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Annotation

The Wire es el relato de la brutal guerra

de desgaste entre las fuerzas policiales deBaltimore y los principales traficantes dedrogas de la ciudad. Pero, en realidad, la his-toria que nos cuenta The Wire es la de una

difuminación: entre el bien y el mal, la justi-cia y la injusticia, lo legal y lo ilegal, lo cor-recto y lo erróneo. A lo largo de cinco in-olvidables temporadas asistimos al retratoinfinitamente rico, denso, detallado y estrati-ficado de una ciudad media norteamericana:desde los camellos más jóvenes que protegeny rentabilizan sus esquinas hasta los traba-jadores del puerto que se enfrentan al paro,

pasando por las crispadas relaciones entrelos representantes del sistema educativo ylos ennegrecidos salones del poder político oel derrumbe progresivo de la estructura con-temporánea de los medios de comunicación.Finalmente, The Wire da cuenta del

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derrumbe de un Imperio y de las terriblesconsecuencias para sus ciudadanos desdeuna infinidad de puntos de vista.Erratanaturae editores ha querido entrar en el «ne-gocio» distribuyendo 10 nuevas dosis paratodos los adictos a la serie. Y de la mejor cal-idad: la magnífica introducción al volumenescrita por David Simon, creador de la serie;

un relato inédito del escritor George Pele-canos, uno de los más aclamados guionistasde The Wire; y contribuciones de otrosdestacados escritores y pensadores de ambos

lados del Atlántico.

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DAVID SIMON Y OTROS AUTORESTHE WIRE10 DOSIS DE LA 

MEJOR SERIE DE LA TELEVISION

errata naturaeprimera edición: mayo de 2010© Errata naturae editores, 2010 José

Serrano 2, 4o dcha. 28053 Madrid

© David Simón, 2009© Nick Hornby, 2007© Rodrigo Fresan, 2010©Jorge Carrión, 2010© Margaret Talbot, 2007

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 All rights reserved. This text appcarcd inThe New Yorker

© Sophie Fuggle, 2009Originally published in Dark

MatxerJournal© Marc Caellas, 2010© Marc Pastor, 2010©Iván de los Ríos, 2010

© Georges Pelecanos, 2006Originally published in Bnglish by

Akashic Books, New York in the book D. C.Noir, edited by Georges Pelecanos

(www.akashicbooks.com)© De la traducción de los textosingleses, Bernardo Moreno, 2010

isbn: 978-84-937889-1-9 depósito legal:S. 513-2010

diseño de portada e ilustraciones: DavidSánchez maquetación: Natalia Moreno im-presión: Kadmos

impreso en españa — printed in spain

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Indice

Introducción David SimónDavid Simón entrevistado por NickHornby 

Baltimore Time Rodrigo FresánThe Wire: la red policéntrica Jorge

Carrión A la escucha de la ciudad. David Simón:

un activista tras The Wire. Margaret TalbotCortocircuitando el juego del poder. The

Wire como crítica a las instituciones SophieFuggleSobre negros, drogas, derechos y libert-

ades Marc CaellasLa guerra perdida Marc PastorThe Wire: poema de la fuerza, urbana

conditio Iván de los RíosEl confidente George Pelecanos

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Introducción

David Simón

«Aquí estamos construyendo algo...to-das las piezas tienen importancia».

 Detective Lester Freamon, The Wire

David Simón es periodista, escritor yproductor de series de televisión. Es autor delos libros  Homicide: A Year on the KillingStreets y  The Comer: A Year in the Life of an

Inner-City Neighborhood , este último co-es-crito con Ed Burns, antiguo detective de lapolicía de Baltimore. Simón escribió yprodujo además sendas series de televisiónbasadas en estos libros y estrenadas por lascadenas NBC y HBO. Es también el creador,

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primer guionista y productor ejecutivo de laafamada serie The Wire. Más recientementeha adaptado el libro  Generaron Kill  en unanueva serie de televisión.

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Lo juro: no ha sido nunca una serie conpolicías. Y aunque había polis y gánsteres enabundancia, nunca ha sido del todo apropi-ado clasificarla como ficción criminal,

aunque la espina dorsal de cada temporadahaya sido sin duda una investigación policialen Baltimore, Maryland.

Pero haber dicho eso hace —ya casi—

una década, cuando la HBO estrenó   TheWire, habría sido rayar en el ridículo. Habríasido cómico, por no decir también preten-cioso, esgrimir la proclama de LesterFreamon.

Como medio para contar historias seri-as, la televisión tiene pocos títulos que laavalen, o al menos así ha sido durante lamayor parte de su historia. ¡Qué otra cosa se

podría esperar de un marco en el que,

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durante muchas décadas, el momento álgidodel relato ha venido siendo la pausa para lapublicidad, esa quíntuple interrupción cadahora en la que se pide a guionistas, actores ydirectores que manipulen el relato de man-era que una visita al frigorífico o al cuarto debaño no signifique un alejamiento real deltelevisor o, peor aún, el cambio de canal

pulsando el mando a distancia!.

En tales condiciones, ¿cómo puede pre-tender un narrador hacer algo realmenteambicioso? ¿Dónde pueden quedar a salvolos relatos si no es en los paradigmas simplesdel bien y el mal, de héroes, villanos y pareci-das caracterizaciones? ¿Dónde si no es entramas que resulten asequibles a los especta-

dores más ignorantes o indiferentes? ¿Dóndesi no es en la bobería inane y apaciguadora,en las narrativas auto-asertivas y auto-tran-quilizadoras que reconfortan a los amer-

icanos acomodados mientras hacen la vistagorda ante los americanos más desgraciados,

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para así vender mejor furgonetas Ford ycomida rápida, cerveza y zapatillas de de-porte, iPods y productos de higienefemenina?.

Tengamos en cuenta que, durante variasgeneraciones, el lustre de los rayos catódicosde nuestro campamento nacional y el reflejotelevisado de la experiencia americana —y,

por extensión, de las democracias occi-dentales de libre mercado— nos han llegadodesde arriba. Las películas del Oeste, laspolicíacas y las judiciales, las telenovelas y

las comedias de situación, todo ello conce-bido en Los Ángeles y Nueva York por profe-sionales de la industria y posteriormenteconfigurado por distintas entidades corpor-ativas, están destinadas a aplacar y sosegar al

mayor número de telespectadores posible,infundiéndoles la idea de que su futuro serámejor y más brillante de lo que es en la actu-alidad y de que nunca como ahora ha habido

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un momento tan propicio para comprar yconsumir.

Hasta época reciente, la televisión no hatenido otro objetivo que el de vender. Novender historias, por supuesto, sino las inter-mediaciones con dichas historias. Y, por lotanto, se ha emitido poca programación —ypocas cosas en forma de teleseries— que

pudiera interferir con la misión de tranquil-izar a los telespectadores respecto a su es-tatus, divinamente conferido, de consum-idores agradecidos. Durante medio siglo, las

cadenas de televisión han centrado sus pro-gramas alrededor de la publicidad, y no al re-vés, como podrían pensar algunos.

Lo cual no significa afirmar que la HBOno sea un brazo importante, y muy benefi-

cioso, de la compañía Time Warner la cual esa su vez un parangón del monolito de WallStreet. Los desastres en 35 mm de The Wire—por muchas pretensiones de iconoclastia

que se le puedan atribuir— no dejan de estar

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patrocinados por un conglomeradomediático sumamente interesado en venderel producto a los consumidores. Y, sin em-bargo, en el canal de pago por cable de dichoconglomerado, el único producto que sevende es la programación como tal. Esta dis-tinción marca toda la diferencia.

Empezando con Oz y culminando con

Los Soprano, las mejores obras de la HBOexpresan nada menos que la visión de unosguionistas muy personales, secundados porel talento de directores, actores y demás

miembros del equipo. Pocas cosas más en-tran por esta rara ventana en la historia de latelevisión. El relato lo es todo.

Si nos reíamos, nos reíamos. Sillorábamos, llorábamos. Y si pensábamos —y

no existe ninguna prohibición de semejanteacto por el mero hecho de esgrimir unmando a distancia—, pues pensábamos tam-bién. Y si, en determinado punto —como

hicieron muchos de los primeros

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espectadores de   The Wire—, decidíamoscambiar de canal, pues estupendo también.Pero en la HBO sólo se vendían las historiascomo tales y, por tanto —ausentes como es-tán las furgonetas Ford y las zapatillas de-portivas—, no hay nada que sirva de pañocaliente respecto de una historia triste, unahistoria airada, una historia subversiva, una

historia perturbadora.

Lo primero que tuvimos que hacer fueenseñar a la gente a ver la televisión de unamanera distinta, a hacer un alto para prestartoda su atención, a sumergirse de una man-era que el medio no exigía desde hacía yamucho tiempo.

 Y tuvimos que realizar esta labor un

tanto problemática utilizando un género,junto con sus tropos, que durante décadas hasido aceptado como un terreno narrativobásico, obvio.

Hace tiempo que el relato criminal fun-ciona como un arquetipo primordial de

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nuestra cultura y que el laberinto urbano hasustituido en buena parte al paisaje abierto,implacable, del Oeste americano como es-cenario principal para nuestras obras mor-ales. Las mejores series criminales  —Hom-icide y NYPD Blue o sus predecesoras Drag-net y Police Story— versaron esencialmentesobre el bien y el mal. La justicia, la

venganza, la traición, la redención..., pocoqueda de la maraña entre lo correcto y lo er-róneo que no haya sido plena, incluso bril-lantemente, explorado por los Friday, Pemb-

leton, Sipowicz y afines.Por su parte, The Wire tenía otro tipo deambiciones. Francamente, nos aburría tantobueno y tanto malo. En la mayor medidaposible, intentamos rehuir esa temática.

Después de todo, a excepción de los san-tos y los sociópatas, son muy pocos los terrí-colas que presentan algo más que no sea unaconfusa y corrupta combinación de motiva-

ciones personales, casi todas egoístas y

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algunas incluso hilarantes. El personaje esesencial a una buena ficción, y la trama esigual de fundamental. Pero, en última in-stancia, la narrativa que habla de nuestravida cotidiana, que lidia con las realidades ycontradicciones básicas de nuestro mundoinmediato, es la que, al final, tiene algunasprobabilidades de presentar una argumenta-

ción social, e incluso política. Y, siendo sin-ceros, The Wire no intentó solamente contarun par de buenas historias; sobre todo,buscó... pelea.

En este sentido, The Wire no versó real-mente sobre Jimmy McNulty, Avon Barks-dale, Mario Stanfield, Tommy Carcetti o GusHaynes. Ni fue tampoco una serie sobre crí-menes, castigos, guerra al narcotráfico, o

sobre la política, la raza, la educación, lasrelaciones laborales o el periodismo.

Es una serie que versa sobre la Ciudad. Versa sobre la manera como estamos

viviendo en Occidente el nuevo milenio, a

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saber, como una especie urbanita compactaque comparte una sensación de amor, desobrecogimiento y de miedo ante lo quehemos producido no sólo en Baltimore,

St. Louis o Chicago, sino también enManchester, Ámsterdam o Ciudad deMéxico. En su mejor versión, nuestrasmetrópolis son la suprema aspiración de la

comunidad, las depositarías de los mitos yesperanzas de unas personas que se agarrana los lados de esa pirámide que es el capital-ismo. En su peor versión, nuestras ciudades

—o esos lugares de nuestras ciudades dondela mayoría de nosotros dejamos nuestrahuella— son recipientes de las contradic-ciones más oscuras y de la competencia másbrutal que subyacen en la manera como con-

vivimos, o como no conseguimos convivir.La mitología es importante, esencial in-

cluso, para toda psique nacional. Y losnorteamericanos, en particular, nos morimos

de ganas por tener un mito nacional. Hasta

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cierto punto, esto es comprensible; recubriruna verdad elemental con el brillo del her-oísmo y el sacrificio nacional es prerrogativade todo Estado-nación. Pero perpetuar lasmismas mentiras generación tras generaciónpara que nuestro sentido colectivo del exper-imento norteamericano resulte mejor y másreconfortante de lo que debería resultar...,

ahí es donde la mitología pasa factura, unafactura no sólo para Estados Unidos, sinotambién para todo el mundo en general. Enuna nación joven y luchadora, un moderado

grado de bobería autocomplaciente tienecierto encanto de seriedad. Pero si se trata deuna superpotencia en el plano militar ytecnológico —y que pretende extender sustentáculos tanto en la esfera económica

como en la política exterior—, la cosaempieza ya a rozar el ámbito de loorwelliano.

Mis compañeros y yo empezamos a es-

cribir  The Wire  cuando estaban abriéndose

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paso ciertas narrativas dentro de la culturaestadounidense: los escandalosos fraudes enel corazón de Enron y Wordcom, precursoresde la implosión económica que aún estabapor llegar, amén del escándalo institucionalde los abusos sexuales por sacerdotes y lapasividad de la rama americana de la IglesiaCatólica. En 2002, a nosotros nos pareció

que había algo podrido en nuestro núcleo in-stitucional y, por lo que Ed Burns sabía delDepartamento de Policía de Baltimore y delsistema educativo, y por lo que yo presencié

en las entrañas del periódico de la ciudad, lascorruptelas institucionales y sistémicas denuestra vida nacional parecían tener uncarácter casi universal. En el plano de lapráctica, Estados Unidos estaba convirtién-

dose en el país de las estadísticas falseadas,maquilladas, hinchadas: la cuenta de resulta-dos cuatrimestral, los resultados escolares, elíndice de criminalidad, las promesas elector-

ales, el premio Pulitzer...

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Fuimos buenos observadores, pero notan vaticinadores como el estado de nuestranación nos hace ahora parecer. O, al menos,no nos consideramos unos videntes; el es-cándalo de los títulos hipotecarios y de losplanes piramidales de Wall Street, que hanhecho naufragar la economía mundial, res-ultaba demasiado desvergonzado y absurdo

incluso para nuestras imaginaciones enfeb-recidas. Vimos que en la cultura había ele-mentos parasitarios y autoengrandecedores,que la avaricia y rapacidad de una sociedad

que exaltaba el beneficio y el libre mercado aexclusión de cualquier otro cuadro socialacabarían viéndose lastradas por tamañogrado de voracidad. Entendimos que, a lolargo y ancho de nuestra cultura nacional,

había una creciente incapacidad para re-conocer nuestros problemas, y por supuestopara hacerles frente con suficiente honestid-ad. Pero —pedimos la venia— no teníamos

idea de que la avaricia se hubiera convertido

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resto de Occidente y para muchas nacionesemergentes. Cada día que pasa, recibe elbautismo un nuevo millonario. O dos, o tres,o diez, o veinte.

Pero ha habido también otro mito deapoyo, que sirve de balasto contra el capital-ismo salvaje que ha salido triunfante, queproclama el logro individual excluyendo toda

responsabilidad social y que, por tanto, val-ida la riqueza amasada por los más sabios yafortunados de entre nosotros. En otra épo-ca, en los Estados Unidos nos gustaba con-

tarnos el cuento de que quienes no eran tanlistos o visionarios, quienes no se construíanmejores ratoneras, tenían también un lugarreservado para ellos. Según ese mito, quienesno son ni marrulleros ni astutos pero se le-

vantan todos los días temprano para ir aganarse el pan con el sudor de la frente, yvuelven luego a casa para dedicarse a sus re-spectivas familias, comunidades y cualquier

otra institución a la que se les pida servir...,

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esas personas tenían también un trozo detarta para ellas. Probablemente no con-duzcan un Lexus ni coman fuera todos losfines de semana; sus hijos no tengan posibil-idades de matricularse en Harvard o Brown;y, llegado el domingo, no vean el partido desu equipo en una pantalla de plasma. Perotendrán un hueco reservado para ellos, y no

serán traicionados.En Baltimore, al igual que en tantas

otras ciudades, ya no es posible hablar de es-to como un mito; ni siquiera es posible

quedar como personas educadas si hablamosde ello. Es, en una palabra, una mentira.En mi ciudad, los campos marrones, los

muelles podridos y las fábricas oxidadas sonsendos testimonios de una economía que no

ha dejado de cambiar, tornando prescind-ibles a generaciones enteras de trabajadoresasalariados y a sus familias. El coste que estole supone a una sociedad supera todo cál-

culo, y no es que nadie se haya parado nunca

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a calcular nada. Nuestros dirigentes econ-ómicos y políticos muestran un gran desdénhacia este horror, e incluso cierta ridiculezfrivola. La sugerencia de Margaret Thatcherde que no existe sociedad más allá del indi-viduo y su familia, habla muy a las claras desu desprecio —a finales del siglo xx— delideal de un Estado-nación que ofrezca a los

ciudadanos algo que se aproxime a ciertosentido de la vida en común.

Mirando desde Sparrows Point, en losaccesos sudorientales a mi ciudad, lo que

queda de la otrora gran corporación Bethle-hem Steel está informando a miles de jubila-dos que ya no queda dinero disponible parapagarles las pensiones. A estos hombres quetrabajaron en los altos hornos y en los astil-

leros —a los descendientes de esos mismoshombres que construyeron barcos cargadosde suministros para derrocar a Hitler y aMussolini— se les está diciendo que, por

mucha asbestosis que puedan padecer, ya no

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disponen de seguridad social ni de seguro devida.

En los muelles de la zona que en otrotiempo fue Maryland Ship & Drydock, variasurbanizaciones de lujo se están construyendodonde antes había grandes grúas indus-triales, mientras que un enjambre de yates ylanchas motoras propiedad de washingtoni-

anos motea una islita donde en otro tiempomaniobraban las grandes líneas navieras detodo el mundo. Y, como se podía prever, lagran torre y el muelle, donde antes había

puestos de trabajo, y que Frank Sobotkatrató de salvar en la segunda temporada deThe Wire, han sido pasto de la piqueta de losconstructores, que han convertido el lugar enel llamado Silo Point, salpicado ahora de

viviendas de lujo.De la Universidad Johns Hopkins —por

defecto, la mayor suministradora de empleoa la ciudad actualmente— llegó la noticia de

que muchas familias que vivían en el

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deprimido gueto al norte del Hospital Estede Baltimore, y que habían sobrevivido amuchas fases de pobreza, abandono y adic-ción, iban a ser trasladadas a otra parte paraque la universidad pudiera derribar susbloques y convertirlos en un parque bi-otecnológico. Durante la mayor parte delsiglo pasado, Hopkins y las autoridades mu-

nicipales no consiguieron encontrar unamanera apropiada de conectar a la gran in-stitución investigadora con las comunidadescircundantes. Al final, destruyeron lo que

quedaba del barrio, con el fin de salvarlo...En cuanto al sistema educativo de laciudad, año tras año aumenta el fracasoescolar y la degradación, con unos índices degraduación que no superan el treinta por

ciento, toda vez que estamos preparando alos niños de Baltimore a unirse a una eco-nomía que no los necesita realmente. Pero,cada vez que hay elecciones, los resultados

de los exámenes suben como por arte de

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magia para los grados tercero y quinto, paracaer en picado dos años después, cuando losmismos alumnos —tras enseñárseles a la vezla prueba y la excelencia orwelliana del eslo-gan: «Que ningún niño se quede atrás»—,optan finalmente por abandonar las aulas,eligiendo en su lugar la vida en la calle. Simiramos al Departamento de Policía, siguen

subiendo los índices de detención toda vezque estadísticas sin procesar suplantan alverdadero trabajo de la policía y que la ma-nipulación de los resultados permite a los

mandos más incompetentes pasar pordelante de quienes son realmente capaces deinvestigar los delitos. La tasa de resoluciónde casos de homicidio —el 80% hace veinteaños— está actualmente por debajo del 35%.

 Y, en cuanto al último diario que quedaen la ciudad, toda una batería de opciones decompra y de desgaste profesional ha dejado ala institución de Baltimore encargada de vi-

gilar a, e informar sobre, la ciudad con tan

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sólo ciento cuarenta periodistas cuando enotro tiempo se contó con hasta quinientos.Pero no sólo se está hundiendo el BaltimoreSun; desde Martin-Marietta hasta GeneralMotors pasando por Koppers y Black &Decker, se asiste asimismo a una incesanteserie de despidos, reducciones de plantilla,«medios turnos» y cadenas de montaje para-

das. Así, la ciudad se va vaciando poco apoco; si vamos en coche por el este o el oestede Baltimore, contemplaremos un panoramade casas adosadas cerradas y de solares

disponibles.¿Y el nuevo Baltimore? ¿El Baltimorerenacido?

Ciertamente, también se puede detectaren muchos ámbitos: nuevas tecnologías, tur-

ismo y una economía de servicios en con-stante expansión. Y, sin embargo, este Bal-timore está demasiado alejado de numerosaspersonas: en los guetos del Este y el Oeste,

en Pimlico y Brooklyn, en Curtís Bay y

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Cherry Hill, sólo se percibe como un lejanorumor. Para mucha gente de estos barrios, elnuevo Baltimore existe en forma de rumoressobre un trabajo delante de la pantalla delordenador, mucho más allá del límite delcondado, donde los ratones se deslizan poralfombrillas y los cursores hacen clic en me-dio de torrentes de datos. Si percibimos el

cambio de marea —si fuimos suficiente-mente avispados para romper nuestro carnédel sindicato y alejarnos de la asociación loc-al de trabajadores a la que pertenecían

nuestros padres para empezar de nuevo enalgún centro de educación para adultos—,entonces tal vez estemos en ese mundo y noen éste, y tal vez todo sea para mejor.

Pero son muchos los que se quedaron en

el bajío tras la marea: hombres y mujeres deBaltimore a los que cada día se les recuerdaque la ola ya alcanzó su punto más alto, yque ahora, con la economía en pleno reflujo,

valen mucho menos de lo que valían en otro

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tiempo, si es que valen algo ahora en la eco-nomía posindustrial. Los desempleados quefrecuentan los comedores municipales deWest Baltimore o que han encontrado unpequeño trabajo como cajeros o cajeras entiendas con aparcamiento comunal..., son losamericanos que sobran. La economía irádando tumbos sin ellos, y sin cualquiera que

considere sinceramente su desesperación.Antiguos trabajadores del acero y de los as-tilleros, camellos y drogadictos, más un ejér-cito de jóvenes contratados para perseguir y

encerrar a estos últimos, putas y puteros másuna legión de hombres contratados para re-coger a las putas y coaccionar a los puteros...,todos ellos son considerados prescindibles eincompatibles con el modelo económico del

Nuevo Milenio, que desde hace tiempo losdeclaró irrelevantes.

Tal es el mundo de The Wire, la Américaque han dejado relegada.

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No nos equivoquemos: una ficción tele-visiva por sí misma no puede —ni debería—pretender representar a todo Baltimore o,por extensión, a todos los Estados Unidos.The Wire no pretende representarlo todo deuna cosa tan grande, diversa y contradictoriacomo es la experiencia norteamericana.Nuestros guiones y nuestras cámaras raras

veces se han aventurado a entrar en RolandPark, Mont Washington o Timonium, ni lasvidas echadas a perder de nuestros episodiosson las vidas aseguradas, realizadas, de las

escuelas privadas y de los parques empres-ariales creados con los impuestos delcondado y bordeados de árboles. Cierta-mente,  The Wire  no versa sobre lo que hasido rescatado o ensalzado en Estados Un-

idos. Versa, antes bien, sobre esa porción denuestro país que hemos desechado, y sobreel coste que ha tenido para nuestra psiquenacional el hacer eso. Es, en sus temáticas

más amplias, una serie de televisión sobre la

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política y la sociología, y, a costa de aburrir alos telespectadores con esta noción, sobre lamacroeconomía. Y es, francamente, unaserie cabreada, pero con un cabreo completa-mente sincero.

 Yo estuve trabajando en un gran per-iódico gris de Baltimore hasta que WallStreet descubrió la industria periodística y la

evisceró en busca de beneficios a corto plazo,y las grandes cadenas foráneas vieron quepodían hacer más dinero produciendo unperiódico mediocre que uno bueno. El culto a

la cuenta de resultados, unido a la venalidadde editores transplantados y husmeadores depremios, chupó la sangre de lo que de sanohabía allí. El cocreador de   The Wire,   EdBurns, estuvo trabajando en una institución

policial de Baltimore hasta que la política or-ganizativa y «el principio de Peter», unosmandos con el instinto de conservación muydesarrollado, acabaron socavando el trabajo

de los mejores policías. Otro guionista de la

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serie desde la primera temporada, GeorgePelecanos, estuvo vendiendo zapatos y traba-jando de camarero, y posteriormente pasóvarios años investigando y escribiendo nov-elas sobre esa porción del capital de lanación que sigue pasando prácticamente in-advertida para los dirigentes de la nación, losShaw y los Anacostia, donde la vida negra

vive marginada a la sombra de los grandesedificios de la democracia norteamericana.El cuarto guionista, Rafael Álvarez, vio ter-minar la carrera de su padre en medio de los

piquetes de huelga de los remolcadores delpuerto de Baltimore, junto al McAllisterTowing, y él mismo estaba trabajando comomozo marinero en un buque cablero cuandoHBO fue a llamarlo para un par de episodios.

El quinto, Richard Price, pasó horas y horas,por no decir días y días, en los arrabales deJersey City para encontrar allí sus voces per-didas y trágicas, mientras que el sexto, Den-

nis Lehane, de Boston, plasmaba en sus

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páginas las penalidades y el hambre de losbarrios proletarios y broncos de Charlestowny Dorchester. Sin olvidarnos de Bill Zorzi,que pasó varios años informando sobre lascovachuelas oscuras y cargadas de humo dela política de Baltimore antes de unirse alequipo para ayudar a crear y a dirigir la partepolítica de la serie.

Todos ellos son, por supuesto, escritoresprofesionales. Sería engañoso, además depresuntuoso, decir que los que confec-cionamos el guión de The Wire somos unos

perfectos proletarios. Una cosa es servir deeco a las voces de estibadores, drogadictos,detectives y camellos, y otra muy distintapretender que estas voces sean las nuestras.Los D'Angelo Barksdale y los Frank Sobotka

viven en su mundo, mientras que nosotrossólo lo visitamos de vez en cuando con el bolien ristre apoyado en un cuaderno abierto.

Pero tampoco sería justo categorizar The

Wire   como una serie televisiva escrita y

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producida por unas personas centradas enescribir para la televisión y producir tele-visión. Ninguno de nosotros somos de Holly-wood. Las sofisticadas salas de producciónde sonido y las «ciudades» cinematográficascon sus enormes zonas de rodaje al aire libreno son nuestro hábitat natural. Pero qué digoLos Ángeles: a excepción de Price sus

grandes libros sobre Dempsey hablan de laserosionadas ciudades de Jersey, allende elrío—, nosotros no somos ni siquiera delmundillo literario de Nueva York.

The Wire  y sus historias están enraiza-das en el ethos de una ciudad de segunda filade la antigua zona industrial de laNorteamérica olvidada. No, no es como si lasalmas más airadas y alienadas de West Bal-

timore, Anacostia o Dorchester hubieransecuestrado una serie de la HBO para pon-erse a contar historias; pero, llegados a estepunto, es lo más cerca que ha estado nunca

la televisión de tal improbabilidad.

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Lo cual habla también a favor de la HBOpor habernos dado la posibilidad de ofreceralgo distinto al habitual producto de la in-dustria televisiva.   The Wire   no habría ex-istido de no ser por la HBO, o, más exacta-mente, sin un modelo de pago por visióncomo el de la HBO. Como, por cierto, tam-poco podrían haber existido Oz, Los Sop-

rano, Deadwood. o Generation Kill, historiastodas ellas capaces de entretener y divertirpero también de molestar y poner a la audi-encia en su contra. En el mejor de los casos,

pueden provocar a los telespectadores, si nohasta el punto de un debate en toda regla, síal menos hasta el punto de suscitar unpensamiento o dos sobre quiénes somos,cómo vivimos y qué pasa con nuestra so-

ciedad y con la condición humana que la hahecho ser como es.

La primera temporada de The Wire fueuna denuncia seca, deliberada, de la prohibi-

ción de las drogas en EE.UU., una Guerra de

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los Treinta Años que figura entre los fracasosmás curiosos y globales que se registran en lahistoria de esta nación. Resulta imposibleimaginar que se pueda presentar semejantepremisa al ejecutivo de una cadena de tele-visión, sean cuales sean las circunstancias.¿Cómo —cabe preguntarse— puedo yo ay-udar a mis patrocinadores a vender coches

de lujo y vaqueros prelavados al mayornúmero de gente mientras no dejo de insistiren el hecho de que la guerra contra la drogaen EE.UU. se ha transmutado en una brutal

represión de las clases más desfavorecidas?.La segunda temporada de   The Wireabundó todavía más en esta línea un tantotraviesa: un tratado sobre la muerte del tra-bajo y la traición a la clase obrera, ejempli-

ficada por el declive de los sindicatos portu-arios de la ciudad. ¿Cómo vamos a invitar acomprar a consumidores-con-la-visa-en-la-mano cuando les estamos recordando a los

numerosos conciudadanos suyos —negros,

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blancos y mulatos— que se han quedadofuera de juego a causa de un capitalismo ele-mental, desenfrenado?

¿La tercera temporada? Una reflexiónsobre nuestra cultura política y las escasasposibilidades de reforma, dada la calcificadaoligarquía que ha convertido el beneficiopuro y duro y las frasecitas con gancho en la

materia prima de las campañas electorales.Y, hecha la presentación de nuestro ayun-tamiento, ya está puesto el escenario paraque los telespectadores contemplen fría-

mente el estado de la educación pública y,por extensión, el ideal norteamericano de laigualdad de oportunidades —y lo que estopuede significar para los Michael, Namond,Randy, Duquan y afines—, en la cuarta tem-

porada de la serie.Finalmente, para quienes hayan llegado

hasta la quinta temporada, una última re-flexión sobre por qué perduran estos mun-

dos, por qué se falsean las estadísticas del

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crimen y se manipulan los resultados de losexámenes, por qué los comandantes sonnombrados coroneles y los alcaldes gober-nadores; un cuadro somero de lo que quedade nuestra cultura mediática, una crítica quepone de manifiesto por qué no queda yanadie que haga el trabajo sucio de explicar lanaturaleza exacta de nuestros problemas

nacionales, por qué nos hemos convertido enuna nación que tolera confortablemente unalto índice de fracaso escolar, guerras a ladroga hechas por corruptos, diques rotos que

producen catástrofes y políticos venales. Y en medio de todo esto, ¿cómo puedeuna cadena de televisión atender a las ne-cesidades de las empresas de publicidad sin,al mismo tiempo, dejar de reflexionar sobre

los espacios vacíos que hay en la sociedadamericana y de decirles a los telespectadoresque son un pueblo desemancipado, que losprocesos tendentes a enderezar la situación

se han enmohecido y que nadie

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director del equipo de guionistas y productorejecutivo Tom Fontana, ni importaba que seestuviera rodando en una ciudad lastradapor la pobreza endémica, la rampantedrogadicción y varias generaciones dedesindustrialización.

Cuando el valeroso Fontana propuso es-cribir tres episodios seguidos en los que un

violento narcotraficante salía exento de todocastigo, se le dijo que sólo podría hacerlo silos detectives abatían a tiros al villano al fi-nal del cuarto episodio.

Buenos, uno; malos, cero. Y pausapublicitaria. Volviendo a  The Wire, esta serie nació

en realidad en la sección principal de la bibli-oteca del condado de Baltimore, en Towson,

adonde yo había acudido, en mi calidad dereportero policial, para mantener una charlatranquila con un detective de homicidios dela ciudad llamado Ed Burns, y tratar de

convencerlo.

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Corría el año de 1985, y yo me hallabaescribiendo para mi periódico una serie deartículos sobre un narcotraficante a quienBurns y su compañero Harry Edgertonhabían conseguido pillar tras una pro-longada investigación, para lo que se habíanservido de pinchazos telefónicos. Edgerton, oal menos su facsímil, sería conocido después

por los telespectadores de la NBC como eldetective Frank Pembleton. Pero, ¿y Burns?Era un personaje con un carácter demasiadopoco convincente, incluso para esta cadena

de televisión. Al entrar, vi a Ed sentado a una mesa,con una pequeña pila de libros delante; entreellos, El mago, de John Fowles, El velo, deBob Woodward, y una colección de ensayos

de Hannah Arendt.—Usted no es un poli de verdad, ¿a que

no?Siete años después, cuando Burns —tras

haberse enemistado con muchos de sus jefes,

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a la manera de McNulty, por investigar a suaire a las violentas bandas del narcotráficoen el marco del «Proyecto especial para lazona Oeste»— estaba contemplando retirarsedel cuerpo de policía y reciclarse como maes-tro de escuela: yo le propuse hacer otra cosa.

Le dije que, si podía aplazar su carrerade docente año y medio más o menos,

podríamos aventurarnos juntos en uno de losinnumerables callejones del narcotráfico,conocer a gente y escribir un libro sobre elmundillo de la droga que estaba consum-

iendo lentamente a nuestra ciudad. ¿Quécallejón? Uno cualquiera, lo escogeremos alazar.

La idea sedujo a aquella persona quehabía pasado veinte años viendo cómo el De-

partamento de Policía de la ciudad ganababatalla tras batalla a narcotraficantes con-cretos, pero estaba perdiendo la guerra comotal contra el narcotráfico en general. Como

policía de paisano que patrullaba el Distrito

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Oeste destinado a la brigada de caza de fugit-ivos y, al final, como detective de homicidios,Burns se había sentido impresionado por elethos organizativo del narcotráfico en WestBaltimore. Por amorales y brutales que pudi-eran ser, los capos parecían unos individuosrealmente comprometidos; más, tal vez, quebuena parte de las fuerzas de seguridad

desplegadas contra ellos. En su opinión, todoaquello se parecía un poco a Vietnam, y esjusto reconocer que, como veterano de aquelfamoso esfuerzo perdedor, Ed Burns estaba

más capacitado que nadie para hacer dichacomparación.Escogimos las calles de Monroe y Fay-

ette de West Baltimore y pasamos todo 1993y buena parte de los tres años sucesivos

siguiéndole la pista a alguna gente de allí.The Corner se publicó en 1997, y paraentonces —mi periódico se hallaba cada vezmás a merced de plumillas sordomudos y de

ejecutivos venidos de fuera—, yo me había

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mudado al otro lado de la ciudad para form-ar parte de la plantilla de guionistas de Hom-icide, dirigidos por Barry Levinson y TomFontana.

Fue un trabajo estupendo. Descubrí queel artificio del rodaje y la camaradería rein-ante bastaban para contrarrestar mi exiliodel despacho del Sun, donde me había ima-

ginado como un viejo gruñón que gor-roneaba pitillos a periodistas jóvenes a cam-bio de historias acerca de los buenos tiemposy de lo maravilloso que resultaba trabajar

con Mencken y Manchester.Guión tras guión, Tom fue lijando el es-tilo de mi prosa hasta que el ritmo y el diá-logo empezaron a tener cierto músculo.Luego, poco a poco, empezó a añadir nuevas

responsabilidades, y a mí me envió a hacervarias visitas al plato, y a asistir a sesiones decasting y a tareas varias de edición. Jim Fin-nerty, director y gerente de producción, que

llevaba tiempo haciendo de «Stringer» Bell

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para el Avon Barksdale de Fontana, se ofre-ció para dar clases de rodaje y gestión deactores, y, lo que es más importante, lealegró la vida a todo el mundo.

—Uno se convierte en productor paraproteger lo que escribe —explicó Fontana.

Para cuando se publicó The Corner, yahabían encerrado a Tom en la penitenciaría

de Oswald, lo que le demostró a la HBO y almundo en general que hasta las ficcionesmás incómodas tenían un hueco en la tele-visión estadounidense. Tal vez, pensé yo,

habría un hueco en la HBO, o en algún otrocanal de pago, para algo tan oscuro como elmundo de la droga en mitad de la calle.

Tom y Barry no veían The Córner comoun material idóneo para una serie televisiva;

pero Fontana fue suficientemente lúcidopara llamar en mi nombre a Anne Thomo-poulos, de la HBO. En la reunión resultante,quedó claro que el canal por cable estaba dis-

puesto a apostar por el proyecto, siempre y

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cuando yo pudiera emparejarme con algúnescritor negro.

 A mí no me importaba hacerlo yo solo—sabía que resonaban constantemente en micabeza las voces de Fayette Street—, pero lasotras personas blancas de la sala no parecíandispuestas a dejar a un guionista de rostropálido producir una miniserie sobre droga-

dictos y camellos negros.—¿Qué tal David Mills? —aventuré.Uno de los ejecutivos de la HBO que

había en la sala, Kary Antholis, se mostró

particularmente sorprendido.—¿Conoce a David Mills?—Somos amigos. Trabajamos juntos

para la revista de la universidad. Tambiénescribimos juntos nuestro primer guión.

Era cierto. Se trataba de un episodio deHomicide de la segunda temporada, en elque había actuado Robin Williams como act-or invitado. Mills se había tomado aquel res-

ultado como un presagio, abandonando su

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trabajo de periodista en el Washington Posty mudándose a Los Ángeles, donde per-maneció cinco años intentando abrirse pasoen una cadena de televisión. Kary conocía aMills desde hacía mucho tiempo.

—Si consigues embarcar a Mills en esto,sería fabuloso.

 Yo lo propuse para el cargo de productor

ejecutivo, sin que hubiera problema. Al salirde las oficinas de la HBO, utilicé un teléfonomóvil para pillarlo en casa: «Eh, David. Yo sélo que vas a hacer durante todo el año que

viene».Para producción, Jim Finnerty sugirió auna conocida suya, asegurándome que yo nopodría hacer una elección mejor. Nina Noblehabía sido antes asistente de dirección en la

primera temporada de Homicide y se habíaabierto paso en el organigrama de Fontana.Por supuesto, yo acepté inmediatamente aesta socia: una recomendación de Finnerty

era y es suficiente como garantía.

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Mills, Noble, yo mismo..., eso era, encuanto a producción, todo lo que neces-itábamos para una miniserie de seis horas, oeso creía yo. Pero la HBO tenía muchas du-das, y los ejecutivos querían además a unproductor visual. Antholis concertó en NuevaYork varias entrevistas con sendoscandidatos.

 Y ganó Bobby Colesberry, cuyo cur-riculum de casi dos décadas produciendopelículas de alto presupuesto debo confesarque me puso algo nervioso. Yo veía a David y

a mí mismo peleando con el chico de lasgrandes películas a causa de los guiones vis-cerales y el estilo «matón» y la cámara enmano con que quería filmar los callejones dela droga. Veía también a Nina luchando con

él para que no se disparara el presupuesto,para hacerle ver que las series de televisiónno eran un buen lugar para rodar dos pági-nas al día y tomas con grúas de arco.

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 Así que, en la oficina de Kary había muypoca confianza aquel día, sobre todo cuandoentramos y vimos un ejemplar de The Cornerdesplegado delante de ese tipo llamadoColesberry, con las páginas ya marcadas condos colores de tinta diferentes. Un alma mássana podría haber tomado esto como buenaseñal: aquí había un productor veterano en

una industria en la que los trajeados delestudio reducen todas las historias a concep-tos de una sola frase, dispuesto a leerse untomo de 550 páginas y empezar después a

cartografiar en su cabeza las escenas y tomaspertinentes. En cambio, siento confesar queno me inspiró ningún tipo de confianza.

—Tomaremos en cuenta sus notas sobreel guión, pero nos reservamos la última

palabra.Bob aceptó.—Y no queremos que se nos margine en

producción. No somos tan experimentados

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como usted, pero David y yo sabemos cómometer la película en la lata.

No hubo ningún problema.Meses después, con The Corner bien

dotado ya de un estupendo reparto y equipotécnico, y con un Charles «Roe» Dutton queentregaba unas magníficas primeras pruebascomo director de las seis horas, recordé

aquella primera reunión con Bob Colesberryy me di cuenta de que no desearía volver arodar nunca más sin él. Una cosa que habíaempezado como un matrimonio a la fuerza

acabó como una boda normal.Sin reparar en The Corner, incluso antesde emitirse, pensé en lo que yo quería decirtodavía sobre la guerra contra el narco-tráfico, la vigilancia policial y, en definitiva,

lo que estaba ocurriendo en la ciudad en quevivía.

The Corner era la diáspora de ladrogadicción reducida a un microcosmos:

una familia rota que se debatía en medio del

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diluvio de West Baltimore. Los guiones noshabían permitido comprobar la dimensiónhumana de la tragedia; pero es que el fracasode la política sólo podía insinuarse con algomuy íntimo.

Pero volvamos a Mr. Burns, que ahoraestaba metido hasta la coronilla en el sistemaeducativo público de Baltimore ejerciendo de

maestro de enseñanza media en la rama deCiencias Sociales. Había días, me aseguróEd, en que un turno de patrulla en el DistritoOeste resultaba más seguro y más manejable

que una clase en la escuela de Hamilton.Entregamos el guión piloto unos mesesdespués de que la HBO acaparara un trío deEmmys por The Córner; así que llegamos, alparecer, en el momento justo. Después de to-

do, ¿no habíamos cumplido ya con elproyecto anterior? Firmen sólo unos chequesy devuélvanos a Baltimore, de donde somos.

Pero Carolyn Strauss y Chris Albrecht

no estaban convencidos. El hincapié de la

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serie en la vigilancia era algo nuevo, y el tonogeneral era también distinto a los productosestándar; pero   The Wire, como empezó allamarse, aún parecía una serie policial más.Y la preocupación principal de la HBO estababien clara: si las cadenas hacen series poli-ciales, ¿por qué íbamos nosotros a hacerotra? Era una pesadilla imaginar que los

críticos de todo del país declararan final-mente que aquello no era realmente la HBO,sino más de lo mismo: más TV.

Le pedí a Carolyn que nos diera la opor-

tunidad de escribir dos guiones más, aunquesólo fuera para demostrar que el ritmo, el al-cance y la intención de la serie serían decidi-damente distintos a los de cualquier otroproducto televisivo. Ella aceptó, y yo me

puse a trabajar de nuevo mientras el equipode The Corner, que se había dispersado, es-taba buscando trabajo en otra parte.

Nina Noble, productora y gerente para

Fontana-Levin son de la película de la HBO

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Shot in the heart, se había ido a su casa, enCarolina del Norte. Dave Mills había vuelto aLos Ángeles, donde empezó a darse to-petazos contra el muro de las cadenas detelevisión, trabajando en una serie de episo-dios piloto y produciendo una prometedora yépica serie de gánsteres, Kingpin, que, a lamanera habitual de la cadena, sería cance-

lada después de emitir seis episodios. Encuanto a Bob Colesberry, volvió a hacer lar-gometrajes, produciendo la película de cien-cia ficción K-Pax, con Kevin Spacey.

 Al final, la HBO necesitó más de un añopara aceptar que se rodara un simple episo-dio piloto. Se releyeron los tres guiones, a loque siguió una nota de lameculos dirigida aChris Albrecht firmada por «suyo afino.», a

lo que siguió a su vez una reunión del equipode The Corner, a excepción solamente deDavid Mills, al que no se le pudo convencerpara que renunciara al suculento contrato

que tenía firmado. Recuerdo el día en que

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cogí el teléfono para llamar a Colesberry, enLos Ángeles; estaba terminando en aquelmomento la postproducción de la películacon Spacey.

—¡Seguro que pensaste que la serie conla HBO estaba muerta! —recuerdo haberledicho.

—Y más que muerta —asintió.

Después me preguntó qué había hechopara conseguir luz verde para el episodio pi-loto, y yo le confesé que, al margen de poner-me de rodillas ante Chris Albrecht, no sabía

qué contestarle. Le leí a Bob la nota por telé-fono, y a su manera educada —muy propiade él—, la declaró penosa y afirmó que dur-ante el resto de mi vida debía considerarmela puta de Mr. Albrecht.

—Tampoco le gusta a nadie el nombrede Jimmy McArle.

Bob reflexionó esto unos instantes.—¿Y qué te parece McNulty?

—¿Jimmy McNulty?

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—Es el apellido de la familia de miabuela.

—Hecho: se quedaría con McNulty.En noviembre de 2001 volvimos a las

calles de West Baltimore. Los guiones eranen muchos aspectos los mismos que yo habíaentregado al principio, aunque con algunasescenas añadidas al episodio piloto que

hacían alusión a las técnicas de vigilanciaque se iban a utilizar después en eltranscurso de la temporada, una vez que launidad especializada hubiera conseguido

paulatinamente los argumentos necesariospara la autorización de un pinchazotelefónico.

El casting realizado por Alexa Fogel enNueva York y Los Ángeles, y por el temible

Pat Moran en Baltimore, superó todas las ex-pectativas. Sólo el papel de McNulty nosdaba verdaderos quebraderos de cabeza,hasta el día en que aterrizó en Baltimore una

curiosa cinta de vídeo procedente de

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Londres. En ella, un actor recitaba a toda ve-locidad la escena del sofá naranja en la que«Bunk» y McNulty levantan con esfuerzo aun D'Angelo renuente, lo registran, le en-cuentran el busca y se lo llevan esposado.

Pero, a diferencia de cualquier otra cintade casting jamás grabada, ésta parecía lasugerencia más simple de una buena escena.

El actor, un tipo de mandíbula cuadrada ychulesco llamado West, aparecía leyendo laslíneas de McNulty; después hacía una pausa,como esperando a que acabara la otra parte

del diálogo.Tras varias semanas de búsqueda tenazpero infructuosa de un protagonista para laserie, aquella cinta nos cogió con la guardiabaja. Bob y yo estuvimos mirando un buen

rato aquella extraña media-escena y luegonos caímos al suelo, presas de una risa in-controlable. Al oírnos, Clark Johnson, el vet-erano de Homicide que se ocupaba de dirigir

el episodio piloto, entró en la habitación, vio

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unos pocos minutos de cinta y acto seguidose unió también a nosotros en el suelo.

—¿Qué demonios está haciendo estegilipollas de cuerpo y medio?

La audición de aquella cinta puede queresultara cómica, pero la interpretacióncomo tal —una vez recuperada la compos-tura y con la atención bien puesta en lo que

el actor estaba haciendo— resultaba impre-sionante. Una semana después, ya en NuevaYork, Dominic West nos explicó que le habíasido imposible conseguir a alguien en Lon-

dres que leyera la escena con él, y que nohabía tenido acceso a una oficina de castingpara grabarse en la cinta. Su amiga habíatratado de ayudar, pero su acentazo inglés lohabía hecho reír, descuajeringando toda la

escena. Lo mejor que ella podía hacer era es-tarse quieta y no mover la videocámara.

—No se me ocurrió otra cosa —confesónuestro McNulty— que recitar mi parte y

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dejar espacios donde se suponía que estabanlas otras partes.

Cuando volvimos a rodar el resto de laprimera temporada, Ed Burns y yo teníamosen la mano los borradores de los seis primer-os episodios, así como unas elaboradassinopsis que nos fueron muy útiles hasta elfinal. No había una planificación ni un profe-

sionalismo deliberados, sino más bien lasensación de que una historia tan intrincada,con tantos personajes y tanta trama, debíaconsiderarse como una entidad única.

Según una temprana nota procedente delos ejecutivos de la HBO —los cuales, enlíneas generales, eran unas personas muyamables que sabían bien lo que se traíanentre manos—, debía omitirse el robo a

mano armada perpetrado en el primer episo-dio por Ornar y su banda, como quiera quedicho robo lo perpetraban unos camellos queno aportaban nada a la trama principal.

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Nuestra réplica fue elemental: había queesperar.

