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Haciendas piloncilleras: Taretan y su región en los albores del siglo XX* Fernando I. Salmerón Castro El Colegio de Michoacán La región de Taretan se encuentra situada en la zona templada que hace de transición entre las tierras Mas de la Meseta Tarasca, y la Tierra Ca- liente de valles y costa del sur de Michoacán. Se trata de una pendiente poco inclinada que corre desde la parte sur del municipio de Uruapan y los limites de los de Santa Clara y Ario de Rosales, hasta los territorios de los municipios de Gabriel Zamora, la Huacana y los otros que comprenden la Tierra Caliente. Englobamos en la región los municipios de Taretan y Nuevo Urecho, y una parte de los de Uruapan y Ziracuaretiro. El terreno desciende hacia el sur formando pequeñas cuencas irrigadas, rodeadas de monta- ñas con laderas pedregosas, aunque fértiles cuan- do pueden ser regadas. Las alturas van desde los 450 hasta los 1 800 metros sobre el nivel del mar y, en vista de lo accidentado del terreno, el clima Este trabajo forma parte de un estudio mayor sobre la política en esta región del estado de Michoacán, que se prepara como tesis de Maestría en el Centro de Estudios de Antropología Social de El Colegio de Michoacán. Agradezco los comenta- rios hechos a una versión preliminar de este escrito por Je- sús Tapia, Heriberto Moreno y José Luis Domínguez.

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Haciendas piloncilleras: Taretan y su región en los albores del siglo XX*

Fernando I. Salmerón Castro El Colegio de Michoacán

La región de Taretan se encuentra situada en la zona templada que hace de transición entre las tierras Mas de la Meseta Tarasca, y la Tierra Ca­liente de valles y costa del sur de Michoacán. Se trata de una pendiente poco inclinada que corre desde la parte sur del municipio de Uruapan y los limites de los de Santa Clara y Ario de Rosales, hasta los territorios de los municipios de Gabriel Zamora, la Huacana y los otros que comprenden la Tierra Caliente. Englobamos en la región los municipios de Taretan y Nuevo Urecho, y una parte de los de Uruapan y Ziracuaretiro.

El terreno desciende hacia el sur formando pequeñas cuencas irrigadas, rodeadas de monta­ñas con laderas pedregosas, aunque fértiles cuan­do pueden ser regadas. Las alturas van desde los 450 hasta los 1 800 metros sobre el nivel del mar y, en vista de lo accidentado del terreno, el clima

Este trabajo forma parte de un estudio mayor sobre la política en esta región del estado de Michoacán, que se prepara como tesis de Maestría en el Centro de Estudios de Antropología Social de El Colegio de Michoacán. Agradezco los comenta­rios hechos a una versión preliminar de este escrito por Je­sús Tapia, Heriberto Moreno y José Luis Domínguez.

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y la vegetación varían mucho en distancias muy cortas. La temperatura es cálida (entre los 15 y los 20 grados centígrados), pero frecuentemente sopla una brisa fresca que vuelve el clima agra­dable durante el día y un tanto fresco por la no­che. El agua es abundante no sólo por las preci­pitaciones, cuya media anual es superior a los 1000 mm., sino también a causa de las numero­sas corrientes que bajan de la tierra fría para su­marse, al sur, a los caudales del río Balsas. La temporada de lluvias se inicia generalmente en el mes de junio, aunque puede retrasarse hasta ju­lio, y va hasta los meses de septiembre u octubre, tiempo en que estas son, en buena parte, torren­ciales.

La parte norte de la región es ligeramente más fría, la caña no produce flor y aparecen los bosques de pino y las huertas de aguacate. La parte sur, por el contrario, es ligeramente más ca­lurosa, la caña madura en fecha más temprana y debe competir con los cultivos de arroz y las huer­tas de mango. Toda la región se presta, sin em­bargo, a la explotación de los cultivos tropicales que incluyen café, mango, plátano, zapote, ma­mey y caña de azúcar. Los primeros se cultivaron siempre en pequeñas huertas de propiedad parti­cular, aunque en la actualidad existen plantíos con miras al mercado nacional e internacional. La caña fue objeto de explotación por las hacien­das de la zona y actualmente es cultivada por los ejidos que ocupan esas tierras y se procesa en un ingenio de tipo moderno. En ambos casos, la ex­plotación ganadera fue una actividad comple­mentaria de relativa importancia. En la actuali­dad las extensiones dedicadas a la ganadería se

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incrementan a medida que uno recorre la región de norte a sur. Lo mismo sucede con el arroz, en tanto que el maíz se siembra en toda la zona ocu­pando laderas, tierras en descanso y sobrantes de riego.

Las cañas para la producción de azúcar y pi­loncillo, se cultivan en la región desde las postri­merías del siglo XVI, cuando fueron introducidas por frailes agustinos. Ellos mismos fundaron las primeras haciendas y trapiches, agentes de trans­formación y distribución del producto de la caña de azúcar. Estos frailes son seguramente respon­sables también de la introducción del ganado, algunos de los frutales, y de la explotación de los indígenas al grado de verlos reducidos en núme­ro, forzando la introducción de mano de obra es­clava (Aguirre Beltrán, 1952: 85-87). Ya para 1822 la región tenía, en la producción de dulces y aguardiente de caña, una de sus actividades eco­nómicas principales. En ella se desempeñaban —en las inmediaciones de Taretan, cabecera del Partido— la hacienda del mismo nombre y otros ingenios (Martínez de Lejarza, 1964: 135).

La hacienda cañera se convirtió en la forma principal de organizar la producción y, con po­cas modificaciones, se mantuvo como tal hasta el reparto agrario en el tercer decenio del siglo XX. Sufrió algunos cambios en el tamaño de las unidades productivas, en las prioridades de ela­boración y distribución del producto. Fueron me­nos, sin embargo, las modificaciones operadas en la tecnología, la organización del trabajo y las actividades productivas. El producto comercial básico era el que se derivaba del procesamiento de las cañas, por lo que éstas constituían el culti­

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vo principal y al que se brindaba mayor atención y recursos. Al mismo tiempo, el ganado de traba­jo y de crianza pacía en las laderas y tierras en descanso. El maíz, de temporal, de ladera y plano en descanso, se sembraba a medias con los peo­nes en la época en que las cañas requerían menos mano de obra y no había molienda. La rotación de cultivos, fertilización y descanso de las tierras aseguraban altos rendimientos. Un sistema de canales y drenes permitía irrigar el cultivo, y una sólida organización de la mano de obra implica­ba la utilización intensiva del trabajo. La trac­ción animal auxiliaba en las primeras labores agrícolas en que intervenía el arado, en el trans­porte de cañas al molino y en el traslado del pro­ducto a los puntos de embarque y consumo. La mayor parte de las labores de siembra, limpia y corte se hacían con azada y machete. El potencial hidráulico se explotaba concienzudamente no só­lo para el riego, sino también como primera fuer­za motriz en los molinos de caña, de arroz y nixta­mal o en la generación de energía eléctrica. El molino de caña extraía los jugos que luego se her­vían al calor del propio bagazo y leña, para la ela­boración de las mieles que darían lugar al pilon­cillo, el azúcar blanca y la materia prima del aguar­diente. Todos estos procesos requerían una bue­na inversión, una gran cantidad de mano de obra y algunos especialistas que se ocuparan de pun­tos esenciales del proceso.

