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Una década del Plan Colombia: por un nuevo enfoque By Michael Shifter Política Exterior, June 21, 2010 A version of this article in English is available here. Pocas políticas de Estados Unidos destinadas a Latinoamérica han generado tanto interés y controversia en los últimos años como el programa plurianual para ayudar a Colombia en su lucha contra la droga y la violencia relacionada con ella. Ahora que ese programa, conocido como Plan Colombia, cumple una década –fue aprobado por el Congreso de EE UU en julio de 2000– es útil evaluar sus logros, además de sus fallos y decepciones. Como en la mayoría de las discusiones sobre el plan –y sobre la compleja situación en la propia Colombia–, se da una desafortunada tendencia hacia la polarización. Para algunos, el Plan Colombia es la historia de un gran triunfo, mientras que para otros ha constituido un fracaso estrepitoso. Como suele ocurrir, los hechos demuestran que la verdad se encuentra en un punto intermedio. Es incuestionable que las condiciones de seguridad en Colombia han mejorado considerablemente durante la última década. Ya no se puede afirmar, como ocurría hace 10 años, que es un país “al borde del precipicio” con verdaderas posibilidades de convertirse en un Estado fallido. Los datos sobre la caída drástica en los niveles de masacres, homicidios y secuestros hablan por sí solos, al igual que la información sobre la presencia policial, ahora establecida en todo el territorio nacional, y la merma de la capacidad operativa del grupo insurgente más sólido: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Lo que no está tan claro es en qué medida la ayuda estadounidense en el marco del Plan Colombia, unos 7.000 mil millones de dólares a lo largo de una década, ha contribuido al cambio. Metodológicamente, es difícil determinar el peso relativo de la ayuda del Plan Colombia y otros factores, como el efecto de iniciativas locales y nacionales para controlar la violencia y el delito que podrían haberse llevado a cabo con o sin el importante programa de asistencia. No obstante, es razonable concluir que el apoyo prestado dentro del Plan Colombia ha sido al menos un factor importante que ha contribuido en cierta medida a la mejora de las condiciones de seguridad. Aunque ese respaldo se canalizara de manera indirecta y fuese consecuencia de los fondos destinados explícitamente a la lucha contra los narcóticos, ha conseguido ayudar a los colombianos a instaurar una mayor seguridad en el país. A su vez, los numerosos detractores del Plan Colombia señalan, y con razón, que no ha cumplido el propósito fundamental por el que se desarrolló el programa: reducir la oferta de droga, en especial cocaína, en EE UU (en torno a un 90 por cien de la que se distribuye en el país procedía de Colombia). La idea era que, al proporcionar helicópteros, equipos y otros apoyos, el ejército colombiano podría erradicar el suministro de coca, sobre todo en la zona sur del país, que en última instancia mantenía a los grupos violentos de izquierda y derecha en Colombia. Esto finalmente redundaría en facilitar la gestión del problema de la droga en las ciudades estadounidenses. En un principio, el objetivo era reducir en un 50 por cien el cultivo de coca en Colombia. Sin embargo, en este aspecto concreto –meta reiterada y explícita del Plan Colombia– la política tiene pocos defensores. Difícil evaluación de los resultados Los datos sencillamente no son alentadores. La disponibilidad y el precio de las drogas ilícitas consumidas en EE UU han cambiado poco a lo largo de la última década, pese al enorme esfuerzo y Inter-American Dialogue | Publication http://www.thedialogue.org/page.cfm?pageID=32&pubID=2408&mode... 1 von 6 26.06.2010 23:12

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Una década del Plan Colombia: por un nuevo enfoqueBy Michael Shifter

Política Exterior, June 21, 2010

A version of this article in English is available here.

Pocas políticas de Estados Unidos destinadas a Latinoamérica han generado tanto interés ycontroversia en los últimos años como el programa plurianual para ayudar a Colombia en su luchacontra la droga y la violencia relacionada con ella. Ahora que ese programa, conocido como PlanColombia, cumple una década –fue aprobado por el Congreso de EE UU en julio de 2000– es útilevaluar sus logros, además de sus fallos y decepciones.

