular según la interpretaba Rousseau, puesto que para él :

el pueblo es una bestia feroz e ingrata, que perdido una vez el tino y respeto a la

86 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, IV, pp. 157 y 247. 87 Ibid., II, p. 161. 88 Ibid., III, p. 340 y IV, p. 42.

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autoridad que lo manda no es fácil sujetarlo.89

Su principal objeción al radicalismo, sin embargo, nacía de los ataques a la Iglesia.

Ferviente católico, más ortodoxo que su amigo el padre Mier, en alguna ocasión protestaba: "no soy jansenista, sino muy católico, apostólico, romano". Buscando enseñanzas en el pasado, apoyaba el derecho de la autoridad civil a ejercer el patronato sobre los nombramientos clericales, considerándolo un atributo de la soberanía nacional.

Debemos regirnos por la disciplina y práctica de la nación española, y puesto que sus

reyes habían cuidado de sostener la regalía del patronato, yo también la reconocía en la Nación Mexicana.90

Culpaba a los yorkinos de desperdiciar la oportunidad de obtener el reconocimiento

papal del patronato. Comparando su ataque a la propiedad eclesiástica con las confiscaciones de Enrique VIII de Inglaterra, señalaba:

creyeron los yorkinos que muy en breve el clero mexicano se haría de su opinión, se

convertiría en cismático, desconocería la autoridad del papa, y en México tendríamos una Iglesia Anglicana.91

Profundamente conmovido por los acontecimientos de 1832-1833, Bustamante publicó

diversos panfletos en defensa de las órdenes religiosas y de la propiedad eclesiástica. Todavía en 1847 lanzó un furioso ataque contra el segundo intento de Gómez Farías de expropiar los bienes de la Iglesia. En una ocasión, al señalar que los liberales exigían la extinción de "esas instituciones góticas", que eran contrarias al "espíritu filosófico del siglo", explicaba a sus lectores:

Esas instituciones góticas son la prosperidad de los bienes de las comunidades

religiosas, la intolerancia de los cultos, las contribuciones eclesiásticas para sostener el verdadero, la perpetuidad de los votos religiosos, los fueros eclesiástico y militar y otras cosas piadosas.92

Él mismo consideraba la libertad de cultos como una amenaza para la unidad nacional:

la tolerancia en un país todo de católicos [...] es un desatino en lo moral como lo fue

89 Ibid., IV, pp. 126, 133 y 151. 90 Ibid., IV, pp. 14 y 30. 91 lbid., lV, p. 242. Véase también sus panfletos: Abajo gente baldía gritan los reformadores o sea defensa de las órdenes religiosas. México, 1833. Respuesta al papel intitulado: Allá van esas verdades y tope en lo que topare y defensa de 10., bienes eclesiásticos. México, 1837. 92 Bustamante, Análisis crítico de la constitución de 1836. México, 1842, p. 30.

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en lo político el establecimiento de un gobierno federal [...]93

Conforme con estos sentimientos, insistentemente instaba al Congreso a que permitiera

el regreso de los jesuitas; publicó la monumental historia de Alegre de la provincia mexicana como respuesta a la edición liberal de las Cartas provinciales de Pascal, y en 1843 se acercó personalmente a Santa-Anna y obtuvo el restablecimiento, aunque limitado, de la Compañía en las misiones del norte del país.94

Firme republicano, Bustamante tenía pocas palabras amables para esa otra gran fuerza

disruptiva de la política mexicana, el general Antonio López de Santa-Anna, a quien alguna vez describiera como "un monstruo cuya deformidad no puede trazar mi pobre pluma". En 1833 después de asistir a una magnífica recepción ofrecida en honor de Santa-Anna, confesó: "Decíame a mí mismo...¿Si Hidalgo se hubiera figurado esta farsa habría dado el Grito de Dolores?" En una ocasión similar en 1835, exclamó: "Elévase majestuosamente y sube sobre las ruinas de su patria".95 En 1843 fue nombrado por el general miembro del Consejo de Gobierno; Bustamante renunció de inmediato: "aceptaré cualquier nombramiento por servir a mi patria como me venga de un origen popular".96 Su historia del gobierno de Santa-Anna de 1841-1844 pintaba un cuadro negro de venalidad, irresponsabilidad y represión. Expresaba su pesadumbre por el hecho de que el dictador no hubiera sido ejecutado por todos sus crímenes. Tras la aversión hacia el hombre, subyacía el temor al principio cesarista que representaba. Las últimas páginas que publicó contenían un violento ataque contra Santa-Anna, a quien hacía responsable de la derrota mexicana en la guerra de 1846-1847 y de toda la tendencia hacia la dictadura militar.97

Entonces, ¿cuáles eran las personas o la facción más cercanas a Bustamante? La

respuesta no permite duda alguna. Con excepción de Nicolás Bravo, para quien reservaba los más calurosos elogios, favorecía el ala reaccionaria de la época: "Verdaderamente don Lucas Alamán es el gran hombre de Estado que tiene la república". y escribía acerca del primer periodo de gobierno del general Anastasio Bustamante (cuando Alamán desempeñó las funciones de primer ministro): "su primera administración, había sido inmejorable".98 Después de la destitución de Alamán, lo defendió en la corte contra la persecución de los radicales. En general, las razones de este apoyo eran obvias: el gobierno de 1830-1832 propugnaba una acción fuerte y centralizada del ejecutivo; era católico y nacionalista en orientación y los hombres que participaban en él eran de buena familia y educación.

93 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, lV, p. 18. 94 Bustamante, Gabinete mexicano, II, pp. 122-25. Bustamante, Apuntes para la historia del gobierno del general don Antonio López de Santa-Anna. México. 1945, pp. 80-154. 95 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, IV, pp. 53, 233 y 372. 96 Bustamante, Gobierno de Santa-Anna, p. 206. 97 Carlos María de Bustamante, El nuevo Bernal Díaz del Castillo o sea historia de la invasión de los anglo-americanos en México, México, 1949, pp. 310-23. 98 Continuación del cuadro histórico, III, p. 443. Gabinete mexicano, I, p. 1.

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Bustamante defendía una política estatal que promoviera la industrialización como

Esteban de Antuñano y Lucas Alamán. Bajo la influencia de los escritos del abate de Pradt, temía que la dominación extranjera de la economía condujera a la subyugación política y por lo tanto apoyaba firmemente la creación del Banco de Avío y de tarifas proteccionistas. Denunció repetidamente a "los falsos economistas", es decir, la política librecambista de los liberales basada en Adam Smith y J. B. Say. La apertura de los puertos al comercio con el exterior había arruinado ala industria mexicana:

vemos a los artesanos sin destino en que ocuparse y sus familias gimen de necesidad;

en vano buscan aquellos antiguos talleres que les proporcionaban su alimento preciso, porque todo viene del extranjero; así es que están condenados a formar gavillas de salteadores o a buscar su fortuna en las revoluciones intestinas.99

Aunque Bustamante frente a Francia prefería a Inglaterra, puesto que consideraba que la

primera era la fuente de "la lastimosa inmoralidad que ya plaga a nuestro pueblo", sospecha profundamente del poder económico inglés. "Quiere que seamos meros colonos, consumidores de sus efectos y más esclavos que lo fuimos de los españoles". Temía que las dificultades que representaba el pago de los intereses de la creciente deuda externa provocaran una situación en la que "tal vez dará por resultado una intervención armada que nos ponga en un estado casi de colonos suyos".100 Conocedor de las tendencias mundiales, alababa al general Rosas de Argentina por su resistencia ante las exigencias francesas, y veía en el triunfo de Inglaterra en la Guerra del Opio contra China, la confirmación de la amenaza que para México constituía el imperialismo europeo. Sobra decir que detestaba a "esos hipócritas", los angloamericanos, los esclavistas del norte, y nunca dejó de lamentarse de la locura que había sido permitir la colonización de Tejas.101

Ardiente partidario de la política económica del joven Alamán, Bustamante se convirtió

también en un ardiente enemigo de los proyectos monárquicos del Alamán maduro. Cuando en 1846 el periódico conservador El Tiempo, apoyado por el presidente Paredes, defendió abiertamente la monarquía mexicana, Bustamante lanzó un furioso ataque contra ese esquema, invocando las figuras de Hidalgo y Morelos y la sangre de los doscientos mil mexicanos que murieron luchando por liberar al país del rey de España. Recordaba las barbaries de la Conquista y la salvaje represión de la insurgencia. Citó una vez más la vieja advertencia bíblica contra los reyes, primero formulada por el profeta Samuel al pueblo de Israel. En una palabra, Bustamante interpretaba todas las propuestas monárquicas como veladas amenazas contra la independencia mexicana; para él un rey era sinónimo de despotismo europeo. Exclamaba: "Treinta y cinco años cuento en servir a mi patria y puedo

99 Bustamante, No tiene la razón la Francia. México, 1838, pp. 1-2. Véase también: Mañanas de la Alameda, II, pp. 135-38. 100 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, 11, p. 228, y IV, p. 446. 101 Ibid., IV, p. 35. Gabinete mexicano, I, p. 175. Gobierno de Santa-Anna, p. 126.

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decir que he rifado mi vida en varias clases de combates por no ser gobernado por un rey".102 Probablemente esta campaña fue la que le valió la nota crítica e injusta que encontramos en la biografía póstuma que escribió Alamán.

En la práctica política, Bustamante era un hombre de centro, miembro integral del

círculo amorfo de los conservadores liberales, liberales moderados y santannistas que componían los gabinetes y el Congreso durante los años 1824-1853. A pesar de pasadas críticas, el tipo de presidente que mereció su apoyo fueron los generales Anastasio Bustamante y José Joaquín de Herrera, el primero un antiguo iturbidista, el segundo un liberal moderado. Bustamante describe con desesperada intensidad las fuerzas políticas que más detestaba en su última obra, El nuevo Bernal Díaz del Castillo o sea Historia de la invasión de los anglo-americanos en México. En el terrible año de 1846, con los invasores extranjeros adentrándose cada vez más en territorio nacional, el gobierno reaccionario y monarquista de Paredes fue remplazado primero por el radical y anticlerical de Gómez Farías y luego con la dictadura militar de Santa-Anna. El título mismo del libro revela la desesperación de este viejo insurgente frente a la destrucción y humillación de su país. En 1848, con la muerte de Bustamante también murió para siempre su tipo de nacionalismo mexicano, compuesto de indigenismo histórico, guadalupanismo y republicanismo conservador. En muchos respectos fue el último florecimiento del antiguo patriotismo criollo.

Al parecer, en el momento de su muerte, a los 74 años, Bustamante era considerado un

venerable anacronismo más bien excéntrico, alguien cuyo corazón estaba bien puesto aunque su mente desvariara. 103 Su incapacidad para atraer discípulos, hombres inteligentes, aptos para desarrollar toda esa confusa gama de entusiasmos e intimaciones en un sistema coherente de pensamiento político, fue más que un fracaso personal. Eliminó la posibilidad de que México produjera al fin una escuela de conservadores nacionalistas y románticos que estuvieran dispuestos a iniciar un debate fructífero con el liberalismo. En lugar de eso el conservadurismo cayó bajo la estéril influencia de la reacción hispanista. Para indagar las causas ,de su fracaso (si así ha de juzgarse) es necesario examinar la composición política del liberalismo. Sin embargo, una primera comparación con el extranjero nos permitirá esclarecer la naturaleza del problema. Aquí nuestra innovación consiste en inspeccionar el paisaje convencional desde una nueva perspectiva.

NACIONALISMO y LIBERALISMO. El misterio central de la política mexicana durante los años intermedios del siglo XIX es

el predominio del liberalismo. ¿Cómo podemos explicar su éxito? ¿Cómo fue posible que una ideología desarrollada para satisfacer las ambiciones y aspiraciones de la burguesía europea 102 Bustamante, El nuevo Bernal Díaz, p. 117. 103 Véase, por ejemplo, Prieto, Memorias, pp. 478-79.

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se convirtiera en el credo político de la coalición progresista en México, un país con estructuras sociales tan distintas a las de Europa del norte? Para explicar este fenómeno debemos primero explorar el fracaso del nacionalismo por cuanto no supo ofrecer remedios tácticos, una cuestión íntimamente relacionada con la ausencia de cualquier forma de socialismo agrario en el escenario político. Luego finalizaremos nuestra discusión con el examen. de la composición, en comparación con la ideología del liberalismo mexicano.

La comparación más ilustrativa con el México de Santa-Anna la proporciona la Rusia del

Zar Nicolás (1825-1855). En ella, a pesar del absolutismo autocrático del régimen, durante los años 1830 y 1840 el mundo intelectual se hallaba dividido en dos grandes campos, llamados respectivamente los occidentalizantes y los eslavófilos.104 Como lo indica su nombre, el primer grupo proponía introducir cambios en Rusia de acuerdo con los que existían en Europa occidental. Deseaba el establecimiento de una democracia parlamentaria que garantizara las libertades individuales, poner fin a la servidumbre y distribuir la tierra al campesinado. En una palabra, eran los radicales típicos de la época, racionalistas e individualistas, herederos de la Ilustración y de la Revolución francesas. Su posición era efectivamente desafiada por los eslavófilos, quienes defendían el valor de la herencia ortodoxa, y denunciaban a Occidente como la fuente del ateísmo y el desorden social. Recurrían al pasado ruso, al siglo XVII, cuando, según ellos, la sociedad, la religión y el Estado cultivaban en sus relaciones una armonía orgánica natural. Pesarosos de la política occidentalizadora de Pedro el Grande y de la visión afrancesada de la clase alta, veían en el campesinado al verdadero representante de la nacionalidad (narodnost) rusa. Hostiles al individualismo liberal, por considerarlo un concepto no ruso, proponían una reforma agraria que otorgara la propiedad a la comuna campesina (obshchina). Profundamente nacionalistas, atacaban el programa liberal como una servil imitación de Occidente, de países decadentes, desfigurados por los conflictos de clase y la opresión industrial. En lugar de ello ofrecían la imagen de la Santa Rusia, cuyas profundas raíces en el pasado eran la verdadera promesa de un futuro armonioso.

Como resultado de este debate apareció el socialismo ruso. Antiguo occidentalizante,

Alexander Herzen desarrolló una interpretación radical de las ideas eslavófilas. Cada vez más crítico del Occidente liberal e industrial, renegó del individualismo y atribuyó a la comuna campesina la calidad de vehículo principal del cambio popular. Así Rusia se veía liberada de cualquier necesidad de atravesar la etapa del capitalismo burgués; la supervivencia de la obshchina le permitiría saltar directamente de la edad media al comunismo agrario. Todos los miembros radicales de la generación posterior aceptaron esta visión populista. Dada la ausencia de un proletariado industrial numeroso, puede afirmarse que una crítica conservadora efectiva del liberalismo clásico era el prerrequisito necesario para la formulación de una forma agraria de socialismo. Aun en Gran Bretaña, el repudio romántico 104 Esta descripción de Rusia está basada en Martín Malia, Alexander Herzen and the Birth of Russian Socialism. Nueva York, 1965, pp. 281-89 y 395-415. Franco Venturi. Roots of Revolution. Nueva York, 1966, pp. 1-35 y 63-89.

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de los conservadores al industrialismo, con su idealización de una "Inglaterra Feliz" de la Edad Media, condujo directamente al socialismo inglés de William Morris.

Volviendo a México, aparece de inmediato obvio que los liberales fueron las

contrapartes mexicanas de los occidentalizantes rusos. Deseaban convertir a su país en un símil de los Estados Unidos. A un país dominado por los latifundios y los pueblos de indios, le ofrecían el ideal del agricultor propietario; un ideal que, sin embargo, dada su insistencia en la santidad de la propiedad privada y las leyes del mercado, postergaban cada vez más. ¿Pero quiénes eran las contrapartes mexicanas de los eslavófilos? Desde luego que no Lucas Alamán, con su receta de autocracia e industrialización. Su política podía acomodarse y fue acomodada dentro de los límites del Estado porfiriano. Su hispanismo contradecía toda creencia en el populismo. En lugar de ello, si prescindimos de todo problema de personalidad e inteligencia individual, nos vemos directamente conducidos a Carlos María de Bustamante y al padre Mier. Existe una sorprendente similitud entre gran parte de su posición intelectual y la de los eslavófilos. Ellos también alimentaban un cierto mesianismo patriótico, la creencia de que México, bajo el patronato de la Virgen de Guadalupe, había sido bendecido por la Providencia con un destino religioso singular. Tanto como sus contrapartes rusas, detestaban a la Ilustración francesa ya sus herederos políticos, los radicales que deseaban destruir la herencia religiosa de su país en nombre del progreso. Nacionalistas instintivos, recurrían a la historia, a la experiencia pasada y al carácter de la nación.

Si las similitudes son notables, las diferencias entre rusos y mexicanos son

particularmente instructivas. Apóstoles de una supuesta nación mexicana, Bustamante y Mier nunca desarrollaron ninguna teoría positiva de nacionalidad: de mexicanidad. En su nación, no distinguían ni valores inherentes como diferentes de las virtudes -ni un papel en el mundo; el logro y el mantenimiento de la independencia eran suficientes por sí mismos. Todavía más, carecían por completo de una teoría de la sociedad, una omisión que condicionó su fracaso para inspirar el presente con lecciones tomadas de la sociedad azteca. Para ellos, la historia indígena de México seguía siendo una historia antigua, comparable a la de la Roma o la Atenas de los clásicos; no era un pasado gótico o medieval, todavía presente en muchas instituciones y prácticas modernas, con principios y elementos sociales merecedores de emulación o resurrección. Bustamante consideraba el imperio azteca con la misma perspectiva que un nacionalista griego, descendiente de Bizancio y de la ortodoxia, que se enorgullecía del antecedente que hallaba en la Atenas de los clásicos. Cuando mucho exploraba en las fuentes históricas casos de moralidad, incidentes de valentía y deslealtad, comparables, digamos, a los de los espartanos en las Termópilas. A pesar de su entusiasmo, su enfoque era profundamente anticuado; el pasado formaba un sistema cerrado completamente separado de la experiencia del México moderno.

Y sin embargo, así de olvidado por los indigenistas históricos, el pasado indígena

sobrevivió. El pueblo conectaba con su principio de tenencia comunal de la tierra las

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instituciones sociales de los aztecas con las comunidades rurales del México contemporáneo. A diferencia de los eslavófilos, no obstante, los primeros nacionalistas mexicanos sentían poca simpatía por las masas indígenas de la época. De hecho, en la disputa entre los hacendados de Chilapa y los indios locales, Bustamante apoyó a los propietarios elevando el grito de guerra de castas.105 Mier y él mismo siguieron siendo criollos de corazón, hijos y descendientes de españoles, que habían expropiado la antigüedad indígena con el único propósito de liberarse de España. Lo que aquí queremos subrayar es el desinterés de cualquier joven intelectual por añadir contenido social a su posición. Si aceptamos la analogía con Rusia, entonces el fracaso de los conservadores indigenistas en cuanto a proponer un desafío convincente a los liberales, pospuso el surgimiento de un socialismo mexicano agrario al menos dos generaciones. Sólo hasta la década de 1920 el principio de la tierra comunal fue ampliamente aceptado como elemento esencial de la reforma agraria.

Sobra decir que nuestra teoría exige una cuidadosa modificación. Diferentes países

habitan diferentes series en el tiempo. Desde el punto de vista cultural el México poscolonial estaba muy atrasado con respecto a la Rusia del Zar Nicolás. Igualmente importante es el problema de la influencia filosófica. En muchos respectos el mundo hispánico difería, tanto como la misma Rusia, de un Occidente liberal e industrializado, por ejemplo Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos. Pero mientras que los intelectuales eslavos recurrieron a la crítica del idealismo alemán de la Ilustración y de la Revolución francesa ya sus teorías historicistas del Volk, para crear sus propios, conceptos rusos de nacionalidad, los intelectuales hispánicos en la Península y en América carecían de armas filosóficas para liberarse ellos mismos del dominio de las ideas liberales.106 Poco familiarizados con el concepto de Occidente como la personificación de un radicalismo ajeno y destructivo, no sabían cómo contrarrestar sus efectos con una teoría nacionalista positiva; en lugar de eso se vieron obligados a invocar el conservadurismo reaccionario de Burke y De Maistre. No fue sino hasta fines del siglo XIX cuando el mundo hispánico, para entonces ya familiarizado con el idealismo alemán, desarrolló su propia forma de nacionalismo cultural. En México, la fundación del Ateneo de la juventud marca el momento en el que los intelectuales rechazaron el positivismo (la segunda fase del liberalismo); el "Occidente" contra el que reaccionaron era desde luego los Estados Unidos.107

La segunda modificación básica a nuestra hipótesis tiene implicaciones más

importantes. La relación del pasado indígena con el presente mexicano era muy distinta de la relación del Sacro Imperio Romano con la Alemania decimonónica, o a la de la Rusia antes de Pedro el Grande con la Rusia del zar Nicolás. Para 1850 era ampliamente aceptado que sólo la mitad de la población de México era india. El resto, clasificado durante la Colonia como

105 Representación que los vecinos emigrados de Chilapa han hecho... e hizo suya el señor diputado Carlos María 106 Malia, Alexander Herzen, pp. 289–96. 107 Juan Hernández Luna, ed., Conferencias del Ateneo de la Juventud. México, 1962. Aquí la obra clave fue Ariel del uruguayo José Enrique Rodó.

