relato 2015

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XIII certamen de relato corto Rozasjoven premiados edición 2015

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Publicación anual con los ganadores del certamen de relato corto organizado por la Concejalía de Juventud del Ayuntamiento de las Rozas

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Page 1: Relato 2015

XIII certamen de relato corto

Rozas joven

p r e m i a d o se d i c i ó n 2 0 1 5

Page 2: Relato 2015
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MEJOR RELATO

Autor: Jaime Barbosa LassoObra: La Bala 91

MEJOR RELATO DE AUTOR LOCAL

Autor: Alberto Bascones GutiérrezObra: Standby

MEJOR RELATO DE AUTOR DE 14 A 16 AÑOS

Autor: Blanca Mejía JaraObra: Efímero

PREMIO ROZASJOVEN

Autor: Marta Junquera RamírezObra: Y si...

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Autor: Jaime Barbosa LassoObra: La Bala 91

Noventa. Noventa familias rotas. Noventa almas liberadas. Noventa niños preguntándose por qué sus padres no regresan. Noventa. Noventa balas cortando el aire. Noventa lágrimas derramadas. Noventa vidas.

Y sin embargo ahí estaba, agazapado en la maleza, dudando. Mi víctima número noventa y uno saldría de su tienda en cuestión de segundos y yo aún no tenía claro si sería capaz de apretar el gatillo una vez más. A mi cabeza venían nítidos recuerdos de la última semana, pues todo se reducía a eso, a mi última, o quizá primera, semana de vida. Nunca me había hallado en este estado. Nunca había vacilado al tener que eliminar a un objetivo. Siempre certero, in-falible. Claro que nunca había tenido una vida ninguna de esas caras anónimas. Nunca había habido una familia, un sentimiento, ni siquiera un nombre.

Nací en 1920, en un pequeño pueblo situado cerca de la ciudad rusa de Magnitogorsk.

Mi vida como francotirador comenzó a la temprana edad de 12 años, cuando mi padre me llevó por primera vez a presenciar una cacería. Yo, que a escondidas había estado practicando con su escopeta y unas botellas, ya tenía algo de experiencia en eso de las armas de fuego así que, sin que nadie se diera cuenta, cogí una de las que mi padre había traído de repuesto y le acerté a un conejo en la cabeza con el primer tiro. Tal fue la sorpresa de todos los presentes al darse cuenta de que el responsable de semejante genialidad había sido yo.

A los 19 años (justo en el año en que estalló la Segunda Guerra Mundial) me alisté en la ma-rina rusa y a los 22 ya destacaba notablemente en todos los campos, sobre todo en el de tiro lejano.

Así estaba la situación cuando me destinaron a Stalingrado, con la misión de ejercer aquello que se me daba tan bien y acabar con la vida de tantos soldados y oficiales alemanes como pudiera. Ascendí rápido y pronto fui conocido, tanto entre mis compañeros como por los soldados alemanes.

Siempre trabajé en solitario. Me decían un objetivo y yo acababa con él, así era mi día a día en la guerra. Así había sido hasta la semana pasada cuando Burkhard Hendrich fue el primer hombre alemán que me dio problemas. Por alguna razón me esperaba y, antes de que pudiera mimetizarme en los alrededores de su campamento, me disparó en el hombro. Me desperté

Mejor relato

XIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2015

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en una cama, con el hombro vendado y la bala fuera de mi cuerpo.

Reconocí el lugar como una tienda alemana aunque no tenía ni idea de qué hacía allí.

Fue entonces cuando entró mi objetivo en la habitación y, sin decirme nada, me cambió el vendaje. Él sabía quién era yo y por qué estaba allí y, sin embargo, me estaba curando.

Burkhard Hendrich sabía hablar ruso, aunque tenía un acento horrible. Me habló de su familia, de su perro, de su casa en Alemania y, por primera vez, me di cuenta de que esos noventa objetivos que había eliminado tenían una vida. Que eran personas con esposa e hijos. Por esta razón hui. Salí del campamento alemán a escondidas y me escondí en el bosque.Eso fue ayer. Esta mañana cogí el rifle (que el soldado alemán no me había quitado) y una pistola que llevo siempre para los disparos a corta distancia y me dispuse a eliminar a mi obje-tivo tal como había hecho noventa veces desde que me llamaran a Stalingrado.

