qué os parece si me llevo uno de los hámster a la guarida ... · fran miraba a los abuelos sin...

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7 Durante los dos días siguientes, la pandilla fue a la Guarida por la mañana y por la tarde esperando ver las esferas de luz o la puerta holográfica. Como eso no ocurría, cada vez se sentían más desanimados y todos, menos Víctor, se preguntaban si alguna vez había ocurrido. Lo único que tenían claro, era que algo diferente sentían cuando se reunían allí dentro: estaban más alegres, tranquilos y optimistas. Cada vez que salían de la cueva, Rosa volvía a mostrarse preocupada por si aquello era el efecto de alguna droga misteriosa, pero los demás le convencían de que era sólo el ambiente relajado, la forma de filtrarse la luz por las paredes y el silencio, lo que les hacía sentir tan bien. Buscaron por todos los rincones y empujaron todas las paredes, por si, igual que en las películas de misterio, la roca se abría de pronto y les permitía ver esa Tierra Hueca, pero no hubo suerte y una vez tras otra se llevaron la misma decepción. Era lunes y no habían olvidado que al día siguiente tenían su cita con el Albino. Esa mañana estaban en el porche de la casa esperando a Jaime, cuando a Fran se le ocurrió una idea. ―¿Qué os parece si me llevo uno de los hámster a la Guarida y le dejamos suelto por allí? ―sugirió.

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Page 1: Qué os parece si me llevo uno de los hámster a la Guarida ... · Fran miraba a los abuelos sin entender lo que decían. Él no había soltado el otro hámster por la casa, y ni

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Durante los dos días siguientes, la pandilla fue a la Guarida por la

mañana y por la tarde esperando ver las esferas de luz o la puerta

holográfica. Como eso no ocurría, cada vez se sentían más desanimados y

todos, menos Víctor, se preguntaban si alguna vez había ocurrido. Lo único

que tenían claro, era que algo diferente sentían cuando se reunían allí

dentro: estaban más alegres, tranquilos y optimistas. Cada vez que salían

de la cueva, Rosa volvía a mostrarse preocupada por si aquello era el efecto

de alguna droga misteriosa, pero los demás le convencían de que era sólo

el ambiente relajado, la forma de filtrarse la luz por las paredes y el silencio,

lo que les hacía sentir tan bien. Buscaron por todos los rincones y

empujaron todas las paredes, por si, igual que en las películas de misterio,

la roca se abría de pronto y les permitía ver esa Tierra Hueca, pero no hubo

suerte y una vez tras otra se llevaron la misma decepción.

Era lunes y no habían olvidado que al día siguiente tenían su cita con

el Albino. Esa mañana estaban en el porche de la casa esperando a Jaime,

cuando a Fran se le ocurrió una idea.

―¿Qué os parece si me llevo uno de los hámster a la Guarida y le

dejamos suelto por allí? ―sugirió.

Page 2: Qué os parece si me llevo uno de los hámster a la Guarida ... · Fran miraba a los abuelos sin entender lo que decían. Él no había soltado el otro hámster por la casa, y ni

―¿Y para qué puede servir eso? ―preguntó Daniel extrañado.

―¡A lo mejor, mi hámster puede encontrar lo que nosotros no hemos

encontrado!

―¿Te refieres a la entrada de la Tierra Hueca? ―se imaginó su prima.

―¡Por probar no perdemos nada! ―exclamó Víctor, sin dejar

contestar a su hermano.

―¡Esperadme un minuto! Antes tengo que hacer unos cuantos

preparativos ―dijo Fran, mientras desaparecía en el interior de la casa.

Al poco tiempo volvía a salir con su pequeño animalito en un bolsillo

de su camiseta y un ovillo de lana roja en la mano. En ese momento llegó

Jaime, que se quedó aún más extrañado que los otros tres, cuando vio a

Fran con esa carga peculiar.

―¿Se puede saber dónde vas con ese bicho? ―le preguntó.

―Hemos decidido soltar en la Guarida a mi hámster, y no a mi bicho

―aclaró Fran ofendido―, para ver si es capaz de encontrar la entrada a la

Tierra Hueca.

―¿Y esa lana? ―preguntó entonces su hermano.

―¿No querrás que se me pierda? ―contestó.

