primera edición: julio de 2010

16

Upload: others

Post on 22-Jul-2022

2 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: Primera edición: julio de 2010
Page 2: Primera edición: julio de 2010

Primera edición: julio de 2010 Séptima edición: mayo de 2014

Dirección editorial: Elsa Aguiar Coordinación editorial: Gabriel Brandariz Ilustración de cubierta: Sereg, Paris Traducción: Isabelle Marc Martínez

Título original: Lettres d’amour de 0 à 10Publicado por primera vez por l’école des loisirs, en París, en 1996

© l’école des loisirs, Paris, 1996© de la traducción al español:

Ediciones SM, 2010 Impresores, 2 Urbanización Prado del Espino28660 Boadilla del Monte (Madrid) www.grupo-sm.com

ATENCIÓN AL CLIENTETel.: 902 121 323 Fax: 902 241 222e-mail: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

122255 cartas amor 0 a 10 CRED:cred 7/5/14 09:34 Página 4

Page 3: Primera edición: julio de 2010

Para Philippe Silvy

Page 4: Primera edición: julio de 2010
Page 5: Primera edición: julio de 2010

1 Ernest

Caminaba lentamente hacia el edificio. No mi-raba a su alrededor.

El trayecto siempre era el mismo. Nunca se in-ventaba caminos nuevos. Siempre transitaba porel mismo lado de la calle. Iba directamente de casaa la escuela y de la escuela a casa.

Subía pesadamente los cincuenta y siete pelda-ños hasta el tercer piso. No daba rodeos. No se apre-suraba. Ernest no tenía prisa. Los diez años de suvida habían transcurrido sin correr, con la inmo-vilidad de una vejez más que precoz.

Dejó la mochila en su habitación, que era lamás vacía de la casa, y que también era la máspequeña. Parecía una despensa o la celda de unaantigua cárcel: una cama, una mesa, una silla, unarmario; todo perfectamente ordenado. Sacabasus libros y sus cuadernos antes de ir a meren-dar a la cocina.

Desde mediodía, allí le esperaban una granmanzana verde y una tostada. El aya las dejaba

7

Page 6: Primera edición: julio de 2010

sobre la mesa después de limpiarla tras la comida.Sus meriendas no variaban mucho.

Tras unos bocados, la manzana empezaba a darleasco, pero se la acababa comiendo. Después, se po-nía a hacer los deberes con concentración y mé-todo. Sabía que, cuanto antes los terminara, antespodría abrir el único armario de la casa que no es-taba cerrado con llave.

Cuando la Abuela oyó chirriar la puerta de la bi-blioteca y el tintineo de la vitrina, salió de su habi-tación y fue a sentarse con Ernest en el salón.

–Hola, Abuela –saludó Ernest, sentándose en elsofá de terciopelo ajado. Nadie la llamaba nuncapor su nombre, Précieuse, que en francés significa«preciosa». Resultaba difícil imaginar que alguiense dirigiese a ella de esa manera.

La Abuela inclinó la cabeza a modo de saludo.Hablaba poco y en contadas ocasiones. Ernest te-nía la impresión de que si se movía más, se desin-tegraría. Tenía ochenta años, pero al estilo de lasabuelas viejas de verdad, como las de los librosantiguos. Su piel estaba tan arrugada y marchitaque Ernest pensaba que se convertiría en polvosi sonreía. De hecho, no sonreía nunca. Casi noandaba, comía sin ganas, y cuidaba de su nieto porobligación, porque solo la tenía a ella.

8

Page 7: Primera edición: julio de 2010

Había criado a Ernest desde su nacimiento, trasla muerte de su madre. En la familia Morlaisse, lagente se moría de accidentes antiguos, accidentesde la historia: la Segunda Guerra Mundial en elcaso de su abuelo, la Primera Guerra Mundial enel de su bisabuelo, y en el de su padre, una extrañadesaparición tras el entierro de su mujer, cuandoErnest solo tenía un día de vida.

De modo que su abuela había perdido a su padrea los cinco años, a su marido a los treinta y a su hijoa los setenta, cuando también heredó un bebé delque casi no podía ocuparse ni física ni moralmente.

