ramón cortez - la maldición del tlatoani

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Ramón Cortez

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© Ramón Cortez© Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza© Secretaría de Cultura de Coahuila

Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada Corrección: Alejandro Beltrán

Saltillo, 2014

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Lic. Rubén I. Moreira ValdezGobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza

Lic. Ana Sofía García CamilSecretaria de Cultura de Coahuila

Lic. Carlos Flores RevueltaDirector de Actividades Artísticas y Culturales

Lic. Juan Salvador Álvarez de la FuenteSubdirector de Literatura y Ediciones

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Y se vino a aparecer una como grande llama. Cuando anocheció llovía, era cual rocío la lluvia. En este tiempo se

mostró aquel fuego. Se dejó ver, apareció cual si viniera del cielo. Era como un remolino; se movía haciendo giros,

andaba haciendo espirales. Iba como echando chispas, cual si restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras

como leve chispa. Como si un tubo de metal estuviera al fuego, muchos ruidos hacía, retumbaba, chisporroteaba.

Rodeó la muralla cercana al agua y en Coyonacazco fue a parar. Desde allí fue luego a medio lago, allí fue a terminar. Nadie hizo alarde de miedo, nadie chistó una

palabra.

Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España,

libro XII, cap. XXXIX.

La sonrisa de Ahuizotl

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I

TenochTITlan, paTIo del TelpochcallI. año 5-TochTlI/ año 1510.

Sin que lo advirtieran, un profesor observaba a dos alumnos. Momentos antes los niños habían peleado a puñetazos y ahora lo hacían a pala-

bras. Sus ofensas parecían un resumen de anatomía comparada: Cara de huaxólotl, dientes de cocodrilo, zancas de chichicuilote, ojos de sapo, –se gritaban–. Cuando uno dijo: ¡ahuizote!, el maestro salió de don-de estaba.

—¿Sabes qué quiere decir ahuizote? –preguntó al que dijo la palabra.

—Sí, contestó ufano el muchacho, quiere decir fas-tidioso, molesto, impertinente.

El hombre sonrió, su alumno además de la respuesta sabía muchos sinónimos. Ya que sabes tanto, dime en “honor” de quién se dice este insulto. Silencio y confusión rodearon al jovencito: No lo sé, confesó. A ver, acércate, pidió el profesor. Al estar cerca, el muchacho recibió dos varazos.

—¿Por qué me pega, maestro? —Un varazo por ofender a tu compañero, el otro

por no saber la historia de la palabra. ¡Uno debe saber lo que dice! Y no llores, no te pegué fuerte. Vengan, les contaré cómo fue que el nombre de un tlatoani se volvió insulto…

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TenochTITlan, palacIo de ahuIzoTl. año 10-TochTlI/ año 1502.

El octavo rey mexica agonizaba; médicos y sacerdotes lo veían afligidos. Ahuizotl empezó a morir años antes, durante la gran inundación. Desde entonces lo perse-guían convulsiones y dolores de cabeza. Temporadas saludables se alternaban con otras llenas de dolor.

Pocos días antes, la noche lo cubrió de pronto; cuando la luz regresó, agonizaba; lo supo al ver des-de lo alto su cuerpo convulso, como si éste le fuera ajeno. Pasado su desconcierto, el ánima se conten-tó en recorrer mejores tiempos, en repasar guerras y señoríos ganados. Toda batalla combatida, grande o pequeña, acudió a su memoria. Lo hacía feliz saberse el mayor conquistador mexica, el que llevó el imperio hasta Guatemala. Confirmó lo que siempre dijo a sus ejércitos: La gloria alcanzada con sangre es más gran-de que el dolor y la muerte. Guerrear fue su manera de ganarse un lugar destacado entre los reyes teno-chcas. Ni siquiera su padre, Moctezuma Ilhuicamina, tuvo tantas victorias. Podía morir tranquilo, la inmorta-lidad lo aguardaba.

Era extraño sentirse alegre mientras, en el petate, su cuerpo se estremecía frente a los que nunca pudieron curarlo.