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españoles americanos, mestizos y mulatos, compartían una cultura radicalmente diferente, que, española de origen, había adquirido suficientes características locales como para ser mejor definida como simplemente mexicana. Más aún, durante la década de los años 1840 estas dos grandes comunidades se hallaban con frecuencia en guerra.108 En Yucatán los mayas intentaron expulsar a todos los mexicanos de la península. En el norte, tribus indómitas lucharon contra los mexicanos con la misma ferocidad que habían mostrado contra los angloamericanos. En las montañas de Chiapas, Guerrero y Sierra Gorda, los levantamientos indígenas condujeron a una sangrienta lucha racial. En Nayarit y Sonora los coras y los yaquis lograron conservar durante muchos años su independencia. Hasta entonces la nación mexicana estaba todavía en formación. Nuestra analogía con Rusia sugería que un desafío indigenista conservador al individualismo liberal muy bien hubiera podido llevar, dialécticamente, a la formulación de un indigenismo radical basado en una teoría de socialismo agrario. Después de todo ésta sería la política de los años treinta. Entonces ¿por qué es tan difícil encontrar en el siglo XIX siquiera una insinuación de ese programa? Al parecer la respuesta se halla en los disturbios de los años 1840. Para la clase alta y los liberales el indigenismo radical significaba guerra de castas. Por lo tanto, resulta irónico que la vía hacia el socialismo agrario mexicano estuviera bloqueada precisamente porque su base -tenencia comunal de la tierra- estaba asociada con los indios, de ahí que fuera considerada como un legado retrógrada de un pasado salvaje y como la causa de la inquietud agraria y de la falta de unidad nacional.

Queda un último problema. ¿Qué fue lo que hizo que el liberalismo clásico ganara tanto

apoyo en México? En Argentina, en comparación, aparentemente las masas siguieron a los caudillos al campo conservador del federalismo. Los unitarios liberales formaron una pequeña camarilla intelectual que carecía de apoyo popular. Más aún, los pensadores clave de la generación posterior, Sarmiento y Alberdi, siempre mostraron una profunda aversión hacia las masas indígenas y buscaron modernizar su país a través de la promoción de la inmigración en gran escala proveniente de Europa occidental. Sin embargo, en México, si creemos las denuncias conservadoras, el liberalismo comandaba una alianza del pueblo. ¿Cómo podemos explicarnos este raro espectáculo de los ilustrados dirigiendo a la chusma?

Luego de considerarlo, resulta obvio que la fase clave en el nacimiento del liberalismo

mexicano fue el movimiento yorkino de los años 1820. Fue entonces cuando se forjó la alianza entre los ideólogos radicales y el ala populista de los insurgentes sobrevivientes, una unión simbolizada por el liderazgo conjunto de Lorenzo de Zavala y Vicente Guerrero. El precio del apoyo popular era la prosecución de objetivos sociales bastante ajenos a los teoremas del liberalismo clásico. Pero en adelante el radicalismo habría de convertirse en el partido del pueblo o, mejor dicho, de sus miembros políticamente activos. Aunque Mora y el mismo Zavala posteriormente escribieron críticas condenatorias del movimiento yorkino, su 108 Moisés González Navarro, Raza y tierra. La Guerra de Castas y el henequén. México, 1970 Jean Meyer, "El ocaso de Manuel Lozada", Historia Mexicana, XVIll, 1968-1969, pp. 535-68.

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importancia reside precisamente en la creación de una coalición progresista. Esta masa ignorante fue para los liberales moderados un obstáculo tan grande para la aceptación del liderazgo radical como la insistencia en el despojo inmediato de los bienes de la Iglesia.

Opuestos a los principios de libre comercio de un Mora, los yorkinos abogaban por la

más absoluta protección. Representaban los intereses de los trabajadores textiles de algodón, artesanos autoempleados, privados de su medio de vida por la importación masiva de vestidos extranjeros baratos. Como los tejedores mexicanos sólo disponían de telares manuales, simplemente no podían producir vestidos a precios tan bajos como los de los talleres mecanizados de Lancashire. La Revolución Industrial de la Gran Bretaña llegó a México para arruinar las industrias artesanales de Puebla y Querétaro.109 Estos mismos trabajadores fueron los que insuflaron al movimiento yorkino su aire de protesta social. Carlos María de Bustamante mencionaba una marcha de 1 400 léperos desempleados de Querétaro que habían atravesado El Bajío encabezados por un viejo insurgente, el general Codallos.110 Cuando Guerrero era presidente, accedió al clamor popular y en 1829 decretó la prohibición total de la importación de todos los vestidos de mediano y bajo precio. La decisión de Lucas Alamán de establecer el Banco de Avío para financiar una industria textil mecanizada era una manera de resolver este problema de desempleo.

Igualmente importante resulta señalar que los yorkinos representaban el primer intento

por destruir la perpetuación del sistema colonial que encerraba el Plan de Iguala. Muchos españoles peninsulares mantuvieron sus posiciones influyentes en el ejército y la burocracia; los comerciantes gachupines eran numerosos y muy importantes. ¿Qué era la independencia si no liberarse de la presencia de los españoles? Doblegándose al expresivo antiespañolismo de antiguos insurgentes y de la gran mayoría del pueblo, los líderes yorkinos votaron sucesivamente dos leyes, en 1827 y 1829, que estipulaban la expulsión de casi todos los españoles del país.111 Las ambiciones personales de los aspirantes a empleos burocráticos también intervinieron en la agitación. Fue Zavala el que indicó la ambigua motivación que había inspirado estas medidas:

No es fácil deslindar hasta qué punto puede llamarse nacional un sentimiento que

con mucha facilidad se confunde con el deseo de obtener empleos que otros tienen.112

Junto con estas demandas específicas de acción legislativa existía una difundida, aunque

apenas articulada, ola de hostilidad étnica y social. Como muchos insurgentes, el mismo Guerrero era miembro de una casta, probablemente de clasificación colonial, un mulato, aparentemente receloso de la clase alta, en su mayoría blanca, de la capital :

109 Potash, Banco de Avío, pp. 51-56. 110 Bustamante. Continuación del cuadro histórico, III, pp. 219-22. 111 Romeo Flores Caballero, La contrarrevolución en la Independencia, México, 1969, pp. 108-53. 112 Zavala, Ensayo político, I, p. 199.

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Su amor propio se sentía humillado delante de las personas que podían advertir los

defectos de su educación, los errores de su lenguaje y algunos modales rústicos. 113

Si creemos a un horrorizado Carlos María de Bustamante, muchos líderes yorkinos

presentaban una cierta forma de indigenismo radical, poniendo en cuestión todos los derechos de propiedad establecidos por la Conquista. El Congreso del Estado de México debatió la validez de los títulos de propiedad de las haciendas:

Algunos diputados solicitaron que todos los hacendados cesaren en el uso y dominio

de estas propiedades, quedando éstas a beneficio del Estado que los distribuiría a quien gustase, por cuanto [decían] no hay propiedad cuya primitiva adquisición no se haya hecho por los tiranos conquistadores [...]

Todavía más alarmante era el ominoso general Lobato, quien incitaba a los indios

haciéndoles creer que ellos eran señores de toda la América y que los blancos debían restituirles sus tierras ocupadas. Guerrero ha seguido esta máxima, haciéndose pasar por descendiente de los reyes de Texcoco [...] mucho se temió que los indios excitados por Guerrero formasen un partido cuyo resultado sería una guerra de castas y colores [...]. 114

Este tipo de agitación, común a lo largo de este periodo, no fue muy aceptada, porque

desde luego sólo los indios se beneficiaban de cualquier invalidación de los títulos hacendarios en virtud de la injusticia de la Conquista.115 Estas propuestas eran directamente contrarias a la habitual insistencia liberal en la santidad de la propiedad privada. Por lo tanto, cuando mucho su efecto fue el de provocar levantamientos indígenas esporádicos y localizados; nunca fueron sujetos de legislación nacional.

En las décadas que siguieron al eclipse de los yorkinos, pudieron distinguirse tres

elementos en la composición de la coalición progresista. En primer lugar, muchos antiguos insurgentes, por lo general seguidores de Morelos y Guerrero, mantuvieron su hostilidad contra el poder centralizador del ejército mexicano. Hasta ahora poco sabemos acerca de las carreras o las motivaciones de estos líderes rurales; hombres por ejemplo, como Gordiano Guzmán, un cacique menor de Michoacán, partidario de Guerrero en la insurgencia y en los yorkinos, que se rebeló contra Santa-Anna en los años 1840, únicamente para encontrar la muerte en la lucha por el Plan de Ayutla.116 El hombre más poderoso y más interesante de 113 Ibid.. II, p. 51. 114 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, III, pp. 225-29. Hale, Mexican Liberalism, p. 224. 115 Véase, por ejemplo, Respuesta de algunos propietarios de fincas rústicas a la manifestación. ..del señor licenciado Mariano Ariscorreta. México, 1849. 116 En general véase, Bulnes, Juárez y las Revoluciones de Ayutla, pp. 389-93. Para Guzmán véase, Bustamante, Gabinete mexicano, I, pp. 68 y 80-84. Anselmo de la Portilla, Historia de la Revolución contra la dictadura del general Santa-Anna

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este grupo era Juan Álvarez, el cacique del sur que heredó el manto político de su líder y amigo, Vicente Guerrero. En un tiempo partidario de Morelos, sobrevivió para ser presidente de México en 1855, después de que sus famosos "pintos" habían ayudado a derrocar el último gobierno de Santa-Anna. Siendo ya el primer gobernador del recientemente creado estado de Guerrero, fue promovido a la posición de general de división y comandante general del sur; Álvarez representaba el clásico caso del cacique rural a quien, como el ejército no podía desalojarlo de su fortaleza en las montañas, coopta el sistema político nacional.117

A pesar de este reconocimiento, Álvarez siguió siendo la béte noire de la prensa

conservadora de la ciudad de México. Durante los años 1840 defendió a los indios que habían atacado el pueblo de Chilapa, afirmando que los propietarios locales los habían estafado con sus tierras. Opuesto a los excitados alegatos de guerra racial (en parte iniciados por Carlos María de Bustamante) la disputa se centró en torno a los derechos de propiedad.118 Hijo de un hacendado español, Álvarez, sin embargo, mantuvo los sentimientos populistas de un viejo yorkino. Acusado en 1856 de proteger los asesinatos de los capataces españoles de la hacienda de San Vicente, situada cerca de Cuernavaca, denunció con gran insistencia a los propietarios de este distrito azucarero de tratar de introducir un sistema feudal; de maltratar a los trabajadores y de apoderarse de tierras:

los enganchan como esclavos y deudas hay que pasan hasta la octava generación [...]

lentamente se posesionan ya de los terrenos de los particulares, ya de los ejidos o de los de comunidad cuando existían éstos [...]

Retomando el grito de los años 1820 afirmaba:

los españoles, de muy pocas excepciones, sirven de elemento perpetuo de agitaciones y de discordia en el país.119

Para viejos insurgentes como Álvarez, el liberalismo significaba la continuación de la

lucha contra reprimido la primera revuelta intermitente contra el ejército mexicano, que después de haber reprimido la primera revuelta, seguía en el poder y en actividad de manera intermitente contra ellos hasta su destrucción final durante las guerras de Reforma.

Un segundo bastión del radicalismo eran aparentemente ciertos elementos del

populacho de la capital. La mayoría de los observadores estaban de acuerdo en que Gómez Farías gozaba de amplio apoyo entre los léperos. Queda abierto a discusión si esta clase o (/853-1855). México, 1856, p. 115. 117 Bustamante, Gobierno del general Santa-Anna, p. 18. Portilla, Historia de la Revolución, pp. 38-39. 118 Véase, "Manifiesto que dirige a la nación el señor Juan Álvarez", reproducido en Daniel Muñoz y Pérez, El general don Juan Álvarez. México, 1959, pp. 255-393. Bustamante, Gobierno del general Santa-Anna, pp. 58-59, 236 y 303. 119 "Manifiesto del ciudadano Juan Álvarez a los pueblos cultos América", reproducido en Muñoz y Pérez, Álvarez, pp. 446-70.

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grupo estaba formado por artesanos ricos o por el lumpenproletariado; a pesar de su interés carecemos de un estudio a este respecto.120 Fue precisamente este apoyo popular lo que alejó a los moderados, hombres de clase e inteligencia, de cualquier asociación estrecha con los puros. Mora y Melchor Ocampo se empeñaron en mencionar que su círculo social era escocés o moderado más que yorkino o puro.121 Guillermo Prieto comentaba, recordando los acontecimientos de 1846:

las masas instintivamente proclamaban y seguían a Farías, que tenía un verdadero

ejército de descamisados que estaba a sus órdenes. Entre éstos había pensadores profundos y hombres eminentes en las letras [...] pero éstos en su mayoría no eran hombres de acción, y éstos se hacían presentar por matones, por hombres sin educación alguna, analfabéticos, turbulentos y dañinos [...]122

Sobra decir que estos partidarios urbanos, útiles para escaramuzas callejeras,

desempeñaron un papel, por pequeño que fuera, en la victoria liberal final. El tercer elemento de la coalición progresista era la alianza de los gobernadores de los

Estados, moderados y radicales, que lucharon por establecer cierto grado de autonomía local y de control civil. Francisco García, gobernador de Zacatecas (1828-1834), ilustra bien este tipo; como su asociado Gómez Farías, cuidadosamente se había abstenido de unirse a la insurgencia; únicamente hasta después de la Independencia figura como radical. Como gobernador utilizaba los grandes ingresos del Estado (derivados de la bonanza minera local) para comprar --como se ha visto- haciendas y subdividirlas; invirtió en el desarrollo de nuevas minas en Fresnillo; y organizó una numerosa milicia para preservar la libertad del estado en cuanto a una posible intervención militar.123 Pero su ambicioso programa se vino abajo cuando el general Bustamante primero y luego Santa-Anna, derrotaron sus fuerzas. Para castigar al estado, el último nacionalizó las inversiones de Fresnillo y posteriormente vendió las acciones a Cayetano Rubio, un conocido agiotista. En la década siguiente los intereses locales se vieron todavía más afectados por la subasta de la Casa de Moneda de Zacatecas a un grupo de empresarios ingleses.124 De ahí que durante la Reforma el estado surgiera como un pilar de la alianza liberal.

Nuestro breve esquema de los elementos heterogéneos que intervinieron en el

liberalismo mexicano indica que el movimiento -no era partido- formaba una coalición ampliamente móvil, una peculiar unión de caciques rurales y gobernadores estatales progresistas, de antiguos insurgentes y nuevos radicales, de ideólogos y el pueblo. Lo que 120 Bustamante, Gabinete mexicano, I, p. 56. 121 Hale, El liberalismo mexicano. Ocampo, Obras II, p. 83. 122 Prieto, Memorias, p. 298. 123 Mora, Méjico y sus revoluciones, I, p. 453. 124 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, IV, pp. 361 y 380-82. Gobierno del general Santa-Anna, pp. 81, 144 y 268.

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unía a estos incongruentes aliados era un enemigo común, un objetivo compartido. Todos ellos buscaban borrar el resultado de las Guerras de Independencia, destruir la perpetuación efectiva de un sistema colonial consagrado por las tres garantías del Plan de Iguala. Sus puntos de ataque eran precisamente la Iglesia, el Ejército y los españoles. Por encima de todo, el Ejército tenía que ser desplazado del poder si el país quería encontrar su constitución natural. Durante este periodo, en cada distrito y región, una gran variedad de líderes creó lentamente formas más duraderas de poder político, redes y núcleos de poder civil, íntimamente ligados con las diferentes estructuras y .condiciones de la sociedad a través de todo el país. Celosos de la influencia clerical, y todavía más del poder centralizador del ejército, estos nuevos líderes emplearon la retórica radical para levantar al populacho contra el Antiguo Régimen: el antiespañolismo podía desbordarse fácilmente en una amplia denuncia de las clases altas; el despojo de la Iglesia ofrecía atractivas oportunidades de beneficio. Cuando por fin Juárez logró forjar un poder presidencial que rebasaba los límites establecidos por la Constitución escrita, simplemente repitió y reasumió en el nivel nacional la historia política de cada localidad mexicana durante las dos o tres décadas anteriores.

Sin embargo, esa conclusión hace poca justicia a las complejidades de la situación

mexicana. Después de todo, Rosas en Argentina y Portales en Chile también diseñaron sistemas políticos nativos que reflejaban las diferentes necesidades de sus respectivos países. Más aún, nuestro argumento está basado en términos ampliamente negativos: el predominio continuado del ejército, combinado con la amenaza de dictadura que representaba Santa-Anna, es lo que aparentemente explica la formación de una coalición progresista. No .es fácil ofrecer un análisis positivo de la fuerza liberal. Será necesaria una generación de investigación para descubrir la distribución del poder político en cada región e indagar cuáles fueron los elementos sociales que apoyaron a los líderes locales. Muchos problemas de definición se ocultan bajo la superficie de crónicas contemporáneas e historias. Es bien sabido, por ejemplo, que los léperos de la ciudad de México apoyaron la investidura de Iturbide como emperador con notable entusiasmo.125 ¿Era éste el mismo grupo de hombres que posteriormente se convirtieron en los seguidores de Gómez Farías, o nos hallamos aquí ante dos estratos sociales diferentes clasificados con el mismo nombre? Aquí otra vez es necesario preguntarse: con un campo dominado por los latifundios y los pueblos de indios, ¿cuáles fueron los elementos que se vieron atraídos por el liberalismo? ¿Tendremos que imaginarnos la situación argentina en que los peones residentes o vaqueros de las haciendas lucharon por sus patrones contra el ejército? U, optando por la posibilidad contraria, ¿por qué ese liberalismo popular descuidó a los indios, el grupo en todos los sentidos más agraviado del sistema agrario, el más deseoso de recuperar las tierras que habían sido absorbidas por los latifundios? Por último, para terminar con nuestras preguntas, ¿en qué clase o grupo social reclutaban sus ejércitos los caciques rurales y los gobernadores estatales? Nada es más sorprendente (al menos para un observador europeo) que la aparente facilidad con la que bandas de cincuenta a quinientos hombres podían ser reunidas y conducidas a escaramuzas. 125 Bustamante, Continuación del cuadro histórico, II, pp. 26, 112 y 145.

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La disposición para la guerra es tal vez la mejor medida de la convicción política. Un

examen de la Guerra de Tres Años (1858-1860) sugiere que no se trataba simplemente de una lucha de la Iglesia y el ejército contra los liberales; era también una guerra entre dos regiones.126 Contra los principales estados conservadores de México y Puebla, la cuna del Imperio Azteca y de la Nueva España; allí se hallaba la media luna liberal, un amplio arco de territorio que iba de Guerrero, atravesaba Michoacán, Jalisco, parte de Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí y llegaba hasta Veracruz. Con excepción de Juárez los liberales más importantes también provenían de esos estados: Álvarez, Degollado, Ocampo, Ogazón, Doblado, González Ortega, Lerdo de Tejada y Gutiérrez Zamora. ¿Era un mero accidente esta división regional, producto de exigencias militares, o estaba basada en diferencias de estructura social? Seguramente el bloque central del área liberal se hallaba históricamente al margen de los imperios azteca y tarasco y efectivamente fue establecido fuera de esa zona después de la Conquista. Más aún, es probable que, con la obvia excepción de los tarascos y de los indios de la Huasteca, el proceso de mestizaje estuviera más avanzado en estos territorios que en los valles centrales. El efecto político de estos contrastes, sin embargo, no es muy claro.

Esto es todo lo que puede decirse. Estudios recientes, más detallados, de distritos

particulares y haciendas en San Luis Potosí, en El Bajío y en Los Altos de Jalisco y Michoacán, han revelado estructuras notablemente complejas de producción agrícola.127 En primer lugar, dispersados por las rejas de los latifundios se hallarían muchos ranchos de propiedad independiente; algunos de ellos constituían prósperas pequeñas propiedades y otros incluían densos racimos de minifundios y muchas, si no la mayoría, de las haciendas en las áreas estudiadas, rentaban una proporción considerable de su tierra a una amplia gama de agricultores y recolectores; únicamente la propiedad alrededor de la casa del hacendado era directamente cultivada por peones residentes o por gañanes. Por último, ambos rancheros, propietarios o arrendatarios, y los hacendados, empleaban trabajadores estacionales, jornaleros, para ayudarlos a sembrar y recolectar las cosechas. Así, en lugar del sistema familiar de los valles centrales, con la dicotomía de los peones de la hacienda, atados de por vida por perpetuo endeudamiento, y los indios de los pueblos, independientes pero sin tierra, y por lo tanto obligados a ofrecer trabajo estacionario ya rentar pequeñas porciones de las propiedades adyacentes, encontramos una estructura de producción que incluía a peones y arrendatarios, cuyo trabajo estaba complementado por empleados estacionales. En esta sociedad agraria existía un amplio segmento medio formado por pequeños propietarios y agricultores arrendatarios acomodados. Debajo de ellos se situaba un estrato amorfo muy grande de arrendatarios anuales, jornaleros, medieros y simples arrimados; muchos de ellos 126 Manuel Cambre, La Guerra de Tres .4ños. Guadalajara, 1949. Porfirio Parra, Sociología de la Reforma. México, 1948, p. 153. 127 Luis González, Pueblo en vilo. México, 1968, pp. 85-86 y 94-97. Jan Bazant, Cinco haciendas mexicanas, tres siglos de vida rural en San Luis Potosí (1600-1910). México. 1975. D. A. Brading, "Estructura de la producción agrícola en el Bajío 1700-1850", en Enrique Florescano (comp.), Haciendas, latifundios y plantaciones en América Latina. México, 1975.

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vivían al margen de la sociedad sin seguridad de trabajo o residencia permanente. Aquí se hallaba un abundante potencial humano para todo tipo de revolución.

