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EJERCICIO 3: PERFILES / TALLER DE REPORTAJE Y PUBLICACIÓN EN REVISTAS / OTOÑO 2015

Perfiles Ejercicios del 14 de octubre de 2015

Taller de Reportaje y Publicación en Revistas


Como se rompe un hombre irrompible Karen McConarty

La hermosa vida de un héroe trágico

“Sácame de aquí”, imploró desde la silla de ruedas. Su mal articulada habla era ya casi incomprensible. Arropado por una manta de franela, temblaba en el patio. Era un día de verano. "Los otros pacientes", dijo, "son muertos cerebrales". Se habían dado por vencido. No quería terminar como ellos.

Dos semanas antes, este hombre de ochenta y seis años había escalado la pared de ladrillo de la residencia de ancianos en la que vivía, intentando huir de allí. La policía lo encontró perdido en la autopista, con su bata suelta ondeando al viento, dejando ver su piel pálida y arrugada. Había tratado de afirmar su independencia una vez más. Hoy, sin embargo, me rogó en voz baja y llorando: “¿puedo vivir contigo?” No supe que contestarle a mi abuelo.

No fue la primera apoplejía la que lo puso ahí, ni la segunda. Ni siquiera fue la diabetes, aunque ésta le causó el grave e irreparable daño


nervioso. Fue la depresión la que lo cambió todo. Antes, George Dunn era el hombre vivo más orgulloso y fascinante. Su voz de barítono hacía eco cuando hablaba, realzando su carisma impresionante. George disfrutaba las conversaciones filosóficas, seguía religiosamente las noticias, escribía frecuentemente cartas al presidente de los Estados Unidos demandando un cambio en el sistema (aunque nunca recibió una respuesta, nunca dejó de escribirlas), hacía senderismo con sus niños y les enseñaba a sus perezosos nietos cómo sobrevivir en la naturaleza. Llevaba con orgullo las arrugas alrededor de los ojos, que hacían que siempre pareciera estar sonriendo.

Lo recuerdo de joven, riendo en el patio trasero de casa mientras mi madre salía para gritarle, “¡Papá, no tienes ocho años como mi niña!” Mi abuelo, de setenta y cinco años, me enseñaba a hacer una rueda de carro. Se había subido los pantalones más de la cuenta, revelando unos tobillos huesudos. Llevaba los mismos zapatos marrones cada día – grandes y aburridos, pero muy cómodos. (Pónganse los calcetines antes de los zapatos, nos decía a mi hermana y a mí. Aprendí esa lección por las malas.) “George”, le imploró mi abuela, “Vas a romperte un hueso”. George, frustrado, frunció el ceño. Luego, hizo una pausa, me miró, y guiñándome un ojo, dijo "En otra ocasión".


La Oveja que va al psicólogo Laura Romero

“Oí en un vídeo de ‘Youtube’ que la mayoría de los que hoy consideramos grandes tampoco sabían qué hacer con su vida a los diecinueve.”

Carlos Darío tiene el pelo corto, castaño y siempre lavado ayer. Mide metro setenta y mucho y pesa 70kg. Lleva la barba a ras, haciendo que la boca parecezca más pequeña. Cuando habla, casi siempre a cámara lenta, deja al descubierto unas paletas ligeramente adelantadas.

Es introvertido – que no tímido-, cursa tercero de filología y no tiene «ni idea de qué hacer en la vida».

“Una vez oí en un vídeo de Youtube – de esos con mensajes de motivación y con música pop de fondo-, que la mayoría de los que hoy consideramos grandes tampoco sabían qué hacer con su vida a los diecinueve.”

Sentado en un escalón del patio de la facultad, el estudiante sostiene un cigarro en la mano derecha y en la izquierda una carpeta de apuntes. Martes, trece de octubre. Resopla y se maldice por sus malas calificaciones.


“Pero tú… ¿para qué estudias?”- le pregunta el compañero que le ha dado el cigarro. –“Nadie te obliga”. –“Pues porque es lo que debo. Y en cierto modo es como si la sociedad nos lo impusiera. Vas al colegio para ir a la universidad después, ¿no? Es el siguiente paso.”

