sobre el yunque - tomo i

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IN MEMORIAM Las obras de Juan de Dios Uribe no necesitan de recomendaciones. Este libro es el mejor elogio de su autor. Cosmopolita como Montalvo-con quien se le compara frecuentemente-y a quien aventaja en profundidad de ideas; brío y movimiento, si no iguala en la riqueza del léxico, fue como el sin par ecuatoriano, desterrado, peregrino, admirador y admirado de los varios países hermanos donde posó su planta. Estados Unidos, Venezuela, Centro América y Ecuador-donde vino a morir sirviendo la causa de las ideas revolucionarias que bullían en su cerebro y en aquel nudo de volcanes-le vieron sucesivamente, como un meteoro ígneo, esparciendo las llamas de su genio, ahora como torbellinos de lava, quizá como reflejos plácidos de la luz tibia de su corazón, inflamado para el bien y el amor de sus hermanos. Dondequiera fue el mismo, consecuente y sincero, recto, altivo y veraz, dulce y afable al propio tiempo. Todos cuantos le conocieron y trataron amáronle como amigos, aunque discreparan de sus puntos de vista y lo tuvieran en veces por errado en sus conceptos, aberrante en sus predilecciones y no siempre justificado en sus odios Bien nacido, criado al amor de un hogar de excelsas virtudes-donde el fervor por la ciencia y la verdad era hereditario-surgió a la vida intelectual en Popayán, al estallido de la guerra de 1876 77, y oyendo perorar a Conto y David Peña en las Sociedades democráticasde Cali, al resplandor de las armas que iban con él y con su padre y correligionarios a vencer en los Chancos, el Arenillo y Manizales. Vio el desastre de Antioquia, su tierra nativa que adoraba, en el empeño de esa guerra religiosa, presago de males que aún no acaban.

Vino a Bogotá, siguió informales estudios de Filosofía y Letras, conoció y trató, a nuestros grandes hombres, tomó parte en luchas candentes de la política de entonces, fue diputado y periodista, agitador de las masas en las Sociedades de

Salud Pública, y tuvo desde entonces a Núñez y su reforma reaccionaria católica por el enemigo capital de su existencia. Combatir esa reacción, avivar el fogón de las ideas perseguidas y en eclipse cuando ya la traición se consumó; provocar la guerra de restauración, con elementos de aquí y de cuantos nobles convecinos quisieran ayudar en esa campaña de liberación, ese fue el afán de sus afanes, la meta de sus esfuerzos, el anhelo de su alma combativa. Su arma fue la pluma, preparando los caminos a la espada; pues Juan no conoció el miedo en ninguna de sus manifestaciones, y así concurría al campo de batalla, como encabezaba el motín y daba una bofetada o un mentís a quemarropa. Escribió prosa desde muy joven, pero no comenzó a publicar sino en 1880. Su estilo fue siempre el mismo, es decir, inimitable, desde el primer bosquejo hasta su canto del cisne, el Prólogo a las Poesías del que aquí estampa estas palabras. Poco antes de morir, al expirar el año de 1899, apenas sin cumplir los cuarenta años, cediendo a instancias nuestras nos encomendó la publicación de sus escritos, advirtiéndonos que él no les daba importancia ninguna, pues eran breves plumadas nada más,

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chisporroteos instantáneos de la oscilante lámpara que en las posadas de sus destierros alumbraba sus horas de soledad y rabia.

De rabia nada más y de coraje inextinguible, como que la melancolía y las lamentaciones amaneradas jamás se avinieron con su carácter entero y belicoso. Amaba la vida, no temió a la suerte, y cuando fue preciso conformarse con dejar de sentir, querer y combatir, se reclinó entre cipreses-allá en Quito, donde fue como otro Pichincha en ebullición mientras pudo con la vida-sin lanzar un ¡ay! ni un reproche ni una imprecación. Era taciturno como un dios Término; hablaba poco si no estaba entre amigos íntimos. Pero en la tribuna fue simplemente colosal. Los que le oyeron en León por Máximo Jerez y los que le aplaudieron en Medellín por Epifanio Mejía, no olvidarán jamás ni su figura, ni su ademán, ni u voz estentórea, modulada empero.

Corto, fornido, de cabeza grande y hermosa, pelo bermejizo en el conjunto, lacio y rebelde, que le valió el apodo cariñoso de "El Indio", con que le agasajaban sus amigos en confianza. Su pecho era un atambor, su mano una manopla, su espalda recia un muro. Ágil, gimnasta, el agua helada de los torrentes era su fascinación. Exquisito gourmet, Uribe de los suyos, era al par un buen discípulo de Carême y la cocina refinada le había revelado todos sus secretos. Tiraba el dinero, y en servicio de sus amigos, enfermos o desvalidos nadie podía rivalizarle. Si su cabeza pensaba en la justicia distributiva que ha de venir y con ella la igualdad y socialización de las riquezas y servicios en la comunidad ciudadana, su mano abierta se adelantaba a las teorías y daba, daba cuanto le era posible conseguir para los demás.

Jamás tuvo sino el terno que llevaba puesto, porque apenas comprado otro, ya estaba regalado el mejor de los dos a quienquiera que lo necesitara. La gran farmacia de su padre era literalmente saqueada por él en beneficio de cuantos enfermos pobres le hacían saber sus angustias. La miseria ajena le dolía y le irritaba contra la mala organización de las sociedades modernas. El comunismo de los primeros cristianos y las obras de Misericordia eran su ideal y su guía práctica de la vida; por supuesto, sin el más leve resquicio de superstición religiosa, para él abominable sonsaca de la bolsa popular y mazmorra del pensamiento y libertades públicas. Núñez, que temblaba de la pluma cuando ya tuvo a su servicio las espadas y el hisopo, le desterró por escritor, por escritor incontrastable de verdad y venganza, de castigo enhiesto al crimen coronado por el éxito y la general incurable sujeción de los conservadores colombianos.

Trece años duró ese exilio, con una fugaz entrada a Medellín, a dar un abrazo a su querida madre. Habló allí, en el discurso inmortal a Epifanio Mejía, de los financistas que soplaban sobre los billetes de Banco y fraudulentamente los multiplicaban; habló con voz profética de vate de aquellas "emisiones clandestinas" del Banco Nacional, que nadie presumía entonces, pero que el orador supo presentir y denunciar, y al punto los conservadores de Antioquia,

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meros honrados lenones de los hábiles traficantes de la Altiplanicie, se lo denunciaron al Gobierno suspicaz del señor Caro, y fue preso allá en Medellín, en un cuartel, incomunicado de los suyos y sacado entre veinticinco soldados hasta ponerlo, fuera de hierros, entre las rocas golpeadas por las olas en el Archipiélago pútrido de San Andrés y San Luis de Providencia. "Aquí llegué vivo"-nos escribía-"aquí llegué a este viejo refugio y madriguera del pirata Morgan, donde he debido encontrar, precediéndome, al pirata Núñez."

Allí organizó unos cuantos negros y un esquife miserable y en ellos y con ellos se echó al mar. Militares valientes, como Abraham Acebedo, no quisieron seguirlo en la temeraria empresa de ganar la costa hospitable nicaragüense. En salvo allí, los radicales le tendieron los brazos, y volvió su pluma a reverberar al pie del Momotombo y su espíritu libre a respirar entre auras vívidas. Allá conoció y abrazó por primera vez a los futuros caudillos de la libertad ecuatoriana, Eloy Alfaro y Leonidas Plaza Gutiérrez. Junto con ellos fue a Quito, donde se le desarrolló una lenta pleuresía cuyos síntomas lo venían preocupando desde que en Centro América, en algún desfiladero peligroso, una caballería se rodó con él a un abismo, causándole graves lesiones externas, pero sobre todo internas de donde tomó cuerpo y desarrolló la mortal dolencia que lo mató con cruel y paciente lentitud. Quito supo llorar al escritor valeroso, recatado y digno, que tanto luchó en pro de su cultura y resurgimiento liberal.

El cable esparció la noticia en toda la América española y puede decirse que ningún centro intelectual dejó de conmoverse al conocerla. Venezuela, particularmente, donde Juan habla vivido como huésped de la gentil Caracas, recibió con luto en el corazón la infausta nueva. La patria de Cecilio Acosta, de los grandes prosadores de lengua castellana, sintió que otra pluma de águila caía del Avila de la vida al insondable mar del silencio y del no ser. Nosotros recibimos en Maracaibo, donde a la sazón nos encontrábamos, cien telegramas de pésame por aquella muerte inesperada. Cipriano Castro, andino, lo mismo que Andrés Alfonso, espartano de Margarita, que Delfín Aguilera, poeta dulce del Guárico, que González Estéves y Raimundo Andueza Palacio, caraqueños, y Emilio Coll y tantos otros de lejos, así como Rafael López Baralt y toda la incomparable Maracaibo letrada y linajuda, abrazaron en nosotros a la sombra gigante que para ellos despertaba grandes recuerdos gloriosos y promesas de un largo vivir en honra de la lengua que nos comunica y de las ideas que nos hacen un solo haz en la desplegada falange humana.

Un libro, que al fin de estas obras publicaremos, recogerá con orgullo cuanto de tierno y hermoso se estampó en todas las naciones de habla común como homenaje a Juan de D. Uribe. Sus restos inanes reposaron en Quito hasta que fueron trasladados a Medellín, por su señora madre, que allí vive. Los artesanos de esa ciudad, que comprenden cuánto hizo por su causa el ilustre hijo de Andes, y algunos jóvenes inclinados a las letras, le hicieron honores merecidos a su túmulo y guardan con cariño esas cenizas. En los tiempos pasados de su muerte a

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hoy, fue imposible al Editor cumplir el compromiso contraído con su amigo y pariente moribundo. Aun en el extranjero que se hubieran editado estos escritos, no habrían podido penetrar a Colombia regenerada, donde un régimen infamante había imperado.

"La libertad de imprenta"-había escrito el autor desde Los Refractarios, en Caracas-"no volverá a Bogotá y a toda la tierra colombiana sino en el morral de nuestros soldados." Y en efecto, el morral de nuestros soldados-después del titánico esfuerzo de 1899 a 1902-no volvió vacío: en él vinieron las libertades

necesarias de que hoy goza el país y que el autor de este libro ayudó a fundar con su pluma fulminante.

Los manumisos de la Regeneración-el vórtice profano en que hundió Núñez cuanto hubo de prestigioso y honorable en este país-le deben no pocos de los bienes hoy reconquistados al batallador tenaz que atizó como ninguno, en sus trece años de destierro, la hornaza purificadora, el inmenso horno crematorio donde se consumió entre pólvora toda la podredumbre de aquel sistema, que Ospina llamó "política de la morfina" y Uribe "la catalepsia de todas las virtudes y el hervir vividor de todas las concupiscencias en ejercicio del estrago." No le tocó volver a su patria redimida, santificada en el dolor y desmembrada geográficamente, pero integrada ya y resurrecta en la antigua nacionalidad gloriosa de otros días. Que duerma el Apóstol sueño secular de triunfo, reclinado en sus obras y su pluma.

Mientras se hable español en estas latitudes; mientras la dignidad humana forcejee por arrojar de silos harapos que el fanatismo y la ignorancia han echado sobre sus hombros en estos Andes ateridos, y mientras los que apreciamos sus ricos dones de corazón sensible y generoso respondamos a lista entre los vivos, su memoria no morirá. Sus libros lo vengarán del silencio de la envidia, de la calumnia e insultos de los pillos y de la indiferencia de los necios. Nosotros cumpliremos el encargo que nos hizo ya al dejar la ribera, y velaremos con los suyos junto a su sepulcro, don de reverdecen, al pasar de los años, las siemprevivas e inmortales de la Gloria. A. J. RESTREPO Bogotá, Abril 3 de 1913.

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EL ILUSTRE PROSCRITO

En tierra de montañas que desafían la laboriosidad del hombre y hacen de la producción agrícola una recia y verdadera batalla; en un país que sin exageración puede llamarse la Suiza de Colombia, por haber sido sus hijos los primeros que, cuando la adulación y la fuerza impusieron el vasallaje de las voluntades y de las conciencias a Rafael Núñez, pasaron irguiendo la cabeza frente a la tienda del Sultán, y con la virtud de a entereza en el corazón, con el ánimo encendido por santa patriótica ira y estallando en los labios protesta varonil, cruzaron la faz del déspota con el rebenque del desprecio, lucharon en el terreno electoral hasta arrollar a los esbirros e hicieron que en la camarilla de áulicos llamada Congreso, resonara la voz de un representante del Partido liberal, con la severidad de la de Tácito, cuando llama a juicio a los Césares; en esa tierra de Antioquia, donde se, nace amando la libertad y cantando a la naturaleza y al amor con el fresco y sonoro lenguaje de la musa americana; allí donde es símil casi exacto del pensamiento colombiano esclavizado, que en veces rompe cadenas y vuela mas arriba que el cóndor, la imaginación fecunda de Epifanio Mejía, presa entre las redes malditas de la demencia, y que en momentos de lucidez salta libre y placentera, produciendo deleitosas maravillas poéticas; en esa tierra vino al mundo Juan de Dios Uribe, arrancando su origen de una familia patricia por la virtud, por el talento y por el amor a la libertad. Traía en su organización, como herencia legítima, levadura de nobleza; traía en el alma, condición anexa a los que nacen en el terruño antioqueño, el sentimiento de lo bello y de lo grande, y por sobre eso, que vale mucho, uno de los cerebros mejor organizados que pueden encontrarse en la juventud de Colombia. Para aprovechar sin despilfarrar las facultades de Uribe, necesitaba se entregarle a manos expertas que emprendieran el laboreo del filón con amoroso cuidado; a un hombre de ciencia que adivinara el instante oportuno de derramar la simiente de las ideas en la asombrosa fertilidad de esa inteligencia joven que tánto prometía, y el doctor José María Rojas Garrido - descubrámonos al nombrar al Maestro !-fue el encargado de formar para el liberalismo colombiano, o mejor dicho, para la democracia universal, a Juan de Dios Uribe, ese que a sí mismo se llama refractario, cuando ve la corrupción do minando en lo alto y en lo bajo de la sociedad; que tiene a gloria oírse apellidar intransigente por los miserables que transigen con la indignidad del despotismo; que no dobla la rodilla ante los ídolos; que no deja empañar el limpio cristal de su conciencia por interesadas y productivas devociones ; que prefiere al muelle sillón de los hartos de carne y puntapiés, las espinas que clava la desgracia en el cuerpo de los desterrados por afectos a la libertad; que se sustrae a las caricias de la madre, al afecto de los hermanos, a la admiración de los compatriotas, a la comodidad de la riqueza, y vive siempre proscrito, flagelando al tirano de Colombia, haciendo amistades con la muerte, a la que ha visto en varias ocasiones desde su lecho de enfermo, y ¡ay! ojalá no le toque en muchos años ni uno solo de sus cabellos!

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Rojas Garrido y Juan de Dios Uribe, hé ahí dos inteligencias que mientras vivió el maestro formaron una sola. Rojas, filósofo de avanzada escuela, con la piqueta de la razón libre derribó mil absurdas creencias, y a los golpes de su dialéctica, los mitos que eran señores de la conciencia humana, cayeron por el suelo, como bandada de pájaros que derriba el plomo del cazador; Juan de Dios, retando a un ejército de implacables enemigos, presentó en más de una tesis de estudiante y en más de un artículo de periódico, la fórmula de la libertad y del progreso, realizados ambos por el solo esfuerzo del hombre, sin embelecos de ningún género, sin extemporáneas invocaciones a elementos cuya intervención en los asuntos humanos rechaza por absurda la sana filosofía; Rojas fulminó el anatema de su palabra escrita y habla da contra los gobiernos personales; predicó el evangelio de la democracia, y en su indignación contra el poder reaccionario, nos dijo un día a los colombianos, teniendo la estatua de Bolívar a su frente, que "antes de consentir en el triunfo, del Partido conservador, no debía quedar piedra sobre piedra en el edificio de la República"; y como triunfaron los ultramontanos y el país subsistió sin que el Tequendama nos hubiera deshecho en sus corrientes, para quedar muertos y dignos, antes que vivos y con la bota del tirano al cuello, Rojas Garrido se envolvió en el sudario, desapareció de la escena, y el discípulo del lado derecho del Maestro, Juan de Dios Uribe, entregóse a la tarea de combatir a sol y a sombra a los reaccionarios, de marcarles en la frente la sangrienta huella de la pluma convertida en látigo, y ora en la cárcel con el grillete al pie, ora en el destierro comiendo pan negro, es de esa legión de valientes que cumple la recomendación de Rojas, porque si todos procediéramos como ellos proceden, o bajaba Núñez del solio, o no quedaba piedra sobre piedra en esa Patria que adoramos tánto. Seguir a Juan de Dios Uribe como periodista, es querer seguir, no exageramos, la huella que deja en el espacio la chispa desprendida del encuentro de dos corrientes eléctricas opuestas. No le solicitéis para las propagandas tranquilas, no pretendáis que se adapte a un medio determinado y transija con ésta o con aquélla debilidad política. Sigue el camino de la línea recta, es honrado por convicción y su individualidad moral está defendida por una coraza de metales no dúctiles, que se oponen al balanceo y le mantendrán siempre sano y salvo de corrupción. ¿Hay un gobernante audaz que ha convertido a los hombres en esclavos? Pues ahí viene, sin requerimientos previos, el doctor Uribe y la emprende contra el tiranuelo. Le encarcelarán, le maltratarán, pero quedará vibrante y sonora la protesta. ¿Hay un pueblo empeñado en no ver la luz, en confundir nociones que deben separarse? al discípulo de Rojas: va a colocar la verdad en su sitio. ¿Que le odian y persiguen? El, filósofo e innovador audaz, se ríe de odios y de persecuciones. Una condición de la personalidad de Uribe, que vamos a mencionar la última: su bondad de alma. No escatima la dádiva ni el consejo. Inteligencia y bolsillo los tiene a disposición de quien los necesita. A él podrían aplicársele aquellos versos de Tomás Gray:

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De una sentida lágrima el consuelo, Y era cuanto tenía, dio al mendigo, porque de seguro el día en que, obscurecida su inteligencia y vacías sus manos, no tuviera qué ofrecer al semejante en desgracia, le daría el rico y espontáneo tributo de su llanto. Ya en otro párrafo de este escrito hemos nombrado a Epifanio Mejía, quizá el más dulce poeta que haya tenido Colombia en estos tiempos. Epifanio gime triste y loco en un manicomio donde casi todo le falta, y Juan de Dios Uribe, con su pluma que enternece cuando trata asuntos en que el corazón se interesa, escribió mucho y bien hasta organizar una velada en Medellín, que produjo regular suma con qué auxiliar al bardo infortunado. El doctor Uribe puso en actividad su inteligencia, hizo discursos arrebatadores, buscó dinero para un desgraciado que merece tánto de los colombianos, y cuando el cantor de La Tórtola, soñando acaso que la razón le volvía, que le coronaban de laureles las ninfas de los montes antioqueños y le acariciaba la gloria tomándole de la diestra, daba gracias a Juan de Dios por su conducta noble, los ediles de Núñez-i y esto si no era sueño !-ponían mano aleve en el escritor incorruptible y le enviaban a mortífera comarca. Tú, solitario de Cartagena, sufre la amargura de saber que no ha muerto Juan de Dios Uribe, y se halla en tierra de compañeros y de hermanos! JUAN CORONEL San José de Costa Rica, 14 de Octubre de 1893.

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JUAN DE D. URIBE

Juan de D. Uribe acaba de morir en la ciudad de Quito, allá en donde anida el cóndor en cimas inaccesibles, dejando a otra águila del pensamiento como él, un encargo tan raro y audaz, que no me atrevo a divulgarlo en estas líneas consagra das a enaltecer la memoria de tan eximio escritor, por no estar autorizado para ello. No sé sino de Stuart Mill a quien se le haya ocurrido cosa semejante. Murió poco tiempo después de haber publica do su folleto titulado En la Fragua; esto es, murió en el yunque sobre el cual dejó caer con fuerza vulcánica, durante toda su vida de escritor eminentemente revolucionario, la masa demoledora del estatismo humano en religión como en política, forjando por lo mismo una vez más, ya en las postrimerías de su vida, nuevas formas al pensamiento, con el chisporroteo de átomos lumínicos, a que redujo el óxido hecho ascuas de los viejos y acostumbrado moldes de la escuela estática. Escritor a la manera de Montalvo no tiene rival, ni en el autor mismo de Los siete

tratados, Las Catilinarias y Los últimos capítulos que se le olvidaron a Cervantes, que es el que más se le asemeja por la intención reformista de sus escritos, y la potencia irresistible de su estilo, que vibra y deslumbra como hoja de espada esgrimida con fuerte y diestra m como rayo aterrador que cruza el éter y se dilata en el estrépito de la catástrofe... Montalvo, no obstante, con ser como es más filósofo, es menos preciso; y, por tanto, más difuso que Uribe en todo lo que escribió, y si abruma por el volumen de su ática palabra, en cambio no convence siempre, ni siempre logra arrastrar con él al lector, a los abismos de conciencia heterodoxa en religión y liberal en política, a don de Juan de D. Uribe arrastra fatalmente al suyo. Siempre queda, así, tiempo leyendo a Montalvo para emanciparse de él, ora sea porque no se le entienda bien, ora porque la idea, demasiado diluida en la frase que en Montalvo es puro énfasis, si ilumina no calienta, y si calienta no abrasa, como en Uribe, que sé pega a las carnes, y abriendo surco calcinado hasta el espíritu, es allí cual zarza ardiente de un nuevo Sinaí, anunciador de otros dogmas para la conciencia y de mayores ideales para la razón. Aunque también se le asemejan, tampoco le supeditan como escritores revolucionarios, José María Vargas Vila ni José Martí: "Este, un dinamo, un explosivo, una centella del patriotismo, con su palabra vívida y numerosa, arcaica y nueva cual la de un profeta en diálogo con los vivos y los muertos"; aquél: " Domador de leones sueltos, lleva en una mano el látigo hecho de escorpiones luminosos y en la otra la escala por donde trepan a la celebridad los escogidos de su corazón o de su inteligencia". Tal les juzga el mismo Juan. de D. Uribe. Pero ni en Vargas Vila, de los escogidos de mi amistad y de mi inteligencia, como él tiene los suyos, ni en José Martí, de mis grandes modelos, encuentro yo esa sugestión inevitable del estilo que pudiera llamarse tribunicio de Uribe, capaz de alcanzar por sí solo, lo que la palabra hablada en la plaza pública, con la ayuda de la entonación y del gesto en presencia del pueblo, en días de conmoción social,

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cuando peligra la libertad, y las Euménides de la tiranía aherrojan el derecho ciudadano... Le juzgo únicamente por lo que yo considero la cualidad peculiar del estilo de Uribe; esto es, por esa potencia absorbente y determinante en el que lo lee de actos que no le son propios, tan resaltante en su verbo de escritor originalísimo y grandemente audaz, patente en los caracteres de fuego ustorio que fulminan en sus libros, sin que sea posible comprender cómo el mismo papel que los contiene, no se volvió ceniza en el punto y hora en que aquella pluma, que era como de diamante en ignición, los estampó allí en defensa del derecho humano y para eterno triunfo de la palabra escrita. Ah!... ¿por qué se mueren para la lucha de las ideas esos gladiadores de la pluma, que hacen sentir más hondamente y pensar más alto al hombre? Dícese de Víctor Hugo que ensanchó la esfera del pensamiento y retiró los límites del ideal. Yo digo de Juan de Dios Uribe, que le aumentó su radio de acción al espíritu humano cerniéndole por encima de todos los atavismos, cuando, cual otro Prometeo, vivía atado a la roca de lo prejuzgado, roído el vientre por el buitre de la impotencia, y contemplando desde allí un cielo poblado de falsos dioses, y ante quienes la humanidad entera vivía de rodillas. Ninguno, en efecto, de los escritores de su escuela más audazmente revolucionario que Juan de Dios Uribe. Dejo que él mismo haga su apología. "A los que pensamos de este modo, escribe en el folleto titulado En la Fragua, que mencioné más atrás, nos llaman los conservadores y los oportunistas, jacobinos, socialistas, nihilistas, petroleros, anarquistas, materialistas y ateos. ¡En buena hora!" "Jacobinos somos, jacobinos inmortales, si echamos al canasto la cabeza de los reyes para que lo ciudadanos tengan la suya propia sobre los hombros; petroleros somos, petroleros sublimes, cuando incendiamos los campos de Cuba para que la tierra no se prostituya alimentando a los esbirros de España; socialistas somos, socialistas admirables, que por la unión de los débiles, vencemos a los privilegiados, y por la caridad distributiva, satisfacemos a los menesterosos; nihilistas somos, nihilistas heroicos, que abandonamos la vida bajo el carro de la autocracia, porque salte en pedazos el despotismo de los Czares; anarquistas somos, anarquistas videntes, cuando nos aislamos en la contemplación afanosa de una sociedad nueva, en la cual jamás sea explotado el hombre por el hombre; materialistas somos, materialistas convencidos, si echamos fuera esa alma intangible por donde se nos entra al cuerpo la opresión, y somos ateos, ateos rebeldes armados contra Dios, si cuida a los hombres para pasto de los sacerdotes !" "Nuestra fuerza estriba en la multiplicidad de energías distribuidas en el globo por el empuje de la democracia." Tal era Juan de Dios Uribe como e única faz bajo la cual he querido examinarle en este escrito; y si el estilo es el hombre, Juan de Dios Uribe fue, sin duda alguna, grande y rara personalidad en el campo de la especulación sociológica y de las letras contemporáneas. RAFAEL LÓPEZ BARALT Maracaibo, Enero de 1900.

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HEROICO (En el centenario de Ricaurte)

El sacrificio por el bien, que causa asombro es lo que constituye el heroísmo; no la inmolación ruidosa por una idea, cuando ella es injusta. De suerte que el dictado de heroico es una merced de la libertad, que pocas veces dispensó con más largueza que en San Mateo. La justicia de la Independencia, que han querido volver litigiosa algunos vasallos oficiosos de la Península en nuestra Patria, es innegable, así como la oportunidad del alzamiento; siempre es bien venido el derecho. Los guerreros, pues, de la lucha excelsa podían ser héroes, y lo fueron muchos; otros no llegaron a tánto y algunos de los más mancillaron sus títulos cuando desconocieron su obra o dieron suelta al desorden de la ambición personal. El hombre que oculta su beneficio es modesto y merece galardón; quien se aparta, con la muerte, del premio y del aplauso de la posteridad, es admirable; y es magnífico ANTONIO RICAURTE sí quema su vida, como un perfume grato a la República, en el gran brasero histórico.

A la República, ya lo hemos dicho; por que si esta idea no estaba completa en el cerebro de esos luchadores de la Independencia, sí era una visión constante, una lejanía idolatrada de los corazones sin interés mezquino; que otros muy grandes en la lid probaron después haberlo sido para satisfacer más tarde inmensos apetitos; demos que buscaban la gloria y la grandeza, para que ya en la altura los sirvieran y los adoraran los pueblos en lugar del caído Rey de España. Se batían los adorables caudillos, por una belleza desconocida, pero con el febril amor de quien desea contemplarla entera, palparla completa, poseerla íntegra; y ved así cómo en los períodos de conmoción maravillosa, el grande amor, el amor purificado, el amor de los amores, es la República, esa inefable bondad de la naturaleza; la que tiene, cuando se asienta tranquila sobre la tierra, bienhechor regazo -¡para todos los hombres; si se la insulta, poderoso desprecio; si se la persigue, profunda calma, y cuando la hora llega terrible para los déspotas, las llamas de la cólera que la Revolución coloca sobre su cabeza vengadora.

Ella toca a veces la carne del hombre, y la hace heroica y sagrada; sagrada, porque allí donde desaparece el héroe, queda el altar de los libres. No les es dado a los tiranos realizar semejante prodigio, porque los que colaboran en su obra, antes que en el campo de batalla o en la pira, ya han muerto en el amor del pueblo; y si la Historia abre sus sepulcros, es para provocar la repugnancia de las gentes. Las legiones españolas no contaron héroes, aunque padecieron quebrantos, porque la heroicidad es una forma perfecta, es un desarrollo exquisito de la naturaleza, como el último paso a la vida de las ideas; es la convicción del bien, demostrada por la muerte; -los soldados del déspota simbolizan la destrucción, mueren y matan con un ruido de garras y de mandíbulas en que se reconoce a la fiera del bosque, y el cadáver del sicario, sean cuales fueren sus

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señales, será siempre como el de la bestia feroz, que se pudre causando asco, en la floresta.

Sucedería quizá que los sacrificios fecundos se desvanecieran al pasar de los años, si la Poesía no los recomendara a la memoria de los pueblos con sus innumerables voces. Ella recoge el hecho estupendo y lo cubre con sus galas, da más contorno a sus líneas salientes, más color a sus tintas, más sonoridad a sus notas; lo realza, lo hace palpable y lo deja vagar así, con un séquito pomposo que lo afirma en el recuerdo de los hombres. La figura del héroe será visible entonces: el pueblo sencillo le ha de admirar en sus fáciles tonadas; la parte pulida llena con él, de mil modos, el escenario, y desde la trova sin aliño del vulgo hasta la fábula complicada la inmortalidad del nombre estará en todas partes como si penetrara a la imaginación entre ondas impalpables de luz.

Es entonces, por ministerio del arte, una especie de fluido, de medio ambiente en que es placentero a las almas libres dejar vagar sus pensamientos varoniles. La Poesía responde al Sacrificio, como la mujer al amor, y suprimiendo el hecho heroico, se rompería en la cítara la cuerda m vibrante. El héroe en ocasiones crea al poeta, y el poeta inmortaliza al héroe. Cuando puede llamarse grande un hombre es cuando el laúd da a su contacto la nota épica, y será entonces grande también el poeta por una traslación incomparable, en que el héroe va a vivir en el canto, y el poeta en el sitio ya inmortalizado. Serán inseparables desde entonces corno el tronco y el follaje. Y los holocaustos republicanos de nuestra guerra de emancipación deben tener cantores elocuentes, porque la evocación vigorosa de los grandes hombres contribuye a la fortaleza de las naciones.

Ellos son el duro bronce que escuda a la carne deleznable; son como el lujo fastuoso, único permitido a las democracias. La poesía que más vive es la más libre; y la más libre, la que sea un homenaje a los libertadores. ANTONIO RICAURTE necesita, reclama la oda en que ha de vivir eternamente: oda amplia, ardiente, fallada a grandes golpes, que resuene lejos como un suplicio para los opresores. La oda es el bronce de las letras; y para escribirla inmortal, trasládese el bardo a San Mateo: jamás la Libertad ha arrojado al infinito, como allí, una de sus flechas con más estrépito. Aquel poeta será el escogido, que sepa darle al verso el grito del pueblo, la cólera del oprimido, el estigma al tirano, el horror sublime del sacrificio; y luego, el acento de la victoria, la bienvenida a la República y el vaticinio de un porvenir libre para Colombia. Que sea el canto a pleno aire, bajo el sol tórrido, y no una silva enfermiza, arreglada en el tocador y con los guiñapos de la retórica.

Ninguna fuerza noble desaparece en la Historia, aunque mengüe en ocasiones. Tal parece cuando se ve vacilante una idea que ha de ocultarse, pero su- cede que ella está allí, y que son los hombres, algunos hombres, los que se tapan pusilánimes para que la purísima claridad no los ilumine. En el antro se recata la fiera; en la sombra, el malvado. La libertad es cuesta agria. Pero los que

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quebrantan la ley del progreso, ¿la suprimen? ¡Oh, no! Los varones de la Independencia iniciaron una obra de demolición que no terminará sino muy tarde. Lo que se llama simplemente orden-la quietud-lo había en tiempo de los Virreyes: derechos amplios fue lo que ellos quisieron conseguir.

Pensamiento de amor a la posteridad, de sublime amor, que no todas las generaciones sucesivas han logrado mantener en el corazón, como la última advertencia piadosa de la madre moribunda. Es justo dar calor a esas ideas, si estuvieren ateridas: que los árboles del bosque no medren en los ámbitos de la ciudad; que manos irreverentes no nivelen las colinas gloriosas En la enigmática tromba en que subió a las nubes RICAURTE se encerraban innumerables y grandes pensamientos; de allí no han bajado todos a coronarnos. Esperemos, sin desmayar en los contratiempos, la llegada de esos alados mensajeros. Vendrán; que de otro modo, el trueno de San Mateo habría te una brutal explosión. (La Siesta, Junio 10 de 1886)

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EL SUICIDIO DE C.A. ECHEVERRI La Estrella de Panamá estaba mal informada cuando, á última hora, dio cuenta de este acontecimiento infausto, como proveniente de un pistoletazo. La muerte de Echeverri fue producida por envenenamiento voluntario. La escena final del drama complicado que forma la vida de Echeverri sella con extremada originalidad una larga historia, toda llena de peripecias y excentricidades. Nuestros lectores agradecerán un relato somero de la triste nueva. El domingo, 17 de Septiembre, por la tarde, recibió Federico Jaramillo Córdoba una carta que en la cubierta tenía, además de la dirección, esta palabra: Urgente. El poeta rasgó el sobre con curiosidad y leyó

"Federico: "Te intereso. Me lo has probado. "Aburrido, quiero darle la espalda al mundo. "Es una hora grave esta en que quiero cerrar para siempre mi ojo único. Vén pronto a hacerle antesala a mi soledad y a mover tu pañuelo de despedida cuando yo empuñe los remos de lo desconocido. "Además, el rato será agradable. "C. A. E."

Federico pidió su caballo, y sin demora partió a galope para El Guayabal. Queda este caserío a media legua de Medellín, hacia el suroeste, y era la habitual residencia de Echeverri. Días agradables pasó allí con Marina, su esposa, y Bermúdez, su hijo querido. Al doctor Manuel Uribe Angel le decía, pocos días hace, mostrándole la campiña verde:

"Manuel: la naturaleza me ha vuelto otra vez joven. Marina y mi hijo me volverán poeta." En menos de un cuarto de hora Federico estuvo en El Guayabal. Gruesas gotas de sudor calan de los flancos del caballo. Aquel Antar que conocemos todos sus amigos y del cual ha dicho Jaramillo con mucho ingenio: "Es tan bueno mi alazán, que merece que lo hubiera fusilado Mosquera." Camilo Antonio lo aguardaba en la puerta. A la derecha, Marina, con su hermoso rostro de líneas seguras y suaves, severa y bondadosa; inteligente y cándida.

"Entre palmera y entre torcaz,". como dijo de ella Epifanio Mejía, el pobre poeta loco; y enfrente, jugando con las piernas de su padre, Bermúdez, el chiquillo travieso pero serio, que ríe corno Echeverri, más con una contracción nerviosa que con espontánea alegría, porque Camilo Antonio al reír recuerda el tictus que de Maistre encuentra en Voltaire, y ríe bien poco porque su alma ha estado bañada siempre en una atmósfera de tristeza combativa. Jaramillo se desmontó listo y presto, saludó a Marina, hizo una caricia al niño, y

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volviéndose a Camilo, después de apretarle la huesosa mano como otras veces, le dijo:

-Tendremos un buen día hoy, ¿no es así? -Sin duda, respondió Echeverri, feralia! (día de difuntos). Federico miró Camilo de pies a cabeza. Comprendió algo más la carta de su amigo, y corno allí estaba Marina, usó de la misma precaución y le preguntó en latín: - ¿In quas angustias adducti sumus? ( ¿A qué extremo hemos llegado?) Lentamente contestó Echeverri: -Non longe dies ille abest, qui mihi vitam finest. (Cerca estoy ya de la muerte). Era preciso más explicaciones, y Echeverri entró á su escritorio seguido de Federico. Una vez adentro, dio vuelta a la llave de la cerradura, y los dos se instalaron cómodamente en sabrosos sillones cerca de la mesa de escribir, sobre la cual había, en unión de muchos manuscritos legajados, dos grandes botellas de Vermouth y dos copas anchas y brillantes.

-No comprendo lo que pasa, Camilo, dijo Federico. -Lo sabrás en breve. Oye: he resuelto acabar Estoy viejo, y me falta el brío, que ha sido mi fuerza. Soy un granadero ametrallado. La vida en esta miserable sociedad tiene todos los desencantos y ni una cuerda sonora. Marina, es verdad, me cubre corno un ramaje, pero la pobre deja penetrar a veces los rayos del sol canicular. Mi niño, es cierto que engalana mi vida, como esos querubines esculpidos en los arcos de las viejas catedrales, pero lo he de dejar mañana... que lo deje hoy! Jaramillo iba a replicar atónito.

-No me observes nada. Es resolución definitiva. Y, por otra parte, tu pensarás que hago bien cuando te diga esto otro. Acércate. El poeta se acercó -Más todavía.

Cuando estuvieron cabeza con cabeza, Echeverri le dijo unas pocas palabras que, seguramente, produjeron en Jaramillo un grande efecto, porque se irguió, y con resolución y en alto, le dijo:

-Bien, Camilo. Eres un hombre honrado. Si así crees cumplir tu deber, vé hasta el fin! -Gracias, mi buen amigo. Eso esperaba de ti y por eso te llamado, Ahora, encárgate de los pobres hijos de mi inteligencia. Aquí tienes-dijo, tomando los manuscritos, -aquí tienes esta obra: es fruto de largos años de vigilia; cuida de que se publique con esmero. Jaramillo leyó el titulo: La riqueza mineral de Colombia. -Toma esto. En la primera hoja tenía escrito: Cuadros al natural. Sucesivamente le entregó: Los hombres públicos, Mis confesiones, Teodicea, Jorge

Robledo (drama), Un bastión de la Historia (estudio sobre Lord Macaulay), Los

cuatro vientos del espíritu (traducción de Víctor Hugo). Contradicciones morales,

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etc., etc. El Vermouth había pasado de los vasos al estómago de los dos personajes. Un par más de botellas de rosado vino siguieron a las primeras; y les cupo la misma suerte. A las cinco, un criado les anunció que la comida estaba en la mesa. En el comedor reinó el contento propio de los hombres de mundo. Terminó la comida cuando la noche empezaba a oscurecer la sierra y el valle. Los dos miraban perderse en el confín las últimas claridades.

Jaramillo tomó un lápiz y escribió en una hoja de papel:

"Tiende la sombra el ala cariñosa Sobre la humilde choza, Y alivia al labrador de su tarea. ¡La muerte, que es la noche de la vida, Cure tu honda herida, Y dulce y blanda y amorosa sea!" Echeverri, a su turno, escribió: "Que venga el mal! Que lágrimas y duelos Nunca anublen el sol de mi esperanza. ¡Véla, Diablo, mi sueño, y cuando muera Lleva mi ser sobre tus negras alas!" Todos saben que Echeverri había tornado a ser materialista y prudhoniano. El cólico aquel tan caprichoso lo abandonó, y con él la fe postiza de 1877. Además, los conservadores de Medellín, que nunca creyeron en su conversión, procuraban, por cuantos medios tenían a la mano, insultado y escarnecerlo. Esto ayudó a la reacción filosófica. A las ocho de la noche montó para regresar a Medellín, ya menos contristado, porque Echeverri le había prometido no atentar contra su vida en los dos días siguientes, y conferenciar antes con sus amigos íntimos, los doctores Pedro O. Estrada y Manuel Uribe Angel. Su asombro fue inaudito cuando al otro día leyó en cartelones, en las esquinas, la invitación a los funerales civiles de Camilo A. Echeverri. Esto probaba que había muerto en su ley; y, en efecto, él había ordenado en un codicilo que lo llevaran, en derechura, "de la cama al hoyo; que nada de latines, nada de campanas, nada de preces, porque los clérigos que estorban a los vivos, explotan y perjudican a los muertos, y el hombre liberal y filósofo debe morir como liberal y como filósofo." La autopsia probó que habla un envenenamiento por arsénico. El día de los funerales concurrieron al cementerio las dos terceras partes de la población de Medellín. El doctor Mariano Ospina, enemigo político, ocupó la tribuna fúnebre. El discurso, severo en mucho, no por eso fue menos justo, lo que indica que el Padre Rodín es á veces honrado". Calificó el carácter de Echeverri "de audaz unas veces, de versátil siempre. Dijo de su vida: "que había sido infecunda." De su estilo, "que al principio fue enérgico y vigoroso como un torpedo y después desfalleciente e insustancial."

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La muerte de Echeverri, como se ve, tiene todo el interés de un drama Federico Jaramillo Córdoba es el guardador del verdadero motivo que abrió trágicamente esta tumba; empero, él nada puede decir a la sociedad hasta después de un año, por especial prevención del difunto. (La Batalla, octubre de 1882)

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¡PRESENTE! Creemos cumplir un deber al insertar la siguiente hoja volante, que ha circulado en Medellín, por más que ella tenga frases duras contra La Batalla: Al Redactor de La Batalla, en Bogotá. No soy amigo de los periodistas de cucarda roja ni de los de bonete. Me es tan difícil darle la mano a Félix Pyat como a Luis Veuillot. Son dos faldas por donde se baja siempre al peligro. O como opuestas laderas para ir al Mar Muerto. Yo me empiné sobre los dos extremos ver otros campos con mejor luz. Y ¡Dios sea loado! Hoy vivo en un ambiente puro, como el purísimo del alba. El olor de petróleo y el olor de picardía sentaban mal a mis narices. Y los rojos son petroleros. Y los ultramontanos son pícaros.

Son las dos alas sobre las cuales se suspende Luzbel en los abismos de los réprobos. Las dos muletas que servirán al Anti-Cristo tentador. Dos pomas envenenadas, de un huerto maldito. ¡Concordia, luz de la mañana, refrescaste mi frente! ¡Paz, virgen de la túnica blanca: tú diste a mi mano trémula tu santo ramo de verde olivo! Y Proudhon se alejó de mi lado, receloso, con sus terribles paradojas. Y de Maistre y Bonald cerraron sus libros, por donde no errarán más mis ojos espantados. ¿No es éste el ángel de la Gracia, envuelto en su pura veste, que baja, mensajero de la tranquilidad, a dar reposo al alma atribulada y desfalleciente? ¿Serás tú, Manuel, hermano mío? ¿Eres tú?. . . ¡Aparta, visión!

La prensa es todo y es nada; es buena y es mala; es salud y es tósigo; es la paloma de alas blancas o el cárabo siniestro; es Jesús, el divino, o Voltaire, el temerario. La prensa es lo sublime con Homero; con el Dante, lo terrible; con Shakespeare, lo infinito; con Cervantes, lo inmortal. . . si se habla del genio humano. La prensa es, la palabra de Dios, en la Biblia; el ejemplo de Dios, en los Evangelios; las columnas del Santo Tomás... si se habla de lo alto. La prensa es el esfuerzo creador, en Aristóteles; en Platón, la inteligencia resplandeciente; en Sócrates, lo admirable; en Tácito, lo severo; en Juvenal, lo vengador... si se habla del paganismo. La prensa es la tentación, en Epicuro; la imprecación, en Lucrecio; la audacia, en Bacón; lo abominable, en Condillac; en la Enciclopedia, el cataclismo. . . si se habla de la Revolución. Puede ser la prensa trueno, tempestad, estruendo; canto, idilio, trino; sentencia, consejo, mandato; voz del que manda, voz del que obedece; alegría arriba, dolor

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abajo; pompa y lujo, miseria y llanto. La prensa es un unísono clamor por la vida, que descompuesto tiene todas las pasiones.

Y el engaño, como un hongo, está pegado á ese coloso. ¡Que yo me he suicidado! dice La Batalla, periódico rojo, de Bogotá. Ayer vine del campo, como de costumbre, a Medellín y vi a muchos que me veían (¿cuántos me verían por el lado por donde no veo?) ¿Qué será, me preguntaba, qué será esta imbécil pesquisa de mis paisanos? Y luego recordé una anécdota de Guillermo Pereira Gamba, que me hizo acertar. Se trataba de la tercera División que fue de Antioquia, en 1860, al valle del Cauca. El gracioso poeta de Cartago ponderaba el número de mulas que los antioqueños conservadores sacaron del Cauca. Decía que no habían dejado una sola.

- ¿Cómo así?, le objetó un incrédulo. -Ni más ni menos que como yo lo digo, respondió Guillermo. -Eso no puede ser. - ¿Quiere usted una prueba? -Veámosla. -Pues amigo mío, piense usted una mula de cualquier color, tamaño y cualidades. ¿Está? -Ya la pensé. -Pues hasta esa se la llevaron.

Creí por esto que mis paisanos se fijaban, no en mí sino en mi mula, que es la gran pasión, y seguí. Llegué a El Cosmos. El Cosmos es un hotel. - ¡Doctor! ¡Doctor! -me gritó un conocido, ¿sabe usted que en Bogotá corre la nueva de su muerte? - ¿De mi muerte? Eso no puede ser. -Tanto es así, que mire. Y el conocido me presentó un periódico y me señalo con el dedo un artículo. Yo leí con sorpresa:

"Suicidio de C. A. Echeverri" No, señor Redactor de La Batalla, yo no me suicido. Usted, o quienquiera que haya escrito eso, ha mentido. Es cierto que hay tánta distancia de Medellín á Bogota. . . 1. Se suicida el malvado que tiene en perspectiva la afrenta de la muerte o la infamia de desprecio.

El que siente el remordimiento, que es el dragón de la conciencia. Al que se le derrumba bajo los pies el poder. El rico que se vuelve miserable. La mujer que se deshonra.

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El que mata a otro, si ese otro es su padre o su hijo. Y en todo caso obra mal.

Este saco de polvo-que se llama el hombre- no lo debe vaciar en el cementerio sino la mano del Omnipotente. Se suicida el que no tiene hogar. Y yo soy feliz y dichoso con mi Marina y mis hijitos. Vivo en el campo alejado del mundo. Recuerdo la oda Beatus ille, quí proculi

negotiis de Horacio traducida por Fray Luis de León, porque he realizado el sueño de Alfio. Soy campesino a quien gusta: ..."poner la vid crecida

Al álamo ayuntada, O contemplar cuál pace, desparcida Al valle, su vacada. Ya poda el ramo inútil ya ingiere En su vez el extraño

O castra sus colmenas, o si quiere, Tresquila su rebaño Debajo un roble antiguo ya se asienta, Ya en el prado florido; El agua en las acequias corre, y cantan

Los pájaros sin dueño: Las fuentes al murmullo que levantan Despiertan dulce sueño" Vivo feliz, soy viejo, y deseo como Salvador Camacho Roldán, que mi tumba se abra "cabe el árbol en donde ama sestear el ganado." CAMILO A. ECHEVERRI. NOTA-Esta donosa respuesta, como el artículo que la motivó, forman parte de una serie que el autor pensaba publicar algún día, bajo el título de El octavo

mandamiento. De ella son también los Dos duelos de Holguín, La conversión de don José J. Ortiz y otras, todas interesantes, ya por los personajes puestos en juego, ya por el inimitable estilo, gracia y travesura que despliega en ellas el autor. La imitación del estilo cortante de Echeverri, es perfecta, y calmó en parte la furia que le causó al gran Tuerto su fingido suicidio y las peripecias en que lo desarrolló la pluma de su admirador. -(El Editor).

