san vicente ferrer, mensajero del...
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SAN VICENTE FERRER, MENSAJERO DEL EVANGELIO
Alfonso Esponera Cerdán, opMiguel Navarro Sorní
SAN VICENTE FERRER, MENSAJERO DEL EVANGELIO
Edita: Comisión Interdiocesana para el Año Santo de san Vicente Ferrer
Diseño y producción gráfica:Medianil Comunicaciónwww.medianil.com
Portada:San Vicente Ferrer (detalle).Maestro de Alzira.S.XVI.Óleo sobre tabla.Museo de la Catedral de Valencia.
08 Origen y años de formación
12 San Vicente Ferrer ante el Cisma de Occidente
18 El Compromiso de Caspe y la solución del Cisma
24 SAN VICENTE FERRER, PREDICADOR DEL EVANGELIO
36 Vicente Ferrer, hombre de su tiempo
44 Los milagros de san Vicente Ferrer
48 San Vicente y las minorías religiosas
54 Últimos años y muerte del Maestro Vicente Ferrer
58 Ejemplo y actualidad de san Vicente Ferrer
SUMARIO
SAN VICENTE FERRER, MENSAJERO DEL EVANGELIO
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V icente Ferrer Miquel nació en Valencia en enero de 1350, en una ciudad y un reino donde convivían —no sin tensiones— cristianos, ju
díos y musulmanes, y donde se daban ásperas luchas entre las clases altas (las sangrientas “bandositats”) y con el poder real (la Guerra de la Unión), mientras los sectores populares depauperados (el “poble me-nut”) estaban totalmente marginados. Por otra parte, hacía apenas dos años que la ciudad del Turia había sufrido durante tres meses —al igual que buena parte de Europa— el azote de la peste negra (la “prime-ra” o “gran mortaldat”), que, según los cronistas de la época, causó más de trescientas muertes diarias. Epidemia que se repetiría en años posteriores (la “mortaldat dels infants” de 1562), junto con una serie de grandes sequías, dejando durante mucho tiempo una triste secuela de pobreza y hambruna.
Origen y años de formación
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Origen y años de formación
S an Vicente pertenecía a una familia acomodada —según la tradición, su padre era notario—, que residía en una casa situada al final de la
actual calle del Mar. Socialmente, pues, se enmarca en la clase “burguesa”, que en aquel momento estaba afirmándose con fuerza. Este hecho, además de brindarle unos padrinos escogidos entre notables ciudadanos para su bautismo en la parroquia de San Esteban, posibilitó que, a partir de 1357, gozase de un beneficio en el altar de santa Ana de la parroquia de Santo Tomás, lo cual significaba entrar en la clerecía, disfrutando de sus prerrogativas (como eran el fuero eclesiástico y las rentas del beneficio), a cambio de unas obligaciones, que en este caso no incluían el celibato. Destinado al servicio de Dios, Vicente debió iniciar por este tiempo los estudios de latinidad en alguna de las escuelas existentes entonces en la ciudad.
Sin embargo, en vez de seguir la senda del clero secular, un buen día llamó a las puertas del Real Convento de Frailes Predicadores, cercano a su hogar, donde a principios de febrero de 1367 tomó el hábito dominico, renunciando por ello al citado beneficio. Sus cualidades intelectuales eran notables, por lo que, una vez trascurrido el año de noviciado y emitidos sus votos como religioso, en 1368 sus superiores lo mandaron a estudiar filosofía, primero en el convento de Santa Catalina de Barcelona, y después en el Estudio General de Lérida (entonces la única universidad de la Corona de Aragón), donde coincidió con un personaje que iba a ser muy importante en su vida: el catedrático de Leyes, Pedro de Luna. En Lérida será por dos años profesor de Lógica en el convento dominicano de dicha ciudad, y allí entró en contacto con el maestro de novicios, el venerable Tomás Carnicer —“varón de grande espíritu y muy dado a la oración”—, a través del cual se impregnó de lo mejor
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de la tradición mística dominicana, y cuyo estilo de predicación le influiría notablemente.
Posteriormente volvió a Barcelona, donde estudió Biblia y teología durante tres años en el Estudio del convento de Santa Catalina. Desde entonces el amor a la Palabra de Dios le acompañará siempre, como se observa al leer sus sermones, todos ellos llenos de ecos de la Escritura. Allí también aprendió el hebreo —sin duda con la intención de llevar a cabo una teología apologética, dirigida a la predicación y conversión de los judíos— e hizo sus primeros tanteos como predicador. Debemos recordar que en su tiempo la controversia teológica y exegética con los judíos tenía una gran importancia en tierras hispanas, y el santo compartirá esta sensibilidad. Además, enseñó las llamadas disciplinas naturales en el Estudio del convento de Barcelona. Ya entonces daba muestras de una fuerte perso nali dad, atrayente y fascinadora, lo cual explica que su estancia en la Ciudad Condal esté revestida de tintes milagrosos, como el profetizar la inminente llegada de unas naves cargadas de trigo, en unos momentos de extrema necesidad para la ciudad.
En 1376 fue enviado a Toulouse (Francia) para completar los estudios de teología y doctorarse en esta materia, de cara a la enseñanza de la misma; allí permanecería hasta 1378, año en que volvió a Valencia. En este tiempo ya sobresale por la impronta que dejará en él la doctrina de su hermano de Orden santo Tomás de Aquino (c.12241274) y la profundidad de su formación filosófica, reflejada en dos tempranos tratados filosóficos que escribirá —De suppositionibus dialecticis y De unitate universalis—, en los que responde a algunos postulados del entonces imperante nominalismo desde la filosofía escolástica aristotélicotomista.
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Origen y años de formación
De este amplio currículum de sus años de formación se desprende que Ferrer era un intelectual curtido, formado en diversos centros de estudio, un buen conocedor de la cultura y de los problemas de su tiempo, así como de las gentes de su entorno. Sus viajes de estudio le permitieron adquirir una visión más universal de la sociedad de su época, familiarizándose con las nuevas corrientes filosóficas y teológicas del momento.
De hecho, cuando volvió a Valencia se le encomendó la enseñanza de la teología en la escuela catedralicia, tarea que desempeñó de 1385 a 1390. Fueron años fecundos de magisterio, de los que, por desgracia, no nos ha quedado ningún apunte. Pero su carácter vitalista y práctico le impulsaba a no permanecer cerrado en los límites de las aulas escolares e interesarse por la vida de la ciudad, interviniendo en los asuntos públicos. Pronto adquiere gran prestigio y se convierte en árbitro de las lides nobiliarias, en albacea de ilustres testadores, en consejero indispensable de los jurats de la ciudad para todo tipo de cuestiones, en solicitado predicador. Así, intervino como mediador en una sentencia en tre los religiosos y el clero secular, transcrita por su mismo padre, y predicó una de las Cuaresmas en la ciudad (1381) y otra en Segorbe.
En suma, Vicente Ferrer se nos revela como una personalidad humana, abierta, realista, política (es decir: interesado por las cuestiones sociales, por la vida de la polis), un hombre de acción, práctico. No es un intelectual frío, un teólogo de gabinete encerrado en sus libros, sino vital, que lleva la ciencia a la vida y la vida a la ciencia, que quiere iluminar con la teología la realidad, al tiempo que ésta cuestiona e interpela a aquélla y le obliga a darle respuestas.
San Vicente Ferrer ante el Cisma de Occidente
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San Vicente Ferrer ante el Cisma de Occidente
E l Cisma de Occidente fue determinante en la vida de san Vicente, un acontecimiento que vivió con gran intensidad. Como es sabido, en marzo
de 1378 al morir en Roma el papa Gregorio XI (quien había vuelto a la Ciudad Eterna después de 73 años de estancia de los papas en Aviñón), se eligió para sucederle al curial italiano Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, que tomó el nombre de Urbano VI. El cónclave fue acompañado de tumultos y presiones del pueblo romano, que exigía la elección de un papa italiano, todo lo cual llevó a hablar de una supuesta falta de libertad en la elección. La intemperancia de Urbano provocó la rebelión y huída de los cardenales franceses, a los que se adhirió el cardenal aragonés Pedro de Luna y el italiano Orsini, quienes en el mes de agosto posterior proclamaron la nulidad de la elección de Urbano, alegando que la habían realizado por temor, y eligieron al francés Clemente VII. Entonces la Cristiandad se dividió en dos sectores, más o menos amplios, según las adhesiones de reyes, prelados, canonistas y universidades: la obediencia aviñonesa y la romana.
Ante esta situación el rey de la Corona de Aragón, Pedro IV el Cere mo nioso, optó por mantenerse indiferente ante los dos papas, pero su hijo y sucesor —el príncipe Juan— se adhirió desde el principio a Clemente VII. Por su parte, Vicente Ferrer se había entrevistado en Barcelona con el cardenal Pedro de Luna y éste le delegó para que interviniera a favor de la causa clementina en Valencia.