Desperdigados por toda esta área, especialmente en El Bajío, existían muchos centros

urbanos, desde capitales estatales hasta pueblos grandes. Todos albergaban numerosos artesanos, trabajadores textiles, mineros, arrieros y pequeños comerciantes. En su mayoría, los pueblos de indios sobrevivieron como enclaves, algunos altamente conscientes de sus tradiciones, otros en rápido proceso de aculturación. Por lo tanto, en general, este México del nuevo norte, que empieza en Jalisco y en El Bajío pero que también atraviesa las montañas para llegar a Guerrero y Veracruz, albergaba una completa sociedad, urbana y rural, en la que varios elementos o estratos hallaron en el liberalismo un vehículo apropiado para la expresión de sus ambiciones, aspiraciones y resentimientos. Además de los ricos hacendados mineros y comerciantes, existía una clase muy numerosa de pequeños agricultores y artesanos, menu peuple, la composición típica del radicalismo europeo. Propietarios, sea de tierra, ganado o taller, instintivamente se sentían agraviados por la superioridad social de los ricos.128 En los lemas abstractos del radicalismo, hallaron la expresión de su deseo de igualdad social y su odio hacia el Antiguo Régimen que los había condenado a un status social inferior, frecuentemente basado en un degradante sistema de clasificación étnica. En el campo esperaron impacientemente la destrucción de los latifundios; únicamente a través de la subdivisión de las propiedades podría el agricultor arrendatario adquirir su propia tierra o el pequeño ranchero extender su propiedad. Estaban animados por la perceptible corriente que, orientada en ese sentido, ya se había hecho presente durante el periodo en cuestión. Más aún, este segmento intermedio de la sociedad agraria, por lo general bendecida por relaciones de familia y amistad, poseía con frecuencia una influencia más efectiva que la clase de los terratenientes ausentistas. Los ambiciosos pequeños propietarios o los arrendatarios ricos eran quienes podían contar con partidarios en las clases marginadas de jornaleros, arrimados y arrendatarios menores para luchar por la causa liberal contra los españoles, los ricos y el ejército.

Si esta hipótesis -y la presentamos únicamente como hipótesis- se ve confirmada por

futuras investigaciones, entonces por fin encontraremos los inicios de una interpretación satisfactoria del liberalismo mexicano. También sirve para explicar el fracaso del nacionalismo o del socialismo en obtener apoyo popular o intelectual. Cuidadosamente modificadas, las sugerencias de Andrés Molina Enríquez señalan en la misma dirección. El pasado, indígena o colonial, era detestable para el nuevo México "mestizo" que se esforzaba por definirse a sí mismo. Ni las glorias de los aztecas ni el principio de la tenencia comunal de la tierra atrajeron al ranchero, al minero o al artesano de Jalisco, Guanajuato y Zacatecas. Deseaban un mayor grado de igualdad, una distribución más amplia de la propiedad; envidiaban el status social superior del español y del criollo. En una palabra, eran una audiencia ideal para el radicalismo individualista. La ironía que coronó el movimiento que 128 Véase, I. R. Vincent, Pollbooks. How the Victorians Voted. Cambridge, 1967, pp. 23-33.

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apoyaban fue que sus líderes intelectuales -desde Zavala y Mora hasta Ocampo y Lerdo de Tejada- no lograron delinear un cuerpo de conceptos políticos y sociales que pudiera haber articulado y legitimado las ambiciones con frecuencia anárquicas e incoherentes y las necesidades de una composición populista. Ciegos ante la realidad local, obedientes partidarios de ideas extranjeras, su insistencia en la teoría de la división de poderes y la economía individualista del laissez-faire ayudaron a posponer la causa de cambio social por lo menos dos generaciones. Considerada desde un punto de vista dialéctico, la fórmula porfiriana de dictadura militar, reclutada en el ejército liberal, respaldada por la inversión extranjera y los intelectuales positivistas, fue el resultado directo de la fuerza popular y de la debilidad intelectual del liberalismo mexicano.

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López Cámara, Francisco. Los fundamentos de la economía mexicana en la época de la reforma y la intervención. (La vida agrícola e industrial de México según fuentes y testigos europeos). Publicaciones Especiales del Primer Congreso Nacional de Historia para el Estudio de la Guerra de Intervención. México 1962 PRIMERA PARTE. EL HOMBRE y LAS COMUNICACIONES. 1. El pueblo mexicano. De todos los aspectos de la vida mexicana en la época que estudiamos, uno de los más difíciles de precisar es el que se refiere a la población del país. De hecho, el primer censo verdadero no se llevó a cabo sino hasta 1895, cuando la tranquilidad impuesta por la dictadura de Porfirio Díaz permitió al gobierno federal iniciar un primer trabajo general en todo el país. Los datos y las cifras relativas a la población proporcionados por diversas instituciones y personas antes de esa fecha, no constituyen, pues, sino meras estimaciones más o menos arbitrarias, desprovistas de todo fundamento estadístico.

Durante los primeros cincuenta años de independencia, cualquier proyecto de censo

debía enfrentarse a dificultades lo suficientemente serias como para hacer imposible su realización. La dispersión de los lugares habitados, en un país que no tenía prácticamente vías de comunicación, así como el estado permanente de guerra civil, eran obstáculos insuperables que impedían el éxito de un estudio completo y eficaz. Quienes, despreciando estas dificultades, creían poder persistir en la tarea, se encontraban muy: pronto con obstáculos aún más graves: desde luego, la desconfianza del pueblo que veía en los levantamientos de censos el anuncio de nuevos impuestos. Los pobladores no solamente se rehusaban sistemáticamente a contestar los cuestionarios, sino que, incluso, en ciertas comunidades indígenas, se había adquirido la costumbre de rechazar vigorosamente la presencia de cualquier persona que se declarase representante de la Administración Pública.

Es un hecho, dice Gabriac, que ...”Hay todavía en México multitud de pueblos indígenas

en los cuales no ha podido penetrar la raza conquistadora; pueblos cuya administración aún se lleva a cabo conforme a la tradición indígena y cuyas costumbres han permanecido intactas”.1

¿Y qué podríamos decir de las tribus nómadas de indios "pieles rojas" que desvastaban

constantemente una amplia región del norte del país sin que los gobiernos federales o locales fuesen capaces de someterlas, aún mediante la fuerza?

No debemos, pues, aceptar sino con grandes reservas los datos y cálculos de que

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disponemos tocantes a la población mexicana de aquella época. Es un hecho, por otra parte, que las estadísticas oficiales eran frecuentemente alteradas de acuerdo con las exigencias del momento.2 Con todas estas reservas, nos es preciso, sin embargo, atender a los diferentes cálculos demográficos, incluso si ignoramos el criterio empleado en su confección y sus fundamentos. Ello es un tanto más necesario, cuanto que es indispensable que partamos de alguna base para formarnos una idea aproximada sobre el volumen de la población mexicana, así como sobre sus principales características históricas. Desde la época colonial se habían hecho distintas estimaciones y aun se llevaron a cabo varios "censos", tan defectuosos como arbitrarios; sin embargo, nada o casi nada sabemos acerca de los métodos empleados en estos trabajos, ni las intenciones que han motivado dichos cálculos y censos.3 Nos hallamos así en el marco de una imposibilidad prácticamente irremediable para establecer de manera adecuada cual ha sido el desarrollo demográfico de México durante el siglo XIX.

El primer “censo" sobre la población mexicana fue el que emprendió el Conde de

Revillagigedo en 1793, .según el cual había en el país 4.453,529 habitantes. El Barón de Humboldt, aumentando la cifra en una sexta parte, estimaba dicha población en 5.5 millones; quince años más tarde, el mismo Humboldt, suponiendo un crecimiento regular, calculaba ya la población mexicana en 6.5 millones de personas. Finalmente, en 1806, otro "censo" oficial arrojaba una cifra idéntica.

En 1827, el Ministro de Inglaterra en México, Ward, estimando que la población en

México había aumentado a pesar de la guerra de Independencia, la calcula en 8 millones de habitantes, dato que parece bastante exagerado. Un censo de 1822 indicaba solamente 6.122,364 personas y al año siguiente un agente francés reducía la cifra a 6 millones. Un nuevo cálculo, en 1824, lo aumentaba, a su vez, a 6.800,000 y otro de 1826, lo eleva hasta 7.750,000, todo lo cual sugiere con nitidez cuáles eran los "sistemas" empleados por los diferentes calculistas, nacionales y extranjeros: unos y otros se copiaban las cifras, aumentando simplemente las cantidades que se juzgaban adecuadas según la época en que se hiciera la estimación. La anarquía prosigue ininterrumpidamente: en 1828, tenemos ya otra estimación, según la cual la población había descendido a 7.750,000 personas; y todavía en 1829, un nuevo diplomático francés encuentra plausible reducirla a sólo 7.006,909 habitantes.4 Lo que más conmueve es la pintoresca precisión con que se pretendía formular las cifras.

De acuerdo con el resumen de un estudio publicado en Inglaterra en 1830, un viajero y

economista alemán, computando las diversas clases de mexicanos, asciende nuevamente el total de la población del país a 7.996,000 habitantes, en tanto que un documento de 1839 reduce esa cifra a 7.065,000, calculando 8 habitantes por kilómetro cuadrado.

"Pero el cálculo más reciente -indica el mencionado resumen-, y el más completo, es el

censo hecho en 1842 por instrucciones del gobierno, de acuerdo con los departamentos, cuyo total se eleva a 7.015,500 habitantes".5

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Encontramos la misma confusión en las cifras calculadas sobre la población de la época

que nos interesa. De todo este desorden, lo único que podría concluirse con una certidumbre muy relativa es la constatación del estancamiento demográfico del país desde principios del siglo XIX.

"Aunque hayan pasado treinta y siete años desde la Independencia -escribe Lavallée

en su libro sobre México-, no podemos señalar un aumento de población en favor de la república mexicana. Los datos nuevos que poseemos son todos inexactos y varían entre 6 y 9 millones".6

Este mismo autor, en 1821. y siendo todavía cónsul en México, aseguraba que "la

República Mexicana contiene una población de siete millones de individuos".7 En 1863, Saint-Charles eleva dicha cifra a siete millones y medio de personas8 y al año siguiente Montholon se conforma con ocho millones y medio, apoyándose muy probablemente en las estimaciones de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística que, a finales de 1862, calculaba la población del país en 8.629,982 personas.9 Eugéne Lefévre, en fin, publica en 1869 la cifra de 8.400,000 habitantes, sin proporcionarnos de cualquier modo la fuente de sus informaciones.10

Según los cuadros levantados por la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística en

1864,11 y por Eugéne Lefévre, en 1869,12 se advierte que la gran mayoría de la población seguía concentrada en las provincias centrales del país, lo que destaca claramente la .gran importancia económica, social y política de esta región en el período en que nos hemos situado. Ello nos explica igualmente que la vida entera de México dependiera aún por mucho tiempo de todo aquello que sucedía en los principales departamentos del centro.

Sería probablemente inútil recordar que la población de México, en la época estudiada,

se caracterizaba por su gran heterogeneidad, a diferencia de lo ocurrido después de la Revolución en 1910. Había por supuesto, notables contrastes entre la masa india y mestiza, por un lado, y la población llamada "blanca", por el otro. Desgraciadamente, nuestras fuentes no son siempre unánimes cuando se trata de las cifras correspondientes al número de personas de estos tres grupos. Según un documento de 1844, relativo a la población de México, los indios ascenderían a una suma total de 4.006,000 personas, en tanto que los blancos y "otras castas" sólo llegarían a 3.009,509 habitantes.13 Por su parte, un viajero francés, Just Girard, afirma en 1859, que:

" ...el número de indios aborígenes o de raza pura, concentrados principalmente en la

parte meridional de la meseta de Anáhuac, excede los dos millones y medio, lo que constituye alrededor de las dos quintas partes de la población total".14

En cuanto a los mestizos, dicho autor los estima en "cerca de dos millones cuatrocientas

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mil almas".15 En 1855, Gabriac declara saber que la cifra de la población india se eleva a 7 millones, comprendiendo en ella, sin duda, a los mestizos.16 Lavallée llega, por su lado, aun resultado totalmente distinto; según sus propios datos, habría que dividir así a la población mexicana: "4 millones de indios y 3 millones de raza blanca o europea, cuya mayor parte está mezclada a la raza indígena".17 Por fin, Eugéne Lefévre reparte a la población mexicana de la manera siguiente:

Blancos 1.000,000 Indios 4.000,000 Mestizos 3.400,000 Total: 8.400,000.18

Si la totalidad de la población india y una buena parte de los mestizos habitaban en el

campo, constituyendo la masa campesina del país, un fuerte sector mestizo y toda la población blanca se concentraban en las ciudades y pueblos de cierta importancia. Estos dos grupos formaban claramente la población urbana. Las enormes multitudes de desocupados y vagabundos que se encontraban en todas las ciudades de México, provenían en su casi totalidad del grupo mestizo, de gran importancia en los acontecimientos políticos del país. Los mestizos, al igual que los "blancos", constituían en efecto el sector más improductivo del país. No poseemos cifras precisas sobre la relación que existía, en México, en la época que estudiamos, entre la población, y la productividad, pero podríamos probablemente formarnos una idea aproximada de acuerdo con las cifras que a este respecto nos proporciona el ex-cónsul Lavallée, en su t libro ya mencionado sobre México:

"Pasemos ahora al examen de los 3.000,000 de raza blanca (recordemos que el autor

incluye también a los mestizos) ...De esta cifra se pueden deducir 1.800,000 almas correspondientes a las mujeres, los niños y los ancianos, lo que no es ciertamente exagerado; quedarían pues, 1.200,000 hombres útiles o más bien en estado de serlo, porque, en realidad, no todos lo son, como vamos a probarlo. Si se exceptúan 300,000 hombres aproximadamente empleados en la agricultura, en las fábricas, las minas, el comercio, las artes y los oficios, quedarían 900,000, los cuales constituyen clases improductivas como el clero, con sus millares de adjuntos, los militares, los empleados, los abogados, los médicos, en fin, esta multitud de perezosos y vagabundos que abundan en las grandes ciudades de la república, exactamente como los lazzaroni en Italia".19

Por arbitrarias que nos parezcan estas cifras es de creerse que no estén demasiado

alejadas de la verdad; basta con aproximarnos a la situación social que privaba en México en aquella época para convencernos de su verosimilitud.

Es necesario, finalmente, referirnos a la población extranjera de México, cuya influencia

sobre toda la vida económica, social y política del país le permitió jugar siempre un papel

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preponderante en todos los acontecimientos del período estudiado. Aquí, como en las demás cuestiones demográficas, es lamentable la carencia de informaciones aceptables. Tendremos que conformarnos, una vez más, con las estimaciones más o menos arbitrarias e imprecisas que nos han dejado los documentos de la época.

De acuerdo con Gabriac, el número total de extranjeros residentes en México, en 1855,

era de 30,000 a 40,000.20 En 1857, De Fossey creía que este grupo se reducía a 25,000 personas solamente,21 mientras un autor mexicano la calculaba, para el mismo año, entre 28,000 y 30,000 habitantes.22 Los grupos extranjeros más numerosos eran los españoles, los franceses, los ingleses y los alemanes. Siguiendo nuevamente a Gabriac, cuyos cálculos en estas cuestiones no eran nada originales aunque sí representaban los criterios más o menos "oficiales", la población de súbditos extranjeros en 1860 podía clasificarse así: españoles de 20 a 25,000; franceses, de 5 a 6,000; alemanes, entre 8 y 9,000; ingleses, 5 o 6,000 y americanos, 100.23

En la ciudad de México, según Just Girard, la repartición de los extranjeros parecía ser

diferente. Los franceses, sin duda los más numerosos, oscilaban entre 2,600 y 3,000 personas, seguidos de los ingleses, que apenas llegaban a los 150.

"Hay todavía entre los extranjeros (de la capital), -continúa el mismo autor- italianos,

alemanes, belgas, suizos, anglo-americanos, pero todos ellos en número reducido."23bis

En cuanto a los españoles, Girard considera bastante difícil obtener su número preciso,

con más razón aun desde el momento en que se confunden generalmente con los nacionales mexicanos de origen español, "al grado que es difícil aun extranjero distinguir los unos de los otros".24

El autor mexicano mencionado antes afirma que la población extranjera en México

aumentaba en 1,500 personas aproximadamente cada año, pues entraban al país cerca de 3,000 ciudadanos extranjeros, media anual, y lo abandonaban unos 1,500 residentes.25 Cualquiera que fuese el número exacto de esta población extranjera es innegable que su preponderancia en la vida del país iba continuamente en aumento: es suficiente con recordar que los diferentes grupos de extranjeros controlaban, de hecho o de derecho, las actividades económicas más importantes del país y que su participación en todos los movimientos políticos fue siempre decisiva.

2. Un país sin comunicaciones. Los espectadores extranjeros que nos han dejado el testimonio de sus observaciones

sobre México son siempre unánimes cuando señalan, como una de las principales causas que frenaban o estancaban la incipiente economía del país, el deplorable estado, o mejor dicho, la

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carencia casi absoluta de una red de comunicaciones, indispensable para canalizar la producción de las distintas regiones -reducida hasta entonces aun consumo meramente local. En efecto, la mayor parte de la población del país se hallaba diseminada en un gran número de pequeños poblados o ranchos cuya economía interna conservaba desde tiempo inmemorial las características de una economía autosuficiente. La producción y el consumo se llevaban a cabo dentro de una esfera local, o a lo sumo, regional. Añádase a ello las enormes distancias, los contrastes climatéricos y el relieve tan accidentado en México, y se comprenderán algunas de las grandes barreras naturales que confinaban aun aislamiento casi completo las múltiples zonas demográficas agrícolas o industriales del territorio nacional.

A aquella dispersión y a este aislamiento naturales habría que añadir todavía diversas

causas históricas que impidieron siempre el desarrollo de las comunicaciones dentro del país. Notemos, desde luego, que si la Conquista y la Colonización españolas habían logrado introducir una cierta homogeneidad racial y espiritual entre las múltiples tribus autóctonas que poblaban el territorio mexicano en la época prehispánica, no ocurrió lo mismo por lo que toca al fortalecimiento y desarrollo de una verdadera economía nacional que pudiese aglutinar la dispersión geográfica de las economías tribales. La política económica del Imperio español se redujo a la formación de un número muy reducido de centros industriales y comerciales -localizados preferentemente en las principales ciudades-, fuera de los cuales la vida económica del resto del país conservó siempre las características tradicionales de autosuficiencia. En consecuencia, las pocas vías de comunicaciones realmente útiles desde el punto de vista económico se limitaban a conectar sólo a las grandes ciudades.

Esta situación de las comunicaciones mexicanas, de suyo precarias durante el período

colonial, habría de agravarse aún más como consecuencia del caótico estado en que dejó al país la guerra de Independencia.

"En los países industriales o agrícolas -escribe un testigo de la época-, uno de los

medios indispensables para la circulación de los productos lo constituyen las vías de comunicaciones rápidas, fáciles, económicas, ya sea por tierra o por mar. México, privado de vías navegables por obra de la naturaleza, ha tenido que ver disminuir todavía, como consecuencia de las numerosas revoluciones que han afectado su prosperidad, el número ya reducido de sus otras vías de comunicaciones".26

El autor mencionado no se equivoca cuando nos dice que la naturaleza había favorecido

muy poco a México en lo que se refiere a. vías naturales de comunicación. País montañoso, accidentado y con un territorio enorme, México carecía, en efecto, de buenas vías fluviales, factor que, en países como Inglaterra y Francia, había ayudado no poco a su notable desarrollo industrial.

"La naturaleza -dice por su parte otro autor francés-, que se ha complacido en dotar a

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México con tres climas diferentes, caliente, tibio y frío (comparativamente); que ha .dado a las tierras de estas tres latitudes una fertilidad inagotable, un cielo siempre puro, cadenas de montañas de cuyas alturas las aguas pluviales hacen rodar el oro hacia las planicies y donde la plata es más común que la hulla; la naturaleza, que ha circunscrito entre dos océanos su inmenso territorio, haciéndolo propicio a los cultivos, ha olvidado darle ríos navegables, ha accidentado a tal grado su suelo, que no se puede prever cómo podrán atravesarlo los ferrocarriles... La cuestión industrial es, pues, para este país, más vital aún que para cualquier otro, puesto que no puede explotar sus materias primas hasta el litoral de los dos mares".27

la guerra de independencia y las innumerables luchas civiles que continuaron desolando

al país en las décadas subsiguientes no sólo impidieron el urgente incremento de la red de comunicaciones, sino que, incluso, hicieron imposible la utilización efectiva de los pobres caminos que México había heredado de la Colonia. Carentes de mejoras materiales, los caminos se hallaban en un estado físico tan alarmante que difícilmente podían ser transitados. "Los caminos -escribe Dano a este respecto- están en un estado tan lamentable que las carretas de transportes no pueden ya circular. Algunas de ellas están atascadas desde hace más de un mes, sin que se sepa mediante qué procedimientos podrían ser sacadas".28 y todavía había que contar con otro factor cuando se diese el caso de que las carreteras permitieran el tránsito normal: los bandidos "de gran camino", que infestaban las principales carreteras.29

Es pues, relativamente fácil imaginarnos los efectos desastrosos que la falta de

comunicaciones causaban en el marco de la vida económica del país. Es evidente, desde luego, que aún en el caso de poder contar con los caminos existentes como vías más o menos expeditas para la circulación (lo que resultaba bastante problemático debido principalmente a las innumerables bandas de salteadores), el sistema de transporte comercial por medio de carretas restringía enormemente la movilidad de las mercancías, lo cual repercutía con relativa frecuencia en la producción y el volumen de las transacciones comerciales. Las carretas y las mulas no podían ser, en efecto, de gran utilidad en un país tan extendido y accidentado.30 La lentitud de semejantes medios de transporte, las dificultades materiales que encontraban a cada momento en los caminos, etc., hacían prácticamente nulas las operaciones de gran envergadura. El resultado final eran el aislamiento y el estancamiento de numerosas regiones económicas, apenas alimentadas por una agricultura muy primitiva y un comercio incipiente.

