suplemento cultural - hp 738

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“¿Has desesperado alguna vez de ti misma, simplemente desesperado (…), desesperado hasta el extremo de tirarse al suelo y permanecer así más allá de todos los Juicios Universales?” Por: Juan L. Simental Págs: 4 y 5 Kafka, ¿feliz alguna vez? Comunicante Comunicante Comunicante VIERNES 03 DE JUNIO DE 2016 SUPLEMENTO CULTURAL 80 El Hombre Mono y la familia que lo acompaña Ganó cinco medallas de oro olímpicas y una de bronce, además de 52 campeonatos nacionales en EU; estableció 67 récords mundiales “Quieres fotografiarme desnuda, ¿verdad?” “No es cierto que no tuviese nada puesto. Tenía puesta la radio”, respuesta sobre su desnudo en Playboy María Porcel Estepa Pág. 7 José de la Colina Pág. 6

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Kafka, ¿feliz alguna vez?

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“¿Has desesperado alguna vez de ti misma, simplemente desesperado (…), desesperado hasta el extremo de tirarse al suelo y permanecer así más allá de

todos los Juicios Universales?”

Por: Juan L. Simental Págs: 4 y 5

Kafka, ¿feliz alguna vez?

ComunicanteComunicanteComunicanteVIERNES 03 DE JUNIO DE 2016 SUPLEMENTO CULTURAL 80

El Hombre Mono y la familia que lo acompaña

Ganó cinco medallas de oro olímpicas y una de bronce, además

de 52 campeonatos nacionales en EU; estableció 67 récords mundiales

“Quieres fotografiarme desnuda, ¿verdad?”“No es cierto que no tuviese nada puesto. Tenía puesta la radio”, respuesta sobre su desnudo enPlayboy

María Porcel Estepa Pág. 7José de la Colina Pág. 6

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Diseño / Grupo Editorial HADEC

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Se le conoce como Revolución Cultural China, encabezada por Mao Zedong. Sin embargo, derivó en una cacería de brujas y una de las peores persecuciones en contra, principalmente, de la clase intelectual, como los profesores universitarios, acusados por “actividades contrarrevolucionarias”, es decir, educar a la juventud fuera del dogma del fanatismo oficial. La cultura fue también erradicada. Inició el 3 de junio de 1966.

Juan XXIII y el aggiornamiento

(Murió el 3 de junio de 2001).

“Las cicatrices nos enseñan que el pasado fue real”, Anthony Quinn.

En palabras de Francisco de Vitoria, “desde que los papas comenzaron a temer

a los concilios, la Iglesia está sin concilios, y así seguirá para desgracia y ruina de la religión”. El dominico español escribió esto en 1530. Desde entonces ha habido tres concilios, dos para oponerse a la modernidad (Trento, en 1545; el Vaticano I en 1869); un tercero en 1962, para el “aggiornamiento”.Juan XXIII, un papa fieramente humano, quería nada menos que poner al día (aggiornamiento) a su Iglesia. Quería borrar la huella del

Vaticano I, donde Pío IX se había proclamado infalible y engordaba cada día el “Syllabus errorum mo-dernorum”, en guerra total contra la modernidad entera. Su Índice de libros prohibidos, un apagón cul-tural más allá de toda imaginación, incluía a los fundadores de la cien-cia moderna e incluso a la “Crítica de la razón pura” de Kant, y desde luego a Copérnico y Galileo, a Descartes y Pascal, a Spinoza, Mill, Comte, Condorcet y Ranke, por supuesto a Rousseau y Voltaire, a la Enciclopedia de Diderot y hasta al Diccionario Larouse, y también a

los más grandes de la literatura de todos los tiempos.Con Pío IX, Roma se echó encima a media humanidad. La gota que colmó el vaso fue su decisión de proclamarse a sí mismo, ¡infalible!, decidiendo, además, que era dogma de fe. Grandes prelados del Vatica-no I, sobre todo los centroeuropeos, salieron despavoridos del concilio tras fracasar en su intento de impe-dir semejante extravagancia.Juan XXIII quiso cerrar el error del Vaticano I con un nuevo con-cilio, para colocar a su Iglesia en la modernidad, haciéndola huma-

na, sensible, cercana. Sus propues-tas iban en esa dirección, no había otra posible. Y quiso hacerlo desde la verdad, desde la humildad. Lo dijo con palabras que aún parecen provocativas: “la libertad religiosa debe su origen, no a las iglesias ni a los teólogos, y ni siquiera al derecho natural cristiano, sino al Estado moderno, a los juristas y al derecho racional mundano, en una palabra, al mundo laico”. (“Juan XXIII detestaba la idea de ‘cruzada’”, J. G. B; El País, 20 de octubre de 2012. Edición Comunicante).