Un rato después, estaban dentro de la Guarida y preparados para

empezar su experimento. Se habían distribuido por distintas zonas de la

cueva, esperando así poder controlar mejor el camino que tomase el

animal. El pobre hámster estaba atado al ovillo de lana roja prestado por la

abuela, porque ésa era la manera que Fran había ideado para no perderlo.

―¡Fran, suelta ya el ratón! ―dijo Víctor.

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―¡No es un ratón! ―contestó Fran de nuevo ofendido―. Si quieres,

te explico en un instante la diferencia entre un ratón y un hámster. Los dos

son mamíferos roedores, pero...

―¡Déjalo! ―cortó su hermano―. Si no te importa me lo cuentas otro

día, pero ahora, ¡por favor!, suelta ese hámster.

Cuando el animal se vio libre, pareció por un momento que no quería

ir a ninguna parte. Se quedó quieto como si estuviera pensando, pero de

improviso salió muy decidido hacia la roca y se esfumó en un segundo, justo

por el mismo lugar donde Rosa había desaparecido unos días antes.

A ninguno le dio tiempo a reaccionar, pero el caso es que Fran soltaba

cada vez más lana, y el ovillo decrecía rápidamente.

―¿Sigo soltando, o le doy un tirón para que no se vaya más lejos?

―preguntaba Fran, desesperado porque el ovillo se estaba acabando.

―¡Sujeta con fuerza para que no siga corriendo! ―gritó Víctor.

Fran hizo lo que le dijo su hermano. El hilo quedó tenso durante unos

momentos y enseguida se aflojó.

―¡Parece que vuelve! ―exclamó Fran nervioso.

El chico fue enrollando con rapidez la lana sobre el ovillo que

quedaba. Cuando se suponía que ya llegaba el animal, vieron salir de la

pared el final del hilo, pero... ¡el hámster no estaba!

El disgusto que se llevó Fran fue tremendo. Él siempre se encariñaba

tanto con sus animales, que resultaba una tragedia cuando a alguno de ellos

le pasaba algo malo.

―¡Es imposible! ¡No se ha podido soltar sólo! ―decía desesperado.

Eso era lo extraño. Pudieron comprobar que el hilo no se había roto,

ya que la abuela tenía la costumbre de atar una especie de bolita de madera

en el extremo del ovillo, porque así encontraba el principio de la lana

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fácilmente. La bola de madera seguía allí, pero evidentemente el hámster

había desaparecido.

―¡A lo mejor no lo ataste bien! ―dijo Rosa, intentando comprender

lo que había pasado.

Pero todos lo habían visto. Fran había enrollado con muchísimo

cuidado al animal, procurando que la lana no le hiciese daño, hasta que su

cuerpo había quedado casi completamente cubierto de rojo. Además,

recordaban lo que se habían reído cuando Daniel dijo que le había vestido

para el Carnaval. Era imposible que el hámster se hubiese desatado solo,

aunque quedaba otra posibilidad que enseguida apuntó Víctor.

―Estoy seguro que él no se ha podido soltar, pero quizá no haya sido

él...

La sugerencia quedó en el aire y les dejó pensativos.

Durante mucho tiempo estuvieron esperando a que el animalito

apareciese otra vez, mientras buscaban sin descanso el lugar exacto por

donde se había ido. Exploraron a conciencia cada centímetro de la roca,

pero la pared no parecía tener ni un solo hueco por donde pudiese escapar

ni siquiera una hormiga. Lo único que pudieron hacer, fue calcular que el

hámster habría recorrido casi cincuenta metros antes de esfumarse, pues

esa era, aproximadamente, la cantidad de lana que tenían; pero como no

pudieron encontrar ninguna otra pista, a pesar de la pena de Fran, tuvieron

que regresar. Era muy tarde y pronto empezarían a echarlos de menos.

Se habían despedido de su amigo Jaime en la carretera, y cuando

entraban por la puerta de la casa oyeron los gritos de la abuela que estaba

en la cocina.

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―¡Pero Fran! ¿Cómo se te ha ocurrido dejar suelto tu hámster por

aquí? ¡No te quiero ni contar el susto que me he llevado! Estaba tan

tranquila haciendo la comida, cuando he tenido que bajar a la bodega a

coger una cosa que me hacía falta, y de repente..., ¡me noto ese bicho por

encima de mis pies!

―¡Y el grito que ha dado se ha oído hasta en el pueblo! ―decía

riendo el abuelo.

―¡Pues no tiene gracia! ―contestó la abuela enfadada―. Creía que

había auténticos ratones en el sótano.