Como en la mayoría de las discusiones sobre el plan –y sobre la compleja situación en la propiaColombia–, se da una desafortunada tendencia hacia la polarización. Para algunos, el Plan Colombiaes la historia de un gran triunfo, mientras que para otros ha constituido un fracaso estrepitoso. Comosuele ocurrir, los hechos demuestran que la verdad se encuentra en un punto intermedio.

Es incuestionable que las condiciones de seguridad en Colombia han mejorado considerablementedurante la última década. Ya no se puede afirmar, como ocurría hace 10 años, que es un país “alborde del precipicio” con verdaderas posibilidades de convertirse en un Estado fallido. Los datossobre la caída drástica en los niveles de masacres, homicidios y secuestros hablan por sí solos, aligual que la información sobre la presencia policial, ahora establecida en todo el territorio nacional, yla merma de la capacidad operativa del grupo insurgente más sólido: las Fuerzas ArmadasRevolucionarias de Colombia (FARC).

Lo que no está tan claro es en qué medida la ayuda estadounidense en el marco del Plan Colombia,unos 7.000 mil millones de dólares a lo largo de una década, ha contribuido al cambio.Metodológicamente, es difícil determinar el peso relativo de la ayuda del Plan Colombia y otrosfactores, como el efecto de iniciativas locales y nacionales para controlar la violencia y el delito quepodrían haberse llevado a cabo con o sin el importante programa de asistencia. No obstante, esrazonable concluir que el apoyo prestado dentro del Plan Colombia ha sido al menos un factorimportante que ha contribuido en cierta medida a la mejora de las condiciones de seguridad. Aunqueese respaldo se canalizara de manera indirecta y fuese consecuencia de los fondos destinadosexplícitamente a la lucha contra los narcóticos, ha conseguido ayudar a los colombianos a instauraruna mayor seguridad en el país.

A su vez, los numerosos detractores del Plan Colombia señalan, y con razón, que no ha cumplido elpropósito fundamental por el que se desarrolló el programa: reducir la oferta de droga, en especialcocaína, en EE UU (en torno a un 90 por cien de la que se distribuye en el país procedía deColombia). La idea era que, al proporcionar helicópteros, equipos y otros apoyos, el ejércitocolombiano podría erradicar el suministro de coca, sobre todo en la zona sur del país, que en últimainstancia mantenía a los grupos violentos de izquierda y derecha en Colombia. Esto finalmenteredundaría en facilitar la gestión del problema de la droga en las ciudades estadounidenses. En unprincipio, el objetivo era reducir en un 50 por cien el cultivo de coca en Colombia. Sin embargo, eneste aspecto concreto –meta reiterada y explícita del Plan Colombia– la política tiene pocosdefensores.

Difícil evaluación de los resultados

Los datos sencillamente no son alentadores. La disponibilidad y el precio de las drogas ilícitasconsumidas en EE UU han cambiado poco a lo largo de la última década, pese al enorme esfuerzo y

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la inversión en recursos. Un informe de 2008 elaborado por la Oficina de las Naciones Unidas Contrala Droga y el Delito muestra un incremento en el cultivo de coca en los años previos. Sin duda, hayquien sostiene que, por muy grave que siga siendo el problema de la droga hoy, sería mucho peorsin el Plan Colombia. Sin embargo, las conjeturas en contra de los hechos no resultantranquilizadoras.

