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SAN JUAN DE AVILA Evangelizar en clave del amor de Dios “sacerdote de ayer, santo y doctor para hoy” Carta Pastoral FRANCISCO CERRO CHAVES OBISPO DE CORIACÁCERES AÑO JUBILAR DE LA CATEDRAL DE CORIA AÑO DEL LAICADO Y DEL ASOCIACIONISMO

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SAN JUAN DE AVILA Evangelizar en clave  del amor de Dios 

“sacerdote de ayer,  santo y doctor para hoy” 

Carta Pastoral

         

FRANCISCO CERRO CHAVES OBISPO DE CORIA‐CÁCERES 

AÑO JUBILAR DE LA CATEDRAL DE CORIA AÑO DEL  LAICADO Y DEL ASOCIACIONISMO

 

CARTA PASTORAL DEL OBISPO DE CORIA‐CACERES 

SAN JUAN DE AVILA Evangelizar en clave

del amor de Dios

SACERDOTE DE AYER, SANTO Y DOCTOR PARA HOY

AÑO JUBILAR DE LA

CATEDRAL DE CORIA

AÑO DEL LAICADO Y DEL ASOCIACIONISMO

2012

  

 

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INDICE

Página

I) Introducción ...........................................................3 II) Pinceladas de una vida fecunda ............................5 III) Maestro de vida interior .........................................8 IV) Predicador evangélico …………...........................11 V) Al estilo de San Pablo …………. ..........................14 VI) Confesor y director espiritual ...............................17 VII) Renovador de la vida de la Iglesia .......................21 VIII) Amor a la Iglesia ..................................................24 IX) Amor a María .......................................................26 Oración .......................................................................28

 

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EVANGELIZAR EN CLAVE DEL AMOR DE DIOS

Sacerdote de ayer, santo y doctor para hoy

I) Introducción

Nuestra Madre la Iglesia examina con detención la vida y los escritos de las personas antes de declararlas santas o doctoras. El declararlas no es por ellas, sino por nosotros. Nos ofrece en sus vidas y en sus escritos un modelo y una luz para orientar nuestra vida; nos las hace cercanas y actuales.

La declaración de doctor de la Iglesia de S. Juan de Ávila, Patrono del Clero español (el Patrono universal es S. Juan María Vianney) es un motivo de santa satisfacción para todo el clero y para todo el pueblo.

Es una llamada a conocerlo y a amarlo más, a leer sus escritos. Todo sacerdote o persona consagrada necesita leer a fondo, al menos, un clásico de espiritualidad. El ministerio adolece de grandes carencias cuando el predicador, educador, confesor, no se ha adentrado en la doctrina espiritual de alguna figura de la historia. Por otra parte, la formación permanente es sólida y coherente cuando va acompañada del hábito de la lectura, especialmente cuando se conocen los escritos de un clásico de espiritualidad. Hay que aprender a leer e interpretar un santo del pasado. El leguaje y la terminología son muy distintos, pero cuando el lector busca lo esencial, no se detiene en circunstancias secundarias. S. Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia, es un clásico de espiritualidad, leámoslo y actualicemos su pasión por Jesucristo, su ardor apostólico; vivamos hoy las constantes del sacerdocio que él vivió.

 

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Hemos sido convocados a poner en marcha la Nueva Evangelización. El mensaje de esta Nueva Evangelización es el mismo que el del Maestro Ávila, JESUCRISTO. Y nuestro Patrono nos enseña que si no se ama y se vive a Jesucristo y de Jesucristo, no acertaremos a ponerla en práctica. Él, paulino por los cuatro costados, puede afirmar: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál.2,20)

Ha de ser nueva, nos dijo el beato Juan Pablo II, por la expresión, por el método, por el ardor; y en esto también es para nosotros un espejo. Hace unos años la Congregación para el Clero nos regaló una instrucción: “El presbítero pastor y guía de la comunidad” y en ella nos dice: “La entera historia de la Iglesia se encuentra iluminada por espléndidos modelos de donación pastoral verdaderamente radical… Estos pastores, inflamados por el amor de Cristo y por la consiguiente caridad pastoral, constituyen un evangelio vivo”.

Juan Pablo II en el V Centenario del Maestro Ávila (10 de mayo 2000) nos dijo: “El ejemplo de su vida, su santidad, es la mejor lección que sigue impartiendo a los sacerdotes de hoy, llamados también a dar nuevo vigor a la evangelización… Ante los retos de la Nueva Evangelización, su figura es aliento y luz también para los sacerdotes de hoy que, al ser administradores de los misterios de Dios, están en el corazón mismo de la Iglesia, donde se construye sobre base firme y se reúne en la caridad”.

Aquí está S. Juan de Ávila: “Evangelio vivo”, “inflamado por el amor de Cristo”.

En nuestra Diócesis, los últimos Obispos, escribieron sobre el Maestro de Ávila, D. Ciriaco Benavente Mateos afirmó que sigue siendo un testigo, un modelo sacerdotal para todos los tiempos. Modelo de un estilo de evangelizar apasionado, en clave del Amor de Dios.

 

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II) Pinceladas de una vida fecunda

S. Juan de Ávila, obra maestra del Espíritu, vive en el tiempo glorioso del siglo XVI, en aquella época no sólo los santos eran muchos, sino que Dios, misterios de su providencia, hace que se conozcan y se relacionen, son como una constelación de hombres de Dios: Juan de Ávila, Pedro de Alcántara (estamos celebrando el 50º Aniversario de la proclamación por S.S. Juan XXIII del patronazgo de Extremadura y de la Diócesis), Teresa de Jesús, Francisco de Borja, Juan de Ribera, Juan de Dios… Lo hemos llamado “Maestro Ávila” durante mucho tiempo, a partir de ahora será “Maestro Doctor” por su vida, por su doctrina, por la herencia de sus obras, por su labor como forjador de sacerdotes.

Llama viva que enciende la caridad pastoral; “columna de la Iglesia”, lo designó con lágrimas Sta. Teresa, cuando se enteró de su muerte.

“Queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos”, nos ha dicho Benedicto XVI en la hermosa homilía de la Misa crismal de este año. Por eso, en S. Juan de Ávila queremos encender nuestra llama de buenos pastores. El día de su canonización, 10 de mayo de 1970, en el rezo del Ángelus, el papa Pablo VI nos estimuló a imitarlo: “Un santo español de 1500, gran predicador, gran escritor, gran promotor de la reforma de la Iglesia, en el período del concilio de Trento, y gran maestro de vida espiritual”.

Vivió en un momento apasionante de la historia: un momento de reforma, de postconcilio, de NUEVA EVANGELIZACION. Nació en Almodóvar (Ciudad Real), el 6 de

 

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enero de 1499. Estudió leyes en la universidad de Salamanca y más tarde artes y teología en la de Alcalá de Henares. Ordenado sacerdote en 1526, celebra su primera Misa en Almodóvar e invita a doce pobres con quienes comió. Reparte sus bienes y dedica su vida a la evangelización.

Heredero de muchas concepciones teológicas del Medioevo y de los grandes predicadores populares tales como Vicente Ferrer. Fue un hombre de vanguardia, que lee y recomienda la lectura de Erasmo de Rotterdam (1467-1536), aunque con cautela. Propulsor de la frecuencia de los Sacramentos y de la lectura asidua de la Escritura. Amante de la espiritualidad litúrgica y de la oración mental. Promotor de múltiples métodos de evangelización con variadas iniciativas docentes y catequéticas.

Siendo joven inicia contactos con jesuitas de Sevilla. Contemporáneo de S. Ignacio de Loyola, -no consta que se vieran personalmente-, el aprecio mutuo fue muy grande y el deseo del fundador de los jesuitas era que entrase en la Compañía, varios de sus discípulos sí que lo hicieron. De S. Ignacio es este elogio: “Quisiera el santo Maestro Ávila venirse con nosotros, que lo trujéramos en hombros, como el Arca del Testamento, por ser el archivo de la Sagrada Escritura, que si esta se perdiere, él solo la restituiría a la Iglesia”.

Como otros personajes de la época sufrirá un proceso de la Inquisición, del que saldría absuelto. El tiempo en la cárcel le valió para afianzarse en el conocimiento del misterio de Cristo que inundó toda su vida. En ella escribió el Audi filia. El centro de su vivir, pensar y actuar será convertir almas a Cristo.

No será un sacerdote vinculado a la parroquia, como el Cura de Ars, sino un predicador itinerante, que suscite conversiones masivas e insignes como la de S. Juan de Dios o S. Francisco de Borja, que lo conoció en Granada durante las exequias de la emperatriz Isabel; el oírlo predicar y este encuentro fueron providenciales para el duque de Gandía.

 

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Los escritos en materias bíblicas, teológicas, espirituales son amplios y una prolongación de su magisterio oral. Los géneros son diversos: sermones, tratados, memoriales, textos catequéticos, cartas…

Al comenzar esta carta os propongo estos rasgos sacerdotales de nuestro santo Patrono. Pidámosle que nos los alcance del Señor:

La disponibilidad: lo deja todo con el anhelo de marcha a América, pero la Providencia lo retiene en Andalucía, “apóstol de Andalucía” lo aclamamos: Sevilla, Córdoba, Granada, Baeza, Jerez, también Extremadura (Zafra), escuchan su palabra y conocen su celo. Una vida misionera, sin residencia fija, yendo de acá para allá como otro S. Pablo; el P. García Villoslada ha escrito de él: “Juan de Ávila es un retrato vivo del apóstol S. Pablo. Yo no recuerdo que en la historia de la Iglesia haya otro que se le asemeje tanto. En la vida y en el pensamiento”.

La oración: Aconsejaba a sus discípulos y nos sigue aconsejando a nosotros, lo que él mismo hacía: “Sed amigos de la Palabra de Dios, leyéndola, meditándola, hablándola, obrándola” (Carta 86). En la oración, sobre ello insistiré, gastó la mayor parte de su vida.

Vida eucarística: la Eucaristía celebrada, adorada, vivida, predicada. Son varios los sermones sobre la Eucaristía, no deja de predicar en la solemnidad y en la octava del Corpus. Celebraba la Eucaristía despacio y con lágrimas por sus pecados. Conocida es la advertencia, hecha con disimulo, como si fuera a arreglar una vela, a un sacerdote de Montilla que no parece lo hiciera con mucha devoción: “Trátalo bien que es hijo de buen Padre”; efecto de ello: un nuevo discípulo.

Caridad pastoral: Sabe muy bien que el amor nace de Dios y ha de volver a Él amando a los hermanos con corazón de buen pastor: “con ferviente celo de verdadero padre y verdadera

 

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madre” (Tratado sobre el sacerdocio, 39). Preciosas son dos frases en dos de sus cartas: “Prueba del perfecto amor de nuestro Señor es el perfecto amor del prójimo” (Carta 103) y “Vuestros prójimos son cosa que a Jesucristo toca” (carta 62).

No excluye a nadie, es sacerdote para todos y siempre. Pero los más pobres, enfermos, atribulados, los campesinos, los trabajadores, los jóvenes, los niños, -estos últimos, víctimas de la sociedad de entonces como de la de hoy-, ocupan el centro de su corazón de pastor. Sus obras caritativas son de asistencia y de promoción, creando centros educativos, fomentando el asociacionismo, invitando a los sacerdotes a vivir pobres para estar más cerca de los pobres. Proporciona nuevos sistemas de elevación del agua para ayudar a los campesinos (es otra faceta de S. Juan de Ávila: inventor).

Procura que se impliquen los seglares y encarga a las cofradías del Santísimo Sacramento que organicen los servicios de caridad y les pide que todas sus celebraciones eucarísticas deriven en obras de caridad. Sugerente es para nosotros unir la Adoración Eucarística y el servicio a los pobres.