Fran miraba a los abuelos sin entender lo que decían. Él no había

soltado el otro hámster por la casa, y ni siquiera lo había sacado de su jaula,

que además estaba al otro extremo del patio.

―Pero no te preocupes porque ya lo he dejado en su sitio junto con

el otro ―le dijo el abuelo, sin darse cuenta de la impresión que acababa de

causar en sus cuatro nietos.

¡No podía ser! En principio a ninguno de ellos le había resultado

extraño que Fran hubiese soltado el hámster por la casa y que luego se le

hubiese olvidado guardarlo, pero cuando escucharon decir las últimas

palabras al abuelo..., echaron a correr para comprobar con sus propios ojos

lo que parecía imposible.

―¿Dónde vais tan corriendo? ¡Al hámster no le ha pasado nada!

―gritó el abuelo extrañado.

Allí estaban los dos animalitos durmiendo tan tranquilos, totalmente

ajenos a la expectación que estaban causando.

―¡Qué fuerte! ―exclamó Daniel.

―¿Fuerte? ¡Esto es increíble! ―decía Fran, que había sacado al

animal de la jaula y lo estaba acariciando como si fuese su hijo.

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―¿Estás seguro que es el mismo hámster? ―preguntó Rosa, que

intentaba dar una explicación lógica a lo que parecía no tenerla.

―¡Y tan seguro! ―replicó Fran―. No tienes nada más que mirar la

forma que tienen las manchas grises de su pelo.

―La verdad es que a mí me costaría distinguir cualquier hámster de

otro del mismo color ―afirmó su prima―, pero si tú dices que es el mismo,

estoy segura de que lo es.

Víctor, que había estado callado todo el tiempo, tomó la palabra:

―Como dice Daniel: ¡Esto ya sí que es demasiado fuerte! Aun así,

nosotros no debemos perder la calma y prepararnos para una excursión

nocturna.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó Rosa.

―Si el hámster ha llegado hasta Riolobo por la bodega ―razonó

Víctor―, es porque la Tierra Hueca no puede estar muy lejos de aquí.

Eran poco más de las dos de la madrugada, cuando cuatro fantasmas

de distintas alturas bajaban silenciosos las escaleras. Se alumbraban sólo

con una linterna que daba una luz muy tenue, aunque totalmente

apropiada para la ocasión.

Los chicos habían tenido que esperar, intentando no dormirse, a que

el abuelo y la abuela se fuesen a la cama, y a escuchar los sonoros ronquidos

del abuelo que retumbaban por toda la casa. Cuando estuvieron

completamente seguros de que no los iban a descubrir, bajaron en absoluto

silencio hasta la bodega.

―¡Tengo miedo! ―dijo Daniel en voz muy baja.

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―Ya te dije que no te vinieses con nosotros ―le contestó su

hermana―. Ahora podrías estar tranquilamente dormido y mañana te lo

habríamos contado.

―¡Ni lo sueñes! ¡Esto no me lo pierdo yo por nada del mundo!

―Entonces, ¿para qué te quejas, renacuajo? ―dijo Fran algo

enfadado.

―¡No me quejo!, pero es que había tanto silencio que necesitaba

decir algo.

―¡Os podéis callar ya! ―cortó Víctor, intentando abrir con cuidado

la puerta de la bodega.

Bajaron los escalones muy despacio y a continuación cerraron la

puerta y encendieron la luz. El sótano quedó iluminado con el resplandor

suave de una única bombilla que colgaba de un cable. Era un lugar de forma

casi cuadrada y con el techo bastante bajo, si lo comparaban con la altura

del resto de los techos de la casa. La temperatura allí era bastante fresca, y

no variaba apenas del invierno al verano, así que era el lugar ideal para ser

utilizado como despensa. En unas grandes cajas de madera, que estaban

pegadas a la pared, los abuelos almacenaban las frutas y verduras que

compraban en el mercadillo que los sábados se instalaba en el pueblo. En

otro lado de la estancia, se acumulaban en grandes estanterías ollas y

sartenes de distintos tamaños, además de botes y botellas con productos

como aceite, sal o café. Justo enfrente de la puerta, en una alacena enorme,

se alineaban decenas de botellas de vino, cubiertas de polvo, que el abuelo

guardaba como si fuesen reliquias esperando la ocasión adecuada para

abrirlas. Sólo quedaba en la bodega un tramo de pared libre, que servía de

paso tras la bajada de la escalera.