Carlos dice que, si fuera por él, montaría una granja, con ovejas. “Plantaría tomates, patatas y me haría vegano”. “¿Y para qué quieres las ovejas?” Gerardo se ríe. “Pues…para acariciarlas”. Él no se ríe. Tiene la mirada baja y las pestañas como el otoño, oscuras y despobladas.

Rozando la mayoría de edad, Carlos sabe de arte, sabe de cine, sabe de literatura, sabe de todo, menos de su vida, dice. "Oye, hablando de ovejas…” Y cuenta una anécdota de una oveja que va al psicólogo en una película de Woody Allen. Ríen todos.

Es gracioso este Carlos Darío, es buena gente. Es un poco como todos nosotros a los 19; jóvenes de un mundo que nos dice que estudiemos cuando nosotros lo que queremos es soñar.


La reina del piano Leah Wetterling

El nombre puede decir mucho sobre alguien, y en el caso de Melody Lord, su nombre lo dice todo.

Sentada al piano, con lagrimas en los ojos y manos temblorosas, hay una niña de doce años que todavía no ha descubierto su confianza. Melody, una vez más, le dice, “No te permito acabar. Continúa por favor.” La maestra sabe que Leah da lo mejor de sí misma cuando siente frustración y se enfada; por eso que le haya puesto la canción complicada. A pesar de la dificultad, nunca le permite un descanso. Después de muchos intentos, la niña vence las líneas difíciles y Melody le da una palmada cariñosa en la espalda, que expresa el orgullo que siente por su éxito. El corazón de Leah se ablanda recordando el amor que tiene hacia la maestra. Con ella siente que puede lograr cualquiera cosa. Pero la alumna no sabe que esa ha sido su última lección con Melody, ya que una semana después, el cáncer de pecho que la profesora padece se la habrá llevado para siempre.

(…) “Compasión, sentido del humor, experiencia, valentía y motivación

son rasgos de la personalidad que normalmente no están conectados con


solamente un individuo. Melody los tenía todos”, comenta una antigua alumna.

Melody, que tenía tres hijas y tantos más hijos e hijas como estudiantes tenía, se sentaba al piano con la postura de una bailarina, aunque fuera un poca más robusta. Ese era su trono. Su pelo rojo chillón y desordenado (no era su color natural) revelaba su lado más artístico, creativo y salvaje. Tenía rasgos definidos, cuya expresión siempre podían alentar al estudiante más nervioso antes de un concierto o audición. Sus ágiles manos bailaban sobre las teclas del piano, haciendo que sus delgados y fuertes dedos apenas se pudieran distinguir.

Melody apenas descansaba. “Puedo recordar el sonido del piano cada vez que me iba a dormir y cada vez que me despertaba,” dice su hija Julia.

Con su muerte prematura, los estudiantes perdieron nuevas oportunidades de hacerla sentir orgullosa y los padres de esos estudiantes una increíble amiga.


El golf es más que un juego… un retrato de Barry Bryce Ferendo

“Me siento más como me siento ahora que como me sentía cuando llegué,” ha dicho Barry miles de veces con su risa de siempre. Ahora, la frase sólo nos causa nostalgia a mi hermano y a mí, porque ya hemos crecido lo bastante como para saber que la expresión es un completo disparate, tal y como puede ser nuestro abuelo.

Hoy lleva su ropa de Golf, que no es muy diferente de su estilo diario; pantalones caqui con un camisa de cuello vuelto y zapatos que irradian formalidad pero que claramente están hechos para su comodidad. Al entrar en el club de Golf del que ha sido miembro desde hace mas años que yo tengo, se arregla el flequillo blanco para mantener su imagen impoluta. Son hábitos que no ha podido erradicar de sus años como empresario de éxito y siempre bien educado. Uno de ellos: el apretón de manos firme, la sonrisa y la actitud bromista pero cariñosa, que pone en práctica cuando algunos miembros del club le saludan con entusiasmo, “¡Mr. Hindman!”. Entramos al vestuario donde se pone los zapatos de golf, dejando los que traía muy cuidadosamente en el lugar dejado por los otros. Yo observo con curiosidad la elegancia con la que lo hace todo,


manteniendo sobre él la misma mirada admirativa que he tenido desde niño.