De regreso a su ciudad natal, Vicente había sido elegido prior del convento dominicano de la misma en 1379, pero su actividad a favor del pontífice de Aviñón motivó que las autoridades ciudadanas escribieran al rey Pedro denunciándolo. Fueron sus primeros
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sinsabores a causa del Cisma, hasta el punto que lo llevarán a renunciar al único cargo que tendrá en su Orden, el de prior.
Sobre este tema de la división eclesial nos dejó su famoso tratado Sobre el Cisma moderno de la Iglesia, fechado en torno a 1380 y dedicado al rey Pedro IV para intentar sacarlo de su indiferencia, donde aduce razones teológicas y del Derecho Canónico vigente para sostener que el papa legítimo era el de Aviñón. A juicio de los expertos cabe atribuirle el mérito teológico de haber propuesto en este tratado la unidad del cuerpo eclesial desde la capitalidad de la Iglesia Romana, representada por los cardenales en unitaria vinculación con el papa. Un planteamiento originalmente tomista que no aparece en ningún otro eclesiólogo del siglo XIV y que confiere a nuestro santo una nota distintiva. Parece ser que posteriormente participó en la legación que el cardenal Pedro de Luna desempeñó ante los diversos reinos de la Península Ibérica en favor de la causa de Clemente VII.
En 1394 fue elegido papa de la obediencia aviñonesa el cardenal de Aragón, Pedro de Luna, quien tomó el nombre de Benedicto XIII. De inmediato el nuevo pontífice le llamó a su lado y le nombró su confesor y teólogo. También le ofreció la dignidad cardenalicia y varios obispados que el santo constantemente rechazó.
Pero lo cierto es que, aunque estaba convencido de la legitimidad de Benedicto, Vicente sufría inte rior mente ante la división de la Iglesia y las nefastas consecuencias de ésta, pues veía cómo por su causa se agravaba la falta de disciplina y de celo pastoral en el clero, y la ignorancia en materia religiosa, la superstición y la ligereza de costumbres en el pueblo (vicios que reprenderá con vehemencia en sus sermones). A este
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San Vicente Ferrer ante el Cisma de Occidente
sufrimiento moral se añadió una grave enfermedad, que le puso en peligro de muerte. En el transcurso de la misma fue de capital importancia una fecha, el 3 de octubre de 1398, pues una visión que tuvo en un sueño ese día cambiará el rum bo de su vida. Según él mismo contó años después (refiriéndolo a un indeterminado religioso), se le apareció Jesucristo, acompañado de san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, quien le confió “la misión de ir a predicar por el mundo, a imitación de los dos santos que le acompañaban”, y le devolvió la salud. Desde este momento, se convertirá para el resto de sus días en predicador itinerante de penitencia como medio para remediar los males del mundo, de la sociedad y de la Iglesia a través de la fe, la puesta en práctica del Evangelio, la frecuencia de los sacramentos, la huida del pecado y la práctica de la virtud.
Así, después de vencer la resistencia del Papa Luna para que no dejara Aviñón, el 22 de noviembre de 1399 Vicente abandonó la curia papal y se consagró de lleno a dicha predicación como Legado a latere Christi, o sea como apóstol de Cristo enviado por este mismo con poderes especiales concedidos por él para predicar donde fuera, y comenzó un itinerario apostólico de veinte años que le llevó a recorrer, hasta su muerte, buena parte de Europa occidental. En efecto, con un pequeño séquito, que con el tiempo fue incrementándose (su Compañía), recorrió el norte de Italia, Suiza, buena parte de Francia, Cataluña, Valencia, Galicia, Granada, Sevilla, Castilla, Aragón, la isla de Mallorca y otros lugares, predicando sin cesar la conversión ante el inminente fin del mundo.
El escrito vicentino que más ediciones e influencia ha tenido a lo largo de los siglos es de esta época: su Tratado de la vida espiritual. Posiblemente redactado
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hacia 1407 como respuesta a las preguntas formuladas por un novicio dominico que quería ca minar y progresar en el ideal de la predicación, vivido según el es tilo evangélico en la escuela de Domingo de Guzmán. En dicho tratado, Vicente no sólo muestra el conocimiento de los autores espirituales más prestigiosos del momento, sino que además deja entrever su vivencia de dominico observante. Está vertebrado por ideas como una referencia permanente al santo fundador de su Orden y a los primeros dominicos, la valoración de la pobreza y de la austeridad, destacando la obedien cia y el amor al estudio conjugado con la oración. Todo ello al servicio de una única misión: la de ser útil al pró jimo mediante la predicación del Evangelio.
El Compromiso de Caspe y la solución del Cisma
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El Compromiso de Caspe y la solución del Cisma
P ero en 1412 Vicente Ferrer tuvo que interrumpir su predicación itinerante, pues le reclamaron para participar en el famoso Compromiso
de Caspe, un hecho de capital importancia para la sociedad hispana del momento. El 31 de mayo de 1410 había muerto sin sucesión el rey Martín el Humano. Después de multitud de reuniones infructuosas de las legaciones catalana, valenciana y aragonesa para designar un nuevo rey de la Co ro na de Aragón, a principios de 1412 se decidió dejar la e lección en manos de nueve compromisarios —en su mayoría de la línea del Papa Luna—, uno de los cuales fue nuestro santo dominico y otro su hermano Bonifacio Ferrer, ya entonces monje cartujo. La presencia de fray Vicente en esta trascendental asamblea fue buscada expresamente “para quitar todo escrúpulo de sospecha” —como se dijo en las Cortes Catalanas preparatorias del evento—, pues “Dios y su justicia y su verdad serán en lo que se haga, pues intervendrá aquella santa persona, el maestro Vicente Ferrer, que es norma ejemplar y espejo de religión, justicia, penitencia y verdad”.
Descartados los demás pretendientes, la elección se polarizó entre el infante castellano Fernando de Antequera y el conde Jaime de Urgell, por considerarlos con más derechos al trono, recayendo en el primero al tenerse en cuenta su interés por la pacificación de las tierras de la Corona así como por la unión de la Iglesia dividida y su celo por la cruzada, amén de ser el candidato patrocinado por Benedicto XIII. Posteriormente el santo valenciano pondría al servicio del elegido todo el poder carismático de que gozaba, justificando la sentencia de Caspe en sus predicaciones de aquellos meses. De modo que, en la mañana del 29 de junio de 1412 se celebró un solemne pontifical presidido por el obispo de Hues ca, y al Maestro Vicente
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se le encargó hacer el sermón y comunicar al pueblo que la elección había recaído en el de Antequera. En su prédica explicó la justicia que había inspirado tal decisión e insistió en la importancia de la fe en las gestiones temporales y el gobierno de los pueblos.
Como ya hemos insinuado, si san Vicente intervino en esta cuestión política (y en otras de menor calado) no fue por su gusto o de propia iniciativa, sino porque lo buscaban a causa de su santidad y justicia manifiestas, por su imparcialidad y neutralidad, al margen de bandos e intereses partidistas.
Una vez solucionada esta grave cuestión, fray Vicente volvió a Valencia, donde predicó la Cuaresma de 1413, después pasó por Tortosa y en Barcelona se embarcó rumbo a Mallorca, donde estuvo predicando casi medio año; a inicios de 1414 lo encontramos de nuevo en Tortosa, donde Benedicto XIII había convocado una Disputa entre teólogos y rabinos, en la que el santo se limitó a predicar a la gente por unos días.
Después predicó unos meses por Aragón, y el 18 de julio del citado año lo encontramos en Morella, donde intervino en las entrevistas que allí tuvieron lugar entre el papa Benedicto y el rey Fernando I, para intentar conseguir, sin éxito, la renuncia del pontífice, que se mantenía tercamente en sus trece. Viendo que no había nada que hacer, Vicente Ferrer continuó su labor evangelizadora por tierras aragonesas y catalanas, hasta que los asuntos del Cisma volvieron a apartarle de la misma, pues, habiéndose convocado el Concilio de Constanza, urgía obtener la renuncia del Papa Luna para obtener la unidad de la Iglesia. Una delegación conciliar, encabezada por el mismo emperador Segismundo, vino a Perpiñán en septiembre de 1415 para tratar con Benedicto XIII y el rey Fernando I de Aragón tan espinoso asunto; y el mo
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narca aragonés invitó a fray Vicente y a su hermano Bonifacio a participar en el encuentro, para que trataran de inclinar a Benedicto a la renuncia. Pero todos los esfuerzos fueron vanos, pues el de Luna no cedió. Ante esta negativa, en diciembre se llegó a los acuerdos de Narbona, por los que Aragón, Castilla, Navarra y los condados de Armañac y de Foix se comprometían a retirar la obediencia a Benedicto XIII y adherirse al Concilio. El 6 de enero de 1416, fray Vicente Ferrer —quien no dudaba de la legitimidad de Benedicto, pero creía que su obstinación justificaba la medida, por el bien mayor de la unidad de la Iglesia—, fue el encargado de predicar y anunciar al pueblo, en nombre del rey Fernando, la sustracción de obediencia. Es obvio que se pensó en él para esto a causa de su gran prestigio y atracción popular.