Nomás por hablar de algo...La Efeméride

El 5 de junio de 1964 el papa Paulo VI exonera del castigo eclesiástico a los cristianos que deseen la incineración después de muertos. Ya se sabe: iba en contra del dogma de la resurrección de los muertos; ¿cómo iban a resucitar los cuerpos convertidos en cenizas?

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los ojos... Para volverlos a cerrar de inmediato porque ahí venía otra ola del doble de tamaño que la primera. Esta vez no me dejé al infortu-nio, luché con fuerza, bracee hasta donde pude, realicé la técnica de mariposa y rematé con la infalible “de perrito”, hice bucitos y, cuando sen-tí que mis pies tocaban fondo, traté de acelerar la marcha, tanto lo hice que una vez fuera del agua seguí corriendo como “alma que lleva el diablo” alrededor de sombrillas, toallas rayadas y bronceados cuerpos que no se inmutaron de que “el monstruo de la Laguna Negra” estuviera dando vueltas a su alrededor.

-¡Mande! ¡¿Qué dices?! -gritaba a la niña que gesticulaba con fuerza hacia mi dirección, entonces un terror me invadió: estaba sorda del oído izquierdo, ¿razón? Quizá una mantarraya

se me había metido durante la marejada, pero estaba dis-puesta a ir por un pez espa-da y sacármela a como diera lugar, pero el solo hecho de pensar en regresar otra vez

al agua me dejó quieta en mi silla y pidiendo un chicle para “destapar el oído”.

Regresé lentamente a mi habitación, con la toa-lla arrastrando y sin sandalias, ya que la sensación de arena hasta en el ventrículo izquierdo me hizo desistir de calzarlas. Mala idea, una vez que caminé

VIERNES 03 DE JUNIO DE 2016

3SATÍN Y SEDA

Vacaciones y plancton en papas fritas… un oleaje espiritual

“Solo relájese, es un tiempo que debe aprovechar para encontrarse a sí mis-ma”, fueron las palabras que llegaron

a mi mente cuando tuve frente a mí a la inmensidad del océano. ¿Algún seminario de desarrollo? ¿Quizá un alto en el camino para ver adónde voy y cuál es mi misión en la vida? ... ¡Para nada, simplemente estaba de vacaciones!

Con esto en mente, corrí al encuentro de “mí misma”: la cara llena de bloqueador, un gran sombrero de paja con una flor de papel a un lado, un coco con una sombrilla... Me sentí de pronto parte de una película de Sil-via Pinal en blanco y negro ante la diversi-dad de trajes de baño minúsculos que deam-bulaban a mi alrededor; yo, definitivamente, lucía una “sotana” en colores pastel.

El choque de las aguas contra mis pier-nas me hizo recordar que las rodillas no me han respondido muy bien últimamente, por lo que adopté la posición del “homo sa-piens” para contrarrestar su fuerza. No me veía cosmopolita, pero no he sabido de nin-guna luxación glamorosa.

La tibieza del agua me dio confianza su-ficiente para seguir adelante. “Podría nadar como en ‘La laguna azul’”, me dije en voz baja. “Así es, pero 35 años después”, me dictó la conciencia por lo que volví a ponerme en guardia. Fue exactamente en esta micra de se-gundo cuando apareció de la nada (se los juro, ¡de la nada!) una ola gigantesca, miré a la de-recha, ¡y agua!; a la izquierda, ¡y agua!; abajo, ¡más agua!, y arriba... una gaviota que poco podía hacer por mi humanidad.