Las unidades de producción gravitaban lo­calmente en torno a la villa de Taretan, cabecera municipal, proveedora de satisfactores y asien­to del destacamento militar, de los comerciantes, los artesanos, especialistas y jornaleros. En este

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lugar se desarrolló una pequeña burguesía agraria que compitió por los recursos con la gran hacien­da y, tras proporcionar cuadros para la reforma agraria, triunfó sobre ella.

Una descripción pormenorizada de la ha­cienda como unidad productiva en una época que se sitúa en los primeros tres decenios de este si­glo, nos permitirá apreciar los elementos enun­ciados arriba.

Las haciendas

Existen en la región más de 15 cascos de hacien­da con sus respectivas instalaciones de molien­da, o lo que queda de ellas. Las viejas e inmensas construcciones dan idea de la prosperidad de otra época. La información oral hace hincapié en los estrechos lazos entre las haciendas y en el hecho de que muchas pertenecían a una sola persona. Debe pensarse en cuatro o cinco grandes propie­dades divididas, cada una de ellas, en varias uni­dades de explotación por razones de tecnología del transporte primero, por fraccionamientos su­cesivos, después. En primer lugar, la hacienda de Taretan y anexas, con Patuán, la Purísima, San Joaquín, la misma hacienda de Taretan, y varios ranchos o estancias ganaderas conTerre- nate, Hoyo del Aire y Rancho Seco. La segunda sería lo que podemos denominar San Marcos y Anexas, con la hacienda de este nombre y las de Tahuejo, Santa Catarina, El Sabino, La Parota y posiblemente Caracha y Zirimícuaro. Un tercer gran complejo sería Teperiahua e Ibérica, al Sur, en los límites de nuestra región. En último lugar quedarían Tomendán, Tipítaro y San Vicente.

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La hacienda de Taretan presentó, en 1911, un plano topográfico para solicitar la composi­ción del predio. Este señala una superficie de 16 345-73-66 has. Los límites se fijan, al norte con Ziracuaretiro y San Angel Zurumucapio; al no­reste con la hacienda de Jujucato; al noroeste con Zirimícuaro y Caracha; al sur con la hacien­da de la Parota, al sureste con la de Tipítaro y al suroeste con la del Sabino; al este con las hacien­das de San Vicente y Tomendán y al oeste con las de Tahuejo y San Marcos (ASRA-25/12583). Tepenahua e Ibérica y San Marcos y Anexas de­ben haber tenido una extensión similar; las otras pueden haber sido más pequeñas.

El propietario de Taretan y Anexas fue Ma­nuel Iturbe, quien la heredó a su esposa e hijas. Para el momento del reparto agrario (a fines de los treinta), la casa Iturbe aparece representada por Trinidad Scholtz de la Cerda y Carbajal (an­tes de Iturbe) y María Piedad Iturbe de Hohen- lohe-Langemburg. Cuenta la gente que la hacien­da perteneció al padre de Agustín de Iturbide.

El propietario de San Marcos y Anexas fue Feliciano Vidales, a quien la gente recuerda por haber residido en Taretan, procedente de Santa Clara, y haber criado ahí a sus hijos. “Se dice” que este grupo de haciendas fundadas por los agustinos enfrentaron las leyes de desamortiza­ción escriturando las propiedades a nombre de la persona más pía de la localidad. Don Feliciano aceptó el regalo con el resultado del engrandeci­miento de las fincas, el esplendor taretano y la realización de diversas obras piadosas. La for­tuna se dividió, al morir él, entre sus hijos, quie­nes sumaron su personal incapacidad adminis­

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trativa a los embates de la Revolución para aca­bar con la gran propiedad.

La hacienda de Tomendán perteneció y fue administrada por Manuel Echevarría y sus hi­jos, vascos de origen, hasta entregarla a los en­cargados de ejecutar la dotación ejidal. Tepe- nahua e Ibérica fueron también haciendas de es­te tipo, y tuvieron varios propietarios. Sin em­bargo, hacia el segundo decenio de este siglo, per­tenecieron a la sociedad Fernández y Castaño, quienes hicieron de ella una empresa azucarera relativamente importante hasta el reparto agra­rio.

Con excepción de la de Tomendán, las ha­ciendas de la región tenían al frente un adminis­trador y sus dueños no residían en ellas. Don Feli­ciano Vidales parece haber vigilado personal­mente los trabajos, no así sus hijos. De “los prín­cipes”, como se conoce popularmente a los dueños de la hacienda de Taretan, ni siquiera se recuerda que la hayan visitado alguna vez. Resulta enton­ces imprescindible ocuparse délos administrado­res, a quienes los peones se referían como “los patrones” y que, junto con un grupo de servido­res calificados de la hacienda, serían los benefi­ciarios indirectos de la lucha y el reparto agra­rio.

Los administradores de las fincas

Los administradores ocupaban el lugar central en cada una de las unidades productivas. Había, por lo tanto, un número regular (por lo menos diez) de administradores a un mismo tiempo en una región relativamente pequeña. Aunque pue­

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den haber tenido algún superior inmediato, en “su” hacienda cada uno era amo y señor. Entre to­dos formaban un pequeño grupo, que, unido a los comerciantes, agricultores y ganaderos libres, a los especialistas y artesanos de más alto rango, residentes en la villa deTaretan, constituían una pequeña burguesía regional agraria.

Este grupo de administradores resulta inte­resante además por su relativa movilidad. En ge­neral, era gente de fuera de la región que iba a ocuparse de la administración de una ñnca y, después de cierto tiempo, cambiaba de lugar. En muchos casos fueron extranjeros (españoles e in­cluso franceses) aunque con alguna experiencia previa en México. En otras ocasiones, las más quizás, venían del Bajío: La Piedad, Puruándiro, Panindícuaro, San Francisco Angamacutiro. Llegaban a desempeñar el puesto acompañados de su familia, la que pronto intimaba con los demás habitantes de Taretan. En la actualidad los hijos de administradores se conocen entre ellos, por haber concurrido a la escuela juntos o haber te­nido niñez y juventud comunes. Había además, en­tre ellos, hermanos que desempeñaban el cargo en dos unidades distintas. En el desempeño de su tra­bajo requerían de gente que les fuera leal y lleva­ra adelante sus órdenes, por lo que en muchos ca­sos traían consigo o eran seguidos por parientes o amigos que ingresaban en la nómina de la ha­cienda. Algunos “se acasillaban”, otros prefe­rían asentarse en la población de Taretan.