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Maestro y alumnos se sentaron a la sombra de un ahuehuete. El profesor habló solemne: Ahuizotl fue hijo del primer Moctezuma. Sus hermanos, Tizoc y Axayácatl, reinaron primero. A los diecinueve años, luego que Tizoc muriera envenenado, lo nombraron tlatoani. Fue su primera orden ejecutar a los asesinos de su hermano. Agrandó de mar a mar el territorio mexica, al sur conquistó el Soconusco, Tehuantepec y Guatemala. Cuarenta y cinco señoríos se rindieron ante él. Hoy gozamos sus conquistas, pero en su tiempo, luego de las primeras victorias, la gente empezó a cansarse de que el tributo de los pueblos vencidos se usara para sostener guerras en otros lugares, apenas se ganaba una guerra y ya se preparaba otra. Tenía el tlatoani una frase: “La gloria alcanzada con sangre es más grande que el dolor y la muerte”. Al principio el pueblo se entusiasmaba, después eran más los que temían al oírla. Fueron grandes sus conquistas, pero el precio era mucho dolor y sacrificio… El ánima de Ahuizotl recorrió en instantes un gran territorio: desde Guatemala al río Pánuco, del mar del norte al mar del sur. Luego, queriendo pasear en su amada ciudad, se elevó hasta las nubes. Vista desde arriba Tenochtitlan semejaba un gran chalchihuite flotando en el lago. Las calzadas que la

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unían a tierra firme parecían hilos de oro que la suje-taban en medio del agua. De cerca sus edificios eran como de filigrana y despedían reflejos plateados. El ánima recorrió calles, anduvo barrios, visitó cada calmecac y telpochcalli. Admiró el centro ceremonial y subió los escalones de cada templo; comprobó que pasear por sus caminos y canales, se estuviera vivo o casi muerto, era delicioso. Su orgullo al mirar Tenoch-titlan era igual al que le despertaban sus conquistas: no en balde hizo construir los más bellos edificios. Dirigió el remozamiento de la ciudad tras la inunda-ción. Las construcciones derruidas por el agua fueron repuestas con otras mejores. En esa época se jactaba de que los dioses lo ayudaban, aseguró también que la urbe quedaría hermosa y que pronto concluirían los trabajos. Cumplió sus afirmaciones; los trabajos finali-zaron en relativamente poco tiempo y la ciudad que-dó preciosa. Tan bella que su nombre: Tenochtitlan, no alcanza a describirla. Por eso, desde entonces se conoce como La Gran Tenochtitlan. Si la grandeza militar no bastara para ser el mejor tlatoani, las construcciones no dejarían lugar a dudas —pensó el ánima imperial…

—Ya entiendo, dijo un alumno, todo lo hizo mal, por eso a los fastidiosos los llamamos con su nombre.

—No es que todo lo hiciera mal, aclaró el profesor, es que lo que hizo bien lo consiguió a precio muy elevado.

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El maestro se dio cuenta que los mancebos no enten-dían y explicó: Por ejemplo, al Templo Mayor lo hicie-ron miles de esclavos, muchos de ellos murieron du-rante su construcción… pero ojalá sólo hubiera sido eso. Durante su inauguración miles de cautivos fueron sacrificados. Tenochtitlan se ha inundado muchas ve-ces, pero ese día casi se ahoga en sangre. Desde en-tonces el odio de nuestros enemigos se volvió eterno.

Durante un paseo en piragua el tlatoani vio que el lago tenía aspecto cenagoso y pensó que una mayor cantidad de agua mejoraría su apariencia. Una ingrata asociación de ideas lo hizo recordar que en Coyoacán había un caudaloso ojo de agua cristalina; trayendo de allí el líquido necesario clarearía la laguna. Cuando anunció su proyecto a los consejeros, todos alabaron la idea.

Tzutzumatzin, señor de Coyoacán, le dijo que era una idea arriesgada, que la dificultad para controlar el flujo del agua podía causar problemas. Ahuizotl se enojó, pues consideraba aquellas palabras un retorci-do recurso para hacerle cambiar de idea y no compar-tir el agua: por eso mandó matar a aquel señor.

Cuando inauguraron el acueducto desde el manan-tial hasta el lago, los sacerdotes sahumaban y vertían sangre de codornices en su cauce. La música invadió el ambiente, todo era felicidad. Al empezar a fluir el agua el aspecto del lago mejoró; la sabiduría del mo-narca fue alabada.

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Con las lluvias el nivel del lago subió y la ciudad pronto estuvo inundada. Desesperado, el rey pidió ayuda a Nezahualpilli, señor de Texcoco, para que los vasallos de éste destruyeran el acueducto. Tuvo que llegarle el agua al pescuezo para que reconociera la prudencia del señor al que mandó matar.