La realidad es que incluso los congresistas estadounidenses que hace una década se mostraban másentusiastas con el Plan Colombia reconocen ahora (al menos en privado) que la política antidroga hasido un tremendo chasco y que deben explorarse otros planteamientos alternativos. Con todo,algunos estudios, como Back From the Brink, realizado por el Center for Strategic and InternationalStudies en 2007, siguen afirmando que las iniciativas antidroga del Plan Colombia han dado unosresultados favorables: por ejemplo, frenar la canalización de los beneficios derivados de la drogahacia la guerrilla armada y reducir la producción de amapola. Desde luego, se han registrado triunfosen determinados momentos y lugares. Pero si adoptamos una perspectiva a más largo plazo, y sobretodo si observamos no solo Colombia sino toda la región, así como la actividad relacionada con ladroga, rutinariamente modificada por grupos sofisticados y ágiles, es difícil mostrarse optimistarespecto a los resultados globales.

En 2008, la Oficina de Contabilidad General del gobierno de EE UU elaboró un riguroso informe parael Comité de Relaciones Exteriores del Senado que revelaba los éxitos del Plan Colombia en lotocante a la seguridad, pero un relativo fracaso en la cuestión de las drogas. Una valoración así aveces se interpreta como que el plan ha supuesto un triunfo para Colombia, pero un fracaso para EEUU. Sin embargo, esta perspectiva es corta de miras. El hecho de que el gobierno colombiano, enparte gracias a la ayuda proporcionada por el Plan Colombia, haya sido capaz de reafirmar conefectividad la autoridad del Estado y ampliar su presencia en todo el país –evitando así situacionesprecarias de seguridad plausibles en 2000– no solo constituye un éxito para Colombia, sino tambiénpara EE UU y toda la región.

El proceso de toma de decisiones que precedió a la aprobación del Plan Colombia en 2000 puso demanifiesto las diferentes motivaciones de los distintos actores políticos de Washington. Algunosmiembros de la administración de Bill Clinton se mostraban profundamente preocupados por eldeterioro de las condiciones de seguridad, en especial el hecho de que el ejército colombianopareciese cada vez menos preparado para hacer frente a los avances de las FARC. El crecimiento y laproliferación de las poderosas fuerzas paramilitares en el país eran también una preocupación desuma importancia. Por otro lado, un grupo de congresistas de línea dura (en su mayoríarepublicanos) se vio estimulado por la “guerra contra la droga” y creía sinceramente que el PlanColombia (aunque muchos preferían a la policía y no al ejército, al que consideraban corrupto) era loque se necesitaba para atajar un problema que afectaba a las familias y comunidadesestadounidenses. Para muchos miembros del Congreso, el plan era además políticamente ventajoso.El entonces presidente de la Cámara de Representantes, Denis Hastert, era un defensorparticularmente acérrimo de esa política e insistía en seguir una estrategia de línea dura contra ladroga.

Independientemente de que la preocupación fuera el problema de la droga en EE UU o la situación dela seguridad en Colombia, estaba claro que la única manera de recabar y movilizar un apoyo políticoimportante para obtener unos recursos significativos –en un principio, el Congreso aprobó 1.000millones de euros para el Plan Colombia– era presentar la propuesta como una medida esencialmenteantidroga. Los argumentos sobre la necesidad de ayudar a los colombianos a apuntalar y reforzar susituación de seguridad habrían obtenido escasas adherencias políticas en el contexto posterior a laguerra fría. Plantear el reto como una defensa de la democracia colombiana –la más antigua deSuramérica– habría tenido todavía menos resonancia entre el electorado estadounidense. La durarealidad política –que las autoridades de la administración Clinton comprendían de manera implícita–exigía que el Plan Colombia debía presentarse y venderse como un paquete de medidas antidroga. Laalternativa, al parecer, era cruzarse de brazos y contemplar el deterioro progresivo de Colombia, undeterioro que podría atribuirse a la demanda de drogas casi insaciable de los estadounidenses y que,de no abordarse, podría tener graves consecuencias para EE UU y el resto del hemisferio.