Su primer swing de golf no tiene que ir demasiado lejos si no puede ser ordenado y elegante, y él lo sabe. “Pues, eso ha sido estupendo, ¿no?” dice con el sarcasmo y la risa con los que siempre expresa su modestia. Después de un excelente segundo golpe, y antes de sentarse cansadamente en el asiento del carro, Barry devuelve el palo al lugar correspondiente en su bien ordenada bolsa—en claro contraste con la mía, en la que yo guardo desordenadamente los palos que él mismo me regaló y que nos han acompañado en muchos dios similares, bajo un sol brillante y con el olor del césped recién cortado. Es la ultima vez que podré jugar al golf con él en unos cuantos meses, porque pronto me voy a España para estudiar. “Aprovecha esta excelente oportunidad” me dice, “Eres afortunado”.


Un extranjero entre extranjeros Alyssa Morales “Me siento como si todos fuéramos extranjeros aquí”, exclama con certidumbre.

Allí está, caminando por las calles de Londres en pantalones cortos y camiseta de mangas cortas, a pesar del viento de Octubre. Todos los que le pasan llevan chaquetas y bufandas. Sólo un par de semanas allí, y Kyle sabe que tiene mucho que aprender. El apartamento de 50 Crispin Street está ocupado por ocho estudiantes del London School of Economics, de Singapur, China, Tailandia, Alemania, Francia, Londres, Suiza y Estados Unidos. Allí, comparten una cocina, el lugar donde todo ocurre. Un olor a comida oriental te golpea en la cara cuando cruzas la puerta. Monu, de China, le pregunta a Kyle en un inglés roto cómo fue su partido de fútbol. Con el cuerpo típico de un portero de fútbol, Kyle tiene los hombros anchos, grandes rodillas y fuertes piernas, que contrastan con el pequeño cuerpo de Monu. Siempre ha practicado deporte, pero sólo el fútbol capturó su corazón.

Lleno de confianza y determinación, Kyle presta mucha atención a sus pasiones. De un lado está el fútbol y de otro sus estudios. Desde niño, siempre ha tenido un gran interés por otros países. En su habitación de la


infancia colgaban de las paredes banderas de todos los países. “Me gustaba mirarlas y pensar en todo que ocurre en el mundo, en lo bueno y en lo malo”, recuerda Kyle.

A los 17 años, decidió participar en un programa de voluntariado con la gente de una comunidad de Sudáfrica. Pero quiso hacer algo más y comenzó a recoger camisetas usadas de los clubes de fútbol de su ciudad natal en Sacramento y llevarlos a aquella comunidad. Llegó como Papá Noel, con un gran bolsa llena de cosas que serían un impacto enorme para los niños.

Finalmente, todos los pensamientos que tenía en su cuarto de la infancia le llevaron a orientarse hacia la política ambiental y la asignación de tierras en los países con rápido crecimiento de población en África. “Quiero examinar cómo la política de tierras en el África subsahariana debe transformarse con el cambio demográfico, sobre todo en qué papel juega la biodiversidad en esa conversación.”

(…)

“Interactuar con todo el mundo es vivir”, declara Kyle, hablando con las manos. Aún tiene que aprender a vestirse para Londres.


Dr. Stephen Zegree, nuestro puente sobre aguas turbulentas Lauren Saxe En un círculo iluminado a la luz de las velas, un grupo de estudiantes canta una versión susurrada de “In My Life” de The Beatles. Es la primera noche de la primavera. Han venido para honrar a un hombre, a un maestro y un amigo.