Su relación con los grupos acomodados de la población forjó lazos entre familias que hicieron arraigar a algunas de manera definitiva. Al de­jar el puesto (o desde antes), podían aprovechar

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sus conexiones locales para dedicarse al comer­cio, la arriería, el cultivo de huertas o la cria de ganado. Cuando la Revolución hizo difícil la co­municación y “descompuso la administración” a decir de los lugareños, los propietarios decidieron arrendar las ñncas. Las unidades en arrenda­miento fueron las secciones que los propios ad­ministradores conocían, por lo que, las más de las veces, ellos o sus descendientes aprovecharon esta oportunidad. En ocasiones lo hicieron solos, en ocasiones con la colaboración de capital e in­tereses locales, otras veces operando como socie­dades de producción. Nacieron asilas sociedades Fernández y Castaño, Chávez y Duarte, Pérez y Bautista, y otras. Finalmente, cuando el reparto agrario desintegró la gran propiedad, algunos de ellos compraron las pequeñas propiedades respe­tadas a las haciendas y la maquinaria que en ellas quedaba.

La existencia de este grupo me parece intere­sante por las razones señaladas, pero además con­sidero que permite entender las grandes simili­tudes encontradas en lo que hace a la organiza­ción interna de las haciendas y el control del ciclo productivo. Por lo mismo, creo que es posible ge­neralizar y hablar, para esta región, de “la ha­cienda”, haciendo referencia con ello a las uni­dades mencionadas y cuyo funcionamiento des­cribo a continuación.

Las unidades productivas y la administración de sus recursos

Lo que hasta ahora he llamado unidades produc­tivas de la hacienda, es cada una de las secciones

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de ésta a que me he referido. En un principio, la división parece obedecer únicamente a que, da­das las condiciones del terreno, resultaba más efectivo tener varios centros de molienda que transportar la caña en muías y carretas tiradas por bueyes a largas distancias. Después, esto per­mitía mayor eficiencia en el control administra­tivo de unidades relativamente pequeñas. Final­mente, con esa estructura podían arrendarse o venderse una o varias unidades, sin mayor per­juicio para las demás. Esto resultó muy cómodo en el momento del reparto, pues fue más sencillo fraccionarlas.

La hacienda de La Purísima contaba, en enero de 1937 —justo antes del reparto agrario— con 522-60 has., de riego (5-40 que serían ocupa­das por la vía del ferrocarril) y 12-80 en que se asentaban el casco de la hacienda y el poblado (AJM-BNCA, Exp. La Purísima). Los expedien­tes de dotación ejidal señalan 140 has. de riego, más 202-80 de temporal, 1789-40 de monte y 1600 de pastal cerril y monte bajo (ASRA-247, Dota­ción). El poblado contaba con “las siguientes construcciones: una casa en regulares condicio­nes, con cuatro habitaciones, un trapiche movi­do por fuerza hidráulica, una casa de calderas anexa al trapiche, 20 casas en malas condiciones que utilizaban los peones acasillados y, como anexos a estas construcciones, se encuentran corrales para ganado y macheros” (AJM-BNCA, Exp. La Purísima).

Me parece que puede tomarse esta descrip­ción como un buen ejemplo de lo que tenían estas unidades: terrenos de riego, temporal, bosque y agostadero, así como instalaciones para los ani­

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males de tiro y carga, para el procesamiento déla caña, bodegas e instalaciones para el administra­dor y los trabajadores acasillados, herramientas y aperos de labranza y talleres para su elabora­ción y mantenimiento. Contaba, además, con abundancia de agua, proveniente de manantia­les cercanos, que se utilizaba tanto para el riego como para la generación de fuerza motriz.

Todas las unidades están asentadas en luga­res en que pueden aprovecharse las caídas de agua, y las obras hidráulicas que hasta la actua­lidad se utilizan (canales, drenes, presas de alma­cenamiento y distribución), fueron construidas por las haciendas. Esto nos aproxima a otra di­mensión del problema. La hacienda partía de ese cúmulo de recursos para la elaboración de un pro­ducto destinado al mercado, pero al hacerlo exis­tía una clara conciencia de los límites y la fínitud de algunos de ellos. La tecnología utilizada se aplicaba al aprovechamiento máximo de estos recursos, pero siempre en rélación directa con el cuidado de los mismos, que era mayor mien­tras menores fueran sus posibilidades de renova­ción.

El agua, como se ha indicado, era objeto de algunos cuidados, -ya que se realizaron obras de drenaje y conducción de relativa importancia. No obstante, se trataba de un recurso abundan­te en la región, por lo que el celo no era excesivo. La hacienda utilizaba toda la que necesitaba y estaba dispuesta a proporcionar agua a otros usuarios. Tal es el caso de algunas huertas mix­tas que, en la población de Taretan, se regaban durante los fines de semana. Esto no se logró, sin embargo, sin la intervención del Prefecto de la

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villa (artesano especializado que realizaba obras para la hacienda y al mismo tiempo era propie­tario de huertas), quien propugnó por un regla­mento de aguas (de 1871) en que se asentaba el acuerdo. Al triunfo de los carrancistas, un grupo de población asentado tardíamente en la villa y sin derecho al agua promovió la “nacionaliza­ción” de aguas y canales, con lo que, a partir de 1916-17, la hacienda utilizó este recurso median­te concesión federal (ASRA-247, Dotación).

La tierra, al contrario, constituía un recurso finito y no renovable, que era objeto de muchos cuidados. La hacienda sólo se deshizo de la tierra ante la inminencia del reparto: cediendo para eji­do una parte de monte y cerril con el fin de salvar el riego; tras ese fracaso, fraccionando una parte en dos secciones aledañas a la población; final­mente, al verse derrotada legalmente y por la fuerza, viendo ocupadas las tierras por los ejidos. En el cultivo de la caña, como veremos más ade­lante, se preparaba la tierra con el mayor cuidado y se tomaban precauciones para evitar la erosión, sobre todo en los terrenos de riego. Se ponía mu­cha atención al trazo de los surcos y a su adecua­da pendiente, para que el agua corriera sin desla­var el terreno. Se colocaban topes de hoja de caña para mantener la humedad, disminuir la corrien­te y retener la tierra cuando, hacia el fin del ciclo, el riego había hecho un cauce más profundo. Mu­chas veces, al arrendar las fincas, se prohibía ex­presamente el cultivo de arroz, pues la inunda­ción de laderas erosionaba la tierra en exceso (cf. G. Sánchez, 1979:70). Se tenía el cuidado de rotar los cultivos, sembrando caña en un potrero y tras dos o tres cortes se sacaba la plantilla, que se sem­

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braba en otro lugar, y el primero quedaba para maíz y ganado. Esto garantizaba el descanso de la tierra y su fertilización. Algunas veces se reco­gía el abono animal de los corrales y se esparcía en los terrenos barbechados antes de plantar; oca­sionalmente se llegaba a trasladar el estiércol a lomo de muía para ponerlo en las plantillas cuan­do iniciaban su crecimiento. La regla, sin embar­go, era que el ganado entrara a los potreros en descanso, donde comía el desperdicio de la caña y fertilizaba la tierra.