III) Maestro de vida interior

“La fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto”, son palabras de Benedicto XVI, que nos convoca al AÑO DE LA FE.

Las causas de este oscurecimiento son muchas y plurales, pero una importante es el descuido de la vida interior. Vivir en la

 

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superficie, es decir, en la superficialidad, en la apariencia o en el activismo, tal vez sea nota distintiva del momento actual, algo que nos dis-trae, que nos des-centra del verdadero centro de nuestra vida, de lo verdaderamente importante. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y empeñados en vivir hacia fuera nos distanciamos cada vez más de nuestro origen y de nuestro destino que es Dios.

La vida interior nos acerca a ese origen y destino. Ella es el alimento de toda santidad ¡Qué difícil hoy la vida interior! No se trata de intimismos paralizantes, sino de interioridad activa que pide comunicarse, irradiarse.

La oración es el crisol en el que se aquilata; en la oración la persona se eleva a Dios hasta dialogar con Él y llegar a intimar y a unirse a Él. La vida interior es inseparable de la oración.

Y la solicitud por la salvación del prójimo nace de la vida interior, solicitud que da sentido a nuestra vida de sacerdotes, aunque el mundo no fije nuestra identidad aquí. Esto no nos debe sorprender, pues para un mundo sin trascendencia es muy difícil, casi imposible, entender al sacerdote. Nos dice nuestro santo: No sé con qué conciencia puede tomar este oficio quien no tiene el don de oración, pues que de la doctrina de los santos y de la Escritura parece que el sacerdote tiene por oficio orar por el pueblo; y este orar, para ser bien hecho, pide ejercicio, costumbre y santidad de vida, apartamiento de cuidados, y, sobre todo, es obra del Espíritu Santo (Segunda plática a clérigos). El sacerdote que no tiene el don de oración lo hace mal y también el prelado que ordena sin examinar en esta cualidad al ordenado; por ser maestro y guía y por su experiencia en la fuerza y provecho de la oración debe desengañar al que quiere ordenarse sin tener este don. Y si es ya sacerdote, se pregunta, ¿qué hará? “Que llore, porque inconsideradamente lo fue”.

En medio de este mundo debemos ser portadores de la gracia de Dios, verdadero testimonio de la presencia de Dios, más,

 

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debemos ser manifestación del Señor, pues ontológicamente somos Cristo. Es preocupante quedarnos en el estudio del sacerdocio y no vivirlo, es preocupante no vivir lo que se tiene, mejor, lo que se es. La vida de S. Juan de Ávila está focalizada en manifestar a Cristo que lo lleva dentro, cada vez más por su vida de oración diaria, prolongada, íntima.

El corazón del sacerdote debe estar repleto del amor de Dios y de amor a Dios. Este amor no retrocede ante la maldad humana, pues Cristo ha abierto su corazón para que por Él entre toda la maldad de los hombres y se abrase en las llamas de su misericordia. En el Tratado sobre el Amor de Dios nos muestra el Maestro Ávila el infinito amor que Dios nos tiene y que él ha descubierto en su profunda intimidad con Cristo, clave de toda su vida y su ministerio: “La causa que más mueve el corazón al amor de Dios es considerar profundamente el amor que nos tiene Él, y, con Él, su bendito Hijo”, así comienza el Tratado y sigue, “no hemos entrado en el seno del corazón de Dios para ver esto, mas el unigénito Hijo que descendió de ese seno, nos trajo señas de ello y nos mandó que lo llamásemos Padre. ¡Oh, qué maravillosa manera de pelear ha tomado el Señor; porque ya no con diluvio, no con fuego del cielo, sino con halagos de paz y amor ha conquistado los corazones; no matando, sino muriendo; no derramando sangre, sino la suya por todos en la cruz”.

Ante el Crucifijo y la Eucaristía, dos horas por la mañana y dos por la tarde, deja que su corazón se empape del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Y exclama: “¡Oh cruz, hazme lugar, y véame yo recibido mi cuerpo por ti y deja el de mi Señor! ¡Ensánchate, corona, para que pueda yo poner mi cabeza! ¡Dejad, clavos, esas manos inocentes y atravesad mi corazón y llagadlo de compasión y de amor!” Con su venida a este mundo el Hijo no desea otra cosa sino henchir de su amor al mundo y el primero que quiere llenarse es él.

 

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Contemplando el amor de Dios quería curarse y ha sido herido, quería aprender a vivir y ha perdido el sentido. ¡Qué bellamente lo dice!: “¿Qué has hecho, Amor dulcísimo? ¿Qué has querido hacer en mi corazón? Vine aquí para curarme, y, ¡me has herido! Vine para que me enseñases a vivir, y ¡me haces loco! ¡Oh sapientísima locura: no me vea yo jamás sin ti!”

La intimidad con Cristo lo hace vivir empapado de sus sentimientos: “Dadme, Señor, vuestro corazón, y luego amaré lo que vos amáis, aborreceré lo que vos aborrecéis” (Sermón 28). Súplica que han de pronunciar nuestros labios y gritar nuestro corazón de sacerdotes.

IV) Predicador evangélico

La gracia que le fue conferida por la imposición de las manos siempre está en ascuas, es una llama viva en su corazón. Por eso, calienta, prende e ilumina las almas de los demás. Esencialmente es predicador, “predicador evangélico” lo llama Fr. Luis de Granada.

Entendemos la palabra “predicador” en sentido amplio; predica en las iglesias, en los colegios enseñando, en los conventos, en el confesionario, en la dirección espiritual, en las plazas, en las calles, en las cartas; predica con la palabra, con la pluma, con el consejo.