No supe cuántas volteretas di, tampoco si en el camino a la playa me abracé de un pulpo, un pez globo o de algún alga marina, el hecho es que me vi tirada en la arena, con el oleaje todavía mo-jando mis piernas. Mis hijos llegaron hasta mi “bulto”, no podría de-cir cuerpo porque estaba, creo yo, cubierto de plancton y envolturas de papas fritas. Sus voces me llegaron desde lejos, empe-

cé por mover los dedos de las manos, después los pies, por último, escupí dos kilos de arena y entonces abrí

El choque de las aguas contra mis piernas me hizo recordar que las rodillas no me han respondido muy bien últimamente

20 metros algo me indicó que estaba mal, qui-zá la postura de “homo sapiens” que no aban-donaba o porque las plantas de mis pies se es-taban calcinando... Un grito de dolor hizo que unos pelícanos que iban pasando se abrazaran entre sí y huyeran a playas más tranquilas (como las Islas Marías), mientras yo brincaba en un pie y luego en el otro, buscando refres-car lo que ya era demasiado tarde.

Era el primer día de mis vacaciones, los niños gritaban, pero no los escuchaba y esta-ba acostada con los pies hacia arriba llenos de pomada para calmar quemaduras. Me dejaron descansar, rodeada por supuesto de atencio-nes como: un vaso de limonada, el libro de “Cómo viajar seguro” y un lápiz labial, de ahí en más estaba a merced del mundo, y así fue.

Mientras contaba nuevamente los mo-saicos del piso, reparé en que una mancha se movía. No quise tomar eso en serio cuando yo era alguien sordo y quemado, pero al ver que la mancha crecía, tenía patas y antenas, no pude más que tomar el lápiz labial y em-puñarlo como espada. ¡En guardia, muere co-barde! Fueron las palabras que salieron de mi garganta mientras retrocedía para subirme al

tocador de la recámara.La lucha sería

cuerpo a cuerpo, pero no iba a dejar que un insecto con cabeza de alfiler me fuera a ga-nar la batalla. Corrí

tras de ella, después ella corrió tras de mí, después bailamos una danza parecida a la de los viejitos michoacanos y, por último, logré aplastarla con la pata de una silla y la maleta de mi hija.

Aún temblando, me dejé caer en la cama y recordé la tranquilidad de mi oficina, la seguridad del paso a desnivel, el sonido re-confortante del teléfono celular, ¿qué estoy haciendo en otro ambiente? Si Dios hubiera querido que fuera sirena, me hubiera man-dado con escamas, pero ahora solo tenía ampollas en la piel y arena entre los dientes. Era suficiente, ya me había encontrado con-migo misma y a aquel que me había dicho que me relajara le llevaba en un fras-co un pequeño “quemador” como recuerdo de mis días de playa.

No supe cuántas volteretas di, tampoco si en el camino a la playa me abracé de un pulpo

Un grito de dolor hizo que unos pelícanos que iban pasando se abrazaran entre sí

Nadia Bracho

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VIERNES 03 DE JUNIO DE 2016

Kafka, ¿feliz alguna vez?Por Juan L. Simental

“¿Has desesperado alguna vez de ti misma, simplemente desesperado (…), desesperado hasta el extremo de tirarse al suelo y permanecer así más allá de todos los Juicios Universales?”

“A partir de cierto punto no hay retorno”

Kafka el icono. Kafka el afiche. La imagen inconsciente en la memoria cuando se dice del

hombre atormentado, el que hace de su existencia un nublado permanente; todos los días bajo el gris de una lluvia que no cede y que tampoco arrecia, pero es la constancia hecha presente.

El hombre de la figura triste, mas no como el otro, el de la Dulcinea, el que empeñaba el afán contra molinos de viento, aquel que dijo que el co-razón tiene razones que la razón no entiende. Este, como aquel, lleva en el corazón también razones que no en-tiende su razón. Pero no hay molinos, no hay Dulcinea –aunque tal vez la hubo-. Hay solo en la cama -su cama- un escarabajo patas arriba.

La figura patética de un triste es-carabajo.

Kafka: el icono, el afiche, el perso-naje -víctima propiciatoria- de su alter ego: la sabandija en la que se convirtió Gregorio Samsa. Su propio delirio hecho rea-lidad. El traje de luto perma-nente y la figura imponente del padre que castraba, el padre que dolía y hacía do-ler la vida. El hombre breve y apocado que, de no haber sido por Max Brod –el amigo desobediente-, hubiera sido para siempre el anónimo existente que nunca hubiera tenido –para su futuro pesar- poder ninguno sobre Camus, Sartre, Borges ni García Márquez... y, sin embargo, lo tuvo.