El ganado era fuente de fertilizante, pero constituía sobre todo, fuerza de tiro y carga, aun­que se mantenía alguno para carne y leche. Gene­ralmente pacía en los cerros y laderas. Al final de la temporada de lluvias había rastrojo de maíz y, durante las secas, punta y hoja de caña quedaban en los terrenos recién zafrados. La asociación ga­nado-cultivos se ha mantenido durante años y a uno de los antiguos hacendados se atribuye la máxima que lo sanciona: “El que siembra y cría gana de noche y de día”.

Herramientas y aperos se fabricaban dentro de la hacienda en su mayor parte. Los de uso más frecuente —arados de metal y madera para dis­tintos terrenos, machetes y azadas para los peo­nes— estaban a cargo de carpinteros y herreros residentes. Una casa de máquinas albergaba ta ­lleres e instrumentos cerca de las instalaciones del trapiche.

Cuando la maquinaria del trapiche y las rue­das hidraúlicas fueron de madera, su fabricación se realizó localmente; al introducirse el uso del acero, rodillos, viguetas y engranes se traían de fuera de la región. En la villa de Taretan había

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especialistas encargados de montar la maquina­ria y repararla cuando así se requería, fabrican­do en el lugar todos los aditamentos que permitie­ran su adecuado funcionamiento.

El recurso más abundante era la mano de obra. Peones había en cantidad y siempre existía la posibilidad de traerlos de otras regiones cuan­do no se reproducían localmente en número sufi­ciente. Esto podría explicar las escasas medidas de retención de la mano de obra existentes en la región. Los salarios eran bajos, las condiciones de trabajo duras y exiguas las ventajas obteni­das por los acasillados que fácilmente eran des­pedidos. Era importante el empleo de jornaleros libres, especialmente en la época de zafra y no existía la retención por endeudamiento o arrai­gamiento. Es claro que se trataba del recurso más intensivamente explotado y donde el empeño en su cuidado era menor.

Poniendo en juego todos estos factores, más la situación del mercado, se fijaban las prio­ridades productivas, que determinaban los bie­nes elaborados y las cantidades relativas que de ellos se producían. El ganado y el maíz eran bási­camente para el consumo interno, como alimen­tos y fuerza de trabajo. El bosque se explotaba extrayendo leña y madera para construcciones, herramientas y muebles. La resina del pino ser­vía para la elaboración de brea, aguarrás y otros subproductos, aunque muy posiblemente estos no se producían en la hacienda. La producción que tenía como fin el mercado, estaba compues­ta por piloncillo, azúcar y aguardiente. Este se elaboraba con mieles y piloncillo que por alguna razón no satisfacían los requerimientos del mer­

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cado. El azúcar y el piloncillo representaban dos opciones de producción y las cantidades elabora­das dependían de los precios que alcanzaran en el mercado.

La organización interna

El administrador cumplía su tarea apoyado en una estructura organizativa que le permitía ase­gurar el cumplimiento de las tareas agrícolas en el tiempo especificado y lograr un máximo de in­tensidad en el trabajo de los peones.

En la cúspide de la estructura se encontraba el administrador, “el patrón”, como lo llamaban los peones. Los había de distintos tipos. Algunas veces “no era muy molesto”, simplemente vigi­laba desde los barandales del corredor de la casa grande y manejaba todo dando instrucciones a los mayordomos. Otras veces tomaba un papel más activo, poniéndose a las patadas con los peo­nes, literalmente. Su actitud era de deferencia para con los empleados de rango superior en la hacienda y de severidad, con algún paternalis- mo, para con los demás trabajadores. El mismo establecía las prioridades, los ciclos agrícolas y el orden de corte durante la zafra.

Bajo el mando directo del administrador se encontraban los mayordomos. Estos tenían a su cargo la organización de las labores agrícolas. Dirigían a los trabajadores en el campo, asignan­do las tareas y revisándolas al fin del día. Gene­ralmente tenían un ayudante. Cuando las activi­dades así lo requerían, tenían cuadrillas de peo­nes bajo el mando de un capitán, que trabajaban como equipo. El caso más claro de esto es el rie­

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go, que siempre tenía al frente un capitán de re­gadores: de algún modo un especialista que diri­gía esos trabajos. Los caporales encargados de los animales tenían a su cargo gente de a caballo en grupos semejantes. Los encargados de la tien­da y de la fábrica durante la zafra y los jefes de taller tenían el mismo rango del mayordomo.

Al final de la pirámide estaban los peones. Ellos se ocupaban de todas las tareas agrícolas bajo las órdenes de capitanes y mayordomos. Ha­bía muchas actividades que debían desarrollarse en el campo, cuidando al ganado, en el riego, el cultivo de las cañas y, durante la zafra, en el corte, el acarreo y la elaboración de piloncillo y alcohol. Una gran división puede establecerse entre los trabajadores permanentes de la hacienda —los acasillados en ella— y los eventuales y estacio­nales.

La jomada y aparentemente también los jor­nales eran iguales para todos los trabajadores, pero los peones acasillados recibían una casa en la “cuadrilla” de la hacienda. Estas, generalmen­te, eran de madera techadas con paja y zurumu- ta, a diferencia de las de los mayordomos, que “eran de pared”. Recibían algunos otros benefi­cios en caso de enfermedad o muerte. (Esto se en­tiende mejor si pensamos que se trataba de uni­dades domésticas acasilladas, en las que por lo general había más de un trabajador adulto, más los pequeños que recibían medios jornales y las mujeres que permitían la supervivencia de todos). También tenían trabajo todo el año y es posible que durante la zafra se ocuparan preferentemen­te en el trapiche, donde el trabajo se realizaba por turnos, con horarios definidos (no a destajo como

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en el corte) y era un poco más ligero. Quizás el be­neficio más importante que recibían era una par­cela, de temporal o riego en descanso, donde sem­braban maíz durante las aguas, a medias o al ter­cio con la hacienda. A cambio de todo esto, esta­ban obligados a realizar una “faena” para la ha­cienda. Por la mañana, antes de iniciarse las la­bores del campo, debían presentarse con el ad­ministrador, se les encargaba traer leña, pastura para las bestias, agua para la casa, levantar cer­cas caídas, o algún otro servicio. Si no se presen­taban, no se les daba trabajo durante el día y dos o tres días sin trabajo representaban su despido. Otro peón ocupaba su lugar y a él lomalrecomen- daban en las otras haciendas para que no pudie­ra conoeguir trabajo.