San Vicente nunca habló de este cambio personal. Sin duda estamos ante uno de los grandes secretos de la vida del santo, que probablemente no podrá esclarecerse nunca. Lo que sí podemos decir es que su serenidad y su actitud tranquiliza ron a muchos y que si tomó esta decisión lo hizo en conciencia, por el bien de la Iglesia y de los fieles, a los que veía confundidos por la obstinación sin motivo de Benedicto.
Una vez retirada la obediencia a Benedicto, la Iglesia de la Corona aragonesa debía aceptar el Concilio de Constanza, haciéndose presente en él por medio de sus prelados y delegados. Naturalmente, todos pensaban que el Maestro Vicente debía asistir al concilio. El rey Fernando, ya muy enfermo, le envió “personas de su confianza, rogándole que fuese como teólogo suyo al dicho Concilio”. Y tras su fallecimiento, el 2 de abril de 1416, el nuevo rey, Alfonso el Magnánimo, le dirigió por lo menos dos cartas, en abril y en agosto respectivamente, exhortándole a ir al Con
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cilio. Incluso las extensas instrucciones dadas el 10 de julio de aquel 1416 a los delegados aragoneses en el Concilio les recomendaban: “todas las cosas las comunicarán y pedirán sus consejos al Maestro Vicente Ferrer”. El año siguiente también solicitaron su presencia en el Concilio los reconocidos teólogos Pierre d’Ailly y Juan Gerson, almas del mismo. Pero Vicente Ferrer no fue a Constanza. Ante todo porque estaba convencido de que era más urgente continuar su labor evangelizadora, la cual estaba por encima de las tareas conciliares, de las cuales podían ocuparse otras personas. No obstante, sabemos que el santo mandó orar a los suyos por la asamblea conciliar e incluso fue directamente consultado sobre una cuestión teológica que se debatía en ella.
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San Vicente Ferrer, predicador del Evangelio
S us últimos veinte años de vida los consagró por entero a la predicación itinerante, lo cual es muy importante y significativo, pues la predica
ción no era entonces tan habitual como en nuestros días entre el clero secular, quedando en manos de las Órdenes Mendicantes, en especial los dominicos y franciscanos.
Al Maestro Vicente esta predicación le llevó a recorrer, como ya hemos dicho, buena parte de la Europa occidental de su tiempo, iluminando los claroscuros de la vida de aquellas gentes con la luz del Evangelio por medio de su fogosa palabra.
La puesta en escena de sus sermones seguía cierto ritual común, similar al de otros predicadores itinerantes de su tiempo. Solía empezar el día anterior, al atardecer, con la llegada del santo al lugar donde al día siguiente tendría lugar la esperada predicación. El Maestro, junto con su numerosa Compañía de penitentes, se desplazaba siempre a pie o montado en un pobre asnillo —cuando los años y los achaques de salud no le permitieron hacerlo de la otra manera— con albarda y sin freno, con un asiento de madera atado con cuerdas; además de transportar al predicador, el jumento cargaba también un hatillo donde el santo guardaba la Biblia, que siempre llevaba consigo, y otros enseres imprescindibles.
Cuando llegaba a su destino, se apeaba y arrodillado, con las manos devotamente compuestas, levantaba al cielo los ojos y hacía oración a Dios por los vecinos de aquel lugar; y lo mismo hacían los presentes. Era recibido a la entrada de la localidad, donde cumpli mentaba a los que le esperaban y que pugnaban por besarle el escapulario o la mano y recibir su bendición. Algunos más atrevidos aprovechaban la ocasión para hacerse con una reliquia del que ya consideraban santo.
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No era recibido con honores oficiales, ya que no detentaba autoridad alguna, pero sí con gran devoción y entusiasmo por parte del pueblo sencillo, aunque a menudo acudían también importantes personajes.
Se organizaba entonces una procesión en la que participaban los clérigos del lugar, quienes cantaban las Letanías y otras oraciones, mientras los demás rezaban en voz baja, presididos por fray Vicente vestido con el humilde hábito dominicano, de tosca lana, descolorido por el polvo de los muchos caminos. Todos se dirigían ordenadamente a la iglesia principal para “hacer la estación”, o sea tener un momento de oración. Y aquel mismo día al anochecer formaban los de la Compañía una procesión de penitentes que recorría la localidad.
Los que le habían llamado para que predicase en aquel lugar se ocupaban, además de proveer a la necesaria alimentación, de buscar acomodo para todos los miembros de su Compañía, distribuyendo los varones en casas de hombres piadosos y las mujeres en las de señoras virtuosas. El Maestro, en cambio, se alojaba en el convento de los dominicos si lo había, y si no en el de los franciscanos o de otra orden religiosa. Y si no podía ser así, siempre había algún ciudadano que se sentía muy honrado de hospedarle en su casa.
Recluido finalmente en su acomodo, al amparo de las sombras de la noche, llegaba el momento de la oración y del estudio. Abría la Biblia, se enfrascaba en el examen y meditación orante de la Palabra de Dios, tomaba sus notas y se sumía en profunda reflexión sobre los contenidos que iba a predicar. En este contexto orante preparaba su sermón, y cuando su cuerpo reclamaba el merecido descanso, descabezaba un sueño sobre las tablas de un rudimentario lecho y no pocas veces en el mismo y desnudo suelo.
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Con el amanecer iban acudiendo las gentes. Ya las autoridades del lugar habían levantado un amplio estrado desde el que iba a predicar el Maestro Vicente y que solía colocarse en una plaza grande, o en algún descampado, capaz de albergar la gran multitud que se reunía, ya que de ordinario no cabía en ningún templo local.
Y con el canto del gallo empezaba la jornada del Maestro con el rezo comunitario de la oración litúrgica de la mañana, mientras iba en aumento el concurso de los asistentes con la llegada de los que venían de lejos —a veces de muchos kilómetros de distancia— y con los de la propia localidad que se incorporaban. Aunque los notables del lugar ocupasen puestos preferentes, era la gran masa de fieles —cristianos y también judíos y musulmanes, si los había— la que daba vida y animaba el ambiente.
Todo se iniciaba con la celebración de la Misa solemne cantada, ya que el predicador quería que todo se realizase con la mayor solemnidad y conveniente dignidad. El mismo Maestro presidía el santo Sacrificio, pronunciando las pa labras de la Misa con voz firme y devoto respeto. Una gran bendición a todos cerraba el oficio sagrado.
Mientras el venerado celebrante se desvestía de los ornamentos litúrgicos y se revestía de la negra capa y capucha sobre la túnica y el escapulario blan cos de su hábito dominicano, las gentes se aprestaban para el sermón. Había llegado el gran momen to. De pie y ante su auditorio, el Maestro se transformaba. Así, aunque los años pasaban y dejaban huella en su persona, y, sobre todo, su radical entrega a la predicación itinerante acusaba sus desgastadores efectos, cuando empezaba el sermón fray Vicente parecía otro: desapare cía el decrépito y cansado varón, y
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aparecía un hombre nuevo en plenitud de facultades. El arzobispo de Toulouse —entre otros testigos— lo declaró en el Proceso de Canonización en 1454 con elocuente precisión, al señalar que el santo se dirigía al pueblo con rostro alegre y de buen color, aspecto angelical, como si fuese un joven de 20 o 30 años, con gran fervor, pronunciando sus palabras con voz clara y sonora, con tanta y tan excelente elocuencia, que todos los que le escu chaban —tanto viejos como jóvenes, mayores como pequeños, los instruidos como los sencillos— recibían sus palabras con inmensa atención y llenos de admiración por lo que escuchaban. A través de ellas la Palabra de Dios se desmenuzaba y ofrecía a los fieles, adaptada a su entendimiento por medio de convenientes ejemplos y explicaciones, de modo que los oyentes se nutrían y saciaban con el manjar espiritual de la Palabra divina. Testimonio unánime de cuantos acudían a sus sermones es que no se cansa ban de oírlos, aunque la predicación del Maestro en general durase dos o tres horas.
Hasta el momento no ha llegado a nosotros ningún sermón exacto del santo, a no ser las notas o reporta-tiones que tomó el franciscano Friedrich von Amberg, quien lo acompañó en su predicación por tierras de Friburgo (Suiza) en la Cuaresma de 1404 y que más tarde trasladó a los cuadernos que nos las han transmitido hasta hoy. Ellas no sólo son las más antiguas de su predicación conservadas en la actualidad, sino que, además, son el más fidedigno testimonio de dicha predicación. Pese a su brevedad, nos ofrecen toda la riqueza de la predicación vicentina: el thema (tema) bíblico del que partía, que ordinariamente era un versículo del Evangelio o Epístola de la Misa del día, la complejidad de sus argumentos, apoyados cuidadosamente en las fuentes de autoridad —la Biblia y los Padres y Doctores de la Iglesia—, la diversidad y
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utilidad de sus exempla (ejemplos), adecuados siempre al público al que se dirigía, etc.