Desde el punto de vista de la agricultura, el atraso o la inexistencia de comunicaciones

impedían la formación de zonas de cultura, así como la diversificación de los productos, pues los agricultores, no pudiendo enviar sus cosechas a otras regiones del país, se limitaban a la producción local. En cuanto a la industria, especialmente la minera -que constituía la principal exportación del país-, las dificultades del transporte y los altos costos en los fletes que implicaban dichos obstáculos, hacían ilusoria la explotación de cualquier otro metal

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distinto al oro y la plata, cuyas ventajas si compensaban los precios elevados del transporte. Agreguemos, por otra parte, que el atraso en las comunicaciones y los transportes

obstaculizaba igualmente la formación de un verdadero mercado nacional, indispensable, como ya indicamos, para el desarrollo del comercio; en su lugar, no había sino una multiplicidad de unidades económicas aisladas, algunas de ellas surtidas apenas y otras saturadas de productos.31 La Hacienda Pública era, en fin, otra víctima, desde el momento en que la falta de comunicaciones impedía al gobierno cualquier control fiscal.32 ¿Qué podía hacerse para remediar semejante situación?

"En este país -dice Ambroy-, lo único que preocupa (a los gobernantes) son los

ingresos reales de la aduana y no los medios de aumentar su volumen ampliando el círculo de los consumidores... Sin un buen sistema vial no hay la posibilidad de realizar transacciones en gran escala; los hombres de Estado mexicanos lo saben y lo proclaman. Se habla de ello en público y en todos los tonos. La prensa, los Ayuntamientos, las oficinas de fomento administrativo reclaman a gritos que se les abran nuevas vías de comunicaciones. El poder central simula oír todas estas dolencias... Multiplica las bellas promesas; se agota en proyectos maravillosos; no va más lejos su buena voluntad. Esta manera de gobernar o más bien de oprimir al país no data de hoy, se remonta a los primeros días de la Independencia..."33

Es verdad, como lo señala Ambroy, que los gobiernos que se venían sucediendo desde

la realización de la Independencia no habían puesto nunca gran atención a la cuestión de la red de comunicaciones existente en el país. Pero ¿podía. realmente culparse a estos efímeros gabinetes ministeriales que llegaban al poder gracias a la lucha armada, en la bancarrota financiera más completa, y cuya preocupación debía reducirse a buscar la manera de aplazar los pagos a voraces acreedores y a tratar de costear un ejército para defenderse del inevitable levantamiento que amenazaba su existencia? ¿Podían semejantes gobiernos iniciar seriamente una política de obras públicas destinadas a promover el desarrollo de las comunicaciones y el cuidado de las ya existentes?

Una cosa es, sin embargo, cierta : la necesidad de incrementar el sistema de

comunicaciones fue siempre una urgencia consciente en cuantos comprendían que el desarrollo económico del país era inconcebible sin una infraestructura vial realmente eficaz. Y desde 1837, en que se otorgó por primera vez la concesión para construir un ferrocarril de México a Veracruz,34 hasta 1873, fecha en que fue inaugurado definitivamente, la posibilidad de una vía férrea entre los dos centros comerciales más importantes del país constituyó una de las obsesiones populares más arraigadas y más accidentadas de toda la historia de México. Pero la historia de esta obsesión, trágica en no pocas ocasiones, escapa a los límites impuestos a este trabajo.

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NOTAS Abreviaturas: MAE = Ministere des Affaires Etrangeres. FO = Foreign Office. (Las referencias a las fuentes documentales francesas se indican en números romanos,

de acuerdo con la relación incluida al final de estas Notas. En cuanto a las fuentes inglesas, se señala simplemente la colocación de los volúmenes correspondientes en el catálogo del Public Record Office. Las citas bibliográficas recogen sólo el nombre del autor y el titulo del libro. Los datos complementarios se encuentran en la bibliografía general).

PRIMERA PARTE

1 Carta al MAE, 16/VI/1859. XI, f. 146. 2 De Fossey nos da un ejemplo de las alteraciones que se introducían en las estadísticas oficiales: "La población de México es de 7.854,000 almas, de acuerdo con los Anales del Ministerio de Industria y Comercio; sin embargo, a juzgar por el censo de Colima, que ya sé fue llevado al doble de lo que es realmente, supongo que se han introducido algunas exageraciones en las otras cifras". Cf. Le Mexique, p. 471, nota. 3 Cf. D. Cosío Villegas, Historia Moderna de México. T. II, p.16. 4 Nos hemos apoyado, para estos datos, en la investigación inédita de la Srita. Hugette Ralzola, Le Mexique au Lendemain de son independence, pp. 9-10. 5 Resumen de un estudio publicado en el "Hunt's Merchant's Magazine", Febrero de 1844, pp. 118 y ss. Incluido en el "Rapport sur le Mexique", XXXVIII. El autor del resumen no indica cuál es el documento mencionado de 1839. 6 F. Lavallée, Etude historique sur le Mexique. .., p. 64. 7 Carta al MAE, 1/III/1851. XXXII, f. 17. Lavallée, en su libro publicado en 1857, seguía estimando la población mexicana en 7 millones de habitantes, p. 64. 8 Carta al MAE, 20/X/1863. XXXV, f.336. 9 Cf. Montholon, carta al MAE, 29/III/1864. XXI, f. 204. La cifra proporcionada por la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística se encuentra en el "Cuadro sinóptico de las poblaciones del país que se han adherido a la Declaración de Notables en favor del Imperio y de la persona de S. A. el Archiduque Maximiliano, como Emperador de México". Carta al MAE, 26/HI/1864. XXI, f. 207. 10 Eugéne Lefévre, Historia de la Intervención Francesa ..., p. 186. 11 Publicado en “El Siglo XIX", Nº 1, 920. T. VIII, 1854, II, f.176. 12 E. Lefévre, op. cit., pp. 4-5. 13 Cf. el resumen citado de un estudio publicado en el "Hunt's Merchant's Magazine, pp. 118 y ss. 14 Just Girard, Excursión de un touriste au Mexique. ..p.56. 15 Ibidem. p. 59. 16 Carta al MAE, 12/III/1855. III, f.290. 17 F. Lavallée, op. cit. p. 64. 18 E. Lefévre, op. cit. p. 4. 19 F. Lavallée, op. cit., p. 66. El autor mencionado no indica la fuente de sus estimaciones, pero es poco probable que sus datos hayan sido sacados de las estadísticas oficiales, siempre "preparadas" al gusto de los gobiernos mexicanos. 20 Carta al MAE, 1/IX/1858. IX, f. 33. 21 De Fossey, op. cit. p. 271.

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22 Jesús Hermosa, Geografía y .Estadística de la República Mexicana, p. 29. 23 Carta al MAE, 20/11/1860. XII, f. 345. 23bis Just Girard, op. cit., pp. 54-55. 24 lbídem. pp. 53 a 59. 25 Jesús Hermosa, op. cit., p.29. 26 "Mémoire sur l'ouverlure d'une voie de communication entre Nautla et Veracruz", p.1; en XXXVIII. 27 Gabriel Ferry, Les révolutions du Mexique. pp. 246-247. 28 Dano, carta al MAE, 10/VIII/1865. XX.IV, f. 95. 29 Todavía está por hacerse un buen estudio sobre el bandidismo como fenómeno social de aquella época. 30 Las mulas, nos dice De Fossey, “son los únicos medios de transporte que existen en la mayoría de los caminos de México". Op. cit., p. 349. 31 Cf. D. Cosío Villegas, op. cit., T. II, p.24. 32 lbídem. pp. 608-609. 33 Ambroy, carta al MAE, 23/II/1854. XXXIV, f. 148. 34 Para la dramática historia de los proyectos para construir el ferrocarril en México durante el siglo XIX, cf. D. Cosío Villegas, op. cit., T. II, pp.608-710.

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SEGUNDA PARTE. EL SUBSUELO DE LA POBREZA. 1. Los propietarios de la tierra. El cuadro de la economía mexicana en la época que nos interesa debe iniciarse

naturalmente con el estudio de la agricultura, cuya importancia, en un país en el que la industria era de hecho inexistente, no puede ser más evidente. Desgraciadamente, los observadores extranjeros, y en especial los agentes diplomáticos de Francia, nos proporcionan a este respecto muy pocas informaciones. La falta de comunicaciones, la situación anárquica del país, los peligros de toda clase que amenazaban al viajero que arriesgaba incursiones en el interior de las provincias y, con más razón aún, la dispersión de los centros regionales totalmente aislados los unos de los otros, todo ello hacía difícil un conocimiento, incluso aproximado, sobre la situación agrícola de México.1 El propio gobierno apenas podía congratularse de poseer algunos datos, muy discutibles por lo demás.

Los testimonios de los visitantes extranjeros relativos a la anárquica agricultura mexicana de aquel período histórico -con excepción quizás de los de algunos viajeros audaces que tenían la oportunidad y el valor de internarse en las comarcas alejadas del interior del país- no constituyen, en efecto, sino simples generalizaciones. o descripciones obtenidas por lo general en visitas ocasionales hechas a ciertas regiones agrícolas. Podemos, sin embargo, sacar algunas conclusiones generales de todos estos testimonios, a pesar de sus evidentes limitaciones. Deberemos, pues, resignarnos a dichas observaciones, por vagas o poco matizadas que nos parezcan.

Todas estas reservas no implican que semejantes documentos carezcan de importancia

para la reconstrucción de los principales rasgos del cuadro agrícola del país; todo lo contrario: no obstante lo reducido y poco detallado de estas informaciones, resultan elementos históricos de primera mano para formarnos una idea básica sobre las características medulares de una agricultura que se mantenía muy por debajo de una verdadera organización económica nacional.

¿Sería preciso advertir desde luego que la repartición de la tierra cultivable estaba muy

lejos de poder permitir un desarrollo satisfactorio de la producción agrícola? Como decía Ambroy:

"La propiedad rural en México no se encuentra de ninguna manera fraccionada en

una infinidad de pequeños lotes. reviste más bien la forma de vastos dominios concentrados en las manos de unos cuantos individuos pertenecientes a la raza blanca o cruzada".2

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A pesar de la revolución de Independencia, la propiedad del suelo en México conservaba aún las mismas características que predominaban durante el largo período colonial. Desde luego, el sistema de las haciendas apenas había sido alterado; sus pocas modificaciones eran de tal naturaleza, que tendían más bien a acentuar el volumen y la extensión de esta forma tradicional de la propiedad rural. Si alguna novedad podía advertirse en la etapa independiente, era quizás el hecho de haber cambiado en algunos casos la nacionalidad de los dueños.

“El poseedor de la hacienda -escribía a su madre un miembro de la Expedición

Francesa- era en otro tiempo un español... Desde 1820, las haciendas han cambiado de dueños y hoy pertenecen por lo general a mexicanos".3

La observación era quizás exagerada por lo que respecta a la nacionalidad de los nuevos

propietarios de hacienda, pues es sabido que no todos los grandes dominios pertenecían a mexicanos, aunque sí representaban éstos la mayoría. Poco importaba ello, por lo demás: el sistema no sólo había logrado subsistir, sino, lo que resultaba aún más grave, tendía a acentuarse. A pesar de la gran extensión de estos dominios, el hecho era que la agricultura mexicana no lograba sino un precario rendimiento, debido sobre todo a la poca atención que los hacendados dedicaban al desarrollo de los cultivos, tanto desde el punto de vista de los sistemas de producción, como por lo que tocaba ala variedad de los productos destinados al comercio. "Parece inútil -nos indica Lavallée- agregar aquí que hasta el presente han sido vanos para el mexicano los descubrimientos y perfeccionamientos relativos a la agricultura".4

La observación, utilizada por el ex-cónsul francés para caracterizar a la agricultura mexicana en general, era válida especialmente para la situación que privaba en las haciendas, donde los sistemas de cultivo se conservaban tradicional y escrupulosamente desde la época colonial. Otro cónsul francés avecindado en Tampico hacía notar igualmente la falta de iniciativa de los grandes propietarios rurales del norte del país, relacionada esta vez con la cría de ganado:

"El espíritu del Hacendado se orienta hacia la agricultura, pero sobre todo a la

crianza de animales (en aquellas zonas). Aunque se encuentre entre los grandes propietarios rurales algunos inmensamente ricos y muy inteligentes, no se ha logrado introducir ningún adelanto en la agricultura, y las razas bovinas y caballar tienden diariamente a degenerar, Todo en una palabra se ha abandonado a la naturaleza".5

En lo que concierne a las haciendas situadas en el sur del país, la situación era aún más

lamentable.6Pero el suelo mexicano tenia todavía otro dueño, aún más poderoso puesto que a él le

pertenecía la mejor y más grande porción del territorio cultivable: “Al hablar de la agricultura –afirma Lavallée-, debe comenzar por decirse que las tres cuartas partes del territorio de la república mexicana son propiedad de las diversas corporaciones religiosas”.7 Semejante

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afirmación aunque suena exagerada en lo que se refiere a la extensión de las propiedades del clero no parece muy alejada de la realidad. Los cálculos más objetivos permiten concluir que el clero mexicano poseía con toda certeza la tercera parte de la tierra cultivable del país.8 Sin embargo, su influencia en la agricultura era mucho mayor, ya que no sólo controlaba el trabajo de los campesinos que explotaban sus tierras mediante el sistema de aparcería, sino también el de aquellos que se designaba como pequeños propietarios rurales, casi todos deudores del clero gracias a los prestamos que éste les hacía, con hipoteca sobre las tierras y sometidos a intereses sumamente elevados.9

Ya fuese que estos pequeños ranchos pertenecientes directamente al clero o que

hubiesen caído bajo el imperio de la finanza eclesiástica, su situación no era de ningún modo favorable al desarrollo de la agricultura.10 De hecho si la producción agrícola en las haciendas era en extremo atrasada, la situación de los ranchos o pequeñas granjas apenas se colocaba por encima de las etapas mas primitivas de la agricultura. Desprovistos de capitales, de conocimientos técnicos, de mercados regulares y accesibles, ahogados por las deudas a la iglesia, estos modestos rancheros y granjeros sólo cultivaban la tierra para satisfacer sus propias necesidades... y las del clero, acreedor implacable y voraz preceptor de ofrendas religiosas.

“La agricultura primitiva de México –dice Gabriac-, no vive sino para el clero, el cual

arrienda a muy bajo precio; sus arrendamientos le son pagados en especie y en objeto destinados al culto, como, por ejemplo, cirios, aceites, flores, ornamentos para las iglesias, reparaciones de dificios eclesiásticos, etc...., pagos que resultan más fáciles para los trabajadores que el dinero".11

La agricultura mexicana no podía esperar nada de esta increíble distribución de la tierra

y de esta “inmensa granja (México) explotada por una puñado de propietarios y de ambiciosos que se reparten los despojos y los frutos..."12

Agreguemos finalmente que, según los datos proporcionados por un autor mexicano, el número de propiedades rurales, grandes o pequeñas, repartidas por toda la extensión del territorio mexicano, alcanzaba la cifra de 13,000 con un valor global estimado en $ 720.000,000.00.13

2. Una pobre producción agrícola. La deplorable situación de la agricultura mexicana, a cuya desgracia coadyuvaban todos

los factores que hemos mencionado -y algunos otros que tendremos ocasión de señalar-, no podía obviamente facilitar el incremento de la producción. Por otra parte, como ya lo hicimos notar, ni siquiera se disponía de datos precisos sobre la producción de ciertos cultivos más o menos controlados por las autoridades. Ni los gobiernos federales, ni los locales, tenían la menor posibilidad de recoger informaciones y cifras relativas a la agricultura del país, incluso

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con carácter provisional o aproximado. La anarquía de la nación, la dispersión de los centros agrícolas y la preponderancia del autoconsumo en la vida agrícola mexicana hacían muy difícil, si no es que imposible, cualquier estimación sobre el volumen total de la producción nacional.

La agricultura en México seguía siendo fundamentalmente una actividad regional o

local. Se trabajaba la tierra sólo para satisfacer las necesidades de la población que vivía en los alrededores del lugar. y aún esta producción, limitada ya por la geografía y la distribución demográfica del país, lo era también debido a la escasa variedad que privaba en la alimentación de la inmensa mayoría de la población. Las tierras no producían apenas sino el maíz, el frijol y el chile, elementos básicos que constituían toda la alimentación popular de México.

"Los principales productos agrícolas -decía el Conde de la Hurle- son el maíz, la

cebada y los frijoles, de los cuales no se exporta sino en cantidades muy reducidas. La cosecha de cacao es inferior, en más de la mitad, a las necesidades del país. Lo mismo ocurre con el café, cuyo cultivo no exige, sin embargo, ningún trabajo serio, ya que se dá casi de modo natural en México".14

En una escala mucho más modesta, se cultivaba también el trigo, la cebada, el arroz, la

papa, el chícharo, la caña de azúcar, el café, el algodón, el tabaco y, sobre todo, el maguey, destinado a la producción de pulque, bebida fundamental del pueblo mexicano.15 En ciertas regiones, cuyas condiciones particulares favorecían al cultivo y tenían salida al mar, se explotaba el añil, la cochinilla y las maderas de tintura, productos destinados fundamentalmente a la exportación.

Sin embargo, salvo los productos de exportación más o menos regular, como los que acabamos de mencionar, cuyo comercio permitía a los registros aduanales conservar algunas cifras, no existen fuentes suficientes para formular un cuadro aproximado sobre la producción agrícola nacional. Incluso en épocas posteriores, en las que pudieron confeccionarse algunas estadísticas serias, constituyó siempre un grave problema la obtención de cifras seguras en materia de agricultura. No poseemos, pues, sino los cálculos optimistas hechos en diferentes épocas por algunos funcionarios mexicanos, cuyas bases y métodos de estimación resultan siempre discutibles. En 1817, por ejemplo, José M. Quiroz, Secretario del Consulado de Veracruz, afirmaba que la producción anual del país era de $ 138.850,121.00. Pero en 1856, Miguel Lerdo de Tejada elevó la cifra a. $ 220.000,000.00.16

Es comprensible, pues, que nuestros informadores franceses sean prácticamente

incapaces de proporcionarnos cifras verídicas sobre la agricultura mexicana. Sus testimonios nos han dejado, sin embargo, ciertas informaciones valiosas sobre la situación de esta agricultura en algunas regiones del país que ellos conocían de cerca debido a sus cargos consulares o porque se trataba de comarcas generalmente accesibles al viajero extranjero.

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Sabemos, por ejemplo, gracias a dichas informaciones, que en Jalisco, Durango y Chihuahua se lograban fabricar ya "vinos excelentes",17 y que, en las regiones de clima caliente,

"se encuentran además todos los ricos productos de los trópicos, como la cochinilla,

el añil, el café, el azúcar, el algodón, las numerosas plantas oleaginosas, entre las que se cuentan, por ejemplo, el cotillo y el arbusto de aceite de la Huasteca".18

Colleau, por el contrario, nos informa que en estas tierras "calientes", que tanto

entusiasmaban a Gabriac, los forrajes y el maíz constituían productos muy raros y extremadamente caros, lo cual hacía en extremo dificultosa la crianza de ganado en estas regiones.19 Es preciso suponer que Colleau no se refiere sino a las "tierras calientes" de Veracruz, en cuyo puerto principal era agente consular de Francia pues obviamente desconocía la situación agrícola de las demás regiones. En los alrededores de Mazatlán, según el cónsul francés de ese puerto, el aprovisionamiento de maíz y de otros productos básicos de la alimentación popular no parecía tener ningún problema. Sólo por lo que se refiere al abastecimiento del puerto de Mazatlán, nos explica que,

"...el maíz, log frijoles, el chile y las cebollas, productos que constituyen la base de la

alimentación en Sinaloa, son cultivados en seis pequeñas granjas situadas en los alrededores de la ciudad, dentro de un radio de 12 a 15 kilómetros".20

En cuanto a la zona de Tampico, situada relativamente cerca de Veracruz, nos dice el

cónsul francés que el pueblo humilde de los alrededores “..se nutre con carne y con maíz, muy abundantes en la región".21 En Tampico, por otra parte, es preciso señalar las exportaciones casi regulares de ixtle, producto que era traído principalmente de San Luis Potosí y de ciertas zonas de Tamaulipas. Estas regiones, según nos indica Ambroy,

"producen el ixtle en abundancia; se trata de una planta textil que por la elasticidad,

fuerza y resistencia de sus fibras se emplea con gran utilidad en la cordelería y en algunos otros menesteres industriales. El ixtle crece naturalmente, sin necesidad de ser cultivado. Lo único que se requiere es cortarlo en el lugar. Su valor real no se determina, a decir verdad, sino por los gastos de transporte que implica su traslado desde el lugar de su producción hasta el puerto de embarque. Puesto abordo en la rada de Tampico, cuestan alrededor de $ 1.50 los 12 kilos".22

E! estado de Tamaulipas era también productor de caña de azúcar y de diversas

legumbres, aunque las dificultades materiales que encontraba siempre su exportación no han permitido conservar registros aduanales susceptibles de información sobre el volumen de su producción. "La falta de comunicaciones -dice Saint-Charles-, y, en consecuencia, el alto costo de los transportes, impiden sacar el provecho que en cualquiera otro estado de cosas permitiría el ganado y los productos agrícolas".23 Tampico. era también una buena salida para

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la exportación -aunque en una escala muy reducida- de zarzaparrilla, jalapa y palo amarillo que debían ser cultivados regularmente en la zona norte del país.

Veracruz, por su parte, no era sino una vía muy mediocre para la exportación de

productos agrícolas, lo que prueba la pésima situación de la agricultura en la región sureste de México, agravada aún más por la carencia de comunicaciones que padeció siempre aquella zona. Por Veracruz, en efecto, no se exportaba sino muy raramente la cochinilla producida en Oaxaca, así como el café, la jalapa, la zarzaparrilla y el tabaco del Estado de Veracruz. En algunas ocasiones (a juzgar al menos por los informes que poseemos), se hacían por el puerto ciertas exportaciones de vainilla, cultivada en Coatzacoalcos por una compañía francesa, hecho que constituía por sí solo una completa revolución en el cuadro primitivo de la agricultura mexicana.24 Aunque no dispongamos de datos precisos al respecto, es de creerse que la mayor parte de la producción de vainilla obtenida por dicha compañía debería ser exportada directamente por Coatzacoalcos, donde la inexistencia de registros aduanales hacía más fácil la salida fraudulenta de productos. Este hecho, por lo demás, nos impide saber a ciencia cierta cuál era el volumen de la explotación vainillera en aquella comarca.