Llevo tumbado en el suelo, oculto entre la maleza, más de ocho horas, aunque eso para mí no es un problema. El principal problema es que esta noche, y por primera vez desde que vine a la guerra, he soñado con todas y cada una de las personas a las que he asesinado. He imagi-nado cómo serían sus casas y sus hijos, a qué se dedicarían si no hubiesen venido a esta con-denada masacre.

Pero ahora se decide todo. Acaba de salir Burkhard Hendrich de la tienda y está en mi punto de mira. Tengo el dedo sobre el gatillo y la vida de ese hombre en mis manos.

Tomo aire, como tantas veces he hecho. Saco la pistola, y con su metálico sabor en mi boca digo adiós a Rusia. Adiós a la guerra. Adiós a la vida.

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La Bala 91 Jaime Barbosa Lasso

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Autor: Alberto Bascones GutiérrezObra: Standby

Aquella madrugada, a Sibelio le despertó un rumor inquieto en las calles cuando el reloj digital de su mesilla le marcaba que todavía tenía tiempo para volver a dormirse. Sin embargo el ruido, que provenía cada vez de más sitios —el balcón, la pared del vecino, la puerta de su piso— se iba haciendo cada vez más fuerte a medida que se rotaban los dígitos rojos en el minutero sexagesimal, hasta que lo que comenzó siendo un murmullo urbano acabó tornán-dose en una sinfonía ubicua de insultos y blasfemias, y gritos en el cielo que no entendían de tabiques ni de amaneceres precoces.

Finalmente se desenredó de las sábanas y se asomó a la calle por la ventana de su habitación, desde la cual ya se veían los primeros desamparados que se tiraban psicóticamente de los pijamas mientras miraban calle arriba y calle abajo. Una chica, vecina suya, se había echado a llorar de rodillas en medio de la calzada como invadida por un fulgor de romanticismo con-temporáneo. Cerró la ventana preguntándose si acaso no sería todo aquello un sueño, y di-rectamente se dirigió al salón para encender el televisor. No le dio tiempo a buscar el mando a distancia cuando se enteró, a través de un telediario de aspecto algo anticuado, de la noticia que parecía superar la entereza de sus dos presentadores: se había caído Internet.

Según fuentes del gobierno, el fallo había sido a nivel global, debido probablemente a una sobrecarga de los servidores, y se temía que la avería fuera irreversible. Se había decretado el estado de excepción, con la bolsa cerrada —para evitar la mayor caída de los mercados bursátiles de la historia— y la administración paralizada. Al parecer se había desplegado al ejército en puntos estratégicos de las principales ciudades, por lo que el sudoroso presentador instaba a la población a permanecer en sus casas.

Cuando los informantes hubieron vuelto a leer el mismo texto por tercera o cuarta vez, acompañando su voz con un salteado de imágenes de archivo de computadoras del tamaño de tractores y módems chirriantes —a modo de in memoriam tecnológico—, Sibelio apagó el televisor y se sentó un rato en el sofá, abatido por el instinto natural de la incredulidad.

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Cuando terminó de repasar mentalmente todos los aspectos de su vida cotidiana, de su trabajo, de sus obligaciones, que dependían directamente de la red, se quedó unos segundos muy quieto, procurando no pensar en exceso. Luego se levantó rápido, se lavó los dientes malamente y, poniéndose una gabardina encima del pijama, salió a la calle.

Enfrente del portal, a dos Zancadas, se encontraba su vecina, todavía lejos de poder contener sus espasmos de hipos y lágrimas, empapándose con el calabobos que empezaba a caer. Pasó a su lado y se dirigió hacia el barrio alto. Dos portales calle arriba había un hombre de unos treinta años que no hacía más que repetir «¿y ahora qué?, ¿y ahora qué?», al ritmo del tem-blor de sus manos, y justo enfrente de él, al otro lado de la calle, una mujer de edad ambigua se afanaba en buscar cobertura levantando la mano que agarraba el móvil dos palmos por encima de su cabeza.

Los primeros rayos de sol se habían atrevido a salir, arrastrando el azul en el cielo de horizon-te a horizonte. Con la luz, los estragos del apagón se hicieron más evidentes. La gente que no estaba tirada en alguna acera o esquina estaba asomada a su balcón, como topos asustados, observando en silencio con la mirada vidriosa. Otros, más inquietos, habían empezado a lan-zar el mobiliario por la ventana. Cada veinte o treinta segundos se oía el estruendo de un sofá que había caído desde un quinto, o de una vajilla que se había hecho añicos tras ser lanzada, plato por plato, taza por taza, a bocajarro desde un primero.