“Ay de mí si no evangelizare” (I Cor. 9,16), es la razón de ser de la Iglesia, del sacerdote, y el Maestro Ávila lo sabe muy bien. Predica, sobre todo, con la vida. Nuestro ejemplo es el que interroga y abre corazones. Nuestra vida de fe operante, de esfuerzo por vivir lo que predicamos, nos hace bien a nosotros y hace bien a quienes nos escuchan y nos ven. Ser coherentes hace que en nuestras palabras y en nuestras acciones haya autoridad: Este no habla como los maestros, habla con autoridad, decían de

 

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Jesús. No somos profesionales, no vale la técnica, ni las apariencias, es imprescindible la experiencia de que Dios actúa en nosotros, para que vean que la palabra que anunciamos lleva santidad y pide santidad. La incoherencia de vida y el pecado nos impiden pensar y hablar como quiere el Señor y necesita la Iglesia, ¿cómo persuadir a los demás de lo que uno no se esfuerza por vivir? En cambio ¡cuánto bien se hace hablando desde la limpieza de corazón!

“¿Qué hay que hacer para predicar bien?”, le preguntan: “Amar mucho a Dios”, contesta. Amar mucho a Dios y no buscar otra cosa que no sea cumplir su voluntad, darle gusto en todo. Dios tiene sed y sed ardiente de sentar a todos los hombres a la misma mesa, la mesa del banquete que ha preparado, presidida por su Hijo, víctima y sacerdote; expresión certera la suya: “al púlpito hay que subir templado, con una muy viva hambre y deseo de ganar con aquel sermón alguna alma para Cristo”, y como él siempre tiene hambre y deseos de llevar los hombres a Dios, siempre está con Jesucristo en el corazón y en los labios.

Para S. Juan la predicación es cosa de tres: de Dios que es la Palabra, la fuente; del predicador que pone voz a la Palabra; del destinatario que la acoge y con quien tiene que entrar el sacerdote en una relación nueva, una relación de padre “hacia los espirituales hijos” que de la predicación nacen. Los ha de amar “con corazón de padre y de madre”, y ha de ser capaz de aguantar y no vivir para otra cosa que para cuidarlos, dejando los propios cuidados por cuidarlos a ellos: “Es menester estar siempre templado, porque no halle el niño alguna respuesta menos amorosa. Y está algunas veces el corazón del padre atormentado con mil cuidados, y tenía por gran descanso soltar las riendas de su tristeza y hartarse de llorar, y si viene el hijito, ha de jugar con él y reír, como si ninguna otra cosa tuviese que hacer” (Cartas 1) Este amor de buenos pastores es delicadeza, sensibilidad, tacto; Dios da este amor a los que a tal oficio destina.

 

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La fuerza de la predicación: la oración, el sacrificio, el estudio. “No predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese”. Su principal biblioteca: el Crucifijo y el Sagrario.

De la predicación orada saca el predicar con convicción y con pasión. Es lo mismo que nos pide el papa Benedicto XVI en Verbum Domini, 59: “Hace mucha falta meditación y oración, pues el predicador tiene que ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncian, y sigue, citando a S. Agustín: Pierde tiempo predicando exteriormente quien no es oyente de ella en su interior”.

Insiste a los sacerdotes que sean “doctos” y “sabios”, y “enseñados por otros más sabios”. Y a los seglares les pide que fundamenten en ella su vida.

En su tiempo no abundan los buenos predicadores y pone como modelo a S. Pablo: “Este sí es buen predicador, que no los que son el día de hoy, no hacen sino hablar. ¿Pensáis que no hay más, sino leer en los libros y venir a vomitar aquí lo que habéis leído?” (Ser. 49) Y en las Advertencias al concilio de Trento escribe: “Faltan los predicadores de la palabra de Dios, el cual oficio está muy olvidado del estado eclesiástico, y no sin gran daño de la cristiandad. Porque como este sea el medio para engendrar y criar hijos espirituales, faltando este, ¿qué puede haber sino el que vemos, que, en las tierras do falta la palabra de Dios, apenas hay rastro de cristiandad?”

Decía a sus discípulos, futuros sacerdotes que “en la oración se aprendía la verdadera predicación y se alcanzaba más que con el estudio”. Sin descuidar el estudio; era muy importante para él la formación teológica de los predicadores y confesores: “Predicad doctrina de palabra de Dios y de los santos, dicha con calor del Espíritu Santo. Gustar lo que ha de decir, y no predicar sin estudio ni sin recogimiento particular”. Con el estudio y la oración: “Han de tener que dar y que les quede; han de tener para sí y para los otros”.

 

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No se ha de buscar el predicador a sí mismo y nunca su honra y gloria, sino que amen y honren a Cristo: “A nosotros que nos aborrezcan y huellen y nos escupan en la cara, para que así ganen ellos y ganemos nosotros: ellos con mirar a Cristo, nosotros con ser despreciados por Él”. Ante la honra y el desprecio, muy presentes en el ministerio, debemos ser sordos y si a algo prestamos oídos sea al desprecio que “más nos conforman a Cristo, que por buscar la honra del Padre fue Él deshonrado”. ¿Cómo preparamos nuestras homilías, nuestras predicaciones?

V) Al estilo de San Pablo

Su modelo es S. Pablo. Un padre dominico, después de oírlo predicar afirmó: “Vengo de oír al propio S. Pablo comentándose a sí mismo”. Esta expresión nos hace pensar que hay mucho de común entre los dos apóstoles y si queremos buscar la nota de la que arranca esa sintonía la encontraremos en la profundidad y la exactitud con que los dos han contemplado y asimilado el misterio de Cristo y, concretamente, de Cristo crucificado; por esa identificación con Cristo crucificado la palabra sale de sus labios llena de unción y se hace más creíble: “¿Y quién es aquel que te ama, y no te ama crucificado? En la cruz me buscaste, me hallaste, me curaste y libraste, y me amaste. Pues en la cruz te quiero buscar y en ella te hallo, y hallándote me curas y me libras de mí, que soy el que contradice a tu amor, en quien está mi salud… Dime ¿por qué quieres que sea pregonero tuyo y alférez que lleva la señal de tu Evangelio, y no me vistes de pies a cabeza de tu librea?” (Carta 58)

La importancia de S. Pablo en S. Juan de Ávila no está en el número de citas, sino en la imitación, en el conocimiento y en la