Desde el principio, Ornar parecía unmarginado, al igual que Lester Freamon yWallace parecían unos simples parásitos.Pero, con el tiempo, resultarían esencialespara la historia. Necesitábamos aquel roboen la calle para darle a Ornar un lugar en el

relato, para recordarles a los telespectadoresque su banda y él seguían vivos, de maneraque, en el quinto episodio, cuando McNulty yGreggs tratan de detenerle para sonsacarle

información, aún recordamos quién es esteOrnar tan comentado y qué es lo que hacepara ganarse la vida.

Después de todo, habíamos decidido noexplicarles todo a los telespectadores. El

punto de vista de la serie era el de quien estádentro, la famosa mosca en la pared, y noteníamos ninguna intención de desbaratarese punto de vista haciendo una pausa para

poner al corriente a la audiencia.

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Consiguientemente, todas las pistas y conex-iones visuales tenían que estar plenamentereferenciadas, y con intervalos bienescogidos.

Tal vez la primera prueba fundamentalde nuestra renuncia a la exposición y al bal-ance al final de cada episodio llegó en elcuarto episodio de la primera temporada,

cuando D'Angelo Barksdale cargaba porprimera vez con la responsabilidad del ases-inato de una mujer en un apartamento cercade la frontera del condado. Sirviendo de

tapadera para los chicos que trapichean en el«hoyo», D'Angelo describe el asesinato concierto detalle y sugiere que fue él quiendisparó.

Posteriormente, en el mismo episodio,

McNulty y «Bunk» Moreland se encuentranen un piso vacío con jardín examinando anti-guas fotos de la escena del crimen en queaparece una joven muerta y reelaborando la

geometría del asesinato.

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Esta escena de cinco minutos no ofreceninguna explicación por sí misma más alláde las actividades físicas de los detectivesmientras se enfrentan a la escena del crimeny al casi continuo empleo de la palabra fuck(joder) en todas sus posibles permutaciones—un homenaje desde dentro al gran TerryMcLarney, veterano policía criminal de Bal-

timore que en otro tiempo predijo que lospolis de Baltimore, dado su gran amor a laspalabrotas, se dotarían un día de un lenguajenuevo compuesto enteramente de éstas—.

Un telespectador fortuito que contem-plara la escena podría afirmar que los detect-ives han descifrado el guión del asesinato. Enefecto, éstos sacan sus conclusiones mientrascolocan un casquillo oxidado sobre el alféizar

de la ventana de la cocina.Pero, ¿cuál es exactamente el escenario?

Y, ¿encaja con el asesinato del que hablóantes D'Angelo? Y, ¿qué eran las manchas

blancas de la puerta en la foto de la escena

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del crimen, las gotitas que señalaba «Bunk»?Y, ¿cómo aquello impulsó a McNulty a abrirla puerta del frigorífico, que luego cerró degolpe? Y, ¿por qué —¡me cago en la hostia!—nadie va a explicar qué demonios estápasando?.

Para conocer las respuestas, lostelespectadores habrían tenido que esperar

no sólo al final del episodio, sino al de todosellos. Hasta el interrogatorio de D'Angelo, alfinal de la temporada, no corrobora éste losdetalles de la escena del crimen de una man-

era que convence a «Bunk» y a McNulty desu autenticidad. E, incluso entonces, la ex-posición roza el mínimo.

Cuando D'Angelo explica que le había ll-evado cocaína a la mujer, la cual había dicho

que la pondría «a enfriar», los detectives re-conocen la relación con su escena del crimencon una sola palabra:

—El frigo —dice «Bunk».

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 Y McNulty asiente sin darle mayorimportancia.

Este comedimiento calculado les ofrecíaa los telespectadores la oportunidad de haceralgo que la televisión raras veces, por no de-cir ninguna, les permitía hacer: quedar librespara pensar sin contemplaciones sobre lahistoria, sobre los diferentes mundos que la

historia presentaba y, en definitiva, sobre lasideas subyacentes al drama. Y la recompensaque obtienen estos telespectadores compro-metidos podría llegar no al final de una es-

cena o al final de un episodio, sino al final dela temporada, por no decir incluso al final dela serie.

Como manera de contar, parecía la me-jor manera de hacer negocios. Pero, aun así,

teníamos que reconocer que tanta trama,episodio tras episodio, constituía un riesgoextraordinario, incluso para la HBO. Cierta-mente, perderíamos a algunos telespecta-

dores: los que no se esforzaban lo suficiente

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para seguir el intrincado relato, los que se es-forzaban al máximo pero se hacían un lío ylos que, esperándose una ficción televisivapor episodios, se aburrirían terriblemente acausa del ritmo novelístico de la misma.

Bob Colesberry y yo nos dijimos repeti-das veces que estábamos haciendo la seriepara los que quedaban. Una veintena o trein-

tena, al menos, de duros. Antes de la primeratemporada, emitida en junio de 2002, laHBO se aseguró de enviar a los críticos por lomenos cinco episodios consecutivos —todos

los que habíamos editado—. Se esperaba queaquéllos a los que se pedía que consideraranla serie, al ver más episodios, comprenderíanque, si bien el episodio piloto violaba muchasde las leyes básicas de la televisión por episo-

dios, era al menos una violación, una afrenta,intencionada.

 A este mismo fin, en una serie de entrev-istas con la prensa, yo empecé refiriéndome

al trabajo en términos de una «novela

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visual», explicando que los primeros episodi-os de la serie tenían que considerarse mayor-mente como los primeros capítulos de cu-alquier libro, aun de cierta extensión.

—Piensen en los primeros capítulos decualquier novela que nos haya podido gustar,por ejemplo  Moby Dick  —le dije a un peri-odista por teléfono—. En el primer par de

capítulos no encontramos a la ballena ni aAhab, ni siquiera nos embarcamos a bordodel Pequod. Lo único que ocurre es queacompañamos a Ismael a la posada y des-

cubrimos que tiene que compartir habitacióncon cierto personaje tatuado. Pues lo mismopasa aquí. Estamos ante una novela visual.

Todo lo cual me pareció excelente hastaque colgué el teléfono y me volví para en-

frentarme a una escritora de Baltimore apell-idada Lippman, la cual ha escrito y publicadonueve novelas de verdad y con la que,además, comparto cama. Entre sus obras

abundan libros de tapa dura, auténticas

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rupturas de capítulo y una prosa descriptivaque va bastante más allá de «UNIDADINTERNACIONAL DE HOMICIDIOS /CUARTEL GENERAL — DÍA».

—Ante todo —me hizo saber—, te hascomparado con Hermán Melville, lo cual, in-cluso según tu baremo, un tanto egoísta, esun pelín exagerado. Y, en segundo lugar, si

The Wire es realmente una novela, ¿cuál essu ISBN?.

Una tía insolente y deslenguada; perointeligente también. Afortunadamente,

muchos críticos se mostraron menos exi-gentes con mi hipérbole, y, lo que es más im-portante, metieron cuatro o cinco cintas ensus aparatos de grabación antes de escribirsus críticas. Al menos eso hicieron en la

parte del interior del país. En Nueva York,donde el tiempo discurre más deprisa que enotras partes y los críticos no te dan más deuna hora para plantear tu caso, The Wire ob-

tuvo unas reseñas más bien negativas en los

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periódicos. Perdimos cuatro a cero en laGran Manzana, sintiéndonos como los Ori-oles en un largo fin de semana en el Estadiode los Yanquis.

También los índices de audiencia ba-jaron en picado, pero la HBO —por ser laHBO— no se dejó invadir por el pánico.

—Nos gusta la serie —reiteró Carolyn

Strauss con tono tranquilizador—. No nosimportan los índices de audiencia, así quetampoco les importen a ustedes los índicesde audiencia.

Por su parte, Chris Albrecht llamó paradecir que acababa de ver el corte del quintoepisodio y que «la serie mejora con cadaepisodio».

 Yo estuve a punto de argumentarle que,

en mi opinión, todos los episodios eranbuenos, que su ritmo estaba concebido pre-cisamente para un producto final de más de13 horas de duración. Pero me tragué el

comentario, recordándome que cuando uno

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lee un buen libro se enriquece con cadacapítulo que lee. Lo que Chris me decía con-cordaba con nuestra intención.

En el último tercio de la temporada, lastornas habían cambiado poco a poco. Los es-pectadores estaban plenamente compro-metidos, y encima había muchos más; los ín-dices de audiencia empezaron a elevarse

merced a un sano boca a boca. Un par decríticos neoyorquinos que revisitaron laserie, afirmaron que atesoraba una granvalía. También los actores empezaron a sen-

tir que estábamos construyendo un tipo demaquinaria distinta. Andre Royo, el propiet-ario del papel de «Bubbles», se dirigió lenta-mente un lunes al plato, donde se hallabanun par de guionistas, para decirles que había

visto el episodio de la noche anterior:—Cada vez que me pregunto por lo que

estáis haciendo con una escena, espero sim-plemente un par de episodios y veo que ex-

isten buenas razones para esperar.

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Otros actores, en especial los que semueven al otro lado de la ley, empezaron apreguntarse por lo que íbamos a hacer si noscontrataban para una segunda temporada,teniendo en cuenta que Avon y D'AngeloBarksdale estarían encerrados en sendas cel-das en la cárcel.

Corey Parker Robinson, que hacía el pa-

pel de detective Sydnor, creía haberloadivinado:

—Van a salir por un resquicio legal, ¿aque sí?

Era una suposición comprensible dadoque estábamos en un plato en el marco delproyecto para West Baltimore, dondehabíamos rodado buena parte de la serie.Pero, con la cabeza los guionistas ya es-

tábamos en otra parte, y, como un toque fi-nal, seguros de que entregaríamos a McNultya la policía marítima al final del últimoepisodio.

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Para entonces, muchos telespectadoreshabían olvidado la profecía del sargentoLandsman, hecha en el episodio piloto, deque McNulty acabaría poniéndose a los man-dos de la embarcación si no dejaba de provo-car a los jefazos del Departamento. Desde elepisodio piloto, ya habíamos decidido sobrela temática de una segunda temporada, en

caso de que ésta tuviera lugar. Y cuando McNulty se embarcó con la

Unidad de Marina, la escena —como se podíaesperar— transcurrió sin diálogos, nada más

que con «Bunk» Moreland y Lester Freamondirigiéndose despacio hacia el borde delmuelle y lanzándole una botella de Jamesonbajo el rugido de los motores.

Si has cogido el chiste, estupendo. Gra-

cias por permanecer con nosotros.Si no, pues... lo siento. Esto es lo que

sabemos hacer.

Es Laura Lippman, de nuevo, a quienhay que atribuirle el mérito de haberme

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hecho leer a George Pelecanos. No es que nome hubieran advertido antes de lo que Ge-orge había estado haciendo con sus novelaswashingtonianas —media docena de otrosescritores me habían invitado encarecida-mente a fijarme bien en él, comparando suvoz y su material con la de The Córner—,Pero todos los habitantes de Baltimore car-

gamos con este chip sobre Washington, yaunque yo había crecido en el mismo barriode la capital del país que George, hacíatiempo que me sentía más hijo del Norte y

había adoptado todos los estereotipos rein-antes sobre estos hijoputas encorbatados,que se movían en lo más alto de la escalasalarial, les olía el culo a abogados y vivíancerca de la 1-95.

Cuando, finalmente le hinqué el diente aThe Sweet Forever y vi que Pelecanos habíaestado escarbando en un Washington com-pletamente distinto, todo cobró pleno sen-

tido para mí. Y, posteriormente, cuando me

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encontré con George en el funeral de unamigo común, intenté explicarle lo que es-tábamos tratando de hacer con  The Wire, ypor qué, probablemente, le interesaría unirseal proyecto.

—Es una novela para televisión —le dijeconteniendo la respiración por miedo a quepudiera oírme mi consorte, que también as-

istía al acto. Al igual que muchos escritores, George

había sido blanco de pedradas, dardos y hu-millaciones por intentar llevar al cine

muchas de sus valiosas historias, e inmedi-atamente agarró aquella oportunidad.Después de todo, en el mundo del cine sonlos estudios, por no decir incluso los dir-ectores y las estrellas, quienes gozan de to-

dos los favores. Pero, en la televisión por en-tregas, al tratarse de historias continuadas,es el guionista quien tiene «succión». Y en laHBO esto rige aún más.

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Durante la primera temporada, Georgese encargó del penúltimo episodio, sobre to-do por incluir la cruda y horrible muerte deWallace. El dramatismo de este momento es-pecial exigía la presencia de un guionistacomo él, un escritor que había construidomuchas novelas con crescendos parecidos. YGeorge, fiel a sí mismo, lo bordó.

¿Volvería para la Temporada Dos? ¿Secomprometería para trabajar como guionistay productor? Ciertamente, él no necesitabadinero; le bastaba su trabajo cotidiano de

meter ficción de género en el éter literario, almargen de los líos que rodeaban al mundillotelevisivo.

Pero George, que amaba —y sigueamando— enormemente el cine y era incapaz

de resistirse a una historia bien contada, nosólo firmó sino que se puso manos a la obrapara enrolar a otros novelistas que hacían untrabajo parecido al suyo.

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 A Richard Price y Dennis Lehane nopodíamos prometerles ninguna recompensaa la medida de su talento. Lo mejor —loúnico— que podíamos ofrecerles era que, adiferencia de cualquier otro proyecto cine-matográfico con el que pudieran haber es-tado involucrados,  The Wire  no supeditaríael relato a las exigencias de un estudio, un

director o una estrella del cine.—Si te sientes jodido, al menos será otro

escritor el que te estará jodiendo. Y, mientras que tanto Lehane ( Mystic

River) como Price (Clockers) eran maestrosde una clase de ficción criminal que desdehacía tiempo tornaba insignificantes las pre-suntas fronteras del género, la incorporaciónde Price a la plantilla de guionistas parecía

especialmente idónea, por no decir com-pletamente verosímil.

Cualquiera que haya leído   Clockers(Camellos), que es a la epidemia cocainó-

mana de principios de los noventa lo que Las

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uvas de la ira al «Dust Bowl», comprenderála gran deuda que The Wire tiene contraídacon este libro extraordinario. En efecto, elpunto de vista escindido que propulsa a TheWire es una forma atinadamente utilizadapor la novela moderna; y, en su primer librosobre Dempsey, Price había demostrado concreces la cantidad de matices, verdades e his-

torias que pueden interponerse entre lospolicías, de un lado, y los perseguidos por el-los, del otro.

 Al enterarse de que la plantilla de

guionistas para la Temporada Tres incluiríaa Price y a Lehane, Bob Colesberry se mostrómás contento que unas pascuas:

—Y, ¿a quién —le pregunté en son deburla— quería que nos trajera Pelecanos

para la cuarta temporada? ¿A ElmoreLeonard? ¿A Philip Roth? Y, ¿por qué notambién a ese maldito Melville que yo no de-jaba de mencionar? Ya llevaba unos añitos

sin escribir nada, ¿verdad?.

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Bob se rió de la desfachatez de miscomentarios, pero a su manera también sededicó a ampliar la serie durante la segundatemporada, transformándola, de una sagalimitada a polis-contra-camellos en algo másamplio, suficientemente panorámico parajustificar el mucho talento «guionístico» yactoral con que contaba.

Los muelles podridos y las fábricasruinosas del puerto —y, sobre todo, esasgrúas góticas de Seagirt y Locus Point— le di-eron a Colesberry el elemento visual que ne-

cesitaba para mostrar precisamente eso quepodía hacerse con una serie de televisiónfilmada in situ.

Estos patrones habían sido siempre losde los directores con los que había trabajado

a lo largo de su dilatada carrera cinemato-gráfica —los de Scorsese, Parker, Benton,Forsyth y Ang Lee—; y él había hecho unaprendizaje excelente, pasando de encargado

de exteriores a primer director auxiliar, y

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finalmente a jefe de producción. No era eltípico ejecutivo con el trasero pegado alsillón. Era más bien un ratón de plato, famil-iarizado con todos los aspectos del quehacerfílmico y entregado a la causa del relato.

Su elegancia, y la de Uta Briesewitz, ladirectora de fotografía durante estos primer-os años, prestó una sutileza especial al rodaje

a lo largo de toda la primera temporada. Enel episodio piloto, conviene reparar en la de-cisión de mantener el plano amplio, rodandodesde el otro lado de la calle, mientras «Wee-

Bey» regaña a D'Angelo por haber habladode negocios en un coche. Mientras «Bey»reprende a quien es menos experimentadoque él, lo vemos enmarcado por la puerta deun restaurante de comida rápida, bajo un si-

gno de neón que dice BURGERS.D'Angelo, humillado, aparece debajo de

un segundo letrero: CHICKEN.La cámara sigue alejada mientras «Wee-

Bey» empieza a volver hacia el todoterreno, y

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sólo hace una pausa para dar paso a doscoches de policía que, con las luces es-troboscópicas relampagueando, se alejan enmedio de un gran ulular al parecer per-siguiendo a quienes, a diferencia de «Bey»,no se saben de memoria las lecciones de lacalle.

Filmar esto así, concebido y editado con

tanta inteligencia y comedimiento, era muypropio de Bob. Los proyectos de West Bal-timore y los platos de comisarías sórdidas,creíbles, del diseñador de producción Vince

Peranio, prestaron al primer año de la serieuna mirada apropiadamente claustrofóbica,al igual que el toque golfo del sastre AlonzoWilson sugería un mundo callejero violento yatrofiado. Todo ello hablaba de pura cre-

atividad en un contexto idóneo.Conforme la serie fue creciendo, y cort-

ando nuevas rebanadas de Baltimore, Coles-berry fue expandiendo también el alcance

visual de la ficción de una ciudad

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trabajadora. Y, ya al inicio de la TemporadaDos, Bob y yo nos pusimos a pensar en unatercera temporada, en un marco completa-mente distinto, e incluso una cuarta, en otromarco igualmente diferente. En cada tem-porada —mostrando cada vez un nuevo as-pecto de una ciudad americana simulada entoda su complejidad— podríamos tener la

oportunidad de hablar, hacia el final de laserie, acerca de algo más universal que AvonBarksdale, Jimmy McNulty, las drogas o ladelincuencia.

Nunca había entrado en nuestros planeshacer la misma ficción temporada tras tem-porada. Y Bob, ya convencido de que la úl-tima palabra sobre el guión de  The Wire   ladebían tener sólo los guionistas, apostó por

dar prioridad al aspecto «guionístico».Nunca se le vio más contento, con relación ala trama de la serie, que durante las re-uniones con los guionistas para la tercera

temporada; unas reuniones en las que

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participaba activamente, para regocijogeneral.

 A este respecto, recuerdo que, en mitadde la reunión convocada para tratar el se-gundo episodio, Richard Price expresó susorpresa al enterarse de que el hombre quetenía sentado a su derecha no era en realidadun colega guionista.

—Bob es el productor ejecutivo.Un título que, en términos de Holly-

wood, a menudo es sinónimo de gilipollas.Price se quedó patidifuso; luego, sin que

Colesberry lo oyera, confesó que ésta era laúnica producción que conocía en la que no sepodía discernir el trabajo de cada cual por sumanera de comportarse.

Para todos los que trabajábamos con

Bob, parte de la diversión consistió ensacarlo del «segundo plano» en el que habíacurrado durante muchos años como brazoderecho de tantos directores famosos y talen-

tudos, y traerlo al más reluciente primer

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plano, donde le correspondía estar porderecho propio.

Cuando The Corner se llevó un Emmycomo mejor miniserie, Nina, David y yo nosempeñamos en que Bob aceptara elgalardón. Y, con  The Wire, lo presionamospara que aceptara un pequeño papel como eldetective Ray Colé, un tipo desgalichado y

desvalido que simbolizaba el ethos cotidianode la Unidad de Homicidios.

Bob suponía que lo requerirían comomucho para un par de diálogos, pero los

guionistas empezamos a escribir, con grandelicia, cada vez más líneas para su Ray Colé,la mayor parte de ellas de índole cómica y aexpensas del personaje.

Finalmente, y lo más importante, le pre-

sionamos para que hiciera lo único para loque, al parecer, había pasado preparándosetoda su vida: el último episodio de la se-gunda temporada, no sólo estuvo producido,

sino también dirigido, por Robert F.

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Colesberry. Entre otras cosas, es él el verda-dero autor del montaje final de una industriamoribunda vista a través de los ojos de NickSobotka —unas imágenes descarnadas, bru-tales, editadas juntas de tal manera que sug-ieren la ira del relato en su totalidad—.

Cuando Bob murió, en febrero de 2004—con sólo cincuenta y siete años—, a resultas

de una operación de corazón que se habíacomplicado, a todos los que trabajábamos enla serie aquello nos pareció una auténtica at-rocidad. Todavía no había dado todo lo

bueno que atesoraba en él, o al menos esocreíamos todos a pie juntillas.En los tres años que siguieron, hicimos

lo posible para mantener unida la plantillaque Bob Colesberry había ido formando para

The Wire. Así, seguimos con muchos de losdirectores veteranos que Colesberry habíaelegido para las dos primeras temporadas, ypor supuesto con su propia esposa, Karen

Torzón, encargada de las labores de

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postproducción y perfectamente conocedorade la manera como él quería que fuera laserie. Todo lo que hicimos mal en las Tem-poradas Tres, Cuatro y Cinco, Bob no pudoimpedirlo, y todo lo que hicimos bien, de-bemos, sin lugar a dudas, atribuírselo a él.

Por último, conviene dejar claro quenunca quisimos ofender a nadie.

 Ambientamos  The Wire  en una ciudadreal, con problemas reales. Una ciudad queestá gobernada, vigilada y poblada por gentede carne y hueso que cada día se enfrenta a

todo tipo de problemas. El sistema escolarque describimos es en efecto el sistemaescolar en el que enseñó Ed Burns. La in-fraestructura política es justo ésa de la queBill Zorzi estuvo informando durante dos

décadas. El periódico en el que centramosparte del relato de la última temporada es enefecto el periódico en el que yo mismo estuvepenando y aprendiendo muchas cosas de la

ciudad.

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 Al alcalde no le caemos bien. Ni al com-isario de policía, ni al delegado de educación,ni al editor del Baltimore Sun. Ni falta quenos hace. Si yo desempeñara sus funciones,consideraría   The Wire, y sus antecedentesHomicide y The Corner, como sendos malesnecesarios. Y, haciendo caso omiso por unmomento de la industria cinematográfica

que floreció aquí durante la última década,yo me preguntaría un día sí y otro también,qué es tan malditamente necesario.

Digamos, para nuestro descargo, que el

relato presenta la etiqueta de «ficción», loque quiere decir que podemos tomarnosunas libertades que el periodismo no puedeni debe tomarse. Algunos de los acontecimi-entos descritos en las sesenta horas que dura

The Wire   ocurrieron realmente, y otros...sólo se rumorea que ocurrieron. Muchos delos acontecimientos descritos no han ocur-rido, pero tal vez la única matización a hacer

es que todos ellos podrían haber ocurrido, y

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no sólo en Baltimore, sino también en cu-alquier otra gran ciudad de EE.UU. que setenga que enfrentar a la misma clase deproblemas.

Ciertamente, no creemos que las críticashechas hayan sido un golpe bajo. El Departa-mento de Policía de Baltimore amañaba real-mente las estadísticas de los delitos para que

el alcalde pudiera ser nombrado gobernador.El sistema educativo no consigue que la granmayoría de los estudiantes llegue al final deciclo, y el profesorado intenta que se

aprueben como sea los exámenes estándaren vez de educar realmente a los alumnos.Asimismo, la mano de obra sindicada y ladignidad del trabajo están desapareciendodel paisaje urbano, y la guerra contra la ún-

ica industria que queda en muchos barrios,es decir, el narcotráfico, se ha vuelto unafarsa brutal. Y, sí, el único periódico super-viviente en Baltimore ha pasado las dos últi-

mas décadas reduciendo plantilla y

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contenido, e inviniendo los recursos rest-antes en marrullas propias del periodismo de«impacto» y en la cultura del premio a todacosta. En realidad, ha dejado de informar demanera fidedigna acerca de la ciudad, y actu-almente no se entera casi de ninguna de lashistorias que realmente importan a la vidade Baltimore.

Es una crítica muy dura, sin duda. Perocasi todos nosotros vivimos en esta ciudad. Ypor elección personal. Y, al vivir en Bal-timore, vemos lo que está ocurriendo aquí,

tanto lo bueno como lo malo, y hablamos deello interesados de verdad en la mejora y su-pervivencia de la ciudad. Al hablar comociudadanos de Baltimore, es natural y justoque metamos todo lo que sabemos, y nos

preocupa, en estas historias.Pero, para ser realmente justos, con-

viene puntualizar también que las historiasson más universales de lo que parecen: sus

ecos llegan no sólo a West Baltimore, sino

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que resuenan también en lugares como EastSt. Louis, North Filadelfia o South Chicago.Y, a juzgar por la reacción en cadena a estaficción allende los mares, parece que estashistorias se dan asimismo en ciudades quelos guionistas no contemplamos cuandonosotros iniciamos este viaje. Tal vez Bal-timore no contenga más mierda que esos

otros sitios. Si tal fuera el caso, entonces es-tas historias sólo tendrían significado para lagente de aquí.

The Wire describe un mundo en el que

el capital ha triunfado por completo, la manode obra ha quedado marginada y los inter-eses monetarios han comprado suficientesinfraestructuras políticas para poder impedirsu reforma. Es un mundo en el que las reglas

y los valores del libre mercado y el beneficiomaximizado se confunden y diluyen en elmarco social, un mundo en el que las institu-ciones pesan cada día más, y los seres hu-

manos, menos.

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—El mundo va por un lado —dice«Poot», reflexionado, apostado en su es-quina—. Y la gente, por otro.

Muchos pueden considerar que, en suuniversalidad, estas historias son cínicas ydesesperanzadas con respecto a la humanid-ad en su conjunto. Yo no estoy tan seguro.Los problemas de este nuevo e intimidador

siglo son ciertamente merecedores de ciertadesesperación. Y una nación supuestamentegrande que es incapaz de construir diques lobastante fuertes para mantener a salvo a una

ciudad que se encuentra al nivel del mar, nosparece igualmente incapaz de aceptar de-safios como, por ejemplo, el calentamientoglobal. Si tenemos en cuenta que, durantegeneraciones, los Países Bajos se han

mantenido con éxito, gracias a sus firmesdiques, al abrigo del Mar del Norte, larespuesta institucional de EE.UU. a este tipode problemas parece justificar un notable

grado de cinismo.

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Pero en todas estas historias de Bal-timore   —Homicide, The Corner y TheWire—, existe, creo yo, una firme fe en la ca-pacidad de los individuos, un atento re-conocimiento de nuestras posibilidades, denuestro humor e ingenio, de nuestra capa-cidad para perdurar en cierto modo. Estashistorias son, de una manera humilde pero

creíble, una celebración humanista en de-terminados puntos en los que la esperanza,aunque no expresada, está claramenteimplícita.

Ciertamente, estas historias no exaltanlos ladrillos, la argamasa ni las institucionesde Baltimore, ni ahorran críticas a las fuerzasdel orden, al sistema educativo, a la políticani al periodismo estadounidenses. Pero al

menos abordan la ciudad honestamente y es-tán escritas con un afecto de conciudadanosque debería resultar evidente incluso paralos telespectadores de Londres, Ciudad de

México o Beijín. Viendo   The Wire, los

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verdaderos conocedores de mi ciudad se son-reirán al ver el mazo golpear la pinza de uncangrejo, o cuando un carrito de fruta y ver-dura tirado por un caballo se deslice por elfondo de la imagen. Por su parte, los foras-teros se perderán muchas referencias, perono —creo yo— la sensación general de queestán aprendiendo cosas importantes de una

ciudad.Si son historias duras, al menos están

contadas con cariño, de una manera matiz-ada y afectuosa para con todos los per-

sonajes, y así, independientemente de lo quelos telespectadores puedan opinar sobrepolicías y camellos, drogadictos y abogados,estibadores y políticos, docentes y periodis-tas, o sobre cualquier otra alma que se pasee

por el universo de The Wire, sabrán que, enel fondo, forman parte integrante de lamisma tribu, que comparten las mismascalles y que están comprometidos en la

misma lucha atemporal.

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Julio de 2009Baltimore, Maryland

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David Simón,

entrevistado por Nick Hornby

«La pauta que sigo para intentar serverosímil es muy sencilla (la vengosiguiendo desde que empecé a escribir fic-ción): que se joda el lector medio».

David Simón

Nick Hornby es uno de los escritoresingleses más relevantes de las últimas déca-

das. Es licenciado en Literatura por laUniversidad de Cambridge, ha ejercido deprofesor y periodista y ha colaborado enpublicaciones como   Time Out, The NewYorkery The Independent . Es autor, entreotras, de las novelas  Fiebre en las gradas,

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Alta Fidelidad, Cómo ser buenos, En picadoo Un gran chico.

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***

Hace tres o cuatro años, un amigo memandó un e-mail en el que ponderaba  TheWire   como lo mejor que había visto en latele, «a excepción de Abigail's Party». Era un

elogio que no podía pasar desapercibido anadie. En el e-mail no se mencionaba TheWest Wing, ni, para el caso, Los Soprano,Curb Your Enthusiam ni ninguna de las

series que están constantemente en boca detodos los críticos de televisión; sólo aquelelogio clarividente a la clásica serie de MikeLeigh, emitida por la BBC en 1977. Aquel e-mail picó mi curiosidad, y decidí comprar un

pack con los primeros episodios de   TheWire.

 Yo no había oído hablar nunca deaquella serie. Aquí, en el Reino Unido, se la

conoce, y emite, bastante poco, aunque al

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principio de cada temporada siempre hay al-gún periódico que publica un artículo cali-ficándola de «lo mejor de lo que se puede oírhablar en la actualidad». Así que yo no sabíaqué esperarme. Me encontré con una serieque no guardaba ningún parecido conAbigail's Party, como cabía esperar, y quetampoco se parecía demasiado a ninguna

otra serie sobre policías. Pasé una fase en-ganchado a la vez a The Wire y ala brillanteadaptación de Casa desolada por la BBC, y seme ocurrió que Dickens podía servir de

punto de referencia interesante: DavidSimón y su equipo de guionistas (GeorgePelecanos, Richard Price y Dennis Lehane)se lanzaban en picado desde lo más altohasta lo más bajo, desde el despacho del

señor alcalde hasta la esquina de cualquiercalle —y los camellos de las esquinasaparecían tratados con una empatia y unacompasión como se ha podido ver pocas vec-

es—. El lastimoso «Bubbles», que siempre

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anda con un carrito de la compra lleno deartículos robados, es la versión de Baltimoredel barrendero Joe.

Nos comunicábamos mediante correoselectrónicos. Unas semanas después, concer-tamos una entrevista en Londres. (DavidSimón está haciendo un programa sobre laguerra de Iraq en colaboración con un vecino

mío. No es broma: el productor del pro-grama vive literalmente al lado de mi casa).Pasamos un buen rato hablando de deporte yde música.

Nick Hornby NICK HORNBY : Permíteme que

empiece haciéndote una pregunta relacion-ada con el proceso de la escritura. ¿Cómo

echaste a andar? Pues en todas las tempora-das ha habido unos formatos y unos ritmosmuy poco convencionales. ¿Pensaste enhacer algo distinto antes de echar a andar o

durante el proceso de creación de la serie?.

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DAVID SIMON: Creo que en The Wirese percibe enseguida que es una serie que sealeja de muchas de las convenciones y troposde la ficción televisiva. No está estructuradasegún la serie televisiva al uso; antes bien,trata de imitar la forma de la novela mod-erna, es decir, enfocar las cosas desde distin-tos puntos de vista. ¿Por qué? En primer

lugar, porque los creadores y sus colabor-adores no son escritores ni por formación niinclinación. En realidad, no deja de sercurioso que hayamos acabado produciendo

una telenovela para la HBO, o ara cualquierotra cadena. Yo soy un periodista de forma-ción que ha escrito un par de relatos, «no fic-ción», desde distintos puntos de vista, Hom-icide y  The Corner. El primero sirvió de base

para la serie de la NBC del mismo nombre; y,en cuanto al segundo, conseguí que se con-virtiera en una miniserie para la HBO, que seemitió en 2000. Ambos trabajos son fruto de

mi vocación periodística: el primero es fruto

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del año que pasé con la Unidad de Homicidi-os del Departamento de Policía de Baltimorey, el segundo, del año que pasé viviendo en elbarrio de drogadictos situado en la zonaoeste de Baltimore, siguiendo a una extensafamilia de camellos. Ed Burns, con quien es-cribí  The Corner  y  The Wire, había pasadoveinte años trabajando en la Unidad de

Homicidios del Departamento de Policía deBaltimore, actividad que abandonó para ded-icarse, durante siete años, a enseñar a losalumnos de séptimo curso de una escuela

pública. Los otros guionistas —Richard Price(Clockers), Dennis Lehane ( Mystic River) yGeorge Pelecanos (The Night Gardener)-sonunos novelistas que destacan en el géneronegro. En cuanto a Bill Zorzi, pasó veinte

años escribiendo para el periódico BaltimoreSun   sobre cuestiones de política estatal ymunicipal; y Rafael Álvarez, otro veteranodel   Sun, había estado trabajando para la

marina mercante —su familia trabaja en el

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puerto desde hace dos generaciones—. Demodo que todos compartimos unos ante-cedentes que tienen que ver muy poco conHollywood.

Conseguimos el trabajo porque, comouna cadena de periódicos foránea había com-prado mi periódico y lo había dejado hechouna pena, acepté la propuesta de escribir

guiones y, finalmente, de aprender a produ-cir para la televisión de parte de quienes es-taban convirtiendo mi primer libro en Hom-icide: Life on the Street . Acepté, pues, el tra-

bajo y al final conseguí producir en solitariomi segundo libro para la HBO. Después dedicha miniserie, la cadena de TV por cableaceptó echarle un vistazo a los guiones deThe Wire. Por lo tanto, hice una transición

poco habitual, y en muchos aspectos noplanificada, del oficio de periodista/autor alde productor televisivo. No era una trans-formación predecible, y me divierte bastante

que llegara a consumarse. Si yo tenía algún

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plan, no era otro que jubilarme sentado a lamesa de mi despacho del Baltimore Sun, gor-roneando tabaco a los periodistas jóvenes ycontando mentiras sobre lo bonito que eratrabajar con H. L. Mencken y WilliamManchester.

Otra razón por la que esta serie puedeparecer distinta a otras muchas es porque

nuestro modelo no es tan shakesperianocomo otros productos de primera línea de laHBO. Los Soprano y Deadwood , dos seriesque por cierto admiro bastante, me re-

cuerdan mucho a   Macbeth, Ricardo III oHamlet  en el sentido de que hacen un partic-ular hincapié en la angustia y maquinacionesde los personajes principales, Tony Sopranoy Al Swearengen. Buena parte de nuestro

teatro moderno parece basarse en el des-cubrimiento de la mente moderna que llevó acabo Shakespeare. Pero nosotros nos in-spiramos en otro modelo anterior y menos

elaborado: los griegos; es decir, que nuestra

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línea temática se abreva masivamente enEsquilo, Sófocles y Eurípides en cuanto quenuestros protagonistas están marcados porel destino y se enfrentan a un juego previa-mente amañado y a su radical condición demortales. La mente moderna, en particularla occidental, encuentra anticuado y algodesconcertante dicho fatalismo, me parece a

mí. Somos una tropa de postmodernos quese auto-realiza y se auto-adora, por lo que laidea de que, a pesar de tantos medios, dineroy ocio como tenemos a nuestra disposición,

seguimos siendo el juguete de unos diosesindiferentes, se nos antoja anticuada y su-persticiosa. Nosotros ya no aceptamos anuestros dioses según esas condiciones y, aexcepción de los fundamentalistas que hay

entre nosotros, ya no reconocemos nisiquiera a Yahvé esa especie de autoridad ir-restricta e intervencionista que había venidodetentando.

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The Wire   es una tragedia griega en laque el papel de las fuerzas olímpicas lodesempeñan las instituciones postmodernasy no los dioses antiguos. El Departamento dePolicía, la economía de la droga, las estruc-turas políticas, el sistema educativo o lasfuerzas macroeconómicas son los que arro-jan ahora rayos jupiterinos y dan patadas en

el culo sin ninguna razón de peso. En la may-or parte de las series de televisión, y enbuena parte de las obras de teatro, los indi-viduos aparecen a menudo elevándose por

encima de las instituciones para experiment-ar una catarsis. En este drama, las institu-ciones siempre demuestran ser más grandesy los personajes que tienen suficiente hybrispara desafiar al postmoderno imperio amer-

icano resultan invariablemente burlados,marginados o aplastados. Es la tragediagriega del nuevo milenio, por así decir. Comoel objetivo de buena parte de la televisión es

suministrar catarsis, redención y el triunfo

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del carácter, se trata de un drama en el quelas instituciones postmodernas ganan lapartida al individuo y a la moral, y en el quela justicia parece diferente de alguna man-era, opino yo.

Lo cual explica también por quétenemos buenas reseñas, pero menos audi-encia que otros modos de narrar. En nuestra

época de Enron, WorldCom, Iraq y Katrina,mucha gente quiere que el ocio televisivo lehaga olvidar los sinsabores de la sociedad enque le ha tocado vivir. Lo cual me lleva a la

noción postrera de por qué The Wire puedeparecer un producto distinto. Los chifladosque lo hacemos vivimos en Baltimore, y, porlo que a Price, Pelecanos y Lehane se refiere,en su obra literaria escriben sobre ciudades

de segunda fila de las zonas industriales dep-rimidas de la Costa Este, como Jersey, o de laparte nororiental de Washington, o sobreDorchester, en vez de sobre Manhattan, Ge-

orgetown o el bostoniano barrio de Back.

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Bay. Nosotros somos de la otra América, o dela que se ha quedado atrasada respecto de laera posindustrial. No vivimos en Los Ángelesni asistimos a sus saraos; lo que hacemos nolo hacemos con el fin de triunfar en el mundodel pasatiempo televisivo con un éxito ase-gurado y conociendo a gente pija ni reser-vando la mejor mesa en el Ivy. ¡Joder! La úl-

tima vez que George y yo cogimos el cochepara ir a cenar al Ivy, tuvimos que esperarcuarenta y cinco minutos para que nos dier-an mesa, y nos anunciaran como los «Pel-

icanos»

[1]

. Nosotros no pertenecemos a esaclase de gente ni necesitamos el dinero ni elnivel de Zeitgeist que se exige para pertene-cer a ella. Nosotros nos movemos por los di-

versos Baltimores del mundo escribiendo loque queremos y nunca tenemos el ojo puestoen si eso va a venderse tanto como, por ejem-plo, una ficción con más caras blancas, mástías con tetas explosivas y más escenas con

sangre a borbotones.

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Nuestras motivaciones son las reac-ciones naturales de unos escritores que vivenmuy cerca de una experiencia americanaconcreta —e independiente de Hollywood— yque están tratando de captar en vivo esa ex-periencia. Cosa, por cierto, harto difícil, ha-bida cuenta de lo aislada que suele estar laindustria del entretenimiento en Estados

Unidos. No quiero que esto parezca una de-claración de principios relamida, preten-ciosa, clasista y seudoproletaria; pero las co-sas son como son. Yo vivo en Baltimore.

¿Cuántos yates me están esperando en supuerto para practicar esquí acuático? ¡Queles den por culo! Yo soy feliz con lo que mepagan por hacer programas de televisiónsobre el mismo tema que trataría en mis

artículos periodísticos o en una novela larga.Y los demás guionistas piensan de maneramuy parecida a la mía.

 Así que somos una especie de inadapta-

dos sociales, y aunque esperamos que el

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programa sea suficientemente entretenidoninguno de nosotros se ve como una fuentede entretenimiento. Nuestra motivación es,permíteme que me repita, de índole peri-odística o literaria. Esperar que sea así puedeayudarle a uno, lo cual no tiene por qué son-ar a algo elaborado y pomposo. Perdónanospor haber pensado en esta mierda: sabemos

que es televisión, pero no podemos hacerotra cosa. Pero, como probablemente sepasteniendo en cuenta lo mucho que te gusta lamúsica, a veces se necesita poco más que tres

acordes, un solo de guitarra y un buen coro.NH: ¿Cómo les presentaste el proyecto?

DS: Le presenté   The Wire   a la HBO

como una serie antipolicías, como una es-pecie de rebelión contra todos los estúpidosprocedimientos policiales que invaden y afli-gen a la televisión en EE.UU. Yo soy total-mente contrario a la prohibición de las dro-gas. Lo que empezó como una guerra contra

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el narcotráfico hace ya varias generaciones seha convertido actualmente en una guerracontra las clases marginadas, y lo que lasdrogas no han destruido en nuestrasciudades lo ha destruido la guerra contra el-las. Yo le sugerí a la HBO —la cadena yahabía producido algunas series rompedoras,como  Los Soprano, Sex and the City (Sexo

en Nueva York) y otras, llegando adonde nopodían llegar las cadenas más vistas— quepodía seguir ganando audiencia produciendolo que las demás cadenas de televisión

(series policiales) pero invirtiendo el form-ato. En vez del habitual producto televisivo«tipos buenos persiguiendo a tipos malos»,que se cuestionara la validez de talesetiquetas y se preguntara si tales nociones,

claramente morales, servían realmente dealgo.

La serie trataría sobre el capitalismo sal-vaje que va arrasándolo todo, sobre cómo el

poder y el dinero se confabulan en una

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ciudad americana postmoderna y, final-mente, sobre por qué los que vivimos enciudades relativamente grandes no sabemosresolver nuestros propios problemas ni curarnuestras propias heridas. En aquella fase degestación, Ed Burns y yo junto con el yafallecido Bob Colesberry, consumado cine-asta que hizo las labores de productor y dir-

ector y creó el patrón visual para The Wire—concebimos una serie que, temporada trastemporada, metiera el bisturí a un sectorconcreto de la ciudad americana, de manera

que, hacia el final de la producción, este Bal-timore simulado representara a toda laNorteamérica urbanita por haber sacado arelucir, y abordado de lleno, los problemasbásicos de la vida urbana.

Primera temporada: lo que no funcionaen la guerra contra el narcotráfico y el temaperenne de las instituciones postmodernasque se mantienen devorando a los individuos

a los que se supone que deben servir, o

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sirven de hecho. Segunda temporada: lamuerte del trabajo y la destrucción de laclase trabajadora estadounidense en la eraposindustrial, con el puerto de Baltimorecomo telón de fondo. Tercera temporada: elmundillo político y las posibilidades de re-forma, con la municipalidad como telón defondo. Cuarta temporada: la igualdad de

oportunidades, con el sistema de la en-señanza pública como telón de fondo. Encuanto a la quinta y última temporada,tratará de los medios de comunicación y de

nuestra capacidad para reconocer y abordarnuestras propias realidades, con los periódi-cos y canales de televisión de la ciudad comotelón de fondo.

¿Le expusimos a la HBO estos planes

tan grandiosos en un primer momento? No,en la reunión de presentación, los directivosse habrían carcajeado de nosotros, y ahíhabría terminado todo. Así que decidimos

hacer hincapié más bien en nuestra

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intención de invertir las series sobre policíasy acometer un examen profundo del mal fun-cionamiento de la guerra contra el narco-tráfico. Pero, antes de cambiar de temática yde mirar al puerto —en la segunda tem-porada—, me senté a hablar con los ejec-utivos de la HBO y les expuse la convenien-cia de dar vida a una ciudad americana y de

abordar los temas mencionados desde esabase. Y en ello estamos.

NH: Si te soy sincero, creo que, en elplano profesional, Baltimore ha ejercido enmí un mayor influjo que cualquier otraciudad de EE.UU. Sin duda, una de las cosasque intenté con Alta fidelidad fue realizar uncruce entre Barry Levinson y Anne Tyler.

Levinson, Tyler,   The Wire, John Waters...Ninguno de ellos parece compartir la mismaestética, y, sin embargo, tu ciudad ha in-spirado unos trabajos con unos rasgos dis-

tintivos muy curiosos. Yo no he estado nuncaen ella, pero me gustaría visitarla. ¿Puedes

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Pero, en fin, yo estoy convencido de quelos escritores, al abandonar los escenariostradicionalmente dominantes de NuevaYork, Los Ángeles, Washington o Chicago,tienen más posibilidades de retratarfielmente la situación de muchas ciudades desegunda fila, menos famosas. Nueva York,Los Ángeles, Chicago o Washington son

ciudades famosas a causa de su tamaño, dela cantidad de dinero que mueven y de susingular cultura (Nueva York es la capital delas finanzas, la moda y el teatro, además de

icono cultural, mientras que Washington esla sede del gobierno y Los Ángeles la capitalcinematográfica del país). Por su parte, Bal-timore es una ciudad posindustrial situadaentre la capital política del país y Filadelfia,

que se está esforzando por encontrar su fu-turo y reconciliarse con su pasado. En estesentido, se parece a St. Louis, Cleveland yFiladelfia v a otras muchas antiguas ciudades

industriales de Estados Unidos, por lo que

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las cosas que se cuentan de esta ciudadpueden aplicarse perfectamente a otrasciudades parecidas. Y aunque las cosas quese cuentan tengan un marco y una culturaespecíficos, de ámbito local, puedentrasladarse fácilmente a otros lugares, lo cualles presta una relevancia adicional.

Si bien reconozco mi ignorancia general,

imagino que un relato ambientado en Lon-dres es un relato propiamente londinense,desde el punto de vista del entorno urbanono aplicable a ningún otro lugar del Reino

Unido, mientras que un relato ambientadoen Manchester podría aplicarse fácilmente aLeeds, Liverpool, Newcastle o a cualquierotra ciudad parecida. Los de aquí nos imagi-namos únicos en nuestro género y tendemos

a sobrevalorar las cosas de nuestra urbe;pero, a otro nivel, nos topamos con las mis-mas cosas en cualquier otra ciudad.

NH: En una novela de Anne Tyler, creorecordar que alguien se pregunta en cierto

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de la Guerra Civil se produjeron en la cén-trica Pratt Street, cuando los vecinos seamotinaron y lanzaron piedras contra el regi-miento de Massachusetts mientras desfilabadesde una a otra estación de ferrocarril paradirigirse al Sur y reforzar la zona de Wash-ington al comienzo de la guerra. Ah, y JohnWilkes Booth, el que asesinó a Lincoln, era

de Baltimore, y su famosa familia de actores,incluido el propio John, está enterrada en elcéntrico cementerio de Greenmount.

Siguiendo con esta inútil lección de his-

toria, podemos recordar también, en clavepatriótica, que fue en el fuerte McHenrydonde el himno nacional fue compuesto porun tal Francis Scott Key, prisionero durantela guerra de 1812 de un barco británico que

se hallaba bombardeando el citado fuerte.Vosotros, los británicos, incendiasteis Wash-ington y Filadelfia y os dispusisteis a prenderfuego también a Baltimore tras desembarcar

a todo un ejército a las puertas de la ciudad.

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Pero, si la flota no lograba reducir el fuerte,la marina no podría tampoco entrar en el pu-erto y apoyar la invasión. Por la mañana, labandera estrellada seguía ondeando enMcHenry, lo que nos permitió tener algo quecantar al comienzo de los grandes aconteci-mientos deportivos. Tras terminar en empatela batalla de North Point contra el cuerpo de

voluntarios de Baltimore, el ejércitobritánico embarcó de nuevo en los navios deSu Majestad y se hizo a la mar.