Las versiones que conocemos de los demás sermones dejan traslucir esto mismo y comparten el siguiente esquema, que sigue los modos de la oratoria sagrada de la época y tiene estos tres grandes bloques: 1) después de hacer la señal de la Cruz sobre el auditorio cuando predicaba fuera del templo, venía la introductio thematis (introducción del tema), que a su vez comprendía: la enunciación de la materia o contenidos del sermón; su utilidad para la vida de sus oyentes; y la invocación mariana preceptiva con el rezo colectivo del Ave María; 2) la presentación de las distintas partes de las que se compone la predicación o divisio (división) de la misma. Una de las reglas de oro del entonces vigente arte de predicar dictaba que no se debía repetir en ella las palabras usadas en el tema (tema), debiéndose recurrir a la sinonimia; en muchas ocasiones se acudía al metro rimado para enunciarla, pues este recurso poético servía como regla mnemotécnica para poder seguir cada una de las partes del sermón y para retener, a modo de estribillo, las conclusiones de cada una; y 3) finalmente la dila-tatio (ampliación) o desarrollo de cada una de esas partes, que sería el cuerpo central del sermón.
El Maestro tenía una agradable a la vez que poderosa y sonora voz, lo que le permitía ser oído desde muy lejos; y así se nos dice que era escuchado —quizá con más exactitud entendido— por todos. Y la reacción entre los oyentes no se hacía esperar, traduciéndose en lágrimas, gemidos, golpes de pecho, etc. Efectivamente, conocía y utilizaba técnicas de la oratoria sagrada de su época. Empleaba un lenguaje vivo, popular, rico en ejemplos, dichos y parábolas, de intensidad persuasiva y gran plasticidad.
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Los contenidos de los sermones eran de “penitencia y reforma”, o de “penitencia y conversión escatológica”, al tiempo que de instrucción en los temas fundamentales de la fe. Su predicación versaba, de modo especial, tanto sobre las verdades dogmáticas fundamentales de la fe cristiana —la Trinidad, Jesucristo, la Virgen Ma ría, la unidad de la Iglesia, los sacramentos, etc.—, como sobre las implicaciones morales de la doctrina cristiana: vicios a evitar, virtudes a adquirir, reforma de costumbres y otros aspectos sociales de la fe. Como predicador san Vicente insistirá siempre en la personal renovación y conversión inte rior, en la reforma de las instituciones y en la unidad de la Iglesia. Y es que fue un hombre de la Baja Edad Media y, ante una sociedad cristiana que —a su juicio— había perdido su vitalidad interna, se presentaba como un predicador evangélico, un profeta de Jesucristo que por la fuerza misma de la Verdad divina que predicaba quería alcanzar la conversión de las personas, la renovación de los ministerios y de las instituciones eclesiales, y llegar así a ser una sociedad más cristiana, más espiritual y más armónica. Por eso, en sus sermones el Maestro ponía el acento en la reforma de las costumbres, la práctica sacramental, la austeridad, la oración y la pacificación entre las personas, familias y bandos como preparación ante la imprevisible muerte de cada uno o del próximo fin del mundo (según una creencia entonces muy popular), a fin de poder resistir el riguroso juicio divino.
Los efectos de la predicación del dominico valenciano solían ser grandes y así en el sermón que predicó el 1 de mayo de 1411 en la albaceteña Chinchilla afirmó: “Hay muchos en esta villa que se pusieron en camino andando en la penitencia y las buenas obras; esto es, […] ayunando, oyendo sermones, oyendo Misas y confesándose; igualmente los gobernantes haciendo
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buenas ordenanzas para que se extirpen los pecados y los vicios públicos. Y por eso perseverad hasta el fin y no desfallezcáis”.
También encontramos recogida en las actas de su Proceso de Canonización, al tiempo que divulgada por sus grandes biógrafos y magnificada por las apologías de algunos de sus conciudadanos posteriores, la afirmación de que siempre empleó su lengua materna para predicar, aún cuando estuviera en países de lengua no románica. Este hecho le ha añadido la aureola de símbolo del idioma del pueblo valenciano.
Por otra parte está la atribución del don de lenguas que constatan algunas declaraciones de su Proceso de Canonización, pero se trata de una afirmación contradicha en otras fuentes e ignorada por la documentación coetánea del santo. Para una exacta valoración de la expresión oral de la predicación vicentina conviene no olvidar que su formación clerical fue en latín y que —como ya se ha dicho— estudió en Barcelona, Lérida y Toulouse, así como que a lo largo de su vida entró en contacto con personas de otras lenguas. Años y años de contactos y experiencias lingüísticas que no debieron pasar en vano. Parece ser que el Maestro dominaba con más o menos facilidad las lenguas románicas de los países donde predicó —que han desembocado en los actuales: valenciano, catalán, castellano, aragonés, occitano, francés e italiano— y que se adaptó lingüísticamente a sus auditorios. No podemos descartar que, fuera de estos ámbitos, supliese sus posibles déficits lingüísticos sirviéndose como intérpretes de algunos de los miembros de su Compañía que hablaran la lengua en cuestión. Pero también la enorme cantidad de gestos y otros recursos oratorios que empleaba, la sugestión colectiva, la inducción institucional y la ausencia del
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nacionalismo lingüístico imperante en la actualidad, son algunas de las claves básicas para explicar la facilidad con que era entendido por todos.
Tras acabar la prédica, el santo descendía del púlpito e imponía las manos o bendecía a los enfermos, que esperaban su curación milagrosa, arremolinados en torno a él dada su gran fama de taumaturgo. Por otra parte, según los testigos del citado Proceso de Canonización, en estos momentos los niños y jóvenes estaban aparte y uno de los componentes de la Com-pañía les enseñaba entre otras cosas el Padrenuestro, el Ave María y a santiguarse. Inclusive en ocasiones algunos de sus miembros predicaban por la tarde.
Después de una austera comida, el Maestro aprovechaba las primeras horas de la tarde para atender a consultas particulares, así como para dirigirse exclusivamente a los clérigos y religiosos del lugar si los había; lo hacía así porque pensaba que censurar los vicios y pecados del clero en sus sermones generales podía escandalizar a los fieles. También por la tarde se realizaba —si había tiempo— una procesión penitencial.
El mismo ritmo se seguía los demás días de estancia en el lugar. Cuando ya se había consumido el tiempo previsto de permanencia, la comitiva se organizaba para emprender la marcha hacia el siguiente lugar previsto, donde ya se le estaba esperando con ansia. El grupo de penitentes, clérigos y músicos, y el proverbial jumento con el santo a sus lomos abandonaban el lugar, pues había finalizado su estancia evangelizadora.
Las gentes que habían acudido a escucharle no lo hacían, en su gran mayoría, sólo por oír al predicador de moda, sino que se sentían atraídas por su vida entregada de lleno a la causa de la predicación del Evangelio. En su ya mencionado Tratado de la vida espiritual ha dejado reflejada su autenticidad de
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a pós tol y de apóstol dominico. Autenticidad que fue madurando y fraguando a través de una rigurosa ascesis y una continua experiencia personal de Dios. En pocas palabras: esa integridad de vida de la que hablan los testigos de su Proceso. Ello hizo que su palabra cobrase una fuer za inusitada y que fuera foco de atracción, convirtiéndole en el predicador deseado de las ciudades.
Sobre su modo de predicar escribía el rector de la Universidad de París, Nicolás de Clemanges, desde la ciudad de Génova en 1405: “Nadie mejor que él sabe la Biblia de memoria, ni la en tiende mejor, ni la cita más a propósito. Su palabra es tan viva y tan penetrante, que inflama, como una tea encendida, los corazones más fríos [...]. Para hacerse comprender mejor se sirve de metáforas numerosas y admirables, que ponen las cosas a la vista [...]. ¡Oh si todos los que ejercen el oficio de predicador, a imitación de este santo varón, siguieran la institu ción apostólica dada por Cristo a sus Apóstoles y a los sucesores! Pero, fuera de éste, no he encontrado uno solo”.
En efecto, uno de los rasgos más sobresalientes de la predicación vicentina es que estaba funda da en las Sagradas Escrituras y la Tradición de la Iglesia, que constituían la base de sus sermones, todos los cuales rebosan de citas de la Biblia y de los Santos Padres.
Además, su modo de predicar conectó rápidamente con el pueblo, pues hablaba como éste, sin retórica ni afectaciones, con un estilo sencillo y popular, lleno de imágenes y comparaciones atrayentes, y con una fogosidad y vehemencia tales que se apoderaba completamente del auditorio, haciéndole sentir sus mismos sentimientos, arrastrándolo en sus arrebatos de entusiasmo y conduciéndolo al camino de la conversión y de la santidad. El secreto de su éxito, desde el punto
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de vista humano, residía en que se amoldaba a los oyentes, utilizando un lenguaje llano y directo, lleno de exclamaciones e interjecciones que le daban vivacidad, y de refranes y frases hechas populares. Típico de la prosa vicentina es el uso de los diminutivos, dando así al sermón un tono afectivo. Aderezaba sus prédicas con abundantes ejemplos y anécdotas prácticas, de manera que todos le entendían perfectamente. Además, hacía un uso moderado de la exageración, del esperpento o ridiculización, gracias a lo cual los oyentes se veían retratados en las descripciones vivaces del dominico, censurados con gracia en sus vicios, pero sin herirlos, con lo que facilitaba que surgiera en ellos un deseo de cambiar su vida. La utilización frecuente del recurso literario del diálogo, así como un cierto aire teatral en la exposición, hacían el sermón más interesante y entretenido, permitiéndole captar durante horas la atención de los oyentes.