 

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vivencia del misterio de Cristo, hemos dicho. Toda su predicación giraba en torno a este misterio del amor de Dios a los hombres, así lo comprobamos leyendo el breve Tratado del amor de Dios: “¿Qué otra cosa nos quisiste dar a entender en aquellas palabras cuando dijiste: Con un bautismo deseo ser bautizado: cómo vivo en estrechura? Porque era tan grande el deseo que tenías de verte ya teñido en tu sangre a fuerza de dolores por nosotros, que cada hora que esto se dilataba te parecía mil años por la grandeza del amor”. (T. del A. de Dios, n.11)

En Audi filia nos dirá que no podemos acercarnos a la Palabra con “los vientos de la tierra”, ni con “los solos ingenios y estudios de los hombres”, sino “con el viento del Espíritu de Dios”, pues no viene de los hombres, sino de Dios y para entenderla, además del estudio, se necesita “el mismo Espíritu en que fue escrita”.

El Espíritu Santo que inspiró a los hagiógrafos nos ha de iluminar a nosotros para entenderla y nos ha de fortalecer para vivirla. Además, nos aconseja que debemos acercarnos a ella “con limpieza de vida”, “con buenos aparejos” y “con el socorro y exposición de los santos”; hay que “entrar en ella con mucha humildad”, pues el Señor “ciega a los elefantes soberbios”.

Toda su predicación se basa en las Sagradas Escrituras, es su fuente. La Palabra para él es Dios mismo, su amor condescendiente que se abaja y se encarna para salvarnos. Es fuerza y luz que nos hace invencibles ante el enemigo. Pide a los sacerdotes que la lean constantemente y que de ella hablen, pues la Palabra: “Es mantenimiento del ánimo, y agua con que se lave, fuego con que se caliente, arma para pelear, cama para reposar, lucerna para errar; y, finalmente, así como la Palabra de Dios increada tiene virtud de todas las cosas, así esta Palabra suya”. Conoce muy bien toda la Biblia, la cita con acierto; para comprobarlo no hace falta más que asomarse a sus escritos; se ha afirmado que si suprimimos de ellos los textos tomados de la

 

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Palabra de Dios, sus obras quedarían reducidas a meros fragmentos.

Tiene un alto concepto de este ministerio del sacerdote y quiere que todos tomemos conciencia de ello y dediquemos tiempo a la preparación, al cumplimiento y a la revisión del mismo. Y compara este oficio de predicadores a muchas cosas temporales para que nos demos cuenta de la alteza de este ministerio: “Son los predicadores comparados al mismo sol; porque, con el calor y el fuego de la Palabra de Dios, producen en las almas fruto provechoso. Y con alumbrar el entendimiento, dan conocimiento de Dios y enseñan el camino del cielo” (Tratado del sacerdocio 45). Los predicadores son “espuertas de la semilla”; “no tengáis en poco la semilla si la espuerta es vil”, dice a los seglares.

Es oficio de ángeles, pues como ellos anunciamos mensajes de Dios, y exige santidad: “Pobre de mí y de otros como yo, que tenemos el oficio de S. Juan y no tenemos su santidad”.

Es mediador como Moisés, pregonero de Jesucristo para los hombres y abogado de los hombres ante Jesucristo. Comunica la voluntad de Dios al pueblo. El concilio Vaticano II nos dice: “Lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión y lleven a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida” (VD 59)

Esta es la misión de S. Juan, un ir y venir, un estar aquí y allá, predicando, conquistando almas para Jesucristo, encendiendo a todos con el fuego del amor de Dios que arde en su corazón y que alimenta en las horas de oración.

No se separa de la enseñanza de la Iglesia en la interpretación y así nos dice que no hay otro sentido que el “propio” de la Iglesia: “Para saber si es verdad de Dios es necesario que la

 

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Iglesia me lo diga. ¿Y cómo sabré que tal paso de la sagrada Escritura quiere decir esto y esto, pues cada uno da su entendimiento y no hay cosa cierta, mirando a lo que cada uno dice, si no hubiese uno que sin errar me dijese: esto se entiende así? Quitad esto, y andaremos tan a ciegas como si no hubiese Palabra de Dios en la tierra. Pues si el entendimiento de ella queda a lo que un hombre dice, ya no es Palabra de Dios, sino palabra de hombre”. (Ser. 33)

¡Qué buen aparejo para preparar nuestras homilías, nuestras predicaciones: oración, estudio, virtudes, limpieza de vida, luz del Espíritu, interpretación de la Iglesia!

VI) Confesor y director espiritual

El oficio de predicador lo continúa en el confesionario y en la dirección espiritual. Muchos acuden a él. En su epistolario ha dejado una guía hermosa de dirección espiritual; sus cartas escritas sin corregir están dirigidas a los más diversos estamentos de la vida. En S. Juan de Ávila el Espíritu Santo había depositado una gran botica para curar a todos; el Señor le concedió gran don de consejo y gran celo. Para él el tiempo que no se empleaba en provecho de las almas era perdido; quería meter a todas las almas en las llagas de Cristo, pues decía: “las llagas de Cristo gozan de derecho de asilo”.

Con lentitud, es verdad, vamos recuperando estos dos campos de la pastoral que nuestro santo Patrono no descuidó. Cuando nos acercamos o se acercan las personas a la confesión o a la dirección espiritual la actitud es de receptividad, de escucha, y siempre con lo más interior de sí mismas en la mano, es, por tanto, un momento privilegiado para sembrar la buena semilla en sus corazones. Si esto se hace asiduamente, poco a poco podemos ir

 

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formando apóstoles, animadores de la fe y de la vida espiritual de la comunidad.

La experiencia nos enseña que tanto la confesión como el acompañamiento espiritual son actividades muy fecundas para la promoción vocacional.