Dobló la esquina de la churrería —que aprovechaba el revuelo callejero para hacer caja ven-diendo chocolate caliente con porras— y vio cómo unas pequeñas muchedumbres empeza-ban ya a aglomerarse a la puerta de las sucursales de los bancos, aporreando la entrada, gritan-do que les devolvieran su dinero, como si sus ahorros estuvieran guardados en la caja fuerte; como si sus ahorros estuvieran en alguna parte. Uno de ellos, un hombre de unos cuarenta años que agarraba a su hijo pequeño de la mano, cansado de aporrear el cristal agrietado del escaparate de su caja de ahorros, se dirigió a Sibelio aprovechando que pasaba en ese momen-to cerca del gentío. Entonces, sacando un cuchillo de cocina de las dobleces de su abrigo se lo colocó en el abdomen y le dijo que le diera todo lo que tuviera de valor. Sibelio rebuscó en los bolsillos de su gabardina y le dio todo lo que encontró: un paquete de clínex a medias, su teléfono móvil y un billete de avión para Nueva Delhi.

—Embarque al chico —le dijo—. El vuelo sale a las doce.

Siguió andando un rato más calle arriba hasta que llegó a las lindes de la ciudad, donde las casas rompían los esquemas urbanos y se desparramaban por los campos aprovechando el terreno y buscando el sol. Se paró frente a una casita de dos pisos cuya pintura descascarillada se rendía al avance de la hiedra, y se paró un segundo a escuchar la lejanía de las sirenas de la ciudad. Abrió la verja de la entrada y, tras atravesar el jardín asilvestrado de malas hierbas dobladas por el peso del rocío, llamó al timbre.

Tardó en abrir la puerta Ana, con el pelo completamente revuelto y la marca del colchón en la cara.

— ¿Sibe...? ¿Qué haces aquí? ¿No te trasladaban hoy a la India?

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Standby Alberto Bascones Gutiérrez

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—¿No te has enterado?

—¿Enterarme de qué?

—Nada —respondió—. De que me han robado el billete.

—Seguro que lo has perdido —dijo Ana antes de bostezar—. Pues llama a la compañía.

—También me han robado el teléfono.

—Lo que te han robado es la cabeza.

—¿Me invitas a desayunar?

—Claro, pasa.

Sibelio se secó los pies en felpudo y dejó la gabardina mojada en el perchero que estaba de-bajo del reloj. Cuando Ana vio la hora se extrañó.

—¿Tu vuelo no salía a mediodía? ¿Desde cuándo madrugas tanto?

—Pues ya ves. Pero cierra bien la puerta.

Standby Alberto Bascones Gutiérrez

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Autor: Blanca Mejía JaraObra: Efímero

Cuando despierto, lo primero que siento es el dolor. La chispa ardiente se extiende desde el dedo pequeño del pie hasta la punta de mis cabellos, húmedos de sudor. Un gemido escapa de mi boca entreabierta y, al instante, miles de batas blancas se abalanzan sobre mí. Intento escapar pero un dolor punzante recorre mi columna vertebral en un golpe silencioso y certero que me deja sin respiración. Consigo girar los ojos hacia abajo con un esfuerzo colosal; estoy sujeta a una cama tan blanca que me hiere la vista, mi cuerpo está oculto tras una gruesa capa de vendas que desprenden un extraño olor, mezcla de sudor y medicamentos. El miedo se apodera de mí, noto el corazón desbocado como el batir de alas de un diminuto colibrí. Una máquina situada cerca de mí empieza a pitar, molestándome en los oídos y producién-dome más ansiedad. Entonces su voz detiene todos mis sentidos.

—Tranquila cielo, todo va bien.

Su voz suena rota y débil pero la reconocería siempre. Es mi madre y está aquí, a mi lado.

—Mamá… —me asusta mi voz. Suena ronca y me recuerda horriblemente a la voz de mi vecino, destrozada por tantos años fumando. —Tranquila.

Esta vez consigo respirar bien de nuevo, aunque mis doloridos pulmones sufren cada nueva inhalación de este aire tan cargado.

Mejor relato de autor de 14 a 16 años

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Unas manos, enguantadas y frías, sujetan mi brazo y noto que voy a perder el control.