Podemos decir que los sermones del Maestro Vicente eran una pieza de equilibrio entre lo popular y lo culto, pues también se deja sentir, sobre todo en los pasajes doctrinales, la excelente formación escolástica del santo, con el uso de palabras cultas y técnicas, incluso párrafos en latín, cuando cita la Escritura o los Santos Padres, lo cual daba a sus sermones un aire de competencia y autoridad teológica. No debemos olvidar que poseía una sólida formación intelectual, teológica y litúrgi ca, así como buenos conocimientos de las vidas de los santos y de la literatura hagiográfica de su tiempo, todo lo cual lo utilizaba eficazmente en sus prédicas. Su mente imaginativa y viva, amaba, sin embargo, la lógica y buscaba siempre el razonamiento y la síntesis, lo cual daba una gran claridad y contundencia a sus sermones.
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Pero siempre prevalece el lenguaje coloquial sobre el culto, pues sabía lle gar a la vida cotidiana de sus oyentes, sintonizaba con su sensibilidad, sus anhelos y necesidades, aplicando la Palabra de Dios a estas, a aquellos hombres de finales del siglo XIV y los primeros decenios del XV, que estaban envueltos en la ignorancia, en la superstición, en el juego, en el abuso de autoridad, en infidelidades y veleidades sin fin, en atro pellos de la justicia, en violencias y confrontaciones sangrientas.
En suma, sus sermones nos muestran que el Maestro Vicente Ferrer fue un hombre de Iglesia, abierto al mundo intelectual y sensible a las preocupaciones de su tiempo, a las que intentó responder con el anuncio del Evangelio.
Con frecuencia sus sermones fueron tomados por escrito y después se hacían copias, de las que se conservan numerosas muestras en diversos archivos y bibliotecas de Europa. Gracias a ello conocemos la predicación vicentina, siendo más de novecientos los sermones del santo que han llegado hasta nosotros (una mínima parte de los que predicó), unos en su lengua materna valenciana, otros en castellano y otros en latín. A través de ellos podemos apreciar su magisterio espiritual más popular y percibir su espíritu libre a la hora de predicar, con la libertad de aquellos que a ningún poderoso de la tierra se esclavizan y que hablan a todos como a hijos de Dios que son. Buscó e invitó a buscar la santidad por los caminos del equilibrio humano y cristiano, huyendo de estridencias que sólo llevan al cansancio y al desaliento.
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S an Vicente —como cualquier ser humano— fue hijo de su tiempo; más aún, vivió inmerso en él, y, como ya hemos dicho, sintió una gran pre
ocupación por las cuestiones de la vida social. Tal como ocurrió en otros lugares, en los Manuals de Consells de la ciudad de Valencia a parecen acuerdos que las autoridades ciudadanas toman siguiendo sus indicaciones. Así, por ejemplo, en 1390, a instancias suyas, se determinó destinar una cantidad de dinero para dotar a las exprostitutas que iban a casarse, con el fin de que no recayesen en el pecado. En 1410 se adoptaron una serie de leyes sobre los juegos y otros aspectos de la vida social, inspiradas también por Ferrer. Tres años después, estando el santo en Alzira, los munícipes le pidieron que predicase contra a que llos que acaparaban el grano de trigo u otros cereales, que escaseaban en la ciudad; o las peti ciones reiteradas para que acudiese a Valencia a poner paz entre los Centelles y los Vilaragut, dos bandos enfrentados que llevaban años ocasionando muertes y discordias que turbaban la paz social de la Ciudad del Turia.
En todas estas mediaciones san Vicente actuaba no como jurista, diplomático o político, sino como ministro de Dios, que exhorta a ir más allá de la justicia: al perdón y a la paz verdadera, a la eliminación del odio y los rencores, a la unión fraterna, hasta el punto de merecer el justo apelativo de “Ángel de paz”.
Parece ser que en 1410 fue el promotor de unos acuerdos entre el obispo de Valencia y la ciudad para la creación de un Estudio General, que si bien tuvo corta vida, es un importante precedente de la posterior Universidad. Además apoyó la urgente creación de instituciones que aliviaran algunas marginaciones ciudadanas, tal es el caso del Colegio de Niños Huérfanos, todavía hoy gozosamente existente. Era
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consciente de que la encarnación de la Palabra de Dios en aquella sociedad exigía un urgente cambio radical de costumbres en el clero, los religiosos, los gobernantes y el resto del pueblo cristiano. Por eso puede afirmarse que el Maestro Vicente fue fustigador de los vicios e injusticias sociales existentes entonces, en ocasiones con tintes de verdadero profeta apocalíptico. De ahí que se haya dicho que fue el “Ángel del Apocalipsis”. Esta imagen fue y continúa siendo, sobre todo en las tierras hispanas, la base y la inspiración de su representación iconográfica más usual: un hombre ya de cierta edad, vestido con el hábito y capa blanquinegros de los dominicos, con el cerquillo de religioso observante, levantando el brazo derecho y con el dedo índice extendido, señalando al cielo a fin de recordar la inminente llegada del Juicio Final —cuando más bien este gesto representa la actitud de dominicana predicación y bendición— y con una filacteria que reza Timete Deum et date illi honorem… (Temed a Dios y dadle gloria…), frase de uno de los ángeles del libro bíblico del Apocalipsis (14,7), que anuncia “un evangelio eterno”. En su mano izquierda a veces el santo sostiene un libro que sería la Biblia. Otros atributos que en ocasiones también aparecen en su representación iconográfica son unas mitras y un capelo en el suelo, símbolos de los obispados y del cardenalato que rechazó, así como otros símbolos vinculados con su predicación (la llama sobre la frente, la trompeta del Juicio, unas alas como Ángel del Apocalipsis, etc.).
Si nos atenemos a la verdad histórica, el Maestro Vicente Ferrer fue fundamentalmente un predicador itinerante de penitencia, misión dentro de la cual no hay que olvidar su tarea pacificadora a la que ya hemos hecho referencia, o sea de reconciliación, tanto a nivel de la conciencia personal (reconciliación con
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Dios y los hermanos), como entre los bandos urbanos y entre los mismos Estados. Así lo testimonia una fuente contemporánea, el Dietari del capellà d’Alfons el Magnànim, que describe la misión del santo con estas palabras: “E axí anava per lo món predicant per ciutats, viles e lochs, de que la sua santa predicasió se fien moltes paus e perdonar morts e molts actes de grandíssima virtut e de gran preparació a la glòria de paradís e a esmena e correcció de nostra vida; e en tals actes fonch tot lo temps de la sua vida” (Y así, iba por el mundo predicando por ciudades, villas y lugares, y por su santa predicación se hacían muchas paces y se perdonaban muertes y muchos actos de grandísima virtud y de gran preparación a la gloria del paraíso y de enmienda y corrección de nuestra vida; y en tales actividades estuvo [ocupado] todo el tiempo de su vida”).
La carta que en 1403 el santo dirige al Maestro General de su Orden, fray Juan de Puinoix, dando cuenta de sus correrías apostólicas en tierras suizas, nos explica el sentido de su predicación y la razón de ser de su tarea apostólica: “La causa principal que hallé en ellos de sus herejías y errores —dice— era la falta de predicación. Pues […] en treinta años nadie les había predicado, a no ser los herejes valdenses […]. Considerad de aquí, reverendo Maestro, cuánta sea la culpa de los prelados de la Iglesia y de otros, a quienes de su oficio o profesión incumbe predicar a estas almas, y desean más bien estarse en grandes ciudades […] viviendo con regalo”. Remediar los males de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo con el anuncio de la Palabra de Dios, con la predicación del Evangelio; he ahí el sentido que san Vicente dio a su labor predicadora itinerante, de acuerdo con el ideal de la Orden de Predicadores, a la que pertenecía.
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Si buscamos el contenido espiritual de la predicación vicentina descubriremos que el centro de la misma es el amor a Jesucristo, que lleva a la “cristificación” de la vida, es decir a la imitación de Cristo, que es lo que el Maestro Vicente pretende: que sus oyentes vivan al estilo de Jesucristo, tal como recomendaba al discípulo para el que escribió su Tratado de la vida espiritual: “Es conveniente que, desconfiando totalmente de ti mismo, de tus buenas obras y de toda tu vida, te conviertas totalmente y te abandones en los brazos de Jesucristo [...] muerto por ti, de suerte que llegues tú también a estar muerto en todas tus sensualidades humanas y Jesucristo crucificado viva en tu corazón y en tu alma”.