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Los cuatro primos se pusieron inmediatamente a explorar la

habitación, con la esperanza de encontrar allí alguna pared holográfica

semejante a la que vieron en su Guarida, o por lo menos algún pequeño

agujero en la pared que pudiera justificar la aparición del hámster de Fran

en ese lugar, pero enseguida se dieron cuenta de que allí no había nada

especial y de que ningún extraterrestre iba a asomar su cabeza, ¡si es que

tenía!, por ningún rincón de la bodega.

―¿Os habéis dado cuenta que las paredes son de roca? ―dijo Fran

pasando la mano por encima―. ¡Yo nunca me había fijado!

―¡No me lo puedo creer!, yo lo sé desde que tenía seis años

―contestó Daniel, que pensaba ser arquitecto y observar cualquier tipo de

construcción era uno de sus pasatiempos favoritos―. Un día bajé aquí con

el abuelo y me explicó que este sótano se construyó bastantes años

después de que estuviese hecha la casa, por eso lo excavaron justo debajo

del patio y no de la cocina. Cuando casi ya lo habían terminado, pensaron

que les gustaba más dejar la roca a la vista que taparla con cemento o yeso.

―Si os fijáis..., el tipo de roca que se ve aquí es igual que el de nuestra

cueva ―comentó Rosa pensativa―. Es posible, que existan galerías

subterráneas hechas por animales y que comuniquen toda esta zona

rocosa...

―Y entonces..., ¡mi hámster llegó hasta aquí corriendo por una de

esas galerías! ―continuó Fran―. ¡Me encantas Rosa! Siempre sabes dar

una respuesta lógica a las cosas más asombrosas, y la verdad es que eso me

tranquiliza.

―¡Pues no te tranquilices tanto! ―contestó Víctor―. Ya me puedes

estar encontrando el agujero por donde ha llegado el hámster hasta aquí,

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además de que me parece muy extraño que un animal pueda excavar unas

rocas tan duras como éstas.

Los demás pensaron que Víctor tenía bastante razón, aun así, se

pusieron a buscar otra vez concienzudamente un posible agujero por donde

el hámster se hubiese podido colar. Movieron todas las cajas, sartenes y

botellas que pudiesen tapar una salida en la pared, pero cuando pasó un

rato estuvieron seguros de que no había ningún orificio.

―¡A lo mejor detrás de la alacena...! ―sugirió Rosa.

―¡Pero no te das cuenta de que está totalmente pegada a la pared!,

por ahí no cabe ni mi dedo meñique, ¿lo ves? ―decía Víctor, convencido de

que aquello no tenía una explicación tan fácil.

A Fran se le ocurrió de pronto, que el único que podía encontrar un

agujero en la pared era el que había salido por ella, o sea, su hámster. Como

a los demás también les pareció una buena idea, se fue a recogerlo de su

jaula acompañado por su hermano, porque a esas horas de la noche daba

algo de miedo salir solo hasta el final del patio.

Al poco rato, el hámster correteaba por la habitación, sin dar

muestras de conocer ninguna salida. Repentinamente, se quedó inmóvil

justo delante del tramo de pared que estaba libre y echó a andar de frente

muy decidido. Los chicos creyeron que había encontrado el lugar, pero el

animal chocó su cabeza contra la piedra. Al instante volvió a intentarlo, y

así una y otra vez como si se hubiese vuelto loco. Los cuatro lo observaban

con expectación, sin atreverse a decir ni una palabra, hasta que Víctor

afirmó:

―Parece claro que esta pared es el camino de la Tierra Hueca. De

alguna manera, el hámster recuerda el recorrido que hizo esta mañana y

por lo que se ve intenta volver allí.

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Fran cogió entonces al animal del suelo y empezó a tranquilizarlo con

sus caricias, porque parecía muy nervioso. El animalito se fue calmando, y

el chico casi se arrepintió de haberlo llevado hasta allí sólo para hacerle

sufrir.

―¡Creo que debemos irnos a dormir! ―opinó Víctor―. Aquí ya no

tenemos nada más que hacer y mañana martes nos espera otro día

emocionante.

―Con lo que nos ha pasado en estos últimos días, la historia del

Albino ya no me parece tan interesante ―comentó Fran―. Ni siquiera creo

posible que aparezca mañana, seguro que lo de los martes fue pura

casualidad.