La voz de mi madre vuelve a inundar mis oídos como si supiera siempre cuando estoy asus-tada.

—Los médicos van a quitarte el dolor. No tengas miedo.

Analizo lentamente cada una de sus palabras, abrumada, y una aguja se clava en mi carne sin que pudiera haberlo advertido antes.

No tengo tiempo de gemir porque un escalofrío recorre mi cuerpo al instante, luego solo un suspiro de alivio.

Mi madre también suspira al ver que dejo de sufrir.

Cierro los ojos. Siento la cabeza embotada por el sedante y el dolor ha pasado a un esperanza-dor segundo plano.

Cuando ya creo que voy a poder descansar mi cuerpo unos minutos, el recuerdo me llena mi mente. Es tan claro como si lo estuviera viviendo ahora mismo.

Vuelvo a sentir esa profunda tristeza en mi corazón y asisto impotente a los últimos minutos que he vivido.

Corría por las calles desiertas. La furia que sentía se había tornado en una pena tan profunda que no oía ni veía nada a mi alrededor.

Me sentía avanzando por un túnel negro que ya no tenía salida. Era de noche y pocas perso-nas se encontraban todavía en las frías calles.

Solo algún gato callejero observó mi inútil carrera hacia la nada pero yo hice caso omiso.

Me habían roto el corazón en trozos tan diminutos que jamás volvería a poder reunirlos de nuevo.

Ya no sentía las lágrimas rozando mis mejillas ni el frío arañando mi piel. No sentía nada. Por eso cuando crucé la carretera, embarrada, no vi las luces del automóvil ni la horrorizada cara del conductor que había comprendido que era demasiado tarde para frenar.

Una imponente oscuridad me devolvió al presente.

Mi cerebro se iluminó en ese instante y comprendí lo que estaba pasando.

Estoy en el hospital y los médicos están luchando por mi vida pero sus caras apenadas y las lágrimas silenciosas que mi madre intenta ocultar me desvelan la realidad.

Nunca he tenido miedo a la muerte quizás porque nunca he pensado demasiado en ella.

Efímero Blanca Mejía Jara

Mejor relato de autor de 14 a 16 años

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Pero sé la verdad con la que nacemos y que solo estamos de paso en este mundo.

Lo descubrí cuando mi abuela nos dejó.

Yo aún era pequeña y no entendía por qué ella ya no iba a poder abrazarme más.

Lloré los primeros días, sin entender del todo su ausencia pero, como cualquier otro niño, pronto mi pena fue sustituida por juegos y risas.

Sin embargo, cuando crecí, fui comprendiendo ciertos aspectos de la vida que hasta aquel momento ignoraba.

Veía las noticias y de pronto entendía las tragedias que ocurrían en el mundo y me sentía extrañamente infeliz.

Le preguntaba a mi madre por qué me sentía así y ella respondía:

—Tú te sientes así porque tu corazón es enorme, mi cielo.

Entonces me hacía cosquillas en la tripa y yo me reía lanzando unas carcajadas tan ruidosas que mamá tenía que hacerme callar.

Mientras pienso en mis recuerdos, pequeñas lágrimas nacen en mis ojos y cuando llegan a mis labios secos, las noto dulces y comprendo que son lágrimas de felicidad.

Mi mente me regala nuevos recuerdos y las imágenes que se agolpan ahora ante mis ojos de vidrio me hacen enternecer: es mi abuela.

Vuelvo a ver su pelo blanco surcado de profundos rizos de blanca nube, sus preciosos ojos verdes ocultos tras infinitas telarañas de delicadas arrugas, su sonrisa desdentada y dulce. As-piro su aroma, el perfume impregnado en su cuello que tanto me gustaba, la laca que suje-taba su pelo.

La veo sentada en su mecedora, coge sus pequeñas lentes para leer y abre un cuento y la niña acurrucada en su regazo espera impaciente el sonido de su voz.

Ahora está arropando a la niña que bosteza de sueño. Se arrodilla ante su cama y acaricia el pelo de la pequeña con ternura y, juntas, cantan una vieja nana hasta que la niña se queda dormida.

Entonces se levanta despacio y cierra la puerta de la habitación sin hacer ruido.

De repente su voz aparece en mis oídos, algo ronca pero llena de dulzura y cariño.

—¿Qué ocurre, querida? , ¿por qué lloras? Las niñas bonitas no deben llorar.

—Es que... yo… yo… —llorando, la niña se sube la manga de la blusa y le enseña su codo magullado.