El Dr. Stephen Zegree era bien conocido por innumerables cosas. Por sus tácticas pedagógicas, por su entusiasmo alarmante o, quizás, por ese bigote misterioso sobre el que siempre hemos bromeado. Sin embargo, lo más fácil de ver era el amor que él sentía por sus estudiantes, aunque a veces fuera un amor duro.

Todos los días entraba en el aula 404 con un propósito y una intensidad sin precedentes. Después, de darle una palmada en el aire a Ike, el autoproclamado relaciones públicas de la puerta, entraba cargado de libros de música y, sin que mediara una palabra empezaba a tocar la primera nota de “Georgia On My Mind” al piano. A partir de ahí, ya nadie perdía la atención.

“¿Doc, cómo quieres el tempo en esta melodía?” le pregunta uno de los sopranos.

“Buena pregunta, pero no importa lo que yo piense. ¿Qué piensas tú?” le responde.


Alcanzaba su máxima felicidad cuando era capaz de sentarse de brazos cruzados, con una amplia sonrisa y un brillo en los ojos, viendo a sus estudiantes sostenerse solos, en ese momento crucial en el que ya ellos no necesitan de su dirección para hacer del material algo suyo. A menudo, a mitad de clase, el Dr. Zegree se sentaba encima del piano para desde ahí observarnos atentamente, con una sonrisa orgullosa.

“No tenéis ni idea de lo buenos que sois.” Era un director que exigía una profesionalidad tan precisa como los

detalles de la música – los crescendos, los descansos, el tono, y todo lo demás – porque él estaba más preocupada por el desarrollo de nuestro carácter que por nuestro talento o cualquier otra cosa. El Dr. Zegree no soló era un apasionado de la música, los estudiantes o su trabajo, era, antes que nada, un apasionado de la vida. “Lo único constante es el cambio,” solía decirnos.


El regalo más importante Marcela Hawkins “Todo lo que hago es por mi familia.”

Entre el enjambre de estudiantes vestidos de punta en blanco—ellas con traje largo de noche y ellos de esmoquin—, y padres que corren cámara en mano intentando capturar los momentos previos a que sus hijos vayan al baile de Prom de su escuela secundaria, encuentras a una abuela bajita, de pelo fino teñido de castaño para esconder su edad. Recorre con la mirada, alzando los ojos, el escenario en el que están todos, buscando su nieta. -“¡Marcelita, mire Marcelita, ven aquí!”

Para variar, parece muy urgente, ya que todo lo que escapa de su boca tiene tono de pánico. -“¿Qué pasa, Abuelita?”

Con una sonrisa grande y chispas en los ojos, Catalina Vélez tiene algo ‘importante’ que preguntarle a su nieta, que iba al baile con acompañante. -“¿Estás enamorada de ese chico?” -“¡Abuelita, qué dices! ¡Claro que no, sólo somos amigos!”


Reconociendo que su pregunta era un poco absurda, aunque llevada por la curiosidad que verdaderamente siente por cada detalle de la vida de sus siete nietos, Catalina se ríe y se abraza con su nieta. Las dos visten hoy con el mismo tono de azul, gracias a la llamada que, unas horas antes, la abuela hizo a su nieta para asegurarse de que las dos irían bien conjuntadas para las fotos.

Alrededor todos hablan en ingles, pero ellas dos no. “Habladme en

español”, insiste a sus nietos, “me lo vais a agradecer un día. El regalo de ser bilingüe es la cosa mas importante que os puedo dar ustedes”.

Catalina vino a los Estados Unidos desde Colombia en 1964,

cargando con un hijo de un año en sus brazos y embarazada de una hija. Vino sola, porque su marido ya estaba viviendo y trabajando en Washington, DC. Hasta el día de hoy, 50 años en los Estados Unidos y un inglés que ahora sí habla con fluidez aunque todavía con fuerte un acento.