Los trabajadores eventuales, jornaleros pro­piamente dichos, trabaj aban para la hacienda en tareas diarias que les eran liquidadas semanal­mente el sábado, junto con los demás. Ganaban lo mismo que los acasillados, pero no recibían ca­sa ni “siembrita”, ni tenían el trabajo asegurado, aunque tampoco tenían la obligación de prestar faena. Se asentaban en la población de Taretan, donde se abrían otras posibilidades al ocuparse, ellos o algún miembro de su familia, en activida­des de pequeño comercio o servicios, ocurrir a la pepena de las huertas, o traer leña. Con el tiempo y una buena mujer, podrían hacerse de un burrito, puerta de entrada a la arriería, donde las posibi­lidades eran completamente otras.

Finalmente, la hacienda ocupaba trabaja­dores estacionales durante la época de la zafia. Estos empezaban a llegar en noviembre y se iban en abril o mayo, antes de las primeras lluvias.

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Venían con todo y sus familias y trabajaban a destajo en el corte de la caña, donde se les pagaba por tonelada. La hacienda improvisaba vivien­das para toda esta gente en los amplísimos corre­dores de la casa grande o en galeras construidas para el efecto. En su mayor parte eran indígenas que salían de la Meseta o la zona lacustre en la época de secas, como forma de obtener recursos para su subsistencia, aunque había cortadores que venían de más lejos todavía. Todos ellos reci­bían únicamente el pago semanal por la caña cor­tada, participaban en las fiestas del fin de la za­fra y, si el patrón había quedado contento, se les daba una pequeña gratificación a su partida.

Diferenciados dentro de la estructura por sa­larios un poco mejores y jomadas menos arduas, estaban aquellos trabajadores que habían de­sarrollado alguna especialidad. En el campo los había que dirigían el barbecho y el dibujo de los surcos con el arado, a los que se ocupaban de vigi­lar el riego, por ejemplo. En la fábrica debían co­nocer cuándo la miel estaba buena y a punto de enfriarla para ponerla en los moldes, dirigir el proceso y separar las mieles para azúcar, pilonci­llo y alcohol. En los talleres, herreros, mecánicos y carpinteros debían conocer sus oficios e ir entre­nando a oficiales y ayudantes.

En todo lo anterior debemos subrayar el im­portantísimo papel deempeñado por el trabajo in­fantil. Los niños desde muy pequeños ayudaban a sus padres. A los seis o siete años iban ya a la mil­pa y trabajaban para la hacienda. Había tareas que se destinaban específicamente a ellos, como el cuidado de las puertas de golpe para evitar el paso del ganado, la alimentación de los puercos,

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o de ayudantes en algunas labores del riego. En­tre ocho y diez años podían ya iniciarse como “bue- yeros”, “puerqueros” o “regadores”, ganando medio jornal. Cuando demostraban que podían con el trabajo asignado a un adulto, cosa que les sucedía alrededor de los quince años, se ocupaban ya por tareas en el campo. En la fábrica colaban las mieles, retiraban la espuma, barrían y limpia­ban. En los talleres ayudaban a sus padres, barrían y acomodaban la herramienta. En todas partes se iniciaban desde muy temprano en la obedien­cia a los superiores y en el aprendizaje de las ta­reas realizadas por sus mayores. La escuela, cuando existía, no era para hijos de peones. El patrón los llamaba pronto al trabajo: “Yo no quie­ro licenciados, lo que quiero son puros trabajado­res”.

Esta era una forma de socialización y con­trol que se sumaba a otros mecanismos de con­trol de la mano de obra. Encabezaba a estos una especie de lista negra formada por los malreco- mendados por flojos, deshonestos o irrespetuosos a los ojos del administrador. Seguía la acordada, que en la zona era una fuerza armada semi-públi- ca (pagada por las haciendas pero sancionada por “el gobierno”) que perseguía bandoleros y fugitivos, defendiendo los intereses de las hacien­das. Finalmente, las autoridades eclesiásticas intervenían también en el sistema de control aso­ciadas a los patrones. A ojos de algunos, no sólo los sermones incitaban al orden y la obediencia, sino que se ordenaban confesiones periódicas que se incrementaban cuando había inquietud o algo se perdía, y cuyo resultado siempre llegaba a oídos del administrador. La capilla formaba par­

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te del casco de la hacienda, junto a la casa gran­de y el trapiche.

En la hacienda había trabajo todo el tiempo. Se trabajaba de lunes a sábado y de las ocho de la mañana —desde las seis los acasillados que de­bían hacer faena— hasta cerca de las cuatro de la tarde, aunque esto variaba si el trabajador era lento, pues se pagaba por tarea y debía entregar­se terminada. La tarea que tenía 16 surcos de 16 pasos, era “entregada” por el mayordomo en la mañana y un “apuntador” anotaba lo que se daba a cada jornalero. Por la tarde, el mayordomo re­visaba que el trabajo estuviera completo y bien hecho; si así lo consideraba se apuntaba el día trabajado. Así se operaba para la siembra y el cultivo de la caña, pero durante la zafra se pagaba por tonelada y entonces estaban autorizados a cortar todo lo que pudieran en los potreros señala­dos. El sábado, un “rayador” entregaba a cada uno lo que le correspondía.

En algunos casos había un sistema de ade­lantos llamado “suplementos” que se entrega­ban una o dos veces por semana (miércoles o mar­tes y jueves) en caso de solicitud del trabajador, liquidándose el resto, el día sábado. El fin de la semana era marcado también por el día de mer­cado. Frente a la casa grande se colocaban co­merciantes que aparecían cada semana, el sába­do o el domingo. De la meseta y la zona lacustre llegaban “las guarís” con sus productos: pan, ollas, pescado seco, tamales, pulque ... Algunos comerciantes “de razón” llegaban de Uruapan y Taretan llevando sus mercancías: mercería, re­caudo, frutas y verduras.

Las semanas, como unidades de tiempo, for­

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maban parte de una división del calendario anual en dos períodos. El primero, “las secas”, se iniciaba en algún momento de noviembre, ter­minaba en abril o mayo con una fiesta y corres­pondía a la época de zafira en que se cosechaban las cañas y se transformaban en azúcar, pilonci­llo y alcohol. Era el período de mayor y más in­tensa actividad, ya que además de la zafia debe­rían atenderse el ganado y las labores agrícolas de riego, tapa de troncón, arranque de semilla y nuevas siembras. El segundo periodo, “las aguas”, era la época del temporal y del cultivo de las ca­ñas. Se iniciaba en mayo o junio, con el fin de la zafra y la caída de las primeras lluvias e iba has­ta el inicio de la siguiente cosecha, justo después de que rendía el maíz.