Efímero Blanca Mejía Jara

Mejor relato de autor de 14 a 16 años

XIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2015

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Mejor relato de autor de 14 a 16 años

XIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2015

Efímero Blanca Mejía Jara

—No llores más, que la abuelita te va a curar.

Coge a la niña en brazos y le susurra una canción al oído y la pequeña se ríe.

Todavía oigo esa risa pura y cristalina resonando en las paredes de la habitación del hospital.

Abro los ojos y encuentro una sonrisa en mi rostro dolorido.

El corazón me late de nuevo muy deprisa, los médicos corren hacía mí, presionan mi pecho, masajean mi cuerpo, me inyectan medicinas que esta vez no me alivian.

Intentan desesperadamente retenerme, luchando por una vida frágil y joven pero ya no pueden hacer nada.

Mi destino ya está escrito.

Veo sus hermosas letras refulgir en las paredes de mi efímera estancia.

Giro pesadamente la cabeza hacia la figura borrosa de mi madre. Está destrozada. No quiero que sufra.

Arrastro mi mano hacia ella, coge la mía y la aprieta muy fuerte, en un intento desesperado de retenerme aquí.

La calidez de su mano me tranquiliza. Cierro los ojos, mi expresión es serena.

Espero, paciente, tranquila, feliz.

Los sonidos del exterior dejan de oírse en mi cabeza. La luz se hace tenue bajo mis párpados cerrados. Aspiro lentamente mi último aliento y el corazón se detiene para siempre.

El ensordecedor pitido de una máquina desgarra el silencio cargado de emociones.

La mujer junto a la cama llora, impotente y los médicos se miran unos a otros con tristeza.

Yo ya estoy muy lejos de allí.

Me siento ligera, de aire. Abro los ojos y al ver lo que hay a mi alrededor, sonrío y esa sonrisa queda congelada en mi rostro de humo, para siempre.

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Premio Rozasjoven

XIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2015

Autor: Marta Junquera RamírezObra: Y si...

Y si...

El café bajaba presuroso calentando mi garganta a su paso. Estaba bebiendo más rápido de lo nor-mal, pero necesitaba estar entretenida con algo. Estaba nerviosa. Me miré las uñas y me las mordí con saña sin ser consciente de ello.

Yo que nunca me mordía las uñas. Yo que nunca tenía citas.

—No es una cita —recordó una voz en mi mente. Mi pepito grillo personal que no era otra que yo misma.

Ojeé el reloj inquieta, ¿y si él no se presentaba?, ¿y si se presentaba y era una decepción?, ¿y si esto era inapropiado? Y si, y si, y si. Dos palabras que estaban retumbando en mi cerebro, juraría que casi podía oír el eco que hacían al rebotar contra las paredes de mi cráneo.

Me reprendí a mí misma. No tenía sentido estar nerviosa. En el fondo y para mi desgracia eso no era una cita. Era una reunión de trabajo en un café, algo muy normal y común en la sociedad de hoy en día.

Sin quererlo recordé aquel día no tan lejano en clase, en el que Lucas, aquel pequeño niño ino-cente me preguntó:

—Profesora, ¿y usted tiene príncipe azul?

Toda la clase se quedó en silencio y sentí el peso de las miradas de aquellas veinte almas recién nacidas.

—No Lucas, no tengo —respondí lo más calmada posible.

Me tensé al recordar que una vez había vivido lo que yo creía que era un cuento de hadas, y que había terminado de la peor de las formas posibles: un divorcio que me había llevado por el cami-no de la amargura.

—Mi papá tampoco tiene princesa azul —añadió el niño en voz baja.

Se me encogió el estómago. Conocía la historia de Lucas, para su madre el cuento terminó hace dos años, cuando una enfermedad se la había llevado.

Desde entonces él era otro niño.

Sacudí la cabeza y volví a la realidad. Di otro sorbo a mi café que ahora sabía más amargo que unos minutos atrás.

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Levanté la mirada cuando noté el frío que indicaba que la puerta había sido abierta y fue cuando le vi, sonriendo ampliamente al acercarse a mí.

—¿Qué tal, Clara? —Su voz varonil hizo que sintiera un pequeño tirón en la base del estómago.

Me levanté y le saludé formalmente.

—Muy Bien Mario —le estreché la mano educadamente rogando por no haberme sonrojado.