Las aguas tardaron meses en retomar su nivel, en tanto Ahuizotl hizo matar a sus asesores. Todos los que lo aconsejaron, bien o mal, murieron; ser consejero era trabajo ingrato… Luego de gozar su visita en la ciudad, algo arrastró al ánima al salón donde su cuerpo agonizaba. Cuando vio los espasmos de su rostro, supo que pronto moriría; luego recordó algo y se puso triste.

A su memoria acudió el día que, estando en sus ha-bitaciones, oyó un ruido cómo de piedras rodando por los pasillos. Cuando salió a ver qué pasaba, una corriente de agua lo arrastró rebotándolo como pe-lota contra las paredes. Su cabeza golpeó en el te-cho y todo se hizo oscuro. Aquel día el lago cubrió la ciudad. Cuando volvió en sí lo rodeaban médicos y sacerdotes; desde entonces fueron su más constante compañía. Nunca pudo recuperarse. Cuando se sentía bien supervisaba la reconstrucción; otras veces, abru-mado por el dolor, se recluía en sus habitaciones. Era el recuerdo de estas épocas lo que lo entristecía.

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El ánima sintió de pronto que nada lo unía a aquel cuerpo… había muerto.

Cuando llega la muerte no da tiempo de mucho, sin embargo Ahuizotl lamentó el dolor que sentiría su pueblo al faltar él…

El día que murió, si algún llanto de tristeza hubo, fue por no haber ocurrido antes su deceso. Ser tlatoani no le dio sabiduría, no trabajó para adquirirla y no supo granjearse el amor de su pueblo. Confundió temor con veneración y odio con respeto. La gente sentía un gran alivio, como si le hubieran quitado un fardo de sus espaldas.

Quienes lo vieron morir aseguraban que a su ros-tro lo iluminó una sonrisa, pero en el funeral todos notaron que a la cara del monarca la torcía un gesto amargo. Maestro y alumnos se levantaron, el hombre se fue por un lado y los mancebos por otro, iban jugando.

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II

Ahuizotl, que vivo mostró avidez por los elogios, muerto no tuvo cambio. Si moribundo recorrió el pa-sado para regodearse con sus victorias, muerto quiso ver el futuro, disfrutar su fama póstuma. Para gozar más lisonjas inició el recorrido a mitad de su gobierno.

¡No podía creerlo! Su nombre se usaba para describir a alguien molestoso: Ahuizote. Eres un ahuizote; peor que ahuizote, eran frases comunes. Saberlo fue tan atroz como el dolor que en vida lo afligió.

Al avanzar en el tiempo, durante el reinado de su sobrino Moctezuma Xocoyotzin, ya sin riesgo para quien lo usara, el modismo se generalizó a todo el imperio. El ánima sufría viendo el mal uso de su nombre. No entendió que si al principio se usaba para burlarse de él, luego siguió empleándose por su utilidad descriptiva. Hasta Moctezuma decía: ¡Es mi ahuizote! refiriéndose a Nezahualpilli. Aunque sin duda no quería ofender a su tío, a éste le punzó oírlo. Más le enojó comprobar que, aunque su nombre era muy usado, casi nadie sabía quién era él.

Luego de constatar el olvido de su persona, sufrió viendo a Tenochtitlan arrasada, al mirar que luego de ser joya suspendida en el lago, se volvió ruina a punto de hundirse. El dolor de verla así fue mayor que el

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goce de mirarla en toda su gloria. No entendía cómo fueron destruidos sus dioses sin que nada pasara a quienes lo hicieron.

Entre los humeantes escombros de su amada ciu-dad, cubiertos por miles de cadáveres, destacaba la silueta de un guerrero. No entendía por qué se dirigía hacia ese hombre que, impotente y dolorido miraba al cielo. Lo supo al oír una voz: Míralo, es el mejor gue-rrero mexica, el que todos recordarán como el más grande. Cada una de aquellas palabras fue como un golpe de macuahuitl en su etérea cabeza.