―Pues yo no sé por qué, pero tengo la intuición de que mañana

volverá a viajar en tren ―afirmó Víctor, que se resistía a pensar en perderse

otra aventura.

―¡Ojalá tengas razón! ―exclamó Daniel―. Tanto habéis hablado del

Albino, que me daría mucha rabia no poderlo conocer.

Los cuatro fantasmas nocturnos regresaron a sus habitaciones,

intentando no hacer ni un solo ruido, pero todavía tuvieron que dar unas

cuantas vueltas en sus camas antes de poderse dormir.

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Eran las seis de la tarde del martes, cuando Jaime llegó a la casa

de sus amigos dispuesto a ultimar los planes de su próxima aventura;

aunque no se podía imaginar que otra sorpresa increíble le estaba

esperando.

―¿Me queréis tomar el pelo? Seguro que tu abuelo ha ido esta

mañana al pueblo y te ha comprado otro hámster. ¡Es imposible que éste

sea el mismo! ―decía Jaime, observando con incredulidad a los dos

animales en su jaula.

―¿Es que acaso hay una tienda de animales en tu pueblo?

―preguntó Fran―. Ya sabes que mi abuelo compró estos dos en el

mercadillo de los sábados, antes de que yo viniese de vacaciones y, que yo

sepa, ¡hoy no es sábado!

Jaime tuvo que escuchar lo ocurrido la tarde y la noche anterior por

boca de Rosa, para terminárselo de creer. En ella podía confiar, porque los

otros tres tenían la costumbre de ponerse de acuerdo para gastarle bromas,

a veces un poco pesadas.

―Vamos a olvidarnos de la Tierra Hueca por el momento ―dijo

Víctor, tomando la iniciativa―, porque ahora tenemos que centrarnos en

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el plan de esta tarde. Recordad que sobre las siete, si no tiene retraso,

llegará el tren a la estación, así que no nos queda mucho tiempo para

ultimar los detalles.

Los demás estuvieron de acuerdo y empezaron a concentrarse en los

preparativos de la otra aventura que llevaban entre manos.

―Jaime, ¿te has acordado de traer tu móvil? ―preguntó Víctor.

―¿Me crees capaz de olvidar algo así? Además, siempre que salgo

del pueblo lo suelo llevar, por si acaso... ―contestó su amigo.

En el plan ideado por los chicos los móviles desempeñaban un

importante papel. No había supuesto ningún problema conseguir el móvil

que les faltaba para Fran, ya que necesitaban cuatro, y Rosa y Víctor tenían

cada uno el suyo. Se lo habían pedido al abuelo como un favor personal,

diciéndole que lo necesitaban porque iban a poner en práctica una

actividad de orientación en el campo que les habían enseñado en el colegio.

Al abuelo la explicación no le pareció nada sospechosa, y les prestó su móvil

con la promesa de que lo utilizarían lo estrictamente necesario.

―¡No te preocupes abuelo! ―había dicho Víctor―, sólo vamos a

mandar uno o dos mensajes.

Cada uno tenía asignada la vigilancia de una zona distinta de la

carretera que unía la estación con el pueblo, para poder controlar el

recorrido del Albino y saber hacia dónde se dirigía. Cerca de la estación

estaría Rosa, confirmando la llegada; menos de un kilómetro más abajo se

situaría Fran, en un cruce de caminos que llevaba hasta algunas casas de la

zona; el siguiente punto de vigilancia, donde estaría Jaime, sería más o

menos otro kilómetro más allá, cerca del camino por donde ellos se metían

para llegar a su Guarida; por último, Víctor y Daniel se situarían justo a la

entrada del pueblo.

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Necesitaban los móviles para que Rosa, que era la primera de la

cadena, mandase un mensaje a Fran cuando viese bajar al Albino del tren;

éste mandaría de igual manera un mensaje a Jaime, y Jaime a Víctor. Así el

recorrido estaría completamente controlado. “ALBINO SÍ”, sería la

confirmación de que todo iba correctamente, “ALBINO NO”, indicaría que

algo fallaba.

―¡Recordad que no nos tiene que ver! ―terminó de decir Víctor―,

así que esconderos bien con vuestras bicicletas entre los árboles. Cuando

veáis pasar a nuestro hombre, venid corriendo hasta el pueblo que yo, en

cuanto pueda, os mandaré un mensaje diciendo dónde estamos.

―¡Lo malo será que siga conduciendo más allá del pueblo! ―dijo

Fran.