Al principio se oyeron numerosas advertencias sobre el Plan Colombia, y se plantearon ideas ypropuestas alternativas. En un informe de 1999 titulado Towards Greater Peace and Security inColombia –que analizaba las recomendaciones de una comisión independiente dirigida por este autory organizada por Inter-American Dialogue y el Council on Foreign Relations– se destacaba la

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necesidad esencial de mejorar la capacidad y la efectividad del Estado colombiano a fin de abordarde forma más efectiva toda una serie de desafíos, entre ellos la seguridad y las drogas. La crítica delinforme hacia el Plan Colombia, tal como fue aprobado por el Congreso de EE UU, era que habíaentendido al revés la situación, ya que se centraba demasiado en la cuestión de las drogas sin teneren cuenta el problema más general de ayudar a los colombianos a consolidar y renovar institucionesclave debilitadas con el tiempo. En concreto, el informe instaba a poner un mayor énfasis en laprofesionalización de las fuerzas de seguridad colombianas e insistía en que se respetasen lasnormas y los derechos humanos. Sin embargo, resultó que las consideraciones institucionales másgenéricas del Plan Colombia –que sin duda estaban presentes y en cierto sentido eran muyimportantes– se hallaban subordinadas a un interés preponderante en erradicar las drogas en el surde Colombia.

Por cierto, en aquel momento, muchos gobiernos europeos, así como organizaciones nogubernamentales –tanto en Colombia como en EE UU, Canadá y Europa– criticaron con dureza elplanteamiento eminentemente militar del Plan Colombia (un 80 por cien del mismo consistía enayuda a la seguridad) y promovieron medidas alternativas que prestaban más atención a cuestionessociales y de desarrollo. Según sus detractores, dichas propuestas estaban estrechamente alineadascon la avalancha de medidas surgidas de la administración de Andrés Pastrana tras llegar a lapresidencia de Colombia en 1998.

Pastrana se había embarcado en un proceso de paz con las FARC que incluía conceder a losinsurrectos una zona desmilitarizada en el centro del país con unas dimensiones comparables a las deSuiza. La idea era que, prestando más atención al programa social, el gobierno colombiano podríaconseguir que las FARC negociaran de buena fe y pusieran fin al conflicto. En efecto, laadministración Pastrana había confeccionado dicho plan de desarrollo, pero también había solicitadounos 600 millones de dólares en concepto de ayuda militar. La administración Clinton combinó loselementos relacionados con la seguridad y el desarrollo social en un solo paquete pero, sobre todo aconsecuencia de la presión del Congreso, lo que predominaba claramente era el énfasis en laseguridad dentro del plan antidroga. Aunque algunos miembros de la administración Clintonconcedieron a Pastrana el beneficio de la duda y estaban dispuestos a comprobar si el proceso de pazdaba resultados positivos, muchos congresistas que defendían el Plan Colombia eran sumamenteescépticos.

El hecho de que el Plan Colombia no solo conllevara la provisión de equipamiento militar a Colombia,sino también la presencia de personal del ejército de EE UU sobre el terreno, provocó fuertesreacciones y advertencias. Los detractores se temían “otro Vietnam”, en el que EE UU se sumiría enuna ciénaga en su propio hemisferio. Con frecuencia se empelaban expresiones como misión creep(misión furtiva) y slyppery slope (pendiente resbaladiza). El temor era que, con el pretexto de laguerra contra la droga, EE UU se viera arrastrado al conflicto armado interno de Colombia que sehabía librado durante décadas. En aquel momento reinaba un escepticismo enorme entre losdetractores, que no sabían si los límites legales impuestos al personal militar de EE UU y loscontratistas privados se respetarían plenamente. La diputada Jan Schakowsky (demócrata porIllinois) se mostró muy crítica con el uso de empresas privadas para llevar a cabo la políticacolombiana. Advirtió del riesgo de una “guerra secreta”, y comparó la situación con la época en quela Casa Blanca burló la prohibición del Congreso de suministrar armas a los rebeldes de la Contranicaragüense en los años ochenta.