“En la lucha entre uno y el mun-do, hay que estar de parte del mundo”, dijo alguna vez. Y se hizo del lado del mundo. Lo hizo, sin embargo, como quien se para a la orilla del lago y

solo mira, no fuera a ser que el mundo le pasara por encima,

pero le pasó. Como a Garrick, el pa-yaso triste.

CARTA AL PADREEra el año 19 del siglo pasado, los albo-res de la nueva edad; el siglo venidero, el tiempo abarrotado de promesas, no todas cumplidas. Franz, con 37 años, escribió a su padre la carta que este nunca leería, y que se publicó hasta el 50 gracias a Max y a Milena, quienes la leyeron antes que todos los demás.

Cartas de tal calado son, las más de las veces, confesiones para que se lean “el día de mi muerte” y entonces el misterio sea develado. Cartas auto-inculpatorias en las que se pide per-dón. Pero esta era distinta: no un mea culpa, sino un Yo Acuso.

Igual que en los Diarios, la Carta al padre es la revelación del hijo que un día no quiere ser ya la víctima con la que el padre –frente a su propio dios-

pretende el perdón de sus pecados en el sacrificio del hijo, como Abraham: “dormir, despertar, dormir, despertar, una vida miserable… Cuando reflexio-no debo confesar que mi educación me ha dañado... Este reproche alcanza a una cantidad de personas; es decir, a mis padres... Estamos presos entre nuestro pasado y nuestro porvenir”.

Es el drama de Caín y Abel en las figuras del padre y el hijo; Edipo sin la

sustancia materna...-Por fin —dijo el

padre apenas Oskar puso los pies en la habitación—… Quédate en la puerta... Es-toy tan furioso contigo que no respondo de mí mismo... ¡Silen-cio! Silencio, te ordeno. Y guár-date para ti tus “pe-ros”, ¿entiendes?... No pienso seguir sopor-tando tu vida de in-útil... Un hijo así se lo regalo a cualquiera... Ya he perdido la costum-bre de mirarte.

Y Oskar calló un momento con la boca abierta y murmura:

-Mi verdadero padre me habría abrazado...

Pero no lo abrazó. “¿Por qué te tengo miedo?”.

MILENAPero cabe la pregunta, ¿fue siempre tan triste? La res-puesta más deseadamente sincera es que no, no siem-pre fue así. Entre los capí-tulos que hacen la historia

del hijo de Hermann y Julie existe el relato de Milena, la antijudía que fue capaz –a su manera- de amar al judío.

Hay momentos por los que la vida se vive, por los que vale la pena el in-tento. Franz Kafka también los tuvo, aunque en esto contradiga el paradig-ma del hombre para siempre triste. Milena fue una de tales razones. Ella fue el respiro de aire fresco, el ruhaj, soplo de vida que sostuvo la vida bre-

“El poseer no existe, existe solamente el ser: ese ser que

aspira hasta el último aliento, hasta

la asfixia”

“Yo mismo no lo entiendo, tiemblo bajo este estallido,

me atormento hasta el borde de la

locura”

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VIERNES 03 DE JUNIO DE 2016

Kafka, ¿feliz alguna vez?Por Juan L. Simental

“¿Has desesperado alguna vez de ti misma, simplemente desesperado (…), desesperado hasta el extremo de tirarse al suelo y permanecer así más allá de todos los Juicios Universales?”

“A partir de cierto punto no hay retorno”

ve de Franz.“El miedo es ver-daderamente ex-traño, sus leyes internas no las conozco, solo conozco su mano en mi garganta, y eso es realmente lo más horrible que me ha ocu-rrido o que po-dría ocurrirme jamás”, escribió

el autor de El pro-ceso a Milena...

“Milena, vista desde nuestro tiem-po, era una mujer mucho más atrac-tiva. Nació en 1896, cuando Kafka ya tenía 13 años en una familia burguesa, nacionalista checa, antisemita, hostil a los alemanes, contraria a Viena y al imperio. (...) La hija se rebeló, decidió ser el peor enemigo de su padre. Le robaba cocaína (el padre era dentista), tenía líos, gastaba fortunas, se que-daba embarazada y abortaba una vez tras otra... La mandaron a un psiquiá-trico. Pudo terminar en un ensayo de Carl Gustav Jung, pero consiguió sa-lir de la clínica, se casó con un crítico literario, se fue a vivir a Viena, pasó algunos años de hambre y tormento y acabó en un libro de Kafka” (“Cuan-do Kafka fue feliz”, Luis Alemany; El Mundo, 30 de octubre de 2015).