No tenía interés en conocer a quien le robaría un honor que consideraba suyo, por eso no quiso seguir descendiendo. Entonces, al ser empujado por una fuerza enorme, su resistencia formó una gran bola de fuego. La esfera se movió sobre la ciudad, iba de un lado al otro, hacia arriba y hacia abajo. Tan pronto se acercaba a tierra se elevaba al cielo; quienes la vieron siempre recordarían el crepitar de sus chispas. La bola de lumbre siguió su errático desplazamiento hasta hundirse en el lago cerca de Coyoacán.

Ahuizotl observó que bajo el agua había tantos muertos como entre las ruinas. En medio del horror por aquella mortandad supo quién sería el más gran-de guerrero. Fue difícil reconocer en el duro rostro vis-to poco antes al niño que correteó entre sus piernas, a su hijo Cuauhtémoc.

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Cuando emergió del lago, más tranquilo sabiendo que la gloria militar quedaba en familia, se dio cuenta de que había llegado a otra época. La ciudad de los mexicas, como él la conoció, había desaparecido. El náhuatl, el elegante idioma de los toltecas, fue reem-plazado por un extraño lenguaje. No fue lo peor, la palabra ahuizote pasó del náhuatl al español. Los es-pañoles la utilizaban con frecuencia: Eres mi ahuizote; molestas más que un ahuizote, se decían en medio de burla o enojo.

A casi cuatro siglos de su muerte vio a mexicas y españoles formar una patria ajena. Los ciudadanos de esa nación se llamaban mexicanos y, aún para el gusto del incansable guerrero, peleaban mucho. Combatie-ron contra los españoles primero, después entre ellos y luego lo hicieron contra ejércitos que hablaban len-guas más enredadas que el castellano. Se asombró de que en esas guerras, a diferencia de las suyas, el territorio en vez de aumentar, disminuyó. Sin embar-go, su mayor sorpresa la tuvo al comprobar que, pese al tiempo transcurrido, su nombre seguía usándose. Hasta un amatl, que los mexicanos nombran periódi-co, se llamaba así: El ahuizote.

Un guerrero llamado Porfirio Díaz, inconforme por-que el tlatoani, Lerdo de Tejada, quería seguir siéndo-lo, mandó hacer El ahuizote para molestar a éste. No supo Ahuizotl qué le enojaba más: si la insurrección de

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Díaz, que se ejerciera el poder en periodos tan cortos o que siguieran haciendo mal uso de su nombre.

Díaz se convirtió en gobernante y la publicación desapareció. Treinta años después, cansado el pueblo de ese tlatoani, apareció otro amatl con igual propó-sito que el fundado por éste. ¿Su nombre? El hijo del ahuizote, que, además, presumía de que el hijo era más canijo que el padre.

El tlatoani no aguantó más y regresó a su época, las cosas eran más simples en su tiempo y creía en-tenderlas mejor. Fue por esto que, al comprender que no lo recordarían como deseaba, la sonrisa huyó de su rostro muerto.

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el gran guerrero quiso enterrar el ombligo de su hijo en el campo de batalla donde obtuviera su mayor victoria, así el recién nacido sería un

militar glorioso. Muchos triunfos consiguió aquel hom-bre pero, tras lograrlos, el sitio donde los obtuvo le parecía indigno de alojar el ombligo. Lo enterraré en el campo del próximo combate, de esta manera su destino será mejor –pensaba.

Pasaron los años y el ombligo seguía oculto en una bolsita de su maxtlatl. Aunque las victorias eran cada vez mayores, el seco tejido aún esperaba ser enterrado.

Cuando el gran guerrero fue apresado por los mexi-cas, supo que no viviría mucho. Al llegar a Tenochtit-lan sepultó ahí el cordón umbilical. Aunque no lo hizo en el sitio de su mayor victoria, sino en tierra de sus captores, estaba convencido de que no había mejor lugar para hacerlo: de esta manera su hijo alcanzaría la gloria en aquella ciudad.

Aquel hombre fue quizás el primero en pensar que la Gran Tenochtitlan podía ser derrotada.

El ombligo

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Señor Malinche: ya he hecho lo que soy obligado en defensa de mi ciudad y vasallos, y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en la cinta y mátame luego con él.

Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Nueva España

.

Al punto se sentó allí Cortés y junto a él se sentó Malintzin, pero Cuauhtémoc estaba junto al capitán.

