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Mario Bellatin Obra reunida www.elboomeran.com

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  • Mario Bellatin

    Obra reunida

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  • ndice

    Saln de belleza 9

    Efecto invernadero 39

    Canon perpetuo 67

    Damas chinas 97

    El jardn de la seora Murakami/Oto no-Murakami monogatari 133

    Bola negra 187

    Nagaoka Shiki: una nariz de ficcin 197

    La mirada del pjaro transparente 245

    Jacobo el mutante 257

    Perros hroes 291

    Flores 357

    La escuela del dolor humano de Sechun 419

    Underwood porttil: modelo 1915 483

    La clase muerta

    Los fantasmas del masajista 585

    Biografa ilustrada de Mishima 511

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  • Saln de belleza

    Cualquier clase de inhumanidadse convierte, con el tiempo, en humana.

    Kawabata Yasunari

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  • Hace algunos aos, mi inters por los acuarios me llev a decorar mi sa-ln de belleza con peces de distintos colores. Ahora que el saln se ha convertido en un Moridero, donde van a terminar sus das quienes no tienen dnde hacerlo, me cuesta mucho trabajo ver cmo poco a poco los peces han ido desapareciendo. Tal vez sea que el agua corriente est llegando demasiado cargada de cloro, o quiz que no tengo el tiempo su-ficiente para darles los cuidados que se merecen. Comenc criando Gu-pis Reales. Los de la tienda me aseguraron que se trataba de los peces ms resistentes y, por eso mismo, los de ms fcil crianza. En otras palabras, eran los peces ideales para un principiante. Tienen, adems, la particu-laridad de reproducirse rpidamente. Los Gupis Reales son vivparos, no necesitan tener un motor de oxgeno para que los huevos se mantengan en la pecera sin que el agua tenga que cambiarse. La primera vez que pu-se en prctica mi aficin no tuve demasiada suerte. Compr un acuario de medianas proporciones y met dentro una hembra preada, otra to-dava virgen y un macho con una larga cola de colores. Al da siguiente el macho amaneci muerto. Estaba echado boca arriba, entre las piedras multicolores con las que recubr la base. De inmediato busqu el guante de jebe con el que haca el teido de cabello a las clientas, y saqu al pez muerto. En los das siguientes nada importante ocurri. Simplemente trat de encontrar la medida correcta de comida para que los peces no sufrieran de empacho ni murieran de hambre. El control de la comida ayudaba adems a mantener todo el tiempo el agua cristalina. Pero cuan-do la hembra preada pari se desat una persecucin implacable. La otra hembra quera comerse a las cras. Sin embargo, los recin nacidos tenan unos poderosos y rpidos reflejos que momentneamente los sal-vaban de la muerte. De los ocho que nacieron slo tres quedaron vivos. La madre, sin ninguna razn visible, muri a los pocos das. Esa muerte fue muy curiosa. Desde que pari se haba quedado esttica en el fondo del acuario sin que la hinchazn de su vientre disminuyera en ningn momento. Nuevamente tuve que ponerme el guante que usaba para los tintes. De ese modo saqu a la madre muerta y la arroj despus por el escusado que hay detrs del galpn donde duermo. Mis compaeros de trabajo nunca estuvieron de acuerdo con mi aficin por los peces. Afir-

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    maban que traan mala suerte. No les hice el menor caso y con el tiem-po fui adquiriendo nuevos acuarios as como los implementos necesarios para tener todo en regla. Consegu pequeos motores para el oxgeno, que simulaban cofres de tesoro olvidados en el fondo del mar. Hall tam-bin motorcitos en forma de hombres rana de cuyos tanques salan en forma constante las burbujas. Cuando al fin consegu cierto dominio con otros Gupis Reales que fui comprando, me aventur con peces de crian-za ms difcil. Me llamaban mucho la atencin las Carpas Doradas. Creo que fue en la misma tienda donde me enter de que en ciertas culturas era un placer la simple contemplacin de las Carpas. A m comenz a sucederme lo mismo. Poda pasar muchas horas seguidas admirando los reflejos que emitan las escamas y las colas. Alguien me confirm despus que ese tipo de pasatiempo era una diversin extranjera.

    Pero lo que s no me parece ningn tipo de diversin es la cantidad cada vez mayor de personas que vienen a morir al saln de belleza. Ya no son solamente amigos en cuyos cuerpos el mal est avanzado, sino que la ma-yora son extraos que no tienen dnde irse a morir. Aparte del Moride-ro, la nica alternativa sera perecer en la calle. Ahora slo quedan los acuarios vacos. Todos menos uno, que trato a toda costa de mantener con algo de vida en el interior. Algunas de las peceras las utilizo para guar-dar los efectos personales que traen los parientes de quienes estn hospe-dados en el saln. Para evitar confusiones coloco una cinta adhesiva con el nombre del enfermo, y all guardo la ropa y las golosinas que de vez en cuando permito que les traigan. Solamente admito que las familias apor-ten dinero, ropa y golosinas. Todo lo dems est prohibido.

    Es curioso ver cmo los peces pueden influir en el nimo de las personas. Por ejemplo cuando me aficion a las Carpas Doradas, aparte del sosiego que me causaba su contemplacin siempre buscaba algo dorado con que adornar los vestidos que usaba en las noches. Ya fuera una cinta, los guan-tes o las mallas que me pona en esas oportunidades. Pensaba que llevar puesto algo de ese color poda traerme suerte. Tal vez salvarme de un en-cuentro con la Banda de los Matacabros que rondaba por las zonas centra-les de la ciudad. Muchos no sobrevivan a los ataques de esos malhechores, pero creo que si despus de un enfrentamiento alguno sala con vida era peor. En los hospitales donde los internaban los trataban siempre con des-precio. Muchas veces no queran recibirlos por temor a que estuviesen con-tagiados. Desde entonces me naci la compasin de recoger a alguno que otro compaero herido que no tena dnde recurrir. Tal vez de esa manera se fue formando este triste Moridero que tengo la desgracia de regentar.

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    Pero regresando a los peces, en cierto momento tambin me aburr de te-ner exclusivamente Gupis y Carpas Doradas. Creo que se trata de una de-formacin de mi personalidad: me canso muy pronto de las cosas que me atraen. Lo peor es que despus no s qu hacer con ellas. Al principio fue-ron los Gupis, que en determinado momento me parecieron demasiado insignificantes para los majestuosos acuarios que tena en mente formar. Sin ninguna clase de remordimiento dej gradualmente de alimentarlos. Tena la esperanza de que se fueran comiendo unos a otros. Los que que-daron vivos los arroj al escusado, de la misma forma como lo hice con aquella madre muerta. As fue como tuve los acuarios libres para recibir peces de crianza ms difcil. Los Goldfish fueron los primeros en los que pens. Sin embargo record que eran demasiado lerdos, casi estpidos. Yo quera algo colorido pero que tambin tuviera vida, para as pasarme los momentos en los que no haba clientas observando cmo los peces se per-seguan unos a otros, o se escondan entre las plantas acuticas que haba sembrado sobre las piedras del fondo.

    Mi trabajo en el saln de belleza lo llevaba a cabo de lunes a sbado. Pero algunos sbados en la tarde, cuando estaba muy cansado, dejaba encarga-do el negocio y me iba a los baos de vapor para relajarme. El local de mi preferencia era atendido por una familia de japoneses. Era un lugar exclu-sivo para personas de sexo masculino. El dueo, un hombre maduro de baja estatura, tena dos hijas que hacan las veces de recepcionistas. En el vestbulo se haba tratado de respetar el estilo oriental del letrero de la puerta. Haba all un mostrador decorado con peces multicolores y con dragones rojos tallados en alto relieve. En forma invariable se poda en-contrar a las dos jvenes armando grandes rompecabezas. Cuando llega-ba alguien, dejaban el entretenimiento y se esmeraban en la atencin. El primer paso era la entrega de unas pequeas bolsas de plstico transpa-rente, para que el visitante introdujera en ellas sus objetos de valor. Las jvenes daban luego un disco con un nmero, que cada quien se deba colgar de la mueca. Las japonesas guardaban la bolsa en un casillero de-terminado y despus invitaban al visitante a pasar a una sala posterior. Aqu la decoracin cambiaba totalmente. El lugar tena el aspecto de los baos del Estadio Nacional que conoc la vez que me llev un futbolista amateur. Las paredes estaban cubiertas, hasta la mitad, con losetas blan-cas. En la parte superior haban pintado delfines dando saltos. Esos di-bujos estaban descoloridos. Apenas se perciba el lomo de los animales. En esa sala siempre me esperaba el mismo empleado para pedirme la ro-pa que llevaba puesta. En cada visita tuve siempre la precaucin de usar

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    slo prendas masculinas. Luego de desvestirme delante de sus ojos, con un gesto mecnico estiraba sus brazos para recibirlas. Se fijaba en el n-mero que colgaba de mi mueca, y se llevaba luego la carga al casillero correspondiente. Antes de hacerlo, me entregaba dos toallas radas pero limpias. Yo me cubra con una los genitales y me colgaba la otra de los hombros.