Pero hizo lo que tenía que hacer. Había contratado inmediatamente a una mu-

jer apenas más joven que ella para cuidar de la ali-mentación y la higiene del bebé. La mujer, Ger-maine, acababa de perder a su marido y no teníahijos. Aceptó, más que por el dinero, porque ne-cesitaba huir de su aislamiento. Las dos mujeresse llevaban bien porque tenían los mismos princi-pios... muchos principios. Vivían una al lado de otraen líneas paralelas. La señora Morlaisse le habíaofrecido una de las muchas habitaciones de la casa,pero Germaine había preferido ir y venir a la suyapropia, salvo al comienzo, cuando Ernest no dor-mía por las noches y, algunas veces, cuando hacíademasiado frío.

9

Page 8: Primera edición: julio de 2010

Así que Germaine también era vieja, aunque in-tentaba disimularlo con los maquillajes más sofis-ticados. Las pinturas de Germaine eran, de hecho,el único atisbo de modernidad en aquella casa sinaparatos, sin máquinas, sin televisión. Germaine lu-chaba denodadamente contra las canas, las arrugasy la grasa, pero se había rendido ante la depresión.Durante los primeros años, había rodeado a Ernestcon las únicas palabras que el niño había escuchado,pero, en cuanto fue al colegio, Germaine se encerróen sí misma, como la Abuela. La conversación se li-mitaba a lo estrictamente necesario, y esto era muypoco, porque la casa funcionaba sola, por costum-bre, por inercia, como con servicios mínimos.

Germaine hacía la compra y cocinaba. Podríahaber hecho los pedidos por teléfono, pero no habíateléfono. Otra señora, amiga de Germaine, tambiénbastante mayor, se encargaba de la limpieza. Toda laropa iba a la lavandería.

La señora Morlaisse se sentó, como una estatuasilenciosa y taciturna. Antes, solía leer con Ernest.Ahora, sus ojos se cansaban demasiado. A menu -do, Ernest levantaba la cabeza del libro y se dabacuenta de que la Abuela estaba dormitando, recta yerguida en su sillón. A veces incluso roncaba, lo queproducía un poco de animación sonora para rivali-zar con el tictac de los relojes. Ernest sabía que a la

10

Page 9: Primera edición: julio de 2010

Abuela no le hubiera gustado saber que roncaba,así que nunca se lo había dicho.

Independientemente de la profundidad de susueño, se levantaba con un respingo a las ocho paraoír los informativos. La radio era de uno de los pri-meros modelos que se habían fabricado. Sintoni-zar Radio Nacional era tan difícil como dar conRadio Londres durante la Segunda Guerra Mun-dial. Y el sonido era el mismo, lejano y con muchasinterferencias. La señora Morlaisse ya no oía muybien y el periodista no repetía tres veces cada no-ticia, como hubiera debido. Pero no tenía importan-cia, porque la señora Morlaisse ya no tenía dema-siada curiosidad por el mundo. De vez en cuan do,una palabra, un nombre o un país le provocaban unareacción. Si, por ejemplo, el periodista decía «Ale-mania», ella repetía con un suspiro: «Alemania». Loimportante era encender la radio a las ocho, comosiempre.

Sin embargo, Ernest escuchaba con atención deprincipio a fin, como si fueran a anunciarle la res-puesta que estaba buscando. No le interesaban nila política ni las elecciones ni los políticos. Espe-raba, sentado pacientemente sobre el sofá, la Ter-cera Guerra Mundial: la que, como las anteriores,seguramente se llevaría a otro miembro de losMorlaisse.

11

Page 10: Primera edición: julio de 2010

Los Morlaisse cenaban a las ocho y media. Elmenú siempre era el mismo: sopa. La sopa se di-giere bien, es buena para el crecimiento y garan-tiza una noche tranquila con tal de que no lleveni sal ni pimienta. Germaine no volvía por la no-che. Ernest calentaba la sopa y dejaba los platosen el fregadero. Después, se acostaba sin rechistar.Un niño necesita dormir. Antes de asearse, invaria-blemente decía:

–Buenas noches, Abuela, que duer ma bien. Y ella cerraba los ojos en señal de reconoci-

miento. Entre semana, Ernest se levantaba sin ímpetu,

pero bien entrenado; se comía dos tostadas conmermelada de naranjas amargas hecha por unaprima de Germaine que vivía en el sur de Francia,se bebía una taza de leche templada, se anudaba lacorbata, ordenaba su mochila y se iba a la escuela.Volvía a comer a casa, porque ni Germaine ni suabuela creían en las ventajas del comedor escolar.En casa no había ni conservas ni congelados. Allílos pescados tenían cabeza, y las patatas salían di-rectamente de la tierra, sin pasar por la fábrica. Laseñora Morlaisse temía pasarse con la sal, el azúcary las malas influencias. A Germaine le daban mie -do los malos aceites, las frituras, la carne en mal es-tado y el exceso de ruido.

12

Page 11: Primera edición: julio de 2010

Ernest no tenía ni vaqueros ni chándal. Dos ve-ces al año, llegaba un sastre a casa, le tomaba lasmedidas y le cosía un traje de corte neutro, ni deeste siglo ni del pasado. Más bien se parecía al uni-forme de un internado inglés. El sastre también letraía camisas, corbatas, ropa interior, calcetines yropa de abrigo.

Este atuendo le ahorraba a Ernest el contactocon los otros niños. De todas formas, él los evitaba,no por gusto, sino por prudencia. No se metían conél. Estaban acostumbrados. Sin duda, era el mejorde la clase, salvo en expresión escrita, cuando to-caba contar un programa de la tele, las vacacioneso lo que habían hecho el domingo.

Para Ernest, los domingos estaban incluso másvacíos que el resto de la semana. Los minutos pasa-ban muy lentamente, como en un reloj de arenahúmeda. Germaine solo iba para preparar y servirla comida, que el domingo consistía en carne contres tipos de verdura, y de postre, compota.

Después de la siesta, la señora Morlaisse convo-caba a Ernest en el salón, se sacaba la llave de laparte delantera del vestido, abría la puerta de mar-quetería y sacaba una caja de porcelana fina en laque reposaba la carta. Los dos se sentaban alrede-dor de la mesa que tenía un pie en forma de leóndorado.

13

Page 12: Primera edición: julio de 2010

–¿Me la lee, Abuela? –le pedía Ernest. La señora Morlaisse sacaba la hoja del sobre, la

desdoblaba con infinito cuidado y la miraba comosi contuviera la solución a todos los misterios deluniverso. El problema era que era ilegible. Ernestlo sabía, pero cada domingo lo deseaba con másfuerza. Ni siquiera él, que era el mejor de la clase,podía entender ni una sola letra. No había ni unaA ni una B ni una Z, sino solo una selva de nudosque parecían gritar en silencio. Su bisabuelo la ha-bía enviado desde un pueblo cerca de la frontera.Entre todos los secretos de aquella casa, aquel erael mayor, o quizás el segundo mayor. Ernest pen-saba que si seguía sacando buenas notas, algún díalograría desvelar aquellos misterios.

14

Page 13: Primera edición: julio de 2010

2 Victoire

Ernest no sonreía. En clase, solo hablaba cuandoel maestro se lo pedía directamente. Sus respues-tas eran correctas y eficaces. Sus comentarios, in-teligentes y sensatos. A Ernest le gustaba el cole-gio porque la música de las palabras disipaba susoledad; además, gracias al estudio, esperaba po-der llegar a descifrar los garabatos de tinta de lavieja carta.

Los otros niños respetaban su aislamiento. Las niñas, sin embargo, intentaban hacerse no-

tar, entrar en su mundo, atraerle hacia su univer-so cálido. Porque Ernest no podía ocultar que eraguapo. Todas soñaban con tocarlo, con rozarlo. Leshabría gustado, por lo menos, que les dedicase unamirada con sus preciosos ojos negros, pero él solomiraba el suelo, el cielo o las páginas de los libros.

A veces le dejaban pasteles sobre el pupitre, perose quedaban ahí hasta que pasaba el encargado dela limpieza. No es que Ernest fuese maleducado;

15

Page 14: Primera edición: julio de 2010

es que nunca había probado un pastel, y le dabamiedo. Germaine y Précieuse nunca comían pas-teles. A veces, algún dulce o alguna fruta exótica leparecía apetitoso, pero sabía que había que respe-tar las reglas y que no había que picar entre las co-midas.