Lo cual me retrotrae al momento más

feo de mi vida como estadounidense, un mo-mento del que estoy también orgulloso de unmodo un tanto perverso. Hace unos años, es-tuve visitando las criptas de la catedral de St.Paul, en Londres, y nos enseñaron todos los

generales que habían tenido la suerte de serenterrados al lado de Wellington. El guíaturístico, un hombrecillo que parecía un du-ende y que, de joven, había salvado la cated-

ral encaramándose al tejado para recoger los

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conocía. Como se sabe, Ross resultó mortal-mente herido en North Point a manos de dosvecinos de Baltimore, que con sus escopetasse arrastraron por el bosque haciéndolo caerdel caballo, lo que enfureció a los británicos,que mandaron un destacamento entero deRoyal Marines para matar a los tiradores,que se llamaban Wells y McComas. (Están

enterrados en un sepulcro situado en el bar-rio pobre de Baltimore Este y cerca del fuertehay sendas calles con sus nombres).

«Muy bien», contemporizó el guía,

quien a Dios gracias esbozó una sonrisa me-dio divertida. O al menos eso me pareció.

NH: Paso ahora a preguntarte por el re-parto. Me gustaría saber si los actores hici-

eron alguna aportación a los personajes rep-resentados. Porque me parece que retratar aunos camellos callejeros con la precisión conque tú lo has hecho —no son el típico ejército

de desalmados violentos, sin rostro, indifer-enciable— debe exigir mucha paciencia y

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mucho ingenio. ¿Estaba todo eso en elguión? ¿En qué medida te implicaste person-almente en el reparto? He estado viendo TheCorner, y por eso sé que ya trabajaste antescon algunos de esos tipos (resulta siempredesconcertante, si has visto antes The Wire,toparte con un policía o un político que fumaporros...). Me gustaría saber qué es lo que es-

tabas buscando. ¿Hay muchos chavales deBaltimore en la serie? Y otra cosa: ¿Cómo esque has utilizado a tantos ingleses? Fuegrande mi asombro al descubrir que Idris El-

ba, que hace el papel de «Stringer» Bell, eraen realidad inglés.

DS:   Preparamos el reparto con sumocuidado. Al igual que todos los que compon-

en el equipo productor, yo también participoen las decisiones que se toman sobre los per-sonajes importantes de la serie. Procuramosevitar esos momentos en los que unos

actores muy famosos aparecen en pantalla yhacen que los espectadores pierdan su

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percepción de The Wire como un ejercicio dedocumentación. Por eso contratamos a muypocos actores de Los Angeles. Preferimosactores de Nueva York o incluso a actores dela escena londinense, y siempre que po-demos recurrimos a ciudadanos de Bal-timore para los papeles secundarios o deapoyo. Cuando unos actores profesionales

interactúan con gente real, el mundo que es-tamos describiendo parece más improbable eidiosincrásico y, por tanto, más creíble.

 Además, lo que más contribuye a la ver-

osimilitud en nuestras caracterizaciones esque la mayor parte de los personajes import-antes, por no decir todos ellos, tiene su cor-respondiente en algún individuo de Bal-timore que conocemos, o que conocimos, ya

a través de Ed Burns —en su doble calidad deantiguo detective y docente—, ya de BillZorzi, ya de mí mismo, por haber escritoantes sobre esas personas. Lo cual no quiere

decir que exista una adecuación perfecta

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entre la gente real y los personajes de la fic-ción. Un camello puede tener los rasgos dedos o tres contrapartidas suyas en la vidareal, y en ese caso robamos la historia de untraficante y la aplicamos a otro, o mezclamosy combinamos distintos rasgos. Pero todoecha sus raíces en lo real, lo que en mi opin-ión produce unos retratos únicos e idiosin-

crásicos. Una buena parte ya se encuentra enel guión, y por eso solemos instar a nuestrosactores a que se atengan a él. Pero los actoresson también unos profesionales, que, como

tales, siempre aportan algo propio. Unas vec-es ofrecen una improvisación que mejora opotencia la historia, y la aceptamos. Otras,sin embargo, los obligamos a atenerse alguión. Pero para cada escena hay un pro-

ductor, que es el que se encarga de tomar ladecisión y de velar por que se respeten losguiones; y como nuestros actores son muyprofesionales, podemos confiar en que van a

respetar el material de base.

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lectura (no tenemos para nada en cuenta loque los cabrones de tus compatriotas hici-eron en y a nuestra capital en 1812). Porsupuesto, un actor inglés tiene la ventaja deaportar mayor credibilidad a nuestro Bal-timore simulado siempre y cuando no hayaestado sobreexpuesto en los medios decomunicación estadounidenses y sea capaz

de dominar el acento. Sus caras son pococonocidas aquí y, por tanto, son menos sus-ceptibles de distraer a los telespectadores.

Empezamos a rodar a finales de marzo

[de 2007] y seguiremos hasta mediados deagosto. Ésta será la última temporada. ¡Escurioso! El público americano ha necesitadocuatro temporadas para llegar a descubri-rnos, pero esta última temporada ha ocur-

rido algo, y ¡vaya si nos ha descubierto!Cuando pasen unos años sin queaparezcamos en la pantalla, seremosfamosísimos. En los últimos dos o tres

meses, tanto el New Yorker como la   New

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York Times Magazine  nos han pedido per-miso para mandar gente al rodaje e ir así ab-riendo el apetito del público con vistas a laquinta temporada, que no se emitirá hasta2008. En Baltimore estamos acostumbradosa que no nos hagan mucho caso. Eso nos in-comoda un poco, pero en fin, intentamosresignarnos.

NH: Me interesaría bastante conocer turelación con Baltimore, quiero decir, en elplano práctico. Casi todos los altos estamen-tos aparecen acusados de corrupción, de-jadez, espíritu vengativo, etcétera. ¿Cuál hasido la respuesta oficial? ¿Escriben al re-specto los autóctonos? Y, ¿qué hace tu pren-sa de eso? No creo que haya en EE.UU. una

sola ciudad que haya tenido que enfrentarsea unos tipos como vosotros.

DS: La respuesta rápida es que los per-sonajes que representan el mundo del tra-bajo, o incluso a las capas medias, por regla

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general aceptan mejor nuestra ficción que laspersonas que ostentan algún poder. El al-calde, que es también gobernador de nuestroEstado (fue elegido en los comicios del pas-ado otoño) abomina evidentemente de laserie. Después de emitirse la primera tem-porada, nos retiró el permiso y pidió a losdistintos organismos de la ciudad que de-

jaran de colaborar con nosotros. En una con-versación posterior que mantuvo conmigopor teléfono, me hizo saber que Baltimore noquena figurar «en la serie  The Wire». Yo le

recordé que, antes de entregarle el borradorde guión a la HBO, había almorzado con él ysu jefe de personal y que les había comunic-ado siguientes temporadas, en caso derodarse, darían una vision mucho más negra

y realista de la ciudad y sus problemas, re-cordé también que, como todo el mundosabía, Baltimore ya se había llevado dosbuenos pedazos de pastel con Homicide y

The Corner y que, si prefería, yo podía

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montar el plato y filmar la historia en cu-alquier otra antigua ciudad industrial de laCosta Este. Que no había ningún problemaen ese sentido. En efecto, los problemas queestamos abordando no son en absolutoprivativos de Baltimore. «No», sentenció.«Estamos orgullosos de los programas.Ruédelas aquí».

 Al recordarle aquello, el alcalde pregun-tó si era posible trasladar el programa a otraciudad. Le contesté que no podía hacerlopara aquella segunda temporada (ya

teníamos confeccionados los escenarios, y laAutoridad Portuaria de Maryland estaba col-aborando activamente en la elección de em-plazamientos para la filmación de las secuen-cias portuarias), pero que recogería los bár-

tulos y me iría a Filadelfia en cuanto con-cluyera el rodaje.

«Y entonces la ciudad retratada en laserie será Filadelfia, ¿no?».

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Le contesté que no. Ya estaba claro queMcNulty y Cía. eran policías de Baltimore yque la ciudad retratada era Baltimore. «Yoestoy pillado y usted también está pillado. Yahablamos de esto hace dos años, un día quele pedí permiso durante la comida, ¿no lorecuerda?».

«Así que Filadelfia se llevaría el dinero

por rodar allí, pero la ciudad retratadaseguiría siendo Baltimore, ¿no es eso?».

«Exacto».Larga pausa, seguida de: «Reconsider-

aré su petición del permiso de rodaje». Y colgó. Pero en honor del alcalde hayque decir que, a partir de aquel momento, sevolvió más estoico y guardó silencio sobre laserie, y los principales estamentos de la

ciudad —que habían dejado de colaborar connosotros—, de repente, dieron un giro deciento ochenta grados: desde entonces, lasinfraestructuras políticas y empresariales de

Baltimore han dado muestra de gran

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profesionalidad, asegurándonos tres tem-poradas seguidas de rodaje. Sin duda hayque reconocerle al alcalde cierta capacidadde maduración. Muchos policías de a pie,chavales del casco viejo, camellos, est-ibadores, funcionarios currantes, etcétera,que siguen la serie dicen que les gustabastante Puede que eso no sea extensible a

todo el mundo. Después de todo, sólo pre-guntamos a la gente que entrevistamos, y talvez la gente a la que no le gusta, o no aprecialo que estamos haciendo, se está esforzando

simplemente en ser amable con nosotros.Pero puedo asegurar que, cuando Omar,«Stringer» o «Bodie» se bajan de la caravanadurante un rodaje en plena ciudad, son sa-ludados con grandes muestras de afecto y fi-

delidad por todos los vecinos que acuden aver. El «otro» sector de Estados Unidos, elsector más desdeñado del país, parece tenerla sensación de que finalmente se está

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que el gobierno no debía meterse a comentar—como acto gubernamental, los individuospueden decir lo que les apetezca— el valor decualquier historia contada por cualquierciudadano sobre cualquier asunto. El promo-tor de la campaña hizo caso omiso de nuestrapetición y la resolución fue sometida al votodel comité.

 Acudí a la reunión de dicho comité, nocomo David Simón, Productor ejecutivo deThe Wire, ni como el David Simón de la HBOni tampoco como el presidente de la Blown

Deadline Productions. Empecé diciendo quevivía en William Street, en la Primera Cir-cunscripción Electoral y que, en mi calidadde vecino de Baltimore, me oponía a... Porincreíble que pueda parecer, creo que los

presentes se mostraron sorprendidos de ver-me allí. Sin duda creían que me había ido avivir a Los Ángeles, o alguna otra chorrada.En cualquier caso, con aquella intervención

mía les toqué un poco más aún las pelotas, y

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probablemente fue aquello lo que desen-cadenó la airada conversación telefónica delalcalde: el promotor de la moción era unpolítico de su mismo bando. Pero supongoque, cuando a uno le lanzan una piedra, lomejor que puede hacer es devolverla.

NH:  Siempre que me entran ganas de

escribir para  The Wire, me doy cuenta en-seguida de que no sabría reproducir la ver-dadera jerga de los narcos. ¿Conocías tútantas cosas de ellos antes de empezar? ¿O tehan puesto al día personas que están más fa-miliarizadas con ese mundillo?

DS: La pauta que sigo para intentar serverosímil es muy sencilla (la vengo siguiendo

desde que empecé a escribir ficción): el lect-or medio... que se joda. A lo largo de mi car-rera como periodista, siempre me dijeronque tenía que escribir pensando en el lectormedio. El lector medio, tal y como ellos loentendían, era un suscriptor blanco,

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acomodado, con-dos-hijos— coma-y-algo ytres-coches-coma-y-algo, un perro y un gato,más los consabidos aparejos de jardín; unapersona ignorante que necesita que se lo ex-pliquen todo, ya mismo. Así, tu exposición seconvierte en un peso increíble, en unauténtico peñazo. Que le jodan. Que le jodanpero bien.

 Ya desde  Homicide, el libro, decidí es-cribir para gente que vive lo que cuentas,para gente de ese mismo mundo. Meguardaría para mí algunas cosas, suponiendo

que el lector/espectador sabía más de lo quesabía realmente, o podía saber, con unarazonable dosis de esfuerzo por su parte; yoandaría por ahí callejeando el tiempo quehiciera falta hasta conseguir captar de qué

iba realmente el asunto. También me dicuenta —y esto fue más importante paramí— de que el libro o el material filmado ser-ía un fracaso si la gente de esos mundillos,

tras leer/ver mi relato, sentía que yo no

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había logrado captar su mundo de una man-era respetable.

No cometer errores. En el mundo peri-odístico, esto no significa querer que la genteesté de acuerdo con cada página que es-cribes. A veces, la naturaleza conflictiva de loque estoy diciendo me exige escribir cosasque no le gustan a la gente desde el punto de

vista del contenido. Pero desde el punto devista del diálogo, de la jerga, la descripción,el tono..., yo quiero que cualquier detectivede homicidios, camello, estibador o político

de cualquier rincón de EE.UU. se levante ydiga: «¡Anda! Así es el mundo en el que memuevo». Ése es mi objetivo. No es fruto deorgullo, ambición o antojo de escritor, sinofruto del miedo. Del pánico absoluto. Como

tantos otros escritores, yo paso los días conel vago temor a que, en algún punto, alguienque sabe más que yo se ponga a escribir untocho indicando exactamente dónde mi tra-

bajo resulta plano, mendaz, apoyado en

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falsos supuestos, hecho de mala gana. Yo meveo etiquetado como escritor, recibo buenascríticas, y me persiguen las mismas dudassoterradas, latentes, incluso después de miséxitos. Sospecho que muchísimos escritorestienen la misma sensación. Creo que eso esfruto de la arrogancia propia de quien se le-vanta en el transcurso de una reunión

alrededor de la hoguera y declara, básica-mente, que tiene la mejor historia que sepueda contar ahora y que la gente debería es-cucharla, joder. El oficio de contar historias y

quienes las cuentan están enfangados en elonanismo del «haced me caso». «¡Es-cuchadme bien! Yo soy de Baltimore y tengoaqui una mierda que tenéis que ver, coño!Dejad a un lado esa porquería de CSI Miami

y prestad un poquito de atención, so capul-los! Voy a contarlo de la manera másauténtica, más guay, y...». O sea, que, en micaso, presentarte como el escritor curandero

de la tribu sólo exige como credencial una

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docena de años escribiendo artículos poli-ciales en Baltimore y una licenciatura corri-ente en una masificada universidad estatal.En teoría, ¿por qué yo? Pero me da la im-presión de que un buen escritor, independi-entemente de su origen, duda de su propiavoz un poquito, y de su derecho a que los de-más oigan su voz. Puro descaro. ¿Quién te ha

dado vela a tí en el cortejo de los contadoresde historias?

 Así que... sí, para los camellos y los ma-deros, pasé varios años recogiendo material.

Quería saber quiénes son, cómo piensan yhablan. Cuando hubo que añadir políticos,bueno, me informé un poco acerca de lapolítica para captar el tono general, pero in-cluimos a Bill Zorzi, el mejor periodista

político del  Baltimore Sun, en el plantel deguionistas. Cuando llegamos a los est-ibadores, incluimos también a RafaelAlvarez, antiguo periodista y escritor de rela-

tos que había dejado de escribir para unirse

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al sindicato de marineros, y cuya familia llev-aba trabajando en la industria naval desdehacía tres generaciones. Y el resto de noso-tros, yo incluido, pasamos varias semanas in-tentando conocer de cerca a los trabajadoresportuarios y su mundillo, y a los sindicalistasdel sector, o simplemente paseando por lasterminales portuarias día tras día a fin de dar

mayor verosimilitud a nuestros personajes.De nuevo, lo que yo quería era que los est-ibadores de Estados Unidos vieran The Wirey dijeran: «Esta serie mola. Se nota que

conocen mi mundo. Nunca había visto mimundo reflejado en la tele, pero estos tíos lohan clavado». Aunque también temía que al-guien saliera con: «Vaya montón de chorra-das. Otra vez la misma historia».

Lo cual nos lleva de nuevo al tema dellector medio. Hay que rendirse a la eviden-cia: no puedes escribir sólo para la gente quevive en sus carnes lo que cuentas si el mer-

cado no te sigue también. La tele

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convencional sigue siendo, más o menos, elgran medio de masas, a pesar de la irrupcióndel cable, que reduce el número de especta-dores por canal. En fin, te voy a ontar unsecreto que aprendí con Homicide, y en elque creo a pie juntillas: si escribes algo lo su-ficientemente creíble para que el que estádentro te crea, entonces el que está fuera

también te creerá.   Homicide, The Corner,The Wire y Generation Kill ; todas estasseries son unas invitaciones a viajar, encierto sentido permiten al lector/espectador

medio llegar adonde de otro modo nohabrían llegado. A éste le gusta sumergirseen un mundo nuevo, complejo y posible-mente peligroso, que nunca va a ver en lavida real. No le gusta conocer con pelos y

señales el habla vulgar ni la jerga de determ-inadas capas sociales... Pero le gusta queconfíen en él y le dejen adquirir informaciónsegún sus propias condiciones, conocer a

gente nueva, hacer el viaje teniendo por

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única guía su propia inteligencia. La mayoríade la gente inteligente no aguanta la mayorparte de los programas de la tele porque éstaha sido generalmente un medio condescen-diente, que lo explica todo inmediatamente,sin permitir ninguna ambigüedad y ofre-ciendo unos diálogos que simplifican y suav-izan la realidad respecto a la manera idiosin-

crásica como la gente de mundos diferentesse comunica entre sí. Al final, esto exige quepersonajes de distintas procedencias hablende la misma manera que los espectadores. Lo

cual, naturalmente, supone un trabajoterrible.Hay dos maneras diferentes de viajar.

Una es acompañado de un guía turístico, quete enseña las chorradas que todo el mundo

visita. Haces una foto, y a otra cosa, mari-posa, sin que experimentes nada más queuna visión aséptica y la acumulación de unoscuantos datos. La otra manera de viajar exige

lias tiempo, y de ahí la necesidad de que este

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tipo de visión sea una serie o miniserie mín-imamente larga, siguiendo esta mala metá-fora. Pero si, por ejemplo, estás en un sitio ycuelgas la bolsa y te acercas al bar o garito dela esquina y haces el ganso un poco y de pasounos cuantos amigos, y te abres a un nuevoambiente, a una nueva época y a una nuevagente, entonces Pronto tendrás la sensación

de vivir en un mundo totalmente distinto.Pues de esto se trata: de convertir la tele-visión en ese tipo de viaje, en el plano in-telectual. Llevar esos pedazos de EE.UU. que

se encuentran oscurecidos, postergados o in-cluso segregados respecto de la gente corri-ente y tratar de demostrar su relevancia y ex-istencia para la gente corriente de este país.Decir, en suma: «Esto forma parte del país

que habéis hecho. También esto forma partede lo que somos y de lo que hemos constru-ido. Reflexionad sobre ello, panda decapullos».

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La única diferencia entre lo que noso-tros hacemos y un viajero de largo recorridoque evita los caminos trillados es quenuestros espectadores no tienen realmentenecesidad de hacer el ganso. Ni siquiera tien-en necesidad de levantar el culo del sofá.Aquí pueden captar lo que se está cociendoen un corrillo de narcotraficantes o en una

Unidad de Homicidios o entre unos políticosen campaña. Sin embargo, nuestro conten-ido, aunque suavemente masajeado paraproducir ficción dramática, echa sus raíces

en una información y una experiencia bienprecisas.Por último, y por supuesto, a cierto nivel

tenemos que querer a la gente, de la claseque sea. Esto me parece a mí un requisito

fundamental si queremos clavar los diálogos.Hay que saber estar con la gente, escuchar.Una anécdota, para terminar: en ciertaocasión, Richard Price vino a Baltimore a

estudiar una parte de Freedomland (El color

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del crimen). Teníamos entre manos un ases-inato parecido al que él estaba escribiendo, yquería darse una vuelta por ahí para captarmejor el tono de la cosa, imagino. De maneraque viene a verme, salimos a recoger materi-al para su caso, entrevistamos a testigos, de-tectives y hasta al lucero del alba. Y como éles el jodido Richard Price que me enamoró

desde The Wanderers (Las pandillas delBronx), pues tenía que enseñarle mi ter-ritorio un poco. Por aquella época, yo estabainvestigando y escribiendo The Córner, el

libro. Así que cogemos el coche rumbo aWest Baltimore, y yo empiezo a enseñarle elbarrio donde Ed y yo estamos ya recogiendomaterial para nuestro trabajo. Al doblar unaesquina, me tropiezo con Gary McCullough,

uno de mis personajes principales. Y Gary,que acaba de conseguir droga y tiene uncolocón de campeonato, empieza a charlarcon nosotros, se ríe de algo que he dicho y

exclama: «Jo, tío, eres como un apple-

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scrapple». Es una expresión típica de Bal-timore pasada por la jerga afroamericanaque significa algo así como tomar un platoespecial o darse un capricho. Al poco de de-cirlo Gary, noto un gesto picaruelo en la carade Price, y pienso de repente: «Mierda, meva a quitar el apple-scrapple. Espero que nolo publique antes que yo; si no, adiós muy

buenas». Por supuesto, en cuanto Gary semarcha, Richard se vuelve a mí y me recita:«¡Apple-scrapple! ¡Me lo quedo!».

¡Qué cabritos, estos escritores!

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Baltimore Time

Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán es uno de los escritoresmás aclamados de su generación. Tras su ex-itosa revelación con  Historia argentina, hasido considerado como uno de losabanderados de la joven narrativa argentina.Es autor igualmente de Vidas de santos, Tra-bajos manuales, Esperanto, La velocidad delas cosas y Mantra. Con Jardines de Kens-

ington obtuvo el Premio Lateral de Narrativay fue finalista del Premio Lara de Novela,siendo publicado el libro con gran éxito decrítica en Alemania, Brasil, Estados Unidos,

Francia, Holanda, Italia, Reino Unido, Polo-nia, Suecia y en proceso de edición en siete

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países más. Fresán reside en Barcelona yacaba de publicar su nueva novela: El fondodel cielo.

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***

UNO. Nunca estuve en Baltimore; peroahora vuelvo a Baltimore.

 Al Baltimore que conozco sin jamáshaber estado allí.

 Al Baltimore friki  y transgresor de JohnWaters, al Baltimore melancólico y casi colorsepia de Barry Levinson, al Baltimore alu-cinado por el alucinado Edgar Alian Poe, al

Baltimore donde transcurren las adorablesnovelas de Anne Tyler, al Baltimore de un talDavid Simón.

Lo que equivale a decir —luego de eseúltimo nombre propio que, después de todos

y todo lo anterior y de tanto y tantos que hanquedado fuera, el Baltimore al que ahoravuelvo es nada más y nada menos que el Bal-timore donde transcurre una serie de tele-

visión llamada The Wire.

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DOS.   Vuelvo al Baltimore en el quenunca estuve (pero en el que pasé tantos díasy noches durante cinco temporadas) con

Codales marca Google Earth. Como si des-cendiera desde las alturas, acercándome sinprisa pero sin pausa a los lugares que me in-teresa recorrer y revisitar. Pero antes, entre

las nubes, algunas cosas que dije antes, aquícerca, en un libro de esta misma editorial, apropósito de otro sitio en el que jamás estuvepero que conozco tan bien (el hogar y ecos-istema de una familia mañosa en New Jerseyy sus alrededores) y que me parece pertin-ente recordar antes de tocar tierra firme.

 A saber:1.- «The Wire es The Beatles.  Pero The

Beatles no podrían haber existido si no hubi-era existido antes Elvis Presley. Y  Los Sop-rano   es Elvis. O —tal vez mejor— FrankSinatra. Aunque a veces Los Soprano se

parece un poco demasiado a Dean Martin.

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Lo que no es un insulto sino casi todo locontrario».

2.-  «Los Soprano   es realista pero  TheWire es real. The Wire es un reality show im-pecablemente escrito, con los mejores con-cursantes posibles y magistralmentedirigido».

3.- «No pasa semana sin que algún in-

telectual de renombre diga eso de "Si Cer-vantes / Shakespeare / Austen / Dickens /Dumas / Proust viviera, hoy estaría es-cribiendo guiones para la HBO" o algo por el

estilo [...]. Pero, enseguida, la cosa vuelve acomplicarse cuando alguien suelta como sinada un "La Gran Novela Americana se es-cribe en estos días como guión de serie tele-visiva". Y, otra vez, volvemos a sintonizar el

colorido fantasma de Scheherezade y el epi-léptico ruido blanco del zapping [...]. Estáclaro que, hoy por hoy, la televisión ha incor-porado lo mejor del gran cine, se ha quitado

de encima tabúes y límites gracias a esa zona

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libre que son los canales de pago. Y quebuena parte de los mejores actores y actrices,a los que ya nada tiene para ofrecerles opedirles un celuloide cada vez más adoles-cente y efectista, gravita con naturalidad ygracia hasta la pantalla pequeña cada vezmás grande y ocupan un espacio cada vezmayor en las salas de los hogares de esta

nueva Gran Depresión [...]. Pero: ¿la GranNovela Americana? "Esto no es televisión",proclama, críptico, el lema de la HBOcuando realidad debería decir: "Esto sí es,

por fin, televisión y de la televisión siempredebería haber sido; disculpen, por favor, lasmolestias ocasionadas por la demora, Co-metemos que no volverá a ocurrir" [...]. Y sise trata de insistir en la potencia novelística

de la nueva televisión, ok de acuerdo. Perointroduzco un matiz: las grandes series dehoy sólo funcionan —novelísticamente hab-lando— cuando el espectador/lector dispone,

por lo menos, de una temporada completa y

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puede administrar tiempos e intensidadescomo si se tratase de un libro. De otro modo,buena parte de lo mejor que se emite por es-tos días —semana a semana—, resulta insufi-ciente, y no satisface del mismo modo en quealguna vez lo hicieron los sucesivos capítulosde algún folletín Victoriano. Así, no es queestemos viviendo una edad dorada de la TV

sino una edad dorada del DVD. Créanme: selo dice alguien que tuvo la paciencia y la dis-ciplina de esperar varios años a que concluy-era Los Soprano y recién entonces irse a

vivir, feliz, a esa casa de Nueva Jersey dur-ante un par de meses».

 Ahora, sí, ya está, bienvenidos a Bal-timore. Yo les doy la bienvenida a Baltimore,

esa ciudad en la que nunca estuve pero de laque he visto tantas cosas, a través del vidriomás o menos blindado de una pantalla detelevisión.

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entenderlo, tienen toda mi piedad y ad-miración) sesenta horas semana tras sem-ana, año tras año.

Estas páginas son para los iniciados,quienes —aunque jamás hayan estado allí—vivieron en Baltimore y la conocen más ymejor que a la ciudad donde habitan, dondenacieron, o donde morirán.

Bienvenidos, entonces, no sólo a Bal-timore sino, también, al Baltimore Time queno es la «Hora de Baltimore» sino el«Tiempo de Baltimore»: la particular man-

era en que el tiempo transcurre y hatranscurrido a lo largo y ancho de cinco tem-poradas y sesenta episodios de The Wire.

Un tiempo distinto, diferente, la versiónproustiana del timing que suele exigírsele a

toda serie policial y que The Wire nos regaló—ésos son los mejores regalos— sin que se lohubiésemos pedido y mucho menos loesperásemos.

Un tiempo único y raro.

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Un tiempo drogado de droga.Un tiempo que recuerda a los limbos

ambarinos de un hotel en Marienbad o de laisla de Morel.

Un tiempo que primero nos descon-cierta para enseguida —bastan dos dosis,apenas dos episodios— descubrirnos comoyonquis imposibles de ser rehabilitados

porque no queremos rehabilitarnos. Quere-mos más y mejor.

The Wire   siempre cumple y llega conmercadería pura y de la buena.

CUATRO. Y paradoja más que interes-ante: la que hoy es considerada la mejor ymás revolucionaria serie televisiva de los úl-timos años (o de todos los tiempos) lo ha

sido gracias a hacer volar por los aires tres delos mandamientos mas firmes de toda seriede televisión con aspiraciones al éxito y a latrascendencia.

El primer mandamiento pasa por res-petar cierta fluidez del tempo narrativo,

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respetar los dictados de la frecuencia seman-al, ofrecer al espectador algo que —más omenos— empiece y termine y sea fácilmentesintetizado y conversado en la oficina al díasiguiente y, a la vez, que produzca suficientecuriosidad como para volver allí siete díasdespués. Un «efecto» que   The Wire   jamásconsiguió provocar por la sencilla razón de

que no le interesaba provocarlo.El segundo mandamiento es el de es-

tablecer un héroe/ protagonista que se im-pusiera por encima del elenco con el que el

espectador se identifique /envidie /odie. Al-gunos argumentarán que ese casillero era elque ocupaba el turbulento y volátil oficial depolicía Jimmy McNulty. Otros —acaso másextremos— señalarán la figura de esa suerte

de Batman negro que es y fue el inmensoOmar Little (entre paréntesis, Barack Obamadeclaró públicamente que Omar el justicieroera su personaje favorito en The Wire). Pero

no, lo siento, de verdad: ni uno ni otro se

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parecen Jack   «24» Bauer o a Carrie   «Sexand the City» Broadshaw o a Sookie  «TrueBlood » Stack— house. Ni siquiera a Tony So-prano ni a muchos de sus momentos que hu-bieran pasado por sitcom de luxe si se lesagregaran risas enlatadas. No: en  The Wireestamos solos, más solos que nunca. Y,además, ninguno de sus intérpretes era muy

conocido antes de The Wire. Y toda solicitudde fans famosos (entre ellos el raperoEminem) de aparecer en  The Wire   fue re-chazada por autores y productores (quienes

sí recurrieron a Personalidades de Baltimorepara que hicieran de ellos mismos) porqueno querían que sus personajes tuvieran otravida conocida más allá de la que llevaban enThe Wire.

El tercer mandamiento —y acaso el prin-cipal— es tener claro que uno se sienta a vertelevisión. Y que ver televisión no debe seralgo complicado y que exija demasiado tra-

bajo a quien se apoltrona frente al aparato.

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La vida es complicada. La televisión —sesupone, eso nos enseñaron— no. En todocaso que sea complicada para los personajes,pero que esas complicaciones jamás setrasladen a quien sostiene el control remotosospechando que no tiene el más remotocontrol de su existencia. Una cosa es, relaja-damente, no entender lo que pasa en la muy

extraviada y finalmente simplona   Lost(porque esa es la «gran idea»: que nadie—empezando por sus guionistas y protag-onistas— entienda nada) e irse a dormir con

una sonrisa boba y casi dopada. Y otra muydiferente es —antes de irse a dormir con unamueca tensa— no entender The Wire porqueno se hace el esfuerzo suficiente, porque nose siguen esas serpenteantes conversaciones,

porque uno se pregunta cómo es posible quela cámara no se haya movido durante los úl-timos quince minutos o se necesiten casi to-dos los capítulos de la primera temporada

para conseguir el permiso para activar una

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escucha telefónica y que recién en la quintatemporada se recorten flecos sueltos de laprimera.

 Y otro apunte para una mejor compren-sión del Baltimore Time:  The Wire  —comoHouse, Bones o cualquiera de los demasiadosCSI — es lo que se conoce como un procedur-al. Es decir, como algo que explica y recorre

paso a paso un determinado procedimientocuyo objetivo es resolver un crimen o dia-gnosticar una enfermedad rara. En sesentaminutos máximo incluyendo Cornerciales.

Pero, a diferencia de las series reciéncitadas y de tantas otras,  The Wire  se pro-pone hacerlo en un tiempo real. Y la realidades tanto más lenta que la televisión. La real-idad, tampoco suele proponer soluciones

limpias y claras, y no le otorga al espectadorel privilegio de resolver o adelantarse a losforenses o médicos, más allá de que com-prenda poco o nada la jerga científica.

Pero no importa.

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En   The Wire, por lo contrario, se en-tiende hasta la última palabra de lo que con-versan entre ellos los policías (no así lo queconversan los dealers). Lo que no significaque siempre se tiendan sus motivacionesporque —a diferencia de Gregory House o deTemperance Brennan— los policías de   TheWire tán lejos de ser implacables y se la pas-

an cometiendo errores. Y cuando aciertan,sus victorias son más bien parciales efímer-as. Son victorias perdedoras. Son victoriasque nadie desea para sí mismo. Son victorias

que suelen acabar siendo un castigo para losantiheróicos héroes de The Wire. Así el verdadero tema de The Wire —por

encima y por debajo de su atmósfera policialy más noir que nunca— es EL TRABAJO. El

trabajo de los agentes de la ley, de los trafic-antes de droga, de los sindicatos, de jueces yde abogados, de los maestros de escuela, delos políticos, de los periodistas. The Wire, sí,

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es la serie más «trabajosa» jamás lanzada alaire.

 Así,   The Wire   exige del espectador elmismo entrenamiento y aprendizaje —elmismo trabajo— que exigen novelas comoMoby Dick, Ulises, La montaña mágica, Enbusca del tiempo perdido   o —como bienseñaló alguien— los cantos eternos de la Ili-

ada o la Odisea. Así, The Wire  fue definida por Richard

Price (más detalles sobre él y sobre su obramás adelante) como «el equivalente a una

novela rusa en la HBO». Así, The Wire fue un rotundo fracaso depúblico durante su emisión en los EstadosUnidos por la cadena HBO (entre el 2 de ju-nio de 2002 y el 9 de marzo de 2008), un de-

sastre económico para sus productores, ungran éxito de crítica y ahora, cortesía delDVD, un creciente fenómeno que ya tras-ciende al mero culto y que, tarde o temprano,

hará cuadrar las cuentas.

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Pero falta bastante para eso y, a con-tinuación, más posibles motivos para que lacosa haya funcionado tan mal y haya fun-cionado tan bien. A saber:

1.-   Elenco negro en su mayoría. Parabuena parte de los espectadores es, automát-icamente, una serie «para negros» y que notiene nada que ver con ellos.

2.-   Exige fidelidad absoluta por partedel espectador. Abundan las sutilezas, los ar-gumentos secundarios; demasiado para unmedio que, en los Estados Unidos, es algo

básicamente vegetativo.3.-   Filmada en Baltimore. ¿Baltimore?¿Qué mierda es esto?.

4.- A pesar de haber tenido el apoyo dela HBO y contar con libertad creativa, dur-

ante la primera y la segunda temporada losepisodios se emitían en el horario de las22:00 horas, a continuación de series comoArliss   y   Sex and the City:   shows   que

apostaban por otro tipo de público.

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5.- No hubo suficientes finales felices.6.- No entiendo ni una palabra de lo que

hablan esos negros.7.- ¿Qué cuernos es un D. N. R.?8.- Ni una nominación a los Emmy. ¿He

mencionado ya que  The Wire  fue filmada yproducida por gente que no vive en NuevaYork o Los Ángeles?.

 Atención: quien enumeró estas últimasocho «razones» para que The Wire no hayasido el programa más visto y laureado de lahistoria no fui yo. Fue un tal David Simón.

CINCO.   Breve interrupción y otro delos varios problemas —y placeres— de vivirbajo el influjo del Baltimore Time. El tiempo

en el Baltimore de The Wire tiene algo pare-cido a aquel Día de la Marmota en el que sedespertaba, una y otra vez, Bill Murray enaquella comedia, que los estudiosos delbudismo consideran como la mejor repres-entación hecha por occidentales de los giros

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de las ruedas del karma. Lo mismo, a sumanera, sucede temporada tras temporadaen  The Wire. Un cíclico volver a comenzar:Baltimore permanece, los personajes per-manecen y apenas cambia el escenario prin-cipal donde todos se mueven y conversan yescuchan y llenan formularios y, de tanto entanto, disparan sus revólveres tan lenta-

mente. A saber: la primera temporada centrasus acciones en el ambiente de la droga; lasegunda en el puerto y los muelles en decad-encia; la tercera en los pasillos guberna-

mentales y alrededores; la cuarta (en lo quepara muchos fue el suicidio Cornercial de laserie, para muchos otros su cima creativa, ypara mi un golpe de genio y de audacia sinantecedentes en el medio, con el ex policía

Roland «Prez» Pryzbylewski ascendiendo aprotagonista como dedicado maestro) en unaescuela de los barrios bajos; y la quinta en unperiódico.

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 Algo similar ocurre con la música y lapresentación de la serie. Otros gestos mar-motianos. A lo largo de las cinco temporadasescucharemos la misma canción —«WayDown in the Hole», de Tom Waits, incluidaen su álbum de 1987  Frank's Wild Years—en diferentes versiones a cargo de The BlindBoys of Alabama, Tom Waits, los Neville

Brothers, «DoMaJe» (grupo de cinco adoles-centes de Baltimore) y Steve Earle (quientambién actúa en algunos episodios como eladicto en rehabilitación Walon).

En cuanto a los títulos de la serie, lasimágenes van cambiando casi imperceptible-mente a lo largo de las temporadas pero semantiene, inamovible, esa piedra arrojadacontra el cristal de la lente de una cámara de

vigilancia que no es otra cosa que nuestrosojos.

SEIS.   Ahora así. Conozcan a David

Simón. David Simón —Washington D. C.,1960— es el creador de   The Wire. David

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Simón es escritor y productor de televisiónpero, antes de todo eso, destaco en la redac-ción del periódico   Baltimore Sun   durantedoce años, de 1982 a 1995. De allí salió DavidSimón desilusionado con ciertos tejes ymanejes del oficio, y de allí salieron tambiénlos temas y las personas de las que se nutri-eron dos hbros formidables escritos luego:

Homicide: A Year on the Kill Street  (1991) y—en co-autoría con el ex policía y ex maestroEd Burns— The Corner: A Year in the Life ofan Inner City Neighborhood  (1997). Los dos

transcurren en Baltimore.Los dos son non-flction.El primero de ellos narra sus días y

noches como «sombra» de un escuadrón depolicía durante 1988, y ganó en su momento

el prestigioso Edgar Award; fue celebradopor la crítica y por autores del calibre deMartin Amis («Una obra maestra [...]. Simóntiene un don excepcional a la hora de ver y

oír. Pocos novelistas han escrito tan bien

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acerca de la corrosión de una ciudadnorteamericana») y Norman Mailer («El me-jor libro sobre detectives de homicidiosjamás escrito por un autor es-tadounidense»), y sirvió de base para laigualmente elogiada serie de televisión Hom-icide: Life on the Street  dirigida por otro hijodilecto de Baltimore —Barry Levinson—, y en

la que David Simón participó como product-or y guionista.

El segundo de los libros se ocupa delotro lado de la misma moneda —un año en la

vida de una familia negra y de la esquinadonde se cambian billetes por drogas, y diolugar a una miniserie de seis horas ganadorade tres premios Emmy (uno de ellos para ladupla guionista de Simón 8í Burns) y donde,

sí, ya comienza a latir ese particular Bal-timore Time.

 Vistas y admiradas en perspectiva—desde el aquí y ahora—, pueden entenderse

sin problemas a   Homicide y The Corner

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como prequels de  The Wire   (varios de susactores aparecen en una y en otra) que, deinmediato, hicieron lucir a nobles intentosprevios —como   Hill Street Blues o NYPDBlue— como algo más cerca de I Love Lucy oFriends.

Lo que estaba claro es que David Simónse quedó con ganas de más. Homicide no le

había parecido «lo suficientemente real», de-claró. Y  The Corner era apenas la punta deliceberg. De ahí  The Wire.  La idea principal—el concepto-sería, justamente, la lentitud y

parsimonia (lo burocrático y lo obsesivo) deun grupo de policías dedicado a la vigilanciade actividades relacionadas con la droga, y sesupo que eran muchos los delincuentes queno se perdían episodio para aprender cómo

trabajaban los detectives y, de paso, cómoevitar ser atrapados. Así, en una vuelta detuerca, en un extremo absoluto y definitivode la cuestión, los policías de The Wire —que

acaba resultando «más un tratado sobre el

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comportamiento de las instituciones que untípico cop show»— no son otra cosa que es-pectadores oyendo por teléfono y mirandopor cámaras de circuito cerrado lo que su-cede allá afuera.

La HBO —quien ya había patrocinado aThe Corner-aceptó el desafío, encargó un pi-loto y dos episodios; David Simón contactó

con escritores de thrillers urbanos que ad-miraba para reforzar el equipo de guionistas(Dennis Lehane, George Pelecanos y RichardPrice), y el resto es historia.

Luego de  The Wire, David Simón y EdBurns se fueron a la segunda guerra de Irakcon Generation Kill  y, mientras escribo esto,se prepara el estreno de Treme: postales deun vecindario de músicos de Nueva Orleans

durante y luego dei paso del huracán Kat-rina. Otros de sus proyectos son Manhunt—miniserie histórica narrando los doce díasde persecución al asesino de Abraham Lin-

coln—, una biopic televisiva del bluesman

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Muddy Waters y un nuevo libro sobre elaumento del consumo de la droga en USAdurante los años 50 y 70.

Todo bien, todo muy interesante.Pero, si me lo preguntan, David Simón

—y los productores— tendrían que habersearriesgado a algo tan obvio como revolucion-ario: arreglárselas para que The Wire no ter-

mine nunca (de hecho, no puede afirmarseque The Wire termine y cierre con el últimoepisodio de su quinta temporada), quesiguiera por y para siempre, que sus actores

acabaran convirtiéndose en los personajesque interpretan y que, con el tiempo, como elTlón del relato de Borges, Baltimore fuera in-vadiendo nuestras vidas y cubriéndolo todo.

 Y que el mundo —y el tiempo del

mundo— sea Baltimore.

(CERO Y ENTRE PARÉNTESIS. Unmomento extraño. Un paseo por la tierra

baldía y una duda existencial y profunda queno puedo evitar formular en voz alta y en

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letra baja: ¿No será toda esta revolución tele-visiva una simple cuestión de TIEMPO —detiempo con mayúsculas— que trasciende alBaltimore Time y a al resto de los times queandan pasando por ahí, en nuestro canal fa-vorito? ¿No pasará esta nueva vanguardiacatódica apenas por el hecho de tener mástiempo y de poder mostrar y decir más co-

sas? ¿No serían igual de vanguardistas —oaún más, casi en el principio-series comoThe Twilight Zone donde había que contarlotodo en apenas veinte minutos, satisfacer a

los patrocinadores y no trasponer los férreoslímites morales de networks conservadoras?Recordad, más cerca de nosotros, ciertosepisodios de  Mad About You o de Friendsfuncionando como casi perfectos relatos de

The New Yorker. Y así volvemos a lo mismode siempre: qué es más fácil, ¿escribir uncuento inmenso o una gran novela? Y hastaaquí llego y aquí me bajo, porque se me

acaba el tiempo. Sincronicemos, otra vez,

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nuestros relojes con la hora de Baltimore,por favor).

SIETE. ¿Qué se puede hacer salvo leer

novelas y ver series policiales? O mejor di-cho: ¿por qué todo el mundo —en los cafés,en los aeropuertos, en el tren de alta velocid-ad, en el metro— sostiene entre sus manos,

con los ojos bien abiertos y moviendo los la-bios como si rezaran, libros que chorreansangre caliente en este invierno español tanfrío y, por las noches, se arropan con lasmantas de algún programa donde un detect-ive mira a cámara, y repite alguna variacióncontemporánea de aquel casi fundacional«Elemental...»? Se me ocurren varias teoríasposibles y ninguna respuesta definitiva. Tal

vez tenga que ver con que en los tiempos degrandes crisis económicas —pensad en elcrepúsculo del Imperio Británico, en la GranDepresión Made in USA de los años 20, en el

Big Crack de ahora mismo—, es cuando másse descorchan venenos y se disparan armas

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para que florezca el cadáver en la biblioteca,flote boca abajo el cuerpo de un gánster enun muelle o una hacker punki  eleve el ases-inato y la venganza andinava a una de lasbellas artes. Cuando estamos en problemasbuscamos soluciones, sí. Una cosa quedaclara: los códices ancestrales, los niños bru-jos y los vampiros bien peinados van y vien-

en y pasan; pero el policial permanece.Porque, finalmente, el policial y lo poli-

cial son fiel retrato social. Dime cómo matasy te diré cómo vives. Y de ahí ese perturb-

ador y delicioso escalofrío que sentimos ley-endo acerca de un tipo normal, hasta ese díaen que no aguanta más y decide hacer algoque, teóricamente, no estaba en el guión desu vida pero sin embargo...

Gente como Eric Cash, protagonista deLa vida fácil , la nueva novela de RichardPrice, maestro absoluto del   thriller. Habit-ante del trendie y  cool  Lower East Side, Cash

es un neoyorquino de treinta y cinco años.

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Un bohemio profesional que sueña con firm-ar una obra maestra o ganar un Óscar o loque sea —lo que sea con tal de dejar ese res-taurante donde sirve a otros en lugar de serservido—, mientras comienza a oír lasominosas campanadas del reloj biológicomasculino. Ese que marca los días, horas yminutos que faltan para alcanzar el mo-

mento de saber —y de que todos sepan— queya no eres una futura promesa sino, apenas,alguien que no cumplió esa promesa. Y queempieza la vida difícil. Una noche, Cash es

testigo del asesinato de su amigo Ike. Y, alser interrogado, Cash se contradice en algun-os puntos clave. Lo que sigue es la pacienteinvestigación del oficial de policía MattyClark. Y, de pronto, los medios deciden que

ese homicidio es simbólico de «algo» y, ay,Cash descubre que es famoso, sí; pero por to-das las razones incorrectas. Todo esto paradecir que la Vida es fácil  y Eric Cash podrían

transcurrir en Baltimore.

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 Acompaño a Price por Madrid y Bar-celona para conversar en Publico sobre elnarrar en imágenes. Price, se sabe, esguionista top además de responsable de losdiálogos en varios episodios de The Wire. Enuno de ellos, Price aparece brevemente comoProfesor de literatura enseñando   El GranGatsby a un grupo de presidiarios. Price es

gracioso y cínico, sabe que antes de The Wireestuvo su   Clockers   y —frente a auditorioscolmados— no tiene problemas en calificar alos demás a la velocidad del   zapping. Así,

para Price, la HBO no se portó todo lo bienque debía de haberse portado con The Wire,y no la canceló «porque nadie se atrevía apasar a la historia como aquel que sacó a TheWire del aire». Así, para Price,  Sex and the

City, The Tudors y True Blood   son «parachicas»,  Mad Men   flirtea «con la nostalgiapor algo que nunca existió», Dexter «tiene sugracia»,   Deadwood   «vale la pena por el

malo» y   Lost   «es lo más estúpido jamás

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hecho, yo podría escribir eso con los ojosvendados y las manos atadas; aunque elpobre gordo me cae bien». Pero no: paraPrice no hay revolución o edad dorada oGran Novela Americana en el aire. Para PriceThe Wire, de mutar a novela, sería otro librodel montón. Hay más y mejor trabajo en latelevisión; pero él es guionista para poder ser

novelista. «¿Y cuál de esas partes es Dr. Je-kyll y cuál es Mr. Hyde?», le pregunto. «Nin-guna. Uno siempre es y siempre será com-pletamente Frankenstein», me responde.