El proceso productivo

La caña, como principal cultivo comercial, reci­bía las mayores atenciones. El ciclo se iniciaba con la preparación de la tierra para la siembra. Cuando se trataba de un potrero “nuevo”, que no había sido cultivado el año anterior, era necesario rozar y quemar. Cuando ya había sido trabajada la tierra, sólo se limpiaba. Luego se daban “tres fierros”: barbecho, cruza y parar tierra, consis­tentes en tres operaciones a base de arado en que se volteaba la tierra, se rompía el terrón, se nive­laba el terreno y se dejaba listo para surcar. Se pasaba luego la yunta, dibujando los surcos que, en seguida, eran emparejados por los peones con el azadón.

Luego se plantaba. Se colocaba la semilla en lo bajo del surco y se tapaba, utilizando el azadón.

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Acto seguido se regaba. Este primer riego, “de asiento”, debía hacerse teniendo el cuidado de asentar la tierra, de modo que la semilla no se descubriera y que el agua corriera pareja sin des­lavar el terreno. Era necesario vigilar el recorri­do del agua surco por surco. Luego ya podía re­garse sin tanto esmero y se hacía cada tres días hasta que brotaba la planta. Estas operaciones se realizaban en agosto, septiembre y octubre.

A principios de noviembre ya había brotado la plantilla y, junto con ella, zacate y hierba. Los peones se ocupaban entonces en “el cordoncillo”: escardaban quitando toda la hierba y arrimaban una poca de tierra al pie de la plantilla, formando un cordón. Esta operación era realizada con aza­dón y machete, aunque a veces se utilizaba la yunta. El riego inmediato —“de asiento de cor­doncillo”— debía vigilarse de nuevo para que el agua no destruyera la labor. Luego seguía regán­dose cada ocho días por tendidas diarias: se re­gaba un número determinado de surcos durante un día, al segundo se hacia lo mismo con otro gru­po igual, al tercero correspondía a la tercera ten­dida, continuando así hasta el noveno día en que se regresaba a la primera tendida. Al principio el agua se dejaba sólo medio día. Cuando las cañas estaban más grandes se dejaba las 24 horas y cuando “tenía plaga o la tierra tenía epidemia” se le dejaba hasta 72 horas.

En diciembre la caña estaba más grande y ha­bían brotado de nuevo hierbas y zacate. Se es­cardaba y, con el azadón, se daba un “recarguito” de tierra a ambos lados del surco para fortalecer la base de la planta, evitando que se cayera y en­chuecara). Con esta operación en que se daba

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“media tierra”, las cañas quedaban en el lomo del surco, pero la parte baja no era muy profunda. Hacia fines de abril o principios de mayo había una tercera operación de escarda y cuidado de la caña denominada “tierra entera”. La planta ha­bía alcanzado ya más de un metro y medio de al­tura y tenía hoja seca: “tasol”. Se quitaban por completo las hojas secas y se hacía con ellas un pequeño atado que se colocaba al pie de la caña y en la parte baja del surco, de modo que se enterrara al arrimarle más tierra. Todo esto se hacía con azadón y el surco debía quedar derecho y parejo, para que el agua corriera sin que la pendiente provocara erosión. La misma hoja seca, algunas hierbas y una pequeña piedra podían usarse pa­ra reducir la corriente. Con ello, se evitaba la ero­sión de la tierra, se mantenía la humedad en la época en que el calor arreciaba y se fertilizaba, al podrirse la hoja seca.

En septiembre la caña había alcanzado prác­ticamente la altura deseada. A partir de ahí de­sarrollaba un poco su grosor y se hacía más dul­ce, hasta la floración, cuando la proporción de azúcar decae. Para que la caña “venteara” (que tu­viera suficiente aire corriendo por el cañaveral que se consideraba indispensable para un buen desarrollo), en octubre se realizaba la “trilla” o “desvere”. Esta operación implicaba una nueva escarda y quitar de nuevo la hoja seca a la caña. Esta vez. sin embargo, se retiraba del campo y se amontonaba fuera del terreno de cultivo. Con una rama de huizache se “barría” surco por sur­co.

Entre los 14 y los 18 meses de plantada, la caña estaba lista para cortarse. Esto se hacía du­

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rante la época de secas, iniciando la zafra en no­viembre o diciembre y yendo hasta abril o mayo. A medida que se iba cortando, se regaba y se ta­paba el “troncón”, base y raíz de la caña. Con esta operación concluía el cultivo de plantilla y se ini­ciaba el segundo ciclo: de socas. Este, más corto que el primero (13 meses en vez de 18), no requería limpiar ni plantar. Asimismo, se efectuaban me­nos beneficios, realizándose sólo tres escardas: media tierra, tierra entera y trilla. El riego era también más sencillo, pues el surco estaba ya bien trazado y asentado. Al cortarse las socas se volvía a tapar el troncón y se iniciaba el ciclo de resocas, igual al anterior, sólo que aún menor: 10 meses.

La hacienda tenía como norma la rotación de cultivos en ciclos de cinco o seis años. La pri­mera resoca sólo se dejaba con el fin de que sirvie­ra de semillero, ya fuera cortándola en trozos o zafrándola y arrancando la nueva plantilla. Así, el primer año se cortaba plantilla, ei segundo soca, el tercero la semilla, el cuarto, el quinto y el sexto en su caso, se sembraba maíz o se introducía ga­nado. Todo el tiempo había entonces una quinta o sexta parte de las tierras de riego con plantilla, otra con soca, otra con resoca o semillero, y dos quintas o tres sextas partes con maíz o ganado. En algunos lugares, y sobre todo después del re­parto agrario, se sembraba también arroz, alter­nándolo con el maíz y el ganado.

Todas estas actividades agrícolas eran utili­zadas por la hacienda con el doble propósito de obtener mayores rendimientos y de mantener la riqueza de la tierra. Los campesinos piensan que la caña se rotaba pronto porque era una variedad

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poco resistente, sin embargo esto no resulta creí­ble cuando se resembraban plantillas de un po­trero en otro. Considero que se trataba más bien de una forma de cuidar la tierra, mantener su fertilidad y conservar el equilibrio en la relación rendimientos/costos de producción. Asimismo, parece claro que productores independientes, no vinculados a la hacienda, tenían un calendario de escardas, riegos y cultivos mucho menos rigu­roso y cortaban la caña durante más años, utilizan­do las mismas variedades.

La zafra se iniciaba en noviembre, con el cor­te de las primeras cañas, y terminaba en abril o mayo, cuando las últimas habían sido ya proce­sadas. Durante este periodo existía una división entre las tareas del campo y de la fábrica, que de­bían atenderse al mismo tiempo. En el campo, administrador y mayordomos establecían el or­den de corte, de modo que se cortaran las cañas en su mejor punto, antes de que florearan, y vigila­ban, al mismo tiempo, las labores de tapa de tron­cón, riego y arranque de semilla. En la fábrica, las cañas eran molidas y transformadas. Se vigi­laba el trabajo de la molienda en tres tumos de peones que, de día y de noche, llevaban adelan­te el proceso.