―Me parece bastante raro que vaya a coger la única carretera que

sale del pueblo, a parte de la que va a la estación ―afirmó Víctor―. Que yo

sepa, por allí sólo se va a la ciudad, y el Albino acabaría de llegar en tren de

ese mismo sitio.

―También tenemos que tener en cuenta, que cuando termina el

pueblo hay algunos caminos que llevan a otras casas de campo ―recordó

Jaime―, o el camino de las cuevas...

―Aunque se vaya por alguno de ellos, no nos será difícil seguirle con

nuestras bicicletas ―aseguró Víctor―. Te recuerdo, que esos caminos ni

siquiera están asfaltados, por lo que un coche tendría que circular muy

despacio.

―¡Creo que tienes razón! ―dijo Jaime―. Es imposible, si es que

viene, que lo perdamos de vista.

―Entonces..., ¿está todo claro? ―preguntó Víctor para terminar.

―¡Clarísimo! ―exclamaron a la vez.

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―Pues, ¡en marcha! ―gritó Víctor por fin, mientras empezaba a

pedalear

Eran las siete y cinco, cuando Rosa escuchó a lo lejos el pitido del tren

aproximándose. Estaba muy bien escondida detrás de unos arbustos, con

una vista total de la estación.

―¡No vendrá! ―se decía―. Aquí no hay un coche negro ni de ningún

otro color, y no creo que ese hombre se vaya a ir andando hasta el pueblo.

No acababa de tener ese pensamiento, cuando contempló,

boquiabierta, cómo pasaba por delante de ella un coche completamente

negro que paró en la estación justo al mismo tiempo en que lo hacía el tren.

Era el mismo coche negro y con cristales oscuros que había visto hacía dos

semanas en ese mismo lugar.

Las puertas del tren se abrieron, y allí estaba el Albino con su

impecable traje negro y unas gafas del mismo color. Antes de que Rosa

pudiese reaccionar, el hombre se subió al coche y poco después se alejaba

camino del pueblo. Con el nerviosismo, a la chica casi se le olvida mandar el

mensaje, pero como lo tenía ya escrito sólo tuvo que pulsar una tecla para

que llegase a su destino en un instante.

Fran estaba ya algo impaciente, sentado encima de una piedra,

cuando oyó el pitido del móvil. Abrió el mensaje y leyó: “ALBINO SÍ”.

Pasaron unos segundos cuando vio aparecer el coche negro que, sin hacer

ruido, marchaba lentamente por la carretera. Inmediatamente envió otro

mensaje positivo a Jaime y salió corriendo.

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Víctor y Daniel estaban desesperados, escondidos tras unos árboles

a la entrada del pueblo. Eran las siete y cuarto, y parecía muy raro que

todavía no tuviesen noticias de nadie.

―Si el Albino no ha venido, ya habían tenido tiempo de avisarnos, y

si ha venido..., ¡ya tendría que haber pasado por aquí! ―dijo Víctor a Daniel.

―¡A lo mejor el tren lleva retraso! ―sugirió su primo.

―¡Es posible! ―contestó Víctor―. Pero es raro, porque siempre

suele ser muy puntual.

Por fin se escuchó el pitido del móvil. Víctor leyó: “ALBINO NO, VEN”.

Los dos primos cogieron sus bicicletas y salieron disparados en busca de los

demás.

A casi dos kilómetros de la salida del pueblo, los chicos vieron parados

en medio de la carretera al resto de la pandilla, haciéndoles unas señas

extrañas.

―¡Parece que pasa algo! ―comentó Daniel, pedaleando con fuerza

para llegar antes que su primo.

―¿Se puede saber por qué no habéis avisado antes de que el Albino

no había venido? ―preguntó Víctor enfadado.

―¡Porque sí ha venido! ―contestó Jaime muy alterado.

―¿Cómo que sí ha venido? ―preguntó Daniel incrédulo―. Entonces,

¿dónde está?

Los brazos de Jaime, Rosa y Fran señalaban hacia el bosque, justo

hacia el camino de tierra por donde ellos se metían para llegar a su Guarida.

Jaime les contó, cómo había recibido el mensaje de Fran confirmando

la llegada del Albino, y cómo al instante vio pasar el brillante coche negro.