OCHO.   Efectos secundarios pero per-manentes de haber visto  The Wire: impos-ible recordar los nombres de más de cuatro ocinco personajes (entro en la Wikipedia y, en

la entrada dedicada a la serie, cuento 202apellidos protagónicos y secundarios degente que aparece y desaparece en las cincotemporadas). No recuerdo, tampoco, ningún

episodio en particular. Jamás olvidaré, sí,determinados momentos capturados entre

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ese funeral del primer episodio y ese otro fu-neral del último episodio, música de ThePogues. Esas casas tapiadas y rellenas decadáveres. Esas borracheras de McNulty.Esos muebles en miniatura. Ese carrito desupermercado de «Bubbles». Los problemasde pareja de Kima. La ambigüedad moral deTony Carcetti... Pero   The Wire   funciona

como un todo compacto e indivisible (paraquienes lo necesiten, para los que quieranpasearse por todas y cada una de las ramasdel árbol genealógico de la familia Barksdale,

allí está el libro-guía de 608 páginas:   TheWire: Truth Be Told  de Rafael Álvarez, unode los guionistas de la serie, junto a DavidSimón, o los ensayos reunidos por TiffanyPower en   The Wire: Urban Decay and

American Televisión).El año pasado, en una conferencia en

Granada, el escritor Ricardo Piglia proponíala teoría de que toda forma inicialmente bas-

tarda del arte era redimida y ascendida a

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noble recién con la aparición de una nuevaforma bastarda. Así, la novela popular reciénasumía gestos de vanguardia con la llegadadel cine popular, que recién era coronadocomo séptimo arte con la llegada de la re-tardada televisión que, ahora, eleva verti-ginosamente su coeficiente intelectual,cortesía de ese infinito caos que es la Red y

sus derivados.De ser esto cierto,  The Wire  es lo más

alto a lo que se ha llegado y lo más alto a loque se llegará.

Próximamente: serie en internet sobreadictos a internet.

NUEVE.   Y allí estoy yo ahora —ahídentro me enredo y me desenredo—

chequeando datos y fechas y nombres sobreThe Wire  en internet, y me pregunto si al-guna vez podré terminar de escribir sobreThe Wire. ¿Dónde cortar? ¿Cuándo desen-

gancharse? ¿Deberé volver a verla? ¿Los ses-enta episodios? ¿A lo largo de varios días sin

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dormir? ¿Será seguro experimentar se-mejante sobredosis de Baltimore Time?¿Tendrá sentido volver a engancharme?¿Cómo era que se llamaba ese pequeño ymonstruoso traficante —era macho o erahembra-de la quinta temporada? ¿Era él oella o eso quien mataba a Omar?

DIEZ. En eso estoy, en eso pienso, waydown in the hole, cuando er›tra en mi orde-nador un e-mail de Estados Unidos.

Me invitan a un college, a pasar una se-mana allí, en Maryland.

Pregunto qué ciudad hay cerca.«Baltimore», me responden. Y agregan,

por las dudas, «Es la ciudad dondetranscurre The Wire».

 Allá voy, otra vez.

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The Wire: la redpolicéntrica

Jorge Carrión

«The city becomes a state of mind: itthinks us and not the other way around».

 Richard Lehan, The City in Literature.

Jorge Carrión es profesor de LiteraturaContemporánea y de Escritura Creativa en laUniversidad Pompeu Fabra. Fue miembrodel consejo de redacción de la revista Lateralentre 2002 y 2005, y del consejo de direc-ción de la revista   Quimera   entre 2006 y2009. Es crítico cultural del suplemento

ABCD  y colabora en diversas publicaciones

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españolas e hispanoamericanas. Entre susprincipales publicaciones: Viaje contra espa-cio. Juan Goytisolo y W.G. Sebald, La piel deLa Boca o Un viaje.  Acaba de publicar suprimera novela: Los muertos.

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nuestra época según su velocidad interna. Enun extremo tendríamos los productos de ac-ción en que las situaciones límite y los girosarguméntales se suceden a ritmo de vértigo,como 24 o Prison break; en el centro, cambi-ando instantemente de velocidad, estaríanDexter o Perdidos; y en otro extremo, la re-lativa lentitud de las mejores teleseries de la

historia, como A dos metros bajo tierra, LosSoprano o The Wire. En el primer extremotendríamos la pervivencia del héroe y de laépica en nuestra época acelerada y crepuscu-

lar; en el centro, la hibridación genérica; enel opuesto, la tragedia melodramática yrealista. La profundidad con que pueden serdesarrollados los personajes depende justa-mente del tiempo que se dedica a su explora-

ción y a sus metamorfosis.La velocidad interna de la obra de David

Simón y Ed Burns es similar a la de una nov-ela. Lo que interesa es diseccionar las en-

trañas de la ciudad al mismo tiempo que

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sucede lo propio con las de los personajes.No sólo hay que escribir los diálogos, sinotambién el espacio interno y externo, lasneurosis humanas y la urbe en que tienenlugar. Cada laberinto de intestinos y neurosisactúa, por metonimia, como representacióndel laberinto político, racial, social, econ-ómico, semiótico, religioso y pasional que es

una metrópolis. La primera temporada deThe Wire   supone, precisamente, la in-stauración de un ritmo narrativo que, en unfuturo, permita penetrar en el interior de los

policías, de los delincuentes, de los políticos,de los ciudadanos; y, en paralelo, en el mon-struo de Baltimore, una ciudad gris y pura-mente norteamericana de más de 600.000habitantes. Si toda obra importante incor-

pora su propia pedagogía, es decir, sus in-strucciones de uso —implícitas o explícitas—,The Wire  no es una excepción: la primeratemporada introduce al espectador en un

contexto definido por nuevas reglas, que

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distancian la teleserie de sus contem-poráneas. El realismo jamás va a ser sacrific-ado en aras del espectáculo; la estructura, encontrapunto, va a experimentar una progre-siva expansión espacial desde la esquina(como unidad mínima urbana) hasta el con-junto de la ciudad (como intersección en elmapa arterial de los Estados Unidos); el

tempo va a ser demorado y la elipsis va a ac-tuar como contrapeso de la tentación deacelerar; sólo habrá personajes redondos; laclave va a residir en la escritura.

Porque es a través de la escritura comose nutre el aplastante realismo de The Wire.Un realismo que —con precisión dickensi-ana— parte de cada palabra pronunciada enslang, crece en los planos de detalle y de con-

junto, se alimenta de la experiencia directade los guionistas y de algunos de los actoresen diálogos y guiones de arquitectura per-fecta, invade la pantalla tanto en las imá-

genes panorámicas como en las citas que

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inician cada capítulo. Un realismo literarioque hace visible la conciencia del personaje,su interioridad, sus vaivenes vitales, suevolución o involución. No hay duda de quela teleserie apuesta por el protagonistacolectivo; sin embargo, tampoco hay duda deque el capítulo final, con su entierro sim-bólico, nos recuerda que el único posible

protagonista individual sería McNulty. YMcNulty es alguien que vive dos vidas dentrode la ficción: una vida desordenada, tumul-tuosa, de sexo urgente y excesos de alcohol; y

una vida familiar, abstemia, auto-controlada.Dos vidas en tensión. Alguien que representala herencia irlandesa (en clave casi natur-alista), la integridad profesional (hasta elridículo) y varios procesos de adaptación y

de inadaptación (como todos los que ocurrenen la teleficción: absolutamente verosímiles).Es decir: es un personaje con estratos, concrisis, hecho de la materia gaseosa que

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configura y desfigura la conciencia y latrayectoria de cada ser humano.

Sobre todo del ser humano tal como noshemos acostumbrado a percibirlo a través dela literatura contemporánea: una criaturacontradictoria e inconformista, cuya plasma-ción ha ido reclamando —periódicamente—nuevas formas. Como las camaras de segur-

idad, con su fijación aparentemente neutra,que tantas veces son apedreadas al otro ladode nuestra propia mirada (¿versión suburbialy contemporánea de la cuchilla en el ojo de

Buñuel?). Como la vacilación de los planos,que en Ufi montaje que en muchos capítulosrecuerda al del realismo sucio, se conviertenen espejos de esos personajes trémulos, pe-ones de una ciudad que funciona y existe a

pesar de ellos. El hiperrealismo parece ser larespuesta a esta pregunta: ¿Cuál es 'a formaóptima para representar la ciudad durante laprimera década del siglo XXI? Pero la

respuesta no puede ser tan simple: el

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hiperrealismo es por naturaleza micro-scópico, milimétrico, y  The Wire   se muevecontinuamente entre lo mínimo y lo máximo,quemando millas sin salir de Baltimore. Lohace a través de la creación de una red. Unared que se expande, capítulo a capítulo, tem-porada a temporada, que va estableciendolinks entre espacios y entre personajes, sin

que ninguno de ellos sea central. Si se hasaqueado el capital simbólico que atesorabaBaltimore, si la ciudad entera es unasucesión de tensiones entre barrios degrada-

dos, barrios residenciales, barrios autistas ybarrios en vías de especulación, la únicaforma de narrarla es mediante esa redpolicéntrica, en cuya configuración cada en-cuentro entre personas y lugares suponga la

creación de un pequeño centro, fugaz.En la tradición de la literatura y del cine

urbanos, es precisamente el personaje quienregula la percepción y la representación de la

ciudad. Desde los jóvenes cazafortunas de

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Balzac vagabundeando por París hasta elblade runner   de Rick Deckard recorriendoLos Angeles, pasando por la unión que Fre-der realiza de los dos niveles de Metrópolis opor los recorridos por Madrid que articulanTiempo de silencio (1962), los desplazamien-tos de los protagonistas trazan las líneas delmapa y, por tanto, seleccionan una psicogeo-

grafía posible. Tanto si estamos ante un nar-rador subjetivo como si el narrador es omni-sciente, la mayor parte del relato estarácentrada en los espacios recorridos por los

personajes. Aunque, en   Berlín Alexander-platz  (1929), el autor intervenga para ampli-ar y cuestionar el relato, el hilo narrativopasa a través de los ojos y de los pasos delprotagonista, de la geografía que atraviesa;

aunque en Manhattan Transfer (1925), JohnDos Passos introduzca la voz de la ciudad (laprensa, la publicidad, la cacofonía del ruidoambiental), no hay duda de que las voces hu-

manas claramente identificadas y su tránsito

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vehiculan la acción novelesca. Si el personajees colectivo —como ocurre en las novelas deDos Passos—, por supuesto que la psicogeo-grafía también lo será; de modo que se acer-cará, así, a una posible representación real-mente de conjunto de la ciudad. La megaló-polis de Los Angeles que se muestra en Shortcuts (1993) o la Ciudad de México que refleja

Amores perros   (2000) son   verosímiles: esdecir a través del contrapunteo de varias his-torias (de varias biografías) aproximada-mente complementarias, comunican la

sensación de complejidad y de totalidad queidentificamos con una ciudad actual. Porque,pese a su indefinición contemporánea, pese asu existencia en archipiélago o en red, laciudad se ha convertido en la entidad espa-

cial más reconocible después de nuestro pro-pio cuerpo. El gran número de personajesque coexisten en  The Wire, el gran númerode cuerpos con sus fricciones raciales,

sexuales e ideológicas— que interaccionan en

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el universo ficcional, sus historias horizontaly verticalmente cruzadas, convierten la rep-resentación de la ciudad de Baltimore en unared con tantos nudos y nodos, con tal gradode verosimilitud y con tal densidad literaria,que el espectador cree conocer la ciudad. Suesencia. Su realidad . Gracias a la circulaciónfrenética y constante de personas, de flujo

económico, de información: el latido de laciudad  está bajo escucha. La metrópolis esuna malla de circuitos entrecruzados y unateleserie en red, la mejor forma de

representarla.Extrañamente, la sensación de eseconocimiento profundo, la empatia con esaconstrucción dramática y televisada, no seproduce a través de la exploración narrativa

de una familia. Si en Mad Men asistimos a larepresentación de una microzona de Man-hattan (aunque se establezca cierta tensiónentre Nueva York y sus suburbios residen-

ciales) y de la comunidad profesional

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—dedicada a la publicidad— que en ella hab-ita; lo cierto es que el protagonismo de DonDraper conduce a su familia, para equilibrarla importancia de la otra comunidad, la delos creativos publicitarios de Madison Aven-ue. Lo mismo ocurre en  The Good Wife, enThe Shield   y en tantas otras teleseriesnorteamericanas. Cuando no se desarrolla

propiamente un núcleo familiar, aparecenlos lazos de parentesco como garantía deconflictos pretéritos y futuros: los protag-onistas de  Fringe   son padre e hijo; los de

Dexter, hermano y hermana. La familia Sop-rano, la familia Fisher, la familia Simpson:no hay manera más efectiva de representaruna ciudad que desarrollar las tensiones deuna familia, metonimia de la gran comunid-

ad donde se inscriben.Pero   The Wire   no se concentra en un

personaje, ni en un lazo de parentesco, ni enuna familia, ni siquiera en una única

comunidad. Es más, estos recursos

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narrativos pasan a un segundo plano. Porquese trata de construir una red urbana; de gen-erar la sensación de que el televidente estátocando, a través de la carne de píxel de lospersonajes, la superestructura ideológica ypasional de Baltimore. Es sabido que seis sonlas comunidades que protagonizan la teleser-ie. El nombre de cada una de ellas está en la

web oficial, con el objeto de clasificar el re-parto:   The Law   (policías, jueces, fiscales),The Street    (vagabundos, traficantes dedroga),   The Paper   (periodistas),   The Hall

(políticos),  The Port   (trabajadores portuar-ios, criminales griegos) y  The School  (alum-nos y profesores). La misma división de per-sonajes permite organizar las temporadas,en función del espacio que cada una privile-

gia. Es sabido que la primera enfoca los con-flictos del gueto} la segunda, los del puerto;la tercera, las elecciones políticas que condu-cen al ayuntamiento; la cuarta, la escuela; y

la quinta, la redacción de un diario. Las

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escuchas de la policía y los esfuerzos de losnarcotraficantes por esquivarlas constituyenel eje narrativo que recorre las comunidadesy sus espacios paradigmáticos. Es precis-amente la Major Crimes Unit  el único grupoque no posee un lugar propio. El periódicocierre de su local no es sólo la visualizaciónde su precariedad, como una muestra más

del enorme grado de realismo que caracter-iza a la teleserie, es también una señal dealerta. Los problemas conyugales marcan labiografía de la mayoría de los representantes

de La Ley y, con ellos, sus mudanzas durantelas distintas temporadas. Ningún espacioprofesional ni privado les es realmente pro-pio. Los bares devienen el único ámbitopúblico constantemente visitado, trasunto

del hogar. En lo que respecta a las relacionesfamiliares y a la pertenencia a un espacio ín-timo determinado la misma mutabilidad en-contramos en los personajes de La Calle.

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Pero, como indica el mismo nombre de lacomunidad, la calle les pertenece.

En The Regional World  (1997), MichaelStorper estudió la formación de complejosindustriales en los años 80 y 90 desde tresenfoques distintos: el de las instituciones, elde los cambios tecnológicos y educacionalesy el de la organización económica e industri-

al. Como ha escrito Edward W. Soja en Post-metrópolis (2000), según Storper el capital-ismo contemporáneo establece dos nivelesde operación: el de las relaciones de mer-

cado, por cuyos vínculos entre el usuario y elproductor «fluye la información, el conoci-miento, la innovación y la educación»; y elde los comportamientos y las atmósferas nocontrolados directamente por el mercado,

que sostienen «nuestra habilidad para desar-rollar, comunicar e interpretar conocimien-tos así como también de estimular a las per-sonas para hacerlo mejor y de un modo

novedoso». Según Storper el desarrollo de

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las regiones metropolitanas depende de suéxito en ambos niveles. En The Wire, de to-das las comunidades protagonistas sólo TheStreet muestra una gran capacidad de ad-aptación y de superación. La escuela, lapolicía, las instituciones políticas y judicialeso el diario son instituciones paralizadas porla ley, la inoperancia, la crisis económica, los

reglamentos o los presupuestos; la calle, encambio, es un laboratorio donde constante-mente se dan soluciones a los nuevos prob-lemas. Cada vez más ingeniosas y más

despiadadas.Cuando, en los límites del marco institu-cional, nuestros protagonistas crean suspropias respuestas ingeniosas a las pregun-tas retóricas que plantea el sistema sobre-

viene el fracaso. El experimento de «Hams-terdam», un distrito especial donde S1 estápermitida la compraventa de drogas,planeado por el oficial Howard Colvin para

apartar el crimen de los barrios habitados,

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fracasa. La educación especial de un grupode alumnos conflictivos, liderada por elmismo Colvin como asesor de un psicoped-agogo (tras abandonar el cuerpo de policía),fracasa. La administración de un pre-supuesto especial para operaciones policialespor parte del agente McNulty en la últimatemporada, también fracasa. De nuevo es-

tamos ante la metonimia: cada pequeñofracaso significa una nueva sacudida a laciudad entera. En esos experimentos, Colviny McNulty se unen a Omar y a «Bubbles»

como personajes intersticiales. El intersticioes un lugar que no puede ser cartografiado.Está afuera y adentro al mismo tiempo.Omar pertenece a La Calle, pero ha encon-trado la forma de observarla con distancia,

de dominarla desde la orilla (del margen).«Bubbles» informa a la policía y sobrevive,en una doble vida que hace que —a nuestrosojos— no sea el vagabundo drogadicto que

realmente es, porque lo vemos como una

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conexión entre dos esferas distantes. Igualque una ciudad precisa de ascensores o delíneas de metro, la teleserie necesita per-sonajes que unan —de forma radial— ámbi-tos, clases sociales, barrios, planetas lejanos.La metamorfosis de «Prez», de policía sinvocación a profesor ejemplar no sólo conectados puntos espaciales de la red (la comisaría

y el colegio), sino también dos generaciones(la de los niños y la de los profesores, de lamisma edad que los padres victimizados ocriminales) y dos culturas (la afroamericana

y la polacoamericana).La realidad, a través de sus intersticios(sus goznes, sus fronteras), se desencaja con-stantemente, invalida el hiperrealismo mi-croscópico como modus operandi, obliga al

retrato móvil, en contrapunto, de los nodosde la red en que todo se relaciona. Nisiquiera el gueto es autónomo. La retroali-mentación es constante. Los personajes cam-

inan, son adoptados, se fugan, cambian de

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trabajo, dejan a su familia y se unen a otra,se transforman. Como en la vida misma, sí;pero The Wire es una obra de arte, una má-quina de representación, una red cuyas con-tracciones y expansiones están perfecta-mente controladas. La realidad (efímera-mente) bajo control.

Por eso la teleserie termina con un con-

trapunto en el que, mediante planos encade-nados, los personajes de la ficción dejan paso—empáticamente— a los habitantes reales deBaltimore. La ficción hiperrealista sólo

puede terminar donde ha comenzado: en loreal.The Wire   pone rostro y biografía a la

multiplicidad de la ciudad. No reduce lacomplejidad mediante la simplificación: no

cae en la reducción de un protagonista o deuna familia.

Expande redes; superpone estratos;llena los vacíos de sentido de la trama

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urbana; propone centros posibles para, trasla elipsis, pulverizarlos.

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A la escucha de laciudad. David Simón:un activista tras TheWire

Margaret Talbot 

Margaret Talbot es escritora y colabor-adora habitual de publicaciones como   TheNew Yorker, The New Republic, The New

York Times Magazine o The AtlanticMonthly. Sus ensayos han formado parte deprestigiosas antologías como The Best Amer-ican Science Writing y Because I Said So: 33

Mothers Write about Children, Sex, Men,Aging, Faith, Race, and Themselves.

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***

Una bochornosa tarde de agosto, restosde basura pasaban volando por Guilford Av-enue, en Baltimore, empujados por una brisaque olía a lluvia y asfalto. Era la última sem-

ana de rodaje de la quinta y última tem-porada de The Wire, la serie de la HBO, y elequipo estaba filmando una escena delantede una escuela de primaria cerrada. A los

actores en plantilla se les Habían unido otroscuarenta más para aquel día, chavales delbarrio en su mayor parte. Poco antes, ClarkJohnson, el director del episodio, les habíadado a algunos de ellos la posibilidad de de-

cir: «¡Corten!», y entonces gritaban comoborrachos en una fiesta sorpresa. Cada vezque Johnson gritaba: «¡Corten!», ellos secongregaban alrededor de un monitor de

vídeo para, entre muecas y risas, verse

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reflejados en la última toma. «Acaba de decirque la toma está bien...», se oyó a un chavalquejarse. «¿Por qué tenemos que repetirla?».Johnson, que llevaba calado el que élllamaba su «sombrero de vaquero de lasuerte», se alejó para hablar con uno de losactores profesionales. Junto al monitor, otrohombre —blanco, calvo y poco atractivo, con

vaqueros y camiseta—, les contestó a loschavales: «Es él, es el   director. ¿No os locreéis? Él sabe..., sabe de sobra lo que se traeentre manos». El calvo era David Simón el

creador de la serie: un antiguo periodista delSun  de Baltimore, que, según los datos, sehabía pasado la vida en un periódico; unperiodista que se había hecho famoso por sustrabajos para la televisión, sin necesidad de

salir de Baltimore. Los chavales escucharoneducadamente a Simón y luego volvieroncorriendo a sus sitios.

Cada temporada,  The Wire   ha tocado,

con precisión sociológica, un aspecto distinto

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de la vida de Baltimore. La temporada pas-ada tuvo como argumento el anárquico sis-tema escolar de la ciudad, todo ello contadoen buena parte por Roland («Prez»)Pryzbylewski, un antiguo poli reconvertidoen maestro de escuela. «El primer día», mecontó Simón, «los chavales estaban muy al-borotados, sin parar de gritar: "¡Corten!".

Era como un primer día de colé. ¿Recuerdascómo al pobre Pryzbylewski lo dejaron parael arrastre emocionalmente en la ficción?Pues hicieron lo mismo con los directores as-

istentes del rodaje. Uno de ellos no parabade decir: "¡Basta, por favor! ¡Esto es la lechede ridículo!". Al final del año, contábamoscon todo un equipo de actores jóvenes; pero,al principio, aquello se parecía, como deci-

mos en Baltimore, "a intentar meter envereda a una banda de palomas"». MientrasSimón se recreaba recordando, JermaineCrawford, una chica de catorce años que se

había unido al plantel la temporada anterior,

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se le acercó para darle un beso. Aquélla iba aser la última escena en la que iba a aparecer(su personaje, Dukie, es de una familia en laque todos los adultos son adictos o a las dro-gas o al alcohol).

Buena parte de la nueva temporada, queempezará a emitirse en enero, se desarrol-lará en el marco de un periódico de Bal-

timore —que está practicando recortes deplantilla— llamado   The Sun. Johnson, devuelta al monitor, lanzó unas pullitas aSimón por haber dado pequeños papeles a

tantos antiguos compañeros suyos de dichoperiódico. Entre los que actúan permanente-mente, o también de manera esporádica,destacan la antigua editora, Rebecca Corbett,actualmente editora del   Times   el antiguo

comentarista político Bill Zorzi, que actual-mente escribe para  The Wire; Steve Luxen-berg, el que hace tan años le firmara a Simónsu contrato como periodista del   Sun; y Ia

mujer de Simón, Laura Lippman, actual

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escritora de novelas policíacas y que tambiénescribió artículos para The Sun.

«El otro día, esto se parecía a una re-unión de antiguos colegas», le espetó John-son. «Qué, ¿te crees que alguien de lowa quevea la serie va a exclamar: "Mira, cariño, ¡esBill Zorzi!"?». Y recreándose en su ocurren-cia, agregó: «¿Has intentado alguna vez en-

frentarte a estas personas que no han actu-ado en su vida? Alguien grita: "¡Acción!", ytodas se quedan así», concluyó poniendocara de alelado.

Johnson es actor además de director.Hizo de detective en Homicide, la serie conpolicías de la NBC basada en el libro deSimón del mismo nombre, publicado en1991, sobre los asesinatos cometidos en Bal-

timore; en la nueva temporada de The Wire,hace el papel de «Gus» Haynes, el editor deun periódico que trata de aguantar el tipocontra la moda de artículos más breves, de

opciones de compra por parte de los

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directivos y de noticias falsas. En la primeraemisión de la temporada, Haynes hace unaintroducción, a la vez mordaz y divertida, ala cultura de las salas de prensa. Se queja deun fotógrafo que invariablemente se carga eldramatismo de un incendio colocando unamuñeca chamuscada entre los restos del edi-ficio, («Me imagino a ese mamón tramposo,

con su harén de muñequitas, derramandogas inflamable sobre cada una de ellas», seenfurece Haynes). Y le explica paciente-mente a un periodista joven una de esas nor-

mas caseras que los árbitros del estilo peri-odístico deben seguir inflexiblemente, porremilgadas que parezcan: se puede evacuarun edificio, instruye, pero no evacuar a unapersona. «Evacuar a una persona es admin-

istrarle un enema», terció uno de los veter-anos allí presentes. «En el Sun de Baltimore,Dios aún habita en los detalles».

The Sun dio permiso para que utilizaran

su cabecera en The Wire, pero a condición de

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que ninguno de sus empleados aparecieranen la serie. Las oficinas del periódico se hanreproducido en un mastodóntico escenario alas afueras de la ciudad. Estas condiciones leconvenían perfectamente a Simón (en 1995,había aceptado con amargura una oferta decompra de los directivos del periódico, con-sciente de que se estaba desperdiciando

mucho talento con la nueva política).   TheWire, suele decir Simón, es una serie quetrata de cómo la sociedad estadounidense ac-tual —y en particular el «capitalismo puro y

duro, desenfrenado»—, devalúa a los sereshumanos. También me dijo: «Aquí y en to-dos los rincones del planeta, los seres hu-manos valemos cada vez menos. Nos hallam-os en la era posindustrial, y no tenemos las

necesidades que muchos de nosotros tuvi-mos en otro tiempo. La primera temporadatrató de cómo se devalúa a los polis quepatrullan las calles y a los tipos que venden

droga en las esquinas, la segunda trató de

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cómo se devalúa a los estibadores y suentorno laboral, la tercera trató acerca de laspersonas que quieren hacer cambios en laciudad, y la cuarta de los chavales a los quese está preparando —pésimamente— parauna economía que ya no los necesita real-mente. ¿Y la quinta? Trata acerca de la genteque se supone que hace el seguimiento de to-

do lo anterior y que da la señal de alarma: losperiodistas. La sala de prensa en la que yotrabajé albergaba a cuatrocientas cincuentapersonas. Ahora alberga a trescientas. La dir-

ección dice: "Tenemos que funcionar conmenos". Esa chorrada la suele decir la gentea la que sólo le interesa la cuenta de resulta-dos. Pues no, señor: con menos siempre sehace menos».

 Algunos diálogos de la quinta tem-porada están tomados literalmente de la salade prensa del Sun. Simón me recordó tam-bién lo siguiente: «Había un periodista, Cari,

que todos los días comía lo mismo para

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almorzar: requesón. Un día, alguien quepasaba por allí lo vio mirando su requesón,clavándole una cu chara y musitando:"Mierda, mierda, mierda". Está ahí dentro».

 A pesar del buen oído que tiene Simónpara todo lo que contece en la sala de prensa,sin duda tiene un oído aún mejor todo lo queacontece en las esquinas y en las comisarías

(durante trece años estuvo escribiendo a di-ario sobre el mundo ¿e la delincuencia). Paraenterarse bien, los espectadores de The Wiredeben dominar varios estratos de argot, algo

que suele llevar bastante tiempo pues lostérminos en cuestión nunca están del todobien definidos, como se puede esperar de lagente —real— que los usa. Por ejemplo, tener«succión» es tener mano en el cuerpo de

policía o en la corporación municipal; una«bola roja» es un caso de perfil alto con im-portantes consecuencias políticas; «aupar»es conseguir más droga para venderla

cuando ya queda muy poca. Por su parte, las

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drogas tienen unos nombres propios toma-dos de los telediarios de estos últimos años:«pandemia», «a.e.m.» (armas de engañomasivo), «gases de efecto invernadero»... El«game» (juego, caza o negocio) es el narco-tráfico, aunque en el transcurso de la serieaparece también como metáfora que designael conjunto de redes que las instituciones

políticas y económicas tienden a quienes semueven por ellas. Y, memorable neologismo,al pene se le llama el «charles dickens» (dickes «polla» en inglés).

Dado que tanto Simón como Ed Burns,antiguo detective de homicidios de Baltimorey principal colaborador suyo en la redaccióndel guión —amén de ser una de sus princip-ales fuentes de información—, son hombres

blancos de mediana edad, la gente tiende asuponer que el diálogo hablado por loscamellos y los chavales de los barrios lumpenes producto de los actores negros de la serie,

que estarían improvisando. Pero el hecho es

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que uno de los guionistas de la serie sehallaba siempre presente en el plato, oblig-ando a los actores a ajustarse al guión. Todasy cada una de las palabras pronunciadas sonanotadas y corregidas. Gbenga Akinngagbe,el actor que bace de sicario del camello ChrisPartlow, nos sacó de dudas: «Es cosa deDavid. Él conoce las calles de Baltimore me-

jor que nosotros». El novelista Dennis Le-hane ( Mystic River), a quien Simón contratópara que escribiera varios guiones, está deacuerdo con esa afirmación: «Cuando notas

en el diálogo la auténtica poesía callejera, esoes cosa de David o de Ed Burns. Es literal-mente fruto del lumpen afroamericano de losaños 2006 ó 2007... Proviene de los dos. El-los siempre van por delante de los aconteci-

mientos y de la manera de hablar».Donde se hace más palpable este ale-

jamiento respecto de las fórmulas de Holly-wood es en el empleo sistemático de no-

actores para interpretar papeles menores. En

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ninguna otra serie de televisión, podemosafirmar sin temor a equivocarnos, figura unactor a quien uno de los principales guionis-tas contribuyó a que lo metieran en la cárcel,con una condena de treinta y cuatro años.Estoy hablando de Melvin Williams, un capode la droga de Baltimore a quien Ed Burnsechó el guante en 1984 a resultas de una in-

vestigación de escuchas telefónicas. Simóninformó del caso en The Sun. Williams inter-preta el papel de Deacon, un cacique a la vezinteligente y sensato. Krut Schmoke, antiguo

alcalde de Baltimore y partidario de la des-penalización de las drogas, tiene también unpequeño papel como responsable del área desalud del ayuntamiento; este personaje col-abora con un jefe de policía que ha creado

una zona experimental que los chavales delbarrio llaman «Hamsterdam», donde no sedetiene a los drogadictos. En cuanto a RobertEhrlich, antiguo gobernador republicano de

Maryland, aparece también como agente de

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policía del gobernador, en una escena en laque el alcalde demócrata de Baltimore acudea Anápolis a solicitar un rescate financiero.Otras personas sobre las que escribió Simónaparecen igualmente como funcionarios mu-nicipales, asesores de drogadictos, camellos,gorilas, etcétera. «Estas bromas no dificultanla visión de nadie», explicó Simón, «pero

cuando Krut Schmoke aboga por despenaliz-ar las drogas en su calidad de concejal desanidad, los del barrio experimentan unsubidón suplementario. Y además hay otra

cosa: son caras que no solemos ver en la tele;son caras y voces de la ciudad real».Simón es un fanático de la autenticidad.

En cierta ocasión, afirmó: «Yo soy de esaspersonas que, cuando escriben, se preocupan

sobre todo de si la gente sobre la que es-criben se va a reconocer en ello. Yo no piensoen el lector general. Mi mayor temor es quela gente del mundo sobre el que escribo me

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lea y diga: "¡Nanai! Eso que cuenta no esverdad"».

Hacia el crepúsculo, Simón se acercó alemplazamiento de la escena siguiente: unparking situado debajo de la autopista, justoal otro lado del edificio del Sun de Baltimore.Allí, el equipo técnico había montado unpequeño campamento para personas sin

techo. Por encima, los coches pasaban em-balados, como canicas en cascada. El parkingapestaba, literalmente, a meado.

Rodar en las calles de un barrio margin-

al conlleva sus riesgos y sus recompensas. Enuna ocasión, un coche involucrado en unapersecución fue a estrellarse contra el de unactor, y los circundantes tuvieron que tirarseal suelo. En otra, un hombre cayó tiroteado a

unos metros de allí, se acercó sangrando alplato y fue tratado por los enfermeros de laserie. Otra vez, un hombre le metió en lamano a Andre Royo, el actor que hace de

«Bubbles», el simpático yonqui informante

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de la policía, una dosis de heroína: «Tronco,tú necesitas un chute más que yo». Royo serefiere a aquel momento como a su «Óscarde la calle».

 Aquella noche, las calles estaban unpoco más silenciosas, pero allí seguía ha-biendo el típico jaleíllo de una toma de ex-teriores. Las luces azules de una ambulancia

y de un coche patrulla, que aparecían en laescena de los sin techo, latían en la oscurid-ad. Simón estaba en medio de todo ello, yvarios miembros del equipo se acercaron a

hacerle un par de preguntillas: «¿Te gusta lamanera en que han extendido los sacos dedormir? ¿Qué te parece cómo quedan elperro policía y el coche patrulla?».

 Ya quedan lejos los días en que Simón,

guionista de Homicide pero no director de laserie, no podía conseguir que Johnson dijeraalgo que no creía que su personaje fuera adecir. En aquellos días, Simón carecía de

«succión». Mientras Johnson esperaba a que

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el equipo de iluminación terminara su trabajo, le recordó a Simón cómo, en  Homicide,había repetido hasta la saciedad unas palab-ras escritas expresamente por Simón Éste re-cordó enseguida, se acordaba del episodio:«Era Escena del crimen, episodio 421. O talvez el 422». Ahora Simón es como el juez deúltima instancia. El actor Tom McCarthy,

que hace de periodista, se acercó a hacerleuna pregunta sobre la escena siguiente. Ledijo que se suponía que su personaje volvíade una reunión en el ayuntamiento que se

había prolongado hasta entrada la noche.¿Debía echar unas monedas en el parquí-metro a aquellas horas del día, tal y como in-dicaba el guión? «Pues claro, joder», re-spondió Simón en plan de broma mientras

invitaba a McCarthy a que se fijara mejor enlo que ponía en un parquímetro cercano. Enefecto, funcionaban las veinticuatro horas aldía.

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«Llevas razón», reconoció McCarthy:«llevas razón». Y, con una mezcla de ad-miración e irritación, añadió: «Jo, qué bienque te tenemos en el plato!».

La primera emisión de   The Wire   tuvolugar en junio de 2002 y, más o menos,parecía una nueva serie con policías. Pero lasdiferencias eran importantes. Dedicaba tanto

tiempo a los delincuentes como a los quevelaban por el cumplimiento de la ley. Y nose veía a los sospechosos solamente a travésde los ojos de los polis, sino también a través

de los suyos propios. Asimismo, el narco-tráfico aparecía como una verdadera buro-cracia cuya jerarquía reflejaba sutilmente ladel Departamento de Policía. Más aún, enThe Wire no se veían las apresuradas tomas

«cámara al hombro» ni las esfumadas «pan-orámicas rápidas», tan frecuentes en muchasde las recientes series con policías. La cá-mara permanecía durante varios minutos fija

en la gente que hablaba. Y la propia historia

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se desplegaba también a un ritmo más lento,lo que significaba que muchas de las escenasse centraban en los personajes y en las es-tructuras del poder dentro de las cuales éstosse movían en vez de seguir sistemáticamenteel hilo de la trama.

Simón entregó a la HBO el programa pi-loto en noviembre de 2001. Poco después,

coincidió con el novelista George Pelecanoscon motivo del funeral de un amigo común.Pelecanos al igual que Simón, había pasadosus primeros años en el barrio de Washing-

ton de Silver Spring, Maryland, y posterior-mente estudió en la Universidad de Mary-land, en College park interesándose viva-mente por la suerte de las ciudades americ-anas y, en concreto, de los negros más

pobres. Después del funeral, invitó a Simón adar un paseo en coche. Según recuerda Pele-canos, Simón le dijo que The Wire sería «unanovela para la televisión. No en el sentido de

Hombre rico, hombre pobre. Cada episodio

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sería como el capítulo de un libro. Se podríahacer digresiones, a la manera de una nov-ela. Y trataría de los aspectos sociales delmundo de la delincuencia». Pelecanos, queescribió siete episodios para la serie, declaró:«Esto me viene como anillo al dedo, pues sifuera la típica serie de intriga, de suspense,no la haría. La vida es demasiado corta».

El título de la serie hacía referencia a lasescuchas que una Unidad del Cuerpo dePolicía de Baltimore solía practicar a fin demantener vigiladas a las redes de la droga

locales. Y, en última instancia, el título sug-ería algo más: la manera en que la serie per-mitía a los espectadores aplicar el oído a losarcanos juegos del poder, y cómo la pobreza,la política y la vigilancia policial estaban ín-

timamente interconectadas en una agobianteciudad posindustrial. The Wire no fue nunca«una serie con policías. Nuestros planes eranir constantemente más allá, hasta llegar a

construir una ciudad entera».

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Simón no niega que las ambiciones de laserie fueran muy grandes.   «The Wire   esdisidencia pura», dice. «Es, tal vez, la únicaficción televisiva que sugiere abiertamenteque nuestros constructos políticos, económi-cos y sociales ya no son viables, que nuestrosdirigentes nos han fallado una y otra vez yque no..., que no nos movemos en la buena

dirección». También le gusta afirmar queThe Wire  es un relato sobre la «decadenciadel imperio americano». Su fe en la serie esenorme, lo que lo lleva a hacer ciertas com-

paraciones un tanto rimbombantes, de lasque unas veces se ríe para sus adentros yotras no. En una charla reciente que dio en elLoyola College, Baltimore, describió la serieen términos tan elevados que dejó a muchos

de los asistentes al acto un tanto desconcer-tados, al menos a aquellos que habían acu-dido con la esperanza de aprender algúntruco para conseguir trabajo en Hollywood.

Al crear   The Wire, manifestó Simón, sus

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compañeros y él habían «entrado a saco enlos griegos Sófocles, Esquilo y Eurípides, noen el chistoso Aristófanes. Básicamente,hemos tomado la idea de la tragedia griega yla hemos aplicado a la ciudad-Estado mod-erna». Y agregó: «Lo que intentamos es to-mar la idea de la tragedia griega de que ex-isten personas marcadas por el destino, y en

lugar de esos dioses olímpicos, indiferentes,venales, egoístas, que lanzan rayos y golpeana la gente en el culo sin ninguna razón..., envez de esos tipos que dan zurriagazos en

Edipo o Aquiles, retratar a las institucionespostmodernas... Esos son los dioses indifer-entes de hoy».

Cuando Simón presentó   The Wire   aCarolyn Strauss, actual presidenta de la HBO

Entertainment, no le mencionó ni la tragediagriega ni la decadencia del imperio amer-icano. Sólo había tenido una experienciacomo productor ejecutivo —de la miniserie

de la HBO, The Corner, basada en un libro

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escrito junto con Ed Burns y publicado en1997 sobre el mundo de la droga en Bal-timore—, pero le había servido para tenerclaro lo que hacía. Prefirió señalar que podíaentenderse perfectamente que la HBO semostrara reacia a hacer una serie conpolicías —éstas, al igual que las series de hos-pitales, eran cosa de la televisión conven-

cional, no de la HBO—, pero que ésa era, enrealidad, la razón por la que la cadena debíahacer realidad el proyecto. Ahora que la HBOhabía creado ficciones sobre unas temáticas

que las cadenas convencionales solían evitar(la mafia, el mundo carcelario), había llegadoel momento de poner al descubierto lo quedichas cadenas ocultaban, o falseaban. En unproyecto enviado a Strauss, que Simón de-

nomina «pelota», éste escribió lo siguiente:

 Para la HBO, es una victoria import-ante contraprogramar mundos alternat-

ivos, inaccesibles, respecto a las cadenas es-tándar. Pero, me permito opinar, sería una

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victoria más profunda aún para la HBO to-mar la esencia de la programación de lasgrandes cadenas e inteligentemente darle lavuelta, de manera que nadie que vea el en-foque por parte de la HBO de la cultura delcrimen y de la lucha contra el crimen puedaver de nuevo series como CSI., NYPD. Blue oLaw and Order sin conocer todos los

puñetazos asestados a dichas series. El quela HBO plante cara a la NBC o la ABC y creeuna serie con policías que llegue hasta elverdadero fondo de las cosas mediante el

realismo, una buena escritura y una valora-ción más brutal de la policía, del trabajo dela policía y de la cultura de la droga...,puede que no sea el principio del fin de lasficciones estándar de la industria televisiva,

pero será ciertamente el fin del principiopara la HBO.

Para tratarse de un escrito «pelota», el

tono era sumamente confiado. Strauss acabóacostumbrándose a tales alardes, y a otros

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arrebatados e-mails que Simón le enviaba.«Es rápido con el libelo incendiario», afirmóStrauss. «Creo que en esos alegatos ponetanto de su parte como en escribir y describira sus personajes».

La HBO tardó más de un año en dar luzverde a la serie. El guión piloto, escrito porSimón y Burns, no impresionó lo suficiente a

Strauss ni a Chris Albrecht, a la sazón presid-ente de la HBO, y Simón tuvo que escribirotros dos episodios más. Una vez que la fic-ción entró por fin en producción, varias es-

caramuzas ayudaron a Simón a enfocar me-jor su ficción: la HBO quería cortar unasecuencia temprana en la que Omar, un lad-rón consumado, les roba dinero a unos nar-cos que no habían sido presentados a los es-

pectadores, y que no volvían a aparecer en laserie. Pero Simón sostuvo, con éxito, quehabía que mantener aquella escena, pues conel tiempo la importancia de Omar resultaría

más clara, mientras que la serie perdería su

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carácter «rompedor» si explicabademasiado.

Rafael Álvarez, antiguo periodista delSun a quien Simón contrató para escribir laserie, manifestó por su parte: «Sabéis de so-bra que, en una novela rusa, el lector tieneque hacer el trabajo durante las cien primer-as páginas; luego, la cosa cambia y ya estás

metido de lleno. Con The Wire podría ser enel episodio 6 cuando la cosa cambia y ya es-tás metido de lleno». Los creadores de  TheWire   nunca dirían que su trabajo es tan

bueno como el de Tolstói o Dickens, perotampoco se oponen a que se haga lacomparación.

The Wire   nunca ha conseguido unEmmy. En realidad, sólo ha contado con una

nominación: por el guión de Pelecanos sobreel asesinato de «Stringer» Bell, el capo de ladroga que imaginaba ser un hombre de ne-gocios legal. Su audiencia es modesta. Unos

cuatro millones cuatrocientas mil personas

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o cuarenta millones e invertirlos en tres ocuatro programas pilotos más, uno de loscuales podría convertirse en  Los Soprano oen Sexo en Nueva York"». A Simón le pare-ció que  «The Wire  era particularmente vul-nerable después de su tercera temporada».Pero a Albrecht, que para entonces había de-jado la HBO —tras pasar un período entre

rejas en Las Vegas por acoso a su novia—, legustaba que la proyectada quinta temporadase centrara en los medios de comunicación. YStrauss, en palabras de Simón, estuvo «loca

con los chavales» en la cuarta temporada.«Me dijo: "No podemos cancelar esto. Lo es-tamos haciendo muy bien"».

 A pesar de tener, prosigue Simónbromeando, una «audiencia de sólo el diecis-

iete por ciento los domingos por la noche»,The Wire  ha cosechado un gran éxito entredos grupos en particular: las personas que seidentifican con los personajes urbanos en

ella descritos y los críticos.  The Wire  es la

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primera ficción de la HBO que se ha vendidoa la repetidora local BET (Black Entertain-ment Televisión). Innumerables DVDspiratas circulan por la mayor parte de losdeprimidos barrios negros de West Bal-timore. La pasada temporada, Simón recibióun día una llamada de Felicia «Snoop» Pear-son, que hace el papel de una marimacho

muy mala que tiene un acento lumpen tancerrado que, algunos espectadores, se sien-ten tentados de pulsar el botón de los «sub-títulos para sordos» para poder entenderla

(es su primer papel como actriz; Pearsonpasó la mayor parte de su adolescenciacumpliendo condena en una cárcel estatal deMaryland por asesinato en segundo grado y,desde entonces, ha dado a su vida un giro de

ciento ochenta grados). La joven le dijo aSimón que acababa de sorprender a un indi-viduo tratando de venderle un DVD pirata deThe Wire, y quería saber qué hacer con él.

Con tono divertido, Simón le contestó que no

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hiciera nada: «¿Qué vas a hacer, «Snoop»,conducirlo a las autoridades de la HBO?». Eltablón de mensajes de la HBO está plagadode testimonios que sugieren una gran afinid-ad entre los fans de   The Wire   y los per-sonajes de la serie. «Mi personaje favorito esMichael porque él y yo somos lo mismo, yotambién me crié en el barrio y tuve que cuid-

ar de mí y de mi gente, por eso un montón degente |ue llama "Streetz", lo tengo tatuado enla mano»; «Me caía bien Bodie, menudaputada que se lo cargaran, era un tío legal».

Por su parte, algunos críticos han com-parado la serie con una gran novela victori-ana. El Tribune y el Salón de Chicago, asícomo el Chronicle de San Francisco, la hanconsiderado el mejor programa que se puede

ver en la televisión. Y Jacob Weisberg, queescribe para la revista Slate, ha llegado in-cluso más lejos al declarar que The Wire es lamejor serie de televisión jamás programada

en Estados Unidos: «Ninguna otra ficción ha

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su nombre: «Ese chaval, al que su mamá sepreocupó por bautizar con el nombre deOmar Isaiah Betts, pues nada, que se haolvidado de llevar la chaqueta y empieza aechar mocos, y un capullo, en vez de darle unkleenex, le llama "Snot" (moco). Y se quedacon "Snot" para siempre. No parece justo».Parece que a "Snot" Boogie le gustaba jugar a

los dados con sus coleguis en el barrio, perosiempre que jugaba, robaba la apuesta antesde terminar. «¿Por qué —quiere saberMcNulty— le siguen dejando jugar?». «Tenía

que jugar», le contesta su interlocutor. «Estoes América, tío». Era el escenario perfectopara los temas de Simón: cómo la vida en lazona pobre del centro urbano puede supurara la vez crueldad fortuita y comedia inesper-

ada; cómo la policía y la gente vigiladapueden, en ciertos momentos, compartir lamisma amarga visión del mundo; cómocierta versión barata, de segunda mano, del

capitalismo americano puede infiltrarse, con

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un tinte melancólico, en los agujeros másmiserables de la sociedad americana. Pero loque pasa es que la historia de «Snot Boogie»es real. Simón la ha oído, incluido uncomentario sobre Estados Unidos, de labiosde un detective de la policía, y figura enHomicide. Un año en las calles de la muerte.Simón tiene un don especial para reconocer

la parábola oculta en una anécdota como ésa.«Robar vida», me dijo en cierta ocasión.Tiene un olfato especial para saber qué partede esa vida hay que robar.

Por supuesto, al producir   The Wire,Simón y sus compañeros inventaron muchascosas. Sin embargo, casi todas las escenas sebasan en hechos documentados. Eso sepuede apreciar en las reuniones de los

guionistas, que eran, a partes iguales, semin-arios de estudios urbanos, reuniones inform-ales de periodistas y conferencias acerca derelatos de Hollywood. El despacho de los

guionistas se encuentra en un antiguo banco

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situado en una apartada zona portuaria deBaltimore llamada Cantón. Simón, Burns,Bill Zorzi y un joven escritor llamado ChrisCollins se sentaban alrededor de una mesa.Simón tenía abierto su portátil. En medio dela mesa, una cesta con arándanos secos, gal-letas rellenas de higo y gominolas. En lapared, un pliego de papel continuo, con una

cuadrícula: a la izquierda —escritos con rotu-lador— los nombres de los personajes de laficción; arriba, los episodios, identificadospor número. Y, encima del papel de envolver,

las fotos de los principales actores de   TheWire. Conforme los guionistas decidían quéle ocurriría a cada personaje en cada episo-dio, Collins escribía una breve descripción deese punto de la trama en una ficha coloreada,

que clavaba con chincheta en la casillaapropiada del pliego. Pero, los días que yoestuve allí, casi todo lo que se habló tuvo quever con los aspectos políticos de la serie.