En los potreros destinados para el corte, los jornaleros trabajaban a destajo. El trabajo orga­nizado por tareas cedía su lugar al pago por tone­lada de caña cortada. Los cortadores, en su mayo­ría venidos de fuera, buscaban cortar lo más posi­ble y se les pagaba más mientras mayor fuera la necesidad de apresurar el corte o mayores las di­ficultades del terreno. Debían —con el machete— cortar la caña, lo más posible pegado al suelo,

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quitar las hojas y la punta y amontonar en ter­cios que luego pudieran cargar sobre una carre­ta tirada por bueyes o muías. El carretero condu­cía la caña hasta la báscula, donde se le anotaba la cantidad entregada en un boletito; descargaba y volvía con el boleto a entregarlo al cortador. Un cortador se anotaba una o una y media toneladas en un día. El carretero cobraba por viaje y hacía cinco o seis en un día, con una carga cercana a la tonelada (800 a 1200 kg.).

En el molino se empleaba sobre todo a los trabajadores permanentes de la hacienda: de­bían recibir la caña, pasarla por el molino y proce­sarla. Las tareas estaban bien establecidas y tra­bajaban por grupos destinados a una sola activi­dad durante un turno. Había tres tumos de ocho horas más o menos, ya que se trabajaba por can­tidad de jugo procesado y una vez que una por­ción de éste se había empezado a calentar, no se interrumpía hasta obtener el piloncillo.

En la báscula se recibía la caña y se pasaba al molino, constituido por dos rodillos de metal que la prensaban extrayéndole todo el jugo (estos ro­dillos entraron en operación a la vuelta del siglo, en sustitución paulatina de los de madera). Esta­ban movidos por una rueda hidráulica, donde también el acero sustituía rápidamente a la ma­dera. El jugo caía a un canal o un tubo que lo con­ducía a los “pedazos”, tinas con un volumen espe­cífico que constituían la medida de la tarea y de cantidad de jugo procesado. Generalmente había dos por cada molino y sólo se iniciaba el proceso cuando un pedazo estaba lleno: el contenido de cada uno debía avanzar una operación para que el otro iniciara el proceso y nunca se revolvía el

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jugo de dos pedazos. El líquido se colaba a su sa­lida del molino y antes de pasar a las tinas. Cada una de estas operaciones de “traslado” tenía un encargado, denominado “banquero”, que vigila­ba el llenado de los pedazos y el paso a las opera­ciones siguientes. También había “coladores” —generalmente jóvenes o niños— que quitaban las impurezas del jugo y las separaban, pues ser­vían de alimento a los puercos. El jugo pasaba luego a la casa de calderas donde se cocía hasta convertirlo en miel y panocha. Dos juegos de ti­nas se utilizaban: en las primeras se coda el jugo y se le quitaba la “borra” (espuma blanquecina que aparece al calentar el caldo), luego, un “ba­rón” o canal conducía el caldo hasta las “tachas”, tinas en que se cocía hasta darle el punto necesa­rio para el piloncillo. Un muchacho quitaba de nuevo la borra con una “espumadera” (garrocha que tenía un colador en forma de cuchara en la punta) y la almacenaba en un tanque, para darle a los puercos o utilizarla como materia prima en la elaboración del aguardiente. Además de las “cuatro mancuernas” (ocho hombres) encarga­dos del cocido de las mieles, había un “calderero” que debía vigilar el ritmo de cocimiento y avisar a los que atizaban el fuego con el bagazo de la ca­ña para que mantuvieran el calor.

Una vez que el maestro panochero conside­raba que la miel había alcanzado su punto, se pasaba a una “canoa” de madera. Ahí, con una pala del mismo material que tenía un cabo largo, se enfriaba y se batía hasta que estaba a punto de ponerla en los moldes. Para esto había dos pro­cedimientos alternativos. Podía sacarse la miel de la canoa con unas cucharas grandes de made­

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ra, ponerse sobre los moldes y repartirse con unos cuchillos de madera hasta llenar todos los hoyos. Otra posibilidad era la que permitían canoas con un sistema de compuerta que, al alzar una palan­ca, dejaba salir la cantidad deseada de miel; ésta únicamente había de repartirse en los moldes con un cuchillo grande de madera. Todo esto debía hacerse rápidamente, de modo que la miel no se enfriara y se endureciera antes de llenar todos los moldes. De los moldes se sacaban los pilonci- tos una vez fríos, se encostalaban y quedaban lis­tos para embarcarse.

Las mieles que, a juicio de los “maestros pa- nocheros”, no eran utilizables en la elaboración de piloncillo, se separaban con el fin de utilizar­las en la destilación de aguardiente. En vez de seguir el destino del piloncillo, se ponían en unos moldes cuadrados y las “marquetas” resultantes se llevaban a la destilería. Ahí se recocían junto con la borra y los sobrantes. La mezcla, al fer­mentarse, producía el “charape”. Ese caldo se po­nía en el alambique y el aguardiente se destilaba en un serpentín pasado por agua fría. Al final, en un corral, estaban los barriles que se iban lle­nando al cuidado de un trabajador.

Algunas de las haciendas podían producir también azúcar, de la llamada “azúcar de purga”. Esta se hacía a base de calor y reposo únicamen­te. En vez de sacar la miel de los tachos cuando alcanzaba el punto del piloncillo, se seguía calen­tando a un fuego más lento hasta que empezaban a formarse los cristales. Luego se sacaba y, pa­ra separar los cristales de las mieles no cristali­zadas (proceso para el que los ingenios modernos utilizan máquinas centrífugas y lavados con

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agua hirviendo), se ponía a reposar la melaza en unos porrones (recipientes) de barro en forma de cono, con una perforación en el extremo más agu­do. El hoyito se tapaba con bagazo de caña, se lle­naba el porrón y se tapaba con barro la parte más ancha. Se asentaba luego, con la parte aguada hacia abajo, sobre otro recipiente en que se reco­gían las mieles no cristalizadas. Ahí se dejaba reposar por meses hasta que en el porrón sólo quedaba el grano de azúcar. Las mieles incrista- lizables se utilizaban también en el alambique o como alimento para puercos y ganado.

Con toda la caña cortada y procesada finali­zaba la zafra. Entonces se detenía el molino, se apagaban las calderas y había fiesta. Se abría la tienda y se colocaban unos barriles de “chín- guere” para la libre embriaguez de los peones. Había música y “se hacían combates” o “se juga­ban los toros” para la diversión de todos.

Paralelamente al cultivo de la caña, las ha­ciendas mantenían hatos de ganado compuestos básicamente por animales de trabajo (tiro y car­ga), aunque alguno se mantenía para carne y le­che. Estaba íntimamente asociado al descanso de las tierras, aunque contaban muchas veces con cerriles y agostaderos aptos únicamente pa­ra ese tipo de explotación.