1 La que puede hacer menos sensible el señor Echeverri si se viene en buenas bestias hasta Puerto Berrío, es vapor hasta Caracolí y en el Ferrocarril de Occidente hasta Facatativá (N. del A.)

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"SECUNDINO EL ZAPATERO," POR C. OBESO

I

Escribía Bretón de los Herreros comedias anónimas, y el pueblo español, admirado, buscaba un nombre tras de esas inmortales producciones; se revolvía, se agitaba, interrogaba a la prensa pedía luz a los literatos, y cuando la investigación y el continuo bregar producían el desaliento, otra nueva obra avivaba la curiosidad, y el trabajo de investigación seguía más, vivaz y más constante, repitiéndose durante años y años. No podían conformarse con que el misterio envolviese magnificencia de gracia y de naturalidad tan grande; con que corrientes tan puras no tuviesen fuente conocida. En 1849 se conoció al picante escritor, viejo ya, doblegada la frente al peso del trabajo y de los años, y todavía con cierto recelo, dio su nombre. El pueblo, al despejar la incógnita literaria, lo encontró sentado sobre un monumento de imponderable altura y de belleza inspirada. ¡Ciento treinta y seis abras dramáticas! Curioso sobre manera, fue este rebozo del ilustre poeta; inexplicable, si se tiene en cuenta que por entonces había decaído el teatro español, y que sus obras, desde el primer momento, fueron saludadas como una bendición de las Musas. Mas este rehusar la frente a la corona de mirtos que con mano liberal le tendía la fama; este esquivar los agasajos de la gloria, colocaron a Breton así tan alto como ejemplo de prudencia, que como maestro y rey de la escena. Y esto porque va el genio mezclado ya en lo uno ya en lo otro. Porque para que la obra viva no es preciso que la alimente un nombre si merece vivir, y para que un nombre muera basta que la obra no tenga condiciones de existencia. Camino derecho al desengaño va la precocidad si no tiene alas prematuramente regias. La juventud, sin embargo, marcha por ahí; ella se finge un porvenir riente y lo que es apenas panorama de la fantasía, ya lo da por conseguido. Allá en lontananza mira cómo descubren sus ojos encantados jardines; y de esos jardines, mira cómo ellos son las flores; marmóreos palacios, y ellos son los amos; cielos radiosos, y ellos son las estrellas de esos firmamentos. En ese tiempo fragante ellos son todo, y todo es ellos. Pueden decir, y dicen sin encogimiento, lo que el Dante en una apurada situación de Florencia: "Si yo no voy, ¿quién va? Si yo me voy ¿quién queda?" De este torcido rumbo- de la inteligencia ¿qué puede resultar bueno? ¿Qué perfecto? Lanzáos al Sahara sin viandas para la larga travesía, sin agua para las sedes fatigantes, y a las primeras jornadas-el desierto no recogerá su longitud inmensa - sobre la arena rendidos a la ira de la sed y del hambre. Y rendidos tienen que caer en el campo de la literatura los que al cruzarlo se lanzan apoyados en endeble caña-que es un nombre- y llevando por únicas provisiones entusiasmo y orgullo. Afirmar esto no es negar la ley del progreso; ella es de cumplimiento eterno; y no se nos diga que hay que principiar a andar para seguir por que nosotros

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responderemos que es necesario antes que todo buscar el camino Sientan abrumada la frente con el peso de grandes concepciones genios aún niños tomen la lira y arránquenle, para agrado de los hombres, notas de altísima belleza, ellos tendrán la admiración y el aplauso de todos; no por lo niños, sí por lo genios: ellos serán Byron, serán Schiller; pero esto es de contado número, y cuidado como lo hacen los que no tienen ni esa lira ni esa concepción, porque cosecharán indiferencia y rechifla por triunfos y hosannas. Rebasar el limite fijado a las facultades intelectuales,-querer ir a todas partes indistintamente porque han ido otros-es tarea más a propósito para un chasco que para un triunfo. Las más de las veces esto da golpe de gracia a nacientes reputaciones, que en otro campo pudieran tener un mérito legítimo. Queda el recurso de la contrición, que si no fuera así, perdidos andarían la mayor parte de los inexpertos, que en literatura se han lanzado a la heredad ajena. Recalcamos sobre el poco tino para escoger el sendero a propósito, y para valuar las propias fuerzas, porque ahí está el todo en la república de las letras. Poetas, los hay que encantan con una letrilla, que tienen habilidad particular para un romance, que componen madrigales y acertijos a pedir de boca, pero que engolfados en una oda dan lástima y que jamás logran terminar una elegía. De esos que se cantan a la gloria hacen dar miedo, y que si lloran la pérdida de un ser querido provocan la hilaridad. Otros, los hay magníficos cuando tratan asuntos elevados y en metros nobles; arrastrados, por demás, cuando bajan a la letrilla y se agitan en lo común. Y ésto, cuando los unos y los otros tienen talento; que en no teniéndolo, lo mismo les da con tiple que con arpa. Si el cambio en cosas fugaces-relativamente- produce resultados tan esenciales, ¿qué será cuando la dislocación es cardinal? Así, por ejemplo, cuando de principiante en billancicos se pasa a autor de comedias, o cuando de esto se blasona habiendo sido apenas parafraseador de poetas extranjeros... De notables poetas españoles pudiéramos hablar, que extraviados de sus naturales tendencias y condiciones, no encontraron aliento allí donde en mala hora lo buscaban. Por no levantar polvo de muchos años venga-verbi gracia-el señor D. Gaspar Núñez de Arce que es hoy, para los que hablan español, el favorito de Helicona. Pues este señor, de seguro, con el mismo estro que tiene ahora, no podrá inmortalizarse en el teatro; y ni en los dramas ni en las comedias de su pluma, se siente la misma inspiración del autor del Idilio ni de Las Lamentaciones; muy al contrario, parece que de la musa de Arce se hubieran hecho dos ediciones, una a la rústica para las tablas, otra de filetes dorados para las entonaciones líricas. Y por no aislar este ejemplo, venga el del primer poeta español, a nuestro sentir y uno de los grandes de todo el mundo, el señor D. Manuel José Quintana, de el Pelayo, en cuya obra no hay ni una sombra leve de la lira que cantó Al Escorial, La

Invención de la Imprenta, y A la Batalla de Trafalgar. La naturaleza no lo deposita todo por junto ni en los cerebros más bien

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constituidos, y cuando se la quiere forzar, se violenta uno mismo. Menos, pues, dará de todo a los que sin genio triscan en todas partes, a la ventura, haciendo de sus cabezas unos mosaicos desordenados. Estas reflexiones hemos hecho al leer la pieza en tres actos, original y en verso por C. Obeso, intitulada Secundino el Zapatero.

II

Don Secundino fue zapatero, y luego rico (no se dice cómo) hombre. El deseo de figurar lo hacía gastar cuanto tenía en convites, tragos, etc. etc. Entre sus amigos contaba al doctor Braganza, político y filósofo, de quien recibía consejos y había aprendido la Lógica. Además, tenía por amigo a Facundo, discípulo del doctor, y libertino. Marta, mujer de don Secundino, bregaba por cuantos medios fuesen posibles, en llevar a su marido al buen camino, y por moderar sus ímpetus derrochadores; lo mismo que por persuadir a su hija de que necesitaba cambiar de hábitos, porque Aniceta era lo que puede llamarse una empedernida romántica; y porque moderara sus gustos, pues estaba más que enamorada del joven Facundo, á pesar de antiguos compromisos y amoríos con un artesano, del agrado de doña Marta, llamado Félix Tapia. En esta situación, exhibe el autor a sus personajes. Va el desarrollo. Para hacerse Senador y otras muchas cosas don Secundino necesita dar un banquete en el hotel Violet. Como no tiene ya dinero, hace que su mujer empeñe las joyas. Después de mil sermones de doña Marta, todo queda concluido, y se dará el banquete al día siguiente. Mientras don Secundino piensa en más fiestas, los acreedores asedian a la familia y la fatigan: ya por el pan, por la leña, ya la lavadora; todos piden y a nadie se le da. Durante los preparativos del banquete, Aniceta recibe de Félix una carta. Que la quiere mucho, que la recuerda mucho, que serían muy felices si se casaran; todo esto le dice. Aniceta se impresiona un poco, pero vuelve bien pronto a su orgullo natural y a sus acostumbradas ambiciones, y todo lo olvida. Eso si, recibe con puntualidad floreos de Facundo, y se los devuelve con creces. Doña Marta no puede ya tolerar tánto, y por sobre todo, se resuelve a hablarle francamente a Aniceta. Ella, empero, no le escucha y se refugia en la alcoba. Acaba el primer acto con las imprecaciones de doña Marta: "Los pies son hoy la cabeza Y la cabeza la cola," dice, y cae el telón. En el segundo acto, Braganza bebe con don Secundino y Facundo fine

champagne, y hablan de la filosofía tudesca y de Ali-Kelim. Abandonan la escena, sola Aniceta-después de recibir unos recados de Félix-y como llovida del cielo, se aparece Teresa Valderrama, amiga de colegio de Aniceta, a hacerle una visitar Hablando de la felicidad del matrimonio estaban, cuando Facundo, que no se para en la primera copa entra y principia a tomarse libertades con Teresa y a filosofar

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contra las mujeres. Aniceta, acalorada, lo despide, pero él no se va, y continúa su tema impasible; entonces Teresa y Aniceta se alejan. Luego le da Aniceta las quejas a don Secundino. Son truhanadas-le responde éste. -Más perspicaz doña Marta, explota el malestar de su hija para hablarle contra Facundo, y casi la resuelve a enviarle la argolla, pero.... no se la envía. Sin embargo, mucho que la hace pensar la felicidad de Teresa, casada con un Juancho, que en la ciudad sembraba legumbres, y papas en la Sabana. Aniceta, por chismes de cocina despide a Petrona, criada de la casa, no sin darle antes un cariño. Y terrnina el acto segundo. ¿Por qué viene don Secundino de tan mal humor? ¡Pues qué ha de ser! Le han dicho sus comensales que es un majadero. Pobre don Secundino... Un majadero. . . Pero ya se consolará, sobre todo conversando con Braganza. Llega en efecto Braganza, y don Secundino le cuenta todo. -Pierda usted cuidado, que yo escribiré contra esos mandrias lindezas. ¡Pero tengo tánta sed!... Mientras don Secundino voltea para hacer que le traigan agua al doctor, dice éste por lo bajo "es tan loco, es tan bestia." Y don Secundino le oye. Este es el último golpe para pobre aspirante á hombre público. Furioso contra él, don Secundino no permite que le traigan chicha, y el doctor, impaciente por beber, se va a Los Portales, donde dice que la hay. Mientras tanto van y vienen los recados de Félix. El pobre mozo no sabe qué hacerse para lograr un sí de Aniceta. Como es el asunto de más importancia de la casa, lo discuten Marta y Secundino. Marta estima á Félix. Secundino no niega que es trabajador, noble corazón, buen amigo; pero es artesano, y él no tiene su hija destinada sino para un magnate. Así, no se habla más del asunto. Don Secundino se viste y se va para el banquete. Mientras tanto los acreedores invaden la casa con la Policía, dispuestos a pagarse con los muebles y la ropa lo mucho que don Secundino les debía. Los comanda Facundo. Cuando todo iba a ser embargado y la familia arrojada a la pampa (o sea a la calle. . .), y la miseria iba a cernerse sobre sus cabezas, con todos sus horrores y con todo su cortejo, hay una voz que grita: - ¡Yo pago! Todos se vuelven y encuentran a Félix Tapia, el mismo, ni más ni menos. No tienen tiempo las señoras de darle las gracias, porque don Secundino entra en ese momento, y como todo le sabe, abrazando á Félix, le dice a Aniceta: -"Hija de mi corazón, ve aquí a tu esposo y mi yerno!" Aniceta se asusta, o así lo finge. -"Pero papá, tú no debes anticiparte. . ." -"No hay medio, le dice don Secundino. Este es un joven honrado, y que lo aceptes te ruego." - ¿Qué más se quería Félix? -Pues como no quería más, le responde vivamente: -"Mil gracias, don Secundino." Ya estaba todo hecho. Don Secundino les da buenos consejos, se arrepiente de

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haber sido derrochador y el telón cae. "¿Y los demás, qué se hicieron, Se casaron tal vez o se murieron?" Ni nosotros sabemos, ni lo reza la comedia. Esto que apuntamos es simple y únicamente el argumento y el desarrollo que le da el autor. -Pero ahí no hay argumento, se nos dirá. -Pues es verdad, respondemos nosotros.

III

Se vuelven los ojos actualmente, en toda obra literaria, con mayor razón cuando es de algún aliento, más a la idea que encierra que a la belleza de la forma que la cubre. Y esto, puede decirse, porque la perfección estética ya está dada por los grandes poetas, pero aún los problemas de la vida permanecen en pie, preocupando á todos. Como un medio, sobresaliente por supuesto, se tiene la forma, para hacer más agradable la enunciación de la verdad o de la mentira, de la fe o de la duda del siglo actual. Legítimo es aspirar a que, en cuanto sea posible, vaya el adorno al nivel de la idea; pero es estrafalario concederle supremacía sobre ella.

Como las techumbres moriscas, cargadas de arabescos y de minaretes, sin sólidos cimientos no pueden resistir el empuje de las edades, así las composiciones literarias, por más bella que tuvieren la forma, si al mismo tiempo no tienen la fortaleza en el fondo, jamás alcanzarán a vencer los rigores del tiempo. Pide el siglo que se investigue, y se lo pide a todos, y no en segunda línea a los poetas. Pueden los genios impenitentes no escucharlo, pueden oponer su esfuerzo a esa llamada; revuélvanse heridos y ataquen a su turno; cuando más alcanzarán a presentar el espectáculo de una grande agonía, así como la de un cachalote clavado al arpón. Pero nada más. Y ¡guay! de los nenés; que también retroceden y se encaran y dan por hincar el dientecillo. . . De ellos será el reino del desprecio.

Y si es misión de los poetas, en su esfera, luchar por algo, pensar en algo, preocuparse de algo, no puede ser ese algo otra cosa que la verdad, y para ella deben ser, así las primicias de la juventud como los frutos de la edad provecta. Y aquí hay, necesariamente, que reconocer como enemigo a la mentira. Ya planteados estos principios, el uno en presencia del otro, cabe estudiar las escuelas que a ambos sostienen respectivamente. De otra manera, desconociendo el objetivo de cada uno, sus medios de acción y sus leyes regularizadoras, todo trabajo sería infecundo porque esa condición y no otra tienen las labores emprendidas sin criterio.

Como en filosofía, en literatura se han empeñado los hombres, unos en resolver todas las cuestiones por medio del examen, otros en resolverlas por medio de la

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autoridad. Se examina para creer, dicen los unos; cree porque se manda, dicen los otros. Empeñada la lucha, ningún campo ha sido vedado para ella, y al teatro, con especialidad, se le ha encomendado mucha parte de la obra; de aquí que siempre en las tablas se planteen los problemas que están sobre el escenario del mundo. Para suplir con la fuerza del espectáculo la debilidad de la realidad, en la comedia y en el drama se los ha recargado con excesivos colores. Así que las luchas, las exposiciones de doctrina, las tendencias, todo se presenta en sus últimas consecuencias, como que de allí se ha de sacar el convencimiento o la repulsa del público.

La escuela de la autoridad, que odia la República, los derechos del hombre; que es dogmática en filosofía; autocrática en religión; monárquica en gobierno.

Que con la revelación y el milagro pone de presente á Dios; que con una orden implacable, inapelable y absoluta, señala la excelencia del Papa o del Rey. Que dice que no estamos organizados para conocer la naturaleza. Que la verdad es palabra de los ministros del Altísimo, y enigma impenetrable para los libres profanos. Que el hombre vive para sufrir y llorar aquí, porque la tierra es apenas una estación en la carrera milagrosa del hombre hacia el cielo. Que la virtud es la continencia; el honor, la bajeza; el heroísmo, la desidia. Que asegura que sólo ella tiene resortes para dar los grandes impulsos, recompensas para las grandes fatigas, esperanzas para los grandes dolores. La que niega que el hombre se perfecciona y que las sociedades progresan. La que perdona las grandes iniquidades históricas y ora por los mandatarios afrentosos de los pueblos. La que todo lo malo y todo lo inicuo y todo lo ominoso inventa para explotar y aniquilar las naciones. Escuela atroz, por último, que no tiene corazón ni inteligencia, pero sí ancho bolsillo y codicia ilimitada. Todas las pasiones bajas y los intereses mezquinos los pone en juego la escuela autoritaria, en todas partes. En el teatro, ella tiene siempre algún desenlace trágico para los ciudadanos, y una corona para los nobles. El cadalso o el manicomio para los que aspiran a mejorar sus hermanos. La burla cruda y desazonada para los que hablan de libertad; para los que gritan orden y respeto, la servil alabanza. La calumnia para los gobernantes populares, el hosanna para los tiranos. Y hacen su parte, y así trabajan por el retroceso los escritores de esa escuela. Más profundamente acaso en la comedia de costumbres. El hábito, que es el lazo que más duramente ata, lo explotan ellos para empedernir a los hombres en las malas costumbres. La calma en los hogares que tánto halaga, les n encomios altísimos cuando es viciosa. Suspiran eternamente con la vida pastoril, para la sociedad la mujer a la rueca, y el hombre a la labranza. No creáis que permiten que una hija del pueblo aprenda a leer: se vuelve romántica; que aprenda a escribir, gasta mucha tinta. Un pobre no debe aprender geografía: así llegará a creer que el mundo no tiene por linderos los mojones de su campo.

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Y si aprende gramática ¿quién le aguanta esa retahila de frases redondeadas según la sintaxis precisa? ¿Cómo ha de ser que un pobrete llegue a saber que hay más verdades de las que predica el señor Cura, y más libertades de las que concede el señor Alcalde? ¡Eso sería horrible! Eso sería mucho perder para la escuela autoritaria, y no puede consentirlo. En el teatro se consagra a presentar como absurdos afrentosos e inmoralidades supinas las más inocentes fruiciones de la inteligencia y los más honestos actos de la vida. A esta escuela aberrante y absurda ha servido el señor Obeso con su comedia, que por galantería así la llamamos. Esas inquietudes, esos profundos odios y eternas recriminaciones contra nombre de ciertos grandes hombres, allí tienen lugar, como vemos, con los de Béntham y Tracy, en quienes ceba el autor su rudo chiste. Podría caber aquí un proverbio que callamos, pero en el cual va por mucho la luna y la saliva. No sólo el señor Obeso tiene por tarea maldecir de ciertas obras y execrar a ciertos autores; ella es y ha sido y será obra la más importante necesaria del partido conservador. Los escritos de Béntham y de Tracy han fecundado la libertad en Colombia; han mecido, digámoslo así, la cuna de nuestros derechos. Lo comprendió el General Santander cuando hizo obligatorio su estudio, y lo han comprendido de esa manera los gobernantes más eminentes y los más notables hombres del liberalismo.

Pero no así el partido conservador, que tiene como fuerza motriz el catolicismo. Obras que les dan a los individuos la conciencia de su derecho y de su fuerza, que les señalan distintamente su posición en el mundo, y los descargan del peso de las alas de ángel que tanto los abruma, y les muestran desierta la vasta extensión de los cielos, esas no pueden ser miradas siquiera con compasión por la trahilla de explotadores de los pueblos. Viven de negar la verdad los ultramontanos, y allí está la verdad. Allí está la fórmula de los libres, y los conservadores, necesariamente, quieren plantear la fórmula del despotismo. De manera que apenas hacen su deber los enemigos de la ciencia y de la república.

Y si en esto convenimos con respecto al enemigo, no con poca extrañeza podemos mirar cargos para tan excelsos redentores, salidos de labios de los redimidos. Hay en esto ingratitud y perfidia. Tánto preocupó al señor Obeso el pensamiento de atacar a Béntham y a Tracy, que no nos equivocamos al afirmar que eso constituye el fondo de la comedia, no siendo la delineación de ciertos caracteres otra cosa que un ensanche de la pertinaz idea indicada. Don Secundino, porque ha aprendido Lógica, es un disipador, y Facundo un pedante, y el doctor Braganza un borracho. Cree, en consecuencia, el señor Obeso, que la Lógica es un índice de licores, cosa que es bien original. Todos, en la casa de don Secundino, son infelices, porque el pobre viejo halló por ahí quien le leyera á Béntham y a Tracy. La misma cocinera parece que desde que el amo sabe Lógica no acierta con las asas de las cacerolas.

Aniceta es romántica porque don Secudino sabe Lógica. Los únicos que tienen la cabeza en su lugar son doña Marta, porque ella no ha estudiado los malditos

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libros, y Teresa, que está casada con un calzonazos de los alrededores. Félix Tapia también es bueno por la razón muy sencilla que se desprende del relato: porque no es malo. ¿Qué quiere decir un libro así de desbarajustado? Pues mediten y vuelvan a meditar, que damos por perdida nuestra alma si se descubre algún mérito en tamaña palabrería. Esta comedia es como esos arbustos de las llanuras abrasadas, sin hojas, sin frutos, sin flores, sin el enhiesto tronco y el hermoso copo, o como esa perrilla de que habla Marroquín, entre perras protoperra. Y tanto es pequeña que se escurre a la pluma de la crítica, porque esa es la condición de los alumbramientos medianos del ingenio.

Las altas cumbres las busca el rayo, a las hondas simas se llega el ojo abismado, pero no esperéis ni un golpe de los cielos ni una mirada de los hombres para el oscuro y retirado yermo. Libro es el del señor Obeso, que no fija siquiera un momento la atención. En las obras buenas, de costumbres, la humanidad se mira retratada; parece que se duplica y se entretiene con este juego, a modo de espejismo. Buscad ideas nobles, conceptos elevados, profundas enseñanzas, estudios del corazón, en cualquier parte, menos en la comedia del señor Obeso. Y asimismo, íd lejos de la dicha comedia por hermosos giros de lenguaje, por entonación robusta y sostenida. Decía Larra de Dumas y Víctor Hugo, que aunque se creían originales, eran meros plagiarios de la sociedad en que vivían. ¿Es siquiera Secundino el Zapatero un reflejo de lo que pasa en nuestro pueblo? Ni aun eso.

Aquí es verdad que hay enormes fuerzas al servicio del terror, que se trabaja incansablemente por hacer nula la obra de 1810; pero también es cierto que hay una resistencia poderosa contra esos elementos viciosos, y que se les combate a menudo de continuo se les vence. Cierto que hay algunas inquietudes y algunos extravíos, pero ellos mismos dicen que hay savia exuberante. No negamos que la ambición salve el límite de la prudencia, pero eso sólo es el ejercicio de un santo derecho. Nuestra sociedad no es un querubín, pero hace mucho por no ser el diablo. Y mejoraremos. Mejoraremos, si, porque en sesenta años hemos hecho la mitad del camino. Ya vemos esa aurora, o ya la verán los hijos de nuestros hijos! Entonces el teatro será entre nosotros lo que es en los países civilizados apoyo de la ciencia. Y de seguro que entonces esas generaciones ni se dignen volver los ojos a Secundino el Zapatero sino para meditar en cuánto va de los vivos a los muertos. 1880. 28 Julio, Bogotá. NOTA-De una vez por todas advertimos los escritos en que no se indique la publicación de donde han sido tomados, es porque son inéditos, como éste. El autor y C. Obeso eran amigos cordialísimos y jamás tuvieron la mínima querella. Pero Obeso era un liberal laxo, de oído para quien la filosofía emancipadora no tenía mayores atractivos. Se había batido por el partido liberal y en sus filas vivió y murió; pero sus aficiones literarias y un cierto orgullo que él se fingía de que, aun

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siendo negro y humilde por su cuna, era aristos por la excelsitud de sus dotes mentales, la llevaban a coquetear con las tradiciones y enseñanzas añejas de los feudatarios de la Colonia entre nosotros.

De allí el que habiéndole prestado nosotros las comedias de Moratín-clásicas si las hay y bien liberales para su época, por cierto-se pusiera a la obra de fabricar una comedia en ese estilo y patrón y en cosa de una semana abortó á Secundino

el Zapatero, que se apresuró a publicar en folleto, según quedó pagado de su hijo. Por supuesto que lo aplaudieron mucho los periodistas clericales que vieron en la comedieja una sátira más o menos fina, pero traslúcida, agresiva, contra el partido liberal y sus enseñanzas por entonces ya cuestionadas por la reacción nuñista que había de sepultarlas bien pronto. No fue preciso otro empujón para poner la pluma en la mano al autor y zurrarle á Obeso la pavana, cual queda expuesto.

Por entonces-1880- todavía Juan de D. no escribía para el público, ni tenía periódico, ni había compuesto sino la llamada Hoja blasfema, contra el General Payán, y alguna otra cosa de poco aliento, pero siempre, eso sí, en su estilo prodigioso, que aquí va mostrando. La hoja susodicha, lo primero que dio a luz, fue atribuida por don José Joaquín Ortiz en La Caridad, por los redactores de El

Deber y otros papeles conservadores, a Rojas Garrido, a Felipe Zapata, a los Pérez, a una cualquiera de las primeras plumas de Colombia, pues todavía no era conocida de nadie la que había de ser la primera. Inesperables como éramos entonces el autor y nosotros, corrió a nuestra pieza una mañana y leyónos las cuartillas de esta crítica esperando nuestra opinión sobre ellas. Se las aplaudimos cual lo merecen, pero le observamos que Obeso, sensible como una entraña, sufriría mucho con su publicación. Eso bastó para que nos las entregara diciendo: -"Guárdalas, pues, para evitar la tentación de darle un mal rato al Negro." Treinta y dos años han dormido esas pequeñas hojas de papel de carta-vueltas de carta algunas- y si hoy las imprimimos, ya muertos ambos nuestros dos amigos, lo hacemos en obsequio de los lectores de la obra de Uribe, que hemos ofrecido completa, y como un testimonio del amor celoso del autor a las ideas liberales, al propio tiempo que de su consecuencia inalterable en la amistad, prenda suya de carácter apenas igualada por la elegancia y majestad de su estilo-(El Editor.)

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OJEADA

El mundo latino, después de un período embrionario de derecho, y de un lapso retrógrado, se desarrolla por el lado de la libertad, con impulso tan visible, que será uno de los sucesos más extraordinarios del siglo décimo nono. En Europa, Francia se transforma en república practica, que será radical no muy tarde, porque lleva en sus entrañas el leviatán socialista, que empuja al Gobierno que quiera ser estable, hacia un límite prudente. En Italia, a la república la detiene el cerco de arena, que es la casa de Saboya, incólume por el testamento de Garibaldi; pero que va en desuso, por sus genuflexiones á Alemania y Austria, su intemperancia belicosa que empobrece al país, sus Ministerios sin escrúpulos, y la popularidad de los revolucionarios osados, que se atreven al trono y a altar con igual énfasis. España es democrática con el mismo Cánovas del Castillo, jefe de los conservadores; y caerá el trono al entenderse sinceramente las fracciones republicanas. El Rey de Portugal solicita amparo de las Cortes de Europa, ante el probable advenimiento de la república, que será cuestión de días, según el criterio del asustadizo monarca. En los países citados existe, además, el cauterio actual anarquismo que es en el fondo las represalias que los miserables toman contra el mismo sufrimiento. Cuba atrae los ojos del mundo entero El movimiento separatista crece y merman las facilidades de sofocarlo; porque España no tiene dinero, su ejército es apático, sus generales ineptos, el clima de la isla mortífero, y los patriotas cubanos confrontan el dilema del triunfo o la muerte. El reconocimiento de la beligerancia, por las naciones americanas ya es tácito, y será de bulto en breve tiempo. Méjico simplificó el problema de Gobierno con la permanencia en el poder de Porfirio Díaz, que es liberal bautizado con la sangre de Querétaro. Con la caída de Domingo Vásquez y de los hermanos Ezeta, la América del Centro ensancha la zona libre. Los reparos que se le hacen á Costa Rica no dependen del pueblo sino del gobierno de Iglesias, que es efímero; si en Guatemala hay un Poder personal, no es precisamente con tendencias conservadoras. Entre los gobernantes de la América Central, Reina Barrios, manda; Gutiérrez, gobierna; Bonilla, edifica; Zelaya, emprende; e Iglesias, pelecha. Los liberales de Venezuela deponen sus querellas ante la amenaza inglesa; y ven hacia atrás con mucha repugnancia, corno lo prueba el desprestigios de los oligarcas. La problemática transformación del Brasil está cumplida, sin que la casa de don Pedro columbre una esperanza de desquite en su gran feudo antiguo. El Paraguay se horripila aún con la memoria de los Jesuitas y del doctor Francia. El Uruguay acrecienta su libertad medida y próspera. En la República Argentina los radicales son la mayoría, y considerados como el

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final lógico de toda crisis. Chile se vuelve a la memoria de Balmaceda, pues la mistificación de partidos iba llevándolos a la catástrofe. Bolivia se da cuenta de que por la libertad interior se restablece una nación mutilada, que tiene litigios de honra. El Perú va dejando los cosméticos por ocupaciones viriles, que le aseguran su independencia, hoy trunca. El horizonte de Colombia está oscureciéndose debido a los monopolios y a la esclavitud de la conciencia, ya que la introducción de frailes por los puertos de la República se está haciendo alarmante. Las aves negras no pagan derechos de Aduana por sus personas ni sus BIENES; representa en todo tiempo el aldabón de la tiranía, y son los únicos explotadores de la riqueza pública. El Ecuador limpió los establos de Augias, y se prepara a una higiene inevitable

moral de grandes proporciones. (El Pichincha, 1895, Quito).

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LA PROLE DE MONTALVO Vivo Juan Montalvo, las regiones del pensamiento nacional no simularan un lago sereno o un pantano inmóvil, sino el océano de eterno movimiento, con vórtices y ciclones, por donde van los marinos audaces que no temen la muerte. Ya le veríamos impertérrito correr a la interrogación de los problemas políticos, sociales y religiosos que hoy infunden respeto, y poner sobre el terror su antorcha se alumbran las sirtes del mar para el cuidado de les navegantes. Ya estaría con la clava formidable en la mano, golpeando muro enemigo, sin cuidarse del polvo que se levanta en remolino espeso, ni de las ruinas que aplastan a la gente sitiada. Y ya triunfante, sobre escombros y verdes oasis, el egregio tribuno daría la consigna del día venidero: de nueva faena, de nuevo arrebato, de marcha incesante hacia arriba. El descanso le hace antesala a la muerte; el ocio se inclina al delito; las manos que huelgan se juntan con nudos de hierro. Aquel luchador no conoció la molicie, la penumbra, los vagos crepúsculos. Se embriagaba con el combate, dormía en los brazos del peligro, tenía puesto en las tremendas orgías del pueblo irritado. Su pluma era un asalto y una barricada. Si aclamó la paz, quiso decir la libertad y el derecho intocables. Condenado, perseguido, prófugo, proscrito, jamás fue vencido. Donde puso el pie, fabricó un castillo de su pensamiento, y señor de realeza, despedía sus halcones, que eran sus libros, a hacer la carnicería de tiranos sobre las cumbres andinas. Se ganó el odio de los perversos y la admiración de los hombres libres. La Verdad tuvo en él su báculo; la Justicia tuvo en él su cólera; y muerto, es el jeroglífico, en el Ecuador, de los tiempos futuros. La descendencia intelectual de Montalvo, o se tapa el rostro con las manos, o le da la cara al enemigo como el Maestro. No se la ve a la altura del legado patriótico. Tiene talento, valor y altos propósitos, pero carece de confianza en sus fuerzas. ¿Qué le falta? Lo quiere todo hecho y no se mezcla al trabajo continuo, cuando es la hora de la siembra y de la siega a un tiempo; cuando se requieren músculos intactos y una transfusión de sangre nueva en el organismo decrépito. Verdad es que se rompió el molde en que fue hecho Juan Montalvo, pero suplen al genio la convicción, la buena voluntad y la perseverancia; y aun vale más querer lo que no se puede, que poder lo que se quiere. Un punto de orgullo nacional compele a los discípulos de Montalvo a dar de su propia cosecha, para que no se diga que este suelo es estéril en pensadores emancipados, y que el apóstol era al mismo tiempo el productor y el consumidor de sus doctrinas Se agolpan los asuntos: se transforma el país, se cimenta la República, se rehace

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la historia patria. ¡Cuántos estímulos para mover la pluma y la palabra! ¡Cuánto espacio para la juventud que sigue las huellas e Montalvo! Se ha hecho bastante, quizá mucho; pero, en la codicia de las glorias, radicales, quisiéramos ver más lejos a nuestros hombres inteligentes y de acción. Obras de su brazo airado son ya grandes acontecimientos históricos; algunas de sus primicias literarias son verdaderas joyas; la prensa radical atestigua el mérito de los escritores; pero no están todos en la lid, no están todas las ideas sobre el tapete, falta reunir la falange, y que arremeter al pasado cómo en una carga de hoplitas. El gozo más íntimo será para el General Alfaro, en este renacimiento de la prole de Montalvo. (El Pichincha, 1895, Quito).

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FELIPE ZAPATA (Senador por Santander)

Cuando Zapata pide la palabra y se incorpora, su busto se alza apenas dos palmos sobre la mesa de trabajo que tiene en frente. Es pequeño como Thiers y como Luis Blanc. Ya tiene el cabello entretejido con hebras de plata, en la frente arrugas y la carga de los años, al andar, se nota sobre su cuerpo pequeño, pero recio. Sea él el primero en esta galería que apenas retratará, de un golpe, á los miembros del Congreso actual, porque su inteligencia, que le da puesto de honor en Colombia, se lo fija indiscutible hoy en las Cámaras Legislativas.

No es orador, ni por la voz, ni por la prontitud, ni por los ademanes. Cuando el auditorio se ha se parado algunos metros de su banco, ya no se escuchan sus palabras. Parece que él solo quisiera oír sus discursos. Habla con gran convencimiento, como que jamás razona sin dar tiempo a la meditación. Hay en esto el cálculo y la prudencia del que respeta su altura. No creáis que las exigencias del público, las flechas de los enemigos, el momento grave, la atmósfera encendida, lo hacen perder su serenidad. Si los aplausos asordan el recinto, si el adversario truena, si la cuestión oscila entre el triunfo y la derrota, Zapata está allí en su cómoda silla de resortes, las manos enlazadas y puestas sobre las rodillas, contraídos los pliegues de la frente sobre los párpados, con la mirada fija, que entonces tiene un poder de concentración educado, indispensable para el acierto.

Si el toma un periódico de pronto para leer o se vuelve a decir una palabra al oído de los vecinos que ocupan la sillas cercanas, es porque la claridad se ha hecho en su cerebro, la cuestión ha surgido en su inteligencia, nítida, dilatada, sin contradicciones. Podrá no hablar entonces, pero su voto mudo significa una serie de rápidos trabajos mentales que constituyen el valor intrínseco de la convicción. Para tener convencimiento respetable no basta la buena voluntad, sino que es menester talento que recoja los elementos de los juicios que pone el estudio al servicio de las facultades de la inteligencia. No nos habléis del sentido común en contraposición del talento y de los conocimientos, si no queréis que os llamemos sacerdotes de la imbecilidad.

Solamente hay un día en que Zapata se levanta del asiento con mayor equilibrio, en que su voz tiene más firmeza y alcanza mayor distancia, y es cuando va a leer al Senado lo que ha escrito y quiere que sus colegas escuchen. Todo murmullo se acalla en el auditorio, las palmas de todas las manos se aprestan para romper en estrepitoso aplauso a las primeras palabras, porque, amigos y contrarios, saben lo que pueden la tinta y la pluma al servicio de este pensador.

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La Fama gusta más de la palabra y la Gloria de la pluma. Zapata conoce todos los recursos del estilo, y así en sus cartas sobre la Responsabilidad del partido

conservador, pudo meterse dentro del hábito de un jesuita y causar envidia a los ultramontanos; en el folleto sobre el Empréstito Núñez-Koppel, ser preciso como una fórmula algebraica, y en su carta del tiempo de la Evolución

Otálora comprender todos los intereses, con frases generales, cuando la discordia los apartaba más que nunca airada y rencorosa. Depende este dominio sobre el pensamiento escrito, de su educación literaria, porque Zapata por simpatía, que nace de su propio mérito, ha buscado para divisar la extensión del arte y de la ciencia, no los collados, sino las cimas. Sabemos que le son familiares Bacón, Pascal, Montesquieu, Béntham, Shakespeare, Victor Hugo y Balzac.

Hay generalmente en sus escritos, -bien que no se convenga con su propósito, -claridad, verdad y belleza. Lo suficiente, en consecuencia, para hacer una reputación literaria. (Ha sido el señor Felipe Zapata, Senador, Representante, Ministro Diplomático, Secretario de Estado, Diputado a Legislaturas, Convencionista, etc., etc.) (La Actualidad, 1884)

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TRES AMORES (De Julio Arboleda, José Eusebio Caro y Gregorio Gutiérrez

González)

Sumada la vida de estos tres poetas se hace un siglo y veintiséis años: Arboleda vivió cuarenta y cuatro, Caro treinta y seis y Gutiérrez González cuarenta y seis. Los tres se casaron muy jóvenes: Gregorio a los veinticuatro años, Julio a los veinticinco y José Eusebio a los veintiséis. Del primero fue esposa Juliana Isaza, del segundo Sofía Arboleda y del tercero Blasina Tobar. Viven en Bogotá hoy las tres musas de esos poetas, rodeadas de abundante y cariñosa familia, de nietos juguetones a los cuales la muerte privó de los cantos de sus abuelos ilustres. Antes de que el amor les fijara definidamente su centro, Caro y Gutiérrez González tuvieron pasajeros caprichos. El uno y el otro sentían necesidad, urgencia de cariño y de afectos vehementes; y aun que el corazón de Caro rebosaba de amor por su padre, como en cada uno de sus versos se siente y se admira, y aunque Gutiérrez González viviera en la dichosa compañía de estudiantes que lo quisieron muchísimo; no obstante, el amor filial no era para él uno suficiente, ni para el otro la animada fraternidad de los claustros. Caro dejó en sus versos re cuerdos de esa primera pasión que tuvo origen en el año de 1853 (por Febrero). Según su hijo Miguel Antonio, fue pasajero amor de un mes y le cantó la muerte en Mi Amor y ¡Pobre Amor tan bello! "Estas dos delicadas elegías-continúa Miguel Antonio- comparecen en el Original bajo el encabezamiento común de Transición. En la primera dice Caro, retratando, cual Tintoreto a su hija muerta, aquel celaje tan pronto desvanecido:

"Como tras las montañas

Hundiéndose la luna Se pinta en la laguna

Que cercan tristes cañas; Como el dormido infante

En rápido embeleso Aun de la madre amante Recuerda el primer beso; Como la voz del mundo En torno al moribundo

Tal con vivo fulgor Brilló fugaz mi amor."

Gutiérrez González amó con vehemencia. Era estudiante aun muy joven y conoció entonces a una bella señorita en Bogotá, de la cual se hizo adorador fervoroso. Salvador Camacho Roldan pinta a la heroína y la naturaleza de sus amores: "Una virtuosa y bella señorita, de grandes ojos rasgados y dulces a quien vio alguna vez en una ventana, le inspiró una pasión semejante a la de Petrarca por Laura, de quien sólo creyó el cisne de Arezzo tener respuesta afirmativa a las fervientes declaraciones de sus sonetos,

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veinte años después de la muerte de ésta, declaración que, probablemente, por venir del cielo, más distante de tierra que las más apartadas, nebulosas, tardó tanto tiempo en el camino.

Mas no por esto era menos intensa, y aun podemos decir, menos fantásticamente verdadera la pasión de nuestro poeta. Parecía presentir a este ídolo convencional, antes de verle; en los tumultuosos latidos del corazón; poníase pálido y en ocasiones era necesario sostenerle y casi arrastrarle, si la veía Temilda llegaba á pasar cerca de él. Complicóse esta afección erótica con alguna enfermedad real que producía palpitaciones desordenadas en el corazón, y habiendo consultado a un eminente Profesor de Medicina, cuyos fallos eran reputados inapelables, éste creyó encontrar señales de una aneurisma muy adelantada, y le aconsejó discretamente regresar sin demora a la casa de sus padres." El médico era el doctor Cheyne, y el día de este tremendo diagnóstico el 16 de Diciembre de 1846: -"Su enfermedad lo hará morir a usted antes de un año, había dicho a Gregorio Gutiérrez, y ese mismo año, y por esos mismos días, José Eusebio Caro le dirigía una poesía al médico, en que, sobre el supuesto de que moriría de un mal incurable al corazón ponderaba su ciencia y sus virtudes:

"Oh! ¿quién no llorará sobre tu suerte, Cheyne, ángel de bondad, sabio infeliz,

Que sabes del dolor y de la muerte Salvar a los demás pero no a ti?"

De modo que al mismo tiempo que el doctor Cheyne desahuciaba a un gran poeta, otro gran poeta lo desahuciaba a él... ¡Y Caro murió primero que el médico, y Gregorio a los treinta y siete años del pronóstico! Temilda no quería demasiado a Gregorio, porque él al despedirse le cuenta una pesadilla espantosa:

"Y sufucado en negros pensamientos

La sien del lecho, delirante alzaba, Y en mi febril agitación veía

Tu desdén.... y mi tumba abandonada. Por ti al sepulcro, desdeñado bajo, Buscando en él la apetecida calma;

Y nunca sentiré sobre mi losa De tus ojos divinos ni una lágrima."

¿Quién es Temilda?-Vive, según se nos ha dicho, en Bogotá, donde la conoció Gregorio Gutiérrez, rodeada de las mayores consideraciones sociales. Vivirá en los versos del poeta antioqueño con la pasión desesperada de un primer amor desgraciado. Los versos de Julio Arboleda arrojan poca luz sobre el movimiento de su alma, si

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no es en las vulgares sátiras políticas, que son despreciables, véanse corno se vieren, o en algunas composiciones como Me ausento, en la cual asoma una pasión contrariada:

"Y con la mano trémula apartóme, Sustrajo a mi cabeza su regazo,

Huyendo de mi amor y de mi abrazo Y de su propia tímida pasión. Y yo la vi de lejos, reclinada,

Puesta la mano trémula en la frente, De un caduco deber llena la mente Y del amor presente el corazón."

Pasión contrariada, de la cual se hace reminiscencia en la última estrofa de Gonzalo de Oyón:

"¡Ay, infeliz del que a mujer adora!

Que a otro el Eterno en sus decretos dio! ¡Ay! infeliz del que a piedad movido

Llama de amor antiguo resucita! ¡Ay, infeliz del pecho que palpita

Por un bien que la suerte le robó!"

Solamente en una composición, la menos repugnante de las políticas, Julio Arboleda se dirige a su esposa:

"Mi bien, mi amor, mi angelical Sofía, Adorno de mi casa y de mi nombre,

La flecha huyendo de mi pecho de hombre, Va de rechazo a herir tu corazón..."

Y en otra, de la cual un biógrafo hace mención, pero que no aparece en el volumen de sus versos, publicado en New York, se despide de la dama, "modelo de gentileza y de virtud, a la que después tomó, por esposa (1842)," de este modo:

"En vano, en vano palpita

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Mi corazón al dejarte; Es preciso para amarte

Virtud y gloria tener. Si cobarde me creyeras Me despreciaras villano Más que recibir tu mano Yo la quiero merecer" 2

2 "Merecida ha de ser no arrebatada" Quevedo, Musa VII. Digan nuestros lectores si esta reminiscencia y la que hace notar el señor Cuervo en sus Apuntaciones, y muchas otras que pudiéramos indicar si fuera nuestro propósito roerle los zancajos a este poeta guerrero,-que tomó del italiano, del Duque de Rivas y de Espronceda los pocos versos que pueden obtener para él la estrecha inmortalidad colombiana-no nos autorizan para creer que Arboleda va a la zaga de González y Caro, como un buen monitor, que recita la lección aprendida, junto a un ingenio que inventa (Nota del Autor).

No nos parece Julio Arboleda, como poeta, a la altura de Caro y Gutiérrez, porque ni su pensamiento es tan profundo como el del primero y tan vigorosa su estrofa, ni tuvo jamás el encanto y el lujo de los versos de Gregorio. Tiene, es cierto, admirables períodos, sobre todo en Gonzalo de Oyón, que salvan a esa obra, por otra parte de combinación métrica tan fastidiosa. Cuando juntamos aquí estos tres nombres lo hacemos porque generalmente se dice al hablar de nuestros grandes poetas: "Caro, Arboleda, Gutiérrez González." El amor de Gregorio por Julia es tranquilo, lleno de mutua confianza, y aparece en sus versos sin alternativas, sin zozobras. Desde la primera composición de 1850:

"Juntos tú y yo vinimos a la vida, Llena tú de hermosura y yo de amor;

A ti vencido yo, tú a mí vencida, Nos hallamos por fin juntos los dos!

"Y tu mano en mi mano, paso a paso, Marchamos con descuido al porvenir,

Sin temor de mirar el triste ocaso Donde tendrá nuestra ventura fin,"

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hasta los últimos de 1869, tres años antes de su muerte:

"Así te dije. ¡Oh Dios. . . quién creería

Que no hiciera milagros el amor! ¡Cuántos años pasaron, vida mía,

Y excepto nuestro amor, todo pasó! "Basta para una vida haberte amado:

Ya he llenado con esto mi misión. He dudado de todo... he vacilado,

Mas sólo incontrastable hallé mi amor. "Mas de la vida en la penosa lucha, Ya en el fin, como yo debes hallar

Un consuelo supremo: Julia, escucha: Si no como antes, nos amamos más."