Tenía él atado una manta de plumas finas, de dos colores, con entreveraciones de pluma de colibrí y con un fleco a

manera de gusanillos, manchada de lodo la manta. Nomás esto portaba. En seguida iba tras él Coanacochtzin, rey de Tezcuco, el cual sólo llevaba atada apenas su manta de hilo de maguey, con una franja de flores, floreada la

manta, igualmente llena de lodo.

Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España,

libro. XII, cap. XVI,

La maldición del tlatoani

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Ms. Laurenciano. año 3 casa, día 1 serpIenTe/ 13 de agosTo de 1521.

tenía apretados los labios, enérgico y sombrío el gesto. Algo miraba en el cielo, quizá las oscuras nubes: empezaba a llover. No quería

ver el cuchillo que partiría su corazón, sobre todo no quería ver el rostro odioso de aquel hombre. Su tórax estaba erguido, expuesto a la puñalada que sabía in-minente. Sería rápido, sentiría un golpe en el pecho y la caliente humedad de la sangre. Luego vendría el desforzamiento, caería a un sitio negro y profundo para luego emerger en la Casa del Sol.

***Nada quedaba en pie. Habían sido destruidos los templos, arrasados los calmecacs y los telpochcaltin; de los barrios sólo quedaban piedras humeantes. No había tierra por defender, la última custodia que de ella hacían caballeros águilas y ocelotes consistía en cubrirla con sus cadáveres. Trocadas en asfixiante pes-tilencia flotaban en el aire las vidas de miles de mexi-cas. Calles y acequias estaban cubiertas por despojos, montones de muertos tapizaban el suelo; imposible caminar sin pisarlos. El lago rebozaba cadáveres de inflados vientres.

No quedaba más que rendirse. Sin embargo él

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pensaba y pensaba buscando otra alternativa: no la halló. Militares, nobles y sacerdotes coincidieron: no había otro camino.

Los cadáveres no dejaban avanzar la piragua real. Los remos golpeaban a los difuntos y el sonido que pro-vocaban en aquella pútrida sopa de muerte no con-movía a nadie. Los gritos de las mujeres, el llanto de los niños, los estertores agónicos, curtieron ánimas y oídos.

En la barca viajaban Cuauhtémoc, su familia, va-rios nobles y algunos militares; era el último reduc-to mexica. Eso no iba a durar mucho, la gente de las canoas cercanas sabía que el monarca iba a rendirse. Con todo y eso, al mirar un bergantín dirigiéndose a la embarcación del tlatoani, las barcas mexicas buscaron atajarlo. La nave española esquivó a unas, embistió a otras y dejó atrás a todas. El navío enemigo alcanzó a la barca imperial y las ballestas apuntaron a quienes iban a bordo. Desde la canoa, a señas, se pidió a los extranjeros no dispararan; además, éstos confirmaron lo que ya sabían: que el rey iba a bordo.

Cuauhtémoc fue aprehendido, el último adobe del imperio se derrumbó. Todo había terminado.

Cuando era conducido ante Cortés, sabía qué pala-bras iba a decirle. Pensó en ellas muchas veces, desde que empezaron las pesadillas. Al principio creyó que

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la derrota de Tenochtitlán, anunciada en esos sueños, era imposible; después de ochenta días de sitio era una realidad impostergable.

Quizás desde antes, de manera inconsciente, supo que serían vencidos. Transcurría la cuarta semana de guerra y estaba reunido con los principales del reino. Analizaban la propuesta de rendición que el capitán español envió con tres nobles recién liberados. Extra-ñó a todos que, a diferencia de otras veces en que su palabra urgía a luchar, iniciara su razonamiento de otra manera.

Empezó diciendo que la ciudad estaba aislada, que escaseaban agua y comida; señaló que quienes fue-ron súbditos o aliados, ahora estaban con los espa-ñoles. Les dijo que a pesar de haber ejecutado buena parte de sus estrategias el enemigo estaba más fuer-te. Que mientras más se alargara la guerra, más dura sería ésta. Aunque terminó diciendo que respetaría lo que allí se decidiera, algunos de los presentes sintie-ron que estaba a favor de la rendición.

Había en aquella junta dos bandos: los que querían rendirse y los que pedían luchar hasta el último hom-bre. Ganaron los que pidieron seguir peleando.

—Está bien, lucharemos hasta la muerte, pero al que me hable de rendición lo mandaré matar –dijo a todos.