Desde este cristocentrismo de la espiritualidad vicentina se comprende una característica de nuestro santo, que suele pasar desapercibida, pero que se percibe a través de sus sermones: el buen humor. A pesar de vivir en unos tiempos de angustia, Vicente Ferrer no fue un hombre angustiado, sino animoso y confiado. Era el ánimo jubiloso que recibía de Dios, y que él pedía todos los días con una oración que compuso y que condensa su mensaje:
Concédeme, Señor, que te adore y reconozca humildemente como criatura tuya y que te dé gra-cias con grandísimo agradecimiento de corazón por todos los beneficios que me has concedido. Dame, Señor, también la gracia de que siempre te bendiga, te alabe y te glorifique con sumo gozo y alegría de mi alma.
Ciertamente, en el contexto crítico de su época san Vicente predicó la conversión como una imperiosa urgencia, porque estaba convencido de que se acercaba el fin del mundo. La división de la Iglesia, las
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guerras, la peste y otras calamidades que afligían a su época eran para él signos ciertos de la llegada del juicio final; eran las angustias vaticinadas por el Señor antes del fin. Y lo que le importaba era preparar a las gentes para ese momento crucial mediante la predicación de la penitencia y la conversión, que les llevara a una adhesión total a Cristo. Por eso era urgente predicar el Evangelio.
Frente a esta centralidad de Cristo y la necesidad de adecuar la vida a su palabra, la insistencia en los temas de carácter apocalíptico, como el Anticristo o la inminente llegada del fin de los tiempos, era algo secundario, y ha de verse en relación con el propósito penitencial y dirigido a la conversión de la predicación vicentina. Para entender la insistencia que el Maestro Ferrer pone en estos temas escatológicos —como aparece en su carta del 27 de julio de 1412 a Benedicto XIII sobre el Anticristo—, hay que tener en cuenta la situación hispánica del momento (los enfrentamientos entre algunas regiones de la Corona de Aragón, el problema sucesorio, las violencias entre partidos nobiliarios o ciudadanos, las calamidades naturales y epidemias que asolaban por aquel entonces estas tierras etc.), así como la situación europea (guerras entre estados cristianos, miseria, carestía y hambrunas) y, sobre todo, el contexto eclesial con la pervivencia y dilatación del Cisma de Occidente, lo cual creaba una gran inquietud ante la tardanza de la ansiada solución. Todo ello contribuía a crear un clima de angustia que hacía prever en muchos espíritus (no sólo en Vicente Ferrer) la llegada del Anticristo, preludio del fin del mundo. Por otra parte, debemos tener en cuenta que la misiva dirigida al Papa Luna no es tanto una justificación de sus afirmaciones sobre la venida del Anticristo y del fin del mundo, cuanto una justificación de que había
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sido investido por el mismo Cristo de autoridad y capacidad para llevar a cabo su obra de predicación, sin necesidad de la autorización eclesial.
De hecho, en los últimos años de su vida —una vez superado el asunto sucesorio de la Corona de Aragón (1412) y efectuada la retirada de la obediencia de ésta a Benedicto XIII (1416)— el contexto europeo y en concreto de la Bretaña (donde tiene lugar la última etapa de su actividad predicadora) no era tan oscuro como antes, y esto explica que los testigos de su Proceso de Canonización (realizado en esta zona) casi no recojan referencias al Anticristo y al fin del mundo en la última etapa de la predicación de san Vicente, cuando estos temas habían sido centrales en etapas anteriores, en otro contexto religioso y social.
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E n íntima relación con su anuncio del mensaje de salvación está la actividad taumatúrgica desarrollada por san Vicente Ferrer, quien no sólo
después de muerto, sino ya incluso en vida, gozó de una extraordinaria fama por los muchos y sorprendentes milagros que realizaba. De hecho, la bula de canonización del santo une la virtud taumatúrgica de éste con su labor de anuncio del Evangelio, al señalar que “con la predicación de este varón divino” muchos “recibieron los beneficios de la salud corporal y espiritual”. E insiste diciendo que “la divina virtud, para confirmación de su buena predicación y vida, mostró muchos milagros, así por la imposición de su mano, como por el tocar de sus reliquias y vestidos: echó espíritus inmundos, restituyó a los sordos el oído y a los mudos el habla, alumbró a los ciegos, limpió a los leprosos, resucitó muertos y libró milagrosamente a los que tenían otras varias enfermedades”. Así pues, debemos tener en cuenta que predicación y curación iban unidas en Vicente Ferrer, pues era en el marco de su predicación donde solían acontecer estos milagros, cuando, después del sermón, el fraile dominico descendía del estrado e imponía las manos a los enfermos; pudiéndose decir que esta actividad curativa era habitual en él, junto con la de predicar.
Con todo, debemos tener en cuenta lo que insinúa el texto de la bula: que los prodigios obrados por el santo no fueron sólo de carácter corporal, sino principalmente de orden espiritual: la conversión de muchos de sus oyentes, que recuperaron la salud del alma gracias a su palabra y su ejemplo. Para el Maestro Ferrer el milagro no era sino un medio para aumentar la fe de sus oyentes, como ponía de relieve al afirmar en referencia a las verdades de la fe que predicaba: “Mi doctrina es tan verdadera como que este enfermo ha sido curado”.
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Muchos fueron los milagros obrados por el pare Vicente Ferrer. Los testigos de su Proceso de canonización refieren un copioso número de ellos, de los que nada menos que 873 fueron reconocidos como auténticos por la comisión vaticana constituida por Nicolás V, y de la que formó parte el cardenal Alfonso de Borja, futuro papa Calixto III, que los autentificó.
Ciertamente muchos de estos prodigios milagrosos son a todas luces legendarios, otros pueden explicarse en el clima de sugestión colectiva generado por sus predicaciones, pero no cabe duda de que un buen número de ellos son auténticos y justifican la fama que tuvo en vida y, más aun, tras su muerte. Como ha escrito André Vauchez, “los milagros juegan un papel de primer orden en la vida espiritual de esta época”, una época en la que “la idea de que Dios continuaba revelándose a los hombres mediante prodigios estaba presente en todos los espíritus”; por otra parte, las gentes del momento —deseosas de milagros— buscaban una explicación sobrenatural para cualquier acontecimiento inusitado. Todo ello, unido a la fantasía popular y a la idea entonces común que cifraba la santidad en la realización de milagros, nos ayuda a comprender la credulidad que dio pábulo a muchos de estos hechos portentosos; pero, a la vez, también nosotros seríamos demasiado ingenuos si creyéramos poder explicar todas estas curaciones apelando a razones puramente naturales o psicológicas, pues el poder de la fe, tanto del propio san Vicente como la que despertaba en sus oyentes, era tal que, sin duda, propiciaba que ocurriesen hechos verdaderamente extraordinarios, sobrenaturales.
Fray Vicente Justiniano Antist dedicó nada menos que veintiocho capítulos de su Vida y historia del apostóli-co predicador sant Vicente Ferrer, publicada en 1575,
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a narrar diversos milagros obrados por éste, los cuales divide según la naturaleza de los mismos: “de los muertos que resucitó el glorioso san Vicente”, “de los ciegos que alumbró”, “de los locos a quienes volvió el seso y de los endemoniados que limpió”, “de los que sanó el santo de calentura”, “de los que sanó de dolor de estómago y del vientre”, “del favor que hizo a muchos navegantes”, “de los que sanó de lepra”, “de los que san Vicente libró de pestilencia”, etc., etc. Pero sólo recogió los que encontró en sus Procesos de Canonización o en escritores dignos de crédito; y aún así nos advierte: “En las historias de los santos más nos edifican sus ejemplos que sus milagros”.
La actividad taumatúrgica de san Vicente fue tan copiosa y asombrosa que su recuerdo continúa presente en nuestros días en todos los lugares por donde pasó, sobre todo en su tierra natal valenciana, donde desde mediados del siglo XVIII es costumbre, por su fiesta, que algunos niños representen milagros del santo (els miracles) en unos escenarios de arquitectura efímera, denominados “altares” (altars), que se colocan al aire libre en diversas plazas de la ciudad de Valencia y de algunos pueblos de su entorno. De hecho, la visión popular que ha prevalecido del santo, sobre todo entre nosotros, es la de un milagrero portentoso, un taumaturgo bastante peculiar y pintoresco; sin embargo no fue ésta la que tuvieron los hombres de su tiempo, donde el nombre de Vicente Ferrer iba unido a su incansable tarea de mensajero del Evangelio y los milagros que realizaba estaban unidos inseparablemente a su palabra de predicador.
San Vicente y las minorías religiosas
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A lo largo de su vida, nuestro santo tuvo contactos con el mundo judío y musulmán, algo inevitable en el contexto hispano de aquel tiempo,
pero en su caso más aun, pues él que ría la salvación de todos los hombres y, por ende, que su mensaje llegase a toda clase de gentes, no sólo a los cristianos.