Los sacerdotes debemos cuidar, debemos favorecer en nuestra pastoral estos ámbitos de la confesión y del acompañamiento espiritual. Y el primer cuidado es la práctica personal y frecuente. Benedicto XVI nos dice a los sacerdotes: “La conciencia del propio límite y la necesidad de recurrir a la misericordia divina para pedir perdón, para convertir el corazón y para ser sostenido en el camino de la santidad, son fundamentales en la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado primero la grandeza del perdón puede ser convincente anunciador y administrador de la misericordia de Dios”.

La certeza de ser amados por Dios, ayuda al hombre a reconocer el propio pecado y a introducirse progresivamente, en la dinámica de conversión del corazón, que lleva a la radical renuncia al mal y a una vida según Dios.

Todo sacerdote debe priorizar este ministerio, pues en su Ordenación ha quedado convertido en ministro de la Penitencia por la configuración ontológica a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que reconcilia a la humanidad con el Padre.

La buena celebración de este sacramento está garantizada si tenemos confesores preparados y disponibles, ellos ayudan al penitente incluso cuando “está tibio”, a “esforzarlo en la virtud y llorar con él… y decirle mucho de la misericordia de Dios, que lo ha esperado, y esto por bien y sin reñir, por amor” (Plática 5ª). Para esto “el buen confesor ha de ser leído y letrado, y como el pescador prudente, que, cuando tiene un pescadillo chico, luego lo saca con un tirón y lo echa en la cestilla; cuando viene un barbo grande, dale soga y el pescador lo saca poco a poco” (Plática 11ª). Le da pena

 

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que los ministros no tengan ciencia ni aparejo para alcanzar virtud, y advierte: “Estando las cosas como están, no es de maravillar que haya tales ministros, y así, con la soltura que viven antes que sean ordenados, con esa viven después” (Tratado del sacerdocio, 42)

Para la revitalización de la vida cristiana en la Iglesia es muy importante la confesión: “Si los fieles cayesen en manos de ministros que tuviesen arte de medicinar almas y celo de la salvación de ellas, cierto andaría el pueblo cristiano a muy diferente paso del que ahora anda” (Tratado del sacerdocio, 40). La confesión frecuente es el mejor remedio para avanzar en el camino de la santidad y el mejor remedio contra los pecados veniales.

Pide a los confesores tres cosas para administrar bien este Sacramento: ciencia como juez, prudencia como médico y bondad de vida como padre, para lo uno y lo otro, no nos debemos contentar con una sin las otras. Gran daño hacen los pastores a quienes falta celo, ciencia y santidad, pues las almas no encuentran en ellos remedio y medicina, sino que “han hallado ponzoña y muerte”. (Advertencias para el sínodo de Toledo)

Y en la Plática 5ª a los clérigos de Granada explica quince condiciones para una buena confesión: sencilla, humilde, pura (sin doblez), verdadera, frecuente, discreta, de buena voluntad y gana, vergonzosa (que se avergüence mucho), confesión entera, fuerte (decir la verdad), contrita, secreta, presta (lo más pronto que se pueda) llorosa, “aparejada a recibir la penitencia” (Diccionario de S. Juan de Ávila, Juan Esquerda Bifet).

Dirección espiritual. Son muchas las horas que dedica y muchas las personas que acuden a él buscando luz y consejo: de palabra y por escrito, gente sencilla e importante, seglares, sacerdotes, religiosos y obispos. No emplea la palabra director o dirección, sino las de guía, maestro, padre, confesor. Sea cual sea la palabra, una cosa es clara “ha de ser persona letrada y experimentada en las cosas de Dios” (Audi filia, 28); “conviene que para el regimiento de vuestra conciencia toméis por guía y padre

 

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alguna persona letrada, y experimentada, y ejercitada en las cosas de Dios, y no toméis quien no tenga uno sin otro” (Reglas de espíritu II,9).

Le pide al director que ore mucho por aquellos a quienes acompaña; que sea muy paciente, como buen padre, pero sin paternalismos, buscando solo la gloria de Dios y el bien de las almas y nunca su propio interés. Que se oriente la dirección a la madurez espiritual, sin apegos. “les enseñe a andar poco a poco y sin ayo, para que no estén siempre flojos y regalados, mas tengan algún nervio de virtud; y no se dé él tanto a otros, que pierda su recogimiento y pesebre de Dios” (Carta 1dirigida a Fr. Luis de Granada)

Todos son escuchados con respeto y afecto y a todos les señala objetivos concretos y exigentes, sin rebajas y sin respetos humanos; y les pide coherencia con su estado de vida, que pongan en práctica los medios de vida espiritual garantizados por la Iglesia: frecuencia de sacramentos, lectura espiritual, meditación-contemplación, obras de caridad, estudio, etc. Dispuestos siempre a conocer la voluntad de Dios y las mociones del Espíritu Santo con actitud de oración confiada, de sinceridad y de docilidad.

A todos invita a conocerse más y mejor, a confiar en el amor de Dios y a entregar generosamente la vida al Señor en servicio a los demás. Siempre sin apoyarse o apegarse al director: “no confiéis en el saber ni fuerza del hombre, mas en Dios, que os hablará y esforzará por medio del hombre” (Audi filia 55) “El siervo de Dios, el confesor y el predicador, no te han de ser estorbo para ser dócil al Espíritu Santo; hate de ser una escalera para que tú subas a Dios” (Ser. 27)

 

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VII) Renovador de la vida de la Iglesia

La Iglesia siempre está necesitada de reforma, de renovación, pero especialmente en el momento histórico en que vive S. Juan. Él ve que la figura de la Iglesia está des-figurada por el pecado de sus hijos, hay que reformar el estado clerical y la vida cristiana de los fieles.

Le preocupa hondamente la verdadera renovación de la Iglesia, y en casi todos sus escritos aparece el deseo y las indicaciones para ello, pero son dos en los que explícitamente trata el tema: Memoriales al concilio de Trento y las Advertencias al concilio de Toledo; uno y otro nos señalan hacia donde apunta él.