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Un día de febrero, por la mañana,Simón —las manos entrelazadas detrás de lacabeza y los codos extendidos— se puso ahablar sobre el personaje de Tommy Car-cetti, un poli venal con un toque idealista,elegido alcalde de Baltimore en la quintatemporada. Carcetti se tiene que enfrentar atodo tipo de desafíos, desde unas estadísticas

de delincuencia en aumento y un sistemaescolar cada vez más deprimente hasta elhecho fundamental de que —como dijo dur-ante su campaña para la alcaldía— «mañana

por la mañana aún me levantaré blanco enuna ciudad que no lo es» (Carcetti está ma-gistralmente interpretado por el actor ir-landés Aidan Gillen). Esa mañana, Simón ysus colegas estaban analizando cómo las

ambiciones de Carcetti por llegar a sergobernador de Maryland moldeaban suagenda en la alcaldía. Simón observó queCarcetti había defendido la reforma edu-

cativa en la cuarta temporada. «Tiene que

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demostrar que las notas de los exámenes sonmás altas», sentenció.

«En los cursos primero y segundo», es-pecificó Burns sarcásticamente.

«Exacto», refrendó Simón, «siempreson los cursos primero y segundo». Simón ll-evaba vaqueros y camiseta, su vestimentahabitual (su único lujo suele ser un sombrero

negro de copa baja, de los que solían llevarlos músicos de jazz en los años cincuenta).Daba la impresión de poder interpretar per-fectamente a uno de los polis o a un traba-

jador portuario de la serie. De vez en cuando,se levantaba y, con las manos metidas hastael fondo de los bolsillos, iba y venía junto a laventana, desde donde se divisaba el centrode Baltimore. Burns, con su pelo plateado,

carrillos sonrosados y cárdigan miel, nospodría recordar a míster Rogers, si éste fueraun antiguo detective de homicidios listo,cínico e irreverente.

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Burns opinó: «Carcetti es de los quedicen: "No quiero ser el alcalde de la reformaeducativa, los números no son buenos". Susconsejeros repasan la lista: alcalde ecolo-gista, esto, aquello. Carcetti ensaya unoscuantos papeles, pero no les encuentramucho jugo. Y entonces se decide por ser elalcalde de los sin techo. Ésta sí es una prob-

lemática importante. Y sale corriendo conese papel». Al final, prosigue Burns, Carcettiaprenderá algo de la complicada realidad delos sin techo, «pero no le interesa realmente

esta cuestión. Él quiere un remedio rápido,milagroso». «Tal vez», abundó Burns, «Car-cetti conseguiría unas cuantas roulottes paraalojar a los sin techo de Baltimore, y soltaríaa continuación un discurso sobre la de-

sastrosa situación de esta gente, equiparablea las víctimas del huracán Katrina». A Zorzi,antiguo comentarista político, esto último lepareció poco plausible: «¿Cómo el alcalde

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demócrata de Baltimore iba a sacarle unasroulottes a la administración Bush?».

«Esta temporada, la última de la serie»,me informó Simón, «será la temporada de la"percepción contra realidad"; versará con-cretamente sobre cuál es la realidad quepueden captar los periódicos y cuál no. Elnúmero de periódicos está disminuyendo en

todo el país, se está despidiendo a periodis-tas de a pie que conocen perfectamente elterreno en que se mueven». Y, lo que es másgrave en opinión de Simón, los periódicos no

están suficientemente equipados para abor-dar ciertas verdades complejas. Prefierencentrarse en los escándalos, o en historiascon una moraleja clara. «Por ejemplo, unataza de W.C. de ochocientos dólares, o un

contratista que te cobra el doble de lo quevale una obra», expresó Simón. «De esoviven. En cuanto al fracaso del sistema en elplano social, con sus múltiples y complejos

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problemas..., los periódicos no estan hechospara entender eso».

Si los personajes de Simón tuvieran quevehicular la misma critica social acerba quepractica el propio Simón, The Wire, como legusta decir también a él, «sería más planaque una tortita». Afortunadamente, sus per-sonajes rebosan humor, excentricidades,

penalidades, y sus camellos expresan a vecesintrincadas opiniones sobre las emisoras deradio de Baltimore, los nuggets de pollo o elqueso. Ello se debe, entre otras cosas, a que

los guionistas conocen a personas reales muyparecidas o iguales a los personajes de laserie. Durante su época como detective dehomicidios, Burns conoció a numerosos nar-cotraficantes y adolescentes del barrio

lumpen de la ciudad; después, al igual que eldetective Pryzbylewski, dejó el cuerpo paraenseñar en las escuelas públicas de Bal-timore. Por su parte, Zorzi también conoció a

numerosos políticos municipales y estatales

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cuando era un periodista —del Sun— duro ygruñón, que nunca habría comido más queuna zanahoria en un bufet pagado por uncandidato. Finalmente, en su calidad de peri-odista de asuntos criminales del Sun, tam-bién Simón conoció a numerosos yonquis,soplones, polis y personajes que trataban demantener la cabeza bajada y salir adelante en

los barrios violentos. Simón puede resultarexcesivamente mordaz, incluso a veces unpoco demasiado cargado de razón, cuandohabla de otros programas de televisión que

pretenden describir la América urbana sin elaval del conocimiento directo. Como dijo asu auditorio de Loyola: «Buena parte de loque sale de Hollywood es pura mierda.Porque la gente que vive en Los Angeles

Oeste ni siquiera conoce los barrios del Este.Sólo acude al centro urbano para renovarselos carnés. Y cada vez ocurre más que lo queconoce del mundo es lo que ve en otros pro-

gramas de televisión sobre la policía, la

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criminalidad o la pobreza. La industriaamericana del entretenimiento se empeña encaptar la pobreza de una manera equivoc-ada... La gente pobre o bien es la sal de latierra —y ahí está para dignificarnos con sucampechana sabiduría, su aguante y su de-terminación para levantarse— o bien sirvesólo para que Sipowicz la golpee en la sala de

interrogatorios. ¿Cómo es que no hay nuncanadie de la otra América a una escala real-mente humana? La razón es porque nunca seencuentran con nadie de la otra América.

Quiero decir: podrían al menos preguntar aljardinero a qué se parece».Los guionistas empezaron a ver la

quinta temporada como una especie de tra-gicómica colisión entre los sin techo, los

periodistas, los políticos y los polis quehemos conocido. Decidieron que Carcetti su-friría un importante daño colateral. «La ver-dad es que me da un poco de pena», expresó

Simón, riéndose. «Está haciendo su trabajo

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aquí, lo que básicamente significa que estáen el lado correcto de determinada prob-lemática y que está dignificando tus logros».

Durante los días siguientes, los guionis-tas estuvieron estrujándose las meninges y,cual dioses griegos, trazando los destinos delos personajes. La mayor parte de los desti-nos pintaba bastante negro, pero decidieron

que un personaje problemático alcanzaría lapaz y gozaría de una de las que George Pele-canos denomina "redenciones poco glorio-sas" de la serie. No un Rocky noqueando al

ruso en el noveno asalto, sino «alguien quepasa al otro lado». Simón suele decir que TheWire   se niega a dar esos mensajes «afirm-adores de la vida» que tanto parecenabundar en las cadenas de televisión. Sin

embargo, le pareció bien incorporar estapequeña victoria a un marco por lo demásmuy poco sentimental. «Aquí hay muy pocasvictorias», dijo Simón a sus compañeros.

«Por muy cínicamente que pueda terminar

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lo que queda de serie, esto dará más sentidoa la esfera en que invertimos nuestra sin-ceridad, que no es otra cosa que la acción delindividuo». Resulta difícil clasificar a Simónpolíticamente; cada vez que empiezas a con-siderarlo una especie de socialista apasion-ado, su impenitente escepticismo sobre lasinstituciones te quita enseguida esa idea.

Durante estas reuniones de guionistas,ocurría a menudo que Burns terminara unafrase de Simón y viceversa. Los dos se cono-cieron en 1985, en la época en que Simón in-

formaba sobre las actividades delictivas deMelvin Williams y Burns era el detective jefeque llevaba el caso. Burns, que poseía unconocimiento enciclopédico del narcotráficode Baltimore, estaba convencido de llevar

razón en la mayoría de las cosas y poseía elintelectualismo de un autodidacta. CuandoSimón decidió entrevistarse con él porprimera vez, en una biblioteca pública des-

cubrió rodeado de un montón de libros,

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entre ellos El mago, de John Fowles, y unvolumen de Hannah Arendt. «Después deconocerlo, ya no me pude desprender de él»,me confesó Simón. Tras escribir la quintatemporada de The Wire, los dos unieron susfuerzas de nuevo para el siguiente proyectode Simón para la HBO. Se trataba de la min-iserie Generation Kill, basada en el libro de

Evan Wright, publicado en 2000, sobre unpelotón de marines destacado en Iraq. Simónme contó: «Ed volvía locos a los demás polisporque sabía como nadie cómo llevar a cabo

una investigación y, cuando llevaba un caso ajuicio, solía decirles a los fiscales cómo de-bían exponerlo. Lo cual los reventaba, comose puede suponer. Y cuando se pasó almundo de la educación, los subdirectores

acabaron también odiándolo». En losprimeros días de The Wire, prosiguió Simón,Burns y él solían tener discusiones «in-fernales», que comparaba con las que se pro-

ducen en el seno de «un matrimonio tóxico».

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Simón siguió contándome: «Al final, le dije:"No pienso abdicar de mis ideas. Siempreconfio en ellas, pase lo que pase. De tus ses-enta ideas, cogeré las que crea que van a fun-cionar y dejaré las demás encima de lamesa". Pero también había momentos en losque él peleaba realmente duro por algo, y alfinal se lo reconocía». Burns, me confesó

Simón: «Siempre me empuja a ir más allá dedonde iría yo solo». Es el visionario políticode la serie, el que —concluyó Simón, medioen serio medio en broma— «seguirá traba-

jando en televisión hasta que alguien se décuenta de que deberían darle todo el dineroque pide para solucionar nuestros problemassociales».

En abril, antes de comenzar el rodaje,

entre los distintos guionistas se repartieronsendos borradores de las escenas de loscuatro primeros episodios. Los guionistasmás prolíficos son Simón y Burns, junto a

Lehane, Pelecanos y el novelista Richard

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Price. Todos los guiones, señaló Pelecanos,están minuciosamente confeccionados. «Alfinal, la última palabra la tiene David», sen-tenció. «Yo he llegado a un punto en el queintento escribir con su voz, o, como solemosdecir, "uno se da por vencido". Hubo unaépoca en que David y yo le pegábamos duro yyo conseguía muchas de las cosas que quería.

En otras ocasiones, alrededor del treinta porciento de lo que escribía pasaba al guióndefinitivo. Pero él me había dicho desde elprincipio: "Considérate afortunado si tu tre-

inta por cierto llega al guión final". Sobrepolítica urbana, en concreto, sabía que todolo que escribiera sería completamentereelaborado por Simón y Zorzi. Yo nuncahabía investigado ese mundo, ni sabía nada

de él. Y, la verdad, peleaba contra esaamenaza —contra Carcetti y todo eso—. Yono creía que alguien quisiera ver eso, niquería escribirlo. Pero, al final, creo que

Simón llevaba razón. Eso enriquecía la serie,

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ofreciendo una panorámica más equilibradade la ciudad. No se puede entender lo quepasa en la calle sin entender de política».

David Simón nació en 1960 en el senode un hogar confortable, lleno de libros, enSilver Spring. Su padre, Bernard Simón, eradirector de relaciones públicas y redactor de

discursos para la organización judía B'naiB'rith. Su madre, Dorothy Simón, era unama de casa que se matriculó en la univer-sidad con cincuenta y tantos años, y llegó aser orientadora de adolescentes fugados enMcLean, Virginia. Estudió en la Universidadde Maryland al mismo tiempo que David, ob-teniendo summa cum laude, mientras queSimón, muy atareado como editor del per-

iódico de la universidad, fue un estudiantede suficientes («o tal vez de notables bajos,siendo generosos», en palabras del propioSimón). Su hermano, Gary, que le lleva cat-

orce años, dirige actualmente el programa deenfermedades infecciosas en el Medical

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poco. David participaba activamente desdeniño». La familia estuvo observando la dietakosher, señala Gary, «hasta el día en que unvecino me dio un trozo de beicon, y... adiós,muy buenas. Ni David ni yo nos sentimos re-ligiosos. Yo diría que nos sentimostradicionales».

El periodismo atrajo a Simón desde muytemprano. Conviene recordar que el propioBernard Simón había empezado su carreraprofesional como periodista. Antes de traba-jar en relaciones públicas había sido directoreditorial del periódico de la Universidad deNueva York y corresponsal del Dispatch, delHudson County, además de tener numerososamigos periodistas. Uno de ellos era Irving

Spiegel, conocido con el apodo de «Pat»,porque, en su calidad de informador reli-gioso del Times, pasaba mucho tiempo en lacatedral de St. Patrick. Simón me describió

en un e-mail a «Unele Pat» de la siguientemanera: «Sabía tocar el piano y componía

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versos para la Metropolitan Desk Opera, unafarsa interminable del   Times   que inter-pretaba en fiestas, y que le daba pie parameterse con sus compañeros y jefes. Podíarecitar a Shakespeare en yiddish. Tenía unahabilidad especial para captar la atención dela gente en una fiesta y para discursear cóm-icamente sobre afrentas y tropelías imagin-

adas. De joven, yo lo consideraba un modelode periodista por sus arrestos y su cara dura.Yo esperaba que iba a encontrar a muchagente como "Unele Pat". Pero era otra geo-

grafía y otra época, supongo. Entre conocer a«Pat» y que mi padre que me llevó al ArenaStage a ver una nueva versión de Primeraplana cuando yo tenía once o doce años, vivíembaucado, como en un mundo ilusorio».

David Mills, actualmente guionista detelevisión en Hollywood y que trabajó conSimón en el Diamondback, el periódico de laUniversidad de Maryland, recuerda que

Simón produjo muchas obras humorísticas:

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«Tenía ya plenamente desarrollada la per-sonalidad de escritor durante su época deestudiante. Siempre le estaban poniendomultas por aparcar mal; así que él escribíaunas obritas descabelladas, irreverentes yairadas sobre los estudiantes que le poníanlas multas; era su manera de vengarse». Ysigue refiriendo: «Aunque la gente no habla

mucho del humor de The Wire, ahí está sinduda. Sueltas a alguien en un entorno ex-traño —una sociedad cerrada como la de lospolis de Homicidios o el mundillo de la

droga—, y la clave para abrirte paso en eseentorno es entenderlos chistes, que Davidentiende a la perfección. Esto es esencial,pues, de no ser así, el trabajo sería demasi-ado deprimente. El tema es demoledor, pero

no siempre para los polis —cuentan chistesmientras examinan un cadáver—, ni para lagente que se inyecta droga. No van por elmundo exclamando: "¡Mísero de mí, oh

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infelice!". Hay una especie de humor som-brío que brota de este género de vida».

En su último año de carrera, Simón fuenombrado corresponsal del Sun de Bal-timore en el College Park. Escribió tantashistorias que un representante del sindicatolo acusó de incumplir el contrato sindical.Después de graduarse, el Sun lo incluyó

como fijo en la plantilla, destinado en la sec-ción policial. Rebecca Corbett, antigua re-dactora en jefe del Sun, me contó en ciertaocasión que Simón «veía su contacto con los

policías que patrullaban como una ventanaabierta a la sociología de la ciudad, como unamanera de explorar los fallos de losgobernantes, como una manera de pensar entérminos políticos (especialmente en el tema

de la droga) y como una manera de contarhistorias». Y prosiguió: «David diría que loúnico que quería en la vida era ser periodistadel Sun de Baltimore. Es su hogar. David era

un tipo terriblemente ocurrente,

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precisamente por ser terriblemente apasion-ado. Siempre escribía yendo al fondo de lacuestión; podía ser un poco pesado; siemprealargaba los plazos. Y se metió en todo tipode berenjenales en el periódico. En ciertomomento prohibí distribuir nuevas circu-lares hasta que yo no las hubiera visto».

Simón opinaba, y lo escribía, que la in-

terrelación entre la cocaína y las armas hacíasubir el índice de asesinatos en la ciudad;también escribió sobre la Unidad de Homici-dios en la época de Navidad —«lo que

parecía bastante irónico para mi sensibilidadde veinticinco años», según sus palabras—. Eincluso escribió una nota necrológica sobreun informador de la policía que tenía unamemoria fotográfica y un talento especial

para la picaresca, un personaje que le ser-viría de base para el «Bubbles» de The Wire.Ocasionalmente, publicó asimismo algunosartículos con cierta ambición literaria, como

por ejemplo una extensa comparación entre

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un narco convicto y el shakesperiano RicardoIII. Pero, por la misma época en que se pub-licaron   Homicide y The Córner, con unasreseñas excelentes, siguió escribiendo artícu-los convencionales tipo: «El F.B.I. supervisainvestigación estatal de disturbios en cárcelde Hagerstown» o «Liberado sospechoso deasesinato detenido por conducir demasiado

deprisa».Tras varios años visitando los barrios

bajos para escribir sus artículos, llegó un mo-mento en que ya no le importaba ser el único

blanco que había en una habitación, o la ún-ica persona que no sabía recargar una jerin-guilla; y también descubrió que podría pre-star su voz a la gente del lumpen. «Para serun buen periodista, tenía que escuchar a

gente que era diferente de mí», me explicóSimón. «No debía sentirme incómodohaciendo preguntas tontas o sintiéndome unextraño. Descubrí que tenía una habilidad

especial para introducirme en ambientes de

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los que no sabía nada, y para esperar pa-cientemente. A muchos periodistas les inco-moda ser el blanco de chistes. Pero a vecesconviene que te miren como a alguien que nosabe encontrarse el culo con ambas manos».

Con el tiempo, Simón terminó sintiendoun fuerte apego hacia su ciudad de adopción,Baltimore —o Bodymore o Jurdaland , como

aparece en las pintadas de la secuencia ini-cial de The Wire—. Rafael Álvarez, un colegadel Sun que participó también en el guión dela serie, me dijo que, cuando Simón y él tra-

bajaban juntos, les gustaba «darse unavuelta a las tres de la madrugada al final deClinton Street bebiendo cerveza barata o talvez whisky. ¿Conoces las escenas en queMcNulty y su socio se ponen a beber entre

las vías del tren? Eso es básicamente lo quenosotros hacíamos. Entre viejos almacenes yuna plaga de gatos callejeros. Nosquedábamos mirando al otro lado del puerto,

donde está Fort McHenry, hablando de la

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ciudad que tanto amábamos». Los dos eranbuenos conocedores del habla popular deBaltimore, y Álvarez llevó a los guiones al-gunos de los dichos que había oído a supadre, un marino mercante. Estar loco eraestar «medio mochales», y estar borrachoera estar «medio pedo» o «medio chupado»(«¿Por qué medio?, me preguntaba

siempre», dijo Álvarez). Si perdías el trabajoo te morías, recibías o te daban «boleto». ASimón le encantaba el olfato que teníaÁlvarez para los pequeños detalles de Bal-

timore y le dejaba recrearse en ellos en sustrabajos para  The Wire.  En una escena es-crita por él, en el despacho del jefe del sin-dicato, hay un tablero de dardos colgado dela pared con una foto de Robert Irsay, el

propietario del equipo de fútbol BaltimoreColts, quien en 1984 se llevó el equipo a Indi-anápolis. «Simón y yo somos de los que,cuando vemos esas herraduras con la

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palabra "Indianápolis" encima, nos entranganas de vomitar», expresó Álvarez.

 Alvarez hizo también esta observaciónsobre Simón: «Podría haber estado perfecta-mente en Los Ángeles, años atrás, es-cribiendo guiones». Pero Simón ni siquierase planteó irse. En eso tuvo mucho que verLaura Lippman, su tercera mujer —con la

que empezó a salir en 2000 y se casó el añopasado— una chica de Baltimore cuyas nov-elas de misterio estaban, ambientadas en es-ta ciudad, y que no tenía ninguna intención

de marcharse de ella. También contribuyó elque su segunda mujer, una artista gráficacon la que sigue llevándose bastante bien—comparte con ella la custodia del hijocomún de tres años, Ethan—, viviera a las

afueras de la ciudad. A modo de anécdotacontaré que, en cierta ocasión en que visité elalto y estrecho chalet adosado en el queviven Simón y Lippman —Simón también es

propietario de la casa de al lado, en la que

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escribe—, reparé en un candelabro queEthan les había hecho, en el que los candel-eras eran unos pequeños facsímiles hechos amano de los libros que tenían publicados.

 A principios de los noventa, el Sun pasóa nuevas manos, y la fantasía de   PrimeraPlana de Simón saltó por los aires. La TimesMirror Company, que había comprado el

periódico en 1986, nombró a un nuevo editorjefe, John Carroll, y un nuevo director edit-orial, William Marimow, ambos veteranosdel Inquirer de Filadelfia y con una excelente

reputación en el mundillo periodístico.«Cuando asomaron los chicos de Filadelfia,llegaron con la fama de que tenían las llavesdel reino y de que iban a enseñarnos a hacerperiodismo», rememoró Simón. «Pero, para

mi gran sorpresa —dados sus antecedentesprofesionales—, carecían del suficiente oídoy olfato y parecían más interesados en recibirpremios y parabienes que en hacer un per-

iódico de calidad».

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 A Simón le gustó aún menos el nuevo ré-gimen cuando se empezó a reducir la plan-tilla tras una «opa» amistosa. Aquello marcóel principio de una era en la que los lectoresdel periódico y los presupuestos irían redu-ciéndose. En el año 2000, la Times MirrorCompany fue comprada a su vez por laTribune Company. Y cuando, años después,

John Carroll abandonó la dirección de  LosAngeles Times, antes que practicar recortesen la plantilla, se convirtió en todo un héroepara un montón de periodistas.

 Aunque Simón aceptó la segunda ofertade despido y la indemnización del  Sun, aúnecha de menos las noticias de última hora,cuenta su mujer. Como escribió Simón en unensayo, había imaginado que se jubilaría

«sentado a la mesa de mi despacho del Bal-timore Sun, gorroneando tabaco a los peri-odistas jóvenes y contando mentiras sobre lobonito que era trabajar con H. L. Mencken y

William Manchester». Y, aunque ha tenido

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tanto éxito en su nueva carrera televisiva, noha disminuido su enfado con las fuerzas que,según él, lo expulsaron del mundo del peri-odismo. Y es que su fuerte sentido de lalealtad —es el tipo de persona que deja el tra-bajo para asistir al funeral por la madrenonagenaria de un corrector jubilado conquien estuvo trabajando en el Sun— tiene

también otra cara; a saber, su tendencia aguardar rencor. En el transcurso de un pro-grama radiofónico de Baltimore emitido enabril, Simón reveló que aún se acordaba del

nombre de la chica que no había querido be-sarlo en la escuela cuando jugaban a «labotellita», y del maquetista que, en 1985, secargó el último párrafo de uno de sus re-portajes. Y agregó: «Todo lo que he hecho en

la vida, hasta arreglar la habitación, lo hehecho pensando en que iba a enseñarle a lagente lo mucho que estaba jodida y equivoc-ada y que yo era el puto centro del universo».

Era una broma, pero no del todo. La prueba

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es que Simón salda a menudo en  The Wirealgunas de las cuentas pendientes que tiene.En la cuarta temporada, Simón presentó alpúblico a un jefe muy antipático de la Unid-ad de Delitos Graves, un individuo siempredispuesto a dar carpetazo a cualquier invest-igación que pudiera poner en aprietos a unpolítico. Su sargento dice de él: «No echa

discretamente a las personas con talento,sino que les da una gran patada». Se llamaMarimow.

El William Marimow de carne y hueso,

actual editor del Inquirer de Filadelfia, dicesentirse desconcertado y consternado por la«obsesión» de Simón con lo que pasaba en elSun: «Es un monomaniaco; me recuerda alcapitán Ahab, siempre persiguiendo a la bal-

lena blanca». Marimow dice que el Sun hizograndes cosas en el plano literario y en el dela investigación —como lo reconocen laColumbian Journalism Review y otras pub-

licaciones— en la época en que, según

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Simón, «estábamos cargándonos el per-iódico». Sólo se acuerda de dos desencuen-tros: uno sobre un aumento que pedía Simóny otro por un artículo que éste había escritosobre los «metalmen», personas que robanlas tuberías de cobre de las casas para ven-derlas en el mercado negro. A Marimow nole había gustado que Simón usara la palabra

«cosechadores» para describir a «unas per-sonas que están destruyendo los hogares. Yoera de la opinión de que ese uso dignificaba atales individuos. Él no estaba de acuerdo».

Actualmente, dice Marimow, «es siempre elmismo machaqueo, año tras año, re-scribiendo la historia».

Por su parte, Carroll dijo que, cuando lonombraron editor,   The Sun   era un «ángel

caído», que había gozado de «su esplendorperiodístico en los años veinte y treinta delsiglo pasado... Entre el mundillo peri-odístico, el Sun estaba considerado un diario

muy poco inspirado y de resultados muy

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deficientes. Estaba claro que había muchopor hacer». Y prosiguió: «...¿Que estábamoshambrientos de premios? A mí me encan-taría que me concedieran el Pulitzer. ¿A us-ted, no?». Y concluyó: «David se considera elno va más del periodismo policial, y desdeñaa cuantos cosechan éxito en ese terreno. BillMarimow ha conseguido dos Pulitzer; David,

como reportero policial, ninguno. No se ne-cesita ser licenciado en psicología para des-cubrir por qué David está tan enfadado conBill y con el Pulitzer».

La carrera de Simón en televisión hasido menos enconada. En 1991, el directorBarry Levinston se hizo con los derechos desu libro,  Homicide, para una serie de tele-visión. A Simón le vino muy bien el cheque,

toda vez que una serie suponía más ventasdel libro; pero no pensó que aquello pudieracambiar su vida como lo hizo. Después, losproductores de la serie le sugirieron escribir

un guión. Simón telefoneó a David Mills,

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Me subí a   NYPD. Blue (Policías de NuevaYork)  y seguí insistiéndole: "Aquí se puedehacer mucho dinero". Pero él es un tipo deperiodista muy distinto al que yo era». Al fi-nal, se lanzó de lleno al mundo de la tele-visión. Fue el productor de Homicide y pasóvarios años aprendiendo muchas cosas deFontana: a escribir guiones, a escoger los

actores idóneos, a ser útil en medio del pla-to... Valía la pena. Fontana le dijo: «Siendoproductor, protegerás mejor lo queescribas».

El pasado noviembre, Simón y su mujerviajaron a Nueva Orleans. Una mañana dedomingo bastante fría, enfilaron LouisaStreet, en el Barrrio 9º, para ver el desfile del

Nine Times Social and Pleasure Club. ElNine Times es un «club de segunda línea»que forma parte de la tradición de Nueva Or-leans de honrar la memoria de los muertos

recientemente con un desfile por todo loalto: trajes ostentosos y marcando el paso al

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tipo de trabajo de campo que él solía hacercomo periodista: escuchar a la gente y re-coger frases y cosmovisiones.

Para la serie, que se centrará en lacomunidad musical de Nueva Orleans,Simón quiere que algunos de los personajesprincipales tengan contrapartidas de carne yhueso, como por ejemplo el trompetista de

jazz Kermit Ruffins, que toca con la bandaThe Barbecue Swingers; Donald Harrisonjr.,un músico que es también jefe de una tribuindia que desfila en el Mardi Gras; y Davis

Rogan, d.j. y pianista local, que estaba tam-bién en el desfile. Simón había ido a recogera éste último a su casa, una vivienda conhabitaciones decrépitas que ofrecían una in-creíble variedad de tonalidades de pintura

—yo nunca había visto tantas—. Rogan es untipo alto, desgarbado, con pelo rebelde yarenoso y una mosca en la barbilla. Parecíaconocer a cualquier músico de Nueva Or-

leans, y sin duda también a casi todos los

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participantes en el desfile. Enseña música enlas escuelas de Nueva Orleans. En ciertaocasión, se presentó como representante es-tatal de una plataforma a favor de legalizar lamarihuana y que exige más dinero públicopara arreglar las calles de la ciudad —«Tape-mos los socavones», era el eslogan de lacampaña—.

Simón había localizado a Rogan enFrancia, donde paraba en una abadía, conuna especie de beca-residencia. «Yo estabaen pleno valle del Loira, rodeado de gente

muy importante; casi toda lleva muerta milaños. Leonor de Aquitania y gente así», refir-ió Rogan. «Los franceses no dejaban de pre-guntarme: "Nueva Orleans está muerta,¿no?". "No, ¡so tarugos!"». Luego se puso a

hablar con tono afectuoso de los músicos deldesfile, que estaban tocando   It's All OverNow (Ya pasó todo). Rogan sentenció sobresu ciudad: «Ahora es lo que es».

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Dejamos atrás calles plagadas de baches,bordeadas de casas cerradas a cal y canto conmacetas de cintas secas colgando de losporches. En medio de la calle yacía muertauna gaviota enorme. Muchas de las casasseguían luciendo pintadas que indicaban elnúmero de personas vivas o muertas en ellas.Algunas contenían mensajes sobre animales,

que a Rogan le parecieron censurables: «¿Ati te gustaría que tu casa estuviera pintadacon grandes letras negras diciendo algo deun Pit Bull? ¿Por qué no, ya puestos: "¡Cuid-

ado, hay ratas!"?».Simón le dijo haber oído que algunos delos proyectos de vivienda no se habíanpuesto en práctica aún, aunque podrían, conun poco de limpieza, ser lugares habitables.

«Ya, ahora andan con un plan devivienda "en una zona diseminada"», dijoRogan.

El cielo estaba completamente azul, y el

aire era suficientemente frío para despertar a

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un músico que había estado tocando la nocheanterior. Una mujer con chaqueta holgadanegra y zapatos de tacón con tira en los tobil-los, estaba sorbiendo vino Sutter Hill através de una pajita, mientras una aficionadaal jazz blanca de unos veintitantos añosaporreaba una batería marca Little Tikes.Otra mujer estaba plantada delante de un

hombre tumbado en el suelo, ambos riendomientras ella bromeaba: «¡Te voy a dar unapatá en el culo!». La gente estaba fumandopuros o haciendo fotos con el móvil o bail-

ando al son de la música. Desde la partetrasera de una camioneta alguien intentabavender dos tipos de mercancía: Jack Daniel'sy manzanas de caramelo. Simón miraba a sualrededor en silencio, inhalándolo todo, y de

vez en cuando canturreaba al son de lamúsica o hacía alguna pregunta a Rogan. Ll-evaba vaqueros ligeramente holgados, unode sus sombreros de copa baja, gafas de sol y

chaqueta de felpa negra. No intentaba

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ocultar su labor de recolector de informa-ción, pero apenas si se notaba. Como mecontó después: «Era demasiado pronto paraconseguir dirigentes políticos o sociales, otoda esa gente que busca agarrarse a la tetade Hollywood para no soltarla. Todo se haráa su debido tiempo, más adelante, si con-seguimos que den luz verde; ahora, se trata

sólo de estar uno a gusto con estas voces yeste mundo, y escribir un buen episodio pi-loto y una buena Biblia para la primera tem-porada. Si meto la pata ahora, se acabó lo

que se daba».«Los músicos...», se quejó, «con ellos esmás difícil concertar una cita que con unnarco». Decidió que era mejor acudir a al-guna de sus actuaciones y abordarlos en me-

dio del descanso. Al anochecer, fuimos a unclub, al Jin Jean's, a oír tocar a KermitRuffins. Mientras saboreaba un vodka conarándanos, Simón me explicó: «Ahora me

estoy fijando en la manera en que emplean

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una frase o cuentan una historia. También lehe preguntado a un músico qué hace cuandoda una nota falsa; me ha contestado que lollaman "una almeja". "¿De veras?", le he di-cho. Pues yo lo llamaba igual en mi banda dejazz del instituto hace ya treinta añitos».

«En comparación con   The Wire»,prosiguió, el proyecto de Nueva Orleans iba a

ofrecer «un relato más pequeño, más íntimo,sobre unos músicos deseosos de reconstruirsus vidas». Simón tiene pensado trabajar conEric Overmyer, un escritor que vive a tiempo

parcial en la ciudad. «Nueva Orleans es unlugar en el que incluso los matices tienentambién matices», aseveró. «Tiene una tradi-ción oral increíblemente colorista».

Simón me dijo también que, en su nueva

ficción, estaba deseando desarrollar su granafición a la música. El letrista Steve Earle,amigo de Simón, corrobora: «David es unfanático de la música». Simón incluyó a

Earle en el reparto de   The Wire   para que

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interpretara a Walon, un consejero que ay-uda a los drogadictos a dejar progresiva-mente su adicción. Para The Wire, Simón de-sechó la música de fondo. La música teníaque brotar de alguna fuente visible, como porejemplo un «loro» o un coche con lasventanillas abiertas. Con dos excepciones: laprimera, cada temporada termina con un

montaje acompañado de una canción; en se-gundo lugar, los créditos parafrasean   WayDown in the Hole, una canción  gospel  dis-torsionada escrita por Tom Waits. A Simón

le costó mucho trabajo encontrar una can-ción inicial que le convenciera del todo. Re-buscó entre su colección de discos —que in-cluye a Woody Guthrie, los Pogues, MuddyWaters, mucho jazz y Rhyhtm & Blues, inclu-

idos varios grupos de Nueva Orleans, comolos Meters—, en busca de algo que inspiraraa «una fe desplazada en los dioses postmod-ernos, posindustriales. Obviamente, dadas

esas exigencias, pocas cosas podían valer».

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La canción de Waits se ajustaba a este cri-terio algo rimbombante, pero a Simón lepareció que el «gruñido de un hombreblanco» no era muy apropiado para laprimera temporada, tan profundamente en-raizada en el barrio negro de Baltimore —laparte oeste—. Así que decidió usar la canciónversionada por los Blind Boys, de Alabama.

Para la siguiente temporada, ambientada enel puerto, donde muchos de los personajesprincipales eran sindicalistas blancos, volvióal original de Waits; posteriormente, cada

temporada Simón ha decidido cambiar, paraasí reflejar mejor el carácter cambiante de laserie. La cuarta temporada, habida cuenta desu temática educativa, ha incluido una ver-sión a cargo del orfeón infantil de Baltimore.

Y este año será el turno de Steve Earle, cuyavoz grave hace de perfecto acompañamientoal tema de los sin techo.

 Al día siguiente del desfile, Simón se dio

una vuelta por Nueva Orleans, y comentó:

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«Esta serie se propone hacer ver la import-ancia especial que tienen las ciudades.  TheWire no se ha Propuesto esto de manera pro-gramática. Ciertamente, yo nunca he dicho,antes al contrario, que Baltimore no mereceo no puede salvarse. Pero creo que algunaspersonas que ven la serie se preguntan porqué ésta no se lleva la música a otra parte, a

otra ciudad. Conviene recordar, a este re-specto, que en cierta ocasión el ayuntami-ento de Baltimore casi aprobó una resolucióncon medidas para contrarrestar la mala im-

agen que The Wire difundía de Baltimore. En2006, el Sun citó el informe de una empresaasesora de imagen, encargado por el ayun-tamiento: «Baltimore adolece de una prensanegativa y de unas caracterizaciones dañinas

en los medios de comunicación, lo que fo-menta cierto complejo de inferioridad». Enotro lugar se podía leer: «La percepción deBaltimore a través de The Wire, The Corner,

Homicide..., es la de una ciudad sin

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esperanza, deprimida, en paro, drogadicta».Y, bajo el titular de: «No se trata así a unaciudad», un crítico del New York Postcomentaba, no sin cierta sorna: «Yo noconozco a ese tal Simón, pero a él no parecegustarle demasiado Baltimore. Aunque esosí: se gana sobradamente el sustento es-cribiendo sobre ella».

Simón hace caso omiso de tales críticas,al tiempo que reconoce: «En  The Wire  es-tábamos tan airados por las barrabasadascometidas en el ámbito de la política muni-

cipal, y en otros sectores importantes, quesinceramente no teníamos tiempo para pon-derar las cosas buenas que sin duda tiene laciudad». Uno de los objetivos de la nuevaserie, cree, será defender las virtudes de la

ciudad americana —porque tenemos queaceptarnos como urbanitas que somos—.Cosa que, en su opinión, no se deja ver enningún lugar tan bien como en Nueva Or-

leans. «En el desfile de Macy's, para exhibir a

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Nueva York tienen que hacer salir a la calle alos bailarines de Broadway con su caracter-ística kick Une», aseveró. «En Nueva Or-leans, en cambio, los músicos ya están en lacalle».

No hace mucho tiempo, Simón logróuna cosa que sólo él podía lograr, combin-

ando su mano izquierda con los medios, consu lealtad a la gente sobre la que escribe ycon su compromiso para cambiar la imagenpública de la gente humilde. En The Corner,Simón y Burns habían escrito extensamentesobre Fran Boyd, una mujer lista y simpáticaaquejada de una devastadora adicción a laheroína y cuyo primer marido había muertoa causa de dicha adicción. Cuando Simón y

Burns terminaron el informe del libro, lepresentaron a Fran a un tal Donnie Andrews,un convicto que estaba cumpliendo condenapor asesinato. Al igual que el personaje

Omar de The Wire, Andrews había robado a

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varios camellos a punta de pistola. Y habíaterminado matando a uno.

 Andrews se había dirigido a Burns, ySimón escribió algo de su caso. Burns teníala esperanza de que Andrews pudiera ayudara Boyd a abandonar la heroína para siempre.Burns le dijo a Boyd: «Crees que ya lo cono-ces todo. Pues bien, te voy a presentar a al-

guien que no conoces». Le dio a Boyd el telé-fono de Andrews y viceversa, y los dos se afi-cionaron a hablar, de manera que pasabanhoras y horas hablando todas las semanas. Al

final, Andrews, que era antiguo heroinó-mano, la convenció para que cambiara elrumbo de su vida. Después de veintiocho ter-ribles días en el Centro de Recuperación deBaltimore, Boyd se desintoxicó por fin, y

durante los doce años siguientes estuvo tra-bajando como consejera de drogodependi-entes, amén de ser una madre mucho mejorpara sus dos hijos, además de tutora de dos

sobrinas y un sobrino, todo ello mientras

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movía cielo y tierra para conseguir sacar aAndrews de la cárcel. Los dos se habían en-amorado. En abril de 2005, tras diecisieteaños cumpliendo condena en la cárcel feder-al de Phoenix, Arizona, Andrews recuperó lalibertad, e inició enseguida los trámites paracasarse en Baltimore, en agosto de ese año.

Boyd y Simón son buenos amigos casi

desde el primer día que se conocieron. Boydy dos de sus hijos interpretaron un pequeñopapel en  The Wire, y el más pequeño llegóincluso a ejercer de editor asistente de la

serie. Cuando Simón se enteró del comprom-iso matrimonial de Boyd, se puso rápida-mente manos a la obra.

Durante los últimos años, Simón sehabía vuelto curiosamente un fan de la pá-

gina «Vows» del New York Times, la seccióndominical donde se habla detalladamente detodas las bodas que se celebran: «¿No seríauna buena idea, y un buen alegato, pensó,

conseguir que se hablara en "Vows" de la

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boda de Fran y Donnie?». Generalmente, lasparejas eran gente de postín: graduados poruniversidades prestigiosas, que lucíanvestidos de Vera Wang y trajes de Armani.Simón llamó por teléfono a una de las editor-as de "Vows", se presentó y le expuso susplanes. Cuando la editora le llamó para de-cirle que le gustaba la idea, le comunicó tam-

bién que el periódico quería hacer igual-mente un reportaje sobre Boyd y Andrews.Pero, unas semanas después, la editora lecomunicó a Simón por e-mail que la

columna «Vows» se había cancelado.Aquello lo puso furioso. «Sacar a Fran y aDonnie en la sección de "Vows" era un acto ala vez integrador e inteligente, un triunfo tá-cito para el propio   New York Times: una

democratización, en suma», me explicó enun e-mail. «Un reportaje especial era menos;en realidad, era lo contrario, en cierto modo.Como si semejante matrimonio fuera un

asunto apropiado para un reportaje especial

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y no para incluirse entre los demásromances».

 Así pues, Simón llamó a Bill Keller, eleditor jefe del New York Times, y volvió a ex-poner su petición. «¿Me está diciendo», lepreguntó Keller, «que prefiere figurar en lasección de "Vows" antes que tener unartículo en primera página?». «Sí», le con-

testó Simón, «por extraño que pudiera pare-cerle». Keller le dijo que le dejara reflexionary que lo llamaría más tarde, que era un fande   The Wire   y que aquella decisión la to-

maría teniendo en cuenta los méritos de laserie. Al final, llamó a Simón y le dijo quehabía leído el reportaje y deseaba asistir a laboda de Fran y Donnie. El reportaje apare-ció... en la primera página del número 9 de

agosto.La columna de «Vows» apareció el 19 de

agosto. Decía que Boyd y Andrews se habíancasado en una sala de banquetes de Bal-

timore, oficiando la ceremonia el pastor de la

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iglesia episcopal metodista africana, dondeAndrews ejerce actualmente de jefe de segur-idad y ayuda a combatir la delincuencia.Según el New York Times, la novia llevabaun vestido sin tirantes bordado con cuentas;el novio, esmoquin negro con corbata rosa,desfilando ambos por el pasillo central a lossones de la canción de Luther Vandross,

Here and Now. Entre los invitados figurabanDominic West, Sonja Sohn y Andre Royo, deThe Wire. David Simón ejerció de padrino.

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Cortocircuitando eljuego del poder. TheWire como crítica a lasinstituciones

Sophie Fuggle

Sophie Fuggle es profesora en la Univer-sidad de Londres. Sus investigaciones másrecientes se han centrado en el trabajo sobre

las relaciones éticas y de poder presentes enla obra de Michel Foucault.

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***

 Al principio de cada episodio de   TheWire, se nos presenta una cita, una afirma-ción que hará uno de los personajes en algúnpunto del episodio. Descontextualizadas, es-

tas citas parecen ofrecer una perspectivafilosófica para la serie, su historia y per-sonajes. Sin embargo, cuando aparecen en sucontexto específico, en medio de una conver-

sación o en respuesta a una situación de-terminada, no hay un mensaje escondido oun significado más profundo y nuestra esper-anza de que lo tenga se ve minada brusca-mente una y otra vez. El montaje de los créd-

itos de apertura que precede inmediata-mente a la cita ofrece una forma similar defalsa esperanza. Compuesto de escenas detoda la serie, el montaje propone a los es-

pectadores la tarea de reconocer las varias

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escenas tal y como aparecen a lo largo de laserie. Sin embargo, tal como vamos dán-donos cuenta de manera gradual, estas es-cenas no funcionan como piezas de unrompecabezas que, de repente, cuando sellega al episodio final, encajasen perfecta-mente para formar una imagen «más amp-lia». No hay una imagen completa, una ver-

dad última, una conclusión ordenada en TheWire.

 Y es precisamente esta falta de visiónunificada y su rechazo de un final conclusivo,

lo que no sólo diferencia  The Wire de otrasseries populares de policías sino, lo que esmás importante, supone un ataque directo atales programas. Allí donde series televisivasde éxito en EE. UU., como CSI o Law and

Order, siguen presentando el sistema de jus-ticia criminal como una máquina hábil yeficaz que conserva valores absolutos comola «verdad» y la «justicia» y, al hacerlo,

suscriben dichos discursos,  The Wire ofrece

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a sus espectadores una crítica del poder in-stitucional y los discursos de verdad asocia-dos a ese poder. Al llevar a cabo una lecturade The Wire en términos de una crítica fou-caultiana del poder institucional o disciplin-ar, este artículo tratará tres puntos claves, asaber: los modos precisos en los que la rep-resentación de las instituciones en The Wire

difiere de las de otras series de la televisión;su presentación de los grupos dominantes olas minorías; y el modo en que los personajesespecíficos se definen a sí mismos, su iden-

tidad y su posición en la sociedad de acuerdocon los distintos discursos de poder.

1.

En  Vigilar y castigar, Michel Foucaultidentifica un desplazamiento que transcurre

durante el siglo XVIII, de una sociedad

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fundada sobre la ley absoluta del soberanoen sus subditos a otra compuesta por una redde instituciones que funcionan de acuerdocon una lógica de poder disciplinario. Demanera más precisa, cuando la posición delsoberano se iba haciendo cada vez más in-estable, pues dejó de evocar el derechodivino que disfrutó en su momento y la

obediencia incondicional de sus subditos, serequirió una nueva forma de sistema legal,una que no dependiese de la persona indi-vidual y de los antojos del rey sino que, antes

bien, tuviese como finalidad a la sociedadcomo un todo, centrándose en las necesid-ades y derechos de sus miembros de unamanera que pudiese medirse y regularse ob-jetivamente. El sistema de justicia criminal

que emergió fue, consecuentemente, di-vidido en una serie de métodos y procedimi-entos, todos orientados no sólo a probar laculpa del criminal, sino también a discernir

los motivos, la patología personal y el

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método más eficaz de reintegrarlo en la so-ciedad. La idea que había tras esta frag-mentación del sistema judicial era que la«verdad» —probar a un individuo culpableno sólo de cometer un cierto acto sino, almismo tiempo, de estar en posesión de cier-tos rasgos específicos de la personalidad quele hacían capaz de cometer un acto tal— no

se debería dejar en manos de un individuoúnico y falible, sino que tendría que serrespaldado y haberse considerado indiscut-ible por una plétora de conocimiento

«científico» producido en torno al criminalpor una serie de testigos expertos: científicosforenses, psicólogos criminales, estadistas ydemás.

 En adelante, la práctica penal va a en-contrarse sometida a un régimen común dela verdad, o más bien a un régimen com-plejo en el que se enmarañan para formar

la «íntima convicción» del juez unos ele-mentos heterogéneos de demostración

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científica, de evidencias sensibles y de sen-tido común. En cuanto a la justicia penal, sibien conserva unas formas que garantizansu equidad, puede abrirse ahora a las ver-dades de todos los tiempos, con tal de quesean evidentes, se hallen bien establecidas ypuedan aceptarlas todos. El ritual judicialno es ya en sí mismo conformador de una

verdad compartida. Se le ha colocado en elcampo de referencia de las pruebas

comunes. [2] 

Las típicas series de la televisión de

policías, como CSI y Law and Order, siguenpresentando a los espectadores exactamenteeste concepto de «verdad» fundado en unamultiplicidad de discursos científicos y

pseudocientíficos. Es más, se puede observarque estas series operan, al igual que los dis-cursos que evocan, presentando su propiamarca especializada de «verdad» legal y«justicia», y que sólo funcionan como res-

ultado de su diferencia con respecto a otras

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series o su relación con ellas y su campo ele-gido de jurisprudencia. Esto se ha hechorealmente evidente en el modo en el que unaserie de televisión se disemina en otras vari-as, las cuales llevan todas el mismo nombrede la original: CSI: Miami; CSI: New York;Law and Order: Criminal Intent; Law andOrder: Special Victims Units, etc.