“Odiaba el inglés cuando era niña y por eso nunca presté atención en las clases. Fue mi error mas grande porque cuando llegué aquí me resultaba casi imposible comunicarme, especialmente con los doctores para el parto de mi niña y lloré mucho”, explica. “Aprendí por mí misma a hablar inglés, gracias a la televisión y a un diccionario que llevaba siempre en la mano, porque no tenía otra opción”. -“Mamá, quédese quieta para que pueda tomar la foto”, exclama su hija Connie.


“Mi madre es la persona más inteligente que conozco pero a veces es difícil mantener su atención”, explica Connie. “Es una mujer de negocios, es excelente con los números, y entiende a la gente.”

Ser despierta ayudó a Catalina en su adaptación a la vida en un país extranjero. Sin embargo, rápidamente aprendió que ser inteligente, a veces, no basta.

“Necesitaba conseguir trabajo y había un puesto en el Departamento de Finanzas de una universidad de Washington. Después de hacer mi entrevista y pasar dos exámenes, era obvio que estaba cualificada para el puesto,” recuerda Catalina. “Pero me lo denegaron porque ‘mi acento era muy fuerte’”.

Al final Catalina encontró trabajo en el departamento de finanzas

del Metro, donde tenía jornadas muy largas, saliendo de casa antes de que amaneciera y regresando cuando ya había oscurecido. Los fines de semanas tomaba clases de inglés para ir mejorando en su trabajo.

“Lo que más me motivó todos esos años de trabajar tanto fueron mis hijos y después, mis nietos. Todo lo que hago es por mi familia”.

En mayo de 2015, Catalina expiró su ultimo aliento, rodeada por esa familia que tanto quería.


Una mujer y su ciudad Sadie Cole “Siempre crea sus propios caminos” En medio de un atasco en el centro de Manhattan, una mujer destaca con su chaqueta de piel y su ajada bufanda de color naranja. Dirige a coches y conductores en medio del caos como si fuera la policía. Todos la escuchan y siguen sus órdenes. Tras seis minutos, el atasco está reparado, Rebecca Cole vuelve a su Thunderbird rojo descapotable y sigue con su día. “¡Necesitamos una copa de vino!” “¡Es la hora de almorzar!” “Sería mucho mejor si yo hubiera hecho este jardín...” “¡Necesitamos más plantas, muchas más!” Así se expresa Rebecca habitualmente, siempre con gestos enérgicos que añaden drama a todo lo que hace en la vida. Nunca ha olvidado su formación y sus años como actriz. Rebecca, ahora una famosa diseñador de jardines, vive en SoHo con Rambo, su perro, que es parte integral de su estilo de vida. Como ella, Rambo no sigue las reglas sociales. “No, Rambo no es un perro...,” dicen las amigas de Rebecca, “Es una persona. Come muy bien en todos los restaurantes de Nueva York. Todo el mundo lo conoce.” Rebecca tiene sesenta años pero vive como si tuviera veinte. Su pelo es una explosión de diferentes tonos de rubio, los ojos verdes, como las plantas con las que trabaja, y las pecas que añaden un color distinto a


su tez pálida delatan el origen irlandés de su familia, aunque no encaje fácilmente con ellos.

Nunca recuerda un solo cumpleaños, pero cuando alguien de la familia tiene la oportunidad de verla y vivir su vida unos días, todos dicen lo mismo: “Éste ha sido el punto culminante de mi año.” “Claro, me encanta Nueva York. Pero a veces, como he vivido aquí cuarenta años... a veces es un poco solitario. Pero, me va bien estando sola. Tienes que levantarte, ponerte en pie por ti mismo, y a veces salir de tu coche y dirigir el atasco… porque está claro que nadie más lo va a hacer por ti...”


Apaciguando el voltaje existencial Aurora Báez ''Creían curar las depresiones con electroshock pero yo siempre he creído en la palabra'' Manoli tenía 24 años cuando empezó a trabajar en el psiquiátrico como auxiliar de enfermería, empleo que fue su pasión por más de 40 años pero que al principio era todo un infierno. En los años 70 aún se aplicaba la terapia de electroshock en algunos casos, y el día que paso por la camilla Manolito, vecino del barrio de Manuela, la marcaría de por vida. Manolito sufría de depresión crónica y creían que el único modo de apaciguar este mal era a través de los voltios. Nunca vi una dosis igual recuerda la mujer temblorosa. Al día siguiente las noticias ardían en el centro hospitalario, el paciente se había suicidado para no volver a vivir ese horror.