Los hombres de Dios, los santos, saben por dónde ha de comenzar esa reforma, cuál es la raíz: tener un clero culto y santo, santo y culto. Para él los males de la Iglesia se deben a la falta de vida evangélica de los pastores; es fuerte al afirmar en el escrito al concilio de Toledo: “Y es justa permisión que, pues han dejado la santidad, por la cual fueron amados y reverenciados y obedecidos como padres y pastores verdaderos, les haya permitido el Señor venir a dar en majestad y vanidad de mundana pompa por ser tenidos como lobos y tiranos”.

Esto no se consigue con leyes y disposiciones solamente, hay que instaurar la reforma en el corazón de las personas, en la transformación interior, de ahí nacerá todo. Hace falta una reforma pastoral y espiritual de los obispos, sacerdotes y seglares.

En cuanto a los obispos, se necesita la residencia estable, el ejercicio de los ministerios, en especial la predicación y vida pastoral y una vida evangélica.

Respecto al clero, renovación de las catedrales, buena práctica de la predicación y de la confesión, celebración eucarística, sacramentos, misiones populares, institución de los seminarios y formación permanente.

 

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Coincide con el pensamiento de la Iglesia, en la reforma del clero: “Conociendo muy bien el santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal” (Vaticano II, OT Proemio)

Un texto, escrito con libertad de santo, referente al concilio de Toledo y dirigido a su presidente, D. Cristóbal de Rojas, obispo de Córdoba, nos muestra su preocupación reformadora: “Ahora he oído decir que ese santo concilio se acaba presto, y he temido no sea causa de ello el poco gusto que se toma de entender en los negocios de Dios y el mucho de ir a descansar a sus casas: porque, estando las cosas tan fuera de sus quicios como por nuestros pecados están y habiendo tan mucho tiempo que en remedio de ellas no se ha entendido, no sé cómo en tiempo tan breve se pueden hacer muchas cosas y dificultosas”.

En los escritos avilistas, la renovación sacerdotal se concreta mucho en la vida de pobreza, pues esta virtud es clave para vivir las demás virtudes, principalmente, la fraternidad sacerdotal y la disponibilidad misionera. El Maestro era un ejemplo. Su gran fecundidad apostólica era debida a su vida evangélica: “En cruz murió el Señor por las ánimas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas; y así, quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para los parir” (Ser. 81)

Si no hay vida de pobreza, los sacerdotes no sabrán ser “padres de los pobres”. “Bienaventurados eran aquellos tiempos de la Iglesia, cuando no había en la Iglesia cosa temporal que buscar, mas adversidades y angustias que sufrir; y aquel solo entraba en ellas que por amor del Crucificado se ofrecía a padecer estos males

 

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presentes, con cierta esperanza de reinar con Él en el cielo” (Memorial I,7)

Idea clave en la mente del Maestro Ávila es que cada sacerdote está llamado a vivir de los sentimientos de Cristo. Siempre conscientes, en palabras del beato Juan Pablo II, que “el ejemplo de vida es la lección que mejor pueden dar los sacerdotes”.

Esta renovación de vida del clero viene para S. Juan: - Del amor apasionado por Cristo; - Del amor a la Iglesia, “los sacerdotes son los ojos de la Iglesia y miran con los ojos de la Iglesia”; - De la elección y formación de los ministros (perfecta sintonía con Vaticano II).

La preocupación por la formación del clero responde a sus anhelos reformadores y renovadores de la Iglesia. No eran pocos los que accedían al sacerdocio, no para tener por herencia al Señor, sino para tener las herencias del Señor.

Para los seglares, en sintonía con nuestro Plan Diocesano “En Cristo no nos puede faltar la esperanza”, pide cooperación en todos los ámbitos pastorales, especialmente por medio de las cofradías, (en nuestra Diócesis hoy: movimientos y asociaciones), educación de la juventud, catequesis, etc. Que se publiquen buenos libros; que no se descuide la atención a los enfermos, a los pobres y que sean respetados los derechos de los campesinos.

Elevar la formación del clero y de los seglares es fundamental para la reforma que quiere el Maestro Ávila. Para ello funda los colegios, la universidad de Baeza, convictorios, escuelas para infancia y juventud, centros para preparar a los catequistas, escuelas nocturnas para campesinos.

Para terminar os propongo, brevemente, otros dos amores del Patrono del clero español, que nosotros podemos y debemos tener hoy.

 

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VIII) Amor a la Iglesia

La Iglesia para S. Juan es el misterio del amor salvador de Dios a los hombres, por eso su eclesiología se puede resumir así: el misterio de la Iglesia es la prolongación del misterio de Jesucristo. De aquí que su amor a la Iglesia, en línea paulina, brota de su gran amor a Jesucristo, su Esposo.

Su doctrina sobre la Iglesia no la encontraremos sistematizada. Pero aparece con claridad meridiana la fuente de la que brotan su amor y sus enseñanzas sobre la Iglesia: de su amor a Jesucristo y de que la Iglesia es su Esposa, su Cuerpo.

Por ser Esposa la Iglesia es misterio; misterio del amor de Cristo nacido de su costado abierto, y misterio de amor de Cristo volcado a los hombres; la Iglesia existe para los hombre y por los hombres; no tiene otra razón de ser.

Por ser Cuerpo de Cristo es comunión: comunión con Cristo y comunión entre nosotros. Todos unidos a la Cabeza, participando de la vida divina: “Nos dio Dios por remedio a Jesucristo, su Hijo bendito, y no como quiera, mas nos lo dio por Cabeza, cuyo cuerpo fuésemos nosotros, con lo cual quedamos, sin comparación, muy honrados y agradables a Dios” (Ser. 52). Unidos entre nosotros, viviendo la caridad fraterna: “¿Qué tanto os parece que querrá un amador de Cristo a sus prójimos, viéndoles que son Cuerpo Místico de Él, y que ha dicho el mismo Señor, por su boca, que el bien o el mal que al prójimo se hiciese, el Señor lo recibe como hecho a sí mismo?” (Audi filia 93) El Señor nos está diciendo: “mira que es mi hermano, que es miembro mío, que es yo”.