Lo contrario sucede "en la pasión inmortal de Caro por Delina." El la cuenta con una sencillez admirable en sus preciosas cartas íntimas escritas desde los Estados Unidos; la describe minuto por minuto, hora por hora, en sus versos, que pueden llamarse suculentos porque mantienen el entendimiento. En país extranjero, Caro vivía como solo, "el que tiene los ojos empañados con una tela: esa tela que los empañaba era mi amor y tu memoria," dice a su esposa en una carta escrita en Diciembre de 1850: "Volvía a ver la tarde en que por primera vez te conocí, cuando por primera vez oí tu voz tan dulce en el balcón, cuando se me obligó a que entrara... y yo deseaba entrar y sin embargo entré temblando, porque esa voz tuya, tan dulce, esa voz que oía entonces por la primera vez, lo había dicho todo a mi corazón!

Volvía a estar en aquella misma sala cubierta de colgaduras amarillas, cuando por la primera vez me senté a tu lado; cuando yo, pobre miope desde mi infancia, pude ver tu figura radiante cerca de mí. Sí, volvía a verte tal cual eras entonces, cuando comprendí todo lo que valía tu amor, cuando tímido adolescente, estudiante que ignoraba el arte de hacerse amar, hubiera dado mi sangre por poseer una varilla mágica que al tocarte te hubiera animado con el amor que animaba ya al que después había de ser tu esposo.

Oh! ¿qué no daría yo ahora por poder retrotraer los tiempos, por volver a reproducir aquel instante, por haberte declarado desde entonces, delante de todos, en voz alta, con él temblor de la pasión, de rodillas a tus pies, este amor implacable que debía ser, de ahí en adelante, el perseguidor de todas mis penas, el delirio y la fiebre de todos mis días? Oh! ¿qué no daría yo ahora por volver a ser niño, para haber corrido a tu casa a enamorarte desde tu cuna, a darte toda mi vida desde mis primeros días, a ser para ti lo que para Virginia fue Pablo! a

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servirte desde entonces de padre, de madre, de hermano, de amigo, de maestro, de esclavo! a reír con tu risa, a llorar cor tu llanto! a preocuparte desde entonces con mi imagen, a alimentarte desde entonces con mi amor, a hacer que el que después había de ser el padre de tus hijos, llenara de tal manera todos tus instantes, que no pudieras recordar en ningún tiempo un momento solo en que ese antiguo y tierno compañero de tu infancia no te hubiera envuelto con su amor, con su respeto, con su ternura!" En otra carta fechada en San Thomas, el 19 de Diciembre del mismo año, Caro dice a su esposa: "¡Cosa extraña de veras! que este amor que te tengo lejos de debilitarse con el tiempo y con la distancia, por el contrario se aumente con los años! Torres (un compañero de viaje) me lo ha confesado: yo soy, dice, el único marido que haya visto rigurosamente fiel a su mujer y que esté enamorado de su mujer. "Hay en los cuentos de las Mil y una noches un anteojo mágico con el cual, a cualquier distancia podía verse lo que se quisiera.

Yo querría tener dos anteojos de esos: uno para tu uso, para poner a tu vista mi vida entera, todas mis acciones; otro para mí, pero no para usarlo sino para echarlo al mar apenas lo recibiese. Sí, yo quiero poner a tu disposición y en tu completo conocimiento hasta mis últimos pensamientos; en cuanto a los tuyos, no quiero tener otra seguridad, otra garantía, que tus palabras y tu fe. - "¡Oh! ¡no me olvides! De rodillas ante tu fantástica imagen, pues no poseo ni un retrato tuyo, por la sagrada memoria de nuestra querida Antonia, te ruego que no me olvides! Cualesquiera que sean mis defectos; sí, por mucho que me falte para merecer tu amor, mi corazón lo compensa y lo suple todo! ¡Nadie-estoy seguro de ello-nadie ha querido á su querida, nadie ha amado a su mujer como yo te adoro a ti!" Luego sueña el desterrado en planes fantásticos de amor. Desea la riqueza para poder vivir en Francia o en España, donde Delina estuviese más contenta, y convertirla en su "sola ocupación," en "su único y dulce estudio." En el destierro, nunca se apartó un instante de la mente del poeta el recuerdo de la mujer querida. Cualquier cosa, un accidente del terreno, un bello día, servíale para evocar los cuadros de su amor. En presencia de la naturaleza de la zona templada, traía a la memoria la de nuestros valles tibios de Ubaque y de La Unión, y hacía desfilar con un arrobamiento ingenuo los distantes paisajes de días lejanos: -"Me acordaba, dice, de Ubaque. . . .de aquellos dulces paseos que hacíamos algunas veces al puente, otras al camino Fómeque; cuando íbamos por la mañana a tomar leche fresca con los muchachos y con Margarita; cuando íbamos por la tarde y nos encontrábamos con los indios, borrachos, que bailaban o dormían.

Me acordaba también de Chapinero. . . . de aquellos paseos que dábamos al río a bañarnos! ¡de aquellas dulces mañanas! ¡de aquellas dulces tardes, de aquellas dulces noches! ¡Oh dulces horas! ¡oh dulces misterios de los corazones que se aman! ¡oh dulces secretos! . . . Después de haberos conocido, es necesario

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confesar que el hombre puede ser feliz, verdaderamente feliz, ¡ay! ¡tan feliz como yo lo he sido!" Lo mismo que decía Gregorio a Julia: "Basta para una vida haberte amado."

El amor de Caro es un drama lleno de incidentes que él relata con pasión cada vez más creciente, en sus versos. Se ve allí al gran poeta, rendido al amor, temblar por su dicha, entusiasmarse desfallecer, anonadarse y tener nuevas esperanzas. Pero su estrofa es casi siempre magnífica; estupenda, cuando los inconvenientes, las sospechas, los celos, lo cercan y tiene él que alzarse por encima de esas vicisitudes de la vida, para proclamar, en voz solemne, su amor, que cree inmortal y que es entonces fantástico. El se siente y se describe:

"Oh! si me amaras tú !-Yo, si me amaras,

Mi corazón te abandonara todo; Mi corazón maravilloso, inmenso,

Sin límite en su amor, sin fin, sin fondo! "Ay! de mi amor las comprimidas llamas,

Vieras salir en manantial furioso, Cebar en ti sus insaciables fuegos,

Y al cielo alzarse en grande lengua de oro"!

Amor era el de Caro, que con él iba a todas partes. En víspera de un combate-combate real-Delina ocupa todo su pensamiento:

¡Si esta es mi hora postrera, tuya sea! Todo el amor de que capaz soy yo,

Todo en mi pecho, concentrado y junto, Te lo ofrezco Delina, y te lo doy!

¿Lo aceptarás?.. ¿Qué se oye?.. ¿El enemigo? ¡Alarma, suena ronco el atambor!

Truena el bronce. . . ¡mis armas! ¡mi caballo! ¡Oh! ¡dame algunas lágrimas !-i Adiós!"

Cuando Caro se casa, sus versos son de inefable contento, pero encierran una triste incertidumbre. La bendición nupcial, en donde hay una artificiosa crítica del principio de utilidad; La lágrima de felicidad, cuyas doce primeras estrofas son de un arte y de una voluptuosidad sorprendentes; A mi primogénito (la bendición del feto), que escandalizó tanto a los conservadores meticulosos, son la prueba de nuestra aseveración. Caro se hace amante y más pensador desde que Delina es

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más suya; bien se le decía que era el único esposo, "rigurosamente fiel a su mujer y que estaba enamorado de su mujer"

Alma de poeta, tan pura y nítida, tan amorosa y delicada, tan suave y profunda, no debía tener sombras que la mancharan ni haber puesto plumas de cuervo en sus alas blancas. Nos referimos a su valiente e injuriosa poesía titulada La Libertad y

el Socialismo, y a esta terrible frase de una carta publicada en El Granadino y dirigida al General Herrán, en que le aconsejaba que levantara un cadalso para González, Córdoba y Patria, comprometidos en acontecimientos políticos:, "Por otra parte, decía Caro, entre nosotros no hay destierro perpetuo ni cárceles seguras: LA SOLA CARCEL SEGURA EN QUE A ESTOS REVOLTOSOS PODAMOS ENCERRAR, ES AQUELLA ESTRECHA Y ETERNA CARCEL CUYA LLAVE ES EL PISON Y CUYO ALCAIDE ES EL SEPULTURERO!" Del mismo modo que julio Arboleda, poeta también y tierno muchas veces, escribió sus versos de El Misóforo, de ataques personales, sin gracia, y, a semejanza de Caro, se reprochaba un instante de misericordia que tuvo en Santa Marta con algunos prisioneros políticos: "Tuve la debilidad-decía Arboleda-de ceder a la opinión general Y PERDONAR A LOS AMOTINADOS: golpe fatal a la disciplina, del cual en parte me reconozco responsable." ¿Por qué el grande amor de Caro por Delina no se ha hecho popular como el tierno de Gregorio por Julia? Es que el uno alzó a su dama una fábrica de granito, correcta y simétrica, pero poco vistosa para la multitud, y el otro derramó el amor de su corazón en música dulcísima por todos comprendida y que a todas partes llegaba. Tuvo el uno más cuidado de los cimientos y el otro de la cúpula del edificio, que puede verse desde lejos. Son ambos, empero, soberbios. El amor de Gregorio por Julia dio alimento a innumerables poesías, llenas de ternura y de admiración. Cuando el poeta antioqueño murió, sobre todo, la musa de la elegía dijo quedo al oído de José Maria Rojas Garrido los misterios de la plegaria y él se dirigió a Julia en magnificas estrofas, que pintan al gran poeta:

"Poeta peregrino, tánta pena,

Soltando en llanto su copiosa vena, De tu genio nubló la hermosa luz.

Que en tus festivas páginas se advierte No sé qué tono, al parecer, de muerte,

Que vibra melancólico el laud. "Si acaso disimulas, tu sonrisa

Siempre lleva el suspiro de la brisa Que se queja en las ramas del ciprés.

No te fue dado sonreír de gozo, Sintiendo inevitable en tu alborozo La espina del dolor fija en la sien.

"Al conducir la imponderable carga

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Del sufrimiento en la región amarga De esta vida, relámpago fugaz,

Fuiste como una sombra que se inclina Del negro precipicio en que camina Sondeando el abismo al espirar."

Otro desgraciado poeta de Antioquia, que en el silencio de un hospital pasea el silencio de sus ideas, Epifanio Mejía, hoy desgraciadamente loco, escribió entonces á Julia:

"La americana virgen poesía

Perdió de Antioquia su mejor cantor, Perdió Colombia su mejor poeta

Y Julia la mitad del corazón. "Esposa amante del amante esposo,

Julia, delirio dé su santo amor, Relicario del alma de Gregorio,

Yo vengo a acompañarte en tu aflixión."

Los amores de los poetas son inmortales: ellos constituyen su fuerza y descifran su vida. (La Actualidad, 1884)

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DOS DUELOS DE HOLGUÍN (Primero)

El 17 de Septiembre los diarios de la mañana en París, publicaban el siguiente proceso verbal: "A consecuencia de una grave controversia en los Estados Unidos de Colombia (América del Sur), entre los señores Carlos Holguín y Federico de la Vega, un encuentro se ha creído necesario. De común acuerdo los testigos han convenido que el arma sea la espada.

"Hoy, los dos adversarios fueron sobre el terreno, Aubry-sur-Seine, residencia del señor Santodomingo Vila, Ministro de Colombia en Francia. El combate ha durado diez minutos. La demasiada impetuosidad fue fatal al señor Federico de la Vega, quien en el último ataque recibió una herida profunda en el antebrazo derecho. Los testigos han puesto fin al duelo a consecuencia de la imposibilidad de continuarlo por parte del señor de la Vega. "Y firman la presente relación, por duplicado, en París, a 16 del mes de Septiembre de 1882. "Por el señor Carlos Holguín, José María Torres Caicedo, César Conto-Por el señor Federico de la Vega, Héctor F. Varela, Santiago Dudal" Federico de la Vega había venido a Colombia, como se recuerda, cuando la guerra civil tocaba a las puertas de la Patria. Hombre consagrado a las letras y a la política en España, tenía una larga historia de literato y republicano, que lo hacía muy simpático al liberalismo de Colombia. Su estilo fácil, correcto y burlón, daba a su prosa ese sabor original y personal que denuncia a los hombres de talento. El estilo forma una parte tan peculiar del que lo usa como las narices y las orejas. Federico tenía el suyo, que los colombianos conocíamos perfectamente en sus libros y en las revistas europeas.

La llegada de tan notable huésped no produjo la misma impresión en los conservadores. La pasión política había logrado alejar por un momento la hidalguía y la generosidad de que son tan pródigos los colombianos, como nuestros árboles en hojas, y en vez de tender la mano al recién venido, le hicieron descargas cenadas, desde todos los periódicos que preparaban entonces la revolución de 1876. Descargas de periodistas de esos que, según Víctor Hugo, dicen: "Yo soy santo, ángel, virgen y jesuita; insulto los transeúntes, y no me bato;" aunque dicha sea la verdad, los de aquí sí estaban resueltos a batirse con Federico de la Vega. Más de dos provocaciones diarias fueron a casa del literato español. -iCómo! preguntaba Federico, ¿aquí se recibe espada en mano a los extranjeros? -Cuando son españoles, le respondió un chusco, parece que los reciben mal, si no están equivocados mis recuerdos de 1810. -Pero, hombre, decía otro día: ¿es que estoy comisionado para hacer el curso de los arlequines de Colombia? y aludía a los que lo habían desafiado.

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-Parece, más bien, le respondió un amigo, que los arlequines de Colombia quieren hacer vuestro entierro. Se sabe la violencia con que Camilo A. Echeverri lo atacó en una hoja volante, después que, escribió sobre nuestra política una célebre carta a Adriano Páez. Las publicaciones, menudearon y la indiferencia del agredido dio asa a versiones des agradables, entre las cuales no era la última decir que si Federico de la Vega sostenía con mucha facilidad una pluma, no le sucedía lo mismo con una pistola. Por entonces apareció en La Ley, del señor don José María Samper, un artículo titulado Fullerico de la Viga, y después de muchas averiguaciones se supo que era escrito por el señor Carlos Holguín. No se habría ocultado mucho tiempo el nombre del autor, porque allí hay la malicia, el verbo fino y picante que todos conocemos en nuestro actual Ministro en España. - ¡Lo tengo! ¡lo tengo! prorrumpió Federico al saber el nombre del autor, con una alegría casi feroz.-Hé aquí tino que es bien digno de matarme, aunque no haya sido buen proceder el insultarme prevalido del anónimo. Dio unos pasos por la habitación y se puso á cantar: "Al campo don Nuño voy, Donde probaros espero Que si vos sois caballero, Caballero también soy." Después, sin sentarse, escribió algunas líneas sobre un papel que puso dentro de una cubierta. Llamó luego. - ¡Mozo! ¡mozo! Un muchacho apareció en la puerta. -Sin perder tiempo, vé donde Jacinto Corredor y entrégale esta carta. De allí pasarás a donde Aníbal Galindo a decirle lo que Corredor te ordene: -Sí, mi amo, y el mozo tomó el camino a paso largo. Federico quedó en su cuarto solo, y principió a vestirse. En esta operación se demoró más de una hora. Cuando acababa de ponerse la corbata tocaron en la puerta precipitadamente. -Adentro, dijo, y fue a recibir la visita. Eran Jacinto Corredor y Aníbal Galindo. ¿Qué hay, pues? les preguntó con una especie de ansiedad. -Que está por demás es vestido negro y esa cara melancólica, le respondieron los amigos. Que tus huesos no quedarán en suelo americano, y que tu hija recibirá otra vez los besos de su padre; tu hija, a quien con la noción del más delicado cariño, has llamado "mi única musa." - ¡Será que!... Comprendieron los amigos por el tono de la voz y el gesto, que Federico dudaba del buen desempeño de la comisión confiada a su lealtad, y se dieron prisa a interrumpirlo. -Nada de recriminaciones, le dijo Corredor. Hemos leído tu carta y al pie de la letra cumplido tu encargo. Pero es el caso que Holguín no está en la capital y no regresará hasta dentro de quince días. Ahora, si te place más un almuerzo que un desafío, ven con nosotros al Gran Hotel. Para todo hay tiempo, respondió Federico, y poniéndose un vestido de color, tomó

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el brazo de sus amigos y se echaron a la calle. Galindo, que es partidario de la paz a todo trance, estuvo a punto de gritar: - ¡Viva la alegría! Algunos días después, numerosos amigos acompañaban a Federico de la Vega hasta la estación. Llegó la hora de partir y con ella la de los abrazos y apretones de mano. Con un pie sobre la pequeña escalera del coche, Federico se volvió a uno de los circunstantes y le dijo muy bajo: -Esta carta para Holguín: El cochero agitó entonces sobre su cabeza el látigo para herir el lomo de los caballos, pero el viajero le dio orden de aguardar, hizo una seña al que había recibido la carta y le habló en la mayor reserva, breves instantes: -Que nada se sepa. -Yo lo prometo. ¡Adiós! ¡Adiósl El coche se perdió en el polvo del camino, rumbo de Occidente. Cuando llegó Holguín a Francia, hacía algunos días que Federico de la Vega había partido de París para España, a mejorar su salud, quebrantada por el trabajo y la gota, en las Alpujarras, montañas que quedan en el antiguo reino de Granada. En esos sitios primorosos del Mediodía, en donde parece que la naturaleza con su florescencia se venga de los rigores de las nieves del Norte, el literato aspiraba las auras de los montes, sentía salud a los rayos de un sol resplandeciente, y vigorizado su pensamiento y abierto a tientas emociones su corazón, escribía páginas como idilios e idilios como filosofías.

Holguín tenía motivos para creer que además de los convites oficiales, habría de recibir presto, en la capital de Francia, un convite desagradable de Federico de la Vega; y resuelto y amigo de hacer de una vez lo que al cabo ha de tener término, mandó al Secretario de la Legación a que averiguara por su enemigo y le dijera que estaba listo " a responder a Federico de la Vega de las injurias hechas a Fullerico de la Viga." -El señor, respondió el conserje al Secretario, hace mucho que está fuera de París. Ah, mi Dios! Si supiérais qué tánta falta nos hace, sobre todo a la señora. . . . Una señora guapa. . . . así... -Silencio! dijo una voz enojada, y al punto atravesó el portal una mujer rigurosamente vestida de negro.

Por la noche Holguín conversaba en el salón de Mr. Ferdinand de Lesseps con la gruesa Isabel, reina sin dominios, y madre de Alfonso XII, soberano de España. Damas hermosas y caballeros distinguidos oían a nuestro Ministro discurrir sobre las bellezas de la zona de los trópicos, sobre sus bosques que son florestas fantásticas, sus ríos de grandes corrientes y su cielo rico y caprichosamente recamado de nubes. La vida en Europa, aunque trabaja hondamente en mal, o con provecho, el cuerpo y la inteligencia de los extranjeros, no por eso les da idea exacta de la duración.

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Podeis decir que no hay allí horas ni días, ni años, y no habreis exagerado nada. El 15 del pasado Septiembre, Holguín, se había retirado tarde, como de costumbre, a su habitación, después de asistir al Vaudeville, donde se representaba a Lili, de Mr. Albert Millaud. -Hay para el señor Ministro una carta, le dijo el portero al entrar. -Id a llevármela por la mañana, respondió Holguín sin detenerse. No leo ahora. -El señor Ministro me perdone, pero es muy urgente: se me ha dicho que le interesa leerla cuanto antes. Holguín rompió la nema y leyó a la luz de la lámpara: "He venido expresamente para encontraros. Además de la deuda antigua, tengo en contra vuestra 160 leguas de camino hechas sin tomar un momento de reposo. Esto me da derecho para esperar que me dedicareis un rato mañana en el Bosque de Boulogne... Mis testigos encontrarán a los vuestros, si os place, a las nueve de la mañana, en la avenida de Eylau, número 166. "Vuestro, Federico de la Vega" Nuestro Ministro subió a su departamento y escribió durante largo rato. Después tomó a bajar y dijo al portero: -Cuidad de que vayan estas cartas y este telegrama inmediatamente a su destino. El telegrama era para César Conto a Londres y las cartas, una para José María Turres Caicedo y la otra para Federico de la Vega. A Conto le rogaba que se viniera inmediatamente a Paris, á Torres Caicedo le daba noticia del asunto y le pedía, el favor de servirle de testigo, y a Federico de la Vega le acusaba recibo de su provocación. " No fuisteis vos el primero en anudar el viejo asunto, le decía Holguín, preguntadle a vuestro conserje y si no miente, él os dirá cuánto tiempo hace que os busco. Mis testigos irán al punto convenido a las dos. "Vuestro, Carlos Holguín." Luego se echó a la cama y poco después dormía profundamente. Holguín no podía tener zozobra, aunque el peligro fuera bien próximo, porque esta es, o de los cobardes o de los inexpertos, y él tiene ánimo varonil y había pasado por la prueba de dos duelos. Previsor, además, Holguín no descuidaba en Europa el ejercicio de las armas, y era, en el manejo del florete y de la espada, casi tan distinguido como en el de la pistola, y ya todos sabemos en Colombia que es un tirador a maravilla. Al levantarse, a las seis, pensó que toda la mañana le quedaba libre y se propuso gozar de lo que podía ser su último día, pero que él creía firmemente que no pasaría de ser uno de sus días ordinarios. Entretenimientos, grandes espectáculos, visitas, biblioteca, un almuerzo suculento, etc., etc., todo esto lo distrajo hasta las dos y media. Consultó su reloj y no sin algún disgusto se hizo cargo de lo avanzado de la hora, y ordenó al cochero que marchara a galope en dirección a la avenida de Eylau. -Antes sí nos detendremos diez minutos en casa de Grussier, añadió al postillón. Grussier es un afamado maestro de armas, el mismo que en un duelo a muerte con Paúl de Casagnac se contentó con partirle en dos la punta de las narices y desarmarlo. Holguín era amigo del esgrimista y fue recibido con muestras de señalada atención.

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-Amigo Grussier, le dijo al maestro, dadme una lección definitiva. Me bato hoy. Los dos pasaron a la sala de armas. El ejercicio fue tan bien sostenido por parte del Ministro, que Grussier le apretó la mano y le dijo al marchar: -Respondo de vos como de mí mismo. A las tres en punto Holguín había abrazado a sus testigos. Se le participó que el encuentro sería a la espada, a las cuatro precisas, y que para evitar que la policía tomara cartas en el negocio se había convenido en cambiar el Bosque de Boulogne por Aubry-sur-la-Seine, residencia de Ramon Santodomingo Vila, donde se hacían imposibles las indiscreciones y la vigilancia de los polizontes. El coche partió en la dirección convenida. Muy poco ha cambiado la fisonomía de Carlos Holguín, es la misma cara de líneas enérgicas, que toma a veces aire de gravedad y casi siempre uno muy refinado de malicia. Algunas canas matizan su barba y su bozo bermejos. Su andar es el mismo: las piernas un poco abiertas y la espalda un sí es no es inclinada hacia adelante. A. César Conto no se le conocería. Aquel joven de movilidad árabe, de rostro risueño, de ojos llenos de expresión, que conocen sus amigos, es hoy un hombre grueso y pesado, de barba larga y espesa, y de ojos tristes. La vida sedentaria de Londres y el excesivo estudio han abierto esos surcos profundos, en donde se siembra la gloria, es verdad, pero en donde nace a veces la muerte. La ausencia, de la Patria había juntado a Holguín y a Conto en un momento y para un fin, que les traía multitud de recuerdos. En otra tierra y en medio de otros hombres, la pasión política los había llevado a ellos también, empujados por la locura, uno contra otro, al campo del honor. Hoy sus razones tenían la misma inspiración y el mismo cuidado en otro tiempo ardían de cólera y levantaban borrascas de odio... El coche llegó a Aubry-sur-la-Seine. Federico de la Vega y sus testigos estaban allí. Una ligera inclinación de cabeza cambiaron los dos adversarios y fueron a colocarse en frente, en el lugar escogido, después de abandonar la levita y el chaleco hasta quedarse en mangas de camisa. Alrededor, un cuadro de tupidos ramajes interceptaba las miradas. Los testigos midieron la distancia y entregaron una espada a cada uno de los combatientes. -Se me ha dicho que una sangría cura la gota, dijo Holguín, señalando con la punta de la espada las piernas del literato. -Oí de cierto gotoso que había matado a un calumniador, replicó Federico con viveza. Los testigos dieron la señal y el combate principió. Federico atacaba con cólera y Holguín paraba los golpes con serenidad. El sol del verano era ardentísimo y los testigos acordaron una pequeña tregua. Vueltos a la lucha Holguín atacó el primero. -Lo dicho de la gota, señor de la Vega. -Lo dicho del calumniador, señor Ministro, contestó Federico parando el golpe. Dos embestidas pusieron en mucho embarazo a Holguín, quien se preparó para acabar de una vez. En efecto, la impetuosidad del tercer ataque le hizo descubrir el costado a Federico y la espada de Holguín se clavó hasta la mitad, debajo del

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hombro. El herido vaciló sobre sus pies y cayó de espaldas. Un grito tremendo se oyó al otro lado del bosque y la mujer del riguroso luto, abriéndose paso por entre las ramas, vino a caer de rodillas cerca del herido. Al alejarse la comitiva, pudieron verla sostener a Federico contra su seno y llorar... (La Batalla, 1882).

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OVACIÓN DEL PORVENIR

1º de Noviembre de 1882

(Víspera de difuntos)

Si no se interpone el ingrato olvido, adversario silencioso de la grandeza, llegará el día de tina ovación completa á la memoria del doctor Ezequiel Rojas. El ha unido su nombre a dos sublimes temeridades que son de las más fecundas en resultados de cuantas señala nuestra corta historia de nación libre: la conjuración del 25 de Septiembre de 1828, contra la dictadura del General Bolívar, y el apostolado, de la Filosofía experimental y del principio utilitario por más de treinta años. Ambas, terribles pruebas para su valor y la entereza de, sus convicciones, que sostuvo, la primera en los calabozos de Bocachica al precio de su salud, y la segunda en el lecho de los agonizantes, con la gloria de su muerte. Su vida se dilata entre estas dos demarcaciones como un eterno ejemplo señalado a los hombres por la mano de dos diversas épocas. Perplejo el ánimo no sabe qué admirar más, si el puñal del conspirador o la pluma del propagandista. Porque las armas se redimen de la infamia de la fuerza al servicio de la libertad. Tuvo quebrantamientos el ánimo del doctor Rojas, como tienen las rocas grietas; pero su obra, en conjunto, es admirable. Fueron los defectos de sus libros, un vago anhelo de inmortalidad, que compromete a veces la independencia de sus juicios, y un cristianismo candoroso que aparece en sus enseñanzas-a pesar suyo-como contradiciéndolas. Inconvenientes propios de la precisión, en mala hora re conocida, de respetar los errores que tienen cierta popularidad. Eran esos defectos un medio de obrar tan sólo, pues se mira al maestro asirse de ellos, como el guerrero de la escala para trepar a la muralla, y luego abandonarlos cuando había llegado a la eminencia de las ideas. Otras generaciones podrán saludar al doctor Rojas la víspera de este día de los muertos, ya bañados los mármoles de su tumba con la luz plena de las doctrinas que él enseñó. Esos serán grandes días. Al concierto de la Naturaleza, rendida al progreso, se mezclara el concierto de las inteligencias, rendidas a la razón. La República no tendrá estos estremecimientos, estas vacilaciones que la hacen dar traspiés y que semejan hondos abismos; manos de aleves fanáticos no se levantarán contra ella malos hijos no abrirán paso a sus enemigos, y re suelta marchará, perpetuando la revolución hasta lo más remoto. Esos serán grandes días. El catolicismo, derrumbado con estrépito, cubrirá su vergüenza con las hojas de los bosques; los templos de la farsa prestarán su polvo a fábricas de la virtud, y libertadas de la ignominia clerical, esas generaciones no sentirán la humillación del artero clérigo que maldice y del ruin fraile que pasa. La perspectiva de esa ovación a la tumba del querido Maestro llena de júbilo; pero ella sólo se realizará con el concurso de todos y en dilatado tiempo. Quiere decir esto, que cada uno lleve su contingente a preparar esa gran fiesta. La lucha con

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tener tregua auque se esconda, mañosamente, detrás de la cruz. Todo se debe remover: la mala política, los malos hábitos, la religión. Pasarán los años y esta labor de todas las generaciones formará ese futuro espléndido, que para el doctor Rajas será la ovación del porvenir. Los pueblos modernos necesitan mirar a las tumbas, no como los trapenses, para pensar en Dios, sino para olvidarse del cielo. El cielo vacío, hé ahí la libertad plena. En las tumbas de los grandes hombres se aprende a amar la grandeza, como en el espacio se comprende la extensión. Hoy saludamos al doctor Rojas, empeñada la lucha: el porvenir tocará en su sepulcro triunfante. (La Batalla, 1882).

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VISTAS

Popayán es una vieja ciudad de aspecto sucio y ruinoso, pero con cercanías alegres y graciosas, semejante a uno de esos cuadros viejos con un feo mamarracho en el medio y que tienen alrededor querubines vivarachos y rientes. Cuando uno llega del ardoroso valle del Cauca, viene propenso a gozar las dulces mañanas de sus cercanías. Los suaves tonos de la luz a esa hora, dejan vagar sin fatiga la vista por todos los horizontes de la comarca y el ambiente húmedo y las brisas frescas hacen juego adorable con los rayos tibios del sol. Atrás deja el viajero el Alto Cauca, de fama extendida por sus hermosas pobladoras, y después de pasar el mismo río, tormentoso y rugiente, como que llega de las vecinas crestas, principia a caminar por una agradable llanura, vallecito de corta extensión, que descoge su afelpada alfombra en los sotos vecinos. Rosales silvestres o arbustos y enredaderas marcan las divisiones de las heredades que se cruzan, y alguno que otro grupo de árboles mayores, en donde los pájaros cantan el concierto del alba. Como colgada de los picos de la montaña, se divisa al poniente Santa Bárbara, población indígena, y más cerca Yanaconas, también pueblo de indios, colocado, humilde y graciosamente, sobre los últimos cinturones de colinas. Ricas dehesas se extienden al oriente, bordadas por aguas cristalinas y por líneas verdes de árboles, y se oye allá muy lejos, el golpear del río Cauca que se quiebra y ruge entre las peñas. Un largísimo puente, inútil si se atendiera únicamente al riachuelo que se arrastra negruzco por debajo, comunica con la calle principal, llamada del Humilladero. A los pocos pasos está la plaza, entre un marco de casas desiguales y con una iglesia a un lado, sin concluir, como un enorme montón de ladrillo. Calles más o menos torcidas salen de la plaza a los arrabales, y no se necesita caminar mucho para encontrarse con los campos vecinos. Es, especial mente en el carnaval, cuando uno toma la torcida calle que va de la plaza al occidente para asistir a las alegres fiestas de Belén. Allí va toda la población. Domina esa altura, sobre la cual está la iglesia, toda la ciudad y el valle. Los pueblos circunvecinos aparecen en la distancia, levemente envueltos, algunos, por la bruma y otros como un ramillete en la pradera, iluminados por el sol de la tarde. Popayán no es entonces la ciudad vieja y apolillada, carcomida y desapacible; confundidos sus pequeños detalles, tiene cierta gracia en sus desigualdades, cierta belleza en su falta de armonía. Los campanarios de sus cien iglesias, blancos y amarillos, sobresalen coquetamente, y dan un bello golpe de vista las mil casas de sus arrabales, que salpican la llanura y que, alejadas del centro de la población, por todas partes, figuran sobre el fondo intenso del prado una especie de diadema de la ciudad con sus rayos pintorescos. Visité muchas veces en Popayán la plazuela de San Camilo, al sureste de la ciudad. Ese sitio, melancólico de suyo, fue el teatro de un gran drama de sangre, en que el protagonista era Julio Arboleda, feroz cabecilla, que interrumpe todavía el sueño de los honrados moradores en las noches silenciosas...Veinte liberales, las flores del partido fueron lleva dos allí, sujetas las manos, entre pelotones de soldados, ligados fuertemente a una larga viga, e ignominiosamente fusilados. Las madres, las esposas, las hermanas corrieron a echarse a los pies del guerrero, y este ni siquiera les oía, tan engolfado estaba en sus orgías lúgubres. Ese día no se borra en Popayán, y con tanta fidelidad y estupor lo recuerdan, que al oírlo evoca en la plazuela de San Camilo, parecióme ver las víctimas agarrotadas al siniestro madero, al pueblo pidiendo gracia, la desesperación de las familias, la saña de los soldados del victimario, y creí oír que el viento traía las melancólicas campanadas de los agonizantes!. . . Es una corta área de terreno, que hace frente a un convento, la plazuela de San Camilo: el convento, de apariencia ruinosa, la limita por un lado; por el otro, zaquizamíes donde viven mujeres de vida escandalosa; y de la plazuela, en que el suelo está cubierto de abrojos y de malezas, parten calles estrechas y vacías que llevan a los extramuros. Al sureste de Popayán está La Ladera, en donde se libró una batalla de notable significación en los anales de nuestras guerras civiles. La Ladera son unas colinas suaves que se resuelven, en el valle de Pubén. La impresión de ese combate vive aún, y los popayanejos de otros días le señalan al curioso la larga calle por donde se escapó el General Mosquera, perseguido por la caballería

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liberal. En el camino de Popayán a Cali, y a una jornada de la primera, está el alto de Piendamó, en donde Julio Arboleda ahorcó voluntariosamente unos cuantos labradores pacíficos. Está el alto de Piendamó coronado por pinos, y de esos pendieron los míseros indios perseguidos por la cólera del insano caudillo conservador. Un sentimiento de dolor vive todavía en el corazón de los vecinos de Piendamó, tan fuerte mente unido a la cólera contra Arboleda, que la familia de este último cuida mucho de pasar por allí, o si lo hace, va siempre de incógnito. Popayán, 1875. NOTA-Este es el más antiguo de los originales del autor, que tenemos a la vista, y sin duda su primer escrito hecho con intención de publicarlo. Tenía entonces quince años cumplidos, como que Juan de D. nació el 15 de Octubre de 1859, en Andes, sobre los Farallones del Citará, en el Estado de Antioquia. A la edad de ocho años vino a Buga, Estado Soberano del Cauca, donde estuvo tres años en la escuela primaria de un señor Cabal. Luego pasó su familia a establecerse en Cali, y allí concurrió a una escuela pública regentada por un profesor alemán. Al cumplir los catorce años fue llevado por el doctor José Vicente, su padre, a la Escuela Normal de Popayán, donde estuvo hasta que estalló la guerra de 1876-77, cuya larga campaña hizo al lado del doctor, primer Médico del Ejército del Sur, que comandaba el General Julián Trujillo. Pasada la guerra, y después de haber vuelto a Antioquia, hasta Medellín, a conocer su familia, de allí lo envió su padre, a fines de 1877, a estudiar a Bogotá, en San Bartolomé, de la Universidad Nacional. Sin duda el artículo trunco que motiva esta nota, fue escrito en Popayán y en aquellos tiempos de pasión política extremada, que precedieron a la devastadora guerra religiosa, desencadenada y caldeada en discusiones y sacudidas preliminares en todo el belicoso Cauca. Ya veremos otros escritos de aquel tiempo, llenos del mismo ardor, que, por otra parte, era el temperamento natural de Uribe. - (El Editor).

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POR MÁXIMO JEREZ DISCURSO DE JUAN DE D. URIBE EN LA CIUDAD DE LEÓN EL DIA 10 DE MARZO DE 1894-MANAGUA-TIPOGRAFÍA NACIONAL, CALLE DE ZAVALA, NÚMERO 61-1894

Señores: El partido liberal no espera e la resurrección de los muertos, sino que los resucita el mismo en la conciencia de los pueblos. Jerez hace hoy una nueva jornada a la posteridad en presencia de vosotros. Y en homenaje al maestro y al guerrero, viene a buscar inspiraciones en su memoria la gente nueva, que se ha despedido del pasado con los derechos del hombre escritos en su Constitución, y el derecho de los centroamericanos a ser libres, sancionado por la punta de sus bayonetas. A estos audaces advenedizos no los conmueven las cosas gastadas del ritual antiguo. Encuentran que la gloria infecunda es una superstición grosera; que el heroísmo salvaje es una estafa al valor legítimo; que son vanas las idolatrías-la del altar, que embrutece; la de la sangre, que afrenta; la del dinero, que infama:-y esas falsedades repugnan a la joven democracia. Ella se confirma en su Evangelio nuevo, en don de la Razón prende su antorcha, sobre el sepulcro de este grande hombre, que abre la desfilada de los verdaderos inmortales de Nicaragua. Jerez es la convicción triunfante, a despecho de los hados y de la muerte; es la bandera del honor político; un atributo de la República y una de las formas de la Patria. Coexiste su vida con la existencia nacional durante treinta años, y tiene en si los rasgos de la tierra nativa, porque su carácter es elevado y austero como sus montes; sus ideas son amplias, como los horizontes marinos; su virtud fue una estrella de la mañana, prisionera en las ondas de los lagos, y ya veis que de sus cenizas surgen manantiales de vida, como las fuentes de salud que brotan al pie de vuestros volcanes extintos. Aquí vienen los nuevos obreros a tomar aliento junto al; adalid inanimado; el pueblo, que lo amó, querría abrazarse a sus despojos yertos, y las liberales de América se asocian a esta apoteosis, en que el verbo democrático ha tronado magnífico desde Rivas a León, y la consoladora poesía ha ensayado, en sus amables tonos, decir al pueblo los merecimientos del Héroe. Y para mayor deslumbramiento, en el ritmo solemne del corazón de la muchedumbre, se oye el eco de los combates de Choluteca y Tegucigalpa. También un proscrito de Colombia tiene el honor insigne de dirigiros la palabra, y recuerda en estos momentos significativos, que en suelo de Centroamérica se abrigan los huesos de César Conto, repudiados por los tiranos de su patria, y piensa que los liberales hemos de llevarlos al solar de sus mayores, como vosotros los de Jerez, al estampido del cañón, en andas gloriosas, sobre

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bayonetas cruzadas, cuando sean envueltos en los colores de la bandera sin mancilla, que los padres de la Independencia desprendieron del iris inmaculado. Corito, como Jerez, sometió sus ideas a la prueba del fuego, y bajó de la cátedra y de la magistratura a los, campos de batalla. Amo la sabiduría centellante, comunicativa y guerrera, que se produce en nuestra democracia, por sobre los sabios fríos, que al tener un bienestar intelectual se libertan de servir a sus semejantes y de correr los riesgos de los partidos. Amo a Jerez y a Conto: la espada es y será la quilla de la mente mientras haya esclavos y señores. Me propongo hablar de la guerra como una necesidad del credo democrático, cual lo estableció con su ejemplo Máximo Jerez en las luchas civiles y en las campañas libertadoras. Tengo un encargo oficial que me honra, del Ministerio de la Guerra, pero al cumplirlo, conservo íntegra, para mí toda la responsabilidad de mis palabras. Si un hombre como Jerez, en la más alta comunicación con las ideas, poseído de sentimientos humanitarios, tranquilo en las universidades, dichoso en los ángulos de su casa, deja la interrogación sosegada de la verdad, abandona el ejercicio paciente del bien, cierra los libros y entorna las puertas del hogar para lanzarse en los combates, es porque la guerra tiene una justificación intrínseca en la vida, cuando algo tremendo se interpone entre nuestra felicidad y nuestro derecho. Ese algo pavoroso es, en resume la libertad que se nos arrebata; y los liberales del ánimo de Jerez no se sientan a llorar, en tal conflicto, sobre las piedras del camino. A despecho de la Independencia, viven las aspiraciones coloniales dentro del partido conservador, que provoca las crisis y las guerras civiles, compro mete la integridad del país e impide la expansión generosa y efusiva de los Estados centroamericanos. Cuando triunfa recorre la misma trayectoria de sus modelos peninsulares, y se pregunta uno, en presencia de sus obras, si será cierto que dejaron tánta descendencia moral aquellos facinerosos! Queda abolida de hecho la vida por el cadalso; la prensa por la mordaza; la opinión por la sumisión; la conciencia religiosa por la Curia Romana; la igualdad por los privilegios; la riqueza por las gabelas; todo, hasta la vida fisiológica por el hambre, en medió del hartazgo de los conculcadores y de lo frailes. Es la miseria, el sufrimiento y la deshonra abajo; y arriba, un amo que maldice al pueblo, un clérigo que bendice a amo, y la indeclinable vergüenza. ¡Oh, no hay más salud para los ciudadanos que la guerra fulminante! Justa, más justa que las de la Independencia porque ya no se va en pos de un problema ignoto, sino de un bien, perdido, largamente gozado, que duele en lo más hondo. ¡La guerra fulminante! Los que quieren ser libres no pueden esperarlo de la evolución del tiempo, que los sorprendería en el sepulcro. La iniquidad ahonda sus raíces con la tolerancia, como invade el bosque si se abandona el hacha. De dos modos vive el error: por lo que tiene de audaz y por lo que sus enemigos tienen de pusilánimes. Sufrirlo es consentirlo; demorar el gol pe es precipitar la afrenta. No hay otro término que la libertad o la muerte para los hombres dignos.

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Tal pensaba Jerez. Recordarlo es un consuelo para las almas desoladas, cuando grandes pueblos de la América se rinden a la desventura de su suerte de esclavos; porque de sus caudillos, los unos murieron y los otros se fatigaron de la obra; porque de sus pensadores los unos ¡ay! no existen, y los otros enervan al pueblo con el sofisma de la evolución pacífica; porque en todas partes se difunde el miedo sustantivo entre los hombres eminentes, que huyen a ampararse en el desierto de las ideas cloróticas. Reclaman la paz por el ahorro de sangre, de riqueza y de crédito. Elevemos los asuntos. ¡La sangre! En verdad no se ha de escanciar este licor precioso, como el vino en los festines; no bajará del cadalso a perturbar con su torrente los campos de la filosofía y de la piedad; el hermano no abrirá las venas del hermano. Es sagrada la sangre; pero como lo son todas las cosas de la naturaleza, por el tiempo en que no sea preciso tocarlas. . . La libertad está sobre todo; dentro de ella el honor de las naciones y de los partidos, y ya entonces la sangre e una contingencia, no verterla una debilidad, y estancarla en los momentos de la lucha un crimen, porque si no se pudre en los cuerpos, se pudre en las conciencias, hace de los vivos asquerosos muertos que andan. ¡Que corra, que corra por la salud del pueblo: ella les da en cambio, a los que caen, su mortaja púrpura, y pone sobre la cabeza de los sobrevivientes el gorro colorado! Y luego, ¿a qué tenerla en las venas opulentas, para que se la chupen los vampiros de la tradición, de la teocracia y de la fuerza? ¡Que corra, que corra! ¡La riqueza! La hacienda bien adquirida es respetable, desde que premie un esfuerzo honrado; pero en los conflictos de la libertad la hacienda es fungible; cuanto existe ha de consumirse en el incendio para pagar el bien de ser libres, y por utilizar la riqueza misma, que la tiranía devora en defenderse y perpetuar el crimen. De nada sirven las cosechas opimas, los ganados lucios en las praderas, los cultivos multiplicados en las heredades, las telas como una primavera de lujo, el oro en, las cajas de hierro, si este desgraciado corazón del hombre, si esta infelizmente humana, imploran la misericordia del despotismo, en vez de hacer á la libertad el holocausto de la fortuna.

¡Y qué agradable el pan moreno del hombre emancipado! Cuán grato el olor del rústico alimento que las manos libres disponen sobre el fogón campestre! ¡Cómo lucen en el cuerpo de las mujeres del pueblo esas telas modestas que el hombre no ha comprado en la feria de los poderosos, y esas flores del monte ufanas sobre sus frentes erguidas! ¿Queréis, en fin, a los ricos respetables? Que ayuden a la libertad de los pobres. ¡Y el crédito! La hombría de bien es la fuente del crédito, y no se cotiza en los mercados de los poderosos. Las naciones derivan el crédito de su independencia y de su libertad; y es cuenta baladí la de los millones con que llegaron los hombres a su sepultura y los pueblos a su ruina, porque no se decanta sino el bien y el mal de la conducta en la vertiginosa rotación del tiempo.