En lo que respecta a su relación con estas minorías religiosas, su figura ha sido a menudo discutida y tergiversada, pues se le ha presentado co mo pro motor de un ambiente hostil a las mismas e incluso como azuzador y partícipe en hechos violentos contra ellas. Así, por ejemplo, unos lo han querido ver como impulsor de la revuelta de Valencia del 9 de julio de 1391, un pogromo que asaltó la judería de la ciudad —que nunca más volvería a restaurarse—, causando diversos muertos y la conversión precipitada de mu chos judíos; mientras que otros, por el contrario, lo presentan como el gran pacificador de dicha revuelta. Lo cierto es que en estos momentos san Vicente se encontraba ausente de la ciudad y no hay base en las fuentes contemporáneas para creer que él fuera el instigador de esta fechoría, al contrario, la desaprobó en algunos sermones.
Ahora bien, aunque es cierto que san Vicente siempre rechazó enérgicamente todo atropello o lucha sangrienta contra dichas minorías, no lo es menos que él mismo, con sus sermones y su doctrina intolerante en este punto (que era común a los pensadores cristianos de la época) tendría un notable influjo en el clima de persecución antijudía que recorrió toda la península hispánica, pero no directamente: nunca fue instigador de asaltos y pogromos. En su caso debemos decir que la intolerancia general a todo lo judío estaba reforzada por su particular visión del fin del mundo y, por tanto, de la necesidad de la conversión de los judíos como signo anunciador de la llegada del fin.
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Conversión que había que lograr por los medios que fueran: ante todo por la predicación, que en su pensamiento era el instrumento más válido para ello. Así, en un sermón predicado poco después del asalto a la judería valenciana, dirá: “los apóstoles, que conquistaron el mundo, no llevaban lanza ni cuchillo [... de la misma manera] los cristianos no deben matar a los judíos con cuchillo sino con palabras, y por eso el alzamiento popular que se hizo contra los judíos fue hecho contra Dios, que no se debía haber hecho, sino que por sí mismos deben venir al bautismo”. Y lo mismo cabe decir de los musulmanes, que continuaban siendo percibidos como una amenaza, pues en uno de sus sermones se pregunta: “Un moro […], ¿cómo se convertirá?”. Y responde: “Con grandes predicaciones y con oraciones y con lágrimas”. A su juicio, los señores debían procurar la conversión de sus vasallos judíos o moros, “pero sin forzarlos,… con buenas amonestaciones”.
Pero si fallaba la persuasión doctrinal, Vicente Ferrer consideraba válida e incluso necesaria la presión legal, aunque sin llegar nunca a la violencia ni a la imposición coactiva de la fe cristiana, pero sí imponiendo medidas coercitivas que obligaran a estas minorías a asistir a las predicaciones y las mantuvieran en una segregación social que impidiera que pudieran contagiar a los cristianos. En efecto, no puede negarse que, siguiendo su parecer, algunas poblaciones tomaron acuerdos habituales en aquel tiempo, como exigir a los judíos vivir en un lugar separado de los cristianos y otras medidas segregacionistas. De hecho, no es casual que coincidiendo con su paso por Murcia, Valladolid o Zaragoza, las autoridades reales o municipales emanaran leyes de segregación de los judíos, de acuerdo con las medidas sugeridas por Ferrer en sus sermones, donde recomendaba que se
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les obligara a asistir a las predicaciones “bajo pena de mil florines” si no lo hacían, o que tanto moros como judíos llevaran signos distintivos de su raza, o que los contactos personales y profesionales con ellos se redujeran al mínimo.
Por lo que respecta a la asistencia de los judíos a sus sermones, cuando esto acontecía el santo no perdía ocasión para hacer patente su dominio del hebreo y, sobre todo, su conocimiento de la Es cri tura y de cierta tradición rabínica. Por otra parte, en ocasiones su técnica ora toria, inclinado como estaba siempre al lenguaje directo y a las locuciones más fami liares y populares, conllevó que usara expresiones duras para con los judíos, pero que no significaban tanto un rechazo de éstos, cuanto una advertencia o prevención de los cristianos frente a ellos.
Ahora bien, conviene aclarar que san Vicente Ferrer no fue antisemita, al estilo moderno, sino más bien antijudío, porque su oposición a los judíos no se basa en prejuicios étnicos, de raza, sino en argumentos de fe. En todo caso, como se ha escrito, se trataría de un “racismo doctrinal”, de modo que si los judíos (o los moros) abandonasen su error y se convirtieran sinceramente al cristianismo, entrarían a formar parte con todos los derechos en la comunidad social y eclesial, y deberían ser acogidos en ésta sin ningún tipo de discriminación. De hecho, el santo censura en muchas ocasiones el comportamiento contrario, cuando esto ocurre.
Por otra parte, todo lo dicho no debe hacer olvidar las muchas conversio nes que se dieron gracias a su predicación, lo cual revela la eficacia de su método, que combinaba dosificadamente persuasión y presión. Sin entrar en el número de dichas conversiones, pues fluctúa bastante según las fuentes, debemos señalar
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que entre ellas se dieron las de importantes rabinos y algún alfaquí, con todo lo que ello significaba de aumento del prestigio del santo. Lo cierto es que puso un interés particular en los conversos, cuya fe buscó salvaguardar a toda costa, encomendando su formación y educación cristiana a personas seleccionadas, o preocupándose, como en el caso del con verso musulmán Atmez Hannexa —que tomó el nombre de Vicente Ferrer cuando se bautizó—, de que él y su fa milia tuvieran una pensión para su sustento y así pudiera prepararse adecuadamente a fin de po der predicar la fe cristiana entre musulmanes y cristianos.
Finalmente debemos señalar su vinculación con la Disputa de Tortosa de 1413, promovida por Benedicto XIII en su afán por atraer más adhesiones a su causa, dada su política con los judíos. El Maestro no intervino directamente en el desarrollo de la Disputa, donde la representación del bando cristiano la llevó principalmente el converso Jerónimo de Santa Fe, discípulo suyo. Quizá in ter vino algunos pocos días en la predicación popular que se hacía paralelamente a las sesiones de la Disputa, y muy probablemente en la posterior redacción de una obra titulada Tratado contra los judíos, que está en la línea de controversiadiálogo, según la mentalidad cristiana hebraísta y arabista del siglo XIII. A su juicio la fe no puede imponerse, pero sí debe emplearse la persuasión para llevar a ella, a través del estudio directo de las fuentes utilizadas por ambas partes (el Antiguo Testamento), además del conocimiento de la doctrina de aquellos con quienes se dialoga. Así es como podía llevarse a cabo una persuasión eficaz, pues estaba convencido de que sólo así podía crearse un clima de acogida favorable al mensaje que se predica.
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D esde 1416 fray Vicente continuó predicando sólo por tierras francesas, evitando las zonas afectadas directamente por la Guerra de los
Cien Años —que se había iniciado en 1339— y recorriendo las que estaban más directamente controladas por París. Y así, después de estar por el Mediodía, se internó en la Auvernia. Sin embargo, en 1417 decide pasar a Borgoña —donde se entrevistó con el duque Juan sin Miedo y con santa Coleta de Corbie— y finalmente a la Bretaña, donde fue pomposamente recibido por el duque Juan el Sabio. De allí marchó a la Baja Normandía, a la ciudad de Caen, ocupada por los ingleses, donde en mayo de 1418 se entrevistó con Enrique V de Inglaterra, sin duda en un esfuerzo por poner paz entre los contendientes, predicando tanto a los vencedores como a los vencidos el perdón de las injurias y la reinstauración de la paz cristiana.
De vuelta a tierras bretonas, durante unos meses continuó su labor evangelizadora por las mismas, aunque sentía que las fuerzas le abandonaban; hasta que, vencido por la enfermedad, tuvo que recalar en la ciudad de Vannes, aceptando la hospitalidad y los cuidados que allí le brindaron los duques de Bretaña. Presintiendo próximo su fin, deseó volver a su patria valenciana para acabar allí sus días, y de hecho una noche emprendió el regreso a lomos de su pollino con parte de su Compañía, pero al amanecer comprobó que había vuelto al punto de partida, lo cual tomó por un designio divino de que permaneciera en Vannes y allí muriera.
Pocos días después le sobrevinieron “unas gravísimas calenturas con intensísimos dolores por todo el cuerpo”, por lo que tuvo que guardar cama. El 3 de abril, lunes de Pasión, llamó a un dominico para confesarse y recibió el viático y la unción de enfermos, tras de lo
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cual quedó en silencio como en contemplación mística de Dios. Al día siguiente entró en agonía y, de acuerdo con las instrucciones que había dado, sus discípulos le leyeron la Pasión del Señor en los cuatro Evangelios, los Salmos penitenciales y las Letanías, mientras él repetía los nombres de Jesús y de María, hasta que quedó sin habla. Y así, confortado con la Palabra divina que tantas veces había predicado, falleció “con gran quietud y sosiego”, a la edad de 69 años, el 5 de abril de 1419, miércoles de Pasión, a hora de vísperas (hacia las 5 de la tarde), siendo enterrado en la catedral de Vannes, donde aun reposan sus restos.