De este amor a la Iglesia nace la misión: la entrega de su vida a su servicio, los sacrificios y las incansables actividades reformadoras, para que sea santa y responda con fidelidad a su misión en las personas y en las estructuras: el miembro de la Iglesia “vestiduras de bodas ha de llevar, y de hijo, no de esclavo o jornalero” (Ser. 21).

 

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Con frecuencia remite a la Iglesia de los primeros tiempos como modelo de comunión y de obediencia a los apóstoles.

No habla de Iglesia misterio, comunión y misión, pero vive y ama a la Iglesia que es misterio del amor de Jesucristo, casa de hermanos y mensajera y portadora de salvación para todos los hombres.

En la Iglesia, para el Maestro Ávila, debe haber una estrecha relación de los sacerdotes con el propio Obispo y de los sacerdotes entre sí, han de formar una verdadera familia: “Y pues, prelados con clérigos son como padres con hijos, y no señores con esclavos, prevéase el Papa y los demás en criar a los clérigos como hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir; y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros” (Memorial I)

El Concilio en PO 8 afirma que el presbiterio es una “fraternidad sacramental”, exigida por el sacramento del Orden y, al mismo tiempo, es un signo eficaz de evangelización. A este respecto S. Juan de Ávila escribe: “Y, si cabeza y miembros nos juntamos a una en Dios, seremos tan poderosos, que venceremos al demonio en nosotros y libraremos al pueblo de sus pecados, porque hizo Dios tan poderoso al estado eclesiástico, que, si es el que debe, influye en el pueblo toda virtud, como el cielo influye en la tierra”. (Plática 1)

¿Cómo cuidaremos en nuestro presbiterio de Coria-Cáceres la vida fraternal? ¿Acudimos a los escritos donde se expresa la fraternidad sacerdotal?

 

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IX) Amor a María

Conocidísima es su expresión: “¿No le tenéis devoción? Harto mal tenéis; harto bien os falta; más querría estar sin pellejo que sin devoción a María” (Ser. 63).

Tiene muy claro qué es tener verdadera devoción a la Virgen: “¿Pensáis que es ser devotos de la Virgen, cuando nombran a María, quitaros el bonete no más? Más hondas raíces ha de tener su devoción”. Y termina en este mismo sermón: “Quererla bien y no imitarla, poco aprovecha”.

Y nosotros tenemos claro que no hay amor a la Virgen sin práctica piadosa dedicada a ella.

Son muchos los sermones sobre la Virgen María, los prepara con dedicación y amor y los predica con ardor. Todos los misterios de María son para él objeto de contemplación y predicación, con una peculiaridad, que son meditados y expuestos desde la vivencia de María, desde su Corazón. Este vivirlos desde el corazón convierte a María en modelo y ayuda para vivir nosotros el misterio cristiano; la convierte en figura de la Iglesia.

María todo lo vive desde el “Hágase en mí según tu Palabra”, desde su condición de Madre de Dios, y lo es, en pensamiento de S. Agustín: Antes en el corazón por la fe, que en sus entrañas por la concepción.

En vertiente eucarística tiene unas reflexiones dignas de ser recordadas. La misión de María es traernos y darnos a Jesucristo; ahora ella nos invita a acercarnos a Jesucristo en la Eucaristía. Y en la Eucaristía, de alguna manera, nos encontramos con ella: “Venid y comed el pan que yo concebí en mis entrañas, y del pan que yo parí”, nos dice (Ser. 12) “Ella es la que nos lo guisó, y por ser ella la guisadora se le pega más sabor al manjar” (Ser. 41)

Desde esta relación eucarístico-mariana considera al sacerdote semejante a María: “Mirémonos, padres, de pies a

 

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cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre. Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración… ¿Por qué los sacerdotes no son santos, pues es lugar donde Dios viene glorioso, inmortal, inefable, como no vino en los otros lugares? (Belén, pesebre, cruz, sepulcro)”.

Uno de sus sermones (Ser. 69), con motivo de la Asunción de María, termina con esta oración:

“¡Oh bendita, que hallaste gracia engendradora de la vida! Madre de la salud, humildemente te suplicamos que por ti nos reciba el que por ti fue dado a nosotros. Tu humildad, agradable a Dios, nos alcance perdón de nuestra soberbia; tu copiosa caridad cobije la muchedumbre de nuestros pecados, y tu gloriosa fecundidad, nos haga a nosotros fecundos de merecimientos. Señora nuestra, medianera nuestra, reconcílianos con tu Hijo bendito, alcánzanos de Él gracia para que, salidos de este destierro, nos lleve donde gocemos de su santísima gloria”.

Para mí la figura de San Juan de Ávila está muy unida a los Operarios Diocesanos, de los cuales he recibido muchas enseñanzas como parte importante de mi formación sacerdotal. Los Operarios trabajan en nuestro Seminario, ellos promueven como nadie la doctrina y la santidad del Maestro y quiero agradecerles todo lo que hacen por las vocaciones sacerdotales al estilo de San Juan de Ávila.

 

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Poned como intercesor al Doctor San Juan de Ávila, que Benedicto XVI proclamara el día 7 de octubre os muestre a todos, al concluir esta carta con una oración – petición, como un acto de confianza en el Corazón de Cristo.

Corazón de Jesús, Buen Pastor, manda a los sacerdotes mayores la alegría de la perseverancia, a los sacerdotes enfermos la identificación con la voluntad del Señor, a los que llevan el peso de la jornada la esperanza de la fraternidad, a los sacerdotes que empiezan, el ardor de la caridad pastoral. Concédenos santas vocaciones para que nuestro Seminario, sea semillero de esperanza, formados como “portadores de Dios”, para la Nueva Evangelización, Amén.

Cáceres, a 21 de junio de 2012

V Aniversario de mi elección como Obispo de Coria-Cáceres.

Os bendigo con afecto + Francisco Cerro Chaves Obispo de Coria-Cáceres