Malestar entre los vecinos

Esa inquietud tuvo eco en toda Latinoamérica, y sobre todo en la vecina Venezuela, donde elpresidente Hugo Chávez se refirió de manera explícita a “otro Vietnam” y advirtió que el PlanColombia podía “generar un conflicto de intensidad media en toda la zona septentrional deSuramérica”. El anuncio de una política estadounidense notablemente orientada a la seguridad –queimplicaba el despliegue de recursos militares en Latinoamérica–tocó la fibra sensible de muchoshabitantes de la región. En septiembre de 2000, Heinz Moeller, ministro de Asuntos Exteriores deEcuador, puso objeciones al “tumor cancerígeno que iba a extirparse de Colombia y que harámetástasis en Ecuador”. Los líderes regionales creían que los problemas de seguridad de Colombiadebían ser abordados principalmente por el gobierno de ese país. Teniendo en cuenta la envergaduradel Plan Colombia, la intervención exterior, sobre todo de EE UU, les inquietaba profundamente.

En realidad, parte del problema fue que EE UU desarrolló el plan sin realizar las consultas oportunascon los vecinos regionales de Colombia, lo cual no hizo sino acentuar las sospechas sobre las

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motivaciones de Washington. La ausencia de un previo trabajo diplomático adecuado se repetiría en2009, casi una década después, con el acuerdo de cooperación en materia de defensa firmado entreColombia y EE UU, y que permite a este país la utilización de siete bases militares en el paíssuramericano. Cuando se filtró la información sobre el pacto, se produjo una fuerte reacción enmuchos países de la zona, entre ellos grandes aliados de EE UU como Brasil y Chile, que exigieronexplicaciones sobre los fines y parámetros e dicho acuerdo.

Los temores generalizados a “otro Vietnam” en el hemisferio occidental, unque tal vez comprensibles,terminaron siendo muy exagerados e infundados. Un análisis minucioso de la aplicación del PlanColombia durante la pasada década arroja escasos signos de ser una mission creep. De hecho, eltotal de efectivos (800 de personal militar y 600 contratistas privados) no solo se mantuvo dentro delos límites legales sino que, supuestamente, cayó por debajo de los niveles acordados. Juzguemoscomo juzguemos la efectividad y el éxito del Plan Colombia, hay que reconocer que EE UU ha sidocapaz de poner en práctica una política orientada a la seguridad con apoyo militar y sin verse metidoen un atolladero.

Como muchos observadores habían anticipado, ciertamente se produjeron graves problemas “dearrastre”, como el movimiento de refugiados que huían de la violencia y las actividades relacionadascon la droga en países vecinos, sobre todo en Ecuador. Pero ya había un arrastre considerableincluso antes de lanzar el Plan Colombia, y podría decirse que, de no existir dicho plan y las mejorasde seguridad derivadas de él, esos problemas transfronterizos habrían sido incluso mayores.

Seguridad y derechos humanos

Sin embargo, los progresos en la reducción de las amenazas a la seguridad en Colombia han tenidoun coste elevado. Aunque la situación de los derechos humanos ha mejorado gracias a variasmedidas clave adoptadas a lo largo de la década, sigue siendo muy crítica. Las cifras de poblacióndesplazada internamente continúan aumentando de manera drástica –con unos tres o cuatro millonesde personas– y hoy Colombia solo se ve superada por Sudán como el país más problemático delmundo en este ámbito. Si bien la situación de la seguridad ha mejorado en muchas zonas, otrasregiones –en especial las rurales, donde el conflicto continúa– siguen siendo muy peligrosas yarriesgadas. Los avances han sido reales, pero limitados y desiguales en un país con múltiplesregiones.

Asimismo, desde que se puso en marcha en Plan Colombia hace una década han surgido problemasmuy preocupantes. Entre los más graves se encuentra el denominado escándalo de los “falsospositivos”, en el que el ejército disfrazó a civiles con uniformes de las FARC para ceñirse a losparámetros extraoficiales del ejército sobre el éxito militar. Este aluvión de asesinatos extrajudicialeses injustificable, sobre todo porque las mejoras de seguridad del país estaban afianzándose. Porsuerte, la destitución de varios altos mandos del ejército colombiano en octubre de 2008 demostróque la administración de Álvaro Uribe reconocía la gravedad de estos crímenes y hacía frente alproblema.