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Luego amar la paz a todo trance, es establecer la inmunidad del despotismo, pues no han de querer cosa los tiranos que la condescendencia de los pueblos ; y no sé de quién pensar más mal, si del que ejercita la tiranía, o del que la soporta. Jerez no se perdía en el laberinto de las palabras que infunde el miedo de cuclillas en los corazones irresolutos. Sabía que las armas son indispensables para el éxito y se las ingeniaba en sus empresas; pero también advertía que el pecho de cada ciudadano es una fragua ardiente en que la audacia improvisa los elementos del triunfo: Fuese por el medio, con la vista puesta más allá, y legiones de combatientes lo siguieron, y se alzó y cayó, con la varia fortuna de las armas, que trueca los laureles en cipreses, para seguir la porfía el día de mañana. Así lo hicieran los encargados de las iniciativas populares en América, y la evocación del pasado, que sintetiza Rafael Núñez, por ejemplo, no asombraría el Nuevo Mundo, con la comandita de sus infamias. Como los grandes guerreros democráticos, Jerez simplificaba, su táctica en esta palabra: combatir. Como los esforzados caudillos republicanos, cifraba su esperanza en esta palabra: vencer. Y como las almas convencidas, sumaba los infortunios de la guerra en esta palabra: perseverar. Que son las tres cimas en que se asientan, prontas a encumbrarse, las águilas de la victoria. A la evocación de este caudillo indígena el desastre se embellece como los campos de un labrador titánico. Entonces, la espada es cómo el arado; las granadas son las bellotas que producen la encina de la libertad; las bayonetas dejan en la carne flores de inmortales rojas; las balas de los fusiles vuelan como palomas mensajeras, y el humo de la pólvora en el campo sangriento, cuelga un manto real de fondo escarlata, sobre la espalda de los combatientes. Jerez tomó represalias y fue duro con el enemigo impenitente y sanguinario. Pero decidme ¿es que los partidos liberales han de ir atado al sacrificio como el hijo de Abraham? La venganza es a veces fermento indispensable al corazón humano, y el olvido de las ofensas, en ocasiones, es el olvido de nosotros mismos. ¡Perdón, baldón! Ha dejado odios profundos, porque las cicatrices de las derrotas son incurables entre los conservadores mediocres, que nunca van de cara al sol, se despiden de sus harapos políticos con el llanto de la soberbia; pero los adversarios leales de Jerez evocan la conformidad del poeta: "Consuélete saber que fue de Eneas El noble acero que te dio la muerte." He tocado la orla de su manto encendido por las batallas, sin penetrar todo su pensamiento caldeado por las ideas radicales; mas desde la altura en que nos coloca su genio, no se puede prescindir del espectáculo de los pueblos americanos, tan alejados del lugar que les fue prometido por el ejemplo de Jerez y por sus doctrinas. Apóstol que edificaba con la palabra y el acero, creía en la vitalidad de la democracia americana, no tanto por su expansión numérica cuanto por su capacidad deliberante; y encomendaba al sentido común de las multitudes las más

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atrevidas empresas de su ánimo. No transigía su razón enérgica con las debilidades de espíritu, y a verse tan escudado por la convicción privada, jamás creyó in la conciencia política de la América Latina. A la hora de su muerte, en 1881, no era tan irremediable el desencanto, porque quedaba algo incólume de la herencia de los próceres de principios del siglo, y una que otra cúpula rematada con primor por los artífices del renacimiento democrático. Hoy, desde esta colina, que forman los triunfos de Nicaragua, se divisa un desolado valle de tristeza a la luz del sol poniente. Hay cien testamentarios de Fernando VII, con rebaños más oprimidos e indigentes que los tuvieron los reyes españoles. Los naturales de nuestra próvida zona son regalías de los barateros políticos. En la corriente espiritual se embarca para el Vaticano el fruto de la rapiña, y en la barca del Pescador vienen la ignorancia frailesca y la trama de los hijos de Loyola. La raza desheredada de los indios parece sorprendida en el sueño de sus huacas, para entregarla a la superstición y á la matanza. Disponen del hijo del pueblo como bien mostrenco, y la esclavitud del cuartel es más dura que la trata de los negros. Los tributos nacionales improvisan fortunas por encantamiento, ceban la pólvora de los fusiles y llenan los cepillos de las iglesias. Los caracteres se ponen almoneda, cuando no transitan por el martirio o se los traga la muerte. La juventud se marchita en la escolástica o se inicia en el culto del becerro de oro. La ciencia es vergonzante. La literatura forma un juego de palabras sin originalidad ni verdad. Los poetas vuelan como los gansos. Se ha subvertido la grandeza: los cóndores son cuervos, los leones raposas, y las ballenas cocodrilos. Reina el despotismo: se diría que hemos nacido bajo el signo de las Euménides. ¡Y ni una ceja de luz rasga la tiniebla de las noches árticas! ¡Y bien¡ Antes que retroceder, caiga la mano del pueblo sobre el libro de los siete sellos; la mano irreverente de la Revolución, que quema y purifica esas miserias. Descolguemos la espada de Jerez que llevó victoriosa el General Ortiz a Honduras, y alumbremos el camino con la claridad de estos despojos, que no despiden el fuego fatuo del osario sino la luz de la tempestad, el fuego de San Telmo en el tope de la nave capitana. Máximo Jerez quería para Centroamérica nuestra Constitución de Rionegro, que Víctor Hugo saludó como la mejor presea política del espíritu moderno. Llegó un día que la traición hizo pedazos el Código que era orgullo de Suramérica, porque los pensadores de mi país no se preocuparon lo suficiente en hacerlo inviolable por la fuerza de las armas, que es el complemento necesario de la fuerza de las ideas. ¡Ciudadanos! La gran lección de ultratumba, que os da este muerto ilustre es manifiesta: la Carta Fundamental que garantiza vuestra vida libre, debe estar cerca de la cureña de los cañones. NOTA. Este admirable discurso lo pronunció el autor a poco de llegar a Nicaragua, después de evadirse casi milagrosa y valientemente de las islas de San Andrés y Providencia, a donde lo había confinado a morirse el Gobierno de D. Miguel Antonio Caro y de D. Rafael Núñez, por el crimen de haber pronunciado, en

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Medellín, otro discurso, en elogio de Epifanio Mejía, poeta loco, de cuya miseria se dolió el autor y por quien prodigios de caridad y benevolencia. La actitud del liberalismo colombiano era entonces de rebeldía y la guerra se predicaba como la única solución a nuestra interminable desdicha. (El Editor).

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OTRA ETAPA Bien puede decirse que sólo el 18 de Septiembre de 1882 ha principiado la Administración del señor Francisco Javier Zaldúa, aunque ella se haya inaugurado en la Iglesia Metropolitana el 1° de Abril. Ha sido el Congreso el que ha gobernado hasta ahora la República, o lo que es más acertado, ha sido el señor Núñez quien ha dado la ley, y el país y el Poder Ejecutivo quienes la han recibido. Causas complicadas hicieron que el señor Zaldúa de gobernante pasara a la categoría de gobernado, y que el país, de soberano, se hiciera siervo del señor Núñez. Fue la primera, sin duda, el mal estado de la salud del Presidente y lo avanzado de su edad. Las enfermedades abaten la más templada energía y los, años hacen sombra sobre la más clara inteligencia. Durante la mayor parte del tiempo que ha transcurrido del 1° de Abril a la fecha, el doctor Zaldúa vivió en el lecho de dolor, aislado, es lo más probable, de todo aquello que pudiera acrecentar sus males, y, por lo tanto, de la atmósfera política del momento, que por la mismo que era ardiente debía traer malas las consecuencias para el enfermo. Es necesario juzgar que este retraimiento no sería absoluto y que las diferentes fases de la situación que creaba el Congreso, le llegaban, aunque con colores desvanecidos, por boca de cortesanos, que siempre son optimistas, en presencia del gobernante, o de los labios de algún Secretario, que principiaba por engañarse él mismo en la apreciación de las cosas para tranquilizar al Presidente de la República. El doctor Zaldúa, pues, al incorporarse halló en derredor una situación creada no por él y se encontró con dificultades que lo apretaban en sus anillos de boa constrictor. Es verdad que entonces requirió toda la entereza de su carácter y se apercibió rara la resistencia; pero, por una parte, ya era tarde, y, por otra, no encontró a su lado sino resortes enmohecidos conductores que dejaban perder toda la electricidad al transmitirla. No es el doctor Zaldúa, en consecuencia, quien creó la mala situación, ni él tampoco puso de buena voluntad las manos para que se las ataran los esclavos del señor Núñez. ¿Quiénes son en definitiva los responsables? La culpa mayor la tiene el Congreso, que más que Congreso fue un carcelero con todos sus malos instintos. Violó la Constitución, violó la moral y aun forzó la violencia. Parapetado detrás de la honradez del doctor Zaldúa, de su respeto a la ley y a la Constitución, les hizo fuego al Gobierno y a la sociedad. Confiaba en que la palabrota Poder Legislativo todo lo cubría, sin que nadie se diera a averiguar qué hecho representaba ese signo. Creía que el término hueco Parlamentarismo, -que según nuestra Constitución no puede ser otra cosa que las funciones asignadas al Congreso, -disculpaba y podía con todo. Se decía representante de los Estados que no lo habían elegido, y a cada picardía contra el Presidente, al sur y al norte los Gobernadores gruñían y mostraban los dientes. Se creyó omnipotente...y fue lo peor que el Poder Ejecutivo lo creyó también. El doctor Zaldúa se rodeó de enemigos y de hombres débiles: enemigos como el señor Paúl y hombres débiles como el señor Samper. En los unos estaba la obligación de aplaudir ,y de ayudar al Congreso, porque sus intereses militaban de

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ese lado, y al señor Samper le hacía fuerza conservar a todo trance la paz, por temperamento, porque él odia la guerra, y por ocupación porque él es comerciante. Ya sabemos a qué perturbación de espíritu puede llegar un hombre de negocios a la sola idea de la guerra. Pues todo le ha de parecer que conduce irremediablemente a la catástrofe. Como al prófugo que no pinta Núñez de Arce, todo ha de representársele amenazador, todo, síntoma de peligro: "El rumor apagado que levantan Las hojas secas que a su paso mueve, Las avecillas que en el árbol cantan, El aire que en las ramas se cimbrea Con movimiento reposado y leve. "Oye en medio de si, medio dormido, Vago y siniestro son. Despierta, calla, Y fija su atención despavorido: La oscuridad le ofusca, se incorpora Y el rumor le persigue- ¡Es el latido De su azorado corazón que estalla!" Es que los negocios a toda hora le gritan: "Al mostrador! al mostrador! al mostrador" ! Y parece que la vara de medir llora. En efecto, nada ha habido tan sagrado para el señor Samper como los nuñistas. Primero dejara de alumbrar en una semana santa, él que es tan católico, más bien que quitarles un destino. ¡Cómo! habría guerra... Si se remueve un Jefe de la Guardia Colombiana ¡guerra! Si se despide un escribiente ¡guerra! Si se quita un Cónsul: ¡guerra! Y mucho más si se ponen en la puerta los conservadores que pululan en Santo Domingo. Los Representantes y los Senadores, que a fuerde bellacos son avisados como los que más, conocieron el carácter del señor Samper, supieron que su consejo era decisivo en el ánimo del Presidente y resolvieron hacerse los peligrosos, los perdonavidas. Entonces Becerra mostraba con el dedo tembloroso el espectro de la revolución, y Mateus, que es un saco de arena, es decir, lastre, con aquella maña de amansador tan típica, se volvía a los bancos de los Secretarios: "-La guerra viene, es verdad: mi honorable amigo Becerra lo ha dicho; pero puede conjurarse si revocais el nombramiento de ese escribiente." O de ese oficial, o de ese portero, en su caso. "-En nombre del Gobierno, respondía el señor Samper, prometo que la dificultad queda terminada. Se hará lo que el honorable Senado quiere." Esto que pasaba en las cosas más insignificantes, ocurría también en los más altos negocios. De aquí que el doctor Zaldúa de gobernante pasara a la categoría de gobernado. El país en tanto se cuidaba más de defender al Gobierno que de defenderse él mismo y en su exageración ministerial no atendía a sus propios intereses. Esta generosidad no se entibió ni con los desaciertos del Poder Ejecutivo, porqué todo lo malo se creía venido del Congreso. Tal vez los señores Secretarios tomaron la actitud del pueblo por contentamiento general, que de no, necesariamente habrían seguido otro camino. En todo caso, nos sucedió que mientras todos hacíamos

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ruido con las manos para producir aplausos, el señor Núñez nos llevaba el compás a latigazos. Fue así como el país se convirtió en siervo del ex-Presidente... Ya no hay Congreso que entrabe la acción del Poder Ejecutivo, y el Gobierno que se inaugura puede hacer sentir sus beneficios con toda libertad. Es lo primero rodearse de amigos políticos, que lo sean independientemente del sueldo que se les pague y desprenderse de todos los nuñistas, que son las avanzadas para la candidatura del año que viene. En esto no hay injusticia alguna, sino la más rigurosa consecuencia de lo que se ha sostenido. Los nuñistas, todos ellos, fueron cómplices de los derrochamientos y de la corrupción del señor Núñez; todos ellos entraron en el plan reaccionario y cada uno tiene más o menos parte en la traición proyectada por la Administración que terminó. ¿Es justo que el Gobierno se rodee de agentes derrochadores y corrompidos, reaccionarios y traidores? Tal vez se crea que en este año de gracia de 1882 los hábitos se cambian, las ambiciones se apagan, las pasiones duermen y las manos se están colgando de los brazos sin apoyarse en las cajas de la Tesorería; pero esto sólo podría probarse cuando terminara el año, y para entonces bien pudiera haber terminado también el dinero. El grande interés por la unión liberal y la candidatura del doctor Zaldúa fue la esperanza de que el régimen personal y la mala Administración del señor Núñez no se prolongaran, mas si los empleados que aquel tuvo continúan ahora ¿se ha ganado algo? Otra de las cosas que el doctor Zaldúa necesita hacer es rodearse de Secretarios que no le teman a la política, que conozcan los hombres y las cosas, y no se enreden en una hebra de hilo. Se nos ha dicho que el señor Samper o renunció o debe renunciar; nada mejor para él y para la Unión liberal. Igual cosa debía hacer todo el Ministerio, -y está en su delicadeza hacerlo, - porque el doctor Zaldúa lo nombró en circunstancias en que no hacía lo que quería sino lo que le obligaba a hacer el Congreso, y es bien fácil que hoy, en completa libertad, tenga intención de hacer algunas variaciones y la presencia de los Secretarios contenga su deseo. Entre los muchos desencantos que pueden sobrevenir no es imposible que sea uno de ellos la continuación de la misma política seguida hasta aquí por el Gobierno Nacional. Por inesperado que esto fuera no nos debería desconcertar y si más bien fortalecernos: sabríamos en todo caso, una vez más, que el partido liberal se debe salvar él mismo; tendríamos experiencia y más franqueza en nuestross procedimientos. - (La Batalla, 1882). NOTA Este artículo es el primer editorial de La Batalla, el primer periódico que fundó el autor y cuyo número 1° pareció el 3 de Octubre de 1882. En este artículo y los dos que le siguen está la historia de la Administración de Zaldúa, desde la candidatura de este eminente ciudadano, la Unión Liberal para apoyarla, actitud del Congreso y muerte del Presidente. Conviene observar, para los que lean con criterio moderno, complejo y razonador, que la política de entonces se reducía al arte de conservarse un partido en el poder, defendiéndose del otro, y que la exclusión de todo avenimiento, de toda transacción, era principio fundamental de aquella política primitiva, rudimentaria y funesta. El doctor Zaldúa extremó como ninguno ese sistema de aferramiento a su querer, ayudado de su carácter

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personal, que era atrabiliario en sumo grado y empecinado cual pocos. Era, como de alguno de los Sanchos de España dice Mariana, "muy arrimado a su opinión". Uribe precedió este artículo de la siguiente nota, que era el programa de su periódico: "El pueblo liberal de Bogotá nos ha hecho el honor inmerecido de elegirnos uno de sus representantes en la Asamblea de Cundinamarca. A esta confianza, que tánto obliga nuestro reconocimiento, contestamos publicando La Batalla. Cumple cada cual el lote de trabajo por la República allí donde su esfuerzo es más útil, y falta a la honradez política quien puede luchar y se sustrae a las fatigas del combate. El que tiene una arma en la mano debe dispararla sobre su enemigo." (El Editor).

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LOS CUERVOS

Los nuñistas están alegres, porque el doctor Zaldúa está agonizando. Y con la carcajada en los labios miden los últimos momentos de esa existencia preciosa para la República. El señor Núñez había escogido al doctor Zaldúa para candidato, no como a anciano ilustre, sino como a anciano-anciano. Pensaba en la prórroga de su presidencia y confiaba esa abominación a la muerte: la muerte emplazada concurre desgraciadamente hoy a la cita del maléfico intrigante político. El Presidente de la República va a morir, y el nuñismo amenaza ya con la férula alzada por detrás del féretro del doctor Zaldúa ¡Oh, los cuervos! los cuervos! ¡Qué partido el independiente, que cuenta con la vejez de un candidato, para llegar al Gobierno, y con la muerte de un Presidente, para eternizarse en el poder! Y al doctor Zaldúa lo lleva a la tumba el Congreso nuñista del año pasado, que impidió, como si se tratara del honor de la Patria, que pudiera ir a tomar un poco de sol a las tierras calientes, cuando otro nefando Congreso había permitido que el señor Núñez viviera en la Costa en son de arreglar asuntos internacionales, puestos en mal pie en los mismos tiempos de la regeneración. Los que nos llaman nihilistas, anarquistas, incendiarios, petroleros, son los hombres de buen corazón que eligieron a uno de sus semejantes para que se muriera; que moribundo le negaron el recurso inocente de temperar, y que, impedidas por la ciencia esas tentativas de asesinato, voluntarias y deliberadas, hoy, cuando los años y las enfermedades vencen los sabios cuidados médicos y los solícitos cuidados de u familia, vuelan en torno del lecho del agonizante como los cuervos, y devuelven en palpita de gozo los últimos movimientos de una vida que se acaba. ¡Oh, los cuervos! los cuervos! Cuando la oposición vigilante decía al nuñismo que su interés por la candidatura del doctor Zaldúa era simplemente el del carnicero por su res, él fingía espantarse y en La Luz, Núñez y Becerra, protestaban que para gobernar no se necesitaba de un ganapan y traían a colación dos ancianos Presidentes, Thiers y Grévy. Llegaron a decirnos pequeños Catilinas, descamisados etc., etc. Y cuando la unión liberal patrocinó la candidatura Zaldúa, porque no vio otro rumbo político, entonces el candidato principió a ser para los nuñistas un anciano decrépito, insulto que se le vomitó en el Senado, y quisieron, muchos de los legisladores de este año, suspenderlo en sus funciones constitucionales al principio de la enfermedad, que lo llevará, según todas las probabilidades, al sepulcro. Se quería que nosotros lo consideráramos joven y lleno de vida, cuando había remedio y se podía elegir a cualquier otro liberal; pero luego ellos se han esforzado como los que más en presentarlo como un anciano inútil, hoy, que, por su iniciativa y por nuestros esfuerzos, gobierna la República. ¡Oh, los cuervos! los cuervos! En Código Civil se llama un hecho semejante, dolo, y hay acción reivindicatoria; en política esto es una inmoralidad que da derecho al castigo de los culpables. El enervamiento público puede, empero, consentir en que los malvados gocen del fruto de su crimen; que a tanto equivale como si la ley pusiera en manos del ladrón

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el objeto de su codicia. Ya Otálora se acerca a Palacio, y Núñez, que no habrá echado en olvido sus cálculos, se frotará las manos en las murallas de Cartagena y sus ojos se humedecerán de felicidad al mirar hacia estas tierras Altas ¡Oh, los cuervos! los cuervos! Diferente cosa ha de suceder si el patriotismo no está tan enfermo como el Presidente, porque entonces puede plantearse con resolución este problema: un gobierno nuñista trae ineludiblemente la guerra, y mientras ésta llega, mantiene la zozobra; pues impídase, de cualquier manera, la posesión de Otálora y de Núñez; y, o se habrá evitado la guerra, o se habrá hecho ahora, y evitado, por lo menos, la intranquilidad. ¡Oh, los cuervos! los cuervos! (La Batalla, 1882).

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LOS ACONTECIMIENTOS

Nuestras instituciones abren la puerta del poder a todas las medianías, porque consagran la igualdad y la alternabilidad; pero por medio del asesinato sólo ha sido Presidente en Colombia el señor José Eusebio Otálora. No se quiera, pues, que la Nación lo respete como Presidente constitucional, porque si bien es verdad que la Constitución establece las Designaturas, también castiga los asesinatos. Y el nuñismo, de quien es representante en el poder el señor Otálora, asesinó-es menester repetir esta palabra-al señor Zaldúa: comenzó su obra fatal imponiéndolo al país como candidato en Marzo de 1881, cuando sobre sus años se leía la muerte; persistió en ella privándolo de los recursos de la ciencia, cuando necesitaba otro clima, y la ha visto felizmente terminada en los aposentos del palacio de San Carlos el 21 de Diciembre de 1882. Es un error, por consiguiente, decir que la picardía es un mal negocio, cuando entre nosotros sucede que, en presencia de todos los colombianos, un puñado de audaces escoge un hombre a quien designan Presidente, para que muera bajo el solio, y llevan allí otro hombre a quien llaman Designado. Esta clase de usurpaciones del poder son tanto más criminales, cuanto se hacen contra la Constitución y contra la vida, y tanto más inmorales, cuanto se hacen en pandilla y se aplauden en grupo. El doctor Zaldúa salió de Palacio en un ataúd que condujo al cementerio el respeto público, y en otro ataúd, más fúnebre, saldrá del Gobierno el partido liberal sacrificado por la traición vencedora. Estos son dos graves hechos que hacen reconcentrar el pensamiento. El hombre muerto y el Gobierno que ha terminado, deben hacer surgir diferentes apreciaciones. El doctor Zaldúa era una eminencia del foro y del profesorado. En su larga vida de setenta años hizo valer continuamente la justicia en los tribunales y la ciencia en las cátedras. Fue una línea recta en el cumplimiento de su deber, torcida sólo al acabar de la vida, pues él, que enseñó la filosofía experimental por Tracy y la Legislación por Jeremías Béntham, sin que jamás contradijera estas enseñanzas con la práctica, aceptó los auxilios de la Iglesia católica en los últimos momentos. Dolorosa abdicación de una larga existencia, toda severa y fuerte; profundo desfallecimiento en un espíritu tan reflexivo y maduro; si más bien no fue imprudente condescendencia a las súplicas cariñosas de la familia...Pudo ser esto último, porque hace apenas pocos años presenciamos un certamen de la clase de Lógica de la Universidad, en el cual fue el doctor Zaldúa examinador del joven Santander A. Galofre, y replicó en el acto científico con un conocimiento extremado de Tracy y con una escrupulosa adhesión a las ideas de este gran expositor. Otra vez hablábamos con el doctor Zaldúa, a fines de 1881, por recomendación de la Salud pública de la capital, y como se ocurriera discurrir sobre la propaganda que el doctor Rojas Garrido mantiene en la Universidad, el doctor Zaldúa, después de verter honrosas expresiones sobre el talento y las tareas del doctor Rojas, se manifestó completamente satisfecho de haber sido uno

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de los primeros apóstoles de estas materias, Filosofía y Legislación por Tracy y Bentham, en los colegios de Colombia. Pudo haber cedido a las súplicas de la familia, si se atiende a que entre sus hijos hay uno sacerdote que, como hijo, debía serle muy querido. Fuera de esta desgraciada caída, puede decirse del doctor Zaldúa que era una estatua de la Integridad con las líneas y perfiles más delicados. Considerada ya no su persona privada, sino su Presidencia y los antecedentes de su candidatura, debe convenirse en que el doctor Zaldúa hizo mal en aceptar al fin la argolla que le ponía al cuello el señor Núñez y que él mismo conocía-como lo expresó en documentos de 1881-que lo habría de estrangular. Es cierto que él veía el filtro venenoso debajo de la adhesión nuñista del Congreso, que oía los gritos de precaución que daba la Prensa oposicionista, y que muchas veces rehusó apurar el tósigo; pero al fin cedió, y entregó, así, a su frágil existencia tan amenazada, el porvenir del liberalismo. Verdad que contribuía a este sacrificio la generosa evolución del 24 de Abril, en que los liberales unidos fueron a proclamarlo candidato debajo de los balcones de su casa. En el Gobierno, el doctor Zaldúa tuvo la energía de no retirarse a pesar de las cóleras de la Prensa independiente y de las borrascas del Congreso sedicioso; pero no tuvo otra, desgraciadamente. En el estrecho campo de acción (si se quiere llamar así) que le dejaron las Cámaras, pudo obrar fecundamente en cumplimiento de su programa de unión liberal, y hoy los empleados pérfidos, que él pudo remover, no saludarían con una copa de champaña la desfilada de su féretro. No se habría presentado espectáculo irritante de su muerte, tan fríamente, en las filas de la Guardia, y ella hubiera cerrado el paso a los asesinos. En fin, no se daría el escándalo de un régimen liberal que deja cimentado un Gobierno nuñista. La falta, ya lo hemos dicho en éste periódico, no fue toda del doctor Zaldúa, a quien las enfermedades lo mantenían postrado: fuélo, en su mayor parte, del señor Miguel Samper, quien se asustó del chasquido de dientes del Congreso, y la tuvieron al principio también, los demás Secretarios con su pobre iniciativa. Pero el hombre ha muerto, y el Gobierno, que nos daba siquiera un techo amigo para trabajar por el partido liberal, se volcó súbitamente "como el ánfora de un río," según la expresión de Núñez de Arce. Estamos en presencia de una nueva situación, que, a nuestro juicio, lo décimos sin encogimiento, es un golpe tremendo para nuestro partido, que quedará, si no se hacen esfuerzos inauditos, muchos años pisado por los escombros del Gobierno que vino a tierra. El señor Otálora ha constituido un Ministerio con muchos pies y sin ninguna cabeza; porque el único que allí tiene valor intrínseco de inteligencia, el doctor Aníbal Galindo, pasará inadvertido, por que, o como, a radical no se le dejará libertad de iniciativa, o si se adhiere a lo que los nuñistas hagan, entonces su conducta lo hará despreciable para el liberalismo. Hasta ahora no ha hecho el Gobierno del asalto otra cosa pública que nombrar ese Ministerio, no de unión, sino híbrido, que bien pudiera compararse al Ministerio Duclerc que actualmente hace bostezar a la Francia; y además, introducir algunos cambios de lugar en la Guardia colombiana.

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Lo que hará, verdaderamente, eso lo oculta mientras llega el señor Leonidas Flórez, enviado a la costa a entenderse con Nuñez, y otros correos derramados por Santander, por Boyacá y por Antioquia. El objeto por ahora, será el Cauca, y nuestros amigos allí pueden contar con que serán hostilizados por la Guardia colombiana. A Antioquia le tocará luego el turno, y ya se habrá pensado en poner al Gobierno del señor Restrepo en la alternativa de humillarse ante el nuevo orden de cosas o de entregarse a los conservadores, que irán, pálidos, a coger el Gobierno en medio de dos filas de soldados de la Nación. A Boyacá se le pueden asegurar días de in tranquilidad, como los que han hecho pasar allí a los radicales, y si el General Wilches no grita ¡viva el que vence! y abandona la idea de la candidatura, se le mandará una espada, -propia o ajena- para que lo haga entrar en razón. Tenernos, pues, grandes motivos de alarma, que no pesan sobre nuestro partido como golpes de maza, porque se ha apoderado de él un enervamiento parecido a la impotencia. Son responsables de esto los hombres eminentes que por su inteligencia, su posición, sus antecedentes, su fortuna, etc., etc., se hicieron directores de los pueblos, y no los dirigen; gobernadores de las voluntades, y no las gobiernan; consejeros, y no aconsejan; predicadores, y no tienen cátedra. Son responsables, porque después de haber pasado ratos felices en el pegujal de la política, en los días prósperos del partido, hoy, cuando la fortuna parece darnos la espalda, se retiran del escenario activo, de la lucha, unos detrás de los mostradores, otros al lado de sus inmensas vacadas; aquel a ver crecer sus mieses y sus papas, ese a Europa, esotro a sus libros, y así lodos. Y esos todos, unos han sido Presidentes de la República, o Senadores, o Ministros, o jefes del Ejército, o Gobernadores de Estado. . . .por obra y gracia del partido radical. De la plata conseguida han hecho para las ideas un sepulcro. Pero bueno seria esto si dejaran obrar siquiera, mas su egoísmo entibia todo con esta frase, que se pronuncia misteriosamente: ¡Oh, eso no le conviene al partido! El partido se salvará a pesar de todo. Una nueva generación ruge como la lava entre tanta miseria y hará explosión fecunda. A los poltrones de nuestro partido los matarán la mentida prudencia y el egoísmo, y a nuestros amos, los nuñistas, los matará la anarquía. Entre tanto, descubrámonos ante el Presidente mártir, y vamos de frente contra los asesinos. (La Batalla, 1882).

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LA HERMANA DEL GENERAL CÓRDOBA

Último resto de la familia del mártir del Santuario, vive en Bogotá la señora Mercedes Córdoba de Jaramillo, hermana de José María y Salvador Córdoba y viuda de Manuel A. Jaramillo. Hace algún tiempo se le había asignado una pensión exigua, sin elevarla a la categoría de las pensiones de la Independencia, y este último Congreso resolvió que la señora de Córdoba gozara, en su subvención, de las mejores prerrogativas. Es decir: quiso el Congreso que esa pensión no fuera burla, como todas las demás, y que los últimos días de la hermana de los héroes, no pasaran entre las privaciones de la miseria. A Aníbal Galindo le tocó informar en el Senado sobre el proyecto que mejoraba la condición del auxilio a la señora Córdoba de Jaramillo, y produjo un informe bellísimo, especie de canturia, que llamó orgullosamente "mi poema". Poema era en verdad. Todos los Senadores por su parte llevaron al debate el concurso de su entusiasmo, y cuando el proyecto fue ley creyeron los que se interesan por las glorias de la Patria, que la señora Córdoba de Jaramillo podría adelantar los últimos años de su vida, si no en la holganza, como debiera, por lo menos en un sosiego modesto. No ha sido así, y hoy se le deben más de mil pesos; de la miserable pensión, a la hermana del General Córdoba! Y esta matrona virtuosa y fuerte tiene que empeñar, para vivir, la medalla que el Perú regaló a su hermano después de sus incomprensibles hazañas, que son asombro de las gentes! Y ya la medalla está empeñada, y ya el dinero que produjo está gastado, y la noble anciana mira en torno y no encuentra, y no imagina cómo ha de vivir sus últimos días: La Nación le debe dinero, pero el Gobierno responde cuando se le cobra -"Señora, no hay ni aun lo necesario para la administración pública"... Lo necesario para la administración publica! ¿Es necesario para la administración publica ese empleado que se gana cien fuertes por rascarse la cabeza, y aquel que recibe ciento veinte por fumar cigarrillo, y esotro que embolsa ochenta por hacer mala letra, y el de mas allá que acaricia setenta por no saber ortografía? Ese tumulto de perezosos, de ignorantes, de holgazanes que tiene el Gobierno pegados a los senos del Presupuesto, ¿son necesarios a la administración pública? O claramente: ¿lo que es necesario para la administración pública es que vegeten en las más duras privaciones los padres, o las familias de los padres de la Patria? Con sólo echar de sus canonjías a los empleados inútiles habría para pagar las pensiones de la Independencia. La señora Mercedes Córdoba de Jaramillo ha pasado por todos los infortunios y las tribulaciones de la vida. Con el nombre ilustre, heredó también desgracia ilustre. Su hermano José María cayó en el desastre del Santuario; Salvador, Coronel de la Independencia, rindió, por liberal, la vida en los escaños de Cartago, y allí mismo Manuel A. Jaramillo, su esposo. Además, otro hijo muerto.... y ella robada y desterrada por los conservadores de Antioquia! El Gobierno no puede llevar adelante esta cruel, inicua, escandalosa desidia. La

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patria ingrata no es patria. El terruño se ama cuando allí crecen los árboles de la justicia. ¿Qué estimuló resta para el sacrificio por la Patria cuando la hermana del león de Ayacucho no tiene pan?... (La Batalla, 1882).

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PERFILES

De la capital

Señor Director: Bogotá... Hubiera visto usted, señor Redactor, el ruido que metió aquí el número de La

Balanza, en que estaba el artículo sobre el doctor Bayón. ¡Cómo se lo disputaban los estudiantes! ¡cómo salía y volvía de mano en mano! Y el sabio del doctor era de verse entonces! Adelantaba por los claustros de la Universidad, cabizbajo y encogido; a todos los miraba con recelo, como si todos le tuvieran lástima, y él a todos vergüenza. Si algún cachifo se le acercaba á pedirle alguna huelga, al punto se le pro ponía que era para hablarle de La Balanza y hacerte algún cargo y se alejaba rápidamente, diciéndole: "¿A mí? Eso no es cierto. Yo sí sé mucha Botánica. Mi maestro fue Mutis." A los admiradores del Herborizador bogotano se les cayeron las alas del corazón: más desilusionados no estuvieron los Aztecas cuando Hernán Cortés hizo polvo sus dioses sagrados. Siga usted limpiando de telarañas la casa común, y habrá hecho una buena obra. Bien conocido es en Colombia el señor Miguel Antonio Caro. Infatigable investigador de la literatura latina, piadoso coleccionador de viejas nimiedades españolas, traductor de Virgilio y de algunos cantos de Horacio, comentador del Syllabus, panegirista del abate Gaume, este notable académico ha dado hoy media vuelta en sus gustos literarios, y si puede decirse, en sus propias tendencias. De riguroso preceptista ha venido a casi benévolo maestro. Ha dejado un poco la jaula de la Academia; ha buscado inspiraciones menos vetustas; en fin, ha tomado un camino menos malo. De traducir la Eneida ha pasado a traducir el Childe-Harold- muy mal, por supuesto, que Caro en Byron es como un collar de nieve en una estatua de fuego; y en estos días ha dado a luz un tomo (principio de una serie) de poemas de Núñez de Arce. Están de moda las poesías de este privilegiado lírico; y la colección del señor Caro es magnífica en la forma, y en el fondo contiene lo más selecto hasta hoy del llamado Rey de la Musa española contemporánea. Publicará pronto, como continuación de la serie, las Rimas de G. A. Bécquer; más tarde vendrán los versos del señor Rafael Núñez. ¿No es esto raro? Los tres poetas escogidos hasta ahora no tienen nada que ver con los amados precedentes literarios del señor Caro. Muy al contrario. Arce es incierto en sus ideas filosóficas; Bécquer sacrifica la forma a la idea, y Núñez es un escéptico eterno. En Las Lamentaciones de Núñez de Arce suprime Caro aquel magnífico anatema a la Santa Alianza; cuando sobre el Coloso atado a la pérfida roca, y sobre la ruina del gran tirano; allá en Santa Elena. "El mar encadenaba su egoísmo

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Y era un abismo en medio de otro abismo," todavía se alza, peor mil veces, el yugo de tiranuelos sin gloria... Como dice el poeta: "No fue ya el despotismo del coloso Que, como río de en lava, Al avanzar rugiente y proceloso Con sus olas de fuego deslumbraba. El fanatismo fue, torpe y mañoso, Que los cimientos de la fe socava; Fue el miedo suspicaz, el más inmundo De los tiranos que soporta el mundo. "No vistió nunca el militar arreo, Y fue, al moverse entre la sombra oscura, Su casco de batalla el solideo Y el monástico sayo su armadura. Incansable y voraz como el deseo, Mortal como la lenta calentura, Blandió contra la tierra amedrentada Más la cruz que la punta de su espada. "Si es ley que la revuelta muchedumbre. El yugo sufra de atrevida mano, Que la enaltezca al menos y deslumbre Con sus épicas glorias el tirano: Y ya que con forzada servidumbre Pague sus culpas el linaje humano, El brazo vigoroso que la venza Infúndale terror y no vergüenza." Pero ¿quién se resiste al impulso del siglo? Si estos trabajos no han nacido de una espontánea convicción literaria, será que el señor Caro quiere hacer un buen negocio con las ediciones y por eso prohíja los autores... Aníbal, para hacerse a las simpatías de los pueblos latinos, ofreció sacrificios en Cumas, en el templo de Vulcano, al "rey" de los infiernos! Los Redactores de La Pluma son: José María Quijano Otero, David Guarín y José María Pinzón Rico, de mérito desigual a nuestro modo de sentir no de todos al mismo tiempo se puede esperar mucho. El primer número está flojísimo Usted lo habrá visto. Esperemos el segundo, que de fijo será mejor. Bueno o malo, periódico en que escriba Quijano Otero tendrá siempre las simpatías de todos. No de otra manera podría ser que el público recibiera las producciones de un corazón tan noble. Y sería imperdonable injusticia que no se venerara esa viva memoria de los grandes días de la Patria y de sus congojas. Que al periodismo vengan hombres que puedan ir por sus pies y no en andaderas, como se hace por aquí generalmente, siempre es una gran ventaja: algo enseñarán, deleitarán algo. Los otros son esponjas secas: su peso lo reciben del líquido que la hinche. Usted conoce esta segunda clase de literatos.

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Eternos murciélagos del Gobierno, se juntan en bandada para redactar periódico cuando hay un Ministerio vacante. Antes de subir el Presidente andaban ellos con las alas recogidas, por ahí en un rincón, como los malos pensamientos, buscando la hora. Periódico político, literario e industrial es siempre su periódico. Ellos defenderán allí las ideas que estén de acuerdo con la eterna justicia; patrocinarán las obras más notables del ingenio patrio; y serán celosos por el adelanto del comercio y las industrias.

Ya instalada la Junta de redacción, mandan una esquela muy decidora al Jefe del Gabinete, a los hombres de plata del Gobierno, y si hay Senadores y Representantes, a los Representantes y Senadores. En ella hacen patente la magnitud del sacrificio por la causa, las iras enconadas el enemigo que afrontan y -lo principal-cuán caro cuesta la impresión de un periódico en Colombia. Al fin echan el primer número y luégo ponen en la primera columna: "Este

periódico cuenta con fondos que le acreditan una larga duración" El título del periódico es siempre fofo y pretencioso: La Opinión, La Nación; y los artículos aparecen siempre como embriagados con hachisch, según son de vertiginosos. Aquí hay uno sobre "Derecho público americano" para probar que nos pertenecen hasta los antípodas; más allá otro "Tremendo suicidio," en que dan cuenta de haberse matado un indio en Choachí. En la cluecada hay siempre uno que es un mapa de las cosas menudas de la capital; y otro, o el mismo, encargado de las noticias extranjeras, que conoce perfectamente La Estrella de Panamá. Nadie le va en zaga para eso de hablar de las calles sucias, de las acequias sin agua, de la bulla de las chicherías, de la mala policía, etc. Emboca la trompa épica para anunciar un casamiento, una velación en San Carlos, un Corpus en Las Cruces, unos cohetes en Egipto, los toros en San Agustín, las estatuas de la Huerta de Jaime...... Sabe como el que más el contenido del Diario Oficial, la salud del Presidente, el cambio de Secretarios... En lo literario son estupendos: escriben novelas en un minuto, dramas en un segundo; y ¡qué feroces son con sus personajes! pues como no han de durar nada, a las primeras vueltas les hacen formar camorra, se insultan, se desafían, y... al campo yo ando! Frente el uno ante el otro, los testigos a distancia convenida, se da la voz de ¡fuego! y ¡pum!,... hay un ligero humo, luégo sopla el viento, Pedro está revolcándose en el polvo; Toribio corre a abrazarlo, pero su adversario no está vivo, está muerto. Toribio se mata también por no poder resistir a tanto dolor... De vez en cuando aparece en La Nación un piropo bien soplado, al modo de este que vio la luz en cierto periódico de aquí: "El señor Cónsul de B. escribió la décima que se verá en seguida, en el álbum de la señorita Tres Estrellas. Nos es grato darle en nuestro periódico preferente colocación. ¡Magnífico ensayo! siga el inspirado joven vía del Pindo y bien pronto tendrá orlada la frente de fragantes mirtos. He aquí esa joya:

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"Escribir en tu álbum yo U otro joven amigo No es cosa rara, y más digo: Lo raro fuera que nó; Porque todo el que te vió Está en un riesgo inminente De perder íntegramente Alma, vida y corazón; Por eso en esta ocasión Esta memoria te ofrezco..." Siempre me imagino el tipo de estos traperos del periodismo, por el de un bachiller que conocí no se ni dónde ni cómo. Era el tal delgado como un capilar, de cabeza de chulo, de frente huesosa, pómulos rojos y salientes, barba negra, más bien largo que corto; caminaba corno con un peso en los pies, y vestía de continuo chupa negra recortada y pantalón azul... Ah, señor Director, que no hubiera quién les pagase a estos caballeretes porque no escribieran tantas sandeces... Pero entonces no escribirá nadie-se me contestará-y esto es verdad, porque los que pueden hacerlo, se retraen, y hay mil palmadas de aplauso para la lisonja ignorante... Está aquí el señor Duclós con una compañía dramática y de zarzuela. Ansioso el público de algún entretenimiento ha concurrido a casi todas las funciones. Teatro lleno. El Repertorio de la Compañía es variado, bueno y malo; pero el desempeño de dos o tres actores ha sido siempre adecuado. Las bellas bogotanas han estado, como siempre, encantadoras, salvo el legendario defecto de los polvos en la cara, del carmín en los labios y de la capul en la frente. Cuando se ve esta aberración de desfigurarse la cara las mujeres, dan ganas de irse uno al campo a gozar de la sencillez rústica de las hembras. Allí, donde, como dice Quevedo: "Las caras saben a caras, Los besos saben a hocicos, Que besar labios con cera Es besar el hombre cirios..." El Congreso sigue haciendo poco. Aprobar proyectos de honores y premios para los militares muertos en las últimas guerras. Bien dijo Lamartine que las guerras civiles sólo sirven para levantar tumbas... ¡Hay fiestas! ¡hay fiestas! señor Director. Usted me responderá: ¡hay perdición! ¡habrá perdición! No opino lo mismo. Yo creo que el trabajo de un año bien merece once días de huelga. Jamás decayó la Grecia porque los juegos nemeos, los pitios y los olímpicos fueran espléndidos... ¿Quiere usted mi nombre? No rasgo el misterio por ahora. Tenga, eso si, muy bien entendido que apenas mis revistas ocasionen algún reclamo, allá irá, y no sotto

voce, sino para que usted lo publique y responder. Esté usted bueno, A. DE LA HUERTA NOTA Esta revistilla, que tiene sus pasos interesantes, aparece sin fecha, pero

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debe ser y es de 1880, Julio, cuando se preparaban las famosas fiestas de aquel año para celebrar el 20. La Balanza era un periódico del doctor C. A. Echeverri, el último que redactó aquel ilustre escritor. Entendemos que el artículo sobre Botánica, a que se alude, era obra del sabio medellinense doctor Andrés Posada Arango, honra de Antioquia. La revista no fue a su destino -a Medellín-y aparece firmada así en los originales. (El Editor).

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DESDE BOGOTÁ I

Señor Director de El Estado -Medellín: Hombres, cosas, acontecimientos-todo lo que aquí llama la atención-formarán nuestras revistas para El Estado. Enemigos del método, unas principiarán por el derecho y otras por el revés. Así, pues, paso! El 20 de Julio, anunciado con lujo de papelones, ha sido el más simple de cuantos hemos presenciado. Se habló de procesiones patrióticas y no las hubo, de discursos en la plaza de la Constitución, y nadie se asomó a la tribuna, de himnos patrióticos, y los himnos a nadie entusiasmaron, de recepción oficial, y nadie da cuenta de lo que pasó en la casa misteriosa de San Carlos. El 22 de Julio hubo un concurso literario en el Salón de Grados. El tema era una composición en verso al Trabajo. No concurrimos a la función, pero tenemos a la vista el cuaderno en que se publicaron las piezas premiadas. Es bien explicable que los poetas liberales no se hubieran acercado al torneo, pues son muy conocidas las ideas predominantes en los señores Manuel Pombo, Rafael E. Santander y José Caicedo Rojas, que componían el jurado de calificación. Ellos han dicho, en efecto, ahora: "El jurado, ha notado, además, con satisfacción, el buen sentido moral en que

están concebidas todas las composiciones que ha examinado, y la ausencia absoluta en ellas, de ideas subversivas y de un lenguaje apasionado o inconveniente." Obtuvo el primer premio el señor Rafael Tamayo; el señor Rafael Pombo, el segundo; el tercero, el señor Jorge Roa; el señor Ruperto Gómez el cuarto, y la señora Agripina Montes del Valle, el quinto. ¿Fue eso realmente un concurso libre? Nó ¿Podían los poetas liberales concurrir? Tampoco. Y todo esto, porque los Jurados católicos eran una amenaza para la inspiración liberal. ¿Cómo hablarle a este triunvirato de clericales, del trabajo del hombre prehistórico, de sus luchas por la vida en la bravía naturaleza de ahora cien mil años; del desarrollo progresivo de la especie, de los resultados del trabajo en el orden político e intelectual, y de la lucha emprendida actualmente por la civilización contra las fuerzas de resistencia? ¿Ni cómo exhibir lo estéril de esfuerzos contra la libertad, lo ímprobo del fanatismo religioso, lo criminal del trabajo de los déspotas? De esto, que bien podría inspirar un poema, no oirían una palabra los jurados del 22 aunque los pusieran en tormento. En el ardid y en el odio van hasta el extremo las Escuelas desesperadas. Los jurados-que tan bien preparados estaban contra los poetas enemigos-no encontraron subversivo esto, contra el partido liberal, firmado por Jorge Roa, y escrito, según la voz pública, por el señor José Joaquín Ortiz: "Sólo tú, sólo tú, soberbia impía, Que ansiando alto poder, pugnas en vano,

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Con el ariete de la falsa ciencia, Por derribar el pedestal cristiano Que sostiene del orbe la existencia, No alcanzas de la paz la verde oliva Ni el lauro de la gloria, Sino, a fuer de venganza siempre viva, El estigma implacable de la historia." Ni apasionado esto, del señor Rafael Pombo, que en la presente ocasión escogió un magnífico seudónimo, el de Exótico: "Siempre es Padre el Señor! Cuando él condena Sus golpes mismos paternales son; Nos impuso el trabajó como pena, Y aun esa pena es una bendición." A propósito de esta requisitoria de Rafael Pombo, notamos una feliz combinación, en el primer verso de un cuarteto: "Salve, oh segundo creador del mundo!" Nos ocupamos extensamente del concurso, por que donde no hay cosas grandes las pequeñas hacen el gasto. Una nueva edición de las poesías de Gregorio Gutiérrez González salió en días pasados. Dos prólogos de muy distinta forma, intención e importancia, las preceden. Dijérase que no los habían escrito al calor de un mismo fuego. Camacho Roldán es allí muy superior a Rafael Pombo. La prosa de este último es un bejuquero: intrincada, torcida, confusa. Horrible caída la de este hombre, desde alturas verdaderamente poéticas, hasta abismos ridículamente prosaicos! Como si cansado de haber ido la mitad de la vida en brioso corcel y manejando bridas de oro, hubiera querido morir sobre un burro viejo, con la cara para atrás y agarrado de la cola, como condenado en vergüenza pública. -Corre la prosa de Rafael Pombo corno un arroyo...nos decía un clásico en días pasados. -Sí, contestamos nosotros, como un arroyo cuando corre sobre chamarasca y pantano. Milagros del catolicismo son estas decadencias. No es verdad, como algunos periódicos conservadores lo han afirmado, que el General López hubiera recibido auxilios de la iglesia católica a la hora de la muerte. Podemos asegurar, sobre un testimonio de importancia innegable, que todo lo dicho es una pura farsa. A la catedral se le llevó, porque la naturaleza de la enfermedad hacía imposible toda demora, y los locales a propósito para Cámara

Ardiente, con que cuenta el Gobierno, se arreglan con dificultad. Bien que aquí está de moda que los católicos irrespeten las creencias de los moribundos, o hagan comedia con los muertos. Hemos visto de esto muchísimos casos, y bastaría una interpelación de la prensa conservadora para señalarlos con sus nombres y apellidos. (Bogotá, 1881).