Esta fragmentación también se produceen el interior de las series mismas, a travésde los diferentes personajes que poseen ha-bilidades diferentes y formaciones espe-

ciales. El laboratorio de CSI, por ejemplo, es-tá compuesto por jueces de instrucción, es-pecialistas en balística, fotógrafos, entomólo-gos, agentes que llevan a cabo las deten-ciones y dirigen interrogatorios, además de

los técnicos de laboratorio que hacen prue-bas de ADN. La autenticidad de las verdadesproducidas por las distintas ramas de la in-vestigación criminal se halla en el hecho, de

acuerdo con Foucault, de que estas ramas

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producen una serie de verdades «objetivas»y científicamente informadas sobre el crimeny el criminal que se combinan para construirun caso sin fisuras para la acusación. Sin em-bargo, el énfasis puesto en el «valor de ver-dad» del campo elegido por una serie de latelevisión —en este caso: las fuerzas poli-ciales— ha llevado, sorprendentemente, a

que ese campo asuma una función metoním-ica y a que simbolice el sistema judicial alcompleto. Así, en Law and Order: CriminalIntent , vemos a un psicólogo criminal de tal-

ento, Robert Goren (interpretado por Vin-cent D'Onofrio) que interfiere con la eviden-cia forense, dando instrucciones de forma in-verosímil al juez de instrucción y a los técni-cos de laboratorio. Lo contrario ocurre en

CSI, donde los geeks de laboratorio son losque llevan cabo detenciones y arrancanconfesiones.

 A primera vista, The Wire podría apare-

cer como réplica de esta fórmula que tanto

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éxito ha cosechado. Sin embargo, en   TheWire   se nos muestra una vista verdadera-mente panorámica del fragmentado sistemajudicial de la ciudad de Baltimore. Los de-partamentos de homicidios, narcóticos o Ma-jor Crimes no son retratados de forma ais-lada, separados unos de otros, sino que secombinan con comisarías locales, medicina

forense, la oficina del abogado de distrito y eljuzgado para formar una matriz de poderdisciplinario. Con cada temporada se añadeuna nueva institución al juego: el puerto, el

gobierno local, el sistema escolar y el per-iódico. Los criminales no son los únicos ob-jetivos ni los únicos implicados en lo queFoucault denomina «estrategias y relacionesde poder», sino todos los miembros de la so-

ciedad. El poder disciplinario determina laexistencia de cada uno: los dóciles «cuerpos»de los medios de comunicación, el sistemaeducativo, los lugares de trabajo y la admin-

istración política, al igual que esos cuerpos

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«criminales» atrapados en el sistema penal.Tal y como el creador de la serie, DavidSimón, ha señalado, The Wire trata:

 Sobre la ciudad norteamericana ysobre cómo vivimos juntos. Trata sobrecómo las instituciones tienen efecto en losindividuos y cómo... tanto si eres un poli, un

estibador, un camello, un político, un juez oun abogado estás en última instancia im-plicado/involucrado y debes enfrentarte ala institución a la que te dediques.

En su representación de múltiples in-stituciones y de las relaciones que mantienenentre sí, The Wire no nos muestra una má-quina social coherente con valores e ideolo-

gías compartidas. Lo que emerge de la narra-ción es exactamente lo contrario: unaenredada maraña de burocracia y confusióncon rivalidades personales y jerarquías,problemas de presupuesto y asuntos de pro-tocolo que impiden que los diferentes

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departamentos trabajen juntos de maneraefectiva. Así, en la cuarta y quinta tempora-das, se nos muestran las consecuencias irre-parables de que Herc no le hiciera llegar unmensaje a «Bunk». Y así, ya es demasiadotarde cuando «Bunk» se entera de queRandy Wagstaff es un testigo potencial de loscrímenes de Stanfield: el bienestar de Randy

se ha puesto en peligro y su fe en la policía seha perdido para siempre.

Los detectives forenses de CSI recibenun presupuesto ilimitado, un verdadero ar-

senal de llamativos artilugios y bases de da-tos y tienen la posibilidad de dictarcitaciones y órdenes judiciales en cuestión deminutos, mientras que   The Wire   hace laaproximación inversa. Al igual que Brazil, la

distópica película de Terry Gilliam, The Wirenos muestra el poder institucional llevado asu extremo lógico. Valores como verdad yjusticia están perdidos bajo pilas de in-

formes, mientras las restricciones en el

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presupuesto ponen fin a las investigaciones ylas regulaciones legales impiden que sedicten órdenes judiciales y que se organice lavigilancia. A menudo, quienes están llevandoa cabo la investigación están atrapados en uncirculo vicioso según el cual no se puedenobtener las pruebas necesarias para con-seguir una autorización a continuar las in-

vestigaciones (sobre todo en la forma de es-cuchas), porque esas pruebas sólo se encon-trarían en el curso de las investigacionesmismas. La frustración frente a este círculo

aparentemente irrompible lleva a McNulty ya Freamon a instigar sus propios métodos«no oficiales» al final de la serie, utilizandoun falso caso de homicidio como pantalla dehumo para las escuchas de Freamon a Mario

Stanfield y los suyos. El ciclo de poder/saberde Foucault se invierte, convirtiéndose en unciclo de falta-de-poder/falta-de-saber.

 Se entabla entonces con la multiplicid-ad de los discursos científicos una relación

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difícil e infinita, que la justicia penal no estáhoy en condiciones de controlar. El queseñorea la justicia no es ya señor de su ver-

dad 

 [3] 

.

En The Wire  nunca hay una única ver-dad, sino verdades múltiples y conflictivas.En consecuencia, las fronteras entre el bien y

el mal se hacen borrosas al igual que la di-visión, mantenida con tanta claridad en otrasseries policíacas, entre los que uiebran la leyy los que la mantienen. A lo largo de la serie,

personajes no se enfrentan a decisionessobre el bien y el mal, sino, sobre actuarequivocadamente por razones correctas o ac-tuar correctamente por razones equivocadas.Uno de los ejemplos más notables de esto seobserva en el uso de estadísticas en el De-partamento de Policía. Aun cuando están im-buidas con un cierto valor de verdad, las es-tadísticas son el instrumento político por ex-

celencia para probarlo todo y nada. Es más,

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no es tan sólo una cuestión de leer los datosestadísticos de una cierta manera, sino decómo se producen estos datos en un primermomento. Así, por ejemplo, reducir elnúmero de crímenes violentos en un períodode tiempo dado no requiere la reducciónefectiva de los crímenes considerados violen-tos, sino su clasificación como violentos.

Efectivamente, este proceso de «burlar lasestadísticas» que aparece reflejado en   TheWire es un problema en la vida real de Bal-timore, donde el Departamento de Policía

fue puesto en la picota en 2006 por manipu-lar las estadísticas relativas a la tasa decriminalidad.

2.

En series de intriga policial como CSI y

Law and Order, frecuentemente se genera

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Order hace un uso particularmente evidentede esta necesidad de identificación pues abrecon la declaración de que:

 En el sistema de justicia, el pueblo estárepresentado por dos grupos separadospero igualmente importantes: la policía,que investiga el crimen, y los abogados de

distrito, que persiguen a los delincuentes.Éstas son sus historias.

 Allí donde Law and Order problematizafrecuentemente las contradicciones y

paradojas del sistema legal de una maneraque está ausente en gran medida en la fran-quicia  CSI , destacando el complejo procesodesde la detención hasta la condena de un

criminal, lo que permanece en juego, no ob-stante, es la búsqueda de justicia. Además,como deja claro la voz en off de apertura deSteven Zirnkilton, las historias narradaspertenecen a aquellas cuyo cometido es di-fundir la justicia, no se alienta a los

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espectadores a identificarse con los so-spechosos y, en el caso de  Special VictimsUnit,  en la que a menudo surgen conflictosen la detención de los delincuentes y la pro-tección de las víctimas, las víctimas en símismas se presentan como obstáculos a laverdad, como resultado de su negación o in-habilidad para identificar a sus agresores.

En The Wire, la historia pertenece a to-dos los personajes y nuestras simpatías noestán dirigidas a ninguno en concreto.  TheWire encarna la noción de Bakhtin de «het-

eroglosia», ofreciéndonos una multiplicidadde voces, perspectivas y discursos diferentes.En «Discourse in the Novel», Mikhail Bakht-in describe esta multiplicidad como sigue:

 En cualquier momento de su existenciahistórica, el lenguaje es heterógloto de ar-riba abajo: representa la coexistencia decontradicciones socio-ideológicas entre pas-

ado y presente, entre diferentes épocas delpasado, entre diferentes grupos socio-

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ideológicos en el presente, entre tendencias,escuelas, círculos y demás, todos en unaforma orgánica. Estos «lenguajes» de het-eroglosia se cruzan unos con otros de variasmaneras, formando nuevos «lenguajes» so-cialmente tipificantes. [...] Parecería inclusoque la propia palabra «lenguaje» pierdesentido en este proceso —pues, aparente-

mente, no hay un único plano en el que to-dos estos «lenguajes» podrían estar yux-

tapuestos unos con otros- [4] 

.

The Wire no nos muestra Baltimore através de los ojos de un grupo de personajessino, antes bien, cambia constantemente lalente a través de la cual vemos la ciudad y asus habitantes. No hay un protagonista únicoen   The Wire   al igual que tampoco hay un«otro». Además, las diferentes voces y dis-cursos de distintos grupos sociales no se nospresentan aislados, sino que se cruzan e in-

teractúan y combinan a polis con pequeños

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traficantes usando la misma terminología yapodos. Cuando «Bunny» Colvin visita a«Wee-Bey» Brice en la cárcel para pregun-tarle sobre la posibilidad de acoger a Na-mond en su familia, ambos comparten susexperiencias de la calle usando un lenguajecomún, a pesar de estar en lados opuestos dela ley.

Lo que tal vez sea más interesante, decualquier manera, es el modo en que la serieretrata diferentes grupos raciales y sociales.En otras series policíacas, la raza cumple una

función argumental específica, pero menor.Por ejemplo, en  CSI: Miami  a un poli his-pano, Eric Delco, se le puede encargar quetrate con la comunidad latina. De igual man-era, el personaje de Ice-T, «Fin Tutuola», en

Law and Order: Special Victims Unit  va amenudo de incógnito, haciéndose pasar porchulo o por camello. Sin embargo, tras esosrecursos narrativos, estas series nos

muestran un equipo cuidadosamente elegido

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de investigadores que garantiza una repres-entación políticamente correcta de raza ygénero.

En estas series, cuando se evocan este-reotipos de raza, como la suposición de queun antiguo camello, negro, haya cometido uncrimen, normalmente se hace de tal maneraque puedan ser descartados (véase, por

ejemplo, el caso de «Grow» primer episodiode la quinta temporada de Law and Order:Criminal Intent ). Por un lado, esos estereoti-pos parecen existir para advertir a los es-

pectadores de sus propios prejuicios ysuposiciones. Pero, por otro lado, lo queocurre en realidad es que estos prejuiciosparecen verse legitimados por programascomo Law and Order, ya que vuelven acept-

able hacer tales suposiciones en primerlugar, aunque finalmente resulteninfundados.

Como ha sugerido Stephanie M. Wild-

man, uno de los problemas fundamentales

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de la crítica al racismo o el sexismo es quetiende a culpar a ciertos individuos más quea analizar las estructuras de poder que departida permiten que existan y proliferen los

discursos racistas[5]

.   The Wire   no trata lacuestión del racismo, pero, en su lugar, in-tenta exponer el poder institucional y susdiscursos. Haciéndolo,  The Wire  demuestracon precisión cómo el color funciona comoun discurso que apenas hace referencia a cu-alquier verdad inherente sobre la identidadindividual. Adelantándose de una manera un

tanto irónica a las elecciones presidencialesde 2008, los dos candidatos a la alcaldía, elblanco y el negro, acusan al otro de «jugarcon la carta de la raza» para ganar votantes.

Una de las consecuencias peligrosas detérminos como racismo y sexismo es que dana entender que los que son víctimas de la dis-criminación racial o sexual son víctimas perse, y que se puede ejercer una oposición dir-

ecta entre opresor y oprimido. En su crítica

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al marxismo, Foucault advierte contra talesoposiciones directas que siempre colocan aun grupo como subordinado del otro. Unaideología dominante que presenta a ungrupo como superior al otro no existe encontradicción a la verdad sino que, en símisma, constituye una forma o discurso deverdad junto a otros discursos competidores.

La verdad no existe de manera independi-ente, como algo absoluto o trascendental,sino que opera como un discurso de lo quecuenta como verdad en cualquier momento

del tiempo

[6]

.El problema de entender el concepto de

raza en términos de oposición directa entregrupos étnicos mayoritarios y minoritarios,

tiene dos aspectos. En primer lugar, alpresentar a un grupo como víctima de laopresión de otro fracasa a la hora de tener encuenta la multiplicidad de identidades den-tro del grupo, dando por sentado que el

grupo está automáticamente unido por su

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victimización. En segundo lugar, abdica de laresponsabilidad ética del grupo presentadocomo «oprimido», ya que la noción de víc-tima supone un grado de impotencia e, igual-mente, inocencia por parte de los discrimina-dos. Sin embargo, los discursos de razapueden ser legitimados y reforzados poraquellos que sufren por esos mismo dis-

cursos. Es más, la posición de cada uno, yasea opresor u oprimido, nunca es absoluta:todo individuo está atrapado en una serie derelaciones complejas que significan que

nunca está hablando o actuando desde unaposición fija o perspectiva única, sino desdemúltiples perspectivas.

En su representación de los diferentesgrupos sociales,   The Wire   prescinde de la

noción de «víctima». En particular, disipa lamítica noción de una «comunidad negra»unificada. Los políticos y los policías negrosson tan culpables de formar prejuicios y re-

forzar estereotipos hacia los chicos negros

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como sus compañeros blancos. Cada indi-viduo está definido en términos de una seriede relaciones múltiple y compleja, tanto conotros individuos como con las institucionessociales que dan forma y estructuran su ex-istencia cotidiana. Así, para el desarrollo decada personaje, es fundamental la tensiónentre la responsabilidad individual y la

ubicuidad del poder disciplinario oinstitucional.

En Vigilar y castigar, Foucault describeel modo en que los individuos son a la vez

sujetos que generan las relaciones de poder yestán sujetos a ellas, a las estrategias yfuerzas que operan en la sociedad. Nuestraidentidad, creencias y acciones están todasdeterminadas por nuestra posición en la

cuadrícula de poder. Tanto si obedecemoscomo si quebrantamos la ley, somos partedel mismo sistema y estamos definidos porél. De tal forma que no hay escape o resisten-

cia. De este modo, una de las críticas

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principales a Foucault es la falta de capacid-ad de acción sobre la estructura que tal vis-ión del poder parece conllevar. Parece quelas personas no tuvieran posibilidad algunaen cuanto a su manera de actuar o en lo re-lativo a sus creencias.

 Adoptando el término «fabricación de laraza», en lugar del más común «formación

de la raza», Iain F. Haney López sugiere unmedio para reconciliar esta tensión. Segúnél:

 La raza ha de ser concebida como unaconstrucción social. Es decir, la interacciónhumana, más que como una diferenciaciónnatural, tiene que verse como la fuente ybase continua de la categorización racial. El

proceso por el que los significados de razasurgen se ha denominado «formación de laraza». En esta formulación, la raza no es undeterminante de otros fenómenos sociales,

sino que, antes bien, se sostiene por sí sola,como una amalgama de fuerzas sociales en

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competencia. La «formación de raza» in-cluye tanto el origen de los grupos racialescomo su constante reificación en elpensamiento social. Yo me sirvo de estateoría, pero utilizando el término «fabrica-ción de la raza». [...] La fabricación implicael trabajo de manos humanas y sugiere unaintención de engañar. Más que con el

término industrial «formación», que con-nota construcciones neutras y procesos in-diferentes a la intervención individual,referirse a la fabricación de las razas enfat-

iza el elemento humano y evoca el carácterplástico e inconstante de la raza.

 [7] 

En consecuencia, no volvemos al arries-gado camino/terreno de una noción tras-cendental de humanidad, pues lo que somosdepende de las fuerzas sociales que interac-tuan en y a través de nosotros. Al mismotiempo, sin embargo, esto no nos niega

nuestra autonomía como agentes sociales.

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Somos responsables de nuestras acciones ypodemos elegir por qué discursos de verdadnos dejamos embaucar y cuáles cues-tionamos. Y precisamente a ese cuestionami-

ento lo denomina Foucault «resistencias»[8]

.Nuestra identidad será siempre el productode las fuerzas sociales en lugar de avalar unaparte trascendental de nuestra existencia,pero, precisamente porque esta identidad noes trascendental, absoluta o fija, puede sersubvertida, cuestionada y reconstruida. Así,mientras cada personaje de The Wire parece

ser el producto inevitable de sus circunstan-cias específicas, eso no significa que no tengaelección con respecto a cómo puede y podríaactuar.

3.

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 Atrapados en una serie de institucionesy relaciones diversas, los personajes de  TheWire están involucrados en una serie de ne-gociaciones y compromisos. En concreto,cómo elige comprometerse cada persona, de-pende de su entendimiento del poder. Lasofisticación de  The Wire no tiene que versimplemente con su análisis del poder in-

stitucional, sino con cómo varios personajesperciben el poder y se identifican a sí mis-mos en su relación con él.

Sin importar su color de piel, hay algun-

os personajes que se dejan embaucar en loque, a falta de un término mejor, podríamosllamar un discurso «blanco» del podersoberano —creen que pueden «tener» elpoder y cambiar las cosas para mejorar el

uso de este poder—. Tommy Carcetti, JimmyMcNulty y Russell «Stringer» Bell seríanejemplos clave. Para estos personajes, elpoder o la habilidad para cambiar las cosas

tiene un valor moral más alto. Esta actitud es

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Carcetti convence a su amigo y compañeroen la concejalía, Tony Gray, para quepresente su candidatura a la alcaldía porqueeso «dividiría el voto negro» y aumentarásus propias posibilidades de ser elegido. Unavez ganadas las elecciones, rechaza la ayudaeconómica del Estado de Maryland pues yaestá centrándose en su nuevo objetivo:

presentarse a gobernador del Estado. Lacreencia de McNulty de que él es el único quepuede resolver los problemas del Departa-mento de Policía, le lleva a romper varias

leyes y fingir varios asesinatos en casos rela-cionados con vagabundos muertos. Final-mente, quienes se dejan persuadir por undiscurso del poder soberano dependen tam-bién de la noción de espectáculo para re-

afirmar su poder. Como el monarca medievalque utilizaba la tortura y la ejecuciónpúblicas para reafirmar su poder ante sussúbditos, Bell y Barksdale hacen torturar al

novio de Omar Little, Brandon, dejándolo

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expuesto a la vista de todos, como adverten-cia para Omar y los demás, para Carcetti, elespectáculo del poder toma la forma de dis-cursos grandiosos en los que proclama su in-defectible compromiso con la ciudad deBaltimore.

Igualmente, encontramos personajescomo Mario Stanfield y sus tenientes

«Snoop» and Chris, que reconocen que elpoder es algo transitorio e ilusorio que nuncase posee de manera absoluta y que ha de sercuidadosamente negociado, pues las es-

trategias que se usen para llegar arriba, ser-án las utilizadas también para derrocarnos.Cuando Michael frustra el plan de «Snoop»para matarle, disparándola a ella en su lugar,«Snoop» valora haber sido ella la que le en-

señó a prepararse para un trabajo. Sus propi-os métodos han sido utilizados en su contra yno hay nada injusto en ello. Como «Snoop»lo expresa en ese mismo episodio:

«Merecérselo no tiene nada que ver con

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ello». Así, en contraposición a un discurso«blanco» del poder soberano hay un dis-curso «negro», que percibe el poder como unjuego que hay que jugar, y que conlleva unaética de la supervivencia más que la creenciaen valores morales. Es el discurso de aquel-los que siempre han tenido al poder y laautoridad en su contra. Mario reconoce

cuándo ha llegado el momento de abandonarsu imperio del tráfico de drogas. A diferenciade Bell y Barksdale, que exponían pública-mente sus ejecuciones, los tenientes de

Mario, «Snoop» y Chris, esconden los cuer-pos en edificios condenados, conscientes deque llamar la atención sobre su actividad lesllevaría a la caída.

Por último, encontramos personajes que

generan un territorio intermedio entre estasdos posiciones como, por ejemplo, CedricDaniels, «Bodie» Broadus y «Bunny» Colvin.Rechazan los valores morales que otros

creen inherentes al poder y. sin embargo,

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piden una reconsideración de esos valores.En su rechazo a falsear las estadísticas y sudisposición a responsabilizarse completa-mente de las actividades de McNulty yFreamon, Daniels abandona con eleganciasus ambiciones de hacerse Jefe del Departa-mento de Policía de Baltimore. Aún recono-ciendo las leyes de la calle y las consecuen-

cias inevitables que tendrá informar sobreStanfield y su banda, «Bodie» está preparadopara aportar pruebas sobre el asesinato de«Little Kevin». Sin poder explicar del todo

por qué («esa mierda no está bien»),«Bodie» reconoce una responsabilidad éticamayor que la simple supervivencia personal.Con su puesta en marcha de una zona librepara el tráfico de drogas (conocida como

«Hamsterdam») y su trabajo con alumnosproblemáticos, Colvin intenta disolver lasfronteras creadas entre diferentes grupos so-ciales y personas, reconociendo la necesidad

del compromiso y la negociación entre los

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diferentes grupos y los diferentes discursosde verdad presentados por estos grupos. Eneste sentido, tal vez comprende mejor quecualquier otro personaje la posibilidad detransformar el poder por medio de pequeñasresistencias ante sus códigos y estructuras. Através de estos personajes nos llega unpequeño rayo de esperanza; que es posible

hacer lo correcto incluso cuando la compet-encia entre los dos discursos del poder haceimposible determinar qué es lo correcto.

4. Conclusión

«En cualquier país, la cárcel es el lugaral que la sociedad envía a sus fracasos. Peroen este país es la sociedad misma la que estáfracasando».

Ice Cube, «What can I do?»

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entendimientos compartidos y una éticamás profunda y vital. Pero las historias yanti-historias pueden desarrollar una fun-ción destructiva igualmente importante.Pueden demostrar que lo que creemos esridículo, egoísta y cruel. Nos pueden en-señar la salida de una trampa de exclusióninjustificada. Nos pueden ayudar cuando ha

llegado el momento de redistribuir el poder.Son la otra mitad —la mitad destructiva—

de la dialéctica creativa". [11] 

Sin embargo, lo más terrorífico sobre larepresentación de las instituciones socialesen  The Wire  no es su mal funcionamiento,sino que sea precisamente a través de losvarios procesos que fragmentan y dislocanlas unidades, departamentos y organiza-ciones, todas supuestamente esforzándosepor los mismos objetivos y en acuerdo con elmismo conjunto de valores, lo que mantiene

el orden social como un todo. La crítica a los

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discursos de poder y raza en  The Wire  de-muestra que no hay verdad absoluta o defin-itiva tras esos discursos, sino, antes bien, queel poder disciplinario se mantiene gracias asu propia ausencia. Es más, en su análisis delpoder institucional, The Wire demuestra notanto el fracaso del sistema, como su éxito.

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Sobre negros, drogas,derechos y libertades

Marc Caellas

Marc Caellas nació en Barcelona pero havivido los últimos diez años entre Londres,

Sao Paulo, Miami, Caracas y Bogotá. Ha sidogestor cultural, diplomático de serie B y dir-ector de teatro. Las series de televisión quehan marcado su vida son   Magnum P.I.,

Perry Masón y The Young Ones.

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***

El problema con las drogas o la guerracontra las drogas es el tema transversal querecorre las cinco temporadas de  The Wire.No hay un solo capítulo en el cual no veamos

algún aspecto relativo al cormercio sobre losestupefacientes. El análisis de cómo funcionala policía, la economía, la política, la escuelay la prensa se ve condicionado en gran parte

por la relación que se establece con las sus-tancias prohibidas. Mi hipótesis es ésta: TheWire, específicamente la tercera temporada,es un intento de trasladar a la televisión al-gunas de las tesis que Thomas Szasz expone

en su magistral libro  Nuestro derecho a las

drogas[12]

. Tesis como que el derecho a mas-car o fumar una planta que crece silvestre enla naturaleza es previo y más básico que el

derecho a votar, o como que un gobierno

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limitado de un país carece de legitimidadpolítica para privar a adultos competentesdel derecho a utilizar las sustancias que eli-jan, fueren cuales fueren.

1. Las drogas como propiedad: elderecho que rechazamos.

«Que las drogas, como los diamantes olos perros, son una forma de propiedadnadie puede negarlo».

Thomas Szasz, Nuestro derecho a lasdrogas.

«Stringer» Bell, uno de los personajesmás carismáticos de The Wire, lo sabe. Sabeque si bien todo empezó como una batalla

por las calles, rápidamente se ha transform-ado en una lucha capitalista por un mercado,el de las drogas, que, debido a su ilegalidad,genera más beneficios que cualquier otro.«Stringer», un chico de la calle hecho a sí

mismo, se inscribe en la universidad y

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aprende la lógica de los negocios, la lógicacapitalista. Aprende que si tienes el mejorproducto, tienes garantizada su venta, y portanto el beneficio. Aprende que el productoes más importante que el territorio. Aprendeque la lucha por el territorio es una peleaprimitiva que genera cadáveres, que son loscebos que atraen a la policía. En el primer

capítulo de la tercera temporada, «Stringer»intenta explicarles la lección a sus jóvenes eimpetuosos soldados. Les convoca enasamblea. Maravilloso el detalle del primer

plano del asistente de «Stringer» —conver-tido aquí en una especie de bedel de una im-provisada asamblea de parlamentari-os/dealers— leyendo Robert's rules of order,un manual de filosofía política (¡de 1876!),

que explica cómo la ley parlamentaria es elmejor método ideado para llevar a caboasambleas de cualquier tamaño en las que serespete la opinión de cada miembro. De este

modo, se hace viable el objetivo de llegar a

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un acuerdo en un gran número de cuestionesde distinta complejidad, en un mínimo detiempo y bajo todo tipo de condicionamien-tos emocionales de los presentes: desde unatotal armonía hasta un completo desacuerdoen sus opiniones. «Stringer» expone el ejem-plo del mercado de los coches. Ya ningúnnegro conduce un Ford. Los coches ja-

poneses y alemanes son mejores como pro-ducto, por tanto, los negros los compran.Fuera de su país de origen, de su territorio.Ergo: importa el producto, no el territorio. Si

como vendedores ofrecen la mejor droga, elconsumidor se la comprará a ellos, a pesarde la competencia territorial. El personaje de«Proposition» Joe también trabaja en esalínea. Crea una cooperativa de vendedores de

droga. «Prop» Joe sabe que el libre mercadoes bueno porque anima a la cooperación so-cial (producción y Cornercio) y desalienta laviolencia y el fraude (la explotación de

muchos por unos pocos dotados de poder

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coactivo). Lo interesante es que da la sensa-ción de que ni «Stringer» Bell ni «Prop» Joeson expertos en drogas. Nunca les vemos encontacto directo con ellas. Consideran ladroga como lo que realmente es, un productocomo cualquier otro, sujeto a unas leyes eco-nómicas y de mercado que ellos aspiran adominar. De hecho «Stringer» está mucho

más próximo al Gordon Gekko de WallStreet que al Tony Montana de Scarface. Loconstatamos cuando vemos al tenienteMcNulty revisando el lujoso apartamento de

«Stringer» Bell horas después de su esceno-gráfica ejecución. Aún en duelo por sumuerte —magnífico el comentario de laagente Kima: «McNulty se lo ha tomadocomo si se le hubiera muerto un pariente»—,

ojea su biblioteca y se pregunta: «¿A quiénhemos estado persiguiendo?». Un sutil movi-miento de cámara nos acerca las manos delpolicía, que sostiene un libro de «Stringer».

Se trata de  La riqueza de las naciones, de

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Adam Smith. A este respecto, contaba hacepoco un ex guerrillero de las FARC, que com-partió cárcel de máxima seguridad con uncapo de la droga colombiano, que éste últimono había visto jamás una raya de coca. Nosabía ni cómo era. Para él era un productopara hacer dinero. Como los zapatos. O lasrosas.

2. Los vicios no son crímenes.

Uno de los personajes más carismaticosen  The Wire  es «Bubbles». Un «sin techo»

adicto a la heroína que pasa gran parte de laserie intentando desengancharse. Este per-sonaje es importante porque nos recuerda entodo momento la diferencia entre vicio y cri-

men. Los vicio son aquellos actos por los queun hombre se daña a sí mismo o a supropiedad. Los crímenes son aquellos actospor los que un hombre daña a la persona o ala propiedad de otro. En la puritana ehipócrita sociedad en la que vivimos se

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confunden deliberadamente ambos térmi-nos, y se justifican políticas sociales basadasen falsas premisas. Si «Bubbles» nos cae tanbien —compite con Omar en la categoría depersonaje favorito— es porque quizás es elmás humano de todos los que transitan lascalles de Baltimore. «Bubbles» no hace dañoa nadie. «Bubbles» es la prueba fehaciente

del inmenso error que supone tratar la adic-ción como un delito y no como lo que es, unproblema de salud pública como puede serlola obesidad (adicción a la comida), la ludo-

patía (adicción al juego) o el alcoholismo(adicción al alcohol). Al fin y al cabo:

 Nadie practica nunca un vicio con... in-tención criminal. Practica su vicio única-

mente para su propio deleite, y no por malavoluntad hacia otros. Salvo que las leyesplasmen y reconozcan esta clara distinciónentre vicios y crímenes, no podrán darse en

la tierra cosas como derecho individual,libertad o propiedad; ni cosas como el

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derecho de un hombre al control de supropia persona y propiedad, ni los corres-pondientes y coequivalentes derechos deotro hombre al control de su propia persona

y libertad  [13] 

.

Nos identificamos con «Bubbles»porque es una buena persona. Lo

quisiéramos como amigo. Le perdonamossus debilidades, como a los amigos. La inter-pretación de Andre Royo es de las que dejanhuella. En una anécdota reveladora que nos

narra Margaret Talbot en su crónica —y quepuede leerse igualmente en este volumen—,Andre Royo explica como en un día de rodajeen una zona marginal de la ciudad se le acer-có un hombre y le dejó una dosis en susmanos. La necesitas más que yo, fueron suspalabras. Ese reconocimiento le valió por to-dos los Emmy que no recibió ni él ni ningunode sus compañeros de reparto, algo sólo ex-

plicable por los mismos prejuicios morales

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que se ponen en tela de juicio en  The Wire.En la escena final del deprimente últimocapítulo de la tercera temporada, «Bubbles»se encuentra con el Mayor Colvin, el creadorde la zona liberada, «Hamsterdam».«Bubbles» observa los escombros y no puedesino ironizar sobre el celo con el que laautoridad ha decidido terminar con el exper-

imento. Melancólicamente, «Bubbles» le ex-presa a Colvin su nostalgia por un espaciodonde se dejaba tranquilo al consumidor. Nole jodian ni la policía ni los traficantes. Colv-

in sonríe y le da las gracias. Sin saber que es-tá hablando con quien tuvo aquella idea, y lavalentía de aplicarla, «Bubbles», con su sen-tido común, expresa, en su lenguaje calle-jero, verdades como puños. No muy distintas

de las que anota, con otro lenguaje, ThomasSzasz:

 Si queremos utilizar nuestro

vocabulario político-económico con preci-sión, y tomarnos en serio sus términos,

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debemos concluir que si la Constitución nosgarantiza el derecho a rendir culto acualesquiera dioses y a leer cualesquieralibros, nos garantiza también el derecho a

utilizar cualesquiera drogas que elijamos [14] 

.

3. Las drogas como chivosexpiatorios.

Estados Unidos es uno de los países conmayor porcentaje de población entre rejas.La mayoría de estos presos lo son por cues-

tiones relacionadas con el tráfico o consumode drogas. Uno de los efectos de la paranoiacontra las drogas es que obliga a la policía adedicar gran parte de su tiempo y efectivosen detener a traficantes y consumidores, en

lugar de aplicar estas energías en garantizarla convivencia de la ciudadanía. Ya se sabe,la función del chivo expiatorio es salvar algrupo mediante su propia victimización. Una

de las reflexiones más interesantes de la

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tercera temporada de esta serie es la que ll-eva a cabo el Mayor Colvin sobre la nat-uraleza del trabajo policial y sobre cómo lasusodicha guerra contra la droga lo ha per-vertido, creando, para variar, más problemasde los que aspiraba a resolver. Se lo cuenta asu teniente, el joven Carver:

- Y se me ocurrió lo de la zona liberada,lo de «Hamsterdam», porque este tema dela droga no es un trabajo policial. No. No loes. Puedo enviar a cualquier tonto con unaplaca y un arma a una esquina para arre-star a una banda y recoger unas muestras,pero, ¿es eso ser un policía? Si se dice quehay una guerra, muy pronto todos empiez-an a actuar como guerreros, creyéndose que

están en una cruzada y se imponen con lafuerza, a base de esposar gente y disparar.Pero en una guerra se necesita un malditoenemigo y, muy pronto, casi todo el mundo

en cada esquina es tu maldito enemigo. Y el

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barrio que se supone que uno debe vigilar seconvierte en territorio ocupado, ¿me sigues? 

- Creo que sí.- Lo que quiero decirle, Carver, es que

ser soldado y ser policía no es lo mismo, yantes de equivocarnos e irnos a dedicar aestos juegos de guerra, el policía hacía suronda y aprendía a cuidar el barrio. Si tenía

problemas en su puesto: una violación, unrobo, un tiroteo, la gente lo ayudaba, ledaba información. Pero cuando le pido a us-ted, el sargento de mi Unidad Anti-drogas,

información de lo que pasa ahí en la calle,sólo recibo tonterías: estadísticas, arrestos,incautaciones, pero todo esto no sirve un ca-rajo si de lo que hablamos es de proteger unbarrio, lo peor de esta «guerra contra la

droga», en mi opinión, es que... arruinó estetrabajo.

La transformación de Carver, de gañán a

comprensivo agente, es uno de los pocos as-pectos «positivos» de una serie que, en

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general, nos viene a decir que vamos por malcamino y, lo que es peor, que no hay indiciosde que esto vaya a cambiar. Las dinámicas delas poderosas instituciones que nos gobi-ernan son tan perversas y están tan viciadas,que cualquier intento de cambio topa con laresistencia de algún eslabón de la línea demando.   «Fuck the bosses!», le espeta

McNulty a sus compañeros de unidad. Es elgrito desesperado del outsider, del que noquiere sacrificar sus principios en aras delreconocimiento social, del rebelde sin causa

incapaz de tener una vida propia más allá desu trabajo. Regresando a Carver, la terceratemporada empieza con una espectacularpersecución policial en la que los chicos de lacalle toman el pelo a las patrullas policiales.

Les hacen creer que llevan droga en unabolsa vacía. Los polis son ridiculizados poruna pandilla de adolescentes. El indignadoteniente se sube al capó de su coche policial y

amenaza a gritos a los street-boys. Doce

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capítulos más tarde, el agente Carver visitaorgulloso la improvisada escuela de boxeo,que un ex convicto y asesino ha conseguidosacar adelante, y a la que asisten algunos deesos chicos que antes vendían droga en lacalle. Es tal su transformación que, en otratemporada, no tendrá reparos en denunciara un compañero por ejercer una brutalidad

desmedida sobre uno de estos chicos,poniendo por delante la ética profesional alcompañerismo mal entendido.

4. El culto a la desinformaciónsobre drogas.

«El objetivo de una educación realsobre drogas no deber ser animar a la ab-

stinencia, sino a buenos hábitos de con-sumo, esto es, a utilizar las drogas de modointeligente, responsable yautodisciplinado».

Thomas Szasz, Nuestro derecho a lasdrogas.

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Tras décadas de manipulación y desin-formación, lo que conocemos como la opin-ión pública considera el consumo de drogas

ilegales como una enfermedad, y su controlcoactivo, como un tratamiento. Este tipo depensamiento hace que cualquier intento decrear un marco diferente, incluso con perso-

nas con la voluntad para hacerlo, se topecontra el muro de lo políticamente correcto.En este contexto, se entiende la airada reac-ción del alcalde de Baltimore, cuando des-cubre que un empleado suyo ha «legalizado»las drogas en una zona de la ciudad. Lecuesta poco, sin embargo, darse cuenta deque ese acto moralmente reprobable ha pro-vocado una reducción del 14% de los delitos,

ha permitido a los servicios sociales inter-venir —cambios de agujas, análisis de sangrein situ, distribución de preservativos— y hamejorado la calidad de vida de sus

ciudadanos al desaparecer la violencia aso-ciada al tráfico. «Debe de haber una manera

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de continuar con esto sin llamarlo por lo querealmente es», comenta el alcalde a sus ase-sores. ¿Cómo venderlo? ¿Cómo explicarlo?Es un problema de educación. La sociedadno está preparada para ello. Son tantos añosde política proteccionista que ahora resultaimposible relegalizar las drogas. Losgobernantes carecen tanto de la voluntad

popular como de la infraestructura política ylegal que respalde una actuación de este tipo.El personaje del concejal Tommy Carcetti esrevelador. Se nos presenta como un joven

político preocupado por su ciudad. Unpolítico con ganas de cambiar las cosas. Unpolítico que a medida que asciende en lalínea de mando, pierde buenas intenciones ygana malas mañas con las que se convierte

en alcalde, y finalmente en gobernador. Car-cetti es un ejemplo más de la naturaleza de-voradora de las instituciones. Unas institu-ciones que son el instrumento del capital-

ismo salvaje para reducir a los disidentes: o

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los destruye y los margina de los centros depoder, o los engulle y los transforma enpacíficas ovejas que siguen al rebaño. Unasinstituciones a las que sólo se derrota par-cialmente con una ficción: la ficción «Hams-terdam» o 'a ficción del asesino en serie quese inventan al mismo tiem po un policía y unperiodista en la quinta y última temporada.

5. Negros y drogas.

«Nadie puede negar que negros e his-panos en el interior, y latinoamericanos en

el exterior, representan papeles principalesen la tragicomedia que llamamos Guerracontra las Drogas: son (o son percibidoscomo si fueran) quienes más abusan de las

drogas, los principales adictos a las drogas,traficantes de drogas, asesores sobre dro-gas, policías antidroga, convictos encarcela-dos por delitos de drogas y narcoterroris-tas. En pocas palabras, negros e hispanos

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dominan el mercado de abuso de drogas,como productores y como productos».

Thomas Szasz, Nuestro derecho a lasdrogas.

The Wire es una serie valiente tambiénen lo que se refiere al asunto racial. Sin llegaral radicalismo de un Spike Lee, quien nos re-

cuerda con sus películas que es ingenuopensar que es posible una convivencia justa ypacífica entre razas, David Simón no se andacon chiquitas para mostrar la sociedad alta-mente racista en la que vivimos. Incluso unpersonaje como McNulty, el madero irlandésque cree en su trabajo, que se enfrenta a sussuperiores, que cubre a sus colegas, se noscae al suelo cuando en una conversación in-

formal con un policía de otro estado —sinsaber que está casado con una mujernegra—, afirma que Baltimore estaría muybien sino fuera por la cantidad de negros que

viven en ella. En sentido inverso, es decir,cómo ven los negros a los blancos, es

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admirable la manera como se trata el hom-icidio involuntario de un policía negro amanos del policía de origen polacoPryzbylewski. Es obvio que la muerte ha sidodebida a la imprudencia y al desequilibriomental de «Prez», que le incapacita para ll-evar armas. Sus compañeros de unidad,negros, reaccionan con dureza e incredulidad

cuando se les cuestiona sobre un posiblemóvil racista en dicho homicidio. Son las in-stituciones, no las personas, las que tensan lacuerda racial. Italianos, polacos, griegos, ir-

landeses y afroamericanos conviven en unaBaltimore convertida en un campo de prue-bas de los problemas sociales de nuestrotiempo. El personaje de Omar, el favorito demuchos, simboliza la defensa que se hace de

la libertad y la autonomía individual por en-cima de todo. Un Robin Hood contem-poráneo que roba a los traficantes y quesigue un código de conducta intachable. Un

gánster gay que acompaña a su abuelita a

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misa los domingos y al que los niños de lacalle contemplan con admiración. Un justi-ciero que ha leído a los clásicos griegos y quees capaz de poner en evidencia al abogadodel clan Barksdale en su propio campo eljuego, el tribunal de justicia («yo uso miescopeta, tú usas el maletín»). Por no hablardel hombre de la pajarita, el hermano

Mouzone, un asesino a sueldo de NuevaYork, elegante e ilustrado (lee Atlantic y NewYorker en sus ratos libres), que aparece enBaltimore dispuesto a poner en su sitio al

que se ha pasado de listo. Los gánsteres tam-bién compran en el mercado de invierno.

6. Los peligros de la prohibición.

«De todos los peligros que plantean lasdrogas sólo uno requiere la intervención delEstado: el etiquetado falso. Todos los otrospueden controlarlos eficazmente individuosque asumen su responsabilidad mediante suconducta».

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Thomas Szasz, Nuestro derecho a lasdrogas.

Es probable que David Simón no com-

parta todas las tesis de Thomas Szasz. Dehecho, a pesar de lo escrito hasta aquí, nohay prácticamente ejemplos de consumo re-sponsable de drogas en   The Wire. Los

teóricamente buenos, los policías, beben al-cohol a raudales y los teóricamente malos,los que están en el «juego», apenas sedrogan, quizás porque saben que venden unproducto adulterado y de mala calidad. Se-guramente, si tuvieran que competir en unmercado legal, sometido a controles de calid-ad y de precio, el enfoque sería otro. En todocaso, a falta de nuevas temporadas que no

llegarán, nos podemos refugiar en la lecturadel libro de Szasz, cuyo interés crece a me-dida que pasan los años y aumenta ese de-spropósito mundial llamado Guerra contra

las Drogas.

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La guerra perdida

Marc Pastor 

Marc Pastor nació el año en que se es-trenó Star Wars y por eso supo que llegabatarde para ser un Jedi. Durante años creciócreyendo en el Bien gracias a El cochefantástico, aunque pronto se dio cuenta queno era tan manitas como  M.A. Barracus oMcGyver, por lo que se diplomó en Crimino-logía. Actualmente compagina su trabajo en

la policía científica con su vocación literaria.Es autor de Montecristo y ganador del I Pre-mio Crims de Tinta por su novela  La maladona / La mala mujer.

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***

ERA DOMINGO, EN VERANO.

Llevábamos doce horas de guardia y yarecogíamos los bártulos a cinco minutos de

terminar el turno y la semana. Nosmoríamos de ganas de llegar a casa, cenar ycriogenizarnos. Hablábamos de las cosasque realmente importan: llevar a los niños alcolé, ir con la pareja al cine, Corner en aquelrestaurante que me recomendaron hace unosdías.

Como un gol en contra en el últimominuto, el que abre las puertas de la prór-

roga en la final cuando el equipo ya se veíavencedor, sonó el teléfono.

Homicidio. Un chico apuñalado en sucasa.

—Esto va a ir para largo —dijo Yolanda.

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La portería estaba balizada por elcordón policial. No había mucha gentealrededor, sólo familiares de la víctima y unpar de curiosos. Normalmente, cuandoaparecen un par de coches patrulla con rollosde cinta de «No pasar», se crea un Poderosocampo gravitatorio que atrae a todo ser hu-mano que Se encuentre en el radio de un par

de manzanas.En este sentido, y pese a la evidente ne-

cesidad de discreción, los de la científica amenudo trabajamos con público.

Subimos por una escalera estrecha hastael rellano donde nos esperaba uno de losmandos que custodiaba la puerta. Nos pusoal corriente de la situación y nos informó deque la comitiva judicial debía de estar al

caer.Nos enfundamos los monos blancos y

las máscaras. Nuestro aspecto era el de losmalos de E.T. El mono sirve para no contam-

inar la escena del crimen, así que es

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hermético y no transpira. En verano, con elbochorno que reina sobre Barcelona, se con-vierte en una auténtica sauna portátil. Creoque sólo tardamos un par de segundos en su-dar y no más de tres minutos en empezar aadelgazar.

Examinamos el piso y esperamos al juez,que llegó casi a la par que nuestro jefe.

Hablamos sobre las circunstancias delcaso y trazamos un plan de actuación.

El apartamento era pequeño y estabamanchado de sangre por todas partes. El

cadáver era reciente, y junto al forense ex-aminamos las heridas e hicimos hipótesissobre cómo podía haber sucedido todo.

Cuando la comitiva finalizó su inspec-ción y levantó el cadáver, nosotros nos

quedamos a hacer el trabajo restante. De-bíamos buscar indicios sobre el autor, elarma del crimen, recoger muestras de sangrey todo eso que suele verse en CSI .

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Pero no como en  CSI , maldita sea. Nocon esa pachorra de Grissom y los suyos,sentando cátedra en un hotel de Las Vegas ydetectando rastros imposibles mientras citana Shakespeare.

Había que examinar palmo a palmo esepiso, hacer un inventario exhaustivo, jugar alCluedo casilla por casilla.

 Así que recuerdo el momento exacto enque la idea se me pasó por la cabeza.

Estaba de rodillas en el pasillo, intent-ando fotografiar una pisada ensangrentada,

a las tantas de la madrugada. Agotado, ham-briento y sudando a mares. Me flojeaban laspiernas y me costaba mantener el equilibriojusto para hacer la foto. Mijefe me pisó lasuela de las zapatillas para anclarme y que

no me diera de bruces con el pastizal.—Inténtalo ahora —dijo.Con la cara a un palmo del hediondo

rastro de sangre, con mi jefe apresándome

los pies, mis rodillas resbalaron en el charco

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y sentí que me iba a desplomar sobre las pis-adas de huida del autor.

 Aún no sé cómo pude evitarlo, pero hicela fotografía y me tuvieron que ayudar a in-corporarme, con los huesos crujiendo y unpensamiento en la cabeza.

Esto no sale nunca en la historiaspolicíacas.

Poco después, ese mismo verano, al-guien me habló de The Wire.

Nunca he sido un gran fan de las seriespoliciales.

Recuerdo vagamente  Hill Street Blues,poco más que esos coches saliendo de comis-aría al compás de la canción triste del título,un juego de palabras que se pierde en la tra-

ducción. Recuerdo incluso haber visto  Cag-ney y Lacey, cuya máxima apuesta era el es-tar protagonizada por dos valientes mujerespolicías (qué lejano queda en el tiempo, eso,

ahora).

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 A decir verdad, por aquel entonces (yaparte de los lagartos de V y del «Señor Cal-cetín» de Murdock en   El equipo A), meentusiasmaban las hormonófilas aventurasdetectivescas de Thomas Magnum en su Fer-rari, así como las de sus primos   Simónamp;Simón. Qué le vamos a hacer si eran losochenta y los malos tenían que ser muy

malos para que los buenos siempre se ll-evaran a la chica tras resolver el caso. Si elpolicía modélico en televisión era Colombo(y su homologa, la paulmaccartnetiana, Jes-

sica Fletcher), ¿quién iba a querer ver  Bri-gada Central    con Imanol Arias y susempiterno rostro de úlcera estomacal?

Eos policías en televisión, como en larealidad de esos años, quedaban muy lejos. Y

en absoluto resultaban personajes hacia '°sque sentir empatia.

 Así que se supone que si uno entra en uncuerpo de policía, algún tipo de inercia debe

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llevarle a consumir todo aquello que tengarelación con su trabajo, ¿verdad?