―Estaba escribiendo: “ALBINO SÍ” ―siguió explicando Jaime―,

cuando vi que el coche se detenía, ponía el intermitente y giraba hacia este

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camino. Así que cerré el móvil, cogí la bicicleta y salí corriendo detrás del

coche sin poderme creer lo que veía. Por la carretera llegaban ya Fran y

Rosa, que desde lejos vieron la dirección que estaba tomando y me

siguieron.

―¿Y dónde está el coche ahora? ―preguntó Daniel intrigado.

―Esta parte es la mejor ―contestó Fran―. ¡Ha desaparecido!

Jaime les siguió explicando, que se bajó de la bicicleta cuando iba a

llegar a esa explanada sin árboles en la que terminaba el camino de tierra,

porque pensó que allí estaría aparcado el coche y no quería que le

descubriese. Pero lo increíble fue, que cuando se asomó no había rastro de

ningún coche negro.

―Y sabéis muy bien que ese claro del bosque no tiene ninguna salida,

porque lo hemos explorado muchísimas veces ―concluyó Jaime―. Cuando

he visto eso, he mandado el mensaje a tu móvil y aquí os estábamos

esperando para decidir lo que hacemos ahora.

―Lo único que debemos hacer, es seguir las huellas de las ruedas que

estarán marcadas en la tierra, y seguro que nos llevan al lugar exacto por

donde ha desaparecido el coche ―dijo Víctor, demostrándoles sus dotes de

detective.

―¡Qué buena idea! ―exclamaron los demás, mientras se ponían a

buscar las marcas en el suelo.

Pasados cinco minutos, fue Jaime el que exclamó:

―¡Imposible! ¡Aquí no hay ninguna huella!

―¿Tú estás seguro de que el coche se ha metido por aquí?

―preguntó Víctor, por primera vez algo incrédulo.

―¡Parece mentira que dudes de mí, después de todas las veces que

he creído tus historias increíbles! ―contestó su amigo.

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―¡Perdona!, sólo lo decía porque a lo mejor se ha metido un poco

más abajo.

―Pero..., ¿dónde? ―le preguntó Jaime desesperado―. Sabes de

sobra que más abajo pasa tan pegado el río a la carretera, que no queda

casi sitio ni para aparcar una bicicleta.

―¡Tienes razón...! ―empezó a decir Víctor, antes de ser

interrumpido por su prima.

―¡Perdona que te corte! ―dijo Rosa, que había estado muy callada

y pensativa todo el tiempo, y ahora parecía muy excitada―. Me estoy

dando cuenta, de pronto, de varias cosas importantes que acaban de

ocurrir, y algunas de ellas creo que me las podéis confirmar vosotros...

Los demás miraban expectantes a la chica, convencidos de que había

descubierto algo decisivo que les podría dar la solución a tanto misterio.

―¡No sé cómo no me he dado cuenta hasta ahora de lo que pasó en

la estación! ―empezó a explicar.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó Víctor impaciente.

Rosa les contó, que en el mismo instante en que paró el tren, como

si estuvieran completamente sincronizados, llegó también el coche negro.

Pero en lo que no había caído hasta entonces, era en que el Albino había

entrado al vehículo por la puerta del conductor.

―¡Y eso no tiene sentido! ―terminó de explicarles―, porque el

coche acababa de llegar y..., ¡alguien lo tenía que conducir!

―A lo mejor, el que lo conducía se cambió de asiento sin salir fuera

―sugirió Fran.

―¡Es una posibilidad!, pero todavía hay más cosas inexplicables

―siguió diciendo―. ¿Es que no os disteis cuenta de que el coche no hacía

ningún ruido?

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―¡Tienes razón! ―gritaron Fran y Jaime a la vez.

―No sólo no hacía ruido el motor, sino que tampoco las ruedas

producían sonido alguno al rozar con el asfalto de la carretera ―afirmó.

―¡Eres increíble Rosa! ¡Te fijas en todo! ―le alabó Jaime.

―¡Lo raro es que no os dieseis cuenta los demás! ―replicó Daniel,

que era un observador nato y estaba seguro de que a él no se le hubiera

escapado ese detalle desde el principio.

―¡Cállate, renacuajo! ―le cortó Fran ofendido.

―¡Y aún hay más! ―continuó Rosa, sin hacer caso de la discusión―.

Algo hay en los colores que no entiendo.

―¿Qué colores? ―preguntó Jaime extrañado.

―Los colores del coche, incluso del mismísimo Albino...

―¡Eran como de una película antigua! ―exclamó Víctor, que había

comprendido enseguida la idea.