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II

Señor Redactor de El Estado-Medellín: Han salido las poesías de Bruno Maldonado! Esto no es tan grave como los elogios que de ellas hacen algunos órganos de la Prensa y no pocos amigos de las letras. ¿Quién es este nuevo poeta? Pues nada menos que un hombre que raya en los setenta años. Hace mucho tiempo que quiere triscar en la política y en la literatura. Dícese que ahora años sostenía la candidatura de Bruno Maldonado, para Presidente de Cundinamarca, el señor Joaquín Pablo Posada en un periódico costeado por el mismo candidato. -¿Qué méritos tiene ese hombre? le preguntó un amigo al Alacrán - Oh, es el más amigo de las luces! - ¿Cómo así? - ¿Quieres una prueba? replicó Posada. Pues sabe que tiene una fábrica de hacer velas... No respondemos de la autenticidad del chiste. Maldonado es el dueño del teatro, y naturalmente, ha querido ser autor. En el libro hay, en consecuencia, una zarzuela. Y una ópera! Copiemos algunos versos tomados al acaso. ¡Oh, nó, dejemos que esos versos duerman paz! Es demasiado sagrada la inocencia y nosotros no hablaríamos de los versos del señor Maldonado si no fuera porque en ellos campea un lujo de catolicismo de lo más edificante. Más de una docena de himnos religiosos, de canciones místicas, etc., etc., que hacen honor a la Iglesia del país. Un ciego llevando a otro ciego. El producto de estos versos, que la opinión pública ha desamparado, ha de servir para socorrer a los desvalidos! ¡Allá va la Baronesa de Wilson! ¿Quién no ha oído este grito lanzado en los periódicos de la Costa, todos los días y en todos los tonos? Pues la señora Emilia Serrano entró en Bogotá sin levantar polvo. Aquí está en esta ciudad, pequeña, sin duda pero suficientemente grande para ahogar a las medianías literarias, aunque sean muy extranjeras. La llegada de la Baronesa no ha sido, pues, acontecimiento trascendental, como en Panamá y en Bolívar. De manera que si de otro modo no se hace visible la señora de Wilson, ha de permanecer en una oscuridad tanto menos envidiable, cuanto que en ella hay muchos. Todos saben que se prepara a escribir o a publicar una historia de América. Muchos quilates ha de tener la inteligencia que logre abarcar y desarrollar los acontecimientos complicados del Nuevo Mundo, y dudamos que la Baronesa pueda hacerlo, si hemos de atender a los artículos que ha publicado en Colombia, en los cuales tiene apenas la rareza de mostrar dotes enteramente comunes, por no decir vulgares. Cuando el señor Francisco Pi y Margall está escribiendo su grande historia de esta parte del mundo, parece vano que se emprenda lo mismo; esto, al menos, indica en el competidor una suficiencia de fuerzas, que están muy

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lejos de suponer en la señora Wilson. La viajera, por otra parle, llevará buenos recuerdos de Colombia: este país es extremadamente benévolo y hospitalario. Desde el siete del presente se abrió la Exposición nacional. Muy pocas cosas llaman allí la atención. Con todo, el Estado de Antioquia está bien representado. Las sedas del doctor La Roche, algunas muestras de minerales, y las nítidas fotografías de Gaviria, son de admirarse. Hay un cuadro de literatos antioqueños, en que sobran muchos y faltan algunos. Nos pareció raro, sobre todo, no hallar allí el retrato de Epifanio Mejía. En estos mismos días se ha celebrado el aniversario de la fundación de Bogotá, exponiendo unos asquerosos trapos que dizque sirvieron a los clérigos de la conquista para decir la primera misa aquí, trapos muy parecidos al... moquero del padre Cucufato Ballestero, de Luis Vargas Tejada. Y, como es de ordenanza, regando flores en el lugar donde estaba el rancho "Humilladero" y regando piedras sobre la estatua del general Santander. Por lo visto, nada ha sufrido más golpes que el monumento de este prócer: los fanáticos, azuzados indirectamente por La

Caridad y tal vez directamente por el señor Ortiz, le hacen albazo de palos y de piedra el seis de Agosto de todos los años. No hay cosa más cómica que ver ese día a las beatas con el brazo es tirado y el puño cerrado, el impasible monumento; nada más cómico sí, pero nada que revuelva más la bilis contra los fanáticos. No hemos visto aún las Coplas de Ricardo Carrasquilla en su última edición pero a juzgar por el prólogo del señor José M. Marroquín, Carrasquilla inventó la pólvora. Jamás nos ha parecido poeta este estimable caballero. Ha hecho, sin duda, piezas entretenidas, pero sin mérito sobresaliente. Algunos de sus versos dejan la huella de una cosquilla imperceptible; la mayor parte sólo el tic-tac de los consonantes. No tiene el país poetas festivos, ni ha tenido de verdadera y espontánea vocación sino muy pocos, entre los cuales fue el señor Francisco Mejía rionegrero, si nó el más culto, el más natural y el más afortunado. José Manuel Lleras, que deleitaba con sus improvisaciones y con su charla fecundísima, no vivirá en sus obras sino para sus amigos. Joaquín P. Posada, lleno de desenvoltura en su versificación, apenas deja, a nuestro juicio, en la crítica de Teresa, de Lázaro María Pérez, una página duradera; pues en El

Alacrán cobró fama por su audacia, y en los Camafeos por su cinismo. Las Coplas de Carrasquilla están aumentadas con una serie de escenas sobre la revolución de 1860. Han de ser puerilidades contra el general Mosquera patadas de ahogado, como dice nuestro pueblo El señor José María Ponce de León prepara una gran ópera en unión de don Felipe Pérez, titulada "Vasco Núñez de Balboa." Augura la competencia de estos dos caballeros un buen éxito para su trabajo. (Bogotá, 1881).

III

Señor Redactor de El Estado-Medellín: Quien oye hablar en parroquia de la Academia Colombiana, se llena de curiosidad

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por saber qué clase de hombres la componen, qué hacen, con qué recursos cuentan y en dónde se reúnen. "Deben ser hombres muy graves esos académicos" piensan algunos. "Y personas muy ricas" dicen otros. Y las conjeturas más candorosas y extrañas bailan en la imaginación de todos. Aquí se les ve tan en paños menores que hay que taparse los ojos. A las seis de la tarde, al bajar por la primera carrera del Norte, llaman la atención en una de las cuadras centrales, las risas y las voces que salen de una pequeña librería situada a mano izquierda. Es en vano tratar de descubrir el rostro de los concurrentes desde afuera, porque el recinto es demasiado estrecho, y las sombras de la tarde, agolpándose, sólo dejan ver bultos humanos que van vienen. En cambio, casi siempre hay murmullo de palabras, interrumpido sólo, de vez en cuando, por risas alegres. La pequeña librería es de Manuel Pombo, y ahí se reúnen a pasar las últimas horas del día una media docena de literatos, unidos por tradicional amistad. Siga bajando el curioso, y pronto lo sorprenderá una nueva algazara que sale también del fondo de una librería. Esta se llama la Librería Americana y son los académicos los que conversan. Como el local es más ancho se puede entrar y gozar bien de cerca de la presencia de los inmortales de Colombia. Ahí están todos los residentes en Bogotá, a excepción de F. Zapata, S. Pérez y Venancio O. Manrique, que son liberales y han echado en saco roto esas frioleras. Pero no están como se quiera, con la mayor comodidad. Unos, sobre mostrador de pino; otros sobre cajones, y la mayor parte verticales sobre el almo suelo! Allá Sergio Arboleda cuelga sus luengas piernas, desde lo alto del mostrador; más allá Miguel Antonio Caro recuerda a Virgilio, a horcajadas sobre un tercio de citolegias; a este lado, Rafael Pombo, con su aire de Polichinela, se apta holgadamente en una caja vacía; y al otro, José María Samper conmueve los estantes haciendo tribuna improvisada de un cerro de costales. Y así los demás. Hay, por supuesto, barra, y la componen olvidados humanistas, o imberbes versificadores católicos. Allí charlan un rato de todo y a las ocho de la noche se separan. No sería prudente seguir a algunos de ellos, porque el que lo hiciera se vería forzado a entrar a lugares non sanctos ... Y esto es una prueba más de que todos somos hombres... hasta los académicos. El Ministro de Chile, señor José Antonio Soffia, ha corrido con fortuna en nuestros muy escasos centros literarios. Debe esto, más bien, a ser de maneras muy cultas y a su extremada decisión por las letras, que a sus méritos intelectuales, que realmente no son muchos. En Chile parece que como poeta tampoco se le cuenta entre los mejores. Recordamos haber leído en una revista de Santiago un juicio sobre sus versos, muy poco consolador. De lo que en Colombia ha publicado, sólo una traducción de Victor Hugo, que dio La Luz, está hecha con verdadero acierto poético. Las opiniones políticas del señor Soffia, son conservadoras, según dice algún periódico. En sus versos rueda un misticismo tan exagerado que casi raya en beatitud. Bien que estos apestados vientos soplan mucho en la costa del Pacífico. La Academia ha tenido a bien nombrarlo miembro correspondiente, y con esto, ya

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se ve que ni ha subido ni ha bajado. Saldrá, en estos días, de la prensa de Echeverría Hermanos, un poema de Diego Fallon, bajo la dirección de Miguel A. Caro. Hay motivos para creer que la nueva obra de Fallon tenga méritos, si se atiende a que es el mismo poeta que cantó a "La Luna" en tan bellas estrofas. El señor Caro, justicia le sea hecha, trabaja como un carretero. Es esclavo de las letras. Su labor es casi siempre infecunda, porque va contra las ideas liberales, pero habla alto de su constancia y de su paciencia. Además de la obra de Fallon, ha trabajado un largo estudio sobre Andrés Bello, que servirá de introducción a las poesías de este hombre celebre, que actualmente se están imprimiendo en Paris, y otro sobre Julio Arboleda que verá la luz pública en New York, en donde se están publicando sus obras. Se dice, también, que hará la edición de las poesías de R. Núñez. Está en prensa un poema de C. Obeso, titulado La Lucha de la vida, y un tomo de Discursos de Diógenes A. Arrieta. Con fecha 6 de Agosto ha salido un periódico bajo el título de Papel Periódico

Ilustrado, dirigido por el señor Alberto Urdaneta. El número primero contiene, en grabados, un perfil de Bolívar, una vista del puente de Pandi, el tipo de un recluta de Boyacá y el retrato del señor José María Vergara y Vergara. Nos parece esta publicación enteramente rudimentaria, y no es verdad, como lo han afirmado algunos periódicos de la capital, que sea la única su género en la América Latina. Un adelanto muy plausible es esta nueva empresa, sin duda, pero que creemos no tendrá vida duradera si no se disminuye el precio de suscripción. Ni el Papel

Periódico Ilustrado está a la altura de los periódicos ilustrados del extranjero, ni los recursos de la generalidad de los colombianos están a la altura de su precio. Una muy nutrida lista de colaboradores publica el señor Urdaneta, de entre la cual puede sacarse, si mucho, una docena de nombres que no estén hueros. El Diario de Cundinamarca ha encontrado, en las poesías de Campoamor, la siguiente quintilla: "Sobre tu nevado seno Pesa la cruz de un rosario, Y aunque humilde nazareno, Muriera de gozo lleno En tan hermoso calvario," que es, ni más ni menos, como ésta que atribuye Rafael Pombo a Gutiérrez González, en su Noticia sobre la última composición de éste. "Sobre tu nevado seno Brilla la cruz de un rosario, Y yo, humilde nazareno, Muriera alegre y sereno Sobre ese hermoso calvario." Verdad, que es de admirar el olvido de este académico, que así compromete, por mera pereza de leer a Campoamor, la fama nítida y bien adquirida de Gutiérrez González. (Bogotá, 1881)

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IV

Señor Redactor de El Estado-Medellín: El Gran Galeoto de Echegaray es la novedad del día. Dos representaciones casi consecutivas de esta pieza han encantado al público. Los periódicos de la capital-como de común acuerdo-rabian furiosos y echan pestes contra este drama de la escuela realista. Ha sido un duelo para la mojigatería de la calle y de la iglesia. "He aquí que ha llegado el demonio," dicen las beatas; y agregan: "sin duda, Echegaray va a hundir nuestra pobre sociedad." Ni más ni manos que lo que han dicho en España los carlistas, sobre el mismo asunto, y lo que en todas partes gritan los reaccionarios. De cuanto se ha escrito aquí contra la escuela realista no se puede hacer una píldora. Son los mismos argumentos ineptos de la política, traídos a la literatura a la fuerza; pero arrojados con una suficiencia que maravilla. Periodistas que apenas leen el Diario Oficial, dicen sin turbarse: "Zolá es un indecente; la escuela realista es una porquería." Otros que viven con guarichas y borrachos, inventan un pudor candoroso, y dicen: "El Gran Galeoto me tiene escandalizado." Todo una pura farsa. En El Gran Galeoto, Echegaray describe la trascendencia fatal de la calumnia. Un hogar tranquilo que se va a pique por las murmuraciones de las gentes, he aquí todo. Lo que más ha escandalizado a los conservadores escandalosos es que el héroe del drama sea una persona agradecida y le brinde su apoyo y su protección a una mujer abandonada de todos. Verdad que esto debe ser un crimen según la moral cristiana. Como Echegaray figura en la política avanzada de España, la traílla conservadora lo ataca y lo muerde por todas partes. José Caicedo Rojas dice que al drama le sobran redondillas; seguramente las que le faltan a su propia colección de versos. José María Samper llama floja la prosa del prólogo; juicio muy Corriente en Tunja y aún más corriente en Samper. José María Quijano Wallis (liberal seguramente} asegura que el título es exótico; lo mismo pensamos nosotros de, sus, artículos literarios. Filemón Buitrago escribió un largo artículo... Cabe repetir aquí ¡lastima de la tinta! Esta gente que se desespera, o finge desesperarse, cuando ponen en escena una obra revolucionaria -que exhibe las injusticias sociales-no tiene ningún inconveniente en elogiar las mas viles latas y los desenfrenos más repugnantes. Hasta cierto punto encontramos razonable el enojo de los católicos. La santa madre la Iglesia cuida de la salud y de la larga vida de sus hijos. Bien merece el señor Bernardino Torres Torrente que le dediquemos un ligero recuerdo. No quiere decir esto que se haga muerto; eso sería en él una muestra de talento muy rara. Sólo sí, porque tiene en prensa una nueva obra titulada Psicología del corazón El título promete todo un enredo; algo así como la Moral Universal que publicó hace dos años y que patrocinó, en el Senado el General Payán, el animal

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benemérito. Somos amigos de honrar todo trabajo fecundo, todo esfuerzo útil; pero lamentamos que se consuma la vida sin positivo provecho para el progreso. El señor Torres Torrente ha escrito mucho, pero sin plan y sin criterio. Sus ideas-cuando las tiene- son lánguidas como un difunto y su estilo fastidioso como un dolor de estómago. Sus Embozados y su Angel del Bosque son intempestivos como un aguacero en día de fiesta. Sin embargo, el público lee esos libros y el Gobierno los patrocina. Hay, pues, un doble mal: el de viciar, en parte, el gusto literario y el de distraer fondos públicos que pudieran tener una inversión más justa. Se empleara el dinero que cuestan los malos libros ortodoxos o católico-espiritistas, como los del señor Torres Torrente, en vulgarizar obras liberales, de verdadera ciencia, y otro sería el estado intelectual del país. Mal augura la suerte de una república en donde se quedan inéditas obras como Las sanciones por Ezequiel Rojas, las Memorias del General Mosquera, etc., etc. mientras se hace edición numerosa de las Pruebas judiciales de Carlos Martínez Silva, de La

Economía Política de Constancio Franco, de la Historia de la Revolución de 1876

y 1877 de Manuel Briceño, de El Granatede Peregrino San-miguel, de una ridiculez de Luciano Carvallo, de otra, El 8 de Diciembre de Rafael Pombo, de las Fantasías de Bruno Maldonado, etc., etc. Y, seguramente, de la Psicología del señor Bernardino Torres Torrente. Hace mucho tiempo que conocemos a Francisco de P. Carrasquilla. Es un joven de agradable fisonomía. Tiene condiciones de escritor satírico notable, y ante todo, en el epigrama es sobresaliente. Ha cultivado este género y es popularísimo entre los cachacos decidores de la capital. Sus cortos epigramas son individuales, casi siempre, y no está por demás observar que este carácter es genial de la buena poesía satírica española, que pierde su vigor a medida que se ensancha el cuadro. Carrasquilla ha arrojado el ridículo sobre ideas y sobre hombres, sin consideraciones sutiles. Gobiernos, pueblos, legisladores, generales, periodistas, todos han llevado su parte. Vaya un ejemplo de la intención de su musa: "Alguien a Foción le dió Una águila americana, Y él la apretó con tal gana Que la moneda chilló. "Oraba, y con devoción, Ante un Cristo sacrosanto Un viejo de aspecto santo Pero en el fondo un bribón; Fijóse en él D. Ramón Que le conocía en conciencia Y dijo a la concurrencia: 'Ya verán que el beato al cabo Le mete al Cristo otro clavo,

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O le arranca una potencia." "Diablo y amor se parecen No sólo en la tentación, Sino en que desaparecen Con la santa bendición. "Los clérigos se pasan, a mi juicio, La vida más sabrosa y más de risa: No les vemos hacer más sacrificio Que el santo sacrificio de la misa. "Si Dios fuego aquí mandara En su justa indignación, Nuestra gente lo apagara Para vender el carbón. "Quien vive de la amargura Y de la ajena agonía Y halla solaz en la usura, Tiene el alma más impura Y más vil... ¡Jesús María!

No ha publicado la colección de sus epigramas, porque los aplausos a ese género se dan por la espalda y con madera, lo cual no es una felicidad. Hoy escribe en el Papel Periódico de Urdaneta. Olvidábamos decir que Carrasquilla es liberal, lo que por sí sólo es una recomendación suficiente. Una polémica en sonetos, entre Rafael Pombo y Miguel A. Caro, sobre teología, es curiosa por lo menos. En los números veintisiete y veintinueve de El

Conservador se han publicado veinticinco sonetos sobre el asunto, bajo el epígrafe general de Ataque y Defensa de la prosa teológica, en sonetos. Caro se muestra alarmado con la decadencia de Pombo, y cree curarlo apartándolo del soneto teológico. Pombo se aferra a él como a una última esperanza. Caro le dice bárbaro, en nombre de la religión y de la amistad, le muestra sus antiguos ideales esplendorosos, la entereza de su viejo númen, y pugna por encender de nuevo la llama del amor en su pecho. En vano! Porque la religión enervó ese cerebro y dejó sólo cenizas en ese corazón. Sólo la voz del progreso puede hacer surgir algo noble de esas ruinas. Pero los acentos liberales no penetrarán, tal vez, porque Pombo se ha encerrado en una bóveda de pergaminos. Está enterrado en el escolasticismo, como un cadáver en el osario. Pero el remedio que propone Caro jamás será una rehabilitación. El le dice en efecto, que abandone la teología y se abrase en el misticismo. La religión por boca de Caro, le dice a Pombo: "No me ofrezcas glacial razonamiento Sin tierna unción, sin ideal poesía; Vuelve en ímpetu audaz la fantasía, Y arda en místico ardor tu pensamiento." Sabemos muy bien, lo que es ese misticismo poético de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Jesús, de Lope de Vega, de Malón de Chaide, de Pedro de

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Padilla, de Valdivieso, etc., etc. Queda mal bajo la almohada de cualquiera muchacha, y muy bien haciendo parte de la historia de la prostitución de Amancio Peratoner. Léanse los versos de los místicos y de las místicas y no se encontrará otra cosa que concupiscencia insaciable. Esta, además, es la pasión de las devotas. Quevedo y Villegas, escriba un libro en defensa de Santiago, patrón de España, contra Teresa de Jesús, por quien pedían fuese reemplazado en el patronato. Decía tantas lindezas de la Santa, que el libro se prohibió y, según entendemos, es rarísimo. ¡Cómo sería la Santa de archifogosa, cuando Quevedo, en ese tiempo, se atrevió a marcarla! Una de sus discípulas (de la Santa) sor Marcela de San Félix, monja, hija de Fray Lope de la Vega -citada como encanto por Menéndez Pelayo- no conformándose con los hombres, aspiraba nada menos que a lograr el amor a lo divino. Decía: "Porque el amor fogoso Que de fuerte se precia, Por más que le acaricie Con nada se contenta, Todo se le hece poco

Si a conseguir no llega Todo un Dios por unión Donde saciarse pueda " Este misticismo, aconsejado por Caro, a última hora, es indecente. En la polémica se han tratado con rudeza. Caro compara a Pombo con un cocinero que da a sus parroquianos buenos platos y a quien éstos no aprecian, y que luégo se venga sirviéndoles guisos detestables: "Al público así, tú, nectáreas copas Brindaste; ingrato ha sido; al fin te vengas Y sonetos que apestan le propinas. "Ah! Lloro al verte alumno de Epicuro Y estragando tu gusto hasta en lo escrito." Pombo está perdido y Caro no es a propósito para resucitarlo. (Bogotá, 1881) NOTA Estas cuatro cartas vieron la luz El Estado, semanario que redactábamos nosotros en Medellín, en aquel año de 1881. Habiendo estado por entonces en aquella ciudad D. Dámaso Zapata, tuvo ocasión de leerlas, y le gustaron tánto, que se trajo los ejemplares disponibles que pudimos recoger para él. Esto y el mérito que nosotros les reconocemos, por más de un concepto, nos anima a darles puesto en esta colección. (El Editor).

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EL "CÁNTABRO" ANTE EL SENADO El 12 principió la discusión sobre el Cántabro, fijada con anticipación para ese día. Las barras del Senado estaban muy concurridas. Gran número de Representantes asistían al debate, y en la tribuna del cuerpo diplomático estaban los Ministros de Chile y del Brasil. Sólo oímos los discursos de los ciudadanos Becerra y Zapata, el 12, y de los mismos en la sesión del día 13. Se abrió el debate con la lectura del informe de la comisión a cargo de los Senadores Felipe Zapata, Salvador Camacho Roldán y Juan de D. Ulloa. Prescindiríamos de copiar íntegro el informe si él no tuviera tanta importancia; pero es demasiado grave el asunto controvertido y lo insertamos todo: "Ciudadanos Senadores: "Los Senadores nombrados en comisión para examinar los antecedentes relativos a la entrega del vapor Cántabro y a la extradición de algunos individuos reclamados por el Gobierno de Venezuela como sindicados del delito de piratería, han examinado los documentos que se ha pasado a su estudio y de ellas resultan los siguientes hechos: 1° El señor Juan García, comerciante domiciliad en Colón, adquirió en Santiago de Cuba la propiedad del buque español llamado Cántabro, el cual cambió después en San Thomas su primitivo nombre por el de Colón "2° Con fecha 28 de Abril de 1882, el Cónsul de Colombia en San Thomas expidió a dicho un pasavante, en virtud del cual emprendió viaje para Colón bajo bandera colombiana. "3º El expresado buque no siguió el rumbo que le había sido señalado en el pasaporte, pues en 9 de Mayo: del mismo año, aquella nave armada al servicio de la revolución que había estallado contra el Gobierno de Venezuela, se presentó en el puerto de Higuerote hizo algunos disparos de cañón y de rifle sobre la población, despojó de algunos aparejos navales a la goleta venezolana Esperanza que estaba fondeada en el puerto, extrajo de ella algunos de los individuos de la tripulación y al hacerse a la mar apresó unos botes pescadores que se llevó junto con los tripulantes. Al día siguiente apareció frente a la Guaira sin enarbolar pabellón alguno, y luégo se alejó de ese puerto izando bandera italiana. Por último se presentó en las costas del Istmo de Panamá, provista de elementos de guerra, trayendo a bordo al General Eleázar Urdaneta y a otros Jefes venezolanos, enemigos del Gobierno de Venezuela. El 18 de Junio del año citado último, fue detenido el expresado buque por las autoridades colombianas en Portobelo y conducido a Colón con los tripulantes. 4° En virtud de los hechos expresados el Poder Ejecutivo nacional, bajo la firma del doctor Benjamín Noguera, Secretario de Gobierno, dictó con fecha 17 de junio de 1882, una resolución en que se expresa que el Gobierno de los Estados Unidos de Colombia considera como pirata el vapor nombrado ahora Colón y anteriormente Cántabro.'

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"5° Con fecha 3 de Julio de 1882 el Ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela reclamó del Gobierno nacional la entrega del buque con sus armas y municiones, y pidió la extradición de los Jefes revolucionarios como responsables de actos de piratería o al menos de robo, apoyando la reclamación en el artículo 3° del tratado de Colombia con Venezuela, y 6° En 16 de Octubre de 1882, el Poder Ejecutivo nacional, bajo la firma del Secretario de Relaciones Exteriores, señor doctor José María Quijano Wallis, dictó una resolución definitiva que dice en sus dos primeros incisos: '1º Concédese la extradición, por la vía administrativa, de los individuos que fueron aprehendidos en Colón por las autoridades colombianas, como sindicados del delito de piratería cometido en las aguas territoriales de la República de Venezuela. '2.° En consecuencia, entréguese al Gobierno de la Republica de Venezuela los individuos que aun existan en Colón, como responsables de aquel delito; y el buque llamado Cántabro o Colón con sus armas y demás objetos que se consideren como instrumentos el delito, y que tanto por los principios del Derecho de Gentes como por la legislación de Venezuela, que en el artículo 47 del Código Penal declara los objetos o instrumentos de los piratas caídos en comiso, deben acompañar a la entrega de los presuntos reos.' "Es conveniente hacer notar que antes de adopta esta última resolución, el Congreso había aprobado en la ley de Presupuestos nacionales, de 16 de Septiembre de 1882, el artículo que sigue: 'Departamento de la deuda nacional-Capitulo 59-gastos varios-artículo (nuevo) 'Para gastos de traslación, descarga y conservación etc., del vapor pirata Cántabro hasta $10.000.' "La simple enumeración de los hechos relacionados demuestran que el Senado no puede ocuparse de ellos sino bajo dos puntos de vista: uno puramente legislativo, para determinar qué vacíos o inconvenientes existen en las leyes penales y en lo procedimientos de extradición de reos, a fin de reformar la legislación; y otro de carácter judicial, para examinar la conducta observada por el Poder Ejecutivo en el asunto de que se trata. La reforma de la legislación puede emprenderla inmediata mente el Senado, mas no el examen de la conducta del Poder Ejecutivo: pues esto sólo puede tener lugar en el caso de que los hechos le sean presentados por el Ministerio Público, en la forma constitucional. "En materia d Relaciones Exteriores el Senado no tiene otras facultadas especiales que la aprobación de las instrucciones para negociar tratados públicos y la de los nombramientos de Agentes Diplomáticos. La vigilancia o la inspección de la conducta del Poder Ejecutivo en la dirección de las Relaciones Exteriores, así como en todos los demás ramos administrativos, es la principal función del Ministerio Público, ejercido por la Cámara de Representantes. Respecto de los actos del Poder Ejecutivo el Senado no tiene otro carácter que el de Juez, pero Juez que no puede proceder de oficio, s a virtud de acusación sustentada por la Cámara de Representantes, única entidad constitucional encargada de cuidar que el Poder Ejecutivo llene cumplidamente sus deberes y de promover que se le exija la responsabilidad.

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"En virtud de estas consideraciones los infrascritos; Senadores os proponen: "1º Nómbrese por el Presidente del Senado una comisión que revise los Códigos Penal y Judicial y proponga las reformas necesarias, especialmente en lo que se refiere a los delitos cometidos en el mar y los procedimientos para castigarlos. "2° El Senado no es competente para examinar la conducta del Poder Ejecutivo en asuntos de responsabilidad sin que preceda acusación de la Cámara de Representantes. "Ciudadanos Senadores. "Felipe Zapata-Salvador Camacho Roldón-Juan de D. Ulloa" Zapata y Ulloa estaban en la sesión, pero Camacho Roldán, por un inconveniente doloroso de familia, no pudo concurrir. Como todos lo esperaban, fue Ricardo Becerra el que tomó la palabra, el primero, para acusar a los miembros de la Administración Zaldúa, comprometidos n la resolución sobre el Cántabro y sus tripulantes. Aquí conviene separar la importancia de la cuestión, de la situación moral del acusador. Becerra habrá procedido por una inspiración patriótica, si se quiere, al animar este debate, pero estamos seguros de que su objeto principal fue el de hacer daño a la Administración pasada. Para el señor Becerra nada ha habido más malo sobre el haz de la tierra que la Administración Zaldúa, y la atacó con rabia, y aún persigue colérico a su jefe en el cementerio. No sabemos que el señor Becerra haya gastado tanto brío en sus excursiones políticas de América... A pesar de la poca idoneidad del señor Becerra para acusar, se le seguía en su discurso con interés. Era el orador un detalle nada más en el asunto, que se presentaba con caracteres tan graves. Becerra habló bien. No nos fijamos en sus razonamientos para probar que los tripulantes del Cántabro no eran piratas sino revolucionarios, porque nos parecieron confusos y ya nosotros tenemos esto por demasiado sabido; pero al pintar lo trascendental del principio de Derecho internacional violado; el escándalo del antecedente establecido; la conducta invariablemente seguida por todas las Repúblicas de la América Latina, en el sentido de proteger a los asilados tuvo momentos de verbosidad sostenida, semejante a la verdadera elocuencia. Su voz era clara y vibrante, su ademán, aunque brusco y torpe, enérgico, y el período oratorio amplio y desembarazado. El discurso de Becerra se siente con fuerza en el momento en que él lo pronuncia, pero no se graba durablemente en la memoria, porque no es sello de razonamientos claros, sino, las más de las veces, de entusiasmo deliberado y por lo tanto artificial. Tiene, además, una arrogancia descomedida de jaque, que fastidia y que lleva a los que lo escuchan a chocar con su persona mientras él choca con las ideas del contrario. Se pueden perdonar, y gustan, las alusiones autobiográficas si hablan personajes históricos; pero en nuestra democracia, en la que la celebridad es puramente de barrio, hostiga el prurito, en oradores como el señor Becerra, de hacer pequeños viajes por el hilo de su propia vida. En los hombres grandes cada hora de su existencia el interés de un acontecimiento, y las aventuras que ellos relatan, cada una, es provechosa a la observación y al estudio; mas esto de que la turba quiera darse a conocer minuciosamente,

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aprovechando la altura de una curul, es casi corno desnudarse en público: cosa soez y repugnante. En 1879 discutían en el Senado el doctor Rafael Núñez, Secretario de Estado y el doctor Manuel Murillo Toro, Plenipotenciario de Cundinamarca, sobre un desgraciado Mensaje religioso de entonces, y salpicaban el debate con alusiones de su propia historia política que encantaban a todos. Pero, preemítasenos afirmar, que no es lo mismo Murillo y Núñez que el señor Ricardo Becerra. Atacó el Senador de que nos ocupamos las conclusiones del informe, porque ellas no iban directa mente a lo sustancial de la cuestión. Es decir: por que demoraban los juicios del Senado, que debían ser precisos y rápidos, como lo exigía la gravedad del asunto. Sostuvo que el Senado tenía derecho -emanado de su misión política- para intervenir en los actos del Poder Ejecutivo, en forma de censura o de acusación. Citó ejemplos de los Estados Unidos del Norte y de la Inglaterra, e hizo una apelación vehemente a la dignidad de los Senadores para que salvaran el honor de la Patria. Su peroración, ya lo dijimos, estuvo generalmente buena.

El señor Felipe Zapata, Senador del Tolima, tomó la palabra para replicar. Zapata es el antiguo redactor de El Mensajero, en compañía de Santiago Pérez y de Tomás Cuenca; el escritor de las Cartas sobre la Responsabilidad del partido

conservador, y últimamente, el que publicó el célebre folleto sobre el Empréstito que hizo descargar sobre su nombre la ira de los Senadores nuñistas en el año pasado. Sin duda son Felipe Zapata y Santiago Pérez los escritores de más nervio que tiene el país; de los más hábiles en la polémica y más acertados y correctos en la forma. El orador no está a la altura del escritor, porque Zapata tiene débil la voz y muy pequeña la estatura; pero razona con tanta precisión y poder de claridad, es tan ordenado su discurso, tan seria y severa su actitud, que sus palabras, sin contar con que tienen siempre la unción del convencimiento, se reciben con interés, se pesan con imparcialidad y sirven para mover el ánimo en la dirección de las ideas del orador. El doce, un movimiento de simpatía incontenible se sintió en las tribunas al tomar la palabra el señor Zapata. El es muy parco en hablar, tanto como lo es en escribir, y había verdadero interés en escucharlo. Sobre todo, domina a la juventud radical un profundo sentimiento de adhesión por Zapata y bien sabido es que ella forma, casi en su totalidad, el auditorio del Congreso, porque en la capital son los radicales los únicos en quienes no ha muerto el verdadero espíritu público. El Presidente de la comisión mantuvo el informe sin discutir si el Cántabro era o no buque pirata, ni si el Gobierno había hecho bien o mal en disponer su entrega, con los tripulantes, al Dictador Guzmán Blanco. Creyó el señor Zapata que entre las atribuciones del Senado no estaba la de proceder de oficio -sin la iniciativa del Ministerio Público- en causas de responsabilidad contra el Poder Ejecutivo. Avanzar opiniones con respecto a una cuestión que podía ser o no criminosa, era, dijo, inhabilitarse el Senado para juzgarla en definitiva; que el Senado es juez del Poder Ejecutivo, por mandato de la Constitución, y el juez para, no perder su verdadero carácter, ha de mantener, mientras llega el caso de decidir, sus

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opiniones reservadas. No encontraba, por otra parte, oportunidad en censurar una Administración que ya no existía y de la cual uno de los Secretarios comprometidos, a juicio del Senador Becerra, estaba ausente. Llevando a un resultado definitivo el negocio del Cántabro, por la tramitación constitucional, el Senado cumpliría su misión y este asunto, espinoso de suyo, quedaría resuelto sin menoscabo del cumplimiento del deber de los Senadores. El ciudadano Zapata hizo las apropiadas citas de la Constitución y terminó tranquilamente su discurso. ¡No hubiera hecho tal! ¿Cómo podía permitirse un Senador manifestar sus opiniones? ¿Había mayor temeridad que la suya, cuando decía al Senado que decidir este asunto, sin la previa intervención del Ministerio Público, era un procedimiento irregular e inconstitucional? ¿Pues no estaba allí Becerra? ¿No había él hablado? ¿Acaso no había dicho desde su asiento la verdad, toda la verdad? Era demasiado atrevimiento, digno de la férula del dómine. Una moderación suma, una convicción profunda e ingenua; el respeto por el parecer de los demás Senadores; la misma Constitución de la República, no podían poner al señor Zapata a cubierto de los rigores de la disciplina. Becerra se para, con el seño fruncido detrás de los anteojos, dirige a los lados una mirada altiva, se vuelve a las bancas de la minoría, descoge el largo brazo y con el puño cerrado que apoya sobre el pupitre, y el índice de la derecha vuelto a Zapata, prorrumpe: "¡Oh, se me insulta! se me dice prevaricador. ¡Prevaricador! ¡Yo no soy sino patriota!" etc. etc. El señor Zapata no se inmuta. Explica al Senado nuevamente su discurso anterior. No se ha dirigido al ciudadano Becerra, porque él no tiene la práctica de personificar la discusión. Ha opinado; ¿y hay en esto algún mal? Tiene de ante mano ideas formadas sobre el honor, que no está resuelto a cambiar, y en el desarrollo de estas ideas se refiere únicamente a su propia conducta. "Prevaricar es 'Faltar uno a la obligación de su oficio, quebrantando la fe, palabra, religión o

juramento.' ¿Y cómo puede deducir el ciudadano Becerra, del contexto de su discurso, que ha querido decirle prevaricador? Hay indiscreción, según su modo de pensar, y esto es todo." "Indiscreción! ¡Oh, se me dice indiscreto! exclama Becerra, trémulo de ira. ¡Indiscreto! Yo no soy sino patriota" etc., etc. El ciudadano Zapata habla nuevamente. Dijo indiscreción refiriéndose a sus propios sentimientos, a su propia conducta, de ninguna manera al ciudadano Becerra, a quien no tiene por qué calificar. Respeta todas las opiniones y debe creer que la suya merece respeto. Su deber, como miembro de la comisión, fue el de estudiar ese asunto, que él antes no conocía, y lo que propone en unión de sus colegas de encargo, es bien claro: que se reforme la legislación penal, en asuntos de mar, y que el Senado se abstenga de un procedimiento que le parece inconstitucional. ¿De esto se puede deducir agravio contra el señor Becerra? Mucho desearía Becerra contestar: "Oh! ¿Conque no se me desagravia? ¡Desagraviarme! A mi no se me desagravia, yo no soy sino patriota, etc., etc. Pero el ciudadano Senador Cotes le impidió ese ímpetu con una modificación para que la Cámara de Representantes atendiera lo

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relacionado con el Cántabro. El ciudadano Senador habló y el Presidente hizo sonar la campanilla. La discusión del doce movió mucho interés en los círculos políticos, y a pesar del mal tiempo hubo bastante concurrencia el trece. A primera hora tomó la palabra el ciudadano Álvarez. No oímos su discurso, que fue muy extenso, pero comprendemos que sería del todo bien intención. ¿Quién olvida los móviles, siempre honrados, que obran en el ánimo del íntegro Senador del Tolima? Del doctor Francisco E. Álvarez diremos más tarde nuestro parecer en una serie de cuadros que publicaremos en La Batalla y que escribimos desde 1882, cuando éramos relatores del Senado. Terminado el discurso del ciudadano Álvarez la discusión iba a cerrarse. Parecía el debate, si no agotado del todo, por lo menos suspendido, en la actualidad, en lo tocante al Senado de Plenipotenciarios. -Va a cerrarse la discusión, anunció el Presidente. Los individuos de la barra miraron con curiosidad a los bancos de los Senadores. -Pido la palabra, dijo el ciudadano Ricardo Becerra. Bueno, nos dijimos, hé aquí que tendremos algo nuevo en los labios del Espíritu Santo nuñista. Pero el ciudadano Becerra se contentó con bien poco. ¿Para qué otra cosa que herir al Senador Zapata? Este era argumento incontestable contra la entrega del Cántabro... Volvió a declararse ofendido con el discurso del Presidente de la Comisión. "Se me dice prevaricador, repito. ¡Prevaricador! Yo no soy sino patriota" etc., etc. Bien pronto cayó en la cuenta del día anterior y, olvidando lo de prevaricador por lo de indiscreto exclamó labios: "Se me dice indiscreto. ¡Indiscreto! Yo no soy sino patriota " etc., etc. Luégo, no contento con el estribillo habló de la Administración Núñez y de su Secretario de Relaciones Exteriores (Becerra Ricardo) y de la oposición, y del Diario de Cundinamarca y... por fortuna tomó asiento. Zapata no debió contestar, pero lo hizo. Colocado en una atmósfera serena olvidó la persona de su contrario para llamar la atención sobre sus palabras y sus razonamientos. Buen discurso fue el de Zapata, que los lectores de La

Batallaconocerán apenas se publique la relación taquigráfica. Otra vez Becerra. ¿Cómo iban a satisfacerle las explicaciones de Zapata? ¿Llegar hasta él un acento profano? ¡Oh no! malsin, Senador del Tolima! Y luego, y sin faltar al estribillo: " ¿Se me dice prevaricador? ¡Prevaricador! ¡Yo no soy sino patriota!" ¿No es, pues, prevaricador? ¿Indiscreto? "Se me dice indiscreto. ¡Indiscreto! ¡Yo no soy sino patriota!" Ay! "Y la gitana decía Con aquella boca fea, No piensen que soy hebrea

Yo no soy sino judía." Los artículos de la Comisión se aprobaron y la modificación se negó.

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La cuestión Cántabro no está, empero, terminada, ni convendría esto a la dignidad de Colombia. La Cámara de Representantes ha de proceder, pues ella es el conducto regular, a la averiguación, de los hechos, y entonces, si hay motivo de acusación, el Senado, así lo creemos, será incorruptible juez. (La Batalla, 1883).

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JULIO E. PÉREZ

Íbamos a enterrar la pequeña hija de Diógenes A. Arrieta. Una tarde lluviosa y fría; un cielo gris; un profundo silencio y veinte amigos formaban el cuadro más melancólico, ese día, camino del cementerio. En recogida meditación adelantábamos cerca de Diógenes. El ha sido nuestro noble y querido amigo de muchos años. Las desgracias de su casa son las nuestras; y saludamos con el más profundo convencimiento, su necesario, radiante porvenir. El poeta callaba. Llegábamos ya al cementerio, en donde él había gemido sobre la tumba de su primer hijo, en ternísimas estrofas que revelan todo su corazón. Entre la yerba hay una señal. Allí reposa el pequeñuelo querido; y Diógenes lloraba en 1878 con lágrimas en los ojos y con más sed de llanto: "De esta tumba la tierra prontamente el tiempo niveló, Y del dolor la herida no se cierra en este corazón...! Lloren los ojos y fecunde el llanto la fuente del dolor." El cortejo de amigos avanzaba lentamente. Nos detuvimos, porque Diógenes se había detenido y miraba con ojos tristes las copas de los cipreses que se alzan al lado del camino sobre los muros del cementerio. -El ciprés, nos dijo él, ni tiene primavera que lo engalane, ni la brisa hace en sus ramas música de rumores, ni los pájaros forman allí sus nidos... Llegamos, y la tarea era ya de los sepultureros. El grupo se detuvo a los lados de la ancha entrada. Rojas Garrido ha dicho allí: "Esta cruz, este lema, esta ancha puerta Son letras expresivas de un misterio... Triste es venir al triste cementerio El hombre a contemplar su tumba abierta!" Julio E. Pérez tomó por la galería de la izquierda. ¿A dónde iba? Los demás aguardábamos los últimos preparativos; se sabe que en un entierro son, el vulgar sepulturero con su indiferencia y dos ayudantes con piquetas y argamasa. Candelario Obeso nos llamó la atención. - ¡Ah! ese es un cuadro conmovedor, le dijimos. -Una dolorosa satisfacción del cariño, nos observó. El y nosotros habíamos visto a Julio E. Pérez arrodillado delante de la tumba de su padre. Era un recogimiento tierno y oculto; una confidencia en el misterio; una soledad en la quietud de la naturaleza. Obeso murmuró: -Verdaderamente es un hombre. Sí; justamente Julio E. Pérez es un hombre en toda la amplitud del término. Parece que la política pierde su fuerza en las extremidades; por ello entendemos

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la generación que en los últimos treinta años ha dirigido los destinos de la República. Por demás está decir que los conservadores son ineptos y están en desuso; pero, aun cuando en ello se sienta alguna contrariedad, hay que dar testimonio de la decadencia de nuestros mayores los liberales. Por este o el otro motivo, con esta y la otra denominación, ellos no tienen ya prestigio, en general. Seria importuno averiguar, en este artículo, por qué lo perdieron; pero es el caso que saludan y agasajan a una época que sólo les da la espalda. Si las leyes naturales de la política tienen cumplimiento, otra generación servirá de eje a nuestro movimiento republicano. Allí tendrá un lugar distinguido Julio E. Pérez. El no llevará a la política, ni el bullicio, ni la frivolidad, ni la pasión amarga. Su temperamento es reposado y sus ideas tienen firmeza, pero no vehemencia. Será su tarea de fundador y consolidador, nunca de combatiente y demoledor. No queremos decir que no combata, pero juzgamos que no es su campo la lucha. De todo necesita el partido liberal, y Julio E. Pérez es uno de sus elementos indispensables. Cuando llegue una época de organización, ved allí el tipo. Las oficinas de Colombia no cuentan con nada superior a Pérez ¿Pero es que sea puramente oficinista? No. Si tiene la paciencia y la versación del empleado, le sobra la claridad y el juicio en los negocios públicos. El investiga, decide y ejecuta. Conoce los misterios de la Administración y esa es su fuerza. Considerad cine para esto es menester tanto talento y estudio como perseverancia. Pérez tuvo esmerada educación al lado de su padre, figura eminente en el foro. Luégo pasó a servir en los destinos de la República. El tenía la capacidad, tuvo luégo el hábito. Costumbre de muchos años que lo ha hecho el señor de los negocios de gobierno. Su campo es allí, en el Senado de Plenipotenciarios. Mejor dicho, en todas partes en donde haya trabajo difícil; pero donde se le conoce, donde se le admira, donde se le aplaude, es en la silla de Secretario del Senado. El primero de Febrero todo es confusión en la Secretaría. La muchedumbre de Senadores viene, en general, en el primer año de las sesiones, vanidosos por sus puestos, pero ignorantes de sus deberes: ¿qué van a impacientarse por esto? Ellos prometieron allá en su pueblo ser firmes por un candidato, ¿acaso les importa otra cosa? Se hace la elección de Presidente, de Vicepresidente y de Secretario; aquello es un tumulto. Julio E. Pérez llega. Su cuerpo es alto, su andar desembarazado, su vestido correcto. En adelante él está allí, y el Senado podrá marchar como una gran máquina aceitada y limpia. En la Secretaría se le obedece y se le estima, dos cosas difíciles de estar juntas, porque la obediencia, que casi siempre indica debilidad, deja el recurso del desprecio. La actividad del primer día no quiebra en Pérez en el curso del año, o de los años. Ama el trabajo y se haría una ofensa con permanecer quieto. Así se le ve durante las sesiones leer y dar todos los informes y qué maestría para leer! y qué prontitud para informar! Proposiciones, leyes, decretos, proyectos, tengan uno, diez, veinte años, todo lo recuerda y de todo da cuenta. El sabe el curso de los debates en las Cámaras en casi todo el tiempo pasado. Y no como se quiera, simplemente por arte de la memoria; es que su vocación lo lleva a estudiar todo lo que se roza con el origen de nuestras leyes y con el modo de formarlas en nuestras legislaturas; de

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tal manera, que dado un asunto, ya antes debatido en las Cámaras, él os dirá qué argumentos hubo en pro y en contra, quienes los presentaron, y la impresión que produjeron. Antes que a los libros, los Senadores juiciosos consultan a Pérez sus proposiciones y sus proyectos. Esto nos consta. Le decíamos una vez: -Amigo mío, ¿ por qué no escribe usted sus Memorias de un Secretario? Cosa más curiosa no podría darse. Pérez ha asistido a los debates más solemnes y conoce y ha estudiado a nuestros más conspicuos hombres. -Debería hacerlo, nos contestó; pero yo tengo que trabajar mucho para vivir y no me queda tiempo. Es una verdadera calamidad esta. Julio E. Pérez podría hacer un bello trabajo de historia contemporánea y una notable obra literaria. Olvidábamos hablar de su estilo que es educado y propio, y de su facilísima prontitud para redactar. Lo acompañamos en el Senado como Relator en el año de 1882 y fuimos testigo de su destreza y de su talento. Hablaba alguno, Arrieta por ejemplo, que es un torbellino, y Pérez, al mismo tiempo que tomaba nota para el Acta, condensaba el discurso del orador sin rebajar le nada al estilo, ni mutilarles nada a las ideas. Nos propusimos hablar de Julio E. Pérez, porque ha dejado de ser Secretario de Relaciones Exteriores; su modestia nos lo perdone. Ahora: Pérez no es radical; esto no importa: sea él siempre decidido miembro del liberalismo y se hará perdonar esta pequeña falta. (La Batalla, 1883).