La respuesta es no.La ruptura entre ficción y realidad es tan

fuerte entre las series policiales y el trabajodiario que sólo llevan al distanciamiento. Enlíneas generales, las series de procedencia es-tadounidense explotaban los mismos re-

cursos de siempre, usando como base déca-das de años de experiencia televisiva. Todosonaba a repetido, a tramas parecidas conpersonajes parecidos en ciudades parecidas.

Clichés y estereotipos en cada episodio. Lospolicías no actuaban como policías de verdadsino como habían actuado siempre lospolicías de ficción. Tan sólo destacaba porsus buenas críticas  NYPD Blue, pero nunca

logré engancharme.En lo referente a la ficción española, se

adoptó ese tono tan característico decostumbrismo low-fi que las convierte en im-

permeables para mi mando a distancia.

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La primera década del siglo XXI ha ex-perimentado un boom en series de tele-visión. La edad de oro, la llaman. Y de entreellas, las policíacas han destacado con brillopropio al conseguir audiencias espectacu-lares. Todos los CSI habidos y por haber, losCloser, Caso Cerrado, Sin rastro... hasta elpunto de darle vueltas y rizar el rizo con

agentes zen como en Life o especialistas enmatemáticas como en Numbers. íbamosvolviendo al   Cagney y Lacey   sin darnoscuenta.

Estaba en comisaría, en el despacho dela Unidad de Investigación, hablando conRubén e Irene. Otra vez un fin de semana,otra vez de guardia. Aunque el teléfonoseguiría mudo lo que quedaba de sábado.

—¿Habéis visto   The Wire? —preguntóRubén.

Tanto Irene como yo hicimos un gestoafirmativo.

—Mola McNulty, ¿eh? —dije.

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Es la primera señal de complicidad quese establece al hablar de The Wire.

Es la puerta de entrada al universo com-partido de la ficción en Baltimore: McNulty.

Rubén sonrió.—Joder si mola.—Todo el mundo me la recomienda

—intervino Irene— Que si es superrealista y

tal. Pero estoy en la primera temporada yllego tan agotada a casa que cuando la veopor la noche me quedo frita.

—Ya, a mí también me pasa —confesé.

—¡Pero si está de puta madre! —Rubén,sobreactuando.—Yo me sobo con cualquier cosa des-

pués de cenar. Tendré que verla en otrascondiciones. Lo malo es que nunca tengo

tiempo de buscar otras condiciones.Lamentablemente, me dormía durante

los primeros episodios de  The Wire. En midescargo debo decir que me hubiera dormido

en Cabo Cañaveral durante el lanzamiento

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de un transbordador espacial si estuvierasentado en mi sofá. No estoy diseñado paraaguantar más de quince minutos despiertotras el anochecer.

 Además, no entendía nada. La tramaparecía empezada y tuve que comprobar que,efectivamente, me había comprado laprimera temporada y la estaba viendo desde

el primer episodio. La ensalada de nombres ydatos era ininteligible.

 Y el ritmo.Reconozco que el ritmo me mató. No

podía dar crédito a lo que veía. Acostum-brado a cualquier otra ficción televisiva, en laque todo debe ser rápido y picadito,   TheWire   se tomaba su tiempo para contarte...¿qué?, ¿qué era exactamente lo que me quer-

ían explicar?, ¿los trapícheos de un grupo decamellos en «Las Torres» en Baltimore?, ¿lasvidas de un grupo de policías que trabajancomo cualquier hijo de vecino?, ¿las tretas de

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los jueces, fiscales y mandos policiales paraculebrear políticamente?

Era nuevo, muy nuevo. Y no sabía si megustaba.

Para rematarlo, duraban una hora,veinte minutos más que cualquier otra seriede televisión.

—Tienes que ver   The Wire   —me dijo

Santiago aquel verano—. Te va a gustar, Doc.Como quiera que fuera él quien me

había regalado los primeros números delPredicador de Ennis y quien me había avis-

ado del estreno en EE. UU. de una serie lla-mada Lost que prometía ser la bomba, le diun voto de confianza a  The Wire   antes depasarla al montón de DVDs que algún díadebería revisar en el refugio atómico en caso

de que un apocalipsis terminara con la civil-ización, y no hubiera televisión ni internet.

 Y entonces, con el fucking episode, todo

explotó.

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McNulty y «Bunk» llegan a una casadonde se cometió un asesinato. Van a repas-ar la escena del crimen, para intentar desen-callarlo. Ponen las fotografías de la inspec-ción ocular para reconstruir paso a paso eltiroteo. Fuck, repiten una y otra vez.  Fuck,fuck fuck... motherfucker. Y todo es natural.Todo encaja. La televisión, con todas sus lim-

itaciones y sus ventajas, se da la mano con larealidad. Los personajes cobran vida y sevuelven seres de carne y hueso. Las tramas,por más complejas que sean, empiezan a en-

focarse. Los nombres, hasta el momentoconexiones sinápticas perdidas en un mar desombras, albergan caras. Y las caras,emociones.

te implica.

Mi The Wire  (así, en posesivo, como eljuguete más preciado de un chiquillo)empieza ahí.

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De hecho, es la escena que pongo en elDVD cada vez que quiero hacer apología dela serie a alguien.

—Tienes que verla —le dije a Pedro, unbuen amigo al que conocí en el grupo deHomicidios de Barcelona.

 Play,fuck,fuck,fuck y ya no había vueltaatrás.

Es a partir de allí cuando el ritmo pasóde parecerme pausado a trepidante. Y laserie no había cambiado. Era yo. Eran misviejas costumbres televisivas que exigían un

«pim pam pum» constante en cuarenta ycinco minutos que se habían adaptado algran logro de The Wire: la exploración de laelipsis.

Hasta las investigaciones de la policía de

Baltimore, había un pacto entre realizadoresy espectadores: omitiremos los detalles. Pornecesidad de tiempo e imperativo de ritmo,la narración da saltos en los momentos que

todos damos por supuestos. No es necesario

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mostrar hechos, conversaciones o actos quevan a desembocar en un resultado. La ficcióntelevisiva nos enseñaba que los policíassabían que el malo estaba escondido en unpiso, y en la siguiente escena ya llamaban asu puerta con una orden de registro.

The Wire se mueve dentro de esas elip-sis. Se toma su tiempo en levantar acta not-

arial de lo que pasa en esos tiempos quehasta ahora parecían muertos y que termin-an resultando cruciales. Porque en el trabajopolicial no podemos saltar de una escena a

otra, y debemos pedir esa orden judicial queno es como comprar una lata de refrescos enla máquina expendedora. Los malos no con-fiesan siempre en su primera llamada a casa,y hay que pasar horas y horas sentados

delante del ordenador, escuchando conversa-ciones como lo hacen Lester Freamon y«Prez».

—Si al final hasta son entrañables —me

dijo Olalla un día—. Oyes cómo se preocupan

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porque el niño tiene fiebre o se les ha es-tropeado el coche y tienen que llevarlo aarreglar.

Conocí a Olalla hace unos cinco años.Ella se encargaba de investigar agresionessexuales junto a Lacs, otro fan de la serie.

Cada vez que paso por delante del des-pacho y la veo con los cascos puestos, atenta

al monitor, imito a un DJ haciendo seratch.Ella sonríe y vuelve a concentrarse.

En  The Wire, consiguen que todos lospersonajes sean entrañables, como dice

Olalla. Hasta los peores tienen un nncón re-servado para la empatia. «Stringer» Belltiene sus debilidades, que oculta tras esacoraza musculada de ejecutivo del narco-tráfico. O quizá «Dee», que con su muerte en

la cárcel es uno de los ejemplos más claros.Ese delincuente que quiere salir del pozodonde se ha visto metido, que ve una opor-tunidad, y que es castigado por ello. El falso

suicidio de «Dee» me supo mal. Sentí perder

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a un personaje importante (que no lo es) alque creía haber comprendido. No hay posib-ilidad de redención, en  The Wire. Y es algoque sucede muy a menudo en la vida real.

—«Dee» es un pobre desgraciado queestá allí en medio porque es familiar dequien es —argumenta Lacs.

 Admiro su memoria. Vio la serie hace un

montón de tiempo y aún recuerda muchosdetalles que a mí se me esfuman al poco dever un episodio.

—El otro día vi cuando a «Ziggy» se le

muere el pato —solté en el ascensor de lacomisaría—, en el bar.—Si es que ese pato no sabía beber —re-

spondió, junto a la sentencia: «Menudo infe-liz, Ziggy».

Esta empatia hacia los personajes haceque cada cual tenga sus predilecciones.Cuando aún estaba empezando a ver la serie,

se me ocurrió entrar en Facebook y hacerme«fan» de  The Wire.  Escribí un comentario:

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«Qué grande es McNulty». Como veis, algomuy profundo y razonado. Había posteadoalgo similar sobre Tommy Gavin de la estu-penda Rescue Me. Una chica me contestó:«McNulty es un pringao. La mejor es"Kima"».

Me quedé a cuadros. ¿«Kima»? «Kima»era entonces, para mí, un secundario bien

cuidado, pero secundario al fin y al cabo,como lo eran Carver y «Herc» (impagablepareja, por cierto). Con el paso de la serie ad-vertí que «Kima» ganaba en tridimensional-

idad y matices, aunque nunca haya sido demis favoritas. Y es que me decanto por Lester

Freamon.Lester es, en argot policial, ese

«caimanaco» que lleva allí desde antes deque se construyera la comisaría, que lo sabetodo de todo el mundo y no se altera pornada porque ya «las ha visto de todos los

colores». Todos los policías conocen a mas

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de uno. Sabe más el diablo por viejo que pordiablo, dice el refrán, y lo dice por LesterFreamon. Me recuerda a algunos de los com-pañeros que conocí durante el año que traba-jé junto al Cuerpo Nacional de Policía. Tran-quilos. Pacientes. Meticulosos. Como LesterFreamon, policías que intervienen cuando espara aportar un elemento clave, el detalle ne-

cesario para activar un caso. Esa presenta-ción de Freamon, como alguien que se ded-ica a construir maquetas y que parecesiempre ausente, para luego demostrarse el

más sagaz de todos, es soberbia.—Mi temporada favorita es la segunda,

la de los muelles —afirma Andreu Martín,maestro de la novela negra en España.

—¡La mía también! Con la trama de losSobotka y las prostitutas rusas...

—Sí. Pero creo que es la que más megusta porque es la más visual. Los colores de

las pilas de contenedores la hacen muyplástica.

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Estamos ante la librería Negra y crimin-al de la Barceloneta, un sábado de febrero.Hay un montón de gente en la calle, char-lando, lan Rankin, invitado por BCNegra,alucina. González Ledesma está firmandolibros sentado tras una mesa de camping. Merecuerda un poco al «Griego», con esa aurade autoridad que recubre su apariencia

discreta.De Andreu Martín, con todo lo que ha

escrito (y ha escrito muchísimo), tanto ennovelas como para televisión o cómics, so-

specho que le hubiera encantado escribir TheWire. Y a quién no.—A mí me gusta la segunda temporada

porque es la confirmación de que la serie va

a más. No se queda sólo en lo superficial, quepodría ser el trapicheo en las calles de Bal-timore digo—. Las tramas se ramifican y sevuelven más complejas. Pero esa

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complejidad hace que entendamos mejor to-do el proceso.

—Como una radiografía.—Exacto.—Sin embargo, de la tercera casi no re-

cuerdo nada. Si me preguntas de qué va latercera, tengo algunas escenas muy vagas.Hay un hecho luctuoso, pero poco más.

—Es la del ayuntamiento y los mandospoliciales.

—¡Sí! —Andreu siempre se entusiasmacuando habla—. A un mando de los mossos,

que es amigo mío, la que más le gusta es latercera. Está fascinado.—Supongo que es la que le toca de cerca.Conozco a un periodista que está enam-

orado de la cuarta temporada, por todo lo

que tiene de exploración del sistema educat-ivo, incluso por encima de la quinta, que escon la que en teoría debería sentirse másidentificado... aunque creo que es porque

aún no la ha visto.

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Lo que empezó siendo una historia depolicías y camellos ha ido ampliándose hastabucear en los mecanismos que articulannuestra sociedad, difuminando aún más lasfronteras entre lo correcto y lo incorrecto, lalegalidad modulada en función de los inter-eses propios.

Baltimore es sólo el escenario.

Podrían haber elegido Nueva York,Miami o Las Vegas. Podrían haber ido aWashington o San Francisco.

 Y fueron a Baltimore.

Todos los países tienen su Baltimore.—Es una de las cosas que más echo de

menos de la televisión en nuestro país —ledije a Guillem.

Estábamos sentados alrededor de unamesa con cacahuetes y cervezas, en un pubdel Eixample. Hacíamos tiempo mientras es-perábamos a que empezara el partido de

Champions contra el Rubin Kazán («los bol-cheviques», habían escrito con tiza en la

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pizarra del exterior) y charlábamos sobretelevisión. Guillem es uno de los dramatur-gos emergentes más reputados en el panor-ama teatral catalán, además de llevar cientosde diálogos de seriales televisivos a susespaldas.

—Estaría muy bien hacer un  The Wireaquí, daría para mucho.

—Y nos contentamos con El comisario ycopias oxigenada de fórmulas gastadísimas.

—Es un problema de presupuesto. Aquíno tenemos el dinero que tienen en EE. UU.

—Ya, pero no pido una superproduc-ción. Se puede hacer algo modesto, pero contalento. Otra cosa no, pero talento aquí hay.

—Falta valentía para apostar por un TheWire a la española, entonces.

—Si prácticamente lo tendríamos todohecho. Sólo habría que buscar una ciudadcon puerto, con movimiento especulativo im-portante y de muchos contrastes.

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Oriol expulsa el humo del cigarrillo yrompe su silencio:

—Marbella —se da cuenta al momentode que no le gusta la idea—. Demasiadokitsch.

—¿Barcelona? —se aventura Guillem.—Demasiado capital... —rumió unos se-

gundos, el Barga calentando en la pantalla

gigante—. ¿Y Valencia?Guillem y Oriol hacen una mueca de

«pues por qué no». Segundos después ya seimaginan a un teniente Daniels montando

una unidad especializada en el tráfico dedrogas. Creo que antes de que termine elpartido ya han montado un par de líneas ar-guméntales relacionadas con el blanqueo dedinero, algún ajuste de cuentas durante la

celebración del campeonato de Fórmula unoy el movimiento de éxtasis en las macro-dis-cotecas poligoneras.

La gran diferencia entre un   The Wire

realizado en Estados Unidos o aquí, la

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encontraríamos en la imagen social de lapolicía. En España, por causas históricasevidentes, la policía debe seguir luchandocontra sí misma o, mejor dicho, contra laidea que aún representa para alguna genteque cree que no ha evolucionado. Este factor,en un The Wire  de esta parte del Atlántico.podría dar muchísimo juego y complementar

aún más la vision poliédrica de su prima deultramar.

Para hacerlo aún más cercano, se podríaincluir una temporada dedicada al mundo

del fútbol, con lo cual ya cancelarían laemisión de la serie por tocar el tema mássagrado en este país.

Rubén viene al despacho a pedir algo

relacionado con unas huellas dactilares. Mi-entras repasamos expedientes, le pregunto:

—¿Cómo llevas la serie?—La estoy viendo poco a poco, demasi-

ado curro.

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—Yo he descubierto el horario perfecto—digo, como en confidencia—: los sábados ydomingos por la mañana, a las ocho, mien-tras me tomo un café y unas tostadas.

—A esa hora ni me busques.Coge los papeles que ha venido a buscar

y se marcha, rascándose la nuca, sin ocultaruna sonrisa.

Lacs, como yo, también es fan de  TheShield. Adrenalínica y mucho más clásica ensu concepción narrativa, las desventuras dela comisaría de Farmington son el reversoespídico de The Wire.

—Creo que los guionistas la cagaron alhacer que Mackey matara al poli en el primerepisodio. Es un paso demasiado grande y sin

vuelta atrás —le dije mientras tomábamos uncafé en el bar de enfrente de comisaría.

—Bueno, luego se las ven y se las deseanpara irle justificando.

—Sí, pero a pesar de las simpatías quepuedas tener por «Vic» Mackey, siempre

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quedará allí que mató a un compañero en elprimer episodio. A parte de los trapícheosque se lleva.

La tacita de café, en las manos de gi-gante de Lacs, parece de cocina de juguete.

—McNulty se inventó un psicópata paracobrar horas extra.

—Ya, pero no es lo mismo.

RETRATO ROBOT

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Retrato robot de Omar Little realizadopor Marc Pastor.

Tanto The Wire como The Shield  son las

dos grandes series policíacas que retratanuna realidad social como pocas. Ambas semueven entre comisarías y políticos, encentros cívicos, esquinas, pubs, prisiones y

pandillas. Ambas, a su manera, dicen las co-sas por su nombre sin miedo a caer en la in-corrección política, la gran mordaza de laficción.

The Wire y The Shield  vienen a decir lomismo: no importa cómo hagas las cosas, nilo mucho que te esfuerces, ni lo que digan lasestadísticas, ni que el trabajo traspase la del-gada línea que separa tu vida personal de la

profesional y las fusione, aún a riesgo de laprimera...

Estás luchando en una guerra perdida. Ydebes luchar con dignidad porque, si no lo

hacen los buenos, ¿quién lo va a hacer?.

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—Omar —suelta Lacs—. Anda que el fi-nal de Omar...

—Nadie puede redimirse. Supongo queése es el mensaje de la serie.

—La gente esperaba un duelo en O. K.Corral —se frota la barba—. Y acaba con unamuerte tonta.

—Una guerra perdida.

Después de cada caso, la calle sigue viva.Tras cada detención, hay otros que reem-plazan a los que ya no están. Cuando creesque no verás nada peor, alguien consigue

superarlo.Un pedazo de realidad. Y   The Wire   ha sabido captarla en un

frasco de sesenta episodios.Ese resbalón al flojear las rodillas. La

pisada sangrienta a un palmo de la cara.Están ahí. A Forran, Jordi, Joan, Manuel y Álex.

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The Wire:poema de lafuerza, urbanaconditio

Iván de los Ríos

Iván de los Ríos es profesor de FilosofíaContemporánea en la UniversidadAutónoma de Madrid y de Filosofía Moral enla Universidad Loyola College in Maryland,donde imparte la asignatura de Etica de losNegocios. Igualmente, ha trabajado como in-vestigador invitado en las universidades deOxford, Berlín, Tubinga, Friburgo y Padua.Ha sido responsable de la edición y traduc-

ción castellana de la obra de Franz Overbeck,

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La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche,y de la traducción de la novela de EdgarHilsenrath, Fuck America.

«When you walk through the gardenYou gotta watch your back».

Tom Waits, Way down in the hole.

«Ensambladura invisible, más fuerteque la visible». Heráclito, fr. B54

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catarsis. En este drama, las institucionessiempre demuestran ser más grandes, y lospersonajes que tienen suficiente hybris paradesafiar al imperio americano postmodernoresultan invariablemente burlados, aplasta-dos o marginados. Es la tragedia griega delnuevo milenio.

Lo dice Simone Weil:

 El verdadero héroe, el verdadero tema,el centro de la Riada es la fuerza. La fuerzamanejada por los hombres, la fuerza que so-

mete a los hombres, la fuerza ante la que seretrae la carne de los hombres. El alma hu-mana aparece sin cesar modificada por susrelaciones con la fuerza, arrastrada, cegada

por la fuerza de que cree disponer, encor-vada la presión de la fuerza que sufre.Quienes habían soñado que la fuerza, gra-cias al progreso, pertenecía en adelante alpasado, han podido ver en ese poema undocumento; los que saben discernir la

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fuerza, hoy como antaño, en el centro detoda historia humana, encuentran ahí el

más bello, el más puro de los espejos [15] 

.

«...cegada por la fuerza de que creedisponer, encorvada bajo la presión de lafuerza que sufre...». Los camellos adolescen-tes en las esquinas de West Baltimore, las

armas, la jerga violenta, la ilusión de poderconfrontada de forma admirable con lamaldición, la condena, el destino que losubica inexorablemente en las calles de una

ciudad que parece una ciudad pero que enrealidad es un verso virgiliano, una boca in-fernal, unas fauces, el tragadero pestilentedel capitalismo salvaje.

The Wire. La fuerza. La Ilíada. La fuerzaque somete a los hombres.

Será el rigor del clavadista o la temerid-ad o el miedo simple que produce la certeza,pero a mí me parece que la fuerza de la que

habla Simone Weil y el olfato de David

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Simón al identificar Baltimore con unpanteón olímpico plagado de potencias, sonalgo más que una coincidencia narrativa o unseñuelo. La condición humana se define pornegación, por restricción, por asfixia.Spinoza en clave de abuso: toda determ-

inación es negación[16]

. Mejor aún, distinto:toda individualidad emerge en el marco con-strictivo de estructuras dinámicas globalesde alcance prácticamente omnímodo en cuyointerior se fabrican sujetos, se regulan con-ductas, se doman identidades, dispositivos

de saber y de poder en cuya extensión rela-cional se genera la ilusión, el fulgor o la farsade la subjetividad, el mito de la autonomía,la libertad de acción, el carácter como con-

quista o como victoria. Marionetas trenzadaspor Cloto, Láquesis y Atropo, espantajos defábrica o telar nocturno que en sede arcaicase hicieron llamar Héctor, Aquiles oHipólito, pero que a estas alturas de Occi-

dente bien pudieran ser cualquiera de

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nosotros, queridísimo lector, usted y yo o elbinomio cinematográfico Idris Elba y«Stringer» Bell, cualquiera de los ciudadanospertenecientes al sector empobrecido de losbarrios marginales de una capital europea onorteamericana escogida al azar. Piezas deuna misma trama: individuos moldeados,gobernados y producidos en el interior de es-

tructuras de circulación y distribución depoder; sujetos cuya identidad viene determ-inada, construida y domesticada desde el ex-terior por una tensión relacional de intereses

políticos y económicos; ciudadanos al am-paro de un proceso inconsciente de regula-ción de las conductas individuales y clasifica-ción de los sectores sociales que determina—con precisión délfica—, nuestra conducta,

nuestra gestualidad y nuestro comportami-ento, aquello que somos y aquello contra loque somos: «En realidad, uno de los efectosprimeros del poder es precisamente hacer

que un cuerpo, unos gestos, unos discursos,

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unos deseos, se identifiquen y constituyancomo individuos. Vale decir que el individuono es quien está enfrente del poder; es, creo,

uno de sus efectos primeros»

[17]

. Igual que eldios homérico, al igual que el Zeus tonantede Semónides o el hado implacable deEsquilo y de Sófocles,   la fuerza   de la queaquí se habla no es más que una dimensiónfugitiva y externa con respecto a la singular-idad del individuo. Una dimensión que, noobstante, y a pesar de su condición ajena yhuidiza, configura de manera elemental la

identidad de los sujetos sobre los que actúa.Una potencia que, paradójicamente, decide ydetermina la ubicación, la localización y eldevenir vital de dicha singularidad y de dicho

individuo:Tercera precaución de método: no con-

siderar el poder como un fenómeno de dom-inación tosco y homogéneo —dominación de

un individuo sobre los otros, de una clase

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sobre las otras—; tener bien presente que elpoder, salvo si se lo considera desde muyarriba y muy lejos, no es algo que se reparteentre quienes lo tienen y lo poseen en exclus-ividad y quienes no lo tienen y lo sufren. Elpoder, creo, debe analizarse como algo quecircula o, mejor, como algo que sólo fun-ciona en cadena. Nunca se localiza aquí o

allá, nunca está en manos de algunos,nunca se apropia como una riqueza o un bi-en. El poder funciona, el poder se ejerce enred y, en ella, los individuos no sólo circu-

lan, sino que están siempre en situación desufrirlo y también de ejercerlo. Nunca son elblanco inerte o consistente del poder,siempre son sus relevos. En otras palabras,el poder transita por los individuos, no se

aplica a ellos. Así pues, creo que no hay queconcebir al individuo como una especie denúcleo elemental, átomo primitivo, materiamúltiple e inerte sobre la que se aplica y

contra la que golpea el poder, que somete a

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los individuos o los quiebra... El individuo esun efecto del poder y, al mismo tiempo, en lamedida misma en que lo es, es su relevo: elpoder transita por el individuo que ha con-

stituido [18] 

.La fuerza es acción —potencia olímpica,

institución post-moderna—. La fuerza esrelación y no sustancia. La fuerza no seposee, se ejecuta, es la dimensión ingobern-able que configura nuestra identidad y juegacon ella como una gato con un roedormoribundo. ¿Rigor del clavadista? ¿Temerid-

ad? ¿Miedo? Temeridad, sin duda: quieneshabían soñado que la fuerza, gracias al pro-greso, pertenecía en adelante al pasado, noverán en The Wire más que una serie densa y

atípica cuyo tempo sereno y sofisticado em-pujará a todo espectador medio que se precie

(«fuck the average spectator»[19]

) a un aban-dono innegociable. Demasiado guión, poca

sangre.  Los que saben discernir la fuerza,hoy como antaño, en el centro de toda

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historia humana, encontrarán en  The Wiresi no el más bello, al menos sí el másauténtico, el más descarnado y el más purode todos los espejos rotos que reflejan la con-dición urbana   del bípedo implume en elseno de las sociedades capitalistas posindus-triales. Fetichismo y cosificación, estandar-ización, miseria y desgaste de todo valor hu-

mano bajo el imperio del valor económico:«La fuerza es lo que hace una cosa de cu-alquiera que le esté sometido. Cuando seejerce hasta el extremo, hace del hombre una

cosa en el sentido más literal, pues hace de élun cadáver»

[20]

. Ese cadáver arrastrado porun carro en la Ilíada, esa cosa que yace enmitad del desierto o la ciudad y que no es

más que un hombre.2. Grecia inagotable.

¿Qué impone la fuerza olímpica? ¿Qué

regula? ¿Qué es exactamente un dios griego?

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¿Qué significa «pensamiento contem-poráneo»? ¿Existe alguna conexión entre elpensamiento contemporáneo y las series detelevisión? ¿Cuál es el espacio de lo divino enel orden de las sociedades capitalistas posin-dustriales? ¿Qué es una ciudad? ¿Qué es laciudad? ¿Dónde está Baltimore? ¿Qué late ensu fondo, voraz como un titán?.

Supongamos que David Simón tienerazón y que, en efecto, «The Wire es una tra-gedia griega en la que el papel de las fuerzasolímpicas lo desempeñan las instituciones

posmodernas y no los dioses antiguos».¿Qué significa esto? Para un periodistacurtido en Baltimore y amante del teatroclásico, la respuesta es bien sencilla:

Otra razón por la que nuestra seriepuede parecer distinta a muchas otras esporque nuestro modelo no es tan shakes-periano como otros productos de primera

línea de la HBO. Los Soprano y Deadwood,dos series que por cierto admiro bastante,

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me recuerdan mucho a Macbeth, Ricardo IIIo Hamlel en el sentido de que hacen un par-ticular hincapié en la angustia y ma-quinaciones de los personajes principales,Tony Soprano y Al Swearengen. Buenaparte de nuestro teatro moderno parecebasarse en el descubrimiento de la mentemoderna que Shakespeare llevó a cabo.

Pero nosotros nos inspiramos en otro mode-lo anterior y menos elaborado: los griegos,es decir, que nuestra línea temática se ab-reva masivamente en Esquilo, Sófocles y

Eurípides en cuanto que nuestros protag-onistas están marcados por el destino y seenfrentan a un juego previamente amañadoy a su radical condición de mortales. Lamente moderna, en particular la occidental,

encuentra anticuado y algo desconcertantedicho fatalismo, me parece a mí. Somos unatropa de postmodernos que se auto-realiza yse auto-adora, por lo que la idea de que, a

pesar de tantos medios, dinero y ocio como

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tenemos a nuestra disposición seguimossiendo el juguete de unos dioses indiferentes

se nos antoja anticuada y supersticiosa [21] 

.

Tragedia griega para el nuevo milenio,fatalismo postmoderno... Me gusta. Me gustamucho, pero debo insistir: ¿qué significarealmente todo esto? ¿Es posible ensayaruna aproximación hermenéutica mediana-mente sólida al sistema policial, la economíade la droga, el sistema educativo, los mediosde comunicación, las estructuras políticas ylas fuerzas macroeconómicas del imperio

americano ejemplificadas en el ritmo gris yconvulso de la ciudad portuaria de Bal-timore, Maryland? Por supuesto que sí.Ahora bien: ¿es posible hacerlo desde el ho-

rizonte fatalista de la antigua sabiduría trá-gica? ¿Es pertinente analizar la condiciónhumana en el seno de las sociedades capit-alistas posindustriales aplicando un esquemainterpretativo articulado en torno a las rela-

ciones entre el hombre y la divinidad, o entre

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el hombre y el mundo como espacio de juegode la divinidad, y hacerlo, además, en sedeliteraria, griega, arcaica? ¿Homero en Bal-timore? ¿Esquilo en Jersey? ¿Arquíloco yTheognis trapicheando en Phily? You fuckinkiddin' me?   Puede ser. En cualquier caso:¿existe algo así como un aire de familia ointimidad metafórico-conceptual entre las

fuerzas olímpicas y las institucionespostmodernas?.

Quiero pensar que sí. Lo deseo con to-das mis fuerzas, aunque he de reconocer que

este deseo es tan intenso como vertiginoso,un deseo que se parece a un punto vibrátil oa un saltador apoyado en un trampolín, a unclavadista sin esperanza y sin miedo al bordedel precipicio, un deseo letal que bien pudi-

era ser mi chileno preferido susurrando ellatinajo antes de lanzarse en picado y parasiempre al fondo del mar: nosotros, los nec

spes nec metus[22]

.

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The Wire   es un ejemplo magistral depensamiento crítico eminentemente contem-poráneo. Esta frase podría llevar a engaño yhacernos resbalar y partirnos la crisma.Podría confundirnos, digo, porque el adjetivocontemporáneo parece condenar la legitim-idad de cualquier interpretación del pro-ducto de la HBO que estamos analizando en

los términos de la tragedia griega clásica.Pero lo cierto es que eso que llamamos con-temporáneo y que tanto nos gusta y nos in-quieta, a ratos no es más que una estrategia

de desenmascaramiento y un talante, eltalante de la sospecha. Así que no perdamosla calma. La esperanza sí, en eso estoy conJavier Cercas, la esperanza es lo primero quehay que perder, pero no perdamos la calma

y, sobre todo, no perdamos ni el olfato ni elsentido del tacto, nunca el olfato ni el sentidodel tacto porque lo cierto es que si uno re-flexiona brevemente sobre la literatura

griega antigua se dará cuenta de varias cosas:

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1.   Que la literatura griega antigua noexiste.

2. Que la literatura griega antigua existe

como preámbulo al término que la designa.3. Que la literatura griega antigua es in-

mensa, letal, imprescindible. No hay un soloterritorio en el interior de ese laberinto o

mapa que no merezca ser recorrido con losojos bien abiertos.4. Que la razón por la cual la literatura

griega no existe es que el término literaturay el concepto moderno que la subyace son uninvento relativamente reciente asociado a laproliferación de las diversas disciplinascientíficas durante el siglo xix. Esto lo sabebien la maestra Cadahia. Y Foucault: «Por

último, la compensación final a la nivelacióndel lenguaje, la más importante, la más de-satendida también, es la aparición de la liter-atura. De la literatura como tal, pues desde

Dante, desde Homero, había existido en elmundo occidental una forma de lenguaje que

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ahora llamamos literatura. Pero la palabra esde fecha reciente, como también es recienteen nuestra cultura el aislamiento de un len-guaje particular cuya modalidad propia es

ser literario»[23]

. Y, además de la maestraCadahia y monsieur Foucault, lo sabe JoséLuis Pardo cuando, en un texto que acom-paña al Bartleby de Melville y refiriéndose ala emergencia de las ciencias en sentidomoderno a partir del siglo XIX, escribe:«Esta fulgurante aparición tiene como efectode largo alcance la conversión en literatura

—por proyección del presente sobre el pas-ado histórico— de todo un conjunto —en símismo heteróclito y polimorfo— de prácticasy documentos todos ellos relacionados con

las letras y la escritura (pero extraños origin-ariamente a la voluntad literaria)»

[24]

.5.  Que el hombre griego jamás habría

aceptado una distinción neta e irreconcili-

able entre, por ejemplo, los órdenes de lafilosofía y la literatura: «Para ellos existían

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las vidas humanas y sus problemas, y porotra parte, diversos géneros en prosa y versoen cuyo marco se podía reflexionar sobre

tales asuntos»

[25]

. Filosofía y literatura o, me-jor aún, filosofía y épica, filosofía y lírica,filosofía y tragedia orientan sus esfuerzoshacia una determinada interpretación de lapluralidad y la complejidad de la totalidaddel ser y de las relaciones que se establecenentre dicha totalidad y el individuo racionalinterpelado por ella. De modo que los distin-tos marcos narrativos que componen eso que

se viene llamando literatura griega antigua(los denostados géneros, la épica, la lírica, eldrama, la filosofía...) responden a una mismavoluntad de conocimiento y pertenecen a un

mismo circuito de sentido en cuyo interior seproducen diversas modalidades expresivaspara un conjunto de problemas relativa-mente limitado, sometido, sin embargo, aplanteamientos renovados según los

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diferentes condicionamientos históricos y

culturales[26]

.

Detengámonos un momento en algunade estas apreciaciones. Por supuesto que laliteratura griega existe. La tragedia, porejemplo. La tragedia existe. Claro que existe.La pregunta, sin embargo, no es si la tragedia

griega existe, sino si existe alguna conexiónentre el pensamiento contemporáneo y lasseries de televisión. ¿Cómo dice? Perdón, merefiero a si es posible examinar la dimensión

instrumental de la composición trágica sub-rayando su potencia crítica y reflexiva. Latragedia existe como canal expresivo y regu-lado en cuyo interior se problematizan yabordan asuntos que conciernen íntima-mente al ser humano, por cuanto aquello queviene cuestionado o interrogado es, precis-amente, la condición humana. Una condi-ción que puede ser examinada desde muy di-

versos géneros o modalidades poéticas, en

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sede épica, por ejemplo, a ritmo de hexá-metro, o en clave lírico-alcohólica en los ver-sos del mercenario Arquíloco —«apoyado enmi lanza bebo»—, o en clave dramática sobreel escenario o, en fin, en sede filosófica, através de una prosa especulativa arañada enlos antiguos rollos de papiro o mediante lec-ciones orales impartidas en la vieja Atenas,

en la plaza o en el Liceo, en la Academia obajo el pórtico pintado, donde siempre meha gustado imaginar a un grupo de alumnosestoicos pero despistados, mirando de reojo

al cínico de turno mientras Zenón, natural deCitio, explica por enésima vez la catalépsis yaquello de que dios es inherente al mundo,que no está fuera de él.

La pregunta, entonces, no iba tan desen-

caminada, pues desde siempre ha existidouna relación indisoluble entre los modelosnarrativos de composición poética y el ám-bito de los intereses humanos. Si estamos de

acuerdo en algo tan simple como esto, creo

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que no será difícil que lo estemos también enlo siguiente: The Wire puede no ser una tra-gedia griega en sentido estricto, pero lo quees seguro es que estamos ante una estrategiapoética, estética y, por ende, ético-política dereflexión y desenmascaramiento de aquelloque nos incumbe. ¿A quiénes? A usted y amí, lector, y al binomio Idris Elba —

«Stringer» Bell. ¿Y qué se supone que nos in-cumbe a usted y a mí? The Wire es una es-trategia narrativa en clave visual —lo que enlatín vulgar, y mucho, solemos llamar serie

de televisión—, un ejercicio de excelenciacrítico-formal con un poder devastador paradesenmascarar los mecanismos intrínsecosque dominan cotidianamente nuestras vidasen el interior de las urbes posindustriales de-

voradas por el capitalismo salvaje:

 La serie trataría sobre el capitalismosalvaje que va arrasándolo todo, sobre

cómo el poder y el dinero se confabulan enuna ciudad americana postmoderna y,

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finalmente, sobre cómo los que vivimos enciudades relativamente grandes no sabemosresolver nuestros propios problemas ni cur-

arnos nuestras propias heridas

 [27] 

.

Eso es lo que nos interesa a usted y a mí.Y si no nos interesa, pues, qué quiere que lediga, peor para nosotros, porque

lo que aquí está enjuego es el modo epi-démico y sereno con el que el poder omní-modo de las instituciones postmodernas y elentramado de fuerzas macroeconómicas que

las atraviesan fagocitan las grandes urbesgenerando niveles de miseria social, corrup-ción estatal y homogeneización individualabsolutamente espectaculares. Eso es lo quea usted y a mí debería interesarnos y eso eslo que, además, como apuntaba SimoneWeil, nos crisparía las mismísimas carnes sihubiéramos nacido en «Las Torres» o traba-járamos en el puerto de Baltimore, si pre-

tendiéramos intervenir políticamente de

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manera activa y eficaz en el funcionamientodesmesuradamente corrupto de la ciudad enla que estudian nuestros hijos, o si traba-járamos en un periódico local tratando de ex-aminar, explorar y comunicar el ritmo urb-ano de la tiranía democrática propia del cap-italismo norteamericano, el fatalismo griegocon mayúsculas, el   Fatalismo Griego, in-

sisto, que decreta, diseña y delimita elsiempre limitadísimo campo de acción y,sobre todo, de construcción de uno mismoque le ha sido reservado a los ciudadanos

menos favorecidos de Norteamérica, tierrade promesas y oportunidades. Yo lo veo cada vez más claro. The Wire

es una estrategia narrativa de desenmascara-miento de las relaciones entre el hombre y la

ciudad como conglomerado espacial y nod-ulo estructural de relaciones socioeconóm-icas cuyas ramificaciones alcanzan los ángu-los más íntimos de la vida pública y privada,

roturando así una tierra de individuos

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estandarizados y sujetos de consumo opropietarios cuyos deseos inducidos ajustana la perfección con las estrategias propa-gandísticas de un sistema de retroalimenta-ción ideológica. En otras palabras: un anális-is crítico, filosófico, sociológico y económicode las relaciones entre la singularidad de losindividuos y aquello que los fabrica y los con-

tiene. Ese espectro, ese perfil espectral apen-as visible donde se anuncia el contacto entreel individuo y todo aquello que va más alláde sus propias fuerzas y decisiones, in-

cidiendo, sin embargo, en la configuraciónmás íntima y cotidiana de su existencia; esemargen de exterioridad que nos atraviesa elcuerpo, la identidad y la vida hasta el mis-mísimo fondo, esa dimensión externa hace-

dora de sujetos tiene en Homero el curiosonombre de dios, theos, daimon, lo divino, elpoder, la fuerza. Esa dimensión fugitiva queno soy yo pero que me constituye es el rasgo

más característico de la teología homérica y

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de la religiosidad griega arcaica. A ella estánsometidos los hombres, es en ella que piensaSimone Weil cuando escribe: «La fuerza quesomete a los hombres, la fuerza ante la quese retrae la carne de los hombres. El almahumana aparece sin cesar modificada porsus relaciones con la fuerza, arrastrada, ce-gada por la fuerza de que cree disponer, en-

corvada bajo la presión de la fuerza que su-fre». David Simón ha decidido identificar lapotencia olímpica con las instituciones post-modernas porque David Simón no es sólo el

creador de The Wire, un hombre calvo, feo y,según los más despistados, demasiadoblanco para tanta jerga negra infiltrado enlas esquinas de West Baltimore. DavidSimón es un escritor demoledor y absoluta-

mente brillante que sabe muy bien cuál es lapregunta más importante de la filosofía ycuáles son los rasgos que distinguen a ladivinidad en ámbito de la religión y la liter-

atura griega arcaica. Un hombre que,

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después de construir un puente, se atreve acruzarlo.

3. Simón says... Simón knows.

1. Simón sabe que la pregunta más im-portante de todas las preguntas, la cuestiónfilosófica por excelencia, no es la pregunta

por el suicidio, como pensara Camus, sinootra mucho más sencilla. La preguntafilosófica por excelencia es ésta: ¿cómo seconstruye un puente?.

2.   Simón sabe que el concepto de lodivino en la teología griega nada tiene quever con la indicación genérica de un ciertopersonaje individual con atributos sobrenat-

urales, sino que es   Prádikatsbegriff 

[28]

oconcepto-predicado, un adjetivo calificativoasignado a una determinada experiencia,suceso u ocasión puntual vivida por el

hombre de manera sorprendente y

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significativa: dios, el dios o lo divino son lairrupción o advenimiento de un acontecimi-ento íntimo, significativo y parcialmente in-escrutable a través del cual el sujeto racionalexperimenta el poder inagotable de la tras-cendencia, esto es, de una esfera omnicom-prensiva e insondable que escapa por com-pleto a los parámetros de la previsión, el cál-

culo y el conocimiento humanos y que opera,sin embargo, de modo continuo en la ori-entación de nuestra cotidianidad. En estesentido, la divinidad es concebida a partir de

sus manifestaciones, desde las expresionesde su potencia inconmensurable en el planode la temporalidad: ecce deus. Una potenciaque sólo existe, en efecto, en la medida enque actúa, en la medida en que acontece o

circula, como recordaba Foucault más arriba,y que sólo puede ser comprendida en la es-fera de la singularidad del individuo que laexperimenta como tal evento significativo.

Lo que sabe David Simón es que el dios

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griego, la fuerza olímpica, es una potenciadesmedida que actúa sobre el mundo y sobrelos hombres, una relación que se ejerce a símisma y que atraviesa la existencia de aquel-los a los que se impone. La fuerza, como elpoder, circula a través de los sujetos que lasufren y la viven.

3.  Simón sabe que no hay escapatoria.Nadie escapa al destino. No hay modo másirónico y certero de confirmar aquello quenos espera que tratar de esquivarlo. La ex-periencia fatalista del destino en la literaturagriega antigua y su traslado al orden de la so-ciedad contemporánea apuntan a un mismoorden: la representación del hábito de lo in-conmensurable, la cotidiana constatación del

mundo como campo de juego de potenciasque escapan por completo al control y a la

previsión racional del individuo de a pie[29]

,hurtándose a la voluntad, la elección y la ac-

ción responsable. Una rutina del límite de las

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propias fuerzas que se nos antoja in-quebrantable en todas las épocas y que, en laGrecia arcaica, identificamos con la presen-cia omnímoda del dios o la potenciaolímpica, que se perfila en sentido ampliocomo nombre para todo aquello que va másallá de nosotros mismos, poderoso, y que in-cide, interfiere e irrumpe en nuestras vidas

generando modificaciones relevantes, i.e.,espacios de significación práctica. Una rutinadel límite de la libertad ética y política deconstrucción de uno mismo que Simón recu-

pera y traslada a los sectores más desfavore-cidos de la ciudad de Baltimore. Nada escapaal destino ni al poder de las instituciones: losindividuos, decía, burlados, marginados oaplastados... «Es la tragedia griega del nuevo

milenio, por así decir. Si bien el objetivo debuena parte de la televisión es suministrarcatarsis, redención y el triunfo del carácter,aquí se trata de un drama en el que las in-

stituciones postmodernas ganan la partida al

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individuo y a la moral, y en el que la justiciaparece diferente de alguna manera, al menos

esa es mi opinión»[30]

.

4.  Simón sabe que la partida está per-dida y ya sólo cabe narrar, que lo que ahoraresta no es silencio sino relato, relatar esapérdida con precisión milimétrica y demole-

dora, escribir para delatar la fuerza que fab-rica a los individuos. Escribir como griegos,como griegos arcaicos, porque todos y cadauno de los canales expresivos que componen

la producción literaria griega coinciden, enépoca arcaica, en identificar lo divino conuna determinada idea de la fuerza. Lo divinoen Grecia no es el bien, la justicia o labondad, sino el poder, lo poderoso, la fuerzaque interviene en el orden del tiempo demodo decisivo, inevitable y completamenteimprevisible'7. El dios arcaico está marcadopor la potencia de su intervención y por el

carácter ineludible de la misma. Esta noción

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de poder, aplicada en su origen particular-mente al panteón homérico, atraviesa la

práctica totalidad de la literatura griega[31]

.

5. Simón sabe que Nietzsche estabaequivocado y que, en realidad, no hemos per-dido a los griegos para siempre. Grecia esinagotable.

4. Timeo danaos...

 Al comienzo de Le cittá invisibili  y en unhomenaje de fábula a la dimensión poética

del espacio urbano, a Italo Calvino se le caeuna frase de los bolsillos: «Al hombre quecabalga largamente por tierras selváticas le

acomete el deseo de una ciudad»[32]

.

¿Qué es una ciudad? Esta es, probable-mente, una de las preguntas más import-antes que atraviesan las cinco temporadas deThe Wire.   Simón ha insistido en diversoslugares en que uno de sus objetivos princip-

ales a la hora de narrar Baltimore, era

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convertir a la ciudad en un personaje más yhacerlo, además, en contra de dos paradig-mas de representación urbana, si no detest-ables, al menos sí demasiado irreales, de-masiado ficticios para un escritor obsesion-ado, como Hammett o Chandler, con el real-ismo y sus hedores, el realismo sucio y susefluvios, el realismo urbano a menudo inter-

rumpido en su pestilencia por innumerablesdosis de belleza. El primer paradigma es larepresentación típicamente norteamericanade la ciudad como escenario espectacular

que alberga la historia de clases privilegiadasen cuyo seno se ejecuta —aparentemente— elsueño americano de la libertad, la propiedady el éxito. Esa ciudad tal vez exista, pero elequipo de The Wire no tiene el más mínimo

interés en ella. Tal vez sea ésta una de lasrazones por las que   The Wire, en efecto,tenga:

menos audiencia que otros modos denarrar... Lo cual me lleva a la noción

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postrera de por qué The Wire puede parecerun producto distinto. Los chiflados que lohacemos vivimos en Baltimore y, por lo quea Price, Pelecanos y Lehane se refiere, en suobra literaria escriben sobre ciudades de se-gunda fila de las zonas industriales deprim-idas de la Costa Este, como Jersey, o de laparte nororiental de Washington, o sobre

Dorchester, en vez de sobre Manhattan, Ge-orgetown o el bostoniano barrio de BackBay. Nosotros somos de la otra América, ode la que se ha quedado atrasada respecto

de la era posindustrial. No vivimos en L.A.ni asistimos a sus saraos; lo que hacemos nolo hacemos con el fin de triunfar en elmundo del pasatiempo televisivo con unéxito asegurado y conociendo a gente pija ni

reservando la mejor mesa en el Ivy...Nuestras motivaciones son las reaccionesnaturales de unos escritores que viven muycerca de una experiencia americana con-

creta —e independiente de Hollywood— y

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que están tratando de captar en vivo esa ex-periencia... No quiero que esto parezca unadeclaración de principios relamida, preten-ciosa, clasista y pseudoproletaria, pero lascosas son como son. Yo vivo en Baltimore.¿Cuántos yates me están esperando en elpuerto para practicar esquí acuático? Fuck

them [33] 

.

El segundo paradigma dinamitado porThe Wire es la noción de ciudad como decor-ado o trasfondo inerte, neutralizado y

supuestamente apolítico, como plataformainocente, en fin, continente vacío en cuyo in-terior se cruzan las trayectorias de dos o máspersonajes simples como alpargatas para darlugar al amor, al sexo, a los puñetazos, a lasangre, a la traición y a la venganza. Laciudad no es un decorado, sino un nodulo defuerzas socioeconómicas, una jungla despi-adada y en movimiento en cuyo rostro —urb-

ano, arquitectónico, lúdico, paisajístico,

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social, político...— aparece inscrita la marcaapenas visible, pero inconfundible, de losmecanismos de imposición del poder y est-andarización de los individuos según el ritmoarrasador de la ley de la oferta y la demanda.The Wire es la ciudad y es también el instru-mento crítico que nos permite descifrar laurbana conditio y sus espasmos.