    La ltima vez que visit los baos record una historia que, cierta noche en que estbamos esperando hombres en una esquina bastante transita-da, me cont un amigo. A l le gustaba vestirse exticamente. Siempre usaba plumas, guantes y accesorios de ese tipo. Deca que algunos aos atrs, su padre le haba obsequiado un viaje a Europa. Afirmaba que du-rante aquel viaje haba aprendido a vestirse de esa manera. Sin embargo, parece ser que en esta ciudad no era posible apreciarse una moda de ese tipo. Mi amigo se quedaba por eso muchas horas parado solo en las es-quinas. Ni siquiera los patrulleros que rondaban la zona se lo llevaban a dar la vuelta de rutina. En ese momento me acord de l, porque en una ocasin me cont que su padre acostumbraba ir a unos baos de vapor a pasar los fines de semana. Se trataba de otro tipo de baos, de alta ca-tegora y no como los del japons. Me dijo que en una de las primeras visitas, los mismos amigos del padre abusaron de l en una de las duchas individuales. Mi amigo no tendra entonces ms de trece aos, y el mie-do hizo que no dijera nada de lo sucedido. El caso es que estos baos son distintos, porque a diferencia de los que frecuentaba el padre de mi ami-go aqu todos los usuarios saben a lo que van. Una vez que se est cu-bierto slo por las toallas, el terreno es todo de uno. Lo nico que se tiene que hacer es bajar las escaleras que conducen al stano. Mientras se desciende, una sensacin extraa comienza a recorrer el cuerpo. Mi-nutos despus queda uno confundido con el vapor que emana de la c-mara principal. Unos pasos ms y casi de inmediato se es despojado de las toallas. De all en adelante cualquier cosa puede ocurrir. En esos mo-mentos, siempre me senta como si estuviera dentro de uno de mis acua-rios. Reviva el agua espesa, alterada por las burbujas de los motores del oxgeno, as como las selvas que se creaban entre las plantas acuticas. Experimentaba tambin el extrao sentimiento producido por la perse-cucin de los peces grandes cuando buscan comerse a los ms pequeos. En esos momentos la poca capacidad de defensa, lo rgido de las trans-parentes paredes de los acuarios, se convertan en una realidad que se abra en toda su plenitud. Pero ahora aqullos son tiempos idos que estoy seguro nunca volvern. Actualmente mi cuerpo esqueltico me impide seguir frecuentando ese lugar. Otro factor importante para considerar

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    aquello como cosa del pasado es el nimo, que parece haberme abando-nado por completo. Siento como algo casi imposible haber contado en algn momento con la fuerza necesaria para pasar tardes enteras en ba-os de esa naturaleza. Pues aun en los mejores tiempos de mi condicin fsica, sala de una sesin totalmente extenuado.

    Tampoco tengo fuerza ya para salir a buscar hombres en las noches. Ni siquiera en verano, cuando no es tan desagradable tener que vestirse y desvestirse en los jardines de las casas cercanas a los puntos de contacto que se establecen en las grandes avenidas. Porque toda la transformacin se tiene que hacer en ese lugar y adems a escondidas. Sera una locura regresar de madrugada en un autobs de servicio nocturno vestidos con la ropa con la que se trabajaba de noche. Ahora tengo que regentar este Moridero. Debo darles una cama y un plato de sopa a las vctimas en cuyos cuerpos la enfermedad ya se ha desarrollado. Y lo tengo que hacer yo solo. Las ayudas son bastante espordicas. De vez en cuando alguna institucin se acuerda de nuestra existencia, y nos socorre con algo de dinero. Otros quieren colaborar con medicinas. Pero tengo que volver a recalcar que el saln de belleza no es un hospital ni una clnica, sino sen-cillamente un Moridero. Del saln de belleza quedan los guantes de je-be, la mayora con huecos en las puntas de los dedos. Tambin las vasijas, los ganchos y los carritos donde se transportaban los cosmticos. Las se-cadoras, as como los sillones reclinables para el lavado del pelo, los ven-d para obtener los implementos necesarios para la nueva etapa en la que ha entrado el saln. Con la venta de los objetos destinados a la belleza compr colchones de paja, catres de fierro y una cocina a kerosene. Un elemento muy importante que desech en forma radical fueron los es-pejos que en su momento haban multiplicado con sus reflejos los acua-rios as como la transformacin de las clientas a medida que se sometan a los distintos tratamientos que se les ofrecan. A pesar de que me pare-ce estar acostumbrado a este ambiente, creo que para cualquiera sera ahora insoportable multiplicar la agona hasta ese extrao infinito que producen los espejos puestos uno frente al otro. A lo que tambin pa-rezco haberme acostumbrado es al olor que despiden los enfermos. Me-nos mal que en el asunto de la ropa he recibido alguna ayuda. Con la tela fallada que nos don una fbrica hicimos algunas sbanas, que sue-lo acomodar en distintos montones segn sea la cantidad de enfermos esa temporada.

    A veces me preocupa quin va a hacerse cargo del saln cuando la enfer-medad se desencadene con fuerza. Hasta ahora he sentido slo ciertos

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    atisbos, sobre todo los signos externos tales como la prdida de peso y el nimo decado. Nada interno se me ha desarrollado. Hace unos momen-tos me refer al asunto del hedor y de la costumbre porque mi nariz no siente ya casi los olores. Me doy cuenta principalmente por las muecas de asco que hacen los que vienen de fuera apenas ponen un pie en este lugar. Por eso conservo con agua y con dos o tres raquticos peces uno de los acuarios. Aunque no reciba los cuidados de antes, me da la idea de que an se mantiene algo fresco en el saln. Sin embargo, parece existir una razn desconocida que me impide darle la dedicacin que se mere-ce. Ayer, por ejemplo, encontr una araa muerta flotando con las patas hacia arriba.

    Antes de convertirse en un lugar usado exclusivamente para morir en compaa, el saln de belleza cerraba sus puertas a las ocho de la noche. Era buena hora para hacerlo, pues muchas de las clientas preferan no visitar tarde la zona donde est ubicado el establecimiento. En un letre-ro colocado en la entrada, se sealaba que era un local donde reciban tratamiento de belleza personas de ambos sexos. Sin embargo, era muy reducido el nmero de hombres que traspasaba el umbral. Slo a las mu-jeres pareca no importarles ser atendidas por unos estilistas vestidos ca-si siempre con ropas femeninas. El saln estaba situado en un punto tan alejado de las lneas de transporte pblico, que para llegar haba que efectuar una fatigosa caminata. En el local trabajbamos tres personas, quienes un par de veces a la semana nos cambibamos, alistbamos unos pequeos maletines, y tras cerrar las puertas al pblico partamos con di-reccin a la ciudad. No podamos viajar as, vestidos de mujer. En ms de una oportunidad habamos pasado por peligrosas situaciones. Por eso guardbamos en los maletines los vestidos y el maquillaje que bamos a necesitar apenas llegsemos a nuestro destino. Antes de esperar en algu-na concurrida avenida, ya travestidos nuevamente, ocultbamos los ma-letines en los agujeros que haba en la base de la estatua de uno de los hroes de la patria. En ciertas oportunidades nos cansaba tanto cambio de ropa y, si bien con eso no se ganaba dinero, buscbamos algo de di-versin en los mezanines de algunos cines que proyectan en forma con-tinua pelculas pornogrficas. Los tres lo pasbamos bien especialmente cuando ciertos espectadores iban al bao. El paseo por el centro duraba hasta las primeras horas de la madrugada. Volvamos por los maletines y regresbamos a dormir al saln. En la parte trasera habamos construido un galpn de madera, donde los tres estilistas dormamos casi hasta el medioda. Lo hacamos juntos en una gran cama.

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    En ese tiempo lo ms importante era la decoracin que poda drsele al saln de belleza. Por la zona se estaban abriendo nuevas estticas, por lo que era fundamental para competir el aspecto que se le diera al negocio. Desde el primer momento, pens en tener peceras de grandes proporcio-nes. Lo que buscaba era que mientras eran tratadas, las clientas tuvieran la sensacin de encontrarse sumergidas en un agua cristalina para luego salir rejuvenecidas y bellas a la superficie. Por eso, lo primero que hice fue com-prar una pecera de dos metros de largo. An la conservo. Pero no es en ella donde se mantienen los tres peces que todava me quedan con vida.

    Puede parecer difcil que me crean, pero ya casi no individualizo a los huspedes. Ha llegado un estado en el que todos son iguales para m. Al principio los reconoca. Incluso una que otra vez llegu a encariarme con alguno. Pero ahora no son ms que cuerpos en trance hacia la desa-paricin. Me viene a la memoria uno en especial, a quien ya conoca an-tes de que cayera enfermo. Posea una belleza sosegada, como la de los cantantes extranjeros que aparecen en la televisin. Recuerdo que cuan-do organizbamos algn concurso de belleza la reina siempre peda to-marse fotos a su lado. Creo que aquello le daba un matiz internacional a las ceremonias. Ese muchacho viajaba al exterior con regularidad. Se sa-ba que tena un amante con mucho dinero, que cuando cay enfermo lo abandon. El muchacho no quiso recurrir a su familia. Invent un viaje y vino a alojarse al Moridero. Vendi el departamento que posea y me entreg todo el dinero. Antes de que su enfermedad avanzara hasta dejar-lo en un estado de delirio constante, me cont que sus frecuentes viajes no eran solamente viajes de placer sino que tena como misin transpor-tar drogas ocultas en su cuerpo. Me explic, en detalle, los mtodos que utilizaba para adherrsela. Se introduca las bolsitas en diversas partes de su cuerpo. Utilizaba para hacerlo unos mtodos que me llegaron a causar repulsin. Me conmovi la forma en que alguien tan bello haba sido uti-lizado de ese modo por su amante. Creo que incluso llegu a sentir algo especial hacia su persona, pues dej de lado la atencin que requeran los dems huspedes y durante el tiempo que dur su agona no estuve sino atento a cumplir con sus necesidades. Como una deferencia especial, le coloqu un acuario lleno de peces en su mesa de noche. Me emocion cons-tatar que aquel muchacho no fue ajeno a mis preocupaciones. De alguna forma me demostr tambin su cario. Incluso un par de veces estuve en una situacin ntima con aquel cuerpo deshecho. No me importaron las costillas protuberantes, la piel seca, ni siquiera esos ojos desquiciados en los que curiosamente haba an lugar para el placer.