Tomé asiento y observé que él hizo lo mismo. Ordenó un café acompañado de un croissant y se volvió hacia mí.

Nuestras miradas se enredaron al instante y recordé que caminaba por arenas movedizas.

—¿Cómo estás? —Volvió a preguntar.

Me perdí en sus ojos azules, hasta que fui interrumpida por el camarero que depositaba la comanda.

Aparté la vista en cuanto vi su sonrisa. Era demasiado para mí, demasiado para una mujer divor-ciada como yo.

«Es el padre de Lucas. Está aquí por él»

—Lucas ha mejorado las notas este trimestre —empecé atropelladamente. Era mejor que sol-tara lo que tenía que soltar y me fuera, pero su risa cesó mi habla.

Era la primera vez que le oía reírse y no estaba preparada para el patadón que sentí en las tripas. Nunca había experimentado una sensación semejante.

Le miré lo más seria que pude intentado que no se notara la vorágine que tenía lugar en mi ca-beza y en mi corazón. Por supuesto que nunca le había escuchado reírse. Nuestras conversaciones habían empezado por email, cuando me escribió para notificarme la ausencia de su hijo un par de meses atrás. La mayor parte del tiempo hablábamos de Lucas, pero las últimas veces había surgido algo más, siempre bajo los límites que yo marcaba.

—Siempre cambias de tema —comentó alegremente.

—No cambio de tema—corté tajante—. Simplemente estamos aquí para hablar de Lucas.

—Si simplemente estuviéramos aquí para charlar sobre mi hijo, estaríamos ahora mismo en tu aula de tutorías, como el resto de padres —recordó bajando la voz.

Me sonrojé al instante. Pude sentir el calor arder en mis mejillas.

—Si esa es la impresión que tienes, mejor me marcho —me revolví incómoda en el asiento y puse la cartera sobre la mesa.

—Perdona Clara —posó su mano sobre la mía—. No pretendía sonar prepotente. Lo siento. He olvidado esto de las citas —añadió despreocupado.

Y si... Marta Junquera Ramírez

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Abrí la boca varias veces para contestar al hombre que me observaba preocupado y no encontré las palabras.

—Ya sé que Lucas ha mejorado sus notas. Como también que ha sido gracias a ti —juraría que cuando dijo esto último pude ver un atisbo de admiración adornando su mirada.

—Díselo a los padres de Claudia, que ayer tuve una pequeña bronca porque su niña ha suspen-dido lengua.

—Gracias —la palabra flotó en el aire unos segundos.

Me dio un apretón en la mano que fue correspondido con una sonrisa.

—Sin tu ayuda, Lucas no habría seguido adelante.

Desde que conocí la noticia de la muerte de la madre de Lucas, el niño y yo habíamos compartido muchas historias. Intenté ayudarle en la transición tan dolorosa que estaba viviendo, para hacerle el cambio algo más fácil.

—Cuando me divorcié encontré la ayuda que necesitaba en los libros, solía perderme en sus páginas durante horas. Vagaba por las historias como un personaje más, experimentando sus alegrías y sus miedos, sumida en otro mundo durante unas horas. Un mundo donde estaba en paz y armonía conmigo misma. Por eso decidí regalarle estos momentos a Lucas también.

Supe por la mirada atónita que Mario me dedicaba que había dicho todo eso en voz alta.

—Me gusta hablar contigo —dijo él buscando algo en su teléfono—. Estos mensajes —añadió enseñándome la pantalla de su móvil—. Estos mensajes me alegran el día.

Esa confesión me pillo totalmente desprevenida, por eso se escapó de mis labios apretados un:

—A mí también.

Mario se levantó y pagó la cuenta. La despedida sin duda sería la prueba de fuego, podríamos caer hacia un lado u otro ¿Y si caíamos en el lado erróneo?

El frío invernal de las calles de Madrid me azotó violentamente la cara, me contraje dentro del abrigo y me froté las manos.

La congelación pasó a un segundo plano en cuanto sentí como posaba su mano en mi cintura.

—Clara, ¿y si cenas conmigo? —Inquirió acercando su rostro al mío.

Pese a todo parecía que caer en un lado u en otro iba a depender de mí. Tenía muchas dudas, y muchos sentimientos encontrados sobre lo moralmente correcto, y sobre la persona que era ahora mismo, pero lo cierto es que nunca me había notado tan viva.

—Mario, y si...

Y si... Marta Junquera Ramírez

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