Era el 19 del siglo pasado, el mis-mo de La carta al padre, cuando Franz y Milena se vieron en la mesa de un café, aunque luego él no recordaría su rostro: “caigo en la cuenta de que no recuerdo propiamente ningún deta-lle preciso de su rostro. Solo cómo se marchó por entre las mesas del café, su figura, su vestido: eso aún lo veo”.

Ella sí lo recorda-ría. Él termina-ba una relación “claustrofóbica” con Julie.

¿Romance? ¿Entregarse el uno al otro y burlar la presen-cia del escarabajo patas arriba en la cama de Kafka? ¿Un beso, al menos? No. Bastaron solo... cartas, al menos diez. “Un buen puñado de cartas que viajaron desde Praga, Merano y Karlsbad a Viena en-tre abril de 1920 y el día de Navidad de 1923. Cuatro meses después, Kafka murió” (“Cuando Kafka fue feliz”…).

El vocativo (el “vocare”, el llama-do) lo decía todo: “Querida señora Mi-lena”, un llamado desde la distancia, donde se decían de insomnio, de en-fermedad, del padecer que es la vida cuando la vida es carencia, cuando el amor es la definición precisa que han urdido los filósofos: el amor es carecer de lo que se ama. Milena era casada; él, un solitario, uno que por cuatro días dejó de serlo.

“Llegó el amor y llegaron todas sus estaciones clásicas: el asombrado descubrimiento mutuo, la obsesión, la osadía, la confesión. Y, entonces, el primer reto. ¿Volver a verse? Sí, no, por qué no. Kafka lo deseaba pero no lo veía claro. El terreno platónico era dulce y cómodo para él. De encon-trarse con Milena, tendría que poner a prueba su ímpetu sexual. (...) Para enero, el hilo entre los dos amantes ya estaba roto. (…) Después, Kafka se murió y Milena escribió un bonito obituario. Tenía 28 años y le queda-

“El poseer no existe, existe solamente el ser: ese ser que

aspira hasta el último aliento, hasta

la asfixia”

“Yo mismo no lo entiendo, tiemblo bajo este estallido,

me atormento hasta el borde de la

locura”

Murió el 3 de junio de

1924ban 20 por vivir”. (“Cuando Kafka fue feliz”...).

“Las personas no me han engaña-do prácticamente nunca, pero las car-tas siempre”, dijo Franz en una de las cartas a Milena. Y es que, tal vez –y eso ahora es fácil de comprender-, el que escribe es siempre sincero; el pro-blema son las cartas.

“Milena, tú no puedes compren-der bien de qué se trata o, en parte, de qué se ha tratado, yo mismo no lo en-tiendo, tiemblo bajo este estallido (...): silencio, tinieblas, esconderse en un rincón, eso lo sé y tengo que hacerlo, imposible negarse”.

Eso fue la felicidad de Kafka y, acaso, la felicidad a secas: tan solo un momento, tan solo un secreto, un ín-timo deleite. Será que la felicidad, la humana felicidad, es tan finita como el tiempo en medio de la eternidad; un instante. Luego es la nada, el samsara. Volver a comenzar.

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“Necesito libertad para ser feliz”

El Hombre Mono y la familia que lo acompaña

Por José de la Colina

Ganó cinco medallas de oro olímpicas y una de bronce, además de 52 campeonatos nacionales en EU; estableció 67 récords mundiales

De los muchos intérpretes de Tarzán ofrecidos por las panta-llas de tela o de cristal, el hoy

recordado como el mejor portador del personaje engendrado en la novela de aventuras, en la historieta dibujada y en la pantalla de cine en que todas las miradas se en-lazan (¿lo dijo Bre-ton o Cendrars?), fue el poderoso nadador y nulo actor Johnny Weissmüller, quien lo “inter-pretó” en 12 películas, de las cuales las primeras seis, realizadas en los años treinta, fueron producidas por la Metro-Goldwyn-Mayer, cuyo emblema del león rugiente la predestinaba a las pe-lículas del héroe selvático soñado por el novelista Edgar Rice Burroughs.