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    Tampoco vayan a creer que yo era un suicida y me entregu totalmente. Antes de hacerlo tom mis precauciones. Pero, como dije antes, mis gus-tos cambian con frecuencia. De un momento a otro dej de interesarme por completo. Por esa razn, en determinado momento retir la pecera del lado de su cama y lo trat con la distancia que me impongo para to-dos los huspedes. Casi al instante el mal lo atac con violencia. No tard en morir. En su caso, la decadencia final vino por el cerebro. Comenz con un largo discurso delirante, que slo interrumpa durante las horas en que era vencido por el sueo. En algunas ocasiones el tono de su voz se alzaba ms de lo adecuado, y opacaba con sus palabras exaltadas las quejas de los dems. Me parece que fue atacado poco despus por una tuberculosis fulminante, pues falleci luego de un acceso de tos. Para ese entonces, el cuerpo del muchacho slo significaba un cuerpo ms al que haba la obligacin de eliminar.

    En forma un tanto extraa, con el muchacho perecieron tres peces jun-tos. Si bien es cierto que en aquel tiempo los peces haban dejado atrs su antiguo esplendor, an mantena un buen nmero de ejemplares. Casi todos eran esos peces llamados Monjitas, negros con el pecho blanco. No s, en esa poca rechazaba los colores. Lo que mi nimo exiga era el blan-co y el negro. Cada vez que pienso en el muchacho por el que sent un especial inters, lo recuerdo echado en su cama con la pecera con Monji-tas al lado. Inmediatamente despus de su muerte, encontr tres Mon-jitas rgidas al fondo. No quise pensar en nada mientras las retiraba de la pecera. Para las Monjitas es preciso contar con un calentador de agua. Haba tenido uno enchufado todo el tiempo. En ese entonces, todava cumpla con las reglas necesarias que me imponan los acuarios. Consi-dero por eso ms que una casualidad que murieran precisamente las tres la noche en que expir el muchacho. Al da siguiente desenchuf el ca-lentador. Luego de dos das comprob que ninguna de las Monjitas haba resistido el fro del agua. En esos das murieron tambin unos Escalares, a los que les aparecieron hongos en la piel. Sal por eso a la tienda para adquirir Gupis Reales como al principio. A todos los met en un mismo acuario. Son los que actualmente conservo. Como ya he dicho se trata de peces resistentes, que a pesar de los mnimos cuidados se han mante-nido de una forma ms o menos regular: muriendo algunos y naciendo otros de vez en cuando. Pero el agua ya no luce cristalina. Ha adquirido un tono verdoso, que ha terminado por empaar las paredes del acuario. He colocado esta pecera en un lugar algo alejado de los huspedes. No quiero que las miasmas caigan encima del agua. No deseo que los peces se vean atacados por hongos, virus o bacterias. A veces, cuando nadie me

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    ve, introduzco la cabeza en la pecera e incluso llego a tocar el agua con la punta de la nariz. Aspiro profundamente, y siento que de aquella agua emana an algo de vida. A pesar del olor del lquido estancado, puedo sentir todava una cierta frescura. Lo que ms me sorprende es lo fiel que se ha mostrado esta ltima camada de peces. Pese al poco tiempo dedi-cado a su crianza, se aferran de una manera extraa a la vida. Me hacen pensar en esa curiosa muerte que se suele vivir en los baos de vapor. All tambin existe una larga agona, que sin embargo est ms all de la ener-ga vital que muestran los visitantes al abrir y cerrar todo el tiempo las puertas de las cmaras individuales. Otra situacin similar la encontraba con algunas de las clientas que acudan en las buenas pocas al saln de belleza. La mayora eran mujeres viejas o acabadas por la vida. Sin em-bargo, debajo de aquellos cutis gastados era visible una larga agona que se vesta de una especie de esperanza en cada una de las visitas.

    Pero el tema de la larga agona no tiene nada que ver con los huspedes. En ellos es una suerte de maldicin. Mientras menos tiempo estn alo-jados en el Moridero es mejor. Los ms afortunados sufren realmente unos quince das. Pero hay otros que se aferran a la vida igual que los Gupis de la ltima camada. Quieren vivir, a pesar de que no existe for-ma en que vean sus males atemperados. A pesar de que el fro del invier-no se cuela sin cesar por las rendijas de las ventanas. A pesar de que es cada vez menor la racin de sopa que les sirvo. Como creo haber dicho en algn momento, los mdicos y las medicinas estn prohibidos. Tam-bin las yerbas medicinales, los curanderos y el apoyo moral de los ami-gos o familiares. En ese aspecto las reglas del Moridero son inflexibles. La ayuda slo se canaliza en dinero en efectivo, golosinas y ropa de ca-ma. No s de dnde me viene la terquedad de llevar yo solo la conduc-cin. Mis compaeros de antes, con los que trabajaba en los peinados y en la cosmetologa, han muerto hace ya mucho tiempo. Ahora ocupo yo solo el galpn. La cama donde antes dormamos se me hace ahora dema-siado grande. Los extrao. Son los nicos amigos que he tenido. Los dos murieron de lo mismo. En el momento final los trat con la misma rec-titud que al resto. Todava tengo colgadas en el perchero las ropas con las que solamos salir a la aventura. En una caja guardo adems las tarje-tas que nos dieron algunos de los hombres de la noche. Nunca he llama-do a ninguno. Ni siquiera para informarles por qu ya no nos encuentran en las esquinas de costumbre. Aunque lo ms probable es que ni siquiera se acuerden de nuestra existencia. Seguro que otros jvenes ocupan ahora nuestros lugares.

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    No s de dnde saqu fuerza para ir, la penltima vez, a la tienda de pe-ces. Record con qu despreocupacin sola perderme entre los acuarios, buscando los peces ms coloridos, ms vivaces, ms majestuosos. Pero aquella vez sent remordimiento por encontrarme rodeado de toda aque-lla naturaleza llena de vida. Fue la ocasin en que me dirig hacia la pece-ra de las Monjitas. Se trataba del nico espacio carente de color en aquel lugar. Pregunt por los cuidados que necesitaban y me informaron que se trataba de peces delicados. El encargado caz, entonces, diez Monjitas pa-ra m. Contaba con un pequeo colador, que mova hbilmente dentro del agua. Se demor cerca de quince minutos en la operacin. Me entre-g luego la bolsa de nailon transparente con las Monjitas en su interior.

    Otro de los motivos de mi remordimiento fue el gasto que hice en aque-lla ocasin. Aunque no era mucho, se trataba de un dinero que me ha-ban entregado para otra finalidad. Hice uso de parte de los ahorros de una anciana, quien me haba confiado su alcanca y a su nieto menor. El nieto era un muchacho de unos veinte aos, que ya haba comenzado con la disminucin de peso y los ganglios inflamados. Cierta noche lo encontr tratando de huir. Fue tal la paliza que le propin, que muy pronto se le quitaron las ganas de escapar. Se mantuvo acostado en la cama, es-perando pacficamente que su cuerpo desapareciera despus de pasar por las torturas de rigor. Cuando volv al saln con mi bolsa de Monjitas, muy pocos se dieron cuenta de mi adquisicin. Haba algunos huspe-des que no haban perdido todava la conciencia, por lo que me molest que se mostraran tan indiferentes. Me pareci que no eran lo suficiente-mente agradecidos, que no bastaban las palabras con las que ellos o sus familiares me pedan alojamiento, ni tampoco las cosas agradables que de vez en cuando les escuchaba. Faltaba que me expresaran su gratitud de una manera ms tangible. Por ejemplo, admirando los peces que an queda-ban con vida o, tal vez, con alguna alusin hacia mi cuerpo, como hacien-do ver que an se mantena en forma.