¿Qué podríamos decir sobre la producción agrícola en la costa del Pacífico? El cónsul

francés de Mazatlán es el único que nos proporciona ciertos datos :

"Como acaba de ser expuesto -nos informa-, el maíz es de todos los artículos alimenticios utilizados en México el más universalmente en boga. Se le trae a Mazatlán desde las granjas del interior. Solamente los mexicanos del puerto consumen anualmente más de ochocientas fanegas de dicho producto.

La fanega equivale a un poco más de tres decálitros; de donde resulta que las 800 fanegas consumidas aquí representan entre 1700 y 1800 decálitros, es decir, unos $12,000,00".25

Las pequeñas exportaciones hechas por Mazatlán y destinadas principalmente a San

Francisco, nos revelan que existían otros productos cultivados en la región. Además del maíz, la veintena de barcos pequeños que salían cada año para San Francisco llevaban por lo regular cargamentos de cebolla y frutas."26 También se cultivaba, en fin, el frijol cuya producción en 1865, según el cónsul francés del puerto, representaba más o menos el triple de la del maíz, alcanzando una cifra de 1500 a 1800 fanegas anuales que, al costo de 5 pesos cada una, significaba una valor aproximado de más de $ 8,000.00. Sin embargo, Mathieu de Fossey, un notable observador francés con más de 30 años de residencia en México y miembro de la Academia de Letras de Dijon, nos hace saber que,

"Manzanillo es el único puerto de la República, del lado occidental, por donde se

exportan productos agrícolas a California y a los Estados de Sinaloa y Sonora. El valor de las exportaciones anuales apenas logra pasar hoy en día los 50,000.00 pesos, aunque tiende

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a aumentar todos los años".27

Estos productos agrícolas eran, debemos suponer, los mismos aproximadamente que

aquellos de que nos hablaba antes el cónsul de Mazatlán, puesto que la región y las condiciones climatológicas eran más o menos las mismas. También debemos suponer que De Fossey no estaba suficientemente informado cuando afirma que el único puerto del Pacífico por donde se hacían exportaciones de productos agrícolas era precisamente Manzanillo. Por las informaciones del cónsul de Mazatlán sabemos con certeza que alrededor de veinte navíos por año transportaban mercancías agrícolas con destino a San Francisco. A menos que este autor -por lo general bastante bien enterado de las cosas de México-, cuando habla de "California" sólo se refiera a la Baja California, cuya población total apenas rebasaba, en la época en que nos hemos situado, las diez mil personas.

Pero si Manzanillo -y muy probablemente Mazatlán- también enviaba productos agrícolas a Sonora, ésta, por su parte, reenviaba los barcos cargados de harina. De acuerdo con los datos proporcionados por el cónsul de Mazatlán, parece que toda la harina que se consumía en Sinaloa y la que se utilizaba en algunas otras regiones del interior, venía directamente de Sonora, donde era embarcada en el pequeño puerto de Guaymas.

"Cada año entran (en Mazatlán) más de seis mil cargas ( de harina) , o sea

aproximadamente 36,000 decálitros. La mitad apenas de esta cantidad se emplea en el puerto, por lo que el excedente se expide a otros puertos de la costa (principalmente Manzanillo, San Blas y Acapulco) o al interior".28

La cifra de los envíos hechos a Mazatlán, así como el hecho de que la harina era el único

producto barato en Guaymas nos permiten presumir una fuerte producción de trigo en el departamento de Sonora.29 Por Mazatlán, en fin, se exportaba también la llamada "madera del Brasil", cuya producción en México estudiaremos mas adelante.

Por lo que se refiere a la producción agrícola en las otras regiones del país, contamos con muy pocos dato. Sabemos vagamente que en los departamentos del centro de la república, además del maíz, los frijoles y los demás productos de consumo nacional, se cultivaba también diversas clases de cereales, especialmente el trigo, que allí crecía con una facilidad extraordinaria. "

"las tierras del Bajío -escribe De Fossey- producen , comúnmente treinta granos de

trigo por uno, sin necesidad de recibir abono.. Se puede uno hacer una idea acerca de esta prodigalidad de las mieses mexicanas al reflexionar que, en Francia, no se cosecha sino siete veces la semilla, por término medio, y quince veces en las mejores tierras".30

El Estado de México y el de Guanajuato (del que una parte corresponde al Bajío)

constituían incluso regiones exportadoras de maíz y de cereales.31 Más al norte, las provincias de Nuevo León y San Luis Potosí cultivaban también el maíz, el frijol y el ixtle.32 Y en el sur,

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Oaxaca producía regularmente maíz, frijol, trigo, caña, algodón, vainilla, cochinilla y añil; Tabasco era famoso por su tabaco y su cacao; Chiapas, por su lado, tenía una producción muy variada: trigo, centeno, avena, arroz, tabaco, caña de azúcar, frijol, garbanzo, maíz, algodón, cacao, café, vainilla y añil,33 aunque ignoramos cuál era la extensión de estos cultivos y su volumen productivo. Yucatán, a pesar del sistema primitivo de su agricultura y las interminables guerras "de castas" que asolaban su territorio, producía, según los testimonios de los visitantes extranjeros, un algodón "excelente", tabaco, maderas de tintura y, sobre todo, el henequén, que constituía la base principal de su riqueza.34

3. Los problemas de algunos productos. Es preciso hacer notar, de un modo muy particular, las circunstancias en que se

cultivaban ciertos productos agrícolas, cuya importancia económica había atraído desde hacía mucho tiempo el interés y la atención de las autoridades mexicanas. El algodón, el tabaco, la caña de azúcar, las maderas de tintura y la ganadería tenían, en efecto, una importancia fundamental en el cuadro de la agricultura mexicana de la época no sólo por el valor de los capitales invertidos en su cultura, sino también porque se trataba de ramas agrícolas que exigían cuidados y condiciones materiales muy especiales.

El solo hecho de que estos productos eran los únicos de los que se podía obtener rendimientos substanciales gracias a su exportación hacía que el interés de los responsables se formulara con características casi nacionales. Su producción y, sobre tollo, sus problemas merecen, pues, un análisis más atento.

El caso del algodón, por ejemplo, implicó siempre numerosos problemas cuya solución

preocupaba mucho a los gobernantes mexicanos. Algunas informaciones actuales nos permiten saber que la producción anual de este producto, en la época que nos ocupa, era aproximadamente de 31,000 pacas,35 en tanto que la Cámara Sindical del Comercio de Exportación de París la estimaba en 40,000 pacas.36 El algodón provenía de diferentes regiones productoras, entre las cuales habría que señalar por su importancia a Veracruz (10,000 pacas) Guerrero (5,000), Colima (1,000), Sinaloa (2,500), Nazas (7,500), Chihuahua (2,500), y Coahuila (2,500). Nadie ignoraba la importancia del algodón dentro de la vida económica de México por lo que, en 1863, escribía Saint-Charles al Ministerio de Negocios Extranjeros de Francia lo siguiente:

"...la cultura del algodón es uno de los grandes re cursos del país; no hay necesidad de

crearla, pues ella ya existe: lo sé ahora que estoy estudiando el asunto. Sólo es necesario extenderla y dirigirla, ya que todas las tierras calientes de México le son propicias y podría cosecharse tanto algodón y tan bueno como en los Estados Unidos".37

Saint-Charles tenía sobrada razón: no podía ser más evidente que el algodón ofrecía magníficas perspectivas económicas. Su precio de venta era elevado y los mercados estaban asegurados: sólo por lo que se refería a las necesidades internas del país, México ofrecía un

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mercado que podía absorber anualmente entre 100,000 y 112,500 pacas, de acuerdo con los cálculos que se hicieron en la época.38 También era cierto que algunos cultivadores no habían descuidado ningún esfuerzo para extender e incrementar la producción del algodón. Sin embargo, los diferentes ensayos emprendidos, los cuales daban generalmente magníficos resultados, debían enfrentarse a obstáculos muy difíciles de salvar.

La absoluta falta de coordinación para el desarrollo agrícola de las distintas regiones de

la nación bloqueaba, desde luego, la continuidad de las explotaciones. Además, la precaria situación en que se encontraban las pocas comunicaciones existentes limitaba también el volumen de producción o -lo que era aun mas frecuente-, impedía por completo la obtención de seguridades para lograr una distribución regular del producto. Finalmente, la Administración Pública, corrompida por los distintos círculos de intereses, opuso siempre obstáculos de índole legal a cualquier proyecto que pretendiese incrementar el cultivo del algodón. Sobre este punto, nos cuenta Ernest Vigneaux los detalles de un ejemplo sorprendente:

”Algunos experimentos intentados en gran escala por industriales propietarios de las

provincias meridionales,. destinados a incrementar el cultivo de esta planta, fueron prohibidos sumariamente por Santa-Ana durante mi estancia en el país; y ello sin alegar ningún motivo que excusase la medida. La verdad es que el motivo era inconfesable : como se había otorgado aciertas casas extranjeras muy poderosas el monopolio de la importación de algodones, era lógico que la concurrencia de los algodones nacionales hubiese devaluado el artículo. Una buena propina a un ministro, a algunos diputados, al propio Santa-Ana (sobre todo a éste) bastaba para mantener los decretos prohibitivos".39

Algunas veces, el boicot oficial de los gobiernos mexicanos contra lo producción de

algodón -siempre bajo la inspiración de poderosos intereses- no afectaba solamente a los agricultores, sino también a los industriales que poseían fabricas algodoneras. En un informe sobre el comercio y los recursos de México se explica que,

"...el medio más habitual para hacer dinero en México es acordar a negociantes, sobre

todo a los ingleses, la autorización temporal para introducir en el país el algodón hilado (cotton twist) -artículo prohibido en beneficio de las manufacturas nacionales. Estas autorizaciones se han multiplicado a tal grado que casi han acabado por arruinar a la industria algodonera de México".40

A pesar de las posibilidades financieras y del claro interés mostrado por algunos

capitalistas y agricultores mexicanos en materia de algodón, la mayor parte de los 125,833 quintales que, según De Fossey, consumían las numerosas "fábricas" mexicanas, no provenía de la producción nacional, sino de los Estados Unidos.41 Grandes cantidades de este algodón americano eran introducidas por Matamoros, puerto situado en la frontera con los Estados

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Unidos en extremo favorable al contrabando de dicho producto. La producción de tabaco se encontraba en condiciones análogas. Este producto, como

hemos visto, era cultivado en varias regiones de México: Veracruz, Tabasco,. Chiapas, etc. Carecemos prácticamente de informaciones para poder estimar el volumen de la producción nacional; sin embargo, según De Courthial,

"...México produce tabaco de calidad ordinaria que es suficiente para las necesidades

del consumo interior y de la exportación ...sólo recurre a la producción extranjera para importar de la Habana puros famosos por su calidad, que se venden muy caro."42

Las afirmaciones del cónsul de Francia en Veracruz parecen un poco contradictorias: ¿

Cómo se explica, en efecto, que México, cuya producción le permitía incluso la exportación, (ignoramos, naturalmente, las cantidades exportadas, así como los países de destino) .tuviera no obstante que recurrir a la importación de cigarros extranjeros que, por lo demás, costaban "muy caro"? Ernest Vigneaux nos dice, por el contrario, que en México "se fabrican igualmente numerosos puros y se podrían fabricar mucho mas si no fuera por la existencia del estanco..." agregando además que,

"... el cultivo de esta planta está restringido aciertos distritos y a las cantidades

necesarias para el consumo local, gracias a una ley que prohíbe la exportación, bajo cualquier forma que sea, fuera del distrito productor".43

La razón era que la fabricación de puros y cigarros seguía siendo limitada y el aprovisionamiento de los consumidores era rigurosamente racionado por las autoridades del monopolio.

"Nadie -escribe Vigneaux-, puede tener en su casa más de ciento cincuenta a

doscientos puros; el estanco hace visitas domiciliarias, de las que sólo puede substraerse la aristocracia expulsando a los empleados o corrompiéndolos".44

Esta restricción sistemática permitía ciertamente a los productores cubanos encontrar en

la aristocracia mexicana un excelente mercado para sus cigarros. Ello explicaría las aparentes contradicciones del cónsul De Courthial. Por lo demás, siendo el estanco del tabaco una especie de Granja cuyos miembros pertenecían de ordinario a los círculos extranjeros, resultaba normal que el interés comercial prevaleciera sobre las necesidades agrícolas.

"Estos extranjeros -concluye Vigneaux- prefieren importar el tabaco que favorecer su

cultivo en el interior, pues ello les procura ganancias inmediatas y, sobre todo, mayores garantías contra la competencia".45

Es comprensible, pues, que, en estas condiciones, la producción de tabaco, a pesar de los

mercados favorables que se ofrecían tanto en el interior como en el exterior del país, estuviese

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muy por debajo de sus posibilidades reales. En la lista de los principales productos agrícolas de México es preciso incluir también a

las maderas, cuya explotación tenía gran importancia para el comercio exterior del país. La producción de maderas, especialmente la de tintura y la llamada "de Brasil" se llevaba acabo en las regiones costeras que tenían fácil acceso hacia los puertos, ya que la mayor parte de este producto estaba destinada a la exportación. Las maderas constituían, de hecho, el único flete de regreso que tenían los barcos extranjeros que venían a descargar en Veracruz o en Tampico. "En cuanto a la exportación -nos informa Saint-Charles-, es casi nula en este puerto (Tampico). Todos los navíos van a la Laguna (de Términos) o Tuxpan, a cargar madera amarilla o zarzaparrilla".46

La región más importante para la explotación de maderas se encontraba en el sureste de

México, principalmente en los Estados de Tabasco, Campeche, Yucatán, y Oaxaca, lo que permitía a Ciudad del Carmen, el puerto principal para la exportación de estos productos, jugar un papel muy especial en la vida económica y política de aquella región. Podemos decir que tanto en Yucatán como en Campeche, la explotación de maderas era una de las principales fuentes de riqueza. También se producían maderas en la costa del Pacífico, cerca de Mazatlán, y los cónsules de este puerto hablan con frecuencia de la importancia de este producto, "único del país que puede servir a las transacciones comerciales",47 En Mazatlán, el precio del quintal de madera de Brasil oscilaba entre $ 1.00 y $ 1.50, considerando que los centros de explotación se encontraban a una distancia media de cien kilómetros aproximadamente.48

Para terminar, habría que decir una palabra sobre la ganadería, vinculada estrechamente

a la agricultura. Por desgracia, son pocos los datos que poseemos sobre este aspecto. Sabemos, sin embargo, que la crianza de ganado era importante en el norte de México, sobre todo en el Estado de Tamaulipas. En esta provincia, nos indica el cónsul francés de Tampico,

" ...hay inmensos rebaños de reses, caballos, mulas. Algunos terratenientes poseen

hasta 200 leguas cuadradas de pastos donde apacentan 30 o 40 mil reses y 8 o 10 mil caballos y mulas".49

El ganado era la principal riqueza de dicho Estado; sus exportaciones de cuero de res y

de cabra, realizadas por Tampico, alcanzaban la cifra de 500,000 kilos anuales.50 La carne era tan abundante en la región, que, como ya quedó señalado, constituía junto con el maíz la base de la alimentación popular.51 Para el trabajo de las tierras sólo se empleaban los bueyes, mientras que los caballos y las mulas eran utilizados como animales de tiro para los carruajes.52 Por lo que se refiere a la ganadería en las otras regiones del país, ignoramos los detalles. Sabemos que, por ejemplo, los rebaños eran también bastante numerosos en los Estados de San Luis Potosí, México y Guanajuato, aunque seguramente no alcanzaban las

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dimensiones de la ganadería tamaulipeca. 2. Dificultades generales de la agricultura mexicana. Durante mucho tiempo, la enorme extensión del territorio mexicano y las riquezas

descubiertas en su subsuelo fueron factores que contribuyeron a mantener la leyenda sobre la "gran riqueza" mexicana. Aún después de la Revolución de Independencia y a pesar del caos que sembraban los numerosos levantamientos, los mexicanos-más optimistas no cesaban de proclamar su fé en las "enormes" posibilidades económicas del país y hasta uno de los más notables hombres públicos de la época podía afirmar lo siguiente:

"...el suelo de México es uno de los más fértiles del mundo; a grado tal, que el

agricultor con muy pocos esfuerzos, siempre encuentra una rica y abundante recompensa a su trabajo".53

La realidad, como sabemos estaba muy alejada de estos sueños entusiastas. México, a

pesar de su vasto territorio, no solamente tenía muy pocas tierras cultivables, sino que, incluso, el rendimiento de su suelo era extraordinaria- mente bajo. La naturaleza accidentada del país, la irregularidad o la carencia de lluvias, la ausencia de un sistema fluvial que permitiera un riego eficaz de las tierras, la distancia de los centros agrícolas y el retraso de las comunicaciones representaban grandes obstáculos para la agricultura y hacían sumamente difícil su desarrollo. A todo ello habría que agregar todavía los otros problemas ya señalados: los sistemas agrícolas atrasados, el sistema de los grandes dominios rurales y la total ausencia de incentivo productivo en sus propietarios; y, en fin, cuestión primordial, la falta de capitales para modernizar e incrementar la producción agrícola. Se trataba en resumen, de verdaderas barreras opuestas al progreso de la agricultura mexicana.

Pero los observadores franceses nos señalan también otros problemas adicionales. Desde

luego, la evidente ignorancia de los campesinos sobre las posibilidades de explotación que ofrecía el suelo del país.

"Los bosques de robles, de abetos -escribe un geógrafo-, que abrigan todas las

montañas de Michoacán podrían proporcionar recursos infinitos a este país; sin embargo, la industria más elemental es desconocida allí... Los habitantes no saben cómo utilizar estos excelentes materiales para la construcción de casas, de puentes, de barcos y de toda clase de instrumentos para el arado".54 "Produce pena -dice también un cónsul francés de Tampico-, el ver todas las riquezas que contiene México. Riquezas todavía inxeplotadas..."55

Además de la ignorancia o la negligencia en torno a las posibilidades de explotación

natural, existe el otro grave problema, consecuencia sobre todo de la anarquía crónica: la falta

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de mano de obra en las regiones agrícolas.

"Resulta, pues -nos dice Lavallée-, que más de seis millones y medio de habitantes se ven obligados a sufrir innumerables privaciones a fin de permitir la subsistencia de 214,500 personas ocupadas por las manufacturas, cuando a la agricultura le faltan brazos y son tan raros los productos importados".56

Se trataba de un verdadero círculo vicioso: la insuficiente producción de artículos

alimenticios provocaba continuamente el hambre de numerosos campesinos, que no veían otro recurso que sumarse a los levantamientos y las revueltas que trastornaban el país; sin embargo, después de ser disueltos sus improvisados ejércitos, estos soldados ocasionales regresaban raramente a sus hogares, seguros de no encontrar allí sino el hambre y la miseria. La mayoría prefería quedarse en las grandes ciudades con la esperanza de encontrar mejor suerte, o bien se enrolaban en alguna de las numerosas bandas de asaltantes que sembraban el terror en los caminos. Otros probablemente la mayoría optaban por desplazarse con toda su familia hacia otras regiones del país, huyendo de las luchas armadas o de la terrible servidumbre impuesta por el régimen latifundista. Estos constantes movimientos migratorios provocaban la escasez de mano de obra campesina en aquellas zonas donde se deseaba emprender la explotación de tierras cultivables, por lo cual diversos gobiernos mexicanos trataron de fomentar la colonización extranjera, considerada necesaria también por el hecho de que numerosas comarcas, de alta fertilidad, eran zonas prácticamente desérticas.

"Lo que falta en México -apuntaba un cónsul de Veracruz- no son tierras, sino brazos,

y México ha comprendido ya que para el país sería una sabia política el poblarse de colonos desinteresados que garantizarían su independencia, si fuera necesario, aumentando al mismo tiempo su riqueza".57

Sería preciso considerar, finalmente, entre las causas más decisivas del atraso agrícola la

falta de comunicaciones y la excesiva carga de impuestos a que se veía sometida la circulación interior de mercancías. Lo hemos señalado repetidas veces y no resulta prolijo reiterarlo de nuevo: la inexistencia de una buena red de comunicaciones hacía sencillamente imposible el movimiento de los posibles excedentes de la producción agrícola regional. En semejantes condiciones, la agricultura tenía que seguir conservando su carácter local y autosuficiente, a pesar de cuantos intentos pudieran realizarse para crear una producción nacional. Este hecho era uno de los principales responsables del bajo rendimiento agrícola, que mantenía a la producción por debajo de la posibilidad de consumo del país. Algunas veces sucedía, por el contrario, que la producción de un centro agrícola excedía a la capacidad de consumo de la localidad y de los lugares vecinos, lo cual causaba de inmediato una caída estrepitosa en los precios de venta. El cultivador, si tenía suerte, debía contentarse con recuperar la mitad de los gastos invertidos en la cosecha.

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"En general -dice Lavallée en su libro-, la suerte del agricultor mexicano es de las más tristes, ya que no sabe a qué debe temer más, si a un malo o a un buen año. Esto, que parece una paradoja, vamos a explicarlo. En el primer caso, es claro que pierda total o parcialmente su cosecha; pero en el segundo, le sucede más o menos lo mismo, puesto que si la cosecha es buena; habrá gran cantidad de productos. y como los consumidores son limitados, la baja de precios es considerable y de ningún modo proporcional a los gastos de los rancheros".58

Y aun cuando el desafortunado agricultor fuese capaz de transportar sus productos a

otras regiones, debía enfrentarse todavía a las numerosas dificultades aduanales que lo amenazaban en el camino. Las alcabalas no sólo eran muy elevadas, sino rigurosas en extremo.