Las seis películas del Tarzán poco parlante, pero sonoro como virtuoso del inacabable grito ondulado, ya pro-ponían un señor de la selva domesti-cada al modo MGM. La primera de la serie, Tarzán, el hombre mono (“Tar-zan the Ape Man” 1932, dirigida por W. S. Van Dyke II), omitía el aristocrá-tico origen inglés del protagonista: un lord Greystoke, y lo sacaba de la nada

para ascenderlo a espontáneo policía de la jungla dotado de

vida hogareña con la bella Jane (Maureen O’Sullivan) y con una traviesa sirvienta: la chimpancé Cheetah.

Muy importante en la serie Tarzán-MGM era el medio ambiente: la falsa pero funcional selva en medio tono conce-bida por el “director artístico” Cedric Gibbons como un iluso

Edén en el que Tarzán y Jane, facsímiles de Adán y Eva anteriores a la pecaminosa manzana, se amaban en castidad, vivían en la jungla como en un supermercado y se trasladaban por el aire de liana en liana o por tierra a lomo de elefantes con voca-ción de taxis o tanques de guerra. Luego

vino el niño, redundantemente llamado Boy, que, en esa cine-matografía robusta e hipócritamente puritana, no fue producto del coito, sino de un oportuno accidente de aviación que habría suprimido a los padres naturales... Y así se completó la imagen de la familia ideal en un Ameri-can Way of Life “selvatizado”.

Sin embargo, en las dos primeras pelí-culas del mito reconsiderado por la MGM se abolirían ciertos tabúes de la compañía productora y, por extensión, de la californiana “fábrica de ilu-siones”. La semidesnuda figura atlética de Tarzán con su exiguo taparrabo, la delicada belleza de Jane también con taparrabo y además tapatetas, no podían menos que hacer eróticamente muy visibles sus cuerpos, que en las escenas de nado adquirían la plusvalía sensual del agua ceñida a la piel humana. El enorme triunfo taquillero de los dos primeros filmes de la serie de Tar-zán/Weissmüller/MGM se debía mucho a un fabricado espacio edénico y adánico. En ese mundo sensual y cariciosamente di-fuso, captado en una fotografía suave lograda con gasas y filtros ante la cámara, esplendían Adán/Tarzán y Eva/Jane como obras

maestras de la piel humana.Las restantes secuelas de la serie

Tarzán/MGM desdibujaron la casi total apología fotogénica de la epidermis ini-ciada en las dos primeras películas tar-zánidas. En todos los géneros hollywoo-denses se había impuesto una moralina obtusa, según la cual debía restringirse la duración de los besos aun más cas-tos, medir en milímetros el tamaño de los escotes de las damas y canjear la cama matrimonial por un par de meno-res camas gemelas. A partir de enton-ces ya no hubo erotismo en las escenas

de intimidad de la pareja protagonis-ta en la epopeya selvática. A Tar-zán le ampliaron el taparrabos, a Jane le impusieron un “traje de baño”

tipo Jansen pero dizque hecho con piel de fiera, y a Cheetah le ocultaron el naturalmente desnudo trasero con una prolongación artificial del pelaje.

Pero a veces la memoria, ¿o la nostalgia?, reestrena el momento prodigioso de una película en el que la bellísima, la ondulante, la desnuda Maureen/Jane llegaba nadando hacia el ensueño del cinéfilo. (Letras Libres; 4 de agosto de 2014).

“Siempre he creído que la competencia deportiva entre las personas y las naciones debe sustituir la violencia y

las guerras”

Al final de su vida, llegó a pesar 30 kilos y confundía la realidad con la fantasía del cine. Fue internado en el Hospital Psiquiátrico de

Acapulco donde murió en 1984

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Parecía un buen principio. Era jueves, 21 de junio. En Los Ángeles hacía calor, pero ella había querido esa ciudad y él cruzó el país para

encontrarla en el hotel Bel Air, suite 261. De Nueva York llevó vestidos, pañuelos, collares. Y encargó tres botellas de Dom Pérignon. La esperaron cinco horas, él y su champán. Y Marilyn apareció, sonriente, esbelta, casi transparente, “hermosa, trágica y comple-ja”, diría él. Todo había empezado bien. No acabaría igual.