El jinete de Calvino no dura en Bal-timore ni dos asaltos, pero al menos sabecantar y sabe pensar, ha comprendido el es-pacio y escribe:

 El infierno de los vivos no es algo queserá; hay uno, es aquel que existe ya aquí, elinfierno que habitamos todos los días, queformamos estando juntos. Dos maneras hay

de no sufrirlo. La primera es fácil paramuchos: aceptar el infierno y volverse partede él hasta el punto de no verlo más. La se-gunda es peligrosa y exige atención y

aprendizaje continuos: buscar y saber re-conocer quién y qué, en medio del infierno,

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El confidente

George Pelecanos

George Pelecanos es uno de los másdestacados escritores estadounidenses vivosdedicados a la novela policíaca. Antes dededicarse a la escritura tuvo múltiples em-pleos: fue cocinero, lavaplatos, camarero yvendedor de zapatos. Además de escribir,también se dedica a la producción cinemato-gráfica y es guionista de la serie  The Wire,

por la que fue nominado a un Premio Emmy.Ha sido galardonado con el Premio Ray-mond Chandler en Italia, el Premio RománNoir en Francia, el Premio Falcon en Japón y

el Premio Los Angeles Times Book. Es col-aborador habitual de publicaciones como

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The New York Times, The Washington Post,GQ, o Sight and Sound . Entre sus novelasmás conocidas destacan   El Jardinero noc-turno, Drama City, Música de callejón y Re-volución en las calles.

Me hallaba en la sala de espera de ur-gencias del Hospital de Veteranos, junto a

North Capítol Street, adonde había llevado ami padre, cuando me llamó al móvil el de-tective Tony Barnes como respuesta a unaperdida mía. Mi padre había posado lacabeza en la barra de su andador, y aúnfaltaba un buen rato para que lo llamaran.Salí a hablar fuera y encendí un pitillo.

—¿Qué ocurre, Verdón? —preguntóBarnes.

—Tengo que decirte algo sobreRicojennings.

—Adelante.—No por teléfono —no estaba dispuesto

a contarle nuevas cosas a Barnes sin sentiren mi mano el contacto de un billete.

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—¿Cuándo puedo verte?—Mi viejo parece que no se encuentra

bien. Estoy todavía con él, así que... digamosa las nueve de esta mañana. Ya sabes dónde.

Barnes cortó. Yo me fumé el pitillo hastael filtro y volví a la sala de espera.

Mi padre estaba refunfuñando cuandome senté a su lado. Que si una mierda esto,

que si una mierda lo otro.Llevábamos allí un par de horas. Una

joven de culo alto con pantalones de cordelnos había tomado los datos al llegar, y des-

pués una enfermera coreana, en la sala declasificación —según sus palabras—, le hizo ami padre varias preguntas sobre su historialmédico y sobre si había visto sangre en lasheces y cosas así. Pero no lo había atendido

aún ningún médico.La mayoría de los pacientes que había

en la sala rondaba los cincuenta, al menos.Un par de ellos se servía de andadores y casi

todos gastaban bastones; otro tenía una

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botella de oxígeno al lado, con un tubo que lesubía hasta la nariz. Todos tenían algún tipode gorro. Aunque fuera hacía frío, era tam-bién una cuestión de estilo.

Todo el mundo parecía estar incómodo,pero nadie de cuantos trabajaban en el hos-pital hacía lo más mínimo para remediarlo.Los guardias de seguridad te echaban una

mirada de asco cuando atravesabas las puer-tas, una manera de anunciar lo que te esper-aba dentro. Me dirigí a la cafetería para picaralgo, pero nada de lo que allí había me des-

pertó el apetito, y algunos alimentosparecían incluso pasados. Yo he estado enhospitales de gente blanca, como Sibley, enel barrio alto de la ciudad, y sé que se puedetratar a la gente mucho mejor de como es-

taban tratando a estos veteranos. Puedo ase-gurar que aquello era una auténticavergüenza.

Por fin vinieron a por mi padre.

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—El médico le está echando un vistazo asu sangre, León —le informó Matthew.Supongo que no sabía que en nuestro barrioa mi padre lo llama «Mr. León» o «Mr.Coates» toda la gente que es más joven queél. Matthew se alejó canturreando un motetereligioso.

Mi padre puso los ojos en blanco.

—Apuesto a que preferirías que se ocu-para de ti la chica coreana, padre —comentécon una sonrisita.

—Esa chica es filipina —me corrigió mi

padre acremente. Siempre corrigiéndome,joder.—Y qué más da...Durante la hora siguiente, mi padre no

dejó de quejarse de todo. Yo le escuchaba,

como también escuchaba al veterano yonquidel compartimento de al lado que estabapidiendo algo que le aliviara el dolor, o lasarcadas de otro individuo al que estaban

practicándole una endoscopia. Luego un

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médico indio, de nombre Singh, descorrió lacortina y entró en nuestro compartimento.Le dijo a mi padre que, a juzgar por los an-álisis de sangre y el electrocardiograma, notenía nada que fuera motivo de alarma.

—¡Así que tanto circo para nada! —ex-clamó, como si estuviera decepcionado deque no le hubieran encontrado nada.

—Vuelva a casa y descanse —le ordenó eldoctor Singh con tono jovial. Olía como enesos restaurantes que tienen; pero él era unbuen tío.

Matthew volvió y le dijo a mi padre quese pusiera la ropa de calle mientras él rel-lenaba el alta.

—El Señor le ama, León —se despidióMatthew mientras se daba media vuelta para

ir a atender a otro enfermo.—Sácame cuanto antes de este lugar de

mierda —exclamó mi padre. Me acerqué almostrador principal y cogí una silla de rue-

das que había libre.

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ataque. Ve partidos antiguos en la cadena dedeportes ESPN.

—¡Franco Harris! —grité, apuntando a lapantalla—. Era todo un bestia.

Mi padre ni siquiera volvió la cabeza. Yohabría visto con él un poco de ese partido delos Steeler si me lo hubiera pedido; perocomo no me lo pidió, subí a mi habitación.

Es también la habitación de mi hermanomayor. La cama de James está pegando a lapared de enfrente, y encima de su cómodasiguen estando el balón de basket y sus tro-

feos de fútbol de cuando estaba en la escuela.Tras acabar Derecho, en Howard, las cosas lefueron muy bien, vaya que sí. Hoy vive enCrestwood, al oeste de la calle 16, con su pre-ciosa mujer mulata y sus dos nenes de piel

clara. Aunque no está ni a quince minutos deaquí, viene a visitarnos poco. El no hubierallevado a mi padre al Hospital de Veteranos,ni se habría tirado esperando en ese lugar

tanto tiempo. Habría alegado que estaba

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demasiado ocupado, que no podía salir de«la empresa» ese día. Sin embargo, mi padrealardea de él ante todos sus amigos. Pero notiene ningún motivo para alardear de mí.

Me puse algo de más abrigo y metí eltabaco y las cerillas en el bolsillo delchaquetón. Dejé el móvil en mi habitación,pues estaba sin batería. Al bajar, mi madre

me preguntó a dónde iba.—Tengo un trabajillo que me mantiene

ocupado —contesté suficientemente fuertepara que lo oyera mi padre.

Mi padre soltó un resoplido y una es-pecie de risita guasona. Podría muy bienhaber abierto la boca para decir: «Y unamierda», pero no hacía falta. Yo hubieraquerido decirle algo más, pero habría sido

peor. Si se descubría el pastel, no quería querevirtiera en mis padres.

Me subí la cremallera y salí de casa.

Había empezado a nevar un poco. Unasráfagas de nieve atravesaban los conos de luz

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hierba, una botella de vino con tapón de ro-sca y mi walkman, y nos tumbábamos al otrolado de aquel lago y lo pasábamos bomba. Ledejaba que oyera la música por mis auricu-lares mientras yo le pegaba al porro. Habíahecho mezclas con mis discos de cosas que legustaban a ella, como Bobby Brown y Tone-Loc. Yo le hablaba de los coches que condu-

ciría, y la ropa a medida que llevaría, encuanto consiguiera un buen trabajo. Tam-bién le decía que no necesitaba el título debachiller para conseguir todas aquellas cosas

ni para demostrar lo inteligente que era.Sondra me miraba como si se lo creyera.Tenía unos ojos marrones muy bonitos.

Se casó con un abogado especializado enaccidentes, que tenía un despacho con es-

caparate en Shepherd Park. Viven en PrinceGeorge's County, en una urbanización conguardias de seguridad. La vi una vez que vinoa visitar a su madre, que aún sigue viviendo

en Luray. Les decía a sus hijos que se

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metieran rápidamente en la casa, como sifueran a coger alguna enfermedad si respira-ban el aire de Park View. Me vio pero hizocomo si no me hubiera reconocido. Me dioigual. Puede reescribir la historia en sucabeza si lo desea, pero su maridito nuncatendrá lo que yo tuve, su coñito todo nuevo.

Enfilé la callejuela que discurre, de

norte a sur, entre Princeton y Quebec. Mireloj, un falso Rolex que conseguí en la callepor diez dólares, marcaba las 9:05. El detect-ive Barnes llegaba tarde. Desenrosqué el

tapón de Popov y eché un trago. Un ardormuy agradable. Tapé la botella y encendí unpitillo.

—Psss. Eh, tú. Volví la cabeza en la dirección a donde

provenía la voz. Era de un chaval apoyado enel reborde de uno de esos porches traseros demadera del primer piso que dan a la calle-juela. Detrás de él había una puerta, con cor-

tinas en la ventana. A su lado se veía una

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rueda de bicicleta. Los chavales suelen subirlas bicis a los porches para que no se lasroben.

—¿Qué quieres? —exclamé.—Nada de lo que tú tienes —contestó el

chico. Debía de tener unos doce años. Eraalto, desgarbado, el pelo trenzado bajo unagorra negra.

—Entonces métete en tu casa y no jodasa los vecinos.

—Tú eres el que anda siempre de unlado a otro.

—Yo sólo me meto en mis asuntos, porsi te interesa saberlo. Qué, ¿no te han puestohoy deberes?

—Ya los he hecho en la biblioteca.—En cuál, ¿la de MacFarland Middle?

—Psee.—Yo también iba a ésa.—¿Ah, sí?Casi sonreí. El chaval tenía la lengua un

poco suelta, pero tenía gracia.

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—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.—Espero a alguien.Justo en ese momento, el coche camu-

flado del detective Barnes venía acercándosedespacio. Me vio, pero siguió rodando. Yosabía que se detendría, un poco másadelante.

—Muy bien, hombrecito —exclamé

mientras arrojaba el pitillo y me guardaba labotella en el bolsillo del chaquetón. Sentí losojos del chaval clavados en la espalda mien-tras me alejaba por la callejuela.

Me tumbé en el asiento trasero del cochede Barnes, un Crown Vic azul oscuro. Teníala cabeza pegada a la puerta, justo debajo dela ventanilla, para que nadie pudiera verme.Siempre lo hago cuando circulo con Barnes.

Giró a la derecha en Park Place y tomórumbo Sur. Yo no necesitaba mirar por laventanilla para saber por dónde íbamos.Ahora por Michigan Avenue, siguiendo en

dirección Este, dejamos atrás el Hospital

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Infantil, pasamos por delante de NorthCapítol y de la Universidad Católica, en-tramos en Brookland, seguimos otro poco yvolvimos por el mismo camino.

—Estás calentito, ¿no, Verdón?—Intento.Barnes era ancho de espaldas, guapo, de

voz profunda. Le gustaban los trajes de Hugo

Boss y los abrigos de cachemira. Como tan-tos otros policías, gastaba un bigote espeso.

—Pues bien —empecé—. Ricojennings...—Por mi parte, nada nuevo —me in-

formó Barnes, encogiéndose de hombros—.¿Por la tuya?No le contesté. Era un baile que

solíamos practicar. Me miró por el retrovisory agitó uno de veinte por encima del asiento.

Lo cogí.—Creo que habéis tomado el camino

equivocado —le informé.—¿Cómo dices?

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—He oído decir que habéis estado inter-rogando a gente de Morton y peinando TheEights.

—Yo diría que no está mal para empez-ar, considerando el historial de Rico.

—Pues no había droga de por medio.—El chaval andaba con eso. Tenía ante-

cedentes por tenencia y distribución.

—¿Por qué lo llaman antecedentes? Encualquier caso, eso fue antes de que se volvi-era un chico serio. Mira, yo fui a la escuelacon su madre. Conocía a Rico desde que era

un mocoso.—¿Qué es lo que sabes exactamente?—Rico anduvo una época jugueteando

con la cocaína, pero lo dejó. Se metió en unaespecie de programa de rehabilitación en la

iglesia de mi madre, y dejó atrás todoaquello. De veras, ese chico acabó formandoparte de un programa llamado «ColocaciónAvanzada» en el instituto Roosevelt; ya

sabes, donde hay adultos, profesores y

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demás acompañándote en cada paso delcamino. Había pensado incluso ir a launiversidad.

—Entonces, ¿por qué alguien le pegótres tiros?

—Según he oído, todo fue por unachavala.

Le estaba dando a conocer un poquito

de la verdad. Cuando saliera a relucir toda laverdad, después, no sospecharía que mehabía guardado cosas.

Barnes dio media vuelta de repente, lo

que provocó que me deslizara un poco en elasiento. Estábamos volviendo a Park View.—Sigue —me intimó Barnes.—Estoy tratando de decirte que Rico

tenía una debilidad especial por la mujeres.

—Y quién no la tiene.—Fue algo peor. El culito de la chica le

hizo a Rico dar el traspié. Se dice que llevabatiempo cepillándosela; pero resultó que era

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propiedad de otro. Rico lo sabía, pero nopodía dejarla. Por eso se lo cargaron.

—¿Quién fue?—¿Eh?—¿Tienes el nombre del que lo hizo?—No.Noté las orejas muy calientes, como in-

undadas de sangre. Me ocurría cuando me

sentía muy nervioso.—¿Qué me puedes decir del nombre de

la chica?Sacudí la cabeza, pero le sugerí:

—Yo en tu lugar hablaría con la madrede Rico. Lo más lógico es que ella sepa algode las chicas con que salía su hijo, ¿no?

—Ya, lo más lógico —asintió Barnes.—En fin, sólo pretendo decir que yo em-

pezaría por ella.—Gracias por el consejito.—De nada.Barnes emitió un suspiro.

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—Escucha, ya he hablado con la madre.También he hablado con todos los vecinos yamigos de Rico. Y hemos registrado su hab-itación. No hemos encontrado notasrománticas ni fotos de la chica.

 Yo sí que tenía la foto de su chica. Leti-cia, la tía de Rico, y yo habíamos subido alcuarto del muchacho durante el velatorio

mientras abajo, en el salón, su madre llorabay esas cosas en compañía de sus amigas de laiglesia. Encontré una foto de la chica, que sellamaba Flora Lewis, en el cajón de la có-

moda, debajo de los calcetines y la ropa in-terior. Era una de esas fotitos que a las chicasles gusta hacerse para luego regalárselas asus novios. Flora aparecía sentada sobre unabanqueta, con columnas y esas chorradas

alrededor y, en el fondo, como unos rayosláser atravesando el cielo azul. Flora llevabaunos vaqueros ajustados y una camiseta detirantes, uno de los cuales había dejado caído

para que se viera la parte superior del pecho.

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Parece como si todas las chavalas de hoyquisieran parecer unas furcias. Detrás de lafoto había unas palabras de su puño y letra,que decían: «¿Te gusto? xxoo, Flora». Leticiareconoció a Flora inmediatamente, sin ne-cesidad de ver el nombre por detrás.

—Los cartuchos de la escena del crimeneran de calibre nueve —me informó Barnes,

sacándome de mis pensamientos—. Loshemos pasado por un sistema cerrado deidentificación balística, pero no hemos en-contrado ninguno que cuadre.

—¿Algún testigo?—No jodas. No había ninguno, peroaunque hubiera habido...

—Siempre hay alguien que sabe algo—dije mientras notaba que el coche reducía

velocidad para pararse.—Ya, bueno... —Barnes puso la palanca

en punto muerto—. Me han encargado in-vestigar un asesinato muy parecido en

Columbia Heights esta mañana. Así que

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quiero esclarecer este asunto de Jenningscuanto antes.

—Tú sabes de sobra que ando por ahípreguntando —le recordé—. Pero resultacaro cuando tratas de entablar conversacióncon alguien en un bar; hay que pagarcervezas para abrir bocas y todo eso...

Barnes me pasó otro de veinte por en-

cima del asiento sin decir palabra. Lo cogí. Elbillete estaba mojado por alguna razón queno supe descifrar, y mustio como un pájaromuerto. Me lo metí en el bolsillo del

chaquetón.—Voy a preguntar por ahí —repetí comosi no hubiera oído la primera vez.

—Sé que lo vas a hacer, Verdón. Eres unbuen confidente. El mejor que he tenido.

 Yo no habría sabido decir si hablaba consinceridad o no; pero me hizo sentir un pococulpable: estaba planeando servirme de él.Pero tenía que encontrar mi yo para poder

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cambiar las cosas. Pillarían al asesino; esoera lo importante. Y yo me forraría.

—¿Qué tal los hijos, detective?—Bien. Con ganas de jugar con los Pop

Warner otra vez.—Mff —exclamé.Estaba divorciado, como la mayor parte

de los policías de homicidios. Pero yo sabía

que quería mucho a sus hijos. Y eso fue todo. Sabíamos que había lleg-

ado el momento de la despedida.—Te llamo después, ¿vale?

—Vale —asintió Barnes.Me incorporé, miré rápidamente a mialrededor y me bajé del Crown Vic. Le peguéun buen viaje a la botella de Popov mientrasme encaminaba hacia la casa de mi padre.

Con la cabeza gacha, entré en el bloque.

Una vez en mi cuarto, encontré mi latade películas debajo de las camisetas de la có-

moda. Sacudí un poco de hierba sobre un pa-pel, me hice un canuto y lo metí en un

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paquete de Newport. El vodka me había an-imado un poco, y estaba listo para otrosubidón.

Me miré en el espejo de la cómoda. Mefaltaba un diente desde que un tipejo delBlack Hole me dijo que no le gustaba la man-era que tenía de mirarlo, y me lo rompió.Había gris en mi pelo y en mi perilla. Tenía

los ojos acuosos. Incluso envuelto en mi vo-luminoso chaquetón, resultaba evidente quehabía perdido peso. Parecía uno de esos de-tectives que te producen pena, o risa, en la

calle. Pero, joder, aquella noche yo no podíahacer nada para remediarlo.Fui al cuarto de mi madre, con cuidado

para no hacer ruido. Estaba en la cama mir-ando la tele pero sin verla, un televisor en

color de trece pulgadas (le hacía compañía),con el volumen bajo para oír a mi padre encaso de que la llamara desde el primer piso.

 Abajo, la tele del salón seguía ber-

reando, una película en blanco y negro del

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combate entre Listón y Clay, del que mipadre hablaba a menudo. Ahora se lo estabaperdiendo: tenía la barbilla hundida en elpecho y su mano inútil medio enroscada enel regazo. La luz de la tele le bañaba de gris lacara. No tenía los párpados cerrados del to-do, y dejaba ver el blanco de los ojos. Apartedel pecho, que se le movía un poco, parecía

como si estuviera muerto.Con el tiempo, acabarás siendo una

mierda.Recuerdo aquello una tarde que yo es-

taba con mi padre, allá por el año 1974.Hacía ya tiempo que había vuelto de laguerra; trabajaba en la Oficina Tipográficadel gobierno. Estábamos en el campo debéisbol, en Princeton, junto a la escuela de

Park View. Debían de ser las seis o las siete.La sombra de mi padre era alargada y recta,y el sol lanzaba un cálido color dorado sobreel verdín del campo. Aún llevaba la ropa de

trabajo, con la camisa remangada hasta los

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codos. Estaba en la plenitud de sus facult-ades, y el pecho le explotaba dentro de lacamisa. Me estaba lanzando esa pelotita dejugar al fútbol, uno de esos K-2 que me com-praba de vez en cuando, y diciéndome quecorriera a su encuentro después de cogerla, aver si conseguía romper su placaje. No iba aplacarme en serio, sólo quería que yo enten-

diera bien el sentido del juego. Pero yo nocorrí hacia él; supongo que porque no queríahacerme daño, simplemente. Se enfadómucho conmigo y dijo que ya era la hora de

volver a casa. Creo que aquél fue el día enque me dijo adiós. Al menos, eso me parece amí ahora.

Quería acercarme a su silla de ruedas,no para acariciarlo ni tener un contacto sen-

timental, sino para darle una simple pal-madita en la espalda. Pero si se despertabame preguntaría qué pasaba conmigo, por quélo estaba manoseando y otras cosas por el es-

tilo. Así que no me acerqué. Tenía que ver a

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Leticia para charlar de lo que los dos nostraíamos entre manos. Avancé con cuidadosobre el plástico que mi madre había puestosobre la alfombra y cerré la puerta con cuid-ado al salir de casa.

 Ya fuera, ahuequé la mano para encend-er el canuto. Le pegué una buena calada, ret-

eniendo el humo el mayor tiempo posible.Solía hacerme un porro siempre que iba alSur.

La cabeza me estaba empezando a son-reír cuando ya estaba cerca de la casa deLeticia, en Otis Place. Mojé los dedos en lanieve y estrujé la punta del porro paraapagarlo. Quería dejarle un poco a Leti.íbamos a celebrar algo, ¿no?

La chica, Flora, había presenciado elasesinato de Rico Jennings. Yo lo sabíaporque Leticia y yo la habíamos encontrado yle habíamos pedido que nos contara lo que

sabía. Bueno, se lo había dicho Leticia. Ellapuede ser una mujer que mete miedo cuando

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quiere. Se encaró duramente con Flora y laempujó contra la pared de un callejón. Florarompió a llorar, y acabó hablando. Habíasalido con Rico aquella noche, en Otis; ibanpaseando cerca de la escuela cuando eseMarquise Roberts se les acercó en un Capricenegro. Marquise y su panda se bajaron yrodearon a Rico, le dieron varios empujones

y cosas así. Flora dijo que creía que la cosa seiba a quedar en eso. Pero de repente Mar-quise sacó una automática y le descerrajótres tiros a Rico, uno mientras aún estaba en

pie y dos más mientras yacía bajo un pie deMarquise. Flora dijo que Marquise habíasonreído cada vez que apretaba el gatillo.

—Ahora ya no hay ninguna duda, ¿no?—dijo Marquise volviéndose hacia Flora—.

Ahora sí eres mía.Marquise y los otros volvieron al coche y

salieron pitando, mientras Flora se iba cor-riendo a su casa. «Rico estaba muerto»,

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explicó. No habría servido de nada quedarseen el lugar del crimen.

Flora dijo también que no pensaba ir ala policía. Leticia dijo que vale, pero quecomo tía de Rico tenía derecho a saber.

 Ahora teníamos a un asesino y a unatestigo. Yo podría haber ido directamente aldetective Barnes, pero había oído hablar de

la existencia de una línea directa con lapolicía: Detectives Anónimos. Leticia y yodecidimos que llamaría ella para que le asig-naran un número (es así como lo hacen), con

el que al final podría recoger una recom-pensa de mil dólares, que nos repartiríamos.Flora sería considerada una testigo pro-tegida, es decir, que la mudarían a otro bar-rio, lejos de allí, al Noreste por ejemplo. Así

no sufriría ningún daño ni estaría demasiadolejos de la familia, y ella y yo nos llevaríamosquinientos por cabeza. No era mucho, peroera más de lo que yo podía tener en el

bolsillo de una sola vez. Y, lo que era más

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importante para mí, el día en que trincaran aMarquise y cayera su gente, como siempreacaba cayendo, yo podría presentarme antemi madre y mi padre y decirles que yo, Ver-dón Coates, había resuelto un homicidio.Habría valido la pena la espera, sólo para verla expresión de orgullo que habría en elrostro de mi padre.

 Ya había llegado a la casa adosada deOtis, donde vivía Leticia. Se hallaba en elbloque 600, uno de esos caserones de pocasplantas que están pintados de gris. Vivía en

el primer piso.Enfilé el pasillo comunal hasta llegar asu puerta. Llamé y, mientras esperaba a queme abriera, me quité el gorro de lana y losacudí hasta dejarlo sin nieve. La puerta se

abrió, pero sólo un rendija. Estaba echada lacadena deslizante. Leticia me miró desde elotro lado de la puerta. Noté unos surcos su-cios en la parte de su cara que podía ver; era

seguro que había estado llorando. Era una

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mujer de aspecto duro; siempre había sidoasí, incluso de joven. Yo no la había vistonunca tan nerviosa.

—¿No me vas a dejar entrar?—No.—Pero, ¿qué mosca te ha picado?—No quiero verte, y no vas a entrar.—Traigo un porrito muy bueno, Leticia.

—Déjalo ahí fuera, Verdón.Se oía el bajo de rap proveniente de otro

apartamento, que servía de fondo a la dis-cusión que estaban teniendo una mujer y un

hombre.—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has llor-ado? —quise saber.

—Ha estado aquí Marquise —contestó—. Es él quien me ha hecho llorar.

Se me revolvieron las tripas. Intenté queno se me notara.

Leticia prosiguió:

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—Flora ha debido contarle nuestra con-versación. No resultaba muy difícil encontrara la tía de Rico.

—¿Te ha amenazado?—No directamente. Por cierto, ese tío no

dejaba de sonreír todo el tiempo —el labio deLeticia estaba temblando—. Hemos llegado aun acuerdo, Verdón.

—¿Qué ha dicho?—Que Flora estaba equivocada. Que no

estuvo allí la noche en que Rico perdió lavida, y que debía jurar eso ante el juez. Y que

si yo creía otra cosa..., pues que también yoestaba equivocada.—¿Estás diciendo que estás equivocada,

Leticia?—Pues sí. He estado equivocada en todo

este asunto.—Leticia...—No quiero que me maten por quinien-

tos dólares, Verdón.

—Ni yo tampoco.

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—Entonces, lo mejor es que desa-parezcas durante un tiempo.

—¿Por qué debería hacerlo?Leticia no contestó.—¿Me dejas entonces, Leticia?Leticia apartó la mirada.—Flora... —dijo casi susurrando—. Le

habló sobre un tipo delgaducho, con pinta de

mayor, que estaba en el callejón el día que yola zarandeé.

—¿Me has delatado?Leticia sacudió la cabeza lentamente y

cerró la puerta. Se oyó un chasquido suave.No me puse a dar golpes en la puerta ninada por el estilo. Me quedé allí un rato concara de tonto, escuchando el retumbar delbajo y la discusión, aún acalorada, entre la

mujer y el marido. Luego abandoné eledificio.

La nieve caía más espesa. Como nopodía volver a casa, decidí ir andando hacia

la avenida.

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Cuando llegué a Georgia, ya me habíaterminado lo que quedaba de vodka; dejé labotella en el bordillo de la acera. Un coche

patrulla del Barrio 3 estaba aparcado en laesquina, con dos agentes dentro tomandocafé en sendos vasos de plástico. Era tarde, yla nieve y el frío no invitaban a la gente a sa-

lir. La lavandería Spring, que se había lla-mado Roy Rogers o cualquier otra chorradaparecida, estaba abarrotada de hombres ymujeres que buscaban refugiarse del maltiempo. Detrás de los cristales manchados denicotina podía ver sus siluetas, casi todasmoviéndose casi imperceptiblemente a latenue luz.

 A aquella hora de la noche, muchas de

las tiendas se hallaban cerradas. Teníahambre, pero Morgan's Seafood llevaba unaño precintado, y las luces del Hunger Stop-per, con sus buenos bocatas de pescado, es-

taban apagadas. Necesitaba una buenacerveza, pero Giant tenía cerradas las

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puertas. Podría haber ido al bar destreaptease, entre Newton y Otis, pero mehabían puesto de patitas en la calle demasia-das veces.

Crucé al lado oeste de Georgia, rumbosur. Pasé por delante de un negro enano conabrigo de cabritilla verde que estaba siempreallí, debajo de la marquesina del Dollar Gen-

eral. Yo había trabajado también un par dedías allí, aprovisionando los estantes.

Los negocios de esta zona eran una listacompleta de mis fracasos personales. La

carne y embutidos de Murray's, el lavado decoches, el tugurio de Checks Cashed, todosme habían dado una oportunidad. Pero enningún sitio había durado más de dos días.

Me dirigí al G. A. Market, junto a Irving.

Se me acercaron un par de jóvenes, con lascapuchas de sus abrigos North Face puestas;tenían pinta chunga, pero sonrieron alverme.

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—¡Eh, flacucho! —exclamó uno—. ¿Dedónde has sacado ese chaquetón tan guapo?¿De Baby Gap? —su amigo y él se echaron areír.

 Yo no contesté. Llevaba el chaquetónPolo Sur que había comprado a un tipo quequería deshacerse de él. Yo no podía presum-ir de un North Face. Por estos barrios, hay

gente que te apunta con una pistola si te vecon un abrigo así.

Seguí caminando.La tienda estaba abarrotada de gente, y

cargada de humo de tabaco. Me acerqué aunos tíos y vi a uno que conocía, RobertTaylor; se hallaba en la parte posterior,donde tienen el vino. Estaba cogiendo unabotella del estante. Robert no llegaba a los

cuarenta, aunque parecía tener cincuenta ycinco.

—Robo —exclamé.—Qué hay, Verdón.

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Nos saludamos juntando los hombros ydándonos una palmadita. Lo conocía desdela escuela. Al igual que yo, también él habíaconocido días mejores. Ahora parecía estarpasando un mal momento. Sostenía unabotella de vino fortificado, que giró para queyo viera la etiqueta, como hacen los camarer-os en los restaurantes de postín.

—Pensé que podía echarle un tiento estanoche —dijo Robert—. Lo que pasa es queando escaso de dinero.

—Lo pillo, Robo.

—Mira, te lo devuelvo el día de la paga.—Somos unos buenos chicos.Cogí una botella de Night Train para mí

y me dirigí a la parte delantera de la tienda.Robert me cogió por la manga y me paró en

seco. Sus ojos, casi siempre juguetones, es-taban ahora serios.

—Verdón.—¿Qué?

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—Llevaba un par de horas aburrido.Pero esta noche ha habido mucha actividad.Y tú por ahí; seguro que has oído algo.

—Cuéntame lo que has oído.—Unos tipos han estado aquí antes,

buscándote.Sentí otra vez que se me revolvían las

tripas.

—Eran tres —prosiguió Robert—. Uno ll-evaba en los dientes unos artilugios de plata.Te describieron..., la estatura y todo eso, y elsombrero que llevas siempre.

Se refería a mi gorro de lana, con ellogotipo de los Bullets, con las dos manos ala caza de la «11» para coger el rebote. Lo ll-evaba desde el comienzo del invierno. Tam-bién lo había llevado el día en que hablamos

con Flora en el callejón.—¿Alguien les dijo quién era?Robert asintió con la cabeza, con

tristeza.

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—No puedo mentirte. Un tipo les dio tunombre.

—Mierda.—Yo no les dije ni pío a esos pájaros,

Verdón.—Vamos, tío. Vámonos de aquí.Nos acercamos a la barra. Pagué con el

billete de veinte mojado que Barnes me

había dado las dos botellas de vino y unpaquete de tabaco. Mientras el cabeza cuad-rada que había detrás del plexiglás metía enuna bolsa lo mío y me devolvía el cambio,

cogí un boleto de lotería tachado y, encimadel mostrador descascarillado, di la vuelta alboleto y garabateé en los bordes. Esto es loque escribí: «Marquise Roberts mató a RicoJennings». Y: «Flora Lewis fue testigo».

Me metí el boleto en el bolsillo de losvaqueros y cogí el cambio. Robert Taylor y yosalimos del centro Cornercial.

En la acera nevada, le entregué a Robert

su botella de vino fortificado. Sabía que se

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dirigiría a Columbia Heigthts, en la zonaoeste, donde vive con una mujer fea y los hi-jos de ésta.

—Gracias, Verdón.—No tiene importancia.—¿Qué, crees que los Skins van a ganar

el año que viene?—Tienen a Gibbs como entrenador.

Tienen a un par de receptores con buenasmanos. Sí, lo conseguirán.

—No lo dudes —sentenció Robert con labarbilla alzada—. Ponte a salvo, ¿me oyes?

 Y se alejó. Yo crucé Georgia Avenue,procurando alejarme deprisa de un Ford queiba dando coletazos. Pensé en desprendermede mi gorra de los Bullets, por si acaso Mar-quise y compañía vinieran a por mí, pero le

tenía mucho aprecio; no podía hacerlo.Desenrosqué el tapón del Night Train

sin detenerme y le pegué un buen trago; sen-tí que una ola de calor me inundaba el pecho.

Mientras caminaba por Otis, vi dólares de

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plata hechos jirones revoloteando a la luz delas farolas. La nieve, que cubría los techos delos coches aparcados, había cuajado tambiénen las ramas de los árboles. No había nadieen la calle. Me detuve a encender lo que mequedaba de porro. Le pegué una buenacalada mientras subía la cuesta.

Pensaba volver a casa un rato después,

entrando por la puerta del callejón, cuandocreyera que ya no había riesgo. Pero, por elmomento, debía hacer trabajar a la cabeza.Esperaba que el colocón se portara bien con-

migo y me dijera lo que tenía que hacer.Me hallaba en el lado este de Park Lañe,

con una mano en la verja que bordea elSoldier's Home y la mirada perdida en la os-

curidad. Me había fumado todo el canuto ybebido el vino. Reinaba un gran silencio; sólose oía el sisear de la nieve. Y Get Up, esa viejacanción de los Salt-N-Pepa, sonando en mi

cabeza. A Sondra le gustaba mucho. Ellasolía bailar a su ritmo, con mis auriculares

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puestos, al otro lado del lago que había allí.En verano, con las ocas correteando a sualrededor.

—Sondra... —susurré. Y añadí algo, conuna risita ahogada—: estoy pedo.

Me di media vuelta en dirección a la car-retera, desequilibrándome un poco al bajarel bordillo. Al llegar a Quebec, vi que por

Park Lañe se acercaba un coche haciendoeses, rodando demasiado deprisa. Era coloroscuro y tenía esos focos «Chevy» con lucesantiniebla rectangulares a los lados. Me

palpé los bolsillos, en vano: todo el tiempohabía sido consciente de no llevar conmigo elmóvil.

Me zambullí en la callejuela que sale deQuebec. Vi el porche trasero, con la rueda de

bicicleta en lo alto, donde había estadoaposentado aquel chaval. Percibí luz detrásde la ventana de la puerta del porche. Cogíun poco de nieve, formé una bola y la lancé

contra la ventana. Esperé. El chaval

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descorrió las cortinas y pegó la cara a loscristales, las manos ahuecadas alrededor delos ojos para ver mejor.

—¡Eh, chaval! —grité, acercándome alporche—. Ayúdame a salir de aquí.

Me lanzó una mirada de pocos amigos yretrocedió. Yo sabía que me había recono-cido. Pero supongo que me había visto tam-

bién subir a aquel coche camuflado y mehabía tomado por un soplón. En su mente ju-venil, era probablemente lo peor que alguienpodía ser en esta vida. Detrás de la ventana,

volvió a hacerse oscuro. En ese mismo mo-mento, unos faros barrieron la callejuela: uncoche se aproximaba. Un coche negro, unCaprice.

Con un movimiento brusco, me di media

vuelta y salí pitando, tratando de no resbalaren la nieve con mis viejas botas. Mientrascorría, iba cogiendo contenedores de basuray volcándolos para así bloquearle el paso al

Caprice. No volví la cabeza. Oí a los tipos del

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coche gritarme cosas e insultarme por habertenido que frenar. De pronto, me encontréfuera de la callejuela, en Princeton Place,corriendo en libertad.

En Princeton, torcí a la izquierda paracoger Warder, pasé por delante de la escuelay, en Otis, giré a la derecha. Detrás delcampo de fútbol, que tenía forma de T, había

un callejón. Les resultaría difícil llegar con elcoche hasta allí. No me pillarían tanfácilmente.

Enfilé el callejón. A un lado, un par de

perros empezó a ladrar. Estos perros, mezclade pastor y de Rottweiler con cabezas comotoros, los tiene la gente por razones de segur-idad. Casi todos estaban dentro a causa delmal tiempo, pero no todos. Algunos se

habían quedado fuera, y estaban ladrandocomo locos. Una vez que empezaban, parecíacomo si ya no pudieran parar. Con sus lad-ridos le estaban diciendo a Marquise que yo

andaba por allí.

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 Vi que el Caprice se acercaba despaciopor Otis, con los faros apagados, y sentí lasorejas más calientes que nunca. Me agaché yme estrujé contra la valla de tela metálica deuna casa adosada. Tenía las tripas revolu-cionadas y solté varios eructos. Me subióalgo hasta la boca, y me lo tragué.

No me importaba si era prudente o no,

pero tenía que llegar a casa como fuera. Allínadie podría hacerme daño. Acostado en lacama en la que siempre dormía, junto a la demi hermano James. Con mi madre y mi

padre unas habitaciones más allá.Oí a uno de esos individuos pronunciarmi nombre. Desde otro lugar, alguien hizo lomismo. Oí que se estaban riendo. Me empezóa temblar el labio.

«Emplea el alfabeto si te pierdes». Esoes lo que me decía mi padre cuando erapequeño. Otis, Princeton, Quebec... Mehallaba a tres calles de casa.

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 Volví a la T del callejón y bajé la cuesta.Los perros estaban ahora completamente en-loquecidos, aullando sin parar; pasé pordelante de ellos a toda hostia, sin volver lacabeza. Al final del callejón me estaba esper-ando un individuo con abrigo grueso, lacapucha puesta. Me di media vuelta paravolver por donde había venido. A pesar del

pandemónium de los ladridos, podía oír mijadeo, mi esfuerzo por no quedarme sin ali-ento. Rodeé la T y volví a Otis, donde atajépara meterme en el campo de béisbol. Si lo

cruzaba, estaría en Princeton, y, una vez allí,un bloque más cerca de casa. Avancé por medio de la cancha. Seguía

corriendo sin parar, tratando de tranquiliz-arme. No oía ni coches ni ninguna otra cosa.

Sólo la nieve que crujía bajo mis pies. Y entonces vi a un joven acercarse a la

linde del campo. Llevaba un abrigo abultado,sin gorra ni capucha. Tenía una mano metida

dentro del abrigo, y la suya no era una

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sonrisa de amigos. Lucía unos brackets deplata en los dientes.

.Le di la espalda. Noté que me estabameando. Me temblaban las piernas. Peroconseguí que siguieran moviéndose.

La noche relampagueó. Sentí como unapicadura de abeja en lo alto de la espalda.

Tropecé, pero me mantuve de pie. Miré

al suelo, a mi sangre, que estaba manchandola nieve. Caminé un par de pasos y cerré losojos.

Cuando los abrí, el campo estaba verde.

Estaba cubierto de oro, como se cubre aquíen verano al caer la noche. Los sones de unacanción de Gamble y Huff me llegaban desdelas ventanillas abiertas de un coche. Mipadre estaba delante de mí, de cuerpo en-

tero, y el pecho le explotaba dentro de lacamisa, que llevaba remangada hasta loscodos. Tenía los brazos abiertos.

 Yo no sentía ni miedo ni pena. Había ac-

tuado bien. Guardaba el boleto de lotería en

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el bolsillo. El detective Barnes, o alguiencomo él, lo descubriría por la mañana.Cuando me encontraran.

Pero antes tenía que hablar con mipadre. Caminé hacia él, que estaba esperán-dome. Sabía exactamente qué iba a decirle:«No soy ese bala perdida que crees que soy.Trabajo con la policía desde hace mucho,

mucho tiempo. Por cierto, acabo de resolverun homicidio.

Soy un confidente de la policía, padre.Mírame».

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The Wire. 10 dosis de la mejor serie dela televisión es un libro editado fuera decolección. Compuesto en tipos Dante, estetexto se terminó de imprimir en los talleres

de kadmos por cuenta de errata naturae ed-itores en mayo de dos mil diez, dos décadasdespués de que entrara en vigor la nuevanormativa sobre códigos de vestimenta para

las visitantes de la Cárcel de Mujeres de Jes-sup, Maryland, según la cual quedaban

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prohibidas las camisas o camisetas escota-das, sin mangas, con la espalda al aire o quepermitieran ver la zona abdominal, así comotodas aquellas prendas con descosidos orasgaduras excesivas [sicj, las minifaldas ylas faldas por encima de la rodilla, los leotar-dos, los shorts, los leggings y las mallasajustadas (de modo que las chicas que hicier-

an vis a vis con Felicia Pearson —reclusa deesta penitenciaria tras ser acusada de unhomicidio en segundo grado y más tarde act-riz de The Wire— no tendrían más remedio

que vestir para la ocasión de forma sensata ymodosita).

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08/03/2011

notes

[1] N. del T.: Pelecanos, el apellido deGeorge, suena parecido a «pelícano».

[2] Michel Foucault, Surveillerel punir,

París, Gallimard, 1975. Trad. cast. de AurelioGarzón. Vigilar y castigar, México, Siglo XXIeditores, 1976, p. 102.

[3] Michel Foucault, op. cit., p. 102.[4] Mikhail Bakhtin, «Discourse in the

Novel» en Dialogic Imagination: Four

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Essays, ed. Michael Holquist, Austin,University of Texas Press, 1981, p. 291.

[5] Stephanie M. Wildman y AdrienncDavid, «Languagc and Silence: Making Sys-tems oí Privilege Visible», en Critica/ RaceTheory: The Cutting F.dge, ed. Richard Del-gado, Philadelphia, Temple University Press,1995, p. 573.

[6] Michel Foucault, «Vérité etpouvoir», en revista L'Arc, n° 70,1977.

[7] Iain F. Haney López, «The SocialConstruction of Race», en Crilical Race The-

ory, op. cit., p. 96.[8] Michel Foucault, Histoire de la sexu-alité I: La volonté de savoir, París, Gallimard,1976. Trad. cast. Historia de la sexualidad I.La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI ed-

itores, 2005.[9] Véase la discusión sobre el privilegio

en Wildman, «Language and Silence: Mak-ing Systems of Privilege Visible», op. cit., p.

575.

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[10] Véase: Margaret M. Russell, «Raceand Dominant Gaze: Narratives of Law andInequality m Popular Film» en Cntkal RaceTheory, op. cit, p. 63.

[11] Richard Delgado, «Legal St-orytelling: Storytelling for Oppositionistsand Others: A Pica for Narrative», en Critica!Race Wieory, op. cit., p. 65.

[12] Thomas Szasz, Nuestro derecho alas drogas, Barcelona, Anagrama, 2001.

[13] Lysander Spooner, Vices are notcrimes, 1875.

[14] Thomas Szasz, op. cit.[15] Simone Weil, La fuente griega,Madrid, Trotta, 2005, p. 15.

[16] Baruch Spinoza y sus lentes bruñi-das como verdades, axiomas y corolarios:

omnis determinado negalio est o en qué con-siste ser algo, un esto, un individuo.

[17] Michel Foucault, Hay que defenderla sociedad, Madrid, Akal, 2003, p. 34.

[18] Ibíd., las cursivas son mías.

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[19] «La pauta que sigo para intentar serverosímil es muy sencilla (la vengo siguiendodesde que empecé a escribir ficción): el lect-or medio... ¡que se joda!», David Simón en-trevistado Por Nick Hornby en este mismolibro, p. 66.

[20] Simone Weil, op. cit., p. 15.[21] David Simón entrevistado Por Nick

Hornby op. Cit.[22] Roberto Bolaño, «Un paseo por la

literatura», en: Tres, Acantilado, Barcelona,2000, p. 78. Para seguir leyendo y cayendo

en picado, véase la Nota sobre los verba des-cendendi del centauro Manganelli en su Hil-arotragoedia, Madrid, Siruela, 2006, pp. 14 yss: «Que del descender se den maneras, oguisas, variadas, es cosa pacífica y obvia:

como se apostrofa son las del morir, las delmatar, las del amar›.

[23] M. Foucault, Las palabras y las co-sas, Madrid, Siglo XXI editores, 1986, p.

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filosofía grieta, Madrid, Machado Libros,1995, p. 40.

[26] ¿Cómo explicar, por ejemplo, el re-torno literario del mito en el pensamientofrancés contemporáneo?. ¿Cómo asimilarque los conflictos arcaicos reflejados en latragedia ática hayan sido re3cuperados en laobra de los filósofos y dramaturgos de la talla

de Sartre, Camus, Cocteau, Giradoux o An-ouilh? ¿Cómo entender la aproximación con-temporánea entre los ámbitos de la filosofía,el mito y la literatura, sino en el marco de

una reflexión crítica y constante en torno a laexistencia humana? ¿No son los autoresseñalados las máximas figuras de una corri-ente de pensamiento caracterizada por su in-clinación existencia!? Todos estos interrog-

antes consolidan nuestra perspectiva: el es-píritu griego se hace cargo, en sus diferentesmodalidades, de un material ofrecido por latradición arcaica y continuamente sometido

a revisión crítica. Y ello por la sencilla razón

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de que el legado transmitido, por ejemplo, enel drama ático, invoca una y otra vez a la vol-untad de conocimiento que lleva al intelectoa examinar el conflicto de la existencia hu-mana en todo momento de la historia.

[27] David Simón entrevistado por NickHornby, en este mismo libro, p. 55.

[28] Según la denominación de

Wilamowitz-Móllendorf en Der Glaube derHelletien, Berlín. Weidmann 1931-1932, pp.17 y ss: esta acepción de lo divino comoacontecer sera retomada y reinterpretada

por autores como Kérenyi, Diano y Magris.Sobre el concepto de lo divino en Greciadesde la perspectiva de la filosofía contem-poránea y en estrecha conexión con las inter-pretaciones de Wilamowitz y Kérenyi, puede

consultarse Magris, «Pensiero del evento edavvento del divino in Heidegger» en: Annu-ario Filosofieo 5, 1989, pp. 31-83.

[29] Pero nunca al rigor del clavadista

Simón y sus compañeros de salto, Pelecanos,

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Burns, Pnce, Lehane, quienes, como re-cuerda Hornby, saltan en picado de arribaabajo, destri pandólo todo, «desde el des-pacho del señor alcalde hasta la esquina decualquier calle», David Simón entrevistadopor Nick Hornby, en este mismo libro, p. 50.

[30] David Simón entrevistado por NickHornby, en este mismo libro, p. 53.

[31] André-Jean Festugiére, Im esenciade la tragedia. Barcelona, Ariel, 1986, p. 24.

[32] Asimismo, lo que evoluciona en elseno de la literatura griega es el modo de

concebir e interpretar la relación del ser hu-mano con esta fuerza: sometimiento y sufri-miento en Homero; sometimiento, ignoran-cia y voluntad de vida en la lírica arcaica;manifestación del orden cósmico y estruc-

tura moral del mismo en manos de Esquilo;intensificación de la interioridad y la dignid-ad del sujeto al antojo de fuerzas insondablescon Sófocles; asunción de un margen de in-

certidumbre o azar que confunde al hombre

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