"La clase de los agricultores -continúa Lavallée- " es igualmente víctima del sistema

fiscal, y ...a la menor negligencia en las formalidades establecidas para el transporte de sus productos de un punto a otro, sus intereses, su fortuna misma pasan a las manos de los voraces encargados del fisco".59

Estas difíciles condiciones debían impedir, por mucho -tiempo todavía, el desarrollo de

la agricultura mexicana, obligada como estaba a permanecer en un estancamiento que ya era secular.

NOTAS. SEGUNDA PARTE.

1 Sobre las dificultades de todo género que encontraban los viajeros en el interior de México, Alcide D'Orbigny nos ha dejado espléndidas descripciones. (Cf. Voyage sur les deux Amériques, p. 358), Véanse también las obras de Gabriel Ferry, Scenes de la vie sauvage au Mexique, p.142; Brasseur de Bourbourg, Sommaire des voyages scientifiques, etc. ..Po 325. 2 Ambroy, carta al MAE, 27/VII/1853. XXXIV, f. 169. 3 Frédéric Japy, Lettres d'un soldat a sa mere. p.202. 4 F. Lavallée, op. cit., p.70. 5 Saint-Charles, carta al MAE, 4/V1I/1865: XXXVI, f. 34-35. 6 Véanse las descripciones que hace de las haciendas mexicanas el viajero francés Arthur Morelet, en su Voyage dans l'Amérique Centrale. p.295. 7 F. Lavallée,. op. cit., p.69. 8 E. Lefévre, op. cit., p. 19. 9 F. Lavallée, op. cit. p.69. 10 Para una buena descripción dé los ranchos de los alrededores de Veracruz, puede verse la ya citada obra de F. Japy (p.191). 11 Gabriac, carta al MAE, 3/IV/1856. V, f. 157. 12 Ambroy, carta al MAE, 20/III/1855. XXXIV, f.189. 13 Jesús Hermosa, op. cit., p.47. Las cifras indicadas provienen, según el autor; "de un informe preparado por la Dirección de Contribuciones Directas, presentado al gobierno en uno de los últimos años".

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14 V. L. Baril, Le Mexique, p.173. 15 "El pulque -escribe Saint-Charles- es una bebida que se hace aquí con. el maíz; pero en las tierras templadas se hace con el jugo del maguey. Esta bebida, que tiene inmensa demanda en México, no se puede conservar. Es muy sana, y una vez que se está habituado a ella resulta agradable; hace las veces del vino. El mezcal -licor que es de 65 a 70 grados-, es al pulque de maguey lo que es el licor al vino. Un barril de 75 litros vale de 25 a 30 pesos". Carta al MAE, 4/VII/1865. XXXVI, f. 37. 16 Lerdo hacia su cálculo basado en la población del país, que él estimaba en 7.880,000 personas. Siendo de 25 pesos el consumo agrícola de cada habitante al año, la suma total ascendía acerca de 197 millones de pesos, a los cuales agregaba Lerdo el valor de los forrajes para la cría de ganado, el de las maderas de tintura, del algodón, la cochinilla, etc. (Cf. Cosío Villegas, op. cit., t. II, pp. 37-38). 17 Gabriac, carta al MAE, 26/II/1857. XXX, f.374. 18 Ibidem, f. 374. 19 Colleau, carta al MAE, 30/XI/1861. XXXII, f. 339. 20 "Notes statistiques de Mazatlán", s. f. En XXXVI, f. 232. 21 Saint-Charles, carta al MAE, 4/VII/1865. XXXVI, f. 28. 22 Ambroy, carta al MAE, 30/IV /1857. XXXIV, f.364-365. 23 Saint-Charles, carta al MAE, 4/VII/1865. XXXVI, f. 32. 24 Sabemos de la existencia de una compañía francesa dedicada a la explotación moderna en Jicaltepec, cerca de Veracruz, por un artículo aparecido en Le Moniteur, junio 3 de 1863, titulado "Le commerce mexicain". No he podido hallar en ninguna otra parte mayores datos sobre esta cuestión. 25 "Notes statistiques de Mazatlan", s. i. En XXXVII, f. 167. 26 Martinet, carta al MAE, 18/VI/1853. XXXVII, f. 167. 27 "Notes statistiques de Mazatlan", XXXVII, i.234. Las cifras sobre el consumo de harina en Sinaloa -considerando la poca población de aquella provincia- son sorprendentes. Sin embargo, el propio cónsul nos explica que de los 18,000 decálitros consumidos en la región " ...la mayor parte sirve para la confección del bizcocho utilizado por la marina. Sin ello, no se podría consumir lo que indica la cifra, puesto que muy poca gente del país come pan; por lo menos los nueve décimos de la población lo reemplazan con la tortilla" (ibídem). Según este mismo testigo, el precio de la carga no bajaba jamás a menos de 16 pesos y era raro que llegara a costar más de 25 pesos. 28 Duflot de Moffras (cónsul francés en. Mazatlán), carta al MAE, 27/1/1841. XXXVII, f. 4. En aquel tiempo, según este antiguo cónsul, el preció de la harina en Guaymas era "de 7 a 9 pesos la carga de 12 arrobas, que equivalen a trescientas libras francesas. La calidad de esta harina es excelente" (ibídem). A pesar de la fecha en que se da la información, debemos creer que las condiciones de la producción de trigo en Sonora eran las mismas, si no mejores, en la época en que nos hemos situado. 29 Op. cit. 30 De Fossey, op. cit., p.439. 31 Cosío Villegas, op. cit., T. II, p.32. 32 ibídem, pp. 40-41. La producción total de Nuevo León, en 1851, era de $ 505,795, cifra que, en 1872, alcanzaba ya $ 717,451 33 ibidem, op. crt., p. 4. 34 F. Lavallée, carta al MAE, 3/V/1851. XXXII, f.21-22. 35 Cosio Villegas, op. cit., T. 11, p. 44. 36 Citado por Montholon, carta al MAE, l/lV /1862. XXI, f. 231- 232. 37 Saint-Charles, carta al MAE 10/I/1863. XXXV, f.359. 38 Cosío Villegas, op. cit., p. 44. 39 Ernest Vigneaux, Souvenírs d'un prisonnier de guerre au Mexique, pp. 298-299. 40 "Commerce et ressources du Mexique". Informe en XXXVIII, p. 2. 41 De Fossey, op. cit., p.440. 42 De Courthial, carta al MAE, 2/XII/1865. XXXIII, f. 280.

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43 E. Vigneaux, op. cit., pp.298-299. 44 ibídem, p. 299. 45 ibídem, p. 299. 46 Saint-Charles, carta al MAE, 16/11/1853. XXXIV, f.107. Sin embargo, once años más tarde, el mismo cónsul escribía a la legación francesa en México que el palo amarillo estaba entre los artículos que se exportaban por Tampico (Cf. Rapport N.. 2, en XXXV, f.453). Debemos suponer que la exportación de esta madera era mínima o que, al redactar el informe sobre el comercio de Tampico, el cónsul haya agregado allí el movimiento comercial del pequeño puerto de Tuxpan, cuya importancia era prácticamente nula. 47 Martinet, carta al MAE, 29/VIII/1853. XXXVII, f. 169. 48 Duflot de Moffras, carta al MAE, 27/I/1847. XXXVII, f.3. 49 Saint-Charles. carta al MAE, 27/1/1847. XXXVII, f.3. 50 ibidem, p. 3. 51 ibidem, f. 28. Según el cónsul francés. el precio de la carne, por ejemplo, era de 12 1/2 centavos el kilo, al menudeo, y de un peso la arroba de 12 kilos, al mayoreo (ibídem, f. 36). La misma fuente nos proporciona también algunos ejemplos sobre los salarios de estas clases sociales (f.36). 52 El cónsul francés de Tampico informa de algunos precios del ganado: "Un caballo domesticado vale en la hacienda de 15 a 20 pesos. Un buey de 9 a 10. El asno, de 10 a 12. Una mula de tres años no preparada cuesta 40" (ibídem, f. 38). 53 Citado por Cosío Villegas, op. cit.. t. II. p. 52. 54 Henri de Saussure. Lettre a M. de la Roquette. Voyage au Mexique, p. 8. 55 Saint-Charles, carta al MAE. 10/I/1864. XXXV, f. 359. 56 Lavallée, carta al MAE. 1/l1I/1851, XXXII. f. 17. 57 "Notes sur la navigation et le commerce du port de Veracruz pendant l'année 1856". en XXXVIII. 58 Lavallée, op. cit.. pp. 69-70. Cf. también Cosío Villegas. op. cit.. t. II. pp. 53-54. 59 ibídem. p. 70. Cosío Villegas, op. cit.. p. 53.

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TERCERA PARTE. LOS FUNDAMENTOS DE UNA NUEVA ECONOMIA. 1. El retraso industrial de México. El cuadro general de la industria mexicana que nos proporcionan las observaciones y los

testimonios de los espectadores franceses e ingleses de la época no es más alentador que el de la agricultura. Encontramos allí también muchas de las circunstancias desfavorables que frenaban o impedían el desarrollo de la agricultura mexicana. la inexistencia de caminos, la situación desquiciada de la nación, la falta de capitales y de mano de obra calificada, etc. y éstos no eran sino algunos de los más graves obstáculos que se oponían al desenvolvimiento industrial de un país cuya revolución perpetua derrochaba sus pocos recursos, asustando al mismo tiempo a aquellos que, dentro o fuera del país, habrían podido prestar un precioso concurso financiero a la actividad industrial. No es difícil, pues, explicar por qué, también en este dominio, sólo se habían podido lograr muy pocas realizaciones concretas.

Los observadores franceses, originarios de un país que la Revolución Industrial empezaba a transformar con vertiginosa velocidad, apenas podían ser optimistas en sus pronósticos sobre el porvenir industrial de México. No deben, pues, extrañarnos sus juicios desalentadores. Dano podría escribir, por ello, que, "la industria mexicana es, en efecto, prácticamente nula.”1 mientras que Gabriac llegaba a conclusiones aún más pesimistas:

"Este país no podrá llegar a ser jamás manufacturero. El día de su absorción (por los

Estados Unidos) o de su anexión, las minas rendirán anualmente cien millones de pesos por lo menos, en vez de 25; pues hoy, carente de seguridad, de garantías, de brazos, de capitales y de caminos, las nueve décimas partes están mal explotadas, abandonadas o son desconocidas".2

Es verdad que Gabriac, como es frecuente en él exageraba un poco su opinión, movido por el interés que tenia en favor de una intervención francesa o europea en México; pero también es evidente, sin embargo, que la situación lamentable en que se encontraba la actividad industrial mexicana se prestaba a este tipo de conclusiones. Recordemos, desde luego, que la industria propiamente dicha no existía en México. De hecho, la mayor parte de la “producción industrial" de que hablan los documentos de la época provenía de los incontables talleres artesanales, donde no se utilizaba, naturalmente la maquinaria y las fuerzas motrices características de la industria moderna. La sola cifra a que ascendían estos talleres nos revela claramente el gran atrasó -por no decir inexistencia- de las actividades industriales del país. De acuerdo con las estadísticas de aquella época, únicamente en Guanajuato existían 526 "fábricas" para la filatura de lana y 853 dedicadas a la de algodón.3 Estas cifras no parecían ser menos elevadas en los otros Estados principales de la República.

Hubo, no obstante, un principio de industrialización y hasta fue posible llegar a instalar

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ciertas manufacturas dignas de ese nombre, cuyos detalles veremos más adelante. El relativo surgimiento de esta industria cuya rama principal era la de hilado de algodones y la de telas ordinarias, era bastante reciente: en 1830, el gobierno federal, queriendo favorecer el desarrollo de la industria textil, única que podía encontrar en el país un mercado suficiente para la absorción de una .producción masiva, estableció el famoso Banco de Avío, con un capital inicial de un millón de pesos, destinado a refaccionar financieramente a cuantos; estuviesen decididos a montar una fábrica.4

Al mismo tiempo, el gobierno prohibió en toda la república la introducción de artículos extranjeros, especialmente los algodones hilados y las telas corrientes, con el fin de alentar la inversión de capitales privados y defender el desenvolvimiento de la industria manufacturera. Estas seguridades y ventajas ofrecidas a los capitalistas tuvieron una respuesta inmediata: los capitales empezaron a afluir y se pudieron instalar varias fábricas creándose en el país una nueva fuerza económica, cuya importancia, por las repercusiones sociales y políticas que pronto llegó a tener, se manifestó cada vez más en el marco entero del país. Esta importancia se dejó sentir, desde luego, en la esfera del sistema fiscal mexicano, donde provocó inmediatamente grandes dificultades a los intereses comerciales extranjeros por la política proteccionista que hizo aplicar al gobierno. La larga y dramática batalla aduanal, que hacía temblar a. todos los gobiernos mexicanos, integrándose como un nuevo elemento de las luchas civiles, no fue sino la expresión de esas contradicciones. Pero la manufactura, aunque todavía débil en sus primeras manifestaciones y muy pronto fracasada en sus ambiciosos proyectos, también conmovió al país, al permitir la formación de una incipiente burguesía industrial, cuyo peso económico y social habría de jugar un papel de primera importancia en la vida nacional.

"La clase de los fabricantes -afirma Lavallée- compuesta en gran parte por personas

influyentes, constituyó progresivamente un cuerpo respetable dentro de la sociedad, defensor encarnizado de las leyes proteccionistas; a tal grado, que en 1840, habiéndose visto el gobierno en la necesidad de permitir la importación temporal de algodones hilados, por el puerto de Matamoros, para socorrer en sus gastos al Ejército del Norte, bastó este solo hecho, que afectaba los intereses de los fabricantes, para provocar una revolución y motivar al año siguiente, como una de sus principales causas, la caída de la administración de entonces, la cual fue reemplazada por el gobierno dictatorial. El nuevo jefe promulgó nuevas leyes proteccionistas en beneficio de los manufactureros, extendiendo las prohibiciones a muchos otros artículos"5

Es perfectamente cierto que a partir del establecimiento de la industria manufacturera, y

muy a pesar de su relativa importancia a los ojos de los observadores extranjeros, la organización económica del país tuvo que contar, de un modo u otro, con estos primeros balbuceos industriales.6

2. Los primeros años de la manufactura.

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Es de lamentar que nuestros testigos y observadores de la época que nos interesa nos

hayan dejado tan pocos datos precisos sobre el modesto comienzo industrial en México. Pero parece, sin embargo, que aún las fuentes o estadísticas oficiales a que podían tener acceso los viajeros extranjeros no son siempre exactas o claras. Basándose en una Memoria de la Sociedad General de la Industria (¿Dirección General de Industria?), del año de 1845, Lavallée nos indica que:

"además de algunas manufacturas de papel, de sábanas, de vidrio y de otros

artículos de menor importancia, la rama principal de la industria mexicana es la de algodón hilado y tejidos corrientes, que ocupaba cien veintiocho fábricas situadas en toda la república, algunas de las cuales son de notable importancia".7

La cifra es, desde luego, demasiado optimista. Habría sido realmente sorprendente el

desarrollo de esta industria si después de sólo quince años de haber sido creada hubiera podido alcanzar un número tan elevado de fábricas. La verdad es que la vaguedad de los conceptos de "industria" y "fábrica" era tan amplia en aquellos días, que muy frecuentemente se añadía a la lista de las fábricas propiamente dichas un número muy variable de talleres artesanales, más o menos grandes, cuyas características no correspondían de ninguna manera a lo que hoy incluimos en la actividad industrial.

Disponemos, por el contrario, de otros informes sobre esta industria que parecen más cercanos a la realidad. Es el propio Lavallée, quien siendo todavía cónsul de Veracruz, afirma lo siguiente: "En algunas partes he visto .. que el número de fábricas en México es de 55..."8 El cónsul no nos indica si se trataba exclusivamente de fábricas destinadas a la producción textil, pero debemos suponer que casi era en efecto, ya que la Dirección General de Industria, en una publicación del año 1844, indicaba que el número de manufacturas de algodón se elevaba a 53 en toda la república.9 Es probable que sea este documento el que había visto Lavallée; citándolo de memoria, podía muy bien equivocarse en la cifra exacta. Hay todavía otros datos discordantes, que aumentan desgraciadamente la confusión. Mathieu de Fossey, cuya autoridad en lo que se refiere a los asuntos de México es indiscutible, escribe por su parte que,

“...la fabricación de telas de algodón, para uso de las gentes del pueblo, es la

principal industria fabril de México. Existen cuarenta y dos fábricas, diseminadas por el vasto territorio de la república"10

Como este escritor no nos señala tampoco las fuentes de sus informaciones, resulta

difícil considerar la cifra que menciona como la más precisa. De cualquier modo, ateniéndonos al documento oficial mencionado antes ya otros datos

proporcionados en estudios recientes, podemos aceptar que había en México cerca de 60

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empresas manufactureras de algodón, cuyos procedimientos técnicos permitían la producción en serie. ¿Cuáles eran, pues, las características "industriales" de estas fábricas? He allí otro punto sobre el que apenas poseemos informaciones precisas. Según un informe sobre el comercio y los recursos de México, enviado a Francia por sus agentes diplomáticos,

“..La fuerza motriz de las manufacturas es por lo general el agua corriente, vertida en

las planicies o barrancas por multitud de arroyos de las montaña. Debido a lo escaso del combustible, este agente es menos costoso que el vapor".11

¿Quería ello decir que el vapor no era de ningún modo utilizado como fuerza motriz por

las fábricas textiles? Es curioso advertir, en el mismo informe citado antes, esta sorprendente afirmación:

"El número de talleres (algodoneros) no ha sido establecido debido a que no se

tienen informes sino sobre aquellos que son movidos a vapor, habiendo un inmenso número de talleres movido a mano.12

¡Extraña contradicción! Puede ser concebible que mientras las fábricas no tenían sino

máquinas hidráulicas, algunos talleres artesanales habían podido "modernizarse" a tal grado, que podían emplear máquinas de vapor? El error en la apreciación hecha por el autor del informe es evidente, aunque no sabríamos si achacárselo a él o a las estadísticas que le sirvieron de fuente. Estos "talleres" que ya podían utilizar la máquina de vapor sólo podían ser, pues, pequeñas fábricas textiles y no talleres familiares. Ahora bien, es necesario suponer por otra parte que aun si la mayor parte de las manufacturas utilizaban solamente maquinaria hidráulica, debe haber existido también alguna en que ya hubiese hecho su aparición el vapor como fuerza motriz principal. Sin embargo, podríamos inclinarnos a creer que aun las más importantes manufacturas continuaban utilizando las caídas de agua.

"Hay una bella fábrica de telas de algodón -nos dice De Fossey-, construída a la entrada

del Valle (Querétaro), sobre los bordes del arroyo cuyas aguas sirven de motor a sus máquinas. Pertenece a un rico español, Cayetano Rubio y es el mayor establecimiento de este tipo que existe en México; consume 15,000 quintales de algodón por año y ocupa 3,000 obreros".13

El historiador mexicano, Luis Chávez Orozco, afirma por su parte que, de acuerdo con sus características motrices, las fábricas de hilados y tejidos de algodón existentes en 1843 podían ser clasificadas como sigue:

Fábricas movidas por motor de vapor 2 Fábricas movidas por motor hidráulica 34 Fábricas movidas por motor animal 14 Fábricas movidas por motor humano 9 Total 59

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En cuanto al número de husos (brocas) utilizados activamente por las fábricas textiles,

serían en número de 135,000 aproximadamente, según la publicación de la Dirección General de Industria, ya mencionada.14 Basándose sin duda en este mismo documento oficial -o por lo menos, en las mismas fuentes estadísticas de éste-, el autor del Informe citado antes afirma que:

" ..el número de husos, tanto los que ya están establecidos, como los por establecer,

dedicados al hilado del algodón, se eleva a 131,280, sin incluir en ellos los de tres manufacturas del Departamento de Durango, que pueden ser evaluados en 4,000".15

Lo que daría un promedio de 2,250 husos por fábricas, cifra que aparece increíble. Por

coincidencia de las distintas fuentes, es, pues, bastante probable que los 135,000 husos calculados por las autoridades mexicanas estuviese próxima a la realidad en la época de la Reforma. Como esas mismas fuentes no nos proporcionan ningún dato sobre los husos empleados en los miles de talleres familiares dedicados igualmente al tejido del algodón ya las confecciones de telas, debemos preguntarnos si el número de husos, atribuidos a las manufacturas no incluiría también los de dichos talleres. Esta hipótesis parece verosímil debido a que: como ya quedó indicado, los distintos. observadores de la época confundían con mucha frecuencia a las fabricas verdaderas con los talleres, ya éstos con aquéllas. La repetida confusión -nos sugiere la idea de no tomar sino con las debidas reservas los datos señalados por la Dirección General de Industria. Por otra parte, notemos que el autor del Informe sobre el Comercio y los Recursos de México, al hablar de los husos empleados para la hilanza del algodón, no precisa si se trata de aquellos instalados exclusivamente en las fábricas, antes bien, separa expresamente los 4,000 husos de las tres manufacturas de Durango, sin duda por su excepcional importancia. ¿Cuántos, en fin, podían ser los husos utilizados por los 5,000 talleres familiares? Suponiendo que, en el mejor de los casos, cada taller tuviese un promedio de 5 brocas, resultaría un total aproximado de 25,000 brocas, cifra que bien podría haber sido incluida en la global estimada por la Dirección General de Industria y por el autor del Informe tantas veces citado.