Marilyn Monroe cumplió su tarea, y Bert Stern la suya. Aquel junio de 1962, la actriz posó para el fotógrafo con y sin ropa, rubia y morena, pensativa y a carcajadas. Pero nunca vio esas imágenes publicadas: el 5 de agosto aparecía muerta en su cama junto a un bote vacío de barbitúricos. “Entonces supe que mi histo-ria de amor con Marilyn había acabado”, explica Stern medio siglo después al recordar el adiós de su musa, de la que había tomado las dos mil 571 imágenes que cambiarían su carrera.

Aquellas fotos fueron bautizadas “The last sitting” (“La última sesión”). “Soy el fotógrafo que hizo las últimas fotos de Marilyn Monroe”.

Para Stern, por cuya cámara habían pasado Twiggy o Au-drey Hepburn, la diva era un reto. Recién contratado por Vogue, volando a Roma para retratar a Elizabeth Taylor en “Cleopatra”, Monroe se cruza por su mente. Y consigue una cita. “Tenía una llamada de mi secretaria. ‘Marilyn dice sí, Vogue dice sí. Los Ángeles. 21 de junio’. Hice las maletas”.

Eran las primeras fotografías de Monroe para la re-vista. “Necesitaba descubrir algo no capturado”. Ella, al fin, apareció. “Olvidé que estaba casado, olvidé mi vida en Nueva York. Estaba enamorado. Era mucho más guapa y más fácil de trabajar de lo que esperaba”.

El sol se ponía sobre California. “¿Quieres foto-grafiarme desnuda, ¿verdad?”. “Es una buena idea”, dijo él, dudando si Monroe aceptaría.

“The last sitting”, “La última sesión”

“No es cierto que no tuviese nada puesto. Tenía puesta la radio”, respuesta sobre su desnudo en Playboy

Por María Porcel Estepa

“Quieres fotografiarme desnuda, ¿verdad?”

“No estarás exactamente desnuda, tienes un pañuelo”. “¿Cuánto podrás ver?”, inquirió ella. “Depende de la

luz”, afirmó él. Norma Jean solo pidió una última opinión: a su peluquero, al que le pareció “una

idea divina”. Y descorcharon el Dom Pérignon.Todo dependió de la luz. Una Norma Jean

de 36 años, delgada pero curvilínea y sensual, se transparentaba bajo un pañuelo. Las luces realzaban su piel transparente y su pelo de plata, las primeras arrugas bajo los ojos y los surcos de su boca. Y una marca en el costado, recuerdo fresco de una operación de vesícu-

la. “Vi la cicatriz. Una imperfección que solo la hacía parecer más vulnerable y acentuaba

la suavidad de su piel. Era de color champán, de color alabastro... Podías meter un dedo en su piel,

como probar un merengue recién hecho”.Cinco semanas más tarde, el mundo despedía a la

chica de las tres botellas de champán. Ese 5 de agosto, Monroe llamó a Stern. “Nunca cogí esa llamada. Me lo contó alguien años después. Ha-bría hecho todo lo que hubiera podido para ayu-darla. Nunca imaginé ese final, jamás. Pensé que era feliz con su vida y su carrera”.

Otras cinco semanas después salía Vogue, con 10 páginas sobre Marilyn, sus primeras en la revista y su despedida, apenas una muestra de esa intimidad. La última sesión, la que comenzó con un encuentro entre

dos desconocidos con cinco horas de retraso, un pañuelo transparente y una cicatriz, se convirtió en la más sincera. Marilyn ne-cesitaba sus dos

mil 571 grandes despedidas. (El País; 28 de junio de 2013. Edición

Comunicante).

Norma Jean Baker nació el 1 de junio de

1926

“No quiero hacer dinero. Yo solo quiero ser

maravillosa”

“En Hollywood, la virtud de una chica importa mucho menos que su

peinado”

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VIERNES 03 DE JUNIO DE 2016

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“Ustedes no son más que políticos chocolateros que se benefician de la Revolución”

“En esta época hay muchos políticos ambiciosos, que ningún bien hacen a mi raza; pasan el tiempo discutiendo tonterías y robándose el dinero que le pertenece al pueblo”

Por Iván Ríos Gascón

Las lágrimas del Centauro

Para sus enemigos, desmoronó la ley y el orden y la sociedad civil. Para sus partidarios y para la

mitología institucional, fue un protagonista decisivo en el derrumbe de Huerta. Cuánta razón hay en esta idea: Pancho Villa, en el ima-ginario colectivo, es un héroe y un verdugo. El macho que desenfunda la Colt .44 a la me-nor provocación, el combatiente para el que no existen desafíos: su astucia, su entereza, lo hacían un temible adversario que carecía de apegos o debilidades, porque nada podía estorbar el curso de la lucha armada como instrumento democrático. Pancho Villa, en suma, era un hombre de hierro, sin una sola traza de fragilidad ni sentimientos.