    Uno de los momentos de crisis por los que atraves el Moridero fue cuan-do acudieron mujeres a pedir alojamiento para morir. Venan hasta la puerta en psimas condiciones. Algunas traan en sus brazos a sus peque-os hijos, tambin atacados por el mal. Pero yo desde el primer momento me mostr inflexible. El saln en algn tiempo haba embellecido hasta la saciedad a las mujeres, no estaba dispuesto a echar por la borda tantos aos de trabajo sacrificado. Nunca acept por eso a nadie que no fuera del sexo masculino. Por ms que me rogaron una y otra vez. Por ms que me ofrecieron dinero nunca dije que s. En un principio, cuando estaba

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    a solas, me pona a pensar en aquellas mujeres que tendran que morir en la calle con sus hijos a cuestas. Pero haba sido testigo ya de tantas muertes, que comprend muy pronto que no poda echar sobre mis es-paldas toda la responsabilidad de las personas enfermas. Con el tiempo logr hacer odos sordos, tanto a las splicas como a la animadversin de algunas personas. Eso, aunado a la campaa de desprestigio que se gene-r en la zona donde el saln est situado, hizo que en ms de una oca-sin temiera por mi vida.

    La campaa que se desat en mi contra fue bastante desproporcionada. Tanto, que cuando la gente quiso quemar el saln tuvo que intervenir hasta la misma polica. Los vecinos afirmaban que aquel lugar era un fo-co infeccioso, que la peste haba ido a instalarse en sus dominios. Se or-ganizaron y la primera vez que supe de ellos fue por una comisin que apareci en la puerta con un documento donde haban firmado en una larga lista. Pude leer que pedan que desalojramos el local de inmedia-to. Despus la junta se encargara de echar fuego, pienso que como sm-bolo de purificacin. Pude leer tambin algunos nombres, al lado de los cuales estaban las firmas y un nmero que supongo era el de sus docu-mentos personales. A pesar de que los trat con amabilidad, no hice ca-so a la peticin. No llegu a leer la parte donde se nos daba veinticuatro horas como plazo para el desalojo. Al da siguiente, la primera seal de alarma la dieron unas cuantas piedras que rompieron los vidrios de la ventana que da a la calle. Nos asustamos. Haba huspedes que an es-taban con los sentidos en orden y otros, incluso peor, que se encontraban con los nervios exaltados. Hasta yo me inquiet cuando los escuch gri-tar con lo que les quedaba de voz. Se inici entonces un sobrecogedor co-ro de moribundos. Afuera la multitud empezaba a enardecerse. Tuve que escaparme por la parte del galpn donde duermo. Dej a los huspedes a merced de la turba. Con lo que tena de fuerza corr varias cuadras. Era de noche. Mientras corra imaginaba que los vecinos entraban al saln lle-vando sus antorchas en alto. Poda ver cmo los huspedes eran apenas capaces de entender lo que estaba ocurriendo y seguan aferrados a esos colchones, a esas frazadas con que yo haba sustituido los antiguos instru-mentos dedicados a la belleza. No s cmo, despus de caminar infinidad de cuadras, pude llegar a un telfono pblico. En el cuaderno que lleva-ba conmigo tena algunos nmeros que haba pensado me podan ser ti-les. Se trataba de las instituciones que siempre haban querido ayudarme con medicinas y otras cosas propias de hospitales. Luego de hacer un par de llamadas segu corriendo hasta llegar a la estacin de polica. Tuve que exponerme a frases sarcsticas por parte de los agentes. Hasta que final-

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    mente un cabo, que pareca tener ms sensibilidad que los dems, se dig-n escucharme. Oy parte del relato, omit por cierto algunos detalles, y design a un grupo de sus hombres para que lo siguiera.

    Regresamos juntos. Cuando llegamos, la turba haba logrado romper la puerta principal. Sin embargo, por alguna razn que intuyo relaciona-da con los olores o el temor al contagio no haban entrado. La polica hizo algunos disparos al aire. La gente se dispers. Pero all no termina-ron los problemas. La polica, que no tena ni la menor idea de nuestra existencia, comenz a hacer preguntas. Hicieron una inspeccin gene-ral. Hablaron de cierto cdigo sanitario. Felizmente, en ese momento llegaron los miembros de las organizaciones a las que haba convocado. Hablaron con los policas. Incluso uno de ellos fue con el cabo hasta la estacin. Con los otros recin llegados, haba algunos que pertenecan a una comunidad religiosa, tratamos de calmar a los huspedes. Acto segui-do construimos una especie de palizada en la puerta para pasar la noche. En los das posteriores se hicieron los trabajos de remodelacin. Durante esos das yo ca en una depresin profunda que, sin embargo, no me hi-zo descuidar en ningn momento a los huspedes. La nica diferencia fue que pas ms tiempo recluido en mi galpn. Pese a todo, desde tem-prano sala al mercado a comprar las verduras necesarias as como las me-nudencias de pollo con las que haca la sopa diaria. Despus de regresar pasaba revista a los huspedes. Los limpiaba luego lo mejor que poda. A los que eran capaces de levantarse, los acompaaba hasta el escusado. Me pona despus a cocinar. En realidad, no era una tarea muy compli-cada. Se trataba solamente de meter en la olla las verduras, las menuden-cias y dejarlas luego que hirvieran un par de horas. Le echaba un puado de sal y tapaba nuevamente la olla. A la hora del almuerzo serva los pla-tos. Era la nica comida del da. Los huspedes casi nunca tenan ham-bre. Muchos de ellos, ni siquiera terminaban el plato diario de sopa que les pona delante. Yo coma lo mismo. Me acostumbr tambin a hacer-lo slo una vez.

    Todo pareca ir bien en el par de acuarios que mantena con vida hasta que, de un da para el otro, comenzaron a aparecerles hongos a unos Es-calares que haban continuado con vida desde los tiempos de prosperi-dad. Al principio se trat de unas pequeas nubes que les crecieron en los lomos. Es extrao el aspecto que adquieren los peces en tales circuns-tancias. Se ven los colores opacados por una gran aureola, que parece de algodn. Finalmente, todos los cuerpos fueron contagiados y los Escala-res cayeron al fondo un par de das antes de morir. No estoy totalmente

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    seguro, pero creo que para aminorar la impresin que me caus verlos compr rpidamente los Gupis que hasta ahora me acompaan. Los es-cog prcticamente al azar, sin detenerme demasiado en las caractersti-cas de ninguno. Como la vez que adquir los primeros peces, eleg un macho y dos hembras. Una de ellas result tambin estar preada. Co-mo ya dije, a diferencia de aquellos primeros peces stos s resultaron re-sistentes. Soportan de una manera ms que razonable la falta de cuidados. Los motores del oxgeno estn todos inservibles menos uno, que funcio-na a trompicones. El agua se purifica slo a veces. Casi nunca tengo tiem-po para renovarla. Por eso en ocasiones el nivel baja y los peces tienen un espacio mnimo para moverse. Cuando la situacin es alarmante, lleno un recipiente y dejo que el agua repose veinticuatro horas. La arrojo luego sobre esta nica pecera que an se mantiene con vida. Por lo general los peces, que han estado aletargados por falta del lquido suficiente, comien-zan otra vez a moverse de un extremo a otro del acuario. Pero lo hacen con dificultad, pues a pesar del agua nueva la pecera contina luciendo ese color verde oscuro que la caracteriza. Es tanta la turbidez, que desde el exterior apenas si distingo las formas en movimiento. He perdido, por eso, la cuenta del nmero exacto de peces que se mantienen con vida. Sospecho que son slo dos o tres.

    Desde hace algn tiempo, me he dado cuenta de que pareciera que el mal atacara por oleadas. Hay temporadas en que el saln est vaco por com-pleto. Esto se produce despus de que todos los huspedes mueren en un periodo corto y no aparecen an enfermos recientes para reemplazarlos. Pero esas pocas no son muy duraderas. Cuando uno menos lo piensa, nuevamente los futuros huspedes tocan las puertas del saln. Con una sola ojeada puedo predecir cunto tiempo de vida tienen por delante. La actitud con la que llegan vara de acuerdo al carcter de la persona. Casi todos estn desesperados, pero algunos muestran algunos signos de luz a pesar de esa condicin. Otros estn derrotados por completo, y a duras penas pueden incluso mantenerse de pie. Una vez que son recluidos, yo me encargo de llevar a todos a un mismo punto con respecto a sus esta-dos de nimo. Despus de unas cuantas jornadas de convivencia, logro establecer la atmsfera apropiada. Se trata de un estado que no sabra c-mo describir con propiedad. Logran el aletargamiento total donde no cabe, ni siquiera, la posibilidad de preguntarse por s mismo. ste es el es-tado ideal para trabajar. As se logra no involucrarse con ninguno en es-pecial hacindose, de ese modo, ms expeditivas las labores. De esa forma se cumple con el trabajo sin ninguna clase de impedimento.