Las fuentes francesas no nos han dejado, por otro lado, sino datos muy aproximados sobre el número de obreros empleado en la industria textil. De Fossey decía que las manufacturas mexicanas ( en número de 42, según sus apreciaciones) ocupaban 10,816 asalariados de ambos sexos.16 Lavallée, a su vez, trata de deducir estos efectivos humanos según el número de personas cuya. subsistencia dependía exclusivamente de la industria algodonera:

"Supongo ahora que cada fábrica (de las 55 de que hablaba antes) proporciona la

subsistencia a doscientas familias, lo que, a razón de 5 personas por familia, da la cifra de 55,000".17

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Resulta, pues, que cerca de 11,000 obreros estaban ocupados por la industria algodonera. El dato no parece exagerado y confirma admirablemente la cifra que nos había proporcionado De Fossey. Sin embargo, la industria manufacturera en general, al igual que la agricultura, tenía grandes dificultades para encontrar suficiente mano de obra, y ello por varias razones: en primer término, a causa de la anarquía del país, que arrebataba a las fábricas un buen número de obreros enrolado en los improvisados -y forzados- ejércitos; después, la insuficiencia de las vías de comunicaciones, que dificultaban enormemente el reclutamiento de trabajadores en las grandes ciudades, donde el número de desocupados era impresionante. Pero la causa más importante consistía en los numerosísimos talleres artesanales, cuyos miembro tenían gran resistencia a cuanto intento se hacía por convertirlos en asalariados. Así, la mano de obra fabril no era solamente difícil de encontrar, sino, también, resultaba costosa para muchas empresas.18

Según la publicación de la Dirección General de Industria a que nos hemos referido, los 135,000 husos de la industria de hilados y tejidos consumían un promedio de 48,622 libras inglesas de algodón.19 El consumo anual de este material era, pues, en total, de acuerdo con datos que nos proporciona De Fossey, alrededor de 25,833 quintales.20 Como señalábamos antes, no todo el algodón consumido en México provenía de la producción nacional; por el contrario, la mayor parte era importada de los Estados Unidos, principalmente de la Nueva Orleans.21 La importación se hacía naturalmente por Matamoros y una buena cantidad de este algodón entraba al país mediante el contrabando.22 Este último sistema estaba tan desarrollado en México, que algunas fábricas de hilados habían sido establecidas geográficamente de acuerdo con las facilidades ofrecidas por el contrabando.

"Varias de estas fábricas -escribe Lavallée- han sido situadas sobre algunos puntos de

la costa favorables a un activo contrabando, tal como se debía esperar vistas las grandes ventajas que ofrece tanto a los importadores, como a los especuladores mexicanos".23

Disponemos de diversos datos y cifras relativos a la producción de la industria

algodonera. Hemos indicado ya que los principales productos de las fábricas mexicanas eran el algodón hilado y las telas corrientes. Los informes publicados por la Dirección General de Industria afirma que la producción de las fábricas ascendían diariamente a 43 760 libras inglesas de algodón hilado.24 Por su parte, el cónsul francés de Veracruz menciona una estadística oficial publicada en 1853, en la cual se establece que la producción de ese año fue de 875,224 piezas de tela ordinaria cruda y de 7.274,779 libras de algodón hilado,25 cifra que representa aproximadamente la mitad de la que nos daba antes la Dirección General de Industria. Esta producción estaba destinada exclusivamente a alimentar los millares de talleres familiares que se extendían par toda la república, de los cuales hablaremos en la próxima Sección.

¿Cuál era el valor global de esta industria incipiente ? Nuevamente tendremos que atenernos a los cálculos más o menos aproximados. Lavallée había leído “en alguna parte" que el capital en actividad de las 55 fábricas se estimaba en 58 millones de pesos. "Sin duda -

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agrega-, se trata de una suma enorme".26 Parecía ciertamente exagerada, puesto que toda la industria mexicana, incluidos los talleres de cualquier especie, tenía un valor en capital estimado en 100.000,000 de pesos. Lavallée se equivocaba con toda seguridad. El autor del Informe sobre el Comercio y los recursos de México: nos proporciona una cifra que parece mas cercana a la realidad: "el valor de los establecimientos manufactureros de México puede ser estimado, en números redondos, en 10.000,000 de dólares (pesos)".27

El anónimo autor no nos indica, por otra parte, la fuente de donde tomó el dato, ni la

justificación de su cálculo; pero, en todo caso, es evidente que sus estimaciones parecen más verosímiles que los datos de Lavallée.

3. Otras industrias. Artesanías y talleres. La industria algodonera, de la que acabamos de ver algunas de sus principales

características, era pues la rama más importante de la vida industrial de México. Representaba, como hemos visto, aproximadamente el 10% de los capitales invertidos en toda la producción manufacturera, tanto en verdaderas fábricas, como en talleres familiares o artesanías. Sobre estos últimos, disponemos todavía de menor información. Por lo que se refiere a las otras actividades industriales, diseminadas también por todo el país y de la cual no había ninguna rama que alcanzara la importancia de la industria algodonera, escapaban por ello mismo al control de las estadísticas oficiales, que apenas les dedicaban alguna atención.

"Las principales industrias de México -escribe el cónsul Doazan-, son: la destilación

de licores de caña de azúcar, la fabricación de jabón, de aceites, de vajilla de barro ordinaria, de vasos de vidrio, las papelerías, los hilados y tejidos de lana, seda y algodón ; existe además una infinidad de otras pequeñas industrias".28

Por su parte, Gabriac señala que los licores y la dulcería indígena son algunos de los

productos más importantes de la industria mexicana".29 Debemos suponer, sin embargo, que toda esta variada producción no provenía en su mayor parte de verdaderas fábricas, sino, sobre todo, de talleres familiares y artesanías más o menos evolucionados. Todavía hoy podemos encontrar numerosas regiones del país donde abundan, en número nada despreciable, los talleres dedicados a la producción de algunos de los artículos mencionados; y si debemos hablar de algunos cambios introducidos en estas formas primitivas de manufactura, no se referirán sino a modificaciones en el personal empleado o, en los casos más favorables, en el uso de nuevos instrumentos de trabajo.

Por lo que se refiere a la época que nos interesa, consideramos sobre todo los talleres destinados a la dulcería y a la vajilla corriente, de los cuales había muchos que existen en México. Nuestros informadores no nos han dejado cifras y datos suficientes para permitirnos distinguir en qué proporción podía hablarse de una producción realmente industrial.

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Lo que sí parece cierto es que había varias fábricas propiamente dichas que, por sus

características e importancia caían dentro del marco de la verdadera industria mexicana. Los observadores franceses nos proporcionan algunos ejemplos: El autor del Informe Sobre el Comercio y los recursos de México afirma que en Puebla y en México existían

“varias manufacturas de cristal, que fabrican enormes cantidades de vasos y de

gobeletería, cuya producción está aún por debajo de las necesidades del país”.30

En su Informe sobre el Comercio de Veracruz Doazan señala igualmente que:

“existe en Guanajuato una fábrica de loza que también produce algunas porcelanas; y en México, en el Estado de Puebla y en el de Michoacán, hay fábricas de vidrio, donde se confeccionan vidrios, tubos, botellas, etc."31

El primer autor citado menciona en otra parte la fabrica de papel, de la que, dice "una

cantidad inimaginable se emplea para hacer cigarritos. El mejor papel de envoltura del globo se fabrica allí con las hojas del agave americana, que tiene la resistencia del fierro".32 Sobre esta misma industria de papel, un autor mexicano señala, en 1887 la existencia de ocho fábricas instaladas en la ciudad de México y en los Estados de Puebla, México y Jalisco. Estas fábricas producían el papel utilizado en las imprentas y su calidad según el mismo autor, era bastante satisfactoria.33 Nuestros informadores no nos han dejado datos más precisos sobre todas estas fábricas y sus características técnicas. Tampoco disponemos de informes sobre su producción y el número de trabajadores que empleaban.

De cualquier modo, es innegable que la inmensa mayoría de las pretendidas "fábricas" pertenecían más bien a la categoría de talleres y artesanías, diseminados por toda la república. Dichos talleres, como ya indicamos, ascendían a un número impresionante y su actividad estaba orientada hacia la producción de una multitud de artículos de consumo, principalmente local. Podía encontrarse desde el tipo de taller prehispánico, donde se fabricaban vasijas de barro, hasta los más recientes -aunque no por ello menos numerosos-, que confeccionaban vestidos y cobertores por todo el país; sin olvidar, desde luego, las pequeñas instalaciones para la orfebrería, la joyería y la pedrería, cuya producción tenía gran demanda en México.

Fácilmente comprenderemos que el valor de toda esta producción escapa a una

estimación válida. Poseemos, sin embargo, algunos cálculos hechos en la época: en 1817, se estimaba que la producción de toda la industria mexicana (comprendiendo en ella a los talleres y artesanías) era de $ 61.011,818.00, mientras que Miguel Lerdo de Tejada elevaba esta cifra, en 1855, a $ 100.000,000.00 aproximadamente. De esta suma, Lerdo descontaba el 17%, correspondiente al valor de la industria y los talleres algodoneros, de donde resulta, pues, que las demás manufacturas y artesanías representaban un valor en capital cercano a los $

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63.000,000.00. Los más importantes talleres, tanto por su número como por su prosperidad material,

eran sin duda aquellos que se dedicaban a la fabricación de vestidos, cobertores, rebozos, etc., cuya materia prima provenía de la manufactura algodonera.

"Cerca de 5,000 talleres movidos a mano -estima un autor francés-, esparcidos en los departamentos fabrican las mantas y los rebozos tan rápido como sea posible. Muchos de estos talleres están enteramente dedicados a la fabricación de rebozos comunes, cuyo consumo es inmenso entre las clases pobres.34

Estos talleres fabricaban igualmente el jorongo, que era para el hombre lo que el rebozo

para la mujer. Su demanda era tan elevada como la de rebozos. "El pobre, el rico, el europeo incluso -afirma Saint Charles-, todos lo llevan. Es una vestimenta cómoda que sirve para todo, ya sea como colchón, cobertor, abrigo, etc."35 Parece que para la producción de estos artículos, tan generalizados en México, se habían montado ya algunas fábricas, a juzgar por las referencias que nos han dejado los observadores franceses. Refiriéndose a los rebozos dice Saint Charles que "las principales manufacturas se encuentran en Puebla, Querétaro, Guanajuato, México, Toluca, Celaya, León, Guadalajara, Saltillo". Aunque también es obvio que no todas esas "manufacturas" lo serían realmente, puesto que, como ya vimos, era frecuente confundir en aquella época a los talleres con las verdaderas fábricas.

En lo que toca a los jorongos, nos indica este mismo cónsul, "las principales fábricas

están en San Luis, Venado, Saltillo, Durango, Chihuahua".36 ¿Se trata de auténticas fábricas? ¿No se referiría más bien a las regiones de mayor importancia por el volumen de la producción y la calidad de los artículos? Es posible, pero, en todo caso, parece que el número de fábricas sería muy elevado si todas esas regiones que nos señala el cónsul francés hubiera tenido realmente algunas. De Fossey, sin embargo, recuerda la existencia de una fábrica de rebozos:

"Dos establecimientos en México merecen la pena de ser mencionados: el primero es

la imprenta del señor Cumplido; el segundo, la fábrica de rebozos del señor Francoz".37

Debemos, pues, creer que había efectivamente algunas fábricas de rebozos y jorongos,

cuyo número no debe haber sido muy elevado y quizás debemos incluirlo en el de las fábricas textiles a que nos referimos en la sección precedente.

Cualquiera que fuese la situación, las cifras que tenemos sobre la fabricación de rebozos, jorongos y cobertores no señalan ninguna distinción entre la realizada en los talleres familiares y la correspondiente a fábricas. La mayor parte de la producción debía provenir, sin embargo, de los .primeros, según los datos que nos proporcionan nuestras fuentes. Aquel autor del Informe sobre el Comercio y los Recursos de México, que tan útil nos resulta, asegura que los 5,000 talleres empleaban aproximadamente 30,000 personas, estimando su

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valor total en cerca de 7 millones de pesos, lo que representaría un 7% de la inversión global hecha en esta materia.38

En lo que concierne a la producción total de los talleres y fábricas, Saint-Charles nos

proporciona las cifras siguientes: de 30 a 40 mil docenas anuales de rebozos y entre 400 y 500 mil frazadas y jorongos por año.39 Debemos hacer, no obstante, algunas observaciones a propósito de la producción de rebozos, pues no todos eran hechos de algodón.

"Se les fabrica -dice Saint-Charles- en algodón, en hilo, en seda, en lana que llega

hilada de Francia. En cuanto a los rebozos llamados de bolita, se hacen con algodón en bolas que importan aquí los ingleses (manufactura de Alexander, en Glasgow) y los alemanes. La seda viene de la Mixteca alta y baja, del Estado de México y del de Morelia de donde se envía a la capital para prepararla..."40

La variedad de todos estos artículos, por lo que hace a su calidad, era en extremo

amplia: desde los más ordinarios, utilizados por la enorme mayoría de la población, hasta los más trabajados y refinados, que eran privilegios de las clases ricas. Había, por ejemplo, jorongos, por los cuales “un jinete que quiera estar a la moda paga algunas veces hasta 200 o 300 pesos”41. La calidad de estos objetos era tan fina, que podían durar “cerca de veinte años”. Agreguemos finalmente que los gobiernos mexicanos, queriendo proteger la industria y los talleres textiles, prohibieron siempre la importación de rebozos y de jorongos. Es de supober, sin embargo, que estas restricciones no serían por lo general tan rigurosas, pues sabemos que en Manchester y en Halifax se fabricaban rebozos y jorongos que hacían una terrible competencia a los nacionales.42 A menos que los productos ingleses fueran introducidos mediante el contrabando, materia en la que eran verdaderos especialistas los súbditos de su majestad británica.

4. la industria minera. La situación en que se encontraba la industria minera en México amerita una sección

especial debido a su importancia en la vida económica del país. Basta recordar que desde la época colonial constituía esta actividad la principal riqueza nacional, para comprender su significación en el marco general de toda la economía mexicana del periodo que nos ocupa, a pesar de que en estos años la industria minera no tuviese ya la importancia que llegó a alcanzar durante la última etapa de la colonia española. Aunque su producción había descendido grandemente, la minería continuaba siendo la mayor fuente de riqueza del país.

Los observadores franceses, en efecto, consideraban casi a la unanimidad que la minería,

aún en esa época en que todavía no lograba reponerse de la decadencia en que la hizo caer la revolución de independencia, representaba una de las mejores posibilidades que se ofrecían al país para su desarrollo económico. Para estos optimistas extranjeros, que no cesaban en subrayar el retraso de la agricultura y la industria mexicanas, las riquezas mineras que

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contenía a sus ojos el suelo de la República era suficiente para llenar de fortuna a cualquier país del mundo.

“Es al considerar –escribe De Fossey-, los grupos de montañas, amontonadas unas sobre las otras, cuyas entrañas ocultan tantos metales preciosos, que uno queda admirado de las incalculables riquezas de este país privilegiado por la naturaleza... y sin embargo, ¡que son los puntos aislados que se han explotado hasta ahora, comparados con todo México, que no es, por así decir, sino una sola mina, desde Oaxaca hasta Chihuahua!.. no sólo abundan el oro y la plata en el seno de las montañas, y frecuentemente en su superficie sino que además los ríos arrastran el oro, que la arena y la tierra contienen también en gran cantidad...”43

No se trataba sino de expresiones nuevas de una antigua idea europea: la leyenda de la

enorme riqueza minera de México, vieja de varios siglos. Según esta opinión tradicional, el suelo mexicano era verdaderamente “un suelo que suda plata” , según la expresión de Gabriel Ferry.44 No nos corresponde, desde luego, desde luego, estudiar en detalle todas las formas que tomó dicha leyenda en la época en que nos situamos.45

Es verdad, sin embargo, que cualquiera que fuese el grado de verdad contenida en la leyenda, la explotación minera dejaba mucho que desear en aquellos días, a pesar de la “fabulosa” riqueza del suelo mexicano. De hecho, sólo una parte de las regiones mineras del país había sido explotada por los españoles y sus descendientes; después de la independencia, el número de minas fue aún más reducido como consecuencia de los destrozos provocados por la guerra, durante la cual nos dice Montholon,

“...los capitales fueron retirados, destruidos o ahuyentados del país y el trabajo de ser remunerado; la población, en fin, abandonado todos los trabajos productivos, recurrió al bandidismo”.46

Además de los daños materiales causados por la guerra de Independencia y la

dispersión o disminución de la mano de obra, la industria minera se vio más afectada por la fuga casi súbita de un número muy elevado de capitales.47 Ello nos explica suficientemente la sensible disminución de la producción minera en la etapa que siguió a la Independencia.

Ahora bien, como el producto de las minas era prácticamente la única riqueza nacional, los gobiernos mexicanos tuvieron que enfrentarse a los graves problemas financieros que exigían soluciones inmediatas. ¿A quién podía recurrirse? Lo cierto era que las finanzas públicas estaban completamente desorganizadas y en el déficit más absoluto. El capital nacional privado que había quedado en el país a pesar de la revolución prefería la inversión en el comercio o, mejor aún, en la especulación con la Hacienda pública.

En estas condiciones, los gobiernos mexicanos se vieron en la necesidad de tener que

acudir a los capitales extranjeros. Su primer acto, nos dice Montholon, "fue hacer un llamado sin reservas a los brazos ya los capitales extranjeros. Fueron

adoptadas las leyes más liberales en favor de la inmigración. Siendo los recursos minerales,

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entonces como hoy, la base de la riqueza de México, se ofrecieron a los capitalistas extranjeros los mas grandes estímulos para que restableciesen la explotación de las minas, explotación que había sido suspendida o más bien destruida por la guerra civil".48

El llamado no dejó de tener respuesta: casi inmediatamente empezaron a afluir fuertes

capitales extranjeros, los cuales no esperaban sin duda sino la oportunidad de reemplazar a los antiguos beneficiarios españoles. Se trataba principalmente de capitalistas ingleses que se apresuraron a invertir grandes sumas de dinero en la industria minera. Sólo de 1926 a 1927, las compañías inglesas suscribieron cerca de cinco millones de pesos, suma enorme para aquella época.49 Había sin embargo, inversionistas de otras nacionalidades. En 1843, el cónsul francés en Mazatlán, A. Guéroult, señala que "la explotación de las minas, industria especial y nacional de México, está generalmente en las manos de extranjeros; se trata de alemanes, ingleses, franceses".50

Desconocemos, no obstante, cuál era el valor total de los capitales invertidos por todos

estos ciudadanos europeos. De cualquier modo, los capitalistas ingleses constituían indudablemente el sector extranjero más importante y más próspero. Gracias al aporte financiero de estas compañías, la industria minera observó una cierta recuperación; la producción de metales, sin alcanzar desde luego el nivel que había alcanzado en la época colonial, llegó a representar cifras nada despreciables.

"La industria minera, dice Lavallée, es la única que, en medio del desorden y del

abatimiento general, presenta hoy una situación brillante, una prosperidad progresiva, debido principalmente a los ingleses, que explotaban la mayoría de las minas más ricas".51

Es cierto que existían minas bien instaladas y organizadas, de que nos hablan con

entusiasmo algunos viajeros franceses;52 pero el desarrollo de esta industria,53 por relativo que fuese, había provocado numerosos problemas de difícil solución. El mayor de todos consistía, sin duda, en el desequilibrio creado por la minería en el seno de la vida económica del país, desequilibrio que se manifestaba como un obstáculo al desarrollo de las demás fuentes de riqueza. Esto fue observado incluso por los observadores franceses que mayor fe tenían en el porvenir de las minas mexicanas.

Notemos, desde luego, que aun con las aportaciones de los capitales europeos, el país

había sido incapaz de poner en exportación a todas las regiones mineras. Según Montholon, la utilización de estos capitales había sido mal prevista:

“Si la misma suma de capitales extranjeros, empleada en1824 a 1827 para volver a poner

en actividad los establecimientos mineros en los Estados del centro y del Sur, hubiera sido consagrada al desarrollo de las nuevas minas en el Norte de México, éstas habrían producido el doble de las cantidades de mineral sacadas de aquéllas y en mucho menos tiempo".54

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Es cierto que la crítica de Montholon procedía de la creencia, muy generalizada en

aquella época de que Sonora era la región más rica del país; pero también es evidente que los capitalistas se preocupaban más por reponer las antiguas minas que por iniciar la explotación de nuevos yacimientos susceptibles sin embargo de ofrecer mejores condiciones y rendimientos. La crítica de Montholon es aplicable sobre todo a esta utilización tan poco racional de los capitales invertidos.

Pero la propia industria minera tenía otros problemas más urgentes y difíciles de

resolver. Habría que considerar, en primer lugar, el obstáculo mayor de toda la economía mexicana de la época: la falta de comunicaciones. No había quizás mejor argumento contra las críticas de Montholon, pues la inexistencia de caminos hacía el transporte necesariamente difícil y aleatorio, lo cual significaba un considerable en el costo de transporte de los metales.

Semejantes condiciones obligaban a desdeñar las minas de poco rendimiento en

beneficio de los filones excepcionalmente ricos. Desde el punto de vista de la técnica de producción, la insuficiencia de las vías de comunicación, unida a la carencia del mercurio en México, hacían sumamente costosa la amalgamación.55

"Actualmente -escribe Lavallée-, los productos anuales de esta industria, en oro y en

plata acuñados en lingotes, ascienden a más de veinte millones de pesos, suma que podría doblarse y aún triplicarse si el precio del mercurio no fuera tan elevado".56

Los precios de la amalgamación eran, en efecto ocho veces más caros que en Inglaterra o

en Alemania.57

La industria minera, en fin, a pesar o más bien a causa de su importancia como fuente

principal de riquezas, ejercía una influencia negativa sobre la vida económica del país desde el momento en que acaparaba todas las preocupaciones.