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LA EVASIÓN

De Justiniano Gutiérrez

Ayer estaba de Jefe de día el General Benito Martínez. A las once de la noche se disponía a descansar cuando golpearon fuertemente en la puerta del Estado mayor. -A la espalda! gritó el centinela. -Necesito hablar con el General Martínez. -A la espalda! -Es asunto del servicio, replicó el que tocaba con insistencia. A las voces del centinela, el General Martínez se había incorporado del asiento en donde descansaba, y muy á su pesar dio orden al oficial de guardia para que dejara libre el paso al que lo buscaba. Cumplida ésta, el hombre de los golpes atravesó el portal y subió las escaleras á grandes pasos. - ¿Es usted el Jefe de día? dijo á Martínez cuando estuvo cerca de la escalera. -Sí, señor, respondió éste; diga qué se le ocurre, pero pronto que es tarde y líbrelo Dios de haber me despertado sin motivo. No sería malo, refunfuñó, que se pudiera tocar en el Cuartel como en la casa del médico. Hable usted pronto. El recién venido miraba al General Martínez con vacilación, como si dudara de que fuera para él el encargo que traía. Aun se atrevió á preguntarle, segunda vez, si en efecto era el que tenía presente el señor Gene Benito Martínez, Jefe de día. Convencido de la identidad buscó en el bolsillo un pliego, -Tengo encargo de poner en sus manos este pliego y de rogarle, de parte del que se lo envía, que, se lo lea cuanto antes. -Délo usted acá. El General tomó el papel y el hombre principió a bajar las escaleras. Cuatro pasos había dado cuando se le ocurrió al General preguntarle de parte de quién venía tan tarde de la noche a solicitarlo. -Eso lo sabrá cuando lea le respondió el hombre, y sus pasos precipitados resonaron pronto en las baldosas de la calle. -Martínez volvió á su asiento, y se rebujó en su capa española. Supuso que la carta contendría alguna nimiedad del servicio y la colocó sobre la mesa. -Tiempo hay mañana para leer cartas, se dijo; por ahora echemos un sueño mientras nos cumple hacer la tercera visita a los cuarteles; y luégo se durmió como un bendito benedictino. La noche estaba oscura y ráfagas húmedas de viento indicaban la proximidad de la lluvia. El hombre que había llevado la carta tomó hacia el sur, caminó a lo largo de la verja de la plaza de Armas y se perdió en la callejuela estrecha que se arrastra siguiendo, hacia arriba, el curso del río San Agustín. Había caminado media cuadra cuando en una puerta vecina apareció un hombre embozado. El viajero le tendió la mano con confianza. -Todo bien.

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-Lo esperaba de ti. -Los oficiales de la guardia no me han conocido y el General Martínez parece que jamás me hubiera visto. A la fecha debe haber leído la carta y estará en marcha. Lo que es por hoy estemos seguros, pues el pájaro no volará. -En todo caso velemos de cerca los acontecimientos. Justiniano evadido es otra vez el crimen de Los Alisos palpitante y nosotros en peligro. La muerta aún pide venganza y la sociedad puede muy bien atreverse a rasgar los velos del misterio. Un preso no se evade sin cómplices y un criminal no tiene otros amigos que los que participan de su delito. -Hablas como un abogado. -Doce años de estudio me dieron la toga. Ahora me toca cubrir con arte las manchas de sangre del 21 de Junio. Sería buen primor que después de tánto tiempo cayéramos en las redes de la policía coma cándidas codornices! -Entonces, en marcha! -En marcha, que antes de media noche debemos dar la señal convenida con Gutiérrez sobre los muros del Panóptico. -Pobre Justiniano! ¿Sabrás que siempre es una villanía delatar a ese mozo, que, todo lo aguarda de nosotros? Doble infamia cuando él se ha encerrado en la más absoluta reserva con respecto á nuestra responsabilidad. - ¿Qué quieres? Ya el paso e dado y sería tarde el arrepentimiento. Además, las fórmulas están cumplidas y Justiniano nada tiene qué desear de sus mejores amigos. . . . como nos llama en su carta de ayer. -Es que... -Mira, hombre. Yo he leído en Víctor Hugo que la gran excelencia del Quijote es haber dicho á la gente: "vela por tu pellejo." -Y qué? -Aprovechémonos del Quijote para no ser Quijotes. Justiniano Gutiérrez fue los primeros meses de prisión, una verdadera celebridad. Todo mundo ocurría al Panóptico a ver el criminal de Los Alisos como se va a ver una bestia feroz. Hubo inauditas curiosidades y caprichos raros y estrafalarios. Se cuenta de una señora de la aristocracia que abortó de espanto en la puerta de la celda, y de un sacerdote que dijo allí misa una semana entera y le pronunciaba al recluso sermones de tres horas. A este respecto La Caridad del señor José Joaquín Ortiz mandó a la Penitenciaría lo que en los Estados Unidos se llama un repórter, para lograr de los asesinos de la señora Sarmiento una protestación de la fe, cosa que estaba por demás, pues Justiniano había nacido católico y crecido entre las naves del templo. Así consta en la causa. El enviado de La Caridad dijo a los presos: -Ustedes, para salvarse del infierno, deben pro testar contra Tracy y Béntham, que los hicieron cometer el crimen de Los Alisos. -Pero si no conocemos esos autores, replicaron -No importa: "el mal está en la atmósfera, y ellos fueron, no lo duden ustedes, la causa de esa desgracia. Firmen aquí y se salvan. Los reclusos firmaron lo que el público conoce. Uno de ellos, que ni en la

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adversidad y la deshonra ha perdido el buen humor, dijo al repórter, al despedirse: -Y bien. Ya que tan fácilmente se salva el alma ¿no le seria posible a usted un medio de salvar el cuerpo? Llamaba tantó la atención Justiniano Gutiérrez, afluía a verlo tánta gente, que un inteligente amigo nos propuso comprar un álbum para que visitantes de la penitenciaría pusieran cada uno algún pensamiento sobre el crimen de Los

Alisos y sus autores. -No escribirá nadie, dijimos al amigo. - ¡Tonto! Y la respuesta fue que a los dos meses el libro voluminoso estaba lleno de pensamientos, artículos, versos, firmas de casi todas nuestras notabilidades literarias. Los Pérez (Felipe y Santiago); Núñez, Ancízar, Gómez, Caro, Caicedo Rojas, Marroquín, Guarín, Carrasquilla, los Pombos (Rafael y Manuel), Arrieta, Ricardo Silva, Camacho Roldán, Obeso, los Pereiras (Guillermo y Benjamín), González (el Catire), Antonio José Restrepo, Madiedo, Galindo etc., etc.; todos los más culminantes literatos pusieron un pensamiento en el álbum, que un escritor romántico bautizó con el nombre de Panóptico dantesco.

Pombo escribió esta terrible estrofa:

"¡Oh que batalla tan dura Reñirás con tu conciencia

En la mísera existencia Que arrastras con amargura!

Infame el crimen perdura; Roe el mal eternamente; Y así, joven, ese miente, Que con raciocinio falso

Ha derrumbado el cadalso Y conserva al delincuente."

Al pie escribió Rojas Garrido, maestramente, esta pía inspiración: "La sangre que reclamas es estigma

Y lleva la desgracia en su turbión; Eres bardo, lo sé; pero yo juro, Poeta, que no tienes corazón." José Caicedo Rojas escribió:

"Los blancos armiños de una noble cuna, La súplica piadosa de una madre pura,

¿Quién de luto cubrió? El sol de la mañana, la veste de la aurora, El verbo de lo alto, la más cristiana forma,

¿Quién en sangre veló? Rigor sea la justicia,

Que la piedad es Dios."

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Hay sobre todo un soneto admirable de Guillermo Pereira Gamba, una muy original oda del señor. Santiago Pérez, así como robustas estrofas del señor Rafael Núñez. Poco a poco fue olvidándose al famoso criminal y pasados algunos meses ya no lo distinguía la curiosidad entre el tumulto de reos. Con todo, no se le dejaba de la más austera vigilancia, ni se le cambió de celda, que siempre fue la suya una de las que llaman fuertes, que está como incrustada en las poderosas columnas que sostienen el amplio edificio. El carcelero, sin darse cuenta, le cobró confianza a Gutiérrez; no la confianza de la simpatía, pero sí la que constituye en los presidios el disimulo de la fuerza. Pasó el trágico protagonista de Los Alisos a ser un delincuente anónimo, y esto hizo cambiar el giro de sus pensamientos; pues se sabe que el crimen produjo en Justiniano una atonía semejante al aturdimiento-que hacía prever que toleraría el castigo-pero con las circunstancias posteriores cobró más iniciativa su ánimo y apareció en su cálculo el deseo de libertarse, que cada día iba robusteciéndose más. Principió por estudiar la posibilidad de su fuga, en lo que se refería a la organización interior del Panóptico y al edificio, y en seguida, pensó en su seguridad personal después de su escape. Resuelto a evadirse, tuvo presentes a dos cómplices de toda su confianza, como que de su discreción dependía la libertad de ellos. Disimuladamente los enteró de su propósito y el domingo 25, en una conferencia final, estuvo todo resuelto. La evasión debía hacerse el 26, pero hubo un in conveniente imprevisto y se aplazó para el 29. Una última entrevista tuvo lugar. -En ustedes confío, dijo Justiniano a sus amigos, y en su voz había la mayor ansiedad. -Puedes estar tranquilo. Si no te matan adentro, lo demás corre de nuestra cuenta -No olviden nada. -Nada. El caballo estará en el costado sur, entre el bosque de cerezos. Tú sabes que es brioso en extremo. Plata habrá en los bolsillos de los zamarros y armas en los sacos de adelante. Nosotros velaremos cerca para ayudarte en caso de un contratiempo afuera. - ¿Y la señal? -Te la anunciaremos en una carta que llegará a u poder a la hora de la comida. Y sabes que Juan... -Chit!... En este momento un vigilante se acercaba, y los dos amigos, recibiendo una mirada de esperanza, se confundieron entre las muchas personas que visitan a los presos en las galerías anchas del primer piso. La evasión resuelta, Gutiérrez se retiró a su celda, aparentemente tranquilo, pero lleno, en realidad, de los temores que acompañan un paso tan arriesgado. El había estudiado las costumbres de los guardias y de los empleados y sabía que la única dificultad, para la fuga, eran los enormes cerrojos de las puertas, colocados

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desde muy temprano; mas tenía la seguridad de que una vez escapado de la celda, no ha hallaría un obstáculo serio. Podía muy bien encontrar los puntos débiles del edificio guardados por centinelas, pero éstos jamás eran más de uno en cada lado, que por tener que custodiar un largo trecho bien podía no percatarlo; y en caso contrario, habría lucha, fácil de sostener para un hombre fuerte como él y además armado, pues desde muchos días atrás tenía una gruesa barra de fierro, olvidada por descuido, y sigilosamente recogida y guardada entre las ropas de su cama. La parte grave eran los cerrojos del fuerte, pero este riesgo decisivo había desaparecido por casualidad. Hacía dos meses que el carcelero, hombre curioso, que tenía culto por los hechos íntimos de los acontecimientos criminales, deseaba hacerse a todas las interioridades del misterioso drama de Los Alisos. -Yo sabré qué hay en esto, se decía. Es imposible que este hombre no hable: hablará. Y desde entonces hostigaba a Gutiérrez con preguntas sugestivas, con largas conversaciones y, arrastrado por la pasión de saber secretos, por una especie de sed devorante, llegó en poco tiempo a de partir horas enteras con el asesino, en su misma celda. Pasó de allí a permitirse cierta expansión, fingida con él, y desde el mes de Enero ya pasaba con Gutiérrez largas veladas de juegos de baraja, en que lo menos era jugar y todo se convertía en interrogaciones judiciarias. Justiniano se había encerrado, al principio, en una reserva absoluta, pero luégo meditó que era conveniente a su propósito hablar bastante, fuera mentira o verdad; y como cediendo a las instancias del carcelero, fue poco a poco haciéndose más comunicativo, aparentemente franco, hasta llegar, el día anterior al 6, a prometerle una confesión explícita. Esta promesa llenó de placer al curioso, que se prometió no perder el más mínimo detalle. - ¡Vaya! decía a solas, frotándose las manos. Lo que la sociedad ignora voy a yo esta noche. ¡Ja, ja! Qué cara pondrán mañana en la tertulia cuando D. Francisco me pregunte: -Y qué hay de nuevo en tu infierno? Y yo les responda: - ¿De nuevo? Nada. Poca cosa. Siempre lo mismo. Y burlonamente me digan: -Siempre el mismo cantar: eres un imbécil, Pedro. -Sí, soy un imbécil, por ahora no sé otra cosa sino todo lo que pasó en Los Alisos: cómo se verificó el crimen y cuántos son realmente los crimina les. ¡Oh, qué cara pondrán en la tertulia! Antes de las diez los cerrojos del fuerte se corrieron y apareció en el umbral el carcelero con un farol en una mano y una baraja en la otra. Justiniano estaba recostado en su lecho y una sonrisa nerviosa resbaló, como una víbora, por sus labios delgados. -Buenas noches, señor Gutiérrez, dijo el cancerbero. -Buenas noches, respondió Justiniano, alzándose del lecho y yendo a arreglar dos bancos cerca a un poyo de la pared, que servía como mesa para el juego de la noche.

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-Ha venido usted muy a tiempo, añadió, después de hacer los preparativos del juego, porque iba a hacerlo llamar. Estoy desde esta mañana sumamente enfermo y necesito que se me designe el vigilante que ha de acompañarme para salir cada momento. Me es indispensable.... El cómitre sintió una viva contrariedad. En otra ocasión habría dicho al preso: "aguarde usted hasta mañana;" pero Gutiérrez tenía para él, en ese momento, una cierta importancia, que lo hacía momentáneamente amable. Contestó al punto: -No tenga cuidado. Hasta las doce acompañaré a usted y luégo vendrá un vigilante. Voy a prevenirlo. Y el cernícalo salió, cerrando a su paso la puerta. Entonces Gutiérrez, con una presteza desusada, sacó del bolsillo de su pantalón un papel que desdobló y leyó, a la luz del farol abandonado por aquél: "Justiniano: Todo estará previsto a satisfacción. El caballo en los cerezos. Nosotros en el lugar convenido. Una piedra arrojada tres veces contra los hierros de la ventana del fuerte, será la señal a la media noche. Valor. X.X.X.X. 29 de Marzo."

En este momento el carcelero abrió la puerta. - ¿Qué hacía usted cerca del farol? preguntó a Gutiérrez. -Contaba el naipe, porque tengo idea de que falta una carta. Los dos principiaron la partida de juego y el aparcero dirigió contra el preso toda la artillería de sus preguntas. Cada cuarto de hora la conversación se suspendía porque Gutiérrez necesitaba salir. Tres veces lo acompañó su pareja pero en lo sucesivo le permitió ir solo. Justiniano iba y venia; demorábase unas veces más, otras veces menos, pero sin alarmar en lo más mínimo al carcelero. Eran las once y media y una lluvia torrencial se desencadenó. El viento gemía en los huecos del edificio y los golpes del agua semejaban, a lo lejos, redobles de tambor. La conversación se iba haciendo cada momento más interesante. El asesino había ya hablado del plan, con detalles ignorados por la justicia, que hacían feliz al curioso guarda. Pronto vino la ejecución del delito, y en su relato mil minuciosidades encantadoras para el alelado Pedro. Se iba a hablar de los cómplices. - ¿Luego hay otros complicados? interrogó con sobreexcitación el carcelero. -Ya lo he dicho a usted y ahora sabrá sus nombres. Pero vamos por partes. Justiniano no podía dejarse arrastrar al terreno concreto de los nombres propios y principió a completar el relato del asalto a la casa de los Alisos. Un temblor extraño sacudía sus piernas, que para el carcelero, que oía la lúgubre tragedia, era la señal más clara de que hablaba con sinceridad, cuando el temblor lo producía, únicamente, la proximidad del momento crítico. Las doce iban a ser. - ¡Los nombres! ¡los nombres! ahincó el carcelero. - ¿Los nombres?... Y tres veces se oyó el golpe de una piedra sobre los hierros de la ventana del fuerte. -Me es indispensable salir aún.

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-Bueno; pero pronto, pronto, que necesito los nombres, todos los nombres de los cómplices. Justiniano Gutiérrez salió de su encierro, ágil como el tigre de su cubil. - A esa misma hora el General Benito Martínez se disponía con la comitiva del Jefe de día, a hacer la tercera visita a los cuarteles. Al tomar su sombrero vio sobre la mesa la carta recibida esa noche y se le ocurrió abrirla. A medida que leía se pintaba en su rostro la sorpresa. El leía: "Señor General: "Una casualidad nos ha puesto en posesión de un grave secreto. Justiniano Gutiérrez se evadirá del Panóptico esta noche a las doce. Todo está preparado adentro y alrededor del edificio. Puede usted salvar con su presencia a la sociedad de este inminente peligro. "Sus servidores" (aquí dos firmas falsificadas) Cuando el General Martínez acabó de leer se ciñó la espada y con voz impaciente gritó a la comitiva: - ¡A caballo! ¡a caballo! ¡al Panóptico! Justiniano Gutiérrez había acabado de saltar las últimas paredes, de cal y canto, del bastión oriental del Panóptico, aún sin concluir del todo. El centinela que velaba se había retirado a un ángulo del corredor pata evitar el viento frío y el aguacero furioso que lavaba hasta el interior de la galería. Así Justiniano pudo pasar sin peligro. Quedaba, el riesgo de una caída, pero para él, buen gimnasta, esto no era nada, y los relámpagos le proporcionaban luz para asegurarse en los agujeros del muro. Una vez abajo, trató de orientarse, miró alrededor, se dio cuenta de la posición del terreno y a paso largo tomó el sendero de los cerezos. A su paso, una voz distinta y clara le gritó: - ¡Valor! - ¡Ah! mis buenos amigos, murmuró Justiniano. ¡No me han abandonado! Entre el ramaje del soto estaba el caballo. Justiniano respiró y en lo más íntimo de su corazón dio gracias a sus buenos compañeros. Estaba libre y quería descansar un momento antes de emprender la fuga definitiva. Para qué temer ya si allí tenía su caballo, que tántas veces había salvado la distancia con prodigiosa carrera? Los truenos se hacían más sordos cuanto más lejanos, y al favor de este relativo silencio, el asesino creyó distinguir galope de caballos. -Será sin duda el aguacero, dijo. Pero en todo caso huyamos, y saltó sobre el bruto. El ruido se hacía cada vez más distinto, y pronto se oyeron voces de mando. Justiniano tomó el sendero que conduce al camellón. Antes de lanzarse en él, esperó. La comitiva del Jefe de día llegaba. Gutiérrez oyó a uno que decía: - ¡Rodear el Panóptico y examinar los matorrales! Un sudor helado bañó su frente y advertido del peligro requirió sus armas. -En todo caso, me abriré paso a la fuerza. Y la presencia de las pistolas le arrancó un nuevo voto de gratitud íntima para sus amigos. Adiestrado en la oscuridad, percibió claramente a los Oficiales y al General que rodeaban el terreno; pero con la más viva alegría pudo convencerse de que la

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noche les impedía reconocer el sendero que debía darle paso al camellón. Lleno de esperanzas, se afirmó sobre los estribos y se preparó a lanzar el caballo como una flecha, pero de pronto una voz gritó a su espalda: - ¡General Martínez, aquí; por aquí, señores Oficiales! Justiniano, horrorizado por un presentimiento, hirió los ijares de su caballo y partió a escape, pero era tarde, porque la angosta salida estaba erizada de espadas. - iRendirse! le gritaron a una voz los de la comitiva. Justiniano, desesperado y anhelante, apuntó sus pistolas al grupo. -Paso, gritó con rabia y al mismo tiempo amartilló; pero las pistolas estaban descargadas!... Un súbito pensamiento aclaró sus ideas; vio en toda su extensión la realidad las de cosas, y arrojando sus armas se cruzó de brazos. -Me rindo, dijo, me rindo porque he sido traicionado; pero mañana sabrá Colombia cuántos somos los asesinos!... Dos exclamaciones súbitas de espanto se oyeron entre los árboles. (La Batalla, 1883).

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JUDAS PRESENTIDO La Costa Atlántica, periódico liberal de Barranquilla, publica la carta del señor Rafael Núñez al señor Carlos Martínez Silva, antes de la revolución de 1876 y 1877. De ese periódico, como del nuestro que ahora la reproduce, dirán los nuñistas que a falta de argumentos apelamos a vejeces. La carta a Silva, decimos nosotros, es el primero de los argumentos contra la candidatura Núñez. Revela en ella, el autor, todo lo que es su espíritu: ambiciosa soberbia, inconstancia y mudabilidad en ideas. Se dirá que Núñez no cumplió; pero se sabe que no fue por falta de voluntad. Agregarán que en su Gobierno los conservadores no gobernaron. Y contestamos que sí gobernaron algunos de sus hombres y muchas de sus ideas. Y luégo que a la oposición se debe el que la influencia del conservatismo no haya sido tan franca bajo la protección del señor Núñez. Esta carta que publicamos da a comprender, sobre todo, que el señor Núñez al

menor contratiempo con la opinión liberal, buscaría una atmósfera conservadora. No se arguya que él ya ha modificado sus ideas; por el contrario, sus artículos de El Porvenir como Zapata lo hizo notar en el Senado, claramente manifiestan que lo que en un principio constituyó un pensamiento de traición por la cólera consiguiente a una derrota, ahora es en su ánimo arraigada convicción o profunda y maliciosa idea que quiere reducir a sistema. Véase la carta a Silva: "Mis amigos políticos y yo, hemos convenido en proponer al Gobierno de Antioquia y al partido conservador estas bases de avenimiento: 1ª Reforma de la Constitución o expedición de leyes explicativas o aditivas que establezcan lo siguiente: (a) Dejar a la legislación de los Estados lo relativo a garantías individuales; (b) Todo lo relativo al culto y a los asuntos religiosos; Aunque el gobierno sea neutral en materias religiosas, dará la protección debida a la religión católica por ser la del país; (c) Todo lo relativo a la instrucción pública primaria; (d) Todo lo referente a la ciudadanía y legislación electoral. 2ª Reorganización de la Guardia Colombiana de manera que no sirva de instrumento de partido ó electoral. Si el Gobierno de Antioquia lo tiene a bien, la Guardia será formada de sus milicias, mientras se lleva a cabo su reorganización. El General en jefe será liberal, y los principales jefes subordinados suyos serán escogidos entre los del antiguo partido conservador, en la mitad por lo menos. 3ª La Secretaría de Guerra será provista en un conservador distinguido, y así mismo la del Tesoro o la de Hacienda; y la Tesorería general en un liberal; 4ª Tanto las Secretarías de Estado como los otros empleos importantes, y en general todos los puestos de nombramiento del Poder Ejecutivo, serán provistos por mitad entre conservadores y liberales; 5ª El sobrante de las rentas públicas será distribuido entre los Estados, así como el de los bienes desamortizados;

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6ª El ferrocarril de Antioquia será fomentado por el Gobierno Federal; 7ª La Universidad será convertida en cuerpo autonómico. Ella escogerá libremente sus Rectores; 8ª Las cátedras se proveerán por oposición. Si yo fuere elegido Presidente, me comprometo a que mis amigos voten en el Congreso de 1876 por el señor Bartolomé Calvo para primer designado. Estas ideas son el fruto de convicciones anteriores mías; y en caso de encontrar en mis amigos inconvenientes insuperables para llevarlas a cabo, pondré fin a mi carrera pública. Yo empeño mi palabra para cumplirlas. -RAFAEL NÚÑEZ" (La Batalla, 1883).

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FRANCISCO E. ÁLVAREZ Cuando la manecilla del reloj se acerca a la hora de las doce, el doctor Francisco Eustaquio Álvarez desciende por la calle del Colegio del Rosario, sigue a lo largo la Real y se dirige al Capitolio. Jamás podría perdonarse no ser más puntual que los otros Senadores. Al leer una ley, expedida y sancionada, formamos una idea circunspecta y respetuosa de las Cámaras Legislativas, sea la ley buena o mala, porque siempre lleva los atributos solemnes del mandato con sanción; y no sucede lo mismo cuando asistimos a las deliberaciones del Congreso, a los detalles íntimos de la composición de las leyes, y se conoce la existencia menuda de los ciudadanos Senadores y Representantes. La mayor parte de ellos llevan en Bogotá la vida entretenida de los hombres de mundo, y solamente al pisar la alfombra del salón de sesiones se tornan en varones graves, reposados, severos. Acaban de abandonar la mesa del almuerzo, en donde se departe jovialmente, y al ocupar las curules se podría jurar que ese, el otro y el de más allá, no habían tenido jamás un vaso de vino cerca, ni una carcajada en los labios. Abierta la sesión, empiezan las conversaciones en voz baja, las exigencias, las sorpresas. Dos oradores que ahora hablan recio, y aparecen contendientes irreconciliables en público, luégo acercan sus sillas y ríen del alboroto, poniendo las manos abiertas debajo de la narices. Es un voto, muchas veces, lo que hace ganar o perder una cuestión, voto que lo da el que menos pensaba en lo que ocurría, y que sólo vuelve de su distracción porque el vecino le dice al oído lo que él ha de repetir después al Secretario que lleva nota de los pareceres. El doctor Álvarez toma un aspecto de seriedad hosca desde que sale de su casa hasta que llega al Senado. Es su cuerpo alto y bien formado; echo y espalda anchos y piernas firmes; su rostro largo, de nariz encorvada, con dos mostachos grises; frente alta, que se recoge en agrias arrugas hasta juntar las cejas de cabellos gruesos, que semejan dos pinceles maltratados, sobre dos ojos azules de mirada resistente. Al llegar al recinto de las sesiones va derecho a su asiento, y allí conversa de muy buen humor mientras principian los trabajos. En ese momento los que han de ser adversarios en la discusión escuchan atentamente sus anécdotas y sus narraciones, que se rozan, las más de las veces, con incidentes importantes de antiguos hechos políticos. Conversa como habla en público, con voz agria y fuerte, y con ademanes bruscos acompaña sus relatos como sus peroraciones. Si no fuera hábito natural, se diría que tiene el prurito de la aspereza. En el debate triunfa más bien por la repetición de los argumentos que por la claridad con que los expone. Un hecho que encuentra malo lo extiende, como regla común, sin cuidarse del número de individuos que arropa, y esta injusticia hace creer que el doctor Álvarez tiene mala idea de la generalidad de los hombres. El sufre la pesadilla de los ladrones, que mantiene en agitación su entendimiento: los husmea, los busca, los persigue, y cuando los encuentra los aplasta. Es entonces frío e imperturbable. No des cansa de golpear con su maza sobre las

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reputaciones usurpadas; no lo desvía la queja, la súplica ni la amenaza. Adquiere en sus triunfos los rasgos distintos de una ferocidad patriótica; y así como admira por lo arriesgado de sus luchas, sorprende por la tenacidad de sus odios. Gusta que sus ideas triunfen y es rehacio para modificarlas. "Mi partido lo formo yo mismo," ha dicho, y esa es la clave de su política. Cuanto al fondo, él es amigo sobre todo de la autoridad, lo que no impide que sea libre pensador. Querernos decir, amigo del rigor de la ley, en el mandato, en el precepto, en el consejo. Tiene sus puntos de tradicionalista, y del pasado desvanecido en negros escombros, echa de menos el horrible cadalso y el imbécil centralismo. Verdad que no sienta bien en un republicano tánto anhelo por el lazo del verdugo... Al catolicismo le cierra el paso, siempre, con fuerte pecho y voz tronante. ¡Ah! si fuera preciso él sería capaz de dar su cráneo, para cargar el catión que lo batiera. La polémica filosófica y religiosa lo enciende, yen adelante tiene su labio más espontaneidad, su raciocinio más vigor, y alcances imprevistos su pensamiento. Es el maestro en la cátedra se vera, el tribuno agitado y el capitán ínclito que va a la victoria. La lucha ruda y diaria no quebranta a este hombre de acero. Cuando la sesión del Senado termina él toma el mismo camino de la mañana hacia su hermosa casa-quinta, escondida entre árboles, flores y enredaderas, donde la compañera de toda su vida lo abraza amorosa y la hija purísima besa la frente del atleta. Hé ahí, pues, la fatiga coronada por el amor. (La Actualidad, 1884).

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SEMANA

Santa

Después de los trescientos sesenta días corridos desde Abril de 1883, vuelve ahora la semana suculenta de los sacerdotes. No es suficiente que cada iglesia tenga veinte santos, que cada santo tenga mil devotos, y que cada devoto dé a los curas la contribución de su ignorancia en forma de pesos y de víveres; es preciso todavía que haya una semana más productiva, mejor dotada, en la cual nadie pueda, de esta ó de la otra manera, evitar que el bolsillo repleto pase a la faltriquera de los ministros del altar. Estamos en plena semana santa: ¡hurra por el adelanto! ¿Qué se celebra en estos días? La pasión y la muerte de Jesucristo, se os dirá; y observad que se sienten tanto las penas de Jesús, que es, ahora mismo, cuando ellas se conmemoran, cuando los comerciantes venden sus telas más preciosas y más caras, y los dueños de cantinas sus más exquisitos licores, las jugosas carnes y pescados, y las más sabrosas conservas de las fábricas de Europa. Es ahora cuando los vasos de cristal, de porcelana y de alabastro se llenan en las salas con las flores de matices más vivos. Se diría que nuestra sociedad, alegre, se prepara a bailar de contento, y que agradece mucho a los judíos que crucificaron a Cristo, el hermoso pretexto que le dieron al tiempo para estar de buen humor. De ningún modo suscribirnos las teorías que conducen al aburrimiento; son muy prosaicas y hacen que los hombres pongan la cara detestable. Pero nos agradaría que hubiera un poco de franqueza, y que cuando estemos de fiesta, no hagamos el papel de los pícaros de novela, que ríen con un ojo y lloran con el otro. Si las iglesias son lugares misteriosos de citas galantes, si allí concurren las parejas divertidas que se quieren; entonces que el gordo sacerdote no nos importune con sus sermones aprendidos en manuales indigestos de oratoria sagrada, y con la misa, que hace tomar una dolorosa e incómoda posición; que en vez de saborear él solo su vino prepare un banquete para todos, se ponga un mandil, como quería José Nakens, y escancie el rojo licor en copas de oro para que pueda aplaudírsele como a simpático Ganimedes. Que el órgano no dé al recinto sonoro sus notas tristes, que hacen entumecer los nervios y pensar en los difuntos, sino la plácida barcarola y el torbellino de notas que convida al baile precipitado; que las jóvenes gargantas de niños y de niñas, que gritan tan lúgubremente los salmos de la Iglesia, hagan correr por el viento el trino alegre de los pájaros en primavera, o la dulce cantinela con que despierta la serenata a la mujer que se ama. Amamos la belleza artística y querríamos que el jueves santo se quemaran en holocausto al arte esos varones y esas hembras de palo que guardan los nichos; figuras tan feas, con la cara llena de albayalde y de carmín, con los ojos de vidrio comprados donde Saunier, y con vestidos hechos por el sastre según los últimos figurines de La Moda Elegante. Nos gustaría que las procesiones no se limitaran a las

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calles de Bogotá, donde no se circula libremente, y que en cordial expansión, hombres y mujeres, tomaran el camino de los alrededores, para danzar sobre la yerba menuda o entregarse a pláticas amorosas a la sombra de la enrramada del campo. Así se realizaría una anacreóntica de Meléndez. Bien se entiende que no sería preciso llevar los ciriales y las pesadas andas, ni las velas de cera de castilla que manchan los guantes y los vestidos ni quitarse el sombrero, que preserva del sol, ni arrodillarse sobre el barro cuando el señor cura se para; pero los monaguillos podrían tener su lugar en los grupos amenos, ellos son muy entretenidos con sus camisas blancas, bordadas en el cuello y en los puños, sobre el fondo purpúreo de su pequeño hábito; los clérigos, si desarrugan el ceño, podrían ir también con sus mujeres, aun vestidos con traje de iglesia, como que recuerdan un poco las mascaradas de carnaval. ¡Ah! pero se gasta mucha plata para hacer el coco en las iglesias, y fatigarse en las calles detrás de un borriquito el Domingo de Ramos, y detrás de los judíos, la Dolorosa, San Juan, San Pedro, la Verónica etc., etc., en otros días de la semana. Sólo los clérigos, después de representar en las iglesias o en las calles el acto de la comedia que les corresponde, pueden reírse a sus anchas, en dulce compañía, al contar los montones de pesetas que arrojan a sus platillos de mendicantes, ya la ingenua credulidad, ya la opulencia vanidosa. Sería de verlos el Viernes Santo a la hora de la merienda, entre manjares ricos y vinos espirituosos, recordar, ahítos ya, y satisfechos, las prebendas de la semana, y exclamar cruzando las manos como para orar: -i Bendito sea el Señor que hizo morir a Cristo! Y será muy triste, el Domingo de la Pascua, ver la cara que haga el clérigo en el refectorio. Sus ojos turbios parecerán que no miran las viandas abundantes ni el licor que tornasola los cristales. - Y está indispuesto su paternidad? preguntará el sacristán. -No he de estarlo, bellaco, dirá el cura, ¡Si Cristo ha resucitado! (La Actualidad, 1884).

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GREGORIO, EPIFANIO Y CAMILO Ayer fui a visitar la tumba de Gregorio Gutiérrez González al cementerio viejo. Cuando uno ha leído las poesías de Gregorio, mil veces, como yo, y ha meditado en cada línea, y se ha embebido, por así decirlo, en el espíritu del poeta, no debía sentir una impresión de extraño dolor al visitar su tumba; porque en cada uno de sus versos está el pensamiento de la muerte, y sobre todos vaga, melancólica y pertinaz, la sombra del sepulcro... El genio busca siempre lo desconocido, y esto podría explicar esa idea fija de morir, en Gregorio, si antes accidentes de la vida y su profunda fe religiosa, no lo hicieran completamente. Y ahora que de fe religiosa hablo, creo que el exceso de misticismo perjudica mucho sus versos. La religión será buena para tenerla -si se quiere- pero para cantarla es detestable. Pensaba mientras hacía el camino del panteón en las peripecias de la vida del dulce bardo. Yo conocía la casita blanca, que aparece como un jirón de nube de verano en la montaña. Allí había pasado Gregorio los primeros años felices, sin inquietarse por el porvenir, en el descuido tranquilo del hijo del campo: "Allí a la sombra de esos verdes bosques Correr los años de mi infancia vi: Los poblé de ilusiones cuando joven, Y cerca de ellos aspiré a morir." De la casa paterna de Aures al cementerio de Medellín ¡cuánto había sufrido ese corazón lleno de ternura! El amor, la gloria, la familia, la Patria, todo lo había preocupado; y las pasiones, levadura de las grandes almas, lo habían sacudido con terrible violencia. Un amigo me guiaba en esta peregrinación triste y llena de interés. Cuando llegamos al cementerio eran las seis de la tarde. El sepulturero nos abrió la ancha puerta y nosotros penetramos mudos al solitario recinto. Yo buscaba ansioso con los ojos el sepulcro del poeta. Creía encontrarlo en un lugar silencioso y retirado, bajo tupidas batatillas y a la sombra de erguidas matas de maíz. Sin darme cuenta había caminado mucho por entre humildes cruces y soberbias tumbas, cuando mi amigo me dijo: - iAquí es! - ¿Aquí es? El extendió la mano y en esa dirección leí, entre lazadas a una lira, estas letras: G.G.G. Es la tumba de Gregorio, una humilde bóveda común. Allí ni una corona, ni una flor. Apenas si un poeta desgraciado como él, Guillermo Pereira Gamba, puesta una rodilla en tierra, y con los ojos arrasasados en lágrimas, escribió en ella este epitafio que la intemperie casi ha borrado: "¡Lus de mi patria, vate sin segundo, Aquí Gregorio el inmortal reposa: Paz y descanso bríndale esta losa,

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Palmas el cielo, admiración el mundo!" En días pasados conocí a Epifanio Mejía, a quien usted y yo hemos admirado juntos tántas veces. ¡Está en el asilo de locos! Es de fisonomía dulce e inteligente: larga barba rubia, ojos grandes, frente ancha y levantada. Cuando lo vi estaba sentado sobre una piedra tosca bajo un coposo jazmín. Yo me llegué a él sin que lo notara y oí que silbaba algo muy triste y desordenado. Cuando me descubrió se vino hacia mí, y mirándome fijamente me preguntó: - ¿Quién es usted? -Soy un amigo de sus versos, le respondí. -Versos... versos ..., murmuró él por lo bajo. - ¿Y usted la conoce? me preguntó de nuevo. -Sí, le contesté al acaso. -Ah, es bella, linda, yo quiero verla! Luégo se retiró cantando a media voz algo que yo no entendí. El que lo cuida me dijo que de continuo recitaba esta seguidilla de una composición a sus amigos: "Serenas son mis tardes Con arreboles: Cargadas de silencio Pasan mis noches; Y mis mañanas, Bulliciosas y alegres Llegan a casa." ¡Pobre loco! ¡Y son sus tardes tristes, y sus noches abrumadoras, y no tiene mañana su alma! Nadie sabe, con seguridad, la causa de la locura de Epifanio, aunque todos la explican de diversa manera. La que corre como más válida es un cuento a manera de historia de aparecidos. Epifanio vivía en una montaña, a alguna distancia de Yarumal. Allí tenía un campo llamado Caunce. Es este un lugar pintoresco, con pequeños valles altas montañas y selvas centenarias. Gustaba Epifanio, de bajar, por la tarde, cuando el sol se ponía, a la orilla de un río que por entre peñascos viene desde la cumbre del cerro. Allí, a pie de un sietecueros florecido, sentado sobre las hojas secas, leía la Biblia o dejaba vagar la mirada sobre las espumas que se perdían en la corriente. Cuando la noche venía, él cerraba el libro misterioso y con las manos en las mejillas y los ojos apenas abiertos, permanecía largas horas callado, como atento al menor ruido de la floresta y de las aguas. Luégo subía a una pequeña eminencia donde estaba su casita y allí trasladaba al papel las inspiraciones de la soledad: una vez era La historia de una Tórtola, otra La muerte del novillo, otra Las hojas de mi selva; ya un canto bíblico, como La

Paloma del Arca, ya una escena de su poema la Amelia; pero siempre alguna cosa nueva traía esa pitonisa de las montañas. Una noche llegó más tarde que las otras y todo tembloroso y sobresaltado. La

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familia le hizo mil preguntas y a ninguna quiso responder. A la siguiente se demoró aún más; y así fue aumentando por horas, hasta que ya no regresaba sino a la medía noche. Como un espíritu del amanecer, cruzaba la vega y las colinas desiertas. Un día uno de los miembros de su familia lo siguió al lugar acostumbrado. Epifanio estaba silencioso; así pasaron muchas horas. Cuando la sombra era completa llegó a la orilla del río, en donde se formaba un pequeño remanso, y jugando con las espumas, como con rizos de su amada, les dirigía tiernas palabras de amor a las ondas. Comprendieron entonces que estaba loco, y lo trajeron tiempo después al asilo de Medellín. Los campesinos, que lo aman mucho, dicen que una sirena lo hechizó en el río Caunce. En la semana pasada tuve unos momentos bien agradables. Había ido a conocer un pueblo que se llama Itagüí, en las cercanías de esta ciudad, y en una de las ventas del camino me encontré con el doctor Camilo Antonio Echeverri. Está el histórico Tuerto muy conservado todavía, a pesar de sus cincuenta y pico de años, y como en sus días más brillantes, es ahora de variada su conversación y de lúcido su talento. Tiene concluida una gran obra sobre Moral, en la cual lleva a sus últimas conclusiones la teoría que ha sostenido de mucho tiempo atrás, a saber que nada

hay bueno ni malo en si, que la moral cambia. Además, varios trabajos sobre ciencias naturales, que son en concepto de personas idóneas, de primer orden, y muchas curiosidades literarias. No se puede decir, pues, de Echeverri, que sea una inteligencia destronada... (La Política, 1881.)

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A PROPÓSITO

(Prólogo para el libro de D.F. de P. Carrasquilla, intitulado 'Tipos de Bogotá')

La porción joven de Colombia que ama las ideas libres, tiene una exuberancia de inteligencia que se reconoce cada día más con la fuerza de un hecho obligatorio. Da ella manifestaciones vigorosas y brillantes de su vida pensadora, y se diría que, como el león, es fuerte en todos sus ejercicios; escala con la admiración pública las más agrias montañas, y allí se mantiene, siempre que no la tiente el precipicio, que en este país es el soborno. La otra porción es generalmente estéril; no se la mira crear nada, ni sobresalir en nada, y está en Colombia como tocada de parálisis. Las ideas son la razón del auge de la una parte y de la decadencia de la otra. La juventud no es otra cosa que la libertad; así, puede decirse que Victor Hugo murió joven; y la senectud es comparable a la reacción: de modo que el Conde de Maistre no tuvo infancia. Los jóvenes que se mueven en un círculo amplio tienen pensamientos largos, digámoslo así, por los cuales se dilata complacida la vista del pueblo; y los que forzosamente se encuentran de pie en el mismo lugar, producen ideas tan cortas como su propio circuito. Además, los que trabajan por la libertad van empujados por la fuerza de las cosas, aunque se les opongan los vicios de los hombres; no así los devotos del pasado, que sólo cuentan con los resabios de las naciones. Y luégo, las ideas modernas toman colores frescos y atractivos en sus continuas investigaciones sobre el mundo; adquieren una perspicacia asombrosa en sus estudios sobre el hombre, cada día más perfeccionados, y se aceran con una agudeza terrible cuando miran, de reojo, a los cielos; en tanto que el culto tradicional es frío, pálido, repetido, rutinero y plagiario. La necesidad de ir adelante, que está en la sangre de la una escuela, la hace ser briosa, audaz, exploradora, que es decir con esto que multiplica sus caminos mientras que la otra será siempre el escarabajo que orada la tierra para hacer el hoyo de su pudridero. Es la una la bala arrojada al infinito, y la otra la cerbatana rudimental, de uso entre los salvajes. El movimiento literario que tiene novedad y originalidad en Colombia, pertenece exclusivamente a la juventud avanzada. Ella ha llevado allí métodos nuevos, por donde el arte va con más holgura; ideas propias que se facilitan al separarse de los dogmas; vigor que nace de la necesidad de la lucha, estilo más rico, como que es más nuevo y variado el repertorio de sus creaciones. Los estudios filosóficos le han quitado la puerilidad a la literatura, que era insufrible, y el criterio baconiano la ha remozado haciéndola observadora y reflexiva. Antes, con excepciones contadas, reinaba la retórica vacía; hoy las letras, sin menoscabo de la elegancia, tienen medula espinal; eran un sonido, son un hecho; eran la guarnición de la espada, son la hoja; el cráneo, son el cerebro; una expresión sin pensamiento, y ahora el verbo ha encarnado y se ha hecho hombre.