A menudo le enviaban papelitos, pero a él nun -ca se le ocurría abrirlos; así que no sabía lo que de-cían: «Ernest, te quiero»; «Eres muy guapo, pruebami pastel»; «Te invito a mi fiesta el miércoles queviene». Eran papelitos llenos de esperanza inútil.

Durante el recreo, Ernest se quedaba leyendo enun banco o en los soportales. Después de clase, seiba directamente a casa. No miraba a ningún lado.Algunas lo seguían con la esperanza de que les diri-giese la palabra. Sabían dónde vivía; espiaban sussalidas; vivían a la espera de un saludo suyo.

La vida de Ernest no tenía fallos. Se repetía deforma idéntica todos los días. En ella no cabían lassorpresas. Hasta que aquel lunes de principios denoviembre, la directora entró en clase y dijo:

–Os presento a Victoire de Montardent. Es vues-tra nueva compañera de clase.

Ernest se sobresaltó un poco. Aquella Victoireera diferente de las otras. Iba vestida de forma pa-recida a él, con una americana azul marino, unafalda de tablas, una camisa seria. Llevaba el pelo,

16

Page 15: Primera edición: julio de 2010

largo y oscuro, recogido con una cinta negra. Y co -mo el único pupitre libre era el suyo, el maestro lacolocó junto a él. Se sentó y saludó a Ernest de for -ma abierta y sin complejos. Él se vio obligado adevolverle el saludo.

El maestro le dio un libro a su nueva compañeray Ernest le indicó la página por donde iban. Erasu obligación. Cuando el maestro decía: «Ernest,cuento contigo para ayudar a Victoire», Ernest eje-cutaba la orden como un robot, sin mirarla, pero lepreguntaba: «Lo entiendes, ¿no?». Y ella le respon-día con un alegre: «¡Okey, Mackey!».

Durante el recreo, en lugar de irse con las otrasniñas, Victoire siguió a Ernest hasta su banco ehizo lo mismo que él: leer un libro; aunque ellano tenía libro. Así que leyó el de él, sentada muycerca, esforzándose por seguir su ritmo y por estarlista cuando cambiaba de página.

Al final del recreo, Ernest cerró el libro y vol-vió a clase. Victoire lo siguió. A la hora de comer,Ernest se puso el abrigo para volver a casa, con Vic-toire pisándole los talones durante todo el camino.Cuando abrió la puerta de su portal, ella le lanzó:

–Yo vivo un poco más adelante. Pasaré a reco-gerte después. ¡Que aproveche!

Lo estaba esperando en la puerta. Ernest cami-naba con pasos decididos, como si Victoire no estu-

17

Page 16: Primera edición: julio de 2010

viera allí. Para que se diera cuenta de su presencia,ella lo cogió del brazo y le preguntó:

–¿Hace mucho tiempo que vives aquí? –Ernestasintió con la cabeza–. ¿Nunca comes en el come-dor? –Ernest negó con un gesto–. ¿Tienes herma-nos? –volvió a negar con la cabeza–. ¿Tus padresson muy estrictos? –no importaba que Ernest res-pondiera o no a su interrogatorio, Victoire teníaconversación de sobra para los dos–: Mis padresson muy estrictos: no me dejan ver la tele hasta quehe terminado los deberes. ¿Cuál es tu programafavorito? ¿Cuál es tu comida favorita? ¿Cuál es tucantante favorito? ¿Qué actividades extraescola-res haces? Yo hago piano y natación. ¿Dónde vas devacaciones? ¿Coleccionas algo? Yo colecciono lospapeles de plata de las tabletas de chocolate. ¿Hasestado en el extranjero? ¿Tus padres te dejan ir afiestas?

A pesar de ser tan buen alumno, Ernest se sen-tía totalmente ignorante. No pudo responder a nin-guna de aquellas preguntas. No conocía a ningúncantante, ningún programa de televisión. ¿Su platopreferido? Solo comía lo que le daban. Por razonesde frecuencia, la sopa debía de estar al principio dela lista. Pero no sentía ninguna preferencia especialpor la sopa. En cuanto a coleccionar cosas, lo únicoque se le ocurrió fueron las cincuenta y siete esca-

18