"La explotación de las minas -escribe un agente francés-, ha sido siempre, desde la

Conquista, la fuente más abundante de riquezas en México. Considerada como la más productiva, dicha industria ha atraído de tal manera las especulaciones y absorbido la atención y los favores del Gobierno, que, con excepción de los cultivos necesarios a la subsistencia de , la población, todas las demás industrias han sido casi totalmente desdeñadas. El doble resultado de tan exclusiva preferencia ha sido necesariamente el de hacer alcanzar a esta rama un alto grado de perfección, mientras a las demás se las ha dejado en un estado de languidez y de infancia".58

Eran los resultados lógicos de una economía monoproductiva, prolongada durante

siglos. Agreguemos a todo ello que, como las minas pertenecían a extranjeros y el oro y la

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plata eran los únicos valores que podían intercambiarse con las mercancías importadas, la mayor parte del producto de las minas era exportada. El país no conservaba sino una parte mínima, indispensable a la circulación monetaria.59 Y todavía era necesario prever la cantidad nada despreciable de metales que eran exportados clandestinamente.60

5. La. producción de las minas. Desde el período colonial, la explotación minera se localizaba principalmente en el

centro del país. Guanajuato, Real del Monte y algunos otros lugares ocupaban desde luego un lugar preponderante. Los metales también se extraía aunque en menor proporción, en algunas regiones del sur, las minas de Taxco por ejemplo, tenían gran reputación, se trataba generalmente de minas puestas otra vez en explotación con los capitales extranjeros que afluyeron después de la Independencia. Su desarrollo, organización y cuidado eran a tal grado notables, que en 1862 un viajero apenas podía contener su admiración:

“En México, por el contrario (frente a lo que el autor había observado en América del

Sur), los filones de más ricos, como los de Guanajuato, Zacatecas, Pasco (Taxco sin duda) y Real del Monte, se encuentran a alturas medias de 1700 a 2000 metros. Las están allí rodeadas de campos sembrados, ciudades y pueblos, con bosques que coronan las colinas vecinas; todo facilita allí la explotación de las riquezas subterráneas”.61

La producción de estas minas había frecuentemente igualado si no rebasado, la

producción anterior a la Revolución de Independencia, y muchas de ellas, como las de la Valenciana, en Guanajuato, sin alcanzar el volumen de la producción precedente, dejaban sin embargo amplios beneficios a sus explotadores.62

Según un estadígrado de la época, había en México, en 1857, 209 minas en explotación

activa. Un número más o menos semejante de minas había sido abandonado,63 Las regiones mineras aún no explotadas eran, por el contrario, innumerables, según lo afirmaban muchos observadores de la época. En el sur del país, por ejemplo, su número era muy elevado. Sólo en la provincia de Guerrero, dice el cónsul británico de Acapulco, “...hay minas de plata, de plomo, de acero, de cobre, de carbón y de oro, pero ninguna es explotada, salvo la última y ello en pequeña proporción".64

No obstante, en opinión de la mayoría de estos testigos, la región minera más rica se

encontraba en el norte de México, en zonas alejadas de Sonora y Chihuahua. "Las autoridades más competentes afirman que no hay ninguna parte más rica en minas

de oro y plata que esas dos regiones. Sólo un pequeño número de ellas han sido explotados y ninguna está agotada. El rico mineral se encuentra allí más cerca de la tierra que en ninguna otra parte, y los depósitos de oro en pepitas y en granos (llamados placeres) son los más

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considerables que se conozcan. La explotación de estos yacimientos necesitará pues menos capitales de los que se han invertido hasta hoy en casos análogos".65

Esta región no era sin embargo fácil para una explotación sistemática. En primer lugar,

la falta de comunicaciones hacía muy problemático el acceso; y, después, la zona estaba celosamente vigilada por las tribus de indios "piel roja" que asolaban todo el norte del país.

"Se sabe -dice Ampere- que los yacimientos auríferos de una gran extensión existen en el

Estado de Sonora. Desgraciadamente, están controlados por sesenta mil apaches, salvajes muy belicosos que hasta ahora han rechazado siempre a los europeos".66

Las minas en explotación producían principalmente oro y plata. En cuanto a la

producción de cobre había prácticamente desaparecido después de la guerra de Independencia. “Este metal -escribe Doazan-, extraído anteriormente en grandes cantidades, apenas es mencionado hoy en las exportaciones".67

La totalidad de las cantidades producidas por las minas, según la legislación mexicana,

debía ser llevada a las casas de moneda del gobierno para ser convertida en especies. Es gracias a la acuñación, que estamos en condiciones de conocer las cifras mas o menos aproximadas de la producción de metales, descartando naturalmente las cantidades exportadas en lingotes mediante el contrabando. Había en todo México ocho casas de moneda, a saber:68 México, Guanajuato, Zacatecas, Culiacán, Chihuahua, San Luis, Guadalajara y Durango. Se trataba, pues, de establecimientos situados en las ciudades más importantes de las zonas mineras. Según el cónsul Saint-Charles, estas casa de moneda acuñaban,

"80 millones de francos (5 francos = 1 peso) en monedas diversas, de las cuales la mayor

parte está compuesta de pesos. Cerca de 20 millones se expide en lingotes, ya sea ilícitamente o bien con permisos comprados al gobierno en diversos precios".69

Como ya lo hemos señalado, México debía exportar la mayor parte de su producción

acuñada de oro y plata como pago por sus importaciones. La relación legal de valor entre el oro y la plata era de uno a catorce.70 Pero ni la acuñación de metales, ni las cifras sobre la exportación de numerario nos permiten obtener datos precisos y ciertos sobre el valor exacto de la producción minera. Ya en 1827, el autor del Primer Informe comercial sobre México, tratando de evaluar esta producción, debía enfrentarse a grandes dificultades:

"De las investigaciones que han sido hechas, resulta que de todos los documentos

oficiales que habían podido servir a la primera de estas evaluaciones (la producción minera durante los 15 años anteriores a la Revolución de Independencia) no quedan sino los estados de la Casa de Moneda de la ciudad de México. En cuanto al estado particular de los

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productos de cada mina es imposible hallarlos".71

Pero como las cantidades de oro y plata que eran acuñadas debían cubrir impuestos

muy elevados, los propietarios de las minas trataban sistemáticamente de substraer una parte de su producción por medio del contrabando. Los informes de las casas de moneda no indican, pues, sino las cifras de la producción controladas por las autoridades mexicanas. A estas sumas habría que añadir las cantidades calculadas que se evadían por métodos ilícitos.

En la época que nos interesa, las minas habían prácticamente restablecido el nivel de

producción de oro y plata alcanzado durante los últimos años de la Colonia. Nuestros observadores y las diferentes fuentes coinciden más o menos en atribuir a la producción de estos metales un valor aproximado de cerca de 20 millones de pesos, descontando desde luego las exportaciones ilegales.

“ ..la cifra generalmente adoptada -dice Saint- Charles-, tomando una media de

veinte años, se eleva acerca de veinte millones de pesos anuales, considerando la producción de todas las minas del Imperio, de los cuales dieciocho o diecinueve millones corresponden a la exportación y el resto al numerario en circulación. En esta cifra no se incluye la exportación ilícita en lingotes, la cual escapa naturalmente a las estadísticas oficiales".72

Como queda dicho, es difícil obtener las cifras particulares de las acuñaciones hechas en

las diferentes casas de moneda del país. Según Lerdo de Tejada, la suma total de oro y plata producida por las minas mexicanas y acuñada desde la Conquista hasta 1852 era de $ 2,734.704,000. A estas cifras, según el mismo autor, habría que agregar las cantidades de metal empleadas en la fabricación de objetos diversos (vajillas, ornamentos, etc.) de uso privado y público, así como las exportaciones ilegales. Lerdo estimaba estas cantidades en una media anual de $ 2.500,000 lo que arrojaba una suma total -para esos mismos 331 años- de cerca de $827.500,000 La cifra global era, pues, de $3,562.204,897.73

Como el propio Lerdo calculaba en cerca de 110 millones de oro y plata que había

quedado en el país –tanto en especies y circulantes para las necesidades del comercio y de los particulares, como en objetos utilizados en los templos-, resulta de la suma total de metales exportada durante ese largo periodo se aproxima a la cifra de $3,450,000,000.74

Después de la independencia, como ya dijimos, la explotación minera se vio afectada

por las consecuencias materiales y financieras del caos revolucionario. Para preciar mejor esta caída de la producción minera, obsérvese simplemente el cuadro comparativo de las tres épocas históricas de ésta producción.

Año mínimo; $2.802,370 Año máximo; $9.745,870

Primera época (1690-1732)

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Año mínimo; $9.276,009 Año máximo; $0,161,730

Año mínimo; $27.175,880 Año máximo; $10.932,172

Segunda época (1744-1812) Tercera época (1813-1852)75

En cuanto a la exportación de metales en la época que estudiamos, los datos de que

disponemos son en general bastante aproximados. Lerdo que estimaba la exportación total de oro y plata, desde 1825 hasta 1851, en $237.126,061, nos indica una media anual de 9 millones de pesos exportados ilegalmente. Por su parte el viajero francés Alfred de Valois escribe que “... México exporta un millón de pesos cada mes”,76 lo que daría una suma total de 12 millones de pesos anuales, comprendiendo probablemente en ella las cantidades exportadas por el contrabando. Los metales exportados por la vía legal pagaban naturalmente impuestos de salida muy elevados, que los , comerciantes también trataban de eludir.

"El Fisco ha gravado la plata, escribe De Fossey- a su salida del país, con un 3% de

derechos nacionales, un 4% de derechos de circulación, un 6% de derechos de exportación, en fin, con un real por marco como derechos llamados de minería, sin perjuicio por supuesto, de las contribuciones ordinarias y extraordinarias impuestas a los materiales que son necesarios. ala extracción y al beneficio de este metal".77

Los propietarios de las minas y los comerciantes protestaban siempre por esta larga lista

de impuestos, y no eran pocos los observadores extranjeros que atribuían las. dificultades de la industria minera a este severo sistema fiscal.78 Los progresos de esta industria desde la Independencia probarían más bien lo contrario; según los datos proporcionados por muchos de esos mismos testigos, los ingresos de los concesionarios de las minas no eran de ningún modo reducidos.

"Varias compañías -dice Alfred de Valois-, compuestas por ingleses y alemanes,

obtienen cada mes de las minas que explotan, beneficios por valor de 80,000 a 100,000 pesos".79

Estas sumas son quizás exageradas, pero parece cierto que los ingresos obtenidos en la

explotación minera eran suficientemente elevados como para permitir el mantenimiento y aun el incremento de la producción.80

NOTAS. TERCERA PARTE.

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1 Carta al MAE, 30/IX/1856. XXX, f. 198. 2 Carta al MAE, 26/II/1857. XXX, f. 373. 3 Cosío Villegas, op. cit., t. II, P. 32. 4 Lavallée, op. cit., p. 76. 5 ibídem, p. 76. 6 Para los detalles sobre las condiciones y los acontecimientos que permitieron el nacimiento de la industria manufacturera en México, es necesario referirse a la obra de Luis Chávez Orozco, Historia de México (cf. Especialmente las pp. 365-376). 7 Lavallée, op. cit., p. 78. No pudimos encontrar en Francia la memoria citada por este autor, lo que habría permitido verificar el número de fábricas, su distribución en el territorio mexicano, así como sus características técnicas. 8 Carta al MAE 1/III/1851. XXXII, f. 16. 9 Citado en el artículo del Hunt’s Merchant’s Magazine, de febrero de 1844, p. 118 (en XXXVIII, p.2). ¿Se trata acaso de un ejemplar que precede la memoria de la Sociedad General de la Industria Mexicana, a la que se refiere Lavallée en su libro? Es difícil creer que haya habido en México dos publicaciones oficiales cuyas cifras se contradigan de un modo tan flagrante de un año al otro. Es más probable un error de Lavallée. 10 De Fossey, op. cit, p. 440 11 “Comerce et resources du Mexique”, en XXXVIII, P. 3. 12 ibídem, p. 2. 13 De Fossey, op. cit., p. 440 14 Citado en el artículo del Hunt’s Merchant’s Magazine ya mencionado, p. 118. 15 “Commerce et resources…”, p. 2. 16 De Fossey, op. cit, p. 440 17 Carta al MAE, 1/III/1851. XXXII, f. 16 “... agregando a esta cifra (55 personas), dice Lavallée, las familias que subsisten con los talleres aislados, todas las personas empleadas en la cultura del algodón y en sus diversos aderezos, las necesarias al manejo de las máquinas, a los transportes, etc., en fin, las que se ocupan en preparar los alimentos a los obreros, veremos que las fabricas aseguran la existencia a 214,000 personas” (ibídem). Agreguemos que según el autor del informe sobre el comercio y los recursos de México, el número de personas empleadas en los talleres familiares se elevaba a 30,000 en todo el país (p. 2), lo que hace verosímil el cálculo de Lavallée. 18 “Notes sur la navigation et le commerce du port de Veracruz pendant l’année 1856”. En XXXVIII, f. 21. 19 Artículo del Hunt’s Merchant’s Magazine ya mencionado. 20 De Fossey, op. cit, p. 440. cf. también “Notes sur la navigation et le commerce du port de Veracruz pendant l’année 1856”. En XXXVIII, f. 21. 21 Ibídem, f. 21. 22 Véase la sección 3 de la Segunda Parte de este trabajo. 23 Lavallée, op. cit., p. 78 24 Artículo del Hunt’s Merchant’s Magazine... no se indica allí la cifra correspondiente a la producción de telas. 25 “Notes sur la navigation... de Veracruz pendant l’année 1856”. En XXXVIII, f. 21. 26 Carta al MAE, 1/III/1851. XXXII. 27 “Notes sur la navigation... etc.”. En XXXVIII, f. 2. 28 Ibídem, f. 14. 29 Carta al MAE, 22/IX/1857. XXX. f. 447. 30 “Commerce et ressources du Mexique” en XXXVIII, p, 3. 31 “Notes sur la navigation... etc.”. En XXXVIII, f. 3. 32 “Commerce et ressources du Mexique” en XXXVIII, p, 3. 33 Jesús Hermosa, op. cit., p. 46. 34 “Commerce et ressources du Mexique” en XXXVIII, p, 2. 35 Carta al MAE, 10/II/1864. XXXV. f. 368.

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36 Carta al MAE, 10/II/1864. XXXV. f. 367-368. 37 De Fossey, op. cit, p. 288-289. 38 “Commerce et ressources du Mexique” en XXXVIII, p, 2. 39 Carta al MAE, 10/II/1864. fs. 367-368. Las cifras que proporciona Saint-Charles no son oficiales. Su fuente era un comerciante: “Debo las informaciones relativas a los rebozos y a los jorongos al señor Ramón Obregón” (ibidem, f. 370). 40 Ibidem, fs. 367-368. 41 “Commerce et ressources du Mexique” en XXXVIII, p, 3. 42 Saint-Charles, carta al MAE, 10/II/1864. fs. 367- 368. 43 De Fossey, op. cit, p. 325-326. 44 Gabriel Ferry, Révolutions du Mexique, p.236. 45 Casi todos los viajeros franceses atribuían riquezas “fabulosas” a la mayor parte de las montañas mexicanas. Cf., por ejemplo: Hari de saussure, op. cit., p. 6; Jean Jacques Ampere, Promenade en Amerique, pp. 227 y 231; Just Girard, op. cit., p. 169; Adolphe Malte-Brun, Le Mexique illustré, p. 53, etc. 46 “Note sur la Sonore” (24/IX/1864), anexa a la carta al MAE del 27/IX/1864. XXII, f. 236. 47 En 1827, el autor del “Premier rapport sur le commerce de Veracruz” escribía que, a partir de la independencia, “la emigración española ha hecho salir del país una masa tal de capitales, que el valor exportado sin reemplazo por el puerto del Veracruz y hasta 1823, ha sido valuado en 80 millones (de pesos), evasión de capitales que no ha cesado desde entonces (en XXXVIII, p. 1) El historiados mexicano Luis Chávez Orozco niega que haya habido acumulación de capitales durante el periodo colonial. Según él, la organización de la economía en aquella época impedía a la agricultura convertirse en fuente de acumulación capitalista y los comerciante más o menos enriquecidos canalizaban invariablemente sus fortunas hacia las propiedades inmobiliarias. Los propietarios de las minas, por su parte, debido al retardo en la técnica de producción, se encontraban siempre al borde de la bancarrota financiera, cuando caían en ella se convertían en terratenientes o en comerciantes (cf. L. Chávez Orozco, op. cit., p. 357). Sin embargo, este mismo autor habla de la clase de los comerciantes como la única que apoyaba las finanzas de la explotación minera cuando ésta se hallaba en dificultades. Los comerciantes, según la Memoria dirigida al Rey de España en 1774, habían organizado algunas instituciones especiales llamadas Bancos de Plata, para la administración de los capitales prestados a la minería, capitales que ascendían a millones de pesos (ibidem, pp. 358-364). 48 “Note sur la Sonore” ya mencionada, p. 236. 49 L. Chavez Orozco, op. cit., p. 364. 50 Carta al MAE, 24/V/1843. XXXVII. f. 20. 51 F. Lavallée, op. cit., p. 78. 52 Cf. J. J. Ampere, op. cit., p. 333. 53 La introducción del método alemán para la amalgamación era para Ampere “una especie de revolución para la inductria minera” (ibidem, p. 333) 54 “Note sur la Sonore”, fs. 237-238. 55 Cf. D. Cosío Villegas, op. cit., t. II, p. 24. También Gabriel Ferry, les Revolutions du Mexique, pp. 246-247. 56 F. Lavallée, op. cit., p. 78-79. 57 D. Cosío Villegas, op. cit., t. II, p. 25 58 “Premier rapport sur l’etat comercial du Mexique”. En XXXVIII, p. 2. 59 F. Lavallée, op. cit., p. 79. 60 Sobre el contrabando de metales véase la sección siguiente. 61 Malthe-Brun, op. cit., p. 53. 62 He aquí el ejemplo que nos proporciona un agente francés: “La afirmación de que en el estado actual de las minas sus productos son más que suficientes para el mantenimiento de los trabajos de explotación, se prueba de un modo incontrovertible por el movimiento de la mina de Valenciana durante el pasado mes (noviembre de 1852), que se pidió a Guanajuato en el momento de enviar esta nota. Resultado del mes pasado sumas obtenidas

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Producto bruto pesos 85,000 Gastos “ 65,000 Producto neto a dividir Entre los cointeresados “ 20,000 “Rapport sur l’economie (mines) du Mexique”, 7/VII/1823. XXXVIII, f 2. 63 Jesús Hermosa, op. cit., p. 41. 64 “Raport on Acapulco”, 24/V/1853. fo. 50/299, f. 68. 65 “Note sur la Sonore” XXII, f 238. también, G. Ferry. Le coureur des bois, t. I, p. 42. 66 Cf. J. J. Ampere, op. cit., p. 327. También la “Note sur la Sonore” XXII, f 237. y G. Ferry. Le coureur des bois, t. I, p. 42. 67 “Notes sur la navigation et le commerce du port de Veracruz pendant l’année 1856”. En XXXVIII, f. 29. Saint- Charles nos indica por otro lado que las minas de México, además del oro, la plata y el cobre, contenían también fierro, plomo, zinc, antimonio, arsénico, azufre, en fin, carbón. (Carta al MAE, 4/VII/1865, XXXVI, f. 25). Ignoramos, sin embargo, si estos productos eran regularmente explotados y, en todo caso, el valor de su producción. 68 Carta del ministro de Prusia en México a su gobierno, Copia enviada al MAE por la legación de Francia. Carta al MAE, 12/V/1862, XVIII, fs. 414-415. 69 Carta al MAE, 9/VI/1861, XXV, fs. 152. 70 “Notes sur la navigation et le commerce du port de Veracruz pendant l’année 1856”. En XXXVIII, f. 35 71 “Premier rapport sur l’etat comercial du Mexique” 29 de abril-30 de noviembre de 1827. En XXXVIII, f. 2. 72 Extracto del informe general No. 97 dirigido a la legación de Francia en México, por M. De Saint Charles, 22/V/1864, XXXV fs. 454-455. cf, también F. Lavallée, op. cit., p. 73. y Le Moniteur, 3/VI/1862 (“Le commerce du Mexique”). 73 M. Lerdo de Tejada, Comercio Exterior de México, No. 54, s.p. 74 Ibídem, Lerdo no da ninguna justificación de sus cálculos sobre las sumas de oro y plata que quedaron en el país, aunque la cantidad no parece exagerada. 75 “Notes sur la navigation et le commerce du port de Veracruz pendant l’année 1856”. En XXXVIII, f. 29. Doazan saca de este cuadro algunas conclusiones erróneas: “Se ve, según esta cifra, que la industria minera, al igual que el comercio, alcanza su apogeo en la época intermedia. De donde sacamos la conclusión de que la prosperidad de las minas acarrea la prosperidad del comercio” (ibidem). Hemos visto ya que es justamente el comercio, en la época de su mayor prosperidad colonial, el que organizó los “bancos de plata” para refaccionar a la industria minera, siempre en dificultades. Fue gracias a esta ayuda que los métodos de producción fueron modernizados durante la segunda mitad del siglo XVIII. Esta modernización de la industria minera provocó inmediatamente el aumento casi súbito de la producción. Al contrario de lo que precisa Doazan, es preciso creer que la prosperidad comercial produce la prosperidad minera. 76 Alfred de Valois, Mexique, Havane et Guatemala, p. 75. 77 Defossey, op. cit., p. 436. 78 El autor del “Premier rapport sur le comerse du Mexique” aseguraba en 1827, que “ el derecho que paga el dinero a su salida, los gastos de transporte del interior a la costa, y de América a Europa, son verdaderas pérdidas para el comerciante...” (XXXVIII, p. 1) De Fossey, por su parte, cita a un autor que criticaba acerbamente el sistema fiscal mexicano “Se trata, sin embargo, de lo que hacen los economistas mexicanos desde hace treinta años, sacrificando así la industria nacional, el interés del comercio y el de todo el mundo, por un ingreso cuya importancia no responde ciertamente al mal que se ha hecho”. (op. cit., p. 437). El autor citado por De Fossey es Sthephenson, Reformas de Hacienda, Guanajuato, 1855. 79 Alfred de Valois, op. cit., p. 75. 80 Ver la nota 62 de esta tercera parte.

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