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Nuestro adelanto, si original relativamente a Colombia, es apenas un reflejo del movimiento literario europeo, que le da un predominio completo a la verdad sobre la fantasía, y ha relegado lo sobrenatural, para explicar los fenómenos de la vida, como inútil y pernicioso, para atenerse a las leyes de la naturaleza, que son la verdadera y única pauta. Allá tan laudable propósito ha tenido un desarrollo completo, hasta prevalecer en el gusto del público; pero aquí, si posee genuinos representantes, apenas tiene auditorio, porque el pueblo no lee cuando sabe, o no puede leer cuando quiere. Sin embargo la juventud no vacila, no flaquea, arroja en todas las formas sus pensamientos fuertes y hermosos, y quizá llegue a construir con ellos, como quería el maestro Rojas Garrido, "un parnaso digno del Nuevo Mundo." A esta generación infatigable pertenece Francisco de P. Carrasquilla. Dondequiera se leen con agrado los detalles sobre la vida de los escritores. Por más abstracción que haga uno cuando escucha, queda el vacío si no se tiene allí de presente la persona que nos habla: se desea conocerla para explicar sus procedimientos para descifrar lo que está detrás de cada una de sus líneas; porque, salvedad hecha de los hipócritas, todos los hombres se asoman al público en sus libros, como miran a la calle desde los balcones. El hombre completa al libro; y cuando uno termina la lectura de una obra que le agrada, querría estrechar la mano del que la ha escrito. El mayor incentivo en los viajes, para las personas de gusto, es ir por los países extranjeros en busca de una ocasión para saludar o tratar a las grandes individualidades. ¿Quién no ha soñado, cuando se hacen fantásticas y delirantes excursiones, con uno de esos encuentros solemnes, en que las personas sagradas de los pueblos se dignan responder a un tímido saludo del pobre incógnito? ¿No es uno de los más ardientes deseos de la juventud platicar alguna vez con los hombres famosos que de cualquier modo la enseñan, la fascinan o la entusiasman? Nosotros hubiéramos dado años de nuestra vida por mirar al viejo Littré, en su casa modesta, llenando de cifras de la ciencia grandes hojas de papel; al maestro Víctor Hugo botar sobre las cuartillas sus últimas estrofas, hechas como con trepidaciones de la tierra, y al cosmopolita Garibaldi pasar, con su camisa colorada, dominando los tumultos republicanos. Deseáramos ir a España a fortalecernos con las palabras de Pi y Margall; a las tribunas de la Cámara francesa, para aplaudir a Clemenceau; a los meetings de Inglaterra, para gritar un ¡hurra! a Parnell, y al secreto de los conciliábulos nihilistas, para decirle nuestro entusiasmo a Hartmann. Cuando llevamos en Colombia la vida de provincia, el empeño mayor en la juventud es venir a Bogotá, no tanto para estudiar, ni para conocer una capital, ni para ensanchar a los ojos el espacio, sino para ver de cerca a los hombres notables. Si algo tranquiliza esos desesperan movimientos de la despedida, cuando al adolescente le parece que se le apaga el sol, es la esperanza de satisfacer la curiosidad constante, el anhelo de asistir a esa especie de transfiguración del escritor en hombre de carne y hueso. "Lo conozco, dice el estudiante entristecido, y luégo ya volveré al lado de mi madre." Muchas flores se marchitan, muchas velas se apagan en el altar candoroso del provinciano, al mirar de cerca a los que eran ídolos en su pueblo; pero esto, que lo decepciona a él, no

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entibia a los que vienen después, y no faltará jamás a los viajeros cultos, esa sensación espasmódica que produce el tránsito, a su vista, de un nombre a un hombre. A nuestro juicio al libro, que no tiene alguna noticia sobre el que lo ha escrito, le falta la primera página; y por este motivo diremos quien es Francisco de P. Carrasquilla. Además, porque creemos que este escritor no se evapora y sí se condensa; que no será tragado fácilmente por el olvido en su patria. Carrasquilla tiene 31 años, pues nació en Bogotá en 1855. Es de "cepa antioqueña," como él dice; y en efecto, sus mayores fueron oriundos de esa tierra selecta entre las colombianas, donde el maíz espiga abundante, y con más lujo todavía la raza y el cerebro humanos. Su estatura es proporcionada; su cuerpo de poca carnes, pero el conjunto erguido; las piernas delgadas y elásticas; el tronco comprimido, pero flexible; los brazos largos, en apariencia fuertes; el cuello alto y moreno, como e! rostro, en el cual sobresale una frente protuberante, y que está enmarcada con negros cabellos sobre el cráneo y barba espesa y oscura con ligeros cambios en el bigote, de un rubio opaco; nariz poco dominante; labios plegados hacia los ángulos con una sonrisa picaresca; pupilas con cristales de un amarillo oscuro y orejas ligeramente inclinadas hacia adelante, como para escuchar todo ruido. Es un conjunto vivaz, que da la impresión pasajera de un ciervo sorprendido. Es de temperamento nervioso, casi eléctrico. Su cuerpo está sacudido a menudo por una ola que lo hace vibrar y le tañe como a una cuerda sófora; por lo tanto es diligente y activo, pues la tranquilidad sería un suplicio para esa red tembladora. En tales constituciones se hace indispensable el movimiento, como en las corrientes delgadas es de fuerza la ondulación. Cuando una idea lo impresiona, si choca fuertemente con sus nervios, lo absorbe y lo domina; él la da vueltas, la aguza, la tortura, y, al fin, esa misma idea lo quebranta; que tal sucede en esos trabajos que son crisis nerviosas, producir el desmayo. Sometido a golpes de pasión, es por extremo mudable en impresiones, sin que ceda en nada su natural ardiente, y pasa de un punto a otro distinto, manteniéndose, aquí y allá, con la misma sobreexcitación; diremos más bien, con igual irritación; por que él es, naturalmente, un cerebro exacerbado, que se manifiesta en formas agudas y agradables. Simpatiza o aborrece sin previa deliberación, por una tendencia tal vez fatal de su organismo, que repele o acata en el instante a las personas o a las ideas; mas se le encuentra dispuesto, luégo, a la reflexión, y su ánimo intranquilo se apacigua con el razonamiento. No peca por dulce y lisonjero, pues, al contrario, es amargo y murmurador. Vive lleno de sacudimientos: es la botella de Leyden con palabras en vez de alambres.

Como muchos otros bogotanos, Carrasquilla está al corriente de las crónicas de la capital desde largo tiempo atrás, y en ellas encuentra argumento inagotable su conversación picante. Conoce el flaco de las personas, y explota su parte ridícula con una vena siempre ocurrente, pero en ocasiones cruel, pues la abundancia incontenible de su chiste lo hace ser, a veces injusto. Cualquier acontecimiento del día, que llame la atención, toma forma epigramática en sus labios y se populariza; bien sea que aquí hay tal creciente de buen humor, que nada se escapa a la

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caricatura. Por mucho tiempo Carrasquilla no se cuidó de metodizar su talento y de utilizarlo de un modo positivo, con algún fin social o político. Lo sentía en sazón, pero no atinaba a darle forma popular y trascendente. Sus observaciones y sus epigramas se perdían en los corros divertidos, en las mesas de los restaurantes, en los salones -allí donde la alegría es una sepulturera implacable de la gracia- o los conservaban algunos curiosos, tomados al vuelo y por casualidad. Hace muy pocos años sintió este joven mayor necesidad de expansión. Fuese entonces a la prensa, que es la manera de trasladar el pensamiento, y comenzó por algunos ensayos anónimos de crítica personal, que tenían un mérito dudoso. Procedía sin consultar el buen gusto, y el público se mantuvo, por tanto, bastante frío y reservado. En 1882 hizo su verdadera entrada orgullosa con la publicación de un periódico de crítica, titulado El Museo Social, del cual se editaron apenas cuatro números, que son un testimonio de perspicacia y de inteligencia. Esta hoja fue enterrada, como las niñas pobres, sin séquito y sin coronas; mas algunos literatos la guardaron como la llave de un palacio en donde se encontrarían después muchas riquezas. Pasado el tiempo, se le presentó la oportunidad de mostrarse todo entero en un pequeño periódico esto hace dos años, en 1884, y el periódico se llamaba El Látigo. La situación de entonces, bien conocida por todos, puede definirse así: estado palúdico. Era uno de esos momentos en los cuales quiere Núñez de Arce que se evoque el estro vengador de Quevedo. Carrasquilla no temió el peligro, y se internó en la mina para ponerle fuego, muchos otros luchábamos, pero pocos de un modo tan original y tan cáustico. El Látigo contenía un pequeño editorial, menos de una columna, una crónica en periodos cortos, fábulas y epigramas. Todo era allí macerado, hecho polvo o convertido en estiércol. Bajo las manos ásperas del escritor, los personajes se destripaban y hedían. Al dar unas muestras del periódico, prescindimos de resucitar algunos nombres propios, para no prolongar la mortificación que fue suficiente, y tomamos de aquí y de acullá lo que puede dar una idea del estilo de Carrasquilla en esa época. Para pintar el desprestigio del Gobierno de entonces, decía: "Hace dos noches, los serenos condujeron al retén a varios individuos que se hallaban en la calle del comercio gritando vivas al Gobierno del Estado. Seguramente creerían que eran ladrones." Otra vez: "El Prefecto general de la policía del Estado vocifera injurias contra el radicalismo, y califica a sus miembros de bellacos y bribones. Estén ustedes seguros de que ese funcionario no cree lo que dice, porque si tal cosa creyese, estaría adherido a aquel partido." Y más adelante: Los detenidos y los reos rematados del Panóptico están pereciendo de inanición. ¡Cómo será de malo el actual Gobierno, que deja morir de hambre a sus semejantes! Cuando la Asamblea de Cundinamarca nombró una comisión de su seno para encontrar al Arzobispo trataba de esta manera a los Diputados:

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"La Asamblea de Cundinamarca, consecuente con ideas, ha resuelto enviar bestias a Honda, con el objeto de que conduzcan hasta la capital a Monseñor Paúl. La comisión legislativa partirá próximamente." Otra: "El señor ha partido para la Costa con la misión de visitar las Aduanas. Es natural, siquiera por cortesía, que le paguen las Aduanas su visita." Cuando González Lineros desconoció la Asamblea Constituyente de Santander: "En Santander Narciso ya alardea De haber desconocido la Asamblea; Si el desconocimiento fuere cierto, Lo hizo sin duda con el ojo tuerto; Porque sólo le sirve el ojo bueno Para minar la paja en el ajeno." Otras veces, apartándose de la cuestión política: "Los Notarios se sostienen De dar fe en las escrituras, Y son las solas criaturas Quedan de lo que no tienen." El Látigo terminó con el número cuarto, porque la guerra pedía plaza; pero hizo una herida tan profunda en la situación, que sería en vano la sutura. Carrasquilla adquirió, en esa hoja mal impresa, todo el derecho para que se le tuviera como un sobresaliente escritor satírico; presea dos veces valiosa, porque se necesita para ello tener talento, y que el talento tenga una amargura divertida. En el epigrama reside la mayor fuerza de Carrasquilla, porque es la manera literaria que más se amolda a su temperamento. Allí tendrá él, cuando se liquide su trabajo en las letras, la porción favorable a su fama. Juzgamos que debe perfeccionarse en ese género, en el cual, sinceramente, creemos que no tiene en la actualidad un rival victorioso en Colombia. Hay para cada uno de los escritores de talento una senda espontánea y un impulso amable que los empuja por allí fácilmente; y cuando se siente la vocación decisiva, no debe el escritor vacilar, porque suele hallarse el fracaso a la vuelta de esta clase de errores. Es un tren fuera de los rieles la inteligencia separada de su derrotero natural; y presenciamos con frecuencia catástrofes en que hombres distinguidos se van a fondo por cambiar de rumbo, muchos de ellos por extravío o por aturdimiento, y algunos por soberbia. No se hallan bien en la posición que por derecho ocupan, y quieren invadir todos los puestos; de donde resulta que a pocas vueltas pierden el suyo propio, porque gastan la originalidad en esfuerzos inútiles, y cuando no la despilfarran, la adulteran; y es bien sabido que el estilo no se recobra, como dice Pi y Margall que no se recuperan la fe política ni la virginidad, una vez perdidas. En esta tierra, en donde los escritores tienen faenas tan variadas, es excepcional el que sigue un camino hasta el fin, y; en consecuencia, la historia de un literato colombiano se recoge en mil fragmentos heterogéneos. El que no tenga fuerzas para llevar sobre sus hombros siete cabezas, conténtese con una, que bien puede estar coronada, y medite en que la amplitud es generalmente vaciedad en estos pueblos de origen español, tanto más sonoros cuanto son más huecos.

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El género epigramático no tiene en nuestro país la representación que otros, bien puestos, en concepto americano, como el lírico, por ejemplo. Luis Vargas Tejada es el único poeta conspicuo que abunda en numen satírico, entre los primeros de la Patria republicana; pues si hubo otros, eran de desigual categoría, se corta y ocasionalmente, y se les recuerda más bien por benevolencia que con justicia. José Eusebio Caro no hizo epigramas, ni los hizo Gutiérrez González; y en cuanto a Julio Arboleda, cuando le daba la manía de zaherir, se faltaba él mismo al respeto, como en los tan repetidos pareados de las Escenas democráticas: "Yo no os hago el honor de aborreceros, Porque no gasto mi odio en mantequeros." En algunos volúmenes de versos, y en las colecciones de periódicos, se encuentran buenos y malos, pero en todo caso como composiciones secundarias; y ningún poeta, absolutamente ninguno entre nosotros, ha publicado cien epigramas que puedan merecer tal nombre. De modo, pues, que un escritor que cultive el género persistentemente, llegará a ser una figura muy visible en nuestro parnaso. Es menester, para cultivarlo con éxito, una percepción muy rápida; fuerza de concentración notable; rima que se mueva sin embarazo; claridad completa en el pensamiento, y el poder de mirar las cosas, digámoslo así, por el lado cojo. Se debe también procurar que en el caso particular a que el poeta se refiera, se encierren otros muchos idénticos, para que evoque el epigrama, en la mente de los lectores, situaciones distintas pero homogéneas, y se haga más extensivo. Carrasquilla posee estas condiciones un poco mermadas, porque hace hincapié en casos personales, frecuentemente, lo que da por resultado que sus epigramas se desvirtúen cuando se olviden las crónicas que los sugirieron; y requiere más agilidad y destreza en el verso, para que la idea no esté como prisionera en la estrofa: no queremos decir que le suceda esto siempre; es que deseamos que no le acontezca nunca. Purgado de leves faltas, irá muy lejos corno escritor epigramático, porque no vale tánto hacer epigramas, como saberlos dirigir con un fin útil; y él, a este respecto, tiene el punto de vista de las ideas más provechoso. En la poesía, como en todas las funciones de la inteligencia, lo cardinal es conquistar los hombres para la verdad, único medio de que ellos se amen recíprocamente con el trascurso de los siglos.

Además de los ya vistos, trasladamos aquí diez epigramas que corroboran nuestro juicio:

"Hizo de bienes acopio El comerciante Ronderos; Convirtió lo ameno en propio Y quebró; quebrado impropio: Que le saquen las enteros." "Hablaban de religión

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Un beato y un descreído, Y suscitóse en cuestión, Cada cual en un sentido, Calurosa discusión.

Decía el beato:-Me ha probado Con sus máximas impuras Que va por camino errado Y el otro exclamó :-He notado Que usted va sin herraduras." "Bravonel con esa espada Que a los rojos intimida, Con su casaca entorchada, Lució mucho en la parada. Pero más en la corrida." ¿Por qué a la muerte traidora, Cuya mano al mundo abarca, Llamamos todos la parca, Cuando a todos nos devora?" "El Diputado Godoy, Que nada pudo aprender, Escribe con H ayer Porque así se escribe hoy."

Epitafio para una persona que murió en Europa y fue enterrada en Bogotá:

"Aquí yace don Mamerto, Y es extraño y sorprendente Que sin viajar al Oriente Navegara en el Mar-Muerto."

A un hombre que usa zapatos número cuarenta y ocho:

"Don Juan en un arrebato, O en momentos de reposo, Al más grande y valeroso Le metería entre un zapato." A un cobarde: "Un peligro verdadero Corrió tan sólo la espada

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De Sánchez: cuando empeñada Se la tuvo un usurero." De un alzado: "En un pueblo un tal Pulgar, Que era allí recaudador, Alejóse a lo mejor Con la plata del lugar. Y aseguran que salió El tal Pulgar alcanzado, Cosa en que lo han calumniado, Porque nadie lo alcanzó." De una virtud: "Por un fervoroso instinto Hizo promesa Jacinta De salir siempre de cinto Para no salir en cinta."

En los Tipos de Bogotá, Carrasquilla se presenta como articulista de costumbres; pero en realidad él es más bien un escritor satírico. Los usos que observa le sirven de anjeo para engarzar pródigamente la burla, pues en cada una de sus líneas se advierte la tendencia a reír, a buscar el lado grotesco, a formar contrastes de palabras, a retorcer la frase para exprimirle toda su amargura deleitosa. No se cuida de que el cuadro sea completo, como se preste a sus observaciones chistosas, a sus comparaciones picantes y a sus deducciones humorísticas. Es disector antes que pintor; pero, no obstante, describe de un modo naturalista a sus personajes cuando le da algún vagar la tendencia a criticarlos. En La Aguadora, verbi-gracia, si se desatiende de acumular sobre ella iniquidades, la mira de una manera precisa, pinta escenas vivas y traslada al lector a ser testigo de sus faenas, de sus amores y de sus riñas. Toma los sucesos por un lado singular ordinariamente el que está más cerca del ridículo y distrae al lector con su charla sabrosa, ocultándole que existan, para ver el mismo asunto, otras perspectivas más justas. Ata al discurso reflexiones sintéticas, que son unas verdaderas y otras falsas, pero bien expresadas y que descubren hábito de meditar e inteligencia voladora. Nada hay más lastimoso en un artículo que la ausencia de meditación, por que aparece lo escrito como un trabajo automático. El escritor debe aventurar por su cuenta aunque sea disparates, que suelen ser el principio de las verdades. Poco campo deja Carrasquilla a la invención sin riendas, que si es entretenida en los romances, les quita lo gráfico a los estudios sociales y de costumbres. De preferencia le guía la observación de los hechos; y por esta razón, en sus cuadros, las líneas principales son exactas, directamente tomadas de la naturaleza. Sus defectos están en los juicios que los hechos observados le sugieren, principalmente por extremarse en buscarles el lado flaco. Adolece también del error de pintar un grupo de individuos con rasgos peculiares a uno solo, como sucede en El Tinterillo, donde el mugriento rábula, verdadero, porque todos le

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conocemos en Bogotá, sirve de patrón al gremio, sin que los otros tengan analogías físicas con él. En La Vergonzante, tánto o se ha fijado en una sola de ellas-la que describe, probablemente-que el lector vacila en reconocer el género, pues más se parece, en muchos rasgos, a esas gitanas que se botan en las aceras y ocupan los quicios de las puertas, mendigas sin enfermedades, cuyas únicas dolencias son la ociosidad y la mugre. El Diputadodebería llamarse Un

Diputado, porque sólo describe los originarios de las parroquias, que si parecidos a los de las ciudades, son más cerriles, aunque abyectos como los otros; a El Músico de cuerda le crea una situación excepcional, que debe ser particularísima, por que lo que nosotros descubrimos es que, por causa de la alegría dominante en la capital, esa clase de sujetos se hacen indispensables, pasan una vida opípara para, y no son, por lo común, del jaez que se les pinta: hasta muchos ciegos se hacen guitarristas, porque la música es un báculo. No insistimos más sobre este punto.

Otros de los tipos que contiene este libro son, por todos aspectos, de gran valor, ya como descripciones apropiadas, ya por su mérito crítico, y por referirse a costumbres abominables que mancillan nuestro pueblo y pudieran deshonrar a una tribu salvaje de África. Carrasquilla se coloca en su terreno cuando está en presencia de verdaderas miserias sociales, porque sin escrúpulo alza el látigo y castiga. Siente entonces el lector la carne de los pícaros que cruje, y oye el eco del azote; y, lejos de moverse a misericordia, desearía que el suplicio moral se prolongase, para escarmiento de los malvados.

Así sucede cuando pinta magistralmente al Usurero, que, después de robar a los menesterosos y de imponer se arrogante a las clases inferiores, termina por dominar a esta sociedad fétida, que se inclina para saludar al ladrón coronado por la fortuna. Allí se puede contemplar al escritor victorioso; hierve la sangre en sus venas, se enciende el fósforo en su cerebro, acuden a su reclamo las palabras amargas, y traza su mano la sentencia infamante. Recoge un hombre, y entrega a la execración pública un monstruo. Y para los que, por su mal, conocieron a los usureros, las páginas de Carrasquilla tienen una realidad palpitante.

Los miserables están aquí agarrados al pueblo como inmensos pulpos, en acecho de la miseria, ávidos de oro, y con los nervios rígidos y el corazón sin palpitaciones, como los cadáveres sobre la plancha del anfiteatro. La desgracia lleva olas humanas al agujero de esas fieras; allí las ilumina el villano con una mentirosa claridad, y después se escuchan las grandes voces de la desesperación irremediable. Los usureros, en tanto se mantienen impasibles, que el tiempo forma el pedernal y la codicia el pecho de los bribones.

La Beata está descrita como ella es: fea, desengañada, hipócrita, correvedile, chismosa, entremetida, díscola e insufrible; pero le faltó a Carrasquilla

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mostrárnosla como agente político. Esta alimaña de las iglesias propaga todas las noticias falsas de los partidos; se mezcla en las conversaciones sobre política; da su parecer, que siempre es aventurado; ex pone conjeturas con aire de suficiencia, y es un espía voluntario. En tiempo de guerra frecuenta con más constancia las iglesias, con el objeto de rezar por el triunfo de los conservadores.

Si son vencidos, su cara toma un aspecto hosco, sus manos se cierran con rabia, y su lengua se desata en improperios nauseabundos; cuando triunfan, un rayo de orgullo se refleja en sus ojos cansados, una sonrisa como una mueca resbala por sus labios revejidos, y llega más tarde a orar, porque pasó el tiempo pidiendo flores para tejer coronas a los afortunados. Tampoco nos la describe el escritor en su lucha con los herejes. ¿Qué medios ahorra esta desgraciada pira hostigar a los que no piensan como ella? Se convierte en propagadora de crímenes imaginarios, de vicios inauditos, y recorre los barrios amontonando escándalo sobre los incrédulos, para bien de las gentes, porque, como dice Carrasquilla: "ha edificado su mentida caridad sobre las ruinas de la esperanza.

De sus sentimientos, violentamente contrariados, y de la soledad de su corazón, ha surgido ese monstruoso despecho que la arroja en brazos de un rencor intolerante que desgarra su existencia." A El Contratista le mira por todos sus lados, con tanta precisión, que el lector dice al punto: ¡es él! Las mil gradas que tiene ese carácter están recorridas, una a una, con la mayor sagacidad y con acento crítico, desde la primera hasta la última línea. Y se viene a tener así un retrato cabal de este personaje mísero y dañino, que está arriba en las calamidades públicas, que es la espuma en las borrascas, y que, nuevo alquimista, descubrió el procedimiento para hacer oro de la miseria de la sociedad y de los afanes del Gobierno.

Y termina el libro con un tipo divertido, con el cual el lector se habrá encontrado a cada paso: El recién venido de Europa. ¿Por qué ese rústico que nosotros conocimos en el campo, resignado a apacentar el ganado, a vigilar los peones, a talar el bosque, reniega de las labores campesinas, de los ejercicios duros de su infancia, de las costumbres sencillas de su aldea? Ha venido de Europa. Ese mestizo que no puede seguir el hilo de su familia, porque halla el inconveniente de no tener bisabuelos conocidos o de tenerlos negros, ¿para qué se afana en buscar árboles genealógicos, en falsificar títulos de nobleza, en darse ínfulas de gran señor? Ha venido de Europa.

Ese testarudo que vimos en los claustros, o más bien en el calabozo, imbécil y desaplicado, ¿por qué habla con tánto desprecio de nuestro estado intelectual, con tánta conmiseración de nuestra literatura, con tánta lástima de nuestros hombres notables? Ha venido de Europa. En una capital del Viejo Continente, esos pelafustanes son anónimos, si pobres; o minas de explotación de los bohemios, si llevan algún caudal. Las mujeres entretenidas juegan con ellos al amor fácil y los caballeros de industria entran a saco por sus bolsillos. Aprenden

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un poco de francés, con el cual, después de botar el último franco, se vuelven a la patria a hacer gestos de disgusto por nuestras costumbres y a volvernos el estómago con su pedantería. Y llegan muchas veces a ser cuasi indigentes, alimentándose de vanos recuerdos, de mirajes desvanecidos, como Carrasquilla los pinta. Los Tipos de Bogotá, por último, forman un libro chispeante. Son el despertar entre nosotros de un género amargo y festivo, que puede llevar Carrasquillo a su mayor perfección. Posee cuanto es necesario para hacer una carrera literaria: talento, fuerza de observación, gracia en el estilo, y arreglo y solidez en los principios. Es como dice Félix Pyat, "una bujía encendida por los dos extremos."

Es 6 de Agosto, y venimos de una sesión de la Academia Colombiana. El exótico cuerpo celebra la fundación de Bogotá, y para ello recibe como individuo de número a José María Samper. Hemos estado en los bancos del Salón de Grados tres horas mientras Rafael Pombo leía un informe y Samper voceaba un discurso. Lo contamos al público, porque este hecho se enlaza con el pequeño trabajo que nos ocupa. Puesto que se trata de juzgar a un joven literato, no está por demás que se conozca a dos literatos viejos; cuando nosotros afirmamos que la juventud liberal es fecunda, bueno es saber por que lo niegan o lo callan los señores académicos!

Resulta, desde luégo, una comparación entre lo que ahora producen los literatos reaccionarios de la Academia, y lo que son los jóvenes que no rezan el credo ortodoxo. De una parte están las resmas de papel, más bien manchadas que escritas; algunas ideas rezagadas o malignas; varios versos ilumina dos con un cirio o dormidos con catalepsia; media docena de discursos malos y muchos otros peores; unos textos de enseñanza antediluvianos; unos trozos de crítica que perdieron la fe de su bautismo, y una propaganda política que alcanzaría del Czar un efusivo apretón de manos. La Academia se envanece con este aparato ridículo, que ella llama una corona y que el público se obstina en sostener que es una coroza.

La juventud de que hablamos, mientras tanto, forma libros inspirados; publica cantos admirables; escribe artículos llenos de originalidad; se alimenta con un estudio vivificante; lleva movimiento a los debates políticos y tiene el alto pudor de ser esencialmente republicana. Esto sucede cuando el menor de los académicos contará cuarenta años, y el mayor de los nuestros no llega a esta cifra. Acabábamos de hojear los últimos pliegos del libro de Carrasquilla, llenos de talento y de colorido, cuando nos tocó escuchar a Rafael Pombo. Por lo visto, él será el último en saber que ha muerto.

Se obstina en mover la pluma, cuando su inteligencia está tullida y su cerebro se ha convertido en yesca. Es la ánima de algún otro Pombo que falleció hace muchos años. Ni vestigios quedan de esa soberbia fábrica que se impuso como espectáculo a la contemplación de los colombianos. Del astro de inmenso

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diámetro sólo quedan las pavesas que el viento desbarata. Como que en su cuerpo y en su fisonomía se descubre el agotamiento, porque ya el bardo glorioso de antaño es un jirón, una rama mustia, o el hemistiquio de un mal verso. Llamadlo rezago, y os ha de responder por su propio nombre. Apoyado en la mesa que hacía centro al salón, Pombo empezó a leer, con voz agonizante, el número infinito de hojas que contiene su informe. En alguna parte nos habló de buenos oradores, pero seguramente no se refería a él mismo, porque apenas habrá tres en Colombia que lean con tanto desgaire y acento tan fastidioso. El informe no se ha publicado y nos atenemos a nuestros recuerdos. Rafael Pombo escribe hoy versos intolerables; pero si sus versos son malos, su prosa no les va en zaga. Figuraos una mala estampa quiteña de anacoreta-fea, descarnada, tiesa, fría, sin movimiento-y la habreis hallado una comparación.

No es esa oración severa que se alza a nuestros ojos con aspecto de realeza, con líneas firmes, majestuosa y elegante en su propia sobriedad; no es el período rotundo y conceptuoso que tánto abunda en vaticinios y en sentencias; no son las cláusulas musicales que tienen aires de la guzla y de la guitarra; no es el corte fulgente que descompone en relámpagos la serena atmósfera; no es el discurso bélico que se sirve de las onomatopeyas y los corazones a la lucha; nada de eso hallareis allí: es el estilo descolorido, enmarañado, sin donaire; y si se le ha de comparar con algún ruido, será con el de la clueca que llama a sus polluelos.

A nosotros nos recordó el informe la primera purga. Y ya se comprende que por ese estilo, por ese tubo capilar, no podrían moverse las ideas robustas; e necesitan una vena gruesa para circular por el mundo del pensamiento. En consecuencia, teníamos presente un difunto sin ataúd. ¡Y cómo se adulan unos a otros los académicos! Pombo toma la lisonja de arriba, y se vuelve cinco dobleces para saludar a la raza española. Poco le faltó para llamar al primer gallego y decirle, después de colocarse en una posición bien conocida: "Sírvase usted montar, seor Maravilla."

La Real Academia de Madrid, a sus ojos, es la cúpula de la sabiduría, y la nación española, en general, la que más ha contribuido a la gloria humana. ¿Con qué, preguntamos nosotros, le sirve hoy España al gran movimiento científico, industrial y político del mundo? ¿Qué descubrimiento insigne le agradece la especie en los últimos tiempos al ingenio español? -Situáos en el descubrimiento y conquista de América, se nos responde; pero replicamos que la conquista no fue sino obra de la codicia: suprimid el oro en las Américas, y habréis dado al traste con las aventuras sangrientas de los españoles, que tánto deleitan a los académicos. A España la quieren canonizar ciertas gentes por su lado tradicional y fanático, para hacer solidario el despotismo en la raza hispana; nosotros aplaudimos simplemente a los partidos que en la Península luchan por conseguir para los españoles los derechos del hombre, que son la mayor gloria moderna de las naciones.

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Cuando Pombo echó su lánguida mirada sobre las cosas de España, tomó los ojos macilentos hacia los hombres y las obras colombianos. Los señores Académicos estaban allí, formando herradura con la mesa de la presidencia, y Pombo empezó a pasar les una revista de gran parada. A medida que iba nombrándolos, el público procuraba reconocerlos. ¿Cómo, se decía asombrado, son ésos que están allí con guantes y corbata blancos los que tánto se nos pondera? Sin duda se equivoca el señor Secretario de la Academia, porque nosotros los conocemos, y no tienen los bellos atributos que les regala; los conocemos: son, los más, unos gramáticos, como pudieran ser zapateros; unos abogados sin la profesión de jurisconsultos; unos historiadores de rutina; unos exhumadores de antigüedades; unos escritores de villancicos; unos puristas de la legua; los conocemos, y no los confundimos con Rufino J. Cuervo, José Joaquín Ortiz y José Manuel Marroquín; ni están allí Felipe Zapata, Santiago Pérez y Venancio O. Manrique, que tienen ocupaciones más serias que las de los besamanos clásicos.

¿Qué nos cuenta el señor Secretario? ¡Ay, triste! de nuevo los trabajos de Hércules en el seno de la Academia. Cada uno de sus miembros ha despertado, para asombro de los colombianos, a la Gloria, que estaba en un rincón aburrida y soñolienta. Ella les habló al oído, por turno, y esas duras cabezas se encendieron en llamas de inspiración. Quién hizo entonces un prólogo; quién cogió un gazapo en el habla del pueblo; quién redactó una gramática indígena; quién arregló un epítome de historia, etc., etc. Y a lo que en resumen es cero, le puso el señor Pombo unas cuantas cifras a la derecha. El poema de un académico que no se puede leer por penitencia, le sugirió un exabrupto: Santafé redimida, afirma este poeta cesante, es el homenaje mas digno de Bolívar, después del canto de Olmedo! Pusimos el oído para escuchar si temblaba la tierra. José María Samper, agrega, habría sido, como escritor dramático, superior a Lope de Vega!! Y de este modo cada uno de los académicos tuvo puesto de honor en el empíreo.

Tan pronto como se agotó la lista de los inmortales, ensanchó el círculo para que cupieran otros personajes de la laya, y nos proporcionó el placer de acordarnos de Joaquín Pablo Posada, cuando hizo el elogio, por lo rimbombante casi fúnebre, del autor de Teresa. Dio a entender, luégo, que la situación creada por las ideas de que es depositaria la Academia, producía innumerables beneficios: que ya teníamos escritores, pensadores, filósofos y oradores que valieran la pena; y a cada una de estas palabras se inclinaba a derecha o a izquierda de sus colegas, como para decirle a cada uno de ellos: "Querido amigo, de usted hablo; téngame en cuenta para la permuta próxima." De lo dicho resulta que para los académicos no hay talento fuera de su corporación y de aquellos que, como los carneros de Panurgo, se despeñan por donde quiera que uno de los inmortales tiene a bien arrojarse; se deduce, asimismo, que quieren hurtarse el privilegio de representar el movimiento intelectual y filosófico de Colombia, y por ende se hace necesario un acto de presencia, y responder con libros como este de Carrasquilla, llenos de juventud y

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de vigor, a las pragmáticas seniles y agotadas de los corazones desiertos como el del señor Rafael Pombo.

Y la palabra fue del señor José M. Samper. ¿Iría a mofarse de los hombres ilustres? ¿A escarnecer sus ideas de otro tiempo? ¿A postrarse ante las supercherías? ¿A ensalzar el poder de hoy y sus hombres, como áulico que va de prisa? ¿O su discurso sería simplemente nulo, con los atributos de largo escuálido, ruidoso y desespera como son los que de ordinario pronuncia esta sombra del antiguo tribuno socialista? Tuvo la oración de Samper lo uno y fue lo otro, porque él se ha propuesto que el público no lo desconozca y pueda en todo caso, al mirarlo, exclamar: ¡Cómo es siempre fastidiosa la matraca!

Habló en primer lugar de lo mucho que había escrito y de lo mal que lo había hecho; y esto último que a veces se dice para que el público crea lo contrario, fue recibido con asentimiento popular. Sus ideas son como los ramos benditos, que se remudan cada año; cuando no las cambia antes. Ha cultivado todos los géneros, siendo detestable en el artículo, insufrible en el folleto peor en el libro. Su catarata de tinta podría anegar un barrio de mendigos en Londres. En ese lago no hay un pez, en esa cabeza no hay un pensamiento puramente original, todos son recogidos de los demás, singularmente del vulgo. Sus poesías como que no tienen asunto, sus dramas como que no tienen argumento, sus no velas como que no tienen personajes.

¡Y qué orador! De él dijimos en otra parte que semejaba una campana rota, y hoy en su garganta bullen las palabras como hierve el puchero. Le sería fácil despoblar el mundo con sus discursos, porque donde alza tribuna se queda solo. Un chusco decía al oírlo: "no lo nombran académico de la lengua sino por la lengua." Hizo en seguida confesión de que no supo ortografía mientras no apareció la Academia Colombiana; y, como Pombo, atracó de elogios a esta corporación y a cada uno de sus miembros. Y halló oportuno el momento para ensalzar a España y abatir la literatura francesa, con el ánimo de zaherir a los hombres que observaban el movimiento intelectual y político de la Francia, para hacer que anduviera al fin nuestro pueblo poltrón y lleno de vicios coloniales.

La intención dañina se adivina en sus frases como la amargura de las decepciones políticas de otros tiempos. El discurso tenía por objeto hacer reminiscencias literarias, para lo cual se fue, sin decirlo, por el mismo derrotero que llevó el doctor Salvador Camacho Roldán en el prólogo a las poesías de Gutiérrez González; mas aquél produjo una obra profunda y deleitosa; hizo una romería de placer y de estudio por nuestra literatura; dio a cada paso golpes de crítico y de filósofo, de erudito sosegado, y de poeta que descubre sin trabajo la parte bella y noble de la naturaleza.

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Y Samper iba en su excursión como un derrotado, sin pararse a contemplar lo que era digno de observarse; confundiendo los paisajes; atropellándose en los ríos caudalosos; sin saber el camino; hasta llegar, después de una carrera de dos horas, a los brazos de los académicos, jadeante pero gozoso, como el peón de nuestras montañas cuando suelta el tercio en las posadas. Dominó en su discurso, lo mismo que en el de Pombo, el encono, la envidia, la ingratitud y una falta elemental de justicia. A esta, e queremos referirnos en esta especie de prólogo al libro de Carrasquilla.

Y es que la Academia y los tontos que la hacen coro, quieren absorber las fuerzas literarias del país, aparecer fuera de aquí, y aquí mismo, como los conductores del genio nacional, los creadores de la riqueza literaria y los que llevarán a la República a su mayor apogeo en las letras. Por eso tienen el oficio de elogiarse los unos a los otros, y de hacer caso omiso de los que no piensan como ellos en política, aunque valgan más que ellos en ciencias y literatura.

Para hacer patente la prevención odiosa de los académicos, nos sobran unas pocas palabras. La literatura de un país es el pensamiento de sus hijos, expresado en una forma que interese a los que la perciban. Ella, pues, es compleja y está donde se ejercite la inteligencia por medio de la palabra es rita o de la simple palabra hablada. Y el señor Samper prescinde, por pura veleidad política, por envidia quizá, de nombres, muchos de los cuales son los más ilustres en el movimiento intelectual de nuestra Patria. No habla, por ejemplo, de Ezequiel Rojas cuando habla de filósofos, y este patriota inflexible consagró su vida a la propaganda de doctrinas que tienen una grande influencia en nuestro pueblo, y dejó libros que la juventud estudia constantemente; no habla de Manuel Murillo, que fue el progenitor del verdadero movimiento civil de la República, tres veces coronado, como periodista, como tribuno y como mandatario; no habla del maravilloso Rojas Garrido, que era grande en la cátedra, incomparable en la tribuna, irresistible en el parlamento, poeta y publicista, magistrado incorruptible y apóstol inquebrantable; no habla de Manuel Ancízar, cuando se refiere a escritores de costumbres, que dio a nuestra literatura la Peregrinación de Alpha, tenida por lo más gráfico entre las pinturas de nuestra naturaleza.

-Ancízar, patriarca del periodismo liberal, sabio maestro en ciencias, que esparció tántos nítidos conocimientos en la República; omite a Santiago Pérez, el escritor de los períodos elegantes, el de la prosa de gran señor-que alza o abate a los gobiernos con su pluma, que si a los jóvenes se dirige, hace sabios, que si a los pueblos se dirige, hace ciudadanos; a Felipe Zapata, que forma con el razonamiento nudos de platino, que deja en la polémica al adversario atónito; no menciona a Jorge Isaacs, al que le fue dado escribir María para culto de su nombre, para galardón de su Patria-libro inmortal que ha ido por todo el mundo letrado pregonando el lustre de Colombia; desatiende a Camilo A. Echeverri, el de frases como espadas cruzadas, como centellas desprendidas- que en la trípode de sus pasiones da rugidos del desierto, o, como la pitonisa atormentada, lanza

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misteriosas profecías; olvida a Florentino Vesga, el ilustre diarista que cada día, durante catorce años, propinó una idea generosa a sus conciudadanos; al patriota José María Quijano Otero, escudo de nuestras fronteras y la memoria purísima de nuestra independencia; a Felipe Pérez, brillante y universal, que así escribe periódicos como historia, como geografía, como crítica como novelas -pensamiento continuamente inquieto por el triunfo de sus ideas; a Januario Salgar, el verbo delicioso y los profundos conocimientos judiciales; a José María Pinzón Rico, que ha dejado ¡ay! por desgracia, tan poco luto y tántas joyas en la diadema de Colombia; a Adriano Páez, escritor sin fatiga que por servir a la libertad y a las letras no se arroja en el sepulcro que está abierto, años há, muy cerca de sus plantas; a Obeso, a Candelario Obeso, este querido negro que hizo primores de arte en medio de la desgracia y de la indiferencia- poeta y prosador, trovador del pueblo ribereño y severo escritor de libros didácticos.... ¿A quiénes más ha echado en olvido o apenas nombrado con una palabra o una nota vergonzante el nuevo académico?

Permítasenos recordar entre los jóvenes a dos olvidados, como pudiéramos hacer cuenta de ciento: a Diógenes A. Arrieta y a Antonio José Restrepo, de los cuales puede decirse, por su talento de índole luchadora y revolucionaria, que son las llamas salientes de dos volcanes gemelos.

Todo libro, toda fama que no concilie con los académicos, tendrá allí enemigos implacables; que porque tienen egoísmo son estrechos, porque tienen vanidad son pretenciosos, porque tienen envidia son irreconciliables. Además de esto, desean sostener un sistema ya condenado por estas palabras de Proudhón: "Sistema inventado expresamente para con seguir el triunfo de la medianía charlatana, del pedantismo intrigante, del periodismo subvencionado, en el cual las transacciones de la conciencia, la vulgaridad de las ambiciones, la pobreza de las ideas, así como el lugar común oratorio y la facundia académica son medios seguros de éxito; en el cual la contradicción y la inconsecuencia, la falta de franqueza y de audacia, bajo los nombres de prudencia y moderación, están siempre a la orden del día." Libros de crítica como el presente son benéficos, para que ayuden a despertar a la sociedad, si no del todo enervada, en una postración precursora del fallecimiento. Como los pueblos estragados, el nuestro tiene refinamientos de prostitución en la vida pública y en la vida privada, que amenazan el porvenir de la Patria. Carrasquilla toca puntos gangrenosos muy visibles: nos señala la iglesia, que es hipocresía; el comercio, que es avaricia; la política, que es intriga; el poder, que es especulador; la pobreza, que es repugnante....y apenas los Tipos de Bogotá son una mirada ligera sobre la pocilga, pues los hechos odiosos soterrados son incalculables. Este libro, en su esencia, es un anhelo por la renovación social del país, por el cambio radical de las costumbres, que hoy en el mundo civilizado no es sólo uña esperanza acariciada, sino una exigencia de los tiempos.

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A este volumen seguirán, no lo dudamos, otros más lozanos y más expresivos, del mismo autor, luego que los asuntos se hagan más visibles a sus ojos, que su pluma adquiera mayor agilidad y que el público corresponda con solicitud a los esfuerzos del joven literato. Seguridad, tenemos absoluta de que no variará de punto de vista sino para perfeccionarse, y de que jamás tendrá su cerebro falsas ideas retrospectivas. El está convencido y apasionado; la pasión, escarnecida por caracteres indolentes, es para nosotros prenda de excelencia, para que no sea el hombre un frío conductor de las ideas, para que no sea como el cañón del fusil, que lleva la bala y no siente el odio. Bogotá, Agosto de 1886 NOTA. Este hermoso escrito produjo una saludable conmoción en todo el país. Era el momento de la reacción nefanda que provocó Núñez. La Academia Colombiana, que dormía el sueño de los cartapacios empolvar dos en el armario del olvido, se sacudió de su sopo y celebró esa sesión solemne, no tanto para recibir al señor Samper literato, sino al Delegatario convencionista que ayudaba en la demolición de la fábrica liberal. Pombo, tan gran poeta como mezquino ingenio político, había repetido dondequiera que ciertos escritores liberales no podríamos volver a rebullir la pluma -Uribe particularmente.

Éste aprovechó la ocasión que el prólogo a Carrasquilla le brindaba, para decirles a los enemigos de lo moderno, que salían de entre las fosas de la Confederación Granadina a maldecirlo, lo que Uribe, joven y listo a tomar el destierro, pensaba de su sapiencia carroñosa y su petulancia fementida. Con motivo de este prólogo, el doctor Echeverri, que estaba medio chocado con el autor por aquello de su burlón suicidio," le escribió las dos páginas que siguen y que no hemos creído importuno incluir en la obra.

Son un vaho del abra reverberante de donde salieron, en medio siglo, huracanes tempestuosos de la más combativa inteligencia de Antioquia. Es hojas las guardaba cariñosamente la dignísima señora doña Leonor Restrepo de Uribe, madre amantísima de Juan de Dios, quien nos las remitió de Medellín, donde ahora reside. (El Editor).

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ECHEVERRI A URIBE

Medellín, 1886, Noviembre 14 Señor Juan de Dios Uribe R. -Bogotá Señor y amigo de mi más alta consideración: He leído con grande gusto y con el aplauso que merecen, una que otra de las andanadas dobles qué por estribor y babor ha lanzado usted contra esas gentes académicas, clásicas, latinas, católicas, párvum in múltum, carinas, carlistas, samperianas, ultracentranas, ahorcadoras, (Prestán etc.) envenenadoras, (Gaitán, Rengifo etc.) y regeneradoras. Ha escrito usted con el Sacrúmen Cáustum de un Graco. Ha mojado usted su pluma de oro en los ventrículos apuñaleados del corazón de Colombia. La pluma de usted hiere como la lanza de Aquiles, vuela como Iris la mensajera, aplasta como la roca de Ayax, e infunde terrores como Jehová y consuelos como Jesucristo. El escritorio de usted es más que el monte Ida, porque en él tiene usted su pluma, y Júpiter cuando más lanzaba rayos. ¿Qué valen los rayos efímeros, instantáneos, ante la letra eterna? Nada: o a lo sumo, lo que pudiera valer el vil Napoleón III ante la pluma flamígera del inmortal Víctor Hugo! El calor de la verdad nunca se enfría; El fuego de ese amor jamás se apaga. Las plumas de las águilas voraces se queman y se hacen ceniza ante la boca de los hornos inmortales; la del poeta, la del genio y la del vate son incorruptibles: sus cañones son de oro y sus puntas de diamante. ¡Go ahead! ¡Go ahead, brioso mancebo! La pluma del siglo XIX está cargada de dinamita y resplandores: La primera derribará los ídolos; y los segundos iluminarán el vestíbulo del templo de la República Universal. Soy su admirador y amigo, C.A.E. Medellín, Noviembre 15, 1886. Señor Juan de D. Uribe-Bogotá. Estimado compatriota y señor mío: A consecuencia de un párrafo de carta que me dirigió nuestro Emiro Kastos (párrafo que me dolió y aún me duele) fui al Gólgota con el único objeto de poner en sus manos o en su sien, la corona inmortal que circunda las sienes de Juan de Dios Restrepo, tu tío. Besé la mano de tu abuelo D. Francisco María, esas sienes de mi señora Beatriz que harían honor a Juno; me embriagué con la mirada dulce, con la dulce sonrisa de Leonor; y la embriaguez llegó a su colmo cuando allí, en el Gólgota, supe... que

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se había perdido un niño! Todos los niños se pierden o se extravían. ¡Pobre niño! exclamé ¿qué será de él? A poco supe que tú, Juan de Dios Uribe, cazador chirriquitín ante el Señor, se había escondido de miedo, llorando y medrosillo, huyendo de un zorro sanguinario que venía en alcances de él... Las exigencias de la vida y la familia me obligaron a abandonar la bella tierra de Gólgota, los Andes, y "los bosques perfumados del San Juan," como dice tu tío. Pasaron años. No sé qué ave negra, cuyas alas calladas irradiaban luz, me dio a entender que Beatriz, reina del Gólgota, había muerto. Del fondo del corazón mandé a su tumba una de las últimas gotas de sangre que había en él. Y esa gota debió ir a caer sobre el corazón del cazador de zorros y a estimularlo con el calor moribundo de su fiel dolor. Pasaron meses y años. No volví a saber lo mínimo acerca del hermano del monumental José Manuel Restrepo. Las tempestades del mundo me apartaron de ese hogar amigo y pusieron un velo negro entre los sacerdotes, las sacerdotisas, los oráculos del Gólgota y yo. Pasaron rodando, días, meses y años. Y hoy, viejo, sexagenario, oigo, o creo oír, una palabra de claridad y estímulo... Tú mandaste esa palabra, oculto cazador de zorros. ¿Te acuerdas? Yo no puedo olvidarlo, amigo mío. Bañé con gotas de sudor las cañas que te escondían; y esperé a que ellas, al evaporarse, dejaran sobre una tumba la sal del amor que en tu santo hogar gusté. Hoy ¡cuántos años van! oigo que tú, que niño diste la espalda al zorro, revistes las armaduras de acero de la Troada y empuñas la pluma del inmortal siglo XVIII. Sea para tu bien, amigo mío! Sea para tu bien, mi gran señor! Si no estuvieran rotos los labios de mi trompa maldecida, yo me levantaría hoy para enaltecerte. Sigue, sigue, que después nadie sabe qué fue, nadie sabe qué es. Los reyes, los magnates, y eso que llaman sabios, levantaron pirámides y templos con los huesos y las calaveras de los que los admiraron. Estás levantando un templo inmortal, Indio querido! Si mi vista moribunda no puede ser estrella que muestre el Norte a los que te sigan, hazme el honor de que, al coronar tu glorioso camino, reciba mi cráneo palpitante el asta inmortal de tu bandera. Te agradezco lo que ahora dices para mí, en mi bien. Seré feliz si mis cuencas vacías llegan a ver el crepúsculo de tu inmortalidad. C. A. E. Juan de Dios: Esto fue dictado a la carrera. Corrígelo, si puedes, y haz de ello el uso que a bien tengas.