También ha sido objeto de mucha atención por parte de los medios de comunicación lo que ha dadoen llamarse escándalo de la parapolítica de Colombia. Las constantes revelaciones sobre los vínculosentre las brutales fuerzas paramilitares y algunos sectores de la clase dirigente política ponen demanifiesto una corrupción que se ha convertido en algo endémico en Colombia. Por supuesto, y comoejemplo una vez más de las paradojas de Colombia, cabe señalar que fue la Ley de Paz y Justicia deUribe –que desmovilizó a más de 30.000 efectivos paramilitares entre 2003 y 2005– lo que permitióa la oficina del fiscal general investigar estos casos. Aun así, varios grupos defensores de losderechos humanos han manifestado preocupaciones legítimas, aduciendo que la campaña dedesmovilización debería haber sido más dura e imponer castigos más severos por los crímenes.

Lógicamente, es imposible saber a ciencia cierta cuál sería a día de hoy la situación de los derechoshumanos en Colombia sin la ayuda que EE UU ha prestado a través del Plan Colombia. No obstante,haciendo balance, es plausible afirmar que la influencia conseguida por el gobierno de EE UU graciasal plan antidroga y de seguridad ha contribuido a contener los peores abusos, y también haacentuado la presión sobre las autoridades colombianas para que procesen a los responsables de losmismos. Sin esa ayuda, es probable que las exigencias que planteó EE UU al gobierno colombianocon respecto a los derechos humanos hubieran sido menos efectivas. Además, desde el principio, elapoyo estadounidense ha actuado dentro del marco que estableció la Enmienda Leahy de 1997,según la cual las unidades militares colombianas que reciben ayuda de EE UU debían ser investigadasa fondo para garantizar su adhesión a las normas sobre derechos humanos. Aunque la aplicación de

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la enmienda tropezó con algunas dificultades, al menos existe una práctica establecida que pretendeasegurar el respeto por el Estado de Derecho.

Hasta agosto de 2002, la ayuda estadounidense del Plan Colombia solo podía utilizarse siempre quela operación tuviera una conexión con la droga o un componente de la misma. Debido a los orígenesdel plan, se estableció una distinción políticamente artificial y absurda en su vertiente práctica entreel apoyo estadounidense destinado a la lucha contra las drogas y la ayuda que podía utilizarse confines de seguridad más explícitos, hubiese o no un vínculo con la droga. La distinción se estableciópara reforzar la idea de que el Plan Colombia iba destinado a la lucha contra el narcotráfico, y nocontra los actores violentos de Colombia, con el riesgo de quedar empantanados en un complejoconflicto interno. Desde el principio, los políticos creyeron que tal distinción tenía poco sentido envista de las condiciones que imperaban en Colombia, pero tenían que actuar dentro de las realidadesy las limitaciones políticas que prevalecían en aquel momento.

El giro del 11-S

La posible utilización de la ayuda estadounidense se flexibilizó en el contexto de los atentadoscometidos por Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001. A consecuencia de ello, las preocupaciones deseguridad adquirieron mucha más relevancia en todo Washington DC, no solo en la administración deGeorge W. Bush, sino también en el Congreso. El cambio de talante forjó nuevas realidades políticasque influyeron en la ayuda del Plan Colombia. Las normativas autorizadas por el Congreso de EE UUentonces permitieron que los colombianos utilizaran la ayuda con fines de seguridad,independientemente de que existiese un vínculo con la droga. Ese cambio tuvo una buena acogidaentre los colombianos, que creían, y con razón, que las restricciones previas respondían más a lapolítica interna de EE UU que a las condiciones de seguridad sobre el terreno.