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    Cuando tuve aquel acercamiento con el muchacho que muri de tuber-culosis, an no haba perfeccionado del todo mi tcnica. Aunque est mal decirlo, me arrepiento de haber cado sentimentalmente en esa opor-tunidad. Pienso que a ese muchacho jams deb haberle puesto la pece-ra con Monjitas en su mesa de noche. Nunca tocarlo con fines ajenos a los higinicos. Este caso podra considerarlo como una mancha en mi oficio. No he contado algunas cosas, pero a pesar de la indiferencia que mostr cuando el muchacho entr en la recta final debo confesar que se-cretamente me preocup por el tipo de sepultura que recibira. Tal vez lo hice movido por la considerable cantidad de dinero que me entreg an-tes de ser admitido como husped. El caso es que su cuerpo no fue a dar, como los otros, a una fosa comn que hay en las cercanas. Me interes por que recibiera una sepultura ms digna. Fui a una funeraria donde ad-quir un atad de color oscuro. Apart los muebles del galpn donde duermo e improvis un velorio, donde yo fui el nico deudo presente. Contrat adems una camioneta negra y separ un nicho no muy aleja-do del piso. Pero todava no me atrevo, y estoy casi seguro de que nunca lo har, a ir al cementerio a decorar con flores su tumba. Como ya dije, los dems muertos van a dar a la fosa comn. Sus cuerpos son envueltos en unos sudarios que yo mismo confecciono con parte de las telas de s-bana que nos donaron. No hay velorio. Se quedan en sus camas, hasta que unos hombres que tengo contratados los trasladan en carretillas. Yo no los acompao, y cuando vienen los familiares a preguntar me limito a informarles que ya no estn ms en este mundo.

    Sin embargo, pese a todas estas circunstancias, siento una alegra un tan-to triste al comprobar que, de cierta forma, en los ltimos tiempos el or-den se ha instalado por primera vez en mi vida. Aunque me parece algo sombra la forma de haberlo obtenido. Se acabaron las aventuras calleje-ras, las noches pasadas en celdas durante las redadas, las peleas a pico de botella que se suscitaban cuando algn otro trataba de quitarme un no-vio conseguido a fuerza de sacrificio. Aquellas escenas solan generarse casi siempre en las discotecas donde iba a divertirme. Haba una que era mi preferida. El dueo era amigo mo desde los tiempos en que yo era un muchacho. En esa poca me haba escapado recin de la casa de mi ma-dre, quien nunca me perdon que no fuera el hijo recto con el que ella haba soado. Como no tena medios de subsistencia, me aconsejaron que viajara al norte del pas. En aquel tiempo, el dueo de la discoteca regentaba all un hotel para hombres que contaba con un gran saln de baile en el primer piso. Hice caso a los consejos y part. Yo no tendra entonces ms de diecisis aos, y no puedo quejarme ni del trato ni de

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    la cantidad de dinero que recib. El dueo, que tena unos veinte aos ms que yo, me trat con mucho respeto. Me aconsejaba siempre. Me habl con claridad de una regla fundamental. Me dijo que en ningn momento olvidara lo efmera que es la juventud. Yo deba aprovechar lo ms posible los aos que tena entonces. Gracias a esa persona, llev con inteligencia mis finanzas. Por eso, antes de cumplir los veintids aos pude regresar con el capital necesario para invertirlo en la creacin del sa-ln de belleza. No adquir todos los artculos desde el primer momento. Pude hacerme slo del terreno y logr construir la sala principal. Al prin-cipio no contaba ms que con tres o cuatro cosas, pero muy pronto se hi-zo pblico que tena buena mano para los cortes de pelo. As fue como la clientela aument gradualmente, y pude comprar los elementos necesa-rios para hacer creer a las clientas que se encontraban en un establecimien-to de alta categora. Sin embargo, senta que an faltaba algo para que el saln fuera un lugar verdaderamente diferente. Fue entonces cuando pen-s en los peces. Seran el toque que dara al local un matiz especial.

    Con respecto a mi persona las cosas eran cada vez ms distintas. A me-dida que el negocio se estabilizaba, yo me senta cada vez ms vaco por dentro. Fue entonces cuando comenc a llevar una vida que puede lla-marse algo disipada. Es cierto que cumpla con mis obligaciones diarias, pero no vea el momento de que llegara uno de los das de la semana que habamos sealado para salir a la calle vestidos de mujer. Fuimos adop-tando tambin la costumbre de vestirnos as para atender a las clientas. Me pareci que de ese modo se creaba un ambiente ms ntimo en el sa-ln. Las clientas podan sentirse ms a gusto. De esta forma podan con-tarnos quiz sus vidas, sus secretos. Sentirse aliviadas de sus problemas. Pero pese a que dentro del saln se lleg a formar algo as como una uni-dad y una armona agradables, con el abuso de las aventuras callejeras mi vida fue perdiendo en algo su centro psicolgico.

    Cuando el saln de belleza comenz a cambiar, sent tambin una trans-formacin interna. Entre otras cosas, al momento de dar atencin a los huspedes me hice algo as como ms responsable. En ese entonces no era ya tan joven. Desde haca un tiempo me era cada vez ms difcil con-seguir xito en las noches en el centro. Haba empezado a vivir, en carne propia, la soledad del amigo que trajo su vestimenta de Europa. Tuve que pararme en avenidas menos exclusivas, o hacer mis cosas amparado por la oscuridad de los cines de barrio. Recordaba, en ese tiempo ms que nunca, los consejos que me haba dado en su momento el dueo del ho-tel de provincia. Iba constatando que, una a una, sus predicciones se es-

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    taban cumpliendo. Como contrapartida, las cosas en el saln de belleza iban cada vez mejor. Aqulla fue la poca en que los acuarios llegaron a su esplendor. Tena toda una coleccin de Escalares, Goldfish y Peces L-piz. Incluso, en una pecera con una serie de compartimentos separados, criaba Piraas Amaznicas. Las clientas se amontonaban en la puerta, por-que tres veces a la semana abramos a las doce del da. Por eso tuvimos que establecer un exacto ritmo de citas, que curiosamente se cumplieron en for-ma religiosa. Tuve que ir imponiendo reglas. Nunca acept que una clien-ta llegara tarde, tampoco hice caso a las que venan con urgencias de ltima hora, ni a las que pedan entreturnos.

    La primera vez que acept a un husped, lo hice a pedido de uno de los compaeros que trabajaba conmigo. Como ya seal, antes habamos dado cobijo a uno que otro herido por la Banda de los Matacabros o por otro tipo de asaltantes. En esas ocasiones se haban tratado slo de alo-jamientos temporales. Pasado un tiempo, todos abandonaban el saln por sus propios medios. Pero aquella vez ese compaero me cont que uno de sus amigos ms cercanos estaba al borde de la muerte y no lo que-ran recibir en ningn hospital. Su familia tampoco quera hacerse cargo del enfermo y, por falta de recursos econmicos, su nica alternativa era morir debajo de uno de los puentes del ro que corre paralelo a la ciu-dad. Lo haban llevado hasta ese lugar ciertos vagabundos, quienes para mitigar los escalofros que lo acometan lo abrigaban con unos cartones. El muchacho que trabajaba conmigo me rog que lo recogiramos. Acep-t sin pensar mucho en las consecuencias, pues de habrseme hecho ese pedido en otro momento jams hubiera permitido que mi saln de be-lleza se convirtiera en un Moridero.

    Aquel joven muri un mes despus de su ingreso. Recuerdo que casi nos volvimos locos por tratar de restablecerlo. Convocamos a algunos m-dicos, enfermeras y yerberos. Visitamos tambin a personas que se de-dicaban a la curandera. Hicimos algunas colectas entre los amigos para comprar las medicinas, que eran sumamente caras. Todo fue intil. La con-clusin fue simple. El mal no tena cura. Todos aquellos esfuerzos no fue-ron sino vanos intentos por estar en paz con nuestra conciencia. No s dnde hemos aprendido que socorrer al desvalido es tratar de apartarlo, a cualquier precio, de las garras de la muerte. A partir de esa experien-cia, tom la decisin de que si no haba otro remedio, lo mejor era una muerte rpida dentro de las condiciones ms adecuadas que fuera posi-ble brindrsele al enfermo. No me conmova la muerte como muerte. Lo nico que buscaba evitar era que esas personas perecieran como perros

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    en medio de la calle, o abandonados por los hospitales del Estado. En el Moridero tenan asegurados una cama, un plato de sopa y la compaa de todos mis dems moribundos. Si el husped estaba consciente, o me-jor an, si estaba en condiciones de efectuar movimientos poda ayudar tanto moral como fsicamente. Aunque, hay que reconocer que la ayuda fsica era espordica. Se daba slo cuando algn husped, de pronto, su-fra una recuperacin transitoria, pues yo siempre me aseguraba de acep-tar slo a los que no tenan ya casi vida por delante.

    Algunas veces, muchachos jvenes y vigorosos tocaron las puertas. Ase-guraban que estaban enfermos, e incluso algunos llevaban consigo los resultados de los anlisis que lo certificaban. Vindolos en aquellas con-diciones fsicas, era fcil imaginrselos desnudos o realizando ejercicios corporales. Nadie podra pensar que la muerte ya los haba elegido. Pero aunque sus cuerpos parecan intactos, sus mentes daban la impresin de haber aceptado ya la pronta desaparicin. Queran a toda costa ser hus-pedes del Moridero. Se ofrecan, incluso, para ayudarme en la regencia. Yo tena que sacar la misma fuerza que mostraba delante de las mujeres que pedan hospedaje y decirles que regresaran meses despus. Que no volvieran a tocar las puertas sino hasta cuando sus cuerpos fueran irre-conocibles. Con los achaques y la enfermedad desarrollada. Con esos ojos que yo ya conoca. Slo cuando no pudieran ms, les era permitido volver. nicamente as podan aspirar a la categora de huspedes. Re-cin entonces se pondran en juego las verdaderas reglas que he ideado para el correcto funcionamiento del saln. Era sorprendente ver que este tipo de husped, el que haba tocado las puertas sano para ser aceptado tiempo despus, era el ms agradecido con los cuidados. Incluso muchos de ellos alabaron los acuarios aunque dentro de las aguas no hubiera ya nada que llamara la atencin.