Sus pisadas retumbaban en el lodo, tenía apretados

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los dientes y amargo el gesto. En los sueños se había visto recorriendo ese camino en compañía de Coana-cotzin y Tetlepanquetzaltzin… igual que ahora. No le sorprendió verse custodiado por los extranjeros de sus pesadillas. Sabía que al final del sendero, en un terrado, bajo un doselete de colores, estaba el capitán español. Sentía la respiración de sus guardianes. En efecto, en una terraza lo esperaba Cortés, acompaña-do de una gran copia de soldados españoles y tlax-caltecas. Mientras se acercaba, vio el rostro duro del capitán, movía la cabeza como enumerando agravios.

Cuando Cortés lo tuvo cerca, le acomodó el pelo que traía despeinado. El gesto era notable viniendo de quien había destruido la ciudad y matado miles de mexicas. No faltó quien pensara que Malinche era muy cariñoso.

Cuando Marina, la lengua de Cortés, tradujo lo dicho por éste, se sintió furioso; más que cuando le acomodó el cabello. No podía creer que lo culpara de la destrucción de la ciudad, que le reprochara haberla defendido. Sin poder contenerse dijo:

Malinche: Lo que has hecho a mi pueblo no puede perdonarlo ningún dios, ni siquiera el tuyo.

La intérprete volteó a ver a su capitán, éste, con gesto suave y tenue sonrisa, le indicó tradujera lo dicho por el derrotado tlatoani. Ella asintió.

Mil vidas no bastarían para que, sufriendo en to-das, pagaras la maldad hecha a mi gente. ¡Cómo qui-

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siera tomar este puñal y sumirlo en tu pecho!, dijo, mientras intentaba tomar la daga del capitán; solo al-canzó a tocarla. Después que los guardias lo alejaran de Cortés, siguió hablando. Marina traducía y el espa-ñol escuchaba pensativo.

…Pero me conformo con saber que nunca goza-rás de lo que piensas haber ganado, que por grandes que sean tus esfuerzos, no tendrán recompensa; que el mal agüero se cebará en tu hacienda y no hallarán reposo tus huesos.

Sé que moriré antes que llegue tu desgracia, pero es bueno saber que vendrá, que no te dejará en paz aún después de muerto…

No pudo seguir, su garganta se volvió un amasijo. Fue entonces que miró al cielo y dejó expuesto su pe-cho.

***Sabía que moriría después del discurso, que el tiempo que le quedaba era el que tardara en ser traducido. Marina ya estaba hablando en español.

Se dio cuenta que había dicho las palabras tantas veces escuchadas en sus sueños. Era extraño, aunque pensaba decirlas salieron sin sentir, como si tuvieran vida propia.

El tiempo pasaba, la voz de Malintzin tenía rato de haberse apagado. Falta poco, pensó endureciendo pecho y facciones; pero nada pasaba. Los instantes

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se alargaban como lombrices… y él seguía vivo. No resistió más y miró adonde estaba Cortés. Lo vio venir presuroso, tenía su mano junto al cuchillo. Cuando lo tuvo cerca recibió de él lo único que jamás hubiera esperado: un abrazo. Su desconcierto fue total.

Creyó entender qué sucedía cuando vio sonreír a Malintzin. Era la única de cuantos ahí estaban que te-nía una vista completa de los sucesos y la posibilidad de modificarlos. Su bello rostro y mirada inocente po-dían convencer a otros de que sólo era una lengua, pero no a él.

Sus palabras no fueron bien traducidas, aquella mu-jer le robó la posibilidad de reunirse con sus guerreros en la Casa del Sol. No sabía qué la motivó a hacerlo; si el temor a que él, sacerdote de Huitzilopochtli, tam-bién la maldijera; si un mujeril impulso de proteger al caído o, ¡y maldita sea si eso fue!, por lástima. No halló más probables causas que explicaran la conducta de la intérprete. Con una sonrisa que tenía el imposible propósito de confortarlo, el español em-pezó a hablarle. Por voz de Marina supo que Cortés no iba a matarlo, que no era prisionero suyo sino de un gran rey, el más grande del mundo. Las palabras de la traductora esta vez sí correspondían con las reaccio-nes del capitán. Cuauhtémoc supo entonces que nada humilla más que ser perdonado por quien aborreces: por eso em-pezó a llorar.

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con un traje de 1000 ejemplaresse termino de imprimir en octubre de 2014

por Quintanilla Ediciones

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