Desde entonces, Manoli antepuso la palabra a las descargas, se encaró a sus superiores y les suplicaba que antes de cada sesión les dejara hablar con los pacientes a ver si podía apaciguar a sus demonios. Siempre tuvo éxito y pocos fueron los pacientes que volvieron a pasar por esa camilla del diablo.

''Siendo auxiliar de enfermería ha sido la mejor psicóloga que ha tenido este centro'' dijeron sus compañeros el día que se jubilo; el día en el que, según muchos de los pacientes, ''se quedaron huérfanos''.


La bombilla que alumbra el restaurante se refleja en el vaso de Cruzcampo, al que da un trago corto y vuelve a dejar en la mesa. Manoli, que en otro tiempo se lo hubiera bebía enseguida, tiene hoy 72 años y es fiel creyente en la vida pausada. Así que un solo vaso puede durar le toda una velada.

''No me apena no haber tenido hijos, la verdad'' dice mientras observa a sus 12 sobrinos carnales, que la miran obnubilados. Tiene además ahijados repartidos por todo el mundo, hijos de amigos, compañeros de trabajo más jóvenes, miembros de las múltiples organizaciones que ha dirigido o en las que ha estado involucrada.

Para todos ellos sigue siendo apaciguadora de tormentas con palabras, como si de la chamana de una tribu tropical se tratara.

Cuando camina por la calle no deja de pararse para saludar a conocidos. Aún le recuerdan las aventuras de cuando tenía que esconder sus libros prohibidos y los de sus camaradas, cuando se pasaba con las manos llenas de plomo para escribir panfletos incendiarios hasta la madrugada, cuando tenía que confeccionar el vestido de boda de alguna de sus vecinas...

Vestigios de una vida apasionante que sirve de inspiración y empuje para todo aquel que la conoce.


La dama cálida de hierro Fernando Rueda “Cuando sea vieja no quiero que mis hijas pasen por lo mismo que pasé yo con mi madre. No quiero ser una carga”, dice Carmen González, que tiene 83 años aunque ella crea que sólo son 40. Es madre de dos hijas y abuela de cuatro nietos, pero ahora ya no conoce a nadie, excepto a todos sus muertos, a los que llama con amargura a todas horas, esperando que que le contesten. La demencia senil que sufre está muy avanzada y se la llevará pronto.

Carmen siempre ha sido flaca y huesuda Quien la conoció decía que andaba “más derecha que una vela”. Ahora su espalda está arqueada y anda a trompicones. Tuvo problemas de vista desde joven: cataratas y desprendimientos de retina. Obligada a llevar gafas tras algunas operaciones sin éxito, sus gafas y ella eran inseparables. Hoy ya no las usa. No tiene a nadie a quién ver, a nadie a quién reconocer.

Trabajó mucho y nunca quiso nada que no hubiera ganado con su esfuerzo. Su familia era humilde. Su matrimonio también lo fue, junto a su esposo Juan, trabajaron de sol a sol para conseguir que sus dos hijas pudieran estudiar en la universidad.

La dama cálida de hierro podría haber sido su alias perfecto. Capaz de conjugar la rectitud y la seriedad con una forma de querer y proteger, a los suyos, que difícilmente se comprendería hoy. Su familia la compara con la gallina que desea que todos sus polluelos estén siempre alrededor para poder protegerlos.

Hace poco que sus hijas han descubierto que sí le gusta el huevo, aunque siempre haya afirmado que le hacía daño en el estómago. Mentía.


Inventó esa excusa para que hubiera una ración de tortilla más grande en la cena de su marido y de sus hijas.

todos ejercicio 3 perfil fall15 · 2016. 10. 25. · dr. stephen zegree, nuestro puente sobre aguas...

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