En su más reciente novela, “Las lágrimas del Centauro”, Armando Alanís nos muestra a un personaje a contracorriente con el mito del pistolero. Resguardado por una pruden-te distancia de la historiografía y de la leyenda popular, esboza una figura hu-mana, demasiado humana, capaz de conmo-verse por el más ínfimo detalle: la mirada de una mujer, el desamparo infantil, la caída de sus compadres en la refriega, la traición y el deceso de Madero, la experiencia gustativa de los caramelos o la muerte propia, porque en esta cabalgata fa- bulesca Pancho Villa

lloriquea en uno de sus encuentros más cercanos con la defunción, una agonía terrible que lo lleva a traicionar a la apología de su bravura...

Luego de una penosa temporada de calenturas en Jiménez, Villa es convocado al ferrocarril donde descansa Huerta. El coronel O’Hara y un tal Castro lo encañonan, lo desarman y lo llevan al paredón. El Centauro está recién casado con Luz Corral, su güera del alma, y al comprender que el fusilamien-

to ya es irremediable, se deshace en llanto y cae de hinojos, afe-rrado, sin querer, a la bota de O’Hara. Por fortuna, Madero impi-de la ejecución. ¿Cuándo imaginaríamos una escena semejante? ¿Cómo concebiríamos ese episodio en que Villa estuvo a punto de morir solo por el robo de una yegua?

Cada capítulo de “Las lágrimas del Cen-tauro” es una viva recreación del ánimo perse-verante y sombrío a la vez, de un hombre que estimaba la lealtad y no toleraba la traición o la irresponsabilidad y la flaqueza, un hombre que respetaba la ley a su manera: los soldados que se dormían o emborrachaban en sus puestos eran pasados por las armas por el delito de arriesgar al movimiento; los amigos que el destino convirtió en rivales no merecían pie-dad, aunque uno de ellos sí consiguió el indulto: guarecido en la

cueva del Coscomate durante la Expedi-ción Punitiva tras el ataque de Columbus, Villa tiene en la mira del Winchester a su excamarada John J. Pershing. Se trata de un

tiro limpio, sin margen de error. No obstante, el recuerdo de otros años en compañía del general apodado Black Jack, lo hace cam-biar de parecer y renuncia a aniquilar a ese estratega que jamás olvidaría el fracaso de no atrapar al único mexicano que puso en jaque al ejército estadunidense.

Villa, el bromista que se sentó en la silla presiden-cial y posó para la lente de C a s a s o l a

en esa

célebre instantánea donde departe con Emiliano Zapata; el desalmado que fusila a dos rehenes huertistas en una comida con el gobernador de Saltillo: “Mire, com-pañerito, ustedes los políticos que apo-yan la Revolución no quieren mancharse las manos de sangre. (...) Ustedes no son más que políticos chocolateros que se be-nefician de la Revolución, dejándonos a nosotros, los hombres que andamos con las armas en la mano, el papel de villanos. No, señor, a estos dos prisioneros quiero

que los fusilen aquí cer-quitas de donde estamos comiendo, para que us-tedes vean con sus pro-

pios ojos lo que es la guerra”. Pancho Villa sorbiendo un helado

doble antes de ajusticiar al soplón de Cla-ro Reza, o las divertidas experiencias del Centauro en la Ciudad de México, el llan-to a mares que no puede reprimir en las exequias a Madero, o los besos y caricias a la Güera, a Maud, a Chole, a Manue-la, a La Charra o Austreberta o, en fin… Quizá porque la literatura, como la his-toria, solo es la cronología de la aventura perdurable. (“Pancho Villa y la aventura perdurable”, nexos; 1 de diciembre de 2010. Edición Comunicante).

“La incultura es una de las

desgracias más grandes de mi raza”

“No me dejen morir así, digan que dije algo”

Doroteo Arango nació el 5 de junio de 1878