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C.A.E. Medellín, 1886, Noviembre 15.

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LEONIDAS PLAZA GUTIÉRREZ

Entre los jóvenes guerreros del Ecuador, es el General Plaza Gutiérrez quien tiene más tramada historia militar fuera de su patria, pues ha intervenido en las revoluciones de Colombia, del Salvador y Nicaragua y ocupado puestos importantes en la milicia de Costa Rica. Los últimos hechos de armas en el centro, de los cuales es el héroe, llaman la atención general sobre este ciudadano. Su familia es colombiana. Su padre un distinguido radical, que en aquel país fue llamado a posiciones oficiales honrosísimas, como la de Procurador de la República, cima luminosa de la Jurisprudencia en otro tiempo feliz para Colombia., desde donde se proclamaba tan alto la Justicia, y por voces tan elocuentes, que sus fallos eran atendidos y consultados en la América Latina. Su madre es de la estirpe procera de los iniciadores del movimiento emancipador de 1810; vástago del tribuno Gutiérrez, de los que firmaron el Acta de la Independencia y fueron a consagrarla en el patíbulo y la escarpia, dándole a la Revolución la inmortalidad de la sangre, que aún pasea las ideas redentoras por la posteridad en una ola de fuego. La alcurnia democrática, que es la legitimidad de la sangre en nuestros pueblos, fue, pues, la dote moral de Leonidas Plaza Gutiérrez. Casi niño se alistó en fuerzas de Esmeraldas, que comandaba el Coronel Manuel A. Franco, como abanderado de un Cuerpo (1883). Nació a la milicia bajo el estandarte que debía conducir muchas veces al triunfo. En la adolescencia apenas, le tocó la honra de mezclar su nombre al acontecimiento trascendental Jaramijó, al lado del General Eloy Alfaro. Pobre es lo que se diga en elogio de ese gran sacrificio, cuando un grupo de valientes -en una embarcación como un esquife- se atrevió contra el mar irritado, contra las sombras de la noche, contra fuerzas múltiples, sin auxilios posibles, en una como lucha de cetáceos; y vencedores al principio, a fuerza de arrojo, acosados después, por el número, encomendaron al fuego desencadenado y a los vórtices del mar, la venganza de la libertad infortunada. Preparándose a morir Alfaro sobre el buque incendiado por su orden, puso la diestra sobre, el hombro de Plaza, como para precipitarse, apoyado en un báculo vigoroso, en el camino de lo desconocido. Quísolo de otro modo su fortuna, y salvos el ilustre Jefe y su Ayudante, mereció éste el grado de Sargento Mayor sobre las ruinas de tántas esperanzas; y fue así como alumbró su primer galardón de militar combatiente la antorcha sagrada del Alhajuela, cuando se consumía a las primeras horas de la aurora el 6 de Diciembre de 1884. Los que sobrevivieron a la catástrofe de Jaramijó, emprendieron marcha a Tumaco, por parajes despoblados, en zona de fieras y de reptiles, asediados por el enemigo que los tenía de antemano condenados a muerte, ayunos de agua y de alimentos, mantenidos por la sola energía moral y alentados por el ejemplo del

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egregio Alfaro. ¡Días de peregrinación dolorosa en que se juntaba a tántas penalidades el recuerdo de la infausta campaña; noches macilentas, visitadas por las sombras de los muertos en la lid, y por esa remembranza horrible y sublime del buque libertador incendiado y hundiéndose las olas! Llegaron por fin al suelo hospitalario de Tumaco, en donde Plaza había pasado su infancia, y de donde al cabo de algún tiempo se trasladó al istmo de Panamá. En Colombia; como aquí, se lanzaron los radicales en la guerra contra el despotismo; Colombia y el Ecuador eran para Plaza una misma patria, por su abolengo, y porque sólo los espíritus ruines le trazan fronteras a la Libertad en nombre de los intereses de parroquia. Se entendió con los revolucionarios de Panamá el año de 1885, y malogrado el esfuerzo convenido, fue arrastrado a un calabozo por los sayones de Rafael Núñez y luégo arrojado al extranjero. Tocó en la República del Salvador, cuando gobernaba allí el General Menéndez, hombre de singulares virtudes públicas. En breve conoció el valor intrínseco del proscrito y le ofreció un puesto distinguido en el ejército. A la muerte de este mandatario, tenida por envenenamiento, Plaza quiso oponerse a la inauguración del nuevo gobierno, pero no fue secundado, y se retiró al Departamento de Santa Ana a ocuparse en otra clase de tareas. A la sazón el Salvador y Guatemala se hicieron la guerra, que fue favorable al Salvador. Plaza sirvió en las filas salvadoreñas; asistió a cruentas batallas; tomó iniciativa en la dirección de los combates, y se le considera imparcialmente, como uno de los primeros, si no el primero, de los Generales en la contienda. Alcanzó triunfos y honores en la tierra belicosa del Salvador, de que hizo un uso moderado. Recuérdase que no se mezcló en el fusilamiento de Rivas, que bien lo merecía por traidor a la Patria; y que el actual Presidente Gutiérrez le debe en parte la vida que iba a perder en el patíbulo, ya levantado para el sacrificio. Habría sido lo que hubiera querido, con el agradecimiento y protección del Gobierno, mas la independencia de su carácter le marcó otro derrotero, y fue extrañado del territorio por los hermanos Ezetas, quienes ya asomaban como hombres voluntariosos, soberbios y crueles. Pasó a Nicaragua. Gobernaba allí el doctor Sacasa, hombre de ninguna habilidad política y desconceptuado como autoridad entre sus conterráneos. Vino la guerra con alguna confusión en los campamentos, pues liberales y conservadores se unieron contra el Presidente. Se libraron muchos combates, en los que Plaza quedó unas veces vencedor y otras vencido; al fin, preso en León, fue desterrado del país y pasó a establecerse en Costa Rica. En medio de tales contratiempos, su mente y sus esfuerzos no se apartaban de la causa radical ecuatoriana. La fe de Alfaro en el triunfo era inconmovible, era como una manía de su patriotismo, y contagiosa para su lugarteniente; de suerte que Plaza gozaba de las fruiciones del triunfo anticipado, por encima de los sucesos de la varia fortuna en el extranjero. Mantenía correspondencia activa con los radicales de Guayaquil, Manabí y Esmeraldas, principalmente, y si se habló de Alfaro entonces, en seguida se habló de Plaza, como el que con más las interioridades revolucionarias de aquel Jefe.

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Se presentó por entonces una lucha eleccionaria muy vehemente en Costa Rica. Los Partidos liberales allí, con distinto matiz cada uno, proclamaron candidatos diferentes para la Presidencia de la República, mientras que el Partido conservador se agrupó en un haz con el nombre de la Unión Católica. Ante la actitud de los ultramontanos, se hizo indispensable la fusión liberal, que convino en apoyar la candidatura de Rafael Iglesias. Enderezada así la lucha, se empeñó vivamente, y triunfó el candidato de los liberales coligados. Al fin Iglesias correspondió, o no, a las esperanzas en él fundadas. Cumplió, o no, las promesas que hizo; pero todos los que conocen aquel país saben que sin el apoyo de Plaza no se habría sostenido por mucho tiempo en el mando. Hízolo Iglesias Comandante de Plaza de la Provincia de Alhajuela. Al iniciarse el movimiento patriótico contra los mercaderes de la Bandera, se puso en marcha para Guayaquil, de donde siguió a la campaña de La Sierra. Combatió en Gatazo en el flanco derecho; fue nombrado Comandante General de la Sexta División en Riobamba; permaneció en el interior algunos meses encargado de conservar el orden, y regresó después a la Costa. El Jefe Supremo le destinó más tarde como Gobernador de la Provincia del Azuay, en días difíciles para Cuenca, en que eran necesarios valor, sagacidad y prudencia para evitar conflictos; con aquellas dotes, Plaza restableció la tranquilidad en la Provincia, se hizo querer de los hombres de buena voluntad, unió a los liberales fraccionados, decretó providencias enérgicas en favor de los indios y otras de no menos interés para aquellos pueblos y para la República. Tuvo nombradía de enérgico, prudente y justo. En viaje a Manabí, donde están sus padres, lo alcanzó la última guerra.

Voló a prestar sus servicios. Solo, y por en medio del enemigo, atravesó el Chimborazo y se trasladó a Riobamba; allí formalizó el Ejército inmediato, y combatió en Chambo, encargado por el General Alfaro de uno de los más difíciles movimientos en aquel campo. El General le nombró Jefe de Operaciones de las Provincias del Centro. Cuando se creía que con el triunfo de Chambo y la marcha a Cuenca, el país entraría en relativa calma y podría reconstituirse mediante una Constituyente, los godos apellidaron a la guerra encarnizada, en connivencia con los clérigos, que son el primer resorte de los bandoleros. Hacia el Centro de la República pusieron su conato, bien para aislar a la Capital de sus recursos naturales de la Costa, bien porque en aquellas poblaciones tienen prosélitos numerosos, o porque las posiciones naturales estaban probadas de antiguo. El General Plaza les salió al encuentro y triunfó de ellos. Véanse los siguientes telegramas del campamento: Ambato, 12 de Agosto de 1896 Sr. General Franco-Quito. Comunico a Ud. el espléndido triunfo obtenido el día de ayer sobre las fuerzas del montonero Folleco. Cinco horas de desigual combate habrán probado a los facciosos que nada pueden contra las fuerzas liberales en campo leal. El combate se inició con la columna "24 de Mayo", a la que logró el enemigo

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desalojar de sus posiciones, coronando las alturas que dominaban el camino por donde avanzaba yo con 100 hombres del Batallón 3° de línea y unos 20 del "Escuadrón Boliche". En estas difíciles circunstancias se restableció el combate, y sólo el arrojo de nuestros soldados y el porte distinguido de los Coroneles Flavio E. Alfaro y Ramón Valdez Vergara ha podido vencer en esta acción de armas, que empezó con el desastre de la valerosa columna del "24 de Mayo" y que continuó con ventajas de todo género para el enemigo. Este huyó en todas direcciones, hacia los páramos, dejando muchos muertos y algunas armas. Su amigo, L. PLAZA G. Ambato 12, de Agosto de 1896 Consejo de Ministros y General Franco-Quito. Confirmo mi telegrama de esta mañana, escrito sobre el mismo campo del combate. La derrota del enemigo en Santo Domingo ha sido completa y sangrienta: han dejado en nuestro poder prisioneros, heridos, armas y municiones; y hemos rescatado a nuestros amigos prisioneros en el combate de Latacunga. El enemigo contaba con 300 hombres. Siguiendo el plan de persecución que me he trazado, levanté hoy el campo de la hacienda de Santo Domingo para no dar reposo a los dispersos; acabo de llegar a esta población y después de 15 minutos sigo a Patate e iré hasta el infierno para concluir con Folleco y devolver la paz a la República. ¡Viva el Partido Radical! Dios y Libertad. L. PLAZA G. Ambato, 18 de Agosto de 1896 Señores del Consejo de Ministros, y General Franco-Quito. El señor General L. Plaza O. acaba de expedir la circular siguiente: "Patate, 19 de Agosto de 1896 Los hasta hoy inexpugnables desfiladeros de Patate, han visto entrar triunfante entre el humo, el fuego y la muerte la bandera roja del radicalismo. Después de cuatro horas de reñido combate, teniendo que forzar puentes y desfiladeros, hemos triunfado sobre doscientos curuchupas que estaban reforzados por todo este pueblo, que hemos encontrado desierto. Felicito al país por esta nueva victoria que con las de Guapante y Santo Domingo, aseguran resguardo de la paz en el centro de la República. Dios y Libertad. L. Plaza G." Lo que comunico a usted para su conocimiento y fines consiguientes. Su amigo, GOBERNADOR Pelileo, 19 de Agosto de 1896 Señores Ministros, Gobernador y Comandante de Armas -Quito. El enemigo en su precipitada fuga nos ha dejado 19 prisioneros, muchas armas y caballos. Al cabecilla Costales lo llevaron antes del combate, en camilla agravado de la herida que recibió en Latacunga, porque en la derrota de Santo Domingo se

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vio precisado a montar a caballo para no caer prisionero. Los clérigos, que huyen a los primeros disparos, son los responsables de tánta sangre derramada, porque abusan del candor de la gente sencilla para lanzarlos en la criminal revuelta, con pretexto de defender una religión que tienen ellos infamada con sus vicios y crímenes. Cinco de estos fariseos acompañan a Folleco en su injustificable rebelión y son los verdugos de los desgraciados radicales que caen en sus manos. A nuestros amigos prisioneros en Latacunga y rescatados en el combate de Santo Domingo los sometieron a toda clase de tormentos. Las columnas Tungurahua y 24 de Mayo, que estaban en Pelileo, han recibido órdenes para seguir a Baños en persecución de Folleco. Dios y Libertad. L. PLAZA G. Pelileo, 20 de Agosto de 1896 Señor General Franco-Quito. Acabo de ocupar Baños sin resistencia ninguna porque anoche se disolvió la fuerza enemiga a la voz de sálvese quien pueda. Como tenemos urgente necesidad de asegurar la paz para que la Convención Nacional se reúna sin obstáculo y reconstituir el país, he dispuesto ocupar militarmente estas guaridas; y en efecto, el Escuadrón Boliche queda ocupando Patate, y la Columna Vengadores del Tungurahua esta población. Chambo la ocupará la Columna 24 de Mayo, y de esta manera quedará debelada la revolución clerical. Su afectísimo compatriota, L. PLAZA O. En estos telegramas asoma el revolucionario de ideas, que tiene la previsión de señalar las causas de la guerra sobre el mismo campo de batalla. Es lo justo, ya que adolecemos de una pereza intelectual que nos hace olvidar de la historia y de nosotros mismos. El soplo de guerra ha salido de las iglesias y de los Conventos para animar a los guerrilleros que comparecen en la lucha, y si a ello ha mezclado otro esfuerzo, es comandatario con el de los clérigos y de ninguna manera superior al de éstos. Se comprende así, porque el elemento clerical es la base del Partido Conservador, su parte más irritable y la que lo arriesga todo en este gran juicio entre la República verdadera y la Curia romana. Siempre procedieron los clérigos de igual modo en nuestras guerras civiles: ni una palabra de sus labios en favor de la paz, sumisión mentida al Poder, desdenes por los agasajos públicos, y en medió del achicamiento estudiado, un verdadero trabajo de carbonarios para minar nuestras conquistas. Después se agazapan en sus agujeros a ver morir a los ciudadanos, persuadidos de que si triunfan las turbas fanáticas, ellos quedarán a la cabeza, y si la victoria favorece a los radicales, los cobijará el perdón y el olvido. Si toman el fusil es para huir a los primeros disparos," como dice el General Plaza, pues no hay calzones debajo del abominable sayal. Entendemos que les ha llegado ya la hora de rezar a su vez el credo; o de arreglar por lo menos sus bártulos para la peregrinación al extranjero, que tántas veces impusieron a los radicales. Ahora no está de Dios, sino de la República, que se cumpla la ley del más fuerte.

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Los perseguiré hasta los infiernos... La bandera roja del radicalismo... estas sí son frases: salen de la boca de los fusiles y las aplauden los cañones; tienen olor de barricada, y semeja esa bandera roja una ancha herida abierta en las montañas de Patate, por donde el pasado vierte sangre a borbotones. No es el silabeo oportunista y miedoso: es el lenguaje de la Revolución, que tiene cláusulas ardientes y tremendas onomatopeyas. Apasionado por sus amigos y dentro de la más estricta disciplina política, conserva Plaza, sin embargo, la independencia de su propio criterio, que le hace juzgar de un modo personal los acontecimientos y los hombres. Esto le honra, pues es necesario ensanchar la distancia entre el ciudadano deliberante y el feligrés estúpido, y no hacer de los sesos un unto cuando ellos están destinados a producir el pensamiento. Se nota en él alguna anomalía en las proporciones en que toma la libertad y la autoridad, porque radical, es decir, partidario de la expansión en todas las manifestaciones de la vida, gusta de que el Poder público esté rodeado de fuerza y de procedimientos sumarios; con lo cual muchos están de acuerdo, si se trata de pueblos noveles en que hay que demoler lo establecido y suplir con el impulso oficial lo que falta de iniciativa para el mejora miento en el individuo y en la colectividad. La dificultad consiste en emplear bien la fuerza, que es el vapor de las agrupaciones humanas. Habla mucho por un hombre la intensidad de sus afectos, sean ellos cuales fueren. En el yermo del corazón sólo medran pasiones mezquinas, y el que se despoja, por cualquier motivo, del placer de amar mucho, toma la vida por el lado áspero y negativo. En la intimidad, apartado de la lucha, Plaza, o Placita como sus íntimos le llaman, se abandona a los afectos de la familia y de los amigos, con tal interés que se le creería sólo capaz del recogimiento dulce y tranquilo. El militar que parte derecho sobre el enemigo en las cargas de metralla; el funcionario inflexible y se vero, es en la vida social la corrección misma en el hogar, la dulzura y la alegría, y en la intimidad de lo que le quieren, el más jovial de los camaradas. Su juventud se manifiesta con tal estrépito, fluye tan de veras de su interior el gozó, que desaparecen entre la cultura de modales y la conversación llana y sabrosa, su aire marcial y los bordados de su uniforme. Los que han gozado de su compañía en las negruras del destierro, no olvidan cómo se alígera el hastío con el trata de este amigo en el cambio leal de los afectos. Tiene formada una gran familia entre los que le conocen, por razón especial de la pulcritud y decencia mentales, que tánto encomienda Montalvo. Cansancio, desaliento y tristeza infundía los liberales oportunistas que quisieron echar el ansia de la revolución después de la guerra del 95; los que trataban a los radicales en los diarios como hijos descastados de Patria. Vióse a una parte de la juventud perpleja en su camino, porque la empujaba con violencia la sangre nueva hacia otros rumbos, y la mantenía en la coyunda de la tradición el falaz consejo de los augures. Los ocasionales no se cuidaban de la averiguación histórica y desconocían por ende el carácter de los conservadores, perverso en todas partes. "Todo está concluido; venga un abrazo," era la razón potísima de los epicenos que querían tapar, con el ancho de periódicos como El Tiempo de Guayaquil, la sangre de los

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combates recientes. De esa propaganda surgió una política errada, y de ésta la guerra nuevamente, que ha traído al cabo una experiencia insospechable, aun para los más tímidos copartidarios que sean sinceros. No está de parte nuestra cambiar la naturaleza de las cosas, y si ya están deslindados los partidos a fuego y sangre, es un imbécil, o un bribón el que no se orienta a primera vista; y por tanto, la juventud llamada a la palestra ha de ser radical sin ningún equivoco. De la nueva generación conservadora no se habla, porque, decrépita en su lozanía, es lo viejo retocado, o como una mascarilla alegre sobre la faz de un leproso. Plaza es uno de los que representan mejor la nueva época batalladora que se inicia, y que necesita de la juventud audaz y persuadida para llenarse de flores y fruto. Ni comprendemos que haya otro estimulo aquí que el triunfo de la verdad, para los que como él empuñan un acero sin fijarse en las comodidades del presupuesto. De valor, de convicciones hondas, de virtudes, de conocimiento de la vida, tiene, pues, lo necesario para ir muy lejos, sin andarse por el tajo en que tanto mérito real se inutiliza. De no, moro al agua! aunque se encumbre, que no pasará de ser entonces un globo bien alto... por falta de lastre. La juventud radical debe construir casa nueva para dejar correr sus años, porque el albergue clerical que ha heredado la contamina de achaques incurables. Lo que está a la vista, puesto por nuestros enemigos, ha de ser destruido o purificado para que no queden las reformas como parásitas de un tronco podrido. ¿Cómo se realizará esto? Reuniéndose la juventud en legión; sus suscribiendo un programa que le sea común; haciendo valer las ideas por la espada, por la palabra y la pluma; infundando de fértil riego las cátedras de enseñanza; alargando la mano a los desheredados; pulverizando las cadenas de los indios y devolviéndoles su fortuna; y principalmente, haciendo tabla rasa del clero que no jure sobre la corona ser esclavo de la democracia. El vencedor en Quimiag, Guapante, Santo Domingo y Patate, sienta la impresión constante de la mano de Alfaro en Jaramijó sobre el hombro donde está su charretera de General; y tenga presente, como una lámpara vigilante para sus convicciones, la antorcha sagrada del Alhajuela que se consumía aquella mañana del 6 de Diciembre de 1884, sobre las olas del mar, a las primeras luces de la aurora. Quito, 22 de Agosto de 1896. (Folleto editado en la imprenta de "La Educación Popular.")

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"El Microscopio"

Sotas y Bastos

Santiago Pérez

Escribe con propiedad sobre las ciencias más variadas, lo que quiere decir que su entendimiento está lleno de sabiduría. Pertenece a una Escuela avanzada, pero no llega con el Partido radical a las conclusiones últimas sobre cuestiones religiosas y es católico con una buena mezcla del crítico humor volteriano. Ha querido dilatar sus ideas serenas en las aulas, como todos los hombres de mérito que aspiran a dejar sucesión intelectual, y la enseñanza científica le debe grandes corrientes que impulsa en los colegios y en las universidades. Su pluma en el periodismo es ligera y viril, y la boga de El Mensajero y de La Defensa lo acredita como el más atildado escritor de prosa en la prensa periódica.

José Vicente Uribe

Ha figurado en los últimos tiempos en la política, ocupando un asiento en el Senado y llevando la Cartera de Instrucción Pública nacional. Pero antes que político es hombre de altas capacidades científicas. No ha dejado de estudiar un día: sabe de Medicina cuanto ha dejado de ignorarse; la Botánica le debe observaciones sagaces y descubrimientos inéditos; conoce varios dialectos indígenas y posee a fondo las más importantes lenguas europeas y algunas semíticas. Apártase de la mayor parte de nuestros médicos en que cultiva las letras con buen suceso; y así sus leyendas, sobre los aborígenes se leen con gusto, y sus escritos científicos se desnudan de la pesada aridez que, por lo común, se ostenta en trabajos de esta especie.

Carlos Holguín

En la Librería Americana hay un retrato de Holguín vestido de diplomático: casaca de punta aguda, florete al cinto y sombrero elástico. Sin mezclarnos en la sinceridad de sus ideas, no esta riamos lejos de creer que Holguín pudiera retratarse de muy distintos modos, sin que faltase una copia en que el distinguido polemista católico apareciera con el gorro frigio en la cabeza y la cucarda encarnada en el lugar de las condecoraciones. Nos parece que da poca importancia a las formas, y que cabe en cualquier ritual sin escrúpulo; así como no

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se amolda a ninguno rigurosamente, por la vivacidad de su carácter. Es hombre de temperamento alegre y, del mismo modo que se entretiene y es temible adversario con las cartas, en las luchas del Parlamento se divierte, aguza su ingenio y sobresale como polemista diestro y como orador cáustico.

Bernardo Herrera Restrepo

Nació en Bogotá, de familia honesta y acaudalada; y, aunque joven todavía, es Canónigo de la Catedral Metropolitana y ya está listo a ceñirse la mitra de Medellín. No revela figura de asceta, porque ni anda con raída sotana, ni muestran sus carnes el ayuno: antes parece prelado que no riñe con los dones de la vida, que él llamará dones de la Providencia. Debe tener talentos, porque es Rector del Seminario; y hay que concederle méritos al ver que en su carrera no se que da rezagado. Si no llega a Arzobispo y Cardenal, culpa será de la suerte y no de él; puede detenerse porque ha caminado aprisa, pero es probable que no se detenga.

Carlos Martínez Silva

Sería de buena gana inquisidor si de nuevo viniera la quema de herejes. Su ortodoxia no admite contemplaciones; es más católico que Monseñor Agnozzi y todo el clero romano, y no es, sin embargo, fanático de sacristía. Su fanatismo está en el dogma y no en la fórmula; puede no rezar una salve, pero sostiene a capa y espada la infalibilidad del Papa. Martínez Silva escribe con soltura, aunque con poca elegancia; el purismo de sus frases y giros salta a los ojos por lo afectado; es amigo de novedades literarias, y por eso ha querido mostrar el Quijote como Catecismo de Economía política; muy dado al estudio; y aun que algunos le han llamado escudero de los académicos, nosotros creemos que es mucho más que eso.

José M. Rojas Garrido

Con Rojas Garrido se acabaron en este país los grandes propagandistas. Cautivado por la magnificencia de un sistema completo de ideas, fue el más elocuente, el más persuasivo y el más hábil maestro de la juventud. Sin duda nadie consagró en Colombia tanta atención a darle una posteridad venturosa al pensamiento republicano. Por su amor entusiasta y creciente a la verdad, diríase que vivió en nupcias con la Filosofía. Era de ánimo resuelto, e infatigable como apóstol y como soñador. No dudaba del triunfo de sus doctrinas, y las contrariedades diarias eran sombras fugaces para su fe óptima. Dueño de la

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palabra, su frase obedecía en la Cátedra al pensamiento riguroso, y penetraba, se extendía, dominaba los entendimientos, hasta hacerlos completamente suyos, por una de esas gloriosas conquistas del genio.

José Ignacio Escobar

No tiene humos de académico y es más correcto en su decir y sabe más que muchos de los hermanos titulares que sirven de guardianes al habla castellana. Su modestia es tan grande como sus méritos. Ha huido siempre de los ruidos de la política, pero no por eso deja de amar a la Patria, de lamentar los desvaríos de los partidos y de tener fe profunda en los principios liberales. El doctor Escobar es lujo de la generación a que pertenece y modelo de la que le sigue. Ojalá que en ese molde, raro en estos tiempos, vaciaran su carácter moral los que mañana han de estar encargados de dirigir los destinos de la Patria. Así tendríamos servidores dignos de la República.

Rafael Núñez

Si queréis conocerle como poeta, leed Que saisje?, Moisés, Heloisa y Todavía, y cuando acabéis la lectura de esos magníficos cantos, decid si Núñez no reúne a la inspiración tempestuosa el verbo admirable, y a la alteza de pensamientos la delicada ternura. Su prosa es de un colorido exuberante; su frase, incorrecta y eufónica, tiene la concisión y a veces la oscuridad de Tácito; os deja adivinar lo que no dice y os obliga a meditar lo que desea que adivinéis; pero siempre, y a la manera que un metal sobre el ayunque, sus ideas saltan como chispas candentes y deslumbradoras. Si no os convence, no por eso dejaréis de admirar al escritor eminente y al pensador vigoroso.

Julián Trujillo

A la cabeza de un Ejército no se dejó llevar por la ambición de la victoria rápida, porque era de esos militares a quienes no atrae la profundidad del abismo. Su táctica consistía en esperar a que la inquietud de los adversarios extendiera sus filas y las adelgazara para abrir entonces brecha. Y mantenía la organización en los campamentos por medio de una disciplina benigna, que dejaba al soldado libre de cierto modo; y por tanto, menos preocupado con lo que es querido y se abandona por los afanes de la guerra. Tenía mucho valor y gran dominio sobre sí mismo, como conviene al que es Jefe de un Ejército. Cuando triunfaba, no era simplemente su vanidad la vencedora, sino una gran causa.

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Manuel Briceño

En el Partido conservador Miguel Antonio Caro es el firme cimiento y Manuel Briceño la veleta que chirría sobre su varilla mohosa: si viento norte, ruido; si viento sur, ruido; si viento del este, ruido; si viento del oeste, ruido. No pierde su centro, pero gira tánto que seria inútil capricho buscarlo mañana donde está hoy. Trabaja en la prensa, pero su huella será efímera, porque se paga más de la nomenclatura de las cosas que de lo que ellas son en el fondo; lo que indica poco método en sus conocimientos y poca profundidad en sus ideas. Su causa le debe mucho, sin embargo, porque es de inaudita perseverancia, y su trabajo es fruto de bendición, si se quiere, porque acrecienta el granero de una familia pobre y numerosa.

Diógenes A. Arrieta

Puede compararse a una floresta, llena de aguas que saltan, de pájaros cantores, de rumor de hojas, de arroyuelos, de flores, de nidos. En verdad, su prosa, su palabra y su poesía son una no interrumpida canción bulliciosa, bien que se mezcle a veces en ella la tempestad horrísona o los sollozos profundos de un alma de hombre. Su canto es un perpetuo desafío al pasado, un clamor doctrinario, un apóstrofe a los viejos ídolos, un valiente paso de carga; y es también el amor apacible que se refugia en el feliz hogar, y el amor tormentoso, tan lleno de tristes mudanzas, de incansable sospecha y de olvido. Si buscáis una imagen que sea la de Diógenes, llamadlo: el salterio.

José Joaquín Ortiz

El Redactor de La Caridad es ya un anciano, a quien es fácil reconocer por su alta frente coronada de un montón erguido de cabellos blancos; su rostro con surcos de arrugas; sus ojos aún vivaces; su nariz recta sobre el labio superior y en él, cano e indócil, el mostacho. Va por la calle vestido de negro riguroso: ancha franja de seda da vueltas al cuello de su camisa; todos los botones de la levita abrochados, y al andar, su espalda hace hacía adelante una visible curva y la mano derecha está continuamente en el bolsillo del pan talón. Los años no debilitan sus ideas, cosa natural, porque hombre de un tiempo viejo, a medida que adelantan sus días, se va identificando más a su época.

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ROJAS GARRIDO En este periódico se agrupa la juventud, modestamente, pero llena de dolor sincero, a recordar al querido maestro. ROJAS GARRIDO nos pertenece, él es nuestro, y en su memoria queremos vivir, siquiera sea como las hojas en el árbol. La inmortalidad del cariño, la más noble y bella, por que si resiste al tiempo que lo devora todo, es el reflejo de un supremo beneficio, esa la tendrá ROJAS, mientras la generación que educó toca las soledades del sepulcro y después si la severa historia no se mancha con la ingratitud de los hombres.

Id por dondequiera en estos cuarenta años al encuentro de una idea y allí encontraréis al gran de hombre asociado, como trabajador múltiple, a la elaboración del pensamiento. Como de lo alto de una montaña, se le ve dominar sin que pierda nunca su grandeza, ni aun en los infortunios amargos con que la decepción quebranta el genio. Fue un inmenso caudal con magníficas orillas, porque joven apareció ya grande, y como grande, avanzó el pie intrépido en las sombras de la noche eterna.

ROJAS derivó su fuerza de su pasión por la verdad. Eso es lo que constituye un temperamento revolucionario. Luchar, luchar, luchar, hé ahí un espectáculo grandioso que sólo presentan el océano y los hombres excepcionales. Y la revolución es la síntesis de la grandeza; porque ella en cierra todas las cóleras admirables y las pasiones generosas.

Tenía, sobre todo, ¡a elocuencia, que es el arma de los demoledores; pudiera llamársela la madre de la República. Elocuencia en los labios, en la pluma, en la cítara. En lo alto de la tribuna tocaba su frente la inspiración y lo transfiguraba. Disponía de todas las palabras a su arbitrio y las enlazaba con capricho de artista e intención de filósofo. No lo conocimos en los parlamentos, pero allí es donde más se le ha admirado. El se envolvía en sus ideas como en resplandores que lo llenaban de magnificencia.

Toda causa irradiaba como una aurora preciosa en sus labios, y era irresistible. Es el juicio de sus adversarios. En la Convención de Rionegro se alzó veinte codos sobre las más altas notabilidades; como antes en los Congresos tempestuosos de 1850 a 1853, estaba siempre arriba de los veteranos de la tribuna. La falange enemiga era escogida entre lo más granado del absolutismo, y sería admirable golpe de vista el de esas ancianos, entre los cuales estaba Mariano Ospina Rodríguez, jadeantes, rabiosos y vencidos por un orador de veinticuatro años. Era ROJAS hermoso, hermoso con su ancho rostro ovalado lleno de bondad inteligente, sus cabellos negrísimos y sus ojos extraños del color de las aguas del mar.

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Asistía a la creación de un orden nuevo, y es decir con esto que la tarea estaba llena, para el tribuno, de contratiempos y de peligros. El pasado cuando se sostiene es una especie de salteador en la selva: apela a todo, porque tiene convencimiento de que los golpes que se le dan son irremediables. El verdugo se alzaba en la plaza, y ROJAS fue a quitarle el hacha de la mano; el es clavo en la ergástula era una bestia ajena, y fue contra los amos; quiso libertad para la palabra, para la prensa, para el trabajo del hombre. Tenía los tres enemigos cardinales y tuvo el valor de odiarlos: el verdugo, el clérigo y el soldado. Su desafío fue, pues, a la violencia. Cada sol alumbraba una batalla del atleta niño contra los viejos gladiadores.

Duelos tremendos en que los muertos tenían la edad de tres siglos en América, porque eran las ideas que habían venido aquí con Cristóbal Colón. ROJAS miraba a estos gigantes que sostenían la preocupación con sus mil manos, los miraba y los medía, los medía y los atacaba, los atacaba y eran vencidos. ¡Ah, pero la lidia era titánica! ¡Cuántos asaltos! ¡Cuántas amenazas! ¡Cuántas dificultades! Si se discute la pena de muerte, ROJAS hablará uno, dos y tres días; uno, dos y tres años. A todo se apela para mantener enhiesto el cadalso. Los bebedores de sangre humana no quieren derramar en nombre de la caridad su licor odioso. Un día el tribuno se levanta como e! día anterior, con su palabra ungida por la misericordia para el delincuente, en el seno de la Cámara de Representantes. Se le odia, pero se le respeta, porque la elocuencia se impone; reinan, pues, la atención y el silencio. Discurre sobre la vida... - ¿Y qué es la vida ?-le interrumpió D. Mariano Ospina. -Eso que vosotros quitáis en el cadalso! -responde el tribuno, y continúa impasible, y acaba esa oración de profecía admirable con esta enseñanza que es un código de justicia: "La vida es inocente y sólo la libertad es responsable. Si queréis darle al verdugo un puesto en la justicia de los hombres, colocadlo de maestro de escuela en una penitenciaría." Sus frases son una tradición que destella. Es el único de los oradores de Colombia que mantiene vivo el recuerdo de sus periodos, que son estrofas, en la memoria de sus contemporáneos. Hemos oído exclamar a un fanático: "Hablaba y su voz era un canto;" y a otro: "¡Cómo rugía ROJAS entonces!"; y a un tercero: "Odiábamos la cuestión, pero nos dominaba tánta elocuencia." Siempre que se habla de ROJAS ocurre a la mente la idea de majestad. Cuando se sabía que ocupaba la tribuna, los ciudadanos acudían a rodearla con anticipación. Como en todas partes, la garrulería pretenciosa iba adelante; pero el pueblo de Bogotá, que tiene el gusto exquisito de los discursos bellos, cuchicheaba hasta ahogar a los pedantes. "ROJAS! ROJAS! que suba ROJAS!" principiaban a clamar luego mil voces de hombres y mujeres. La multitud abría paso, y ROJAS GARRIDO adelantaba a la tribuna.

Su andar era lento y pesado. Su estatura mediana, su cuerpo obeso, con las espaldas abultadas y anchas, que pueden verse en el retrato de Mirabeau que adorna el libro de Timón. La mirada clavada hacia adelante y falta de vivacidad. Vestido negro; guantes y corbata blancos. Las gradas de la tribuna las subía con

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dificultad enorme, por motivo de una dolencia antigua. Ya está arriba: un aplauso, que hay que cortar por la fuerza para que no se prolongue, lo acoge. Va a principiar. ¡Cómo ha cambiado el hombre! Hablamos antes de la transfiguración y esa es la verdad.

A medida que adelanta en su discurso, parece que la juventud vuelve, con todas sus formas, al cuerpo y a la fisonomía maltratados por los años. Las líneas de su rostro, antes escondidas y borrosas, son ahora bien distintas; la frente surcada de arrugas, es tersa; el ojo tiene claridades como de cristal pulido; el pecho se ensancha, si antes parecía oprimido; los brazos tienen una elegancia casi de mujer, y hay en todo u cuerpo una movilidad y un vigor desconocidos. Nada le embaraza, porque dispone del ademán como de la palabra. Y su estilo es amplio y grave y cadencioso. Sabe que la naturaleza es conocida de todos, y sus metáforas las toma de los fenómenos naturales con un simpático enlace ideológico.

Prefiere a veces no ser por todos comprendido, y se encierra en un simbolismo profundo, pero siempre conservando en sus cláusulas la música de las palabras. Si os habla de un muerto ilustre, que fue temible, pero que produjo el bien, él os dirá: "Fue alud que arrasa las agrias cuestas de la montaña para llevar fuentes de vida a la pradera. Catarata que se estrella en el fondo y se refleja en el cielo con los colores del iris." Para Manuel Murillo tiene expresiones enérgicas y gráficas que son un monumento. Al General Bolívar lo llamará: "Relámpago de dos siglos." Sus comparaciones son siempre abultadas: alude al mar, a las estrellas, al firmamento, al infinito, al espacio, al rayo, a la tempestad... ROJAS, poeta, tiene una tendencia extraña a lo desconocido. Las musas colocaron sobre él su más pomposo manto y sus más frescas coronas de mirto. Del templo sagrado traía esas piedras preciosas del lenguaje que dan realce a los pensamientos serios. Su vocación revolucionaria lo hizo prorrumpir una vez en la Marsellesa contra la Roma de los Papas, que él llamó La cuestión religiosa. Allí en sus versos, hay casi siempre un problema, o que se plantea o que se resuelve. Y la indagación, que es por lo general forzada, no embaraza sus estrofas ni les roba la cadencia. El circunloquio, que es una debilidad de las lenguas, no se ve aparecer, con su trabajoso zig-zag, en los versos del maestro. Concibe, el la forma métrica y vacía sus pensamientos enteros, y al calor de ellos algunas de las sextillas de La cuestión religiosaqueman como la turquesa cuando se funde el bronce.

El vertiginoso Samper, espiral política, ha dicho que ROJAS no tenía corazón de poeta aunque hacía buenos versos; pudiera jamás hacerlos y él habría sido siempre poeta por su entusiasmo hirviente, su amor a lo bello, su generosidad y sus pasiones. La pasión es a los cantos cómo el pudor a las doncellas: sin él nada valdrían... ROJAS GARRIDO en la cátedra tenía un dominio más sereno, pero más poderoso que en la tribuna de la calle. El maestro ha de tener benevolencia, y la suya era inagotable. Sus discípulos fueron sus amigos y su encanto. En sus últimos años

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no cultivaba relaciones constantes sino con los jóvenes. Para ellos eran sus íntimas confidencias, el relato de la historia de su vida, que lo hacía con la sencillez ingenua de un hombre del campo.

Tenía palpitante siempre un consejo que lo daba sin pretensión y sin los atributos de la autoridad. El había asistido a una época que participaba de todos los apogeos y las caídas de la República: había estudiado bajo el antiguo régimen; concurrido a las Legislaturas; agitado los clubs; dominado en el Gobierno; sufrido en las prisiones: había combatido, viajado, tratado a hombres ilustres... Y de tan larga experiencia de las cosas y de los hombres, que su poderosa memoria no trastrocaba jamás, hacia, en sus relatos llenos de aplicaciones profundas, los momentos más agradables de sus discípulos predilectos. En las aulas se acercaba uno más a su inteligencia. Allí puede decirse que era señor de todos los problemas. Tenía una estupenda fuerza de análisis, que sirve para conocer los detalles, y un golpe rápido de síntesis, indispensable para fijar en una forma clara las conclusiones. Una cuestión intrincada de filosofía, que dejaba atónitos a los discípulos, apenas plegaba sus labios con una sonrisa bondadosa. Cuando él la tomaba para explicarla, las dificultades iban desapareciendo, y la verdad surgía, poco a poco, como la estatua del mármol, clara, precisa, armónica. Maravillaba esta facilidad inaudita hasta el punto en que el discípulo creía que habría acertado también de la misma manera. Nadie, por más prevenido que fuera a sus clases de filosofía o de ciencias políticas, dejaba los claustros sin llevar una inefable veneración por el maestro y una veneración inefable por las doctrinas. De esta manera el orador, en sus formas múltiples, hizo una obra inmensa, que como los altos montes tuvo ancha base, prodigiosa altura y cumbre resplandeciente. "Los cárabos que importunan la soledad de los sepulcros," como él decía de los conservadores que difamaban a Mosquera, han venido a darse el placer de insultar su memoria. Bien: los chacales no se domestican; pero la gratitud nacional, que levantó una estatua al guerrero, alzará en breve, para perpetuar memoria tan preclara, una espléndida estatua a JOSÉ MARIA ROJAS GARRIDO. (El Estudio, Bogotá, 1883.)

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¡FRAILE! Comedia instantánea

Personajes Cucufato, fraile, Antonio, lego. Manuela, mujer del pueblo. Francisco, Capitán. Soldados. La escena pasa en la celda de un fraile, a las nueve de la mañana, en Quito, bajo la revolución. (Un lego se ocupa en arreglar baúles y maletas de viaje; el Reverendo Padre,

mofletudo y barrigón, da muestras de la mayor zozobra.)

ESCENA PRIMERA

Cucufato y Antonio CUCUFATO- Antonio! ¡Antonio! ANTONIO- Qué manda su paternidad? CUCUFATO-Deja, hijo mío, eso así; hay tiempo todavía. No, espera: mete con cuidado en un rincón de los baúles estos naipes, que nos servirán para entretenemos en el viaje. (Saca de la manga unas barajas que le da al lego). Aguarda, y estas botellitas de mistela para el camino. (Abre el escaparate y le

entrega cuatro litros de aguardiente.) Ahora, corre a la portería, infórmate de lo que sucede y avísame. (Sale Antonio.)

ESCENA SEGUNDA

Cucufato (solo) CUCUFATO- (Cerrando la puerta con llave.) Lo veo y no lo creo. Parecía que el bellaco de Alfaro no quebrara una teja, y de la noche a la mañana nos planta de patitas en la calle. ¿En la calle? ¡Nos manda al extranjero, como si tal cosa! Y este pueblo estúpido no resuella: nos ve partir como quien oye llover. ¡Tan melosos en el confesionario: su reverencia por aquí, su paternidad por allá, disponga de mi

vida su merced!... ¡Cochinos! Lo mismo les daría que nos llevaran a la horca. Paciencia y un trago. (Se sirve de una frasquera medio vaso que se echa al

coleto.) Esto conforta; dejémonos de lamentaciones y ganemos tiempo, Cucufato amigo, antes que venga el hermanuco Antonio. (Se dirige a un ángulo de la pieza,

separa los muebles, alza la alfombra y una trampa en el suelo, de donde va

sacando, una par una, hasta doce mochilas con diferentes objetos) Doce, cabal. (Metiendo la mano en una bolsa llena de onzas de oro.) Estas son las verdaderas

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amigas de los frailes, las hilas del Espíritu Santo, la cena de los Apóstoles, las once mil Vírgenes. Dulce y sabrosa es la vida del convento, sin otro afán que el de pesar una arroba más cada seis meses. La indolencia del claustro, el refectorio, el juego, el vino, las mujeres, ¡ay! es triste dejarlo todo abandonado; y aquellos días del campo, el placer con que uno cuenta sus rebaños, cobra sus diez y primicias y las... Pero, qué cosa! un recuerdo trae otro, tratándose de las hijas de Eva. Veamos esos papeles que comprometen mi honestidad y buena fama. (Saca del

fondo del agujero un abultado legajo de cartas, que hojea a la ligera. Lee) L., mujer casada: "Padre mío, lo espero esta noche a las once." Otra: "No puedo

conciliar el sueño sin usted, Cucufato." Ladina era la bribonzuela; al fin encontró marido. "Le participo que tenemos un huahua muy hermoso." Puff! ¡Cómo me dio qué hacer esta señorona con sus melindres y su aristocracia; al fin desenredé la madeja con cien sucres. "Ya estoy resuelta: hágase la voluntad del Señor: a las

doce en punto." ¡Real hembra! ¡Cómo me come la carne! Tenía corazón y me quiso, pero se volvió monja... Basta. (Tira las cartas a la cueva y acomoda

alfombra y muebles) Sepultemos los malos pensamientos. Ja! ja! ja! y acabemos pronto. (Coloca las mochilas en los baúles, los cierra y guarda las llaves.) Con cuarenta mil sucres en letras y onzas de oro, que vengan trabajos; item más, veinte mil que tengo en poder de un curuchupa, muy mi amigo, y los auxilios de marcha del Gobierno. Bien visto, esto merece una copa. (Se manda al estómago

medio vaso de cognag, se relame, se limpia los labios con la mano y se sienta.

Llaman.) ¿Quién va? ¡Ah! ¿Eres tú Antoñito? Ya voy; espera, hombre. (Abre y

entra Antonio.)

ESCENA TERCERA

Cucufato y Antonio CUCUFATO- Qué traes de nuevo, hermano? ANTONIO-La manzana del convento está rodeada de tropas; el pueblo grita por todas partes: ¡Abajo los frailes! ¡Mueran los pícaros! Los indios circulan por las calles en asonada con voces de ¡Abajo los ladrones! ¡Viva el General Alfaro! CUCUFATO-No más, no más Antonio.; eso me pone la carne de gallina. Hermanito, ¿crees tú que saldremos con el pellejo sano? ANTONIO- (Distraído de la pregunta.) Muchas mujeres con sus chiquillos solicitan hablar a los reverendos padres. Dicen que les asiste derecho que han sido engañadas y que sus hijos no pueden quedarse en la miseria. El pueblo las apoya; mientras tanto el convento es una algarabía; los padres van y vienen asustados como sabandijas, y los legos hemos resuelto... pero ¿para qué contarle? Ya lo verá... ya lo verá su reverencia. CUCUFATO-Es para volverse uno loco. (Se echa otro trago.) ANTONIO - (Aparte.) Borrachos e ingratos: bien merecida se la tienen. (Dirigiéndose al fraile) Me olvidaba decirle que una señora tiene permiso del

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Gobierno para entrar en la celda de su paternidad. CUCUFATO- ¿La has visto, Antonio? ANTONIO-Sí, hablaba con un oficial que está de guardia en la portería. CUCUFATO- ¿Y quién es él? ANTONIO-Un joven como de veinte años: le oí llamar Francisco; abrazaba a la señora como si fuese su madre. CUCUFATO- (Aparte.) ¡Si será ella! Me dicen que el mozo está en servicio... (Tocan a la puerta.) ¡Adentro!