    Los primeros sntomas del mal los sent en mi cuerpo cierta maana, en que despert ms tarde que de costumbre. Se trat de un amanecer algo extrao. Con las primeras luces del alba, me sobresalt una pesadilla. So- que regresaba al colegio donde haba estudiado la primaria, y nadie me reconoca. Si bien es cierto que en apariencia tena el mismo aspecto de cuando era nio, haba cierto elemento en m que delataba el paso de los aos. Era algo as como un hombre viejo en un cuerpo de nio. Pas revista a mis compaeros de saln y a algunas profesoras. Eran los mis-mos con los que haba estudiado, pero me trataban como a un descono-cido al que, adems, le tuvieran miedo. Finalmente, mi madre fue por m a la salida y con ella ocurri lo mismo. Haba ido por m y, sin em-

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    bargo, no era capaz de reconocerme. Despert con una tristeza profun-da. Sobre todo por haber visto a mi madre, quien muri poco despus de mi huida al norte del pas. Era una mujer que se quejaba con frecuen-cia. Deca siempre estar enferma, y recuerdo que muchas de las horas de mi infancia las pas en las salas de espera de grandes hospitales, acompa-ndola para que se hiciera uno de sus innumerables exmenes. Cuando despert, sent tambin una gran angustia. Me par, sal del galpn y, co-mo de costumbre, me ech agua en la cara. Regres luego a la cama y me dorm hasta cerca de las diez de la maana. Me despertaron unos fne-bres sonidos que venan del saln principal. Los huspedes se estaban quejando por no ser atendidos. Era muy tarde. A muchos haba que cam-biarles el paal. A otros acompaarlos hasta el escusado que hay detrs del galpn. En uno de esos viajes not el brote de la enfermedad. A la pasada me mir en el pequeo espejo que reservaba para afeitarme. Vi un par de pstulas en mi mejilla derecha. No tuve necesidad de palpar los ganglios para ver si estaban inflamados. Tena la suficiente experien-cia para reconocer, al instante, el ms insignificante de los sntomas.

    Semanas despus, mi fuerza corporal empez a disminuir aunque no de manera tan radical. En ese entonces ya estaba totalmente dedicado al Moridero, pero me reservaba uno que otro da para salir a divertirme. A ve-ces era una visita a los baos. Otras ir hasta las calles vestido con la ropa que me haban dejado mis compaeros ya fallecidos. Sin embargo, no se trataba de una actividad sostenida. Lo haca muy de vez en cuando. Pe-ro al descubrir las heridas en mis mejillas las cosas acabaron de golpe. Llev los vestidos, las plumas y las lentejuelas hasta el patio donde se en-cuentra el escusado. Hice all una gran fogata. Oli muy mal. Parece que haba muchas prendas de material sinttico, porque se levant un hu-mo bastante txico. Ese da haba estado tomando aguardiente desde temprano. Lo hice mientras cumpla con mis obligaciones en el Mori-dero. En realidad, era capaz de hacer las tareas en cualquier estado. Ya fue-ra bajo los efectos de una droga, del alcohol o del sueo. Mis movi mientos se haban vuelto lo suficientemente mecnicos como para hacer mis la-bores a la perfeccin, guiado nicamente por la fuerza de la costumbre. En el momento de la fogata, me haba puesto uno de los trajes de mis amigos. Estaba totalmente mareado, aunque s que bailaba alrededor del fuego mientras cantaba una cancin que ahora no recuerdo. Me imagi-naba a m mismo en la discoteca con esas ropas femeninas, y con la cara y el cuello totalmente cubiertos de llagas. Mi intencin era caer, yo tam-bin, dentro del fuego. Ser envuelto por las llamas y desaparecer antes de que la lenta agona fuera apoderndose de mi cuerpo. Pero parece que el

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    canto mitig mis intentos suicidas. Mientras ms cantaba, iba recordan-do de manera ms clara nuevas canciones. Era creciente la sensacin de ir entrando, poco a poco, en los recuerdos que las canciones me sugeran. Lentamente la fogata se fue apagando, hasta no quedar sino un leve hu-mo saliendo de los restos achicharrados. Yo estaba echado de costado. Uno de los ruedos de mi traje haba sido alcanzado por el fuego y el ra-so que decoraba el vestido estaba completamente chamuscado. Igual-mente senta el pelo y las pestaas. Pese a todo continu acostado, maravillndome con las leves columnas de humo. Las canciones haban cesado. Aparte del final del fuego, el nico ruido que se poda sentir era el que producan los gemidos que reinaban en el saln principal.

    Ya casi nadie me pregunta acerca de los peces, pero me gustara decir que los ejemplares ms extraos que alguna vez he criado han sido los llama-dos Ajolotes. Se trata de esos peces que parecen estar a mitad del camino en la evolucin. Son de forma cilndrica, casi como gusanos gigantescos que, aparte de las aletas habituales, cuentan tambin con unas pequeas patas incipientes. Poseen adems, alrededor del cuello, unas agallas como las de ciertos animales de la poca de los dinosaurios. Los ejemplares que mantena eran de un blanco rosceo. Los ojos mostraban un rojo intenso. Lo pasaban todo el da estticos al fondo del acuario, y solamente se mo-van cuando les arrojaba las lombrices vivas con las que se alimentaban. A muchas de las clientas, esos peces les daban algo de asco. Pero tambin hu-bo una que otra que mostr cierto inters, debido seguramente a la rare-za que evidenciaban. Deban estar en un acuario especial. No soportaban la presencia de piedras en el fondo, ni tampoco las plantas con las que so-la decorar las peceras. Se mantenan nicamente entre las cinco paredes transparentes. Yo mismo deba pasar una esponja por el vidrio, pues eran tan feroces y tan carnvoros que no aceptaban, ni por un instante, la pre-sencia de un Pez Basurero. Una vez hice la prueba de poner un par mien-tras ellos dorman. Me qued unos momentos para ver la reaccin. En la primera media hora nada importante ocurri. Los Peces Basurero em-pezaron a cumplir con su deber y, con sus grandes bocas pegadas a los cristales, se dedicaron a comerse las impurezas. Los Ajolotes, como de cos-tumbre, se mantuvieron al fondo. Yo s que, en general, los peces no sa-ben qu est ocurriendo en el exterior de sus peceras. Sin embargo, apenas dej el acuario los dos Ajolotes se lanzaron a devorar a los Peces Basurero. Regres a los pocos minutos, y me encontr con la carnicera. Los Ajolo-tes estaban, nuevamente, al fondo del acuario. En apariencia estaban tran-quilos, pero de sus bocas sobresalan partes de los peces que se haban tragado. Parece que a partir de entonces se les despert una furia desen-

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    frenada. Lo digo porque pocos das despus terminaron despedazndose uno al otro. Luego de esa experiencia, jams se me ocurrira criar esos pe-ces nuevamente. Y no slo por la ferocidad de sus costumbres. He tenido otras especies incluso mucho ms agresivas. Estaban los Peces Peleadores, las Piraas y otros ejemplares menores cuyos nombres no recuerdo. Lo re-pudiable de los Ajolotes era lo desagradable de su estilo que, aunado a su aspecto, daba al asunto de criar peces cierto carcter diablico.

    En estos aos he aprendido que una de las formas ms fastidiosas de mo-rir se da cuando la enfermedad empieza por el estmago. Decir esto me causa cierta gracia, pues siempre he odo aquel dicho popular que afirma que al hombre se le agarra por el estmago. Y no solamente lo o, sino que en ms de una ocasin trat de ponerlo en prctica. Sealo esta caracters-tica de la enfermedad porque no deja de sorprenderme la razn por la cual cuando el mal comienza por el estmago el resto del cuerpo queda algo as como inmune. Cuando empieza por la cabeza, los pulmones u otros rga-nos, muy pronto compromete a las dems funciones vitales. Sobreviene una reaccin en cadena, que se lleva al husped en menos de lo que canta un gallo. Pero con el estmago todo parece ser diferente. El husped cae en una diarrea constante, que va minando el organismo pero slo hasta cierto punto. El estmago se afloja cada vez ms, y el enfermo cada da es-t ms decado. Sin embargo, nunca llega a alterarse, de manera significa-tiva, ese continuo deterioro. Sigue su ritmo, sin subidas ni bajadas. Sin grandes sufrimientos sbitos. Sencillamente, continan los clicos y los calambres constantes. Largos y sostenidos. En el Moridero he tenido hus-pedes que han soportado ese proceso hasta un ao seguido. Y, durante todo ese periodo, los dolores se han mantenido invariables. En ningn mo-mento el enfermo deja de saber que no tiene escapatoria. Yo me encargo, adems, de que no abriguen falsas esperanzas. Cuando creen que se van a recuperar, tengo que hacerles entender que la enfermedad es igual para to-dos. Que aquellos que no pueden ms con los dolores de cabeza o con las llagas que les supuran por todo el cuerpo, pasan por un proceso similar al de los que estn con las largas y aparentemente interminables diarreas. Has-ta que llega un da en el cual el organismo se ha vaciado por dentro de tal modo que no hay ya nada por eliminar. En ese instante no queda sino en-trar en la espera final. El cuerpo cae en un extrao letargo, donde no pide ni da nada de s. Los sentidos estn completamente embotados. Se vive co-mo en un limbo. Por lo general, este estado suele durar de una semana a diez das. Depende del cuerpo y de la vida que el husped haya llevado an-tes de ser alojado en el Moridero.