Moría el hombre, pero su fama continuaba viva, pues la memoria de sus milagros le sobrevivió, acrecentada por los muchos prodigios que comenzaron a obrarse en su sepulcro. Hasta el punto que, muy poco después de su muerte, diversas autoridades eclesiásticas y civiles pidieron a la Curia Romana que se iniciase su Proceso de Canonización. El papa Martín V no pudo llevarlo adelante, apremiado como estaba por otras cuestiones urgentes, como su retorno a Roma y la afirmación de su autoridad en los Estados Pontificios, si bien no deben desdeñarse los recelos que todavía levantaba el radicalismo de su Compañía de seguidores, sin olvidar las tensas relaciones de este pontífice con el soberano de la Corona de Aragón, Alfonso el Magnánimo, que pretendía el trono napolitano.
Será el papa Nicolás V quien, en 1453, encargó que se investigase la vida y los milagros del gran predicador y taumaturgo. Durante dos años se realizaron entrevistas a obispos, abades, frailes, autoridades civiles y gente común, habiendo llegado hasta nosotros casi cuatrocientas declaraciones recogidas en Nápoles, Toulouse y en la región de Vannes. Corresponderá al papa valenciano Calixto III, quien muy
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probablemente le conoció, recibir las actas de estas investigaciones y anunciar la canonización para el día 29 de junio del 1455, como se hizo con toda solemnidad. Si bien, el papa Borja no pudo emanar la correspondiente bula de canonización, debido a la amplitud del proceso, y fue su sucesor, Pío II, quien la despacharía el 1 de octubre de 1458.
Su fiesta se celebra el 5 de abril, pero, para la provincia eclesiástica de Valencia, el Patriarca san Juan de Ribera logró que el papa Clemente VIII la trasladara al lunes después de la Dominica in albis, es decir el lunes de la segunda semana de Pascua, mediante un breve expedido en Roma el 28 de septiembre de 1594, a fin de evitar el inconveniente que suponía el hecho de que, muy frecuentemente, el 5 de abril caía dentro de la Semana de Pasión, la Semana Santa o la Semana de Pascua, lo cual impedía celebrar la fiesta del santo.
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Ejemplo y actualidad de san Vicente Ferrer
E l alicantino Azorín dijo que san Vicente Ferrer fue un hombre europeo. “Se solicita su dictamen en graves cuestiones europeas. Y él habla con
palabra precisa, clara, convincente, decisiva […] Siem pre san Vicente, en sus infatigables actuaciones en España y el resto de Europa, ha tenido la norma de los grandes políticos: sumar y no restar; atraer a la gente a una causa y no repudiarla. Ha trabajado siempre por la unión y la concordia”.
Sumar y no restar, atraer y no excluir, unión y concordia fue, sin duda, el objetivo de la acción del Pare Vicent, pero a la luz de su característico Bona gent. “Todos los hombres son hermanos. Es preciso que haya reyes, es preciso que haya papas. Pe ro a los ojos de Dios no hay más que hombres con vocaciones diferentes sin duda, pero todos iguales en los méritos de Cristo crucificado”, dirá en uno de sus sermones.
Para él lo importante era su misión apostólica, su labor de evangelización, que atañía tanto a lo espiritual como a lo terreno, y a ello ordenaba toda su acción, su vida entera. Si le vemos intervenir en asuntos políticos, mediar en pleitos y enfrentamientos, arbitrar en problemas ciudadanos, no lo hace en calidad de jurisconsulto, como ya hemos dicho, sino como ministro de Dios, que busca la justicia y la reconciliación, la instauración de la paz cristiana. De manera que incluso sus intervenciones en cuestiones políticas o sociales, como la crucial actuación en el compromiso de Caspe, estaban dictadas en el fondo por un interés evangélico, apostólico.
Precisamente aquí está la clave para comprender la figura y la santidad de san Vicente Ferrer: su vocación apostólica. Ella nos aporta la perspectiva que permite aglutinar toda su vida, al tiempo que le confiere una gran actualidad en el contexto eclesial contemporá
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neo, cuando se nos llama a la nueva evangelización, es decir a volver a anunciar el Evangelio a las gentes de nuestros pueblos que han perdido la fe o se han olvidado de ella. Y eso es lo que hizo san Vicente Ferrer en su época. A un mundo en crisis, desquiciado y desorientado, violento, individualista, supersticioso, frívolo, falto de valores (como el nuestro), san Vicente le recordó lo fundamental: la Palabra Dios. A ese mundo quiso llevar san Vicente una palabra de fe, que le aportara firmeza y luz; una palabra que fuera una guía, un punto seguro en medio de la desorientación general. San Vicente recordó la necesidad de descubrir y vivir el Evangelio como fuente de gozo y de paz, de consuelo, de reconciliación, de solidaridad y de unión, en una palabra, de salvación. Antes que nada y por encima de todo quiso ser predicador del Evangelio, al estilo de su tiempo, ciertamente, con las categorías y los modos de entonces, tan distintos de los nuestros, y por eso no siempre fáciles de comprender. Desde esta perspectiva apostólica hemos de presentar su imagen si queremos captarla correctamente.
Y esto lo hace actual. San Vicente es un santo para nuestro tiempo, pues él vivió en una época tan crítica o más que la nuestra, un tiempo de crisis, a todos los niveles: moral, social, político, económico, cultural, y sobre todo espiritual y religioso. Y supo dar a ese mundo en crisis una respuesta de fe y de valores humanos, le llevó un mensaje que hizo bien no sólo a las almas, sino también al cuerpo social, pues no se limitó a enseñar virtudes cristianas, sino cívicas (porque las virtudes cristianas son al mismo tiempo cívicas, hacen bien a la sociedad).
En este sentido, san Vicente fue una persona coherente, ejemplar, que actuó siempre guiado por nobles convicciones y nunca por intereses egoístas, y que vivía
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lo que predicaba. Una persona inquieta, crítica y a la vez comprometida con la realidad de su tiempo, pues fue un hombre que intentó aportar soluciones no sólo de tipo espiritual o moral, sino también efectivas, solidarias y caritativas (como lo muestra la iniciativa de la fundación del Colegio para niños huérfanos), porque sabía que “la fe sin obras está muerta” (Sant 2, 17).
Fue un hombre de paz, de unión, de concordia, de vida entregada, sencilla y frugal, austera, que sabía tratar igualmente con los reyes y poderosos que con las gentes más humildes, sin hacer distinción de personas; y que aprovechó su gran prestigio social para servir a la sociedad y a la Iglesia, y no se sirvió de él para medrar. Fue un cristiano veraz, entregado sin reservas a su misión evangelizadora, un educador de las masas a través de su palabra ardorosa y convincente, y de su ejemplo, que autorizaba y confirmaba su palabra.
Por eso san Vicente es una figura ejemplar, muy adecuada a nuestro tiempo, y de la que todos podemos aprender, pues nos presenta un programa de regeneración personal y social, basado en el Evangelio, que convendría imitar.
“Timete Deum et date illi honorem” (Temed a Dios y dadle gloria). Este lema es el mejor resumen de la predicación y la vida de san Vicente, a condición de que lo entendamos bien. Porque el temor que el santo predica no es el miedo, el terror paralizante, sino la conversión que proviene del respeto, la veneración, el tener en cuenta y valorar a Dios. En efecto, san Vicente quiso que sus contemporáneos tuviesen en cuenta a Dios y se convirtieran, que vivieran de acuerdo con su Ley, según el Evangelio; que no se olvidaran de Dios, sino que lo pusieran como valor fundamental y normativo de sus vidas. Solo Dios no pasa, solo Dios
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salva. Es lo que quiso recordar san Vicente. “Temed a Dios” quiere decir: tened a Dios por lo más valioso, valoradlo por encima de todo, pues es el valor fundamental para asegurarse la vida eterna, ante el cual todo lo demás es relativo. En el fondo, el temor de Dios que san Vicente quería inculcar a sus oyentes es el amor a Dios, que mueve a darle gloria viviendo ese amor con todos.
La iconografía vicentina representa generalmente al santo con el brazo derecho levantado y el dedo índice señalando al cielo, en un gesto que debió ser muy característico suyo durante sus sermones. De ese modo, la imagen de san Vicente nos recuerda plásticamente el contenido esencial de su predicación: mirar al cielo, a Dios, no olvidarse de él; tener en cuenta que existe un Dios que nos ha creado y nos juzgará, y, por tanto, considerar que no podemos vivir de cualquier manera, superficial e irresponsablemente, sino según Dios, de acuerdo con su Palabra. Con su dedo dirigido al cielo san Vicente Ferrer nos recuerda lo que san Pablo decía a los Colosenses (3, 1): “buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre”. Con ese gesto san Vicente nos invita a no cerrarnos en nosotros mismos sino abrirnos a Dios, y de ese modo dar mayor sentido, clarividencia y nobleza a nuestra vida.
Y ese mensaje de san Vicente continúa siendo válido hoy en día, pues es el mensaje del Evangelio.
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Ai! Vicent Ferrer si ara tornares a calcigar les ermes terres d’Europa i alçares ta veu vibrant, com, pot ser, feres que els homens tornaren a ser germans i el foc crepitant de l’odi que el món devasta, voraç, se convertira en inmensa foguera de caritat!
Francesc Caballero Muñoz