El maíz, base fundamental de la dieta de los trabajadores, se sembraba al fin de la zafra, en abril o mayo; prosperaba durante las aguas y se cosechaba antes de la siguiente zafra, en octubre o noviembre. La hacienda no sembraba maíz, an­tes bien proporcionaba a los peones acasillados un terreno que les diera más o menos “una medi­da de siembra” y les daba “un tiempecito” para

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que sembraran. Una medida de siembra les redi­tuaba entre 10 y 12 “anegas” de maíz (aproxima­damente 780 kg.). La hacienda ponía la tierra, la yunta, el arado, los aperos y la semilla; los peo­nes ponían el trabajo, tenían la responsabilidad de devolver todo en buen estado y alimentar a los animales. El producto se dividía por mitad o “al tercio”.

Hacia la comercialización

Un vasto sistema de arriería relacionaba a la ha­cienda, sistema productor, con los mercados ex- trarregionales, esfera de la circulación de mer­cancías. La hacienda tenía bodegas en la esta­ción ferroviaria de Paranguitiro, donde era entre­gada toda la producción de piloncillo y alcohol. De ahí se embarcaba por ferrocarril a los distin­tos mercados a que estaba destinada, aunque hasta ahora no tenemos más información sobre ese proceso.

Los arrieros transportaban los productos a los puntos de consumo en la región o zonas ale­dañas y a los puntos de embarque para los merca­dos extrarregionales. Los caminos reales eran transitados durante todo el día por un gran nú­mero de arrieros de distintas clases que trans­portaban cargas de piloncillo, cajas con aguar­diente, costales de fruta y otras mercancías.

Según los animales con que trabajaban, los arrieros eran de dos tipos: los que tenían burros y los que tenían recuas de muías. Conseguir un burro no era demasiado difícil para alguien que no era acasillado, trabajaba duro y su familia le ayudaba a ahorrar. Aparentemente la posesión

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del animal era la única condición para convertir­se en arriero. Los demás rápidamente le enseña­ban, en el camino, los gajes del oficio: rutas, lu­gares de abundancia de trabajo y otras noticias. Como había mucho trabajo los demás no recela­ban. Nunca, sin embargo, estos arrieros tenían muchos burros; tres o cuatro parece haber sido el número adecuado. Tampoco formaban grupos: los arrieros de burro eran individuales. Cuando tres o más seguían la misma ruta, podían llegar al acuerdo de que uno se quedaba en el lugar de partida a juntar pastura para los animales cuan­do regresaran. Los otros se comprometían a lle­var los burros y hacerse cargo de entregar la mer­cancía, pero no desarrollaban acuerdos perma­nentes y el que se quedaba a juntar la pastura no siempre era el mismo.

Cuando un arriero empezaba a prosperar, no compraba burros, sino muías. Los arrieros de mu- las parecen haber constituido un estadio superior de la arriería. Los hatos eran considerablemente más grandes, se requería de una labor de equipo para conducirlos, cargarlos, descargarlos, ali­mentarlos y cuidarlos. Los arrieros de este tipo eran generalmente más prósperos, tenían una relación de grupo permanente, una distribución fija de tareas al interior del grupo y una posición específica con relación al jefe del hato. Por su­puesto, la capacidad de carga de las muías era mayor que la de los burros y el servicio más rápi­do.

Los arrieros podían trabajar para la hacien­da de manera permanente, atendiendo y condu­ciendo los hatos de muías que ésta mantenía. Otros podían trabajar “por flete”, tanto para la

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hacienda como para los comerciantes de la villa. En este último caso, llevaban mercancías en am­bos sentidos: ñuta o piloncillo u otros centros de consumo y “mercancía” (abarrotes y enseres) en el camino de regreso a Taretan. Algunos comer­ciantes eran al mismo tiempo arrieros, hablan­do en términos de familias que integraban am­bas ocupaciones. En este último grupo caben ele­mentos muy disímbolos, ya que lo mismo apare­cen como arrieros-comerciantes aquellos que, te­niendo una tienda en la villa, la surtían y com­binaban con ventas fuera, que aquellos que reco­gían la “pepena” del mango o compraban un par de cargas de fruta y las llevaban a vender a luga­res desde los que luego traían algún producto lo­cal.

Los arrieros formaban, entonces, un grupo interiormente muy diferenciado, que constituía el vínculo con el mercado (en ambos sentidos) y que compartía con los poseedores de la tierra la posi­bilidad de iniciar un proceso de acumulación, por pequeño que fuera.

Epílogo

La hacienda, como unidad productiva, ejercía una hegemonía económica en la región queman- tenia con base en una explotación permanente y racional de los recursos a su disposición. Esto implicaba el control sobre esos recursos, y para ello debe háber enfrentado intereses regionales y extrarregionales.

La hacienda gravitaba consistente y perma­nentemente en torno a los servicios que propor-

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donaba la villa, tanto para sí como para el sos­tenimiento de empleados que, de otro modo, le ha­brían resultado muy gravosos. La villa de Tare- tan era, además, el asiento de los poderes polí­ticos local y extralocal, representados por el ayuntamiento y el destacamento militar. En ese lugar surgieron, a la sombra de la propia haden- da, grupos de comerciantes, artesanos y peque­ños terratenientes, que durante largo tiempo tra­bajaron para ella, pero que después velaron cada vez más por sus intereses particulares. De este grupo surgieron los encargados de organizar el reparto agrario y, al mismo tiempo, los mayores beneficiarios de la desintegración de la gran pro­piedad hacendaría.

Fuentes consultadas

Archivos:

AJM. Archivo personal de Jean Meyer. Expediente del Banco Na­cional de Crédito Agrícola sobre la Hacienda de La Purísima, Mich. (Informe rendido por el Ing. Alberto Rendón).

ASRA. Archivo de la Secretaría de la Reforma Agraria. Expedien­tes 25/12583 en México, Taretan. En Morelia: 247, Taretan; 1345, Hda. Taretan. Diversos ramos.

Libros:

AGUIRRE BELTRAN, G. (1952). Problemas de lapoblación indígena de la cuenca del Tepalcatepec. México, Ediciones del INI. (Memorias del INI, Vol. III).

MARTINEZ DE LE JARZA, J. J. (1974). Análisis estadístico de la pro­vincia de Michoacán en 1822. Introducción y notas de Xavier Tavera Alfaro. Morelia, Fimax Publicistas. (Colección Estu­dios Michoacanos IV).

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SANCHEZ D., G. (1979). El Suroeste de Michoacán. Estructura eco- nómico-aocial 1821-1851. Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Departamento de Investigaciones Históricas. (Colección Historia Nuestra II).

Diarios de Campo:

La mayor parte de la información proviene de entrevistas y obser­vaciones realizadas en la región de Taretan durante las temporadas de campo de mayo-julio de 1982 y marzo-agosto de 1983. Los detalles referentes a esa información se encuentran asentados en los diarios de campo respectivos y pueden ser consultados por los interesados.