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    Digo forma fastidiosa de morir, porque para nadie es un favor que el hus-ped est sufriendo todo un ao completo. He repetido muchas veces que no hay bendicin mayor que la agona rpida. Ni para los huspedes ni para m significa ninguna ventaja estarse muriendo en forma intermina-ble. Al ocupar una cama ms tiempo que el necesario, se le est quitan-do oportunidad a otro husped que seguramente ver atacado su cerebro o sus pulmones antes que su estmago. A otro husped que cumplir a cabalidad su papel de husped, y ocupar la cama, mi tiempo y mis re-cursos no ms de lo necesario. Pero muchas veces me he preguntado qu hacer ante estos casos. Al final llego a la conclusin de que aceptar es-te tipo de huspedes, el que sufrir interminablemente con el estmago, es un deber que no puedo eludir. Ya me he puesto demasiadas restriccio-nes como para imponerme una regla ms. Si el Moridero no acepta mu-jeres ni enfermos en la etapa primaria, no puede ahora rechazar tambin a los postulantes cuyos estmagos estn atacados. Me parece que una ac-titud semejante terminara por desvirtuar, por completo, los orgenes de la idea que llevo adelante. De hacer caso a esta ltima restriccin, ser intil seguir manteniendo transformado el saln. Hubiera sido ms fcil hacer caso omiso a lo que ocurra a mi alrededor y, sin inmutarme, ha-ber continuado viendo morir a los compaeros, a los amigos, a gente desconocida. A los jvenes fuertes, a los que alguna vez fueron reinas de belleza, que desaparecan con los cuerpos destrozados y sin ninguna cla-se de amparo. Sin embargo, debo ser fiel a las razones originales que tu-vo este Moridero. No a la manera de las Hermanas de la Caridad, que apenas se enteraron de nuestra existencia quisieron asistirnos con traba-jo y oraciones piadosas. Aqu nadie est cumpliendo ningn tipo de sa-cerdocio. La labor que se hace obedece a un sentido ms humano, ms prctico y real. Hay otra regla, que no he mencionado por temor a que me censuren, y es que en el Moridero estn prohibidos los crucifijos, las estampas y las oraciones de cualquier tipo.

    Las heridas de mis mejillas se extendieron pronto por todo el cuerpo. Yo saba que era preferible no frotarlas con los dedos. Tampoco tratarlas con ninguna crema. Me haban contado de los efectos que produca la cor-tisona sobre este tipo de lcera. Al principio las curaba por completo, pero al cabo de una semana aparecan con ms fuerza que nunca. Logr resignarme y trat de lucir las llagas con orgullo. Not algunas reaccio-nes, principalmente entre los familiares de los huspedes que llegaban hasta el saln. Se trataba de un primer impacto, que luego disimulaban cre-yendo seguramente que yo no me daba cuenta. Esta nueva condicin de mi cuerpo me sirvi para retirarme definitivamente de la vida pblica.

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    Si bien es cierto que ya no contaba con los vestidos de noche, tampoco tena ganas de ir hasta los baos de vapor los sbados por la tarde. A ve-ces imaginaba con regocijo cul sera la reaccin de los asistentes al ver-me con el cuerpo brotado. Lo ms probable era que en un primer momento no se dieran cuenta, y slo lo notaran cuando estuvieran ya demasiado comprometidos. Puedo asegurar que muchos huiran aterra-dos. Aunque puedo asegurar tambin que otros seguiran como si nada sucediese. Eso mismo poda pasar si sala vestido en las noches. Claro que en esas circunstancias sera diferente, pues era muy probable que me las tuviera que ver, cara a cara y sin salida, con algn tipo entre asquea-do y furibundo. A mi edad y en mi estado, no estaba como para pasar por ese tipo de experiencias. Me senta como aquellos peces tomados por los hongos, a los cuales les huan hasta sus naturales depredadores.

    En ms de una oportunidad realic cierta prueba donde quedaba claro que los peces atacados por los hongos se volvan sagrados e intocables. Por ms que les pusiera Ajolotes o Piraas en su pecera, eran respetados en forma absoluta. Cualquier pez con hongos slo muere de ese mal. A m tal vez me sucedera lo mismo si me aventuraba a visitar nuevamente los baos o salir a las calles de noche. Quiz nadie se atrevera a golpearme ni a ha-cerme pasar por situaciones de peligro. Aunque tambin es cierto que la conducta de los peces a veces no guarda relacin alguna con la de los hom-bres. Yo haba visto, por ejemplo, cmo en ciertas ocasiones trataban de colarse al Moridero amantes desconsolados. Venan en busca de alguno de los huspedes. Escuchaba que gritaban sus nombres en medio de la noche. A veces, era tal la fuerza de los gritos que muchos de los enfermos se despertaban asustados y comenzaban con el acostumbrado coro de que-jidos. Yo me mantena en mi cama, alerta por si las cosas pasaban a ma-yores. La puerta de calle estaba reforzada, era improbable que alguno de los amantes pudiera entrar. Pero de todos modos yo me mantena despier-to. Me preguntaba entonces qu poda mover a esos seres a buscar a los enfermos. Tal vez el recuerdo de un pasado feliz o quiz la conviccin de que el amor va mucho ms all de lo fsico. Y entrar para qu? Slo para encontrarse con alguien que no era ms que hueso y pellejo. Alguien que, adems del decadente aspecto, no era otra cosa que un simple portador del mal. Un portador del mal que estaba predestinado slo a morir de ese mal. Por alguna extraa razn, este tipo de amantes rehua la luz del da. Nunca se presentaba en horas que no fueran las nocturnas.

    La llegada de esos hombres me produca cierto fastidio. Principalmente porque nunca nadie vino por m. Me pregunto entonces de qu me sir-

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    ve tanto sacrificio en la administracin de este saln. Sigo solitario como siem-pre. Sin ninguna clase de retribucin afectiva. Sin nadie que venga a llorar mi enfermedad. Creo que esto es el resultado de haberme preocupado tan-to por el saln de belleza en los momentos de esplendor. Tambin de la dedicacin que les ofrec a mis compaeros de trabajo mientras estuvieron a mi lado. Estoy seguro de que, de estar vivos, ellos s se preocuparan por m. Veran la forma de mantenerme entretenido. Me traeran Marchantes era el nombre que les dbamos a los muchachos que nos daban algo de diversin a cambio de dinero de vez en cuando. Quiz mi mayor des-gracia consista en que la enfermedad tom mi cuerpo demasiado tarde. De haber muerto antes, mi enfermedad habra sido quiz ms dulce. Con mis compaeros al pie de la cama, atentos a mis quejas. Pero ahora tengo que vrmelas yo solo. Debo sufrir la decadencia sin pronunciar palabra. Rodeado de caras que veo siempre por primera vez. Hay noches en que siento miedo. Temo por lo que suceder cuando la enfermedad se presen-te en su esplendor. Por ms que haya visto morir a innumerables huspe-des, por ms que desde hace ya bastante tiempo la muerte crea tener en el saln la libertad de hacer lo que le venga en gana, reconozco que ahora que viene por m no s qu va a pasar. Tal vez esta sensacin fue la misma que tuvo mi madre cuando al fin, despus de ir ao tras ao a las consul-tas de los hospitales, le dijeron que tena un tumor maligno. Yo me ente-r cuando estaba trabajando en el norte del pas. Me mand una carta que nunca contest. Pero ahora yo, que me encuentro en una situacin simi-lar, no tengo a nadie a quien enviarle nada. Ni siquiera puedo guardar la esperanza de que exista alguna persona que no me quiere escribir.

    Precisamente ayer, cuando estaba viendo la pecera del agua verdosa, me di cuenta de que la desaparicin de un pez no le importa a nadie. En to-dos estos aos el nico afectado con la mortandad en los acuarios he si-do yo. Not que algunos Gupis se escondan entre las plantas. Despus salan pero slo para volverse a esconder. La nica reaccin que tienen ciertos peces ante la muerte es comerse al pez sin vida. Si no se saca a tiempo se convierte en alimento de los dems. Hubo veces en que, a pro-psito, los dej varios das muertos en el fondo del acuario. Cada maa-na vea cmo el resto iban desaparecindolos de a pocos. Me pareca que en esas ocasiones la muerte cobraba cierto sentido. Pero no hice de esta prctica una costumbre. Casi siempre recoga al pez casi al momento de encontrarlo. De ese modo me senta ms tranquilo, pues a veces no po-da dormir bien en las noches si saba que el pez estaba siendo despeda-zado por alguno de sus compaeros.