―¡Exacto! No sólo hoy, sino también el otro día en el tren, tenía una

sensación rara, como de que lo que estaba viendo era irreal... ―afirmó su

prima.

―Parecía como si su cuerpo estuviese difuminado, con colores nada

naturales, como envuelto en una especie de neblina ... ―dijo Víctor

pensativo.

―¡Como el holograma de la cueva! ―terminó de decir Rosa,

asombrada ella misma de sus propias deducciones.

Se quedaron mudos al escuchar las últimas palabras de la chica, y fue

Víctor el que volvió a hablar, una vez que en su cabeza parecía haberse

hecho la luz.

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―¡Está totalmente claro! ―exclamó por fin―. No tenemos dos

aventuras entre manos. El Albino, las bolas de luz, la pared holográfica, la

Tierra Hueca... ¡Todo es lo mismo!

Víctor tenía razón, los demás también lo sabían. Era demasiado raro,

para que sólo se tratase de una casualidad, que el Albino hubiese

desaparecido justo en el camino de su Guarida y de lo que ellos llamaban la

Tierra Hueca.

―Y yo me pregunto por qué somos los únicos testigos de estos

sucesos inexplicables… ―dijo Jaime, que estaba tan impresionado como sus

amigos.

―¡A lo mejor quieren que encontremos la explicación! ―apuntó

Fran.

―No es ninguna tontería lo que dice mi hermano. Al principio,

pensamos que alguien quería asustarnos para que nos alejásemos de este

lugar, pero si lo analizamos bien, es posible que sea lo contrario. Parece

como si, poco a poco, ese alguien se hubiese tomado la molestia de irnos

poniendo una pista detrás de otra para conducirnos a algún sitio. Y yo creo,

que sin lugar a dudas todo nos lleva a...

―¡La Tierra Hueca! ―gritaron a la vez adivinando la idea de Víctor.

Casi sin dirigirse la palabra supieron dónde tenían que ir. Escondieron

sus bicicletas en el lugar habitual, y apartando ramas y hojas siguieron

decididos hasta su Guarida, sin pensar ni siquiera en que podían estar

corriendo un serio peligro. Entre unas cosas y otras se les había hecho

bastante tarde y, aunque sabían que no tenían mucho tiempo para intentar

desvelar tantos enigmas, decidieron continuar.

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Nada más entrar a su Guarida sintieron que algo distinto pasaba. A

pesar de que en el exterior el sol alumbraba débilmente, dentro de la cueva

parecía haber más luz que nunca. Al instante descubrieron, asombrados,

que el resplandor lo producía la misma zona de la cueva por donde Rosa

había desaparecido unos días antes.

―¡Mirad la pared! ¡Vuelve a ser un holograma! ―dijo Daniel,

alargando la mano pero sin atreverse a tocarla.

―Ahora que lo vuelvo a ver, cada vez estoy más segura de que el

Albino y su coche eran hologramas iguales a éste ―aseguró Rosa.

―Pero según lo que leí sobre los hologramas, creo que no es posible

crear uno que se mueva a lo largo de dos kilómetros, o... ¡que viaje en un

tren! ―dijo Jaime, intentando bromear, en un momento en el que estaban

paralizados y eran incapaces de dar el primer paso para atravesar aquella

pared.

Aunque Víctor tenía también un miedo indescriptible, sabía muy bien

lo que los demás esperaban de él. Estiró las manos por delante de su cuerpo

y observó cómo se le hundían en la roca. Sin pensárselo avanzó un poco

más, y desapareció ante la mirada atónita de sus compañeros de aventura.

―¡Víctor! ¿Estás bien? ―gritó Fran, angustiado por la posibilidad de

no volver a ver a su hermano.

―¡Pasad! ¡Esto es increíble! ―se oyó en un eco lejano.

Se miraron unos a otros, no muy decididos a seguir el ejemplo de

Víctor, pero Jaime, que era el jefe del grupo en ausencia de su amigo, tomó

la iniciativa.

―No nos lo vamos a pensar más. Echad las manos hacia delante y

cerrad los ojos. Cuanto cuente hasta tres, entramos todos juntos.

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Rosa, Daniel y Fran escucharon nerviosos las palabras de Jaime, pero

cuando dijo ¡tres!, dieron un paso al frente y después de sentir un leve

cosquilleo en sus cuerpos abrieron los ojos.

Eso sí era, de verdad, el Otro Lado.