El 11-S afectó al Plan Colombia en otro aspecto fundamental, al margen de agudizar notablementelas preocupaciones de los políticos en materia de seguridad. Los atentados también significaron que,en adelante, EE UU se vería absorbido y consumido por la guerra en Afganistán y, desde marzo de2003, en Irak. La ayuda destinada a contener la violencia asociada al narcotráfico en Colombiatendrían que competir con otras situaciones que de inmediato cobraron mucha más urgencia en lapolítica exterior estadounidense. Aunque las restricciones presupuestarias fueron desde luego unaconsideración relevante cuando se aprobó el Plan Colombia en 2000, se acentuaron a raíz de larespuesta estadounidense tras los atentados del 11-S. La idea era que, debido al éxito de Colombiaen la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla y al cambio de prioridades en EE UU, la ayudaempezaría a disminuir. Es interesante preguntarse sobre la suerte que habría corrido el Plan Colombia–o sobre si este habría existido– si los atentados terroristas contra EE UU se hubiesen perpetradoantes de 2000.

De hecho, merece la pena señalar que, transcurrida una década desde la puesta en marcha del PlanColombia –y a tenor de su éxito relativo en materia de seguridad y de las realidades económicas yfinancieras de EE UU, ahora mucho más complejas– la administración de Barack Obama ha propuestoofrecer a Colombia casi 600 millones de dólares en 2011. Aunque el paquete se ha visto reducidoalrededor de un 10 por cien en relación con 2010, y refleja un cambio de equilibrio en la ayuda, quese inclina hacia unmayor apoyo social e institucional, es una cantidad importante y expresa el compromiso permanentecon los esfuerzos de Colombia por abordar sus problemas de todo tipo.

La hora de un nuevo enfoque antidroga

Casualmente, el Plan Colombia cumple una década a la vez que Juan Manuel Santos asume lapresidencia de Colombia tras los ocho años de Uribe. Al planteamiento de “seguridad democrática” deUribe se le suele atribuir que llevó al país una mayor sensación de seguridad. Aunque al final se vioasediada por escándalos y controversias, la administración Uribe llevó a cabo un programa centradoen la lucha contra las guerrillas y la droga que encajaba bien con los objetivos de la ayudaestadounidense en el marco del Plan Colombia. Hay todo tipo de razones para esperar que Santossiga argumentando que Colombia necesita un apoyo continuado para consolidar sus mejoras eintentar impedir cualquier recaída en el ámbito de la seguridad (de hecho, ya se aprecian signos deesa recaída en zonas concretas, sobre todo en Medellín, donde la violencia se ha incrementado). Sinembargo, teniendo en cuenta las realidades políticas y económicas de Washington –y las constantespreocupaciones por cuestiones de derechos humanos–, es probable que Santos haga frente a unanegociación difícil.

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El Plan Colombia podría haber estado mejor concebido y diseñado, con una mayor incidencia en elapoyo y el desarrollo institucionales. Pero la política vino determinada por el contexto político queprevalecía en aquel momento, y sus limitaciones deberían examinarse desde esa perspectiva. Lo queahora resultaría especialmente valioso y necesario para Colombia –y en realidad para toda América–es un replanteamiento serio de la política antidroga seguida desde hace tiempo, y cuyos resultadoshan sido decepcionantes en el mejor de los casos.

Sería productivo partir de las propuestas sensatas e inteligentes que contiene el informe elaborado en2009 por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, copresidida por los exmandatarios Fernando Henrique Cardoso (Brasil), César Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo(México). El informe muestra su lógica preocupación porque la criminalidad continuada, gran partede ella relacionada con las drogas, genere problemas todavía más graves en la región, incluidosriesgos para el Estado de Derecho. Ese enfoque alternativo de la política antinarcóticos podría realzarla importancia de una cooperación internacional más eficaz, una revisión exhaustiva de las leyespenales sobre varias drogas, así como modelos y estrategias de desarrollo viables. Ese es el principaldesafío a la hora de avanzar.

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