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    En honor a la verdad, debo decir que las heridas que aparecen en mi cuer-po no es lo ms grave que me sucede. En casos extremos, ante la inmi-nencia de una aventura amorosa por ejemplo, siempre est el recurso del maquillaje. Una base de color carne sera suficiente para hacer desapare-cer las fastidiosas heridas. El maquillaje y la ayuda de una luz tenue. Ya me sucedi una vez. Lstima que no se trat de un trance amoroso, sino de una de las tantas Hermanas de la Caridad que vienen hasta las puer-tas del Moridero a ofrecer sus servicios. No quera que supieran que es-toy enfermo. Saba que aprovecharan cualquier seal de debilidad en mi mando para tomar las riendas por completo. Y eso es algo que yo no voy a permitir. Me imagin cmo sera este lugar manejado por gente as. Con medicinas por todos lados, tratando de salvar intilmente unas vidas ya elegidas por la muerte. Prolongando los sufrimientos bajo la apariencia de la bondad cristiana. Y lo peor, tratando por todos los medios de de-mostrar lo sacrificada que es la vida cuando se la ofrece a los dems. De ninguna manera quiero permitir que se haga esto con mi saln. No s qu pasar una vez que est muerto. Algunos podrn decir que no debe-ra importarme, pero es algo que me preocupa demasiado. Incluso ms que mi inters por la regencia del local. Tal vez sea porque s que todos los huspedes morirn inmediatamente despus de m. Y no es que este suceso me alarme mayormente. Lo triste sern las formas. Caern mori-bundos en medio del mayor desconcierto. Los nuevos huspedes adems ya no sern iguales. Seguramente tendrn que pasar por algunas pruebas antes de ser admitidos. A algunos los remitirn a los asquerosos hospita-les del Estado. A otros sencillamente les cerrarn las puertas. Lo ms probable es que no quieran saber nada de los ms mseros, ni de los de conducta escandalosa, pues muchos de los huspedes, a pesar de encon-trarse gravemente enfermos, no abandonan jams sus hbitos de costum-bre. Pese a las circunstancias que los rodean, de la suerte de estandarizacin que suelo imponer, continan con sus actitudes de siempre, con aquellos modales que dejan tanto que desear. No puedo imaginarme a las Herma-nas de la Caridad lidiando con este tipo de personaje.

    Tengo algunas ideas, pero no s si tendr la fuerza suficiente para en su momento realizarlas tal como las he pensado. La ms simple tiene que ver con el hecho de quemar el Moridero con todos dentro. S que nun-ca voy a llevar a cabo una idea as. Y no es slo por remordimiento o por miedo que la rechazo, sino que sencillamente me parece una salida de-masiado fcil. Carente, por completo, de la originalidad que, desde el primer momento, le quise imprimir al saln de belleza. Tambin se me ocurri inundarlo. Hacer del saln un gran acuario. Rpidamente rechac

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    esa idea por absurda. Lo que s creo que voy a poner en prctica es el bo-rrado total de huellas. Debo hacer como si en este lugar nunca hubiera existido un Moridero. Esperar que se muera esta ltima remesa de hus-pedes, y despus no recibir a nadie ms. Poco a poco ir recobrando los artculos de belleza y los instalar en sus antiguos lugares. Comprar tres grandes secadoras, un nuevo carrito para los cosmticos y decenas de ganchos y horquillas. Arrojar los colchones y los catres a un basural. Tambin las bacinicas y la vajilla de fierro enlozado donde sirvo las sopas. A alguien interesado le vender la lavadora industrial que nos donaron el mes pasado. No es por falta de dinero, sino para no levantar sospechas arrojndola a un descampado as porque s. Repito, no es por falta de di-nero pues el negocio a nivel econmico nunca fue ms floreciente que cuando el saln de belleza se convirti en un Moridero. Entre las dona-ciones, las herencias de los fallecidos y los aportes de los familiares logr reunir un buen capital. As que por ese lado no tendr problemas para lle-var a cabo los cambios que quiero realizar.

    Uno de los hechos que me entusiasman con el final del Moridero, es que nuevamente los acuarios tendrn su pasado esplendor. He pensado muy cuidadosamente los pasos a seguir. Primero me deshar de la pecera que contiene la ltima generacin de Gupis. La arrojar al mismo descam-pado donde irn las bacinicas y la vajilla. Ser muy fcil verter la pecera y ver cmo los peces se asfixian hasta morir en aquel terreno agreste. In-cluso, una vez que estuviera vaca, podra recuperarla y llenarla nueva-mente para ponerle los peces especiales que tengo en mente comprar. Pero no, quiero dejar la pecera intacta en medio del descampado. Inclu-so le echara agua nueva para oxigenar el ambiente. Pondra la comida justa para varios das. Dejara los peces a la mano de Dios. Tal vez algn perro metera el hocico en las aguas o quizs un mendigo la encontrara. Lo ms probable es que algn traficante de basura se tropezara con ella. Creo que se sorprendera con lo extrao de su hallazgo. Arrojara en-tonces el agua y los peces para luego llevar el acuario a vender. Para ese entonces, en el saln estaran las nuevas peceras junto a los flamantes im-plementos de belleza. No habra clientas, el nico cliente del saln sera yo. Yo solo, murindome en medio del decorado. De vez en cuando ha-ra acopio de mis fuerzas para llegar hasta el lavatorio, donde mojara mi pelo para despus meter la cabeza en una de las secadoras. Todo lo hara a puertas cerradas. No le abrira a nadie. Ni a los nuevos huspedes, cu-yas splicas es muy probable que atravesaran el espesor de las paredes. Tampoco a los amantes nocturnos, quienes tocaran las puertas desespe-rados al no poder aceptar que la muerte haba sido implacable con el ob-

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    jeto de sus deseos. Quiz tambin vendran hasta el local los miembros de las instituciones que hacen de la ayuda un modo de vida. Entre ellos estaran las Hermanas de la Caridad y los empleados de las asociaciones sin fines de lucro. Yo me quedara muy callado. Tratara de no hacer el mnimo ruido. Lo ms seguro es que, a los pocos das, sospechasen que algo extrao estuviera pasando dentro, y es muy probable que derriba-ran la puerta. Entonces me encontraran, muerto s, pero rodeado del pasado esplendor.

    stas son ideas sueltas, que tal vez nunca llegue a poner en prctica. Es demasiado difcil saber cul ser el rumbo que tome mi enfermedad. Pue-do tener ciertas intuiciones, aprendidas durante estos aos, pero estoy seguro de que mi mal tomar un camino diferente al habitual. Se hace complicado tambin el clculo del tiempo. Lo ms lgico es pensar que necesite de alguien a mi lado para que me asista en los momentos fina-les. Ser intil, por eso, desmantelar este lugar, que tiene todo destinado para la agona. Incluso la decoracin, pues, entre otros objetos, la pecera del agua verde es la ms adecuada para convertirse en la ltima imagen de cualquier moribundo. Nada podr hacer para librarme de las Herma-nas de la Caridad. Lo ms seguro es que tomen las riendas sin que yo me d cuenta del momento exacto en que esto ocurra. Es posible, adems, que mientras yo est en el ltimo trance, acepten nuevos huspedes sin consultarme. Estoy seguro de que no harn caso a mis reglas. Sern ca-paces, incluso, de consentir mujeres en el local. Las escuchar entonces gemir sin descanso. Aqul ser un sonido nuevo y desesperante para m. Todas las intenciones se torcern. Lo que antes fue un lugar destinado estrictamente para la belleza, ahora se convertir solamente en un sim-ple lugar dedicado a la muerte. Nadie, a partir de entonces, ver nada de mi trabajo, de mi tiempo desperdiciado. No conocern de la preocupa-cin que senta por que todas mis clientas salieran satisfechas del saln. Ninguno sabr del grado de ternura que me inspir el muchacho al que lo obligaban a dedicarse al trfico de drogas. Nadie de la angustia que me causaba or llegar a los amantes ajenos. Cuando caiga enfermo todos mis esfuerzos habrn sido intiles. Si pienso con mayor serenidad creo que tal vez yo en algn momento me sent inmortal y no supe preparar el terreno para el futuro. Quiz ese sentimiento me impidi concederme un tiempo para m mismo. De otra manera, no me explico por qu es-toy tan solo en esta etapa de mi vida. Aunque es muy probable que sea mi forma de ser la culpable de que no cuente con nadie que me llore por las noches.

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    Slo recientemente he llegado a estas conclusiones. Es extrao compro-bar la forma en que mis pensamientos fluyen ahora ms rpido. Creo que antes nunca me detena tanto a pensar. Ms bien actuaba guiado por una serie de impulsos. De esa forma consegu, durante mi juventud, el dinero necesario para instalar el saln de belleza y empec en las noches a salir vestido de mujer. Pero cuando vino todo ese asunto de la transfor-macin del local, se produjo un cambio. Por ejemplo, siempre reflexio-no antes de hacer alguna cosa. Analizo luego las posibles consecuencias. Antes no me hubiera preocupado, por ejemplo, el futuro de este Mori-dero tras mi desaparicin. Hubiera dejado que los huspedes se las arre-glasen como pudieran. Ahora, lo nico que puedo pedir es que respeten la soledad que se aproxima.

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    TrabajoCuadro de textoQueda prohibida, salvo excepcin prevista en la ley, cualquier forma de reproduccin, distribucin, comunicacin pblica y transformacin de esta obra sin contar con autorizacin de los titulares de propiedad intelectual. La infraccin de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Cdigo Penal).